Chantal y Jean-Marc viven juntos en París y se quieren, se quieren tanto
que incluso parecen confundirse. Y es que, a veces, se dan situaciones en las
que, por un instante, ninguno de los dos parece reconocerse, en el que la
identidad del otro se disuelve y, de rechazo, duda de la suya propia. Todo el
que ama, todo el que convive en pareja, lo ha vivido alguna vez, porque lo que
más teme en el mundo quien ama es «perder de vista» al ser amado. Pues eso es
lo que, poco a poco, va a empezar a ocurrirles a Chantal y a Jean-Marc. Pero
¿en qué instante, ante qué gesto y en qué circunstancia precisa comienza ese
aterrador proceso? Kundera atrapa al lector en el pánico que acompaña ese
instante de extravío y éste ya no tendrá más remedio que adentrarse en el
laberinto que recorren Chantal y Jean-Marc y en el que más de una vez deberá
cruzar la frontera de lo real y lo irreal —o entre lo que ocurre en el mundo
exterior y lo que elabora una mente en solitario.
1
Un hotel en una pequeña ciudad a la orilla del mar normando que habían
encontrado por casualidad en una guía. Chantal llegó el viernes por la tarde
para pasar allí una noche a solas, sin Jean-Marc, que se reuniría con ella al
día siguiente a mediodía. Dejó una pequeña maleta en la habitación, salió y,
tras un corto paseo por calles desconocidas, volvió al restaurante del hotel. A
las siete y media, la sala aún estaba vacía. Se sentó a una mesa a la espera de
que alguien la atendiera. Al otro lado, cerca de la puerta de la cocina, dos
camareras estaban en plena conversación. Como odiaba elevar la voz, Chantal se
levantó, atravesó la sala y se detuvo junto a ellas; pero estaban demasiado
enzarzadas en su tema: «Te digo que hace ya diez años de eso. Los conozco. Es
terrible. Y no ha dejado ningún rastro. Ninguno. Lo dijeron en la tele». Y la
otra: «¿Qué habrá podido pasarle? Nadie tiene la menor idea. Eso es lo más
horrible. —¿Un crimen?— Ya lo han registrado todo por los alrededores. —¿Un
secuestro?— Pero ¿quién? ¿Y por qué? No era nadie, ni rico ni importante. Los
he visto por la tele. Sus hijos, su mujer. Estaban desesperados. ¡Imagínate!».
De pronto se fijó en Chantal:
—¿Conoce ese programa de televisión sobre gente que de pronto desaparece un
día? Se llama Perdido de vista.
—Sí —dijo Chantal.
—Tal vez haya visto lo que le pasó a los Bourdieu. Son de por aquí.
—Sí, es espantoso —dijo Chantal sin saber cómo desviar aquella conversación
sobre una tragedia hacia una vulgar cuestión de comida.
—Usted querrá cenar —dijo por fin la otra camarera.
—Sí.
—Ahora mismo llamo al maître,
vaya a sentarse.
Su compañera añadió algo más:
—¡Imagínese! Alguien a quien quiere desaparece y nunca sabrá lo que le ha
ocurrido. ¡Es para volverse loco!
Chantal volvió a su mesa; el maître
vino al cabo de cinco minutos; ella encargó una cena fría, muy simple; no le
gusta comer sola; ¡odia comer sola!
Mientras partía el jamón en el plato no podía poner freno a los
pensamientos que habían desencadenado los comentarios de las camareras: en este
mundo donde cada uno de nuestros pasos está controlado y queda grabado, donde
los grandes almacenes disponen cámaras para vigilarnos, donde la gente se pasa
la vida dándose codazos, donde los hombres no pueden ni siquiera hacer el amor
sin que al día siguiente les interroguen investigadores y encuestadores
(«¿dónde hace usted el amor?», «¿cuántas veces por semana?», «¿con o sin
preservativo?»), ¿cómo puede alguien escapar de esa vigilancia y desaparecer
sin dejar rastro? Sí, conoce bien ese programa con un título que le horroriza, Perdido de vista, el único programa que
la desarma por su sinceridad, por su tristeza, como si una intervención ajena,
salida de quién sabe dónde, hubiera forzado a la televisión a renunciar a toda
frivolidad. En tono grave, el presentador solicita a los espectadores que
aporten cualquier testimonio que pueda ayudar a descubrir al desaparecido. Al
final de la emisión, enseñan una tras otra las fotos de todos los «perdidos de
vista» de los que se ha hablado en emisiones anteriores; algunos siguen sin
encontrarse desde hace ya muchos años.
Chantal imagina que un día perderá así a Jean-Marc. Que no sabrá nada de
él, que no le quedará más remedio que imaginar. No podría siquiera suicidarse,
pues el suicidio sería traicionarle, negarse a esperar, perder la paciencia.
Estaría condenada a vivir hasta el final de sus días en un horror sin tregua.
2
Subió a la habitación, le costó dormirse y se despertó en medio de la noche
después de un largo sueño, poblado exclusivamente de personas relacionadas con
su pasado: su madre (muerta hace mucho tiempo) y sobre todo su ex marido (no
había vuelto a verle en años y no se le parecía, como si el director del sueño
se hubiera equivocado al hacer el casting);
él iba con su hermana, dominadora y enérgica, y con su nueva mujer (nunca la ha
visto; sin embargo, en el sueño no le cupo la menor duda de que era ella); al
final, él le hacía, vagas proposiciones eróticas y su nueva mujer besó a Chantal
con fuerza en la boca intentando deslizar su lengua entre los labios. Siempre
le han producido cierto asco dos lenguas lamiéndose una a otra. De hecho, ese
beso fue lo que la despertó.
El malestar que le provocó el sueño era tan desmesurado que se esforzó por
descifrar el motivo. Lo que tanto la había turbado, pensaba, era la supresión,
urdida por el sueño, del tiempo presente. Porque ella se aferra apasionadamente
a su presente, que por nada en el mundo cambiaría por el pasado o por el
porvenir. Por eso no le gustan los sueños: imponen una inaceptable igualdad
entre las distintas épocas de una misma vida, una contemporaneidad niveladora
de todo cuanto el hombre ha vivido; no tienen en cuenta el presente, negándole
su posición de privilegio. Como en el sueño de esa noche: todo un periodo de su
vida había quedado aniquilado: Jean-Marc, su piso en común, todos los años
compartidos con él; en su lugar, se habían arrellanado el pasado, las personas
con las que ha roto desde hace tiempo y que han intentado atraparla en la red
de una trivial seducción sexual. Sentía en la boca los labios húmedos de una
mujer (que, por cierto, no era fea; el director del sueño, al elegir la actriz,
había sido bastante exigente) y eso le resultaba hasta tal punto desagradable
que en plena noche fue al cuarto de baño para lavarse la cara y hacer gárgaras
durante un buen rato.
3
F. era un antiguo amigo de Jean-Marc, se conocían desde los tiempos del
liceo; compartían las mismas opiniones, se compenetraban en todo y habían
permanecido en contacto hasta el día en que hace muchos años Jean-Marc, brusca
y definitivamente, dejó de quererle y de verle. Cuando se enteró de que F. se
encontraba muy enfermo en un hospital de Bruselas, no sintió ningunas ganas de
visitarle, pero Chantal insistió en que fuera.
Al ver a su antiguo amigo se sintió abrumado: lo había conservado en la
memoria tal como era en el liceo, un chico frágil, siempre impecablemente
vestido, dotado de una finura natural ante la que Jean-Marc se sentía como un
rinoceronte. Los rasgos sutiles, afeminados, que entonces hacían que F.
pareciera más joven de lo que en realidad era, ahora lo avejentaban: su rostro
le pareció grotescamente pequeño, hecho un ovillo, arrugado, como la cabeza
momificada de una princesa egipcia muerta hace cuatro mil años; Jean-Marc
miraba sus brazos: uno, inmovilizado por la aguja de un gota a gota clavada en
la vena, el otro haciendo grandes gestos para apoyar sus palabras. Cuando lo
veía gesticular, siempre había tenido la impresión de que, en relación con su
cuerpo diminuto, los brazos de F. eran aún más pequeños, minúsculos, como los
brazos de una marioneta. Esta impresión se acentuó aún más aquel día, porque
aquellos gestos infantiles se acomodaban muy mal a la gravedad del tema que
trataba: F. le contaba el estado de coma en el que estuvo sumido durante varios
días antes de que los médicos le devolvieran a la vida: «Habrás oído alguna vez
lo que cuenta la gente que ha sobrevivido a su muerte. Tolstói, por ejemplo,
habla de eso en un cuento. Del túnel con una luz al final. De la atractiva
belleza del más allá. Pues te diré una cosa, no hay ninguna luz, te lo juro. Y
lo peor es que no estás inconsciente. Lo entiendes todo, lo oyes todo, sólo que
ellos, los médicos, no se dan cuenta y hablan de cualquier cosa delante de ti,
incluso de lo que no deberías oír. Que estás perdido. Que tu cerebro está
jodido».
Se quedó un momento en silencio. Luego: «No quiero decir que mi mente
estuviera perfectamente lúcida. Era consciente de todo, pero todo quedaba algo
deformado, como en un sueño. De vez en cuando el sueño se convertía en
pesadilla. Sólo que, en la vida, una pesadilla termina rápidamente, te pones a
gritar y te despiertas, pero yo no podía gritar. Y eso fue lo más terrible: no
poder gritar. Ser incapaz de gritar en medio de una pesadilla».
Se calló otra vez. Luego: «Nunca le tuve miedo a la muerte. Ahora, sí. No
consigo quitarme la idea de que después de muerto te quedas vivo. Que estar
muerto es vivir una pesadilla infinita. Pero dejémoslo. Dejémoslo. Hablemos de
otra cosa».
Antes de llegar al hospital, Jean-Marc estaba seguro de que ni el uno ni el
otro podría eludir el recuerdo de su ruptura y que se vería obligado a decirle
a F. unas palabras de reconciliación nada sinceras. Pero sus temores habían
sido vanos: la idea de la muerte convertía en hueras todas las demás. Por más
que F. quisiera pasar a otro tema, seguía hablando de su cuerpo doliente. Este
relato sumió a Jean-Marc en la depresión, pero no despertó en él afecto alguno.
4
¿Será realmente tan frío, tan insensible? Un día, hace muchos años, se
enteró de que F. lo había traicionado; puede que la palabra sea demasiado
romántica, seguramente exagerada, sin embargo, aquello le trastornó: en una
reunión, en su ausencia, todo el mundo criticó a Jean-Marc y, más adelante,
estas críticas acabaron por costarle el puesto. F. estaba presente en esa
reunión. Estaba allí y no dijo ni una sola palabra en defensa de Jean-Marc. Sus
minúsculos brazos, tan dados a gesticular, no hicieron el menor movimiento en
favor de su amigo. Jean-Marc, que no quería equivocarse, averiguó que,
efectivamente, F. había permanecido mudo. Cuando lo supo con toda certeza, se
sintió unos minutos infinitamente dolido; luego, decidió no volver a verle
nunca más; e inmediatamente después le sorprendió un sentimiento de alivio,
inexplicablemente gozoso.
F. terminaba el relato de sus desgracias cuando, tras un momento de
silencio, su rostro de princesita momificada se iluminó:
—¿Te acuerdas de nuestras conversaciones en el liceo?
—No mucho —dijo Jean-Marc.
—Siempre te escuché como a mi maestro cuando hablabas de chicas.
Jean-Marc intentó recordar, pero no encontró en su memoria rastro alguno de
las conversaciones de antaño:
—¿Qué podría decir un chiquillo de dieciséis años sobre las chicas?
—Me veo de pie delante de ti —prosiguió F.—, diciendo algo sobre las
chicas. ¿Te acuerdas? Siempre me ha chocado mucho que un cuerpo bonito sea una
máquina de secreción; te dije que soportaba mal ver sonarse a una chica. Y
todavía te veo: te detuviste, me miraste de arriba abajo y me dijiste en un
curioso tono de entendido, sincero y firme: ¿Sonarse? ¡Si yo apenas puedo
superar el asco de unos ojos que parpadean, de ese movimiento de los párpados
sobre la córnea! ¿Te acuerdas?
—No —respondió Jean-Marc.
—¿Cómo has podido olvidarlo? El movimiento de los párpados. ¡Qué idea más
rara!
Pero Jean-Marc decía la verdad; no se acordaba. Por otra parte, ni siquiera
intentaba rebuscar en su memoria. Pensaba en otra cosa: ésta es la verdadera y
única razón de ser de la amistad: ofrecer un espejo en el que el otro pueda
contemplar su imagen de antaño, que, sin el eterno bla-bla-bla de los recuerdos
entre compañeros, se habría borrado desde hacía tiempo.
—Los párpados. ¿De verdad no te acuerdas?
—No —dijo Jean-Marc, y luego, para sí, en silencio: ¿Por qué no quieres
comprender que me importa un comino el espejo que me ofreces?
El cansancio había caído sobre F., que permaneció callado como si el
recuerdo de los párpados lo hubiera agotado.
—Tienes que dormir —dijo Jean-Marc, y se levantó.
Al salir del hospital, sintió el irresistible deseo de estar con Chantal.
Si no hubiera estado tan extenuado, se habría ido enseguida. Antes de llegar a
Bruselas, había planeado un copioso almuerzo al día siguiente en el hotel y
volver en coche tranquilamente, sin prisas. Pero, después del encuentro con F.,
puso el despertador a las cinco de la mañana.
5
Cansada después de una mala noche, Chantal salió del hotel. Camino del mar
se cruzó con unos turistas domingueros. Los grupos reproducían todos el mismo
esquema: el hombre empujaba un carrito con un bebé, la mujer caminaba a su
lado; el rostro del hombre era bonachón, atento, sonriente, un poco azorado y
siempre dispuesto a inclinarse sobre el niño, a quitarle los mocos y a calmar
sus gritos; el rostro de la mujer era desganado, distante, presumido, incluso a
veces (inexplicablemente) malvado. Chantal vio reproducirse este esquema con
distintas variantes: el hombre, al lado de una mujer, empujaba el carrito y al
mismo tiempo, en una mochila especial, llevaba un bebé a la espalda; el hombre,
al lado de una mujer, empujaba el carrito, llevaba un niño sobre los hombros y
otro en una mochila en el pecho; el hombre, al lado de una mujer, sin carrito,
llevaba a un niño cogido de la mano y a otros tres encima, a la espalda, en el
pecho y sobre los hombros. Y, finalmente, vio a una mujer, sin hombre, que
empujaba un carrito con mucho más vigor que un hombre, de tal manera que
Chantal, que caminaba en la misma acera, tuvo que apartarse de un salto para
evitarlo.
Chantal se dice: Los hombres se han papaisado.
Ya no son padres, tan sólo papás, lo cual significa: padres sin la autoridad de
un padre. Se imagina coqueteando con un papá que empuja el carrito con un bebé
y lleva además otros dos, uno a la espalda y otro en el pecho; aprovechando un
momento en que la mujer se hubiera detenido delante de un escaparate, le
propondría al marido una cita al oído. ¿Qué haría? El hombre, convertido en
árbol de niños, ¿podría todavía volverse para mirar a una desconocida? ¿Acaso
los bebés colgados de su espalda y de su pecho no se pondrían a berrear
protestando por aquel movimiento inoportuno? Esta idea le parece divertida y la
pone de buen humor. Se dice: Vivo en un mundo en el que los hombres nunca más
se volverán para mirarme.
Luego, entre otros paseantes matutinos, llegó al malecón: la marea estaba
baja; ante ella se extendía en un kilómetro la llanura de arena. Hacía mucho
tiempo que no volvía a la orilla del mar normando, y desconocía las actividades
que estaban de moda y se practicaban allí: las cornetas y los speed-sail. Cometa: tela coloreada,
tensada sobre un armazón peligrosamente duro, soltada al viento; con la ayuda
de dos hilos, uno en cada mano, la dirigen en todas direcciones, de modo que
sube y baja, da volteretas, emite un temible ruido parecido al de un gigantesco
tábano y, de vez en cuando, cae de bruces en la arena como un avión que se
estrella. Sorpresa, Chantal comprobó que sus propietarios no eran niños ni
adolescentes, sino casi todos adultos. Y nunca mujeres, siempre hombres. Sí,
¡eran papás! ¡Papás sin niños, papás que habían conseguido escapar de sus
mujeres! No corrían hacia sus amantes, corrían en la playa ¡para jugar!
Se le ocurrió de pronto otra pérfida manera de seducir: acercarse por
detrás al hombre que sostiene los dos hilos y que, con la cabeza hacia atrás,
observa el ruidoso vuelo de su juguete, y susurrarle al oído una proposición
erótica con palabras muy obscenas. ¿Su reacción? No le cabe la menor duda: sin
mirarla, le espetaría: ¡Déjame en paz! ¿No ves que estoy ocupado?
Es cierto, los hombres nunca más se volverán para mirarla.
Volvió al hotel. En el aparcamiento vio el coche de Jean-Marc. En recepción
se enteró de que había llegado hacía al menos media hora. La recepcionista le
entregó un mensaje: «He llegado antes de lo previsto. Salgo a buscarte. J.M.».
—Ha salido a buscarme —suspiró Chantal—. Pero ¿adonde?
—El señor dijo que usted estaría seguramente en la playa.
6
Camino del mar, Jean-Marc pasó por una parada de autobús. Sólo había una
joven con tejanos y camiseta; aun sin gran entusiasmo, movía muy claramente las
caderas como si bailara. Cuando se acercó, vio que tenía la boca abierta de par
en par: bostezaba larga, insaciablemente; aquel hueco descomunal se balanceaba
mecido por el cuerpo que, maquinalmente, bailaba. Jean-Marc se dijo: Baila,
pero se aburre. Llegó al malecón; más abajo, en la playa, vio a unos cuantos
hombres que, con la cabeza hacia atrás, soltaban cometas en el aire. Lo hacían
con pasión y Jean-Marc recordó su vieja teoría: hay tres tipos de aburrimiento:
el aburrimiento pasivo: la chica que baila y bosteza; el aburrimiento activo:
los aficionados a las cometas; y el aburrimiento rebelde: la juventud que quema
coches y rompe escaparates.
Más lejos en la playa, unos niños entre doce y catorce años, con grandes
cascos de colores, demasiado pesados para sus pequeños cuerpos, se aglomeraban
alrededor de unos extraños carricoches: en la cruz que forman dos barras
metálicas habían fijado una rueda delantera y dos ruedas traseras; en el
centro, una caja alargada y baja en la que un cuerpo puede deslizarse
recostado; encima, un mástil que sostiene una vela. ¿Por qué llevarán cascos
los niños? Es sin duda un deporte peligroso. Sin embargo, se dijo Jean-Marc,
los que corren peligro con esos aparatos conducidos por niños son sobre todo
los paseantes; ¿por qué no se les ofrece un casco a ellos también? Porque
aquellos que se resisten a los placeres organizados son desertores de la gran
lucha común contra el aburrimiento y no merecen ni atención ni casco.
Bajó los peldaños hacia la playa y atentamente pasó revista a la orilla
ahora lejana del mar; se esforzó por distinguir a Chantal entre las alejadas
siluetas de ociosos; al fin, la reconoció: acababa de detenerse para contemplar
las olas, los veleros, las nubes.
Pasó al lado de unos niños que un monitor iba acomodando en los speed-sail que empezaban a moverse
lentamente trazando círculos. Alrededor, otros carricoches se desplazaban ya a
toda velocidad. Tan sólo una vela atada a un cable garantiza la buena dirección
del vehículo y permite, al virar, evitar a los paseantes. Pero ¿puede un
aficionado aún torpe controlar realmente la vela? ¿Nunca desobedecerá aquel
trasto la voluntad del piloto?
Jean-Marc iba mirando los speed-sail
cuando vio que uno de ellos se dirigía como un bólido hacia Chantal, y se le
arrugó la frente. Un hombre mayor iba recostado dentro como un astronauta en un
cohete. En aquella posición horizontal no puede ver nada de lo que ocurre
delante. ¿Será Chantal capaz de evitarlo? Echó pestes contra ella, contra su
naturaleza demasiado despreocupada, y aceleró el paso.
Ella dio media vuelta. Seguramente no vería a Jean-Marc, pues seguía a paso
lento, el paso de una mujer inmersa en sus pensamientos que camina sin mirar a
su alrededor. A él le habría gustado gritarle que no fuera tan distraída, que
prestara atención a aquellos estúpidos carricoches que recorren la playa. De
pronto, imagina su cuerpo atropellado por el speed-sail; la ve tirada en la arena, cubierta de sangre, mientras
el carricoche se aleja por la playa y él corre hacia ella. Está tan
conmocionado por esa imagen que se pone realmente a gritar el nombre de
Chantal; el viento sopla con fuerza, la playa es inmensa y nadie oye su voz, de
modo que puede entregarse a esta especie de teatro sentimental y, con lágrimas
en los ojos, manifestar a gritos su angustia por ella; con el rostro crispado
por la mueca del llanto, vive durante unos segundos el horror de su muerte.
Luego, sorprendido él mismo por ese curioso ataque de histeria, la vio a lo
lejos paseando con indolencia, apacible, tranquila, encantadora, infinitamente
conmovedora, y se sonrió de la comedia de duelo que acababa de representarse a
sí mismo, sonrió sin reprochárselo, pues la muerte de Chantal lo acompaña desde
que empezó a quererla; y entonces sí se puso a correr haciéndole señas con la
mano. Pero ella se detuvo otra vez, otra vez se situó frente al mar, y miraba a
lo lejos los veleros sin percatarse del hombre que agitaba la mano por encima
de su cabeza.
¡Por fin! Al volverse hacia donde venía él, pareció verlo; lleno de
felicidad, Jean-Marc levantó una vez más el brazo. Pero ella no le hacía caso y
se detuvo, siguiendo con la mirada la larga línea del mar que acariciaba la
arena. Ahora que estaba de perfil, él pudo comprobar que lo que había tomado
por su moño era un pañuelo atado a la cabeza. A medida que se acercaba (con un
paso de pronto mucho menos apresurado), aquella mujer que había tomado por
Chantal se volvía vieja, fea e irrisoriamente otra.
7
Chantal se había cansado pronto de buscar desde el malecón a Jean-Marc y
había decidido esperarlo en la habitación, presa de una gran somnolencia. Para
no estropear el placer del reencuentro, se le antojó tomar enseguida un café.
Cambió entonces de dirección y se encaminó hacia un pabellón de hormigón y
cristal que abrigaba un restaurante, un bar, una sala de juegos y algunas tiendas.
Entró en el bar; la música, muy alta, la sobrecogió. Contrariada, avanzó no
obstante entre dos filas de mesas. En la gran sala vacía, dos hombres la
miraron de arriba abajo: uno, joven, apoyado en la barra, vestido de negro como
cualquier camarero; el otro, de más edad, forzudo, en camiseta, de pie al fondo
del local.
Tenía la intención de sentarse y le dijo al forzudo:
¿Podrían bajar la música?
El hombre dio unos pasos hacia ella:
—Perdone, no la he oído.
Chantal le miró los brazos musculosos y tatuados: un cuerpo desnudo y
tetudo de mujer rodeado por una serpiente.
Ella repitió (recogiendo velas):
—La música, ¿podría bajarla un poco?
El hombre contestó:
—¿La música? ¿Es que no le gusta?
Chantal vio cómo el joven, que se había deslizado detrás de la barra,
aumentaba el volumen.
El hombre del tatuaje se acercó aún más a Chantal. Su sonrisa le parecía
maligna. Se rindió:
—¡No, no tengo nada contra su música!
—Estaba seguro —dijo el tatuado— de que le gustaría. ¿Qué desea?
—Nada —contestó Chantal—, sólo quería mirar. Se está bien en su local.
—Entonces, ¿por qué no se queda? —dijo a su espalda, con una voz
desagradablemente suave, el joven vestido de negro que una vez más había
cambiado de lugar: se había plantado en medio de las dos filas de mesas, en el
único paso hacia la salida. El tono melifluo de su voz provocó en ella algo
parecido al pánico. Siente que ha caído en una trampa que, dentro de un
instante, se cerrará sobre ella. Quiere actuar con rapidez. Para salir tendrá
que pasar por donde el joven le cierra el paso. Como si hubiera decidido
tirarse de cabeza a su desgracia, se pone en marcha. Al ver ante ella la
sonrisa dulzona del joven, siente palpitar su corazón. Tan sólo en el último
momento él se aparta y la deja pasar.
8
¡Cuántas veces le habrá pasado lo de confundir el aspecto físico del ser
amado con el de otro!
Y siempre seguido del mismo asombro: ¿será tan ínfima, pues, la diferencia
entre ella y las demás? ¿Por qué es incapaz de reconocer la silueta del ser al
que más quiere en el mundo, del ser que él considera incomparable? Abre la
puerta de la habitación. Por fin, la ve. Esta vez, sin la menor duda, es ella,
pero tampoco se le parece del todo. Su rostro ha envejecido; su mirada es
extrañamente malvada. Como si la mujer a la que había hecho señas en la playa
debiera sustituir, a partir de entonces y para siempre, a la que ama. Como si
debiera ser castigado por no ser capaz de reconocerla.
