La historia del loco - John Katzenbach (Parte 2)


14

Esa noche, Lucy se dirigió a su pequeña habitación del primer piso de la residencia de las enfermeras en prácticas. Era uno de los edificios más sombríos del hospital, aislado en un rincón, cerca de la central de calefacción y suministro eléctrico con su zumbido constante y su co­lumna de humo, y con vistas al reducido cementerio del hospital. Se trataba de un bloque cuadrado de tres plantas, cubierto de hiedra, con unas gruesas columnas dóricas blancas en el pórtico delantero. Había sido reformado a finales de los cuarenta y principios de los sesenta, de modo que su concepción original como mansión suntuosa y elegante en la colina era cosa del pasado. Lucy cargaba con una caja de cartón que contenía unas tres docenas de historias clínicas seleccionadas entre la lista de nombres que estaba reuniendo. Incluía las historias tanto de Pe­ter como de Francis, que había tomado en un descuido de Evans para satisfacer cierta curiosidad personal sobre lo que había llevado a sus dos compañeros al hospital psiquiátrico.
Su idea era familiarizarse con la información incluida en los expe­dientes para luego interrogar a los pacientes. De momento, no se le ocurría otro enfoque. No disponía de pruebas físicas, aunque era cons­ciente de que las había en algún sitio. Un cuchillo, u otra arma afilada, como una navaja o un cúter. Tenía que haber más prendas ensangren­tadas y quizás un zapato con la suela aún manchada con la sangre de la enfermera. Y en algún sitio estaban las cuatro falanges cercenadas.
Había llamado a los detectives que detuvieron a Larguirucho por ti habían averiguado algo al respecto. Pero no era el caso. Uno creía que las falanges habían sido lanzadas al retrete. El otro sugirió que a lo mejor Larguirucho se las había tragado.
—Después de todo, ese tío está como una cabra —sentenció el de­tective.
Lucy tuvo la impresión de que no estaban demasiado interesados en plantearse alternativas.
—Vamos, señorita Jones —había comentado el otro detective—. Tenemos al culpable. Y un caso para el fiscal, salvo por el hecho de que está loco.
La caja pesaba lo suyo, y se la apoyó en la rodilla para abrir la puer­ta. Todavía tenía que descubrir algún indicio de alguna clase de con­ducta reveladora. Dentro del hospital, todos eran extraños. Era un mundo ajeno a la razón. En el mundo normal siempre había algún ve­cino que observaba un comportamiento extraño. O un compañero de trabajo que veía esto o aquello. Quizás un familiar que sospechaba ciertas cosas. Pero ahí era distinto. Tenía que descubrir nuevas vías. Se trataba de ser más lista que el asesino que ella creía oculto en el hospi­tal. En ese juego, estaba segura de salir victoriosa. No le parecía dema­siado difícil superar tácticamente a un demente. O a un hombre que se hacía pasar por demente. En definitiva, el problema era saber cómo de­finir los parámetros del juego.
Mientras subía la empinada escalera despacio, peldaño a peldaño, sintiendo la misma clase de agotamiento que tras una enfermedad lar­ga y debilitante, pensó que, cuando estuvieran establecidas las normas, vencería. Le habían enseñado que todas las investigaciones eran, en el fondo, iguales: una escena previsible interpretada en un escenario defi­nido. Era así cuando se trataba de alguna empresa evasora de impues­tos o de buscar a un atracador de bancos, un pornógrafo infantil o un estafador. Una cosa enlazaba con otra, y eso conducía a una tercera, hasta que todo el rompecabezas, o por lo menos el suficiente, resulta­ba visible. Las investigaciones infructuosas, que todavía le eran ajenas a Lucy, eran la consecuencia de que uno de esos enlaces estuviera ocul­to, y de que ese vacío fuera aprovechado por el delincuente. Resopló y se encogió de hombros. Se dijo que era fundamental crear la presión necesaria para que el hombre al que llamaban «el ángel» cometiera al­gún error.
Seguro que cometería alguno.
Lo primero era buscar pequeños actos violentos en los expedien­tes. No creía que un hombre capaz de aquellos asesinatos pudiera es­conder del todo una propensión a la ira, ni siquiera en aquel hospital.
Se dijo que habría algún indicio. Un arrebato. Una amenaza. Un esta­llido. Sólo necesitaba reconocerlo al verlo. En el mundo peculiar de aquel hospital psiquiátrico, alguien tenía que haber visto algo que no encajara en ninguno de los modelos de conducta aceptables.
También estaba segura de que, cuando empezara a hacer pregun­tas, encontraría respuestas. Lucy tenía gran confianza en su habilidad para repreguntar hasta alcanzar la verdad. En ese momento no se plan­teaba la diferencia entre hacer la misma pregunta a una persona cuerda y a una demente.
La escalera le recordó a algunas residencias de Harvard. Sus pasos resonaban en los peldaños, y de pronto fue consciente de que estaba sola en un espacio confinado y solitario. Un recuerdo espantoso se apoderó de ella y contuvo el aliento. Exhaló despacio, como si de esa manera pudiese expulsar el mal recuerdo. Miró un instante alrededor pensando que ya había vivido antes esa situación. No había ventanas y no llegaba ningún sonido del exterior. En el hospital se había habituado a una cacofonía constante. Gemidos, gritos y murmullos.
Se dijo que el silencio era tan inquietante como un grito.
Se detuvo en seco y el eco de sus pasos se desvaneció. Escuchó el sonido áspero de su propia respiración. Esperó hasta que un silencio total la envolvió. Se inclinó sobre la barandilla de hierro y miró arriba y abajo para asegurarse de que estaba sola. No vio a nadie. La escalera estaba bien iluminada y no había sombras donde esconderse. Esperó un momento más para superar la sensación claustrofóbica que la inva­día. Era como si las paredes se hubieran acercado. Hacía un frío que le hizo pensar que la calefacción no llegaba a esa zona, y se estremeció. Pero de repente notó sudor bajo los brazos.
Sacudió la cabeza, como si un movimiento enérgico pudiese aca­bar con aquella sensación desagradable. Atribuyó el sudor de la palma de las manos al nerviosismo. Se tranquilizó pensando que ser una de las pocas personas cuerdas en aquel lugar probablemente la hiciera sen­tirse nerviosa y que sólo había revivido la acumulación de todo lo que había visto y sentido los primeros días.
De nuevo, exhaló despacio. Movió el pie por el suelo provocan­do un chirrido, como si quisiera oír algo corriente y rutinario.
Pero el ruido que hizo le erizó la piel.
El recuerdo la abrasaba, como el ácido.
Tragó con fuerza y se recordó que tenía por norma no pensar en lo que le había pasado hacía tantos años. No ganaba nada con recordar el dolor, evocar el miedo o revivir una herida tan profunda. Recordó el mantra que había adoptado después de ser atacada: Sólo sigues sien­do una víctima si lo permites. Sin darse cuenta, intentó llevarse la mano a la cicatriz de la mejilla, pero el bulto de la caja la detuvo. Notaba dón­de había sido lastimada, como si la cicatriz le pulsara, y recordó la sensa­ción tensa de los puntos en la sala de urgencias, cuando el cirujano le co­sía la piel rasgada. Una enfermera la había tranquilizado mientras dos detectives, un hombre y una mujer, esperaban al otro lado de una cor­tina blanca a que los médicos le atendiesen las heridas evidentes, las que sangraban, después vendarían las más difíciles, que eran internas. Ha­bía sido la primera vez que había oído la expresión «kit de violación», pero no la última, y en los años siguientes las conocería tanto a nivel profesional como personal. Exhaló otra vez, despacio. La peor noche de su vida había empezado en una escalera muy parecida a ésa, pero al punto descartó ese espantoso pensamiento.
«Estoy sola —se recordó—. Totalmente sola.»
Apretó los dientes atenta a cualquier sonido, y siguió hasta la puer­ta de su habitación, la antigua habitación de Rubita, que estaba junto a esa escalera. Gulptilil le había dado una llave, y dejó la caja en el suelo para sacársela del bolsillo.
Fue a introducirla en la cerradura pero se detuvo.
La puerta estaba abierta, y se deslizó unos centímetros.
Lucy retrocedió de golpe, como si la puerta estuviera electrifi­cada.
Volvió la cabeza a derecha e izquierda y se inclinó un poco para intentar ver u oír algo revelador de que allí había alguien. Pero de re­pente sus ojos parecían ciegos y sus oídos sordos. Sopesó con rapidez la información de todos sus sentidos, que le enviaban mensajes de ad­vertencia.
Vaciló.
Los tres años que había pasado en la sección de delitos sexuales de la oficina del fiscal del condado de Suffolk le habían enseñado mucho. Durante su rápido ascenso hasta ocupar el cargo de ayudante jefe de la sección, se había sumergido en un caso tras otro y seguido todos los detalles de los delitos atroces. La persistencia del delito había creado en su interior una especie de mecanismo diario de comprobación, en que hasta el último acto de su existencia tenía que contrastarse con ciertas partes: «¿Será éste el pequeño error que dará una oportunidad a al­guien?» En un sentido más concreto, eso significaba que era conscien­te de que no debía caminar sola por un estacionamiento a oscuras ni abrir la puerta a un desconocido. Significaba mantener las ventanas ce­rradas, estar alerta y siempre en guardia, y a veces empuñar la pistola que la oficina del fiscal le autorizaba a tener. También significaba no re­petir los inocentes errores cometidos una terrible noche cuando aún era estudiante de derecho.
Se mordió el labio inferior. Tenía el arma enfundada dentro del bol­so, en la habitación.
Escuchó de nuevo y se dijo que todo estaba bien, aunque el irra­cional terror que sentía lo negaba. Volvió a dejar la caja con los expe­dientes en el suelo y la empujó con suavidad hacia un lado. Su instinto le gritaba advertencias.
Las ignoró y alargó la mano hacia el pomo, pero se detuvo al tocar el metal.
Retrocedió respirando despacio.
Habló consigo misma, como si eso fuera a imprimir más consisten­cia a su pensamiento: «La puerta estaba cerrada y ahora está abierta. ¿Qué vas a hacer?»
Retrocedió otro paso. De pronto, se volvió y echó a andar deprisa por el pasillo. Lanzaba miradas a derecha e izquierda, con los oídos aten­tos. Apretó el paso, casi corriendo, y sus zapatos resonaban queda­mente en la moqueta. Las demás habitaciones de ese piso estaban ce­rradas y silenciosas. Llegó al final del pasillo y empezó a bajar a toda velocidad la escalera, respirando con fuerza mientras sus pies tambo­rileaban sobre los peldaños. La escalera era idéntica a la que había su­bido unos minutos antes por el otro extremo del pasillo. Abrió una pesada puerta y oyó voces. Avanzó hacia ellas y se encontró con tres mujeres jóvenes, junto a la entrada de la planta baja. Llevaban el uni­forme blanco de enfermera debajo de rebecas de distintos tonos, y al­zaron los ojos sorprendidas.
—Perdonen... —dijo Lucy con ademanes algo exagerados tras re­cuperar el aliento.
Las tres enfermeras la miraron.
—Lamento interrumpirlas —se disculpó—. Soy Lucy Jones, la fis­cal que está aquí para...
—Sabemos quién es, señorita Jones, y por qué está aquí—la interrumpió una de las enfermeras. Era una mujer alta, de raza negra, con los hombros atléticos y pelo oscuro—. ¿Se encuentra bien?
Lucy asintió, e inspiró para serenarse.
—No estoy segura —dijo—. Me he encontrado con la puerta de mi habitación abierta, pero estoy segura de que esta mañana, cuando salí para el edificio Amherst, la cerré con llave...
—Eso no es normal —dijo otra enfermera—. Aunque el encarga­do de mantenimiento o el servicio de limpieza hubieran entrado, tie­nen que cerrar al salir. Es la norma.
—Lo siento —comentó Lucy—, pero estaba sola allá arriba y...
—Todos estamos un poco nerviosos, señorita Jones —asintió la primera enfermera, comprensiva—, a pesar de la detención de Larguirucho. Esta clase de cosas no pasan en el hospital. ¿Qué le parece si la acompañamos a la habitación y echamos un vistazo?
—Gracias —dijo Lucy tras suspirar—. Son muy amables. Se lo agradecería mucho.
Las cuatro mujeres subieron las escaleras, un poco como un grupo de zancudas chapoteando en un lago a primera hora de la mañana. Las enfermeras seguían hablando, cotilleando en realidad, sobre un par de médicos que trabajaban en el hospital, y bromeando sobre el aspecto de comadrejas de los abogados que habían llegado esa semana para una ronda de vistas cuasi judiciales. Lucy iba a la cabeza, y se dirigió con rapidez hacia la puerta.
—Se lo agradezco mucho —repitió, y guió el pomo.
La puerta tembló un poco pero no se abrió.
Volvió a empujar.
Las enfermeras la miraron con cierta extrañeza.
—Estaba abierta —dijo Lucy—. Se lo aseguro.
—Ahora parece cerrada —comentó la enfermera negra.
—Estoy segura de que estaba abierta. Sujeté el pomo con la mano, y al ir a meter la llave la puerta se abrió unos centímetros —explicó Lucy. A su voz, sin embargo, le faltó convicción. De repente dudaba.
Se produjo una pausa incómoda hasta que Lucy sacó la llave del bolsillo, la metió en la cerradura y abrió la puerta. Las tres enfermeras seguían detrás de ella.
—¿Entramos y echamos un vistazo? —sugirió una.
Lucy empujó la puerta y entró en la habitación. Accionó el interruptor de la lámpara del techo y el reducido espacio se iluminó. Era un dormitorio estrecho, tan austero como el de un convento, con las paredes desnudas, una cómoda robusta, una cama individual y un pequeño escritorio con una silla. Su maleta seguía abierta en medio de la cama, sobre una colcha de pana roja, la única salpicadura de color vivo en la habitación. Todo lo demás era marrón o blanco, como las pare­des. Ante las tres enfermeras, Lucy abrió el pequeño armario de la pa­red y observó su interior, vacío. Comprobó después el pequeño cuar­to de baño. Incluso miró bajo la cama. Luego se levantó, se sacudió la falda y se volvió hacia las tres enfermeras.
—Lo siento —dijo—. Estoy segura de que la puerta estaba abier­ta, y tuve la sensación de que había alguien dentro. Les he ocasionado molestias y...
Las tres mujeres menearon la cabeza.
—No tiene por qué disculparse —dijo la enfermera negra.
—No me estoy disculpando —replicó Lucy—. La puerta estaba abierta y ahora está cerrada. —Pero en el fondo no estaba segura de que fuera cierto.
Las enfermeras guardaron silencio hasta que una se encogió de hombros y dijo:
—Como comenté antes, todos estamos nerviosos. Es mejor asegurarse que lamentarse. —Las otras dos asintieron—. ¿Está bien?
—Sí. Muy bien. Gracias por su interés —dijo Lucy con cierta frialdad.
—Bueno, si vuelve a necesitar ayuda, pídala a quien sea. No dude en hacerlo. En momentos como éste lo mejor es fiarse de la intuición. —No explicó a qué se refería con «momentos como éste».
Lucy cerró la puerta cuando se marcharon. Se volvió y se apoyó contra ella un poco avergonzada. Miró alrededor y pensó: «No te equivocaste. Aquí había alguien. Alguien te estaba esperando.»
Miró su maleta y su bolso. «O alguien estaba simplemente echan­do un vistazo.» Se acercó a la escasa ropa y los artículos de tocador que había llevado consigo e intuyó que faltaba algo. No sabía qué, pero sabía que se habían llevado algo de su habitación.

Fuiste tú, ¿verdad?
Ahí, en ese momento, intentaste decirle a Lucy algo importante sobre ti, pero ella no lo captó. Era algo fundamental y algo aterrador, mucho más aterrador que lo que pudo sentir al cerrar la puerta de su habitación. Todavía pensaba como una persona normal, y eso era perjudicial para ella.

Peter el Bombero contemplaba el otro lado de la habitación, cavilando sobre la tarea que tenía entre manos. La incertidumbre erosio­naba sus pensamientos, y sentía la amargura que la indecisión puede alimentar. Se consideraba un hombre decidido y las dudas lo incomo­daban. Había sido un impulso lo que lo animó a ofrecer sus servicios y los de Pajarillo a Lucy Jones, pero estaba seguro de que había sido lo correcto. Sin embargo, su entusiasmo no había contemplado el fraca­so, y ahora se esforzaba por encontrar una forma de lograr su objetivo. En todo lo referente a la investigación veía restricciones y limitaciones, y no sabía cómo podrían superarlas.
En el mundo de aquel hospital psiquiátrico se consideraba el úni­co pragmatista.
Suspiró. Era bien entrada la noche y estaba apoyado contra la pared con las piernas extendidas en la cama, escuchando los sonidos noc­turnos. Pensó que ni siquiera la noche concedía una tregua al dolor. Los pacientes eran incapaces de liberarse de sus problemas por muchos narcóticos que Tomapastillas les recetara. Eso era lo insidioso de la enfermedad mental; se necesitaba tanta fuerza de voluntad e intensidad de tratamiento para conseguir una mejoría que la tarea era casi titáni­ca para la mayoría y prácticamente imposible para algunos. Oyó un largo gemido de Francis. Le entristecía que su amigo se agitase en su sueño, porque aquel joven no se merecía el dolor que le acechaba en la oscuridad.
Trató de relajarse, pero no pudo. Se preguntó si, cuando cerraba los ojos, la misma agitación se apoderaba de su sueño. Pero la diferencia entre él y los demás, incluido su joven amigo, era que él era culpable, mientras que ellos probablemente no.
De pronto, notó el olor denso y dulce de algún producto inflamable. La primera vaharada fue de gasolina; la segunda, de un líquido más ligero con base de bencina.
Sorprendido, se levantó de la cama. La sensación era tan fuerte que su primera reacción fue la de dar la alarma, organizar a los hombres y sacarlos de allí antes de que se produjera el inevitable incendio. Imaginó lenguas rojas y amarillas de fuego engullendo la ropa de cama, las paredes, el suelo. Imaginó la horrible asfixia que provocaría el humo. La puerta estaba cerrada con llave, como todas las noches, y oyó gritos de socorro y golpes en las paredes. Se le tensaron todos los músculos y, con la misma rapidez, se le relajaron al inspirar y darse cuenta de que aquel olor era una alucinación similar a las que asediaban a Francis o Nappy, o incluso a las particularmente espantosas que aquejaban a Larguirucho.
A veces creía que toda su vida estaba definida por olores. El tufo de cerveza y whisky que acompañaba a su padre, mezclado con el olor a sudor rancio y a veces el fuerte olor a diesel de la maquinaria pesada que arreglaba. Hundir la cabeza en su pecho significaba aspirar la pes­te de los cigarrillos que terminaron matándolo. Su madre, en cambio, siempre olía a manzanilla, en su intento de contrarrestar la aspereza de los detergentes que usaba para lavar la ropa que le encargaban. A ve­ces, bajo el intenso aroma de los jabones que ella usaba, podía captar un tufillo a lejía. Olía mucho mejor los domingos, cuando se bañaba y luego pasaba un rato horneando en la cocina, temprano, de modo que, con sus mejores galas para ir a misa, combinaba el aroma a pan recién hecho con la fragancia del champú, como si eso fuera lo que Dios quería. En la iglesia, con atuendo de monaguillo, el incienso a veces lo hacía estornudar. Recordaba todos esos aromas como si estuvieran con él en el hospital.
La guerra le había aportado un mundo de olores totalmente nue­vo. Las emanaciones de la vegetación y el calor de la selva, la cordita y el fósforo blanco de los tiroteos. El hedor pegajoso del humo y el na­palm a lo lejos, que se mezclaba con las esencias embriagadoras de los arbustos que lo rodeaban. Se acostumbró a la pestilencia de la sangre, los vómitos y los excrementos que tan a menudo se mezclaban con la muerte. También había los exóticos aromas culinarios de los pueblos por los que pasaban y los olores peligrosos de los pantanos y los campos inundados por los que avanzaban dificultosamente. Además, estaba el conocido olor acre de la marihuana en los campamentos y el olor irritante de los líquidos con que se limpiaban las armas. Era un lugar de emanaciones desconocidas e inquietantes.
Al volver a casa había aprendido que el fuego tiene decenas de olores diferentes en sus distintas fases y formas. El fuego de madera se di­ferenciaba del fuego químico, que guardaba pocas similitudes con el fuego que devoraba el hormigón. La primera llama vacilante olía diferente cuando se elevaba y cobraba fuerza, y distinto era el olor chisporrotearte de un incendio en su plenitud. Y todos ellos diferían de los olores de las maderas carbonizadas y los metales retorcidos cuando el incendio era extinguido. También había conocido entonces el inconfundible olor del agotamiento, como si la fatiga poseyera un aroma propio. Cuando se había inscrito en la academia de investigadores de incendios provocados, una de las primeras cosas que le enseñaron fue a usar el olfato, porque la gasolina con que se provoca un incendio hue­le diferente al queroseno, que a su vez huele diferente a las demás for­mas en que la gente enciende fuegos. Algunas eran sutiles, con olores distantes, esquivos. Otras eran evidentes e inexpertas, y él las detectaba desde el primer momento en que pisaba los escombros.
Cuando llegó el momento de provocar su propio incendio, había utilizado gasolina corriente adquirida en una estación de servicio si­tuada a apenas kilómetro y medio de la iglesia. Comprada con una tar­jeta de crédito a su nombre. No quería que nadie tuviera ninguna duda sobre la autoría de ese incendio concreto.
En la semi oscuridad del dormitorio, Peter el Bombero sacudió la cabeza, aunque no sabía muy bien qué quería negar. Aquella noche había controlado su rabia asesina y pensado en todo lo que había aprendido sobre cómo ocultar el origen de un incendio, todo lo refe­rente a la precaución y la sutileza, y lo había ignorado. Había dejado un rastro tan obvio que incluso el investigador más inexperto lo habría encontrado. Había provocado el incendio y cruzado la nave hacia la sacristía dando voces de alarma, aunque creía que estaba solo. Se ha­bía detenido al oír cómo el fuego empezaba a crepitar con avidez de­trás de él, y alzado los ojos hacia un vitral que de repente parecía im­buido de vida propia al reflejar las llamas. Se había santiguado, como había hecho miles de veces, y salido al jardín delantero, donde había esperado hasta verlo cobrar toda su fuerza, y después se había ido a es­perar en la oscuridad del porche de la casa de su madre a que llegara la policía. Sabía que había hecho un buen trabajo y que ni siquiera la bri­gada más dedicada conseguiría extinguir el incendio hasta que fuera demasiado tarde.
Lo que no sabía era que el sacerdote al que había llegado a odiar es­taba dentro. En un sofá de la oficina de la sacristía, en lugar de estar en su casa, donde debería haber estado. Dormido por un fuerte narcótico que le habría recetado, sin duda, un feligrés médico, preocupado porque al buen cura se le veía pálido y demacrado y sus sermones parecían sal­picados de ansiedad, como era lógico. Porque sabía muy bien que el Bombero estaba al corriente de lo que le había hecho a su sobrinito, y sabía también que, de todos sus feligreses, Peter era el único que segu­ramente haría algo al respecto. Peter nunca lo había entendido: había muchos niños de los que el sacerdote podía haber abusado y que no es­taban emparentados con nadie que pudiera montar en cólera. Peter se preguntaba también si el fármaco que había mantenido dormido al sa­cerdote en su cama mientras la muerte lo envolvía era el mismo que Tomapastillas solía administrar a sus pacientes. Sospechaba que sí, en una simetría que le parecía de lo más irónico.
—Lo hecho, hecho está —susurró.
Acto seguido, echó un vistazo alrededor para ver si sus palabras habían despertado a alguien.
Intentó cerrar los ojos. Sabía que necesitaba dormir, pero no espe­raba que eso le supusiera ningún descanso.
Resopló lleno de frustración y puso los pies en el suelo, dispuesto a ir al cuarto de baño a beber un poco de agua. Se frotó la cara como si quisiera desprenderse de algunos de sus recuerdos. Y al hacerlo tuvo la repentina sensación de que alguien lo observaba.
Se enderezó de golpe, alerta al instante, y recorrió la habitación con los ojos.
La mayoría de los hombres estaban envueltos en sombras. Una luz tenue se colaba por las ventanas e iluminaba un rincón. Observó las hi­leras de camas, pero no vio a nadie despierto. Trató de desechar la sensa­ción, pero no pudo. Todos sus sentidos, la vista, el oído, el olfato, el gus­to y el tacto, parecían gritarle advertencias. Procuró tranquilizarse, no quería volverse tan paranoico como los demás pacientes, pero mien­tras se calmaba atisbo cierto movimiento con el rabillo del ojo.
Se volvió y durante una fracción de segundo vio una cara en la ventanita de observación de la puerta. Sus ojos se encontraron y, entonces, el rostro desapareció.
Se puso de pie de un brinco y avanzó deprisa hacia la puerta. Acer­có la cara al cristal y se asomó al pasillo. Sólo podía ver un par de me­tros en ambas direcciones, y lo único que vio fue una penumbra vacía.
Tiró del pomo. La puerta estaba cerrada con llave.
Lo invadió la rabia y la frustración. Apretó los dientes y pensó que sus deseos siempre serían inalcanzables, situados tras una puerta ce­rrada.
La luz tenue, la penumbra y el cristal grueso habían conspirado para impedirle captar los detalles de aquella cara. Lo único que pudo notar fue la ferocidad de los ojos puestos en él. La mirada había sido inflexi­ble y maligna, y quizá por primera vez pensó que Larguirucho tenía razón al protestar y suplicar tanto. Algo malvado se había introduci­do en el hospital, y Peter intuyó que esta encarnación del mal lo sabía todo sobre él. Intentó convencerse de que saber eso indicaba fortale­za. Pero sospechaba que eso podía ser falso.





15

A mediodía me sentía exhausto. Demasiada falta de sueño. Demasiados pensamientos electrizantes recorriendo mi imaginación. Estaba sen­tado en el suelo con las piernas cruzadas haciendo una breve pausa para fumarme un cigarrillo. Creía que los rayos de luz que penetraban por las ventanas, cargados de la ración diurna del calor opresivo del valle, habían echado al ángel. Como una creación de un novelista gótico, era un personaje de la noche. Todos los sonidos del día, los del comercio, los de la gente que se desplazaba por la ciudad, el ruido de un camión o un autobús, la sirena distante de un coche patrulla, el golpe sordo del paquete de periódicos que el repartidor dejaba caer a la acera, los escolares que hablaban en voz alta al pasar por la calle, conspiraban entre sí para ahuyentarlo. Los dos sabíamos que yo era más vulnerable durante las silenciosas horas nocturnas. La noche genera duda. La oscuridad siem­bra temores. Esperaba que volviera en cuanto se pusiera el sol. Todavía no se ha inventado la pastilla que pueda aliviar los síntomas de la sole­dad y el aislamiento que produce el final del día. Pero, mientras tanto, estaba a salvo, o por lo menos todo lo a salvo que podía esperar. Daba igual la cantidad de cerrojos que tuviera en la puerta, no impedirían la entrada a mis peores miedos. Esta observación me hizo reír.
Revisé el texto que había fluido de mi lápiz y pensé que me había tomado demasiadas libertades. Peter el Bombero me había llevado aparte poco después del desayuno y me había susurrado:
Vi a alguien. En la ventanita de observación de la puerta. Mira­ba como si nos buscara a uno de los dos. No podía dormir y tuve la sen­sación de que alguien me observaba. Cuando alcé los ojos, lo vi.
¿Lo reconociste? pregunté.
Imposible. Peter meneó la cabeza despacio—. Sólo estuvo ahí un segundo. Cuando me levanté de la cama ya se había ido. Me acer­qué a la ventanita y miré fuera, pero no vi a nadie.
¿Y la enfermera de guardia?
Tampoco la vi.
¿Dónde estaba?
No lo sé. ¿En el lavabo? ¿Dando un paseo? ¿Quizás arriba, ha­blando con la enfermera de esa planta? ¿Dormida en una silla?
¿Tú qué crees? pregunté, y el nerviosismo asomó a mi voz.
Me gustaría pensar que fue una alucinación. Aquí tenemos mu­chas.
¿Lo fue?
Qué va sonrió Peter el Bombero, y negó con la cabeza.
¿Quién crees que era?
Sabes muy bien quién creo que era, Pajarillo sonrió, pero sin humor ya que no se trataba de ninguna broma.
Esperé un instante, inspiré hondo y sofoqué todos los ecos en mi in­terior.
¿Por qué crees que fue a la puerta?
Quería vernos.
Eso era lo que recordaba con claridad. Recordaba dónde estábamos, cómo íbamos vestidos. Peter llevaba la gorra de los Red Sox. Recorda­ba lo que comimos esa mañana: creas que sabían a cartón anegadas de un espeso jarabe dulce que tenía más relación con algún mejunje quí­mico, obra de un científico, que con un arce de Nueva Inglaterra. Aplasté el cigarrillo contra el suelo desnudo del piso y le di vueltas a mis recuerdos en lugar de tomar la comida que, sin duda, necesitaba. Eso fue lo que me dijo. Yo había imaginado todo lo demás. No estaba segu­ro al cien por cien de que la noche anterior él estuviera atrapado en las redes del insomnio debido a lo que había hecho tantos meses atrás. No me contó que eso fuera lo que lo mantenía despierto en la cama, de mo­do que, cuando tuvo la sensación de ser observado, estaba alerta. Ni si­quiera sé si lo pensé entonces. Pero ahora, años después, supongo que tu­vo que haber sido eso. Tenía sentido, por supuesto, porque Peter estaba atrapado en el espinoso territorio de la memoria. Y, poco después, todas estas cosas se combinaron, de modo que, para contar su historia, la de Lucy y también la mía, tengo que tomarme algunas libertades. La verdad es escurridiza, y no estoy a gusto con ella. Ningún loco lo está. Así que, Aunque lo escriba bien, quizás esté mal. Quizás esté exagerado. Quizá no pasó exactamente como yo lo recuerdo, o quizá tenga la memoria tan forzada y torturada debido a tantos años de fármacos que la verdad me elude siempre.
Creo que sólo los poetas idealizan que la demencia es de algún modo liberadora; es justo lo contrario. Ninguna de mis voces internas, ningún miedo, ningún delirio, ninguna compulsión, nada de lo que sirvió para crear al personaje triste que me desterró de la casa donde crecí y me mandó atado al Hospital Estatal Western, tenía nada en común con la libertad o la liberación, ni siquiera con ser único de una forma positiva. En lugar de eso, todas esas fuerzas eran como normas y re­gulaciones, exigencias y restricciones escritas en algún letrero que ocu­paba un lugar muy destacado en mi mente. Supongo que estar loco es un poco como estar encarcelado. El hospital era el sitio donde nos te­nían mientras nos dedicábamos a consolidar nuestra propia clase de detención interna.
Eso no era tan cierto para Peter, porque él nunca estuvo tan loco como el resto de nosotros.
Tampoco lo era para el ángel.
Y, de un modo curioso, Lucy era el puente entre ambos.
Todavía estábamos junto al comedor esperando que apareciera Lucy. Peter parecía muy concentrado, reviviendo lo que había visto y experimentado la noche anterior. Lo observé mientras parecía tomar cada trozo de esos instantes, ponerlo a contraluz y girarlo despacio, como haría un arqueólogo con una reliquia tras soplarla para quitarle el polvo del tiempo. Peter actuaba de forma muy parecida con las ob­servaciones; parecía creer que si ponía mentalmente lo que fuera en el ángulo adecuado y lo sujetaba contra un foco de luz, lo vería como era en realidad. Y, en aquel momento, estaba enfrascado en ese proceso, con la cara tensa y los ojos fijos sin ver lo que tenía delante, sino otra cosa. Supongo que, en otro paciente, habría sido la mirada que precedía a una alucinación o un delirio. Pero, en el caso de Peter, era el análisis de un detalle.
Mientras lo observaba, se volvió hacia mí.
Ahora sabemos algo: el ángel no está en nuestro dormitorio. Po­dría estar arriba, en el otro. Podría venir de otro edificio, aunque aún no he descubierto cómo. Pero de momento, podemos excluir a nuestros compañeros de habitación. Y sabemos algo más: ha averiguado de algún modo que estamos metidos en esto, pero no nos conoce, no lo sufi­ciente, y por eso observa.
Eché un vistazo a ambos lados del pasillo. Había un cato apoyado contra una pared, con la mirada puesta en el techo. Podría haber esta­do escuchando a Peter, o a alguna voz oculta en su interior. Imposible saberlo. Un anciano senil que llevaba los pantalones del pijama pasó junto a nosotros con la baba colgándole en una mandíbula sin afeitar, farfullando y tambaleándose, como si no comprendiera que su dificul­tad para andarse debía a los pantalones a la altura de los tobillos. El re­trasado que nos había amenazado el otro día pasó tras el anciano, con los ojos llenos de miedo, desaparecida toda su rabia y agresividad ante­rior. Supuse que le habían cambiado la medicación.
¿Cómo podemos saber quién está observándonos? pregunté. Giré la cabeza a derecha e izquierda y un escalofrío me recorrió el cuer­po al pensar que cualquiera de aquellos hombres que me miraban como absortos podría estar, de hecho, evaluándome, formándose un juicio so­bre mí.
Bueno respondió Peter encogiéndose de hombros—, ésa es la cuestión. Nosotros investigamos y el ángel observa. Mantente alerta. Algo surgirá.
Vi que Lucy Jones entraba en Amherst. Se detuvo para hablar con una enfermera, y Negro Grande se acercó a ella. Lucy le entregó un par de expedientes de una caja llena a rebosar que dejó en el suelo. Peter y yo dimos un paso hacia ella, pero Noticiero, que nos vio, nos cerró el paso. Llevaba las gafas un poco ladeadas y una mata de pelo le salía disparada de la cabeza. Su sonrisa era tan torcida como su pose.
Malas noticias, Peter dijo, aunque sonreía, tal vez para suavi­zar la información—. Siempre son malas noticias.
Peter no respondió y Noticiero pareció un poco decepcionado.
Vale dijo con la cabeza ladeada. A continuación miró a Lucy Jones y pareció concentrarse mucho. Era casi como si recordar le costa­ra un esfuerzo físico. Pasados unos instantes, esbozó una sonrisa—. Bos­ton Globe. 20 de septiembre de 1977. Sección de noticias locales, pági­na 2B: Negarse a ser una víctima; licenciada en Derecho por Harvard es nombrada jefa de la sección de delitos sexuales.
Peter se volvió hacia él.
¿Recuerdas algo del resto? preguntó.
Noticiero dudó de nuevo mientras rebuscaba en su memoria.
Lucy K. Jones dijo al fin—, veintiocho años, con tres años de experiencia en las secciones de tráfico y delitos graves, ha sido nombra­da jefa de la recién creada sección de delitos sexuales de la fiscalía del condado de Suffolk, según anunció hoy un portavoz. La señorita Jones, licenciada en Derecho por Harvard en 1974, será responsable de los ca­sos de agresiones sexuales y colaborará con la división de homicidios en los asesinatos que se deriven de violaciones. Inspiró hondo y prosi­guió—: En una entrevista, la señorita Jones afirmó estar plenamente ca­pacitada para este cargo, porque había sido víctima de una agresión sexual durante su primer año en Harvard. Explicó que se había incor­porado a la oficina del fiscal tras desechar numerosas ofertas de bufetes de abogados, porque su agresor había escapado a la acción de la justi­cia. Su perspectiva sobre los delitos sexuales proviene de un conocimien­to íntimo del daño emocional que provocan estas agresiones y de la frus­tración por un sistema judicial mal preparado para tratar esta clase de delitos. Indicó que esperaba consolidar una sección modélica que otros fiscales pudieran imitar...
También había una fotografía añadió Noticiero tras dudar un momento—. Y algo más. Estoy intentando recordar.
¿No hubo ningún artículo que lo desarrollara en la sección de so­ciales el día siguiente o después? preguntó Peter.
De nuevo, Noticiero repasó su memoria.
No... respondió. El hombrecillo sonrió y, como hacía siempre, se marchó en busca de un ejemplar del periódico del día.
Peter se volvió hacia mí.
Bueno, eso explica una cosa y empieza a explicar otras, ¿verdad, Pajarillo?
¿Qué? pregunté.
Para empezar, la cicatriz de la mejilla.
La cicatriz, por supuesto.
Debería haber prestado más atención a la cicatriz.
Sentado en mi piso, imaginando la pálida línea que recorría el ros­tro de Lucy Jones, cometí el mismo error que en aquel momento. Vi el de­fecto en su piel perfecta y me pregunté cuánto habría cambiado su vida. Pensé que me hubiera gustado haberla tocado.
Encendí otro cigarrillo. Unas volutas de humo acre se elevaron por el aire viciado. Podría haberme quedado así, perdido en mis recuerdos, si no hubieran llamado a mi puerta.
Me puse de pie, alarmado. Perdí el hilo de las ideas, sustituido por una sensación de nerviosismo. Me acerqué a la entrada y oí cómo me llamaban por mi nombre.
¡Francis! Más golpes en la gruesa puerta de madera—. ¡Francis! ¡Abre! ¿Estás ahí?
Reflexioné un instante sobre la curiosa yuxtaposición de la petición «¡Abre!», seguida de la pregunta «¿Estás ahí?». En el mejor de los ca­sos, el orden estaba invertido.
Reconocí la voz, claro. Esperé un momento, porque sospechaba que, en uno o dos segundos, oiría otra voz familiar.
Francis, por favor. Abre para que podamos verte...
La hermana número uno y la hermana número dos. Megan, que era exigente como un niño pero con el tamaño y el temperamento de un defen­sa de fútbol americano, y Colleen, que hacía la mitad de bulto y tenía una timidez que combinaba la vergüenza con una incompetencia para las cosas más simples de la vida. «¿Podrías hacerlo tú porque yo no sabría por dónde empezar?» No tenía paciencia para ninguna de las dos.
Francis, sabemos que estás ahí, y queremos que abras la puerta ahora mismo.
Seguido de otro toc, toc, toc en la puerta.
Apoyé la frente contra la madera y, acto seguido, me giré y apoyé la espalda, como para impedir su entrada. Pasado un momento, me volví de nuevo y dije:
¿Qué queréis?
¡Queremos que abras la puerta!Hermana número uno.
Queremos asegurarnos de que estás bien. Hermana número dos.
Previsible.
Estoy bien mentí—. Pero ahora estoy ocupado. Volved en otro momento.
¿Estás tomando los medicamentos, Francis? ¡Abre ahora mismo! La voz de Megan poseía toda la autoridad, y más o menos la misma paciencia, de un sargento de instrucción del cuerpo de marines.
¡Estamos preocupadas por ti, Francis!Era probable que Colleen se preocupara por todo el mundo. Se preocupaba sin cesar por mí, por su familia, por sus padres y por su hermana, por la gente que aparecía en el periódico o en las noticias televisivas de la noche, por el alcalde, por el gobernador y puede que incluso por el presidente, por los vecinos o por la familia que vivía al otro lado de su calle y que parecía atravesar un Tres comidas decentes al día y ocho horas de sueño por la noche. De hecho, la señora Santiago me preparó un plato estupendo de arroz con pollo el otro día aseguré.
¿Qué es eso? quiso saber Megan señalando la pared escrita.
Un inventario de mi vida. Nada especial.
Megan sacudió la cabeza. No me creía, y seguía estirando el cuello para husmear.
Déjanos entrar pidió Colleen.
Necesito intimidad.
Estás volviendo a oír voces aseguró Megan—. Lo sé.
¿Cómo? dije tras dudar un instante—. ¿Tú también las oyes?
Esto la enfadó aún más, claro.
¡Déjanos entrar ahora mismo!
Quiero estar solo. Negué con la cabeza. Colleen parecía al borde de las lágrimas—. Quiero que me dejéis solo. ¿ Por qué habéis ve­nido?
Ya te lo hemos dicho. Estamos preocupadas por tirespondió Colleen.
¿Por qué? ¿ Os dijo alguien que os preocuparais por mí?
Ambas intercambiaron una mirada antes de contestar.
No contestó Megan, intentando modular la premura de su tono—. Es sólo que hacía tanto tiempo que no sabíamos nada de ti...
Sonreí. Era agradable que todos mintiéramos.
He estado ocupado. Si queréis una cita, llamad a mi secretaria y trataré de recibiros antes del día del Trabajo.
La broma no les hizo gracia. Empecé a cerrar la puerta, pero Megan plantó una mano para detenerla.
—¿Qué son esas palabras? me preguntó a la vez que las señala­ba—. ¿Qué estás escribiendo?
—Eso es cosa mía, no vuestra repliqué.
¿Estás escribiendo sobre mamá y papá? ¿Sobre nosotros? ¡Eso no sería justo!
Me quedé estupefacto. Mi diagnóstico instantáneo fue que estaba más paranoica que yo.
—¿Qué te hace pensar que sois lo bastante interesantes como para escribir sobre vosotros? dije despacio.
Y cerré la puerta, puede que con demasiada fuerza, porque el rui­do resonó en el pequeño edificio como un disparo.
Volvieron a llamar, pero no hice caso. Cuando me alejé de la puer­ta, un murmullo generalizado de voces en mi interior me felicitó por mi actuación. Les gustaban mis pequeñas exhibiciones de rebeldía e inde­pendencia. Pero lo siguió una distante y resonante risa burlona, que se elevaba y apagaba las demás voces. Se parecía un poco al grito de un cuervo que, arrastrado por un viento fuerte, pasara invisible por enci­ma de mi cabeza. Me estremecí y me agaché un poco, casi como para es­quivar un ruido.
Sabía quién era.
¡Ríete si quieres! grité al ángel—. Pero ¿quién más sabe qué pasó?

