La historia del loco - John Katzenbach (Parte 3)


25

Rodé por el suelo y noté la madera noble contra la mejilla mientras combatía los sollozos que me sacudían el cuerpo entero. Toda mi vida había pasado de una soledad a otra, y el mero recuerdo del instante en que oí decir a Peter que me dejaría solo en el hospital me sumió en una profunda desesperación, igual a la que había sentido en el edificio Amherst años atrás. Supongo que desde el momento en que nos conocimos supe que yo estaba destinado a quedarme atrás, pero aun así oírlo de primera mano fue como un puñetazo en el pecho. Existen ciertas tris­tezas que no abandonan nunca el corazón de uno por mucho tiempo que pase, y ésta era una de ellas. Escribir las palabras que Peter dijo esa tarde volvió a despertar toda la desesperación que los fármacos, los trata­mientos y las sesiones terapéuticas habían ocultado tantos años. Mi dolor estalló y me destrozó por dentro.
Gemí como un niño hambriento abandonado en la oscuridad. Mi cuerpo se convulsionó con el impacto del recuerdo. Echado en el suelo frío como un náufrago arrojado a una playa desconocida, cedía la total futilidad de mi historia y dejé que todos los fracasos y errores encontraran su voz en un sollozo incontrolable, hasta que, exhausto, me callé por fin.
Cuando el terrible silencio de la fatiga llenó el aire, distinguí una distante risa burlona que se desvanecía entre las sombras. El ángel se­guía cerca, gozando con cada filigrana de dolor que yo sentía.
Levanté la cabeza y gruñí. Seguía cerca. Lo bastante cerca para to­carme, lo bastante lejos para que no pudiera agarrarlo. Notaba cómo la distancia se reducía milímetro a milímetro a cada segundo. Era su estilo. Esconderse. Evadirse. Manipular. Controlar. Entonces, en el momento propicio atacaba. La diferencia era que, esta vez, el blanco era yo.
Me recobré, me puse de pie y me sequé las lágrimas con la manga. Me giré a uno y otro lado para buscar por la habitación.
Aquí, Pajarillo. Junto a la pared.
Pero no era la voz siseante, asesina, del ángel, sino la de Peter.
Me volví. Estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared de la escritura.
Parecía cansado. No, eso no es del todo correcto. Había superado el agotamiento para llegar a un ámbito distinto. Llevaba el mono man­chado de hollín y polvo, y la cara sucia, surcada de sudor. Su ropa estaba desgarrada, y tenía las botas de trabajo cubiertas de barro y hojarasca. Jugueteaba con el casco plateado, que hacía girar entre las manos como si fuera una peonza. Pasado un instante, con el casco dio unos golpecitos en la pared.
Te estás acercando comentó—. Supongo que no comprendí lo aterrado que tenías que estar del ángel. No vi venir lo que hiciste. Me­nos mal que uno de nosotros estaba loco. O lo bastante loco.
Incluso con toda la suciedad que lo cubría, la tranquilidad de Peter seguía presente. No pude evitar sentir alivio. Aun así, me puse de cucli­llas frente a él, lo bastante cerca para poder tocarlo, pero no lo hice.
Está aquísusurré—. Nos está escuchando.
Ya lo sé. Que se vaya a la mierda.
Esta vez viene por mí. Como prometió entonces.
Ya lo sé repitió.
Necesito tu ayuda, Peter. No sé cómo combatirlo.
Tampoco lo sabías antes, pero lo dedujiste respondió mi amigo. Esbozó una ligera sonrisa por encima de su agotamiento, por encima de toda la suciedad acumulada.
Ahora es diferente indiqué—. Antes era...
—¿Real?
Asentí.
¿Y esto no lo es?
No supe qué contestar.
¿Me ayudarás? insistí.
No sé qué necesitas, pero haré lo que pueda. Peter se levantó despacio. Por primera vez, observé que tenía el dorso de las manos car­bonizado, ensangrentado y en carne viva. La piel suelta le colgaba de los huesos y tendones. El bajó los ojos y se encogió de hombros.
No puedo impedirlo comentó—. Cada vez es peor. No le pedí que entrara en detalles porque creí comprenderlo. En el silencio que se produjo, se volvió y echó un vistazo a la pared. Sacudió la cabeza.
Lo siento, Pajarillo musitó—. Sabía que te haría daño, pero no lo difícil que sería.
Estaba solo comenté—. A veces me pregunto si hay algo peor en el mundo.
Hay cosas peores aseguró con una sonrisa—. Pero entiendo lo que dices. Sin embargo, no tenía elección, ¿no?
Ya.Meneé la cabeza—. Tenías que hacer lo que querían. Y era tu única posibilidad. Lo entiendo.
No se puede decir que me saliera espléndido comentó Peter. Rió como si fuera una broma y sacudió la cabeza—. Lo siento, Pajari­llo. No quería dejarte, pero si me hubiera quedado...
Habrías terminado como yo. Lo entiendo, Peter.
Pero estuve ahí en el momento crucial.
Asentí.
Y también Lucy.
Asentí de nuevo.
Todos lo pagamos caro, ¿verdad? observó.
En ese instante, oí un alarido, como un aullido de lobo. Un sonido sobrenatural, lleno de rabia y de ansia de venganza. El ángel.
Peter también lo oyó, pero no lo asustó como a mí.
Viene por mí, Petersusurré—. No sé si podré encargarme de él yo solo.
Normal. Nunca se puede estar seguro de nada. Pero lo conoces, Pajarillo. Conoces sus puntos fuertes y sus puntos flacos. Tú sabías todo, y fue lo que necesitamos entonces, ¿no es así? Dirigió la mirada a la pared de la escritura—. Escríbelo, Pajarillo. Todas las preguntas. Y to­das las respuestas.
Se apartó, como dejándome espacio para que llenara el siguiente va­cío. Inspiré hondo y avancé. Cuando tomé el lápiz, no noté que Peter desapareciera de mi lado, pero sí que el frío aliento del ángel helaba la habitación a mi alrededor, de modo que tirité al escribir:
Al acabar el día, la sensación de que las cosas que ocurrían eran lógicas invadió a Francis, pero no lograba ver su disposición general...

Al acabar el día, la sensación de que las cosas que ocurrían eran ló­gicas invadió a Francis, pero no lograba ver su disposición general. El revoltijo de ideas que le cruzaban la mente lo seguía desconcertado, y el resurgimiento de sus voces, que parecían más ambivalentes que nun­ca, lo complicaba todo. Armaban un lío en su cabeza, donde gritaban sugerencias y exigencias contradictorias, le instaban a huir, a esconder­se y a defenderse con tanta frecuencia y premura que apenas podía oír otras conversaciones. Todavía creía que todo sería evidente si lo mira­ba a través de la lente adecuada.
—Peter, Tomapastillas dijo que esta semana habría algunas vistas de altas...
—Eso pondrá nerviosa a la gente —advirtió Peter con las cejas ar­queadas.
—¿Por qué? —se extrañó Lucy.
—Esperanza —respondió Peter, como si esa sola palabra lo expli­case todo. Miró a Francis—. ¿Qué pasa, Pajarillo?
—Me parece que, de algún modo, existe una conexión entre todo es­to y el dormitorio en Williams —dijo—. El ángel eligió al hombre retra­sado, de modo que tenía que conocer su rutina para ponerle la camise­ta en el arcón. Y saber que sería uno de los que Lucy interrogaría.
—Proximidad —concluyó Peter—. Oportunidad de observar. Bien dicho, Francis.
Lucy también asintió.
—Pediré la lista de los pacientes de ese dormitorio —comentó.
—Lucy —dijo Francis tras pensar un instante—, ¿puedes obtener también la lista de los pacientes que tendrán una vista de altas?
—¿Para qué?
—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Pero están pasando mu­chas cosas y quisiera ver cómo podrían estar relacionadas.
Lucy asintió, pero Francis no estuvo seguro de que lo creyera.
—Está bien —dijo, pero Francis tuvo la impresión de que sólo lo decía para complacerlo y que no veía ninguna posible relación. Miró a Peter—. Podríamos registrar el dormitorio en Williams. No se tarda­ría mucho y podríamos encontrar algo valioso.
Lucy creía que era fundamental mantener los aspectos más concre­tos de la investigación. Las listas y las suposiciones eran interesantes, pero se sentía más cómoda con la clase de detalles que la gente puede declarar en los juicios. La pérdida de la camiseta ensangrentada la preocupaba más de lo que había dejado entrever, y tenía ganas de en­contrar otra prueba que pudiera servirle de base para un caso.
Lucy siguió pensando: cuchillo, falanges cercenadas, ropas y za­patos ensangrentados. Tenía que haber algo en alguna parte.
—De acuerdo —dijo Peter—. Tiene sentido.
Francis, sin embargo, no estaba tan seguro. Pensaba que el ángel habría previsto esa estratagema. Lo que tenían que planear era algo que desconcertara al ángel. Algo sesgado y distinto, más en la línea del lu­gar donde estaban que de donde querían estar. Los tres se dirigieron hacia el despacho de Lucy, pero Francis vio a Negro Grande junto al puesto de enfermería y se separó de ellos para hablar con el corpulen­to auxiliar. Los otros dos siguieron adelante, al parecer sin reparar en que Francis se rezagaba.
—Es pronto para la medicación, Pajarillo —dijo Negro Grande al verlo—. Aunque supongo que no es eso lo que quieres, ¿verdad?
Francis meneó la cabeza.
—Me creyó, ¿verdad? —preguntó.
—Claro que sí—respondió el auxiliar después de echar un vistazo alrededor—. El problema es que aquí no te favorece nada estar de acuer­do con un paciente cuando el mandamás piensa otra cosa. Lo entiendes, ¿verdad? No se trataba de si era verdad o no. Se trataba de mi empleo.
—Podría volver esta noche.
—Podría, pero lo dudo. Si quisiera matarte, Pajarillo, ya lo habría hecho.
Francis estuvo de acuerdo, aunque era una de esas observaciones que son tranquilizadoras y aterradoras a la vez.
—Señor Moses —repuso con voz ronca—, ¿por qué nadie quiere ayudar a la señorita Jones a atrapar a ese hombre?
Negro Grande se puso tenso y cambió de postura.
—Yo estoy ayudando, ¿no? Y mi hermano también.
—Ya sabe a qué me refiero.
—Sí, Pajarillo. Lo sé. —Miró alrededor para asegurarse de que no había nadie lo bastante cerca o que prestara la atención suficiente para oírlo. Aun así, añadió con cautela, en voz muy baja—: Tienes que en­tender algo, Pajarillo. Encontrar al hombre que busca la señorita Jones, con toda la publicidad y atención que eso conllevaría, y acaso una in­vestigación oficial, titulares de periódicos, programas de televisión y toda esa parafernalia, acabaría con la carrera de algunas personas. Se harían demasiadas preguntas. Puede que preguntas difíciles como: «¿Por qué no hizo esto o aquello?» Quizás habría que dar explicaciones ante las autoridades estatales. Se produciría mucho revuelo, y aquí nadie que tra­baje para el Estado, en especial un médico o un psicólogo, quiere tener que contestar preguntas sobre cómo se dejó que un asesino viviera en el hospital sin que nadie lo advirtiese. Estamos hablando de un escánda­lo, Pajarillo. Es más fácil taparlo, encontrar una explicación convincen­te para uno o dos cadáveres. Eso es fácil. No se culpa a nadie, todo el mundo cobra, nadie pierde su empleo y las cosas continúan como an­tes. Es igual en cualquier hospital. O cárcel, bien mirado. Se trata de conseguir que las cosas sigan adelante. ¿Todavía no lo habías pensado?
Francis sí lo había pensado, pero ocurría que no le gustaba.
—Recuerda que a nadie le importan demasiado los locos —añadió Negro Grande meneando la cabeza.
La señorita Deliciosa alzó los ojos y frunció el ceño cuando Lucy entró en la sala de espera del doctor Gulptilil. Se mostró muy atareada con unos formularios y se volvió hacia la máquina de escribir cuando la fiscal se acercó a su mesa.
—El doctor está ocupado —dijo mientras sus dedos volaban por el teclado y la bola metálica de la vieja Selectric golpeaba sin piedad un folio—. Creo que no tenía cita concertada —añadió.
—Sólo será un minuto —comentó Lucy.
—Bueno, veré si la puede atender. Siéntese. —Pero no hizo ningún esfuerzo por cambiar de postura ni siquiera por coger el teléfono has­ta que Lucy se alejó de la mesa y se sentó en un raído sofá.
Fijó la mirada en la secretaria con una intensidad que la traspasaba hasta que ésta se cansó por fin del escrutinio, cogió el auricular y se vol­vió de espaldas para hablar. Tras un breve intercambio, se giró de nuevo hacia la fiscal.
—Puede pasar —anunció.
Gulptilil estaba de pie tras su mesa, observando por la ventana el árbol que crecía en el patio. Carraspeó cuando ella entró, pero no se vol­vió. Lucy esperó pacientemente. Pasado un instante, el doctor se volvió y se dejó caer en su asiento.
—Señorita Jones —dijo—. Su llegada es providencial porque me ahorra el trabajo de mandarla llamar.
—¿Mandarme llamar?
—Sí. Porque hace poco he estado hablando con su jefe, el fiscal del condado de Suffolk. Y está muy interesado por sus progresos. —Se recostó con una sonrisa falsa—. Pero, dígame, ¿qué la ha traído a mi des­pacho?
—Me gustaría tener los nombres y los expedientes de los pacientes del dormitorio de la primera planta de Williams y, si es posible, la ubi­cación de sus camas, de modo que pueda relacionar nombres, diag­nósticos y ubicación.
—Ya —asintió Gulptilil, aún sonriente—. Se refiere al dormito­rio que está ahora tan agitado gracias a sus anteriores interrogatorios, ¿verdad?
—Sí.
—La agitación que ha generado tardará algún tiempo en calmarse. Si le doy esta información, ¿me promete que me avisará antes de iniciar cualquier otra actividad en esa zona del hospital?
—Sí. —Lucy apretó los dientes—. De hecho, me gustaría registrar todo el dormitorio.
—¿Registrar? ¿Se refiere a que quiere revisar e inspeccionar las po­cas pertenencias de esos pacientes?
—Sí. Creo que se conservan pruebas sólidas y tengo motivos para creer que algunas podrían encontrarse en ese dormitorio, así que me gustaría que me autorizara a registrarlo.
—¿Pruebas? ¿Y en qué basa su suposición?
—Uno de los pacientes de ese dormitorio estaba en posesión de una camiseta manchada de sangre —explicó Lucy tras vacilar—. El tipo de herida de Rubita sugiere que quien cometió el crimen tuvo que man­charse la ropa de sangre.
—Sí, parece lógico. ¿Pero no encontró la policía algo ensangrenta­do al pobre Larguirucho cuando lo detuvo?
—Creo que alguien lo arregló para inculparlo.
—Ah —exclamó el doctor Gulptilil con una sonrisa—. Por su­puesto, el Jack el Destripador actual. Un genio criminal. No, disculpe, ésa no es la palabra. Un cerebro criminal. Aquí, en nuestro hospital psiquiátrico. Una explicación rocambolesca e inverosímil, pero que le permitiría proseguir con sus investigaciones. Y en cuanto a esta su­puesta camiseta ensangrentada, ¿podría verla?
—No la tengo en mi poder.
—No sé por qué, señorita Jones —repuso el médico—, pero pre­veía esa respuesta. Así que, si le permito el registro que solicita, ¿no ha­bría ciertos problemas legales?
—No. Es un hospital estatal, y usted tiene derecho a registrar cual­quier zona en busca de contrabando o de sustancias u objetos prohibidos.
—¿De modo que, de repente, cree que mi personal y yo podemos servirle de ayuda? —Gulptilil se balanceó en la silla.
—No entiendo qué insinúa —respondió Lucy, aunque lo entendía a la perfección.
Gulptilil se dio cuenta y suspiró.
—Ah, señorita Jones, su falta de confianza en el personal del hos­pital es ciertamente desalentadora. Sin embargo, dispondré el registro que solicita, aunque sólo sea para convencerla de lo absurdas que son sus investigaciones. Y también le proporcionaré los nombres y la dis­tribución de las camas de Williams. Y después tal vez pueda finalizar su estancia aquí.
—Otra cosa —añadió Lucy al recordar lo que Francis le había pe­dido—. ¿Podría darme la lista de pacientes que tendrán vistas de altas esta semana? Si no es demasiada molestia...
—Está bien —asintió el director médico con cierto recelo—. Pe­diré a mi secretaria que le proporcione estos documentos para apoyar sus investigaciones. —Tenía la capacidad de lograr sin esfuerzo que una mentira pareciera cierta, cualidad que Lucy encontraba inquietante—. Aunque no veo qué relación pueda tener con nuestras vistas de altas regulares. ¿Sería tan amable de aclarármelo, señorita Jones?
—Preferiría no hacerlo, de momento.
—Su respuesta no me sorprende —aseguró Gulptilil con frial­dad—. Aun así, le daré la lista que me solicita.
—Gracias —dijo Lucy, y se dispuso a irse.
—Antes de que se marche tengo que pedirle algo, señorita Jones —la detuvo Gulptilil.
—¿Qué, doctor?
—Debe llamar a su supervisor. El y yo tuvimos una conversación muy agradable hace un rato. Estoy seguro de que ahora es un buen mo­mento para hacer esa llamada. Permítame. —Giró hacia ella el telé­fono que había sobre la mesa, y no hizo el menor gesto de marcharse.
En los oídos de Lucy todavía resonaban los reproches de su jefe. «Pérdida de tiempo y de esfuerzos» había sido la queja más suave. Lo más insistente fue: «Quiero ver pronto algún progreso» y «Vuelve aquí lo antes posible». Había oído una letanía enojada de los casos que se le amontonaban en la mesa, cuestiones que exigían una atención urgen­te. Ella había intentado explicarle que un hospital psiquiátrico era un sitio poco corriente a la hora de llevar a cabo una investigación me­diante las técnicas habituales, pero a él no le interesaron sus excusas. «Encuentra algo los próximos días o se acabó», fue lo último que dijo. Se preguntaba cuánto habría predispuesto a su jefe su conversación previa con Gulptilil, pero eso era irrelevante. Era un irlandés temperamental y resuelto de Boston, y cuando estaba convencido de que había algo que buscar, lo hacía con una abnegación inquebrantable, cualidad que le permitía ser reelegido una y otra vez. Pero podía abandonar de plano una investigación si le provocaba frustración, cosa que a Lucy no la favorecía.
Y tenía que admitir que la clase de progreso que pudiera satisfacer a su jefe era difícil de lograr. Ni siquiera podía demostrar la relación en­tre los casos, aparte del estilo de los asesinatos. No obstante, estaba convencida de que el asesino de Rubita, el ángel que había aterrado a Francis y el hombre que había cometido los asesinatos de su distrito eran la misma persona. Y que estaba ahí, delante de sus narices, bur­lándose de ella.
La muerte de Bailarín era, sin duda, obra suya. Él lo sabía, ella lo sabía. Todo tenía sentido.
Y, a la vez, no lo tenía. Las detenciones y los juicios no se basan en lo que sabes, sino en lo que puedes probar y, hasta entonces, ella no po­día probar nada.
Absorta en sus pensamientos, volvió al edificio Amherst. El aire de primera hora de la tarde era bastante fresco, y algunos gritos perdidos y vacíos resonaban por los terrenos del hospital. La agonía que los im­pregnaba se evaporaba en el frío que la envolvía. Si no hubiera ido tan concentrada en lo imposible de sus convicciones, podría haber repara­do en que ya no la afectaban los sonidos que tanto la sobrecogían cuando llegó al Western. Se estaba convirtiendo en una parte más del hospital, una mera tangente de toda la locura que tan tristemente habitaba en él.
Peter se percató de que había algo fuera de sitio, pero no sabía qué. Ése era el problema del hospital: todo aparecía tergiversado, del revés, deformado o contrahecho. Ver con precisión era casi imposible. Echó de menos la simplicidad de un incendio. Existía cierta libertad al caminar entre los restos carbonizados, húmedos y apestosos de un incendio, imaginando despacio cómo se había iniciado el fuego y cómo había avanzado, desde el suelo hasta las paredes y el techo, acelerado por al­gún combustible. Analizar un incendio requería cierta precisión mate­mática, y siempre había obtenido satisfacción al sopesar madera o acero quemados con la certeza de que podría imaginar cómo habían sido unos segundos antes de que el fuego los abrasara. Era como investigar el pasado, sólo que sin las nieblas de la emoción y la tensión. Todo es­taba señalado en el mapa de un incendio, y a él le gustaba seguir cada ruta hacia un destino preciso. Siempre se había considerado una espe­cie de artista cuya tarea consistía en restaurar los grandes cuadros da­ñados por el tiempo o los elementos, como si recrease los colores y las pinceladas de los grandes maestros, siguiendo los pasos de Rembrandt o Da Vinci; un artista menor pero cuya tarea era vital.
A su derecha, un hombre con un pijama holgado, despeinado y desaliñado, soltó una carcajada estridente al comprobar que se había mojado los pantalones. Los pacientes hacían cola para recibir su medi­cación vespertina, y los hermanos Moses trataban de mantener el or­den durante ese proceso. Era un poco como intentar organizar las olas tormentosas que golpean una playa: todo terminaba más o menos en el mismo sitio, pero los pacientes seguían unas fuerzas tan escurridizas como los vientos y las corrientes.
Peter se estremeció y pensó que tenía que marcharse de ese sitio. Todavía no se consideraba loco, pero sabía que muchas de sus acciones podrían pasar por locuras y, cuanto más tiempo estuviera en el hospi­tal, más dominarían su existencia. Eso lo hizo sudar, y se dio cuenta de que había personas, el señor del Mal entre ellas, que estarían encanta­das de ver cómo se desintegraba en el hospital. Tenía suerte; todavía se aferraba a toda clase de vestigios de la cordura. Los demás pacientes le tenían cierto respeto, porque sabían que no estaba tan loco como ellos. Pero eso podría acabarse. Podría empezar a oír las mismas voces que ellos. Empezar a arrastrar los pies, a farfullar, a mojarse los pantalones y a hacer cola para recibir medicación. Si no escapaba de allí, todo eso acabaría arrastrándolo.
Tenía que aceptar lo que le ofrecía la Iglesia, no tenía opción.
Observó cómo la cola se apiñaba en dirección al puesto de enfer­mería y a las hileras de medicamentos alineadas detrás de la rejilla me­tálica.
Uno de esos pacientes era un asesino. Lo sabía.
O quizás era alguien que hacía cola en ese momento en Williams, Princeton o Harvard, pero que seguía el mismo programa.
Pero ¿cómo encontrarlo?
Trató de pensar en el caso como si fuese un incendio provocado. Apoyado contra la pared, intentó ver dónde había empezado, porque eso le indicaría cómo había ganado impulso, cobrado fuerza y final­mente estallado. Así era como procesaba los escenarios de los incen­dios a los que acudía: iba hacia atrás, hasta la primera chispa o llama, y eso no sólo le indicaba cómo se había producido el incendio, sino quién estaba ahí para provocarlo. Suponía que era un curioso don. En la An­tigüedad, los reyes y los príncipes se rodeaban de personas que su­puestamente podían ver el futuro y les hacían perder el tiempo y el di­nero, cuando puede que conocer el pasado fuera una forma mucho mejor de anticipar el futuro.
Peter exhaló despacio. El hospital hacía que uno reflexionara so­bre todos los pensamientos que resonaban en su interior. Se detuvo a media idea al percatarse de que estaba moviendo los labios como si ha­blara solo.
Meneó la cabeza. Ya casi hablaba solo.
Se miró las manos para comprobar que no le temblaban. Se repitió que tenía que marcharse sin importar lo que tuviera que hacer.
En ese momento, vio a Lucy Jones. Iba cabizbaja y parecía absor­ta y disgustada. Y en ese instante vio un futuro sombrío, lo que le pro­vocó una sensación de vacío e impotencia. Sí, se iría, desaparecería para siempre en Oregon. Y ella también se iría, volvería a su oficina y se dedicaría a acusar criminales. Francis se quedaría allí, con Napoleón, Cleo y los hermanos Moses.
Larguirucho cumpliría condena.

Y el ángel encontraría otros dedos que cortar.





26

Francis pasó una noche agitada, a veces tenso en la cama intentando escuchar cualquier sonido en el dormitorio que delatase la presencia del ángel. Oyó decenas de esos ruidos, que resonaban con la misma fuerza que los latidos de su corazón. Mil veces le pareció notar el alien­to del ángel en la frente, y no olvidó ni por un instante la sensación del cuchillo frío. Incluso en los pocos momentos en que se alejó de esos te­mores que le provocaban sudor y ansiedad para sumirse en algo pare­cido al sueño, su descanso se vio perturbado por imágenes aterradoras. Veía que Lucy le enseñaba una mano mutilada como la de Rubita y a continuación se veía a sí mismo degollado y luchando con desespero por mantener unida la herida sangrante.
Agradeció la primera luz de la mañana que se filtró por las ventanas, aunque sólo fuera para indicar que las horas en que el ángel parecía rei­nar en el hospital habían terminado. Permaneció un rato más en la ca­ma, aferrado a un pensamiento extrañísimo: que no estaba bien que los pacientes del hospital tuvieran el mismo miedo a morir que la gente normal en el exterior. Dentro de esas paredes, la vida parecía mucho más frágil, no tenía la misma importancia que fuera. Era como si ellos contaran menos, y, por tanto, su vida no debiera valorarse demasiado. Recordó haber leído en un periódico que el valor total de las partes del cuerpo humano sólo ascendía a un par de dólares. Los pacientes del West­ern probablemente sólo valían unos centavos. O ni siquiera eso.
Fue al baño, se aseó y luego se vistió. Los signos cotidianos del hos­pital lo reconfortaron un poco; Negro Chico y su corpulento hermano estaban en el pasillo e intentaban que los pacientes se dirigieran hacia el comedor para desayunar, como un par de mecánicos que intentan que un motor se ponga en marcha. El señor del Mal recorría el pasillo sin hacer caso de las súplicas de varias personas sobre algún que otro pro­blema. Francis quería seguir la rutina.
Y entonces, con la misma rapidez con que se le ocurrió este pensa­miento, lo temió.
El hospital, con su obsesión por limitarse a encadenar un día tras otro, era como un fármaco, más potente incluso que los que se presen­taban en pastillas o hipodérmicas. Y con la adicción, llegaba la incons­ciencia.
Sacudió la cabeza; porque para él había algo claro: el ángel estaba mucho más cerca del mundo exterior, y sospechaba que, si quería re­gresar a él, ésa era la dificultad que tendría que superar. Encontrar al asesino de Rubita era el único acto cuerdo que le quedaba en el mundo.
En su cabeza, sus voces sonaban agitadas y confusas. Era evidente que trataban de decirle algo, pero no se ponían de acuerdo en qué.
Sin embargo, todas las voces coincidían en que, si se quedaba solo para enfrentarse al ángel, sin Peter ni Lucy, no era probable que sobre­viviera. No sabía cómo moriría, ni exactamente cuándo. Cuando qui­siera el ángel. Asesinado en la cama. Asfixiado como Bailarín o dego­llado como Rubita, o quizá de otra forma, pero ocurriría.
No tendría dónde esconderse, salvo sumirse en una locura más pro­funda, lo que obligaría al hospital a encerrarlo en una celda de aisla­miento.
Miró alrededor en busca de sus dos compañeros de investigación y, por primera vez, pensó que era el momento de responder a las pre­guntas del ángel.
Se apoyó contra la pared del pasillo. Está aquí. ¡Lo tienes delante!. Levantó los ojos y vio a Cleo, que avanzaba agitando los brazos como un imponente acorazado abriéndose paso entre una regata de tímidos veleros. Lo que la inquietaba esa mañana quedaba oculto bajo una ava­lancha de palabrotas refunfuñadas al ritmo del amplio balanceo de sus brazos, de modo que cada «¡Mierda!», «¡Cabrones!» e «¡Hijos de puta!» era emitido como un golpe de batuta de un director. Los pacientes se hacían a un lado a su paso. Entonces Francis comprendió algo: no era que el ángel supiera cómo ser diferente, sino que sabía cómo ser igual.
Cuando siguió con la mirada a Cleo, vio a Peter. El Bombero pa­recía enfrascado en una acalorada conversación con el señor del Mal, que sacudía la cabeza mientras Peter le hablaba. Pasado un instante, el señor del Mal pareció desechar lo que Peter decía, dio media vuelta y se marchó por el pasillo. Peter alzó la voz para gritarle:
—¡Tiene que decírselo a Gulptilil! ¡Hoy!
El señor del Mal no se volvió, como negándose a aceptar lo que Pe­ter había gritado. Francis se acercó deprisa al Bombero.
—¿Peter?
—Hola, Pajarillo —respondió Peter, sin dejar de mirar a Evans—. ¿Qué quieres?
—Cuando miras al resto de los pacientes —susurró—, ¿qué ves?
—No lo sé —respondió tras vacilar un instante—. Es un poco como Alicia en el país de las maravillas. Todo es de lo más curioso.
—Pero has visto todas las clases de locos que hay aquí, ¿verdad?
Peter dudó y vio a Lucy acercarse por el pasillo. Esperó a que lle­gase a su lado y dijo:
—Pajarillo ha visto algo. ¿De qué se trata?
—El hombre que buscamos no está más loco que tú —susurró Fran­cis—. Pero finge ser otra cosa.
—Continúa —lo animó Peter.
—Toda su locura, al menos la locura asesina y la locura de cortar dedos, no es como las locuras habituales que tenemos en el hospital. Planifica. Piensa. Se trata de la encarnación del mal, como insistía Lar­guirucho. No es que oiga voces, tenga delirios ni nada de eso. Pero sabe aparentarlo para que todos vean en él a un loco más, en lugar de ver un ser malvado...
Francis sacudió la cabeza.
—¿Qué estás diciendo, Pajarillo? —Peter bajó la voz—. Explícate.
—Lo que estoy diciendo es que examinamos todos esos formula­rios de ingreso e hicimos todos esos interrogatorios en busca de algo que relacione a alguien de aquí con el mundo exterior. ¿Qué buscabais Lucy y tú? Hombres con antecedentes de violencia. Psicópatas. Hom­bres con una rabia latente. Hombres fichados por la policía. Hombres que oyen voces que les ordenan hacer cosas malas a las mujeres. Que­réis encontrar un criminal loco, ¿verdad?
—Es el único enfoque lógico... —Lucy habló por fin.
—Pero aquí todo el mundo tiene algún impulso demente. Y mu­chos podrían ser asesinos, ¿verdad ? Aquí la línea que separa ambas co­sas es muy sutil.
—Sí, pero... —Lucy estaba asimilando lo que Francis decía.
—¿No crees que el ángel también sabe eso? —repuso el joven.
La fiscal no respondió.
—El ángel es alguien que carece de antecedentes que puedan lla­mar la atención de nadie —afirmó Francis tras inspirar hondo—. En el exterior, es una persona. Aquí, es otra. Como un camaleón que cambia de color según su entorno. Y es alguien al que nunca se nos ocurriría in­vestigar. De esa manera, está a salvo y puede hacer lo que quiere.
Peter parecía escéptico, y Lucy parecía necesitar que la convencie­ran más. Ella fue la primera en hablar.
—¿De modo que crees que el ángel finge su enfermedad mental? —dijo con lentitud, como si con la palabra «fingir» hubiera sugerido que eso era imposible.
Francis sacudió la cabeza y asintió. Las contradicciones que a él le resultaban tan claras no lo eran para los otros dos.
—No puede fingir voces. No puede fingir delirios. No puede fin­gir ser... —Inspiró antes de continuar—: No puede fingir ser como yo. Los médicos se darían cuenta. Hasta el señor del Mal lo detectaría en­seguida.
—¿Entonces? —preguntó Peter.
—Mirad alrededor —contestó Francis. Señaló al otro lado del pasi­llo, donde el hombretón retrasado que había llegado de Williams estaba apoyado contra la pared, acunando a su muñeco y canturreándole suave­mente. Vio a un cato inmóvil en el centro del pasillo con los ojos clavados en el techo, como si su visión pudiera penetrar el aislamiento acústico, las vigas, el suelo y los muebles del primer piso, cruzarlo todo, incluido el tejado, y llegar hasta el cielo azul de la mañana—. ¿Cuánto cuesta ser simple? —preguntó Francis—. ¿O silencioso? Y si fueras como uno de ellos, ¿quién te iba a prestar ninguna atención?

A todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo llegaban gritos y aullidos como de cien gatos enloquecidos. El sudor me resbalaba entre los ojos, me cegaba y escocía. Me faltaba el aliento y resollaba como un enfermo, con las manos temblorosas. No me fiaba de que mi voz logra­ra emitir algún sonido que no fuera un gemido grave e indefenso.
El ángel, cerca de mí, escupía de rabia.
No tenía que decir por qué, porque cada palabra que yo había es­crito lo explicaba.
Me retorcí en el suelo como si una corriente eléctrica me recorrie­ra el cuerpo. Jamás me aplicaron electroshock en el Western. Puede que fuera la única crueldad enmascarada de cura que no tuve que soportar. Pero sospecho que el dolor que sentía ahora no era muy dis­tinto.
Podía ver.
Eso era lo que me dolía.
Cuando en el pasillo del hospital dije aquellas palabras a Peter y Lucy, fue como si abriera una puerta en MÍ interior que no había que­rido abrir nunca. Una puerta cerrada a cal y canto. Cuando estás loco no eres capaz de nada. Pero también eres capaz de todo. Estar atrapa­do entre los dos extremos es una agonía.
Toda mi vida, lo único que quise fue ser normal. Aun atormentado como Peter y Lucy, pero normal. Capaz de manejarme modestamente en el mundo exterior, de disfrutar de las cosas sencillas. Una mañana es­tupenda. El saludo de un amigo. Una comida apetitosa. Una conver­sación distendida. Una sensación de pertenencia. Pero no podía, porque, como supe en ese momento, estaba destinado a estar siempre más cerca del hombre al que detestaba y queme asustaba. El ángel disfrutaba con todos los pensamientos asesinos que acechaban en mi interior y se de­leitaba con ellos. Era un reflejo distorsionado de mí mismo. Yo tenía la misma rabia, el mismo deseo, la misma maldad. Pero yo los había es­condido, los había relegado y lanzado al agujero más profundo que pu­de encontrar en mi interior para cubrirlos con todos mis pensamientos locos, como si fueran piedras y tierra, de modo que quedaron enterra­dos para siempre.
En el hospital, el ángel cometió un único error.
Debería haberme matado cuando pudo.
De modo que ahora estoy aquí para rectificar ese error de cálcu­lo me susurró al oído.

