14
Esa noche, Lucy se dirigió a su pequeña habitación del primer piso de la residencia de las enfermeras en prácticas. Era uno de los edificios más sombríos del hospital, aislado en un rincón, cerca de la central de calefacción y suministro eléctrico con su zumbido constante y su columna de humo, y con vistas al reducido cementerio del hospital. Se trataba de un bloque cuadrado de tres plantas, cubierto de hiedra, con unas gruesas columnas dóricas blancas en el pórtico delantero. Había sido reformado a finales de los cuarenta y principios de los sesenta, de modo que su concepción original como mansión suntuosa y elegante en la colina era cosa del pasado. Lucy cargaba con una caja de cartón que contenía unas tres docenas de historias clínicas seleccionadas entre la lista de nombres que estaba reuniendo. Incluía las historias tanto de Peter como de Francis, que había tomado en un descuido de Evans para satisfacer cierta curiosidad personal sobre lo que había llevado a sus dos compañeros al hospital psiquiátrico.
Su idea era familiarizarse con la información incluida en los expedientes para luego interrogar a los pacientes. De momento, no se le ocurría otro enfoque. No disponía de pruebas físicas, aunque era consciente de que las había en algún sitio. Un cuchillo, u otra arma afilada, como una navaja o un cúter. Tenía que haber más prendas ensangrentadas y quizás un zapato con la suela aún manchada con la sangre de la enfermera. Y en algún sitio estaban las cuatro falanges cercenadas.
Había llamado a los detectives que detuvieron a Larguirucho por ti habían averiguado algo al respecto. Pero no era el caso. Uno creía que las falanges habían sido lanzadas al retrete. El otro sugirió que a lo mejor Larguirucho se las había tragado.
—Después de todo, ese tío está como una cabra —sentenció el detective.
Lucy tuvo la impresión de que no estaban demasiado interesados en plantearse alternativas.
—Vamos, señorita Jones —había comentado el otro detective—. Tenemos al culpable. Y un caso para el fiscal, salvo por el hecho de que está loco.
La caja pesaba lo suyo, y se la apoyó en la rodilla para abrir la puerta. Todavía tenía que descubrir algún indicio de alguna clase de conducta reveladora. Dentro del hospital, todos eran extraños. Era un mundo ajeno a la razón. En el mundo normal siempre había algún vecino que observaba un comportamiento extraño. O un compañero de trabajo que veía esto o aquello. Quizás un familiar que sospechaba ciertas cosas. Pero ahí era distinto. Tenía que descubrir nuevas vías. Se trataba de ser más lista que el asesino que ella creía oculto en el hospital. En ese juego, estaba segura de salir victoriosa. No le parecía demasiado difícil superar tácticamente a un demente. O a un hombre que se hacía pasar por demente. En definitiva, el problema era saber cómo definir los parámetros del juego.
Mientras subía la empinada escalera despacio, peldaño a peldaño, sintiendo la misma clase de agotamiento que tras una enfermedad larga y debilitante, pensó que, cuando estuvieran establecidas las normas, vencería. Le habían enseñado que todas las investigaciones eran, en el fondo, iguales: una escena previsible interpretada en un escenario definido. Era así cuando se trataba de alguna empresa evasora de impuestos o de buscar a un atracador de bancos, un pornógrafo infantil o un estafador. Una cosa enlazaba con otra, y eso conducía a una tercera, hasta que todo el rompecabezas, o por lo menos el suficiente, resultaba visible. Las investigaciones infructuosas, que todavía le eran ajenas a Lucy, eran la consecuencia de que uno de esos enlaces estuviera oculto, y de que ese vacío fuera aprovechado por el delincuente. Resopló y se encogió de hombros. Se dijo que era fundamental crear la presión necesaria para que el hombre al que llamaban «el ángel» cometiera algún error.
Seguro que cometería alguno.
Lo primero era buscar pequeños actos violentos en los expedientes. No creía que un hombre capaz de aquellos asesinatos pudiera esconder del todo una propensión a la ira, ni siquiera en aquel hospital.
Se dijo que habría algún indicio. Un arrebato. Una amenaza. Un estallido. Sólo necesitaba reconocerlo al verlo. En el mundo peculiar de aquel hospital psiquiátrico, alguien tenía que haber visto algo que no encajara en ninguno de los modelos de conducta aceptables.
También estaba segura de que, cuando empezara a hacer preguntas, encontraría respuestas. Lucy tenía gran confianza en su habilidad para repreguntar hasta alcanzar la verdad. En ese momento no se planteaba la diferencia entre hacer la misma pregunta a una persona cuerda y a una demente.
La escalera le recordó a algunas residencias de Harvard. Sus pasos resonaban en los peldaños, y de pronto fue consciente de que estaba sola en un espacio confinado y solitario. Un recuerdo espantoso se apoderó de ella y contuvo el aliento. Exhaló despacio, como si de esa manera pudiese expulsar el mal recuerdo. Miró un instante alrededor pensando que ya había vivido antes esa situación. No había ventanas y no llegaba ningún sonido del exterior. En el hospital se había habituado a una cacofonía constante. Gemidos, gritos y murmullos.
Se dijo que el silencio era tan inquietante como un grito.
Se detuvo en seco y el eco de sus pasos se desvaneció. Escuchó el sonido áspero de su propia respiración. Esperó hasta que un silencio total la envolvió. Se inclinó sobre la barandilla de hierro y miró arriba y abajo para asegurarse de que estaba sola. No vio a nadie. La escalera estaba bien iluminada y no había sombras donde esconderse. Esperó un momento más para superar la sensación claustrofóbica que la invadía. Era como si las paredes se hubieran acercado. Hacía un frío que le hizo pensar que la calefacción no llegaba a esa zona, y se estremeció. Pero de repente notó sudor bajo los brazos.
Sacudió la cabeza, como si un movimiento enérgico pudiese acabar con aquella sensación desagradable. Atribuyó el sudor de la palma de las manos al nerviosismo. Se tranquilizó pensando que ser una de las pocas personas cuerdas en aquel lugar probablemente la hiciera sentirse nerviosa y que sólo había revivido la acumulación de todo lo que había visto y sentido los primeros días.
De nuevo, exhaló despacio. Movió el pie por el suelo provocando un chirrido, como si quisiera oír algo corriente y rutinario.
Pero el ruido que hizo le erizó la piel.
El recuerdo la abrasaba, como el ácido.
Tragó con fuerza y se recordó que tenía por norma no pensar en lo que le había pasado hacía tantos años. No ganaba nada con recordar el dolor, evocar el miedo o revivir una herida tan profunda. Recordó el mantra que había adoptado después de ser atacada: Sólo sigues siendo una víctima si lo permites. Sin darse cuenta, intentó llevarse la mano a la cicatriz de la mejilla, pero el bulto de la caja la detuvo. Notaba dónde había sido lastimada, como si la cicatriz le pulsara, y recordó la sensación tensa de los puntos en la sala de urgencias, cuando el cirujano le cosía la piel rasgada. Una enfermera la había tranquilizado mientras dos detectives, un hombre y una mujer, esperaban al otro lado de una cortina blanca a que los médicos le atendiesen las heridas evidentes, las que sangraban, después vendarían las más difíciles, que eran internas. Había sido la primera vez que había oído la expresión «kit de violación», pero no la última, y en los años siguientes las conocería tanto a nivel profesional como personal. Exhaló otra vez, despacio. La peor noche de su vida había empezado en una escalera muy parecida a ésa, pero al punto descartó ese espantoso pensamiento.
«Estoy sola —se recordó—. Totalmente sola.»
Apretó los dientes atenta a cualquier sonido, y siguió hasta la puerta de su habitación, la antigua habitación de Rubita, que estaba junto a esa escalera. Gulptilil le había dado una llave, y dejó la caja en el suelo para sacársela del bolsillo.
Fue a introducirla en la cerradura pero se detuvo.
La puerta estaba abierta, y se deslizó unos centímetros.
Lucy retrocedió de golpe, como si la puerta estuviera electrificada.
Volvió la cabeza a derecha e izquierda y se inclinó un poco para intentar ver u oír algo revelador de que allí había alguien. Pero de repente sus ojos parecían ciegos y sus oídos sordos. Sopesó con rapidez la información de todos sus sentidos, que le enviaban mensajes de advertencia.
Vaciló.
Los tres años que había pasado en la sección de delitos sexuales de la oficina del fiscal del condado de Suffolk le habían enseñado mucho. Durante su rápido ascenso hasta ocupar el cargo de ayudante jefe de la sección, se había sumergido en un caso tras otro y seguido todos los detalles de los delitos atroces. La persistencia del delito había creado en su interior una especie de mecanismo diario de comprobación, en que hasta el último acto de su existencia tenía que contrastarse con ciertas partes: «¿Será éste el pequeño error que dará una oportunidad a alguien?» En un sentido más concreto, eso significaba que era consciente de que no debía caminar sola por un estacionamiento a oscuras ni abrir la puerta a un desconocido. Significaba mantener las ventanas cerradas, estar alerta y siempre en guardia, y a veces empuñar la pistola que la oficina del fiscal le autorizaba a tener. También significaba no repetir los inocentes errores cometidos una terrible noche cuando aún era estudiante de derecho.
Se mordió el labio inferior. Tenía el arma enfundada dentro del bolso, en la habitación.
Escuchó de nuevo y se dijo que todo estaba bien, aunque el irracional terror que sentía lo negaba. Volvió a dejar la caja con los expedientes en el suelo y la empujó con suavidad hacia un lado. Su instinto le gritaba advertencias.
Las ignoró y alargó la mano hacia el pomo, pero se detuvo al tocar el metal.
Retrocedió respirando despacio.
Habló consigo misma, como si eso fuera a imprimir más consistencia a su pensamiento: «La puerta estaba cerrada y ahora está abierta. ¿Qué vas a hacer?»
Retrocedió otro paso. De pronto, se volvió y echó a andar deprisa por el pasillo. Lanzaba miradas a derecha e izquierda, con los oídos atentos. Apretó el paso, casi corriendo, y sus zapatos resonaban quedamente en la moqueta. Las demás habitaciones de ese piso estaban cerradas y silenciosas. Llegó al final del pasillo y empezó a bajar a toda velocidad la escalera, respirando con fuerza mientras sus pies tamborileaban sobre los peldaños. La escalera era idéntica a la que había subido unos minutos antes por el otro extremo del pasillo. Abrió una pesada puerta y oyó voces. Avanzó hacia ellas y se encontró con tres mujeres jóvenes, junto a la entrada de la planta baja. Llevaban el uniforme blanco de enfermera debajo de rebecas de distintos tonos, y alzaron los ojos sorprendidas.
—Perdonen... —dijo Lucy con ademanes algo exagerados tras recuperar el aliento.
Las tres enfermeras la miraron.
—Lamento interrumpirlas —se disculpó—. Soy Lucy Jones, la fiscal que está aquí para...
—Sabemos quién es, señorita Jones, y por qué está aquí—la interrumpió una de las enfermeras. Era una mujer alta, de raza negra, con los hombros atléticos y pelo oscuro—. ¿Se encuentra bien?
Lucy asintió, e inspiró para serenarse.
—No estoy segura —dijo—. Me he encontrado con la puerta de mi habitación abierta, pero estoy segura de que esta mañana, cuando salí para el edificio Amherst, la cerré con llave...
—Eso no es normal —dijo otra enfermera—. Aunque el encargado de mantenimiento o el servicio de limpieza hubieran entrado, tienen que cerrar al salir. Es la norma.
—Lo siento —comentó Lucy—, pero estaba sola allá arriba y...
—Todos estamos un poco nerviosos, señorita Jones —asintió la primera enfermera, comprensiva—, a pesar de la detención de Larguirucho. Esta clase de cosas no pasan en el hospital. ¿Qué le parece si la acompañamos a la habitación y echamos un vistazo?
—Gracias —dijo Lucy tras suspirar—. Son muy amables. Se lo agradecería mucho.
Las cuatro mujeres subieron las escaleras, un poco como un grupo de zancudas chapoteando en un lago a primera hora de la mañana. Las enfermeras seguían hablando, cotilleando en realidad, sobre un par de médicos que trabajaban en el hospital, y bromeando sobre el aspecto de comadrejas de los abogados que habían llegado esa semana para una ronda de vistas cuasi judiciales. Lucy iba a la cabeza, y se dirigió con rapidez hacia la puerta.
—Se lo agradezco mucho —repitió, y guió el pomo.
La puerta tembló un poco pero no se abrió.
Volvió a empujar.
Las enfermeras la miraron con cierta extrañeza.
—Estaba abierta —dijo Lucy—. Se lo aseguro.
—Ahora parece cerrada —comentó la enfermera negra.
—Estoy segura de que estaba abierta. Sujeté el pomo con la mano, y al ir a meter la llave la puerta se abrió unos centímetros —explicó Lucy. A su voz, sin embargo, le faltó convicción. De repente dudaba.
Se produjo una pausa incómoda hasta que Lucy sacó la llave del bolsillo, la metió en la cerradura y abrió la puerta. Las tres enfermeras seguían detrás de ella.
—¿Entramos y echamos un vistazo? —sugirió una.
Lucy empujó la puerta y entró en la habitación. Accionó el interruptor de la lámpara del techo y el reducido espacio se iluminó. Era un dormitorio estrecho, tan austero como el de un convento, con las paredes desnudas, una cómoda robusta, una cama individual y un pequeño escritorio con una silla. Su maleta seguía abierta en medio de la cama, sobre una colcha de pana roja, la única salpicadura de color vivo en la habitación. Todo lo demás era marrón o blanco, como las paredes. Ante las tres enfermeras, Lucy abrió el pequeño armario de la pared y observó su interior, vacío. Comprobó después el pequeño cuarto de baño. Incluso miró bajo la cama. Luego se levantó, se sacudió la falda y se volvió hacia las tres enfermeras.
—Lo siento —dijo—. Estoy segura de que la puerta estaba abierta, y tuve la sensación de que había alguien dentro. Les he ocasionado molestias y...
Las tres mujeres menearon la cabeza.
—No tiene por qué disculparse —dijo la enfermera negra.
—No me estoy disculpando —replicó Lucy—. La puerta estaba abierta y ahora está cerrada. —Pero en el fondo no estaba segura de que fuera cierto.
Las enfermeras guardaron silencio hasta que una se encogió de hombros y dijo:
—Como comenté antes, todos estamos nerviosos. Es mejor asegurarse que lamentarse. —Las otras dos asintieron—. ¿Está bien?
—Sí. Muy bien. Gracias por su interés —dijo Lucy con cierta frialdad.
—Bueno, si vuelve a necesitar ayuda, pídala a quien sea. No dude en hacerlo. En momentos como éste lo mejor es fiarse de la intuición. —No explicó a qué se refería con «momentos como éste».
Lucy cerró la puerta cuando se marcharon. Se volvió y se apoyó contra ella un poco avergonzada. Miró alrededor y pensó: «No te equivocaste. Aquí había alguien. Alguien te estaba esperando.»
Miró su maleta y su bolso. «O alguien estaba simplemente echando un vistazo.» Se acercó a la escasa ropa y los artículos de tocador que había llevado consigo e intuyó que faltaba algo. No sabía qué, pero sabía que se habían llevado algo de su habitación.
Fuiste tú, ¿verdad?
Ahí, en ese momento, intentaste decirle a Lucy algo importante sobre ti, pero ella no lo captó. Era algo fundamental y algo aterrador, mucho más aterrador que lo que pudo sentir al cerrar la puerta de su habitación. Todavía pensaba como una persona normal, y eso era perjudicial para ella.
Peter el Bombero contemplaba el otro lado de la habitación, cavilando sobre la tarea que tenía entre manos. La incertidumbre erosionaba sus pensamientos, y sentía la amargura que la indecisión puede alimentar. Se consideraba un hombre decidido y las dudas lo incomodaban. Había sido un impulso lo que lo animó a ofrecer sus servicios y los de Pajarillo a Lucy Jones, pero estaba seguro de que había sido lo correcto. Sin embargo, su entusiasmo no había contemplado el fracaso, y ahora se esforzaba por encontrar una forma de lograr su objetivo. En todo lo referente a la investigación veía restricciones y limitaciones, y no sabía cómo podrían superarlas.
En el mundo de aquel hospital psiquiátrico se consideraba el único pragmatista.
Suspiró. Era bien entrada la noche y estaba apoyado contra la pared con las piernas extendidas en la cama, escuchando los sonidos nocturnos. Pensó que ni siquiera la noche concedía una tregua al dolor. Los pacientes eran incapaces de liberarse de sus problemas por muchos narcóticos que Tomapastillas les recetara. Eso era lo insidioso de la enfermedad mental; se necesitaba tanta fuerza de voluntad e intensidad de tratamiento para conseguir una mejoría que la tarea era casi titánica para la mayoría y prácticamente imposible para algunos. Oyó un largo gemido de Francis. Le entristecía que su amigo se agitase en su sueño, porque aquel joven no se merecía el dolor que le acechaba en la oscuridad.
Trató de relajarse, pero no pudo. Se preguntó si, cuando cerraba los ojos, la misma agitación se apoderaba de su sueño. Pero la diferencia entre él y los demás, incluido su joven amigo, era que él era culpable, mientras que ellos probablemente no.
De pronto, notó el olor denso y dulce de algún producto inflamable. La primera vaharada fue de gasolina; la segunda, de un líquido más ligero con base de bencina.
Sorprendido, se levantó de la cama. La sensación era tan fuerte que su primera reacción fue la de dar la alarma, organizar a los hombres y sacarlos de allí antes de que se produjera el inevitable incendio. Imaginó lenguas rojas y amarillas de fuego engullendo la ropa de cama, las paredes, el suelo. Imaginó la horrible asfixia que provocaría el humo. La puerta estaba cerrada con llave, como todas las noches, y oyó gritos de socorro y golpes en las paredes. Se le tensaron todos los músculos y, con la misma rapidez, se le relajaron al inspirar y darse cuenta de que aquel olor era una alucinación similar a las que asediaban a Francis o Nappy, o incluso a las particularmente espantosas que aquejaban a Larguirucho.
A veces creía que toda su vida estaba definida por olores. El tufo de cerveza y whisky que acompañaba a su padre, mezclado con el olor a sudor rancio y a veces el fuerte olor a diesel de la maquinaria pesada que arreglaba. Hundir la cabeza en su pecho significaba aspirar la peste de los cigarrillos que terminaron matándolo. Su madre, en cambio, siempre olía a manzanilla, en su intento de contrarrestar la aspereza de los detergentes que usaba para lavar la ropa que le encargaban. A veces, bajo el intenso aroma de los jabones que ella usaba, podía captar un tufillo a lejía. Olía mucho mejor los domingos, cuando se bañaba y luego pasaba un rato horneando en la cocina, temprano, de modo que, con sus mejores galas para ir a misa, combinaba el aroma a pan recién hecho con la fragancia del champú, como si eso fuera lo que Dios quería. En la iglesia, con atuendo de monaguillo, el incienso a veces lo hacía estornudar. Recordaba todos esos aromas como si estuvieran con él en el hospital.
La guerra le había aportado un mundo de olores totalmente nuevo. Las emanaciones de la vegetación y el calor de la selva, la cordita y el fósforo blanco de los tiroteos. El hedor pegajoso del humo y el napalm a lo lejos, que se mezclaba con las esencias embriagadoras de los arbustos que lo rodeaban. Se acostumbró a la pestilencia de la sangre, los vómitos y los excrementos que tan a menudo se mezclaban con la muerte. También había los exóticos aromas culinarios de los pueblos por los que pasaban y los olores peligrosos de los pantanos y los campos inundados por los que avanzaban dificultosamente. Además, estaba el conocido olor acre de la marihuana en los campamentos y el olor irritante de los líquidos con que se limpiaban las armas. Era un lugar de emanaciones desconocidas e inquietantes.
Al volver a casa había aprendido que el fuego tiene decenas de olores diferentes en sus distintas fases y formas. El fuego de madera se diferenciaba del fuego químico, que guardaba pocas similitudes con el fuego que devoraba el hormigón. La primera llama vacilante olía diferente cuando se elevaba y cobraba fuerza, y distinto era el olor chisporrotearte de un incendio en su plenitud. Y todos ellos diferían de los olores de las maderas carbonizadas y los metales retorcidos cuando el incendio era extinguido. También había conocido entonces el inconfundible olor del agotamiento, como si la fatiga poseyera un aroma propio. Cuando se había inscrito en la academia de investigadores de incendios provocados, una de las primeras cosas que le enseñaron fue a usar el olfato, porque la gasolina con que se provoca un incendio huele diferente al queroseno, que a su vez huele diferente a las demás formas en que la gente enciende fuegos. Algunas eran sutiles, con olores distantes, esquivos. Otras eran evidentes e inexpertas, y él las detectaba desde el primer momento en que pisaba los escombros.
Cuando llegó el momento de provocar su propio incendio, había utilizado gasolina corriente adquirida en una estación de servicio situada a apenas kilómetro y medio de la iglesia. Comprada con una tarjeta de crédito a su nombre. No quería que nadie tuviera ninguna duda sobre la autoría de ese incendio concreto.
En la semi oscuridad del dormitorio, Peter el Bombero sacudió la cabeza, aunque no sabía muy bien qué quería negar. Aquella noche había controlado su rabia asesina y pensado en todo lo que había aprendido sobre cómo ocultar el origen de un incendio, todo lo referente a la precaución y la sutileza, y lo había ignorado. Había dejado un rastro tan obvio que incluso el investigador más inexperto lo habría encontrado. Había provocado el incendio y cruzado la nave hacia la sacristía dando voces de alarma, aunque creía que estaba solo. Se había detenido al oír cómo el fuego empezaba a crepitar con avidez detrás de él, y alzado los ojos hacia un vitral que de repente parecía imbuido de vida propia al reflejar las llamas. Se había santiguado, como había hecho miles de veces, y salido al jardín delantero, donde había esperado hasta verlo cobrar toda su fuerza, y después se había ido a esperar en la oscuridad del porche de la casa de su madre a que llegara la policía. Sabía que había hecho un buen trabajo y que ni siquiera la brigada más dedicada conseguiría extinguir el incendio hasta que fuera demasiado tarde.
Lo que no sabía era que el sacerdote al que había llegado a odiar estaba dentro. En un sofá de la oficina de la sacristía, en lugar de estar en su casa, donde debería haber estado. Dormido por un fuerte narcótico que le habría recetado, sin duda, un feligrés médico, preocupado porque al buen cura se le veía pálido y demacrado y sus sermones parecían salpicados de ansiedad, como era lógico. Porque sabía muy bien que el Bombero estaba al corriente de lo que le había hecho a su sobrinito, y sabía también que, de todos sus feligreses, Peter era el único que seguramente haría algo al respecto. Peter nunca lo había entendido: había muchos niños de los que el sacerdote podía haber abusado y que no estaban emparentados con nadie que pudiera montar en cólera. Peter se preguntaba también si el fármaco que había mantenido dormido al sacerdote en su cama mientras la muerte lo envolvía era el mismo que Tomapastillas solía administrar a sus pacientes. Sospechaba que sí, en una simetría que le parecía de lo más irónico.
—Lo hecho, hecho está —susurró.
Acto seguido, echó un vistazo alrededor para ver si sus palabras habían despertado a alguien.
Intentó cerrar los ojos. Sabía que necesitaba dormir, pero no esperaba que eso le supusiera ningún descanso.
Resopló lleno de frustración y puso los pies en el suelo, dispuesto a ir al cuarto de baño a beber un poco de agua. Se frotó la cara como si quisiera desprenderse de algunos de sus recuerdos. Y al hacerlo tuvo la repentina sensación de que alguien lo observaba.
Se enderezó de golpe, alerta al instante, y recorrió la habitación con los ojos.
La mayoría de los hombres estaban envueltos en sombras. Una luz tenue se colaba por las ventanas e iluminaba un rincón. Observó las hileras de camas, pero no vio a nadie despierto. Trató de desechar la sensación, pero no pudo. Todos sus sentidos, la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto, parecían gritarle advertencias. Procuró tranquilizarse, no quería volverse tan paranoico como los demás pacientes, pero mientras se calmaba atisbo cierto movimiento con el rabillo del ojo.
Se volvió y durante una fracción de segundo vio una cara en la ventanita de observación de la puerta. Sus ojos se encontraron y, entonces, el rostro desapareció.
Se puso de pie de un brinco y avanzó deprisa hacia la puerta. Acercó la cara al cristal y se asomó al pasillo. Sólo podía ver un par de metros en ambas direcciones, y lo único que vio fue una penumbra vacía.
Tiró del pomo. La puerta estaba cerrada con llave.
Lo invadió la rabia y la frustración. Apretó los dientes y pensó que sus deseos siempre serían inalcanzables, situados tras una puerta cerrada.
La luz tenue, la penumbra y el cristal grueso habían conspirado para impedirle captar los detalles de aquella cara. Lo único que pudo notar fue la ferocidad de los ojos puestos en él. La mirada había sido inflexible y maligna, y quizá por primera vez pensó que Larguirucho tenía razón al protestar y suplicar tanto. Algo malvado se había introducido en el hospital, y Peter intuyó que esta encarnación del mal lo sabía todo sobre él. Intentó convencerse de que saber eso indicaba fortaleza. Pero sospechaba que eso podía ser falso.15
A mediodía me sentía exhausto. Demasiada falta de
sueño. Demasiados pensamientos electrizantes recorriendo mi imaginación.
Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas haciendo una breve pausa
para fumarme un cigarrillo. Creía que los rayos de luz que penetraban por las
ventanas, cargados de la ración diurna del calor opresivo del valle, habían
echado al ángel. Como una creación de un novelista gótico, era un personaje de
la noche. Todos los sonidos del día, los del comercio, los de la gente que se
desplazaba por la ciudad, el ruido de un camión o un autobús, la sirena
distante de un coche patrulla, el golpe sordo del paquete de periódicos que el
repartidor dejaba caer a la acera, los escolares que hablaban en voz alta al
pasar por la calle, conspiraban entre sí para ahuyentarlo. Los dos sabíamos que
yo era más vulnerable durante las silenciosas horas nocturnas. La noche genera
duda. La oscuridad siembra temores. Esperaba que volviera en cuanto se pusiera
el sol. Todavía no se ha inventado la pastilla que pueda aliviar los síntomas
de la soledad y el aislamiento que produce el final del día. Pero, mientras
tanto, estaba a salvo, o por lo menos todo lo a salvo que podía esperar. Daba
igual la cantidad de cerrojos que tuviera en la puerta, no impedirían la
entrada a mis peores miedos. Esta observación me hizo reír.
Revisé el texto que había fluido de mi lápiz y pensé
que me había tomado demasiadas libertades. Peter el Bombero me había llevado aparte poco después del desayuno y me
había susurrado:
—Vi a alguien. En la ventanita de observación de
la puerta. Miraba como si nos buscara a uno de los dos. No podía dormir y tuve
la sensación de que alguien me observaba. Cuando alcé los ojos, lo vi.
—¿Lo reconociste? —pregunté.
—Imposible. —Peter meneó la cabeza
despacio—. Sólo estuvo ahí un segundo. Cuando me levanté de la cama ya
se había ido. Me acerqué a la ventanita y miré fuera, pero no vi a nadie.
—¿Y la enfermera de guardia?
—Tampoco la vi.
—¿Dónde estaba?
—No lo sé. ¿En el lavabo? ¿Dando un paseo?
¿Quizás arriba, hablando con la enfermera de esa planta? ¿Dormida en una
silla?
—¿Tú qué crees? —pregunté, y el
nerviosismo asomó a mi voz.
—Me gustaría pensar que fue una alucinación. Aquí
tenemos muchas.
—¿Lo fue?
—Qué va —sonrió Peter el Bombero, y
negó con la cabeza.
—¿Quién crees que era?
—Sabes muy bien quién creo que era, Pajarillo —sonrió,
pero sin humor ya que no se trataba de ninguna broma.
Esperé un instante, inspiré hondo y sofoqué todos
los ecos en mi interior.
—¿Por qué crees que fue a la puerta?
—Quería vernos.
Eso era lo que recordaba con claridad. Recordaba
dónde estábamos, cómo íbamos vestidos. Peter llevaba la gorra de los Red Sox.
Recordaba lo que comimos esa mañana: creas que sabían a cartón anegadas de un
espeso jarabe dulce que tenía más relación con algún mejunje químico, obra de
un científico, que con un arce de Nueva Inglaterra. Aplasté el cigarrillo
contra el suelo desnudo del piso y le di vueltas a mis recuerdos en lugar de
tomar la comida que, sin duda, necesitaba. Eso fue lo que me dijo. Yo había
imaginado todo lo demás. No estaba seguro al cien por cien de que la noche
anterior él estuviera atrapado en las redes del insomnio debido a lo que había
hecho tantos meses atrás. No me contó que eso fuera lo que lo mantenía
despierto en la cama, de modo que, cuando tuvo la sensación de ser observado,
estaba alerta. Ni siquiera sé si lo pensé entonces. Pero ahora, años después,
supongo que tuvo que haber sido eso. Tenía sentido, por supuesto, porque Peter
estaba atrapado en el espinoso territorio de la memoria. Y, poco después, todas
estas cosas se combinaron, de modo que, para contar su historia, la de Lucy y también
la mía, tengo que tomarme algunas libertades. La verdad es escurridiza, y no
estoy a gusto con ella. Ningún loco lo está. Así que, Aunque lo escriba bien,
quizás esté mal. Quizás esté exagerado. Quizá no pasó exactamente como yo lo
recuerdo, o quizá tenga la memoria tan forzada y torturada debido a tantos años
de fármacos que la verdad me elude siempre.
Creo que sólo los poetas idealizan que la demencia
es de algún modo liberadora; es justo lo contrario. Ninguna de mis voces
internas, ningún miedo, ningún delirio, ninguna compulsión, nada de lo que
sirvió para crear al personaje triste que me desterró de la casa donde crecí y
me mandó atado al Hospital Estatal Western, tenía nada en común con la libertad
o la liberación, ni siquiera con ser único de una forma positiva. En lugar de
eso, todas esas fuerzas eran como normas y regulaciones, exigencias y
restricciones escritas en algún letrero que ocupaba un lugar muy destacado en
mi mente. Supongo que estar loco es un poco como estar encarcelado. El hospital
era el sitio donde nos tenían mientras nos dedicábamos a consolidar nuestra
propia clase de detención interna.
Eso no era tan cierto para Peter, porque él nunca
estuvo tan loco como el resto de nosotros.
Tampoco lo era para el ángel.
Y, de un modo curioso, Lucy era el puente entre
ambos.
Todavía estábamos junto al comedor esperando que
apareciera Lucy. Peter parecía muy concentrado, reviviendo lo que había visto y experimentado la noche anterior.
Lo observé mientras parecía tomar cada trozo de esos instantes, ponerlo a
contraluz y girarlo despacio, como haría un arqueólogo con una reliquia tras
soplarla para quitarle el polvo del tiempo. Peter actuaba de forma muy parecida
con las observaciones; parecía creer que si ponía mentalmente lo que fuera en el
ángulo adecuado y lo sujetaba contra un foco de luz, lo vería como era en
realidad. Y, en aquel momento, estaba enfrascado en ese proceso, con la cara
tensa y los ojos fijos sin ver lo que tenía delante, sino otra cosa. Supongo
que, en otro paciente, habría sido la mirada que precedía a una alucinación o
un delirio. Pero, en el caso de Peter, era el análisis de un detalle.
Mientras lo observaba, se volvió hacia mí.
—Ahora sabemos algo: el ángel no está en nuestro
dormitorio. Podría estar arriba, en el otro. Podría venir de otro edificio,
aunque aún no he descubierto cómo. Pero de momento, podemos excluir a nuestros
compañeros de habitación. Y sabemos algo más: ha averiguado de algún modo que
estamos metidos en esto, pero no nos conoce, no lo suficiente, y por eso
observa.
Eché un vistazo a ambos lados del pasillo. Había un cato apoyado contra una pared, con la mirada
puesta en el techo. Podría haber estado escuchando a Peter, o a alguna voz
oculta en su interior. Imposible saberlo. Un anciano senil que llevaba los
pantalones del pijama pasó junto a nosotros con la baba colgándole en una
mandíbula sin afeitar, farfullando y tambaleándose, como si no comprendiera que
su dificultad para andarse debía a los pantalones a la altura de los tobillos.
El retrasado que nos había amenazado el otro día pasó tras el anciano, con los
ojos llenos de miedo, desaparecida toda su rabia y agresividad anterior.
Supuse que le habían cambiado la medicación.
—¿Cómo podemos saber quién está
observándonos? —pregunté. Giré
la cabeza a derecha e izquierda y un escalofrío me recorrió el cuerpo al
pensar que cualquiera de aquellos hombres que me miraban como absortos podría
estar, de hecho, evaluándome, formándose un juicio sobre mí.
—Bueno —respondió Peter encogiéndose de
hombros—, ésa es la cuestión. Nosotros investigamos y el ángel observa.
Mantente alerta. Algo surgirá.
Vi que Lucy Jones entraba en Amherst. Se detuvo para
hablar con una enfermera, y Negro Grande se acercó a ella. Lucy le entregó un
par de expedientes de una caja llena a rebosar que dejó en el suelo. Peter y yo
dimos un paso hacia ella, pero Noticiero, que nos vio, nos cerró el paso.
Llevaba las gafas un poco ladeadas y una mata de pelo le salía disparada de la
cabeza. Su sonrisa era tan torcida como su pose.
—Malas noticias, Peter —dijo, aunque
sonreía, tal vez para suavizar la información—. Siempre son malas
noticias.
Peter no respondió y Noticiero pareció un poco
decepcionado.
—Vale —dijo con la cabeza ladeada. A
continuación miró a Lucy Jones y pareció concentrarse mucho. Era casi como si
recordar le costara un esfuerzo físico. Pasados unos instantes, esbozó una
sonrisa—. Boston Globe. 20 de septiembre de 1977. Sección de noticias
locales, página 2B: Negarse a ser una víctima; licenciada en Derecho por Harvard
es nombrada jefa de la sección de delitos sexuales.
Peter se volvió hacia él.
—¿Recuerdas algo del resto? —preguntó.
Noticiero dudó de nuevo mientras rebuscaba en su
memoria.
—Lucy K. Jones —dijo al fin—, veintiocho
años, con tres años de experiencia en las secciones de tráfico y delitos
graves, ha sido nombrada jefa de la recién creada sección de delitos sexuales
de la fiscalía del condado de Suffolk, según anunció hoy un portavoz. La
señorita Jones, licenciada en Derecho por Harvard en 1974, será responsable de
los casos de agresiones sexuales y colaborará con la división de homicidios en
los asesinatos que se deriven de violaciones. —Inspiró hondo y prosiguió—:
En una entrevista, la señorita Jones afirmó estar plenamente capacitada
para este cargo, porque había sido víctima de una agresión sexual durante su
primer año en Harvard. Explicó que se había incorporado a la oficina del
fiscal tras desechar numerosas ofertas de bufetes de abogados, porque su
agresor había escapado a la acción de la justicia. Su perspectiva sobre los
delitos sexuales proviene de un conocimiento íntimo del daño emocional que
provocan estas agresiones y de la frustración por un sistema judicial mal
preparado para tratar esta clase de delitos. Indicó que esperaba consolidar una
sección modélica que otros fiscales pudieran imitar...
—También había una fotografía —añadió
Noticiero tras dudar un momento—. Y algo más. Estoy intentando recordar.
—¿No hubo ningún artículo que lo desarrollara en
la sección de sociales el día siguiente o después? —preguntó Peter.
De nuevo, Noticiero repasó su memoria.
—No... —respondió. El hombrecillo sonrió
y, como hacía siempre, se marchó en busca de un ejemplar del periódico del día.
Peter se volvió hacia mí.
—Bueno, eso explica una cosa y empieza a explicar
otras, ¿verdad, Pajarillo?
—¿Qué? —pregunté.
—Para empezar, la cicatriz de la mejilla.
La cicatriz, por supuesto.
Debería haber prestado más atención a la cicatriz.
Sentado en mi piso, imaginando la pálida línea que
recorría el rostro de Lucy Jones, cometí el mismo error que en aquel momento.
Vi el defecto en su piel perfecta y me pregunté cuánto habría cambiado su
vida. Pensé que me hubiera gustado haberla tocado.
Encendí otro cigarrillo. Unas volutas de humo acre
se elevaron por el aire viciado. Podría haberme quedado así, perdido en mis
recuerdos, si no hubieran llamado a mi puerta.
Me puse de pie, alarmado. Perdí el hilo de las
ideas, sustituido por una sensación de nerviosismo. Me acerqué a la entrada y
oí cómo me llamaban por mi nombre.
—¡Francis! —Más golpes en la gruesa puerta
de madera—. ¡Francis! ¡Abre! ¿Estás ahí?
Reflexioné un instante sobre la curiosa
yuxtaposición de la petición «¡Abre!», seguida de la pregunta «¿Estás ahí?». En
el mejor de los casos, el orden estaba invertido.
Reconocí la voz, claro. Esperé un momento, porque
sospechaba que, en uno o dos segundos, oiría otra voz familiar.
—Francis, por favor. Abre para que podamos
verte...
La hermana número uno y la hermana número dos.
Megan, que era exigente como un niño pero con el tamaño y el temperamento de un
defensa de fútbol americano, y Colleen, que hacía la mitad de bulto y tenía
una timidez que combinaba la vergüenza con una incompetencia para las cosas más
simples de la vida. «¿Podrías hacerlo tú porque yo no sabría por dónde
empezar?» No tenía paciencia para ninguna de las dos.
—Francis, sabemos que estás ahí, y queremos que
abras la puerta ahora mismo.
Seguido de otro toc, toc, toc en la puerta.
Apoyé la frente contra la madera y, acto seguido, me
giré y apoyé la espalda, como para impedir su entrada. Pasado un momento, me
volví de nuevo y dije:
—¿Qué queréis?
—¡Queremos que abras la puerta!—Hermana
número uno.
—Queremos asegurarnos de que estás bien. —Hermana
número dos.
Previsible.
—Estoy bien —mentí—. Pero ahora estoy
ocupado. Volved en otro momento.
—¿Estás tomando los medicamentos, Francis? ¡Abre
ahora mismo! —La voz de Megan poseía toda la autoridad, y más o menos la
misma paciencia, de un sargento de instrucción del cuerpo de marines.
—¡Estamos preocupadas por ti, Francis!—Era
probable que Colleen se preocupara por todo el mundo. Se preocupaba sin cesar
por mí, por su familia, por sus padres y por su hermana, por la gente que
aparecía en el periódico o en las noticias televisivas de la noche, por el
alcalde, por el gobernador y puede que incluso por el presidente, por los
vecinos o por la familia que vivía al otro lado de su calle y que parecía
atravesar un —Tres comidas decentes al día y ocho horas de sueño por la
noche. De hecho, la señora Santiago me preparó un plato estupendo de arroz con
pollo el otro día —aseguré.
—¿Qué es eso? —quiso saber Megan señalando
la pared escrita.
—Un inventario de mi vida. Nada especial.