—¿Qué pasa? ¿Qué te ha ocurrido?
—Nada, nada —dijo ella.
—¿Cómo que nada? Estás completamente cambiada.
—He dormido muy mal. Casi no he dormido y he tenido una mañana horrible.
—¿Una mañana horrible? ¿Por qué?
—Por nada, realmente por nada.
—Dímelo.
—De verdad, no es nada.
El insiste. Ella acaba por decir:
—Los hombres ya no se vuelven para mirarme.
Él la mira, incapaz de comprender lo que dice, lo que quiere decir. ¿Está
triste porque los hombres ya no se vuelven para mirarla? Quiere decirle: ¿Y yo?
¿Y yo? ¿Yo, que te he buscado por kilómetros de playa, yo, que he gritado tu
nombre llorando y que soy capaz de correr tras de ti por todo el planeta?
Pero no lo dice. En cambio, repite, lentamente, en voz baja, las palabras
que ella acaba de pronunciar:
—Los hombres no se vuelven para mirarte. ¿Es eso realmente lo que te pone
triste?
Ella se ruboriza. Se ruboriza como hace tiempo él no la ha visto
ruborizarse. Ese rubor parece traicionar deseos inconfesados. Deseos de tal
violencia que Chantal no puede contenerlos y repite:
—Sí, los hombres ya no se vuelven para mirarme.
9
Cuando Jean-Marc apareció en el umbral de la habitación, Chantal puso su
mejor voluntad para mostrarse alegre; quería abrazarlo, pero no podía; desde su
paso por el bar estaba tensa, crispada y hasta tal punto ensimismada en su
humor sombrío que temía que el gesto de amor que hubiera esbozado pareciera
forzado y contrahecho.
Luego Jean-Marc le había preguntado: «¿Qué te ha ocurrido?», y ella había
contestado que había dormido mal, que estaba cansada, pero no había conseguido
convencerle y él siguió interrogándola; al no saber cómo eludir esa inquisición
amorosa, quiso decirle algo gracioso; entonces se le cruzó por la cabeza el
recuerdo del paseo matutino y los hombres convertidos en árboles de niños y dio
con la frase que había permanecido allí como un pequeño objeto perdido: «Los
hombres ya no se vuelven para mirarme». Había recurrido a esa frase para eludir
cualquier discusión seria; se esforzó por decirla de la manera más
despreocupada posible, pero, para su sorpresa, la voz le había salido amargada
y melancólica. Sentía esa melancolía pegada a su rostro e, inmediatamente, supo
que él no la entendería.
Vio cómo la miraba, largo tiempo, gravemente, y comprendió que en lo más
hondo de su cuerpo esa mirada encendía un fuego. Ese fuego se extendía rápido
por su vientre, le subía al pecho, le quemaba las mejillas, mientras oía a
Jean-Marc repetir tras ella: «Los hombres ya no se vuelven para mirarte. ¿Es
eso realmente lo que te pone triste?».
Sentía que ardía como una antorcha y que el sudor se deslizaba por su piel;
sabía que ese rubor otorgaba a su frase una importancia desmesurada; él debía
de creer que con aquellas palabras (¡por otro lado tan anodinas!) ella se había
traicionado, que ella le había dejado entrever secretas inclinaciones de las
que, ahora, se avergonzaba; es un malentendido, pero no se lo puede explicar,
porque es víctima desde hace algún tiempo de esos repentinos acaloramientos;
siempre se ha negado a llamarlos por su verdadero nombre, pero, esta vez, ya no
duda de lo que significan y, por la misma razón, no quiere, no puede hablar de
ellos.
La ola de calor se alargó y se explayó, para colmo de sadismo, a la vista
de Jean-Marc; no sabía qué hacer para esconderse, para taparse, para desviar la
mirada indagadora. Extremadamente turbada, repitió la misma frase con la
esperanza de que rectificaría ahora lo que le había salido mal la primera vez y
que conseguiría pronunciarla con despreocupación, como algo gracioso, como una
parodia: «Sí, los hombres ya no se vuelven para mirarme». Pero fue en vano, la
frase sonaba aún más melancólica que antes.
En los ojos de Jean-Marc se enciende una luz que ella conoce bien y que es
como una linterna de salvación: «¿Y yo? ¿Cómo puedes pensar en los que ya no se
vuelven para mirarte cuando yo voy a todas horas corriendo tras de ti y
adondequiera que estés?».
Chantal se siente a salvo, porque la voz de Jean-Marc es la voz del amor,
la voz cuya existencia había olvidado en aquellos momentos de desconcierto, la
voz del amor que la acaricia y la relaja pero para la que todavía no está
preparada; como si esa voz llegara de lejos, de demasiado lejos; tendrá que
escucharla aún durante bastante tiempo para poder creer en ella.
Por eso, cuando él quiso abrazarla, ella se puso rígida; tuvo miedo de que
él la estrechara entre sus brazos, miedo de que su cuerpo húmedo revelara su
secreto. El momento fue demasiado corto y no le dio tiempo para controlarse;
así, antes de que pudiera retener el gesto, tímida pero firmemente, ella lo
apartó.
10
¿Habrá tenido realmente lugar ese encuentro malogrado por el que ya son
incapaces de abrazarse? ¿Recuerda aún Chantal esos instantes de incomprensión?
¿Recuerda aún la frase que inquietó a Jean-Marc? No mucho. El episodio cayó en
el olvido como otros miles. Unas dos horas más tarde, almuerzan en el
restaurante del hotel y hablan alegremente de la muerte. ¿De la muerte? El jefe
de Chantal le ha pedido que pensara una campaña publicitaria para las pompas
fúnebres Lucien Duval.
—No te rías —dijo ella riendo.
—¿Y no se ríen ellos?
—¿Quiénes?
—Pues tus compañeros de trabajo. ¡Hacer publicidad de la muerte! La idea
misma ya es descaradamente graciosa. ¡Vaya con el viejo trotskista de tu
director! A ti siempre te ha parecido inteligente.
—Es inteligente. Lógico como un bisturí. Sabe de Marx, de psicoanálisis, de
poesía moderna. Le gusta contar que, en la literatura de los años veinte, en
Alemania o no sé dónde, había una escuela poética de lo cotidiano. Según él, la
publicidad responde a posteriori a
esa corriente poética. Convierte en poesía los simples objetos de la vida.
Gracias a ella lo cotidiano se ha puesto a cantar.
—¿Y qué hay de inteligente en esas tonterías?
—El tono de cínica provocación con el que lo dice.
—¿Se ríe o no se ríe tu jefe cuando te encarga la publicidad de la muerte?
—Sonríe con una sonrisa distante; eso siempre queda elegante y, cuanto más
poderoso eres, más te sientes obligado a ser elegante. Pero su sonrisa distante
nada tiene que ver con una risa como la tuya. Y él es muy sensible a ese matiz.
—Entonces ¿cómo puede soportar la tuya?
—Pero, Jean-Marc, ¿tú qué crees? Yo no me río. No olvides que tengo dos
caras. He aprendido a extraer de eso cierto placer, a pesar de que no es nada
fácil tener dos caras. ¡Exige esfuerzo y disciplina! Deberías comprender que
todo lo que hago, de buena o mala gana, lo hago con la ambición de hacerlo
bien. Aunque sólo sea para no perder mi empleo. Y es muy difícil trabajar lo
mejor que puedes y al mismo tiempo despreciar tu trabajo.
—Oh sí, tú eres capaz, tú puedes hacerlo, eres genial —dijo Jean-Marc.
—Sí, es cierto, puedo tener dos caras, pero no quiero ponérmelas al mismo
tiempo. Contigo me pongo la cara burlona. Cuando estoy en la oficina, me pongo
la cara seria. Por ejemplo, a mí me llegan las solicitudes de empleo de quienes
aspiran a trabajar con nosotros. Me toca a mí dar una opinión positiva o
negativa. Algunos, en su solicitud de trabajo, se expresan en un lenguaje
perfectamente moderno, con todos los lugares comunes, en la jerga adecuada, con
todo el debido optimismo. No necesito verles ni hablar con ellos para saber que
los odio. Pero sé que son ellos los que se dedicarán a fondo a su trabajo.
Luego están los que, sin duda, en otros tiempos, se hubieran dedicado a la
filosofía, a la historia del arte, a la enseñanza del francés, pero que hoy, a
falta de otra cosa, casi con desesperación, buscan un trabajo en nuestra
empresa. Sé que secretamente desprecian el puesto que solicitan y que por lo
tanto son mis semejantes.
Y tengo que decidir.
—¿Y cómo lo haces?
—A veces recomiendo al que me cae simpático y otras al que se entregará a
su trabajo. Actúo a medias: traiciono a veces a la empresa y a veces me
traiciono a mí misma. Soy doblemente traidora. Y no considero ese estado de
doble traición como una derrota, sino como una hazaña. Porque ¿durante cuánto
tiempo seré capaz de mantener mis dos caras? Es agotador. Llegará un día en que
ya sólo tendré una cara. La peor de las dos, por supuesto. La seria. La que
consiente. ¿Me querrás todavía?
—Nunca perderás tus dos caras —dijo Jean-Marc.
Ella sonríe y levanta el vaso de vino:
—¡Ojalá!
Brindan, beben y luego dice Jean-Marc:
—Confieso que casi te envidio por hacer publicidad de la muerte. A mí,
desde mi más tierna infancia, me han fascinado los poemas sobre la muerte.
Aprendí muchísimos de memoria. Puedo recitarte algunos, si quieres. Podrían
servirte. Por ejemplo, esos versos de Baudelaire, seguro que los conoces:
Capitana inmortal. Es la hora, zarpemos.[1]
Nos aburre esta tierra, levad anclas, oh Muerte.
—Los conozco, los conozco —le interrumpe Chantal—. Están muy bien, pero a
nosotros no nos sirve.
—¿Por qué? ¡Si a tu viejo trotskista le gusta la poesía! ¿Y qué mejor
consuelo para un moribundo que decirse «nos aburre esta tierra»? Estoy viendo
ya esas palabras escritas en neón en la puerta de los cementerios. Para tu
publicidad bastaría con modificarlas ligeramente: «Nos aburre esta tierra.
Lucien Duval, capitán inmortal, le ayuda a levar anclas».
—Pero a mí no me toca gustar a los agonizantes. No son los que solicitarán
los servicios de Lucien Duval. Y los vivos que entierran a sus muertos no
quieren celebrar la muerte, sino gozar de la vida. Métetelo bien en la cabeza:
nuestra religión radica en el elogio de la vida. La palabra «vida» es la reina
de las palabras. La palabra reina rodeada de otras grandes palabras. ¡La
palabra «aventura»! ¡La palabra «porvenir»! ¡La palabra «esperanza»! A
propósito, ¿sabes cuál es el nombre en clave de la bomba atómica que arrojaron
sobre Hiroshima? ¡Little Boy! ¡El que
inventó esa clave es un genio! Mejor, imposible. Little Boy, niño pequeño, chiquillo, chaval, no hay palabra más
tierna, más conmovedora, más preñada de porvenir.
—Sí, ya lo veo —dijo Jean-Marc, encantado—. La vida misma que planea sobre
Hiroshima en la persona de un little boy
que vierte sobre las ruinas la orina de oro de la esperanza. Así es como
inauguraron la posguerra. —Y recogiendo su vaso, concluye—: ¡Brindemos!
11
Su hijo tenía cinco años cuando ella lo enterró. Más tarde, durante unas
vacaciones, su cuñada le dijo: «Estás demasiado triste. Tienes que tener otro
hijo. Sólo así lo olvidarás». El comentario de su cuñada le destrozó el
corazón. Hijo: existencia sin biografía. Sombra que desaparece rápidamente en
su sucesor. Pero ella no quería olvidar a su hijo. Defendía su irremplazable
individualidad. En contra del porvenir ella defendía un pasado, el pasado
desatendido y menospreciado del pobre pequeño muerto. Una semana después, su
marido le dijo: «No quiero que te deprimas. Tenemos que tener enseguida otro hijo.
Luego, olvidarás». Olvidarás: ¡no intentaba siquiera buscar otra fórmula!
Entonces fue cuando nació en ella la decisión de dejarle.
Para ella estaba claro que su marido, hombre más bien pasivo, no hablaba
por sí mismo, sino en nombre de los intereses más generales de la gran familia
dominada por su hermana. Esta vivía entonces con su tercer marido y dos hijos
nacidos de matrimonios anteriores; había conseguido mantener buenas relaciones
con sus ex maridos y agruparlos a su alrededor y junto a las familias de sus
hermanos y primas. Aquellas multitudinarias reuniones se celebraban durante las
vacaciones en una enorme casa de campo; había intentado introducir a Chantal en
la tribu para que se integrara en ella progresiva e imperceptiblemente.
Fue allí, en aquella gran casa, donde su cuñada y luego su marido le
exhortaron a tener otro hijo. Y allí, en una pequeña habitación, donde ella se
negó a hacer el amor con él. Cada una de sus insinuaciones eróticas le
recordaba la campaña familiar en favor de un nuevo embarazo, y la idea de hacer
el amor con él se convirtió en grotesca. Tenía la impresión de que todos los
miembros de la tribu, abuelas, papás, sobrinos, sobrinas, primas, escuchaban
detrás de la puerta, inspeccionaban en secreto las sábanas de su cama, acechaban
un cansancio matutino. Todos se adjudicaban el derecho de mirarle la barriga.
Incluso los sobrinos más pequeños habían sido reclutados como mercenarios en
aquella guerra. Uno de ellos le dijo:
—Chantal, ¿por qué no te gustan los niños?
—¿Por qué crees que no me gustan? —contestó ella fríamente, con brusquedad.
No supo qué decir. Irritada, ella continuó:
—¿Quién te ha dicho que no me gustan los niños?
Y el sobrinito, ante la severidad de su mirada, contestó en un tono a la
vez tímido y contundente:
—Si te gustaran los niños, podrías tener uno.
A la vuelta de aquellas vacaciones, ella actuó con determinación: primero
se empeñó en encontrar un trabajo. Antes de que naciera su hijo, había sido
maestra. Como era un trabajo mal pagado, renunció a él y prefirió un empleo que
no respondiera a sus deseos (le gustaba la enseñanza) pero que estuviera tres
veces mejor remunerado. Tenía mala conciencia por traicionar sus gustos por
dinero, pero qué remedio, era la única manera de obtener su independencia. Sin embargo,
para obtenerla, no bastaba con el dinero. También necesitaba un hombre, un
hombre que fuera la viva encarnación de otra vida, porque, aunque quisiera, con
frenesí, liberarse de su vida anterior, no podía imaginar ninguna otra. Tuvo
que esperar unos años antes de encontrar a Jean-Marc. Quince días después, le
pedía el divorcio a su marido, a quien pilló por sorpresa su decisión. Entonces
fue cuando su cuñada, con una mezcla de admiración y hostilidad, la llamó
Tigresa: «Te quedas quieta, nadie sabe lo que piensas y, de repente, te
lanzas». Al cabo de tres meses Chantal compró un piso donde, descartando
cualquier idea de matrimonio, se instaló con su amor.
12
Jean-Marc tuvo un sueño: siente miedo por Chantal, la busca, corre por las
calles y, por fin, la ve, de espaldas, mientras camina y se aleja. Corre tras
ella y grita su nombre. Está ya a pocos pasos cuando ella vuelve la cabeza, y
Jean-Marc, estupefacto, tiene ante sí otra cara, una cara ajena y desagradable.
No obstante, no es otra persona, es Chantal, su Chantal, no le cabe la menor
duda, pero su Chantal con la cara de una desconocida, y eso es atroz,
insoportablemente atroz. La abraza, la estrecha entre sus brazos y le repite
entre sollozos: ¡Chantal, mi pequeña Chantal, mi pequeña Chantal!, como si
quisiera, al repetir esas palabras, insuflar su antiguo aspecto perdido, su
identidad perdida, a aquella cara transformada.
Ese sueño lo despertó. Chantal ya no estaba a su lado en la cama; oyó los
ruidos de todas las mañanas en el cuarto de baño. Todavía bajo el efecto del
sueño, sintió la urgente necesidad de verla. Se levantó y fue hacia la puerta
entreabierta. Allí se detuvo y, al igual que un mirón ávido de sorprender una
escena íntima, la observó: sí, era Chantal tal como la había conocido: inclinada
sobre el lavabo, se cepillaba los dientes, escupía saliva mezclada con pasta y
se entregaba a su tarea de un modo tan cómico e infantil que Jean-Marc sonrió.
Luego, como si sintiera su mirada, Chantal dio media vuelta y, al verlo en el
marco de la puerta, se enfadó y acabó por dejarse besar en la boca todavía toda
blanca.
«¿Pasarás a buscarme esta noche por la agencia?», le preguntó.
Hacia las seis, él entró en el vestíbulo, recorrió el pasillo y se detuvo
delante de su despacho. La puerta estaba entreabierta, como la del cuarto de
baño por la mañana. Vio a Chantal con dos mujeres, sin duda compañeras de
trabajo. Pero ya no era la misma de la mañana; hablaba más alto, en un tono al
que él no estaba acostumbrado, sus gestos eran más rápidos, más cortantes, más
dominantes. Por la mañana, en el cuarto de baño, había reencontrado al ser que
acababa de perder durante la noche y que, en ese final de tarde, volvía a
alterarse bajo sus ojos.
Entró. Ella le sonrió. Pero aquella sonrisa era como de cartón piedra, y
Chantal parecía paralizada. Desde hace unos veinte años, besarse en las dos
mejillas se ha convertido en Francia en un gesto convencional casi obligatorio
y, por eso, engorroso para los que se quieren de verdad. Pero ¿cómo se elude
ese gesto convencional cuando el encuentro se da en público y uno no quiere que
los demás crean que no se entiende con su pareja? Incómoda, Chantal se acercó y
le ofreció las dos mejillas. El gesto le salió artificial y los dos se
sintieron en falso. Salieron y, sólo tras un buen rato, ella volvió a ser para
él la Chantal que conocía.
Siempre ocurre lo mismo: desde el instante en que vuelve a verla hasta el
instante en que la reconoce tal como la ama transcurre cierto tiempo. Cuando se
encontraron por primera vez, en un pueblo de montaña, tuvo la suerte de poder
aislarse con ella casi enseguida. Si antes de ese encuentro a solas él la
hubiera tratado un tiempo tal como era con los demás, ¿habría reconocido en
ella al ser amado? Si la hubiera conocido tan sólo con la cara que muestra a
sus compañeros, a sus jefes, a sus subordinados, ¿le habría emocionado y
deslumbrado esa cara?
13
Tal vez debido a esa hipersensibilidad suya en esos momentos de extrañeza,
se le había quedado tan fuertemente grabada la frase «los hombres ya no se
vuelven para mirarme»: al pronunciarla, Chantal le pareció irreconocible. Esa
frase no le iba. Y su cara, como malvada, como avejentada, tampoco le iba.
Primero, habían reaccionado los celos: ¿cómo podía quejarse de que los demás ya
no se interesaban por ella cuando aquella misma mañana él había estado
dispuesto a matarse en la carretera con tal de acudir lo antes posible a su
lado? Sin embargo, menos de una hora después, había terminado por decirse:
todas las mujeres miden el paso del tiempo según el interés o el desinterés que
los hombres manifiestan por su cuerpo. ¿No sería ridículo sentirse ofendido por
eso? No obstante, aun sin sentirse ofendido, no estaba de acuerdo. Porque el
mismo día de su primer encuentro había visto asomar en su cara la huella aún
leve del paso del tiempo. Su belleza, que entonces le llamó la atención, no la
hacía más joven de lo que correspondía a su edad; podría decir más bien que su
edad hacía que su belleza fuera aún más elocuente.
La frase de Chantal le daba vueltas en la cabeza y él imaginó la historia
de su cuerpo: anduvo perdido entre millones de otros cuerpos hasta el día en
que una mirada de deseo se detuvo sobre él y lo rescató de la nebulosa
multitud; más adelante, las miradas se multiplicaron y abrasaron aquel cuerpo
que desde entonces atraviesa el mundo como una antorcha; son tiempos de
luminosa gloria, pero pronto las miradas empiezan a escasear, la luz a apagarse
poco a poco hasta el día en que aquel cuerpo, traslúcido, luego transparente,
luego invisible, pasee por las calles como una pequeña nada ambulante. En el
trayecto que conduce del primero al segundo estado de invisibilidad, la frase
«los hombres ya no se vuelven para mirarme» es la luz roja que indica el
comienzo de la progresiva extinción del cuerpo.
Por mucho que él le dijera que la quiere y la encuentra guapa, su mirada de
enamorado no le serviría de consuelo. Porque la mirada del amor es la mirada
del aislamiento. Jean-Marc pensaba en la amorosa soledad de dos viejos seres
que han pasado a ser invisibles para los demás: triste soledad que anuncia la
muerte. No, lo que ella necesita no es la mirada del amor, sino un aluvión de
miradas indiscriminadas, desconocidas, groseras, concupiscentes, que se
detengan fatal e inevitablemente sobre ella sin simpatía, sin ternura ni
cortesía. Esas miradas la mantienen en la sociedad de los humanos. La mirada
del amor la arrebata de ella.
Con remordimiento, pensaba en los comienzos vertiginosamente rápidos de su
amor. No había tenido que conquistarla: desde el primer instante ella se había
dejado conquistar. ¿Volverse para mirarla? ¿Para qué? Desde el principio ella
había estado a su lado, frente a él, cerca de él. Desde el principio él había
sido el más fuerte y ella la más débil. Esa desigualdad se asentaba en los cimientos
de su amor. Desigualdad justificable, desigualdad inicua. Era más débil porque
era mayor que él.
14
Cuando Chantal tenía dieciséis, diecisiete años, le encantaba una metáfora;
¿la habría inventado ella misma, o la habría oído, o leído? Poco importa: ella
quería ser un perfume de rosas, un perfume expansivo y avasallador, quería
traspasar así a todos los hombres y, por mediación de los hombres, abrazar al
mundo entero. Perfume expansivo de rosas: metáfora de la aventura. Esa metáfora
había brotado en el umbral de su vida adulta como la promesa romántica de una
dulce promiscuidad, como una invitación al viaje a través de los hombres. Pero,
por naturaleza, no había nacido mujer de muchos amantes, y ese sueño vago,
lírico, pronto quedó adormecido en su matrimonio, que prometía ser tranquilo y
feliz.
Mucho tiempo después, cuando ya había dejado a su marido y vivía desde
hacía unos años con Jean-Marc, se reunió un día con él a la orilla del mar:
cenaron al aire libre, en un entarimado sobre el agua; de esa cena ella
conserva un recuerdo de intenso blancor; los tablones, las mesas, las sillas,
los manteles, todo era blanco, las farolas estaban pintadas de blanco e
irradiaban una luz blanca contra el cielo veraniego, a punto de oscurecer, en el
que la luna, blanca también, lo blanqueaba todo. Y, en ese baño de blancura,
ella sentía una insoportable nostalgia de Jean-Marc.
¿Nostalgia? ¿Cómo podía sentir nostalgia si lo tenía delante? ¿Cómo se
puede sufrir por la ausencia de alguien que está presente? (Jean-Marc sabría
contestar: se puede sentir nostalgia en presencia del ser amado si vislumbras
un porvenir en el que el ser amado ya no está; si la muerte, invisible, del ser
amado ya está presente).
Durante esos minutos de extraña nostalgia a la orilla del mar, Chantal
recordó de repente a su hijo muerto y una oleada de felicidad la invadió.
Pronto la asustaría ese sentimiento. Pero nadie puede hacer nada contra los
sentimientos, ahí están y escapan a cualquier censura. Uno puede reprocharse
tal acto, tal palabra pronunciada, pero no puede reprocharse un sentimiento,
simplemente porque no tiene poder alguno sobre él. El recuerdo de su hijo
muerto la llenaba de felicidad y sólo podía preguntarse por el significado de
aquel sentimiento. La respuesta estaba clara: significaba que su presencia al
lado de Jean-Marc era absoluta y que podía ser absoluta precisamente gracias a
la ausencia de su hijo. Era feliz porque su hijo había muerto. Sentada frente a
Jean-Marc, tenía ganas de decirlo en voz alta, pero no se atrevía. No estaba
segura de su reacción, temía que él la tomara por un monstruo.
Saboreaba la total ausencia de aventuras. Aventura: manera de abrazar el
mundo. Chantal ya no quería abrazar al mundo. Ya no quería el mundo.
Saboreaba la felicidad de no tener aventuras, de no desear aventuras.
Recordó su metáfora y, al igual que en una película acelerada, vio cómo se
marchitaba una rosa a toda velocidad hasta no quedar de ella más que un delgado
tallo, negruzco, y hasta perderse para siempre en el universo blanco de aquella
velada: la rosa diluida en el blancor.
Aquella misma noche, antes de dormirse (Jean-Marc ya estaba dormido), se
acordó una vez más de su hijo muerto y de nuevo ese recuerdo vino asociado a
aquella escandalosa oleada de felicidad. Se dijo entonces que su amor por
Jean-Marc era una herejía, una transgresión de las leyes no escritas de la
comunidad humana, de la que iba alejándose; se dijo que debía mantener en
secreto la desmesura de su amor para no suscitar la enconada indignación de los
demás.
