Publicada en 1864, Memorias del subsuelo se propone como un ácido cuestionamiento a las ideas más caras a la intelligentsia rusa de la época. En esta novela el autor marca las continuidades que hay entre el humanitarismo liberal de 1840, impotente para actuar sobre la realidad, y el materialismo utópico, cada vez más proclive a la acción política, que empezó a circular en Rusia en la década de 1860. Desarrollando hasta la hipérbole los postulados de la nueva tendencia racionalista, el narrador de las Memorias no hace más que demostrar las inconsecuencias de estas ideas que se proponían como superación de las contradicciones de la generación anterior.
De ese modo, toda la novela puede leerse como una gran parodia del concepto de `hombre nuevo` postulado por el escritor radical Chernishevski en su novela ¿Qué hacer? Para Dostoievski, más allá de todas las previsiones racionales, siempre subsiste en la naturaleza humana un elemento irracional imposible de reducir a conceptos programáticos.
I
Soy un enfermo. Soy un malvado.
Soy un hombre desagradable. Creo que padezco del hígado. Pero no sé
absolutamente nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde
me duele.
Ni me cuido ni me he cuidado
nunca, pese a la consideración que me inspiran la medicina y los médicos.
Además, soy extremadamente supersticioso... lo suficiente para sentir respeto
por la medicina. (Soy un hombre instruido. Podría, pues, no ser supersticioso.
Pero lo soy.) Si no me cuido, es, evidentemente, por pura maldad. Ustedes
seguramente no lo comprenderán; yo sí que lo comprendo. Claro que no puedo
explicarles a quién hago daño al obrar con tanta maldad. Sé muy bien que no se
lo hago a los médicos al no permitir que me cuiden. Me perjudico sólo a mí
mismo; lo comprendo mejor que nadie. Por eso sé que si no me cuido es por
maldad. Estoy enfermo del hígado. ¡Me alegro! Y si me pongo peor, me alegraré más
todavía.
Hace ya mucho tiempo que vivo
así; veinte años poco más o menos. Ahora tengo cuarenta. He sido funcionario,
pero dimití. Fui funcionario odioso. Era grosero y me complacía serlo. Ésta era
mi compensación, ya que no tomaba propinas. (Esta broma no tiene ninguna gracia
pero no la suprimiré. La he escrito creyendo que resultaría ingeniosa, y no la
quiero tachar, porque evidencia mi deseo de zaherir.) Cuando alguien se
acercaba a mi mesa en demanda de alguna información, yo rechinaba los dientes y
sentía una voluptuosidad indecible si conseguía mortificarlo. Lo lograba casi
siempre. Eran, por regla general, personas tímidas, timoratas. ¡Pedigüeños al
fin y al cabo! Pero también había a veces entre ellos hombres presuntuosos,
fanfarrones. Yo detestaba especialmente a cierto oficial. Él no quería
someterse, e iba arrastrando su gran sable de una manera odiosa. Durante un año
y medio luché contra él y su sable, y finalmente salí victorioso; dejó de
fanfarronear. Esto ocurría en la época de mi juventud.
Pero ¿saben ustedes, caballeros,
lo que excitaba sobre todo mi cólera, lo que la hacía particularmente vil y
estúpida? Pues era que advertía, avergonzado, en el momento mismo en que mi
bilis se derramaba con más violencia, que yo no era un hombre malo en el fondo,
que no era ni siquiera un hombre amargado, sino que simplemente me gustaba
asustar a los gorriones. Tengo espuma en la boca; pero tráiganme ustedes una
muñeca, ofrézcanme una taza de té bien azucarado, y verán cómo me calmo;
incluso tal vez me enternezca. Verdad es que después me morderé los puños de
rabia y que durante algunos meses la vergüenza me quitará el sueño. Sí, así soy
yo.
He mentido al decir que fui un
funcionario perverso. He mentido por despecho. Yo trataba, simplemente, de
distraerme con aquellos peticionarios y aquel oficial, y jamás conseguí llegar
a ser realmente malo. Me daba perfecta cuenta de que existían en mí gran número
de elementos diversos que se oponían a ello violentamente. Los sentía
hormiguear dentro de mi ser, por decirlo así. Sabía que estaban siempre en mi
interior y que aspiraban a exteriorizarse, pero yo no los dejaba salir; no, no
les permitía evadirse. Me atormentaban hasta la vergüenza, hasta la convulsión.
¡Oh, qué cansado, qué harto estaba de ellos!
Pero ¿no les parece, señores,
que estoy adoptando ante ustedes una actitud de arrepentimiento por un crimen
que no sé cuál es? Estoy seguro de que ustedes imaginan... No obstante, les
advierto que me es indiferente que se lo imaginen o no.
No he conseguido nada, ni
siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso; ni un
canalla, ni un héroe..., ni siquiera un mísero insecto. Y ahora termino mi
existencia en mi rincón, donde trato lamentablemente de consolarme (aunque sin
éxito) diciéndome que un hombre inteligente no consigue nunca llegar a ser nada
y que sólo el imbécil triunfa. Sí, señores, el hombre del siglo XIX tiene el
deber de estar esencialmente despojado de carácter; está moralmente obligado a
ello. El hombre de carácter, el hombre de acción, es un ser de espíritu
mediocre. Tal es el convencimiento que he adquirido en mis cuarenta años de
existencia.
Sí, tengo cuarenta años...
Cuarenta años son toda una vida; son... una verdadera vejez. Vivir más de
cuarenta años es una inconveniencia, algo inmoral y vil. ¿Quién vive después de
cumplir cuarenta años? ¡Respondan sinceramente, honradamente! Voy a decírselo a
ustedes: los imbéciles y los bribones. Sí, ésos son los que viven más de
cuarenta años. ¡Se lo diré en la cara a todos los viejos, a todos esos
respetables viejos de rizos plateados y perfumados! Lo proclamaré ante el
universo entero. Tengo derecho a hablar así porque yo viviré hasta los sesenta,
hasta los setenta, hasta los ochenta años!... ¡Esperen! ¡Déjenme recobrar el
aliento!
Ustedes se imaginan seguramente
que mi propósito es hacerles reír. Pues no; se equivocan en esto, como en todo
lo demás. No soy en modo alguno tan alegre como sin duda les parezco. Por otra
parte, si, irritados por toda esta palabrería (porque ustedes están irritados;
lo veo), me pregunta qué soy en fin de cuentas, les responderé: soy un asesor
de colegio. Ingresé en la Administración para poder comer (únicamente para
eso), y el año pasado, cuando un pariente lejano me legó seis mil rublos,
dimití al punto y me enterré en mi rincón. Hacía ya mucho tiempo que estaba
aquí, pero ahora me he instalado definitivamente. La habitación que ocupo está
en los confines de la ciudad y es fea, destartalada. Mi criada es una vieja
campesina, malvada por falta de inteligencia. Además, huele mal. Me dicen que
el clima de Petersburgo me perjudica, que la vida aquí es muy cara, e ínfimos
los recursos de que dispongo. Lo sé; lo sé mucho mejor que todos esos sabios
donadores de consejos. Pero me quedo en Petersburgo. No me iré de Petersburgo
porque... Bueno, ¿qué importa que me marche o no?
Sin embargo ¿de qué puede hablar
un hombre honrado con más placer?
Respuesta: de sí mismo. ¡Por lo
tanto, voy a hablarles de mí mismo!
II
Ahora voy a contarles, señores
(quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser un
insecto. Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado
convertirme en un insecto, pero no se me ha juzgado digno de ello.
Una conciencia demasiado
clarividente es (se lo aseguro a ustedes) una enfermedad, una verdadera
enfermedad. Una conciencia ordinaria nos bastaría y sobraría para nuestra vida
común; sí, una conciencia ordinaria, es decir, una porción igual a la mitad, a
la cuarta parte de la conciencia que posee el hombre cultivado de nuestro siglo
XIX y que, para desgracia suya, reside en Petersburgo, la más abstracta, la más
«premeditada» de las ciudades existentes en la Tierra (pues hay ciudades
«premeditadas» y ciudades que no lo son). Se tendría, por ejemplo, más que de
sobra con esa cantidad de conciencia que poseen los hombres llamados sinceros,
espontáneos y también hombres de acción.
Ustedes se imaginan (apostaría
cualquier cosa) que escribo todo esto por darme importancia, por burlarme de
los hombres de acción, por darme tono a la manera del fatuo que arrastraba el
sable y del que les he hablado hace un momento, pero eso sería de muy mal
gusto. Pues ¿quién puede pensar, señores, en vanagloriarse de sus enfermedades
y utilizarlas como pretexto para darse tono?
Pero ¿qué digo? Todo el mundo
obra así. Precisamente de sus enfermedades extraen la gloria. Y eso hago yo,
probablemente aún más que nadie... En fin, no hablemos más del asunto: mi
objeción es estúpida.
Sin embargo (estoy firmemente
convencido de ello), la conciencia, toda conciencia es una enfermedad. Lo
mantengo. Pero dejemos esto por ahora. Respóndanme a esto: ¿cómo es que
siempre, en el preciso instante -como hecho adrede- que me sentía más capaz de
apreciar todos los matices de lo bello, de lo sublime, como se decía en nuestra
patria hace poco, se me ocurría no sólo pensar, sino hacer cosas tan
inconvenientes? Eran actos que todos realizan con oportunidad, pero que yo
cometía precisamente cuando me daba perfecta cuenta de que había que abstenerse
de ejecutarlos. Cuanto más clara conciencia tenía del bien y de todas las cosas
«bellas y sublimes», tanto más me hundía en mi cieno y tanto más capaz me
sentía de sepultarme en él definitivamente. Pero lo más notable es que este
desacuerdo no parecía un hecho fortuito, dependiente de las circunstancias,
sino algo que ocurría del modo más natural. Se diría que éste era mi estado
normal, y en modo alguno una enfermedad o un vicio; tanto, que finalmente perdí
todo deseo de luchar. En resumen, que casi admito (y tal vez sin «casi») que
aquél era el estado normal de mi espíritu. Pero, al principio, ¡cuánto sufrí en
esta lucha! No creía que los demás pudiesen estar en el mismo caso, y a lo
largo de toda mi vida he mantenido en secreto este rasgo de mi carácter. Me
avergonzaba de él (es posible que me avergüence todavía). Tan lejos iba en
esto, que experimentaba una especie de placer secreto, vil, anormal, al volver
a mi casa, a mi agujero, en una de las turbias e ingratas noches
petersburguesas, y decirme que otra vez había cometido una villanía aquel día y
que sería imposible repararla. Entonces me roía interiormente. Me roía, me
desgarraba a dentelladas, bebía largamente mi amargura, me saciaba de ella de
tal modo, que al fin experimentaba una especie de debilidad vergonzosa,
maldita, en la que saboreaba una verdadera voluptuosidad. ¡Sí, lo repito: una
verdadera voluptuosidad! He sacado a relucir esta cuestión porque deseo saber
si otros conocen semejantes voluptuosidades.
Me explicaré. La voluptuosidad
procedía, en este caso, de que me daba clara cuenta de mi humillación, la cual
procedía del convencimiento de haber llegado al límite. «Tu situación es
abominable -me decía a mí mismo-, pero no puede ser otra; no tienes ninguna
salida; no podrás cambiar nunca, porque, aunque tuvieras el tiempo y la fe
necesarios para ello, no querrías convertirte en otro hombre. Por otra parte,
aunque quisieras cambiar, no podrías. ¿En qué otra cosa te transformarías?
¡Quizá no hay ninguna!»
Pero lo esencial- y esto pone
fin a la cuestión- es que todo se realiza de acuerdo con las leyes
fundamentales y normales de la conciencia refinada, y mana de ella
directamente, tanto, que es por completo imposible no sólo cambiar, sino,
generalmente, reaccionar de algún modo. La conciencia refinada nos dice, por
ejemplo: «Tienes razón, eres un canalla». Pero el hecho de que yo pueda
comprobar mi propia condición canallesca no me consuela lo más mínimo de ser un
canalla. ¡En fin, basta ya! ¡Cuántas palabras, Dios mío! Pero ¿qué he
explicado? ¿De dónde proviene esa voluptuosidad? Sin embargo, me interesa
explicarlo todo. Iré hasta el fin. Para eso he tomado la pluma...
Empezaré por decir que tengo un
amor propio tremendo, que soy tan desconfiado y susceptible como un jorobado,
como un enano. Pero, verdaderamente, ha habido momentos en mi existencia en los
que, si me hubiesen dado una bofetada, me habría sentido quizá muy dichoso.
Hablo en serio; habría podido encontrar en ello cierto placer..., el placer de
la desesperación, desde luego. Pues la desesperación oculta la voluptuosidad
más ardiente, sobre todo cuando la situación aparece sin salida. Sin embargo,
en el caso de la bofetada, ¡qué sensación de aplastamiento se experimenta!
Pero lo principal es que siempre
resulta que soy yo el culpable, sea cual fuere el lado desde el que examinen
las cosas, y es más: culpable sin serlo, por lo menos, de acuerdo con las leyes
de la naturaleza. Soy culpable, ante todo, porque soy más inteligente que
cuantos me rodean (siempre me he considerado más inteligente que las personas
que me rodeaban, e incluso -¡fíjense ustedes!- mi sensación de superioridad me
confunde hasta el punto de que miro a la gente de reojo, por no poder mirarla
cara a cara). Soy culpable, además, porque, aún cuando me hubiese sentido
generoso, el convencimiento de que esto era inútil sólo habría servido para
atormentarme más. Desde luego, no habría adelantado nada. No habría podido
perdonar, porque el agresor me habría golpeado seguramente, de acuerdo con las
leyes de la naturaleza, las cuales no se preocupan por nuestro perdón. Además,
me habría sido imposible olvidar, porque el insulto, por natural que sea,
siempre es un insulto. En fin, si renunciaba a ser generoso y pretendía, por el
contrario, vengarme del agresor, no podía cumplir este propósito, porque me era
imposible decidirme a obrar, aún teniendo la facultad de hacerlo.
Pero ¿por qué? Sobre esto
quisiera decirles a ustedes unas palabras.
III
¿Cómo ocurren las cosas en los
que son capaces de defenderse y algunos incluso de vengarse?
Cuando el deseo de venganza se
apodera de ellos, no hay espacio en su espíritu más que para ese deseo. Se
lanzan hacia delante en línea recta, baja la cabeza, como toros furiosos, y
sólo se detienen cuando llegan ante un muro. Por cierto, que, ante un muro,
estos señores, estos seres sencillos y espontáneos, los hombres de acción, se
desmoronan y ceden con toda sinceridad. Para ellos, este muro no significa en
modo alguno lo mismo que para nosotros, que pensamos y, por consiguiente, no
obramos; es decir, no es excusa. No, para ellos no es en modo alguno un
pretexto que les permite desandar lo andado, pretexto en el que nosotros no
solemos creer pero del que nos aprovechamos gustosos. No, ellos ceden de buen
grado. El muro es a sus ojos un tranquilizante; les ofrece una solución moral
definitiva, e incluso me atrevería a llamarla mística. Pero ya volveremos a
hablar de este muro.
Pues bien, precisamente es este
hombre sencillo y espontáneo el que considero normal por excelencia, el hombre
en que soñaba nuestra tierna madre naturaleza cuando nos puso amablemente sobre
la tierra. Envidio a ese hombre. No niego que es tonto. Pero ¿qué saben ustedes
de esto? Es posible que el hombre normal haya de ser tonto. Incluso es posible
que sea hermoso. Y esta suposición me parece más justificada si observamos la
antítesis del hombre normal, es decir, al hombre de conciencia refinada, al
hombre salido no del seno de la naturaleza, sino de un alambique (esto es casi
misticismo, señores, pero me siento inclinado hacia esta sospecha). Entonces vemos
que este hombre alambicado se esfuma a veces ante su antítesis, hasta tal punto
y cede tanto, que, a pesar de todo el refinamiento de su conciencia, llega a
considerarse no más que como un ratoncito. Es quizás un ratoncito de extremada
clarividencia, pero no por eso deja de ser un ratón y no un hombre, mientras
que el otro es en verdad un hombre. En fin, lo peor es que él mismo se
considera un ratón, ¡él mismo! Nadie pide que lo confiese. Es un detalle muy
importante.
Veamos, pues, a este ratoncito
en acción. También él se siente ofendido (esta sensación es casi continua) y
pretende vengarse. Es posible que se acumule en él más rabia aún que en l'homme de la nature et de la vérité. El
deseo cobarde y mezquino de devolver mal por mal a quien le insulta lo corroe,
tal vez incluso más violentamente que a l'homme
de la nature et de la vérité, porque éste, en su estupidez natural,
considera su venganza como una acción perfectamente justa y, en cambio, el
ratoncito no puede admitir la justicia de tal acto a causa de su superior
clarividencia. Pero llegamos al fin al acto mismo, a la venganza. Además de la
villanía inicial, el desgraciado ratón ha amasado en torno de él, en forma de
dudas y vacilaciones, tantas nuevas villanías, ha añadido a la primera pregunta
tantas otras sin respuesta posible, que, haga lo que haga, crea alrededor de su
persona un fatídico lodazal, un pantano pestilente y cenagoso, formado por sus
vacilaciones, sus sospechas, su inquietud y todos los salivazos que le arrojan
los hombres de acción que le rodean, le juzgan, le aconsejan y se ríen de él a
mandíbula batiente.
Entonces, naturalmente, lo único
que puede hacer es abandonarlo todo, aparentando desprecio, y desaparecer
vergonzosamente en su agujero. Y allí, en un sucio y pestilente subterráneo, el
insultado, apaleado y escarnecido ratón se zambulle lentamente en su rabia
fría, envenenada y, sobre todo, inextinguible.
Durante cuarenta años recordará
la afrenta recibida, con sus detalles más humillantes, a los que irá añadiendo
otros más vergonzosos aún, excitándose perversamente, atizando el fuego de su
imaginación. Se sentirá avergonzado, pero evocará todos los detalles, pasará
revista a todas las circunstancias, inventará otras con el pretexto de que
habría podido producirse, y no perdonará nada.
Incluso es posible que trate de
vengarse, pero a hurtadillas, en pequeñas dosis, de incógnito, sin ninguna
confianza ni en su derecho ni en el éxito de su propósito y dándose clara
cuenta de que sus tentativas de venganza le harán sufrir a él mucho más que a
aquel contra el que van dirigidas y que probablemente ni siquiera se enterará.
En su lecho de muerte lo recordará todo de nuevo, añadiendo los intereses
devengados, y entonces... Pero precisamente esta mezcla abominable y helada da
esperanza y desesperación, precisamente este enterramiento voluntario, esta
existencia de emparedado viviente, esta ausencia (claramente percibida, pero
siempre dudosa) de toda solución, este cúmulo de deseos insatisfechos que no
han hallado salida, de decisiones febriles tomadas para siempre pero seguidas
inmediatamente por los remordimientos; todo esto es lo que detalla precisamente
esta voluptuosidad extraña a la que me he referido antes. Esto es algo tan
sutil generalmente, tan difícil de captar, que la gente mediocre -e incluso,
simplemente, aquellos que poseen unos nervios bien templados- no comprende ni
jota. «Tampoco comprenderán nada de eso -me dirán ustedes tal vez,
burlonamente-, los que nunca hayan sido abofeteados.» Así, ustedes me darán a
entender cortésmente que he recibido una bofetada y que hablo con conocimiento
de causa. Apuesto lo que quieran a que lo han pensado. Pero tranquilícense,
señores, no he sido abofeteado, y, por lo demás, lo que puedan ustedes pensar
respecto a este asunto me tiene completamente sin cuidado. Tal vez soy yo quien
lamenta haber repartido pocas bofetadas durante mi vida. Pero ¡basta! ¡Ni una
palabra más sobre este tema, por mucho que les interese!
Continúo, pues, hablando con
toda calma de las personas de nervios bien templados que no saborean ciertas
sutiles voluptuosidades. Aunque estos señores mujan como toros en algunos casos
y se enorgullezcan de ello, se desmoronan, como ya he dicho, ante lo imposible:
ante la muralla de piedra. Pero ¿qué muralla es ésa? Evidentemente, son las
leyes naturales, los resultados de las ciencias exactas, de las matemáticas. Si
les demuestran a ustedes, por ejemplo, que descienden del mono, será inútil que
tuerzan el gesto: tendrán que aceptarlo. Si les prueban que una sola gota de su
propia grasa debe ser más estimable para ustedes que cien mil del prójimo y que
a eso van a parar todas las virtudes, todas las obligaciones y otras fantasías
y prejuicios, no tendrán más remedio que admitirlo, porque dos y dos son
cuatro. Esto pertenece al dominio de las matemáticas, y no hay discusión
posible.
«¡Perdone! -gritará alguien-.
Usted no puede protestar: dos y dos son cuatro. A la naturaleza no le preocupan
las pretensiones de usted; no le preocupan sus deseos; no le importa que sus
leyes no le convengan a usted. Está usted obligado a aceptarla tal como es y a
aceptar todo lo que procede de ella. El muro es un muro...», etcétera. Pero
¿qué importan, Dios mío, las leyes de la naturaleza y la aritmética si, por una
razón u otra, esas leyes y ese «dos y dos son cuatro» no me complacen?
Evidentemente, no podré romper ese muro con la cabeza, ya que mis fuerzas no
bastan para ello; pero me niego a humillarme ante ese obstáculo por la única
razón de que sea un muro de piedra y yo no tenga fuerzas para calvario.
¡Como si ese muro pudiera
procurarme alguna paz! ¡Como si uno pudiera reconciliarse con lo imposible por
la sola razón de que se funda sobre el «dos y dos son cuatro»! ¡Es el mayor
absurdo que puede concebirse!
¡Cuánto más penoso es
comprenderlo todo, tener conciencia de todas las imposibilidades, de todos los
muros de piedra, y no humillamos ante ninguna de esas imposibilidades, ante
ninguna de esas murallas si ello nos repugna! ¡Cuánto más penoso es llegar,
siguiendo las deducciones lógicas más ineludibles, a la posición más
desesperante respecto a ese tema eterno de nuestra parte de responsabilidad en
la muralla de piedra (aunque está claro hasta la evidencia que no tenemos nada
que ver con eso), y, en consecuencia, sumergimos, en silencio pero rechinando
los dientes con voluptuosidad, en la inercia, sin dejar de pensar que ni
siquiera podemos rebelarnos contra nadie, porque, en suma, no tenemos enfrente
a nadie! ¡Y nunca lo tendremos, porque todo es una farsa, un engaño, un
galimatías! No sabemos «qué» ni «quién», pero, a pesar de todos esos engaños y
de toda nuestra ignorancia, sufrimos, y tanto más cuanto menos comprendemos.
IV
«¡Ja, ja, ja! ¡Si es así,
llegará usted a descubrir cierta voluptuosidad en el dolor de muelas!»,
exclamarán ustedes.
Y yo les responderé que sí, que
hay cierta voluptuosidad en el dolor de muelas. Yo he sufrido ese dolor durante
todo un mes, y sé lo que me digo. En estos casos no nos enfurecemos en
silencio: gemimos. Pero estos gemido carecen de franqueza: hay en ellos cierta
malignidad. Y ahí está precisamente el quid de la cuestión. Esos gemidos
expresan la voluptuosidad del que sufre: si el enfermo no experimentara cierto
placer al quejarse, dejaría de hacerlo. Es un excelente ejemplo, señores, y lo
voy a desarrollar.
Estos gemidos expresan, en
primer lugar, la conciencia humillante de la inutilidad del sufrimiento, su
legalidad desde el punto de vista de la naturaleza, sobre la cual usted escupe,
pero que le hace sufrir, mientras ella permanece impasible. Expresan también
que usted comprende que el enemigo no existe pero no por eso deja de existir el
dolor y que, teniendo tantos Wagenheim como tiene, es usted esclavo de sus
muelas. Si a alguno de esos Wagenheim le da por ahí, sus muelas dejarán de
atormentarle; pero si su propósito es otro, su dentadura le hará sufrir todavía
tres meses más. Y si se niega usted a inclinarse, si protesta, no hallará otro
medio para consolarse que darse de bofetadas o romperse los puños contra el
muro de piedra. Pues bien, son precisamente estas crueles ofensas, estas burlas
que se permite no se sabe quién, las que suscitan esa sensación de placer, que
llega a veces a la voluptuosidad suprema.
Les ruego, señores, que presten
atención a los lamentos de un hombre cultivado del siglo XIX que tiene dolor de
muelas desde hace dos o tres días. Entonces gime de modo distinto que el primer
día, no sólo porque le duele, no como un grosero campesino, sino como una
persona instruida, impregnada de la civilización europea, como un hombre
«desligado del suelo natal y de los principios nacionales», como se dice hoy.
Estos gemidos son malévolos, furiosos y no cesan de día ni de noche. Sin
embargo, la víctima comprende perfectamente que no le sirven para nada. Sabe
mejor que nadie que irrita y tortura a quienes le rodean y que se tortura a sí
mismo sin provecho alguno. Sabe que el público y la familia ante la cual se
lamenta escuchan con desagrado sus quejas, en las que no creen, y comprenden
que podría gemir de otro modo, más sencillamente, sin afectación, sin esos
gorgoritos y esas exageraciones provocadas por la maldad... Y es que justamente
en esa humillación a la que acompaña la clarividencia radica la voluptuosidad.
«¿De modo que os molesto, que os desgarro el corazón, que impido dormir a toda
la casa? ¡Mejor, no durmáis! ¡Así os daréis cuenta de que me duelen las muelas!
¡Ya no soy para vosotros el héroe que pretendía ser! ¡Ahora soy un malvado, un
bribón! ¡Mejor! ¡Incluso me siento feliz al ver que al fin me habéis
desenmascarado! ¿Os mortifica oír mis gemidos? ¡Peor para vosotros! ¡Voy a
lanzar un gorgorito más afiligranado todavía!»
¿Continúan ustedes sin
comprender, señores? No me extraña; para poder captar todos los matices de esta
voluptuosidad sensual es preciso poseer una profundidad mental extraordinaria.
¿Se ríen? ¡Me alegro! Mis bromas, señores, son evidentemente de muy mal gusto.
Además, son confusas y suenan a falso. La causa de todo esto es que no siento
la propia estimación. Pero ¿acaso el que se conoce puede estimarse aunque sólo
sea un poco?
V
¿Puede sentir verdaderamente
algún respeto por sí mismo el que se ha dedicado a descubrir cierta
voluptuosidad en el convencimiento de su propia humillación? No habla en modo
alguno inspirado por un remordimiento pueril. Detesto decir: «¡Perdóname, papá;
no lo volveré a hacer!». No porque sea incapaz de pronunciar estas palabras,
sino quizá por todo lo contrario: porque soy demasiado capaz de pronunciarlas.
Y, como si lo hiciese adrede, me
precipitaba hacia delante precisamente cuando no tenía nada en absoluto que ver
con el asunto. Esto era lo más repugnante. Y entonces me enternecía, me lo
confesaba todo, lloraba y, al fin, me engañaba a mí mismo, aunque sin
intención, pues era mi corazón el que me hacía estas jugarretas.
En estos casos, ni siquiera
podía echar la culpa a la naturaleza, a esas leyes que me han hecho sufrir
tantas vejaciones en el curso de mi existencia. Es penoso acordarse de estas
cosas, que, además, eran sumamente penosas en el momento en que ocurrían. Pero
basta que transcurra un minuto para que me enfurezca al advertir que todo esto
es mentira, una mentira innoble, una comedia infame. ¡Esa contrición, ese
enternecimiento, esos propósitos de vida nueva!... Ustedes me preguntarán por
qué me torturaba, por qué me retorcía tan cruelmente. Respuesta: porque me
aburría permaneciendo con los brazos cruzados. He aquí por qué me entregaba a
semejantes contorsiones. Era esto, se lo aseguro a ustedes. Obsérvense a sí
mismos con atención, y comprobarán que las cosas ocurren precisamente así. Yo
me imaginaba aventuras y me creaba una existencia fantástica para vivir fuera
como fuese. ¡Cuántas veces, por ejemplo, me he enojado sin motivo, sólo por
enojarme! Yo era el primero en saber que me irritaba en frío, pero que me iba
enardeciendo, y llegaba a encolerizarme sinceramente.
Siempre me han gustado estas
cosas. Tanto, que acabé por perder el dominio de mí mismo. Una vez, incluso
dos, traté a toda costa de enamorarme. Y hasta llegué a sufrir, palabra. Uno,
en el fondo, no cree en su sufrimiento, casi se ríe, pero, a pesar de todo,
sufre, y muy de veras. Está celoso, está fuera de sí... Y la causa de todo
esto, señores, es el aburrimiento: la inercia nos aplasta. El fruto legal, el fruto natural de la conciencia es, en efecto, la
inercia: nos cruzamos de brazos conscientemente. Ya he hablado de esto. Ahora
lo repito, lo repito una vez más: todos los hombres activos, son activos porque
son obtusos y mediocres.
¿Cómo se explica esto? He aquí
la explicación: debido a su estrechez de espíritu, toman las causas
secundarias, inmediatas, por las principales; y mucho más fácilmente, mucho más
rápidamente que los no obtusos, se imaginan haber encontrado las razones
sólidas, fundamentales, de su actividad. Y así se tranquilizan, que es lo
principal. Pues para poder obrar hay que conseguir de antemano una perfecta
tranquilidad y no tener el menor resto de duda.
Pero ¿cómo puedo conseguir yo
esta tranquilidad de espíritu? ¿Dónde puedo hallar los principios fundamentales
sobre los que levantar mi edificio? ¿Dónde está mi base, adónde puedo ir a
buscarla?
Me entrego al pensamiento. Dicho
de otro modo, en mí, toda idea provoca inmediatamente otra, y así continúa
sucediendo hasta el infinito. Tal es la esencia de todo pensamiento, de toda
conciencia. Nos volvemos, pues, a encontrar ante las leyes de la naturaleza.
¿Con qué resultado? ¡Éste es siempre el mismo, recuérdenlo! Les he hablado hace
poco de la venganza (y estoy seguro de que ustedes no han llegado al fondo de
la cuestión). Dicen que el hombre se venga porque considera que esto es justo.
Éste ha encontrado, pues, el principio fundamental que buscaba: la justicia.
Está, por lo tanto, completamente tranquilo y se venga con gran serenidad y
pleno éxito, persuadido como está de que realiza una acción justa y honrada.
pero yo no veo en la venganza nada justo ni bueno; en consecuencia, si trato de
vengarme es por pura maldad. Evidentemente, la cólera podría vencer todas las
vacilaciones y, por lo tanto, desempeñar con éxito el papel de esta razón
fundamental, precisamente porque no puede ser considerada como tal razón. Pero
¿qué le vamos a hacer, si no soy lo suficientemente malvado? (Ya lo vengo
diciendo desde el principio.)
Mi cólera está sometida a una
especie de descomposición química, en virtud precisamente de esas malditas
leyes de conciencia. Apenas distingo el objeto de mi odio, he aquí que éste se
desvanece, los motivos se disipan, el responsable se volatiliza, el insulto
deja de ser insulto y se presenta como obra del destino, como algo semejante a
un dolor de muelas, al que todo el mundo está expuesto. y entonces mi único
consuelo es romperme los puños contra la pared. En la imposibilidad de
encontrar las causas primeras, renuncio, pues, a mi venganza con un desdén
afectado. ¡Ah, si tratase uno de abandonarse a sus sentimientos, ciegamente,
sin reflexión alguna, sin buscar ninguna razón, alejando de sí toda conciencia,
aunque no fuera más que por algún tiempo!... ¡Entonces la cosa sería muy
distinta! ¡Maldice o adora, pero no estés con los brazos cruzados! Desde el día
siguiente te despreciarás por haberte engañado a ti mismo a sabiendas.
Resultado final: pompas de jabón, inercia...
