25
Rodé por el suelo y noté la
madera noble contra la mejilla mientras combatía los sollozos que me sacudían
el cuerpo entero. Toda mi vida había pasado de una soledad a otra, y el mero recuerdo
del instante en que oí decir a Peter que me dejaría solo en el hospital me
sumió en una profunda desesperación, igual a la que había sentido en el
edificio Amherst años atrás. Supongo que desde el momento en que nos conocimos
supe que yo estaba destinado a quedarme atrás, pero aun así oírlo de primera
mano fue como un puñetazo en el pecho. Existen ciertas tristezas que no
abandonan nunca el corazón de uno por mucho tiempo que pase, y ésta era una de
ellas. Escribir las palabras que Peter dijo esa tarde volvió a despertar toda
la desesperación que los fármacos, los tratamientos y las sesiones
terapéuticas habían ocultado tantos años. Mi dolor estalló y me destrozó por
dentro.
Gemí como un niño hambriento
abandonado en la oscuridad. Mi cuerpo se convulsionó con el impacto del
recuerdo. Echado en el suelo frío como un náufrago arrojado a una playa
desconocida, cedía la total futilidad de mi historia y dejé que todos los
fracasos y errores encontraran su voz en un sollozo incontrolable, hasta que,
exhausto, me callé por fin.
Cuando el terrible silencio de
la fatiga llenó el aire, distinguí una distante risa burlona que se desvanecía
entre las sombras. El ángel seguía cerca, gozando con cada filigrana de dolor
que yo sentía.
Levanté la cabeza y gruñí. Seguía
cerca. Lo bastante cerca para tocarme, lo bastante lejos para que no pudiera
agarrarlo. Notaba cómo la distancia se reducía milímetro a milímetro a cada
segundo. Era su estilo. Esconderse. Evadirse. Manipular. Controlar. Entonces,
en el momento propicio atacaba. La diferencia era que, esta vez, el blanco era
yo.
Me recobré, me puse de pie y me
sequé las lágrimas con la manga. Me giré a uno y otro lado para buscar por la
habitación.
—Aquí, Pajarillo. Junto a la
pared.
Pero no era la voz siseante,
asesina, del ángel, sino la de Peter.
Me volví. Estaba sentado en el
suelo, apoyado contra la pared de la escritura.
Parecía cansado. No, eso no es
del todo correcto. Había superado el agotamiento para llegar a un ámbito
distinto. Llevaba el mono manchado de hollín y polvo, y la cara sucia, surcada
de sudor. Su ropa estaba desgarrada, y tenía las botas de trabajo cubiertas de
barro y hojarasca. Jugueteaba con el casco plateado, que hacía girar entre las
manos como si fuera una peonza. Pasado un instante, con el casco dio unos
golpecitos en la pared.
—Te estás acercando —comentó—.
Supongo que no comprendí lo aterrado que tenías que estar del ángel. No vi
venir lo que hiciste. Menos mal que uno de nosotros estaba loco. O lo bastante
loco.
Incluso con toda la suciedad
que lo cubría, la tranquilidad de Peter seguía presente. No pude evitar sentir
alivio. Aun así, me puse de cuclillas frente a él, lo bastante cerca para
poder tocarlo, pero no lo hice.
—Está aquí—susurré—.
Nos está escuchando.
—Ya lo sé. Que se vaya a la
mierda.
—Esta vez viene por mí. Como
prometió entonces.
—Ya lo sé —repitió.
—Necesito tu ayuda, Peter.
No sé cómo combatirlo.
—Tampoco lo sabías antes,
pero lo dedujiste —respondió mi amigo. Esbozó una ligera sonrisa por
encima de su agotamiento, por encima de toda la suciedad acumulada.
—Ahora es diferente —indiqué—.
Antes era...
—¿Real?
Asentí.
—¿Y esto no lo es?
No supe qué contestar.
—¿Me ayudarás? —insistí.
—No sé qué necesitas, pero
haré lo que pueda. —Peter se levantó despacio. Por primera vez, observé
que tenía el dorso de las manos carbonizado, ensangrentado y en carne viva. La
piel suelta le colgaba de los huesos y tendones. El bajó los ojos y se encogió
de hombros.
—No puedo impedirlo —comentó—.
Cada vez es peor. No le pedí que entrara en detalles porque creí
comprenderlo. En el silencio que se produjo, se volvió y echó un vistazo a la
pared. Sacudió la cabeza.
—Lo siento, Pajarillo —musitó—.
Sabía que te haría daño, pero no lo difícil que sería.
—Estaba solo —comenté—.
A veces me pregunto si hay algo peor en el mundo.
—Hay cosas peores —aseguró
con una sonrisa—. Pero entiendo lo que dices. Sin embargo, no tenía
elección, ¿no?
—Ya.—Meneé la cabeza—.
Tenías que hacer lo que querían. Y era tu única posibilidad. Lo entiendo.
—No se puede decir que me
saliera espléndido —comentó Peter. Rió como si fuera una broma y sacudió
la cabeza—. Lo siento, Pajarillo. No quería dejarte, pero si me hubiera
quedado...
—Habrías terminado como yo.
Lo entiendo, Peter.
—Pero estuve ahí en el
momento crucial.
Asentí.
—Y también Lucy.
Asentí de nuevo.
—Todos lo pagamos caro,
¿verdad? —observó.
En ese instante, oí un alarido,
como un aullido de lobo. Un sonido sobrenatural, lleno de rabia y de ansia de
venganza. El ángel.
Peter también lo oyó, pero no
lo asustó como a mí.
—Viene por mí, Peter—susurré—.
No sé si podré encargarme de él yo solo.
—Normal. Nunca se puede
estar seguro de nada. Pero lo conoces, Pajarillo. Conoces sus puntos fuertes y
sus puntos flacos. Tú sabías todo, y fue lo que necesitamos entonces, ¿no es
así? —Dirigió la mirada a la pared de la escritura—. Escríbelo,
Pajarillo. Todas las preguntas. Y todas las respuestas.
Se apartó, como dejándome
espacio para que llenara el siguiente vacío. Inspiré hondo y avancé. Cuando
tomé el lápiz, no noté que Peter desapareciera de mi lado, pero sí que el frío
aliento del ángel helaba la habitación a mi alrededor, de modo que tirité al
escribir:
Al acabar el día, la sensación
de que las cosas que ocurrían eran lógicas invadió a Francis, pero no lograba
ver su disposición general...
Al acabar el día, la sensación
de que las cosas que ocurrían eran lógicas invadió a Francis, pero no lograba
ver su disposición general. El revoltijo de ideas que le cruzaban la mente lo
seguía desconcertado, y el resurgimiento de sus voces, que parecían más
ambivalentes que nunca, lo complicaba todo. Armaban un lío en su cabeza, donde
gritaban sugerencias y exigencias contradictorias, le instaban a huir, a
esconderse y a defenderse con tanta frecuencia y premura que apenas podía oír
otras conversaciones. Todavía creía que todo sería evidente si lo miraba a
través de la lente adecuada.
—Peter, Tomapastillas dijo que
esta semana habría algunas vistas de altas...
—Eso pondrá nerviosa a la gente
—advirtió Peter con las cejas arqueadas.
—¿Por qué? —se extrañó Lucy.
—Esperanza —respondió Peter,
como si esa sola palabra lo explicase todo. Miró a Francis—. ¿Qué pasa,
Pajarillo?
—Me parece que, de algún modo,
existe una conexión entre todo esto y el dormitorio en Williams —dijo—. El
ángel eligió al hombre retrasado, de modo que tenía que conocer su rutina para
ponerle la camiseta en el arcón. Y saber que sería uno de los que Lucy
interrogaría.
—Proximidad —concluyó Peter—.
Oportunidad de observar. Bien dicho, Francis.
Lucy también asintió.
—Pediré la lista de los
pacientes de ese dormitorio —comentó.
—Lucy —dijo Francis tras pensar
un instante—, ¿puedes obtener también la lista de los pacientes que tendrán una
vista de altas?
—¿Para qué?
—No lo sé. —Se encogió de
hombros—. Pero están pasando muchas cosas y quisiera ver cómo podrían estar
relacionadas.
Lucy asintió, pero Francis no
estuvo seguro de que lo creyera.
—Está bien —dijo, pero Francis
tuvo la impresión de que sólo lo decía para complacerlo y que no veía ninguna
posible relación. Miró a Peter—. Podríamos registrar el dormitorio en Williams.
No se tardaría mucho y podríamos encontrar algo valioso.
Lucy creía que era fundamental
mantener los aspectos más concretos de la investigación. Las listas y las
suposiciones eran interesantes, pero se sentía más cómoda con la clase de
detalles que la gente puede declarar en los juicios. La pérdida de la camiseta
ensangrentada la preocupaba más de lo que había dejado entrever, y tenía ganas
de encontrar otra prueba que pudiera servirle de base para un caso.
Lucy siguió pensando: cuchillo,
falanges cercenadas, ropas y zapatos ensangrentados. Tenía que haber algo en
alguna parte.
—De acuerdo —dijo Peter—. Tiene
sentido.
Francis, sin embargo, no estaba
tan seguro. Pensaba que el ángel habría previsto esa estratagema. Lo que tenían
que planear era algo que desconcertara al ángel. Algo sesgado y distinto, más
en la línea del lugar donde estaban que de donde querían estar. Los tres se
dirigieron hacia el despacho de Lucy, pero Francis vio a Negro Grande junto al
puesto de enfermería y se separó de ellos para hablar con el corpulento
auxiliar. Los otros dos siguieron adelante, al parecer sin reparar en que
Francis se rezagaba.
—Es pronto para la medicación,
Pajarillo —dijo Negro Grande al verlo—. Aunque supongo que no es eso lo que
quieres, ¿verdad?
Francis meneó la cabeza.
—Me creyó, ¿verdad? —preguntó.
—Claro que sí—respondió el
auxiliar después de echar un vistazo alrededor—. El problema es que aquí no te
favorece nada estar de acuerdo con un paciente cuando el mandamás piensa otra
cosa. Lo entiendes, ¿verdad? No se trataba de si era verdad o no. Se trataba de
mi empleo.
—Podría volver esta noche.
—Podría, pero lo dudo. Si
quisiera matarte, Pajarillo, ya lo habría hecho.
Francis estuvo de acuerdo, aunque
era una de esas observaciones que son tranquilizadoras y aterradoras a la vez.
—Señor Moses —repuso con voz
ronca—, ¿por qué nadie quiere ayudar a la señorita Jones a atrapar a ese
hombre?
Negro Grande se puso tenso y
cambió de postura.
—Yo estoy ayudando, ¿no? Y mi
hermano también.
—Ya sabe a qué me refiero.
—Sí, Pajarillo. Lo sé. —Miró
alrededor para asegurarse de que no había nadie lo bastante cerca o que
prestara la atención suficiente para oírlo. Aun así, añadió con cautela, en voz
muy baja—: Tienes que entender algo, Pajarillo. Encontrar al hombre que busca
la señorita Jones, con toda la publicidad y atención que eso conllevaría, y
acaso una investigación oficial, titulares de periódicos, programas de
televisión y toda esa parafernalia, acabaría con la carrera de algunas
personas. Se harían demasiadas preguntas. Puede que preguntas difíciles como:
«¿Por qué no hizo esto o aquello?» Quizás habría que dar explicaciones ante las
autoridades estatales. Se produciría mucho revuelo, y aquí nadie que trabaje
para el Estado, en especial un médico o un psicólogo, quiere tener que
contestar preguntas sobre cómo se dejó que un asesino viviera en el hospital
sin que nadie lo advirtiese. Estamos hablando de un escándalo, Pajarillo. Es
más fácil taparlo, encontrar una explicación convincente para uno o dos
cadáveres. Eso es fácil. No se culpa a nadie, todo el mundo cobra, nadie pierde
su empleo y las cosas continúan como antes. Es igual en cualquier hospital. O
cárcel, bien mirado. Se trata de conseguir que las cosas sigan adelante.
¿Todavía no lo habías pensado?
Francis sí lo había pensado,
pero ocurría que no le gustaba.
—Recuerda que a nadie le
importan demasiado los locos —añadió Negro Grande meneando la cabeza.
La señorita Deliciosa alzó los
ojos y frunció el ceño cuando Lucy entró en la sala de espera del doctor
Gulptilil. Se mostró muy atareada con unos formularios y se volvió hacia la
máquina de escribir cuando la fiscal se acercó a su mesa.
—El doctor está ocupado —dijo
mientras sus dedos volaban por el teclado y la bola metálica de la vieja
Selectric golpeaba sin piedad un folio—. Creo que no tenía cita concertada
—añadió.
—Sólo será un minuto —comentó
Lucy.
—Bueno, veré si la puede
atender. Siéntese. —Pero no hizo ningún esfuerzo por cambiar de postura ni
siquiera por coger el teléfono hasta que Lucy se alejó de la mesa y se sentó
en un raído sofá.
Fijó la mirada en la secretaria
con una intensidad que la traspasaba hasta que ésta se cansó por fin del
escrutinio, cogió el auricular y se volvió de espaldas para hablar. Tras un
breve intercambio, se giró de nuevo hacia la fiscal.
—Puede pasar —anunció.
Gulptilil estaba de pie tras su
mesa, observando por la ventana el árbol que crecía en el patio. Carraspeó
cuando ella entró, pero no se volvió. Lucy esperó pacientemente. Pasado un
instante, el doctor se volvió y se dejó caer en su asiento.
—Señorita Jones —dijo—. Su
llegada es providencial porque me ahorra el trabajo de mandarla llamar.
—¿Mandarme llamar?
—Sí. Porque hace poco he estado
hablando con su jefe, el fiscal del condado de Suffolk. Y está muy interesado
por sus progresos. —Se recostó con una sonrisa falsa—. Pero, dígame, ¿qué la ha
traído a mi despacho?
—Me gustaría tener los nombres
y los expedientes de los pacientes del dormitorio de la primera planta de
Williams y, si es posible, la ubicación de sus camas, de modo que pueda
relacionar nombres, diagnósticos y ubicación.
—Ya —asintió Gulptilil, aún
sonriente—. Se refiere al dormitorio que está ahora tan agitado gracias a sus
anteriores interrogatorios, ¿verdad?
—Sí.
—La agitación que ha generado
tardará algún tiempo en calmarse. Si le doy esta información, ¿me promete que
me avisará antes de iniciar cualquier otra actividad en esa zona del hospital?
—Sí. —Lucy apretó los dientes—.
De hecho, me gustaría registrar todo el dormitorio.
—¿Registrar? ¿Se refiere a que
quiere revisar e inspeccionar las pocas pertenencias de esos pacientes?
—Sí. Creo que se conservan
pruebas sólidas y tengo motivos para creer que algunas podrían encontrarse en
ese dormitorio, así que me gustaría que me autorizara a registrarlo.
—¿Pruebas? ¿Y en qué basa su
suposición?
—Uno de los pacientes de ese
dormitorio estaba en posesión de una camiseta manchada de sangre —explicó Lucy
tras vacilar—. El tipo de herida de Rubita sugiere que quien cometió el crimen
tuvo que mancharse la ropa de sangre.
—Sí, parece lógico. ¿Pero no
encontró la policía algo ensangrentado al pobre Larguirucho cuando lo detuvo?
—Creo que alguien lo arregló
para inculparlo.
—Ah —exclamó el doctor Gulptilil
con una sonrisa—. Por supuesto, el Jack el Destripador actual. Un genio
criminal. No, disculpe, ésa no es la palabra. Un cerebro criminal. Aquí, en
nuestro hospital psiquiátrico. Una explicación rocambolesca e inverosímil, pero
que le permitiría proseguir con sus investigaciones. Y en cuanto a esta supuesta
camiseta ensangrentada, ¿podría verla?
—No la tengo en mi poder.
—No sé por qué, señorita Jones
—repuso el médico—, pero preveía esa respuesta. Así que, si le permito el
registro que solicita, ¿no habría ciertos problemas legales?
—No. Es un hospital estatal, y
usted tiene derecho a registrar cualquier zona en busca de contrabando o de
sustancias u objetos prohibidos.
—¿De modo que, de repente, cree
que mi personal y yo podemos servirle de ayuda? —Gulptilil se balanceó en la
silla.
—No entiendo qué insinúa
—respondió Lucy, aunque lo entendía a la perfección.
Gulptilil se dio cuenta y
suspiró.
—Ah, señorita Jones, su falta
de confianza en el personal del hospital es ciertamente desalentadora. Sin
embargo, dispondré el registro que solicita, aunque sólo sea para convencerla
de lo absurdas que son sus investigaciones. Y también le proporcionaré los
nombres y la distribución de las camas de Williams. Y después tal vez pueda
finalizar su estancia aquí.
—Otra cosa —añadió Lucy al
recordar lo que Francis le había pedido—. ¿Podría darme la lista de pacientes
que tendrán vistas de altas esta semana? Si no es demasiada molestia...
—Está bien —asintió el director
médico con cierto recelo—. Pediré a mi secretaria que le proporcione estos
documentos para apoyar sus investigaciones. —Tenía la capacidad de lograr sin
esfuerzo que una mentira pareciera cierta, cualidad que Lucy encontraba
inquietante—. Aunque no veo qué relación pueda tener con nuestras vistas de
altas regulares. ¿Sería tan amable de aclarármelo, señorita Jones?
—Preferiría no hacerlo, de
momento.
—Su respuesta no me sorprende
—aseguró Gulptilil con frialdad—. Aun así, le daré la lista que me solicita.
—Gracias —dijo Lucy, y se
dispuso a irse.
—Antes de que se marche tengo
que pedirle algo, señorita Jones —la detuvo Gulptilil.
—¿Qué, doctor?
—Debe llamar a su supervisor.
El y yo tuvimos una conversación muy agradable hace un rato. Estoy seguro de
que ahora es un buen momento para hacer esa llamada. Permítame. —Giró hacia
ella el teléfono que había sobre la mesa, y no hizo el menor gesto de
marcharse.
En los oídos de Lucy todavía
resonaban los reproches de su jefe. «Pérdida de tiempo y de esfuerzos» había
sido la queja más suave. Lo más insistente fue: «Quiero ver pronto algún
progreso» y «Vuelve aquí lo antes posible». Había oído una letanía enojada de
los casos que se le amontonaban en la mesa, cuestiones que exigían una atención
urgente. Ella había intentado explicarle que un hospital psiquiátrico era un
sitio poco corriente a la hora de llevar a cabo una investigación mediante las
técnicas habituales, pero a él no le interesaron sus excusas. «Encuentra algo
los próximos días o se acabó», fue lo último que dijo. Se preguntaba cuánto
habría predispuesto a su jefe su conversación previa con Gulptilil, pero eso
era irrelevante. Era un irlandés temperamental y resuelto de Boston, y cuando
estaba convencido de que había algo que buscar, lo hacía con una abnegación
inquebrantable, cualidad que le permitía ser reelegido una y otra vez. Pero
podía abandonar de plano una investigación si le provocaba frustración, cosa
que a Lucy no la favorecía.
Y tenía que admitir que la
clase de progreso que pudiera satisfacer a su jefe era difícil de lograr. Ni
siquiera podía demostrar la relación entre los casos, aparte del estilo de los
asesinatos. No obstante, estaba convencida de que el asesino de Rubita, el
ángel que había aterrado a Francis y el hombre que había cometido los
asesinatos de su distrito eran la misma persona. Y que estaba ahí, delante de
sus narices, burlándose de ella.
La muerte de Bailarín era, sin
duda, obra suya. Él lo sabía, ella lo sabía. Todo tenía sentido.
Y, a la vez, no lo tenía. Las
detenciones y los juicios no se basan en lo que sabes, sino en lo que puedes
probar y, hasta entonces, ella no podía probar nada.
Absorta en sus pensamientos,
volvió al edificio Amherst. El aire de primera hora de la tarde era bastante
fresco, y algunos gritos perdidos y vacíos resonaban por los terrenos del
hospital. La agonía que los impregnaba se evaporaba en el frío que la
envolvía. Si no hubiera ido tan concentrada en lo imposible de sus
convicciones, podría haber reparado en que ya no la afectaban los sonidos que
tanto la sobrecogían cuando llegó al Western. Se estaba convirtiendo en una
parte más del hospital, una mera tangente de toda la locura que tan tristemente
habitaba en él.
Peter se percató de que había
algo fuera de sitio, pero no sabía qué. Ése era el problema del hospital: todo
aparecía tergiversado, del revés, deformado o contrahecho. Ver con precisión
era casi imposible. Echó de menos la simplicidad de un incendio. Existía cierta
libertad al caminar entre los restos carbonizados, húmedos y apestosos de un
incendio, imaginando despacio cómo se había iniciado el fuego y cómo había
avanzado, desde el suelo hasta las paredes y el techo, acelerado por algún
combustible. Analizar un incendio requería cierta precisión matemática, y
siempre había obtenido satisfacción al sopesar madera o acero quemados con la
certeza de que podría imaginar cómo habían sido unos segundos antes de que el
fuego los abrasara. Era como investigar el pasado, sólo que sin las nieblas de
la emoción y la tensión. Todo estaba señalado en el mapa de un incendio, y a
él le gustaba seguir cada ruta hacia un destino preciso. Siempre se había
considerado una especie de artista cuya tarea consistía en restaurar los
grandes cuadros dañados por el tiempo o los elementos, como si recrease los
colores y las pinceladas de los grandes maestros, siguiendo los pasos de
Rembrandt o Da Vinci; un artista menor pero cuya tarea era vital.
A su derecha, un hombre con un
pijama holgado, despeinado y desaliñado, soltó una carcajada estridente al
comprobar que se había mojado los pantalones. Los pacientes hacían cola para
recibir su medicación vespertina, y los hermanos Moses trataban de mantener el
orden durante ese proceso. Era un poco como intentar organizar las olas
tormentosas que golpean una playa: todo terminaba más o menos en el mismo sitio,
pero los pacientes seguían unas fuerzas tan escurridizas como los vientos y las
corrientes.
Peter se estremeció y pensó que
tenía que marcharse de ese sitio. Todavía no se consideraba loco, pero sabía
que muchas de sus acciones podrían pasar por locuras y, cuanto más tiempo
estuviera en el hospital, más dominarían su existencia. Eso lo hizo sudar, y
se dio cuenta de que había personas, el señor del Mal entre ellas, que estarían
encantadas de ver cómo se desintegraba en el hospital. Tenía suerte; todavía
se aferraba a toda clase de vestigios de la cordura. Los demás pacientes le
tenían cierto respeto, porque sabían que no estaba tan loco como ellos. Pero
eso podría acabarse. Podría empezar a oír las mismas voces que ellos. Empezar a
arrastrar los pies, a farfullar, a mojarse los pantalones y a hacer cola para
recibir medicación. Si no escapaba de allí, todo eso acabaría arrastrándolo.
Tenía que aceptar lo que le
ofrecía la Iglesia, no tenía opción.
Observó cómo la cola se apiñaba
en dirección al puesto de enfermería y a las hileras de medicamentos alineadas
detrás de la rejilla metálica.
Uno de esos pacientes era un
asesino. Lo sabía.
O quizás era alguien que hacía
cola en ese momento en Williams, Princeton o Harvard, pero que seguía el mismo
programa.
Pero ¿cómo encontrarlo?
Trató de pensar en el caso como
si fuese un incendio provocado. Apoyado contra la pared, intentó ver dónde
había empezado, porque eso le indicaría cómo había ganado impulso, cobrado
fuerza y finalmente estallado. Así era como procesaba los escenarios de los
incendios a los que acudía: iba hacia atrás, hasta la primera chispa o llama,
y eso no sólo le indicaba cómo se había producido el incendio, sino quién
estaba ahí para provocarlo. Suponía que era un curioso don. En la Antigüedad,
los reyes y los príncipes se rodeaban de personas que supuestamente podían ver
el futuro y les hacían perder el tiempo y el dinero, cuando puede que conocer
el pasado fuera una forma mucho mejor de anticipar el futuro.
Peter exhaló despacio. El hospital
hacía que uno reflexionara sobre todos los pensamientos que resonaban en su
interior. Se detuvo a media idea al percatarse de que estaba moviendo los
labios como si hablara solo.
Meneó la cabeza. Ya casi
hablaba solo.
Se miró las manos para comprobar
que no le temblaban. Se repitió que tenía que marcharse sin importar lo que
tuviera que hacer.
En ese momento, vio a Lucy
Jones. Iba cabizbaja y parecía absorta y disgustada. Y en ese instante vio un
futuro sombrío, lo que le provocó una sensación de vacío e impotencia. Sí, se
iría, desaparecería para siempre en Oregon. Y ella también se iría, volvería a
su oficina y se dedicaría a acusar criminales. Francis se quedaría allí, con
Napoleón, Cleo y los hermanos Moses.
Larguirucho cumpliría condena.
Y el ángel encontraría otros
dedos que cortar.
26
Francis pasó una noche agitada,
a veces tenso en la cama intentando escuchar cualquier sonido en el dormitorio
que delatase la presencia del ángel. Oyó decenas de esos ruidos, que resonaban
con la misma fuerza que los latidos de su corazón. Mil veces le pareció notar
el aliento del ángel en la frente, y no olvidó ni por un instante la sensación
del cuchillo frío. Incluso en los pocos momentos en que se alejó de esos temores
que le provocaban sudor y ansiedad para sumirse en algo parecido al sueño, su
descanso se vio perturbado por imágenes aterradoras. Veía que Lucy le enseñaba
una mano mutilada como la de Rubita y a continuación se veía a sí mismo
degollado y luchando con desespero por mantener unida la herida sangrante.
Agradeció la primera luz de la
mañana que se filtró por las ventanas, aunque sólo fuera para indicar que las
horas en que el ángel parecía reinar en el hospital habían terminado.
Permaneció un rato más en la cama, aferrado a un pensamiento extrañísimo: que
no estaba bien que los pacientes del hospital tuvieran el mismo miedo a morir
que la gente normal en el exterior. Dentro de esas paredes, la vida parecía
mucho más frágil, no tenía la misma importancia que fuera. Era como si ellos
contaran menos, y, por tanto, su vida no debiera valorarse demasiado. Recordó
haber leído en un periódico que el valor total de las partes del cuerpo humano
sólo ascendía a un par de dólares. Los pacientes del Western probablemente
sólo valían unos centavos. O ni siquiera eso.
Fue al baño, se aseó y luego se
vistió. Los signos cotidianos del hospital lo reconfortaron un poco; Negro
Chico y su corpulento hermano estaban en el pasillo e intentaban que los
pacientes se dirigieran hacia el comedor para desayunar, como un par de
mecánicos que intentan que un motor se ponga en marcha. El señor del Mal
recorría el pasillo sin hacer caso de las súplicas de varias personas sobre
algún que otro problema. Francis quería seguir la rutina.
Y entonces, con la misma
rapidez con que se le ocurrió este pensamiento, lo temió.
El hospital, con su obsesión
por limitarse a encadenar un día tras otro, era como un fármaco, más potente
incluso que los que se presentaban en pastillas o hipodérmicas. Y con la
adicción, llegaba la inconsciencia.
Sacudió la cabeza; porque para
él había algo claro: el ángel estaba mucho más cerca del mundo exterior, y
sospechaba que, si quería regresar a él, ésa era la dificultad que tendría que
superar. Encontrar al asesino de Rubita era el único acto cuerdo que le quedaba
en el mundo.
En su cabeza, sus voces sonaban
agitadas y confusas. Era evidente que trataban de decirle algo, pero no se
ponían de acuerdo en qué.
Sin embargo, todas las voces
coincidían en que, si se quedaba solo para enfrentarse al ángel, sin Peter ni
Lucy, no era probable que sobreviviera. No sabía cómo moriría, ni exactamente
cuándo. Cuando quisiera el ángel. Asesinado en la cama. Asfixiado como
Bailarín o degollado como Rubita, o quizá de otra forma, pero ocurriría.
No tendría dónde esconderse,
salvo sumirse en una locura más profunda, lo que obligaría al hospital a
encerrarlo en una celda de aislamiento.
Miró alrededor en busca de sus
dos compañeros de investigación y, por primera vez, pensó que era el momento de
responder a las preguntas del ángel.
Se apoyó contra la pared del
pasillo. Está aquí. ¡Lo tienes delante!. Levantó los ojos y vio a Cleo,
que avanzaba agitando los brazos como un imponente acorazado abriéndose paso
entre una regata de tímidos veleros. Lo que la inquietaba esa mañana quedaba
oculto bajo una avalancha de palabrotas refunfuñadas al ritmo del amplio
balanceo de sus brazos, de modo que cada «¡Mierda!», «¡Cabrones!» e «¡Hijos de
puta!» era emitido como un golpe de batuta de un director. Los pacientes se
hacían a un lado a su paso. Entonces Francis comprendió algo: no era que el
ángel supiera cómo ser diferente, sino que sabía cómo ser igual.
Cuando siguió con la mirada a
Cleo, vio a Peter. El Bombero parecía enfrascado en una acalorada conversación
con el señor del Mal, que sacudía la cabeza mientras Peter le hablaba. Pasado
un instante, el señor del Mal pareció desechar lo que Peter decía, dio media
vuelta y se marchó por el pasillo. Peter alzó la voz para gritarle:
—¡Tiene que decírselo a
Gulptilil! ¡Hoy!
El señor del Mal no se volvió,
como negándose a aceptar lo que Peter había gritado. Francis se acercó deprisa
al Bombero.
—¿Peter?
—Hola, Pajarillo —respondió
Peter, sin dejar de mirar a Evans—. ¿Qué quieres?
—Cuando miras al resto de los
pacientes —susurró—, ¿qué ves?
—No lo sé —respondió tras
vacilar un instante—. Es un poco como Alicia en el país de las maravillas. Todo
es de lo más curioso.
—Pero has visto todas las
clases de locos que hay aquí, ¿verdad?
Peter dudó y vio a Lucy
acercarse por el pasillo. Esperó a que llegase a su lado y dijo:
—Pajarillo ha visto algo. ¿De
qué se trata?
—El hombre que buscamos no está
más loco que tú —susurró Francis—. Pero finge ser otra cosa.
—Continúa —lo animó Peter.
—Toda su locura, al menos la
locura asesina y la locura de cortar dedos, no es como las locuras habituales
que tenemos en el hospital. Planifica. Piensa. Se trata de la encarnación del
mal, como insistía Larguirucho. No es que oiga voces, tenga delirios ni nada
de eso. Pero sabe aparentarlo para que todos vean en él a un loco más, en lugar
de ver un ser malvado...
Francis sacudió la cabeza.
—¿Qué estás diciendo,
Pajarillo? —Peter bajó la voz—. Explícate.
—Lo que estoy diciendo es que
examinamos todos esos formularios de ingreso e hicimos todos esos interrogatorios
en busca de algo que relacione a alguien de aquí con el mundo exterior. ¿Qué
buscabais Lucy y tú? Hombres con antecedentes de violencia. Psicópatas. Hombres
con una rabia latente. Hombres fichados por la policía. Hombres que oyen voces
que les ordenan hacer cosas malas a las mujeres. Queréis encontrar un criminal
loco, ¿verdad?
—Es el único enfoque lógico...
—Lucy habló por fin.
—Pero aquí todo el mundo tiene
algún impulso demente. Y muchos podrían ser asesinos, ¿verdad ? Aquí la línea
que separa ambas cosas es muy sutil.
—Sí, pero... —Lucy estaba
asimilando lo que Francis decía.
—¿No crees que el ángel también
sabe eso? —repuso el joven.
La fiscal no respondió.
—El ángel es alguien que carece
de antecedentes que puedan llamar la atención de nadie —afirmó Francis tras
inspirar hondo—. En el exterior, es una persona. Aquí, es otra. Como un
camaleón que cambia de color según su entorno. Y es alguien al que nunca se nos
ocurriría investigar. De esa manera, está a salvo y puede hacer lo que quiere.
Peter parecía escéptico, y Lucy
parecía necesitar que la convencieran más. Ella fue la primera en hablar.
—¿De modo que crees que el
ángel finge su enfermedad mental? —dijo con lentitud, como si con la palabra
«fingir» hubiera sugerido que eso era imposible.
Francis sacudió la cabeza y
asintió. Las contradicciones que a él le resultaban tan claras no lo eran para
los otros dos.
—No puede fingir voces. No
puede fingir delirios. No puede fingir ser... —Inspiró antes de continuar—: No
puede fingir ser como yo. Los médicos se darían cuenta. Hasta el señor del Mal
lo detectaría enseguida.
—¿Entonces? —preguntó Peter.
—Mirad alrededor —contestó
Francis. Señaló al otro lado del pasillo, donde el hombretón retrasado que
había llegado de Williams estaba apoyado contra la pared, acunando a su muñeco
y canturreándole suavemente. Vio a un cato inmóvil en el centro del
pasillo con los ojos clavados en el techo, como si su visión pudiera penetrar
el aislamiento acústico, las vigas, el suelo y los muebles del primer piso,
cruzarlo todo, incluido el tejado, y llegar hasta el cielo azul de la mañana—.
¿Cuánto cuesta ser simple? —preguntó Francis—. ¿O silencioso? Y si fueras como
uno de ellos, ¿quién te iba a prestar ninguna atención?
A todas las terminaciones
nerviosas de mi cuerpo llegaban gritos y aullidos como de cien gatos
enloquecidos. El sudor me resbalaba entre los ojos, me cegaba y escocía. Me
faltaba el aliento y resollaba como un enfermo, con las manos temblorosas. No
me fiaba de que mi voz lograra emitir algún sonido que no fuera un gemido
grave e indefenso.
El ángel, cerca de mí, escupía
de rabia.
No tenía que decir por qué,
porque cada palabra que yo había escrito lo explicaba.
Me retorcí en el suelo como si
una corriente eléctrica me recorriera el cuerpo. Jamás me aplicaron
electroshock en el Western. Puede que fuera la única crueldad enmascarada de
cura que no tuve que soportar. Pero sospecho que el dolor que sentía ahora no
era muy distinto.
Podía ver.
Eso era lo que me dolía.
Cuando en el pasillo del hospital
dije aquellas palabras a Peter y Lucy, fue como si abriera una puerta en MÍ
interior que no había querido abrir nunca. Una puerta cerrada a cal y canto.
Cuando estás loco no eres capaz de nada. Pero también eres capaz de todo. Estar
atrapado entre los dos extremos es una agonía.
Toda mi vida, lo único que
quise fue ser normal. Aun atormentado como Peter y Lucy, pero normal. Capaz de
manejarme modestamente en el mundo exterior, de disfrutar de las cosas
sencillas. Una mañana estupenda. El saludo de un amigo. Una comida apetitosa.
Una conversación distendida. Una sensación de pertenencia. Pero no podía,
porque, como supe en ese momento, estaba destinado a estar siempre más cerca
del hombre al que detestaba y queme asustaba. El ángel disfrutaba con todos los
pensamientos asesinos que acechaban en mi interior y se deleitaba con ellos.
Era un reflejo distorsionado de mí mismo. Yo tenía la misma rabia, el mismo
deseo, la misma maldad. Pero yo los había escondido, los había relegado y
lanzado al agujero más profundo que pude encontrar en mi interior para
cubrirlos con todos mis pensamientos locos, como si fueran piedras y tierra, de
modo que quedaron enterrados para siempre.
En el hospital, el ángel
cometió un único error.
Debería haberme matado cuando
pudo.
—De modo que ahora estoy
aquí para rectificar ese error de cálculo —me susurró al oído.
—No tenemos tiempo —dijo Lucy.
Examinaba los expedientes que tenía esparcidos por la mesa de su despacho
provisional, donde se centraba su investigación provisional.
Peter se paseaba intentando
ordenar toda clase de ideas contradictorias. Cuando la fiscal habló, la miró
con la cabeza ladeada.
—¿Por qué? —preguntó.
—Tendré que marcharme. Puede
que en los próximos días. He hablado con mi jefe y cree que sólo estoy
perdiendo el tiempo. Mi idea nunca le gustó, pero como insistí, cedió. Eso está
a punto de acabarse...
—Yo tampoco estaré aquí mucho
más —repuso Peter—. Por lo menos, no lo creo así. —No dio detalles, pero
añadió—: Pero Francis se quedará aquí.
—No sólo Francis —le recordó
Lucy.
—Exacto. No sólo Francis.