15
Siempre es ella quien, por la mañana, sale la primera del piso y abre el
buzón; deja las cartas dirigidas a Jean-Marc y recoge las suyas. Aquella mañana
encontró dos cartas: una a nombre de Jean-Marc (la miró furtivamente: el
matasellos era de Bruselas), la otra a su nombre, pero sin dirección ni sello.
Alguien debió de depositarla personalmente. Como tenía prisa, la metió sin
abrir en el bolso y se apresuró hacia el autobús. Una vez sentada, abrió el
sobre; la carta consistía en una única frase: «La sigo como un espía, es usted
bella, muy bella».
Su primer sentimiento fue desagradable. Alguien, sin pedirle permiso,
quería intervenir en su vida, atraer sobre él su atención (su capacidad de
atención es limitada y no tiene suficiente energía para ampliarla) y, en
definitiva, importunarla. Luego se dijo que, al fin y al cabo, era una
tontería. ¿Qué mujer no ha recibido algún día un mensaje parecido? Releyó la
carta y se dio cuenta de que la señora de al lado también podía leerla. Volvió
a meterla en el bolso y echó un vistazo a su alrededor. Vio gente sentada,
mirando distraídamente por la ventana, dos jovencitas que se reían, un joven
negro cerca de la salida, una mujer, sumergida en un libro, a quien sin duda le
esperaba un largo trayecto.
Ella acostumbra a ignorar a todo el mundo en el autobús. Por culpa de
aquella carta se sintió observada y observó a su vez. ¿Habrá siempre alguien
que la mira fijamente como ese negro de hoy? Como si supiera lo que ella
acababa de leer, éste le sonrió. ¿Y si fuera el autor del mensaje? Rechazó
enseguida aquella idea demasiado absurda y se levantó para bajar en la
siguiente parada. Tendría que pasar junto al negro, que obstruía el paso hacia
la salida, y eso la incomodó. Cuando estuvo a poca distancia, el autobús frenó
y por un instante ella intentó recuperar el equilibrio; el negro, que seguía
mirándola, se echó a reír. Ella se apeó y se dijo: No coqueteaba; se burlaba.
Durante todo el día oyó esa risa burlona como un mal presagio. En su
despacho miró la carta en dos o tres ocasiones y, al volver a casa, se preguntó
qué debía hacer con ella. ¿Guardarla? ¿Para qué? ¿Enseñarla a Jean-Marc? Eso le
habría puesto en un apuro, ¡como si ella quisiera presumir! Entonces ¿qué?,
¿destruirla? Eso es. Fue al baño e, inclinada sobre el retrete, miró la
superficie líquida; rompió en pedacitos el sobre, los arrojó a la taza, tiró de
la cadena, pero volvió a doblar la carta y se la llevó a la habitación. Abrió
el armario y la metió debajo de sus sostenes. Al hacerlo, volvió a oír la risa
burlona del negro y se dijo que era como todas las demás mujeres; sus sostenes,
de pronto, le parecieron vulgares y tontamente femeninos.
16
Apenas una hora después, al llegar a casa, Jean-Marc enseñó a Chantal una
esquela de defunción:
—La encontré esta mañana en el buzón. F. ha muerto.
Chantal casi se alegró de que otra carta, más grave, encubriera el ridículo
de la suya. Tomó del brazo a Jean-Marc, lo condujo a la sala de estar y se
sentó frente a él.
—Su muerte te ha afectado después de todo —dijo Chantal.
—No —dijo Jean-Marc—, o tal vez lo que me afecta es que no me afecte.
—¿Ni siquiera ahora se lo perdonas?
—Se lo he perdonado todo. Pero no se trata de eso. Te comenté aquel curioso
sentimiento de felicidad que sentí cuando decidí, entonces, dejar de verle. Me
sentía frío como un témpano y me alegraba por ello. Pues bien, su muerte no ha
cambiado nada.
—Me asustas. De verdad, me asustas.
Jean-Marc se levantó para ir a buscar una botella de coñac y dos vasos.
Luego, tras sorber un trago, prosiguió:
—Hacia el final de mi visita al hospital, empezó a contarme sus recuerdos.
Me repitió algo que debí de decir cuando tenía dieciséis años. En aquel momento
comprendí el único sentido de la amistad tal como se practica hoy. La amistad
le es indispensable al hombre para el buen funcionamiento de su memoria.
Recordar el propio pasado, llevarlo siempre consigo, es tal vez la condición
necesaria para conservar, como suele decirse, la integridad del propio yo. Para
que el yo no se encoja, para que conserve su volumen, hay que regar los
recuerdos como a las flores y, para regarlos, hay que mantener regularmente el
contacto con los testigos del pasado, es decir, con los amigos. Son nuestro
espejo, nuestra memoria; sólo se les exige que le saquen brillo de vez en
cuando para poder mirarnos en él. ¡Pero me importa un comino lo que yo hacía en
el liceo! Lo que más deseé siempre, desde mi primera juventud, tal vez desde mi
infancia, era otra cosa: la amistad como valor superior, por encima de todos
los demás. Me gustaba decir: entre la verdad y el amigo, elijo siempre al
amigo. Lo decía para provocar, pero lo pensaba en serio. Sé que hoy esta
consigna se ha vuelto arcaica. Podía valer para Aquiles, el amigo de Patroclo,
para los mosqueteros de Alejandro Dumas, incluso para Sancho Panza, que era un
verdadero amigo para su amo, pese a todos sus desacuerdos. Pero ya no lo es
para nosotros. Mi pesimismo va tan lejos que estoy dispuesto hoy a preferir la
verdad a la amistad.
Tras saborear otro sorbo de coñac, continuó:
—La amistad era para mí la prueba de que existe algo más fuerte que la
ideología, que la religión, que la nación. En la novela de Dumas, los cuatro
amigos se encuentran a veces en bandos opuestos, obligados a luchar entre sí.
Pero eso no altera su amistad. No paran de ayudarse, secretamente, con astucia,
burlándose de la verdad de sus respectivos bandos. Han puesto su amistad por
encima de la verdad, de la causa, de las órdenes superiores, por encima del
rey, por encima de la reina, por encima de todo.
Chantal le acarició la mano y, tras una pausa, él añadió:
—Dumas escribió la historia de los mosqueteros dos siglos después de la
época en que ocurren los hechos. ¿Sentiría ya la nostalgia del universo perdido
de la amistad? ¿O es la desaparición de la amistad un fenómeno más reciente?
—No sabría decírtelo. Para las mujeres, la amistad no es un problema.
—¿A qué te refieres?
—A lo que he dicho. La amistad es un problema de los hombres. Es su forma
de romanticismo. No la nuestra.
Jean-Marc tragó otro sorbo de coñac antes de retomar el hilo de su
pensamiento:
—¿Cómo habrá nacido la amistad? Seguramente como una alianza contra la
adversidad, alianza sin la cual el hombre habría quedado desarmado frente al
enemigo. Tal vez ya no se plantee la necesidad vital de semejante alianza.
—Siempre habrá enemigos.
—Sí, pero son invisibles y anónimos. Las burocracias, las leyes. ¿Qué puede
hacer por ti un amigo cuando deciden construir un aeropuerto delante de tus
ventanas o cuando te despiden? Quien te apoye, si es que te apoya, será sin
duda alguien anónimo e invisible, una organización de ayuda social, una
asociación para la defensa del consumidor, un bufete de abogados. La amistad ya
no se somete a pruebas que den fe de ella. Las circunstancias ya no se prestan
a buscar a un amigo herido en el campo de batalla, ni a desenvainar el sable
para defenderlo de algún bandolero. Atravesamos nuestra vida sin mayores
peligros, pero también sin amistad.
—Si eso es verdad, deberías haberte reconciliado con F.
—Creo sinceramente que él no hubiera entendido mis reproches si se los
hubiera explicado. Cuando los demás me criticaron, no dijo nada. Pero tengo que
reconocer que él consideró su silencio como un acto de valentía. Me dijeron que
hasta había presumido de no haber sucumbido a la psicosis que se creó contra mí
y de no haber dicho nada que pudiera perjudicarme. Tenía, pues, la conciencia
tranquila y debió de sentirse dolido cuando, sin más, dejé de verle. Me
equivoqué al pedirle algo más que neutralidad. Si se hubiera atrevido a
defenderme contra aquellos resentidos y desalmados, habría corrido él mismo el
riesgo de caer en desgracia y de atraerse conflictos y problemas. ¿Cómo pude
exigirle eso siendo él amigo mío? ¡Yo mismo no me porté como un amigo! Mejor
dicho, lo traté con descortesía. Porque la amistad vaciada de su antiguo
contenido se ha convertido hoy en un pacto de mutua atención o, a lo sumo, en
un pacto de cortesía. Y es una descortesía pedirle a un amigo algo que pudiera
perjudicarle o resultarle desagradable.
—Pues sí, así es. Pero convendría que lo dijeras sin amargura. Sin ironía.
—Te lo digo sin ironía. Es así y punto.
—Si te odian, si te echan la culpa de algo, si te despiden, la gente que te
conoce puede reaccionar de dos maneras: unos irán a unirse a la chusma; otros,
discretamente, harán como si no supieran ni oyeran nada, de tal manera que
podrás seguir viéndoles y hablándoles. Entre los segundos, entre los discretos
y considerados están tus amigos. Amigos en el sentido moderno de la palabra.
Escucha, Jean-Marc, sé lo que te digo, lo he sabido siempre.
17
En la pantalla, en primer plano, aparece un trasero en posición horizontal,
hermoso y sexy. Una mano lo acaricia con ternura, saboreando la piel de aquel
cuerpo desnudo, complaciente, entregado. Luego la cámara se aleja y se ve, en
una cuna, el cuerpo entero: es un bebé sobre el que se inclina su madre. En la
siguiente secuencia, ella lo incorpora y sus labios entreabiertos besan la boca
blanda, húmeda y abierta del pequeño. En ese momento la cámara se acerca, y el
mismo beso, aislado, en primer plano, se convierte de pronto en un sensual beso
de amor.
En este punto, Leroy congeló la imagen:
—Vamos siempre a la búsqueda de una mayoría. Como los candidatos
presidenciales de Estados Unidos durante la campaña electoral. Colocamos un
producto en el mágico círculo de las imágenes que puedan reunir a una mayoría
de compradores. Y, a la caza de esas imágenes, tendemos a sobrevalorar el sexo.
Les advierto: sólo una pequeña minoría disfruta realmente de vida sexual.
Leroy hizo una pausa para saborear la sorpresa que ha causado en el
reducido grupo de colaboradores que convoca cada semana para comentar una
campaña publicitaria, un anuncio o un cartel. Saben desde hace tiempo que lo
que más halaga a su jefe es que se muestren asombrados y no conformes a la
primera. Por eso, una señora distinguida, con los dedos avejentados y cubiertos
de anillos, se atrevió a contradecirle:
—¡Todos los sondeos dicen lo contrario!
—Por supuesto —dijo Leroy—. Si alguien le pregunta, mi querida señora,
acerca de su sexualidad, ¿le diría usted la verdad? Aunque el que le hace esa
pregunta no conozca su nombre, aunque se la formule por teléfono y no pueda
verla, usted le mentirá: «¿Le gusta follar?». «¡Vaya si me gusta!». «¿Cuántas
veces?». «Seis veces al día». «¿Le gusta hacer marranadas?». «¡Me vuelven
loca!». ¡Simples patochadas! El erotismo, comercialmente hablando, es algo
ambiguo, porque todo el mundo ansia tener una vida erótica, pero también es
cierto que a todo el mundo le horroriza porque es portadora de desgracias,
frustraciones, envidias, complejos y sufrimientos.
Volvió a pasarles la misma secuencia del anuncio televisivo; Chantal mira
cómo los labios húmedos rozan en primer plano los otros labios húmedos y cae en
la cuenta (es la primera vez que se da cuenta de una manera tan clara) de que
Jean-Marc y ella nunca se besan de esa manera. Ella misma se sorprende: ¿será
cierto?, ¿nunca se habrán besado así?
Sí, una vez. Cuando todavía ni se habían intercambiado los nombres. En el
gran salón de un hotel de montaña, entre gente que bebía y charlaba, se dijeron
trivialidades, pero el tono de sus voces les dio a entender que se deseaban el
uno al otro y se retiraron a un pasillo desierto, donde, sin decirse nada, se
besaron. Ella abrió la boca y deslizó su lengua en la de Jean-Marc, dispuesta a
lamer todo cuanto encontrara en su interior. La dedicación con la que obraban
sus lenguas no respondía a un impulso sensual, sino a la prisa por dar a
conocer al otro que estaban dispuestos a amarse, enseguida, entera y
salvajemente, sin pérdida de tiempo. Sus salivas no tenían nada que ver con el
deseo o el placer, fueron simples mensajeras. Ninguno de los dos tenía el valor
de decir abiertamente y en voz alta «quiero hacer el amor contigo, ahora, enseguida»,
y dejaban que las salivas hablaran por ellos. Por eso, durante el abrazo
amoroso (que siguió al primer beso unas horas después), sus bocas,
probablemente (ella ya no se acuerda, pero, a distancia, está casi segura), ya
no se buscaban, ya no se tocaban, ya no se lamían y ni siquiera caían en la
cuenta de aquel escandaloso desinterés recíproco.
Leroy volvió a congelar el anuncio:
—La clave está en encontrar las imágenes que mantengan el atractivo erótico
sin poner en evidencia las frustraciones. Este es el punto de vista que nos
interesa de esta secuencia: aguijoneamos la imaginación sexual, pero enseguida
la desviamos hacia el terreno de la maternidad. Porque el íntimo contacto
corporal, la ausencia de secretos personales, la fusión de salivas no son exclusivos
del erotismo adulto, todo esto está ya en la relación del bebé con su madre, en
esa relación que es el paraíso terrenal de todos los gozos físicos. Por cierto,
se han conseguido imágenes de la vida de un feto en el vientre de una futura
madre.
Pues bien, en una posición acrobática, que sería para nosotros imposible de
imitar, el feto practicaba una felación con su propio minúsculo órgano. Ya ven,
la sexualidad no es exclusiva de los cuerpos jóvenes y bien plantados que tanta
envidia suscitan. La autofelación de un feto enternecerá a todas las abuelas
del mundo, incluso a las más amargadas y puritanas. Porque el bebé es el más
poderoso, el más completo, el más seguro denominador común de todas las
mayorías. Y un feto, queridos amigos, es más que un bebé, ¡es un hiper-bebé, un
super-bebé!
Y una vez más les pasa el anuncio, y Chantal, una vez más, siente esa
ligera repugnancia ante el contacto de dos bocas húmedas. Recuerda que, según
le han contado, en China y en Japón la cultura erótica no conoce el beso con la
boca abierta. El intercambio de salivas no es, pues, una fatalidad del
erotismo, sino un capricho, una desviación, una cochinada específicamente
occidental.
Una vez terminada la proyección, Leroy concluyó:
—La saliva de las mamás, ¡éste es el ungüento que enganchará a esa mayoría
que queremos convertir en compradora de la marca Rubachoff!
Entonces,
Chantal corrige su vieja metáfora: no es un perfume de rosas, inmaterial,
poético, lo que atraviesa a los hombres, sino salivas, materiales y prosaicas,
que con su ejército de microbios pasan de boca en boca entre dos amantes, del
amante a su esposa, de la esposa a su bebé, del bebé a su tía, de la tía,
camarera en un restaurante, a un cliente en cuya sopa ha escupido, del cliente
a su esposa, de la esposa a su amante y, así en adelante, a otras muchas bocas,
de tal manera que cada uno de nosotros está sumergido en un mar de salivas que
se mezclan y nos convierten en una sola comunidad de salivas, una sola
humanidad húmeda y unida.
18
Aquella noche, en el barullo de motores y bocinas, Chantal volvió cansada a
casa. Ansiando un poco de silencio, abrió el portal y oyó voces de obreros y
martillazos. El ascensor estaba averiado. Al subir, sentía cómo la invadían las
odiosas oleadas de calor, y los martillazos que retumbaban en toda la caja del
ascensor eran como un redoble de tambores al compás de los sofocos, que los
exasperaba, los amplificaba, los glorificaba. Empapada en sudor, se detuvo ante
la puerta del piso y esperó un minuto para que Jean-Marc no la viera con
aquella máscara roja.
«El fuego del crematorio me presenta su tarjeta de visita», se dijo.
Aquella frase nunca se le había cruzado por la cabeza; le vino sin saber cómo.
De pie ante la puerta, en medio del incesante ruido, se la repitió varias
veces. No le gustó esa frase, su carácter ostentosamente macabro le pareció de
mal gusto, pero no consiguió borrarla.
El martilleo cesó por fin, el acaloramiento empezó a atenuarse, de modo que
entró. Jean-Marc la besó, pero, mientras le contaba algo, volvieron a retumbar
los golpes, aunque amortiguados. Se sentía acosada, sin poder ocultarse en
lugar alguno. Con la piel humedecida, dijo sin ninguna lógica:
—El fuego del crematorio es la única manera de no dejar nuestro cuerpo a
merced de nadie.
Se percató de la mirada sorprendida de Jean-Marc y cayó en la cuenta de la
incongruencia que acababa de decir; enseguida se puso a hablar del anuncio que
había visto y de lo que Leroy les había comentado, y sobre todo del feto
fotografiado en el vientre materno. Que, en una posición acrobática, consiguió
una especie de masturbación tan perfecta que ningún adulto podría lograr.
—Un feto con vida sexual, ¡imagínate! No es consciente de nada, carece de
individualidad, no percibe nada, pero conoce ya la pulsión sexual y, tal vez,
el placer. De modo que nuestra sexualidad es anterior a la conciencia de
nosotros mismos. Nuestro yo todavía no existe, pero ya aparece la
concupiscencia. Pues fíjate, ¡esta idea ha conmovido a todos mis compañeros!
Ante el feto masturbador, ¡tenían todos lágrimas en los ojos!
—¿Y tú?
—Oh, a mí me repugnó. Sí, Jean-Marc, me repugnó.
Extrañamente emocionada, se abrazó a él, lo estrechó entre sus brazos y
permaneció así unos segundos.
Luego continuó:
—¿Te das cuenta? Incluso en el vientre de la madre, que dicen que es
sagrado, no estás a salvo. Te filman, te espían, te examinan mientras te
masturbas, examinan esa pobre masturbación de feto. No te escapas de ellos
mientras vives, todo el mundo acaba enterándose. Pero tampoco te escapas antes
de nacer. Como tampoco te escaparás una vez muerto. Recuerdo que leí hace
tiempo en un periódico que sospecharon de un hombre que había vivido con el
nombre de un gran aristócrata ruso exiliado. Para desenmascararlo, sacaron de
la tumba los restos de una campesina que se suponía era su madre. Disecaron sus
huesos, examinaron sus genes. ¡Me gustaría saber qué noble causa les ha dado el
derecho de desenterrar a esa pobre mujer! ¡De hurgar en su desnudez, esa
desnudez absoluta, la suprema desnudez del esqueleto! Mira, Jean-Marc, todo eso
me repugna, sólo siento repugnancia. ¿Conoces la historia de la cabeza de
Haydn? Se la cortaron con el cadáver aún caliente para que un científico medio
loco pudiera escarbar en su cerebro y encontrar el lugar preciso en el que se
sitúa el genio de la música. ¿Y la historia de Einstein? Había dispuesto en su
testamento muy concretamente que quería ser incinerado. Siguieron sus
instrucciones, pero su fiel y devoto discípulo se negó a vivir sin la mirada
del maestro. Antes de incinerarlo, le quitó los ojos al cadáver y los puso en
alcohol en una botella para que le miraran hasta el momento en que él mismo
muriera. Por eso te he dicho que, para escapar de ellos, sólo nos queda el
fuego del crematorio. Es la única muerte absoluta. Y no quiero ninguna otra.
Jean-Marc, quiero una muerte absoluta.
Tras una pausa, los martillazos volvieron a retumbar en la sala.
—Sólo incinerada tendré la certeza de no oírles nunca más.
—Chantal, ¿qué te pasa?
Ella le miró, luego le dio la espalda, presa de nuevo de una gran emoción.
Esta vez no tanto por lo que acababa de decir ella misma como por el tono de
voz de Jean-Marc, tan atento con ella.
19
Al día siguiente Chantal fue al cementerio (como acostumbra a hacer una vez
al mes) y se detuvo frente a la tumba de su hijo. Siempre habla con él y aquel
día, como si necesitara dar una explicación, justificarse, le dijo, pequeño
mío, pequeño mío, no creas que no te quiero o que no te he querido, pero
precisamente porque te he querido es por lo que no hubiera podido convertirme
en lo que soy si hubieras vivido. Es imposible tener un hijo y despreciar el
mundo como yo, porque a ese mundo se te envía. Por un hijo nos apegamos al
mundo, pensamos en su porvenir, participamos de buen grado en el mundanal ruido,
en sus agitaciones, tomamos en serio su incurable estupidez. Con tu muerte me
has privado del placer de estar contigo, pero a la vez me has hecho libre.
Libre, frente al mundo al que aborrezco. Y si puedo permitirme aborrecerlo es
porque tú ya no estás. Mis pensamientos sombríos ya no pueden atraer sobre ti
maldición alguna. Quiero decirte ahora, tantos años después de que me dejaras,
que he entendido tu muerte como un regalo y que he acabado por aceptar ese
terrible regalo.
20
A la mañana siguiente, Chantal encontró un sobre en el buzón, con la letra
del desconocido. La carta había perdido ya toda su lacónica levedad. Parecía
una larga acta notarial. «El sábado pasado», había escrito su corresponsal, «a
las nueve veinticinco, usted salió de su casa más pronto que otros días.
Acostumbro a seguirla en su trayecto hasta el autobús, pero esta vez usted tomó
la dirección opuesta. Llevaba una maleta y entró en una tintorería. La dueña
debe de conocerla y tal vez tenerle simpatía. La observé desde la calle: como
si la hubiera despertado de su somnolencia, se le encendió la cara, seguramente
usted le hizo alguna broma, oí su risa, risa que usted provocó y en la que creí
ver reflejado su rostro. Luego, salió con la maleta llena. ¿Serían jerséis,
manteles o ropa interior? En todo caso, su maleta me pareció algo
artificialmente añadido a su vida». Describe su vestido y su collar alrededor
del cuello. «Jamás le había visto antes ese collar. Es bonito. El rojo le
sienta bien. La ilumina».
La carta está firmada: C.D.B. Eso la intriga. La primera no llevaba firma,
de modo que Chantal había pensado que aquel anonimato era, por decirlo así,
sincero. Un desconocido que le envía un saludo y desaparece poco después. Pero
una firma, incluso abreviada, manifiesta la intención de darse a conocer, poco
a poco, lenta pero inevitablemente. C.D.B., repitió ella para sí sonriendo:
Cyrille-Didier Bourguiba. Charles-David Barberousse.
Reflexionó sobre el texto: ese hombre debió de seguirla por la calle; «la
sigo como un espía» había escrito en la primera carta; tendría, pues, que
haberlo visto. Pero ella mira sin interés el mundo a su alrededor, y aquel día
menos aún, ya que Jean-Marc iba con ella. Por otra parte, él y no ella fue
quien hizo reír a la dueña de la tintorería y quien llevó la maleta. Lee de
nuevo esas palabras: «Su maleta me pareció algo artificialmente añadido a su
vida». ¿Cómo «añadida a su vida», si Chantal no llevaba la maleta? Esa cosa
«añadida a su vida» ¿acaso no era el propio Jean-Marc? ¿Quiso su corresponsal meterse
así, indirectamente, con su amor? Luego, divertida, se da cuenta de la
comicidad de su reacción: es capaz de defender a Jean-Marc incluso ante un
amante imaginario.
Al igual que la primera vez, no sabía qué hacer con la carta, y el baile de
la duda volvió a repetirse siguiendo los mismos pasos: contempló la taza del
retrete donde se dispuso a tirarla; rompió en pedacitos el sobre que
desapareció tragado por el agua; dobló acto seguido la carta, se la llevó a la
habitación y la deslizó debajo de sus sostenes. Al inclinarse sobre la
estantería de la ropa interior, oyó abrirse la puerta. Cerró rápidamente el
armario y se dio la vuelta: Jean-Marc estaba en el umbral. Lentamente él va
hacia ella y la mira como nunca antes lo había hecho, con una mirada desagradablemente
concentrada, y, cuando se acerca a ella, la toma por los codos y, manteniéndola
a unos centímetros de su cuerpo, sigue mirándola. Confundida, es incapaz de
decir nada. Cuando esa confusión ya es insoportable, él la estrecha entre sus
brazos y dice riendo: «Quería ver los párpados que te lavan la córnea como un
limpiaparabrisas lava el cristal de un coche».