Francis se sentó frente a la mesa de Lucy, mientras Peter se pasea­ba por el despacho.
—¿Qué hacemos, señorita fiscal? —preguntó el Bombero con cier­ta impaciencia.
—Creo que ha llegado el momento de empezar a hablar con algu­nos pacientes —respondió Lucy, y señaló unos expedientes—. Los que tienen antecedentes de violencia.
Peter asintió.
—Imagino que, cuando empezó a leer los expedientes, sabía que eso abarca a casi todos los pacientes, salvo los seniles y los retrasados mentales, y que ellos también pueden tener episodios violentos —comentó—. Creo que tenemos que encontrar características eliminadoras, señorita Jones...
La joven levantó la mano.
—Llámame Lucy, Peter —pidió—. Así no tendré que llamarte por tu apellido, porque sé por tu expediente que, aunque no hay que es­conder exactamente tu identidad, sí hay que recalcarla lo menos posi­ble, ¿correcto? Debido a tu reputación en ciertas zonas de Massachussets. Y también sé que, al llegar aquí, indicaste a Gulptilil que ya no tenías nombre, un acto de desvinculación que él interpretó como que no deseabas avergonzar más a tu familia.
Peter dejó de caminar y Francis pensó que se iba a enfadar. Una de sus voces interiores le gritó que tuviera cuidado y él mantuvo la boca cerrada mientras los observaba. Lucy sonreía, como si supiera que había desconcertado a Peter, y éste parecía buscar una réplica adecuada. Se apoyó contra la pared y sonrió, con una expresión no del todo distin­ta a la de Lucy.
—De acuerdo, Lucy—dijo—. Usaremos los nombres de pila. Pero dime algo, por favor: ¿No crees que interrogar a cualquier paciente con un pasado violento, o incluso con uno o dos actos violentos desde que llegó aquí, será inútil a la larga? Y, aún más importante, ¿de cuánto tiempo dispones, Lucy? ¿Cuánto crees que puede llevarnos encontrar una respuesta?
—¿Por qué preguntas eso? —La sonrisa de Lucy se desvaneció de golpe.
—Porque no sé si tu jefe, en Boston, es consciente de lo que estás haciendo.
El silencio invadió la pequeña habitación. Francis estaba atento a cualquier movimiento —las miradas, y también las posturas de brazos y hombros— que pudiera indicar sutiles significados a las palabras pro­nunciadas.
—¿Por que crees que no cuento con una cooperación total de mi oficina?
—¿Es así? —repuso Peter.
Francis vio que Lucy iba a responder de una forma, luego de otra, y por último lo hizo de una tercera:
—Sí y no —dijo.
—Eso me suena a dos explicaciones distintas.
Ella asintió.
—Mi presencia aquí todavía no forma parte de un caso oficial. Creo que debería abrirse uno. Los demás están indecisos. O, más bien, du­dan que esté dentro de nuestra jurisdicción. De modo que cuando quise venir aquí, en cuanto supe lo del asesinato de Rubita, hubo un debate encendido en mi oficina. El resultado fue que se me permitió venir, pero sólo de modo oficioso.
—Supongo que Gulptilil no conoce exactamente esas circunstancias.
—En eso tienes razón, Peter.
—¿Cuánto tiempo tienes antes de que la administración del hospi­tal se harte, o de que tu oficina pida que regreses? —preguntó Peter, y empezó a caminar de nuevo por la habitación, como si el movimiento añadiese impulso a sus pensamientos.
—No mucho.
Peter pareció vacilar de nuevo mientras revisaba sus observaciones.
Francis pensó que Peter veía los hechos y los detalles del mismo modo que un guía de montaña: consideraba que los obstáculos eran oportu­nidades y, a veces, valoraba cada paso como un logro.
—Así pues —concluyó Peter, como si de repente hablara consigo mismo—, Lucy está aquí, convencida de que hay un criminal en el hos­pital y decidida a encontrarlo. Porque tiene un... interés especial. ¿Co­rrecto?
—Correcto —asintió Lucy, y de su rostro había desaparecido toda diversión—. Los días que has pasado en el Western no han mermado tus dotes de investigación.
—Pues yo creo que sí —replicó Peter a la vez que sacudía la cabe­za—. ¿Y cuál sería ese interés especial?
Tras una pausa, Lucy agachó un poco la cabeza.
—No creo que nos conozcamos lo suficiente, Peter. Pero te diré al­go: el individuo que cometió los anteriores asesinatos logró llamar mi atención al provocar a mi oficina.
—¿Al provocarla?
—Sí. Al estilo de «no podéis atraparme».
—¿No puedes ser más específica?
—En este momento no. Son detalles que esperamos utilizar en un proceso posterior. Así que...
—No quieres compartir los detalles con un par de chiflados —la interrumpió Peter.
—Lo mismo que tú si te preguntara cómo esparciste la gasolina en aquella iglesia —replicó Lucy—. Y por qué.
Ambos guardaron otra vez silencio. Peter se volvió hacia Francis.
—Pajarillo, ¿qué conecta todos estos crímenes entre sí? —pregun­tó—. ¿Por qué estos asesinatos?
—Para empezar, el aspecto de la víctima —respondió Francis, dán­dose cuenta de que lo ponían a prueba—. Edad y aislamiento; todas acostumbraban desplazarse solas de modo regular. Eran jóvenes y te­nían el pelo corto y un físico esbelto. Las encontraron a la intemperie en un sitio distinto de aquel donde las habían matado, lo que compli­ca las cosas a la policía. Eso me lo dijo usted. Y en jurisdicciones dife­rentes además, lo que es otro problema. Eso también me lo dijo usted. Y estaban todas mutiladas de la misma forma, progresivamente. Les faltan falanges, como en el caso de Rubita. —Francis inspiró hondo—. ¿Tengo razón?
Lucy asintió y Peter sonrió.
—Exacto —afirmó éste—. Tenemos que estar atentos, Lucy, por­que Pajarillo tiene una memoria para los detalles y las observaciones mu­cho mejor de lo que nadie cree. —Reflexionó un momento. Una vez más, empezó a decir una cosa pero cambió de dirección en el último momento—. Muy bien, Lucy. Debes mantener en secreto una informa­ción que podría ayudarnos. De momento. ¿Qué hacemos entonces?
—Tenemos que encontrar la forma de localizar a este hombre —res­pondió con rigidez, pero algo aliviada, como si hubiera comprendido que Peter había querido preguntar una o dos cosas más que habrían lle­vado la conversación en otra dirección.
Francis no supo si había gratitud en sus palabras, pero vio que los dos se miraban fijamente, hablando sin necesidad de palabras, como si ambos supieran algo que se había escapado a Francis. Pensó que tal vez era así, pero también observó que Peter y Lucy habían establecido unas pautas que los situaban en un mismo plano. Peter no era tanto el pa­ciente mental y Lucy no era tanto la fiscal, y de repente ambos parecían colegas.
—El problema es que él ya nos ha localizado —anunció Peter. 





16

Si Lucy se sorprendió por la revelación de Peter, no lo mostró de inmediato.
—¿A qué te refieres exactamente? —preguntó.
—Sospecho que el ángel ya sabe que estás aquí y también por qué. Creo que en el hospital no hay tantos secretos como a uno le gustaría. Mejor dicho, existe una definición distinta de «secreto». Así que imagino que sabe que estás aquí para desenmascararlo, a pesar de las promesas de confidencialidad de Gulptilil y Evans. ¿Cuánto tiempo crees que duraron esas promesas? ¿Un día? ¿Acaso dos? Apostaría que casi todo el mundo que puede saberlo, lo sabe. Y sospecho que nuestro amigo el ángel sabe también que Pajarillo y yo te estamos ayudando.
—¿Y cómo has llegado a esta conclusión? —quiso saber Lucy. Su voz contenía un matiz de recelo mordaz que Peter pareció ignorar.
—Bueno, es una suposición, claro —respondió Peter—. Pero una cosa lleva a la otra...
—¿Cuál es la primera cosa?
Peter le contó brevemente lo que había visto en la ventanita de la puerta del dormitorio la noche anterior. Mientras se lo describía, la ob­servaba con atención, como valorando su reacción.
—Por lo tanto —terminó—, si está informado sobre nosotros, tam­bién lo está sobre ti. Vete a saber, pero... Bueno, ahí lo tienes. —Se encogió de hombros, pero sus ojos expresaban una convicción que con­tradecía su lenguaje corporal.
—¿A qué hora de la noche ocurrió? —preguntó Lucy.
—Tarde. Pasada la medianoche. —Peter observó su vacilación—. ¿Quieres comentarnos algún detalle?
—Creo que yo también tuve una visita ayer por la noche —admi­tió Lucy después de vacilar otra vez.
—¿Y eso? —soltó Peter, de repente alarmado.
Lucy inspiró y describió cómo había encontrado abierta la puerta de su habitación, y después cerrada con llave. Aunque no sabía quién, o por qué, seguía convencida de que el intruso se había llevado algo, a pesar de que había repasado sus pertenencias y no había encontrado que faltara nada.
—Quizá deberías volverlo a comprobar —dijo Peter—. Algo ob­vio sería una prenda de vestir. Algo más sutil sería algún pelo de tu ce­pillo —aventuró tras reflexionar un instante—. O quizá se pasó tu lápiz de labios por el pecho. O se puso un poco de perfume en el dorso de la mano. Algo así.
Esta sugerencia pareció desconcertar un poco a Lucy, que se re­volvió en el asiento como si ardiera, pero antes de que respondiera Francis meneó la cabeza.
—¿Qué pasa, Pajarillo? —preguntó Peter.
—No creo que sea eso, Peter —dijo Francis, que tartamudeó un poco al hablar—. No le hace falta llevarse nada. Ni ropa, ni un cepillo, ni un pelo, ni perfume, ni nada de lo que Lucy ha traído, porque ya se ha llevado algo mucho más grande e importante. Lo que pasa es que ella todavía no lo ha visto. Quizá porque no quiere verlo.
—¿Y qué sería eso, Francis? —preguntó Peter sonriente. Su voz era un poco grave, pero denotaba un regocijo extraño.
La voz de Francis tembló un poco al contestar:
—Se llevó su intimidad.
Los tres guardaron silencio mientras asimilaban esas palabras.
—Y otra cosa más —añadió Francis.
—¿Qué? —quiso saber Lucy. Se había ruborizado un poco y tam­borileaba la mesa con un lápiz.
—Quizá también su seguridad.
El peso del silencio aumentó en la pequeña habitación. Francis se sentía como si hubiera rebasado algún límite. Peter y Lucy eran pro­fesionales de la investigación y él no, de modo que le sorprendió haber tenido la osadía de decir algo tan inquietante. Una de sus voces le gritó en su interior: ¡Cállate! ¡Cierra el pico! ¡No te ofrezcas! ¡Mantente en segundo plano! ¡Mantente a salvo! No supo si hacerle caso o no. Pasa­do un momento, sacudió la cabeza.
—Puede que esté equivocado —admitió—. Se me ocurrió de re­pente y no lo pensé demasiado...
Lucy levantó una mano para interrumpirlo.
—Creo que es una observación de lo más pertinente, Pajarillo, —dijo con el tono ligeramente académico que adoptaba a veces—. Y la tendré en cuenta. Pero ¿y la segunda visita de la noche para espiaros a ti y a Peter? ¿Qué piensas al respecto?
Francis lanzó una rápida mirada a Peter, que asintió y le dijo:
—Podría vernos en cualquier momento, Francis. En la sala de es­tar, durante una comida o incluso en una sesión en grupo. Demonios, pe­ro si siempre estamos por los pasillos. Podría echarnos un buen vista­zo entonces. De hecho, puede que ya lo haya hecho. Así pues, ¿por qué iba a arriesgarse a salir de noche?
—Tienes razón en eso —respondió Francis—. Pero observarnos por el día no significa lo mismo para él.
—¿Y eso?
—Porque de día es un paciente más.
—¿Sí? Claro. Pero...
—Pero de noche puede ser él mismo.

Peter fue el primero en hablar, y su voz denotaba una especie de ad­miración.
—Bueno —dijo con una sonrisa—, es lo que sospechaba: Pajarillo ve las cosas.
Francis se encogió de hombros y sonrió ante el halago. Y, en al­gún lugar recóndito de su ser, se percató de que muy pocas veces lo habían halagado en sus veintiún años de vida. Críticas, quejas y menciones de su clamorosa ineptitud era lo que había conocido de forma bastante regular hasta entonces. Peter le dio un golpecito afectuoso en el brazo.
—Serás un policía espléndido, Francis —aseguró—. Con una pin­ta un poco extraña, quizá, pero excelente de todos modos. Tendremos que darte un poco más de acento irlandés, una tripa más prominente, unas mejillas coloradas, una porra que balancear y una inclinación por los dónuts. No, una adicción a los dónuts. Pero tarde o temprano lo conseguiremos. —Se volvió hacia Lucy y añadió—: Esto me da una idea.
Ella también sonreía, sin duda porque, como pensó Francis, le re­sultaba divertido el retrato absurdo de alguien tan frágil como él con­vertido en un fornido policía.
—Una idea estaría bien, Peter —respondió la fiscal—. Una idea se­ría excelente.
Peter guardó silencio, pero movió un instante la mano, como un director de orquesta o un matemático garabateando una fórmula en el aire al carecer de una pizarra. Tomó una silla y la giró para sentarse del revés, lo que confirió a su postura cierta urgencia.
—No tenemos pruebas físicas, ¿cierto? Y no contamos con ayuda, sobre todo de la policía local que analizó la escena del crimen, investi­gó el asesinato y detuvo a Larguirucho, ¿cierto?
—Cierto —corroboró Lucy.
—Y no creemos que Tomapastillas y el señor del Mal vayan a ayu­dar demasiado, ¿cierto?
—Cierto. Sólo están tratando de decidir qué planteamiento les crea­ría menos problemas.
—No es difícil imaginárselos a los dos en el despacho de Toma-pastillas, mientras la señorita Deliciosa toma notas, ideando lo mínimo que pueden hacer para guardarse las espaldas. Así que, de hecho, no te­nemos demasiado a nuestro favor en este momento. En concreto, sólo un punto de partida evidente. —Peter rebosaba ideas. Francis podía verlo—. ¿Qué es una investigación? —preguntó retóricamente miran­do a Lucy—. Hechos. Tomar esta prueba y añadirla a ésa. Formar una imagen del crimen como si fuese un puzzle. Todos los detalles de un cri­men, desde el comienzo hasta la conclusión, han de encajar en un marco racional para proporcionar una respuesta. ¿No es eso lo que te ense­ñaron en la oficina del fiscal? ¿De modo que la acumulación de elemen­tos demostrables elimina a todo el mundo salvo al sospechoso? Ésas son las pautas, ¿no?
—Ambos lo sabemos. Pero ¿qué quieres sugerir?
—Que el ángel también lo sabe.
—Vale. Sí. Quizás. ¿Y?
—Lo que tenemos que hacer es ponerlo todo patas arriba.
Lucy pareció desconcertada. Pero Francis comprendió a qué se re­fería Peter.
—Lo que está diciendo es que no deberíamos seguir ninguna pau­ta —explicó.
—Estamos aquí —asintió Peter—, en este sitio de locos, ¿y sabes qué será imposible, Lucy?
La fiscal no respondió.
—Pues intentar imponerle la racionabilidad y la organización del mundo exterior. Este sitio es demencial, así que tenemos que hacer una investigación acorde con este mundo. Adaptarla al lugar donde estamos.
—¿Te refieres a usar el entorno de alguna forma que se me escapa?
—Sí —asintió Peter—. No deberíamos actuar de una forma previsible —miró a Francis—, sino conforme al mundo en que estamos. En un sitio demencial, tenemos que efectuar una investigación demencial. Desenvolvernos con toda la locura que este sitio exige. Donde fueres, haz lo que vieres.
—¿Y cuál sería el primer paso? —preguntó Lucy. Parecía dispues­ta a escuchar pero no a acceder de inmediato.
—Los interrogatorios. Empiezas muy bien, de modo oficial y ciñéndote a las pautas. Y, después, aumentas la presión. Acusas a los in­terrogados de forma irracional. Tergiversas sus palabras. Les devuelves la paranoia. Actúa del modo más terrible, irresponsable e indignante que puedas. Desconcierta a todo el mundo. Eso causará desconcierto. Y cuanto más perturbemos el discurrir cotidiano del hospital, menos seguro se sentirá el ángel.
—Es un plan —asintió Lucy—. Puede que no demasiado estruc­turado, pero es un plan. Aunque no creo que Gulptilil lo acepte.
—Al cuerno —soltó Peter—. Por supuesto que no lo hará. Y tam­poco el señor del Mal. Pero no dejes que eso sea un obstáculo.
Lucy reflexionó un momento.
—¿Por qué no? —Sonrió y se volvió hacia Francis—. No dejarán que Peter esté presente en los interrogatorios, su pasado pesa dema­siado. Pero tu caso es diferente, Francis. Creo que deberías asistir. Es­taréis tú y Evans o el director médico, porque éste quiere que haya al­guien; son las normas que estableció. Creemos bastante humo y quizá veamos algo de fuego.
Por supuesto, ellos no veían lo que Francis, es decir, los peligros de este método. Pero guardó silencio, acallado por sus voces interiores, que estaban nerviosas y recelosas, de modo que se limitó a agachar la cabeza ante el rumbo fijado.

A veces, durante la primavera, desde que me dieron de alta del Western y tras instalarme en mi ciudad, cuando iba a la escalera para peces para contar los salmones que regresaban para el Wildlife Servi­ce, detectaba las sombras plateadas y relucientes de los peces y me pre­guntaba si sabían que el hecho de volver al lugar donde habían nacido para renovar el ciclo de la naturaleza les iba a costar la vida. Con la libreta en la mano, contaba los peces y solía combatir el impulso de advertirles de algún modo. Me preguntaba si tendrían alguna pulsión profunda, genética, que les informara de que volver a casa los mata­ría, o si todo era un engaño que aceptaban con gusto ya que el deseo de aparearse era tan fuerte que ocultaba la inevitabilidad de la muer­te. ¿O eran como soldados, a los que se daba una orden imposible y evi­dentemente mortal, y decidían que el sacrificio era más importante que la vida ?
A veces la mano me temblaba cuando hacía las anotaciones en la hoja de cómputo, tanta muerte latente pasaba frente a mí. En ocasiones lo entendemos todo mal. Así, algo que parece peligroso, como el inmenso océano, es en realidad seguro. Lo que es conocido, como el hogar, es de hecho más amenazador.
La luz parecía desvanecerse a mi alrededor, y me alejé de la pared para dirigirme a la ventana del salón. Noté que la habitación se llena­ba de recuerdos. Soplaba una brisa vespertina, una suave ráfaga de ca­lidez. Pensé que la oscuridad nos definía a todos. Cualquiera puede re­presentar cualquier cosa a la luz del día. Pero sólo por la noche, después de que el mundo se ha oscurecido, aparece nuestro yo real.
Ya no sabía si estaba o no agotado. Levanté los ojos y examiné la habitación. Era interesante verme solo y saber que no duraría. Tarde o temprano me invadirían. Y el ángel volvería. Sacudí la cabeza.
De pronto, recordé que Lucy había preparado una lista de casi se­tenta y cinco nombres. Eran los hombres a los que ella quería ver.

Lucy preparó una lista con unos setenta y cinco pacientes de todo el hospital que parecían poseer el potencial para asesinar. Eran hom­bres que habían mostrado hostilidad hacia las mujeres, ya fuera me­diante golpes durante riñas domésticas, lenguaje amenazador o con­ducta obsesiva, que habían concentrado en una vecina o una familiar a la que culpaban de su locura. Ella aún creía que los asesinatos habían sido, en el fondo, delitos sexuales. La justicia penal consideraba que los delitos sexuales eran primero actos violentos y después catarsis sexual.
Además, ella había sido una víctima y en decenas de salas de justicia había visto en el banquillo de los acusados a hombres que le recordaban en mayor o menor medida al que la había agredido. Su índice de condenas era ejemplar y, a pesar de los obstáculos que encontraba en el hospital Western, esperaba volver a triunfar. La confianza era su principal baza.
Mientras cruzaba los terrenos del hospital hacia el edificio de administración, empezó a dibujar mentalmente un retrato del hombre que estaba buscando. Detalles, como la fuerza física necesaria para dominar a Rubita, la juventud suficiente para ser presa de un arrebato ho­micida, la edad adecuada para no cometer errores precipitados. Esta­ba convencida de que su hombre poseía los conocimientos prácticos así como la inteligencia innata que hacen que ciertos criminales sean difíciles de acorralar. Todos los elementos de esos crímenes se le arre­molinaban en la cabeza, y se decía que cuando se encontrara frente a frente con el culpable, lo reconocería de inmediato.
La razón de su optimismo era la creencia de que el ángel desea­ba ser conocido. Imaginaba que sería engreído y arrogante, y que que­rría vencerla en este duelo intelectual dentro de aquel hospital psiquiátrico.
Lo sabía de una forma más profunda que Peter o Francis, o de lo que nadie era consciente en el Western. Unas cuantas semanas des­pués del segundo homicidio, su oficina había conseguido las dos falan­ges seccionadas del modo más normal: a través del correo. El autor las había colocado en una bolsa de plástico, que había metido en un sobre acolchado marrón, del tipo que se vendía en casi todas las tiendas de material de oficina de Nueva Inglaterra. La dirección del destinatario estaba mecanografiada en una etiqueta: JEFA DE LA UNIDAD DE DELI­TOS SEXUALES.
Se adjuntaba un folio con una pregunta también mecanografiada: «¿Los buscabais?» Nada más.
Lucy entregó los macabros souvenirs al equipo forense. No se tar­dó en confirmar que pertenecían a la segunda víctima y que se los ha­bían extirpado post mortem. La escritura de la nota y la etiqueta co­rrespondía a una máquina de escribir eléctrica Sears modelo 1.132 de 1975. El matasellos del paquete correspondía a la oficina principal de Boston Sur. Lucy y dos investigadores más de su oficina habían localizado todas las máquinas de escribir de ese modelo vendidas en Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island y Vermont durante los seis meses anteriores al asesinato. También habían interrogado a to­dos los empleados de la oficina de correos para comprobar si alguno recordaba haber manejado ese paquete en concreto. Ninguna de las dos líneas de investigación había arrojado una pista razonable.
Los empleados de correos no habían ayudado nada. Si una máqui­na de escribir se había comprado con un cheque o con una tarjeta de crédito, Sears tenía constancia. Pero se trataba de un modelo barato, y más de una cuarta parte de las máquinas similares que se vendieron en ese lapso de tiempo se pagaron en efectivo. Además, los investigado­res averiguaron que casi todos los más de cincuenta puntos de venta de Nueva Inglaterra tenían expuesto un modelo 1.132 nuevo que podía probarse. Habría sido relativamente sencillo ir un concurrido domin­go por la tarde, poner una hoja de papel en el rodillo y escribir lo que se quisiera sin llamar la atención, ni siquiera de un vendedor.
Lucy había esperado que el remitente de las falanges lo volvería a hacer con las correspondientes a la primera o la tercera víctima, pero no fue así.
Era, en su opinión, la peor forma de provocación: el mensaje no es­taba en las palabras, ni siquiera en los apéndices mutilados, sino en una entrega cuyo rastro no podía seguirse.
También había la inquietante referencia a la bibliografía sobre Jack el Destripador, que había extirpado un trozo de riñón a una víctima, una prostituta llamada Catharine Eddowes, alias Kate Kelly, y lo había enviado a la Policía Metropolitana en 1888 con una burlona nota, ru­bricada. Que su presa conociera este caso tan famoso la ponía nervio­sa. Era muy revelador, pero también la afectaba. No le gustaba estar buscando a alguien con nociones de la historia, porque eso implicaba cierta inteligencia. La mayoría de los criminales que había enviado a la cárcel destacaban por su estupidez absoluta. En la sección de delitos sexuales era un dato bastante conocido que las fuerzas que impulsaban a un hombre a ese acto concreto también harían que fuera descuidado y olvidadizo. Los que atacaban con determinada planificación y pre­visión eran más difíciles de descubrir.
De modo extraño, pensaba que estos homicidios eran imposibles de caracterizar. Francis había acertado cuando Peter le había pedido que los relacionara entre sí. Pero Lucy no podía evitar la sensación de que había algo más que el pelo y el físico de las víctimas y la singular cruel­dad del asesino.
Avanzaba por uno de los senderos entre los edificios hospitalarios pensando en el hombre que Peter y Francis llamaban el ángel. No se fijó en el buen día que hacía a su alrededor, en los rayos de sol que ilu­minaban los nuevos brotes de las ramas de los árboles y calentaban el mundo con el augurio de un tiempo mejor. Lucy Jones tenía la clase de mente a la que le gustaba clasificar y compartimentar, que disfruta­ba de la búsqueda rigurosa del detalle, y en ese momento excluía la temperatura, el sol y los nuevos brotes, ocupada en el repaso mental de los obstáculos a que se enfrentaba. La lógica y una aplicación metódi­ca de las normas, las regulaciones y las leyes la habían sostenido a lo largo de su vida adulta. Lo que Peter había sugerido la asustaba, aunque había tenido cuidado de no demostrarlo. En su interior, reconocía que te­nía cierto sentido, porque no se le ocurría otro modo de proceder. Creía que era un plan que reflejaba la agudeza de Peter y que no seguía nin­gún método racional.
Pero Lucy, que se consideraba una jugadora de ajedrez, creía que era el mejor gambito inicial que podía imaginar. Se recordó que debía mantenerse fría, ya que imaginaba que así podría controlar la situación.
Mientras caminaba cabizbaja, sumida en sus pensamientos, le pareció oír de repente su nombre.
—Luuuuuuucccyyyy. —Fue un gemido largo que le llegó con la suave brisa primaveral y reverberó entre los árboles que salpicaban los terrenos del hospital.
Se detuvo en seco y se volvió. Nadie. Miró a derecha e izquierda, a la escucha, pero el sonido había desaparecido.
Pensó que se había confundido. El gemido podría haber corres­pondido a muchos otros sonidos. La tensión la había puesto nerviosa  y había oído mal lo que era un grito de dolor o angustia, igual a los cen­tenares que el viento transportaba por el hospital todos los días.
Y a continuación pensó que se estaba mintiendo a sí misma.
Había oído su nombre.
Alzó los ojos hacia las ventanas del edificio más cercano. Vio las ca­ras de algunos pacientes ociosos que miraban en su dirección. Se giró despacio hacia otras unidades. Amherst quedaba lejos. Williams, Princeton y Yale estaban más cerca. Examinó los edificios de ladrillo en busca de algún indicio revelador. Pero todos permanecieron silencio­sos, como si la observación de Lucy hubiera cerrado la llave de la an­siedad y la alucinación que tan a menudo definían los sonidos que se oían en ellos.
Se quedó inmóvil. Pasado un momento, oyó un torrente de obsce­nidades en un edificio. Lo siguieron voces enfadadas y chillidos. Eso era lo que esperaba oír y, con cada sonido, se dijo que antes había oído algo inexistente, lo que, según se percató con ironía, la equipararía con la mayoría de los pacientes del hospital. Así pues, reanudó su camino, dando la espalda a las ventanas y a todos los ojos que podían estar observándola o contemplando absortos el bonito cielo azul. Era imposi­ble saber cuál de las dos cosas.






17

Peter el Bombero estaba en medio del comedor con una bandeja observando la actividad frenética que lo rodeaba. Las comidas en el hospital eran una serie interminable de pequeñas escaramuzas que re­flejaban las terribles batallas interiores que cada paciente libraba. Nin­gún desayuno, almuerzo o cena terminaba sin que hubiera estallado algún incidente. La angustia se servía con tanta regularidad como los huevos revueltos poco hechos o la ensalada de atún insípida.
A su derecha vio a un anciano senil que sonreía grotescamente mientras la leche le resbalaba por el mentón y el pecho, a pesar de los esfuerzos de una enfermera en prácticas por impedir que se ahogara; a su izquierda, dos mujeres se disputaban un cuenco de gelatina de li­món. Por qué había un solo cuenco y dos personas que lo reclamaban era el dilema que Negro Chico intentaba resolver con paciencia, aun­que ambas mujeres, de aspecto casi idéntico, con trenzas despeinadas de pelo gris, piel rosácea y bata azul, parecían ansiosas por llegar a las ma­nos. Ninguna de ellas tenía la menor intención de recorrer los pocos pasos que las separaban de la cocina para obtener un segundo cuenco de gelatina. Sus voces altas, agudas, se mezclaban con el ruido de platos y cubiertos y con el calor húmedo procedente de la cocina. Pasado un se­gundo, una de las dos mujeres cogió el cuenco de gelatina y lo lanzó al suelo, donde se hizo añicos con el estrépito de un disparo.
Peter se dirigió a su habitual mesa del rincón, donde daría la espal­da a la pared. Napoleón ya la ocupaba, y Peter suponía que Francis se les uniría pronto, aunque no sabía dónde estaba el joven en ese mo­mento. Se sentó y observó con recelo su plato de fideos. Tenía dudas sobre su procedencia.
—Dime algo, Nappy —pidió—. ¿Qué habría comido un soldado del gran ejército napoleónico un día como éste?
Napoleón estaba atacando el plato con avidez, llevándose aquella bazofia a la boca como una máquina de émbolos. La pregunta de Pe­ter lo hizo detener para plantearse la cuestión.
—Carne enlatada —respondió al cabo de un instante—, lo que, da­das las condiciones sanitarias de la época, era una comida bastante pe­ligrosa. O cerdo salado. Pan, por supuesto. Ése era un ingrediente básico, lo mismo que el queso duro que podía llevarse en una mochi­la. Vino tinto, creo, o agua del pozo o río que hubiera cerca. Si hacían incursiones, algo frecuente entre los soldados, quizá cogerían un pollo o una oca de alguna granja vecina y lo asarían o hervirían.
—¿Y si pensaban entrar en combate? ¿Una comida especial, quizá?
—No. No es probable. Solían estar hambrientos y a menudo, como en Rusia, se morían de hambre. Aprovisionar al ejército era siempre un problema.
Peter sostuvo un trozo irreconocible de lo que le habían dicho era pollo y se preguntó si podría entrar en combate con este plato a modo de inspiración.
—Dime, Nappy, ¿crees que estás loco? —preguntó de repente.
El hombre hizo una pausa, y un tenedor cargado de fideos rezu­mantes se quedó a mitad de camino de su boca, donde permaneció mien­tras se planteaba la pregunta. Al cabo de un momento, dejó el tenedor en el plato.
—Supongo que sí, Peter —suspiró con tristeza—. Unos días más que otros.
—Háblame un poco de ello.
Napoleón sacudió la cabeza, y el resto de su entusiasmo habitual se desvaneció.
—Los medicamentos controlan bastante los delirios. Como hoy, por ejemplo. Sé que no soy el emperador. Simplemente sé mucho sobre el hombre que lo fue. Y sobre cómo dirigir un ejército. Y lo que pasó en 1812. Hoy sólo soy un historiador de tercera categoría. Pero maña­na, no sé. Quizá fingiré tomarme la medicación que me den esta noche. Ya sabes, ponérmela bajo la lengua y escupirla después. Hay algunos trucos que casi todo el mundo aprende en el hospital. O puede que la dosis se quede un poco corta. Eso también pasa, porque las enferme­ras tienen que distribuir muchas pastillas y a veces no prestan tanta atención como deberían a quién recibe qué. Y ya está: un delirio muy potente no necesita demasiado terreno para arraigar y florecer.
—¿Los echas de menos ? —preguntó Peter tras pensar un momento.
—¿El qué?
—Los delirios. Cuando no los tienes. ¿Te hacen sentir especial cuando los tienes y corriente cuando desaparecen?
—Sí —sonrió Napoleón—. A veces. Pero a veces también duelen, y no sólo porque puedes ver lo terribles que son para quienes te ro­dean. La obsesión se vuelve tan grande que te abruma. Es como una goma elástica cada vez más tensa en tu interior. Sabes que al final se tie­ne que romper pero, cuando crees que lo hará y que todo tu interior se soltará, se estira un poco más. Deberías preguntarle a Pajarillo, creo que él lo entiende mejor.
—Lo haré.
En ese momento Peter vio que Francis avanzaba con cautela por el comedor para reunirse con ellos. Se movía de una forma muy parecida a la que él recordaba de sus días de patrulla en Vietnam, receloso del suelo que pisaba por si había bombas trampa. Francis daba bordadas entre las discusiones y los enfados que habían estallado a la derecha, y la rabia y la alucinación de la izquierda, esquivando los escollos de la senilidad o del retraso mental. Cuando llegó a la mesa, se dejó caer en una silla con un suave suspiro de satisfacción. Peter pensó que el co­medor era una peligrosa travesía plagada de problemas.
Francis ojeó el revoltijo que se solidificaba con rapidez en su plato.
—No quieren que nos engordemos —bromeó.
—Alguien me comentó que rocían la comida con Thorazme —su­surró Napoleón con aire de complicidad—. Así saben que nos pueden tener tranquilos y bajo control.
Francis miró a las dos mujeres que seguían gritándose por la gela­tina.
—Pues no parece ir demasiado bien —comentó.
—Pajarillo —preguntó Peter, y señaló de modo discreto a las dos mujeres—, ¿por qué crees que están discutiendo?
Francis dudó y enderezó los hombros antes de contestar.
—¿Por la gelatina?
Peter sonrió pero negó con la cabeza.
—No, eso ya lo veo —dijo—. Pero ¿crees que vale la pena pegarse por un bol de gelatina de limón? ¿Por qué gelatina? ¿Por qué ahora?
Francis lo comprendió. Peter tenía una forma de incluir preguntas importantes en otras insignificantes, una cualidad que Francis admira­ba porque mostraba la capacidad de pensar más allá de las paredes de Amherst.
—Es por tener algo, Peter —respondió despacio—. Es por poseer algo tangible en este sitio en que no tenemos casi nada. No es por la ge­latina. Es por poseerla. No vale la pena pegarse por un bol de gelatina, pero sí por algo que te recuerda quién eres y lo que podrías ser, y el mundo que nos espera si podemos reunir suficientes cosas pequeñas que vuelvan a convertirnos en seres humanos.
Peter reflexionó sobre la respuesta de Francis, y los tres hombres vieron cómo las dos mujeres rompían a llorar.
Los ojos de Peter se fijaron en ellas, y Francis pensó que cada inci­dente como ése debía herirlo profundamente, porque ese sitio no era para él. Francis miró de reojo a Napoleón, que se encogió de hombros y volvió a concentrarse en la comida. Ese era su sitio, y también el suyo propio. Era donde todos debían estar, pero Peter no. Debía de asus­tarlo, pues cuanto más tiempo estuviera en el hospital, más cerca esta­ría de convertirse en uno de ellos. Francis oyó un murmullo de voces que asentían en su interior.

