El estudiante - John Katzenbach (Parte 1)








PRIMERA PARTE

         CONVERSACIONES ENTRE DIFUNTOS

Esto es lo que Moth llegó a entender:
La adicción y el asesinato tienen cosas en común.
En ambos, alguien quiere que confieses:
«Soy un asesino.»
O:
«Soy un adicto.»
En ambos se supone que llega un momento en que tienes que someterte a un poder superior:
«Para el típico asesino es la ley. Policías, jueces, quizá la celda de una cárcel. Para los adictos corrientes es Dios, o Jesús, o Buda, o cualquier cosa concebible más fuerte que las drogas o el alcohol. Sométete a ella. Es la única forma de dejarlo. Suponiendo que quieras hacerlo.»
Jamás pensó que ninguna de ambas confesiones o concesiones formaría parte de su estructura emocional. Sabía lo que era la adicción. No estaba seguro sobre lo del asesinato, pero estaba decidido a averiguarlo en poco tiempo.
            1

Timothy Warner encontró el cadáver de su tío porque aquella mañana se despertó con unas ansias intensas y terriblemente familiares, un vacío en su interior que zumbaba grave y repetidamente como la potente cuerda desafinada de una guitarra eléctrica. Al principio, creyó que era por haber soñado que bebía alegremente vodka helado con absoluta impunidad. Pero entonces se recordó que llevaba noventa y nueve días sin beber, y se dio cuenta de que si quería alcanzar los cien tendría que esforzarse para llegar sobrio al final del día. De modo que en cuanto su pie tocó el frío suelo al salir de la cama, antes de mirar por la ventana para ver qué día hacía, o de estirar los brazos para insuflar algo de vida a sus cansados músculos, cogió el iPhone y abrió la aplicación que contabilizaba los días que llevaba sin probar el alcohol. El noventa y ocho del día anterior saltó a noventa y nueve.
Se quedó mirando el número un momento. Ya no sentía una satisfacción estimulante, ni siquiera una ligera sensación de éxito. Aquel entusiasmo había desaparecido. Ahora sabía que el indicador diario era simplemente otro recordatorio de que siempre estaba en peligro. De recaer. De sucumbir. De dejarse llevar. De tener un pequeño resbalón.
Y entonces estaría acabado.
Puede que no enseguida, pero tarde o temprano. A veces pensaba que mantenerse sobrio era como hacer equilibrios en el borde de un hondo precipicio, contemplando vertiginosamente un inmenso Gran Cañón a sus pies mientras lo zarandeaba el vendaval. Una ráfaga lo tumbaría y se despeñaría al vacío.
Lo sabía del mismo modo que se sabe cualquier cosa.
Al otro lado de la habitación había un espejo de cuerpo entero con marco negro, apoyado en la pared de su reducido piso, junto a la bicicleta cara con la que solía ir a sus clases; le habían retirado el coche y el carnet de conducir durante su última recaída. Vestido solo con ropa interior holgada, se levantó y se miró el cuerpo.
La verdad es que no le gustó lo que vio.
Él, que había sido atractivamente fuerte y enjuto, estaba ahora cadavérico, hecho un saco de costillas y músculos con un tatuaje penoso y solitario, resultado de una noche de borrachera: la cara de un payaso triste en su hombro izquierdo. Llevaba su pelo azabache largo y despeinado. Tenía cejas oscuras y una encantadora sonrisa ligeramente torcida que le hacía parecer más simpático de lo que se consideraba en realidad. No sabía si era guapo, aunque en cierta ocasión una chica muy bonita le había dicho que sí lo era. Tenía las piernas y los brazos largos y delgados de un corredor. Había sido ala abierta de reserva en el equipo de fútbol americano de su instituto y, dado que sacaba sobresalientes en todo, el chico al que pedir ayuda para unas prácticas en el laboratorio de Química o para un trabajo de Literatura cuya fecha de entrega había vencido. Uno de los mejores jugadores del equipo, un fornido defensa, tomó cuatro letras de su segundo nombre, alegando que Tim o Timmy no iba con su aspecto habitualmente resuelto, y empezó a llamarlo Moth, «mariposa nocturna». Cuajó, y a Timothy Warner no le importaba demasiado, porque creía que aquellos insectos tenían curiosas virtudes y se arriesgaban a volar peligrosamente cerca de las llamas, obsesionados por la luz. Así que se le quedó Moth, y rara vez usaba su nombre de pila entero, salvo en las ocasiones formales, las reuniones familiares o las reuniones de AA, cuando se presentaba diciendo: «Hola, me llamo Timothy y soy alcohólico.»
No creía que sus distantes padres ni su hermano y su hermana mayores, con los que apenas mantenía ya contacto, recordaran aún su apodo de instituto. El único que lo usaba con regularidad, y con cariño, era su tío, cuyo número se apresuró a marcar mientras se miraba en el espejo. Moth sabía que tenía que protegerse de sí mismo, y llamar a su tío seguramente era el primer paso para su supervivencia.
Como esperaba, le salió el contestador automático: «Ha llamado al doctor Warner. En este momento estoy con un paciente. Por favor, deje un mensaje y le devolveré la llamada cuanto antes.»
—Tío Ed, soy Moth. Esta mañana tengo unas ansias horrorosas. He de asistir a una reunión. ¿Podríamos vernos en Redentor Uno esta tarde a las seis? Tal vez podamos hablar después. Creo que podré superar el día sin problemas. —No estaba seguro de esta endeble promesa final.
Su tío tampoco lo estaría.
«Quizá debería ir a la reunión del almuerzo en el centro de actividades estudiantiles de la universidad —pensó—, o a la de media mañana en la tienda del Ejército de Salvación, a solo seis manzanas de aquí. O quizá debería volver a la cama, taparme la cabeza con las mantas y esconderme hasta la reunión de las seis.»
Prefería las sesiones vespertinas en la Primera Iglesia de la Redención, a la que su tío y él llamaban Redentor Uno para abreviar y darle el exótico nombre de una nave espacial. Era un habitual de esas sesiones, como muchos abogados, médicos y otros profesionales liberales que preferían confesar sus ansias en la cómoda sala de reuniones con paneles de madera y mullidos sofás de skay de la iglesia, y no en los sótanos bajos con sillas plegables de metal y crudas luces de techo donde se celebraban la mayoría de reuniones. Un benefactor adinerado de la iglesia había perdido un hermano por culpa del alcoholismo, y gracias a su generosa financiación había asientos cómodos y café recién hecho. Redentor Uno daba impresión de exclusividad. Moth era el participante más joven con diferencia.
Los exalcohólicos y exadictos que iban a Redentor Uno procedían de todos los mundos lejanos de los que, según habían dicho a Moth repetidas veces, él estaba destinado a formar parte. Acabaría siendo médico, abogado o exitoso hombre de negocios, o al menos eso creían quienes no lo conocían demasiado.
«No un médico borracho, un abogado adicto o un hombre de negocios enganchado.»
Le tembló un poco la mano y pensó: «Nadie dice jamás a su hijo que de mayor será alcohólico o yonqui. Y menos en Estados Unidos, la tierra de las oportunidades. Aquí decimos que cuando seas mayor tendrás la posibilidad de ser presidente. Pero mucha más gente acaba siendo alcohólica.»
Era una conclusión fácil.
Sonrió al añadir mentalmente: «Los pocos niños a los que dicen que de mayor serán unos borrachos seguramente se sienten tan motivados para evitar tal destino, que acaban siendo presidentes.»
Dejó el iPhone en la repisa del baño para oírlo sonar y se metió en la humeante ducha caliente. Esperaba que una buena dosis de champú y un buen chorro de agua abrasadora se llevaran las capas endurecidas de ansiedad.
Se estaba secando cuando sonó el teléfono.
—¿Tío Ed?
—Hola, Moth. Acabo de recibir tu mensaje. ¿Problemas?
—Problemas.
—¿Graves?
—Todavía no. Solo las ganas, ya sabes. Estoy un poco tocado.
—¿Pasó algo concreto que desencadenara...?, ya me entiendes.
Moth sabía que a su tío siempre le interesaba el porqué subyacente que le permitiría decidir el qué hacer.
—No. No lo sé. Nada. Simplemente las sentí esta mañana en cuanto abrí los ojos. Fue como despertarme y encontrarme un fantasma sentado a los pies de la cama mirándome.
—Es aterrador —comentó su tío—. Pero no es lo que se dice un fantasma desconocido. —Hizo una pausa, una dilación de psiquiatra, para medir sus palabras lo mismo que un carpintero experto calcula las medidas—. ¿Crees que tiene sentido esperar hasta las seis? ¿Qué tal una reunión más pronto?
—Tengo clases casi todo el día. Debería ser capaz de...
—Eso si vas a clase.
Moth guardó silencio. Lo que sugería su tío era evidente.
—Eso si no sales de casa —prosiguió su tío—, giras a la izquierda y vas directo a esa bodega tan barata de la calle LeJeune. Ya sabes a cuál me refiero, la que tiene ese puñetero letrero de neón parpadeante que todos los alcohólicos del condado de Dade conocen. Y tiene aparcamiento gratuito. —Estas dos últimas palabras sonaron cargadas de desprecio y sarcasmo.
Una vez más, Moth no dijo nada. Pensó si era eso lo que iba a hacer. Quizás había un escondido en alguna parte de su ser que todavía no se había manifestado, pero que estaba a punto de hacerlo. Su tío adivinaba sus conversaciones interiores antes de que tuvieran lugar.
—¿Crees que podrás doblar a la derecha y pedalear tranquilamente rumbo a la facultad? ¿Podrás llegar al final de cada clase? ¿Qué tienes esta mañana?
—Un curso avanzado sobre aplicaciones actuales de los principios jeffersonianos. Lo que el gran hombre dijo e hizo hace doscientos cincuenta años y que sigue vigente hoy en día. Y después de comer, una clase obligatoria de Estadística de dos horas.
Su tío esperó de nuevo antes de responder, y Moth se lo imaginó sonriendo burlonamente.
—Bueno, Jefferson siempre resulta interesante. Esclavos y sexo. Inventos de lo más inteligentes y una arquitectura increíble. Pero esa clase de Estadística... bueno, menudo tostón. ¿Cómo fuiste a parar ahí? ¿Qué tiene eso que ver con un doctorado en Historia de Estados Unidos? Incitaría a cualquiera a la bebida.
Era una broma que solían compartir, y Moth soltó una risita.
—Eres demasié —dijo, y al historiador que había en él le complació la ironía de utilizar jerga anticuada y en desuso.
—¿Qué tal si llegamos a un acuerdo? —sugirió su tío—. Nos encontraremos en Redentor Uno a las seis, como propones. Pero irás a la reunión del almuerzo en el centro del campus. Es a mediodía. Llámame cuando llegues. Ni siquiera tienes que levantarte para decir una puñetera palabra si no te apetece. Solo asiste. Y llámame cuando salgas. Después, llámame otra vez cuando entres en la clase de Estadística. Y cuando salgas. Y cada vez, apáñatelas para poner el teléfono de modo que pueda oír de fondo al profesor soltando el rollo. Eso es lo que quiero oír. Una bonita y aburrida disertación. No el tintineo de copas.
Su tío era un alcohólico veterano, muy versado en la infinidad de excusas, explicaciones y trucos para evadirse de todo, salvo de otro trago. Su recuento personal de días sin beber rondaba los siete mil, un número que Moth creía que a él le sería imposible alcanzar. Era más que un padrino. Era Virgilio para el Dante alcohólico de Moth. Era consciente de que su tío Ed le había salvado la vida, y que lo había hecho en más de una ocasión.
—De acuerdo —dijo—. ¿Nos vemos, pues, a las seis?
—Sí. Guárdame un asiento cómodo, porque puede que llegue un par de minutos tarde. Tengo una visita de urgencia a primera hora de la tarde.
—¿Alguien como yo? —preguntó Moth.
—No hay nadie como tú, chaval —respondió su tío, y añadió con fingido acento sureño—: Bueno, sí: tal vez una depresiva esposa aburguesada de ojos tristes a quien se le están acabando los ansiolíticos y se ha asustado porque su terapeuta habitual está de vacaciones. Solo soy una receta con titulación que espera ser firmada. Nos vemos después. Y llámame. Todas las veces que te he dicho. Estaré esperando.
—Lo haré. Gracias, tío Ed.
—No es nada, hombre.
Pero, por supuesto, lo era.
Moth hizo las llamadas acordadas, y en cada una de ellas bromeó un poco con su tío sobre alguna nimiedad. Moth no había pensado decir nada en la reunión de mediodía, pero hacia el final de la sesión, a instancias del joven profesor de Teología que la dirigía, se había levantado para manifestar sus temores sobre sus ansias matinales. Casi todas las cabezas habían asentido en señal de reconocimiento...
Cuando salió de la reunión, fue al campo de deportes de la universidad en su mountain bike Trek de veinte velocidades. La nueva pista de caucho de cuatrocientos metros que rodeaba el campo de fútbol americano estaba vacía. A pesar de la señal que advertía a los estudiantes que no la utilizaran sin supervisión, pasó la bicicleta por encima del torniquete y, tras dirigir una rápida mirada a derecha e izquierda para asegurarse de que estaba solo, se lanzó a pedalear por la pista.
Aceleró el ritmo enseguida, vigorizado por los cambios de marchas, la peligrosa inclinación al tomar cada curva, la constante velocidad mezclada con el despejado cielo azul de una típica tarde invernal de Miami. Mientras movía las piernas y la energía le tensaba los músculos, sentía que enterraba las ansias en su interior. Cuatro vueltas se convirtieron pronto en veinte. El sudor empezó a escocerle en los ojos. Su respiración era cada vez más pesada debido al esfuerzo. Se sentía como un boxeador cuyo gancho de derecha ha dejado atontado a su contrincante.
«Sigue dando puñetazos», se dijo. Tenía la victoria a la vista.
Cuando terminó la vigésima octava vuelta, frenó en seco con un chirrido de neumáticos en la pista sintética. Era probable que algún miembro de seguridad del campus apareciera en cualquier momento; había ido al límite.
«¿Qué me haría?, ¿gritarme? —pensó—. ¿Multarme por intentar mantenerme sobrio?»
Pasó de nuevo la bicicleta por encima del torniquete para salir. Después desanduvo sin prisa el camino hasta el aparcamiento de bicis, donde la dejó encadenada, y luego se dirigió a la clase de Estadística. Pasó un guardia de seguridad en un pequeño vehículo blanco y Moth lo saludó con la mano, pero el hombre no le correspondió. El joven sabía que seguramente empezaría a apestar cuando el sudor se secara, una vez que entrara en el aula con aire acondicionado, pero no le importó.
El día empezaba a presentar, milagrosamente, cierto cariz optimista.
Los cien días no solo parecían ahora posibles, sino probables.
Esperó un rato fuera, hasta que faltaba un minuto para las seis, antes de entrar en Redentor Uno y dirigirse directamente al salón de reuniones. Ya había unas veinte personas sentadas en círculo que saludaron a Moth con la cabeza o ligeramente con la mano. La sala estaba algo impregnada de humo de cigarrillo, lo que a Moth le pareció una adicción aceptable para los alcohólicos. Miró a los demás: médico, abogada, ingeniero, profesor, calderero, sastre, soldado, espía. Y él, estudiante de posgrado. Al fondo había una mesa de roble oscuro con una cafetera y tazas de cerámica. También había un reluciente cubo metálico lleno de cubitos y una selección de refrescos light y agua embotellada.
Moth encontró un sitio y dejó su sobada mochila a su lado. Los habituales supusieron que estaba guardando el asiento para su tío, quien, al fin y al cabo, era quien lo había llevado por primera vez a Redentor Uno para unirse a su grupo de adictos distinguidos.
Pasados unos quince minutos de reunión sin que su tío diera señales de vida, Moth empezó a moverse, inquieto. Había algo raro, una nota desafinada. Aunque Ed llegara a veces tarde, si decía que iba, siempre aparecía. Moth no dejaba de volver la cabeza hacia la puerta, esperando verlo entrar disculpándose.
El orador hablaba vacilante sobre la oxicodona y la sensación de calor que le producía. Moth intentó prestar atención. Pensó que era una descripción de lo más común y que la explicación no variaba demasiado si se trataba de fármacos derivados de la morfina, de metanfetamina casera o de ginebra barata del súper. El repentino calor que surgía en la cabeza y el cuerpo parecía envolver el alma del adicto. Tal había sido su caso durante sus pocos años de adicción, y sospechaba que su tío, durante sus décadas, había sentido lo mismo.
«Calor —pensó Moth—. ¿No es una locura vivir en Miami, donde siempre hace calor, y querer más?»
Trató de concentrarse en el orador. Era un ingeniero, un agradable hombre calvo de mediana edad algo regordete, que trabajaba para una de las constructoras más importantes de la ciudad. Con realismo, Moth se preguntó cuántos bloques de pisos y rascacielos de oficinas podía haber construido en la avenida Brickell un hombre al que le importaba más el número de pastillas que podía obtener cada día que los detalles de los planos arquitectónicos.
Se volvió hacia la puerta al oír que se abría, pero era una mujer, una ayudante del fiscal del Estado que tendría unos doce años más que él. De cabello oscuro, llevaba un elegante traje azul y una cartera de piel en lugar de un bolso de diseño, e incluso al final de una jornada laboral se la veía cuidadosamente compuesta. Era bastante nueva en Redentor Uno. Solo había asistido a unas cuantas reuniones y había hablado poco en cada una de ellas, de modo que seguía siendo un misterio para los habituales. Recientemente divorciada. Delitos graves. Droga consumida: cocaína. «Hola, soy Susan y soy adicta.» Se disculpó en voz baja y se sentó en una silla del fondo.
Cuando le llegó su turno, Moth tartamudeó y declinó hablar.
La reunión terminó sin que su tío apareciera.
Moth salió con los demás. En el aparcamiento de la iglesia, dio unos cuantos abrazos maquinales e intercambió su número de teléfono con algunos, como era costumbre tras una reunión. El ingeniero le preguntó dónde estaba su tío, y Moth le dijo que Ed tenía pensado asistir, pero que debía de haberlo retenido una paciente de urgencia. El ingeniero, una cirujana cardíaca y un profesor de Filosofía que lo estaban escuchando asintieron con la cabeza de la forma especial que tienen los adictos en recuperación, como aceptando que lo más probable era que la suposición de Moth fuera cierta, aunque puede que no. Todos le dijeron que les llamara si necesitaba hablar.
Nadie fue lo bastante grosero como para hacerle notar que su ejercicio previo en la pista había provocado que oliera fatal. Como Moth era el habitual más joven de Redentor Uno, le dejaban pasar bastantes cosas, tal vez porque les recordaba a sí mismos hacía veinte años o más. Además, todos los asistentes a la reunión estaban familiarizados con la pestilente fragancia de las náuseas, los residuos y la desesperación que acompañaba a sus adicciones, de modo que habían desarrollado una tolerancia a los hedores muy superior a la habitual.
Moth se quedó allí, moviendo los pies. Vio marcharse a los demás. Todavía hacía calor, una atmósfera densa y húmeda, y la noche parecía envolverlo en una intensa penumbra. Notó que volvía a sudar.
Dudó en ir a la consulta de su tío, pero alzó la mirada y se encontró montado en su bicicleta, pedaleando frenéticamente hacia allí.
Los coches surcaban la noche a su alrededor. Llevaba una única luz de seguridad roja en la rueda trasera, aunque dudaba que sirviera de mucho. Los conductores de Miami interpretan de una forma un tanto libre las normas de circulación, y a veces creen que ceder el paso a un ciclista es una especie de humillación o algo tan difícil que supera la habilidad del más pintado. Estaba acostumbrado a que le cerraran el paso y a que casi lo golpearan de lado cada cien metros, y en el fondo le gustaba el riesgo constante de que un coche lo arrollara.
La consulta de su tío estaba en un pequeño edificio a diez manzanas de las tiendas de lujo de Miracle Mile, en Coral Gables, a solo dos o tres kilómetros del campus universitario. Después de la zona comercial, la calle se convertía en un bulevar de cuatro carriles rápidos, aunque con semáforos frecuentes en ambos sentidos para frustrar a los conductores de los Mercedes Benz y los BMW que volvían raudos a casa después del trabajo. La calzada estaba dividida por una ancha ringlera central de grandes palmeras y mangles retorcidos. Las palmeras, con su rigor vertical, parecían puritanas, mientras que los viejos mangles eran nudos gordianos endemoniadamente deformes debido a los años. Ambos sentidos del bulevar parecían encerrados en túneles formados por las ramas desplegadas al azar. Los faros de los automóviles abrían arcos de luz entre los troncos.
Moth pedaleó deprisa, esquivando coches, ignorando a veces los semáforos rojos si creía que podía cruzar sin riesgo la intersección. Más de un conductor le tocó el claxon, a veces simplemente por verlo allí ocupando el espacio que, a su entender, su descomunal todoterreno necesitaba y se merecía.
Al llegar al bloque de oficinas casi jadeaba y tenía el pulso acelerado. Encadenó la bicicleta a un árbol situado delante. Era un edificio soso, de ladrillo rojo y cuatro plantas achaparradas con un aire viejo, algo deteriorado, especialmente en una ciudad que sentía devoción por lo moderno, lo joven y lo actual. En la parte trasera del despacho había unos ventanales que daban a calles secundarias, al aparcamiento, a una palmera alta y poco más. Moth siempre había pensado que era un lugar poco apropiado para alguien con tanto éxito profesional.
Fue hacia la parte de atrás y vio el Porsche descapotable plateado de su tío aparcado en su correspondiente plaza.
No supo qué pensar. «¿Paciente? ¿Urgencia?»
Titubeó antes de subir a la consulta. Se dijo que podía simplemente esperar junto al Porsche, ya que tarde o temprano su tío saldría.
«Tiene que haberle surgido algo importante. Dijo que esa visita lo haría llegar tarde a Redentor Uno. Sin duda no se trataba de una simple receta de sertralina. Tal vez un episodio maníaco. Alguien con alucinaciones. Pérdida de control. Amenazas de muerte. El hospital. Algo.»
Quería creer lo que había contado unos minutos antes a sus compañeros de Redentor Uno.
Subió al último piso en ascensor, que chirrió y dio un ligero bandazo al llegar al rellano del cuarto. El edificio estaba en silencio. Supuso que ninguno de los otros terapeutas del edificio seguía trabajando a esa hora. Unos cuantos tenían secretaria; su clientela sabía cuándo llegar y cuándo irse.
La consulta de su tío en el último piso tenía una reducida, apenas cómoda, sala de espera con revistas viejas en un revistero. En una habitación contigua, más grande, Ed tenía espacio para un escritorio, una silla y un diván de psicoanalista que utilizaba con menos frecuencia que años atrás.
Moth entró sin hacer ruido en la consulta y tendió la mano hacia el conocido timbre junto a la puerta. Había un bonito cartel escrito a mano, pegado junto al timbre, para los pacientes: «Llame dos veces para avisar que ha llegado y tome asiento.»
Era lo que Moth iba a hacer. Pero su dedo vaciló sobre el timbre al ver que la puerta de la consulta estaba apenas abierta.
La entreabrió.
—¿Tío Ed? —llamó.
Después abrió la puerta del todo.
Esto es lo que Moth logró hacer:
Reprimió un grito.
Hizo ademán de tocar el cuerpo, pero no pudo hacerlo debido a la sangre y la viscosa masa encefálica de una herida en la cabeza, que salpicaban el escritorio y manchaban la camisa blanca y la colorida corbata de su tío. Tampoco tocó la pistola semiautomática que yacía en el suelo junto a la mano derecha extendida de su tío. Sus dedos parecían crispados en forma de garra.
Sabía que su tío estaba muerto, pero no podía decirse a sí mismo la palabra «muerto».
Llamó a Emergencias con mano temblorosa.
Escuchó su voz aguda pidiendo ayuda y dando la dirección de la consulta, como si las palabras las pronunciara un desconocido.
Echó un vistazo alrededor para intentar grabar en su memoria todo lo que veía, pero aquello lo superaba. Nada de lo que vio le aclaró nada.
Se dejó caer en el suelo y esperó.
Se esforzó por contener las lágrimas cuando los policías que llegaron en unos minutos le tomaron declaración. Una hora después hizo una segunda declaración, en la que repitió todo lo ya dicho, ante Susan, la ayudante del fiscal con traje azul a la que había visto aquella misma tarde en Redentor Uno y de la que solo sabía el nombre de pila. Ella no le mencionó la reunión al entregarle su tarjeta de visita.
Esperó a que llegara el furgón del forense que servía de ambulancia y coche fúnebre y observó cómo dos sanitarios vestidos de blanco metían el cadáver de su tío en una bolsa de vinilo negro, que colocaron sobre una camilla. Para ellos era algo rutinario, y manejaron el cuerpo con experta despreocupación. Pudo echar un vistazo al orificio teñido de rojo en la sien de su tío antes de que cerraran la bolsa. Probablemente no lo olvidaría jamás.
Respondió «No lo sé» cuando un inspector le preguntó con voz cansada por qué se habría suicidado su tío. Y añadió: «Era feliz. Estaba bien. Había superado completamente todos sus problemas», antes de soltarle con brusquedad: «¿Por qué dice que se suicidó? Él no haría eso. De ninguna manera.» El inspector se mostró indiferente y no respondió. Moth miró alrededor con espanto, sin saber por qué insistía en negar el suicidio, aunque había algo que le decía que estaba en lo cierto.
Rechazó el ofrecimiento de la ayudante del fiscal de llevarlo a casa en coche. Permaneció en la sala de espera mientras la policía científica procesaba maquinalmente la escena del crimen. Tardaron varias horas. Pasó ese tiempo intentando dejar la mente en blanco.
Y entonces, cuando la última luz centelleante de los coches de policía se apagó, cayó en un torbellino de impotencia y, sin pensar en lo que hacía, o quizá pensando que era lo único que quedaba por hacer, fue en busca de un trago.
            2

Eres una asesina.
—No, no lo soy.
—Sí que lo eres. Tú lo mataste. O la mataste. Pero lo hiciste. No fue nadie más. Lo hiciste tú solita, sin ayuda de nadie. Criminal. Asesina.
—No. No lo hice. No podría hacer algo así. De verdad que no.
—Sí pudiste. Y lo hiciste. Asesina.
Una semana después de abortar, Andy Candy yacía en posición fetal, acurrucada entre volantes rosados y cojines de tono pastel en la cama del pequeño cuarto del modesto hogar en que había crecido. Candy no era parte de su verdadero nombre, sino una rima infantil que su difunto padre, que la adoraba, usaba desde siempre. Él se llamaba Andrew, y ella tenía que haber sido niño y heredado su nombre. «Andrea» fue el acuerdo que sus padres alcanzaron en el hospital cuando les entregaron una niña, pero desde entonces había sido Andy Candy, un recordatorio constante de su padre y del cáncer que se lo había llevado prematuramente, un peso que Andy Candy siempre llevaba consigo.
Su apellido era Martine, pronunciado con un ligero tono afrancesado como reconocimiento familiar a los antepasados que habían emigrado a Estados Unidos casi ciento cincuenta años antes. Tiempo atrás, Andy Candy había soñado con viajar a París para rendir homenaje a su ascendencia, para ver la torre Eiffel, comer croissants y dulces, y puede que para tener una aventura con un hombre mayor que ella en una especie de romance de película nouvelle vague. Era solo una de las muchas fantasías placenteras sobre lo que haría en cuanto se licenciara en la universidad, provista de un diploma en Literatura inglesa. Hasta tenía un vistoso póster de una agencia de viajes colgado en la pared de su dormitorio: una despampanante pareja tomada de la mano paseaba por el Sena en octubre. El póster rezaba «París es para los amantes», una visión simplista en la que, sin embargo, Andy Candy creía a pies juntillas. En realidad, no hablaba francés ni conocía a nadie que lo hablara, y aparte de un viaje con el instituto a Montreal para ver una representación teatral de Esperando a Godot, nunca había ido a ningún sitio especialmente francés. Ni siquiera había oído hablar el idioma a nadie que no fuera un profesor.
Pero ahora, en cualquier lengua, Andy Candy estaba sufriendo, llorando desesperada, y seguía discutiendo consigo misma, siendo por un segundo alguien que suplicaba perdón retorciéndose las manos, para acto seguido pasar a arengarse a sí misma como lo haría un ama de casa gruñona, una celosa fiscal, incluso una inquisidora despiadada e implacable, cubierta con una capucha oscura.
No tenía otra opción. Ninguna. De verdad. ¿Qué podía hacer?
—Todo el mundo tiene opciones, asesina. Muchas opciones. Has hecho algo muy malo y lo sabes.
—No es verdad. No tenía otra alternativa. Hice lo correcto. Lo siento mucho, muchísimo, pero fue lo correcto.
—Es fácil decir eso, asesina. Muy fácil. ¿Para quién era lo correcto?
—Para todos.
—¿De veras? ¿Para todos? ¿Estás segura? Menuda mentira. Mentirosa. Asesina. Asesina mentirosa.
Andy Candy abrazó un raído osito de peluche. Se tapó la cabeza con un edredón confeccionado a mano, decorado con corazones rojos y flores amarillas, como si pudiera distanciarse de la acalorada discusión. Se sentía dividida en dos partes que combatían en su interior: una, lloriqueante y arrepentida; la otra, insistente. Deseaba volver a ser una niña. Se estremeció, sollozó y pensó que abrazando un peluche podría de algún modo quitarse años, retrotraerse a un tiempo en que las cosas eran mucho más fáciles. Era como si quisiera esconderse en su pasado para que su futuro no pudiera darle caza.
Hundió la nariz en el osito y sollozó, intentando amortiguar su voz para que nadie la oyera. Después, jadeando un poco, se tapó una oreja con el peluche y la otra con la mano, como si quisiera tapar las voces que discutían.
No fue culpa mía. Yo fui la víctima. Perdóname, por favor.
—Eso nunca.
La madre de Andy Candy se toqueteó con un dedo el crucifijo que le colgaba del cuello antes de tocar un do en el piano. Extendió los dedos sobre las teclas blancas de un modo muy parecido a como hacía Adrien Brody en El pianista, su película favorita, cerró los ojos y se lanzó a interpretar un Nocturno de Chopin sin pulsar las teclas. No necesitaba oír las notas para escuchar la música. Sus manos se deslizaban sobre el teclado relucientes como la espuma blanca de las olas.
Sabía que su hija estaba llorando desconsoladamente en el cuarto de atrás. Tampoco oía ese sonido, pero, como con Chopin, sus notas eran clarísimas. Suspiró hondo y descansó las manos en el regazo, como si tras el acorde final de un recital esperara los aplausos. La música de Chopin se desvaneció, sustituida por el concierto de tristeza que se estaba interpretando en la parte posterior de la casa.
Se encogió de hombros y se giró en la banqueta. Como faltaba por lo menos media hora para que llegara su siguiente alumno, tenía tiempo de ir a consolar a su hija. Pero ya lo había intentado muchas veces aquella última semana, y todos sus abrazos, palmaditas en la espalda, caricias en el pelo y palabras cariñosas solo habían provocado más lágrimas. Había intentado ser razonable: «Que te violen en una cita no es culpa tuya.» Y sensible: «No puedes castigarte a ti misma.» Y finalmente, práctica: «Mira, Andy, no puedes esconderte aquí. Tienes que empezar a rehacerte y enfrentarte a la vida. Traer un hijo no deseado al mundo es un pecado.»
No sabía si se creía esta última frase.
Dirigió la vista al raído sofá del salón, donde un cruce entre doguillo y caniche, un chucho dorado con pinta de bobo y un galgo de ojos tristes estaban reunidos, observándola ansiosos. Los tres perros tenían aquella expresión con la que parecían decir: «¿Y ahora qué? ¿Damos ya ese paseo?» Cuando sus miradas se encontraron con la de ella, tres colas de distintas formas y tamaños empezaron a menearse.
—Nada de paseos —dijo ella—. Más tarde.
Los perros, todos adoptados en la perrera por su marido, un veterinario bondadoso, antes de su muerte, siguieron sacudiendo la cola; era posible que comprendieran el motivo de la demora.
«Los perros son así —pensó—. Saben cuándo estás feliz. Y cuándo triste.»
Hacía cierto tiempo que nadie habría usado la palabra «feliz» para describir aquella casa.
—Andrea —dijo en voz alta la madre de Andy Candy en un tono cansado que reflejaba frustración—. Voy para allá. —Lo dijo, pero no se movió de la banqueta del piano.
Sonó el teléfono.
Pensó que no debería contestar, aunque no habría sabido por qué. Pero tendió la mano hacia el auricular a la vez que miraba a los tres perros y señalaba el final del pasillo, donde sabía que su hija estaba sufriendo.
—A la habitación de Andy Candy. Id. Intentad animarla.
Los perros, mostrando una obediencia que decía mucho de la habilidad de su difunto marido para adiestrar animales, saltaron del sofá y corrieron con entusiasmo por el pasillo. Sabía que si la puerta estaba cerrada, ladrarían, y el cruce entre doguillo y caniche se levantaría sobre las patas traseras y empezaría a arañar la puerta frenéticamente para que su hija lo dejara entrar. Si estaba entreabierta, el trío entraría en fila india hasta su cama.
«Buena idea —pensó—. A ver si ellos consiguen que se sienta mejor.»
Y entonces, la madre de Andy Candy contestó al teléfono:
—¿Sí?
—¿La señora Martine?
—Yo misma. —La voz de su interlocutor le resultó extrañamente familiar, aunque un poco insegura y tal vez temblorosa. Intentó asignar un rostro al acento.
—Soy Timothy Warner...
Sintió una oleada de recuerdos y cierto placer.
—¡Moth! ¡Caramba, Moth, qué sorpresa...!
Una vacilación.
—Quería... quería hablar con Andrea, y me preguntaba si podría darme su número de la facultad.
La madre de Andy Candy no respondió al instante. Estaba recordando que Moth, que solía pasear su apodo con orgullo, solía llamar a su hija por su verdadero nombre. No siempre, pero a menudo utilizaba el formal «Andrea», lo que, para ella, lo había elevado de categoría.
—Me enteré de lo del doctor Martine —añadió Moth, cauteloso—. Envié una tarjeta. Tendría que haber llamado, pero...
El joven quería decir algo sobre la muerte de su marido por cáncer de colon, pero ya no había nada que decir.
—Sí. La recibimos. Fue muy amable de tu parte. Siempre le caíste bien, Moth. Gracias. Pero ¿por qué llamas ahora? ¡Hace años que no sabemos nada de ti, Moth!
—Sí. Cuatro, creo. Puede que un poco menos.
Cuatro, naturalmente, lo situaba poco antes del fallecimiento de su marido.
—Pero ¿por qué ahora? —repitió. No estaba segura de si necesitaba proteger a su hija. Andy Candy tenía veintidós años y podía ser considerada una adulta, aunque en ese momento la joven que sollozaba en el cuarto de atrás parecía bastante más cerca de ser un bebé. Por lo que recordaba, el Moth que había conocido hacía unos años no suponía ninguna amenaza, pero cuatro años era mucho tiempo y no sabía en qué se habría convertido. La gente cambiaba, y su repentina llamada la había sorprendido: ¿ayudaría o lastimaría a su hija hablar con su primer novio?
—Solo quería... —Moth se detuvo y suspiró, resignado—. Si no quiere darme su número, no pasa nada...
—Está en casa.
Un breve silencio.
—Creía que estaría terminando el semestre. ¿No se licencia en junio?
—Ha tenido cierto contratiempo. —La madre de Andy Candy creyó que era una descripción lo bastante neutra de un embarazo indeseado.
—Yo también. Por eso quería hablar con ella.
La mujer se quedó callada un momento, dilucidando una ecuación mental. Era más que algo matemático, era una partitura musical para acompañar emociones arrolladoras. Tiempo atrás Moth había interpretado acordes mayores en la vida de su hija, pero no estaba del todo segura de que este fuera el momento adecuado para hacerlos sonar de nuevo. Por otra parte, Andy Candy podría ponerse legítimamente furiosa cuando averiguara que su antiguo novio había llamado y que su madre, queriendo protegerla, había impedido que hablaran. Como no sabía exactamente qué responder, llegó a un arreglo seguro para ella:
—¿Sabes qué, Moth? Iré a preguntarle si quiere hablar contigo. Si dice que no, bueno...
—Lo entiendo. Tampoco es que termináramos de una forma demasiado amistosa por aquel entonces. Pero gracias. Se lo agradezco.
—Muy bien. Espera.
Si prometo no volver a matar nunca a nadie, ¿me dejarás en paz? Por favor.
—No prometas lo que no puedes cumplir, asesina.
Los perros rodearon a la muchacha como se les había ordenado. Trataban de llegarle a la cara bajo las mantas, apartándolas con el hocico, ansiosos por lamerle las lágrimas con vehemencia perruna. La inquisidora que había en su interior pareció retroceder hacia una penumbra recóndita al verse sitiada por aquellas olorosas peticiones de atención, resoplidos y toques de patitas. Esbozó una leve sonrisa y contuvo un último sollozo; era difícil estar triste cuando unos perros cariñosos te daban golpecitos con el hocico, a la vez que era difícil no estarlo.
No oyó a su madre en la puerta hasta que habló:
—¿Andy?
—Déjame en paz —fue su respuesta inmediata.
—Tienes una llamada al teléfono.
—No quiero hablar con nadie —fue la esperada respuesta, llena de amargura.
—Ya lo sé —repuso su madre con dulzura. Vaciló, y añadió—: Es Moth. ¿Te lo puedes creer?
Andy Candy inspiró bruscamente. Los recuerdos la asaltaron: los había buenos y felices, pero también tristes y atormentados.
—Está al teléfono, esperando —repitió innecesariamente su madre.
—¿Sabe que...? —empezó la joven, pero se interrumpió porque conocía la respuesta: «Por supuesto que no.»
Andy Candy supo que si decía que no o si pedía a su madre que le tomara nota de su número para devolverle la llamada después, el motivo que él tuviera para llamarla desaparecería para siempre. No sabía qué hacer. El pasado la atrapó como una fuerte corriente que la alejaba de la seguridad de la playa. Recordó las risas, el amor, el entusiasmo, la aventura, algo de dolor y algo de placer, y también la rabia y aquella terrible depresión y abatimiento cuando cortaron.
«Mi primer amor del instituto —pensó—. Mi único amor auténtico. Eso deja una huella profunda.»
Algo en ella le dictaba: «Dile que le diga “No, gracias; ya lo está pasando suficientemente mal ahora mismo, ¿sabes?” Dile que le diga que solo quieres que te dejen en paz. No es necesaria otra explicación. Y que cuelgue.» Pero no lo dijo, ni eso ni nada de lo que resonaba en su interior.
—Hablaré con él —dijo, sorprendiéndose a sí misma, y se levantó, apartando a los perros.
«¿Estás segura de querer abrir esta puerta?», pensó mientras tendía la mano hacia el teléfono supletorio.
Se llevó el auricular al oído, esperó un momento y dirigió una mirada dura a su madre, quien retrocedió por el pasillo para dejarla sola. Andy Candy inspiró hondo y se preguntó si podría hablar sin que se le quebrara la voz.
—¿Moth? —susurró finalmente.
—Hola, Andy.
Dos palabras, dichas como si la otra persona estuviera a kilómetros y años de distancia, pero el espacio y el tiempo se unieron explosivamente, casi como si Moth estuviera de repente a su lado en su cuarto, acariciándole la mejilla. Levantó la mano como si notara su roce en la piel.
—Cuánto tiempo.
—Sí, lo sé. Pero he pensado mucho en ti —respondió él—. Últimamente, aún más, supongo. ¿Cómo te ha ido?
—No muy bien.
—A mí tampoco —reconoció Moth tras un breve silencio.
—¿Por qué me llamas? —preguntó Andy Candy, y se sorprendió de mostrarse tan brusca. ¿Era propio de ella ser directa y tajante? Pero el mero hecho de oír la voz de su antiguo novio la llenaba de sentimientos tan confusos que no sabía cómo reaccionar, aunque no se le escapaba que uno de esos sentimientos era placentero.
—Tengo un problema —dijo Moth de forma lenta y prudente. No era así como ella lo recordaba, sino más impulsivo y rebosante de energía temeraria. A partir de esas pocas palabras intentó descubrir en quién se habría convertido durante ese tiempo. Él añadió—: No. En realidad tengo muchos problemas. Grandes y pequeños. Y no sabía a quién recurrir. Ya no hay demasiada gente en quien confíe, así que pensé en ti.
Andy Candy no supo si eso era un cumplido.
—Te escucho —dijo, pero pensó que no bastaba. Tenía que decir algo más para animarlo a continuar. Moth era así. Un empujoncito, y se abriría del todo—. ¿Por qué no empiezas por...?
—Mi tío —dijo él, interrumpiéndola. Y repitió—: Mi tío. —Su voz reflejaba cierta desesperación—. Confiaba en él, pero murió.
—Siento oír eso. Era el psiquiatra, ¿verdad?
—Sí. Lo recuerdas.
—Solo lo vi una o dos veces. Era distinto al resto de tu familia. Me gustaba. Era divertido. Eso es lo que recuerdo. ¿Cómo...? —No tuvo que terminar la pregunta.
—No fue como tu padre. No se puso enfermo. Nada de hospitales ni sacerdotes. Mi tío se pegó un tiro. O eso cree todo el mundo. Toda mi estirada familia y la maldita policía.
Andy Candy no dijo nada.
—Yo no creo que se suicidara —añadió el joven.
—¿No?
—No.
—Entonces, ¿qué...?
—Creo que lo mataron.
—¿Por qué lo crees? —preguntó ella tras un silencio.
—Él no se habría matado. No era esa clase de persona. Se había enfrentado a tantos problemas en su vida, que uno más no lo habría amilanado. Y no me habría dejado totalmente solo. No ahora, ni hablar. Así que si él no lo hizo, tuvo que hacerlo alguien.
Andy Candy pensó que aquello no era realmente una explicación, sino más bien una conclusión basada en una convicción de lo más endeble.
—Tengo que encontrar a su asesino. —La voz de Moth sonó fría y dura, apenas reconocible—. Nadie más lo buscará. Solo yo.
Andy Candy se quedó callada un instante. La conversación no discurría en absoluto como había esperado, pese a que no sabía qué había esperado.
—Pero ¿cómo...? —empezó, sin esperar respuesta.
—Y cuando lo encuentre, tendré que matarlo. Quienquiera que sea —afirmó Moth con una ferocidad inesperada. «Nada de llamar a la policía ni de andarse con medias tintas.»
Estupefacta, Andy Candy se asustó, pero no colgó.
—Necesito tu ayuda —añadió él.
«Ayuda» podía significar muchas cosas. La muchacha se dejó caer hacia atrás en la cama, como si la hubieran tumbado de un fuerte empujón. Temió quedarse sin respiración.
Asesina. No hagas promesas que no puedes cumplir.
            3