21
Jean-Marc piensa en eso desde su último encuentro con F.: los ojos:
ventanas del alma; centro de la belleza de un rostro; punto en el que se
concentra la identidad de un individuo; y, a la vez, instrumento que permite
ver y que debe ser constantemente lavado, humedecido, tratado con un líquido
salino especial. Un movimiento de lavado mecánico entorpece, pues, regularmente
la mirada, lo más maravilloso que el hombre posee. Al igual que un
limpiaparabrisas entorpece la visión a través del cristal de un coche. Hoy,
además, se puede regular la velocidad del limpiaparabrisas con pausas de diez
segundos, que son, aproximadamente, las del ritmo de un párpado.
Jean-Marc mira los ojos de las personas con quienes habla e intenta
observar el movimiento de los párpados; comprueba que no es fácil. No estamos
acostumbrados a tomar conciencia de la existencia de los párpados. Se dice: No
hay nada que yo no mire con mayor frecuencia que los ojos de los demás y, por
lo tanto, los párpados y su movimiento. Sin embargo, no retengo ese movimiento.
Lo elimino de los ojos que tengo ante mí.
Y añade: Dios, haciendo chapuzas en su taller, llegó, por casualidad, a ese
modelo de cuerpo en el que nos vemos obligados a convertirnos en alma por un
breve periodo de tiempo. ¡Lamentable destino el de ser alma de un cuerpo hecho
a la ligera, cuyos ojos no pueden mirar sin ser lavados cada diez o veinte
segundos! ¿Cómo creer que quienquiera que esté ante nosotros es un ser libre,
independiente, dueño de sí mismo? ¿Cómo creer que su cuerpo es la fiel
expresión de un alma que lo habita? Para poder creerlo, hubo que olvidar el
perpetuo parpadeo de los ojos. Hubo que olvidar el taller de chapuzas del que
provenimos. Dios mismo nos lo ha impuesto.
Entre la infancia y la adolescencia de Jean-Marc hubo seguramente un corto
periodo de tiempo durante el cual desconocía este pacto de olvido y en el que,
aturdido, miraba deslizarse los párpados sobre los ojos: comprobó que el ojo no
es una ventana por la que se ve un alma, única y milagrosa, sino una chapuza
que alguien, desde tiempos inmemoriales, había puesto en funcionamiento. Debió
de ser una conmoción para él ese instante de repentina lucidez adolescente. «Te
detuviste», le había dicho F., «me miraste de arriba abajo y me dijiste en un
curioso tono firme: A menudo me basta con ver cómo parpadean los ojos…». No se
acordaba. Había sido una conmoción destinada al olvido. Y, efectivamente, lo
habría olvidado para siempre si F. no se lo hubiera recordado.
Sumido en sus pensamientos, volvió a casa y abrió la puerta de la
habitación de Chantal. Ella estaba ordenando algo en su armario cuando a
Jean-Marc le apetecía ver cómo sus párpados le lavaban los ojos, esos ojos que
para él eran la ventana de un alma inefable. Fue hacia ella, la tomó por los
codos y le miró los ojos; en efecto, parpadeaban, incluso con bastante rapidez,
como si se supiera sometida a un examen.
Los párpados subían y bajaban rápido, demasiado rápido, mientras Jean-Marc
intentaba revivir la misma sensación de aquel joven de dieciséis años en quien
ese mecanismo ocular había producido una exasperante decepción. Pero más que
decepción, la velocidad anormal de los párpados y la repentina irregularidad de
su movimiento le inspiraban ternura: en el limpiaparabrisas de los párpados de
Chantal él veía el ala de su alma, el ala que se agitaba, que temblaba, presa
del pánico. Su emoción, como un relámpago, fue tan brusca que la estrechó entre
sus brazos.
Luego, al apartarla ligeramente, vio su rostro confuso, asustado, alarmado.
Le dijo:
—Quería ver los párpados, que te lavan la córnea como un limpiaparabrisas
lava el cristal de un coche.
—No entiendo ni una palabra de lo que dices —contestó ella, repentinamente
relajada.
Entonces él le habló del recuerdo olvidado que el amigo de antaño le había
evocado.
22
—Cuando F. me recordó esa frase que al parecer dije siendo aún adolescente,
me pareció totalmente absurda.
—Pues no —le dijo Chantal—, conociéndote, seguro que la dijiste. Todo
encaja. Acuérdate de lo que te pasó en medicina.
Nunca había subestimado el mágico momento en que un hombre elige su profesión.
Consciente de que la vida es demasiado corta como para que esa elección sea
reparable, le había angustiado comprobar que, espontáneamente, ninguna
profesión le atraía. Examinó con escepticismo el abanico de posibilidades que
se le ofrecía: ser fiscal, y dedicar toda la vida a perseguir a los demás; ser
maestro, y convertirse en víctima de niños mal educados; cualquier especialidad
técnica, sabiendo que todo progreso, salvo alguna pequeña ventaja, genera
enormes estragos; la charlatanería de las ciencias humanas, a la vez
sofisticada y hueca; arquitectura de interiores (le atraía por el recuerdo de
su abuelo, que había sido carpintero), totalmente al servicio de las modas que
él aborrecía; farmacia, reducidos los pobres farmacéuticos a vender cajas y frascos.
Cuando se preguntaba qué profesión elegiría para toda la vida, en su fuero
interior caía en el más incómodo de los silencios. Si, finalmente, eligió
medicina fue más por un ideal altruista que por obedecer a una secreta
preferencia: consideraba la medicina como la única ocupación indiscutiblemente
útil al hombre, y cuyo progreso técnico no genera efectos negativos graves.
Las decepciones no tardarían en llegar. En segundo, tuvo que pasarse el día
en la sala de disecciones: sufrió un choque del que jamás se repuso: era
incapaz de mirar de frente a la muerte; poco después, reconoció que la verdad
era aún peor: era incapaz de enfrentarse a un cuerpo: a su irreparable e
irresponsable imperfección; al reloj que rige su descomposición; a la sangre, a
las entrañas y a su dolor.
Debía de tener dieciséis años cuando le habló a F. del asco que le producía
el movimiento de los párpados. Cuando decidió estudiar medicina, tenía
diecinueve; en ese momento, al haber firmado ya el pacto del olvido, no
recordaba lo que le había dicho a F. tres años antes. Peor para él. Ese
recuerdo podría haberle puesto sobre aviso. Podría haberle hecho comprender que
su elección a favor de la medicina era del todo teórica y suponía un completo
desconocimiento de sí mismo.
De modo que estudió medicina durante tres años hasta que abandonó con un
sentimiento de naufragio. ¿Qué elegir después de aquellos años perdidos? ¿A qué
agarrarse si en su fuero interno permanecía tan mudo como antes? Bajó por
última vez la escalinata exterior de la facultad con la sensación de que iba a
encontrarse solo en el andén por el que habían pasado ya todos los trenes.
23
Para identificar a su corresponsal, Chantal miró discreta, pero
atentamente, a su alrededor. En la esquina había un bar: lugar ideal para quien
quisiera espiarla; desde allí se ve el portal de su casa, las dos calles por
las que pasa todos los días y la parada del autobús. Entró, se sentó, pidió un
café y examinó a los clientes. Vio en la barra a un joven, quien, al entrar ella,
había desviado la mirada. Era un cliente habitual al que conocía de vista. Se
acordó incluso de que, hacía tiempo, sus miradas se habían cruzado con
frecuencia y que, más adelante, simularon no verse.
Chantal preguntó un día por él a una vecina. «¡Si es el señor Dubarreau!».
«¿Dubarreau o Du Barreau?». La vecina no había podido decírselo. «Y su nombre,
¿lo sabe usted?». No, no lo sabía.
Du Barreau, las iniciales coincidían. De ser así, su admirador no sería un
tal Charles-Didier ni un tal Christophe-David; la «d» tan sólo representaría la
preposición y Du Barreau no tendría un nombre compuesto. Cyrille du Barreau.
Mejor aún: Charles. Se imagina a una familia de aristócratas provincianos
arruinados. Una familia risiblemente orgullosa de su preposición. Escenifica a
Charles du Barreau apoyado en la barra, haciendo gala de su indiferencia, y se
dice que aquella preposición le va como un guante, corresponde perfectamente a
su actitud displicente.
Poco después, Chantal camina por la calle con Jean-Marc, y Du Barreau se
acerca de frente. Ella lleva el collar rojo. Es un regalo de Jean-Marc, pero,
como le parece demasiado llamativo, lo lleva pocas veces. Se da cuenta de que
se lo ha puesto porque Du Barreau lo encuentra bonito. Él debía de ir pensando
(¡y con razón!) que se lo ha puesto por y para él. La mira de pasada, ella
también lo mira y, pensando en el collar, se ruboriza. Está segura de que él se
ha dado cuenta de que el rubor le ha bajado hasta el pecho. Pero ya han pasado
de largo, él ya se ha alejado de ellos y Jean-Marc, de pronto sorprendido, le
dice: «¡Te has puesto roja! ¿Por qué? ¿Qué te pasa?».
Ella también se sorprende; ¿por qué se habrá ruborizado? ¿Por vergüenza de
prestar demasiada atención a ese hombre? ¡Pero si la atención que le presta no
es sino una insignificante curiosidad! Dios mío, ¿por qué últimamente se
ruborizará tantas veces, con tanta facilidad, como una adolescente?
En efecto, se ruborizaba mucho cuando era adolescente; entonces iniciaba el
recorrido psicológico de la mujer, y su cuerpo, que empezaba a convertirse en
un estorbo, le daba vergüenza. Una vez adulta, olvidó ruborizarse. Luego, los
sofocos, con sus oleadas de calor, le anunciaron el final del recorrido, y su
cuerpo, una vez más, volvió a darle vergüenza. Al despertar de nuevo el pudor,
volvió a ruborizarse.
24
Llegaron otras cartas y se vio cada vez menos capaz de pasarlas por alto.
Eran inteligentes, decentes, no eran ridículas ni inoportunas. Su corresponsal
no pedía nada, no era en absoluto insistente. Tenía la sabiduría (o la astucia)
de dejar en la sombra su propia personalidad, su vida, sus sentimientos, sus
deseos. Era un espía: escribía sólo sobre ella. No eran cartas de seducción,
sino de admiración. Y, de haber seducción, había sido concebida como un largo trayecto.
La carta que acababa de recibir era sin embargo más temeraria: «Durante tres
días la he perdido de vista. Cuando he vuelto a verla, su porte tan ágil, tan
enaltecido, me ha maravillado. Se parecía usted a una llama que, para existir,
debe bailar y elevarse. Más esbelta que nunca, caminaba como rodeada de llamas,
llamas alegres, báquicas, ebrias, salvajes. Al pensar en usted, cubro su cuerpo
desnudo con un manto hecho de llameantes hebras. Envuelvo su cuerpo blanco con
un manto color carmín cardenal. Y, así arropada, la conduzco a una habitación
roja, a una cama roja, ¡mi roja cardenal, mi bellísima cardenal!».
Unos días después Chantal se compró un camisón rojo. De vuelta a casa, se
miró en el espejo. Se miraba desde todos los ángulos, levantaba lentamente el
bajo del camisón y se sentía más esbelta que nunca, su piel nunca había sido
tan blanca.
Llegó Jean-Marc. Se sorprendió de verla, con un camisón rojo magníficamente
entallado, caminar hacia él con paso coqueto y seductor, rodearle, rehuirle y
acercársele para enseguida huir otra vez. Dejándose seducir por el juego, la
persiguió por toda la casa. De inmediato se vio en la inmemorial situación del
hombre que persigue, fascinado, a una mujer. Ella corre alrededor de la gran
mesa redonda, embriagada a su vez por la imagen de la mujer que corre delante
de un hombre que la desea, luego se escapa hacia la cama y levanta el camisón
hasta el cuello. Jean-Marc la quiere aquel día con inesperada y renovada
fuerza. De pronto, Chantal tiene la impresión de que hay alguien allí, en la
habitación, alguien que los observa con enloquecida atención, ve su rostro, el
rostro de Charles du Barreau, quien le ha impuesto ese camisón, quien le ha
impuesto ese acto de amor, y, al imaginárselo, grita de gozo.
Ahora respiran el uno junto al otro, y la imagen del que la espía la
excita; susurra en el oído de Jean-Marc algo sobre un manto color carmín que
cubre su cuerpo desnudo para atravesar, cual bellísima cardenal, una iglesia
atestada de gente. Al oírlo, él la abraza y, mecido por las oleadas de
fantasías que ella no deja de susurrarle, le hace el amor.
Luego, todo vuelve a la calma; sólo queda ante sus ojos, en un rincón de la
cama, el camisón rojo, arrugado por sus cuerpos. Ante sus ojos entornados, esa
mancha roja se convierte en un arriate de rosas que exhala el frágil perfume
casi olvidado, el perfume de rosas que desea abrazar a todos los hombres.
25
Al día siguiente, un sábado por la mañana, Chantal abrió la ventana y vio
el cielo admirablemente azul. Se sintió alegre y feliz y, bruscamente, le dijo
a Jean-Marc, que estaba a punto de salir:
—¿Qué estará haciendo mi pobre Británicus?
—¿Por qué lo preguntas?
—¿Será aún tan lúbrico? ¿Vivirá todavía?
—¿Por qué te acuerdas de él ahora?
—No lo sé. Porque sí.
Jean-Marc se marchó y ella se quedó sola. Fue al cuarto de baño, luego
hacia el armario, con ganas de ponerse muy guapa. Miró las estanterías y algo
le llamó la atención. En la de la ropa interior, encima de una pila,
descansaba, bien doblado, su chal, que, en cambio, ella recordaba haber tirado
allí de cualquier manera. ¿Habría ordenado alguien sus cosas? La asistenta
viene una vez por semana y nunca se mete en sus armarios. Se sorprendió de su
poder de observación y se dijo que lo debería al aprendizaje de sus estancias
veraniegas hace años en la casa de campo. Allí se había sentido hasta tal punto
espiada que había aprendido a memorizar con precisión la manera en que ordenaba
sus cosas para poder detectar el mínimo cambio introducido por una mano ajena.
Encantada de que ese pasado hubiera quedado enterrado para siempre, se miró
satisfecha en el espejo y salió. Al llegar abajo, abrió el buzón en el que la
esperaba una carta. La metió en el bolso y pensó en el lugar en que la leería.
Se sentó en un parque, bajo las inmensas ramas otoñales de un tilo que ya
amarilleaba, abrasado por el sol.
«… sus tacones, que resuenan en la acera, me recuerdan los caminos que no
he recorrido y que se ramifican como las ramas de un árbol. Usted ha despertado
en mí la obsesión de mi primera juventud: imaginaba la vida ante mí como un
árbol. Lo llamaba entonces el árbol de las posibilidades. Sólo se ve la vida de
esa manera durante un corto periodo de tiempo. Después aparece como una
carretera impuesta de una vez por todas, como un túnel del que ya no se puede
salir.
»No obstante, la antigua aparición del árbol permanece en nosotros bajo la
forma de una indeleble nostalgia. Usted me ha recordado ese árbol y quiero, a
cambio, transmitirle su imagen, hacerle oír su cautivador murmullo».
Ella levantó la cabeza. Arriba, como un techo de oro adornado de pájaros,
se extendían las ramas del tilo. Como si fuera el mismo árbol del que hablaba
la carta. El árbol metafórico se confundía en su espíritu con su vieja metáfora
de la rosa. Tenía que volver a casa. En señal de despedida dirigió una vez más
la mirada hacia el tilo y se fue.
La verdad es que la rosa mitológica de su adolescencia no le había aportado
muchas aventuras y no le traía a la memoria ninguna situación concreta —con
excepción del recuerdo más bien gracioso de un inglés, mucho mayor que ella,
quien en su visita a la agencia de publicidad, hace al menos unos diez años,
estuvo haciéndole la corte durante media hora—. Sólo más adelante Chantal se
enteró de su fama de mujeriego y juerguista. Aquel encuentro no tuvo otras
consecuencias que convertirse en el blanco de las bromas con Jean-Marc (él fue
quien le puso el apodo de Británicus)
y despertar su curiosidad por algunas palabras que, hasta entonces, le habían
sido indiferentes: por ejemplo, la palabra «juerga» y también la palabra
«Inglaterra», que, contrariamente a lo que evoca en los demás, representa para
ella un lugar de placer y vicio.
Camino de regreso, Chantal sigue oyendo la algarabía de los pájaros en el
tilo y ve al viejo inglés vicioso; entre las brumas de esas imágenes sigue
caminando con paso ocioso hasta acercarse a la calle en la que vive; allí, a
unos cincuenta metros, ve que han sacado a la acera las mesas del bar y que su
joven corresponsal está sentado a una de ellas, solo, sin libro, sin periódico,
sin hacer nada; tiene ante él una copa de vino tinto y mira al vacío con la
expresión de una grata indolencia que se corresponde con la de Chantal. Su
corazón se dispara. ¡Todo parece diabólicamente preparado! ¿Cómo podía saber él
que se encontraría con ella justo después de que hubiera leído su carta?
Turbada como si caminara desnuda debajo de un manto rojo, se acerca a él, al
espía de sus intimidades. A pocos pasos, aguarda el momento en que él la llame.
¿Qué haría ella? ¡Nunca se había propuesto ese encuentro! Pero no puede salir
corriendo como una jovencita atemorizada. Con pasos siempre más lentos, pasa
intentando no mirarlo (Dios mío, se está comportando realmente como una
jovencita, ¿significa eso que ha envejecido de verdad?), pero curiosamente, con
divina indiferencia, sentado ante su copa de vino tinto, él sigue mirando al
vacío y no parece verla.
Chantal se aleja camino de su casa. ¿No se ha atrevido Du Barreau? ¿O habrá
dominado su impulso? No, en absoluto. Su indiferencia había sido tan sincera
que Chantal ya no puede dudar: se ha equivocado, se ha equivocado de un modo
absolutamente grotesco.
26
Por la noche fue a cenar con Jean-Marc a un restaurante. En la mesa de al
lado una pareja estaba sumida en un silencio sin fin. No es fácil sobrellevar
un silencio ante la mirada de los demás. ¿Adonde deben de dirigir esos dos la
mirada? Sería cómico que se miraran a los ojos sin decir nada. ¿Hacia el techo?
Sería algo así como si exhibieran su mutismo. ¿Hacia las mesas de al lado?
Correrían el riesgo de toparse con miradas irónicas atraídas por su silencio, y
sería aún peor.
Jean-Marc dijo a Chantal:
—Mira, no es que se odien. O que la indiferencia haya reemplazado al amor.
No puedes medir el recíproco afecto entre dos seres humanos por la cantidad de
palabras que intercambian. Simplemente no tienen nada en la cabeza. Tal vez
incluso, al no tener nada que decirse, se nieguen a hablar por delicadeza. Todo
lo contrario que mi tía. Cuando me la encuentro, no para de hablar. Intenté
comprender el mecanismo de su locuacidad. Cuenta dos veces todo lo que ve y
todo lo que hace. Que si se despertó por la mañana, que si sólo tomó café negro
para desayunar, que si su marido fue después a pasear, imagínate, Jean-Marc,
cuando volvió se puso a zapear delante de la tele, ¡imagínate!, luego se cansó
y se fue a ojear unos libros. Y así (según dice ella misma) se le pasa el
tiempo… No sabes, Chantal, cuánto me gustan esas frases simples, corrientes, y
que son como la definición de un misterio. Ese «y así se le pasa el tiempo» es
una frase fundamental. El problema de la gente es el tiempo, hacer que pase el
tiempo, que pase por sí solo, a solas, sin esfuerzo por su parte, sin que ellos
mismos, como agotados, se vean obligados a atravesarlo, y ésa es la razón por
la que habla mi tía, porque, hablando por los codos, hace, como quien no quiere
la cosa, que pase el tiempo, mientras que, cuando tiene la boca cerrada, el
tiempo se inmoviliza, sale de la oscuridad, enorme, pesado, y atemoriza a mi pobre
tía, quien, presa del pánico, busca enseguida a alguien a quien contar que su
hija tiene problemas con su hijo que tiene diarrea, sí, Jean-Marc, diarrea,
diarrea, ella fue a ver a un médico, tú no lo conoces, no vive lejos de aquí,
lo conocemos desde hace años, sí, Jean-Marc, desde hace muchos años, a mí
también me ha atendido ese médico, aquel invierno en que tuve la gripe, ¿te
acuerdas, Jean-Marc?, tuve una fiebre horrible…
Chantal sonrió y Jean-Marc le contó otro recuerdo:
—Tenía apenas catorce años cuando murió mi abuelo, no el carpintero, el
otro. Durante días emitió un sonido que no se parecía a nada, ni siquiera a un
gemido, porque no sufría, ni siquiera a las palabras que no habría conseguido
articular; no es que hubiera perdido el habla, simplemente no tenía nada que
decir, nada que comunicar, ningún mensaje concreto, no tenía ni con quien
hablar, ya no se interesaba por nadie, estaba solo con el sonido que emitía, un
único sonido, un «aaaaa» que sólo se
interrumpía cuando tenía que inspirar. Lo miraba como hipnotizado; es algo que
nunca conseguí olvidar, porque, aun siendo chiquillo, me pareció entender que
así es la existencia como tal enfrentada al tiempo como tal; y comprendí que a
ese enfrentamiento es a lo que llamamos aburrimiento. El aburrimiento de mi
abuelo se expresaba mediante aquel sonido, mediante aquel «aaaaa» infinito,
porque sin ese «aaaaa» el tiempo lo habría aplastado, y mi abuelo no tenía
contra el tiempo más que una única arma, aquel pobre «aaaaa» que no tenía fin.
—¿Quieres decir que se aburría mientras se moría?
—Sí, es exactamente lo que quiero decir.
Hablan de la muerte, del aburrimiento, beben un burdeos, se ríen, se
divierten, son felices.
Luego Jean-Marc retomó el hilo de su pensamiento:
—Creo que el grado de aburrimiento, si pudiera medirse, es hoy más elevado
que antes. Porque las profesiones de antes, al menos la mayoría, eran
impensables sin una apasionada dedicación: los campesinos enamorados de su
tierra; mi abuelo, el mago de las hermosas mesas; los zapateros que conocían de
memoria los pies de los vecinos del pueblo; los guardabosques; los jardineros;
supongo que incluso los soldados mataban entonces con pasión. El sentido de la
vida no era un interrogante, formaba parte de ellos, de un modo muy natural, en
sus talleres, en sus campos. Cada profesión había creado su propia mentalidad,
su propia manera de ser. Un médico no pensaba como un campesino, un militar se
comportaba de un modo distinto a un maestro. Hoy somos todos iguales, todos
unidos por la común indiferencia hacia nuestro trabajo. Esta indiferencia ha
pasado a ser pasión. La única gran pasión colectiva de nuestro tiempo.
—Sin embargo —dijo Chantal—, dime, tú mismo, cuando fuiste monitor de
esquí, cuando escribiste en revistas sobre arquitectura de interiores o más
tarde sobre medicina, o cuando trabajaste como dibujante en una carpintería…
—… sí, es lo que más me ha gustado, pero no funcionó…
—… o cuando estuviste en el paro sin hacer nada, ¡tú también debes de
haberte aburrido!
—Todo cambió cuando te conocí. No porque mis trabajitos pasaran a ser más
apasionantes, sino porque convierto todo lo que ocurre a mi alrededor en tema
de conversación contigo.
—Podríamos hablar de otra cosa, ¿no?
—Dos personas que se aman, solas, aisladas del mundo, es algo hermoso.
¿Pero con qué alimentarían sus conversaciones? Por muy miserable que sea el
mundo, lo necesitan para poder hablarse.
—Podrían callarse.
—¿Como esos dos de la mesa de al lado? —rió Jean-Marc—. Oh, no, ningún amor
sobrevive al mutismo.
27
El camarero se inclinaba sobre la mesa con el postre. Jean-Marc pasó a otro
asunto:
—Supongo que recordarás al mendigo que vemos de vez en cuando por nuestra
calle.
—No.
—Sí, seguro que te habrá llamado la atención. Un tipo cuarentón que parece más
un funcionario o un maestro que un mendigo. Es tal el apuro que siente al
tender la mano para pedir que está como petrificado. ¿No lo recuerdas?
—No.
—¡Sí, acuérdate! Se coloca siempre debajo de un plátano, el único árbol,
por cierto, que han dejado en la calle. Puedes incluso ver las ramas desde la
ventana de casa.
Repentinamente el plátano le devolvió la imagen del mendigo:
—¡Ah, sí, ya lo veo!
—Sentí muchísimas ganas de hablarle, de empezar con él una conversación, de
saber exactamente quién es, pero no te imaginas lo difícil que es.
Chantal ya no escucha las últimas palabras de Jean-Marc; tiene ante sí al
mendigo. El hombre debajo del árbol. Un hombre apagado, cuya discreción llama
la atención. Al ir siempre impecablemente vestido, los transeúntes apenas se
dan cuenta de que es un mendigo. Hace unos meses, se dirigió a ella y, con
mucha cortesía, le pidió una limosna.
Entretanto, Jean-Marc seguía:
—Es difícil porque debe de ser desconfiado. No entendía que yo quería
hablar con él. ¿Por curiosidad? Debe de temerla. ¿Por piedad? Es humillante.
¿Proponerle algo? Pero ¿qué podría yo proponerle? Intenté ponerme en su piel
para entender lo que él podría esperar de los demás. Pero no encontré nada.