Gulptilil examinó con recelo la lista de nombres que Lucy puso en­cima de su mesa.
—Parece un número importante de pacientes, señorita Jones. ¿Podría preguntarle cuáles han sido sus criterios de selección? —dijo en un tono frío y nada afable que, dada su voz cantarina, sonaba un poco ridículo.
—Por supuesto. Como no encontré un factor psicológico determi­nante, como una enfermedad definida, tomé en consideración incidentes violentos contra mujeres. Estos setenta y cinco hombres han cometido diversas agresiones. Unos más que otros, claro, pero todos tienen un factor en común. —Lucy hablaba con la misma pomposidad que el di­rector médico, una dote interpretativa que había afinado en la oficina del fiscal y que a menudo le servía en situaciones oficiales. Hay muy po­cos burócratas a los que no intimide alguien capaz de hablar su propio idioma.
Gulptilil se volvió a fijar en la lista y examinó los nombres mien­tras Lucy se preguntaba si el médico podría asignar una cara y un expediente a cada uno de ellos. Actuaba como si fuera así, pero la fiscal dudaba de que le interesaran demasiado las intimidades de los pacien­tes. Pasado un instante, suspiró.
—Su afirmación puede aplicarse igualmente al detenido por el ase­sinato, claro —manifestó—. Aun así, señorita Jones, accederé a lo que pide. Pero debo indicarle que me parece una pérdida de tiempo.
—Es una forma de arrancar, doctor.
—Es también una forma de parar —replicó él—. Lo que, me temo, es lo que pasará en sus interrogatorios cuando quiera obtener informa­ción de estos hombres. Imagino que le resultarán frustrantes. —Son­rió, no de forma demasiado simpática, y añadió—: Bueno, supongo que tendrá que averiguarlo por sí misma. Supongo que querrá efectuar estos interrogatorios de inmediato. Hablaré con el señor Evans, y qui­zá con los hermanos Moses, que pueden empezar a llevar a los pacien­tes a su despacho. De este modo, por lo menos, podrá empezar a tra­bajar y comprender los obstáculos a que va a enfrentarse.
Lucy sabía que Gulptilil hablaba sobre los caprichos de la enfer­medad mental, pero lo que dijo podía interpretarse de distintas formas. Le sonrió y asintió para mostrarle su conformidad.

Cuando volvió a Amherst, los Moses la estaban esperando en el pasillo junto al puesto de enfermería de la planta baja. Peter y Francis estaban con ellos, apoyados contra la pared como un par de adoles­centes aburridos que pasan el rato en una esquina a la espera de pro­blemas, aunque el modo en que los ojos de Peter escrutaban el pasillo para observar todos los movimientos y valorar a todos los pacientes que pasaban por allí contradecía su aspecto lánguido. No divisó a Evans, lo que podía ser positivo si se tenía en cuenta lo que iba a pedirles. Pero ésa fue la primera pregunta que hizo a los dos auxiliares.
—¿Dónde está Evans?
—En otro edificio —respondió Negro Grande—. En una reunión de personal de apoyo. Debería llegar en cualquier momento. El gran jefe llamó para decirnos que tenemos que empezar a llevar gente a su despacho. Tiene una lista.
—Exacto.
—Suponga que no tienen ganas de verla —comentó Negro Chi­co—. ¿Qué hacemos entonces?
—No les den esa opción. Pero si se ponen frenéticos, o empiezan a perder el control, puedo ir a verlos yo.
—¿Y si aun así no quieren hablar?
—No planteemos los problemas antes de tenerlos, ¿vale?
Negro Grande entornó los ojos pero no dijo nada, para Francis era obvio que la función del auxiliar consistía precisamente en eso, en plan­tearse los problemas antes de que surgieran.
—Lo intentaremos —dijo su hermano tras soltar un suspiro—. No le prometo cómo van a reaccionar. Nunca he hecho nada así. Quizá no haya ningún problema.
—Si se niegan ya pensaremos otra cosa —dijo Lucy—. Tengo una idea. Me gustaría saber si pueden ayudarme y guardar el secreto.
Los dos hermanos se miraron un instante. Negro Chico habló por los dos.
—Me huelo que nos va a pedir un favor que podría meternos en un lío.
—No demasiado grande, espero —repuso Lucy sonriendo.
Negro Chico sonrió de oreja a oreja, como si le hiciera gracia la res­puesta de Lucy.
—La persona que lo pide siempre piensa que no es gran cosa. Pe­ro adelante, señorita Jones, no decimos ni que sí ni que no. La escu­chamos.
—En lugar de ir los dos a buscar a cada paciente para traerlo aquí, quiero que vaya sólo uno.
—Por lo general, seguridad aconseja que haya dos hombres en cada desplazamiento como éste. Uno a cada lado del paciente. Son las normas.
—Permitan que me explique —replicó ella a la vez que daba un paso hacia los hermanos, de modo que sólo el reducido grupo pudiera oírla, un gesto apropiado a la pequeña conspiración que Lucy tenía en mente—. No soy muy optimista sobre el resultado de estos interro­gatorios, y voy a confiar en Francis más de lo que él imagina —expli­có. Los demás miraron al joven, que se ruborizó, como si lo hubiera destacado en clase una profesora de la que estuviera medio enamo­rado—. Pero, como Peter indicó el otro día, nos faltan pruebas con­tundentes. Me gustaría intentar algo al respecto.
Los Moses la escuchaban con atención. También Peter se acercó, lo que estrechó más el grupo.
—Quiero que mientras hablo con estos pacientes, se registre a con­ciencia sus cosas —prosiguió Lucy—. ¿Han registrado alguna vez una cama y un arcón?
—Por supuesto —asintió Negro Chico—. De vez en cuando. Eso forma parte de este excelente trabajo.
Lucy lanzó una rápida mirada a Peter, que parecía deseoso de dar j opinión.
—Y me gustaría que Peter interviniera en esos registros —aña­dió—. Que estuviera al mando.
Los dos auxiliares se miraron y Negro Chico replicó:
—Peter no puede salir del edificio Amherst, señorita Jones. Me refie­ro a que sólo puede hacerlo en circunstancias especiales. Y es el doctor Gulptilil o el señor Evans quienes dicen cuáles son esas circunstancias especiales. Evans no le ha dejado cruzar estas puertas ni una sola vez.
—¿Se supone que hay nesgo de que se escape? —preguntó Lucy, un poco como si estuviera ante un juez en una solicitud de libertad bajo fianza.
—Evans lo puso en el expediente —respondió Negro Chico a la vez que sacudía la cabeza—. Es más bien un castigo porque tiene pen­diente cargos graves. Peter está aquí por orden judicial para ser eva­luado, y supongo que la prohibición de salir es normal en casos así.
—¿Hay alguna forma de saltarse eso?
—Hay formas de saltárselo todo si es lo bastante importante, se­ñorita Jones.
Peter guardaba silencio. Francis vio de nuevo que se moría de ga­nas de hablar pero tenía la sensatez de mantener la boca cerrada. Los auxiliares no se habían negado aún a la petición de Lucy.
—¿Por qué cree que Peter tiene que hacer esto, señorita Jones ? ¿Por qué no mi hermano o yo? —quiso saber Negro Chico.
—Por un par de razones —respondió Lucy—. Primero, como sa­ben, Peter era un investigador muy bueno, y sabe cómo, dónde y qué buscar, y cómo tratar cualquier prueba. Y, como ha recibido formación en la obtención de pruebas forenses, espero que pueda detectar algo que quizá podría escapársele a usted o a su hermano...
Negro Chico apretó los labios, reconociendo tácitamente que aque­llo era cierto. Lucy lo tomó como un asentimiento y prosiguió.
—Y la otra razón es que no estoy segura de querer comprometer­los en todo esto. Imaginemos que encuentran algo en un registro. Es taran obligados a contárselo a Gulptilil, que técnicamente es el res­ponsable máximo, y probablemente esa prueba se perderá o se estro­peará. Si Peter encuentra algo, bueno, es otro loco del hospital. Puede dejarla, mencionármela y luego obtener una orden de registro legíti­ma. Recuerden que al final tendrá que venir la policía a detener a al­guien. Tengo que conservar cierta rectitud en la investigación, sea lo que eso signifique. ¿Me explico, señores?
Negro Grande soltó una carcajada, aunque no se había dicho nada gracioso, salvo el concepto de «rectitud en la investigación» en un hos­pital de chalados. Su hermano se rascó la cabeza.
—Por Dios, señorita Jones, me parece que nos va a meter en un buen lío antes de que todo esto termine.
Lucy se limitó a sonreír a los dos hermanos. Una sonrisa franca y acompañada de una mirada traviesa, que reflejaba la aceptación de una conspiración necesaria e inofensiva. Francis lo observó y, por primera vez en su vida, pensó lo difícil que era negar algo a una mujer bonita, lo que tal vez no fuera justo, pero aun así era cierto.
Los dos auxiliares se miraron. Luego, Negro Chico se encogió de hombros.
—¿Sabe qué, señorita Jones? —dijo—. Mi hermano y yo haremos lo que podamos. Que Evans y Tomapastillas no se enteren. —Hizo una breve pausa—. Peter, ven a hablar con nosotros en privado. Ten­go una idea...
El Bombero asintió.
—¿Qué se supone que buscamos? —preguntó Negro Grande.
—Ropas o zapatos manchados de sangre —contestó Peter—. En algún sitio hay un cuchillo u otra clase de arma blanca. Sea lo que sea, tendrá que ser muy afilada porque sirvió para cercenar dedos. Y el jue­go de llaves que falta, porque para nuestro ángel las puertas cerradas no son un obstáculo. Y cualquier otra cosa que nos permita conocer más detalles sobre el crimen por el que el pobre Larguirucho está en la cárcel. Y cualquier cosa relacionada con los demás crímenes que in­vestiga Lucy, como recortes de periódicos o una prenda femenina. No lo sé. Y desde luego lo más importante —aseguró.
—¿Qué? —preguntó Negro Grande.
—Cuatro falanges cortadas —contestó Peter con frialdad.

Oía las mismas voces que de joven, clamando de nuevo para que les prestara atención, y me preguntaban repetidamente: ¿Qué tenemos de malo, Francis? Estábamos ahí para ayudar.

Francis se sentía incómodo en el despacho de Lucy mientras in­tentaba evitar la mirada de Evans. La habitación estaba sumida en el si­lencio. Había un calor pegajoso y enfermizo, como si la calefacción se hubiera quedado en marcha a la vez que la temperatura exterior se dis­paraba. Lucy estaba atareada con un expediente, hojeando páginas con anotaciones y tomando de vez en cuando alguna nota en un bloc.
—El no debería estar aquí, señorita Jones. A pesar de la ayuda que crea que le puede brindar y a pesar de la autorización del doctor Gulptilil, creo que es muy inadecuado involucrar a un paciente en esta in­vestigación. Sin duda, cualquier aportación que pueda hacer carece de la base que tendría la de un miembro del personal o la mía propia.
Evans logró sonar pomposo, lo que, en opinión de Francis, no era habitual en él. Por lo general, el señor del Mal tenía un tono sarcástico e irritante que subrayaba las diferencias entre ellos. Francis sospecha­ba que Evans solía adoptar ese tono clínico en las reuniones del perso­nal. Desde luego, hacerse el importante no era lo mismo que serlo. Un coro de conformidad se agitó en su interior.
—Veamos cómo lo hace —se limitó a decir Lucy tras alzar los ojos—. Si crea algún problema, siempre estamos a tiempo de cambiar las cosas. —Y se centró de nuevo en el expediente.
—Y ¿dónde está el otro? —insistió Evans.
—¿Peter? —preguntó Francis.
—Le he encargado las tareas más aburridas y menos importantes —dijo Lucy levantando una vez más la cabeza—, Siempre hay algo fa­rragoso pero necesario que hacer. Dados sus antecedentes, creí que él era el más adecuado.
Eso pareció apaciguar a Evans, y Francis pensó que era una res­puesta muy inteligente. Cuando fuera mayor, él también aprendería a decir cosas que no eran del todo ciertas sin estar mintiendo.
Hubo un silencio hasta que llamaron a la puerta y ésta se abrió. Ne­gro Grande entró en el despacho acompañado de un hombre al que Francis reconoció del dormitorio de arriba.
—Este es el señor Griggs —anunció el auxiliar con una sonrisa—. De los primeros de la lista. —Con su manaza, dio un empujoncito al hombre y luego retrocedió hacia la pared para situarse allí con los bra­zos cruzados.
Griggs avanzó hasta el centro de la habitación y vaciló. Lucy le se­ñaló una silla, desde donde Francis y el señor del Mal podrían obser­var sus reacciones a las preguntas. Era un individuo enjuto y musculoso de mediana edad, medio calvo y con el pecho hundido. Respiraba con un resuello asmático. Recorrió la habitación con mirada precavida, como una ardilla que levantara la cabeza ante un peligro lejano. Una ardilla con unos dientes irregulares y amarillentos, y un carácter in­quieto. Tras dirigir a Lucy una penetrante mirada, extendió las piernas con expresión irritada.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó.
—Como sabrá —respondió Lucy—, en las últimas semanas se han suscitado algunas preguntas sobre la muerte de una enfermera en este edificio. Esperaba que usted pudiera arrojar algo de luz sobre ese inci­dente. —Su voz sonaba natural, pero Francis detectó en su actitud y en la forma en que miraba al paciente que algo la había llevado a seleccio­nar a ese hombre primero. Algo en su expediente le había dado que sos­pechar.
—Yo no sé nada —contestó el hombre, y se revolvió en el asiento agitando una mano en el aire—. ¿Puedo irme?
En el expediente, Lucy leyó palabras como «bipolar» y «depre­sión», «tendencias antisociales» y «gestión del enfado». Griggs tenía un popurrí de problemas. También había herido a una mujer con una na­vaja de afeitar en un bar tras invitarla a unas copas y haber sido rechaza­do cuando se le insinuó. También, había ofrecido resistencia cuando la policía lo detuvo y, a los pocos días de haber llegado al hospital, había amenazado a Rubita y otras enfermeras con vengarse espantosamen­te, cuando intentaban obligarlo a tomar la medicación por la noche, cambiaban el canal del televisor en la sala de estar o le impedían mo­lestar a otros pacientes, lo que hacía casi a diario. Cada uno de estos incidentes estaba debidamente documentado. También había una ano­tación de que había informado a su abogado defensor de que unas voces indeterminadas le habían ordenado que atacara a la mujer en cuestión, afirmación que lo había conducido al Western en lugar de a la cárcel local. Una anotación adicional, con la letra de Gulptilil, cues­tionaba la veracidad de tal afirmación. Era, en resumen, un hombre lleno de rabia y mentiras, lo que, según Lucy, lo convertía en un can­didato excelente.
—Por supuesto —afirmó Lucy, sonriente—. Así que la noche del homicidio...
—Estaba durmiendo en el piso de arriba —gruñó Griggs—. En la cama. Colocado con la mierda esa que nos dan.
Lucy observó su bloc antes de levantar los ojos y fijarlos en el pa­ciente.
—Esa noche no quiso la medicación. Hay una nota en su expe­diente.
Griggs abrió la boca para replicar pero se detuvo.
—Decir que no la tomarás no significa que no la tomes —explicó—. Sólo significa que algún tío como éste te obligará a tomarla. —Señaló a Negro Grande, y Francis tuvo la impresión de que hubiese usado otro epíteto si no lo asustara el corpulento auxiliar—. Así que lo hice. Unos minutos después, estaba en brazos de Morfeo.
—No le caía bien la enfermera en prácticas, ¿verdad?
—No me cae bien ninguna —sonrió Griggs—. Eso no es ningún se­creto.
—¿Y porqué?
—Les gusta mandarnos. Ordenarnos hacer cosas. Como si no fué­ramos nadie.
Griggs hablaba en plural, pero Francis creyó que sólo pensaba en sí mismo.
—Pelear con mujeres es más fácil, ¿no? —preguntó Lucy.
El paciente se encogió de hombros.
—¿Cree que podría pelear con él? —Señaló de nuevo a Negro Grande.
Lucy se inclinó hacia delante y prosiguió:
—No le caen bien las mujeres, ¿verdad?
Griggs respondió con voz grave.
—Usted no me cae demasiado bien.
—Le gusta lastimar a las mujeres, ¿no? —preguntó Lucy.
El hombre soltó una carcajada sibilante, pero no contestó.
Lucy, con voz monótona, cambió de dirección.
—¿Dónde estaba en noviembre de hace dos años?
—¿Cómo?
—Ya me ha oído.
—¿Y quiere que me acuerde?
—¿Es eso un problema para usted? Porque le aseguro que puedo averiguarlo.
Gnggs se revolvió en la silla para ganar tiempo. Francis observó que se esforzaba en pensar, como si intentara ver algún peligro entre la niebla.
—Trabajaba en unas obras en Springfield —afirmó—. En la carre­tera. En la reparación de un puente. Un trabajo asqueroso.
—¿Ha estado alguna vez en Concord?
—¿Concord?
—Ya me ha oído.
—No, nunca. Cae al otro lado del Estado.
—Y su jefe en esas obras, cuando lo llame, no me dirá que tenía ac­ceso al camión de la empresa, ¿verdad? ¿Ni que lo mandó a hacer reca­dos a la zona de Boston?
Griggs parecía un poco confundido.
—No —negó tras un momento de duda—. Esos trabajos fáciles se los daban a otros. Yo trabajaba en los pilares.
Lucy cogió una fotografía de los anteriores crímenes. Francis vio que correspondía al cadáver de la segunda víctima. Se inclinó sobre la mesa y la puso delante de Griggs.
—¿Recuerda esto? —preguntó—. ¿Recuerda haberlo hecho?
—No. —La voz de Griggs perdía algo de su bravuconería—. ¿Quiénes?
—Dígamelo usted.
—Nunca la había visto.
—Yo creo que sí.
—No.
—En esas obras en las que trabajó existen registros de las activida­des de los obreros. Así que me resultará fácil demostrar que estuvo en Concord. Pasa lo mismo con la anotación de que no recibió ningún medicamento la noche en que la enfermera fue asesinada aquí. Es sólo cuestión de papeleo. A ver, probemos de nuevo: ¿Hizo usted esto?
Griggs sacudió la cabeza.
—Si pudiera, lo haría, ¿cierto?
Negó otra vez.
—Me está mintiendo.
Griggs inspiró despacio, resollando, para llenarse los pulmones. Cuando habló, lo hizo con una rabia apenas contenida.
—Yo no hice eso a ninguna chica que haya visto nunca, y está equi­vocada si cree que lo hice.
—¿Qué hace a las mujeres que no le caen bien?
—Las rajo. —Esbozó una sonrisa maliciosa.
—¿Como a la enfermera en prácticas? —repuso Lucy.
Griggs negó otra vez con la cabeza. Echó un vistazo alrededor de la habitación, primero en dirección a Evans y después a Francis.
—No contestaré más preguntas —anunció—. Si quiere acusarme de algo, adelante, hágalo.
—De acuerdo —dijo Lucy—. Ya se puede ir. Pero quizá volvamos a hablar.
Griggs se levantó sin responder. Preparó algo de saliva y Francis creyó que iba a escupir a la fiscal. Negro Grande debió de pensar lo mismo, porque cuando Griggs dio un paso adelante, la mano del cor­pulento auxiliar le aferró el hombro como un torno de banco.
—Ya has terminado —le advirtió con calma—. No hagas nada que me enfade más de lo que ya estoy.
Griggs se zafó de la presa y se volvió. Francis vio que quería decir algo más pero, en cambio, empujó la silla para que chirriara contra el suelo y luego se marchó. Una pequeña muestra de desafío.
Lucy lo ignoró y empezó a anotar cosas en su bloc. Evans también escribía algo en una libreta.
—Bueno —le dijo Lucy—, no es que se haya descartado, ¿no cree? ¿Qué está escribiendo?
Francis guardó silencio cuando Evans alzó los ojos con una expre­sión algo ufana.
—¿Qué estoy escribiendo? Pues, para empezar, una nota para recordarme que debo ajustar la medicación de Griggs. Parecía muy agi­tado con sus preguntas, y diría que es probable que se muestre agresivo, quizá con los pacientes más vulnerables. Una anciana, por ejemplo. O acaso alguien del personal. Eso también es posible. Le aumentaré la dosis para impedir que esa cólera se manifieste.
—¿Qué va a hacer?
—Voy a tranquilizarlo una semana. Puede que más. —El señor del Mal vaciló y, a continuación, añadió sin abandonar el tono petulante—: ¿Sabe qué? Podría haberle ahorrado algo de tiempo. Tiene razón en que Griggs rehusó la medicación la noche del homicidio, pero su ne­gativa conllevó que más tarde se le administrara una inyección intravenosa. ¿Ve la segunda anotación en la hoja? Yo estuve presente y supervisé el procedimiento. Así que es verdad que estaba durmien­do cuando se produjo el asesinato. Estaba sedado. —Evans hizo una pausa—. ¿Quizás haya otros casos en que yo pueda ayudarla de ante­mano?
Lucy levantó la mirada, frustrada. A Francis le pareció que no sólo detestaba perder el tiempo, sino también manejar la situación. Pensó que le resultaba difícil porque nunca había estado en un sitio así. Y se percató de que muy poca gente normal había estado nunca en un lugar como aquél.
Se mordió el labio inferior para no hablar. Le hervía la cabeza, lle­na de imágenes del reciente interrogatorio. Hasta sus voces interiores guardaban silencio porque, mientras escuchaba al interrogado, Fran­cis había visto cosas. No alucinaciones o delirios, sino cosas sobre aquel hombre. Había visto picos de furia y de odio, y un placer desde­ñoso en sus ojos al contemplar la imagen de la muerte. Había visto a un hombre capaz de mucha depravación. Pero, al mismo tiempo, había visto a un hombre de una terrible debilidad. Un hombre que siempre querría pero rara vez haría. No era el hombre que buscaban porque la rabia de Griggs había sido demasiado explícita. Y Francis sabía que el ángel era muy poco explícito.

En el mismo momento del interrogatorio, Peter y Negro Chico es­taban efectuando el registro de las cosas de Gnggs. Peter había cam­biado su atuendo habitual, incluso la gorra de los Red Sox, por el uni­forme blanco de un auxiliar del hospital. Había sido idea de Negro Chico. Era, de algún modo, un camuflaje perfecto en el hospital; ha­bría sido necesario mirar dos veces para ver que quien lo llevaba no era un auxiliar sino Peter. En un mundo lleno de alucinaciones y delirios, generaría dudas. Esperaba que le proporcionara la cobertura suficien­te para hacer lo que Lucy le había asignado, aunque sabía que si lo veía Tomapastillas, el señor del Mal o cualquiera de los otros que lo cono­cían bien, lo encerrarían de inmediato en una celda de aislamiento y que Negro Chico sería reprendido severamente. Eso no había preocu­pado al enjuto auxiliar, cuyo comentario «Circunstancias especiales exigen soluciones especiales» fue más ingenioso de lo que Peter le ha­bría creído capaz. Negro Chico también había indicado que era enlace sindical y que su hermano era el secretario del sindicato, lo que les daría cierta protección si les pillaban.
El registro fue del todo infructuoso.
No había tardado mucho en revolver los objetos personales del pa­ciente, guardados en una maleta bajo la cama. Tampoco le había costa­do examinar la cama en busca de algo que relacionara a Griggs con el crimen. También se había movido con rapidez por la zona adyacente en busca de cualquier sitio donde pudiera esconderse algo como un cu­chillo. Era fácil ser eficiente; no había demasiados sitios donde poder ocultar algo.
Se incorporó y sacudió la cabeza. Negro Chico le indicó con un ges­to que deberían volver al lugar donde habían acordado reunirse con su hermano.
Peter asintió y lanzó una mirada en derredor del dormitorio. Como siempre, había algunos hombres tumbados en la cama mirando el techo, absortos en sus inextricables ensoñaciones. Un anciano se balanceaba atrás y adelante, llorando. Otro parecía haber oído un chiste porque, rodeándose el cuerpo con los brazos, reía incontroladamente. El retra­sado que había visto antes en los pasillos estaba en el rincón opuesto del dormitorio, sentado cabizbajo en el borde de la cama, con los ojos fijos en el suelo. Los alzó un momento y se volvió. Peter no supo si se había percatado de que estaban registrando una zona del dormitorio. No ha­bía forma de descifrar lo que aquel retrasado entendía. Era posible, cla­ro, que no prestara atención a sus actos, sumido en su casi total impa­sibilidad. Pero también cabía que en el fondo, a pesar de lo embotado que lo dejaban los fármacos psicotrópicos, hubiera establecido la co­nexión entre el paciente que habían llevado para interrogar y el poste­rior registro de la zona. No sabía si el rumor se extendería, pero temía que si el asesino llegaba a saberlo, su tarea sería mucho más difícil. Que los pacientes supieran que se estaban efectuando registros, causaría al­gún impacto. No estaba seguro de cuánto. No hizo una observación crucial: si el ángel se enteraba, podría querer hacer algo al respecto.
Observó de nuevo el grupo variopinto de hombres de la habitación y de nuevo se preguntó si pronto correría la voz por el hospital.
—Venga, Peter —le urgió Negro Chico—. Vámonos.

Asintió y se marcharon deprisa del dormitorio.




18

Aquel día, más tarde, o puede que después, pero seguro que en al­gún momento durante el desfile constante de enfermos mentales con­ducidos al despacho de Lucy Jones, se me ocurrió que hasta entonces nunca había formado parte de nada.
Creía que había sido curioso crecer sabiendo que, de una forma ex­traña, secundaria o acaso subterránea, existía toda una serie de cone­xiones a mi alrededor y que, aun así, yo estaba destinado a permanecer siempre excluido de ellas. Cuando eres pequeño, quedar al margen es una cosa terrible. Puede que la peor.
Una vez viví en una típica calle de las afueras, con muchos edificios blancos de una o dos plantas que servían de bogara la clase media, con jar­dines delanteros bien cuidados con una o dos hileras de plantas perennes de colores vivos bajo las ventanas y una piscina en la parte de atrás. El autocar escolar paraba dos veces en nuestra manzana para recogerá los niños. Por la tarde había un movimiento constante en la calle, una ma­rea ruidosa de jóvenes. Chicos y chicas con vaqueros deshilachados en las rodillas, salvo los domingos, cuando los chicos salían de sus casas con chaqueta azul, camisa blanca almidonada y corbata de poliéster, y las chi­cas llevaban vestidos con volantes. Nos reuníamos todos, junto con nues­tros padres, en los bancos de las iglesias cercanas. Era una mezcla típica de habitantes del Massachusetts occidental, en su mayoría católicos, que se dedicaban a discutir si comer carne los viernes era pecado, incluidos algunos episcopalianos y baptistas. En la manzana había algunas fami­lias judías, pero tenían que cruzar la ciudad para ir a la sinagoga.
Era increíble y abrumadoramente típico. La calle típica de una man­zana típica poblada por familias típicas que votaban a los demócratas, les encantaban los Kennedy e iban a los partidos de la liga de béisbol in­fantil las tardes cálidas de primavera, no tanto para mirar como para ha­blar. Sueños típicos. Aspiraciones típicas. Típicos en todos los sentidos, des­de primera hora de la mañana hasta última hora de la noche. Miedos típicos, preocupaciones típicas. Conversaciones que parecían revestidas de normalidad. Incluso típicos secretos ocultos bajo fachadas típicas. Un alcohólico. Un maltratador. Un homosexual no declarado. Todo típico, todo el tiempo.
Excepto yo, claro.
Se hablaba de mí en tono quedo, el mismo de los susurros que solían reservarse para la noticia espeluznante de que una familia negra se ha­bía instalado dos calles más abajo o que habían visto al alcalde salir de un hotel con una mujer que no era la suya.
En todos esos años jamás me invitaron a una fiesta de cumpleaños. Jamás me preguntaron si quería quedarme a dormir en casa de un ami­go. Ni una vez subí al asiento trasero de un coche para ira tomar un he­lado en Friendly. Jamás recibí una llamada por la noche para cotillear sobre el colegio, sobre deportes o sobre quién había besado a quién en el baile de séptimo curso. Nunca jugué en ningún equipo, ni canté en nin­gún coro ni desfilé en ninguna banda. Ningún viernes por la noche ani­mé en un partido de fútbol americano, ni me puse nunca con timidez un esmoquin mal entallado para ir a un baile. Mi vida era única debido a la ausencia de todas esas pequeñas cosas que constituyen la normalidad de cualquier persona.
Nunca supe qué detestaba más, si el mundo esquivo del que proce­día y al que jamás podría incorporarme o el mundo solitario en que es­taba obligado a vivir. Solitario si exceptuamos las voces.
Durante años las oí llamarme por mi nombre: ¡Francis! ¡Francis! ¡Francis! ¡Sal! Era un poco como imaginaba que los niños de mi manzana me llamarían una tarde cálida de julio, cuando la luz se desvanecía despa­cio y el calor del día seguía vivo mucho después de cenar, si lo hubieran hecho alguna vez, lo que nunca ocurrió. Supongo, en cierto modo, que es difícil culparlos. No sé si yo habría querido salir a jugar con ellos. Y, a medida que crecí, también lo hicieron las voces, y sus tonos cambiaron, como si siguieran el ritmo de los años que pasaban por mi vida.
Todos estos pensamientos debieron de salir de algún punto del mun­do vaporoso entre el sueño y la vigilia, porque de repente abrí los ojos en mi casa. Debía de haberme quedado dormido un momento, con la espalda apoyada contra la pared. Eran pensamientos que los medica­mentos solían sofocar. Tenía tortícolis y me levanté vacilante. Una vez más, el día se había desvanecido a mi alrededor, y volvía a estar solo, sal­ió por los recuerdos, los fantasmas y los murmullos familiares de esas vo­ces tanto tiempo reprimidas. Parecían todas bastante entusiasmadas con volver a apoderarse de mi mente. En cierto sentido, era como si desper­taran a mi lado, como imaginaba que haría una amante de verdad si alguna vez la tenía. Reclamaban atención, como un grupo feliz que pu­jara por diversos objetos en una subasta concurrida.
Me desperecé nervioso y me acerqué a la ventana. Contemplé cómo la oscuridad de la noche avanzaba por la ciudad como tantas veces an­tes, sólo que esta vez me fijé en una sombra tras una tienda de recambios de automóvil al final de la calle. Observé cómo se extendía y pensé que era algo inquietante, que cada sombra tenía sólo un leve parecido al edi­ficio, al árbol o a la persona que la proyectaba. Adoptaba una forma propia que evocaba su origen pero se mantenía independiente. Igual pero distinta. Pensé que las sombras podían revelarme mucho sobre mi mundo. Quizás estaba más cerca de ser una de ellas que de estar vivo. De punto vi un coche patrulla que recorría despacio mi calle.
Tuve la impresión de que venía a vigilarme. Noté que los dos pares de ojos del interior oscuro del vehículo se alzaban y recorrían la fachada del edificio de pisos como unos focos hasta que localizaban mi ventana. Me aparté a un lado para que no me vieran.
Retrocedí y me acurruqué contra la pared.
Habían venido a buscarme. Lo sabía, igual que sabía que el día si­gue a la noche y que la noche sigue al día. Recorrí el piso con la mirada en busca de un sitio donde esconderme. Contuve el aliento. Cada latido de mi corazón resonaba como una sirena de niebla. Me apreté más con­tra la pared, como si pudiera fundirme con ella. Notaba a los agentes al otro lado de la puerta.
Pero no ocurrió nada.
No aporrearon la puerta.
No sonaron voces fuertes con esa sola palabra, ¡Policía!, que lo di­ce todo de una vez.
El silencio me envolvía y, pasado un segundo, me incliné para espiar por la ventana. La calle estaba vacía.
Ningún coche. Ningún policía. Sólo más sombras.
Esperé un instante. ¿Había estado el coche ahí?
Exhalé despacio. Me dije que nada iba mal y que no tenía por qué preocuparme, lo que me recordó que eso era precisamente lo que ha­bía procurado decirme en todos aquellos años en el hospital.
Seguía recordando las caras, aunque a veces no los nombres. En el transcurso de ese día y del siguiente, Lucy había interrogado en su des­pacho, uno tras otro, a los hombres que, en su opinión, poseían algunos de los elementos del perfil que estaba elaborando en su cabeza. Hom­bres con rabia. Era, en cierto sentido, un curso intensivo sobre una parte de la humanidad que poblaba el hospital, una parte de la marginalidad. Toda clase de enfermedades mentales visitó ese despacho y se sentó en la silla frente a ella, unas veces con un leve empujoncito de Negro Grande y otras con sólo un gesto de Lucy o de Evans.
En cuanto a mí, guardaba silencio y escuchaba.
Era un desfile de imposibilidades. Algunos hombres eran solapados y miraban a uno y otro lado, esquivos en todas sus respuestas. Algunos pa­recían aterrados, se encogían en la silla con la frente sudorosa y la voz temblorosa como si cada pregunta de Lucy, por muy rutinaria, benévola o insignificante que fuera, los golpeara. Otros eran agresivos, levan­taban la voz enseguida, gritaban con rabia y, en más de una ocasión, daban puñetazos en la mesa, llenos de una indignación justificada. Unos cuantos se mantuvieron mudos, con la mirada en blanco, como si cada frase que salía de los labios de Lucy, cada pregunta que quedaba suspendida en el aire, ocurriera en un plano totalmente distinto al suyo, algo que no significaba nada en ningún lenguaje que ellos conocieran y que, por tanto, les era imposible responder. Algunos hombres contesta­ron con sandeces, algunos con fantasías, otros con rabia y unos cuantos con miedo. Dos hombres se quedaron mirando al techo, y otros dos hi­cieron gestos de estrangulamiento con las manos. Algunos observaron las fotografías del escenario del crimen con temor, otros con una fasci­nación inquietante. Un hombre confesó al instante, lloriqueando, «Yo lo hice, yo lo hice» una y otra vez, sin dejar que Lucy le hiciera ningu­na pregunta. Un hombre no dijo nada, pero sonrió y se llevó la mano a los pantalones para excitarse hasta que la mano de Negro Grande en el hombro lo obligó a parar. A lo largo de los interrogatorios, el señor del Mal se sentaba junto a Lucy, y cuando Negro Grande se llevaba al paciente se apresuraba a explicar por qué uno u otro debía descartarse por este o aquel motivo. Su actitud era irritante: se suponía que prestaba ayuda e informaba cuando, en realidad, ponía trabas y confundía. El señor del Mal no era tan inteligente como él creía, ni tan estúpido como alguno de nosotros opinaba, lo que desde luego era una combinación de lo más peligrosa.
A mi me ocurrió algo muy curioso: empecé a ver cosas. Era como si pudiera deducir de dónde procedía cada dolor. Y cómo todos esos dolo­res acumulados habían evolucionado con los años hacia la locura.
Sentí que una oscuridad me invadía el corazón.
Hasta la última fibra de mi ser me gritó que me levantara y saliera corriendo, que me marchara de esa habitación, que todo lo que veía, oía averiguaba era terrible, era información que no tenía ningún derecho a poseer, que no necesitaba tener, que no deseaba reunir. Pero me que­dé paralizado, incapaz de moverme, tan asustado de mí mismo como de los hombres que entraban en el despacho y que habían hecho algo te­rrible.
Yo no era como ellos. Y, sin embargo, lo era.

La primera vez que Peter el Bombero salió del edificio Amherst se sintió abrumado y tuvo que agarrarse a la barandilla para no tropezar. La brillante luz del sol pareció inundarlo, una brisa cálida de finales de primavera le alborotó el pelo, la fragancia del hibisco en flor que bor­deaba los caminos le inundó el olfato. Vaciló tambaleante en lo alto de la escalinata un poco como un borracho, mareado, como si hubiera gi­rado sobre sí mismo durante semanas en el interior del edificio y ése fuera el primer momento en que su cabeza no daba vueltas. Oyó el trá­fico de la calzada en el exterior del hospital y a algunos niños jugando delante de una de las viviendas del personal. Escuchó con atención y, más allá de las voces felices, captó una radio. Creyó reconocer el sonido Motown. Algo con un ritmo muy pegadizo y unas armonías melodio­sas en el estribillo.
Negro Chico y su hermano flanqueaban a Peter, pero fue el más pe­queño de los dos quien le susurró, apremiante:
—Agacha la cabeza, Peter. No dejes que nadie te vea bien.
El Bombero iba vestido con el uniforme blanco, como los dos au­xiliares, aunque ellos llevaban los gruesos zapatos negros reglamenta­rios, mientras que él calzaba unas zapatillas de deporte, y cualquier persona atenta se habría percatado de esa diferencia. Asintió y se en­corvó un poco, pero le costaba mantener la mirada en el suelo. Hacía semanas que no salía, y más aún sin que las limitaciones de las esposas y de su pasado le obstaculizaran los pasos.
A su derecha, vio un reducido y variopinto grupo de pacientes tra­bajando en el jardín, y sobre el decrépito asfalto que había sido una pis­ta de baloncesto, media docena de pacientes deambulando alrededor de los restos de una red de voleibol, mientras dos auxiliares fumaban un cigarrillo y observaban algo distraídos al grupo, cuya mayoría tenía la cara levantada hacia el sol de la tarde. Una mujer enjuta de mediana edad bailaba describiendo amplios giros con los brazos en un vals sin ritmo ni propósito, pero tan refinado como en un salón vienes.
Habían preparado el sistema de registro con antelación. Negro Chico llamaría a las diversas instalaciones por el sistema de intercomunicación y los pacientes entrarían por la puerta lateral. Mientras Negro Grande y el individuo estuviesen en Amherst, Peter y Negro Chico registrarían sus cosas. Negro Chico vigilaba que no se acercara ningún auxiliar o en­fermera que pudiera sentir curiosidad, mientras Peter registraba deprisa las escasas pertenencias del hombre en cuestión. Lo hacía muy bien, y podía revisar con gran rapidez las prendas, los documentos y la ropa de cama sin apenas desbaratarlos. Durante los primeros registros en su pro­pio edificio, había averiguado que era imposible mantener lo que hacía en secreto; siempre había algún que otro paciente acechando en un rincón, acostado en la cama o simplemente pegado a la pared, desde donde podía mirar por la ventana y vigilar que nadie se le acercara a hurtadillas. Más de una vez, Peter pensó que la paranoia no tenía límite en aquel hospital. El problema era que un hombre que actuaba de modo sospechoso en aquel contexto no significaba lo mismo que en el mundo real. En el West­ern, la paranoia era la norma y se aceptaba como parte de la rutina diaria, tan regular y esperada como las comidas, las peleas y las lágrimas.
Negro Grande vio que Peter alzaba los ojos hacia el sol y sonrió.
—Un día tan bonito como hoy te hace olvidar, ¿verdad? —comentó.
Peter asintió.
—Un día como hoy no parece justo estar enfermo —prosiguió el hombre corpulento.
—¿Sabes qué, Peter? —intervino Negro Chico—. De hecho, un día como hoy empeora las cosas en el hospital. Hace que todo el mundo saboree un poco de lo que no tiene. Se puede oler el mundo de fuera.
En los días fríos, lluviosos, ventosos o nevosos todo el mundo se le­vanta y hace su vida. Nadie se fija. Pero un día bonito como hoy es du­ro para casi todo el mundo.
Peter no respondió.
—Muy duro para tu joven amigo —añadió Negro Grande—. Pajarillo todavía tiene esperanzas y sueños. Y en un día así ves lo lejos de ti que están todas esas cosas.
—Saldrá de aquí —aseguró Peter—. Y pronto, además. No puede haber nada serio que lo retenga en el hospital.
—Ojalá fuera así —suspiró Negro Grande—. Pajarillo tiene mu­chos problemas.
—¿Francis? —preguntó Peter, incrédulo—. Pero si es inofensivo. Cualquier idiota lo sabría. Es probable que ni siquiera debiera estar aquí.
Negro Chico sacudió la cabeza, como para indicar que Peter no veía lo que ellos veían, pero no dijo nada. Peter dirigió una mirada a la en­trada principal del hospital, con su alta verja de hierro forjado y su muro de ladrillo. Pensó que, en la cárcel, la reclusión era siempre una cues­tión de tiempo. El delito determinaba el encierro. Podían ser uno o dos años, veinte o treinta, pero siempre era una cantidad finita, incluso para quienes cumplían cadena perpetua porque se seguía midiendo en días, semanas y meses, y al final, inevitablemente, había una vista en la que se estudiaba la concesión de la libertad condicional. Eso no era así en un hospital psiquiátrico, porque allí algo mucho más esquivo y más difí­cil de controlar determinaba la estancia de uno.
Negro Grande pareció leerle el pensamiento, porque dijo con tris­teza:
—Aunque consiga una vista de altas, le falta mucho para que le de­jen salir de aquí.
—No tiene ningún sentido —insistió Peter—. Francis es listo y no le haría daño a una mosca...
—Sí—replicó Negro Chico—, pero todavía oye voces, incluso con la medicación, y el gran jefe no consigue que entienda por qué está aquí. Y al señor del Mal no le gusta nada, aunque no comprendo por qué. To­do eso implica que tu amigo se quedará aquí y que no le solicitarán nin­guna vista. No como a algunos. Y, desde luego, no como a ti.
Peter fue a contestar pero cerró la boca. Siguieron andando en silen­cio y dejó que el calor del día lo reconfortara de las palabras con que los dos auxiliares lo habían dejado helado.
—Estáis equivocados —dijo por fin—. Saldrá y volverá a casa. Lo sé.
—Nadie lo quiere —aseguró Negro Grande.
—No como a ti —comentó Negro Chico—. Todo el mundo quiere echarte el guante. Acabarás en algún sitio, pero no será aquí.
—Ya —corroboró Peter con amargura—. De vuelta a la cárcel. Allí debo estar. Cumpliendo entre veinte años y cadena perpetua.
Negro Chico se encogió de hombros, dando a entender que Peter había logrado comprender algo.
Siguieron hacia el edificio Williams.
—Agacha la cabeza —ordenó Negro Chico cuando se acercaban a la entrada lateral del edificio.
Peter lo hizo y bajó los ojos, de modo que observaba el camino de tierra por donde caminaban. Le resultaba difícil, porque cada rayo de sol en la espalda le recordaba estar en otro sitio y cada caricia del vien­to cálido le sugería tiempos mejores. Siguió adelante mientras se decía que no servía de nada recordar lo que había sido y lo que era, sólo de­bía pensar en lo que se convertiría. Sabía que eso era difícil porque cada vez que miraba a Lucy veía una vida que podría haber sido suya, pero que lo había eludido, y pensaba, no por primera vez, que cada pa­so que daba sólo lo acercaba un poco más a un precipicio aterrador, donde se tambalearía y donde sólo lograría mantener un equilibrio muy precario, sujeto por unas delgadas cuerdas que se desgastarían con gran rapidez.