Él escogió como punto de encuentro un sitio que parecía apropiado.
Como mínimo, no le recordaría nada de su pasado ni le diría nada sobre lo que esperaba para el futuro de ambos, si es que iba a haber alguno. Tomó el autobús y miró una fotografía de ella que llevaba en la cartera: Andy a los diecisiete años. Feliz, con una hamburguesa con patatas fritas. Pero este recuerdo fue desplazado por otro.
—Hola. Me llamo Timothy y soy alcohólico. Hace tres días que no bebo.
—¡Hola, Timothy! —lo saludaron los presentes en Redentor Uno.
Pensó que todo el grupo parecía apagado, pero sinceramente contento de su regreso. Cuando había entrado sigilosa y torpemente en la sala al principio de la reunión, más de uno de los habituales se había levantado de la silla para darle un abrazo y varios le habían expresado condolencias sinceras. Estaba seguro de que todos sabían lo de la muerte de su tío y comprendían que eso le habría impulsado a beber. Con la mirada fija al frente, cuando lo llamaron para que hablara, por primera vez tuvo la extraña sensación de que tal vez él significaba más para ellos de lo que ellos significaban para él, aunque no sabía muy bien por qué.
—Tres malditos días enteros —repitió antes de sentarse.
Moth anotó sus recientes noventa horas sin beber en un calendario mental:
Día uno: se despertó al alba tumbado en el cuadro rojo de tierra de un diamante de béisbol de la liga infantil. No recordaba dónde había pasado la mayor parte de la noche. Había perdido la cartera, lo mismo que un zapato. El hedor a vómito dominaba todo lo demás. No sabía muy bien de dónde había sacado las fuerzas para arrastrarse por las veintisiete manzanas que había hasta su piso. Cojeó las últimas, descalzo, con la planta del pie en carne viva de tanto andar. Una vez en el piso, se quitó la ropa como una serpiente que muda de piel y se adecentó; ducha caliente, peine y cepillo de dientes. Tiró a la basura todo lo que había llevado puesto y se percató de que hacía dos semanas que su tío había muerto y que en todo ese tiempo él no había estado en casa. En el fondo, agradecía la pérdida de memoria que le impedía saber en qué otros diamantes de béisbol había dormido.
Se dijo que tenía que volver a dejar la bebida, y se pasó todo el día escondido en la oscuridad de su piso, con el estómago revuelto y los sudores diurnos convirtiéndose en sudores nocturnos, temeroso de salir. Era como si una sirena sensual y seductora lo estuviera esperando justo delante de la puerta para incitarlo a ir a la bodega o al bar más cercano. Como el Ulises de la leyenda, trató de atarse a un mástil.
Día dos: al final de un día pasado entre dolores y temblores en el suelo, junto a su cama, finalmente respondió las llamadas de sus padres. Estaban enfadados y decepcionados, y seguramente también preocupados, aunque eso era más difícil de distinguir. Le habían dejado mensajes, y era evidente que intuían la causa de su desaparición. Y que sabían dónde había desaparecido, aunque no en concreto: no necesitaban saber la dirección exacta de los antros que había frecuentado. Entonces se enteró de que se había perdido el funeral de su tío, lo que le provocó una hora entera de llanto.
Cuando terminó, le sorprendió un poco haber resistido el impulso de salir a beber. Le temblaron las manos, pero aquel pequeño indicio de resistencia a la adicción lo animó. Se había repetido un mantra: «Haz lo que haría el tío Ed, haz lo que haría el tío Ed.» Aquella noche, tembló bajo una delgada manta aunque en su piso hacía un calor agobiante y el ambiente era húmedo.
Día tres: por la mañana, cuando el terrible dolor de cabeza y los temblores incontrolables empezaron a remitir, llamó a Susan, la ayudante del fiscal que le había dado su tarjeta. No pareció sorprendida de tener noticias suyas, y tampoco le pareció fuera de lo normal que hubiera esperado tanto para llamar.
—El caso está cerrado, o casi cerrado, Timothy —le informó con delicadeza—. Estamos esperando un último informe toxicológico. Lamento decírtelo, pero se considera suicidio. —No especificó por qué lamentaba este detalle, y él no se lo preguntó. Solo respondió débilmente:
—Sigo sin creérmelo. ¿Puedo examinar el expediente antes de que lo archivéis?
A lo que ella contestó:
—¿De verdad crees que eso te será de alguna ayuda?
La palabra «ayuda» no tenía nada que ver con la muerte de su tío. Él respondió que sí sin estar nada seguro. Quedaron en que iría a su despacho un día de esa semana.
Tras colgar, volvió a la cama, contempló el techo durante más de una hora y decidió dos cosas: volver a Redentor Uno esa misma tarde, porque eso sería lo que su tío le habría aconsejado, y llamar a Andy Candy, porque cuando intentaba pensar en alguien que pudiera escucharlo sin pensar que era un borracho medio enloquecido por el dolor y que decía insensateces, ella era su única posibilidad.
Yendo en autobús, el parque Matheson-Hammock quedaba cerca del piso de Moth. Se sentó en la última fila con la ventanilla abierta unos centímetros para, sin fastidiar el aire acondicionado del vehículo, aspirar el aroma de las hortensias y azaleas transportado por el escurridizo calor del mediodía. Solo iban unas cuantos viajeros más. Vio a una joven negra, supuso que jamaicana, con un uniforme blanco de enfermera; llevaba un manoseado libro en rústica titulado Español fácil. Moth veía cómo movía los labios practicando un idioma que resultaba casi imprescindible para trabajar en Miami.
A sus pies, llevaba una bolsa de plástico con un gran sándwich para compartir, una botella de agua y una limonada con gas, que, por lo que recordaba, era la bebida preferida de Andy Candy en sus excursiones tipo picnic a South Beach o al Parque Nacional Bill Baggs, en Cayo Vizcaíno. No recordaba haberla llevado jamás a Matheson-Hammock, lo que constituía el principal motivo para haber elegido aquel lugar. No habían vivido nada juntos en ese parque. No tenían ningún recuerdo de roces de labios, ni de la sensación sedosa de unos cuerpos jóvenes tocándose en el agua.
Pensó que era mejor olvidarse de las ensoñaciones de amor.
No sabía si Andy Candy acudiría. Había dicho que sí, y seguramente era la persona más sincera que conocía, ahora que su tío ya no estaba. Pero, siendo realista, aunque tuvo que admitir que lo era muy poco, tenía sus dudas. Sabía que por teléfono se había mostrado enigmático, torpe y puede que un poco espeluznante al ponerse a hablar de repente de matar a alguien.
—Yo no vendría a verme —se susurró por encima del ruido del autobús, que en ese momento reducía la marcha al llegar a su parada.
Se levantó y bajó del vehículo para sumergirse en el brillante sol de la tarde.
Siguió un amplio sendero que recorría en paralelo el camino de entrada al parque. Más de un corredor se cruzó con él bajo los cipreses que cubrían de sombras la ruta. Ignoró el edificio de piedra coralina, donde una joven vendía entradas y mapas, y en cuya fachada un gran cartel rezaba HÁBITAT DE FLORIDA EN PELIGRO DE DESAPARICIÓN, con fotografías del escaso territorio de que disponían los animales autóctonos. Se paró cerca de una hilera de palmeras que bordeaban la bahía Vizcaína, donde una joven pareja latinoamericana ensayaba su boda. El sacerdote sonreía, intentando relajar a los presentes con bromas que ninguna de las dos madres parecía encontrar ni remotamente graciosas.
Moth esperó al final del aparcamiento, en un banco al que daba sombra una palmera. Oía risas agudas procedentes de un extremo del parque, donde un estanque extenso y poco profundo ofrecía sus aguas como una especial zona de recreo para los niños pequeños. La fuerte luz confería a la playa cercana un brillo plateado.
Iba a sacar el móvil para comprobar la hora, pero se contuvo. Si Andy Candy llegaba tarde, no quería saberlo. «Siempre hay un riesgo al contar con otras personas. Puede que no vengan. Puede que se mueran.»
Cerró un momento los ojos a la luz deslumbrante y contó los latidos de su corazón, como para tomarle el pulso a sus emociones. Cuando los abrió, vio que un pequeño sedán rojo entraba en el aparcamiento y estacionaba en una plaza cerca del fondo. Como muchos coches en Miami, tenía los cristales tintados, pero alcanzó a vislumbrar un cabello rubio y supo que era Andy Candy.
Ya estaba de pie antes de que ella saliera del coche. La saludó con la mano y ella le devolvió el saludo.
Unos vaqueros desteñidos en sus largas piernas y una camiseta azul pastel. Llevaba el pelo recogido en una coleta informal, tal como solía cuando iba a hacer footing o a nadar. Al ver a Moth, se quitó las gafas de sol. Él se fijó en sus ojos para intentar descubrir las similitudes y los cambios. Notó que un sentimiento desbocado crecía en su interior con cada paso que ella daba hacia él.
Andy Candy casi se paró en seco. Moth le pareció más delgado, como si los años pasados desde el instituto hubieran afinado su cuerpo, ya esbelto. Llevaba el cabello enmarañado más largo de lo que recordaba, y la ropa parecía colgarle a regañadientes del cuerpo. No sabía qué le diría, y no estaba segura de si debería darle un par de besos o un abrazo, tal vez solo estrecharle la mano, o quizá no hacer nada. No quería vacilar ni parecer ansiosa.
Cruzó a paso normal el aparcamiento. «No vayas rápido. Tampoco despacio», se decía.
Moth salió de la sombra de la palmera. «Saluda con la mano. Sonríe. Actúa con normalidad, sea lo que eso sea», se dijo.
Se encontraron a mitad de camino.
Moth empezó a levantar los brazos para abrazarla.
Ella se inclinó adelantando las manos.
La torpeza derivó en un semicontacto. Cada uno alzó los brazos a la altura de los codos del otro. Los dos guardaron algo de distancia entre ambos.
—Hola, Moth.
—Hola, Andrea.
—Cuánto tiempo sin verte —sonrió ella.
—Tendría que haber... —alcanzó a decir Moth tras asentir.
—Creía que jamás volvería a verte —aseguró Andy Candy sacudiendo la cabeza—. Pensé que tú seguirías tu camino y yo el mío, y ya está.
—Compartimos unos cuantos recuerdos.
—Recuerdos de la adolescencia —dijo Andy Candy, y se encogió ligeramente de hombros—. Supuse que eso era todo.
—Más que de la adolescencia. Algunos son de adultos —sonrió Moth.
—Sí, lo sé —dijo ella con una sonrisa encantadora.
—Y aquí estamos.
—Sí. Aquí estamos.
Hubo un silencio.
—He traído algo de comida y bebida —comentó Moth—. ¿Vamos a las mesas de picnic y hablamos?
—De acuerdo.
Lo primero que Moth dijo cuando llegaron a una mesa a la sombra fue:
—Siento haber sido tan... no sé, por teléfono...
—Me asustaste. He estado a punto de no venir.
—Medio sándwich para cada uno. La limonada es para ti.
—Te has acordado —se sorprendió Andy Candy con una risita—. Creo que no he bebido esto desde... —Se detuvo. No tenía que decir «desde que salíamos juntos» para que él la entendiera. Empujó el sándwich hacia él—. Ya he almorzado. Cómetelo tú. Tienes aspecto de necesitarlo.
Moth asintió, reconociendo la exactitud del comentario.
—Pero tú sigues siendo bonita. Incluso más bonita que cuando... —Se interrumpió. No quería recordarle su ruptura, aunque su presencia no haría otra cosa.
—No me considero bonita —dijo ella encogiéndose de hombros—. Solo algo mayor. —De nuevo sonrió antes de añadir—: Los dos somos mayores.
Siguió mirándolo y al final le dio un mordisco al sándwich. Moth pensó que era un poco como la directora de una funeraria que observara un cadáver recién llegado para ser vestido para el ataúd.
—¿Qué fue de ti, Moth?
—Quieres decir...
—Sí. Después de nuestra separación.
—Fui a la universidad. Estudié mucho, saqué muy buenas notas. Me licencié con honores. No fui a la facultad de Derecho como quería mi padre. Luego empecé un posgrado en Historia de Estados Unidos porque no sabía qué más hacer. Bastante inútil desde su punto de vista, supongo, al pensar en lo que pasó, aunque sea algo que me encanta... —Se interrumpió. Ella no le había preguntado por su currículo—. Comencé a tener problemas con el alcohol —dijo en voz baja—. Problemas serios. Soy lo que los psiquiatras llaman un bebedor compulsivo. Todo empezó en cuanto me fui de casa. Era como andar por la cuerda floja. Primer paso, saca buenas notas; segundo paso, emborráchate; tercer paso, saca sobresaliente en un trabajo; cuarto paso, emborráchate como una cuba; ya me entiendes.
—¿Y ahora? —preguntó.
—Esa clase de problema jamás te abandona —comentó Moth—. Mi tío me ayudaba. Era quien me llevaba a un sitio mejor.
A veces una mirada penetrante vale tanto como una pregunta. Es lo que ella hizo para que él continuara.
—Yo encontré su cadáver.
—Se suicidó. Me lo dijiste, pero...
—Eso es lo que no me creo —la interrumpió Moth—. Ni por un puto instante.
La repentina palabrota le permitió atisbar una rabia que a Andy Candy le resultó desconocida. Moth alzó los ojos hacia el cielo azul antes de continuar.
—Es lo que te dije por teléfono: él no me habría dejado solo. Éramos compañeros. Teníamos un acuerdo. No sé, quizá se le pueda llamar así, un acuerdo. Una promesa. Nos iba bien a los dos. Él se mantenía sobrio para ayudarme. Yo me mantenía sobrio para ayudarlo dejando que me ayudara. Cuesta entenderlo si no eres alcohólico, pero es lo que hay.
Le dio algo de vergüenza describirse como «alcohólico», por más exacto que fuera. Miró a Andy Candy. Ya no era la chica del instituto con la que había perdido la virginidad al arrebatarle la suya. La mujer que tenía delante parecía el resultado de un artista que hubiese tomado las líneas que esbozaban a una adolescente para añadirles color y forma hasta crear un retrato completo.
Ella asintió. Se le ocurrió que probablemente no había nadie a quien conociera mejor que a Moth, y a la vez nadie que fuera más desconocido para ella.
—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Ahora quieres matar a un desconocido?
—Suena absurdo, ¿verdad? —sonrió Moth. Andy Candy tampoco tuvo que contestar esta pregunta. No sonreía—. Pero voy a hacerlo —añadió.
—¿Por qué?
—Es una cuestión de honor —indicó él, haciendo un gesto dramático—. Es lo menos que puedo hacer.
—Menuda estupidez tremendista. No eres policía. No sabes nada sobre matar.
—Aprendo rápido —replicó Moth.
De nuevo se produjo un breve silencio mientras él se giraba un poco para contemplar el agua.
—No esperaba que lo entendieras —dijo entonces. Lo que quería decir era: «Es una deuda que voy a pagar y no confío en nadie más, especialmente en la policía y el sistema judicial.» No lo dijo en voz alta, aunque pensó que debería hacerlo, pero no lo hizo.
Andy Candy miró las mismas olas azules a lo lejos.
—Sí que lo esperabas —lo contradijo—. Si no, no me habrías llamado. —Empezó a levantarse. «Vete de aquí. ¡Lárgate ya!» Las voces que gritaban en su interior eran como las alucinaciones espontáneas que dan órdenes a los esquizofrénicos: potentes, imperativas. «Márchate ahora mismo. El Moth al que amabas ya no existe.»
—Andy —dijo Moth con cautela—. No sabía a quién más recurrir.
Ella volvió a sentarse en el banco. Dio un largo sorbo a la limonada.
—¿Por qué crees que puedo ayudarte, Moth?
—No lo sé. Simplemente recordé... —Se detuvo.
 Andy Candy lo vio volverse hacia el agua y luego hacia el cielo. Alargó la mano, pero la retiró bruscamente. Él debió de ver el movimiento, porque se volvió hacia ella y puso una mano sobre la suya. Por un instante, Andy Candy miró las manos de ambos y un recuerdo eléctrico le recorrió la piel. Y entonces apartó su mano.
—No me toques —pidió en voz baja, casi susurrante.
—Lo siento. No era mi intención...
—No quiero que nadie vuelva a tocarme nunca —dijo.
Las palabras le salieron en un tono de desesperación mezclado con rabia. De repente tuvo miedo de echarse a llorar y de que todo lo que le había sucedido saliera a la superficie. Vio que Moth procuraba entender.
—No debería relacionarme contigo —añadió. A pesar de lo duras que eran estas palabras, pronunciadas por ella sonaron suaves—. Me partiste el corazón.
—Y también el mío —dijo Moth, sacudiendo la cabeza—. Fui un imbécil, Andy. Lo siento.
—No quiero una disculpa. —Andy inspiró bruscamente y adoptó un tono oficioso—. Esto es sin duda un error. ¿Me estás oyendo, Moth? Un error. ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Me retiraron el carnet de conducir. ¿Podrías llevarme en coche a un par de sitios?
—Sí.
—¿Acompañarme mientras hablo con un par de personas?
—Sí. Si eso es todo.
—No —dijo Moth—. Hay otra cosa.
—¿Cuál?
—Si en algún momento crees que estoy totalmente loco, me lo dices. Y te marchas de mi lado para siempre. —Era lo único que Moth había ensayado en el trayecto de autobús hasta el parque.
Andy Candy guardó silencio. Una parte de ella insistía: «Díselo ahora mismo, levántate, vete y no mires atrás.» Se sentía como si estuviera descendiendo por una escarpada pendiente rocosa de esquisto y perdiendo el apoyo. Miró a Moth y pensó que tendría que hacer eso por él porque una vez lo había amado con apasionada intensidad adolescente, y ayudarlo ahora sería la única forma de acabar realmente con todos los sentimientos que aún conservaba.
            4

«Cómete la pistola», pensó ella.
«No sin permiso.»
«Joder, no necesitas que nadie tome esta decisión, sean cuales sean las normas. Cómete la pistola y punto.»
Susan Terry miró al defensor de oficio, sentado al otro lado de la mesa junto a su cliente, un muchacho larguirucho, de un barrio pobre, con aspecto asustado, al que, a sus diecisiete años, habían pillado con cuatrocientos gramos de marihuana en la mochila de camino al instituto donde cursaba su último curso. Bajo la hierba llevaba una pistola semiautomática barata del calibre .25, de la clase que tiempo atrás era conocida como «especial del sábado noche», una expresión que había quedado en desuso porque ahora, en Miami, como en cualquier otra ciudad estadounidense, todas las noches podían ser como las del sábado.
El defensor de oficio era un simpático excompañero de la Facultad de Derecho que simplemente había acabado en el lado opuesto de la cadena de montaje de la justicia penal. Hacía una década habían compartido con éxito una argumentación en una clase práctica, además de algún que otro golpe, y Susan sabía que ahora estaba demasiado cargado de trabajo y abrumado. Si tenía que darle un respiro a alguien, sería a él. Además, en Miami, cuatrocientos gramos de hierba tampoco eran una cantidad importante, especialmente en una ciudad en la que, en sus buenos tiempos, se habían confiscado toneladas de cocaína.
Echó un vistazo a los documentos de la detención y a los alegatos iniciales mientras oía sin escuchar la casi constante algarabía de voces airadas y golpes de rejas que colmaba la prisión del condado. Una música permanente de desesperación.
El chaval iba al instituto en bicicleta. La pobre justificación que daba el policía que lo paró y registró era que conducía de forma «errática», lo que, para Susan, serviría para describir a cualquier adolescente que montara en bicicleta. Puede que resultara válido en un juicio. Puede que no.
Y el policía había cometido otro error: había detenido al chaval una manzana antes de la zona «libre de drogas» del distrito escolar. Veinticinco metros más y el muchacho habría ido a parar a la penitenciaría estatal, sin importar la flexibilidad legal que pudiera haber mostrado Susan Terry.
«Probablemente el policía vio la mochila, tuvo un mal pálpito y no quiso esperar —pensó—. Y resultó que tenía razón.»
Ella y su excompañero de facultad lo sabían. Estaba preparando mentalmente un argumento sobre la legalidad del registro y la incautación, tal como sabía que él estaba haciendo.
El chaval tenía un buen currículo académico. Un futuro en algún centro público superior. Tal vez en la universidad estatal si subía la nota de matemáticas y seguía en el equipo de baloncesto. Tenía trabajo a tiempo parcial preparando hamburguesas en un McDonald’s y una familia integrada: padre, madre y abuela, que vivían todos en casa con él. Y, lo más importante, nunca lo habían detenido hasta entonces, detalle asombroso para alguien que crecía en Liberty City.
Pero la pistola... eso sí era un problema. Y ¿por qué la llevaba al instituto?
«Cómetela —se dijo de nuevo—. El chaval tiene una oportunidad.»
En la jerga que empleaban los fiscales, «comerse la pistola» significaba los tres años, como mínimo, que en Florida le caían a quien llevara un arma al cometer un delito. La fiscalía echaba mano de la amenaza de cárcel obligatoria como medida de presión para obtener confesiones de culpabilidad, retirando esta parte de la acusación en el último minuto legalmente posible.
La expresión significaba algo muy distinto para los policías clínicamente deprimidos y para los veteranos de Irak aquejados de trastorno por estrés postraumático.
—Sue, danos un respiro, anda —pidió el defensor de oficio—. Mira los antecedentes del chaval. Está realmente limpio... —Sabía que su excompañero de facultad no tenía demasiados clientes sin antecedentes, y que estaría ansioso, incluso desesperado, por obtener un resultado positivo—. Y no sé qué decirte sobre lo del registro de ese policía. Puedo argumentar sólidamente que fue una violación de los derechos de mi cliente. Además, si lo encierran, volverá a estar aquí dentro de cuatro años. Ya sabes lo que pasa en la cárcel. Les enseñan a ser auténticos criminales, y sabes que lo próximo que haga será mucho peor que llevar medio kilo de hierba de mala calidad, que debería reducirse a un delito menor.
Susan Terry ignoró al defensor de oficio y clavó los ojos en el adolescente.
—¿Por qué llevabas el arma? —preguntó.
El adolescente miró de soslayo a su abogado, quien asintió con la cabeza y le susurró:
 —Esto es extraoficial. Se lo puedes decir.
—Tenía miedo —respondió.
Para Susan, esto tenía sentido. Cualquiera que hubiera recorrido Liberty City en coche después del anochecer sabía que había mucho que temer.
—Adelante —lo animó el defensor de oficio—. Díselo.
El adolescente se embarcó en una historia titubeante: bandas callejeras, llevar marihuana solo una vez para los matones de la manzana a fin de que los dejaran en paz a él y a su hermana menor. La mochila y la pistola eran para la persona que tenía que encargarse de la hierba.
Susan no estaba segura de creerlo. Había algo de verdad, quizá, eso seguro. Pero ¿en su totalidad? No era probable.
—¿Puedes darme algún nombre?
—Si lo hago me matarán.
—¿Y qué? —replicó Susan, encogiéndose de hombros—. Te diré qué vamos a hacer: habla con tu abogado. Escucha lo que te diga, porque es lo único que te separa de arruinarte la vida por completo. Voy a llamar a un inspector de la unidad de narcóticos. Cuando llegue, y supongo que lo hará en unos quince minutos, tendrás que tomar una decisión. Danos todos los nombres de los hijoputas de tu manzana que trafican con drogas y podrás salir de aquí. A pesar de la pistola. Si mantienes la boca cerrada, despídete, porque irás al trullo. Y lo que fuera que tu madre esperaba que fueras de mayor va a ser que no. Esto es lo que tienes ahora mismo sobre la mesa.
Susan adoptó sin esfuerzo la actitud de chica dura. Le gustaba especialmente utilizar el apelativo «hijoputa» porque, por lo general, los defensores se sobresaltaban al oírla en labios de alguien tan atractivo.
El adolescente se removió incómodo en su asiento.
«El dilema existencial básico, habitual y cotidiano de los barrios pobres de la ciudad —pensó ella—. Jodido por un lado o jodido por el otro.»
Su compañero de facultad sabía, por supuesto, lo que significaba su pequeña representación de fiscal dura. Él tenía sus propias variaciones de la misma escena y las usaba de vez en cuando. Rodeó los hombros de su cliente con el brazo en un gesto tranquilizador y amistoso como para decirle que era la única persona del mundo en la que podía confiar, y al mismo tiempo dijo a Susan:
—Llame al inspector.
—Ahora mismo —repuso ella, poniéndose de pie. Esbozó una sonrisa (de víbora) y dirigiéndose al abogado, añadió—: Llámeme después. Ahora tengo una cita y no quiero llegar tarde.
«¿Qué estoy haciendo aquí?», pensó Andy Candy. Quiso decirlo en voz alta, puede que hasta gritarlo casi presa del pánico, pero mantuvo la boca cerrada. Estaba sentada junto a Moth en el área de seguridad en la entrada de la Fiscalía del Estado de Dade. Él estaba inclinado con las manos apoyadas en las rodillas, tamborileando con los dedos sus pantalones desteñidos.
Moth había hablado poco mientras iban a la Fiscalía del Estado, un edificio moderno parecido a una fortaleza, contiguo al metro Justice Building, en un Palacio de Justicia de nueve plantas que ya no era moderno pero tampoco antiguo, y que poseía rasgos de un matadero industrial: un suministro inagotable de delitos y delincuentes en una cinta transportadora. Habían cruzado puertas amplias y detectores de metales, subido en ascensores y llegado por fin al área de seguridad, donde aguardaban. Las idas y venidas de abogados, inspectores de policía y personal judicial provocaban un zumbido casi constante cuando los guardias de seguridad situados tras un cristal blindado pulsaban el sistema eléctrico para permitir las entradas y salidas. La mayoría de la gente que llegaba y se iba parecía familiarizada con el proceso y casi todos tenían el aspecto apresurado de no poder esperar ni un segundo, como si la culpabilidad o la inocencia llevaran incorporado un cronómetro.
Tanto Andy Candy como Moth se incorporaron cuando un fornido agente de cuello grueso con una pistola de .9 mm enfundada lo llamó. Se identificaron.
El policía señaló a Andy Candy.
—Ella no está en mi lista —dijo—. ¿Es testigo?
—Sí. La ayudante del fiscal del Estado, Terry, no sabía que podría traerla conmigo —mintió Moth.
El agente se encogió de hombros y anotó los datos de Andy Candy: estatura, peso, color de ojos, color de pelo, fecha de nacimiento, dirección, teléfono, número de la Seguridad Social y del carnet de conducir. Después le registró a conciencia el bolso y los hizo pasar de nuevo a ambos por el detector de metales.
Una secretaria se reunió con ellos al otro lado.
—Seguidme —les dijo enérgicamente, aunque era innecesario.
Los guio por un laberinto de escritorios que llenaban una gran zona central. Los despachos de los fiscales rodeaban los escritorios. Había plaquitas con el nombre en cada puerta.
Los dos vieron S. TERRY - DELITOS GRAVES a la vez.
—Os está esperando —anunció la secretaria—. Adelante.
Susan alzó la vista desde detrás de una mesa de acero gris cubierta de gruesos expedientes y de un ordenador de sobremesa prácticamente desfasado. Tras ella, junto a una ventana, había un tablero blanco con listas de pruebas y testigos dispuestos bajo un número de caso escrito en rojo. En otra pared había un gran calendario, con señales de vistas y otras comparecencias ante el tribunal. Una ventana que daba a la cárcel del condado dejaba entrar un tenue rayo de sol. No había demasiada decoración, salvo unos diplomas enmarcados en negro y varios artículos de periódico también enmarcados. Tres de ellos estaban ilustrados con una fotografía en blanco y negro de Susan. Era un sitio austero, dedicado a un único objetivo: hacer funcionar el sistema judicial.
—Hola, Timothy —dijo Susan.
—Hola, Susan.
—¿Quién es tu amiga?
—Andrea Martine —se presentó Andy Candy, y avanzó para estrechar la mano de la fiscal.
—¿Y por qué estás aquí?
—Necesitaba algo de ayuda —explicó Moth—. Andy es una vieja amiga, y esperaba que pudiera darme cierta perspectiva.
Susan supo de inmediato que eso no era exactamente cierto, pero tampoco completamente falso. No le pareció que tuviera que preocuparse. Esperaba una conversación breve, algo triste y algo difícil, tras la cual su implicación en la muerte de su tío habría terminado. Señaló a la pareja las sillas situadas delante de su mesa.
—Siento todo esto —comentó. Se inclinó y cogió un expediente marrón—. Estaba de guardia la noche que tu tío falleció. Según el procedimiento habitual, el ayudante del fiscal del Estado tiene que acudir a la escena de un posible crimen. Eso facilita la base legal de la cadena de pruebas. En el caso de tu tío, sin embargo, estuvo bastante claro desde el principio que no se trataba de un homicidio. Ten —dijo, empujando el archivo hacia Moth—. Léelo por ti mismo.
Cuando él empezó a abrir el archivo, Susan se volvió hacia su ordenador.
—Las imágenes no son agradables —comentó a Andy Candy—. Hay copias en el expediente, y aquí en la pantalla. También el informe policial, el informe de la policía científica, la autopsia y el examen toxicológico.
Moth empezó a sacar hojas del expediente.
—El examen toxicológico...
—Su organismo estaba limpio. Ni drogas ni alcohol.
—¿Y eso no te sorprendió? —preguntó Moth.
—Hombre, ¿en qué sentido? —respondió Susan despacio.
—Tal vez si hubiera recaído después de tantos años, la desesperación igual le habría hecho pegarse un tiro. Pero no fue así.
—Ya —respondió Susan con cautela—. Comprendo que puedas pensar eso. Pero no hay nada en ningún examen que indique que no fue un suicidio. Los residuos de pólvora alrededor del orificio de entrada, que técnicamente llamamos «tatuaje de pólvora», indicaban que el disparo se realizó presionando el arma contra la sien. La posición de la pistola en el suelo encajaba con el hecho de que se hubiera caído de la mano de tu tío cuando la fuerza del impacto lo empujó hacia abajo y a un lado. No faltaba nada de la consulta. No había señales de que la entrada hubiera sido forzada. Ni señales de lucha. En el bolsillo tenía la cartera con más de doscientos dólares. Hablé personalmente con su última paciente de aquel día, que se fue poco antes de las cinco de la tarde. Había acudido semanalmente a la consulta de tu tío los últimos dieciocho meses.
Sacó un bloc.
—Los inspectores hablaron también con el resto de sus pacientes actuales, con su exmujer, con su actual pareja y con algunos colegas. No pudimos encontrar indicios de ningún enemigo manifiesto, y nadie sugirió ninguno. —Pasó un par de páginas del bloc—. Al comprobar su situación financiera salieron a la luz algunas cosas. Debía más de su piso de lo que vale actualmente, lo que no es ninguna novedad en Miami, pero tenía más que suficiente en acciones e inversiones para afrontar esa circunstancias. No era ningún jugador que debiera una locura a un corredor de apuestas. No estaba en la mira de ningún camello por deudas. Pero hubo algo más que nos reafirmó en la idea de que...
Moth leía en diagonal las hojas mientras Susan hablaba. Alzó la vista. Abrió la boca como para decir algo, pero se movió nervioso y al final pareció decir otra cosa:
—¿De qué se trataba?
—Escribió dos palabras en su talonario de recetas.
—¿Qué...?
—«Culpa mía» —citó Susan—. Está en la foto del escritorio. ¿Recuerdas haberlo visto cuando encontraste el cadáver?
—No.
Deslizó una fotografía por la mesa hacia Moth, que la observó atentamente.
—No sabemos cuándo lo escribió, claro. Quizá llevaba ahí todo el día, incluso una semana. Quizá fue producto de su preocupación por ti, Timothy, ya que tú lo llamaste varias veces por la mañana y por la tarde. Obtuvimos todos sus registros telefónicos... En fin, que tu tío nos dejó una especie de disculpa suicida.
—Tiene algo raro —aseguró Moth bruscamente—. Es como si lo hubiera garabateado deprisa. No como si quisiera que lo viera otra persona —comentó, y añadió con frialdad—: Podría significar otra cosa, ¿no?
—Sí, pero lo dudo.
—¿Has dicho que su último paciente fue a las cinco de la tarde?
—Sí, un poco antes, en realidad.
—Me dijo que tenía otro. Una urgencia. Después tenía que encontrarse conmigo...
—Sí, lo dijiste en tu declaración. Pero no hay constancia de que tuviera otra visita. En su agenda constaba una visita al día siguiente a las seis de la tarde. Seguramente se lio.
—Era psiquiatra. No liaba las cosas.
—Por supuesto —dijo Susan, procurando no sonar condescendiente. Lo que no dijo fue: «Pues ya lo creo que la lio en algo si escribió “Culpa mía” antes de pegarse un tiro. A lo mejor no solo la lio, sino que la cagó.»
Miró a Andy Candy, que permanecía callada contemplando un primer plano de 20×25 en papel brillante en que aparecía el tío de Moth boca abajo sobre su mesa con un charco de sangre bajo la mejilla.
«Eso le será muy instructivo», pensó la fiscal.
Andy Candy jamás había visto esa clase de fotografías salvo en la televisión y el cine, y entonces no pasaba nada porque era irreal, una ficción creada con finalidades dramáticas. En cambio, aquella fotografía era cruda, casi obscena y explícita. Sentía náuseas pero no podía apartar la mirada.
—Lo siento, Timothy, pero las cosas son así —comentó Susan.
—Será solo si las cosas son así —replicó Moth, que detestaba este tópico, con cierta tensión en la voz—. Sigo sin creérmelo —aseguró.
Susan hizo un gesto con la mano abarcando los documentos y fotografías.
—¿Qué ves aquí que diga otra cosa? —preguntó—. Sé lo unido que estabas a tu tío, pero la depresión que puede conducir al suicidio suele ocultarse bastante bien. Y tu tío, dada su experiencia y su formación como psiquiatra, sabría mejor que nadie cómo ocultarla.
—Eso es verdad —asintió Moth, y se reclinó en su asiento—. ¿Eso es todo, pues?
—Es todo —corroboró Susan. No añadió: «A no ser que alguien me venga con algo que demuestre que estoy equivocada y me vea obligada a cambiar de opinión, lo que estoy segura que no pasará ni en mil años.»
—¿Me lo puedo quedar?
—Te hice copias de algunos informes. Pero Timothy, no estoy segura de que eso vaya a ayudarte. Ya sabes lo que tendrías que hacer. —Susan respondió la pregunta que él no formuló—: Ve a las reuniones. Vuelve a Redentor Uno —sonrió—. ¿Lo ves? Los demás han logrado que lo llame con el apodo que inventaste. Ve allí, Timothy. Ve cada tarde. Háblalo. Te sentirás mucho mejor.
Aunque intentaba ser delicada, no fue difícil captar el cinismo de su consejo.
Moth recogió en silencio el conjunto de copias de fotografías e informes que Susan Terry le había preparado. Dedicó unos instantes a observar cada imagen, a la espera de que produjese algún efecto en su memoria, casi como si pudiera introducirse en ella y regresar a la consulta de su tío. Le tembló un poco el pulso y se detuvo con la mirada puesta en una fotografía de la pistola junto a la mano de Ed. Fue a decir algo, pero no lo hizo. Echó un rápido vistazo a las fotografías, una a una, las mezcló y volvió a mirarlas. A continuación las extendió sobre el escritorio de Susan. Señaló la primera: Arma en el suelo. Mano extendida.
—Esto es tal como lo recuerdo —dijo con voz áspera y seca—. Porque nadie movió nada, ¿verdad?
—No, Timothy. Los de la policía científica jamás mueven nada hasta haberlo fotografiado, documentado y medido. Van con mucho cuidado en ese sentido.
Entonces señaló la segunda fotografía.
Escritorio. Cajón inferior. Unos cuatro centímetros abierto.
—Esta fotografía... Nadie cambió nada, ¿verdad?
—No. Está tal como lo encontraron —aseguró Susan tras estirar el cuello para verla.
Una tercera fotografía.
Escritorio. Cajón inferior. Totalmente abierto.
Una pistola semiautomática negra del calibre .40 bajo unos papeles, guardada en una funda de cuero color canela forrada de piel de oveja.
—Y esto... —Estas palabras fueron formuladas a modo de pregunta.
—Yo misma abrí ese cajón —explicó Susan—. Mientras los de la científica tomaban fotografías. Es el arma corta de repuesto que tu tío tenía registrada. La compró hace años, cuando realizaba psicoterapia como voluntario en una clínica del humilde barrio de Overtown. Iba por la noche. Es una zona bastante violenta. No es extraño que fuera armado a esas sesiones. —Hizo una pausa—. Pero dejó ese trabajo hace cierto tiempo. Sin embargo, se quedó con el arma.
—No la usaba, supongo.
—En Miami mucha gente tiene más de un arma corta, Timothy. Guarda una en la guantera del coche, una en un maletín, una en el bolso, una en el cajón de la mesita de noche... Lo sabes muy bien.
Moth fue a hablar, se detuvo, fue a hacerlo una segunda vez, volvió a parar, se quedó mirando las fotografías y se echó hacia atrás en su asiento.
—Gracias por tu tiempo, Susan —dijo finalmente, tras asentir con la cabeza, y añadió con brusquedad—: Nos veremos en una reunión. Yo soy alcohólico —explicó a Andy Candy con amargura, y señaló a la fiscal—. Pero a Susan le gusta la cocaína.
—Exacto —confirmó ella con frialdad—. Pero ya no.
—Eso —dijo Moth—. Ya no. Claro.
Andy Candy no supo muy bien qué significaba ese último intercambio de palabras.
—Ya va siendo hora de marcharse —dijo Moth.
Se estrecharon la mano por mera formalidad, y Andy Candy y Moth salieron del despacho de la fiscal. Sin saludar a la secretaria, Moth tomó a Andy Candy de la muñeca en cuanto cruzaron la puerta y empezó a andar deprisa, tirando de ella como si llegaran tarde en lugar de haber terminado. Ella vio que él tenía los labios apretados y una expresión rígida, como si llevara una máscara.
Recorrieron la Fiscalía, pasaron ante los de seguridad, bajaron en ascensor, anduvieron por el pasillo, atravesaron los detectores de metal, salieron al exterior y cruzaron la calle hasta que estuvieron delante del edificio, más antiguo, del Palacio de Justicia.
Moth casi arrastró todo el camino a Andy Candy, que tenía prácticamente que correr para seguirle el paso. No dijo nada.
Una vez fuera, los golpeó una oleada de luz y calor, y Andy Candy vio que Moth se venía un poco abajo, como si de repente hubiera recibido un puñetazo, pues se paró en seco al final de la escalinata de entrada. Había árboles y otras plantas para dar un aire menos severo al lugar, pero era en vano.
Los dos estuvieron callados unos instantes. Delante de ellos, un operario de mantenimiento mayor y arrugado estaba limpiando en el bordillo de la acera lo que a Andy Candy le pareció una porquería de lo más extraña. Había plumas y una mancha roja y marrón en el cemento gris. El operario lo barrió todo hasta formar un montón, que echó con una pala en una carretilla. Después, conectó una manguera y empezó a regar la zona.
—Un pollo muerto —dijo Moth.
—¿Qué?
—Un pollo muerto. Santería. Ya sabes, esa religión parecida al vudú. Están juzgando a alguien dentro y contratan a un brujo para que sacrifique un pollo delante del Palacio de Justicia. Se supone que les dará buena suerte con el jurado, o que hará que el juez reduzca la sentencia o algo así. —Moth sonrió y sacudió la cabeza—. Tal vez tendríamos que haberlo hecho nosotros —añadió.
Andy Candy trató de hablar con dulzura. Suponía que Moth seguía destrozado por la muerte de su tío y quería ser amable. También quería irse. Tenía que superar su propia tristeza y se sentía atrapada en algo que rozaba la locura y el sentimentalismo, cuando lo que ella más necesitaba era algo racional y rutinario.
—¿Eso es todo? —preguntó. Sabía que entendería que no estaba hablando del pollo muerto.
«Será mejor que lo ayudes a superar lo que viene ahora —pensó al ver que a Moth le temblaba un labio—. Haz que vaya a esa reunión. Y luego desaparece para siempre.»
—No —respondió Moth.
Ella no dijo nada.
—¿Viste las fotografías?
Andy Candy asintió.
Él se volvió hacia ella. Había palidecido un poco, o bien el sol brillante le había robado parte del color.
—Siéntate ante una mesa —le pidió con frialdad.
—Perdona, ¿qué?
—Siéntate ante una mesa, como hizo mi tío.
Andy Candy hizo lo que le pedía y se irguió con las manos delante de ella como una secretaria remilgada.
—Ya está —dijo.
Moth se sentó a su lado y soltó:
—Ahora, pégate un tiro.
—¿Qué?
—Quiero decir, enséñame cómo te pegarías un tiro.
Andy Candy sintió que una ola la cubría, casi como si contuviera la respiración y viera las aguas cada vez más oscuras al hundirse. Su conflicto interior, olvidado cuando Moth había vuelto a su lado, resonó de repente:
¡Asesina! —oyó en su interior—. ¿Tal vez tendrías que suicidarte?
Como una mala actriz en una producción provinciana, simuló una pistola con el índice y el pulgar. Se la llevó teatralmente a la sien.
—Pum —dijo en voz baja—. ¿Así?
Moth la imitó.
—Pum —dijo en voz igual de baja—. Esto es lo que hizo mi tío. Se deduce de las fotografías. —Vaciló un instante y Andy Candy pudo ver el dolor en sus ojos—. Pero no lo hizo. —Moth se llevó su pistola a la sien.
 —Dime, Andy, ¿por qué alargaría alguien la mano hacia abajo para empezar a abrir el cajón del escritorio donde guardaba una pistola desde hacía años, tal vez lo abriría un poco y decidiría de repente usar la otra pistola que tenía delante de él en la mesa?
Andy trató de responder esta pregunta. No pudo.
Moth imitó de nuevo los movimientos. Alargó la mano hacia abajo. Se detuvo. Llevó la mano hacia el tablero de una mesa. Levantó una pistola.
            —¡Pum! —dijo por segunda vez. Un poco más fuerte. —Inspiró hondo y sacudió la cabeza antes de proseguir—. Mi tío era un hombre organizado. Lógico. Solía decirme que las personas más meticulosas de este mundo eran los joyeros, los dentistas y los poetas, porque veneran la economía del diseño. Pero que a continuación iban los psiquiatras. Ser alcohólico era caótico y estúpido, y detestaba ese aspecto de ello. Para Ed la recuperación significaba examinar todos los detalles, analizar todos los pasos... No sé, ser listo, supongo. Es lo que estaba intentando enseñarme. —Su voz reflejaba una mezcla de rabia y desesperación—. ¿Qué sentido tiene tener dos armas a punto para suicidarte? —Se detuvo antes de apartarse de la sien su falsa pistola hecha con dos dedos y apuntar hacia delante, como si quisiera disparar a las reverberaciones del calor sobre el asfalto del estacionamiento—. Voy a encontrarlo y a matarlo —dijo con amargura. El lo de su amenaza era un fantasma.