—No tenemos tiempo —dijo Lucy. Examinaba los expedientes que tenía esparcidos por la mesa de su despacho provisional, donde se centraba su investigación provisional.
Peter se paseaba intentando ordenar toda clase de ideas contradic­torias. Cuando la fiscal habló, la miró con la cabeza ladeada.
—¿Por qué? —preguntó.
—Tendré que marcharme. Puede que en los próximos días. He ha­blado con mi jefe y cree que sólo estoy perdiendo el tiempo. Mi idea nunca le gustó, pero como insistí, cedió. Eso está a punto de acabarse...
—Yo tampoco estaré aquí mucho más —repuso Peter—. Por lo menos, no lo creo así. —No dio detalles, pero añadió—: Pero Francis se quedará aquí.
—No sólo Francis —le recordó Lucy.
—Exacto. No sólo Francis. —Peter vaciló—. ¿Crees que tiene ra­zón? Sobre el ángel, quiero decir. Sobre eso de que es alguien al que no investigaríamos...
Lucy inspiró hondo. Se apretaba las manos y se las soltaba casi al ritmo de su respiración, como alguien a punto de explotar que intenta controlar sus emociones. Ésa era una actitud extraña en el hospital, donde la gente daba rienda suelta a sus emociones de una forma casi constante. La contención, más allá de la que provocaban los medica­mentos antipsicóticos, era casi imposible. Pero Lucy parecía ocultar al­go en sus ojos, y cuando los dirigió hacia Peter, éste pudo detectar una gran inquietud.
—No lo soporto —musitó.
Peter no respondió, porque sabía que se explicaría en unos instantes.
Lucy se dejó caer en la silla y, con la misma rapidez, volvió a le­vantarse. Se inclinó para sujetar con las manos los bordes del escrito­rio como si eso le sirviera para soportar el azote de los vientos de su agitación. Cuando miró a Peter, éste no estuvo seguro de si sus ojos re­flejaban una dureza asesina u otra cosa.
—La idea de dejar a un violador y un asesino aquí me resulta ina­ceptable. Aunque el ángel y el hombre que asesinó a las otras mujeres no sean la misma persona, dejarlo aquí impune me pone los pelos de punta.
De nuevo, Peter no dijo nada.
—No lo haré —soltó Lucy—. No puedo hacerlo.
¿Y si te obligan a irte? —preguntó Peter. Podría haberse hecho esa pregunta a sí mismo.
—No les resultará fácil —replicó ella a la vez que lo miraba con dureza.
Se produjo un silencio y, de repente, Lucy bajó los ojos hacia el montón de expedientes en la mesa. Con un movimiento brusco, desli­zó el brazo por el tablero y lanzó las carpetas al suelo.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Peter siguió callado y Lucy soltó un buen puntapié a una papelera de metal, que rodó con estrépito.
—No lo haré —repitió—. Dime, ¿qué es peor? ¿Ser un asesino o dejar que un asesino vuelva a matar?
Esa pregunta tenía respuesta, pero Peter no estaba seguro de que­rer decirla.
Lucy inspiró hondo varias veces antes de fijar los ojos en los de Peter.
—Tú lo entiendes —susurró—. Si me voy con las manos vacías, al­guien más morirá. No sé cuánto tiempo pasará, pero llegará el día, al ca­bo de un mes, seis meses o un año, en que estaré frente a otro cadáver y observaré una mano derecha a la que le faltan cinco falanges. Y aun­que atrape al hombre y lo vea sentado en el banquillo de los acusados y me levante para leer las acusaciones ante un juez y un jurado, segui­ré sabiendo que alguien murió por mi fracaso aquí y ahora.
Peter se dejó caer por fin en una silla y agachó la cabeza para restre­garse la cara con las manos, como si se la estuviera lavando. Cuando miró a Lucy, no comentó lo que ella decía, aunque a su modo lo hizo.
—¿Sabes qué, Lucy? —preguntó en voz baja—. Antes de conver­tirme en investigador de incendios provocados, pasé cierto tiempo co­mo bombero. Me gustaba. Combatir un fuego no es algo equívoco. Apagas el incendio o éste destruye algo. Sencillo, ¿no? A veces, en un caso difícil, notas el calor en el rostro y oyes el sonido que el fuego pro­duce cuando está realmente fuera de control. Es un sonido terrible, embravecido. Salido del infierno. Y existe un instante en que todo el cuer­po te suplica que no entres, pero lo haces de todos modos. Sigues adelante, porque el fuego es malo y porque los demás miembros de tu dotación ya están dentro, y sabes que tienes que hacerlo. Es la decisión que más cuesta tomar.
Lucy pareció reflexionar sobre eso.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Tendremos que correr algunos riesgos —dijo Peter.
—¿Riesgos?
—Sí.
—¿Qué opinas de lo que dijo Francis? —quiso saber Lucy—. ¿Crees que aquí todo está al revés? Si efectuara esta investigación fuera de aquí y un detective se fijara en el sospechoso menos proba­ble, no en el más probable, relevaría a ese hombre del caso, claro. No tendría ningún sentido, y se supone que las investigaciones deben te­nerlo.
—Aquí nada tiene sentido —comentó Peter.
—Así pues, Francis tal vez tenga razón. La ha tenido en muchas cosas.
—¿Qué hacemos, entonces? ¿Repasar todos los expedientes en busca de...? ¿En busca de qué?
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
Peter dudó otra vez. Pensó en lo que había pasado y se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo a la vez que sacudía la cabeza—. Soy reacio...
—¿Reacio a qué?
—Bueno, cuando alteramos el dormitorio de Williams, ¿qué ocu­rrió?
—Un hombre murió asesinado. Sólo que ellos no lo creen así...
—No, aparte de eso, ¿qué ocurrió? El ángel apareció, quizá para matar a Bailarín. No lo sabemos con certeza. Pero sí sabemos que se presentó en el dormitorio para amenazar a Francis.
—Ya veo por dónde vas —dijo Lucy tras inspirar hondo.
—Tenemos que hacerlo salir de nuevo.
—Una trampa —asintió Lucy.
—Una trampa —corroboró Peter—. Pero ¿qué podríamos usar como anzuelo?
Lucy sonrió, sin alegría, la clase de expresión de alguien que sabe que para lograr mucho hay que arriesgar mucho.
A primera hora de la tarde, Negro Grande reunió a un pequeño grupo de pacientes del edificio Amherst para una salida al jardín. Fran­cis aún no había visto los brotes de las semillas plantadas en esa zona antes de la muerte de Rubita y la detención de Larguirucho.
Hacía una tarde espléndida. Cálida, con rayos de sol que iluminaban las paredes blancas del hospital. Una ligera brisa desplazaba a las esporá­dicas nubes bulbosas por el cielo azul. Francis levantó la cara hacia el sol y dejó que el calor lo reconfortase. Oyó un murmullo de satisfacción en su cabeza que podría corresponder a sus voces pero también podría de­berse a la pequeña sensación de esperanza que experimentó. Por unos instantes consiguió olvidar todo lo que estaba pasando y disfrutar del sol. Era la clase de tarde que disipa las tinieblas de la locura.
En esta salida participaban diez pacientes. Cleo iba a la cabeza de la fila, posición que ocupó en cuanto cruzaron las puertas de Amherst, sin dejar de farfullar pero con una determinación que parecía contra­decir la despreocupación a que invitaba el día. Al principio, Napoleón procuró seguirle el ritmo, pero luego se quejó a Negro Grande de que Cleo los obligaba a caminar demasiado deprisa, lo que hizo que todos se detuvieran y estallara una pequeña discusión.
—¡Yo debo ir en cabeza! —gritó Cleo, enfadada. Se enderezó con altivez y miró por encima del hombro a los demás con una actitud ma­jestuosa—. Es mi posición. Por derecho y por deber —añadió.
—Pues no vayas tan deprisa —replicó Napoleón, que resollaba un poco.
—Iremos a mi ritmo —respondió Cleo.
—Cleo, por favor... —empezó Negro Grande.
—No habrá cambios —lo atajó Cleo.
El auxiliar se encogió de hombros y se volvió hacia Francis.
—Ve tú delante —pidió.
Cleo le salió al paso, pero Francis la miró con tal abatimiento que, pasado un segundo, resopló con desdén imperial y se hizo a un lado. Cuando el joven la adelantó, vio que los ojos le echaban chispas, como si un fuego la abrasara por dentro. Esperaba que Negro Grande tam­bién lo viera, pero no estaba seguro de ello, ya que el auxiliar intenta­ba mantener la calma en el grupo. Un hombre ya estaba llorando y otra mujer se alejaba del camino.
—Vamos —ordenó Francis con la esperanza de que los demás lo siguieran.
Pasado un momento, el grupo pareció aceptar que él fuera a la cabeza, quizá porque eso evitó una posible discusión a gritos que na­die deseaba. Cleo se situó detrás de él y, tras pedirle un par de veces que apretase el paso, se distrajo con los gemidos y los gritos incone­xos que se oían en los edificios.
Se detuvieron al borde del jardín, y la tensión que parecía acumu­larse en la cabeza de Cleo, se calmó un instante.
—¡Flores! —exclamó asombrada—. ¡Hemos cultivado flores!
Flores rojas, blancas, amarillas y azules enroscadas entre sí al azar ocupaban los parterres situados en un extremo de los terrenos del hos­pital. De la tierra oscura habían crecido peonías, rosas, violetas y tuli­panes. El jardín era tan caótico como sus mentes, con capas y franjas de colores vibrantes que se extendían en todas direcciones, plantados sin orden ni concierto, pero aun así florecían con fuerza. Francis lo ob­servó con asombro y recordó lo monótona que era su vida en realidad. Pero incluso este pensamiento deprimente desapareció ante aquella vi­sión exuberante.
Negro Grande distribuyó unas modestas herramientas de jardine­ría. Eran utensilios para niños, de plástico, y no iban demasiado bien para la tarea que tenían entre manos, pero Francis pensó que eran me­jor que nada. Se agachó junto a Cleo, que apenas parecía consciente de su presencia, y empezó a trabajar para organizar las flores en hileras y procurar ordenar un poco aquella explosión de color.
Francis no supo cuánto trabajaron. Hasta Cleo, que seguía farfu­llando palabrotas para sí misma, pareció contener parte de su tensión, aunque de vez en cuando sollozaba mientras cavaba y rastrillaba la mar­ga húmeda del jardín, y en más de una ocasión Francis vio que alargaba la mano para tocar los pétalos de una flor con lágrimas en los ojos. Casi todos los pacientes se detuvieron en algún momento para dejar que la tierra rica y húmeda les resbalara entre los dedos. Se captaba un olor a re­nacimiento y vitalidad, y Francis pensó que esa fragancia les imbuía más optimismo que ninguno de los fármacos que ingerían sin cesar.
Cuando se incorporó, después de que Negro Grande anunciara por fin que la salida había concluido, examinó el jardín y hubo de ad­mitir que tenía mejor aspecto. Habían arrancado casi todas las malas hierbas que amenazaban los parterres y habían impuesto cierta defini­ción a las hileras. Era un poco como ver un cuadro inconcluso. Mos­traba formas y posibilidades.
Se sacudió por encima la tierra de las manos y la ropa. No le im­portaba la sensación de suciedad, por lo menos esa tarde.
Negro Grande dispuso el grupo en fila india y guardó los utensi­lios de jardinería en una caja de madera verde y, al hacerlo, los contó por lo menos tres veces. Luego, antes de dar la señal para regresar a Amherst, observó a un grupo reducido que se estaba reuniendo a unos cincuenta metros, en el otro extremo de los terrenos, tras una valla.
—Es el cementerio —susurró Napoleón. Nadie comentó nada.
Francis vio a Gulptilil y a Evans, junto con otros dos miembros del personal. También había un sacerdote con alzacuello, y un par de empleados con el uniforme gris de mantenimiento que sujetaban palas a la espera de una orden. Luego oyó el sonido de un motor y vio acer­carse una excavadora, seguida de un Cadillac negro, que, como com­prendió horrorizado, era un coche fúnebre. Éste se detuvo y la exca­vadora avanzó temblorosa.
—Quizá deberíamos irnos —farfulló Negro Grande, pero no se movió. Los pacientes siguieron mirando.
La excavadora, con todos sus gruñidos mecánicos, no tardó más de un par de minutos en abrir un agujero en el suelo y amontonar la tie­rra excavada junto a él. Los encargados de mantenimiento usaron las palas para prepararlo. Tomapastillas examinó el trabajo e indicó a los hombres que pararan. Luego indicó al coche fúnebre que se acercara. Dos hombres con traje negro salieron del Cadillac y se dirigieron a la parte posterior. Se les unieron los encargados de mantenimiento, y los cuatro improvisados portadores de féretro sacaron del coche un sen­cillo ataúd de metal, en cuya tapa relució pálidamente el sol.
—Es Bailarín —susurró Napoleón.
—Cabrones. Fascistas asesinos —masculló Cleo, y añadió con vehemencia—: Enterrémoslo al estilo egipcio.
Los cuatro hombres avanzaron dificultosamente con el féretro, lo que resultó extraño a Francis, porque Bailarín apenas pesaba nada. Ob­servó cómo lo bajaban a la fosa y luego se retiraban mientras el sacer­dote decía unas palabras rápidas. Ninguno de los hombres se molestó siquiera en agachar la cabeza para una fingida plegaria.
El sacerdote retrocedió, los médicos se volvieron y se alejaron, y los de la funeraria pidieron a Gulptilil que firmara un documento antes de volver al coche fúnebre y marcharse despacio. La excavadora siguió sol­tando resoplidos. Los encargados de mantenimiento empezaron a lanzar paladas de tierra sobre el ataúd. Francis oyó el ruido sordo de la tierra al caer sobre el metal, pero incluso eso se desvaneció en un instante.
—Vamos —ordenó Negro Grande—. ¿Francis?
Comprendió que tenía que ponerse a la cabeza, y lo hizo despacio, aunque Cleo lo apremiaba a caminar más deprisa.
El desaliñado grupo había recorrido sólo parte del camino de vuel­ta cuando de repente, soltando una maldición ahogada, Cleo adelantó a Francis. Su voluminoso cuerpo se balanceaba y sacudía mientras se apresuraba por el camino hacia la parte posterior del edificio Williams. Se detuvo en una zona de hierba y se asomó a las ventanas.
La luz de la tarde había descendido deprisa, de modo que Francis no pudo ver las caras reunidas detrás del cristal. Las ventanas parecían los ojos de un rostro inexpresivo e impenetrable. El edificio era como muchos pacientes: tenía un aspecto apagado y natural que escondía to­da la agitación eléctrica de su interior.
—¡Te veo! —gritó Cleo con los brazos en jarras, pero era imposi­ble ya que la luz reflejada la deslumbraba, lo mismo que a Francis—. ¡Sé quién eres! ¡Tú lo mataste! ¡Yo te vi y lo sé todo sobre ti!
—¡Cleo!—Negro Grande la llamó—. ¡Cállate! ¿Qué estás diciendo?
Ella no le hizo caso. Levantó un dedo acusador y señaló la prime­ra planta del edificio Williams.
—¡Asesinos! —bramó—. ¡Asesinos!
—¡Maldita sea, Cleo! —Negro Grande llegó a su lado—. ¡Cállate!
—¡Animales! ¡Desalmados! ¡Cabrones! ¡Fascistas asesinos!
El auxiliar la agarró por el brazo y la hizo girar hacia él. Fue a re­prenderla, pero Francis vio cómo se detenía en seco, recobraba un po­co la calma y le susurraba:
—Por favor, Cleo, ¿qué pretendes?
—Ellos lo mataron —refunfuñó ella.
—¿Quién mató a quién? ¿A qué te refieres?
Cleo rió socarrona.
—A Marco Antonio —anunció con una sonrisa exagerada—. Ac­to IV, escena XVI.
Volvió a reír y dejó que Negro Grande la apartase de allí. Francis miró el edificio Williams. No sabía quién podría haber oído aquel arre­bato. O qué habría interpretado de él.
Francis no vio a Lucy Jones, que estaba cerca, bajo un árbol, en el camino que llevaba del edificio de administración hasta la verja de en­trada. Ella también había presenciado el estallido de acusaciones de Cleo, pero no le prestó atención porque estaba concentrada en el reca­do que iba a hacer y que, por primera vez desde hacía días, la llevaría fuera del hospital, a la cercana ciudad. Observó cómo la fila india de pacientes regresaba al edifico Amherst, se volvió y salió deprisa, con­vencida de que no tardaría demasiado en encontrar lo que necesitaba.




27

Lucy se sentó en el borde de su cama en la residencia de enfermeras en prácticas y dejó que la noche la envolviera despacio. Había exten­dido sobre la colcha los objetos que había comprado esa tarde pero, en lugar de examinarlos con atención, tenía la mirada ausente. Reflexio­naba sobre qué iba a hacer. Finalmente, se dirigió al pequeño cuarto de baño para mirarse la cara en el espejo.
Se apartó el pelo de la frente con una mano y, con la otra, repasó la cicatriz que le recorría la cara, desde el mismo nacimiento del pelo, le dividía la ceja, se desviaba hacia el lado, donde la hoja le había rozado el ojo, y le descendía por la mejilla hasta el mentón. La piel se veía más pálida que el resto de su cutis. En un par de puntos, la raja apenas era visible. En otros, totalmente perceptible. Se había acostumbrado a la cicatriz, y la aceptaba por lo que representaba. Una vez, varios años atrás, en una cita que había empezado de modo prometedor, un médi­co joven y demasiado seguro de sí mismo se había ofrecido a ponerla en contacto con un destacado cirujano plástico que, según insistía, po­dría arreglarle la cara de modo que nadie advertiría que se la habían cortado. No habló nunca con el cirujano plástico ni volvió a verse con ese o con ningún otro médico.
Lucy se consideraba la clase de persona que redefine su existencia todos los días. El hombre que le había marcado la cara y robado su in­timidad había creído que le hacía daño, cuando en realidad lo único que había hecho era proporcionarle un objetivo. Había muchos criminales entre rejas debido a lo que un hombre le había hecho una lejana noche, cuando ella estudiaba Derecho. Pasaría cierto tiempo antes de que la deuda, ese resarcimiento que se le debía a su corazón y su cuerpo, estuviera pagada del todo. Pensó que había momentos individuales e im­portantes que lo guiaban a uno por la vida. Lo que la incomodaba del hospital era que no se recluyera en él a los pacientes por un solo acto, sino por la acumulación de incidentes nimios que los arrastraban inexorablemente hacia la depresión, la esquizofrenia, la psicosis, el tras­torno afectivo bipolar y la conducta obsesiva-compulsiva. Sabía que Peter era parecido a ella en cuanto a espíritu y temperamento. El tam­bién había permitido que un solo acto determinara toda su vida. El su­yo, por supuesto, había sido un impulso precipitado. Aunque justificable a cierto nivel, había sido fruto de una momentánea falta de control. El de ella era más frío, más calculado, y obedecía, a falta de una palabra mejor, a la venganza.
Le vino un recuerdo repentino a la cabeza, de la clase que se pro­duce espontáneamente y te quita el aliento: en el hospital de Massa­chusetts adonde la habían llevado después de que un par de estudiantes de Física la hubieran encontrado sollozando, sangrando y caminando a trompicones por el campus, la policía la había interrogado a fondo mientras una enfermera y un médico la habían examinado. Los detec­tives habían estado de pie, junto a su cabeza, mientras los sanitarios tra­bajaban en un ámbito totalmente distinto por debajo de su cintura. «¿Pudo ver al hombre?» No. Realmente no. Llevaba un pasamontañas y sólo pude verle los ojos. «¿Podría reconocerlo si volviera a verlo?» No. «¿Por qué cruzaba el campus sola de noche?» No lo sé. Había es­tado estudiando en la biblioteca y volvía a casa. «¿Podría decirnos al­go que nos sirva para atraparlo?» Silencio.
De todos los terrores vividos aquella noche, el que siempre ha­bía permanecido con ella era la cicatriz de su cara. La impresión la había dejado casi comatosa, pero él, de cualquier modo, la había raja­do. No la había matado, y podría haberlo hecho sin problemas. Tam­poco había ningún motivo que lo justificase. Ella estaba casi inconsciente, absorta, y su agresor podía huir tranquilamente. Pero aun así se había agachado y la había marcado para siempre, y a través de la niebla del dolor y el insulto, le había susurrado una única palabra al oído: «Recuérdalo.»
La palabra la había lastimado más que el corte que desfiguraba su belleza.
Y lo recordó, aunque, en su opinión, no del modo en que aquel mal nacido esperaba.
Si no podía llevar a la cárcel al hombre que la había marcado, en­cerraría a decenas de hombres parecidos. Si lamentaba algo, era que la agresión le hubiera robado lo que le quedaba de inocencia y jovialidad. Después de eso, la risa le resultaba más difícil y el amor le parecía im­posible de lograr. Pero, como se decía a menudo, era probable que pronto hubiera perdido esas cualidades de todos modos. En su perse­cución del mal se había convertido en algo parecido a una monja de clausura.
Se miró en el espejo y devolvió despacio todos sus recuerdos a los compartimientos donde los guardaba archivados de un modo ordena­do y aceptable. Lo pasado, pasado estaba. Sabía que el hombre que buscaba en el hospital era tan parecido a su agresor como cualquiera de los que había mirado fijamente en un tribunal. Atrapar al ángel signi­ficaría mucho más que evitar que un asesino en serie volviera a atacar.
Se sintió como un atleta que se concentra en el objetivo inmediato.
—Una trampa —dijo en voz alta—. Una trampa necesita un an­zuelo.
Se acarició el cabello negro que le enmarcaba la cara y lo dejó caer entre los dedos como gotas de lluvia.
Cabello corto.
Cabello rubio.
Las cuatro víctimas llevaban un peinado muy corto. Todas tenían más o menos las mismas características físicas. Todas habían muerto de la misma forma. En cada caso se había usado la misma arma homicida, que las había degollado de izquierda a derecha del mismo modo. Las mutilaciones post mortem de las manos habían sido las mismas. Los ca­dáveres habían sido abandonados en lugares parecidos. Incluso en el caso de la última víctima, en el hospital, si analizaba el trastero donde se había cometido el crimen, podía ver cómo el asesino había reprodu­cido las ubicaciones de los demás asesinatos. Y recordaba que había con­taminado las pruebas físicas con agua y líquido de limpieza del mismo modo que la naturaleza había hecho con sus tres primeros homicidios.
El asesino estaba en el hospital. Sospechaba que incluso lo había mi­rado directamente a los ojos en algún momento sin reconocerlo. Esa idea le daba escalofríos, pero también parecía avivar la furia que crecía en su interior.
Se miró los cabellos negros que sujetaba como delicadas telarañas entre los dedos. Le pareció que el sacrificio valía la pena.
Se volvió y regresó a la habitación. Lo primero que hizo fue sacar una maleta negra de debajo de la cama. Marcó la combinación del ce­rrojo para abrirla. Dentro había un bolsillo cerrado con cremallera, que abrió para extraer una funda de cuero marrón oscuro que contenía un revólver corto del calibre 38. Sopesó el arma en la mano un momento. Lo había disparado menos de media docena de veces en los años que hacía que la tenía, y le resultaba extraña pero incisiva. Luego, con de­cisión, recogió el resto de los objetos esparcidos en la cama: un cepillo, unas tijeras, una caja de tinte para el pelo.
Se dijo que el cabello volvería a crecerle. Y que pronto tendría de nuevo la brillante cabellera negra que había lucido toda su vida.
Cortarse el pelo no era irreversible en absoluto, pero no hacer lo suficiente para encontrar al ángel podría serlo. Se llevó todos los ob­jetos al cuarto de baño y los dispuso delante en el estante del espe­jo. Cogió las tijeras y, casi esperando ver sangre, empezó a cortarse el pelo.
Uno de los trucos que Francis había aprendido a lo largo de los años desde el primer día de su niñez en que había oído voces era cómo discernir la que tenía más sentido entre aquella cacofonía. Su locura se caracterizaba por su capacidad de revisar todo lo que le sugería en su interior y avanzar lo mejor que podía. No era del todo lógico, pero re­sultaba práctico.
Se dijo que la situación en el hospital no era demasiado diferente. Un detective reúne muchas pistas y pruebas dispares en un todo con­sistente. Todo lo que necesitaba saber para pintar el retrato del ángel ya había ocurrido, pero, de algún modo, en el mundo oscilante y errático del hospital psiquiátrico, el contexto había quedado oculto.
Francis miró a Peter, que se estaba mojando la cara en un lavabo. Se dijo que jamás vería lo que él podía ver. Hubo un coro de asenti­miento en su interior.
Su amigo se incorporó, se miró en el espejo y sacudió la cabeza co­mo si le disgustara lo que veía. Al mismo tiempo vio a Francis detrás de él y le sonrió.
—Buenos días, Pajarillo. Hemos sobrevivido otra noche, lo que. bien mirado, no es moco de pavo y constituye un logro que tendremos
que celebrar con un desayuno nada sabroso. ¿Qué crees que nos de­parará este espléndido día?
Francis sacudió la cabeza para indicar que no lo sabía.
—¿Quizá ciertos progresos?
—Quizá.
—¿Quizás algo bueno?
—Lo dudo.
—Francis, tío, no hay ninguna pastilla ni ninguna inyección que puedan darte aquí que reduzca o suprima el cinismo —bromeó Peter.
—Tampoco ninguna que te dé optimismo —asintió Francis.
—Tienes razón —admitió Peter. Su sonrisa se había desvanecido—. Hoy haremos progresos, te lo prometo. —Sonrió de nuevo, y añadió—: Progresos.
—¿Cómo puedes prometer eso?
—Porque Lucy cree que hay otro enfoque que podría funcionar.
—¿Otro enfoque?
Peter echó un vistazo alrededor antes de susurrar:
—Si no puedes llegar al hombre que buscas, tal vez puedas lograr que el hombre llegue a ti.
Francis retrocedió un paso, como golpeado por las voces interio­res que le advertían a gritos del peligro.
Peter no reparó en ello mientras el joven asimilaba lo que acababa de decirle.
—Venga —añadió de buen humor y le dio unas palmaditas en la es­palda—. Vamos a comer creps pasados y huevos medio crudos, y vea­mos qué pasa. Imagino que hoy será un gran día, Pajarillo. Mantén los oídos y los ojos abiertos.
Salieron del lavabo hacia el dormitorio, donde los hombres empe­zaban a dar trompicones y a arrastrar los pies para dirigirse al pasillo. El inicio de la rutina diaria. Francis no estaba seguro de lo que tenía que observar, pero en ese momento un grito agudo y desesperado resonó con furia en el pasillo, haciendo estremecer a todos quienes lo oyeron.

Era fácil recordar ese grito.
Había pensado en él muchas veces, durante muchos años. Hay gri­tos de miedo, gritos de espanto, gritos que revelan ansiedad, tensión o, incluso, desesperación. Este parecía mezclar todas esas cualidades para sonar tan desesperado y aterrador que desafiaba la razón, amplificado por todos los terrores del hospital psiquiátrico juntos. El grito de una madre al ver que su hijo corre peligro. El grito de un soldado cuando ve su herida y sabe que es mortal. Algo ancestral y animal que sólo surge en los momentos más excepcionales y temibles. Era como si algo fija­do en el centro de las cosas hubiera desaparecido de repente, con brus­quedad, y eso fuera insoportable.
Nunca supe quién profirió ese grito, pero pasó a formar parte de todos quienes lo oímos. Y permaneció en nosotros por mucho tiempo.
Salí al pasillo detrás de Peter, que avanzaba deprisa hacia el so­nido. Sólo era consciente en parte de los demás, que se apartaban a un lado y se acurrucaban contra la pared. Napoleón se situaba en un rin­cón y Noticiero, de repente nada curioso, se agachó como para esquivar el vibrante sonido. Los pasos de Peter, que se dirigió veloz hacia el ori­gen del grito, resonaban en el pasillo. Pude vislumbrar un instante su rostro, que estaba tenso con una dureza repentina que no era habitual en el hospital. Era como si el grito hubiera desencadenado en él una pre­ocupación inmensa y tratara de superar todos los temores que la acom­pañaban.
El grito había procedido del otro lado del pasillo, más allá de la puerta del dormitorio de las mujeres. Pero hoy el recuerdo del gri­to había sido tan real en mi mente como aquella mañana en el edi­ficio Amherst. Se enroscó alrededor de mí, como el humo de un in­cendio, y tomé el lápiz y escribí con furia en la pared, temiendo a cada segundo que la risa burlona del ángel lo suplantara en mi re­cuerdo. Tenía que escribirlo antes de que eso sucediera. Recordé a Pe­ter corriendo a toda velocidad, como si quisiera ir más deprisa que el eco.

Peter corrió pasillo abajo, porque sabía que sólo una cosa en el mundo podía generar esa clase de desesperación, incluso en un de­mente: la muerte. Esquivó a los demás pacientes, que habían retro­cedido horrorizados, llenos de ansiedad y miedo, intentando escapar de aquel sonido. Incluso los catos y los retrasados mentales, que tan a menudo parecían ajenos al mundo que los rodeaba, se apretujaban con­tra las paredes para protegerse. Un hombre se balanceaba de cuclillas
mientras se tapaba los oídos con las manos. Peter oía el repiqueteo de sus propios pasos y comprendió que en su interior había algo que siem­pre lo atraía hacia la muerte.
Francis iba detrás de él, combatiendo el impulso de huir en direc­ción contraria, arrastrado por la carrera de Peter. Negro Grande grita­ba órdenes mientras ambos hermanos corrían por el pasillo: «¡Paso! ¡Paso! ¡Dejadnos pasar!» Una enfermera con uniforme blanco salió del puesto de enfermería. Se trataba de la enfermera Richard, a la que lla­maban Bonita, pero su apodo quedaba desmerecido por su expresión de angustia y su mirada de terror.
En la entrada del dormitorio de mujeres, una paciente despeina­da con el cabello gris se balanceaba atrás y adelante lamentándose. Otra giraba describiendo círculos. Una tercera, con la frente apoyada en la pared, farfullaba algo en lo que Francis creyó un idioma extran­jero, pero que también podían ser incongruencias; imposible saberlo. Dos más gemían, sollozaban y se habían tumbando en el suelo, don­de se retorcían y aullaban como poseídas por el diablo. No sabía si quien había gritado era alguna de esas mujeres. Podría haber sido cualquiera de ellas, u otra a la que no había visto. La desesperación seguía suspendida en el aire, como el canto implacable de una sirena que los atraía inexorablemente. Sus voces interiores le gritaban adver­tencias para que se detuviera, que retrocediera, que se alejara del peli­gro. Le costó un gran esfuerzo ignorarlas y seguir los pasos de Peter, como si la razón y el entendimiento de su amigo pudieran guiarlo también a él.
Peter vaciló un momento en el umbral y se volvió con rapidez ha­cia la mujer despeinada.
—¿Dónde? —preguntó con una voz que reflejaba autoridad.
La mujer señaló hacia el final del pasillo, hacia una puerta cerrada que daba acceso a una escalera. Acto seguido, soltó una carcajada y ca­si con la misma rapidez prorrumpió en sollozos incontrolables.
Peter avanzó con Francis pisándole los talones y alargó la mano ha­cia el pomo de la gran puerta metálica. La abrió de un empujón y se de­tuvo.
—¡Ave María Purísima! —exclamó con un grito ahogado, y susu­rró la segunda parte—: Sin pecado concebida. —Fue a santiguarse. Al parecer, su formación católica le había vuelto en un instante, pero se detuvo a mitad del movimiento. Francis estiró el cuello para ver y retrocedió de golpe, con la sen­sación de quedarse sin aire. Se hizo a un lado, mareado de repente. Tu­vo miedo de desmayarse.
—No te acerques, Pajarillo —susurró Peter. Puede que no quisie­ra decir eso, pero sus palabras parecieron plumas atrapadas en una rá­faga de viento.
Los Moses detuvieron su carrera justo detrás de los dos pacientes y abrieron los ojos como platos.
—¡Joder! ¡Joder! —exclamó Negro Chico en voz baja pasado un segundo. Su hermano se volvió hacia la pared.
Francis se obligó a mirar.
De una horca improvisada, hecha con una sábana gris retorcida y atada a la barandilla de la escalera, colgaba Cleo.
Tenía su regordeta cara hinchada, distorsionada como una gárgo­la de la muerte. La soga que le rodeaba el cuello le había arrugado la piel de modo que recordaba al nudo del globo de un niño. El cabello le caía sobre los hombros, despeinado y enredado, y tenía los ojos abiertos, con la mirada vacía. Su boca, abierta y algo torcida, reflejaba una expresión de espanto. Llevaba una simple enagua gris, que le col­gaba como una bolsa, y una chancleta rosa chillón le había caído del pie al suelo. Tenía las uñas de los pies pintadas de rojo.
Francis quiso desviar la mirada, pero aquel retrato de la muerte po­seía una urgencia enfermiza, imperiosa, y siguió clavado en su sitio, con los ojos puestos en la mujer colgada del hueco de la escalera, intentando conciliar a Cleo, con su torrente de palabrotas y su habilidad devasta­dora en la mesa de ping-pong, con la figura grotesca, llena de bultos, que tenía delante. La escalera se encontraba en una media penumbra, como si las bombillas desnudas que iluminaban cada rellano fueran insufi­cientes para contener los zarcillos de oscuridad que penetraban en esa zona. El aire parecía húmedo y caluroso, como si apenas hubiera cir­culado, como en el interior de un desván cerrado.
Dejó que sus ojos recorrieran de nuevo la figura y, entonces, vio algo.
—Peter —susurró—, mírale la mano.
La mirada de Peter descendió del rostro de Cleo a su mano.
—Mierda —soltó tras un momento de silencio.
A Cleo le habían cortado el pulgar derecho. Un hilo rojo le bajaba por el costado de la enagua y por la pierna desnuda para encharcarse en el suelo. Francis observó el círculo de sangre y sintió náuseas.
—Mierda —repitió Peter.
El pulgar seccionado estaba en el suelo, a medio metro del peque­ño charco granate de sangre pegajosa, dejado ahí casi como si lo hu­bieran desechado tras pensárselo mejor.
A Francis se le ocurrió algo y examinó la escena rápidamente, en busca de una sola cosa. Dirigió los ojos a derecha e izquierda, pero no vio lo que buscaba. Quiso decir algo, pero se abstuvo. Peter también guardaba silencio.
Fue Negro Chico quien habló por fin:
—Se pagará un precio muy alto por esto —dijo con tristeza.
Francis esperó junto a la pared, sentado en el suelo, mientras varias cosas ocurrían delante de él. Tenía la extraña sensación de que todo era una simple alucinación, o tal vez un sueño del que fuera a despertarse en cualquier momento y que, entonces, el día habitual del hospital Western volviera a empezar.
Negro Grande había dejado a Peter, Francis y su hermano en la es­calera, contemplando el cadáver de Cleo, y había regresado diligente­mente al puesto de enfermería para llamar a seguridad, al despacho del doctor Gulptilil y, por último, a casa del señor del Mal. Se había producido una breve calma tras las llamadas telefónicas, durante la cual Peter había rodeado despacio el cadáver para valorar, memorizar y gra­bárselo todo en la cabeza. Francis admiraba la diligencia y el profesio­nalismo de Peter, aunque, en el fondo, dudaba de que él pudiera ser ca­paz de olvidar ningún detalle de aquella muerte atroz. Aun así, Francis y Peter repitieron lo que habían hecho cuando encontraron el cadáver de Rubita. Estudiaron toda la escena, midieron y fotografiaron men­talmente como especialistas de la policía científica, salvo que no tenían ni cinta métrica ni cámara.
En el pasillo, los Moses procuraban restablecer algo de calma en un escenario que desafiaba toda calma. Los pacientes estaban consterna­dos, lloraban, reían, sollozaban, otros trataban de actuar como si nada hubiese pasado y los había que se encogían en los rincones. En algún sitio, una radio emitía los 40 Principales de los años sesenta, y Francis oyó los compases inconfundibles de In the Midgnight Hour, seguida de Don't Walk Away, Renee. La música hacía que toda la situación fue­ra aún más demencial de lo que ya era, con las guitarras y las voces mezcladas con aquel caos. Un paciente exigía en voz alta que se sirviera de inmediato el desayuno, mientras otro preguntaba si podía salir a reco­ger flores para una tumba.
Los de seguridad no tardaron en llegar, seguidos en rápida sucesión por Tomapastillas y el señor del Mal. Ambos médicos llegaron a un pa­so rápido que les hizo parecer algo descontrolados. Evans iba apartan­do a empellones a los pacientes, mientras que Gulptilil se limitó a re­correr el pasillo sin prestar atención a sus ruegos y súplicas.
—¿Dónde está? —preguntó Gulptilil a Negro Grande.
Había tres guardias de seguridad de pie en el umbral de la puerta a la espera de que alguien les dijera qué hacer. Ninguno de ellos había hecho nada desde su llegada excepto contemplar el cadáver de Cleo, y se apar­taron para dejar que Gulptilil y Evans accedieran al lugar de la tragedia.
El director del hospital soltó un grito ahogado.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Pero esto es terrible! —Sacudió la ca­beza.
Evans estiró el cuello y vio también la escena. Su reacción, por lo menos al principio, fue limitarse a exclamar:
—¡Mierda!
Los dos administradores siguieron examinando la escena. Ambos vieron el pulgar mutilado y la horca atada a la barandilla del hueco de la escalera. Pero Francis tuvo la curiosa sensación de que los dos hom­bres veían algo distinto a lo que él veía. No era que no vieran a Cleo ahorcada, sino que reaccionaban de otra forma. Era un poco como es­tar delante de un cuadro famoso en un museo y que la persona a tu la­do tuviera la impresión contraria, de modo que soltara una carcajada en lugar de un suspiro, o un gemido en lugar de una sonrisa.
—Qué mala suerte —dijo Gulptilil en voz baja. Se volvió hacia Evans—. ¿Presentó algún indicio...? —empezó a decirle pero no tuvo que terminar la pregunta.
Evans ya estaba asintiendo con la cabeza.
—Ayer hice una anotación en el registro diario porque su angustia parecía aumentar. La semana pasada hubo otros indicios de que se es­taba descompensando. Le envié un memorando sobre varios pacientes que necesitaban una nueva evaluación médica, y ella figuraba la pri­mera en la lista. Quizá debería haber procedido con más decisión, pero no parecía sufrir una crisis tan aguda como para actuar de inmediato. Evidentemente, fue un error.
—Recuerdo el memorando —asintió Gulptilil—. Lamentable­mente, a veces hasta las mejores intenciones... —dijo. Y añadió—: Bue­no, es difícil prever estas cosas, ¿no? —No esperaba una respuesta y se encogió de hombros—. ¿Podrá encargarse de todo?
—Por supuesto —respondió Evans.
Tomapastillas se volvió hacia los tres guardias de seguridad.
—Muy bien, señores. El señor Evans les indicará cómo descolgar a Cleo. Traigan una bolsa para cadáveres y una camilla. Llevémosla en­seguida al depósito...
—¡Espere un segundo!
La objeción llegó desde detrás, y todos se volvieron. Era Lucy Jo­nes, que, a poca distancia, observaba el cadáver de Cleo.
—¡Dios mío! —soltó Gulptilil casi sin aliento—. ¿Señorita Jones? Pero ¿qué ha hecho?
En opinión de Francis, la respuesta a eso era obvia. Su larga cabe­llera negra había desaparecido, sustituida por un pelo teñido de rubio y cortado muy corto, casi al azar. La contempló medio mareado. Le pa­reció que era como ver una obra de arte desfigurada.