El hombre les sonrió sin comprender y no dijo nada.
—¿Recuerda a la enfermera en prácticas a la que apodaban Rubita? —preguntó Lucy por segunda vez.
El hombre se balanceó en el asiento y gimió un poco. No era un ni un no, sólo un gemido de reconocimiento. Francis describió el soni­do como un gemido debido a la ausencia de una palabra mejor, porque el hombre no parecía desconcertado, ni por la pregunta, ni por la silla ni por la fiscal sentada frente a él. Era un hombre enorme, ancho de es­paldas, con el cabello corto y una expresión inocente. Un hilito de ba­ba le corría por la comisura de los labios y se balanceaba a un ritmo que sólo sonaba en sus oídos.
—¿Responderá alguna pregunta? —le espetó Lucy Jones con una nota de frustración.
El hombre guardó silencio, sólo se oía el leve crujido de la silla me­ciéndose adelante y atrás. Francis observó las manos del hombre, gran­des y nudosas, casi tan curtidas como las de un viejo, lo que no era nada normal porque aquel hombre silencioso no parecía mucho mayor que él. Francis pensaba a veces que en el hospital las pautas corrientes del envejecimiento estaban algo alteradas. Los jóvenes parecían ancianos. Los ancianos parecían vejestorios. Hombres y mujeres que deberían estar llenos de vitalidad arrastraban los pies como si el peso de los años les dificultara cada paso, mientras quienes estaban casi al final de la vida tenían la simplicidad y las necesidades de un niño. Se miró las manos como para comprobar que seguían siendo más o menos congruentes con su edad. Luego volvió a contemplar las del hombre. Estaban unidas a unos brazos enormes y musculosos. Cada vena que le sobresalía indi­caba una fuerza apenas contenida.
—¿Pasa algo? —preguntó Lucy.
El hombre soltó otro de los gemidos guturales que Francis se ha­bía acostumbrado a oír en la sala de estar común. Era un ruido animal que expresaba algo simple, como hambre o sed, y carecía del tono que podría haber tenido si se basara en la rabia.
Evans alargó la mano y arrebató el expediente a Lucy Jones para ojearlo.
—No creo que interrogar a este individuo vaya a dar frutos —dijo con soberbia.
—¿Y eso por qué? —Lucy, un poco enfadada, lo miró.
—Tiene un diagnóstico de retraso profundo —aclaró Evans a la vez que señalaba una página del expediente—. ¿No lo ha visto?
—Lo que he visto es un historial de actos violentos contra mujeres —respondió Lucy con frialdad—. Incluido un incidente en que lo sor­prendieron a mitad de una agresión sexual a una niña pequeña, y un se­gundo caso en que golpeó a alguien que tuvo que ser hospitalizado.
Evans volvió a mirar el expediente.
—Sí, sí —asintió con rapidez—. Ya lo veo. Pero, a menudo, lo que se consigna en un expediente no es una relación exacta de los hechos. En el caso de este hombre, la niña era la hija de un vecino que había juga­do con él de forma provocativa y que, sin duda, tiene sus propios pro­blemas. Su familia prefirió no presentar cargos. Y el otro caso era su propia madre, a la que empujó en una riña originada en que él se negó a efectuar una tarea doméstica. La mujer se golpeó la cabeza contra el borde de una mesa y tuvo que ir al hospital. Fue un momento en que no fue consciente de su fuerza. Creo también que carece de la clase de inteligencia criminal que usted está buscando, porque, y corríjame si me equivoco, según su teoría, el asesino es un hombre bastante astuto.
Lucy recuperó la carpeta de manos de Evans y miró a Negro Grande.
—Ya puede devolverlo a su dormitorio —le dijo—. El señor Evans tiene razón.
El auxiliar tomó por el codo al hombre para ayudarlo a levantarse.
—Muchas gracias —dijo Lucy al paciente, que no pareció enten­der ni una palabra, aunque saludó con una mano y esbozó una sonrisa de oreja a oreja antes de marcharse diligentemente detrás de Negro Gran­de. Su sonrisa no flaqueó ni un instante.
—Vamos demasiado lento —suspiró Lucy, y se recostó en su silla.
—Siempre tuve mis dudas sobre su método —replicó Evans.
Francis notó que Lucy iba a decir algo y, entonces, oyó dos o tres voces que le gritaban a la vez: ¡Díselo! ¡Adelante, díselo! Así que se in­clinó hacia delante y habló por primera vez desde hacía horas:
—No pasa nada, Lucy —aseguró despacio. Y añadió—: No se tra­ta de eso.
Evans lo miró, molesto por su intervención, como si lo hubiera in­terrumpido.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Lucy.
—No se trata de lo que los pacientes dicen —aclaró Francis—. En realidad, no tienen sentido las preguntas que puedas hacerles sobre la noche del asesinato, dónde estaban, si conocían a Rubita o si tienen un pasado violento. No importa lo que les preguntes sobre esa noche, ni sobre quiénes son. Eso no es lo importante. Digan lo que digan, oigan lo que oigan, respondan lo que respondan, no son las palabras lo que deberías escuchar.
Evans movió la mano con desdén.
—¿Crees que nada de lo que dicen es importante, Pajarillo? Enton­ces, ¿para qué estamos aquí?
Francis se encogió en la silla, temeroso de contradecir al señor del Mal. Sabía que había algunos hombres que acumulaban los desaires y las afrentas, y se las cobraban al cabo de un tiempo, y Evans era uno de ellos.
—Las palabras no significan nada —dijo en voz baja—. Tendremos que hablar otro lenguaje para encontrar al ángel. Una forma distinta de comunicación. Y una de las personas que crucen por esta puerta lo ha­blará. Sólo tenemos que reconocerlo cuando llegue. Pero no será exac­tamente lo que esperamos.
Evans resopló y tomó su libreta para efectuar una anotación breve. Lucy Jones iba a responder a Francis, pero vio al psicólogo y le dijo:
—¿Qué ha escrito?
—Nada importante.
—Hombre —insistió ella—, tiene que haber sido algo. Un recor­datorio de comprar leche al volver a casa. La decisión de buscar un nue­vo empleo. Una máxima, un juego de palabras, unos ripios o unos ver­sos. Pero era algo. ¿Qué?
—Una observación sobre su amigo —respondió Evans, inexpresi­vo—. Una nota que indica que Francis sigue teniendo delirios. Como lo demuestra lo que ha dicho sobre crear alguna especie de lenguaje nuevo.
Lucy iba a replicar que ella había comprendido todo lo que Fran­cis había dicho, pero se detuvo. Dirigió una mirada rápida al joven y pudo ver que cada palabra de Evans se había filtrado en sus miedos. Se dijo que era mejor no decir nada porque eso sólo empeoraría las cosas.
Aunque no podía imaginar cómo las cosas podrían ser peor para Francis.
—Veamos, ¿a quién le toca ahora? —dijo.

—¡Oye, Bombero! —exclamó Negro Chico con voz baja pero apremiante—. Date prisa. —Consultó el reloj y le dio unos golpecitos con el índice—. Tenemos que irnos.
Peter estaba registrando la ropa de cama de uno de los posibles sos­pechosos.
—¿Qué prisa hay? —preguntó.
—Tomapastillas. Suele hacer las rondas de mediodía muy pronto, y tienes que estar de vuelta en Amherst, sin esa ropa, antes de que em­piece a recorrer el hospital y te vea en algún sitio donde no deberías es­tar vestido como no deberías.
Peter asintió. Deslizó las manos bajo la cama para palpar el col­chón. Uno de sus temores era que el ángel hubiera abierto el colchón para esconder el arma y sus souvenirs en su interior. Eso era lo que él habría hecho si tuviera objetos que quisiera ocultar a los auxiliares, las enfermeras o a cualquier otro curioso.
No encontró nada y sacudió la cabeza.
—¿Has terminado? —preguntó Negro Chico.
Peter siguió repasando el colchón, palpando cada forma y cada bulto. Los pacientes lo contemplaban desde el otro lado de la habita­ción. Negro Chico los intimidaba y algunos se habían encogido en el rincón, apretados contra la pared. Otros estaban sentados en el borde de la cama con expresión ausente, mirando al vacío, como si el mundo que habitaban estuviera en otra parte.
—Casi —farfulló Peter, y el auxiliar volvió a dar golpecitos a su reloj.
La cama estaba limpia. Nada sospechoso. Sólo faltaba un rápido registro de las pertenencias del hombre, que estaban en un arcón bajo la cama. Lo sacó y revolvió su interior, sin encontrar nada más sospe­choso que unos calcetines necesitados de un lavado urgente. Estaba a punto de dejarlo cuando algo le llamó la atención.
Era una camiseta blanca, doblada y puesta cerca del fondo del ar­cón. Una de esas baratas que se venden en las tiendas de saldos y que muchos pacientes llevaban bajo una camisa de invierno gruesa duran­te los meses más fríos. Pero no fue eso lo que llamó su atención.
La camiseta tenía una mancha rojo oscuro en la parte delantera.
Había visto antes manchas como ésa. En su formación como in­vestigador de incendios provocados y en la selva de Vietnam.
Peter sostuvo unos segundos la camiseta y palpó la tela como si to­cándola pudiera averiguar algo más. Negro Chico lo urgió:
—Tenemos que irnos ya, Peter. No quiero tener que dar explicacio­nes, y mucho menos al gran jefe, si no es necesario.
—Señor Moses —dijo Peter—. Mire esto.
El auxiliar se acercó para echar un vistazo por encima del hombro de Peter. Éste no dijo nada, pero oyó cómo el negro silbaba bajo.
—Parece sangre, Peter —comentó—. Tiene toda la pinta de serlo.
—Es lo que pensé.
—¿No es una de las cosas que estamos buscando?
—Sí —asintió Peter.
Dobló con cuidado la camiseta tal como estaba y la dejó en el mis­mo sitio. Metió el arcón bajo la cama, con la esperanza de que no se no­tara que alguien lo había tocado.
—Vamos —dijo luego. Observó el reducido grupo de hombres al otro lado de la habitación, pero le resultó imposible deducir de sus mi­radas vacías si sospechaban algo.



19


Peter se quitó el uniforme de auxiliar antes de entrar en el edificio Amherst. Negro Chico dobló los pantalones y la chaqueta y se los puso bajo el brazo, mientras Peter se ponía unos vaqueros arrugados.

—Los esconderé hasta que Gulptilil haya terminado las rondas y podamos volver a lo nuestro —dijo el enjuto auxiliar, y añadió—: ¿Vas a contar a la señorita Jones lo que vimos y dónde lo vimos?

—En cuanto el señor del Mal se separe de ella.

—Se enterará —auguró Negro Chico con una mueca—. De un modo u otro. Siempre lo hace. Antes o después parece saber todo lo que pasa en el hospital.

Peter consideró interesante esa información pero no comentó nada. Negro Chico pareció indeciso un instante.

—¿Qué vamos a hacer con un hombre que tiene escondida una ca­miseta manchada de sangre que no creemos que sea suya?

—De momento, guardar silencio y mantenerlo en secreto —res­pondió Peter—. Por lo menos hasta que la señorita Jones decida cómo proceder. Tenemos que tener mucho cuidado. Al fin y al cabo, el hom­bre en cuya cama estaba la camiseta está hablando con ella en este mo­mento.
—¿Crees que ella averiguará algo al hablar con él?
—No lo sé.
Ambos eran conscientes de lo que acababan de descubrir. Una ca­miseta manchada de sangre podía causar muchas dificultades. Peter se mesó el cabello mientras consideraba la situación. Tenía que ser preca­vido y agresivo a la vez. Su primera idea fue técnica: cómo aislar a aquel hombre y cómo desenmascararlo. Se percató de que había mucho que
hacer ahora que tenían un verdadero sospechoso. Pero toda su forma­ción le sugería un enfoque cauto, aunque eso contradecía su propio ca­rácter. Sonrió al reconocer el familiar dilema al que se había enfrentado toda su vida, el equilibrio entre los pequeños pasos y las zambullidas de cabeza. Sabía que estaba donde estaba, por lo menos en parte, por haber sido incapaz de dudar.
En el pasillo frente al despacho donde Lucy efectuaba los interro­gatorios, el más corpulento de los Moses vigilaba a un paciente que ri­valizaba con él en cuanto a tamaño, y quizá también en cuanto a fuer­za, aunque si este detalle le preocupaba, no lo demostraba. El hombre se balanceaba atrás y adelante, un poco como un coche encallado en el barro que va cambiando de marcha hasta encontrar la que le permita salir. Cuando divisó a Peter y a su hermano, dio un empujoncito al hombre.
—Tenemos que acompañar a este caballero de vuelta a Williams —dijo cuando se acercaron. Miró a su hermano y añadió—: Tomapastillas está haciendo rondas en el tercer piso.
Peter no esperó a que los auxiliares le dijeran qué hacer.
—Esperaré aquí a la señorita Jones —anunció. Se apoyó contra la pared y, al hacerlo, intentó analizar al hombre que estaba con Negro Grande. Procuró mirarlo a los ojos, juzgar su pose, su aspecto, como si pudiera ver su interior. Un hombre que podía ser un asesino.
Mientras adoptaba un aire despreocupado y el de paciente y los au­xiliares se disponían a marcharse, susurró entre dientes:
—Hola, ángel. Sé quién eres.
Ninguno de los hermanos Moses pareció oírlo.
Ni tampoco el paciente. Se fue arrastrando los pies detrás de los Moses, como si no se hubiera enterado de nada. Se movía como un hombre con las manos y las piernas sujetas, con pasos cortos e irregu­lares, aunque no había nada que le limitara el movimiento.
Peter los observó desaparecer por la puerta principal antes de diri­girse al despacho de Lucy. No sabía muy bien cómo interpretar lo que acababa de pasar.
En ese momento Lucy salió, seguida por el señor del Mal, que le hablaba con énfasis, y por Francis, rezagado como para distanciarse del psicólogo. Peter vio que su amigo tenía una expresión preocupada. Pa­recía más ligero, pero cuando el joven vio a Peter, pareció recuperarse y se acercó a él. Al mismo tiempo, Peter vio que Gulptilil accedía al pasillo desde la escalera del otro lado, a la cabeza de varios miembros del personal con blocs y lápices para hacer anotaciones. Cleo, con un ci­garrillo colgando del labio inferior, se levantó de una silla desvencija­da, y salió al encuentro del director médico.
—¡Ah, doctor! —Su voz sonó casi como un grito—. ¿Qué piensa hacer sobre las raciones insuficientes que se sirven en las comidas? No creo que las autoridades planearan matarnos de hambre cuando nos enviaron aquí. Tengo amigos que tienen amigos que conocen a perso­nas influyentes, y podrían hablar al gobernador sobre cuestiones de sa­lud mental...
Tomapastillas se detuvo. El grupo de médicos internos y residen­tes le imitó como el coro de un espectáculo de Broadway.
—Ah, Cleo —respondió el médico con afectación—. No sabía que hubiera algún problema, ni que te hubieras quejado. Pero no creo que sea necesario involucrar al gobernador en esta cuestión. Hablaré con el per­sonal de la cocina y me aseguraré de que todo el mundo reciba todo lo que necesite en las comidas.
Cleo, sin embargo, sólo estaba empezando.
—Las palas de ping-pong están viejas —prosiguió, tomando im­pulso con cada palabra—. Habría que cambiarlas. Las pelotas suelen estar resquebrajadas, de modo que no sirven para nada, y las redes es­tán deshilachadas y remendadas con cordel. La mesa está combada e inestable. Dígame, doctor, ¿cómo va a mejorar uno su juego con un equipamiento que ni siquiera reúne los requisitos mínimos de la Aso­ciación de Tenis de Mesa de Estados Unidos?
—Pues, no era consciente de que existiera ese problema. Revisaré el presupuesto de ocio para ver si hay fondos para solucionarlo.
Aunque eso habría apaciguado a algunos, Cleo no había terminado.
—Por la noche hay demasiado ruido en los dormitorios para poder descansar bien. Demasiado. Dormir es fundamental para el bienestar y el progreso general hacia la salud. Las autoridades sanitarias reco­miendan ocho horas de sueño ininterrumpido al día como mínimo. Y además necesitamos más espacio. Mucho más espacio. Hay presos en el corredor de la muerte con más espacio que nosotros. La masificación está descontrolada. Y necesitamos más papel higiénico en los lavabos. Mucho más papel higiénico. —Ya era un torrente de quejas—. ¿Y por qué no hay más auxiliares para ayudar a la gente de noche, cuando te­nemos pesadillas? Cada noche, alguien grita pidiendo ayuda. Pesadillas, pesadillas, pesadillas. Llamas y llamas, gritas y nadie viene. Eso está mal. Es una putada.
—Como muchas instituciones estatales, tenemos problemas de personal, Cleo —respondió el médico con tono condescendiente—. Tendré en cuenta tus quejas y sugerencias, y veré si podemos hacer algo. Pero si el reducido personal que trabaja en el turno de noche tuviera que responder a todos los gritos que oye, acabaría extenuado en una o dos noches, Cleo. Me temo que las pesadillas son algo con lo que te­nemos que aprender a vivir de vez en cuando.
—Eso no es justo. Con todos los medicamentos que nos meten en el cuerpo, deberían encontrar algo para que la gente duerma sin dema­siada agitación. —Cleo parecía hincharse a medida que hablaba con una altivez majestuosa, una María Antonieta del edifico Amherst.
—Consultaré la guía médica para buscar algún fármaco adicional —mintió el médico—. ¿Alguna otra cuestión?
Cleo pareció un poco frustrada, pero, casi con la misma rapidez, su expresión se volvió bastante maliciosa.
—Sí —dijo—. Quiero saber qué le está pasando al pobre Largui­rucho. —Y señaló a Lucy, que esperaba pacientemente a un lado del pasillo—. Y quiero saber si ha encontrado al verdadero asesino.
Las palabras resonaron en el pasillo.
—Larguirucho sigue incomunicado, acusado de homicidio en pri­mer grado —respondió Gulptilil con una sonrisa lánguida—. Ya te lo había explicado antes. Su abogado solicitó la libertad bajo fianza, pero, como era de esperar, fue denegada. Se le ha asignado un abogado de ofi­cio, y sigue recibiendo su medicación. Está retenido en la cárcel del con­dado, a la espera de una vista. Según me han dicho, está animado...
—Eso es mentira —replicó Cleo—. Lo más seguro es que Largui­rucho esté triste. Éste es su hogar, si se le puede llamar hogar, y noso­tros somos sus amigos, si se nos puede llamar amigos. ¡Debería re­gresar aquí de inmediato! —Inspiró hondo e imitó con sarcasmo las palabras del médico—: Ya se lo había explicado antes. ¿Por qué no me escucha?
—En cuanto a tu otra pregunta —prosiguió Gulptilil, sin hacer caso de la burla de Cleo—, deberías hacérsela a la señorita Jones. Pero no está obligada a informar a nadie de los avances que haya hecho. O no hecho. —Su voz ácida subrayó las últimas palabras.
Cleo pareció confundida. Gulptilil se alejó de ella y, como un jefe de los scouts en una excursión por el bosque, hizo un gesto al grupo de residentes para que lo siguiera pasillo adelante. Pero sólo había dado unos pasos cuando Cleo les espetó en voz alta y acusadora:
—¡Le estoy observando, Gulptilil! ¡Sé qué está ocurriendo! ¡Podrá engañar a muchos, pero a mí no! —Y entre dientes, pero no lo suficiente para que los médicos no la oyeran, añadió—: Son todos unos cabrones.
El director médico empezó a darse la vuelta, pero se lo pensó me­jor. Francis vio que tenía la cara tensa, intentando sin éxito ocultar la incomodidad del momento.
—¡Estamos todos en peligro y no están haciendo nada al respecto, hijos de puta! —gritó Cleo.
Soltó una risita, dio una larga calada al cigarrillo, se carcajeó soca­rrona y se desplomó en su asiento, donde continuó observando con una sonrisa satisfecha cómo el director se alejaba por el pasillo. Soste­nía el cigarrillo con la mano como una batuta y lo agitó en el aire. Un director satisfecho con los acordes finales del concierto.
Extrañamente, la grandilocuencia de Cleo animó a Francis. Le pa­reció que su arrebato había captado la atención de todos los pacientes que paseaban por la sala. No sabía si había significado algo para ellos, pero se sonrió ante su pequeña muestra de rebeldía y deseó tener la misma seguridad para ser igual de exigente. Por su parte, Cleo debió de captar los pensamientos de Francis, ya que soltó un elaborado ani­llo de humo hacia el pasillo, observó cómo se disipaba y le guiñó el ojo a Francis.
Peter se acercó a Francis y le susurró:
—Cuando estalle la revolución, ella estará en las barricadas. Qué di­go, es probable que dirija la rebelión, coño. Y es lo bastante grande como para ser ella misma una barricada.
—¿Qué revolución? —preguntó Francis.
—No seas tan literal, Pajarillo —repuso Peter y soltó una pequeña carcajada—. Piensa simbólicamente.
—Eso puede ser fácil para la reina de Egipto. Pero en mi caso, no sé.
Ambos sonrieron.
Gulptilil, nada divertido, se acercó a ellos.
—Ah, Peter y Francis —exclamó, recuperando su tono cantarín—. Mi pareja de investigadores. ¿Cómo van esos progresos?
—Lentos y constantes —contestó Peter—. Así es como yo los des­cribiría. Pero es la señorita Jones quien tiene que determinarlo.
—Por supuesto. Ella determina cierta clase de progresos. Pero los médicos estamos más preocupados por otra clase de progresos.
Peter vaciló antes de asentir.
—Sí, así es —insistió Gulptilil—. Y, a esos efectos, los dos vendréis a mi despacho esta tarde. Francis, tenemos que hablar sobre tu adapta­ción. Y tú, Peter, recibirás una visita importante. Los hermanos Moses serán informados cuando llegue y te acompañarán a administración.
El director médico arqueó una ceja, como si sintiera curiosidad por las reacciones de los dos hombres. Se les quedó mirando a los ojos un inquietante momento y luego se acercó a Lucy.
—Buenos días, señorita Jones. ¿Ha conseguido algún avance en su dilema?
—He logrado eliminar unos cuantos nombres.
—Imagino que eso le parece útil.
Lucy no respondió.
—Bueno —prosiguió Gulptilil—, continúe. Cuanto antes extraiga conclusiones, mejor para todos los implicados. ¿Le ha resultado de ayu­da el señor Evans en sus investigaciones?
—Por supuesto —aseguró Lucy.
Gulptilil se giró hacia el señor del Mal.
—¿Me mantendrá al día de las evoluciones y del avance de las cir­cunstancias? —le pidió.
—Por supuesto —dijo Evans.
Francis pensó que todo sonaba a representación burocrática. Esta­ba seguro de que Evans informaba a Tomapastillas de todo a cada ins­tante. Suponía que Lucy Jones también lo sabía.
El director médico suspiró y echó a andar hacia la puerta principal. Pasado un momento, Evans le dijo a Lucy Jones.
—Bueno, deduzco que nos merecemos un descanso. Tengo pape­leo pendiente. —Y también se marchó deprisa.
Francis oyó una risa fuerte en la sala de estar. La carcajada, agu­da y burlona, reverberó por el edificio. Pero cuando se volvió para ver quién era, la risa se interrumpió y se desvaneció entre los rayos del sol de mediodía que se filtraban a través de los barrotes de las ventanas.
—Vamos —le susurró Peter, y ambos se acercaron a Lucy.
El Bombero se concentró en algo que no tenía nada que ver con Cleo y su numerito ni con el regocijo de ver a Gulptilil desconcertado.
Francis vio que estaba tenso. Tomó a Lucy Jones por el codo y los hizo volver.
—He encontrado algo —les dijo.
Lucy asintió con un gesto. Los tres volvieron a su despacho.
—¿Qué impresión te dejó el último interrogado? —preguntó Pe­ter mientras se sentaban.
—Para ser breve, ninguna —respondió Lucy con una ceja arquea­da, y se volvió hacia Francis—: ¿No es así? —Cuando éste asintió, añadió—: Aunque posee la fuerza física y la edad necesarias, sufre un retraso profundo. Fue incapaz de comunicar nada importante; se mos­tró lo más obtuso ante mis preguntas, y Evans opinó que debemos des­cartarlo. Nuestro hombre posee cierta inteligencia. Por lo menos, la su­ficiente para planear sus crímenes y evitar ser descubierto.
—¿Evans opinó que debe eliminarse como sospechoso? —dijo Pe­ter, algo sorprendido.
—Así es —respondió Lucy.
—Pues es curioso, porque descubrí una camiseta blanca manchada de sangre entre sus pertenencias.
Lucy se recostó en el asiento sin decir nada. Francis observó cómo asimilaba esta información y lo cauta que se volvía. Él, en cambio, vio vi­gorizada su imaginación y, pasado un instante, preguntó:
—Peter, ¿podrías describir lo que encontraste?
Peter sólo tardó un momento o dos en explicárselo.
—¿Estás totalmente seguro de que era sangre? —preguntó Lucy por fin.
—Todo lo seguro que puedo estar sin un análisis de laboratorio.
—La otra noche sirvieron espaguetis para cenar. Quizás este hom­bre tenga problemas para usar los cubiertos. Podría haberse salpicado el pecho de salsa...
—No es ese tipo de mancha. Es espesa, entre marrón y granate, y está extendida. No como si alguien la hubiera frotado con un trapo hú­medo para limpiarla. No, es algo que alguien quiere conservar intacto.
—¿Como un souvenir? —repuso Lucy—. Estamos buscando a al­guien a quien le gusta quedarse con souvenirs.
—Sospecho que tiene más o menos el mismo valor que una instan­tánea —comentó Peter—. Para el asesino, me refiero. Ya sabes, una fami­lia va de vacaciones y después revela las fotografías y se sienta en casa para verlas y revivir los recuerdos. Pienso que a nuestro ángel esta camiseta le proporciona la misma emoción y satisfacción. Podría tocarla y recordar. Evocar el momento es casi tan fuerte como el momento en sí —concluyó.
Francis oyó sus voces interiores. Opiniones contrarias, consejos y sensaciones de miedo e inquietud. Pasado un segundo, asintió a lo que Peter estaba diciendo y preguntó a Lucy:
—¿Hubo algún indicio en los otros asesinatos de que se llevara algo de las víctimas, aparte de los dedos?
—No que sepamos —respondió a la vez que sacudía la cabeza—. No faltaba ninguna prenda de vestir. Pero eso no lo descarta por com­pleto.
Había algo que preocupaba a Francis, pero no sabía qué, y ningu­na de sus voces era clara y contundente. Emitían opiniones contradic­torias, e hizo todo lo posible por acallarlas y concentrarse.
—¿Encontraste algo más que sea incriminatorio? —preguntó Lucy a Peter, mientras tamborileaba la mesa con un lápiz.
—No.
—¿Las falanges?
—No. Ni ningún cuchillo. Ni las llaves del edificio.
Lucy se reclinó.
—Lo que dije antes es cierto —dijo Francis, un poco sorprendido de mostrarse tan contundente—. Antes de que volviera Peter. Cuando Evans estaba aquí. —Su voz parecía proceder de otro Francis, no del Francis que él sabía que era, sino de uno distinto, el Francis que espe­raba ser algún día—. Cuando dije que tenemos que descubrir el len­guaje del ángel.
Peter lo miró intrigado, y Lucy reflexionó. Francis vaciló un ins­tante e ignoró sus repentinas dudas.
—Me pregunto si no será la primera lección de comunicación —sen­tenció mientras los otros dos permanecían callados—. Sólo tenemos que averiguar qué está diciendo y por qué.

Lucy se preguntó si la búsqueda del asesino en aquel hospital po­dría volverla también loca. Pero consideraba que la locura era conse­cuencia de la frustración, no una enfermedad orgánica. Esa idea era peli­grosa y, con un poco de esfuerzo, la desechó. Había mandado a Peter y Francis a almorzar mientras intentaba elaborar un plan de acción.
Sola en su despacho, estudió el expediente de aquel hombre, algo que lo relacionase con los crímenes. Algunas conexiones deberían ser obvias.
Sacudió la cabeza para disipar la sensación de contradicción que la invadía. Ahora tenía un nombre. Una prueba. Había iniciado procesos con éxito con mucho menos. Y, aun así, estaba intranquila. Aquel ex­pediente debería mostrarle algo convincente, y sin embargo no era así. Un hombre profundamente retrasado, incapaz de contestar siquiera a la pregunta más simple, que la había mirado como si no comprendiese nada de lo que le decía, tenía en su poder un objeto que correspondía al asesino. No cuadraba.
Su primer impulso había sido enviar a Peter a buscar la camiseta. Cualquier laboratorio podría comparar la mancha con la sangre de Rubita. También era posible que en la camiseta hubiera pelos o fibras, y que un examen microscópico estableciese más conexiones entre la víc­tima y el agresor. El problema de llevarse la camiseta sin más era que sería una incautación ilegal y probablemente un juez no la admitiría como prueba. Y había la curiosa cuestión de la ausencia de los demás objetos que buscaban. Eso tampoco parecía lógico.
Lucy tenía una capacidad considerable de concentración. En su corta pero meteórica carrera en la oficina del fiscal, se había distingui­do por lograr ver los crímenes que investigaba más o menos como una película. En la pantalla de su imaginación reunía detalles, de modo que tarde o temprano visualizaba todo el acto. Eso le permitía obtener ex­celentes resultados. Cuando Lucy llegaba al tribunal, sabía quizá me­jor incluso que el acusado, por qué y cómo éste había hecho lo que había hecho. Era esta cualidad lo que la hacía tan eficaz. Pero ahora, estaba de­sorientada. El hospital no era como el mundo criminal al que estaba acostumbrada.
Gimió, frustrada. Miró el expediente por enésima vez y se dispuso a cerrarlo, cuando llamaron a la puerta. Alzó los ojos.
Francis asomó la cabeza.
—Hola, Lucy —dijo—, ¿puedo pasar?
—Adelante, Pajarillo. Creía que te habías ido a comer.
—Sí pero se me ocurrió algo de camino y Peter me dijo que vinie­ra a decírtelo.
—¿De qué se trata? —preguntó Lucy, e hizo un gesto para que el joven se sentara. Francis lo hizo con movimientos que indicaban que se sentía ansioso y reticente a la vez.
—El retrasado no parece la clase de persona que buscamos —con­testó Francis—. Varios de los hombres que han venido y han sido des­cartados parecían mejores sospechosos. O, por lo menos, más acor­des con el perfil del sospechoso.
—Ya—asintió Lucy—. Pero ¿cómo es que este hombre tiene la ca­miseta?
—Porque alguien quería que la encontráramos —respondió Fran­cis después de estremecerse—. Y que inculpáramos a este hombre. Al­guien se enteró de que estamos interrogando y registrando, y estable­ció la relación entre ambas cosas, de modo que se nos adelantó y puso ahí la camiseta.
Lucy inspiró hondo. Eso sonaba lógico.
—Y ¿por qué querría conducirnos hasta esta persona en particular ?
—No lo sé —dijo Francis.
—Porque si quieres inculpar a alguien de un crimen que tú has co­metido —se contestó Lucy—, lo lógico es hacerlo con alguien cuya con­ducta sea sospechosa.
—Pero este hombre es distinto. Es el sospechoso menos probable que se me ocurre. Un muro de piedra. De modo que tiene que haber sido elegido por otra razón. —Se levantó de golpe, como asustado por algún sonido inquietante—. Lucy —añadió—, hay algo en este hom­bre. Tenemos que averiguar qué es.
—¿Crees que esto podrá ayudarnos? —preguntó Lucy señalando el expediente.
—Tal vez —asintió Francis—. Pero no sé qué hay en un expediente.
—A ver si tú encuentras algo, porque yo no lo consigo. —Se lo tendió.
Francis lo tomó. Nunca había visto un expediente hospitalario y, por un momento, se sintió como si estuviera haciendo algo ilícito, como si curioseara en la vida de otro paciente. La existencia que los pacien­tes conocían unos de otros estaba tan enmarcada en el hospital y su ru­tina diaria que, tras una breve reclusión, uno se olvidaba de que los de­más tenían vidas más allá de aquellas paredes. El hospital te arrebataba el pasado, la familia, el futuro. Pensó que en alguna parte había un ex­pediente sobre él, y otro sobre Peter, y que contenían toda clase de in­formación que, en ese momento, parecía muy lejana, como si todo hu­biera pasado en otra existencia, en otro tiempo, a otro Francis.
Estudió minuciosamente el expediente.
Estaba escrito en jerga hospitalaria abreviada y anodina, y dividido en cuatro partes. La primera trataba de las circunstancias de su ho­gar y su familia; la segunda contenía la historia clínica, que incluía es­tatura, peso, tensión arterial y demás; la tercera especificaba el trata­miento con la indicación de diversos fármacos, y la cuarta consistía en el pronóstico. Esta última constaba sólo de seis palabras: «Reservado. Probable atención de larga duración.»
Un gráfico mostraba que el hombre había obtenido, en más de una ocasión, permiso para pasar el fin de semana con su familia, fuera del hospital.
Francis leyó sobre un hombre que había crecido en una pequeña ciudad cercana a Boston y que se había trasladado a Massachusetts occi­dental el año anterior a su hospitalización. Tenía treinta y pocos años, una hermana y dos hermanos, todos ellos con un coeficiente normal y, al parecer, una vida normal. Le habían diagnosticado el retraso mental en la escuela primaria, y había participado en varios programas de desarrollo toda su vida. Ningún plan había resultado.
Francis se reclinó en la silla y fue leyendo una situación tan de ma­nual como funesta. Una madre y un padre que envejecían. Un hijo de carácter infantil, más grande y más difícil de controlar a medida que pasaban los años. Un hijo que no podía entender o controlar sus im­pulsos y su rabia. Ni su pulsión sexual. Ni su fuerza. Unos hermanos que querían alejarse de él, y no estaban dispuestos a ayudar.
Francis se podía ver reflejado en cada frase. Diferente pero, aun así, igual.
Leyó el expediente una vez, y luego otra, consciente todo el tiempo de que Lucy observaba su rostro para valorar sus reacciones a lo que leía.
Se mordió el labio inferior. Notó que las manos le temblaban un poco. Las cosas giraban a su alrededor, como si las palabras de las pá­ginas se sumaran a los pensamientos que ocupaban su cabeza para ma­rearlo. Le invadió una sensación de peligro e inspiró hondo antes de dejar el expediente en la mesa y deslizado hacia Lucy.
—¿Y bien, Francis? —le preguntó ella.
—Nada.
—¿No ves nada?
Sacudió la cabeza. Pero Lucy supo que mentía. Francis había vis­to algo. Sólo que no quería revelarlo. 