5

—Estoy preocupado —dijo el estudiante 1—. No, mucho más que preocupado. Angustiado.
—No jodas —dijo la estudiante 2.
—¿Por qué no añades cagado de miedo a ese algoritmo? —dijo el estudiante 3.
—¿Y qué haremos al respecto? —preguntó el estudiante 4. Estaba intentando conservar la calma, pues toda aquella situación se prestaba más bien al pánico.
—En realidad, creo que estamos totalmente jodidos —dijo el estudiante 1 con resignación.
Estaban sentados en un rincón de la cafetería de un hospital, ante humeantes tazas de café. Era mediodía y la cafetería estaba llena. De vez en cuando, miraban nerviosos en derredor.
—El despacho del decano. La seguridad del campus. Podríamos ir a ver al profesor Hogan, porque es el experto en personalidades explosivas y en violencia. Él tendrá alguna idea sobre lo que podemos hacer —comentó con decisión la estudiante 2. Era una dura exenfermera de una UCI, que se había apuntado a clases nocturnas y dejaba que su marido bombero cuidara de sus dos hijos pequeños mientras ella asistía a la Facultad de Medicina—. Que me aspen si voy a dejar que esta situación se descontrole más. Sabemos que se trata de una enfermedad. Esquizofrenia del tipo paranoide. Puede que trastorno bipolar; una de esas. Tal vez un trastorno explosivo intermitente. No lo sé. Así que hay que hacer un diagnóstico real. Mira qué bien. Tenemos que hacer algo si no queremos vernos metidos en un lío que afecte a nuestras carreras. Y es peligroso. —Su pragmatismo incomodaba a los otros tres miembros del grupo de estudio de Psiquiatría, que estaban ansiosos por adquirir la habilidad de no sacar conclusiones precipitadas sobre una conducta, por más extraña y aterradora que fuera.
—Sí. Magnífico plan —intervino el estudiante 1—. Tiene sentido hasta que nos lleve ante el consejo universitario por grave infracción académica. No puedes acusar a otro estudiante sin una base firme y sólida. Y desde luego esto no es plagio, ni copiar, ni acoso sexual. —El estudiante 1 se había planteado seriamente estudiar Derecho en lugar de Medicina, y tenía tendencia a ser literal—. Mirad, solo estamos especulando sobre la enfermedad exacta y sobre lo que podría pasar, por más peligroso que parezca, porque todas las predicciones son puras sandeces. Y no puedes entregar un estudiante a los administradores solo porque creas que puede hacer algo terrible y su conducta sea errática, quizá delirante, y encaje en todas esas categorías que conocemos porque resulta que las estamos estudiando ahora. No es algo basado en pruebas. Es algo basado en sensaciones.
—¿Hay alguien en el grupo que no tenga estas sensaciones? —preguntó con cinismo la estudiante 2. Nadie respondió—. ¿Alguno de vosotros no se siente en peligro?
De nuevo, el grupo guardó silencio. Bebieron sorbos de café.
—Creo que estamos jodidos —comentó el estudiante 3, pasado un rato. Se llevó la mano al bolsillo superior de su bata blanca. Una semana antes había dejado por fin de fumar, y aquel era un acto reflejo. Los demás se fijaron, puesto que estaban perfeccionando sus dotes de observación—. Y estoy de acuerdo con vosotros dos. Pero tenemos que hacer algo, aunque implique cierto riesgo.
—Hagamos lo que hagamos, no pienso recibir una reprimenda oficial. No quiero que algo manche mi currículo para siempre. No puedo permitírmelo —advirtió la estudiante 2.
—Tu currículo no valdrá una mierda si... —soltó el estudiante 1.
—Muy bien, de acuerdo... —prosiguió la estudiante 2—. Pues yo digo que vayamos a ver al profesor Hogan para empezar, porque es lo menos arriesgado que podemos hacer. —Se le quebró un poco la voz—. Y vayamos rapidito. O, por lo menos, que lo haga uno de nosotros.
—Ya iré yo —se ofreció el estudiante 4—. Saco sobresalientes con él. Pero tendréis que respaldarme si os llama para que confirméis mi historia.
Asintieron rápidamente. Todos estaban nerviosos, asustadizos; cualquier sonido repentino en la cafetería los hacía estremecerse. El estrépito rutinario de los platos, el esporádico aumento de volumen de una conversación en otra mesa, nada de eso se perdía inocentemente entre el ruido de fondo como de costumbre. A todos les preocupaba que el estudiante 5 fuera a entrar en cualquier momento pistola en mano.
—Necesito una lista —dijo el estudiante 4—. Que todo el mundo apunte valoraciones precisas sobre conductas aterradoras. Incluid el máximo de detalles posible. Nombres. Fechas. Lugares. Testigos, y no solo la ocasión en que todos lo vimos estrangular a aquella rata de laboratorio sin motivo alguno. Después iré a ver al profesor Hogan con todo ese material.
—Siempre y cuando el asunto no se demore —comentó el estudiante 1—. Sabéis tan bien como yo que cuando alguien está al borde del precipicio, puede caer bastante rápido. Necesita ayuda. Y seguramente lo ayudaremos yendo a ver al profesor Hogan.
Los demás miraron al techo y entornaron los ojos.
—Seguramente —repitió el estudiante 1.
—Seguramente. Sí —coincidió el estudiante 3.
Ninguno de ellos, en realidad, creía que estuvieran ayudando lo más mínimo a su compañero, pero decir esa mentira en voz alta era tranquilizador. Todos sabían que lo que de verdad querían era protegerse, pero nadie estaba dispuesto a admitirlo en voz alta.
—¿Estamos de acuerdo, entonces? —preguntó el estudiante 4.
Se miraron entre sí para apoyarse mutuamente.
—Sí. —Todos los miembros del grupo de estudio dieron su conformidad.
—Muy bien. Veré al profesor Hogan mañana por la mañana antes de su clase —anunció el estudiante 4 con cautela—. Tendréis que darme vuestras listas antes de entonces.
Esa tarea parecía sencilla para los demás. Eran estudiantes acostumbrados a trabajar duro, a tomar notas y explicar resumidamente un tema antes de una fecha límite. Hacer la valoración de un paciente era algo automático para ellos, y esta tarea era algo así. Entonces Ed Warner echó un vistazo al reloj de pared.
—Estamos a uno de abril de 1986 —dijo—. El día de las inocentadas. Será fácil recordarlo. Son las dos y media de la tarde y los cuatro miembros del Grupo de Estudio Alfa de Psiquiatría están de acuerdo.
Andy Candy seguía algo rezagada a Moth, que recorrió a paso rápido el pasillo hacia la consulta de su tío, hasta que vio la cinta amarilla que precintaba la puerta y se paró en seco. Había dos tiras largas con el omnipresente POLICÍA - NO PASAR en negro. Formaban una equis que cruzaba por delante la placa de la consulta: DR. EDWARD WARNER - PSIQUIATRA.
Moth levantó una mano y Andy pensó que iba a arrancar la cinta de seguridad.
—Moth —dijo—, no deberías hacer eso.
—Tengo que empezar por alguna parte —repuso él con voz exhausta, dejando caer bruscamente la mano a un costado.
«¿Empezar el qué?», pensó Andy, y le pareció que tal vez era mejor no saber la respuesta a esa pregunta.
—Moth —insistió con toda la dulzura que pudo—, vamos a comer algo. Después te dejaré en tu casa y así podrás pensar con calma en todo este asunto.
—Cuando pienso, lo único que consigo es deprimirme —dijo tras volverse hacia su exnovia sacudiendo la cabeza—. Cuando me deprimo, lo único que quiero es beber. —Esbozó una leve sonrisa irónica—. Lo mejor para mí es seguir adelante, aunque sea en la dirección equivocada.
Tocó la cinta policial con un dedo. Después llevó la mano al pomo. La puerta estaba cerrada con llave.
—¿Vas a forzar la entrada?
—Sí —respondió Moth—. Joder, la verdad tiene que estar en alguna parte, y voy a empezar a derribar todas las puertas.
Andy Candy asintió y sonrió a su vez, aunque sabía que seguramente forzar la puerta estaba mal y que, además, sería ilegal. Aquel Moth le recordaba mucho al que ella había amado: alguien que en su comportamiento combinaba lo psicológico, lo práctico y lo poético de una forma que para ella era como la miel, dulce e infinitamente tentadora, pero también pegajosa y probablemente destinada a dejarlo todo hecho un desastre.
Pero al alargar la mano hacia la cinta, se abrió otra puerta detrás de ellos en el pasillo, y ambos se volvieron. Salió un hombre moreno de mediana edad algo regordete, ajustándose una chaqueta azul. Al verlos, se detuvo.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó con un acento ligeramente español—. No se puede entrar ahí.
—Quería ver la consulta de mi tío —respondió Moth.
—¿Eres Timothy? —dijo el hombre tras vacilar un momento.
—El mismo.
—Ah, tu tío hablaba a menudo de ti. —El hombre se acercó a ellos, alargando la mano—. Soy el doctor Ramírez. Mi consulta ha estado al lado de la de tu tío durante muchos años, tantos que ni siquiera sé cuántos. Siento mucho lo ocurrido. Éramos amigos y colegas.
Moth asintió.
—No te vi en el funeral —prosiguió el doctor Ramírez.
—No —dijo Moth, y con un arranque de sinceridad nerviosa que sorprendió a Andy Candy, añadió—: Estaba de borrachera.
—¿Y ahora? —repuso Ramírez, sin entrar a valorarlo.
—Espero haber recuperado el control.
—El control. Es difícil con los duros golpes emocionales que se reciben de repente. He tratado durante años a muchos pacientes, y lo inesperado los derrumba cuando menos se lo esperan. Pero tu tío estaba muy orgulloso del tiempo que ambos llevabais sin beber, ¿sabes? A menudo íbamos a almorzar entre una visita y la siguiente, y me hablaba con satisfacción y orgullo de tus progresos. Te estás sacando el doctorado en Historia, ¿verdad?
El doctor Ramírez tenía una forma de hablar entre sermoneadora y reflexiva, como si cada opinión suya tuviera que traducirse en una lección de vida. En algunas personas, esto podría haber sido pretencioso, pero en aquel psiquiatra casi gordinflón resultaba agradable.
—Estoy en ello —aseguró Moth.
—Bueno —dijo Ramírez tras un instante de silencio—, si quieres hablar sobre lo que sea, mi puerta estará abierta.
—Muy amable —respondió Moth. Aquello era un acto de cortesía psiquiátrica, como decirle que sabía que tenía problemas y lo mejor que podía ofrecerle era escucharlo—. Puede que le tome la palabra. —Y, tras pensar un instante, le preguntó—: Doctor, su consulta está aquí al lado. ¿Estaba en ella cuando mi tío...?
—No oí el disparo, si es eso lo que me preguntas —contestó sacudiendo la cabeza—. Ya me había ido. Era martes, y los martes tu tío solía ser la última persona de esta planta en marcharse. Normalmente, unos minutos antes de las seis. Los lunes tengo un paciente tarde. Otros días, alguno de los demás psiquiatras se quedan hasta tarde. Como solo somos cinco que tenemos aquí la consulta, intentamos tener presente los horarios de los demás.
Moth pareció procesar esta información.
—O sea, que si hubiera preguntado qué noche estaba mi tío solo en esta planta, usted, o cualquier otra persona, habría contestado que el martes, ¿no?
—Pareces un detective, no un estudiante de Historia, Timothy —comentó el doctor Ramírez mirándolo con admiración—. Sí. Exacto.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal, doctor?
Ramírez, un poco sorprendido, asintió.
—Si quieres. No sé si podré responderla.
—Usted conocía al tío Ed. ¿Cree que tenía tendencias suicidas?
El rostro del doctor reflejó que estaba procesando recuerdos y recelos mientras reflexionaba un momento. Moth reconoció el gesto. Era una cualidad que tenía su tío, la necesidad de un psiquiatra de valorar el impacto de lo que iba a decir, por qué se lo preguntaban y qué había realmente detrás de la pregunta, antes de responder.
—No, Timothy —dijo con cautela—. No vi que hubiera signos manifiestos de depresión que sugirieran un suicidio. Se lo dije a los policías que hablaron conmigo. No parecieron tomarse en serio mis observaciones. Y el mero hecho de que yo no observara nada no significa que no existieran, ni que Edward no los ocultara mejor que otras personas. Pero no vi nada que me alarmara. Y almorzamos juntos el día anterior a su muerte.
Hizo una pausa y luego sacó un pequeño bloc y rápidamente escribió un nombre y una dirección.
—Ed vio a este hombre hace muchos años. Quizá...
El doctor se metió la mano en el bolsillo de los pantalones, sacó un llavero y repasó su contenido. Sacó lentamente una llave y con un exagerado movimiento la dejó caer al suelo enmoquetado.
—¡Vaya! —exclamó con una sonrisa—. La llave de reserva que tengo de la consulta de tu difunto tío. Parece que la he perdido. —Y señaló la puerta—. Si vas a entrar, ¿podrías esperar a que me vaya? Preferiría no ser demasiado cómplice. —Se rio un poco de su picardía—. Lo siento —dijo, disculpándose, y su tono se volvió triste y precavido—. No sé qué encontrarás dentro, pero tal vez te ayude. Buena suerte. No suelo volverle la espalda a la gente que busca respuestas. Puedes deslizar la llave por debajo de mi puerta cuando hayas terminado.
El doctor Ramírez se volvió hacia Andy Candy, hizo una ligera y educada reverencia y, acto seguido, se dirigió al ascensor.
Moth y Andy Candy estaban incómodamente sentados en el diván que su tío usaba para los pocos pacientes de psicoanálisis que conservaba. Tras ellos había una gran fotografía de un ocaso multicolor en los Everglades. En otra pared se veía un brillante grabado abstracto de Kandinsky. Una pared contaba con una modesta biblioteca de libros de medicina y un ejemplar de La hora de 50 minutos. Cerca de la mesa había tres diplomas enmarcados. Pero había poco que dijera algo sobre la personalidad del hombre a quien pertenecía la consulta. Andy Candy sospechó que estaba hecho adrede. Moth observaba el escritorio de roble macizo de su tío con mirada intensa.
—No alcanzo a verlo —dijo lentamente—. Es como si se mostrara y enseguida se desvaneciera.
Andy Candy se debatía entre adivinar lo que Moth contemplaba con tanto detenimiento e imaginar lo siguiente que haría.
—¿Qué intentas ver?
—Sus últimos minutos. —Moth se levantó de repente—. Mira, está sentado aquí. Sabe que tiene que encontrarse conmigo y que es importante. Pero, en lugar de eso, escribe «Culpa mía» en un talonario de recetas, alarga la mano hacia una pistola que no era la que tenía desde hacía años y se dispara. Esto es lo que la policía y Susan, la fiscal, aseguran que ocurrió.
Moth se paseó por la consulta, se acercó al escritorio, rodeó un sillón dispuesto para los pacientes que no se sometían a psicoanálisis. Casi se atragantó cuando vio las manchas granates de sangre seca en la moqueta beis y el tablero de madera. Cuando habló, le temblaba un poco la voz:
—Andy, lo que yo veo es a alguien en este sillón con un arma. Obligando a mi tío a... —Se paró en seco.
—¿A qué?
—No lo sé.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Quién?
—No lo sé.
—Tenemos que marcharnos, Moth —dijo Andy Candy con suavidad, levantándose—. Cada segundo que pases aquí te lo pondrá más difícil.
Moth asintió. Andy Candy tenía razón.
Ella señaló la puerta, para animarlo a dirigirse hacia allí. Pero antes de dar un paso, se le ocurrió algo. Vaciló un segundo antes de hablar.
—Moth —dijo—, la policía y la fiscal tendrían que asegurarse de que no fue un asesinato, ¿verdad? Aunque la pistola estuviera ahí en el suelo, junto a tu tío. De modo que, primero, investigarían a todos los que suelen ser siempre sospechosos. Los sospechosos habituales, como el título de la película. Es lo que la fiscal dijo que hicieron: examinaron su lista de pacientes, seguramente la lista de sus expacientes, y también hablaron con sus amigos y vecinos para averiguar si tenía algún enemigo, ¿verdad? Para ver si alguien lo estaba amenazando. Comprobaron que no tenía deudas de juego ni debía dinero a camellos. Es lo que la fiscal dijo, ¿verdad? Descartaron toda clase de cosas antes de sacar su conclusión, ¿verdad? ¿Verdad? —repitió con fría determinación.
—Sí —dijo Moth—. Verdad y verdad.
—De modo que si es lo que tú crees que es y lo que ellos no creen que es, tenemos que mirar donde ellos no miraron. Es lo único que tiene sentido. —Ella misma se sorprendió un poco de su lógica. O antilógica. «Mira donde no tiene sentido hacerlo.» Se preguntó de dónde le habría surgido esa idea. Señaló otra vez la puerta—. Es hora de marcharse, Moth —dijo con cautela—. Si realmente hubo un asesino en esta habitación como crees, sentado justo aquí, seguro que no dejó nada que pudiera levantar las sospechas de la policía. —Y volvió a asombrarse de sí misma, esta vez de su repentino sentido práctico.
            6

Dos conversaciones. Una imaginada. Una real          La primera:
—Nos está perjudicando a todos. Queremos librarnos de él.
—Pues presentad una queja al decano. Es evidente que vuestro compañero tiene problemas emocionales.
—Nos da igual los problemas, las tensiones, las dificultades o lo que sea que tenga. Si está enfermo, pues que se joda. Queremos que deje el grupo para que nuestras carreras no corran peligro.
—Os entiendo. Es lógico. Os ayudaré.
Si hubiese tenido lugar de esta forma habría tenido sentido para todo el mundo salvo para una persona.
Y la segunda:
—Hola, Ed.
Primero un momento de confusión, al esperar a una persona y encontrarse con otra. Después, estupefacción. Estupor.
—¿No me reconoces? —Ya sabía la respuesta, pues el repentino reconocimiento fue evidente en los ojos de Ed Warner.
Acto seguido sacó lenta y parsimoniosamente la pistola del bolsillo interior de la chaqueta y lo encañonó desde el otro lado de la mesa. Era una pequeña automática del calibre .25 cargada con balas expansivas de punta hueca, las cuales causaban grandes destrozos y eran las preferidas de los sicarios profesionales. También era el arma preferida de las mujeres asustadizas o los propietarios intranquilos que por las noches temían allanamientos de morada o ataques de zombis enajenados. Y la preferida de los asesinos expertos, a quienes gustaba un arma pequeña, fácil de esconder y manejar y mortífera en las distancias cortas.
—Jamás pensaste que me verías de nuevo, que volverías a encontrarte con tu viejo compañero de estudios, ¿verdad, Ed? Nunca imaginaste...
Todo se desarrolló más o menos como con los demás. Diferente pero igual, incluido el momento en que escribió «Culpa mía» en una receta sobre la mesa de Ed antes de marcharse.
Una de las cosas que asombraba al estudiante 5 era lo prodigiosamente tranquilo que se había vuelto con los años, a medida que perfeccionaba el asesinato. Aunque no es que él se considerara precisamente un asesino en el sentido habitual de la palabra. No tenía cicatrices en la cara ni tatuajes carcelarios. No era un matón callejero con vaqueros holgados y una gorra ladeada. No era el impasible sicario de un traficante de drogas que llevaba su psicopatología como otros llevan un traje. Ni siquiera se consideraba una especie de experto criminal, aunque sentía cierto engreimiento por cómo había perfeccionado sus habilidades a lo largo de los años. «Los criminales de verdad —pensaba— tienen un déficit moral y psicológico que los convierte en quienes son. Quieren robar, atracar, violar, torturar o matar. Es una compulsión. Quieren dinero, sexo y poder. Es una obsesión. Lo que los incita a cometer delitos es la necesidad de actuar. A mí, no. Yo solo quiero justicia.» Se consideraba más próximo, por estilo y temperamento, a alguna clase de fuerza vengadora clásica, lo que le concedía bastante legitimidad en su propia imaginación.
Se detuvo ante el semáforo de la calle Setenta y uno con la avenida West End. Un taxi frenó en seco para no darle a la trasera de un reluciente Cadillac nuevo. Se oyó un chirrido de neumáticos y un intercambio de cláxones y seguramente imprecaciones en diversos idiomas que no lograron atravesar las ventanillas cerradas. «Música urbana.» Un autobús atestado de pasajeros soltaba gases de escape acres. Oía el traqueteo distante del metro subterráneo. Junto a él, una mujer que empujaba una sillita de bebé tosió. Sonrió al pequeño y lo saludó con la mano. El pequeño le devolvió la sonrisa.
«Cinco personas arruinaron mi vida. Eran displicentes, desconsideradas, interesadas. Estaban obsesionadas consigo mismas, como tantos egoístas vanidosos. Ahora solo queda una.»
Estaba seguro de algo: no podría enfrentarse a su propia muerte, ni siquiera a los años que lo conducirían hasta ella, sin consumar totalmente su venganza.
«La justicia es mi única adicción —pensó—. Ellos eran los ladrones. Los asesinos. Culpable. Culpable. Culpable. Culpable. Falta un último veredicto.»
El semáforo cambió y cruzó la calle, junto con otros peatones, incluida la mujer con el niño en la sillita, que manejaba expertamente en los bordillos. Una de las cosas que más le gustaba de Nueva York era el maquinal anonimato que proporcionaba. Estaba perdido en un mar de personas: millones de vidas que no significaban nada en las aceras. ¿Era importante la persona que estaba a su lado? ¿Era alguien de talento? ¿Alguien especial? Podría ser cualquier cosa: médico, abogado, empresario o profesor. Incluso podía ser lo mismo que él: un verdugo.
Pero nadie lo sabría. Las aceras despojaban a la gente de todos los signos distintivos y todas las identidades.
Durante sus estudios sobre el asesinato, cuando había llegado a esta conclusión filosófica, había dedicado tiempo a admirar a Némesis, la diosa griega de la justicia retributiva. Creía que tenía alas, como ella. Y, desde luego, tenía su paciencia.
Y así, para emprender su camino, había tomado precauciones.
Se había perfeccionado en el manejo de un arma corta y adquirido más que competencia con un rifle de caza de gran alcance y una ballesta. Había aprendido técnicas de combate cuerpo a cuerpo y esculpido su cuerpo para que los años que iban pasando tuvieran un mínimo impacto en él. Había terminado triatlones Ironman y asistido repetidamente a cursos de conducción a alta velocidad en una escuela de carreras automovilísticas. Acudía diligentemente al médico a efectuarse revisiones anuales, se había convertido en un adicto al gimnasio y el footing en Central Park, controlaba su dieta, en la que destacaba la verdura fresca, las proteínas magras y el marisco, y no bebía. Hasta se vacunaba cada otoño contra la gripe. Había estudiado en bibliotecas y aprendido informática por su cuenta. Tenía las estanterías llenas de libros policíacos de ficción y de no ficción, que utilizaba para cosechar ideas y técnicas. Pensaba que tendría que haber sido profesor en la Facultad John Jay de Justicia Penal de Columbia.
«Me he doctorado en muerte.»
Siguió andando hacia el norte. Llevaba un traje azul oscuro de raya diplomática con chaleco a medida y unos caros zapatos de piel italianos. Un elegante pañuelo de seda blanco ceñido al cuello lo protegía de una posible brisa helada. El sol de la tarde se reflejaba en sus gafas de espejo Ray Ban. Era una buena hora del día, con la decreciente luz rasgando los altos de edificios de ladrillo y cemento, como si tomara impulso para efectuar su incursión final en las aguas oscuras del Hudson. Para cualquier transeúnte, tendría el aspecto de un profesional adinerado que volvía a casa tras una exitosa jornada. Que no tuviera trabajo, y que se hubiera pasado las dos horas anteriores simplemente paseando por las calles de Manhattan, no afectaba a la imagen que proyectaba al mundo.
El estudiante 5 tenía tres nombres, tres identidades, tres casas, empleos falsos, pasaportes, carnets de conducir y números de la Seguridad Social, conocidos, lugares favoritos, aficiones y estilos de vida falsos. Rebotaba de unos a otros. Hijo de una familia rica, dedicada profesionalmente a la medicina, sus antepasados médicos se remontaban a los campos de batalla de Gettysburg y Shiloh. Su difunto padre había sido un cirujano cardíaco de renombre, con consultas en Midtown y privilegios en algunos de los hospitales más importantes de la ciudad, que desaprobaba un poco su interés por la psiquiatría, argumentando que la auténtica medicina se practicaba con ropa esterilizada, bisturís y sangre. «Ver un corazón que late con fuerza; eso es salvar una vida», solía decir su padre. Pero estaba equivocado. «O si no lo estaba —pensaba él—, tenía un punto de vista limitado.»
Como consideraba que el nombre con que había nacido representaba una especie de esclavitud, lo dejó atrás, se deshizo de él junto con su pasado mientras trasladaba fondos fiduciarios y carteras de valores a cuentas anónimas en el extranjero. Era el nombre de su juventud, de su ambición, de su legado y de lo que consideraba su rotundo fracaso. Era el nombre que tenía cuando se había sumido sin remedio por primera vez en la psicosis bipolar; había sido expulsado de la Facultad de Medicina y se había encontrado rumbo a un hospital psiquiátrico privado con la camisa de fuerza puesta. Era el nombre que sus médicos habían utilizado cuando lo trataban, y el nombre que tenía cuando finalmente salió, supuestamente estabilizado, para comprobar lo yerma que se había vuelto su vida.
Despreciaba la palabra «estabilizado».
Pero al salir de la clínica donde había pasado casi un año, a pesar de lo joven que era, había sabido que tenía que convertirse en alguien nuevo. «Morí una vez. Y volví a vivir.»
Así que, desde el día que le dieron el alta, año tras año, había procurado tomar siempre las adecuadas medicaciones psicotrópicas diarias. Tenía programadas visitas regulares cada seis meses a un psicofarmacólogo para asegurarse de mantener a raya las alucinaciones inesperadas, la manía no deseada y el estrés innecesario. Ejercitaba fervientemente su cuerpo y era igual de riguroso a la hora de ejercitar su cordura.
Y lo había logrado. No tenía ataques recurrentes de locura. Era equilibrado y emocionalmente fuerte. Se había creado cuidadosamente nuevas identidades, tomándose su tiempo, convirtiendo cada personaje en algo real.
En el piso 7B del 121 de la calle 87 Oeste, era Bruce Phillips.
En Charlemont, Massachusetts, en la deteriorada doble caravana estática que tenía en la calle Zoar con una oxidada antena parabólica y las ventanillas rajadas que daban al tramo de pesca de truchas del río Deerfield, lo conocían como Blair Munroe. El nombre era un homenaje literario que solo él conocía. Le gustaban los evocadores relatos breves de Saki, de donde tomó Munroe, aunque había añadido a regañadientes una e al verdadero apellido del autor, y Blair era el nombre real de George Orwell.
Y en Cayo Hueso, en la pequeña casa de un cigarrero de los años veinte reacondicionada por todo lo alto que poseía en la calle Angela, era Stephen Lewis. Stephen era por Stephen King o Stephen Dedalus (de vez en cuando cambiaba de parecer sobre el antecedente literario), y Lewis era por Lewis Carroll, cuyo nombre real era Charles Dodgson.
Todos estos nombres eran tan ficticios como los personajes que había creado tras ellos. Especialista en inversiones privadas en Nueva York; asistente social en el Hospital de Veteranos en Massachusetts; y en Cayo Hueso, afortunado traficante de drogas que había cerrado con éxito una única operación de gran volumen y se había retirado en lugar de volverse codicioso hasta que la DEA lo atrapara y metiera en la cárcel.
Pero, curiosamente, ninguno de estos personajes le decía nada. Él pensaba en sí mismo exclusivamente como en el estudiante 5. Era quien había sido antes de que su vida cambiara. Era este cuando había reparado sistemáticamente las enormes injusticias que le habían hecho sufrir de forma tan desconsiderada y displicente en su juventud.
Andando todavía hacia el norte, dobló a la izquierda hacia Riverside Drive para echar un vistazo al parque, al otro lado del Hudson, hacia Nueva Jersey, antes de que el sol se pusiera. Se preguntó si tendría que ir a alguna tienda de comestibles de Broadway para comprar sushi ya envasado para cenar. Había una muerte que tenía que revisar minuciosamente, valorar y analizar a fondo. «Una reunión post mórtem conmigo mismo», pensó. Y tenía otra muerte más en la que pensar. «Una reunión pre mórtem conmigo mismo.» Quería que este último acto fuera especial, y quería que la persona a la que daba caza lo supiera. «Esta última tiene que saber lo que se le avecina. Nada de sorpresas. Un diálogo con la muerte. La conversación que a mí no se me permitió tener hace tantos años.» Este deseo implicaba un riesgo y un reto a la vez, lo que le proporcionaba una deliciosa expectativa. «Y los platos de la balanza se habrán nivelado por fin.»
«El asesinato como psicoterapia.» Sonrió.
El estudiante 5 vaciló en la esquina de la manzana y echó un vistazo al río. Como esperaba, una reluciente franja dorada debido al último esfuerzo del sol cubría la superficie del agua.
—Una más —dijo a nadie y a todo el mundo.
Como siempre, como era habitual en todos sus planes, tenía la intención de ser quirúrgicamente meticuloso. Pero ahora estaba sucumbiendo a la impaciencia. «Nada de dilaciones. Hemos reservado esta para el final. Hazlo y libera tu futuro.»
            7