Megan sacudió la cabeza. No me creía, y seguía
estirando el cuello para husmear.
—Déjanos entrar —pidió Colleen.
—Necesito intimidad.
—Estás volviendo a oír voces —aseguró
Megan—. Lo sé.
—¿Cómo? —dije tras dudar un instante—.
¿Tú también las oyes?
Esto la enfadó aún más, claro.
—¡Déjanos entrar ahora mismo!
—Quiero estar solo. —Negué con la cabeza. Colleen
parecía al borde de las lágrimas—. Quiero que me dejéis solo. ¿ Por qué
habéis venido?
— Ya te lo hemos dicho. Estamos preocupadas por
ti—respondió Colleen.
—¿Por qué? ¿ Os dijo alguien que os preocuparais
por mí?
Ambas intercambiaron una mirada antes de contestar.
—No —contestó Megan, intentando modular la
premura de su tono—. Es sólo que hacía tanto tiempo que no sabíamos nada
de ti...
Sonreí. Era agradable que todos mintiéramos.
—He estado ocupado. Si queréis una cita, llamad a
mi secretaria y trataré de recibiros antes del día del Trabajo.
La broma no les hizo gracia. Empecé a cerrar la
puerta, pero Megan plantó una mano para detenerla.
—¿Qué son esas palabras? —me preguntó a la
vez que las señalaba—. ¿Qué estás escribiendo?
—Eso es cosa mía, no vuestra —repliqué.
—¿Estás escribiendo sobre mamá y papá? ¿Sobre
nosotros? ¡Eso no sería justo!
Me quedé estupefacto. Mi diagnóstico instantáneo fue
que estaba más paranoica que yo.
—¿Qué te hace pensar que sois lo bastante
interesantes como para escribir sobre vosotros? —dije despacio.
Y cerré la puerta, puede que con demasiada fuerza,
porque el ruido resonó en el pequeño edificio como un disparo.
Volvieron a llamar, pero no hice caso. Cuando me
alejé de la puerta, un murmullo generalizado de voces en mi interior me
felicitó por mi actuación. Les gustaban mis pequeñas exhibiciones de rebeldía e
independencia. Pero lo siguió una distante y resonante risa burlona, que se
elevaba y apagaba las demás voces. Se parecía un poco al grito de un cuervo
que, arrastrado por un viento fuerte, pasara invisible por encima de mi
cabeza. Me estremecí y me agaché un poco, casi como para esquivar un ruido.
Sabía quién era.
—¡Ríete si quieres! —grité al ángel—. Pero
¿quién más sabe qué pasó?
Francis se sentó frente a la mesa de Lucy, mientras
Peter se paseaba por el despacho.
—¿Qué hacemos, señorita fiscal? —preguntó el Bombero
con cierta impaciencia.
—Creo que ha llegado el momento de empezar a hablar
con algunos pacientes —respondió Lucy, y señaló unos expedientes—. Los que
tienen antecedentes de violencia.
Peter asintió.
—Imagino que, cuando empezó a leer los expedientes,
sabía que eso abarca a casi todos los pacientes, salvo los seniles y los
retrasados mentales, y que ellos también pueden tener episodios violentos
—comentó—. Creo que tenemos que encontrar características eliminadoras,
señorita Jones...
La joven levantó la mano.
—Llámame Lucy, Peter —pidió—. Así no tendré que
llamarte por tu apellido, porque sé por tu expediente que, aunque no hay que esconder
exactamente tu identidad, sí hay que recalcarla lo menos posible, ¿correcto?
Debido a tu reputación en ciertas zonas de Massachussets. Y también sé que, al
llegar aquí, indicaste a Gulptilil que ya no tenías nombre, un acto de
desvinculación que él interpretó como que no deseabas avergonzar más a tu
familia.
Peter dejó de caminar y Francis pensó que se iba a
enfadar. Una de sus voces interiores le gritó que tuviera cuidado y él mantuvo
la boca cerrada mientras los observaba. Lucy sonreía, como si supiera que había
desconcertado a Peter, y éste parecía buscar una réplica adecuada. Se apoyó
contra la pared y sonrió, con una expresión no del todo distinta a la de Lucy.
—De acuerdo, Lucy—dijo—. Usaremos los nombres de
pila. Pero dime algo, por favor: ¿No crees que interrogar a cualquier paciente
con un pasado violento, o incluso con uno o dos actos violentos desde
que llegó aquí, será inútil a la larga? Y, aún más importante, ¿de cuánto
tiempo dispones, Lucy? ¿Cuánto crees que puede llevarnos encontrar una respuesta?
—¿Por qué preguntas eso? —La sonrisa de Lucy se
desvaneció de golpe.
—Porque no sé si tu jefe, en Boston, es consciente
de lo que estás haciendo.
El silencio invadió la pequeña habitación. Francis
estaba atento a cualquier movimiento —las miradas, y también las posturas de
brazos y hombros— que pudiera indicar sutiles significados a las palabras pronunciadas.
—¿Por que crees que no cuento con una cooperación
total de mi oficina?
—¿Es así? —repuso Peter.
Francis vio que Lucy iba a responder de una forma,
luego de otra, y por último lo hizo de una tercera:
—Sí y no —dijo.
—Eso me suena a dos explicaciones distintas.
Ella asintió.
—Mi presencia aquí todavía no forma parte de un caso
oficial. Creo que debería abrirse uno. Los demás están indecisos. O, más bien,
dudan que esté dentro de nuestra jurisdicción. De modo que cuando quise venir
aquí, en cuanto supe lo del asesinato de Rubita, hubo un debate encendido en mi
oficina. El resultado fue que se me permitió venir, pero sólo de modo oficioso.
—Supongo que Gulptilil no conoce exactamente esas
circunstancias.
—En eso tienes razón, Peter.
—¿Cuánto tiempo tienes antes de que la
administración del hospital se harte, o de que tu oficina pida que regreses?
—preguntó Peter, y empezó a caminar de nuevo por la habitación, como si el
movimiento añadiese impulso a sus pensamientos.
—No mucho.
Peter pareció vacilar de nuevo mientras revisaba sus
observaciones.
Francis pensó que Peter veía los hechos y los
detalles del mismo modo que un guía de montaña: consideraba que los obstáculos
eran oportunidades y, a veces, valoraba cada paso como un logro.
—Así pues —concluyó Peter, como si de repente
hablara consigo mismo—, Lucy está aquí, convencida de que hay un criminal en el
hospital y decidida a encontrarlo. Porque tiene un... interés especial. ¿Correcto?
—Correcto —asintió Lucy, y de su rostro había
desaparecido toda diversión—. Los días que has pasado en el Western no han
mermado tus dotes de investigación.
—Pues yo creo que sí —replicó Peter a la vez que
sacudía la cabeza—. ¿Y cuál sería ese interés especial?
Tras una pausa, Lucy agachó un poco la cabeza.
—No creo que nos conozcamos lo suficiente, Peter.
Pero te diré algo: el individuo que cometió los anteriores asesinatos logró
llamar mi atención al provocar a mi oficina.
—¿Al provocarla?
—Sí. Al estilo de «no podéis atraparme».
—¿No puedes ser más específica?
—En este momento no. Son detalles que esperamos
utilizar en un proceso posterior. Así que...
—No quieres compartir los detalles con un par de
chiflados —la interrumpió Peter.
—Lo mismo que tú si te preguntara cómo esparciste la
gasolina en aquella iglesia —replicó Lucy—. Y por qué.
Ambos guardaron otra vez silencio. Peter se volvió
hacia Francis.
—Pajarillo, ¿qué conecta todos estos crímenes entre
sí? —preguntó—. ¿Por qué estos asesinatos?
—Para empezar, el aspecto de la víctima —respondió
Francis, dándose cuenta de que lo ponían a prueba—. Edad y aislamiento; todas
acostumbraban desplazarse solas de modo regular. Eran jóvenes y tenían el pelo
corto y un físico esbelto. Las encontraron a la intemperie en un sitio distinto
de aquel donde las habían matado, lo que complica las cosas a la policía. Eso
me lo dijo usted. Y en jurisdicciones diferentes además, lo que es otro
problema. Eso también me lo dijo usted. Y estaban todas mutiladas de la misma
forma, progresivamente. Les faltan falanges, como en el caso de Rubita.
—Francis inspiró hondo—. ¿Tengo razón?
Lucy asintió y Peter sonrió.
—Exacto —afirmó éste—. Tenemos que estar atentos,
Lucy, porque Pajarillo tiene una memoria para los detalles y las observaciones
mucho mejor de lo que nadie cree. —Reflexionó un momento. Una vez más, empezó
a decir una cosa pero cambió de dirección en el último momento—. Muy bien,
Lucy. Debes mantener en secreto una información que podría ayudarnos. De
momento. ¿Qué hacemos entonces?
—Tenemos que encontrar la forma de localizar a este
hombre —respondió con rigidez, pero algo aliviada, como si hubiera comprendido
que Peter había querido preguntar una o dos cosas más que habrían llevado la
conversación en otra dirección.
Francis no supo si había gratitud en sus palabras,
pero vio que los dos se miraban fijamente, hablando sin necesidad de palabras,
como si ambos supieran algo que se había escapado a Francis. Pensó que tal vez
era así, pero también observó que Peter y Lucy habían establecido unas pautas
que los situaban en un mismo plano. Peter no era tanto el paciente mental y
Lucy no era tanto la fiscal, y de repente ambos parecían colegas.
—El problema es que él ya nos ha localizado
—anunció Peter. 16
Si Lucy se sorprendió por la revelación de Peter, no
lo mostró de inmediato.
—¿A qué te refieres exactamente? —preguntó.
—Sospecho que el ángel ya sabe que estás aquí y
también por qué. Creo que en el hospital no hay tantos secretos como a uno le
gustaría. Mejor dicho, existe una definición distinta de «secreto». Así que
imagino que sabe que estás aquí para desenmascararlo, a pesar de las promesas
de confidencialidad de Gulptilil y Evans. ¿Cuánto tiempo crees que duraron esas
promesas? ¿Un día? ¿Acaso dos? Apostaría que casi todo el mundo que puede
saberlo, lo sabe. Y sospecho que nuestro amigo el ángel sabe también que
Pajarillo y yo te estamos ayudando.
—¿Y cómo has llegado a esta conclusión? —quiso saber
Lucy. Su voz contenía un matiz de recelo mordaz que Peter pareció ignorar.
—Bueno, es una suposición, claro —respondió Peter—.
Pero una cosa lleva a la otra...
—¿Cuál es la primera cosa?
Peter le contó brevemente lo que había visto en la
ventanita de la puerta del dormitorio la noche anterior. Mientras se lo
describía, la observaba con atención, como valorando su reacción.
—Por lo tanto —terminó—, si está informado sobre
nosotros, también lo está sobre ti. Vete a saber, pero... Bueno, ahí lo
tienes. —Se encogió de hombros, pero sus ojos expresaban una convicción que contradecía
su lenguaje corporal.
—¿A qué hora de la noche ocurrió? —preguntó Lucy.
—Tarde. Pasada la medianoche. —Peter observó su
vacilación—. ¿Quieres comentarnos algún detalle?
—Creo que yo también tuve una visita ayer por la
noche —admitió Lucy después de vacilar otra vez.
—¿Y eso? —soltó Peter, de repente alarmado.
Lucy inspiró y describió cómo había encontrado
abierta la puerta de su habitación, y después cerrada con llave. Aunque no
sabía quién, o por qué, seguía convencida de que el intruso se había llevado
algo, a pesar de que había repasado sus pertenencias y no había encontrado que
faltara nada.
—Quizá deberías volverlo a comprobar —dijo Peter—.
Algo obvio sería una prenda de vestir. Algo más sutil sería algún pelo de tu
cepillo —aventuró tras reflexionar un instante—. O quizá se pasó tu lápiz de
labios por el pecho. O se puso un poco de perfume en el dorso de la mano. Algo
así.
Esta sugerencia pareció desconcertar un poco a Lucy,
que se revolvió en el asiento como si ardiera, pero antes de que respondiera
Francis meneó la cabeza.
—¿Qué pasa, Pajarillo? —preguntó Peter.
—No creo que sea eso, Peter —dijo Francis, que
tartamudeó un poco al hablar—. No le hace falta llevarse nada. Ni ropa, ni un
cepillo, ni un pelo, ni perfume, ni nada de lo que Lucy ha traído, porque ya se
ha llevado algo mucho más grande e importante. Lo que pasa es que ella todavía
no lo ha visto. Quizá porque no quiere verlo.
—¿Y qué sería eso, Francis? —preguntó Peter
sonriente. Su voz era un poco grave, pero denotaba un regocijo extraño.
La voz de Francis tembló un poco al contestar:
—Se llevó su intimidad.
Los tres guardaron silencio mientras asimilaban esas
palabras.
—Y otra cosa más —añadió Francis.
—¿Qué? —quiso saber Lucy. Se había ruborizado un
poco y tamborileaba la mesa con un lápiz.
—Quizá también su seguridad.
El peso del silencio aumentó en la pequeña
habitación. Francis se sentía como si hubiera rebasado algún límite. Peter y
Lucy eran profesionales de la investigación y él no, de modo que le sorprendió
haber tenido la osadía de decir algo tan inquietante. Una de sus voces le gritó
en su interior: ¡Cállate! ¡Cierra el pico! ¡No te ofrezcas! ¡Mantente en
segundo plano! ¡Mantente a salvo! No supo si hacerle caso o no. Pasado un momento,
sacudió la cabeza.
—Puede que esté equivocado —admitió—. Se me ocurrió
de repente y no lo pensé demasiado...
Lucy levantó una mano para interrumpirlo.
—Creo que es una observación de lo más pertinente,
Pajarillo, —dijo con el tono ligeramente académico que adoptaba a veces—. Y la
tendré en cuenta. Pero ¿y la segunda visita de la noche
para espiaros a ti y a Peter? ¿Qué piensas al respecto?
Francis lanzó una rápida mirada a Peter, que asintió
y le dijo:
—Podría vernos en cualquier momento, Francis. En la
sala de estar, durante una comida o incluso en una sesión en grupo. Demonios,
pero si siempre estamos por los pasillos. Podría echarnos un buen vistazo
entonces. De hecho, puede que ya lo haya hecho. Así pues, ¿por qué iba a
arriesgarse a salir de noche?
—Tienes razón en eso —respondió Francis—. Pero
observarnos por el día no significa lo mismo para él.
—¿Y eso?
—Porque de día es un paciente más.
—¿Sí? Claro. Pero...
—Pero de noche puede ser él mismo.
Peter fue el primero en hablar, y su voz denotaba
una especie de admiración.
—Bueno —dijo con una sonrisa—, es lo que sospechaba:
Pajarillo ve las cosas.
Francis se encogió de hombros y sonrió ante el
halago. Y, en algún lugar recóndito de su ser, se percató de que muy pocas
veces lo habían halagado en sus veintiún años de vida. Críticas, quejas y
menciones de su clamorosa ineptitud era lo que había conocido de forma bastante
regular hasta entonces. Peter le dio un golpecito afectuoso en el brazo.
—Serás un policía espléndido, Francis —aseguró—. Con
una pinta un poco extraña, quizá, pero excelente de todos modos. Tendremos que
darte un poco más de acento irlandés, una tripa más prominente, unas mejillas
coloradas, una porra que balancear y una inclinación por los dónuts. No, una
adicción a los dónuts. Pero tarde o temprano lo conseguiremos. —Se volvió hacia
Lucy y añadió—: Esto me da una idea.
Ella también sonreía, sin duda porque, como pensó
Francis, le resultaba divertido el retrato absurdo de alguien tan frágil como
él convertido en un fornido policía.
—Una idea estaría bien, Peter —respondió la fiscal—.
Una idea sería excelente.
Peter guardó silencio, pero movió un instante la
mano, como un director de orquesta o un matemático garabateando una fórmula en
el aire al carecer de una pizarra. Tomó una silla y la giró para sentarse del
revés, lo que confirió a su postura cierta urgencia.
—No tenemos pruebas físicas, ¿cierto? Y no contamos
con ayuda, sobre todo de la policía local que analizó la escena del crimen,
investigó el asesinato y detuvo a Larguirucho, ¿cierto?
—Cierto —corroboró Lucy.
—Y no creemos que Tomapastillas y el señor del Mal
vayan a ayudar demasiado, ¿cierto?
—Cierto. Sólo están tratando de decidir qué
planteamiento les crearía menos problemas.
—No es difícil imaginárselos a los dos en el
despacho de Toma-pastillas, mientras la señorita Deliciosa toma notas, ideando
lo mínimo que pueden hacer para guardarse las espaldas. Así que, de hecho, no
tenemos demasiado a nuestro favor en este momento. En concreto, sólo un punto
de partida evidente. —Peter rebosaba ideas. Francis podía verlo—. ¿Qué es una
investigación? —preguntó retóricamente mirando a Lucy—. Hechos. Tomar esta
prueba y añadirla a ésa. Formar una imagen del crimen como si fuese un puzzle.
Todos los detalles de un crimen, desde el comienzo hasta la conclusión, han de
encajar en un marco racional para proporcionar una respuesta. ¿No es eso lo que
te enseñaron en la oficina del fiscal? ¿De modo que la acumulación de elementos
demostrables elimina a todo el mundo salvo al sospechoso? Ésas son las pautas,
¿no?
—Ambos lo sabemos. Pero ¿qué quieres sugerir?
—Que el ángel también lo sabe.
—Vale. Sí. Quizás. ¿Y?
—Lo que tenemos que hacer es ponerlo todo patas
arriba.
Lucy pareció desconcertada. Pero Francis comprendió
a qué se refería Peter.
—Lo que está diciendo es que no deberíamos seguir
ninguna pauta —explicó.
—Estamos aquí —asintió Peter—, en este sitio de
locos, ¿y sabes qué será imposible, Lucy?
La fiscal no respondió.
—Pues intentar imponerle la racionabilidad y la
organización del mundo exterior. Este sitio es demencial, así que tenemos que
hacer una investigación acorde con este mundo. Adaptarla al lugar donde
estamos.
—¿Te refieres a usar el entorno de alguna forma que
se me escapa?
—Sí —asintió Peter—. No deberíamos actuar de una
forma previsible —miró a Francis—, sino conforme al mundo en que estamos. En un
sitio demencial, tenemos que efectuar una investigación demencial.
Desenvolvernos con toda la locura que este sitio exige. Donde fueres, haz lo
que vieres.
—¿Y cuál sería el primer paso? —preguntó Lucy.
Parecía dispuesta a escuchar pero no a acceder de inmediato.
—Los interrogatorios. Empiezas muy bien, de modo
oficial y ciñéndote a las pautas. Y, después, aumentas la presión. Acusas a los
interrogados de forma irracional. Tergiversas sus palabras. Les devuelves la
paranoia. Actúa del modo más terrible, irresponsable e indignante que puedas.
Desconcierta a todo el mundo. Eso causará desconcierto. Y cuanto más
perturbemos el discurrir cotidiano del hospital, menos seguro se sentirá el
ángel.
—Es un plan —asintió Lucy—. Puede que no demasiado
estructurado, pero es un plan. Aunque no creo que Gulptilil lo acepte.
—Al cuerno —soltó Peter—. Por supuesto que no lo
hará. Y tampoco el señor del Mal. Pero no dejes que eso sea un obstáculo.
Lucy reflexionó un momento.
—¿Por qué no? —Sonrió y se volvió hacia Francis—. No
dejarán que Peter esté presente en los interrogatorios, su pasado pesa demasiado.
Pero tu caso es diferente, Francis. Creo que deberías asistir. Estaréis tú y
Evans o el director médico, porque éste quiere que haya alguien; son las
normas que estableció. Creemos bastante humo y quizá veamos algo de fuego.
Por supuesto, ellos no veían lo que Francis, es
decir, los peligros de este método. Pero guardó silencio, acallado por sus
voces interiores, que estaban nerviosas y recelosas, de modo que se limitó a
agachar la cabeza ante el rumbo fijado.
A veces, durante la primavera, desde que me dieron
de alta del Western y tras instalarme en mi ciudad, cuando iba a la escalera
para peces para contar los salmones que regresaban para el Wildlife Service,
detectaba las sombras plateadas y relucientes de los peces y me preguntaba si
sabían que el hecho de volver al lugar donde habían nacido para renovar el
ciclo de la naturaleza les iba a costar la vida. Con la libreta en la mano,
contaba los peces y solía combatir el impulso de advertirles de algún modo. Me
preguntaba si tendrían alguna pulsión profunda, genética, que les informara de
que volver a casa los mataría, o si todo era un engaño que aceptaban con gusto
ya que el deseo de aparearse era tan fuerte que ocultaba la inevitabilidad de
la muerte. ¿O eran como soldados, a los que se daba una orden imposible y evidentemente
mortal, y decidían que el sacrificio era más importante que la vida ?
A veces la mano me temblaba cuando hacía las
anotaciones en la hoja de cómputo, tanta muerte latente pasaba frente a mí. En
ocasiones lo entendemos todo mal. Así, algo que parece peligroso, como el
inmenso océano, es en realidad seguro. Lo que es conocido, como el hogar, es de
hecho más amenazador.
La luz parecía desvanecerse a mi alrededor, y me
alejé de la pared para dirigirme a la ventana del salón. Noté que la habitación
se llenaba de recuerdos. Soplaba una brisa vespertina, una suave ráfaga de calidez.
Pensé que la oscuridad nos definía a todos. Cualquiera puede representar
cualquier cosa a la luz del día. Pero sólo por la noche, después de que el
mundo se ha oscurecido, aparece nuestro yo real.
Ya no sabía si estaba o no agotado. Levanté los ojos
y examiné la habitación. Era interesante verme solo y saber que no duraría.
Tarde o temprano me invadirían. Y el ángel volvería. Sacudí la cabeza.
De pronto, recordé que Lucy había preparado una
lista de casi setenta y cinco nombres. Eran los hombres a los que ella quería
ver.
Lucy preparó una lista con unos setenta y cinco
pacientes de todo el hospital que parecían poseer el potencial para asesinar.
Eran hombres que habían mostrado hostilidad hacia las mujeres, ya fuera mediante
golpes durante riñas domésticas, lenguaje amenazador o conducta obsesiva, que
habían concentrado en una vecina o una familiar a la que culpaban de su locura.
Ella aún creía que los asesinatos habían sido, en el fondo, delitos sexuales.
La justicia penal consideraba que los delitos sexuales eran primero actos
violentos y después catarsis sexual.
Además, ella había sido una víctima y en decenas de
salas de justicia había visto en el banquillo de los acusados a hombres que le
recordaban en mayor o menor medida al que la había agredido. Su índice de
condenas era ejemplar y, a pesar de los obstáculos que encontraba en el
hospital Western, esperaba volver a triunfar. La confianza era su principal
baza.
Mientras cruzaba los terrenos del hospital hacia el
edificio de administración, empezó a dibujar mentalmente un retrato del hombre
que estaba buscando. Detalles, como la fuerza física necesaria para dominar a
Rubita, la juventud suficiente para ser presa de un arrebato homicida, la edad
adecuada para no cometer errores precipitados. Estaba convencida de que su
hombre poseía los conocimientos prácticos así como la inteligencia innata que hacen que ciertos
criminales sean difíciles de acorralar. Todos los elementos de esos crímenes se
le arremolinaban en la cabeza, y se decía que cuando se encontrara
frente a frente con el culpable, lo reconocería de inmediato.
La razón de su optimismo era la creencia de que el
ángel deseaba ser conocido. Imaginaba que sería engreído y arrogante, y que
querría vencerla en este duelo intelectual dentro de aquel hospital
psiquiátrico.
Lo sabía de una forma más profunda que Peter o
Francis, o de lo que nadie era consciente en el Western. Unas cuantas semanas
después del segundo homicidio, su oficina había conseguido las dos falanges seccionadas
del modo más normal: a través del correo. El autor las había colocado en una
bolsa de plástico, que había metido en un sobre acolchado marrón, del tipo que
se vendía en casi todas las tiendas de material de oficina de Nueva Inglaterra.
La dirección del destinatario estaba mecanografiada en una etiqueta: JEFA DE LA
UNIDAD DE DELITOS SEXUALES.
Se adjuntaba un folio con una pregunta también
mecanografiada: «¿Los buscabais?» Nada más.
Lucy entregó los macabros souvenirs al equipo
forense. No se tardó en confirmar que pertenecían a la segunda víctima y que
se los habían extirpado post mortem. La escritura de la nota y la etiqueta correspondía
a una máquina de escribir eléctrica Sears modelo 1.132 de 1975. El matasellos
del paquete correspondía a la oficina principal de Boston Sur. Lucy y dos
investigadores más de su oficina habían localizado todas las máquinas de
escribir de ese modelo vendidas en Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island y
Vermont durante los seis meses anteriores al asesinato. También habían
interrogado a todos los empleados de la oficina de correos para comprobar si
alguno recordaba haber manejado ese paquete en concreto. Ninguna de las dos
líneas de investigación había arrojado una pista razonable.
Los empleados de correos no habían ayudado nada. Si
una máquina de escribir se había comprado con un cheque o con una tarjeta de
crédito, Sears tenía constancia. Pero se trataba de un modelo barato, y más de
una cuarta parte de las máquinas similares que se vendieron en ese lapso de
tiempo se pagaron en efectivo. Además, los investigadores averiguaron que casi
todos los más de cincuenta puntos de venta de Nueva Inglaterra tenían expuesto
un modelo 1.132 nuevo que podía probarse. Habría sido relativamente sencillo ir
un concurrido domingo por la tarde, poner una hoja de papel en el rodillo y
escribir lo que se quisiera sin llamar la atención, ni siquiera de un vendedor.
Lucy había esperado que el remitente de las falanges
lo volvería a hacer con las correspondientes a la primera o la tercera víctima,
pero no fue así.
Era, en su opinión, la peor forma de provocación: el
mensaje no estaba en las palabras, ni siquiera en los apéndices mutilados,
sino en una entrega cuyo rastro no podía seguirse.
También había la inquietante referencia a la
bibliografía sobre Jack el Destripador, que había extirpado un trozo de
riñón a una víctima, una prostituta llamada Catharine Eddowes, alias Kate
Kelly, y lo había enviado a la Policía Metropolitana en 1888 con una
burlona nota, rubricada. Que su presa conociera este caso tan famoso la ponía
nerviosa. Era muy revelador, pero también la afectaba. No le gustaba estar
buscando a alguien con nociones de la historia, porque eso implicaba cierta
inteligencia. La mayoría de los criminales que había enviado a la cárcel
destacaban por su estupidez absoluta. En la sección de delitos sexuales era un
dato bastante conocido que las fuerzas que impulsaban a un hombre a ese acto
concreto también harían que fuera descuidado y olvidadizo. Los que atacaban con
determinada planificación y previsión eran más difíciles de descubrir.
De modo extraño, pensaba que estos homicidios eran
imposibles de caracterizar. Francis había acertado cuando Peter le había pedido
que los relacionara entre sí. Pero Lucy no podía evitar la sensación de que
había algo más que el pelo y el físico de las víctimas y la singular crueldad
del asesino.
Avanzaba por uno de los senderos entre los edificios
hospitalarios pensando en el hombre que Peter y Francis llamaban el ángel. No
se fijó en el buen día que hacía a su alrededor, en los rayos de sol que iluminaban
los nuevos brotes de las ramas de los árboles y calentaban el mundo con el
augurio de un tiempo mejor. Lucy Jones tenía la clase de mente a la que le
gustaba clasificar y compartimentar, que disfrutaba de la búsqueda rigurosa
del detalle, y en ese momento excluía la temperatura, el sol y los nuevos
brotes, ocupada en el repaso mental de los obstáculos a que se enfrentaba. La
lógica y una aplicación metódica de las normas, las regulaciones y las leyes
la habían sostenido a lo largo de su vida adulta. Lo que Peter había sugerido
la asustaba, aunque había tenido cuidado de no demostrarlo. En su interior,
reconocía que tenía cierto sentido, porque no se le ocurría otro modo de
proceder. Creía que era un plan que reflejaba la agudeza de Peter y que no
seguía ningún método racional.
Pero Lucy, que se consideraba una jugadora de
ajedrez, creía que era el mejor gambito inicial que podía imaginar. Se recordó
que debía mantenerse fría, ya que imaginaba que así podría controlar la
situación.
Mientras caminaba cabizbaja, sumida en sus
pensamientos, le pareció oír de repente su nombre.
—Luuuuuuucccyyyy. —Fue un gemido largo que le llegó
con la suave brisa primaveral y reverberó entre los árboles que salpicaban los
terrenos del hospital.
Se detuvo en seco y se volvió. Nadie. Miró a derecha
e izquierda, a la escucha, pero el sonido había desaparecido.
Pensó que se había confundido. El gemido podría
haber correspondido a muchos otros sonidos. La tensión la había puesto
nerviosa y había oído mal lo que era un
grito de dolor o angustia, igual a los centenares que el viento transportaba
por el hospital todos los días.
Y a continuación pensó que se estaba mintiendo a sí
misma.
Había oído su nombre.
Alzó los ojos hacia las ventanas del edificio más
cercano. Vio las caras de algunos pacientes ociosos que miraban en su
dirección. Se giró despacio hacia otras unidades. Amherst quedaba lejos.
Williams, Princeton y Yale estaban más cerca. Examinó los edificios de ladrillo
en busca de algún indicio revelador. Pero todos permanecieron silenciosos,
como si la observación de Lucy hubiera cerrado la llave de la ansiedad y la
alucinación que tan a menudo definían los sonidos que se oían en ellos.
Se quedó inmóvil. Pasado un momento, oyó un
torrente de obscenidades en un edificio. Lo siguieron voces enfadadas y
chillidos. Eso era lo que esperaba oír y, con cada sonido, se dijo que antes
había oído algo inexistente, lo que, según se percató con ironía, la
equipararía con la mayoría de los pacientes del hospital. Así pues, reanudó su
camino, dando la espalda a las ventanas y a todos los ojos que podían estar
observándola o contemplando absortos el bonito cielo azul. Era imposible saber
cuál de las dos cosas.17
Peter el Bombero estaba en medio del comedor
con una bandeja observando la actividad frenética que lo rodeaba. Las comidas
en el hospital eran una serie interminable de pequeñas escaramuzas que reflejaban
las terribles batallas interiores que cada paciente libraba. Ningún desayuno,
almuerzo o cena terminaba sin que hubiera estallado algún incidente. La
angustia se servía con tanta regularidad como los huevos revueltos poco hechos
o la ensalada de atún insípida.
A su derecha vio a un anciano senil que sonreía
grotescamente mientras la leche le resbalaba por el mentón y el pecho, a pesar
de los esfuerzos de una enfermera en prácticas por impedir que se ahogara; a su
izquierda, dos mujeres se disputaban un cuenco de gelatina de limón. Por qué
había un solo cuenco y dos personas que lo reclamaban era el dilema que Negro
Chico intentaba resolver con paciencia, aunque ambas mujeres, de aspecto casi
idéntico, con trenzas despeinadas de pelo gris, piel rosácea y bata azul,
parecían ansiosas por llegar a las manos. Ninguna de ellas tenía la menor
intención de recorrer los pocos pasos que las separaban de la cocina para
obtener un segundo cuenco de gelatina. Sus voces altas, agudas, se mezclaban
con el ruido de platos y cubiertos y con el calor húmedo procedente de la cocina.
Pasado un segundo, una de las dos mujeres cogió el cuenco de gelatina y lo
lanzó al suelo, donde se hizo añicos con el estrépito de un disparo.
Peter se dirigió a su habitual mesa del rincón,
donde daría la espalda a la pared. Napoleón ya la ocupaba, y Peter suponía que
Francis se les uniría pronto, aunque no sabía dónde estaba el joven en ese momento.
Se sentó y observó con recelo su plato de fideos. Tenía dudas sobre su
procedencia.
—Dime algo, Nappy —pidió—. ¿Qué habría comido un
soldado del gran ejército napoleónico un día como éste?
Napoleón estaba atacando el plato con avidez,
llevándose aquella bazofia a la boca como una máquina de émbolos. La pregunta
de Peter lo hizo detener para plantearse la cuestión.
—Carne enlatada —respondió al cabo de un instante—,
lo que, dadas las condiciones sanitarias de la época, era una comida bastante
peligrosa. O cerdo salado. Pan, por supuesto. Ése era un ingrediente básico,
lo mismo que el queso duro que podía llevarse en una mochila. Vino tinto,
creo, o agua del pozo o río que hubiera cerca. Si hacían incursiones, algo
frecuente entre los soldados, quizá cogerían un pollo o una oca de alguna
granja vecina y lo asarían o hervirían.
—¿Y si pensaban entrar en combate? ¿Una comida
especial, quizá?
—No. No es probable. Solían estar hambrientos y a
menudo, como en Rusia, se morían de hambre. Aprovisionar al ejército era
siempre un problema.
Peter sostuvo un trozo irreconocible de lo que le
habían dicho era pollo y se preguntó si podría entrar en combate con este plato
a modo de inspiración.
—Dime, Nappy, ¿crees que estás loco? —preguntó de
repente.
El hombre hizo una pausa, y un tenedor cargado de
fideos rezumantes se quedó a mitad de camino de su boca, donde permaneció mientras
se planteaba la pregunta. Al cabo de un momento, dejó el tenedor en el plato.
—Supongo que sí, Peter —suspiró con tristeza—. Unos
días más que otros.
—Háblame un poco de ello.
Napoleón sacudió la cabeza, y el resto de su
entusiasmo habitual se desvaneció.
—Los medicamentos controlan bastante los delirios.
Como hoy, por ejemplo. Sé que no soy el emperador. Simplemente sé mucho sobre
el hombre que lo fue. Y sobre cómo dirigir un ejército. Y lo que pasó en 1812.
Hoy sólo soy un historiador de tercera categoría. Pero mañana, no sé. Quizá
fingiré tomarme la medicación que me den esta noche. Ya sabes, ponérmela bajo
la lengua y escupirla después. Hay algunos trucos que casi todo el mundo
aprende en el hospital. O puede que la dosis se quede un poco corta. Eso
también pasa, porque las enfermeras tienen que distribuir muchas pastillas y a
veces no prestan tanta atención como deberían a quién recibe qué. Y ya está: un
delirio muy potente no necesita demasiado terreno para arraigar y florecer.
—¿Los echas de menos ? —preguntó Peter tras pensar
un momento.
—¿El qué?
—Los delirios. Cuando no los tienes. ¿Te hacen
sentir especial cuando los tienes y corriente cuando desaparecen?
—Sí —sonrió Napoleón—. A veces. Pero a veces también
duelen, y no sólo porque puedes ver lo terribles que son para quienes te rodean.
La obsesión se vuelve tan grande que te abruma. Es como una goma elástica cada
vez más tensa en tu interior. Sabes que al final se tiene que romper pero,
cuando crees que lo hará y que todo tu interior se soltará, se estira un poco
más. Deberías preguntarle a Pajarillo, creo que él lo entiende mejor.
—Lo haré.
En ese momento Peter vio que Francis avanzaba con
cautela por el comedor para reunirse con ellos. Se movía de una forma muy
parecida a la que él recordaba de sus días de patrulla en Vietnam, receloso del
suelo que pisaba por si había bombas trampa. Francis daba bordadas entre las
discusiones y los enfados que habían estallado a la derecha, y la rabia y la
alucinación de la izquierda, esquivando los escollos de la senilidad o del
retraso mental. Cuando llegó a la mesa, se dejó caer en una silla con un suave
suspiro de satisfacción. Peter pensó que el comedor era una peligrosa travesía
plagada de problemas.
Francis ojeó el revoltijo que se solidificaba con
rapidez en su plato.
—No quieren que nos engordemos —bromeó.
—Alguien me comentó que rocían la comida con
Thorazme —susurró Napoleón con aire de complicidad—. Así saben que nos pueden
tener tranquilos y bajo control.
Francis miró a las dos mujeres que seguían
gritándose por la gelatina.
—Pues no parece ir demasiado bien —comentó.
—Pajarillo —preguntó Peter, y señaló de modo
discreto a las dos mujeres—, ¿por qué crees que están discutiendo?
Francis dudó y enderezó los hombros antes de
contestar.
—¿Por la gelatina?
Peter sonrió pero negó con la cabeza.
—No, eso ya lo veo —dijo—. Pero ¿crees que vale la
pena pegarse por un bol de gelatina de limón? ¿Por qué gelatina? ¿Por qué
ahora?
Francis lo comprendió. Peter tenía una forma de
incluir preguntas importantes en otras insignificantes, una cualidad que
Francis admiraba porque mostraba la capacidad de pensar más allá de las
paredes de Amherst.
—Es por tener algo, Peter —respondió despacio—. Es
por poseer algo tangible en este sitio en que no tenemos casi nada. No es por
la gelatina. Es por poseerla. No vale la pena pegarse por un bol de gelatina,
pero sí por algo que te recuerda quién eres y lo que podrías ser, y el mundo
que nos espera si podemos reunir suficientes cosas pequeñas que vuelvan a
convertirnos en seres humanos.
Peter reflexionó sobre la respuesta de Francis, y
los tres hombres vieron cómo las dos mujeres rompían a llorar.
Los ojos de Peter se fijaron en ellas, y Francis
pensó que cada incidente como ése debía herirlo profundamente, porque ese
sitio no era para él. Francis miró de reojo a Napoleón, que se encogió de
hombros y volvió a concentrarse en la comida. Ese era su sitio, y también el
suyo propio. Era donde todos debían estar, pero Peter no. Debía de asustarlo,
pues cuanto más tiempo estuviera en el hospital, más cerca estaría de
convertirse en uno de ellos. Francis oyó un murmullo de voces que asentían en
su interior.
Gulptilil examinó con recelo la lista de nombres que
Lucy puso encima de su mesa.
—Parece un número importante de pacientes, señorita
Jones. ¿Podría preguntarle cuáles han sido sus criterios de selección? —dijo en
un tono frío y nada afable que, dada su voz cantarina, sonaba un poco ridículo.
—Por supuesto. Como no encontré un factor
psicológico determinante, como una enfermedad definida, tomé en consideración
incidentes violentos contra mujeres. Estos setenta y cinco hombres han cometido
diversas agresiones. Unos más que otros, claro, pero todos tienen un factor en
común. —Lucy hablaba con la misma pomposidad que el director médico, una dote
interpretativa que había afinado en la oficina del fiscal y que a menudo le
servía en situaciones oficiales. Hay muy pocos burócratas a los que no
intimide alguien capaz de hablar su propio idioma.
Gulptilil se volvió a fijar en la lista y examinó
los nombres mientras Lucy se preguntaba si el médico podría asignar una cara y
un expediente a cada uno de ellos. Actuaba como si fuera así, pero la fiscal
dudaba de que le interesaran demasiado las intimidades de los pacientes.
Pasado un instante, suspiró.
—Su afirmación puede aplicarse igualmente al
detenido por el asesinato, claro —manifestó—. Aun así, señorita Jones,
accederé a lo que pide. Pero debo indicarle que me parece una pérdida de
tiempo.
—Es una forma de arrancar, doctor.