Intenté recordar qué me asustó más. Aquél fue uno de los momentos, en el despacho de Lucy. Empeza­ba a ver cosas. No alucinaciones acústicas como las que me sonaban en los oídos y me resonaban en la cabeza. Éstas me resultaban conocidas y, aunque podían ser irritantes y difíciles, y haber contribuido a mi locu­ra, estaba acostumbrado a ellas y a sus exigencias y temores. Al fin y al cabo, me habían acompañado desde que era pequeño. Pero lo que me asustó entonces fue ver cosas sobre el ángel. Quién era. Cómo pensaba. Para Peter y Lucy no era lo mismo. Sabían que el ángel era un adver­sario. Un criminal. Un objetivo. Alguien que se escondía de ellos, a quien intentaban atrapar. Ya habían perseguido personas antes, les ha­bían seguido los pasos y las habían llevado ante la justicia, de modo que su búsqueda tenía un contexto distinto a lo que de repente me rodeaba a mí. Había empezado a ver al ángel como alguien como yo. Sólo que mucho peor. Por primera vez, creía que podía seguir sus huellas. Todo en mi interior me gritaba que seguir su trillado camino estaba mal. Pero era posible.
Quería huir. Un coro interno me advertía con fuerza que aquello no era nada bueno. Mis voces eran una ópera de supervivencia que me gri­taba que me alejara, que corriera y me escondiera para salvarme.
Pero ¿cómo? El hospital estaba cerrado con llave. Los muros eran altos. Las puertas eran sólidas. Y mi propia enfermedad me impedía es­capar.
¿Cómo podía dar la espalda a las únicas dos personas que habían creído que yo valía algo?
Es verdad, Francis. No podías hacer eso.
Me había acurrucado en un rincón del salón para contemplar mis palabras cuando oí a Peter. Me sentí aliviado y miré a uno y otro lado en busca de su presencia.
¿Peter? dije—. ¿Has vuelto?
No me había ido. He estado aquí todo el rato.
El ángel estuvo aquí. Lo noté.
Volverá. Está cerca, Francis. Todavía se acercará más.
Está haciendo lo que hizo antes.
Lo sé, Pajarillo. Pero esta vez estás preparado. Sé que lo estás.
Ayúdame, Peter susurré. Se me hizo un nudo en la garganta.
Esta vez es tu lucha, Pajarillo.
Tengo miedo, Peter.
Es natural dijo en el tono despreocupado que usaba a veces y que tenía la cualidad de no ser crítico—. Pero eso no significa que sea inútil. Sólo significa que debes tener cuidado. Igual que antes. Eso no ha cambiado. Lo fundamental la primera vez fue tu cautela, ¿recuerdas?
Seguí en el rincón y recorrí la habitación con la mirada. Lo descubrí apoyado contra la pared frente a mí. Me saludó con la mano y esbozó una sonrisa familiar. Llevaba un mono naranja brillante decolorado por el uso, y estaba rasgado y manchado de tierra. Sostenía un reluciente casco plateado en las manos y tenía la cara surcada de hollín, cenizas y líneas de sudor. Sacudió la cabeza y sonrió.
Perdona mi aspecto, Pajarillo.
Parecía un poco mayor de lo que yo recordaba y, tras su sonrisa, pude ver los duros efectos del dolor y los problemas.
¿Estás bien, Peter?pregunté.
Por supuesto, Francis. Es que me han pasado muchas cosas. Ya ti también. Siempre llevamos la ropa que nos pone el destino, ¿verdad, Pa­jarillo? No es ninguna novedad.
Repasó con los ojos las columnas de palabras escritas en la pared.
Estás haciendo progresos dijo tras asentir con la cabeza.
No sé. Cada palabra que escribo parece oscurecer más la habita­ción.
Peter suspiró dando a entender que se lo esperaba.
Hemos visto mucha oscuridad, ¿verdad, Francis? Y alguna juntos. Eso es lo que estás escribiendo. Recuerda que entonces estábamos ahí con­tigo y ahora estamos aquí contigo. ¿Lo tendrás presente, Pajarillo?
Lo intentaré.
Las cosas se complicaron un poco aquel día, ¿verdad?
Sí. Para los dos. Y también para Lucy debido a ello.
Cuéntalo todo, Francis.
Miré la pared y vi dónde me había quedado. Cuando me volví ha­cia Peter, éste había desaparecido.




20


Fue Peter quien sugirió que Lucy procediera en dos direcciones dis­tintas. La primera era no dejar de interrogar a los pacientes. Dijo que era fundamental que nadie, ni los pacientes ni el personal, supieran que habían encontrado una prueba, porque todavía no tenían claro qué significaba ni hacia dónde señalaba. Pero si se sabía la noticia, perderían el control de la situación. Comentó a Lucy que era una consecuencia del mundo inesta­ble del hospital psiquiátrico. Era imposible prever qué intranquilidad, incluso pánico, provocaría en las frágiles personalidades de los pacientes. Eso significaba, entre otras cosas, que había que dejar la camiseta ensangrentada donde estaba, que no debía involucrarse a ningún organis­mo externo, en especial la policía local que había detenido a Larguirucho, aunque se arriesgaran a perder la prueba. Y añadió que la gente del edificio Amherst estaba empezando a acostumbrarse al flujo regular de pacien­tes que llegaban de los demás edificios acompañados de Negro Grande para que Lucy los interrogara, y podría aprovechar esa rutina a su favor. La segunda sugerencia de Peter era más difícil de llevar a la práctica.

—Tenemos que lograr que ese hombre y sus cosas sean trasladados a Amherst —indicó a Lucy—. Y hacerlo de un modo que el cambio no llame mucho la atención.

Lucy estuvo de acuerdo. Estaban en el pasillo, en medio del ir y venir de pacientes durante la tarde, cuando había los grupos de terapia y las clases de arte. La neblina habitual de humo de cigarrillo flotaba en el aire y el repiqueteo de los pies se mezclaba con el murmullo de las voces. Peter, Lucy y Francis parecían las únicas personas que no se movían, como pie­dras en los rápidos de un río, mientras la actividad rebosaba a su alrededor.

—Muy bien —dijo Lucy—, tiene sentido. Pero ¿y qué mas?

—No sé —respondió Peter—. Es el único sospechoso que tenemos y Pajarillo no cree que sea el verdadero, una observación que yo sus­cribo. Pero tendremos que averiguar qué relación tiene con todo lo de­más. Y la única forma de conseguirlo...

—... es tenerlo lo bastante cerca para observarlo. Sí. Eso también tiene sentido —concluyó Lucy, y arqueó una ceja como si se le hubiera ocurrido algo—. Haré algunos preparativos.

—Pero con discreción —aconsejó Peter—. Que nadie lo sepa.
—Descuida —sonrió Lucy—. Ser fiscal consiste en hacer que las cosas ocurran de la forma que tú quieres. —Y, añadió—: Bueno, más o menos.
Vio que los hermanos Moses se acercaban por el pasillo. Los llamó con un gesto.
—Señores, creo que tenemos que volver a encarrilar la investigación. ¿Podría hablar con ustedes antes de que el señor Evans vuelva?
—Está hablando con el gran jefe —dijo Negro Chico. Se volvió ha­cia Peter y le hizo un gesto inquisitivo.
Peter asintió.
—Se lo he contado —le informó—. ¿Sabe alguien más...?
—Se lo dije a mi hermano —respondió Negro Chico—. Pero nada más.
—No me parece que sea el hombre que estamos buscando —in­tervino Negro Grande, impasible—. Ese apenas puede comer solo. Le gusta sentarse y jugar con muñecas, ver la televisión. No me parece un asesino, a no ser que lo irrites tanto que se descontrole del todo. El chi­co es fuerte. Y no sabe cuánto.
—Francis opina más o menos lo mismo —comentó Peter.
—Pajarillo tiene intuición—sonrió Negro Grande.
—Bien, no se dice nada a nadie, ¿vale? —terció Lucy—. Intentemos mantenerlo así.
Negro Chico se encogió de hombros.
—Lo intentaremos —aseguró—. Otra cosa. Pajarillo, Tomapastillas quiere verte ahora. —El auxiliar se volvió hacia Peter—. A ti vendré a buscarte de aquí a un rato.
—¿Tú crees que...? —empezó Peter un poco intrigado, pero los au­xiliares sacudieron la cabeza.
—No especulemos —pidió Negro Chico—. Todavía no. Mientras su hermano acompañaba a Francis al despacho del doc­tor Gulptilil, Negro Chico siguió a Peter y Lucy al despacho de ésta. La fiscal se dirigió a la caja con los expedientes y tomó de lo alto del montón el del hombretón retrasado. Luego repasó con rapidez su lista de posibles sospechosos hasta encontrar el que creía que serviría para sus propósitos.
—Este es el hombre con el que quiero hablar a continuación —dijo a Negro Chico enseñándole otro expediente.
—Lo conozco —asintió el auxiliar al ver quién era—. Un cabrón con el genio muy vivo. Perdone, señorita Jones, pero he tenido algún que otro roce con él. Es un alborotador.
—Tanto mejor para lo que tengo en mente.
Negro Chico la miró socarronamente y Peter se dejó caer en la si­lla, sonriente.
—Parece que la señorita Jones tiene una idea —dijo.
Lucy tomó un lápiz y lo hizo rodar entre las palmas mientras exa­minaba el expediente del paciente. El hombre en cuestión era un habi­tual y había pasado gran parte de su vida en la cárcel por agresiones, ro­bos y violaciones de domicilio, y en varios centros psiquiátricos, dado que se quejaba de alucinaciones auditivas y rabias maníacas. Lucy sos­pechó que algunas de ellas eran inventadas. Lo más real quizás era que poseía cualidades manipuladoras psicopáticas y una rabia explosiva, y eso era perfecto para lo que ella tenía en mente.
—¿Qué clase de problemas ha creado? —le preguntó a Negro Chico.
—Siempre quiere extralimitarse, ¿sabe a qué me refiero? Le pides que vaya hacia un lado y va hacia el otro. Le dices que se quede aquí y aparece allí. Intentas empujarlo un poco, grita que lo estás golpean­do y presenta una queja formal al gran jefe. También le gusta molestar a los demás pacientes. Siempre está fastidiando a alguien. Creo que roba cosas a los demás. No merece llamarse hombre, si quiere saber mi opi­nión.
—Bueno, veamos si podemos lograr que haga lo que quiero —co­mentó Lucy.
No estaba dispuesta a explicar nada más, aunque observó que Pe­ter se relajaba en la silla, como si percibiera algo de lo que ella había planeado. Lucy pensó que era una cualidad suya que seguramente aca­baría admirando. Entonces se dio cuenta de que había observado en Peter varias cualidades que estaba empezando a admirar, lo que aumen­taba aún más su curiosidad por saber por qué estaba allí y por qué ha­bía hecho lo que había hecho.
La señorita Deliciosa se encargó de Francis en cuanto Negro Gran­de lo condujo al despacho del director médico. Como siempre, la secre­taria fruncía el entrecejo con antipatía, como para señalar que cualquier alteración de la rutina diaria establecida gracias a su férrea organiza­ción era algo que la molestaba personalmente. Dijo a Negro Grande que se reuniera con su hermano en el edificio Williams.
—Llegas tarde. Date prisa —ordenó a Francis mientras medio lo empujaba hacia la puerta del despacho.
Tomapastillas estaba de pie junto a la ventana, contemplando uno de los patios interiores. Francis se acercó a una silla delante de la mesa del médico y miró por la misma ventana para intentar averiguar qué le re­sultaba tan interesante. Se percató de que las únicas veces que miraba por una ventana sin barrotes o sin rejilla eran en el despacho del direc­tor médico. Allí el mundo parecía mucho más benévolo de lo que era.
—Un bonito día, Francis, ¿no crees? —El médico se volvió de gol­pe—. La primavera parece haber llegado con fuerza.
—A nosotros a veces nos cuesta notar el cambio de estación —co­mentó Francis—. Las ventanas están muy sucias. Si las limpiaran, se­guro que mejoraría el humor de la gente.
—Buena sugerencia, Francis —asintió Gulptilil—. Y demuestra cierta perspicacia. Lo mencionaré a los encargados del edificio y los te­rrenos para ver si pueden añadir la limpieza de las ventanas a sus tareas, aunque ya deben de tener exceso de trabajo.
Se sentó tras el escritorio y se inclinó con los codos apoyados en la mesa y los antebrazos formando una V invertida para descansar el mentón en sus manos unidas.
—A ver, Francis, ¿sabes qué día es hoy? —preguntó.
—Viernes.
—¿Y cómo estás tan seguro?
—Hay macarrones y atún en el menú del almuerzo. Es el de los viernes.
—Sí, ¿y eso por qué?
—Supongo que como deferencia a los pacientes católicos —contestó Francis—. Algunos todavía creen que los viernes hay que comer pescado. Mi familia, por ejemplo. Misa los domingos. Pescado los vier­nes. Es el orden natural de las cosas.
—¿Y tú?
—Me parece que no soy tan religioso —dijo Francis.
Gulptilil pensó que eso era interesante.
—¿Sabes la fecha? —preguntó.
—Creo que cinco o seis de mayo —respondió Francis meneando la cabeza—. Lo siento. Los días se confunden en el hospital. Por lo ge­neral, cuento con Noticiero para que me informe sobre la actualidad del día, pero hoy aún no lo he visto.
—Estamos a cinco. ¿Podrías recordarlo, por favor?
—Sí.
—¿Y sabrías decirme quién es el presidente de Estados Unidos?
—Carter.
Gulptilil sonrió sin apartar el mentón de sus manos entrelazadas.
—Bueno —prosiguió como si lo que iba a decir fuera una prolonga­ción de lo anterior—, he estado con el señor Evans y, aunque has hecho progresos en cuanto a socialización y comprensión de tu enfermedad, así como del impacto que causa sobre ti mismo y quienes te rodean, cree que, a pesar de tu medicación actual, sigues oyendo voces de personas que no están presentes, voces que te instan a actuar de determinada forma, y que todavía tienes delirios sobre los hechos.
Francis no respondió, porque no oyó ninguna pregunta. En su in­terior, oía susurros por todas partes, muy quedos, como si tuvieran mie­do de que el director médico pudiera oírlos si levantaban la voz.
—Dime, Francis —continuó Gulptilil—, ¿crees que la valoración del señor Evans es correcta?
—Es difícil saberlo. —Se movió un poco en el asiento, consciente de que cualquier cosa que hiciera, cualquier palabra incómodo que di­jera, cualquier inflexión, cualquier gesto, podría servir para formar la opinión del médico—. Creo que el señor Evans considera delirio cual­quier cosa que diga uno de sus pacientes y con la que él no esté de acuerdo, de modo que es difícil saber qué responder.
El director médico sonrió y se reclinó en su silla.
—Ha sido una afirmación convincente y coherente, Francis. Muy bien.
Francis empezó a relajarse, pero entonces recordó que no debía fiarse del médico y, sobre todo, de un cumplido dirigido a él. En su in­terior se produjo un murmullo de conformidad. Cuando sus voces esta­ban de acuerdo con él, Francis se sentía seguro de sí mismo.
—Pero el señor Evans también es un profesional, Francis, así que no deberíamos descartar su opinión. Dime, ¿cómo te va la vida en Amherst? ¿Te llevas bien con los demás pacientes? ¿Con el personal? ¿Te gustan las sesiones de terapia del señor Evans? Y, dime, ¿crees que es­tás más cerca de poder volver a casa? ¿Ha sido el tiempo pasado aquí hasta ahora, digamos, provechoso?
El médico se inclinó hacia delante con un movimiento algo depre­dador que Francis reconoció. Sus preguntas constituían un campo de minas y tenía que ser precavido con las respuestas.
—El edificio está bien, doctor, aunque abarrotado, y creo que me llevo bien con todo el mundo, más o menos. A veces cuesta reconocer el valor de las sesiones de terapia del señor Evans, aunque siempre re­sulta útil cuando el debate se desvía hacia cuestiones de actualidad, por­que a veces temo que estamos demasiado aislados en el hospital y que el mundo sigue su curso sin nosotros. Y me gustaría mucho volver a casa, doctor, pero no sé qué tengo que demostrarles a usted y a mi fa­milia para que me permitan hacerlo.
—Creo que nadie de ella ha considerado necesario o que merecie­ra la pena visitarte —soltó el médico con frialdad.
—Todavía no, doctor. —Francis trató de controlar las emociones que amenazaban con estallar.
—¿Una llamada telefónica, quizás? ¿Alguna carta?
—No.
—Eso debe de afligirte un poco, ¿no, Francis?
—Sí —afirmó tras inspirar hondo.
—¿Te sientes abandonado?
—Estoy bien —dijo Francis, dudando de cuál era la respuesta co­rrecta.
Gulptilil esbozó una sonrisa, no la aturdida, sino la viperina.
—Y estás bien porque todavía oyes las voces que te han acompa­ñado durante tantos años.
—No —mintió Francis—. La medicación las ha eliminado.
—Pero admites que estaban ahí en el pasado.
Oyó ecos en su interior que le gritaban: ¡No, no! ¡No digas nada! ¡Escóndenos, Francis!
—No entiendo a qué se refiere, doctor —contestó. Eso no disua­diría al médico.
Gulptilil esperó unos segundos, en que dejó que el silencio se apo­derara de la habitación, como si esperara que Francis añadiera algo, lo que no ocurrió.
—Dime, Francis, ¿crees que hay un asesino suelto en el hospital?
Francis inspiró con fuerza. No había esperado esa pregunta, aunque tampoco las anteriores. Recorrió la habitación con la mirada, como buscando una salida. El corazón le latía con fuerza y todas sus voces estaban calladas, porque sabían que, ocultas en la pregunta del médi­co, había cosas importantes, y no tenía idea de cuál sería la respuesta adecuada. Vio que el médico arqueaba una ceja, socarronamente, y se percató de que la dilación era peligrosa.
—Sí—dijo despacio.
—¿No crees que eso sea un delirio, paranoico, por lo demás?
—No —respondió, procurando sin éxito no sonar inseguro.
—¿Por qué? —preguntó el médico tras asentir con la cabeza.
—La señorita Jones parece convencida. Y también Peter. Y no creo que Larguirucho...
—Ya hemos comentado antes esos detalles. —Gulptilil levantó una mano—. Dime, ¿qué ha cambiado en la investigación que sugiera que vais por buen camino?
Francis quiso retorcerse en la silla.
—La señorita Jones todavía está interrogando a posibles sospe­chosos —contestó—. Creo que no ha extraído aún ninguna conclusión sobre nadie, salvo haber descartado a algunos. El señor Evans la ha ayu­dado a hacerlo.
Gulptilil dedicó un instante a valorar la respuesta.
—Me lo dirías, ¿verdad, Francis?
—¿Qué, doctor?
—Si hubiera tomado alguna decisión.
—No entiendo...
—Sería un indicio, por lo menos para mí, de que estás mucho más en contacto con la realidad. Creo que demostraría ciertos progresos por tu parte que pudieras expresarte al respecto. Y quién sabe adonde podría conducirnos eso, Francis. Hacerse cargo de la realidad es un paso impor­tante para la recuperación. Un paso muy importante. Un paso que con­llevaría cambios significativos. Quizás una visita de tu familia. Quizás un permiso para un fin de semana en casa. Y, después, quizá más liberta­des aún. Un paso que te abriría posibilidades importantes, Francis.
Francis guardó silencio.
—¿Me explico? —preguntó el médico.
Francis asintió.
—Muy bien. Así pues, volveremos a hablar de estas cuestiones en los próximos días, Francis. Y, por supuesto, si consideras importante comentarme cualquier detalle u observación que puedas tener en cual­quier momento, mi puerta siempre estará abierta para ti. Siempre esta­ré disponible. A cualquier hora, ¿comprendes?
—Sí. Creo que sí.
—Estoy contento con tus progresos, Francis. Y también de que ha­yamos mantenido esta conversación.
Francis volvió a guardar silencio.
—Eso es todo de momento, Francis. Ahora tengo que prepararme para una visita importante —comentó a la vez que señalaba la puerta—. Puedes irte. Mi secretaria se encargará de que te acompañen de vuelta a Amherst.
Francis se levantó y dio unos pasos vacilantes hacia la puerta. La voz de Gulptilil lo detuvo.
—Por cierto, Francis, casi se me olvida. Antes de irte, ¿podrías de­cirme qué día es?
—Viernes.
—¿Y la fecha?
—Cinco de mayo.
—Excelente. ¿Y el nombre de nuestro distinguido presidente?
—Carter.
—Muy bien, Francis. Espero que pronto tengamos la oportunidad de hablar un poco más.
Francis se marchó. No se atrevió a mirar atrás para ver si el médi­co lo observaba. Pero notaba sus ojos clavados en la nuca, justo en el sitio donde el cuello se unía al cráneo.
¡Sal pitando!, oyó en su cabeza, y lo hizo encantado.
El hombre sentado frente a Lucy era enjuto y menudo, con una complexión similar a la de un jockey profesional. Esbozaba una son­risa torcida y tenía los hombros encorvados, lo que le confería un aspecto asimétrico. El pelo, greñudo y grasiento, le enmarcaba el rostro, y sus ojos azules brillaban con una intensidad inquietante. Cada poco emitía un resuello asmático al respirar, lo que no le impedía encender un cigarrillo tras otro, de modo que una nube de humo le envolvía la cabeza. Evans tosió una o dos veces, y Negro Grande retrocedió lo jus­to hacia un rincón del despacho. Lucy pensó que el auxiliar parecía te­ner un conocimiento instintivo de las distancias, y se adaptaba de for­ma casi automática a la adecuada para cada paciente.
—Señor Harris —dijo mientras observaba su expediente—, ¿po­dría decirme si reconoce a alguna de estas personas? —Deslizó por la mesa las fotografías de los crímenes anteriores hacia el hombre.
Éste las examinó con atención, quizá demasiado. Sacudió la ca­beza.
—Gente asesinada —anunció con énfasis en la segunda palabra—. Muerta y abandonada en el bosque, al parecer. Eso no me va.
—Eso no es ninguna respuesta.
—No. No las conozco. —Su sonrisa ladeada se marcó más—. Y si las conociera, ¿cree que lo admitiría?
—Tiene antecedentes de violencia —replicó Lucy sin prestarle atención.
—Una pelea en un bar no es un asesinato.
Lucy lo miró con atención.
—Tampoco conducir borracho —prosiguió—. Ni atizar a un tío que me estaba insultando.
—Mire con atención la tercera fotografía —pidió Lucy—. ¿Ve la fecha en la parte inferior?
—Sí.
—¿Podría decirme dónde estaba usted entonces?
—Aquí.
—No me mienta, por favor.
Harris se revolvió en la silla.
—Entonces estaría en la prisión de Walpole, por alguna de esas acusaciones falsas que me endilgan.
—No es verdad. Se lo diré otra vez: no me mienta.
—Estaba en el cabo. —Se movió, inquieto—. Trabajaba ahí para un techador.
—Un período curioso, ¿verdad? —soltó Lucy tras observar el ex­pediente—. Está en algún techo afirmando oír voces y, al mismo tiempo, por la noche roban en las casas de las manzanas donde usted está trabajando.
—Nadie presentó cargos.
—Porque consiguió que lo mandaran aquí.
Sonrió de nuevo y dejó al descubierto unos dientes irregulares. Lucy pensó que era un hombre escurridizo y horrible. Pero no el que estaba buscando. Evans empezaba a inquietarse a su lado.
—Así pues —dijo—, ¿no tuvo nada que ver con esto?
—Exacto —respondió Harris—. ¿Puedo irme ya?
—Sí —asintió Lucy. Y cuando Harris empezó a levantarse aña­dió—: En cuanto me explique por qué otro paciente quería decirnos que usted alardea de estos asesinatos.
—¿Qué? —Harris elevó la voz una octava—. ¿Alguien dijo que yo qué?
—Ya me ha oído. Así que explíquemelo. Dígame por qué dijo eso.
—¡Yo no he dicho nada así! ¡Está loca!
—Dígame por qué ha alardeado de estos crímenes.
—No lo he hecho. ¿Quién le ha dicho eso?
—Eso es confidencial. Le han oído hacer afirmaciones en el edifi­cio donde vive. Ha sido indiscreto. Me gustaría que se explicara.
—¿Cuándo...?
—Hace poco —sonrió Lucy—. Recibimos esta información hace poco. ¿Niega por tanto haber dicho nada?
—Sí. ¡Está loca! ¿Por qué iba a alardear de algo así? No sé qué quie­re, señora, pero yo no he matado a nadie. No tiene sentido...
—¿Cree que aquí lo tiene algo?
—Le han mentido. Y alguien quiere meterme en un lío.
—Lo tendré en cuenta —asintió Lucy—. Bien, puede irse. Pero puede que volvamos a hablar.
Harris casi brincó de la silla, lo que provocó que Negro Grande se le acercara con aire amenazador.
—Hijo de puta —exclamó el hombre, conteniéndose. Y se volvió y salió tras aplastar el cigarrillo en el suelo con el pie.
Evans estaba furioso.
—¿Tiene idea de los problemas que pueden causar estas preguntas? —preguntó, y señaló con el dedo el diagnóstico de Harris en el expe­diente—. Mire lo que pone, aquí. Explosivo. Cuestiones de gestión del enfado. Y usted lo provoca con preguntas disparatadas que sabe que sólo conseguirán una reacción agresiva. Seguro que Harris termina en una celda de aislamiento antes de que acabe el día, y tendré que sedarlo. ¡Maldita sea! Eso ha sido una irresponsabilidad, señorita Jones. Y si piensa empeñarse en hacer preguntas que sólo sirvan para alterar la vi­da en el hospital, me veré obligado a hablar con el doctor Gulptilil.
—Lo siento —se disculpó Lucy—. Intentaré ser más circunspecta en los próximos interrogatorios.
—Necesito un descanso —dijo Evans, que se levantó enfadado y se marchó.
Pero Lucy se sentía satisfecha.
Ella también se puso de pie y salió al pasillo. Peter estaba esperan­do con una sonrisita, como si comprendiera todo lo ocurrido en el des­pacho. Le hizo una pequeña reverencia para darle a entender que había visto y oído lo suficiente, y que admiraba el plan que había ideado. Pero no tuvo oportunidad de decirle nada porque, en ese momento, Ne­gro Grande salió del puesto de enfermería llevando unas esposas y unos grilletes. Los pacientes que paseaban por allí lo vieron y se apar­taron de su camino como pájaros asustados que alzan el vuelo.
Peter, sin embargo, permaneció inmóvil, a la espera.
A unos metros de distancia, Cleo se levantó y su enorme cuerpo se balanceó como zarandeado por un viento huracanado.
Lucy observó cómo Negro Grande se acercaba a Peter, le susurraba una disculpa y le ponía las esposas y los grilletes. No abrió la boca.
—¡Cabrones! —gritó una colorada y furiosa Cleo al oír cómo se cerraba la última sujeción—. ¡Cabrones! ¡No dejes que te lleven, Pe­ter! ¡Te necesitamos!
El silencio inundó el pasillo.
—¡Maldita sea! —bramó Cleo—. ¡Te necesitamos!
Peter exhibía una expresión tensa y toda su indiferencia socarrona había desaparecido. Levantó las manos como para comprobar el lími­te de las sujeciones y, antes de permitir que el auxiliar lo condujera por el pasillo maniatado como una bestia salvaje, Lucy vio que lo invadía un enorme pesar.




21

Peter arrastraba los pies con cuidado por el sendero junto a Negro Grande. El auxiliar guardaba silencio, como si la tarea de acompañar­lo lo incomodara. Se había disculpado por segunda vez al salir del edi­ficio Amherst y luego se había callado. Pero caminaba deprisa, lo que obligaba a Peter prácticamente a correr para seguirle el paso y a man­tener los ojos puestos en el suelo para no tropezar y caerse.
Peter notaba el sol de última hora de la tarde en el cuello y consi­guió levantar la cabeza un par de veces para contemplar los edificios iluminados por la puesta de sol. El aire estaba un poco frío, un recor­datorio de la primavera en Nueva Inglaterra, una advertencia de que no hay que fiarse demasiado del advenimiento del verano. Parte de los marcos blancos de las ventanas relucía, de modo que los cristales con barrotes recordaban unos ojos que observaban su avance por el patio interior. Las esposas se le hincaban en las muñecas. Toda la euforia que había sentido la primera vez que salió a escondidas del edificio Amherst en compañía de los hermanos Moses para empezar a buscar al ángel, la agitación que lo había inundado al recordar cada olor y sensación, ha­bían desaparecido sustituidos por la melancolía del encarcelamiento. No sabía a qué reunión lo llevaban, pero sospechaba que era impor­tante.
Esa idea se reforzó al ver dos limusinas negras aparcadas frente al edificio de administración. Estaban tan limpias que podía verse refle­jado en ellas.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
—Sólo me han dicho que te llevara de inmediato esposado. —El auxiliar sacudió la cabeza—. Así que sé tanto como tú.
—Es decir, nada —concluyó Peter, y el otro asintió.
Subió tambaleante las escaleras tras Negro Grande y se apresuró por el pasillo en dirección al despacho de Gulptilil. La señorita Deli­ciosa estaba esperando detrás de su mesa, y Peter observó que parecía incómoda y se había cubierto la habitual blusa ceñida con una rebeca holgada.
—Date prisa —dijo—. Te están esperando.
Las cadenas tintinearon mientras avanzaba con rapidez. Negro Grande le sostuvo la puerta abierta. Peter entró arrastrando los pies.
Tomapastillas, sentado tras su escritorio, se levantó al vuelo. Había, como de costumbre, una silla vacía delante de la mesa. Y tres hombres más en la habitación. Todos llevaban traje negro con alzacuello blan­co. Peter no reconoció a dos de ellos, pero el rostro del tercero era co­nocido para cualquier católico de Boston. El cardenal estaba sentado a un lado del despacho, en un sofá situado a lo largo de la pared. Tenía las piernas cruzadas y parecía relajado. Uno de los otros sacerdotes esta­ba sentado a su lado y sujetaba un portafolios de piel marrón, un bloc y un gran bolígrafo negro con el que jugueteaba nervioso. El tercer sa­cerdote estaba detrás de la mesa de Gulptilil, en una silla situada junto a éste. Tenía un fajo de papeles delante de él.
—Gracias, señor Moses. Por favor, quite las sujeciones a Peter, si es tan amable.
El auxiliar tardó unos instantes en hacerlo. Después, retrocedió mi­rando al director médico, quien le hizo un gesto.
—Espere fuera hasta que lo llamemos, señor Moses. Estoy seguro de que no será necesaria ninguna segundad adicional durante esta reunión. —Dirigió la mirada a Peter y añadió—: Todos somos caballeros, ¿no?
Peter no respondió. No se sentía como un caballero en ese momento.
Sin decir palabra, Negro Grande se marchó. Gulptilil señaló la silla.
—Siéntate, Peter —ordenó—. Estos señores quieren hacerte algu­nas preguntas.
Peter asintió, se sentó pesadamente pero se deslizó hacia el borde de la silla, preparado. Trató de aparentar seguridad, pero sabía que eso era difícil. Sentía emociones encontradas, desde un odio ciego hasta cu­riosidad, y se advirtió que debía ser breve y directo al hablar.
—Reconozco al cardenal —afirmó Peter mirando al director mé­dico—. He visto muchas veces su fotografía. Pero me temo que no co­nozco a los otros dos caballeros. ¿Tienen nombre?
—El padre Callahan es el asistente personal del cardenal —indicó Gulptilil, y señaló al hombre sentado junto al prelado. Era un hombre algo calvo, de mediana edad, con unas gafas gruesas y unos dedos regordetes que sostenían el bolígrafo mientras tamborileaba sobre el bloc. Asintió hacia Peter, aunque no se levantó para estrecharle la ma­no—. Y el otro caballero es el padre Grozdik, que quiere hacerte algu­nas preguntas.
Peter asintió. El sacerdote del apellido polaco era bastante más joven, de una edad parecida a la suya. Era delgado, atlético, de más de metro ochenta. Su traje negro parecía hecho a medida para ajustarse a una cintura estrecha y tenía un aspecto lánguido, felino. Llevaba el cabello castaño largo y peinado hacia atrás, y tenía unos penetrantes ojos azules que no se habían apartado de Peter desde que había entra­do en la habitación. El tampoco se levantó, ni le ofreció la mano ni lo saludó de ningún modo, pero se inclinó hacia delante como un depre­dador.
—Supongo que el padre Grozdik también tiene algún cargo —dijo Peter, que lo miró a los ojos—. Tal vez le gustaría decirme cuál.
—Trabajo en la oficina jurídica de la archidiócesis —aclaró con una insulsa voz.
—Si las preguntas son de cariz legal, ¿no debería estar presente mi abogado? —sugirió Peter. Formuló la frase como una pregunta con la esperanza de deducir algo de la respuesta del sacerdote.
—Esperamos que acceda a reunirse con nosotros de modo informal —respondió éste.
—Eso dependerá, por supuesto, de lo que deseen saber —replicó Peter—. Sobre todo, porque veo que el padre Callahan ya ha empeza­do a tomar notas.
El sacerdote mayor dejó de escribir a medio trazo. Alzó los ojos ha­cia el sacerdote más joven, que asintió en su dirección. El cardenal se mantuvo inmóvil en el sofá observando a Peter con prudencia.
—¿Se opone? —preguntó el padre Grozdik—. Tener constancia escrita de esta reunión podría ser importante más adelante. Tanto para su protección como para la nuestra. Y, si todo esto queda en nada, bue­no, siempre podemos destruir el documento. Pero si se opone...
—Todavía no. Quizá después —dijo Peter.
—Bien. Entonces, podemos empezar.
—Adelante —soltó Peter con frialdad. El padre Grozdik consultó sus papeles y tardó en continuar. Peter se percató de que el hombre había recibido formación sobre técnicas de interrogatorio. Lo supo por su actitud paciente y reposada, que orde­naba las ideas antes de preguntar. Supuso que habría estado en el ejér­cito e imaginó una sencilla sucesión: secundaria en el Saint Ignatius, es­tudios universitarios en el Boston College, instrucción en el cuerpo de oficiales en la reserva, un período de servicio en el extranjero con la po­licía militar, una vuelta a la facultad de Derecho del Boston College y más formación jesuita, seguido de un ascenso rápido en la archidiócesis. De joven, había conocido a unos cuantos como el padre Grozdik, que en virtud de su intelecto y su ambición eran importantes para la Iglesia. Lo único que estaba fuera de lugar era el apellido polaco y no irlandés, lo que le pareció interesante. Él era de origen católico irlan­dés, como el cardenal y su asistente, de modo que llevar a alguien de un origen étnico distinto indicaba algo. No sabía muy bien qué ventaja daba eso a los tres sacerdotes. Pronto lo averiguaría.
—Mire, Peter... —empezó el sacerdote—, ¿puedo llamarlo Peter? Me gustaría que la sesión fuera distendida.
—Por supuesto, padre —asintió Peter. Pensó que era inteligente. Todos los demás poseían la autoridad de un adulto y un estatus. Pero él, Peter, sólo tenía un nombre de pila. Había usado el mismo enfoque al interrogar a más de un pirómano.
—Muy bien, Peter —empezó de nuevo el sacerdote—. Está en el hospital para someterse a una evaluación psicológica ordenada por un juez antes de seguir con las acusaciones en su contra, ¿cierto?
—Sí. Intentan averiguar si estoy loco. Demasiado loco para ser juz­gado.
—Eso es porque muchas personas que lo conocen creen que sus ac­ciones son... ¿podríamos llamarlas «atípicas»? ¿Le parece una buena descripción?
—Un bombero que provoca un incendio. Un buen chico católico que reduce a cenizas una iglesia. Desde luego. Atípico me parece bien.
—¿Y está loco, Peter?
—No. Pero eso es lo que la mayoría le dirá en el hospital si lo pre­gunta, así que no estoy seguro de que mi opinión cuente demasiado.
—¿A qué conclusiones cree que ha llegado el personal hasta ahora?
—Yo diría que todavía están acumulando impresiones, padre, pero han llegado más o menos a la misma conclusión que yo. Lo expresarán de un modo más clínico, claro. Dirán que estoy lleno de conflictos no resueltos. Que soy neurótico. Compulsivo. Puede que incluso antiso­cial. Pero que era consciente de lo que hacía y sabía que estaba mal. Ése es más o menos el estándar legal, ¿verdad? Seguro que le enseñaron eso en la facultad de Derecho del Boston College.
Grozdik sonrió y se movió un poco en la silla.
—Muy hábil, Peter. ¿O acaso vio el anillo de la promoción? —Le­vantó la mano y mostró un gran anillo de oro que captó parte de la luz que entraba por la ventana.
Peter se dio cuenta de que el sacerdote se había situado de modo que el cardenal pudiera observar sus reacciones sin que él pudiera vol­verse para ver las del cardenal.
—Es curioso, ¿verdad, Peter? —dijo el padre Grozdik, cuya voz seguía siendo monótona y fría.
—¿Curioso, padre?
—Tal vez curioso no sea la palabra adecuada. Puede que fuera mejor calificar este dilema de intelectualmente interesante. Existencial, casi. ¿Ha estudiado mucha psicología, Peter? ¿O filosofía, acaso?
—No. Estudié el asesinato. Cuando estaba en el ejército. Cómo matar y cómo evitar que te mataran. Y cuando volví a casa estudié el fuego. Cómo se apaga y cómo se provoca. Sorprendentemente, los dos tipos de estudio no me parecieron demasiado diferentes.
—Sí —asintió el padre Grozdik con una sonrisa—. Tengo entendi­do que lo llaman Peter el Bombero. No obstante, algunos aspectos de su situación transcienden las interpretaciones simples.
—Sí —respondió Peter—. Soy consciente de ello.
—¿Piensa mucho en el mal, Peter?
—¿En el mal, padre?
—Sí. La presencia en esta tierra de fuerzas que sólo pueden expli­carse con el mal.
—Sí —asintió Peter tras vacilar—. He pasado mucho tiempo re­flexionando sobre ello. No puedes haber viajado a los sitios donde yo he estado sin darte cuenta de que el mal ocupa un lugar en el mundo.
—La guerra y la destrucción. Sin duda son ámbitos en los que el mal tiene carta blanca. ¿Le interesa? ¿Intelectualmente, quizá?
Peter se encogió de hombros con indiferencia pero por dentro es­taba reuniendo toda su capacidad de concentración. No sabía en qué dirección iba a orientar el sacerdote la conversación, pero no se fiaba.
—Dígame, Peter —prosiguió Grozdik tras dudar—, lo que ha he­cho, ¿cree que está mal?
Peter esperó un momento antes de responder.
—¿Me está pidiendo una confesión, padre? Me refiero a la clase de confesión que exige que antes se lean los derechos del acusado. No a la del confesionario, porque estoy seguro de que no hay padrenuestros ni avemarías suficientes, y tampoco acto de contrición alguno por mi parte, para obtener la absolución.
Grozdik no sonrió, ni pareció inquietarlo la respuesta de Peter. Era un hombre comedido, muy frío y directo, que contrastaba con el cariz indirecto de las preguntas que hacía. Peter lo consideró un hombre pe­ligroso y un adversario difícil. El problema era que no sabía con certeza si era un adversario. Era muy probable. Pero eso no explicaba por qué estaba ahí.
—No, Peter —dijo el sacerdote cansinamente—. Ninguna de esas dos confesiones. Permítame que lo tranquilice sobre algo... —Ha­bló de un modo que Peter sabía que servía para hacer lo contrario—. Nada de lo que diga hoy será usado en su contra ante un tribunal de justicia.
—¿Ante otro tribunal, entonces? —replicó Peter con una pizca de ironía. El sacerdote no mordió el anzuelo.
—A todos nos juzgan al final.
—Eso está por ver, ¿no?
—Como todas las respuestas a los grandes misterios. Pero el mal, Peter...
—Muy bien, padre. Entonces la respuesta a su pregunta es que sí. Creo que mucho de lo que he hecho está mal. Si lo examina desde el punto de vista de la Iglesia, resulta bastante evidente. Por eso estoy aquí, y por eso iré pronto a la cárcel. Puede que lo que me queda de vida. O casi.
Grozdik pareció considerar esta afirmación.
—Pero sospecho que no me está diciendo la verdad —repuso—. Que, en el fondo, no cree que lo que hizo estuviera realmente mal. O tal vez cree que cuando provocó ese incendio pretendía usar un mal para eliminar otro. Puede que eso esté más cerca de la verdad.
Peter no quiso contestar. Dejó que el silencio envolviera la habita­ción.
—¿Sería más exacto decir que cree que sus acciones estuvieron mal en un plano moral, pero bien en otro? —El sacerdote se había inclina­do un poco hacia delante.
Peter notó que empezaban a sudarle las axilas y la nuca.
—No me apetece hablar sobre esto —dijo.
El sacerdote bajó la mirada y hojeó unos documentos hasta que en­contró lo que buscaba, lo examinó y volvió a alzar los ojos hacia Peter.
—¿Recuerda lo primero que dijo a la policía cuando llegaron a casa de su madre? —preguntó—. Y, podría añadir, lo encontraron sentado en un peldaño con la lata de gasolina y las cerillas en las manos.
—De hecho, usé un mechero.
—Por supuesto. Reconozco mi error. ¿Y qué les dijo?
—Parece tener el informe policial delante de usted.
—¿Recuerda haber dicho «Con eso estamos en paz» antes de que le detuvieran?
—Sí.
—Tal vez podría explicármelo.
—Padre Grozdik —soltó Peter sin rodeos—, sospecho que no es­taría aquí si no supiera ya la respuesta a esa pregunta.
El sacerdote miró de reojo al cardenal, pero Peter no pudo ver qué hizo éste. Supuso que algún leve movimiento con la mano o la cabeza. Fue sólo un breve instante, pero algo cambió.
—Sí, Peter. Por lo menos, eso creo. Dígame, ¿conocía al sacerdote que murió en el incendio?
—¿Al padre Connolly? No. No lo había visto nunca. De hecho no sabía nada sobre él. Excepto un detalle destacado, por supuesto. Me te­mo que, desde que volví de Vietnam, mis idas a la iglesia eran, por decir­lo de algún modo, limitadas. Ya sabe, padre, ves mucha crueldad, mu­chas muertes y mucha falta de sentido, y empiezas a preguntarte dónde está Dios. Es difícil no tener una crisis de fe, o como quiera llamarlo.
—Así que incendió una iglesia y, con ella, a un sacerdote...
—No sabía que él estaba ahí—aseguró Peter—. Y tampoco que ha­bía otros. Creí que la iglesia estaba vacía. Grité, llamé a algunas puer­tas. Supongo que fue mala suerte. Como digo, creí que estaba vacía.
—No lo estaba. Y, para serle franco, no acabo de creerlo en este punto. ¿Con qué fuerza llamó a las puertas? ¿Gritó muy alto sus ad­vertencias? Un hombre murió y tres resultaron heridos.
—Sí. Y yo iré a la cárcel en cuanto finalice mi breve estancia en este hospital.
—Y afirma que no conocía al sacerdote...
—Había oído hablar de él.
—¿Qué quiere decir?
—¿Cuánto quiere saber, padre? Quizá no debería estar hablando conmigo, sino con mi sobrino. El monaguillo. Y puede que con algu­nos amigos suyos...
Grozdik levantó una mano para interrumpir a Peter.
—Hemos hablado con varios feligreses. Hemos recabado mucha in­formación con posterioridad al incendio.
—Bueno, entonces ya sabe que las lágrimas que se derramaron por la desafortunada muerte del padre Connolly son bastante menos que las que han derramado, y todavía derramarán, mi sobrino y algunos de sus amigos.
—De modo que se encargó personalmente...
Peter sintió que lo invadía la rabia, una rabia familiar, olvidada, pero parecida a la que había sentido cuando oyó a su sobrino describir con voz temblorosa lo que le había pasado. Se inclinó hacia delante y dirigió una mirada dura a Grozdik.
—Nadie iba a hacer nada —explicó—. Yo lo sabía, padre, lo mis­mo que sé que la primavera sigue al invierno y el verano antecede al otoño. Con total certeza. Así que hice lo que hice porque nadie más haría nada. Seguro que usted no, y el cardenal tampoco. ¿Y la policía? Ni hablar. Se pregunta por el mal, padre. Bueno, pues ahora hay un poco menos de mal en el mundo porque yo provoqué ese incendio. Y pue­de que haya estado mal. Pero puede que no. Así que váyase a hacer puñetas, padre, porque me da igual. Cuando los médicos averigüen que no estoy loco, podrán enviarme a la cárcel y tirar la llave, y todo el mundo estará en paz. Un equilibrio perfecto, padre. Un hombre mue­re. El hombre que lo mata va a la cárcel. Que baje el telón. Todos los demás pueden seguir con sus vidas.
—Puede que no tenga que ir a la cárcel, Peter —indicó el padre Grozdik.