¡Ah, señores!, es posible que me
considere inteligente en extremo por la única razón de que en mi vida no he
logrado empezar ni acabar nada. No soy, pues, más que un charlatán, un
inofensivo charlatán, un pesado como todos nosotros. Pero ¿qué le voy a hacer,
señores, si el destino del hombre inteligente es charlar, es decir, verter agua
en un tamiz?
VI
¡Ah, si sólo hubiese sido un
perezoso! ¡Cómo me habría respetado a mí mismo! Me habría respetado porque me
habría visto capaz, por lo menos, de tener pereza, porque habría poseído una
cualidad definida y la seguridad de poseerla. Pregunta: ¿quién eres? Respuesta:
¡un perezoso! Habría sido verdaderamente agradable oírse llamar así. Quedas
definido claramente: hay, pues, algo que decir de tu persona... «¡Oh perezoso!»
¡Es un título, una función, una carrera, señores! No se rían; es así. Entonces
yo habría sido por derecho propio miembro del primer club del universo y habría
pasado la vida respetándome. Conocí a un señor que se sentía orgulloso de
llamarse Laffitte. Consideraba esta particularidad como una gran virtud, y no
dudó nunca de sí mismo. Murió con la conciencia no sólo tranquila, sino
triunfante, y tenía motivos para ello. Si yo hubiese sido un perezoso, me
habría elegido una carrera: habría sido perezoso y gastrónomo; no un glotón
vulgar, sino un regalón que se interesaría por «todo lo bello y sublime». ¿Qué
les parece a ustedes? Hace ya mucho tiempo que pienso en esto. «Lo bello y lo
sublime» gravitan pesadamente sobre mi nuca desde que tengo cuarenta años! Pero
¿qué habría ocurrido antes? ¡Antes habría sido todo distinto! Habría encontrado
en seguida una actividad adaptada a mi carácter; por ejemplo, beber a la salud
de todas las cosas «bellas y sublimes». Habría aprovechado todas las ocasiones
de beber por «lo bello y lo sublime» después de haber dejado caer alguna
lágrima en mi copa. Habría convertido todas las cosas en «bellas y sublimes »;
habría descubierto «lo bello y lo sublime» incluso en las basuras más
evidentes; habría vertido lágrimas a raudales como el líquido que sale de una
esponja. Un pintor, por ejemplo, pinta un cuadro digno de Ghé, e inmediatamente
bebo a la salud del artista, porque adoro todo lo que es «bello y sublime». Un
poeta escribe ¡Cómo gusta a todos!, y
bebo al punto a la salud de todos, porque adoro «lo bello y lo sublime». Esto
me procurará el respeto general. Exigiré ese respeto; perseguiré con mi cólera
al que me lo niegue. Así, habría vivido apaciblemente y muerto solemnemente.
¿No es admirable? ¿No es exquisito? y habría dejado que se me desarrollara un
vientre tan opulento, una nariz tan grasienta y un mentón tan redondeado, que
el mundo habría exclamado al verme: «¡He ahí un hombre verdadero, un ser
positivo!». Digan ustedes lo que digan, es muy agradable oírse llamar cosas
semejantes en nuestro siglo tan esencialmente negativo.
VII
¡Pero esto no es más que un
sueño dorado! Díganme: ¿quién fue el primero que dijo, que proclamó que el
hombre comete villanías sólo porque no sabe ver cuáles son sus propios
intereses, y que si lo ilustrasen, si le abriesen los ojos ante sus verdaderos
intereses, ante sus intereses normales, dejaría inmediatamente de cometer
villanías y se convertiría acto seguido en un hombre bueno y honrado, puesto
que, ilustrado por la ciencia y comprendiendo sus verdaderos intereses,
obtendría las ventajas que el bien proporciona? Como se sobrentiende que nadie
puede obrar a sabiendas contra su propio interés, el hombre se vería obligado,
por decirlo así, a hacer el bien. ¡Como un niño! ¡Como un niño puro e ingenuo!
Pero ¿acaso el hombre, en el
curso de sus miles de años de vida en la Tierra, ha obrado siempre al dictado
de su interés? ¿Qué haremos entonces de esos millones de hechos que atestiguan
que los hombres, aún advirtiendo cuál es su interés, lo relegan a un segundo
plano y siguen un camino completamente distinto, lleno de riesgos y azares? No
están obligados a ello, pero parecen querer evitar la ruta que se les indica y
trazarse libremente, caprichosamente, otra llena de dificultades, absurda,
oscura, apenas visible. Ello prueba que esa libertad les seduce más que sus
propios intereses... ¡Intereses! ¿Qué es el interés? ¿Se comprometen ustedes a
definirme con toda exactitud en qué consiste el interés del hombre? ¿Qué dirán
ustedes si un buen día se comprueba que el interés humano en ciertos casos
puede, o incluso debe, consistir en desear no una ventaja, sino un perjuicio?
Si es así, si puede presentarse el caso, todo se derrumba. ¿Qué creen ustedes?
¿Se puede presentar un caso semejante?
¿Se ríen ustedes? ¡Ríanse,
señores, pero respondan! ¿Están exactamente clasificados los intereses humanos?
¿No hay algunos que no figuran ni pueden figurar en las clasificaciones
formadas por ustedes? Porque, que yo sepa, señores, ustedes han catalogado los
intereses humanos de acuerdo con las cifras medias de las estadísticas y de las
fórmulas económico-científicas. Los intereses humanos son, pues, según ustedes,
la riqueza, la tranquilidad, la libertad, etcétera. Tanto, que el hombre que
rechace a sabiendas y ostensiblemente ese catálogo debe ser considerado, en
opinión de ustedes (y en la mía también, por lo demás), como un oscurantista,
como un loco. ¿No es así? Pero he aquí algo muy extraño; ¿cómo es posible que
esos estadísticos, esos sabios, esos filántropos, dejen siempre a un lado
cierto elemento en sus cálculos de los intereses humanos? Ni siquiera lo tienen
en cuenta en sus fórmulas, por lo que falsean resultados. Sin embargo, no sería
difícil introducir el elemento en cuestión. ¿Por qué no lo hacen? ¿Por qué no
lo introducen para completar la lista? La dificultad procede de que dicho
elemento es tan particular, que no puede encontrar sitio en ninguna
clasificación ni inscribirse en ninguna lista.
He aquí un ejemplo. Tengo un
amigo... Pero ¡ahora que caigo!, ustedes lo conocen también: es amigo de todo
el mundo.
Cuando ese señor se dispone a
obrar, empieza por explicarles a ustedes con toda claridad, con bellas y
ampulosas frases, cómo ha de conducirse para obedecer a la razón, a la verdad.
Es más, hablará con pasión, con entusiasmo, de los intereses reales y normales
de la humanidad: se burlará de la ceguera de los tontos que no comprenden ni
sus verdaderos intereses ni el verdadero valor de la virtud. Pero un cuarto de
hora después, no más, sin razón alguna, por efecto de un impulso interior más
poderoso que todas las consideraciones de interés, hará algo ridículo, cometerá
alguna tontería, o sea que obrará en contra de todos los preceptos que ha
defendido momentos antes, en contra de la razón, de sus intereses..., de
todo... Por otra parte, les advierto que mi amigo es una personalidad
colectiva; de modo que es imposible condenarlo a él solo. ¡Precisamente a este
punto quería llegar, señores! ¿Acaso no hay algo que es para todos nosotros más
querido que nuestros más altos intereses? Dicho de otro modo (para no violar la
lógica), ¿no existe para nosotros un interés (el que se deja de lado, ese del
que acabamos de hablar) más interesante que todos los demás intereses, más alto
que todos ellos, un interés por el que el hombre está dispuesto a obrar, si es
preciso, en contra de todas las reglas, es decir, en contra de la razón,
sacrificando a él su honor, su paz, su felicidad, todas las cosas bellas y
convenientes, en una palabra, sólo por obtener una que es más querida para él
que todas las demás, una en la que ve su interés supremo?
«Sí -me dirán ustedes-, pero eso
es también un interés...»
¡Permítanme! Voy a explicarme.
No podíamos seguir adelante sin aclarar las cosas. Lo singular de ese interés
es que destruye las cosas. Lo singular de ese interés es que destruye todas
nuestras clasificaciones y derriba todos los sistemas edificados por los amigos
del género humano para la felicidad del hombre. En una palabra, es un estorbo,
un obstáculo. Pero antes de decirles a ustedes cuál es ese interés, quiero
comprometerme personalmente, y afirmo con toda resolución que esos hermosos sistemas,
esas teorías que pretenden explicar a la humanidad en qué consisten sus
intereses normales, a fin de que ella decida al punto ser virtuosa y noble para
amoldarse a ellos, todo eso es pura palabrería. Creer que la renovación del género humano pueda realizarse dándole a
conocer sus verdaderos intereses equivale, en mi opinión, a admitir con Buckle
que la civilización aplaca al hombre, el cual va perdiendo poco a poco sus
instintos sanguinarios y guerreros. Buckle llega a este resultado lógicamente, a
mi entender. Pero el hombre siente tal pasión por los sistemas, por las
deducciones abstractas, que está dispuesto a disfrazar la verdad, a cerrar los
ojos y a taparse los oídos ante la verdad, sólo por justificar su lógica.
Voy a poner un ejemplo convincente.
¡Miren alrededor! La sangre corre a raudales, incluso alegremente, como
champán. ¡Observen nuestro siglo XIX, en el que ha vivido Buckle! ¡Miren a
Napoleón, al otro, al grande, y al de hoy! ¡Observen a América del Norte y su
unión, fundada para toda la vida! ¡Vean, en fin, a esos caricaturescos
Schleswig y Holstein! ¿Qué es, entonces, lo que dulcifica en nosotros la
civilización? La civilización se limita a aumentar el número de nuestras
sensaciones. Gracias a ello, es muy posible que el hombre acabe por descubrir
cierta voluptuosidad en el derramamiento de sangre. Es más, ya se ha dado algún
caso.
¿Han observado ustedes que los
sanguinarios más temibles han sido siempre señores súpercivilizados, y que
junto a ellos todos los Atilas y todos los Stegnka Rasin harían un triste
papel? Que esos señores tengan menos notoriedad se debe a que los vemos con más
frecuencia y nos hemos acostumbrado a ellos. Desde luego, la civilización no ha
hecho al hombre más sanguinario, pero sí más vil, más cobardemente sanguinario.
Tiempo atrás, el hombre se consideraba con derecho a derramar sangre: y, con la
conciencia perfectamente tranquila, suprimía a quien se le antojaba. Hoy, aún
considerando que el derramamiento de sangre es una mala acción, seguimos
matando, e incluso matamos con más frecuencia que antes. ¿Es esto mejor?
Decídanlo ustedes mismos. Se dice que Cleopatra (excusen este ejemplo extraído
de la historia romana) se divertía clavando agujas en el pecho de sus esclavas
y que le producían gran placer los gritos y contorsiones de las víctimas. Me
dirán ustedes que esto ocurría en una época un tanto bárbara; que nuestro siglo
es bárbaro también, ya que todavía se dan alfilerazos; que el hombre, aunque
tenga una comprensión más clara de las cosas que en aquellos atrasados tiempos,
no ha podido aún acostumbrarse a seguir las reglas de la razón y de la ciencia.
Pero ustedes están convencidos de que se acostumbrará cuando se haya
desembarazado completamente de ciertas malas tendencias, cuando el sentido
común y la ciencia hayan reeducado completamente la naturaleza humana y la
hayan orientado por un camino normal. Ustedes están seguros de que entonces el
hombre cesará de errar deliberadamente y se verá, por decirlo así, en la
imposibilidad de desear oponerse a sus intereses normales.
Pero hay más aún. Entonces
(hablan ustedes) la ciencia hará saber al hombre (aunque, en mi opinión, esto
es como un lujo superfluo) que no ha tenido nunca voluntad ni caprichos y que
viene a ser, en suma, como una tecla de piano o un pedal de órgano. De modo que
obra, no de acuerdo con su voluntad, sino al dictado de las leyes de la
naturaleza. Bastará, pues, descubrir estas leyes para que no se pueda
considerar al hombre responsable de sus actos, y entonces la vida será para él
sumamente fácil. Mediante estas leyes, todas las acciones humanas se podrán
calcular tan matemáticamente como los logaritmos, hasta la cien milésima, y se
inscribirán en las efemérides, o se harán con ellas libros importantes, del
tipo de nuestros diccionarios enciclopédicos, en los que todo estará tan
exactamente calculado y previsto, que ya no habrá aventuras... y ni siquiera
acciones.
Entonces (siguen hablando
ustedes) se establecerán nuevas relaciones económicas, que se fijarán,
igualmente, con precisión matemática, tanto, que los problemas desaparecerán
inmediatamente, por la sencilla razón de que se habrán descubierto sus
soluciones. Entonces se edificará un vasto palacio de cristal. Entonces veremos
el Pájaro de Fuego. Entonces... No se puede garantizar (soy yo quien habla
ahora) que eso no sea horriblemente aburrido (¿qué puede uno hacer, si todo
está calculado y fijado previamente?). En compensación, todos serán sabios.
Evidentemente, el aburrimiento puede ser un mal consejero: es el aburrimiento
lo que nos mueve a clavar agujas de oro en la carne ajena... Pero esto no tiene
importancia. Lo importante, lo grave es (sigo hablando yo) que el hombre pueda
sentirse feliz de tener al alcance de la mano agujas de oro. El hombre es
necio, necio de remate. Y todavía es más ingrato que necio: es difícil
encontrar un ser más ingrato que él. Por eso no me sorprendería lo más mínimo
ver erguirse de pronto en medio de esa felicidad un gentleman desprovisto de elegancia, de rostro «retrógrado» y
burlón, y que nos dijera, poniéndose en jarras: «¡Bueno, señores! ¿Cuándo vamos
a echar abajo, al polvo, de un solo puntapié, toda esta clarividente felicidad,
aunque sólo sea para enviar los logaritmos al diablo y poder vivir de nuevo con
arreglo a nuestra estúpida fantasía?» Y aún hay algo peor, y es que muy pronto
ese personaje tendría, sin duda, discípulos. El hombre es así. Y la causa de
todo es una cosa ínfima, que, al parecer, se podría pasar por alto sin riesgo
alguno. Esa causa es que el hombre, quienquiera que sea, aspira siempre y en
todas partes a obrar de acuerdo con su voluntad y no con arreglo a las
prescripciones de la razón y del interés. Ahora bien, la voluntad de uno puede,
y a veces incluso debe (esta idea es
de mi propiedad), oponerse a sus intereses. Mi voluntad; mi libre albedrío; mi
capricho, por insensato que sea; mi fantasía sobreexcitada hasta la demencia...
Esto es lo que se aparta a un lado, éste es el precioso interés que no tiene
espacio en ninguna de esas clasificaciones que componen ustedes y que rompe en
mil pedazos todos los sistemas, todas las teorías.
¿De dónde se han sacado nuestros
sabios que el hombre necesita voluntad normal y virtuosa? ¿Por qué suponen que
el hombre aspira a poseer una voluntad ventajosa y razonable? El hombre sólo
aspira a tener una voluntad independiente,
cualesquiera que sean el precio y los resultados. Pero el diablo sabe lo
que cuesta esa voluntad...
VIII
«¡Ja, ja, ja! ¡Pero si la
voluntad no existe! -me interrumpen ustedes-. La ciencia ha conseguido disecar
tan perfectamente al hombre, que ya sabemos que la voluntad y el libre albedrío
son solamente...»
¡Permítanme, señores! Yo me
disponía a empezar así. Y confieso que incluso he sentido miedo. Iba a exclamar
que sólo el diablo sabe de qué depende la voluntad y que esto es quizás una
gran suerte. Pero he pensado en la ciencia y me he mordido la lengua. Entonces
me han interrumpido ustedes. Ciertamente, si se logra descubrir la fórmula de
todos nuestros deseos, de todos nuestros caprichos; es decir, de dónde
proceden, cuáles son las leyes de su desarrollo, cómo se reproducen, hacia qué
objetivos tienden en tales o cuáles casos, etc., es probable que el hombre deje
inmediatamente de sentir deseos. ¿He dicho «probable»? ¡No, es seguro! ¿Qué
satisfacción puede proporcionarle desear solamente de acuerdo con tablas de
cálculos? Pero aún hay más. El hombre descenderá inmediatamente a la categoría
de una simple tuerca. Porque ¿qué es un hombre despojado de deseo y voluntad,
sino una tuerca, un simple engranaje? ¿Qué opinan ustedes sobre esto?
Examinemos las probabilidades: ¿puede ocurrir o no?
«¡Hum -dicen ustedes-. Nuestros
deseos son equivocados con gran frecuencia, porque nosotros nos equivocamos en
la valoración de nuestros intereses. Aspiramos a cosas inconvenientes porque
nuestra estupidez nos hace creer que pretendemos lo que nos conviene. Peor
cuando nos lo hayan explicado todo, cuando todo se haya puesto en orden y
fijado previamente (lo que es muy posible, pues es una tontería creer que
ciertas leyes de la naturaleza van a ser siempre indescifrables), es evidente
que ya no habrá sitio para los deseos. Si nuestra voluntad se enfrenta con
nuestra razón, podremos razonar y no desear, ya que a un ser que razona le es
imposible desear estupideces, ir conscientemente en contra de la razón,
perjudicarse a sabiendas... y como todos los deseos y todos los razonamientos
podrán calcularse con anticipación, ya que con toda seguridad se habrán
descubierto las leyes de nuestro libre albedrío, será posible (no bromeo)
confeccionar una especie de deseos y desear ateniéndonos a ella. Supongamos que
me prueban un día que si he mostrado el puño a alguien es porque no podía obrar
de otra manera, porque tenía que apretar el puño como lo he hecho. ¿De qué
libertad dispongo entonces, sobre todo si soy un sabio diplomado? Por
consiguiente, me será posible calcular mi existencia con treinta años de
anticipación. En una palabra, si tal cosa sucede, tendremos que limitamos a
comprender. Y habremos de repetimos sin descanso que en esos momentos la naturaleza
no se preocupa en absoluto por nosotros y que, por lo tanto, hemos de aceptarla
como es y no como la vemos cuando la adorna nuestra fantasía, y que hay que
aceptar el alambique, pues, de lo contrario, el alambique seguirá funcionando
sin nuestra aprobación.»
Y aquí es, precisamente, donde
aparece para mí la dificultad... Pero excúsenme por estas filosofías. No
olviden que tengo cuarenta años de subsuelo. Permítanme que dé rienda suelta a
mi fantasía. Desde luego, señores, la razón es una cosa excelente: de esto no
hay duda. Pero la razón es la razón, y sólo satisface a la facultad razonadora
del hombre. En cambio, el deseo es la expresión de la totalidad de la vida
humana, sin excluir de ella la razón ni los escrúpulos; y aunque la vida, tal
como ella se manifiesta, suela tener un aspecto desagradable, no por eso deja
de ser la vida y no la extracción de una raíz cuadrada.
Yo deseo vivir dando
satisfacción a todas mis facultades vitales y no únicamente a mi facultad de
razonar, que no representa, en suma, sino la vigésima parte de las fuerzas que
hay en mí. ¿Qué sabe la razón? Únicamente lo que ha aprendido (nunca sabrá más,
seguramente. Esto no es un consuelo, pero no hay que disimularlo). En cambio,
la naturaleza humana obra con todo su peso, por decirlo así, con todo su
contenido, a veces con plena conciencia y a veces inconscientemente. Comete
algunas pifias pero vive.
Sospecho, señores, que ustedes
me miran con cierto desdén: me repiten que a un hombre culto, al hombre del
porvenir, en una palabra, le es imposible desear deliberadamente lo que es
contrario a sus intereses. Esto es tan claro como las matemáticas. Estoy
completamente de acuerdo: tiene una claridad y una exactitud matemáticas. Pero
les repito por centésima vez que existe una excepción, que hay hombres que
pueden desear lo que saben que es desfavorable para ellos, lo que les parece
estúpido, insensato; hombres que obran así sólo por eludir la obligación de
escoger lo provechoso, lo digno. Porque esa insensatez, ese capricho, es quizá,
señores, lo más ventajoso que existe para nosotros en la tierra, sobre todo en
ciertos casos. Incluso es posible que esta ventaja sea superior a todas las
demás aunque sea evidente que nos perjudica y contradice las conclusiones más
sanas de nuestro razonamiento. Y es que nos conserva lo principal, lo que más
queremos: nuestra personalidad. Algunos afirman que esto es precisamente lo más
preciado que tenemos. La voluntad puede querer a veces ponerse de acuerdo con
la razón, sobre todo si no se abusa de este acuerdo, si se aprovecha
moderadamente. Pero con gran frecuencia, incluso casi siempre, la voluntad se
niega obstinadamente a ponerse de acuerdo con la razón, y entonces...
entonces... Pero ¿saben ustedes que también esto es muy útil y digno de
aprobación?
Admito, señores, que el hombre
no es un ser irracional. En verdad, puede no serlo, pues, si lo fuera, ¿quién
podría representar la inteligencia? Pero, aún no siendo irracional, es
monstruosamente ingrato, extraordinariamente ingrato. Yo incluso creo que es la
mejor definición que se puede dar del hombre: «ser bípedo e ingrato». Esto no
es todo; éste no es su principal defecto. Su peor defecto es su mal carácter,
defecto que ha exhibido constantemente desde el diluvio universal hasta el
período schleswig-holsteiniano de nuestra historia. Mal carácter y en
consecuencia, conducta irrazonable, pues sabido es que ésta procede de aquél.
Compruébenlo. Lancen una mirada a la historia de la humanidad. ¿Qué ven
ustedes? ¿Dicen que es grandiosa? Sí, es posible. El coloso de Rodas por sí
solo representa ya algo. No en vano el señor Anajevski nos informa de que,
según unos, este coloso fue obra de los hombres, mientras otros afirman que fue
producto de las fuerzas naturales. A lo mejor, los ha impresionado a ustedes la
variedad. Pues la variedad no falta en la historia. Para convencerse de ello
basta echar una ojeada a los uniformes de gala, civiles y militares, y si se
añade a éstos los de media gala, uno se pierde en un mar de uniformes. Ni
siquiera un historiador resistiría la prueba. ¿Que la historia peca de
monotonía? Cierto. Todo son combates. Se combate hoy, se combatió ayer y se
combatirá mañana. ¡Es incluso demasiado monótono!
En resumen, que todo se puede
decir de la historia universal, todo lo que acuda a cualquier imaginación,
incluso a la más insensata. Pero es imposible decir que es razonable; lo
advertiréis desde la primera sílaba. Además, he aquí lo que sucede
constantemente: surgen hombres razonables y de costumbres juiciosas,
filántropos cuyo objetivo es llevar una existencia razonable y honrada, a fin
de predicar con el ejemplo y demostrar a sus semejantes que se puede vivir
juiciosamente. Pero ¿qué ocurre? Que muchos de estos amantes de la moderación
terminan más tarde o más temprano, por hacer traición a sus ideas y
comprometerse en actos escandalosos.
Siendo así, díganme ustedes qué
se puede esperar del hombre, de ese ser dotado de cualidades tan extrañas.
Prueben a volcar sobre él todos los bienes de la Tierra; sumérjanlo en la
felicidad tan profundamente que sólo se perciban en la superficie algunas
burbujas; satisfagan sus necesidades económicas hasta el punto de que sus
únicas ocupaciones sean dormir, comer pan de especias y pensar en el modo de
prolongar la historia universal...; hagan todo esto, y verán como el hombre,
por pura ingratitud, por necesidad de envilecerse, les corresponde cometiendo
alguna villanía. Incluso correrá el riesgo de perder sus panes de especias y
volverá a caer en las necedades más peligrosas, en los absurdos menos ventajosos,
sólo por mezclar a esa sensatez positiva un elemento fantástico, pernicioso.
Precisamente sus sueños más fantásticos y sus más vulgares tonterías es lo que
pretenderá conservar, sólo para demostrarse a sí mismo (como si esto fuera
necesario) que los hombres son hombres y no teclas de piano, aunque en verdad
lo son para las leyes de la naturaleza, que las tocan, y con tal brío, que
pronto no será posible desear nada sin antes consultar el calendario. Además,
incluso si se comprobara que el hombre no es más que una tecla de piano y se le
demostrase matemáticamente, el hombre no sentaría la cabeza: seguiría haciendo
disparates, solamente para evidenciar su ingratitud y su conducta caprichosa. y
si los demás medios le fallan, se sumergirá en la destrucción, en el caos. Será
capaz de provocar cualquier desastre únicamente para hacer lo que se le antoje.
Lanzará maldiciones contra el mundo, y como sólo el hombre puede maldecir (éste
es el privilegio que más claramente lo distingue de los demás animales), conseguirá
sus fines, que son convencerse de que es un hombre y no una tuerca.
Si me dicen ustedes que el caos,
las tinieblas y las maldiciones pueden estar también calculados de antemano y
tan exactamente que este cálculo paralizará el impulso del hombre, y, por lo
tanto, la razón triunfará una vez más; si me dicen esto, les contestaré que el
hombre no tendrá ya más que un medio para hacer su voluntad: volverse loco.
Estoy seguro de esto, pues no
cabe duda de que la mayor preocupación del hombre ha sido siempre demostrarse a
sí mismo que es un hombre y no un engranaje. Arriesgaba en ello su existencia,
pero se lo demostraba; vivía como un troglodita, pero se lo demostraba. Y,
después de todo esto, ¿cómo no pecar, cómo no felicitarse de que no hayamos
llegado todavía al papel de tuerca y de que nuestra voluntad dependa aún de no
saben qué?
Ustedes exclamarán (si me hacen
todavía el honor de lanzar exclamaciones) que nadie piensa privarme de mi
voluntad, que sólo se trata de arreglar las cosas de modo que mi voluntad por
sí misma, por su propia iniciativa, pueda acomodarse a mis intereses normales,
a las leyes naturales, a la aritmética.
¡Pero díganme, señores! ¿Qué quedará de mi
voluntad cuando lleguemos a las tablas de cálculos, cuando no haya más que eso
de «dos y dos son cuatro»? Dos y dos serán cuatro sin que mi voluntad se mezcle
en ello. ¡La voluntad aspira, evidentemente, a otra cosa!
IX
Bien sé, señores, que estoy
bromeando y que mis bromas no tienen gracia. Pero es que no son únicamente
bromas. Bromeo rechinando los dientes. Hay cuestiones que me atormentan,
señores. Ayúdenme a resolverlas. Ustedes pretenden librar al hombre de sus
antiguos hábitos y corregir su voluntad adaptándola a las leyes de la ciencia y
de acuerdo con el sentido común. Pero ¿están ustedes seguros de que es
necesario corregir al hombre? ¿En qué se fundan ustedes para creer que la
voluntad del hombre requiere una educación? ¿Por qué creen que esta educación
ha de serle útil? Y, para decirlo todo, ¿por qué están ustedes tan convencidos
de que siempre es ventajoso para el hombre no ir en contra de sus intereses
normales, reales, garantizados por el razonamiento y la aritmética? Esto no es,
en resumidas cuentas, más que una suposición de ustedes. Incluso aunque una sea
la ley lógica, ¿es acaso la ley humana? Ustedes se dirán que estoy loco. Pero
permítanme explicarme.
Admito que el hombre es un
animal esencialmente constructor, obligado a dirigirse a sabiendas a un
objetivo, sea el que fuere. Si es un ingeniero, ha de trazar sin descanso
nuevas vías en no importa qué direcciones. Pero quizá precisamente por esta
causa siente a veces el deseo de salirse por la tangente. Lo hace no sólo
porque está condenado a trazar
caminos, sino también porque, por muy necio que sea el hombre de acción,
comprende a veces que los caminos conducen siempre a alguna parte, y que no es su dirección lo que importa, sino el
hecho de que lo conduzcan a un lugar determinado. Así, al hombre juicioso no se
le ocurrirá despreciar su profesión de ingeniero y no se entregará a la pereza,
la cual es, como todo el mundo sabe, la madre de todos los vicios. Es
indiscutible que al hombre le encanta trazar y construir caminos; pero también
adora la destrucción y el caos. ¿Por qué?, díganme... Pero antes quiero decir
algo más sobre este asunto.
Tal vez le gusten la destrucción
y el caos (a veces le gustan; esto es indiscutible), porque tiene un temor
instintivo a alcanzar la meta y terminar el edificio que construye. ¡Vaya usted
a saber! Acaso este edificio sólo le gusta de lejos. Puede ser que le guste
construirlo, pero no vivir en él, y esté dispuesto a abandonarlo aux animaux domestiques: a las hormigas,
a los carneros, etc. Las hormigas tienen otros gustos; poseen un edificio
verdaderamente extraordinario en su género: el hormiguero.
Las dignas hormigas empezaron
construyendo hormigueros, y es probable que sigan construyéndolos eternamente,
lo que hace honor a su constancia y a su sentido práctico. Pero el hombre es un
ser versátil, y es posible que, como al jugador de ajedrez, le guste sólo la
acción, sin importarle el objetivo que se puede alcanzar. Y, ¿quién sabe?,
acaso el único objetivo que persigue la humanidad consista en ese esfuerzo, en
esa acción; dicho de otro modo, tal vez la vida no tenga meta exterior, meta que,
evidentemente, no puede ser más que ese «dos y dos son cuatro», es decir, una
fórmula. Ahora bien, «dos y dos son cuatro» es un principio de muerte y no un
principio de vida. En todo caso, el hombre teme siempre a ese «dos y dos son
cuatro», y yo también le temo.
Cierto que el hombre sólo se
ocupa en la busca de ese «dos y dos son cuatro», cruza océanos, arriesga su
vida en este empeño..., pero les aseguro que teme encontrarlo, pues cuando dé
con él, ya no tendrá nada que hacer. Terminado su trabajo y recibida la paga,
los obreros se van a la taberna, y luego completan la noche de esparcimiento de
modo que tienen para toda la semana. Pero nuestro hombre es muy diferente. Se
observa en él cierta desazón cada vez que alcanza uno de sus objetivos. Desea aproximarse
a la meta, pero cuando llega, no se siente satisfecho. Esto es verdaderamente
gracioso. Y es que el modo de ser del hombre es algo tan cómico como un buen
chiste. En fin, sea como fuere, eso de «dos y dos son cuatro» es algo sumamente
desagradable. Yo lo calificaría de procaz. «Dos y dos son cuatro» nos desafía
con insolencia. Con los brazos en jarras se planta en medio de nuestro camino y
nos escupe al rostro. Admito que eso de «dos y dos son cuatro» es una cosa
excelente; pero puesto a alabar, les diré que «dos y dos son cinco» es también,
a veces, algo encantador.
Pero díganme: ¿en qué se fundan
ustedes para estar convencidos de que sólo es necesario lo normal, lo positivo,
el bienestar en una palabra? ¿Acaso la razón no se equivoca en sus apreciaciones?
Es posible que el hombre desee únicamente el bienestar. Pero ¿no es igualmente
,posible que desee el sufrimiento? ¿Acaso el sufrimiento no podría ser para él
ventajoso como el bienestar? El hombre, a veces, desea apasionadamente el
sufrimiento: está comprobado. No hay necesidad de ir a consultar sobre este
punto a la historia universal. Pregúntense ustedes a sí mismos; les bastará ser
hombres para responderse, por poco que hayan sufrido. Si quieren conocer mi
opinión personal, les diré que es incluso inconveniente desear únicamente el
bienestar. ¿Está esto bien?, ¿está mal? No lo sé. Pero es lo cierto que a veces
resulta en extremo agradable romper algo. No es que yo defienda precisamente el
sufrimiento o el bienestar: lo que defiendo es mi capricho, y lucharé, si es
preciso, para que se me garantice. Ya sé que en los sainetes no se admite el
sufrimiento. Pero tampoco se le puede admitir en un palacio de cristal, pues el
sufrimiento entraña duda y negación, y ¿qué sería de un palacio de cristal del que
se pudiera dudar? Estoy seguro de que el hombre no renunciará jamás al
verdadero sufrimiento, es decir, a la destrucción y al caos.