—Es también una forma de parar —replicó él—. Lo que,
me temo, es lo que pasará en sus interrogatorios cuando quiera obtener información
de estos hombres. Imagino que le resultarán frustrantes. —Sonrió, no de forma
demasiado simpática, y añadió—: Bueno, supongo que tendrá que averiguarlo por
sí misma. Supongo que querrá efectuar estos interrogatorios de inmediato.
Hablaré con el señor Evans, y quizá con los hermanos Moses, que pueden empezar
a llevar a los pacientes a su despacho. De este modo, por lo menos, podrá
empezar a trabajar y comprender los obstáculos a que va a enfrentarse.
Lucy sabía que Gulptilil hablaba sobre los caprichos
de la enfermedad mental, pero lo que dijo podía interpretarse de distintas
formas. Le sonrió y asintió para mostrarle su conformidad.
Cuando volvió a Amherst, los Moses la estaban
esperando en el pasillo junto al puesto de enfermería de la planta baja. Peter
y Francis estaban con ellos, apoyados contra la pared como un par de adolescentes
aburridos que pasan el rato en una esquina a la espera de problemas, aunque el
modo en que los ojos de Peter escrutaban el pasillo para observar todos los
movimientos y valorar a todos los pacientes que pasaban por allí contradecía su
aspecto lánguido. No divisó a Evans, lo que podía ser positivo si se tenía en
cuenta lo que iba a pedirles. Pero ésa fue la primera pregunta que hizo a los
dos auxiliares.
—¿Dónde está Evans?
—En otro edificio —respondió Negro Grande—. En una
reunión de personal de apoyo. Debería llegar en cualquier momento. El gran jefe
llamó para decirnos que tenemos que empezar a llevar gente a su despacho. Tiene
una lista.
—Exacto.
—Suponga que no tienen ganas de verla —comentó Negro
Chico—. ¿Qué hacemos entonces?
—No les den esa opción. Pero si se ponen frenéticos,
o empiezan a perder el control, puedo ir a verlos yo.
—¿Y si aun así no quieren hablar?
—No planteemos los problemas antes de tenerlos,
¿vale?
Negro Grande entornó los ojos pero no dijo nada,
para Francis era obvio que la función del auxiliar consistía precisamente en
eso, en plantearse los problemas antes de que surgieran.
—Lo intentaremos —dijo su hermano tras soltar un
suspiro—. No le prometo cómo van a reaccionar. Nunca he hecho nada así. Quizá
no haya ningún problema.
—Si se niegan ya pensaremos otra cosa —dijo Lucy—.
Tengo una idea. Me gustaría saber si pueden ayudarme y guardar el secreto.
Los dos hermanos se miraron un instante. Negro Chico
habló por los dos.
—Me huelo que nos va a pedir un favor que podría
meternos en un lío.
—No demasiado grande, espero —repuso Lucy sonriendo.
Negro Chico sonrió de oreja a oreja, como si le
hiciera gracia la respuesta de Lucy.
—La persona que lo pide siempre piensa que no es
gran cosa. Pero adelante, señorita Jones, no decimos ni que sí ni que no. La
escuchamos.
—En lugar de ir los dos a buscar a cada paciente para
traerlo aquí, quiero que vaya sólo uno.
—Por lo general, seguridad aconseja que haya dos
hombres en cada desplazamiento como éste. Uno a cada lado del paciente. Son las
normas.
—Permitan que me explique —replicó ella a la vez que
daba un paso hacia los hermanos, de modo que sólo el reducido grupo pudiera
oírla, un gesto apropiado a la pequeña conspiración que Lucy tenía en mente—.
No soy muy optimista sobre el resultado de estos interrogatorios, y voy a
confiar en Francis más de lo que él imagina —explicó. Los demás miraron al
joven, que se ruborizó, como si lo hubiera destacado en clase una profesora de
la que estuviera medio enamorado—. Pero, como Peter indicó el otro día, nos
faltan pruebas contundentes. Me gustaría intentar algo al respecto.
Los Moses la escuchaban con atención. También Peter
se acercó, lo que estrechó más el grupo.
—Quiero que mientras hablo con estos pacientes, se
registre a conciencia sus cosas —prosiguió Lucy—. ¿Han registrado alguna vez
una cama y un arcón?
—Por supuesto —asintió Negro Chico—. De vez en
cuando. Eso forma parte de este excelente trabajo.
Lucy lanzó una rápida mirada a Peter, que parecía
deseoso de dar j opinión.
—Y me gustaría que Peter interviniera en esos
registros —añadió—. Que estuviera al mando.
Los dos auxiliares se miraron y Negro Chico replicó:
—Peter no puede salir del edificio Amherst, señorita
Jones. Me refiero a que sólo puede hacerlo en circunstancias especiales. Y es
el doctor Gulptilil o el señor Evans quienes dicen cuáles son esas circunstancias
especiales. Evans no le ha dejado cruzar estas puertas ni una sola vez.
—¿Se supone que hay nesgo de que se escape?
—preguntó Lucy, un poco como si estuviera ante un juez en una solicitud de
libertad bajo fianza.
—Evans lo puso en el expediente —respondió Negro
Chico a la vez que sacudía la cabeza—. Es más bien un castigo porque tiene pendiente
cargos graves. Peter está aquí por orden judicial para ser evaluado, y supongo
que la prohibición de salir es normal en casos así.
—¿Hay alguna forma de saltarse eso?
—Hay formas de saltárselo todo si es lo bastante
importante, señorita Jones.
Peter guardaba silencio. Francis vio de nuevo que se
moría de ganas de hablar pero tenía la sensatez de mantener la boca cerrada.
Los auxiliares no se habían negado aún a la petición de Lucy.
—¿Por qué cree que Peter tiene que hacer esto,
señorita Jones ? ¿Por qué no mi hermano o yo? —quiso saber Negro Chico.
—Por un par de razones —respondió Lucy—. Primero,
como saben, Peter era un investigador muy bueno, y sabe cómo, dónde y qué
buscar, y cómo tratar cualquier prueba. Y, como ha recibido formación en la
obtención de pruebas forenses, espero que pueda detectar algo que quizá podría
escapársele a usted o a su hermano...
Negro Chico apretó los labios, reconociendo tácitamente
que aquello era cierto. Lucy lo tomó como un asentimiento y prosiguió.
—Y la otra razón es que no estoy segura de querer
comprometerlos en todo esto. Imaginemos que encuentran algo en un registro. Es
taran obligados a contárselo a Gulptilil, que técnicamente es el responsable
máximo, y probablemente esa prueba se perderá o se estropeará. Si Peter
encuentra algo, bueno, es otro loco del hospital. Puede dejarla, mencionármela
y luego obtener una orden de registro legítima. Recuerden que al final tendrá
que venir la policía a detener a alguien. Tengo que conservar cierta rectitud
en la investigación, sea lo que eso signifique. ¿Me explico, señores?
Negro Grande soltó una carcajada, aunque no se había
dicho nada gracioso, salvo el concepto de «rectitud en la investigación» en un
hospital de chalados. Su hermano se rascó la cabeza.
—Por Dios, señorita Jones, me parece que nos va a
meter en un buen lío antes de que todo esto termine.
Lucy se limitó a sonreír a los dos hermanos. Una
sonrisa franca y acompañada de una mirada traviesa, que reflejaba la aceptación
de una conspiración necesaria e inofensiva. Francis lo observó y, por primera
vez en su vida, pensó lo difícil que era negar algo a una mujer bonita, lo que
tal vez no fuera justo, pero aun así era cierto.
Los dos auxiliares se miraron. Luego, Negro Chico se
encogió de hombros.
—¿Sabe qué, señorita Jones? —dijo—. Mi hermano y yo
haremos lo que podamos. Que Evans y Tomapastillas no se enteren. —Hizo una
breve pausa—. Peter, ven a hablar con nosotros en privado. Tengo una idea...
El Bombero asintió.
—¿Qué se supone que buscamos? —preguntó Negro
Grande.
—Ropas o zapatos manchados de sangre —contestó
Peter—. En algún sitio hay un cuchillo u otra clase de arma blanca. Sea lo que
sea, tendrá que ser muy afilada porque sirvió para cercenar dedos. Y el juego
de llaves que falta, porque para nuestro ángel las puertas cerradas no son un
obstáculo. Y cualquier otra cosa que nos permita conocer más detalles sobre el
crimen por el que el pobre Larguirucho está en la cárcel. Y cualquier cosa
relacionada con los demás crímenes que investiga Lucy, como recortes de
periódicos o una prenda femenina. No lo sé. Y desde luego lo más importante
—aseguró.
—¿Qué? —preguntó Negro Grande.
—Cuatro falanges cortadas —contestó Peter con
frialdad.
Oía las mismas voces que de joven, clamando de nuevo
para que les prestara atención, y me preguntaban repetidamente: ¿Qué tenemos de malo, Francis? Estábamos ahí para
ayudar.
Francis se sentía incómodo en el despacho de Lucy
mientras intentaba evitar la mirada de Evans. La habitación estaba sumida en
el silencio. Había un calor pegajoso y enfermizo, como si la calefacción se
hubiera quedado en marcha a la vez que la temperatura exterior se disparaba.
Lucy estaba atareada con un expediente, hojeando páginas con anotaciones y
tomando de vez en cuando alguna nota en un bloc.
—El no debería estar aquí, señorita Jones. A pesar
de la ayuda que crea que le puede brindar y a pesar de la autorización del
doctor Gulptilil, creo que es muy inadecuado involucrar a un paciente en esta
investigación. Sin duda, cualquier aportación que pueda hacer carece de la
base que tendría la de un miembro del personal o la mía propia.
Evans logró sonar pomposo, lo que, en opinión de
Francis, no era habitual en él. Por lo general, el señor del Mal tenía un tono
sarcástico e irritante que subrayaba las diferencias entre ellos. Francis
sospechaba que Evans solía adoptar ese tono clínico en las reuniones del personal.
Desde luego, hacerse el importante no era lo mismo que serlo. Un coro de
conformidad se agitó en su interior.
—Veamos cómo lo hace —se limitó a decir Lucy tras
alzar los ojos—. Si crea algún problema, siempre estamos a tiempo de cambiar
las cosas. —Y se centró de nuevo en el expediente.
—Y ¿dónde está el otro? —insistió Evans.
—¿Peter? —preguntó Francis.
—Le he encargado las tareas más aburridas y menos
importantes —dijo Lucy levantando una vez más la cabeza—, Siempre hay algo farragoso
pero necesario que hacer. Dados sus antecedentes, creí que él era el más
adecuado.
Eso pareció apaciguar a Evans, y Francis pensó que
era una respuesta muy inteligente. Cuando fuera mayor, él también aprendería a
decir cosas que no eran del todo ciertas sin estar mintiendo.
Hubo un silencio hasta que llamaron a la puerta y
ésta se abrió. Negro Grande entró en el despacho acompañado de un hombre al
que Francis reconoció del dormitorio de arriba.
—Este es el señor Griggs —anunció el auxiliar con
una sonrisa—. De los primeros de la lista. —Con su manaza, dio un empujoncito
al hombre y luego retrocedió hacia la pared para situarse allí con los brazos
cruzados.
Griggs avanzó hasta el centro de la habitación y
vaciló. Lucy le señaló una silla, desde donde Francis y el señor del Mal
podrían observar sus reacciones a las preguntas. Era un individuo enjuto y
musculoso de mediana edad, medio calvo y con el pecho hundido. Respiraba con un
resuello asmático. Recorrió la habitación con mirada precavida, como una
ardilla que levantara la cabeza ante un peligro lejano. Una ardilla con unos
dientes irregulares y amarillentos, y un carácter inquieto. Tras dirigir a
Lucy una penetrante mirada, extendió las piernas con expresión irritada.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó.
—Como sabrá —respondió Lucy—, en las últimas semanas
se han suscitado algunas preguntas sobre la muerte de una enfermera en este
edificio. Esperaba que usted pudiera arrojar algo de luz sobre ese incidente.
—Su voz sonaba natural, pero Francis detectó en su actitud y en la forma en que
miraba al paciente que algo la había llevado a seleccionar a ese hombre
primero. Algo en su expediente le había dado que sospechar.
—Yo no sé nada —contestó el hombre, y se revolvió en
el asiento agitando una mano en el aire—. ¿Puedo irme?
En el expediente, Lucy leyó palabras como «bipolar»
y «depresión», «tendencias antisociales» y «gestión del enfado». Griggs tenía
un popurrí de problemas. También había herido a una mujer con una navaja de
afeitar en un bar tras invitarla a unas copas y haber sido rechazado cuando se
le insinuó. También, había ofrecido resistencia cuando la policía lo detuvo y,
a los pocos días de haber llegado al hospital, había amenazado a Rubita y otras
enfermeras con vengarse espantosamente, cuando intentaban obligarlo a tomar la
medicación por la noche, cambiaban el canal del televisor en la sala de estar o
le impedían molestar a otros pacientes, lo que hacía casi a diario. Cada uno
de estos incidentes estaba debidamente documentado. También había una anotación
de que había informado a su abogado defensor de que unas voces indeterminadas
le habían ordenado que atacara a la mujer en cuestión, afirmación que lo había
conducido al Western en lugar de a la cárcel local. Una anotación adicional,
con la letra de Gulptilil, cuestionaba la veracidad de tal afirmación. Era, en
resumen, un hombre lleno de rabia y mentiras, lo que, según Lucy, lo convertía
en un candidato excelente.
—Por supuesto —afirmó Lucy, sonriente—. Así que la
noche del homicidio...
—Estaba durmiendo en el piso de arriba —gruñó
Griggs—. En la cama. Colocado con la mierda esa que nos dan.
Lucy observó su bloc antes de levantar los ojos y
fijarlos en el paciente.
—Esa noche no quiso la medicación. Hay una nota en
su expediente.
Griggs abrió la boca para replicar pero se detuvo.
—Decir que no la tomarás no significa que no la
tomes —explicó—. Sólo significa que algún tío como éste te obligará a tomarla.
—Señaló a Negro Grande, y Francis tuvo la impresión de que hubiese usado otro
epíteto si no lo asustara el corpulento auxiliar—. Así que lo hice. Unos minutos
después, estaba en brazos de Morfeo.
—No le caía bien la enfermera en prácticas, ¿verdad?
—No me cae bien ninguna —sonrió Griggs—. Eso no es
ningún secreto.
—¿Y porqué?
—Les gusta mandarnos. Ordenarnos hacer cosas. Como
si no fuéramos nadie.
Griggs hablaba en plural, pero Francis creyó que
sólo pensaba en sí mismo.
—Pelear con mujeres es más fácil, ¿no? —preguntó
Lucy.
El paciente se encogió de hombros.
—¿Cree que podría pelear con él? —Señaló de nuevo a
Negro Grande.
Lucy se inclinó hacia delante y prosiguió:
—No le caen bien las mujeres, ¿verdad?
Griggs respondió con voz grave.
—Usted no me cae demasiado bien.
—Le gusta lastimar a las mujeres, ¿no? —preguntó
Lucy.
El hombre soltó una carcajada sibilante, pero no
contestó.
Lucy, con voz monótona, cambió de dirección.
—¿Dónde estaba en noviembre de hace dos años?
—¿Cómo?
—Ya me ha oído.
—¿Y quiere que me acuerde?
—¿Es eso un problema para usted? Porque le aseguro
que puedo averiguarlo.
Gnggs se revolvió en la silla para ganar tiempo.
Francis observó que se esforzaba en pensar, como si intentara ver algún peligro
entre la niebla.
—Trabajaba en unas obras en Springfield —afirmó—. En
la carretera. En la reparación de un puente. Un trabajo asqueroso.
—¿Ha estado alguna vez en Concord?
—¿Concord?
—Ya me ha oído.
—No, nunca. Cae al otro lado del Estado.
—Y su jefe en esas obras, cuando lo llame, no me
dirá que tenía acceso al camión de la empresa, ¿verdad? ¿Ni que lo mandó a
hacer recados a la zona de Boston?
Griggs parecía un poco confundido.
—No —negó tras un momento de duda—. Esos trabajos
fáciles se los daban a otros. Yo trabajaba en los pilares.
Lucy cogió una fotografía de los anteriores
crímenes. Francis vio que correspondía al cadáver de la segunda víctima. Se
inclinó sobre la mesa y la puso delante de Griggs.
—¿Recuerda esto? —preguntó—. ¿Recuerda haberlo
hecho?
—No. —La voz de Griggs perdía algo de su
bravuconería—. ¿Quiénes?
—Dígamelo usted.
—Nunca la había visto.
—Yo creo que sí.
—No.
—En esas obras en las que trabajó existen registros
de las actividades de los obreros. Así que me resultará fácil demostrar que
estuvo en Concord. Pasa lo mismo con la anotación de que no recibió ningún
medicamento la noche en que la enfermera fue asesinada aquí. Es sólo cuestión
de papeleo. A ver, probemos de nuevo: ¿Hizo usted esto?
Griggs sacudió la cabeza.
—Si pudiera, lo haría, ¿cierto?
Negó otra vez.
—Me está mintiendo.
Griggs inspiró despacio, resollando, para llenarse
los pulmones. Cuando habló, lo hizo con una rabia apenas contenida.
—Yo no hice eso a ninguna chica que haya visto
nunca, y está equivocada si cree que lo hice.
—¿Qué hace a las mujeres que no le caen bien?
—Las rajo. —Esbozó una sonrisa maliciosa.
—¿Como a la enfermera en prácticas? —repuso Lucy.
Griggs negó otra vez con la cabeza. Echó un vistazo
alrededor de la habitación, primero en dirección a Evans y después a Francis.
—No contestaré más preguntas —anunció—. Si quiere
acusarme de algo, adelante, hágalo.
—De acuerdo —dijo Lucy—. Ya se puede ir. Pero quizá
volvamos a hablar.
Griggs se levantó sin responder. Preparó algo de
saliva y Francis creyó que iba a escupir a la fiscal. Negro Grande debió de
pensar lo mismo, porque cuando Griggs dio un paso adelante, la mano del corpulento
auxiliar le aferró el hombro como un torno de banco.
—Ya has terminado —le advirtió con calma—. No hagas
nada que me enfade más de lo que ya estoy.
Griggs se zafó de la presa y se volvió. Francis vio
que quería decir algo más pero, en cambio, empujó la silla para que chirriara
contra el suelo y luego se marchó. Una pequeña muestra de desafío.
Lucy lo ignoró y empezó a anotar cosas en su bloc.
Evans también escribía algo en una libreta.
—Bueno —le dijo Lucy—, no es que se haya descartado,
¿no cree? ¿Qué está escribiendo?
Francis guardó silencio cuando Evans alzó los ojos
con una expresión algo ufana.
—¿Qué estoy escribiendo? Pues, para empezar, una
nota para recordarme que debo ajustar la medicación de Griggs. Parecía muy agitado
con sus preguntas, y diría que es probable que se muestre agresivo, quizá con
los pacientes más vulnerables. Una anciana, por ejemplo. O acaso alguien del
personal. Eso también es posible. Le aumentaré la dosis para impedir que esa
cólera se manifieste.
—¿Qué va a hacer?
—Voy a tranquilizarlo una semana. Puede que más. —El
señor del Mal vaciló y, a continuación, añadió sin abandonar el tono
petulante—: ¿Sabe qué? Podría haberle ahorrado algo de tiempo. Tiene razón en
que Griggs rehusó la medicación la noche del homicidio, pero su negativa
conllevó que más tarde se le administrara una inyección intravenosa. ¿Ve la
segunda anotación en la hoja? Yo estuve presente y supervisé el procedimiento.
Así que es verdad que estaba durmiendo cuando se produjo el asesinato. Estaba
sedado. —Evans hizo una pausa—. ¿Quizás haya otros casos en que yo pueda ayudarla
de antemano?
Lucy levantó la mirada, frustrada. A Francis le
pareció que no sólo detestaba perder el tiempo, sino también manejar la
situación. Pensó que le resultaba difícil porque nunca había estado en un sitio
así. Y se percató de que muy poca gente normal había estado nunca en un lugar
como aquél.
Se mordió el labio inferior para no hablar. Le
hervía la cabeza, llena de imágenes del reciente interrogatorio. Hasta sus
voces interiores guardaban silencio porque, mientras escuchaba al interrogado,
Francis había visto cosas. No alucinaciones o delirios, sino cosas sobre aquel
hombre. Había visto picos de furia y de odio, y un placer desdeñoso en sus
ojos al contemplar la imagen de la muerte. Había visto a un hombre capaz de
mucha depravación. Pero, al mismo tiempo, había visto a un hombre de una
terrible debilidad. Un hombre que siempre querría pero rara vez haría. No era
el hombre que buscaban porque la rabia de Griggs había sido demasiado
explícita. Y Francis sabía que el ángel era muy poco explícito.
En el mismo momento del interrogatorio, Peter y
Negro Chico estaban efectuando el registro de las cosas de Gnggs. Peter había
cambiado su atuendo habitual, incluso la gorra de los Red Sox, por el uniforme
blanco de un auxiliar del hospital. Había sido idea de Negro Chico. Era, de
algún modo, un camuflaje perfecto en el hospital; habría sido necesario mirar
dos veces para ver que quien lo llevaba no era un auxiliar sino Peter. En un
mundo lleno de alucinaciones y delirios, generaría dudas. Esperaba que le
proporcionara la cobertura suficiente para hacer lo que Lucy le había
asignado, aunque sabía que si lo veía Tomapastillas, el señor del Mal o
cualquiera de los otros que lo conocían bien, lo encerrarían de inmediato en
una celda de aislamiento y que Negro Chico sería reprendido severamente. Eso no
había preocupado al enjuto auxiliar, cuyo comentario «Circunstancias
especiales exigen soluciones especiales» fue más ingenioso de lo que Peter le
habría creído capaz. Negro Chico también había indicado que era enlace
sindical y que su hermano era el secretario del sindicato, lo que les daría
cierta protección si les pillaban.
El registro fue del todo infructuoso.
No había tardado mucho en revolver los objetos
personales del paciente, guardados en una maleta bajo la cama. Tampoco le
había costado examinar la cama en busca de algo que relacionara a Griggs con
el crimen. También se había movido con rapidez por la zona adyacente en busca
de cualquier sitio donde pudiera esconderse algo como un cuchillo. Era fácil
ser eficiente; no había demasiados sitios donde poder ocultar algo.
Se incorporó y sacudió la cabeza. Negro Chico le
indicó con un gesto que deberían volver al lugar donde habían acordado
reunirse con su hermano.
Peter asintió y lanzó una mirada en derredor del
dormitorio. Como siempre, había algunos hombres tumbados en la cama mirando el
techo, absortos en sus inextricables ensoñaciones. Un anciano se balanceaba
atrás y adelante, llorando. Otro parecía haber oído un chiste porque,
rodeándose el cuerpo con los brazos, reía incontroladamente. El retrasado que
había visto antes en los pasillos estaba en el rincón opuesto del dormitorio,
sentado cabizbajo en el borde de la cama, con los ojos fijos en el suelo. Los
alzó un momento y se volvió. Peter no supo si se había percatado de que estaban
registrando una zona del dormitorio. No había forma de descifrar lo que aquel
retrasado entendía. Era posible, claro, que no prestara atención a sus actos,
sumido en su casi total impasibilidad. Pero también cabía que en el fondo, a
pesar de lo embotado que lo dejaban los fármacos psicotrópicos, hubiera
establecido la conexión entre el paciente que habían llevado para interrogar y
el posterior registro de la zona. No sabía si el rumor se extendería, pero
temía que si el asesino llegaba a saberlo, su tarea sería mucho más difícil.
Que los pacientes supieran que se estaban efectuando registros, causaría algún
impacto. No estaba seguro de cuánto. No hizo una observación crucial: si el
ángel se enteraba, podría querer hacer algo al respecto.
Observó de nuevo el grupo variopinto de hombres de
la habitación y de nuevo se preguntó si pronto correría la voz por el hospital.
—Venga, Peter —le urgió Negro Chico—. Vámonos.
Asintió y se marcharon deprisa del dormitorio.
18
Aquel día, más tarde, o puede que después, pero
seguro que en algún momento durante el desfile constante de enfermos mentales
conducidos al despacho de Lucy Jones, se me ocurrió que hasta entonces nunca
había formado parte de nada.
Creía que había sido curioso crecer sabiendo que, de
una forma extraña, secundaria o acaso subterránea, existía toda una serie de
conexiones a mi alrededor y que, aun así, yo estaba destinado a permanecer
siempre excluido de ellas. Cuando eres pequeño, quedar al margen es una cosa
terrible. Puede que la peor.
Una vez viví en una típica calle de las afueras, con
muchos edificios blancos de una o dos plantas que servían de bogara la clase
media, con jardines delanteros bien cuidados con una o dos hileras de plantas
perennes de colores vivos bajo las ventanas y una piscina en la parte de atrás.
El autocar escolar paraba dos veces en nuestra manzana para recogerá los niños.
Por la tarde había un movimiento constante en la calle, una marea ruidosa de
jóvenes. Chicos y chicas con vaqueros deshilachados en las rodillas, salvo los
domingos, cuando los chicos salían de sus casas con chaqueta azul, camisa
blanca almidonada y corbata de poliéster, y las chicas llevaban vestidos con
volantes. Nos reuníamos todos, junto con nuestros padres, en los bancos de las
iglesias cercanas. Era una mezcla típica de habitantes del Massachusetts
occidental, en su mayoría católicos, que se dedicaban a discutir si comer carne
los viernes era pecado, incluidos algunos episcopalianos y baptistas. En la
manzana había algunas familias judías, pero tenían que cruzar la ciudad para
ir a la sinagoga.
Era increíble y abrumadoramente típico. La calle
típica de una manzana típica poblada por familias típicas que votaban a los
demócratas, les encantaban los Kennedy e iban a los partidos de la liga de
béisbol infantil las tardes cálidas de primavera, no tanto para mirar como
para hablar. Sueños típicos. Aspiraciones típicas. Típicos en todos los
sentidos, desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche.
Miedos típicos, preocupaciones típicas. Conversaciones que parecían revestidas
de normalidad. Incluso típicos secretos ocultos bajo fachadas típicas. Un
alcohólico. Un maltratador. Un homosexual no declarado. Todo típico, todo el
tiempo.
Excepto yo, claro.
Se hablaba de mí en tono quedo, el mismo de los
susurros que solían reservarse para la noticia espeluznante de que una familia
negra se había instalado dos calles más abajo o que habían visto al alcalde
salir de un hotel con una mujer que no era la suya.
En todos esos años jamás me invitaron a una fiesta
de cumpleaños. Jamás me preguntaron si quería quedarme a dormir en casa de un
amigo. Ni una vez subí al asiento trasero de un coche para ira tomar un helado
en Friendly. Jamás recibí una llamada por la noche para cotillear sobre el
colegio, sobre deportes o sobre quién había besado a quién en el baile de
séptimo curso. Nunca jugué en ningún equipo, ni canté en ningún coro ni
desfilé en ninguna banda. Ningún viernes por la noche animé en un partido de
fútbol americano, ni me puse nunca con timidez un esmoquin mal entallado para
ir a un baile. Mi vida era única debido a la ausencia de todas esas pequeñas
cosas que constituyen la normalidad de cualquier persona.
Nunca supe qué detestaba más, si el mundo esquivo
del que procedía y al que jamás podría incorporarme o el mundo solitario en
que estaba obligado a vivir. Solitario si exceptuamos las voces.
Durante años las oí llamarme por mi nombre: ¡Francis! ¡Francis! ¡Francis! ¡Sal! Era un poco
como imaginaba que los niños de mi manzana me llamarían una tarde cálida de
julio, cuando la luz se desvanecía despacio y el calor del día seguía vivo
mucho después de cenar, si lo hubieran hecho alguna vez, lo que nunca ocurrió.
Supongo, en cierto modo, que es difícil culparlos. No sé si yo habría querido
salir a jugar con ellos. Y, a medida que crecí, también lo hicieron las voces,
y sus tonos cambiaron, como si siguieran el ritmo de los años que pasaban por
mi vida.
Todos estos pensamientos debieron de salir de algún
punto del mundo vaporoso entre el sueño y la vigilia, porque de repente abrí
los ojos en mi casa. Debía de haberme quedado dormido un momento, con la
espalda apoyada contra la pared. Eran pensamientos que los medicamentos solían
sofocar. Tenía tortícolis y me levanté vacilante. Una vez más, el día se había
desvanecido a mi alrededor, y volvía a estar solo, salió por los recuerdos,
los fantasmas y los murmullos familiares de esas voces tanto tiempo
reprimidas. Parecían todas bastante entusiasmadas con volver a apoderarse de mi
mente. En cierto sentido, era como si despertaran a mi lado, como imaginaba
que haría una amante de verdad si alguna vez la tenía. Reclamaban atención,
como un grupo feliz que pujara por diversos objetos en una subasta concurrida.
Me desperecé nervioso y me acerqué a la ventana.
Contemplé cómo la oscuridad de la noche avanzaba por la ciudad como tantas
veces antes, sólo que esta vez me fijé en una sombra tras una tienda de
recambios de automóvil al final de la calle. Observé cómo se extendía y pensé
que era algo inquietante, que cada sombra tenía sólo un leve parecido al edificio,
al árbol o a la persona que la proyectaba. Adoptaba una forma propia que
evocaba su origen pero se mantenía independiente. Igual pero distinta. Pensé
que las sombras podían revelarme mucho sobre mi mundo. Quizás estaba más cerca
de ser una de ellas que de estar vivo. De punto vi un coche patrulla que
recorría despacio mi calle.
Tuve la impresión de que venía a vigilarme. Noté que
los dos pares de ojos del interior oscuro del vehículo se alzaban y recorrían
la fachada del edificio de pisos como unos focos hasta que localizaban mi
ventana. Me aparté a un lado para que no me vieran.
Retrocedí y me acurruqué contra la pared.
Habían venido a buscarme. Lo sabía, igual que sabía
que el día sigue a la noche y que la noche sigue al día. Recorrí el piso con
la mirada en busca de un sitio donde esconderme. Contuve el aliento. Cada
latido de mi corazón resonaba como una sirena de niebla. Me apreté más contra
la pared, como si pudiera fundirme con ella. Notaba a los agentes al otro lado
de la puerta.
Pero no ocurrió nada.
No aporrearon la puerta.
No sonaron voces fuertes con esa sola palabra, ¡Policía!, que lo dice todo de una vez.
El silencio me envolvía y, pasado un segundo, me
incliné para espiar por la ventana. La calle estaba vacía.
Ningún coche. Ningún policía. Sólo más sombras.
Esperé un instante. ¿Había estado el coche ahí?
Exhalé despacio. Me dije que nada iba mal y que no
tenía por qué preocuparme, lo que me recordó que eso era precisamente lo que había
procurado decirme en todos aquellos años en el hospital.
Seguía recordando las caras, aunque a veces no los
nombres. En el transcurso de ese día y del siguiente, Lucy había interrogado en
su despacho, uno tras otro, a los hombres que, en su opinión, poseían algunos
de los elementos del perfil que estaba elaborando en su cabeza. Hombres con
rabia. Era, en cierto sentido, un curso intensivo sobre una parte de la
humanidad que poblaba el hospital, una parte de la marginalidad. Toda clase de
enfermedades mentales visitó ese despacho y se sentó en la silla frente a ella,
unas veces con un leve empujoncito de Negro Grande y otras con sólo un gesto de
Lucy o de Evans.
En cuanto a mí, guardaba silencio y escuchaba.
Era un desfile de imposibilidades. Algunos hombres
eran solapados y miraban a uno y otro lado, esquivos en todas sus respuestas.
Algunos parecían aterrados, se encogían en la silla con la frente sudorosa y
la voz temblorosa como si cada pregunta de Lucy, por muy rutinaria, benévola o
insignificante que fuera, los golpeara. Otros eran agresivos, levantaban la
voz enseguida, gritaban con rabia y, en más de una ocasión, daban puñetazos en
la mesa, llenos de una indignación justificada. Unos cuantos se mantuvieron
mudos, con la mirada en blanco, como si cada frase que salía de los labios de
Lucy, cada pregunta que quedaba suspendida en el aire, ocurriera en un plano
totalmente distinto al suyo, algo que no significaba nada en ningún lenguaje
que ellos conocieran y que, por tanto, les era imposible responder. Algunos
hombres contestaron con sandeces, algunos con fantasías, otros con rabia y
unos cuantos con miedo. Dos hombres se quedaron mirando al techo, y otros dos
hicieron gestos de estrangulamiento con las manos. Algunos observaron las
fotografías del escenario del crimen con temor, otros con una fascinación
inquietante. Un hombre confesó al instante, lloriqueando, «Yo lo hice, yo lo
hice» una y otra vez, sin dejar que Lucy le hiciera ninguna pregunta. Un
hombre no dijo nada, pero sonrió y se llevó la mano a los pantalones para
excitarse hasta que la mano de Negro Grande en el hombro lo obligó a parar. A
lo largo de los interrogatorios, el señor del Mal se sentaba junto a Lucy, y
cuando Negro Grande se llevaba al paciente se apresuraba a explicar por qué uno
u otro debía descartarse por este o aquel motivo. Su actitud era irritante: se
suponía que prestaba ayuda e informaba cuando, en realidad, ponía trabas y
confundía. El señor del Mal no era tan inteligente como él creía, ni tan
estúpido como alguno de nosotros opinaba, lo que desde luego era una
combinación de lo más peligrosa.
A mi me ocurrió algo muy curioso: empecé a ver
cosas. Era como si pudiera deducir de dónde procedía cada dolor. Y cómo todos
esos dolores acumulados habían evolucionado con los años hacia la locura.
Sentí que una oscuridad me invadía el corazón.
Hasta la última fibra de mi ser me gritó que me
levantara y saliera corriendo, que me marchara de esa habitación, que todo lo
que veía, oía averiguaba era terrible, era información que no tenía ningún
derecho a poseer, que no necesitaba tener, que no deseaba reunir. Pero me quedé
paralizado, incapaz de moverme, tan asustado de mí mismo como de los hombres
que entraban en el despacho y que habían hecho algo terrible.
Yo no era como ellos. Y, sin embargo, lo era.
La primera vez que Peter el Bombero salió del
edificio Amherst se sintió abrumado y tuvo que agarrarse a la barandilla para
no tropezar. La brillante luz del sol pareció inundarlo, una brisa cálida de
finales de primavera le alborotó el pelo, la fragancia del hibisco en flor que
bordeaba los caminos le inundó el olfato. Vaciló tambaleante en lo alto de la
escalinata un poco como un borracho, mareado, como si hubiera girado sobre sí
mismo durante semanas en el interior del edificio y ése fuera el primer momento
en que su cabeza no daba vueltas. Oyó el tráfico de la calzada en el exterior
del hospital y a algunos niños jugando delante de una de las viviendas del
personal. Escuchó con atención y, más allá de las voces felices, captó una
radio. Creyó reconocer el sonido Motown. Algo con un ritmo muy pegadizo y unas
armonías melodiosas en el estribillo.
Negro Chico y su hermano flanqueaban a Peter, pero
fue el más pequeño de los dos quien le susurró, apremiante:
—Agacha la cabeza, Peter. No dejes que nadie te vea
bien.
El Bombero iba vestido con el uniforme blanco, como
los dos auxiliares, aunque ellos llevaban los gruesos zapatos negros
reglamentarios, mientras que él calzaba unas zapatillas de deporte, y
cualquier persona atenta se habría percatado de esa diferencia. Asintió y se encorvó
un poco, pero le costaba mantener la mirada en el suelo. Hacía semanas que no
salía, y más aún sin que las limitaciones de las esposas y de su pasado le
obstaculizaran los pasos.
A su derecha, vio un reducido y variopinto grupo de
pacientes trabajando en el jardín, y sobre el decrépito asfalto que había sido
una pista de baloncesto, media docena de pacientes deambulando alrededor de
los restos de una red de voleibol, mientras dos auxiliares fumaban un
cigarrillo y observaban algo distraídos al grupo, cuya mayoría tenía la cara
levantada hacia el sol de la tarde. Una mujer enjuta de mediana edad bailaba
describiendo amplios giros con los brazos en un vals sin ritmo ni propósito,
pero tan refinado como en un salón vienes.
Habían preparado el sistema de registro con
antelación. Negro Chico llamaría a las diversas instalaciones por el sistema de
intercomunicación y los pacientes entrarían por la puerta lateral. Mientras
Negro Grande y el individuo estuviesen en Amherst, Peter y Negro Chico
registrarían sus cosas. Negro Chico vigilaba que no se acercara ningún auxiliar
o enfermera que pudiera sentir curiosidad, mientras Peter registraba deprisa las
escasas pertenencias del hombre en cuestión. Lo hacía muy bien, y podía revisar
con gran rapidez las prendas, los documentos y la ropa de cama sin apenas
desbaratarlos. Durante los primeros registros en su propio edificio, había
averiguado que era imposible mantener lo que hacía en secreto; siempre había
algún que otro paciente acechando en un rincón, acostado en la cama o
simplemente pegado a la pared, desde donde podía mirar por la ventana y vigilar
que nadie se le acercara a hurtadillas. Más de una vez, Peter pensó que la
paranoia no tenía límite en aquel hospital. El problema era que un hombre que
actuaba de modo sospechoso en aquel contexto no significaba lo mismo que en el
mundo real. En el Western, la paranoia era la norma y se aceptaba como parte
de la rutina diaria, tan regular y esperada como las comidas, las peleas y las
lágrimas.
Negro Grande vio que Peter alzaba los ojos hacia el
sol y sonrió.
—Un día tan bonito como hoy te hace olvidar,
¿verdad? —comentó.
Peter asintió.
—Un día como hoy no parece justo estar enfermo
—prosiguió el hombre corpulento.
—¿Sabes qué, Peter? —intervino Negro Chico—. De
hecho, un día como hoy empeora las cosas en el hospital. Hace que todo el mundo
saboree un poco de lo que no tiene. Se puede oler el mundo de fuera.
En los días fríos, lluviosos, ventosos o nevosos
todo el mundo se levanta y hace su vida. Nadie se fija. Pero un día bonito
como hoy es duro para casi todo el mundo.
Peter no respondió.
—Muy duro para tu joven amigo —añadió Negro Grande—.
Pajarillo todavía tiene esperanzas y sueños. Y en un día así ves lo lejos de ti
que están todas esas cosas.
—Saldrá de aquí —aseguró Peter—. Y pronto, además.
No puede haber nada serio que lo retenga en el hospital.
—Ojalá fuera así —suspiró Negro Grande—. Pajarillo
tiene muchos problemas.
—¿Francis? —preguntó Peter, incrédulo—. Pero si es
inofensivo. Cualquier idiota lo sabría. Es probable que ni siquiera debiera
estar aquí.
Negro Chico sacudió la cabeza, como para indicar que
Peter no veía lo que ellos veían, pero no dijo nada. Peter dirigió una mirada a
la entrada principal del hospital, con su alta verja de hierro forjado y su
muro de ladrillo. Pensó que, en la cárcel, la reclusión era siempre una cuestión
de tiempo. El delito determinaba el encierro. Podían ser uno o dos años, veinte
o treinta, pero siempre era una cantidad finita, incluso para quienes cumplían
cadena perpetua porque se seguía midiendo en días, semanas y meses, y al final,
inevitablemente, había una vista en la que se estudiaba la concesión de la libertad
condicional. Eso no era así en un hospital psiquiátrico, porque allí algo mucho
más esquivo y más difícil de controlar determinaba la estancia de uno.