A menudo me he preguntado qué debió de pensar y sentir Peter al oír esas palabras. ¿Esperanza? ¿Euforia? ¿O quizá miedo? No me lo dijo, aunque aquella noche me comentó todos los detalles de la conver­sación con los tres religiosos. Creo que quiso dejar que yo lo imaginara, porque ése era el estilo de Peter. Si no sacabas las conclusiones tú mismo no valía la pena sacarlas. Así que, cuando se lo pregunté, sacudió la ca­beza y dijo: «¿Tú qué crees, Pajarillo?»
Peter había ido al hospital para que lo evaluaran, a sabiendas de que la única evaluación que significaba algo era la que llevaba en su in­terior. El asesinato de Rubita y la llegada de Lucy Jones le habían ali­mentado la sensación de que podía compensar las cosas. Peter vivía un vaivén de conflictos y emociones sobre lo que había sabido y lo que ha­bía hecho, y toda su vida se había basado en conseguir resarcirlo todo. Resuelve un mal con el bien. Era la única forma en que podía dormirse por la noche, y al día siguiente despertaba carcomido por la tarea de arre­glarlo todo. Se sentía impulsado a encontrar una ecuanimidad que siem­pre le era esquiva. Pero más adelante, cuando pensé en ello, creí que ni su vigilia ni su sueño podían estar nunca exentos de pesadillas.
Para mi era más sencillo. Yo sólo quería volverá casa. El problema al que me enfrentaba no dependía tanto de las voces que oía como de lo que podía ver. El ángel no era ninguna alucinación, como ellas. Era de carne y hueso, sangre y rabia, y yo empezaba a ver todo eso. Era un poco como un arrecife surgido entre la niebla, y yo navegaba directamente hacia él. Intenté contárselo a Peter, pero no pude. No sé por qué. Era como revelar algo sobre mí mismo que no quería revelar, de modo que me lo callé. Por lo menos, de momento.

—Creo que no lo entiendo, padre —soltó Peter, conteniendo sus emociones.
—Este incidente preocupa mucho a la archidiócesis, Peter.
Peter no contestó enseguida, aunque tenía una respuesta sarcástica en la punta de la lengua. Grozdik lo observó para intentar deducir su respuesta a partir de su postura en la silla, la inclinación de su cuer­po, la expresión de sus ojos. Peter creyó que de repente jugaba la par­tida de póquer más dura que había visto.
—¿Preocupa, padre?
—Sí, exacto. Queremos hacer lo correcto, Peter.
El sacerdote siguió valorando las reacciones de Peter.
—Lo correcto... —repitió Peter despacio.
—Es una situación complicada, con muchos aspectos contradicto­rios.
—No estoy totalmente de acuerdo, padre. Un hombre cometía ac­tos... depravados. Lo más probable era que nunca le llamaran la aten­ción por eso. De modo que yo, exaltado y lleno de rabia y fervor jus­tificados, me encargué de poner las cosas en su sitio. Yo solo. Un grupo parapolicial de una persona, podríamos decir. Se cometieron delitos, pa­dre. Y se saldaron cuentas. Y ahora estoy dispuesto a aceptar mi cas­tigo.
—Creo que es más sutil que eso, Peter.
—Puede creer lo que quiera.
—Deje que le pregunte algo: ¿le pidió alguien que hiciera lo que hizo?
—No. Lo hice por mi cuenta. Ni siquiera lo sugirió mi sobrino, y es él quien carga con las secuelas.
—¿Cree que su acto logrará de algún modo reparar lo que le ocu­rrió a su sobrino?
—No. —Peter sacudió la cabeza—. Y eso me entristece.
—Por supuesto —asintió el padre Grozdik—. ¿Contó después a al­guien por qué lo había hecho?
—¿A los policías que me detuvieron?
—Exacto.
—No.
—¿Y aquí, en el hospital?
—No —respondió Peter tras reflexionar un instante—. Pero yo di­ría que hay bastantes personas que conocen el motivo. No del todo, pero aun así lo saben. Los locos ven a veces las cosas con exactitud, pa­dre. Una exactitud que se nos escapa en la calle.
Grozdik se inclinó más en la silla. Peter tuvo la sensación de estar delante de un ave rapaz que describía círculos sobre un animal muer­to en la carretera.
—Participó en muchos combates en el extranjero, ¿verdad?
—En algunos.
—Su expediente militar indica que pasó casi todo su período de servicio en zonas de combate. Y que fue condecorado en más de una ocasión por sus acciones. Y también recibió el Corazón Púrpura por heridas de guerra.
—Eso es cierto.
—¿Y vio morir gente?
—Era sanitario. Claro que sí.
—¿Y cómo murieron? Apostaría a que en sus brazos más de una vez.
—Ganaría esa apuesta, padre.
—¿Acaso creyó que eso no iba a tener ningún impacto emocional sobre usted?
—Yo no he dicho eso.
—¿Conoce una enfermedad llamada neurosis traumática, Peter?
—No.
—El doctor Gulptilil podría explicársela. Antes se le llamaba fatiga de combate, pero ahora recibe un nombre que suena más clínico.
—¿Intenta decirme algo?
—Puede provocar que una persona actúe de una forma que podría­mos calificar de atípica. Sobre todo si está sometida a un estrés repen­tino y considerable.
—Hice lo que hice. Se acabó.
—No, Peter —replicó Grozdik—. Empezó.
Ambos guardaron silencio un momento. Peter pensó que segura­mente el sacerdote esperaba que dijera algo, pero no estaba dispuesto a hacerlo.
—Peter, ¿le ha informado alguien de lo que ha pasado desde que lo detuvieron?
—¿En qué sentido?
—La iglesia que incendió ha sido derruida. El solar, limpiado y pre­parado. Se ha donado dinero. Mucho dinero. Con una generosidad ex­traordinaria. Ha supuesto una verdadera unión de la comunidad. Se han dibujado planos. Se. ha proyectado, en el mismo solar, una iglesia más grande y más bonita que expresará verdaderamente la gloria y la virtud. Se ha instituido una beca con el nombre del padre Connolly. In­cluso se habla de añadir un centro para jóvenes, en su memoria, claro.
Peter se quedó estupefacto.
—Las muestras de amor y cariño han sido realmente memorables.
—No sé qué decir.
—Los designios del Señor son inescrutables, ¿no, Peter?
—No estoy seguro de que Dios tenga que ver en esto, padre. Me sen­tiría mejor si no lo sacara a colación. A ver, ¿qué me está diciendo?
—Estoy diciendo que están a punto de hacerse muchas cosas buenas, Peter. A partir de las cenizas, por así decirlo. Las cenizas que usted creó.
Por supuesto. Por eso estaba el cardenal allí observando todos los movimientos de Peter. La verdad sobre el padre Connolly y su predilección por los monaguillos era menos importante que la reacción que se había producido a favor de la Iglesia. Peter se volvió y miró al car­denal.
Éste asintió y habló por primera vez:
—Muchas cosas buenas, Peter. Pero que podrían estar en peligro.
Peter lo entendió al instante. Ningún centro para jóvenes podía re­cibir el nombre de un abusador de menores. Y él era la persona que amenazaba con desbaratarlo todo. Se volvió de nuevo hacia Grozdik.
—Van a pedirme algo, ¿verdad, padre?
—No exactamente, Peter.
—Entonces ¿qué quieren?
Grozdik apretó los labios, y Peter comprendió que había hecho la pregunta equivocada de modo incorrecto, porque había dado a enten­der que haría lo que el sacerdote quería.
—Verá, Peter —dijo Grozdik despacio, pero con una frialdad que sorprendió incluso al Bombero—. Lo que queremos... lo que todos queremos, el hospital, su familia, la Iglesia, es que se mejore.
—¿Que me mejore?
—Y nos gustaría ayudarle a conseguirlo.
—¿Ayudarme?
—Sí. Hay una clínica, un centro puntero en la investigación y tra­tamiento de la neurosis traumática. Creemos, la Iglesia cree, incluso su familia cree, que sería más adecuado para usted estar ahí que aquí, en el Western.
—¿Mi familia?
—Sí. Parece ansiosa de que reciba esta ayuda.
Peter se preguntó qué les habrían prometido. O cómo los habrían amenazado. Molesto, se revolvió en la silla y se entristeció de golpe al darse cuenta de que probablemente no había solucionado nada, en es­pecial a su sobrino. Quiso decirlo, pero se contuvo.
—¿Y dónde está ese centro? —preguntó.
—En Oregon.
—¿Oregon?
—Sí. En una parte bastante bonita del Estado, o eso tengo entendido.
—¿Y las acusaciones en mi contra?
—Una finalización satisfactoria del tratamiento conllevaría que se retiraran los cargos.
—¿Y qué hago yo a cambio? —quiso saber tras reflexionar.
Grozdik se inclinó hacia delante otra vez. Peter tuvo la impresión de que el sacerdote sabía de antemano la respuesta a esa pregunta.
—Esperaríamos que no hiciera ni dijera nada que pudiese impedir la consecución de un proyecto maravilloso y tan entusiasta —explicó Grozdik, despacio y con voz baja y clara.
Su primera reacción fue de rabia. Sentía una mezcla de hielo y fue­go en su interior. La furia fundida con la frialdad. Hizo un esfuerzo por controlarse.
—¿Me está diciendo que ha hablado de esto con mi familia? —pre­guntó.
—¿Cree que su presencia aquí no les causa una gran angustia, al re­cordarles momentos tan difíciles? ¿No cree que sería mejor que Peter el Bombero empezara de nuevo lejos de aquí? ¿No cree que les debe la oportunidad de seguir adelante con sus vidas y de dejar que los acosen los terribles recuerdos de hechos tan espantosos?
Peter no respondió.
—Puede tener una vida mejor, Peter —dijo el padre Grozdik, y co­gió los papeles que tenía sobre la mesa—. Pero necesitamos que acep­te. Y pronto, porque esta oferta no será válida demasiado tiempo. En muchos sitios, muchas personas han hecho sacrificios importantes y han llegado a acuerdos difíciles para conseguir esta oferta, Peter.
Peter tenía la garganta seca. Cuando habló, las palabras parecieron rasparle los labios.
—Pronto, dice. ¿Se refiere a minutos? ¿A días? ¿A una semana, un mes, un año?
—Nos gustaría que empezara a recibir el tratamiento adecuado en los próximos días —sonrió Grozdik—. ¿Para qué prolongar lo que obstaculiza su bienestar emocional? Tendrá que comunicar su decisión al doctor Gulptilil, Peter. —Se levantó—. No le pediremos que la tome ahora mismo. Estoy seguro de que tendrá que pensárselo. Pero es una buena oferta, muy ventajosa en sus actuales circunstancias.
Peter también se puso de pie. Dirigió una mirada al doctor Gulp­tilil. El rollizo médico indio había guardado silencio a lo largo de toda la conversación.
—Peter —dijo por fin, señalando la puerta—, pide al señor Moses que te acompañe de vuelta a Amherst. Quizá pueda hacerlo sin las su­jeciones esta vez. —Cuando Peter dio el primer paso, añadió—: Cuan­do tomes la que, por supuesto, es la única decisión posible, di al señor Evans que quieres hablar conmigo. Prepararemos el papeleo necesario para tu traslado.
El padre Grozdik pareció ponerse algo tenso y se acercó al médico.
—Tal vez sería mejor que Peter tratara esta cuestión sólo con usted —comentó—. En particular, creo que el señor Evans, su colega, no de­bería estar involucrado en ningún sentido.
Tomapastillas miró con curiosidad al sacerdote, que se explicó.
—Su hermano resultó herido al entrar en la iglesia para intentar, en vano, rescatar al padre Connolly. Actualmente sigue recibiendo un tra­tamiento de larga duración y bastante doloroso para las quemaduras sufridas esa trágica noche. Me temo que su colega podría guardar cier­ta animadversión hacia Peter.
Peter vaciló, pensó una, dos, tal vez doce respuestas, pero no pro­nunció ninguna. Asintió hacia el cardenal, que le devolvió el gesto, aunque sin sonreír y con una expresión que sugería que estaba cami­nando por el borde de un profundo precipicio.
El pasillo de la planta baja del edificio Amherst estaba abarrotado de pacientes. De él se elevaba el rumor de la gente que hablaba entre sí o consigo misma. Sólo cuando ocurría algo inusual, la gente se callaba o pronunciaba palabras inteligibles. Francis pensó que cualquier cam­bio era siempre peligroso. Ese pensamiento implicaba que se estaba acostumbrando a la vida en el Western. Y no quería que fuese así. Se dijo que una persona cuerda debía adaptarse al cambio y agradecer la ori­ginalidad. Se prometió que aceptaría todas las cosas diferentes que pu­diera, que combatiría la dependencia de la rutina. Sus voces asintieron a coro en su interior, como si ellas también vieran los peligros de con­vertirse en una cara más del pasillo.
Pero mientras reflexionaba de este modo, se produjo un silencio repentino. El ruido se desvaneció de golpe, como una ola que se alejara de la playa. Francis levantó los ojos y comprendió el motivo: Negro Chico acompañaba a tres hombres por el centro del pasillo hacia el dor­mitorio de la planta baja. Francis reconoció al hombretón retrasado, que cargaba sin problemas con un arcón y llevaba un muñeco bajo la axila. Tenía una contusión en la frente y un labio algo hinchado, pero esbozaba una sonrisa torcida que dirigía a todos los que lo miraban. Mientras seguía al auxiliar, gruñía a modo de saludo.
El segundo hombre era menudo y bastante mayor, con gafas y un cabello blanco, fino y ralo. Parecía andar ligero, como un bailarín, y Francis observó que iba haciendo piruetas, como si todo fuese parte de un ballet. El tercer hombre era fornido, entre la juventud y la mediana edad, ancho de espaldas, pelo oscuro y párpados caídos. Avanzaba con dificultad, como si le costara seguir el ritmo del hombre retrasado y el bailarín. Francis pensó que era un cato, o algo parecido. Pero cuando lo miró mejor, notó que los ojos negros del hombre se movían con di­simulo de un lado a otro para examinar a los pacientes que se aparta­ban para dejarles paso. Francis lo vio entrecerrar los ojos, como si lo que veía lo disgustara, y torcer la boca. Francis se percató de que era alguien a quien convenía evitar. Llevaba una caja de cartón marrón con sus escasas pertenencias.
Lucy salió del despacho y observó cómo el grupo se dirigía hacia el dormitorio. Captó el leve gesto de Negro Chico, dándole a entender que la alteración que ella había incitado había dado resultado. Una al­teración que había requerido el traslado de varios hombres de un dor­mitorio a otro.
Lucy se acercó a Francis.
—Pajarillo —le susurró—, acompáñalos y asegúrate de que nues­tro hombre se ínstale en una cama donde Peter y tú podáis vigilarlo.
Francis asintió, sin mencionar que el retrasado no era el que debe­rían vigilar. Se apartó de la pared y se marchó por el pasillo, que volvía a estar lleno de murmullos y voces apagadas.
Cleo, cerca del puesto de enfermería, se fijó en cada uno de los hom­bres cuando pasaban ante ella. Luego, con ceño y una mano señalando a los tres pacientes que se alejaban por el pasillo, les espetó:
—¡No sois bienvenidos! ¡Ninguno de los tres!
Pero ninguno de los hombres se giró, cambió el paso o dio mues­tras de haber oído o comprendido lo que Cleo había dicho.
Ésta carraspeó con fuerza e hizo un gesto de desdén con la mano. Francis pasó veloz junto a ella para intentar seguir el ritmo rápido de Negro Chico.
Cuando entró en el dormitorio, el hombre retrasado estaba situa­do en la antigua cama de Larguirucho, mientras que a los otros dos se les habían asignado camas cercanas a la pared. Negro Chico los super­visó mientras guardaban sus pertenencias, luego les enseñó el lavabo, el póster con las normas del hospital, que Francis supuso iguales a las del dormitorio del que procedían, y les informó de que la cena se servi­ría en unos minutos. A continuación, se encogió de hombros y se mar­chó, no sin detenerse junto a Francis.
—Di a la señorita Jones que hubo una buena pelea en Williams —le dijo—. El hombre al que ella cabreó fue directo hacia este grandullón. Fueron necesarios un par de auxiliares para separarlo; los otros dos también se vieron involucrados. El otro cabrón estará un par de días en una celda de observación. Es probable que también lo inyecten para tranquilizarlo. Dile que salió como había planeado, salvo que en Wil­liams todo el mundo está alterado y que puede que lleve un par de días que las cosas se calmen.
Dicho esto, Negro Chico cruzó la puerta y lo dejó solo con los tres nuevos.
Francis vio cómo el retrasado se sentaba en el borde de la cama y abrazaba al muñeco. Empezó a balancearse atrás y adelante, con una me­dia sonrisa en los labios, como si estuviera valorando su nuevo entorno. Bailarín hizo un pequeño giro y se acercó a la ventana para contemplar lo que quedaba de tarde.
Pero el tercer hombre, el fornido, miró a Francis y pareció poner­se tenso. Lo señaló de modo acusador y cruzó el dormitorio con rapi­dez, esquivando las camas.
—Tienes que ser tú —le espetó con rabia, pegado a la cara de Fran­cis, y escupió. Su voz apenas era un susurro, pero reflejaba una cólera terrible—. Tienes que ser tú. Eres el que me está buscando, ¿verdad?
Francis no respondió, sino que lo apartó de un empellón. El hom­bre blandió un puño delante del joven. Los ojos le destellaban con una furia que contradecía su voz siseante. Sus palabras sonaron como la ad­vertencia de una serpiente de cascabel:
—Porque yo soy quien estás buscando.
Luego, con una sonrisa indiferente, salió al pasillo.






22

Pero yo lo sabía, ¿no?
Quizá no en aquel instante, pero sí poco después. Al principio me sentí sorprendido por la vehemencia de lo que me habían dicho. Sentí un temblor interior, y todas mis voces gritaban advertencias contradic­torias: que me escondiera, que le plantase cara, que me guiara por la sensatez. Y esta última indicaba que aquélla no tenía sentido. ¿Por qué iba el ángel a acercarse a mí para confesar, cuando había hecho tanto para ocultar su identidad? Pero si el hombre fornido no era el ángel, ¿por qué había dicho eso?
Lleno de recelo, con un torbellino de preguntas y conflictos en mi in­terior, inspiré hondo, me calmé y dejé solos a Bailarín y al retrasado en el dormitorio para seguir al hombre fornido por el pasillo. Observé cómo se detenía para encender un cigarrillo y examinar el nuevo mundo al que había sido trasladado. El paisaje de cada edificio era diferente. Pue­de que la estructura fuera parecida, que los pasillos y las oficinas, la sala de estar común, la cafetería, los dormitorios, los trasteros, las escaleras y las celdas de aislamiento siguieran más o menos la misma disposición, acaso con pequeñas diferencias. Pero ése no era el terreno real de cada unidad. Sus contornos y su topografía venían definidos por las diversas locuras que contenían. Y eso era lo que el hombre fornido estaba examinando. Parecía un hombre que soliese estar apunto de explotar, un hombre que controlaba poco las rabias que le recorrían la sangre enfrentadas al Haldol o al Prolixin que le administraban a diario. Nuestros cuerpos eran campos de batalla entre ejércitos de psicosis y narcóticos que luchaban por el control puerta a puerta, y aquel hombre fornido parecía tan atrapado como cualquiera de nosotros en esa guerra.
No creía que ése fuera el caso del ángel.
El hombre fornido apartó de un empujón a un anciano senil, del­gado y enfermizo, que se tambaleó y casi se cayó al suelo a punto de echarse a llorar. El otro siguió pasillo adelante y sólo se detuvo para po­ner mala cara a dos mujeres que se balanceaban en un rincón mientras canturreaban nanas a muñecas que acunaban en brazos. Cuando un cato con un pijama holgado y una larga bata suelta se cruzó de modo inofensivo en su camino, le gritó que se apartara y continuó adelante, más deprisa, como si sus pasos siguiesen el ritmo que marcaba su rabia. Y pensé que cada paso lo distanciaba más del hombre que estábamos buscando. No podría haber dicho exactamente por qué, pero lo sabía con una certeza que fue aumentando a medida que lo seguía por el pa­sillo. Comprendí por qué cuando estalló en Williams la pelea que Lucy había organizado, el hombre fornido se había enzarzado de inmedia­to en el intercambio de golpes, y por eso lo habían trasladado a Amherst. No era la clase de hombre que se cruza de brazos ante un conflicto, que retrocede hacia un rincón o se refugia contra la pared. Reaccionaría eléctricamente, saltaría de inmediato, con independencia de cuál fuera la causa o de quién luchara con quién, o del porqué de todo ello. Le gus­taba pelear porque así daba salida a los impulsos que lo atormentaban y se perdía en la cólera confusa del intercambio de golpes. Y entonces, cuando se levantaba, ensangrentado, su locura no le dejaba preguntar­se por qué había obrado de esa manera.
Comprendí que parte de su enfermedad consistía en llamar siem­pre la atención.
Pero ¿por qué había sido tan preciso acercando su cara a la mía? «Yo soy el hombre que estás buscando.»
En mi piso, apoyé la frente contra la pared, sobre las palabras que había escrito para hacer una pausa, sumido en los recuerdos. La presión me recordaba un poco una compresa fría aplicada en la frente para bajar la fiebre a un niño. Cerré los ojos con la esperanza de descansar un poco.
Pero un susurro rasgó el silencio. Siseó justo detrás de mí.
¿Creíste que te lo iba a poner fácil?
No me volví. Sabía que el ángel estaba ahí y, a la vez, no estaba ahí.
No respondí—. No creí que me lo pondrías fácil. Pero tardé cierto tiempo en averiguar la verdad.