¡El sufrimiento!... ¡Pero si es
la única causa de la con, ciencia! Cierto que les he dicho al principio que la
conciencia, a mi entender, es uno de los mayores males del hombre. Pero el
hombre la quiere y no la cambiará por ninguna satisfacción. La conciencia es
infinitamente superior a «dos y dos son cuatro». Después de «dos y dos son
cuatro» no queda, evidentemente, nada, no sólo nada que hacer, sino incluso
nada que saber. Lo único que podemos hacer entonces es obturar nuestros cinco
sentidos y entregamos a la contemplación. Verdad es que con la conciencia se
llega a un resultado idéntico, es decir, a la inacción, pero en ese caso
podemos, por lo menos, damos latigazos de vez en cuando, lo que vivifica un
poco el espíritu. Es un sistema muy reaccionario, pero más vale eso que nada.
X
Ustedes creen en el palacio de
cristal, indestructible, eterno, al que no se le podrá sacar la lengua ni
mostrar el puño a escondidas. Pues bien, yo desconfío de ese palacio de
cristal, tal vez justamente porque es de cristal e indestructible y porque no
se le podrá sacar la lengua, ni siquiera a escondidas.
Verán ustedes: si en vez de un palacio
de cristal tengo un simple gallinero, cuando llueva podré cobijarme en él;
pero, aunque le esté muy agradecido por haberme preservado de la lluvia, no lo
tomaré por un palacio. Ustedes se ríen y me dicen que en este caso un palacio y
un gallinero tienen el mismo valor. Y yo les responderé que así es, pero que no
vivimos sólo para no mojarnos.
¿Qué le vamos a hacer si se me
ha metido en la cabeza que no se vive solamente para eso y que hay que vivir en
un palacio? Ésta es mi voluntad porque éste es mi deseo. Y ustedes no
conseguirán despojarme de mi voluntad si no modifican mis deseos. Pueden
intentarlo, presentarme otro objetivo, ofrecerme otro ideal. Pero hasta que
logren su propósito, me niego a tomar un gallinero por un palacio de cristal.
Es posible que el palacio de cristal sea sólo un mito, que las leyes de la
naturaleza no lo admitan y que lo haya inventado yo neciamente, impulsado por
ciertas costumbres irracionales de nuestra generación. Pero ¿qué me importa que
ese palacio sea inadmisible? ¿Qué me importa, si existe en mis deseos o, para
decirlo con más exactitud, si existe mientras existan mis deseos? Se ríen
ustedes de nuevo, ¿verdad? Bien, ríanse tanto como les plazca. Acepto todas las
burlas pero me niego a decirme que estoy saciado cuando todavía tengo hambre.
No me conformaré con un compromiso, con un cero que se renueva indefinidamente,
por la única razón de que está de acuerdo con las leyes naturales y existe
realmente. No admitiré que el coronamiento de mis deseos pueda ser una casa de
ladrillo con alojamientos baratos cedidos en arrendamiento para mil años y que
ostente el rótulo del dentista Wagenheim. Destruyan mis deseos, derriben mi
ideal, preséntenme una meta mejor, y yo los seguiré. Me dirán ustedes, tal vez,
que no vale la pena preocuparse por mí; pero piensen que yo puedo responderles
lo mismo. Estamos discutiendo seriamente, pero les advierto que si ustedes no
se dignan concederme su atención, no me echaré a llorar. Tengo mi subsuelo.
¡Pero mientras yo exista,
mientras yo desee, que mis manos se sequen si llevo un solo ladrillo a esa
casa! No me digan que yo mismo he renunciado hace poco al palacio de cristal
por el único motivo de que no podía sacarle la lengua. Si he hablado así no ha
sido porque me guste sacar la lengua. Acaso lo que me irrita es precisamente
que, entre todos los edificios que tienen ustedes, no haya uno solo al que no
se le tenga que sacar la lengua. Es decir, me haría cortar la lengua, en un
impulso de agradecimiento, si se arreglasen las cosas de modo que yo perdiese
las ganas de sacar la lengua. Pero ¿qué me importa que las cosas no puedan
arreglarse así y que haya que conformarse con tener un alojamiento económico?
¿Por qué tengo semejantes deseos? ¿Acaso no estoy constituido así para poder
comprobar que esta constitución es sólo una broma de mal gusto? Pero ¿es éste
verdaderamente el único objetivo? No lo admito.
Por otra parte, ¿saben ustedes
lo que les digo? Que estoy persuadido de que nosotros, los hombres del
subsuelo, debemos estar atraillados. El hombre del subsuelo es capaz de
permanecer silencioso en su cobijo durante cuarenta años; pero si sale del
subsuelo, empieza a hablar, y ya no hay modo de detenerlo.
XI
La suprema finalidad, señores,
es no hacer nada en absoluto. La inercia contemplativa es preferible a todo.
¡Por lo tanto, viva el subsuelo! Aunque haya dicho hace poco que envidio al
hombre normal hasta la última gota de mi bilis, cuando lo veo tal como es
renuncio a la normalidad (aunque sin dejar de tener envidia al ser normal). ¡No,
no; el subsuelo es siempre preferible! Allí, al menos, se puede... ¡Ah! ¡Ya
estoy mintiendo otra vez! Miento porque estoy convencido, tanto como de que dos
y dos son cuatro, de que no es el subsuelo lo que más vale, sino otra cosa muy
distinta, a la cual aspiro, pero que no sé qué es. ¡Al diablo el subsuelo!
¡Si yo pudiera creer una sola
palabra de lo que estoy escribiendo! Pues les juro, señores, que no creo ni una
sola y miserable palabra. Mejor dicho, tal vez crea, pero, en el momento mismo
de decirlas, sospecho, no sé por qué, que miento como un sacamuelas.
«Entonces, ¿por qué ha escrito
usted todo esto?», me preguntarán ustedes seguramente.
Me gustaría saber lo que habrían
escrito ustedes si yo les hubiese tenido encerrados e inactivos durante cuarenta
años y, transcurrido este tiempo, los hubiera ido a visitar al subsuelo para
comprobar en qué se habían convertido ustedes. Sí, me habría gustado oírlos.
¿Se puede dejar durante cuarenta años a un hombre solo y sin ocupación?
«Pero eso es vergonzoso, humillante
-me dirán ustedes, quizá, moviendo la cabeza con desprecio-. Usted tiene sed de
vida, pero quiere resolver las cuestiones vitales por medio de absurdas
lógicas. ¡Cuánta ostentación, cuánta impudicia hay en todo eso! Pero, a pesar
de todo, usted tiene miedo. Dice estupideces sin la menor preocupación, y las
mayores insolencias, pero, en el fondo, se siente atemorizado y pide perdón.
Declara que no teme a nadie, pero busca nuestra benevolencia. Nos asegura que
rechina los dientes, pero, al mismo tiempo, bromea y trata de hacemos reír.
Sabe que pretende ser ingenioso y que no lo es, pero se muestra muy satisfecho
de su literatura. Es posible que usted haya sufrido, pero no siente respeto
alguno por su sufrimiento. Hay algo de verdad en sus palabras, pero carecen de
pudor. Empujado por la vanidad más mezquina, saca su verdad a la calle, la
expone en el mercado, la exhibe en la picota de las burlas. Tiene algo que
decir, pero el temor le lleva a escamotear la última palabra, porque es usted
insolente pero no audaz. Se jacta de su capacidad mental, pero, en su
pensamiento, todo son vacilaciones, porque, aunque su inteligencia está en
actividad, su corazón está manchado por el libertinaje, y si el corazón no es
puro, la conciencia no puede ser completa ni clarividente. ¡Y qué importuno es
usted, qué molesto! ¡Qué modo de hacer el bufón! ¡No dice más que mentiras!
¡Mentiras! ¡Mentiras!»
Huelga decir que estas palabras
me las he dicho yo a mí mismo. También ellas proceden del subsuelo. Durante
cuarenta años he estado escuchando por una rendija estos discursos. Los he
compuesto yo mismo, porque no tenía nada que hacer. Me ha sido fácil, por
consiguiente, aprendérmelos de memoria y darles forma literaria.
No crean que mi propósito era
imprimir todo esto para darlo a leer a ustedes. Pero hay algo que no comprendo:
¿por qué me dirijo a ustedes como si fueran mis lectores? Las confidencias que
me dispongo a hacer aquí no son las que... se publican y se dan a leer. Por lo
menos, yo no me siento con fuerzas para obrar así. Por otra parte, no veo la
necesidad de hacerlo... Pero, miren ustedes, tengo un capricho y quiero
realizarlo a toda costa. Les explicaré en qué consiste.
Entre los recuerdos que todos
conservamos de nosotros mismos, hay algunos que sólo se los contamos a nuestros
amigos. Otros, ni siquiera a nuestros amigos se los queremos confesar y los
guardamos para nosotros mismos bajo el sello del secreto. Y existen, en fin,
cosas que el hombre no quiere confesarse ni siquiera a sí mismo. En el curso de
su existencia todo hombre honrado ha acumulado gran cantidad de estos
recuerdos. Incluso me atrevería a decir que su número está en proporción
directa con la honradez del hombre.
Pero yo he decidido recordar
algunas de mis antiguas aventuras, que hasta ahora he eludido con cierta
inquietud. Y ahora, cuando las evoco e incluso quiero anotarlas, me pregunto si
es posible ser sincero, por lo menos con uno mismo; si puede uno decirse toda
la verdad. Respecto a este asunto, les diré que Heine asegura que no existen autobiografías
exactas, porque el hombre miente siempre cuando habla de sí mismo. Según Reine,
Rousseau nos mintió en sus Confesiones, e
incluso deliberadamente, por vanidad. Estoy seguro de que Reine tiene razón.
Comprendo que uno "se achaque crímenes abominables exclusivamente por
vanidad, y comprendo igualmente lo que es ese sentimiento. Pero Reine se
refería a las confesiones públicas, y yo escribo para mí solo. Si hablo de modo
que parece que me dirijo a los lectores, lo hago sólo porque así es más fácil
exponer por escrito mis ideas. Se trata exclusivamente de una forma, una forma
vacía. Ya he dicho, y lo repito, que nunca tendré lectores.
No quiero ninguna traba en la
redacción de mis notas. No observaré orden alguno, no seguiré ningún plan.
Escribiré simplemente lo que vaya recordando.
Ustedes podrían tomarme la
palabra ahora mismo y preguntarme: si no piensa usted en los lectores, ¿por qué
declara -¡y por escrito además!- que no observará ningún orden, ningún plan;
que escribirá simplemente lo que le haya pasado por la cabeza, etc.? ¿Por qué
da usted estas explicaciones? ¿Por qué presenta estas excusas?
Estamos ante un caso psicológico
interesante. Es posible que obre así por cobardía. Pero también puede ser que
me imagine tener ante mí un público, a fin de no pasar por alto las
conveniencias. Motivos como éste puede haber millares...
Pero aún hay otra cosa. ¿Por qué
escribo todo esto? Si no me dirijo al público, bien puedo evocar mis recuerdos
sin registrarlos en el papel.
Cierto, pero hay que tener en
cuenta que, una vez registrados en el papel, cobran importancia. Esto me
impresionará, me juzgaré mejor a mí mismo y mi estilo ganará con ello. Además,
es probable que experimente cierto alivio. Hoy estoy deprimido por un recuerdo
lejano que ha acudido a mí con claridad hace unos días, y desde entonces me
persigue sin tregua, como uno de esos motivos musicales que nos obsesionan.
Pero es absolutamente preciso que me desprenda de él. Tengo centenares de
recuerdos de este tipo, y a veces, de pronto, se despierta uno de ellos y me
oprime la garganta. Y creo, no sé por qué, que si expreso por escrito ese
recuerdo, me veré libre de él. ¿Por qué no he de probar?
Y la última razón es que, como
nunca hago nada, estoy aburrido. Escribir los recuerdos propios es todo un
trabajo. Se dice que el trabajo hace al hombre honrado y bueno. Se me ofrece,
pues, una oportunidad...
Hoy nieva. Cae una capa brumosa
de copos amarillentos y medio derretidos. Ayer nevó también, y anteayer. Creo
que ha sido precisamente esta nieve fundida la que ha traído a mi memoria la
anécdota que me obsesiona. Así, pues, mi relato se titulará A propósito de nieve derretida.
A PROPÓSITO DE NIEVE DERRETIDA
Cuando el ardor de mi palabra persuasiva
retiró del abismo oscuro del error
tu alma caída en el fondo,
y tú, presa de un dolor atroz,
maldijiste, retorciéndote los
brazos,
El vicio que te había fascinado;
cuando, castigando a tu conciencia,
renunciando a tu existencia pasada
y, ocultando el rostro en las manos,
llena repentinamente de horror y de
vergüenza,
lloraste...
NEKRASSOV
I
En aquella época, sólo tenía
veinticuatro años. Mi vida era ya lo que es hoy: una vida sombría, desordenada
y ferozmente solitaria. No tenía relaciones, no cruzaba la palabra con nadie y
sólo pensaba en ocultarme en mi rincón. Durante mis horas de oficina, en la
cancillería, procuraba no dirigir la mirada a ningún compañero, pero advertía
perfectamente que éstos me consideraban como un tipo raro, e incluso -tenía
también esta impresión- me miraban con cierta repugnancia. A veces me
preguntaba por qué había de ser yo el único en imaginarse que le miran con
repulsión. Uno de nuestros empleados tenía una cara repugnante, picada de
viruelas. Parecía un bandido. Si yo hubiese tenido un rostro tan horrible, ni
siquiera me habría atrevido a aparecer en público. Otro empleado llevaba un
uniforme tan mugriento que olía a demonios. Sin embargo, aquellos señores no
daban muestras de avergonzarse de su cara, de su uniforme ni de su modo de ser.
No se imaginaban que los pudieran mirar con desagrado. Por lo demás, incluso si
se lo hubieran imaginado, no habrían experimentado la menor inquietud, a menos
que se hubiese tratado de sus jefes.
Ahora me parece que, impulsado
por una vanidad desmesurada, me exigía demasiado y me miraba a menudo con una
especie de desdeñosa irritación que rayaba a veces en la repugnancia. y así
llegué a persuadirme de que los demás me miraban con los mismos ojos. Mi cara
me parecía detestable. La veía innoble, e incluso consideraba que tenía cierta
expresión cobarde y vil. y justamente por eso, al entrar por la mañana en la
cancillería, hacía un gran esfuerzo para adoptar un aire independiente y,
temiendo que me creyeran cobarde, trataba de dar a mi rostro una expresión lo
más noble posible. «Mi cara no es hermosa -me decía-. Es preciso, pues, que sea
por lo menos noble, expresiva y, sobre todo, inteligente en extremo.» Y yo sabía -estaba dolorosamente seguro-
que jamás mi rostro conseguiría reflejar estas hermosas cualidades. Pero lo peor
era que mi cara me parecía estúpida. Al fin y al cabo, me habría contentado con
la inteligencia. Incluso habría transigido con una expresión vil, con tal que
fuese también inteligente.
Naturalmente, odiaba y
despreciaba a todos los empleados de la cancillería, desde el primero hasta el
último; pero creo que, al mismo tiempo, los temía. A veces, incluso los
colocaba por encima de mí. Estas cosas ocurren siempre en mí repentinamente:
tan pronto desprecio a una persona como la elevo sobre el pavés. El hombre
honrado y culto no debe ser vanidoso si no extrema el rigor consigo mismo y se
desprecia a veces hasta el odio. Pero yo, cualesquiera que fuesen mis
sentimientos de desprecio y de respeto, bajaba los ojos siempre ante todo el
mundo. Incluso hacía de vez en cuando experimentos. ¿Sería capaz de soportar la
mirada de éste o aquél? Pero todas las veces bajaba la mirada. Aquello me
atormentaba hasta la locura.
Tenía también un temor enfermizo
a parecer grotesco, y precisamente por eso profesaba una adoración servil por
la rutina en todo lo concerniente a la vida externa, seguía con gran precisión
el surco de la vida ordinaria y me aterraba reconocer que cometía cualquier
irregularidad. Pero ¿cómo podía resistir? Mi inteligencia se había desarrollado
morbosamente, como es propio de las inteligencias de nuestra época. En cuanto a
mis compañeros, todos eran estúpidos y se parecían como ovejas. Si yo era el
único que me consideraba un cobarde, un esclavo, era quizá justamente porque mi
inteligencia estaba más desarrollada.
Pero no se trataba de una simple
ilusión: yo era efectivamente un cobarde, un esclavo. Digo esto sin rubor
alguno. En nuestra época, todo hombre decente es forzosamente cobarde y un
esclavo. Tal es su estado normal. Estoy enteramente convencido de ello. El
hombre está constituido para ser así. Y no se trata en modo alguno de un hecho
exclusivo de nuestra época, dependiente de una serie de circunstancias
especiales. En todos los tiempos, el hombre honrado fue un cobarde y un
esclavo. Si tiene ocasión de dárselas de valiente, no debe jactarse de ello,
porque inmediatamente después empezará a lloriquear. Tal es su ley eterna. No
hay nada que pueda compararse con los asnos y los mulos en esto de ser
bravos..., pero hasta cierto límite. Ni siquiera vale la pena prestarles
atención: no tienen la menor importancia.
Había otra circunstancia que me
atormentaba sin cesar. No me parecía a nadie y nadie se parecía a mí. «¡Soy
único, mientras ellos, son todos!»,
me decía. Y al punto empezaba a reflexionar.
Como ustedes deducirán de estas
declaraciones, yo no era todavía más que un chiquillo.
Pero a veces, de pronto, se
operaba en mí un cambio. ¡Qué penoso me era dirigirle a la oficina! Esta
aversión llegaba al extremo de que tenía que volver a casa completamente
enfermo. Pero he aquí que entro en un período de escepticismo y de indiferencia
(todo llega a mí por períodos). Entonces me burlo de mi propio rigorismo y de
mi desdén, y me acuso de ser un romántico. Ayer mismo, no les dirigía la
palabra; pero hoy les hablo y trato de entablar amistad con ellos. Toda mi
repugnancia se ha desvanecido corno por ensalmo. ¿Quién sabe? Quizá ni siquiera
la había experimentado nunca y no era más que una postura afectada. No he
podido resolver aún esta cuestión. Una vez incluso me relacioné íntimamente con
ellos. Iba a verlos; jugábamos a las cartas, bebíamos, charlábamos por los
codos... Pero permítanme que abra aquí un breve paréntesis.
Entre nosotros, los rusos, no
abundan esos estúpidos románticos de tipo alemán, y más aún francés, perdidos
en sus sueños estrellados y a los que nada produce efecto. Ni siquiera se
conmoverían si la tierra temblase bajo sus pies o Francia sucumbiera en las
barricadas. No cambian jamás, ni siquiera por conveniencia: siguen cantando sus
himnos sublimes hasta el último día. Son unos necios. Entre nosotros, en
nuestra tierra rusa, no hay necios: esto es cosa sabida. Es precisamente lo que
distingue a nuestro país de las tierras extranjeras. Entre nosotros no se ven
esas naturalezas ideales en estado bruto, por decirlo así. Al imaginarse
estúpidamente que los Constanioglos y los tíos Piotr Ivanovitch eran nuestro
ideal, los críticos y los publicistas han juzgado que nuestros románticos son
tan soñadores y tan sublimes como los de Alemania y Francia.
Y no es así. El carácter de
nuestro romántico es completamente distinto de sus colegas extranjeros, y
ninguna de las unidades de medida europeas puede convenirle (permítanme emplear
el término «romántico», vieja y respetable palabra que todo el mundo conoce).
El rasgo predominante de nuestro romántico es que lo comprende todo, que lo ve
todo y que incluso lo ve mucho más claramente aún que los espíritus más
positivos. Nuestro romántico no se inclinará ante la realidad, pero tampoco la
desdeñará. Cederá si es preciso, pues no perderá nunca de vista el fin
práctico, útil (una buena pensión, una linda medalla, un alojamiento del
Estado), que percibirá a través de todo su entusiasmo, de todos sus volúmenes
de poemas líricos. Pero conservará al mismo tiempo, intangible, su ideal «de lo
bello, de lo sublime», sin dejar de conservarse a sí mismo, sin el menor
reparo, entre algodones, como una joya, para mayor provecho de la belleza, de
la sublimidad. Nuestro romántico es un hombre de espíritu extremadamente amplio
y, a la vez, el mayor de nuestros canallas. Se lo aseguro a ustedes, incluso lo
sé por experiencia. Pero todo esto sólo se refiere al romántico inteligente.
¡Oh! ¿Qué digo? Todos los románticos son inteligentes. Si ha habido algunos
imbéciles entre nuestros románticos, éstos no cuentan, por la sencilla razón de
que, en la flor de la vida, se convertían en verdaderos alemanes y acababan por
instalarse en alguna parte de la Selva Negra o en Suiza, a fin de conservar
intactos sus sublimes ideales. Así era yo. Yo despreciaba sinceramente mis
ocupaciones, y si no les escupía era porque estaba obligado a ir a la oficina,
ya que necesitaba el sueldo. Iba a la oficina por encima de todo: observen el
detalle. Nuestro romántico perderá antes la razón (cosa que, por cierto, le
sucede muy raramente) que escupirá a su carrera, a menos que se le ofrezca
otra. No se le podrá obligar a marcharse, ni siquiera a puntapiés, y, si pierde
completamente la cabeza, podrán encerrarlo en un manicomio, donde se jactará de
ser rey de España..
Pero sólo pierden la razón los
endebles. Un número incalculable de románticos llega a los más altos puestos.
La diversidad de su talento es extraordinaria. ¡Con qué facilidad logran
armonizar los sentimientos y las sensaciones más contradictorias! Esto me
impresionaba y consolaba. Ésta es la razón de que tengamos tantas «naturalezas
amplias» que conservan su ideal hasta en su última caída. Y aunque no muevan un
dedo por sus ideales, aunque sean verdaderos bandidos, siguen siendo
extraordinariamente honrados con su alma y conservan el respeto a su ideal, del
que hablan con voz impregnada de lágrimas.
Sí, señores; en nuestra patria,
incluso el peor de los canallas puede ser honrado con su alma, honrado hasta lo
sublime, sin dejar de ser un miserable. Lo repito: de las filas de nuestros
románticos se ve continuamente salir bribones tan hábiles (empleo la palabra
«bribón» en tono cariñoso), que manifiestan un sentido tal de la realidad y
conocimientos tan prácticos, que sus superiores jerárquicos y el público se
frotan los ojos de estupefacción al observar el fenómeno.
¡Sí, nuestra diversidad y
nuestra amplitud son verdaderamente extraordinarias, y sabe Dios lo que saldrá
de ellas todavía y lo que nos anuncian para el porvenir! j Verdaderamente, el
material no es malo! ¿Qué piensan ustedes de todo esto, señores? Al decir estas
cosas, no me impulsa un ridículo sentimiento de patriotismo. Por lo demás,
estoy seguro de que ustedes se imaginan otra vez que bromeo. O acaso me
equivoque y, por el contrario, crean que hablo en serio. En todo caso, las dos
opiniones me honran por igual, señores, y me causan la misma satisfacción.
Y perdonen esta disgresión.
Naturalmente, nunca conseguía
soportar durante mucho tiempo mis relaciones de amistad con mis colegas. Rompía
con ellos tempestuosamente, dejaba de saludarlos -efecto de mi juvenil
inexperiencia- y todo terminaba entre nosotros. Pero esto me ocurrió una sola
vez, pues era excepcional que faltara a mi habitual misantropía.
En mi casa me pasaba la mayor
parte del tiempo leyendo. Así procuraba apagar bajo impresiones externas lo que
hervía constantemente en mí. Las únicas impresiones externas de que disponía
había de buscarlas en la lectura. Naturalmente, eran para mí un gran
reconfortante: me conmovían, me distraían, me atormentaban. Pero llegaba un
momento en que me sentía harto de ellas y experimentaba la necesidad de obrar.
Entonces, de golpe y porrazo, me lanzaba al libertinaje, un libertinaje
mezquino, nauseabundo, irrisorio, subterráneo. Mi continua irritación hacía mis
pasiones ardientes, abrasadoras. Mis impulsos de pasión terminaban en ataques
de nervios, lágrimas y convulsiones. Fuera de la lectura, no tenía ninguna
distracción. En tomo a mí no había nada que pudiese imponerme algún respeto y
atraerme. Una ola de angustia me inundaba; sentía una sed histérica de
contrastes, de oposiciones, y me lanzaba a la disipación.
No digo esto para disculparme...
Sin embargo... Sí, miento. Quería precisamente excusarme. Y no quiero mentir:
he dado mi palabra.
Por la noche iba en busca de las
mujeres, a hurtadillas, con un sentimiento de vergüenza que no se apartaba de
mí ni siquiera en los momentos más innobles y que me exasperaba hasta la
locura. Entonces, mi alma ya llevaba en ella su subsuelo. Tenía un miedo atroz
a que alguien me viera y me reconociese. Por eso iba a las zahúrdas más
sórdidas.
Una noche, al pasar ante un
pequeño restaurante, asistí, a través de las ventanas iluminadas, a una batalla
entre jugadores de billar, que utilizaban como armas los tacos, y vi cómo
echaban a uno de ellos por la ventana. En otro momento cualquiera, aquella
conducta me habría repugnado, pero el estado de ánimo en que me hallaba
entonces me hizo tener envidia de aquel señor al que habían arrojado a la
calle. Fue tan fuerte aquel sentimiento, que entré en la sala de billares.
«¿Quién sabe -me decía-. Quizá también yo logre armar una buena trifulca y que
me echen por la ventana»
No estaba borracho, pero ¿qué
quieren ustedes?, el tedio y la angustia me volvían loco. Y resultó que yo ni
siquiera era digno de que me echasen por la ventana, y me fui sin haber podido
reñir con nadie. Desde el primer momento, un oficial me puso en mi sitio.
Me había situado cerca de la
mesa de billar y, como no conocía nada del juego, estorbaba a los jugadores. A
fin de poder pasar, el oficial me puso las manos en los hombros y, sin la menor
explicación, sin decir ni palabra, me apartó. Luego pasó como si yo no
existiese. Le habría perdonado que me golpeara, pero me mortificó que me
apartara en silencio.
Sólo el diablo sabe lo que yo
habría dado por una disputa en regla, por una querella conveniente, literaria,
por decirlo así. Me habían tratado como a una mosca. El oficial era un hombre
de aventajada estatura; yo, bajito y enclenque. Sin embargo, sólo de mí
dependía provocar un escándalo. Si hubiese protestado, me habrían hecho tomar
al punto el camino de la ventana. Pero reflexioné y preferí escabullirme,
aunque mi corazón rebosaba de cólera.
De nuevo me vi en la calle.
Estaba conmovido y perplejo. Regresé derecho a casa. Y al día siguiente volví a
lanzarme, más atemorizado aún, más tristemente, en mi irrisorio libertinaje.
Tenía lágrimas en los ojos, pero continuaba. No crean ustedes, sin embargo, que
retrocedí ante el oficial por temor. Jamás sentí miedo, aunque siempre lo
tuviese a la acción. ¡No se rían aún! Hay una explicación para esto. Yo tengo
explicaciones para todo.
¡Oh, si ese oficial hubiese sido
de los que admiten batirse en duelo! ¡Pero no! Era precisamente uno de esos
señores (¡ay!, este tipo ha desaparecido hace mucho tiempo) que prefieren
servirse de los tacos de billar o bien quejarse a sus jefes, a la manera del
teniente Pirogov que nos presenta Gogol. Estos oficiales no se batían, y sobre
todo cuando tenían una disputa con nosotros, miserables paisanos, consideraban
el duelo una inconveniencia, una moda francesa, algo propio de espíritus
liberales. Pero esto no les impedía, especialmente cuando eran altos y
fornidos, insultar pródigamente al prójimo.
No fue el temor lo que me hizo
marcharme, sino la vanidad. No me dieron miedo ni la considerable estatura del
oficial, ni los golpes que hubiera podido propinarme, ni la perspectiva de que
me arrojasen por la ventana. No fue el valor físico lo que me faltó, sino el
valor moral: resultó insuficiente. Temí que todos los presentes, empezando por
el insolente encargado de la mesa y terminando por un empleadillo de cara llena
de granos y de cuello grasiento, que se afanaba en tomo a los jugadores; temí
que todos se rieran de mí cuando levantase la voz en son de protesta y les
hablase en un lenguaje literario. Porque entre nosotros no se puede hablar del
puntillo de honor, no del honor, sino precisamente del point d'honneur, sin utilizar un lenguaje literario. No, el
puntillo de honor no admite el lenguaje corriente. Yo estaba completamente
seguro (como ustedes ven, el romanticismo anula en mí el sentido de la
realidad) de que reventarían de risa, de que el oficial no se contentaría con
pegarme, sino que me haría dar la vuelta a la mesa de billar, propinándome
puntapiés en los riñones. Y sólo después de esto, tal vez compadeciéndose de
mí, me arrojaría por la ventana. Siendo yo el protagonista, aquella miserable
aventura no podía acabar de otro modo.
Después de esto se sucedieron
mis encuentros con el oficial en la calle. Lo observé atentamente. ¿Me
reconocía también él a mí? No lo sé. Creo que no; lo creo por ciertos indicios.
En cuanto a mí, lo examinaba con odio y rabia. Y esto duró... varios años. ¡Sí,
señores! Con el tiempo, mi odio se hizo implacable, más profundo. Empecé a
procurarme discretamente algunos informes sobre su persona. Esto me resultaba
muy difícil, porque yo no conocía a nadie. Pero una vez, en la calle, cuando lo
seguía desde hacía rato pegado a sus talones, alguien lo llamó por su nombre, y
así me enteré de cómo se llamaba. Otra vez lo seguí hasta su casa y, mediante
una propina, supe por el portero en qué piso y con quién vivía, y, en fin, todo
lo que se puede saber por un portero.
Una buena mañana, aunque yo no
tenía ninguna práctica literaria, me vino a las mientes la idea de describir al
oficial en tono satírico, caricaturizarlo y presentarlo como héroe de una
novelita. Me enfrasqué alegremente en este trabajo. Pinté a mi héroe con los
colores más sombríos. Incluso lo calumnié. Modifiqué tan poco el nombre al
principio, que sus amigos lo habrían reconocido inmediatamente. Luego, tras
maduras reflexiones, lo cambié. Envié mi novela a los Anales de la Patria, pero en aquel tiempo no existía aún la moda
del género satírico, y mi relato no se publicó, lo que me irritó sobremanera.
A veces, la ira me ahogaba;
tanto, que al fin resolví retar a mi enemigo a un duelo. Le escribí una hermosa
carta, en la que le suplicaba que me presentase sus excusas y le daba a
entender claramente que, en caso de negarse, tendría que aceptar el duelo. La
carta estaba tan bien escrita, que si el oficial hubiese tenido alguna
sensibilidad para «lo bello y lo sublime», habría venido a todo correr en mi
busca para echarme los brazos al cuello y ofrecerme su amistad. ¡Qué conmovedor
habría sido todo esto! Habríamos vivido tan felices desde entonces!... Su
magnífica presencia habría bastado para defenderme de mis enemigos, y yo, con
mi inteligencia, con mis ideas, habría ejercido sobre él una influencia
ennoblecedora. ¡Cuántas cosas habrían podido hacer! Figúrense ustedes que esto
ocurría dos años después del incidente. Por lo tanto, mi desafío era
ridículamente anacrónico, a pesar de la habilidad que yo había desplegado para
explicar y disimular este anacronismo. Pero, gracias a Dios (todavía hoy doy
gracias al cielo con lágrimas de gratitud en los ojos), no envié la carta. Me
estremezco ante la sola idea de lo que habría ocurrido si la hubiese enviado.