Negro Grande pareció leerle el pensamiento, porque
dijo con tristeza:
—Aunque consiga una vista de altas, le falta mucho
para que le dejen salir de aquí.
—No tiene ningún sentido —insistió Peter—. Francis
es listo y no le haría daño a una mosca...
—Sí—replicó Negro Chico—, pero todavía oye voces,
incluso con la medicación, y el gran jefe no consigue que entienda por qué está
aquí. Y al señor del Mal no le gusta nada, aunque no comprendo por qué. Todo
eso implica que tu amigo se quedará aquí y que no le solicitarán ninguna
vista. No como a algunos. Y, desde luego, no como a ti.
Peter fue a contestar pero cerró la boca. Siguieron
andando en silencio y dejó que el calor del día lo reconfortara de las
palabras con que los dos auxiliares lo habían dejado helado.
—Estáis equivocados —dijo por fin—. Saldrá y volverá
a casa. Lo sé.
—Nadie lo quiere —aseguró Negro Grande.
—No como a ti —comentó Negro Chico—. Todo el mundo
quiere echarte el guante. Acabarás en algún sitio, pero no será aquí.
—Ya —corroboró Peter con amargura—. De vuelta a la
cárcel. Allí debo estar. Cumpliendo entre veinte años y cadena perpetua.
Negro Chico se encogió de hombros, dando a entender
que Peter había logrado comprender algo.
Siguieron hacia el edificio Williams.
—Agacha la cabeza —ordenó Negro Chico cuando se
acercaban a la entrada lateral del edificio.
Peter lo hizo y bajó los ojos, de modo que observaba
el camino de tierra por donde caminaban. Le resultaba difícil, porque cada rayo
de sol en la espalda le recordaba estar en otro sitio y cada caricia del viento
cálido le sugería tiempos mejores. Siguió adelante mientras se decía que no
servía de nada recordar lo que había sido y lo que era, sólo debía pensar en
lo que se convertiría. Sabía que eso era difícil porque cada vez que miraba a
Lucy veía una vida que podría haber sido suya, pero que lo había eludido, y
pensaba, no por primera vez, que cada paso que daba sólo lo acercaba un poco
más a un precipicio aterrador, donde se tambalearía y donde sólo lograría
mantener un equilibrio muy precario, sujeto por unas delgadas cuerdas que se
desgastarían con gran rapidez.
El hombre les sonrió sin comprender y no dijo nada.
—¿Recuerda a la enfermera en prácticas a la que
apodaban Rubita? —preguntó Lucy por segunda vez.
El hombre se balanceó en el asiento y gimió un poco.
No era un sí ni un no, sólo un gemido de reconocimiento. Francis describió
el sonido como un gemido debido a la ausencia de una palabra mejor, porque el
hombre no parecía desconcertado, ni por la pregunta, ni por la silla ni por la
fiscal sentada frente a él. Era un hombre enorme, ancho de espaldas, con el
cabello corto y una expresión inocente. Un hilito de baba le corría por la
comisura de los labios y se balanceaba a un ritmo que sólo sonaba en sus oídos.
—¿Responderá alguna pregunta? —le espetó Lucy Jones
con una nota de frustración.
El hombre guardó silencio, sólo se oía el leve
crujido de la silla meciéndose adelante y atrás. Francis observó las manos del
hombre, grandes y nudosas, casi tan curtidas como las de un viejo, lo que no
era nada normal porque aquel hombre silencioso no parecía mucho mayor que él.
Francis pensaba a veces que en el hospital las pautas corrientes del
envejecimiento estaban algo alteradas. Los jóvenes parecían ancianos. Los
ancianos parecían vejestorios. Hombres y mujeres que deberían estar llenos de
vitalidad arrastraban los pies como si el peso de los años les dificultara cada
paso, mientras quienes estaban casi al final de la vida tenían la simplicidad y
las necesidades de un niño. Se miró las manos como para comprobar que seguían
siendo más o menos congruentes con su edad. Luego volvió a contemplar las del
hombre. Estaban unidas a unos brazos enormes y musculosos. Cada vena que le
sobresalía indicaba una fuerza apenas contenida.
—¿Pasa algo? —preguntó Lucy.
El hombre soltó otro de los gemidos guturales que
Francis se había acostumbrado a oír en la sala de estar común. Era un ruido
animal que expresaba algo simple, como hambre o sed, y carecía del tono que
podría haber tenido si se basara en la rabia.
Evans alargó la mano y arrebató el expediente a Lucy
Jones para ojearlo.
—No creo que interrogar a este individuo vaya a dar
frutos —dijo con soberbia.
—¿Y eso por qué? —Lucy, un poco enfadada, lo miró.
—Tiene un diagnóstico de retraso profundo —aclaró
Evans a la vez que señalaba una página del expediente—. ¿No lo ha visto?
—Lo que he visto es un historial de actos violentos
contra mujeres —respondió Lucy con frialdad—. Incluido un incidente en que lo
sorprendieron a mitad de una agresión sexual a una niña pequeña, y un segundo
caso en que golpeó a alguien que tuvo que ser hospitalizado.
Evans volvió a mirar el expediente.
—Sí, sí —asintió con rapidez—. Ya lo veo. Pero, a
menudo, lo que se consigna en un expediente no es una relación exacta de los
hechos. En el caso de este hombre, la niña era la hija de un vecino que había
jugado con él de forma provocativa y que, sin duda, tiene sus propios problemas.
Su familia prefirió no presentar cargos. Y el otro caso era su propia madre, a
la que empujó en una riña originada en que él se negó a efectuar una tarea
doméstica. La mujer se golpeó la cabeza contra el borde de una mesa y tuvo que
ir al hospital. Fue un momento en que no fue consciente de su fuerza. Creo
también que carece de la clase de inteligencia criminal que usted está
buscando, porque, y corríjame si me equivoco, según su teoría, el asesino es un
hombre bastante astuto.
Lucy recuperó la carpeta de manos de Evans y miró a
Negro Grande.
—Ya puede devolverlo a su dormitorio —le dijo—. El
señor Evans tiene razón.
El auxiliar tomó por el codo al hombre para ayudarlo
a levantarse.
—Muchas gracias —dijo Lucy al paciente, que no
pareció entender ni una palabra, aunque saludó con una mano y esbozó una
sonrisa de oreja a oreja antes de marcharse diligentemente detrás de Negro Grande.
Su sonrisa no flaqueó ni un instante.
—Vamos demasiado lento —suspiró Lucy, y se recostó
en su silla.
—Siempre tuve mis dudas sobre su método —replicó
Evans.
Francis notó que Lucy iba a decir algo y, entonces,
oyó dos o tres voces que le gritaban a la vez: ¡Díselo! ¡Adelante, díselo! Así
que se inclinó hacia delante y habló por primera vez desde hacía horas:
—No pasa nada, Lucy —aseguró despacio. Y añadió—: No
se trata de eso.
Evans lo miró, molesto por su intervención, como si
lo hubiera interrumpido.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Lucy.
—No se trata de lo que los pacientes dicen —aclaró
Francis—. En realidad, no tienen sentido las preguntas que puedas hacerles
sobre la noche del asesinato, dónde estaban, si conocían a Rubita o si tienen
un pasado violento. No importa lo que les preguntes sobre esa noche, ni sobre
quiénes son. Eso no es lo importante. Digan lo que digan, oigan lo que oigan,
respondan lo que respondan, no son las palabras lo que deberías escuchar.
Evans movió la mano con desdén.
—¿Crees que nada de lo que dicen es importante,
Pajarillo? Entonces, ¿para qué estamos aquí?
Francis se encogió en la silla, temeroso de
contradecir al señor del Mal. Sabía que había algunos hombres que acumulaban
los desaires y las afrentas, y se las cobraban al cabo de un tiempo, y Evans
era uno de ellos.
—Las palabras no significan nada —dijo en voz baja—.
Tendremos que hablar otro lenguaje para encontrar al ángel. Una forma distinta
de comunicación. Y una de las personas que crucen por esta puerta lo hablará.
Sólo tenemos que reconocerlo cuando llegue. Pero no será exactamente lo que
esperamos.
Evans resopló y tomó su libreta para efectuar una
anotación breve. Lucy Jones iba a responder a Francis, pero vio al psicólogo y
le dijo:
—¿Qué ha escrito?
—Nada importante.
—Hombre —insistió ella—, tiene que haber sido algo. Un
recordatorio de comprar leche al volver a casa. La decisión de buscar un nuevo
empleo. Una máxima, un juego de palabras, unos ripios o unos versos. Pero era
algo. ¿Qué?
—Una observación sobre su amigo —respondió Evans,
inexpresivo—. Una nota que indica que Francis sigue teniendo delirios. Como lo
demuestra lo que ha dicho sobre crear alguna especie de lenguaje nuevo.
Lucy iba a replicar que ella había comprendido todo
lo que Francis había dicho, pero se detuvo. Dirigió una mirada rápida al joven
y pudo ver que cada palabra de Evans se había filtrado en sus miedos. Se dijo
que era mejor no decir nada porque eso sólo empeoraría las cosas.
Aunque no podía imaginar cómo las cosas podrían ser
peor para Francis.
—Veamos, ¿a quién le toca ahora? —dijo.
—¡Oye, Bombero! —exclamó Negro Chico con voz baja
pero apremiante—. Date prisa. —Consultó el reloj y le dio unos golpecitos con
el índice—. Tenemos que irnos.
Peter estaba registrando la ropa de cama de uno de
los posibles sospechosos.
—¿Qué prisa hay? —preguntó.
—Tomapastillas. Suele hacer las rondas de mediodía
muy pronto, y tienes que estar de vuelta en Amherst, sin esa ropa, antes de que
empiece a recorrer el hospital y te vea en algún sitio donde no deberías estar
vestido como no deberías.
Peter asintió. Deslizó las manos bajo la cama para
palpar el colchón. Uno de sus temores era que el ángel hubiera abierto el
colchón para esconder el arma y sus souvenirs en su interior. Eso era lo
que él habría hecho si tuviera objetos que quisiera ocultar a los auxiliares,
las enfermeras o a cualquier otro curioso.
No encontró nada y sacudió la cabeza.
—¿Has terminado? —preguntó Negro Chico.
Peter siguió repasando el colchón, palpando cada
forma y cada bulto. Los pacientes lo contemplaban desde el otro lado de la habitación.
Negro Chico los intimidaba y algunos se habían encogido en el rincón, apretados
contra la pared. Otros estaban sentados en el borde de la cama con expresión
ausente, mirando al vacío, como si el mundo que habitaban estuviera en otra
parte.
—Casi —farfulló Peter, y el auxiliar volvió a dar
golpecitos a su reloj.
La cama estaba limpia. Nada sospechoso. Sólo faltaba
un rápido registro de las pertenencias del hombre, que estaban en un arcón bajo
la cama. Lo sacó y revolvió su interior, sin encontrar nada más sospechoso que
unos calcetines necesitados de un lavado urgente. Estaba a punto de dejarlo
cuando algo le llamó la atención.
Era una camiseta blanca, doblada y puesta cerca del
fondo del arcón. Una de esas baratas que se venden en las tiendas de saldos y
que muchos pacientes llevaban bajo una camisa de invierno gruesa durante los
meses más fríos. Pero no fue eso lo que llamó su atención.
La camiseta tenía una mancha rojo oscuro en la parte
delantera.
Había visto antes manchas como ésa. En su formación
como investigador de incendios provocados y en la selva de Vietnam.
Peter sostuvo unos segundos la camiseta y palpó la
tela como si tocándola pudiera averiguar algo más. Negro Chico lo urgió:
—Tenemos que irnos ya, Peter. No quiero tener que
dar explicaciones, y mucho menos al gran jefe, si no es necesario.
—Señor Moses —dijo Peter—. Mire esto.
El auxiliar se acercó para echar un vistazo por
encima del hombro de Peter. Éste no dijo nada, pero oyó cómo el negro silbaba
bajo.
—Parece sangre, Peter —comentó—. Tiene toda la pinta
de serlo.
—Es lo que pensé.
—¿No es una de las cosas que estamos buscando?
—Sí —asintió Peter.
Dobló con cuidado la camiseta tal como estaba y la
dejó en el mismo sitio. Metió el arcón bajo la cama, con la esperanza de que
no se notara que alguien lo había tocado.
—Vamos —dijo luego. Observó el reducido grupo de
hombres al otro lado de la habitación, pero le resultó imposible deducir de sus
miradas vacías si sospechaban algo.
19
Peter se quitó el uniforme de auxiliar antes de
entrar en el edificio Amherst. Negro Chico dobló los pantalones y la chaqueta y
se los puso bajo el brazo, mientras Peter se ponía unos vaqueros arrugados.
—Los esconderé hasta que Gulptilil haya terminado
las rondas y podamos volver a lo nuestro —dijo el enjuto auxiliar, y añadió—:
¿Vas a contar a la señorita Jones lo que vimos y dónde lo vimos?
—En cuanto el señor del Mal se separe de ella.
—Se enterará —auguró Negro Chico con una mueca—. De
un modo u otro. Siempre lo hace. Antes o después parece saber todo lo que pasa
en el hospital.
Peter consideró interesante esa información pero no
comentó nada. Negro Chico pareció indeciso un instante.
—¿Qué vamos a hacer con un hombre que tiene
escondida una camiseta manchada de sangre que no creemos que sea suya?
—De momento, guardar silencio y mantenerlo en
secreto —respondió Peter—. Por lo menos hasta que la señorita Jones decida
cómo proceder. Tenemos que tener mucho cuidado. Al fin y al cabo, el hombre en
cuya cama estaba la camiseta está hablando con ella en este momento.
—¿Crees que ella averiguará algo al hablar con él?
—No lo sé.
Ambos eran conscientes de lo que acababan de
descubrir. Una camiseta manchada de sangre podía causar muchas dificultades.
Peter se mesó el cabello mientras consideraba la situación. Tenía que ser precavido
y agresivo a la vez. Su primera idea fue técnica: cómo aislar a aquel hombre y
cómo desenmascararlo. Se percató de que había mucho que
hacer ahora que tenían un verdadero sospechoso. Pero
toda su formación le sugería un enfoque cauto, aunque eso contradecía su
propio carácter. Sonrió al reconocer el familiar dilema al que se había
enfrentado toda su vida, el equilibrio entre los pequeños pasos y las
zambullidas de cabeza. Sabía que estaba donde estaba, por lo menos en parte,
por haber sido incapaz de dudar.
En el pasillo frente al despacho donde Lucy
efectuaba los interrogatorios, el más corpulento de los Moses vigilaba a un
paciente que rivalizaba con él en cuanto a tamaño, y quizá también en cuanto a
fuerza, aunque si este detalle le preocupaba, no lo demostraba. El hombre se
balanceaba atrás y adelante, un poco como un coche encallado en el barro que va
cambiando de marcha hasta encontrar la que le permita salir. Cuando divisó a
Peter y a su hermano, dio un empujoncito al hombre.
—Tenemos que acompañar a este caballero de vuelta a
Williams —dijo cuando se acercaron. Miró a su hermano y añadió—: Tomapastillas
está haciendo rondas en el tercer piso.
Peter no esperó a que los auxiliares le dijeran qué
hacer.
—Esperaré aquí a la señorita Jones —anunció. Se
apoyó contra la pared y, al hacerlo, intentó analizar al hombre que estaba con
Negro Grande. Procuró mirarlo a los ojos, juzgar su pose, su aspecto, como si
pudiera ver su interior. Un hombre que podía ser un asesino.
Mientras adoptaba un aire despreocupado y el de
paciente y los auxiliares se disponían a marcharse, susurró entre dientes:
—Hola, ángel. Sé quién eres.
Ninguno de los hermanos Moses pareció oírlo.
Ni tampoco el paciente. Se fue arrastrando los pies detrás
de los Moses, como si no se hubiera enterado de nada. Se movía como un hombre
con las manos y las piernas sujetas, con pasos cortos e irregulares, aunque no
había nada que le limitara el movimiento.
Peter los observó desaparecer por la puerta principal
antes de dirigirse al despacho de Lucy. No sabía muy bien cómo interpretar lo
que acababa de pasar.
En ese momento Lucy salió, seguida por el señor del
Mal, que le hablaba con énfasis, y por Francis, rezagado como para distanciarse
del psicólogo. Peter vio que su amigo tenía una expresión preocupada. Parecía
más ligero, pero cuando el joven vio a Peter, pareció recuperarse y se acercó a
él. Al mismo tiempo, Peter vio que Gulptilil accedía al pasillo desde la
escalera del otro lado, a la cabeza de varios miembros del personal con blocs y
lápices para hacer anotaciones. Cleo, con un cigarrillo colgando del labio
inferior, se levantó de una silla desvencijada, y salió al encuentro del
director médico.
—¡Ah, doctor! —Su voz sonó casi como un grito—. ¿Qué
piensa hacer sobre las raciones insuficientes que se sirven en las comidas? No
creo que las autoridades planearan matarnos de hambre cuando nos enviaron aquí.
Tengo amigos que tienen amigos que conocen a personas influyentes, y podrían
hablar al gobernador sobre cuestiones de salud mental...
Tomapastillas se detuvo. El grupo de médicos
internos y residentes le imitó como el coro de un espectáculo de Broadway.
—Ah, Cleo —respondió el médico con afectación—. No
sabía que hubiera algún problema, ni que te hubieras quejado. Pero no creo que
sea necesario involucrar al gobernador en esta cuestión. Hablaré con el personal
de la cocina y me aseguraré de que todo el mundo reciba todo lo que necesite en
las comidas.
Cleo, sin embargo, sólo estaba empezando.
—Las palas de ping-pong están viejas —prosiguió,
tomando impulso con cada palabra—. Habría que cambiarlas. Las pelotas suelen
estar resquebrajadas, de modo que no sirven para nada, y las redes están
deshilachadas y remendadas con cordel. La mesa está combada e inestable.
Dígame, doctor, ¿cómo va a mejorar uno su juego con un equipamiento que ni
siquiera reúne los requisitos mínimos de la Asociación de Tenis de Mesa de
Estados Unidos?
—Pues, no era consciente de que existiera ese
problema. Revisaré el presupuesto de ocio para ver si hay fondos para
solucionarlo.
Aunque eso habría apaciguado a algunos, Cleo no
había terminado.
—Por la noche hay demasiado ruido en los dormitorios
para poder descansar bien. Demasiado. Dormir es fundamental para el bienestar y
el progreso general hacia la salud. Las autoridades sanitarias recomiendan
ocho horas de sueño ininterrumpido al día como mínimo. Y además necesitamos más
espacio. Mucho más espacio. Hay presos en el corredor de la muerte con más
espacio que nosotros. La masificación está descontrolada. Y necesitamos más
papel higiénico en los lavabos. Mucho más papel higiénico. —Ya era un torrente
de quejas—. ¿Y por qué no hay más auxiliares para ayudar a la gente de noche,
cuando tenemos pesadillas? Cada noche, alguien grita pidiendo ayuda.
Pesadillas, pesadillas, pesadillas. Llamas y llamas, gritas y nadie viene. Eso
está mal. Es una putada.
—Como muchas instituciones estatales, tenemos
problemas de personal, Cleo —respondió el médico con tono condescendiente—.
Tendré en cuenta tus quejas y sugerencias, y veré si podemos hacer algo. Pero
si el reducido personal que trabaja en el turno de noche tuviera que responder
a todos los gritos que oye, acabaría extenuado en una o dos noches, Cleo. Me
temo que las pesadillas son algo con lo que tenemos que aprender a vivir de
vez en cuando.
—Eso no es justo. Con todos los medicamentos que nos
meten en el cuerpo, deberían encontrar algo para que la gente duerma sin demasiada
agitación. —Cleo parecía hincharse a medida que hablaba con una altivez
majestuosa, una María Antonieta del edifico Amherst.
—Consultaré la guía médica para buscar algún fármaco
adicional —mintió el médico—. ¿Alguna otra cuestión?
Cleo pareció un poco frustrada, pero, casi con la
misma rapidez, su expresión se volvió bastante maliciosa.
—Sí —dijo—. Quiero saber qué le está pasando al
pobre Larguirucho. —Y señaló a Lucy, que esperaba pacientemente a un lado del
pasillo—. Y quiero saber si ha encontrado al verdadero asesino.
Las palabras resonaron en el pasillo.
—Larguirucho sigue incomunicado, acusado de
homicidio en primer grado —respondió Gulptilil con una sonrisa lánguida—. Ya
te lo había explicado antes. Su abogado solicitó la libertad bajo fianza, pero,
como era de esperar, fue denegada. Se le ha asignado un abogado de oficio, y
sigue recibiendo su medicación. Está retenido en la cárcel del condado, a la
espera de una vista. Según me han dicho, está animado...
—Eso es mentira —replicó Cleo—. Lo más seguro es que
Larguirucho esté triste. Éste es su hogar, si se le puede llamar hogar, y nosotros
somos sus amigos, si se nos puede llamar amigos. ¡Debería regresar aquí de
inmediato! —Inspiró hondo e imitó con sarcasmo las palabras del médico—: Ya se
lo había explicado antes. ¿Por qué no me escucha?
—En cuanto a tu otra pregunta —prosiguió Gulptilil,
sin hacer caso de la burla de Cleo—, deberías hacérsela a la señorita Jones.
Pero no está obligada a informar a nadie de los avances que haya hecho. O no
hecho. —Su voz ácida subrayó las últimas palabras.
Cleo pareció confundida. Gulptilil se alejó de ella
y, como un jefe de los scouts en una excursión por el bosque, hizo un
gesto al grupo de residentes para que lo siguiera pasillo adelante. Pero sólo
había dado unos pasos cuando Cleo les espetó en voz alta y acusadora:
—¡Le estoy observando, Gulptilil! ¡Sé qué está
ocurriendo! ¡Podrá engañar a muchos, pero a mí no! —Y entre dientes, pero no lo
suficiente para que los médicos no la oyeran, añadió—: Son todos unos cabrones.
El director médico empezó a darse la vuelta, pero se
lo pensó mejor. Francis vio que tenía la cara tensa, intentando sin éxito
ocultar la incomodidad del momento.
—¡Estamos todos en peligro y no están haciendo nada
al respecto, hijos de puta! —gritó Cleo.
Soltó una risita, dio una larga calada al cigarrillo,
se carcajeó socarrona y se desplomó en su asiento, donde continuó observando
con una sonrisa satisfecha cómo el director se alejaba por el pasillo. Sostenía
el cigarrillo con la mano como una batuta y lo agitó en el aire. Un director
satisfecho con los acordes finales del concierto.
Extrañamente, la grandilocuencia de Cleo animó a
Francis. Le pareció que su arrebato había captado la atención de todos los
pacientes que paseaban por la sala. No sabía si había significado algo para
ellos, pero se sonrió ante su pequeña muestra de rebeldía y deseó tener la
misma seguridad para ser igual de exigente. Por su parte, Cleo debió de captar
los pensamientos de Francis, ya que soltó un elaborado anillo de humo hacia el
pasillo, observó cómo se disipaba y le guiñó el ojo a Francis.
Peter se acercó a Francis y le susurró:
—Cuando estalle la revolución, ella estará en las
barricadas. Qué digo, es probable que dirija la rebelión, coño. Y es lo
bastante grande como para ser ella misma una barricada.
—¿Qué revolución? —preguntó Francis.
—No seas tan literal, Pajarillo —repuso Peter y
soltó una pequeña carcajada—. Piensa simbólicamente.
—Eso puede ser fácil para la reina de Egipto. Pero
en mi caso, no sé.
Ambos sonrieron.
Gulptilil, nada divertido, se acercó a ellos.
—Ah, Peter y Francis —exclamó, recuperando su tono
cantarín—. Mi pareja de investigadores. ¿Cómo van esos progresos?
—Lentos y constantes —contestó Peter—. Así es como
yo los describiría. Pero es la señorita Jones quien tiene que determinarlo.
—Por supuesto. Ella determina cierta clase de
progresos. Pero los médicos estamos más preocupados por otra clase de
progresos.
Peter vaciló antes de asentir.
—Sí, así es —insistió Gulptilil—. Y, a esos efectos,
los dos vendréis a mi despacho esta tarde. Francis, tenemos que hablar sobre tu
adaptación. Y tú, Peter, recibirás una visita importante. Los hermanos Moses
serán informados cuando llegue y te acompañarán a administración.
El director médico arqueó una ceja, como si sintiera
curiosidad por las reacciones de los dos hombres. Se les quedó mirando a los
ojos un inquietante momento y luego se acercó a Lucy.
—Buenos días, señorita Jones. ¿Ha conseguido algún
avance en su dilema?
—He logrado eliminar unos cuantos nombres.
—Imagino que eso le parece útil.
Lucy no respondió.
—Bueno —prosiguió Gulptilil—, continúe. Cuanto antes
extraiga conclusiones, mejor para todos los implicados. ¿Le ha resultado de ayuda
el señor Evans en sus investigaciones?
—Por supuesto —aseguró Lucy.
Gulptilil se giró hacia el señor del Mal.
—¿Me mantendrá al día de las evoluciones y del
avance de las circunstancias? —le pidió.
—Por supuesto —dijo Evans.
Francis pensó que todo sonaba a representación
burocrática. Estaba seguro de que Evans informaba a Tomapastillas de todo a
cada instante. Suponía que Lucy Jones también lo sabía.
El director médico suspiró y echó a andar hacia la
puerta principal. Pasado un momento, Evans le dijo a Lucy Jones.
—Bueno, deduzco que nos merecemos un descanso. Tengo
papeleo pendiente. —Y también se marchó deprisa.
Francis oyó una risa fuerte en la sala de estar. La
carcajada, aguda y burlona, reverberó por el edificio. Pero cuando se volvió
para ver quién era, la risa se interrumpió y se desvaneció entre los rayos del
sol de mediodía que se filtraban a través de los barrotes de las ventanas.
—Vamos —le susurró Peter, y ambos se acercaron a
Lucy.
El Bombero se concentró en algo que no tenía nada
que ver con Cleo y su numerito ni con el regocijo de ver a Gulptilil
desconcertado.
Francis vio que estaba tenso. Tomó a Lucy Jones por
el codo y los hizo volver.
—He encontrado algo —les dijo.
Lucy asintió con un gesto. Los tres volvieron a su
despacho.
—¿Qué impresión te dejó el último interrogado?
—preguntó Peter mientras se sentaban.
—Para ser breve, ninguna —respondió Lucy con una
ceja arqueada, y se volvió hacia Francis—: ¿No es así? —Cuando éste asintió,
añadió—: Aunque posee la fuerza física y la edad necesarias, sufre un retraso
profundo. Fue incapaz de comunicar nada importante; se mostró lo más obtuso
ante mis preguntas, y Evans opinó que debemos descartarlo. Nuestro hombre
posee cierta inteligencia. Por lo menos, la suficiente para planear sus
crímenes y evitar ser descubierto.
—¿Evans opinó que debe eliminarse como sospechoso?
—dijo Peter, algo sorprendido.
—Así es —respondió Lucy.
—Pues es curioso, porque descubrí una camiseta
blanca manchada de sangre entre sus pertenencias.
Lucy se recostó en el asiento sin decir nada.
Francis observó cómo asimilaba esta información y lo cauta que se volvía. Él,
en cambio, vio vigorizada su imaginación y, pasado un instante, preguntó:
—Peter, ¿podrías describir lo que encontraste?
Peter sólo tardó un momento o dos en explicárselo.
—¿Estás totalmente seguro de que era sangre?
—preguntó Lucy por fin.
—Todo lo seguro que puedo estar sin un análisis de
laboratorio.
—La otra noche sirvieron espaguetis para cenar.
Quizás este hombre tenga problemas para usar los cubiertos. Podría haberse
salpicado el pecho de salsa...
—No es ese tipo de mancha. Es espesa, entre marrón y
granate, y está extendida. No como si alguien la hubiera frotado con un trapo
húmedo para limpiarla. No, es algo que alguien quiere conservar intacto.
—¿Como un souvenir? —repuso Lucy—. Estamos
buscando a alguien a quien le gusta quedarse con souvenirs.
—Sospecho que tiene más o menos el mismo valor que
una instantánea —comentó Peter—. Para el asesino, me refiero. Ya sabes, una
familia va de vacaciones y después revela las fotografías y se sienta en casa
para verlas y revivir los recuerdos. Pienso que a nuestro ángel esta camiseta
le proporciona la misma emoción y satisfacción. Podría tocarla y recordar.
Evocar el momento es casi tan fuerte como el momento en sí —concluyó.
Francis oyó sus voces interiores. Opiniones
contrarias, consejos y sensaciones de miedo e inquietud. Pasado un segundo,
asintió a lo que Peter estaba diciendo y preguntó a Lucy:
—¿Hubo algún indicio en los otros asesinatos de que
se llevara algo de las víctimas, aparte de los dedos?
—No que sepamos —respondió a la vez que sacudía la
cabeza—. No faltaba ninguna prenda de vestir. Pero eso no lo descarta por completo.
Había algo que preocupaba a Francis, pero no sabía
qué, y ninguna de sus voces era clara y contundente. Emitían opiniones
contradictorias, e hizo todo lo posible por acallarlas y concentrarse.
—¿Encontraste algo más que sea incriminatorio?
—preguntó Lucy a Peter, mientras tamborileaba la mesa con un lápiz.
—No.
—¿Las falanges?
—No. Ni ningún cuchillo. Ni las llaves del edificio.
Lucy se reclinó.
—Lo que dije antes es cierto —dijo Francis, un poco
sorprendido de mostrarse tan contundente—. Antes de que volviera Peter. Cuando
Evans estaba aquí. —Su voz parecía proceder de otro Francis, no del Francis que
él sabía que era, sino de uno distinto, el Francis que esperaba ser algún
día—. Cuando dije que tenemos que descubrir el lenguaje del ángel.
Peter lo miró intrigado, y Lucy reflexionó. Francis
vaciló un instante e ignoró sus repentinas dudas.
—Me pregunto si no será la primera lección de
comunicación —sentenció mientras los otros dos permanecían callados—. Sólo
tenemos que averiguar qué está diciendo y por qué.
Lucy se preguntó si la búsqueda del asesino en aquel
hospital podría volverla también loca. Pero consideraba que la locura era
consecuencia de la frustración, no una enfermedad orgánica. Esa idea era peligrosa
y, con un poco de esfuerzo, la desechó. Había mandado a Peter y Francis a
almorzar mientras intentaba elaborar un plan de acción.
Sola en su despacho, estudió el expediente de aquel
hombre, algo que lo relacionase con los crímenes. Algunas conexiones deberían
ser obvias.
Sacudió la cabeza para disipar la sensación de
contradicción que la invadía. Ahora tenía un nombre. Una prueba. Había iniciado
procesos con éxito con mucho menos. Y, aun así, estaba intranquila. Aquel expediente
debería mostrarle algo convincente, y sin embargo no era así. Un hombre
profundamente retrasado, incapaz de contestar siquiera a la pregunta más
simple, que la había mirado como si no comprendiese nada de lo que le decía,
tenía en su poder un objeto que correspondía al asesino. No cuadraba.
Su primer impulso había sido enviar a Peter a buscar
la camiseta. Cualquier laboratorio podría comparar la mancha con la sangre de
Rubita. También era posible que en la camiseta hubiera pelos o fibras, y que un
examen microscópico estableciese más conexiones entre la víctima y el agresor.
El problema de llevarse la camiseta sin más era que sería una incautación
ilegal y probablemente un juez no la admitiría como prueba. Y había la curiosa
cuestión de la ausencia de los demás objetos que buscaban. Eso tampoco parecía
lógico.
Lucy tenía una capacidad considerable de
concentración. En su corta pero meteórica carrera en la oficina del fiscal, se
había distinguido por lograr ver los crímenes que investigaba más o menos como
una película. En la pantalla de su imaginación reunía detalles, de modo que
tarde o temprano visualizaba todo el acto. Eso le permitía obtener excelentes
resultados. Cuando Lucy llegaba al tribunal, sabía quizá mejor incluso que el
acusado, por qué y cómo éste había hecho lo que había hecho. Era esta cualidad
lo que la hacía tan eficaz. Pero ahora, estaba desorientada. El hospital no
era como el mundo criminal al que estaba acostumbrada.
Gimió, frustrada. Miró el expediente por enésima vez
y se dispuso a cerrarlo, cuando llamaron a la puerta. Alzó los ojos.
Francis asomó la cabeza.
—Hola, Lucy —dijo—, ¿puedo pasar?
—Adelante, Pajarillo. Creía que te habías ido a
comer.
—Sí pero se me ocurrió algo de camino y Peter me
dijo que viniera a decírtelo.
—¿De qué se trata? —preguntó Lucy, e hizo un gesto
para que el joven se sentara. Francis lo hizo con movimientos que indicaban que
se sentía ansioso y reticente a la vez.
—El retrasado no parece la clase de persona que
buscamos —contestó Francis—. Varios de los hombres que han venido y han sido
descartados parecían mejores sospechosos. O, por lo menos, más acordes con el
perfil del sospechoso.
—Ya—asintió Lucy—. Pero ¿cómo es que este hombre
tiene la camiseta?
—Porque alguien quería que la encontráramos
—respondió Francis después de estremecerse—. Y que inculpáramos a este hombre.
Alguien se enteró de que estamos interrogando y registrando, y estableció la
relación entre ambas cosas, de modo que se nos adelantó y puso ahí la camiseta.
Lucy inspiró hondo. Eso sonaba lógico.
—Y ¿por qué querría conducirnos hasta esta persona
en particular ?
—No lo sé —dijo Francis.
—Porque si quieres inculpar a alguien de un crimen
que tú has cometido —se contestó Lucy—, lo lógico es hacerlo con alguien cuya
conducta sea sospechosa.
—Pero este hombre es distinto. Es el sospechoso
menos probable que se me ocurre. Un muro de piedra. De modo que tiene que haber
sido elegido por otra razón. —Se levantó de golpe, como asustado por algún
sonido inquietante—. Lucy —añadió—, hay algo en este hombre. Tenemos que
averiguar qué es.
—¿Crees que esto podrá ayudarnos? —preguntó Lucy
señalando el expediente.
—Tal vez —asintió Francis—. Pero no sé qué hay en un
expediente.
—A ver si tú encuentras algo, porque yo no lo
consigo. —Se lo tendió.
Francis lo tomó. Nunca había visto un expediente
hospitalario y, por un momento, se sintió como si estuviera haciendo algo
ilícito, como si curioseara en la vida de otro paciente. La existencia que los
pacientes conocían unos de otros estaba tan enmarcada en el hospital y su rutina
diaria que, tras una breve reclusión, uno se olvidaba de que los demás tenían
vidas más allá de aquellas paredes. El hospital te arrebataba el pasado, la
familia, el futuro. Pensó que en alguna parte había un expediente sobre él, y
otro sobre Peter, y que contenían toda clase de información que, en ese
momento, parecía muy lejana, como si todo hubiera pasado en otra existencia,
en otro tiempo, a otro Francis.
Estudió minuciosamente el expediente.
Estaba escrito en jerga hospitalaria abreviada y
anodina, y dividido en cuatro partes. La primera trataba de las circunstancias
de su hogar y su familia; la segunda contenía la historia clínica, que incluía
estatura, peso, tensión arterial y demás; la tercera especificaba el tratamiento
con la indicación de diversos fármacos, y la cuarta consistía en el pronóstico.
Esta última constaba sólo de seis palabras: «Reservado. Probable atención de
larga duración.»
Un gráfico mostraba que el hombre había obtenido, en
más de una ocasión, permiso para pasar el fin de semana con su familia, fuera
del hospital.
Francis leyó sobre un hombre que había crecido en
una pequeña ciudad cercana a Boston y que se había trasladado a Massachusetts
occidental el año anterior a su hospitalización. Tenía treinta y pocos años,
una hermana y dos hermanos, todos ellos con un coeficiente normal y, al
parecer, una vida normal. Le habían diagnosticado el retraso mental en la
escuela primaria, y había participado en varios programas de desarrollo toda su
vida. Ningún plan había resultado.
Francis se reclinó en la silla y fue leyendo una
situación tan de manual como funesta. Una madre y un padre que envejecían. Un
hijo de carácter infantil, más grande y más difícil de controlar a medida que
pasaban los años. Un hijo que no podía entender o controlar sus impulsos y su
rabia. Ni su pulsión sexual. Ni su fuerza. Unos hermanos que querían alejarse
de él, y no estaban dispuestos a ayudar.
Francis se podía ver reflejado en cada frase.
Diferente pero, aun así, igual.
Leyó el expediente una vez, y luego otra, consciente
todo el tiempo de que Lucy observaba su rostro para valorar sus reacciones a lo
que leía.
Se mordió el labio inferior. Notó que las manos le
temblaban un poco. Las cosas giraban a su alrededor, como si las palabras de
las páginas se sumaran a los pensamientos que ocupaban su cabeza para marearlo.
Le invadió una sensación de peligro e inspiró hondo antes de dejar el
expediente en la mesa y deslizado hacia Lucy.
—¿Y bien, Francis? —le preguntó ella.
—Nada.
—¿No ves nada?
Sacudió la cabeza. Pero Lucy
supo que mentía. Francis había visto algo. Sólo que no quería revelarlo.
Intenté recordar qué me asustó más. Aquél fue uno de
los momentos, en el despacho de Lucy. Empezaba a ver cosas. No alucinaciones
acústicas como las que me sonaban en los oídos y me resonaban en la cabeza.
Éstas me resultaban conocidas y, aunque podían ser irritantes y difíciles, y
haber contribuido a mi locura, estaba acostumbrado a ellas y a sus exigencias
y temores. Al fin y al cabo, me habían acompañado desde que era pequeño. Pero
lo que me asustó entonces fue ver cosas sobre el ángel. Quién era. Cómo
pensaba. Para Peter y Lucy no era lo mismo. Sabían que el ángel era un adversario.
Un criminal. Un objetivo. Alguien que se escondía de ellos, a quien intentaban
atrapar. Ya habían perseguido personas antes, les habían seguido los pasos y
las habían llevado ante la justicia, de modo que su búsqueda tenía un contexto
distinto a lo que de repente me rodeaba a mí. Había empezado a ver al ángel
como alguien como yo. Sólo que mucho peor. Por primera vez, creía que podía
seguir sus huellas. Todo en mi interior me gritaba que seguir su trillado
camino estaba mal. Pero era posible.
Quería huir. Un coro interno me advertía con fuerza
que aquello no era nada bueno. Mis voces eran una ópera de supervivencia que me
gritaba que me alejara, que corriera y me escondiera para salvarme.
Pero ¿cómo? El hospital estaba cerrado con llave.
Los muros eran altos. Las puertas eran sólidas. Y mi propia enfermedad me
impedía escapar.
¿Cómo podía dar la espalda a las únicas dos personas
que habían creído que yo valía algo?
—Es verdad, Francis. No podías hacer eso.