Chantal lo imagina debajo de su árbol y, de golpe, como un fogonazo, el
árbol le remite a la sospecha de que él es el autor de las cartas. Gracias a la
metáfora del árbol se había traicionado, él, el hombre debajo del árbol, lleno
de la imagen de su árbol. Rápidamente se encadenan las reflexiones: nadie más
que él, el hombre sin empleo y que dispone de todo su tiempo, puede deslizar
discretamente una carta en su buzón, nadie más que él, oculto tras la nada,
inadvertido, puede seguirla en su vida cotidiana.
—Podría decirle —prosigue Jean-Marc—: Ayúdeme, por favor, a ordenar el
trastero. Se negaría, no por pereza, sino porque no tiene ropa de trabajo y
necesita mantener su traje en perfecto estado. Sin embargo, me gustaría tanto
hablar con él. ¡Es mi alter ego!
Sin escuchar a Jean-Marc, Chantal dice:
—¿Cómo puede ser su vida sexual?
—¿Su vida sexual? —rió Jean-Marc—. Pues, ¡de ninguna manera, nula! ¡Vive
sólo de sueños!
Sólo de sueños, se dijo Chantal. De modo que ella sólo es el sueño de un
desgraciado. ¿Por qué la habrá elegido a ella, precisamente a ella?
Pero Jean-Marc seguía con su idea fija:
—Un día quisiera decirle: Acompáñeme a tomar un café, es usted mi alter ego. Vive usted la suerte de la
que escapé sólo por casualidad.
—No digas tonterías —dijo Chantal—. Nunca estuviste amenazado por semejante
suerte.
—Jamás olvidaré el momento en que dejé la facultad y comprendí que había
perdido todos los trenes.
—Sí, lo sé, lo sé —dijo Chantal, que había oído esa historia muchas veces—,
pero ¿cómo puedes comparar aquella derrota con la auténtica desgracia de un hombre
que espera a que un transeúnte le ponga una moneda en la mano?
—No es una derrota abandonar los estudios; a lo que entonces renuncié fue a
las ambiciones. De pronto era un hombre sin ambiciones. Y, al perder mis
ambiciones, me encontré de golpe al margen del mundo. Peor aún: no tenía
ningunas ganas de encontrarme en otra parte. Tanto más cuanto que no me sentía
amenazado por la miseria. Pero, si no tienes ambiciones, si no te sientes ávido
de éxitos, de reconocimiento, te instalas al borde del abismo. Me instalé allí,
es cierto, con todas las comodidades. Aun así, me instalé al borde del abismo.
Estoy, pues, sin exagerar, en el bando de ese mendigo y no en el del dueño de
este estupendo restaurante en el que estoy tan a gusto.
Chantal se dice: Me he convertido en el ídolo erótico de un mendigo.
¡Menudo honor! Pero enseguida rectifica: ¿Y por qué los deseos de un mendigo
han de ser menos respetables que los de un hombre de negocios? Sin esperanzas,
sus deseos adquieren una calidad inapreciable: son libres y sinceros.
Luego la sobrecogió otra imagen: el día en que con el camisón rojo hacía el
amor con Jean-Marc, aquel tercero que los había observado, que estaba con
ellos, no era el hombre del bar, ¡era el mendigo! Sí, ¡era él quien había
cubierto sus hombros con el manto rojo, quien la había convertido en una
viciosa cardenal! Por unos instantes esa idea le parece penosa y más bien
molesta, pero su sentido del humor, enseguida, puede más y, en el fondo de sí
misma, en silencio, se ríe. Imagina a aquel hombre, infinitamente tímido,
pegado a la pared de su habitación, con su conmovedora corbata y la mano
tendida, que con la mirada fija de un vicioso los mira retozar ante él. Se le
antoja que, una vez terminada la escena de amor, ella se levanta de la cama, desnuda
y bañada en sudor, recoge su bolso de la mesa, busca una moneda y se la pone en
la mano. Apenas puede aguantar la risa.
28
Jean-Marc miraba a Chantal, cuyo rostro, de pronto, se iluminó con una
secreta alegría. No tenía ganas de preguntarle cuál era el motivo, contento con
saborear el placer de mirarla. Mientras ella se perdía en imágenes cómicas, él
se decía que Chantal era su único vínculo sentimental con el mundo. Cuando le
hablan de prisioneros, perseguidos y hambrientos, no conoce otra manera de
sentirse personal y dolorosamente afectado por sus desgracias que la de
imaginarse a Chantal en su lugar. Si le hablan de mujeres violadas durante una
guerra civil, es a Chantal a quien violan. Ella y nadie más lo sacude de su
indiferencia. Sólo por mediación suya es capaz de compartir.
Hubiera querido decírselo, pero le avergonzaba mostrarse patético. Sobre
todo cuando le sobrevino otra idea, del todo contraria: ¿y si perdiera a ese
ser único que le une a los humanos? No se refería a la muerte, más bien a algo
más sutil, inasible, cuya idea le perseguía estos últimos tiempos: un día, él
no la reconocería; un día, se daría cuenta de que Chantal no es la Chantal con
la que ha vivido, sino aquella mujer de la playa por quien la había tomado; un
día, la certeza que representaba Chantal para él se revelaría ilusoria y ella
pasaría a serle tan indiferente como todas las demás.
Ella le tomó la mano:
—¿Qué te pasa? Te has vuelto triste. Desde hace unos días me doy cuenta de
que andas triste. ¿Qué te pasa?
—Nada, no pasa nada.
—Sí. Dime qué te pone triste en este momento.
—Imaginaba que eras otra persona.
—¿Cómo?
—Que eras otra persona que la que imagino. Que me he equivocado sobre tu
identidad.
—No te entiendo.
Él veía una pila de sostenes. La triste pila de sostenes. La ridícula pila
de sostenes. Pero, más allá, reaparecía enseguida el rostro real de Chantal
sentada frente a él. Sentía el contacto de la mano de ella sobre la suya, y la
impresión de tener enfrente a un extraño o a un traidor se eclipsaba rápidamente.
Sonreía:
—Olvídalo. No he dicho nada.
29
Con la espalda pegada a la pared de la habitación en la que hacían el amor,
la mano tendida y los ojos mirando ávidamente sus cuerpos desnudos: así es como
ella se lo imaginó durante la cena en el restaurante. Ahora, está con la
espalda pegada al árbol y la mano torpemente tendida hacia los transeúntes.
Primero, Chantal simula que no lo ve, luego, consciente y voluntariamente, con
la vaga idea de zanjar una situación enmarañada, se detiene ante él. Sin
levantar los ojos él repite su fórmula: «Una ayuda, por favor».
Ella lo mira: va ansiosamente aseado, lleva corbata, el pelo canoso peinado
hacia atrás. ¿Es guapo? ¿Es feo? Su condición lo sitúa más allá de lo guapo y
lo feo. Ella tiene ganas de decirle algo pero no sabe qué. Apurada, no puede
hablar; abre el bolso, busca una moneda, pero, salvo unos cuantos céntimos, no
encuentra nada. Allí está él plantado, inmóvil, con la terrible palma tendida
hacia ella, y su inmovilidad incrementa aún más el peso del silencio. Decirle
ahora, perdone, no llevo nada, le parece imposible, quiere darle un billete,
pero sólo encuentra uno de doscientos francos; es una limosna desproporcionada
que la ruboriza: siente como si mantuviera a un amante imaginario, como si le pagara
de más para que le enviara cartas de amor. Cuando, en lugar del frío metal, el
mendigo siente en su mano el papel, levanta la cabeza, y ella le ve los ojos,
llenos de sorpresa. Es una mirada asustada, y ella, incómoda, se aleja
rápidamente.
Cuando Chantal le puso el billete en la mano aún creía que se lo entregaba
a su admirador. Sólo al alejarse fue capaz de una mayor lucidez: no había
habido en sus ojos chispa alguna de complicidad; ninguna muda alusión a una
aventura común; nada, sino una total y sincera sorpresa; nada, sino el asustado
asombro de un pobre. De pronto, todo queda aclarado: pensar que ese hombre es
el autor de las cartas es el colmo de lo absurdo.
Le sube a la cabeza la irritación contra sí misma. ¿Por qué presta tanta
atención a semejante tontería? ¿Por qué, incluso imaginariamente, se presta a
esa aventura montada por un desocupado que se aburre? La idea del montón de
cartas oculto debajo de los sostenes se le hace de pronto insoportable. Se
figura a un observador que desde un lugar secreto examina todo lo que hace,
pero sin saber lo que ella piensa. Según lo que viera, no podría sino
considerarla como una mujer trivialmente sedienta de hombres, peor, una mujer
romántica y tonta que guarda como un objeto sagrado cualquier testimonio de amor
con el que soñara.
Al no poder soportar por más tiempo esa mirada burlona del observador
invisible, en cuanto llega a casa va hacia el armario. Ve la pila de sostenes y
algo llama su atención. Por supuesto, ayer ya lo había notado: su chal no
estaba doblado como ella suele dejarlo. Pero esta vez no puede ignorar esa
huella de una mano que no es la suya. ¡Ah, conque es eso! ¡Él ha leído las
cartas! ¡Él la vigila! ¡Él la espía!
La invade una irritación que dirige contra varios blancos: contra el hombre
desconocido que, sin permiso, la molesta con sus cartas; contra sí misma por
haberlas ocultado tan estúpidamente; y contra Jean-Marc, que la espía. Toma el
montón de cartas y va (¡cuántas veces lo habrá hecho ya!) al lavabo. Allí,
antes de romperlas en mil pedazos y de desprenderse de ellas tirando de la
cadena, las mira por última vez y, llena de desconfianza, ve algo en la letra
que despierta sus sospechas. La examina atentamente: siempre la misma tinta,
los caracteres muy grandes, ligeramente inclinados hacia la izquierda, pero
distintos de una carta a otra, como si el que las hubiera escrito no hubiera
conseguido reproducir siempre la misma letra. Esta observación le parece hasta
tal punto extraña que, una vez más, no rompe las cartas y se sienta a la mesa
para releerlas. Se detiene en la segunda, en la que la describe en la
tintorería: ¿qué ocurrió entonces? Ella iba con Jean-Marc; él llevaba la
maleta. En la tienda, de eso se acuerda muy bien, fue Jean-Marc quien hizo reír
a la dueña. Su corresponsal menciona esa risa. Pero ¿cómo pudo oírla? Afirma
que lo vio desde la calle. Pero ¿quién habría podido observarla sin que ella se
diera cuenta? Eliminado Du Barreau, eliminado el mendigo, queda una única
persona: el que estaba con ella en la tintorería. Y la fórmula «algo
artificialmente añadido a su vida», que ella había interpretado como un lance
torpe contra Jean-Marc, era de hecho un coqueteo narcisista del propio
Jean-Marc. Sí, su narcisismo le ha traicionado, un narcisismo plañidero que
quería decirle: en cuanto encuentras a otro hombre en tu camino, yo ya no soy
sino un objeto inútil, añadido a tu vida. Luego se acuerda de aquella curiosa
frase al final de la cena en el restaurante. Le había dicho que, tal vez, se
había equivocado acerca de su identidad. ¡Que tal vez ella fuera otra persona!
«La sigo como un espía», le había escrito en la primera carta. Así que él es
ese espía. ¡La examina, experimenta con ella para probarse a sí mismo que ella
no es como él cree que es! Le escribe cartas con el nombre de un desconocido y
observa después su comportamiento, ¡la espía hasta en su armario, hasta entre
sus sostenes!
Pero ¿por qué lo hace?
Una sola respuesta se impone: quiere tenderle una trampa.
Pero ¿por qué quiere tenderle una trampa?
Para quitársela de encima. De hecho, él es más joven y ella ha envejecido.
Por mucho que oculte sus sofocos, ha envejecido y se nota. Busca un motivo para
dejarla. No podría decirle: Has envejecido y yo soy joven. Es demasiado
correcto para eso, demasiado amable. Pero en cuanto tenga la certeza de que
ella le ha traicionado, la dejará con la misma facilidad, con la misma frialdad
con las que había apartado de su vida a su viejo amigo F. Esa frialdad, tan
extrañamente alegre, siempre la había atemorizado. Ahora comprende que ese temor
era premonitorio.
30
Jean-Marc había inscrito el rubor de Chantal muy al principio del libro de
oro de su amor. Se habían visto por primera vez en medio de mucha gente, en una
sala alrededor de una larga mesa llena de copas de champán y platos con
emparedados, terrinas y jamón. Era un hotel de montaña; entonces él era monitor
y le habían invitado, por pura casualidad y tan sólo en aquella ocasión, a
unirse a los miembros de una convención que terminaba por la noche con un
pequeño cóctel. Les presentaron, de pasada, rápidamente, sin que pudieran
siquiera retener sus respectivos nombres. Sólo pudieron intercambiar unas
palabras en presencia de los demás. Sin ser invitado, Jean-Marc acudió al día
siguiente tan sólo para volver a verla. Cuando apareció, ella se ruborizó. Se
le ruborizaron no sólo las mejillas, sino el cuello, y aún más abajo, sobre
todo el escote, se puso magníficamente roja ante todos, roja por y para él. Ese
rubor había sido su declaración de amor, ese rubor lo decidió todo. Casi media
hora después, consiguieron encontrarse a solas en la penumbra de un pasillo;
sin pronunciar palabra, ávidamente, se besaron.
El que más adelante, durante años, él ya no la viera ruborizarse le
confirmó el carácter excepcional de aquel rubor que, en la lejanía de su
pasado, resplandecía como un rubí de inefable precio. Luego, un día, ella le
dijo que los hombres ya no se vuelven para mirarla. Las palabras, en sí mismas
insignificantes, pasaron a ser importantes gracias al rubor al que iban asociadas.
No pudo permanecer mudo ante el lenguaje del color, que era el de su amor y
que, unido a la frase que ella había pronunciado, le pareció hablar de la
tristeza de envejecer. Por eso, oculto tras la máscara de un extraño, él le
había escrito: «Soy como un espía, es usted bella, muy bella».
Cuando depositó la primera carta en el buzón, no había pensado siquiera en
mandarle otras. No tenía plan alguno, no apuntaba a porvenir alguno, sólo
quería halagarla, ahora, enseguida, quitarle aquella deprimente impresión de
que los hombres ya no se volvían para mirarla. No intentaba prever sus
reacciones. Si, aun así, se hubiera esforzado por adivinarlas, habría supuesto
que ella le enseñaría la carta diciéndole: «¡Mira, pese a todo, los hombres
todavía no me han olvidado!», y, con toda la inocencia de un hombre enamorado,
habría añadido a las del desconocido sus propios elogios.
Pero ella no le enseñó nada. Al no haber punto final, el asunto quedó en
suspenso. A los pocos días, él la sorprendió dominada por el pensamiento de la
muerte, en un estado de tal desesperación que, quisiéralo o no, siguió con las
cartas.
Mientras le escribía la segunda carta, iba diciéndose: Me convierto en
Cyrano; Cyrano: el hombre que, oculto tras la máscara de otro, declara su amor
a la mujer a quien ama; que, sin la carga de su nombre, ve estallar su
elocuencia repentinamente liberada. Por eso, al pie de la carta, había añadido
la firma: C.D.B., un código personal. Como si quisiera dejar una huella secreta
de su paso. C.D.B.: Cyrano de Bergerac.
Y Cyrano seguía siendo. Al sospechar que ella había dejado de creer en sus
encantos, él evocaba por ella su cuerpo. Procuraba designar cada una de sus
partes, el rostro, la nariz, los ojos, el cuello, las piernas, para que ella
volviera a presumir de su cuerpo. Se alegraba al comprobar que ella se vestía
con mayor placer, que estaba más alegre, pero el éxito de su propósito al mismo
tiempo le desalentaba: antes, a ella no le gustaba llevar el collar rojo,
incluso cuando él se lo pedía; ahora, ella obedecía a la voluntad de otro.
Cyrano no puede vivir sin celos. El día en que irrumpió en la habitación en
la que Chantal se inclinaba sobre una estantería del armario, la notó azorada.
Le habló de los párpados que lavan los ojos, simulando no haber visto nada;
sólo al día siguiente, cuando estuvo a solas en la casa, abrió el armario y
encontró sus dos cartas debajo de la pila de sostenes.
Entonces, pensativo, se preguntó por qué ella no se las había enseñado; la
respuesta le pareció sencilla. Si un hombre escribe cartas a una mujer, lo hace
para preparar el terreno en el que, más adelante, la abordará para seducirla.
Y, si la mujer guarda en secreto esas cartas, lo hace para que su discreción de
hoy proteja la aventura de mañana. Y, si además las conserva, lo hace porque
está dispuesta a entender esa futura aventura como una relación de amor.
Había permanecido largo tiempo ante el armario abierto y, después, cada vez
que depositaba otra carta en el buzón, iba a comprobar que se encontraba en su
lugar, debajo de los sostenes.
31
Chantal sufriría si se enterara de una infidelidad de Jean-Marc, pero eso
respondería a lo que, en rigor, podría esperar de él. Pero el que la espiara,
que la sometiera a aquel experimento inquisitorial, no correspondía a nada de
lo que sabía de él. Cuando se conocieron, él no quería saber nada, no quería
enterarse de nada relacionado con su vida pasada. Ella compartió rápidamente el
radicalismo de aquel rechazo. Nunca guardaba secreto alguno para él y sólo se
los callaba cuando él mismo no quería oír hablar de ellos. No ve, pues, motivo
alguno para que, de repente, él se pusiera a sospechar de ella y a vigilarla.
De pronto, se acuerda de la frase acerca del manto color carmín cardenal
que la había trastornado, y sintió vergüenza: ¡cuán receptiva había sido a las
imágenes que alguien había sembrado en su cabeza!, ¡qué ridículo debió de
parecerle! La había metido en una jaula como un conejo. Maligno y divertido, él
observa sus reacciones.
¿Y si se equivocara? ¿No se había equivocado ya dos veces creyendo haber
desenmascarado a su corresponsal?
Va en busca de unas cartas que Jean-Marc le había escrito en otros tiempos
y las compara con las de C.D.B. Jean-Marc tiene una letra ligeramente inclinada
hacia la derecha, con caracteres más bien pequeños, mientras que en todas las
cartas del desconocido la letra es voluminosa e inclinada hacia la izquierda.
Pero es precisamente esa diferencia demasiado evidente la que traiciona el
engaño. Quienquiera que disimule su propia letra tenderá ante todo a cambiarle
la inclinación y el tamaño. Chantal intenta comparar las «efes», las «aes», las
«oes» de Jean-Marc con las del desconocido. Comprueba que, pese al distinto
grosor, su perfil es más bien parecido. Pero, cuanto más sigue comparándolas,
una y otra vez, más insegura va sintiéndose. Claro, como no es grafóloga, no
puede estar segura de nada.
Elige una carta de Jean-Marc y otra firmada C.D.B. y las mete en el bolso.
¿Qué hacer con las demás? ¿Encontrarles un mejor escondite? ¿Para qué?
Jean-Marc sabe que las tiene e incluso dónde las guarda. No debe darle a
entender que se siente vigilada. Las deja, pues, en el armario, en el sitio
donde siempre estuvieron.
Luego llamó a la puerta de un grafólogo. Un joven con un traje oscuro la
recibió y la condujo por un pasillo a un despacho donde, detrás de una mesa,
estaba sentado otro hombre, forzudo y en mangas de camisa. Mientras el joven
permanecía apoyado en la pared del fondo, el forzudo se levantó y le tendió la
mano.
El hombre volvió a su asiento y ella ocupó una silla frente a él. Depositó
la carta de Jean-Marc y la de C.D.B. encima de la mesa: mientras explicaba,
apurada, lo que quería saber, el hombre le dijo en un tono muy distante:
—Puedo hacerle un análisis psicológico del hombre cuya identidad usted
conoce. Pero es difícil hacer el análisis psicológico de una letra falsificada.
—No necesito un análisis psicológico. Conozco de sobra la psicología del
hombre que escribió estas cartas, si es que, como supongo, las escribió él.
—Si la entiendo bien, usted lo que quiere es tener la certeza de que la
persona que le ha escrito esta carta (su amante o su marido) es la misma que
cambió su letra en esta otra. Usted quiere desenmascararle.
—No es exactamente eso —dijo ella, incómoda.
—No del todo, pero casi. Sólo que, señora, yo soy un grafólogo-psicólogo,
no un detective privado, ni colaboro con la policía.
Cayó el silencio en el pequeño despacho y ninguno de los dos hombres quería
romperlo porque ninguno de los dos la compadecía.
Chantal sintió alzarse en el interior de su cuerpo una oleada de calor, una
poderosa, salvaje, expansiva oleada; se puso roja, roja por todo el cuerpo; una
vez más las palabras sobre el manto color carmín cardenal se le pasaron por la
cabeza, ya que, efectivamente, su cuerpo se encontraba en aquel momento
envuelto en un suntuoso manto hecho de llameantes hebras.
—Usted se ha equivocado de dirección —añadió el forzudo—. En esta oficina
no nos dedicamos a delatar a la gente.
Al oír la palabra «delatar», su llameante manto pasó a ser un manto de
vergüenza. Se levantó para recuperar las cartas. Pero, antes de que pudiera
hacerlo, el joven que la había acogido en la puerta pasó al otro lado de la
mesa; de pie junto al forzudo, miró atentamente las dos letras y dijo:
—Se trata por supuesto de la misma persona. —Luego, dirigiéndose a ella—:
¡Mire esa «te», mire esa «ge»!
De pronto, Chantal lo reconoce: ese joven es el camarero del bar de la
ciudad normanda en la que ella esperaba a Jean-Marc. Y, al reconocerlo, oye en
el interior de su cuerpo en llamas su propia voz sorprendida: ¡Todo esto no es
verdad! ¡Estoy delirando, estoy delirando, esto no puede ser verdad!
El joven levantó la cabeza, la miró (como si quisiera mostrar su rostro
para darse a conocer del todo) y le dijo, con una sonrisa a la vez suave y
despectiva:
—¡Sí, es la misma letra! Lo único que ha hecho es agrandarla e inclinarla
hacia la izquierda.
Ella no quiere oír nada más, la palabra «delatar» ha barrido todas las
demás palabras. Se siente como una mujer que delata a su amado a la policía
aportando como prueba un cabello encontrado en el lecho de la infidelidad. En
fin, tras recuperar sus cartas, sin decir palabra, da media vuelta para
marcharse. Una vez más, el joven ha cambiado de lugar: está cerca de la puerta y
se la abre. Ella se encuentra a seis pasos de él, y esa corta distancia le
parece infinita. Está roja, ardiendo, bañada en sudor. El hombre ante ella es
arrogantemente joven y, arrogantemente, mira su pobre cuerpo. ¡Su pobre cuerpo!
Bajo su mirada ella lo siente envejecer a ojos vistas, aceleradamente, y a
plena luz.
Le parece revivir la misma situación que en el bar a la orilla del mar
normando cuando, con su sonrisa meliflua, él había interceptado su paso hacia
la puerta y ella temió no poder salir. Cree que hará la misma maniobra, pero él
permanece correctamente de pie al lado de la puerta del despacho y la deja
pasar; luego, con el paso inseguro de una anciana, ella se encamina por el
pasillo hacia la puerta de entrada (sintiendo el peso de su mirada sobre su
espalda empapada) y, cuando por fin se encuentra en el rellano, tiene la
sensación de haber escapado de un gran peligro.
32
El día en que iban caminando juntos por la calle sin decirse nada, sin ver
a su alrededor sino a paseantes desconocidos, ¿por qué se había ruborizado de
repente ella? Era inexplicable: desconcertado, Jean-Marc no había podido
entonces reprimir su reacción: «¡Te has puesto roja! ¿Por qué te has puesto
roja?». Ella no le había contestado y él se sintió turbado al ver que a ella le
ocurría algo que él ignoraba por completo.
Como si este episodio volviera a encender el regio color del libro de oro
de su amor, él le escribió la carta sobre el manto color carmín cardenal.
Siempre en su papel de Cyrano, había realizado su mayor hazaña: la había
hechizado. Estaba orgulloso de su carta, de su seducción, pero sentía unos
celos más fuertes que nunca. Había creado un fantasma de hombre y, sin
quererlo, sometía a Chantal a una prueba para calibrar su receptibilidad a la
seducción de otro.
Sus celos no se parecían a los que había conocido en su juventud cuando la
imaginación aguijoneaba una torturante fantasía erótica; esta vez era menos
dolorosa, pero más devastadora: poco a poco, iba transformando a una mujer
amada en simulacro de mujer amada. Y, como Chantal ya no era un ser seguro para
él, ya no quedaba agarradero estable alguno en el caos sin valores que es el
mundo. Frente a la Chantal transubstanciada (o desubstanciada), una extraña
indiferencia melancólica se había apoderado de él. No indiferencia hacia ella,
sino indiferencia hacia todo. Si la vida de Chantal es un simulacro, también lo
es toda la vida de Jean-Marc.