Me separé de las palabras en la pared y me eché en el suelo como una araña asustada que intenta esquivar una bota. Apoyé la espalda contra la pared de enfrente, encendí un cigarrillo y esperé un instante. Sostu­ve el cigarrillo con la mano y dejé que el fino hilo de humo ascendiera hacia mi nariz. Estaba atento a la voz del ángel, esperando la sensación de su aliento en la nuca. Sabía que, si no estaba ahí, no andaría lejos. No había señales de Peter ni de nadie más, aunque por un instante me pregunté si Cleo me visitaría en ese momento.
Todos mis fantasmas estaban cerca.
Me imaginé como un nigromante medieval junto a un caldero bur­bujeante, lleno de ojos de murciélago y raíces de mandrágora, capaz de conjurar cualquier visión maligna que necesitara.
¿Cleo? pregunté al abrir los ojos—. ¿Qué pasó? No tenías que morir. Sacudí la cabeza y cerré los ojos, y en la oscuridad la oí hablar con su habitual tono bronco y divertido.
Pero lo hice, Pajarillo. Malditos cabrones. Tenía que morir. Los muy hijos de puta me mataron. Desde el principio sabía que lo harían. Miré alrededor buscándola, pero al principio era sólo un sonido. Y entonces Cleo surgió despacio, como un velero de entre la niebla, y co­bró forma delante de mí. Se apoyó contra la pared de la escritura y en­cendió un cigarrillo. Llevaba un vestido de tono pastel con volantes y las mismas chancletas rosadas que recordaba de su muerte. Sujetaba el cigarrillo con una mano y, como era de esperar, una pala de ping-pong con la otra. Una especie de regocijo maníaco iluminaba sus ojos, como si se hubiera liberado de algo difícil e inquietante.
Quién te mató, Cleo?
—Esos cabrones.
¿Quién, en concreto?
Tú ya lo sabes, Pajarillo. Lo supiste en cuanto llegaste a la esca­lera donde yo esperaba. Lo viste, ¿verdad?
No. Sacudí la cabeza—. Fue todo muy confuso.
Pero de eso se trataba, Pajarillo. Precisamente de eso. Todo era una contradicción, y en ella pudiste ver la verdad, ¿no?
Quería decir que sí, pero seguía sin estar seguro. Entonces era joven e inseguro, y ahora seguía igual.
Estaba ahí, ¿verdad?
Por supuesto. Siempre estuvo ahí. O puede que no. Depende de cómo lo mires, Pajarillo. Pero tú lo viste, ¿no?
Seguía indeciso.
¿Qué pasó, Cleo? ¿ Qué pasó realmente?
Pues que me morí, ya sabes.
Sí. Pero ¿cómo?
Tenía que haber sido por la mordedura de un áspid.
No fue así.
No, cierto. No fue así. Pero, a mi modo, se le acerca bastante. In­cluso pude decir las palabras, Pajarillo. «Me estoy muriendo, Egipto. Muriendo...», lo que fue satisfactorio.
¿Quién estaba ahí para oírlas?
Ya lo sabes.
Intenté otro enfoque.
¿Te defendiste, Cleo?
Siempre me defendí, Pajarillo. Toda mi vida fue una maldita lucha.
Pero ¿peleaste con el ángel, Cleo?
Sonrió y agitó la pala de ping-pong para apartar el humo del ciga­rrillo.Por supuesto que sírespondió—. Ya sabes cómo era. No iba a dejarme vencer fácilmente.
¿Te mató?
No. No exactamente. Pero más o menos. Fue como todo en el hos­pital, Pajarillo. La verdad era tan loca y complicada como todos nosotros.
Eso pensaba yo contesté.
Sabía que podías verlo. Rió un poco—. Cuéntaselo, como in­tentaste hacer entonces. Habría sido más fácil si te hubieran escuchado. Pero ¿quién quiere escuchar a los locos?
Esta observación nos hizo sonreír, porque era lo más cercano a la verdad que ninguno de los dos podía decir en ese momento.
Inspiré hondo. Notaba una gran pérdida, como un vacío interior.
Te echo de menos, Cleo.
Y yo a ti, Pajarillo. Echo de menos vivir. ¿Te apetece una partida de ping-pong? Te daré dos puntos de ventaja.
Sonrió antes de desaparecer.
Suspiré y volví a la pared. Una sombra parecía haberse deslizado sobre ella, y el siguiente sonido que oí fue la voz que quería olvidar.
El pequeño Pajarillo quiere respuestas antes de morir, ¿verdad?
Cada palabra era confusa, como si me martilleara la cabeza, co­mo si hubiera alguien llamando a la puerta de mi imaginación. Me eché hacia atrás y pensé si habría alguien intentando entrar en mi casa. Me encogí de miedo y me oculté de la oscuridad que se colaba en la habita­ción. Busqué palabras valientes para responder, pero eran escurridizas. Me temblaba la mano y creí estar al borde de un gran dolor, pero en al­gún recoveco encontré una contestación.
Tengo todas las respuestas dije—. Siempre las tuve.
Pero era una idea tan dura como cualquier otra que se me hubiera ocurrido alguna vez de modo espontáneo. Me asustó casi tanto como la voz del ángel. Retrocedí y, cuando me encogía de miedo, oí sonar el te­léfono en la habitación contigua. Eso me puso más nervioso aún. Pasa­do un instante se detuvo, y oí cómo se disparaba el contestador auto­mático que me habían comprado mis hermanas.
«Señor Petrel, ¿está ahí? La voz sonaba distante pero familiar—. Soy el señor Klein del Wellness Center. No ha venido a la cita a la que prometió asistir. Conteste el teléfono, por favor. ¿Señor Petrel? ¿Fran­cis? Póngase en contacto conmigo en cuanto reciba este mensaje. En ca­so contrario, me veré obligado a tomar alguna medida...»
Permanecí clavado en el sitio.
Vendrán a buscarte oí decir al ángel—. ¿No lo ves, Pajarillo? Estás en una caja y no puedes salir.
Cerré los ojos, pero no sirvió de nada. Era como si los sonidos hu­bieran aumentado de volumen.
Vendrán a buscarte, Francis, y esta vez, querrán encerrarte para siempre. Se acabó lo del apartamento. Se acabó lo del trabajo contando salmones para el Wildlife Service. Se acabó lo de Francis paseando por las calles y llevando una vida cotidiana. Se acabó la carga para tus her­manas o tus padres, que nunca te quisieron demasiado desde que vie­ron en qué te ibas a convertir. No; querrán encerrar a Francis hasta el fin de sus días. Con llave, con la camisa de fuerza, babeando. Así aca­barás, Francis. Seguro que lo sabes... Rió antes de añadir: A no ser, claro, que yo te mate antes.
Estas palabras me sonaron tan afiladas como la hoja de un cuchillo.
«¿A qué estás esperando?», quise decir, pero en lugar de eso gateé como un bebé, con lágrimas en los ojos, para llegar a la pared de las palabras. Estaba ahí conmigo, a cada paso, y todavía no entendía por qué no me había hecho nada. Intenté ahuyentar su presencia, como si la memoria fuera mi única salvación, con el recuerdo de aquella orden de Lucy que parecía trascender los años.

—Que nadie toque nada —pidió Lucy, y avanzó hacia la escalera—. Esto es el escenario de un crimen.
Evans pareció confundido por su aspecto y balbuceó alguna res­puesta incongruente. Gulptilil, desconcertado también por su cambio externo, sacudió la cabeza y le salió al paso, como si quisiera detener­la. Los guardias de segundad y los hermanos Moses se movieron in­cómodos.
—Tiene razón —dijo Peter—. Hay que avisar a la policía. —La voz del Bombero pareció superar la sorpresa de Evans, que se volvió ha­cia él.
—¿Qué cono sabrás tú? —soltó.
Gulptilil levantó la mano sin negar ni afirmar con la cabeza. En lu­gar de eso, se removió en su sitio, cambiando la postura de su cuerpo en forma de pera, parecido a una ameba.
—Yo no estaría tan seguro —indicó con calma—. ¿No tuvimos esta clase de discusión con ocasión de la anterior muerte ocurrida en esta unidad?
—Sí, creo que sí. —Lucy resopló.
—Pues claro. Un paciente mayor que murió de una insuficiencia cardiaca repentina. Lo que, según recuerdo, usted también quería in­vestigar como si fuera un homicidio.
Lucy señaló el cuerpo inerte de Cleo, que seguía colgando grotes­camente en el hueco de la escalera.
—Dudo que esto pueda atribuirse a una insuficiencia cardiaca re­pentina —replicó.
—Ni tampoco presenta indicios de asesinato —contestó Toma-pastillas.
—Sí —replicó Peter—. El pulgar mutilado.
El doctor observó la mano de Cleo y, a continuación, el dedo en el suelo. Sacudió la cabeza, como hacía a menudo.
—Puede —respondió—. Pero antes de involucrar a la policía local, con todos los problemas que eso conlleva, señorita Jones, deberíamos ver si podemos llegar a algún consenso. Porque mi inspección inicial no sugiere en absoluto que se trate de un homicidio.
Lucy lo miró con recelo.
—Como usted quiera, doctor —dijo—. Echemos un vistazo.
Lucy siguió al médico hacia la escalera. Peter y Francis se apar­taron y los observaron. El señor del Mal los siguió también, después de dirigir una mirada hostil a Peter, pero los demás permanecieron junto a la puerta, como si acercarse más fuera a aumentar de algún modo lo horrendo de la imagen que tenían delante. Francis vio ner­viosismo y miedo en más de un par de ojos, y pensó que la muerte de Cleo trascendía los límites corrientes entre la cordura y la de­mencia; era igual de perturbadora para los normales que para los locos.
Durante casi diez minutos, Lucy y Gulptilil examinaron todos los rincones, repasando hasta el último centímetro de espacio. Francis vio cómo Peter los observaba a ambos con atención y él también trató de seguir sus miradas, como si pudiera leerles el pensamiento. Y, mientras lo hacía, empezó a ver. Era como una cámara desenfocada, en la que to­do era vago y borroso, pero empezó a percibir cierta nitidez y a ima­ginar los últimos momentos de Cleo.
Finalmente, Gulptilil le dijo a Lucy:—Dígame pues, señora fiscal, ¿por qué juzgaría esto como homici­dio?
—Mi asesino siempre ha mutilado dedos. —Señaló el pulgar—. És­ta sería la quinta víctima. De ahí el pulgar.
—Mire bien —pidió el médico a la vez que sacudía la cabeza—. No hay signos de lucha. Nadie ha informado de que hubiera ningún albo­roto en esta zona ayer por la noche. Me costaría mucho imaginar que su asesino, o cualquier asesino, fuera capaz de colocar una soga al cue­llo a una mujer de este volumen y esta fuerza sin llamar la atención. Y la víctima... Bueno, ¿qué detalles de su muerte le recuerdan a las demás?
—Todavía ninguno —respondió Lucy.
—¿Cree que los suicidios son inusuales en este hospital? —repuso Gulptilil.
—Claro que no —contestó Lucy.
—¿Y no tenía esta mujer una obsesión malsana por el asesinato de la enfermera en prácticas?
—Eso no lo sé.
—Quizás el señor Evans pueda ilustrarnos.
Evans se acercó y dijo:
—Parecía más interesada que los demás en el caso. Había tenido varios arrebatos importantes en los que afirmaba tener conocimientos o información sobre esa muerte. Si hay que culpar a alguien, es a mí, por no haber visto lo grave que se había vuelto su obsesión...
Entonó este último mea culpa en un tono que, en opinión de Fran­cis, implicaba todo lo contrario. Dicho de otro modo, creía que no te­nía ninguna culpa. Francis alzó los ojos hacia la cara hinchada de Cleo y pensó que toda la situación era surrealista. Al pie de la difunta se de­batía literalmente lo que había pasado. Intentó recordarla viva, pero le costaba. Intentó sentirse triste, pero en realidad se sentía exhausto, como si la emoción del hallazgo fuera como escalar una montaña. Vol­vió a mirar alrededor, en silencio, y se preguntó qué habría ocurrido.
—Señorita Jones —decía Gulptilil—, la muerte no es algo inaudi­to en el hospital. Este acto encaja en un triste esquema que nos resulta familiar. Gracias a Dios, no es tan frecuente como cabría imaginar pe­ro, aun así, ocurre, ya que a veces tardamos en reconocer las tensiones que soportan algunos pacientes. Su supuesto asesino es un depredador sexual. Pero aquí no hay signos de tal actividad. Tenemos, en cambio, una mujer que, con toda probabilidad, se auto mutiló la mano cuando sus delirios con el anterior asesinato se descontrolaron. Imagino que encontraremos unas tijeras o una navaja escondida entre sus ropas. Además, supongo que descubriremos que la sábana que convirtió en soga procede de su cama. Así es el ingenio de un psicótico que se pro­pone acabar con su vida. Lo siento... —Señaló al personal de seguridad que estaba aguardando—. Tenemos que conseguir que esta unidad re­cupere alguna clase de rutina.
Francis esperaba que Peter dijera algo, pero el Bombero mantuvo la boca cerrada.
—Y, señorita Jones —añadió Tomapastillas—, cuando le vaya bien, me gustaría comentar el impacto de su, digamos, peinado. —Se volvió hacia el señor del Mal—. Que se sirva el desayuno —ordenó—. Que empiecen las actividades de la mañana.
Evans asintió. Miró a Francis y Peter y les hizo un gesto con la mano.
—Vosotros dos —dijo—, volved al comedor, por favor. —Pro­nunció estas palabras con un tono educado, pero era una orden como las que podía dar un carcelero.
A Peter pareció enfurecerlo, pero se limitó a dirigirse a Gulptilil y comentarle:
—Necesito hablar con usted.
Evans gruñó, pero Tomapastillas asintió.
—Por supuesto, Peter —dijo—. Estaba esperando qUe me lo pi­dieras.
Lucy suspiró, y dirigió una última mirada al cadáver de Cleo. Fran­cis no supo si lo que asomó a sus ojos fue desánimo u otra clase de re­signación. Intuía que ella creía que todo estaba saliendo mal, hiciera lo que hiciera. Su expresión era la de quien cree que algo está fuera de su alcance.
Francis se giró y observó también el cadáver. Dejó que sus ojos examinaran la escena por última vez mientras el personal de seguridad se disponía a descolgarla y depositarla en el suelo.
¿Habría sido un asesinato o un suicidio? Para Lucy, una de las dos cosas era probable. Para el director del hospital, la otra era evidente. Cada uno de ellos necesitaba un resultado distinto.
Francis, sin embargo, sintió un vacío frío y profundo en su cora­zón, porque veía otra cosa.
Se alejó de la puerta que daba a la escalera y echó un rápido vistazo al dormitorio de las mujeres. La cama de Cleo tenía las dos sábanas intactas, y que no había rastro de un cuchillo o de sangre, como sería lógico si ése hubiera sido el sitio donde se había cortado el pulgar. Sus voces interiores le gritaban cosas contradictorias, pero las silenció bruscamente.
—¿Asesinato o suicidio? —susurró para sí—. ¿Por qué no ambas cosas?
Y se volvió para ir al encuentro de Peter.




28

Los miembros de seguridad se llevaron el cadáver de Cleo mien­tras Negro Grande y su hermano conducían a los consternados pa­cientes al comedor para el desayuno. Lo último que Francis vio de la emperatriz de Egipto fue un bulto metido en una bolsa negra para ca­dáveres que desaparecía por la puerta principal. Pasados unos instan­tes, Francis se encontró ante un plato desabrido con una tostada que chorreaba un jarabe pegajoso e insípido mientras intentaba analizar lo que había pasado durante la noche. Peter se sentó en la misma mesa. Parecía de muy mal humor, y se dedicó a remover el plato. Noticiero se acercó y empezó a decir algo.
—Ya sé cuál es el titular de hoy —lo atajó el Bombero—. «Pacien­te muere en un hospital. A nadie le importa un comino.»
Noticiero hizo un puchero y se marchó a una mesa vacía. Francis pensó que Peter se equivocaba, porque había varias personas conmocionadas por la muerte de Cleo. Miró alrededor como para señalárse­las, pero entonces vio al hombretón retrasado, que tenía problemas pa­ra cortar la tostada en trozos. En otra mesa había tres mujeres que hablaban consigo mismas, indiferentes a la comida e indiferentes unas a otras.
Otro hombre retrasado observaba a Francis con ceño, de modo que éste volvió a mirar a Peter.
—Peter —preguntó—, ¿qué crees que le pasó a Cleo?
El Bombero sacudió la cabeza.
—Todo lo que podía salir mal, salió mal —afirmó—. Le pasaba al­go, ¿sabes? Algo que provocó un cortocircuito o un desgaste de todas las cosas que tienen que conectarse y mantenernos equilibrados, y nadie lo vio o hizo nada por impedirlo. Y ahí lo tienes. Cleo ya no está. ¡Zas! Como un truco de magia en un escenario. Evans debería haber visto algo. Quizá los Moses, las enfermeras Caray o Bonita, o tal vez incluso yo. Igual que con Larguirucho, cuando el asesinato de Rubita. Sentía un montón de cosas en la cabeza; martilleos, bulldozers, ex­cavadoras, como obras en la carretera, salvo que nadie se dio cuenta. Y cuando prestan atención, es demasiado tarde.
—¿Crees que se suicidó?
—Por supuesto —respondió Peter.
—Pero Lucy dijo...
—Lucy estaba equivocada. Tomapastillas tenía razón. No había in­dicios de violencia. Y el pulgar mutilado... Bueno, es probable que fue­ra una manifestación de su locura. Algún delirio de lo más extraño. Puede que cortarse el pulgar tuviera alguna lógica demencial para ella en el último momento. Nunca lo sabremos exactamente.
—¿Examinaste realmente ese pulgar? —dijo Francis tras tragar saliva.
El Bombero sacudió la cabeza.
—Cleo me caía bien —dijo—. Tenía personalidad. Carácter. No era vacua, como tantos pacientes. Ojalá hubiera podido meterme en su cabeza un segundo y ver qué sentido tenía todo para ella. Tenía algu­na lógica retorcida y propia. Algo que ver con Shakespeare, Egipto y todo eso. Ella era su propio teatro, ¿no es así? Supongo que debería ha­ber estado sobre un escenario. O tal vez convertía todo lo que la ro­deaba en su escenario. Puede que ése sea su mejor epitafio.
Francis vio cómo los pensamientos de Peter se arremolinaban, como zarandeados de un lado a otro por vientos huracanados. En ese momento no pudo reconocer en él al investigador de incendios pro­vocados. Siguió haciéndole preguntas en voz baja.
—No parecía la clase de persona que se suicidaría, en especial des­pués de mutilarse.
—Cierto —contestó Peter y suspiró—. Pero nadie parece la clase de persona que se suicidaría hasta que lo hace, y entonces, de repente, todo el mundo que la conocía asiente con la cabeza y asegura: «Por su­puesto que sí.» Y parece muy evidente. —Sacudió la cabeza—. Tengo que largarme de aquí, Pajarillo —prosiguió. Y, tras inspirar a fondo, rectificó—: Tenemos que largarnos de aquí. —Levantó los ojos y adi­vinó algo en el rostro de su amigo—. ¿Qué pasa? —preguntó tras una pausa.
—Estuvo ahí —susurró Francis.
—¿Quién? —Peter se inclinó hacia delante con el entrecejo frun­cido.
—El ángel.
—A mí no me lo parece...
—Lo estuvo —susurró Francis—. La otra noche estuvo junto a mi cama diciéndome lo fácil que sería matarme, y esta noche estuvo ahí, con Cleo. Está en todas partes, sólo que no podemos verlo. Está detrás de todo lo que ha pasado, en Amherst, y estará detrás de lo que pase a continuación. ¿Cleo se suicidó? Supongo que sí. Pero ¿quién le abrió las puertas?
—¿Las puertas...?
—Alguien abrió la puerta del dormitorio de las mujeres. Y alguien se aseguró de que la puerta de la escalera no estuviera cerrada con llave. Y alguien la ayudó a pasar por delante del puesto de enfermería sin ser vista...
—Vaya —comentó Peter—, es una buena observación. De hecho, varias buenas observaciones... —Reflexionó antes de añadir—: Tienes razón sobre una cosa, Pajarillo. Alguien abrió algunas puertas. Pero ¿cómo estar seguro de que fue el ángel?
—Puedo verlo —respondió Francis en voz baja.
Peter pareció algo perplejo.
—De acuerdo —dijo—. ¿Qué ves?
—Cómo pasó. Más o menos.
—Sigue.
—La sábana. La que formaba la soga...
—¿Sí?
—La cama de Cleo estaba intacta. Todavía tenía puestas las sábanas.
Peter no dijo nada.
—Y el pulgar...
El Bombero asintió para animarlo.
—El pulgar no cayó directamente al suelo. Alguien lo movió va­rios centímetros. Y, si Cleo se lo hubiera cortado ella misma, bueno, tendríamos que haber encontrado algo, unas tijeras, un cuchillo o algo, ahí mismo. Y si la mutilación se hizo en otro sitio, tendría que ha­ber habido sangre, un rastro que condujera hasta la escalera. Pero no lo había. Sólo el charco bajo su cadáver. —Inspiró hondo otra vez—. Puedo verlo —añadió en un susurro. Peter estaba boquiabierto, a punto de replicar, cuando Negro Chi­co se acercó a ellos. Señaló con el índice a Peter y soltó:
—Vamos. El gran jefe quiere que vayas a verlo ahora mismo.
Peter pareció debatirse entre las preguntas que quería hacer a Fran­cis y la impaciencia que rezumaba el auxiliar.
—Pajarillo, guarda tus opiniones en secreto hasta que yo vuelva, ¿vale? —dijo por fin, y añadió—: No permitas que nadie piense que es­tás más loco de lo que estás. Espérame, ¿entendido?
Francis asintió. Peter dejó la bandeja en la zona de recogida y se marchó tras el auxiliar. Francis permaneció un momento en su asiento, solo en medio del comedor. Se oía un bullicio constante: el sonido de los platos y cubiertos, risas, gritos y alguien que coreaba desafinan­do la música lejana de una radio situada en la cocina. Una mañana co­rriente. Pero, cuando se levantó, incapaz de dar otro bocado a la tosta­da, vio que el señor del Mal lo observaba desde el rincón. Y cuando cruzó el comedor tuvo la sensación de que había más ojos pendientes de él. Fue a volverse para ver quién lo vigilaba, pero decidió no hacer­lo. No estaba seguro de querer saber quién era el que espiaba sus mo­vimientos. Se preguntó si la muerte de Cleo habría impedido que pa­sara algo. ¿Acaso lo que estaba planeado para esa noche era su propio asesinato, y sólo se había malogrado porque se había presentado otra oportunidad? Apretó el paso.
Cuando Peter, acompañado por Negro Chico, entró en la sala de espera del doctor Gulptilil, oyó la aguda voz del psiquiatra. En su des­pacho, el médico gritaba lleno de frustración y de una rabia apenas contenida. El auxiliar había puesto a Peter las esposas, pero no los gri­lletes, para su recorrido por los terrenos del hospital, de modo que és­te se consideraba un prisionero parcial. La señorita Deliciosa, tras su mesa, se limitó a dirigir una mirada a Peter y señalar con la cabeza el sofá. Peter procuró escuchar qué era lo que tenía tan alterado a Tomapastillas, porque le sería más fácil tratar con él si estaba manso que si estaba furioso. Pasado un segundo se percató de que su ira iba dirigida a Lucy, y eso lo sobresaltó.
Su primer impulso fue levantarse e irrumpir en el despacho del mé­dico, pero se contuvo y respiró hondo.
—Señorita Jones —se oyó a través de la puerta—, la hago personalmente responsable de toda la alteración del hospital. ¡Quién sa­be cuántos pacientes más podrían correr peligro por culpa de sus ac­ciones!
«A la mierda», se dijo Peter. Se levantó de golpe y cruzó la sala an­tes de que el auxiliar o la secretaria pudieran reaccionar.
—¡Alto! —exclamó ésta—. No puede...
—Ya lo creo que puedo —la contradijo Peter, y agarró el pomo con las manos esposadas.
—¡Señor Moses! —gritó la señorita Deliciosa.
Pero el enjuto auxiliar negro se movió con languidez, casi indife­rente, como si la irrupción de Peter en el despacho de Gulptilil fuera lo más normal del mundo.
Tomapastillas alzó los ojos, sobresaltado. Lucy estaba sentada en la silla de la inquisición situada delante de su mesa, un poco pálida pe­ro glacial, como provista de una coraza que hacía que sus palabras, por muy furiosas que fueran, le resbalaran. Permaneció inexpresiva cuan­do Peter entró, seguido de Negro Chico.
El director médico inspiró hondo, se calmó un poco y dirigió una mirada fría al paciente.
—Peter—dijo—, estaré contigo en un momento. Espera fuera, por favor. Señor Moses, haga el favor...
—También es culpa mía —le interrumpió Peter.
Gulptilil iba a indicarle con un gesto que se fuera, pero se detuvo con el brazo en el aire.
—¿Culpa? —preguntó—. ¿Y eso, Peter?
—He estado de acuerdo con todas las medidas que ella ha tomado hasta ahora. Para encontrar a este asesino se necesitan medidas ex­traordinarias. He abogado por ellas desde el principio, así que soy tan responsable de cualquier alteración como la señorita Jones.
—Atribuyes mucho poder a tus opiniones, Peter —comentó Gulptilil tras vacilar un momento.
Esta frase confundió a Peter. Inspiró hondo.
—Todo el mundo sabe que en cualquier investigación criminal hay un momento en que deben adoptarse medidas drásticas para aislar el objetivo y volverlo vulnerable. —Eso le sonó petulante e inmaduro, y además no era del todo cierto, pero al menos sonaba bien en ese mo­mento, y lo dijo con la suficiente convicción como para que pareciera cierto. Gulptilil se reclinó en su asiento y esperó. Lucy y Peter lo obser­varon, y ambos pensaron más o menos lo mismo: lo que hacía de aquel médico una persona peligrosa era su capacidad de distanciarse de la in­dignación, el insulto y el enfado y, en su lugar, adoptar una actitud tran­quila y observadora. Eso inquietaba a Lucy, que prefería ver cómo la gente demostraba sus rabias, aunque ella no lo hiciera. Peter lo consi­deraba una capacidad formidable. Le parecía que todas las conversa­ciones que la gente mantenía con aquel psiquiatra eran, en realidad, par­tidas de póquer con las apuestas muy altas, en las que Gulptilil tenía la mayoría de las fichas y los demás jugadores apostaban un dinero que no tenían. Ambos tuvieron la impresión de que el doctor hacía cálcu­los mentales. Negro Chico sujetó a Peter por el brazo para llevarlo otra vez a la sala de espera, pero el médico cambió de opinión.
—Ah, señor Moses —dijo con su voz normal. La rabia que había traspasado las paredes se había desvanecido con rapidez—. Quizá no sea necesario, después de todo. Pasa, Peter. —Señaló otra silla—. ¿Vul­nerable, dices?
—Sí. ¿Qué más podría decir?
—¿Más vulnerable de lo que la señorita Jones se ha vuelto con es­te intento pueril e ingenuo de imitar las características físicas de las víc­timas?
—Es difícil de decir.
—Claro que lo es —sonrió el médico—. Pero ¿dirías que si este asesino posiblemente imaginario está de verdad aquí, dentro de estas paredes, el nuevo aspecto de la señorita Jones lo atraerá inexorable­mente?
—Creo que sí.
—Muy bien. Yo también lo creo. De modo que podríamos presu­poner de modo razonable que si a la señorita Jones no le ocurre nada próximamente, el asesino no está en el hospital. Y que fue Larguirucho quien mató a la desventurada enfermera en un arranque de delirio ho­micida, como indican las pruebas, ¿no crees?
—Sería una conclusión precipitada —respondió Peter—. El hom­bre al que buscamos podría ser más disciplinado de lo que pensamos.
—Sí, claro. Un asesino con disciplina. Una característica muy poco corriente en alguien dominado por la psicosis, ¿no? Estáis, como he­mos comentado, buscando a un hombre sometido a sus impulsos asesi­nos, pero al parecer ahora ese diagnóstico ya no es apropiado. Preferiríais, como la señorita Jones sugirió al llegar aquí, que fuese una espe­cie de Jack el Destripador. Pero en mis lecturas sobre ese personaje his­tórico, he averiguado que no parecía tener demasiada disciplina. Los asesinos compulsivos siguen fuerzas muy potentes, Peter, y a la larga son incapaces de contenerse. Pero ésta es una discusión que compete a los historiadores de la materia y que a nosotros nos afecta poco. ¿Po­dría preguntarte algo? Si el asesino que, según vosotros, está aquí fue­ra capaz de contenerse, ¿no dificultaría eso que llegaseis a descubrirlo? ¿Sin importar los días, las semanas o incluso los años que dedicarais a buscarlo?
—No puedo predecir el futuro, doctor.
—Ah, Peter —sonrió Gulptilil—, una respuesta muy inteligente y que revela tus posibilidades de recuperación cuando te traslademos a ese lugar que sugirieron tus amigos de la Iglesia. Creo que por eso has venido a mi despacho, ¿verdad? Para comunicarme que aceptas esa oferta tan generosa y considerada.
Peter dudó. El doctor Gulptilil lo observaba.
—Por eso has venido, ¿no? —insistió, y su voz excluía cualquier respuesta salvo la evidente.
—Sí —afirmó Peter, impresionado por la forma en que Gulptilil había logrado combinar las dos cosas: sus problemas con la ley y un asesino desconocido.
—Así pues, Peter desea abandonar el hospital para iniciar un nue­vo tratamiento y una nueva vida, y la señorita Jones cree que ha tendi­do una ingeniosa trampa a su asesino. ¿He hecho una valoración co­rrecta de la situación?
Tanto Lucy, que había permanecido callada, como Peter asintieron.
Gulptilil esbozó una ligera sonrisa.
—Entonces creo que en poco tiempo tendremos la confirmación, o no, de ambas cuestiones. Hoy es viernes. Supongo que el lunes por la mañana podré despedirme de ambos, ¿no? Habrá tiempo más que suficiente para averiguar si el enfoque de la señorita Jones es eficaz. Y para que la situación de Peter esté... bueno, solucionada.
Lucy se revolvió en la silla, dispuesta a protestar por esa fecha lí­mite, pero vio que Gulptilil estaba cavilando. No le convenía pedir una prórroga. Desde luego, en una partida de ajedrez burocrática con el psiquiatra, siempre perdería, sobre todo si se jugaba en su propio te­rreno.—El lunes por la mañana —cedió—. De acuerdo.
—Por cierto, al ponerse voluntariamente en esta situación peligro­sa, ¿firmará una carta que absuelva a la administración del hospital de cualquier responsabilidad en lo que a su seguridad se refiere?
Lucy entrecerró los ojos y pronunció la respuesta obligada con to­do el desdén que pudo reunir.
—Sí.
—Perfecto. Por este lado, todo resuelto. A ver, Peter, déjame que haga una llamada...
Sacó una agenda del cajón superior del escritorio. La abrió con aire despreocupado y tomó una tarjeta de visita de color marfil. Rápi­damente marcó un número. Se echó atrás en la silla mientras esperaba.
—Con el padre Grozdik, por favor —dijo cuando le contesta­ron—. De parte del doctor Gulptilil del Hospital Estatal Western. —Se produjo una breve pausa—. ¿Padre? Buenos días. Me complace informarle que Peter está aquí, en mi despacho, y ha aceptado lo que comentamos hace poco. En todos los sentidos. Creo que es necesario efectuar ciertos trámites para que podamos poner rápidamente fin a es­ta incómoda situación, ¿verdad?
Peter sintió abatimiento al percatarse de que toda su vida había cambiado en ese instante. Era casi como si estuviera fuera de su cuer­po viendo cómo pasaba. No se atrevió a mirar a Lucy, que también es­taba en el umbral de algo, pero no estaba segura de qué, porque el éxi­to y el fracaso parecían haberse confundido en su cabeza.
En la sala de estar común había varios pacientes alrededor de la me­sa de ping-pong. Un anciano con un pijama a rayas y una rebeca abro­chada hasta el cuello, aunque en la habitación hacía calor, movía una pala como si jugara una partida, pero no tenía contrincante al otro la­do, ni tampoco pelota, de modo que el juego se desarrollaba en silen­cio. El anciano parecía concentrado en anticiparse a los golpes de su in­visible adversario, y tenía una expresión decidida, como si la partida fuese verdaderamente reñida.
La sala estaba silenciosa, con la excepción del sonido apagado de los dos televisores, donde las voces de los locutores y los actores de una telenovela se mezclaban con los murmullos de los pacientes que con­versaban consigo mismos. De vez en cuando, alguien golpeaba una mesa con un periódico o una revista, y algún que otro paciente sin darse cuenta empujaba a otro, lo que provocaba algunas palabras. Pero, pa­ra un sitio donde se vivían estallidos incontrolables, la sala estaba tran­quila. Francis pensó que la ausencia de Cleo había reprimido en algo la ansiedad habitual de la sala. La muerte como tranquilizante. Pero era una mera ilusión, porque notaba la tensión y el miedo por todas par­tes. Había pasado algo que hacía que todos se sintieran en peligro.
Francis se dejó caer en una butaca demasiado rellena y llena de bul­tos. Tenía el corazón acelerado porque creía que sólo él sabía lo ocu­rrido la noche anterior. Esperaba que Peter regresara para comentarle sus observaciones, pero ya no estaba seguro de que su amigo fuera a creerle.
Una de sus voces le susurraba: Estás solo. Siempre lo has estado. Y no se molestó en intentar discutirlo o negarlo.
Otra voz, igual de suave, añadió: No; hay alguien que te está bus­cando, Francis.
Sabía a quién se refería.
No estaba seguro de cómo sabía que el ángel lo estaba acechando, pero estaba convencido de que era así. Echó un vistazo alrededor bus­cando detectar a alguien que lo observara, pero el problema de aquel hospital psiquiátrico era que todo el mundo se miraba y se ignoraba al mismo tiempo.
Se levantó de golpe. Tenía que encontrar al ángel antes de que éste fuera a por él.
Se dirigió hacia la puerta y vio a Negro Grande. Se le ocurrió una idea.
—Señor Moses —llamó.
—Dime, Pajarillo. —El corpulento auxiliar se volvió hacia él—. Hoy es un mal día. No me pidas algo que no pueda darte.
—¿Cuándo se celebran las vistas de altas?
—Esta tarde hay unas cuantas. Justo después de comer.
—Tengo que ir.
-¿Qué?
—Tengo que asistir a esas vistas.
—¿Para qué?
—Para observar qué se hace en una vista. Quizás eso me sirva pa­ra no cometer errores cuando me toque el turno —respondió Francis, sin expresar lo que realmente pensaba.
—Bueno, Pajarillo, eso tiene lógica —comentó Negro Grande con una ceja arqueada—. No sé de nadie que lo haya pedido antes.
—Me iría bien —insistió Francis.
El auxiliar pareció dubitativo, pero se encogió de hombros.
—No sé si creer lo que me estás diciendo, Pajarillo. Pero te diré qué haremos. Si me prometes no causar problemas, te llevaré conmigo y podrás sentarte a mi lado y observar. Podría suponer la infracción de alguna norma. No lo sé. Pero me parece que hoy ya se han infringido unas cuantas.
Francis suspiró.
En su cabeza se estaba formando un retrato, y ésta era una pince­lada importante.
A media mañana, con un cielo encapotado y un calor pegajoso que cargaba el aire, Lucy Jones, un Peter esposado y Negro Chico cami­naban despacio por los senderos del hospital. Al parecer iba a llover pronto. Al principio, los tres iban callados, e incluso sus pasos pare­cían amortiguados por el denso calor y el cielo plúmbeo. El auxiliar se secó la frente y se miró el sudor acumulado en la palma de la mano.
—Joder, se nota que el verano se acerca. —Era cierto.
Dieron unos cuantos pasos más y Peter se detuvo de golpe.
—¿El verano? —repitió. Alzó los ojos, como si buscara el sol y el cielo azul, pero no estaban. Fuera lo que fuese lo que quería encontrar, no estaba en aquella atmósfera húmeda—. Señor Moses, ¿qué está pa­sando?
Negro Chico se paró y lo miró.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber.
—Me refiero en el mundo. En Estados Unidos. En Boston o en Springfield. ¿Juegan bien los Red Sox? ¿Todavía hay rehenes en Irán? ¿Hay manifestaciones? ¿Discursos? ¿Va bien la economía? ¿Qué pasa con el mercado de valores? ¿Cuál es la película más taquillera?
—Deberías hacer esas preguntas a Noticiero —respondió Negro Chico sacudiendo la cabeza—. Es él quien se sabe todos los titulares.
Peter miró alrededor y contempló los edificios.
—La gente cree que son para mantenernos a todos dentro—co­mentó—. Pero no así. Esas paredes mantienen el mundo fuera. —Sa­cudió la cabeza—. Es como estar en una isla. O como ser uno de esos japoneses perdidos en la selva a quienes nadie dijo que la guerra había terminado y que pensaron año tras año que estaban cumpliendo con su deber, luchando por su emperador. Estamos perdidos en la dimen­sión desconocida, donde todo nos deja de lado. Los terremotos. Los huracanes. Los desastres de todo tipo, provocados por el hombre y por la naturaleza.
Lucy pensó que Peter tenía toda la razón.
—¿Quieres insinuar algo? —preguntó.
—Sí. En la tierra de las puertas cerradas con llave, ¿quién sería el rey?
—El hombre con las llaves —respondió Lucy.
—Y ¿cómo preparas una trampa para un hombre que puede abrir cualquier puerta?
—Logrando que abra la puerta donde estás esperándolo —respondió Lucy tras pensar un instante.
—Exacto. ¿Y cuál sería esa puerta?
Miró a Negro Chico, que se encogió de hombros. Pero Lucy reflexionó y abrió los ojos como ante una revelación providencial.
—Sabemos que abrió una puerta —afirmó—. La puerta que me trajo aquí.
—¿A qué puerta te refieres?
—¿Dónde estaba Rubita cuando fue a por ella?
—Sola en el puesto de enfermería del edificio Amherst, de noche.
—Entonces es ahí donde yo debo estar —concluyó Lucy 