—Peter vaciló—. ¿Crees que tiene razón? Sobre el ángel, quiero decir. Sobre
eso de que es alguien al que no investigaríamos...
Lucy inspiró hondo. Se apretaba
las manos y se las soltaba casi al ritmo de su respiración, como alguien a
punto de explotar que intenta controlar sus emociones. Ésa era una actitud
extraña en el hospital, donde la gente daba rienda suelta a sus emociones de
una forma casi constante. La contención, más allá de la que provocaban los
medicamentos antipsicóticos, era casi imposible. Pero Lucy parecía ocultar algo
en sus ojos, y cuando los dirigió hacia Peter, éste pudo detectar una gran
inquietud.
—No lo soporto —musitó.
Peter no respondió, porque
sabía que se explicaría en unos instantes.
Lucy se dejó caer en la silla
y, con la misma rapidez, volvió a levantarse. Se inclinó para sujetar con las
manos los bordes del escritorio como si eso le sirviera para soportar el azote
de los vientos de su agitación. Cuando miró a Peter, éste no estuvo seguro de
si sus ojos reflejaban una dureza asesina u otra cosa.
—La idea de dejar a un violador
y un asesino aquí me resulta inaceptable. Aunque el ángel y el hombre que
asesinó a las otras mujeres no sean la misma persona, dejarlo aquí impune me
pone los pelos de punta.
De nuevo, Peter no dijo nada.
—No lo haré —soltó Lucy—. No
puedo hacerlo.
—¿Y si te obligan a
irte? —preguntó Peter. Podría haberse hecho esa pregunta a sí mismo.
—No les resultará fácil
—replicó ella a la vez que lo miraba con dureza.
Se produjo un silencio y, de
repente, Lucy bajó los ojos hacia el montón de expedientes en la mesa. Con un
movimiento brusco, deslizó el brazo por el tablero y lanzó las carpetas al
suelo.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Peter siguió callado y Lucy
soltó un buen puntapié a una papelera de metal, que rodó con estrépito.
—No lo haré —repitió—. Dime,
¿qué es peor? ¿Ser un asesino o dejar que un asesino vuelva a matar?
Esa pregunta tenía respuesta,
pero Peter no estaba seguro de querer decirla.
Lucy inspiró hondo varias veces
antes de fijar los ojos en los de Peter.
—Tú lo entiendes —susurró—. Si
me voy con las manos vacías, alguien más morirá. No sé cuánto tiempo pasará,
pero llegará el día, al cabo de un mes, seis meses o un año, en que estaré
frente a otro cadáver y observaré una mano derecha a la que le faltan cinco
falanges. Y aunque atrape al hombre y lo vea sentado en el banquillo de los
acusados y me levante para leer las acusaciones ante un juez y un jurado, seguiré
sabiendo que alguien murió por mi fracaso aquí y ahora.
Peter se dejó caer por fin en
una silla y agachó la cabeza para restregarse la cara con las manos, como si
se la estuviera lavando. Cuando miró a Lucy, no comentó lo que ella decía,
aunque a su modo lo hizo.
—¿Sabes qué, Lucy? —preguntó en
voz baja—. Antes de convertirme en investigador de incendios provocados, pasé
cierto tiempo como bombero. Me gustaba. Combatir un fuego no es algo equívoco.
Apagas el incendio o éste destruye algo. Sencillo, ¿no? A veces, en un caso
difícil, notas el calor en el rostro y oyes el sonido que el fuego produce
cuando está realmente fuera de control. Es un sonido terrible, embravecido.
Salido del infierno. Y existe un instante en que todo el cuerpo te suplica que
no entres, pero lo haces de todos modos. Sigues adelante, porque el fuego es
malo y porque los demás miembros de tu dotación ya están dentro, y sabes que
tienes que hacerlo. Es la decisión que más cuesta tomar.
Lucy pareció reflexionar sobre
eso.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Tendremos que correr algunos
riesgos —dijo Peter.
—¿Riesgos?
—Sí.
—¿Qué opinas de lo que dijo
Francis? —quiso saber Lucy—. ¿Crees que aquí todo está al revés? Si efectuara
esta investigación fuera de aquí y un detective se fijara en el sospechoso
menos probable, no en el más probable, relevaría a ese hombre del caso, claro.
No tendría ningún sentido, y se supone que las investigaciones deben tenerlo.
—Aquí nada tiene sentido
—comentó Peter.
—Así pues, Francis tal vez
tenga razón. La ha tenido en muchas cosas.
—¿Qué hacemos, entonces?
¿Repasar todos los expedientes en busca de...? ¿En busca de qué?
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
Peter dudó otra vez. Pensó en
lo que había pasado y se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo a la vez que
sacudía la cabeza—. Soy reacio...
—¿Reacio a qué?
—Bueno, cuando alteramos el
dormitorio de Williams, ¿qué ocurrió?
—Un hombre murió asesinado.
Sólo que ellos no lo creen así...
—No, aparte de eso, ¿qué
ocurrió? El ángel apareció, quizá para matar a Bailarín. No lo sabemos con
certeza. Pero sí sabemos que se presentó en el dormitorio para amenazar a
Francis.
—Ya veo por dónde vas —dijo
Lucy tras inspirar hondo.
—Tenemos que hacerlo salir de
nuevo.
—Una trampa —asintió Lucy.
—Una trampa —corroboró Peter—.
Pero ¿qué podríamos usar como anzuelo?
Lucy sonrió, sin alegría, la
clase de expresión de alguien que sabe que para lograr mucho hay que arriesgar
mucho.
A primera hora de la tarde,
Negro Grande reunió a un pequeño grupo de pacientes del edificio Amherst para
una salida al jardín. Francis aún no había visto los brotes de las semillas
plantadas en esa zona antes de la muerte de Rubita y la detención de
Larguirucho.
Hacía una tarde espléndida.
Cálida, con rayos de sol que iluminaban las paredes blancas del hospital. Una
ligera brisa desplazaba a las esporádicas nubes bulbosas por el cielo azul.
Francis levantó la cara hacia el sol y dejó que el calor lo reconfortase. Oyó
un murmullo de satisfacción en su cabeza que podría corresponder a sus voces
pero también podría deberse a la pequeña sensación de esperanza que
experimentó. Por unos instantes consiguió olvidar todo lo que estaba pasando y
disfrutar del sol. Era la clase de tarde que disipa las tinieblas de la locura.
En esta salida participaban
diez pacientes. Cleo iba a la cabeza de la fila, posición que ocupó en cuanto
cruzaron las puertas de Amherst, sin dejar de farfullar pero con una
determinación que parecía contradecir la despreocupación a que invitaba el
día. Al principio, Napoleón procuró seguirle el ritmo, pero luego se quejó a
Negro Grande de que Cleo los obligaba a caminar demasiado deprisa, lo que hizo
que todos se detuvieran y estallara una pequeña discusión.
—¡Yo debo ir en cabeza! —gritó
Cleo, enfadada. Se enderezó con altivez y miró por encima del hombro a los
demás con una actitud majestuosa—. Es mi posición. Por derecho y por deber
—añadió.
—Pues no vayas tan deprisa
—replicó Napoleón, que resollaba un poco.
—Iremos a mi ritmo —respondió
Cleo.
—Cleo, por favor... —empezó
Negro Grande.
—No habrá cambios —lo atajó
Cleo.
El auxiliar se encogió de
hombros y se volvió hacia Francis.
—Ve tú delante —pidió.
Cleo le salió al paso, pero
Francis la miró con tal abatimiento que, pasado un segundo, resopló con desdén
imperial y se hizo a un lado. Cuando el joven la adelantó, vio que los ojos le
echaban chispas, como si un fuego la abrasara por dentro. Esperaba que Negro
Grande también lo viera, pero no estaba seguro de ello, ya que el auxiliar
intentaba mantener la calma en el grupo. Un hombre ya estaba llorando y otra
mujer se alejaba del camino.
—Vamos —ordenó Francis con la
esperanza de que los demás lo siguieran.
Pasado un momento, el grupo
pareció aceptar que él fuera a la cabeza, quizá porque eso evitó una posible
discusión a gritos que nadie deseaba. Cleo se situó detrás de él y, tras pedirle
un par de veces que apretase el paso, se distrajo con los gemidos y los gritos
inconexos que se oían en los edificios.
Se detuvieron al borde del
jardín, y la tensión que parecía acumularse en la cabeza de Cleo, se calmó un
instante.
—¡Flores! —exclamó asombrada—.
¡Hemos cultivado flores!
Flores rojas, blancas,
amarillas y azules enroscadas entre sí al azar ocupaban los parterres situados
en un extremo de los terrenos del hospital. De la tierra oscura habían crecido
peonías, rosas, violetas y tulipanes. El jardín era tan caótico como sus
mentes, con capas y franjas de colores vibrantes que se extendían en todas
direcciones, plantados sin orden ni concierto, pero aun así florecían con
fuerza. Francis lo observó con asombro y recordó lo monótona que era su vida
en realidad. Pero incluso este pensamiento deprimente desapareció ante aquella
visión exuberante.
Negro Grande distribuyó unas
modestas herramientas de jardinería. Eran utensilios para niños, de plástico,
y no iban demasiado bien para la tarea que tenían entre manos, pero Francis
pensó que eran mejor que nada. Se agachó junto a Cleo, que apenas parecía
consciente de su presencia, y empezó a trabajar para organizar las flores en
hileras y procurar ordenar un poco aquella explosión de color.
Francis no supo cuánto
trabajaron. Hasta Cleo, que seguía farfullando palabrotas para sí misma,
pareció contener parte de su tensión, aunque de vez en cuando sollozaba
mientras cavaba y rastrillaba la marga húmeda del jardín, y en más de una
ocasión Francis vio que alargaba la mano para tocar los pétalos de una flor con
lágrimas en los ojos. Casi todos los pacientes se detuvieron en algún momento
para dejar que la tierra rica y húmeda les resbalara entre los dedos. Se
captaba un olor a renacimiento y vitalidad, y Francis pensó que esa fragancia
les imbuía más optimismo que ninguno de los fármacos que ingerían sin cesar.
Cuando se incorporó, después de
que Negro Grande anunciara por fin que la salida había concluido, examinó el
jardín y hubo de admitir que tenía mejor aspecto. Habían arrancado casi todas
las malas hierbas que amenazaban los parterres y habían impuesto cierta definición
a las hileras. Era un poco como ver un cuadro inconcluso. Mostraba formas y
posibilidades.
Se sacudió por encima la tierra
de las manos y la ropa. No le importaba la sensación de suciedad, por lo menos
esa tarde.
Negro Grande dispuso el grupo
en fila india y guardó los utensilios de jardinería en una caja de madera
verde y, al hacerlo, los contó por lo menos tres veces. Luego, antes de dar la
señal para regresar a Amherst, observó a un grupo reducido que se estaba
reuniendo a unos cincuenta metros, en el otro extremo de los terrenos, tras una
valla.
—Es el cementerio —susurró
Napoleón. Nadie comentó nada.
Francis vio a Gulptilil y a
Evans, junto con otros dos miembros del personal. También había un sacerdote
con alzacuello, y un par de empleados con el uniforme gris de mantenimiento que
sujetaban palas a la espera de una orden. Luego oyó el sonido de un motor y vio
acercarse una excavadora, seguida de un Cadillac negro, que, como comprendió
horrorizado, era un coche fúnebre. Éste se detuvo y la excavadora avanzó
temblorosa.
—Quizá deberíamos irnos
—farfulló Negro Grande, pero no se movió. Los pacientes siguieron mirando.
La excavadora, con todos sus
gruñidos mecánicos, no tardó más de un par de minutos en abrir un agujero en el
suelo y amontonar la tierra excavada junto a él. Los encargados de
mantenimiento usaron las palas para prepararlo. Tomapastillas examinó el trabajo
e indicó a los hombres que pararan. Luego indicó al coche fúnebre que se
acercara. Dos hombres con traje negro salieron del Cadillac y se dirigieron a
la parte posterior. Se les unieron los encargados de mantenimiento, y los
cuatro improvisados portadores de féretro sacaron del coche un sencillo ataúd
de metal, en cuya tapa relució pálidamente el sol.
—Es Bailarín —susurró Napoleón.
—Cabrones. Fascistas asesinos
—masculló Cleo, y añadió con vehemencia—: Enterrémoslo al estilo egipcio.
Los cuatro hombres avanzaron
dificultosamente con el féretro, lo que resultó extraño a Francis, porque
Bailarín apenas pesaba nada. Observó cómo lo bajaban a la fosa y luego se
retiraban mientras el sacerdote decía unas palabras rápidas. Ninguno de los
hombres se molestó siquiera en agachar la cabeza para una fingida plegaria.
El sacerdote retrocedió, los
médicos se volvieron y se alejaron, y los de la funeraria pidieron a Gulptilil
que firmara un documento antes de volver al coche fúnebre y marcharse despacio.
La excavadora siguió soltando resoplidos. Los encargados de mantenimiento
empezaron a lanzar paladas de tierra sobre el ataúd. Francis oyó el ruido sordo
de la tierra al caer sobre el metal, pero incluso eso se desvaneció en un
instante.
—Vamos —ordenó Negro Grande—.
¿Francis?
Comprendió que tenía que
ponerse a la cabeza, y lo hizo despacio, aunque Cleo lo apremiaba a caminar más
deprisa.
El desaliñado grupo había
recorrido sólo parte del camino de vuelta cuando de repente, soltando una
maldición ahogada, Cleo adelantó a Francis. Su voluminoso cuerpo se balanceaba
y sacudía mientras se apresuraba por el camino hacia la parte posterior del
edificio Williams. Se detuvo en una zona de hierba y se asomó a las ventanas.
La luz de la tarde había
descendido deprisa, de modo que Francis no pudo ver las caras reunidas detrás
del cristal. Las ventanas parecían los ojos de un rostro inexpresivo e
impenetrable. El edificio era como muchos pacientes: tenía un aspecto apagado y
natural que escondía toda la agitación eléctrica de su interior.
—¡Te veo! —gritó Cleo con los
brazos en jarras, pero era imposible ya que la luz reflejada la deslumbraba,
lo mismo que a Francis—. ¡Sé quién eres! ¡Tú lo mataste! ¡Yo te vi y lo sé todo
sobre ti!
—¡Cleo!—Negro Grande la llamó—.
¡Cállate! ¿Qué estás diciendo?
Ella no le hizo caso. Levantó
un dedo acusador y señaló la primera planta del edificio Williams.
—¡Asesinos! —bramó—. ¡Asesinos!
—¡Maldita sea, Cleo! —Negro
Grande llegó a su lado—. ¡Cállate!
—¡Animales! ¡Desalmados!
¡Cabrones! ¡Fascistas asesinos!
El auxiliar la agarró por el
brazo y la hizo girar hacia él. Fue a reprenderla, pero Francis vio cómo se
detenía en seco, recobraba un poco la calma y le susurraba:
—Por favor, Cleo, ¿qué
pretendes?
—Ellos lo mataron —refunfuñó
ella.
—¿Quién mató a quién? ¿A qué te
refieres?
Cleo rió socarrona.
—A Marco Antonio —anunció con
una sonrisa exagerada—. Acto IV, escena XVI.
Volvió a reír y dejó que Negro
Grande la apartase de allí. Francis miró el edificio Williams. No sabía quién
podría haber oído aquel arrebato. O qué habría interpretado de él.
Francis no vio a Lucy Jones, que estaba cerca, bajo
un árbol, en el camino que llevaba del edificio de administración hasta la
verja de entrada. Ella también había presenciado el estallido de acusaciones de
Cleo, pero no le prestó atención porque estaba concentrada en el recado que
iba a hacer y que, por primera vez desde hacía días, la llevaría fuera del
hospital, a la cercana ciudad. Observó cómo la fila india de pacientes
regresaba al edifico Amherst, se volvió y salió deprisa, convencida de que no
tardaría demasiado en encontrar lo que necesitaba.
27
Lucy se sentó en el borde de su
cama en la residencia de enfermeras en prácticas y dejó que la noche la
envolviera despacio. Había extendido sobre la colcha los objetos que había
comprado esa tarde pero, en lugar de examinarlos con atención, tenía la mirada
ausente. Reflexionaba sobre qué iba a hacer. Finalmente, se dirigió al pequeño
cuarto de baño para mirarse la cara en el espejo.
Se apartó el pelo de la frente
con una mano y, con la otra, repasó la cicatriz que le recorría la cara, desde
el mismo nacimiento del pelo, le dividía la ceja, se desviaba hacia el lado,
donde la hoja le había rozado el ojo, y le descendía por la mejilla hasta el
mentón. La piel se veía más pálida que el resto de su cutis. En un par de
puntos, la raja apenas era visible. En otros, totalmente perceptible. Se había
acostumbrado a la cicatriz, y la aceptaba por lo que representaba. Una vez,
varios años atrás, en una cita que había empezado de modo prometedor, un médico
joven y demasiado seguro de sí mismo se había ofrecido a ponerla en contacto
con un destacado cirujano plástico que, según insistía, podría arreglarle la
cara de modo que nadie advertiría que se la habían cortado. No habló nunca con
el cirujano plástico ni volvió a verse con ese o con ningún otro médico.
Lucy se consideraba la clase de
persona que redefine su existencia todos los días. El hombre que le había
marcado la cara y robado su intimidad había creído que le hacía daño, cuando
en realidad lo único que había hecho era proporcionarle un objetivo. Había
muchos criminales entre rejas debido a lo que un hombre le había hecho una
lejana noche, cuando ella estudiaba Derecho. Pasaría cierto tiempo antes de que
la deuda, ese resarcimiento que se le debía a su corazón y su cuerpo, estuviera
pagada del todo. Pensó que había momentos individuales e importantes que lo
guiaban a uno por la vida. Lo que la incomodaba del hospital era que no se
recluyera en él a los pacientes por un solo acto, sino por la acumulación de
incidentes nimios que los arrastraban inexorablemente hacia la depresión, la
esquizofrenia, la psicosis, el trastorno afectivo bipolar y la conducta
obsesiva-compulsiva. Sabía que Peter era parecido a ella en cuanto a espíritu y
temperamento. El también había permitido que un solo acto determinara toda su
vida. El suyo, por supuesto, había sido un impulso precipitado. Aunque
justificable a cierto nivel, había sido fruto de una momentánea falta de
control. El de ella era más frío, más calculado, y obedecía, a falta de una
palabra mejor, a la venganza.
Le vino un recuerdo repentino a
la cabeza, de la clase que se produce espontáneamente y te quita el aliento:
en el hospital de Massachusetts adonde la habían llevado después de que un par
de estudiantes de Física la hubieran encontrado sollozando, sangrando y
caminando a trompicones por el campus, la policía la había interrogado a fondo
mientras una enfermera y un médico la habían examinado. Los detectives habían
estado de pie, junto a su cabeza, mientras los sanitarios trabajaban en un
ámbito totalmente distinto por debajo de su cintura. «¿Pudo ver al hombre?» No.
Realmente no. Llevaba un pasamontañas y sólo pude verle los ojos. «¿Podría
reconocerlo si volviera a verlo?» No. «¿Por qué cruzaba el campus sola de
noche?» No lo sé. Había estado estudiando en la biblioteca y volvía a casa.
«¿Podría decirnos algo que nos sirva para atraparlo?» Silencio.
De todos los terrores vividos
aquella noche, el que siempre había permanecido con ella era la cicatriz de su
cara. La impresión la había dejado casi comatosa, pero él, de cualquier modo,
la había rajado. No la había matado, y podría haberlo hecho sin problemas. Tampoco
había ningún motivo que lo justificase. Ella estaba casi inconsciente, absorta,
y su agresor podía huir tranquilamente. Pero aun así se había agachado y la
había marcado para siempre, y a través de la niebla del dolor y el insulto, le
había susurrado una única palabra al oído: «Recuérdalo.»
La palabra la había lastimado
más que el corte que desfiguraba su belleza.
Y lo recordó, aunque, en su
opinión, no del modo en que aquel mal nacido esperaba.
Si no podía llevar a la cárcel
al hombre que la había marcado, encerraría a decenas de hombres parecidos. Si
lamentaba algo, era que la agresión le hubiera robado lo que le quedaba de
inocencia y jovialidad. Después de eso, la risa le resultaba más difícil y el
amor le parecía imposible de lograr. Pero, como se decía a menudo, era
probable que pronto hubiera perdido esas cualidades de todos modos. En su persecución
del mal se había convertido en algo parecido a una monja de clausura.
Se miró en el espejo y devolvió
despacio todos sus recuerdos a los compartimientos donde los guardaba
archivados de un modo ordenado y aceptable. Lo pasado, pasado estaba. Sabía
que el hombre que buscaba en el hospital era tan parecido a su agresor como
cualquiera de los que había mirado fijamente en un tribunal. Atrapar al ángel
significaría mucho más que evitar que un asesino en serie volviera a atacar.
Se sintió como un atleta que se
concentra en el objetivo inmediato.
—Una trampa —dijo en voz alta—.
Una trampa necesita un anzuelo.
Se acarició el cabello negro
que le enmarcaba la cara y lo dejó caer entre los dedos como gotas de lluvia.
Cabello corto.
Cabello rubio.
Las cuatro víctimas llevaban un
peinado muy corto. Todas tenían más o menos las mismas características físicas.
Todas habían muerto de la misma forma. En cada caso se había usado la misma
arma homicida, que las había degollado de izquierda a derecha del mismo modo.
Las mutilaciones post mortem de las manos habían sido las mismas. Los cadáveres
habían sido abandonados en lugares parecidos. Incluso en el caso de la última
víctima, en el hospital, si analizaba el trastero donde se había cometido el
crimen, podía ver cómo el asesino había reproducido las ubicaciones de los
demás asesinatos. Y recordaba que había contaminado las pruebas físicas con
agua y líquido de limpieza del mismo modo que la naturaleza había hecho con sus
tres primeros homicidios.
El asesino estaba en el
hospital. Sospechaba que incluso lo había mirado directamente a los ojos en
algún momento sin reconocerlo. Esa idea le daba escalofríos, pero también
parecía avivar la furia que crecía en su interior.
Se miró los cabellos negros que
sujetaba como delicadas telarañas entre los dedos. Le pareció que el sacrificio
valía la pena.
Se volvió y regresó a la
habitación. Lo primero que hizo fue sacar una maleta negra de debajo de la
cama. Marcó la combinación del cerrojo para abrirla. Dentro había un bolsillo
cerrado con cremallera, que abrió para extraer una funda de cuero marrón oscuro
que contenía un revólver corto del calibre 38. Sopesó el arma en la mano un
momento. Lo había disparado menos de media docena de veces en los años que
hacía que la tenía, y le resultaba extraña pero incisiva. Luego, con decisión,
recogió el resto de los objetos esparcidos en la cama: un cepillo, unas
tijeras, una caja de tinte para el pelo.
Se dijo que el cabello volvería
a crecerle. Y que pronto tendría de nuevo la brillante cabellera negra que
había lucido toda su vida.
Cortarse el pelo no era
irreversible en absoluto, pero no hacer lo suficiente para encontrar al ángel
podría serlo. Se llevó todos los objetos al cuarto de baño y los dispuso
delante en el estante del espejo. Cogió las tijeras y, casi esperando ver
sangre, empezó a cortarse el pelo.
Uno de los trucos que Francis
había aprendido a lo largo de los años desde el primer día de su niñez en que
había oído voces era cómo discernir la que tenía más sentido entre aquella
cacofonía. Su locura se caracterizaba por su capacidad de revisar todo lo que
le sugería en su interior y avanzar lo mejor que podía. No era del todo lógico,
pero resultaba práctico.
Se dijo que la situación en el
hospital no era demasiado diferente. Un detective reúne muchas pistas y pruebas
dispares en un todo consistente. Todo lo que necesitaba saber para pintar el
retrato del ángel ya había ocurrido, pero, de algún modo, en el mundo oscilante
y errático del hospital psiquiátrico, el contexto había quedado oculto.
Francis miró a Peter, que se
estaba mojando la cara en un lavabo. Se dijo que jamás vería lo que él podía
ver. Hubo un coro de asentimiento en su interior.
Su amigo se incorporó, se miró
en el espejo y sacudió la cabeza como si le disgustara lo que veía. Al mismo
tiempo vio a Francis detrás de él y le sonrió.
—Buenos días, Pajarillo. Hemos
sobrevivido otra noche, lo que. bien mirado, no es moco de pavo y constituye un
logro que tendremos
que celebrar con un desayuno
nada sabroso. ¿Qué crees que nos deparará este espléndido día?
Francis sacudió la cabeza para
indicar que no lo sabía.
—¿Quizá ciertos progresos?
—Quizá.
—¿Quizás algo bueno?
—Lo dudo.
—Francis, tío, no hay ninguna
pastilla ni ninguna inyección que puedan darte aquí que reduzca o suprima el
cinismo —bromeó Peter.
—Tampoco ninguna que te dé
optimismo —asintió Francis.
—Tienes razón —admitió Peter.
Su sonrisa se había desvanecido—. Hoy haremos progresos, te lo prometo. —Sonrió
de nuevo, y añadió—: Progresos.
—¿Cómo puedes prometer eso?
—Porque Lucy cree que hay otro
enfoque que podría funcionar.
—¿Otro enfoque?
Peter echó un vistazo alrededor
antes de susurrar:
—Si no puedes llegar al hombre
que buscas, tal vez puedas lograr que el hombre llegue a ti.
Francis retrocedió un paso,
como golpeado por las voces interiores que le advertían a gritos del peligro.
Peter no reparó en ello
mientras el joven asimilaba lo que acababa de decirle.
—Venga —añadió de buen humor y
le dio unas palmaditas en la espalda—. Vamos a comer creps pasados y huevos
medio crudos, y veamos qué pasa. Imagino que hoy será un gran día, Pajarillo.
Mantén los oídos y los ojos abiertos.
Salieron del lavabo hacia el
dormitorio, donde los hombres empezaban a dar trompicones y a arrastrar los
pies para dirigirse al pasillo. El inicio de la rutina diaria. Francis no
estaba seguro de lo que tenía que observar, pero en ese momento un grito agudo
y desesperado resonó con furia en el pasillo, haciendo estremecer a todos
quienes lo oyeron.
Era fácil recordar ese grito.
Había pensado en él muchas
veces, durante muchos años. Hay gritos de miedo, gritos de espanto, gritos que
revelan ansiedad, tensión o, incluso, desesperación. Este parecía mezclar todas
esas cualidades para sonar tan desesperado y aterrador que desafiaba la razón,
amplificado por todos los terrores del hospital psiquiátrico juntos. El grito
de una madre al ver que su hijo corre peligro. El grito de un soldado cuando ve
su herida y sabe que es mortal. Algo ancestral y animal que sólo surge en los
momentos más excepcionales y temibles. Era como si algo fijado en el centro de
las cosas hubiera desaparecido de repente, con brusquedad, y eso fuera
insoportable.
Nunca supe quién profirió ese
grito, pero pasó a formar parte de todos quienes lo oímos. Y permaneció en
nosotros por mucho tiempo.
Salí al pasillo detrás de
Peter, que avanzaba deprisa hacia el sonido. Sólo era consciente en parte de
los demás, que se apartaban a un lado y se acurrucaban contra la pared.
Napoleón se situaba en un rincón y Noticiero, de repente nada curioso, se
agachó como para esquivar el vibrante sonido. Los pasos de Peter, que se
dirigió veloz hacia el origen del grito, resonaban en el pasillo. Pude
vislumbrar un instante su rostro, que estaba tenso con una dureza repentina que
no era habitual en el hospital. Era como si el grito hubiera desencadenado en
él una preocupación inmensa y tratara de superar todos los temores que la acompañaban.
El grito había procedido del
otro lado del pasillo, más allá de la puerta del dormitorio de las mujeres.
Pero hoy el recuerdo del grito había sido tan real en mi mente como aquella
mañana en el edificio Amherst. Se enroscó alrededor de mí, como el humo de un
incendio, y tomé el lápiz y escribí con furia en la pared, temiendo a cada
segundo que la risa burlona del ángel lo suplantara en mi recuerdo. Tenía que
escribirlo antes de que eso sucediera. Recordé a Peter corriendo a toda
velocidad, como si quisiera ir más deprisa que el eco.
Peter corrió pasillo abajo,
porque sabía que sólo una cosa en el mundo podía generar esa clase de
desesperación, incluso en un demente: la muerte. Esquivó a los demás
pacientes, que habían retrocedido horrorizados, llenos de ansiedad y miedo,
intentando escapar de aquel sonido. Incluso los catos y los retrasados
mentales, que tan a menudo parecían ajenos al mundo que los rodeaba, se
apretujaban contra las paredes para protegerse. Un hombre se balanceaba de
cuclillas
mientras se tapaba los oídos
con las manos. Peter oía el repiqueteo de sus propios pasos y comprendió que en
su interior había algo que siempre lo atraía hacia la muerte.
Francis iba detrás de él,
combatiendo el impulso de huir en dirección contraria, arrastrado por la
carrera de Peter. Negro Grande gritaba órdenes mientras ambos hermanos corrían
por el pasillo: «¡Paso! ¡Paso! ¡Dejadnos pasar!» Una enfermera con uniforme
blanco salió del puesto de enfermería. Se trataba de la enfermera Richard, a la
que llamaban Bonita, pero su apodo quedaba desmerecido por su expresión de
angustia y su mirada de terror.
En la entrada del dormitorio de
mujeres, una paciente despeinada con el cabello gris se balanceaba atrás y
adelante lamentándose. Otra giraba describiendo círculos. Una tercera, con la
frente apoyada en la pared, farfullaba algo en lo que Francis creyó un idioma
extranjero, pero que también podían ser incongruencias; imposible saberlo. Dos
más gemían, sollozaban y se habían tumbando en el suelo, donde se retorcían y
aullaban como poseídas por el diablo. No sabía si quien había gritado era
alguna de esas mujeres. Podría haber sido cualquiera de ellas, u otra a la que
no había visto. La desesperación seguía suspendida en el aire, como el canto
implacable de una sirena que los atraía inexorablemente. Sus voces interiores
le gritaban advertencias para que se detuviera, que retrocediera, que se
alejara del peligro. Le costó un gran esfuerzo ignorarlas y seguir los pasos
de Peter, como si la razón y el entendimiento de su amigo pudieran guiarlo
también a él.
Peter vaciló un momento en el
umbral y se volvió con rapidez hacia la mujer despeinada.
—¿Dónde? —preguntó con una voz
que reflejaba autoridad.
La mujer señaló hacia el final
del pasillo, hacia una puerta cerrada que daba acceso a una escalera. Acto
seguido, soltó una carcajada y casi con la misma rapidez prorrumpió en
sollozos incontrolables.
Peter avanzó con Francis
pisándole los talones y alargó la mano hacia el pomo de la gran puerta
metálica. La abrió de un empujón y se detuvo.
—¡Ave María Purísima! —exclamó
con un grito ahogado, y susurró la segunda parte—: Sin pecado concebida. —Fue
a santiguarse. Al parecer, su formación católica le había vuelto en un
instante, pero se detuvo a mitad del movimiento. Francis estiró el cuello para
ver y retrocedió de golpe, con la sensación de quedarse sin aire. Se hizo a un
lado, mareado de repente. Tuvo miedo de desmayarse.
—No te acerques, Pajarillo
—susurró Peter. Puede que no quisiera decir eso, pero sus palabras parecieron
plumas atrapadas en una ráfaga de viento.
Los Moses detuvieron su carrera
justo detrás de los dos pacientes y abrieron los ojos como platos.
—¡Joder! ¡Joder! —exclamó Negro
Chico en voz baja pasado un segundo. Su hermano se volvió hacia la pared.
Francis se obligó a mirar.
De una horca improvisada, hecha
con una sábana gris retorcida y atada a la barandilla de la escalera, colgaba
Cleo.
Tenía su regordeta cara
hinchada, distorsionada como una gárgola de la muerte. La soga que le rodeaba
el cuello le había arrugado la piel de modo que recordaba al nudo del globo de
un niño. El cabello le caía sobre los hombros, despeinado y enredado, y tenía
los ojos abiertos, con la mirada vacía. Su boca, abierta y algo torcida,
reflejaba una expresión de espanto. Llevaba una simple enagua gris, que le colgaba
como una bolsa, y una chancleta rosa chillón le había caído del pie al suelo.
Tenía las uñas de los pies pintadas de rojo.
Francis quiso desviar la
mirada, pero aquel retrato de la muerte poseía una urgencia enfermiza,
imperiosa, y siguió clavado en su sitio, con los ojos puestos en la mujer
colgada del hueco de la escalera, intentando conciliar a Cleo, con su torrente
de palabrotas y su habilidad devastadora en la mesa de ping-pong, con la
figura grotesca, llena de bultos, que tenía delante. La escalera se encontraba
en una media penumbra, como si las bombillas desnudas que iluminaban cada
rellano fueran insuficientes para contener los zarcillos de oscuridad que
penetraban en esa zona. El aire parecía húmedo y caluroso, como si apenas hubiera
circulado, como en el interior de un desván cerrado.
Dejó que sus ojos recorrieran
de nuevo la figura y, entonces, vio algo.
—Peter —susurró—, mírale la
mano.
La mirada de Peter descendió
del rostro de Cleo a su mano.
—Mierda —soltó tras un momento
de silencio.
A Cleo le habían cortado el
pulgar derecho. Un hilo rojo le bajaba por el costado de la enagua y por la
pierna desnuda para encharcarse en el suelo. Francis observó el círculo de
sangre y sintió náuseas.
—Mierda —repitió Peter.
El pulgar seccionado estaba en
el suelo, a medio metro del pequeño charco granate de sangre pegajosa, dejado
ahí casi como si lo hubieran desechado tras pensárselo mejor.
A Francis se le ocurrió algo y
examinó la escena rápidamente, en busca de una sola cosa. Dirigió los ojos a
derecha e izquierda, pero no vio lo que buscaba. Quiso decir algo, pero se
abstuvo. Peter también guardaba silencio.
Fue Negro Chico quien habló por
fin:
—Se pagará un precio muy alto
por esto —dijo con tristeza.
Francis esperó junto a la
pared, sentado en el suelo, mientras varias cosas ocurrían delante de él. Tenía
la extraña sensación de que todo era una simple alucinación, o tal vez un sueño
del que fuera a despertarse en cualquier momento y que, entonces, el día
habitual del hospital Western volviera a empezar.
Negro Grande había dejado a
Peter, Francis y su hermano en la escalera, contemplando el cadáver de Cleo, y
había regresado diligentemente al puesto de enfermería para llamar a
seguridad, al despacho del doctor Gulptilil y, por último, a casa del señor del
Mal. Se había producido una breve calma tras las llamadas telefónicas, durante
la cual Peter había rodeado despacio el cadáver para valorar, memorizar y grabárselo
todo en la cabeza. Francis admiraba la diligencia y el profesionalismo de
Peter, aunque, en el fondo, dudaba de que él pudiera ser capaz de olvidar
ningún detalle de aquella muerte atroz. Aun así, Francis y Peter repitieron lo
que habían hecho cuando encontraron el cadáver de Rubita. Estudiaron toda la
escena, midieron y fotografiaron mentalmente como especialistas de la policía
científica, salvo que no tenían ni cinta métrica ni cámara.
En el pasillo, los Moses
procuraban restablecer algo de calma en un escenario que desafiaba toda calma.
Los pacientes estaban consternados, lloraban, reían, sollozaban, otros
trataban de actuar como si nada hubiese pasado y los había que se encogían en
los rincones. En algún sitio, una radio emitía los 40 Principales de los años
sesenta, y Francis oyó los compases inconfundibles de In the Midgnight Hour,
seguida de Don't Walk Away, Renee. La música hacía que toda la
situación fuera aún más demencial de lo que ya era, con las guitarras y las
voces mezcladas con aquel caos. Un paciente exigía en voz alta que se sirviera
de inmediato el desayuno, mientras otro preguntaba si podía salir a recoger
flores para una tumba.
Los de seguridad no tardaron en
llegar, seguidos en rápida sucesión por Tomapastillas y el señor del Mal. Ambos
médicos llegaron a un paso rápido que les hizo parecer algo descontrolados.
Evans iba apartando a empellones a los pacientes, mientras que Gulptilil se
limitó a recorrer el pasillo sin prestar atención a sus ruegos y súplicas.