Luego, de pronto, conseguí
vengarme de la manera más sencilla y genial. Fue una idea luminosa. A veces,
los días de fiesta, iba a pasear por la avenida Nevsky. Daba mi paseo a eso de
las cuatro, por la acera en la que daba el sol. En verdad, no se trataba de un
verdadero paseo, de un esparcimiento, pues durante él experimentaba tormentos
indecibles, humillaciones e incluso ataques de hígado. Pero esto era
precisamente, me parece a mí, lo que buscaba en aquel lugar. Semejante a un
insecto, me deslizaba del modo más vil entre los transeúntes, cediendo continuamente
la acera a los generales, a los oficiales de guardia, a los húsares, a las
damas hermosas. Sentía verdaderos espasmos en el corazón y escalofríos a lo
largo de la espina dorsal cuando pensaba en el lamentable estado de mi ropa en
el aspecto bajo y vulgar que debía tener mi agitada e insignificante persona.
Era un verdadero suplicio, una humillación continua, que me inspiraba el claro
convencimiento de que yo era una simple mosca en medio de tanta elegancia, una
repulsiva mosca, superior, desde luego, a toda aquella gente en inteligencia,
en nobleza, pero constantemente ofendida, continuamente humillada y siempre
obligada a ceder.
¿Por qué iba a la -avenida
Nevsky? ¿Por qué me sometía voluntariamente a aquel suplicio? No lo sé. Pero me
sentía atraído hacia allí, y me
apresuraba a ir cada vez que me era posible.
Por lo tanto, ya experimentaba
aquellos ataques de voluptuosidad de que hablé en el primer capítulo. Pero
después de mi aventura con el oficial, estos ataques fueron más violentos. En
la avenida Nevsky me lo encontraba con frecuencia, y era allí donde podía
admirarlo mejor. También él paseaba por la avenida los días de fiesta. También
él cedía el paso a los generales y a las altas personalidades, se deslizaba
entre ellos como un insignificante pez; pero cuando se trataba de personas de
mi ralea, e incluso un poco más limpias, las aplastaba materialmente: iba recto
hacia ellas, como si no existiesen, y nunca les cedía el paso. Yo me ahogaba de
rabia cuando le veía llegar, pero, aún lleno de furor, siempre me apartaba de
mi camino. Sufría al no poder mantenerme en pie de igualdad con él ni siquiera
en la calle. «¿Por qué he de ser siempre yo el que ceda el paso? -me preguntaba
a veces, ciego de cólera, por las noches-. ¿Por qué he de ser yo? No hay
reglas, no hay nada escrito sobre esta cuestión. Comprendo que la gentileza se
comparta, como es propio de personas bien educadas: él cede el paso, tú lo
cedes también, y los dos pasáis con un sentimiento de mutua estimación.» Pero
el caso es que yo siempre me apartaba de mi camino y él ni siquiera se daba
cuenta de mi urbanidad. Y he aquí que un día se me ocurrió esta idea
maravillosa: «¡Si yo me atreviese a no cederle el paso cuando nos
encontráramos..., no cedérselo adrede, ostensiblemente, aunque él me
empujara...! ¿Qué pasaría?». Este pensamiento audaz se fue apoderando de mí
paulatinamente, y llegó un momento en que ya no pude librarme de él. Aquel
encuentro no se apartaba de mi mente, e iba con más frecuencia a la avenida
Nevsky, a fin de imaginarme más claramente cómo obraría cuando me decidiera a
obrar. Estaba radiante de alegría. Cuanto más pensaba en ello, más realizable
me parecía mi idea. «No lo empujaré -la alegría me había hecho ya mejor-, pero
no lo esquivaré. Tropezaremos sin hacemos daño; será un choque de hombros no
más fuerte de lo indispensable para que él comprenda que hay que guardar las
formas.» Al fin tomé la decisión. Pero los preparativos exigieron mucho tiempo.
Ante todo, había que estar bien compuesto al realizar semejante acto. Por lo
tanto, tenía que pensar en mi indumentaria. «Si hay escándalo (ya que el
público de la avenida es a esa hora de lo más encopetado: el príncipe D..., la
condesa, todos los escritores), conviene ir bien vestido. La ropa impone a la
gente y en el acto lo coloca a uno, a los ojos de la buena sociedad, en el
mismo plano que cualquier otro.» Por consiguiente, pedí un anticipo de mi
sueldo y me compré en casa de Tchurkin un sombrero y un par de guantes negros.
Los guantes negros me parecían de mejor tono, más correctos que los guantes de
color limón en los que había pensado al principio, pero que después me
parecieron demasiado vistosos: «Me acusarían de querer llamar la atención».
Renuncié, pues, a los guantes amarillos. Ya tenía preparada desde hacía mucho tiempo
una elegante camisa con botones de marfil. Pero el estado de mi abrigo exigió
largas operaciones. Al fin y al cabo, no era demasiado feo, y me abrigaba lo
necesario. Pero estaba enguatado y tenía un cuello de oso lavador, como las
pellizas de los lacayos. Así, pues, costase lo que costase, había que cambiar
el cuello y ponérselo de castor como los que llevan los oficiales. Recorrí las
tiendas, y al fin, tras una búsqueda infructuosa, di con un castor alemán que
no debía ser muy caro. Aunque el castor alemán no sea sólido y cobre pronto un
aspecto de pobreza, cuando está nuevo produce bastante efecto, y había que
tener en cuenta que yo lo necesitaba solamente para aquella ocasión. Pregunté
el precio, y vi que no era tan módico como yo hubiera deseado. Entonces decidí
vender mi cuello de oso lavador y pedirle la cantidad que me faltaba (para mí
muy importante) a Antón Antonovitch Sietochkin, el jefe de mi negociado, hombre
bondadoso, pero serio y práctico, al que me había recomendado calurosamente un
personaje importante cuando empecé a trabajar como funcionario.
Yo sufría terriblemente: me
parecía vergonzoso, rastrero, pedir dinero a Antón Antonovitch. No pegué los
ojos durante dos o tres noches. Por regla general, en aquel tiempo dormía muy
poco. Tenía fiebre; mi corazón, habitualmente oprimido, empezaba de pronto a
saltar en mi pecho... Saltaba, saltaba...
Antón Antonovitch mostró al
principio cierto asombro; luego hizo una mueca, reflexionó y, finalmente, me
prestó el dinero que le había pedido, no sin antes hacerme firmar un recibo por
el que le cedía el derecho a cobrar mi sueldo durante dos semanas.
Al fin todo estaba a punto. El
bello pastor alemán había ocupado el puesto del ruin oso lavador, y yo iba
plantando poco a poco los jalones de mi acto.
Sin duda, no debía obrar en el
primer encuentro; había que esperar a que se presentara una circunstancia
favorable. Entonces avanzaría lenta y pacientemente. Pero, tras algunos
intentos fallidos, empecé, lo confieso, a dudar del éxito. No conseguía que nos
encontráramos frente a frente. Sin embargo, yo me había preparado bien; había
tornado todas las precauciones... «¡Ahí viene! ¡Esta vez todo saldrá bien!
¡Chocaremos! Pero ¿qué he hecho? Le he cedido el paso una vez más, y él ha
pasado sin prestarme ninguna atención.» Yo incluso dirigía plegarias al cielo
al acercarme a él, a fin de que Dios me infundiera la resolución necesaria.
Cuando ya estaba completamente decidido a terminar, sólo había conseguido
humillarme una vez más, pues en el último instante, cuando no estaba a más de
cuatro o cinco centímetros de él, vacilé; y él pasó sobre mí con perfecta
tranquilidad. También tuve la sensación de que me arrojaba a un lado corno una
pelota.
De nuevo tuve fiebre aquella
noche y deliré. Pero, de improviso, esta situación se resolvió de modo
satisfactorio. Precisamente la tarde anterior había resuelto renunciar a mi
nefasto designio y olvidarlo. En este estado de ánimo me dirigí por última vez
a la avenida Nevsky. Quería presenciar, por decirlo así, el abandono de mi
proyecto. De pronto, cuando estaba solamente a tres pasos de mi enemigo, me
decidí. Cerré los ojos y... nuestros hombros chocaron. No cedí ni un centímetro
y pasamos el uno junto al otro como iguales. Él ni siquiera volvió la cabeza:
fingió no darse cuenta de nada. Pero esta actitud era una afectación, estoy
seguro. Todavía tengo esta seguridad. El choque me dolió a mí más que a él; no
me cabe duda, porque él era más fuerte. ¡Pero esto no importaba! Había
alcanzado mi objetivo, había salvado mi dignidad; al no ceder ante él ni una
pulgada, lo había obligado a tratarme públicamente en pie de igualdad. De
vuelta en casa, me sentí completamente vengado de mis humillaciones. Estaba
inundado de alegría, triunfante. Cantaba aires italianos.
Naturalmente, no describiré a
ustedes lo que pasó tres días después. Si han leído la primera parte de esta
obra, Memorias del subsuelo, pueden
imaginárselo fácilmente. El oficial fue trasladado no sé adónde hace ya catorce
años, y no he vuelto a verlo. ¿Qué hará ahora el buen hombre? ¿A quién estará
aplastando?
II
Mi período de libertinaje
llegaba a su fin y me sentía atrozmente asqueado. Tenía remordimiento, pero lo
rechazaba: me producía náuseas. Sin embargo, poco a poco me iba acostumbrando.
Me acostumbraba a todo. Mejor dicho, no era que me acostumbrase, sino que lo
soportaba todo con resignación. Pero tenía un buen remedio, el de evadirme a
los dominios «de lo bello y lo sublime»..., en sueños, naturalmente. Soñaba sin
freno, pasaba tres meses seguidos soñando, enterrado en mi rincón, y en
aquellos momentos, créanme, no me parecía en nada a aquel señor angustiado, de
corazón de gallina, que cosía al cuello de su abrigo una piel de castor alemán.
Me había convertido en héroe. En aquellos momentos ni siquiera habría recibido
a mi bravo teniente. Es más, ni siquiera habría pensado que tal cosa pudiera
suceder. ¿Qué sueños eran aquellos y cómo podían satisfacerme? Hoy me es
difícil explicarlo. Pero sé que entonces estaba plenamente satisfecho. Además,
estos sueños casi me bastan ahora. Tras mis excesos de libertinaje eran
especialmente agradables y apacibles. Entonces acudían a mí en medio de los
remordimientos, de las lágrimas, de las maldiciones impetuosas. ¡Tuve instantes
de tal plenitud, de una dicha tan perfecta, que era imposible burlarse de
ellos! No había en mí más que fe, esperanza y amor. Y es que en aquellos
tiempos yo estaba ciegamente persuadido de que gracias a algún milagro, a
alguna circunstancia externa, todas mis dificultades desaparecerían, caerían
las murallas y dejarían al descubierto, al fin, un vasto campo de acción, de
acción útil y bella y, sobre todo, dispuesta
a que se cumpliese (yo no sabía en qué podía consistir tal acción, pero lo
principal para mí era que estuviese enteramente dispuesta para su cumplimiento). Entonces, yo aparecía de pronto a
la luz del día y me creía a lomos de un caballo blanco, con una corona de
laurel en la frente. Ni me pasaba por la imaginación la posibilidad de
desempeñar un papel secundario, y probablemente por eso admitía en la realidad
resignadamente el último papel. O héroe o insignificante ser envuelto en lodo:
no había término medio para mí. Esto era lo que me perdía; pues, desde el
cieno, me consolaba soñando que en otros instantes yo era un héroe, y este
héroe alumbraba el barro con su prestigio. El hombre corriente ha de evitar
caer en el lodo; pero el héroe está situado a tal altura, que jamás podrá
ensuciarse completamente. Por lo tanto, yo puedo revolcarme en el cieno.
Lo más notable es que estos
impulsos «hacia lo bello y lo sublime» brotaban a veces en mí durante mis
arrebatos de libertinaje, precisamente cuando me hallaba en el fondo del foso.
Surgían como recuerdos y proyectaban un pálido resplandor. Pero no lograban
disipar mis deseos; por el contrario, parecían excitarlos, gracias al efecto
del contraste, que era precisamente lo que se necesitaba para hacer una buena
salsa. Esta salsa se componía de contradicciones, sufrimientos y amargos
análisis. Y todos estos tormentos, mayores o menores, daban cierto sabor
picante a mi disposición e incluso le conferían cierto sentido. En una palabra,
desempeñaban perfectamente el papel de una buena salsa. Todo esto no carecía de
cierta profundidad. Pero ¿habría podido yo admitir una disipación ordinaria, el
libertinaje llano y simple de un empleadillo cualquiera, y soportar
pacientemente este horror? No, yo tenía siempre en reserva cierto modo
nobilísimo de considerar las cosas.
¡Pero cuánto amor, Señor...,
cuánto amor sentía palpitar en mí durante aquellos sueños, cuando sabía que me
hallaba en los dominios «de lo bello y lo sublime»! Aunque aquel amor fuese
fantástico, aunque no se pudiera aplicar a nada humano, rebosaba de tal modo en
mí, que no echaba de menos esta falta de aplicación a la realidad: me parecía
poco menos que un lujo inútil. Me volvía perezosa y voluptuosamente hacia el
arte, es decir, hacia las bellas formas, ya completamente realizadas por los
poetas, y a los novelistas, que nos las ceden en préstamo y que se adaptan
fácilmente a todas las necesidades, a todas las exigencias. Gracias a ello, yo
puedo, por ejemplo, triunfar sobre el universo entero. Todos se prosternan ante
mí en el polvo y están obligados a admirar mis perfecciones, y yo perdono a
todo el mundo. Siendo poeta y chambelán, me enamoro; recibo infinidad de
millones, con los que obsequio inmediatamente al género humano, mientras
confieso, ante el pueblo reunido, todas mis «ignominias», que no son, ni que
decir tiene, ignominias ordinarias, pues todas contienen algo «de bello, de
sublime», algo byroniano, dentro del género de Manfredo. Todos lloran y me
besan (habrían sido imbéciles si no lo hubiesen hecho), y yo, descalzo y
hambriento, me voy a predicar ideas nuevas y derroto por completo a los
reaccionarios en Austerlitz. Acto seguido suena una marcha. Es la amnistía
general. El Papa accede a ausentarse de Roma y trasladarse al Brasil. Luego,
baile para toda Italia en la villa Borghese, la que está junto al lago Como,
pues se ha transportado el lago a los alrededores de Roma para esta ocasión.
Seguidamente, gran escena en los bosquecillos, etc. ¡En fin, ya saben ustedes
lo que son estas cosas!
Me dirán que es estúpido e
innoble exponer todo esto públicamente después de haberles confesado que
derramaba lágrimas y tenía momentos de éxtasis. Pero ¿por qué es innoble,
señores? ¿De verdad creen ustedes que todo eso me da vergüenza y que mis sueños
son más necios que las cosas que les han ocurrido a ustedes en la vida? Además,
créanme, ciertos hechos no estaban demasiado mal coordinados... Pero ocurrían a
orillas del lago Como. Por lo demás tienen ustedes razón: ¡es estúpido, es
innoble! Pero lo peor es que me estoy justificando ante ustedes. Y el hecho de
que lo confiese es todavía más vil. ¡Bueno, basta ya! No acabaría nunca, pues
siempre se encuentra el medio de descender más aún. Nunca pude prolongar mis
sueños más de tres meses consecutivos, y para terminar, declararé que,
invariablemente, volvía a sentir la necesidad irresistible de sumergirme en la
sociedad de mis semejantes. Esto significaba visitar al jefe de mi negociado,
Antón Antonovitch Sietochkin. Ésta fue la única persona en toda mi vida con la
que sostuve relaciones regulares, cosa que todavía me causa asombro. Pero sólo
iba a su casa cuando mis sueños me habían elevado de tal modo, que no tenía más
remedio que estrechar en mis brazos a la humanidad entera, y para eso
necesitaba por lo menos un verdadero ser humano, un hombre de carne y hueso.
Sólo los martes se podía ir a casa de Antón Antonovitch. Era su día de recibo.
Por consiguiente, yo tenía que reprimir mi sed de abrazos hasta ese día.
Antón Antonovitch vivía en las
Cinco Esquinas, en el cuarto piso. Disponía de cuatro habitaciones diminutas,
de techo bajo, amarillentas y cuyo aspecto pregonaba su baratura. Tenía dos
hijas y una tía, que era la que servía el té. Una de las hijas contaba trece
años; la otra catorce, y las dos tenían la nariz respingona. Estas niñas me
intimidaban, pues no cesaban de cuchichear ni de emitir risitas ahogadas. El
dueño de la casa estaba habitualmente en su despacho, sentado en un gran diván
de cuero, ante una mesa redonda, en compañía de un señor de aspecto respetable,
pero que era un simple funcionario de nuestro ministerio. Nunca me encontré
allí con más de dos o tres personas, y siempre eran las mismas. Se hablaba de
adjudicaciones, j cesiones, ascensos, nombramientos; de su Excelencia; de cómo
hacerse simpático a la gente; etc. Yo tenía la paciencia de permanecer entre
aquellas personas durante tres horas, como un tonto, sin atreverme a hablarles
ni poder hacerlo, fuera cual fuere el asunto de que se tratase. Me daba cuenta
de que iba convirtiéndome en un estúpido. Sudaba, temía quedarme paralítico.
Pero aquello tenía también sus ventajas para mí, pues, ya de vuelta en mi casa,
renunciaba durante algún tiempo a mi deseo de estrechar entre los brazos a la
humanidad entera.
También me relacionaba con
Simonov, antiguo compañero de colegio. Tenía en Petersburgo varios antiguos
condiscípulos más; pero había dejado de alternar con ellos, e incluso de saludarlos
en la calle. Es más: acaso fue el deseo de no encontrarme con ellos, de olvidar
todos los recuerdos de mi triste infancia lo que me impulsó a trasladarme a
otro ministerio. ¡Maldecía a aquella escuela, a aquellos atroces años de
cárcel! Por eso rompí con mis compañeros apenas terminé mis estudios. Sólo
saludaba a dos o tres. Uno de ellos era Simonov. En la escuela no se había
distinguido en nada y tenía un temperamento afable y reposado. Yo lo estimaba
por su espíritu de independencia y por su honradez. Incluso no creo que fuese
extremadamente torpe. Pasamos juntos muy buenos ratos. Pero nuestras buenas
relaciones no duraron mucho: una especie de bruma las cubrió repentinamente. El
recuerdo de aquella cordialidad molestaba sin duda a Simonov, que temía, en mi
opinión, que yo intentara reanudar nuestro trato amistoso. Incluso me pareció
que le repugnaba. Pero como no estaba seguro, seguía yendo de vez en cuando a
su casa.
Y he aquí que un jueves, incapaz
de soportar más tiempo mi soledad y sabiendo que los jueves la puerta de Antón
Antonovitch estaba cerrada, me acordé de Simonov. Al subir la escalera que
conducía a sus habitaciones del cuarto piso, precisamente entonces, caí en la
cuenta de que mi visita podía molestar a Simonov y me dije que había hecho mal
en ir a su casa. Pero como el resultado de esta clase de reflexiones era
generalmente incitarme a hacer lo que no debía, entré resueltamente. Hacía un
año que no había ido a casa de Simonov.
III
Acompañaban a Simonov dos de mis
antiguos condiscípulos. Al parecer, estaban hablando de un asunto serio.
Ninguno de ellos prestó atención a mi llegada, cosa verdaderamente extraña, ya
que no nos habíamos visto desde hacía años. Me consideraban, evidentemente,
como un ser insignificante, como una mosca. Ni siquiera en la escuela me
trataban así, a pesar de que allí me detestaban. Comprendí que debían de
despreciarme por haber fracasado en mi carrera, y también por mi aspecto
miserable, por mis viejas ropas, que eran, a sus ojos, la prueba evidente de mi
incapacidad y de mi desdichada situación. Sin embargo, no esperaba un desprecio
tan ostensible. En cuanto a Simonov, se quedó pasmado al verme, aunque no era
la primera vez que se asombraba de mis visitas. Todo esto me desconcertó. Me
senté un poco irritado y me limité a escuchar lo que decían.
Hablaban con la mayor seriedad,
e incluso con cierta pasión, de una comida de despedida que se proponían
ofrecer a un camarada, a un oficial llamado Zverkov, que se marchaba a una
provincia. El señor Zverkov había sido también compañero mío de colegio, y yo
lo detestaba. Esta aversión aumentó en los cursos superiores. Desde muy niño
fue un alumno educado y alegre, al que todos querían, todos menos yo, que
precisamente no lo quería porque era alegre y educado. Desde el principio fue
un mal estudiante, defecto que aumentó con los años. Sin embargo, logró
terminar sus estudios gracias a las influencias. Ya estaba en los últimos
cursos, cuando recibió en herencia una finca y doscientos siervos, y como
nosotros éramos casi todos pobres, se complacía en ponemos en ridículo. Era un
ser vulgar, pero, en definitiva, y a pesar de sus humos, un buen muchacho.
Entre nosotros, en la escuela, no obstante los alardes de honor y dignidad que
se hacían con un exceso de fantasía y de palabras, todos, excepto algunos, lo
adulaban, lo que lo incitaba a darse más importancia todavía. Pero si giraban
en tomo de él no era por interés, sino simplemente porque la naturaleza lo
había favorecido con sus dones. Además, entre los estudiantes se consideraba
Zverkov como un especialista en todo lo concerniente a la elegancia y a las
buenas maneras. Y esto era lo que más me enfurecía. Detestaba el agudo sonido
de su voz, llena de suficiencia; sus grandezas, de las que siempre se mostraba
muy satisfecho, pero que eran verdaderas estupideces, pese a su facilidad de
palabra. Detestaba su cara, bella pero inexpresiva (aunque ¡cómo me habría
apresurado a cambiar aquella cara por la mía de hombre inteligente!), y sus
modales desenvueltos, al estilo de los oficiales de 1840. Lo detestaba por los
éxitos que confiaba en obtener con las mujeres (no se atrevía a emprender
conquistas antes de haber alcanzado sus hombreras de oficial; por eso las
esperaba con tanta impaciencia) y por los duelos que estaba seguro de librar.
Recuerdo que una vez, rompiendo por excepción mi silencio, disputé
violentamente con él. Zverkov hablaba a sus compañeros de sus futuras intrigas
amorosas, y, entusiasmándose de tal modo que parecía un perrito revolcándose al
sol, declaró de pronto que no dejaría intacta ninguna campesina joven de su
finca, pues ejercería le droit du
seigneur; y que si los campesinos se atrevían a protestar, los haría azotar
y duplicaría los impuestos a aquellos «viles barbudos». Nuestros cobardes lo
aplaudieron; pero yo lo ataqué violentamente, no porque compadeciera a las
muchachas y a sus padres, sino simplemente porque me irritaba que semejante
insecto cosechara éxitos de tal índole. Aquella vez triunfé; pero Zverkov, al
que su necedad no impedía ser alegre e insolente, logró poner a los burlones de
su parte, y de tal modo, que mi triunfo fue momentáneo: todos acabaron por
reírse de mí. Desde entonces, más de una vez triunfó sobre mí, aunque sin
maldad, bromeando, entre risas. Yo guardaba ante él un silencio despectivo.
Cuando terminamos los estudios, tuvo conmigo algunos gestos amables; yo no los
rechacé, porque ello me halagaba, pero pronto, y con la mayor naturalidad, nos
distanciamos. Posteriormente me enteré de sus éxitos como oficial, de la vida alegre que llevaba. Y más adelante
tuve noticia de su rápido ascenso. Dejó de saludarme cuando nos encontrábamos
en la calle: sin duda temía comprometerse al cambiar el saludo con un ser tan
insignificante como yo. Una vez lo vi en el teatro, en platea. Ya lucía las
insignias de ayudante de campo. Rebullía en torno de las hijas de un viejo
general. Pero durante los tres años que había dejado de verlo, había perdido
mucho en presencia, ya que había engordado bastante. Sin embargo, conservaba
sus bellas facciones y sus maneras elegantes. Se advertía que cuando cumpliese
los treinta se hundiría completamente.
Este era el Zverkov al que
acababan de desamar a provincias y a quien sus amigos proyectaban dar una cena
de despedida. No habían interrumpido sus relaciones con él, aún considerándose
-estoy seguro- inferiores al oficial.
Uno de los visitantes de Simonov
se llamaba Ferfitchkin. Era un ruso de origen alemán, escasa estatura y cara de
mono; un necio que se burlaba de todo el mundo y que fue mi peor enemigo en la
escuela desde las clases inferiores; un fanfarrón cobarde e insolente que
aparentaba el amor propio más susceptible, pero que evidentemente no era más
que un miserable. Pertenecía al grupo de admiradores de Zverkov, que lo adulaba
interesadamente, ya que todos le pedían con frecuencia dinero prestado.
El otro visitante, Trudoliubov,
no tenía nada digno de mención. Era militar. Un mocetón alto, rostro frío.
Aunque honrado, se inclinaba ante el éxito, fuese éste cual fuera, y sólo sabía
hablar de nombramientos, ascensos, etc. Era pariente lejano de Zverkov, y, por
estúpido que esto pueda parecer, ello le confería cierto prestigio a los ojos
de sus compañeros. A mí me consideraba como un ser insignificante, pero me
trataba de un modo soportable, ya que no cortés.
-Bueno, poniendo siete rublos
por cabeza -declaró Trudoliubov- y, siendo tres como somos, reuniremos veintiún
rublos. Por lo tanto, podremos cenar bastante bien. En cuanto a Zverkov,
naturalmente, no tendrá que dar nada.
-¡Claro! ¡Es el invitado!
-asintió Simonov.
-¿Cómo podéis creer -intervino
Ferfitchkin con acento arrogante e insolente, como un lacayo descarado que se
jacta de las consideraciones de su dueño-, cómo podéis creer que Zverkov admita
que paguemos sólo nosotros? Aceptará nuestra invitación por delicadeza, pero
nos ofrecerá champán, seis botellas seguramente.
-Demasiado champán para cuatro
personas -comentó Trudoliubov, que sólo se había fijado en el número de
botellas.
-En resumen, que somos tres a
pagar, aunque, con Zverkov, seamos cuatro a cenar. Veintiún rublos. Hotel
Perís. Mañana a las cinco -recapituló Simonov, al que se había encomendado la
organización del banquete.
-¿Por qué veintiún rublos?
-exclamé con cierta emoción, incluso sintiéndome un poco ofendido-. Si se me
cuenta a mí también, no serán veintiuno sino veintiocho.
Yo creía que al hacer aquella
oferta espontánea causaría gran efecto y todos se rendirían a mi generosidad.
Esperaba miradas de admiración.
-¿De veras quiere usted ser del
grupo? -preguntó Simonov, descontento, sin mirarme, porque sabía perfectamente
cómo era yo.
Me exasperó que me conociera tan
bien.
-¿Por qué no? -exclamé con voz
ronca-. También yo fui compañero suyo. Es más, incluso me molesta que no me
hayan informado a tiempo.
-¿Acaso conocíamos su paradero?
-exclamó rudamente Trudoliubov-. Además, usted nunca ha estado en buenas
relaciones con Zverkov -añadió con semblante sombrío.
Pero yo me había lanzado.
-Eso es un asunto privado en el
que nadie tiene derecho a inmiscuirse -dije con voz temblorosa, como si se
tratase de algo extraordinariamente importante-. Quizá precisamente porque no
estamos en buenas relaciones, quiero...
-¡Cualquiera le entiende a usted
con sus ideas elevadas! -exclamó Trudoliubov con una risita de burla.
-Contamos con usted -cortó Simonov
volviéndose hacia mí-. Mañana a las cinco, en el Hotel París. No se equivoque.
-¿Y el dinero? -dijo Ferfitchkin
a media voz a Simonov señalándome con un movimiento de cabeza. Pero se detuvo
en seco, porque incluso Simonov se sintió molesto.
-¡Basta! -dijo Trudoliubov
levantándose-. Puede venir, si tanto lo desea.
-Pero es que estaremos entre
amigos -protestó Ferfitchkin, irritado-. No se trata de una reunión oficial. A
lo mejor, su presencia...
Se marcharon. Al salir,
Ferfitchkin ni siquiera me saludó. Trudoliubov inclinó casi imperceptiblemente
la cabeza, Sin mirarme.
Simonov, con el que me quedé
solo, parecía perplejo y molesto. Me miraba de un modo extraño. Ni se sentaba
ni me invitaba a sentarme.
-Bueno, ya sabe: mañana.
¿Entregará hoy el dinero? Se lo pregunto para poder planearlo todo con
seguridad -explicó rápidamente, muy confuso.
Enrojecí de cólera, pero,
mientras enrojecía, me acordé de que le debía quince rublos desde hacía siglos,
cosa que yo nunca había olvidado.
-Comprenda usted, Simonov, que
al venir aquí no podía prever... Lamento de veras haberme olvidado de...
-¡Bah! No tiene importancia. Ya
pagará usted mañana. Sólo lo he dicho para saber con certeza... En fin, no se
preocupe...
Se calló de pronto y empezó a ir
y venir por la habitación, cada vez más irritado, golpeando violentamente el
suelo con los talones.
-¿Tiene usted algo que hacer?
¿Lo molesto? -pregunté tras unos minutos de silencio.
-¡Oh, no! -exclamó, como si
volviera en sí de pronto-. Aunque, para serle franco, me tengo que acercar a...
No está lejos de aquí -añadió, confuso y en un tono de excusa.
-¡Dios mío! ¿Por qué no me lo ha
dicho antes? -exclamé cogiendo mi gorra con una desenvoltura que me había
venido de Dios sabe dónde.
-No está lejos de aquí..., a dos
pasos -repetía Simonov acompañándome hasta la puerta con una solicitud que no
le cuadraba en absoluto-. -Así, pues, hasta mañana, a las cinco en punto -me
gritó desde lo alto de la escalera.
No podía ocultar que se alegraba
de que me fuera. En cambio, yo estaba furioso...
¿Por qué diablos me habría
metido en aquel enredo? Rechinaba los dientes mientras iba a grandes zancadas
por la calle. ¿Y todo por quién? ¡Por aquel cerdo de Zverkov! «Desde luego, no
iré. ¡Sólo merecen que les escupa! Nada me obliga a ir. Avisaré a Simonov por
carta.»
Pero lo que más me irritaba era
mi seguridad de que iría, de que iría a toda costa, y que tanto más empeño
pondría en ir cuanto menos me conviniera y más pudiese hacer el ridículo.
Había un importante obstáculo
para que fuese: no tenía dinero. Todo mi capital eran nueve rublos, de los
cuales debía entregar siete al día siguiente a mi criado, Apolonio, al que daba
siete rublos al mes, naturalmente comiendo él por su cuenta.
Conocía bien su carácter, y no
quería hacerlo esperar. (En algún momento tendré que hablar de este canalla, de
esta inmundicia.) Y, sin embargo, yo sabía que no le pagaría y que iría a la
cena.
Aquella noche tuve sueños
espantosos. No era extraño, pues había estado todo el día oprimido por el
recuerdo de los años de cárcel que habían sido mis años de estudio. Parientes
lejanos, bajo cuya tutela estaba ya los que jamás he vuelto a ver, me
abandonaron en aquella escuela. Cuando ingresé, mis parientes me habían
convertido ya, a fuerza de reproches, en un muchacho taciturno, silencioso, de
mirada hostil. Mis compañeros me acogieron con pérfidas burlas, porque no me
parecía a ninguno de ellos. Yo no podía soportar las bromas, no podía
acostumbrarme a ellos tan fácilmente como ellos se acostumbraban unos a otros.
Los odié, pues, desde el principio y me encerré en un profundo orgullo, en el
que había un algo de temor y mortificación. Me repugnaba la grosería de
aquellos muchachos. Se reían cínicamente de mi casa, de mi aspecto estúpido.