29

A mediodía había empezado a llover, una llovizna irregular inte­rrumpida con frecuencia por chaparrones fuertes o por breves calmas entre chubascos. Francis había seguido a Negro Grande deseando que el corpachón del auxiliar le sirviese de protección para mantenerse fres­co detrás de él. Era la clase de día que sugería la proliferación de enfer­medades: caluroso, sofocante, bochornoso y húmedo, de cariz casi tro­pical, como si de repente la sequedad habitual de Nueva Inglaterra hubiese adquirido en el hospital una extraña característica selvática. Era un clima fuera de lugar y loco como todos ellos. Hasta la ligera bri­sa que agitaba los árboles poseía una densidad extraña.
Como era costumbre, las vistas de altas se celebraban en el edificio de administración, en el comedor del personal, que se transformaba pa­ra la ocasión en improvisado tribunal. Había mesas para los funciona­rios y para los abogados de los pacientes. Se habían dispuesto filas de incómodas sillas plegables para los pacientes y sus familias. Se incluía una mesa para un taquígrafo y un asiento para los testigos. La sala es­taba concurrida, pero no abarrotada, y los presentes hablaban en su­surros. Francis y Negro Grande se sentaron en la última fila. Francis creyó que el aire de la habitación era sofocante, pero luego pensó que tal vez no era tanto el aire como la nube de esperanzas anhelantes y de impotencias que llenaban el recinto.
Presidía la vista un juez retirado del tribunal de distrito de Springfield. Era un hombre canoso, con sobrepeso y rubicundo, dado a ha­cer aspavientos con las manos. Tenía un mazo que utilizaba a menudo sin motivo aparente, y llevaba una toga negra algo gastada que segura­mente había vivido mejores días y casos más importantes. A su derecha había una psiquiatra del departamento de salud mental, una mujer joven con pestañas espesas que no dejaba de revisar carpetas y documentos, como si fuera incapaz de encontrar lo que necesitaba, y a su izquierda, un abogado de la oficina del fiscal de distrito local, re­pantigado en su asiento con la mirada aburrida de un hombre joven al que le ha tocado la china. En una mesa había otro joven abogado, de cabello hirsuto y con un traje mal entallado, algo más entusiasta y aten­to, que hacía las veces de representante de los pacientes, y delante de él, varios miembros del personal del hospital. Todo estaba concebido para conferir un cariz oficial al procedimiento, para expresar decisio­nes en términos médicos y jurídicos. Poseía un barniz, de eficiente res­ponsabilidad, como si cada caso que se presentaba hubiera sido antes examinado con atención, estudiado debidamente y evaluado a fondo, cuando Francis sabía que era justo lo contrario.
Sintió impotencia. Echó un vistazo alrededor y se percató de que el elemento fundamental de aquellas vistas eran los familiares sentados en silencio, a la espera de que llamasen a su hijo, su hija, su sobrina, su sobrino, o incluso su madre o su padre. Sin ellos, nadie conseguía salir. Aunque las órdenes que los habían recluido en su día en el Western hu­bieran vencido hacía tiempo, en ausencia de alguien dispuesto a asumir la responsabilidad en el exterior, la verja del hospital permanecía ce­rrada. Francis no pudo evitar preguntarse cómo iba a convencer a sus padres de que acudiesen a abrirle las puertas, cuando ni siquiera iban al hospital a verlo.
Una voz sonó en su interior: Nunca te querrán lo suficiente para venir aquí y pedir que te dejen volver con ellos...
Y otra, que hablaba deprisa, le dijo: Tienes que encontrar otra for­ma de demostrar que no estás loco.
Asintió para sí, porque sabía que lo que ocultaba al señor del Mal y a Tomapastillas era fundamental. Se removió en su silla y empezó a examinar a las personas sentadas en la sala. Parecían de todas las pro­cedencias, rudas, toscas. Algunos hombres llevaban chaquetas y cor­batas incongruentes que se habían puesto para causar una buena im­presión cuando, en realidad, era más probable que lograran el efecto contrario. Las mujeres llevaban vestidos sencillos, y algunas sujetaban pañuelos de papel para secarse las lágrimas. Pensó que había una gran cantidad de fracaso esparcido en aquella habitación, así como de cul­pa. Más de un rostro exhibía las marcas de la culpabilidad, y Francis sintió el impulso de decirles que no era culpa suya que se hubieran con­vertido en lo que eran, pero no estaba seguro de que eso fuera exacto.
—Prosigamos —dijo el juez con la cara colorada mientras golpea­ba dos o tres veces con el mazo.
Francis se volvió para observar el procedimiento, pero antes de que el juez pudiera carraspear y que la psiquiatra de expresión confusa pu­diera leer un nombre, oyó vanas de sus voces a la vez. ¿Por qué esta­mos aquí? No deberíamos estar aquí. Deberíamos correr. Deprisa, már­chate. Vuelve a Amherst. Ahí estarás a salvo...
Francis volvió a observar a la gente reunida. Ningún paciente se ha­bía fijado en él al entrar, ninguno lo observaba, ninguno lo miraba con malevolencia, odio o rabia.
Sospechaba que eso podría cambiar.
Inspiró hondo. Si eso era así, corría más peligro rodeado de pa­cientes y personal del hospital, sentado junto a Negro Grande, que nunca. Peligro debido al hombre que creía que también estaba en esa habitación. Y corría peligro debido a lo que se estaba desatando en su interior.
Se mordió el labio y trató de vaciar su mente. Se dijo que debía ser una mera hoja en blanco y esperar a que escribieran algo en ella. Se pre­guntó si el auxiliar podría notar su respiración superficial y su frente o sus manos sudorosas, y haciendo acopio de fuerza de voluntad se or­denó: Cálmate.
Entonces dijo mentalmente a todas sus voces: Todo el mundo ne­cesita una salida.
Rogó que nadie, en especial Negro Grande, el señor del Mal o al­guno" de los demás administradores, notara su agitación. Estaba senta­do en el borde de la silla, nervioso, asustado, pero obligado a estar ahí y a escuchar, porque esperaba oír algo importante. Deseaba que Peter estuviera a su lado, o Lucy, aunque no creía que los hubiese convenci­do de que aquello era vital. Ahora estaba solo, y suponía que estaba más cerca de una respuesta de lo que nadie podía imaginar.

Lucy cruzó las puertas del depósito de cadáveres y sintió el frío del aire acondicionado. Era una pequeña habitación en el sótano de un edificio situado en la periferia de los terrenos del hospital, que solía usarse para almacenar equipo obsoleto y suministros largo tiempo olvidados. Poseía la discutible ventaja de estar cerca del improvisado cementerio. Había una mesa de autopsia de metal reluciente en el cen­tro y una hilera de media docena de contenedores refrigerados en una pared. Una vitrina contenía una modesta selección de escalpelos e ins­trumental quirúrgico. En un rincón había un archivador y un escrito­rio con una maltrecha máquina de escribir Selectric IBM. Un ventanuco situado a gran altura en la pared daba al suelo exterior y apenas permitía que un tenue rayo de luz se colara a través de una espesa capa de suciedad. Un par de fluorescentes de techo zumbaban como un en­jambre de insectos.
La sala parecía un lugar abandonado, y un ligero hedor a excre­mentos impregnaba el aire frío. Sobre la mesa de autopsia había una tablilla que sujetaba un juego de formularios. Lucy buscó con la mi­rada a algún auxiliar pero no había nadie, así que se adentró en la ha­bitación. La mesa de autopsia disponía de dos canales que llegaban hasta el desagüe del suelo. Ambos mostraban manchas oscuras. Tomó la tablilla y leyó el informe preliminar de la autopsia, que exponía lo evidente: Cleo había muerto de asfixia provocada por una sábana uti­lizada como soga. Sus ojos se detuvieron en la anotación correspon­diente a la mutilación, que describía el pulgar seccionado, y luego en el diagnóstico, que era esquizofrenia de tipo paranoide no diferencia­da, con delirios y tendencias suicidas. Lucy sospechaba que esta últi­ma observación se había añadido, como muchas otras cosas, post mortem. Cuando alguien se ahorca, sus tendencias suicidas se vuelven bastante claras.
Siguió leyendo. No constaba ningún familiar cercano y la casilla para indicar a quién notificar en caso de muerte o lesiones estaba ta­chada.
En una ocasión, un célebre médico forense había dictado una cla­se sobre pruebas y, en términos presuntuosos, había dicho a los estu­diantes de Derecho, entre los que se encontraba Lucy, que los muer­tos hablaban con gran elocuencia sobre la forma de su muerte y a menudo señalaban directamente a la persona que los había llevado a ella. La clase había contado con una gran asistencia y había sido bien recibida, pero ahora a Lucy le pareció abstracta y lejana. Lo que ella tenía era un cadáver silencioso en un refrigerador situado en un rincón de un sótano sombrío, y un protocolo de autopsia inclui­do en una hoja amarilla sujeta a una tablilla, y no creía que le dijera nada, en especial nada que pudiera ayudarla a encontrar al asesino.
Volvió a dejar la tablilla en la mesa y se dirigió hacia el refrigerador. Ninguna de las puertas estaba marcada, de modo que tiró de la prime­ra, y luego de la siguiente, donde encontró un paquete de seis latas de coca-cola que alguien había puesto a enfriar. La tercera parecía enca­llada, y ella intuyó que contenía el cuerpo. Inspiró hondo y consiguió abrirla unos centímetros.
En efecto, allí estaba el cadáver desnudo de Cleo.
Quedaba muy ajustada en el contenedor debido a su corpulencia, y la bandeja corredera sobre la que descansaba no se movió cuando Lucy tiró de ella.
Apretó los dientes para dar un tirón más fuerte pero oyó que la puerta de la sala se abría. Se giró y vio al doctor Gulptilil.
Este la observó con extrañeza un instante, pero cambió de expre­sión y sacudió la cabeza.
—Señorita Jones —dijo—, menuda sorpresa. Creo que no debería estar aquí.
Lucy no contestó.
—A veces —prosiguió el médico—, hasta una muerte tan pública como la de la señorita Cleo debería gozar de cierta intimidad.
—Estoy de acuerdo, al menos en principio —repuso Lucy con al­tivez. Su sorpresa inicial quedó sustituida de inmediato por la belige­rancia que usaba como armadura.
—¿Qué espera averiguar aquí?
—No lo sé.
—¿Cree que esta muerte puede revelarle algo? ¿Algo que todavía no sepa?
—No lo sé —repitió Lucy, incómoda al ver que no se le ocurría una respuesta mejor.
El médico se acercó a ella, y su cuerpo grueso y su piel oscura re­lucieron bajo las luces del techo. Avanzó con una rapidez que contras­taba con su figura en forma de pera, y Lucy pensó que iba a cerrar de golpe la tumba temporal de Cleo. Pero lo que hizo, en cambio, fue ti­rar de la bandeja con el cadáver, de modo que el torso de Cleo quedó al descubierto entre ambos.
Lucy observó las marcas púrpuras que rodeaban su cuello. Parecía que la piel, que ya había adquirido una tonalidad blanca como la por­celana, las hubiera absorbido. La difunta lucía una sonrisita grotesca en los labios, como si la muerte le hubiera hecho gracia. Lucy inspiró y exhaló despacio.
—Quiere que las cosas sean simples, claras, evidentes —comentó Gulptilil—. Pero nunca son así, señorita Jones. Por lo menos aquí.
Lucy asintió. El médico sonrió con ironía, de una forma parecida a Cleo.
—Los signos externos de la estrangulación son patentes —afir­mó—, pero las pulsiones reales que la condujeron a este final son opacas. E imagino que la verdadera causa de la muerte escaparía in­cluso al más distinguido patólogo del país, porque la locura lo oscu­rece todo.
El doctor Gulptilil tocó la piel de Cleo brevemente. Miraba su ca­dáver pero dirigía las palabras a Lucy.
—Usted no comprende este sitio —indicó—. No ha hecho ningún esfuerzo por comprenderlo desde que llegó, porque lo hizo con los mismos miedos y prejuicios de las personas que no están familiariza­das con los enfermos mentales. Aquí, lo anormal es normal y lo extra­ño es habitual. Ha enfocado su investigación como si el hospital fuera parte del mundo exterior. Ha buscado pruebas fidedignas y pistas re­veladoras. Ha examinado las historias clínicas y recorrido los pasillos, como habría hecho si éste no fuera el sitio que es. Por supuesto, todo ello es, como he intentado explicarle, inútil. Así que me temo que sus esfuerzos están destinados al fracaso. Como yo había intuido desde el principio.
—Todavía me queda algo de tiempo.
—Sí. Y quiere provocar una reacción en ese misterioso y tal vez inexistente asesino. Quizá sería una actividad adecuada en su mundo, señorita Jones. Pero ¿aquí?
—¿No cree que el factor sorpresa puede favorecerme? —Lucy se señaló los mechones cortados.
—Sí—contestó el médico—. ¿Pero a quién sorprenderá? ¿Y cómo?
La fiscal guardó silencio. El médico observó el rostro de Cleo y meneó la cabeza.
—Ah, pobre Cleo —se lamentó—. Me gustaban mucho sus gra­cias. Tenía una energía frenética que, cuando estaba controlada, era de lo más divertida. ¿Sabía que podía citar el espléndido drama de Shakespeare por entero, frase por frase, palabra por palabra? Pero, por desgracia, esta tarde irá a descansar a nuestra fosa común. El encargado de la funeraria llegará dentro de poco para preparar el cadáver. Una vida llena de agitación, dolor y de una terrible soledad, señorita Jones. Quien se haya preocupado por ella tiempo atrás y la haya querido en algún momento ha dejado de constar en nuestros registros y en la me­moria institucional de que disponemos. De modo que su paso por este mundo ha significado muy poco. No parece justo, ¿no cree? Cleo tenía una gran personalidad, era una mujer resuelta y de sólidas con­vicciones. Que todo eso estuviera envuelto de locura no menoscaba su pasión. Me gustaría que hubiera podido dejar alguna huella en este mundo, porque se merecía un mejor epitafio que la anotación que fi­gurará en el registro hospitalario. Sin lápida, sin flores. Otra cama en el hospital, sólo que ésta estará bajo tierra. Se merecía un funeral con trompetas y fuegos artificiales, elefantes, leones, tigres y una carroza tirada por caballos, algo digno de una reina. —Suspiró—. Y bien, se­ñorita Jones —prosiguió tras desviar los ojos del cadáver y dirigirlos hacia ella—, ¿qué piensa hacer?
—Buscar, doctor. Buscar hasta el último momento que pase aquí.
—Ah, una obsesión —exclamó Gulptilil con malicia—. Una bús­queda inquebrantable a pesar de todos los obstáculos. Tendrá que ad­mitir que es una cualidad que se acerca más a mi profesión que a la suya.
—Quizás «insistencia» sea una palabra mejor.
—Como quiera. —Se encogió de hombros—. Pero contésteme una pregunta, señorita Jones. ¿Ha venido aquí a buscar a un loco o a un cuerdo?
No esperó a oír la respuesta, que de todos modos tardaba en llegar, y empujó el cadáver de Cleo de vuelta a la unidad de refrigeración. Las guías rechinaron.
—Tengo que reunirme con el encargado de la funeraria, que va a tener un día muy ajetreado. Buenos días, señorita Jones.
Lucy lo observó marcharse, balanceando el cuerpo regordete, y ad­mitió que se sentía algo intimidada por el asesino que estaba buscan­do. A pesar de todos sus esfuerzos, seguía escondido en el hospital y, que ella supiera, totalmente inmune a su investigación.

—Eso era lo que creías, ¿verdad?
Cerré los ojos, a sabiendas de que en un momento el ángel estaría a mi lado. Procuré sosegar mi respiración y aminorar los latidos del cora­zón porque creía que, a partir de entonces, todas las palabras serían pe­ligrosas, tanto para él como para mí.
—No sólo lo creía. Era verdad.
Me giré, primero a la derecha y después a la izquierda, buscando el origen de esas palabras. Parecía haber vahos, fantasmas, luces vaporo­sas que temblaban y parpadeaban a cada lado.
—Estaba totalmente a salvo, cada minuto, cada segundo, sin im­portar lo que hiciera. Seguro que eres consciente de ello, Pajarillo. —Su voz tenía un tono brusco, lleno de arrogancia y rabia, y cada palabra parecía rozarme la mejilla como el beso de un difunto.
—Estabas a salvo de ellos —dije.
—Ni siquiera conocían las leyes —se jactó—. Sus normas eran ab­solutamente inútiles.
—Pero no estabas a salvo de mí—repliqué desafiante.
—¿ Y crees que ahora tú estás a salvo de mí? —replicó el ángel con dureza—. ¿A salvo de ti mismo?
No respondí. Se produjo un breve silencio y luego una explosión, co­mo un disparo, seguida del ruido de un cristal hecho añicos. Un cenicero lleno de colillas se había estrellado contra la pared, lanzado con fiera violencia. Retrocedí. La cabeza me daba vueltas; el agotamiento, la tensión y el miedo pugnaban por apoderarse de mí. Olía a tabaco y al­go de ceniza todavía revoloteaba en el aire junto a una mancha oscura en la pared blanca.
—Nos estamos acercando al final, Francis —dijo el ángel con tono burlón—. ¿Lo notas? ¿Lo sientes? ¿Te das cuenta de que casi se ha aca­bado? Tal como ocurrió años atrás —añadió con amargura—. Se acer­ca el momento de morir.
Me miré la mano. ¿Había lanzado yo el cenicero al oír sus palabras? ¿O lo había lanzado él para demostrar que estaba tomando forma, ad­quiriendo sustancia? ¿Volviéndose de nuevo real? La mano me tem­blaba.
—Morirás aquí, Francis. Tendrías que haber muerto entonces, pe­ro morirás ahora. Solo. Olvidado. Sin amor. Pasarán días antes de que alguien encuentre tu cadáver, tiempo más que suficiente para que los gusanos te infesten la piel, se te hinche el estómago y tu hedor apeste.
Negué con la cabeza, dispuesto a hacerle frente.
—Oh, sí—prosiguió—. Será así. Ni una palabra en los periódicos, ni una lágrima derramada en tu funeral, si es que lo hay. ¿ Crees que la gente llenará alguna iglesia para encomiarte, Francis? ¿Que pronun­ciarán discursos bonitos sobre tus obras? ¿Sobre todas las cosas esplén­didas y valiosas que hiciste antes de morir? No lo creo, Francis. Te mo­rirás y nada más. Será un gran alivio para todas las personas a las que nunca has importado un comino y que, en el fondo, estarán encantadí­simas de que ya no seas una carga para ellas. Lo único que quedará de tu vida será el olor que dejes en este piso, que los próximos inquilinos quitarán con desinfectante y lejía.
Hice un gesto hacia la pared escrita.
—¿Crees que a alguien le importarán tus garabatos idiotas? Desa­parecerán en minutos. En segundos. Alguien vendrá, echará un vis­tazo a los destrozos que causó el loco, irá a buscar una brocha y tapará hasta la última palabra. Y lo que pasó hace mucho tiempo quedará en­terrado para siempre.
Cerré los ojos. Si sus palabras me golpeaban, ¿cuánto daño me ha­ría con los puños? Tuve la impresión de que el ángel se volvía cada vez más fuerte y yo más débil. Inspiré hondo y empecé a arrastrarme por la habitación con el lápiz en la mano.
—No vivirás para terminar la historia —dijo—. ¿ Comprendes, Francis? No vivirás. No lo permitiré. ¿Crees que podrás escribir el fi­nal, Francis? ¡Ja! El final me pertenece. Siempre me perteneció. Siem­pre me pertenecerá.
No sabía qué pensar. Su amenaza era tan real en ese momento co­mo tantos años antes. Pero tenía que intentarlo. Deseé que Peter estu­viera allí para ayudarme, y el ángel debió de leerme el pensamiento, o quizá gemí su nombre sin darme cuenta, porque rió de nuevo y dijo:
—Esta vez no puede ayudarte. Está muerto.




30

Peter recorrió de prisa el pasillo, asomó la cabeza a la sala de estar común, se detuvo frente a las salas de reconocimiento y echó un rápi­do vistazo al comedor esquivando grupos de pacientes, en busca de Francis y Lucy Jones, pero ninguno de los dos andaba por allí. Tenía la abrumadora sensación de que estaba pasando algo fundamental a es­paldas suyas. Recordó de repente la selva de Vietnam. Durante la gue­rra, el cielo azul, la tierra húmeda, el aire sobrecalentado y el follaje mo­jado parecían siempre iguales, de modo que sólo un sexto sentido permitía saber si a la vuelta de la esquina habría un francotirador en un árbol, o una emboscada, o quizá sólo un alambre camuflado que cru­zaba el camino, esperando el paso errante que detonara la mina ente­rrada. Todo era cotidiano y corriente, todo estaba en su sitio, como se suponía que tenía que estar, excepto la cosa oculta que amenazaba con una tragedia. Eso mismo veía ahora en el hospital.
Se detuvo junto a una ventana con barrotes, donde habían dejado solo a un anciano en una silla de ruedas. Le resbalaba un hilillo de ba­ba hasta el mentón, donde se mezclaba con su incipiente barba gris. Te­nía los ojos fijos en el exterior.
—¿Puede ver algo? —le preguntó Peter, pero no obtuvo respuesta.
Unas gotas de lluvia distorsionaban la vista, y al otro lado del cris­tal sólo se atisbaba un día apagado, húmedo y gris. Peter se agachó para tomar una toallita de papel del regazo del hombre y le secó la bar­billa. El anciano no lo miró pero asintió como dándole las gracias. Si­guió inexpresivo. Lo que estuviese pensando sobre su presente, recor­dando sobre su pasado o incluso planeando de cara al futuro, estaba perdido en la niebla que había descendido sobre él. Peter pensó que los
días que le quedaban de vida no tendrían más consistencia que las go­tas de lluvia que resbalaban por el cristal de la ventana.
Detrás de Peter, una mujer de pelo largo, despeinado y cubierto de canas hacía eses por el pasillo como si estuviera bebida; se detuvo de golpe y miró el techo.
—Cleo se ha ido —gimió—. Se ha ido para siempre. —Y reanudó su movimiento a la deriva.
Peter se dirigió hacia el dormitorio, convencido de que aquello no era un hogar. Sólo un par de días más. Unos cuantos trámites, un apre­tón de manos, un «buena suerte», y se acabó. Lo trasladarían y su vida sería otra cosa.
No sabía muy bien qué pensar. El mundo del hospital te provoca­ba indecisión. En el mundo real, las decisiones eran evidentes y, por lo menos, tenían la posibilidad de ser honestas. Podían evaluarse y sope­sarse. Pero entre aquellas paredes cerradas, nada de eso parecía igual.
Lucy se había cortado el pelo y se lo había teñido de rubio. Si eso no provocaba el impulso depredador del hombre que buscaban, no sa­bía qué podría hacerlo. Apretó los dientes, con fuerza. Miró el techo como un conductor que espera que el semáforo cambie a verde. Pensó que Lucy estaba corriendo un riesgo. Francis también estaba en la cuerda floja. De los tres, él era el que se había arriesgado menos. De he­cho, todavía no se había arriesgado, no se había puesto en peligro al­guno.
Se volvió y, al ver a Lucy delante de su despacho, se dirigió presu­roso hacia ella.
Las vistas de altas se habían celebrado una tras otra a lo largo del día. Francis comprendió enseguida que si habías cumplido todas las condiciones necesarias para optar a una vista, lo más probable era que te dieran de alta. La farsa que estaba presenciando era una ópera buro­crática, concebida para asegurarse de que no se corrían riesgos impre­vistos y se cumplían las formalidades. Nadie quería dar de alta a alguien que fuera a sumirse de inmediato en una rabia psicótica.
El aburrido joven de la fiscalía examinaba superficialmente los ca­sos pendientes contra los pacientes y el joven que actuaba como abo­gado de oficio se oponía rutinariamente a todo lo que decía. Para el tri­bunal eran más importantes la evaluación del personal del hospital y la recomendación de la joven del departamento de salud mental, que se­guía rebuscando entre sus carpetas y notas y vacilaba y tartamudeaba un poco al hablar, ya que le pedían opinión sobre si se corría algún ries­go al dar de alta a alguien y ella no tenía ni idea.
—¿Es un peligro para él o para los demás? —le preguntaban como una letanía.
Claro que no, si seguía tomando los medicamentos y no volvía a encontrarse en las mismas circunstancias que lo habían desquiciado. Por supuesto, esas circunstancias seguían ahí, de modo que no era fá­cil ser optimista sobre las posibilidades reales de nadie fuera del hos­pital.
Los pacientes se marchaban. Los pacientes volvían. Un bumerang de locura.
Francis intentaba escuchar todas las palabras pronunciadas y ob­servar las caras de los pacientes, los médicos, los padres, hermanos o primos que se levantaban para hablar. En su interior sólo sentía agi­tación y caos. Sus voces le gritaban que se fuera. Insistentes, chillo­nas, suplicantes; todas igual de firmes, casi histéricas en su deseo. Era como estar atrapado en el foso de una orquesta horrorosa, en la que to­dos los instrumentos sonaban cada vez con más fuerza y más desa­finados.
Sabía por qué. De vez en cuando, cerraba los ojos para descansar un poco. Pero no le servía de mucho. Seguía sudando y notando ten­sos los músculos de todo el cuerpo. Le sorprendía que todavía nadie se hubiera percatado de la lucha en que se debatía. Creía que cualquiera que lo mirara de verdad vería de inmediato que estaba al borde de un ataque de nervios.
Inspiró con fuerza, pero le faltaba el aire.
«¿Por qué no lo ven? El ángel se esconde en el hospital. Para ma­tar, necesita poder ir y venir.»
Miró al tribunal y se recordó que ésa era la puerta de salida. Diri­gió una rápida mirada a los familiares y amigos que rodeaban a los pa­cientes.
«Todo el mundo cree que el ángel es un asesino solitario. Pero yo sé algo que ellos ignoran: aquí hay alguien que, sabiéndolo o no, lo es­tá ayudando. Sin embargo, ¿por qué mató a Rubita? ¿Por qué atrajo la atención, si aquí estaba a salvo?»
Ni Lucy ni Peter se habían planteado esa pregunta. Sólo él. Sus voces retumbaban en su interior advirtiéndole que no se atreviera a aden­trarse en la oscuridad que lo atraía.
«Creen que asesinó a Rubita porque tenía que matar. Puede que sí. Puede que no.» En ese instante se detestó más que nunca. «Tú también podrías ser un asesino.»
Temió haber hablado en voz alta, pero nadie se volvió ni le prestó atención.
Negro Grande había salido un momento, aburrido de la monóto­na rutina de las vistas. Cuando regresó a la sala, Francis hizo un es­fuerzo inmenso por esconder la ansiedad que lo zarandeaba.
—¿Ya le has cogido el tranquillo, Pajarillo? —susurró el corpulen­to auxiliar, y se dejó caer en su silla—. ¿Has visto suficiente?
—Todavía no —respondió en voz baja. Lo que aún no había visto era lo que temía y esperaba a la vez.
—Tenemos que volver a Amherst. —Negro Grande se inclinó ha­cia él para hablarle en susurros—. El día casi ha terminado. Pronto em­pezarán a buscarte. Esta noche hay programada una sesión de terapia.
—No —medio mintió Francis, porque en realidad no lo sabía con certeza—. El señor Evans la canceló después de todo el alboroto.
—No deberían cancelar las sesiones. —El auxiliar sacudió la cabe­za. Hablaba a Francis, pero más a las autoridades del hospital. Levan­tó los ojos—. Vamos, Pajarillo —dijo—. Tenemos que volver. Sólo quedan un par de vistas y no serán distintas de las que ya has visto.
Francis no supo qué decir, porque no quería contarle la verdad: ha­bía una que iba a ser muy distinta. Miró al otro lado de la sala.
Había tres pacientes que seguían esperando. Eran fáciles de re­conocer entre el resto de personas reunidas. No iban tan arreglados. Llevaban el pelo alborotado. Sus ropas no estaban tan limpias. Vestían pantalones a rayas y camisas a cuadros, o sandalias con calcetines despa­rejos. Nada en ellos parecía armonizar, ni su atuendo ni cómo seguían el procedimiento. Era como si todos estuvieran un poco desigualados. Les temblaban las manos y las comisuras de los labios, debido a los fár­macos y a sus efectos secundarios. Los tres eran hombres, y oscilaban entre los treinta y los cuarenta y cinco años. Ninguno destacaba parti­cularmente; no eran gordos, altos o canosos, ni estaban tatuados ni te­nían nada que los diferenciara. No demostraban sus emociones. Por fuera parecían vacíos, como si los medicamentos no sólo suprimieran su locura, sino también gran parte de sus identidades.
Ninguno se había vuelto para mirarlo, por lo menos que él supie­ra. Habían permanecido estoicos, casi impasibles, con la vista al frente mientras se habían oído los demás casos a lo largo del día. No podía verles bien la cara, sólo los perfiles.
Uno estaba rodeado de unas cuatro personas. Francis supuso que eran sus padres y una hermana con su marido, que se removía en su si­lla, nada contento de estar allí. Otro paciente estaba sentado entre dos mujeres mucho mayores que él, probablemente su madre y una tía. El tercero estaba sentado entre un estirado hombre mayor de traje azul y con una expresión severa y una mujer bastante más joven, hermana o sobrina, que no parecía incómoda y escuchaba atentamente todo lo que se decía, incluso tomaba algunas notas en un cuaderno.
El juez dio un mazazo.
—¿Qué nos queda? —preguntó—. Se está haciendo tarde.
—Tres casos, señoría —contestó la psiquiatra—. No parecen com­plicados. Dos diagnósticos de retraso mental y un catatónico que ha mostrado notables progresos con la ayuda de medicación antipsicótica. Ninguno tiene cargos pendientes...
—Vamos, Pajarillo —susurró Negro Grande—. Tenemos que vol­ver. No pasará nada distinto. Estos casos se aprobarán deprisa. Es ho­ra de irnos.
Francis dirigió una mirada hacia la joven psiquiatra, que seguía ha­blando al juez retirado.
—Todos estos hombres ya han sido dados de alta varias veces, señoría.
—Venga, Pajarillo —insistió el auxiliar en un tono que no dejaba margen a la discusión.
Francis no sabía cómo decir que lo que iba a pasar era lo que había estado esperando todo el día.
Se levantó, consciente de que no tenía opción. Negro Grande le dio un empujoncito en dirección a la puerta y Francis avanzó hacia ella. No se volvió, aunque tuvo la impresión de que por lo menos uno de los tres pacientes se había vuelto en la silla y le clavaba los ojos en la nuca. No­taba una presencia a la vez fría y caliente, y supo que eso era lo que sen­tían las víctimas del ángel.
Le pareció que una voz le gritaba: ¡Tú y yo somos iguales!, pero en la sala sólo se oían las voces rutinarias de los participantes en la vista. Lo que había oído era una alucinación, real e irreal a la vez.
¡Corre, Francis, corre!, le gritaron sus voces.
Pero no lo hizo. Siguió caminando despacio, sabiendo que el asesi­no estaba a sus espaldas, pero que nadie, ni siquiera Lucy, Peter, los her­manos Moses, el señor del Mal o el doctor Tomapastillas, lo creerían si lo decía. Quedaban tres pacientes en la sala. Dos eran lo que eran. Uno, no. Y tras su máscara de falsa locura, el ángel sin duda se reía de él.
Supo otra cosa: al ángel le gustaba el riesgo, y a él también. No le dejaría vivir mucho más.
El auxiliar sostuvo abierta la puerta del edificio de administración y los dos salieron. Fuera lloviznaba y Francis levantó la cara, como si el cielo pudiera limpiar todos sus miedos y dudas. El día llegaba a su fin y el cielo gris se oscurecía anunciando la noche. Francis distinguió a lo lejos el sonido de una máquina y se volvió en esa dirección. Negro Grande también se giró y ambos miraron hacia el otro lado de los te­rrenos del hospital. Más allá del jardín, en el cementerio del rincón más alejado del Western, una excavadora amarilla echaba una última carga de tierra al suelo.
—Espera, Pajarillo —dijo el auxiliar—. Debemos detenernos un momento. —Inclinó la cabeza y Francis le oyó murmurar—: Padre nuestro que estás en los cielos...
Francis lo escuchó en silencio.
—Tal vez éstas sean las únicas palabras dichas en recuerdo de la pobre Cleo —suspiró cuando terminó—. Quizá tenga más paz ahora. Dios sabe que en vida tenía muy poca. Eso es triste, Pajarillo. Muy tris­te. No me obligues a rezar una oración por ti. Aguanta. Todo mejo­rará, seguro. Confía en mí.
Francis asintió, pero no lo creía. Cuando volvió a mirar el cielo os­curecido, con el sonido distante de la excavadora que llenaba la tumba de Cleo, pensó que estaba escuchando la obertura de una sinfonía cu­yas notas y compases presagiaban nuevas muertes.
Lucy reflexionó que era el plan más sencillo y efectivo que podían elaborar, y quizás el único con alguna esperanza de salir bien. Haría el turno de noche que había resultado mortal a Rubita en el puesto de en­fermería. Esperaría a que el ángel apareciera.
Ella sería la cabra atada. El ángel sería el depredador. Se trataba de la estratagema más antigua del mundo. Dejaría el intercomunicador del hospital conectado con el puesto de la primera planta, donde los hermanos Moses aguardarían su señal. En el hospital, los gritos pidiendo ayuda eran muy frecuentes y a menudo ignorados, de modo que eli­gieron la contraseña «Apolo». Cuando la oyeran correrían en su ayuda. Lucy había elegido la palabra con una nota de ironía. Podrían muy bien ser astronautas que se dirigían hacia un planeta distante. Los hermanos Moses creían que no tardarían más de unos segundos en bajar las esca­leras, lo que tendría la ventaja añadida de bloquear una de las vías de escape. Lo único que Lucy tenía que hacer era mantener al ángel ocu­pado unos momentos, y no morir en el intento. La entrada principal del edificio Amherst tenía cerradura doble, lo mismo que la puerta late­ral. Todos suponían que podrían acorralar al asesino antes de que hi­ciese daño a Lucy o usase las llaves para escapar del hospital. Pero si lograba huir, alertarían a seguridad y las opciones del ángel se redu­cirían rápidamente. En cualquier caso, le verían la cara.
Peter había insistido en este punto y en otro detalle. Sostenía que era fundamental averiguar la identidad del ángel, pasara lo que pasase. Sería la única forma de preparar los casos en su contra.
También había pedido que quedara abierta la puerta del dormito­rio de hombres de la planta baja para que él también pudiera controlar la situación, aunque eso significara pasar la noche en blanco. Afirma­ba que él estaría un poco más cerca de Lucy, y que era menos probable que el ángel esperara un ataque desde una puerta que solía estar cerra­da con llave. Los hermanos Moses habían dicho que eso era cierto, pe­ro que ellos no podían dejar la puerta abierta.
—Va contra las normas —-había comentado Negro Chico—. El gran jefe nos echaría si se entera.
—Bueno... —fue a replicar Peter, pero el auxiliar levantó una ma­no para añadir.
—Claro que Lucy tendrá un juego de llaves de todas las puertas. Lo que haga con ellas cuando esté en el puesto de enfermería no es asunto nuestro. Pero no seremos mí hermano y yo quienes dejemos la puerta abierta. Si atrapamos a este tipo, todo irá bien. Pero no quie­ro problemas innecesarios.
Lucy echó un vistazo a su cama. La residencia estaba en calma, y tenía la sensación de estar sola en el edificio, aunque sabía que eso no podía ser. En algún sitio habría gente hablando, riendo de una broma o comentando algo. Había extendido un uniforme blanco de enferme­ra sobre la colcha. Iba a ser su atuendo para esa noche. Rió para sus adentros. El vestido de la Primera Comunión. El vestido del baile de graduación. El traje de novia. El vestido para el funeral. Una mujer pre­paraba con cuidado la ropa para las ocasiones especiales.
Sopesó el revólver y lo metió en el bolso. No había dicho a nadie que lo tenía.
No esperaba realmente que el ángel apareciera, pero no sabía qué otra cosa podía hacer en el poco tiempo que quedaba. Su estancia se acababa, hacía tiempo que no era bien recibida y el lunes por la maña­na también trasladarían a Peter. Eso le dejaba una sola noche. En cier­to sentido, ya había empezado a planear el futuro y a pensar en lo que se vería obligada a hacer cuando su misión acabara en fracaso. Sabía que, finalmente, el ángel volvería a matar dentro del hospital, o bien lo­graría que lo dieran de alta y lo haría en el exterior. Pero si ella seguía todas las vistas de altas y todas las muertes en el hospital, tarde o tem­prano el ángel cometería un error y ella estaría ahí para acusarlo. Sin embargo este enfoque presentaba un problema obvio: significaba que alguien más tenía que morir.
Inspiró hondo y tomó el uniforme blanco. Intentó no imaginar cómo sería la siguiente víctima. Quién podría ser. Qué esperanzas, sue­ños y deseos podría tener. Existía en algún mundo paralelo, tan real como cualquiera, pero fantasmagórico. Se preguntó si esta mujer que esperaba la muerte sería como las alucinaciones que tenían tantos pa­cientes. Estaba en algún sitio, sin saber que era la siguiente víctima del ángel si éste no aparecía esa noche en el puesto de enfermería del edi­ficio Amherst.
Con todo el peso del futuro de esa mujer desconocida sobre los hombros, empezó a vestirse despacio.