—¿Dónde está? —preguntó
Gulptilil a Negro Grande.
Había tres guardias de
seguridad de pie en el umbral de la puerta a la espera de que alguien les
dijera qué hacer. Ninguno de ellos había hecho nada desde su llegada excepto
contemplar el cadáver de Cleo, y se apartaron para dejar que Gulptilil y Evans
accedieran al lugar de la tragedia.
El director del hospital soltó
un grito ahogado.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Pero
esto es terrible! —Sacudió la cabeza.
Evans estiró el cuello y vio
también la escena. Su reacción, por lo menos al principio, fue limitarse a
exclamar:
—¡Mierda!
Los dos administradores
siguieron examinando la escena. Ambos vieron el pulgar mutilado y la horca
atada a la barandilla del hueco de la escalera. Pero Francis tuvo la curiosa
sensación de que los dos hombres veían algo distinto a lo que él veía. No era
que no vieran a Cleo ahorcada, sino que reaccionaban de otra forma. Era un poco
como estar delante de un cuadro famoso en un museo y que la persona a tu lado
tuviera la impresión contraria, de modo que soltara una carcajada en lugar de
un suspiro, o un gemido en lugar de una sonrisa.
—Qué mala suerte —dijo
Gulptilil en voz baja. Se volvió hacia Evans—. ¿Presentó algún indicio...?
—empezó a decirle pero no tuvo que terminar la pregunta.
Evans ya estaba asintiendo con
la cabeza.
—Ayer hice una anotación en el
registro diario porque su angustia parecía aumentar. La semana pasada hubo
otros indicios de que se estaba descompensando. Le envié un memorando sobre
varios pacientes que necesitaban una nueva evaluación médica, y ella figuraba
la primera en la lista. Quizá debería haber procedido con más decisión, pero
no parecía sufrir una crisis tan aguda como para actuar de inmediato.
Evidentemente, fue un error.
—Recuerdo el memorando —asintió
Gulptilil—. Lamentablemente, a veces hasta las mejores intenciones... —dijo. Y
añadió—: Bueno, es difícil prever estas cosas, ¿no? —No esperaba una respuesta
y se encogió de hombros—. ¿Podrá encargarse de todo?
—Por supuesto —respondió Evans.
Tomapastillas se volvió hacia
los tres guardias de seguridad.
—Muy bien, señores. El señor
Evans les indicará cómo descolgar a Cleo. Traigan una bolsa para cadáveres y
una camilla. Llevémosla enseguida al depósito...
—¡Espere un segundo!
La objeción llegó desde detrás,
y todos se volvieron. Era Lucy Jones, que, a poca distancia, observaba el
cadáver de Cleo.
—¡Dios mío! —soltó Gulptilil
casi sin aliento—. ¿Señorita Jones? Pero ¿qué ha hecho?
En opinión de Francis, la
respuesta a eso era obvia. Su larga cabellera negra había desaparecido,
sustituida por un pelo teñido de rubio y cortado muy corto, casi al azar. La
contempló medio mareado. Le pareció que era como ver una obra de arte
desfigurada.
Me separé de las palabras en la
pared y me eché en el suelo como una araña asustada que intenta esquivar una
bota. Apoyé la espalda contra la pared de enfrente, encendí un cigarrillo y
esperé un instante. Sostuve el cigarrillo con la mano y dejé que el fino hilo
de humo ascendiera hacia mi nariz. Estaba atento a la voz del ángel, esperando
la sensación de su aliento en la nuca. Sabía que, si no estaba ahí, no andaría
lejos. No había señales de Peter ni de nadie más, aunque por un instante me
pregunté si Cleo me visitaría en ese momento.
Todos mis fantasmas estaban
cerca.
Me imaginé como un nigromante
medieval junto a un caldero burbujeante, lleno de ojos de murciélago y raíces
de mandrágora, capaz de conjurar cualquier visión maligna que necesitara.
—¿Cleo? —pregunté al
abrir los ojos—. ¿Qué pasó? No tenías que morir. —Sacudí la
cabeza y cerré los ojos, y en la oscuridad la oí hablar con su habitual tono
bronco y divertido.
—Pero lo hice, Pajarillo.
Malditos cabrones. Tenía que morir. Los muy hijos de puta me mataron. Desde el
principio sabía que lo harían. Miré alrededor
buscándola, pero al principio era sólo un sonido. Y entonces Cleo surgió
despacio, como un velero de entre la niebla, y cobró forma delante de mí. Se
apoyó contra la pared de la escritura y encendió un cigarrillo. Llevaba un
vestido de tono pastel con volantes y las mismas chancletas rosadas que
recordaba de su muerte. Sujetaba el cigarrillo con una mano y, como era de
esperar, una pala de ping-pong con la otra. Una especie de regocijo maníaco
iluminaba sus ojos, como si se hubiera liberado de algo difícil e inquietante.
—Quién te mató, Cleo?
—Esos cabrones.
—¿Quién, en concreto?
—Tú ya lo sabes, Pajarillo.
Lo supiste en cuanto llegaste a la escalera donde yo esperaba. Lo viste,
¿verdad?
—No. —Sacudí la
cabeza—. Fue todo muy confuso.
—Pero de eso se trataba,
Pajarillo. Precisamente de eso. Todo era una contradicción, y en ella pudiste
ver la verdad, ¿no?
Quería decir que sí, pero
seguía sin estar seguro. Entonces era joven e inseguro, y ahora seguía igual.
—Estaba ahí, ¿verdad?
—Por supuesto. Siempre
estuvo ahí. O puede que no. Depende de cómo lo mires, Pajarillo. Pero tú lo
viste, ¿no?
Seguía indeciso.
—¿Qué pasó, Cleo? ¿ Qué pasó
realmente?
—Pues que me morí, ya sabes.
—Sí. Pero ¿cómo?
—Tenía que haber sido por la
mordedura de un áspid.
—No fue así.
—No, cierto. No fue así.
Pero, a mi modo, se le acerca bastante. Incluso pude decir las palabras, Pajarillo.
«Me estoy muriendo, Egipto. Muriendo...», lo que fue satisfactorio.
—¿Quién estaba ahí para
oírlas?
—Ya lo sabes.
Intenté otro enfoque.
—¿Te defendiste, Cleo?
—Siempre me defendí,
Pajarillo. Toda mi vida fue una maldita lucha.
—Pero ¿peleaste con el
ángel, Cleo?
Sonrió y agitó la pala de
ping-pong para apartar el humo del cigarrillo.—Por supuesto que sí—respondió—. Ya sabes cómo era.
No iba a dejarme vencer fácilmente.
—¿Te mató?
—No. No exactamente. Pero
más o menos. Fue como todo en el hospital, Pajarillo. La verdad era tan loca y
complicada como todos nosotros.
—Eso pensaba yo —contesté.
—Sabía que podías verlo. —Rió
un poco—. Cuéntaselo, como intentaste hacer entonces. Habría sido más
fácil si te hubieran escuchado. Pero ¿quién quiere escuchar a los locos?
Esta observación nos hizo
sonreír, porque era lo más cercano a la verdad que ninguno de los dos podía
decir en ese momento.
Inspiré hondo. Notaba una gran
pérdida, como un vacío interior.
—Te echo de menos, Cleo.
—Y yo a ti, Pajarillo. Echo
de menos vivir. ¿Te apetece una partida de ping-pong? Te daré dos puntos de
ventaja.
Sonrió antes de desaparecer.
Suspiré y volví a la pared. Una
sombra parecía haberse deslizado sobre ella, y el siguiente sonido que oí fue
la voz que quería olvidar.
—El pequeño Pajarillo quiere
respuestas antes de morir, ¿verdad?
Cada palabra era confusa, como
si me martilleara la cabeza, como si hubiera alguien llamando a la puerta de
mi imaginación. Me eché hacia atrás y pensé si habría alguien intentando entrar
en mi casa. Me encogí de miedo y me oculté de la oscuridad que se colaba en la
habitación. Busqué palabras valientes para responder, pero eran escurridizas.
Me temblaba la mano y creí estar al borde de un gran dolor, pero en algún
recoveco encontré una contestación.
—Tengo todas las respuestas —dije—.
Siempre las tuve.
Pero era una idea tan dura como
cualquier otra que se me hubiera ocurrido alguna vez de modo espontáneo. Me
asustó casi tanto como la voz del ángel. Retrocedí y, cuando me encogía de
miedo, oí sonar el teléfono en la habitación contigua. Eso me puso más
nervioso aún. Pasado un instante se detuvo, y oí cómo se disparaba el
contestador automático que me habían comprado mis hermanas.
«Señor Petrel, ¿está ahí? —La voz sonaba distante pero familiar—. Soy
el señor Klein del Wellness Center. No ha venido a la cita a la que prometió
asistir. Conteste el teléfono, por favor. ¿Señor Petrel? ¿Francis? Póngase en
contacto conmigo en cuanto reciba este mensaje. En caso contrario, me veré
obligado a tomar alguna medida...»
Permanecí clavado en el sitio.
—Vendrán a buscarte —oí
decir al ángel—. ¿No lo ves, Pajarillo? Estás en una caja y no puedes
salir.
Cerré los ojos, pero no sirvió
de nada. Era como si los sonidos hubieran aumentado de volumen.
—Vendrán a buscarte,
Francis, y esta vez, querrán encerrarte para siempre. Se acabó lo del
apartamento. Se acabó lo del trabajo contando salmones para el Wildlife
Service. Se acabó lo de Francis paseando por las calles y llevando una vida
cotidiana. Se acabó la carga para tus hermanas o tus padres, que nunca te
quisieron demasiado desde que vieron en qué te ibas a convertir. No; querrán
encerrar a Francis hasta el fin de sus días. Con llave, con la camisa de
fuerza, babeando. Así acabarás, Francis. Seguro que lo sabes... —Rió
antes de añadir—: A no ser, claro, que yo te mate antes.
Estas palabras me sonaron tan
afiladas como la hoja de un cuchillo.
«¿A qué estás esperando?»,
quise decir, pero en lugar de eso gateé como un bebé, con lágrimas en los ojos,
para llegar a la pared de las palabras. Estaba ahí conmigo, a cada paso, y
todavía no entendía por qué no me había hecho nada. Intenté ahuyentar su
presencia, como si la memoria fuera mi única salvación, con el recuerdo de
aquella orden de Lucy que parecía trascender los años.
—Que nadie toque nada —pidió
Lucy, y avanzó hacia la escalera—. Esto es el escenario de un crimen.
Evans pareció confundido por su
aspecto y balbuceó alguna respuesta incongruente. Gulptilil, desconcertado
también por su cambio externo, sacudió la cabeza y le salió al paso,
como si quisiera detenerla. Los guardias de segundad y los hermanos Moses se
movieron incómodos.
—Tiene razón —dijo Peter—. Hay
que avisar a la policía. —La voz del Bombero pareció superar la sorpresa de
Evans, que se volvió hacia él.
—¿Qué cono sabrás tú? —soltó.
Gulptilil levantó la mano sin
negar ni afirmar con la cabeza. En lugar de eso, se removió en su sitio,
cambiando la postura de su cuerpo en forma de pera, parecido a una ameba.
—Yo no estaría tan seguro
—indicó con calma—. ¿No tuvimos esta clase de discusión con ocasión de la
anterior muerte ocurrida en esta unidad?
—Sí, creo que sí. —Lucy
resopló.
—Pues claro. Un paciente mayor
que murió de una insuficiencia cardiaca repentina. Lo que, según recuerdo,
usted también quería investigar como si fuera un homicidio.
Lucy señaló el cuerpo inerte de
Cleo, que seguía colgando grotescamente en el hueco de la escalera.
—Dudo que esto pueda atribuirse
a una insuficiencia cardiaca repentina —replicó.
—Ni tampoco presenta indicios
de asesinato —contestó Toma-pastillas.
—Sí —replicó Peter—. El pulgar
mutilado.
El doctor observó la mano de
Cleo y, a continuación, el dedo en el suelo. Sacudió la cabeza, como hacía a
menudo.
—Puede —respondió—. Pero antes
de involucrar a la policía local, con todos los problemas que eso conlleva,
señorita Jones, deberíamos ver si podemos llegar a algún consenso. Porque mi
inspección inicial no sugiere en absoluto que se trate de un homicidio.
Lucy lo miró con recelo.
—Como usted quiera, doctor
—dijo—. Echemos un vistazo.
Lucy siguió al médico hacia la
escalera. Peter y Francis se apartaron y los observaron. El señor del Mal los
siguió también, después de dirigir una mirada hostil a Peter, pero los demás
permanecieron junto a la puerta, como si acercarse más fuera a aumentar de
algún modo lo horrendo de la imagen que tenían delante. Francis vio nerviosismo
y miedo en más de un par de ojos, y pensó que la muerte de Cleo trascendía los
límites corrientes entre la cordura y la demencia; era igual de perturbadora
para los normales que para los locos.
Durante casi diez minutos, Lucy
y Gulptilil examinaron todos los rincones, repasando hasta el último centímetro
de espacio. Francis vio cómo Peter los observaba a ambos con atención y él
también trató de seguir sus miradas, como si pudiera leerles el pensamiento. Y,
mientras lo hacía, empezó a ver. Era como una cámara desenfocada, en la que todo
era vago y borroso, pero empezó a percibir cierta nitidez y a imaginar los
últimos momentos de Cleo.
Finalmente, Gulptilil le dijo a
Lucy:—Dígame pues, señora fiscal, ¿por qué juzgaría esto como homicidio?
—Mi asesino siempre ha mutilado
dedos. —Señaló el pulgar—. Ésta sería la quinta víctima. De ahí el pulgar.
—Mire bien —pidió el médico a
la vez que sacudía la cabeza—. No hay signos de lucha. Nadie ha informado de
que hubiera ningún alboroto en esta zona ayer por la noche. Me costaría mucho
imaginar que su asesino, o cualquier asesino, fuera capaz de colocar una soga
al cuello a una mujer de este volumen y esta fuerza sin llamar la atención. Y
la víctima... Bueno, ¿qué detalles de su muerte le recuerdan a las demás?
—Todavía ninguno —respondió
Lucy.
—¿Cree que los suicidios son
inusuales en este hospital? —repuso Gulptilil.
—Claro que no —contestó Lucy.
—¿Y no tenía esta mujer una
obsesión malsana por el asesinato de la enfermera en prácticas?
—Eso no lo sé.
—Quizás el señor Evans pueda
ilustrarnos.
Evans se acercó y dijo:
—Parecía más interesada que los
demás en el caso. Había tenido varios arrebatos importantes en los que afirmaba
tener conocimientos o información sobre esa muerte. Si hay que culpar a
alguien, es a mí, por no haber visto lo grave que se había vuelto su
obsesión...
Entonó este último mea culpa en
un tono que, en opinión de Francis, implicaba todo lo contrario. Dicho de otro
modo, creía que no tenía ninguna culpa. Francis alzó los ojos hacia la cara
hinchada de Cleo y pensó que toda la situación era surrealista. Al pie de la
difunta se debatía literalmente lo que había pasado. Intentó recordarla viva,
pero le costaba. Intentó sentirse triste, pero en realidad se sentía exhausto,
como si la emoción del hallazgo fuera como escalar una montaña. Volvió a mirar
alrededor, en silencio, y se preguntó qué habría ocurrido.
—Señorita Jones —decía
Gulptilil—, la muerte no es algo inaudito en el hospital. Este acto encaja en
un triste esquema que nos resulta familiar. Gracias a Dios, no es tan frecuente
como cabría imaginar pero, aun así, ocurre, ya que a veces tardamos en
reconocer las tensiones que soportan algunos pacientes. Su supuesto asesino es
un depredador sexual. Pero aquí no hay signos de tal actividad. Tenemos, en
cambio, una mujer que, con toda probabilidad, se auto mutiló la mano cuando sus
delirios con el anterior asesinato se descontrolaron. Imagino que encontraremos
unas tijeras o una navaja escondida entre sus ropas. Además, supongo que
descubriremos que la sábana que convirtió en soga procede de su cama. Así es el
ingenio de un psicótico que se propone acabar con su vida. Lo siento... —Señaló
al personal de seguridad que estaba aguardando—. Tenemos que conseguir que esta
unidad recupere alguna clase de rutina.
Francis esperaba que Peter
dijera algo, pero el Bombero mantuvo la boca cerrada.
—Y, señorita Jones —añadió
Tomapastillas—, cuando le vaya bien, me gustaría comentar el impacto de su,
digamos, peinado. —Se volvió hacia el señor del Mal—. Que se sirva el desayuno
—ordenó—. Que empiecen las actividades de la mañana.
Evans asintió. Miró a Francis y
Peter y les hizo un gesto con la mano.
—Vosotros dos —dijo—, volved al
comedor, por favor. —Pronunció estas palabras con un tono educado, pero era
una orden como las que podía dar un carcelero.
A Peter pareció enfurecerlo,
pero se limitó a dirigirse a Gulptilil y comentarle:
—Necesito hablar con usted.
Evans gruñó, pero Tomapastillas
asintió.
—Por supuesto, Peter —dijo—.
Estaba esperando qUe me lo pidieras.
Lucy suspiró, y dirigió una
última mirada al cadáver de Cleo. Francis no supo si lo que asomó a sus ojos
fue desánimo u otra clase de resignación. Intuía que ella creía que todo
estaba saliendo mal, hiciera lo que hiciera. Su expresión era la de quien cree
que algo está fuera de su alcance.
Francis se giró y observó
también el cadáver. Dejó que sus ojos examinaran la escena por última vez mientras
el personal de seguridad se disponía a descolgarla y depositarla en el suelo.
¿Habría sido un asesinato o un
suicidio? Para Lucy, una de las dos cosas era probable. Para el director del
hospital, la otra era evidente. Cada uno de ellos necesitaba un resultado
distinto.
Francis, sin embargo, sintió un
vacío frío y profundo en su corazón, porque veía otra cosa.
Se alejó de la puerta que daba
a la escalera y echó un rápido vistazo al dormitorio de las mujeres. La cama de
Cleo tenía las dos sábanas intactas, y que no había rastro de un cuchillo o de
sangre, como sería lógico si ése hubiera sido el sitio donde se había cortado
el pulgar. Sus voces interiores le gritaban cosas contradictorias, pero las
silenció bruscamente.
—¿Asesinato o suicidio? —susurró
para sí—. ¿Por qué no ambas cosas?
Y se volvió para ir al encuentro de Peter.
28
Los miembros de seguridad se
llevaron el cadáver de Cleo mientras Negro Grande y su hermano conducían a los
consternados pacientes al comedor para el desayuno. Lo último que Francis vio
de la emperatriz de Egipto fue un bulto metido en una bolsa negra para cadáveres
que desaparecía por la puerta principal. Pasados unos instantes, Francis se
encontró ante un plato desabrido con una tostada que chorreaba un jarabe pegajoso
e insípido mientras intentaba analizar lo que había pasado durante la noche.
Peter se sentó en la misma mesa. Parecía de muy mal humor, y se dedicó a
remover el plato. Noticiero se acercó y empezó a decir algo.
—Ya sé cuál es el titular de
hoy —lo atajó el Bombero—. «Paciente muere en un hospital. A nadie le importa
un comino.»
Noticiero hizo un puchero y se
marchó a una mesa vacía. Francis pensó que Peter se equivocaba, porque había
varias personas conmocionadas por la muerte de Cleo. Miró alrededor como para
señalárselas, pero entonces vio al hombretón retrasado, que tenía problemas para
cortar la tostada en trozos. En otra mesa había tres mujeres que hablaban
consigo mismas, indiferentes a la comida e indiferentes unas a otras.
Otro hombre retrasado observaba
a Francis con ceño, de modo que éste volvió a mirar a Peter.
—Peter —preguntó—, ¿qué crees
que le pasó a Cleo?
El Bombero sacudió la cabeza.
—Todo lo que podía salir mal,
salió mal —afirmó—. Le pasaba algo, ¿sabes? Algo que provocó un cortocircuito
o un desgaste de todas las cosas que tienen que conectarse y mantenernos
equilibrados, y nadie lo vio o hizo nada por impedirlo. Y ahí lo tienes. Cleo
ya no está. ¡Zas! Como un truco de magia en un escenario. Evans debería haber
visto algo. Quizá los Moses, las enfermeras Caray o Bonita, o tal vez incluso
yo. Igual que con Larguirucho, cuando el asesinato de Rubita. Sentía un montón
de cosas en la cabeza; martilleos, bulldozers, excavadoras, como obras
en la carretera, salvo que nadie se dio cuenta. Y cuando prestan atención, es
demasiado tarde.
—¿Crees que se suicidó?
—Por supuesto —respondió Peter.
—Pero Lucy dijo...
—Lucy estaba equivocada.
Tomapastillas tenía razón. No había indicios de violencia. Y el pulgar
mutilado... Bueno, es probable que fuera una manifestación de su locura. Algún
delirio de lo más extraño. Puede que cortarse el pulgar tuviera alguna lógica
demencial para ella en el último momento. Nunca lo sabremos exactamente.
—¿Examinaste realmente ese
pulgar? —dijo Francis tras tragar saliva.
El Bombero sacudió la cabeza.
—Cleo me caía bien —dijo—.
Tenía personalidad. Carácter. No era vacua, como tantos pacientes. Ojalá
hubiera podido meterme en su cabeza un segundo y ver qué sentido tenía todo
para ella. Tenía alguna lógica retorcida y propia. Algo que ver con
Shakespeare, Egipto y todo eso. Ella era su propio teatro, ¿no es así? Supongo
que debería haber estado sobre un escenario. O tal vez convertía todo lo que
la rodeaba en su escenario. Puede que ése sea su mejor epitafio.
Francis vio cómo los
pensamientos de Peter se arremolinaban, como zarandeados de un lado a otro por
vientos huracanados. En ese momento no pudo reconocer en él al investigador de
incendios provocados. Siguió haciéndole preguntas en voz baja.
—No parecía la clase de persona
que se suicidaría, en especial después de mutilarse.
—Cierto —contestó Peter y
suspiró—. Pero nadie parece la clase de persona que se suicidaría hasta que lo
hace, y entonces, de repente, todo el mundo que la conocía asiente con la
cabeza y asegura: «Por supuesto que sí.» Y parece muy evidente. —Sacudió la
cabeza—. Tengo que largarme de aquí, Pajarillo —prosiguió. Y, tras inspirar a
fondo, rectificó—: Tenemos que largarnos de aquí. —Levantó los ojos y adivinó
algo en el rostro de su amigo—. ¿Qué pasa? —preguntó tras una pausa.
—Estuvo ahí —susurró Francis.
—¿Quién? —Peter se inclinó
hacia delante con el entrecejo fruncido.
—El ángel.
—A mí no me lo parece...
—Lo estuvo —susurró Francis—.
La otra noche estuvo junto a mi cama diciéndome lo fácil que sería matarme, y
esta noche estuvo ahí, con Cleo. Está en todas partes, sólo que no podemos
verlo. Está detrás de todo lo que ha pasado, en Amherst, y estará detrás de lo
que pase a continuación. ¿Cleo se suicidó? Supongo que sí. Pero ¿quién le abrió
las puertas?
—¿Las puertas...?
—Alguien abrió la puerta del
dormitorio de las mujeres. Y alguien se aseguró de que la puerta de la escalera
no estuviera cerrada con llave. Y alguien la ayudó a pasar por delante del
puesto de enfermería sin ser vista...
—Vaya —comentó Peter—, es una
buena observación. De hecho, varias buenas observaciones... —Reflexionó antes
de añadir—: Tienes razón sobre una cosa, Pajarillo. Alguien abrió algunas
puertas. Pero ¿cómo estar seguro de que fue el ángel?
—Puedo verlo —respondió Francis
en voz baja.
Peter pareció algo perplejo.
—De acuerdo —dijo—. ¿Qué ves?
—Cómo pasó. Más o menos.
—Sigue.
—La sábana. La que formaba la
soga...
—¿Sí?
—La cama de Cleo estaba
intacta. Todavía tenía puestas las sábanas.
Peter no dijo nada.
—Y el pulgar...
El Bombero asintió para
animarlo.
—El pulgar no cayó directamente
al suelo. Alguien lo movió varios centímetros. Y, si Cleo se lo hubiera
cortado ella misma, bueno, tendríamos que haber encontrado algo, unas tijeras,
un cuchillo o algo, ahí mismo. Y si la mutilación se hizo en otro sitio,
tendría que haber habido sangre, un rastro que condujera hasta la escalera.
Pero no lo había. Sólo el charco bajo su cadáver. —Inspiró hondo otra vez—.
Puedo verlo —añadió en un susurro. Peter estaba boquiabierto, a punto de
replicar, cuando Negro Chico se acercó a ellos. Señaló con el índice a Peter y
soltó:
—Vamos. El gran jefe quiere que
vayas a verlo ahora mismo.
Peter pareció debatirse entre
las preguntas que quería hacer a Francis y la impaciencia que rezumaba el
auxiliar.
—Pajarillo, guarda tus
opiniones en secreto hasta que yo vuelva, ¿vale? —dijo por fin, y añadió—: No
permitas que nadie piense que estás más loco de lo que estás. Espérame,
¿entendido?
Francis asintió. Peter dejó la
bandeja en la zona de recogida y se marchó tras el auxiliar. Francis permaneció
un momento en su asiento, solo en medio del comedor. Se oía un bullicio
constante: el sonido de los platos y cubiertos, risas, gritos y alguien que
coreaba desafinando la música lejana de una radio situada en la cocina. Una
mañana corriente. Pero, cuando se levantó, incapaz de dar otro bocado a la
tostada, vio que el señor del Mal lo observaba desde el rincón. Y cuando cruzó
el comedor tuvo la sensación de que había más ojos pendientes de él. Fue a
volverse para ver quién lo vigilaba, pero decidió no hacerlo. No estaba seguro
de querer saber quién era el que espiaba sus movimientos. Se preguntó si la
muerte de Cleo habría impedido que pasara algo. ¿Acaso lo que estaba planeado
para esa noche era su propio asesinato, y sólo se había malogrado porque se
había presentado otra oportunidad? Apretó el paso.
Cuando Peter, acompañado por
Negro Chico, entró en la sala de espera del doctor Gulptilil, oyó la aguda voz
del psiquiatra. En su despacho, el médico gritaba lleno de frustración y de
una rabia apenas contenida. El auxiliar había puesto a Peter las esposas, pero
no los grilletes, para su recorrido por los terrenos del hospital, de modo que
éste se consideraba un prisionero parcial. La señorita Deliciosa, tras su
mesa, se limitó a dirigir una mirada a Peter y señalar con la cabeza el sofá.
Peter procuró escuchar qué era lo que tenía tan alterado a Tomapastillas,
porque le sería más fácil tratar con él si estaba manso que si estaba furioso.
Pasado un segundo se percató de que su ira iba dirigida a Lucy, y eso lo
sobresaltó.
Su primer impulso fue
levantarse e irrumpir en el despacho del médico, pero se contuvo y respiró
hondo.
—Señorita Jones —se oyó a
través de la puerta—, la hago personalmente responsable de toda la alteración
del hospital. ¡Quién sabe cuántos pacientes más podrían correr peligro por
culpa de sus acciones!
«A la mierda», se dijo Peter.
Se levantó de golpe y cruzó la sala antes de que el auxiliar o la secretaria
pudieran reaccionar.
—¡Alto! —exclamó ésta—. No
puede...
—Ya lo creo que puedo —la
contradijo Peter, y agarró el pomo con las manos esposadas.
—¡Señor Moses! —gritó la
señorita Deliciosa.
Pero el enjuto auxiliar negro
se movió con languidez, casi indiferente, como si la irrupción de Peter en el
despacho de Gulptilil fuera lo más normal del mundo.
Tomapastillas alzó los ojos,
sobresaltado. Lucy estaba sentada en la silla de la inquisición situada delante
de su mesa, un poco pálida pero glacial, como provista de una coraza que hacía
que sus palabras, por muy furiosas que fueran, le resbalaran. Permaneció
inexpresiva cuando Peter entró, seguido de Negro Chico.
El director médico inspiró
hondo, se calmó un poco y dirigió una mirada fría al paciente.
—Peter—dijo—, estaré contigo en
un momento. Espera fuera, por favor. Señor Moses, haga el favor...
—También es culpa mía —le
interrumpió Peter.
Gulptilil iba a indicarle con
un gesto que se fuera, pero se detuvo con el brazo en el aire.
—¿Culpa? —preguntó—. ¿Y eso,
Peter?
—He estado de acuerdo con todas
las medidas que ella ha tomado hasta ahora. Para encontrar a este asesino se
necesitan medidas extraordinarias. He abogado por ellas desde el principio,
así que soy tan responsable de cualquier alteración como la señorita Jones.
—Atribuyes mucho poder a tus
opiniones, Peter —comentó Gulptilil tras vacilar un momento.
Esta frase confundió a Peter.
Inspiró hondo.
—Todo el mundo sabe que en
cualquier investigación criminal hay un momento en que deben adoptarse medidas
drásticas para aislar el objetivo y volverlo vulnerable. —Eso le sonó petulante
e inmaduro, y además no era del todo cierto, pero al menos sonaba bien en ese
momento, y lo dijo con la suficiente convicción como para que pareciera
cierto. Gulptilil se reclinó en su asiento y esperó. Lucy y Peter lo observaron,
y ambos pensaron más o menos lo mismo: lo que hacía de aquel médico una persona
peligrosa era su capacidad de distanciarse de la indignación, el insulto y el
enfado y, en su lugar, adoptar una actitud tranquila y observadora. Eso
inquietaba a Lucy, que prefería ver cómo la gente demostraba sus rabias, aunque
ella no lo hiciera. Peter lo consideraba una capacidad formidable. Le parecía
que todas las conversaciones que la gente mantenía con aquel psiquiatra eran,
en realidad, partidas de póquer con las apuestas muy altas, en las que
Gulptilil tenía la mayoría de las fichas y los demás jugadores apostaban un
dinero que no tenían. Ambos tuvieron la impresión de que el doctor hacía cálculos
mentales. Negro Chico sujetó a Peter por el brazo para llevarlo otra vez a la
sala de espera, pero el médico cambió de opinión.
—Ah, señor Moses —dijo con su
voz normal. La rabia que había traspasado las paredes se había desvanecido con
rapidez—. Quizá no sea necesario, después de todo. Pasa, Peter. —Señaló otra
silla—. ¿Vulnerable, dices?
—Sí. ¿Qué más podría decir?
—¿Más vulnerable de lo que la
señorita Jones se ha vuelto con este intento pueril e ingenuo de imitar las
características físicas de las víctimas?
—Es difícil de decir.
—Claro que lo es —sonrió el
médico—. Pero ¿dirías que si este asesino posiblemente imaginario está de
verdad aquí, dentro de estas paredes, el nuevo aspecto de la señorita Jones lo
atraerá inexorablemente?
—Creo que sí.
—Muy bien. Yo también lo creo.
De modo que podríamos presuponer de modo razonable que si a la señorita Jones
no le ocurre nada próximamente, el asesino no está en el hospital. Y que fue
Larguirucho quien mató a la desventurada enfermera en un arranque de delirio homicida,
como indican las pruebas, ¿no crees?
—Sería una conclusión
precipitada —respondió Peter—. El hombre al que buscamos podría ser más
disciplinado de lo que pensamos.
—Sí, claro. Un asesino con
disciplina. Una característica muy poco corriente en alguien dominado por la
psicosis, ¿no? Estáis, como hemos comentado, buscando a un hombre sometido a
sus impulsos asesinos, pero al parecer ahora ese diagnóstico ya no es
apropiado. Preferiríais, como la señorita Jones sugirió al llegar aquí, que
fuese una especie de Jack el Destripador. Pero en mis lecturas sobre
ese personaje histórico, he averiguado que no parecía tener demasiada
disciplina. Los asesinos compulsivos siguen fuerzas muy potentes, Peter, y a la
larga son incapaces de contenerse. Pero ésta es una discusión que compete a los
historiadores de la materia y que a nosotros nos afecta poco. ¿Podría
preguntarte algo? Si el asesino que, según vosotros, está aquí fuera capaz de
contenerse, ¿no dificultaría eso que llegaseis a descubrirlo? ¿Sin importar los
días, las semanas o incluso los años que dedicarais a buscarlo?
—No puedo predecir el futuro,
doctor.
—Ah, Peter —sonrió Gulptilil—,
una respuesta muy inteligente y que revela tus posibilidades de recuperación
cuando te traslademos a ese lugar que sugirieron tus amigos de la Iglesia. Creo
que por eso has venido a mi despacho, ¿verdad? Para comunicarme que aceptas esa
oferta tan generosa y considerada.
Peter dudó. El doctor Gulptilil
lo observaba.
—Por eso has venido, ¿no?
—insistió, y su voz excluía cualquier respuesta salvo la evidente.
—Sí —afirmó Peter, impresionado
por la forma en que Gulptilil había logrado combinar las dos cosas: sus
problemas con la ley y un asesino desconocido.
—Así pues, Peter desea
abandonar el hospital para iniciar un nuevo tratamiento y una nueva vida, y la
señorita Jones cree que ha tendido una ingeniosa trampa a su asesino. ¿He
hecho una valoración correcta de la situación?
Tanto Lucy, que había
permanecido callada, como Peter asintieron.
Gulptilil esbozó una ligera
sonrisa.
—Entonces creo que en poco
tiempo tendremos la confirmación, o no, de ambas cuestiones. Hoy es viernes.
Supongo que el lunes por la mañana podré despedirme de ambos, ¿no? Habrá tiempo
más que suficiente para averiguar si el enfoque de la señorita Jones es eficaz.
Y para que la situación de Peter esté... bueno, solucionada.
Lucy se revolvió en la silla,
dispuesta a protestar por esa fecha límite, pero vio que Gulptilil estaba
cavilando. No le convenía pedir una prórroga. Desde luego, en una partida de
ajedrez burocrática con el psiquiatra, siempre perdería, sobre todo si se
jugaba en su propio terreno.—El lunes por la mañana —cedió—. De acuerdo.
—Por cierto, al ponerse
voluntariamente en esta situación peligrosa, ¿firmará una carta que absuelva a
la administración del hospital de cualquier responsabilidad en lo que a su
seguridad se refiere?
Lucy entrecerró los ojos y
pronunció la respuesta obligada con todo el desdén que pudo reunir.
—Sí.
—Perfecto. Por este lado, todo
resuelto. A ver, Peter, déjame que haga una llamada...
Sacó una agenda del cajón
superior del escritorio. La abrió con aire despreocupado y tomó una tarjeta de
visita de color marfil. Rápidamente marcó un número. Se echó atrás en la silla
mientras esperaba.
—Con el padre Grozdik, por
favor —dijo cuando le contestaron—. De parte del doctor Gulptilil del Hospital
Estatal Western. —Se produjo una breve pausa—. ¿Padre? Buenos días. Me complace
informarle que Peter está aquí, en mi despacho, y ha aceptado lo que comentamos
hace poco. En todos los sentidos. Creo que es necesario efectuar ciertos
trámites para que podamos poner rápidamente fin a esta incómoda situación,
¿verdad?
Peter sintió abatimiento al
percatarse de que toda su vida había cambiado en ese instante. Era casi como si
estuviera fuera de su cuerpo viendo cómo pasaba. No se atrevió a mirar a Lucy,
que también estaba en el umbral de algo, pero no estaba segura de qué, porque
el éxito y el fracaso parecían haberse confundido en su cabeza.
En la sala de estar común había
varios pacientes alrededor de la mesa de ping-pong. Un anciano con un pijama a
rayas y una rebeca abrochada hasta el cuello, aunque en la habitación hacía
calor, movía una pala como si jugara una partida, pero no tenía contrincante al
otro lado, ni tampoco pelota, de modo que el juego se desarrollaba en silencio.
El anciano parecía concentrado en anticiparse a los golpes de su invisible
adversario, y tenía una expresión decidida, como si la partida fuese
verdaderamente reñida.
La sala estaba silenciosa, con
la excepción del sonido apagado de los dos televisores, donde las voces de los
locutores y los actores de una telenovela se mezclaban con los murmullos de los
pacientes que conversaban consigo mismos. De vez en cuando, alguien golpeaba
una mesa con un periódico o una revista, y algún que otro paciente sin darse
cuenta empujaba a otro, lo que provocaba algunas palabras. Pero, para un sitio
donde se vivían estallidos incontrolables, la sala estaba tranquila. Francis
pensó que la ausencia de Cleo había reprimido en algo la ansiedad habitual de
la sala. La muerte como tranquilizante. Pero era una mera ilusión, porque
notaba la tensión y el miedo por todas partes. Había pasado algo que hacía que
todos se sintieran en peligro.
