La historia del loco - John Katzenbach (Parte 1)



La historia del loco
John Katzenbach

Querido lector,
En algún momento, a mitad del libro que estoy escribiendo, me viene de repente a la cabeza la idea del siguiente proyecto; desconectada, inconexa y, a veces, sin venir a cuento. De modo extraño, las ideas se me ocurren tal como a Francis Petrel, el protagonista y curioso narrador de La historia del loco.
Francis está, por supuesto, como una cabra. Pero yo, por fortuna, no.
El gran desafío al que se enfrentan todos los escritores de novelas de sus­pense consiste en cómo distinguirse. A veces, da la impresión de que vivimos en un mundo donde la verdad está hecha a la medida de la conveniencia; lo que hoy parece un hecho mañana puede convertirse en una pregunta. Se pa­rece un poco al mundo del hospital psiquiátrico donde mi personaje está recluido. Un lugar de delirios, fantasías y alucinaciones, donde, en el fondo, algo muy malvado amenaza los delgados hilos de la vida.
—Por qué son tan distintos sus libros? —preguntó el mismo alumno. —No sé —contesté—. No me gusta contar la misma historia una y otra vez.
Por lo menos, La historia del loco es diferente: la historia de un asesinato que transcurre en un hospital a finales de la década de 1970 y que está narra­da veinte años después, con lo que eso conlleva, por un esquizofrénico que lo presenció todo. ¿Y qué es lo que recuerda? Atrapado en un mundo de sueños alocados y pensamientos díscolos, Francis Petrel es el héroe más in­sólito que he creado, porque debe luchar contra un asesino implacable a la vez que lucha contra sí mismo.
Espero que La historia del loco le resulte una lectura tan absorbente como su escritura lo fue para mí.
Atentamente,
John Katzenbach




PRIMERA PARTE
El narrador poco fiable

Ya no oigo mis voces, de modo que ando un poco perdido. Sospe­cho que sabrían contar mucho mejor esta historia. Por lo menos, ten­drían opiniones, sugerencias e ideas definidas sobre lo que debería ir al principio, al final y en medio. Me indicarían cuándo añadir detalles, cuándo omitir información superflua, qué es importante y qué es tri­vial. Después de tanto tiempo, no recuerdo muy bien las cosas y me re­sultaría muy útil su ayuda. Pasaron muchas cosas, y me cuesta saber dónde situar qué. Y a veces no estoy seguro de que algunos incidentes que recuerdo con claridad ocurrieran de verdad. Un recuerdo que pa­rece sólido como una piedra, acto seguido me resulta tan vaporoso como una neblina. Ése es uno de los principales problemas de estar loco: nunca estás seguro de las cosas.
Durante mucho tiempo creí que todo había empezado con una muerte y terminado con otra, como un buen par de sujetalibros, pero ahora ya no estoy tan seguro. Quizá lo que realmente puso todo en movimiento tantos años atrás, cuando yo era joven y estaba loco de verdad, fue algo más insignificante o más efímero, como unos celos ocultos o una rabia reprimida, o más universal y permanente, como la posición de las estrellas en el cosmos, la fuerza de las mareas o el mo­vimiento rotatorio del planeta. Sé que algunas personas murieron, y yo tuve la suerte de no unirme a ellas, lo que fue una de las últimas obser­vaciones que hicieron mis voces antes de abandonarme para siempre.
Ahora, en lugar de su agotadora cacofonía, tengo medicamentos para prevenir su regreso. Una vez al día tomo diligentemente un psicotrópico, una pastilla oblonga de color azul que me deja la boca tan seca que, cuando hablo, sueno como un viejo fumador empedernido o como un sediento desertor de la Legión Extranjera que ha cruzado el Sahara y suplica un sorbo de agua. Le sigue de inmediato un eleva­dor del ánimo de sabor amargo para combatir la esporádica depresión perversa y suicida en la que, según dice mi asistente social, es probable que me suma en cualquier momento con independencia de cómo me sienta. De hecho, creo que podría entrar en su despacho dando botes de alegría y exaltación por el rumbo positivo de mi vida, y ella seguiría preguntándome si he tomado la dosis diaria. Esta pastillita cruel me es­triñe y me hincha por retención de líquidos, como si llevara puesto un manguito de medir la tensión arterial ceñido en la cintura en lugar del brazo izquierdo. Así que tengo que tomar un diurético y también un laxante para aliviar esos síntomas. El diurético me provoca una migra­ña terrible, como si alguien especialmente cruel me golpeara la frente con un martillo; combato ese efecto secundario con analgésicos con codeína mientras corro hacia el lavabo para resolver el otro. Y, cada dos semanas, me inyectan un potente agente antipsicótico en el ambulatorio, donde me bajo los pantalones ante una enfermera que siempre sonríe de la misma forma y me pregunta en un tono idéntico cómo estoy, a lo que yo contesto que bien, tanto si lo estoy como si no, porque tengo bastante claro, incluso a través de las diversas nieblas de la locura, de cierto cinismo y de los fármacos, que le importa un comino pero lo considera parte de su trabajo. El problema es que el antipsicótico, que me impide toda clase de conducta maligna o despreciable, o al menos eso me dicen, también me produce un ligero temblor en las manos, como si fuera un nervioso defraudador que se enfrenta a un inspector de Ha­cienda. También me provoca un ligero rictus en las comisuras de los labios, de modo que tengo que tomar un relajante muscular para im­pedir que la cara se me convierta en una máscara que asuste a los niños del vecindario. Todos estos mejunjes me recorren a su aire las venas y me atacan varios órganos inocentes, y probablemente embotados, cuan­do se dirigen a calmar los irresponsables impulsos eléctricos que se me disparan en la cabeza como a muchos adolescentes revoltosos. A veces me siento como si mi imaginación fuera un dominó incontrolable que ha perdido de repente el equilibrio, se tambalea adelante y atrás y lue­go se desploma contra las demás fuerzas de mi cuerpo, lo que desata una potente reacción en cadena, clic clic clic, en mi interior.   .
Era más fácil, con mucho, cuando aún era joven y lo único que te­nía que hacer era escuchar las voces. La mayoría de las veces ni siquiera eran tan malas. En aquella época solían ser tenues como ecos que se desvanecen por un valle, o como los susurros que se oyen cuando unos niños comparten un secreto en el cuarto de juegos, aunque cuando las cosas se ponían tensas su volumen aumentaba deprisa. Normalmente, mis voces no eran demasiado exigentes. Eran más bien sugerencias, consejos, preguntas perspicaces. A veces un poco rezongonas, como una tía abuela solterona con la que nadie sabe muy bien qué hacer en una comida familiar, pero que aun así es invitada y que, de vez en cuando, suelta algo grosero, disparatado o políticamente incorrecto, pero a la que na­die hace demasiado caso.
En cierto sentido, las voces me hacían compañía, en especial las muchas ocasiones en que no tenía amigos.
Tuve dos amigos, una vez, y fueron parte de la historia. Antes creía que eran la parte más importante, pero ya no estoy tan seguro.
A varios de los que conocí durante lo que me gusta considerar mis años de verdadera locura les fue peor que a mí. Sus voces les gritaban órdenes como los sargentos de instrucción de los marines, esos que lle­van sombreros marrón verdoso de ala ancha y rígida calados hasta las cejas, de modo que por detrás se les puede ver la cabeza pelada.
«¡Mué­vete! ¡Haz esto! ¡Haz lo otro!».
O peor: «Suicídate».
O peor aún: «Mata a alguien».
Las voces que chillaban a esos tipos procedían de Dios, de Jesús, de Mahoma, del perro del vecino, de su tío abuelo fallecido, de extraterrestres, de un coro de arcángeles o de un coro de demonios. Esas voces eran insistentes, imperativas e intransigentes y yo reconocía, por la rigidez que reflejaba la mirada de esas personas y la tensión que les agarrotaba los músculos, que oían algo bastante fuerte y machacón, y que rara vez auguraba nada bueno. En momentos así, me iba y espera­ba cerca de la puerta o en el otro lado de la sala de estar común, porque era probable que ocurriera algo desafortunado. Se parecía a un conse­jo que recordaba del colegio, una de esas cosas curiosas que se te gra­ban: en caso de terremoto, el mejor sitio para esconderse es el umbral de una puerta, porque la estructura de la abertura es arquitectónica­mente más fuerte que una pared y hay menos riesgo de que se te de­rrumbe en la cabeza. Así pues, cuando veía que la turbulencia de otro paciente se volvía explosiva, encontraba el umbral donde tendría más probabilidades de supervivencia. Y, una vez ahí, escuchaba mis propias voces, que solían parecer cuidar de mí y casi siempre me advertían cuándo irme y esconderme. Tenían un curioso instinto de conservación, y si no les hubiese contestado en voz alta de modo tan obvio cuando era joven y aparecieron, jamás me habrían diagnosticado y recluido. Pero eso es parte de la historia, aunque no la más importante ni mucho me­nos. Aun así, las echo extrañamente de menos, porque ahora estoy muy solo.
Resulta muy duro, en los tiempos que vivimos, estar loco y ser de mediana edad.
O ya no estarlo, pero sólo mientras siga tomando las pastillas.
Ahora me paso los días en busca de movimiento. No me gusta lle­var una vida sedentaria. Así que ando a paso rápido por la ciudad, des­de los parques a las zonas comerciales e industriales, mirando y obser­vando pero sin detenerme. O busco actividades en las que haya mucho movimiento ante mis ojos, como un partido de fútbol americano o de baloncesto. Si ocurre algo ajetreado delante de mí, puedo descansar. Si no, mis pies siguen adelante —cinco, seis, siete o más horas al día—. Una maratón diaria que me gasta las suelas y me mantiene delgado y vigoroso. En invierno calzo unas botas rígidas y repiqueteantes del Ejército de Salvación. El resto del año llevo zapatillas de deporte que obtengo en la tienda de material deportivo. Cada pocos meses, el pro­pietario me pasa un par del cuarenta y cinco de algún modelo que ya no tiene salida, y así sustituyo el que se me ha quedado hecho jirones en los pies.