Me había acurrucado en un rincón del salón para
contemplar mis palabras cuando oí a Peter. Me sentí aliviado y miré a uno y
otro lado en busca de su presencia.
—¿Peter? —dije—. ¿Has vuelto?
—No me había ido. He estado aquí todo el rato.
—El ángel estuvo aquí. Lo noté.
—Volverá. Está cerca, Francis. Todavía se
acercará más.
—Está haciendo lo que hizo antes.
—Lo sé, Pajarillo. Pero esta vez estás preparado.
Sé que lo estás.
—Ayúdame, Peter —susurré. Se me hizo un
nudo en la garganta.
—Esta vez es tu lucha, Pajarillo.
—Tengo miedo, Peter.
—Es natural —dijo en el tono despreocupado
que usaba a veces y que tenía la cualidad de no ser crítico—. Pero eso
no significa que sea inútil. Sólo significa que debes tener cuidado. Igual que
antes. Eso no ha cambiado. Lo fundamental la primera vez fue tu cautela,
¿recuerdas?
Seguí en el rincón y recorrí la habitación con la
mirada. Lo descubrí apoyado contra la pared frente a mí. Me saludó con la mano
y esbozó una sonrisa familiar. Llevaba un mono naranja brillante decolorado por
el uso, y estaba rasgado y manchado de tierra. Sostenía un reluciente casco
plateado en las manos y tenía la cara surcada de hollín, cenizas y líneas de
sudor. Sacudió la cabeza y sonrió.
—Perdona mi aspecto, Pajarillo.
Parecía un poco mayor de lo que yo recordaba y, tras
su sonrisa, pude ver los duros efectos del dolor y los problemas.
—¿Estás bien, Peter?—pregunté.
—Por supuesto, Francis. Es que me han pasado
muchas cosas. Ya ti también. Siempre llevamos la ropa que nos pone el destino,
¿verdad, Pajarillo? No es ninguna novedad.
Repasó con los ojos las columnas de palabras
escritas en la pared.
—Estás haciendo progresos —dijo tras
asentir con la cabeza.
—No sé. Cada palabra que escribo parece oscurecer
más la habitación.
Peter suspiró dando a entender que se lo esperaba.
—Hemos visto mucha oscuridad, ¿verdad, Francis? Y
alguna juntos. Eso es lo que estás escribiendo. Recuerda que entonces estábamos
ahí contigo y ahora estamos aquí contigo. ¿Lo tendrás presente, Pajarillo?
—Lo intentaré.
—Las cosas se complicaron un poco aquel día,
¿verdad?
—Sí. Para los dos. Y también para Lucy debido a ello.
—Cuéntalo todo, Francis.
Miré la pared y vi dónde me había quedado. Cuando
me volví hacia Peter, éste había desaparecido.20
Fue Peter quien sugirió que
Lucy procediera en dos direcciones distintas. La primera era no dejar de
interrogar a los pacientes. Dijo que era fundamental que nadie, ni los
pacientes ni el personal, supieran que habían encontrado una prueba, porque
todavía no tenían claro qué significaba ni hacia dónde señalaba. Pero si se
sabía la noticia, perderían el control de la situación. Comentó a Lucy que era
una consecuencia del mundo inestable del hospital psiquiátrico. Era imposible
prever qué intranquilidad, incluso pánico, provocaría en las frágiles
personalidades de los pacientes. Eso significaba, entre otras cosas, que había
que dejar la camiseta ensangrentada donde estaba, que no debía involucrarse a
ningún organismo externo, en especial la policía local que había detenido a
Larguirucho, aunque se arriesgaran a perder la prueba. Y añadió que la gente
del edificio Amherst estaba empezando a acostumbrarse al flujo regular de
pacientes que llegaban de los demás edificios acompañados de Negro Grande para
que Lucy los interrogara, y podría aprovechar esa rutina a su favor. La segunda
sugerencia de Peter era más difícil de llevar a la práctica.
—Tenemos que lograr que ese
hombre y sus cosas sean trasladados a Amherst —indicó a Lucy—. Y hacerlo de un
modo que el cambio no llame mucho la atención.
Lucy estuvo de acuerdo. Estaban
en el pasillo, en medio del ir y venir de pacientes durante la tarde, cuando
había los grupos de terapia y las clases de arte. La neblina habitual de humo
de cigarrillo flotaba en el aire y el repiqueteo de los pies se mezclaba con el
murmullo de las voces. Peter, Lucy y Francis parecían las únicas personas que no
se movían, como piedras en los rápidos de un río, mientras la actividad
rebosaba a su alrededor.
—Muy bien —dijo Lucy—, tiene
sentido. Pero ¿y qué mas?
—No sé —respondió Peter—. Es el
único sospechoso que tenemos y Pajarillo no cree que sea el verdadero, una
observación que yo suscribo. Pero tendremos que averiguar qué relación tiene
con todo lo demás. Y la única forma de conseguirlo...
—... es tenerlo lo bastante
cerca para observarlo. Sí. Eso también tiene sentido —concluyó Lucy, y arqueó
una ceja como si se le hubiera ocurrido algo—. Haré algunos preparativos.
—Pero con discreción —aconsejó
Peter—. Que nadie lo sepa.
—Descuida —sonrió Lucy—. Ser
fiscal consiste en hacer que las cosas ocurran de la forma que tú quieres. —Y,
añadió—: Bueno, más o menos.
Vio que los hermanos Moses se
acercaban por el pasillo. Los llamó con un gesto.
—Señores, creo que tenemos que
volver a encarrilar la investigación. ¿Podría hablar con ustedes antes de que
el señor Evans vuelva?
—Está hablando con el gran jefe
—dijo Negro Chico. Se volvió hacia Peter y le hizo un gesto inquisitivo.
Peter asintió.
—Se lo he contado —le informó—.
¿Sabe alguien más...?
—Se lo dije a mi hermano
—respondió Negro Chico—. Pero nada más.
—No me parece que sea el hombre
que estamos buscando —intervino Negro Grande, impasible—. Ese apenas puede
comer solo. Le gusta sentarse y jugar con muñecas, ver la televisión. No me
parece un asesino, a no ser que lo irrites tanto que se descontrole del todo.
El chico es fuerte. Y no sabe cuánto.
—Francis opina más o menos lo
mismo —comentó Peter.
—Pajarillo tiene
intuición—sonrió Negro Grande.
—Bien, no se dice nada a nadie,
¿vale? —terció Lucy—. Intentemos mantenerlo así.
Negro Chico se encogió de
hombros.
—Lo intentaremos —aseguró—.
Otra cosa. Pajarillo, Tomapastillas quiere verte ahora. —El auxiliar se volvió
hacia Peter—. A ti vendré a buscarte de aquí a un rato.
—¿Tú crees que...? —empezó
Peter un poco intrigado, pero los auxiliares sacudieron la cabeza.
—No especulemos —pidió Negro
Chico—. Todavía no. Mientras su hermano acompañaba a Francis al despacho del
doctor Gulptilil, Negro Chico siguió a Peter y Lucy al despacho de ésta. La
fiscal se dirigió a la caja con los expedientes y tomó de lo alto del montón el
del hombretón retrasado. Luego repasó con rapidez su lista de posibles
sospechosos hasta encontrar el que creía que serviría para sus propósitos.
—Este es el hombre con el que
quiero hablar a continuación —dijo a Negro Chico enseñándole otro expediente.
—Lo conozco —asintió el
auxiliar al ver quién era—. Un cabrón con el genio muy vivo. Perdone, señorita
Jones, pero he tenido algún que otro roce con él. Es un alborotador.
—Tanto mejor para lo que tengo
en mente.
Negro Chico la miró
socarronamente y Peter se dejó caer en la silla, sonriente.
—Parece que la señorita Jones
tiene una idea —dijo.
Lucy tomó un lápiz y lo hizo
rodar entre las palmas mientras examinaba el expediente del paciente. El
hombre en cuestión era un habitual y había pasado gran parte de su vida en la
cárcel por agresiones, robos y violaciones de domicilio, y en varios centros
psiquiátricos, dado que se quejaba de alucinaciones auditivas y rabias
maníacas. Lucy sospechó que algunas de ellas eran inventadas. Lo más real
quizás era que poseía cualidades manipuladoras psicopáticas y una rabia
explosiva, y eso era perfecto para lo que ella tenía en mente.
—¿Qué clase de problemas ha
creado? —le preguntó a Negro Chico.
—Siempre quiere extralimitarse,
¿sabe a qué me refiero? Le pides que vaya hacia un lado y va hacia el otro. Le
dices que se quede aquí y aparece allí. Intentas empujarlo un poco, grita que
lo estás golpeando y presenta una queja formal al gran jefe. También le gusta
molestar a los demás pacientes. Siempre está fastidiando a alguien. Creo que
roba cosas a los demás. No merece llamarse hombre, si quiere saber mi opinión.
—Bueno, veamos si podemos
lograr que haga lo que quiero —comentó Lucy.
No estaba dispuesta a explicar
nada más, aunque observó que Peter se relajaba en la silla, como si percibiera
algo de lo que ella había planeado. Lucy pensó que era una cualidad suya que
seguramente acabaría admirando. Entonces se dio cuenta de que había observado
en Peter varias cualidades que estaba empezando a admirar, lo que aumentaba
aún más su curiosidad por saber por qué estaba allí y por qué había hecho lo
que había hecho.
La señorita Deliciosa se
encargó de Francis en cuanto Negro Grande lo condujo al despacho del director
médico. Como siempre, la secretaria fruncía el entrecejo con antipatía, como
para señalar que cualquier alteración de la rutina diaria establecida gracias a
su férrea organización era algo que la molestaba personalmente. Dijo a Negro
Grande que se reuniera con su hermano en el edificio Williams.
—Llegas tarde. Date prisa
—ordenó a Francis mientras medio lo empujaba hacia la puerta del despacho.
Tomapastillas estaba de pie
junto a la ventana, contemplando uno de los patios interiores. Francis se
acercó a una silla delante de la mesa del médico y miró por la misma ventana
para intentar averiguar qué le resultaba tan interesante. Se percató de que
las únicas veces que miraba por una ventana sin barrotes o sin rejilla eran en
el despacho del director médico. Allí el mundo parecía mucho más benévolo de
lo que era.
—Un bonito día, Francis, ¿no
crees? —El médico se volvió de golpe—. La primavera parece haber llegado con
fuerza.
—A nosotros a veces nos cuesta
notar el cambio de estación —comentó Francis—. Las ventanas están muy sucias.
Si las limpiaran, seguro que mejoraría el humor de la gente.
—Buena sugerencia, Francis
—asintió Gulptilil—. Y demuestra cierta perspicacia. Lo mencionaré a los
encargados del edificio y los terrenos para ver si pueden añadir la limpieza
de las ventanas a sus tareas, aunque ya deben de tener exceso de trabajo.
Se sentó tras el escritorio y
se inclinó con los codos apoyados en la mesa y los antebrazos formando una V
invertida para descansar el mentón en sus manos unidas.
—A ver, Francis, ¿sabes qué día
es hoy? —preguntó.
—Viernes.
—¿Y cómo estás tan seguro?
—Hay macarrones y atún en el
menú del almuerzo. Es el de los viernes.
—Sí, ¿y eso por qué?
—Supongo que como deferencia a
los pacientes católicos —contestó Francis—. Algunos todavía creen que los
viernes hay que comer pescado. Mi familia, por ejemplo. Misa los domingos.
Pescado los viernes. Es el orden natural de las cosas.
—¿Y tú?
—Me parece que no soy tan
religioso —dijo Francis.
Gulptilil pensó que eso era
interesante.
—¿Sabes la fecha? —preguntó.
—Creo que cinco o seis de mayo
—respondió Francis meneando la cabeza—. Lo siento. Los días se confunden en el
hospital. Por lo general, cuento con Noticiero para que me informe sobre la
actualidad del día, pero hoy aún no lo he visto.
—Estamos a cinco. ¿Podrías
recordarlo, por favor?
—Sí.
—¿Y sabrías decirme quién es el
presidente de Estados Unidos?
—Carter.
Gulptilil sonrió sin apartar el
mentón de sus manos entrelazadas.
—Bueno —prosiguió como si lo
que iba a decir fuera una prolongación de lo anterior—, he estado con el señor
Evans y, aunque has hecho progresos en cuanto a socialización y comprensión de
tu enfermedad, así como del impacto que causa sobre ti mismo y quienes te
rodean, cree que, a pesar de tu medicación actual, sigues oyendo voces de
personas que no están presentes, voces que te instan a actuar de determinada
forma, y que todavía tienes delirios sobre los hechos.
Francis no respondió, porque no
oyó ninguna pregunta. En su interior, oía susurros por todas partes, muy
quedos, como si tuvieran miedo de que el director médico pudiera oírlos si
levantaban la voz.
—Dime, Francis —continuó
Gulptilil—, ¿crees que la valoración del señor Evans es correcta?
—Es difícil saberlo. —Se movió
un poco en el asiento, consciente de que cualquier cosa que hiciera, cualquier
palabra incómodo que dijera, cualquier inflexión, cualquier gesto, podría
servir para formar la opinión del médico—. Creo que el señor Evans considera
delirio cualquier cosa que diga uno de sus pacientes y con la que él no esté
de acuerdo, de modo que es difícil saber qué responder.
El director médico sonrió y se reclinó
en su silla.
—Ha sido una afirmación
convincente y coherente, Francis. Muy bien.
Francis empezó a relajarse,
pero entonces recordó que no debía fiarse del médico y, sobre todo, de un
cumplido dirigido a él. En su interior se produjo un murmullo de conformidad.
Cuando sus voces estaban de acuerdo con él, Francis se sentía seguro de sí
mismo.
—Pero el señor Evans también es
un profesional, Francis, así que no deberíamos descartar su opinión. Dime,
¿cómo te va la vida en Amherst? ¿Te llevas bien con los demás pacientes? ¿Con
el personal? ¿Te gustan las sesiones de terapia del señor Evans? Y, dime,
¿crees que estás más cerca de poder volver a casa? ¿Ha sido el tiempo pasado
aquí hasta ahora, digamos, provechoso?
El médico se inclinó hacia
delante con un movimiento algo depredador que Francis reconoció. Sus preguntas
constituían un campo de minas y tenía que ser precavido con las respuestas.
—El edificio está bien, doctor,
aunque abarrotado, y creo que me llevo bien con todo el mundo, más o menos. A
veces cuesta reconocer el valor de las sesiones de terapia del señor Evans,
aunque siempre resulta útil cuando el debate se desvía hacia cuestiones de
actualidad, porque a veces temo que estamos demasiado aislados en el hospital
y que el mundo sigue su curso sin nosotros. Y me gustaría mucho volver a casa,
doctor, pero no sé qué tengo que demostrarles a usted y a mi familia para que
me permitan hacerlo.
—Creo que nadie de ella ha
considerado necesario o que mereciera la pena visitarte —soltó el médico con
frialdad.
—Todavía no, doctor. —Francis
trató de controlar las emociones que amenazaban con estallar.
—¿Una llamada telefónica,
quizás? ¿Alguna carta?
—No.
—Eso debe de afligirte un poco,
¿no, Francis?
—Sí —afirmó tras inspirar
hondo.
—¿Te sientes abandonado?
—Estoy bien —dijo Francis,
dudando de cuál era la respuesta correcta.
Gulptilil esbozó una sonrisa,
no la aturdida, sino la viperina.
—Y estás bien porque todavía
oyes las voces que te han acompañado durante tantos años.
—No —mintió Francis—. La medicación
las ha eliminado.
—Pero admites que estaban ahí
en el pasado.
Oyó ecos en su interior que le
gritaban: ¡No, no! ¡No digas nada! ¡Escóndenos, Francis!
—No entiendo a qué se refiere,
doctor —contestó. Eso no disuadiría al médico.
Gulptilil esperó unos segundos,
en que dejó que el silencio se apoderara de la habitación, como si esperara
que Francis añadiera algo, lo que no ocurrió.
—Dime, Francis, ¿crees que hay
un asesino suelto en el hospital?
Francis inspiró con fuerza. No
había esperado esa pregunta, aunque tampoco las anteriores. Recorrió la
habitación con la mirada, como buscando una salida. El corazón le latía con
fuerza y todas sus voces estaban calladas, porque sabían que, ocultas en la
pregunta del médico, había cosas importantes, y no tenía idea de cuál sería la
respuesta adecuada. Vio que el médico arqueaba una ceja, socarronamente, y se
percató de que la dilación era peligrosa.
—Sí—dijo despacio.
—¿No crees que eso sea un
delirio, paranoico, por lo demás?
—No —respondió, procurando sin
éxito no sonar inseguro.
—¿Por qué? —preguntó el médico
tras asentir con la cabeza.
—La señorita Jones parece
convencida. Y también Peter. Y no creo que Larguirucho...
—Ya hemos comentado antes esos
detalles. —Gulptilil levantó una mano—. Dime, ¿qué ha cambiado en la
investigación que sugiera que vais por buen camino?
Francis quiso retorcerse en la
silla.
—La señorita Jones todavía está
interrogando a posibles sospechosos —contestó—. Creo que no ha extraído aún
ninguna conclusión sobre nadie, salvo haber descartado a algunos. El señor
Evans la ha ayudado a hacerlo.
Gulptilil dedicó un instante a
valorar la respuesta.
—Me lo dirías, ¿verdad,
Francis?
—¿Qué, doctor?
—Si hubiera tomado alguna
decisión.
—No entiendo...
—Sería un indicio, por lo menos
para mí, de que estás mucho más en contacto con la realidad. Creo que
demostraría ciertos progresos por tu parte que pudieras expresarte al respecto.
Y quién sabe adonde podría conducirnos eso, Francis. Hacerse cargo de la
realidad es un paso importante para la recuperación. Un paso muy importante.
Un paso que conllevaría cambios significativos. Quizás una visita de tu
familia. Quizás un permiso para un fin de semana en casa. Y, después, quizá más
libertades aún. Un paso que te abriría posibilidades importantes, Francis.
Francis guardó silencio.
—¿Me explico? —preguntó el
médico.
Francis asintió.
—Muy bien. Así pues, volveremos
a hablar de estas cuestiones en los próximos días, Francis. Y, por supuesto, si
consideras importante comentarme cualquier detalle u observación que puedas
tener en cualquier momento, mi puerta siempre estará abierta para ti. Siempre
estaré disponible. A cualquier hora, ¿comprendes?
—Sí. Creo que sí.
—Estoy contento con tus
progresos, Francis. Y también de que hayamos mantenido esta conversación.
Francis volvió a guardar
silencio.
—Eso es todo de momento,
Francis. Ahora tengo que prepararme para una visita importante —comentó a la
vez que señalaba la puerta—. Puedes irte. Mi secretaria se encargará de que te
acompañen de vuelta a Amherst.
Francis se levantó y dio unos
pasos vacilantes hacia la puerta. La voz de Gulptilil lo detuvo.
—Por cierto, Francis, casi se
me olvida. Antes de irte, ¿podrías decirme qué día es?
—Viernes.
—¿Y la fecha?
—Cinco de mayo.
—Excelente. ¿Y el nombre de
nuestro distinguido presidente?
—Carter.
—Muy bien, Francis. Espero que
pronto tengamos la oportunidad de hablar un poco más.
Francis se marchó. No se
atrevió a mirar atrás para ver si el médico lo observaba. Pero notaba sus ojos
clavados en la nuca, justo en el sitio donde el cuello se unía al cráneo.
¡Sal pitando!, oyó en su cabeza, y lo hizo encantado.
El hombre sentado frente a Lucy
era enjuto y menudo, con una complexión similar a la de un jockey profesional.
Esbozaba una sonrisa torcida y tenía los hombros encorvados, lo que le
confería un aspecto asimétrico. El pelo, greñudo y grasiento, le enmarcaba el
rostro, y sus ojos azules brillaban con una intensidad inquietante. Cada poco
emitía un resuello asmático al respirar, lo que no le impedía encender un cigarrillo
tras otro, de modo que una nube de humo le envolvía la cabeza. Evans tosió una
o dos veces, y Negro Grande retrocedió lo justo hacia un rincón del despacho.
Lucy pensó que el auxiliar parecía tener un conocimiento instintivo de las
distancias, y se adaptaba de forma casi automática a la adecuada para cada
paciente.
—Señor Harris —dijo mientras
observaba su expediente—, ¿podría decirme si reconoce a alguna de estas
personas? —Deslizó por la mesa las fotografías de los crímenes anteriores hacia
el hombre.
Éste las examinó con atención,
quizá demasiado. Sacudió la cabeza.
—Gente asesinada —anunció con
énfasis en la segunda palabra—. Muerta y abandonada en el bosque, al parecer.
Eso no me va.
—Eso no es ninguna respuesta.
—No. No las conozco. —Su sonrisa
ladeada se marcó más—. Y si las conociera, ¿cree que lo admitiría?
—Tiene antecedentes de
violencia —replicó Lucy sin prestarle atención.
—Una pelea en un bar no es un
asesinato.
Lucy lo miró con atención.
—Tampoco conducir borracho
—prosiguió—. Ni atizar a un tío que me estaba insultando.
—Mire con atención la tercera
fotografía —pidió Lucy—. ¿Ve la fecha en la parte inferior?
—Sí.
—¿Podría decirme dónde estaba
usted entonces?
—Aquí.
—No me mienta, por favor.
Harris se revolvió en la silla.
—Entonces estaría en la prisión
de Walpole, por alguna de esas acusaciones falsas que me endilgan.
—No es verdad. Se lo diré otra
vez: no me mienta.
—Estaba en el cabo. —Se movió,
inquieto—. Trabajaba ahí para un techador.
—Un período curioso, ¿verdad?
—soltó Lucy tras observar el expediente—. Está en algún techo afirmando oír
voces y, al mismo tiempo, por la noche roban en las casas de las manzanas donde
usted está trabajando.
—Nadie presentó cargos.
—Porque consiguió que lo
mandaran aquí.
Sonrió de nuevo y dejó al descubierto
unos dientes irregulares. Lucy pensó que era un hombre escurridizo y horrible.
Pero no el que estaba buscando. Evans empezaba a inquietarse a su lado.
—Así pues —dijo—, ¿no tuvo nada
que ver con esto?
—Exacto —respondió Harris—.
¿Puedo irme ya?
—Sí —asintió Lucy. Y cuando
Harris empezó a levantarse añadió—: En cuanto me explique por qué otro
paciente quería decirnos que usted alardea de estos asesinatos.
—¿Qué? —Harris elevó la voz una
octava—. ¿Alguien dijo que yo qué?
—Ya me ha oído. Así que explíquemelo.
Dígame por qué dijo eso.
—¡Yo no he dicho nada así!
¡Está loca!
—Dígame por qué ha alardeado de
estos crímenes.
—No lo he hecho. ¿Quién le ha
dicho eso?
—Eso es confidencial. Le han
oído hacer afirmaciones en el edificio donde vive. Ha sido indiscreto. Me
gustaría que se explicara.
—¿Cuándo...?
—Hace poco —sonrió Lucy—.
Recibimos esta información hace poco. ¿Niega por tanto haber dicho nada?
—Sí. ¡Está loca! ¿Por qué iba a
alardear de algo así? No sé qué quiere, señora, pero yo no he matado a nadie.
No tiene sentido...
—¿Cree que aquí lo tiene algo?
—Le han mentido. Y alguien
quiere meterme en un lío.
—Lo tendré en cuenta —asintió
Lucy—. Bien, puede irse. Pero puede que volvamos a hablar.
Harris casi brincó de la silla,
lo que provocó que Negro Grande se le acercara con aire amenazador.
—Hijo de puta —exclamó el
hombre, conteniéndose. Y se volvió y salió tras aplastar el cigarrillo en el
suelo con el pie.
Evans estaba furioso.
—¿Tiene idea de los problemas
que pueden causar estas preguntas? —preguntó, y señaló con el dedo el
diagnóstico de Harris en el expediente—. Mire lo que pone, aquí. Explosivo.
Cuestiones de gestión del enfado. Y usted lo provoca con preguntas disparatadas
que sabe que sólo conseguirán una reacción agresiva. Seguro que Harris termina
en una celda de aislamiento antes de que acabe el día, y tendré que sedarlo.
¡Maldita sea! Eso ha sido una irresponsabilidad, señorita Jones. Y si piensa
empeñarse en hacer preguntas que sólo sirvan para alterar la vida en el
hospital, me veré obligado a hablar con el doctor Gulptilil.
—Lo siento —se disculpó Lucy—.
Intentaré ser más circunspecta en los próximos interrogatorios.
—Necesito un descanso —dijo
Evans, que se levantó enfadado y se marchó.
Pero Lucy se sentía satisfecha.
Ella también se puso de pie y
salió al pasillo. Peter estaba esperando con una sonrisita, como si
comprendiera todo lo ocurrido en el despacho. Le hizo una pequeña reverencia
para darle a entender que había visto y oído lo suficiente, y que admiraba el
plan que había ideado. Pero no tuvo oportunidad de decirle nada porque, en ese
momento, Negro Grande salió del puesto de enfermería llevando unas esposas y
unos grilletes. Los pacientes que paseaban por allí lo vieron y se apartaron
de su camino como pájaros asustados que alzan el vuelo.
Peter, sin embargo, permaneció
inmóvil, a la espera.
A unos metros de distancia,
Cleo se levantó y su enorme cuerpo se balanceó como zarandeado por un viento
huracanado.
Lucy observó cómo Negro Grande
se acercaba a Peter, le susurraba una disculpa y le ponía las esposas y los
grilletes. No abrió la boca.
—¡Cabrones! —gritó una colorada
y furiosa Cleo al oír cómo se cerraba la última sujeción—. ¡Cabrones! ¡No dejes
que te lleven, Peter! ¡Te necesitamos!
El silencio inundó el pasillo.
—¡Maldita sea! —bramó Cleo—.
¡Te necesitamos!
Peter exhibía una expresión tensa y toda su
indiferencia socarrona había desaparecido. Levantó las manos como para
comprobar el límite de las sujeciones y, antes de permitir que el auxiliar lo
condujera por el pasillo maniatado como una bestia salvaje, Lucy vio que lo
invadía un enorme pesar.21
Peter arrastraba los pies con
cuidado por el sendero junto a Negro Grande. El auxiliar guardaba silencio,
como si la tarea de acompañarlo lo incomodara. Se había disculpado por segunda
vez al salir del edificio Amherst y luego se había callado. Pero caminaba
deprisa, lo que obligaba a Peter prácticamente a correr para seguirle el paso y
a mantener los ojos puestos en el suelo para no tropezar y caerse.
Peter notaba el sol de última
hora de la tarde en el cuello y consiguió levantar la cabeza un par de veces
para contemplar los edificios iluminados por la puesta de sol. El aire estaba
un poco frío, un recordatorio de la primavera en Nueva Inglaterra, una
advertencia de que no hay que fiarse demasiado del advenimiento del verano.
Parte de los marcos blancos de las ventanas relucía, de modo que los cristales
con barrotes recordaban unos ojos que observaban su avance por el patio
interior. Las esposas se le hincaban en las muñecas. Toda la euforia que había
sentido la primera vez que salió a escondidas del edificio Amherst en compañía
de los hermanos Moses para empezar a buscar al ángel, la agitación que lo había
inundado al recordar cada olor y sensación, habían desaparecido sustituidos
por la melancolía del encarcelamiento. No sabía a qué reunión lo llevaban, pero
sospechaba que era importante.
Esa idea se reforzó al ver dos
limusinas negras aparcadas frente al edificio de administración. Estaban tan
limpias que podía verse reflejado en ellas.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
—Sólo me han dicho que te
llevara de inmediato esposado. —El auxiliar sacudió la cabeza—. Así que sé
tanto como tú.
—Es decir, nada —concluyó
Peter, y el otro asintió.
Subió tambaleante las escaleras
tras Negro Grande y se apresuró por el pasillo en dirección al despacho de
Gulptilil. La señorita Deliciosa estaba esperando detrás de su mesa, y Peter
observó que parecía incómoda y se había cubierto la habitual blusa ceñida con
una rebeca holgada.
—Date prisa —dijo—. Te están
esperando.
Las cadenas tintinearon
mientras avanzaba con rapidez. Negro Grande le sostuvo la puerta abierta. Peter
entró arrastrando los pies.
Tomapastillas, sentado tras su
escritorio, se levantó al vuelo. Había, como de costumbre, una silla vacía
delante de la mesa. Y tres hombres más en la habitación. Todos llevaban traje
negro con alzacuello blanco. Peter no reconoció a dos de ellos, pero el rostro
del tercero era conocido para cualquier católico de Boston. El cardenal estaba
sentado a un lado del despacho, en un sofá situado a lo largo de la pared.
Tenía las piernas cruzadas y parecía relajado. Uno de los otros sacerdotes estaba
sentado a su lado y sujetaba un portafolios de piel marrón, un bloc y un gran
bolígrafo negro con el que jugueteaba nervioso. El tercer sacerdote estaba
detrás de la mesa de Gulptilil, en una silla situada junto a éste. Tenía un
fajo de papeles delante de él.
—Gracias, señor Moses. Por
favor, quite las sujeciones a Peter, si es tan amable.
El auxiliar tardó unos
instantes en hacerlo. Después, retrocedió mirando al director médico, quien le
hizo un gesto.
—Espere fuera hasta que lo
llamemos, señor Moses. Estoy seguro de que no será necesaria ninguna segundad
adicional durante esta reunión. —Dirigió la mirada a Peter y añadió—: Todos
somos caballeros, ¿no?
Peter no respondió. No se
sentía como un caballero en ese momento.
Sin decir palabra, Negro Grande
se marchó. Gulptilil señaló la silla.
—Siéntate, Peter —ordenó—.
Estos señores quieren hacerte algunas preguntas.
Peter asintió, se sentó
pesadamente pero se deslizó hacia el borde de la silla, preparado. Trató de
aparentar seguridad, pero sabía que eso era difícil. Sentía emociones
encontradas, desde un odio ciego hasta curiosidad, y se advirtió que debía ser
breve y directo al hablar.
—Reconozco al cardenal —afirmó
Peter mirando al director médico—. He visto muchas veces su fotografía. Pero
me temo que no conozco a los otros dos caballeros. ¿Tienen nombre?
—El padre Callahan es el
asistente personal del cardenal —indicó Gulptilil, y señaló al hombre sentado
junto al prelado. Era un hombre algo calvo, de mediana edad, con unas gafas
gruesas y unos dedos regordetes que sostenían el bolígrafo mientras
tamborileaba sobre el bloc. Asintió hacia Peter, aunque no se levantó para
estrecharle la mano—. Y el otro caballero es el padre Grozdik, que quiere
hacerte algunas preguntas.
Peter asintió. El sacerdote del
apellido polaco era bastante más joven, de una edad parecida a la suya. Era
delgado, atlético, de más de metro ochenta. Su traje negro parecía hecho a
medida para ajustarse a una cintura estrecha y tenía un aspecto lánguido,
felino. Llevaba el cabello castaño largo y peinado hacia atrás, y tenía unos
penetrantes ojos azules que no se habían apartado de Peter desde que había
entrado en la habitación. El tampoco se levantó, ni le ofreció la mano ni lo
saludó de ningún modo, pero se inclinó hacia delante como un depredador.
—Supongo que el padre Grozdik
también tiene algún cargo —dijo Peter, que lo miró a los ojos—. Tal vez le
gustaría decirme cuál.
—Trabajo en la oficina jurídica
de la archidiócesis —aclaró con una insulsa voz.
—Si las preguntas son de cariz
legal, ¿no debería estar presente mi abogado? —sugirió Peter. Formuló la frase
como una pregunta con la esperanza de deducir algo de la respuesta del
sacerdote.
—Esperamos que acceda a
reunirse con nosotros de modo informal —respondió éste.
—Eso dependerá, por supuesto,
de lo que deseen saber —replicó Peter—. Sobre todo, porque veo que el padre
Callahan ya ha empezado a tomar notas.
El sacerdote mayor dejó de
escribir a medio trazo. Alzó los ojos hacia el sacerdote más joven, que
asintió en su dirección. El cardenal se mantuvo inmóvil en el sofá observando a
Peter con prudencia.
—¿Se opone? —preguntó el padre
Grozdik—. Tener constancia escrita de esta reunión podría ser importante más
adelante. Tanto para su protección como para la nuestra. Y, si todo esto queda
en nada, bueno, siempre podemos destruir el documento. Pero si se opone...
—Todavía no. Quizá después
—dijo Peter.
—Bien. Entonces, podemos
empezar.
—Adelante —soltó Peter con
frialdad. El padre Grozdik consultó sus papeles y tardó en continuar. Peter se
percató de que el hombre había recibido formación sobre técnicas de
interrogatorio. Lo supo por su actitud paciente y reposada, que ordenaba las
ideas antes de preguntar. Supuso que habría estado en el ejército e imaginó
una sencilla sucesión: secundaria en el Saint Ignatius, estudios
universitarios en el Boston College, instrucción en el cuerpo de oficiales en
la reserva, un período de servicio en el extranjero con la policía militar,
una vuelta a la facultad de Derecho del Boston College y más formación jesuita,
seguido de un ascenso rápido en la archidiócesis. De joven, había conocido a unos
cuantos como el padre Grozdik, que en virtud de su intelecto y su ambición eran
importantes para la Iglesia. Lo único que estaba fuera de lugar era el apellido
polaco y no irlandés, lo que le pareció interesante. Él era de origen católico
irlandés, como el cardenal y su asistente, de modo que llevar a alguien de un
origen étnico distinto indicaba algo. No sabía muy bien qué ventaja daba eso a
los tres sacerdotes. Pronto lo averiguaría.
—Mire, Peter... —empezó el
sacerdote—, ¿puedo llamarlo Peter? Me gustaría que la sesión fuera distendida.
—Por supuesto, padre —asintió
Peter. Pensó que era inteligente. Todos los demás poseían la autoridad de un
adulto y un estatus. Pero él, Peter, sólo tenía un nombre de pila. Había usado
el mismo enfoque al interrogar a más de un pirómano.
—Muy bien, Peter —empezó de
nuevo el sacerdote—. Está en el hospital para someterse a una evaluación
psicológica ordenada por un juez antes de seguir con las acusaciones en su
contra, ¿cierto?
—Sí. Intentan averiguar si
estoy loco. Demasiado loco para ser juzgado.
—Eso es porque muchas personas
que lo conocen creen que sus acciones son... ¿podríamos llamarlas «atípicas»?
¿Le parece una buena descripción?
—Un bombero que provoca un
incendio. Un buen chico católico que reduce a cenizas una iglesia. Desde luego.
Atípico me parece bien.
—¿Y está loco, Peter?
—No. Pero eso es lo que la
mayoría le dirá en el hospital si lo pregunta, así que no estoy seguro de que
mi opinión cuente demasiado.
—¿A qué conclusiones cree que
ha llegado el personal hasta ahora?
—Yo diría que todavía están
acumulando impresiones, padre, pero han llegado más o menos a la misma
conclusión que yo. Lo expresarán de un modo más clínico, claro. Dirán que estoy
lleno de conflictos no resueltos. Que soy neurótico. Compulsivo. Puede que
incluso antisocial. Pero que era consciente de lo que hacía y sabía que estaba
mal. Ése es más o menos el estándar legal, ¿verdad? Seguro que le enseñaron eso
en la facultad de Derecho del Boston College.
Grozdik sonrió y se movió un
poco en la silla.
—Muy hábil, Peter. ¿O acaso vio
el anillo de la promoción? —Levantó la mano y mostró un gran anillo de oro que
captó parte de la luz que entraba por la ventana.
Peter se dio cuenta de que el
sacerdote se había situado de modo que el cardenal pudiera observar sus
reacciones sin que él pudiera volverse para ver las del cardenal.
—Es curioso, ¿verdad, Peter?
—dijo el padre Grozdik, cuya voz seguía siendo monótona y fría.
—¿Curioso, padre?
—Tal vez curioso no sea
la palabra adecuada. Puede que fuera mejor calificar este dilema de
intelectualmente interesante. Existencial, casi. ¿Ha estudiado mucha
psicología, Peter? ¿O filosofía, acaso?
—No. Estudié el asesinato.
Cuando estaba en el ejército. Cómo matar y cómo evitar que te mataran. Y cuando
volví a casa estudié el fuego. Cómo se apaga y cómo se provoca.
Sorprendentemente, los dos tipos de estudio no me parecieron demasiado
diferentes.
—Sí —asintió el padre Grozdik
con una sonrisa—. Tengo entendido que lo llaman Peter el Bombero. No
obstante, algunos aspectos de su situación transcienden las interpretaciones
simples.
—Sí —respondió Peter—. Soy
consciente de ello.
—¿Piensa mucho en el mal,
Peter?
—¿En el mal, padre?
—Sí. La presencia en esta
tierra de fuerzas que sólo pueden explicarse con el mal.
—Sí —asintió Peter tras
vacilar—. He pasado mucho tiempo reflexionando sobre ello. No puedes haber
viajado a los sitios donde yo he estado sin darte cuenta de que el mal ocupa un
lugar en el mundo.
—La guerra y la destrucción.
Sin duda son ámbitos en los que el mal tiene carta blanca. ¿Le interesa?
¿Intelectualmente, quizá?
Peter se encogió de hombros con
indiferencia pero por dentro estaba reuniendo toda su capacidad de
concentración. No sabía en qué dirección iba a orientar el sacerdote la
conversación, pero no se fiaba.
—Dígame, Peter —prosiguió
Grozdik tras dudar—, lo que ha hecho, ¿cree que está mal?
Peter esperó un momento antes
de responder.
—¿Me está pidiendo una
confesión, padre? Me refiero a la clase de confesión que exige que antes se
lean los derechos del acusado. No a la del confesionario, porque estoy seguro
de que no hay padrenuestros ni avemarías suficientes, y tampoco acto de
contrición alguno por mi parte, para obtener la absolución.
Grozdik no sonrió, ni pareció
inquietarlo la respuesta de Peter. Era un hombre comedido, muy frío y directo,
que contrastaba con el cariz indirecto de las preguntas que hacía. Peter lo
consideró un hombre peligroso y un adversario difícil. El problema era que no
sabía con certeza si era un adversario. Era muy probable. Pero eso no explicaba
por qué estaba ahí.
—No, Peter —dijo el sacerdote
cansinamente—. Ninguna de esas dos confesiones. Permítame que lo tranquilice
sobre algo... —Habló de un modo que Peter sabía que servía para hacer lo
contrario—. Nada de lo que diga hoy será usado en su contra ante un tribunal de
justicia.
—¿Ante otro tribunal, entonces?
—replicó Peter con una pizca de ironía. El sacerdote no mordió el anzuelo.
—A todos nos juzgan al final.
—Eso está por ver, ¿no?
—Como todas las respuestas a
los grandes misterios. Pero el mal, Peter...
—Muy bien, padre. Entonces la
respuesta a su pregunta es que sí. Creo que mucho de lo que he hecho está mal.
Si lo examina desde el punto de vista de la Iglesia, resulta bastante evidente.
Por eso estoy aquí, y por eso iré pronto a la cárcel. Puede que lo que me queda
de vida. O casi.