Cuando desvié la mirada de las palabras para recobrar el aliento, vi a Peter apoyado contra la pared, los brazos cruzados y una expresión preocupada en la cara. Pero eso era lo único familiar de su aspecto; lle­vaba la ropa hecha jirones, tenía la piel de los brazos carbonizada y las mejillas y el cuello manchados de tierra y sangre. Quedaba muy poco de él tal como yo lo recordaba. De repente noté el hedor terrible de la carne quemada y la descomposición.
Me sacudí aquella sensación horrorosa y saludé a mi único amigo.
—Peterexclamé con alivio—, has venido a ayudarme.
Sacudió la cabeza sin decir nada. Se señaló el cuello y los labios pa­ra indicar que ya no podía hablar.
Hice un gesto hacia la pared que contenía mi historia.
Estaba empezando a comprenderafirmé—. Estuve en las vis­tas de altas. Lo sabía. No todo, pero comenzaba a saber. Cuando reco­rrí los terrenos del hospital esa noche, por primera vez vi algo distinto. Pero ¿dónde estabas tú? ¿Dónde estaba Lucy? Estabais todos haciendo planes y nadie quería escucharme, cuando yo era quien lo veía mejor.
Sonrió otra vez, como para corroborar sus palabras.
¿Por qué no me escuchaste? pregunté de nuevo.
Se encogió de hombros con tristeza. Alargó una mano casi despro­vista de carne, como queriendo tocar la mía. En el segundo en que du­dé, la huesuda mano que se acercaba se desvaneció, casi como si una nie­bla hubiera cubierto el espacio que nos separaba y, después de que yo parpadeara otra vez, Peter ya no estaba. Como en un truco de magia en un escenario. Sacudí la cabeza para aclararme las ideas y, cuando volvía alzar los ojos, vi cómo, muy cerca de donde había apareado Pe­ter, el ángel, incorpóreo, tomaba forma lentamente.
Emitía un brillo blanco, como si tuviera una luz en su interior. Me deslumbró y me protegí los ojos. Cuando volvía mirar, seguía ahí, sólo que fantasmagórico, vaporoso, como si fuera opaco, formado en parte de agua, en parte de aire, en parte con la imaginación. Sus rasgos eran vagos, de contornos borrosos. Lo único nítido y claro eran sus palabras.
Hola, Pajarillo saludó—. Aquino hay nadie que pueda ayu­darte. No queda nadie en ninguna parte que pueda ayudarte. Ahora sólo estamos tú y yo, y lo que pasó esa noche.
Lo miré y me di cuenta de que tenía razón.
No quieres recordar esa noche, ¿verdad, Francis?
Sacudí la cabeza, pero no hablé porque no me fiaba de mi voz.
Señaló la historia que crecía en la pared.
La hora de morir esta cerca, Francis dijo con frialdad, y aña­dió—: Esa noche, y también ésta.




31

Francis encontró a Peter frente al puesto de enfermería. Era la ho­ra de la medicación y los pacientes hacían cola. Había empujones y quejas lastimosas, pero en general todo estaba en orden; para la mayo­ría de ellos se trataba de la llegada de otra noche de otra semana de otro mes de otro año.
—Peter —dijo Francis en voz baja, incapaz de ocultar su emo­ción—, tengo que hablar contigo. Y con Lucy. Creo que lo he visto. Creo que sé cómo podemos encontrarlo.
En la imaginación febril de Francis, lo único necesario era obtener los expedientes de aquellos tres hombres de la sala de vistas. Uno de ellos era el ángel. Estaba seguro, y su entusiasmo salpicaba cada pa­labra.
El Bombero, sin embargo, parecía distraído. Tenía los ojos puestos en el otro lado del pasillo, y Francis siguió su mirada. Vio la cola, con Noticiero y Napoleón, el hombretón retrasado y el retrasado colérico, tres mujeres acunando muñecas y las demás caras conocidas del edifi­cio Amherst. Medio esperaba oír la voz retumbante de Cleo con algu­na queja imaginaria que los «cabrones» no habían sabido corregir, se­guida de su sonora e inconfundible risa socarrona. El señor del Mal estaba dentro del puesto, supervisando cómo la enfermera Caray, que tomaba notas en una tablilla, distribuía los medicamentos. Dirigía es­porádicas miradas a Peter. De pronto, tomó un vaso de plástico, salió del puesto y avanzó entre los pacientes, que se apartaron como el mar Rojo para dejarlo pasar. Llegó donde estaban Peter y Francis antes de que éste tuviera tiempo de decir a su amigo nada más sobre lo que le preocupaba.—Ten, Francis —¡-dijo Evans con aire profesional—. Thorazme. Cincuenta microgramos. Esto acallará esas voces que sigues negando oír. ¡A tu salud!
Francis se metió la cápsula en la boca pero se la puso debajo de la lengua para esconderla. Evans lo observó con atención y le indicó que abriera la boca. Francis obedeció, y el psicólogo lo miró por encima. Francis no supo si había visto la cápsula, pero el señor del Mal habló deprisa.
—Mira, Pajarillo, me da igual que te tomes o no la medicación. Si lo haces, tienes posibilidades de irte de aquí algún día. Si no, bueno, mira a tu alrededor... —Hizo un amplio movimiento con el brazo y señaló a un anciano de cabello blanco y piel flácida y delgada; el es­pectro de un hombre confinado en una dilapidada silla de ruedas que chirriaba al moverse:—. E imagina que éste será tu hogar para siempre —sentenció.
Francis inspiró con fuerza pero no contestó. Evans esperó un se­gundo, como si aguardara una respuesta. Luego, se encogió de hom­bros y miró a Peter.
—No hay pastillas para el Bombero esta noche —anunció con frialdad—. No hay pastillas para el verdadero asesino, no ese asesino imaginario que estáis buscando. El verdadero asesino eres tú. —En­trecerró los ojos—. No tenemos una pastilla para arreglar lo que a ti te pasa, Peter. Nada que pueda dejarte como nuevo. Nada que pueda re­parar el daño que has hecho. Te irás a pesar de mis objeciones. Gulptilil y las personas importantes que vinieron a verte me desautorizaron. Un acuerdo fantástico. Te irás a un hospital estrambótico para seguir un tratamiento estrambótico para curar una enfermedad inexistente. Pero no hay ninguna pastilla, ningún tratamiento, ni ninguna clase de neurocirugía avanzada que pueda solucionar el problema real del Bombero: la arrogancia, la culpa. Y la memoria. Da lo mismo en quién te conviertas, porque siempre serás el mismo. Un asesino.
Peter permanecía inmóvil.
—Antes pensaba que era mi hermano quien conservaría toda la vi­da las cicatrices de tu incendio —prosiguió Evans con una amargura glacial en cada palabra—. Pero me equivocaba. Él se recuperará. Se­guirá haciendo cosas buenas c importantes. Pero tú jamás olvidarás, ¿verdad? Eres el único que estará marcado. Pesadillas, Peter. Pesadillas para siempre.
Dicho esto, el señor del Mal se volvió de golpe y regresó al puesto de enfermería. Nadie le dirigió la palabra cuando recorrió la cola de pa­cientes, que tal vez no fueran conscientes de muchas cosas, pero reco­nocían el enfado cuando lo veían, y se apartaron con cuidado.
—Supongo que tiene razones para odiarme —dijo Peter, en con­tradicción con la mirada fulminante que dirigió a Evans—. Lo que hi­ce estuvo bien para unos y mal para otros. —Podría haber seguido con ese tema, pero no lo hizo. Se volvió hacia Francis—. ¿Qué querías de­cirme? —le preguntó.
Francis echó un vistazo alrededor para asegurarse de que no lo ob­servaba nadie del personal, se escupió la cápsula en la mano y se la me­tió en un bolsillo. Se sentía sacudido por emociones encontradas, sin saber muy bien qué decir.
—Así que te vas... -—dijo por fin—. Pero ¿y el ángel?
—Esta noche lo atraparemos. Y si no, será pronto. Háblame sobre las vistas de altas
—Estaba ahí. Lo sé. Lo noté...
—¿Qué dijo?
—Nada.
—¿Qué hizo, pues?
—Nada, pero...
—Entonces ¿cómo puedes estar tan seguro, Pajarillo?
—Lo noté, Peter. Estoy seguro. —Sus palabras expresaban una cer­teza que no se correspondía con la vacilación en la voz.
—Eso no me sirve de mucho, Pajarillo —comentó Peter y meneó la cabeza—. Pero deberíamos contárselo a Lucy.
Francis sintió una frustración repentina, incluso cierto enfado. Pe­ter no lo estaba escuchando. Todavía no lo habían escuchado, y se dio cuenta de que no lo escucharían nunca. Ellos querían perseguir algo só­lido y concreto. Pero, en un hospital psiquiátrico, tales cosas apenas existían.
—Ella se va. Tú te vas...
—Ya —asintió Peter—. Detesto dejarte aquí, pero si me quedo...
—Lucy y tú os iréis. Ambos saldréis. Yo nunca saldré.
—No será tan malo. Estarás bien —lo animó Peter, pero incluso él sabía que eso era mentira.
—Yo tampoco quiero quedarme más tiempo aquí —soltó Francis con voz temblorosa.—Saldrás —aseguró Peter—. Mira, Pajarillo, te prometo una cosa. Cuando haya terminado el programa al que me mandan y esté limpio, te sacaré de aquí. No sé cómo, pero lo haré. No te dejaré aquí.
Francis quería creerlo, pero no se atrevía a hacerlo. Pensó que, en su breve vida, mucha gente le había prometido y predicho cosas, y que muy pocas se habían cumplido. Atrapado entre las dos visiones del futuro, la que había descrito Evans y la que Peter le prometía, no supo qué pensar, pero sí sabía que estaba más cerca de una que de la otra.
—El ángel, Peter —balbuceó—. ¿Qué pasa con el ángel?
—Espero que esta noche sea la gran noche, Pajarillo. Es nuestra única oportunidad. La última. Pero es un enfoque razonable y creo que funcionará.
Todas las voces interiores de Francis farfullaron a la vez. No sabía si prestarles atención o prestar atención a Peter, que le resumía el plan para esa noche, pero su amigo parecía no querer que Francis conocie­ra demasiados detalles, como si intentara mantenerlo alejado del cen­tro de la acción.
—¿Lucy será el blanco? —preguntó Francis.
—Sí y no. Estará ahí y será el anzuelo. Pero nada más. No le pasa­rá nada. Está todo previsto. Los hermanos Moses la cubrirán por un lado y yo estaré en el otro.
Francis pensó que no resultaría. Dudó un instante. Él tenía muchas cosas que decir.
Entonces, Peter se inclinó para que sólo Francis pudiera oír sus pa­labras:
—¿Qué te preocupa, Pajarillo?
El joven se frotó las manos, como un hombre que trata de quitar­se algo pegajoso de los dedos.
—No estoy seguro —mintió, porque sí lo estaba. Quería dotar su voz de fuerza y de convicción, pero al hablar cada palabra le sonó car­gada de debilidad—. Lo noté. Fue la misma sensación que tuve cuan­do me amenazó, la noche que mató a Bailarín con la almohada. Y lo mismo que noté cuando vi a Cleo colgada...
—Cleo se ahorcó.
—Él estuvo ahí.
—Ella se suicidó.
—¡Él estuvo ahí! —repitió Francis con toda la firmeza de que fue capaz.
—¿Por qué lo crees?
—Le mutiló la mano. No fue Cleo. El pulgar había sido movido de sitio, no pudo caer donde fue encontrado. No había tijeras ni ningún cuchillo. Sólo había sangre en el hueco de la escalera, y en ninguna otra parte, de modo que fue ahí donde tuvo que ser seccionado el pulgar. Ella no lo hizo. Fue él.
—Pero ¿por qué?
Francis se tocó la frente. Creía tener fiebre. Sentía una sensación de calor, como si el sol hubiera quemado de algún modo el mundo que lo rodeaba.
—Para relacionar las dos cosas. Para mostrarnos que está en todas partes. No lo sé muy bien, Peter, pero era un mensaje y no lo hemos entendido.
Peter lo observó con atención, dubitativo. Era como si creyera pe­ro no creyera en lo que Francis decía.
—¿Y la vista de altas? ¿Dijiste que notaste su presencia? —Las pa­labras de Peter rezumaban escepticismo.
—El ángel necesita poder ir y venir a su antojo. Necesita acceso tanto al mundo del hospital como al exterior.
—¿Por qué?
—Le proporciona poder y seguridad —respondió Francis.
Peter asintió y se encogió de hombros.
—Tal vez. Pero, al fin y al cabo, es sólo un asesino con una predi­lección especial por cierto tipo de cuerpo y peinado, con una propen­sión a la mutilación. Supongo que Gulptilil o algún psiquiatra forense podría dedicarse a especular sobre sus motivos, tal vez elaborar algu­na teoría sobre cómo el ángel fue maltratado de niño, pero eso no es lo importante. Si lo piensas bien, sólo es un hombre malvado que actúa malvadamente, y yo creo que esta noche lo atraparemos porque es compulsivo y no podrá resistirse a la trampa que le hemos tendido. Quizá deberíamos haberlo hecho desde el principio, en lugar de per­der el tiempo con interrogatorios y expedientes. De un modo u otro, morderá el anzuelo.
Francis quiso compartir la confianza de Peter, pero no pudo.
—Supongo que todo lo que dices es verdad —repuso—. Pero su­pón que no. Supon que no es lo que Lucy y tú pensáis. Supon que to­do lo que ha pasado hasta ahora es otra cosa.
—Me he perdido, Pajarillo.
Francis tragó saliva. Tenía la garganta reseca y apenas logró articu­lar un susurro.
—No sé, no sé... Pero todo lo que Lucy y tú habéis hecho es lo que él esperaría...
—Ya te lo he dicho: todas las investigaciones son así. Un examen eficaz de los hechos y los detalles.
Francis sacudió la cabeza. Quería enfadarse, pero sólo sentía mie­do. Miró alrededor. Noticiero tenía un periódico abierto y estaba es­tudiando con aplicación los titulares. Napoleón estaba imaginándose ser el emperador francés. Deseó ver a Cleo, que había vivido en el mun­do de la reina egipcia. Algunos ancianos estaban absortos en sus re­cuerdos, y los retrasados mentales permanecían encallados en su in­fantilismo. Peter y Lucy estaban aplicando la lógica, incluso la lógica psiquiátrica, para encontrar al asesino. Pero Francis pensó que ése era el enfoque más ilógico en un mundo tan lleno de fantasía, delirio y con­fusión.
Sus voces le chillaron: ¡Para! ¡Corre! ¡Escóndete! ¡No pienses!¡No imagines! ¡No especules! ¡No entiendas! En ese momento se dio cuen­ta de que sabía lo que pasaría esa noche. Y no podía hacer nada para evitarlo.
—Peter —dijo—, puede que el ángel quiera que todo sea como es.
—Bueno, supongo que es posible —repuso Peter y soltó una car­cajada, como si fuera la mayor locura que hubiera oído. Se sentía muy seguro—. Ése sería su peor error, ¿no?
Francis no supo cómo contestar, pero no compartía su opinión.

El ángel se inclinó hacia mí, tan cerca que noté su aliento gélido jun­to con cada palabra glacial. Escribí tembloroso, de cara a la pared, co­mo si pudiera ignorar su presencia. El leía por encima de mi hombro, y reía con el mismo sonido terrible que yo recordaba de cuando se acercó a mi cama en el hospital y me amenazó con matarme.
Pajarillo vio muchas cosas pero no pudo comprenderlas se mofó.
Dejé de escribir, con la mano sobre la pared. No lo miré, pero hablé con una voz aguda, presa del pánico, pero necesitado aún de respuestas.
Yo tenía razón sobre Cleo, ¿verdad?
Sí. Soltó otra carcajada sibilante—. Ella no sabía que yo esta­ba ahí, pero estaba. Y lo más raro de esa noche, Pajarillo, fue que tenía
intención de matarla antes de que llegara el alba. Había pensado de­gollarla mientras dormía y dejar algunas pruebas que apuntaran a otra mujer del dormitorio; habría resultado, como ocurrió con Larguirucho. O quizá ponerle una almohada sobre la cara. Cleo era asmática. Fu­maba demasiado. No habría llevado demasiado tiempo asfixiarla. Eso había resultado con Bailarín.
¿Por qué Cleo?
Lo decidí cuando ella señaló el edificio donde yo estaba recluido y gritó que me conocía. No la creí, claro. Pero ¿por qué iba a correr el riesgo? Todo lo demás estaba saliendo de maravilla. Pero Pajarillo ya lo sabe, ¿no? Pajarillo lo sabe, porque es como yo. Quiere asesinar. Sa­be cómo matar. Siente mucho odio. Le seduce la idea de la muerte. Ma­tar es la única respuesta para mí. Y también para Pajarillo.
No gemí—. No es verdad.
Sabes la única respuesta, Francis susurró el ángel.
¡Quiero vivir! exclamé.
Lo mismo que Cleo. Pero también quería morir. La vida y la muerte pueden estar muy cerca una de otra. Ser casi lo mismo, Francis. Y dime: ¿ eres distinto a ella?
No pude responder esa pregunta.
¿ Viste cómo moría? quise saber.
Por supuesto contestó el ángel, siseante—. Vi cómo sacaba la sábana de debajo de la cama. Debió de guardarla sólo para eso. Sufría mucho y la medicación no la ayudaba en nada, de modo que lo único que podía ver en su futuro, día tras día, año tras año, era más y más dolor. No le daba miedo suicidarse, Pajarillo, no como a ti. Era una empera­triz y entendía la nobleza de arrebatarse uno mismo la vida. La nece­sidad de hacerlo. Yo sólo la animé y saqué provecho de su muerte. Abrí las puertas, la seguí y vi cómo se dirigía al hueco de la escalera...
¿Dónde estaba la enfermera de guardia?
Dormida. Con los pies en alto, la cabeza echada atrás y roncan­do. ¿ Crees que se preocupaban lo suficiente por ninguno de vosotros co­mo para mantenerse despiertos?
¿Pero por qué la mutilaste después?
Para mostraros lo que tú sospechaste después. Para mostraros que podía haberla matado. Pero, sobre todo, porque sabía que haría que to­dos discutieran, y que quienes afirmaban que yo estaba, en el hospital lo considerarían una prueba y que quienes lo negaban lo considerarían
igualmente una prueba. La duda y la confusión son cosas muy útiles cuando estás planeando algo preciso y perfecto.
Salvo por una cosa susurré—. No contaste conmigo.
Por eso estoy aquí ahora, Pajarillo respondió el ángel—. Por ti.

Poco después de las diez, Lucy se dirigió deprisa al edificio Amherst para encargarse del solitario turno de noche. Hacía una noche te­rrible, a medio camino entre la tormenta y el calor. Agachó la cabeza, temiendo que su uniforme blanco se destacara entre las tinieblas.
En una mano llevaba un juego de llaves que tintineaban en su rápi­do avance por el camino. Un roble se balanceaba a merced de una bri­sa que hacía susurrar las hojas y que parecía fuera de lugar en esa no­che de húmedo bochorno. Se había colgado el bolso, con el revólver en su interior, del hombro derecho, lo que le confería un aspecto garboso que difería mucho de cómo se sentía. Ignoró un grito extraño, deses­perado y solitario que resonó en un edificio.
Abrió las dos cerraduras y empujó la puerta con el hombro para entrar. Por un instante, se sintió desconcertada. Cada vez que había es­tado en Amherst, ya fuera en su despacho o recorriendo los pasillos, lo había encontrado lleno de gente, iluminado y ruidoso. Ahora, cuando ni siquiera era tarde, parecía otro lugar. Lo que era un espacio abarro­tado y siempre animado, surcado por toda clase de locuras informes y pensamientos descabellados, estaba ahora en silencio, salvo por algún que otro grito en los dormitorios. El pasillo estaba casi a oscuras; a tra­vés de las ventanas se filtraba alguna luz procedente de otros edificios que atenuaba un poco la penumbra. La única luz del pasillo estaba en el puesto de enfermería, donde brillaba una lámpara de escritorio.
Notó que una forma se movía dentro del puesto y suspiró con ali­vio cuando vio que Negro Chico se levantaba y abría la puerta de reji­lla metálica.
—Muy puntual.
—No me retrasaría por nada del mundo —repuso ella con falsa va­lentía.
—Supongo que le espera una noche larga y aburrida —dijo Negro Chico sacudiendo la cabeza. Luego señaló el intercomunicador sobre la mesa. Era una cajita anticuada con un único interruptor en la parte superior y un botón de volumen—. Esto la mantendrá conectada con-
migo y con mi hermano en el piso de arriba. Pero tendrá que pronun­ciar bien claro «Apolo» porque este trasto tiene diez o veinte años y no va demasiado bien. El teléfono también está conectado con el piso de arriba. Sólo tiene que marcar dos cero dos. Le diré qué haremos: si lo deja sonar dos veces y cuelga, también lo consideraremos una señal y acudiremos en su rescate.
—Dos cero dos. Entendido.
—Pero no es probable que vaya a necesitarlo. Según mi experien­cia, en este sitio, nada lógico o previsible sale nunca bien, por mucho que se planifique. Estoy seguro de que su hombre sabe que estará aquí. La voz corre deprisa si se dice lo correcto a la persona adecuada. Pero si él es tan inteligente como usted cree, tengo mis dudas de que vaya a caer en lo que supondrá una trampa. Aun así, nunca se sabe.
—Exacto —corroboró Lucy—. Nunca se sabe.
—Bueno, llámenos —asintió Negro Chico—. Y también llámenos si pasa algo de lo que no quiera ocuparse con cualquier paciente. No haga caso a nadie que grite pidiendo ayuda. Solemos esperar hasta la mañana para resolver la mayoría de los problemas nocturnos.
—De acuerdo.
—¿Nerviosa?
—No —mintió Lucy.
—Cuando sea más tarde, le mandaré a alguien para comprobar que todo va bien. ¿Le parece?
—Siempre se agradece tener compañía. Aunque prefiero no asus­tar al ángel.
—Me imagino que no es la clase de persona que se asusta demasiado —replicó y miró hacia el otro extremo del pasillo—. Ya he comproba­do que las puertas de los dormitorios están cerradas con llave. Sobre todo el de los hombres, pues Peter quería que lo dejara abierto. Por cierto, esa llave corresponde a esa puerta... —Le guiñó el ojo con com­plicidad—. Imagino que todo el mundo estará ya dormido.
Dicho eso, se marchó por el pasillo. Se volvió una vez y la saludó con la mano, pero ese extremo del pasillo, cerca de la escalera, esta­ba tan oscuro que Lucy apenas distinguió sus rasgos aparte de su uni­forme blanco.
Tras oír cómo se cerraba la puerta, dejó el bolso en la mesa, junto al teléfono. Esperó unos segundos, los suficientes para que el silencio la envolviera con una sensación pegajosa, tomó la llave y se dirigió al dormitorio de los hombres. Haciendo el menor ruido posible, la enca­jó en la cerradura y la giró una vez, lo que provocó un tenue clic. Ins­piró hondo y regresó al puesto de enfermería, donde se dispuso a es­perar.
Peter estaba sentado en la cama, totalmente despierto. Oyó el die y supo que Lucy había abierto la puerta. La imaginó regresando deprisa al puesto de enfermería. Lucy era tan inconfundible, con su esta­tura, su cicatriz y su porte, que le resultaba fácil imaginar todos sus mo­vimientos. Aguzó el oído para oír sus pasos, sin conseguirlo. El rumor de aquel dormitorio lleno de hombres dormidos, atrapados entre las sábanas y entre sus propias desesperaciones, tapaba cualquier sonido discreto procedente del pasillo. Había demasiados ronquidos, respira­ciones pesadas y palabras proferidas en pleno sueño como para distin­guir y aislar un sonido. Pensó que eso podría ser un problema, y cuan­do estuvo convencido de que todos estaban sumidos en un sueño inquieto e irregular, se levantó y se dirigió sigilosamente hacia la puer­ta. No se atrevió a abrirla porque pensó que podría despertar a alguien, por muy sedados que estuvieran todos. Lo que hizo fue sentarse en el suelo con la espalda apoyada contra la pared para esperar un sonido inusual o la palabra que indicara la llegada del ángel.
Deseó tener un arma, incluso un bate de béisbol o una porra. El án­gel utilizaba un cuchillo, y él tendría que mantenerse fuera de su al­cance hasta que llegaran los hermanos Moses, avisaran a seguridad y consiguieran atraparlo.
Lucy no había dicho que tuviese un arma, pero él sospechaba que la tenía. Sin embargo, su ventaja radicaba en la sorpresa y en el núme­ro. Imaginaba que eso bastaría.
Dirigió una mirada a Francis y meneó la cabeza. El joven parecía dormido, lo que, en su opinión, era positivo. Lamentaba dejarlo solo, pero tenía la sensación de que, en general, tal vez sería mejor para él. Desde la aparición del ángel junto a su cama, algo de lo que Peter ni si­quiera estaba seguro de que hubiera ocurrido, lo encontraba cada vez más raro y más descontrolado. Pajarillo había descendido por un sen­dero que Peter no podía imaginarse y del que no quería formar parte. Le entristecía ver lo que le estaba pasando a su amigo y no poder hacer nada al respecto. Francis se había tomado muy mal la muerte de Cleo y, más que ninguno de ellos, parecía haber desarrollado una obsesión enfermiza por encontrar al ángel. Como si atrapar a aquel asesino sig­nificara algo muy importante para Francis.
Peter estaba equivocado, claro. La obsesión era realmente cosa de Lucy, pero no quería verlo.
Apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Sintió cómo la fa­tiga le recorría el cuerpo, junto con la inquietud. Sabía que muchas co­sas iban a cambiar en su vida esa noche y la mañana siguiente. Desechó muchos recuerdos y se preguntó qué pasaría a continuación en su his­toria. Al mismo tiempo, siguió escuchando con atención a la espera de la señal de Lucy.
¿Volvería a verla alguna vez después de esa noche?
A unos metros de distancia, Francis yacía en su cama, consciente de que Peter había pasado por su lado sin hacer ruido para apostarse junto a la puerta. Sabía que el sueño estaba lejano, pero no así la muer­te. Respiró despacio, a un ritmo constante, a la espera de que ocurriese lo inevitable. Algo que era inamovible y estaba planeado y tramado, sopesado y concebido. Se sentía atrapado en una corriente que lo arras­traba hacia quién era él mismo, o hacia quién podría ser, y no podía na­dar contra ella.

Todos estábamos exactamente donde el ángel esperaba que estu­viéramos. Quise escribir eso pero no lo hice. Iba más allá de la idea de que nos habíamos limitado a tomar posiciones en un escenario y sentía­mos los últimos nervios antes de que se levantara el telón, preguntán­donos si recordaríamos nuestros papeles, si nuestros movimientos serían armoniosos y si saldríamos a escena cuando nos tocara. El ángel sabía dónde estábamos físicamente, e incluso sabía dónde estábamos mental­mente.
Excepto tal vez yo, porque estaba muy confundido.
Me balanceé atrás y adelante, gimiendo, como un herido en un campo de batalla que quiere pedir ayuda pero sólo logra emitir un so­nido gutural de dolor. Estaba arrodillado en el suelo y la pared parecía reducirse delante de mí, lo mismo que las palabras de que disponía.
A mi alrededor, el ángel bramó ahogando mis protestas.
¡Lo sabía! gritó—. Lo sabía. Erais todos tan estúpidos... tan normales... ¡tan cuerdos! Su voz pareció rebotar en las paredes, adquirir impulso entre las sombras y golpearme—. / Yo no era como vo­sotros! ¡ Yo era mucho mejor1.
Entonces agaché la cabeza, cerré los ojos con fuerza y chillé:
—¡Yo no! Eso no tenía demasiado sentido, pero el sonido de mi voz enfrentada a la suya me provocó una subida de adrenalina.
Inspiré, a la espera de sentir algún dolor, pero como no sucedió, abrí los ojos y vi que la habitación de repente se inundaba de luz. Explosio­nes, fogonazos, como proyectiles de fósforo en la lejanía, balas trazado­ras que surcaban la oscuridad; una batalla en la penumbra.
¡Dímelo! grité por encima del fragor del combate. Mi aparta­mento parecía combarse y zarandearse con la violencia de la guerra.
El ángel me rodeaba por todas partes, me envolvía. Apreté los dientes.
¡Dímelo!grité de nuevo, lo más fuerte que pude.
Ya sabes las respuestas, Pajarillo me susurró una voz peligrosa al oído—. Pudiste verlas esa noche. Sólo que entonces no querías admi­tirlas, ¿no es cierto, Francis?
—¡No!—bramé.
No quieres reconocer lo que Pajarillo sabía en aquella cama aquella noche porque significaría que Francis tendría que suicidarse ahora, ¿verdad?
No pude responder. Las lágrimas y los sollozos me sacudían el cuerpo.
Tendrás que morir. ¿Qué otra respuesta hay, Pajarillo? Porque tú sabías las respuestas aquella noche, ¿no?
Noté una agonía creciente al susurrar la única respuesta que podría acallar a ángel.
No se trataba de Rubita, ¿verdad? dije—. Nunca se trató de ella.
Rió. Una carcajada feroz. Un ruido terrible, desgarrador, como si se hubiera roto algo que jamás podría repararse.
¿ Qué más vio Pajarillo aquella noche? preguntó.
Recordé que yacía en la cama inmóvil, tan rígido como cualquier catatónico petrificado ante alguna visión terrible del mundo, sin mo­verme, sin hablar, sin hacer nada más que respirar, porque mientras ya­cía en aquella cama veía toda la muerte que el ángel había urdido. Pe­ter estaba en la puerta. Lucy estaba en el puesto de enfermería. Los hermanos Moses estaban en el piso de arriba. Todo el mundo estaba solo, aislado, separado, de modo que era vulnerable. ¿ Y quién era más vulnerable que nadie? Lucy.
Rubita balbuceé—. Ella sólo fue...
Una parte del rompecabezas. Tú lo viste, Pajarillo. Es igual esta noche que entonces tronó el ángel con autoridad.
Apenas podía hablar, porque sabía que las palabras que captaba en ese momento eran las mismas que se me habían ocurrido aquella noche, hacía tantos años. Una. Dos. Tres. Y, después, Rubita. ¿Qué provoca­ron todas esas muertes? Llevar a Lucy a un sitio donde estaba sola, en la oscuridad, en medio de un mundo que no se regía por la lógica, la cor­dura o la organización, a pesar de lo que Gulptilil, Evans, Peter, los her­manos Moses o cualquier otro del Western pudiera pensar. Era un mun­do gélido dominado por el ángel.
El ángel gruñó y me dio un puntapié. Hasta ese momento había si­do fantasmagórico, pero ese golpe me llegó con fuerza. Gemí de dolor, me puse de rodillas y regresé a gatas hacia la pared. Apenas si conseguí sostener el lápiz para escribir lo que vi aquella noche.