La conversación inicial           La agente comercial que mostraba a Jeremy Hogan la residencia de ancianos le ofrecía descripciones alegres y animadas de las muchas comodidades que ofrecía a los residentes: excelente comida (no se lo creyó ni por un segundo) servida en el apartamento de uno o en el bien equipado comedor; moderna piscina cubierta y sala de ejercicios; estreno semanal de películas; tertulias literarias; conferencias de exprofesionales destacados que residían allí. Luego le enumeró los servicios de salud que se ofrecían: cuidados médicos individualizados (¿necesitaba una inyección diaria de insulina?), personal sanitario especializado y altamente cualificado las veinticuatro horas del día, instalaciones de rehabilitación, y acceso fácil y rápido a hospitales cercanos en caso de urgencia.
Pero él solo podía pensar en una única pregunta que no formuló: «¿Puedo esconderme aquí de un asesino?»
En los pasillos enmoquetados, la gente que pasaba veloz en sillas motorizadas o despacio con andadores o bastones era siempre educada. Le dirigieron muchos saludos del tipo «¿Cómo está?» o «Bonito día, ¿no?», de los que solo se esperaba una afable sonrisa o un gesto de asentimiento con la cabeza.
Él habría respondido: «¿Cómo estoy? Pues asustado.» O: «Es un bonito día para acabar posiblemente asesinado.»
—Como puede ver —dijo la comercial—, somos un grupo muy animado.
El doctor Jeremy Hogan, de ochenta y dos años, viudo, jubilado desde hacía mucho tiempo, que en su día había jugado al baloncesto, se preguntaba si algún miembro del animado grupo estaría armado y sabría utilizar una pistola semiautomática o una escopeta de cañón recortado del calibre .12. Imaginó que debería preguntar: «¿Reside aquí algún ex Navy Seal o algún marine?» Apenas escuchó la parrafada final de la mujer, cuando le explicó a grandes rasgos las ventajas fiscales que conllevaba instalarse en un «lujoso» apartamento de una sola habitación en la segunda planta con vistas a un bosque lejano. Solo era «lujoso» si se consideraban lujosas las barras de aluminio pulido en la ducha y el intercomunicador de seguridad.
Sonrió, estrechó la mano de la comercial y le dijo que le contestaría algo en unos días. Luego se preguntó por el desmesurado miedo que lo había embargado tanto que había pedido hora urgentemente para visitar aquella residencia, y se dijo que la muerte no podía ser peor que ciertas clases de vida, daba igual la clase de muerte que le tocara a uno.
Suponía que la suya sería dolorosa.
«Quizá.»
Y que se acercaba rápidamente.
«Quizá.»
Lo que le preocupaba no era solo la amenaza final. Era el pilar sobre el que se apoyaba la amenaza:
—¿De quién es la culpa?
—¿A qué se refiere con culpa?
—Dígame, doctor, ¿de quién es la culpa?
—¿Quién es usted, por favor?
«Lo curioso es que pasaste gran parte de tu vida profesional rodeado de muertes violentas, y ahora que es muy probable que te enfrentes a ella, da la impresión de que no tienes ni idea de qué hacer», se dijo al alejarse despacio en el coche de la residencia.
La violencia siempre había sido una abstracción interesante para él: algo que le ocurría a otros; algo que tenía lugar en otra parte; algo para formar parte de estudios clínicos; algo sobre lo que escribiría artículos académicos, y principalmente algo de lo que hablaba en los juzgados y las aulas.
—Lo siento, letrado, pero no hay forma científica de predecir la peligrosidad futura. Solo puedo decirle lo que el acusado presenta psiquiátricamente en este momento. No se sabe cómo reaccionará al tratamiento y la medicación o a la reclusión.
Esta era la respuesta estándar de Jeremy Hogan en el estrado, la respuesta a una pregunta que siempre le formulaban cuando lo llamaban para testificar como perito en un juicio. Se imaginaba a decenas, mejor dicho, cientos de acusados sentados en el banquillo, observándolo ceñudos mientras él daba su opinión sobre su estado mental cuando habían hecho lo que los llevó al banquillo. Recordaba haber visto: ira, rabia, profundo resentimiento. A veces: tristeza, vergüenza, desesperación. Y algún esporádico: «No estoy aquí. Jamás estaré aquí. Siempre estaré en otra parte. No podéis tocarme porque siempre viviré en un lugar de mi interior cerrado para vosotros y del que solo yo tengo la llave.»
Sabía que sus valoraciones y su testimonio podían dejar huella: quizás alguien sentado delante de él lo odiara para siempre con una creciente rabia homicida; quizás alguien sentado delante de él ni siquiera se fijara en lo que dijese al ser repreguntado.
«Quizás» era una palabra que conocía muy bien.
Tenía una explicación menos formal que utilizaba en el aula con los estudiantes de Medicina que profundizaban en Psiquiatría forense: «Mirad, chicos y chicas, podemos creer que se dan todos los factores relevantes que mantendrán a un paciente en la senda de la violencia. O, al revés, en una senda en la que reaccione rápidamente a lo que le ofrezcamos, ya sea medicación o terapia, de modo que logremos aplacar esos peligrosos impulsos violentos. Pero no disponemos de una bola de cristal que nos permita ver el futuro. Hacemos, cuando menos, una suposición bien documentada. Lo que funciona en una persona puede no funcionar en otra. En la medicina forense siempre hay un elemento de incertidumbre. Podemos saber, pero no sabemos. Pero nunca se lo digáis a un familiar, un policía o un fiscal, y jamás bajo juramento en un tribunal a un juez y un jurado, ni siquiera aunque sea lo único, realmente lo único, que quieran oír.»
Los estudiantes detestaban esta realidad.
Al principio, todos querían dedicarse a la «adivinación del futuro psiquiátrico», como él solía bromear con ironía. Mientras no pasaran cierto tiempo en pabellones de alta seguridad escuchando una amplia gama de paranoias e impulsos violentamente desenmascarados no empezarían a comprender su sentido.
«Por supuesto, idiota arrogante, les enseñaste que había limitaciones pero jamás creíste que tú tuvieras ninguna.» Jeremy Hogan sonrió. Le gustaba burlarse interiormente de sí mismo, como si pudiera tomar el pelo y chinchar a su yo más joven que vivía en su recuerdo.
«En lo primero tenías mucha razón, mucha, pero estabas muy equivocado respecto a ti. La vida es así.»
Salió del camino de entrada y dejó la residencia atrás en el retrovisor. Jeremy era un conductor muy prudente. Una paciente mirada a izquierda y derecha al incorporarse a la calle. Nunca superaba el límite de velocidad. Siempre encendía el intermitente. Empezaba a frenar mucho antes de llegar a un STOP y jamás se saltaba un semáforo en ámbar, menos aún en rojo. Su elegante BMW negro podía superar fácilmente los doscientos kilómetros por hora, pero rara vez exigía a su cochazo que hiciera otra cosa que ir a un ritmo relajado y aburrido. A veces se preguntaba si, en el fondo de su alma automovilística, el coche estaría secretamente enfadado con él, o simplemente frustrado. Por lo demás, pocas veces usaba un coche que, tras diez años, seguía teniendo el brillo de un vehículo nuevo y un kilometraje irrisorio.
Normalmente, para sus esporádicas salidas a comprar los pocos comestibles que necesitaba, usaba una camioneta vieja y abollada que guardaba en el destartalado granero de su casa de labranza. La conducía con el mismo estilo de hombre mayor, lo que armonizaba perfectamente con un vehículo abollado aquí y allá, con la pintura roja descolorida, que traqueteaba y chirriaba y tenía una ventanilla que ni subía ni bajaba.
«El BMW es como yo era antes —pensaba—, y la camioneta es como soy ahora.»
Tardó una hora en regresar a su vieja casa de labranza, en la zona rural de Nueva Jersey. Que Nueva Jersey tuviera «zona rural» era sorprendente para algunas personas, que se imaginaban que era un aparcamiento asfaltado y un polígono industrial con actividad ininterrumpida anexo a la ciudad de Nueva York. Pero gran parte del estado estaba menos desarrollada, con hectáreas de ondulante superficie verde plagada de ciervos donde se cultivaban algunas de las mejores cosechas de maíz y tomate del mundo. Su propia casa, situada a solo veinte sombreados minutos de Princeton y su famosa universidad, ocupaba cinco hectáreas que lindaban con kilómetros de tierras calificadas como zona protegida y un siglo atrás había formado parte de una gran granja.
La había comprado hacía treinta años, cuando aún enseñaba en Filadelfia, a una hora en coche, y su mujer, que era artista, se sentaba en el patio de losas trasero con sus acuarelas y llenaba de hermosos paisajes su hogar y las casas de gente acaudalada. Entonces, la casa había sido tranquila: un refugio de su trabajo. Ahora no era una casa cómoda para un hombre mayor: se estropeaban demasiadas cosas con frecuencia; la escalera era demasiado estrecha y escarpada; el césped y los jardines necesitaban demasiados cuidados; los aparatos viejos y las instalaciones del baño rara vez funcionaban; el viejo sistema de calefacción generaba demasiado calor en invierno y demasiado frío en verano. Había rechazado rutinariamente ofertas de promotores inmobiliarios que querían comprarla para demolerla y construir media docena de mansiones impersonales.
Pero era un sitio que él había amado en su día, que su mujer había amado también, y donde había esparcido sus cenizas, y la simple idea de que pudiera haber, o no, un asesino psicótico acechándolo no parecía suficiente motivo como para abandonarlo, aunque no pudiera subir las escaleras sin sentir un penetrante dolor en las rodillas debido a la artritis.
«Cómprate un bastón —se dijo—. Y una pistola.»
Tomó el largo camino de grava que llevaba hasta la puerta principal. Suspiró. «A lo mejor hoy me toca morirme.» Jeremy se detuvo y se preguntó cuántas veces había conducido hasta su casa. «Es perfectamente razonable hacer aquí una última parada», pensó.
Escudriñó alrededor en busca de algún indicio que revelara la presencia de un asesino, una inspección totalmente ridícula. Un verdadero asesino no dejaría su coche aparcado delante, adornado con la matrícula «Asesino 1». Estaría esperando en la sombra, escondido, empuñando un cuchillo y preparado para abalanzarse sobre él. O bien oculto tras un muro, apuntándolo a la frente con un fusil mientras acariciaba el gatillo con el dedo.
Se preguntó si oiría el ¡pum! antes de morir. Seguro que un soldado sabría la respuesta, pero él no tenía demasiado de soldado.
Jeremy Hogan inspiró hondo y bajó. Se quedó junto al coche, esperando. «Puede que aquí se acabe todo —pensó—. Y puede que no.»
Sabía que estaba atrapado en algo. ¿Periferia o centro? ¿Principio o final? No lo sabía. Le avergonzaba su debilidad: «¿Qué mosca te picó para querer buscar refugio en una residencia? ¿De qué te serviría? ¿Crees que aceptar lo viejo y débil que te has vuelto te salvaría? Por favor, señor asesino, no me dispare ni me apuñale, o lo que quiera que planee hacerme, porque soy demasiado viejo y lo más seguro es que estire igualmente la pata una día de estos, así que no hace falta que se moleste en matarme.» Se rio de sus ocurrencias absurdas. Qué gran argumento para convencer a un asesino. Además, ¿qué tiene de excepcional la vida para que necesitemos seguir viviéndola?
Tomó nota mental de llamar a la agente comercial de la residencia y rechazar educadamente la compra del apartamento, mejor dicho, de la celda, que le había enseñado.
Se preguntó de cuánto tiempo disponía realmente. Se había estado haciendo esta pregunta cada día, no, cada hora, desde hacía más de dos semanas, desde que había recibido una llamada anónima hacia las diez de la noche, poco antes de la hora en que solía acostarse:
—¿Doctor Hogan?
—Sí. ¿Quién le llama? —No había reconocido la identificación de llamada en el teléfono y como se imaginó que era un recaudador de fondos para alguna campaña política o alguna buena causa, se preparó para colgar antes de que le soltaran la perorata. Después, deseó haberlo hecho.
—¿De quién es la culpa?
—¿Perdón?
—¿De quién es la culpa?
—¿A qué se refiere con culpa?
—Dígame, doctor, ¿de quién es la culpa?
—¿Quién es, por favor?
—Responderé por usted, doctor Hogan: la culpa es suya. Pero no actuó solo. Se trata de una culpa compartida. Ya se han saldado algunas cuentas pendientes. Quizá debería repasar las necrológicas del Herald de Miami.
—Lo siento, no tengo idea de qué demonios me habla. —E iba a colgar sin más, pero oyó:
—La próxima necrológica será la suya. Volveremos a hablar.
Y se cortó la comunicación.
Después pensó que había sido el tono, las palabras «próxima necrológica» pronunciadas con una calma glacial, lo que le indicó que quien llamaba era un asesino. O que, por lo menos, él se figuraba que lo era. Una voz ronca, grave, seguramente disimulada con algún dispositivo electrónico. Ningún otro indicio. Ninguna otra indicación. Ningún otro detalle destacable. Desde el punto de vista de la ciencia forense, era una conclusión sin base alguna.
Sin embargo, durante sus años como psiquiatra forense había estado ante muchos asesinos, tanto hombres como mujeres.
Así que, tras reflexionarlo, estuvo seguro.
Su primera reacción fue mostrarse defensivamente despectivo, lo que sabía que era una especie de absurdo impulso de autoprotección: «Bueno, ¿de qué coño va todo esto? Vete a saber. Es hora de acostarse.»
Su segunda reacción fue de curiosidad: descolgó el auricular y pulsó la tecla de rellamada para acceder al número que lo había llamado. Quería hablar con esa persona.
«Le diré que no sé a qué se refiere, pero que estoy dispuesto a hablar de ello. ¿Alguien tiene la culpa de algo? ¿De qué exactamente? De todas formas, todos tenemos la culpa de algo. La vida es eso.» No se paró a pensar que seguramente ese hombre no estaba interesado en una charla filosófica. Una incorpórea voz electrónica le dijo al instante que el número ya no estaba operativo.
Colgó y habló en voz alta:
—Bueno, debería llamar a la policía.
«Me tomarán por un viejo excéntrico y ofuscado, y puede que lo sea», pensó. Pero toda su formación y experiencia le indicaba que hacer una llamada así obedecía a un solo propósito: crear una incertidumbre desbocada.
—Bueno, quienquiera que seas, lo has conseguido —dijo.
Su tercera reacción fue asustarse. De repente, la cama no le resultó una opción apropiada. Sabía que le sería imposible dormir. Notó que se mareaba al mirar fijamente el teléfono. Así que cruzó con paso vacilante la habitación y se sentó al ordenador. Inspiró bruscamente. Pese a la torpeza de sus dedos artríticos para teclear, no le llevó demasiado rato encontrar una pequeña entrada en la sección de necrológicas del Herald de Miami, con el titular: «Eminente psiquiatra se suicida.»
Fue la única necrológica que Jeremy pensó que pudiera estar relacionada remotamente con él, y solo porque compartían profesión.
El nombre le era desconocido. Su reacción inicial fue preguntarse quién sería. «¿Un exalumno? ¿Un antiguo residente? ¿Un interno? ¿Tercer curso de la Facultad de Medicina?» Calculó edades mentalmente. Si ese nombre pertenecía a uno de los suyos, tenía que ser de hacía más de treinta años. Sintió que lo invadía la desesperación: los rostros que habían asistido a sus clases, incluso los de quienes habían seguido con sumo interés sus seminarios más breves, se le habían borrado de la mente; hasta quienes habían obtenido renombre y éxito permanecían ocultos en lo más profundo de su memoria.
«No lo entiendo —pensó—. Otro psiquiatra se suicida a más de mil kilómetros, ¿y eso tiene algo que ver conmigo?»
            8

Moth hizo más de cien abdominales en el suelo de su piso, seguidos de cien flexiones de brazos. Por lo menos esperaba que fueran cien. Había perdido la cuenta durante la rápida sucesión de subidas y bajadas. Iba medio desnudo: solo bóxers y zapatillas deportivas. Notaba que los músculos le tiraban, a punto de ceder. Cuando le pareció que no podía pedir ni una flexión más a sus brazos, se tumbó en el suelo, respirando pesadamente con la mejilla apoyada en la fría y lustrosa madera noble. Después se puso de pie y corrió sin moverse de sitio hasta que el sudor empezó a nublarle la visión y escocerle en los ojos. Escuchaba rock duro de los ochenta en un iPod: Twisted Sister, Molly Hatchet e Iggy Pop. La música tenía una extraña furia que correspondía a su estado de ánimo. Las potentes notas y unas implacables voces de lo más tópico chocaban con sus dudas. Creía que tenía que ser tan enérgico como aquel sonido.
Mientras levantaba las rodillas para ganar velocidad sin abandonar su posición y las zapatillas deportivas sonaban sordamente, tenía la mirada puesta en su móvil, porque Andy Candy tenía que recogerlo a media mañana para ir a la primera de las tres reuniones que había programado para aquel día.
No eran reuniones como aquella a que había asistido en Redentor Uno la tarde anterior. Estas eran entrevistas. «Entrevistas de trabajo —pensó—, solo que el trabajo que quiero es dar caza a un asesino y matarlo.»
Se detuvo. Se agachó jadeante, se ajustó los bóxers e inspiró el aire viciado de su piso. Estaba mareado y tembloroso, notó el sabor del sudor de su labio superior y no supo muy bien si era por estar eliminando el alcohol del organismo o por la apremiante necesidad de vengarse.
Se sentía débil, imposibilitado. Si una supermodelo de piernas largas y bien peinada de South Beach entrara en su casa luciendo un bikini con andares seductores mientras se desabrochaba el sujetador, a él seguramente le costaría horrores empalmarse. Casi se rio de su posible impotencia. «Beber te convierte en un anciano renqueante y débil. ¿No escribió eso Shakespeare?» Entonces sustituyó mentalmente a la supermodelo de South Beach por Andy Candy.
Una sucesión trepidante de recuerdos le cruzó la mente: el primer beso; la primera vez que le tocó los pechos; la primera caricia en el muslo. Recordó cuando él le acercó la mano al sexo por primera vez. Había sido fuera, en un patio con piscina, y estaban apretujados uno contra otro, entrelazados en una incómoda tumbona de plástico que se les clavaba en la espalda pero que en aquel momento les parecía un colchón de plumas. Él tenía quince años; ella, trece. A lo lejos sonaba música, no rap o rock, sino un suave cuarteto de cuerda. Había esperado que ella lo detuviera a cada milímetro que recorrían sus dedos. Su corazón latía más rápido cada milímetro que lograba avanzar. «Unas braguitas de seda húmedas. Una goma elástica.» Habría querido ser rápido, acorde con su excitación, pero sus caricias eran leves y pacientes. «Una contradicción entre exigencias y emociones.»
En la soledad de su piso, jadeó sonoramente. Se quitó con brusquedad los auriculares de las orejas y apagó el iPod. El silencio lo envolvió. Escuchó su respiración entrecortada y dejó que los jadeos sustituyeran los recuerdos de Andrea Martine. Se dijo que tendría que cuidarse del silencio. La ausencia de sonido era un vacío que había que llenar, y la forma más fácil y natural de hacerlo era la bebida, el veneno que lo mataría.
Asintió como si estuviera de acuerdo con algún argumento interior, se quitó las zapatillas de un puntapié y también los calzoncillos para quedarse totalmente desnudo, con el sudor reluciente cubriéndole la frente y el pecho.
—Ejercicio cumplido —soltó, como un soldado que se diera órdenes a sí mismo—. No hagas esperar a Andy Candy. Jamás la hagas esperar. Sé siempre el primero en llegar. Arréglate.
No sabía muy bien por qué ella estaba dispuesta a ayudarlo, pero de momento lo estaba, y como eso era lo único sólido que había en su vida, debía moderarse para que ella siguiera a bordo, por más locura que todo aquello pareciera. No debía dejarle espacio suficiente para que ella se planteara qué le estaba pidiendo él.
«A lo mejor lo que haremos hoy nos dará una o dos respuestas», se dijo, aunque seguramente resultaría infructuoso.
—Tengo que saberlo —aseguró en voz alta, en el mismo tono áspero, militar.
Sintió la urgencia de ponerse en marcha y avanzó rápidamente con los hombros erguidos hacia el cuarto de baño, donde sujetó el cepillo de dientes y el peine como si fueran armas.
Andy dobló a toda velocidad la esquina, camino del edificio donde vivía Moth. Lo vio en la acera, frente a la entrada, saludándola con la mano.
Era algo totalmente inocente: una muchacha que recogía a su novio (en Miami, dicho así, en castellano) con el coche para ir a la playa o a un centro comercial.
Al frenar, se preguntó si debería contar a Moth lo que había hecho la noche anterior en Redentor Uno. No sabía si había hecho bien o mal, si era importante o no:
—Adelante, ve. Yo te esperaré aquí.
—Será una hora. Puede que más, Andy. A veces la gente necesita desahogarse... —Vaciló—. A veces necesito desahogarme.
—No pasa nada. No me importa esperar. He traído un libro que estoy leyendo.
Moth echó un vistazo alrededor.
—Lo tengo en el maletero —mintió ella—. Es una novelucha de chicas y sexo. Ya sabes, pasión acalorada, amor no correspondido y orgasmos fantásticos. La escondo para que no la vea la mojigata de mi madre.
—Te estás corrompiendo —bromeó Moth con una sonrisa.
—Eso ya sucedió —sonrió ella.
Había sido quizá la primera vez que bromeaban y reían juntos desde que Moth la había llamado.
—Vale. Entraré. Nos vemos en un rato —dijo Moth—. ¿Seguro que no te importa esperar? Alguien podría llevarme a casa en coche después...
—Tarda lo que quieras —repuso ella con una sonrisa.
Vio a Moth salir del coche, agacharse para sonreírle a través de la ventanilla al cerrar la puerta y cruzar rápidamente el aparcamiento para reunirse con dos personas de más edad, un hombre y una mujer, y entró en la iglesia. Ella esperó otro minuto, y un segundo.
Andy Candy bajó del coche.
Una noche bochornosa caía rápidamente sobre los majestuosos flamboyanes que flanqueaban la entrada de la iglesia, y ella empezó a sudar. Contempló las hojas, que florecerían y adquirirían un fuerte tono rojo. Era el sur de Florida y la omnipresente vegetación no se limitaba a las bamboleantes palmeras y los retorcidos mangles. Había higueras de Bengala inmensas que parecían viejos nudosos que se negaban a morir, copales y tamarindos. Sus raíces se extendían por la porosa piedra coralina sobre la que estaba construida Miami y absorbían los nutrientes del agua que se filtraba, inadvertida, en la tierra. Pensó que los árboles podían vivir para siempre. En Miami crecía cualquier cosa que se plantara. Sol. Lluvia. Calor. Un mundo tropical que existía detrás de todas las construcciones, de todos los edificios y todas las urbanizaciones. A veces pensaba que si la gente apartara la vista del hormigón y el asfalto que la rodeaba y bajara la guardia solo unos segundos, la naturaleza reclamaría tanto la tierra como la misma ciudad, junto con todos sus habitantes; se lo tragaría todo y lo escupiría hacia el olvido.
Se acercó a la puerta, la abrió con cuidado y se coló en la iglesia, donde encontró aire fresco y silencio.
No tenía ningún plan, simplemente una compulsión. Quería ver. Quería oír. Quería intentar comprender.
Se movió con sigilo, aunque sabía que no era necesaria tanta cautela. Sabía que si se presentaba simplemente en la reunión, sería bien recibida por todo el mundo, excepto por Moth. Todos le darían la bienvenida, excepto Moth. Todo el mundo creería saber por qué estaba allí, excepto Moth.
Era un poco como mirar a hurtadillas por la ventana de una casa. Se había figurado que era una ladrona o una espía. Quería robar información. El Moth al que había amado sin titubear era diferente ahora. Tenía que ver cuánto y cómo.
El interior del templo estaba oscuro y vacío; como si Jesús se hubiera tomado la tarde libre. Había pasado junto a los bancos y el púlpito de madera, dejado atrás crucifijos de oro y estatuas de mármol, bajo la mirada de los santos inmortalizados en las vidrieras. Andy detestaba la iglesia. Su madre, que a veces suplía la ausencia de un organista, y su difunto padre habían ido habitualmente a misa los domingos, y la llevaban con ellos desde que tenía uso de razón, hasta que se había enamorado de Moth y de repente se negó a seguir yendo. Se detuvo y alzó los ojos hacia una de las imágenes de las vidrieras, san Jorge matando al dragón, y se dijo que, de todos modos, la odiarían porque ahora era una asesina. Esa idea le secó la garganta y apartó los ojos de las imágenes del cristal. Continuó adelante hasta oír un murmullo de voces al fondo de un pasillo. A cada lado había despachos vacíos, y una pequeña antesala al final. Temía hacer mucho ruido al andar, aunque era justo lo contrario. Andy Candy era ágil y atlética. Moth la había llamado una vez «mi chica ninja», por la forma en que salía a escondidas de su casa pasada la medianoche para reunirse con él sin despertar a sus padres ni a los perros. Ese recuerdo la hizo sonreír.
Entró en la antesala y vio una puerta doble al fondo. La puerta daba a una sala más grande con paneles de madera y techo bajo. Vislumbró sillas y sofás de piel dispuestos en círculo, y se pegó a una pared para escuchar justo cuando unos débiles aplausos despidieron a un orador.
Estiró el cuello para asomarse y reculó al ver que Moth se levantaba.
—Hola, me llamo Timothy y soy alcohólico.
—Hola, Timothy —fue la respuesta establecida, a pesar de que todos se conocían.
—Hace quince días que no bebo...
Otra ronda de aplausos y algunas voces de ánimo: «Muy bien», «Estupendo».
—Como muchos de vosotros sabéis, fue mi tío Ed quien me trajo aquí por primera vez. Él fue quien me mostró mi problema y me enseñó a superarlo.
Andy Candy oyó el silencio, como si los reunidos en Redentor Uno hubieran contenido colectivamente la respiración.
—Ya sabéis que mi tío murió. Y que la policía cree que fue un suicidio.
Moth hizo una pausa. Andy Candy se inclinó hacia delante para oírlo todo.
—Yo no me lo creo. Da igual lo que digan; no me lo creo. Todos vosotros conocíais a mi tío Ed. Estuvo aquí cientos de veces y os contó cómo había vencido su problema con la bebida. ¿Alguno de los presentes cree que se haya suicidado?
Silencio.
—¿Alguien?
Silencio.
—Por tanto, necesito vuestra ayuda. Ahora más que nunca.
Por primera vez, Andy Candy oyó que la voz de Moth temblaba de emoción.
—Tengo que mantenerme sobrio. Debo encontrar al hombre que mató a mi tío.
Estas últimas palabras fueron dichas en tono agudo.
—Ayudadme, por favor.
Andy Candy deseó poder ver el silencio de la sala, la reacción en las caras de los allí reunidos. Hubo una larga pausa antes de que oyera de nuevo a Moth.
—Me llamo Timothy y hace quince días que no bebo.
La gente empezó a aplaudir.
—¿Qué tal la noche? —preguntó Andy Candy.
—Bien, supongo. No duermo demasiado bien, pero era de esperar. ¿Y tú?
—Igual.
Moth iba a preguntar por qué, pero se abstuvo. Tenía muchas preguntas, y una de las que más le escocía era por qué estaba Andy Candy en casa cuando debería estar acabando sus estudios. A Moth le estaba costando lo suyo no pedirle que le contara su misterio. Suponía que en algún momento lo haría, o no. Se dijo que tenía que limitarse a estar contento, no loco de alegría, de que ella lo estuviera ayudando.
Se revolvió en el asiento del acompañante. Iba bien vestido, con pantalones caqui, una camisa de sport de rayas rojas y negras, y tenía una mochila en el regazo. Contenía blocs de notas, una grabadora, informes sobre la escena del crimen.
—¿Adónde vamos primero?
—Al piso de Ed. Diligencias debidas. —Sonrió y añadió—: Hay que volver una y otra vez sobre la misma cosa, como hacen los historiadores. Seguir los pasos de la policía. Y entonces... —Guardó silencio. «Entonces» era una noción que no estaba preparado para explorar. Por el momento.
            9

Una segunda conversación     Jeremy Hogan sabía que habría una segunda llamada.
Esta convicción no se basaba tanto en la ciencia de la psicología como en un instinto perfeccionado a lo largo de los años: entender el porqué de los crímenes en lugar del quién, el qué, el dónde y el cuándo que rutinariamente aquejaban a los policías. «Si el asesino está verdaderamente obsesionado conmigo, no es probable que se conforme con una sola llamada, a no ser que lo tenga todo planeado y que mi siguiente aliento sea el último. O casi el último.»
Hurgó en su memoria, y se le aparecieron asesinos de toda clase. Una colección de cicatrices y tatuajes, un desfile de etnias —negra, blanca, hispana, asiática y hasta un samoano—, de hombres pálidos que oían voces y de hombres entrecanos tan fríos que el adjetivo «despiadado» se quedaba corto. Recordó a hombres que se retorcían en la silla y sollozaban cuando les contaban por qué habían asesinado, y a hombres que se habían reído a carcajadas de su crimen como si fuera lo más gracioso del mundo. Le resonaron en la cabeza asesinatos relatados en las celdas con toda naturalidad, como si equivalieran a tirar la basura o a cruzar temerariamente la calle. Vio las luces fuertes y crudas de la cárcel, los muebles de acero gris atornillados al suelo de cemento. Vio a hombres que sonreían al pensar en su propia ejecución y a otros que temblaban de rabia o se estremecían de miedo. Recordó a hombres que lo miraban fijamente con ganas de retorcerle el cuello, y a otros que querían un abrazo tranquilizador o una palmadita amistosa en la espalda. Caras como fantasmas llenaron su imaginación. Algunos nombres aparecieron fugazmente, pero la mayoría le eludieron.
«No eran importantes. Lo que dije o escribí sobre ellos, eso era lo importante.»
Respiró superficialmente de una forma similar a la inspiración sibilante y casi desvalida de un asmático para intentar llenarse los pulmones.
Se reprendió como si le estuviera hablando a otra persona:
«Una vez terminabas tu valoración y escribías tu informe, no creías que valiera la pena recordarlos.
»Te equivocabas.
»Uno de ellos ha vuelto. Sin esposas esta vez. Ni camisa de fuerza. Ni inyección de Lorazepam y Haloperidol para aplacar la psicosis. Ni musculoso guardia armado en el rincón toqueteando su porra, o mirando desde una habitación contigua por un monitor de televisión. Ni botón rojo de alarma escondido bajo tu lado de la mesa de acero. Nada que te separe de la muerte.
»De modo que pasará una de estas dos cosas: querrá matarte enseguida, porque hacer esa primera llamada fue el único detonante que necesitaba y ahora se contentará con cometer el asesinato. O querrá hablar, atormentarte y torturarte, prolongar la actuación, porque cada vez que oiga tu incertidumbre y tu miedo, eso lo acariciará, lo hará sentir más poderoso, más al mando, y tras haberte hecho superar los límites del miedo, te matará.
»Querrá hacerlo todo para que tu muerte tenga sentido.»
Había tardado varios días en llegar a esta observación sutil. Pero cuando lo hizo, después de haber disipado sus miedos iniciales, supo que solo le quedaba una verdadera opción.
«No puedes huir. No puedes esconderte. Esos son tópicos. No sabrías cómo desaparecer. Esas son cosas de la ficción barata.
»Pero tampoco puedes limitarte a esperar. No se te da nada bien.
»Ayúdale a disfrutar de tu asesinato. Alárgalo y hazlo salir de sí mismo. Gana tiempo.
»Es tu única oportunidad.»
Evidentemente, no había decidido qué podía hacer con el tiempo que ganara.
Así pues, había dado unos pasos para prepararse para la segunda llamada. Pasos modestos, pero que le daban la sensación de hacer algo en lugar de quedarse sentado mientras alguien planeaba su muerte. Hizo una rápida visita a una tienda cercana de equipo electrónico para hacerse con un dispositivo para grabar las conversaciones en su teléfono. Después fue a un outlet de suministros de oficina para adquirir varios blocs de papel rayado amarillo y una caja de lápices del número dos. Grabaría y tomaría notas.
El dispositivo de grabación consistía en una ventosa adhesiva que captaba las dos voces de una conversación telefónica. Llevaba incorporada una grabadora de microcasetes. La ventaja de este equipo era sencilla: no emitía el consabido pitido de las grabaciones legales.
No estaba seguro de qué le serviría grabar la conversación. Pero parecía una medida aconsejable y, dada la ausencia de otra forma de protección, parecía tener sentido.
«A lo mejor me hace alguna amenaza manifiesta y evidente, y puedo acudir a la policía...»
Dudaba que tuviera tanta suerte. Supuso que ese hombre sería demasiado inteligente para ello. De todos modos, ¿qué haría la policía para protegerlo? ¿Dejar un coche patrulla delante de su casa? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Decirle que se comprara una pistola y un pit-bull?
Tenía una gran habilidad para obtener información de un sujeto. Siempre se le había dado bien. Pero también sabía que sus interrogatorios siempre eran a posteriori; el crimen se había cometido, la detención estaba hecha.
Él sabía indagar en los crímenes pasados. En cambio, ahora estaba ante la promesa de un crimen futuro.
¿Hacer predicciones? Imposible.
A pesar de ello, tenía una sensación de confianza cuando se sentó al pequeño escritorio de su despacho del piso superior para preparar algunas preguntas para aquella inevitable segunda llamada. La tarea era frustrante, lenta. Tenía que hacer algunas valoraciones psicológicas preliminares: determinar con sus preguntas si quien llamaba estaba orientado en cuanto al tiempo, el lugar y las circunstancias, para asegurarse de que no se trataba de un esquizofrénico que padecía alucinaciones en forma de órdenes homicidas. Ya sabía que la respuesta a esta pregunta era «no», pero el científico que había en él exigía que se asegurara de todos modos.
«Descarta todas las enfermedades mentales que puedas.»
Pero lo que dificultaría su preparación era el hecho de que se enfrentaba a un terreno psicológico desconocido.
Los instrumentos para evaluar el peligro estaban pensados para que los servicios sociales pudieran ayudar a las mujeres amenazadas a eludir a los maridos maltratadores. El contexto situacional era vital, pero solo podía abarcar la mitad de esta ecuación: la suya. Y lo que necesitaba conocer era la del otro.
Se sentó en la semipenumbra, rodeado de papeles, de estudios académicos, revistas y libros de texto que llevaba años sin abrir, y de impresiones informáticas de diversos sitios webs dedicados al estudio del riesgo.
Era de noche. Una lámpara de escritorio y la pantalla del ordenador eran la única iluminación en la habitación. Miró por la ventana para hacerse una idea de la extensión del tenebroso aislamiento que rodeaba su vieja casa de labranza. No recordaba si había dejado encendida alguna luz en la cocina o el salón, en el piso de abajo.
Pensó: «Me he hecho viejo. La constante niebla gris del envejecimiento se convierte en la oscuridad de una noche profunda.»
Estaba siendo más poético que de costumbre.
Siguió adelante con su tarea. En la parte superior de la hoja de un bloc anotó:
Aspecto
Actitud
Conducta
Estado de ánimo y afectación
Proceso mental
Contenido del pensamiento
Percepciones
Cognición
Perspicacia
Criterio
En circunstancias normales, estas eran las competencias emocionales que exploraría para obtener un perfil psicológico. «Del acusado —se dijo—. Pero ahora soy yo el acusado.»
Descartó rápidamente la mayoría de ítems. No habría forma de valorar el aspecto ni ninguna otra cosa que exigiera la observación directa de quien llamaba. De modo que se limitaría a lo que pudiera detectar a partir de su voz, las palabras que utilizara y la forma en que estructurara su mensaje.
«El lenguaje es fundamental. Cada palabra revela algo.
»El proceso mental viene después. ¿Cómo estructura su deseo de matarme? Busca señales que pongan de relieve lo que significa para él asesinar. Cuándo se ríe. Cuándo baja la voz. Cuándo acelera al hablar.»
Visualizó su valoración como un triángulo. Si el lenguaje y el pensamiento eran dos lados, tendría que encontrar el tercero. De esa manera tendría una oportunidad.
«Una vez que sepas qué es, podrás empezar a descifrar quién es.»
»Es un juego —se dijo Jeremy Hogan—. Más te vale ganarlo.»
Se recostó en la silla, dio vueltas a un lápiz en la mano, echó un vistazo a sus notas, se recordó que debía ser el científico y el artista que creía ser a la vez, y descubrió que no estaba lo que se dice asustado.
Curiosamente, se sentía retado.
Eso le hizo sonreír.
«Muy bien. ¿Has dado el primer paso, “señor De la Culpa”?: Una breve y enigmática llamada telefónica que me asustó como a cualquier pobre diablo amenazado de repente. Peón blanco a e4: apertura española. Seguramente la más fuerte que existe.
»Pero yo también sé jugar.
»Responde con Peón negro a c5: defensa siciliana.
»Y ya no estoy asustado.
»Aunque tengas la intención de acabar matándome.»
Cuando sonó el teléfono estaba sumido en la confusa niebla y los sueños tormentosos del sopor. Tardó unos segundos en pasar del agitado mundo onírico a la agitada realidad. La insistencia del teléfono parecía formar parte de una pesadilla en lugar de pertenecer al estado de vigilia.
Respiró hondo varias veces mientras giraba los pies hacia el lado de la cama. Hacía frío, aunque no debería hacerlo.
Se ordenó mentalmente «¡Calma!» aunque sabía que era difícil conseguirla. Alargó una mano hacia el teléfono y pulsó con la otra la tecla para grabar la conversación.
El identificador de llamadas rezaba NÚMERO DESCONOCIDO. Una mirada rápida al reloj que había junto a la cama le indicó que pasaban unos minutos de las cinco de la mañana.
«Inteligente —pensó—. Se habrá pasado horas preparándose, fortaleciéndose, sabiendo que iba a despertarme y pillarme desprevenido.»
Otra respiración profunda. «Aparenta estar deprimido, atontado. Pero estate alerta, preparado.»
Habló despacio, con la voz pastosa del sueño. Tosió una vez al contestar. Quería dar la impresión de que era viejo y estaba inseguro. Tenía que sonar tembloroso y asustado, incluso decrépito y débil. Pero quiso responder de la misma forma que hacía años atrás: un médico al que recurrían en plena noche por una urgencia.
—Sí, diga, soy el doctor Hogan. ¿Quién llama?
Un silencio.
—¿De quién es la culpa, doctor?
Jeremy se estremeció. Esperó unos segundos antes de contestar:
—Sé que cree que es culpa mía, lo que quiera que sea. Debería colgarle sin más. ¿Quién es usted?
Un resoplido. Como si esta pregunta fuera de algún modo despectiva.
—Ya sabe quién soy. ¿Qué le parece esta respuesta?
—Insatisfactoria. No le entiendo. No entiendo nada, en particular por qué quiere matarme. ¿Cuánto tiempo ha estado...?
—He estado pensando en usted muchos años, doctor —lo interrumpió.
—¿Cuántos años? —preguntó Jeremy, sobresaltado.
«Maldita sea —se reprendió a sí mismo—. No seas tan claro, coño.» Escuchó la voz al otro lado de la línea. Era ronca, como forjada en un recuerdo aterrador y afilada hasta cierto punto como un cuchillo romo oxidado. De repente, tuvo el convencimiento de que ese hombre utilizaba algún dispositivo electrónico que le disimulaba la voz. «Así que descarta el acento, la inflexión y el tono. No te servirán de nada.»
—¿Tengo que morir por algo que presuntamente hice? —Recuperó su propia voz para expresar algo entre irritación y sermón.
—«Presuntamente» es una palabra excelente. Tiene cierto aire jurídico...
Jeremy tomó una nota en su bloc: «Educado.» Y subrayó dos veces la palabra. Hizo una segunda anotación: «No se educó en la cárcel. Tampoco en la calle.»
—O sea que es un antiguo alumno o un antiguo paciente —se aventuró—. ¿Qué pasa, le suspendí? O quizá cree que la valoración que hice de usted en un juicio sirvió para encerrarlo...
«Vamos. Di algo que me ayude.»
No lo hizo.
—¿Qué? ¿Cree que esas son las dos únicas clases de persona que pueden guardarle rencor, doctor? —Y soltó una carcajada—. Debe de tener la impresión de que ha llevado una vida ejemplar. Una vida sin errores. Libre de culpa. De santo.
Jeremy no tuvo tiempo de contestar antes de que su interlocutor añadiera:
—Pues diría que no.
—¿Por qué yo? ¿Y por qué soy el último de no sé qué lista?
—Porque solo fue una parte de la ecuación que me arruinó la vida.
—No da la impresión de que esté arruinada.
—Porque he logrado recuperarla. De muerte en muerte.
—El hombre que murió en Miami se suicidó...
—Eso dijeron.
—Pero está sugiriendo que fue otra cosa.
—Evidentemente.
—Asesinato.
—Una deducción razonable.
—Tal vez no me lo crea. Suena paranoico, fantasioso. Puede que esa muerte sea algo que usted imagina que provocó. Creo que voy a colgar.
—Como quiera, doctor. No es una elección inteligente para alguien que se ha pasado la vida reuniendo información, pero aun así, si cree que lo ayudará...
Jeremy no colgó. Sintió que el otro lo había superado tácticamente. Echó un vistazo a la lista de competencias psicológicas. «No sirve para nada», pensó.
—¿Y mi asesinato hará que sea completa?
—Eso es una deducción suya, doctor.
Jeremy escribió: «No es paranoico. ¿Sociópata? Jamás he conocido a un sociópata así. Por lo menos, eso creo.»
—He llamado a la policía —dijo—. Está al corriente de todo...
—¿Por qué miente, doctor? ¿Por qué no se inventa algo mejor, como que la policía está allí ahora, escuchando, rastreando esta llamada, y que va a rodearme en cualquier momento...? ¿No sería mejor?
Jeremy se sintió idiota. Se preguntó cómo lo sabría. ¿Acaso lo estaba espiando? Lo recorrió una punzada de gélido miedo y miró frenéticamente alrededor, casi presa del pánico. El tono regular y burlón de su interlocutor lo devolvió a la conversación.
—Quizá debería acudir a la policía. Eso lo haría sentir seguro. Es una tontería, pero puede que lo haga sentir mejor. ¿Cuánto tiempo cree que durará esa sensación?
—Tiene usted paciencia.
—La gente que se apresura a cobrar sus deudas siempre se conforma con menos de lo que merece, ¿no cree, doctor?
Jeremy anotó: «No teme a las autoridades.» Le pareció que tendría que tirar de aquel hilo.
—La policía... suponga que lo atrapa...
—No creo, doctor —aseguró su interlocutor tras otra carcajada—. No me considera lo bastante listo. Hace mal.
Tras vacilar un poco, Jeremy anotó la palabra «engreído». Cerró los ojos un momento, concentrándose. Decidió aventurarse de nuevo, esta vez con un ligero tono burlón:
—Dígame, «señor De la Culpa», ¿cuánto tiempo me queda?
Una pausa.
—Me gusta ese apellido. Es adecuado.
—¿Cuánto tiempo?
—Días. Semanas. Meses. Quizá, quizá, quizá. ¿Cuánto tiempo le queda a nadie? —Un titubeo junto con la misma risa sin gracia—. ¿Qué le hace pensar que no estoy ahora mismo delante de su casa, doctor?
Y colgó.
            10