Grozdik pareció considerar esta
afirmación.
—Pero sospecho que no me está
diciendo la verdad —repuso—. Que, en el fondo, no cree que lo que hizo
estuviera realmente mal. O tal vez cree que cuando provocó ese incendio
pretendía usar un mal para eliminar otro. Puede que eso esté más cerca de la
verdad.
Peter no quiso contestar. Dejó
que el silencio envolviera la habitación.
—¿Sería más exacto decir que
cree que sus acciones estuvieron mal en un plano moral, pero bien en otro? —El
sacerdote se había inclinado un poco hacia delante.
Peter notó que empezaban a
sudarle las axilas y la nuca.
—No me apetece hablar sobre
esto —dijo.
El sacerdote bajó la mirada y
hojeó unos documentos hasta que encontró lo que buscaba, lo examinó y volvió a
alzar los ojos hacia Peter.
—¿Recuerda lo primero que dijo
a la policía cuando llegaron a casa de su madre? —preguntó—. Y, podría añadir,
lo encontraron sentado en un peldaño con la lata de gasolina y las cerillas en
las manos.
—De hecho, usé un mechero.
—Por supuesto. Reconozco mi
error. ¿Y qué les dijo?
—Parece tener el informe
policial delante de usted.
—¿Recuerda haber dicho «Con eso
estamos en paz» antes de que le detuvieran?
—Sí.
—Tal vez podría explicármelo.
—Padre Grozdik —soltó Peter sin
rodeos—, sospecho que no estaría aquí si no supiera ya la respuesta a esa
pregunta.
El sacerdote miró de reojo al
cardenal, pero Peter no pudo ver qué hizo éste. Supuso que algún leve
movimiento con la mano o la cabeza. Fue sólo un breve instante, pero algo
cambió.
—Sí, Peter. Por lo menos, eso
creo. Dígame, ¿conocía al sacerdote que murió en el incendio?
—¿Al padre Connolly? No. No lo
había visto nunca. De hecho no sabía nada sobre él. Excepto un detalle
destacado, por supuesto. Me temo que, desde que volví de Vietnam, mis idas a
la iglesia eran, por decirlo de algún modo, limitadas. Ya sabe, padre, ves
mucha crueldad, muchas muertes y mucha falta de sentido, y empiezas a
preguntarte dónde está Dios. Es difícil no tener una crisis de fe, o como
quiera llamarlo.
—Así que incendió una iglesia
y, con ella, a un sacerdote...
—No sabía que él estaba
ahí—aseguró Peter—. Y tampoco que había otros. Creí que la iglesia estaba
vacía. Grité, llamé a algunas puertas. Supongo que fue mala suerte. Como digo,
creí que estaba vacía.
—No lo estaba. Y, para serle
franco, no acabo de creerlo en este punto. ¿Con qué fuerza llamó a las puertas?
¿Gritó muy alto sus advertencias? Un hombre murió y tres resultaron heridos.
—Sí. Y yo iré a la cárcel en
cuanto finalice mi breve estancia en este hospital.
—Y afirma que no conocía al
sacerdote...
—Había oído hablar de él.
—¿Qué quiere decir?
—¿Cuánto quiere saber, padre?
Quizá no debería estar hablando conmigo, sino con mi sobrino. El monaguillo. Y
puede que con algunos amigos suyos...
Grozdik levantó una mano para
interrumpir a Peter.
—Hemos hablado con varios
feligreses. Hemos recabado mucha información con posterioridad al incendio.
—Bueno, entonces ya sabe que
las lágrimas que se derramaron por la desafortunada muerte del padre Connolly
son bastante menos que las que han derramado, y todavía derramarán, mi sobrino
y algunos de sus amigos.
—De modo que se encargó
personalmente...
Peter sintió que lo invadía la
rabia, una rabia familiar, olvidada, pero parecida a la que había sentido
cuando oyó a su sobrino describir con voz temblorosa lo que le había pasado. Se
inclinó hacia delante y dirigió una mirada dura a Grozdik.
—Nadie iba a hacer nada
—explicó—. Yo lo sabía, padre, lo mismo que sé que la primavera sigue al
invierno y el verano antecede al otoño. Con total certeza. Así que hice lo que
hice porque nadie más haría nada. Seguro que usted no, y el cardenal tampoco.
¿Y la policía? Ni hablar. Se pregunta por el mal, padre. Bueno, pues ahora hay
un poco menos de mal en el mundo porque yo provoqué ese incendio. Y puede que
haya estado mal. Pero puede que no. Así que váyase a hacer puñetas, padre,
porque me da igual. Cuando los médicos averigüen que no estoy loco, podrán
enviarme a la cárcel y tirar la llave, y todo el mundo estará en paz. Un
equilibrio perfecto, padre. Un hombre muere. El hombre que lo mata va a la
cárcel. Que baje el telón. Todos los demás pueden seguir con sus vidas.
—Puede que no tenga que ir a la
cárcel, Peter —indicó el padre Grozdik.
A menudo me he preguntado qué
debió de pensar y sentir Peter al oír esas palabras. ¿Esperanza? ¿Euforia? ¿O
quizá miedo? No me lo dijo, aunque aquella noche me comentó todos los detalles
de la conversación con los tres religiosos. Creo que quiso dejar que yo lo
imaginara, porque ése era el estilo de Peter. Si no sacabas las conclusiones tú
mismo no valía la pena sacarlas. Así que, cuando se lo pregunté, sacudió la cabeza
y dijo: «¿Tú qué crees, Pajarillo?»
Peter había ido al hospital para
que lo evaluaran, a sabiendas de que la única evaluación que significaba algo
era la que llevaba en su interior. El asesinato de Rubita y la llegada de Lucy
Jones le habían alimentado la sensación de que podía compensar las cosas.
Peter vivía un vaivén de conflictos y emociones sobre lo que había sabido y lo
que había hecho, y toda su vida se había basado en conseguir resarcirlo todo.
Resuelve un mal con el bien. Era la única forma en que podía dormirse por la
noche, y al día siguiente despertaba carcomido por la tarea de arreglarlo
todo. Se sentía impulsado a encontrar una ecuanimidad que siempre le era
esquiva. Pero más adelante, cuando pensé en ello, creí que ni su vigilia ni su
sueño podían estar nunca exentos de pesadillas.
Para mi era más sencillo. Yo
sólo quería volverá casa. El problema al que me enfrentaba no dependía tanto de
las voces que oía como de lo que podía ver. El ángel no era ninguna
alucinación, como ellas. Era de carne y hueso, sangre y rabia, y yo empezaba a
ver todo eso. Era un poco como un arrecife surgido entre la niebla, y yo
navegaba directamente hacia él. Intenté contárselo a Peter, pero no pude. No sé
por qué. Era como revelar algo sobre mí mismo que no quería revelar, de modo
que me lo callé. Por lo menos, de momento.
—Creo que no lo entiendo, padre
—soltó Peter, conteniendo sus emociones.
—Este incidente preocupa mucho
a la archidiócesis, Peter.
Peter no contestó enseguida,
aunque tenía una respuesta sarcástica en la punta de la lengua. Grozdik lo
observó para intentar deducir su respuesta a partir de su postura en la silla,
la inclinación de su cuerpo, la expresión de sus ojos. Peter creyó que de
repente jugaba la partida de póquer más dura que había visto.
—¿Preocupa, padre?
—Sí, exacto. Queremos hacer lo
correcto, Peter.
El sacerdote siguió valorando
las reacciones de Peter.
—Lo correcto... —repitió Peter
despacio.
—Es una situación complicada,
con muchos aspectos contradictorios.
—No estoy totalmente de
acuerdo, padre. Un hombre cometía actos... depravados. Lo más probable era que
nunca le llamaran la atención por eso. De modo que yo, exaltado y lleno de
rabia y fervor justificados, me encargué de poner las cosas en su sitio. Yo
solo. Un grupo parapolicial de una persona, podríamos decir. Se cometieron
delitos, padre. Y se saldaron cuentas. Y ahora estoy dispuesto a aceptar mi
castigo.
—Creo que es más sutil que eso,
Peter.
—Puede creer lo que quiera.
—Deje que le pregunte algo: ¿le
pidió alguien que hiciera lo que hizo?
—No. Lo hice por mi cuenta. Ni
siquiera lo sugirió mi sobrino, y es él quien carga con las secuelas.
—¿Cree que su acto logrará de
algún modo reparar lo que le ocurrió a su sobrino?
—No. —Peter sacudió la cabeza—.
Y eso me entristece.
—Por supuesto —asintió el padre
Grozdik—. ¿Contó después a alguien por qué lo había hecho?
—¿A los policías que me
detuvieron?
—Exacto.
—No.
—¿Y aquí, en el hospital?
—No —respondió Peter tras
reflexionar un instante—. Pero yo diría que hay bastantes personas que conocen
el motivo. No del todo, pero aun así lo saben. Los locos ven a veces las cosas
con exactitud, padre. Una exactitud que se nos escapa en la calle.
Grozdik se inclinó más en la
silla. Peter tuvo la sensación de estar delante de un ave rapaz que describía
círculos sobre un animal muerto en la carretera.
—Participó en muchos combates
en el extranjero, ¿verdad?
—En algunos.
—Su expediente militar indica
que pasó casi todo su período de servicio en zonas de combate. Y que fue
condecorado en más de una ocasión por sus acciones. Y también recibió el Corazón
Púrpura por heridas de guerra.
—Eso es cierto.
—¿Y vio morir gente?
—Era sanitario. Claro que sí.
—¿Y cómo murieron? Apostaría a
que en sus brazos más de una vez.
—Ganaría esa apuesta, padre.
—¿Acaso creyó que eso no iba a
tener ningún impacto emocional sobre usted?
—Yo no he dicho eso.
—¿Conoce una enfermedad llamada
neurosis traumática, Peter?
—No.
—El doctor Gulptilil podría
explicársela. Antes se le llamaba fatiga de combate, pero ahora recibe un
nombre que suena más clínico.
—¿Intenta decirme algo?
—Puede provocar que una persona
actúe de una forma que podríamos calificar de atípica. Sobre todo si está
sometida a un estrés repentino y considerable.
—Hice lo que hice. Se acabó.
—No, Peter —replicó Grozdik—.
Empezó.
Ambos guardaron silencio un
momento. Peter pensó que seguramente el sacerdote esperaba que dijera algo,
pero no estaba dispuesto a hacerlo.
—Peter, ¿le ha informado
alguien de lo que ha pasado desde que lo detuvieron?
—¿En qué sentido?
—La iglesia que incendió ha
sido derruida. El solar, limpiado y preparado. Se ha donado dinero. Mucho
dinero. Con una generosidad extraordinaria. Ha supuesto una verdadera unión de
la comunidad. Se han dibujado planos. Se. ha proyectado, en el mismo solar, una
iglesia más grande y más bonita que expresará verdaderamente la gloria y la
virtud. Se ha instituido una beca con el nombre del padre Connolly. Incluso se
habla de añadir un centro para jóvenes, en su memoria, claro.
Peter se quedó estupefacto.
—Las muestras de amor y cariño
han sido realmente memorables.
—No sé qué decir.
—Los designios del Señor son
inescrutables, ¿no, Peter?
—No estoy seguro de que Dios
tenga que ver en esto, padre. Me sentiría mejor si no lo sacara a colación. A
ver, ¿qué me está diciendo?
—Estoy diciendo que están a
punto de hacerse muchas cosas buenas, Peter. A partir de las cenizas, por así
decirlo. Las cenizas que usted creó.
Por supuesto. Por eso estaba el
cardenal allí observando todos los movimientos de Peter. La verdad sobre el
padre Connolly y su predilección por los monaguillos era menos importante que
la reacción que se había producido a favor de la Iglesia. Peter se volvió y
miró al cardenal.
Éste asintió y habló por
primera vez:
—Muchas cosas buenas, Peter.
Pero que podrían estar en peligro.
Peter lo entendió al instante.
Ningún centro para jóvenes podía recibir el nombre de un abusador de menores.
Y él era la persona que amenazaba con desbaratarlo todo. Se volvió de nuevo
hacia Grozdik.
—Van a pedirme algo, ¿verdad,
padre?
—No exactamente, Peter.
—Entonces ¿qué quieren?
Grozdik apretó los labios, y
Peter comprendió que había hecho la pregunta equivocada de modo incorrecto,
porque había dado a entender que haría lo que el sacerdote quería.
—Verá, Peter —dijo Grozdik
despacio, pero con una frialdad que sorprendió incluso al Bombero—. Lo que
queremos... lo que todos queremos, el hospital, su familia, la Iglesia, es que
se mejore.
—¿Que me mejore?
—Y nos gustaría ayudarle a
conseguirlo.
—¿Ayudarme?
—Sí. Hay una clínica, un centro
puntero en la investigación y tratamiento de la neurosis traumática. Creemos,
la Iglesia cree, incluso su familia cree, que sería más adecuado para usted
estar ahí que aquí, en el Western.
—¿Mi familia?
—Sí. Parece ansiosa de que
reciba esta ayuda.
Peter se preguntó qué les
habrían prometido. O cómo los habrían amenazado. Molesto, se revolvió en la
silla y se entristeció de golpe al darse cuenta de que probablemente no había
solucionado nada, en especial a su sobrino. Quiso decirlo, pero se contuvo.
—¿Y dónde está ese centro?
—preguntó.
—En Oregon.
—¿Oregon?
—Sí. En una parte bastante
bonita del Estado, o eso tengo entendido.
—¿Y las acusaciones en mi
contra?
—Una finalización satisfactoria
del tratamiento conllevaría que se retiraran los cargos.
—¿Y qué hago yo a cambio?
—quiso saber tras reflexionar.
Grozdik se inclinó hacia
delante otra vez. Peter tuvo la impresión de que el sacerdote sabía de antemano
la respuesta a esa pregunta.
—Esperaríamos que no hiciera ni
dijera nada que pudiese impedir la consecución de un proyecto maravilloso y tan
entusiasta —explicó Grozdik, despacio y con voz baja y clara.
Su primera reacción fue de
rabia. Sentía una mezcla de hielo y fuego en su interior. La furia fundida con
la frialdad. Hizo un esfuerzo por controlarse.
—¿Me está diciendo que ha
hablado de esto con mi familia? —preguntó.
—¿Cree que su presencia aquí no
les causa una gran angustia, al recordarles momentos tan difíciles? ¿No cree
que sería mejor que Peter el Bombero empezara de nuevo lejos de aquí?
¿No cree que les debe la oportunidad de seguir adelante con sus vidas y de
dejar que los acosen los terribles recuerdos de hechos tan espantosos?
Peter no respondió.
—Puede tener una vida mejor,
Peter —dijo el padre Grozdik, y cogió los papeles que tenía sobre la mesa—.
Pero necesitamos que acepte. Y pronto, porque esta oferta no será válida
demasiado tiempo. En muchos sitios, muchas personas han hecho sacrificios
importantes y han llegado a acuerdos difíciles para conseguir esta oferta,
Peter.
Peter tenía la garganta seca.
Cuando habló, las palabras parecieron rasparle los labios.
—Pronto, dice. ¿Se refiere a
minutos? ¿A días? ¿A una semana, un mes, un año?
—Nos gustaría que empezara a
recibir el tratamiento adecuado en los próximos días —sonrió Grozdik—. ¿Para
qué prolongar lo que obstaculiza su bienestar emocional? Tendrá que comunicar
su decisión al doctor Gulptilil, Peter. —Se levantó—. No le pediremos que la
tome ahora mismo. Estoy seguro de que tendrá que pensárselo. Pero es una buena
oferta, muy ventajosa en sus actuales circunstancias.
Peter también se puso de pie.
Dirigió una mirada al doctor Gulptilil. El rollizo médico indio había guardado
silencio a lo largo de toda la conversación.
—Peter —dijo por fin, señalando
la puerta—, pide al señor Moses que te acompañe de vuelta a Amherst. Quizá
pueda hacerlo sin las sujeciones esta vez. —Cuando Peter dio el primer paso,
añadió—: Cuando tomes la que, por supuesto, es la única decisión posible, di
al señor Evans que quieres hablar conmigo. Prepararemos el papeleo necesario
para tu traslado.
El padre Grozdik pareció
ponerse algo tenso y se acercó al médico.
—Tal vez sería mejor que Peter
tratara esta cuestión sólo con usted —comentó—. En particular, creo que el
señor Evans, su colega, no debería estar involucrado en ningún sentido.
Tomapastillas miró con
curiosidad al sacerdote, que se explicó.
—Su hermano resultó herido al
entrar en la iglesia para intentar, en vano, rescatar al padre Connolly.
Actualmente sigue recibiendo un tratamiento de larga duración y bastante
doloroso para las quemaduras sufridas esa trágica noche. Me temo que su colega
podría guardar cierta animadversión hacia Peter.
Peter vaciló, pensó una, dos,
tal vez doce respuestas, pero no pronunció ninguna. Asintió hacia el cardenal,
que le devolvió el gesto, aunque sin sonreír y con una expresión que sugería
que estaba caminando por el borde de un profundo precipicio.
El pasillo de la planta baja
del edificio Amherst estaba abarrotado de pacientes. De él se elevaba el rumor
de la gente que hablaba entre sí o consigo misma. Sólo cuando ocurría algo
inusual, la gente se callaba o pronunciaba palabras inteligibles. Francis pensó
que cualquier cambio era siempre peligroso. Ese pensamiento implicaba que se
estaba acostumbrando a la vida en el Western. Y no quería que fuese así. Se
dijo que una persona cuerda debía adaptarse al cambio y agradecer la originalidad.
Se prometió que aceptaría todas las cosas diferentes que pudiera, que
combatiría la dependencia de la rutina. Sus voces asintieron a coro en su
interior, como si ellas también vieran los peligros de convertirse en una cara
más del pasillo.
Pero mientras reflexionaba de
este modo, se produjo un silencio repentino. El ruido se desvaneció de golpe,
como una ola que se alejara de la playa. Francis levantó los ojos y comprendió
el motivo: Negro Chico acompañaba a tres hombres por el centro del pasillo
hacia el dormitorio de la planta baja. Francis reconoció al hombretón
retrasado, que cargaba sin problemas con un arcón y llevaba un muñeco bajo la
axila. Tenía una contusión en la frente y un labio algo hinchado, pero esbozaba
una sonrisa torcida que dirigía a todos los que lo miraban. Mientras seguía al
auxiliar, gruñía a modo de saludo.
El segundo hombre era menudo y
bastante mayor, con gafas y un cabello blanco, fino y ralo. Parecía andar
ligero, como un bailarín, y Francis observó que iba haciendo piruetas, como si
todo fuese parte de un ballet. El tercer hombre era fornido, entre la
juventud y la mediana edad, ancho de espaldas, pelo oscuro y párpados caídos.
Avanzaba con dificultad, como si le costara seguir el ritmo del hombre
retrasado y el bailarín. Francis pensó que era un cato, o algo parecido.
Pero cuando lo miró mejor, notó que los ojos negros del hombre se movían con disimulo
de un lado a otro para examinar a los pacientes que se apartaban para dejarles
paso. Francis lo vio entrecerrar los ojos, como si lo que veía lo disgustara, y
torcer la boca. Francis se percató de que era alguien a quien convenía evitar.
Llevaba una caja de cartón marrón con sus escasas pertenencias.
Lucy salió del despacho y
observó cómo el grupo se dirigía hacia el dormitorio. Captó el leve gesto de
Negro Chico, dándole a entender que la alteración que ella había incitado había
dado resultado. Una alteración que había requerido el traslado de varios hombres
de un dormitorio a otro.
Lucy se acercó a Francis.
—Pajarillo —le susurró—,
acompáñalos y asegúrate de que nuestro hombre se ínstale en una cama donde
Peter y tú podáis vigilarlo.
Francis asintió, sin mencionar
que el retrasado no era el que deberían vigilar. Se apartó de la pared y se
marchó por el pasillo, que volvía a estar lleno de murmullos y voces apagadas.
Cleo, cerca del puesto de
enfermería, se fijó en cada uno de los hombres cuando pasaban ante ella.
Luego, con ceño y una mano señalando a los tres pacientes que se alejaban por
el pasillo, les espetó:
—¡No sois bienvenidos! ¡Ninguno
de los tres!
Pero ninguno de los hombres se
giró, cambió el paso o dio muestras de haber oído o comprendido lo que Cleo
había dicho.
Ésta carraspeó con fuerza e
hizo un gesto de desdén con la mano. Francis pasó veloz junto a ella para
intentar seguir el ritmo rápido de Negro Chico.
Cuando entró en el dormitorio,
el hombre retrasado estaba situado en la antigua cama de Larguirucho, mientras
que a los otros dos se les habían asignado camas cercanas a la pared. Negro
Chico los supervisó mientras guardaban sus pertenencias, luego les enseñó el
lavabo, el póster con las normas del hospital, que Francis supuso iguales a las
del dormitorio del que procedían, y les informó de que la cena se serviría en
unos minutos. A continuación, se encogió de hombros y se marchó, no sin
detenerse junto a Francis.
—Di a la señorita Jones que
hubo una buena pelea en Williams —le dijo—. El hombre al que ella cabreó fue
directo hacia este grandullón. Fueron necesarios un par de auxiliares para
separarlo; los otros dos también se vieron involucrados. El otro cabrón estará
un par de días en una celda de observación. Es probable que también lo inyecten
para tranquilizarlo. Dile que salió como había planeado, salvo que en Williams
todo el mundo está alterado y que puede que lleve un par de días que las cosas
se calmen.
Dicho esto, Negro Chico cruzó
la puerta y lo dejó solo con los tres nuevos.
Francis vio cómo el retrasado
se sentaba en el borde de la cama y abrazaba al muñeco. Empezó a balancearse
atrás y adelante, con una media sonrisa en los labios, como si estuviera
valorando su nuevo entorno. Bailarín hizo un pequeño giro y se acercó a la
ventana para contemplar lo que quedaba de tarde.
Pero el tercer hombre, el
fornido, miró a Francis y pareció ponerse tenso. Lo señaló de modo acusador y
cruzó el dormitorio con rapidez, esquivando las camas.
—Tienes que ser tú —le espetó
con rabia, pegado a la cara de Francis, y escupió. Su voz apenas era un
susurro, pero reflejaba una cólera terrible—. Tienes que ser tú. Eres el que me
está buscando, ¿verdad?
Francis no respondió, sino que
lo apartó de un empellón. El hombre blandió un puño delante del joven. Los
ojos le destellaban con una furia que contradecía su voz siseante. Sus palabras
sonaron como la advertencia de una serpiente de cascabel:
—Porque yo soy quien estás
buscando.
Luego, con una sonrisa indiferente, salió al
pasillo.22
Pero yo lo sabía, ¿no?
Quizá no en aquel instante, pero
sí poco después. Al principio me sentí sorprendido por la vehemencia de lo que
me habían dicho. Sentí un temblor interior, y todas mis voces gritaban
advertencias contradictorias: que me escondiera, que le plantase cara, que me
guiara por la sensatez. Y esta última indicaba que aquélla no tenía sentido.
¿Por qué iba el ángel a acercarse a mí para confesar, cuando había hecho tanto
para ocultar su identidad? Pero si el hombre fornido no era el ángel, ¿por qué
había dicho eso?
Lleno de recelo, con un torbellino
de preguntas y conflictos en mi interior, inspiré hondo, me calmé y dejé solos
a Bailarín y al retrasado en el dormitorio para seguir al hombre fornido por el
pasillo. Observé cómo se detenía para encender un cigarrillo y examinar el
nuevo mundo al que había sido trasladado. El paisaje de cada edificio era
diferente. Puede que la estructura fuera parecida, que los pasillos y las
oficinas, la sala de estar común, la cafetería, los dormitorios, los trasteros,
las escaleras y las celdas de aislamiento siguieran más o menos la misma
disposición, acaso con pequeñas diferencias. Pero ése no era el terreno real de
cada unidad. Sus contornos y su topografía venían definidos por las diversas
locuras que contenían. Y eso era lo que el hombre fornido estaba examinando.
Parecía un hombre que soliese estar apunto de explotar, un hombre que
controlaba poco las rabias que le recorrían la sangre enfrentadas al Haldol o
al Prolixin que le administraban a diario. Nuestros cuerpos eran campos de
batalla entre ejércitos de psicosis y narcóticos que luchaban por el control
puerta a puerta, y aquel hombre fornido parecía tan atrapado como cualquiera de
nosotros en esa guerra.
No creía que ése fuera el caso
del ángel.
El hombre fornido apartó de un
empujón a un anciano senil, delgado y enfermizo, que se tambaleó y casi se
cayó al suelo a punto de echarse a llorar. El otro siguió pasillo adelante y
sólo se detuvo para poner mala cara a dos mujeres que se balanceaban en un
rincón mientras canturreaban nanas a muñecas que acunaban en brazos. Cuando un cato con un pijama holgado y una larga bata
suelta se cruzó de modo inofensivo en su camino, le gritó que se apartara y
continuó adelante, más deprisa, como si sus pasos siguiesen el ritmo que
marcaba su rabia. Y pensé que cada paso lo distanciaba más del hombre que
estábamos buscando. No podría haber dicho exactamente por qué, pero lo sabía
con una certeza que fue aumentando a medida que lo seguía por el pasillo.
Comprendí por qué cuando estalló en Williams la pelea que Lucy había
organizado, el hombre fornido se había enzarzado de inmediato en el
intercambio de golpes, y por eso lo habían trasladado a Amherst. No era la
clase de hombre que se cruza de brazos ante un conflicto, que retrocede hacia
un rincón o se refugia contra la pared. Reaccionaría eléctricamente, saltaría
de inmediato, con independencia de cuál fuera la causa o de quién luchara con
quién, o del porqué de todo ello. Le gustaba pelear porque así daba salida a
los impulsos que lo atormentaban y se perdía en la cólera confusa del
intercambio de golpes. Y entonces, cuando se levantaba, ensangrentado, su
locura no le dejaba preguntarse por qué había obrado de esa manera.
Comprendí que parte de su
enfermedad consistía en llamar siempre la atención.
Pero ¿por qué había sido tan
preciso acercando su cara a la mía? «Yo soy el hombre que estás buscando.»
En mi piso, apoyé la frente
contra la pared, sobre las palabras que había escrito para hacer una pausa,
sumido en los recuerdos. La presión me recordaba un poco una compresa fría
aplicada en la frente para bajar la fiebre a un niño. Cerré los ojos con la
esperanza de descansar un poco.
Pero un susurro rasgó el
silencio. Siseó justo detrás de mí.
—¿Creíste que te lo iba a
poner fácil?
No me volví. Sabía que el ángel
estaba ahí y, a la vez, no estaba ahí.
—No —respondí—. No
creí que me lo pondrías fácil. Pero tardé cierto tiempo en averiguar la verdad.
Lucy vio a Francis salir del
dormitorio para seguir a un hombre que no era el que ella le había indicado. El
chico estaba pálido y le pareció que absorto en lo que estaba haciendo, casi
ajeno al ajetreo que se producía antes de la cena en el concurrido pasillo.
Empezó a acercarse a él, pero se detuvo. Sin duda Pajarillo tendría alguna
razón para hacer eso.
Los vio entrar en la sala de
estar y se dirigió hacia allí, cuando vio que Evans avanzaba a toda velocidad
por el pasillo hacia ella. Tenía la expresión enfurecida de un perro al que
acaban de quitarle un buen hueso.
—Bueno —soltó enfadado—,
supongo que estará contenta. Tengo a un auxiliar en urgencias con una muñeca
fracturada, y he tenido que trasladar a tres pacientes de Williams y poner a un
cuarto en aislamiento por lo menos veinticuatro horas. Tengo una unidad
alborotada y agitada, y es probable que uno de los trasladados corra mucho
riesgo porque ha tenido que cambiar de ubicación después de varios años, y no
por culpa suya. Se vio atrapado en medio de la pelea por casualidad, pero
terminó siendo amenazado. ¡Maldita sea! Espero que comprenda el contratiempo
que esto supone, y lo peligroso que es, sobre todo para los pacientes que están
estabilizados y los mandan de repente a otra unidad.
—¿Usted piensa que yo hice todo
eso ? —Lucy lo miró con frialdad.
—Sí —respondió Evans.
—Debo de ser mucho más lista de
lo que me pensaba —comentó Lucy con sarcasmo.
El señor del Mal resopló con la
cara colorada. Lucy pensó que tenía el aspecto de un hombre al que no le gusta
nada que el mundo que controla rígidamente se altere. Fue a contestar con
enfado, pero de pronto logró controlarse y hablar de modo comedido.
—El acuerdo para que trabajara
en este centro ponía como condición que eso no supusiera ninguna alteración.
Creo recordar que usted aceptó tratar de pasar inadvertida y no obstaculizar
los tratamientos en curso.
Lucy no respondió, pero
entendió lo que estaba insinuando.
—Es lo que yo tenía entendido
—prosiguió el señor del Mal—. Pero corríjame si me equivoco.
—No, no se equivoca. Lo siento.
No volverá a pasar. —Sabía que eso era falso.
—Me lo creeré cuando lo vea
—replicó Evans—. Y supongo que piensa seguir interrogando pacientes por
la mañana.
—Sí.
—Pues eso ya lo veremos
—repuso. Y con esa amenaza velada suspendida en el aire, el señor del Mal se
volvió y se dirigió hacia la puerta principal. Se detuvo cuando vio a Negro
Grande acompañando al Bombero. El psicólogo observó que Peter no llevaba
sujeciones como antes.
—¡Un momento! —gritó—. ¡Quietos
ahí!
El corpulento auxiliar se
detuvo y se volvió hacia él. Peter vaciló.
—¿Por qué no lleva sujeciones?
—aulló Evans, colérico—. Este hombre no tiene permiso para salir de estas
instalaciones sin esposas ni grilletes. ¡Son las normas!
—El doctor Gulptilil dijo que
no había problema. —Negro Grande arqueó las cejas.
—¿Cómo?
—El doctor Gulptilil...
—repitió el auxiliar, pero fue interrumpido.
—No me lo creo. Este hombre
está aquí por orden judicial. Se enfrenta a graves acusaciones por incendio y
homicidio involuntario. Tenemos una responsabilidad...
—Eso es lo que el jefe dijo.
—Voy a comprobarlo ahora mismo.
—Evans se giró y dejó a los dos hombres en medio del pasillo.
Se dirigió hacia la puerta
principal, revolvió sus llaves, soltó un juramento cuando encajó en la
cerradura una equivocada, volvió a hacerlo con más fuerza cuando la segunda
también falló y, por fin, se rindió y se dirigió hacia su despacho apartando a
los pacientes que se encontraban a su paso.
Francis siguió al hombre
fornido, que se abría paso por Amherst. El modo en que ladeaba la cabeza,
levantaba el labio enseñando los dientes, encorvaba los hombros y balanceaba
unos antebrazos tatuadísimos advertía con claridad a los demás pacientes que se
hicieran a un lado. Un recorrido depredador y desafiante. El hombre fornido
echó un buen vistazo alrededor de la sala de estar, como un topógrafo que examinara
un terreno. Los pocos pacientes que quedaban allí retrocedieron hacia los
rincones o se ocultaron detrás de revistas antiguas para evitar verle los ojos.
Al hombre fornido pareció gustarle, satisfecho de que su estatus de bravucón
fuera a establecerse fácilmente, y avanzó hasta el centro de la sala. No
pareció darse cuenta de que Francis lo seguía hasta que se detuvo.
—Bueno —dijo en voz alta—,
ahora estoy aquí. Que nadie intente tocarme las pelotas.
A Francis le pareció una
estupidez, y puede que también una cobardía. Los únicos pacientes que había en
la sala eran viejos seniles, o absortos en algún mundo distante y privado. No
había nadie que pudiera desafiar al hombre fornido.
A pesar de las voces que le
gritaban que tuviera cuidado, Francis avanzó unos pasos hacia él, y éste, por
fin, se percató de su presencia.
—¡Tú! —exclamó—. Creía que ya
me había ocupado de ti.
—Quiero saber qué pretendiste
decir —comentó Francis.
—¿Qué pretendí decir? —El
hombre imitó la voz cantarina de Francis—. ¿Qué pretendí decir? Pretendí decir
lo que dije y dije lo que pretendía decir. Nada más.
—No lo entiendo —insistió
Francis—. Al decir que eras el hombre que estoy buscando, ¿qué quisiste decir?
—Parece bastante obvio, ¿no?
—No —replicó Francis—. En
absoluto. ¿A quién crees que estoy buscando?
—Estás buscando a alguien
mezquino —sonrió el hombre fornido—. Y lo has encontrado. ¿Qué? ¿No crees que
pueda ser lo bastante mezquino para ti? —Avanzó hacia Francis con los puños
cerrados y un poco agazapado.
—¿Cómo supiste que te estaba
buscando? —preguntó Francis, y se mantuvo firme a pesar de todos los ruegos de
que huyera emitidos en su interior.
—Todo el mundo lo sabe. Tú y el
otro tío, y la mujer del exterior. Todo el mundo lo sabe —afirmó el otro de
modo enigmático.
Francis pensó que en el
hospital no había secretos. Pero eso no era cierto.
—¿Quién te lo dijo? —insistió.
—¿Cómo?
—¿Quién te lo dijo?
—¿Qué cono quieres decir?
—¿Quién te dijo que yo estaba
buscando a alguien? —aclaró Francis con la voz más aguda. Había ganado impulso,
guiado por algo totalmente distinto a sus voces interiores y que hacía que las
preguntas le salieran de la boca a pesar de que cada palabra aumentaba el
peligro al que se enfrentaba—. ¿Quién te dijo que me buscaras? ¿Quién te dijo
cómo era yo? ¿Quién te dijo quién era yo, quién te dio mi nombre? ¿Quién?
El otro adelantó una mano para
tocarle la mandíbula con los nudillos, como si lo amenazara.
—Eso es asunto mío —afirmó—. No
tuyo. Con quién hablo y qué hago es asunto mío.
Francis observó que abría un poco
más los ojos, como si captara alguna idea fugaz. Varios elementos volátiles se
mezclaban en la imaginación del hombre fornido, y en algún lugar de esa mezcla
explosiva estaba la información que quería.
—Por supuesto que es asunto
tuyo —admitió Francis suavizando su tono—. Pero puede que también sea asunto
mío. Sólo quiero saber quién te dijo que me buscaras y me dijeras eso.
—Nadie —mintió el hombre
fornido.
—Fue alguien —lo rebatió
Francis.
La mano del hombre se apartó de
la cara de Francis, que vio un miedo eléctrico en sus ojos, oculto bajo la
rabia. En ese instante le recordó a Larguirucho cuando se obsesionó con
Rubita, o antes, cuando lo había hecho con él. Una fijación total con una única
idea, una oleada abrumadora de una sola sensación en su interior, en alguna
gruta difícil de penetrar hasta para la medicación más potente.
—Es asunto mío —repitió el
hombre fornido.
—El hombre que te lo dijo
podría ser el que estoy buscando.
—Vete a la mierda —soltó el
hombre a la vez que sacudía la cabeza—. No te voy a ayudar en nada.
Francis sólo podía pensar que
estaba cerca de algo y que necesitaba averiguarlo porque sería algo concreto
que proporcionar a Lucy Jones. Entonces vio cómo el hombre fornido se agitaba,
y la rabia, la frustración y todos los terrores habituales de la locura se
unían. En ese instante de peligro, Francis se percató de que había ido
demasiado lejos. Retrocedió un paso, pero el hombre fornido lo siguió.
—No me gustan tus preguntas —le
espetó.
—Vale, ya no te haré más
—respondió Francis, retrocediendo.
—No me gustan tus preguntas y
tampoco me gustas tú. ¿Por qué me has seguido hasta aquí? ¿Qué quieres que te
diga? ¿Qué me vas a hacer?
Lanzó cada una de estas
preguntas como golpes. Francis miró a derecha y a izquierda buscando un sitio
donde esconderse, pero no encontró ninguno. Las pocas personas que había en la
sala se habían acurrucado en los rincones o bien observaban las paredes o el
techo, cualquier cosa que las llevara mentalmente a otra parte. El hombre le
empujó el pecho con el puño y le hizo dar otro paso atrás de modo que casi
perdió el equilibrio.
—No me gusta que te metas en
mis cosas —exclamó—. Creo que no me gusta nada que tenga que ver contigo. —Le
empujó otra vez, más fuerte.
—Muy bien —dijo Francis
levantando una mano—. Te dejaré en paz.
El otro pareció ponerse tenso,
con todo el cuerpo tirante.
—Sí, eso está bien —gruñó—. Y
me aseguraré de ello.
Francis vio venir el puño y
logró levantar el antebrazo lo suficiente para evitar que le diera en la
mejilla. Por un momento vio estrellitas, y el impulso le hizo girarse hacia
atrás, tambaleante, y tropezar con una silla. De hecho eso le fue bien, porque
hizo que el hombre fornido fallara su segundo puñetazo, un gancho de izquierda
que pasó silbando cerca de la nariz de Francis, lo bastante como para que
notara su calor. Francis se volvió a echar hacia atrás y la silla cayó al
suelo, mientras el otro se abalanzaba para asestarle otro golpe, que esta vez
le dio en el hombro. El hombre tenía la cara colorada de furia, y su rabia
impedía que su ataque fuera acertado. Francis cayó de espaldas con tal fuerza
que, al chocar contra el suelo, perdió el aliento. El hombre fornido se situó a
horcajadas sobre su pecho, amenazante, mientras Francis daba patadas inútiles y
con los brazos se protegía de la lluvia de golpes furiosos y alocados que le
caían encima.
—¡Te mataré! —bramaba—. ¡Te
mataré!
Francis se retorcía e
interponía sucesivamente el brazo derecho y el izquierdo para paliar el aluvión
de puñetazos, consciente sólo en parte de que no le había golpeado fuerte y a
sabiendas de que si el hombre dedicara siquiera un microsegundo a considerar
las ventajas de su ataque, sería el doble de mortífero.
—¡Déjame en paz! —gritó Francis
en vano.
A través del estrecho espacio
entre sus brazos vio cómo el hombre se incorporaba un poco para dominarse, como
si de repente se diera cuenta de que tenía que organizar el ataque. Seguía
colorado pero, de golpe, su rostro expresó un propósito y una lógica, como si
toda la furia acumulada en su interior se canalizase hacia un solo torrente.
—¡Para! —chilló una vez más
Francis, indefenso, con los ojos cerrados.
Comprendió que iba a hacerle
mucho daño y retrocedió. Ya no sabía qué palabras gritaba para que aquel bruto
se detuviera, consciente sólo de que no significaban nada ante la rabia que
sentía por él.
—¡Te mataré! —repitió el
hombre. Francis no dudaba que quería hacerlo.
El hombre soltó un grito
gutural y Francis procuró apartar la cabeza pero, en ese segundo, todo cambió.
Una fuerza como un potente viento los sacudió a ambos y se formó un lío
frenético de puños, golpes y gritos. Francis se desplazó hacia un lado,
consciente de que ya no tenía el peso de su atacante sobre el pecho y que
estaba libre. Rodó por el suelo y gateó hacia la pared, desde donde vio que el
hombre fornido y Peter estaban enzarzados en un cuerpo a cuerpo. Peter lo
rodeaba con las piernas y había conseguido sujetarle una muñeca con la mano.