A principios de primavera, tras el primer deshielo, me dirijo hacia las cascadas, donde hay una escalera para peces, y cada día trabajo como voluntario para registrar el regreso del salmón a la cuenca del río Connecticut. Eso me exige observar cómo infinitos litros de agua fluyen por la presa, y ver de vez en cuando cómo un pez remonta la corriente, impulsado por un potente instinto de volver a su lugar de nacimiento, donde, en el mayor misterio, desovará a su vez y morirá. Admiro al sal­món porque comprendo lo que significa ser empujado por fuerzas que los demás no pueden ver, sentir ni oír, y percibir la obligación de un deber más importante que uno mismo. Son peces psicóticos. Tras años de recorrer tan felices el ancho océano, oyen una poderosa voz interior que los impele a iniciar este viaje imposible hacia su propia muerte. Per­fecto. Me gusta pensar que los salmones están tan locos como yo antes. Cuando veo uno, hago una anotación a lápiz en un formulario que me proporciona el Wildlife Service estatal y a veces susurro un saludo: «Ho­la, hermano. Bienvenido a la sociedad de los locos.»
Es fácil detectar a los peces, porque son esbeltos y tienen los cos­tados plateados debido a sus largos viajes por el salado océano. Es una presencia brillante en el agua reluciente, invisible al ojo inexperto, casi como una fuerza invisible que pasa por la ventanita desde donde vigilo. Casi noto la llegada del salmón antes de que aparezca al pie de la esca­lera para peces. Contar peces es algo satisfactorio, aunque pueden pasar horas sin que llegue uno, y nunca hay los suficientes para complacer a los del Wildlife Service, que comprueban el número de los que han re­gresado y sacuden la cabeza, frustrados. Pero la ventaja de mi capaci­dad para detectarlos se traduce en otras. Mi jefe del Wildlife Service llamó a la policía local para informarle de que yo era totalmente ino­fensivo, aunque siempre me he preguntado cómo lo dedujo y tengo sinceras dudas sobre su veracidad general. De modo que me toleran en los partidos de fútbol y otros actos, y ahora, realmente, aunque no pue­da decirse que sea bienvenido en esta antigua ciudad industrial, por lo menos soy aceptado. No se cuestiona mi rutina, y más que loco, me consideran excéntrico, lo que, como he averiguado con los años, es un estatus bastante seguro.
Vivo en un pequeño apartamento de un dormitorio gracias a un subsidio del Estado. Está amueblado en lo que yo llamo estilo moder­no encontrado en la calle. Mi ropa procede del Ejército de Salvación o de alguna de mis dos hermanas menores, que viven a un par de ciu­dades de distancia y que, de vez en cuando, por algún extraño senti­miento de culpa que no comprendo, sienten la necesidad de hacer algo por mí vaciando los armarios de sus maridos. Me compraron un tele­visor de segunda mano que apenas veo y una radio que rara vez escu­cho. Me visitan cada pocas semanas para traerme comida casera, me­dio solidificada, en recipientes de plástico, y pasamos un rato hablando con incomodidad, sobre todo de mis padres, a quienes ya no les apete­ce demasiado verme porque soy un recordatorio de las esperanzas per­didas y la amargura que la vida puede proporcionar de modo tan ines­perado. Lo acepto e intento mantener las distancias. Mis hermanas se ocupan del pago de las facturas de la calefacción y la luz. Se aseguran de que me acuerde de cobrar los escasos cheques que llegan desde di­versos organismos estatales de ayuda. Comprueban que haya tomado toda la medicación. A veces lloran, creo, al ver lo cerca que vivo de la desesperación, pero ésa es la impresión que ellas tienen, no la mía, por­que en realidad yo me siento bastante cómodo. Estar loco te proporcio­na una visión interesante de la vida. Sin duda, te lleva a aceptar mejor ciertas cosas que te ocurren, excepto las veces en que los efectos de la medicación se pasan un poco y me siento muy inquieto y enojado por el modo en que me ha tratado la vida.
Pero la mayoría del tiempo, aunque no sea feliz, por lo menos ten­go conciencia de las cosas.
Y mi existencia tiene detalles fascinantes, como lo mucho que me he dedicado a estudiar la vida en esta ciudad. Resulta sorprendente cuánto he aprendido en mis recorridos diarios. Voy con los ojos abier­tos y los oídos atentos y capto toda clase de informaciones. Desde que me dieron de alta del hospital, después de que pasaran en él todas las cosas que iban a pasar, me valgo de lo que aprendo, es decir, soy ob­servador. Gracias a mis recorridos diarios he llegado a saber quién tie­ne una aventura escabrosa con qué vecino, qué marido se va de casa, quién bebe demasiado, quién pega a sus hijos. Sé qué negocios tienen dificultades y quién ha heredado dinero de sus padres o quién lo ha ga­nado con un billete de lotería agraciado. Descubro qué adolescente anhela una beca de fútbol americano o de baloncesto para ir a la uni­versidad, y qué adolescente irá unos meses a visitar a alguna tía lejana para afrontar un embarazo indeseado. He llegado a saber qué policías te dan un respiro y cuáles son rápidos con la porra o las multas, según el caso. Y también hay todo tipo de observaciones menores que tienen que ver con quién soy y en quién me he convertido, como por ejemplo, la peluquera que al final del día me hace señas para que entre a cortarme el pelo —para estar más presentable durante mis recorridos diarios— y después me da cinco dólares de las propinas de la jornada, o el en­cargado del McDonald's local, que, cuando me ve pasar, me da una bol­sa de hamburguesas y patatas fritas, y que sabe que me gustan los batidos de vainilla y no los de chocolate. Estar loco y caminar por la calle es la forma más clara de ver la naturaleza humana; puedes observar cómo la ciudad fluye, como hago con el agua en la escalera para peces.
Y no es que sea un inútil. Una vez vi abierta una puerta de una fá­brica a una hora impropia y busqué a un policía, que se llevó todo el mérito por el robo que impidió. Pero la policía me entregó un certifi­cado cuando anoté la matrícula de un conductor que tras atropellar a un ciclista se dio a la fuga una tarde de primavera. En otra ocasión actualicé eso de entre-ellos-se-conocen, cuando al cruzar un parque lleno de niños que jugaban me fijé en un hombre que me dio mala es­pina. Tiempo atrás, mis voces lo habrían observado y me habrían aler­tado, pero esta vez me encargué yo solo de mencionárselo a la joven maestra de preescolar que estaba leyendo una revista sentada en un banco a diez metros del cajón de arena y de los columpios sin prestar atención a los pequeños. Resultó que el hombre había salido de la cár­cel hacía poco y era un delincuente sexual habitual.
Esa vez no me dieron ningún certificado, pero la maestra hizo que los niños me regalaran un dibujo de ellos mismos jugando y con la pa­labra «gracias» escrita con esa letra extraordinariamente alocada que tie­nen los niños antes de que los carguemos de razones y opiniones. Me llevé el dibujo a casa y lo colgué de la pared, sobre la cabecera de la ca­ma, donde aún sigue. Mi vida es gris, y el dibujo me recuerda los colo­res que podría haber tenido si no hubiera seguido el camino que me condujo hasta aquí.
Éste es, más o menos, el resumen de mi existencia actual. Un hom­bre en la periferia de la cordura.
Y sospecho que me habría limitado a pasar el resto de mis días de este modo, sin haberme molestado en contar lo que sé sobre todos aquellos hechos que presencié, si no hubiera recibido una carta oficial.
Era un sobre sospechosamente grueso con mi nombre mecanogra­fiado. Destacaba entre el habitual montón de folletos y de cupones de descuento de las tiendas de ultramarinos. No recibes demasiada co­rrespondencia personal cuando vives tan aislado como yo, así que cuando llega algo fuera de lo corriente, te apresuras a examinarlo. Aparté el correo basura y abrí el sobre, lleno de curiosidad. Lo prime­ro que observé fue que habían escrito bien mi nombre.
Estimado señor Francis X. Petrel:
Empezaba bastante bien. El problema de tener un nombre de pila que se comparte con el sexo opuesto es que genera confusión. Más de una vez he recibido cartas del seguro médico porque no dispone de los resultados de mi último frotis cervical o preguntando si me he hecho alguna mamografía. He dejado de intentar corregir estos errores in­formáticos.
El Comité de Conservación del Hospital Estatal Western le ha identificado como uno de los últimos pacientes que fueron dados de alta de esta institución antes de que cerrara sus puertas perma­nentemente hace unos veinte años. Como tal vez sepa, existe un proyecto para convertir parte de los terrenos del hospital en un mu­seo y el resto cederlo para urbanizar. Como parte de ese esfuerzo, el Comité patrocina un «examen» de un día de duración del hospi­tal, su historia, el importante papel que desempeñó en este Estado y el enfoque actual sobre el tratamiento de los enfermos mentales. Le invitamos a acudir el próximo día. Hay previstos seminarios, discursos y diversiones. Le adjuntamos un programa de actos pro­visional. Si puede asistir, le rogamos que se ponga en contacto lo antes posible con la persona indicada a continuación.
Eché un vistazo al teléfono y al nombre, cuyo cargo era copresidenta del Consejo de Conservación. Ojeé la información adjunta, que consistía en la lista de actividades previstas para ese día. Incluían, co­mo decía la carta, discursos de políticos cuyos nombres reconocí, incluso el lugarteniente del gobernador y el líder de la oposición en el Senado. Habría grupos de debate, moderados por médicos e historia­dores sociales de varias universidades cercanas. Me llamó la atención una sesión titulada «La realidad de la experiencia del hospital — Una presentación», seguida del nombre de alguien a quien pensé que podría recordar de mi época en el hospital. La celebración terminaría con un interludio musical a cargo de una orquesta de cámara.