Había un irritante hilo musical en el ascensor que los llevó a la undécima planta. Los dos estaban nerviosos, y el sonido de fondo estorbaba sus pensamientos. Era una interpretación orquestal de una conocida melodía pop de antaño, y ambos la tararearon un instante, sin ser capaces de ponerle título.
—¿Los Beatles? —preguntó Andy Candy de repente. Estaba inquieta, temiendo contagiarse de la obsesión de Moth. Cuando lo miraba de reojo, lo veía con la expresión de un escalador que cuelga peligrosamente de un barranco, desesperado por no caer y decidido a encontrar una forma de alcanzar un sitio seguro, por más desgastadas que estuvieran las cuerdas y más flojos los nudos que lo sostenían. Sentía que un fuerte viento la empujaba y no estaba segura de poder confiar en él.
—Sí. No. Parece. Puede —contestó Moth—. Mucho antes de nuestra época.
—Pero memorable. Los Stones. Los Beatles. Los Who. Buffalo Springfield. Jimi Hendrix. Todo lo que escuchaban mis padres. Solían bailar en la cocina... —Se le fue apagando la voz, con ganas de añadir que ahora su madre viuda tenía que bailar sola, pero no lo hizo. En lugar de ello, concluyó—: Y ahora solo son un hilo musical.
La música distrajo a Moth. No estaba seguro de cómo iba a reaccionar cuando viera a la pareja de su tío. Era como si hubiera defraudado a todo el mundo y ahora fueran a recordarle su ineptitud y sus fracasos. Pero tampoco sabía por dónde empezar la búsqueda.
El ascensor desaceleró con una especie de zumbido y se detuvo.
—Hemos llegado —anunció Moth. Andy había dicho que tenían que buscar donde la policía no lo hubiera hecho, pero los únicos lugares donde se le ocurría empezar eran los mismos que la policía ya había considerado. «O pisoteado», pensó.
—Estoy bastante segura de que eran los Beatles —refunfuñó Andy Candy al salir, como si estuviera enfadada, aunque no había motivo aparente—. Lady Madonna. Solo que estropeada con cuerdas, oboes y otros instrumentos sensibleros.
La puerta del piso del tío de Moth se abrió antes de que tuvieran ocasión de llamar. Un hombre menudo, rubio y con las sienes grisáceas, les sonrió. No era una auténtica sonrisa de bienvenida, sino más bien un rictus que reflejaba más dolor que alegría.
—Hola, Teddy —dijo Moth en voz baja.
—Hola, Moth. Me alegro de volver a verte. Te echamos de menos en el... —No terminó la frase.
—Te presento a Andrea.
—La famosa Andy Candy —dijo Teddy, tendiéndole la mano—. Moth me habló de ti. No mucho, pero lo suficiente, hace unos años. Eres más encantadora aún de lo que llegó a contarme. Moth, tendrías que aprender a ser más descriptivo. —Hizo una pequeña reverencia al estrechar la mano de la joven y añadió—: Adelante. Perdonad el desorden.
Era un piso muy luminoso que daba a la bahía Vizcaína. Moth vio un enorme y desgarbado crucero que se abría paso lentamente por Government Cut como un turista gordo por la exclusivísima Fisher’s Island. El azul celeste de la bahía parecía fundirse con el horizonte. Las altas colinas de Miami Beach y la carretera elevada a Cayo Vizcaíno encuadraban aquel mundo acuático. Los pesqueros y los barcos de recreo surcaban la reluciente bahía, trazando estelas de espuma blanca que el ligero chapoteo de las olas disipaba. El brillante sol entraba a raudales por las puertas correderas del suelo al techo que daban a una terraza. Levantó la mano para protegerse los ojos casi como si le hubieran enfocado una linterna en la cara.
Teddy lo vio.
—Sí, es como una pesadilla. Te apetece mucho la vista, pero no te apetece que el sol te ciegue cada mañana al salir por el este. Tu tío probó con diversas clases de persiana, me refiero a que llamó a interioristas. Se cansó de tener que volver a tapizar los sofás porque perdían el color en cuestión de días. Y tenía una bonita litografía de Karel Apfel en la pared que el sol estropeó. Extraño, ¿no crees? Lo que nos trae aquí, a Miami, provoca problemas inesperados. Por lo menos, no tuvo que ir al dermatólogo por cánceres de piel en la cara y los antebrazos, porque durante años le gustó tomar el café en la terraza todas las mañanas antes de irse a trabajar.
Moth desvió la mirada de la vista y la dirigió hacia las cajas de embalaje medio llenas de cuadros, piezas de arte, utensilios de cocina y libros.
—De hecho, a los dos nos gustaba tomar fuera el café de la mañana —añadió Teddy con un ligero temblor en la voz—. No puedo quedarme aquí, Moth. Es demasiado duro. Hay demasiados recuerdos.
—Tío Ed... —empezó Moth.
—Ya sé lo que vas a decir, Moth. No crees que se suicidara. A mí también me cuesta creerlo. En cierto modo, estoy contigo, Moth. Era feliz. Qué coño, éramos felices. Especialmente los últimos años. Su consulta iba de maravilla, me refiero a que sus pacientes le resultaban enigmáticos, interesantes, y los estaba ayudando, que es lo único que quería. Y no le importaba que se supiera nuestra relación, lo que es muy importante desde el punto de vista psiquiátrico, si vamos a eso. Estaba muy contento de haber salido del armario, ¿sabes? Ambos hemos conocido a muchos hombres incapaces de conciliar quiénes son con la familia, los amigos, el trabajo..., hombres que se matan bebiendo, que es lo que Ed estuvo haciendo hace muchos años, o se drogan o se pegan un tiro, superados por la mentira en que se convierte su vida. Ed estaba en paz, me lo dijo cuando... —Se detuvo—. Cuando, cuando, cuando, Moth. ¡Qué mierda de palabra! —Titubeó antes de proseguir—: Pero Ed siempre estuvo envuelto de un aire de misterio, de hermetismo, como si en el fondo de su cabeza hubiera algo conectado directamente con su corazón. Siempre me encantó eso de él. Y quizá por eso era tan bueno en lo suyo.
—¿Misterio? —se sorprendió Andy.
—No es extraño en hombres como nosotros. Vivimos tanto tiempo infelices y ocultando nuestras verdades, que eso nos da cierta profundidad, creo. Nos flagelamos mucho. A veces es todavía peor. Una tortura, francamente. —Teddy pareció reflexionar un instante—. Eso era lo que teníamos en común y lo que nos empujó a beber. Tener que esconderte. No ser quien eres. Solo dejamos de beber cuando nos conocimos y nos convertimos en quienes éramos realmente. Es psicología de salón, pero fue así. —Otra pausa—. No fue tu caso, ¿verdad, Moth?
Andy Candy aguardó expectante la respuesta.
—No. Me enrabietaba y bebía. O me entristecía y bebía. Hacía algo bien y me recompensaba con un trago. O lo hacía mal y me castigaba con un trago. A veces no sabía quién me odiaba más, si yo mismo o los demás, y me emborrachaba para no tener que contestar esa pregunta.
—Ed decía que su hermano ponía excesiva... —empezó Teddy, pero se interrumpió.
—El problema de beber compulsivamente es que te basta la excusa más tonta —comentó Moth sacudiendo la cabeza—. No la más compleja. Y ese es el quid, psicológicamente hablando, claro. Es el mismo armario que acabas de mencionar.
Teddy se apartó un mechón de la frente.
—Fue hace más de diez años —explicó, volviéndose hacia Andy Candy—. Nos conocimos en una reunión. Se levantó y dijo que llevaba un día sin beber, luego me levanté yo y dije que llevaba veinticuatro, y después fuimos a tomar un café. Poco romántico, ¿verdad?
—Ya —respondió ella—. Pero puede que lo fuera.
—Sí —dijo Teddy con una risita—. Tienes razón. Puede que lo fuera. Al final de la tarde ya no éramos dos borrachos tomando café, sino que nos reíamos de nosotros mismos.
Andy Candy miró una pared. Lo único que quedaba en ella era una gran foto en blanco y negro de Ed y Teddy rodeándose despreocupadamente los hombros con un brazo. Había más clavos, pero las fotos que habían sostenido ya no estaban.
Moth estaba inquieto y movía los pies. Temía que se le quebrara la voz y no quería mirar alrededor y ver la vida de su tío empaquetada en cajas.
—¿Dónde busco, Teddy? —preguntó.
Teddy se giró. Se frotó los ojos con una mano.
—No lo sé —respondió—. Y tampoco quiero saberlo. Puede que quisiera al principio, pero ya no.
—¿No quieres...? —intervino Andy, sorprendida, pero Moth la interrumpió.
—Dime algo que no sepa sobre tío Ed —pidió con la voz crispada, exigente.
—¿Que no sepas?
—Cuéntame un secreto, algo que él me ocultara. Dime algo diferente a lo que preguntó la policía. Dime algo que no entiendas, que te haya parecido raro, fuera de lugar. No lo sé. Algo que se salga del mundo comprensible y corriente que quiere que la muerte de Ed sea un buen y bonito, aunque lamentable, suicidio.
Teddy dirigió la mirada hacia la terraza para contemplar la extensión azul del mar.
—Quieres respuestas...
—No, no busco respuestas —aseguró Moth en voz baja—. Si fuera algo tan simple como una sola respuesta, ya habría formulado la pregunta. Lo que quiero es un empujón en alguna dirección.
—¿Hacia dónde?
Moth titubeó, pero entonces intervino Andy Candy:
—Hacia algo de lo que Ed se arrepintiera.
—No comprendo —soltó Teddy, receloso.
—Ed hizo enfadar a alguien —explicó Moth—. Le hizo enfadar lo suficiente como para matarlo y luego disponer todo para simular un suicidio, lo que no me parece demasiado difícil. Y ese alguien ha de provenir de una vida que no conocemos. No de la vida que todos le conocíamos ahora. En el fondo, Ed tenía que saber o intuir que ahí fuera había alguien que iba a por él.
Teddy permaneció callado y Moth añadió:
—¿Y por qué tendría una pistola en el escritorio y usaría otra?
—Sabía que tenía esa pistola, la que no usó.
—¿Sí?
—Tenía que haberse deshecho de ella. No sé por qué no lo hizo. Dijo que lo haría; se la llevó un día hace años, y nunca volvimos a hablar de ella. Supuse que la habría tirado o vendido, o incluso que se la habría entregado a la policía o algo hasta que los inspectores que vinieron aquí me preguntaron por ella. Creo que tal vez la dejó en ese cajón y se olvidó de ella.
Moth fue a hacer otra pregunta pero se detuvo.
Teddy hizo una mueca con los labios, como si las palabras de Moth le quemaran. Era un hombre menudo con un aire delicado, y hablar sobre asesinatos no le resultaba fácil.
—Si quieres saber si alguien tenía algo contra Ed, deberás remontarte a antes de que yo lo conociera —aseguró.
Moth asintió.
—Quise ayudar, ¿sabes? Quise poder decir a la policía que investigara a ese o a aquel individuo, que encontraran al asesino de tu tío y me trajeran su maldita cabeza en una bandeja. Pero no se me ocurrió nadie.
—¿Crees que...? —empezó Moth, pero Teddy lo interrumpió.
—Hablábamos —contó—. Hablábamos todo el rato, todas las noches, mientras tomábamos falsos cócteles que nos preparábamos: zumo de limón y agua burbujeante con hielo en un vaso de whisky con sombrillita de papel y todo. Hablábamos durante la cena y en la cama. Me he devanado los sesos intentando recordar algún momento en que llegara a casa asustado, inquieto, incluso sintiéndose amenazado. Nada. Nunca tuve que decirle «Deberías ir con cuidado»... Si hubiera tenido miedo, me lo habría dicho. Lo sé. Nos lo contábamos todo. —Otro suspiro profundo y una larga pausa—. No teníamos secretos, Moth. Así que no puedo contarte ninguno.
—Mierda —refunfuñó Moth.
—Lo siento.
—¿De modo que antes de conocerte? —terció Andy.
—Sí. Unos diez años atrás.
—¿Crees, pues, que podemos descartar los diez años que estuvisteis juntos? —insistió Andy.
—Exacto —confirmó Teddy, asintiendo con la cabeza—. Pero será difícil. Tendréis que buscar las zonas en sombra de la vida de Ed, remontaros más y más en el tiempo.
—Soy historiador. Es lo que sé hacer.
Puede que se tratara de una bravuconada. Moth pensó en lo que hacía en realidad un historiador. Documentos. Relatos de primera mano. Declaraciones de testigos. Toda la información obtenida que puede estudiarse tranquilamente.
—¿Tenía blocs, cartas, algo sobre su vida?
—No. Y la policía se llevó los archivos de sus pacientes. Gilipollas. Dijeron que los devolverían, pero...
—Mierda.
—¿Has visto su testamento?
Moth sacudió la cabeza.
Teddy soltó una carcajada y su estado de ánimo cambió de repente. No mostró alegría, sino comprensión.
—Cabría esperar que tu padre, el hermano mayor de Ed, te hubiera puesto al corriente. Claro que seguramente estará cabreado.
—Es que no hablamos mucho.
—Ed tampoco hablaba demasiado con él. Se llevaban quince años de diferencia. Tu padre era el mejor, el machote superduro. Deportes de contacto y empresario de contacto. Ed era el marica. —Sonrió con ironía.
Moth oyó la rápida descripción de su padre, del que estaba tan distanciado, y pensó que era acertada.
—En cualquier caso, Ed fue un accidente —prosiguió Teddy—. La concepción, el nacimiento y todos los días a partir de entonces, tal como le gustaba decir. Orgulloso.
Al oír la palabra «accidente», Andy palideció. «Yo sí tuve un accidente, solo que no fue ningún accidente, sino un error torpe y estúpido. Dejé que un chico al que ni siquiera conocía me violara en una fiesta a la que no debería haber ido, pero después me deshice del fruto, lo maté.» Se volvió para recobrar la compostura perdida.
A Moth le vinieron a la cabeza muchas preguntas, pero solo hizo una.
—¿Qué vas a hacer ahora, Teddy?
—La respuesta es fácil, Moth. Intentar no recaer. Aunque no será fácil.
De un bolsillo de los pantalones sacó un pastillero de plástico, que sostuvo en alto como un sumiller que examina la etiqueta de una botella de vino.
—Antabus —dijo—. Un fármaco desagradable. Me pondrá enfermo, y me refiero a realmente enfermo, si me da por beber. Ed decía que tenemos la fortaleza interior para hacerlo nosotros mismos, sin necesidad de química. Tú lo sabes bien, Moth. Pero Ed ya no está, maldita sea.
Moth visualizó a su tío todavía vivo, sentado a su escritorio. Visualizó también una pistola delante de él y que Ed alargaba la mano hacia un cajón donde guardaba la segunda pistola. «No tiene sentido», pensó, e iba a decirlo, pero vio lágrimas en los ojos de Teddy y se contuvo. «Es la única prueba que tengo y le hará daño», decidió. Sin duda estaba cometiendo un error, aunque no alcanzó a discernir por qué.
—Lo siento, Moth —dijo Teddy con voz temblorosa, como un diapasón que resonara con la pérdida y la tristeza—. Lo siento. Nada de esto es fácil para mí.
Andy Candy pensó que se quedaba muy corto.
—Vete, Moth. No quiero hablar contigo.
—Por favor, Cynthia. Solo será un minuto. Un par de preguntas.
—¿Quién es esta?
—Mi amiga Andrea.
—¿También es alcohólica?
—No. Me está ayudando. Conduce ella.
—¿Te quitaron otra vez el carnet?
—Ajá.
—Patético. ¿Te gusta ser alcohólico, Moth?
—Por favor, Cynthia.
—¿Tienes idea de a cuánta gente has hecho daño, Moth?
—Claro. Por favor.
Un titubeo.
—Cinco minutos, Moth. Nada más. Pasad.
La hostilidad de la tía de Moth había desconcertado un poco a Andy Candy. Sus palabras sonaban punzantes e hirientes. Siguió algo rezagada a Moth, que se apresuraba para seguir el paso de su tía mientras esta desfilaba por el vestíbulo de la casa con determinación militar.
Era una casa estucada de tres plantas, bastante rara en Miami, al norte del condado de Dade, rodeada de majestuosas palmeras altas, un césped muy bien cuidado, dinero y un sendero adornado con buganvillas. Las sosas paredes interiores, blancas, estaban cubiertas con obras de arte haitiano, grandes y coloridas representaciones de mercados abarrotados, barcos pesqueros azotados por los elementos y dibujos florales, todos con un aire sencillo y rústico. Andy sabía que eran valiosos; arte popular que era explotado en los refinados círculos artísticos de Miami. Había esculturas modernas, la mayoría tallas abstractas de madera oscura, en todos los rincones. Los pasillos estaban llenos de contradicciones entre creatividad y rigidez. Todo estaba cuidadosamente en su sitio, dispuesto para ofrecer el aspecto hermoso de las fotografías de una revista, para demostrar elegancia. Cynthia iba vestida para no desentonar con aquel estilo elevado: pantalones amplios de seda color hueso y una blusa a juego; sus zapatos Manolo Blahnik repiqueteaban contra las baldosas grises de importación del suelo. Andy Candy pensó que las joyas que la mujer llevaba al cuello valían más de lo que su madre ganaba al año como profesora de piano.
—¿Cómo va el negocio del arte, Cynthia? —preguntó Moth educadamente.
Andy Candy pensó que la respuesta era obvia.
—Bastante bien, a pesar de la crisis general —respondió la tía sin volverse siquiera—. Pero no desperdicies tus cinco minutos preguntándome por mi negocio, Moth.
En el salón había un hombre sentado en un caro sofá blanco artesanal. Cuando entraron, se levantó. Era unos años más joven que la tía de Moth, pero igual de elegante. Vestía un traje ajustado de reluciente zapa gris y una camisa púrpura con cuatro botones desabrochados que dejaban al descubierto un pecho sin vello. Llevaba el largo cabello rubio peinado hacia atrás. Andy Candy vio que se había hecho reflejos blancos en el pelo, como un modelo de pasarela. La tía Cynthia se situó justo a su lado, deslizó un brazo debajo del suyo y miró a ambos jóvenes.
—Tal vez recuerdes a mi socio, Moth.
—No —contestó él, tendiendo la mano, aunque sí que lo recordaba. Lo había visto una vez, y enseguida había sabido que seguramente manejaba los libros de contabilidad y el apetito sexual de la tía Cynthia con el mismo grado de competencia y pasión fría. Se los imaginó juntos en la cama. ¿Cómo follaban sin despeinarse ni estropearse el esmerado maquillaje?
—Martin está aquí por si surgiera alguna cuestión legal en los próximos... —echó un vistazo a su Rolex de pulsera— cuatro minutos restantes.
—¿Legal? —se sorprendió Andy Candy.
Cynthia se volvió con frialdad hacia ella.
—Quizá Moth no se haya molestado en informarte, pero su tío y yo no nos separamos de forma precisamente amistosa. Ed era un mentiroso, un farsante y, a pesar de su profesión, un hombre duro y desconsiderado.
Andy fue a responder, pero se contuvo.
Cynthia, sin ofrecerles asiento, se dejó caer en un moderno sillón de piel que a Andy le pareció más incómodo que quedarse de pie. Martin se situó detrás de ella y le puso las manos en los hombros, ya fuera para que no se moviera o para acariciarla. Andy apostó por cualquiera de las dos cosas.
—Muy bien —dijo Moth—. Lamento que pienses eso. Iré directamente al grano...
—Adelante —lo apremió su tía con un gesto displicente de la mano.
—Durante los años que el tío Ed y tú estuvisteis juntos, ¿le oíste decir alguna vez que se sintiera amenazado o que alguien pudiera querer hacerle daño o vengarse de alguna forma...?
—Quieres decir aparte de mí —replicó Cynthia, y rio con frialdad.
—Sí. Aparte de ti.
—Me hizo daño a mí. Me engañó a mí. Me abandonó a mí. Si había alguien que tuviera motivos para dispararle... —Se encogió de hombros, como si aquello no significara nada—. La respuesta a tu pregunta es no.
—Durante todos esos años...
—Te lo repito: no.
—O sea que... —insistió Moth, pero ella volvió a interrumpirlo.
—Sospechaba que había gente a la que conocía en su vida secreta, la que intentaba ocultarme, que quizá, no sé, se odiaba a sí misma o a él, o a lo que fuera, y que podría haber sido capaz de pegarse un tiro en un arranque de autocompasión durante una borrachera. Y a veces, cuando bebía mucho y desaparecía un par de días, me temía que tal vez le había sucedido algo terrible. Pero no me parece probable que otro gay reprimido que hubiera conocido en algún bar decidiera acosarlo años después. Es posible, claro... —comentó, encogiéndose hombros para indicar que en realidad no lo era—. Pero la verdad es que lo dudo. Y nadie trató jamás de hacerle chantaje, porque esa clase de pago habría salido a la luz durante el juicio de divorcio. Y jamás se encontró con ningún asesino psicótico o que, como en Buscando a Mr. Goodbar (un libro del que quizá no has oído hablar pero que fue muy conocido en su momento), intentara engañar a alguien, que, en lugar de joderlo, decidiera matarlo. Eso me inquietó un poco. Pero no.
—Así que nadie...
—Eso acabo de decir
—¿No se te ocurre nadie...?
—No.
—Profesional o socialmente...
—No.
Hizo otro gesto displicente con la mano como desechando cualquier recuerdo incómodo.
—Es probable que malinterpretes algo, Moth —añadió—. No tengo nada en contra de los homosexuales. De hecho, muchos de mis colegas profesionales son gays. Lo que me enfureció fue que Ed me mintiera todos los años que estuvimos juntos. Me engañaba. Me hizo sentir despreciable.
Andy Candy se preguntó cómo era posible que alguien comprendiera algo tan bien y tan mal al mismo tiempo.
Moth guardó silencio y Cynthia se levantó del sillón.
—Bueno, Moth, por más interesante que sea esta pequeña retrospectiva de la vida de mi exmarido... —Andy Candy captó el sarcasmo— creo que ya he contestado todas tus preguntas, o por lo menos todas las que quiero contestar, de modo que va siendo hora de que te marches. Ya he sido más generosa de lo que debería.
Andy Candy movió los pies. No le gustaba la tía de Moth y, aunque era mejor no decir nada, fue incapaz de contenerse:
—¿Y antes?
—¿Antes de qué?
—Antes de casarse...
—Era residente en el hospital universitario. Yo me estaba sacando el doctorado en Historia del Arte. Unos amigos mutuos nos presentaron. Salimos. Me dijo que me amaba, aunque, por supuesto, no era cierto. Nos casamos. Se pasó años mintiéndome y engañándome. Nos divorciamos. No recuerdo que habláramos demasiado sobre nuestros respectivos pasados, aunque si hubiera sospechado que alguien podía matarlo en un futuro lejano, lo habría mencionado.
Andy supo que era una mentira pensada para cortar la conversación con la eficacia de un cuchillo de cocina.
—Bueno, ¿quién podría saber...?
Cynthia miró fijamente a Andy Candy.
—Si quieres jugar a detectives, averígualo tú.
Hubo otro silencio antes de que Andy Candy dejara caer:
—No parece que lo haya amado nunca.
—¡Qué frase tan idiota e infantil! —replicó Cynthia bruscamente—. ¿Acaso sabes tú algo del amor? —Y no esperó réplica, sino que señaló la puerta de la calle.
—Cynthia, por favor —intervino Moth—. ¿Dijo alguna vez algo, como que se sentía culpable de algo, o bien ocurrió algo que lo preocupara, o algo que te pareciera fuera de lo corriente o extraño? Por favor, Cynthia; tú lo conocías bien. Ayúdame un poco.
—Sí —respondió Cynthia tras titubear, brusca de repente—. Le preocupaban muchas cosas de su pasado, cualquiera de las cuales podría haberlo matado. —Movió la mano con desdén—. Uno, dos, tres, cuatro y cinco. Se te acabó el tiempo, Moth. Y a ti también, señorita como te llames. Martin os acompañará hasta la puerta. Por favor, no volváis a poneros en contacto conmigo.
Una vez en el coche, Andy siguió respirando entrecortadamente, como si hubiera corrido una carrera o nadado bajo el agua una gran distancia. Se sentía como si hubiera participado en una pelea, o al menos como imaginaba que se sentiría en una pelea. Casi se palpó los brazos para ver si tenía moretones y movió la mandíbula como si acabara de recibir un puñetazo. Echó un vistazo a la fachada de la casa y vio que Martin, el esclavo del amor y la contabilidad, aguardaba obedientemente en la puerta para asegurarse de que se marchaban. Resistió la tentación de hacerle un gesto obsceno.
—Todo el rato quería darle un tortazo —comentó—. Debería habérselo dado.
—¿Has dado alguna vez un tortazo a alguien?
—No. Pero habría sido una buena primera vez.
Moth asintió, pero era como si lo hubiera cubierto un paño mortuorio. Solo podía pensar en cuán difíciles y tristes habían sido esos años para su tío. Andy lo advirtió.
—Nos queda la última parada por hoy —dijo Moth, y chasqueó la lengua—. Ojalá hubiéramos averiguado algo.
Andy Candy dudó antes de responder.
—Quizá lo hemos hecho —comentó, uniendo todo lo negativo para convertirlo en positivo—. Tengo que pensarlo un poco más, pero me parece que nos dijo lo que necesitábamos saber.
Moth se puso tenso.
—Sujetalibros —soltó de repente—. Una persona que lo amaba. Una persona que lo odiaba. Y yo, la persona que lo idealizaba.
—Y ahora vamos a hablar con la persona que lo comprendía —repuso Andy Candy con una sonrisa irónica, y pensó en lo que Moth acababa de decir. Amor. Odio. Idealizar. Comprender. Unas cuantas palabras más completarían el retrato de Ed Warner que necesitaban.
Puso el coche en marcha.
«Hay personas que se sientan a una mesa y crean un muro impenetrable de autoridad —pensó Moth—, y hay otras para quienes la barrera de la mesa apenas existe y es casi invisible.»
El hombre que tenían delante parecía pertenecer a esta última categoría. Tenía complexión atlética y empezaba a escasearle el cabello castaño, que le caía sobre la frente y se le levantaba por detrás en un remolino que lo hacía aparentar menos de sus cincuenta y tantos años. Tenía la costumbre de ajustarse las gafas en la punta de la nariz. Como las llevaba sujetas al cuello con una cadenita, de vez en cuando se las dejaba caer hacia el pecho, decía algo importante y volvía a ponérselas, a menudo ligeramente torcidas.
—Lo siento, Timothy, pero no sé si puedo ayudaros en vuestras indagaciones. Por la confidencialidad entre médico y paciente, ya sabes.
—Que se extingue con la muerte del paciente —precisó Moth.
—Vaya, pareces un abogado, Timothy. Es verdad. Pero eso también significa que tendrías que haber traído una orden judicial, en lugar de presentarte por las buenas y empezar a hacer preguntas.
Moth decidió ser cuidadoso, aunque no tenía idea de lo que significaba ser cuidadoso. Así que empezó con la pregunta que ya había hecho dos veces aquel día:
—¿Sabe de alguien, le mencionó alguna vez mi tío a alguien que pudiera guardarle rencor o alguna clase de inquina desde hacía mucho tiempo y que finalmente, ya sabe dónde quiero ir a parar, doctor, estallara?
El psiquiatra reflexionó un momento antes de responder, en un gesto muy parecido al de Ed Warner.
—No. No se me ocurre nadie. Desde luego, nadie que Ed mencionara durante nuestros años de terapia.
—Lo recordaría si...
—Sí. Tomamos buena nota de cualquier elemento de una conversación que implique una amenaza, tanto por la seguridad del paciente como porque la forma en que las personas reaccionan ante los peligros, reales o percibidos, es un elemento fundamental de cualquier situación terapéutica. Además de que, llegado el caso, tenemos la obligación ética de informar a la policía. —Esbozó una sonrisa y añadió—: Perdón. Sueno como si estuviese dando clase. —Sacudió la cabeza—. Lo diré de forma más sencilla: No. ¿Imaginé alguna vez que Ed estuviera en peligro? No. Su arriesgada conducta inicial, la bebida y el sexo anónimo sin protección, que podría haber provocado algo, no sé qué, terminó hace años. Venía aquí solo para comprender por lo que había pasado, que era mucho, como sabes.
—¿Cree que se suicidó? —soltó Andy.
—Hacía años que no lo veía, pero cuando terminó su terapia no había indicios de que pudiera llegar a hacerlo —contestó el psiquiatra, sacudiendo la cabeza—. Claro que, como le dije al policía que vino a hablar conmigo, habría sido más que capaz de ocultar sus emociones, incluso a mí, aunque no me gustaría pensar que lo hizo.
Moth pensó que se estaba cubriendo las espaldas.
El psiquiatra añadió:
—Tú lo conocías bien, Timothy. ¿Qué opinas?
—Ni hablar —contestó Moth.
El psiquiatra sonrió.
—A la policía le gusta mirar los hechos y las pruebas que puedan presentarse bajo juramento en un juicio. Es donde normalmente encuentra sus respuestas. En esta consulta, y en la de tu tío, la investigación es muy diferente. ¿Y para un historiador, Timothy?
—Los hechos son los hechos —respondió Moth, con una sonrisa—. Pero se escurren, se deslizan y cambian con los años. La historia es un poco como la arcilla mojada.
—Muy acertado —dijo el médico con una sonrisa—. Yo también lo creo. Pero no es tanto que los hechos cambien, sino más bien la percepción que nosotros tenemos de ellos.
El médico tomó un lápiz, dio tres golpecitos en la mesa y empezó a garabatear en un bloc.
—Escribió «Culpa mía» en un papel... —le recordó Moth.
—Ya. Eso me preocupó. Es una elección de palabras significativas, especialmente para un psiquiatra. ¿Qué te parece a ti?
—Es casi como si con eso hubiera contestado una pregunta.
—Sí —coincidió el médico—. Pero ¿era una pregunta ya formulada o que se esperaba que lo fuera? —Apretó el lápiz sobre el bloc y dejó una marca negra—. En el estudio de la historia, Timothy, ¿cómo examinas un documento que podría decirte algo sobre lo que buscas?
—Bueno, el contexto es muy importante.
Pero lo que estaba pensando era: «Lugar. Circunstancias. Relación con el momento. Cuando Wellington murmuró “O Blücher o la noche...” fue porque sabía que la batalla pendía de un hilo. De modo que Ed escribió “Culpa mía” porque esas palabras poseían un contexto más amplio en aquel momento.»
—Tengo otra pregunta —anunció entonces.
El psiquiatra se inclinó ligeramente hacia delante.
—¿Por qué iba a tener Ed dos pistolas, o siquiera una?
El hombre entreabrió la boca y pareció sorprendido.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—Sí.
Otro silencio.
—Resulta inquietante. Impropio de Ed —comentó el médico, que pareció reflexionar, como si las dos armas representaran una faceta de la personalidad que hubiera dejado de explorar—. Y la nota, ¿en qué parte de la mesa estaba exactamente?
—En el centro, un poco hacia la izquierda. Creo —respondió Moth con cautela, porque no había pensado en ello.
—¿No hacia la derecha?
—No.
El médico asintió. Tendió el brazo hacia un talonario de recetas y mantuvo la mano sobre él como si fuera a escribir algo. Entonces bajó la mirada y, asintiendo de nuevo, dijo, señalando el otro lado del escritorio:
—Pero estaba aquí... —Hizo una pausa y añadió—: Quizá signifique algo. O quizá no. Es curioso, sin embargo. —Miró a Andy y luego a Moth—. Creo que tendréis que ser más que curiosos.
Esta frase pareció indicar que la reunión había terminado, puesto que el anfitrión empujó la silla hacia atrás.
Andy Candy intervino por primera vez:
—Si no era exactamente de nadie, ¿de qué tenía miedo Ed?
—Ah, una pregunta inteligente —sonrió el médico—. A pesar de su educación y formación, como muchos adictos y alcohólicos, Ed temía su pasado.
Andy asintió.
«Para Shakespeare —pensó— existen nueve edades del hombre, desde la primera infancia y la niñez hasta la vejez y la vejez extrema. Ed jamás llegó a esta etapa y es probable que las primeras permanezcan escondidas, incluso para un historiador como Moth. Así que hay que mirar las etapas en que Ed se convirtió en adulto.»
—¿Sabe por qué vino a Miami? —preguntó.
—Bueno, puede que en parte. Pasó muchos años huyendo de quien era, intentando escapar de su familia, que pretendía que realizara sus estudios de Medicina rodeado del lustre que solo proporcionan las ocho principales universidades privadas del país y otras instituciones similares. Timothy, sospecho, está familiarizado con esta clase de presiones. Su matrimonio fue la misma historia: haz lo que los demás esperan de ti, no lo que tú quieres. Su caso no es raro en Miami. Es un buen sitio para refugiados de todo el mundo. Y también lo es para los refugiados emocionales.
            Moth se inclinó hacia delante y Andy reconoció su mirada. «Ha visto algo», pensó. Por lo menos, era lo que esperaba ver reflejado en su rostro.



11

El estudiante 5 estaba en la terraza trasera haciendo sus ejercicios matinales de yoga cuando el oso entró por la parte posterior del jardín. Se quedó inmóvil para no sobresaltar al animal, manteniendo una postura llamada «mariposa cayendo». Los músculos del abdomen se le tensaron por el esfuerzo, pero no se echó sobre el desgastado suelo de madera. Cualquier ruido o movimiento alertaría al animal.
El oso, un torpe ejemplar de oso negro de ciento ochenta kilos dotado de la misma elegancia que un viejo Volkswagen Escarabajo, del tipo «acabo de despertarme de la hibernación y estoy famélico», andaba en busca de algún árbol caído que le proporcionara un desayuno de larvas y escarabajos, antes de volver a meterse entre los árboles y matorrales del frondoso bosque que bordeaba la modesta propiedad que el estudiante 5 poseía a orillas del río para encontrar una comida más consistente.
«Un blanco fácil —pensó. Dentro de la casa había un rifle de caza Winchester 30.06—. Pero tendría que ser un disparo mortífero. Al corazón o al cerebro. Es un animal grande, fuerte, sano. Más que capaz de huir corriendo y morir despacio en las profundidades del bosque, donde no podría rastrearlo y poner fin a su agonía.»
Recordó el mantra de los francotiradores del Cuerpo de Marines: «Un disparo. Una muerte.» Estuvo tentado de echarse al suelo y gatear por la terraza para ir en busca del arma. «Sería un buen entrenamiento
Observó cómo el oso inspeccionaba y desechaba algunas cosas medio putrefactas, exhibiendo una expresión que el estudiante 5 consideró una mezcla de frustración y determinación osuna. Después, con una visible sacudida en la que movió hasta el último centímetro de su lustroso pelaje oscuro, se alejó hacia los árboles. Unos arbustos se estremecieron cuando el animal desapareció entre ellos. Al estudiante 5 le pareció que la débil luz grisácea de primera hora de la mañana envolvía al oso en una especie de velo. El frondoso bosque que se elevaba detrás se extendía a lo largo de kilómetros, con colinas escarpadas y antiguas tierras de tala ahora vacías, catalogadas como reservas de animales. Su casa, en realidad una doble caravana estática que descansaba sobre bloques de hormigón y disponía de una terracita de madera anexa a la diminuta cocina, estaba a apenas cien metros de un recodo del río Deerfield, y las primeras horas del día atrapaban todo el frío de la húmeda noche, que se acumulaba sobre las aguas.
Escuchó atentamente unos momentos, esperando oír desvanecerse el ruido del oso, pero no oyó nada, así que se tumbó en el suelo. Soltó bruscamente el aire y pensó que había sido como estar bajo el agua. Buscó en el jardín trasero cualquier señal que hubiera dejado la incursión osuna, pero no había ninguna, salvo unas desdibujadas huellas en los charcos de rocío.
Sonrió.
«Yo soy la misma clase de depredador —pensó—. Hambriento tras hibernar, solo que mucho más delgado y centrado. Y mi rastro desaparece igual de rápido que el suyo. Soy la misma clase de depredador paciente.»
Tras él, en la cocina, sonó la alarma de un anticuado reloj de cuerda. «Se acabó el rato de ejercicio.» El estudiante 5 se levantó y se estiró un poco antes de entrar para vestirse. Incluso en un mundo que rayaba en la antigüedad, donde tenía un oso por vecino, el estudiante 5 se enorgullecía de su organización. Si reservaba cuarenta y cinco minutos a hacer ejercicio físico, eran cuarenta y cinco minutos. Ni uno menos. Ni uno más.
A media mañana estaba doblando ropa donada y colocando latas de comida en una combinación de tienda del Ejército de Salvación y banco de alimentos de las afueras de Greenfield, en un deplorable centro comercial que albergaba un Home Depot, un McDonald’s y un local cerrado con tablas donde había habido una librería. Se había ofrecido como voluntario en la tienda al llegar a Western Massachusetts. Había bolsas de pobreza por toda la zona rural donde vivía, y la pequeña ciudad se había visto muy afectada por las recesiones y los malos momentos económicos.
A sus compañeros de la tienda les hacía creer que trabajaba a treinta kilómetros de distancia, en el Hospital de Veteranos, haciendo camas y vaciando cuñas y, gracias a su entusiasmo y dedicación, nadie le hacía demasiadas preguntas. Siempre estaba dispuesto a cargar muebles pesados o subirse a una escalera para alcanzar los estantes más altos.
De vez en cuando, el estudiante 5 dejaba lo que estuviera haciendo y observaba a la gente que acudía a la tienda. Había algún que otro universitario de los centros educativos locales que buscaba gangas entre la ropa de invierno, había otros jóvenes que consideraban chic las prendas de segunda mano, pero la mayoría eran personas que llevaban las palabras «tiempos difíciles», como tantas otras preocupaciones, escritas en la cara. Eran estas personas las que le interesaban.
Poco antes de su pausa para almorzar, vio a una mujer que entraba en el gran edificio con aspecto de almacén. No sabía exactamente qué le había llamado la atención, tal vez la niña de siete años que la acompañaba, o su expresión de ligera confusión. La observó mientras vacilaba ante las amplias puertas de cristal. Pensó que sujetaba la mano de su hija para sostenerse, como si la pequeña le sirviera de apoyo en lugar de ser al revés.
Él estaba en la sección de ropa de hombre, colgando trajes donados en percheros, comprobando que las chaquetas y los pantalones gastados y pasados de moda llevaran la etiqueta con el precio. Había muchas tallas distintas; en las tallas normales todo era anticuado, con solapas anchas y colores que tumbaban de espaldas. Las prendas modernas solían ser de tallas que solo servirían a los delgados cadavéricos o a los obesos rechonchos.
Vio cómo la mujer y su hija iban a la contigua sección infantil. Pensó que la madre era extrañamente bonita, con los pómulos de una modelo y una mirada de angustia, mientras que la pequeña era toda una monada, con esa manera que tienen los niños de mezclar la timidez con el entusiasmo. Cuando señaló a su madre un alegre suéter rosa con un elefante danzarín estampado en relieve, esta miró el precio y sacudió la cabeza.
El mero hecho de negarse pareció doler a la mujer.
«Nunca creíste que esto te pasaría a ti —pensó el estudiante 5—. Así que eres nueva en lo de ajustarte el cinturón y no poder pagar facturas. No es demasiado divertido, ¿verdad?» Él estaba a unos tres metros, por lo que apenas tuvo que alzar la voz.
—Podemos rebajar el precio —afirmó.
La mujer se volvió hacia él. Tenía los ojos de un azul intenso y un cabello rubio que le pareció tan indómito como los matorrales que había detrás de su casa prefabricada. La niña era el vivo retrato de su madre.
—No, no importa, es que... —La voz de la mujer se fue apagando bajo el implícito «por favor, no me pida que le explique las razones por las que estoy aquí».
El estudiante 5 sonrió y se acercó a ellas. Tendió la mano hacia la niña.
—¿Cómo te llamas?
—Suzy —respondió la pequeña, mientras le estrechaba tímidamente la mano.
—Hola, Suzy. ¡Qué nombre tan bonito para una niña tan bonita! ¿Te gusta el rosa?
Suzy asintió.
—¿Y los elefantes?
Asintió de nuevo.
—Bueno, pues eres la primera jovencita que nos visita a la que le gustan el rosa y los elefantes. Han venido jovencitas a las que encantaba el rosa, y un par a las que les gustaban los elefantes, pero nunca una a la que le gustaran las dos cosas.
El estudiante 5 tomó el suéter del perchero. La etiqueta amarilla marcaba seis dólares. Sacó su rotulador negro del bolsillo de la camisa, tachó la cantidad, la sustituyó por cincuenta centavos y entregó el suéter a la niña. Después sacó la cartera del bolsillo de los pantalones.
—Ten —dijo, dando a Suzy un dólar—. Ahora te lo puedes comprar tú misma, porque a mí también me gustan los elefantes y adoro este color.
—Gracias, pero no tiene que... —balbuceó la madre.
Él sacudió la cabeza para restarle importancia.
—¿Es la primera vez que viene? —le preguntó.
—Sí —respondió la mujer.
—Bueno, puede intimidar un poco al principio. —Con «intimidar» no se refería al tamaño de la tienda—. ¿Necesitará comestibles también?
—No debería, quiero decir, estamos bien... —Se interrumpió, sacudiendo la cabeza—. Bueno, los comestibles me irían bien.
—Me llamo Blair —se presentó el estudiante 5, señalándose la tarjeta de identificación que llevaba en la camisa con su alias de Western Massachusetts.
—Yo soy Shannon —dijo la mujer. Se estrecharon la mano.
El estudiante 5 pensó que su roce era delicado. «La pobreza siempre es suave, llena de dudas y miedos —pensó—. Cuando tienes trabajo, tu apretón se vuelve más firme.»
—Muy bien, Shannon y Suzy, dejad que os enseñe cómo funciona el banco de alimentos. Aquí todo es gratuito, pero si se puede hacer una contribución, eso les gusta, aunque no es imprescindible. A lo mejor, en el futuro, podéis volver y hacer una donación. Seguidme.
Se inclinó hacia la pequeña.
—¿Te gustan los espaguetis? —preguntó.
La niña asintió, medio escondida tras la pierna de su madre.
—El rosa. Los elefantes. Los espaguetis. Caramba, Suzy, has venido al lugar adecuado.
Las condujo hasta la sección de comestibles, les buscó un cesto para que pusieran las cosas y las guio por los pasillos. Se aseguró de que cogieran dos latas grandes de espaguetis con albóndigas.
—Gracias —dijo Shannon—. Has sido muy amable.
—Es mi trabajo —mintió alegremente el estudiante 5.
—Espero recuperarme pronto —prosiguió Shannon.
—Claro que sí.
—Es que las cosas han sido... —titubeó en busca de la palabra adecuada— un poco inestables.
—Lo imagino —aseguró el estudiante 5, y dejó que un breve silencio la incitara a seguir hablando. «Es sorprendente a lo que puede inducir un poco de silencio», pensó. «Habría sido un psiquiatra excelente.»
—Nos abandonó —añadió Shannon con una nota de amargura en la voz—. Vació la cuenta bancaria, se llevó el coche y... —Él vio que se mordía el labio inferior—. Ha sido duro. Especialmente para Suzy, que no alcanza a entenderlo.
—En caja tienen una lista de servicios sociales locales y estatales que podrían ayudarte —la informó—. Tienen consejeros y asistentes. Son muy buenos. Ve a ver a alguno. Habla con ellos. Seguro que te ayudará.
—Ha sido... No sabría describirlo... —asintió Shannon.
—Pero yo sí —aseguró—. Estrés. Depresión. Rabia. Tristeza. Confusión. Miedo. Y eso solo para empezar. No intentes superarlo sola.
Cuando llegaron a caja, Suzy entregó, orgullosa, su billete de dólar y contó bien las dos monedas de veinticinco centavos del cambio. El estudiante 5 cogió de una caja detrás del mostrador una hoja impresa. Contenía una relación de teléfonos de ayuda social y nombres de terapeutas dispuestos a trabajar pro bono. Se la dio a la madre.
—Llama —le aconsejó—. Te sentirás mejor. —«Siempre te sientes mejor cuando abordas directamente la raíz de tus problemas», se dijo.
En la puerta, despidió con la mano a la madre y la hija, que se dirigían a la parada de autobús.
«Son la clase de personas que tiempo atrás yo estaba destinado a ayudar —pensó—. Hasta que todo eso me fue arrebatado.» Miró alrededor para comprobar que no había nadie lo suficientemente cerca para oírlo y susurró con los ojos clavados en el suéter rosa que se perdía de vista:
—Adiós, Suzy. Espero que jamás vuelvas a estar tan cerca de un asesino.
            12