Sus palabras se habían convertido en una cacofonía de gritos, y rodaron juntos
por el suelo. La cara de Peter reflejaba una feroz rabia mientras retorcía el
brazo del hombre. Y, en el mismo instante, otro par de mísiles cruzó de repente
la visión de Francis: los hermanos Moses se precipitaban a la refriega. Se
produjo un momentáneo coro de gritos hasta que Negro Grande logró agarrar el
otro brazo del hombre fornido a la vez que le cruzaba la tráquea con un grueso
antebrazo y lo retenía mientras Negro Chico separaba a Peter a empellones.
El hombre fornido soltaba
palabrotas y epítetos medio asfixiándose y lanzando salpicaduras de baba.
—¡Negrazas de mierda!
¡Soltadme! ¡Yo no he hecho nada!
Peter resbaló hasta el suelo y
quedó con la espalda apoyada contra un sofá y las piernas extendidas. Negro
Chico lo soltó y se reunió con su hermano. Ambos dominaron con pericia al
hombre, quien, con las manos a la espalda, pataleó un momento antes de
rendirse.
—¡Sujétenlo fuerte! —oyó
Francis procedente de un lado. Evans blandía una jeringa hipodérmica en la
puerta—. ¡No lo suelten! —insistió mientras tomaba un poco de algodón
impregnado de alcohol y se acercaba a los dos auxiliares y al hombre histérico,
que volvió a retorcerse y forcejear.
—¡Iros a la mierda! —gritó
colérico—. ¡Iros a la mierda! ¡Iros a la mierda!
El señor del Mal le limpió un
trocito de piel y le clavó la aguja en el brazo con un único movimiento que
denotaba mucha práctica.
—¡Iros a la mierda! —bramó el
hombre de nuevo, por última vez.
El sedante causó efecto con
rapidez. Francis no estaba seguro de cuántos minutos, porque la adrenalina y el
miedo le habían hecho perder la noción del tiempo. Pero en unos momentos el
hombre se relajó. Entornó los ojos y una especie de inconsciencia fue
apoderándose de él. Los hermanos Moses también se relajaron, lo soltaron y se
levantaron dejándolo en el suelo.
—Traed una camilla para
transportarlo a aislamiento —indicó el señor del Mal—. En un minuto, estará
fuera de combate.
El hombre gruñó, se retorció y
movió los pies como un perro que soñara que corría. Evans sacudió la cabeza.
—Menudo desastre. —Alzó los
ojos y vio a Peter en el suelo, recobrando el aliento y frotándose la mano,
que tenía la marca roja de un mordisco—. Tú también —ordenó con frialdad.
—¿Yo también qué?
—Asilamiento. Veinticuatro
horas.
—¿Qué? Yo no hice nada salvo
separar a ese cabrón de Pajarillo.
Negro Chico había vuelto con
una camilla plegable y una enfermera. Sujetó al hombre y empezó a ponerle una
camisa de fuerza. Mientras lo hacía, dirigió una mirada hacia Peter y sacudió
la cabeza.
—¿Qué tenía que hacer? ¿Dejar
que ese tío diera una paliza a Pajarillo?
—Aislamiento. Veinticuatro
horas —repitió Evans.
—No voy a... —empezó Peter.
—¿Qué? ¿Me desobedeces? —Evans
arqueó las cejas.
—No. Sólo protesto —aclaró
Peter tras inspirar hondo.
—Ya conoces las normas sobre
las peleas.
—Él estaba peleando. Yo sólo
intentaba sujetarlo.
Evans se acercó a Peter y meneó
la cabeza.
—Una distinción exquisita.
Aislamiento. Veinticuatro horas. ¿Quieres ir por las buenas o por las malas?
—Levantó la jeringa. Francis supo que quería que Peter tomara la decisión
incorrecta.
Peter controló su rabia a duras
penas y apretó los dientes.
—Muy bien—dijo—. Lo que usted
diga. Aislamiento. Vamos allá.
Se puso de pie con dificultad y
siguió diligentemente a Negro Grande, quien había cargado al hombre fornido en
la camilla con la ayuda de su hermano y se lo llevaban de la sala de estar.
Evans se volvió hacia Francis.
—Tienes un cardenal en la
mejilla —comentó—. Pídele a una enfermera que te cure.
Y se marchó sin mirar siquiera
a Lucy, que se había situado en la puerta y en ese instante dirigió a Francis
una mirada inquisitiva.
Esa noche, en su reducida
habitación de la residencia de enfermeras en prácticas, Lucy estaba sentada a
oscuras tratando de analizar los progresos de su investigación. El sueño le era
esquivo, y se había incorporado en la cama, con la espalda apoyada contra la
pared, mirando al frente e intentado distinguir formas familiares en la penumbra.
Sus ojos se adaptaron despacio a la ausencia de luz pero, pasado un momento,
pudo distinguir las siluetas del escritorio, la cómoda, la mesilla de noche y
la lámpara. Siguió concentrándose y reconoció las prendas que había dejado al
azar en la silla cuando se había desvestido para acostarse.
Pensó que era un reflejo de lo
que le estaba pasando. Había cosas conocidas que aun así permanecían ocultas en
la oscuridad del hospital. Tenía que encontrar un modo de iluminar las pruebas
y los sospechosos. Pero no se le ocurría cómo.
Echó la cabeza atrás y pensó
que había embrollado mucho las cosas. Al mismo tiempo, a pesar de no tener
nada concreto, estaba convencida de que se hallaba peligrosamente cerca de
alcanzar su meta.
Trató de imaginar al hombre que
estaba buscando, pero, como las formas de la habitación, se mantuvo indefinido
y esquivo. Pensó que el mundo del hospital no se prestaba a suposiciones
fáciles. Recordó decenas de momentos, sentada frente a un sospechoso en una
sala de interrogatorios de una comisaría o, después, en una sala de justicia,
en que había observado todos los detalles, las arrugas de las manos, la mirada
escurridiza, la forma en que ladeaba la cabeza, para obtener el retrato de
alguien caracterizado por la culpa y el crimen. Cuando estaban sentados frente
a ella siempre resultaban muy evidentes. Los hombres que interrogaba tras la
detención y durante el juicio lucían la verdad de sus acciones como un traje
barato: de modo inconfundible.
Mientras seguía absorta en la
oscuridad, se dijo que tenía que pensar de una forma más creativa. Más
indirecta. Más sutil. En el mundo de donde procedía, tenía pocas dudas cuando
se encontraba frente a frente con su presa. Este mundo era todo lo contrario.
Sólo había dudas. Y, con un escalofrío que no se debía a la ventana abierta,
se preguntó si habría estado ya frente a frente con el asesino. Pero aquí, él
formaba parte del contexto.
Se tocó la cicatriz con una
mano. El hombre que la había atacado era el tópico del anonimato. Llevaba un
pasamontañas, de modo que sólo le vio los ojos oscuros, guantes de cuero negro,
vaqueros y parka corriente, de las que pueden comprarse en cualquier tienda de
excursionismo. Calzaba unas zapatillas de deporte Nike. Las pocas palabras que
dijo fueron guturales, bruscas, pensadas para ocultar cualquier acento. En
realidad, no le había hecho falta decir nada. Dejó que el reluciente cuchillo
que le había rajado la cara hablara por él.
Eso era algo en lo que Lucy
había pensado mucho. Posteriormente se había concentrado en ese detalle,
porque le revelaba algo de un modo extraño, y la había llevado a preguntarse si
el objetivo del criminal no habría sido tanto violarla como desfigurarle la
cara.
Se echó hacia atrás y golpeó la
pared con la cabeza un par de veces, como si los discretos golpes pudiesen
liberar alguna idea en su mente. A veces se preguntaba por qué había cambiado
tanto su vida desde que la habían agredido en las escaleras de aquella
residencia. ¿Cuánto tiempo había sido? ¿Tres minutos? ¿Cinco minutos de
principio a fin, desde la primera sensación aterradora, cuando la había
agarrado, hasta el sonido de sus pasos al alejarse?
Pero a partir de ese momento
todo había cambiado.
Se tocó los bordes de la
cicatriz con los dedos. Con el paso de los años habían retrocedido para casi
fundirse con su cutis.
Se preguntó si volvería a amar
alguna vez. Lo dudaba.
No era algo tan simple como
odiar a todos los hombres por lo que había hecho uno. Ni de ser incapaz de ver
las diferencias entre los hombres que había conocido y el que le había hecho
daño. Más bien era como si su corazón se hubiera oscurecido y congelado. Sabía
que su agresor había determinado su futuro y que cada vez que señalaba de modo
acusador a algún encausado cetrino ante un tribunal estaba cobrándose una
venganza. Pero dudaba que nunca fueran las suficientes.
Pensó entonces en Peter. Era
muy parecido a ella. Eso la entristecía y la perturbaba, incapaz de valorar que
ambos estaban heridos del mismo modo y que eso debería haberlos unido. Intentó
imaginárselo en la sala de aislamiento. Era lo más parecido a una celda que
había en el hospital y, en ciertos sentidos, era peor. Su único propósito era
eliminar cualquier idea externa que pudiera inmiscuirse en el mundo del
paciente. Paredes acolchadas de color gris. Una cama atornillada al suelo. Un
colchón delgado y una manta raída. Sin almohada. Sin cordones de los zapatos.
Sin cinturón. Un retrete con escasa agua para impedir que alguien intentara
ahogarse. No sabía si le habían puesto una camisa de fuerza. Ése era el
procedimiento, y sospechaba que el señor del Mal querría que se siguiera. Se preguntó
cómo podía Peter mantenerse cuerdo, cuando casi todo lo que lo rodeaba estaba
loco. Recordarse sin cesar que ése no era su sitio le exigiría una notable
fuerza de voluntad.
Debía de resultar doloroso.
En ese sentido, eran incluso
más parecidos aún.
Inspiró hondo y se dijo que
debía dormir. Tenía que estar despejada por la mañana. Algo había impulsado a
Francis a enfrentarse a aquel hombre fornido. No sabía qué, pero sospechaba que
era importante. Sonrió. Francis estaba resultando más útil de lo que había
imaginado.
Cerró los ojos y, al cubrir una
oscuridad con otra, fue consciente de que oía un sonido extraño, conocido pero
inquietante. Abrió los ojos. Eran pasos suaves en el pasillo enmoquetado. Notó
que el corazón se le aceleraba. Pero unos pasos no eran algo inusual en la
residencia de enfermeras en prácticas. Después de todo, había distintos turnos
que cubrían las veinticuatro horas, y eso provocaba que las horas de sueño
fueran irregulares.
Al escuchar, le pareció que los
pasos se detenían frente a su puerta.
Se puso tensa y estiró el
cuello hacia el tenue sonido.
Se dijo que estaba equivocada,
y entonces le pareció que el pomo de la puerta giraba despacio.
Se volvió hacia la mesilla de
noche y logró encender a tientas la lámpara haciendo mucho ruido. La luz inundó
la habitación. Parpadeó un par de veces y bajó de la cama. Cruzó la habitación,
pero golpeó una papelera de metal, que se deslizó con estrépito por el suelo.
La puerta tenía un cerrojo y seguía cerrado. Con rapidez, se apoyó contra la
hoja de madera maciza y puso la oreja en ella.
No oyó nada.
Esperó algún sonido. Algo que
le indicase que había alguien fuera, que alguien huía, que estaba sola, que no
lo estaba.
El silencio le resultaba tan
terrible como el sonido que la había llevado hasta la puerta.
Esperó.
Dejó que los segundos pasaran,
alerta.
Un minuto. Tal vez dos.
Oyó voces de personas que
pasaban por debajo de la ventana abierta. Sonó una carcajada, y otra se le
unió.
Volvió a concentrarse en la
puerta. Descorrió el cerrojo y, con un movimiento repentino y rápido, la abrió.
El pasillo estaba vacío.
Salió y miró a derecha e
izquierda.
Nada.
Inspiró hondo y dejó que su
corazón se apaciguara. Sacudió la cabeza. Se dijo que había estado sola todo
el rato, que estaba dejando que las cosas la afectaran. El hospital era un
sitio de desconocidos, y estar rodeada de tanta conducta extraña y de tanta
enfermedad mental la había puesto nerviosa. Pero si tenía algo que temer, más
tenía que temer el hombre que buscaba. Esta bravuconada la tranquilizó.
Volvió a entrar en la habitación. Cerró la puerta
con llave y, antes de regresar a la cama, apalancó la silla de madera contra el
pomo. No como un obstáculo adicional, porque dudaba que funcionara, sino para
que cayese al suelo si la puerta se abría. Tomó la papelera de metal y la
colocó encima. Luego le añadió la maleta. El ruido de todo eso al caer al suelo
bastaría para despertarla, por muy dormida que estuviera.23
—¿Fuiste tú?
—Nunca fui yo. Siempre fui
yo.
—Te arriesgaste —dije
con frialdad, obstinado—. Podrías haber ido a lo seguro, pero no lo hiciste, lo que fue un error. Al
principio no lo vi, pero al final sí.
—Hubo muchas cosas que no
viste, Pajarillo.
—Vi lo suficiente. —Sacudí
la cabeza y añadí despacio, aunque mi tono delataba mi falta de confianza—:
No estás aquí. Sólo eres un recuerdo.
—No sólo estoy aquí—siseó
el ángel—, sino que esta vez he venido por ti.
Me volví para enfrentarme a la
voz que me acosaba. Pero era como una sombra que iba de un rincón oscuro a
otro de la habitación, siempre esquiva, fuera de mi alcance. Cogí un cenicero
lleno de colillas retorcidas y lo lancé contra la forma. Su risa se mezcló con
un estallido de cristal cuando el cenicero se hizo añicos contra la pared. Me
volvía derecha e izquierda intentando ubicarlo, pero el ángel se movía
deprisa. Le grité que se estuviera quieto, que no le tenía miedo, que entablara
una lucha justa, y tuve la impresión de ser el niño lloroso que pretende enfrentarse
al bravucón de la clase. Cada momento era peor, cada segundo que pasaba me
sentía más insignificante, menos capaz. Furioso, agarré una silla y la arrojé
al otro lado de la habitación. Golpeó el marco de la puerta y dejó una muesca
en la madera.
Me sentía cada vez más
desesperado. Abrí bien los ojos y busqué a Peter, que podría ayudarme, pero no
estaba en la habitación. Traté de imaginar a Lucy, los hermanos Moses o
cualquier otra persona del hospital con la esperanza de incorporar a mi memoria
a alguien que pudiera ayudarme a luchar.
Estaba solo, y mi soledad era
como un golpe al corazón.
Pensé que estaba perdido pero,
entonces, a través del barullo de voces de mi locura pasada y mi locura futura,
oí un sonido incongruente. Un golpeteo que no parecía correcto. No exactamente
mal, sino diferente. Tardé unos instantes en serenarme y comprender lo que
era. Alguien llamaba a la puerta.
Noté otra vez el aliento gélido
del ángel en la nuca.
La llamada persistió, más
fuerte.
Me acerqué con precaución.
—¿Quién es? —pregunté.
Ya no estaba seguro de que el ruido del mundo exterior fuera más real que la
voz siseante del ángel, o siquiera que la presencia tranquilizadora de Peter en
una de sus visitas esporádicas. Todo se fundía entre sien un mar de confusión.
—¿Francis Petrel?
—¿Quién es? —repetí.
—Soy el señor Klein del
Wellness Center.
El nombre me resultaba
vagamente conocido, como si perteneciera a los recuerdos de la niñez, no a algo
actual. Incliné la cabeza hacia la puerta mientras trataba de asignar una cara
al nombre, y poco apoco unos rasgos tomaron forma en mi imaginación. Un hombre
delgado, medio calvo, con gafas gruesas y un ligero ceceo, que se frotaba
nervioso el mentón hacia última hora de la tarde, cuando se cansaba o cuando
algunos de sus pacientes no hacían progresos. No estaba seguro de que estuviera
realmente ahí. No estaba seguro de oírlo realmente. Pero sabía que, en algún
sitio, existía un señor Klein, que había hablado con él muchas veces en su
pequeño despacho demasiado iluminado y que cabía una posibilidad remota de que
fuera él.
—¿Qué quiere? —pregunté.
—No ha asistido a dos
sesiones de terapia. Estamos preocupados por usted.
—¿No he asistido?
—No. Y la medicación que
recibe debe controlarse. Habrá recetas que probablemente precisen renovarse.
¿Me abre la puerta, por favor?
—¿Por qué ha venido?
—Ya se lo he dicho —respondió
el señor Klein—. Tenía horas concertadas en el consultorio. Se las ha
saltado. Antes nunca lo había hecho. No desde que le dieron de alta del
Western. Estamos preocupados.
Sacudí la cabeza. Sabía que no
tenía que abrir la puerta.
—Estoy bien —mentí—.
Váyase, por favor.
—No lo creo, Francis. Parece
estresado. He oído gritos en su piso cuando subía las escaleras, como si
hubiese una pelea. ¿Hay alguien con usted?
—No —respondí. No era
del todo cierto, ni del todo falso.
—¿Por qué no abre la puerta
para que podamos hablar?
—No.
—Francis, no tiene nada que
temer.
—Váyase —pedí, porque
tenía mucho que temer—. No quiero su ayuda.
—Si me voy, ¿promete ir al
consultorio?
—¿Cuándo?
—Hoy. Mañana como mucho.
—Quizá.
—Eso no es ninguna promesa,
Francis.
—Lo intentaré.
—Necesito que me dé su
palabra de que irá hoy o mañana y se someterá a una revisión completa.
—¿O sino?
—Francis —comentó con
paciencia—, ¿de verdad necesita preguntarme eso?
Apoyé la cabeza contra la
puerta y la golpeé con la frente una vez, y otra, como si así pudiera expulsar mis pensamientos y miedos.
—Me mandará de vuelta al
hospital—dije con cautela, en voz muy baja.
—¿Qué? No lo oigo.
—No quiero regresar. No lo
soportaba. Casi me morí. No quiero regresar al hospital.
—Francis, el hospital está
cerrado. Para siempre. No tendrá que regresar a él. Nadie lo hará.
—No puedo volver.
—Francis, ¡abra la puerta!
—Usted no está realmente
aquí—aseguré—. Sólo es otro sueño.
—Francis —dijo el
señor Klein tras vacilar—, sus hermanas están preocupadas por usted.
Mucha gente lo está. ¿Por qué no me deja que lo lleve al consultorio?
—La clínica no es real.
—Lo es. Usted lo sabe. Ha
estado en ella muchas veces.
—Váyase.
—Prométame que irá.
—Muy bien. Lo prometo. —Inspiré
hondo.
—Dígalo —insistió el
señor Klein.
—Le prometo que iré al
consultorio.
—¿Cuándo?
—Hoy. O mañana.
—¿Me da su palabra?
—Sí.
Noté cómo dudaba de nuevo al
otro lado de la puerta, como si no acabara de fiarse de mi palabra.
—De acuerdo —concedió
por fin—. Lo acepto. Pero no me falle, Francis.
—No lo haré.
—Si me falla, volveré.
Eso me sonó a amenaza.
—Iré —aseguré tras
suspirar.
Lo oí alejarse por el pasillo.
Eso me satisfizo, y me dirigí
hacia la pared de la escritura. Deseché al señor Klein de mi mente, junto con el
hambre, la sed, el sueño y todo lo demás que podría haberse inmiscuido en la
narración de mi historia.
Bien entrada la medianoche,
Francis se sentía solo en medio de los sonidos nocturnos del dormitorio del
edificio Amherst. Estaba sumido en ese inquieto estado entre la vigilia y el
sueño en que el mundo se difumina, las amarras a la realidad se sueltan y uno
se ve arrastrado por mareas y corrientes invisibles.
Le preocupaba Peter, que se
encontraba en una celda de aislamiento por orden del señor del Mal y que
seguramente estaría debatiéndose con toda clase de miedos enfundado en una
camisa de fuerza. Francis recordó sus horas de aislamiento y se estremeció.
Sujeto y solo, lo habían llenado de terror. Supuso que sería igual de difícil
para Peter, quien ni siquiera tendría las cuestionables ventajas de estar
sedado. Peter le había dicho muchas veces que no tenía miedo de ir a la cárcel,
pero de algún modo Francis no creía que el mundo de la cárcel, por duro que
fuera, se equiparara a una celda de aislamiento del Western. En las celdas de
aislamiento uno se pasaba cada segundo con fantasmas de un dolor
indescriptible.
Pensó que era una suerte que
estuvieran todos locos. Porque, de no estarlo, ese sitio les haría perder la
razón en muy poco tiempo.
Una flecha de desesperación se
le clavó en el cuerpo al entender, en ese instante, que el contacto de Peter
con la realidad le abriría de una u otra forma la puerta de salida del
hospital. Al mismo tiempo, supo lo mucho que le costaría a él agarrarse lo
suficiente a la pendiente resbaladiza de su imaginación para llegar a
convencer a Gulptilil o Evans, o a cualquiera del Western, para que le dieran
de alta. Dudaba que, aunque empezara a informar sobre Lucy Jones y los avances
de su investigación a Tomapastillas, como éste quería, llegara a conseguir
nada que no fuera pasar más noches oyendo los gemidos atormentados de unos
hombres que soñaban cosas terribles.
Inquieto por todo lo que lo
acechaba en su sueño y por todo lo que lo rodeaba cuando estaba despierto, cerró
los ojos para aislarse de los sonidos del dormitorio con la esperanza de tener
unas horas de descanso antes de la mañana.
A su derecha, a varias camas de
distancia, un paciente se revolvió en la cama en medio de una pesadilla.
Francis mantuvo los ojos cerrados, como si eso pudiera aislarlo de las agonías
que importunaban los sueños de otros pacientes. Pasado un momento, el ruido se
desvaneció.
Apretó los párpados mientras se
murmuraba, o tal vez escuchaba una voz que decía duérmete.
Pero el siguiente ruido que oyó
fue distinto: un chirrido.
Seguido de un siseo.
Y después una voz, y una mano
repentina que le cubría los ojos.
—Mantén los ojos cerrados,
Francis. Escucha, pero mantén los ojos cerrados.
Francis inspiró con fuerza. Una
rápida inhalación de aire caliente. Su primera reacción fue gritar, pero se
contuvo. Intentó incorporarse, pero una fuerza considerable lo tumbó en el
colchón. Levantó una mano para agarrar la muñeca del ángel, pero la voz del
hombre lo detuvo.
—No te muevas, Francis. No abras
los ojos hasta que yo te lo diga. Sé que oyes todo lo que digo, pero espera mi
orden.
Francis se quedó rígido en la
cama. En la oscuridad, notó que había una persona de pie junto a él. Con la
amenaza del terror y las tinieblas.
—Sabes quién soy, ¿verdad,
Francis?
Asintió despacio.
—Si te mueves morirás. Si abres
los ojos morirás. Si tratas de gritar morirás. ¿Comprendes el esquema de
nuestra charla de hoy? —La voz del ángel era apenas un susurro, pero le
golpeaba como un puñetazo. No se atrevió a moverse, ni siquiera cuando sus
voces le gritaron que saliera huyendo, y permaneció inmóvil, en un tumulto de
confusión y duda. La mano que le tapaba los ojos se apartó de repente y algo
peor la sustituyó.
—¿Lo notas, Francis? —preguntó
el ángel.
La sensación en la mejilla era
fría. Una presión gélida. No se movió.
—¿Sabes qué es, Francis?
—Un cuchillo —susurró.
Se produjo una pausa antes de
que la voz prosiguiera:
—¿Sabes algo de este cuchillo,
Francis?
Asintió pero no entendió
realmente la pregunta.
—¿Qué sabes, Francis?
El joven tragó con fuerza.
Tenía la garganta seca. La hoja le seguía presionando la cara y él no se
atrevía a moverse. Mantuvo los ojos cerrados pero intentó hacerse una idea del
hombre situado junto a él.
—Sé que está afilado —dijo con
voz débil.
—¿Pero cuánto?
Francis no logró responder
porque su garganta se había resecado por completo. Así que soltó un leve
gemido.
—Permite que responda mi propia
pregunta —prosiguió el ángel, que seguía hablando en susurros que retumbaban en
el interior de Francis con más fuerza que gritos—. Está muy pero que muy
afilado. Como una navaja, así que si te mueves, aunque sea un poquito, te cortarás.
Y también es fuerte, Francis, lo bastante para atravesar la piel, el músculo y
el hueso. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad? Porque ya conoces algunos de los
sitios donde ha estado este cuchillo, ¿no?
—Sí.
—¿Crees que Rubita supo de
verdad qué significaba este cuchillo cuando se le hundió en el cuello?
Francis no supo a qué se
refería, así que guardó silencio.
Se oyó una risita suave.
—Piensa en esta pregunta,
Francis. Quiero que me contestes.
Francis cerró los ojos con
fuerza. Por un instante, esperó que la voz fuera sólo una pesadilla y que eso
no le estuviera pasando de verdad pero, mientras lo deseaba, la presión de la
hoja sobre su mejilla pareció aumentar. En un mundo lleno de alucinaciones, era
afilada y real.
—No lo sé —soltó por fin.
—No estás usando la
imaginación, Francis. Y es lo único que tenemos, ¿recuerdas? Imaginación.
Puede arrastrarnos de maneras extrañas y terribles, conducirnos en direcciones
horrendas y criminales, pero es lo único que aquí poseemos de verdad, ¿no?
Francis pensó que era cierto.
Habría asentido, pero tuvo miedo de que cualquier movimiento le marcase la cara
para siempre con una cicatriz como la de Lucy, así que se quedó lo más rígido
que pudo, sin apenas respirar, conteniendo unos músculos que querían reaccionar
al terror.
—Sí—susurró sin apenas mover
los labios.
—¿Puedes entender cuánta
imaginación tengo, Francis?
Una vez más, las palabras que
trató de articular no salieron de su garganta.
—¿Qué supo Rubita, Francis?
¿Percibió sólo el dolor? ¿O acaso algo más profundo, mucho más aterrador?
¿Relacionó la sensación del cuchillo que se le hundía en la carne con la sangre
que le manaba? ¿Fue capaz de valorarlo todo y darse cuenta de que se le estaba
escapando la vida de un modo tan patético por culpa de su propia indefensión?
—No lo sé...
—¿Y tú, Francis? ¿Notas lo
cerca que estás de la muerte?
Francis no pudo contestar. Tras
sus párpados, sólo veía una cortina roja de terror.
—¿Notas cómo tu vida pende de
un hilo, Francis?
Sabía que no tenía que
responder esa pregunta.
—¿Comprendes que puedo acabar
con tu vida en este instante, Francis?
—Sí —afirmó Francis, aunque no
supo de dónde sacó fuerzas para hacerlo.
—¿Te das cuenta de que puedo
acabar con tu vida en diez segundos? ¿O en treinta segundos? O tal vez me
esperaré todo un minuto, según lo que quiera saborear el momento. O tal vez no
vaya a ser esta noche. Tal vez mañana se ajuste mejor a mis planes. O la semana
que viene. O el año que viene. Cuando yo quiera, Francis. Estás aquí, en esta
cama, todas las noches, y nunca sabrás cuándo puedo volver. O tal vez debería
hacerlo ahora y ahorrarme problemas...
El canto del cuchillo giró y el
filo le tocó la piel brevemente.
—Tu vida me pertenece
—prosiguió el ángel—. Te la puedo quitar cuando me plazca.
—¿Qué quieres? —preguntó
Francis, y los ojos se le llenaron de lágrimas mientras el miedo se apoderaba
por fin de él, haciéndolo temblar de terror.
—¿Que qué quiero? —El hombre
rió siseante, sin dejar de susurrar—. Tengo lo que quiero por esta noche, y
estoy más cerca de conseguir todo lo que quiero. Mucho más cerca.
El ángel acercó la cara, de
modo que los labios de ambos quedaron a pocos centímetros, como amantes.
—Estoy cerca de todo lo que me
importa, Francis. Tan cerca que soy como una sombra que os pisa los talones.
Soy como una fragancia que se te pega y que sólo un perro percibe. Soy como la
respuesta a una adivinanza demasiado complicada para la gente como tú.
—¿Qué quieres que haga?
—suplicó Francis, como si anhelara alguna clase de tarea o trabajo que lo
liberase de aquella presencia maligna.
—Nada, Francis. Salvo que
recuerdes esta pequeña charla cuando te dediques a lo tuyo —respondió el ángel.
Y, tras una breve pausa, prosiguió—: Cuenta hasta diez antes de abrir los
ojos. Recuerda lo que te dije. Y, por cierto —parecía alegre y terrible a la
vez—, he dejado un regalito para tu amigo el Bombero y para esa puta de la
fiscal.
—¿Qué?
El ángel acercó más la cara a
Francis, que notó su aliento.
—Un mensaje —indicó el ángel—.
A veces está en lo que me llevo. Pero esta vez está en lo que dejo.
Dicho esto, la presión en la
mejilla desapareció de golpe y Francis notó que el hombre se alejaba. Siguió
conteniendo al aliento y contó despacio del uno al diez antes de abrir los
ojos.
Sus ojos tardaron unos segundos
en adaptarse a la oscuridad. Cuando lo hicieron, levantó la cabeza y se volvió
hacia la puerta. Por un instante, el ángel se destacó brillante, casi
luminiscente. Estaba girado de cara hacia Francis, pero éste no pudo captar
ninguno de sus rasgos excepto un par de ojos abrasadores y un aura blanca que
lo rodeaba sobrenaturalmente. Entonces, la visión desapareció, la puerta se
cerró con un golpe apagado y, a continuación, se oyó la llave al girar, lo que
para Francis fue como si se cerrara la puerta a toda esperanza y posibilidad.
Se estremeció. Le temblaba todo el cuerpo como si se hubiera sumergido en unas
aguas gélidas. Se quedó en la cama, sumido en el terror y la ansiedad que
habían arraigado en él y que parecían propagarse por todo su cuerpo como una
infección. Se preguntó si podría moverse cuando la luz de la mañana inundara el
dormitorio. Sus voces interiores estaban calladas, como si ellas también
temieran que Francis, situado de repente al borde de un precipicio de terror,
fuera a resbalar y caer para siempre.
Se quedó quieto, sin dormir,
sin moverse, toda la noche.
Respiraba con espasmos breves y
superficiales. Y los dedos le temblaban.
No hizo nada salvo escuchar los
sonidos que lo rodeaban y los latidos de su corazón. Al llegar la mañana, no
estuvo seguro de poder mover las extremidades, ni siquiera de poder desviar la
mirada del punto donde estaba clavada, en el techo del dormitorio, aunque sólo
veía el temor que lo había visitado en la cama. Las emociones se le agolpaban
en la cabeza y se atropellaban sin orden ni concierto, deslizándose a toda
velocidad, desenfrenadas, fuera de control. Ya no estaba seguro de poder refrenarlas
y dominarlas, y pensó que, de hecho, tal vez había muerto esa noche, que el
ángel lo había degollado como a Rubita y que todo lo que pensaba, oía y veía
era sólo un sueño, algún ensueño que ocupaba los últimos segundos de su vida,
que el mundo que lo rodeaba estaba a oscuras y la noche se seguía cerniendo
sobre él, y que su sangre abandonaba su cuerpo con cada latido de su corazón.
—Arriba, holgazanes —oyó en la
puerta—. Hora de levantarse. El desayuno os espera. —Era Negro Grande, que
despertaba a los ocupantes del dormitorio del modo acostumbrado.
Los hombres empezaron a
quejarse mientras se despertaban de los sueños turbulentos y pesadillas que los
atormentaban, sin ser conscientes de que una pesadilla real, viva, había
estado entre ellos.
Francis permaneció rígido, como
pegado a la cama. Sus extremidades se negaban a obedecerlo.
Varios hombres lo miraron al
pasar a trompicones por su lado.
—Venga, Francis, vamos a
desayunar —oyó a Napoleón, cuya voz se desvaneció cuando vio la expresión de
Francis—. ¿Francis? —No contestó—. Pajarillo, ¿estás bien?
Una vez más forcejeó
interiormente. Sus voces habían empezado a hablar. Le suplicaban, lo
apremiaban, le insistían una y otra vez: ¡Levántate, Francis! ¡Vamos,
Francis! ¡Arriba! ¡Pon los pies en el suelo y levántate! ¡Por favor, Francis,
levántate!
No sabía si tendría la fuerza
suficiente. No sabía si volvería a tenerla alguna vez.
—¿Pajarillo? ¿Qué pasa? —La voz
de Napoleón sonó más agitada, casi lastimera.
No respondió. Siguió mirando el
techo, cada vez más convencido de que se estaba muriendo. O quizá ya lo estaba,
y cada palabra que oía formaba parte de las últimas resonancias de la vida que
acompañaban los postreros latidos de su corazón.
—¡Señor Moses! ¡Venga!
¡Necesitamos ayuda!—Napoleón parecía al borde de las lágrimas.
Francis se sintió tironeado en
dos direcciones opuestas. Una fuerza interior parecía empujarlo hacia abajo y
otra insistía en que se levantase.
Negro Grande se situó a su
lado. Francis lo oyó ordenar a los demás pacientes que salieran al pasillo. Se
inclinó hacia Francis para mirarlo a los ojos.
—Vamos, Francis. Levántate,
maldita sea. ¿Qué tienes?
—Ayúdele —rogó Napoleón.
—Lo estoy intentando. Dime,
Francis, ¿qué pasa? —Dio una palmada con fuerza delante de la cara del joven
para obtener alguna reacción. Luego lo cogió por un hombro y lo sacudió, pero
él siguió rígido en la cama.
Francis creía que ya no le
quedaban palabras. Dudaba de su capacidad de hablar. Las cosas se estaban
congelando en su interior, como el hielo que se forma en una laguna.
Las voces, confusas, redoblaron
sus órdenes para instarle a reaccionar.
Lo único que superó el miedo de
Francis fue la idea de que, si no se movía, seguro que se moriría. Que la
pesadilla se volvería realidad. Era como si ambas cosas se hubieran fundido
entre sí. Lo mismo que el día y la noche ya no eran diferentes, tampoco lo eran
el sueño y la vigilia. Se tambaleó de nuevo, al borde de la conciencia. Una
parte de él le instaba a aislarse de todo, a retroceder y encontrar la seguridad
negándose a vivir, mientras que otra parte le suplicaba que se alejara de los
cantos de sirena del mundo vacío y mortal que lo atraía.
¡No te mueras, Francis!
Al principio, creyó que era una
de sus voces que le hablaba. Luego, se dio cuenta de que era él mismo.
Así que reunió hasta el último
ápice de fuerza para pronunciar con voz ronca unas palabras, algo que un
instante antes había temido no poder volver a hacer nunca.
—Estuvo aquí... —musitó, como
el último suspiro de un agonizante, sólo que, contradictoriamente, el sonido
de su voz pareció vigorizarlo.
—¿Quién? —preguntó Negro
Grande.
—El ángel. Habló conmigo.
El auxiliar dio un respingo.
—¿Te hizo daño?
—No. Sí. No estoy seguro. —Cada
palabra parecía fortalecerlo. Se sentía como un hombre a quien la fiebre baja
de repente.
—¿Puedes levantarte? —quiso
saber Negro Grande.
—Lo intentaré —respondió
Francis.
Apoyado en Negro Grande y con
Napoleón delante con los brazos extendidos como para impedir cualquier caída,
Francis se incorporó y puso los pies en el suelo. Se sintió mareado un segundo
y por fin se levantó.
—Muy bien —susurró Negro
Grande—. Te has llevado un buen susto, ¿eh?
Francis no contestó. Era obvio.
—¿Estarás bien, Pajarillo?
—Eso espero.
—Será mejor que guardemos el
secreto, ¿vale? Habla con la señorita Jones y con Peter cuando salga de
aislamiento.
Francis asintió tembloroso. El
corpulento auxiliar intuía lo cerca que había estado de no poder salir de esa
cama nunca más. O de caer en los agujeros negros de los catatónicos, encerrados
en un mundo que sólo existía para ellos. Dio un paso vacilante, y otro. Notó
que la sangre le recorría el cuerpo y que el riesgo de sumirse en una locura
peor que la que ya tenía se disipaba. Los músculos y el corazón le funcionaban
bien. Sus voces interiores vitorearon y luego se callaron, como si disfrutaran
de todos sus movimientos. Exhaló despacio, como un hombre al que acaba de
golpear una piedra, y por fin, logró esbozar su sonrisa habitual.
—Ya estoy bien —dijo a
Napoleón, sin soltarse aún del antebrazo de Negro Grande para conservar el
equilibrio—. Creo que me iría bien comer algo.
El auxiliar asintió, pero
Napoleón vaciló.
—¿Quién es ése? —preguntó.
Francis y Negro Grande se
volvieron y vieron a un hombre que no había logrado levantarse. Había pasado
inadvertido debido a la atención que Francis había concentrado. Yacía inmóvil:
un bulto contrahecho en una cama de metal.
—Qué coño... —exclamó el
auxiliar, irritado.
Francis vio quién era.
—Oye —lo llamó Negro Grande,
pero no obtuvo respuesta.
Francis inspiró hondo y cruzó
el dormitorio hasta llegar junto al hombre.
Era Bailarín, el hombre mayor
que habían trasladado a Amherst el día antes. El compañero de litera del
retrasado mental.
Francis observó sus
extremidades rígidas. Ya nunca volvería a moverse con gracia y elegancia al
compás de una música que sólo él oía.
Su rostro estaba tenso y pálido, como si lo
hubieran maquillado para salir a escena. Tenía los ojos muy abiertos, y también
la boca. Parecía sorprendido, incluso impresionado, o tal vez aterrado ante la
muerte que había ido a buscarlo esa noche.24
Peter el Bombero estaba
sentado en la posición del loto en el camastro de la celda de aislamiento,
como un joven e impaciente Buda esperando ansioso la iluminación. La noche
anterior había dormido poco, aunque el acolchado de las paredes y el techo
había amortiguado la mayoría de los sonidos de la unidad, salvo los
esporádicos gritos agudos o los improperios coléricos que procedían de las
otras celdas de aislamiento. Esos alaridos aleatorios eran para él como los ruidos
animales que resonaban en la selva al anochecer; no seguían ningún propósito
ni lógica evidente salvo para quien los emitía. A mitad de la larga noche,
Peter se preguntó si los gritos que oía eran reales o eran sonidos del pasado
que correspondían a pacientes que llevaban largo tiempo muertos y, como ondas
de radiofaro lanzadas al espacio, estaban destinados a resonar eternamente en
medio de la penumbra, sin cesar nunca y sin encontrar nunca su lugar. Se
sintió angustiado.