Dejé la invitación en la mesa y la contemplé un momento. Mi pri­mer impulso fue echarla al cubo de la basura, pero no lo hice. Volví a cogerla, la leí por segunda vez y fui a sentarme en mi mecedora, en un rincón de la habitación, para valorar la cuestión. Sabía que la gente celebra reencuentros sin cesar. Los veteranos de Pearl Harbor o del día D se reúnen. Los compañeros de curso de secundaria se ven tras una o dos décadas para observar las cinturas ensanchadas, las calvas o los pechos caídos. Las universidades utilizan los reencuentros como medio para arrancar fondos a licenciados que recorren con ojos llo­rosos los viejos colegios mayores adornados de hiedra recordan­do los buenos momentos y olvidando los malos. Los reencuentros son algo constante en el mundo normal. La gente intenta siempre re­vivir momentos que en su memoria son mejores de lo que fueron en realidad, evocar emociones que, en realidad, es mejor que permanez­can en el pasado.
Yo no. Una de las consecuencias de mi situación es sentir devoción por el futuro. El pasado es una confusión fugitiva de recuerdos peli­grosos y dolorosos. ¿Por qué iba a querer regresar?
Y, aun así, dudaba. Contemplaba la invitación con una fascina­ción creciente. Aunque el Hospital Estatal Western estaba sólo a una hora de distancia, no había vuelto allí desde que me habían dado de alta. Dudaba que nadie que hubiera pasado un solo minuto tras sus puertas lo hubiera hecho.
Advertí que las manos me temblaban un poco. Quizá los efectos de la medicación empezaban a diluirse. De nuevo, me dije que debía echar la carta a la basura y salir a la calle. Aquello era peligroso. In­quietante. Amenazaba la muy cuidadosa existencia que me había cons­truido. Pensé que debía caminar deprisa. Avanzar rápido. Cumplir mi rutina normal porque era mi salvación. Olvidarme de la carta. Y em­pecé a hacerlo, pero me detuve.
Cogí el teléfono y marqué el número de la presidenta. Oí dos to­nos y luego una voz:
¿Diga?
—Con la señora Robinson-Smythe, por favor —pedí con excesi­vo brío.
—Yo soy su secretaria. ¿De parte de quién?
—Me llamo Francis Xavier Petrel...
—Oh, señor Petrel, llama por lo del día del Western, ¿verdad?
—Exacto. Voy a asistir.
—Fantástico. Espere un momento que le paso la llamada.
Pero colgué, casi asustado de mi propia impulsividad. Salí a la ca­lle y caminé lo más rápido que pude antes de tener la oportunidad de cambiar de opinión. Mientras recorría metros y metros de acera y deja­ba atrás las fachadas de las tiendas y las casas de mi ciudad sin fijarme en ellas, me preguntaba si mis voces me habrían aconsejado que fuera. O que no.
Era un día demasiado caluroso para finales de mayo. Tuve que tomar tres autobuses distintos para llegar a la ciudad, y cada vez pa­recía que la mezcla de aire caliente y gases de motor era peor. El hedor mayor. La humedad más alta. En cada parada, me decía que vol­ver era una absoluta equivocación, pero me negaba a seguir mi pro­pio consejo.
El hospital estaba en las afueras de una pequeña ciudad universita­ria de Nueva Inglaterra que poesía la misma cantidad de librerías que de pizzerías, restaurantes chinos o tiendas de ropa barata de estilo mi­litar. Algunos negocios tenían, sin embargo, un carácter ligeramente iconoclasta, como la librería especializada en autoayuda y crecimien­to espiritual, en que el dependiente tras el mostrador tenía el aspecto de haberse leído todos los libros de los estantes sin haber encontrado ninguno que lo ayudase, o un bar de sushi que parecía bastante desas­trado, la clase de sitio donde era probable que el tipo que cortaba el pescado crudo se llamara Tex o Paddy y hablara con acento sureño o irlandés. El calor del día parecía emanar de las aceras, una calidez ra­diante como una estufa de una sola posición: temperatura infernal. Lle­vaba mi única camisa blanca desagradablemente pegada a la zona lum­bar, y me habría aflojado la corbata si no hubiese tenido miedo de no poder recomponerme el nudo. Vestía mi único traje: un traje de lanilla azul para asistir a entierros, comprado de segunda mano en previsión de la muerte de mis padres, pero como ellos se obstinaban en conser­var la vida, era la primera ocasión en que me lo ponía. No tenía ninguna duda de que sería un buen traje para que me enterraran con él ya que mantendría mis restos calientes en la tierra fría. Cuando llegué a la mi­tad de la colina en mi ascenso hacia los terrenos del hospital, ya jura­ba que sería la última vez que me lo pondría deliberadamente, por mu­cho que se enfureciesen mis hermanas cuando apareciera en el velatorio de nuestros padres en pantalones cortos y una camisa con un chillón estampado hawaiano. Pero ¿qué podrían decirme? Después de todo, soy el loco de la familia. Una excusa que justifica toda clase de com­portamientos.
Por una curiosa y espléndida ironía arquitectónica, el Hospital Estatal Western se erigía en lo alto de una colina con vistas al campus de una famosa universidad femenina. Los edificios del hospital imita­ban los del centro educativo, con mucha hiedra, ladrillos y marcos de ventana blancos en residencias rectangulares de tres y cuatro plantas, dispuestas alrededor de patios interiores con bancos y grupos de ol­mos. Siempre sospeché que ambos proyectos eran obra de los mismos arquitectos y que el contratista del hospital había burlado materiales a la universidad. Un cuervo que pasara volando habría supuesto que el hospital y la universidad eran más o menos la misma cosa. Sólo ha­bría observado las diferencias si hubiese sido capaz de entrar en cada edificio.
La línea de demarcación física era un camino asfaltado de un so­lo carril, desprovisto de acera, que serpenteaba por un lado de la coli­na, con una zona de equitación en el otro, donde los estudiantes más ricachones de entre los ya ricachones, ejercitaban sus caballos. La cua­dra y los obstáculos seguían allí, donde estaban la última vez que los vi veinte años atrás. Una solitaria amazona describía círculos por el re­cinto bajo el sol veraniego y espoleaba a su caballo al enfilar a los obs­táculos. Como una cinta de Móbius. Oí los resuellos fuertes del animal mientras se esforzaba en medio del calor y vi una larga coleta rubia que salía del casco negro de la amazona. Tenía la camisa empapada de su­dor, y las ijadas del caballo relucían. Ambos parecían ajenos a la acti­vidad que tenía lugar colina arriba. Seguí avanzando hacia una carpa de rayas amarillas que habían plantado al otro lado del alto muro de la­drillo con la verja del hospital. Un cartel rezaba INSCRIPCIÓN.
Una mujer corpulenta y servicial situada tras una mesa me pro­porcionó una etiqueta con mi nombre y me la pegó en la chaqueta con una fioritura. También me proveyó de una carpeta que contenía copias de numerosos artículos de periódicos en los que se detallaban los pro­yectos de urbanización de los antiguos terrenos del hospital: bloques de pisos y casas de lujo porque las tierras tenían vistas al valle y el río. Eso me resultó extraño. Con todo el tiempo que había pasado allí, no recordaba haber visto la línea azul del río en la distancia. Aunque, por supuesto, podría haber creído que era una alucinación. También había una breve historia del hospital y algunas fotografías granuladas en blanco y negro de pacientes que recibían tratamiento o pasaban el ra­to en las salas de estar. Repasé esas fotografías en busca de rostros fa­miliares, incluido el mío, pero no reconocí a nadie, aunque los reco­nocí a todos. Todos éramos iguales entonces. Arrastrábamos los pies con diversas cantidades de ropa y medicación.
La carpeta contenía un programa de las actividades del día, y vi a varias personas que se dirigían hacia lo que, según recordaba, era el edi­ficio de administración. La presentación prevista para esa hora estaba a cargo de un catedrático de historia y se titulaba «La importancia cul­tural del Hospital Estatal Western». Si tenemos en cuenta que los pacientes estábamos confinados en el recinto, y muy a menudo encerra­dos en las diversas unidades, me pregunté de qué podría hablar. Reco­nocí al lugarteniente del gobernador, que, rodeado de varios funciona­rios, recibía a otros políticos estrechándoles la mano. Sonreía, pero yo no recordaba a nadie que hubiera sonreído cuando lo conducían a ese edificio. Era el sitio donde te llevaban primero, y donde te ingresaban. Al final del programa había una advertencia en letras mayúsculas que indicaba que varios edificios del hospital se encontraban en mal esta­do y era peligroso entrar en ellos. La advertencia conminaba a los visi­tantes a limitarse al edificio de administración y a los patios interiores por motivos de seguridad.
Avancé unos pasos hacia la cola de gente que iba a la conferencia y me detuve. Observé cómo la cola se reducía a medida que el edificio la devoraba. Entonces me volví y crucé deprisa el patio interior.
Me había dado cuenta de algo: no había ido allí para oír un discurso.
No tardé mucho en encontrar mi antiguo edificio. Podría haber re­corrido el camino con los ojos cerrados.
Las rejas de metal que protegían las ventanas se habían oxidado; el tiempo y la suciedad habían bruñido el hierro. Una colgaba como un ala rota de una sola abrazadera. Los ladrillos exteriores también se ha­bían decolorado y adquirido un tono marrón opaco. Los nuevos bro­tes de hiedra que crecían con la estación parecían agarrarse con poca energía a las paredes, descuidados, silvestres. Los arbustos que solían adornar la entrada habían muerto, y la gran doble puerta que daba ac­ceso al edificio colgaba de unas jambas resquebrajadas y astilladas. El nombre del edificio, grabado en una losa de granito gris en la esquina, como una lápida, también había sufrido; alguien se había llevado par­te de la piedra, de modo que las únicas letras que se distinguían eran MHERST. La A inicial era ahora una marca irregular.