«He dado la impresión de ser un viejo idiota y asustado, pero era la única alternativa que tenía.»
Cuando la comunicación telefónica se cortó en plena noche, Jeremy Hogan supuso que el hombre que quería matarlo estaba delante de su casa y, por lo tanto, con el mismo caos organizativo de una persona que se despierta oyendo gritos de «¡Fuego!», corrió al salón, en la planta baja, y arrimó un sillón a la pared trasera para crear una endeble barricada. Luego estuvo pendiente de todos los accesos a la habitación, agazapado detrás del sillón para que no pudieran verlo por el gran ventanal, que sin duda permitiría al asesino espiar el interior de la casa y todos sus movimientos.
Cogió un atizador de hierro de la chimenea y se preparó para abalanzarse sobre el asesino, quien seguramente iba a irrumpir por la puerta en cualquier momento. Estuvo alerta, por si oía romperse una ventana o el chasquido de una cerradura al ser forzada, pasos o la dificultosa respiración típica de las películas de terror; cualquier cosa que le indicara que iba a enfrentarse con aquel hombre misterioso que quería matarlo. En su ofuscación, creía que el asesino sabría evitar el barato sistema de alarma de la casa y que una confrontación mortal no solo era inevitable sino inminente. Imaginaba que lograría asestarle unos cuantos golpes con el atizador antes de morir.
«Muere luchando», se repetía como un mantra.
Permaneció así, encogido, aterrado e inmóvil, hasta que la luz de la mañana se coló por el ventanal y comprobó que seguía vivo e ileso.
Tenía la mano dolorida. Se miró los dedos que sujetaban el atizador. Estaban agarrotados y le costó abrirlos.
La herramienta cayó al suelo y el ruido lo sobresaltó. De inmediato se agachó para recogerlo. Lo empuñó como un húsar una espada en un duelo.
«¿Qué le hace pensar que no estoy ahora mismo delante de su casa, doctor?» Jeremy evocó las palabras del asesino. Se preguntó cuán cuidadosamente las habría elegido.
«¿Hasta qué punto será experto en terror?»
Jeremy nunca había experimentado aquella clase de pánico repentino. Lo invadieron imágenes catastróficas, secuelas de la tensión: un bombero que oía el crujido de techos hundiéndose sobre su cabeza; un marinero aferrado a los restos de su embarcación en medio de un mar gris tras naufragar en plena tormenta; un piloto de avioneta que sujetaba con fuerza los mandos mientras los motores tosían y fallaban.
Con un regusto de seco amargor en la boca, se preguntó: «¿Has sobrevivido a algo? ¿O solo has tenido un anticipo de lo que te espera?» Le pareció que formulaba en voz alta ese pensamiento, en tono ronco, entrecortado, atormentado. «Más bien el anticipo», se contestó.
Cuando el sol inundó la vieja casa de labranza, Jeremy se seguía estremeciendo, con las manos temblorosas y los músculos tensos. Quería agazaparse detrás de los sillones o del sofá, esconderse en todos los armarios o debajo de las camas. Se sentía como un niño que se despierta de una pesadilla, inseguro de que todos los horrores de su sueño hayan realmente desaparecido.
Cruzó con cautela la sala, con el paso de un anciano. Se acercó a un lado del ventanal y apartó un poco la cortina para echar un vistazo.
«Nada. Una típica mañana soleada.»
Se dirigió con sigilo a la cocina y miró por la ventana del fregadero el patio de losas donde su mujer solía pintar, el césped, la zona protegida sin urbanizar. Cada grupo de árboles o arbustos entrelazados podía esconder a un asesino. Todo lo que hasta entonces le había resultado familiar le parecía ahora peligroso.
Se preguntó cómo podría saber si alguien lo estaba observando.
No sabía la respuesta, aparte de la sensación sudorosa, cruda y agobiante que tenía, pero se dijo que sería mejor que se le ocurriera alguna, y pronto. Se acercó a los fogones y se preparó una cafetera, con la esperanza de templar los nervios puestos a prueba.
Luego regresó con paso vacilante a su despacho, con la taza humeante en una mano y el atizador en la otra. Se dejó caer en la silla y recogió los papeles y documentos. Empezó a garabatear notas, intentando recordar detalles, preguntándose por qué le eran tan esquivos. Estaba exhausto y se sentía extrañamente sucio, como si hubiera estado trabajando en el jardín. Sabía que estaba pálido y sudado. Se mesó el pelo alborotado, se frotó los ojos como un niño que se despierta de su siesta.
«¿Oíste lo suficiente para responder otra pregunta?»
Irguió la espalda.
«¿Qué pregunta es esa, doctor?»
El diálogo mental le resonaba en la cabeza.
«¿Vas a morir o vas a recibir otra llamada?»
Se quedó sentado, inmóvil. No fue consciente del rato que pasó así, reflexionando sobre ello. Era como si la indefinición de su situación, la incertidumbre en que estaba sumido, le fuera extraña, ajena. Como si estuviera en la esquina de una calle en otro país, oyendo una lengua que no entendía, mirando un mapa que no sabía interpretar. Tenía la sensación de que todo estaba perdido. Se imaginó al mismo bombero aterrado que le había acudido antes a la mente, solo que esta vez era su propia cara la que vio contra el suelo, ahogándose, rodeada de explosiones y llamaradas. «¿Cuál es la única solución cuando no hay escapatoria? Rendirse. O no rendirse.»
Se preguntó si podría encontrar la forma de seguir vivo, o si quería hacerlo.
«Soy viejo y estoy solo. Me ha ido bien en la vida. He hecho cosas bastante interesantes, visitado lugares inusuales, logrado muchas cosas. Ha habido amor en mi vida. He tenido momentos verdaderamente fascinantes. En conjunto, ha estado muy bien.
»Podría esperar y abrazar al asesino cuando llegue.
»Hola, ¿qué tal? Oye, ¿podrías ir rapidito?, porque no soporto perder el tiempo.
»Al fin y al cabo, ¿cuánto tiempo me estaría quitando? ¿Cinco años? ¿Diez? ¿Qué clase de años? ¿Años solitarios? ¿Años en que la edad te quita más y más cada día que pasa?
»¿Para qué molestarme?»
Escuchó este razonamiento como si estuviera sentado en un auditorio académico observando un debate sobre un tema esotérico. «Ganan los contras: tendrías que morir y ya está. No; ganan los pros: lucha por seguir vivo.»
Inspiró hondo, con dificultad. Casi se mareó.
«Pero estoy en mi casa y que me aspen si voy a dejar que un desconocido...»
Interrumpió este pensamiento a la mitad.
Se quedó mirando la taza de café y el atizador de la chimenea. Sujetó la herramienta de tal modo que derramó el café. Luego, se levantó y lo esgrimió violentamente en el aire delante de él, como rechazando a un agresor invisible.
Imaginó aquella arma improvisada clavándose en un cuerpo, golpeando un cráneo, rompiendo huesos, rasgando la piel...
«Bien. Pero no lo suficiente. No podrás acercarte tanto. Si lo haces, seguramente te matará antes de que puedas derribarlo.»
Sabía que necesitaba ayuda para tomar una decisión, pero no sabía cómo pedirla.
Dos hombres recorrían despacio la vitrina de cristal de un mostrador, examinando las hileras de armas expuestas. Supuso que todo el mundo que iba a aquella tienda sabía más que él. En la pared colgaban por lo menos cien rifles y escopetas asegurados con un cable de acero. Cada arma parecía más letal que la anterior.
No era una tienda grande; tenía unos cuantos pasillos abarrotados de ropa de caza, en su mayoría de camuflaje o de ese naranja eléctrico para que otro cazador no te confunda con un ciervo. También había expuestos arcos y flechas de alta tecnología junto con cabezas de venado de mirada vidriosa para colgar en la pared, todas con cornamentas impresionantes, pero Jeremy no sabía nada sobre cornamentas, apenas lo suficiente para que le resultara irónica la idea de que cuanto más destacaba un ciervo en su propio mundo, más vulnerable lo volvía en otro.
Casi soltó una carcajada. Aquella era una observación de psiquiatra.
Reprimiendo su broma mental, se acercó al mostrador. Un dependiente estaba apilando cajas de munición mientras atendía a uno de los otros dos clientes, que sopesaba admirativamente una pistola negra de aspecto temible. El dependiente era de mediana edad, con el pelo rapado y bastante obeso, y en un antebrazo lucía un destacado tatuaje de los marines del tamaño de un codillo de jamón. Llevaba una pistolera de hombro de la que asomaba la culata de una pistola, y una camiseta gris con un viejo lema de la Asociación Nacional del Rifle en rojo, medio desteñido: «Si prohíbes las armas, solo los bandidos tendrán armas.»
—¿Necesita ayuda? —le preguntó con amabilidad, alzando la vista hacia él.
—Sí —respondió Jeremy—. Creo que necesito proteger bien mi casa.
—Ya, todo el mundo necesita proteger bien su casa hoy en día. Tenemos que velar por nuestra propia seguridad y la de nuestra familia. ¿Qué idea tiene?
—No estoy seguro del todo... —empezó Jeremy.
—Bueno, ya tiene sistema de alarma en su casa, ¿verdad?
Jeremy asintió.
—Estupendo. ¿Perro?
—No.
—¿Cuánta gente vive con usted? Quiero decir, ¿lo visitan a menudo sus hijos, sus nietos? ¿Tiene esposa? ¿Se reúne el grupo de lectura de su mujer en su casa? ¿Le hacen muchas entregas de mensajería? ¿Su casa es muy frecuentada?
—Vivo solo. Y ya no me visita nadie.
—¿Cómo es su casa? ¿Y su barrio? ¿Tiene alguna comisaría cerca?
Jeremy se sintió como en una sala de interrogatorios. Los otros dos clientes, que manipulaban armas descargadas, se quedaron quietos, escuchando.
—Vivo en el campo. Bastante aislado. Una vieja casa de labranza cerca de una reserva de animales. No hay vecinos propiamente dichos, por lo menos no en unos doscientos metros y ninguno con el que tenga verdadera amistad, por lo que nadie se deja caer por casa. Y estoy bastante apartado de la carretera. Hay muchos árboles y arbustos, todo muy pintoresco. Mi casa apenas se ve desde la calzada.
—¡Caray! —exclamó el dependiente sonriendo. Se volvió a medias hacia los otros dos clientes, que asintieron—. Eso no pinta bien. Nada bien —recalcó como un profesor de escuela primaria—. Si lo quieren joder, y perdone la expresión, estará solo, completamente solo. Bueno, ha hecho muy bien viniendo aquí.
El dependiente pareció valorar la casa de Jeremy como haría con un probable campo de batalla.
—Hablemos de las amenazas —dijo entonces—. ¿Qué cree concretamente que podría ocurrir?
—Un allanamiento de morada —respondió Jeremy sin titubear—. Soy un hombre mayor que vive solo. Un blanco bastante fácil para cualquiera, diría yo.
—¿Tiene en casa objetos de valor o una buena suma de dinero?
—Más bien no.
—Ajá. Pero supongo que su casa tiene muy buen aspecto. De clase alta. ¿Cómo se gana la vida?
—Soy médico. Psiquiatra.
—Aquí no vienen demasiados psiquiatras —comentó el dependiente con una mueca—. De hecho, nunca he vendido un arma a ningún psiquiatra. A ortopedistas, sí. Sin parar. Pero a ninguno de ustedes. ¿Es verdad que pueden oír hablar a alguien y saber lo que piensa realmente?
—Qué va. Eso sería leer la mente.
—Ah —sonrió el dependiente—. Apuesto a que puede hacerlo. A ver, ¿tiene un buen coche?
—Está fuera. Un BMW.
—Hombre, eso es como colgar fuera un cartel de neón anunciando SOY RICO —intervino uno de los clientes, un joven de cabello largo recogido en una coleta, y vestido con vaqueros y una chaqueta de cuero Harley Davidson que le tapaba en parte un tatuaje en el cuello.
El dependiente sonrió.
—Lo que me está diciendo entonces, doctor, es que vive en una casa bonita, en un lugar donde estará rodeado de un puñado de corredores de bolsa y de amas de casa que se ganan un dinero extra trabajando como agentes inmobiliarios, y que tiene toda la pinta de ser alguien que podría ser un objetivo fácil.
—De acuerdo, tiene razón —aceptó Jeremy—. ¿Qué me aconseja? ¿Una escopeta? ¿Un arma corta?
—Ambas cosas, doctor, pero el dinero es suyo. ¿Cuánto quiere gastarse para su tranquilidad?
El joven del tatuaje se inclinó hacia delante como si estuviera interesado. El otro cliente se volvió para examinar otras armas.
—Será mejor que haga caso de un profesional —dijo Jeremy, y se volvió hacia el dependiente—. Dada mi situación, ¿qué me aconsejaría?
—En cuanto a la escopeta —sonrió—, una Remington o una Mossberg. No demasiado pesada. De cañón recortado para usarla de cerca. Un mecanismo sencillo, eficiente. No se atasca. No se oxida. Resiste los maltratos de un combate.
—Yo tengo una Mossberg —comentó el joven del tatuaje—. También se le puede acoplar una linterna, lo que resulta muy útil. —No dijo útil para qué, aunque parecía obvio.
—Cierto —asintió el dependiente—. Un modelo de seis o nueve cartuchos. Y para ser realmente efectivo, debería completarla con un revólver Colt Python del calibre .357 Magnum. Con munición wad-cutter. Pararía un elefante. Es el Cadillac de las armas cortas.
El joven del tatuaje empezó a hablar, y el dependiente lo hizo callar levantando una mano.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo—. La velocidad de disparo de una Glock Nine o de una 45 es superior... —Sonrió—. Pero para este caballero creo que será mejor un arma tradicional, más fácil de usar, de las de apuntar, disparar y no tener que pelearse con el cargador y preocuparse por poner una bala en la recámara.
Se volvió hacia Jeremy y prosiguió:
—Mucha gente ve a los policías de la tele o las películas, que siempre usan semiautomáticas, y pide eso. Pero una buena pistola, me refiero a una de buena calidad, puedes dejarla caer en el barro o usarla como martillo para hacer bricolaje y seguirá funcionando bien, coño. Es lo que supongo que le irá mejor a usted.
Siguió al dependiente por una escalera que bajaba al sótano, acompañado por los otros dos. Allí abajo había un par de galerías para prácticas de tiro. El dependiente preparó la primera para los otros dos y les entregó los protectores auditivos y la munición. En cuestión de segundos, uno de ellos estaba ligeramente agazapado, apuntando con pericia y disparando con una pistola semiautomática a un blanco situado a unos doce metros. Un sistema de poleas recorría el techo y un panel de yeso separaba las dos galerías. El fuego racheado de la semiautomática era ensordecedor, y Jeremy se colocó los protectores auditivos, que amortiguaron bastante los disparos.
El dependiente gritaba instrucciones, primero para la Mossberg del calibre .12, después para la pistola. Carga. Postura. Sujeción. Ayudó a Jeremy a adoptar la posición de tiro.
Jeremy se apoyó con firmeza la escopeta en el hombro. Por encima de los incesantes estallidos procedentes de la galería contigua, el dependiente le gritó que la posición era crucial.
—¡No querrá lesionarse el hombro, ¿verdad?! —oyó apenas Jeremy.
El dependiente tiró del sistema de poleas y envió una diana blanca y negra hacia la pared del fondo, delante de un montón de sacos de arena. Jeremy observó el blanco. De repente sintió que la escopeta era una prolongación de su cuerpo, como si la llevara adosada, perfectamente acoplada al hombro. En ese instante, cuando rodeó el dedo con el gatillo, se sintió más joven, como si su cuerpo hubiera perdido años. De golpe se sintió capaz. Apuntó, inspiró, sujetó el arma como le habían instruido y disparó.
El retroceso fue como el puñetazo de un boxeador. Pensó que lo dejaría sin aire, pero todas las sensaciones desagradables desaparecieron cuando vio que el blanco estaba perforado.
Amartilló el arma para expulsar el cartucho vacío y disparó de nuevo.
Ahora le resultó más familiar.
Repitió la operación sin titubeos, otro cartucho cayó a sus pies, y disparó por tercera vez.
El blanco estaba prácticamente hecho trizas. Giraba colgado de una pinza, a pesar de que no corría ninguna brisa en aquel sótano.
—No está mal —dijo—. Vale su precio. —Se sintió un poco como un niño al bajar de la montaña rusa. Como no estaba seguro de que el dependiente pudiera oírlo, sonrió triunfalmente—. Ahora déjeme probar el arma corta.
El hombre se la tendió.
En la galería contigua, el otro cliente se detuvo para recargar la semiautomática que no tenía ninguna intención de comprar. Echó un vistazo al blanco que la escopeta de al lado había convertido en confeti.
«Buen disparo, doctor —pensó el estudiante 5—. Pero no tendrá esa oportunidad. No es así como irán las cosas.»
Encajó con habilidad el cargador, como había hecho cientos de veces antes, y reprimió las ganas de soltar una sonora carcajada porque el hombre que estaba en la otra galería no lo había reconocido, ni siquiera cuando habían estado a pocos pasos de distancia. Era fascinante saber que había podido seguir a su objetivo hasta una armería y entrar justo detrás de él, y de que ahora estaba a poquísima distancia del último hombre de su lista, mientras este disparaba inútilmente un arma con munición real en la dirección equivocada.
«Podría girarse noventa grados y resolver aquí y ahora su dilema, doctor. —Alzó el arma y apuntó—. Claro que también podría hacerlo yo. Pero sería demasiado fácil.» Disparó y colocó cuatro tiros en el centro mismo de la diana.
            13

Ambos sabían que el informe toxicológico era negativo. Las palabras impresas en un formulario no eran lo mismo que saberlo de primera mano. Moth la había guiado hasta la calle del elegante hotel y se habían parado delante del edificio.
—¿Estás seguro? —preguntó Andy Candy—. Puedo entrar yo a preguntar y tú me esperas en el coche. —De repente creía que parte de su tarea era proteger a Moth de sí mismo. Era algo de lo que acababa de ser consciente.
—No. Tengo que hacerlo yo —respondió él.
—Muy bien. Entonces iremos juntos.
No la contradijo.
Vio que Moth ya temblaba ligeramente cuando entraron en el bar del hotel. El interior, con poca iluminación, tenía texturas agradables y de fondo sonaba una suave música de jazz; la clase de sitio que combina el lujo con lo acogedor: lentos ventiladores de techo, espejos de cuerpo entero, cómodas sillas de piel y mesas bajas. La barra, reluciente, era de caoba, suave al tacto. Detrás había hileras de bebidas alcohólicas caras, como soldados en formación. Era un lugar sofisticado, donde los Martini se preparaban en cocteleras relucientes y se vertían en copas frías de cristal tallado con una floritura, no la clase de bar donde pedías una Bud Light. Era esa clase de local donde la gente rica iba a celebrar que había cerrado grandes negocios, o donde los deportistas famosos, acompañados de caras escorts, se sentaban detrás de cordones de seguridad y exhibían joyas y dinero, pero sin el bombo publicitario y la energía de una discoteca de South Beach. Andy Candy supo al instante que si pedía champán, sería Dom Pérignon.
Allí, según le había contado Moth, Ed casi se había matado bebiendo. En una ocasión había pasado despacio en coche para señalarle el bar a su sobrino y decirle: «¿Quién quiere morir en el arroyo con una botella de alcohol etílico? Mejor palmarla por todo lo alto, con una botella grande de Chateau Lafitte-Rothchild.»
De inmediato, Moth y Andy Candy se sintieron fuera de lugar.
Se acercaron a la barra, violentos. Atendían el bar dos jóvenes con pajarita, seguramente pocos años mayores que Moth, y una mujer con una escotada blusa entallada de algodón blanco. Un barman se acercó rápidamente a ellos.
—El local tiene protocolo de vestimenta —les advirtió, afable. Se inclinó hacia delante—. Y es caro. Carísimo. A dos manzanas hay un bar deportivo que está muy bien y es más para gente en edad universitaria.
Moth se quedó cortado, contemplando el surtido de bebidas.
—No tomaremos nada —dijo Andy—. Solo un par de preguntas rápidas y nos iremos. —Y sonrió, intentando resultar atractiva y seductora.
—¿Qué clase de preguntas? —preguntó el barman, un poco desconcertado—. No seréis del TMZ o alguna web de cotilleos, ¿verdad?
—Descuida —respondió Andy, sacudiendo la cabeza a la vez que hacía un gesto con la mano—. Nada de eso.
—¿Y bien?
—Nuestro tío... —Supuso que sería más fácil adoptar a Ed como familiar—. Bueno, ha desaparecido. Hace muchos años este era su lugar favorito. Queríamos saber si alguien lo había visto por aquí el último mes o así.
El barman asintió. Tenía experiencia en ello y sabía lo que significaba.
—¿Tenéis alguna foto? —preguntó.
Moth le pasó el móvil, donde tenía abierta una foto reciente de un sonriente Ed Warner junto a la piscina. El joven la miró un momento, sacudió la cabeza e hizo un gesto a sus dos compañeros, que estiraron el cuello para ver la fotografía.
Los tres se encogieron de hombros.
—No —dijo el barman.
—Habría estado borracho —comentó Andy. Notó que Moth se ponía tenso detrás de ella—. Un psiquiatra borracho. Y seguramente no sería un cliente modosito.
El barman sacudió otra vez la cabeza.
—Alguno de nosotros se acordaría —aseguró—. Aquí acabas conociendo caras, preferencias y clientes habituales. Forma parte del trabajo a la hora de servir bebidas. En cuanto el primer sorbo de un whisky de cincuenta años humedece los labios, todos dejan de ser desconocidos. Y cuando han bebido demasiado... bueno, digamos que somos muy discretos. Pero nos acordamos. —Les sonrió—. Bueno, respecto al protocolo de vestimenta... ejecutiva informal, lo llaman, y vosotros...
—Gracias —dijo Andy Candy y cogió a Moth por el codo.
Lo llevó afuera. Se sentía como una enfermera de rehabilitación ayudando a un soldado que ha perdido una pierna en la guerra a dar pasos vacilantes con una prótesis. Moth no había hablado dentro del bar.
—Creo que tengo que ir a Redentor Uno —fue lo único que dijo.
Tarareó un par de versos del conocido tema Cocaine: «If you got bad news / you wanna kick them blues...»
Susan Terry tenía la costumbre de llegar a Redentor Uno unos minutos después de que hubieran empezado las reuniones. Le resultaba curioso, porque era sumamente puntual en las reuniones de la fiscalía o las audiencias judiciales. Pero las reuniones de adictos en la iglesia le provocaban sentimientos tan complejos que siempre remoloneaba un poco antes de entrar.
Llegar tarde no era normalmente su estilo.
Ser impulsiva, sí.
Pensó que la parte más difícil de su adicción era encauzar el deseo y la compulsión lo justo para no sucumbir a la cocaína y al mismo tiempo conservar la fiereza necesaria para presentar sus argumentaciones en los tribunales y para analizar las escenas de crimen. A veces deseaba poder ser solo un poquito adicta. Le habría permitido sentirse feliz y menos sola.
Estaba junto a la puerta de su coche. A menudo, en Miami, el atardecer parecía adoptar un ligero tono de disculpa, como si no osara reemplazar el brillante cielo azul del día. Esperó unos minutos, observando cómo los demás habituales entraban en la iglesia. Estaba aparcada hacia el fondo, entre las sombras, prácticamente oculta. Las luces del estacionamiento de la iglesia acababan a unos siete metros de donde ella había aparcado. Era lo contrario de lo que hacían la mayoría de las mujeres, quienes instintivamente aparcaban donde había mucha iluminación en previsión de posibles amenazas anónimas, incluso en el estacionamiento de una iglesia. Era como si Susan disfrutara retando a un violador con pasamontañas a que saliera de entre los arbustos y la atacara.
«Desafío» y «riesgo» eran otras dos palabras que consideraba muy propias de ella.
El arquitecto. El ingeniero. El dentista. Vio a los demás dirigirse a la reunión. La mayoría iba rápido y subía presuroso los peldaños. Pensó que todos sentían la misma necesidad de liberar aquella voz insistente a duras penas reprimida en su interior. Dio un ligero puntapié a la gravilla del suelo y vio que un guijarro golpeaba a una lagartija que huía hacia un árbol cercano.
Por la mañana había perdido.
Por supuesto, «perdido» no describía realmente la cascada de emociones que acompañaban a ciertas derrotas en los juzgados. A lo largo del día había tenido la sensación de que había salido de una funesta representación teatral, donde, como en Hamlet, al final todo el mundo moría en escena. Había sido el desenlace de un caso horroroso. Un chico de trece años casi lampiño y que apenas empezaba a cambiar la voz había matado a su padre con la valiosa escopeta Purdy de este. Se suponía que el arma, valorada en veinticinco mil dólares y hecha de encargo en Inglaterra, solo tenía que utilizarse para, equipado con botas de agua y prendas de tweed a medida, cazar aves en ranchos fastuosos y granjas de recreo en Tejas o en la península superior de Michigan. No para asesinar.
En la mansión familiar de CocoPlum, la exclusiva parte privada de Coral Gables, se había entretenido con una esposa que sollozaba incontrolablemente y una aterrada hermana menor que no dejaba de chillar una y otra vez, como la aguja de un tocadiscos encallada en un surco. En medio del caos, Susan no se había dado cuenta de que dos inspectores habían llevado al adolescente a una habitación, donde lo interrogaban con agresividad. Con demasiada agresividad. Habían leído al parricida menor de edad sus derechos, pero deberían haber esperado a que estuviera presente algún adulto responsable. No lo habían hecho. Simplemente habían utilizado uno de los trucos más viejos de un policía: «¿Por qué lo hiciste, chaval? Puedes decírnoslo. Somos tus amigos y estamos aquí para ayudarte. Sabemos que tu padre era un mal bicho. Resolvamos esto ahora mismo y podremos irnos todos a casa...»
Era una línea legal fina pero infranqueable, y los inspectores no solo la habían cruzado, ignorándola.
Ellos habían visto a un asesino. El sistema judicial veía a un niño.
Esta era precisamente la distinción que ella se proponía proteger en la escena del crimen y el problema que pretendía evitar, pero había fallado. Estrepitosamente.
Así pues, aquella mañana un magistrado del tribunal superior había rechazado la fría confesión del crío, a pesar de que uno de los inspectores la había grabado diligentemente en vídeo. Y, sin esa confesión, demostrar lo sucedido aquella noche aciaga más allá de cualquier duda razonable iba a ser difícil, por no decir imposible.
La madre no testificaría contra su hijo.
La hermana no testificaría contra su hermano.
Había huellas de toda la familia en la escopeta Purdy.
Y sabía que el carísimo abogado penalista que la familia había contratado contaba con una serie de profesores, psicólogos y compañeros de estudios que describirían con suma compasión los detalles del terror despiadado que la víctima imponía en aquella casa.
Y después el abogado de la defensa diría al jurado que todo había sido un accidente. Trágico, lamentable, triste, terrible incluso, pero accidente al fin y al cabo.
«El padre estaba pegando a la madre como había hecho cientos de veces y el hijo lo amenazó con la escopeta para que parara. Defendía a su madre. Un gesto de lo más noble y valiente. Todos habríamos hecho lo mismo. El pobre chico ni siquiera sabía que el arma estaba cargada, y entonces se le disparó...»
Un argumento convincente para un jurado profundamente conmovido que no vería la frialdad en los ojos del hijo, ni percibiría el regocijo en su voz al describir cómo había perseguido a su padre por las muchas habitaciones de la casa, igual que el padre hacía cuando cazaba urogallos en el campo. Lo había emboscado en el despacho cuando la madre no estaba cerca.
Susan creía que el amor no se compraba con dinero, parafraseando otra canción.
«Especialmente cuando hay un maltratador en serie implicado. La víctima podía haber sido un destacado empresario fabulosamente rico con un gran Mercedes y una lancha motora amarrada en su muelle privado, ser miembro de todas las juntas locales, ceder su nombre a todas las buenas causas y obras benéficas del lugar, pero le gustaba usar los puños con su familia.
»Al infierno con él.
»Y ahora el chaval se irá de rositas después de haberlo matado.
»Al infierno con el chaval.
»Y tal vez también yo al infierno.»
Sabía que, como mínimo, le caería una buena bronca. En el peor de los casos, se pasaría un par de meses encargándose en los juzgados de casos de conducción bajo los efectos del alcohol.
Detestaba los crímenes complicados. Le gustaban los sencillos. Tipo malo y víctima inocente. Pum. La policía hace una detención. He aquí el arma. He aquí la confesión. Una lista de testigos fiables. Sólidas pruebas forenses. Ningún problema. Entonces podía levantarse en el tribunal y señalar con el dedo al acusado, igual que una puritana ultrajada hacía con una mujer acusada de brujería.
Pero detestaba más perder, aunque al perder hubiera cierto grado de justicia, como era el caso aquel día. Y cuando perdía, especialmente cuando era humillada, sentía siempre aquella ansia. La cocaína borraba al instante la derrota y la ayudaba a recuperar la compulsión necesaria para ser fiscal.
«When your day is done and you wanna run...», decía la letra de Cocaine.
De modo que aquella noche de fracaso había vuelto a la reunión de AA. Suspiró, pensó que ya se había demorado lo suficiente, empezó a tararear el estribillo, «She don’t lie, she don’t lie, she don’t lie...», y salió de entre las sombras.
—¡Maldita sea! —exclamó, pensando todavía en aquella mañana en el tribunal—. Todo ha sido culpa mía.
Las palabras «culpa mía» hicieron que se detuviera, porque justo en ese momento vio a Moth acercarse presuroso a Redentor Uno.
Moth estaba empezando su intervención cuando Susan se sentó en una de las sillas al fondo de la sala, con la esperanza de que nadie se fijara en su tardanza. No tardó demasiado en darse cuenta de que Moth no estaba hablando sobre el alcohol ni sobre drogas.
—Hola, me llamo Timothy y llevo veintidós días sin beber...
Un tenue aplauso. Un murmullo de felicitaciones.
—... Y estoy más convencido que nunca de que mi tío no se suicidó. He repasado toda su vida y no he visto ninguna tendencia suicida.
La sala se quedó en silencio.
Moth miró alrededor para valorar en los ojos de los presentes cómo reaccionarían a sus palabras. Sabía que tendría que hablar con cuidado, con palabras y frases convincentes y precisas. Pero fue incapaz, y los sentimientos le salieron disparados como las perlas de un collar roto.
—Todos sabemos, hasta yo, que soy el más joven de los aquí presentes, lo que tiene que suceder para que uno tome esta decisión final, la decisión de «ya no puedo seguir adelante». Todos sabemos el agujero en que tienes que caer, consciente de que no podrás salir. Todos conocemos los errores en que se ha de incurrir... —Hizo hincapié en «errores» para que su público comprendiera que todo estaba relacionado con esa palabra. La desesperación. El fracaso. Las drogas y el alcohol. La pérdida y la agonía.
Hizo otra pausa. Era probable que todos los que estaban en aquella sala hubieran barajado la posibilidad del suicidio alguna vez, aunque no hubieran pronunciado exactamente la palabra «suicidio» en voz alta.
—Y más que casi nadie, sabemos lo que supone esa elección —concluyó.
 Moth tuvo la sensación de que su intervención había generado una especie de brisa en la sala, como una corriente de aire frío que te llega directamente a la cara. «¿Qué sé sobre mi tío? —se preguntó de pronto—. El Ed que yo conocía no soportaba los secretos. Ni las mentiras. Se habría desembarazado de ellos.» Miró alrededor. Si estaba en aquella sala en ese preciso instante era principalmente para desembarazarse del engaño y la falsedad.
—Y no hubo nada de eso en el caso de Ed —añadió—. Por lo menos, las últimas semanas. O los últimos meses o años. Por tanto, solo hay una conclusión lógica. La misma a la que llegué en cuanto recuperé la sobriedad después de su muerte. —Miró en derredor—. Y ahora necesito ayuda.
La sala pareció ponerse tensa. Todos estaban familiarizados con la clase de ayuda que esas reuniones solían ofrecer, pero Moth estaba pidiendo otra cosa.
Reinó el silencio. Susan Terry trató de valorar las reacciones de los demás adictos ante la declaración de Moth.
—Así que decidme dónde he de buscar a un asesino —pidió el joven con cautela.
De nuevo se hizo el silencio, pero lo rompió el ingeniero, inclinándose hacia delante.
—¿Cuándo empezó a beber? Me refiero a beber de verdad...
—Unos tres años antes de embarcarse en su desafortunado y estúpido matrimonio. Pensó que necesitaba una tapadera, o tal vez que no podía ser gay si estaba casado y le mentía a todo el mundo, incluido a sí mismo, sobre quién era. Estaba montando su consulta y todo tendría que haber ido sobre ruedas, pero no fue así...
—Así pues —dijo el ingeniero—, fue entonces cuando empezó a suicidarse. —Era una valoración dura pero exacta—. Y después dejó de intentar suicidarse y vino aquí.
—Exacto —corroboró Moth.
El profesor de Filosofía hizo amago de levantarse, pero volvió a sentarse y habló con voz resuelta, moviendo los brazos teatralmente para subrayar sus palabras:
—Si retrocedes en el tiempo hasta cuando Ed se convirtió en un alcohólico como yo, como tú o como la mayoría de los que estamos aquí, bueno, ¿por qué tendría nadie que asesinar a una persona que se estaba matando a sí misma de una forma tan eficiente?
Un murmullo de asentimiento.
—Entonces, hablar de homicidio solo tendría sentido si el móvil del mismo no guarda relación con el alcoholismo de Ed. Al estar sobrio, su vida actual, llena de logros y éxitos, debió de constituir una afrenta. Un desafío. No sé, pero para alguien tenía que ser mucho más que una injusticia —prosiguió el profesor—. No fue un robo. Eso lo sabemos. Tampoco un suicidio. Eso es lo que nos estás diciendo. No fue una disputa familiar ni nada sexual. No fueron los celos de un triángulo amoroso. Todas estas cosas han sido descartadas. Ni el dinero ni el amor han tenido nada que ver. ¿Qué queda, pues?
El dentista, que parecía excitado, levantó la mano para pedir la palabra.
Moth se volvió hacia él. Era un hombre delgado con un peinado emparrado para taparse la calva y, como muchos en su profesión, versado en suicidios. Asintió enérgicamente con la cabeza y soltó:
—Venganza.
—Ahí quería llegar —coincidió el profesor de Filosofía.
Susan Terry irguió la espalda en la silla. Todo lo que había oído le sonaba a disparate. Tuvo ganas de gritar, de decirles a todos que estaban siendo unos idiotas, que el caso estaba cerrado y que no deberían dejarse llevar por su imaginación, ni permitir que las fantasías de Moth les llenaran la cabeza.
Se le ocurrían muchos desmentidos, advertencias y objeciones que soltarles, en especial que eran unos tontos.
Estaba librando una lucha interior. Miró al dentista, que estaba sonriendo y sacudía la cabeza, pero no como alguien que no está de acuerdo con algo, sino más bien como quien capta una gran ironía.
—He leído muchas novelas de misterio —dijo, provocando algunas risitas breves.
—Y yo —dijo el profesor—. Pero no dejo que lo sepan los demás miembros de la facultad.
Se oyó otro murmullo mientras los reunidos en Redentor Uno comentaban la situación. Nunca nadie había pronunciado la palabra «venganza» en aquel lugar.
—Pero ¿de qué? —preguntó Moth.
Otro silencio. Por fin, una mujer preguntó en voz baja:
—¿A quién hizo daño tu tío?
Cada uno de los presentes había hecho daño a muchas personas, y todos lo sabían. El silencio reinó en la sala.
La mujer bajó aún más la voz, aunque todos pudieron oírla con claridad.
—O quizá... —dijo despacio, y añadió algo que a Moth le pareció una pregunta—. Le hizo algo peor.
            14