La medianoche se acercaba. Las horas se ralentizaban. La oscuri­dad se apoderaba del mundo. Francis yacía rígido mientras repasaba mentalmente todo lo que sabía. Una serie de asesinatos habían llevado a Lucy al hospital, y ahora ella estaba al otro lado de la puerta, con el cabello corto y teñido de rubio, esperando al asesino. Muchas muertes y muchas preguntas. ¿Cuál era la respuesta? Le parecía tenerla al al­cance y, aun así, era como intentar atrapar una pluma arrastrada por el viento.
Se giró en la cama y miró a Peter, que tenía la cabeza apoyada en los brazos. Pensó que el agotamiento debía de haberse apoderado por fin del Bombero. No tenía la ventaja de Francis, cuyo pánico mantenía su sueño a raya.
Francis quiso explicarle que estaba muy cerca de verlo todo claro, pero no le salió ninguna palabra. Y, en el silencio de la desesperación, oyó el sonido inconfundible de la llave que cerraba la puerta que Lucy había abierto antes. 



32

Peter levantó la cabeza al oír la llave cerrar la puerta. Se puso de pie de un brinco sin entender cómo había podido dormirse. Cogió el pomo e intentó abrir la puerta, con la esperanza de que el ruido que lo había despertado formara parte de un sueño. Pero la puerta no se movió. Sol­tó el pomo y dio un paso atrás, embargado por un torrente de emocio­nes, algo distinto al miedo o el pánico, diferente a la ansiedad, la impre­sión o la sorpresa. De repente el orden de los acontecimientos que había supuesto que iban a ocurrir esa noche se había torcido. Al principio no supo qué hacer, así que inspiró hondo y se recordó que más de una vez había estado en situaciones peligrosas que exigían calma. Tiroteos cuan­do era soldado, incendios cuando era bombero. Se mordió el labio infe­rior y se dijo que debía mantenerse alerta y en silencio. Acercó la cara a la ventanita de la puerta y escudriñó el pasillo. De momento no había sucedido nada que hiciera esa noche distinta de cualquier otra.
Francis se había levantado de la cama impulsado por fuerzas que no acababa de reconocer. Oyó cómo sus voces gritaban: ¿Está pasando aho­ra! Pero no sabía a qué se referían. Se quedó de pie, casi como una estatua, junto a la cama, aguardando el siguiente momento, con la esperanza de que lo que tuviera que hacer quedara claro en unos segundos. Y que cuando tuviera que hacerlo, fuera capaz. Estaba lleno de dudas. Jamás había conseguido hacer nada bien, ni una sola vez en toda su vida.
En el puesto de enfermería, Lucy miró a través de la rejilla metá­lica hacia la penumbra del pasillo y vio una figura lejana, en el mis­mo sitio donde unas horas antes Negro Chico la había saludado con la mano. Era una forma humana que parecía haberse materializado de la nada. Vio una chaqueta blanca de auxiliar que se detenía un mo­mento ante la puerta del dormitorio de los hombres y luego seguía andando por el pasillo hacia ella. El hombre hizo un gesto para salu­darla, y Lucy vio que le sonreía. Tenía un aspecto seguro y despreocu­pado, y no caminaba con la vacilación habitual de los pacientes, que siempre se movían bajo el peso de sus enfermedades. No obstante, puso la mano sobre el bolso para tranquilizarse con la cercanía del re­vólver.
No era un hombre demasiado corpulento, quizá no más alto que ella, pero con una complexión más pesada y atlética. Mientras avanza­ba por el pasillo parecía volverse cada vez más nítido. Se detuvo y com­probó la puerta de un trastero, hizo lo mismo con una segunda, y tam­bién con la que daba acceso al sistema de calefacción en el sótano. La puerta se abrió y él sacó un juego de llaves parecido al que habían da­do a Lucy para esa noche, e introdujo una en la cerradura. Estaba a unos seis metros de distancia. Lucy deslizó la mano para agarrar la cu­lata del revólver.
Iba a usar el intercomunicador, pero vaciló cuando el auxiliar co­mentó, de modo nada desagradable:
—Los idiotas de mantenimiento siempre se dejan las puertas abier­tas, por muy a menudo que les digamos que no lo hagan. Me sorpren­de que no hayamos perdido a algún paciente en esos sótanos.
Sonrió y se encogió de hombros. Lucy no dijo nada.
—El señor Moses me ha pedido que venga a comprobar cómo es­tá —comentó el auxiliar—. Dijo que era su primera noche. Espero no haberla puesto nerviosa.
—Estoy bien —aseguró Lucy, y rodeó la culata con la mano—. De­le las gracias, pero no necesito ayuda.
El auxiliar se acercó un poco más.
—Ya. El turno de noche consiste en estar solo y aburrido, y sobre todo, en mantenerse despierto. Pero puede dar miedo pasada la me­dianoche.
Lucy lo observó con atención, comparando todos sus rasgos e in­flexiones con la imagen que se había formado del ángel. ¿Tenía la esta­tura, la complexión o la edad adecuadas? ¿Qué aspecto tenía aquel ase­sino? Se le hizo un nudo en el estómago, y los brazos y las piernas le temblaron de la tensión. Pero no era lógico que el ángel se le acercara
tranquilamente por el pasillo con una sonrisa en los labios. Se pregun­tó quién sería ese hombre.
—¿Por qué no bajó el señor Moses? —preguntó.
—Dos hombres del dormitorio de arriba tuvieron sus más y sus menos al apagar las luces, y tuvo que acompañar a uno de ellos a la cuarta planta para que lo pongan en observación y le administren una inyección de Haldol. Así que dejó a su hermano en el puesto y me pi­dió que bajara aquí. Pero parece que usted tiene todo bajo control. ¿Puedo ayudarla en algo antes de volver a subir?
Lucy no dejó de sujetar el arma ni de mirar al auxiliar. Intentó exa­minarlo a conciencia cuando se acercó más. Tenía el pelo castaño, lar­go pero bien peinado. Llevaba el uniforme blanco impecable y unas si­lenciosas zapatillas de deporte. Lo miró a los ojos en busca de la luz de la locura, o de la oscuridad de la muerte. Luego, al tiempo que sujeta­ba el arma con más fuerza y la sacaba un poco del bolso para estar pre­parada, le observó las manos. Tenía dedos largos, quizás demasiado. Eran manos como garras, pero estaban vacíos.
El hombre se situó lo bastante cerca como para que ella notara una especie de calor entre ambos. Pensó que se trataba simplemente de su nerviosismo.
—Bueno, siento haberla sobresaltado. Debería haberla llamado por teléfono para avisarle que bajaba. O quizá debería haberlo hecho el señor Moses, pero él y su hermano estaban un poco ocupados.
—No se preocupe —dijo Lucy.
El auxiliar señaló el teléfono que ella tenía a su lado.
—He de llamar al señor Moses para decirle que vuelvo al ala de ais­lamiento. ¿Puedo?
—Adelante... —asintió Lucy—. Perdone, no recuerdo su nombre.
Ahora estaba lo bastante cerca de ella como para tocarla, pero separado aún por la rejilla que protegía el puesto de enfermería. La cu­lata del revólver parecía quemarle la mano, como si le gritara que la sa­cara de su escondrijo.
—¿Mi nombre? —dijo él—. Lo siento. En realidad, no se lo he dicho.
Metió la mano en la abertura por donde se repartían los medica­mentos y descolgó el auricular para llevárselo al oído. Lucy observó cómo marcaba tres números y esperaba un segundo.
Una súbita confusión la invadió. El auxiliar no había marcado el 202.
—Oiga —soltó—. Ése no es...
Y el mundo pareció explotar.
El dolor, como un manto rojo, le estalló ante los ojos. El miedo se le clavaba en el corazón con cada latido. La cabeza le daba vueltas ver­tiginosamente y notó que se caía hacia delante cuando una segunda explosión de dolor le golpeó la cara, seguida de una tercera y una cuar­ta. De repente sintió en llamas la mandíbula, la boca, la nariz y las me­jillas. Estaba al borde del desvanecimiento. Con lo poco que le queda­ba de conciencia, trató de sacar el revólver, pero la mano segura y firme con que sujetaba la culata hacía unos segundos ahora era floja e insuficiente. Sus movimientos eran extremadamente lentos, como si es­tuviese maniatada. Intentó encañonar al auxiliar mientras una vocecita interior le gritaba: «¡Dispara! ¡Dispara!» Pero, con la misma brus­quedad, perdió el arma y el equilibrio, y cayó con un fuerte golpe al suelo, donde sólo notó el sabor de la sangre. Parecía la única sensación posible, como si el dolor hubiera anulado todas las demás. Unos esta­llidos carmesí le deslumbraban los ojos. Un ruido ensordecedor le des­trozaba los oídos. El olor del miedo le saturaba la nariz. Quiso gritar pidiendo ayuda, pero las palabras le resultaban inalcanzables, como si estuvieran al otro lado de un precipicio.
Lo que pasó fue lo siguiente: el auxiliar había levantado de golpe el auricular para atizarle un golpe brutal a la mandíbula, demoledor co­mo el puñetazo de un boxeador, a la vez que alargaba la otra mano a través de la abertura para sujetarla por el vestido. Cuando salió impul­sada hacia atrás, él tiró de ella, de modo que su cara chocó contra la re­jilla que estaba ahí para protegerla. La empujó de esa manera brutal contra la tela metálica tres veces y después la lanzó al suelo, donde ha­bía caído de bruces. El arma, que le había arrancado con mucha facili­dad de la mano, se deslizó por el suelo hasta detenerse en un rincón del puesto de enfermería. Fue un ataque de una rapidez y eficiencia inau­ditos. Unos pocos segundos de fuerza desenfrenada con apenas soni­do. Lucy, prudente y calculadora, tenía el arma en la mano y, acto se­guido, estaba en el suelo, apenas capaz de hilvanar las ideas, salvo una única y terrible: «Voy a morir esta noche.»
Intentó levantar la cabeza del suelo y, a través de la niebla visual que le había provocado el impacto, vio cómo el auxiliar abría con cal­ma la puerta del puesto. Hizo un gran esfuerzo para arrodillarse, pero no pudo. Quería gritar pidiendo ayuda, defenderse, hacer todo lo que había planeado y que antes parecía tan fácil de lograr. Pero sin darle ocasión de reunir la fuerza o la voluntad necesarias, él ya estaba a su la­do. Un violento puntapié en las costillas le quitó el poco aliento que conservaba. Lucy gimió y el ángel se agachó y le susurró unas palabras que le provocaron un pánico paralizante.
—¿Te acuerdas de mí? —siseó.
Lo realmente terrible de ese momento, lo que superó la salvaje agresión sufrida segundos antes, fue que, cuando oyó aquella voz tan cerca de ella y con una intimidad que sólo revelaba odio, fue como si el tiempo no hubiera pasado.
Peter espiaba con la cara pegada a la ventanita para intentar ver qué pasaba en el pasillo. Sólo consiguió ver la penumbra y unos rayos de luz tenue que no revelaban ningún signo de actividad. Pegó la oreja a la puerta para oír algo, pero su grosor se lo impidió. No sabía qué pa­saba, si es que pasaba algo. Lo único seguro era que la puerta que tenía que estar abierta estaba cerrada, que fuera de su vista y su alcance qui­zás estaba pasando algo, y que, de repente, no podía hacer nada al res­pecto. Cogió el pomo y tiró frenéticamente de él, provocando un rui­do tenue e impotente que ni siquiera era lo bastante fuerte para despertar a ninguno de los demás hombres, sedados, de la habitación. Maldijo y tiró de nuevo.
—¿Es él? —oyó Peter a su espalda.
Se volvió y vio a Francis de pie, a poca distancia. Tenía los ojos de­sorbitados por el miedo y la tensión, y un haz de luz que se filtraba por una ventana hacía que su rostro pareciera más joven aún de lo que era.
—No lo sé —respondió Peter.
—La puerta...
—La han cerrado con llave. No entiendo cómo pudo ocurrir.
Francis inspiró hondo, absolutamente seguro de algo.
—Es él —afirmó con una determinación que lo sorprendió.
El dolor limitaba sus pensamientos y movimientos. Luchaba por mantenerse alerta porque sabía que su vida dependía de ello. La hin­chazón ya le había cerrado un ojo, y creía que tenía la mandíbula rota. Intentó alejarse a rastras del ángel, pero él volvió a golpearla con el pie.
Luego se abalanzó sobre ella y, sentado a horcajadas, la inmovilizó con­tra el suelo. Lucy gimió y fue consciente de que el ángel tenía algo en la mano. Cuando le presionó con ello la mejilla, supo qué era: un cuchillo como el que había usado para desfigurar su belleza tantos años atrás.
—No te muevas —susurró como un implacable sargento de ins­trucción—. No te mueras demasiado deprisa, Lucy Jones. No después de todo este tiempo.
Ella estaba rígida de miedo.
El ángel se levantó, se acercó tranquilamente al mostrador y con dos movimientos rápidos y feroces cortó la línea telefónica y el intercomunicador.
—Ahora —le dijo—, una pequeña charla antes de que ocurra lo inevitable.
Lucy retrocedió sin contestar.
El ángel volvió a situarse sobre ella y la inmovilizó con las rodillas.
—¿Tienes idea de lo cerca que he estado de ti y en tantas ocasio­nes que he perdido la cuenta? ¿Sabes que he estado a tu lado en cada paso que has dado, día tras día, semana tras semana hasta llegar a su­mar años ? ¿ Que siempre he estado ahí, tan cerca que podría haber alar­gado la mano para tocarte, tan cerca que aspiraba tu fragancia y te oía respirar? Siempre he estado a tu lado, Lucy Jones, desde la noche en que nos conocimos.
Acercó su cara a la de ella.
—Lo has hecho bien —añadió—. Aprendiste todas las lecciones en la facultad de Derecho, incluida la que yo te enseñé. —La miró con ex­presión de súbita cólera—. Pero ahora sólo queda tiempo para una úl­tima lección —le espetó, y le puso la hoja del cuchillo en el cuello.
—Es él —repitió Francis—. Está aquí.
Peter volvió a mirar por la ventanita de la puerta.
—No he oído la señal. Los hermanos Moses deberían estar aquí...
Dirigió un último vistazo a la mezcla de miedo y perseverancia que Francis lucía en la cara, y se volvió para intentar abrir la puerta con el hombro. A continuación, retrocedió y se lanzó contra el grueso metal, del que sólo pudo arrancar un ruido sordo. El pánico lo invadía, cons­ciente de repente de que, en un sitio donde el tiempo parecía casi irre­levante, ahora los segundos importaban.
Retrocedió y dio un fuerte puntapié a la puerta.
—Francis —dijo—, tenemos que salir de aquí.
Pero Francis ya estaba tirando del bastidor de la cama, intentando arrancar un montante. Peter no tardó en comprender lo que el joven pretendía, y se situó junto a él para ayudarlo a liberar alguna parte de hierro que sirviese de palanca improvisada para forzar la puerta. En­tonces una idea insólita se abrió paso entre su miedo y sus dudas: era probable que la sensación que sentía fuera la misma que la de un hom­bre atrapado en un edificio en llamas al enfrentarse a una pared de fue­go que amenaza con devorarlo. Tiró con más fuerza y gruñó del es­fuerzo.
En el puesto de enfermería, Lucy luchaba desesperadamente por conservar la calma. En las horas, los días y los meses posteriores a la agresión que había sufrido tantos años atrás, había revivido de modo inevitable todos los «¿y si...?» y «tal vez si...» Ahora procuraba reunir todos esos recuerdos, sentimientos de culpa y recriminaciones, miedos y horrores para revisarlos a fin de encontrar el que pudiera ayudarla, porque este momento era igual que aquél. Sólo que esta vez iban a arre­batarle algo más que la juventud, la inocencia y la belleza. Se ordenó buscar por encima del dolor y la desesperación una forma de defen­derse.
Se enfrentaba sola al ángel en un edificio lleno de gente, tan aisla­da y abandonada como en una isla desierta o en un bosque impenetra­ble. La ayuda estaba a un tramo de escaleras de distancia. La ayuda es­taba al fondo del pasillo, tras una puerta cerrada con llave. La ayuda estaba en todas partes. La ayuda no estaba en ninguna parte.
La muerte era un hombre con un cuchillo que la sujetaba contra el suelo. Él detentaba todo el poder; una fuerza surgida de la planifica­ción, la obsesión y la expectativa de ese momento debía de haber ali­mentado al ángel. Años de compulsión y deseo sólo para alcanzar ese momento. Entonces supo, de un modo que trascendía todo lo apren­dido en la universidad, que tenía que volver su victoria en su contra, así que, en lugar de decir «¡Para!», «¡Por favor!» o siquiera «¿Por qué?», pronunció con los labios hinchados una frase tan arrogante como falsa:
—Siempre supimos que eras tú.
El ángel dudó. Y le apretó el cuchillo contra la mejilla.
—Mientes —siseó. Pero no la cortó, todavía no. Y Lucy supo que había ganado unos segundos. No una oportunidad de vivir, sino un momento que había hecho dudar al ángel.

El ruido que Peter y Francis hacían al pelearse con el bastidor de la cama empezó por fin a despertar a los pacientes. Como zombis surgi­dos de un cementerio, uno tras otro se fueron desperezando, comba­tieron el profundo embotamiento de sus sedantes y se levantaron pe­nosamente, parpadeando ante el frenesí de Peter, que forcejeaba con el metal con todas sus fuerzas.
—¿Qué está pasando, Pajarillo?
Francis oyó la pregunta de Napoleón y se detuvo, sin saber muy bien qué responder. Los demás hombres formaban un grupo irregular y amorfo detrás de Napoleón, asombrados por los esfuerzos de él y Pe­ter, que estaban logrando un modesto avance. Casi habían conseguido soltar un trozo de unos noventa centímetros de bastidor.
—Es el ángel —contestó al fin—. Está ahí fuera.
Se oyó un murmullo, mezcla de sorpresa y miedo. Un par de hom­bres se acobardaron al pensar que el asesino de Rubita estaba tan cerca.
—¿Qué está haciendo el Bombero? —quiso saber Napoleón.
—Necesitamos algo para forzar la puerta —explicó Francis.
—Si el ángel está ahí fuera, ¿no deberíamos atrancarla mejor?
Otro paciente estuvo de acuerdo.
—Tenemos que mantenerlo fuera —murmuró—. Si entra, ¿qué nos salvará?
—Deberíamos escondernos —propuso alguien del grupo. Francis creyó que era una de sus voces, pero cuando los hombres vacilaron in­decisos, supo que por esa vez sus voces guardaban silencio.
Peter los miró. El sudor le resbalaba por la frente y le hacía brillar la cara a la tenue luz de la habitación. Por un instante, lo absurdo de la situación casi lo superó. Aquellos hombres, con sus rostros marcados por temores innombrables, pensaban que sería mejor atrancar la puer­ta que abrirla. Se miró las manos y advirtió que se había hecho varios cortes en las palmas y se había dañado una uña. Volvió a levantar los ojos y vio que Francis se acercaba a los hombres sacudiendo la cabeza.
—No —dijo el joven con paciencia—. El ángel matará a la seño­rita Jones si no la ayudamos. Es como dijo Larguirucho. Tenemos que afrontar la situación. Protegernos del mal. Tomar medidas. Levan­tarnos y luchar. De lo contrario nos encontrará. Tenemos que actuar ahora.
De nuevo, los hombres retrocedieron. Se oyó una carcajada, un so­llozo, más de un ruidito de miedo. Francis detectó impotencia y duda en todas las caras.
—Tenemos que ayudarla —suplicó—. Ahora mismo.
Los hombres no se decidían. Se balanceaban atrás y adelante como si lo que les pedían que hicieran, fuera lo que fuese, originara un vien­to que los zarandeaba.
—Ha llegado la hora —afirmó Francis con una rara resolución en la voz—. Este es el momento. Ahora. El momento en que los locos de este edificio harán algo que nadie espera. Nadie cree en nosotros. Na­die imagina que seamos capaces de lograr algo juntos. Pero vamos a ayudar a la señorita Jones, y lo haremos juntos. Todos a la vez.
Y entonces vio algo de lo más sorprendente. De entre aquel puña­do de chalados, el hombretón retrasado, tan infantil en todas sus ac­ciones que no parecía entender ni siquiera la petición más sencilla, se dirigió hacia Francis. Era de tal simplicidad que Francis no logró ima­ginar cómo habría entendido nada de lo que estaba ocurriendo pero, a través de la densa niebla de su limitada inteligencia, le había llegado la idea de que Peter necesitaba ayuda, la clase de ayuda que él podía ofre­cer. Dejó su muñeco sobre una cama y pasó junto a Francis con una mirada decidida. Con un gruñido, apartó a Peter de un empujón. Lue­go, mientras todos lo observaban en un silencio embelesado, se agachó, agarró el bastidor de hierro y, de un tirón potente, arrancó la barra. La agitó sobre su cabeza, esbozó una amplia sonrisa y se la entregó a Peter.
El Bombero la encajó de inmediato entre la hoja y el marco, junto al cerrojo. A continuación, hizo palanca con todas sus fuerzas.
Francis vio cómo la barra se doblaba con un chirrido espantoso y la puerta empezaba a combarse.
Peter soltó un profundo suspiro y retrocedió. Volvió a encajar la barra e iba a empujarla cuando Francis lo interrumpió.
—¡Peter! —exclamó—. ¿Cuál era la palabra?
—¿Qué? —preguntó, confundido, el Bombero.
—La palabra, la contraseña que Lucy usaría para pedir ayuda.
—«Apolo» —respondió Peter, y se concentró de nuevo en la puer­ta. Sólo que esta vez, el hombretón retrasado se acercó para ayudarlo, y ambos se aplicaron a la tarea.
Francis se volvió hacia los demás hombres, paralizados en su sitio, como a la espera de alguna liberación.
—Muy bien —dijo con la convicción de un general delante de su ejército en el momento de un ataque—. Tenemos que conseguir ayuda.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Noticiero.
Francis levantó una mano, como el arbitro de salida en una carrera.
—Un ruido que puedan oír arriba y les haga entender que necesi­tamos ayuda.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó un paciente lo más fuerte que pudo. Y luego más bajo—: ¡Ayuda! —Su voz se desvanecía.
—No sirve de nada gritar pidiendo ayuda. Todos lo sabemos —di­jo Francis con rotundidad—. Nadie presta atención a esos gritos. Lo que tenemos que gritar es ¡Apolo!
La confusión y la duda provocó que los hombres farfullaran varios Apolo seguidos.
—¿Apolo? —repitió Napoleón—. Pero ¿por qué Apolo?
—Es la única palabra que funcionará —aseguró Francis. Sabía que parecía una locura, pero lo dijo con tanta firmeza que terminó con cualquier otra discusión.
—¡Apolo! ¡Apolo! —gritaron vanos de los hombres al instante, pero Francis los hizo callar con un gesto rápido.
—¡No! —exclamó enérgico—. Tenemos que hacerlo juntos. De otro modo, no lo oirán. Lo diremos a la de tres. Vamos a probar.
Hizo una cuenta atrás y sonó un solo Apolo, modesto pero unifi­cado.
—Bien, bien —animó Francis. Miró a Peter y al hombre retrasa­do, que gemían mientras se afanaban en forzar la puerta—. Esta vez tendrá que ser muy fuerte. —Levantó la mano—. Cuando yo diga —ordenó—. Tres, dos, uno... —Bajó el brazo con rapidez, como una espada.
—¡¡Apolo!! —bramaron los hombres.
—¡Otra vez! —exhortó Francis—. Lo habéis hecho muy bien. Va­mos. Tres, dos, uno... —Rasgó el aire de nuevo.
—¡¡¡Apolo!!! —aullaron los hombres.
—¡Otra vez!
—¡¡Apolo!!
—¡Y otra!
—¡¡Apolo!!
La palabra se elevó con fuerza, propulsada a toda potencia, y tras­pasó las gruesas paredes y la oscuridad del hospital, convertida en una palabra explosiva, pirotécnica, como nunca se había oído en el ma­nicomio y era probable que nunca volviera a oírse, pero que superó to­dos los cerrojos y las barreras materiales, se alzó, voló y encontró su li­bertad en el sonido, recorrió veloz el denso aire y, certera, se dirigió directamente a los oídos de los dos hombres que, en el piso de arriba, eran sus principales destinatarios. Ambos estiraron el cuello, sorpren­didos, cuando la palabra clave les llegó, resonante, procedente de una fuente tan inesperada.


33

¡Apolo! exclamé.
En la mitología era el dios del Sol, cuyo carro veloz señalaba la lle­gada del día. Era lo que necesitábamos aquella noche, dos cosas que por lo general escaseaban en aquel hospital psiquiátrico: rapidez y claridad.
Apolo repetí. Debía de estar gritando.
La palabra retumbó en las paredes de mi apartamento, salió dispa­rada hacia los rincones, saltó hacia el techo. Era una palabra extraordi­naria que se deslizaba por mi lengua con una fuerza que avivaba mi re­solución. Habían pasado veinte años desde la noche que la había pronunciado por ultima vez, y me pregunté si ahora no haría por mí lo mismo que entonces.
El ángel bramó de rabia. Alrededor de mí, el cristal se hacía añi­cos, el metal gemía y se retorcía como consumido por el fuego. El suelo temblaba, las paredes se combaban, el techo oscilaba. Todo mi mundo se estaba desmoronando en pedazos, como si la furia del ángel lo ani­quilase. Me tapé los oídos para ahogar la cacofonía de destrucción que me rodeaba. Las cosas se rompían, se desmenuzaban, explotaban, se desintegraban ante mis ojos. Estaba en medio de un aterrador cam­po de batalla, y mis voces interiores eran como gritos de hombres con­denados. Me sujeté la cabeza con las manos para tratar de esquivar la metralla de los recuerdos.
Aquella noche, veinte años atrás, el ángel había tenido razón en muchas cosas. Había previsto todo lo que Lucy haría, sabía con exacti­tud cómo actuaría Peter, conocía a la perfección la ayuda que presta­rían los hermanos Moses. Estaba familiarizado con el hospital y con el modo en que afectaba a la mente de todo el mundo. El ángel comprendía mejor que nadie que el comportamiento de las personas cuerdas era rutinario, organizado y deprimentemente previsible. Sabía que el plan de Lucy le proporcionaría aislamiento, tranquilidad y oportunidad. Lo que ella y Peter habían creído que sería una trampa para elle ofrecía, de he­cho, las circunstancias ideales. Conocía la psicología y la muerte mejor que ellos, y era inmune a sus manidos planes. Para pillarla por sorpresa sólo tenía que evitar sorprenderla. Se había tendido ella misma una trampa; eso debió de excitarlo. Y aquella noche, sabía que tendría el asesinato en las manos, delante de él, preparado como una mala hierba que había que arrancar. Se había pasado años preparando el momento en que volvería a tener a Lucy bajo su cuchillo, y había tenido en cuen­ta casi todos los factores, todos los elementos, todas las consideraciones, excepto, curiosamente, la más evidente y menos memorable.
No había tenido en cuenta a los locos.
Cerré los ojos al recordar. No estaba seguro de si estaba ocurriendo en el pasado o en el presente, en el hospital o en mi apartamento. Lo es­taba evocando todo, esta noche y aquella noche, que eran la misma.
Peter emitía ruidos guturales mientras forzaba la puerta con la pa­lanca, junto con el hombretón retrasado, que se esforzaba sudoroso y mudo a su lado. Junto a mí, Napoleón, Noticiero y los demás estaban dispuestos y esperaban, como un coro, mi siguiente instrucción. Tem­blaban y se estremecían de miedo y entusiasmo porque ellos, más que nadie, comprendían que era una noche irrepetible, una noche en que las fantasías y la imaginación, la alucinación y el delirio se hacían realidad.
Y Lucy, a pocos metros de distancia, pero sola con el hombre que durante tanto tiempo sólo había pensado en su muerte, sabía que nece­sitaba seguir ganando segundos.

Lucy intentó pensar a pesar de la sensación fría y afilada de la ho­ja que se le hundía en la piel, una sensación terrible que paralizaba su capacidad de razonamiento. Podía oír, al fondo del pasillo, el ruido de la puerta al ser forzada; que gemía quejumbrosa ante los embates de Peter y el retardado. Cedía despacio, indecisa a abrirse y permitir el rescate. Pero, por encima de ese ruido, oyó cómo los hombres del dor­mitorio vociferaban la palabra «Apolo», y eso le dio una brizna de es­peranza.
—¿Qué significa? —preguntó el ángel con frialdad. Que no le inquietase aquel repentino ruido asustó tanto a Lucy como todo lo demás.
—¿Qué?
—¡Qué significa! —insistió él con voz baja y dura.
Lucy pensó que no era necesario que añadiera una amenaza a sus palabras. Tenía que ganar tiempo, de modo que vaciló.
—Es un grito para pedir ayuda —explicó por fin.
—¿Cómo?
—Necesitan ayuda.
—¿Por qué gritan...? —Se detuvo y la miró con el rostro contraído.
Incluso en la penumbra ella pudo verle las arrugas de la cara, líneas y sombras que transmitían terror. Durante su lejana agesión había lle­vado un pasamontañas, pero ahora quería que lo viera porque creía que sería lo último que ella vería. Respiraba con dificultad y gemía debido al dolor de los labios hinchados y la mandíbula herida.
—Saben que estás aquí. —Escupió las palabras con algo de san­gre—. Vienen a buscarte.
—¿Quiénes?
—Todos los locos del edificio.
—¿Sabes lo rápido que puedes morir, Lucy? —replicó el ángel, in­clinado hacia ella.
Lucy asintió en silencio, temerosa de que una sola palabra conju­rase la realidad. El filo del cuchillo se le hincó en la mejilla y la hizo san­grar un poco. Era una sensación aterradora que ella recordaba con cla­ridad del primer encuentro con el ángel tantos años atrás.
—¿Sabes que puedo hacer lo que quiera, Lucy, y que tú no puedes hacer nada para impedirlo?
Ella mantuvo la boca cerrada.
—¿Sabes que podría haberme acercado a ti en cualquier momento durante tu estancia en el hospital y haberte matado delante de todo el mundo, y que lo único que habrían dicho es que estaba loco y no ha­brían podido culparme? Eso es lo que dicen tus leyes, Lucy. Lo sabes, ¿verdad?
—Adelante, mátame —repuso ella con frialdad—. Como hiciste con Rubita y las otras.
Inclinó más la cabeza para que Lucy notara su aliento en la cara. El mismo movimiento que haría un amante antes de dejar a su amada dormida e irse temprano a trabajar.
—No te mataré como a ellas, Lucy —siseó—. Ellas murieron para traerte hasta mí. Sólo eran parte de mi plan. Sus muertes sólo fueron eslabones. Necesarias, pero no extraordinarias. De haber querido que murieras como ellas, podría haberte matado en cien ocasiones. En mil. Piensa en todos los momentos que has estado a solas en la oscuridad. Quizá no estabas sola todas esas veces. Quizá yo estaba a tu lado, sólo que tú no lo sabías. Pero esta noche quería que ocurriera a mi mane­ra, que tú vinieras a mí.
Lucy no respondió. Se sentía atrapada en el enfermizo torbellino de odio del ángel; giraba y notaba que en cada giro se le escapaba más la vida.
—Fue muy fácil —siseó el ángel—. Crear una serie de asesinatos a los que la prometedora y joven fiscal no pudiera resistirse. Nunca su­piste que no significaban nada y que tú lo eras todo, ¿verdad, Lucy?
Gimió a modo de respuesta.
Al fondo del pasillo, la puerta soltó un escalofriante chirrido de rendición. El ángel dirigió la mirada hacia el ruido a través de la pe­numbra del pasillo. En ese instante de duda, Lucy supo que su vida pendía de un hilo. El ángel quería deleitarse con su muerte durante lar­go rato. Lo había imaginado todo, desde la manera en que se acercaría a ella hasta el ataque y todo lo que iba a continuación. Había progra­mado todas las palabras que le diría, todos los contactos con su cuerpo, todos los cortes hasta su muerte. Era una obsesión que había ocupado su mente todo el tiempo y que estaba obligado a hacer realidad. Eso lo hacía poderoso, intrépido, y el asesino que era. Todo su ser se había fi­jado en ese momento culminante. Pero no estaba ocurriendo como ha­bía previsto en su cabeza, día tras día, al repasar cada movimiento, ca­da gesto. Lucy notó que el ángel se tensaba ante el choque entre la realidad y la fantasía. Rogó que se impusiera la realidad. Pero ¿habría tiempo para ello?
Entonces oyó un segundo sonido por encima del terror que la ate­nazaba. Procedía del piso de arriba: una puerta al cerrarse de golpe y pasos que resonaban en los peldaños de la escalera. Apolo había cum­plido su misión.
El ángel soltó un grito de frustración que reverberó en el pasillo.
—Esta noche Lucy tiene suerte —masculló inclinándose hacia ella—. Mucha suerte. No creo que pueda quedarme más rato. Pero vol­veré por ti otra noche, cuando menos te lo esperes. Una noche en que
tus precauciones no valdrán nada, y yo estaré ahí. Puedes ir armada. Protegerte. Irte a vivir a una isla desierta o a una selva remota. Pero tarde o temprano estaré ahí, a tu lado, Lucy. Y entonces terminaremos esto.
Pareció ponerse tenso otra vez y Lucy notó cómo dudaba antes de añadir:
—Nunca apagues la luz, Lucy. Nunca te acuestes en la oscuridad a solas. Porque los años no significan nada para mí, y algún día estaré ahí contigo.
Lucy respiró con fuerza, abrumada por la profundidad de aquella obsesión.
El ángel empezó a separarse de ella, como un jinete desmontando de su caballo.
—Una vez te di algo para que me recordaras cada vez que te mira­ras en el espejo —le dijo con frialdad—. Ahora me recordarás cada vez que des un paso.
Y, dicho eso, le clavó el cuchillo en la rodilla derecha y lo retor­ció con fiereza una sola vez. Lucy soltó un grito desgarrador y perdió el conocimiento, pero alcanzó a ser vagamente consciente de que el án­gel se había marchado, dejándola magullada, herida, sangrando, ape­nas viva, acaso lisiada y con una amenaza terrible.
La puerta chirrió otra vez y una franja de tenue luz creció entre el marco y la hoja. Francis pudo atisbar el pasillo al otro lado, que espe­raba como una boca tenebrosa. El hombre retrasado se enderezó de re­pente y lanzó la palanca al suelo, donde repiqueteó. Apartó a Peter y retrocedió unos pasos. Inclinó la cabeza como un toro en un ruedo, en­furecido por la chulería del matador, y se lanzó de golpe con un fuerte alarido. Chocó contra la puerta, que se combó y cedió un poco más con un horrible estrépito. El retrasado se tambaleó y sacudió la cabeza, ja­deante, con un hilo de sangre que le manaba de la frente y le bajaba en­tre los ojos hasta la nariz. Retrocedió, sacudió la cabeza y, por segun­da vez, se preparó y bramó con furia para efectuar otra carga. Esta vez la puerta cedió del todo y el ariete humano fue a parar al pasillo.
Peter salió rápidamente, seguido de cerca por Francis y los demás pacientes, que, impulsados por la energía del momento, dejaron atrás gran parte de su locura. Napoleón arengó a los hombres agitando un puño por encima de la cabeza como si sujetara una espada.
—¡Adelante! —ordenó—. ¡Al ataque!
Noticiero decía algo sobre los titulares del día siguiente y sobre pa­sar a formar parte de la historia mientras avanzaban tambaleantes por el pasillo, unidos todos en un objetivo común.
En la confusión subsiguiente, Francis vio al hombre retrasado vol­ver al dormitorio con el rostro radiante. Una vez allí, se dejó caer en la cama, tomó el muñeco en brazos y se volvió hacia el umbral de la puer­ta con una expresión de absoluta satisfacción.
Luego vio a Peter correr hacia el puesto de enfermería y, gracias a la tenue luz de la lámpara del puesto, distinguió una figura tendida en el suelo. Salió disparado en esa dirección con zancadas resonantes, co­mo un tambor que tocara a zafarrancho. Al mismo tiempo, vio apare­cer a los hermanos Moses por la puerta que daba a las escaleras del otro extremo. Cuando pasaron por delante del dormitorio de las mujeres, se oyeron gritos y chillidos que sonaban como una sinfonía de confu­sión y pánico cuyo compás lo marcaba el miedo.
Peter se agachó junto a Lucy, y Francis dudó un instante, temero­so de que estuviera muerta. Pero entonces, por encima del fragor que de repente se había apoderado del pasillo, Lucy gimió de dolor.
—¡Dios mío! —exclamó Peter—. Está malherida.
Le acarició una mano e intentó decidir qué hacer. Alzó los ojos ha­cia Francis y los hermanos Moses, que habían llegado sin aliento.
—Tenemos que conseguir ayuda —dijo.
Negro Chico alargó la mano hacia el teléfono y vio que tenía el cable arrancado. Echó un rápido vistazo al asolado puesto de enfermería y dijo:
—Aguantad. Voy arriba a pedir ayuda.
Negro Grande se volvió hacia Francis con una expresión de ansio­sa inquietud.
—Tenía que avisarnos por el intercomunicador o el teléfono... Tar­damos unos segundos cuando os oímos... —No terminó la frase, por­que de repente el valor de esos instantes parecía equivaler al de la vida de Lucy Jones.
Ella estaba transida de dolor, sólo medio consciente de que Peter estaba a su lado y de que los hermanos Moses y Francis también esta­ban allí. En su semiinconsciencia, le parecía verlos en una costa lejana a la que ella se afanaba por llegar luchando contra las mareas y las co­rrientes. Sabía que tenía que decir algo importante antes de ceder a la agonía y dejarse caer, tranquila, en el oscuro abismo que la atraía. Se mordió el labio ensangrentado y consiguió articular unas palabras a pe­sar del dolor y la desesperación que la embargaban.
—Está aquí... —musitó—. Encontradlo... Terminad con esta his­toria...
No sabía si aquello tenía sentido, o si alguien la había oído. Ni si­quiera estaba segura de que las palabras que había logrado formar en su cabeza hubieran salido de sus labios. Pero por lo menos lo había in­tentado y, con un suspiro, dejó que la inconsciencia se apoderara de ella, sin saber si alguna vez se liberaría de su abrazo seductor pero cons­ciente de que al menos todo el dolor desaparecería.
—¡Mierda, Lucy! ¡No te vayas! —suplicó Peter en vano. Alzó los ojos y dijo—: Ha perdido el conocimiento. —Acercó el oído a su pe­cho—. Está viva, pero...
Negro Grande se agachó junto a ella y empezó a aplicarle presión en la herida de la rodilla, que sangraba mucho.
—¡Que alguien traiga una manta! —bramó.
Francis se volvió y vio que Napoleón se dirigía hacia el dormito­rio para buscar una. Al otro extremo del pasillo, Negro Chico reapa­reció corriendo.
—¡Ya viene la ayuda! —gritó.
Peter retrocedió un poco, sin separarse de Lucy. Francis vio que miraba al suelo y ambos detectaron la pistola de Lucy. En ese instante, para Francis era como si todo lo que había en el edificio Amherst se moviera a cámara lenta, y de golpe comprendió lo que Lucy había di­cho y pedido.
—El ángel... —dijo a Peter y los hermanos Moses— ¿dónde está?