Todas las unidades llevaban el nombre, no sin cierta ironía, de uni­versidades famosas: Harvard, Yale, Princeton, Williams, Wesleyan, Smith, Mount Holyoke y Wellesley, y por supuesto la mía, Amherst. El nombre del edificio respondía al de la ciudad y la universidad, que a su vez respondía al de un soldado británico, lord Jeffrey Amherst, cuyo salto a la fama se produjo al equipar cruelmente a las tribus re­beldes de indios con mantas infectadas de viruela. Estos regalos logra­ron con rapidez lo que las balas, las baratijas y las negociaciones no habían conseguido.
Me acerqué a leer un cartel clavado a la puerta. La primera pala­bra era PELIGRO, escrita con letras grandes. Seguía cierta jerga del inspector de inmuebles del condado que declaraba ruinoso el edifi­cio, lo que equivalía a condenarlo a la demolición. Iba seguido, con letras igual de grandes, de: PROHIBIDA TODA ENTRADA NO AUTO­RIZADA.
Lo encontré interesante. Tiempo atrás, parecía que quienes ocu­paban el edificio eran los condenados. Jamás se nos ocurrió que las pa­redes, los barrotes y las cerraduras que limitaban nuestras vidas se en­contrarían alguna vez en la misma situación.
Daba la impresión de que alguien había desoído la advertencia. Las cerraduras estaban forzadas con una palanca, un medio que carece de sutileza, y la puerta estaba entreabierta. La empujé con la mano, y se deslizó con un crujido.
Un olor a moho impregnaba el primer pasillo. En un rincón ha­bía un montón de botellas vacías de vino y cerveza, lo que explicaría la naturaleza de los visitantes furtivos: chicos de secundaria en busca de un sitio donde beber lejos de la mirada de sus padres. Las paredes estaban manchadas de suciedad y extraños eslóganes pintados con spray de distintos tonos. Uno decía: ¡LOS MALOS MANDAN! Supu­se que era cierto. Las cañerías se habían desprendido del techo y de ellas goteaba una oscura agua fétida al suelo de linóleo. Los escom­bros y la basura, el polvo y la suciedad llenaban todos los rincones. Mezclado con el olor neutro de los años y el abandono se notaba el hedor característico a excrementos. Avancé unos pasos más, pero tuve que detenerme. Una placa de un tabique caída en mitad del pa­sillo bloqueaba el paso. Vi a mi izquierda la escalera que conducía a las plantas superiores, pero estaba llena de desechos. Quería reco­rrer la sala de estar común, a mi izquierda, y ver las salas de trata­miento, que ocupaban la planta baja. También quería ver las celdas del piso superior, donde nos encerraban cuando luchábamos contra nuestra medicación o nuestra locura, y los dormitorios, donde yacía­mos como desdichados campistas en hileras de camas metálicas. Pero la escalera parecía inestable y temí que fuera a derrumbarse bajo mi peso.
No estoy seguro del rato que pasé allí, en cuclillas, escuchando los ecos de todo lo que había visto y oído tiempo atrás. Como en mi épo­ca de paciente, el tiempo parecía menos urgente, menos imperioso, como si la segunda manecilla del reloj avanzara muy despacio y los mi­nutos pasaran a regañadientes.
Me acechaban los fantasmas de la memoria. Podía ver caras, oír sonidos. Los sabores y olores de la locura y la negligencia volvie­ron a mí en una oleada. Escuché mi pasado arremolinándose a mi al­rededor.
Cuando el momento de la melancolía me invadió por fin, me in­corporé y salí despacio del edificio. Me dirigí a un banco situado bajo un árbol, en el patio interior, y me senté para contemplar lo que había sido mi hogar. Me sentía exhausto y respiré el aire fresco con esfuerzo, más cansado de lo que me sentía después de mis paseos habituales por la ciudad. No desvié la mirada hasta que oí pasos en el camino.
Un hombre bajo y corpulento, un poco mayor que yo, con el ca­bello negro y lacio salpicado de canas, avanzaba deprisa hacia mí. Lu­cía una amplia sonrisa pero una ligera ansiedad en los ojos, y me diri­gió un tímido saludo.
—Supuse que te encontraría aquí —dijo, resoplando debido al es­fuerzo y el calor—. Vi tu nombre en la lista de inscripciones. —Se de­tuvo a unos pasos de distancia, vacilante—. Hola, Pajarillo —me dijo.
Bonjour, Napoleón —contesté a la vez que me levantaba y le tendía la mano—. Nadie me ha llamado así en muchos, muchos años.
Me estrechó la mano. La suya estaba algo sudada y se agarraba con flojedad. Debía de ser por la medicación. Pero su sonrisa seguía ahí.
—Ni a mí —aseguró.
—Vi tu nombre en el programa. ¿Vas a dar un discurso?
—No me convence eso de ponerme delante de toda esa gente —dijo tras asentir—. Pero el médico que me trata está metido en el proyec­to de urbanización y fue idea suya. Dijo que sería una buena terapia. Una demostración fehaciente de la ruta dorada hacia la recuperación total.
Dudé un momento y pregunté:
—¿Tú qué crees?
—Creo que es él quien está loco. —Napoleón se sentó en el banco y soltó una risita ligeramente histérica, un sonido agudo que unía ner­viosismo y alegría, y que recordé de la época que pasamos juntos—. Por supuesto, va bien que la gente siga pensando que estás totalmente loco, porque así nunca puedes ponerte en una situación demasiado em­barazosa —añadió, y yo sonreí. Era la clase de observación que sólo haría alguien que haya pasado un tiempo en un hospital psiquiátrico. Me recosté y ambos observamos el edificio Amherst. Él suspiró—. ¿Has entrado?
—Sí. Está hecho un desastre. A punto para el martillo de demolición.
—Yo ya lo pensaba entonces. Pero todo el mundo creía que era el mejor sitio del mundo. Por lo menos, eso me dijeron cuando me in­gresaron. Un centro psiquiátrico avanzado. La mejor forma de tratar a los enfermos mentales en un entorno residencial. Menuda mentira. —Contuvo el aliento y añadió—: Una puta mentira.
—¿Es eso lo que vas a decirles? En el discurso, me refiero.
—No creo que sea lo que quieren oír —dijo tras sacudir la cabe­za—. Es más sensato decirles cosas bonitas. Cosas positivas. Tengo prevista una serie de tremendas falsedades.
Me lo pensé un momento y sonreí.
—Eso podría ser un signo de salud mental —comenté.
—Espero que tengas razón —sonrió Napoleón.
Ambos guardamos silencio unos segundos.
—No les voy a hablar sobre los asesinatos —susurró con tono nos­tálgico—. Ni decirles una sola palabra sobre el Bombero o la fiscal, ni nada de lo que pasó al final. —Alzó los ojos hacia el edificio y añadió—: De todos modos, esa historia deberías contarla tú.
No respondí.
Napoleón guardó silencio un momento.
—¿Piensas en lo que pasó? —preguntó.
Negué con la cabeza, pero los dos sabíamos que era falso.
—A veces sueño con ello —expliqué—. Pero me resulta difícil re­cordar qué fue real y qué no.
—Es lógico —dijo, y añadió despacio—: ¿Sabes qué me preocupa­ba? Nunca supe dónde enterraban a las personas. Las que murieron cuando estábamos aquí. Quiero decir que estaban en la sala de estar o en los pasillos con todos los demás, y de repente estaban muertas. Pe­ro ¿qué pasaba luego? ¿Te llegaste a enterar?
—Sí —respondí tras una pausa—. Había un pequeño cementerio improvisado en un extremo del hospital, hacia la arboleda situada de­trás de administración y de Harvard. Pasado el jardincillo. Creo que ahora forma parte de un campo de fútbol juvenil.
—Me alegra saberlo —dijo Napoleón mientras se secaba la fren­te—. Siempre me lo había preguntado.
Estuvimos callados unos instantes y luego prosiguió:
—Ya sabes cómo detestaba averiguar cosas. Después, cuando nos dieron de alta y nos enviaron a ambulatorios para recibir el tratamien­to y todos esos nuevos fármacos, ¿sabes qué detesté?
¿Qué?
—Que el delirio al que me había aferrado durante tantos años no sólo no era un delirio, sino que ni siquiera era un delirio especial. Que no era la única persona que imaginaba ser la reencarnación de un em­perador francés. De hecho, seguro que París está lleno de gente así. De­testé saber eso. En mi delirio me sentía especial. Único. Y ahora sólo soy un hombre corriente que tiene que tomar pastillas, sufre temblo­res en las manos todo el rato, sólo puede tener un empleo de lo más simple y cuya familia seguramente desearía que desapareciera. Me gus­taría saber como se dice joder en francés.
—Bueno, personalmente, si te sirve de algo, siempre tuve la impre­sión de que eras un espléndido emperador francés —aseguré tras pen­sar un momento—. Y si hubieras sido tú quien dirigió las tropas en Waterloo, seguro que habrías ganado.
Napoleón soltó una risita.
—Siempre supimos que se te daba mejor que a los demás prestar atención al mundo que nos rodeaba, Pajarillo —dijo—. Le caías bien a la gente, aunque estuviera delirante y loca.
—Me alegra saberlo.
—¿Y el Bombero? Era amigo tuyo. ¿Qué fue de él? Me refiero a después.
—Se fue —contesté tras una pausa—. Solucionó todos sus proble­mas, se trasladó al sur y ganó mucho dinero. Formó una familia. Com­pró una casa grande, un coche potente. Todo le fue muy bien. Lo últi­mo que supe fue que dirigía una fundación benéfica. Sano y feliz.
—No me extraña —asintió Napoleón—. ¿Y la mujer que vino a in­vestigar? ¿Se fue con él?
—No. Obtuvo una plaza de juez. Con toda clase de honores. Su vida fue maravillosa.
—Lo sabía. Era de prever.
Todo esto era mentira, por supuesto.
—Tengo que volver y prepararme para mi gran momento —dijo tras echar un vistazo al reloj—. Deséame suerte.
—Buena suerte —dije.