Estar junto a su siguiente víctima había sido fascinante. Y arriesgado, pero la emoción había valido la pena. Había sido como cuando, al conducir un coche demasiado rápido por una carretera mojada, las ruedas derrapan y recuperan milagrosamente la adherencia al asfalto.
El estudiante 5 estaba de vuelta en Manhattan, sentado a su escritorio, menos de cinco horas después de haber visto a Jeremy Hogan salir armado del aparcamiento de la tienda.
«A veces el asesinato parece predestinado —pensó—. Fue una casualidad haber visto a mi objetivo salir de su casa, una suerte poder seguirlo sin ser descubierto, pura chiripa que decidiera ir a una armería, y un éxito total que me haya tenido a su lado y no me haya reconocido.»
Sonrió, asintiendo con la cabeza. «Su muerte será especial.»
Esta vez le atraía el peligro. «Relaciónate más con él —se dijo—. Aunque cada vez exista el riesgo de que te descubra.»
Tuvo que esforzarse para no tender la mano hacia el teléfono, encender el pequeño dispositivo que le alteraba electrónicamente la voz y marcar el número del doctor Hogan.
«Espera, no corras. Saboréalo.»
Se reclinó un momento en la silla. Luego se levantó y anduvo de un lado a otro por la casa, cerrando y abriendo las manos, sacudiendo las muñecas como para relajarse, mientras se decía que no debía dejarse llevar por el entusiasmo.
«Cíñete al plan. Todas las batallas se ganan antes de librarlas.»
El estudiante 5 tenía citas de El arte de la guerra de Sun Tzu en tarjetas que pegaba en un tablero junto a su escritorio.
«Finge inferioridad y fomenta la arrogancia de tu enemigo.»
«Si estás cerca de tu enemigo, hazle creer que estás lejos de él. Si estás lejos, hazle creer que estás cerca.»
«Atácalo cuando no esté preparado. Aparece cuando no te espere.»
Era importante no solo saber qué rutas recorría Jeremy Hogan, los horarios que seguía, las conductas que no cambiaría aunque quisiera hacerlo, sino también prever cómo intentaría reunir la fortaleza emocional necesaria para alterar sus hábitos y, de ese modo, lograr eludir a su perseguidor. No creía que Jeremy Hogan lo consiguiera. La gente rara vez lo hace. Se aferra a hábitos establecidos porque son psicológicamente tranquilizadores. Al enfrentarse a la muerte, la gente se queda pegada a lo que conoce, precisamente cuando lo desconocido se cierne sobre ella.
Todas estas eran observaciones que había hecho durante sus estudios. Se remontaban a la época en que creía que estaba destinado a ser psiquiatra.
«¿Quién habría pensado que la psicología de matar se aproximaría tanto a la psicología de ayudar?»
Había sentido la tentación de ayudar al anciano a ir hasta el coche con su recién adquirida colección de armas y municiones. Habría sido un ofrecimiento atento y cordial, pero el estudiante 5 sabía que ya se había arriesgado demasiado siguiendo al psiquiatra hasta la armería. No había disimulado su voz cuando preguntó sobre los pros y los contras de diversas armas, para comprobar, disimuladamente, si su tono despertaba algún recuerdo, y un posible reconocimiento, en su objetivo.
No había visto ninguno.
Tampoco es que hubiese esperado ninguno.
Eso le había dado todavía más seguridad en sí mismo.
«¡Qué buen camuflaje es la edad!: varias patas de gallo, unos carrillos más mofletudos, un toque de gris en las sienes y unas gafas para aparentar una merma de visión, y ya está: la memoria no se pone a funcionar.»
El contexto también era importante. Aquel psiquiatra que lo había traicionado en su juventud era incapaz de reconocer que el amable adulto que treinta años después le sujetaba la puerta de una armería para que saliera cargado con sus compras era el hombre que iba a matarlo.
«Porque nunca se imaginó que su verdugo estaría allí en ese momento.»
A veces la mejor máscara es no llevar ninguna.
Una repentina curiosidad lo asaltó en ese momento. Empezó a hurgar en los cajones de su escritorio hasta encontrar un pequeño álbum de fotografías de piel roja. Lo abrió de golpe. Allí estaba, acabando la secundaria, y en otra instantánea parecida, cogido del brazo de sus padres al acabar los estudios en el colegio universitario. Sonrisas de satisfacción y togas académicas negras. Inocencia y optimismo. También había un par de fotografías en las que aparecía desnudo de cintura para arriba en la playa, unas instantáneas del estudiante 5 con chicas cuyo nombre no recordaba o con amigos que habían desaparecido de su vida.
Sintió una punzada de rabia.
«Todo el mundo se alegra cuando eres normal.
»Todo el mundo te detesta cuando no lo eres.
»Por lo menos, eso es lo que parece.
»En realidad te temen, cuando eres tú quien teme todo. La gente no lo entiende: cuando pierdes el juicio, también puedes perder la esperanza.»
Inspiró hondo. Los recuerdos se mezclaron con la tristeza, que se convirtió en rabia. Se aferró al borde de la mesa para calmarse. Sabía que cuando dejaba que el pasado se inmiscuyera en sus planes, aunque fuera el pasado lo que le había provocado la necesidad de esos planes, lo enturbiaba todo.
«Nadie vino a verme al hospital. Fue como si fuera contagioso.
»Ni un amigo.
»Ni un familiar.
»Nadie.
»Consideraban que mi locura era cosa únicamente mía.»
No había fotografías de los meses de hospital, y ninguna tomada después de recibir el alta. Pasó las páginas hasta la última fotografía del álbum, que era, sin embargo, la más importante. Estaba tomada en el patio del Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina. Cinco rostros sonrientes. Todos con el mismo uniforme: bata blanca y vaqueros o pantalones negros. Se rodeaban unos a otros con los brazos.
Él estaba en el centro de la foto.
«¿Estaban planeando ya arruinar mi carrera?
»¿Sabían lo que le estaban haciendo a mi futuro?
»¿Sentían comprensión? ¿Compasión?»
Llevaba el pelo largo alborotado y lucía una mirada furtiva tras la sonrisa. Se apreciaba lo poco que había dormido, las muchas comidas que se había saltado. Se apreciaba cómo el estrés lo arrastraba por brasas ardientes y lo hundía en aguas gélidas. Tenía los hombros encorvados y el pecho hundido. Se veía menudo, débil, casi como si le hubieran dado una paliza o hubiese perdido una pelea. La locura puede hacer eso con la misma eficacia que un cáncer o una enfermedad cardíaca.
«¿Por qué sonreía?»
Se quedó mirando la expresión de su cara. Vio dolor e incertidumbre en sus ojos. Aquel dolor era verdadero.
Sus abrazos, sus expresiones amistosas, sus sonrisas amplias y felices y su compañerismo eran todos falsos.
El estudiante 5 sacó la foto de la hoja transparente que la sujetaba. Tomó un rotulador rojo de la mesa, lo empuñó como si fuera un cuchillo y trazó rápidamente una «X» sobre cada cara, incluida la suya.
Contempló la instantánea pintarrajeada y se la llevó a la cocina de su piso. Encontró una caja de cerillas en un cajón y se acercó al fregadero para encender una. Dejó que el fuego ondulara el borde de la fotografía mientras la sujetaba de lado, luego la inclinó para que la llama envolviera la imagen antes de dejarla caer en el fregadero de acero inoxidable. Contempló cómo la foto se arrugaba, se ennegrecía y se fundía.
«Todas las personas de esa fotografía están muertas», pensó.
Agitó entonces las manos sobre el fregadero.
No quería que el humo disparara ninguna alarma.
            15

Sueños perturbadores y sudores nocturnos poblaban la noche de Andy Candy.
Sus horas de vigilia, las que pasaba separada de Moth, estaban repletas de dudas. De repente se hallaba inmersa en cosas que podrían estar muy mal o muy bien. ¿Cómo saberlo? Para complicarla aún más, estaban los restos de furia que la embargaban en ciertos momentos, cuando menos se lo esperaba, y se encontraba imaginándose lo que le había sucedido, intentando determinar el instante exacto en que podría haberlo cambiado todo.
En ocasiones pensaba: «Morí en aquel momento.»
La música estaba muy fuerte. Tremendamente fuerte.
Canciones irreconocibles. Letras de rap incomprensibles que iban de chulos, putas y armas. Un bajo fuerte, enérgico, vibrante. Ensordecedor. Tan fuerte que tenía que gritar para que la oyeran incluso a pocos centímetros, lo que le había irritado la garganta. El local de la asociación estudiantil estaba abarrotado. Hasta moverse unos pasos resultaba difícil. El calor era insoportable. Sudor, palabras arrastradas, cuerpos que bailaban desenfrenadamente, luces centelleantes, brillantes lámparas rojas. Vasos de plástico de cerveza o vino que pasaban por encima de las cabezas. El ambiente estaba cargado de humo de cigarrillo y de marihuana mezclado con los olores corporales. Gritos aislados, sonoras carcajadas que iban y venían como las olas en el mar, incluso gritos que podían haber sido de alegría tanto como de pánico y que se perdían entre la música incesante. Bebidas fuertes de botellas compartidas por todas partes e ingeridas a tragos como si fueran agua.
Como no sabía dónde estaba su cita, se había abierto paso hasta una habitación lateral, con la esperanza de encontrar algo de paz en medio de tantos cuerpos apiñados, sin dejar de decirse: «Lárgate ya. La policía llegará de un momento a otro.» Pero no escuchó su buen consejo. La habitación lateral también estaba abarrotada, aunque los estudiantes estaban apretujados contra las paredes, dejando un reducido espacio vacío en el centro, como un ruedo de gladiadores. Había estirado el cuello para ver qué miraba todo el mundo, y entonces oyó un gemido visceral, que fue ahogado por un estruendo de vítores, como si fuera una lucha deportiva.
Un chico musculoso estaba sentado en el centro, completamente desnudo, en una silla plegable de metal. Tenía las piernas separadas. Llevaba un tatuaje en un brazo, el típico brazalete tribal de los muchachos cortos de imaginación, o demasiado colgados o borrachos para plantearse algo original cuando entraban tambaleantes en el salón de tatuajes. Se quedó mirando un momento el tatuaje antes de fijarse en el miembro erecto del chico. Era impresionante, y lo sujetaba como una espada.
Delante de él había una chica desnuda bailando, contoneando el cuerpo provocativamente a centímetros del chico, que era quien había gemido.
Andy Candy no la había reconocido.
Del mismo modo que el chico era musculoso, la chica, de unos veinte años, era escultural. Vientre liso, grandes senos, piernas largas y una estupenda melena morena que agitaba de vez en cuando siguiendo un ritmo interior. Esgrimió una botella de whisky que tenía en la mano, se vertió algo de bebida por el pecho, se la lamió de los dedos y después adelantó las caderas como si pidiera a todos que le contemplaran y admiraran su sexo. Llevaba el pubis rasurado, y los presentes la aclamaron cuando se llenó la boca de licor y se dejó caer de rodillas ante el chico, con garbo atlético, pensó entonces Andy Candy. Bajó la boca, dejando que le saliera un hilillo de whisky de los labios para apartarse enseguida, provocativamente. El muchacho, empalmado, gimió de nuevo. La chica, dirigiéndose a los demás, señaló primero la erección y después sus labios, como si hiciera una pregunta. Se produjo una sonora aclamación, con gritos de «¡Sí, tía!» y «¡Hazlo!». Un tercer miembro de la asociación estudiantil rodeó a la pareja cámara de vídeo en mano para obtener un primer plano, y ella, tras saludar a los presentes como un político a una multitud que lo aclama, se lanzó hacia delante y pareció tragarse al chico entero. Esto duró unos momentos, en los que movía la cabeza rítmicamente arriba y abajo mientras acometía la felación. Después, se levantó de repente, miró al público, formado mayormente por chicos, pero también había varias muchachas animándola, e hizo una reverencia. Como si hubiera acabado una actuación, con una floritura, poniéndose las manos en la nuca para hacer gala de su coordinación y su fuerza, se volvió y descendió despacio hacia él.
Esbozó una sonrisa y emitió un largo «oooooohhhh».
La muchacha se giró hacia el chico de la cámara y formó un beso con los labios. Estaba haciendo el amor más con los presentes y la cámara que con el chico empalmado.
Cada impulso, cada giro, suscitaba sonoros vítores. El público empezó a batir palmadas al ritmo de sus movimientos ascendentes y descendentes.
Andy Candy se fue antes del final del espectáculo. No era ninguna mojigata, había estado en fiestas salvajes y visto espectáculos sexuales en sus años universitarios, pero algo en el baile desenfrenado y sudoroso de aquella noche la había intranquilizado. Tal vez fuera la idea de que algo íntimo y privado se exhibiese de un modo tan teatral. Se preguntó si el empalmado y la del pubis rasurado sabrían cómo se llamaba el otro.
Cuando se marchaba, vio al chico que la había invitado a la fiesta. El muchacho se abrió paso hasta ella, miró más allá de su hombro y vio lo que ocurría en la habitación lateral.
—¡Vaya! —exclamó, y con una sonrisa de oreja a oreja añadió—: ¡Qué apasionados!
Era un chico bastante majo, educado y atento. Sensible incluso. Le había pasado sus apuntes sobre Dickens después de que faltara a la clase sobre Grandes esperanzas por una ligera gripe intestinal. Procedía de una cara zona residencial. Su padre, un acartonado abogado societario, estaba divorciado de su madre, un espíritu libre que vivía entonces con su nueva familia en una granja de aguacates en California. Una vez la había llevado a cenar, no a una pizzería, sino a un restaurante chino donde habían tomado cerdo mu shu y hablado sobre un curso de escritura creativa que planeaban hacer el último semestre de sus estudios. Él le había dicho que le gustaba la poesía, le había dado un beso al dejarla en casa y la había invitado a ir a una fiesta aquel fin de semana. Pocos detalles, todos en apariencia positivos, aunque ninguno de ellos decía realmente nada sobre quién era él.
—Quiero irme —dijo ella.
—Ningún problema. Ahora mismo nos marcharemos. Las cosas podrían desmadrarse. Pero tienes pinta de necesitar un lingotazo antes.
Ella asintió.
«¿Fue entonces cuando me equivoqué? No. Fue al ir a la fiesta.»
—Ten, toma el mío. Iré a buscar otro. Cuesta mucho llegar a la barra.
«El mío. Eso es lo que había dicho. Pero no era suyo. Siempre había sido solamente para mí.»
Le había dado un gran vaso de plástico lleno de cubitos y ginger ale mezclado con abundante whisky barato, seguramente de la misma marca que estaba bebiendo la chica desnuda.
«No soporto el sabor del whisky. ¿Por qué lo bebí? Por confianza.»
Se había saltado la primera regla de las fiestas universitarias: «Nunca bebas nada que no hayas visto abrir y servir.»
No relacionó el sabor algo terroso con nada sospechoso, y mucho menos con el abundante GHB que contenía la bebida.
Se la tomó de un trago.
«Tenía sed. No tendría que haber tenido tanta. Ojalá solo hubiera dado un sorbito y se la hubiera devuelto.»
El chico sonrió.
«Violador. ¿Qué aspecto tiene un violador? ¿Por qué no llevan una camisa especial o tienen una marca especial? Una «V» escarlata, por ejemplo. Quizá deberían tener una cicatriz o lucir un tatuaje, algo para adivinar lo que iba a pasarme después de perder el conocimiento.»
—Muy bien —le dijo él—. Así recuperarás fuerzas. Estás algo pálida. Ven, dejé la chaqueta arriba, en mi habitación. Vamos a buscarla y larguémonos de aquí. Podríamos ir a tomar un café a alguna parte.
«No hubo café. Nunca iba a haber café.»
Tardaron unos minutos en abrirse paso entre el gentío y para cuando llegaron a la escalera, ya estaba mareada. La música parecía haber aumentado de volumen, y las guitarras, los chillidos y la percusión retumbaban con violencia.
—Oye, ¿estás bien? —le preguntó el simpático chico a mitad de la escalera.
«Atento pero no sorprendido. Eso tendría que haberme indicado algo.»
—Un poco mareada. Me siento algo rara. Seguramente por culpa del calor. —Arrastró las palabras, pero no estaba borracha. Había recordado ese detalle después.
Se sujetó a la barandilla para no caerse.
—Necesitas tomar aire fresco —le sugirió él—. Ven, deja que te ayude.
Amable. Educado. Caballeroso. Considerado. «Me había dicho que le gustaba la poesía.» La tomó del brazo para ayudarla, solo que fueron hacia arriba, no hacia fuera.
Sabía que necesitaba el aire.
No lo tuvo. No durante un rato.
Tendría que haberlo denunciado. Tendría que haber llamado a la seguridad del campus. Presentado una denuncia. Ido a la policía. Contratado un abogado.
—¿Por qué no lo hiciste?
—No lo sé. Estaba perdida. Confundida. No sabía qué me había pasado.
—Así que dejaste que se escapara.
—Sí. Supongo que sí.
También recordaba esto: unas náuseas terribles por la mañana. Náuseas violentas, debilitantes y desgarradoras. El mismo malestar se repitió poco más de un mes después.
Y otro recuerdo: la enfermera de la clínica no dejaba de llamarla «cariño» mientras la ayudaba a subirse a la camilla de reconocimiento. El instrumental era de acero inoxidable y brillaba tanto que pensó que tendría que protegerse los ojos. La anestesiaron y le dijeron que no le dolería nada.
«Se referían al dolor físico, claro. El otro era constante.»
El sentimiento de culpa la hacía llorar. Menos a medida que pasaban los días, pero todavía se le llenaban los ojos de lágrimas a veces. Lo bueno y lo malo se fundían en su interior para crear una tensión insoportable que, aunque se disipaba, la abandonaba despacio. Se dijo que tenía que haber una forma más rápida de salir de la telaraña de emociones en que estaba atrapada.
«Tal vez debería volver a la facultad y matar a ese chico. A lo mejor Moth me ayuda después de que matemos a quienquiera que sea que quiere matar. Así habría justicia para todos.»
Moth la estaba esperando fuera de su casa. Parecía titubeante, como indeciso sobre algo, sin saber muy bien qué decisión tomar.
Aparcó el coche cerca del bordillo, pero él no subió inmediatamente, sino que se agachó. Ella bajó la ventanilla. Una ráfaga de aire caliente se introdujo en el vehículo.
—Hola —dijo en voz baja—. ¿Adónde vamos hoy?
—No lo sé. —Moth sacudió la cabeza y añadió—: No estoy seguro de que llegue a saberlo nunca.
Pasearon. Uno junto a otro. Cualquiera que los viera habría pensado que era una pareja enfrascada en una conversación sobre algo importante, como alquilar juntos un piso, o si era el momento adecuado para que uno de ellos conociera a los padres del otro. Pero un observador ocasional no se habría fijado en que, por más juntos que se viesen, no se tocaban.
Andy pensó que Moth parecía derrotado. Estaba apagado, lleno de un repentino pesimismo. La energía que había caracterizado sus primeros días juntos parecía haberse desvanecido de golpe.
—Dime —pidió en voz baja, en el tono delicado que usaría una novia actual, no una ex—. ¿Qué pasa?
El sol les daba de lleno, pero la expresión de Moth era sombría. Se dirigían a un pequeño parque para cobijarse a la sombra de los árboles. Los niños montaban en columpios y jugaban en estructuras de barras en una zona de recreo cercana. Chillaban, de la forma frenética en que los niños se divierten, y que provocaba que la voz desanimada de Moth sonara peor de lo que ya era.
—Estoy atascado —afirmó despacio.
Andy Candy comprendió que iba a añadir algo y guardó silencio mientras paseaban. Moth dio un puntapié a la fronda de una palmera caída que obstaculizaba la acera. Después se sentaron en un banco.
Cuando habló, fue como oír la disertación atormentada de un nuevo profesor que da su primera clase sobre un tema del que no está del todo seguro.
—Cuando un historiador estudia un asesinato, valora cuestiones políticas, como cuando aquel anarquista disparó al archiduque en Sarajevo y desencadenó la Primera Guerra Mundial, o cuestiones sociales, como cuando Robert Ford abatió a Jesse James disparándole por la espalda mientras el bandido estaba colgando un cuadro en su casa. Hay una forma fría y clarividente de deconstruir todos los factores para llegar a una conclusión sobre un asesinato. A al cuadrado más B al cuadrado igual a C al cuadrado. Álgebra de la muerte. Aunque haya once mil documentos que analizar. Pero en el asesinato del tío Ed, todo va hacia atrás, aunque puede que esta no sea la palabra adecuada. Veo la respuesta, está muerto, pero no la ecuación que permite llegar a esa conclusión. Y no sé dónde buscar.
—Sí que lo sabemos —dijo Andy Candy despacio. Pensó que tendría que apretar la mano de Moth, pero no lo hizo—. En el pasado.
—Sí. Es fácil decirlo. Pero ¿dónde?
—¿Qué tiene sentido?
—Nada tiene sentido. Todo tiene sentido.
—Vamos, Moth.
—No sé dónde buscar, ni cómo buscar.
—Sí que lo sabes —insistió Andy Candy—. Estamos buscando odio. Un odio desmedido e irreprimible. La clase de odio que dura años. —«¿Odiaré yo así?», se preguntó de repente.
—Irreprimible, no —la rectificó Moth—. O más o menos irreprimible. Irreprimible a lo largo de años de planificación, si es que esto tiene sentido. —Se detuvo y soltó una risita—. Tengo que dejar de utilizar esa palabra.
—¿Qué palabra?
—Sentido.
Ella le sonrió. Vio que alzaba los ojos para contemplar los niños que jugaban en el parque.
—He estado pensando en cuándo y por qué bebo. Es siempre en momentos como este, cuando no sé muy bien qué hacer. Si tenía un trabajo, un examen, una presentación, lo que fuera, por más tensión o estrés que tuviera, siempre estaba bien. Es cuando, no sé, no estoy seguro de algo. Entonces me tomo una copa. O diez. O más, porque pronto dejas de contar, ¿sabes?
Moth se rio, aunque no porque le hiciera gracia.
—Primero me lleno de dudas y después de alcohol. Es sencillo, si lo piensas bien, Andy. El tío Ed solía decirme que hay muchas cosas que la gente puede sobrellevar en la vida, pero que la incertidumbre es la peor.
Se volvió hacia la muchacha.
—¿Y tú, Andy? —dijo despacio—. ¿Estás segura de lo que estás haciendo?
No estaba segura de nada, pero asintió.
—¿Te refieres a ayudarte? —preguntó.
—Sí.
Andy Candy se dio cuenta de que mentiría tanto si respondía que sí como si respondía que no.
—Ahora mismo no hay nada seguro en mi vida, Moth, salvo que tal vez los perros de mi madre me siguen queriendo. Y seguramente ella me sigue queriendo, aunque ahora mismo me está dejando muy sola. Y mi padre me seguiría queriendo, pero está muerto. Y aquí estoy. Sigo aquí.
—¿Dónde vamos a continuación? —preguntó Moth tras asentir.
—¿Dónde puede alguien empezar a odiar a otro? —Andy Candy pensó entonces en el chico de la fiesta. «¿Cómo no vi lo que se ocultaba realmente tras su sonrisa?»—. En el colegio universitario o en la Facultad de Medicina —aventuró—. Ya que no había nadie en la vida actual de Ed que quisiera matarlo, excepto, tal vez, su exmujer, aunque está demasiado absorta en Gucci como para tomarse la molestia.
—Cierto —rio Moth. Hizo una pausa antes de decir—: Adam House. La residencia Adam House, en Harvard, allí se sacó la licenciatura. Tenía dos compañeros de habitación. Deberíamos llamarlos. Y después el segundo ciclo en la Facultad de Medicina... —Se le iba apagando la voz, pero la recuperó—: Tendré que pensar en ello —aseguró.
Andy Candy lo miró de reojo. Había erguido la espalda en el banco y se frotaba el puño derecho con la otra mano.
           


16

Susan Terry estaba sentada a su mesa dando golpecitos con un lápiz a un montón de expedientes abiertos. Un empleado de una gasolinera muerto de un disparo, un par de atracos a mano armada, un homicidio doméstico y tres violaciones, más que suficiente para tenerla ocupada varias semanas seguidas. Pasado un momento, tiró el lápiz, que rebotó en la mesa y cayó al suelo. Se puso de pie, se acercó a la ventana y miró fuera. La brisa agitaba ligeramente las frondas de las palmeras y un jumbo descendía hacia el Aeropuerto Internacional de Miami. Dirigió la vista entonces hacia un aparcamiento cercano, donde siguió hipnóticamente a un Porsche negro que salía a la calle. Cuando el coche deportivo desapareció, se aferró al alféizar y empezó a soltar tacos en voz baja: una brusca avalancha de «joder, cabrones y mierda, mierda, mierda» inconexos hasta quedarse prácticamente sin aliento.
—No tiene ningún derecho de pensar lo que piensa ni motivo para ello —dijo en voz alta. Recordar lo que había dicho Moth en Redentor Uno la enojaba cada vez más—. ¿No lo entiende? Es un caso cerrado. Un suicidio. Todos lo lamentamos. Mala suerte, chaval. Lleva unas flores a la maldita tumba de tu tío y sigue adelante con tu vida alejado del alcohol.
«Hay algo peligroso en lo que está haciendo», insistió interiormente, pero no alcanzaba a ver qué era exactamente. Su experiencia con los asesinatos se decantaba hacia lo truculento: una operación de drogas fallida, un miembro de una pareja que de repente se sentía harto de que lo fastidiaran sin cesar y casualmente tenía un arma a mano.
El expediente del tío fallecido estaba encima de unos archivadores en un rincón del despacho. Lo había colocado en un carrito que una de las secretarias transportaba todos los días con expedientes para archivar, pero por alguna razón lo había recuperado y dejado encima de los homicidios, atracos y otros crímenes que llenaban sus horas. Normalmente, las copias impresas del papeleo de los casos cerrados se destruían y las copias informáticas se conservaban en un ordenador.
Por un momento pensó en enviar a un inspector de Homicidios a hablar con Moth. Una conversación unilateral con aires de superioridad, tirando a rapapolvo: «Mira, chaval, deja de hacer la puñeta con cosas que no comprendes. Investigamos a fondo este caso. Y ahora está cerrado. No quiero tener que volver a repetírtelo. ¿Te queda claro?»
Podría hacer eso sin ningún problema. Pero sabía que esa clase de suave mano dura no gustaría demasiado en Redentor Uno. Y era tristemente consciente de que aquel sitio era lo que ella más necesitaba en el mundo, porque no tenía nada más aparte de su trabajo, aunque apenas hablara en las reuniones y tratara de pasar desapercibida en las filas del fondo. Se sorprendió a sí misma al admitir lo mucho que necesitaba simplemente escuchar.
—Muy bien —dijo a nadie en un tono cercano al sermón—. Nada de policía. Haz lo que tengas que hacer, aunque sea una gilipollada y una pérdida de tiempo. Asegúrate al cien por cien.
Se acercó a los archivadores, tomó el expediente y volvió a la silla del escritorio.
La autopsia. El informe toxicológico. El análisis de la escena del crimen.
Todos decían lo mismo.
Releyó todos los informes sobre los interrogatorios de los inspectores. La exmujer. La pareja con que convivía últimamente. El psicoterapeuta. Los inspectores habían contactado también con todos los pacientes actuales de Ed Warner. Habían sido lo bastante concienzudos como para remontarse unos años y hablar incluso con algunos expacientes. Ella misma había repasado los archivos informáticos y las notas sobre las visitas a la consulta de Ed Warner en busca de algún indicio sobre que lo evidente no lo era tanto. Ni siquiera había una finalización brusca, como la de algún paciente desquiciado o que no pagara cuando era debido, y había cotejado a todas las personas a las que visitaba o había visitado Ed Warner con su diagnóstico, cuidadosamente anotado: una neurosis de clase alta tras otra. Montones de angustia. Depresiones galopantes. Algunos abusos de drogas y alcohol. Pero ningún indicio de rabia incontrolable.
Y menos de que fuera un asesinato.
Se encorvó sobre la mesa, repasando la documentación, y luego la repasó por segunda vez. Al llegar a la última página, se recostó, exhausta de repente.
—Nada —soltó—. Zilch. Rien de tout. Nada de nada.
«Una hora que podrías haber pasado haciendo algo que mereciera la pena», se reprendió a sí misma.
Tenía los papeles esparcidos por toda la mesa, de modo que empezó a recogerlos y meterlos de nuevo en el archivo de acordeón con la carátula ED WARNER - SUICIDIO junto con su fecha en tinta negra. Lo último que iba a introducir en el expediente era el informe de la autopsia. Lo estaba deslizando hacia dentro junto con lo demás cuando, de repente, tuvo una idea.
—Me pregunto... —se dijo en voz alta—. ¿Comprobarían...? Apuesto lo que sea a que no, Dios mío...
Extrajo el informe de la autopsia y lo hojeó por enésima vez. El documento era una combinación de entradas: los vacíos de un formulario estandarizado rellenados y unas sucintas explicaciones: «El sujeto corresponde a un varón de cincuenta y nueve años, en buen estado físico...»
—¡Mierda! —exclamó. Lo que estaba buscando no estaba—. ¡Mierda, mierda, mierda! —Otro torrente de improperios enturbió la habitación.
Un análisis sencillísimo.
El de los residuos de pólvora.
Un frotis de la mano del cadáver. Una rápida reacción química. Una conclusión: Sí, sus manos mostraban indicios de haber disparado recientemente un arma.
Solo que no se había hecho.
Susan discutió interiormente consigo misma: «Claro que no. ¿Para qué molestarse? El arma yacía en el suelo justo al lado de sus dedos extendidos. Estaba claro. No era necesario trabajar más de la cuenta en algo tan evidente.»
Se levantó y dio un par de vueltas por su despacho antes de volver a sentarse.
«Mira —se dijo—, esto no significa nada. O sea que omitieron un análisis que tampoco es tan importante. Ya ves tú. Pasa muchas veces, coño. Todas las pruebas llevan a una conclusión ineludible.»
De repente le costó convencerse de ello.
Trató de obligarse a devolver el expediente al montón donde aguardaría a que la secretaria se lo llevara por la mañana, destruyera el papel y archivara informáticamente los informes en algún espacio de almacenaje seguro, donde se llenaría del equivalente electrónico del moho, y a otra cosa, mariposa.
«¡La madre que me parió!», se dijo. Volvió a dejar el expediente en su mesa.
—¿Alguien que odiara tanto a Ed en el colegio universitario como para guardarle un rencor homicida durante décadas? Imposible. ¿Tú qué opinas, Larry?
—Ridículo.
Moth y Andy Candy habían organizado una teleconferencia con los dos compañeros de habitación de Ed Warner en Harvard. Frederick era ejecutivo de un banco de negocios de Nueva York y Larry era profesor de Ciencias Políticas en el Amherst College. Ambos afirmaban estar muy ocupados, pero habían accedido a hablar por respeto a su malogrado compañero de estudios.
—Pero ¿no tuvo ningún conflicto, una discusión grave, no sé...? —insistió Moth.
—El único problema de Ed procedía de sus propios conflictos interiores por ser como era —explicó el politólogo. Aquello era un eufemismo de homosexualidad—. Todos sus amigos lo sabíamos o sospechábamos y, sinceramente, aunque en aquella época las cosas eran distintas, no nos importaba demasiado.
—Estoy de acuerdo —intervino el banquero—. Aunque si había cierta rabia, algo que pudiera llevar a un asesinato, habría sido debido a la tensa relación de Ed con su familia, ¿sabéis? No le gustaban sus parientes, ni él a ellos. Le presionaban mucho para que triunfara y se forjara un nombre, esa clase de exigencias distantes pero firmes, a menudo agobiantes. En Harvard era algo habitual. Lo vi muchísimo. Y, a nuestra edad, te conducía a un tipo bastante corriente de rebeldía o te sumía en una depresión.
Los dos hombres guardaron silencio un momento. Finalmente, lo rompió el banquero:
—Tendríais que haber visto los pelos que llevábamos. Y la música que escuchábamos. Y las sustancias extrañas que ingeríamos.
Las voces telefónicas eran débiles, pero estaban cargadas de recuerdos.
—Ed no era diferente de los demás —añadió el profesor—. Había estudiantes que lo pasaban realmente mal con las presiones en Harvard. Algunos abandonaban los estudios, otros salían adelante y otros lo dejaban de la forma más triste. Los suicidios y los intentos de suicidio no eran extraños. Pero los problemas de Ed no eran muy distintos a los de los demás, y no hizo nada que provocara la clase de rabia rencorosa que estáis buscando.
Se produjo otro silencio mientras Moth intentaba pensar otra pregunta. No se le ocurrió ninguna. Andy Candy, al ver que su amigo se había quedado en blanco, dio las gracias a los dos interlocutores y colgó.
«¿Puedes llevar el desánimo como si fuera un atuendo?», se preguntó, porque podía verlo escrito en la cara de Moth. Otro callejón sin salida. Y de repente, pensó: «No dejes que se dé por vencido. Eso lo mataría.» Así que le dijo:
—Muy bien, probemos con la facultad. De todos modos, me parece más lógico.
Moth urdió una mentira eficaz.
«Mi tío ha fallecido y estoy intentando encontrar a sus compañeros de clase de la Facultad de Medicina para comunicarles su deceso y para que, si quieren, contribuyan a un fondo para la educación universitaria que él deseaba crear. Figura en su testamento.»
Andy Candy repitió esta historia en el hospital de Miami donde Ed Warner había hecho su residencia en Psiquiatría.
Las dos llamadas arrojaron como resultado una útil lista de ciento veintisiete nombres, junto con direcciones de correo electrónico y algunos sitios webs de consultas médicas, que les proporcionó una secretaria de la asociación de exalumnos. Posteriormente, Ed se había incorporado a un grupo de residentes de Psiquiatría de primero en Miami.
Estaban sentados en un área de estudio de la biblioteca principal de la Facultad de Medicina. Cada uno tenía un portátil con acceso a Internet.
—Son muchos nombres —susurró Andy. Había otros estudiantes trabajando cerca y todo se decía en voz muy baja. Tomó un pedacito de papel y anotó: «cirujanos, medicina interna, radiólogos; ¿asesinos?».
Moth tachó con su bolígrafo todas las especialidades y escribió: «solo psiquiatras». Era consciente de que, en realidad, aquello no tenía sentido desde el punto de vista de un historiador. Una valoración adecuada de cualquier época no excluye ningún factor, e imaginaba que un ortopedista podía ser un asesino con la misma facilidad que un dermatólogo. Pero parecía más lógico concentrarse en la profesión de Ed.
«Un buen historiador empieza cerca y va ampliando su campo de estudio», pensó. Y escribió: «fecha del emparejamiento».
Andy Candy asintió. La Facultad de Medicina les había proporcionado una lista que emparejaba a cada titulado con la residencia que había hecho. El nombre de Ed aparecía casi al final, seguido de la palabra «psiquiatría». Fue hacia atrás y encontró trece nombres más señalados del mismo modo junto con el hospital al que fueron enviados a formarse. Ed era el único recién titulado que había sido enviado a Miami.
Ella se encargó de seis. Moth, de siete. Empezaron a buscar cada nombre en Google. Obtuvieron algunas informaciones sueltas: consultas, premios, becas de investigación, una detención por conducir borracho, un divorcio en los tribunales.
Pero estos detalles no les interesaban.
Lo que encontraron hizo que Andy Candy quisiera gritar a pleno pulmón; un chillido que habría sobresaltado a todo el mundo en la biblioteca. Se volvió hacia Moth y vio que estaba rígido y erguido. Había palidecido y los dedos le temblaban sobre el teclado del portátil.
—¿Qué probabilidades hay de que, de catorce nombres, cuatro ya estén muertos? —susurró tan bajo que apenas pudo oírlo mientras giraba el ordenador hacia ella y señalaba la pantalla.
«Pocas —pensó Andy Candy—. Muy pocas. Sorprendente, increíble e inusitadamente pocas.» Contuvo sus ansias de gritar y se preguntó si más bien serían letalmente pocas.
            17