Fue entonces, en ese momento, cuando toda mi locura y todo lo que podría volverme cuerdo algún día se unió en una gran conexión eléc­trica y explosiva. El ángel soltaba alaridos y su voz era un estruendo co­lérico. Me aferraba el brazo para intentar impedirme llegar a la pared, me arañaba, intentaba arrebatarme el lápiz para evitar que escribiera con letra temblorosa lo que había ocurrido a continuación. Peleaba con dureza y me zarandeaba el cuerpo a golpes por cada palabra. Todo su ser se concentraba en detenerme, en doblegarme y en verme muerto ahí mismo, tras darme por vencido, tras quedarme corto, a unos centíme­tros del final.
Yo me defendía y me esforzaba por escribir en el espacio en blanco cada vez más reducido de la pared. Chillaba, discutía, le gritaba, apun­to de estallar como un cristal apunto de hacerse añicos.

Sí, ¿ dónde... ? dijo Peter.
—Sí, ¿dónde...? —dijo Peter.
Francis desvió la mirada del cuerpo tendido de Lucy para escrutar el pasillo. A lo lejos, oyó la sirena de una ambulancia y se preguntó si sería la misma que lo había llevado al Western.
Buscó con los ojos en una dirección aunque, de hecho, estaba bus­cando en su interior. Miró el pasillo, más allá del dormitorio de las mu­jeres, hacia la escalera donde Cleo se había suicidado y donde el opor­tunista ángel le había mutilado después la mano. Sacudió la cabeza y pensó que no había huido por ahí porque se habría topado con los her­manos Moses. Se volvió para examinar las demás vías de escape. La puerta principal. La escalera en el extremo de los hombres. Cerró los ojos y pensó: «El ángel no habría venido aquí esta noche si no dispu­siese de una salida de emergencia. Por si algo salía mal, claro, pero tam­bién porque necesitaba ocultarse para saborear los últimos instantes de Lucy. No querría compartirlos con nadie. Un sitio donde estar a solas con su obsesión. Te conozco, ángel, y sé lo que necesitas, y ahora sé adonde has ido.»
Francis se dirigió despacio hacia la puerta principal. Cerrada con llave. Reflexionó. Demasiado tiempo. Demasiada incertidumbre. Tendría que haber utilizado dos llaves y salir donde los de seguri­dad podrían verlo. Y cerrar con llave para no dejar una pista sobre su huida.
Sus voces gritaron su conformidad: Por ahí no. Lo sabes. Puedes verlo. No sabía si los gritos eran de ánimo o de desesperación. Echó un vistazo al pasillo y a la puerta derribada del dormitorio de los hombres. Reflexionó otra vez. El ángel habría tenido que pasar ante ellos, y eso habría sido casi imposible, incluso para un hombre que se enorgulle­cía de su invisibilidad.
Y entonces Francis lo vio.
—¿Qué pasa, Pajarillo? —preguntó Peter.
—Ya lo sé. —La sirena de la ambulancia se acercaba, y le pareció
oír pasos presurosos por el camino hacia el edificio Amherst. Eso era imposible, pero aun así oía a Tomapastillas, al señor del Mal y a todos los demás corriendo hacia allí.
Se dirigió a la puerta que daba al sótano y los conductos subterrá­neos de la calefacción.
—Aquí —dijo. Y, como un mago algo tembloroso en el cumplea­ños de un niño, abrió la puerta que debería haber estado cerrada con llave.
Francis dudó en lo alto de las escaleras, atrapado entre el miedo y un tácito deber, mal definido. Nunca había pensado demasiado en el concepto de valentía, limitándose a superar las dificultades cotidianas de pasar de un día al siguiente mediante su ligero contacto con la reali­dad. Pero, en ese instante, comprendió que dar un paso hacia el sótano exigía una fuerza sobrehumana. Allá abajo, una única bombilla pro­yectaba sombras en los rincones y apenas iluminaba los peldaños que descendían hacia la zona de almacenaje. Más allá del tenue arco de luz había una penumbra densa, envolvente. Notó una vaharada de aire ca­liente, viciado. Olía a moho y encierro, como si todos los pensamientos terribles y las esperanzas truncadas de las generaciones de pacientes que vivían su locura en el mundo de arriba se hubieran filtrado hacia el sóta­no, como el polvo, las telarañas y la suciedad. Era un sitio que rezuma­ba enfermedad y muerte, un sitio donde el ángel se sentiría cómodo.
—Aquí abajo —confirmó a Peter.
Contradijo así las voces que en su cabeza le gritaban ¡No bajes ahí! Las ignoró. Peter se situó a su lado. En la mano derecha empuñaba el revólver de Lucy. Francis no lo había visto recogerlo en el puesto de enfermería, pero agradeció que lo tuviera. Peter había sido soldado y sabría utilizarlo, y en aquella lúgubre catacumba, necesitarían alguna ventaja.
Peter asintió y se volvió hacia Negro Grande y su hermano, que administraban los primeros auxilios a Lucy. El auxiliar corpulento le­vantó la cabeza y fijó sus ojos en los del Bombero.
—Mire, señor Moses —dijo Peter con calma—, si no hemos vuel­to en unos minutos...
Negro Grande se limitó a asentir con la cabeza. Su hermano tam­bién lo hizo.
—Adelante —indicó—. En cuanto llegue la ayuda, os seguiremos.
Francis tuvo la impresión de que ninguno de los dos reparaba en el arma que Peter empuñaba. Inspiró hondo e intentó borrar de su cabe­za todo lo que no fuera encontrar al ángel, y con paso titubeante, em­pezó a bajar las escaleras.
Le pareció que zarcillos de calor y oscuridad lo envolvían a me­dida que avanzaba. Era imposible caminar sin hacer ningún ruido; la incertidumbre parecía favorecer el ruido, de modo que cada vez que apoyaba el pie en un peldaño creía oír un sonido fuerte y retumbante, cuando lo cierto era lo contrario: sus pasos eran amortiguados. Peter iba detrás y lo empujaba un poco, como si la velocidad fuera importante. Tal vez lo fuera. Tal vez tenían que atrapar al ángel antes de que la noche lo absorbiera y desapareciese.
El sótano era amplio y tenebroso, iluminado por un sola bombi­lla. Cajas de cartón, bidones vacíos y un batiburrillo de objetos dese­chados lo convertían en una pista de obstáculos, y una capa de hollín parecía cubrirlo todo. Se movieron lo más rápido posible entre he­rrumbrosos bastidores de cama y colchones mohosos, como si cruza­ran una densa selva de objetos abandonados. Una enorme caldera ne­gra descansaba inútil en un rincón, y un rayo de luz proyectaba algo de claridad al grueso conducto que penetraba en una pared para conver­tirse en un oscuro túnel.
—Por aquí —señaló Francis—. Ha huido por aquí.
—¿Cómo puede ver por dónde va? —preguntó Peter refiriéndose a la oscuridad absoluta del túnel—. ¿Y adonde crees que le conducirá?
La respuesta a esta pregunta era más complicada de lo que el Bom­bero creía.
—A otro edificio, Williams o Harvard, o a la central de calefacción y suministro eléctrico —respondió—. Y no necesita luz. Sólo tiene que avanzar, porque sabe adonde va.
Peter asintió y pensó que probablemente el ángel no era conscien­te de que lo seguían, lo que tal vez constituyese una ventaja. Además, cualquiera que fuese el camino que el ángel recorría en sus anteriores desplazamientos al edificio Amherst, esa noche sería diferente, porque ya no estaba a salvo en el hospital. Esa noche, el ángel querría desapa­recer. Pero Peter no estaba seguro de cómo.
Estas cosas también se le habían ocurrido a Francis. Pero él sabía algo más: no debían subestimar la cólera del ángel.
Los dos hombres se adentraron en el conducto de la calefacción.
Se había concebido para proveer de vapor, no para que un hombre lo usara como pasaje subterráneo entre edificios. Pero, aunque no es­tuviera pensado para esa finalidad, servía para eso. Sólo había espacio para avanzar medio agachado y a trompicones. Era un mundo perfec­to para ratas y otros roedores, que sin duda lo consideraban el mejor hogar. Construido hacía décadas y derruido a lo largo de los años, su utilidad resultaba nula salvo para el asesino al que perseguían.
Se movían a tientas y se detenían cada pocos pasos para escuchar con atención, con las manos extendidas hacia delante como un par de invidentes. El calor era sofocante y el sudor les prelava la frente. Am­bos se notaban cubiertos de suciedad, pero siguieron adelante supe­rando los obstáculos, pegados con cuidado a un lado y resiguiendo un tubo viejo que parecía desintegrarse al tocarlo.
A Francis le costaba respirar. El polvo y el deterioro parecían con­centrarse en todas las bocanadas de aire que aspiraba. Mientras avan­zaba, percibía años de desolación y se preguntó a medida que recorría aquel túnel si estaba extraviándose más o, por el contrario, encontrán­dose a sí mismo.
Peter iba detrás y se detenía a menudo para aguzar el oído y la vis­ta a la vez que maldecía la oscuridad que ralentizaba la persecución. Te­nía la impresión de que no avanzaban con la rapidez necesaria y apre­miaba a Francis para que se moviera más deprisa. En la penumbra del túnel, era como si todas las conexiones con el mundo de arriba se hu­bieran cortado y los dos se encontrasen solos para atrapar una presa muy peligrosa. Trató de obligarse a pensar con lógica y exactitud, a eva­luar y reflexionar, a anticiparse y predecir, pero era imposible. Esas cualidades pertenecían al mundo normal, y ahí abajo no servían de na­da. El ángel tendría algún plan de acción, pero no alcanzaba a discer­nir si consistía en evadirse o, simplemente, en esconderse. Lo único que sabía era que tenían que seguir adelante, porque intuía que ningún sen­dero selvático que hubiera recorrido ni ningún edificio en llamas en el que hubiera entrado habían sido tan peligrosos como la ruta que seguía ahora. Peter comprobó que el arma no llevaba el seguro puesto y la em­puñó con más fuerza.
Soltó un juramento al dar un traspié y volvió a soltar otro mientras recuperaba el equilibrio.
Francis tropezó en un escombro y soltó un grito ahogado al tiempo que aleteaba los brazos para no caer. Cada paso era tan incierto co­mo el de un niño, pensó. Pero de repente vio una tenue luz amarilla que parecía estar a kilómetros de distancia.
—¿Tú qué opinas? —susurró Peter.
—¿La central de calefacción? ¿Otro edificio?
Ninguno de los dos tenía la menor idea. Ni siquiera sabían si ha­bían avanzado en línea recta desde el edificio Amherst. Estaban deso­rientados, asustados y tensos. Peter aferró el arma, al menos eso era al­go real, algo firme en un mundo escurridizo. Francis no tenía nada tan concreto en lo que confiar.
Avanzó hacia la pálida luz. Con cada paso no ganaba fuerza sino dimensión, como el sol al asomar tras unas colinas distantes luchando contra la niebla y las nubes. Francis pensó que los atraía como una ve­la parpadeante a una polilla, y no estaba seguro de que fueran a ser más efectivos que ella.
—Sigue —lo apremió Peter. Lo dijo tanto para oír su propia voz como para convencerse de que el envolvente y claustrofóbico túnel de la calefacción estaba llegando a su fin. Francis agradeció oír aquella palabra aunque procediera de la penumbra incorpórea, como si la hu­biera pronunciado algún fantasma que le pisara los talones.
Avanzaron con dificultad y, por fin, la tenue luz amarilla que los atraía arrojó cierta claridad al camino. Francis, vacilante, se acercó una mano a la cara, como si la sensación de ver le resultara curiosamente desconocida. Un escombro le golpeó en la pierna, haciéndole dar otro traspié. De pronto se detuvo, porque intuyó que algo muy evidente se le escapaba, pero Peter le dio un empujoncito y finalmente ambos lle­garon a la desembocadura del conducto en la pared. Cuando salieron a un recinto tenuemente iluminado, Francis supo qué le había pasado por alto: habían recorrido la totalidad del túnel sin haber notado ni una sola vez el desagradable tacto pegajoso de una telaraña. Eso le pareció incongruente. En ese túnel tenía que haber arañas.
Y comprendió qué significaba: alguien más había seguido ese ca­mino y las había quitado.
Estaban en un extremo de otro sótano tenebroso. Como en Am­herst, sólo una bombilla desnuda en el techo cerca de la escalera situa­da al otro lado proporcionaba una patética aura de luz. A su alrededor había los mismos montones de material y equipo desechado, y por un instante Francis temió que simplemente hubiesen trazado un extraño círculo, porque todo parecía igual. Escrutó las sombras que lo rodea­ban y tuvo la extraña sensación de que las cosa habían sido movidas pa­ra abrir un paso. Peter empuñaba el arma con ambas manos en la pos­tura de un tirador, preparado.
—¿Dónde estamos? —preguntó Francis.
Peter no tuvo ocasión de contestar porque la habitación se sumió de golpe en una absoluta oscuridad. 




34

Peter dio un paso hacia atrás como si lo hubieran abofeteado. Se ordenó que debía conservar la calma, lo que era difícil en la repentina noche que los envolvía. Francis soltó un grito y se encogió de miedo.
—¡Pajarillo! —ordenó Peter—. No te muevas.
Al joven no le costó nada obedecerlo. Estaba casi paralizado por el pánico. Haber sentido el alivio momentáneo de llegar a un lugar reco­nocible y de pronto volver a sumirse en la oscuridad le aterró indeci­blemente. Los latidos de su corazón le indicaban que seguía vivo, pe­ro todas sus voces le advertían que estaba al borde de la muerte.
—¡No hagas ruido! —susurró Peter mientras avanzaba a tientas y amartillaba el revólver. Alargó la mano izquierda para tocar a Francis en el hombro y comprobar su posición. El arma produjo un clic es­pantoso en la oscuridad. Peter se mantuvo inmóvil, intentando no ha­cer ningún ruido delator.
Francis oía a sus voces gritar: ¡Escóndete! ¡Escóndete!, pero eso era imposible en ese momento. Se agachó para ocupar el menor espacio posible. Respiraba nervioso, con dificultad, y cada vez que inspiraba se preguntaba si sería la última. Era sólo medio consciente de la presencia de Peter, quien, con un nerviosismo que contradecía su experiencia, dio otro paso al frente. Su pie produjo un leve ruido en el suelo de cemen­to. Y Francis notó que se volvía a un lado y otro, como decidiendo en qué dirección se encontraba la amenaza.
Francis intentó evaluar la situación. Sabía que el ángel había apa­gado las luces y estaba esperando en algún sitio del cubículo negro en que estaban atrapados. El asesino estaba en un terreno conocido mientras que Peter y él sólo habían alcanzado a ver unos segundos su entorno antes de ser sumidos en la oscuridad. Francis apretó los puños y todos sus músculos se tensaron, gritándole que se moviera, pero no pudo. Estaba clavado en el sitio como si el cemento del suelo se le hu­biera solidificado alrededor de los zapatos.
—¡No hagas ruido! —susurró Peter, y siguió volviéndose a un la­do y otro, con el arma delante, preparada para disparar.
Francis notó que el espacio entre él y la muerte se reducía. Perci­bía la oscuridad de la habitación como si hubieran cerrado su ataúd y el único ruido que oyese fuera las paladas de tierra que le echaban en­cima. Quería gritar, gimotear, retroceder y acurrucarse como un niño. Sus voces le gritaban que lo hiciera. Le instaban a correr, a huir, a en­contrar algún rincón donde esconderse. Pero él sabía que ningún sitio era seguro, y procuró contener el aliento y escuchar.
Oyó unos arañazos a su derecha. Se volvió en esa dirección. Podía haber sido una rata. Podía haber sido el ángel. La incertidumbre lo ro­deaba.
La oscuridad lo igualaba todo. Unas manos, un cuchillo, una pis­tola. Si al principio contaban con la ventaja del arma de Lucy, ahora to­do favorecía al hombre que los acechaba en silencio. Francis intentaba reflexionar, que la razón se impusiera al pánico que lo embargaba. Pen­só: «He pasado tantos años de mi vida a oscuras que debería sentirme a salvo.»
Supo que lo mismo podía ser válido para el ángel.
Después pensó en lo que había visto antes de que se apagara la luz.
Reconstruyó los pocos segundos de visión que había tenido. Com­prendió que el ángel había presentido que lo seguían o los había oído en el túnel. Y había decidido no huir, sino esperarlos escondido. Había dejado la luz encendida sólo lo suficiente para comprobar quién lo perseguía. Francis se esforzó en visualizar aquel sótano. El ángel los atacaría por sorpresa. Conocía al dedillo ese lugar y no necesitaba luz para orientarse. Francis reconstruyó la habitación mentalmente, in­tentando recordar cada cosa con exactitud. Aguzó el oído, pues su res­piración le sonaba como un bombo, tan fuerte que amenazaba con tapar cualquier otro sonido.
Peter también sabía que estaban siendo atacados. Hasta la última fibra de su cuerpo le gritaba que se hiciera cargo de la situación, que maniobrara y aprovechara el momento. Pero no podía. Pensó que la oscuridad era una desventaja para todos pero al punto comprendió que no era así. Lo único que hacía era poner de relieve su vulnerabi­lidad y la de Francis.
También sabía que el ángel tenía un cuchillo, de modo que sólo ne­cesitaba reducir la distancia que los separaba. En aquella oscuridad, un revólver era una ventaja mucho menor de lo Peter había imaginado.
Se volvió a derecha e izquierda. El miedo y la tensión lo cegaban tanto como la oscuridad. Sabía que los hombres razonables pueden en­contrar soluciones razonables a problemas razonables, pero sus actua­les circunstancias no tenían nada de razonable. Les resultaba tan im­posible retroceder como atacar, tan difícil moverse como mantenerse en un sitio. Estaban sumergidos en un mar de sombras.
Francis pensó que la noche acentuaba los sonidos, pero en realidad los confundía y distorsionaba. La única forma de ver era oír, así que ce­rró los ojos y volvió un poco la cabeza. Se concentró e intentó no pres­tar atención al Bombero para descubrir la posición del ángel.
A su derecha, a unos metros, sonó un ruido sordo.
Ambos lo oyeron y se volvieron. Peter apuntó y, con toda la ten­sión del cuerpo ejerciendo presión sobre el dedo en el gatillo, disparó una vez.
La detonación los ensordeció a los dos y el fogonazo restalló co­mo un relámpago. La bala surcó el tenebroso sótano con un propósi­to mortífero, pero en vano.
Francis notó el olor a pólvora, casi como si el eco del disparo lo transportara. Oyó la respiración agitada de Peter, y cómo maldecía en voz baja. Y entonces tomó conciencia de algo terrible: Peter acababa de revelar dónde estaban.
Pero antes de que pudiera decir nada o escudriñar la oscuridad en la otra dirección, oyó un sonido extraño prácticamente a sus pies. Ac­to seguido, algo metálico pasó a toda velocidad por su lado, como si volara, como si no tocara el suelo sino que se desplazara por el aire, has­ta dar en Peter. Francis se echó atrás, perdió el equilibrio y, al caerse al suelo, se golpeó la cabeza. En un segundo desorientador, perdió la no­ción de dónde estaba y de lo que estaba pasando.
En medio de una oleada de dolor vertiginoso, se percató de que, a poca distancia pero fuera de su vista, Peter y el ángel estaban en­zarzados en una violenta lucha, rodando por el suelo entre la basura y los desechos. Alargó la mano intentando ayudar a su amigo, pero los dos hombres se habían alejado y, por un instante aterrador, estuvo totalmente solo, salvo por los sonidos apremiantes de un combate deses­perado que tanto podía estar dirimiéndose a un metro de él como a ki­lómetros de distancia.
En el edificio Amherst, Evans estaba furioso, intentando organi­zar a los pacientes para devolverlos al dormitorio, pero Napoleón, en­valentonado por todo lo que había pasado, se obstinaba en decir que ellos sólo recibían órdenes de Pajarillo y del Bombero, y que hasta que no se llevaran a la señorita Jones en ambulancia y Pajarillo y el Bombero no volvieran de allá donde hubiesen ido, nadie se movería. Su bravuconería no era del todo cierta, porque mientras se enfrentaba al señor del Mal en medio del pasillo, con Noticiero a su lado como edecán, muchos pacientes habían empezado a deambular detrás de ellos. Al otro lado del pasillo, las mujeres, encerradas aún en su dor­mitorio, gritaban con desesperación advertencias variopintas: «¡Asesi­nato! ¡Fuego! ¡Violación! ¡Al ladrón!» Más o menos todo lo que se les ocurría a falta de saber qué estaba pasando. El jaleo que armaban era enloquecedor.
Gulptilil estaba agachado junto a la sangrante Lucy, mientras dos paramédicos la atendían diligentemente. Uno logró por fin detener la hemorragia de la rodilla con un torniquete mientras otro le ponía una vía de plasma en el brazo. Estaba pálida, al borde del desvanecimiento, intentando hablar pero incapaz de pronunciar palabras, pa­deciendo horrores. Renunció por fin y se sumió en una semiinconsciencia, apenas consciente de que había gente a su alrededor. Con la ayuda de Negro Grande, los dos paramédicos la depositaron en una camilla. Dos guardias de seguridad permanecían a un lado, sin saber qué hacer, a la espera de instrucciones.
Cuando se llevaban a Lucy, Tomapastillas se volvió hacia los her­manos Moses. Su primer impulso fue exigir a gritos una explicación, pero decidió aguardar el momento oportuno.
—¿Dónde? —se limitó a preguntar.
Negro Grande tenía su chaqueta blanca manchada de sangre de las heridas de Lucy. Su hermano estaba manchado de modo parecido.
—En el sótano —señaló Negro Grande—. Pajarillo y el Bombero fueron tras él.
—Dios mío —dijo Gulptilil entre dientes a la vez que sacudía la cabeza, convencido de que la situación no podía ser peor—. Indíquenme el camino —ordenó.
Los Moses lo condujeron hasta la puerta del sótano.
—¿Se metieron en el conducto de la calefacción? —preguntó Gulptilil, pero no necesitaba respuesta. Negro Grande asintió—. ¿Sa­bemos adonde conduce?
Negro Chico negó con la cabeza.
Gulptilil no tenía intención de seguir a nadie por aquel oscuro tú­nel. Inspiró hondo. Confiaba en que Lucy Jones sobreviviera a sus he­ridas, a pesar de la ferocidad con que le habían sido infligidas, a no ser que la pérdida de sangre y el shock se confabularan para quitarle la vida. Visto con objetividad profesional, podía ocurrir. En ese momen­to, sin embargo, la fiscal no era lo que más le preocupaba. Tenía muy claro que probablemente alguien más moriría esa noche, y estaba in­tentando prever los problemas que eso le causaría.
—Bueno —comentó con un suspiro—, podemos suponer que con­duce a Williams, porque es el edificio más cercano, o a la central de calefacción y suministro eléctrico, de modo que deberíamos mirar en esos dos sitios.
Lo que no dijo en voz alta, claro, fue que sus palabras daban por sentado que Francis y Peter habían llegado a salir del túnel, una supo­sición sólo probable.
En la oscuridad, Peter peleaba con fiereza.
Sabía que estaba herido de gravedad, pero no hasta qué punto. Cada elemento de la batalla le parecía independiente, diferenciado, y trataba de analizarlos por separado para presentar una defensa cohe­rente. La herida del brazo le sangraba, y el peso del ángel lo estaba aplas­tando. El revólver había salido disparado hacia un rincón cuando el án­gel lo había embestido violentamente, lejos de su alcance, de modo que lo único que le quedaba para defenderse eran sus ansias de vivir.
Lanzó un fuerte puñetazo y el ángel gruñó. Le propinó otro golpe, pero el cuchillo se le clavó en el brazo y, afilado, le desgarró la carne. Peter soltó un grito gutural e, impulsado por su instinto de su­pervivencia, le atizó lo más fuerte que pudo con los pies. Luchaba con­tra una sombra, contra la idea de la muerte y contra un asesino de car­ne y hueso.
Entrelazados furiosamente, los dos hombres trataban de encontrar una forma de acabar con el otro. Era una pelea injusta, porque una y otra vez el ángel podía herirlo con el cuchillo, y el Bombero pensó que las repetidas puñaladas acabarían troceándolo poco a poco. Levan­tó los brazos para protegerse de los embates mientras daba puntapiés buscando algún punto vulnerable de su adversario.
Notaba el aliento del ángel, sentía su fortaleza, y pensó que no po­dría competir con la mortífera combinación del cuchillo y la obsesión. Aun así, peleó con fuerza, con arañazos dirigidos a los ojos del ángel, o quizás a su entrepierna, para obtener un breve respiro del cuchillo que lo zahería. Lanzó el puño izquierdo hacia delante y golpeó el men­tón del ángel. De esa manera supo que el cuello del asesino estaba cer­ca, por lo que alargó el brazo y, cuando lo alcanzó, cerró la mano para estrangular a aquel maníaco. Pero, en el mismo instante, el cuchillo le penetró un costado y le atravesaba la carne en busca del estómago, con la esperanza de elevarse a continuación y destruirle el corazón. El do­lor le cegó, y Peter medio gritó y medio sollozó al ser consciente de que iba a morir en ese momento, en aquella penumbra. De inmediato afe­rró la mano del ángel para intentar retrasar lo que parecía inevitable.
Y entonces, de repente, como una explosión, una fuerza inmensa pareció golpear a ambos hombres.
El ángel se tambaleó, lo que redujo su presa sobre Peter.
Peter no supo cómo Francis había logrado atacarlo por detrás, pe­ro lo había hecho, y el joven estaba colgado de la espalda del asesino intentando con fiereza rodearle el cuello con los antebrazos.
Francis lanzó una especie de grito de guerra terrorífico, que com­binaba todos sus miedos y todas sus dudas en un aullido estremecedor. En toda su vida, hasta ese instante, nunca se había defendido, nun­ca había luchado por algo importante, nunca se había arriesgado de verdad, nunca había imaginado que ese momento sería el mejor o el úl­timo. De modo que depositó hasta su última esperanza en aquel com­bate, atizó la espalda y la cabeza del ángel y forcejeó para separarlo de Peter. Usó hasta la última pizca de locura para imprimir fuerza a sus músculos a la vez que dejaba que todo el miedo y todo el rechazo que había vivido hasta entonces avivaran su lucha. Aferraba al ángel con una tenacidad surgida de la desesperación, dispuesto a impedir que la pesadilla o el asesino le robaran el único amigo que había tenido en su vida.
El ángel se retorcía y se revolvía, en una lucha terrible. Estaba atra­pado entre los dos hombres, uno herido y el otro enloquecido por el miedo, sin duda, pero impulsado por algo más importante, y vaciló, sin saber con cuál de ellos pelear, sin estar seguro de si debía acabar con el primero y después encargarse del otro, lo que parecía cada vez más difícil dada la lluvia de golpes que le lanzaba Francis, quien de repen­te le sujetó el brazo y tiró hacia atrás. Este brusco impulso redujo la presión que el ángel ejercía sobre el cuchillo en el costado de Pe­ter, el cual, con una reserva de fuerzas surgida de algún lugar ocul­to en su interior, agarró la muñeca del ángel con las dos manos y neutralizó la presión de la hoja, con lo que logró detener su penetra­ción.
Francis no sabía cuánto le duraría la fuerza. El ángel era más fuerte que él, y si quería tener una oportunidad, tenía que ser ahora, justo al principio, antes de que el ángel pudiera dirigir toda su furia contra él. Tiró lo más fuerte que pudo, con toda la potencia que le daba el ansia de liberar a Peter. Y, para su asombro, lo logró, por lo menos en parte. El ángel se tambaleó hacia atrás, desequilibrado, y cayó de espaldas, de modo que ahora fue Francis quien quedó atrapado bajo su cuerpo. In­tentó entonces atenazarlo con las piernas y se aferró a él con una deter­minación mortífera, como una mangosta mordiendo a una cobra, mien­tras el ángel procuraba zafarse de él.
Y en ese instante de confusión, con los tres cuerpos enredados entre sí, Peter se dio cuenta de que el cuchillo en su costado estaba suel­to, aferró el mango y, con un grito de dolor, se lo quitó de un tirón con la sensación de que la vida se le marchaba con él. A continuación, reu­nió toda la fuerza que le quedaba y lanzó una cuchillada con la espe­ranza de no matar a Francis sino al ángel. Cuando la punta tocó un cuerpo, Peter la impulsó con toda su fuerza, porque sabía que era su única oportunidad. Rogó que en efecto fuese el ángel.
De repente, el ángel, bien sujeto por Francis, gritó. Fue un sonido agudo, como de otro mundo, que pareció expresar todo el mal que ha­bía hecho a tantas personas, y resonó en las paredes iluminando la os­curidad con la muerte, la agonía y la desesperación. Su propia arma lo había traicionado. Peter se la hundió inexorablemente en el pecho y acertó en el corazón que el ángel jamás creyó necesitar.
Peter decidió aplicar todo lo que le quedaba de fuerza en ese últi­mo esfuerzo y concentró todo el peso de su cuerpo en las dos manos apoyadas sobre el cuchillo, hasta que oyó que el aliento del ángel vi­braba con los estertores de la muerte.
Entonces se echó atrás, jadeó y pensó en las muchas preguntas que quería hacer pero no podía, y cerró los ojos para esperar su final.
Mientras tanto, Francis notó cómo el ángel se ponía rígido y expi­raba entre sus brazos. Permaneció en esa posición, sujetando al hom­bre muerto durante lo que le pareció mucho tiempo, pero que segu­ramente sólo fueron segundos. Sus voces parecían abandonarle en ese momento, junto con sus miedos, sus consejos, sus deseos y sus exi­gencias, y sólo fue consciente de que todo seguía oscuro y su único amigo en el mundo aún respiraba, pero de modo superficial, dificulto­so y cada vez más próximo a la muerte.
Así que apartó a un lado el cuerpo del ángel.
—Aguanta —susurró al oído de Peter, aunque no creyó que el Bombero pudiera oírlo.
Lo agarró por las axilas para tirar de él y, como un niño que ha sol­tado la mano de su madre, despacio y vacilante, empezó a arrastrarlo por el sótano en busca de la luz y la salida, con la esperanza de encon­trar ayuda en alguna parte.