—Me ha gustado volver a verte —añadió Napoleón—. Espero que te vaya todo bien.
—Y yo a ti. Tienes buen aspecto.
—¿De veras? Lo dudo. Dudo que muchos de nosotros tengamos buen aspecto. Pero está bien. Gracias por decirlo.
Se levantó y yo hice lo mismo. Ambos volvimos la mirada hacia el edificio Amherst.
—Me alegraré cuando lo derriben —dijo Napoleón con súbita amargura—. Era un sitio peligroso y maligno, y en él no pasaban co­sas buenas. —Se volvió hacia mí—. Tú estuviste ahí, Pajarillo. Lo vis­te todo. Cuéntalo.
—¿Quién querría escucharme?
—Puede que alguien. Escribe la historia. Puedes hacerlo.
—Algunas historias es mejor no escribirlas.
—Si la escribes, entonces será real —comentó Napoleón, y se enco­gió de hombros—. Si sólo la conservamos en nuestros recuerdos, es como si nunca hubiera pasado. Como si hubiera sido un sueño. O una aluci­nación propia de chalados. Nadie se cree lo que decimos. Pero si lo es­cribes, eso le dará, no sé, cierto fundamento. Lo volverá real.
—El problema de estar loco es que era muy difícil distinguir qué era verdad y qué no —dije sacudiendo la cabeza—. Eso no cambia só­lo porque tomemos las pastillas suficientes para arreglárnoslas en el mundo con los demás.
—Tienes razón —sonrió Napoleón—. Pero también puede que no la tengas. No lo sé. Sólo sé que podrías contarlo y quizás algunas per­sonas lo creerían, y eso ya estaría bastante bien. Entonces nadie nos creía. Ni siquiera con la medicación, nadie nos creía. —Volvió a echar un vistazo al reloj y movió los pies, nervioso.
—Deberías regresar—aconsejé.
—Tengo que regresar —repitió.
Estuvimos un momento, quietos, incómodos, hasta que por fin se dio la vuelta y se alejó. A medio camino, se giró y me dedicó el mismo saludo inseguro que al llegar.
—Cuéntalo —me gritó, y se alejó deprisa, un poco encorvado co­mo era su costumbre.
Vi que las manos le temblaban de nuevo.
Ya había oscurecido cuando por fin regresé a mi casa y me encerré en la seguridad de aquel reducido espacio. Un cansancio nervioso pa­recía latirme en las venas, recorriéndolas junto con los glóbulos rojos y los glóbulos blancos. Encontrarme con Napoleón y oír cómo me lla­maba por el apodo que recibí cuando ingresé en el hospital me había despertado emociones. Me planteé tomar más pastillas. Tenía unas que servían para calmarme si me ponía demasiado nervioso. Pero no lo hi­ce. «Cuenta la historia», me había dicho.
—¿Cómo? —pregunté en voz alta en la quietud de mi hogar.
La habitación resonó a mi alrededor.
«No puedes contarlo», me dije.
Y entonces me pregunté por qué no.
Tenía bolígrafos y lápices, pero no papel.
Entonces tuve una idea. Por un segundo, me pregunté si era una de mis voces, que volvía, la que me lanzaba al oído una sugerencia rápida y una orden modesta. Me detuve, escuché con atención para distinguir los tonos inconfundibles de mis viejos guías entre los sonidos de la calle que se oían por encima del zumbido del aire acondicionado de la ven­tana. Pero me eludían. No sabía si estaban ahí o no. Pero estaba acos­tumbrado a la incertidumbre.
Cogí una silla algo arañada y raída y la situé contra la pared, al fon­do de la habitación. Aunque no tenía papel, sí tenía unas paredes des­nudas pintadas de blanco.
Si mantenía el equilibrio sobre la silla, podía llegar casi hasta el te­cho. Agarré un lápiz y escribí deprisa, con letra pequeña, comprimida pero legible:

Francis Xavier Petrel llegó llorando al Hospital Estatal Western en una ambulancia. Llovía con intensidad, anochecía deprisa, y te­nía los brazos y las piernas atados. Con sólo veintiún años, estaba más asustado de lo que había estado en su corta y hasta entonces re­lativamente monótona vida...



2


Francis Xavier Petrel llegó llorando al Hospital Estatal Western en una ambulancia. Llovía con intensidad, anochecía deprisa, y tenía los brazos y las piernas atados. Con sólo veintiún años, estaba más asus­tado de lo que había estado en su corta y hasta entonces relativamente monótona vida.
Los dos hombres de la ambulancia habían guardado silencio duran­te el trayecto, salvo para mascullar quejas sobre lo impropio del tiempo para esa estación o para hacer comentarios mordaces sobre los demás conductores, ninguno de los cuales parecía alcanzar los niveles de exce­lencia que ellos poseían. La ambulancia había recorrido el camino a una velocidad moderada, sin luces intermitentes ni urgencia alguna. La for­ma en que ambos habían actuado tenía algo de rutinario, como si el via­je al hospital fuera sólo una parada más en medio de un día opresiva­mente normal y aburrido. Uno de ellos sorbía de vez en cuando una lata de refresco, y al hacerlo emitía un ruido parecido a un beso. El otro sil­baba fragmentos de canciones populares. El primero llevaba patillas a lo Elvis. El segundo lucía una melena tupida como la de un león.
Podía haber sido un trayecto aburrido para los dos asistentes, pero para el joven tenso que iba en la parte posterior, que respiraba como si hubiera corrido un sprint no era nada de eso. Cada sonido, cada sensa­ción parecía indicarle algo más aterrador y amenazador. El rumor del limpiaparabrisas era como el redoble de un tambor agorero en el corazón de la selva. El murmullo de los neumáticos en la resbaladiza carretera era un canto de sirena desesperado. Hasta el sonido de su respiración trabajosa parecía resonar, como si estuviera metido en una tumba. Las sujeciones se le hincaban en la piel. Quería pedir ayuda, pero no conseguía emitir el sonido correcto. Lo único que le salía era un gargarismo de desesperación. Una idea se abrió paso a través de aquella sinfonía diso­nante: si sobrevivía a ese día, no era probable que viviera jamás uno peor.
Cuando la ambulancia se detuvo frente a la entrada del hospital, oyó que una de sus voces le advertía por encima del miedo: Si no tienes cuidado, aquí te matarán.
Los hombres de la ambulancia parecían ajenos al peligro inminen­te. Abrieron las puertas del vehículo con estrépito y sacaron sin la me­nor delicadeza a Francis en una camilla. Este sintió la lluvia que le caía en la cara y se mezclaba con el sudor nervioso de su frente hasta que traspusieron unas puertas anchas y entraron en un mundo de luces bri­llantes e implacables. Lo empujaron por un pasillo y las ruedas de la camilla chirriaban contra el linóleo. Lo único que pudo ver al princi­pio fue el techo gris marcado de hoyos. Era consciente de que había más personas en el pasillo, pero estaba demasiado asustado para volver la cabeza hacia ellas. Mantenía los ojos fijos en el aislamiento acústico del techo, y contaba la cantidad de fluorescentes que iba dejando atrás. Cuando llegó al cuarto, los camilleros se detuvieron.
Algunas personas más se habían situado delante de la camilla. Oyó unas palabras por encima de su cabeza:
—Muy bien, chicos. Nosotros nos encargaremos.
Entonces, una cara negra, inmensa y redonda, que mostraba una hilera de dientes irregulares en una amplia sonrisa, apareció sobre él. La cara coronaba una chaqueta blanca de auxiliar que parecía, a pri­mera vista, varias tallas pequeña.
—Muy bien, señor Francis Xavier Petrel, no nos va a causar nin­gún problema, ¿verdad? —El negro imprimió un ligero tono cantarín a sus palabras, de modo que sonaron entre amenaza y diversión. Fran­cis no supo qué responder.
Un segundo rostro negro entró de repente en su campo de visión al otro lado de la camilla, inclinado también hacia él.
—No creo que este chico vaya a crearnos ningún problema —dijo el segundo hombre—. En absoluto. ¿Verdad, señor Petrel? —El tam­bién hablaba con un suave acento sureño.
Una voz le gritó al oído: ¡Diles que no!
Intentó sacudir la cabeza, pero le costaba mover el cuello.
—No causaré ningún problema —dijo al fin. Sus palabras pare­cían tan duras como aquel día, pero se alegró de poder hablar. Eso lo tranquilizó un poco. A lo largo del día había temido que, de algún mo­do, fuera a perder toda capacidad de comunicación.
—Muy bien, señor Petrel. Vamos a bajarlo de la camilla. Después nos sentaremos con calma en una silla de ruedas. ¿Entendido? Pero aún no le voy a soltar las manos y los pies. Eso será después de que ha­ble con el médico. Quizá le dé algo para que se calme. Para relajarlo. Ahora incorpórese, mueva las piernas hacia delante.
¡Haz lo que te dicen!
Lo hizo.
El movimiento lo mareó y se balanceó brevemente. Una mano enorme lo sujetó por el hombro. Se volvió y vio que el primer auxiliar era inmenso, cerca de dos metros de estatura y puede que unos ciento treinta kilos de peso. Tenía brazos muy musculosos y piernas como barriles. Su compañero, el otro negro, era un hombre enjuto y nervu­do, empequeñecido a su lado. Llevaba perilla y un peinado afro que no lograba añadir demasiados centímetros a su modesta estatura. Los dos hombres lo depositaron en una silla de ruedas.
—Muy bien —dijo el pequeño—. Ahora lo llevaremos a ver al mé­dico. No se preocupe. Las cosas pueden parecer desagradables, pési­mas ahora mismo, pero pronto mejorarán. Puede estar seguro.
No se lo creyó. Ni una palabra.
Los dos auxiliares lo condujeron hasta una pequeña sala de espera. Una secretaria sentada tras una mesa metálica alzó la mirada cuando cruzaron la puerta. Parecía una mujer imponente, estirada, de más de mediana edad, vestida con un ajustado traje chaqueta azul, el cabello demasiado crispado, el delineador de ojos demasiado marcado y el bri­llo de labios ligeramente excesivo, lo que le confería un aspecto algo in­congruente, entre bibliotecaria y prostituta callejera.