¡Pero no se veían las caras de idiotas que tenían ellos! En aquella escuela,
los rostros se transformaban hasta adquirir una expresión de imbecilidad. Vi
ingresar a muchos chicos que entonces eran guapos y que años después tenían un
no sé qué de repelente. Cuando llegaban a los dieciséis años, los observaba con
una curiosidad sombría: la mezquindad de sus pensamientos, la imbecilidad que
denotaban sus ocupaciones, sus conversaciones, sus juegos, me paralizaban de
asombro. No comprendían ciertas cosas de gran importancia, no prestaban
atención a las cosas más notables, y ello me impulsó a considerarme, en contra
de mi voluntad, muy superior a ellos. No era en modo alguno la vanidad herida
el motivo de mi actitud, y, ¡en nombre del cielo!, no me vengáis con esa
objeción, tan repetida que ya me produce náuseas, de que yo soñaba despierto
mientras ellos poseían ya el sentido de la realidad. ¡De ningún modo! No
comprendían nada, no tenían el menor sentido de la realidad. Esto era
precisamente lo que me parecía más despreciable en ellos. Por el contrario,
acogían la realidad más evidente, la que, por decirlo así, entra por los ojos,
con la más estúpida incomprensión. Es más, aunque sólo tenían dieciséis años,
ya se inclinaban servilmente ante el éxito. De todo lo verdadero y justo, pero
que estaba postergado y despreciado, se burlaban necia y cruelmente. Daban más
valor a los diplomas que a la inteligencia. Tenían sólo dieciséis años, y ya
ponían por encima de todo las sinecuras. Pero hay que pensar que a ello
contribuían su estupidez y los malos ejemplos que los habían rodeado desde su
infancia. Estaban monstruosamente corrompidos. Pero en ello había,
evidentemente, algo externo, cierta afectación cínica, cuya lozanía juvenil se
transparentaba a veces a través de su depravación. Sin embargo, incluso esta
lozanía resultaba poco simpática, pues se manifestaba por medio de una especie
de grosera sensualidad. Yo los odiaba, aún siendo quizá peor que ellos. y ellos
me pagaban con la misma moneda, sin ni siquiera disimular la repugnancia que
les inspiraba. Yo no pensaba en atraerme su amistad. Por el contrario, sólo
deseaba humillarlos.
A fin de verme libre de sus
burlas, me apliqué cuanto me fue posible, y así logré situarme entre los
primeros. Esto los impresionó. Además, todos fueron advirtiendo poco a poco que
yo había leído ya ciertos libros de los que ellos no sabían nada todavía, y que
yo comprendía ciertas cosas (ajenas a nuestros cursos) completamente
desconocidas para ellos. Lo comprobaban con una estupefacción irónica, pero
aceptaban mi prestigio, y más aún al advertir que mis conocimientos habían
atraído la atención de los profesores. Las burlas cesaron, pero la antipatía
subsistió, y se establecieron entre nosotros relaciones de una frialdad
oficial.
Al fin fui yo quien no pudo
seguir resistiendo. Cuando tuve más años, sentía la necesidad de ir hacia los
hombres, de tener amigos. Traté, pues, de aproximarme a algunos de mis
compañeros. Pero había siempre cierta falsedad en nuestras relaciones, y éstas
terminaban muy pronto. Sin embargo, llegué a tener un amigo. Pero yo era ya un
déspota; pretendí dominar eternamente su espíritu, imbuirle el desprecio hacia
quienes lo rodeaban; exigí de él que rompiese de modo definitivo, arrogante,
con su medio ambiente. Mi amistad apasionada lo asustó. Lo trastorné hasta las
lágrimas, hasta las convulsiones. Era un alma cándida y generosa. Y cuando se
hubo entregado a mí por entero, lo detesté y lo rechacé. Fue como si sólo lo
hubiese necesitado para apuntarme una victoria y adueñarme de su voluntad. Pero
yo no podía vencerlos a todos. Mi amigo tampoco se parecía a ninguno de ellos:
era una excepción.
Cuando terminé mis estudios, me
apresuré a renunciar a la carrera especial a que me habían destinado, a fin de
romper todos los lazos con el pasado, poder maldecirlo y cubrirlo de ceniza...
Después de todo esto, no sé por qué diablos seguí yendo a casa de Simonov.
Al día siguiente me desperté
temprano; me levanté tan agitado como si la comida se hubiera de celebrar
inmediatamente. Y es que estaba persuadido de que aquel día tenía que
producirse un cambio radical en mi existencia. Probablemente, todo se debía a
que se trataba de un hecho desacostumbrado. Y también hay que tener en cuenta
que siempre que me enfrentaba con un acontecimiento, por insignificante que
fuera, me hacía la ilusión de que iba a cambiar radicalmente mi existencia. Fui
a la oficina como de costumbre, pero salí dos horas antes, con objeto de hacer
los preparativos del caso. «Sobre todo -pensaba-, no debo ser el primero en
llegar, no vayan a creer que estaba impaciente.» Tenía otras muchas
preocupaciones además de ésta. Estaba agitadísimo, y esta agitación me
debilitaba.
Limpié de nuevo mis botas.
Apolonio no habría querido por nada del mundo limpiármelas dos veces el mismo
día: habría considerado que esto era introducir el desorden en su servicio.
Tuve que apoderarme subrepticiamente de los cepillos que estaban en la
antecámara, a fin de evitar que Apolonio supiera que yo mismo me lustraba las
botas, pues ello le habría movido a despreciarme. A continuación, examiné con
todo cuidado mi traje, y me vi obligado a reconocer que estaba viejo. En
verdad, me había entregado a una negligencia exagerada. Mi uniforme estaba
bastante bien, decoroso, pero no podía ir a comer vestido de uniforme. Lo peor
era que los pantalones tenían en una de las rodilleras una gran mancha
amarilla. Preveía que esta mancha reduciría en nueve décimas partes mi
dignidad. Pero sabía también que era bajo y vulgar pensar así. «Por otra parte
ya no se trata de pensar: estamos en plena realidad.» Esto era algo que me
decía, pero iba perdiendo el calor por momentos. Sabía muy bien que exageraba
monstruosamente las cosas; pero ¿cómo remediarlo? Ya no era dueño de mi
pensamiento: la fiebre me poseía.
Me imaginaba con desesperación el
tono altivo y glacial con que me acogería el canalla de Zverkov; el estúpido
desprecio con que me miraría Trudoliubov, y la risa descarada de Ferfitchkin,
aquel insecto que querría adular a Zverkov. En cuanto a Simonov, lo
comprendería todo y me despreciaría por la bajeza de mi vanidad y de mi
cobardía. Además, y especialmente, ¡qué miserable, qué poco littéraire, qué trivial sería aquella
reunión! Lo mejor habría sido, evidentemente, quedarse en casa. Pero esto era
justamente lo más difícil. Cuando me acometía esta tentación, me rebelaba. Me
habría burlado de mí mismo durante todo el resto de mi vida: «¡Vaya, hombre!
¡Tuviste miedo de la realidad! ¡Sí, miedo!» Precisamente lo que yo deseaba, lo
que yo anhelaba era demostrar a aquella «morralla» que no era en modo alguno
tan cobarde como parecía. En plena fiebre, soñaba con vencerlos, con triunfar,
con cautivarlos, con obligarlos a estimarme aunque sólo fuese por «la elevación
de mis pensamientos y por mi innegable y cáustico ingenio. Abandonarán a Zverkov,
lo dejarán solo, silencioso y confuso en un rincón. Lo aplastaré. Seguidamente
quizá tenga la condescendencia de reconciliarme con él; beberemos, nos
tutearemos».
Pero lo más irritante, lo más
ofensivo era que yo sabía perfectamente que, en resumidas cuentas, no tenía
necesidad de nada de aquello; que no deseaba en modo alguno aplastarlos,
vencerlos, subyugarlos; que yo sería el primero en no dar un solo céntimo por
aquella victoria en caso de obtenerla... ¡Oh, cómo imploraba a Dios que aquella
velada pasara lo más rápidamente posible! Colmado de una angustia indecible, me
acerqué a la ventana, abrí el cristal y traté de perforar con la mirada el
opaco velo de nieve fundida que caía en gruesos copos.
Al fin, mi viejo y pequeño reloj
de péndulo dio, como tosiendo, las cinco. Tomé mi sombrero, y procurando eludir
la mirada de Apolonio, que esperaba su salario desde por la mañana, pero que,
por su estupidez, no quería ser el primero en hablarme, me deslicé al exterior.
Alquilé un hermoso trineo con los cincuenta copecs que me quedaban y llegué al
Hotel París con aires de gran señor.
IV
Desde la víspera sabía que sería
el primero en llegar. Pero no era eso lo que verdaderamente importaba entonces.
No sólo no había allí ninguno de
ellos, sino que me fue en extremo difícil encontrar la sala que teníamos
reservada. Aún no estaban puestos los cubiertos. ¿Qué significaba aquello?
Después de muchas preguntas, me enteré por los camareros de que la comida
estaba encargada para las seis y no para las cinco, cosa que me confirmó el maître d'hotel. Me sentí molesto conmigo
mismo por haberles preguntado. Aún no eran más que las cinco y veinte. Si
habían cambiado la hora debieron avisarme (para eso está el correo). Me habían
afrentado ante mí mismo y ante la servidumbre. Me senté. El camarero empezó a
poner los cubiertos, y, en su presencia, me sentí más irritado aún. Hacia eso
de las seis, además de las lámparas que alumbraban ya la habitación, trajeron
bujías; pero al criado no se le había ocurrido traerlas a mi llegada. En el
comedor de al lado cenaban dos señores silenciosos y sombríos, cada uno en una
mesa diferente. Pero en los lejanos salones había mucho ruido: oía gritos,
risas, exclamaciones en mal francés, de un grupo de comensales, compuesto de
caballeros y damas. Me sentía descorazonado. Pocas veces había pasado minutos
tan desagradables. Tanto, que a las seis en punto, cuando aparecieron todos a
la vez, me dispuse a acogerlos como salvadores: en los primeros momentos,
incluso me olvidé de que debía mostrarme ofendido.
Zverkov entró delante, como jefe
de grupo. Todos reían, pero, al verme, Zverkov irguió la cabeza, avanzó hacia
mí sin precipitarse, contoneándose como una mujer coqueta, y me tendió la mano
con gesto amable, aunque no en exceso, con una especie de cortesía prudente,
con esa cortesía de alto personaje que, al mismo tiempo que tiende la mano,
parece protegerse de algún peligro. Yo esperaba que, por el contrario, cuando
entrase se echaría a reír, como hacía siempre, con una risa aguda y chillona, y
que soltase una de sus estupideces que consideraba como agudezas. Me estaba
preparando para ello desde la víspera, pues en modo alguno esperaba un tono tan
condescendiente, tan altivamente cortés. ¿Tan superior a mí y en todos los
aspectos se consideraba? Si hubiese adoptado aquella actitud señorial para
humillarme, la cosa no habría tenido importancia; yo le habría pagado con la
misma moneda y asunto concluido. Pero ¿cómo responder a aquel hombre que no
había pensado en modo alguno en ofenderme y en cuya estúpida cabeza de carnero
se había introducido la idea de que era infinitamente superior a mí, y, por lo
tanto, sólo podía hablarme en un tono protector? Al pensar en todo esto me
latía con violencia el corazón.
-Me he enterado con asombro de
su deseo de ser hoy de los nuestros -empezó a decir con voz jadeante y untuosa
y subrayando las palabras, cosa que antes no hacía-. Hacía mucho tiempo que no
nos veíamos. Nos evitaba usted, y hacía mal, porque no somos tan terribles como
usted cree. Pero, sea como fuere, me alegro mucho de reestablecer...
Se volvió y, con un ademán
negligente, lanzó su sombrero al alféizar de la ventana.
-¿Lleva mucho tiempo esperando?
-preguntó Trudoliubov.
-He llegado a las cinco en
punto, como quedó convenido ayer -respondí en voz alta y con una irritación que
hacía prever un próximo estallido.
-¿Es que no le avisaste de que
habíamos cambiado la hora? -preguntó Trudoliubov a Simonov.
-No. Se me olvidó -repuso éste,
aunque sin mostrar ningún pesar. Luego, sin excusarse ante mí salió para dar
las órdenes pertinentes.
-¿Conque hace ya una hora que
está usted aquí? ¡Pobre chico! -exclamó burlonamente Zverkov, pues, para su
modo de ser, aquello era sumamente divertido.
E inmediatamente, siguiendo su
ejemplo, el miserable Ferfitchkin soltó una de sus risotadas repelentes, agudas
y temblorosas. Me pareció un perro. Y él me consideró a mí como un ser
ridículo.
-¡No veo nada de risible en eso!
-dije, cada vez más irritado, a Ferfitchkin-. La culpa es de ellos, no mía. No
me avisaron. Es... incomprensible.
-Incomprensible es poco -rezongó
Trudoliubov tomando ingenuamente mi defensa-. Es usted demasiado indulgente. Ha
sido una verdadera grosería, aunque no premeditada... ¿Cómo es posible que
Simonov...? ¡Hum!
-Si a mí me hubiesen hecho una jugada
así -comentó Ferfitchkin-, habría...
-Habría pedido algo al camarero
-le interrumpió Zverkov-. O se habría puesto a comer sin esperamos.
-También yo habría podido
hacerlo sin autorización de ustedes, reconózcanlo -declaré en un tono tajante-.
Si los he esperado ha sido porque...
-¡A la mesa, señores! -exclamó
Simonov, entrando--. Todo está listo. Garantizo champán. Está helado. No
conozco su dirección. ¿Cómo podía avisarle? -me dijo volviéndose de pronto
hacia mí pero sin mirarme.
Evidentemente tenía algo contra
mí, ya que estaba pensando en el asunto desde el día anterior.
Nos sentamos. La mesa era
redonda. Tenía a mi izquierda a Trudoliubov, y a mi derecha a Simonov. Zverkov
estaba frente a mí, y Ferfitchkin, entre él y Trudoliubov.
-Dígame: ¿está usted en el
ministerio? -me preguntó Zverkov, que, como ven, seguía dedicándome su
atención.
Viéndome confuso, consideraba
que era necesario mostrarse sociable conmigo y levantar mi ánimo. «Por lo visto
quiere que le lance una botella a la cabeza», me dije, sintiendo que el furor
se apoderaba de mí. Me irritaba con gran rapidez, sin duda a causa de mi falta
de costumbre de alternar con las personas.
-Sí, pertenezco a la cancillería
-respondí con voz ronca.
-Y... ¿ve usted alguna ventaja
en ese empleo? Dígame: ¿por qué dejó sus anteriores ocupaciones?
-Porque estaba harto,
sencillamente. Arrastraba las palabras mucho más que él. Apenas podía
dominarme. Ferfitchkin se dedicó de lleno a su plato. Simonov me lanzó una
mirada irónica. Trudoliubov dejó de comer y me miró fijamente, con curiosidad.
Zverkov tuvo un ligero
sobresalto, pero fingió no darse cuenta de nada.
-¿Y los honorarios, qué? -¿Qué
honorarios? -Su sueldo.
-Esto parece un examen.
Sin embargo, le dije lo que
ganaba. Me sentía sonrojado hasta las orejas.
-No es una fortuna -comentó
gravemente Zverkov.
-Desde luego, no podrá comer en
restaurantes -remachó insolentemente Ferfitchkin.
-A mi juicio, ese sueldo es,
sencillamente, una miseria -dijo, muy serio Trudoliubov.
-¡Y cómo ha enflaquecido usted,
cómo ha cambiado desde entonces! -exclamó Zverkov, esta vez sin malicia, con
una especie de compasión insolente y examinándonos a mí y a mi traje.
-¡Basta ya! Lo han confundido
-dijo, burlón, Ferfitchkin.
-Sepa usted, señor, que no estoy
confuso ni mucho menos -estallé al fin-. ¿Me oye? Como en el restaurante
pagando de mi bolsillo, de mi propio bolsillo, téngalo en cuenta, señor
Ferfitchkin, y no con dinero ajeno.
-¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir?
¿Quién no come aquí pagando de su bolsillo?
Furioso, rojo como una langosta,
Ferfitchkin me miró fijamente a los ojos.
-Lo he dicho por decir algo.
-Comprendía que había ido demasiado lejos-. Por lo demás, creo que sería mejor
hablar de cosas propias de personas inteligentes.
-¿Quiere usted deslumbramos con
su inteligencia? -No se inquiete. En esta ocasión, tal intento sería
completamente inútil.
-Pero ¿qué le pasa a usted? ¿A
qué viene ese modo de gruñir? ¿Acaso lo ha vuelto loco su cancillería?
-¡Basta, señores, basta!
-exclamó Zverkov con voz autoritaria.
-¡Cuánta tontería! -rezongó
Simonov
-En efecto, todo esto es
estúpido -dijo Trudoliubov dirigiéndose sólo a mí y en el tono más grosero.
Esto es una reunión de amigos para despedir a un buen camarada y empieza usted
a disputar. Fue usted quien solicitó formar parte del grupo. No rompa, pues, la
buena armonía.
-¡Basta, basta! -gritó Zverkov-
¡Cálmense señores! Esto no está ni medio bien. En vez de discutir, escuchen:
voy a contarles cómo estuve a punto de casarme anteayer.
Y Zverkov empezó a referir una
aventura imbécil. Naturalmente, no se trataba de ningún casamiento, sino de un
pretexto para citar generales, coroneles e incluso gentiles hombres de cámara,
entre los que Zverkov desempeñaba casi siempre el papel principal. Los oyentes
estallaban en risas de aprobación; Ferfitchkin incluso profería gemidos.
Todos me habían olvidado, y yo
estaba solo, humillado, aplastado.
«¡Dios mío! -pensaba-. ¿Cómo
puede convenirme esta compañía? ¡Qué papel tan estúpido acabo de hacer ante
esta gente!
He consentido demasiado a Ferfitchkin. Los muy
imbéciles creen que me han hecho un gran honor al admitirme en su mesa, y no
piensan que soy yo, sí, yo, quien les hago honor a ellos... ¡He adelgazado!...
¡Y este traje!... ¡Malditos pantalones! Zverkov ha visto inmediatamente la
mancha amarilla de la rodillera. Aquí no hay más solución que levantarse de la
mesa, coger el sombrero y salir sin decir palabra. Así les demostraré mi
desprecio. Estoy dispuesto a batirme en duelo mañana. ¡Los muy cobardes! No lo
siento por los siete rublos, como ellos deben creer. ¡Que el diablo se los
lleve! No, no lo siento por los siete rublos! ¡Bueno, me voy!»
Naturalmente, no me fui.
Para ahogar mi pena, bebía
grandes vasos de Laffite y Jerez, y como no estaba acostumbrado a la bebida, me
embriagué rápidamente. Mi irritación crecía. De pronto, me dije que no me iría
hasta haberlos insultado con la mayor insolencia. Elegiría el momento propicio
y les demostraría lo que valgo. Después dirían: «¡Es ridículo, pero tan
inteligente!...». y los volví a mandar al diablo.
Lancé por toda la mesa una
mirada circular, con expresión insolente y turbia. Pero ellos parecían haberme
olvidado por completo. Chez eux, había
ruido y alegría. Zverkov seguía perorando. Presté atención. Hablaba de cierta
hermosa dama que le había declarado su amor, de tal modo la había cautivado
(naturalmente, mentía como un cazador). y explicó que en su aventura le había
ayudado uno de sus amigos íntimos, un joven príncipe, el húsar Kolia, dueño de
tres mil siervos.
-Sin embargo, ese húsar que
posee tres mil almas no está aquí; no ha venido a despedirle.
Estas palabras lanzadas en medio
de la conversación general, provocaron un largo silencio.
-Está usted completamente
borracho -dijo Trudoliubov, dignándose al fin a mirarme y haciéndolo
despectivamente.
Zverkov me observaba en
silencio, como se observa a un insecto raro. Bajé los ojos. Simonov se apresuró
a servir champán.
Trudoliubov levantó su copa; los
demás, excepto yo, siguieron su ejemplo.
-¡A tu salud, y para que tengas
un feliz viaje! -dijo a Zverkov-. ¡En recuerdo de nuestros años de estudio,
amigos, y por nuestro porvenir! ¡Hurra!
Todos bebieron y corrieron hacia
Zverkov para abrazarlo. Yo me quedé en mi asiento. Mi copa seguía llena ante
mí.
-¿Y usted? ¿Es que no va a
beber? -aulló Trudoliubov volviéndose hacia mí con un gesto de amenaza.
-Quiero decir unas palabras,
señor Trudoliubov. Luego beberé...
-¡Maldito sarnoso! -murmuró
Simonov para sí.
Me puse en pie y levanté mi
copa. Tenía fiebre. Me disponía a hacer algo extraordinario, aunque no sabía lo
que iba a decir.
-¡Silencio! -exclamó
Ferfitchkin-. Al fin vamos a oír cosas inteligentes.
Zverkov esperaba, muy serio:
sabía lo que iba a ocurrir.
-Señor teniente Zverkov
--comencé-, sepa que detesto las frases bonitas y los uniformes ceñidos al
talle. Éste es el primer punto. Vamos con el segundo.
Vi que todos se agitaban en sus
asientos.
-Segundo punto: detesto a los
que frecuentan los cotillones. Tercer punto: soy partidario de la verdad, la
sinceridad, la honradez. -Hablaba maquinalmente, petrificado de horror, no
comprendiendo cómo me atrevía a expresarme así-. Me inclino ante el
pensamiento, señor Zverkov, ante la verdadera camaradería, en pie de
igualdad... Bueno, pero esto no impide que también yo beba a su salud, señor
Zverkov. Seduzca a las jóvenes circasianas, mate a los enemigos de la patria,
y... ¡a su salud, señor Zverkov!
Zverkov se levantó, me hizo una
inclinación de cabeza y respondió:
-Le estoy muy agradecido.. , Se
sentía profundamente ofendido. Incluso palideció. -¡Que se vaya al diablo!
-aulló Trudoliubov dando un fuerte puñetazo en la mesa.
-¡Hay que partirle la cabeza!
-gritó Ferfitchkin con su penetrante voz.
-¡Debemos echarlo! -gruñó
Simonov. -¡Ni una palabra, señores, ni un gesto! -exclamó solemnemente Zverkov,
calmando el furor general-. Les doy las gracias a todos, pero yo mismo probaré
a este caballero el valor que concedo a sus palabras.
-Señor Ferfitchkin -dije con
acento teatral hacia él-. Mañana mismo me dará usted una satisfacción por las
palabras que ha pronunciado hace un momento.
-¿Un duelo? -exclamó-.
¡Encantado!
Pero sin duda, estaba tan
grotesco cuando desafié a Ferfitchkin, y el contraste de mis palabras con mi
aspecto era tan extraordinario, que todos, incluyendo a Ferfitchkin, lanzaron
una carcajada mientras se agitaban en sus asientos.
-En fin, déjenlo. Está borracho perdido -dijo
Trudoliubov con una mueca de disgusto.
-Nunca me perdonaré haber
consentido que viniera -rezongó Simonov.
«Ha llegado el momento de
arrojarles una botella a la cabeza», pensé asiendo una botella que no estaba
vacía... Pero lo que hice fue llenar de nuevo mi vaso.
«No -les dije con el
pensamiento--. Me quedaré hasta el fin. Ustedes se alegrarían de que los
librara de mi presencia. ¡Pero no lo haré por nada en el mundo! Me quedaré y
continuaré bebiendo para hacerles comprender claramente que no doy a esto
ninguna importancia. Me quedaré y beberé, porque estamos en el restaurante y he
pagado mi parte. Me quedaré y seguiré bebiendo, porque para mí son ustedes
simples muñecos. Es más, considero que no existen. Beberé. Cantaré si se me
antoja. Sí, cantaré; tengo perfecto derecho a cantar...»
Pero no canté. Mi única
preocupación era no mirarlos. Adoptaba un aire desenvuelto y esperaba con
impaciencia a que me dirigieran la palabra. Pero, ¡ay!, no me hablaban. Y, sin
embargo, ¡cómo habría querido reconciliarme con ellos en aquel instante! Dieron
las ocho, luego las nueve. Se levantaron de la mesa y se instalaron en el
diván. Zverkov se recostó en busca de una butaca y puso los pies en un velador.
Colocaron a su alcance tres
botellas y vasos. Zverkov había ofrecido a sus amigos tres botellas de champán.
A mí, naturalmente, no me invitaron. Todos se reunieron alrededor de Zverkov.
Lo escuchaban con veneración. Era evidente que lo apreciaban. ¿Por qué? ¿Por
qué?, me preguntaba. A veces, en los arrebatos de su embriaguez, cambiaban
besos. Hablaban del Cáucaso, de la verdadera pasión, de las ventajas del
servicio militar, de los ingresos del húsar Podaryevsky, a quien ninguno de
ellos conocía, y se alegraban visiblemente de que aquellos ingresos fuesen
importantes. Hablaron también de la gracia y de la belleza de la princesa D...,
a quien tampoco conocían, pues ni siquiera la habían visto una sola vez. Al fin
le tocó el turno a Shakespeare, al que declararon inmortal.
Yo sonreía con desprecio, yendo
de la mesa a la chimenea y de la chimenea a la mesa, a lo largo de la pared
frontera al diván. Quería demostrarles que podía pasar perfectamente sin ellos.
Sin embargo, al andar martilleaba intencionadamente el suelo con los tacones.
Pero todo fue inútil. No me prestaban la menor atención. Tuve la paciencia de
estar yendo y viniendo entre la mesa y la chimenea desde las ocho hasta las
once. «Paseo porque se me antoja, y nadie puede prohibírmelo.»El camarero que
nos servía se detuvo varias veces para mirarme con curiosidad. La cabeza me
daba vueltas, y creo que, en ocasiones, incluso deliré. Tres veces me cubrí por
completo de sudor en el curso de aquellas tres horas, y tres veces volví a
quedar enteramente seco.
En ciertos instantes me sentía
traspasado cruelmente por el amargo pensamiento de que me acordaría siempre,
con un sentimiento de disgusto y humillación, transcurridos diez años,
transcurridos cuarenta, de aquellos minutos que fueron los más innobles, los
más ridículos, los más horribles de mi vida. Verdaderamente, era imposible una
autohumillación más pérfida y más deliberada. Me daba perfecta cuenta de ello,
pero proseguía mis paseos entre la mesa y la chimenea. «¡Si supierais, por lo
menos, de qué sentimientos, de qué pensamientos soy capaz! ¡Si supierais lo
inteligente que soy!», pensaba yo a veces, dirigiéndome mentalmente a mis
enemigos instalados en el diván. Pero éstos se conducían exactamente como si yo
no existiese. Sólo una vez se volvieron hacia mí. Fue cuando Zverkov empezó a
hablar de Shakespeare, y yo lancé una carcajada despectiva. Mi risa fue tan
falsa, tan ruin, que ellos interrumpieron repentinamente su conversación y
estuvieron siguiendo durante un par de minutos, con tanta seriedad como
curiosidad, mis paseos a lo largo de la pared sin prestarles la menor atención. Pero no conseguí nada; no me
dirigieron la palabra, y, dos minutos después, me habían olvidado de nuevo.
Dieron las once.
-¡Señores! -exclamó Zverkov
levantándose- ¡Ahora vamos todos la has!
-¡Eso, eso! -aprobaron los
demás. Me volví repentinamente hacia Zverkov. Me sentía abrumado, aplastado
hasta el punto de estar dispuesto a todo, incluso a matarme, para poner fin a
aquella situación. Tenía fiebre, el pelo, empapado en sudor, se me pegaba a la
frente, a las sienes.
-Zverkov, le ruego que me
perdone -dije resueltamente-. También a usted, Ferfitchkin, y a todos, pues a
todos los he ofendido.
-¡Vaya! Por lo visto, tiene
miedo a batirse -dijo Ferfitchkin con su pérfida vocecita.
Sentí un mazazo en el corazón.
-No, no temo al duelo. Estoy dispuesto a batirme con usted mañana, incluso si
nos reconciliamos. Es más, deseo que se lleve a cabo el desafío. No me niegue usted
ese favor. Quiero probarle que el duelo no me da miedo. Usted tirará primero.
Después, yo dispararé al aire.
-Por lo visto, esto le divierte
--comentó Simonov.
-¡Cuánta tontería! -exclamó
Trudoliubov.
-¡Bueno, apártese de una vez! No
nos deja pasar... En definitiva, ¿qué quiere usted? -preguntó Zverkov,
despectivo.
Todos tenían el rostro
congestionado y los ojos brillantes: habían bebido demasiado.
-Quiero su amistad, Zverkov. Lo
he ofendido y... -¿Qué usted me ha ofendido? ¿Usted? ¿A mí? Sepa usted,
caballero, que usted no puede ofenderme nunca, en ningún caso...
-¡Basta! ¡Lárguense! --concluyó
Trudoliubov-. ¡Vámonos ya, señores!
-¡Olimpia para mí! ¿De acuerdo?
-exclamó Zverkov. -¡Sí, sí, de acuerdo! -le respondieron entre risas. Permanecí
inmóvil, aplastado. El grupo hizo una salida
ruidosa. Trudoliubov cantaba una
estúpida tonadilla. Simonov se rezagó momentáneamente para dar las propinas a
los camareros. De pronto me acerqué a él.
-¡Simonov, présteme seis rublos!
-le dije, con la resolución del desesperado.
Me miró, estupefacto y con ojos
turbios: también él estaba ebrio.
-¿Cómo? ¿Acaso pretende venir là bas con nosotros?
-¡Sí!
-No tengo dinero -repuso Simonov
tajante y con una sonrisa de desprecio. Luego se dirigió a la puerta.
Me aferré al faldón de su capa.
Aquello era una verdadera pesadilla.
-¡Simonov! He visto que tenía
usted dinero. ¿Por qué me lo niega? ¿Acaso soy un miserable? ¡No me lo niegue!
¡Si usted supiera, si usted pudiese saber por qué se lo pido! ¡Todo mi
porvenir, todos mis planes dependen de esos seis rublos!
Simonov sacó el dinero del
bolsillo y casi me lo arrojó a la cara.
-¡Tómelos, ya que tiene tan poca
dignidad! -me dijo despiadadamente. y corrió a reunirse con el grupo.
Me quedé solo, y así estuve un
momento. ¡Qué gran desorden me rodeaba! Restos de comida, vasos rotos, vino
derramado, colillas. La angustia me oprimió el corazón, el humo de la
embriaguez invadió mi cabeza... y allá lejos estaba aquel criado que lo veía
todo, lo oía todo y me miraba fijamente, con curiosidad.
-¡Adelante! -exclamé-. O
imploran todos de rodillas y besándome los pies que les conceda mi amistad,
o... ¡o le daré una bofetada a Zverkov!
V
-Al fin llegó. Ya está aquí el
conflicto con la realidad -farfullaba yo para mí mientras bajaba la escalera de
cuatro en cuatro escalones-. Esta vez no se trata ya del viaje del Papa al
Brasil ni de un baile a orillas del lago Como.
«¡Soy un miserable! ¡Burlarme de
eso en este momento!... Pero ¿qué importa, si ya está todo perdido?»
Mis enemigos habían desaparecido
sin dejar rastro, pero yo sabía perfectamente dónde los podía encontrar.
Vi un trineo solitario, uno de
esos trineos que hacen el servicio nocturno. El cochero llevaba una hopalanda
de buriel espolvoreada de nieve fundida. La humedad era asfixiante. El
caballejo era bayo, tenía el pelo erizado, estaba también cubierto de una capa
de nieve y tosía. Lo recuerdo todo perfectamente. Corrí hacia el trineo, pero
apenas puse el pie en el interior, recordé el desprecio con que Simonov me había
entregado el dinero, y me sentí tan aniquilado, que caí como un saco en el
fondo del trineo.
«¡No será nada fácil lavar todo
esto! -me dije-. Pero lo lavaré o moriré esta misma noche. ¡Adelante!»
Nos pusimos en camino. Las ideas
se arremolinaban locamente en mi cabeza.
«Desde luego, no me pedirán de
rodillas que les conceda mi amistad. Esto no es más que un espejismo, un
espejismo estúpido, romántico, fantástico; es siempre el mismo baile junto al
lago Como. Por consiguiente, estoy obligado a darle una bofetada a Zverkov. Sí,
he de darle una bofetada.»
-¡Más de prisa! ¡Más de prisa!
El cochero tiró de las riendas.
«Apenas llegue, lo abofeteo.