35

El ruido en mi apartamento había ido aumentando de intensidad con el recuerdo, con la rabia. Sentía que el ángel me ahogaba, me ara­ñaba. Los años de silencio se enconaban, y su furia era infinita. Me aco­bardé al sentir sus golpes en la cabeza y los hombros, me desgarraban el corazón y los pensamientos. Yo gritaba y sollozaba, y las lágrimas me resbalaban por la cara, pero nada de lo que decía parecía causar nin­gún efecto ni tener ningún sentido. El ángel era inexorable, imparable. Yo había ayudado a matarlo aquella noche, hacía tantos años, y ahora él había venido a vengarse y sería imposible disuadirlo. Pensé que de­bía de ser lo equitativo, en un sentido perverso. No había tenido nin­gún derecho a sobrevivir aquella noche en los túneles del hospital, y el ángel ahora reclamaba la victoria que en realidad siempre había sido suya. En el fondo, él siempre había estado conmigo y, por mucho que yo hubiera peleado entonces y por mucho que peleara ahora, jamás había tenido ninguna oportunidad frente a su oscuridad.
Me revolví, lancé una silla a su figura fantasmagórica, al otro lado de la habitación, y vi cómo la madera se partía con estrépito. Grité desa­fiante mientras evaluaba los escasos recursos que me quedaban, con la absurda esperanza de que aún lograría terminar mi historia escribien­do en el reducido espacio que, en la parte inferior de la pared, aguarda­ba mis últimas palabras.
Me arrastré por el suelo, igual que aquella noche.
Detrás de mí, oí que llamaban a la puerta de modo repetido y enér­gico. Eran voces que me resultaban conocidas pero lejanas, como si me llegaran desde una gran distancia, a través de alguna divisoria que ja­más conseguiría cruzar. No creí que fuesen reales. Aun así, grité:
¡Marchaos! ¡Dejadme en paz!
Todas esas cosas se habían mezclado en mi mente, y las maldiciones y los gritos del ángel me impedían escuchar los gritos que procedieran de cualquier parte que no fueran los pocos metros cuadrados que confi­guraban mi mundo.
Había tirado de Peter, lo había arrastrado por el sótano para ale­jarnos del cadáver del asesino. Tanteaba el camino y apartaba cualquier obstáculo, sin saber si realmente iba en la dirección adecuada. Cada pa­so recorrido acercaba a Peter a la seguridad, pero también a la muerte, como si fueran dos líneas convergentes trazadas en un gran gráfico, y cuando se encontraran, yo perdería la apuesta y él moriría. Me queda­ban pocas esperanzas de que alguno de los dos fuera a sobrevivir, de modo que, cuando vi que una puerta se abría y que un rayo de luz di­sipaba la oscuridad, hice un último esfuerzo con los dientes apretados. El ángel bramó detrás de mí, pero eso era ahora, porque aquella noche estaba muerto. Alargué la mano hacia la pared y pensé que, aunque fuera a morir al cabo de pocos minutos, por lo menos tenía que contar cómo alcé los ojos y distinguí la inconfundible figura de Negro Grande recortada contra la pequeña franja de luz, y oí su voz llamándome:
¿Francis? ¿Pajarillo? ¿Estás ahí?

—¿Francis? —llamó Negro Grande, de pie en la puerta que daba al sótano de la central de calefacción y suministro eléctrico con su zona de almacén y los túneles que se entrecruzaban bajo los terrenos del hospital. Su hermano estaba a su lado, y el doctor Gulptilil de­trás de ellos—. ¿Pajarillo? ¿Estás ahí?
Antes de que pudiera accionar el interruptor de la luz de la des­vencijada escalera, oyó una voz débil pero conocida entre las sombras.
—Señor Moses, ayúdenos, por favor...
Ninguno de los hermanos dudó. El grito lastimoso y aflautado que rasgó la negrura que había a sus pies les dijo todo lo que necesitaban saber. Bajaron disparados hacia Francis mientras Gulptilil, un poco a regañadientes, localizaba por fin el interruptor y encendía la luz.
Lo que vio, bajo el brillo tenue de una bombilla desnuda, lo dejó de una pieza. Entre los desechos y el equipo abandonado, Francis, cu­bierto de sangre y suciedad, intentaba avanzar tirando de Peter, que pa­recía malherido y se presionaba con la mano una herida sangrante en el costado que había dejado un espantoso rastro rojo en el suelo de ce­mento. Gulptilil se sobresaltó al distinguir a un tercer paciente más al fondo, con los ojos abiertos debido a la sorpresa y la muerte, y con un cuchillo clavado hasta la empuñadura en el pecho.
—¡Dios mío! —exclamó el médico, y se apresuró a reunirse con los Moses, que ya estaban ayudando a Peter y Francis.
. —Estoy bien, estoy bien. Atiéndanlo a él —repetía Francis una y otra vez. Aunque no estaba nada seguro de encontrarse bien, ése era el único pensamiento que el agotamiento y el alivio le permitían tener.
Negro Grande lo captó todo de un vistazo y, tras agacharse junto a Peter, le apartó los jirones de la camisa para comprobar el alcance de su herida. Negro Chico se situó junto a Francis y lo examinó deprisa en busca de posibles heridas, a pesar de sus negativas con la cabeza y sus protestas.
—No te muevas, Pajarillo —le pidió—. Tengo que asegurarme de que estás bien. —A continuación, hizo un gesto hacia el ángel y susu­rró—: Creo que lo has hecho muy bien esta noche. No importa lo que pueda decir nadie.
Cuando comprobó que Francis no estaba malherido, se volvió pa­ra ayudar a su hermano.
—¿Es muy grave? —preguntó Tomapastillas, junto a los dos auxi­liares y con los ojos puestos en Peter.
—Bastante —respondió Negro Grande—. Tiene que ir al hospital enseguida.
—¿Podemos llevarlo arriba? —quiso saber Gulptilil.
El auxiliar se limitó a agacharse y pasar los dos brazos por debajo del cuerpo maltrecho de Peter para levantarlo del suelo y, con un es­fuerzo y un gruñido, lo cargó escaleras arriba hacia la zona principal de la central de calefacción, como un novio que cruzara el umbral con la novia en brazos. Una vez allí, se arrodilló y con cuidado lo dejó en el suelo.
—Tenemos que pedir ayuda enseguida —dijo.
—Ya lo veo —dijo el director médico, que ya había cogido el viejo teléfono negro de disco de un mostrador y marcaba un número—. ¿Seguridad? Soy el doctor Gulptilil. Necesito otra ambulancia. Sí, exacto, otra ambulancia, y la necesito de inmediato en la central de ca­lefacción y suministro eléctrico. Sí, es cuestión de vida o muerte.
Colgó.
Francis había seguido a Negro Grande y estaba junto a su herma­no, que estaba hablando con Peter y le instaba a aguantar y le recorda­ba que la ambulancia ya estaba de camino y que no debía morir esa no­che después de todo lo que había pasado. Su tono tranquilizador provocó una sonrisa en el rostro de Peter, a pesar de todo el dolor, el shock y la sensación de que la vida se le escapaba. Sin embargo, no di­jo nada. El auxiliar se quitó su chaqueta blanca, la dobló y se la colocó como un pañuelo en la herida del costado.
—La ayuda ya está de camino, Peter —le dijo Gulptilil, inclinado hacia él, pero ninguno de los presentes pudo saber si el Bombero lo oyó o no.
Gulptilil suspiró y, mientras esperaban, empezó a evaluar el daño que se había producido esa noche. Afirmar que era un desastre era mi­nimizar los hechos. Sólo sabía que le esperaba una engorrosa serie de informes, investigaciones y preguntas duras que exigirían respuestas difíciles. Tenía una fiscal de camino al hospital local con unas heridas terribles que ningún médico de urgencias iba a mantener en secreto, lo que significaba que tendría un detective en el hospital en cuestión de horas. Tenía un paciente, de considerable fama y de notable interés para gente importante, que se desangraba en el suelo, al borde de la muerte, pocas horas antes de que se le trasladara a otro Estado en se­creto. Y encima tenía un tercer paciente, éste muerto, asesinado sin du­da por el paciente famoso y su amigo esquizofrénico.
Había reconocido a ese tercer paciente y sabía que en su historia clínica se leía claramente de su propio puño y letra: «Retraso profun­do. Catatónico. Diagnóstico reservado. Tratamiento de larga dura­ción.» Sabía también que una anotación mencionaba que había reci­bido varios permisos de fin de semana bajo la custodia de su madre y una tía.
Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que su carrera de­pendía de lo que decidiera hacer en los próximos minutos. Por segun­da vez esa noche, oyó el sonido lejano de una sirena, lo que imprimía urgencia a su decisión.
—Vivirás, Peter —musitó tras suspirar. No sabía si era cierto, pe­ro sí que era importante. A continuación, se dirigió a los hermanos Moses—. Esta noche no ha existido —les dijo con frialdad—. ¿Enten­dido?
Los dos auxiliares se miraron entre sí y asintieron.
—Será difícil que la gente no vea ciertas cosas —replicó Negro Chico.
—Pues tendremos que lograr que vean lo menos posible.
Negro Chico señaló con la cabeza el sótano, donde estaba el cuer­po del ángel.
—Ese cadáver complicará las cosas —dijo en voz baja, como si mi­diera las palabras, consciente de que era un momento importante—. Ese hombre era un asesino.
Gulptilil sacudió la cabeza y le contestó como a un niño de prima­ria, poniendo énfasis en ciertas palabras.
—No hay pruebas reales de eso. Lo único que sabemos es que in­tentó agredir a la señorita Jones esta noche. Por qué motivo, lo ignoro. Y, lo más importante, lo que haya hecho en otras ocasiones, en otros lugares, sigue siendo un misterio. No guarda relación con nosotros, aquí, esta noche. Por desgracia, lo que no es ningún misterio es que fue perseguido y asesinado por estos dos pacientes. Puede que su com­portamiento estuviera justificado... —Dudó, como si esperara que el auxiliar terminara la frase. Pero éste no lo hizo, de modo que Gulpti­lil se vio obligado a hacerlo él mismo—: Pero quizá no. En cualquier caso, habrá detenciones, titulares en los periódicos, tal vez una inves­tigación oficial. Es probable que se presenten cargos. Nada volverá a ser igual durante cierto tiempo... —Hizo una pausa para observar los rostros de los dos hermanos—. Y quizás —añadió en voz baja—, no sean sólo el señor Petrel y el Bombero quienes tengan que enfren­tarse a las acusaciones. Quienes hayan contribuido a permitir esta no­che desastrosa podrían ver en peligro sus empleos... —Esperó de nue­vo para medir el impacto de sus palabras en los dos auxiliares.
—Nosotros no hemos hecho nada malo —repuso Negro Gran­de—. Ni tampoco Francis o Peter...
—Por supuesto —asintió Gulptilil a la vez que sacudía la cabeza—. Moralmente, sin duda. ¿Éticamente? Por supuesto. Pero ¿legalmente? Todo el mundo hizo lo correcto, de eso estoy seguro. Lo entiendo. Pero no estoy tan seguro de cómo otras personas, y me refiero a la policía, percibirán estos hechos tan terribles.
Como los Moses guardaron silencio, Gulptilil prosiguió:
—Hemos de ingeniárnoslas, y lo más deprisa posible. Tenemos que conseguir que esta noche haya pasado lo menos posible —repitió. Y, al decirlo, señaló el sótano con un gesto.
Negro Chico lo entendió, lo mismo que su hermano. Ambos asin­tieron.
—Pero si ese hombre no está muerto —comentó Negro Chico—, entonces no es probable que nadie se fije en Pajarillo ni en el Bombe­ro. Ni en nosotros.
—Correcto —dijo con frialdad el doctor Gulptilil—. Creo que nos entendemos a la perfección.
El auxiliar pareció reflexionar un momento. Se volvió hacia su her­mano y hacia Francis.
—Venid conmigo —dijo—. Todavía tenemos trabajo que hacer.
Los guió de vuelta al sótano, no sin antes dirigirse hacia Gulptilil, que estaba junto a Peter presionándole la herida para contener la he­morragia.
—Debería hacer la llamada —le dijo.
—Dense prisa —asintió el director médico, y se separó de Peter pa­ra regresar al mostrador, donde descolgó el auricular y marcó un nú­mero—. ¿Sí? ¿Policía? —Inspiró hondo y prosiguió—: Soy el doctor Gulptilil, del Hospital Estatal Western. Llamo para informar de que uno de nuestros pacientes más peligrosos se ha escapado del hospital esta noche. Sí, creo que va armado. Sí, puedo darles su nombre y su descripción...
El médico miró a Francis, que se había quedado clavado, y le hi­zo un gesto instándole a que se diera prisa. Fuera, el sonido de la am­bulancia acompañada por el personal de seguridad se acercaba cada vez más.
La lluvia salpicó la cara de Francis, como si desdeñara lo que había pasado, o tal vez para lavar las últimas horas; Francis no estaba seguro. Un fuerte viento zarandeó un árbol cercano, como si lo horrorizara el cortejo fúnebre que pasaba a su lado en plena noche.
Negro Grande iba delante, con el cadáver del ángel cargado a la es­palda como un bulto informe. Su hermano lo seguía con dos palas y un pico. Francis cerraba la comitiva, acelerando el paso cuando Negro Chico lo apremiaba. Oyeron llegar la ambulancia a la central de cale­facción y suministro eléctrico, y en una pared distante Francis vio el reflejo de sus luces de emergencia. También había un coche negro de seguridad, cuyos faros esculpían un arco de luz blanca en las densas sombras de la noche. Pero los tres estaban fuera de su línea visual y avanzaban a oscuras hacia un extremo de los terrenos del hospital.
—No hagáis ruido —pidió Negro Chico innecesariamente.
Francis miró el cielo nocturno y le pareció que podía distinguir ri­cas vetas de ébano, como si algún pintor hubiera decidido que la noche no era lo bastante oscura y hubiera intentado añadir unas pinceladas más gruesas de negro.
Cuando volvió a bajar los ojos, supo adonde iban. No muy lejos estaba el jardín donde habían sembrado flores. Siguió a los hermanos Moses más allá de la desvencijada valla hasta el pequeño cementerio. Una vez allí, Negro Grande hizo deslizar el cadáver hacia el suelo con un gruñido. Cayó con un sonido sordo y Francis pensó que sentiría náuseas pero, para su sorpresa, no fue así. Observó al ángel y pensó que podía haberse cruzado con él en un pasillo, en el comedor o en la sala de estar cientos de veces sin haber sabido quién era en realidad hasta esa noche. No obstante, se dijo que eso no era así, que si alguna vez lo hubiera mirado directamente a los ojos, habría visto en ellos lo mismo que esa noche.
Negro Grande cogió una pala y se situó en un extremo del peque­ño montículo que señalaba dónde se había dado sepultura a Cleo el día anterior. Francis se puso a su lado, cogió el pico y, sin decir palabra, lo levantó por encima de la cabeza y lo clavó en la tierra húmeda. Le sor­prendió la facilidad con que podía remover la tierra blanda de la tum­ba de Cleo. Era como si ella le facilitase las cosas.
Entretanto, los paramédicos tenían que esforzarse por segunda vez en pocas horas. No pasó demasiado rato antes de que los tres oyeran arrancar la ambulancia y recorrer el camino de salida en dirección al hospital más próximo, como había hecho antes, a la misma velocidad vertiginosa, por el mismo camino lleno de baches.
Cuando el aullido de la sirena se desvaneció, se quedaron única­mente con el sonido apagado de las palas y el pico. Seguía lloviendo y el agua los empapaba, pero Francis apenas era consciente de sentirse incómodo, ni siquiera de tener el menor rastro de frío. Se le formaba una ampolla en la mano, pero no hizo caso y siguió descargando el pi­co una y otra vez. Había superado el agotamiento, absorto en lo que estaban haciendo y en la certeza de que todas las pruebas incriminatorias, yacerían bajo tierra.
No supo si tardaron una hora o más en cavar hasta un metro y medio de profundidad, donde el barato ataúd de metal que contenía los restos de Cleo quedó por fin al descubierto. Por un instante, la lluvia re­piqueteó contra la tapa, y Francis esperó extrañamente que el ruido no perturbara el sueño de la reina egipcia. Luego, sacudió la cabeza y pen­só: «Esto le gustaría. Toda emperatriz se merece un esclavo en la otra vida.»
Negro Grande dejó la pala en el suelo y su hermano lo ayudó a le­vantar el cadáver del ángel por las manos y los pies. Tambaleantes en el barro resbaladizo, se acercaron al borde de la tumba y, con un impul­so, dejaron caer al ángel sobre el ataúd con un sonido apagado. Negro Grande dirigió una mirada a Francis, que estaba de pie al borde de la fosa, dubitativo.
—No es necesario decir una oración por este hombre porque nin­guna le servirá de nada allá donde va —le dijo.
Francis asintió.
Después, sin vacilar, los tres hombres cogieron las herramientas y empezaron a rellenar deprisa la tumba, justo cuando la primera luz ti­tubeante del alba empezaba a asomar por el horizonte.

Y eso fue todo.
Me acurruqué hecho un ovillo junto a la pared.
Me estremecí y procuré aislarme del caos que me rodeaba. En un lu­gar situado a kilómetros de distancia se oían gritos y muchos golpes, co­mo si todos los miedos, las dudas y hasta el último ápice de culpa que ha­bía ocultado todos esos años intentaran derribar mi puerta para irrumpir en mi casa. Sabía que debía una muerte al ángel, y que éste había venido a reclamarla. Había contado la historia y no creía tener más derecho a vivir. Cerré los ojos y, sin dejar de oír voces destempla­das y gritos apremiantes, esperé a que se vengara, a sentir la frialdad de su tacto. Me contraje todo lo que pude y oí acercarse pasos frenéticos mientras yo, por fin calmado, esperaba la muerte.





TERCERA PARTEPintura al látex blanca

36

—Hola, Francis.
Entorné los ojos al oír una voz familiar.
—Hola, Peter —respondí—. ¿Dónde estoy?
—En el hospital —dijo con una sonrisa y el habitual brillo des­preocupado en los ojos. Debí de parecer alarmado porque levantó la mano—. No en nuestro hospital, claro. Ése ya no existe. En uno nue­vo. Mucho más agradable que el viejo Western. Echa un vistazo alre­dedor, Pajarillo. Esta vez el alojamiento es bastante mejor, ¿no crees?
Giré despacio la cabeza a la derecha y luego a la izquierda. Estaba tumbado en una cama dura con sábanas limpias y frescas. Un gotero me administraba una solución intravenosa a través de la aguja que te­nía clavada en el brazo, y llevaba una bata de hospital verde pálido. En la pared frente a la cama había un cuadro grande y colorido: un velero blanco surcando las aguas centelleantes de una bahía un bonito día de verano. Un televisor silencioso descansaba en un soporte atornillado a la pared. Y de pronto descubrí una ventana que ofrecía una vista redu­cida pero grata de un cielo azul con tenues nubes altas que curiosa­mente se parecía al cielo del cuadro.
—¿Lo ves? —dijo Peter con un pequeño gesto—. No está nada mal.
—No —admití—. Nada mal.
El Bombero estaba sentado en el borde de la cama, cerca de mis pies. Lo miré de arriba abajo. Estaba cambiado con respecto a la úl­tima vez que lo había visto en mi casa, cuando le colgaban jirones de carne, la sangre le manchaba la cara y la suciedad le oscurecía la sonri­sa. Ahora llevaba el mono azul que yo recordaba del día que nos conocimos, frente al despacho de Gulptilil, y la misma gorra de los Bos­ton Red Sox.
—¿Estoy muerto? —le pregunté.
Meneó la cabeza y esbozó una ligera sonrisa.
—No —respondió—. Pero yo sí.
Una oleada de pesar me ascendió hasta la garganta y ahogó las pa­labras que quería decir.
—Lo sé —conseguí articular—. Lo recuerdo.
—No fue el ángel, ¿sabes? —sonrió Peter de nuevo—. ¿Tuve algu­na vez la ocasión de darte las gracias, Pajarillo ? Me habría matado si no hubiera sido por ti. Y habría muerto si no me hubieras arrastrado y lo­grado que los hermanos Moses consiguieran ayuda. Te portaste muy bien conmigo, Francis, y te lo agradecí, aunque nunca tuve ocasión de decírtelo. —Suspiró; sus palabras reflejaban cierta tristeza.
«Deberíamos haberte escuchado desde un principio, pero no lo hi­cimos, y eso nos costó muy caro. Tú sabías dónde y qué buscar. Pero no prestamos atención. —Se encogió de hombros.
—¿Te dolió? —pregunté.
—¿Qué? ¿No escucharte?
—No. —Agité la mano—. Ya sabes a qué me refiero.
—¿Morir? —Peter rió—. Creía que sí, pero, la verdad, no dolió ca­si nada. O por lo menos no mucho.
—Vi tu foto en un periódico hace un par de años, cuando ocurrió. Era tu foto, pero el nombre era otro. Decía que estabas en Montana. Pero eras tú, ¿verdad?
—Por supuesto. Un nuevo nombre. Una nueva vida. Pero los mis­mos problemas de siempre.
—¿Qué pasó?
—Fue una estupidez. No era un incendio grande, y sólo tenía­mos un par de dotaciones trabajando en él; todos creíamos que lo teníamos dominado. Habíamos preparado cortafuegos toda la maña­na. Estábamos a sólo unos minutos de declararlo controlado y mar­charnos, pero de pronto el viento cambió. Empezó a soplar con fuerza. Dije a los hombres que corrieran a ponerse a salvo. Oíamos el fuego detrás de nosotros, propagado por el viento. Produce un ruido ensorde­cedor, casi como si te persiguiera un tren a toda velocidad. Todo el mundo logró escabullirse, salvo yo. Podría haberlo conseguido si uno de los hombres no se hubiera caído y yo no hubiese regresado a buscarlo. Así que ahí estábamos, con sólo una manta ignífuga para pro­tegernos. Se la cedí para que pudiera sobrevivir y traté de salir por piernas aunque sabía que no podría. Al final, el fuego me atrapó. Mala suerte, supongo, pero resultó extrañamente adecuado. Por lo menos, los periódicos me llamaron héroe, aunque yo no me sentí tan heroico. Aquello era más bien lo que había estado esperando y, quizá, lo que me merecía. Como si por fin todo se hubiera compen­sado.
—Podrías haberte salvado —dije.
—Me había salvado otras veces —comentó encogiéndose de hom­bros—. Y también me habían salvado. Como hiciste tú, sobre todo. Si no me hubieras salvado, entonces no habría podido estar ahí para sal­var a aquel hombre. De modo que todo encajaba, más o menos.
—Pero te echo de menos —aseguré.
—Lo sé —sonrió Peter—. Pero ya no me necesitas. De hecho, nun­ca me necesitaste, Francis. Ni siquiera el día que nos conocimos, pero entonces no podías verlo. Quizás ahora puedas.
No estaba seguro de eso, pero no dije nada, hasta que recordé por qué estaba en el hospital.
—Pero ¿y el ángel? Volverá.
Peter negó con la cabeza y bajó la voz.
—No, Pajarillo. Recibió su merecido hace veinte años. Tú lo ven­ciste entonces y volviste a vencerlo ahora. Se ha ido para siempre. No te molestará, ni a ti ni a nadie más, excepto en los malos recuerdos de ciertas personas, que es donde le corresponde estar y donde tendrá que permanecer. No es perfecto, claro, ni del todo diáfano y agradable. Mas así son las cosas: dejan huella pero seguimos adelante. Sin embargo, tú te has librado. Te lo aseguro.
No sabía si creérmelo.
—Volveré a estar solo —me quejé.
Peter rió. Fue una carcajada sonora, pura, natural.
—Pajarillo, Pajarillo, Pajarillo —dijo, y meneó la cabeza con cada palabra—. Nunca has estado solo.
Alargué la mano para tocarlo, para comprobar que lo que decía era cierto, pero Peter el Bombero se desvaneció, desapareció de la cama de aquel hospital, y yo volví a sumirme lentamente en un sueño apacible.
Pronto averigüé que las enfermeras de este hospital no tenían apo­do. Eran agradables y eficientes, pero serías. Me comprobaban el sue­ro del brazo y, cuando me lo quitaron, controlaban la medicación que recibía y registraban cada fármaco en una tablilla que colgaba de la pared junto a la puerta. No parecía que en este hospital alguien pudie­ra esconderse las pastillas en la boca, así que me tragaba diligentemen­te lo que me daban. A menudo, me hablaban sobre esto o aquello, el tiempo que hacía y cómo había dormido la noche anterior. Pero sus preguntas no eran vanas. Por ejemplo, nunca preguntaban si prefería la gelatina verde o la roja, si me apetecía tomar galletas integrales y zu­mo antes de dormir o si prefería un programa de televisión u otro. Querían saber concretamente si tenía la garganta seca, si había tenido náuseas o diarrea, o si me temblaban las manos y, sobre todo, si había oído o visto algo que no estuviese ahí realmente.
No les mencioné la visita de Peter. No era lo que querrían oír, y él ya no volvió más.
Una vez al día, venía el médico residente y hablábamos unos mi­nutos sobre cosas corrientes. Pero no eran realmente conversaciones como las de un par de amigos, ni siquiera de dos desconocidos que se encuentran por primera vez, con cortesías y saludos. Pertenecían a un ámbito en que se me evaluaba. El residente era como un sastre que iba a confeccionarme un traje nuevo antes de que yo saliera al mundo, salvo que se trataba ó z prendas que vestía por dentro, no por fuera.
El señor Klein, mi asistente social, vino un día. Me dijo que había tenido mucha suerte.
Mis hermanas vinieron otro día. Me dijeron que había tenido mu­cha suerte.
También lloraron un poco y me contaron que mis padres querían visitarme, pero que eran demasiado mayores y no podían, lo que no creí pero fingí que sí. Les dije que no me importaba en absoluto, lo que pareció animarlas.
Una mañana, después de que me hubiera tragado la dosis diaria de pastillas, la enfermera me miró con una sonrisa y comentó que debería cortarme el pelo, porque me iba a casa.
—Hoy es un gran día, señor Petrel —dijo—. Le van a dar de alta.
—¡Uau! —exclamé.
—Pero antes tiene un par de visitas —anunció.
—¿Mis hermanas?
Se acercó tanto que pude aspirar la frescura perfumada de su uni­forme blanco almidonado y su cabello recién lavado.
—No —contestó con un susurro—. Visitas importantes. No tiene idea, señor Petrel, de cuánta gente siente curiosidad por usted. Es el misterio más grande del hospital. Teníamos órdenes de muy arriba de que le diésemos la mejor habitación y el mejor tratamiento. Todo a car­go de personas misteriosas a las que nadie conoce. Y hoy vendrá un personaje importante en una limusina negra para llevarlo a casa. Usted es alguien muy importante, señor Petrel. Un famoso. O al menos eso cree la gente.
—No —repuse—. No soy nadie especial.
—Es demasiado modesto. —Sonrió, y sacudió la cabeza.
Tras ella, la puerta se abrió, y el residente psiquiátrico asomó la ca­beza.
—Señor Petrel —saludó—. Tiene visitas.
Dirigí la mirada hacia la puerta y oí una voz familiar.
—¿Pajarillo? ¿Cómo te va?
Y a continuación otra.
—Pajarillo, ¿estás causando problemas a alguien?
El psiquiatra se hizo a un lado y los hermanos Moses entraron en la habitación.
Negro Grande parecía aún más grande si cabe. Tenía una cintura enorme que parecía fluir como un océano hacia una gran barriga, unos brazos gruesos y unas piernas como columnas. Llevaba un traje con chaleco azul de raya diplomática que, aunque no soy un experto, me pareció muy caro. Su hermano iba igual de elegante, con zapatos de charol que reflejaban las luces del techo. Los dos tenían algunas canas, y el menor llevaba unas gafas de montura dorada que le conferían un cierto aspecto de intelectual. Pensé que habían cambiado la juventud por fortuna y autoridad.
—Hola —les dije.
Ambos hermanos se situaron a cada lado de la cama. Negro Gran­de me dio unas palmaditas en el hombro con su manaza.
—¿Te encuentras mejor, Pajarillo? —preguntó.
Me encogí de hombros, pero tal vez no estaba dando una muy bue­na impresión, así que añadí:
—Bueno, no me gustan todos los fármacos, pero creo que estoy bastante mejor.
—Nos tenías preocupados —afirmó Negro Chico—. Muy asus­tados.
—Cuando te encontramos —comentó su hermano en voz baja—, no estábamos seguros de que lo superaras. Estabas muy mal, Pajarillo. Hablabas con alguien invisible, lanzabas cosas, peleabas y gritabas. Da­ba miedo.
—Tuve algunos días difíciles.
—Todos hemos vivido malos momentos —asintió Negro Chico—. Nos asustaste mucho.
—No sabía que erais vosotros quienes iban a buscarme—indiqué.
—Bueno —sonrió Negro Grande, y dirigió una mirada a su her­mano—, no es algo que hagamos mucho ahora. No como en los viejos tiempos, cuando éramos jóvenes y trabajábamos en el viejo hospital a las órdenes de Tomapastillas. Ya no. Recibimos la llamada y fuimos co­rriendo, y nos alegramos mucho de haber llegado antes de que tú, bue­no, ya sabes.
—¿Me suicidara?
—Si quieres hablar sin rodeos, Pajarillo —sonrió—, sí, exacto.
Me recosté en las almohadas y los miré.
—¿Cómo supisteis...?
—Te vigilamos desde hace cierto tiempo, Pajarillo. —Negro Chi­co meneó la cabeza—. Recibíamos informes regulares sobre tus pro­gresos del señor Klein, del centro de tratamiento. Llamadas de la fa­milia Santiago, tus vecinos, que han colaborado mucho. La policía local, algunos empresarios locales, todos ellos nos echaban una mano. Te vigilaban, Pajarillo, año tras año. Me sorprende que no lo supieras.
—No tenía idea. —Sacudí la cabeza—. Pero ¿ cómo conseguisteis... ?
—Muchas personas nos deben favores —respondió Negro Chi­co—. Y hay mucha gente que desea estar a buenas con el sheriff del condado. —Señaló con la cabeza a su hermano—. O con un concejal —se señaló a sí mismo e hizo una pausa—. O con una jueza federal que tiene verdadero interés en el hombre que ayudó a salvarle la vida una noche terrible hace muchos años.
Nunca había ido en limusina, y menos en una conducida por un policía uniformado. Negro Grande me enseñó a subir y bajar las ven­tanillas con un botón, y también dónde estaba el teléfono. Me preguntó si quería llamar a alguien, a expensas de los contribuyentes, por su­puesto, pero no se me ocurrió nadie con quien quisiera hablar. Negro Chico dio al chofer mi dirección y luego me tendió una bolsa azul que contenía ropa limpia que mandaban mis hermanas.
Cuando enfilamos mi calle, vi otro coche de aspecto oficial esta­cionado delante de mi edificio. Un chofer con traje negro esperaba de pie junto a la puerta. Parecía conocer a los hermanos Moses, por­que cuando salieron de la limusina, se limitó a señalar la ventana de mi casa.
—Está arriba —comentó.
Subí el primero hasta el primer piso.
La puerta que los hermanos Moses y el personal sanitario de la ambulancia habían arrancado de sus bisagras estaba arreglada, pero abierta de par en par. Entré en el apartamento y lo vi limpio, ordenado y restaurado. Noté olor a pintura reciente y comprobé que los elec­trodomésticos de la cocina eran nuevos. Entonces de pronto vi a Lucy de pie en medio de la sala, apoyada en un bastón de aluminio. Su cabe­llo relucía, negro pero con los bordes algo plateados, como si tuviese la misma edad que los Moses. La cicatriz de la cara se había difumina-do con el paso de los años, pero sus ojos verdes y su belleza seguían tan impresionantes como el día que la conocí. Sonrió cuando me acerqué a ella y me tendió la mano.
—Oh, Francis —dijo—, nos tenías tan preocupados. Ha pasado mucho tiempo. Me alegro de volver a verte.
—Hola, Lucy —saludé—. He pensado en ti a menudo.
—Y yo también en ti, Pajarillo.
Me quedé clavado, casi como la primera vez que la vi. Siempre re­sulta difícil hablar, pensar o respirar en determinados momentos, so­bre todo cuando hay tantos recuerdos latentes, detrás de cada palabra, de cada mirada y de cada contacto.
Tenía muchas cosas que preguntarle, pero me limité a decir:
—Lucy, ¿por qué no salvaste a Peter?
—Ojalá hubiera podido. —Sonrió con arrepentimiento y sacudió la cabeza—. Pero el Bombero necesitaba salvarse él mismo. Yo no po­día hacerlo. Ni ninguna otra persona. Sólo él.
Suspiró y observé que la pared situada tras ella, donde estaban reu­nidas todas mis palabras, permanecía intacta. Las líneas escritas subían y bajaban, los dibujos sobresalían, la historia estaba toda ahí, tal como la noche en que el ángel había ido finalmente por mí, pero yo me había zafado de él. Lucy siguió mis ojos y se giró hacia la pared.
—Un gran esfuerzo —comentó.
—¿Lo has leído?
—Sí. Todos lo hemos hecho.
No dije nada, porque no sabía qué decir.
—Lo que describes podría perjudicar a ciertas personas, ¿sabes?
—¿Perjudicar?
—Reputaciones. Carreras. Esa clase de cosas.
—¿Es peligroso?
—Podría serlo.
—¿Qué debo hacer? —pregunté.
—No puedo responder eso por ti, Pajarillo. —Sonrió de nuevo—. Pero te he traído varios regalos que tal vez te sirvan para tomar una de­cisión.
—¿Regalos?
—Imagino que, a falta de una palabra mejor, podrías llamarlos así. —Hizo un gesto con la mano hacia una simple caja de cartón marrón situada junto a la pared.
Me acerqué y de su interior saqué varios objetos.
Unos blocs gruesos, una caja de lápices del número 2 con gomas de borrar, dos latas de pintura al látex blanca, un rodillo, una bandeja y una brocha grande.
—¿Sabes qué pasa, Pajarillo? —dijo Lucy, midiendo sus palabras con la precisión de un juez—. Cualquiera podría entrar aquí y leer lo que has escrito en la pared. Y podría interpretarlo de vanas formas, y una de ellas sería preguntarse cuántos cadáveres hay enterrados en el cementerio del viejo hospital. Y cómo llegaron ahí esos cadáveres.
Asentí.
—Sin embargo, Francis, ésta es tu historia y tienes todo el derecho a contarla. De ahí los blocs, que ofrecen un poco más de permanencia y más intimidad que las palabras escritas en una pared. Algunas ya están empezando a borrarse y es probable que, muy pronto, sean ilegibles.
Era verdad.
Lucy sonrió y se dispuso a añadir algo más, pero se detuvo. En lu­gar de eso, se inclinó y me besó en la mejilla.
—Me alegro de volver a verte, Pajarillo —dijo—. Cuídate mejor de ahora en adelante.
Y, dicho esto, se marchó cojeando, apoyándose en el bastón y arrastrando la pierna derecha, inservible, como ingrato recuerdo de aquella noche. Los hermanos Moses la observaron un momento y lue­go, sin decir nada, me estrecharon la mano y la siguieron.
Una vez a solas, me volví hacia la pared. Mis ojos recorrieron veloces todas las palabras escritas y, mientras leía, preparé con cuida­do los lápices y los blocs. Sin dudar más de unos segundos, copié de­prisa desde el principio:

Francis Xavier Petrel llegó llorando al Hospital Estatal Western en una ambulancia. Llovía con intensidad, anochecía deprisa, y tenía los brazos y las piernas atados. Con sólo veintiún años, estaba más asusta­do de lo que había estado en su corta y hasta entonces relativamente monótona vida...

Pensé que la pintura al látex blanca podría esperar un par de días.