—Éste debe de ser el señor Petrel —dijo con brusquedad, aunque Francis supo al instante que no esperaba respuesta, porque ya la cono­cía—. Ya pueden pasar. El médico lo está esperando.
Le condujeron a un despacho. Era una habitación algo más agra­dable, con dos ventanas en la pared del fondo con vistas a un jardín. Se veía un roble mecido por el viento. Y, más allá del árbol, otros edificios, todos de ladrillo, con tejados de pizarra negra que se fundían con la pe­numbra del cielo. Delante de las ventanas había un enorme escritorio de madera. Un estante con libros en un rincón, varias sillas demasiado mullidas y una alfombra oriental de color rojo vivo sobre la moqueta gris que cubría el suelo creaban una zona de asiento a la derecha de Francis. Una fotografía del gobernador junto a un retrato del presi­dente Cárter colgaban de la pared. Francis lo captó lo más rápido po­sible girando la cabeza a uno y otro lado. Pero sus ojos se detuvieron enseguida en el hombre menudo que se levantó de detrás de la mesa.
—Buenas tardes, señor Petrel. Soy el doctor Gulptilil —dijo, con una voz aguda, casi como de niño.
Era un hombre con sobrepeso, rollizo, sobre todo en los hombros y la barriga, bulboso como un globo al que se le ha dado forma. Era indio o pakistaní. Llevaba una reluciente corbata de seda roja y una camisa de un blanco luminoso, pero su traje gris, mal entallado, tenía los puños algo raídos. Parecía la clase de hombre que pierde interés en su aspecto a medio vestirse por la mañana. Llevaba unas gafas gruesas de montura negra, y el pelo, peinado hacia atrás, se le rizaba sobre el cuello de la camisa. Francis no pudo deducir si era joven o mayor. Observó que le gustaba subrayar sus palabras con movimientos de la mano, de modo que su conversación parecía la actuación de un director de orquesta con la batuta.
—Hola —dijo Francis, vacilante.
¡Ten cuidado con lo que dices!, le advirtió una de sus voces.
—¿Sabe por qué está aquí? —preguntó el médico. Parecía sentir verdadera curiosidad.
—No estoy muy seguro.
Gulptilil bajó la mirada a un expediente y examinó una hoja.
—Al parecer, ha asustado a algunas personas —indicó despacio—. Y parecen creer que necesita ayuda. —Tenía un ligero acento británi­co, un pequeño toque de anglicismo que era probable que los años en Estados Unidos hubieran erosionado. Hacía calor en la habitación, y uno de los radiadores siseaba bajo la ventana.
—Fue un error —respondió Francis—. No quería hacerlo. Las co­sas se descontrolaron un poco. Fue un accidente. De verdad que sólo fue una equivocación. Ahora me gustaría volver a casa. Lo siento. Pro­meto portarme mejor. Mucho mejor. Sólo fue un error. No quería ha­cerlo. De verdad que no. Pido disculpas.
El médico asintió, pero no contestó precisamente a lo que Francis había dicho.
—¿Oye voces ahora? —quiso saber.
¡Dile que no!
—No.
¿No?
—No.
¡Dile que no sabes de qué está hablando! ¡Dile que nunca has oído ninguna voz!
—No sé a qué se refiere con eso de las voces —aseguró Francis.
¡Muy bien!
—Me refiero a que usted oye hablar a personas que no están físi­camente presentes. O tal vez oye cosas que los demás no pueden oír.
Francis negó con la cabeza.
—Eso sería una locura —comentó. Estaba ganando algo de con­fianza.
El médico examinó la hoja y volvió a alzar los ojos hacia Francis.
—Así que las muchas veces que los miembros de su familia le han observado hablando solo no son ciertas. ¿Por qué mentirían, pues?
Francis se movió inquieto mientras pensaba en la pregunta.
—¿Quizás están equivocados? —dijo, y la incertidumbre asomó a su voz.
—Lo dudo.
—No he tenido demasiados amigos —comentó Francis con caute­la—. Ni en el colegio ni en el barrio. Los demás suelen dejarme solo. Así que he terminado hablando conmigo mismo. Puede que sea eso lo que han observado.
—¿Habla consigo mismo? —repuso el médico.
—Sí. Eso es —corroboró Francis, y se relajó un poco más.
Muy bien. Muy bien. Ten cuidado.
El médico echó otro vistazo al expediente. Exhibía una sonrisita en los labios.
—Yo también hablo conmigo mismo a veces —aseguró.
—Bueno. Ya lo ve —contestó Francis. Se estremeció y sintió una curiosa mezcla de calor y frío, como si el tiempo húmedo y crudo del exterior hubiera logrado seguirlo y hubiese superado el calor ardiente del radiador.
—Pero cuando lo hago no mantengo una conversación, señor Pe­trel. Es más bien un recordatorio, como «No olvides comprar un litro de leche», o una advertencia, como «¡Ay!» o «¡Mierda!» o, debo ad­mitirlo, epítetos aún peores. No me dedico a preguntar y contestar a alguien que no está presente. Y eso, me temo, es lo que su familia dice que lleva haciendo usted desde hace años.
¡Ten cuidado con ésta!
—¿Eso han dicho? —replicó Francis con astucia—. Qué extraño.
—No tanto como se imagina, señor Petrel —dijo el médico y sa­cudió la cabeza.
Rodeó la mesa acortando la distancia entre ambos para terminar apoyándose en el borde, justo delante de Francis, confinado en la silla de ruedas, limitado por las ataduras de manos y piernas, pero igual­mente por la presencia de los dos auxiliares, que no habían hablado ni se habían movido pero se mantenían justo detrás de él.
—Tal vez volvamos más tarde a esas conversaciones suyas, señor Petrel —dijo el doctor—. Porque no acabo de entender cómo puede tenerlas sin oír algo a cambio, y eso me preocupa de verdad.
¡Es peligroso, Francis! Es inteligente y no busca nada bueno. ¡Cui­dado con lo que dices!
Francis asintió, y temió que el médico lo hubiese advertido. Se pu­so tenso y vio cómo Gulptilil hacía una anotación en la hoja con un bo­lígrafo.
—Intentemos otra cosa de momento, señor Petrel —prosiguió—. Hoy ha sido un día difícil, ¿no es así?
—Sí —contestó Francis. Supuso entonces que sería mejor añadir algo porque el médico se limitó a mirarlo fijamente—. Tuve una dis­cusión. Con mis padres.
—¿Una discusión? Sí. Por cierto, señor Petrel, ¿puede decirme qué fecha es hoy?
—¿La fecha?
—Correcto. La fecha de esta discusión que tuvo usted hoy.
Pensó un buen momento. Luego miró por la ventana y vio que el árbol se doblaba bajo el viento, con movimientos espasmódicos, como si un titiritero oculto le manipulara las extremidades. Las ramas tenían unos brotes, así que hizo algunos cálculos mentales. Se concentró mu­cho, y esperaba que una de las voces supiera la respuesta, pero de re­pente estaban, como era su irritante costumbre, silenciosas. Echó un vistazo alrededor con la esperanza de encontrar un calendario u otra señal que pudiera ayudarlo, pero no vio nada. Volvió la mirada a la ven­tana para observar cómo se movía el árbol. Luego miró al médico y vio que éste esperaba pacientemente la respuesta, como si hubieran trans­currido varios minutos desde su pregunta. Francis inspiró hondo.
—Lo siento... —empezó.
—¿Se ha distraído? —preguntó el médico.
—Le pido disculpas.
—Parecía estar en otro sitio —comentó el médico—. ¿Le ocurre con frecuencia?
¡Dile que no!
—No. En absoluto.
—¿De veras? Me sorprende. En cualquier caso, señor Petrel, iba a decirme algo.
—¿Me había hecho una pregunta? —repuso Francis, enojado con­sigo mismo por haber perdido el hilo de la conversación.
—La fecha, señor Petrel.
—Creo que es quince de marzo —respondió Francis con seguridad.
—Ah, los idus de marzo. Momento de traiciones famosas. Lásti­ma, pero no. —Negó con la cabeza—. Pero ha estado cerca, señor Pe­trel. ¿Y el año?
Francis hizo más cálculos mentales. Sabía que tenía veintiún años y que su cumpleaños había sido el mes anterior, de modo que dedujo:
—Mil novecientos setenta y nueve.
—Bien —contestó el doctor—. Excelente. ¿Y a qué día estamos?
—¿Qué día?
—¿Qué día de la semana, señor Petrel?
—Estamos a... sábado.
—No. Lo siento. Hoy es miércoles. ¿Podrá recordarlo un rato?
—Sí. Miércoles. Por supuesto.
—Y ahora volvamos a esta mañana —pidió el médico, y se frotó el mentón con la mano—, con su familia. Fue algo más que una discusión, ¿no es así, señor Petrel?
¡No! ¡Fue lo mismo de siempre!
—No creo que fuera tan especial...
—¿De veras? —El médico abrió los ojos con una ligera nota de sor­presa—. Qué curioso, señor Petrel. Porque el informe de la policía lo­cal indica que amenazó a sus dos hermanas y que después anunció que iba a suicidarse. Que la vida no valía la pena y que odiaba a todo el mundo. Y luego, cuando su padre le hizo frente, también lo amenazó, lo mismo que a su madre, aunque no con atacarlos sino con algo igual de peligroso. Dijo que quería que todo el mundo desapareciera. Creo que ésas fueron sus palabras exactas. Y el informe asegura además, se­ñor Petrel, que fue a la cocina de la casa donde vive con sus padres y sus dos hermanas menores y tomó un cuchillo grande, el cual blandió en su dirección de tal manera que ellos creyeron que iba a atacarlos. Luego lo lanzó contra la pared. Y después, cuando la policía llegó a su casa, se encerró en su habitación y se negó a salir, pero desde el pasi­llo le oían hablar en voz alta, discutiendo, cuando de hecho no había nadie con usted. Tuvieron que derribar la puerta, ¿no es así? Y, por fin, forcejeó con los policías y con los auxiliares de la ambulancia que in­tentaban ayudarlo, por lo que uno de ellos necesitó incluso ser atendi­do. ¿Es ése un breve resumen de los hechos de hoy, señor Petrel?