Finalmente, su amor pudo con los celos y las dudas. Se inclinaba sobre el
armario abierto, los ojos fijos en los sostenes, cuando, bruscamente, sin
comprender cómo había ocurrido, se sintió conmovido. Conmovido por ese gesto
inmemorial de las mujeres que ocultan una carta entre la ropa interior, ese
gesto mediante el cual su Chantal, única e inimitable, se situaba en el infinito
cortejo de sus congéneres. Nunca quiso saber nada de aquella parte de su vida
íntima que él no había compartido. ¿Por qué debería interesarse ahora, e
incluso indignarse por ella?
Por otro lado, se preguntó, ¿qué es un secreto íntimo? ¿Será ahí donde
reside lo más individual, lo más original, lo más misterioso de un ser humano?
¿Serán esos secretos íntimos los que convierten a Chantal en ese ser único al
que ama? No. Es secreto lo más corriente, lo más trivial, lo más repetitivo y
común a todos: el cuerpo y sus necesidades, sus enfermedades, sus manías, el
estreñimiento, por ejemplo, o la menstruación. Si ocultamos púdicamente esas
intimidades no es porque sean tan personales, sino, por el contrario, porque
son lamentablemente impersonales. ¿Cómo puede estar resentido con Chantal por
pertenecer a su sexo, parecerse a otras mujeres, llevar sostenes y, de paso,
compartir la misma psicología de los sostenes? ¡Como si él mismo no tuviera
alguna tonta peculiaridad eternamente masculina! Los dos provienen de aquel
taller de chapuzas donde les habían estropeado los ojos con un movimiento
desarticulado de los párpados y les habían instalado una pequeña y maloliente
fábrica en el vientre. Los dos tienen un cuerpo en el que el alma ocupa muy
poco espacio. ¿No deberían perdonárselo mutuamente? ¿No deberían ir más allá de
las pequeñas miserias que ocultan en el fondo de sus cajones? Le sorprendió una
inmensa compasión y, para zanjar de una vez esta historia, decidió escribirle
una última carta.
33
Inclinado sobre una hoja de papel, vuelve a evocar lo que el Cyrano que era
(que era todavía, por última vez) llamaba el árbol de las posibilidades. El
árbol de las posibilidades: la vida tal como se muestra al hombre, quien,
sorprendido, acaba de llegar al umbral de su vida de adulto: abundantes ramas
llenas de abejas que cantan.
Y cree comprender por qué ella nunca le ha enseñado las cartas: quería oír
el murmullo del árbol, a solas, sin él, porque él, Jean-Marc, representaba el
fin de todas las posibilidades, la reducción (incluso si se trataba de una
feliz reducción) de su vida a una única posibilidad. Ella no podía hablarle de
aquellas cartas porque, mediante ese acto de sinceridad, habría revelado
enseguida (a sí misma y a él) que no le interesaban demasiado las posibilidades
que prometían las cartas, que renunciaba de antemano a ese árbol perdido que él
le señalaba. ¿Cómo podía estar resentido contra ella? Él fue quien, a fin de
cuentas, quiso que escuchara la música de unas ramas llenas de murmullos. Ella
se había comportado, pues, según el deseo de Jean-Marc. Había obedecido a su
voluntad.
Inclinado sobre su hoja de papel, se dijo: El eco de ese murmullo debe
permanecer en Chantal aunque termine la aventura de las cartas. De modo que
escribe que un imprevisto ineludible le obliga a partir. Luego matiza esta
afirmación: «¿Será realmente un imprevisto, o, más bien, no habré escrito mis
cartas precisamente porque sabía que quedarían sin respuesta? ¿No será la
certeza de mi partida lo que me permitió hablarle con total sinceridad?».
Partir. Sí, es el único desenlace posible, pero ¿adonde? Reflexiona. ¿Sin
nombrar el lugar de destino? Sería demasiado romántico y misterioso. O
indelicadamente evasivo. No cabe duda de que su existencia debe permanecer en
la sombra, y por eso no puede revelar los motivos de su partida, ya que éstos
indicarían la identidad imaginaria del corresponsal, su profesión, por ejemplo.
Sin embargo, sería más natural decir adonde va. ¿Alguna ciudad en Francia? No.
No sería motivo suficiente como para interrumpir una correspondencia. Debe
marcharse lejos. ¿Nueva York? ¿México? ¿Japón? Sería poco creíble. Debe
inventar alguna ciudad extranjera aunque cercana, trivial. ¡Londres! Claro que
sí; le parece tan lógico, tan natural, que se dice sonriendo: En efecto, sólo
puedo irme a Londres. Y enseguida se pregunta: ¿Por qué precisamente Londres me
parece tan natural? De pronto surge el recuerdo del hombre de Londres con el
que Chantal y él habían bromeado tantas veces, el tipo mujeriego que, hacía
años, había entregado a Chantal su tarjeta de visita. El inglés, el británico,
a quien Jean-Marc había apodado Británicus.
No, no está mal: Londres, la ciudad de los sueños lúbricos. Allí es donde el
adorador desconocido iría a confundirse con la multitud de juerguistas,
falderos, ligones, erotómanos, pervertidos y viciosos; allí desaparecería para
siempre.
Y piensa aún: dejará caer en su carta la palabra «Londres» a modo de firma,
como un rastro apenas perceptible de sus conversaciones con Chantal. En silencio,
se burla de sí mismo: quiere permanecer en el anonimato, no ser identificado,
porque el juego lo exige. Sin embargo, un deseo contrario, un deseo
perfectamente injustificado, irracional, secreto, sin duda estúpido, le incita
a no pasar del todo desapercibido, a dejar una huella, a ocultar en algún lugar
una firma en clave gracias a la cual un observador desconocido y
excepcionalmente lúcido podría identificarle.
Al bajar la escalera para depositar la carta en el buzón, oyó gritos de
voces agudas. Al llegar abajo, los vio: una mujer con tres niños delante del
panel de los timbres. Pasó por su lado al dirigirse hacia los buzones en la
pared de enfrente. Cuando se volvió, vio que la mujer llamaba al timbre en el
que estaba escrito su nombre y el de Chantal.
—¿Busca a alguien? —preguntó.
La mujer le dijo un nombre.
—Sí, soy yo.
Dio un paso atrás y lo miró con ostentosa admiración:
—¡Ah, es usted! ¡Me alegro de conocerle! ¡Soy la cuñada de Chantal!
34
Desconcertado, no tuvo más remedio que invitarles a subir.
—No quisiera molestarles —dijo la cuñada cuando entraron todos en la casa.
—No me molestan. Además, Chantal no tardará en llegar.
La cuñada se puso a hablar; de vez en cuando lanzaba una mirada a los niños
que permanecían tranquilos, tímidos, casi aturdidos.
—Me gustaría que Chantal los conozca —dijo acariciando la cabeza de uno de
ellos—. Nacieron después de que se fuera. Le gustaban los niños. Llenaban
nuestra casa de campo. Su marido era más bien odioso, no debería hablar así de
mi hermano, pero volvió a casarse y ha dejado de vernos. —Y riendo—: En
realidad, ¡siempre preferí Chantal a su marido! —Volvió a dar un paso atrás y
miró a Jean-Marc de arriba abajo con una mirada a la vez admirativa y
provocadora—: ¡Por fin supo elegir a un hombre! He venido a decirles que serán
ustedes bienvenidos en casa. Le agradecería que viniera y nos devolviera así a
Chantal. La casa estará abierta para ustedes siempre que quieran. Siempre.
—Gracias.
—¡Qué alto es usted, no sabe cuánto me gusta! Mi hermano es más bajo que
Chantal. Siempre me pareció que ella lo trataba como si fuera su madre. Lo
llamaba «ratita», ¿se da cuenta?, ¡como a una niña! Me la imaginaba siempre
—dijo riendo a carcajadas— llevándole en brazos, meciéndolo y murmurándole
¡«ratita mía», «ratita mía»!
Hizo unos pasos de baile con los brazos tendidos como si llevara un bebé y
repitió: «¡Ratita mía, ratita mía!». Continuó con su danza unos instantes más,
exigiendo en respuesta la risa de Jean-Marc. Para satisfacerla, él esbozó una
sonrisa e imaginó a Chantal frente a un hombre al que llamaba «ratita». La
cuñada seguía hablando mientras él no podía evitar aquella imagen que le
horrorizaba: la imagen de Chantal llamando «ratita» a un hombre (más bajo que
ella).
Se oyó un ruido en la habitación de al lado. Jean-Marc se dio cuenta de que
los niños ya no estaban junto a ellos. ¡Artera estrategia de invasores! Al
abrigo de su insignificancia habían conseguido escabullirse a la habitación de
Chantal; primero silenciosos como un ejército secreto, luego, al cerrar
discretamente la puerta tras ellos, con la furia de los conquistadores.
Jean-Marc se mostraba inquieto, pero la cuñada le tranquilizó:
—No es nada. Son niños. Juegan.
—Sí —dijo Jean-Marc—, ya veo que juegan —y se dirigió hacia el alboroto de
la habitación.
La cuñada fue más rápida. Abrió la puerta: habían convertido una silla
giratoria en tiovivo; un niño se había tumbado boca abajo en la silla y daba
vueltas mientras los demás lo observaban gritando.
—Juegan, ya se lo he dicho —repitió la cuñada volviendo a cerrar la puerta.
Luego, guiñando un ojo cómplice—: Son niños, ¿qué quiere? Es una pena que no
esté Chantal. Me gustaría tanto que los conociera.
El ruido en la habitación de al lado se ha convertido en griterío, y
Jean-Marc ha perdido las ganas de calmar a los niños. Ve ante él a una Chantal,
en medio del corro familiar, meciendo en sus brazos a un hombre bajito al que
llama «ratita». A esa imagen va a unirse otra: Chantal guardando celosamente
las cartas de un admirador desconocido para no cortar por lo sano una promesa
de aventuras. Esa Chantal no se le parece; esa Chantal no es aquella a quien
ama; esa Chantal es un simulacro. Le invade un extraño impulso destructor y se
regodea con el jaleo que arman los niños. Desea que destruyan la habitación,
que destruyan todo ese pequeño mundo que amaba y que ha pasado a ser un
simulacro.
—Mi hermano —seguía entretanto la cuñada— era demasiado enclenque para
ella, ya me entiende, enclenque… —se ríe— en todos los sentidos. Ya me
entiende, ya me entiende, ¿no? —Y sigue riendo—. Por cierto, ¿puedo darle un
consejo?
—Si usted quiere.
—¡Un consejo muy íntimo!
Acercó su boca a él y le contó algo, pero, al rozar la oreja de Jean-Marc,
sus labios emitieron un sonido que hicieron inaudibles las palabras. Se alejó y
rió:
—¿Qué me dice?
Él no había entendido nada pero también se rió.
—¡Conque le ha hecho gracia! —dijo la cuñada, y añadió—: Podría contarle un
montón de cosas por el estilo. Sabe usted, no había secretos entre nosotras. Si
tiene algún problema con ella, dígamelo, ¡puedo darle buenos consejos! —Se
ríe—. ¡Sé cómo domarla!
Y Jean-Marc piensa: Chantal siempre había hablado con hostilidad de su
familia política. ¿Cómo podía la cuñada manifestar por ella una simpatía tan
franca? ¿Qué querrá decir exactamente, pues, el que Chantal los hubiera odiado?
¿Cómo se puede al mismo tiempo odiar algo y adaptarse con tanta facilidad a lo
que se odia?
En la habitación de al lado los niños arrasan, y la cuñada, con un gesto
dirigido a ellos, sonríe:
—¡Veo que no le molesta! Usted es como yo. ¿Sabe?, no soy una mujer muy
ordenada, me gusta que haya movimiento, que las cosas den mil vueltas, que la
gente cante, en fin, ¡que amo la vida!
Sobre el ruido de fondo de los gritos infantiles, prosiguen sus
pensamientos: ¿será realmente tan admirable la facilidad con la que Chantal
sabe adaptarse a lo que odia? ¿Será realmente un triunfo tener dos caras? Él se
había recreado con la idea de que, entre la gente del mundo de la publicidad,
ella es como un intruso, un espía, un enemigo enmascarado, un terrorista
potencial. Pero no es un terrorista, es más bien, y aquí debe recurrir a la
terminología política, un colaboracionista. Un colaboracionista al servicio de
un poder detestable con el que no se identifica, que trabaja para él aunque permanece
ajeno a él y que, un día, ante sus jueces, alegará en su defensa que tenía dos
caras.
35
Chantal se detuvo en el umbral y, sorprendida, permaneció allí casi un
minuto porque ni Jean-Marc ni su cuñada habían notado su presencia. Oía la voz
estrepitosa que hacía tanto tiempo no había escuchado: «Usted es como yo.
¿Sabe?, no soy una persona muy ordenada, me gusta que haya movimiento, que las
cosas den mil vueltas, que la gente cante, en fin, ¡que amo la vida!».
Por fin la mirada de la cuñada se detuvo sobre ella:
—Chantal, ¡vaya sorpresa!, ¿no? —exclamó y se precipitó para besarla.
Chantal sintió en la comisura de los labios la humedad de la boca de su cuñada.
La irrupción de una niña rompió la incomodidad que había causado la
aparición de Chantal.
—Ésta es nuestra Corinne —anunció la cuñada a Chantal; luego, dirigiéndose
a la niña dice—: Saluda a tu tía. —Pero la niña no le hizo ningún caso a
Chantal y anunció que quería hacer pipí. La cuñada, sin vacilar, como si ya
conociera muy bien la casa, se dirigió con Corinne hacia el pasillo y
desapareció en el baño.
—Dios mío —murmuró Chantal, aprovechando la ausencia de su cuñada—: ¿Cómo
nos habrán encontrado?
Jean-Marc se alzó de hombros. Como la cuñada había dejado abiertas tanto la
puerta del pasillo como la del baño, no podían decirse casi nada. Oían a la vez
caer la orina en la taza y la voz de la cuñada que les informaba acerca de la
familia y que sólo se interrumpía para dirigirse a la meona de su hija.
Chantal recordó: un día, durante unas vacaciones en la casa de campo, ella
se había encerrado en el baño; de pronto alguien tiró del picaporte. Como
odiaba sostener conversaciones a través de la puerta del baño, no contestó.
Desde la otra punta de la casa alguien gritó para calmar al impaciente: «¡Está
Chantal!». Pese a la información, el impaciente sacudió aún varias veces el
picaporte como si quisiera protestar contra el mutismo de Chantal.
El ruido de la cisterna tomó el relevo del de la orina mientras Chantal
sigue recordando la gran casa de campo de hormigón, invadida de sonidos que
nadie sabía de dónde provenían. Se había acostumbrado a oír los suspiros de su
cuñada durante el coito (sus inútiles sonidos querían seguramente ser una
provocación, no tanto sexual como moral: el rechazo manifiesto de cualquier
secreto); un día, le llegaron de nuevo los suspiros del amor, pero al cabo de
un tiempo comprendió que se trataba de la respiración y los gemidos de una
abuela asmática al otro lado de la casa sonora.
La cuñada volvió al salón.
—Ya está, vete —le dijo a Corinne, quien corrió a la habitación de al lado
para reunirse con los demás niños. Luego se dirigió a Jean-Marc—: No le
reprocho a Chantal que haya dejado a mi hermano. Hubiera podido tal vez dejarlo
incluso antes. Pero le reprocho que nos haya olvidado. —Y volviéndose hacia
Chantal—: ¡Representamos, pese a todo, gran parte de tu vida! No puedes
negarlo, Chantal, no puedes borrarnos, ¡no puedes cambiar tu pasado! Tu pasado
es el que es. No puedes negar que fuiste feliz con nosotros. ¡He venido a
decirle a tu nuevo compañero que los dos seréis bienvenidos en mi casa!
Chantal la escuchaba mientras se decía que había vivido el suficiente
tiempo con esa familia sin manifestar su alteridad como para que su cuñada, con
toda (o casi toda) la razón, se sintiera contrariada de que, después de su
divorcio, rompiera todo vínculo con ellos. ¿Por qué había sido tan amable y
condescendiente durante los años de matrimonio? No sabía ella misma cómo
nombrar aquella actitud. ¿Docilidad? ¿Hipocresía? ¿Indiferencia? ¿Disciplina?
Mientras vivió su hijo, estaba dispuesta a aceptar aquella vida en
colectividad, bajo una constante vigilancia, con la suciedad colectiva, con el
nudismo casi obligatorio alrededor de la piscina, con la inocente promiscuidad
que le permitía saber, gracias a sutiles huellas para despistar, quién había
pasado por el cuarto de baño antes que ella. ¿Le gustaba aquello? No, le
asqueaba, pero se trataba de un asco suave, silencioso, no combativo,
resignado, casi apacible, algo burlón, nunca rebelde. Si su hijo no hubiera
muerto, habría vivido así hasta el final de sus días.
En la habitación la algarabía iba en aumento. La cuñada gritó:
«¡Silencio!», pero su voz, más alegre que enfadada, no parecía querer calmar
los aullidos, sino más bien sumarse al alboroto.
Chantal pierde la paciencia y entra en su habitación. Los niños han trepado
a los sillones, pero ella ni los ve; atónita, mira el armario; la puerta está
abierta de par en par; y delante, esparcidos por el suelo, sus sostenes, sus
bragas y, entre ellos, sus cartas. Sólo poco después se da cuenta de que la
mayor de las niñas se ha atado un sostén a la cabeza de manera que las cazuelas
destinadas a los pechos se empinan sobre su cabello como el casco de un cosaco.
—¡Mírenla! —La cuñada se ríe con una mano amistosamente apoyada en el
hombro de Jean-Marc—. ¡Miren, miren, se ha disfrazado!
Chantal ve las cartas en el suelo. Siente cómo le sube la ira a la cabeza.
Hace apenas una hora había salido del consultorio del grafólogo donde la habían
tratado con desprecio y, con el cuerpo en llamas, no había podido hacerles
frente. Ahora está harta de sentirse culpable: aquellas cartas ya no
representan para ella algún ridículo secreto del que debiera avergonzarse;
simbolizan ahora ya la falsedad de Jean-Marc, su maldad, su traición.
La cuñada se percató de la glacial reacción de Chantal. Sin dejar de hablar
y reírse, se inclinó sobre la niña, le quitó el sostén de la cabeza y se agachó
para recoger la ropa interior.
—No, no, te lo mego, déjalo —dijo Chantal en tono firme.
—Como quieras, como quieras, sólo quería ayudar.
—Lo sé —dijo Chantal mirando a su cuñada, que volvió a apoyarse en el
hombro de Jean-Marc.
De pronto, a Chantal le parece que se acoplan bien el uno al otro, que
forman una pareja perfecta, una pareja de vigilantes, una pareja de espías. No,
no tiene la mínima intención de cerrar la puerta del armario. La deja abierta
como prueba de su rapiña. Se dice: esta casa es mía, y siento un enorme deseo
de estar sola en ella; de estar en ella soberbia y soberanamente sola. Y lo
dice en voz alta:
—Esta casa es mía y nadie tiene derecho a abrir mis armarios y remover mi
ropa. Nadie.
Y digo bien: nadie.
Esta última palabra iba destinada mucho más a Jean-Marc que a su cuñada.
Pero, para no revelar nada ante la intrusa, enseguida se dirigió exclusivamente
a ella:
—Te ruego que te vayas.
—Nadie ha removido tu ropa —dijo la cuñada a la defensiva.
Por toda respuesta Chantal hizo un movimiento con la cabeza en dirección al
armario abierto, con la ropa y las cartas esparcidas por el suelo.
—¡Dios mío, pero si han sido los niños jugando! —dijo la cuñada, y los
niños, como si sintieran vibrar la ira en el aire, callaban con su consabido
sentido de la diplomacia.
—Te lo ruego —repitió Chantal señalándole la puerta.
Uno de los niños llevaba en la mano una manzana que había birlado de una
fuente de la mesa.
—Devuelve la manzana a donde estaba —le dijo Chantal.
—¡Debo de estar soñando! —gritó la cuñada.
—Devuelve la manzana. ¿Quién te ha dado permiso?
—¿Le niegas una manzana a un niño?, ¡debo de estar soñando!
El niño
devolvió la manzana a la fuente, la cuñada tomó al niño por la mano, los otros
dos se unieron a ellos y se marcharon.
36
A solas con Jean-Marc, Chantal no ve diferencia alguna entre él y los que
acaban de marcharse.
—Casi había olvidado —dijo— que compré hace tiempo esta casa para ser por
fin libre, para que nadie me espiara, para poder ordenar mis cosas donde
quisiera y para estar segura de que se quedan en el sitio donde las he
ordenado.
—Ya te he dicho en alguna ocasión que mi lugar está al lado de aquel
mendigo y no a tu lado. Estoy al margen del mundo. Tú, en cambio, te has
colocado en el centro.
—Y tú te has instalado en una marginalidad muy cómoda que, además, no te
cuesta un centavo.
—Siempre estaré dispuesto a abandonar esa cómoda marginalidad. Tú, en
cambio, jamás renunciarás a esa ciudadela de conformismo en la que te has
asentado con tus múltiples caras.
37
Un minuto antes, Jean-Marc hubiera querido explicar las cosas, confesar su
mistificación, pero aquel intercambio de palabras ha hecho que cualquier
diálogo sea imposible. Ya no tiene nada que decir, porque es cierto que aquella
casa es de ella y no suya; ella le ha dicho que él se había instalado en una
marginalidad muy cómoda y que, además, no le costaba un centavo, y es verdad:
gana una quinta parte de lo que gana ella, y toda la relación de los dos está
cimentada sobre el acuerdo tácito de que nunca hablarían de aquella
desigualdad.
Permanecían los dos de pie, cara a cara, separados por una mesa. Chantal
sacó un sobre de su bolso, lo abrió y desplegó la carta que él acababa de
escribirle hacía apenas una hora. No sólo no se ocultó en absoluto, sino que
incluso se exhibió. Imperturbable, le leyó en voz alta la carta que había
tenido la intención de mantener en secreto. Luego la devolvió al bolso, lanzó a
Jean-Marc una mirada casi indiferente y, sin decir palabra, se fue a su
habitación.
Él vuelve a pensar en lo que ella ha dicho: «Nadie tiene derecho a abrir
mis armarios y remover mi ropa». De modo que había entendido, Dios sabe cómo,
que él conoce la existencia de aquellas cartas y también dónde las oculta. Ella
quiere demostrarle que lo sabe y que le da igual. Que ha decidido vivir a su
aire, sin hacerle caso. Que, a partir de ahora, está dispuesta a leerle en voz
alta las cartas de amor escritas por él. Con esa indiferencia se anticipa a la
ausencia de Jean-Marc. Para ella, él ya no está allí. Ya lo ha desalojado.
Chantal permaneció largo tiempo en su habitación. Jean-Marc oía la furiosa
voz del aspirador restableciendo el orden después del follón que habían armado
los intrusos. Luego ella fue a la cocina. Diez minutos después, lo llamó. Se
sentaron a la mesa para una frugal comida fría. Por primera vez en su vida en
común no pronunciaron ni una palabra. Masticaban a toda velocidad una comida de
la que ni sentían el gusto.
Y otra vez ella se retiró a su habitación. Sin saber qué hacer (incapaz de
hacer nada), él se puso el pijama y se acostó en la amplia cama en la que solían
estar juntos. Pero aquella noche ella no salió de su habitación. Pasaba el
tiempo, y él era incapaz de conciliar el sueño. Por fin, se levantó y pegó la
oreja a la puerta. La oyó respirar con regularidad. Aquel sueño tranquilo,
aquella facilidad con la que se había dormido le torturaban. Permaneció así
mucho tiempo, con la oreja pegada a la puerta, y se dijo que ella era mucho
menos vulnerable de lo que había creído. Y que, tal vez, se había equivocado
cuando la tomó por la más débil y a sí mismo por el más fuerte.
Así pues, ¿quién es el más fuerte? Cuando los dos pisaban el terreno del
amor, tal vez él lo fuera realmente. Pero, una vez que el terreno del amor se
ha hundido bajo sus pies, ella es la más fuerte y él el débil.
38
En su cama estrecha, Chantal no dormía tan bien como él creía; era un
dormir cien veces interrumpido y poblado de sueños desagradables y
deshilvanados, absurdos, insignificantes y penosamente eróticos. Cada vez que
se despierta de este tipo de sueños se siente incómoda. Éste es, piensa, uno de
los secretos de la vida de las mujeres, de cada una de las mujeres, esa
promiscuidad nocturna que convierte en sospechosa cualquier promesa de
fidelidad, cualquier pureza, cualquier inocencia. En nuestro siglo ya nadie
tiene reparos, pero Chantal se complace en imaginar a la princesa de Cléves, o
a la casta Teresa de Ávila, o a la Madre Teresa, quien, aún hace poco, recorría
sudorosa el mundo con sus buenas obras, saliendo de sus noches como de una
cloaca de vicios inconfesables, improbables, imbéciles, para volver a ser, de
día, virginales y virtuosas. Así ha sido su noche: se ha despertado varias
veces, siempre después de extrañas orgías con hombres que ella no conocía y que
le repugnaban.
De buena mañana, para no caer otra vez en aquellos hoscos placeres, se
vistió y ordenó en una pequeña maleta algunos enseres necesarios para un corto
viaje. Cuando ya estaba a punto de salir, ve a Jean-Marc en pijama en la puerta
de su habitación.