Lucy vio a Francis salir del dormitorio para seguir a un hombre que no era el que ella le había indicado. El chico estaba pálido y le pa­reció que absorto en lo que estaba haciendo, casi ajeno al ajetreo que se producía antes de la cena en el concurrido pasillo. Empezó a acer­carse a él, pero se detuvo. Sin duda Pajarillo tendría alguna razón para hacer eso.
Los vio entrar en la sala de estar y se dirigió hacia allí, cuando vio que Evans avanzaba a toda velocidad por el pasillo hacia ella. Tenía la expresión enfurecida de un perro al que acaban de quitarle un buen hueso.
—Bueno —soltó enfadado—, supongo que estará contenta. Tengo a un auxiliar en urgencias con una muñeca fracturada, y he tenido que trasladar a tres pacientes de Williams y poner a un cuarto en aislamien­to por lo menos veinticuatro horas. Tengo una unidad alborotada y agitada, y es probable que uno de los trasladados corra mucho riesgo porque ha tenido que cambiar de ubicación después de varios años, y no por culpa suya. Se vio atrapado en medio de la pelea por casualidad, pero terminó siendo amenazado. ¡Maldita sea! Espero que compren­da el contratiempo que esto supone, y lo peligroso que es, sobre todo para los pacientes que están estabilizados y los mandan de repente a otra unidad.
—¿Usted piensa que yo hice todo eso ? —Lucy lo miró con frialdad.
—Sí —respondió Evans.
—Debo de ser mucho más lista de lo que me pensaba —comentó Lucy con sarcasmo.
El señor del Mal resopló con la cara colorada. Lucy pensó que te­nía el aspecto de un hombre al que no le gusta nada que el mundo que controla rígidamente se altere. Fue a contestar con enfado, pero de pronto logró controlarse y hablar de modo comedido.
—El acuerdo para que trabajara en este centro ponía como condi­ción que eso no supusiera ninguna alteración. Creo recordar que usted aceptó tratar de pasar inadvertida y no obstaculizar los tratamientos en curso.
Lucy no respondió, pero entendió lo que estaba insinuando.
—Es lo que yo tenía entendido —prosiguió el señor del Mal—. Pero corríjame si me equivoco.
—No, no se equivoca. Lo siento. No volverá a pasar. —Sabía que eso era falso.
—Me lo creeré cuando lo vea —replicó Evans—. Y supongo que piensa seguir interrogando pacientes por la mañana.
—Sí.
—Pues eso ya lo veremos —repuso. Y con esa amenaza velada sus­pendida en el aire, el señor del Mal se volvió y se dirigió hacia la puer­ta principal. Se detuvo cuando vio a Negro Grande acompañando al Bombero. El psicólogo observó que Peter no llevaba sujeciones como antes.
—¡Un momento! —gritó—. ¡Quietos ahí!
El corpulento auxiliar se detuvo y se volvió hacia él. Peter vaciló.
—¿Por qué no lleva sujeciones? —aulló Evans, colérico—. Este hombre no tiene permiso para salir de estas instalaciones sin esposas ni grilletes. ¡Son las normas!
—El doctor Gulptilil dijo que no había problema. —Negro Gran­de arqueó las cejas.
—¿Cómo?
—El doctor Gulptilil... —repitió el auxiliar, pero fue interrumpido.
—No me lo creo. Este hombre está aquí por orden judicial. Se en­frenta a graves acusaciones por incendio y homicidio involuntario. Te­nemos una responsabilidad...
—Eso es lo que el jefe dijo.
—Voy a comprobarlo ahora mismo. —Evans se giró y dejó a los dos hombres en medio del pasillo.
Se dirigió hacia la puerta principal, revolvió sus llaves, soltó un ju­ramento cuando encajó en la cerradura una equivocada, volvió a ha­cerlo con más fuerza cuando la segunda también falló y, por fin, se rin­dió y se dirigió hacia su despacho apartando a los pacientes que se encontraban a su paso.
Francis siguió al hombre fornido, que se abría paso por Amherst. El modo en que ladeaba la cabeza, levantaba el labio enseñando los dien­tes, encorvaba los hombros y balanceaba unos antebrazos tatuadísimos advertía con claridad a los demás pacientes que se hicieran a un lado. Un recorrido depredador y desafiante. El hombre fornido echó un buen vistazo alrededor de la sala de estar, como un topógrafo que exa­minara un terreno. Los pocos pacientes que quedaban allí retrocedie­ron hacia los rincones o se ocultaron detrás de revistas antiguas para evitar verle los ojos. Al hombre fornido pareció gustarle, satisfecho de que su estatus de bravucón fuera a establecerse fácilmente, y avanzó hasta el centro de la sala. No pareció darse cuenta de que Francis lo se­guía hasta que se detuvo.
—Bueno —dijo en voz alta—, ahora estoy aquí. Que nadie inten­te tocarme las pelotas.
A Francis le pareció una estupidez, y puede que también una co­bardía. Los únicos pacientes que había en la sala eran viejos seniles, o ab­sortos en algún mundo distante y privado. No había nadie que pudie­ra desafiar al hombre fornido.
A pesar de las voces que le gritaban que tuviera cuidado, Francis avanzó unos pasos hacia él, y éste, por fin, se percató de su presencia.
—¡Tú! —exclamó—. Creía que ya me había ocupado de ti.
—Quiero saber qué pretendiste decir —comentó Francis.
—¿Qué pretendí decir? —El hombre imitó la voz cantarina de Fran­cis—. ¿Qué pretendí decir? Pretendí decir lo que dije y dije lo que pre­tendía decir. Nada más.
—No lo entiendo —insistió Francis—. Al decir que eras el hom­bre que estoy buscando, ¿qué quisiste decir?
—Parece bastante obvio, ¿no?
—No —replicó Francis—. En absoluto. ¿A quién crees que estoy buscando?
—Estás buscando a alguien mezquino —sonrió el hombre forni­do—. Y lo has encontrado. ¿Qué? ¿No crees que pueda ser lo bastan­te mezquino para ti? —Avanzó hacia Francis con los puños cerrados y un poco agazapado.
—¿Cómo supiste que te estaba buscando? —preguntó Francis, y se mantuvo firme a pesar de todos los ruegos de que huyera emitidos en su interior.
—Todo el mundo lo sabe. Tú y el otro tío, y la mujer del exterior. Todo el mundo lo sabe —afirmó el otro de modo enigmático.
Francis pensó que en el hospital no había secretos. Pero eso no era cierto.
—¿Quién te lo dijo? —insistió.
—¿Cómo?
—¿Quién te lo dijo?
—¿Qué cono quieres decir?
—¿Quién te dijo que yo estaba buscando a alguien? —aclaró Francis con la voz más aguda. Había ganado impulso, guiado por algo to­talmente distinto a sus voces interiores y que hacía que las preguntas le salieran de la boca a pesar de que cada palabra aumentaba el peligro al que se enfrentaba—. ¿Quién te dijo que me buscaras? ¿Quién te dijo cómo era yo? ¿Quién te dijo quién era yo, quién te dio mi nombre? ¿Quién?
El otro adelantó una mano para tocarle la mandíbula con los nudi­llos, como si lo amenazara.
—Eso es asunto mío —afirmó—. No tuyo. Con quién hablo y qué hago es asunto mío.
Francis observó que abría un poco más los ojos, como si captara al­guna idea fugaz. Varios elementos volátiles se mezclaban en la imagi­nación del hombre fornido, y en algún lugar de esa mezcla explosiva estaba la información que quería.
—Por supuesto que es asunto tuyo —admitió Francis suavizando su tono—. Pero puede que también sea asunto mío. Sólo quiero saber quién te dijo que me buscaras y me dijeras eso.
—Nadie —mintió el hombre fornido.
—Fue alguien —lo rebatió Francis.
La mano del hombre se apartó de la cara de Francis, que vio un miedo eléctrico en sus ojos, oculto bajo la rabia. En ese instante le re­cordó a Larguirucho cuando se obsesionó con Rubita, o antes, cuando lo había hecho con él. Una fijación total con una única idea, una olea­da abrumadora de una sola sensación en su interior, en alguna gruta di­fícil de penetrar hasta para la medicación más potente.
—Es asunto mío —repitió el hombre fornido.
—El hombre que te lo dijo podría ser el que estoy buscando.
—Vete a la mierda —soltó el hombre a la vez que sacudía la cabe­za—. No te voy a ayudar en nada.
Francis sólo podía pensar que estaba cerca de algo y que necesita­ba averiguarlo porque sería algo concreto que proporcionar a Lucy Jo­nes. Entonces vio cómo el hombre fornido se agitaba, y la rabia, la frus­tración y todos los terrores habituales de la locura se unían. En ese instante de peligro, Francis se percató de que había ido demasiado lejos. Retrocedió un paso, pero el hombre fornido lo siguió.
—No me gustan tus preguntas —le espetó.
—Vale, ya no te haré más —respondió Francis, retrocediendo.
—No me gustan tus preguntas y tampoco me gustas tú. ¿Por qué me has seguido hasta aquí? ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué me vas a hacer?
Lanzó cada una de estas preguntas como golpes. Francis miró a derecha y a izquierda buscando un sitio donde esconderse, pero no encontró ninguno. Las pocas personas que había en la sala se habían acurrucado en los rincones o bien observaban las paredes o el techo, cualquier cosa que las llevara mentalmente a otra parte. El hombre le empujó el pecho con el puño y le hizo dar otro paso atrás de modo que casi perdió el equilibrio.
—No me gusta que te metas en mis cosas —exclamó—. Creo que no me gusta nada que tenga que ver contigo. —Le empujó otra vez, más fuerte.
—Muy bien —dijo Francis levantando una mano—. Te dejaré en paz.
El otro pareció ponerse tenso, con todo el cuerpo tirante.
—Sí, eso está bien —gruñó—. Y me aseguraré de ello.
Francis vio venir el puño y logró levantar el antebrazo lo suficien­te para evitar que le diera en la mejilla. Por un momento vio estrellitas, y el impulso le hizo girarse hacia atrás, tambaleante, y tropezar con una silla. De hecho eso le fue bien, porque hizo que el hombre fornido fa­llara su segundo puñetazo, un gancho de izquierda que pasó silbando cerca de la nariz de Francis, lo bastante como para que notara su calor. Francis se volvió a echar hacia atrás y la silla cayó al suelo, mientras el otro se abalanzaba para asestarle otro golpe, que esta vez le dio en el hom­bro. El hombre tenía la cara colorada de furia, y su rabia impedía que su ataque fuera acertado. Francis cayó de espaldas con tal fuerza que, al chocar contra el suelo, perdió el aliento. El hombre fornido se situó a horcajadas sobre su pecho, amenazante, mientras Francis daba patadas inútiles y con los brazos se protegía de la lluvia de golpes furiosos y alocados que le caían encima.
—¡Te mataré! —bramaba—. ¡Te mataré!
Francis se retorcía e interponía sucesivamente el brazo derecho y el izquierdo para paliar el aluvión de puñetazos, consciente sólo en par­te de que no le había golpeado fuerte y a sabiendas de que si el hombre dedicara siquiera un microsegundo a considerar las ventajas de su ata­que, sería el doble de mortífero.
—¡Déjame en paz! —gritó Francis en vano.
A través del estrecho espacio entre sus brazos vio cómo el hombre se incorporaba un poco para dominarse, como si de repente se diera cuenta de que tenía que organizar el ataque. Seguía colorado pero, de golpe, su rostro expresó un propósito y una lógica, como si toda la fu­ria acumulada en su interior se canalizase hacia un solo torrente.
—¡Para! —chilló una vez más Francis, indefenso, con los ojos ce­rrados.
Comprendió que iba a hacerle mucho daño y retrocedió. Ya no sa­bía qué palabras gritaba para que aquel bruto se detuviera, consciente sólo de que no significaban nada ante la rabia que sentía por él.
—¡Te mataré! —repitió el hombre. Francis no dudaba que quería hacerlo.
El hombre soltó un grito gutural y Francis procuró apartar la ca­beza pero, en ese segundo, todo cambió. Una fuerza como un potente viento los sacudió a ambos y se formó un lío frenético de puños, gol­pes y gritos. Francis se desplazó hacia un lado, consciente de que ya no tenía el peso de su atacante sobre el pecho y que estaba libre. Rodó por el suelo y gateó hacia la pared, desde donde vio que el hombre fornido y Peter estaban enzarzados en un cuerpo a cuerpo. Peter lo rodeaba con las piernas y había conseguido sujetarle una muñeca con la mano. Sus palabras se habían convertido en una cacofonía de gritos, y roda­ron juntos por el suelo. La cara de Peter reflejaba una feroz rabia mien­tras retorcía el brazo del hombre. Y, en el mismo instante, otro par de mísiles cruzó de repente la visión de Francis: los hermanos Moses se precipitaban a la refriega. Se produjo un momentáneo coro de gritos hasta que Negro Grande logró agarrar el otro brazo del hombre for­nido a la vez que le cruzaba la tráquea con un grueso antebrazo y lo re­tenía mientras Negro Chico separaba a Peter a empellones.
El hombre fornido soltaba palabrotas y epítetos medio asfixián­dose y lanzando salpicaduras de baba.
—¡Negrazas de mierda! ¡Soltadme! ¡Yo no he hecho nada!
Peter resbaló hasta el suelo y quedó con la espalda apoyada contra un sofá y las piernas extendidas. Negro Chico lo soltó y se reunió con su hermano. Ambos dominaron con pericia al hombre, quien, con las manos a la espalda, pataleó un momento antes de rendirse.
—¡Sujétenlo fuerte! —oyó Francis procedente de un lado. Evans blandía una jeringa hipodérmica en la puerta—. ¡No lo suelten! —in­sistió mientras tomaba un poco de algodón impregnado de alcohol y se acercaba a los dos auxiliares y al hombre histérico, que volvió a re­torcerse y forcejear.
—¡Iros a la mierda! —gritó colérico—. ¡Iros a la mierda! ¡Iros a la mierda!
El señor del Mal le limpió un trocito de piel y le clavó la aguja en el brazo con un único movimiento que denotaba mucha práctica.
—¡Iros a la mierda! —bramó el hombre de nuevo, por última vez.
El sedante causó efecto con rapidez. Francis no estaba seguro de cuántos minutos, porque la adrenalina y el miedo le habían hecho per­der la noción del tiempo. Pero en unos momentos el hombre se relajó. Entornó los ojos y una especie de inconsciencia fue apoderándose de él. Los hermanos Moses también se relajaron, lo soltaron y se levanta­ron dejándolo en el suelo.
—Traed una camilla para transportarlo a aislamiento —indicó el señor del Mal—. En un minuto, estará fuera de combate.
El hombre gruñó, se retorció y movió los pies como un perro que soñara que corría. Evans sacudió la cabeza.
—Menudo desastre. —Alzó los ojos y vio a Peter en el suelo, re­cobrando el aliento y frotándose la mano, que tenía la marca roja de un mordisco—. Tú también —ordenó con frialdad.
—¿Yo también qué?
—Asilamiento. Veinticuatro horas.
—¿Qué? Yo no hice nada salvo separar a ese cabrón de Pajarillo.
Negro Chico había vuelto con una camilla plegable y una enferme­ra. Sujetó al hombre y empezó a ponerle una camisa de fuerza. Mien­tras lo hacía, dirigió una mirada hacia Peter y sacudió la cabeza.
—¿Qué tenía que hacer? ¿Dejar que ese tío diera una paliza a Pajarillo?
—Aislamiento. Veinticuatro horas —repitió Evans.
—No voy a... —empezó Peter.
—¿Qué? ¿Me desobedeces? —Evans arqueó las cejas.
—No. Sólo protesto —aclaró Peter tras inspirar hondo.
—Ya conoces las normas sobre las peleas.
—Él estaba peleando. Yo sólo intentaba sujetarlo.
Evans se acercó a Peter y meneó la cabeza.
—Una distinción exquisita. Aislamiento. Veinticuatro horas. ¿Quie­res ir por las buenas o por las malas? —Levantó la jeringa. Francis supo que quería que Peter tomara la decisión incorrecta.
Peter controló su rabia a duras penas y apretó los dientes.
—Muy bien—dijo—. Lo que usted diga. Aislamiento. Vamos allá.
Se puso de pie con dificultad y siguió diligentemente a Negro Gran­de, quien había cargado al hombre fornido en la camilla con la ayuda de su hermano y se lo llevaban de la sala de estar.
Evans se volvió hacia Francis.
—Tienes un cardenal en la mejilla —comentó—. Pídele a una en­fermera que te cure.
Y se marchó sin mirar siquiera a Lucy, que se había situado en la puerta y en ese instante dirigió a Francis una mirada inquisitiva.
Esa noche, en su reducida habitación de la residencia de enfer­meras en prácticas, Lucy estaba sentada a oscuras tratando de analizar los progresos de su investigación. El sueño le era esquivo, y se había incorporado en la cama, con la espalda apoyada contra la pared, mi­rando al frente e intentado distinguir formas familiares en la penum­bra. Sus ojos se adaptaron despacio a la ausencia de luz pero, pasado un momento, pudo distinguir las siluetas del escritorio, la cómoda, la mesilla de noche y la lámpara. Siguió concentrándose y reconoció las prendas que había dejado al azar en la silla cuando se había desvestido para acostarse.
Pensó que era un reflejo de lo que le estaba pasando. Había cosas conocidas que aun así permanecían ocultas en la oscuridad del hospi­tal. Tenía que encontrar un modo de iluminar las pruebas y los sospe­chosos. Pero no se le ocurría cómo.
Echó la cabeza atrás y pensó que había embrollado mucho las co­sas. Al mismo tiempo, a pesar de no tener nada concreto, estaba con­vencida de que se hallaba peligrosamente cerca de alcanzar su meta.
Trató de imaginar al hombre que estaba buscando, pero, como las formas de la habitación, se mantuvo indefinido y esquivo. Pensó que el mundo del hospital no se prestaba a suposiciones fáciles. Recordó decenas de momentos, sentada frente a un sospechoso en una sala de interrogatorios de una comisaría o, después, en una sala de justicia, en que había observado todos los detalles, las arrugas de las manos, la mi­rada escurridiza, la forma en que ladeaba la cabeza, para obtener el re­trato de alguien caracterizado por la culpa y el crimen. Cuando esta­ban sentados frente a ella siempre resultaban muy evidentes. Los hombres que interrogaba tras la detención y durante el juicio lucían la verdad de sus acciones como un traje barato: de modo inconfundible.
Mientras seguía absorta en la oscuridad, se dijo que tenía que pen­sar de una forma más creativa. Más indirecta. Más sutil. En el mundo de donde procedía, tenía pocas dudas cuando se encontraba frente a frente con su presa. Este mundo era todo lo contrario. Sólo había du­das. Y, con un escalofrío que no se debía a la ventana abierta, se pre­guntó si habría estado ya frente a frente con el asesino. Pero aquí, él formaba parte del contexto.
Se tocó la cicatriz con una mano. El hombre que la había atacado era el tópico del anonimato. Llevaba un pasamontañas, de modo que sólo le vio los ojos oscuros, guantes de cuero negro, vaqueros y parka corriente, de las que pueden comprarse en cualquier tienda de excur­sionismo. Calzaba unas zapatillas de deporte Nike. Las pocas palabras que dijo fueron guturales, bruscas, pensadas para ocultar cualquier acento. En realidad, no le había hecho falta decir nada. Dejó que el re­luciente cuchillo que le había rajado la cara hablara por él.
Eso era algo en lo que Lucy había pensado mucho. Posteriormen­te se había concentrado en ese detalle, porque le revelaba algo de un modo extraño, y la había llevado a preguntarse si el objetivo del crimi­nal no habría sido tanto violarla como desfigurarle la cara.
Se echó hacia atrás y golpeó la pared con la cabeza un par de veces, como si los discretos golpes pudiesen liberar alguna idea en su mente. A veces se preguntaba por qué había cambiado tanto su vida desde que la habían agredido en las escaleras de aquella residencia. ¿Cuánto tiem­po había sido? ¿Tres minutos? ¿Cinco minutos de principio a fin, des­de la primera sensación aterradora, cuando la había agarrado, hasta el sonido de sus pasos al alejarse?
Pero a partir de ese momento todo había cambiado.
Se tocó los bordes de la cicatriz con los dedos. Con el paso de los años habían retrocedido para casi fundirse con su cutis.
Se preguntó si volvería a amar alguna vez. Lo dudaba.
No era algo tan simple como odiar a todos los hombres por lo que había hecho uno. Ni de ser incapaz de ver las diferencias entre los hom­bres que había conocido y el que le había hecho daño. Más bien era como si su corazón se hubiera oscurecido y congelado. Sabía que su agresor había determinado su futuro y que cada vez que señalaba de modo acusador a algún encausado cetrino ante un tribunal estaba co­brándose una venganza. Pero dudaba que nunca fueran las suficientes.
Pensó entonces en Peter. Era muy parecido a ella. Eso la entristecía y la perturbaba, incapaz de valorar que ambos estaban heridos del mismo modo y que eso debería haberlos unido. Intentó imaginárselo en la sala de aislamiento. Era lo más parecido a una celda que había en el hospital y, en ciertos sentidos, era peor. Su único propósito era eli­minar cualquier idea externa que pudiera inmiscuirse en el mundo del paciente. Paredes acolchadas de color gris. Una cama atornillada al sue­lo. Un colchón delgado y una manta raída. Sin almohada. Sin cordo­nes de los zapatos. Sin cinturón. Un retrete con escasa agua para im­pedir que alguien intentara ahogarse. No sabía si le habían puesto una camisa de fuerza. Ése era el procedimiento, y sospechaba que el señor del Mal querría que se siguiera. Se preguntó cómo podía Peter mante­nerse cuerdo, cuando casi todo lo que lo rodeaba estaba loco. Recor­darse sin cesar que ése no era su sitio le exigiría una notable fuerza de voluntad.
Debía de resultar doloroso.
En ese sentido, eran incluso más parecidos aún.
Inspiró hondo y se dijo que debía dormir. Tenía que estar despeja­da por la mañana. Algo había impulsado a Francis a enfrentarse a aquel hombre fornido. No sabía qué, pero sospechaba que era importante. Sonrió. Francis estaba resultando más útil de lo que había imaginado.
Cerró los ojos y, al cubrir una oscuridad con otra, fue consciente de que oía un sonido extraño, conocido pero inquietante. Abrió los ojos. Eran pasos suaves en el pasillo enmoquetado. Notó que el cora­zón se le aceleraba. Pero unos pasos no eran algo inusual en la resi­dencia de enfermeras en prácticas. Después de todo, había distintos turnos que cubrían las veinticuatro horas, y eso provocaba que las ho­ras de sueño fueran irregulares.
Al escuchar, le pareció que los pasos se detenían frente a su puerta.
Se puso tensa y estiró el cuello hacia el tenue sonido.
Se dijo que estaba equivocada, y entonces le pareció que el pomo de la puerta giraba despacio.
Se volvió hacia la mesilla de noche y logró encender a tientas la lámpara haciendo mucho ruido. La luz inundó la habitación. Parpadeó un par de veces y bajó de la cama. Cruzó la habitación, pero golpeó una papelera de metal, que se deslizó con estrépito por el suelo. La puerta te­nía un cerrojo y seguía cerrado. Con rapidez, se apoyó contra la hoja de madera maciza y puso la oreja en ella.
No oyó nada.
Esperó algún sonido. Algo que le indicase que había alguien fuera, que alguien huía, que estaba sola, que no lo estaba.
El silencio le resultaba tan terrible como el sonido que la había lle­vado hasta la puerta.
Esperó.
Dejó que los segundos pasaran, alerta.
Un minuto. Tal vez dos.
Oyó voces de personas que pasaban por debajo de la ventana abier­ta. Sonó una carcajada, y otra se le unió.
Volvió a concentrarse en la puerta. Descorrió el cerrojo y, con un movimiento repentino y rápido, la abrió.
El pasillo estaba vacío.
Salió y miró a derecha e izquierda.
Nada.
Inspiró hondo y dejó que su corazón se apaciguara. Sacudió la ca­beza. Se dijo que había estado sola todo el rato, que estaba dejando que las cosas la afectaran. El hospital era un sitio de desconocidos, y estar rodeada de tanta conducta extraña y de tanta enfermedad mental la ha­bía puesto nerviosa. Pero si tenía algo que temer, más tenía que temer el hombre que buscaba. Esta bravuconada la tranquilizó.
Volvió a entrar en la habitación. Cerró la puerta con llave y, antes de regresar a la cama, apalancó la silla de madera contra el pomo. No como un obstáculo adicional, porque dudaba que funcionara, sino para que cayese al suelo si la puerta se abría. Tomó la papelera de metal y la colocó encima. Luego le añadió la maleta. El ruido de todo eso al caer al suelo bastaría para despertarla, por muy dormida que estuviera.





23

¿Fuiste tú?
Nunca fui yo. Siempre fui yo.
Te arriesgaste dije con frialdad, obstinado—. Podrías haber ido a lo seguro, pero no lo hiciste, lo que fue un error. Al principio no lo vi, pero al final sí.
Hubo muchas cosas que no viste, Pajarillo.
Vi lo suficiente. Sacudí la cabeza y añadí despacio, aunque mi tono delataba mi falta de confianza—: No estás aquí. Sólo eres un re­cuerdo.
No sólo estoy aquísiseó el ángel, sino que esta vez he veni­do por ti.
Me volví para enfrentarme a la voz que me acosaba. Pero era co­mo una sombra que iba de un rincón oscuro a otro de la habitación, siempre esquiva, fuera de mi alcance. Cogí un cenicero lleno de colillas retorcidas y lo lancé contra la forma. Su risa se mezcló con un estallido de cristal cuando el cenicero se hizo añicos contra la pared. Me volvía de­recha e izquierda intentando ubicarlo, pero el ángel se movía deprisa. Le grité que se estuviera quieto, que no le tenía miedo, que entablara una lucha justa, y tuve la impresión de ser el niño lloroso que pretende en­frentarse al bravucón de la clase. Cada momento era peor, cada segun­do que pasaba me sentía más insignificante, menos capaz. Furioso, agarré una silla y la arrojé al otro lado de la habitación. Golpeó el marco de la puerta y dejó una muesca en la madera.
Me sentía cada vez más desesperado. Abrí bien los ojos y busqué a Peter, que podría ayudarme, pero no estaba en la habitación. Traté de imaginar a Lucy, los hermanos Moses o cualquier otra persona del hospital con la esperanza de incorporar a mi memoria a alguien que pu­diera ayudarme a luchar.
Estaba solo, y mi soledad era como un golpe al corazón.
Pensé que estaba perdido pero, entonces, a través del barullo de voces de mi locura pasada y mi locura futura, oí un sonido incongruen­te. Un golpeteo que no parecía correcto. No exactamente mal, sino di­ferente. Tardé unos instantes en serenarme y comprender lo que era. Al­guien llamaba a la puerta.
Noté otra vez el aliento gélido del ángel en la nuca.
La llamada persistió, más fuerte.
Me acerqué con precaución.
¿Quién es? pregunté. Ya no estaba seguro de que el ruido del mundo exterior fuera más real que la voz siseante del ángel, o siquiera que la presencia tranquilizadora de Peter en una de sus visitas esporádi­cas. Todo se fundía entre sien un mar de confusión.
¿Francis Petrel?
¿Quién es? repetí.
Soy el señor Klein del Wellness Center.
El nombre me resultaba vagamente conocido, como si perteneciera a los recuerdos de la niñez, no a algo actual. Incliné la cabeza hacia la puerta mientras trataba de asignar una cara al nombre, y poco apoco unos rasgos tomaron forma en mi imaginación. Un hombre delgado, medio calvo, con gafas gruesas y un ligero ceceo, que se frotaba nervioso el men­tón hacia última hora de la tarde, cuando se cansaba o cuando algunos de sus pacientes no hacían progresos. No estaba seguro de que estuviera realmente ahí. No estaba seguro de oírlo realmente. Pero sabía que, en algún sitio, existía un señor Klein, que había hablado con él muchas veces en su pequeño despacho demasiado iluminado y que cabía una posibilidad remota de que fuera él.
¿Qué quiere? pregunté.
No ha asistido a dos sesiones de terapia. Estamos preocupados por usted.
¿No he asistido?
No. Y la medicación que recibe debe controlarse. Habrá recetas que probablemente precisen renovarse. ¿Me abre la puerta, por favor?
¿Por qué ha venido?
Ya se lo he dicho respondió el señor Klein—. Tenía horas con­certadas en el consultorio. Se las ha saltado. Antes nunca lo había hecho. No desde que le dieron de alta del Western. Estamos preocupados.
Sacudí la cabeza. Sabía que no tenía que abrir la puerta.
Estoy bien mentí—. Váyase, por favor.
No lo creo, Francis. Parece estresado. He oído gritos en su piso cuando subía las escaleras, como si hubiese una pelea. ¿Hay alguien con usted?
No respondí. No era del todo cierto, ni del todo falso.
¿Por qué no abre la puerta para que podamos hablar?
—No.
Francis, no tiene nada que temer.
Váyase pedí, porque tenía mucho que temer—. No quiero su ayuda.
Si me voy, ¿promete ir al consultorio?
¿Cuándo?
Hoy. Mañana como mucho.
Quizá.
Eso no es ninguna promesa, Francis.
Lo intentaré.
Necesito que me dé su palabra de que irá hoy o mañana y se so­meterá a una revisión completa.
¿O sino?
Francis comentó con paciencia—, ¿de verdad necesita pregun­tarme eso?
Apoyé la cabeza contra la puerta y la golpeé con la frente una vez, y otra, como si así pudiera expulsar mis pensamientos y miedos.
Me mandará de vuelta al hospitaldije con cautela, en voz muy baja.
¿Qué? No lo oigo.
No quiero regresar. No lo soportaba. Casi me morí. No quiero re­gresar al hospital.
Francis, el hospital está cerrado. Para siempre. No tendrá que regresar a él. Nadie lo hará.
No puedo volver.
Francis, ¡abra la puerta!
Usted no está realmente aquíaseguré—. Sólo es otro sueño.
Francis dijo el señor Klein tras vacilar—, sus hermanas están preocupadas por usted. Mucha gente lo está. ¿Por qué no me deja que lo lleve al consultorio?
La clínica no es real.
Lo es. Usted lo sabe. Ha estado en ella muchas veces.
Váyase.
Prométame que irá.
Muy bien. Lo prometo. Inspiré hondo.
Dígalo insistió el señor Klein.
Le prometo que iré al consultorio.
¿Cuándo?
Hoy. O mañana.
¿Me da su palabra?
—Sí.
Noté cómo dudaba de nuevo al otro lado de la puerta, como si no acabara de fiarse de mi palabra.
De acuerdo concedió por fin—. Lo acepto. Pero no me falle, Francis.
No lo haré.
Si me falla, volveré.
Eso me sonó a amenaza.
Iré aseguré tras suspirar.
Lo oí alejarse por el pasillo.
Eso me satisfizo, y me dirigí hacia la pared de la escritura. Deseché al señor Klein de mi mente, junto con el hambre, la sed, el sueño y todo lo demás que podría haberse inmiscuido en la narración de mi historia.

Bien entrada la medianoche, Francis se sentía solo en medio de los sonidos nocturnos del dormitorio del edificio Amherst. Estaba sumi­do en ese inquieto estado entre la vigilia y el sueño en que el mundo se difumina, las amarras a la realidad se sueltan y uno se ve arrastrado por mareas y corrientes invisibles.
Le preocupaba Peter, que se encontraba en una celda de aislamien­to por orden del señor del Mal y que seguramente estaría debatiéndo­se con toda clase de miedos enfundado en una camisa de fuerza. Fran­cis recordó sus horas de aislamiento y se estremeció. Sujeto y solo, lo habían llenado de terror. Supuso que sería igual de difícil para Peter, quien ni siquiera tendría las cuestionables ventajas de estar sedado. Peter le había dicho muchas veces que no tenía miedo de ir a la cárcel, pero de algún modo Francis no creía que el mundo de la cárcel, por duro que fuera, se equiparara a una celda de aislamiento del Western. En las celdas de aislamiento uno se pasaba cada segundo con fantasmas de un dolor indescriptible.
Pensó que era una suerte que estuvieran todos locos. Porque, de no estarlo, ese sitio les haría perder la razón en muy poco tiempo.
Una flecha de desesperación se le clavó en el cuerpo al entender, en ese instante, que el contacto de Peter con la realidad le abriría de una u otra forma la puerta de salida del hospital. Al mismo tiempo, supo lo mucho que le costaría a él agarrarse lo suficiente a la pendiente resba­ladiza de su imaginación para llegar a convencer a Gulptilil o Evans, o a cualquiera del Western, para que le dieran de alta. Dudaba que, aun­que empezara a informar sobre Lucy Jones y los avances de su inves­tigación a Tomapastillas, como éste quería, llegara a conseguir nada que no fuera pasar más noches oyendo los gemidos atormentados de unos hombres que soñaban cosas terribles.
Inquieto por todo lo que lo acechaba en su sueño y por todo lo que lo rodeaba cuando estaba despierto, cerró los ojos para aislarse de los sonidos del dormitorio con la esperanza de tener unas horas de des­canso antes de la mañana.
A su derecha, a varias camas de distancia, un paciente se revolvió en la cama en medio de una pesadilla. Francis mantuvo los ojos cerra­dos, como si eso pudiera aislarlo de las agonías que importunaban los sueños de otros pacientes. Pasado un momento, el ruido se desvaneció.
Apretó los párpados mientras se murmuraba, o tal vez escuchaba una voz que decía duérmete.
Pero el siguiente ruido que oyó fue distinto: un chirrido.
Seguido de un siseo.
Y después una voz, y una mano repentina que le cubría los ojos.
—Mantén los ojos cerrados, Francis. Escucha, pero mantén los ojos cerrados.
Francis inspiró con fuerza. Una rápida inhalación de aire caliente. Su primera reacción fue gritar, pero se contuvo. Intentó incorporarse, pero una fuerza considerable lo tumbó en el colchón. Levantó una mano pa­ra agarrar la muñeca del ángel, pero la voz del hombre lo detuvo.
—No te muevas, Francis. No abras los ojos hasta que yo te lo diga. Sé que oyes todo lo que digo, pero espera mi orden.
Francis se quedó rígido en la cama. En la oscuridad, notó que había una persona de pie junto a él. Con la amenaza del terror y las tinieblas.
—Sabes quién soy, ¿verdad, Francis?
Asintió despacio.
—Si te mueves morirás. Si abres los ojos morirás. Si tratas de gritar morirás. ¿Comprendes el esquema de nuestra charla de hoy? —La voz del ángel era apenas un susurro, pero le golpeaba como un puñetazo. No se atrevió a moverse, ni siquiera cuando sus voces le gritaron que saliera huyendo, y permaneció inmóvil, en un tumulto de confusión y duda. La mano que le tapaba los ojos se apartó de repente y algo peor la sustituyó.
—¿Lo notas, Francis? —preguntó el ángel.
La sensación en la mejilla era fría. Una presión gélida. No se movió.
—¿Sabes qué es, Francis?
—Un cuchillo —susurró.
Se produjo una pausa antes de que la voz prosiguiera:
—¿Sabes algo de este cuchillo, Francis?
Asintió pero no entendió realmente la pregunta.
—¿Qué sabes, Francis?
El joven tragó con fuerza. Tenía la garganta seca. La hoja le seguía presionando la cara y él no se atrevía a moverse. Mantuvo los ojos ce­rrados pero intentó hacerse una idea del hombre situado junto a él.
—Sé que está afilado —dijo con voz débil.
—¿Pero cuánto?
Francis no logró responder porque su garganta se había resecado por completo. Así que soltó un leve gemido.
—Permite que responda mi propia pregunta —prosiguió el ángel, que seguía hablando en susurros que retumbaban en el interior de Francis con más fuerza que gritos—. Está muy pero que muy afilado. Como una navaja, así que si te mueves, aunque sea un poquito, te cor­tarás. Y también es fuerte, Francis, lo bastante para atravesar la piel, el músculo y el hueso. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad? Porque ya conoces algunos de los sitios donde ha estado este cuchillo, ¿no?
—Sí.
—¿Crees que Rubita supo de verdad qué significaba este cuchillo cuando se le hundió en el cuello?
Francis no supo a qué se refería, así que guardó silencio.
Se oyó una risita suave.
—Piensa en esta pregunta, Francis. Quiero que me contestes.
Francis cerró los ojos con fuerza. Por un instante, esperó que la voz fuera sólo una pesadilla y que eso no le estuviera pasando de verdad pero, mientras lo deseaba, la presión de la hoja sobre su mejilla pareció aumentar. En un mundo lleno de alucinaciones, era afilada y real.
—No lo sé —soltó por fin.
—No estás usando la imaginación, Francis. Y es lo único que tene­mos, ¿recuerdas? Imaginación. Puede arrastrarnos de maneras extra­ñas y terribles, conducirnos en direcciones horrendas y criminales, pero es lo único que aquí poseemos de verdad, ¿no?
Francis pensó que era cierto. Habría asentido, pero tuvo miedo de que cualquier movimiento le marcase la cara para siempre con una ci­catriz como la de Lucy, así que se quedó lo más rígido que pudo, sin apenas respirar, conteniendo unos músculos que querían reaccionar al terror.
—Sí—susurró sin apenas mover los labios.
—¿Puedes entender cuánta imaginación tengo, Francis?
Una vez más, las palabras que trató de articular no salieron de su garganta.
—¿Qué supo Rubita, Francis? ¿Percibió sólo el dolor? ¿O acaso algo más profundo, mucho más aterrador? ¿Relacionó la sensación del cuchillo que se le hundía en la carne con la sangre que le manaba? ¿Fue capaz de valorarlo todo y darse cuenta de que se le estaba escapando la vida de un modo tan patético por culpa de su propia indefensión?
—No lo sé...
—¿Y tú, Francis? ¿Notas lo cerca que estás de la muerte?
Francis no pudo contestar. Tras sus párpados, sólo veía una corti­na roja de terror.
—¿Notas cómo tu vida pende de un hilo, Francis?
Sabía que no tenía que responder esa pregunta.
—¿Comprendes que puedo acabar con tu vida en este instante, Francis?
—Sí —afirmó Francis, aunque no supo de dónde sacó fuerzas para hacerlo.
—¿Te das cuenta de que puedo acabar con tu vida en diez segun­dos? ¿O en treinta segundos? O tal vez me esperaré todo un minuto, según lo que quiera saborear el momento. O tal vez no vaya a ser esta noche. Tal vez mañana se ajuste mejor a mis planes. O la semana que viene. O el año que viene. Cuando yo quiera, Francis. Estás aquí, en esta cama, todas las noches, y nunca sabrás cuándo puedo volver. O tal vez debería hacerlo ahora y ahorrarme problemas...
El canto del cuchillo giró y el filo le tocó la piel brevemente.
—Tu vida me pertenece —prosiguió el ángel—. Te la puedo quitar cuando me plazca.
—¿Qué quieres? —preguntó Francis, y los ojos se le llenaron de lá­grimas mientras el miedo se apoderaba por fin de él, haciéndolo tem­blar de terror.
—¿Que qué quiero? —El hombre rió siseante, sin dejar de susu­rrar—. Tengo lo que quiero por esta noche, y estoy más cerca de con­seguir todo lo que quiero. Mucho más cerca.
El ángel acercó la cara, de modo que los labios de ambos quedaron a pocos centímetros, como amantes.
—Estoy cerca de todo lo que me importa, Francis. Tan cerca que soy como una sombra que os pisa los talones. Soy como una fragancia que se te pega y que sólo un perro percibe. Soy como la respuesta a una adivinanza demasiado complicada para la gente como tú.
—¿Qué quieres que haga? —suplicó Francis, como si anhelara algu­na clase de tarea o trabajo que lo liberase de aquella presencia maligna.
—Nada, Francis. Salvo que recuerdes esta pequeña charla cuando te dediques a lo tuyo —respondió el ángel. Y, tras una breve pausa, pro­siguió—: Cuenta hasta diez antes de abrir los ojos. Recuerda lo que te dije. Y, por cierto —parecía alegre y terrible a la vez—, he dejado un regalito para tu amigo el Bombero y para esa puta de la fiscal.
—¿Qué?
El ángel acercó más la cara a Francis, que notó su aliento.
—Un mensaje —indicó el ángel—. A veces está en lo que me llevo. Pero esta vez está en lo que dejo.
Dicho esto, la presión en la mejilla desapareció de golpe y Francis notó que el hombre se alejaba. Siguió conteniendo al aliento y contó despacio del uno al diez antes de abrir los ojos.
Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. Cuando lo hicieron, levantó la cabeza y se volvió hacia la puerta. Por un instante, el ángel se destacó brillante, casi luminiscente. Estaba gi­rado de cara hacia Francis, pero éste no pudo captar ninguno de sus ras­gos excepto un par de ojos abrasadores y un aura blanca que lo rodea­ba sobrenaturalmente. Entonces, la visión desapareció, la puerta se cerró con un golpe apagado y, a continuación, se oyó la llave al girar, lo que para Francis fue como si se cerrara la puerta a toda esperanza y posibilidad. Se estremeció. Le temblaba todo el cuerpo como si se hu­biera sumergido en unas aguas gélidas. Se quedó en la cama, sumido en el terror y la ansiedad que habían arraigado en él y que parecían pro­pagarse por todo su cuerpo como una infección. Se preguntó si podría moverse cuando la luz de la mañana inundara el dormitorio. Sus voces interiores estaban calladas, como si ellas también temieran que Fran­cis, situado de repente al borde de un precipicio de terror, fuera a res­balar y caer para siempre.
Se quedó quieto, sin dormir, sin moverse, toda la noche.
Respiraba con espasmos breves y superficiales. Y los dedos le tem­blaban.
No hizo nada salvo escuchar los sonidos que lo rodeaban y los la­tidos de su corazón. Al llegar la mañana, no estuvo seguro de poder mover las extremidades, ni siquiera de poder desviar la mirada del pun­to donde estaba clavada, en el techo del dormitorio, aunque sólo veía el temor que lo había visitado en la cama. Las emociones se le agolpa­ban en la cabeza y se atropellaban sin orden ni concierto, deslizándo­se a toda velocidad, desenfrenadas, fuera de control. Ya no estaba se­guro de poder refrenarlas y dominarlas, y pensó que, de hecho, tal vez había muerto esa noche, que el ángel lo había degollado como a Rubita y que todo lo que pensaba, oía y veía era sólo un sueño, algún ensue­ño que ocupaba los últimos segundos de su vida, que el mundo que lo rodeaba estaba a oscuras y la noche se seguía cerniendo sobre él, y que su sangre abandonaba su cuerpo con cada latido de su corazón.
—Arriba, holgazanes —oyó en la puerta—. Hora de levantarse. El desayuno os espera. —Era Negro Grande, que despertaba a los ocupantes del dormitorio del modo acostumbrado.
Los hombres empezaron a quejarse mientras se despertaban de los sueños turbulentos y pesadillas que los atormentaban, sin ser cons­cientes de que una pesadilla real, viva, había estado entre ellos.
Francis permaneció rígido, como pegado a la cama. Sus extremi­dades se negaban a obedecerlo.
Varios hombres lo miraron al pasar a trompicones por su lado.
—Venga, Francis, vamos a desayunar —oyó a Napoleón, cuya voz se desvaneció cuando vio la expresión de Francis—. ¿Francis? —No contestó—. Pajarillo, ¿estás bien?
Una vez más forcejeó interiormente. Sus voces habían empezado a hablar. Le suplicaban, lo apremiaban, le insistían una y otra vez: ¡Le­vántate, Francis! ¡Vamos, Francis! ¡Arriba! ¡Pon los pies en el suelo y levántate! ¡Por favor, Francis, levántate!
No sabía si tendría la fuerza suficiente. No sabía si volvería a te­nerla alguna vez.
—¿Pajarillo? ¿Qué pasa? —La voz de Napoleón sonó más agitada, casi lastimera.
No respondió. Siguió mirando el techo, cada vez más convencido de que se estaba muriendo. O quizá ya lo estaba, y cada palabra que oía formaba parte de las últimas resonancias de la vida que acompañaban los postreros latidos de su corazón.
—¡Señor Moses! ¡Venga! ¡Necesitamos ayuda!—Napoleón pare­cía al borde de las lágrimas.
Francis se sintió tironeado en dos direcciones opuestas. Una fuer­za interior parecía empujarlo hacia abajo y otra insistía en que se le­vantase.
Negro Grande se situó a su lado. Francis lo oyó ordenar a los de­más pacientes que salieran al pasillo. Se inclinó hacia Francis para mi­rarlo a los ojos.
—Vamos, Francis. Levántate, maldita sea. ¿Qué tienes?
—Ayúdele —rogó Napoleón.
—Lo estoy intentando. Dime, Francis, ¿qué pasa? —Dio una pal­mada con fuerza delante de la cara del joven para obtener alguna reac­ción. Luego lo cogió por un hombro y lo sacudió, pero él siguió rígi­do en la cama.
Francis creía que ya no le quedaban palabras. Dudaba de su capa­cidad de hablar. Las cosas se estaban congelando en su interior, como el hielo que se forma en una laguna.
Las voces, confusas, redoblaron sus órdenes para instarle a reac­cionar.
Lo único que superó el miedo de Francis fue la idea de que, si no se movía, seguro que se moriría. Que la pesadilla se volvería realidad. Era como si ambas cosas se hubieran fundido entre sí. Lo mismo que el día y la noche ya no eran diferentes, tampoco lo eran el sueño y la vi­gilia. Se tambaleó de nuevo, al borde de la conciencia. Una parte de él le instaba a aislarse de todo, a retroceder y encontrar la seguridad ne­gándose a vivir, mientras que otra parte le suplicaba que se alejara de los cantos de sirena del mundo vacío y mortal que lo atraía.
¡No te mueras, Francis!
Al principio, creyó que era una de sus voces que le hablaba. Lue­go, se dio cuenta de que era él mismo.
Así que reunió hasta el último ápice de fuerza para pronunciar con voz ronca unas palabras, algo que un instante antes había temido no poder volver a hacer nunca.
—Estuvo aquí... —musitó, como el último suspiro de un agoni­zante, sólo que, contradictoriamente, el sonido de su voz pareció vigo­rizarlo.
—¿Quién? —preguntó Negro Grande.
—El ángel. Habló conmigo.
El auxiliar dio un respingo.
—¿Te hizo daño?
—No. Sí. No estoy seguro. —Cada palabra parecía fortalecerlo. Se sentía como un hombre a quien la fiebre baja de repente.
—¿Puedes levantarte? —quiso saber Negro Grande.
—Lo intentaré —respondió Francis.
Apoyado en Negro Grande y con Napoleón delante con los brazos extendidos como para impedir cualquier caída, Francis se incorporó y puso los pies en el suelo. Se sintió mareado un segundo y por fin se le­vantó.
—Muy bien —susurró Negro Grande—. Te has llevado un buen susto, ¿eh?
Francis no contestó. Era obvio.
—¿Estarás bien, Pajarillo?
—Eso espero.
—Será mejor que guardemos el secreto, ¿vale? Habla con la seño­rita Jones y con Peter cuando salga de aislamiento.
Francis asintió tembloroso. El corpulento auxiliar intuía lo cerca que había estado de no poder salir de esa cama nunca más. O de caer en los agujeros negros de los catatónicos, encerrados en un mundo que sólo existía para ellos. Dio un paso vacilante, y otro. Notó que la sangre le recorría el cuerpo y que el riesgo de sumirse en una locura peor que la que ya tenía se disipaba. Los músculos y el corazón le funcio­naban bien. Sus voces interiores vitorearon y luego se callaron, como si disfrutaran de todos sus movimientos. Exhaló despacio, como un hombre al que acaba de golpear una piedra, y por fin, logró esbozar su sonrisa habitual.
—Ya estoy bien —dijo a Napoleón, sin soltarse aún del antebrazo de Negro Grande para conservar el equilibrio—. Creo que me iría bien comer algo.
El auxiliar asintió, pero Napoleón vaciló.
—¿Quién es ése? —preguntó.
Francis y Negro Grande se volvieron y vieron a un hombre que no había logrado levantarse. Había pasado inadvertido debido a la aten­ción que Francis había concentrado. Yacía inmóvil: un bulto contrahe­cho en una cama de metal.
—Qué coño... —exclamó el auxiliar, irritado.
Francis vio quién era.
—Oye —lo llamó Negro Grande, pero no obtuvo respuesta.
Francis inspiró hondo y cruzó el dormitorio hasta llegar junto al hombre.
Era Bailarín, el hombre mayor que habían trasladado a Amherst el día antes. El compañero de litera del retrasado mental.
Francis observó sus extremidades rígidas. Ya nunca volvería a mo­verse con gracia y elegancia al compás de una música que sólo él oía.
Su rostro estaba tenso y pálido, como si lo hubieran maquillado para salir a escena. Tenía los ojos muy abiertos, y también la boca. Pa­recía sorprendido, incluso impresionado, o tal vez aterrado ante la muer­te que había ido a buscarlo esa noche.