Francis se dejó caer en una
butaca demasiado rellena y llena de bultos. Tenía el corazón acelerado porque
creía que sólo él sabía lo ocurrido la noche anterior. Esperaba que Peter
regresara para comentarle sus observaciones, pero ya no estaba seguro de que su
amigo fuera a creerle.
Una de sus
voces le susurraba: Estás solo. Siempre lo has estado. Y no se molestó en intentar discutirlo o negarlo.
Otra voz, igual de suave,
añadió: No; hay alguien que te está buscando, Francis.
Sabía a quién se refería.
No estaba seguro de cómo sabía
que el ángel lo estaba acechando, pero estaba convencido de que era así. Echó
un vistazo alrededor buscando detectar a alguien que lo observara, pero el
problema de aquel hospital psiquiátrico era que todo el mundo se miraba y se
ignoraba al mismo tiempo.
Se levantó de golpe. Tenía que
encontrar al ángel antes de que éste fuera a por él.
Se dirigió hacia la puerta y
vio a Negro Grande. Se le ocurrió una idea.
—Señor Moses —llamó.
—Dime, Pajarillo. —El
corpulento auxiliar se volvió hacia él—. Hoy es un mal día. No me pidas algo
que no pueda darte.
—¿Cuándo se celebran las vistas
de altas?
—Esta tarde hay unas cuantas.
Justo después de comer.
—Tengo que ir.
-¿Qué?
—Tengo que asistir a esas
vistas.
—¿Para qué?
—Para observar qué se hace en
una vista. Quizás eso me sirva para no cometer errores cuando me toque el
turno —respondió Francis, sin expresar lo que realmente pensaba.
—Bueno, Pajarillo, eso tiene
lógica —comentó Negro Grande con una ceja arqueada—. No sé de nadie que lo haya
pedido antes.
—Me iría bien —insistió
Francis.
El auxiliar pareció dubitativo,
pero se encogió de hombros.
—No sé si creer lo que me estás
diciendo, Pajarillo. Pero te diré qué haremos. Si me prometes no causar
problemas, te llevaré conmigo y podrás sentarte a mi lado y observar. Podría
suponer la infracción de alguna norma. No lo sé. Pero me parece que hoy ya se
han infringido unas cuantas.
Francis suspiró.
En su cabeza se estaba formando
un retrato, y ésta era una pincelada importante.
A media mañana, con un cielo
encapotado y un calor pegajoso que cargaba el aire, Lucy Jones, un Peter
esposado y Negro Chico caminaban despacio por los senderos del hospital. Al
parecer iba a llover pronto. Al principio, los tres iban callados, e incluso
sus pasos parecían amortiguados por el denso calor y el cielo plúmbeo. El
auxiliar se secó la frente y se miró el sudor acumulado en la palma de la mano.
—Joder, se nota que el verano
se acerca. —Era cierto.
Dieron unos cuantos pasos más y
Peter se detuvo de golpe.
—¿El verano? —repitió. Alzó los
ojos, como si buscara el sol y el cielo azul, pero no estaban. Fuera lo que
fuese lo que quería encontrar, no estaba en aquella atmósfera húmeda—. Señor
Moses, ¿qué está pasando?
Negro Chico se paró y lo miró.
—¿Qué quieres decir? —quiso
saber.
—Me refiero en el mundo. En
Estados Unidos. En Boston o en Springfield. ¿Juegan bien los Red Sox? ¿Todavía
hay rehenes en Irán? ¿Hay manifestaciones? ¿Discursos? ¿Va bien la economía?
¿Qué pasa con el mercado de valores? ¿Cuál es la película más taquillera?
—Deberías hacer esas preguntas
a Noticiero —respondió Negro Chico sacudiendo la cabeza—. Es él quien se sabe
todos los titulares.
Peter miró alrededor y
contempló los edificios.
—La gente cree que son para
mantenernos a todos dentro—comentó—. Pero no así. Esas paredes mantienen el
mundo fuera. —Sacudió la cabeza—. Es como estar en una isla. O como ser uno de
esos japoneses perdidos en la selva a quienes nadie dijo que la guerra había
terminado y que pensaron año tras año que estaban cumpliendo con su deber,
luchando por su emperador. Estamos perdidos en la dimensión desconocida, donde
todo nos deja de lado. Los terremotos. Los huracanes. Los desastres de todo
tipo, provocados por el hombre y por la naturaleza.
Lucy pensó que Peter tenía toda
la razón.
—¿Quieres insinuar algo?
—preguntó.
—Sí. En la tierra de las
puertas cerradas con llave, ¿quién sería el rey?
—El hombre con las llaves
—respondió Lucy.
—Y ¿cómo preparas una trampa
para un hombre que puede abrir cualquier puerta?
—Logrando que abra la puerta
donde estás esperándolo —respondió Lucy tras pensar un instante.
—Exacto. ¿Y cuál sería esa
puerta?
Miró a Negro Chico, que se
encogió de hombros. Pero Lucy reflexionó y abrió los ojos como ante una
revelación providencial.
—Sabemos que abrió una puerta
—afirmó—. La puerta que me trajo aquí.
—¿A qué puerta te refieres?
—¿Dónde estaba Rubita cuando
fue a por ella?
—Sola en el puesto de
enfermería del edificio Amherst, de noche.
—Entonces es ahí donde yo debo estar —concluyó Lucy
29
A mediodía había empezado a
llover, una llovizna irregular interrumpida con frecuencia por chaparrones
fuertes o por breves calmas entre chubascos. Francis había seguido a Negro
Grande deseando que el corpachón del auxiliar le sirviese de protección para
mantenerse fresco detrás de él. Era la clase de día que sugería la
proliferación de enfermedades: caluroso, sofocante, bochornoso y húmedo, de
cariz casi tropical, como si de repente la sequedad habitual de Nueva
Inglaterra hubiese adquirido en el hospital una extraña característica
selvática. Era un clima fuera de lugar y loco como todos ellos. Hasta la ligera
brisa que agitaba los árboles poseía una densidad extraña.
Como era costumbre, las vistas
de altas se celebraban en el edificio de administración, en el comedor del
personal, que se transformaba para la ocasión en improvisado tribunal. Había
mesas para los funcionarios y para los abogados de los pacientes. Se habían
dispuesto filas de incómodas sillas plegables para los pacientes y sus
familias. Se incluía una mesa para un taquígrafo y un asiento para los
testigos. La sala estaba concurrida, pero no abarrotada, y los presentes
hablaban en susurros. Francis y Negro Grande se sentaron en la última fila.
Francis creyó que el aire de la habitación era sofocante, pero luego pensó que
tal vez no era tanto el aire como la nube de esperanzas anhelantes y de
impotencias que llenaban el recinto.
Presidía la vista un juez
retirado del tribunal de distrito de Springfield. Era un hombre canoso, con
sobrepeso y rubicundo, dado a hacer aspavientos con las manos. Tenía un mazo
que utilizaba a menudo sin motivo aparente, y llevaba una toga negra algo
gastada que seguramente había vivido mejores días y casos más importantes. A
su derecha había una psiquiatra del departamento de salud mental, una mujer
joven con pestañas espesas que no dejaba de revisar carpetas y documentos, como
si fuera incapaz de encontrar lo que necesitaba, y a su izquierda, un abogado
de la oficina del fiscal de distrito local, repantigado en su asiento con la
mirada aburrida de un hombre joven al que le ha tocado la china. En una mesa
había otro joven abogado, de cabello hirsuto y con un traje mal entallado, algo
más entusiasta y atento, que hacía las veces de representante de los
pacientes, y delante de él, varios miembros del personal del hospital. Todo
estaba concebido para conferir un cariz oficial al procedimiento, para expresar
decisiones en términos médicos y jurídicos. Poseía un barniz, de eficiente responsabilidad,
como si cada caso que se presentaba hubiera sido antes examinado con atención,
estudiado debidamente y evaluado a fondo, cuando Francis sabía que era justo lo
contrario.
Sintió impotencia. Echó un
vistazo alrededor y se percató de que el elemento fundamental de aquellas
vistas eran los familiares sentados en silencio, a la espera de que llamasen a
su hijo, su hija, su sobrina, su sobrino, o incluso su madre o su padre. Sin
ellos, nadie conseguía salir. Aunque las órdenes que los habían recluido en su
día en el Western hubieran vencido hacía tiempo, en ausencia de alguien dispuesto
a asumir la responsabilidad en el exterior, la verja del hospital permanecía cerrada.
Francis no pudo evitar preguntarse cómo iba a convencer a sus padres de que
acudiesen a abrirle las puertas, cuando ni siquiera iban al hospital a verlo.
Una voz sonó en su interior: Nunca
te querrán lo suficiente para venir aquí y pedir que te dejen volver con
ellos...
Y otra, que hablaba deprisa, le
dijo: Tienes que encontrar otra forma de demostrar que no estás loco.
Asintió para sí, porque sabía
que lo que ocultaba al señor del Mal y a Tomapastillas era fundamental. Se
removió en su silla y empezó a examinar a las personas sentadas en la sala.
Parecían de todas las procedencias, rudas, toscas. Algunos hombres llevaban
chaquetas y corbatas incongruentes que se habían puesto para causar una buena
impresión cuando, en realidad, era más probable que lograran el efecto
contrario. Las mujeres llevaban vestidos sencillos, y algunas sujetaban
pañuelos de papel para secarse las lágrimas. Pensó que había una gran cantidad
de fracaso esparcido en aquella habitación, así como de culpa. Más de un
rostro exhibía las marcas de la culpabilidad, y Francis sintió el impulso de
decirles que no era culpa suya que se hubieran convertido en lo que eran, pero
no estaba seguro de que eso fuera exacto.
—Prosigamos —dijo el juez con
la cara colorada mientras golpeaba dos o tres veces con el mazo.
Francis se volvió para observar
el procedimiento, pero antes de que el juez pudiera carraspear y que la
psiquiatra de expresión confusa pudiera leer un nombre, oyó vanas de sus voces
a la vez. ¿Por qué estamos aquí? No deberíamos estar aquí. Deberíamos
correr. Deprisa, márchate. Vuelve a Amherst. Ahí estarás a salvo...
Francis volvió a observar a la
gente reunida. Ningún paciente se había fijado en él al entrar, ninguno lo
observaba, ninguno lo miraba con malevolencia, odio o rabia.
Sospechaba que eso podría
cambiar.
Inspiró hondo. Si eso era así,
corría más peligro rodeado de pacientes y personal del hospital, sentado junto
a Negro Grande, que nunca. Peligro debido al hombre que creía que también
estaba en esa habitación. Y corría peligro debido a lo que se estaba desatando
en su interior.
Se mordió el labio y trató de
vaciar su mente. Se dijo que debía ser una mera hoja en blanco y esperar a que
escribieran algo en ella. Se preguntó si el auxiliar podría notar su
respiración superficial y su frente o sus manos sudorosas, y haciendo acopio de
fuerza de voluntad se ordenó: Cálmate.
Entonces dijo mentalmente a
todas sus voces: Todo el mundo necesita una salida.
Rogó que nadie, en especial
Negro Grande, el señor del Mal o alguno" de los demás administradores,
notara su agitación. Estaba sentado en el borde de la silla, nervioso,
asustado, pero obligado a estar ahí y a escuchar, porque esperaba oír algo
importante. Deseaba que Peter estuviera a su lado, o Lucy, aunque no creía que
los hubiese convencido de que aquello era vital. Ahora estaba solo, y suponía
que estaba más cerca de una respuesta de lo que nadie podía imaginar.
Lucy cruzó las puertas del
depósito de cadáveres y sintió el frío del aire acondicionado. Era una pequeña
habitación en el sótano de un edificio situado en la periferia de los terrenos
del hospital, que solía usarse para almacenar equipo obsoleto y suministros
largo tiempo olvidados. Poseía la discutible ventaja de estar cerca del
improvisado cementerio. Había una mesa de autopsia de metal reluciente en el
centro y una hilera de media docena de contenedores refrigerados en una pared.
Una vitrina contenía una modesta selección de escalpelos e instrumental
quirúrgico. En un rincón había un archivador y un escritorio con una maltrecha
máquina de escribir Selectric IBM. Un ventanuco situado a gran altura en la
pared daba al suelo exterior y apenas permitía que un tenue rayo de luz se
colara a través de una espesa capa de suciedad. Un par de fluorescentes de
techo zumbaban como un enjambre de insectos.
La sala parecía un lugar
abandonado, y un ligero hedor a excrementos impregnaba el aire frío. Sobre la
mesa de autopsia había una tablilla que sujetaba un juego de formularios. Lucy
buscó con la mirada a algún auxiliar pero no había nadie, así que se adentró
en la habitación. La mesa de autopsia disponía de dos canales que llegaban
hasta el desagüe del suelo. Ambos mostraban manchas oscuras. Tomó la tablilla y
leyó el informe preliminar de la autopsia, que exponía lo evidente: Cleo había
muerto de asfixia provocada por una sábana utilizada como soga. Sus ojos se
detuvieron en la anotación correspondiente a la mutilación, que describía el
pulgar seccionado, y luego en el diagnóstico, que era esquizofrenia de tipo
paranoide no diferenciada, con delirios y tendencias suicidas. Lucy sospechaba
que esta última observación se había añadido, como muchas otras cosas, post
mortem. Cuando alguien se ahorca, sus tendencias suicidas se vuelven bastante
claras.
Siguió leyendo. No constaba
ningún familiar cercano y la casilla para indicar a quién notificar en caso de
muerte o lesiones estaba tachada.
En una ocasión, un célebre
médico forense había dictado una clase sobre pruebas y, en términos
presuntuosos, había dicho a los estudiantes de Derecho, entre los que se
encontraba Lucy, que los muertos hablaban con gran elocuencia sobre la forma
de su muerte y a menudo señalaban directamente a la persona que los había
llevado a ella. La clase había contado con una gran asistencia y había sido
bien recibida, pero ahora a Lucy le pareció abstracta y lejana. Lo que ella
tenía era un cadáver silencioso en un refrigerador situado en un rincón de un
sótano sombrío, y un protocolo de autopsia incluido en una hoja amarilla
sujeta a una tablilla, y no creía que le dijera nada, en especial nada que
pudiera ayudarla a encontrar al asesino.
Volvió a dejar la tablilla en
la mesa y se dirigió hacia el refrigerador. Ninguna de las puertas estaba
marcada, de modo que tiró de la primera, y luego de la siguiente, donde
encontró un paquete de seis latas de coca-cola que alguien había puesto a
enfriar. La tercera parecía encallada, y ella intuyó que contenía el cuerpo.
Inspiró hondo y consiguió abrirla unos centímetros.
En efecto, allí estaba el
cadáver desnudo de Cleo.
Quedaba muy ajustada en el
contenedor debido a su corpulencia, y la bandeja corredera sobre la que
descansaba no se movió cuando Lucy tiró de ella.
Apretó los dientes para dar un
tirón más fuerte pero oyó que la puerta de la sala se abría. Se giró y vio al
doctor Gulptilil.
Este la observó con extrañeza
un instante, pero cambió de expresión y sacudió la cabeza.
—Señorita Jones —dijo—, menuda
sorpresa. Creo que no debería estar aquí.
Lucy no contestó.
—A veces —prosiguió el médico—,
hasta una muerte tan pública como la de la señorita Cleo debería gozar de
cierta intimidad.
—Estoy de acuerdo, al menos en
principio —repuso Lucy con altivez. Su sorpresa inicial quedó sustituida de
inmediato por la beligerancia que usaba como armadura.
—¿Qué espera averiguar aquí?
—No lo sé.
—¿Cree que esta muerte puede
revelarle algo? ¿Algo que todavía no sepa?
—No lo sé —repitió Lucy,
incómoda al ver que no se le ocurría una respuesta mejor.
El médico se acercó a ella, y
su cuerpo grueso y su piel oscura relucieron bajo las luces del techo. Avanzó
con una rapidez que contrastaba con su figura en forma de pera, y Lucy pensó
que iba a cerrar de golpe la tumba temporal de Cleo. Pero lo que hizo, en
cambio, fue tirar de la bandeja con el cadáver, de modo que el torso de Cleo
quedó al descubierto entre ambos.
Lucy observó las marcas
púrpuras que rodeaban su cuello. Parecía que la piel, que ya había adquirido
una tonalidad blanca como la porcelana, las hubiera absorbido. La difunta
lucía una sonrisita grotesca en los labios, como si la muerte le hubiera hecho
gracia. Lucy inspiró y exhaló despacio.
—Quiere que las cosas sean
simples, claras, evidentes —comentó Gulptilil—. Pero nunca son así, señorita
Jones. Por lo menos aquí.
Lucy asintió. El médico sonrió
con ironía, de una forma parecida a Cleo.
—Los signos externos de la
estrangulación son patentes —afirmó—, pero las pulsiones reales que la
condujeron a este final son opacas. E imagino que la verdadera causa de la
muerte escaparía incluso al más distinguido patólogo del país, porque la
locura lo oscurece todo.
El doctor Gulptilil tocó la
piel de Cleo brevemente. Miraba su cadáver pero dirigía las palabras a Lucy.
—Usted no comprende este sitio
—indicó—. No ha hecho ningún esfuerzo por comprenderlo desde que llegó, porque
lo hizo con los mismos miedos y prejuicios de las personas que no están
familiarizadas con los enfermos mentales. Aquí, lo anormal es normal y lo
extraño es habitual. Ha enfocado su investigación como si el hospital fuera
parte del mundo exterior. Ha buscado pruebas fidedignas y pistas reveladoras.
Ha examinado las historias clínicas y recorrido los pasillos, como habría hecho
si éste no fuera el sitio que es. Por supuesto, todo ello es, como he intentado
explicarle, inútil. Así que me temo que sus esfuerzos están destinados al
fracaso. Como yo había intuido desde el principio.
—Todavía me queda algo de
tiempo.
—Sí. Y quiere provocar una
reacción en ese misterioso y tal vez inexistente asesino. Quizá sería una
actividad adecuada en su mundo, señorita Jones. Pero ¿aquí?
—¿No cree que el factor
sorpresa puede favorecerme? —Lucy se señaló los mechones cortados.
—Sí—contestó el médico—. ¿Pero
a quién sorprenderá? ¿Y cómo?
La fiscal guardó silencio. El
médico observó el rostro de Cleo y meneó la cabeza.
—Ah, pobre Cleo —se lamentó—.
Me gustaban mucho sus gracias. Tenía una energía frenética que, cuando estaba
controlada, era de lo más divertida. ¿Sabía que podía citar el espléndido drama
de Shakespeare por entero, frase por frase, palabra por palabra? Pero, por
desgracia, esta tarde irá a descansar a nuestra fosa común. El encargado de la
funeraria llegará dentro de poco para preparar el cadáver. Una vida llena de
agitación, dolor y de una terrible soledad, señorita Jones. Quien se haya
preocupado por ella tiempo atrás y la haya querido en algún momento ha dejado
de constar en nuestros registros y en la memoria institucional de que
disponemos. De modo que su paso por este mundo ha significado muy poco. No
parece justo, ¿no cree? Cleo tenía una gran personalidad, era una mujer
resuelta y de sólidas convicciones. Que todo eso estuviera envuelto de locura
no menoscaba su pasión. Me gustaría que hubiera podido dejar alguna huella en
este mundo, porque se merecía un mejor epitafio que la anotación que figurará
en el registro hospitalario. Sin lápida, sin flores. Otra cama en el hospital,
sólo que ésta estará bajo tierra. Se merecía un funeral con trompetas y fuegos
artificiales, elefantes, leones, tigres y una carroza tirada por caballos, algo
digno de una reina. —Suspiró—. Y bien, señorita Jones —prosiguió tras desviar
los ojos del cadáver y dirigirlos hacia ella—, ¿qué piensa hacer?
—Buscar, doctor. Buscar hasta
el último momento que pase aquí.
—Ah, una obsesión —exclamó
Gulptilil con malicia—. Una búsqueda inquebrantable a pesar de todos los
obstáculos. Tendrá que admitir que es una cualidad que se acerca más a mi
profesión que a la suya.
—Quizás «insistencia» sea una
palabra mejor.
—Como quiera. —Se encogió de
hombros—. Pero contésteme una pregunta, señorita Jones. ¿Ha venido aquí a
buscar a un loco o a un cuerdo?
No esperó a oír la respuesta,
que de todos modos tardaba en llegar, y empujó el cadáver de Cleo de vuelta a
la unidad de refrigeración. Las guías rechinaron.
—Tengo que reunirme con el
encargado de la funeraria, que va a tener un día muy ajetreado. Buenos días,
señorita Jones.
Lucy lo observó marcharse,
balanceando el cuerpo regordete, y admitió que se sentía algo intimidada por
el asesino que estaba buscando. A pesar de todos sus esfuerzos, seguía
escondido en el hospital y, que ella supiera, totalmente inmune a su
investigación.
—Eso era lo que creías,
¿verdad?
Cerré los ojos, a sabiendas de
que en un momento el ángel estaría a mi lado. Procuré sosegar mi respiración y
aminorar los latidos del corazón porque creía que, a partir de entonces, todas
las palabras serían peligrosas, tanto para él como para mí.
—No sólo lo creía. Era verdad.
Me giré, primero a la derecha y
después a la izquierda, buscando el origen de esas palabras. Parecía haber
vahos, fantasmas, luces vaporosas que temblaban y parpadeaban a cada lado.
—Estaba totalmente a salvo,
cada minuto, cada segundo, sin importar lo que hiciera. Seguro que eres
consciente de ello, Pajarillo. —Su voz tenía un tono brusco, lleno de
arrogancia y rabia, y cada palabra parecía rozarme la mejilla como el beso de
un difunto.
—Estabas a salvo de ellos
—dije.
—Ni siquiera conocían las leyes
—se jactó—. Sus normas eran absolutamente inútiles.
—Pero no estabas a salvo de
mí—repliqué desafiante.
—¿ Y crees que ahora tú estás a
salvo de mí? —replicó el ángel con dureza—. ¿A salvo de ti mismo?
No respondí. Se produjo un
breve silencio y luego una explosión, como un disparo, seguida del ruido de un
cristal hecho añicos. Un cenicero lleno de colillas se había estrellado contra
la pared, lanzado con fiera violencia. Retrocedí. La cabeza me daba vueltas; el
agotamiento, la tensión y el miedo pugnaban por apoderarse de mí. Olía a tabaco
y algo de ceniza todavía revoloteaba en el aire junto a una mancha oscura en
la pared blanca.
—Nos estamos acercando al
final, Francis —dijo el ángel con tono burlón—. ¿Lo notas? ¿Lo sientes? ¿Te das
cuenta de que casi se ha acabado? Tal como ocurrió años atrás —añadió con
amargura—. Se acerca el momento de morir.
Me miré la mano. ¿Había lanzado
yo el cenicero al oír sus palabras? ¿O lo había lanzado él para demostrar que
estaba tomando forma, adquiriendo sustancia? ¿Volviéndose de nuevo real? La
mano me temblaba.
—Morirás aquí, Francis.
Tendrías que haber muerto entonces, pero morirás ahora. Solo. Olvidado. Sin
amor. Pasarán días antes de que alguien encuentre tu cadáver, tiempo más que
suficiente para que los gusanos te infesten la piel, se te hinche el estómago y
tu hedor apeste.
Negué con la cabeza, dispuesto
a hacerle frente.
—Oh, sí—prosiguió—. Será así.
Ni una palabra en los periódicos, ni una lágrima derramada en tu funeral, si es
que lo hay. ¿ Crees que la gente llenará alguna iglesia para encomiarte,
Francis? ¿Que pronunciarán discursos bonitos sobre tus obras? ¿Sobre todas las
cosas espléndidas y valiosas que hiciste antes de morir? No lo creo, Francis.
Te morirás y nada más. Será un gran alivio para todas las personas a las que
nunca has importado un comino y que, en el fondo, estarán encantadísimas de
que ya no seas una carga para ellas. Lo único que quedará de tu vida será el
olor que dejes en este piso, que los próximos inquilinos quitarán con
desinfectante y lejía.
Hice un gesto hacia la pared
escrita.
—¿Crees que a alguien le
importarán tus garabatos idiotas? Desaparecerán en minutos. En segundos.
Alguien vendrá, echará un vistazo a los destrozos que causó el loco, irá a
buscar una brocha y tapará hasta la última palabra. Y lo que pasó hace mucho
tiempo quedará enterrado para siempre.
Cerré los ojos. Si sus palabras
me golpeaban, ¿cuánto daño me haría con los puños? Tuve la impresión de que el
ángel se volvía cada vez más fuerte y yo más débil. Inspiré hondo y empecé a
arrastrarme por la habitación con el lápiz en la mano.
—No vivirás para terminar la
historia —dijo—. ¿ Comprendes, Francis? No vivirás. No lo permitiré. ¿Crees que
podrás escribir el final, Francis? ¡Ja! El final me pertenece. Siempre me perteneció.
Siempre me pertenecerá.
No sabía qué pensar. Su amenaza
era tan real en ese momento como tantos años antes. Pero tenía que intentarlo.
Deseé que Peter estuviera allí para ayudarme, y el ángel debió de leerme el
pensamiento, o quizá gemí su nombre sin darme cuenta, porque rió de nuevo y
dijo:
—Esta vez no puede ayudarte. Está muerto.
30
Peter recorrió de prisa el
pasillo, asomó la cabeza a la sala de estar común, se detuvo frente a las salas
de reconocimiento y echó un rápido vistazo al comedor esquivando grupos de
pacientes, en busca de Francis y Lucy Jones, pero ninguno de los dos andaba por
allí. Tenía la abrumadora sensación de que estaba pasando algo fundamental a espaldas
suyas. Recordó de repente la selva de Vietnam. Durante la guerra, el cielo
azul, la tierra húmeda, el aire sobrecalentado y el follaje mojado parecían
siempre iguales, de modo que sólo un sexto sentido permitía saber si a la
vuelta de la esquina habría un francotirador en un árbol, o una emboscada, o
quizá sólo un alambre camuflado que cruzaba el camino, esperando el paso
errante que detonara la mina enterrada. Todo era cotidiano y corriente, todo
estaba en su sitio, como se suponía que tenía que estar, excepto la cosa oculta
que amenazaba con una tragedia. Eso mismo veía ahora en el hospital.
Se detuvo junto a una ventana
con barrotes, donde habían dejado solo a un anciano en una silla de ruedas. Le
resbalaba un hilillo de baba hasta el mentón, donde se mezclaba con su
incipiente barba gris. Tenía los ojos fijos en el exterior.
—¿Puede ver algo? —le preguntó
Peter, pero no obtuvo respuesta.
Unas gotas de lluvia
distorsionaban la vista, y al otro lado del cristal sólo se atisbaba un día
apagado, húmedo y gris. Peter se agachó para tomar una toallita de papel del regazo
del hombre y le secó la barbilla. El anciano no lo miró pero asintió como
dándole las gracias. Siguió inexpresivo. Lo que estuviese pensando sobre su
presente, recordando sobre su pasado o incluso planeando de cara al futuro,
estaba perdido en la niebla que había descendido sobre él. Peter pensó que los
días que le quedaban de vida no
tendrían más consistencia que las gotas de lluvia que resbalaban por el
cristal de la ventana.
Detrás de Peter, una mujer de
pelo largo, despeinado y cubierto de canas hacía eses por el pasillo como si
estuviera bebida; se detuvo de golpe y miró el techo.
—Cleo se ha ido —gimió—. Se ha
ido para siempre. —Y reanudó su movimiento a la deriva.
Peter se dirigió hacia el
dormitorio, convencido de que aquello no era un hogar. Sólo un par de días más.
Unos cuantos trámites, un apretón de manos, un «buena suerte», y se acabó. Lo
trasladarían y su vida sería otra cosa.
No sabía muy bien qué pensar.
El mundo del hospital te provocaba indecisión. En el mundo real, las decisiones
eran evidentes y, por lo menos, tenían la posibilidad de ser honestas. Podían
evaluarse y sopesarse. Pero entre aquellas paredes cerradas, nada de eso
parecía igual.
Lucy se había cortado el pelo y
se lo había teñido de rubio. Si eso no provocaba el impulso depredador del
hombre que buscaban, no sabía qué podría hacerlo. Apretó los dientes, con
fuerza. Miró el techo como un conductor que espera que el semáforo cambie a
verde. Pensó que Lucy estaba corriendo un riesgo. Francis también estaba en la
cuerda floja. De los tres, él era el que se había arriesgado menos. De hecho,
todavía no se había arriesgado, no se había puesto en peligro alguno.
Se volvió y, al ver a Lucy
delante de su despacho, se dirigió presuroso hacia ella.
Las vistas de altas se habían
celebrado una tras otra a lo largo del día. Francis comprendió enseguida que si
habías cumplido todas las condiciones necesarias para optar a una vista, lo más
probable era que te dieran de alta. La farsa que estaba presenciando era una
ópera burocrática, concebida para asegurarse de que no se corrían riesgos
imprevistos y se cumplían las formalidades. Nadie quería dar de alta a alguien
que fuera a sumirse de inmediato en una rabia psicótica.
El aburrido joven de la
fiscalía examinaba superficialmente los casos pendientes contra los pacientes
y el joven que actuaba como abogado de oficio se oponía rutinariamente a todo
lo que decía. Para el tribunal eran más importantes la evaluación del personal
del hospital y la recomendación de la joven del departamento de salud mental,
que seguía rebuscando entre sus carpetas y notas y vacilaba y tartamudeaba un
poco al hablar, ya que le pedían opinión sobre si se corría algún riesgo al
dar de alta a alguien y ella no tenía ni idea.
—¿Es un peligro para él o para
los demás? —le preguntaban como una letanía.
Claro que no, si seguía tomando
los medicamentos y no volvía a encontrarse en las mismas circunstancias que lo
habían desquiciado. Por supuesto, esas circunstancias seguían ahí, de modo que
no era fácil ser optimista sobre las posibilidades reales de nadie fuera del
hospital.
Los pacientes se marchaban. Los
pacientes volvían. Un bumerang de locura.
Francis intentaba escuchar
todas las palabras pronunciadas y observar las caras de los pacientes, los
médicos, los padres, hermanos o primos que se levantaban para hablar. En su
interior sólo sentía agitación y caos. Sus voces le gritaban que se fuera.
Insistentes, chillonas, suplicantes; todas igual de firmes, casi histéricas en
su deseo. Era como estar atrapado en el foso de una orquesta horrorosa, en la
que todos los instrumentos sonaban cada vez con más fuerza y más desafinados.
Sabía por qué. De vez en
cuando, cerraba los ojos para descansar un poco. Pero no le servía de mucho.
Seguía sudando y notando tensos los músculos de todo el cuerpo. Le sorprendía
que todavía nadie se hubiera percatado de la lucha en que se debatía. Creía que
cualquiera que lo mirara de verdad vería de inmediato que estaba al borde de un
ataque de nervios.
Inspiró con fuerza, pero le
faltaba el aire.
«¿Por qué no lo ven? El ángel
se esconde en el hospital. Para matar, necesita poder ir y venir.»
Miró al tribunal y se recordó
que ésa era la puerta de salida. Dirigió una rápida mirada a los familiares y
amigos que rodeaban a los pacientes.
«Todo el mundo cree que el
ángel es un asesino solitario. Pero yo sé algo que ellos ignoran: aquí hay
alguien que, sabiéndolo o no, lo está ayudando. Sin embargo, ¿por qué mató a
Rubita? ¿Por qué atrajo la atención, si aquí estaba a salvo?»
Ni Lucy ni Peter se habían
planteado esa pregunta. Sólo él. Sus voces retumbaban en su interior
advirtiéndole que no se atreviera a adentrarse en la oscuridad que lo atraía.
«Creen que asesinó a Rubita
porque tenía que matar. Puede que sí. Puede que no.» En ese instante se detestó
más que nunca. «Tú también podrías ser un asesino.»
Temió haber hablado en voz
alta, pero nadie se volvió ni le prestó atención.
Negro Grande había salido un
momento, aburrido de la monótona rutina de las vistas. Cuando regresó a la sala,
Francis hizo un esfuerzo inmenso por esconder la ansiedad que lo zarandeaba.
—¿Ya le has cogido el
tranquillo, Pajarillo? —susurró el corpulento auxiliar, y se dejó caer en su
silla—. ¿Has visto suficiente?
—Todavía no —respondió en voz
baja. Lo que aún no había visto era lo que temía y esperaba a la vez.
—Tenemos que volver a Amherst.
—Negro Grande se inclinó hacia él para hablarle en susurros—. El día casi ha
terminado. Pronto empezarán a buscarte. Esta noche hay programada una sesión
de terapia.
—No —medio mintió Francis,
porque en realidad no lo sabía con certeza—. El señor Evans la canceló después
de todo el alboroto.
—No deberían cancelar las
sesiones. —El auxiliar sacudió la cabeza. Hablaba a Francis, pero más a las
autoridades del hospital. Levantó los ojos—. Vamos, Pajarillo —dijo—. Tenemos
que volver. Sólo quedan un par de vistas y no serán distintas de las que ya has
visto.
Francis no supo qué decir,
porque no quería contarle la verdad: había una que iba a ser muy distinta.
Miró al otro lado de la sala.
Había tres pacientes que
seguían esperando. Eran fáciles de reconocer entre el resto de personas
reunidas. No iban tan arreglados. Llevaban el pelo alborotado. Sus ropas no
estaban tan limpias. Vestían pantalones a rayas y camisas a cuadros, o
sandalias con calcetines desparejos. Nada en ellos parecía armonizar, ni su
atuendo ni cómo seguían el procedimiento. Era como si todos estuvieran un poco
desigualados. Les temblaban las manos y las comisuras de los labios, debido a
los fármacos y a sus efectos secundarios. Los tres eran hombres, y oscilaban
entre los treinta y los cuarenta y cinco años. Ninguno destacaba particularmente;
no eran gordos, altos o canosos, ni estaban tatuados ni tenían nada que los
diferenciara. No demostraban sus emociones. Por fuera parecían vacíos, como si
los medicamentos no sólo suprimieran su locura, sino también gran parte de sus
identidades.
Ninguno se había vuelto para
mirarlo, por lo menos que él supiera. Habían permanecido estoicos, casi
impasibles, con la vista al frente mientras se habían oído los demás casos a lo
largo del día. No podía verles bien la cara, sólo los perfiles.
Uno estaba rodeado de unas
cuatro personas. Francis supuso que eran sus padres y una hermana con su
marido, que se removía en su silla, nada contento de estar allí. Otro paciente
estaba sentado entre dos mujeres mucho mayores que él, probablemente su madre y
una tía. El tercero estaba sentado entre un estirado hombre mayor de traje azul
y con una expresión severa y una mujer bastante más joven, hermana o sobrina,
que no parecía incómoda y escuchaba atentamente todo lo que se decía, incluso
tomaba algunas notas en un cuaderno.
El juez dio un mazazo.
—¿Qué nos queda? —preguntó—. Se
está haciendo tarde.
—Tres casos, señoría —contestó
la psiquiatra—. No parecen complicados. Dos diagnósticos de retraso mental y
un catatónico que ha mostrado notables progresos con la ayuda de medicación
antipsicótica. Ninguno tiene cargos pendientes...
—Vamos, Pajarillo —susurró
Negro Grande—. Tenemos que volver. No pasará nada distinto. Estos casos se
aprobarán deprisa. Es hora de irnos.
Francis dirigió una mirada
hacia la joven psiquiatra, que seguía hablando al juez retirado.
—Todos estos hombres ya han
sido dados de alta varias veces, señoría.
—Venga, Pajarillo —insistió el
auxiliar en un tono que no dejaba margen a la discusión.
Francis no sabía cómo decir que
lo que iba a pasar era lo que había estado esperando todo el día.
Se levantó, consciente de que
no tenía opción. Negro Grande le dio un empujoncito en dirección a la puerta y
Francis avanzó hacia ella. No se volvió, aunque tuvo la impresión de que por lo
menos uno de los tres pacientes se había vuelto en la silla y le clavaba los
ojos en la nuca. Notaba una presencia a la vez fría y caliente, y supo que eso
era lo que sentían las víctimas del ángel.