La tercera conversación          Jeremy Hogan dispuso un buen arsenal en la mesa del comedor: escopeta, arma corta, cajas de munición, el atizador de la chimenea, cuchillos de trinchar, una linterna de acero negro de seis pilas que, a su entender, podría usarse como porra, y una réplica ceremonial de una espada de caballería de la guerra de Secesión, que le habían regalado quince años atrás tras dictar una conferencia en una academia militar de Vermont. Aquel lejano día había disertado sobre el trastorno por estrés postraumático en las víctimas de un crimen. Ojalá pudiese recordar lo que había dicho. No estaba seguro de que la espada estuviera lo bastante afilada como para penetrar en la piel, aunque podría intimidar a un agresor si la esgrimía.
Practicó cómo cargar y descargar el revólver y la escopeta. No era rápido, a veces se le escurrían las balas, y temía dispararse en un pie o una pierna. Cuando expulsó un cartucho de la recámara del calibre .12, este cayó al suelo y rodó bajo un aparador antiguo. No podía sacarlo de allí, y finalmente tuvo que usar la espada ceremonial, metida en su vaina adornada con borlas, para llegar hasta el fondo. El cartucho y la espada salieron cubiertos de polvo.
A media mañana se preparó un blanco improvisado rellenando una vieja camisa con trapos, toallas raídas y periódicos arrugados. Le añadió algo de leña menuda de la chimenea para darle peso y bajó una silla rota del desván para que lo aguantara. Llevó todo al jardín que conducía a los campos de la antigua explotación agrícola y al frondoso bosque plagado de ciervos que se extendía detrás de su casa. No se le escapó que estaba situando la silla en medio del paisaje que a su difunta esposa le encantaba pintar a la acuarela con colores vibrantes.
Tras preparar las armas, se alejó unos diez metros y se preparó. Primero el arma corta. Levantó el revólver y reparó en que había olvidado los tapones para los oídos dentro, sobre la mesa. Dejó el revólver en la hierba esperando que la humedad no lo dañara, entró rápidamente en casa, se puso los protectores y, una vez que volvió afuera, adoptó la posición de tiro que le había enseñado el propietario de la armería. Le pareció que le salía bien. El arma sujeta con ambas manos y los pies ligeramente separados. Las rodillas ligeramente flexionadas. El peso descansado en la parte anterior de la planta de los pies. Se movió un poco para encontrar la posición adecuada, de modo que estuviera cómodo. El armero había recalcado este detalle.
Respiración profunda. Idea curiosa: «¿Cómo puedo estar cómodo si me estoy enfrentando a alguien que quiere matarme?»
Hizo tres disparos.
Los falló todos.
«Puede que esté demasiado lejos —reflexionó. Se acercó unos metros—. Es más probable que esté a poca distancia. O tal vez no. ¿Qué clase de tiroteo del Lejano Oeste crees que va a haber?»
Frunció los labios, contuvo el aliento, apuntó con más cuidado y disparó las tres balas restantes. El revólver dio una sacudida hacia arriba en sus manos, como si recibiera una corriente eléctrica, pero esta vez logró controlarlo mejor.
Un disparo dio en el cuello de la camisa, otro falló y el tercero acertó en el centro, tirando el blanco al suelo.
«Eso bastará», se dijo, consciente de que no bastaría.
Dejó el Magnum, se acercó al blanco para ponerlo bien y se situó de nuevo a diez metros. Imitando otra vez la posición que le habían enseñado el día antes, se apoyó la escopeta en el hombro y disparó.
La detonación lo hizo tambalear ligeramente, pero vio que el blanco se llevaba la peor parte: la camisa se hizo trizas, parte de la leña y el papel voló por los aires y el conjunto cayó hacia atrás.
Bajó el arma.
—No está mal —dijo—. Creo que me estoy volviendo peligroso.
«La escopeta es mejor. No hay que ser, ni con mucho, un tirador de élite.»
Se quitó los tapones de los oídos y sintió un cosquilleo en el hombro. Tuvo la impresión de oír el eco del disparo de la escopeta, y entonces se percató de que, dentro de la casa, estaba sonando el teléfono, amortiguado pero insistente. Tomó las armas y corrió hacia la cocina.
Como antes, se trataba de un número desconocido.
«Sé quién es.»
No descolgó y se quedó mirando el aparato, que dejó de sonar.
«Sé quién es.»
El teléfono sonó de nuevo.
Tendió la mano hacia el auricular, pero se detuvo.
Un timbre. Dos timbres. Tres.
«La mayoría de los interlocutores corrientes lo dejarían correr. Dejarían un mensaje. Los teleoperadores no dejan que suene más de cuatro o cinco veces antes de decidir intentarlo más tarde.»
Seis timbres. Siete. Ocho.
«Cuando era pequeño, cuando la gente tenía el teléfono en la pared, como yo ahora en la cocina, o en la mesa, como yo ahora arriba, había modales telefónicos. Antes de los contestadores automáticos y los móviles con su opción ignorar y las videoconferencias, la tecnología de almacenamiento en la nube y todas las cosas modernas que damos por sentadas, se consideraba de buena educación dejar sonar el teléfono diez veces antes de colgar. No más. Ahora la gente se desanima antes de la cuarta.»
Nueve, diez, once, doce.
El teléfono siguió sonando.
Jeremy sonrió.
«Acabo de averiguar algo: es muy paciente.»
Pero entonces se le ocurrió una segunda cosa, y era escalofriante.
«¿Sabe que estoy aquí? ¿Cómo? No puede ser. Imposible... No, no es imposible.»
Contestó al decimotercer timbre. ¿Traería mala suerte?
—¿De quién es la culpa?
Esperaba aquella pregunta. Inspiró hondo y, gracias a sus años de experiencia, respondió sin vacilar:
—Es culpa mía, por supuesto. Sea lo que sea. Estar en desacuerdo con usted en este aspecto no tiene sentido. Ya no. Así que... ¿hay alguna probabilidad de que admitiéndolo, deshaciéndome en disculpas, entonando alguna forma de mea culpa en algún foro público, tal vez donando una suma a su obra benéfica favorita, pueda evitar ser asesinado?
Su pregunta, un poco apresurada, dicha con tono de conferenciante académico, era casi frívola, incluso un poco absurda. Había pensado mucho en el tono adecuado. Con cada decisión que tomaba se la jugaba. ¿Haría que su asesino actuara precipitadamente si sonaba impávido? ¿Dispondría de más tiempo, podría encontrar una forma de protegerse si sonaba acobardado, aterrado? Lo invadía un sinfín de contradicciones. ¿Qué alargaría el proceso del asesinato? ¿Qué le permitiría ganar tiempo? ¿Y qué pensaba hacer con el tiempo que ganara?
Si era eso lo que quería.
No lo sabía.
Aferrando el auricular, repasó rápidamente las opciones. Cada palabra que pronunciaba era una decisión.
En el escenario, un actor se convierte en una persona u otra, manifiesta exteriormente sus emociones al recitar su texto. «Método de actuación. Conviértete en lo que tienes que mostrar.»
Inspiró con fuerza.
«¿Qué dicen los jugadores de póquer?: Lo apuesto todo.»
Hubo una leve vacilación al otro lado de la línea y, después, una risa igualmente leve.
—Si le dijera que sí que hay alguna probabilidad, ¿cómo reaccionaría, doctor?
Jeremy temblaba. El miedo que sentía era profundo. Era como si pudiera notar la presencia de su verdugo en la habitación. La voz tenebrosa de aquel hombre borraba el sol de media mañana que entraba por las ventanas y el benévolo cielo azul. Hablar con el hombre resuelto a matarlo era un poco como sumirse en una penumbra que lo envolvía.
«No permitas que el terror se te note en la voz. Provócalo. A lo mejor comete un error.»
—Bueno —improvisó con cautela—, supongo que entonces podríamos mantener una conversación razonable sobre lo que querría que hiciera. A qué obras benéficas podría hacer las donaciones. Qué cosas podría hacer para enmendar la injusticia que se imagina que le he hecho. —Hizo una pausa y añadió—: Claro que esta conversación solo sería «razonable» si usted no es un obseso delirante casi psicótico, y si todas sus historias y amenazas no son simplemente fruto de su imaginación exaltada. Si es ese el caso, puedo recetarle ciertos medicamentos muy eficaces, y recomendarle un buen psicoterapeuta que lo ayude a superar estos problemas. —Lo dijo con la voz escueta, nada divertida, de un médico. «Veamos cómo reaccionas», pensó.
Otra pausa. Una breve carcajada. Una pregunta desconcertante:
—¿Cree que soy un psicótico, doctor?
—Podría serlo. Seguramente al límite, aunque logre ocultarlo en su voz. Me gustaría ayudarlo. —Jeremy sabía que esto lo sorprendería.
—¿Sabe qué, doctor? Me recuerda un poco a esos delincuentes de guante blanco que salen en las noticias, arrepentidos delante del juez y dispuestos a servir sopa a los indigentes para evitar ir a la cárcel por los millones que robaron y las vidas que destrozaron.
Jeremy se humedeció los labios. Se preguntó por qué los tendría tan secos.
—Yo no soy como ellos —contestó. «Flojo, flojo», se reprendió.
—¿De verdad? Interesante, doctor. Dígame, ¿cuál es el castigo adecuado para alguien que arruinó la vida de otra persona? ¿Qué se hace con una persona que robó todas las esperanzas y sueños, todas las ambiciones y oportunidades de otra persona? ¿Cuál es el castigo adecuado?
—Hay grados de culpabilidad. Hasta la ley lo reconoce. —«Has sonado impotente, demasiado comedido.»
—Pero no estamos en ningún juicio, ¿verdad, doctor?
—¿Estuvo en prisión por culpa de una valoración mía? —preguntó al ver, de repente, una oportunidad—. ¿Testifiqué en su contra en un juicio? ¿Cree que lo diagnostiqué mal? —Lamentó haber sido tan directo. Normalmente intentaría obtener las respuestas con más sutileza, pero era un interlocutor difícil.
—No. Sería demasiado sencillo. De todos modos, hasta un psicótico admitiría que usted estaba haciendo simplemente su trabajo.
—No lo haría —replicó Jeremy, muy concentrado, tratando de asimilar cada palabra del interlocutor para formarse una idea global. «No fue un juicio. ¿Qué otra cosa de tu profesión pudo ser?» Vio una respuesta: «La enseñanza.» Pero antes de poder seguir esta pista, su interlocutor soltó otra carcajada y dijo:
—Bueno, doctor, supongo que ahí tenemos la respuesta a su pregunta sobre si soy un psicótico.
«Te ha superado tácticamente. ¡Vamos, piensa!»
—Es interesante hablar con usted, doctor —añadió el hombre tras otra pausa—. Son curiosas, ¿verdad? Me refiero a las relaciones: padre e hijo, madre e hija, amantes, colegas, viejos amigos. Nuevos amigos. Cada una tiene sus cualidades especiales. Pero en nuestro caso estamos en un terreno muy delicado, ¿no cree? La relación entre un asesino y su víctima. Concede suma importancia a cada palabra.
«Hablando se parece a mí —pensó Jeremy—. Tira de este hilo.»
—Con sus demás víctimas, si es que las hay, ¿estableció una relación con ellas?
—¡Muy astuto, doctor! Intenta hacerme admitir que he matado antes. Eso podría ayudarlo a averiguar quién soy. No tendrá tanta suerte. Lo siento. Pero le diré algo: creo que en cada asesinato confluyen por lo menos dos aspectos: lo que motivó la necesidad de matar y el momento de la muerte. Diría que son ámbitos que usted ha explorado a lo largo de su carrera.
Jeremy no pudo evitar asentir.
—¿Habló con sus demás víctimas antes de matarlas? —preguntó.
—Con unas sí. Con otras no.
«Muy bien. Algo es algo —pensó Jeremy—. En ciertas situaciones el señor De la Culpa necesita una confrontación directa. En otras, vete a saber.»
—¿Qué situación le proporcionó más satisfacción? —siguió indagando.
Un resoplido.
—Todas fueron igual de satisfactorias. Solo que de distinta forma. Debería saberlo, doctor.
—¿Nos mata a todos del mismo modo?
—Buena pregunta, doctor. La policía, los fiscales, los profesores de Derecho penal, a todos les gustan las pautas. Les gusta ver relaciones obvias, ser capaces de reunir detalles. Prefieren los crímenes que se parecen un poco a esos dibujos con números para colorear que se dan a los niños. Colorea de azul el número diez. De rojo, el trece. De amarillo y verde, el dos y el doce. Y, de repente, lo que estás coloreando se ve claro. Creía que habría deducido que soy más listo que eso.
«Más listo que la mayoría de los asesinos que he conocido. ¿Qué me revela eso?»
—Siga intentándolo, doctor —añadió su interlocutor tras otra pausa—. Me gustan los retos. Hay que pensar con claridad si se quiere ser impreciso y preciso a la vez.
Jeremy imaginó una sonrisa en el rostro de aquel hombre.
—¿O sea que todo el mundo ha muerto de distinta forma?
—Ajá.
Se dio cuenta de que sujetaba el auricular con tanta fuerza que los nudillos le blanqueaban sobre el plástico negro. Supuso que aquella conversación era como conducir un coche descontrolado por una carretera helada colina abajo. Iba ganando velocidad, derrapando, intentando dominar el vehículo para que los neumáticos se agarraran de nuevo a la resbaladiza calzada mientras su cerebro procesaba cientos, tal vez miles de datos nuevos. La razón combatía con el pánico en su interior.
—¿Tenemos todos la misma culpa?
Fue evidente que su interlocutor había esperado esta pregunta porque respondió sin dudar:
—Sí. —Y pasado un instante añadió con tono casi amistoso—: Permita que le haga una pregunta, doctor. Supongamos que acepta ayudar a perpetrar un robo en una tienda de conveniencia o en una bodega con dos amigos suyos. Será un trabajo fácil. Ya sabe, esgrimir una pistola, vaciar la caja y largarse. Nada del otro mundo. Sucede todas las noches en algún lugar de Estados Unidos. Usted está fuera, al volante, con el motor en marcha, imaginando lo que hará con su parte del botín, cuando oye disparos y sus dos amigos salen corriendo. Enseguida se entera de que se asustaron y mataron al tendero. Su fácil atraco acaba de convertirse en asesinato. Conduce rápido, porque esa es su tarea, pero no lo suficiente, porque alza la vista y ve que los sigue la policía... —De nuevo, una breve carcajada—. Dígame, doctor, ¿es usted tan culpable como sus dos amigos?
Jeremy notó que se le secaba la garganta, pero se esforzó en procesar lo que oía.
—No —contestó.
—¿Está seguro? En la mayoría de estados, la ley no hace distinción entre usted, que esperaba en el coche, y su compinche que apretó el gatillo.
—Así es —admitió Jeremy—. Pero... —Se interrumpió al entender lo que el otro quería decir.
Eso lo sofocó y se quedó paralizado, como si todos sus conocimientos y años de experiencia estuvieran en estantes fuera de su alcance. De repente se sintió viejo. Echó un vistazo a sus armas.
«¿A quién quiero engañar?»
«No —se dijo—, lucha. Da igual lo viejo que te sientas. —Inspiró hondo—. ¿A qué viene ahora esta historia sobre un crimen normal y corriente?»
Sintió un impulso en su interior. «Eso ha sido un error. Puede que sea su primer error.» Inspiró hondo y trató de aprovecharlo.
—O sea, lo que me está diciendo es que, sin ser consciente de ello, conduje un coche al lugar de un crimen cometido por otras personas, y que esto me va a costar ahora la vida. No habría utilizado este ejemplo si no enmascarara de algún modo sus propios sentimientos. Interesante.
Esta vez captó la vacilación al otro lado de la línea. «Le ha tocado la fibra», pensó Jeremy. Insistió:
—Veo que lo que me está diciendo, señor De la Culpa, es que tendría que pensar en cosas a las que contribuí, no en algo que podría haber hecho exactamente. Es un reto algo difícil para mí. Verá, después de todo, estamos hablando de más de cinco décadas de experiencias. Si realmente quiere que comprenda lo que he hecho, tendrá que ayudarme un poco.
—Más ayuda de mi parte simplemente acelerará el proceso —aseguró el hombre tras un breve silencio.
Jeremy sonrió. Sintió una pizca de confianza.
—Eso es decisión suya. Pero, a mi entender, esta relación entre usted y yo solo le resultará satisfactoria si conozco el porqué que se oculta tras su anhelo.
«Touché», pensó.
Una fría respuesta:
—Creo que tiene razón, doctor. Pero a veces el conocimiento conlleva la muerte.
Jeremy se ahorró una respuesta de circunstancia.
El otro prosiguió. Su voz era grave, disimulada electrónicamente, pero cargada de tanto veneno que Jeremy casi se miró las manos en busca de las heridas que revelaran la mordedura de una serpiente de cascabel.
—La ética de la violencia es interesante, ¿no le parece, doctor? Casi tan interesante como la psicología del asesinato.
—Así es. —Aparte de estar de acuerdo, no supo qué decir.
—Esas son sus especialidades, ¿verdad?
—Sí. —De repente no encontraba las palabras.
—¿A que es aterrador que le digan a uno que va a ser asesinado?
«Sí. No mientas.»
—Pues sí. —Se le ocurrió una pregunta y la soltó—: ¿Reaccionaron todos los demás como yo?
—De nuevo, buena pregunta, doctor. Se lo diré de este modo: mi relación con cada muerte fue única.
Jeremy se estrujaba la cabeza para desentrañar la trama de la conversación. Como en un tapiz, un hilo no significaba nada por separado, pero todo en conjunto...
—¿Nos ha dicho a todos que iba a matarnos?
—No necesariamente.
—O sea que está hablando conmigo pero no habló con todos los demás antes de... hacer lo que hizo.
—Exacto. Pero al final todos acabaron igual. Teniendo una muerte de lo más personal.
—Ya, pero ¿no es así para todo el mundo? —replicó Jeremy, procurando mantener una voz monótona e impasible. El mismo tono que había usado en cientos de entrevistas con cientos de asesinos, pero que ahora parecía inútil—. Todos tenemos que morir algún día. —«Menuda obviedad.»
—Es cierto, doctor, aunque un poco tópico. Nos gusta la incertidumbre de la esperanza, ¿verdad? No sabemos cuándo vamos a morir. ¿Hoy? ¿Mañana? ¿En cinco años? ¿En diez? Vete a saber. Tememos el momento en que se fije una fecha, tanto si es en el corredor de la muerte como en la consulta del oncólogo, cuando examina los resultados de los últimos análisis que nos han hecho y frunce el ceño, porque tanto si estamos presos como si estamos enfermos, de repente se ha fijado una fecha. Nos encanta la certeza sobre muchas cosas, pero en lo tocante a nosotros mismos, y al momento en que vamos a morir, bueno, preferimos la incertidumbre. Verá, no estoy diciendo que no sea posible asumir la fecha de la propia muerte. Algunos pacientes y presos lo consiguen. La religión ayuda a algunas personas. Rodearse de amigos y familiares. Puede que hasta elaborar una lista de cosas que hacer antes de morir. Pero todas estas cosas simplemente ocultan la sensación que carcome por dentro, ¿no cree?
Jeremy sabía que tenía que responder, pero no pudo. «Bueno, de ahí procede mi miedo. En eso tiene razón.»
De repente se volvió y cogió el revólver de la mesa, como si pudiera consolarlo. Le pareció pesado y no estuvo seguro de tener suficiente fuerza para levantarlo y apuntar. Entonces se percató de que había olvidado recargarlo. Buscó alrededor la caja de municiones y vio que estaba al otro lado de la habitación, en una mesa a la que no podía llegar.
«Idiota.»
Pero no tuvo tiempo para reprenderse más.
—Cree que puede protegerse, doctor. Pero no puede. Contrate a un guardaespaldas. Vaya a la policía. Cuéntele sobre las amenazas. Estoy seguro de que se mostrará muy interesada... por un tiempo. Pero al final volverá a estar solo. Así que puede levantar una fortaleza o huir a algún lugar remoto. Intente así darse algo de esperanza. Aunque será una pérdida de tiempo, yo siempre estaré a su lado.
Jeremy se volvió de golpe. «¡Puede verme! —Sacudió la cabeza—. Imposible... O tal vez no.»
Nada era normal. Nada era como debería ser. Su propia respiración empezaba a ser superficial, agónica. «Me estoy muriendo —pensó—. Me está matando de miedo.»
El hombre interrumpió sus pensamientos.
—Me ha gustado hablar con usted, doctor. Es mucho más inteligente de lo que recordaba, y he dicho cosas que seguramente no tendría que haber dicho. Pero todo lo bueno tiene su final. Debería prepararse porque no le queda mucho tiempo. Un par de horas. O uno o dos días. Una semana, quizá. —Titubeó—. Tal vez un mes. Un año. Una década. Lo único que tiene que saber es que estoy en ello.
—Dígame qué coño cree que hice —soltó Jeremy con una voz aguda, casi afeminada.
Otro breve silencio antes de que su interlocutor respondiera:
—Tictac. Tictac. Tictac.
—¿Cuándo? —exclamó Jeremy, pero su pregunta se perdió en el tono de llamada. Había colgado.
 Fue casi como si aquel hombre fuera un fantasma o como si Jeremy hubiera sido el espectador lerdo e ingenuo de un truco de magia en Las Vegas. Puf. Desapareció.
—¿Oiga? —preguntó instintivamente—. ¿Oiga?
«Por qué» había desaparecido del vocabulario de Jeremy. «Se acabó —pensó—. No habrá más llamadas.»
Escuchó el tono de llamada. Aunque sabía que su asesino ya no estaba allí, repitió la que se había convertido en la única pregunta relevante:
—¿Cuándo? —Y una tercera vez, en voz muy baja, más para sí mismo que para el hombre que iba a matarlo—: ¿Cuándo?
            18

Uno, dos, tres, cuatro tonos...
—No contesta.
—Insiste.
—De acuerdo.
Cinco, seis, siete...
—No contesta. No estará en casa.
—Es raro que no salte el contestador automático. Sigue insistiendo.
Ocho, nueve, diez, once, doce...
—¿Dónde...? —empezó Moth.
—No creí que volviera a llamarme —dijo una voz crispada.
—¿Doctor Hogan?
Una pausa.
—Sí, yo mismo. ¿Quién llama?
Tono seco y cortante. Moth balbuceó su respuesta, desconcertado por la intensidad de la voz incorpórea.
—Me llamo Timothy Warner. Siento molestarlo en su casa pero es el número que he obtenido. Estoy buscando información sobre mi difunto tío, Ed Warner. Fue alumno suyo hace muchos años. Asistió al curso sobre Psiquiatría forense que usted impartía.
Otra pausa. El silencio inundó la línea, pero era la clase de silencio cargado de un ruido encubierto, explosivo. Moth esperó. Pensó que tendría que decir algo, pero el doctor Hogan habló despacio:
—Y ahora está muerto.
—Sí —soltó Moth. Solo un monosílabo, pero que expresaba tanta sorpresa que Andy Candy, que lo estaba mirando, supuso que había oído algo espeluznante. Pareció paralizársele la expresión.
—No es culpa mía —dijo despacio Jeremy Hogan—. Nada de ello fue culpa mía. Por lo menos eso creo. Pero, al parecer, lo fue. Fuera lo que fuese.
«Culpa mía» hizo que Moth se pusiera tenso. Se le secó la garganta y movió la mano como alguien que quiere tocar algo fuera de su alcance. Miró a Andy Candy y asintió, indicándole algo, y ella se inclinó hacia delante con el pulso acelerado.
—¿Recuerda a mi tío?
—No —respondió Jeremy Hogan—. Quizá debería, pero no lo recuerdo. Demasiadas clases, demasiados alumnos, demasiados cursos, recomendaciones, exámenes y conferencias. Después de tantos años, todas las caras se mezclan. Lo siento.
—Se convirtió en un terapeuta muy bueno.
—No es mi especialidad. Mire, joven, ¿qué hizo? ¿De qué era culpable?
Era una pregunta apremiante.
—No lo sé —contestó Moth—. Eso es lo que estoy intentando averiguar.
—Y su muerte —preguntó el viejo psiquiatra—. ¿Qué puede decirme de su muerte?
—Se suicidó, o, por lo menos, eso cree la policía —explicó Moth, hablando deprisa.
—Sí, lo sé. En Miami. Leí el periódico.
—¿Y eso, doctor?
—Alguien me dijo que leyera su necrológica.
—Disculpe. Alguien se lo dijo. ¿Quién?
Hogan vaciló. En una situación ya de por sí extraña, la llamada del sobrino de un psiquiatra recientemente muerto parecía encajar a la perfección.
—No lo sé exactamente —dijo despacio.
A Moth le quemó el auricular.
—Mi tío... —empezó, pero fue al grano—: Creo que no fue un suicidio. Creo que lo mataron.
—¿Que lo mataron?
—Que lo asesinaron.
—Pero el periódico ponía que...
—El periódico se equivocaba.
—¿Cómo lo sabe?
—Conocía a mi tío. —Moth lo dijo con una convicción que excluía cualquier duda.
—Pero la policía cree...
—También cree que fue un suicidio. Todo el mundo lo cree. Es el veredicto oficial. Pero yo digo que fue simulado.
Otra pausa.
—Ya —dijo Jeremy Hogan con cautela. Estaba estableciendo conexiones mentales. El suicidio no tenía mucho sentido. El asesinato lo tenía todo—. Eso aclararía significativamente las cosas. Creo que tiene razón.
Moth no supo qué decir a continuación. Las preguntas lo asfixiaban como unas manos que lo estrangulasen. Necesitaba hacer preguntas, pero no lograba pronunciar las palabras. Varias personas le habían sugerido que seguía la pista correcta, pero ninguna que tuviera pruebas ni autoridad. Pero esta persona era diferente. Tenía un peso considerable.
—Tal vez tendríamos que hablar en persona —añadió Jeremy Hogan. Su voz había cambiado, de repente reflexiva, suave y casi pesarosa—. No sé qué compartimos su tío y yo, pero había algo que nos relacionaba. ¿Podría venir a verme? Tendrá que darse prisa, porque yo también estoy esperando a que me asesinen.
Apenas dijo nada a su madre, pero dedicó tiempo a acariciar unas orejas perrunas y rascar cariñosamente unos pescuezos perrunos. Después se fue a su cuarto y metió ropa interior limpia y diversos artículos de tocador en una maleta pequeña. No sabía cuánto tiempo estaría fuera. Sacó del armario unos vaqueros, unos suéteres y un abrigo. No era como hacer el equipaje para ir a la facultad, ni para unas vacaciones. No tenía ni idea de qué debería llevar para una entrevista sobre asesinatos.
—¿Vas a alguna parte?
—Sí. Con Moth. No estaremos mucho tiempo fuera.
—¿Andy, estás segura...?
—Sí —la cortó.
Sabía que tendría que decirle mucho más, pero todos los aspectos de su repentino viaje al norte suponían una conversación más larga y difícil de la que estaba dispuesta a mantener. Así que adoptó el tono seco y lacónico de la adolescencia que llevaba años sin usar y que excluía a su madre de sus asuntos. Por un instante se preguntó quién era la verdadera Andy Candy. «¿Quién eres?» era la pregunta más habitual en las personas de su edad. La respuesta, sin embargo, era complicada. Contenta, triste, obsesionada; repasó todos los cambios que había experimentado con tanta rapidez las últimas semanas. La Andy Candy extrovertida, simpática, de risa fácil y deseosa de participar en todo tipo de actividades estaba ahora recluida. La nueva Andy Candy era terriblemente reservada y no estaba nada dispuesta a dar detalles.
—Bueno, dime al menos adónde vas —pidió su madre, exasperada.
—A Nueva Jersey.
—¿Nueva Jersey? —repitió su madre tras un leve titubeo—. ¿Para qué?
—Vamos a ver a un psiquiatra. —«Una mentira envuelta en una verdad», pensó.
—¿Por qué tienes que ir tan lejos a ver a un psiquiatra? —soltó su madre tras una nueva vacilación. Había muchos psiquiatras en Miami.
—Porque es la única persona que puede ayudarnos.
Su madre no formuló ni Andy ofreció una respuesta a la pregunta obvia: «¿Ayudaros en qué?»
            19

Una cuarta conversación. Muy breve            La clave de todos sus crímenes era aparentemente sencilla: carecían de una firma reconocible.
La muerte de Ed Warner había sido un rompecabezas planeado con gran inteligencia. Había tenido claro que necesitaba encontrar una forma de sentarse frente a él para charlar, y eso requería una estrategia prudente. Había acudido a una sesión de terapia corriente. La única diferencia había sido que había sustituido el apretón de manos final por un disparo a corta distancia, una idea que había tomado de una película de hacía cuarenta años, Los tres días del cóndor, protagonizada por Robert Redford, Faye Dunaway y Max von Sydow. Imaginaba que ningún policía actual, ni siquiera uno al que le gustaran los filmes de intriga ligeramente anticuados, la habría visto. Pero Jeremy Hogan planteaba otros problemas.
«Le dije demasiado y no es idiota. Pero no estará seguro del siguiente paso que tendría que dar. Actúa antes de que pueda hacerlo él.»
Un Winchester modelo 70, calibre .30-06. Unos tres kilos y medio de peso.
Cinco balas de 1,80 gramos de munición.
Mira telescópica Leupold 12X.
Alcance máximo: 900 metros.
Este sería un extraordinario disparo de un francotirador militar, en el que tendría que compensar el viento, las condiciones ambientales, la humedad y la trayectoria parabólica de la bala sobre el terreno.
Alcance excepcional: 180 a 360 metros.
Este sería digno de un cazador de caza mayor muy hábil y experto. Un disparo del que alardear.
Alcance normal: 20 a 45 metros.
Este sería el de un dominguero belicoso que se ufana de sus imaginarias proezas cazadoras y se considera un descendiente de Davy Crockett, armado con un equipo caro que utiliza acaso un par de veces al año y pasa el resto del tiempo encerrado en un armario.
El viejo psiquiatra era el último nombre de su lista, su punto final. No sabía si de verdad sería su punto final. Tenía miedo de haber llegado tan lejos después de tantos años para quedarse emocionalmente corto.
«Este es el mayor peligro —se dijo—. No una detención, un juicio y una condena a muerte. Sería mucho peor fracasar después de haber llegado tan lejos.»
—Es extraño que un asesino piense así —dijo en voz alta, dando vueltas a esta idea.
La única respuesta estaba en el último acto.
Volvió a la ingente tarea de prepararlo todo. Talego. Ropa de camuflaje, incluido un traje de camuflaje cuidadosamente preparado que rivalizaría con el de las Fuerzas Especiales. Botas con suela de gofre una talla más pequeña, pero les había hecho un corte en la puntera para que los dedos tuvieran más espacio. Mochila con linterna, una pala plegable, una botella de agua y una barrita energética. Había transportado todos estos objetos de su caravana estática en Western Massachusetts, donde no llamaban tanto la atención como en la ciudad de Nueva York.
El estudiante 5 cogió un plano dibujado a mano del interior de la casa de Jeremy Hogan junto con una lista detallada de los hábitos diarios del psiquiatra. «¿Sabe que va al baño a la misma hora todas las mañanas? —se preguntó—. ¿Es consciente de que se sienta en la misma silla del salón a leer o a ver los pocos programas de televisión que le gustan? Comedias dramáticas británicas emitidas por la televisión pública, naturalmente. También adopta la misma postura al sentarse ante su escritorio, y el mismo lugar en la mesa del comedor cuando toma la comida calentada en el microondas. ¿Se percata de ello? ¿Tiene alguna idea de lo regulares que son sus hábitos? Si la tuviera, podría salvarse. Pero no la tiene.»
Cada hábito era una posible ocasión para matarlo. El estudiante 5 los había examinado todos desde este punto de vista.
Cuchillo de caza. Móvil desechable. Comprobó de nuevo el boletín meteorológico, examinó la localización GPS que había establecido, repasó por tercera vez la hora en que el sol se ponía y calculó los escasos minutos de luz de que dispondría entre la muerte y la total oscuridad.
«Como cualquier buen cazador», pensó.
Usó un viejo truco para cazar venado fuera de temporada: una piedra de sal colocada una semana antes en un pequeño claro del bosque. Se había adentrado en una zona boscosa, a poco más de kilómetro y medio de la casa de Jeremy Hogan, por un terreno accidentado pero accesible. Era primera hora de la tarde, pero el frío húmedo le atravesaba la ropa, aunque una vez que empezara a moverse entraría enseguida en calor. Permaneció inmóvil, en la dirección del viento desde la piedra de sal, camuflado, con el rifle apoyado en la mejilla y el cañón sobre un árbol caído para estabilizar su disparo. De vez en cuando, jugueteaba con los tornillos de ajuste de la mira telescópica para asegurarse de que la imagen fuera clara y de que el retículo en cruz estuviera perfectamente alineado.
Aquel día tuvo suerte. Había pasado una hora y media cuando vio el primer movimiento entre las frondosas ramas.
Cambió ligeramente el peso de lado y se preparó.
Una cierva solitaria.
Sonrió. «Perfecto.»
El animal avanzó cautelosamente hacia el claro, levantando la cabeza para captar olores o sonidos, alerta ante posibles amenazas pero ajeno a que el estudiante 5 lo estaba apuntando.
Los recuerdos de uno de sus crímenes lo distrajeron y se obligó a concentrarse en la cierva, que se dirigía vacilante hacia la piedra de sal.
—Quiero ayudarte —había dicho Ed Warner.
—Perdiste tu oportunidad. Necesitaba ayuda cuando éramos jóvenes. No ahora.
—No —había insistido el psiquiatra con voz tensa—, nunca es demasiado tarde.
—Dime, Ed —había replicado el estudiante 5—, ¿cómo explicarás esto? ¿Cómo afectará a tus pacientes que se sepa que fuiste incapaz de impedir que un viejo amigo se matara ante tus narices? —Una magnífica mentira que se había inventado.
Entonces se había levantado, con la pistola en su propia sien, como si fuera a dispararse. Había sido una actuación convincente. Sabía que Ed Warner interpretaría su lenguaje corporal, oiría la tensión ronca en su voz, y la imagen mental que se formaría sería la de que su excompañero de clase quería matarse delante de él en aquel instante, tal como había dicho. Un drama shakespeariano. O quizá de Tennessee Williams. El estudiante 5 había rodeado el escritorio para acercarse a su objetivo. Había ensayado mil veces los movimientos necesarios: dedo en el gatillo ligeramente y, de repente, antes de que el psiquiatra pudiera percatarse de lo que estaba ocurriendo realmente, poner el arma directamente en la sien de Warner.
Un disparo en la cabeza.
Apretar el gatillo.
Y disparar.
Fijó el retículo en cruz en el pecho del animal. Imaginó que podía ver cómo se movía arriba y abajo con cada respiración titubeante. El animal recelaba. Estaba asustado. Y tenía razón para estarlo.
Un disparo al corazón.
Apretar el gatillo.
Y disparar.
El cuerpo del ciervo todavía estaba caliente, y un hilo de sangre le resbaló por la chaqueta. «Cerca de treinta kilos —calculó—. Difícil. No imposible. Te entrenaste para este momento.»
Antes de cargarse al hombro el cuerpo, el estudiante 5 utilizó una pequeña pala plegable para tapar los restos de la piedra de sal. Después se dirigió hacia la casa de Jeremy Hogan por el bosque, siguiendo una senda que había recorrido varias veces cargado con una mochila pesada para simular un ciervo muerto, para practicar. La luz empezaba a palidecer y menguar, pero creía que le quedaba la suficiente. Sería justo, pero posible.
Se recordó que matar era así. Jamás era exactamente tan prolijo como uno esperaba ni tan burdo como uno temía.
El rifle en bandolera le rebotaba incómodamente en el trasero mientras avanzaba con dificultad entre matorrales y ramas caídas. Deseó haberse comprado un machete para apartar los arbustos enmarañados, pero tampoco quería dejar marcado un sendero en el bosque que un criminalista experto pudiera identificar. Sabía que estaba dejando huellas, pero las botas de otra talla, por más apretadas que le quedaran y dolorosas que fueran, dejaban pisadas que parecían desordenadas y erráticas. Esto era muy importante.
Unos nubarrones grises que amenazaban con descargar conferían al cielo una tonalidad plomiza. Eso le iba como anillo al dedo. La lluvia acabaría de cubrir cualquier indicio de su presencia.
Una rama espinosa le tiró de una pernera.
Resoplaba. Esfuerzo. Peso. Excitación. Expectativa. Se dijo que debía ir más despacio, con cuidado. Se estaba acercando.
Cuando el estudiante 5 vio el lugar que había elegido, se obligó a dar pasos vacilantes. No debía hacer ningún movimiento brusco que llamara la atención.
Avanzó sigilosamente hasta el linde mismo del bosque.
No apartaba los ojos de la casa de Jeremy Hogan, a unos cuarenta metros de un césped mal cuidado desde el borde del bosque.
«Está allí. Allí dentro, esperando, pero no sabe lo cerca que estoy.»
El estudiante 5 se descargó el cadáver de la cierva de los hombros en el lugar donde crecía el último árbol antes de que la civilización y el césped se apoderaran del terreno.
El animal hizo un ruido sordo al caer contra la tierra blanda.
Se agazapó para asegurarse de que el cuerpo estuviera tal como cuando él le había disparado. «Una cierva que cayó muerta. No una cierva dispuesta cuidadosamente.»
Sin incorporarse, retrocedió como un cangrejo para alejarse del animal, sin perder la línea de visión, y dejando que los matorrales y el follaje lo ocultaran. Reculó así unos veinte metros en el bosque hasta un viejo roble. A la altura de su hombro había una muesca donde se había roto una rama. La posición de disparo perfecta.
El bosque que tenía delante formaba una especie de ventana que daba directamente a la casa. No había ramas aisladas que pudieran desviar el disparo ligerísimamente y hacerlo fallar. La cierva en el suelo estaba en la trayectoria directa que seguiría su bala.
Levantó el rifle y acercó el ojo a la mira telescópica.
Vaciló al preguntarse qué vería la policía.
Una respuesta sencilla: «Un asesinato que no lo es.»
Tomó el móvil desechable.
Estaba tan concentrado que no oyó el coche que llegaba a la parte delantera de la casa, y desde donde estaba situado no podía verlo.
Jeremy Hogan estaba sentado a su escritorio, tomando febrilmente notas en un bloc. Cada fragmento de conversación, cada impresión, cualquier cosa que pudiera ayudarle a averiguar quién podría ser el señor De la Culpa. Garabateaba frases desorganizadas y apresuradas, carentes de toda la precisión científica que había desarrollado a lo largo de los años. Como no tenía idea de qué podría ayudarlo, vertía en las páginas cualquier idea y observación al azar.
Solo alzó la vista cuando oyó acercarse el coche por el camino de entrada.
—Son ellos. Tienen que serlo —se dijo en voz alta.
Miró por la ventana y vio a una pareja joven salir de un anodino automóvil de alquiler.
—¡Qué guapa es! —susurró sonriente. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había recibido en su casa a una muchacha tan atractiva como la que ahora recorría el camino de entrada. Tuvo la extraña sensación de que aquella joven era demasiado bonita para hablar de asesinatos.
Con el bloc en la mano, se levantó y fue a la puerta principal.
Ni Andy Candy ni Moth sabían qué esperar cuando la puerta se abrió. Vieron a un hombre alto, larguirucho, de pelo canoso, que parecía contento y nervioso a la vez cuando se saludaron.
—Timothy, Andrea, encantado de conoceros, aunque me temo que las circunstancias son problemáticas —dijo rápidamente Jeremy Hogan. Hizo un gesto con la mano para que entraran.
—Tiene una casa muy bonita —comentó Andy Candy con educación tras un momento algo embarazoso.
—Pero lamentablemente solitaria y aislada. Ahora vivo solo. —Miró a Moth, que se movió intranquilo—. Supongo que será mejor que vayamos al grano —prosiguió. Levantó el bloc lleno de notas—. He intentado organizarme para que tuviéramos por dónde empezar. Disculpad si resulta demasiado confuso. Vayamos al salón. —En ese momento sonó el teléfono.
Jeremy se detuvo con una ligera mueca.
—Me ha llamado —explicó—. Varias veces. Pero no creo que vuelva a hacerlo. En nuestra última conversación... —Se le apagó la voz mientras el teléfono seguía sonando. El anciano se volvió hacia los dos jóvenes—. Es curioso. ¿No os parece irónico? Cuando suena el teléfono, o es un asesino o es alguien que recauda fondos para una buena causa más.
Entregó sus notas a Andy Candy.
—Esperad un momento —pidió y los dejó en la entrada.
Vieron que entraba en la cocina y miraba el identificador de llamadas del teléfono, que rezaba: NÚMERO DESCONOCIDO. Aunque su primera reacción fue no contestar, al final lo hizo.
El estudiante 5 apuntó.
Oyó la voz de Jeremy: «¿Sí?»
Ya no había necesidad de seguir disimulando la voz con un dispositivo electrónico. Quería que su víctima la oyera como era realmente.
—Escuche atentamente, doctor —dijo despacio.
Jeremy soltó un grito ahogado. Sorprendido, se quedó paralizado.
En el retículo en cruz de la mira telescópica, el estudiante 5 veía la espalda de Jeremy. Hizo unos ligeros ajustes con el móvil pegado a la oreja y el dedo acariciando el gatillo.
—Una lección de historia. Solo para usted. —Jeremy no contestó, algo con lo que había contado—. Hace un par de décadas, cuatro alumnos fueron a verlo para que los ayudara a que el quinto miembro de su grupo de estudio fuera expulsado de la Facultad de Medicina porque creían que estaba peligrosamente loco y que ponía en peligro sus carreras. Querían que lo sacrificara para poder seguir adelante. Usted hizo lo que le pedían. Fue quien lo hizo posible. Quien lo facilitó. Yo fui la persona que sufrió. Me costó todo lo que tenía. ¿Qué cree que debería costarle a usted?
Jeremy balbuceó sonidos atropellados, ininteligibles. La única palabra que alcanzó a pronunciar con cierto sentido fue: «Pero...»
—¿Qué debería costarle, doctor? —El estudiante 5 sabía que Jeremy no respondería. Había pensado mucho en lo que diría. La pregunta final tenía un objetivo concreto: mantendría al psiquiatra en su sitio, confundido, vacilante.
—Lleva una bonita camisa azul, doctor.
—¿Qué? —preguntó Jeremy, confundido.
«Menuda palabra tonta para ser la última que pronuncia», pensó el estudiante 5. Dejó caer el móvil al suelo, a sus pies, colocó bien la mano izquierda en el rifle. Inspiró una vez, contuvo el aliento y apretó suavemente el gatillo.
Un retroceso familiar.
Una neblina roja.
La idea que le vino inmediatamente a la cabeza fue: «Después de tantos años, por fin soy libre.»
Lo único que le sorprendió fue el repentino grito desgarrador que siguió al disparo, cuando tendría que haberse producido un profundo silencio empañado únicamente por el eco de la detonación difuminándose. Este ruido inesperado le preocupó, pero conservó la disciplina interna, por lo que recogió el móvil, echó un vistazo rápido en derredor para comprobar que no dejaba ningún rastro de su presencia e inició el camino de vuelta por el bosque cada vez más oscuro. Una convicción acompañó sus primeros pasos: «Se acabó. Se acabó.» Los siguientes estuvieron marcados por la letra de una canción de Bob Dylan que susurró con brío: «It’s all over now, baby blue.»
            Y dos últimas palabras estimularon su paso rápido: «Por fin.»