¿Debo decir algunas palabras á modo de prefacio de las bofetadas? No. Entro y
lo abofeteo. Estarán todos reunidos en la sala, y Zverkov, sentado en el diván
con Olimpia. ¡Maldita Olimpia! Un día se burló de mi cara e incluso se negó a
seguirme. La cogeré del pelo y la arrastraré. Luego le tiraré de las orejas a
Zverkov. No, será mejor atenazarlo por la punta de una oreja y obligarlo, a
tirones, a dar la vuelta a la sala. Seguramente, todos se arrojarán sobre mí,
me golpearán y me echarán a la calle. ¡Pero no importa! Habré sido yo el
primero en pegar. Habrá sido mía la iniciativa, y, según las reglas del honor,
con eso basta. Él quedará marcado, y para lavar ese oprobio no tendrá más medio
que batirse conmigo. Se verá obligado a batirse. ¿Qué me importa que se arrojen
sobre mí? Sí, ¿qué me importa? ¡Los muy ingratos! Los golpes de Trudoliubov
serán durísimos: ¡es tan fuerte! Ferfitchkin me atacará a traición y me cogerá
por los pelos, no me cabe duda. Pero no importa. Estoy decidido a todo. Sus
cerebros de carnero no tendrán más remedio que comprender al fin el lado
trágico de esta aventura. Cuando me arrastre hacia la puerta, les gritaré que
valen menos que mi dedo meñique.» -¡Más de prisa, cochero! ¡Más de prisa!
El cochero se sobresaltó y
utilizó el látigo. Verdaderamente mi grito había tenido algo de salvaje.
«¡Nos batiremos al despuntar el
día! Es cosa resuelta. Perderé mi empleo. Pero ¿de dónde sacaré las pistolas?
¡Todo que fuera eso! Pediré un anticipo sobre mi sueldo y las compraré. ¿Y la
pólvora? ¿Y las balas? De eso se encargarán los testigos. ¿Que no tengo
amistades? ¡No importa! -me dije con ardor creciente-. Al primer transeúnte que
me tropiece en la calle le pediré que sea mi testigo, y tendrá que aceptar, del
mismo modo que está obligado a sacar del agua a un hombre que se ahoga. En
estos casos se admiten las soluciones más extravagantes. Incluso podría pedir a
nuestro director que me asistiese en este duelo. Él tendría que aceptar, aunque
sólo fuera por espíritu caballeresco. Además, habría de guardar el secreto. Y
en cuanto a Antón Antonovitch...»
Pero en ese instante comprendí
con claridad meridiana todo lo que había de abominable y ridículo en mis
suposiciones. Vi el reverso de la medalla. Pero...
-¡Más de prisa, cochero!
¡Fustiga, canalla, fustiga! -¡Ay, señor! -exclamó, quejumbroso, el
«representante de la fuerza inculta».
De pronto, un frío de hielo cayó
sobre mí. «¿No sería mejor..., no sería mejor regresar derecho a casa? ¡Oh,
Dios mío! ¿Por qué habré venido a esta cena? ¡Pero ya no hay remedio! ¿Y mi
caminata de tres horas entre la mesa y la chimenea? No, tiene que pagarme ese
oprobio.»
-¡Fustiga cochero!
«¿Y si me entregan a la policía?
No, no se atreverán. Temerán el escándalo. ¿Y si Zverkov, para acentuar su
desprecio hacia mí, se niega a batirse? Estoy seguro de que lo hará. Pero yo
les demostraré... ¡Sí, corro a la posta en el momento de su partida, lo agarro
por la pierna y le arranco la capa cuando esté subiendo al coche! Luego le
clavo los dientes en la mano, le muerdo. «¡Mirad todos lo que puede hacer un
hombre desesperado!» Tal vez él me golpee la cabeza. Desde luego, los demás se me
echarán encima por la espalda. Pero no importa. Les gritaré a todos: «¡Fijaos
en este bribón! ¡Se marcha para seducir a las circasianas con mi salivazo en
pleno rostro!»
«Después, naturalmente, se
acabará todo. Me quedaré sin empleo. Me detendrán, me juzgarán, me expulsarán
del ministerio, me meterán en la cárcel, me enviarán a Siberia. Pero ¿qué
importa? Quince años después, cuando me pongan en libertad, cuando sea un
hombre destrozado, miserable, volveré a encontrar sus huellas. Lo hallaré en
una capital de provincias cualquiera. Estará casado y será feliz. Tendrá una
nieta... Le diré:
"¡Mira, monstruo! ¡Mira
mis pálidas mejillas y mis harapos! Lo he perdido todo: la felicidad, la
carrera, el arte, la ciencia, la femme
aimée... y todo por culpa tuya. Mira estas pistolas. He venido a descargar
la mía y... a perdonarte". Entonces dispararé al aire y desapareceré sin
dejar rastro.»
Incluso lloraba a lágrima viva,
a pesar de que en aquel mismo momento me di cuenta de que todo esto era de Silvio, novela de Pushkin. Mascarada, drama de Lermontov. Y de pronto sentí una profunda vergüenza,
una vergüenza tal, que dije al cochero que se detuviera, salí del trineo y
permanecí unos instantes en medio de la calle, con los pies hundidos en la
nieve.
El cochero me miraba asombrado,
lanzando profundos suspiros.
Me preguntaba qué debía hacer.
Imposible ir allá abajo. Evidentemente, no conseguiría nada. Pero también era
imposible dejar las cosas como estaban: sería demasiado... ¡Dios mío! ¿Cómo
renunciar a aquello después de tantos insultos? ,
«¡No! -me dije saltando de nuevo
al interior del trineo-. Es mi destino.»
-¡De prisa, de prisa! ¡Adelante!
En un arrebato de impaciencia, asesté al cochero un puñetazo en la espalda.
-¿Qué le pasa? ¿Por qué me pega?
-gritó el hombre mientras daba un fuerte latigazo al jamelgo que empezó a
trotar.
La nieve caía en grandes copos,
pero yo llevaba abierta mi capa, pues, absorto en mis pensamientos, estaba
fuera de la realidad. Acababa de decidirme por la bofetada, y me decía, horrorizado,
que esto iba a ocurrir immanquablement,
tout de suite, y que nulle force ne
pourrait plus arreter les événements. Los faroles del alumbrado brillaban
lúgubremente, aquí y allá, en la niebla nívea, semejantes a las antorchas de
los entierros. La nieve había penetrado bajo mi capa y bajo mi redingote y se
había acumulado debajo de mi corbata, donde se iba fundiendo. Pero yo no me
tapaba. ¿Para qué, si ya estaba perdido?
Llegamos al fin. Salté del
trineo, enloquecido. Subí a zancadas los escalones del pórtico y empecé a
golpear con pies y manos. Sentí una extrema debilidad en las piernas, sobre
todo en las rodillas. Me abrieron con sorprendente rapidez, como si me
estuviesen esperando (y, en efecto, Simonov había dicho que probablemente
llegaría otro visitante, pues en aquella casa era preciso avisar y tomar otras
precauciones. Era una de esas «tiendas de modas» que la policía cerró algún
tiempo después. Durante el día era una verdadera tienda, pero los recomendados
podían pasar allí la noche). Atravesé rápidamente y entré en la sala de
recepción, que conocía bastante bien y donde en aquel momento sólo ardía una
bujía. Me detuve, desconcertado: no había nadie.
-¿Dónde están? -pregunté a una
persona que entró. Ya se habían ido.
Ante mí estaba plantada la
patrona, con una sonrisa tonta en los labios. Yo no era para ella un
desconocido.
Un instante después, la puerta
se abrió y entró alguien. No presté atención a la persona que acababa de
llegar.
Me paseaba por el salón y me
parece que hablaba conmigo mismo. Tenía la impresión de que me había librado de
la muerte, y todo mi ser flotaba en un mar de gozo. Lo habría abofeteado sin
ningún género de duda. De eso estoy absolutamente seguro. Pero ya no estaban.
Todo había cambiado. Miraba en todas direcciones. No acertaba a comprender lo
que ocurría. Alcé maquinalmente los ojos hacia la persona que acababa de
entrar. Entreví un rostro joven, fresco, algo pálido, de cejas sombrías y
rectas, de mirada grave, en la que había un algo de asombro. Esta seriedad me
gustó. La habría detestado si hubiese sonreído. La miré más detenidamente, no
sin cierto esfuerzo, pues me costaba trabajo concentrar mis ideas. Había en
aquel rostro una expresión ingenua y bondadosa, pero extrañamente grave.
Estoy seguro de que esta seriedad
le acarreaba disgustos en el establecimiento y de que ninguno de aquellos
imbéciles se había fijado en ella. Por lo demás, no se podía decir que fuese
una belleza; pero era alta y fornida y estaba bien proporcionada. Vestía con
sencillez. Sentí un mordisco de perversidad en el corazón y me acerqué a ella.
Entonces me vi en el espejo. Mi trastornado
rostro me pareció repulsivo. Era un rostro pálido, vil, rencoroso, coronado por
unos cabellos en desorden. «Mejor -pensé-. Me alegro. Le pareceré repulsivo, y
esto me complace.»
VI
Al otro lado del tabique empezó
a roncar un reloj. Se diría que era un hombre al que apretaban violentamente
por la garganta. A este ronquido considerablemente largo siguió un agudo y
ridículo campanilleo, tan claro, que daba la impresión de que alguien había
avanzado de pronto. ¡Eran las dos! Volví a la realidad. No estaba durmiendo,
pero sí sumido en una especie de sopor.
La oscuridad era casi absoluta
en aquella habitación reducida, de techo bajo y tan repleta de muebles, que apenas
se podía uno mover. Había allí un gran armario ropero, sombrereras, vestidos
tirados en desorden, trozos de ropa. El cabo de vela que ardía en un rincón,
sobre una mesa, se consumía y sólo emitía ya un débil resplandor. Transcurridos
unos minutos, la oscuridad sería completa.
Volví en mí rápidamente. Me
acordé de todo inmediatamente, sin esfuerzo, como si mis recuerdos estuvieran
esperando mi despertar para precipitarse sobre mí. Por otra parte, incluso
cuando estaba aletargado, persistía en mi cerebro una especie de idea fija de
la que no podía librarme y alrededor de la cual giraban pesadamente mis
pensamientos. Pero me ocurrió algo extraño: al despertar, todo lo que me había
sucedido aquel día me pareció que había pasado hacía mucho tiempo, que había
vivido aquellos hechos años atrás.
Tenía la cabeza pesada. Me
parecía que algo giraba sobre ella, rozándola. Esto me inquietaba y me
excitaba. La angustia y la cólera hervían de nuevo en mi interior y buscaban
una salida. De pronto vi a mi lado dos ojos muy abiertos que me miraban
fijamente, con obstinada curiosidad. Aquella mirada era glacial, sombría,
indiferente; parecía proceder de muy lejos y producía una impresión en extremo
desagradable.
Una idea oscura surgió en mi
espíritu y comunicó a todo mi cuerpo una sensación ingrata, semejante a la que
se experimentaría al penetrar en un subterráneo húmedo, asfixiante. No me
pareció natural que aquellos ojos hubieran empezado a examinarme entonces, en
aquel instante. Recuerdo también que en las dos horas que acababan de
transcurrir no había cruzado una sola palabra con aquella joven y que ni
siquiera me había parecido necesario hacerla. Por el contrario, aquel silencio
me producía cierto placer. Y en aquel momento vi claramente la sinrazón, la
fealdad del desenfreno que, sin amor, brutal e impúdicamente, empieza, sin
ningún preámbulo por el acto que corona el verdadero amor. Nos estuvimos
mirando un buen rato, y ella sostuvo mi mirada sin que cambiara la expresión de
la suya, tanto que acabé por sentir cierta inquietud.
-¿Cómo te llamas? -le pregunté
bruscamente, para poner término a aquella situación.
-Lisa me respondió casi en un
susurro, pero sin ninguna amabilidad y apartando sus ojos de los míos.
Enmudecí.
-¡Qué mal día hace!... Nieve y
más nieve... ¡Es triste! -dije después, como hablando conmigo mismo y cruzando
con gesto melancólico los brazos debajo de la nuca-.
Fijé la vista en el techo.
Ella no me respondió. Su
silencio me mortificaba.
-¿Eres de aquí? -le pregunté con
cierta irritación y volviéndome ligeramente hacia ella.
-No.
-De dónde has venido?
-De Riga -repuso con un gesto de
repugnancia. -¿Eres alemana? -No, rusa.
-¿Llevas mucho tiempo aquí?
-¿Dónde?
-En esta casa.
-Desde hace dos semanas.
Su voz era cada vez más ronca.
La vela se había apagado. Ya no me era posible distinguir su rostro. -¿Tienes
padres? -Pues... sí.
-¿Dónde están? -En Riga.
-¿Qué hacen?
-Nada de particular.
-Bueno, pero ¿a qué se dedican,
de qué viven? -Son pequeños burgueses. -¿Vivías con ellos? -Sí.
-¿Qué edad tienes?
-Veinte años.
-¿Por qué los dejaste? -Cosas de
la vida.
Esta contestación significaba:
«Déjame tranquila; no tengo humor para nada». Los dos enmudecimos.
Sólo Dios sabe por qué no me
iba. Tampoco yo tenía humor para nada. Estaba angustiado. Sin que yo hiciera el
menor esfuerzo mental, por impulso propio, las imágenes del día que acababa de
transcurrir pasaban y volvían a pasar en desorden ante mi memoria. Recordé de
improviso una escena que había presenciado en la calle cuando me dirigía, absorto,
al ministerio.
-Esta mañana sacaron un ataúd, y
poco faltó para que se les cayera.
Dije esto en voz alta, pero sin
darme cuenta. No pretendía en modo alguno reanudar la conversación.
-¿Un ataúd?
-Sí, en la plaza del Heno. Lo
sacaron de un sótano. -¿De un sótano?
-Sí, de una habitación del
subsuelo... Bueno, ya comprenderás: de una casa de mala nota... ¡Cuánta
porquería alrededor! Escombros, basuras... ¡Cómo apestaba aquello! ¡Era
horrible!
Silencio.
-En un día como éste es muy
desagradable enterrar a los muertos -dije, sólo para no estar callado.
-¿Por qué?
-El frío, la humedad...
Bostecé.
-¿Eso qué importa? -dijo Lisa de
pronto, tras una pausa.
-Es un espectáculo muy triste.
-Y bostecé de nuevo-. Los enterradores lanzan tacos porque la nieve los empapa.
y las fosas, naturalmente, están llenas de agua.
-¿Por qué es natural que haya
agua en las fosas? -preguntó Lisa con cierta curiosidad pero en un tono todavía
más seco y áspero que antes.
De pronto sentí que algo
despertaba en mí.
-¿Cómo que por qué? Siempre hay
quince centímetros de agua en las fosas del cementerio de Volkovo.
-¿Por qué?
-Pues porque el suelo está lleno
de agua: por todas partes hay pantanos. El ataúd se deposita sobre el agua. Lo
he visto muchas veces.
(Nunca lo había visto; es más,
nunca había estado en el cementerio de Volkovo. Pero lo había oído contar.)
-¿De veras no te importa morir?
-¿Por qué he de morir?
-respondió Lisa, como defendiéndose.
-Un día u otro morirás. Y tu
muerte será como la de ésa de que acabo de hablarte. También ella era una
muchacha... Murió de tisis.
-Esa clase de chicas mueren en
un hospital... «Lo sabe todo», pensé. Y dije:
-Le debía mucho a su patrona.
La conversación me excitaba cada
vez más.
-Por eso -añadí- siguió
trabajando, a pesar de su tisis, hasta el límite de su vida. Los cocheros que
andaban por allí hablaban de la difunta con los soldados. Seguramente habían
sido amigos de ella. Entre risas, se invitaban a beber en su memoria en la
taberna (una taberna muy frecuentada por mí).
Silencio, un silencio profundo.
Lisa estaba completamente inmóvil.
-Has nombrado el hospital. ¿Es
que allí se muere mejor?
-Ni mejor ni peor. Pero ¿por qué
he de morir? -repuso, enojada.
-No en seguida: más adelante.
-Habrá de pasar mucho tiempo.
-¡No lo creas! Ahora eres joven
y bonita, y por eso te aprecian aquí. Pero al cabo de un año de llevar esta
vida será muy diferente: te habrás marchitado.
-¿Al cabo de un año?
-Por lo menos, en un año
perderás mucho -insistí pérfidamente-. Tendrás que dejar esta casa por otra
peor. Y, transcurrido otro año, habrás de pasar a una tercera, inferior a la
segunda, y esto continuará, de modo que, al cabo de seis o siete años, estarás
en los sótanos de la plaza del Heno. Y esto podrá pasar. Lo malo será si te
pones enferma..., si te enfrías y enfermas del pecho... O cualquier otro mal...
Viviendo como vives, la enfermedad se agravará. Nunca podrás curarte. Por lo
tanto, morirás.
-Bueno, ¿y qué? -replicó
irritada, con una sacudida de todo su cuerpo.
-¿No te parece triste?
-¿Qué tengo que perder? -¡La
vida! Silencio.
-¿Tenías novio?
-¡A usted qué le importa!
-No me interesa saberlo. Son
cosas que no me incumben. No te enfades. Es evidente que has tenido
contrariedades. Cierto es que esto no me importa, pero me compadezco.
-¿De quién? -De ti.
-No vale la pena -dijo en voz
muy baja.
y otra vez se agitó todo su
cuerpo. ;. Este desdén me irritó. ¡Tan amable como había sido con
ella, en cambio, me...!
-Pero ¿qué te has creído? ¿Te
imaginas que vas por buen camino?
-No me imagino nada.
-Eso es lo malo. ¡Vuelve en ti!
¡Todavía estás a tiempo! Sí, todavía estás a tiempo. Eres joven y bonita.
Puedes querer, casarte, ser feliz...
-No todas las casadas son
felices -dijo Lisa con su habitual aspereza.
-No todas, ciertamente. Sin
embargo, cualquier cosa es mejor que permanecer aquí. No hay comparación
posible. Cuando se ama, incluso se pude prescindir de la felicidad. La vida es
bella aún cuando se sufre. Vivir es grato, cualquiera que sea la clase de vida.
¡En cambio, esto...! ¡Es una podredumbre, un horror!
Le volví la espalda,
contrariado. Ya no razonaba fríamente. Empezaba a sentir lo que decía, y
hablaba con ardor creciente. Me dominaba el deseo de exponer las modestas pero
queridas ideas que había incubado en mi rincón. Algo se había encendido en mí
de pronto, y esta luz mostraba a mis ojos un objetivo.
-No hagas caso de mi presencia.
No debes tomar ejemplo de mí. Quizá sea peor que tú. Además, estaba borracho
:cuando vine.
Me disculpé de ello y proseguí.
-La mujer no puede seguir al hombre. Son completamente distintos. Yo me mancho,
me ensucio cuando estoy aquí, pero no soy esclavo de nadie. Entro, pero luego
salgo, y cuando estoy fuera, me sacudo, y ya soy otro completamente distinto.
¡En cambio, tú..., tú eres una esclava! ;í, una esclava. Has renunciado a todo,
incluso a tu voluntad. Más adelante querrás romper estas cadenas, pero te será
imposible. Te ceñirán cada día más estrechamente. Sí son estas malditas
cadenas. Las conozco. No te diré nada más sobre este asunto. Seguramente no me
comprenderías. Pero dime, sé franca: ¡verdad que ya estás en deuda con tu
patrona? ¿Ves como sí? -añadí, aunque ella no me había respondido pues se
limitaba a escucharme en silencio, con ávida atención-. Ahí tienes la primera
cadena. Jamás podrás librarte de ella. Ya se las arreglarán )ara que no puedas.
Es como si hubieses vendido tu alma al diablo... En fin, ¿qué sabes tú de todo
esto? Tal vez soy tan desgraciado como tú y me hundo en el lodo para olvidar mi
sufrimiento. Unos buscan el olvido en la bebida; yo o busco viniendo aquí.
Dime: ¿está esto bien?.. Nos hemos acostado sin decimos ni una sola palabra.
Sólo cuando has empezado a observarme con expresión salvaje te le mirado
también yo. ¿Es así como se ama? ¿Es así como el hombre y la mujer deben
unirse? Esto es sencillamente
repulsivo.
-¡Sí! -se apresuró Lisa a
afirmar secamente. La precipitación con que pronunció este «sí» me asombró. De
ello deduje que mi juicio le rondaba también a Lisa por la cabeza mientras me
miraba fijamente de cuando en cuando. «Por lo tanto, es capaz de tener ideas.
¡Diablos!, esto se pone interesante. Posee cierta inteligencia», me decía, casi
frotándome las manos. ¿Cómo, pues, no , llegar hasta los confines de un alma
tan joven?
Este juego me atraía cada vez
más.
Avanzó la cabeza hacia mí. En la
oscuridad me pareció que la apoyaba en sus manos. ¿Me estaba observando? Sentía
de veras no poder distinguir sus ojos. Oía su profunda respiración.
-¿Por qué viniste aquí? -le
pregunté con cierta rudeza.
-Las cosas...
-Sin embargo, ¡qué bien estabas
en casa de tus padres!
¡Allí todo era tibio y cómodo!
Aquello era tu nido.
-¿Y si allí se estuviera todavía
peor que aquí?
«Hay que encontrar el tono justo
-me dije-. Con sentimentalismos no conseguiré casi nada.»
Pero esta idea pasó
vertiginosamente por mi cerebro. Os aseguro que aquella mujer me interesaba de
verdad. Además, estaba débil y predispuesto a entregarme a los sentimientos
generosos, con los que la astucia se alía fácilmente.
-Te creo. Todo es posible
-respondí precipitadamente-. Estoy seguro de que te han ofendido, de que son
ellos más culpables ante ti que tú ante ellos. No sé nada de tu pasado, pero no
me cabe duda de que una muchacha como tú no ha entrado en esta casa por su
voluntad.
-¿Qué significa eso de «una
muchacha como yo»? -murmuró Lisa con voz apenas perceptible pero que yo oí.
«¡Demonio! La estoy halagando.
Esto es una cobardía. Pero tal vez dé buen resultado.»
Ella guardaba silencio.
-Oye, Lisa, te pondré como
ejemplo lo que me ocurre a mí. Si yo hubiese tenido una familia cuando era
niño, hoy no sería como soy. Pienso en ello con mucha frecuencia. Por mal que
estés al lado de tu familia, de tu padre y tu madre no serán nunca para ti
enemigos, extraños. Te demostrarán su cariño por lo menos una vez al año.
Ocurra lo que ocurra, sabes que estás en tu casa. Yo no tenía familia, y
seguramente por eso soy tan... insensible.
Volví a esperar.
«Quizá no comprenda -pensé-. Es
ridículo que le dé lecciones de moral.»
-Si yo fuese padre y tuviese una
hija, creo que la querría más que a un hijo; y no sólo lo creo, sino que estoy
seguro.
Procuraba distraerla. Confieso
que estas atenciones me sonrojaban.
-Y, eso ¿por qué? -exclamó Lisa.
¡O sea que me estaba escuchando!
-No lo sé, Lisa. Mira, yo conocí
a un padre. Era un hombre severo y duro; pero se arrodillaba ante su hija, le
besaba los pies y las manos y no se cansaba de admirarla. Cuando ella estaba en
el baile, él permanecía de pie durante cinco horas en el mismo sitio, sin perderla
de vista. Estaba loco por ella. Y me parece muy natural. Por la noche, cuando
ella dormía, él se despertaba e iba a besarla y a bendecirla durante su sueño.
Era avaro para los demás y para él mismo, que iba de paseo vestido con un viejo
y grasiento redingote; mas para ella no reparaba en gastos: le hacía magníficos
regalos, y ¡qué alegría la suya si a ella le gustaban! Los padres quieren a sus
hijas más que las madres. Generalmente, las hijas son felices en la casa
paterna. Por lo que a mí se refiere, si tuviese una hija, creo que no la
casaría nunca.
-¡Vaya! ¿Por qué? -exclamó Lisa
sonriendo levemente.
-Francamente: me sentiría
celoso. ¿Cómo podría consentir que besara a un extraño, que quisiera a alguien
que no fuese yo? No quiero ni pensarlo. Claro que esto es una tontería. Al fin,
uno accede; pero no me cabe duda de que, antes de casarla, tomaría informes de
los pretendientes, a los que eliminaría uno tras otro, aunque acabaría por
casarla con el que ella prefiriese. Pero resulta que el que quiere la muchacha
es el que más desagrada al padre. Sí, así es. Y ocurren muchas desgracias en
las familias por este motivo.
-A algunos no les importa vender
a sus hijas, en vez de casarlas honorablemente -replicó Lisa en el acto.
«¡Ah! ¿Conque se trata de eso?»
-Eso, Lisa, sólo ocurre en las
familias malditas, a las que no asisten ni Dios ni el amor -repuse con
vehemencia-. Y donde no hay amor, falta también la razón. Esas familias
existen, pero no me refiero a ellas. Lo que acabas de decir me demuestra que no
has sido feliz en tu casa. Sí, eres una desgraciada... ¡Generalmente es la
pobreza la causa de todos los males!
-¿Acaso entre los señores no
ocurre lo mismo? La gente honrada vive feliz incluso en la pobreza.
-Hum... Sí, puede ser. Pero
también sucede, Lisa, que el hombre sólo se fija en su sufrimiento: no se
detiene a pensar en su felicidad. Si pensara en su felicidad, vería que en
todas las etapas de su vida ha tenido momentos felices. Pero si todo va bien en
la familia, si Dios la ha bendecido, si el esposo es bueno y se preocupa por la
mujer en vez de abandonarla..., ¡qué bien se está con la familia! Incluso si en
la casa entra el infortunio. Por lo demás, ¿acaso no entra el infortunio en
cualquier parte? Si algún día te casas, quizá lo sepas por experiencia. Por el
contrario, en los primeros tiempos de la vida conyugal con el ser amado,
¡cuánta felicidad! ¡Una felicidad constante! Incluso las querellas terminan
bien entre esposos en esta primera etapa. Hay mujeres que cuanto más quieren a
su marido, más disputas con él provocan. Puedo asegurarlo, porque conocí a una
de esta clase. «¡Te quiero tanto, que te hago sufrir, a fin de que te des
cuenta!» ¿Sabías esto? Puede suceder que se atormente a una persona por exceso
de cariño. Las mujeres obran así con sus maridos. Se dicen: «Te amo y te
acaricio tanto, que tengo derecho a atormentarte un poco». Y todos los que
viven alrededor del matrimonio comparten su alegría. En el hogar, todo es
honesto, apacible y alegre. Hay mujeres celosas. Si él sale (yo conocía a una
que procedía así), ella no lo puede soportar. Se levanta a medianoche de la
cama y va a ver si está en talo cual sitio, con esta o aquella mujer. Esto no
está bien, y ella lo sabe. Sufre, se juzga y se condena. ¡Pero ha de obrar así
porque lo ama! Y, después de la riña, la delicia de reconciliarse. Pedirle
perdón o, por el contrario, perdonarle. ¡Qué hermoso es esto para los dos!
¡Como si acabasen de conocerse, como si acabasen de casarse y su amor estuviera
en su principio!... Nadie, absolutamente nadie debe saber lo que ocurre entre
los esposos si se quieren de verdad. Éstos, en sus disputas, sean de la índole
que fueren, no deben recurrir al juicio de nadie, ni siquiera de la propia
madre, ni contar a nadie lo ocurrido. Ellos mismos han de ser sus propios
jueces. El amor es un misterio divino que debe permanecer oculto a los ojos
ajenos, pase lo que pase. Esto es lo mejor, lo más conveniente. Así se
consolida la estimación entre los esposos, y sobre la estimación se edifican
muchas cosas. Si marido y mujer se quieren, si se han casado por amor, no es
preciso que este amor muera. No hay razón para que no se le pueda mantener
vivo; por lo menos, es muy rara esta imposibilidad. Si el marido es una buena
persona, ¿por qué no ha de lograrse esta supervivencia? Cierto que el primer
amor morirá, pero le sucederá otro muy superior. Las dos almas se fundirán,
entre ambos todo será común y no habrá nada secreto entre uno y otro. Y cuando
aparezcan los hijos, todo parecerá hermoso, incluso las mayores complicaciones,
con tal que los padres se quieran y tengan valor. Hasta en el trabajo ve el
padre un placer, y con alegría renuncia al pan para dárselo a sus hijos. y es
que por todo esto tus hijos te querrán más adelante. Por lo tanto, amasas para
ti. Los niños crecen; tú comprendes que les das ejemplo, que eres su sostén,
que, cuando mueras, ellos seguirán viviendo con tus pensamientos, con los
sentimientos que han recibido de ti, y que estarán hechos a tu imagen y
semejanza. Esto te impone, pues, un grave deber... Siendo así, ¿cómo no han de
unirse aún más estrechamente el marido y la mujer? Algunos dicen que es molesto
tener hijos. No hay tal cosa. Por el contrario, es una alegría incomparable.
¿Te gustan los niños, Lisa? Yo los adoro. Imagínate a un niñito sonrosado
tomando el pecho. ¿Qué marido no se enternecería al ver a su mujer con el hijo
de los dos en sus brazos? Un hijito sonrosado, mofletudo... Se echa hacia
atrás, agita, jugando, sus piececitos y sus gordezuelas manecitas. Sus uñas,
muy limpias, son tan pequeñas que incluso hacen reír. Sus ojitos parecen
comprenderlo ya todo. Y, al mamar, da palmadas en el pecho, y tirones. Está
jugando. El padre se acerca, el niño suelta el seno, se echa hacia atrás, mira
a su padre y se ríe. Sin duda le parece gracioso. Luego sigue mamando. Cuando
los dientes empiecen a salirle, morderá el seno de su madre y al mismo tiempo
le lanzará una mirada maliciosa. «j Te he mordido! Lo has notado, ¿verdad?»
¡Qué felicidad cuando están los tres juntos, el padre, la madre y el niño! Se
pueden sacrificar muchas cosas por estos instantes. No olvides esto, Lisa:
antes de acusar a los demás, uno debe aprender a vivir.
«Estos cuadros, precisamente
éstos, son los que hay que describirte para impresionarte», pensé, aunque os
aseguro que había hablado con gran sinceridad. De pronto sentí que me
sonrojaba. ¿Dónde me escondería si se echaba a reír? Esta idea me enfureció.
Con tal vehemencia pronuncié el final de mi discurso, que después me sentí
avergonzado. El silencio se prolongaba. Me asaltó el deseo de apartarla de un
empujón.
-¿Cómo es que usted...? -empezó
a decir. Pero se detuvo.
Sin embargo, yo lo había ya
comprendido todo. En su voz había algo nuevo; ya no se percibía en ella la
brutalidad y la obstinación de antes, sino un sentimiento dulce, púdico, tan
púdico que de pronto me sentí avergonzado y culpable frente a ella.
-¿Qué dices? -pregunté con
tierna curiosidad.
-Que usted...
-¿Qué?
-Que usted habla como si leyera
en un libro -dijo al fin.
Y de nuevo me pareció percibir
la burla en su voz. Este comentario me hirió profundamente. Esperaba otra cosa.
No comprendí que ella ocultaba
sus verdaderos sentimientos bajo un tono
burlón, astucia a la que recurren los corazones púdicos y solitarios a los que
se pretende llegar directamente y que hasta el último minuto se niegan con
orgullo a entregarse y temen manifestar sus sentimientos. Sólo por la timidez
que mostró al iniciar varias veces su frase burlona antes de decidirse a
pronunciarla debí comprenderlo todo; pero no adiviné nada, y un mal sentimiento se apoderó de mí.
«¡Ah!, ¿sí? -pensé-. Ahora
verás.»
VII
-¡Oh, Lisa! ¡Desde luego, los
libros tienen aquí su papel! Aunque este asunto no me concierne, me desagrada.