A medida que la luz del día se
filtraba vacilante en la celda a través de la ventanita de observación de la
puerta, Peter reflexionó sobre el apuro en que estaba. No tenía duda de que la
oferta del cardenal era sincera, aunque quizás ésa no fuera la palabra
correcta, porque la sinceridad no parecía tener relación con aquella
situación. La oferta se limitaba a exigirle que desapareciera, que se esfumara
para iniciar una nueva existencia. Su memoria era el único sitio donde su
hogar, su familia y su pasado seguirían vivos. Una vez que hubiera aceptado la
oferta no habría vuelta atrás. La archidiócesis de Boston borraría todo lo
ocurrido y lo sustituiría por una iglesia nueva y reluciente con unas agujas
refulgentes que se elevarían hacia el cielo. En su propia familia, se
constituiría en el hermano muerto en extrañas circunstancias o en el tío que se
marcha para no volver nunca. A medida que pasaran los años, su familia
acabaría creyendo el mito que la Iglesia contribuyera a crear, y su identidad
se desintegraría.
Valoró sus alternativas: una
cárcel de máxima seguridad con celdas de castigo y palizas, probablemente
durante gran parte del resto de su vida, porque la considerable influencia de
la archidiócesis, que en ese momento estaba presionando a la fiscalía para que
le permitieran desaparecer en Oregon, cambiaría radicalmente si él rechazaba
el plan. Sabía que no habría más tratos.
Peter se imaginó las puertas de
la cárcel y el resoplido de los cerrojos hidráulicos al cerrarse. Eso le hizo
sonreír, porque pensó en ello de modo muy parecido a como su amigo Pajarillo
tenía sus alucinaciones, sólo que ésta era sólo suya.
Recordó cómo el pobre
Larguirucho, lleno de miedo y delirio al ver que su reducida vida en el
hospital se terminaba, se había vuelto hacia él y Francis para suplicarles que
lo ayudaran. Deseó que Lucy hubiera oído esos gritos. Le parecía que toda su
vida la gente le había gritado pidiendo ayuda y que cada vez que había
intentado acudir a su llamada, por muy buenas que hubieran sido sus intenciones,
siempre había salido algo mal.
Oyó sonidos en el pasillo, al
otro lado de la puerta de la celda, y el ruido sordo de otra puerta que se
abría y cerraba de golpe. No podía rechazar la oferta del cardenal. Pero
tampoco podía dejar que Francis y Lucy se enfrentaran solos al ángel.
Comprendió que tenía que
impulsar la investigación como fuera, y lo más rápido posible. El tiempo ya no
era su aliado.
Alzó los ojos hacia la puerta,
como si esperara que alguien la abriera en ese mismo instante. Pero no ocurrió
nada. Permaneció sentado intentando dominar su impaciencia, pensando que en
cierto sentido la situación en que se encontraba se parecía a toda su vida. En
todos los sitios donde había estado, era como si hubiera una puerta cerrada
que le impidiera moverse con libertad.
Así que esperó a que alguien
fuera a buscarlo y descendió todavía más por un precipicio plagado de
contradicciones, inseguro de poder volver a escalarlo.
—No veo indicios de que no
fuera una muerte natural —aseguró el director médico con frialdad, casi con
formalidad.
Gulptilil estaba junto al
cadáver de Bailarín, que yacía rígido en la cama. El señor del Mal estaba a su
lado, lo mismo que otros dos psiquiatras y un psicólogo de otras unidades.
Francis se había enterado de que uno de ellos cumplía también las funciones de
forense del hospital, y estaba examinando a Bailarín con atención. Era un
hombre alto y delgado, de nariz aguileña, y usaba gafas gruesas. Tenía el
hábito nervioso de carraspear y asentir con la cabeza antes de decir algo, de
modo que su mata de pelo negro cabeceaba tanto si estaba de acuerdo como si
disentía. Llevaba una tablilla con un formulario y tomaba notas con rapidez
mientras Tomapastillas hablaba.
—No hay signos de golpes
—indicó Gulptilil—, ni de traumatismos. Ninguna herida evidente.
—Insuficiencia cardiaca
repentina —diagnosticó el forense asintiendo con la cabeza —. Veo en su
historia clínica que fue tratado de su cardiopatía durante los dos últimos
meses.
—Mírenle las manos —intervino
Lucy Jones, que estaba detrás de los médicos—. Tiene las uñas partidas y
ensangrentadas. Podrían ser heridas defensivas.
Todos se volvieron hacia ella,
pero fue el señor del Mal quien se encargó de contestar.
—Ayer se metió en una pelea,
como ya sabe. En realidad, estaba allí y se vio envuelto en ella cuando dos
hombres le cayeron encima. No participó voluntariamente, pero forcejeó para
salir de la refriega. Imagino que así se dañó las uñas.
—Supongo que dirá lo mismo de
esos rasguños en los antebrazos.
—Sí.
—¿Y de la sabana y la manta
enredadas entre las piernas?
—Un ataque cardíaco puede ser
muy doloroso y tal vez se retorció antes de sucumbir.
Los demás médicos murmuraron su
consentimiento.
—Señorita Jones —dijo
Tomapastillas, con paciencia, lo que ponía de relieve lo impaciente que estaba
en realidad—. La muerte no es inusual en un hospital. Este desdichado era un
hombre mayor y llevaba recluido aquí muchos años. Ya había sufrido un ataque al
corazón, y no tengo duda de que el estrés emocional que le provocó el traslado
de Williams a Amherst, junto con la pelea en la que se vio envuelto y el efecto
debilitante de los fármacos a lo largo de los años desgastaron todavía más su
sistema cardiovascular. Una muerte de lo más normal, por cierto, y nada
extraordinaria aquí, en el Western. De todos modos, gracias por su
observación... —Hizo una pausa que demostraba que, de hecho, no le agradecía
nada, y prosiguió—: ¿Pero no está buscando usted a alguien que utiliza un
cuchillo, que desfigura las manos de sus víctimas en una especie de ritual y
que, por lo que sabe, limita sus ataques a mujeres jóvenes?
—Sí —respondió Lucy—. Exacto.
—De modo que esta muerte no se
ajustaría al patrón que le interesa.
—Exacto otra vez, doctor.
—Entonces, permítanos que nos
ocupemos de esto del modo rutinario, por favor.
—¿No va a llamar a la policía?
Gulptilil suspiró sin ocultar
su irritación.
—Cuando un paciente muere en
una intervención quirúrgica, ¿llama el neurocirujano a la policía? Esta
situación es análoga, señorita Jones. Presentamos un informe a las
autoridades. Nos ponemos en contacto con la familia, si disponemos de sus
datos. En algunos casos, cuando existen dudas razonables, solicitamos la
autopsia del cadáver. Y a menudo, señorita Jones, como este hospital es el
único hogar y la única familia que tienen algunos pacientes, nos encargamos
directamente de su entierro.
Se encogió de hombros, pero ese
movimiento ocultaba lo que Lucy Jones consideró enojo.
En la puerta se había reunido
un grupo de pacientes que quería ver qué pasaba en el dormitorio. Gulptilil
dirigió una mirada al señor del Mal.
—Creo que esto está rozando la
morbosidad, señor Evans. Dispersemos a esos hombres y traslademos el cadáver
al depósito.
—Doctor... —empezó Lucy, pero
éste la interrumpió.
—Dígame, señor Evans, ¿Vio
alguien una pelea en este dormitorio ayer por la noche? ¿Hubo gritos y
puñetazos, maldiciones e imprecaciones?
—No, doctor —respondió Evans—.
Nada de eso.
—¿Una lucha a muerte, quizá?
—Tampoco.
—Ya lo ve, señorita Jones —dijo
Gulptilil, volviéndose hacia ella—, si se hubiera cometido un asesinato, sin
duda alguien se habría despertado y habría visto u oído algo. Sin embargo...
Francis fue a decir algo, pero
se detuvo. Dirigió una mirada a Negro Grande, que meneó la cabeza. Francis
comprendió que el corpulento auxiliar le estaba dando un buen consejo. Si
contaba lo que había oído y la presencia que lo había amenazado, lo más
probable era que lo considerasen otra alucinación. Aquellos médicos estaban
predispuestos a llegar a esa conclusión. «Oí algo, pero nadie más lo oyó. Sentí
algo, pero nadie más lo observó. Sé que se cometió un asesinato, pero nadie más
lo sabe.» Su situación era ciertamente complicada. Su relato habría sido
anotado en su expediente como una indicación más de lo lejos que estaba de la
recuperación y de la posibilidad de salir del hospital.
Contuvo el aliento. La
presencia del ángel no era real ni imaginada. Y el ángel lo sabía. No era
extraño que se sintiera seguro. «Puede hacer cualquier cosa —pensó—, pero ¿qué
quiere hacer?»
Se mordió el labio inferior y
observó a Bailarín. Se preguntó cómo lo habría matado. No había sangre, ni
marcas en el cuello. Sólo la máscara de la muerte grabada en sus rasgos. Quizá
lo había asfixiado con una almohada. Una muerte silenciosa. Un breve forcejeo y
luego la inconsciencia. ¿Era eso lo que había oído la noche anterior? Llegó a
la dolorosa conclusión de que sí. Pero mientras concluía él, Francis, no había
abierto los ojos.
En esa ocasión, el cuchillo que
había matado a Rubita había estado reservado para él. Pero el macabro mensaje
dejado en aquella cama era para todos. Francis se estremeció. Todavía se estaba
recuperando del espanto de la noche anterior, cuando había estado a punto de
morir o de sumirse en una locura más profunda. Ambas alternativas eran igual de
horribles.
—Esta clase de muertes son un
engorro —dijo Gulptilil con displicencia a Evans—. Alteran a todo el mundo.
Asegúrese de ajustar la medicación de cualquiera que parezca obsesionado con
este hecho. —Dirigió una mirada a Francis—. No quiero que los pacientes piensen
demasiado en esta muerte, sobre todo los que tienen una vista de alta esta
semana.
—Entendido —respondió Evans.
Francis reflexionó sobre las
palabras del médico. No creía que la muerte de Bailarín obsesionase a ningún
paciente pero la noticia de que esa semana iba a haber vistas de altas causaría
un gran impacto en muchos de ellos. Alguien podría irse, y en el Western, la
esperanza era medio hermana del delirio.
Echó un último vistazo al
cadáver y sintió una tristeza extraña en su interior. Pensó que a Bailarín lo
habían dado de alta de improviso.
Pero entre las oleadas de miedo
y tristeza que sentía, Francis percibió algo más: una yuxtaposición de hechos
que le despertaban una sospecha inquietante.
Llegó una camilla para llevarse
el cadáver. Gulptilil y el señor del Mal supervisaron el procedimiento. Lucy
meneó la cabeza al observar cómo se eliminaba con displicencia lo que ella
consideraba la escena de un posible crimen.
Gulptilil se giró para seguir
al cadáver y miró a Francis.
—Ah, señor Petrel —dijo—. Me
preguntaba si podríamos tener pronto otra sesión.
Francis asintió, porque no
sabía qué otra cosa hacer. Pero entonces, en un arranque que dejó boquiabierto
al director médico, levantó los brazos y empezó a girar despacio, moviéndose
con la gracia de Bailarín.
—Señor Petrel, ¿está usted
bien? —preguntó Gulptilil a la vez que intentaba detenerlo.
Y a Francis, que se limitó a
alejarse bailando, le pareció una pregunta de lo más idiota.
En la sesión en grupo de ese
día, la conversación se desvió hacia el programa espacial. Noticiero llevaba
varios días anunciando titulares, pero había una incredulidad generalizada
entre los pacientes del Western respecto a la verdad de los paseos lunares.
Cleo, con una risita nerviosa, se había mostrado desafiante y había hablado de
encubrimientos del gobierno y de peligros desconocidos de otro mundo, para
ponerse taciturna y guardar silencio al cabo de un instante. Sus cambios de
humor parecían evidentes a todo el mundo menos al señor del Mal, que ignoraba
la mayoría de los signos externos de la locura cuando aparecían. Era su enfoque
habitual. Le gustaba escuchar y anotar, y más tarde el paciente, cuando hacía
cola para la medicación de la noche, descubría que le habían modificado la
dosis. Eso producía un efecto opresivo en las sesiones, porque todos los
pacientes consideraban que la medicación diana era la amarra que los mantenía
unidos al hospital.
No se mencionó la muerte de
Bailarín, aunque estaba en el pensamiento de todos. El asesinato de Rubita los
había fascinado y asustado, pero la muerte de Bailarín les recordaba a todos la
suya propia, lo que constituía un temor muy diferente. Más de una vez, alguno
de los sentados en círculo soltó una carcajada o sofocó un sollozo, sin que
ninguna de las dos cosas guardara relación con la conversación, sino con sus
pensamientos internos.
Francis pensó que el señor del
Mal lo observaba con especial atención. Lo atribuyó a su extraña conducta de
esa mañana.
—¿Y tú, Francis? —le preguntó
Evans.
—Perdone, ¿yo qué?
—¿Qué piensas sobre los
astronautas?
—Es difícil de imaginar
—respondió tras pensar un momento.
—¿Qué es difícil?
—Estar tan lejos, conectado
sólo por ordenadores y radios. Nadie ha viajado nunca tan lejos. Eso es
interesante. No es el hecho de depender de todo el equipo, sino que no ha
habido ninguna aventura parecida.
—¿Qué me dices de los
exploradores de África o del Polo Norte? —repuso el señor del Mal.
—Se enfrentaban a los
elementos. A lo desconocido. Pero los astronautas se enfrentan a algo
distinto.
—¿A qué?
—A los mitos —dijo Francis.
Echó un vistazo alrededor y preguntó—: ¿Dónde está Peter?
—Aún en aislamiento —aclaró el
señor del Mal a la vez que cambiaba de postura—. Pero debería salir pronto.
Volvamos a los astronautas.
—No existen —intervino Cleo—.
Pero Peter sí. —Sacudió la cabeza—. Aunque puede que no. Puede que todo sea un
sueño y que nos despertemos en cualquier momento.
Eso provocó una discusión entre
Cleo, Napoleón y unos cuantos más sobre lo que existía de verdad y lo que no, y
sobre si algo que ocurría donde no podías verlo, ocurría de verdad. Todo ello
hizo que el grupo se agitase para contradecirse y discutir, lo que Evans
permitió sin rechistar. Francis escuchó un momento, porque, en cierto sentido,
encontró ciertas similitudes entre su situación en el hospital y la de los
hombres que se dirigían al espacio. Estaban tan desorientados como él.
Se había recuperado del susto
de la noche anterior, pero no confiaba demasiado en su capacidad de afrontar la
noche que se avecinaba.
Rebuscó en su memoria todas las
palabras que había dicho el ángel, pero le costaba recordarlas con precisión.
El miedo sesgaba las cosas. Era como intentar ver con precisión en un espejo
de feria. La imagen aparecía ondulada, vaga, distorsionada.
Se dijo que tenía que dejar de
intentar ver al ángel y empezar a intentar ver lo que el ángel veía. En lo más
profundo de su ser, las voces le gritaron una advertencia: ¡No! ¡No lo
hagas!
Francis se revolvió con
incomodidad en el asiento. Las voces no le habrían advertido si no hubieran
percibido algo peligroso. Sacudió la cabeza para centrarse en el grupo que
seguía discutiendo.
—¿Por qué tenemos que ir al
espacio? —comentaba Napoleón en ese momento.
Cleo lo miraba desde el otro
lado del círculo con una expresión algo desconcertada, casi impresionada.
—Pajarillo vio algo, ¿verdad?
—le dijo la mujer en voz baja, y soltó una carcajada socarrona en el mismo
instante en que Peter entraba en la habitación.
De inmediato saludó al grupo e
hizo una reverencia formal a los demás pacientes, como un miembro de alguna
corte del siglo XVII. Tomó una silla plegable y se situó en el círculo.
—Estoy como nunca —aseguró como
si previera la pregunta.
—A Peter parece gustarle el
aislamiento —comentó Cleo.
—Allí nadie ronca —respondió
Peter, lo que hizo reír a todo el mundo.
—Estábamos hablando de los
astronautas —explicó el señor del Mal—. Me gustaría terminar este debate en el
tiempo que queda.
—Por supuesto —dijo Peter—. No
quería interrumpir nada.
—Muy bien, perfecto. ¿Quiere
alguien añadir algo? —preguntó el señor del Mal observando a los pacientes
reunidos. Nadie habló—. ¿Alguien? —insistió pasados unos segundos.
De nuevo, el grupo, tan
vociferante unos minutos antes, guardó silencio. Francis pensó que era típico
de ellos: a veces las palabras les fluían casi sin control y, al momento
siguiente desaparecían, y eran sustituidas por una especie de introspección
mística. Los cambios de humor eran habituales.
—Vamos— dijo Evans, con una
nota de exasperación—. Estábamos haciendo progresos antes de que nos
interrumpieran. ¿Cleo?
La mujer sacudió la cabeza.
—¿Noticiero?
Por una vez, no tenía ningún
titular que anunciar.
—¿Francis?
Este no contestó.
—Di algo —pidió Evans con
frialdad.
Francis no sabía cómo reaccionar
y observó que Evans parecía enfadado. Le pareció que era una cuestión de
control. Al señor del Mal le gustaba controlarlo todo, y Peter había perturbado
de nuevo su poder. Ningún paciente, por muy aguda que fuera su locura, podía
equipararse con la necesidad que tenía Evans de dominar todos los momentos
del día y la noche en el edificio Amherst.
—Habla —insistió Evans, con más
frialdad aún. Era una orden.
Francis se preguntó qué sería
lo que el señor del Mal quería escuchar.
—Yo nunca iré al espacio —fue
lo único que se le ocurrió.
—Claro que no, hombre... —gruñó
Evans, como si Francis hubiese dicho la tontería más grande del mundo.
Pero Peter, que había estado
observando, se inclinó hacia delante.
—¿Por qué no? —preguntó.
Francis lo miró. El Bombero
sonreía de oreja a oreja.
—¿Por qué no? —repitió.
—Aquí no fomentamos los
delirios, Peter —le espetó Evans.
Pero Peter no le hizo caso.
—¿Por qué no, Francis?
—preguntó por tercera vez.
Francis movió la mano indicando
el hospital.
—Pero, Pajarillo —prosiguió
Peter—, ¿por qué no podrías ser astronauta? Eres joven, estás en buena forma,
eres listo. Ves cosas que otros no logran captar. No eres vanidoso y eres
valiente. Creo que serías un astronauta perfecto.
—Pero Peter... —dijo Francis.
—Nada de peros. ¿Quién te dice
que la NASA no decida enviar a alguien loco al espacio? Y en ese caso, ¿quién
mejor que uno de nosotros? Porque seguro que a la gente le caería mejor un
astronauta loco que uno de esos de estilo militar, ¿no? ¿Quién te dice que no
decidan enviar a toda clase de gente al espacio, y por qué no, a uno de
nosotros? Podrían enviar políticos, científicos o incluso turistas. Quizá
cuando manden a un loco averigüen que flotar en el espacio sin la gravedad que
nos une a la Tierra nos va bien. Como un experimento científico. Quizá...
Se detuvo para respirar. Evans
fue a hablar, pero antes de que pudiera hacerlo, Napoleón intervino:
—Puede que Peter tenga razón. A
lo mejor es la gravedad lo que nos vuelve locos.
—Nos aplasta... —comentó Cleo.
—Todo ese peso sobre nuestros
hombros...
—Impide que nuestros
pensamientos se muevan arriba y abajo...
Un paciente tras otro asintió
con la cabeza. De repente, parecían haber recuperado el habla. Los murmullos de
asentimiento se convirtieron en comentarios entusiastas.
—Podríamos volar. Podríamos
flotar.
—Nadie podría detenernos.
—¿Quién exploraría mejor que
nosotros?
Todos los hombres y mujeres del
grupo sonreían, conformes. Era como si en ese momento se viesen como
astronautas que surcaban el espacio y sus preocupaciones quedaban olvidadas,
evaporadas, al deslizarse sin esfuerzo por el vacío estrellado. Era muy
tentador y, por unos instantes, el grupo pareció elevarse mientras cada miembro
imaginaba que la fuerza de la gravedad dejaba de afectarle y vivía una extraña
clase de libertad imaginaria.
Evans estaba furioso. Dirigió
una mirada enojada a Peter y, sin decir palabra, se marchó de la sala.
Todos observaron cómo se iba.
Al cabo de unos segundos, la niebla de problemas volvió a cubrirlos.
Cleo, sin embargo, suspiró y
sacudió la cabeza.
—Supongo que sólo serás tú,
Pajarillo —sentenció con brío—. Tendrás que ir al espacio por todos nosotros.
El grupo se levantó
diligentemente, plegó las sillas y las dejó en su sitio, apoyadas contra la
pared una junto a otra. Después, cada paciente, absorto, salió de la sala de
terapia al pasillo principal para mezclarse con la oleada de pacientes que lo
recorría arriba y abajo. Francis agarró a Peter por el brazo.
—Ayer por la noche estuvo aquí.
—¿Quién?
—El ángel.
—¿Volvió?
—Sí. Mató a Bailarín, pero
nadie quiere creerlo, y después me amenazó con un cuchillo y me dijo que nos
mataría a mí, a ti o a quien quisiera, cuando quisiera.
—¡Dios mío! —exclamó Peter. La
satisfacción por haber superado al señor del Mal desapareció. Meditó sobre lo
que había dicho Francis—. ¿Qué más ocurrió?
Francis procuró recordarlo todo
y, al hacerlo, notó parte del miedo que todavía merodeaba en su interior.
Contar a Peter lo del cuchillo en su cara fue duro. Al principio pensó que se
sentiría mejor, pero no fue así. Sólo redobló su ansiedad.
—¿Cómo lo sujetaba? —quiso
saber Peter.
Francis se lo mostró.
—Maldición. Debiste de
asustarte mucho, Pajarillo.
Francis asintió, pero no quiso
precisar lo mucho que se había asustado. Entonces se le ocurrió algo y frunció
el entrecejo mientras intentaba aclarar una cosa que era opaca y oscura.
—¿Qué pasa? —preguntó Peter.
—Peter... —empezó el joven— tú
fuiste investigador. ¿Por qué me pondría el cuchillo así en la cara?
Peter reflexionó.
—¿No debería habérmelo puesto
en el cuello? —añadió Francis.
—Sí.
—De esa forma, si gritaba...
—El cuello, la yugular y la
laringe son puntos vulnerables. Así es como matas a alguien con un cuchillo.
—Pero no lo hizo. Me lo puso en
la cara.
—Es muy revelador. No pensó que
gritarías...
—Aquí la gente grita todo el
rato. No significa nada.
—Cierto. Pero quería aterrarte.
—Lo logró —aseguró Francis.
—¿Pudiste ver...?
—Tenía los ojos cerrados.
—¿Y su voz?
—Podría reconocerla si volviera
a oírlo. Sobre todo, de cerca. Siseaba, como una serpiente.
—¿Crees que intentaba
disimularla?
—No, no lo creo. Era como si no
le importara.
—¿Qué más?
—Se sentía... seguro —respondió
Francis con cautela.
Ambos hombres salieron de la
sala. Lucy los esperaba en medio del pasillo, cerca del puesto de enfermería.
Se dirigieron hacia ella y Peter divisó a Negro Chico, a unos metros de Lucy, y
vio cómo anotaba algo en una libreta negra unida a la rejilla del puesto con
una cadenilla plateada. Hizo ademán de dirigirse hacia el auxiliar, pero Francis
lo retuvo por el brazo.
—¿Qué pasa? —preguntó Peter.
Francis había palidecido de
repente.
—Peter —dijo despacio—, se me
ha ocurrido algo.
—¿Qué?
—Si no tenía miedo de hablarme,
significa que no le preocupaba que pudiera oír su voz en otro sitio. No le
preocupaba que lo reconociera porque sabe que es imposible que lo oiga.
Peter asintió.
—Eso es interesante, Francis
—aseguró—. Muy interesante.
Francis pensó que «interesante»
no era lo que Peter quería realmente decir. «Encuentra el silencio», se ordenó.
Notó que le temblaba un poco la mano y se percató de que la garganta se le
había secado de repente. Sintió un sabor desagradable en la boca y trató de
reunir saliva, pero no tenía. Miró a Lucy, que exhibía una expresión ceñuda;
pensó que no era por ellos sino por cómo el mundo al que había llegado tan
confiada le resultaba más esquivo de lo que había imaginado.
Cuando la fiscal se reunió con
ellos, Peter le dijo a Negro Chico:
—Señor Moses, ¿qué está
haciendo?
—Algo rutinario.
—¿Qué quiere decir?
—Rutina burocrática. Anoto
algunas cosas en el registro diario.
—¿Qué se incluye en ese
registro?
—Cualquier cambio que ordene el
gran jefe o el señor del Mal. Cualquier cosa fuera de lo corriente, como una
pelea, unas llaves perdidas o una muerte como la de Bailarín. Cualquier cambio
en la rutina. Y también muchas estupideces, Peter: cuándo vas al lavabo por la
noche, cuándo compruebas las puertas o cuándo supervisas los dormitorios, las
llamadas telefónicas recibidas o cualquier cosa que alguien que trabaje aquí
pueda considerar fuera de lo corriente. También se anota si observas que un
paciente hace progresos por alguna que otra razón. Cuando llegas al puesto al
principio de tu turno, tienes que comprobar las indicaciones para la noche. Y,
antes de irte, tienes que anotar algo y firmar. Aunque sólo sea un par de
palabras. Así cada día. Se supone que tus anotaciones tienen que poner al
corriente al siguiente que llega y facilitarle las cosas.
—¿Hay un registro como éste...?
—En todos los pisos —asintió
Negro Chico—, en cada puesto de enfermería. Seguridad también tiene uno.
—De modo que si lo tuvieras,
sabrías más o menos cuándo pasan las cosas. Me refiero a cosas rutinarias.
—El registro diario es
importante —corroboró el otro—. Deja constancia de toda clase de cosas. Todo lo
que pasa en el hospital tiene que estar registrado. Es como un libro de
historia.
—¿Quién guarda estos registros
cuando están llenos?
Negro Chico se encogió de
hombros.
—Se conservan en el sótano, en
cajas —respondió.
—Si echara un vistazo a uno de
estos registros me enteraría de muchas cosas, ¿verdad?
—Los pacientes no pueden
verlos. No es que estén escondidos ni nada parecido. Pero son para el personal.
—Pero si viera uno... incluso
uno que estuviera almacenado, sabría con exactitud cuándo pasan las cosas y en
qué clase de orden, ¿no?
Negro Chico asintió con la
cabeza.
—Podría, por ejemplo —prosiguió
Peter—, saber con exactitud cuándo desplazarme por el hospital sin que me
detectaran. Y la mejor hora para encontrar sola a Rubita en el puesto de
enfermería en plena noche, y adormilada, porque solía hacer un doble turno un
día a la semana, ¿verdad? Y también sabría que los de seguridad habían pasado
hacía un buen rato a comprobar las puertas y tal vez charlar un poco, y que
nadie más estaría cerca, excepto los pacientes sedados y dormidos, ¿verdad?
Negro Chico no necesitaba
responder esta pregunta, ni los demás.
—Es así como lo sabe —aseguró
Peter—. No con toda certeza, con precisión militar, pero sabe lo suficiente
para planificar sus pasos con bastante seguridad y elegir los momentos
oportunos.
A Francis le pareció posible.
Sintió un frío interior porque pensó que se habían acercado un paso más al
ángel, y que él ya había estado demasiado cerca de ese hombre y no estaba
seguro de querer volver a estarlo.
Lucy sacudió la cabeza.
—No sabría decir exactamente
qué, pero algo anda mal. No, no es eso. Es más bien que algo anda bien y mal a
la vez —precisó.
—Ah, Lucy —dijo Peter con una
sonrisa, imitando la forma en que a Gulptilil le gustaba empezar las frases con
una pausa alargada y afectando el cantarín acento inglés del médico indio—.
Ah, Lucy —repitió—, hablas con la lógica que corresponde al manicomio.
Continúa, por favor.
—Este sitio me está afectando.
Creo que alguien me sigue por la noche hasta la residencia. Oigo ruidos al otro
lado de la puerta que cesan cuando me levanto. Noto que alguien ha curioseado
mis cosas, aunque no me falta nada. No dejo de pensar que hacemos progresos y,
aun así, no puedo indicar cuáles. Me temo que en cualquier momento empezaré a
oír voces.
Miró a Francis un momento, pero
éste no parecía escuchar, sino estar absorto. Echó un vistazo pasillo adelante
y vio cómo Cleo pontificaba sobre alguna cuestión increíblemente importante
agitando los brazos y bramando, aunque nada de lo que decía tenía demasiado
sentido.
—O que me imaginaré que soy la
reencarnación de alguna princesa egipcia —añadió Lucy meneando la cabeza.
—Eso podría provocar un
importante conflicto —respondió Peter con una sonrisa.
—Tú sobrevivirás —dijo Lucy—.
No estás loco como los demás. Estarás bien en cuanto salgas. Pero Pajarillo...
¿Qué le pasará?
—Es más difícil para Francis
—contestó Peter—. Tiene que demostrar que no está loco. Pero ¿cómo logras eso
aquí? Este sitio está destinado a volver más loca a la gente, no menos.
Convierte todas las enfermedades en, no sé, contagiosas... —comentó con tono
amargo—. Es como si llegaras aquí con un resfriado que se convierte en una faringitis
o una bronquitis, y después en una neumonía, y finalmente en una insuficiencia
respiratoria terminal, y dicen: «Bueno, hicimos todo lo que pudimos...»
—Tengo que salir de aquí —dijo
Lucy—. Y tú también.
—Correcto. Pero la persona que
tiene que salir de aquí más que nadie es Pajarillo porque, de otro modo, estará
perdido para siempre. —Sonrió para ocultar su tristeza—. Es como si tú y yo
hubiéramos elegido nuestros problemas. Los escogimos de una forma perversa,
neurótica. Pero Francis se los encontró. No son culpa suya, no como en tu caso
y el mío. Él es inocente, lo que es mucho más de lo que puede decirse de mí.
Lucy apoyó la mano en el
antebrazo de Peter, como para corroborar la verdad de sus palabras. Peter
permaneció inmóvil un instante, como un perro de caza que acecha a su presa,
con el brazo casi abrasado por la sensación del contacto. Luego retrocedió un
paso, como si no pudiera soportarlo. Sonrió y suspiró, aunque volvió la cara,
incapaz de obligarse a ver lo que podía ver.
—Tenemos que encontrar al ángel
—dijo—. Y tenemos que hacerlo enseguida.
—Estoy de acuerdo —corroboró
Lucy y lo miró con curiosidad, porque vio que no se trataba de una simple
manera de darle ánimos.
—¿Qué pasa?
Antes de que Peter pudiera
contestar, Francis, que había estado reflexionando en silencio sin prestar
atención a los demás, alzó los ojos y se acercó a los dos.
—He tenido una idea —anunció—.
No sé, pero...
—Pajarillo, tengo que decirte
algo... —repuso Peter, pero se interrumpió—. ¿Qué idea?
—¿Qué tienes que decirme?
—Eso puede esperar —dijo
Peter—. ¿Y tu idea?
—Estaba muy asustado —explicó
Francis—. Tú no estabas allí y estaba muy oscuro, y tenía el cuchillo en la
mejilla. El miedo te desordena tanto las ideas que no te deja ver nada más.
Estoy seguro de que Lucy lo sabe, pero yo no lo sabía y eso acaba de darme una
idea...
—Francis, procura ser más
coherente —pidió Peter como haría con un alumno de primaria: con cariño, pero
interesado.
—Un miedo así te lleva a pensar
sólo en una cosa: en lo asustado que estás, en qué pasará, en si volverá y en
las cosas terribles que el ángel ha hecho y que podría hacer. Sabía que podía
matarme y yo sólo quería huir a esconderme en algún sitio seguro.
Lucy atisbo lo que estaba dando
a entender.
—Adelante —lo animó.
—Pero todo ese miedo ocultó
algo que debería haber visto.
—¿Qué? —asintió Peter.
—El ángel sabía que tú no
estarías ahí esa noche.
—El registro. O lo vio en
persona u oyó que me habían llevado a aislamiento...
—De modo que la situación era
ideal para él ayer por la noche, porque no quería tratar con los dos a la vez,
creo. Es sólo una suposición, pero me parece lógica. En cualquier caso, tenía
que hacerlo ayer por la noche porque la situación era perfecta para darme un
susto de muerte...
—Sí —coincidió Lucy—, tienes
razón.
—Pero mató a Bailarín. ¿Por
qué? —preguntó Peter.
—Para demostrarnos que puede
hacer cualquier cosa. Para subrayar el mensaje: corremos peligro. —La idea de
que Bailarín hubiera muerto simplemente para recalcar algo lo inquietaba de
verdad, pero se refugió en la luz brillante del pasillo y en la compañía de Peter
y Lucy. Ellos eran competentes y fuertes, y el ángel era cauteloso con ellos
porque no estaban locos ni eran débiles como él. Exhaló despacio y
prosiguió—Pero son riesgos. ¿Suponéis que tenía otra razón para estar en el
dormitorio ayer por la noche?
—¿Qué clase de razón?
Cada pensamiento de Francis
parecía resonar en su interior, más profundo y más lejano, como si estuviera al
borde de un abismo que sólo auguraba la inconsciencia. Cerró los ojos y vio una
luz roja cegadora. Formó con calma cada palabra porque de pronto comprendió lo
que el ángel necesitaba del dormitorio.
—El hombre retrasado... Él
tenía algo que le pertenecía...
—La camiseta ensangrentada.
—Eso quiere decir que...
—Francis se interrumpió y miró a Peter, que se volvió hacia Lucy Jones.
No tuvieron que expresar su
conformidad en voz alta. En unos segundos, los tres habían cruzado el pasillo
y entrado en el dormitorio.
Tuvieron la suerte de que el
hombretón retrasado estaba sentado en el borde de la cama, cantando en voz baja
a su muñeco. Al fondo del dormitorio había vanos pacientes más, la mayoría
acostados, mirando por la ventana o al techo, desconectados de todo. El
retrasado alzó los ojos hacia los tres y sonrió. Lucy se acercó.
—Hola —dijo—. ¿Te acuerdas de
mí?
El hombre asintió.
—¿Es tu amigo? —preguntó.
Asintió de nuevo.
—¿Y es aquí donde dormís los
dos?
El hombre dio unas palmaditas
en el colchón, y Lucy se sentó a su lado. A pesar de lo alta que era la fiscal,
parecía pequeña junto al hombre retrasado, que se corrió un poco para dejarle
más sitio.
—Bien, aquí vivís los dos...
El hombre volvió a sonreír.
—Vivo en el gran hospital
—afirmó con voz titubeante.
Las palabras se desprendieron
como rocas de sus labios. Cada una era deforme y dura, y Lucy imaginó que el
esfuerzo para articularlas era colosal.
—¿Y es aquí donde guardas tus
cosas? —preguntó.
El hombre asintió con la
cabeza.
—¿Ha intentado alguien hacerte
daño?
—Sí —respondió despacio el
retrasado, como si esa sola palabra pudiera alargarse para significar algo más
que una mera confirmación—. Tuve una pelea.
Lucy inspiró hondo y antes de
hacerle otra pregunta vio que los ojos del hombre se habían llenado de
lágrimas.
—Tuve una pelea —repitió, y
añadió—: No me gusta pelear. Mi mamá me dijo que no me peleara. Nunca.
—Un sabio consejo —afirmó Lucy.
No tenía ninguna duda de que aquel hombre podía hacer mucho daño si se lo
permitía a sí mismo.
—Soy demasiado grande. No debo
pelear.
—¿Tiene nombre tu amigo?
—preguntó Lucy señalando el muñeco.
—Andy.
—Yo soy Lucy. ¿Puedo ser amiga tuya
también?
Él asintió y sonrió.
—¿Me podrías ayudar? —Lucy vio
que fruncía el entrecejo, como si le costaba entender eso—. He perdido algo
—aclaró.
Con un gruñido, el hombre
pareció indicar que él también había perdido algo alguna vez y que no le había gustado.
—¿Podrías buscarlo entre tus
cosas?
Él dudó y se encogió de
hombros. Se inclinó y, con una sola mano, extrajo de debajo de la cama un arcón
verde estilo militar.
—¿Qué he de buscar? —preguntó.
—Una camiseta.
Entregó el muñeco a Lucy con
cuidado y abrió el arcón. Lucy observó que no estaba cerrado con llave. Encima
de todo, había calzoncillos y calcetines doblados, así como una fotografía suya
junto a su madre. Tenía los bordes gastados de tanto manirla. Debajo había unos
vaqueros y un par de zapatos, unas camisetas y un jersey de lana verde oscuro
un poco raído.
La camisa ensangrentada no
estaba. Lucy miró a Peter, que meneó la cabeza.
—Desaparecida en combate
—comentó éste en voz baja.
—Gracias —dijo Lucy al hombre—.
Ya puedes volver a guardar tus cosas.
Esperó a que cerrara el arcón y
volviera a empujarlo bajo la cama, y luego le devolvió el muñeco.
—¿Tienes más amigos aquí? —le
preguntó señalando el dormitorio.
—Estoy solo —respondió él a la
vez que sacudía la cabeza.
—Yo seré amiga tuya —dijo Lucy,
lo que provocó una sonrisa en el hombre. Eso la hizo sentir culpable porque
sabía que era mentira, debido en parte a la situación desesperada de aquel
retrasado, y en parte a ella misma, porque le gustaba engañar a un hombre que
era poco más que un niño y que envejecería pero no maduraría nunca.
De nuevo en su despacho, Lucy
suspiró.
—Bueno —dijo—. Supongo que la
esperanza de encontrar alguna prueba era demasiado.
Parecía desanimada, pero Peter
era más optimista.
—No, no —replicó—. Hemos
averiguado algo. Que el ángel ponga algo en un sitio y se tome después la
molestia de llevárselo nos revela algo sobre su personalidad.
A Francis le daba vueltas la
cabeza. Notaba que le temblaban las manos porque su interior, que solía ser una
confusión de turbias contracorrientes, le ofrecía ahora una punta de claridad.
—Cercanía —anunció.
—¿A qué te refieres?
—Eligió al retrasado por varias
razones: porque sabía que Lucy lo interrogaría, porque era fácil endilgarle una
prueba en su contra, porque no era alguien que pudiera amenazarlo. Todo lo que
el ángel hace tiene una finalidad.
—Creo que tienes razón —dijo
Lucy—. Y ¿qué nos índica eso?
—Nos indica que no se está
precisamente escondiendo. —La voz de Peter sonó fría.
Francis gimió, porque esta idea
le dolió como un golpe en el pecho. Se balanceó atrás y adelante. Por primera
vez, Peter comprendió que lo que para él y Lucy era un ejercicio de
inteligencia consistente en superar a un asesino listo y dedicado, para
Francis podía ser algo mucho más difícil y peligroso.
—Quiere que lo busquemos —dijo,
y las palabras le dolieron—. Disfruta con todo esto.
—Bueno, pues tenemos que ganar
la partida —dijo Peter.
—No tenemos que hacer lo que él
espera, porque lo sabe —apuntó Francis—. No sé cómo ni por qué, pero lo sabe.
Peter inspiró hondo y los tres
guardaron silencio para asimilar lo que Francis había dicho. Peter no creía que
el momento fuera el adecuado, pero no se le ocurría ninguno mejor y cualquier
demora podría empeorar las cosas.
—No me queda mucho tiempo —anunció despacio—. En
los próximos días me llevarán de aquí. Para siempre.