Le pareció que una voz le
gritaba: ¡Tú y yo somos iguales!, pero en la sala sólo se oían las voces
rutinarias de los participantes en la vista. Lo que había oído era una
alucinación, real e irreal a la vez.
¡Corre, Francis, corre!, le gritaron sus voces.
Pero no lo hizo. Siguió
caminando despacio, sabiendo que el asesino estaba a sus espaldas, pero que
nadie, ni siquiera Lucy, Peter, los hermanos Moses, el señor del Mal o el
doctor Tomapastillas, lo creerían si lo decía. Quedaban tres pacientes en la
sala. Dos eran lo que eran. Uno, no. Y tras su máscara de falsa locura, el
ángel sin duda se reía de él.
Supo otra cosa: al ángel le
gustaba el riesgo, y a él también. No le dejaría vivir mucho más.
El auxiliar sostuvo abierta la
puerta del edificio de administración y los dos salieron. Fuera lloviznaba y
Francis levantó la cara, como si el cielo pudiera limpiar todos sus miedos y
dudas. El día llegaba a su fin y el cielo gris se oscurecía anunciando la
noche. Francis distinguió a lo lejos el sonido de una máquina y se volvió en
esa dirección. Negro Grande también se giró y ambos miraron hacia el otro lado
de los terrenos del hospital. Más allá del jardín, en el cementerio del rincón
más alejado del Western, una excavadora amarilla echaba una última carga de
tierra al suelo.
—Espera, Pajarillo —dijo el
auxiliar—. Debemos detenernos un momento. —Inclinó la cabeza y Francis le oyó
murmurar—: Padre nuestro que estás en los cielos...
Francis lo escuchó en silencio.
—Tal vez éstas sean las únicas
palabras dichas en recuerdo de la pobre Cleo —suspiró cuando terminó—. Quizá
tenga más paz ahora. Dios sabe que en vida tenía muy poca. Eso es triste,
Pajarillo. Muy triste. No me obligues a rezar una oración por ti. Aguanta.
Todo mejorará, seguro. Confía en mí.
Francis asintió, pero no lo
creía. Cuando volvió a mirar el cielo oscurecido, con el sonido distante de la
excavadora que llenaba la tumba de Cleo, pensó que estaba escuchando la
obertura de una sinfonía cuyas notas y compases presagiaban nuevas muertes.
Lucy reflexionó que era el plan
más sencillo y efectivo que podían elaborar, y quizás el único con alguna
esperanza de salir bien. Haría el turno de noche que había resultado mortal a
Rubita en el puesto de enfermería. Esperaría a que el ángel apareciera.
Ella sería la cabra atada. El
ángel sería el depredador. Se trataba de la estratagema más antigua del mundo.
Dejaría el intercomunicador del hospital conectado con el puesto de la primera
planta, donde los hermanos Moses aguardarían su señal. En el hospital, los
gritos pidiendo ayuda eran muy frecuentes y a menudo ignorados, de modo que eligieron
la contraseña «Apolo». Cuando la oyeran correrían en su ayuda. Lucy había
elegido la palabra con una nota de ironía. Podrían muy bien ser astronautas que
se dirigían hacia un planeta distante. Los hermanos Moses creían que no
tardarían más de unos segundos en bajar las escaleras, lo que tendría la
ventaja añadida de bloquear una de las vías de escape. Lo único que Lucy tenía
que hacer era mantener al ángel ocupado unos momentos, y no morir en el
intento. La entrada principal del edificio Amherst tenía cerradura doble, lo
mismo que la puerta lateral. Todos suponían que podrían acorralar al asesino
antes de que hiciese daño a Lucy o usase las llaves para escapar del hospital.
Pero si lograba huir, alertarían a seguridad y las opciones del ángel se reducirían
rápidamente. En cualquier caso, le verían la cara.
Peter había insistido en este
punto y en otro detalle. Sostenía que era fundamental averiguar la identidad
del ángel, pasara lo que pasase. Sería la única forma de preparar los casos en
su contra.
También había pedido que
quedara abierta la puerta del dormitorio de hombres de la planta baja para que
él también pudiera controlar la situación, aunque eso significara pasar la
noche en blanco. Afirmaba que él estaría un poco más cerca de Lucy, y que era
menos probable que el ángel esperara un ataque desde una puerta que solía estar
cerrada con llave. Los hermanos Moses habían dicho que eso era cierto, pero
que ellos no podían dejar la puerta abierta.
—Va contra las normas —-había
comentado Negro Chico—. El gran jefe nos echaría si se entera.
—Bueno... —fue a replicar
Peter, pero el auxiliar levantó una mano para añadir.
—Claro que Lucy tendrá un juego
de llaves de todas las puertas. Lo que haga con ellas cuando esté en el puesto
de enfermería no es asunto nuestro. Pero no seremos mí hermano y yo quienes
dejemos la puerta abierta. Si atrapamos a este tipo, todo irá bien. Pero no
quiero problemas innecesarios.
Lucy echó un vistazo a su cama.
La residencia estaba en calma, y tenía la sensación de estar sola en el
edificio, aunque sabía que eso no podía ser. En algún sitio habría gente
hablando, riendo de una broma o comentando algo. Había extendido un uniforme
blanco de enfermera sobre la colcha. Iba a ser su atuendo para esa noche. Rió
para sus adentros. El vestido de la Primera Comunión. El vestido del baile de
graduación. El traje de novia. El vestido para el funeral. Una mujer preparaba
con cuidado la ropa para las ocasiones especiales.
Sopesó el revólver y lo metió
en el bolso. No había dicho a nadie que lo tenía.
No esperaba realmente que el
ángel apareciera, pero no sabía qué otra cosa podía hacer en el poco tiempo que
quedaba. Su estancia se acababa, hacía tiempo que no era bien recibida y el
lunes por la mañana también trasladarían a Peter. Eso le dejaba una sola
noche. En cierto sentido, ya había empezado a planear el futuro y a pensar en
lo que se vería obligada a hacer cuando su misión acabara en fracaso. Sabía
que, finalmente, el ángel volvería a matar dentro del hospital, o bien lograría
que lo dieran de alta y lo haría en el exterior. Pero si ella seguía todas las
vistas de altas y todas las muertes en el hospital, tarde o temprano el ángel
cometería un error y ella estaría ahí para acusarlo. Sin embargo este enfoque
presentaba un problema obvio: significaba que alguien más tenía que morir.
Inspiró hondo y tomó el
uniforme blanco. Intentó no imaginar cómo sería la siguiente víctima. Quién
podría ser. Qué esperanzas, sueños y deseos podría tener. Existía en algún
mundo paralelo, tan real como cualquiera, pero fantasmagórico. Se preguntó si
esta mujer que esperaba la muerte sería como las alucinaciones que tenían
tantos pacientes. Estaba en algún sitio, sin saber que era la siguiente
víctima del ángel si éste no aparecía esa noche en el puesto de enfermería del
edificio Amherst.
Con todo el peso del futuro de
esa mujer desconocida sobre los hombros, empezó a vestirse despacio.
Cuando desvié la mirada de las
palabras para recobrar el aliento, vi a Peter apoyado contra la pared, los
brazos cruzados y una expresión preocupada en la cara. Pero eso era lo único
familiar de su aspecto; llevaba la ropa hecha jirones, tenía la piel de los
brazos carbonizada y las mejillas y el cuello manchados de tierra y sangre.
Quedaba muy poco de él tal como yo lo recordaba. De repente noté el hedor
terrible de la carne quemada y la descomposición.
Me sacudí aquella sensación
horrorosa y saludé a mi único amigo.
—Peter—exclamé con alivio—, has venido a
ayudarme.
Sacudió la cabeza sin decir
nada. Se señaló el cuello y los labios para indicar que ya no podía hablar.
Hice un gesto hacia la pared
que contenía mi historia.
—Estaba empezando a
comprender—afirmé—. Estuve en las vistas de altas. Lo sabía. No
todo, pero comenzaba a saber. Cuando recorrí los terrenos del hospital esa
noche, por primera vez vi algo distinto. Pero ¿dónde estabas tú? ¿Dónde estaba
Lucy? Estabais todos haciendo planes y nadie quería escucharme, cuando yo era
quien lo veía mejor.
Sonrió otra vez, como para
corroborar sus palabras.
—¿Por qué no me escuchaste? —pregunté
de nuevo.
Se encogió de hombros con
tristeza. Alargó una mano casi desprovista de carne, como queriendo tocar la
mía. En el segundo en que dudé, la huesuda mano que se acercaba se desvaneció,
casi como si una niebla hubiera cubierto el espacio que nos separaba y,
después de que yo parpadeara otra vez, Peter ya no estaba. Como en un truco de
magia en un escenario. Sacudí la cabeza para aclararme las ideas y, cuando
volvía alzar los ojos, vi cómo, muy cerca de donde había apareado Peter, el
ángel, incorpóreo, tomaba forma lentamente.
Emitía un brillo blanco, como
si tuviera una luz en su interior. Me deslumbró y me protegí los ojos. Cuando
volvía mirar, seguía ahí, sólo que fantasmagórico, vaporoso, como si fuera
opaco, formado en parte de agua, en parte de aire, en parte con la imaginación.
Sus rasgos eran vagos, de contornos borrosos. Lo único nítido y claro eran sus
palabras.
—Hola, Pajarillo —saludó—.
Aquino hay nadie que pueda ayudarte. No queda nadie en ninguna parte que pueda
ayudarte. Ahora sólo estamos tú y yo, y lo que pasó esa noche.
Lo miré y me di cuenta de que
tenía razón.
—No quieres recordar esa
noche, ¿verdad, Francis?
Sacudí la cabeza, pero no hablé
porque no me fiaba de mi voz.
Señaló la historia que crecía
en la pared.
—La hora de morir esta cerca, Francis —dijo
con frialdad, y añadió—: Esa noche, y también ésta.
31
Francis encontró a Peter frente
al puesto de enfermería. Era la hora de la medicación y los pacientes hacían
cola. Había empujones y quejas lastimosas, pero en general todo estaba en
orden; para la mayoría de ellos se trataba de la llegada de otra noche de otra
semana de otro mes de otro año.
—Peter —dijo Francis en voz
baja, incapaz de ocultar su emoción—, tengo que hablar contigo. Y con Lucy.
Creo que lo he visto. Creo que sé cómo podemos encontrarlo.
En la imaginación febril de
Francis, lo único necesario era obtener los expedientes de aquellos tres
hombres de la sala de vistas. Uno de ellos era el ángel. Estaba seguro, y su
entusiasmo salpicaba cada palabra.
El Bombero, sin embargo,
parecía distraído. Tenía los ojos puestos en el otro lado del pasillo, y
Francis siguió su mirada. Vio la cola, con Noticiero y Napoleón, el hombretón
retrasado y el retrasado colérico, tres mujeres acunando muñecas y las demás
caras conocidas del edificio Amherst. Medio esperaba oír la voz retumbante de
Cleo con alguna queja imaginaria que los «cabrones» no habían sabido corregir,
seguida de su sonora e inconfundible risa socarrona. El señor del Mal estaba
dentro del puesto, supervisando cómo la enfermera Caray, que tomaba notas en
una tablilla, distribuía los medicamentos. Dirigía esporádicas miradas a
Peter. De pronto, tomó un vaso de plástico, salió del puesto y avanzó entre los
pacientes, que se apartaron como el mar Rojo para dejarlo pasar. Llegó donde
estaban Peter y Francis antes de que éste tuviera tiempo de decir a su amigo
nada más sobre lo que le preocupaba.—Ten, Francis —¡-dijo Evans con aire
profesional—. Thorazme. Cincuenta microgramos. Esto acallará esas voces que
sigues negando oír. ¡A tu salud!
Francis se metió la cápsula en
la boca pero se la puso debajo de la lengua para esconderla. Evans lo observó
con atención y le indicó que abriera la boca. Francis obedeció, y el psicólogo
lo miró por encima. Francis no supo si había visto la cápsula, pero el señor
del Mal habló deprisa.
—Mira, Pajarillo, me da igual
que te tomes o no la medicación. Si lo haces, tienes posibilidades de irte de
aquí algún día. Si no, bueno, mira a tu alrededor... —Hizo un amplio movimiento
con el brazo y señaló a un anciano de cabello blanco y piel flácida y delgada;
el espectro de un hombre confinado en una dilapidada silla de ruedas que
chirriaba al moverse:—. E imagina que éste será tu hogar para siempre
—sentenció.
Francis inspiró con fuerza pero
no contestó. Evans esperó un segundo, como si aguardara una respuesta. Luego,
se encogió de hombros y miró a Peter.
—No hay pastillas para el
Bombero esta noche —anunció con frialdad—. No hay pastillas para el verdadero
asesino, no ese asesino imaginario que estáis buscando. El verdadero asesino
eres tú. —Entrecerró los ojos—. No tenemos una pastilla para arreglar lo que a
ti te pasa, Peter. Nada que pueda dejarte como nuevo. Nada que pueda reparar
el daño que has hecho. Te irás a pesar de mis objeciones. Gulptilil y las
personas importantes que vinieron a verte me desautorizaron. Un acuerdo
fantástico. Te irás a un hospital estrambótico para seguir un tratamiento
estrambótico para curar una enfermedad inexistente. Pero no hay ninguna
pastilla, ningún tratamiento, ni ninguna clase de neurocirugía avanzada que
pueda solucionar el problema real del Bombero: la arrogancia, la culpa. Y la
memoria. Da lo mismo en quién te conviertas, porque siempre serás el mismo. Un
asesino.
Peter permanecía inmóvil.
—Antes pensaba que era mi
hermano quien conservaría toda la vida las cicatrices de tu incendio —prosiguió
Evans con una amargura glacial en cada palabra—. Pero me equivocaba. Él se
recuperará. Seguirá haciendo cosas buenas c importantes. Pero tú jamás
olvidarás, ¿verdad? Eres el único que estará marcado. Pesadillas, Peter.
Pesadillas para siempre.
Dicho esto, el señor del Mal se
volvió de golpe y regresó al puesto de enfermería. Nadie le dirigió la palabra
cuando recorrió la cola de pacientes, que tal vez no fueran conscientes de
muchas cosas, pero reconocían el enfado cuando lo veían, y se apartaron con
cuidado.
—Supongo que tiene razones para
odiarme —dijo Peter, en contradicción con la mirada fulminante que dirigió a
Evans—. Lo que hice estuvo bien para unos y mal para otros. —Podría haber
seguido con ese tema, pero no lo hizo. Se volvió hacia Francis—. ¿Qué querías
decirme? —le preguntó.
Francis echó un vistazo
alrededor para asegurarse de que no lo observaba nadie del personal, se
escupió la cápsula en la mano y se la metió en un bolsillo. Se sentía sacudido
por emociones encontradas, sin saber muy bien qué decir.
—Así que te vas... -—dijo por
fin—. Pero ¿y el ángel?
—Esta noche lo atraparemos. Y
si no, será pronto. Háblame sobre las vistas de altas
—Estaba ahí. Lo sé. Lo noté...
—¿Qué dijo?
—Nada.
—¿Qué hizo, pues?
—Nada, pero...
—Entonces ¿cómo puedes estar
tan seguro, Pajarillo?
—Lo noté, Peter. Estoy seguro.
—Sus palabras expresaban una certeza que no se correspondía con la vacilación
en la voz.
—Eso no me sirve de mucho,
Pajarillo —comentó Peter y meneó la cabeza—. Pero deberíamos contárselo a Lucy.
Francis sintió una frustración
repentina, incluso cierto enfado. Peter no lo estaba escuchando. Todavía no lo
habían escuchado, y se dio cuenta de que no lo escucharían nunca. Ellos querían
perseguir algo sólido y concreto. Pero, en un hospital psiquiátrico, tales
cosas apenas existían.
—Ella se va. Tú te vas...
—Ya —asintió Peter—. Detesto
dejarte aquí, pero si me quedo...
—Lucy y tú os iréis. Ambos
saldréis. Yo nunca saldré.
—No será tan malo. Estarás bien
—lo animó Peter, pero incluso él sabía que eso era mentira.
—Yo tampoco quiero quedarme más
tiempo aquí —soltó Francis con voz temblorosa.—Saldrás —aseguró Peter—. Mira,
Pajarillo, te prometo una cosa. Cuando haya terminado el programa al que me
mandan y esté limpio, te sacaré de aquí. No sé cómo, pero lo haré. No te dejaré
aquí.
Francis quería creerlo, pero no
se atrevía a hacerlo. Pensó que, en su breve vida, mucha gente le había
prometido y predicho cosas, y que muy pocas se habían cumplido. Atrapado entre
las dos visiones del futuro, la que había descrito Evans y la que Peter le
prometía, no supo qué pensar, pero sí sabía que estaba más cerca de una que de
la otra.
—El ángel, Peter —balbuceó—.
¿Qué pasa con el ángel?
—Espero que esta noche sea la
gran noche, Pajarillo. Es nuestra única oportunidad. La última. Pero es un
enfoque razonable y creo que funcionará.
Todas las voces interiores de
Francis farfullaron a la vez. No sabía si prestarles atención o prestar
atención a Peter, que le resumía el plan para esa noche, pero su amigo parecía
no querer que Francis conociera demasiados detalles, como si intentara
mantenerlo alejado del centro de la acción.
—¿Lucy será el blanco?
—preguntó Francis.
—Sí y no. Estará ahí y será el
anzuelo. Pero nada más. No le pasará nada. Está todo previsto. Los hermanos
Moses la cubrirán por un lado y yo estaré en el otro.
Francis pensó que no
resultaría. Dudó un instante. Él tenía muchas cosas que decir.
Entonces, Peter se inclinó para
que sólo Francis pudiera oír sus palabras:
—¿Qué te preocupa, Pajarillo?
El joven se frotó las manos,
como un hombre que trata de quitarse algo pegajoso de los dedos.
—No estoy seguro —mintió,
porque sí lo estaba. Quería dotar su voz de fuerza y de convicción, pero al
hablar cada palabra le sonó cargada de debilidad—. Lo noté. Fue la misma
sensación que tuve cuando me amenazó, la noche que mató a Bailarín con la
almohada. Y lo mismo que noté cuando vi a Cleo colgada...
—Cleo se ahorcó.
—Él estuvo ahí.
—Ella se suicidó.
—¡Él estuvo ahí! —repitió
Francis con toda la firmeza de que fue capaz.
—¿Por qué lo crees?
—Le mutiló la mano. No fue
Cleo. El pulgar había sido movido de sitio, no pudo caer donde fue encontrado.
No había tijeras ni ningún cuchillo. Sólo había sangre en el hueco de la
escalera, y en ninguna otra parte, de modo que fue ahí donde tuvo que ser
seccionado el pulgar. Ella no lo hizo. Fue él.
—Pero ¿por qué?
Francis se tocó la frente.
Creía tener fiebre. Sentía una sensación de calor, como si el sol hubiera
quemado de algún modo el mundo que lo rodeaba.
—Para relacionar las dos cosas.
Para mostrarnos que está en todas partes. No lo sé muy bien, Peter, pero era un
mensaje y no lo hemos entendido.
Peter lo observó con atención,
dubitativo. Era como si creyera pero no creyera en lo que Francis decía.
—¿Y la vista de altas? ¿Dijiste
que notaste su presencia? —Las palabras de Peter rezumaban escepticismo.
—El ángel necesita poder ir y
venir a su antojo. Necesita acceso tanto al mundo del hospital como al
exterior.
—¿Por qué?
—Le proporciona poder y
seguridad —respondió Francis.
Peter asintió y se encogió de
hombros.
—Tal vez. Pero, al fin y al
cabo, es sólo un asesino con una predilección especial por cierto tipo de
cuerpo y peinado, con una propensión a la mutilación. Supongo que Gulptilil o
algún psiquiatra forense podría dedicarse a especular sobre sus motivos, tal
vez elaborar alguna teoría sobre cómo el ángel fue maltratado de niño, pero
eso no es lo importante. Si lo piensas bien, sólo es un hombre malvado que
actúa malvadamente, y yo creo que esta noche lo atraparemos porque es
compulsivo y no podrá resistirse a la trampa que le hemos tendido. Quizá
deberíamos haberlo hecho desde el principio, en lugar de perder el tiempo con
interrogatorios y expedientes. De un modo u otro, morderá el anzuelo.
Francis quiso compartir la
confianza de Peter, pero no pudo.
—Supongo que todo lo que dices
es verdad —repuso—. Pero supón que no. Supon que no es lo que Lucy y tú
pensáis. Supon que todo lo que ha pasado hasta ahora es otra cosa.
—Me he perdido, Pajarillo.
Francis tragó saliva. Tenía la
garganta reseca y apenas logró articular un susurro.
—No sé, no sé... Pero todo lo
que Lucy y tú habéis hecho es lo que él esperaría...
—Ya te lo he dicho: todas las
investigaciones son así. Un examen eficaz de los hechos y los detalles.
Francis sacudió la cabeza.
Quería enfadarse, pero sólo sentía miedo. Miró alrededor. Noticiero tenía un
periódico abierto y estaba estudiando con aplicación los titulares. Napoleón
estaba imaginándose ser el emperador francés. Deseó ver a Cleo, que había vivido
en el mundo de la reina egipcia. Algunos ancianos estaban absortos en sus recuerdos,
y los retrasados mentales permanecían encallados en su infantilismo. Peter y
Lucy estaban aplicando la lógica, incluso la lógica psiquiátrica, para
encontrar al asesino. Pero Francis pensó que ése era el enfoque más ilógico en
un mundo tan lleno de fantasía, delirio y confusión.
Sus voces le chillaron: ¡Para!
¡Corre! ¡Escóndete! ¡No pienses!¡No imagines! ¡No especules! ¡No entiendas! En
ese momento se dio cuenta de que sabía lo que pasaría esa noche. Y no podía
hacer nada para evitarlo.
—Peter —dijo—, puede que el
ángel quiera que todo sea como es.
—Bueno, supongo que es posible
—repuso Peter y soltó una carcajada, como si fuera la mayor locura que hubiera
oído. Se sentía muy seguro—. Ése sería su peor error, ¿no?
Francis no supo cómo contestar,
pero no compartía su opinión.
El ángel se inclinó hacia mí,
tan cerca que noté su aliento gélido junto con cada palabra glacial. Escribí
tembloroso, de cara a la pared, como si pudiera ignorar su presencia. El leía
por encima de mi hombro, y reía con el mismo sonido terrible que yo recordaba
de cuando se acercó a mi cama en el hospital y me amenazó con matarme.
—Pajarillo vio muchas cosas
pero no pudo comprenderlas —se mofó.
Dejé de escribir, con la mano
sobre la pared. No lo miré, pero hablé con una voz aguda, presa del pánico,
pero necesitado aún de respuestas.
— Yo tenía razón sobre Cleo,
¿verdad?
—Sí. —Soltó otra
carcajada sibilante—. Ella no sabía que yo estaba ahí, pero estaba. Y
lo más raro de esa noche, Pajarillo, fue que tenía
intención de matarla antes de
que llegara el alba. Había pensado degollarla mientras dormía y dejar algunas
pruebas que apuntaran a otra mujer del dormitorio; habría resultado, como ocurrió
con Larguirucho. O quizá ponerle
una almohada sobre la cara. Cleo era asmática. Fumaba demasiado. No habría
llevado demasiado tiempo asfixiarla. Eso había resultado con Bailarín.
—¿Por qué Cleo?
—Lo decidí cuando ella
señaló el edificio donde yo estaba recluido y gritó que me conocía. No la creí,
claro. Pero ¿por qué iba a correr el riesgo? Todo lo demás estaba saliendo de
maravilla. Pero Pajarillo ya lo sabe, ¿no? Pajarillo lo sabe, porque es como
yo. Quiere asesinar. Sabe cómo matar. Siente mucho odio. Le seduce la idea de
la muerte. Matar es la única respuesta para mí. Y también para Pajarillo.
—No —gemí—. No
es verdad.
—Sabes la única respuesta,
Francis —susurró el ángel.
—¡Quiero vivir! —exclamé.
—Lo mismo que Cleo. Pero
también quería morir. La vida y la muerte pueden estar muy cerca una de otra.
Ser casi lo mismo, Francis. Y dime: ¿ eres distinto a ella?
No pude responder esa pregunta.
—¿ Viste cómo moría? —quise
saber.
—Por supuesto —contestó
el ángel, siseante—. Vi cómo sacaba la sábana de debajo de la cama.
Debió de guardarla sólo para eso. Sufría mucho y la medicación no la ayudaba en
nada, de modo que lo único que podía ver en su futuro, día tras día, año tras
año, era más y más dolor. No le daba miedo suicidarse, Pajarillo, no como a ti.
Era una emperatriz y entendía la nobleza de arrebatarse uno mismo la vida. La
necesidad de hacerlo. Yo sólo la animé y saqué provecho de su muerte. Abrí las
puertas, la seguí y vi cómo se dirigía al hueco de la escalera...
—¿Dónde estaba la enfermera
de guardia?
—Dormida. Con los pies en
alto, la cabeza echada atrás y roncando. ¿ Crees que se preocupaban lo
suficiente por ninguno de vosotros como para mantenerse despiertos?
—¿Pero por qué la mutilaste
después?
—Para mostraros lo que tú
sospechaste después. Para mostraros que podía haberla matado. Pero, sobre todo,
porque sabía que haría que todos discutieran, y que quienes afirmaban que yo
estaba, en el hospital lo considerarían una prueba y que quienes lo negaban lo
considerarían
igualmente una prueba. La duda
y la confusión son cosas muy útiles cuando estás planeando algo preciso y
perfecto.
—Salvo por una cosa —susurré—.
No contaste conmigo.
—Por eso estoy aquí ahora,
Pajarillo —respondió el ángel—. Por ti.
Poco después de las diez, Lucy
se dirigió deprisa al edificio Amherst para encargarse del solitario turno de
noche. Hacía una noche terrible, a medio camino entre la tormenta y el calor.
Agachó la cabeza, temiendo que su uniforme blanco se destacara entre las
tinieblas.
En una mano llevaba un juego de
llaves que tintineaban en su rápido avance por el camino. Un roble se
balanceaba a merced de una brisa que hacía susurrar las hojas y que parecía
fuera de lugar en esa noche de húmedo bochorno. Se había colgado el bolso, con
el revólver en su interior, del hombro derecho, lo que le confería un aspecto
garboso que difería mucho de cómo se sentía. Ignoró un grito extraño, desesperado
y solitario que resonó en un edificio.
Abrió las dos cerraduras y
empujó la puerta con el hombro para entrar. Por un instante, se sintió
desconcertada. Cada vez que había estado en Amherst, ya fuera en su despacho o
recorriendo los pasillos, lo había encontrado lleno de gente, iluminado y
ruidoso. Ahora, cuando ni siquiera era tarde, parecía otro lugar. Lo que era un
espacio abarrotado y siempre animado, surcado por toda clase de locuras
informes y pensamientos descabellados, estaba ahora en silencio, salvo por
algún que otro grito en los dormitorios. El pasillo estaba casi a oscuras; a
través de las ventanas se filtraba alguna luz procedente de otros edificios
que atenuaba un poco la penumbra. La única luz del pasillo estaba en el puesto
de enfermería, donde brillaba una lámpara de escritorio.
Notó que una forma se movía
dentro del puesto y suspiró con alivio cuando vio que Negro Chico se levantaba
y abría la puerta de rejilla metálica.
—Muy puntual.
—No me retrasaría por nada del
mundo —repuso ella con falsa valentía.
—Supongo que le espera una
noche larga y aburrida —dijo Negro Chico sacudiendo la cabeza. Luego señaló el
intercomunicador sobre la mesa. Era una cajita anticuada con un único
interruptor en la parte superior y un botón de volumen—. Esto la mantendrá
conectada con-
migo y con mi hermano en el
piso de arriba. Pero tendrá que pronunciar bien claro «Apolo» porque este
trasto tiene diez o veinte años y no va demasiado bien. El teléfono también
está conectado con el piso de arriba. Sólo tiene que marcar dos cero dos. Le
diré qué haremos: si lo deja sonar dos veces y cuelga, también lo
consideraremos una señal y acudiremos en su rescate.
—Dos cero dos. Entendido.
—Pero no es probable que vaya a
necesitarlo. Según mi experiencia, en este sitio, nada lógico o previsible
sale nunca bien, por mucho que se planifique. Estoy seguro de que su hombre
sabe que estará aquí. La voz corre deprisa si se dice lo correcto a la persona
adecuada. Pero si él es tan inteligente como usted cree, tengo mis dudas de que
vaya a caer en lo que supondrá una trampa. Aun así, nunca se sabe.
—Exacto —corroboró Lucy—. Nunca
se sabe.
—Bueno, llámenos —asintió Negro
Chico—. Y también llámenos si pasa algo de lo que no quiera ocuparse con
cualquier paciente. No haga caso a nadie que grite pidiendo ayuda. Solemos
esperar hasta la mañana para resolver la mayoría de los problemas nocturnos.
—De acuerdo.
—¿Nerviosa?
—No —mintió Lucy.
—Cuando sea más tarde, le
mandaré a alguien para comprobar que todo va bien. ¿Le parece?
—Siempre se agradece tener
compañía. Aunque prefiero no asustar al ángel.
—Me imagino que no es la clase
de persona que se asusta demasiado —replicó y miró hacia el otro extremo del
pasillo—. Ya he comprobado que las puertas de los dormitorios están cerradas
con llave. Sobre todo el de los hombres, pues Peter quería que lo dejara
abierto. Por cierto, esa llave corresponde a esa puerta... —Le guiñó el ojo con
complicidad—. Imagino que todo el mundo estará ya dormido.
Dicho eso, se marchó por el
pasillo. Se volvió una vez y la saludó con la mano, pero ese extremo del
pasillo, cerca de la escalera, estaba tan oscuro que Lucy apenas distinguió
sus rasgos aparte de su uniforme blanco.
Tras oír cómo se cerraba la
puerta, dejó el bolso en la mesa, junto al teléfono. Esperó unos segundos, los
suficientes para que el silencio la envolviera con una sensación pegajosa, tomó
la llave y se dirigió al dormitorio de los hombres. Haciendo el menor ruido
posible, la encajó en la cerradura y la giró una vez, lo que provocó un tenue clic.
Inspiró hondo y regresó al puesto de enfermería, donde se dispuso a esperar.
Peter estaba sentado en la
cama, totalmente despierto. Oyó el die y supo que Lucy había abierto la
puerta. La imaginó regresando deprisa al puesto de enfermería. Lucy era tan
inconfundible, con su estatura, su cicatriz y su porte, que le resultaba fácil
imaginar todos sus movimientos. Aguzó el oído para oír sus pasos, sin
conseguirlo. El rumor de aquel dormitorio lleno de hombres dormidos, atrapados
entre las sábanas y entre sus propias desesperaciones, tapaba cualquier sonido
discreto procedente del pasillo. Había demasiados ronquidos, respiraciones
pesadas y palabras proferidas en pleno sueño como para distinguir y aislar un
sonido. Pensó que eso podría ser un problema, y cuando estuvo convencido de
que todos estaban sumidos en un sueño inquieto e irregular, se levantó y se
dirigió sigilosamente hacia la puerta. No se atrevió a abrirla porque pensó
que podría despertar a alguien, por muy sedados que estuvieran todos. Lo que
hizo fue sentarse en el suelo con la espalda apoyada contra la pared para
esperar un sonido inusual o la palabra que indicara la llegada del ángel.
Deseó tener un arma, incluso un
bate de béisbol o una porra. El ángel utilizaba un cuchillo, y él tendría que
mantenerse fuera de su alcance hasta que llegaran los hermanos Moses, avisaran
a seguridad y consiguieran atraparlo.
Lucy no había dicho que tuviese
un arma, pero él sospechaba que la tenía. Sin embargo, su ventaja radicaba en
la sorpresa y en el número. Imaginaba que eso bastaría.
Dirigió una mirada a Francis y
meneó la cabeza. El joven parecía dormido, lo que, en su opinión, era positivo.
Lamentaba dejarlo solo, pero tenía la sensación de que, en general, tal vez
sería mejor para él. Desde la aparición del ángel junto a su cama, algo de lo
que Peter ni siquiera estaba seguro de que hubiera ocurrido, lo encontraba
cada vez más raro y más descontrolado. Pajarillo había descendido por un sendero
que Peter no podía imaginarse y del que no quería formar parte. Le entristecía
ver lo que le estaba pasando a su amigo y no poder hacer nada al respecto.
Francis se había tomado muy mal la muerte de Cleo y, más que ninguno de ellos,
parecía haber desarrollado una obsesión enfermiza por encontrar al ángel. Como
si atrapar a aquel asesino significara algo muy importante para Francis.
Peter estaba equivocado, claro.
La obsesión era realmente cosa de Lucy, pero no quería verlo.
Apoyó la cabeza contra la pared
y cerró los ojos. Sintió cómo la fatiga le recorría el cuerpo, junto con la
inquietud. Sabía que muchas cosas iban a cambiar en su vida esa noche y la
mañana siguiente. Desechó muchos recuerdos y se preguntó qué pasaría a
continuación en su historia. Al mismo tiempo, siguió escuchando con atención a
la espera de la señal de Lucy.
¿Volvería a verla alguna vez
después de esa noche?
A unos metros de distancia,
Francis yacía en su cama, consciente de que Peter había pasado por su lado sin
hacer ruido para apostarse junto a la puerta. Sabía que el sueño estaba lejano,
pero no así la muerte. Respiró despacio, a un ritmo constante, a la espera de
que ocurriese lo inevitable. Algo que era inamovible y estaba planeado y
tramado, sopesado y concebido. Se sentía atrapado en una corriente que lo arrastraba
hacia quién era él mismo, o hacia quién podría ser, y no podía nadar contra
ella.
Todos estábamos exactamente
donde el ángel esperaba que estuviéramos. Quise escribir eso pero no lo hice.
Iba más allá de la idea de que nos habíamos limitado a tomar posiciones en un
escenario y sentíamos los últimos nervios antes de que se levantara el telón,
preguntándonos si recordaríamos nuestros papeles, si nuestros movimientos
serían armoniosos y si saldríamos a escena cuando nos tocara. El ángel sabía
dónde estábamos físicamente, e incluso sabía dónde estábamos mentalmente.
Excepto tal vez yo, porque
estaba muy confundido.
Me balanceé atrás y adelante,
gimiendo, como un herido en un campo de batalla que quiere pedir ayuda pero
sólo logra emitir un sonido gutural de dolor. Estaba arrodillado en el suelo y
la pared parecía reducirse delante de mí, lo mismo que las palabras de que
disponía.
A mi alrededor, el ángel bramó
ahogando mis protestas.
—¡Lo sabía! —gritó—.
Lo sabía. Erais todos tan estúpidos... tan normales... ¡tan cuerdos! —Su
voz pareció rebotar en las paredes, adquirir impulso entre las sombras y
golpearme—. / Yo no era como vosotros! ¡ Yo era mucho mejor1.
Entonces agaché la cabeza,
cerré los ojos con fuerza y chillé:
—¡Yo no! —Eso no
tenía demasiado sentido, pero el sonido de mi voz enfrentada a la suya me
provocó una subida de adrenalina.
Inspiré, a la espera de sentir
algún dolor, pero como no sucedió, abrí los ojos y vi que la habitación de
repente se inundaba de luz. Explosiones, fogonazos, como proyectiles de
fósforo en la lejanía, balas trazadoras que surcaban la oscuridad; una batalla
en la penumbra.
—¡Dímelo! —grité por
encima del fragor del combate. Mi apartamento parecía combarse y zarandearse
con la violencia de la guerra.
El ángel me rodeaba por todas
partes, me envolvía. Apreté los dientes.
—¡Dímelo!—grité de
nuevo, lo más fuerte que pude.
—Ya sabes las respuestas,
Pajarillo —me susurró una voz peligrosa al oído—. Pudiste verlas
esa noche. Sólo que entonces no querías admitirlas, ¿no es cierto, Francis?
—¡No!—bramé.
—No quieres reconocer lo que
Pajarillo sabía en aquella cama aquella noche porque significaría que Francis
tendría que suicidarse ahora, ¿verdad?