Además, me llega al corazón. Mi alma ha despertado. ¿De veras no te sientes
profundamente triste aquí? Se comprende: la costumbre es una gran cosa. Sólo el
diablo sabe hasta dónde puede llevar la costumbre al hombre. ¿En serio crees
que no envejecerás nunca, que serás siempre bonita y que siempre te querrán
tener aquí? No te hablaré de la suciedad que aquí se respira, pero quiero
decirte algo sobre lo que va a ser tu vida en esta casa. Ahora eres joven y
bonita, y tienes alma, sensibilidad... Sin embargo, cuando he vuelto a la
realidad, me ha producido cierta repulsión verte a mi lado. Sólo venimos aquí
cuando estamos completamente borrachos. En cambio, si te hubiese conocido en
otra parte, si hubieses vivido como viven las personas honradas, es posible que
te hubiera hecho la corte, e incluso que me hubiera enamorado de ti; que me
hubiera hecho feliz una mirada tuya, y más feliz aún que tus palabras. Te
habría esperado a la puerta, habría pasado horas enteras a tus pies, habrías
sido mi prometida y habría juzgado este
compromiso como un gran honor. N
o me habría atrevido a ofenderte siquiera con el pensamiento. Aquí, en cambio,
me basta darte un silbido para que acudas; aquí estás obligada a obedecerme:
has de venir, quieras o no, pues no soy yo quien depende de tu voluntad, sino
tú quien dependes de la mía. Cuando un mujik,
incluso el más humilde, se contrata para trabajar, no se vende por entero,
y, además, sólo por un tiempo determinado. Pero tú... ¿Qué límite tiene tu
servicio? Piensa hasta qué punto te vendes aquí, hasta qué extremo llega tu
esclavitud. Vendes tu cuerpo y, con él, tu alma. Ya no dispones de tu alma.
Entregas tu amor al primer borracho que pasa, para que él lo pisotee. Sin
embargo, el amor lo es todo. Es un diamante, el tesoro de las muchachas. Hay
hombres que para obtener ese amor son capaces de correr peligros de muerte, de
perder su alma. Sin embargo, aquí, ¿qué valor tiene el amor? Te compran
enteramente. ¿Y para qué quieren tu amor, si lo obtienen todo de ti sin amor?
Es la mayor ofensa que se puede inferir a una joven, reconócelo.
»He oído decir que aquí se os
halaga, aprovechándose de vuestra candidez; que se os permite tener amantes.
Esto es una farsa, una mentira. Se ríen de vosotras, y vosotras os dejáis
engañar. ¿Puede amarre verdaderamente uno de esos amantes? No lo creo. ¿Cómo es
posible que te ame sabiendo que te van a llamar de un momento a otro, que
tendrás que dejarlo a él por cualquiera? El que consiente estas cosas es un
miserable. ¿Qué estimación, por poca cosa que sea, puede tenerte? Se ríe de ti
y, encima, te roba. En esto consiste su amor. Y puedes darte por satisfecha si
no te vapulea..., cosa que es muy posible que haga. Pregúntale al tuyo (si lo
tienes) si quiere casarse contigo. Como respuesta, lanzará una risotada en tus
mismas narices, eso si no te escupe a la cara o te da una paliza. Pero ocurre
que él no vale ni dos ochavos. ¿Y para qué (piensa en ello) has enterrado aquí
tu existencia? Para que te alimenten y te den café. Pero ¿con qué objeto te
alimentan? Una mujer distinta, una joven honrada, ni siquiera probaría esos
alimentos, pues comprendería el fin con que se los dan. Tú debes ya a la
patrona; le deberás todavía más, y tu deuda seguirá aumentando hasta el fin de
tu carrera; hasta que los clientes no quieran ya saber nada de ti. Esto
ocurrirá pronto. No confíes en tu juventud. Aquí el tiempo galopa. Cuando ya no
sirvas, te echarán a la calle. Y, antes de echarte, te colmarán de reproches e
insultos, como si no hubieses entregado a tu 'patrona tu juventud, tu salud e
incluso tu alma. Te dirán que eres la ruina de la casa; te hablarán como si
hubieses robado, como si hubieses sumido en la miseria a tu patrona. Y no
esperes ayuda de nadie. Las demás, tus compañeras, irán también en contra tuya
para adular a la patrona, pues aquí todas, todas son esclavas y han perdido hace
ya mucho tiempo la conciencia y la compasión. Son cobardes y lanzarán sobre ti
los insultos más groseros, más viles y más crueles. Lo dejarás aquí todo sin
darte cuenta: la salud, la juventud, tus encantos, tus esperanzas, y a los
veintidós años tendrás el aspecto de una mujer de treinta. Y da gracias a Dios
si no te pones enferma. Te imaginas (estoy seguro) que no trabajas, que estás
en continuas vacaciones. Pero no hay, no ha habido jamás trabajo más penoso que
el tuyo, tanto, que tu corazón debería fundirse en lágrimas.
»No te atreverás a pronunciar
una sola palabra, ni siquiera media, cuando te echen de aquí. Te marcharás
encorvada como una culpable.
Irás a otra casa, luego a otra, todavía volverás a cambiar, y, finalmente, irás
a parar a la plaza del Heno. Y allí recibirás paliza tras paliza, por nada, por
costumbre. Así se hace siempre en aquel lugar. Ningún cliente te besará sin
antes darte un buen vapuleo. ¿Te resistes a creer en tanto horror? Ve a la
plaza del Heno y lo verás por tus propios ojos.
»Yo vi una vez, una víspera de
Año Nuevo, a una de esas desgraciadas. La habían echado a la calle, a modo de
broma, para "calmarla", porque gritaba demasiado, y habían cerrado la
puerta tras ella. A las nueve de la mañana estaba ya completamente borracha.
Iba desmelenada y medio desnuda. Su cuerpo mostraba huellas de golpes. Llevaba
la cara pintada y cubierta de polvos, bajo sus ojos destacaban dos grandes
manchas negras y su boca y su nariz sangraban. El causante de todo aquello
había sido un cochero de fiacre. Estaba sentada en los peldaños de piedra de la
escalinata y tenía en la mano un pescado en salmuera. Gritaba, repetía con
obstinación las mismas frases sobre su infortunio y golpeaba los escalones con
el pescado. Estaba rodeada de cocheros y soldados borrachos, que se reían de
ella y se divertían excitándola. Tú no quieres admitir que te ocurrirá lo mismo
que a esa mujer. Tampoco yo lo quiero creer. Pero ¿qué sabes tú de eso? Ocho o
diez años atrás, llegó de no sé dónde, fresca como una rosa, inocente, limpia,
ignorante de todo lo malo, ruborizándose a cada momento. Tal vez era semejante
a ti: orgullosa y susceptible, de mirada altiva, y persuadida de que el hombre
que la amase y a quien ella amara gozaría de una felicidad inmensa. Sin
embargo, ya ves cómo terminó.
»Y piensa que acaso en el
momento mismo en que golpeaba los escalones de piedra con su pescado en
salmuera, borracha y desmelenada, acudieron a su memoria los años pasados en la
casa paterna, aquellos años en que, pura como un ángel, iba al colegio, y el
hijo del vecino la esperaba en la carretera para jurarle que la amaría
eternamente y le dedicaría su vida entera, lo que terminó con la mutua promesa
de quererse siempre y casarse tan pronto como fuesen mayores...
»¡Créeme, Lisa! Sería una
felicidad para ti, sí, una felicidad, morir en un rincón, en un sótano, como
aquella tísica de la que te he hablado hace poco. Has mencionado el hospital.
¡Tendrías suerte si te llevaran a un hospital! Pero piensa que tu patrona te
necesitará todavía. La tisis no es un simple acceso de fiebre. El enfermo
conserva la esperanza hasta el último minuto y siempre dice que se siente bien.
Se engaña a sí mismo, y la patrona se aprovecha de ello. Sí, así es. Le
vendiste tu alma y, además, le debes dinero. Ya no puedes, por lo tanto,
replicarle. Y cuando estás agonizando, todos se apartarán de ti y te
abandonarán, porque ¿para qué puedes servirles en esos momentos? Y todavía te
echarán en cara el sitio que ocupas y la poca prisa con que te mueres. Ni
siquiera podrás obtener un poco de agua, y, si te la dan, lo harán
injuriándote: «¿Cuándo acabarás de reventar, asquerosa bestia? Con tus gemidos
nos impides dormir y molestas a los clientes». Sí, así sucede. Yo mismo he oído
lanzar reproches semejantes. Cuando estés medio muerta, te echarán en el rincón
más sombrío y hediondo de un sótano, donde sólo habrá humedad y tinieblas. ¿En
qué pensarás cuando estés allí, tendida, sola? Y, ya muerta al fin, manos
extrañas te amortajarán a toda prisa, con impaciencia, lanzando juramentos.
Nadie pensará en ti suspirando, nadie acudirá a tu lado para bendecir tu
cuerpo. Sólo pensarán en librarse de ti lo antes posible. Comprarán un burdo
ataúd y se te llevarán como se llevaron a aquella desgraciada. Y luego irán a
echar un trago en memoria tuya. La fosa estará llena de barro, de nieve
derretida. Pero para ti no hay contemplaciones. "¡Ven, Vania: la bajaremos
por aquí! ¡Es su sitio! Pero también por aquí baja patas arriba... ¡Sujeta bien
las cuerdas, animal! ¡Ahora va bien! Pero ¿no ves que la has puesto de costado?
Al fin y al cabo, era un ser humano. Bueno, no importa: cúbrela ya de
tierra." Ni siquiera querrán disputar sobre ti. Te cubrirán lo antes
posible de una capa de tierra fangosa y se irán a la taberna. Así terminarás.
Después, nadie se acordará de ti. Junto a las demás tumbas hay hijos, padres,
esposos, pero junto a la tuya, ni una lágrima, ni un suspiro. Y nadie,
absolutamente nadie, se acercará jamás a tus restos. Tu nombre desaparecerá de
la superficie de la tierra como si no hubieses existido nunca, como si ni
siquiera hubieras nacido. Lodo, pantanos... Golpea cuanto quieras la tapa de tu
ataúd por la noche, a la hora en que se levantan los muertos. "¡Dejadme
salir, buena gente! ¡Quiero ver la luz! He vivido sin vivir; mi vida ha sido
una alfombra para los pies de los hombres. La devoraron y terminó en la plaza
del Heno. ¡Dejadme salir, buena gente! ¡Quiero volver a vivir!"
Estaba exaltado, mi garganta se
contraía en sacudidas espasmódicas. De pronto, me detuve, inquieto; me
incorporé en la cama, incliné la cabeza con el corazón palpitante de temor y
agucé el oído: había motivo más que suficiente para sentirse intranquilo.
Yo sospechaba desde hacía unos
momentos que había trastornado su alma y destrozado su corazón, pero cuanto más
seguro estaba de ello, mayor era mi deseo de obtener una victoria rápida y
completa. Este juego me arrastraba. pero no era únicamente un juego...
Me daba perfecta cuenta de que
estaba hablando sin espontaneidad, tediosamente, en un estilo literario. Pero
esto no me importaba. Tenía la seguridad de que ella me comprendía y de que mi
estilo literario era para mí una gran ayuda en aquel momento. Pero cuando hube
logrado mi propósito, tuve miedo.
Nunca, nunca fui testigo de una
desesperación tan profunda. Lisa tenía la cara hundida en la almohada, a la que
estrechaba entre sus brazos. El llanto desgarraba su pecho. Todo su joven
cuerpo temblaba, convulso. Los sollozos que se amasaban en su garganta y que la
ahogaban, se convertían de pronto en gritos, en ladridos. Entonces hundía aún
más la cabeza en la almohada: no quería que nadie de aquella casa supiera que
lloraba y sufría. Mordía la almohada, y una vez se mordió el brazo hasta
hacerse sangre, como comprobé luego. Otra vez introdujo los dedos en su
dispersa cabellera y permaneció inmóvil, en un esfuerzo atroz, conteniendo la
respiración, apretando los dientes.
Me dispuse a decirle algo, a
pedirle que se calmara, pero advertí que no tenía valor para hablarle, y de
pronto, presa de pánico, me levanté, a fin de vestirme a tientas y huir. La
oscuridad era completa. Mis esfuerzos por ir de prisa eran inútiles. En esto,
mi mano tropezó con una caja de cerillas y un candelero con una vela entera.
Apenas la encendí, Lisa se sentó de un salto en la cama. Tenía el rostro
contraído y me miró con sonrisa de loca, con un gesto de extravío. Me senté a
su lado y me apoderé de sus manos. Entonces volvió en sí, se lanzó sobre mí,
fue a rodearme con sus brazos, pero no se atrevió y bajó lentamente la cabeza.
-Lisa, amiga mía, me he
equivocado... Perdóname -empecé a decir.
Pero ella apretó tan fuertemente
mis manos con las suyas, que comprendí que estaba diciendo algo inconveniente,
y me callé.
-Aquí tienes mi dirección, Lisa.
Ven a verme.
-Iré -murmuró la joven resueltamente,
pero sin levantar la cabeza.
-Ahora me voy. ¡Adiós! ¡Hasta la
vista!
Me levanté. Lisa se levantó
también. Luego, de pronto, se sonrojó, tuvo un sobresalto, se apoderó de una
pañoleta que había en una silla y se cubrió con ella los hombros y el cuello
hasta la barbilla. Hecho esto, tuvo una sonrisa forzada, volvió a enrojecer y
me miró extrañamente. Esto me inquietó. Me urgía salir de allí, desaparecer.
-Espere un momento -me dijo Lisa
de pronto en la antecámara, ya cerca de la puerta, reteniéndome por el borde de
la capa.
Dejó la bujía y salió corriendo.
Indudablemente había olvidado algo que quería mostrarme. Su cara era de un
matiz sonrosado, le brillaban los ojos, sonreía. ¿Qué me quería enseñar?
Esperé. Volvió al cabo de un minuto. Su mirada parecía excusarse. Su semblante
era distinto. En sus ojos no había ya aquella expresión sombría suspicaz y
obstinada; ahora su mirada era dulce, implorante, y también confiada,
acariciadora y tímida. Miraba como miran los niños a aquellos a quienes quieren
y a los que piden algo. Sus ojos, de un castaño claro, eran hermosos, vivos y
sabían expresar tanto el amor como el odio.
Juzgando inútil explicarme nada,
como si yo fuera un ser superior, capaz de comprenderlo todo sin explicaciones,
me tendió un plieguecillo de papel. Todo su rostro se iluminó en aquel instante
con una alegría ingenua, casi infantil. Tomé el papel. Era una carta dirigida a
ella por un estudiante de Medicina: una declaración de amor, solemne, florida y
extremadamente respetuosa.
He olvidado las frases, pero
recuerdo perfectamente que bajo el estilo ampuloso, sentí palpitar un
sentimiento tan lleno de sinceridad, que no cabía pensar en la ficción. Cuando
hube terminado la lectura, vi clavada en mí la mirada de Lisa, una mirada ardiente
impaciente y curiosa como la de un niño. Sus ojos estaban fijos en los míos;
Lisa esperaba con avidez mi opinión sobre la carta. Breve y apresuradamente,
pero con una especie de gozoso orgullo, Lisa, me explicó que la habían invitado
a una velada en casa de una familia respetable que «no sabía nada, absolutament rien» (porque no hacía
mucho tiempo que había llegado, sólo para explorar, y estaba decidida a no
quedarse, pues en cuanto hubiese pagado su deuda se iría). Y el estudiante fue
también a esa velada; fue su pareja en todos los bailes y resultó que ya se
habían conocido en Riga, cuando los dos eran niños aún, y que habían jugado
juntos. ¡Pero hacía tanto tiempo de aquello! Él conocía también a los padres de
Lisa. Pero no sabía nada de su situación, absolutamente nada, y no tenía la
menor sospecha sobre este punto. Y he aquí que al día siguiente (hacía tres
días) le había enviado aquella carta por conducto de una amiga que había ido
con ella a la velada. «Y... bueno, esto es todo.»
Cuando terminó su relato, bajó
confusa, sus centelleantes ojos.
La pobre conservaba aquella
carta como un objeto precioso -el único que poseía- y me lo había enseñado para
que yo, antes de marcharme supiera que se la podía querer honradamente,
sinceramente, y que se le podía escribir en tono respetuoso. Desde luego, el
destino de aquella carta era permanecer guardada como un recuerdo y ninguna
otra la seguiría. Pero esto poco importa: estoy seguro de que la conservó toda
su vida como una joya. Era su orgullo, su justificación. Lisa se había acordado
de su tesoro improviso y me lo había mostrado con ingenuo orgullo, para
recobrar mi estimación, para que la felicitara. Pero no le dije nada; le
estreché la mano y me fui. ¡Tenía tantas ganas de marcharme!
Volví a casa a pie, aunque la
nieve seguía cayendo en grandes copos. Sufría, me sentía aniquilado y
confundido. Pero, a través de esta confusión, entreveía ya la verdad..., una
verdad sumamente desagradable.
VIII
Pero no admití inmediatamente
esta verdad. Al despertarme al día siguiente, tras un sueño profundo de varia
horas, repasé mentalmente los acontecimientos de la jornada anterior, y me
asombré de mi arrebato de sentimentalismo ante Lisa, de las cosas atroces y
lastimeras que había dicho. «¿Cómo se puede perder el dominio de lo nervios
hasta ese punto? ¡Es lamentable...! No debí darle mi dirección. ¿Qué haré si
viene? y vendrá, no cabe duda...»
Pero évidemment esto no tenía importancia en aquel momento. Lo
importante era reconquistar lo antes posible mi reputación a los ojos de
Zverkov y de Simonov. Esta idea me absorbió de tal modo, que ya no volví a
pensar en Lisa en toda la mañana.
Ante todo, tenía que pagar
inmediatamente mi deuda a Simonov. Tomé una decisión extrema y fui a pedir un
adelanto de quince rublos a Antón Antonovitch. Dio la feliz casualidad de que
estaba de excelente humor, y me concedió al punto el anticipo. Me sentía tan
feliz, que mientras firmaba el recibo empecé a contar con gran desenvoltura
Antón Antonovitch que había estado de jarana en el Hotel París con unos amigos,
para celebrar el ascenso de un camarada, de un amigo de la infancia, o poco
menos. «Es un gran juerguista, ¿sabe?, un niño mal criado, pero de excelente
familia. Gran fortuna, carrera brillante, ingenioso, encantador, siempre enredado
en aventuras... ¿Comprende? Después de media docena de botellas de champán,
fuimos allá abajo...» y dije todo esto con palabra fácil y en un tono ligero y
alegre.
Volví a casa y escribí
inmediatamente a Simonov. Todavía hoy admiro el tono franco y de buen chico que
di a aquella carta, y su estilo, verdaderamente digno de un gentleman. Me acusaba a mí mismo con
habilidad y nobleza, y, sobre todo, sin palabras inútiles. Me excusaba, «si se
me permitía excusarme», declarando que, como no estaba acostumbrado a beber, el
primer vaso que había tomado, mientras los esperaba en el Hotel París, espera
que duró desde las cinco hasta las seis, me había embriagado completamente.
Dirigía mis excusas a Simonov, pero le rogaba que se las transmitiera a los
demás, especialmente a Zverkov, a quien me parecía -«me acuerdo de eso como a
través de un sueño»- haber ofendido gravemente. Añadía que mi gusto habría sido
ir a disculparme personalmente, pero que me dolía la cabeza y, esto sobre todo,
estaba demasiado confuso.
Me sentí especialmente
satisfecho por la ligereza de espíritu y por la elegante displicencia que se
percibían a través de mis excusas y que daban a entender, mucho mejor que todas
las explicaciones, que lo ocurrido el día anterior no tenía para mí la menor importancia.
¡No estoy abrumado, como seguramente se imaginan ustedes, señores! Por el
contrario, considero todo esto con la mayor tranquilidad, como corresponde a un
gentleman que se respete a sí mismo. II
faut que jeunesse se passe.
«Hay aquí incluso un algo de
distinción cortesana -me dije al releer la carta-. ¿Por qué? ¡Porque soy un
hombre instruido, inteligente! Otro, en mi lugar, no habría sabido salir del
atolladero. Yo, en cambio, he salido, y puedo alegrarme de mi éxito. He aquí la
ventaja se ser un hombre de su época, inteligente e instruido. Por otra parte,
la culpa fue de lo que bebí, desde luego, pero bebí vino y no licor, como doy a
entender, mientras esperaba de cinco a seis. He mentido a Simonov, le miento
descaradamente, y no me da vergüenza... En fin, eso no tiene la menor
importancia. Lo único importante es salir de esto.»
Introduje seis rublos en el
sobre, lo cerré y dije a Apolonio que lo llevase a casa de Simonov. Al
enterarse de que la carta contenía dinero, Apolonio sintió respeto y accedió a
llevarla. Por la tarde salí a pasear. Aún me dolía la cabeza y el vértigo no me
había dejado.
Y cuanto más se acercaba la
noche y la oscuridad se hacía más densa, mis impresiones y, en consecuencia,
mis ideas eran menos claras: se mezclaban, se confundían. Había algo en mí, en
el fondo de mi pensamiento, que se negaba a desaparecer y que se traducía en
una extraña angustia. Vagabundeaba por las calles más animadas, más
comerciales: la Miesstchanskaia, la Sadovaia, las proximidades del jardín de Yusupov.
Me gustaba pasear por estas calles especialmente al atardecer cuando están
llenas de gente: transeúntes afanosos, comerciantes, artesanos que, tras su
jornada de trabajo, regresan a sus casas, acentuadas sus facciones por la
fatiga. Me encantaba esta agitación de la vida cotidiana. Pero, aquella tarde,
el bullicio sólo sirvió para irritarme más de lo que estaba. No podía
dominarme. Algo se despertaba en mi alma, torturándome, sin que yo lograra
aplacarlo. Volví a casa, completamente desorientado. Tenía la sensación de que
pesaba un crimen sobre mi conciencia.
Me atormentaba la idea de que
Lisa se presentara de un momento a otro. Entre todos mis recuerdos del día
anterior, el de Lisa permanecía aparte y me inquietaba singularmente. Al caer
la tarde, había dejado de pensar en todo lo demás. Seguía sintiéndome
satisfechísimo de mi carta a Simonov; pero cuando pensaba en Lisa, mi
satisfacción desaparecía por completo. Así advertí que la única causa de mi
desazón era Lisa.
«¿Qué haré si viene -pensaba sin
cesar-. Bueno, ¿qué más da? Que venga, si quiere. Lo malo es que verá cómo
vivo. Ayer representé ante ella el papel de héroe, y ahora... No debí dejarme
arrastrar por mi vehemencia. Este departamento es miserable. ¿Cómo pude ir a
cenar con este traje? ¡Y este diván de hule, lleno de desgarrones por los que
sale la crin! ¡Y mi ropa de cama hecha jirones!... Lisa verá todo esto y
también a Apolonio. Ese bruto la ofenderá, no me cabe duda, aprovechando un
pretexto cualquiera, sólo para darme un disgusto. En cuanto a mí, como de
costumbre, me pondré nervioso, iré y vendré ante ella, me ajustaré el batín,
sonreiré, mentiré. ¡Qué horror! Pero no es esto todo: hay otra cosa más
innoble, más cobarde aún... ¡Sí! Tendré que quitarme esta máscara de
farsante...»
Enrojecí hasta la frente.
«¿Farsante? ¿Acaso mentí? Ayer hablé con toda sinceridad. Me acuerdo muy bien.
Sentía una emoción verdadera. Quería despertar en Lisa buenos sentimientos.
Hizo bien en llorar. Las lágrimas producen siempre excelente efecto.»
Sin embargo, no conseguía
calmarme. Durante todo el anochecer, incluso mucho después de las nueve, cuando
Lisa ya no podía presentarse, seguía pensando en ella y viéndola con la
imaginación tal como la había visto el día anterior en cierto momento en que me
había impresionado vivamente. Fue cuando encendí la cerilla que iluminó su
pálido rostro y su amarga mirada. ¡Cuán lastimera, tensa y falsa fue su sonrisa
en aquellos instantes! Pero entonces yo ignoraba que quince años después
seguiría viendo con la imaginación a Lisa bajo este aspecto, con esta sonrisa
lastimera y forzada.
Al día siguiente, mi ánimo se
inclinaba a considerar todo lo que había ocurrido, como algo absurdo y
desmesuradamente exagerado por mis nervios enfermos. Me daba perfecta cuenta de
esta tendencia de mi carácter, y la temía sobremanera. «Exagero siempre -me
repetía una y otra vez-. Padezco de este mal.» Sin embargo..., sin embargo, me
decía: «Lisa vendrá». Tal era el estribillo de todas mis reflexiones. Esto me
preocupaba tan profundamente, que a veces tenía arrebatos de furor. «¡Vendrá!
¡Seguro que vendrá! -gritaba paseando a grandes zancadas por la habitación-. Si
no es hoy, será mañana. Me hará salir de mi guarida. ¡Maldito el romanticismo
de los corazones puros! ¡Qué villanía, qué estupidez, qué mediocridad la de
estas necias almas sentimentales! ¿Cómo no comprenderá que... ?». Pero al
llegar a este punto me detuve, profundamente turbado.
«¡Y qué pocas palabras han
bastado para esto! -seguí diciéndome-. ¡Además, ha sido un idilio falso, aunque
ha tenido poder suficiente para trastornar toda una existencia! ¡Lo que es un
terreno virgen!»
A veces me asaltaba la idea de
ir en su busca para contárselo «todo» y pedirle que no viniera. Pero
inmediatamente me acometía tal furor, que no me cabe duda de que habría
aplastado a «aquella maldita Lisa» si la hubiese tenido al alcance de mi mano.
La habría insultado, le habría pegado y escupido, la habría echado a la calle.
Pero transcurrió un día, y otro,
y otro, y Lisa no venía. Después de las nueve solía animarme, y entonces
incluso me entregaba a grandes ensueños. Me decía, por ejemplo: «Salvo a Lisa
sólo hablando con ella cuando viene a verme... La instruyo, la formo. Advierto
al fin que me ama apasionadamente. Pero finjo no darme cuenta (no sé por qué
obro así; probablemente, por amor a los buenos sentimientos). Y llega un
momento en que, confusa, temblorosa y deshecha en lágrimas, se arroja a mis
pies y me dice que soy su salvador y que me quiere más que a nadie en el mundo.
Me quedo atónito. Lisa -le digo-, ¿crees que no lo sabía? Comprendí que me
amabas, pero no osaba apoderarme de tu corazón, porque estabas bajo mi
influencia y temía que hubieses hecho un esfuerzo para corresponder a mi amor,
que la gratitud te hubiera llevado a despertar en ti un sentimiento que quizá
no existía. Yo no podía admitir eso, porque habría sido un acto de despotismo,
una falta de delicadeza -como ven, me enzarzaba en sutilezas sobre los
sentimientos extraordinariamente nobles, verdaderamente 'europeos', a lo George
Sand-. Pero ahora eres mía, eres mi obra, eres pura, eres bella, eres mi
esposa...
«... “Y entra en mi casa libre y resueltamente, como dueña.»
Seguidamente, vivimos dichosos, nos vamos al extranjero, etcétera.»
Y al fin me avergoncé tanto de
mí mismo, que me saqué la lengua ante el espejo.
Luego pensaba: «No la dejarán
salir. No les suelen permitir que salgan, sobre todo por las tardes... -No sé
por qué creía que Lisa tenía que llegar por la tarde y precisamente a las
seis-. Pero ella me dijo que todavía no estaba comprometida del todo y gozaba
de derechos especiales. Por lo tanto... ¡Hum! ¡Diablo, vendrá! ¡Estoy seguro de
que vendrá!»
Afortunadamente, en estas
ocasiones contaba con la distracción de Apolonio y sus insolencias, que me
sacaban de quicio. Apolonio era una calamidad, una peste que me había enviado
la Providencia. Hacía ya años que nos lanzábamos mutuamente acerados dardos. Yo
lo detestaba. ¡Dios mío, cómo lo detestaba! Sobre todo, en ciertos momentos.
Era un hombre de edad, con aires de gran señor. En sus horas libres hacía
trabajos de sastre. Sentía por mí, aunque no sé por qué, un desprecio que
rebasaba todos los límites imaginables, y me miraba siempre de arriba abajo.
Por lo demás, miraba así a todo el mundo.
Bastaba ver aquella cabeza de cabellos
lisos, de un rubio de lino; aquel tupé que se rizaba y engrasaba
cuidadosamente; aquella boca severa en forma de Y, para comprender que era un
hombre que no dudaba nunca de sí mismo. Era un pedante rematado, el pedante más
perfecto que he conocido, y tenía un amor propio digno de Alejandro de
Macedonia. Estaba enamorado de cada uno de sus botones, de cada una de sus
uñas; sí, enamorado: su aspecto lo pregonaba. Me trataba con despotismo, me
hablaba muy poco, y si alguna vez se dignaba mirarme, su mirada era solemne,
estaba colmada de suficiencia. Además, había en ella un algo burlón que me
enfurecía. Cumplía su servicio con una aire de suprema condescendencia. Por lo
demás, no hacía casi nada para mí y no se consideraba en modo alguno obligado a
hacer lo más mínimo. No cabía duda de que me conceptuaba como el último de los
imbéciles, y si seguía en mi casa era porque yo le pagaba un sueldo. Accedía a
no hacer nada por siete rublos al mes. Gracias a él se me perdonarán muchas
faltas. Mi odio alcanzaba a veces tal intensidad, que sólo el ruido de sus
pasos me producía convulsiones. Pero lo que más me repugnaba era su ceceo.
Debía de tener la lengua demasiado grande, o cualquier otro defecto de este
tipo, y ésta era la causa de que ceceara, lo cual le producía verdadero placer,
pues se imaginaba que ese vicio de pronunciación le daba importancia. Hablaba
generalmente con voz dulce, inalterable, con las manos en la espalda y los ojos
bajos. Lo que menos podía tolerar de aquel hombre era su costumbre de leer en
voz alta los salmos en su rincón, tras el biombo que nos separaba. He soportado
largos combates a causa de estas lecturas. Pero le encantaba leer salmos por
las tardes, con su voz dulce, uniforme, cantarina, como si estuviese a la
cabecera de un muerto. Y es que esto constituye uno de sus trabajos en las
horas libres. Y, además de leer salmos a la cabecera de los muertos, lo
contratan para matar ratas, y fabrica cera.
Pero yo no podía despedirlo. Se
diría que estaba ligado a mi existencia. Además, él se habría negado a
abandonarme. No me era posible vivir en un hotel. Mi alojamiento era mi concha,
el estuche en que me refugiaba y me ocultaba de la humanidad entera; y
Apolonio, el diablo de este alojamiento. Ésta es la razón de que durante siete
años me hubiera sido imposible ponerlo de patitas en la calle.
No era menos imposible retenerle
el sueldo. No toleraba el menor retraso.
Pero aquellos días me sentía
irritado hasta tal punto contra el mundo entero, que resolví de buenas a
primeras castigar a Apolonio y retrasar durante dos meses el pago de su sueldo.
Hacía ya mucho tiempo -dos años- que estaba preparando este castigo, únicamente
para demostrarle que no tenía derecho a darse importancia ante mí y que yo
podía no pagarle si se me antojaba. Decidí no decirle nada, a fin de vencer su
orgullo y obligarlo a ser el primero en hablar de sus honorarios. Entonces yo
sacaría de mi cajón los siete rublos, para que viera que los tenía apartados, y
le demostraría que no quería dárselos, porque así se me antojaba, porque «ésta
era mi voluntad señorial», porque él era un insolente y un grosero. Y le diría
que, si era cortés y respetuoso conmigo, tal vez me enterneciera y pagase, pero
que, en caso contrario, tendría que esperar dos, tres semanas, un mes entero...
Sin embargo, y pese a mi enojo,
fue él quien triunfó. No pude resistir más de cuatro días. Empezó por hacer lo
que hacía siempre en tales casos (pues no era la primera vez que esto ocurría,
de modo que yo podía estar preparado para hacer frente a su táctica innoble).