—¿Adonde vas? —preguntó él.
—A Londres.
—¿A hacer qué en Londres? ¿Por qué Londres?
Ella dijo pausadamente:
—Tú sabrás por qué a Londres.
Jean-Marc se ruborizó.
Y ella repitió:
—Tú sabrás, ¿no? —Y le miró a la cara.
¡Qué triunfo el suyo al ver que esta vez era él quien se ponía rojo! Con
las mejillas ardiendo, él dijo:
—No, no sé por qué a Londres.
Chantal no se cansaba de verle ruborizarse.
—Tenemos una convención en Londres —dijo—. Lo supe ayer noche. Comprenderás
que no tuve ni la ocasión ni las ganas de decírtelo.
Estaba segura de que él no podía creerla y se alegraba de que su mentira
fuera tan descamada, tan impúdica, tan insolente, tan hostil.
—He llamado un taxi. Tengo que bajar. Llegará de un momento a otro.
Le sonrió como cuando se sonríe a modo de saludo o despedida. Y, en el
último momento, como si no fuera su intención, como si se le escapara un gesto,
puso su mano derecha en la mejilla de Jean-Marc; aquel gesto fue corto, no duró
más de uno o dos segundos, luego ella le dio la espalda y salió.
39
Jean-Marc siente en la mejilla el contacto de su mano, más exactamente el
contacto de la yema de tres dedos, y es una huella fría, como después de tocar
una rana. Sus caricias eran siempre lentas, apacibles, como si quisieran
alargar el tiempo. En cambio, aquellos tres dedos fugitivos en su mejilla no
eran una caricia, sino una llamada. Como alguien que, atrapado en una tormenta
por una ola que lo arrastra, no dispone más que de un gesto fugaz para decir:
«¡Recuerda que estuve ahí! ¡Que he pasado por ahí! Pase lo que pase, ¡no me
olvides!».
Se viste como un autómata y piensa en lo que han hablado acerca de Londres:
«¿Por qué a Londres?», había preguntado él y ella le había respondido: «Tú
sabrás por qué a Londres». En clara alusión a su última carta. Ese «tú sabrás»
quería decir: conoces la existencia de la carta. Pero sólo ella y su remitente
podían conocer la existencia de esa carta, que acababa de recoger en el buzón.
Dicho de otra manera, Chantal había arrancado la máscara del pobre Cyrano y
quiso decirle: Tú mismo me has invitado a ir a Londres, y te obedezco.
Pero, si ella ha adivinado (Dios mío, pero Dios mío, ¿cómo ha podido
adivinarlo?) que él era el autor de las cartas, ¿por qué se lo habrá tomado tan
mal? ¿Por qué es tan cruel? Si lo ha adivinado todo, ¿por qué no ha adivinado
también los motivos de su engaño? ¿De qué es sospechoso? Detrás de todas esas
preguntas, no tiene sino una certeza: él no la entiende. Ella, por su parte,
tampoco ha entendido nada. Sus reflexiones han tomado direcciones opuestas y le
parece que ya no volverán a encontrarse.
El dolor que siente no pretende ser aplacado, muy al contrario, remueve el
cuchillo en la llaga y lo lleva como se lleva una injusticia, a la vista de
todos. No tiene la paciencia de esperar a que vuelva Chantal para explicarle el
malentendido. En su fuero interno, sabe muy bien que ésta sería la única
actitud razonable, pero el dolor no quiere atender a razones, tiene la suya
propia, que no es razonable. Lo que quiere su razón no razonable es que, a su
regreso, Chantal encuentre la casa vacía, sin él, tal como lo proclamó, para
poder vivir sola, sin ser espiada. Mete en su bolsillo unos billetes, todo el
dinero que tiene, y duda un momento si debe o no llevarse sus llaves. Termina
por dejarlas sobre una mesilla en la entrada. Cuando ella las vea, comprenderá
que él ya no volverá. Tan sólo quedarán ahí como recuerdo unas cuantas
chaquetas y camisas en un armario y unos cuantos libros en la biblioteca.
Sale sin saber qué hará. Lo importante es dejar aquella casa que ya no es
la suya. Dejarla antes de decidir adonde irá después. Tan sólo al llegar a la
calle se permite pensar qué hará.
Pero, una vez abajo, siente la extraña sensación de encontrarse fuera de lo
real. Tiene que detenerse en la acera para poder reflexionar. ¿Adonde ir? Tiene
en la cabeza varias ideas disparatadas: al Périgord, donde vive parte de su
familia de campesinos, que siempre lo acoge con satisfacción; a cualquier
hotelucho de París. Mientras reflexiona, un taxi se detiene en un semáforo. Le
hace una seña.
40
Por supuesto, en la calle no la esperaba ningún taxi, y Chantal no tenía ni
idea de adonde ir. Su decisión había sido totalmente improvisada, provocada por
un aturdimiento que era incapaz de controlar. En aquel momento sólo deseaba una
cosa: no verle al menos durante un día y una noche. Pensó en ir a un hotel allí
mismo, en París, pero la idea le pareció enseguida muy tonta: ¿qué haría
durante el día? ¿Pasearse por calles que apestan? ¿Encerrarse en una habitación
de hotel? ¿Para hacer qué? Luego se le ocurre ir en coche al campo, al azar,
encontrar un lugar tranquilo y quedarse allí uno o dos días. Pero ¿dónde?
Sin saber muy bien cómo, se encontró en una parada de autobús. Tuvo ganas
de subirse al primero que pasara y dejarse llevar hasta el final.
Un autobús se detuvo y le sorprendió ver que un letrero señalaba, entre
otras paradas, la de la Gare du Nord.
De ahí salen los trenes para Londres.
Tiene la impresión de ser guiada por una conspiración de coincidencias y se
le antoja que se trata de un hada madrina que ha venido en su ayuda. Londres:
cuando había dicho a Jean-Marc que iría allá era tan sólo para que él supiera
que lo había desenmascarado. Ahora, le sobreviene una idea: tal vez Jean-Marc
se tomara en serio lo de Londres y tal vez vaya a buscarla a la estación. Otra
idea, más tenue, más audible, como la voz de un pajarito, viene a encadenarse a
ésta: si Jean-Marc está realmente allí, ese curioso malentendido llegará a su
fin. Esta idea es como una caricia, pero una caricia demasiado corta porque, al
instante, Chantal se subleva de nuevo contra él y rechaza cualquier atisbo de
nostalgia.
Así pues, ¿adonde irá y qué hará? ¿Y si fuera realmente a Londres? ¿Si
dejara que su mentira se materializara? Se acuerda de que en su agenda conserva
la dirección de Británicus. Británicus: ¿qué edad tendrá? Sabe que
un reencuentro con él es lo menos probable del mundo. ¿Entonces? Pues mejor.
Llegará a Londres, paseará, se quedará a dormir en un hotel y, mañana, volverá
a París.
Al rato esa idea no le satisface: al dejar atrás su casa, creía que
reencontraría su independencia y, en realidad, se deja manipular por una fuerza
desconocida e incontrolada. La decisión de irse a Londres, que le han soplado
descabelladas casualidades, es una locura. ¿Por qué creer que esa conspiración
de coincidencias trabaja en su favor? ¿Por qué tomarla por un hada madrina? ¿Y
si el hada fuera maléfica y conspirara para llevarla a la perdición? Se promete
a sí misma: cuando el autobús llegue a la Gare du Nord, no se moverá de su
asiento; seguirá hasta el final del trayecto.
Pero, cuando el autobús se detiene, se sorprende a sí misma apeándose. Y,
como si algo la aspirara, se dirige hacia la estación.
Ve en el inmenso vestíbulo la escalinata de mármol que conduce hacia la
sala de espera de los pasajeros con destino a Londres. Quiere mirar el horario,
pero, antes de poder hacerlo, oye entre risas su nombre. Se detiene y descubre
a sus compañeros de trabajo agrupados al pie de la escalinata. Cuando entienden
que ella los ha localizado, sus risas se vuelven aún más fuertes. Son como
colegiales que hubieran tramado con éxito una gran broma, un soberbio número de
magia.
—¡Ahora sabemos qué hay que hacer para que vengas con nosotros! Si hubieras
sabido que estábamos aquí, ¡hubieras inventado como siempre una excusa! ¡Con lo
individualista que eres! —Y, de nuevo, se echan a reír.
Chantal sabía que Leroy planeaba una convención en Londres, pero estaba
prevista para dentro de tres semanas. ¿Cómo es que se encuentran hoy allí? Una
vez más, tiene el extraño sentimiento de que lo que ocurre no es real, de que
no puede ser verdad. Pero otro asombro toma inmediatamente el relevo del
anterior: contrariamente a todo lo que ella podría suponer, se siente
sinceramente feliz de la presencia de sus compañeros, agradecida por que le
hubieran preparado esta sorpresa.
Al subir la escalinata, una joven compañera la toma por el brazo, y Chantal
se dijo que Jean-Marc no hacía sino arrebatarla en todo momento de la vida que
habría tenido que ser la suya. Le oye decir: «Te has colocado en el centro». Y
aún: «Te has asentado en una fortaleza de conformismo». Chantal contesta ahora:
Sí. ¡Y de ahí no me sacarás!
Entre la multitud de viajeros, su joven compañera, siempre del brazo, la
conduce hacia el control de policía situado ante otra escalinata que baja hacia
los andenes. Como embriagada, continúa con su muda discusión con Jean-Marc y le
suelta: ¿Qué juez habrá decidido que el conformismo está mal y el no conformismo
está bien? ¿Acaso conformarse no es acercarse a los demás? ¿Acaso no es el
conformismo ese gran punto de encuentro al que todos convergen, en el que la
vida es más densa, más ardiente?
Desde lo alto de la escalinata ve el tren de Londres, moderno y elegante, y
añade aún: Ya sea una suerte o una desgracia haber nacido en esta tierra, la
mejor manera de pasar la vida es dejarse llevar, como yo en este momento, por
una multitud alegre y ruidosa que avanza.
41
Una vez en el taxi, él dijo: «¡A la Gare du Nord!» y aquél fue el momento
de la verdad: puede dejar la casa, puede arrojar las llaves al Sena, puede
dormir en la calle, pero no tiene fuerzas para alejarse de ella. Ir tras ella a
la estación es un gesto de desesperación, pero el tren de Londres es el único
indicio, el único que ella le ha dejado, y Jean-Marc todavía no está en
condiciones de desatenderlo, por ínfima que sea la probabilidad que le señale
el camino adecuado.
Al llegar a la estación, el tren de Londres estaba allí. Sube la escalinata
de cuatro en cuatro y compra su billete; la mayoría de los viajeros ya había
pasado; bajó el último al andén, que estaba estrictamente vigilado; a lo largo
del tren se paseaban unos policías con pastores alemanes amaestrados para
detectar explosivos; subió a su vagón lleno de japoneses con sus máquinas de
fotos colgadas del cuello; encontró su lugar y se sentó.
Entonces fue cuando le saltó a la vista su comportamiento absurdo. Se
encuentra en un tren en el que, con toda probabilidad, no está la persona a
quien busca. Dentro de tres horas, estará en Londres sin saber por qué y con lo
justo para pagar el viaje de vuelta. Desamparado, se levantó y salió al andén
con la vaga tentación de volver a casa. Pero ¿cómo entrar sin llaves? Las había
dejado encima de la mesilla de la entrada. De nuevo lúcido, sabe ahora que este
gesto no era sino una farsa sentimental que había representado para sí mismo,
ya que la portera tiene una copia de la llave y que naturalmente se la daría.
Dudoso aún, miró hacia el fondo del andén y vio que todas las salidas estaban
cerradas. Paró a un policía y le preguntó cómo podía salir de allí; el policía
le explicó que ya era imposible; por razones de seguridad, cuando se sube a ese
tren ya no se puede salir; los pasajeros deben permanecer en su sitio para
garantizar con su vida que no han colocado ninguna bomba; son muchos los
terroristas islámicos e irlandeses que sueñan con una masacre en el túnel
submarino.
Volvió a subir, una revisora le sonrió, todo el personal sonrió y él se dijo:
Con múltiples y forzadas sonrisas, así es como acompañan este cohete arrojado
al túnel de la muerte, este cohete donde los guerreros del aburrimiento,
turistas norteamericanos, alemanes, españoles, coreanos, se disponen a
arriesgar su vida para el gran combate. Se sentó y, en cuanto se movió el tren,
dejó su asiento y salió en busca de Chantal.
Entró en un vagón de primera. A un lado del pasillo había asientos para una
sola persona, al otro, para dos; en medio del vagón, los asientos estaban
enfrentados de modo que los viajeros iban conversando ruidosamente. Chantal se
encontraba entre ellos. La veía de espaldas: reconocía la forma infinitamente
conmovedora y casi graciosa de su cabeza con el moño anticuado. Sentada junto a
la ventanilla, participaba en la conversación, que era animada; sólo podían ser
sus compañeros de trabajo; así pues, ¿no había mentido? Por improbable que
pareciera, no, seguro que no había mentido.
Permanecía inmóvil; oía muchas risas entre las que distinguía la de
Chantal. Estaba alegre. Sí, ella estaba alegre y eso le dolía. Miraba sus
gestos llenos de una vivacidad que él desconocía. No oía lo que decía, pero
veía su mano que se alzaba y volvía a caer con energía; le fue imposible
reconocer esa mano; era la mano de otra persona; no tenía la impresión de que
Chantal le traicionara, era otra cosa: le parecía que ella ya no existía para
él, que se había ido a otra parte, a otra vida, en la que, si se la encontraba,
no la reconocería.
42
Chantal dijo en un tono desafiante:
—¿Cómo ha podido un trotskista convertirse en creyente? ¿Cuál es la lógica?
—Querida amiga, usted conocerá la famosa consigna de Marx: cambiar el
mundo.
—Naturalmente.
Chantal estaba sentada cerca de la ventanilla, frente a la mayor de sus
compañeros de trabajo, la señora distinguida con los dedos cubiertos de
anillos; al lado de la señora, Leroy prosiguió:
—Ahora bien, nuestro siglo nos ha hecho comprender algo enorme: el hombre
no es capaz de cambiar el mundo y nunca lo cambiará. Es la conclusión
fundamental de mi experiencia de revolucionario. Conclusión, por otra parte,
aceptada tácitamente por todo el mundo. Pero hay otra que va más lejos: el
hombre no tiene derecho a cambiar lo que Dios ha creado. Hay que ir hasta el
final de esta prohibición.
Chantal lo miraba con deleite: él no hablaba como alguien que impartiera
una clase, sino como un provocador. Es lo que Chantal aprecia en él: ese tono
seco que convierte en provocación todo lo que hace, según la sagrada tradición
de los revolucionarios o de los vanguardistas; nunca olvida épater le bourgeois, incluso cuando dice
las verdades más convencionales. Por otra parte, ¿acaso las más provocadoras
verdades («¡burgueses al paredón!») no pasan a ser las más convencionales
cuando llegan al poder? Lo convencional puede, en cualquier momento, pasar a
ser provocación y la provocación, a ser convencional. Lo que importa es la
voluntad de ir hasta el final de cualquier actitud. Chantal imagina a Leroy en
las tumultuosas reuniones de la rebelión estudiantil de 1968, repartiendo, a su
modo inteligente, lógico y seco, las consignas contra las que toda resistencia
del sentido común estaba condenada al fracaso: la burguesía no tiene derecho a
la vida; el arte que la clase obrera no entiende debe desaparecer; la ciencia
al servicio de los intereses de la burguesía carece de valor; fuera con los
enseñantes; no hay libertad para los enemigos de la libertad. Cuanto más
absurda era la frase que pronunciaba, más orgulloso de ella se sentía, porque
sólo una gran inteligencia es capaz de insuflar un sentido lógico a ideas
insensatas.
Chantal contestó:
—De acuerdo, yo también pienso que todos los cambios son nefastos. En tal
caso, sería nuestro deber proteger al mundo contra los cambios. Por desgracia,
el mundo no sabe detener la loca carrera de sus transformaciones…
—… de la que, no obstante, el hombre no es sino un instrumento —la
interrumpió Leroy—. La invención de una locomotora contiene ya el germen del
plano de un avión que, indefectiblemente, conduce al cohete espacial. Esta
lógica va implícita en las cosas; dicho de otro modo, forma parte del proyecto
divino. Podrá usted intercambiar por otra la humanidad en su totalidad, pero la
evolución que conduce de la rueda al cohete permanecerá intacta. El hombre no
es el autor de esta evolución, sólo su ejecutor. E incluso un pobre ejecutor,
porque desconoce el sentido de lo que ejecuta. Ese sentido no nos pertenece,
pertenece a Dios, y no estamos aquí sino para obedecerle, para que él pueda
hacer lo que le da la gana.
Chantal cierra los ojos: la dulce palabra «promiscuidad» se le cruzó por la
cabeza y se apoderó de ella; pronunció silenciosamente para sí misma:
«promiscuidad de las ideas». ¿Cómo podían actitudes tan contradictorias ir
relevándose en una única cabeza como dos amantes en una misma cama? Antes, eso
la indignaba, pero ahora le encanta: porque sabe que la oposición entre lo que
Leroy decía entonces y lo que hoy profesa no tiene ninguna importancia. Porque
todas las ideas son equivalentes. Porque todas las afirmaciones y opiniones
comprometidas tienen el mismo valor, pueden rozarse, cruzarse, acariciarse,
confundirse, sobarse, tocarse, copular.
Una voz suave y ligeramente temblorosa se alzó delante de Chantal:
—En tal caso, ¿por qué estamos aquí? ¿Por qué vivimos?
Era la voz de la señora distinguida sentada al lado de Leroy, a quien
adora. Chantal imagina que Leroy está ahora rodeado de dos mujeres entre las
que tendrá que elegir: una señora romántica y otra cínica; Chantal oye la
vocecita suplicante que se niega a renunciar a sus hermosas creencias, pero que
(según la fantasía de Chantal) las defiende con el deseo inconfesado de que su
demoniaco héroe, quien en aquel momento se vuelve hacia ella, se las desmonte:
—¿Por qué vivimos? Pues para abastecer a Dios de carne humana. Porque la
Biblia, mi querida señora, no nos pide que le busquemos un sentido a la vida.
Nos pide que procreemos. Amad y multiplicaos. Compréndame bien: el sentido de
ese «amad» queda determinado por ese «multiplicaos». Ese «amad» no significa en
absoluto amor caritativo, piadoso, espiritual o pasional, sino que quiere decir
simplemente: «¡haced el amor!», «¡copulad!»… —suaviza la voz y se inclina hacia
ella— …«¡follad!». —Como un discípulo adepto, la señora lo mira dócilmente a
los ojos—. En eso, y nada más que en eso, consiste el sentido de la vida
humana. Todo lo demás son tonterías.
El razonamiento de Leroy corta como una hoja de afeitar, y Chantal está de
acuerdo: el amor como exaltación de dos individuos, el amor como fidelidad,
como apasionado apego a una única persona, no, eso no existe. Y, si existe,
sólo es como autocastigo, ceguera voluntaria, reclusión en un monasterio. Se
dice que, incluso si existe, el amor no debería existir, y esta idea no la
amarga; por el contrario, siente una felicidad que se extiende por todo el
cuerpo. Recuerda la metáfora de la rosa que atraviesa a todos los hombres y se
dice que ha estado viviendo en una reclusión amorosa y que ahora se dispone a
obedecer al mito de la rosa y a confundirse con su embriagador perfume. En este
punto de sus reflexiones se acuerda de Jean-Marc. ¿Se habrá quedado en casa?
¿Habrá salido? Se hace esas preguntas sin emoción alguna: como si se preguntara
si llueve en Roma o si hace buen tiempo en Nueva York.
Sin embargo, por indiferente que le fuera, el recuerdo de Jean-Marc le ha
hecho volver la cabeza. En el fondo del vagón, ha visto a una persona volverse
de espalda y pasar al vagón siguiente. ¿Habrá sido realmente él? En lugar de
buscar una respuesta, miraba por la ventanilla: el paisaje era cada vez más
feo, los campos cada vez más grises y los valles cada vez más invadidos de
torres metálicas, construcciones de hormigón y cables. Una voz anunció por el
altavoz que el tren, en los próximos segundos, bajaría hacia el mar.
Efectivamente, vio un agujero redondo y negro en el que, como una serpiente, se
deslizaría el tren.
43
—Bajamos —dijo la señora distinguida, y su voz traicionó una temerosa excitación.
—Al infierno —añadió Chantal, que suponía que lo que quería Leroy era que
la señora se pusiera aún más cándida, aún más sorprendida, aún más temerosa.
Ahora se sentía su diabólica asistente. Disfrutaba con la idea de llevar a
aquella dama distinguida y púdica a la cama de Leroy, que no imaginaba en un
lujoso hotel de Londres, sino encima de una tarima rodeada de antorchas,
gemidos, humos y diablos.
Ya no había nada que ver por la ventanilla, el tren iba por el túnel y ella
tenía la impresión de alejarse de su cuñada, de Jean-Marc, de toda vigilancia,
de todo espionaje, alejarse de su vida, de esa vida suya que llevaba pegada,
que le pesaba; le vinieron a la mente unas palabras: «perdido de vista», y se
sorprendió de que el viaje hacia la desaparición no fuera desabrido, sino, por
el contrario, bajo la égida de su mitológica rosa, llevadero y alegre.
—Bajamos cada vez más hacia las profundidades —dijo ansiosa la señora.
—Allí donde se halla la verdad —dijo Chantal.
—Allí donde —ponderó Leroy— se encuentra la respuesta a su pregunta: ¿por
qué vivimos? ¿Qué es lo esencial en la vida? —Y mirándola fijamente—: Lo
esencial en la vida es perpetuar la vida: es alumbrar, y lo que le precede, el
coito, y lo que precede al coito, o sea los besos, el cabello al viento, las
bragas, los sostenes con estilo y todo lo que predispone al coito, las grandes
comilonas, no la gran cocina, esa cosa superflua que ya nadie aprecia, y,
después, defecar, porque, usted conocerá de sobra, mi querida señora, mi
adorada y hermosa señora, el lugar destacado que ocupan en nuestra profesión el
papel higiénico y los pañales. Papel higiénico, pañales, coladas, comilonas. Es
el sagrado círculo del hombre, y nuestra misión consiste no sólo en
descubrirlo, captarlo y delimitarlo, sino convertirlo en algo bello,
transformarlo en cántico. Gracias a nuestra influencia, el papel higiénico es
casi exclusivamente de color rosa; es un hecho altamente edificante que le
recomiendo medite a fondo, mi querida y ansiosa señora.
—Pero entonces es la miseria, la miseria —dijo la señora, con la voz
vibrante, como la queja de una mujer violada—, ¡es la miseria maquillada!
¡Somos los maquilladores de la miseria!
—Sí, exactamente —dijo Leroy, y Chantal entendió por ese «exactamente» el
placer que le producía la queja de la señora distinguida.
—Pero, en tal caso, ¿dónde queda la grandeza de la vida? Si estamos
condenados a las grandes comilonas, al coito, al papel higiénico, ¿quiénes
somos? Y si sólo somos capaces de eso, ¿cómo sentirnos orgullosos de que
seamos, como se nos dice, seres libres?
Chantal miró a la señora y pensó que era la víctima ideal de una gran
juerga. Imaginó que la desvestían, que encadenaban su viejo y distinguido
cuerpo y que le obligaban a repetir en voz alta sus ingenuas y plañideras
verdades, mientras ante ella todo el mundo copulaba y se exhibía…
Leroy interrumpió las fantasías de Chantal:
—¿La libertad? Al vivir su miseria, puede ser feliz o infeliz. Su libertad
consiste precisamente en eso. Es usted libre de fundir su individualidad en la
olla de la multitud con un sentimiento de euforia o de fracaso. Nuestra
elección, mi querida señora, es la euforia.
Chantal sintió esbozarse en su rostro una sonrisa. Retuvo a conciencia lo
que Leroy acababa de decir: nuestra única libertad consiste en elegir entre la
amargura o el placer. Al ser la insignificancia nuestro destino, no debemos
llevarla como una tara, sino saber disfrutar de ella. Miraba el rostro
impasible de Leroy, que irradiaba una inteligencia a la vez encantadora y
perversa. Lo miraba con simpatía, pero sin deseo, y se dijo (como si barriera
con la mano su ensueño anterior) que desde hace tiempo él había
transubstanciado toda su energía de varón en la fuerza de su lógica tajante, en
aquella autoridad que ejercía sobre su colectivo de trabajo. Imaginó lo que
ocurriría cuando bajaran del tren: mientras Leroy siguiera asustando con sus
argumentos a la señora que le adora, ella desaparecería discretamente en una
cabina telefónica para después escabullirse lejos de todos ellos.