No pude responder. Las lágrimas
y los sollozos me sacudían el cuerpo.
—Tendrás que morir. ¿Qué
otra respuesta hay, Pajarillo? Porque tú sabías las respuestas aquella noche,
¿no?
Noté una agonía creciente al susurrar
la única respuesta que podría acallar a ángel.
—No se trataba de Rubita,
¿verdad? —dije—. Nunca se trató de ella.
Rió. Una carcajada feroz. Un
ruido terrible, desgarrador, como si se hubiera roto algo que jamás podría
repararse.
—¿ Qué más vio Pajarillo
aquella noche? —preguntó.
Recordé que yacía en la cama
inmóvil, tan rígido como cualquier catatónico petrificado ante alguna visión
terrible del mundo, sin moverme, sin hablar, sin hacer nada más que respirar,
porque mientras yacía en aquella cama veía toda la muerte que el ángel había
urdido. Peter estaba en la puerta. Lucy estaba en el puesto de enfermería. Los
hermanos Moses estaban en el piso de arriba. Todo el mundo estaba solo,
aislado, separado, de modo que era vulnerable. ¿ Y quién era más vulnerable que
nadie? Lucy.
—Rubita —balbuceé—.
Ella sólo fue...
—Una parte del rompecabezas.
Tú lo viste, Pajarillo. Es igual esta noche que entonces —tronó el ángel
con autoridad.
Apenas podía hablar, porque
sabía que las palabras que captaba en ese momento eran las mismas que se me
habían ocurrido aquella noche, hacía tantos años. Una. Dos. Tres. Y, después,
Rubita. ¿Qué provocaron todas esas muertes? Llevar a Lucy a un sitio donde
estaba sola, en la oscuridad, en medio de un mundo que no se regía por la
lógica, la cordura o la organización, a pesar de lo que Gulptilil, Evans,
Peter, los hermanos Moses o cualquier otro del Western pudiera pensar. Era un
mundo gélido dominado por el ángel.
El ángel gruñó y me dio un
puntapié. Hasta ese momento había sido fantasmagórico, pero ese golpe me llegó
con fuerza. Gemí de dolor, me puse de rodillas y regresé a gatas hacia la
pared. Apenas si conseguí sostener el lápiz para escribir lo que vi aquella
noche.
La medianoche se acercaba. Las
horas se ralentizaban. La oscuridad se apoderaba del mundo. Francis yacía
rígido mientras repasaba mentalmente todo lo que sabía. Una serie de asesinatos
habían llevado a Lucy al hospital, y ahora ella estaba al otro lado de la
puerta, con el cabello corto y teñido de rubio, esperando al asesino. Muchas
muertes y muchas preguntas. ¿Cuál era la respuesta? Le parecía tenerla al alcance
y, aun así, era como intentar atrapar una pluma arrastrada por el viento.
Se giró en la cama y miró a
Peter, que tenía la cabeza apoyada en los brazos. Pensó que el agotamiento
debía de haberse apoderado por fin del Bombero. No tenía la ventaja de Francis,
cuyo pánico mantenía su sueño a raya.
Francis quiso explicarle que estaba muy cerca de
verlo todo claro, pero no le salió ninguna palabra. Y, en el silencio de la
desesperación, oyó el sonido inconfundible de la llave que cerraba la puerta
que Lucy había abierto antes.
32
Peter levantó la cabeza al oír
la llave cerrar la puerta. Se puso de pie de un brinco sin entender cómo había
podido dormirse. Cogió el pomo e intentó abrir la puerta, con la esperanza de
que el ruido que lo había despertado formara parte de un sueño. Pero la puerta
no se movió. Soltó el pomo y dio un paso atrás, embargado por un torrente de
emociones, algo distinto al miedo o el pánico, diferente a la ansiedad, la
impresión o la sorpresa. De repente el orden de los acontecimientos que había
supuesto que iban a ocurrir esa noche se había torcido. Al principio no supo
qué hacer, así que inspiró hondo y se recordó que más de una vez había estado
en situaciones peligrosas que exigían calma. Tiroteos cuando era soldado,
incendios cuando era bombero. Se mordió el labio inferior y se dijo que debía
mantenerse alerta y en silencio. Acercó la cara a la ventanita de la puerta y
escudriñó el pasillo. De momento no había sucedido nada que hiciera esa noche
distinta de cualquier otra.
Francis se había levantado de
la cama impulsado por fuerzas que no acababa de reconocer. Oyó cómo sus voces
gritaban: ¿Está pasando ahora! Pero no sabía a qué se referían. Se
quedó de pie, casi como una estatua, junto a la cama, aguardando el siguiente
momento, con la esperanza de que lo que tuviera que hacer quedara claro en unos
segundos. Y que cuando tuviera que hacerlo, fuera capaz. Estaba lleno de dudas.
Jamás había conseguido hacer nada bien, ni una sola vez en toda su vida.
En el puesto de enfermería,
Lucy miró a través de la rejilla metálica hacia la penumbra del pasillo y vio
una figura lejana, en el mismo sitio donde unas horas antes Negro Chico la había
saludado con la mano. Era una forma humana que parecía haberse materializado de
la nada. Vio una chaqueta blanca de auxiliar que se detenía un momento ante la
puerta del dormitorio de los hombres y luego seguía andando por el pasillo
hacia ella. El hombre hizo un gesto para saludarla, y Lucy vio que le sonreía.
Tenía un aspecto seguro y despreocupado, y no caminaba con la vacilación
habitual de los pacientes, que siempre se movían bajo el peso de sus
enfermedades. No obstante, puso la mano sobre el bolso para tranquilizarse con
la cercanía del revólver.
No era un hombre demasiado
corpulento, quizá no más alto que ella, pero con una complexión más pesada y
atlética. Mientras avanzaba por el pasillo parecía volverse cada vez más
nítido. Se detuvo y comprobó la puerta de un trastero, hizo lo mismo con una
segunda, y también con la que daba acceso al sistema de calefacción en el
sótano. La puerta se abrió y él sacó un juego de llaves parecido al que habían
dado a Lucy para esa noche, e introdujo una en la cerradura. Estaba a unos
seis metros de distancia. Lucy deslizó la mano para agarrar la culata del
revólver.
Iba a usar el intercomunicador,
pero vaciló cuando el auxiliar comentó, de modo nada desagradable:
—Los idiotas de mantenimiento
siempre se dejan las puertas abiertas, por muy a menudo que les digamos que no
lo hagan. Me sorprende que no hayamos perdido a algún paciente en esos
sótanos.
Sonrió y se encogió de hombros.
Lucy no dijo nada.
—El señor Moses me ha pedido
que venga a comprobar cómo está —comentó el auxiliar—. Dijo que era su primera
noche. Espero no haberla puesto nerviosa.
—Estoy bien —aseguró Lucy, y
rodeó la culata con la mano—. Dele las gracias, pero no necesito ayuda.
El auxiliar se acercó un poco
más.
—Ya. El turno de noche consiste
en estar solo y aburrido, y sobre todo, en mantenerse despierto. Pero puede dar
miedo pasada la medianoche.
Lucy lo observó con atención,
comparando todos sus rasgos e inflexiones con la imagen que se había formado
del ángel. ¿Tenía la estatura, la complexión o la edad adecuadas? ¿Qué aspecto
tenía aquel asesino? Se le hizo un nudo en el estómago, y los brazos y las
piernas le temblaron de la tensión. Pero no era lógico que el ángel se le
acercara
tranquilamente por el pasillo
con una sonrisa en los labios. Se preguntó quién sería ese hombre.
—¿Por qué no bajó el señor
Moses? —preguntó.
—Dos hombres del dormitorio de
arriba tuvieron sus más y sus menos al apagar las luces, y tuvo que acompañar a
uno de ellos a la cuarta planta para que lo pongan en observación y le
administren una inyección de Haldol. Así que dejó a su hermano en el puesto y
me pidió que bajara aquí. Pero parece que usted tiene todo bajo control.
¿Puedo ayudarla en algo antes de volver a subir?
Lucy no dejó de sujetar el arma
ni de mirar al auxiliar. Intentó examinarlo a conciencia cuando se acercó más.
Tenía el pelo castaño, largo pero bien peinado. Llevaba el uniforme blanco
impecable y unas silenciosas zapatillas de deporte. Lo miró a los ojos en
busca de la luz de la locura, o de la oscuridad de la muerte. Luego, al tiempo
que sujetaba el arma con más fuerza y la sacaba un poco del bolso para estar
preparada, le observó las manos. Tenía dedos largos, quizás demasiado. Eran
manos como garras, pero estaban vacíos.
El hombre se situó lo bastante
cerca como para que ella notara una especie de calor entre ambos. Pensó que se
trataba simplemente de su nerviosismo.
—Bueno, siento haberla
sobresaltado. Debería haberla llamado por teléfono para avisarle que bajaba. O
quizá debería haberlo hecho el señor Moses, pero él y su hermano estaban un
poco ocupados.
—No se preocupe —dijo Lucy.
El auxiliar señaló el teléfono
que ella tenía a su lado.
—He de llamar al señor Moses
para decirle que vuelvo al ala de aislamiento. ¿Puedo?
—Adelante... —asintió Lucy—.
Perdone, no recuerdo su nombre.
Ahora estaba lo bastante cerca
de ella como para tocarla, pero separado aún por la rejilla que protegía el
puesto de enfermería. La culata del revólver parecía quemarle la mano, como si
le gritara que la sacara de su escondrijo.
—¿Mi nombre? —dijo él—. Lo
siento. En realidad, no se lo he dicho.
Metió la mano en la abertura
por donde se repartían los medicamentos y descolgó el auricular para
llevárselo al oído. Lucy observó cómo marcaba tres números y esperaba un
segundo.
Una súbita confusión la
invadió. El auxiliar no había marcado el 202.
—Oiga —soltó—. Ése no es...
Y el mundo pareció explotar.
El dolor, como un manto rojo,
le estalló ante los ojos. El miedo se le clavaba en el corazón con cada latido.
La cabeza le daba vueltas vertiginosamente y notó que se caía hacia delante
cuando una segunda explosión de dolor le golpeó la cara, seguida de una tercera
y una cuarta. De repente sintió en llamas la mandíbula, la boca, la nariz y
las mejillas. Estaba al borde del desvanecimiento. Con lo poco que le quedaba
de conciencia, trató de sacar el revólver, pero la mano segura y firme con que
sujetaba la culata hacía unos segundos ahora era floja e insuficiente. Sus
movimientos eran extremadamente lentos, como si estuviese maniatada. Intentó
encañonar al auxiliar mientras una vocecita interior le gritaba: «¡Dispara!
¡Dispara!» Pero, con la misma brusquedad, perdió el arma y el equilibrio, y
cayó con un fuerte golpe al suelo, donde sólo notó el sabor de la sangre.
Parecía la única sensación posible, como si el dolor hubiera anulado todas las
demás. Unos estallidos carmesí le deslumbraban los ojos. Un ruido ensordecedor
le destrozaba los oídos. El olor del miedo le saturaba la nariz. Quiso gritar
pidiendo ayuda, pero las palabras le resultaban inalcanzables, como si
estuvieran al otro lado de un precipicio.
Lo que pasó fue lo siguiente:
el auxiliar había levantado de golpe el auricular para atizarle un golpe brutal
a la mandíbula, demoledor como el puñetazo de un boxeador, a la vez que
alargaba la otra mano a través de la abertura para sujetarla por el vestido.
Cuando salió impulsada hacia atrás, él tiró de ella, de modo que su cara chocó
contra la rejilla que estaba ahí para protegerla. La empujó de esa manera
brutal contra la tela metálica tres veces y después la lanzó al suelo, donde había
caído de bruces. El arma, que le había arrancado con mucha facilidad de la
mano, se deslizó por el suelo hasta detenerse en un rincón del puesto de
enfermería. Fue un ataque de una rapidez y eficiencia inauditos. Unos pocos
segundos de fuerza desenfrenada con apenas sonido. Lucy, prudente y
calculadora, tenía el arma en la mano y, acto seguido, estaba en el suelo,
apenas capaz de hilvanar las ideas, salvo una única y terrible: «Voy a morir
esta noche.»
Intentó levantar la cabeza del
suelo y, a través de la niebla visual que le había provocado el impacto, vio
cómo el auxiliar abría con calma la puerta del puesto. Hizo un gran esfuerzo
para arrodillarse, pero no pudo. Quería gritar pidiendo ayuda, defenderse,
hacer todo lo que había planeado y que antes parecía tan fácil de lograr. Pero
sin darle ocasión de reunir la fuerza o la voluntad necesarias, él ya estaba a
su lado. Un violento puntapié en las costillas le quitó el poco aliento que
conservaba. Lucy gimió y el ángel se agachó y le susurró unas palabras que le
provocaron un pánico paralizante.
—¿Te acuerdas de mí? —siseó.
Lo realmente terrible de ese
momento, lo que superó la salvaje agresión sufrida segundos antes, fue que,
cuando oyó aquella voz tan cerca de ella y con una intimidad que sólo revelaba
odio, fue como si el tiempo no hubiera pasado.
Peter espiaba con la cara
pegada a la ventanita para intentar ver qué pasaba en el pasillo. Sólo
consiguió ver la penumbra y unos rayos de luz tenue que no revelaban ningún
signo de actividad. Pegó la oreja a la puerta para oír algo, pero su grosor se
lo impidió. No sabía qué pasaba, si es que pasaba algo. Lo único seguro era
que la puerta que tenía que estar abierta estaba cerrada, que fuera de su vista
y su alcance quizás estaba pasando algo, y que, de repente, no podía hacer
nada al respecto. Cogió el pomo y tiró frenéticamente de él, provocando un ruido
tenue e impotente que ni siquiera era lo bastante fuerte para despertar a
ninguno de los demás hombres, sedados, de la habitación. Maldijo y tiró de
nuevo.
—¿Es él? —oyó Peter a su
espalda.
Se volvió y vio a Francis de
pie, a poca distancia. Tenía los ojos desorbitados por el miedo y la tensión,
y un haz de luz que se filtraba por una ventana hacía que su rostro pareciera
más joven aún de lo que era.
—No lo sé —respondió Peter.
—La puerta...
—La han cerrado con llave. No
entiendo cómo pudo ocurrir.
Francis inspiró hondo,
absolutamente seguro de algo.
—Es él —afirmó con una
determinación que lo sorprendió.
El dolor limitaba sus
pensamientos y movimientos. Luchaba por mantenerse alerta porque sabía que su
vida dependía de ello. La hinchazón ya le había cerrado un ojo, y creía que
tenía la mandíbula rota. Intentó alejarse a rastras del ángel, pero él volvió a
golpearla con el pie.
Luego se abalanzó sobre ella y,
sentado a horcajadas, la inmovilizó contra el suelo. Lucy gimió y fue
consciente de que el ángel tenía algo en la mano. Cuando le presionó con ello
la mejilla, supo qué era: un cuchillo como el que había usado para desfigurar
su belleza tantos años atrás.
—No te muevas —susurró como un
implacable sargento de instrucción—. No te mueras demasiado deprisa, Lucy
Jones. No después de todo este tiempo.
Ella estaba rígida de miedo.
El ángel se levantó, se acercó
tranquilamente al mostrador y con dos movimientos rápidos y feroces cortó la
línea telefónica y el intercomunicador.
—Ahora —le dijo—, una pequeña
charla antes de que ocurra lo inevitable.
Lucy retrocedió sin contestar.
El ángel volvió a situarse
sobre ella y la inmovilizó con las rodillas.
—¿Tienes idea de lo cerca que
he estado de ti y en tantas ocasiones que he perdido la cuenta? ¿Sabes que he
estado a tu lado en cada paso que has dado, día tras día, semana tras semana
hasta llegar a sumar años ? ¿ Que siempre he estado ahí, tan cerca que podría
haber alargado la mano para tocarte, tan cerca que aspiraba tu fragancia y te
oía respirar? Siempre he estado a tu lado, Lucy Jones, desde la noche en que
nos conocimos.
Acercó su cara a la de ella.
—Lo has hecho bien —añadió—.
Aprendiste todas las lecciones en la facultad de Derecho, incluida la que yo te
enseñé. —La miró con expresión de súbita cólera—. Pero ahora sólo queda tiempo
para una última lección —le espetó, y le puso la hoja del cuchillo en el
cuello.
—Es él —repitió Francis—. Está
aquí.
Peter volvió a mirar por la
ventanita de la puerta.
—No he oído la señal. Los
hermanos Moses deberían estar aquí...
Dirigió un último vistazo a la
mezcla de miedo y perseverancia que Francis lucía en la cara, y se volvió para
intentar abrir la puerta con el hombro. A continuación, retrocedió y se lanzó
contra el grueso metal, del que sólo pudo arrancar un ruido sordo. El pánico lo
invadía, consciente de repente de que, en un sitio donde el tiempo parecía
casi irrelevante, ahora los segundos importaban.
Retrocedió y dio un fuerte
puntapié a la puerta.
—Francis —dijo—, tenemos que
salir de aquí.
Pero Francis ya estaba tirando
del bastidor de la cama, intentando arrancar un montante. Peter no tardó en
comprender lo que el joven pretendía, y se situó junto a él para ayudarlo a
liberar alguna parte de hierro que sirviese de palanca improvisada para forzar
la puerta. Entonces una idea insólita se abrió paso entre su miedo y sus
dudas: era probable que la sensación que sentía fuera la misma que la de un hombre
atrapado en un edificio en llamas al enfrentarse a una pared de fuego que
amenaza con devorarlo. Tiró con más fuerza y gruñó del esfuerzo.
En el puesto de enfermería, Lucy
luchaba desesperadamente por conservar la calma. En las horas, los días y los
meses posteriores a la agresión que había sufrido tantos años atrás, había
revivido de modo inevitable todos los «¿y si...?» y «tal vez si...» Ahora
procuraba reunir todos esos recuerdos, sentimientos de culpa y recriminaciones,
miedos y horrores para revisarlos a fin de encontrar el que pudiera ayudarla,
porque este momento era igual que aquél. Sólo que esta vez iban a arrebatarle
algo más que la juventud, la inocencia y la belleza. Se ordenó buscar por
encima del dolor y la desesperación una forma de defenderse.
Se enfrentaba sola al ángel en
un edificio lleno de gente, tan aislada y abandonada como en una isla desierta
o en un bosque impenetrable. La ayuda estaba a un tramo de escaleras de
distancia. La ayuda estaba al fondo del pasillo, tras una puerta cerrada con
llave. La ayuda estaba en todas partes. La ayuda no estaba en ninguna parte.
La muerte era un hombre con un
cuchillo que la sujetaba contra el suelo. Él detentaba todo el poder; una
fuerza surgida de la planificación, la obsesión y la expectativa de ese
momento debía de haber alimentado al ángel. Años de compulsión y deseo sólo
para alcanzar ese momento. Entonces supo, de un modo que trascendía todo lo
aprendido en la universidad, que tenía que volver su victoria en su contra,
así que, en lugar de decir «¡Para!», «¡Por favor!» o siquiera «¿Por
qué?», pronunció con los labios hinchados una frase tan arrogante como
falsa:
—Siempre supimos que eras tú.
El ángel dudó. Y le apretó el
cuchillo contra la mejilla.
—Mientes —siseó. Pero no la
cortó, todavía no. Y Lucy supo que había ganado unos segundos. No una
oportunidad de vivir, sino un momento que había hecho dudar al ángel.
El ruido que Peter y Francis
hacían al pelearse con el bastidor de la cama empezó por fin a despertar a los
pacientes. Como zombis surgidos de un cementerio, uno tras otro se fueron
desperezando, combatieron el profundo embotamiento de sus sedantes y se
levantaron penosamente, parpadeando ante el frenesí de Peter, que forcejeaba
con el metal con todas sus fuerzas.
—¿Qué está pasando, Pajarillo?
Francis oyó la pregunta de
Napoleón y se detuvo, sin saber muy bien qué responder. Los demás hombres
formaban un grupo irregular y amorfo detrás de Napoleón, asombrados por los
esfuerzos de él y Peter, que estaban logrando un modesto avance. Casi habían
conseguido soltar un trozo de unos noventa centímetros de bastidor.
—Es el ángel —contestó al fin—.
Está ahí fuera.
Se oyó un murmullo, mezcla de
sorpresa y miedo. Un par de hombres se acobardaron al pensar que el asesino de
Rubita estaba tan cerca.
—¿Qué está haciendo el Bombero?
—quiso saber Napoleón.
—Necesitamos algo para forzar
la puerta —explicó Francis.
—Si el ángel está ahí fuera,
¿no deberíamos atrancarla mejor?
Otro paciente estuvo de
acuerdo.
—Tenemos que mantenerlo fuera
—murmuró—. Si entra, ¿qué nos salvará?
—Deberíamos escondernos
—propuso alguien del grupo. Francis creyó que era una de sus voces, pero cuando
los hombres vacilaron indecisos, supo que por esa vez sus voces guardaban
silencio.
Peter los miró. El sudor le
resbalaba por la frente y le hacía brillar la cara a la tenue luz de la
habitación. Por un instante, lo absurdo de la situación casi lo superó.
Aquellos hombres, con sus rostros marcados por temores innombrables, pensaban
que sería mejor atrancar la puerta que abrirla. Se miró las manos y advirtió
que se había hecho varios cortes en las palmas y se había dañado una uña.
Volvió a levantar los ojos y vio que Francis se acercaba a los hombres
sacudiendo la cabeza.
—No —dijo el joven con
paciencia—. El ángel matará a la señorita Jones si no la ayudamos. Es como
dijo Larguirucho. Tenemos que afrontar la situación. Protegernos del mal. Tomar
medidas. Levantarnos y luchar. De lo contrario nos encontrará. Tenemos que
actuar ahora.
De nuevo, los hombres
retrocedieron. Se oyó una carcajada, un sollozo, más de un ruidito de miedo.
Francis detectó impotencia y duda en todas las caras.
—Tenemos que ayudarla
—suplicó—. Ahora mismo.
Los hombres no se decidían. Se
balanceaban atrás y adelante como si lo que les pedían que hicieran, fuera lo
que fuese, originara un viento que los zarandeaba.
—Ha llegado la hora —afirmó
Francis con una rara resolución en la voz—. Este es el momento. Ahora. El
momento en que los locos de este edificio harán algo que nadie espera. Nadie
cree en nosotros. Nadie imagina que seamos capaces de lograr algo juntos. Pero
vamos a ayudar a la señorita Jones, y lo haremos juntos. Todos a la vez.
Y entonces vio algo de lo más
sorprendente. De entre aquel puñado de chalados, el hombretón retrasado, tan
infantil en todas sus acciones que no parecía entender ni siquiera la petición
más sencilla, se dirigió hacia Francis. Era de tal simplicidad que Francis no
logró imaginar cómo habría entendido nada de lo que estaba ocurriendo pero, a
través de la densa niebla de su limitada inteligencia, le había llegado la idea
de que Peter necesitaba ayuda, la clase de ayuda que él podía ofrecer. Dejó su
muñeco sobre una cama y pasó junto a Francis con una mirada decidida. Con un
gruñido, apartó a Peter de un empujón. Luego, mientras todos lo observaban en
un silencio embelesado, se agachó, agarró el bastidor de hierro y, de un tirón
potente, arrancó la barra. La agitó sobre su cabeza, esbozó una amplia sonrisa
y se la entregó a Peter.
El Bombero la encajó de
inmediato entre la hoja y el marco, junto al cerrojo. A continuación, hizo
palanca con todas sus fuerzas.
Francis vio cómo la barra se
doblaba con un chirrido espantoso y la puerta empezaba a combarse.
Peter soltó un profundo suspiro
y retrocedió. Volvió a encajar la barra e iba a empujarla cuando Francis lo
interrumpió.
—¡Peter! —exclamó—. ¿Cuál era
la palabra?
—¿Qué? —preguntó, confundido,
el Bombero.
—La palabra, la contraseña que
Lucy usaría para pedir ayuda.
—«Apolo» —respondió Peter, y se
concentró de nuevo en la puerta. Sólo que esta vez, el hombretón retrasado se
acercó para ayudarlo, y ambos se aplicaron a la tarea.
Francis se volvió hacia los
demás hombres, paralizados en su sitio, como a la espera de alguna liberación.
—Muy bien —dijo con la
convicción de un general delante de su ejército en el momento de un ataque—.
Tenemos que conseguir ayuda.
—¿Qué quieres que hagamos?
—preguntó Noticiero.
Francis levantó una mano, como
el arbitro de salida en una carrera.
—Un ruido que puedan oír arriba
y les haga entender que necesitamos ayuda.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó un
paciente lo más fuerte que pudo. Y luego más bajo—: ¡Ayuda! —Su voz se
desvanecía.
—No sirve de nada gritar
pidiendo ayuda. Todos lo sabemos —dijo Francis con rotundidad—. Nadie presta
atención a esos gritos. Lo que tenemos que gritar es ¡Apolo!
La confusión y la duda provocó
que los hombres farfullaran varios Apolo seguidos.
—¿Apolo? —repitió Napoleón—.
Pero ¿por qué Apolo?
—Es la única palabra que
funcionará —aseguró Francis. Sabía que parecía una locura, pero lo dijo con
tanta firmeza que terminó con cualquier otra discusión.
—¡Apolo! ¡Apolo! —gritaron
vanos de los hombres al instante, pero Francis los hizo callar con un gesto
rápido.
—¡No! —exclamó enérgico—.
Tenemos que hacerlo juntos. De otro modo, no lo oirán. Lo diremos a la de tres.
Vamos a probar.
Hizo una cuenta atrás y sonó un
solo Apolo, modesto pero unificado.
—Bien, bien —animó Francis.
Miró a Peter y al hombre retrasado, que gemían mientras se afanaban en forzar
la puerta—. Esta vez tendrá que ser muy fuerte. —Levantó la mano—. Cuando yo
diga —ordenó—. Tres, dos, uno... —Bajó el brazo con rapidez, como una espada.
—¡¡Apolo!! —bramaron los
hombres.
—¡Otra vez! —exhortó Francis—.
Lo habéis hecho muy bien. Vamos. Tres, dos, uno... —Rasgó el aire de nuevo.
—¡¡¡Apolo!!! —aullaron los
hombres.
—¡Otra vez!
—¡¡Apolo!!
—¡Y otra!
—¡¡Apolo!!
La palabra se elevó con fuerza, propulsada a toda
potencia, y traspasó las gruesas paredes y la oscuridad del hospital,
convertida en una palabra explosiva, pirotécnica, como nunca se había oído en
el manicomio y era probable que nunca volviera a oírse, pero que superó todos
los cerrojos y las barreras materiales, se alzó, voló y encontró su libertad
en el sonido, recorrió veloz el denso aire y, certera, se dirigió directamente
a los oídos de los dos hombres que, en el piso de arriba, eran sus principales
destinatarios. Ambos estiraron el cuello, sorprendidos, cuando la palabra
clave les llegó, resonante, procedente de una fuente tan inesperada.
33
—¡Apolo! —exclamé.
En la mitología era el dios del
Sol, cuyo carro veloz señalaba la llegada del día. Era lo que necesitábamos
aquella noche, dos cosas que por lo general escaseaban en aquel hospital
psiquiátrico: rapidez y claridad.
—Apolo —repetí. Debía
de estar gritando.
La palabra retumbó en las
paredes de mi apartamento, salió disparada hacia los rincones, saltó hacia el
techo. Era una palabra extraordinaria que se deslizaba por mi lengua con una
fuerza que avivaba mi resolución. Habían pasado veinte años desde la noche que
la había pronunciado por ultima vez, y me pregunté si ahora no haría por mí lo
mismo que entonces.
El ángel bramó de rabia.
Alrededor de mí, el cristal se hacía añicos, el metal gemía y se retorcía como
consumido por el fuego. El suelo temblaba, las paredes se combaban, el techo
oscilaba. Todo mi mundo se estaba desmoronando en pedazos, como si la furia del
ángel lo aniquilase. Me tapé los oídos para ahogar la cacofonía de destrucción
que me rodeaba. Las cosas se rompían, se desmenuzaban, explotaban, se
desintegraban ante mis ojos. Estaba en medio de un aterrador campo de batalla,
y mis voces interiores eran como gritos de hombres condenados. Me sujeté la
cabeza con las manos para tratar de esquivar la metralla de los recuerdos.
Aquella noche, veinte años
atrás, el ángel había tenido razón en muchas cosas. Había previsto todo lo que
Lucy haría, sabía con exactitud cómo actuaría Peter, conocía a la perfección
la ayuda que prestarían los hermanos Moses. Estaba familiarizado con el
hospital y con el modo en que afectaba a la mente de todo el mundo. El ángel
comprendía mejor que nadie que el comportamiento de las personas cuerdas era
rutinario, organizado y deprimentemente previsible. Sabía que el plan de Lucy
le proporcionaría aislamiento, tranquilidad y oportunidad. Lo que ella y Peter
habían creído que sería una trampa para elle ofrecía, de hecho, las
circunstancias ideales. Conocía la psicología y la muerte mejor que ellos, y
era inmune a sus manidos planes. Para pillarla por sorpresa sólo tenía que
evitar sorprenderla. Se había tendido ella misma una trampa; eso debió de
excitarlo. Y aquella noche, sabía que tendría el asesinato en las manos, delante
de él, preparado como una mala hierba que había que arrancar. Se había pasado
años preparando el momento en que volvería a tener a Lucy bajo su cuchillo, y
había tenido en cuenta casi todos los factores, todos los elementos, todas las
consideraciones, excepto, curiosamente, la más evidente y menos memorable.
No había tenido en cuenta a los
locos.
Cerré los ojos al recordar. No
estaba seguro de si estaba ocurriendo en el pasado o en el presente, en el
hospital o en mi apartamento. Lo estaba evocando todo, esta noche y aquella
noche, que eran la misma.
Peter emitía ruidos guturales
mientras forzaba la puerta con la palanca, junto con el hombretón retrasado,
que se esforzaba sudoroso y mudo a su lado. Junto a mí, Napoleón, Noticiero y
los demás estaban dispuestos y esperaban, como un coro, mi siguiente
instrucción. Temblaban y se estremecían de miedo y entusiasmo porque ellos,
más que nadie, comprendían que era una noche irrepetible, una noche en que las
fantasías y la imaginación, la alucinación y el delirio se hacían realidad.
Y Lucy, a pocos metros de
distancia, pero sola con el hombre que durante tanto tiempo sólo había pensado
en su muerte, sabía que necesitaba seguir ganando segundos.
Lucy intentó pensar a pesar de
la sensación fría y afilada de la hoja que se le hundía en la piel, una
sensación terrible que paralizaba su capacidad de razonamiento. Podía oír, al
fondo del pasillo, el ruido de la puerta al ser forzada; que gemía quejumbrosa
ante los embates de Peter y el retardado. Cedía despacio, indecisa a abrirse y
permitir el rescate. Pero, por encima de ese ruido, oyó cómo los hombres del
dormitorio vociferaban la palabra «Apolo», y eso le dio una brizna de esperanza.
—¿Qué significa? —preguntó el
ángel con frialdad. Que no le inquietase aquel repentino ruido asustó tanto a
Lucy como todo lo demás.
—¿Qué?
—¡Qué significa! —insistió él
con voz baja y dura.
Lucy pensó que no era necesario
que añadiera una amenaza a sus palabras. Tenía que ganar tiempo, de modo que
vaciló.
—Es un grito para pedir ayuda
—explicó por fin.
—¿Cómo?
—Necesitan ayuda.
—¿Por qué gritan...? —Se detuvo
y la miró con el rostro contraído.
Incluso en la penumbra ella
pudo verle las arrugas de la cara, líneas y sombras que transmitían terror.
Durante su lejana agesión había llevado un pasamontañas, pero ahora quería que
lo viera porque creía que sería lo último que ella vería. Respiraba con
dificultad y gemía debido al dolor de los labios hinchados y la mandíbula
herida.
—Saben que estás aquí. —Escupió
las palabras con algo de sangre—. Vienen a buscarte.
—¿Quiénes?
—Todos los locos del edificio.
—¿Sabes lo rápido que puedes
morir, Lucy? —replicó el ángel, inclinado hacia ella.
Lucy asintió en silencio,
temerosa de que una sola palabra conjurase la realidad. El filo del cuchillo
se le hincó en la mejilla y la hizo sangrar un poco. Era una sensación
aterradora que ella recordaba con claridad del primer encuentro con el ángel
tantos años atrás.
—¿Sabes que puedo hacer lo que
quiera, Lucy, y que tú no puedes hacer nada para impedirlo?
Ella mantuvo la boca cerrada.
—¿Sabes que podría haberme
acercado a ti en cualquier momento durante tu estancia en el hospital y haberte
matado delante de todo el mundo, y que lo único que habrían dicho es que estaba
loco y no habrían podido culparme? Eso es lo que dicen tus leyes, Lucy. Lo
sabes, ¿verdad?
—Adelante, mátame —repuso ella
con frialdad—. Como hiciste con Rubita y las otras.
Inclinó más la cabeza para que
Lucy notara su aliento en la cara. El mismo movimiento que haría un amante
antes de dejar a su amada dormida e irse temprano a trabajar.
—No te mataré como a ellas,
Lucy —siseó—. Ellas murieron para traerte hasta mí. Sólo eran parte de mi plan.
Sus muertes sólo fueron eslabones. Necesarias, pero no extraordinarias. De
haber querido que murieras como ellas, podría haberte matado en cien ocasiones.
En mil. Piensa en todos los momentos que has estado a solas en la oscuridad.
Quizá no estabas sola todas esas veces. Quizá yo estaba a tu lado, sólo que tú
no lo sabías. Pero esta noche quería que ocurriera a mi manera, que tú
vinieras a mí.
Lucy no respondió. Se sentía
atrapada en el enfermizo torbellino de odio del ángel; giraba y notaba que en
cada giro se le escapaba más la vida.
—Fue muy fácil —siseó el
ángel—. Crear una serie de asesinatos a los que la prometedora y joven fiscal
no pudiera resistirse. Nunca supiste que no significaban nada y que tú lo eras
todo, ¿verdad, Lucy?
Gimió a modo de respuesta.
Al fondo del pasillo, la puerta
soltó un escalofriante chirrido de rendición. El ángel dirigió la mirada hacia
el ruido a través de la penumbra del pasillo. En ese instante de duda, Lucy
supo que su vida pendía de un hilo. El ángel quería deleitarse con su muerte
durante largo rato. Lo había imaginado todo, desde la manera en que se
acercaría a ella hasta el ataque y todo lo que iba a continuación. Había programado
todas las palabras que le diría, todos los contactos con su cuerpo, todos los
cortes hasta su muerte. Era una obsesión que había ocupado su mente todo el
tiempo y que estaba obligado a hacer realidad. Eso lo hacía poderoso,
intrépido, y el asesino que era. Todo su ser se había fijado en ese momento
culminante. Pero no estaba ocurriendo como había previsto en su cabeza, día
tras día, al repasar cada movimiento, cada gesto. Lucy notó que el ángel se
tensaba ante el choque entre la realidad y la fantasía. Rogó que se impusiera
la realidad. Pero ¿habría tiempo para ello?
Entonces oyó un segundo sonido
por encima del terror que la atenazaba. Procedía del piso de arriba: una
puerta al cerrarse de golpe y pasos que resonaban en los peldaños de la
escalera. Apolo había cumplido su misión.
El ángel soltó un grito de
frustración que reverberó en el pasillo.
—Esta noche Lucy tiene suerte
—masculló inclinándose hacia ella—. Mucha suerte. No creo que pueda quedarme
más rato. Pero volveré por ti otra noche, cuando menos te lo esperes. Una
noche en que
tus precauciones no valdrán
nada, y yo estaré ahí. Puedes ir armada. Protegerte. Irte a vivir a una isla
desierta o a una selva remota. Pero tarde o temprano estaré ahí, a tu lado,
Lucy. Y entonces terminaremos esto.
Pareció ponerse tenso otra vez
y Lucy notó cómo dudaba antes de añadir:
—Nunca apagues la luz, Lucy.
Nunca te acuestes en la oscuridad a solas. Porque los años no significan nada
para mí, y algún día estaré ahí contigo.
Lucy respiró con fuerza,
abrumada por la profundidad de aquella obsesión.