Para empezar, me dirigía una severa mirada que duraba varios minutos,
preferentemente cuando yo iba a salir o entraba. Si yo resistía, si fingía no
advertir sus maniobras, él, sin romper su silencio, emprendía la segunda serie
de operaciones. De pronto, sin motivo alguno, entra en mi habitación a paso
lento, cuando estoy leyendo o paseando de un lado a otro. Y permanece plantado
cerca de la puerta, una pierna delante, una mano en la espalda y mirándome
fijamente, con expresión no sólo severa, sino profundamente desdeñosa.
Si le pregunto qué quiere, no
responde; sigue mirándome durante unos segundos, y luego, apretando los labios,
con un gesto significativo, me vuelve la espalda poco a poco y regresa
lentamente a su habitación. Dos horas después, vuelve a aparecer ante mí. Loco
de furor, ya no le pregunto qué quiere, sino que levanto la cabeza y, con
semblante altivo, autoritario, lo miro fijamente a los ojos. Así, uno frente a
otro, permanecemos a veces uno o dos minutos. Al fin, da media vuelta lenta y
solemnemente y desaparece de nuevo durante dos horas.
Si de este modo no conseguía
impresionarme, si mi rebeldía continuaba, Apolonio empezaba a suspirar sin
dejar de mirarme. Suspiraba lenta, profundamente, como midiendo toda la
magnitud de mi decadencia moral. Y, naturalmente, el duelo terminaba con su
victoria. Yo me enfurecía, gritaba, pero tenía que hacer lo que Apolonio quería
que hiciera.
Pero esta vez, apenas iniciadas
las primeras maniobras, consistentes en miradas severas, me arrojé sobre él,
indignado. ¡Estaba tan nervioso!
-¡Espera! -exclamé fuera de mí,
al ver que daba media vuelta, lenta y silenciosamente, con una mano en la
espalda, y se dirigía a su habitación-. ¡Espera! ¡Ven aquí! y mi grito fue tan
desesperado, que él giró sobre los talones y me miró con cierto asombro. Pero
seguía encerrado en su silencio, y esto fue precisamente lo que me enfureció.
-¿Cómo te atreves a entrar en mi
habitación sin pedir permiso y a mirarme de ese modo? ¡Responde!
Después de mirarme con impasible
fijeza durante unos treinta segundos, volvió a intentar marcharse.
-¡Quieto! -aullé corriendo hacia
él-. ¡Ni un paso más! ¡Contesta a mi pregunta! ¿Por qué demonio me mirabas?
-Si tiene usted que darme alguna
orden, la ejecutaré al punto -respondió Apolonio tras una pausa, ceceando, con
voz dulce, lentamente e inclinando la cabeza con una calma horripilante.
-¡No es de eso; no se trata de
órdenes, verdugo! -grité temblando de rabia-. ¡Te explicaré lo que quiero
decir! Y es que vienes porque no te he pagado. No quieres pedirme el sueldo por
orgullo, y, para castigarme, vienes y me miras estúpidamente... ¡Sí, para
castigarme, para atormentarme! ¡Y no sabes, ni remotamente, lo estúpido que es
eso, verdugo! ¡Sí, estúpido, estúpido, estúpido!
De nuevo se dispuso a salir de
la habitación, silencioso como de costumbre, pero lo sujeté por la ropa.
-¡Escucha! -le grité-. ¡Mira el
dinero! ¿Lo ves? -y lo saqué del cajón-. Siete rublos. Están aquí, y bien
contados. Pero no los tendrás; no te los daré hasta que me pidas perdón
respetuosamente. ¿Has oído?
-Eso no puede ser -respondió
Apolonio con un aplomo impresionante.
-¡Eso será! -exclamé-. ¡Palabra
de honor que será! -No tengo por qué pedirle perdón -dijo Apolonio como si no
oyese mis gritos-. En cambio usted me ha llamado «verdugo». Podría ir a
quejarme al comisario de policía.
-¡Ya puedes ir! -vociferé-.
¡Anda, ve ahora mismo! ¡Eso no impedirá que seas un verdugo! ¡Un verdugo! ¡Un
verdugo!
Apolonio se limitó a mirarme.
Luego dio media vuelta y, sin prestar más atención a mis voces, sin volver la
cabeza, salió de la habitación paso a paso.
«Si no hubiese sido por Lisa, no
habría ocurrido nada de esto», me dije. Y, tras un minuto de espera,
solemnemente pero con fuertes palpitaciones en el corazón, me dirigí al rincón
que ocupaba Apolonio.
-¡Apolonio! -dije con voz dulce
pero ahogada-. Ve a ver al comisario de policía. ¡Corre, ve!
Él estaba ya instalado ante su
mesa, se había puesto las gafas y se disponía a coser algo. Al oír mi orden,
estalló en una risotada.
-¡Ve, ve inmediatamente! ¡No
tienes ni la menor idea de lo que puede ocurrir!
-Pero ¿se ha vuelto loco? -dijo
Apolonio sin ni siquiera levantar la cabeza, ceceando como siempre y enhebrando
su aguja-. ¿Dónde se ha visto que uno mismo vaya a denunciarse a la policía? Si
lo hace para asustarme, sepa que es inútil: no conseguirá usted nada.
-¡Ve! -grité con voz aguda
asiéndole el hombro. Un instante más, y le habría pegado.
Pero en aquel momento la puerta
de la antecámara se abrió lentamente, sin ruido, y entró una persona, que se
detuvo en el umbral y nos miró a los
dos perpleja. Alcé lo ojos y me quedé
estupefacto. Luego huí a mi habitación rojo de vergüenza. Me mesé los cabellos
con las dos manos, apoyé la cabeza en la pared, y así permanecí, esperando.
Poco después oí los lentos pasos
de Apolonio.
-Hay aquí fuera una persona que
quiere hablar con usted -me dijo, mirándome con extrema severidad. Luego se
apartó para dejar pasar a Lisa.
¡Apolonio no se marchaba y nos miraba a los dos con semblante irónico.
- ¡Vete, vete! -le grité,
perdiendo la cabeza.
En aquel momento, mi reloj hizo
un esfuerzo, carraspeé y dio las
cinco.
IX
Y entra en mi casa libre y resueltamente,
como dueña.
Permanecí ante ella
desorientado, abrumado, profundamente confuso, y, sonriendo -por lo menos así
me parece-, me eché encima mi desgarrado y sucio batín acolchado. Era
exactamente la escena que me había imaginado hacía poco. Transcurridos unos dos
minutos, Apolonio se había marchado, pero mi confusión continuaba. Lo peor fue
que, al verme en aquel estado, también Lisa perdió de pronto la serenidad, lo
que me causó gran asombro.
-Siéntate -le dije
maquinalmente, y le acerqué una silla a la mesa. Yo me senté en el diván.
Lisa, obediente, ocupó al punto
la silla, y me miró a los ojos, como si esperase que le dijera algo
extraordinario. Esta cándida espera me enfureció, pero conseguí dominarme.
Precisamente lo que había de
hacer era no fijarse en nada, dar la impresión de que no observaba nada
extraordinario. Pero Lisa... Presentí oscuramente que me pagaría caro tout cela.
-Me encuentras en una situación
extraña, Lisa -empecé a decir, balbuceando y dándome perfecta cuenta de que no
era así como convenía empezar-. ¡No, no creas que te reprocho nada! -exclamé al
ver que enrojecía repentinamente-. No me avergüenzo de mi pobreza... Al
contrario: estoy orgulloso de ella. Soy pobre, pero honrado... Se puede ser
pobre y honrado... -seguí farfullando-. Bueno, ¿quieres té?
-No..., yo... -empezó a decir
ella.
-¡Espera!
Salté del diván y corrí en busca
de Apolonio. Había que desaparecer en cualquier parte.
-¡Apolonio! -murmuré
febrilmente, lanzando ante él, sobre la mesa, los siete rublos que conservaba
aún en mi mano firmemente cerrada-. Ahí tienes tu sueldo. Ya ves que te los doy.
Pero tienes que salvarme. Tráeme inmediatamente de la tienda más próxima té y
diez bizcochos. Si no los traes, harás desgraciado a un hombre. ¡Tú no sabes
cómo es esta mujer! Es... No sé lo que pensarás de ella, pero no puedes
imaginarte cómo es esta mujer...
Apolonio, que de nuevo se había
puesto las gafas y había reanudado su trabajo, dirigió en silencio, sin dejar
la aguja y al soslayo, una mirada al dinero. Luego, sin responderme, prosiguió
su trabajo. Esperé de pie cerca de tres minutos, cruzados los brazos a lo
Napoleón. El sudor me empapaba las sienes. Sentí que estaba pálido. Gracias a
Dios, al fin mi aspecto debió infundir compasión a Apolonio, que dejó la aguja,
se levantó lentamente, apartó su silla con idéntica lentitud, se quitó las
gafas sin prisas, contó el dinero y salió a paso lento de la habitación.
Mientras volvía aliado de Lisa, se me ocurrió la idea de huir tal como estaba,
en batín; de irme a cualquier parte, sin pensar nada.
Me senté de nuevo. Lisa me
miraba con visible inquietud. Estuvimos en silencio unos minutos.
-¡Lo mataré! -exclamé de pronto,
golpeando tan violentamente la mesa con el puño, que saltaron fuera del tintero
una gotas de tinta.
-¡Dios mío! ¿Qué dice usted?
-exclamó Lisa, sobresaltada.
-¡Lo mataré! ¡Lo mataré! -vociferé
mientras seguía golpeando la mesa.
Desvariaba, pero comprendía que
era estúpido ponerme de aquel modo.
-No sabes, Lisa, cómo me
atormenta ese verdugo. Sí, es mi verdugo... Ahora ha ido a comprar bizcochos...
Y, de súbito, estallé en
sollozos. Una crisis de nervios... Estaba avergonzado, pero no podía dominarme.
Lisa se asustó.
-¿Qué tiene usted? ¿Qué le pasa?
-exclamó, yendo y viniendo ante mí, agitada y nerviosa.
-¡Agua! ¡Dame agua!... -farfullé
con voz débil, pero advirtiendo que podía pasar sin el agua y hablar con más
energía.
Exageraba para justificarme,
pero mi ataque no era una ficción. Lisa, inquieta, me acercó el agua. En este
momento apareció Apolonio con el té. De pronto me pareció que aquel té era algo
vulgar, insignificante, que producía un efecto mezquino, desfavorable, después
de lo que acababa de ocurrir. Me sonrojé, Apolonio salió sin mirarnos.
-Lisa, ¿me desprecias? -le
pregunté, mirándola directamente a los ojos y temblando de impaciencia por
conocer su pensamiento.
Ella enrojeció y no me pudo
contestar. -¡Tómate el té! -le dije, iracundo.
Estaba furioso contra mí mismo,
pero era evidente que Lisa sufría más que yo por esta causa. De improviso,
sentí un odio atroz contra ella: la habría matado en aquel instante. En mi fuero
interno decidí vengarme no diciéndole ni una palabra más. «Ella tiene la culpa
de todo...»
Llevábamos ya cinco minutos de
silencio. El té estaba sobre la mesa, pero no lo tocábamos. Había llegado al
extremo de que, para hacer la situación de Lisa más difícil, no quería ser el
primero en beber, y para ella era violento tomar el té sola. De cuando en
cuando me dirigía una mirada inquieta y triste. Pero no cabía duda de que el
más desgraciado de los dos era yo, pues no podía dominarme.
-Quiero... irme... para
siempre... de allá abajo -empezó a decir ella, para poner fin a nuestro
silencio.
¡Pobre! Precisamente era así
como no debía empezar en aquel momento saturado de estupidez y dirigiéndose a
un hombre tan estúpido como yo. Sentí una lástima dolorosa por su franqueza
inútil, por su temerosa incapacidad. Pero al punto surgió en mí algo que ahogó
aquella compasión y que me excitó más todavía. ¡Que se hundiera el mundo
entero! ¡Me era indiferente! Cinco minutos más de silencio.
-¿Le molesto? -preguntó Lisa tímidamente,
con voz apenas perceptible. Y se dispuso a levantarse.
Apenas advertí esta
manifestación de dignidad ofendida, temblé de furor y di rienda suelta a todo
lo que gravitaba sobre mi corazón.
-¿Por qué has venido a verme?
Di, ¿por qué? -empecé a decir con voz ahogada y sin cuidarme lo más mínimo de
ordenar mis palabras lógicamente.
Tenía la necesidad de decirlo
todo a la vez, de golpe, sin ni siquiera pensar en cómo había empezado.
-¿Por qué has venido?
¡Respóndeme! ¡Contesta! -grité fuera de mí-. Mira, yo mismo te lo voy a decir.
Has venido porque aquel día te dije paroles
touchantes. Te enterneciste, y hoy quieres oír más palabras enternecedoras.
Pero has de saber que aquel día me burlaba de ti. Y hoy me sigo burlando. ¿Por
qué tiemblas? ¡Sí, me burlé de ti! Me habían insultado durante la cena los
mismos que llegaron a tu casa antes que yo. Fui allí para vengarme de uno de
ellos, de un oficial, pero no me fue posible: ya se habían marchado. Tenía que
descargar mi irritación sobre alguien; apareciste tú en aquel momento, y me
vengué en ti, me reí de ti. Me humillaron y quise demostrar mi superioridad
ante alguien. Esto fue lo que ocurrió. Pero tú creíste que yo había ido allí
sólo para salvarte. ¿No es así? ¿Verdad que te lo imaginaste?
Estaba seguro de que Lisa era
incapaz de comprender con todo detalle lo que estaba diciendo, pero captaría lo
esencial. Así ocurrió. Se puso pálida como la cera y trató de hablar. Sus
labios se torcieron como en una mueca de dolor. Luego se desplomó en su silla como
si hubiera recibido un hachazo. Siguió escuchándome con la boca abierta y los
ojos inmóviles, temblando de miedo. El cinismo, el atroz cinismo de mis
palabras la había aniquilado.
-¡Salvarte! -exclamé,
levantándome de la silla y empezando a ir y venir, presuroso, de la
habitación-. ¿Salvarte de qué? ¡Pero si es muy posible que yo sea peor que tú!
¿Por qué cuando te hablaba de moral no me lanza esta réplica a la cara?: «¿Y tú
a qué has venido aquí? ¿a darnos un curso de moral?» Lo que necesitaba entonces
era ejercer mi poder sobre alguien; también me hacía fe divertirme con tus
lágrimas, con tu humillación, con ataque de nervios. Eso era lo que necesitaba.
Pero no tuve valor para llevar mi juego hasta el fin, porque no soy más que un
guiñapo. Tuve miedo y te di mi dirección, eludía saber por qué. Y no había
vuelto aún a casa, y ya te estaba insultando y maldiciendo por haberte dicho
dónde vivo. Te odiaba porque te había mentido. Me gusta jugar con palabras, me
gusta soñar. Pero ¿sabes lo que realmente deseo? ¡Que os vayáis todos al
diablo! Con eso me basta Necesito tranquilidad. Vendería el universo entero por
un copec, con tal que me dejaran tranquilo. Si me dicen que el mundo entero se
hundirá a menos que yo deje de tomar mi té, mi respuesta será: «¡Que se hunda
el mundo, con tal que yo pueda tomar té!» ¿Sabías todo esto? Pues yo sé que soy
un canalla, un miserable, un holgazán, un egoísta. Desde hace tres días estoy
temblando ante el temor de que vinieras. Pero ¿sabes lo que más me preocupaba
estos últimos días? El hecho de que aparecí ante ti como un héroe, y pronto me
verías sucio y mísero, con mi viejo y desgastado batín. Te dije que no me
avergonzaba de mi pobreza pero has de saber que, por el contrario, me
avergüenzo de ella más que de nada en el mundo, incluso de robar, y que además,
la temo, pues soy tan vanidoso que me siento como el hombre al que hubiesen
arrancado la piel y le hace sufrir el solo contacto con el aire. Jamás te
perdonaré que me hayas visto (y con este batín) lanzarme como un coyote contra
Apolonio. ¡El salvador, el héroe, se precipita como un perro sarnoso sobre su
criado, que se burla de él! Tampoco te perdonaré las lágrimas que no he podido
reprimir, como una viejecita impresionable. Y lo mismo te digo de estas
confesiones. Sí, tú sola, tú sola deberás responder de todo esto, porque te has
puesto bajo mi mano, y soy un miserable, el más vil, el más ridículo, el más
mezquino, el más estúpido, el más envidioso de los gusanos que se arrastran
sobre la tierra. Estos gusanos no valen más que yo, pero, el diablo sabe por
qué, no pierden nunca su temple, y yo, en cambio, estaré recibiendo toda mi
vida papirotazos del más insignificante de los insectos. Pero ¿qué importa que
no comprendas lo que estoy diciendo? Y ¿qué tengo que ver contigo y qué me
importa que perezcas o no? ¿Comprendes ahora, después de todo lo que te he
dicho, hasta qué punto te odiaré? Sólo una vez en su vida puede hablar con
tanta franqueza un hombre de nervios enfermos... Por lo tanto, ¿qué pretendes
todavía de mí? Después de lo que te he dicho, ¿por qué sigues ahí, ante mí, sin
moverte? ¿Por qué no te vas?
Pero entonces ocurrió algo
extraordinario. Ya estaba tan habituado a pensar y a soñar de acuerdo con los
libros, y a ver las cosas tal como las había creado previamente en mis sueños,
que en el primer instante ni siquiera me di cuenta de lo que ocurría. He aquí
lo que sucedió: Lisa, a la que había ofendido y pisoteado, captó mucho más de
lo que yo esperaba. De todo lo que le había dicho, comprendió lo que comprende la
mujer cuando ama sinceramente: que yo era desgraciado.
El temor, la dignidad ultrajada
que se leía en su semblante cedieron pronto su puesto a un amargo estupor. Y
cuando empecé a insultarme a mí mismo, a llamarme «canalla» y «miserable»;
cuando me eché a llorar (todo el discurso tuvo un acompañamiento de lágrimas),
su cara se alteró de pronto. Varias veces estuvo a punto de levantarse, de
detenerme, y cuando hube terminado, advertí que había prestado atención no a
mis palabras insultantes («¿por qué estás aquí?, ¿por qué no te vas?»), sino al
esfuerzo terrible que había hecho para pronunciarlas. Además, : pobre estaba
profundamente aturdida. Se consideraba infinitamente inferior a mí. ¿Cómo,
pues, podía enfadarse sentirse ofendida? Lo que hizo fue levantarse de un salto
y, temblorosa, tenderme los brazos, pero sin atreverse acercarse a mí.
Entonces sentí que el corazón se
me fundía en el pecho: Lisa se arrojó al fin sobre mí, me rodeó estrechamente,
cuello con sus brazos y se echó a llorar en silencio. Ya no pude resistir, y
empecé a sollozar como nunca había sollozado.
-¡No puedo... no puedo ser
bueno! -articulé penosamente.
Luego me acerqué al diván, poco
menos que a rastras me eché en él boca abajo y seguí llorando durante un cuarto
de hora largo, presa de una terrible crisis de nervios Lisa se acercó a mí, me
rodeó con sus brazos y así permaneció, sin hacer el menor movimiento.
Pero mi ataque de nervios había
de tener un final, y es era lo peor. Echado en el diván, con la cabeza hundida
en los cojines de cuero (confieso esta innoble verdad), empecé a pensar, al
principio vaga e involuntariamente, que no iba a ser muy violento levantar la
cabeza y mirar a Lisa los ojos. ¿De qué podía avergonzarme? No lo sabía, pero
me daba vergüenza. Me dije también que nuestros papeles se habían invertido,
que en aquel momento era ella la heroína, y yo el humillado, el aplastado,
exactamente como ella se había mostrado a mis ojos cuatro días atrás. Así
pensaba, echado en el diván con la cabeza escondida entre los cojines de cuero.
«¡Dios mío! ¿Será que la
envidio... ?» Todavía no he podido contestar a esta pregunta, y en aquellos
momentos estaba, naturalmente, más incapacitado aún para contestarla. No puedo
vivir sin ejercer mi poder sobre alguien..., sin tiranizar a alguien... Pero
los razonamientos no explican nada; por lo tanto, es preferible no razonar.
No obstante, conseguí dominarme
y levanté la cabeza. Había que hacerlo y entonces -estoy seguro de ello-,
precisamente porque me dio vergüenza mirarla, se inflamó en mí un sentimiento
completamente distinto que abrasó mi alma. Era un sentimiento de dominación y
de posesión. La pasión iluminó mis ojos, y estreché violentamente sus manos con
las mías. ¡Cómo la detestaba en aquel momento y cómo me atraía! Un sentimiento
reforzaba al otro. Aquello parecía una venganza. Su rostro reflejó al principio
cierta perplejidad que tenía algo de temor. Pero esto sólo duró un instante: al
punto me estrechó entre sus brazos con ardiente alegría.
X
Un cuarto de hora después, iba y
venía por la habitación temblando de impaciencia y deteniéndome a cada momento
ante el biombo, que me permitía ver por una de sus rendijas a Lisa, sentada en
el suelo y con la cabeza apoyada en la cama. Probablemente lloraba. Pero no se
iba, y eso me molestaba. Lisa lo sabía ya todo. La había ofendido
irremisiblemente; pero... no vale la pena volverlo a contar que Lisa había
adivinado que mi arranque de pasión era simplemente una venganza, una
humillación más, y que a mi odio de poco antes, vago y sin objeto, se había
sumado el odio de la envidia, y que esta envidia me la inspiraba ella... Por
otra parte, no estoy seguro de que Lisa comprendiera todo esto con claridad,
pero es evidente que se dio cuenta de que yo era un hombre vil y, sobre todo,
de que no podía amarla.
Ya sé que me dirán que esto es
increíble, que es imposible ser tan malvado, tan estúpido. Y tal vez añadan que
tampoco puede creerse que yo no la amara en absoluto o, por lo menos, que no me
conmoviese su amor. ¿Por qué tiene que ser esto increíble? Ante todo, me era
imposible amar, puesto que -lo repito- amar quería decir para mí tiranizar y
dominar moralmente. Jamás he podido ni siquiera concebir el amor bajo otra
forma, y hoy llego al extremo de pensar a veces que, para el objeto amado, el amor
consiste en conceder voluntariamente el derecho a que se le tiranice. En mis
sueños subterráneos sólo he podido concebir el amor como una lucha. Yo empezaba
por el odio, para terminar por la dominación moral, aunque no lograba
imaginarme lo que haría después con el ser dominado. ¿Qué hay de increíble en
eso, hallándome yo tan pervertido moralmente, tan al margen de la «vida real»
que hacía unos momentos la había avergonzado, acusándola de haber venido a mi
casa para oír «palabras enternecedoras»? No pude comprender que Lisa no había
venido para esto, sino para amarme, porque para la mujer, resurrección y
liberación significan amar y sólo pueden manifestarse a través del amor. Por
otra parte, ¿en verdad la detestaba tanto mientras recorría a zancadas la habitación
y le lanzaba miradas furtivas por la rendija del biombo? En modo alguno. Pero
su presencia me era sumamente enojosa. Ansiaba que desapareciera. Tenía sed de
«tranquilidad»; deseaba quedarme solo en mi subsuelo. La «vida real» a la que
no estaba acostumbrado, me oprimía hasta el extremo de ahogarme.
Transcurrían los minutos, y Lisa
no se incorporaba. Estaba como sumida en un sueño. Sin miramientos, di unos
golpecitos en el biombo para volverla a la realidad. Lisa se sobresaltó, se
levantó de un salto y empezó a recoger apresuradamente sus cosas (su manteleta,
su sombrero, su pelliza), como quien se dispone a huir. Dos minutos después
salió lentamente de detrás del biombo y me miró con tristeza. Yo sonreí
forzadamente, par convenance, y le
volví la espalda.
-¡Adiós! -me dijo, dirigiéndose
a la puerta. De pronto, corrí hacia Lisa, me apoderé de su mano, se la abrí,
puse en ella lo que tenía preparado y se la cerré de nuevo. Luego me dirigí
presuroso al otro extremo de la habitación. Así, por lo menos, no vería nada...
He estado a punto de faltar a la
verdad, de decir que hice esto sin pensarlo, porque había perdido completamente
la cabeza. Pero no quiero mentir, y digo francamente que le abrí la mano y
deposité en ella dinero... por pura maldad. Se me ocurrió obrar así mientras
recorría febrilmente la habitación y ella estaba sentada en el suelo, detrás
del biombo. Pero puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que esta crueldad
cometida adrede no procedía de mi corazón sino de mi malvado cerebro. Era un
acto tan evidentemente falso, tan afectado, tan livresque, que ni yo mismo pude soportarlo ni siquiera un instante
y huí al otro extremo de la habitación. Luego, en el colmo de la desesperación
y de la vergüenza, eché a correr en pos de Lisa... Abrí la puerta y agucé el
oído.
-¡Lisa! ¡Lisa! -la llamé, pero a
media voz, temblorosamente.
No obtuve respuesta. Sin
embargo, me pareció oír sus pasos en los últimos escalones. -¡Lisa! -grité más
fuerte. Silencio. Y seguidamente oigo que se abre, rechinando, la puerta de
cristales del edificio, que al punto vuelve a cerrarse pesadamente. El portazo
resuena en toda la escalera.
Se había marchado. Volví a mi
habitación, pensativo. Un peso terrible gravitaba sobre mi corazón.
Me detuve junto a la mesa, al
lado de la silla que Lisa había ocupado, y permanecí inmóvil, mirando
estúpidamente hacia delante. Así estuve un minuto. De pronto, me estremecí.
Ante mí, sobre la mesa, vi... vi un billete de cinco rublos arrugado: el que yo
acababa de poner en la mano de Lisa. Era el mismo; no podía ser otro, pues no
había ninguno más en la habitación. Evidentemente, Lisa lo había tirado allí
mientras yo corría hacia el otro lado del aposento.
Habría podido esperarlo, pero no
lo esperaba. Era egoísta hasta tal punto, sentía tan poca estima por los
hombres, que no me había pasado por la imaginación que Lisa fuese capaz de
semejante gesto. No pude soportarlo. Me precipité como un loco sobre mis ropas,
me puse lo primero que encontré y bajé de cuatro en cuatro los escalones. Indudablemente,
ella no habría podido recorrer más de doscientos pasos cuando yo salí a la
calle.
No hacía viento. La nieve caía
en grandes copos casi verticalmente y formaba un espeso colchón sobre las
aceras y sobre la desierta calzada. No se veía un alma, no se oía el menor
ruido. Los faroles alumbraban inútil y tristemente. Recorrí unos centenares de
pasos y llegué al primer cruce. Allí me detuve. ¿Qué dirección habría tomado
Lisa? ¿Y por qué corría yo tras ella?
¿Por qué? Porque quería echarme
a sus pies, llorar y .. confesarle mi arrepentimiento, besarle las rodillas e
implorar su perdón. Esto era lo que quería hacer. Sentía que el pecho se me
desgarraba. Nunca podré recordar fríamente aquellos instantes.
«Pero ¿qué adelantaré? -me
preguntaba-. ¿Acaso no la volveré a odiar mañana mismo precisamente por haberme
arrojado a sus pies hoy? ¿Es que puedo hacerla feliz?
¿No he comprobado por centésima
vez lo poco que valgo? ¿Podría abstenerme de atormentarla?
Estaba inmóvil en medio de la
nieve, tratando de perforar con la mirada el opaco velo, y reflexionaba
profundamente.
«¿No sería preferible -me decía,
ya de regreso a casa y tratando de ocultar mi dolor en mis desvaríos- que Lisa
se llevase mi ofensa consigo? La ofensa purifica, ya que es el sentimiento más amargo,
más doloroso. No cabe duda de que mañana mismo mancharía su alma y cargaría su
corazón con un peso insufrible. En cambio, si no la vuelvo a ver, ella
conservará siempre vivo el recuerdo de esta ofensa. Por espantoso que sea lo
que le espera, la ofensa la elevará y la purificará por medio del odio. y quizá
también por medio del perdón... Pero ¿le hará la vida más fácil todo esto?»
Todavía hoy me hago esta inútil
pregunta. ¿Qué es preferible: una felicidad vulgar o un sufrimiento elevado?
Díganme: ¿qué vale más?
Así pensaba yo aquella noche,
aniquilado por el sufrimiento. En mi vida había sentido un dolor tan cruel, un
remordimiento tan profundo. Sin embargo, cuando corrí en persecución de Lisa,
¿quién podía dudar ni un solo instante que me detendría a mitad de camino?
Jamás he vuelto a ver a Lisa. Ni siquiera he oído hablar de ella. Añadiré que
durante mucho tiempo me he sentido satisfecho de mi frase sobre la utilidad de
la ofensa y del odio, aunque estuve a punto de enfermar de tristeza y de angustia.
Aún hoy, transcurridos tantos años, estos recuerdos me mortifican. ¡Hay tantas
cosas que no se quisieran recordar! Pero... ¿no sería preferible poner punto
final a este diario? Creo que empezarlo fue un error... En fin, lo cierto es
que no he dejado de sentir vergüenza en ningún momento de esta narración. No ha
sido literatura, sino una expiación, una pena correccional.
Referir detalladamente cómo ha
fracasado uno en su vida, por no saber vivir, reflexionando sin cesar en su
subsuelo, que es lo que he hecho yo, no puede ser interesante en modo alguno.
Para escribir una novela hace falta un héroe, y yo, como haciéndolo adrede, he
reunido aquí todos los rasgos de un antihéroe. Además, todo esto producirá
pésima impresión, porque todos hemos perdido el hábito de vivir, porque todos
cojeamos, unos más y otros menos. Incluso hemos llegado a perder ese hábito
hasta el punto de que sentimos cierta repugnancia por la vida real, por la
«vida viva». Pero eso no nos gusta que nos lo recuerden. Hemos llegado a considerar
la vida real, la «vida viva», como algo ingrato, como un servicio penoso, y
todos estamos de acuerdo en que lo mejor es adaptarse a los libros. ¿Qué objeto
tiene nuestra agitación? ¿Qué buscamos? ¿Qué deseamos? Ni nosotros mismos lo
sabemos. Es más, si nuestros deseos se cumpliesen, no nos sentiríamos felices.
Si nos diesen un poco de
libertad, si detestasen nuestras manos, si ensanchasen nuestro círculo de
acción, si nos quitasen las riendas, inmediatamente -estoy seguro-
solicitaríamos que nos volvieran a poner bajo tutela. Sé que os he enojado, que
vais a gritar, a protestar: «¡Hable por usted solo y por sus miserias
subterráneas! ¡Suprima ese nous tous!»
Perdonen, señores, pero no he
pensado en modo alguno justificarme apelando a esta omnitude. En lo que me concierne personalmente, no he hecho otra
cosa en mi vida que llevar hasta el fin lo que ustedes sólo han llevado hasta
la mitad, aunque se han consolado con la mentira de llamar prudencia a la
cobardía. Tanto es así, que mi vida es tal vez más real que la de ustedes.
Fíjense bien. Hoy todavía no
sabemos dónde se oculta la vida, qué clase de sitio es ése ni cómo se llama. Si
nos abandonan, si nos retiran los libros, nos veremos inmediatamente en un
embrollo, todo lo confundiremos, no sabremos adónde ir ni cómo ir, ignoraremos
lo que se debe amar y lo que se debe odiar, lo que debe respetarse y lo que
sólo merece desprecio. Incluso nos molesta ser hombres, hombres de carne y
hueso; nos da vergüenza, lo consideramos como un oprobio y soñamos con llegar a
convertirnos en una especie de seres abstractos, universales. Somos seres
muertos desde el momento de nacer. Además, hace ya mucho tiempo que no nacemos
de padres vivos, lo que nos complace sobremanera. Pronto descubriremos el modo
de nacer directamente de las ideas.
¡Pero basta! No quiero que se
oiga mi «voz subterránea».
El diario de este amante de las
paradojas no termina aquí. El autor no pudo resistir la tentación de volver a
empuñar la pluma. Pero nosotros creemos, como él mismo creyó, que ha llegado el
momento de poner el punto final.