—Sí —contestó con tristeza—. Siento lo del policía. Un puñetazo mío le acertó sin querer en el ojo. Sangró mucho.
—Eso fue una suerte para usted y para él —dijo Gulptilil.
Francis asintió.
—Tal vez ahora podría explicarme por qué pasaron hoy estas co­sas, señor Petrel.
¡No le digas nada! ¡Van a usar en tu contra hasta la última palabra que digas!
Francis miró otra vez por la ventana en busca del horizonte. Detes­taba la pregunta «por qué». Lo había perseguido toda la vida. ¿Por qué no tienes amigos? ¿Por qué no te llevas bien con tus hermanas? ¿Por qué no puedes lanzar bien una pelota o estar tranquilo en clase? ¿Por qué no prestas atención cuando te habla el profesor, o el jefe de los scouts, o el sacerdote de la parroquia, o los vecinos? ¿Por qué te escondes siempre de los demás? ¿Por qué eres diferente, Francis, cuando lo único que queremos es que seas igual? ¿Por qué no puedes conservar un empleo? ¿Por qué no puedes estudiar? ¿Por qué no puedes alistarte en el ejérci­to? ¿Por qué no puedes comportarte? ¿Por qué no hay quien te ame?
—Mis padres creen que tengo que hacer algo con mi vida. Eso fue lo que provocó la discusión.
—¿Es consciente, señor Petrel, de que obtuvo muy buenos resul­tados en sus estudios? Excelentes, por extraño que parezca. Quizás sus esperanzas no fueran tan infundadas.
—Supongo que no.
—¿Por qué discutió entonces?
—Una conversación así nunca es tan razonable como se cuenta después —respondió Francis, y eso hizo sonreír al doctor.
—Ah, señor Petrel, supongo que tiene razón en eso. Pero no en­tiendo cómo esta discusión subió tanto de tono.
—Mi padre estaba resuelto.
—Usted lo golpeó, ¿verdad?
¡No admitas nada! ¡El te golpeó antes! ¡Di eso!
—El me golpeó antes —obedeció Francis.
Gulptilil hizo otra anotación. Francis se revolvió en el asiento. El médico alzó los ojos hacia él.
—¿Qué está escribiendo? —quiso saber Francis.
—¿Importa eso?
¡No permitas que te toree! ¡Averigua qué está escribiendo! ¡No será nada bueno!
—Sí. Quiero saber qué está escribiendo.
—Sólo son unas notas sobre nuestra conversación.
¡Insiste!
—Creo que debería enseñarme lo que está escribiendo. Creo que tengo derecho a saber qué está escribiendo.
El médico no respondió, así que Francis prosiguió.
—Estoy aquí, he contestado sus preguntas y ahora yo le hago una. ¿Por qué está escribiendo cosas sobre mí sin enseñármelas? No es justo.
Se removió y tiró de las ataduras que lo sujetaban. Notaba que el calor de la habitación aumentaba, como si hubieran subido la calefac­ción de golpe. Forcejeó un momento para intentar liberarse, pero no lo consiguió. Inspiró hondo y volvió a desplomarse en el asiento.
—¿Está nervioso? —preguntó el médico tras unos instantes de si­lencio. Era una pregunta que no requería respuesta.
—Eso no es justo —repitió Francis, intentando infundir tranqui­lidad a su voz.
—¿Es importante la justicia para usted?
—Sí. Por supuesto.
—Sí, quizá tenga razón en eso, señor Petrel.
De nuevo guardaron silencio. Francis oía sisear el radiador y pen­só que quizás era la respiración de los auxiliares, que seguían a sus es­paldas. Se preguntó si una de sus voces podría estar intentando captar su atención susurrándole algo tan bajo que le costaba oírlo. Se inclinó hacia delante, como para escuchar mejor.
—¿Suele impacientarse cuando las cosas no le salen como quiere?
—¿No le pasa a todo el mundo?
—¿Cree que debería lastimar a la gente cuando las cosas no salen como a usted le gustaría, señor Petrel?
—No.
—Pero se enfada.
—Todo el mundo se enfada a veces.
—Ah, señor Petrel, en eso tiene toda la razón. Sin embargo, el mo­do en que reaccionamos a nuestro enfado es fundamental, ¿no? Creo que deberíamos volver a hablar. —El médico se había inclinado hacia él para imprimir algo de complicidad a su actitud—. Sí, creo que serán necesarias más conversaciones. ¿Sería eso aceptable para usted, señor Petrel?
No contestó. Era como si la voz del médico se hubiera apagado, como si alguien le hubiera bajado el volumen o como si sus palabras le llegaran desde una gran distancia.
—¿Puedo llamarte Francis? —preguntó el médico.
De nuevo no respondió. No se fiaba de su voz, porque empezaba a mezclarse con las emociones que le crecían en el pecho.
—Dime, Francis —preguntó Gulptilil tras observarlo un instan­te—, ¿recuerdas lo que te pedí que recordaras hace un rato, durante nuestra conversación?
Esta pregunta pareció devolverlo a la habitación. Alzó los ojos ha­cia el médico, que exhibía una mirada inquisitiva.
—¿Cómo?
—Te he pedido que recordaras algo.
—No me acuerdo —soltó Francis con brusquedad.
—Pero tal vez podrías recordarme a qué día de la semana estamos —dijo el médico con la cabeza ligeramente ladeada.
—¿Qué día?
—Sí.
—¿Es importante?
—Imaginemos que lo es.
—¿Está seguro de habérmelo preguntado antes? —Francis procu­raba ganar tiempo, porque aquel simple dato parecía de repente elu­dirlo, como si se escondiera tras una nube en su interior.
—Sí —contestó el doctor—. Estoy seguro. ¿A qué día estamos?
Francis se lo pensó, mientras se debatía con la ansiedad que de re­pente se encaramaba a sus demás pensamientos. Ojalá alguna de sus voces acudiera en su ayuda, pero siguieron silenciosas.
—Creo que es sábado —aventuró con cautela. Pronunció cada pa­labra despacio, vacilante.
—¿Estás seguro?
—Sí —contestó con escasa convicción.
—¿No recuerdas que yo te hubiera dicho que era miércoles?
—No. No sería correcto. Es sábado. —La cabeza le daba vueltas, como si aquellas preguntas le obligaran a correr en círculos concéntricos.
—No —corrigió el médico—. Pero no tiene importancia. Te que­darás un tiempo con nosotros, Francis, y tendremos oportunidad de volver a hablar sobre estos temas. Estoy seguro de que en el futuro recordarás mejor las cosas.
—No quiero quedarme —contestó Francis, sintiendo un pánico repentino mezclado con desesperación—. Quiero irme a casa. De ver­dad, creo que me están esperando. Se acerca la hora de cenar, y mis pa­dres y hermanas quieren que todo el mundo esté en casa entonces. Es la norma de la casa, ¿sabe? Tienes que estar a las seis, con la cara y las manos lavadas. Nada de ropa sucia si has estado jugando fuera. Prepa­rados para bendecir la mesa. Tenemos que bendecir la mesa. Siempre lo hacemos. Algunos días me toca a mí. Tenemos que dar gracias a Dios por la comida que tenemos en la mesa. Creo que hoy me toca. Sí, estoy seguro. De modo que tengo que irme, no puedo llegar tarde.
Notaba cómo las lágrimas le anegaban los ojos y los sollozos le en­trecortaban las palabras. Esas cosas le pasaban a un reflejo exacto de él, no a él, que estaba algo distanciado del Francis real. Luchó para que todas esas partes de él mismo se reunieran en una sola, pero era difícil.
—¿Quizá quieras hacerme alguna pregunta? —dijo Gulptilil con delicadeza.
—¿Por qué no puedo volver a casa? —tosió la pregunta entre lá­grimas.
—Porque la gente te tiene miedo, Francis, y porque asustas a la gente.
—¿Qué clase de sitio es éste?
—Un sitio donde te ayudaremos —aseguró el médico.
¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mentira!
Gulptilil dirigió la mirada a los dos auxiliares y les dijo:
—Señor Moses, por favor, lleve con su hermano al señor Petrel al edificio Amherst. Aquí tiene una receta con la medicación y algunas instrucciones adicionales para las enfermeras. Deberá estar por lo me­nos treinta y seis horas en observación antes de que se planteen pasar­lo a la sala abierta. —Entregó el expediente al más bajo de los hombres que flanqueaban a Francis.
—Muy bien, doctor —asintió el auxiliar.
—Sí, doctor —respondió su enorme compañero, que se puso tras la silla de ruedas y la empujó con rapidez. El movimiento mareó a Francis, que contuvo los sollozos que le sacudían el pecho—. No ten­ga miedo, señor Petrel. Pronto se arreglará todo. Cuidaremos bien de usted —susurró el hombretón.
Francis no lo creyó.
Le condujeron de vuelta a la sala de espera, con las lágrimas resbalándole por las mejillas y las manos temblorosas bajo las sujeciones. Se retorcía en la silla para llamar la atención de los auxiliares.
—Por favor —rogó lastimeramente, con la voz quebrada por una mezcla de miedo y tristeza sin límite—, quiero ir a casa. Me están es­perando. Es donde quiero estar. Llévenme a casa, por favor.
El auxiliar pequeño tenía el rostro tenso, como si le doliese oír las súplicas de Francis.
—Todo va a ir bien, ¿me oyes? —repitió con una mano en el hom­bro de Francis—. Tranquilo... —Le hablaba como si fuera un niño.