El ángel empezó a separarse de
ella, como un jinete desmontando de su caballo.
—Una vez te di algo para que me
recordaras cada vez que te miraras en el espejo —le dijo con frialdad—. Ahora
me recordarás cada vez que des un paso.
Y, dicho eso, le clavó el
cuchillo en la rodilla derecha y lo retorció con fiereza una sola vez. Lucy
soltó un grito desgarrador y perdió el conocimiento, pero alcanzó a ser
vagamente consciente de que el ángel se había marchado, dejándola magullada,
herida, sangrando, apenas viva, acaso lisiada y con una amenaza terrible.
La puerta chirrió otra vez y
una franja de tenue luz creció entre el marco y la hoja. Francis pudo atisbar
el pasillo al otro lado, que esperaba como una boca tenebrosa. El hombre
retrasado se enderezó de repente y lanzó la palanca al suelo, donde
repiqueteó. Apartó a Peter y retrocedió unos pasos. Inclinó la cabeza como un
toro en un ruedo, enfurecido por la chulería del matador, y se lanzó de golpe
con un fuerte alarido. Chocó contra la puerta, que se combó y cedió un poco más
con un horrible estrépito. El retrasado se tambaleó y sacudió la cabeza, jadeante,
con un hilo de sangre que le manaba de la frente y le bajaba entre los ojos
hasta la nariz. Retrocedió, sacudió la cabeza y, por segunda vez, se preparó y
bramó con furia para efectuar otra carga. Esta vez la puerta cedió del todo y
el ariete humano fue a parar al pasillo.
Peter salió rápidamente,
seguido de cerca por Francis y los demás pacientes, que, impulsados por la
energía del momento, dejaron atrás gran parte de su locura. Napoleón arengó a
los hombres agitando un puño por encima de la cabeza como si sujetara una
espada.
—¡Adelante! —ordenó—. ¡Al
ataque!
Noticiero decía algo sobre los
titulares del día siguiente y sobre pasar a formar parte de la historia
mientras avanzaban tambaleantes por el pasillo, unidos todos en un objetivo
común.
En la confusión subsiguiente,
Francis vio al hombre retrasado volver al dormitorio con el rostro radiante.
Una vez allí, se dejó caer en la cama, tomó el muñeco en brazos y se volvió
hacia el umbral de la puerta con una expresión de absoluta satisfacción.
Luego vio a Peter correr hacia
el puesto de enfermería y, gracias a la tenue luz de la lámpara del puesto,
distinguió una figura tendida en el suelo. Salió disparado en esa dirección con
zancadas resonantes, como un tambor que tocara a zafarrancho. Al mismo tiempo,
vio aparecer a los hermanos Moses por la puerta que daba a las escaleras del
otro extremo. Cuando pasaron por delante del dormitorio de las mujeres, se
oyeron gritos y chillidos que sonaban como una sinfonía de confusión y pánico
cuyo compás lo marcaba el miedo.
Peter se agachó junto a Lucy, y
Francis dudó un instante, temeroso de que estuviera muerta. Pero entonces, por
encima del fragor que de repente se había apoderado del pasillo, Lucy gimió de
dolor.
—¡Dios mío! —exclamó Peter—.
Está malherida.
Le acarició una mano e intentó
decidir qué hacer. Alzó los ojos hacia Francis y los hermanos Moses, que
habían llegado sin aliento.
—Tenemos que conseguir ayuda
—dijo.
Negro Chico alargó la mano
hacia el teléfono y vio que tenía el cable arrancado. Echó un rápido vistazo al
asolado puesto de enfermería y dijo:
—Aguantad. Voy arriba a pedir
ayuda.
Negro Grande se volvió hacia
Francis con una expresión de ansiosa inquietud.
—Tenía que avisarnos por el
intercomunicador o el teléfono... Tardamos unos segundos cuando os oímos...
—No terminó la frase, porque de repente el valor de esos instantes parecía
equivaler al de la vida de Lucy Jones.
Ella estaba transida de dolor,
sólo medio consciente de que Peter estaba a su lado y de que los hermanos Moses
y Francis también estaban allí. En su semiinconsciencia, le parecía verlos en
una costa lejana a la que ella se afanaba por llegar luchando contra las mareas
y las corrientes. Sabía que tenía que decir algo importante antes de ceder a
la agonía y dejarse caer, tranquila, en el oscuro abismo que la atraía. Se
mordió el labio ensangrentado y consiguió articular unas palabras a pesar del
dolor y la desesperación que la embargaban.
—Está aquí... —musitó—.
Encontradlo... Terminad con esta historia...
No sabía si aquello tenía
sentido, o si alguien la había oído. Ni siquiera estaba segura de que las
palabras que había logrado formar en su cabeza hubieran salido de sus labios.
Pero por lo menos lo había intentado y, con un suspiro, dejó que la
inconsciencia se apoderara de ella, sin saber si alguna vez se liberaría de su
abrazo seductor pero consciente de que al menos todo el dolor desaparecería.
—¡Mierda, Lucy! ¡No te vayas!
—suplicó Peter en vano. Alzó los ojos y dijo—: Ha perdido el conocimiento.
—Acercó el oído a su pecho—. Está viva, pero...
Negro Grande se agachó junto a
ella y empezó a aplicarle presión en la herida de la rodilla, que sangraba
mucho.
—¡Que alguien traiga una manta!
—bramó.
Francis se volvió y vio que
Napoleón se dirigía hacia el dormitorio para buscar una. Al otro extremo del
pasillo, Negro Chico reapareció corriendo.
—¡Ya viene la ayuda! —gritó.
Peter retrocedió un poco, sin
separarse de Lucy. Francis vio que miraba al suelo y ambos detectaron la
pistola de Lucy. En ese instante, para Francis era como si todo lo que había en
el edificio Amherst se moviera a cámara lenta, y de golpe comprendió lo que
Lucy había dicho y pedido.
—El ángel... —dijo a Peter y
los hermanos Moses— ¿dónde está?
Fue entonces, en ese momento,
cuando toda mi locura y todo lo que podría volverme cuerdo algún día se unió en
una gran conexión eléctrica y explosiva. El ángel soltaba alaridos y su voz
era un estruendo colérico. Me aferraba el brazo para intentar impedirme llegar
a la pared, me arañaba, intentaba arrebatarme el lápiz para evitar que
escribiera con letra temblorosa lo que había ocurrido a continuación. Peleaba
con dureza y me zarandeaba el cuerpo a golpes por cada palabra. Todo su ser se
concentraba en detenerme, en doblegarme y en verme muerto ahí mismo, tras darme
por vencido, tras quedarme corto, a unos centímetros del final.
Yo me defendía y me esforzaba
por escribir en el espacio en blanco cada vez más reducido de la pared.
Chillaba, discutía, le gritaba, apunto de estallar como un cristal apunto de
hacerse añicos.
—Sí, ¿ dónde... ? —dijo
Peter.
—Sí, ¿dónde...? —dijo Peter.
Francis desvió la mirada del
cuerpo tendido de Lucy para escrutar el pasillo. A lo lejos, oyó la sirena de
una ambulancia y se preguntó si sería la misma que lo había llevado al Western.
Buscó con los ojos en una
dirección aunque, de hecho, estaba buscando en su interior. Miró el pasillo,
más allá del dormitorio de las mujeres, hacia la escalera donde Cleo se había
suicidado y donde el oportunista ángel le había mutilado después la mano.
Sacudió la cabeza y pensó que no había huido por ahí porque se habría topado
con los hermanos Moses. Se volvió para examinar las demás vías de escape. La
puerta principal. La escalera en el extremo de los hombres. Cerró los ojos y
pensó: «El ángel no habría venido aquí esta noche si no dispusiese de una
salida de emergencia. Por si algo salía mal, claro, pero también porque
necesitaba ocultarse para saborear los últimos instantes de Lucy. No querría
compartirlos con nadie. Un sitio donde estar a solas con su obsesión. Te
conozco, ángel, y sé lo que necesitas, y ahora sé adonde has ido.»
Francis se dirigió despacio
hacia la puerta principal. Cerrada con llave. Reflexionó. Demasiado tiempo.
Demasiada incertidumbre. Tendría que haber utilizado dos llaves y salir donde
los de seguridad podrían verlo. Y cerrar con llave para no dejar una pista
sobre su huida.
Sus voces gritaron su
conformidad: Por ahí no. Lo sabes. Puedes verlo. No sabía si los gritos
eran de ánimo o de desesperación. Echó un vistazo al pasillo y a la puerta
derribada del dormitorio de los hombres. Reflexionó otra vez. El ángel habría
tenido que pasar ante ellos, y eso habría sido casi imposible, incluso para un
hombre que se enorgullecía de su invisibilidad.
Y entonces Francis lo vio.
—¿Qué pasa, Pajarillo?
—preguntó Peter.
—Ya lo sé. —La sirena de la
ambulancia se acercaba, y le pareció
oír pasos presurosos por el
camino hacia el edificio Amherst. Eso era imposible, pero aun así oía a
Tomapastillas, al señor del Mal y a todos los demás corriendo hacia allí.
Se dirigió a la puerta que daba
al sótano y los conductos subterráneos de la calefacción.
—Aquí —dijo. Y, como un mago
algo tembloroso en el cumpleaños de un niño, abrió la puerta que debería haber
estado cerrada con llave.
Francis dudó en lo alto de las
escaleras, atrapado entre el miedo y un tácito deber, mal definido. Nunca había
pensado demasiado en el concepto de valentía, limitándose a superar las
dificultades cotidianas de pasar de un día al siguiente mediante su ligero
contacto con la realidad. Pero, en ese instante, comprendió que dar un paso
hacia el sótano exigía una fuerza sobrehumana. Allá abajo, una única bombilla
proyectaba sombras en los rincones y apenas iluminaba los peldaños que
descendían hacia la zona de almacenaje. Más allá del tenue arco de luz había
una penumbra densa, envolvente. Notó una vaharada de aire caliente, viciado.
Olía a moho y encierro, como si todos los pensamientos terribles y las
esperanzas truncadas de las generaciones de pacientes que vivían su locura en
el mundo de arriba se hubieran filtrado hacia el sótano, como el polvo, las
telarañas y la suciedad. Era un sitio que rezumaba enfermedad y muerte, un
sitio donde el ángel se sentiría cómodo.
—Aquí abajo —confirmó a Peter.
Contradijo así las voces que en
su cabeza le gritaban ¡No bajes ahí! Las ignoró. Peter se situó a su
lado. En la mano derecha empuñaba el revólver de Lucy. Francis no lo había
visto recogerlo en el puesto de enfermería, pero agradeció que lo tuviera.
Peter había sido soldado y sabría utilizarlo, y en aquella lúgubre catacumba,
necesitarían alguna ventaja.
Peter asintió y se volvió hacia
Negro Grande y su hermano, que administraban los primeros auxilios a Lucy. El
auxiliar corpulento levantó la cabeza y fijó sus ojos en los del Bombero.
—Mire, señor Moses —dijo Peter
con calma—, si no hemos vuelto en unos minutos...
Negro Grande se limitó a
asentir con la cabeza. Su hermano también lo hizo.
—Adelante —indicó—. En cuanto
llegue la ayuda, os seguiremos.
Francis tuvo la impresión de
que ninguno de los dos reparaba en el arma que Peter empuñaba. Inspiró hondo e
intentó borrar de su cabeza todo lo que no fuera encontrar al ángel, y con
paso titubeante, empezó a bajar las escaleras.
Le pareció que zarcillos de
calor y oscuridad lo envolvían a medida que avanzaba. Era imposible caminar
sin hacer ningún ruido; la incertidumbre parecía favorecer el ruido, de modo
que cada vez que apoyaba el pie en un peldaño creía oír un sonido fuerte y
retumbante, cuando lo cierto era lo contrario: sus pasos eran amortiguados.
Peter iba detrás y lo empujaba un poco, como si la velocidad fuera importante.
Tal vez lo fuera. Tal vez tenían que atrapar al ángel antes de que la noche lo
absorbiera y desapareciese.
El sótano era amplio y
tenebroso, iluminado por un sola bombilla. Cajas de cartón, bidones vacíos y
un batiburrillo de objetos desechados lo convertían en una pista de
obstáculos, y una capa de hollín parecía cubrirlo todo. Se movieron lo más
rápido posible entre herrumbrosos bastidores de cama y colchones mohosos, como
si cruzaran una densa selva de objetos abandonados. Una enorme caldera negra
descansaba inútil en un rincón, y un rayo de luz proyectaba algo de claridad al
grueso conducto que penetraba en una pared para convertirse en un oscuro
túnel.
—Por aquí —señaló Francis—. Ha
huido por aquí.
—¿Cómo puede ver por dónde va?
—preguntó Peter refiriéndose a la oscuridad absoluta del túnel—. ¿Y adonde
crees que le conducirá?
La respuesta a esta pregunta
era más complicada de lo que el Bombero creía.
—A otro edificio, Williams o
Harvard, o a la central de calefacción y suministro eléctrico —respondió—. Y no
necesita luz. Sólo tiene que avanzar, porque sabe adonde va.
Peter asintió y pensó que
probablemente el ángel no era consciente de que lo seguían, lo que tal vez
constituyese una ventaja. Además, cualquiera que fuese el camino que el ángel
recorría en sus anteriores desplazamientos al edificio Amherst, esa noche sería
diferente, porque ya no estaba a salvo en el hospital. Esa noche, el ángel
querría desaparecer. Pero Peter no estaba seguro de cómo.
Estas cosas también se le
habían ocurrido a Francis. Pero él sabía algo más: no debían subestimar la
cólera del ángel.
Los dos hombres se adentraron
en el conducto de la calefacción.
Se había concebido para proveer
de vapor, no para que un hombre lo usara como pasaje subterráneo entre
edificios. Pero, aunque no estuviera pensado para esa finalidad, servía para
eso. Sólo había espacio para avanzar medio agachado y a trompicones. Era un
mundo perfecto para ratas y otros roedores, que sin duda lo consideraban el
mejor hogar. Construido hacía décadas y derruido a lo largo de los años, su
utilidad resultaba nula salvo para el asesino al que perseguían.
Se movían a tientas y se
detenían cada pocos pasos para escuchar con atención, con las manos extendidas
hacia delante como un par de invidentes. El calor era sofocante y el sudor les
prelava la frente. Ambos se notaban cubiertos de suciedad, pero siguieron
adelante superando los obstáculos, pegados con cuidado a un lado y resiguiendo
un tubo viejo que parecía desintegrarse al tocarlo.
A Francis le costaba respirar.
El polvo y el deterioro parecían concentrarse en todas las bocanadas de aire
que aspiraba. Mientras avanzaba, percibía años de desolación y se preguntó a
medida que recorría aquel túnel si estaba extraviándose más o, por el
contrario, encontrándose a sí mismo.
Peter iba detrás y se detenía a
menudo para aguzar el oído y la vista a la vez que maldecía la oscuridad que
ralentizaba la persecución. Tenía la impresión de que no avanzaban con la
rapidez necesaria y apremiaba a Francis para que se moviera más deprisa. En la
penumbra del túnel, era como si todas las conexiones con el mundo de arriba se
hubieran cortado y los dos se encontrasen solos para atrapar una presa muy
peligrosa. Trató de obligarse a pensar con lógica y exactitud, a evaluar y
reflexionar, a anticiparse y predecir, pero era imposible. Esas cualidades
pertenecían al mundo normal, y ahí abajo no servían de nada. El ángel tendría
algún plan de acción, pero no alcanzaba a discernir si consistía en evadirse
o, simplemente, en esconderse. Lo único que sabía era que tenían que seguir
adelante, porque intuía que ningún sendero selvático que hubiera recorrido ni
ningún edificio en llamas en el que hubiera entrado habían sido tan peligrosos
como la ruta que seguía ahora. Peter comprobó que el arma no llevaba el seguro
puesto y la empuñó con más fuerza.
Soltó un juramento al dar un
traspié y volvió a soltar otro mientras recuperaba el equilibrio.
Francis tropezó en un escombro
y soltó un grito ahogado al tiempo que aleteaba los brazos para no caer. Cada
paso era tan incierto como el de un niño, pensó. Pero de repente vio una tenue
luz amarilla que parecía estar a kilómetros de distancia.
—¿Tú qué opinas? —susurró Peter.
—¿La central de calefacción?
¿Otro edificio?
Ninguno de los dos tenía la
menor idea. Ni siquiera sabían si habían avanzado en línea recta desde el
edificio Amherst. Estaban desorientados, asustados y tensos. Peter aferró el
arma, al menos eso era algo real, algo firme en un mundo escurridizo. Francis
no tenía nada tan concreto en lo que confiar.
Avanzó hacia la pálida luz. Con
cada paso no ganaba fuerza sino dimensión, como el sol al asomar tras unas
colinas distantes luchando contra la niebla y las nubes. Francis pensó que los
atraía como una vela parpadeante a una polilla, y no estaba seguro de que
fueran a ser más efectivos que ella.
—Sigue —lo apremió Peter. Lo
dijo tanto para oír su propia voz como para convencerse de que el envolvente y
claustrofóbico túnel de la calefacción estaba llegando a su fin. Francis
agradeció oír aquella palabra aunque procediera de la penumbra incorpórea, como
si la hubiera pronunciado algún fantasma que le pisara los talones.
Avanzaron con dificultad y, por
fin, la tenue luz amarilla que los atraía arrojó cierta claridad al camino.
Francis, vacilante, se acercó una mano a la cara, como si la sensación de ver
le resultara curiosamente desconocida. Un escombro le golpeó en la pierna,
haciéndole dar otro traspié. De pronto se detuvo, porque intuyó que algo muy
evidente se le escapaba, pero Peter le dio un empujoncito y finalmente ambos
llegaron a la desembocadura del conducto en la pared. Cuando salieron a un
recinto tenuemente iluminado, Francis supo qué le había pasado por alto: habían
recorrido la totalidad del túnel sin haber notado ni una sola vez el
desagradable tacto pegajoso de una telaraña. Eso le pareció incongruente. En
ese túnel tenía que haber arañas.
Y comprendió qué significaba:
alguien más había seguido ese camino y las había quitado.
Estaban en un extremo de otro
sótano tenebroso. Como en Amherst, sólo una bombilla desnuda en el techo cerca
de la escalera situada al otro lado proporcionaba una patética aura de luz. A
su alrededor había los mismos montones de material y equipo desechado, y por un
instante Francis temió que simplemente hubiesen trazado un extraño círculo,
porque todo parecía igual. Escrutó las sombras que lo rodeaban y tuvo la
extraña sensación de que las cosa habían sido movidas para abrir un paso.
Peter empuñaba el arma con ambas manos en la postura de un tirador, preparado.
—¿Dónde estamos? —preguntó
Francis.
Peter no tuvo ocasión de contestar porque la
habitación se sumió de golpe en una absoluta oscuridad.
34
Peter dio un paso hacia atrás
como si lo hubieran abofeteado. Se ordenó que debía conservar la calma, lo que
era difícil en la repentina noche que los envolvía. Francis soltó un grito y se
encogió de miedo.
—¡Pajarillo! —ordenó Peter—. No
te muevas.
Al joven no le costó nada obedecerlo.
Estaba casi paralizado por el pánico. Haber sentido el alivio momentáneo de
llegar a un lugar reconocible y de pronto volver a sumirse en la oscuridad le
aterró indeciblemente. Los latidos de su corazón le indicaban que seguía vivo,
pero todas sus voces le advertían que estaba al borde de la muerte.
—¡No hagas ruido! —susurró
Peter mientras avanzaba a tientas y amartillaba el revólver. Alargó la mano
izquierda para tocar a Francis en el hombro y comprobar su posición. El arma
produjo un clic espantoso en la oscuridad. Peter se mantuvo inmóvil,
intentando no hacer ningún ruido delator.
Francis oía a sus voces gritar:
¡Escóndete! ¡Escóndete!, pero eso era imposible en ese momento. Se
agachó para ocupar el menor espacio posible. Respiraba nervioso, con
dificultad, y cada vez que inspiraba se preguntaba si sería la última. Era sólo
medio consciente de la presencia de Peter, quien, con un nerviosismo que
contradecía su experiencia, dio otro paso al frente. Su pie produjo un leve
ruido en el suelo de cemento. Y Francis notó que se volvía a un lado y otro,
como decidiendo en qué dirección se encontraba la amenaza.
Francis intentó evaluar la
situación. Sabía que el ángel había apagado las luces y estaba esperando en
algún sitio del cubículo negro en que estaban atrapados. El asesino estaba en
un terreno conocido mientras que Peter y él sólo habían alcanzado a ver unos
segundos su entorno antes de ser sumidos en la oscuridad. Francis apretó los
puños y todos sus músculos se tensaron, gritándole que se moviera, pero no
pudo. Estaba clavado en el sitio como si el cemento del suelo se le hubiera
solidificado alrededor de los zapatos.
—¡No hagas ruido! —susurró
Peter, y siguió volviéndose a un lado y otro, con el arma delante, preparada
para disparar.
Francis notó que el espacio
entre él y la muerte se reducía. Percibía la oscuridad de la habitación como
si hubieran cerrado su ataúd y el único ruido que oyese fuera las paladas de
tierra que le echaban encima. Quería gritar, gimotear, retroceder y acurrucarse
como un niño. Sus voces le gritaban que lo hiciera. Le instaban a correr, a
huir, a encontrar algún rincón donde esconderse. Pero él sabía que ningún
sitio era seguro, y procuró contener el aliento y escuchar.
Oyó unos arañazos a su derecha.
Se volvió en esa dirección. Podía haber sido una rata. Podía haber sido el
ángel. La incertidumbre lo rodeaba.
La oscuridad lo igualaba todo.
Unas manos, un cuchillo, una pistola. Si al principio contaban con la ventaja
del arma de Lucy, ahora todo favorecía al hombre que los acechaba en silencio.
Francis intentaba reflexionar, que la razón se impusiera al pánico que lo
embargaba. Pensó: «He pasado tantos años de mi vida a oscuras que debería
sentirme a salvo.»
Supo que lo mismo podía ser
válido para el ángel.
Después pensó en lo que había
visto antes de que se apagara la luz.
Reconstruyó los pocos segundos
de visión que había tenido. Comprendió que el ángel había presentido que lo
seguían o los había oído en el túnel. Y había decidido no huir, sino esperarlos
escondido. Había dejado la luz encendida sólo lo suficiente para comprobar
quién lo perseguía. Francis se esforzó en visualizar aquel sótano. El ángel los
atacaría por sorpresa. Conocía al dedillo ese lugar y no necesitaba luz para
orientarse. Francis reconstruyó la habitación mentalmente, intentando recordar
cada cosa con exactitud. Aguzó el oído, pues su respiración le sonaba como un
bombo, tan fuerte que amenazaba con tapar cualquier otro sonido.
Peter también sabía que estaban
siendo atacados. Hasta la última fibra de su cuerpo le gritaba que se hiciera
cargo de la situación, que maniobrara y aprovechara el momento. Pero no podía.
Pensó que la oscuridad era una desventaja para todos pero al punto comprendió
que no era así. Lo único que hacía era poner de relieve su vulnerabilidad y la
de Francis.
También sabía que el ángel
tenía un cuchillo, de modo que sólo necesitaba reducir la distancia que los
separaba. En aquella oscuridad, un revólver era una ventaja mucho menor de lo
Peter había imaginado.
Se volvió a derecha e
izquierda. El miedo y la tensión lo cegaban tanto como la oscuridad. Sabía que
los hombres razonables pueden encontrar soluciones razonables a problemas
razonables, pero sus actuales circunstancias no tenían nada de razonable. Les
resultaba tan imposible retroceder como atacar, tan difícil moverse como
mantenerse en un sitio. Estaban sumergidos en un mar de sombras.
Francis pensó que la noche
acentuaba los sonidos, pero en realidad los confundía y distorsionaba. La única
forma de ver era oír, así que cerró los ojos y volvió un poco la cabeza. Se
concentró e intentó no prestar atención al Bombero para descubrir la posición
del ángel.
A su derecha, a unos metros,
sonó un ruido sordo.
Ambos lo oyeron y se volvieron.
Peter apuntó y, con toda la tensión del cuerpo ejerciendo presión sobre el
dedo en el gatillo, disparó una vez.
La detonación los ensordeció a
los dos y el fogonazo restalló como un relámpago. La bala surcó el tenebroso
sótano con un propósito mortífero, pero en vano.
Francis notó el olor a pólvora,
casi como si el eco del disparo lo transportara. Oyó la respiración agitada de
Peter, y cómo maldecía en voz baja. Y entonces tomó conciencia de algo
terrible: Peter acababa de revelar dónde estaban.
Pero antes de que pudiera decir
nada o escudriñar la oscuridad en la otra dirección, oyó un sonido extraño
prácticamente a sus pies. Acto seguido, algo metálico pasó a toda velocidad
por su lado, como si volara, como si no tocara el suelo sino que se desplazara
por el aire, hasta dar en Peter. Francis se echó atrás, perdió el equilibrio
y, al caerse al suelo, se golpeó la cabeza. En un segundo desorientador,
perdió la noción de dónde estaba y de lo que estaba pasando.
En medio de una oleada de dolor
vertiginoso, se percató de que, a poca distancia pero fuera de su vista, Peter
y el ángel estaban enzarzados en una violenta lucha, rodando por el suelo
entre la basura y los desechos. Alargó la mano intentando ayudar a su amigo,
pero los dos hombres se habían alejado y, por un instante aterrador, estuvo
totalmente solo, salvo por los sonidos apremiantes de un combate desesperado
que tanto podía estar dirimiéndose a un metro de él como a kilómetros de
distancia.
En el edificio Amherst, Evans
estaba furioso, intentando organizar a los pacientes para devolverlos al
dormitorio, pero Napoleón, envalentonado por todo lo que había pasado, se
obstinaba en decir que ellos sólo recibían órdenes de Pajarillo y del Bombero,
y que hasta que no se llevaran a la señorita Jones en ambulancia y Pajarillo y
el Bombero no volvieran de allá donde hubiesen ido, nadie se movería. Su
bravuconería no era del todo cierta, porque mientras se enfrentaba al señor del
Mal en medio del pasillo, con Noticiero a su lado como edecán, muchos pacientes
habían empezado a deambular detrás de ellos. Al otro lado del pasillo, las
mujeres, encerradas aún en su dormitorio, gritaban con desesperación
advertencias variopintas: «¡Asesinato! ¡Fuego! ¡Violación! ¡Al ladrón!» Más o
menos todo lo que se les ocurría a falta de saber qué estaba pasando. El jaleo
que armaban era enloquecedor.
Gulptilil estaba agachado junto
a la sangrante Lucy, mientras dos paramédicos la atendían diligentemente. Uno
logró por fin detener la hemorragia de la rodilla con un torniquete mientras
otro le ponía una vía de plasma en el brazo. Estaba pálida, al borde del
desvanecimiento, intentando hablar pero incapaz de pronunciar palabras, padeciendo
horrores. Renunció por fin y se sumió en una semiinconsciencia, apenas
consciente de que había gente a su alrededor. Con la ayuda de Negro Grande, los
dos paramédicos la depositaron en una camilla. Dos guardias de seguridad
permanecían a un lado, sin saber qué hacer, a la espera de instrucciones.
Cuando se llevaban a Lucy,
Tomapastillas se volvió hacia los hermanos Moses. Su primer impulso fue exigir
a gritos una explicación, pero decidió aguardar el momento oportuno.
—¿Dónde? —se limitó a
preguntar.
Negro Grande tenía su chaqueta
blanca manchada de sangre de las heridas de Lucy. Su hermano estaba manchado de
modo parecido.
—En el sótano —señaló Negro
Grande—. Pajarillo y el Bombero fueron tras él.
—Dios mío —dijo Gulptilil entre
dientes a la vez que sacudía la cabeza, convencido de que la situación no podía
ser peor—. Indíquenme el camino —ordenó.
Los Moses lo condujeron hasta
la puerta del sótano.
—¿Se metieron en el conducto de
la calefacción? —preguntó Gulptilil, pero no necesitaba respuesta. Negro Grande
asintió—. ¿Sabemos adonde conduce?
Negro Chico negó con la cabeza.
Gulptilil no tenía intención de
seguir a nadie por aquel oscuro túnel. Inspiró hondo. Confiaba en que Lucy
Jones sobreviviera a sus heridas, a pesar de la ferocidad con que le habían
sido infligidas, a no ser que la pérdida de sangre y el shock se
confabularan para quitarle la vida. Visto con objetividad profesional, podía
ocurrir. En ese momento, sin embargo, la fiscal no era lo que más le
preocupaba. Tenía muy claro que probablemente alguien más moriría esa noche, y
estaba intentando prever los problemas que eso le causaría.
—Bueno —comentó con un
suspiro—, podemos suponer que conduce a Williams, porque es el edificio más
cercano, o a la central de calefacción y suministro eléctrico, de modo que
deberíamos mirar en esos dos sitios.
Lo que no dijo en voz alta,
claro, fue que sus palabras daban por sentado que Francis y Peter habían
llegado a salir del túnel, una suposición sólo probable.
En la oscuridad, Peter peleaba
con fiereza.
Sabía que estaba herido de
gravedad, pero no hasta qué punto. Cada elemento de la batalla le parecía
independiente, diferenciado, y trataba de analizarlos por separado para
presentar una defensa coherente. La herida del brazo le sangraba, y el peso
del ángel lo estaba aplastando. El revólver había salido disparado hacia un
rincón cuando el ángel lo había embestido violentamente, lejos de su alcance,
de modo que lo único que le quedaba para defenderse eran sus ansias de vivir.
Lanzó un fuerte puñetazo y el
ángel gruñó. Le propinó otro golpe, pero el cuchillo se le clavó en el brazo y,
afilado, le desgarró la carne. Peter soltó un grito gutural e, impulsado por su
instinto de supervivencia, le atizó lo más fuerte que pudo con los pies.
Luchaba contra una sombra, contra la idea de la muerte y contra un asesino de
carne y hueso.
Entrelazados furiosamente, los
dos hombres trataban de encontrar una forma de acabar con el otro. Era una
pelea injusta, porque una y otra vez el ángel podía herirlo con el cuchillo, y
el Bombero pensó que las repetidas puñaladas acabarían troceándolo poco a poco.
Levantó los brazos para protegerse de los embates mientras daba puntapiés
buscando algún punto vulnerable de su adversario.
Notaba el aliento del ángel,
sentía su fortaleza, y pensó que no podría competir con la mortífera
combinación del cuchillo y la obsesión. Aun así, peleó con fuerza, con arañazos
dirigidos a los ojos del ángel, o quizás a su entrepierna, para obtener un
breve respiro del cuchillo que lo zahería. Lanzó el puño izquierdo hacia
delante y golpeó el mentón del ángel. De esa manera supo que el cuello del
asesino estaba cerca, por lo que alargó el brazo y, cuando lo alcanzó, cerró
la mano para estrangular a aquel maníaco. Pero, en el mismo instante, el
cuchillo le penetró un costado y le atravesaba la carne en busca del estómago,
con la esperanza de elevarse a continuación y destruirle el corazón. El dolor
le cegó, y Peter medio gritó y medio sollozó al ser consciente de que iba a
morir en ese momento, en aquella penumbra. De inmediato aferró la mano del
ángel para intentar retrasar lo que parecía inevitable.
Y entonces, de repente, como
una explosión, una fuerza inmensa pareció golpear a ambos hombres.
El ángel se tambaleó, lo que
redujo su presa sobre Peter.
Peter no supo cómo Francis
había logrado atacarlo por detrás, pero lo había hecho, y el joven estaba
colgado de la espalda del asesino intentando con fiereza rodearle el cuello con
los antebrazos.
Francis lanzó una especie de
grito de guerra terrorífico, que combinaba todos sus miedos y todas sus dudas
en un aullido estremecedor. En toda su vida, hasta ese instante, nunca se había
defendido, nunca había luchado por algo importante, nunca se había arriesgado
de verdad, nunca había imaginado que ese momento sería el mejor o el último.
De modo que depositó hasta su última esperanza en aquel combate, atizó la espalda
y la cabeza del ángel y forcejeó para separarlo de Peter. Usó hasta la última
pizca de locura para imprimir fuerza a sus músculos a la vez que dejaba que
todo el miedo y todo el rechazo que había vivido hasta entonces avivaran su
lucha. Aferraba al ángel con una tenacidad surgida de la desesperación,
dispuesto a impedir que la pesadilla o el asesino le robaran el único amigo que
había tenido en su vida.
El ángel se retorcía y se
revolvía, en una lucha terrible. Estaba atrapado entre los dos hombres, uno
herido y el otro enloquecido por el miedo, sin duda, pero impulsado por algo
más importante, y vaciló, sin saber con cuál de ellos pelear, sin estar seguro
de si debía acabar con el primero y después encargarse del otro, lo que parecía
cada vez más difícil dada la lluvia de golpes que le lanzaba Francis, quien de
repente le sujetó el brazo y tiró hacia atrás. Este brusco impulso redujo la
presión que el ángel ejercía sobre el cuchillo en el costado de Peter, el
cual, con una reserva de fuerzas surgida de algún lugar oculto en su interior,
agarró la muñeca del ángel con las dos manos y neutralizó la presión de la
hoja, con lo que logró detener su penetración.
Francis no sabía cuánto le
duraría la fuerza. El ángel era más fuerte que él, y si quería tener una
oportunidad, tenía que ser ahora, justo al principio, antes de que el ángel
pudiera dirigir toda su furia contra él. Tiró lo más fuerte que pudo, con toda
la potencia que le daba el ansia de liberar a Peter. Y, para su asombro, lo
logró, por lo menos en parte. El ángel se tambaleó hacia atrás, desequilibrado,
y cayó de espaldas, de modo que ahora fue Francis quien quedó atrapado bajo su
cuerpo. Intentó entonces atenazarlo con las piernas y se aferró a él con una
determinación mortífera, como una mangosta mordiendo a una cobra, mientras el
ángel procuraba zafarse de él.
Y en ese instante de confusión,
con los tres cuerpos enredados entre sí, Peter se dio cuenta de que el cuchillo
en su costado estaba suelto, aferró el mango y, con un grito de dolor, se lo
quitó de un tirón con la sensación de que la vida se le marchaba con él. A
continuación, reunió toda la fuerza que le quedaba y lanzó una cuchillada con
la esperanza de no matar a Francis sino al ángel. Cuando la punta tocó un
cuerpo, Peter la impulsó con toda su fuerza, porque sabía que era su única
oportunidad. Rogó que en efecto fuese el ángel.
De repente, el ángel, bien
sujeto por Francis, gritó. Fue un sonido agudo, como de otro mundo, que pareció
expresar todo el mal que había hecho a tantas personas, y resonó en las
paredes iluminando la oscuridad con la muerte, la agonía y la desesperación.
Su propia arma lo había traicionado. Peter se la hundió inexorablemente en el
pecho y acertó en el corazón que el ángel jamás creyó necesitar.
Peter decidió aplicar todo lo
que le quedaba de fuerza en ese último esfuerzo y concentró todo el peso de su
cuerpo en las dos manos apoyadas sobre el cuchillo, hasta que oyó que el
aliento del ángel vibraba con los estertores de la muerte.
Entonces se echó atrás, jadeó y
pensó en las muchas preguntas que quería hacer pero no podía, y cerró los ojos
para esperar su final.
Mientras tanto, Francis notó
cómo el ángel se ponía rígido y expiraba entre sus brazos. Permaneció en esa
posición, sujetando al hombre muerto durante lo que le pareció mucho tiempo,
pero que seguramente sólo fueron segundos. Sus voces parecían abandonarle en
ese momento, junto con sus miedos, sus consejos, sus deseos y sus exigencias,
y sólo fue consciente de que todo seguía oscuro y su único amigo en el mundo
aún respiraba, pero de modo superficial, dificultoso y cada vez más próximo a
la muerte.
Así que apartó a un lado el
cuerpo del ángel.
—Aguanta —susurró al oído de
Peter, aunque no creyó que el Bombero pudiera oírlo.
Lo agarró por las axilas para tirar de él y, como
un niño que ha soltado la mano de su madre, despacio y vacilante, empezó a
arrastrarlo por el sótano en busca de la luz y la salida, con la esperanza de
encontrar ayuda en alguna parte.