44
Los japoneses, norteamericanos, españoles, rusos, todos con sus máquinas de
fotos colgadas del cuello, salen del tren, mientras Jean-Marc intenta no perder
de vista a Chantal. El largo aluvión humano se estrecha de pronto y desaparece
debajo del andén por una escalera mecánica. Al pie de la escalera, en el
vestíbulo, acuden hombres con cámaras, seguidos por una multitud de ociosos que
le cortan el paso. Los pasajeros del tren se ven obligados a detenerse. Se oyen
aplausos y gritos mientras unos niños bajan por una escalera lateral. Todos
llevan un casco en la cabeza, cascos de distintos colores, como si se tratara
de un equipo deportivo, pequeños motociclistas o esquiadores. Hacia ellos se
dirigen las cámaras. Jean-Marc se pone de puntillas para entrever a Chantal por
encima de las cabezas. Por fin, la ve. Está al otro lado de la columna de
niños, en una cabina telefónica. Habla con el auricular pegado a la oreja.
Jean-Marc se esfuerza por abrirse paso. Empuja a un cámara que, con rabia, le
da un golpe con el pie. Jean-Marc le aparta con el codo y por poco le tira la
cámara. Se acerca un policía que conmina a Jean-Marc a esperar a que terminen
de filmar. En aquel instante, durante unos segundos, sus ojos encuentran la
mirada de Chantal, que sale de la cabina. Se lanza otra vez para atravesar la
multitud. El policía le tuerce el brazo con una llave tan dolorosa que
Jean-Marc se ve obligado a doblarse en dos y pierde a Chantal de vista.
Sólo cuando ha pasado el último niño con casco el policía relaja la llave y
lo suelta. Jean-Marc mira hacia la cabina telefónica, pero está vacía. Cerca de
él se ha detenido un grupo de franceses; reconoce a los compañeros de trabajo
de Chantal.
—¿Dónde está Chantal? —pregunta a una joven.
Esta contesta en tono de reproche:
—¡Usted sabrá! ¡Estaba tan alegre! Pero, cuando salimos del tren,
¡desapareció!
Otra mujer, más gorda, se muestra irritada:
—Le he visto en el tren. Usted le hizo señas. Lo vi todo. Usted lo ha
estropeado todo.
La voz de Leroy les interrumpe:
—¡Vámonos ya!
Una joven pregunta:
—¿Y Chantal?
—Este señor —dijo la dama distinguida con los dedos cubiertos de anillos—
también la está buscando.
Jean-Marc sabe que Leroy y él se conocen de vista. Dice:
—Buenos días.
—Buenos días —contesta Leroy, y le sonríe—, he visto cómo se peleaba. Uno
contra todos.
Jean-Marc cree notar alguna simpatía en su voz. En el desamparo en que se
encuentra es como una mano tendida a la que quiere asirse; es como una chispa
que, por un segundo, le promete amistad; la amistad entre dos hombres que, sin
conocerse, están dispuestos a ayudarse mutuamente sólo por el placer de una
repentina simpatía. Es como si un viejo y hermoso sueño bajara sobre él.
Confiado, le dice:
—¿Podría decirme el nombre del hotel al que van? Querría llamar para saber
si Chantal también se alojará allí.
Leroy calla y luego pregunta:
—¿No se lo ha dicho?
—No.
—En tal caso, usted me perdonará —dijo amablemente, casi lamentándolo—,
pero no puedo decírselo.
Una vez apagada, la chispa se extinguió y, de nuevo, Jean-Marc sintió el
dolor en el hombro que le había dejado la llave del poli. Abandonado a su
suerte, salió de la estación. Sin saber adonde ir, empezó a caminar sin rumbo
por las calles.
Mientras camina, saca el dinero del bolsillo y, una vez más, cuenta los
billetes. Tiene lo justo para el viaje de vuelta y nada más. Si se decide,
puede volver enseguida. Esta noche estará en París. No cabe duda de que es la
solución más razonable. ¿Qué hacer aquí? No hay nada que hacer. Sin embargo, no
puede irse. Nunca decidirá irse. No puede abandonar Londres si Chantal está
ahí.
Pero, como debe guardar el dinero para el viaje de vuelta, no puede ir a un
hotel, no puede comer, ni siquiera un sándwich. ¿Dónde dormirá? Y, de pronto,
sabe que aquello de lo que tantas veces ha hablado con Chantal se confirma por
fin: es un marginado, un marginado que ha vivido muy cómodamente, es cierto,
pero tan sólo gracias a circunstancias del todo inseguras y temporales. Ahí
está repentinamente tal como es, de vuelta entre aquellos a quienes pertenece:
entre los pobres que, por su abandono, no tienen un techo donde cobijarse.
Se acuerda de las conversaciones con Chantal y siente la necesidad infantil
de tenerla ante sí para decirle: Por fin ya ves que tenía razón, que no era una
farsa, que soy realmente quien soy, un marginado, un sintecho, un vagabundo.
45
La noche había caído y la atmósfera se había enfriado. Tomó una calle
flanqueada, a un lado, por una hilera de casas y, a otro, por una verja pintada
de negro de un parque. Allí, en la acera que bordeaba el parque, había un banco
de madera; se sentó. Se sintió muy cansado y tuvo ganas de estirar las piernas
encima del asiento y recostarse. Pensó: Seguramente se empieza así. Un día
estiras las piernas encima del asiento de un banco, luego cae la noche y te
duermes. Así es como un día te encuentras en el bando de los vagabundos y te
conviertes en uno de ellos.
Por eso controló el cansancio con todas sus fuerzas y permaneció sentado,
muy erguido, como un buen alumno en clase. Detrás de él, árboles, y delante, al
otro lado de la calzada, unas casas; eran todas iguales, blancas, con dos
plantas, dos columnas en la entrada y cuatro ventanas por planta. Miraba
atentamente a cada uno de los transeúntes de aquella calle poco frecuentada.
Estaba decidido a esperar hasta que viera pasar a Chantal. Esperar era lo único
que podía hacer por ella, por los dos.
De repente, a unos treinta metros a su derecha, se iluminan todas las
ventanas de una de las casas y, en el interior, alguien corre unas cortinas
rojas. Se dice a sí mismo que se habrán reunido allí para celebrar alguna
fiesta mundana. Pero se asombra de no ver entrar a nadie; ¿habrán estado todos
allí desde hace tiempo y acaban de encender las luces? Quién sabe si, tal vez,
sin que se diera cuenta, se ha dormido y no los ha visto llegar. ¡Dios mío!, ¿y
si mientras dormía se le hubiera escapado Chantal? De golpe, la idea de una
sospechosa juerga lo fulmina; oye palabras: «Tú sabrás por qué a Londres»; y
aquel «tú sabrás» se le aparece de pronto bajo otra luz: Londres, la ciudad del
inglés, de Británicus, ¡de Británicus!; es a él a quien ella habrá
llamado desde la estación y por él se habrá escabullido de Leroy, de sus
compañeros, de todos ellos.
Los celos se apoderaron de él, enormes y dolorosos, no los celos abstractos,
mentales, que sintió cuando, ante el armario abierto, él se hacía la pregunta
del todo retórica de si Chantal era o no capaz de traicionarle, sino los celos
tal como los había vivido en su juventud, los celos que traspasan el cuerpo,
que hieren, que son insoportables. Imagina a Chantal entregándose a otros,
obediente y vencida, y ya no aguanta más. Se levanta y corre hacia la casa. La
puerta, blanca, está iluminada por un farol. Gira el picaporte, la puerta se
abre, entra, ve una escalera alfombrada de rojo, oye arriba ruido de voces,
sube, llega al amplio rellano de la primera planta, ocupado a lo ancho por un
largo perchero con abrigos, pero también (y de nuevo se le encogió el corazón)
con vestidos de mujeres y algunas camisas de hombre. Lleno de rabia, atraviesa
la hilera de ropa y, al llegar ante una gran puerta de dos hojas, blanca
también, una mano pesada cae sobre su hombro dolorido. Se vuelve y siente sobre
la mejilla el aliento de un hombre forzudo, en camiseta, con los brazos
tatuados, que le habla en inglés.
Se esfuerza por desasirse de esa mano que le hace cada vez más daño y le
empuja hacia la escalera. Allí, en el intento de resistir, pierde el equilibrio
y sólo en el último momento consigue agarrarse a la baranda. Derrotado, baja
lentamente la escalera. El tatuado le sigue y, cuando Jean-Marc, vacilante, se
detiene ante la puerta, le grita algo en inglés y, con el brazo levantado, le
ordena que salga.
46
La imagen de una juerga acompañaba a Chantal desde hacía mucho tiempo, en
sus sueños confusos, en su imaginería e incluso en sus conversaciones con
Jean-Marc, quien un día (un día muy lejano) le había dicho: Me gustaría
participar contigo en alguna juerga, pero con una condición: en el momento del
goce cada uno de los participantes se convertirá en un animal, uno en cordero,
el otro en vaca, el otro en cabra, de tal manera que la orgía dionisiaca se
convierta en una pastoral en la que quedaríamos solos, rodeados de animales,
como un pastor y una pastora. (Esta fantasía idílica le divertía: pobres
juerguistas precipitándose hacia la casa del vicio ignorando que saldrán de
ella convertidos en vacas).
Chantal está rodeada de gente desnuda y es entonces cuando hubiera
preferido los corderos a los humanos. Al no querer ver a nadie más, cierra los
ojos: pero detrás de sus párpados sigue viéndolos, con sus órganos que se
empinan y se encogen, grandes y delgados. Es como si estuviera en un terreno
plagado de gusanos que se alzan, se encorvan, se retuercen y vuelven a caer.
Luego ya no ve gusanos, sino serpientes; está asqueada, pero sigue excitada.
Sólo que con esa excitación no le dan ganas de hacer el amor, sino al
contrario, cuanto más se excita más asco le da su propia excitación pues le
indica que su cuerpo ya no le pertenece a ella, sino a un terreno fangoso, a
ese terreno plagado de gusanos y serpientes.
Abre los ojos: desde la sala de al lado se acerca una mujer, se detiene en
el umbral de la gran puerta abierta y, como si quisiera arrancarla de ese tonto
reino varonil, de ese reino de gusanos, fija en Chantal una mirada seductora.
Es alta, con un cuerpo magnífico y el cabello rubio enmarcando un hermoso
rostro. En el momento exacto en que Chantal está a punto de responder a su muda
llamada, la rubia redondea los labios y suelta un hilo de saliva; Chantal ve
esa boca como ampliada por una poderosa lupa: la saliva es blanca y llena de
burbujas; la mujer expele y aspira esa espuma de saliva como si quisiera
provocar a Chantal, como si quisiera prometerle besos tiernos y húmedos en los
que se diluirían la una en la otra.
Chantal mira la saliva que aflora, que tiembla, que gotea sobre los labios,
y el asco se convierte en náusea. Se vuelve para esquivarla discretamente.
Pero, por detrás, la rubia la coge de la mano. Chantal se libera y da unos
pasos para evadirse. Al sentir otra vez la mano de la rubia sobre su cuerpo,
echa a correr. Oye la respiración de su perseguidora, quien, sin duda, ha
tomado su huida por un juego erótico. Está atrapada: cuanto más se esfuerza por
escapar, más excita a la rubia, que atrae a otros perseguidores que la hostigan
como a una presa.
Se adentra en un pasillo y oye pasos a su espalda. Los cuerpos que la
hostigan le repugnan hasta el punto de que el asco se convierte rápidamente en
terror: corre como si tuviera que salvar su vida. El pasillo es largo y termina
en una puerta abierta de par en par que se abre sobre una pequeña sala
embaldosada con una puerta en un rincón; la abre y vuelve a cerrarla tras ella.
En la oscuridad, se apoya en una pared para recobrar aliento; luego tantea
alrededor de la puerta y enciende la luz. Es un trastero: un aspirador,
escobas, fregonas. Y, por el suelo, encima de un montón de trapos, aovillado
como un balón, un perro. Al no oír voces en el exterior, se dice: Ha llegado la
hora de los animales, y estoy a salvo. En voz alta le pregunta al perro: «¿Cuál
de esos hombres eres?».
De pronto, lo que acaba de decirse la desconcierta. Dios mío, se pregunta,
¿de dónde me habrá venido la idea de que después de una juerga la gente se
convierte en animales?
Es extraño: ya no sabe en absoluto de dónde le ha venido esa idea. Busca en
su memoria y no encuentra nada. Siente tan sólo una dulce sensación que no le
evoca ningún recuerdo concreto, una sensación enigmática, de una inexplicable
felicidad, como una bendición que viene de lejos.
Brusca, brutalmente, se abre la puerta. Ha entrado una negra, es bajita y
lleva una blusa verde. Lanza sobre Chantal una mirada exenta de sorpresa, una
breve mirada de desprecio. Chantal se aparta para dejarla coger el aspirador.
Se ha acercado así al perro, que le enseña los colmillos y gruñe. Otra vez
le invade el terror; sale.
47
Estaba en el pasillo con un único pensamiento: encontrar el rellano donde,
en un perchero, había dejado su ropa. Pero las puertas que intentaba abrir
estaban cerradas a cal y canto. Finalmente, entró al salón por la gran puerta
abierta; le pareció extrañamente grande y vacío: la negra con la blusa verde ya
había empezado a limpiar con su gran aspirador. De toda la gente de la velada
sólo quedaban unos señores charlando de pie y en voz baja; iban vestidos y no
prestaban atención alguna a Chantal, quien, percatándose de su desnudez
repentinamente inoportuna, los observaba con timidez. Otro señor, de unos
setenta años, con un albornoz blanco y pantuflas, se dirigió hacia ellos para
hablarles.
Ella se devanaba los sesos para descubrir por dónde podía salir, pero en
esa atmósfera metamorfoseada, con ese despoblamiento inesperado, la disposición
de las habitaciones le parecía transfigurada y ya no era capaz de orientarse.
Vio la puerta de la sala de al lado abierta de par en par, la misma en la que
la rubia con saliva en la boca había intentado ligársela; al cruzar el umbral,
la sala estaba vacía; se detuvo y buscó otra puerta; no la había.
Volvió al salón y comprobó que, entretanto, los señores se habían ido. ¿Por
qué no habré estado más alerta? ¡Habría podido seguirles! Tan sólo permanecía
allí el septuagenario con su albornoz. Sus miradas se cruzaron y ella lo
reconoció; en la exaltación de una repentina confianza, fue hacia él:
—Le he llamado, ¿se acuerda? Usted me dijo que viniera, ¡pero cuando llegué
no le encontré!
—Ya lo sé, ya lo sé, perdóneme, ya no tomo parte en esos juegos infantiles
—le dijo amablemente, pero sin prestarle atención.
Se dirigió hacia las ventanas y las abrió una tras otra. Una fuerte
corriente de aire recorrió el salón.
—Me alegra mucho encontrar a alguien a quien conozco —dijo Chantal agitada.
—Hay que ventilar toda esta peste.
—Dígame cómo puedo encontrar el rellano. Tengo allí toda mi ropa.
—No se impaciente —dijo él, y fue hacia un rincón del salón, donde,
olvidada, había una silla; se la llevó—. Siéntese. Me ocuparé de usted en
cuanto esté libre.
La silla está colocada en medio del salón. Dócilmente, Chantal se sienta.
El septuagenario va hacia la negra y desaparece con ella en otra habitación.
Allí empieza ahora a roncar el aspirador; en medio de ese mido, Chantal oye la
voz del septuagenario dando órdenes y luego golpes de martillo. ¿Un martillo?,
se pregunta sorprendida. ¿Quién trabajará allí con un martillo? ¡Ella no ha
visto a nadie! ¡Alguien ha debido de llegar! Pero ¿por dónde habrá entrado?
La corriente de aire levanta las cortinas rojas de las ventanas. Desnuda,
Chantal tiene frío. Una vez más, oye martillazos y, asustada, comprende: ¡están
clavando todas las puertas! ¡Ella nunca saldrá de allí! La invade una sensación
de inmenso peligro. Se levanta de la silla, da tres o cuatro pasos, pero, sin
saber adonde ir, se detiene. Quiere pedir socorro. Pero ¿quién puede prestarle
ayuda? En ese momento de extrema angustia, vuelve a ella la imagen de un hombre
que lucha contra la multitud para alcanzarla. Alguien le tuerce un brazo en la
espalda. No ve su rostro, sólo su cuerpo doblado en dos. Dios mío, quisiera
recordarlo con mayor precisión, evocar sus rasgos, pero no lo consigue, sabe
tan sólo que es el hombre a quien ama y ahora es lo único que le importa. Ella
lo ha visto en esta ciudad, no puede estar lejos. Quiere encontrarlo lo antes
posible. Pero ¿cómo? ¡Las puertas están clavadas! Luego ve una cortina roja que
revolotea cerca de una ventana. ¡Las ventanas! ¡Están abiertas! ¡Tiene que ir
hacia una ventana! ¡Tiene que gritar en la calle! ¡Podrá incluso saltar afuera
si la ventana no es demasiado alta! Otro martillazo.
Y otro. Ahora o nunca. El tiempo trabaja en contra suya. Es la última
oportunidad para actuar.
48
Jean-Marc vuelve al banco apenas visible en la oscuridad en la que lo
dejaban las dos farolas de la calle, muy alejadas la una de la otra.
Hizo el gesto de sentarse, pero oyó un aullido que le sobresaltó; un
hombre, que entretanto había ocupado el banco, le insultó. Se fue sin
protestar. Ya está, ésta es mi nueva condición; tendré que pelearme incluso por
un rincón donde dormir.
Se detuvo allí donde, al otro lado de la calzada, frente a él, el farol
colgado entre las dos columnas iluminaba la puerta blanca de la casa de donde
lo habían echado dos minutos antes. Se sentó en la acera, apoyado en la verja
que rodeaba el parque.
Empezó a caer una lluvia fina. Se levantó el cuello de la chaqueta y
observó la casa.
De repente, las ventanas se abren una tras otra. Las cortinas rojas,
corridas hacia los lados, revolotean bajo la brisa y le permiten ver el techo
blanco iluminado. ¿Qué significará eso? ¿Se habrá acabado la fiesta? Pero ¡si
no ha salido nadie! Hace unos minutos, ardía en el fuego de los celos y ahora
sólo siente miedo, miedo por Chantal. Quiere hacer cualquier cosa por ella,
pero no sabe qué y eso es insoportable: no sabe cómo ayudarla y, no obstante,
sólo él puede ayudarla, sólo él, porque ella no tiene a nadie en el mundo, a
nadie más en ninguna otra parte del inundo.
Con el rostro bañado en lágrimas, se levanta, da unos pasos hacia la casa y
grita su nombre.
49
El septuagenario, con otra silla en la mano, se detiene delante de Chantal:
«¿Adonde quiere ir?».
Sorprendida, lo ve ante sí y, en ese momento de gran turbación, siente
subir desde las entrañas una fuerte oleada de calor que le invade el vientre,
el pecho y le cubre la cara. Está en llamas. Está completamente desnuda,
completamente roja, y la mirada del hombre sobre su cuerpo le hace sentir cada
parcela de su ardiente desnudez. Con un gesto mecánico lleva la mano hacia el
pecho, como si quisiera ocultarlo. En su interior las llamas van consumiendo
rápidamente todo valor y toda rebeldía. De repente, se siente cansada. De
repente, se siente débil.
Él la toma por el brazo, la lleva hacia la silla y coloca la suya justo
delante. Están sentados, solos, frente a frente, muy cerca el uno del otro, en
medio del salón vacío.
La fría corriente de aire envuelve el cuerpo sudoroso de Chantal. Ella
tiembla y, con una voz endeble y suplicante, pregunta:
—¿No se puede salir de aquí?
—¿Y por qué no quiere usted quedarse aquí conmigo, Anne?
—¿Anne? —El horror la deja helada—. ¿Por qué me llama usted Anne?
—¿No se llama usted así?
—¡Yo no soy Anne!
—¡Pues yo la he conocido siempre con el nombre de Anne!
Desde la habitación de al lado llegan aún algunos martillazos; él vuelve la
cabeza en aquella dirección como si dudara en intervenir. Chantal aprovecha ese
momento de descuido para intentar comprender: está desnuda, ¡pero siguen
desnudándola! ¡Desnudándola de su yo! ¡Desnudándola de su destino! Tras
bautizarla con otro nombre, la dejarían sola entre desconocidos a quienes nunca
podrá explicar quién es.
Ya no confía en salir de allí. Las puertas están clavadas. Modestamente,
tendrá que empezar por el comienzo. Y el comienzo es su nombre. Quiere
conseguir ante todo, como mínimo indispensable, que el hombre sentado frente a
ella la llame por su nombre, por su verdadero nombre. Es lo primero que le
pedirá, que le exigirá. Pero, en cuanto se lo ha propuesto, comprueba que su
nombre ha quedado bloqueado en su mente; ya no se acuerda de él.
Presa de un gran pánico, sabe sin embargo que su vida está en juego y que,
para defenderse, para luchar, tiene que recobrar a cualquier precio su sangre
fría; con encarnizada concentración se esfuerza por acordarse: la habían
bautizado con tres nombres, sí, tres, y sólo ha utilizado uno, eso lo sabe,
pero ¿cuáles fueron esos nombres y cuál se adjudicó? ¡Dios mío, debió de oír
ese nombre millones de veces!
Volvió a surgir el recuerdo del hombre a quien amaba. Si estuviera allí, él
la llamaría por su nombre. Tal vez, si recordara su rostro, podría imaginarse
la boca que pronuncia su nombre. Ésta le parece una buena pista: llegar a su
nombre por medio de ese hombre. Intenta imaginárselo y, una vez más, ve una
silueta que se debate en medio de una multitud. Es una imagen difuminada,
huidiza, se esfuerza por retenerla, por retenerla y ahondar en ella, por oírla
desde el pasado: ¿de dónde habrá venido ese hombre?, ¿cómo se habrá metido en
la multitud?, ¿por qué habrá forcejeado?
Se esfuerza por entender ese recuerdo y se le aparece un jardín; es grande,
con una casa de campo, donde, entre mucha gente, vislumbra a un hombre bajito,
frágil, y recuerda haber tenido con él un hijo, un hijo del que no sabe nada
sino que ha muerto…
—¿Dónde anda usted perdida, Anne?
Ella levanta la cabeza y ve a un viejo, sentado frente a ella, que la mira.
—Mi hijo ha muerto —contesta.
El recuerdo es demasiado vago; por eso lo ha dicho en voz alta; cree que
así lo hará más real; así piensa retenerlo, como un retazo de su vida que la
rehúye.
Él se inclina sobre ella, le toma las manos y dice pausadamente, con una
voz cargada de estímulo:
—¡Anne, olvide a su hijo, olvide a los muertos, piense en la vida!
Le sonríe. Luego hace un gran gesto con la mano, como si quisiera señalar algo
inmenso y sublime:
—¡La vida! ¡La vida, Anne, la vida!
Esa sonrisa y ese gesto la llenan de espanto. Se levanta. Tiembla. Su voz
tiembla:
—¿Qué vida? ¿A qué llama usted vida?
La pregunta que acaba de formular irreflexivamente reclama otra: ¿y si ya
fuera la muerte?, ¿y si eso es la muerte?
Arroja a un lado la silla, que rueda por el salón hasta topar contra la
pared. Quiere gritar, pero no encuentra las palabras. Un largo «aaaaa»
inarticulado brota de su boca.
50
—¡Chantal! ¡Chantal! ¡Chantal!
Jean-Marc estrechaba entre sus brazos su cuerpo sacudido por el grito.
—¡Despierta! ¡No es verdad!
Ella temblaba entre sus brazos, y él volvía a decirle varias veces que no
era verdad.
Ella repetía a su lado:
—No, no es verdad, no es verdad —y, lentamente, muy lentamente, iba
calmándose.
Y yo me pregunto: ¿quién ha soñado? ¿Quién ha soñado esta historia? ¿Quién
la ha imaginado? ¿Ella? ¿Él? ¿Los dos? ¿El uno para el otro? Y, a partir de ese
momento, ¿se habrá transformado su vida real en esa pérfida fantasía? Pero ¿en
qué momento? ¿Cuando el tren se hundió bajo el mar de la Mancha? ¿Antes? ¿La
mañana en que ella anunció que se iba a Londres? ¿O antes aún? ¿El día en que,
en el consultorio del grafólogo, ella volvió a encontrar al camarero del bar de
la ciudad normanda? ¿O antes aún? ¿Cuando Jean-Marc le envió la primera carta?
Pero ¿las habrá enviado realmente? ¿O las habrá escrito tan sólo en su
imaginación? ¿En qué momento preciso lo real se convirtió en irreal, la
realidad en ensoñación? ¿Dónde estaba la frontera? ¿Dónde está la frontera?
51
Veo sus dos cabezas, de perfil, iluminadas por la lámpara de la mesita de
noche: la cabeza de Jean-Marc, con la nuca en la almohada; la cabeza de
Chantal, inclinada sobre él a unos diez centímetros.
Ella decía: «Ya no dejaré de mirarte. Te miraré sin parar».
Y, después de una pausa: «Tengo miedo cuando mis ojos parpadean. Miedo de
que, durante ese segundo en que mi mirada desaparece, se deslice en tu lugar
una serpiente, una rata, otro hombre».
Él intentaba incorporarse un poco para tocarla con los labios.
Ella
movía la cabeza: «No, quiero únicamente mirarte».Y luego: «Dejaré la lámpara encendida toda la noche. Todas las noches».