24

Peter el Bombero estaba sentado en la posición del loto en el ca­mastro de la celda de aislamiento, como un joven e impaciente Buda esperando ansioso la iluminación. La noche anterior había dormido poco, aunque el acolchado de las paredes y el techo había amorti­guado la mayoría de los sonidos de la unidad, salvo los esporádicos gritos agudos o los improperios coléricos que procedían de las otras celdas de aislamiento. Esos alaridos aleatorios eran para él como los rui­dos animales que resonaban en la selva al anochecer; no seguían nin­gún propósito ni lógica evidente salvo para quien los emitía. A mi­tad de la larga noche, Peter se preguntó si los gritos que oía eran reales o eran sonidos del pasado que correspondían a pacientes que lleva­ban largo tiempo muertos y, como ondas de radiofaro lanzadas al espacio, estaban destinados a resonar eternamente en medio de la pe­numbra, sin cesar nunca y sin encontrar nunca su lugar. Se sintió angustiado.
A medida que la luz del día se filtraba vacilante en la celda a través de la ventanita de observación de la puerta, Peter reflexionó sobre el apuro en que estaba. No tenía duda de que la oferta del cardenal era sincera, aunque quizás ésa no fuera la palabra correcta, porque la since­ridad no parecía tener relación con aquella situación. La oferta se limi­taba a exigirle que desapareciera, que se esfumara para iniciar una nue­va existencia. Su memoria era el único sitio donde su hogar, su familia y su pasado seguirían vivos. Una vez que hubiera aceptado la oferta no habría vuelta atrás. La archidiócesis de Boston borraría todo lo ocurri­do y lo sustituiría por una iglesia nueva y reluciente con unas agujas re­fulgentes que se elevarían hacia el cielo. En su propia familia, se constituiría en el hermano muerto en extrañas circunstancias o en el tío que se marcha para no volver nunca. A medida que pasaran los años, su fa­milia acabaría creyendo el mito que la Iglesia contribuyera a crear, y su identidad se desintegraría.
Valoró sus alternativas: una cárcel de máxima seguridad con celdas de castigo y palizas, probablemente durante gran parte del resto de su vida, porque la considerable influencia de la archidiócesis, que en ese momento estaba presionando a la fiscalía para que le permitieran desa­parecer en Oregon, cambiaría radicalmente si él rechazaba el plan. Sabía que no habría más tratos.
Peter se imaginó las puertas de la cárcel y el resoplido de los cerro­jos hidráulicos al cerrarse. Eso le hizo sonreír, porque pensó en ello de modo muy parecido a como su amigo Pajarillo tenía sus alucinaciones, sólo que ésta era sólo suya.
Recordó cómo el pobre Larguirucho, lleno de miedo y delirio al ver que su reducida vida en el hospital se terminaba, se había vuelto ha­cia él y Francis para suplicarles que lo ayudaran. Deseó que Lucy hu­biera oído esos gritos. Le parecía que toda su vida la gente le había gri­tado pidiendo ayuda y que cada vez que había intentado acudir a su llamada, por muy buenas que hubieran sido sus intenciones, siempre había salido algo mal.
Oyó sonidos en el pasillo, al otro lado de la puerta de la celda, y el ruido sordo de otra puerta que se abría y cerraba de golpe. No podía rechazar la oferta del cardenal. Pero tampoco podía dejar que Francis y Lucy se enfrentaran solos al ángel.
Comprendió que tenía que impulsar la investigación como fuera, y lo más rápido posible. El tiempo ya no era su aliado.
Alzó los ojos hacia la puerta, como si esperara que alguien la abrie­ra en ese mismo instante. Pero no ocurrió nada. Permaneció sentado intentando dominar su impaciencia, pensando que en cierto sentido la situación en que se encontraba se parecía a toda su vida. En todos los si­tios donde había estado, era como si hubiera una puerta cerrada que le impidiera moverse con libertad.
Así que esperó a que alguien fuera a buscarlo y descendió todavía más por un precipicio plagado de contradicciones, inseguro de poder volver a escalarlo.
—No veo indicios de que no fuera una muerte natural —aseguró el director médico con frialdad, casi con formalidad.
Gulptilil estaba junto al cadáver de Bailarín, que yacía rígido en la cama. El señor del Mal estaba a su lado, lo mismo que otros dos psiquia­tras y un psicólogo de otras unidades. Francis se había enterado de que uno de ellos cumplía también las funciones de forense del hospital, y estaba examinando a Bailarín con atención. Era un hombre alto y delga­do, de nariz aguileña, y usaba gafas gruesas. Tenía el hábito nervioso de carraspear y asentir con la cabeza antes de decir algo, de modo que su mata de pelo negro cabeceaba tanto si estaba de acuerdo como si disen­tía. Llevaba una tablilla con un formulario y tomaba notas con rapidez mientras Tomapastillas hablaba.
—No hay signos de golpes —indicó Gulptilil—, ni de traumatis­mos. Ninguna herida evidente.
—Insuficiencia cardiaca repentina —diagnosticó el forense asin­tiendo con la cabeza —. Veo en su historia clínica que fue tratado de su cardiopatía durante los dos últimos meses.
—Mírenle las manos —intervino Lucy Jones, que estaba detrás de los médicos—. Tiene las uñas partidas y ensangrentadas. Podrían ser heridas defensivas.
Todos se volvieron hacia ella, pero fue el señor del Mal quien se en­cargó de contestar.
—Ayer se metió en una pelea, como ya sabe. En realidad, estaba allí y se vio envuelto en ella cuando dos hombres le cayeron encima. No par­ticipó voluntariamente, pero forcejeó para salir de la refriega. Imagino que así se dañó las uñas.
—Supongo que dirá lo mismo de esos rasguños en los antebrazos.
—Sí.
—¿Y de la sabana y la manta enredadas entre las piernas?
—Un ataque cardíaco puede ser muy doloroso y tal vez se retor­ció antes de sucumbir.
Los demás médicos murmuraron su consentimiento.
—Señorita Jones —dijo Tomapastillas, con paciencia, lo que ponía de relieve lo impaciente que estaba en realidad—. La muerte no es inu­sual en un hospital. Este desdichado era un hombre mayor y llevaba recluido aquí muchos años. Ya había sufrido un ataque al corazón, y no tengo duda de que el estrés emocional que le provocó el traslado de Williams a Amherst, junto con la pelea en la que se vio envuelto y el efecto debilitante de los fármacos a lo largo de los años desgastaron todavía más su sistema cardiovascular. Una muerte de lo más normal, por cierto, y nada extraordinaria aquí, en el Western. De todos modos, gracias por su observación... —Hizo una pausa que demostraba que, de hecho, no le agradecía nada, y prosiguió—: ¿Pero no está buscando usted a alguien que utiliza un cuchillo, que desfigura las manos de sus víctimas en una especie de ritual y que, por lo que sabe, limita sus ata­ques a mujeres jóvenes?
—Sí —respondió Lucy—. Exacto.
—De modo que esta muerte no se ajustaría al patrón que le inte­resa.
—Exacto otra vez, doctor.
—Entonces, permítanos que nos ocupemos de esto del modo ruti­nario, por favor.
—¿No va a llamar a la policía?
Gulptilil suspiró sin ocultar su irritación.
—Cuando un paciente muere en una intervención quirúrgica, ¿lla­ma el neurocirujano a la policía? Esta situación es análoga, señorita Jo­nes. Presentamos un informe a las autoridades. Nos ponemos en contac­to con la familia, si disponemos de sus datos. En algunos casos, cuando existen dudas razonables, solicitamos la autopsia del cadáver. Y a me­nudo, señorita Jones, como este hospital es el único hogar y la única fa­milia que tienen algunos pacientes, nos encargamos directamente de su entierro.
Se encogió de hombros, pero ese movimiento ocultaba lo que Lucy Jones consideró enojo.
En la puerta se había reunido un grupo de pacientes que quería ver qué pasaba en el dormitorio. Gulptilil dirigió una mirada al señor del Mal.
—Creo que esto está rozando la morbosidad, señor Evans. Dis­persemos a esos hombres y traslademos el cadáver al depósito.
—Doctor... —empezó Lucy, pero éste la interrumpió.
—Dígame, señor Evans, ¿Vio alguien una pelea en este dormitorio ayer por la noche? ¿Hubo gritos y puñetazos, maldiciones e impreca­ciones?
—No, doctor —respondió Evans—. Nada de eso.
—¿Una lucha a muerte, quizá?
—Tampoco.
—Ya lo ve, señorita Jones —dijo Gulptilil, volviéndose hacia ella—, si se hubiera cometido un asesinato, sin duda alguien se habría desper­tado y habría visto u oído algo. Sin embargo...
Francis fue a decir algo, pero se detuvo. Dirigió una mirada a Ne­gro Grande, que meneó la cabeza. Francis comprendió que el corpu­lento auxiliar le estaba dando un buen consejo. Si contaba lo que había oído y la presencia que lo había amenazado, lo más probable era que lo considerasen otra alucinación. Aquellos médicos estaban predispuestos a llegar a esa conclusión. «Oí algo, pero nadie más lo oyó. Sen­tí algo, pero nadie más lo observó. Sé que se cometió un asesinato, pero nadie más lo sabe.» Su situación era ciertamente complicada. Su relato habría sido anotado en su expediente como una indicación más de lo lejos que estaba de la recuperación y de la posibilidad de salir del hospital.
Contuvo el aliento. La presencia del ángel no era real ni imagina­da. Y el ángel lo sabía. No era extraño que se sintiera seguro. «Puede hacer cualquier cosa —pensó—, pero ¿qué quiere hacer?»
Se mordió el labio inferior y observó a Bailarín. Se preguntó cómo lo habría matado. No había sangre, ni marcas en el cuello. Sólo la más­cara de la muerte grabada en sus rasgos. Quizá lo había asfixiado con una almohada. Una muerte silenciosa. Un breve forcejeo y luego la in­consciencia. ¿Era eso lo que había oído la noche anterior? Llegó a la dolorosa conclusión de que sí. Pero mientras concluía él, Francis, no había abierto los ojos.
En esa ocasión, el cuchillo que había matado a Rubita había estado reservado para él. Pero el macabro mensaje dejado en aquella cama era para todos. Francis se estremeció. Todavía se estaba recuperando del espanto de la noche anterior, cuando había estado a punto de morir o de sumirse en una locura más profunda. Ambas alternativas eran igual de horribles.
—Esta clase de muertes son un engorro —dijo Gulptilil con dis­plicencia a Evans—. Alteran a todo el mundo. Asegúrese de ajustar la medicación de cualquiera que parezca obsesionado con este hecho. —Dirigió una mirada a Francis—. No quiero que los pacientes pien­sen demasiado en esta muerte, sobre todo los que tienen una vista de alta esta semana.
—Entendido —respondió Evans.
Francis reflexionó sobre las palabras del médico. No creía que la muerte de Bailarín obsesionase a ningún paciente pero la noticia de que esa semana iba a haber vistas de altas causaría un gran impacto en muchos de ellos. Alguien podría irse, y en el Western, la esperanza era medio hermana del delirio.
Echó un último vistazo al cadáver y sintió una tristeza extraña en su interior. Pensó que a Bailarín lo habían dado de alta de improviso.
Pero entre las oleadas de miedo y tristeza que sentía, Francis per­cibió algo más: una yuxtaposición de hechos que le despertaban una sospecha inquietante.
Llegó una camilla para llevarse el cadáver. Gulptilil y el señor del Mal supervisaron el procedimiento. Lucy meneó la cabeza al observar cómo se eliminaba con displicencia lo que ella consideraba la escena de un posible crimen.
Gulptilil se giró para seguir al cadáver y miró a Francis.
—Ah, señor Petrel —dijo—. Me preguntaba si podríamos tener pronto otra sesión.
Francis asintió, porque no sabía qué otra cosa hacer. Pero enton­ces, en un arranque que dejó boquiabierto al director médico, levantó los brazos y empezó a girar despacio, moviéndose con la gracia de Bai­larín.
—Señor Petrel, ¿está usted bien? —preguntó Gulptilil a la vez que intentaba detenerlo.
Y a Francis, que se limitó a alejarse bailando, le pareció una pre­gunta de lo más idiota.
En la sesión en grupo de ese día, la conversación se desvió hacia el programa espacial. Noticiero llevaba varios días anunciando titula­res, pero había una incredulidad generalizada entre los pacientes del Western respecto a la verdad de los paseos lunares. Cleo, con una ri­sita nerviosa, se había mostrado desafiante y había hablado de encu­brimientos del gobierno y de peligros desconocidos de otro mundo, para ponerse taciturna y guardar silencio al cabo de un instante. Sus cambios de humor parecían evidentes a todo el mundo menos al señor del Mal, que ignoraba la mayoría de los signos externos de la locura cuando aparecían. Era su enfoque habitual. Le gustaba escuchar y ano­tar, y más tarde el paciente, cuando hacía cola para la medicación de la noche, descubría que le habían modificado la dosis. Eso producía un efecto opresivo en las sesiones, porque todos los pacientes considera­ban que la medicación diana era la amarra que los mantenía unidos al hospital.
No se mencionó la muerte de Bailarín, aunque estaba en el pensa­miento de todos. El asesinato de Rubita los había fascinado y asustado, pero la muerte de Bailarín les recordaba a todos la suya propia, lo que constituía un temor muy diferente. Más de una vez, alguno de los sen­tados en círculo soltó una carcajada o sofocó un sollozo, sin que ningu­na de las dos cosas guardara relación con la conversación, sino con sus pensamientos internos.
Francis pensó que el señor del Mal lo observaba con especial aten­ción. Lo atribuyó a su extraña conducta de esa mañana.
—¿Y tú, Francis? —le preguntó Evans.
—Perdone, ¿yo qué?
—¿Qué piensas sobre los astronautas?
—Es difícil de imaginar —respondió tras pensar un momento.
—¿Qué es difícil?
—Estar tan lejos, conectado sólo por ordenadores y radios. Nadie ha viajado nunca tan lejos. Eso es interesante. No es el hecho de depen­der de todo el equipo, sino que no ha habido ninguna aventura pare­cida.
—¿Qué me dices de los exploradores de África o del Polo Norte? —repuso el señor del Mal.
—Se enfrentaban a los elementos. A lo desconocido. Pero los as­tronautas se enfrentan a algo distinto.
—¿A qué?
—A los mitos —dijo Francis. Echó un vistazo alrededor y pregun­tó—: ¿Dónde está Peter?
—Aún en aislamiento —aclaró el señor del Mal a la vez que cam­biaba de postura—. Pero debería salir pronto. Volvamos a los astro­nautas.
—No existen —intervino Cleo—. Pero Peter sí. —Sacudió la cabe­za—. Aunque puede que no. Puede que todo sea un sueño y que nos despertemos en cualquier momento.
Eso provocó una discusión entre Cleo, Napoleón y unos cuantos más sobre lo que existía de verdad y lo que no, y sobre si algo que ocu­rría donde no podías verlo, ocurría de verdad. Todo ello hizo que el grupo se agitase para contradecirse y discutir, lo que Evans permitió sin rechistar. Francis escuchó un momento, porque, en cierto sentido, encontró ciertas similitudes entre su situación en el hospital y la de los hombres que se dirigían al espacio. Estaban tan desorientados como él.
Se había recuperado del susto de la noche anterior, pero no confiaba demasiado en su capacidad de afrontar la noche que se avecinaba.
Rebuscó en su memoria todas las palabras que había dicho el án­gel, pero le costaba recordarlas con precisión. El miedo sesgaba las co­sas. Era como intentar ver con precisión en un espejo de feria. La ima­gen aparecía ondulada, vaga, distorsionada.
Se dijo que tenía que dejar de intentar ver al ángel y empezar a in­tentar ver lo que el ángel veía. En lo más profundo de su ser, las voces le gritaron una advertencia: ¡No! ¡No lo hagas!
Francis se revolvió con incomodidad en el asiento. Las voces no le habrían advertido si no hubieran percibido algo peligroso. Sacudió la cabeza para centrarse en el grupo que seguía discutiendo.
—¿Por qué tenemos que ir al espacio? —comentaba Napoleón en ese momento.
Cleo lo miraba desde el otro lado del círculo con una expresión algo desconcertada, casi impresionada.
—Pajarillo vio algo, ¿verdad? —le dijo la mujer en voz baja, y sol­tó una carcajada socarrona en el mismo instante en que Peter entraba en la habitación.
De inmediato saludó al grupo e hizo una reverencia formal a los demás pacientes, como un miembro de alguna corte del siglo XVII. Tomó una silla plegable y se situó en el círculo.
—Estoy como nunca —aseguró como si previera la pregunta.
—A Peter parece gustarle el aislamiento —comentó Cleo.
—Allí nadie ronca —respondió Peter, lo que hizo reír a todo el mundo.
—Estábamos hablando de los astronautas —explicó el señor del Mal—. Me gustaría terminar este debate en el tiempo que queda.
—Por supuesto —dijo Peter—. No quería interrumpir nada.
—Muy bien, perfecto. ¿Quiere alguien añadir algo? —preguntó el señor del Mal observando a los pacientes reunidos. Nadie habló—. ¿Al­guien? —insistió pasados unos segundos.
De nuevo, el grupo, tan vociferante unos minutos antes, guardó silencio. Francis pensó que era típico de ellos: a veces las palabras les fluían casi sin control y, al momento siguiente desaparecían, y eran sustituidas por una especie de introspección mística. Los cambios de hu­mor eran habituales.
—Vamos— dijo Evans, con una nota de exasperación—. Estába­mos haciendo progresos antes de que nos interrumpieran. ¿Cleo?
La mujer sacudió la cabeza.
—¿Noticiero?
Por una vez, no tenía ningún titular que anunciar.
—¿Francis?
Este no contestó.
—Di algo —pidió Evans con frialdad.
Francis no sabía cómo reaccionar y observó que Evans parecía en­fadado. Le pareció que era una cuestión de control. Al señor del Mal le gustaba controlarlo todo, y Peter había perturbado de nuevo su poder. Ningún paciente, por muy aguda que fuera su locura, podía equipa­rarse con la necesidad que tenía Evans de dominar todos los momen­tos del día y la noche en el edificio Amherst.
—Habla —insistió Evans, con más frialdad aún. Era una orden.
Francis se preguntó qué sería lo que el señor del Mal quería escu­char.
—Yo nunca iré al espacio —fue lo único que se le ocurrió.
—Claro que no, hombre... —gruñó Evans, como si Francis hubie­se dicho la tontería más grande del mundo.
Pero Peter, que había estado observando, se inclinó hacia delante.
—¿Por qué no? —preguntó.
Francis lo miró. El Bombero sonreía de oreja a oreja.
—¿Por qué no? —repitió.
—Aquí no fomentamos los delirios, Peter —le espetó Evans.
Pero Peter no le hizo caso.
—¿Por qué no, Francis? —preguntó por tercera vez.
Francis movió la mano indicando el hospital.
—Pero, Pajarillo —prosiguió Peter—, ¿por qué no podrías ser as­tronauta? Eres joven, estás en buena forma, eres listo. Ves cosas que otros no logran captar. No eres vanidoso y eres valiente. Creo que se­rías un astronauta perfecto.
—Pero Peter... —dijo Francis.
—Nada de peros. ¿Quién te dice que la NASA no decida enviar a al­guien loco al espacio? Y en ese caso, ¿quién mejor que uno de nosotros? Porque seguro que a la gente le caería mejor un astronauta loco que uno de esos de estilo militar, ¿no? ¿Quién te dice que no decidan enviar a toda clase de gente al espacio, y por qué no, a uno de nosotros? Podrían enviar políticos, científicos o incluso turistas. Quizá cuando manden a un loco averigüen que flotar en el espacio sin la gravedad que nos une a la Tie­rra nos va bien. Como un experimento científico. Quizá...
Se detuvo para respirar. Evans fue a hablar, pero antes de que pu­diera hacerlo, Napoleón intervino:
—Puede que Peter tenga razón. A lo mejor es la gravedad lo que nos vuelve locos.
—Nos aplasta... —comentó Cleo.
—Todo ese peso sobre nuestros hombros...
—Impide que nuestros pensamientos se muevan arriba y abajo...
Un paciente tras otro asintió con la cabeza. De repente, parecían haber recuperado el habla. Los murmullos de asentimiento se convir­tieron en comentarios entusiastas.
—Podríamos volar. Podríamos flotar.
—Nadie podría detenernos.
—¿Quién exploraría mejor que nosotros?
Todos los hombres y mujeres del grupo sonreían, conformes. Era como si en ese momento se viesen como astronautas que surcaban el espacio y sus preocupaciones quedaban olvidadas, evaporadas, al des­lizarse sin esfuerzo por el vacío estrellado. Era muy tentador y, por unos instantes, el grupo pareció elevarse mientras cada miembro ima­ginaba que la fuerza de la gravedad dejaba de afectarle y vivía una ex­traña clase de libertad imaginaria.
Evans estaba furioso. Dirigió una mirada enojada a Peter y, sin de­cir palabra, se marchó de la sala.
Todos observaron cómo se iba. Al cabo de unos segundos, la nie­bla de problemas volvió a cubrirlos.
Cleo, sin embargo, suspiró y sacudió la cabeza.
—Supongo que sólo serás tú, Pajarillo —sentenció con brío—. Tendrás que ir al espacio por todos nosotros.
El grupo se levantó diligentemente, plegó las sillas y las dejó en su sitio, apoyadas contra la pared una junto a otra. Después, cada pacien­te, absorto, salió de la sala de terapia al pasillo principal para mezclar­se con la oleada de pacientes que lo recorría arriba y abajo. Francis agarró a Peter por el brazo.
—Ayer por la noche estuvo aquí.
—¿Quién?
—El ángel.
—¿Volvió?
—Sí. Mató a Bailarín, pero nadie quiere creerlo, y después me ame­nazó con un cuchillo y me dijo que nos mataría a mí, a ti o a quien qui­siera, cuando quisiera.
—¡Dios mío! —exclamó Peter. La satisfacción por haber superado al señor del Mal desapareció. Meditó sobre lo que había dicho Fran­cis—. ¿Qué más ocurrió?
Francis procuró recordarlo todo y, al hacerlo, notó parte del mie­do que todavía merodeaba en su interior. Contar a Peter lo del cuchillo en su cara fue duro. Al principio pensó que se sentiría mejor, pero no fue así. Sólo redobló su ansiedad.
—¿Cómo lo sujetaba? —quiso saber Peter.
Francis se lo mostró.
—Maldición. Debiste de asustarte mucho, Pajarillo.
Francis asintió, pero no quiso precisar lo mucho que se había asus­tado. Entonces se le ocurrió algo y frunció el entrecejo mientras in­tentaba aclarar una cosa que era opaca y oscura.
—¿Qué pasa? —preguntó Peter.
—Peter... —empezó el joven— tú fuiste investigador. ¿Por qué me pondría el cuchillo así en la cara?
Peter reflexionó.
—¿No debería habérmelo puesto en el cuello? —añadió Francis.
—Sí.
—De esa forma, si gritaba...
—El cuello, la yugular y la laringe son puntos vulnerables. Así es como matas a alguien con un cuchillo.
—Pero no lo hizo. Me lo puso en la cara.
—Es muy revelador. No pensó que gritarías...
—Aquí la gente grita todo el rato. No significa nada.
—Cierto. Pero quería aterrarte.
—Lo logró —aseguró Francis.
—¿Pudiste ver...?
—Tenía los ojos cerrados.
—¿Y su voz?
—Podría reconocerla si volviera a oírlo. Sobre todo, de cerca. Si­seaba, como una serpiente.
—¿Crees que intentaba disimularla?
—No, no lo creo. Era como si no le importara.
—¿Qué más?
—Se sentía... seguro —respondió Francis con cautela.
Ambos hombres salieron de la sala. Lucy los esperaba en medio del pasillo, cerca del puesto de enfermería. Se dirigieron hacia ella y Peter divisó a Negro Chico, a unos metros de Lucy, y vio cómo anotaba algo en una libreta negra unida a la rejilla del puesto con una cadenilla pla­teada. Hizo ademán de dirigirse hacia el auxiliar, pero Francis lo retuvo por el brazo.
—¿Qué pasa? —preguntó Peter.
Francis había palidecido de repente.
—Peter —dijo despacio—, se me ha ocurrido algo.
—¿Qué?
—Si no tenía miedo de hablarme, significa que no le preocupaba que pudiera oír su voz en otro sitio. No le preocupaba que lo recono­ciera porque sabe que es imposible que lo oiga.
Peter asintió.
—Eso es interesante, Francis —aseguró—. Muy interesante.
Francis pensó que «interesante» no era lo que Peter quería realmen­te decir. «Encuentra el silencio», se ordenó. Notó que le temblaba un po­co la mano y se percató de que la garganta se le había secado de repente. Sintió un sabor desagradable en la boca y trató de reunir saliva, pero no tenía. Miró a Lucy, que exhibía una expresión ceñuda; pensó que no era por ellos sino por cómo el mundo al que había llegado tan confia­da le resultaba más esquivo de lo que había imaginado.
Cuando la fiscal se reunió con ellos, Peter le dijo a Negro Chico:
—Señor Moses, ¿qué está haciendo?
—Algo rutinario.
—¿Qué quiere decir?
—Rutina burocrática. Anoto algunas cosas en el registro diario.
—¿Qué se incluye en ese registro?
—Cualquier cambio que ordene el gran jefe o el señor del Mal. Cualquier cosa fuera de lo corriente, como una pelea, unas llaves per­didas o una muerte como la de Bailarín. Cualquier cambio en la ruti­na. Y también muchas estupideces, Peter: cuándo vas al lavabo por la noche, cuándo compruebas las puertas o cuándo supervisas los dormitorios, las llamadas telefónicas recibidas o cualquier cosa que al­guien que trabaje aquí pueda considerar fuera de lo corriente. Tam­bién se anota si observas que un paciente hace progresos por alguna que otra razón. Cuando llegas al puesto al principio de tu turno, tie­nes que comprobar las indicaciones para la noche. Y, antes de irte, tienes que anotar algo y firmar. Aunque sólo sea un par de palabras. Así cada día. Se supone que tus anotaciones tienen que poner al corriente al si­guiente que llega y facilitarle las cosas.
—¿Hay un registro como éste...?
—En todos los pisos —asintió Negro Chico—, en cada puesto de enfermería. Seguridad también tiene uno.
—De modo que si lo tuvieras, sabrías más o menos cuándo pasan las cosas. Me refiero a cosas rutinarias.
—El registro diario es importante —corroboró el otro—. Deja constancia de toda clase de cosas. Todo lo que pasa en el hospital tiene que estar registrado. Es como un libro de historia.
—¿Quién guarda estos registros cuando están llenos?
Negro Chico se encogió de hombros.
—Se conservan en el sótano, en cajas —respondió.
—Si echara un vistazo a uno de estos registros me enteraría de mu­chas cosas, ¿verdad?
—Los pacientes no pueden verlos. No es que estén escondidos ni nada parecido. Pero son para el personal.
—Pero si viera uno... incluso uno que estuviera almacenado, sabría con exactitud cuándo pasan las cosas y en qué clase de orden, ¿no?
Negro Chico asintió con la cabeza.
—Podría, por ejemplo —prosiguió Peter—, saber con exactitud cuándo desplazarme por el hospital sin que me detectaran. Y la mejor hora para encontrar sola a Rubita en el puesto de enfermería en plena no­che, y adormilada, porque solía hacer un doble turno un día a la semana, ¿verdad? Y también sabría que los de seguridad habían pasado hacía un buen rato a comprobar las puertas y tal vez charlar un poco, y que nadie más estaría cerca, excepto los pacientes sedados y dormidos, ¿verdad?
Negro Chico no necesitaba responder esta pregunta, ni los demás.
—Es así como lo sabe —aseguró Peter—. No con toda certeza, con precisión militar, pero sabe lo suficiente para planificar sus pasos con bas­tante seguridad y elegir los momentos oportunos.
A Francis le pareció posible. Sintió un frío interior porque pensó que se habían acercado un paso más al ángel, y que él ya había estado demasiado cerca de ese hombre y no estaba seguro de querer volver a estarlo.

Lucy sacudió la cabeza.
—No sabría decir exactamente qué, pero algo anda mal. No, no es eso. Es más bien que algo anda bien y mal a la vez —precisó.
—Ah, Lucy —dijo Peter con una sonrisa, imitando la forma en que a Gulptilil le gustaba empezar las frases con una pausa alargada y afec­tando el cantarín acento inglés del médico indio—. Ah, Lucy —repi­tió—, hablas con la lógica que corresponde al manicomio. Continúa, por favor.
—Este sitio me está afectando. Creo que alguien me sigue por la noche hasta la residencia. Oigo ruidos al otro lado de la puerta que ce­san cuando me levanto. Noto que alguien ha curioseado mis cosas, aun­que no me falta nada. No dejo de pensar que hacemos progresos y, aun así, no puedo indicar cuáles. Me temo que en cualquier momento empezaré a oír voces.
Miró a Francis un momento, pero éste no parecía escuchar, sino estar absorto. Echó un vistazo pasillo adelante y vio cómo Cleo pontificaba sobre alguna cuestión increíblemente importante agitando los brazos y bramando, aunque nada de lo que decía tenía demasiado sentido.
—O que me imaginaré que soy la reencarnación de alguna prince­sa egipcia —añadió Lucy meneando la cabeza.
—Eso podría provocar un importante conflicto —respondió Peter con una sonrisa.
—Tú sobrevivirás —dijo Lucy—. No estás loco como los demás. Estarás bien en cuanto salgas. Pero Pajarillo... ¿Qué le pasará?
—Es más difícil para Francis —contestó Peter—. Tiene que de­mostrar que no está loco. Pero ¿cómo logras eso aquí? Este sitio está destinado a volver más loca a la gente, no menos. Convierte todas las enfermedades en, no sé, contagiosas... —comentó con tono amargo—. Es como si llegaras aquí con un resfriado que se convierte en una fa­ringitis o una bronquitis, y después en una neumonía, y finalmente en una insuficiencia respiratoria terminal, y dicen: «Bueno, hicimos todo lo que pudimos...»
—Tengo que salir de aquí —dijo Lucy—. Y tú también.
—Correcto. Pero la persona que tiene que salir de aquí más que nadie es Pajarillo porque, de otro modo, estará perdido para siempre. —Sonrió para ocultar su tristeza—. Es como si tú y yo hubiéramos elegido nuestros problemas. Los escogimos de una forma perversa, neurótica. Pero Francis se los encontró. No son culpa suya, no como en tu caso y el mío. Él es inocente, lo que es mucho más de lo que puede decirse de mí.
Lucy apoyó la mano en el antebrazo de Peter, como para corrobo­rar la verdad de sus palabras. Peter permaneció inmóvil un instante, como un perro de caza que acecha a su presa, con el brazo casi abrasado por la sensación del contacto. Luego retrocedió un paso, como si no pu­diera soportarlo. Sonrió y suspiró, aunque volvió la cara, incapaz de obligarse a ver lo que podía ver.
—Tenemos que encontrar al ángel —dijo—. Y tenemos que hacer­lo enseguida.
—Estoy de acuerdo —corroboró Lucy y lo miró con curiosidad, porque vio que no se trataba de una simple manera de darle ánimos.
—¿Qué pasa?
Antes de que Peter pudiera contestar, Francis, que había estado re­flexionando en silencio sin prestar atención a los demás, alzó los ojos y se acercó a los dos.
—He tenido una idea —anunció—. No sé, pero...
—Pajarillo, tengo que decirte algo... —repuso Peter, pero se inte­rrumpió—. ¿Qué idea?
—¿Qué tienes que decirme?
—Eso puede esperar —dijo Peter—. ¿Y tu idea?
—Estaba muy asustado —explicó Francis—. Tú no estabas allí y estaba muy oscuro, y tenía el cuchillo en la mejilla. El miedo te desor­dena tanto las ideas que no te deja ver nada más. Estoy seguro de que Lucy lo sabe, pero yo no lo sabía y eso acaba de darme una idea...
—Francis, procura ser más coherente —pidió Peter como haría con un alumno de primaria: con cariño, pero interesado.
—Un miedo así te lleva a pensar sólo en una cosa: en lo asustado que estás, en qué pasará, en si volverá y en las cosas terribles que el án­gel ha hecho y que podría hacer. Sabía que podía matarme y yo sólo quería huir a esconderme en algún sitio seguro.
Lucy atisbo lo que estaba dando a entender.
—Adelante —lo animó.
—Pero todo ese miedo ocultó algo que debería haber visto.
—¿Qué? —asintió Peter.
—El ángel sabía que tú no estarías ahí esa noche.
—El registro. O lo vio en persona u oyó que me habían llevado a aislamiento...
—De modo que la situación era ideal para él ayer por la noche, porque no quería tratar con los dos a la vez, creo. Es sólo una suposi­ción, pero me parece lógica. En cualquier caso, tenía que hacerlo ayer por la noche porque la situación era perfecta para darme un susto de muerte...
—Sí —coincidió Lucy—, tienes razón.
—Pero mató a Bailarín. ¿Por qué? —preguntó Peter.
—Para demostrarnos que puede hacer cualquier cosa. Para subrayar el mensaje: corremos peligro. —La idea de que Bailarín hubiera muer­to simplemente para recalcar algo lo inquietaba de verdad, pero se re­fugió en la luz brillante del pasillo y en la compañía de Peter y Lucy. Ellos eran competentes y fuertes, y el ángel era cauteloso con ellos porque no estaban locos ni eran débiles como él. Exhaló despacio y prosiguió—Pero son riesgos. ¿Suponéis que tenía otra razón para es­tar en el dormitorio ayer por la noche?
—¿Qué clase de razón?
Cada pensamiento de Francis parecía resonar en su interior, más profundo y más lejano, como si estuviera al borde de un abismo que sólo auguraba la inconsciencia. Cerró los ojos y vio una luz roja cega­dora. Formó con calma cada palabra porque de pronto comprendió lo que el ángel necesitaba del dormitorio.
—El hombre retrasado... Él tenía algo que le pertenecía...
—La camiseta ensangrentada.
—Eso quiere decir que... —Francis se interrumpió y miró a Peter, que se volvió hacia Lucy Jones.
No tuvieron que expresar su conformidad en voz alta. En unos se­gundos, los tres habían cruzado el pasillo y entrado en el dormitorio.

Tuvieron la suerte de que el hombretón retrasado estaba sentado en el borde de la cama, cantando en voz baja a su muñeco. Al fondo del dormitorio había vanos pacientes más, la mayoría acostados, mirando por la ventana o al techo, desconectados de todo. El retrasado alzó los ojos hacia los tres y sonrió. Lucy se acercó.
—Hola —dijo—. ¿Te acuerdas de mí?
El hombre asintió.
—¿Es tu amigo? —preguntó.
Asintió de nuevo.
—¿Y es aquí donde dormís los dos?
El hombre dio unas palmaditas en el colchón, y Lucy se sentó a su lado. A pesar de lo alta que era la fiscal, parecía pequeña junto al hom­bre retrasado, que se corrió un poco para dejarle más sitio.
—Bien, aquí vivís los dos...
El hombre volvió a sonreír.
—Vivo en el gran hospital —afirmó con voz titubeante.
Las palabras se desprendieron como rocas de sus labios. Cada una era deforme y dura, y Lucy imaginó que el esfuerzo para articularlas era colosal.
—¿Y es aquí donde guardas tus cosas? —preguntó.
El hombre asintió con la cabeza.
—¿Ha intentado alguien hacerte daño?
—Sí —respondió despacio el retrasado, como si esa sola palabra pudiera alargarse para significar algo más que una mera confirma­ción—. Tuve una pelea.
Lucy inspiró hondo y antes de hacerle otra pregunta vio que los ojos del hombre se habían llenado de lágrimas.
—Tuve una pelea —repitió, y añadió—: No me gusta pelear. Mi mamá me dijo que no me peleara. Nunca.
—Un sabio consejo —afirmó Lucy. No tenía ninguna duda de que aquel hombre podía hacer mucho daño si se lo permitía a sí mismo.
—Soy demasiado grande. No debo pelear.
—¿Tiene nombre tu amigo? —preguntó Lucy señalando el mu­ñeco.
—Andy.
—Yo soy Lucy. ¿Puedo ser amiga tuya también?
Él asintió y sonrió.
—¿Me podrías ayudar? —Lucy vio que fruncía el entrecejo, como si le costaba entender eso—. He perdido algo —aclaró.
Con un gruñido, el hombre pareció indicar que él también había perdido algo alguna vez y que no le había gustado.
—¿Podrías buscarlo entre tus cosas?
Él dudó y se encogió de hombros. Se inclinó y, con una sola mano, extrajo de debajo de la cama un arcón verde estilo militar.
—¿Qué he de buscar? —preguntó.
—Una camiseta.
Entregó el muñeco a Lucy con cuidado y abrió el arcón. Lucy observó que no estaba cerrado con llave. Encima de todo, había calzoncillos y calcetines doblados, así como una fotografía suya junto a su madre. Tenía los bordes gastados de tanto manirla. Debajo había unos vaqueros y un par de zapatos, unas camisetas y un jersey de lana verde oscuro un poco raído.
La camisa ensangrentada no estaba. Lucy miró a Peter, que meneó la cabeza.
—Desaparecida en combate —comentó éste en voz baja.
—Gracias —dijo Lucy al hombre—. Ya puedes volver a guardar tus cosas.
Esperó a que cerrara el arcón y volviera a empujarlo bajo la cama, y luego le devolvió el muñeco.
—¿Tienes más amigos aquí? —le preguntó señalando el dormi­torio.
—Estoy solo —respondió él a la vez que sacudía la cabeza.
—Yo seré amiga tuya —dijo Lucy, lo que provocó una sonrisa en el hombre. Eso la hizo sentir culpable porque sabía que era mentira, debido en parte a la situación desesperada de aquel retrasado, y en parte a ella misma, porque le gustaba engañar a un hombre que era poco más que un niño y que envejecería pero no maduraría nunca.

De nuevo en su despacho, Lucy suspiró.
—Bueno —dijo—. Supongo que la esperanza de encontrar alguna prueba era demasiado.
Parecía desanimada, pero Peter era más optimista.
—No, no —replicó—. Hemos averiguado algo. Que el ángel pon­ga algo en un sitio y se tome después la molestia de llevárselo nos re­vela algo sobre su personalidad.
A Francis le daba vueltas la cabeza. Notaba que le temblaban las manos porque su interior, que solía ser una confusión de turbias contracorrientes, le ofrecía ahora una punta de claridad.
—Cercanía —anunció.
—¿A qué te refieres?
—Eligió al retrasado por varias razones: porque sabía que Lucy lo interrogaría, porque era fácil endilgarle una prueba en su contra, por­que no era alguien que pudiera amenazarlo. Todo lo que el ángel hace tiene una finalidad.
—Creo que tienes razón —dijo Lucy—. Y ¿qué nos índica eso?
—Nos indica que no se está precisamente escondiendo. —La voz de Peter sonó fría.
Francis gimió, porque esta idea le dolió como un golpe en el pecho. Se balanceó atrás y adelante. Por primera vez, Peter comprendió que lo que para él y Lucy era un ejercicio de inteligencia consistente en su­perar a un asesino listo y dedicado, para Francis podía ser algo mucho más difícil y peligroso.
—Quiere que lo busquemos —dijo, y las palabras le dolieron—. Disfruta con todo esto.
—Bueno, pues tenemos que ganar la partida —dijo Peter.
—No tenemos que hacer lo que él espera, porque lo sabe —apun­tó Francis—. No sé cómo ni por qué, pero lo sabe.
Peter inspiró hondo y los tres guardaron silencio para asimilar lo que Francis había dicho. Peter no creía que el momento fuera el adecuado, pero no se le ocurría ninguno mejor y cualquier demora podría empeorar las cosas.
—No me queda mucho tiempo —anunció despacio—. En los pró­ximos días me llevarán de aquí. Para siempre.





Parte 3