35
El ruido en mi apartamento había
ido aumentando de intensidad con el recuerdo, con la rabia. Sentía que el ángel
me ahogaba, me arañaba. Los años de silencio se enconaban, y su furia era
infinita. Me acobardé al sentir sus golpes en la cabeza y los hombros, me
desgarraban el corazón y los pensamientos. Yo gritaba y sollozaba, y las
lágrimas me resbalaban por la cara, pero nada de lo que decía parecía causar
ningún efecto ni tener ningún sentido. El ángel era inexorable, imparable. Yo
había ayudado a matarlo aquella noche, hacía tantos años, y ahora él había
venido a vengarse y sería imposible disuadirlo. Pensé que debía de ser lo
equitativo, en un sentido perverso. No había tenido ningún derecho a
sobrevivir aquella noche en los túneles del hospital, y el ángel ahora
reclamaba la victoria que en realidad siempre había sido suya. En el fondo, él
siempre había estado conmigo y, por mucho que yo hubiera peleado entonces y por
mucho que peleara ahora, jamás había tenido ninguna oportunidad frente a su
oscuridad.
Me revolví, lancé una silla a
su figura fantasmagórica, al otro lado de la habitación, y vi cómo la madera se
partía con estrépito. Grité desafiante mientras evaluaba los escasos recursos
que me quedaban, con la absurda esperanza de que aún lograría terminar mi
historia escribiendo en el reducido espacio que, en la parte inferior de la
pared, aguardaba mis últimas palabras.
Me arrastré por el suelo, igual
que aquella noche.
Detrás de mí, oí que llamaban a
la puerta de modo repetido y enérgico. Eran voces que me resultaban conocidas
pero lejanas, como si me llegaran desde una gran distancia, a través de alguna
divisoria que jamás conseguiría cruzar. No creí que fuesen reales. Aun así,
grité:
—¡Marchaos! ¡Dejadme en paz!
Todas esas cosas se habían
mezclado en mi mente, y las maldiciones y los gritos del ángel me impedían
escuchar los gritos que procedieran de cualquier parte que no fueran los pocos
metros cuadrados que configuraban mi mundo.
Había tirado de Peter, lo había
arrastrado por el sótano para alejarnos del cadáver del asesino. Tanteaba el
camino y apartaba cualquier obstáculo, sin saber si realmente iba en la
dirección adecuada. Cada paso recorrido acercaba a Peter a la seguridad, pero
también a la muerte, como si fueran dos líneas convergentes trazadas en un gran
gráfico, y cuando se encontraran, yo perdería la apuesta y él moriría. Me quedaban
pocas esperanzas de que alguno de los dos fuera a sobrevivir, de modo que,
cuando vi que una puerta se abría y que un rayo de luz disipaba la oscuridad,
hice un último esfuerzo con los dientes apretados. El ángel bramó detrás de mí,
pero eso era ahora, porque aquella noche estaba muerto. Alargué la mano hacia
la pared y pensé que, aunque fuera a morir al cabo de pocos minutos, por lo
menos tenía que contar cómo alcé los ojos y distinguí la inconfundible figura
de Negro Grande recortada contra la pequeña franja de luz, y oí su voz
llamándome:
—¿Francis? ¿Pajarillo?
¿Estás ahí?
—¿Francis? —llamó Negro Grande,
de pie en la puerta que daba al sótano de la central de calefacción y suministro
eléctrico con su zona de almacén y los túneles que se entrecruzaban bajo los
terrenos del hospital. Su hermano estaba a su lado, y el doctor Gulptilil detrás
de ellos—. ¿Pajarillo? ¿Estás ahí?
Antes de que pudiera accionar
el interruptor de la luz de la desvencijada escalera, oyó una voz débil pero
conocida entre las sombras.
—Señor Moses, ayúdenos, por
favor...
Ninguno de los hermanos dudó.
El grito lastimoso y aflautado que rasgó la negrura que había a sus pies les
dijo todo lo que necesitaban saber. Bajaron disparados hacia Francis mientras
Gulptilil, un poco a regañadientes, localizaba por fin el interruptor y
encendía la luz.
Lo que vio, bajo el brillo
tenue de una bombilla desnuda, lo dejó de una pieza. Entre los desechos y el
equipo abandonado, Francis, cubierto de sangre y suciedad, intentaba avanzar
tirando de Peter, que parecía malherido y se presionaba con la mano una herida
sangrante en el costado que había dejado un espantoso rastro rojo en el suelo
de cemento. Gulptilil se sobresaltó al distinguir a un tercer paciente más al
fondo, con los ojos abiertos debido a la sorpresa y la muerte, y con un
cuchillo clavado hasta la empuñadura en el pecho.
—¡Dios mío! —exclamó el médico,
y se apresuró a reunirse con los Moses, que ya estaban ayudando a Peter y
Francis.
. —Estoy bien, estoy bien.
Atiéndanlo a él —repetía Francis una y otra vez. Aunque no estaba nada seguro
de encontrarse bien, ése era el único pensamiento que el agotamiento y el
alivio le permitían tener.
Negro Grande lo captó todo de
un vistazo y, tras agacharse junto a Peter, le apartó los jirones de la camisa
para comprobar el alcance de su herida. Negro Chico se situó junto a Francis y
lo examinó deprisa en busca de posibles heridas, a pesar de sus negativas con
la cabeza y sus protestas.
—No te muevas, Pajarillo —le
pidió—. Tengo que asegurarme de que estás bien. —A continuación, hizo un gesto
hacia el ángel y susurró—: Creo que lo has hecho muy bien esta noche. No
importa lo que pueda decir nadie.
Cuando comprobó que Francis no
estaba malherido, se volvió para ayudar a su hermano.
—¿Es muy grave? —preguntó
Tomapastillas, junto a los dos auxiliares y con los ojos puestos en Peter.
—Bastante —respondió Negro
Grande—. Tiene que ir al hospital enseguida.
—¿Podemos llevarlo arriba?
—quiso saber Gulptilil.
El auxiliar se limitó a
agacharse y pasar los dos brazos por debajo del cuerpo maltrecho de Peter para
levantarlo del suelo y, con un esfuerzo y un gruñido, lo cargó escaleras
arriba hacia la zona principal de la central de calefacción, como un novio que
cruzara el umbral con la novia en brazos. Una vez allí, se arrodilló y con
cuidado lo dejó en el suelo.
—Tenemos que pedir ayuda
enseguida —dijo.
—Ya lo veo —dijo el director
médico, que ya había cogido el viejo teléfono negro de disco de un mostrador y
marcaba un número—. ¿Seguridad? Soy el doctor Gulptilil. Necesito otra
ambulancia. Sí, exacto, otra ambulancia, y la necesito de inmediato en la
central de calefacción y suministro eléctrico. Sí, es cuestión de vida o
muerte.
Colgó.
Francis había seguido a Negro
Grande y estaba junto a su hermano, que estaba hablando con Peter y le instaba
a aguantar y le recordaba que la ambulancia ya estaba de camino y que no debía
morir esa noche después de todo lo que había pasado. Su tono tranquilizador
provocó una sonrisa en el rostro de Peter, a pesar de todo el dolor, el shock
y la sensación de que la vida se le escapaba. Sin embargo, no dijo nada.
El auxiliar se quitó su chaqueta blanca, la dobló y se la colocó como un
pañuelo en la herida del costado.
—La ayuda ya está de camino,
Peter —le dijo Gulptilil, inclinado hacia él, pero ninguno de los presentes
pudo saber si el Bombero lo oyó o no.
Gulptilil suspiró y, mientras
esperaban, empezó a evaluar el daño que se había producido esa noche. Afirmar
que era un desastre era minimizar los hechos. Sólo sabía que le esperaba una
engorrosa serie de informes, investigaciones y preguntas duras que exigirían
respuestas difíciles. Tenía una fiscal de camino al hospital local con unas
heridas terribles que ningún médico de urgencias iba a mantener en secreto, lo
que significaba que tendría un detective en el hospital en cuestión de horas.
Tenía un paciente, de considerable fama y de notable interés para gente
importante, que se desangraba en el suelo, al borde de la muerte, pocas horas
antes de que se le trasladara a otro Estado en secreto. Y encima tenía un
tercer paciente, éste muerto, asesinado sin duda por el paciente famoso y su
amigo esquizofrénico.
Había reconocido a ese tercer
paciente y sabía que en su historia clínica se leía claramente de su propio
puño y letra: «Retraso profundo. Catatónico. Diagnóstico reservado.
Tratamiento de larga duración.» Sabía también que una anotación mencionaba que
había recibido varios permisos de fin de semana bajo la custodia de su madre y
una tía.
Cuanto más lo pensaba, más se
convencía de que su carrera dependía de lo que decidiera hacer en los próximos
minutos. Por segunda vez esa noche, oyó el sonido lejano de una sirena, lo que
imprimía urgencia a su decisión.
—Vivirás, Peter —musitó tras
suspirar. No sabía si era cierto, pero sí que era importante. A continuación,
se dirigió a los hermanos Moses—. Esta noche no ha existido —les dijo con
frialdad—. ¿Entendido?
Los dos auxiliares se miraron
entre sí y asintieron.
—Será difícil que la gente no
vea ciertas cosas —replicó Negro Chico.
—Pues tendremos que lograr que
vean lo menos posible.
Negro Chico señaló con la
cabeza el sótano, donde estaba el cuerpo del ángel.
—Ese cadáver complicará las
cosas —dijo en voz baja, como si midiera las palabras, consciente de que era
un momento importante—. Ese hombre era un asesino.
Gulptilil sacudió la cabeza y
le contestó como a un niño de primaria, poniendo énfasis en ciertas palabras.
—No hay pruebas reales de eso.
Lo único que sabemos es que intentó agredir a la señorita Jones esta noche.
Por qué motivo, lo ignoro. Y, lo más importante, lo que haya hecho en otras
ocasiones, en otros lugares, sigue siendo un misterio. No guarda relación con
nosotros, aquí, esta noche. Por desgracia, lo que no es ningún misterio es que
fue perseguido y asesinado por estos dos pacientes. Puede que su comportamiento
estuviera justificado... —Dudó, como si esperara que el auxiliar terminara la
frase. Pero éste no lo hizo, de modo que Gulptilil se vio obligado a hacerlo
él mismo—: Pero quizá no. En cualquier caso, habrá detenciones, titulares en
los periódicos, tal vez una investigación oficial. Es probable que se
presenten cargos. Nada volverá a ser igual durante cierto tiempo... —Hizo una
pausa para observar los rostros de los dos hermanos—. Y quizás —añadió en voz
baja—, no sean sólo el señor Petrel y el Bombero quienes tengan que enfrentarse
a las acusaciones. Quienes hayan contribuido a permitir esta noche desastrosa
podrían ver en peligro sus empleos... —Esperó de nuevo para medir el impacto
de sus palabras en los dos auxiliares.
—Nosotros no hemos hecho nada
malo —repuso Negro Grande—. Ni tampoco Francis o Peter...
—Por supuesto —asintió
Gulptilil a la vez que sacudía la cabeza—. Moralmente, sin duda. ¿Éticamente?
Por supuesto. Pero ¿legalmente? Todo el mundo hizo lo correcto, de eso estoy
seguro. Lo entiendo. Pero no estoy tan seguro de cómo otras personas, y me
refiero a la policía, percibirán estos hechos tan terribles.
Como los Moses guardaron
silencio, Gulptilil prosiguió:
—Hemos de ingeniárnoslas, y lo
más deprisa posible. Tenemos que conseguir que esta noche haya pasado lo menos
posible —repitió. Y, al decirlo, señaló el sótano con un gesto.
Negro Chico lo entendió, lo
mismo que su hermano. Ambos asintieron.
—Pero si ese hombre no está
muerto —comentó Negro Chico—, entonces no es probable que nadie se fije en
Pajarillo ni en el Bombero. Ni en nosotros.
—Correcto —dijo con frialdad el
doctor Gulptilil—. Creo que nos entendemos a la perfección.
El auxiliar pareció reflexionar
un momento. Se volvió hacia su hermano y hacia Francis.
—Venid conmigo —dijo—. Todavía
tenemos trabajo que hacer.
Los guió de vuelta al sótano,
no sin antes dirigirse hacia Gulptilil, que estaba junto a Peter presionándole
la herida para contener la hemorragia.
—Debería hacer la llamada —le
dijo.
—Dense prisa —asintió el
director médico, y se separó de Peter para regresar al mostrador, donde
descolgó el auricular y marcó un número—. ¿Sí? ¿Policía? —Inspiró hondo y
prosiguió—: Soy el doctor Gulptilil, del Hospital Estatal Western. Llamo para
informar de que uno de nuestros pacientes más peligrosos se ha escapado del
hospital esta noche. Sí, creo que va armado. Sí, puedo darles su nombre y su
descripción...
El médico miró a Francis, que
se había quedado clavado, y le hizo un gesto instándole a que se diera prisa.
Fuera, el sonido de la ambulancia acompañada por el personal de seguridad se
acercaba cada vez más.
La lluvia salpicó la cara de
Francis, como si desdeñara lo que había pasado, o tal vez para lavar las
últimas horas; Francis no estaba seguro. Un fuerte viento zarandeó un árbol
cercano, como si lo horrorizara el cortejo fúnebre que pasaba a su lado en
plena noche.
Negro Grande iba delante, con
el cadáver del ángel cargado a la espalda como un bulto informe. Su hermano lo
seguía con dos palas y un pico. Francis cerraba la comitiva, acelerando el paso
cuando Negro Chico lo apremiaba. Oyeron llegar la ambulancia a la central de
calefacción y suministro eléctrico, y en una pared distante Francis vio el
reflejo de sus luces de emergencia. También había un coche negro de seguridad,
cuyos faros esculpían un arco de luz blanca en las densas sombras de la noche.
Pero los tres estaban fuera de su línea visual y avanzaban a oscuras hacia un
extremo de los terrenos del hospital.
—No hagáis ruido —pidió Negro
Chico innecesariamente.
Francis miró el cielo nocturno
y le pareció que podía distinguir ricas vetas de ébano, como si algún pintor
hubiera decidido que la noche no era lo bastante oscura y hubiera intentado
añadir unas pinceladas más gruesas de negro.
Cuando volvió a bajar los ojos,
supo adonde iban. No muy lejos estaba el jardín donde habían sembrado flores.
Siguió a los hermanos Moses más allá de la desvencijada valla hasta el pequeño
cementerio. Una vez allí, Negro Grande hizo deslizar el cadáver hacia el suelo
con un gruñido. Cayó con un sonido sordo y Francis pensó que sentiría náuseas
pero, para su sorpresa, no fue así. Observó al ángel y pensó que podía haberse
cruzado con él en un pasillo, en el comedor o en la sala de estar cientos de
veces sin haber sabido quién era en realidad hasta esa noche. No obstante, se
dijo que eso no era así, que si alguna vez lo hubiera mirado directamente a los
ojos, habría visto en ellos lo mismo que esa noche.
Negro Grande cogió una pala y
se situó en un extremo del pequeño montículo que señalaba dónde se había dado
sepultura a Cleo el día anterior. Francis se puso a su lado, cogió el pico y,
sin decir palabra, lo levantó por encima de la cabeza y lo clavó en la tierra
húmeda. Le sorprendió la facilidad con que podía remover la tierra blanda de
la tumba de Cleo. Era como si ella le facilitase las cosas.
Entretanto, los paramédicos
tenían que esforzarse por segunda vez en pocas horas. No pasó demasiado rato
antes de que los tres oyeran arrancar la ambulancia y recorrer el camino de
salida en dirección al hospital más próximo, como había hecho antes, a la misma
velocidad vertiginosa, por el mismo camino lleno de baches.
Cuando el aullido de la sirena
se desvaneció, se quedaron únicamente con el sonido apagado de las palas y el
pico. Seguía lloviendo y el agua los empapaba, pero Francis apenas era
consciente de sentirse incómodo, ni siquiera de tener el menor rastro de frío.
Se le formaba una ampolla en la mano, pero no hizo caso y siguió descargando el
pico una y otra vez. Había superado el agotamiento, absorto en lo que estaban
haciendo y en la certeza de que todas las pruebas incriminatorias, yacerían
bajo tierra.
No supo si tardaron una hora o
más en cavar hasta un metro y medio de profundidad, donde el barato ataúd de
metal que contenía los restos de Cleo quedó por fin al descubierto. Por un
instante, la lluvia repiqueteó contra la tapa, y Francis esperó extrañamente
que el ruido no perturbara el sueño de la reina egipcia. Luego, sacudió la
cabeza y pensó: «Esto le gustaría. Toda emperatriz se merece un esclavo en la
otra vida.»
Negro Grande dejó la pala en el
suelo y su hermano lo ayudó a levantar el cadáver del ángel por las manos y
los pies. Tambaleantes en el barro resbaladizo, se acercaron al borde de la
tumba y, con un impulso, dejaron caer al ángel sobre el ataúd con un sonido
apagado. Negro Grande dirigió una mirada a Francis, que estaba de pie al borde
de la fosa, dubitativo.
—No es necesario decir una
oración por este hombre porque ninguna le servirá de nada allá donde va —le
dijo.
Francis asintió.
Después, sin vacilar, los tres
hombres cogieron las herramientas y empezaron a rellenar deprisa la tumba,
justo cuando la primera luz titubeante del alba empezaba a asomar por el
horizonte.
Y eso fue todo.
Me acurruqué hecho un ovillo
junto a la pared.
Me estremecí y procuré aislarme del caos que me
rodeaba. En un lugar situado a kilómetros de distancia se oían gritos y muchos
golpes, como si todos los miedos, las dudas y hasta el último ápice de culpa
que había ocultado todos esos años intentaran derribar mi puerta para irrumpir
en mi casa. Sabía que debía una muerte al ángel, y que éste había venido a
reclamarla. Había contado la historia y no creía tener más derecho a vivir.
Cerré los ojos y, sin dejar de oír voces destempladas y gritos apremiantes,
esperé a que se vengara, a sentir la frialdad de su tacto. Me contraje todo lo
que pude y oí acercarse pasos frenéticos mientras yo, por fin calmado, esperaba
la muerte.
Pensé que la pintura al látex blanca podría esperar
un par de días.
TERCERA PARTEPintura al látex blanca
36
—Hola, Francis.
Entorné los ojos al oír una voz
familiar.
—Hola, Peter —respondí—. ¿Dónde
estoy?
—En el hospital —dijo con una
sonrisa y el habitual brillo despreocupado en los ojos. Debí de parecer
alarmado porque levantó la mano—. No en nuestro hospital, claro. Ése ya no
existe. En uno nuevo. Mucho más agradable que el viejo Western. Echa un
vistazo alrededor, Pajarillo. Esta vez el alojamiento es bastante mejor, ¿no
crees?
Giré despacio la cabeza a la
derecha y luego a la izquierda. Estaba tumbado en una cama dura con sábanas
limpias y frescas. Un gotero me administraba una solución intravenosa a través
de la aguja que tenía clavada en el brazo, y llevaba una bata de hospital
verde pálido. En la pared frente a la cama había un cuadro grande y colorido:
un velero blanco surcando las aguas centelleantes de una bahía un bonito día de
verano. Un televisor silencioso descansaba en un soporte atornillado a la
pared. Y de pronto descubrí una ventana que ofrecía una vista reducida pero
grata de un cielo azul con tenues nubes altas que curiosamente se parecía al
cielo del cuadro.
—¿Lo ves? —dijo Peter con un
pequeño gesto—. No está nada mal.
—No —admití—. Nada mal.
El Bombero estaba sentado en el
borde de la cama, cerca de mis pies. Lo miré de arriba abajo. Estaba cambiado
con respecto a la última vez que lo había visto en mi casa, cuando le colgaban
jirones de carne, la sangre le manchaba la cara y la suciedad le oscurecía la
sonrisa. Ahora llevaba el mono azul que yo recordaba del día que nos
conocimos, frente al despacho de Gulptilil, y la misma gorra de los Boston Red
Sox.
—¿Estoy muerto? —le pregunté.
Meneó la cabeza y esbozó una
ligera sonrisa.
—No —respondió—. Pero yo sí.
Una oleada de pesar me ascendió
hasta la garganta y ahogó las palabras que quería decir.
—Lo sé —conseguí articular—. Lo
recuerdo.
—No fue el ángel, ¿sabes?
—sonrió Peter de nuevo—. ¿Tuve alguna vez la ocasión de darte las gracias,
Pajarillo ? Me habría matado si no hubiera sido por ti. Y habría muerto si no
me hubieras arrastrado y logrado que los hermanos Moses consiguieran ayuda. Te
portaste muy bien conmigo, Francis, y te lo agradecí, aunque nunca tuve ocasión
de decírtelo. —Suspiró; sus palabras reflejaban cierta tristeza.
«Deberíamos haberte escuchado
desde un principio, pero no lo hicimos, y eso nos costó muy caro. Tú sabías
dónde y qué buscar. Pero no prestamos atención. —Se encogió de hombros.
—¿Te dolió? —pregunté.
—¿Qué? ¿No escucharte?
—No. —Agité la mano—. Ya sabes
a qué me refiero.
—¿Morir? —Peter rió—. Creía que
sí, pero, la verdad, no dolió casi nada. O por lo menos no mucho.
—Vi tu foto en un periódico
hace un par de años, cuando ocurrió. Era tu foto, pero el nombre era otro.
Decía que estabas en Montana. Pero eras tú, ¿verdad?
—Por supuesto. Un nuevo nombre.
Una nueva vida. Pero los mismos problemas de siempre.
—¿Qué pasó?
—Fue una estupidez. No era un
incendio grande, y sólo teníamos un par de dotaciones trabajando en él; todos
creíamos que lo teníamos dominado. Habíamos preparado cortafuegos toda la mañana.
Estábamos a sólo unos minutos de declararlo controlado y marcharnos, pero de
pronto el viento cambió. Empezó a soplar con fuerza. Dije a los hombres que
corrieran a ponerse a salvo. Oíamos el fuego detrás de nosotros, propagado por
el viento. Produce un ruido ensordecedor, casi como si te persiguiera un tren
a toda velocidad. Todo el mundo logró escabullirse, salvo yo. Podría haberlo
conseguido si uno de los hombres no se hubiera caído y yo no hubiese regresado
a buscarlo. Así que ahí estábamos, con sólo una manta ignífuga para protegernos.
Se la cedí para que pudiera sobrevivir y traté de salir por piernas aunque
sabía que no podría. Al final, el fuego me atrapó. Mala suerte, supongo, pero
resultó extrañamente adecuado. Por lo menos, los periódicos me llamaron héroe,
aunque yo no me sentí tan heroico. Aquello era más bien lo que había estado
esperando y, quizá, lo que me merecía. Como si por fin todo se hubiera compensado.
—Podrías haberte salvado —dije.
—Me había salvado otras veces
—comentó encogiéndose de hombros—. Y también me habían salvado. Como hiciste
tú, sobre todo. Si no me hubieras salvado, entonces no habría podido estar ahí
para salvar a aquel hombre. De modo que todo encajaba, más o menos.
—Pero te echo de menos
—aseguré.
—Lo sé —sonrió Peter—. Pero ya
no me necesitas. De hecho, nunca me necesitaste, Francis. Ni siquiera el día
que nos conocimos, pero entonces no podías verlo. Quizás ahora puedas.
No estaba seguro de eso, pero
no dije nada, hasta que recordé por qué estaba en el hospital.
—Pero ¿y el ángel? Volverá.
Peter negó con la cabeza y bajó
la voz.
—No, Pajarillo. Recibió su
merecido hace veinte años. Tú lo venciste entonces y volviste a vencerlo
ahora. Se ha ido para siempre. No te molestará, ni a ti ni a nadie más, excepto
en los malos recuerdos de ciertas personas, que es donde le corresponde estar y
donde tendrá que permanecer. No es perfecto, claro, ni del todo diáfano y
agradable. Mas así son las cosas: dejan huella pero seguimos adelante. Sin
embargo, tú te has librado. Te lo aseguro.
No sabía si creérmelo.
—Volveré a estar solo —me
quejé.
Peter rió. Fue una carcajada
sonora, pura, natural.
—Pajarillo, Pajarillo, Pajarillo
—dijo, y meneó la cabeza con cada palabra—. Nunca has estado solo.
Alargué la mano para tocarlo,
para comprobar que lo que decía era cierto, pero Peter el Bombero se
desvaneció, desapareció de la cama de aquel hospital, y yo volví a sumirme
lentamente en un sueño apacible.
Pronto averigüé que las
enfermeras de este hospital no tenían apodo. Eran agradables y eficientes,
pero serías. Me comprobaban el suero del brazo y, cuando me lo quitaron,
controlaban la medicación que recibía y registraban cada fármaco en una
tablilla que colgaba de la pared junto a la puerta. No parecía que en este
hospital alguien pudiera esconderse las pastillas en la boca, así que me
tragaba diligentemente lo que me daban. A menudo, me hablaban sobre esto o
aquello, el tiempo que hacía y cómo había dormido la noche anterior. Pero sus
preguntas no eran vanas. Por ejemplo, nunca preguntaban si prefería la gelatina
verde o la roja, si me apetecía tomar galletas integrales y zumo antes de
dormir o si prefería un programa de televisión u otro. Querían saber
concretamente si tenía la garganta seca, si había tenido náuseas o diarrea, o
si me temblaban las manos y, sobre todo, si había oído o visto algo que no
estuviese ahí realmente.
No les mencioné la visita de
Peter. No era lo que querrían oír, y él ya no volvió más.
Una vez al día, venía el médico
residente y hablábamos unos minutos sobre cosas corrientes. Pero no eran
realmente conversaciones como las de un par de amigos, ni siquiera de dos
desconocidos que se encuentran por primera vez, con cortesías y saludos.
Pertenecían a un ámbito en que se me evaluaba. El residente era como un sastre
que iba a confeccionarme un traje nuevo antes de que yo saliera al mundo, salvo
que se trataba ó z prendas que vestía por dentro, no por fuera.
El señor Klein, mi asistente
social, vino un día. Me dijo que había tenido mucha suerte.
Mis hermanas vinieron otro día.
Me dijeron que había tenido mucha suerte.
También lloraron un poco y me
contaron que mis padres querían visitarme, pero que eran demasiado mayores y no
podían, lo que no creí pero fingí que sí. Les dije que no me importaba en
absoluto, lo que pareció animarlas.
Una mañana, después de que me
hubiera tragado la dosis diaria de pastillas, la enfermera me miró con una
sonrisa y comentó que debería cortarme el pelo, porque me iba a casa.
—Hoy es un gran día, señor
Petrel —dijo—. Le van a dar de alta.
—¡Uau! —exclamé.
—Pero antes tiene un par de
visitas —anunció.
—¿Mis hermanas?
Se acercó tanto que pude
aspirar la frescura perfumada de su uniforme blanco almidonado y su cabello
recién lavado.
—No —contestó con un susurro—.
Visitas importantes. No tiene idea, señor Petrel, de cuánta gente siente
curiosidad por usted. Es el misterio más grande del hospital. Teníamos órdenes
de muy arriba de que le diésemos la mejor habitación y el mejor tratamiento.
Todo a cargo de personas misteriosas a las que nadie conoce. Y hoy vendrá un
personaje importante en una limusina negra para llevarlo a casa. Usted es
alguien muy importante, señor Petrel. Un famoso. O al menos eso cree la gente.
—No —repuse—. No soy nadie
especial.
—Es demasiado modesto. —Sonrió,
y sacudió la cabeza.
Tras ella, la puerta se abrió,
y el residente psiquiátrico asomó la cabeza.
—Señor Petrel —saludó—. Tiene
visitas.
Dirigí la mirada hacia la
puerta y oí una voz familiar.
—¿Pajarillo? ¿Cómo te va?
Y a continuación otra.
—Pajarillo, ¿estás causando
problemas a alguien?
El psiquiatra se hizo a un lado
y los hermanos Moses entraron en la habitación.
Negro Grande parecía aún más
grande si cabe. Tenía una cintura enorme que parecía fluir como un océano hacia
una gran barriga, unos brazos gruesos y unas piernas como columnas. Llevaba un
traje con chaleco azul de raya diplomática que, aunque no soy un experto, me
pareció muy caro. Su hermano iba igual de elegante, con zapatos de charol que
reflejaban las luces del techo. Los dos tenían algunas canas, y el menor
llevaba unas gafas de montura dorada que le conferían un cierto aspecto de
intelectual. Pensé que habían cambiado la juventud por fortuna y autoridad.
—Hola —les dije.
Ambos hermanos se situaron a
cada lado de la cama. Negro Grande me dio unas palmaditas en el hombro con su
manaza.
—¿Te encuentras mejor,
Pajarillo? —preguntó.
Me encogí de hombros, pero tal
vez no estaba dando una muy buena impresión, así que añadí:
—Bueno, no me gustan todos los
fármacos, pero creo que estoy bastante mejor.
—Nos tenías preocupados —afirmó
Negro Chico—. Muy asustados.
—Cuando te encontramos —comentó
su hermano en voz baja—, no estábamos seguros de que lo superaras. Estabas muy
mal, Pajarillo. Hablabas con alguien invisible, lanzabas cosas, peleabas y
gritabas. Daba miedo.
—Tuve algunos días difíciles.
—Todos hemos vivido malos
momentos —asintió Negro Chico—. Nos asustaste mucho.
—No sabía que erais vosotros
quienes iban a buscarme—indiqué.
—Bueno —sonrió Negro Grande, y
dirigió una mirada a su hermano—, no es algo que hagamos mucho ahora. No como
en los viejos tiempos, cuando éramos jóvenes y trabajábamos en el viejo
hospital a las órdenes de Tomapastillas. Ya no. Recibimos la llamada y fuimos
corriendo, y nos alegramos mucho de haber llegado antes de que tú, bueno, ya
sabes.
—¿Me suicidara?
—Si quieres hablar sin rodeos,
Pajarillo —sonrió—, sí, exacto.
Me recosté en las almohadas y
los miré.
—¿Cómo supisteis...?
—Te vigilamos desde hace cierto
tiempo, Pajarillo. —Negro Chico meneó la cabeza—. Recibíamos informes
regulares sobre tus progresos del señor Klein, del centro de tratamiento.
Llamadas de la familia Santiago, tus vecinos, que han colaborado mucho. La
policía local, algunos empresarios locales, todos ellos nos echaban una mano.
Te vigilaban, Pajarillo, año tras año. Me sorprende que no lo supieras.
—No tenía idea. —Sacudí la
cabeza—. Pero ¿ cómo conseguisteis... ?
—Muchas personas nos deben
favores —respondió Negro Chico—. Y hay mucha gente que desea estar a buenas
con el sheriff del condado. —Señaló con la cabeza a su hermano—. O con
un concejal —se señaló a sí mismo e hizo una pausa—. O con una jueza federal
que tiene verdadero interés en el hombre que ayudó a salvarle la vida una noche
terrible hace muchos años.
Nunca había ido en limusina, y
menos en una conducida por un policía uniformado. Negro Grande me enseñó a
subir y bajar las ventanillas con un botón, y también dónde estaba el teléfono.
Me preguntó si quería llamar a alguien, a expensas de los contribuyentes, por
supuesto, pero no se me ocurrió nadie con quien quisiera hablar. Negro Chico
dio al chofer mi dirección y luego me tendió una bolsa azul que contenía ropa
limpia que mandaban mis hermanas.
Cuando enfilamos mi calle, vi
otro coche de aspecto oficial estacionado delante de mi edificio. Un chofer
con traje negro esperaba de pie junto a la puerta. Parecía conocer a los
hermanos Moses, porque cuando salieron de la limusina, se limitó a señalar la
ventana de mi casa.
—Está arriba —comentó.
Subí el primero hasta el primer
piso.
La puerta que los hermanos
Moses y el personal sanitario de la ambulancia habían arrancado de sus bisagras
estaba arreglada, pero abierta de par en par. Entré en el apartamento y lo vi
limpio, ordenado y restaurado. Noté olor a pintura reciente y comprobé que los
electrodomésticos de la cocina eran nuevos. Entonces de pronto vi a Lucy de
pie en medio de la sala, apoyada en un bastón de aluminio. Su cabello relucía,
negro pero con los bordes algo plateados, como si tuviese la misma edad que los
Moses. La cicatriz de la cara se había difumina-do con el paso de los años,
pero sus ojos verdes y su belleza seguían tan impresionantes como el día que la
conocí. Sonrió cuando me acerqué a ella y me tendió la mano.
—Oh, Francis —dijo—, nos tenías
tan preocupados. Ha pasado mucho tiempo. Me alegro de volver a verte.
—Hola, Lucy —saludé—. He
pensado en ti a menudo.
—Y yo también en ti, Pajarillo.
Me quedé clavado, casi como la
primera vez que la vi. Siempre resulta difícil hablar, pensar o respirar en
determinados momentos, sobre todo cuando hay tantos recuerdos latentes, detrás
de cada palabra, de cada mirada y de cada contacto.
Tenía muchas cosas que
preguntarle, pero me limité a decir:
—Lucy, ¿por qué no salvaste a
Peter?
—Ojalá hubiera podido. —Sonrió
con arrepentimiento y sacudió la cabeza—. Pero el Bombero necesitaba salvarse
él mismo. Yo no podía hacerlo. Ni ninguna otra persona. Sólo él.
Suspiró y observé que la pared
situada tras ella, donde estaban reunidas todas mis palabras, permanecía
intacta. Las líneas escritas subían y bajaban, los dibujos sobresalían, la
historia estaba toda ahí, tal como la noche en que el ángel había ido
finalmente por mí, pero yo me había zafado de él. Lucy siguió mis ojos y se
giró hacia la pared.
—Un gran esfuerzo —comentó.
—¿Lo has leído?
—Sí. Todos lo hemos hecho.
No dije nada, porque no sabía
qué decir.
—Lo que describes podría
perjudicar a ciertas personas, ¿sabes?
—¿Perjudicar?
—Reputaciones. Carreras. Esa
clase de cosas.
—¿Es peligroso?
—Podría serlo.
—¿Qué debo hacer? —pregunté.
—No puedo responder eso por ti,
Pajarillo. —Sonrió de nuevo—. Pero te he traído varios regalos que tal vez te
sirvan para tomar una decisión.
—¿Regalos?
—Imagino que, a falta de una
palabra mejor, podrías llamarlos así. —Hizo un gesto con la mano hacia una
simple caja de cartón marrón situada junto a la pared.
Me acerqué y de su interior
saqué varios objetos.
Unos blocs gruesos, una caja de
lápices del número 2 con gomas de borrar, dos latas de pintura al látex blanca,
un rodillo, una bandeja y una brocha grande.
—¿Sabes qué pasa, Pajarillo?
—dijo Lucy, midiendo sus palabras con la precisión de un juez—. Cualquiera
podría entrar aquí y leer lo que has escrito en la pared. Y podría
interpretarlo de vanas formas, y una de ellas sería preguntarse cuántos
cadáveres hay enterrados en el cementerio del viejo hospital. Y cómo llegaron
ahí esos cadáveres.
Asentí.
—Sin embargo, Francis, ésta es
tu historia y tienes todo el derecho a contarla. De ahí los blocs, que ofrecen
un poco más de permanencia y más intimidad que las palabras escritas en una
pared. Algunas ya están empezando a borrarse y es probable que, muy pronto,
sean ilegibles.
Era verdad.
Lucy sonrió y se dispuso a
añadir algo más, pero se detuvo. En lugar de eso, se inclinó y me besó en la
mejilla.
—Me alegro de volver a verte,
Pajarillo —dijo—. Cuídate mejor de ahora en adelante.
Y, dicho esto, se marchó
cojeando, apoyándose en el bastón y arrastrando la pierna derecha, inservible,
como ingrato recuerdo de aquella noche. Los hermanos Moses la observaron un
momento y luego, sin decir nada, me estrecharon la mano y la siguieron.
Una vez a solas, me volví hacia
la pared. Mis ojos recorrieron veloces todas las palabras escritas y, mientras
leía, preparé con cuidado los lápices y los blocs. Sin dudar más de unos
segundos, copié deprisa desde el principio:
Francis Xavier Petrel llegó
llorando al Hospital Estatal Western en una ambulancia. Llovía con intensidad,
anochecía deprisa, y tenía los brazos y las piernas atados. Con sólo veintiún
años, estaba más asustado de lo que había estado en su corta y hasta entonces
relativamente monótona vida...