Los sollozos sacudían a Francis, procedentes de una parte muy profunda de su ser. Se detuvieron en la sala de espera donde la secreta­ria estirada alzó los ojos con una expresión impaciente e implacable.
—¡Silencio! —ordenó a Francis, que se tragó otro sollozo y tosió.
Al hacerlo, echó un vistazo alrededor de la habitación y vio a dos policías estatales uniformados, con chaqueta gris y pantalones de mon­tar azules remetidos en relucientes botas marrones de caña alta. Am­bos eran la imagen robusta, alta y esbelta de la disciplina, con el pelo cortado al uno y el sombrero de ala rígida un poco inclinado. Los dos llevaban un cinturón tan pulido como un espejo, y un revólver enfun­dado a la cintura. Pero quien llamó la atención de Francis fue el hom­bre al que flanqueaban.
Era más bajo que los policías, pero corpulento. Francis supuso que tendría unos treinta años. Adoptaba una postura lánguida y relaja­da, con las manos esposadas delante, pero su lenguaje corporal parecía minimizar la función de las esposas, como si sólo fueran un leve incon­veniente. Llevaba puesto un holgado mono azul marino con las pala­bras MCI-BOSTON bordadas en amarillo sobre el bolsillo superior de­recho, y un par de zapatillas de deporte viejas y sin cordones. El pelo castaño, bastante largo, le sobresalía por debajo de una gorra de los Boston Red Sox manchada de sudor, y lucía barba de dos días. Lo que más impresionó a Francis fueron sus ojos, porque iban de un lado a otro de la habitación, más atentos y observadores que la pose relajada que adoptaba, para captar muchas cosas lo más rápido posible. Poseían algo profundo que Francis notó de inmediato, a pesar de su propia an­gustia. No supo definirlo, pero era como si aquel hombre percibiese algo indescriptiblemente triste situado fuera del alcance de su vista, de modo que lo que veía, oía o presenciaba estaba teñido por este dolor oculto. Fijó esos ojos en Francis y logró esbozar una sonrisita com­prensiva, que pareció hablarle directamente.
—¿Estás bien, chico? —preguntó con un leve acento irlandés de Boston—. ¿Tan mal te van las cosas?
—Quiero irme a casa —explicó Francis a la vez que meneaba la cabe­za—, pero dicen que tengo que quedarme aquí.— Acto seguido, pregun­tó espontáneamente en tono lastimero: —¿Puedes ayudarme, por favor?
—Supongo que aquí hay más de uno que querría irse a casa y no puede —dijo el hombre, inclinándose un poco hacia el joven—. Yo mismo me incluyo en esa categoría.
Francis alzó la mirada hacia él. No sabía muy bien por qué, pero su tono calmado lo tranquilizó.
—¿Puedes ayudarme? —repitió.
—No sé qué puedo hacer —dijo el hombre con una sonrisa, medio indiferente y medio triste—, pero lo intentaré.
—¿Me lo prometes? —lo urgió Francis.
—De acuerdo. Te lo prometo.
El joven se recostó en la silla y cerró los ojos.
—Gracias —susurró.
La secretaria interrumpió la conversación con una orden a uno de los auxiliares negros:
—Señor Moses, este caballero es el señor... —Vaciló tras señalar al hombre del mono y decidió continuar como si omitiera adrede el nom­bre—. Es el caballero del que hablamos antes. Estos policías lo acompa­ñarán a ver al médico, pero vuelvan enseguida para llevarlo a su nuevo alojamiento. —Pronunció esta palabra con una pizca de sarcasmo—. Mientras tanto, instalen al señor Petrel en Amherst. Lo están esperando.
—Sí, señora —dijo el negro corpulento, como si le tocara hablar, aunque los comentarios de la mujer iban dirigidos al otro auxiliar—. Lo que usted diga.
El hombre del mono volvió a mirar a Francis.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Francis Petrel.
—Petrel es un nombre bonito. —Sonrió—. Así se llama un pajari­llo marino, común en Cape Cod. Son los pájaros que se ven sobrevo­lando las olas las tardes de verano, sumergiéndose en el agua y levan­tando el vuelo. Unos animales muy bonitos. Mueven con rapidez sus alas blancas y planean sin esfuerzo. Deben de tener muy buena vista para detectar un lanzón o un menhaden en el agua. Un pájaro poético, sin duda. ¿Puedes volar así, Francis?
El joven sacudió la cabeza.
—Vaya —exclamó el hombre del mono—. Pues tal vez deberías aprender. Sobre todo si te van a encerrar en este acogedor sitio mucho tiempo.
—¡Silencio! —interrumpió uno de los policías con una brusque­dad que hizo sonreír al hombre.
¿O qué? —le replicó.
El policía no contestó, aunque enrojeció, y el hombre volvió a gi­rarse hacia Francis sin hacer caso de la orden.
—Francis Petrel. Pajarillo. Eso me gusta más. Tómatelo con calma, Pajarillo, y volveré a verte pronto. Te lo prometo.
Francis fue incapaz de contestar, pero percibió un mensaje de áni­mo en aquellas palabras. Por primera vez desde que esa horrible maña­na había empezado con tantas voces, gritos y recriminaciones, sintió que no estaba totalmente solo. Era como si el ruido y el estruendo cons­tante que había oído todo el día se hubiera reducido, como si hubieran bajado el volumen demencial de una radio. Algunas de sus voces le murmuraron una aprobación de fondo, y se relajó un poco. Pero no tuvo tiempo de reflexionar al respecto, porque se lo llevaron con brus­quedad hacia el pasillo y la puerta se cerró con estrépito a sus espaldas. Una corriente fría le hizo estremecerse y le recordó que, a partir de ese momento, su vida había cambiado radicalmente y todo lo que iba a ex­perimentar sería inaprensible y nuevo. Tuvo que morderse el labio in­ferior para impedir que volvieran a aflorarle las lágrimas, y tragó saliva para mantenerse en silencio y dejarse llevar con diligencia desde la zona de recepción hacia las profundidades del Hospital Estatal Western.






3

La luz tenue de la mañana se deslizaba por los tejados vecinos e in­sinuaba su llegada a mi reducido apartamento. Situado frente a lapa-red, vi todo lo que había escrito la noche anterior en un largo y único párrafo. Mi escritura era muy apretada, como nerviosa. Las palabras discurrían en líneas titubeantes, como un campo de trigo recorrido por un soplo de viento. Me pregunté si había tenido realmente tanto miedo el día que llegué al hospital La respuesta era fácil: sí. Y mucho más de lo que había escrito. La memoria suele nublar el dolor. La madre olvi­da la agonía del parto cuando le ponen al bebé en los brazos, el soldado ya no recuerda el dolor de sus heridas cuando el general le pone la me­dalla en el pecho y la banda toca una marcha militar. ¿Había escrito la verdad sobre lo que vi? ¿ Capté bien los detalles? ¿ Ocurrió tal como lo recordaba?
Tomé el lápiz, me arrodillé en el suelo, en el lugar donde había ter­minado mi primera noche ante la pared. Vacilé y escribí:
Francis Petrel despertó cuarenta y ocho horas después en una deprimente celda de aislamiento gris, embutido en una camisa de fuerza. El corazón le latía acelerado, se notaba la lengua espesa y ansiaba beber algo frío y tener algo de compañía...

Francis Petrel despertó cuarenta y ocho horas después en una deprimente celda de aislamiento gris, embutido en una camisa de fuer­za. El corazón le latía acelerado, se notaba la lengua espesa y ansiaba beber algo frío y tener algo de compañía. Yacía rígido en la cama me­tálica con un colchón delgado y manchado, con la mirada puesta en el techo que cerraba las paredes acolchadas de color arpillera, mientras efectuaba un modesto inventario de su persona y su entorno. Movió los dedos de los pies, se pasó la lengua por los labios resecos y se contó cada latido del pulso hasta que notó que se calmaba. Los fármacos que le habían inyectado le hacían sentir sepultado o, como mínimo, cubierto de una sustancia densa. Había una sola bombilla blanca, que relucía en una rejilla metálica sobre su cabeza, lejos de su alcance, y el brillo le lastimaba los ojos. Debería tener hambre, pero no era así. For­cejeó con las sujeciones, en vano. Decidió pedir ayuda, pero antes se susurró a sí mismo:
—¿Todavía estáis ahí?
Hubo un momento de silencio.
Luego oyó varias voces hablando todas a la vez, tenues, como so­focadas con una almohada:
Estamos aquí. Todavía estamos aquí.
Eso lo tranquilizó.
Tienes que conservarnos ocultas, Francis.
Asintió. Parecía algo obvio. Sentía un dilema interior, casi como un matemático que ve que una ecuación complicada en una pizarra podría tener varias soluciones posibles. Las voces que lo habían guiado tam­bién lo habían metido en ese aprieto, y no le cabía duda de que tenía que mantenerlas ocultas en todo momento si quería salir alguna vez del Hospital Estatal Western. Mientras pensaba en ello, oía los sonidos fa­miliares de todas las personas que habitaban en su imaginación. Ca­da una de esas voces tenía su personalidad: una voz de exigencia, una voz de disciplina, una voz de concesión, una voz de preocupación, una voz que advertía, una voz que calmaba, una voz de duda, una voz de decisión. Todas tenían sus tonos y sus temas; había llegado a saber cuándo debía esperar una u otra, según la situación en que se encon­trase. Desde su airada confrontación con su familia y la llegada de la policía y la ambulancia, las voces le habían reclamado su atención. Pe­ro ahora tenía que esforzarse para oírlas, y la concentración le hacía fruncir el entrecejo.
Pensó que, en cierto modo, eso formaba parte de organizarse.
Permaneció en aquella cama incómoda otra hora, percibiendo la estrechez de la habitación, hasta que la ventanita de la puerta se abrió con un chirrido. Desde su posición, podía verla si se incorporaba como un atleta haciendo abdominales, una postura difícil de mantener más de unos segundos debido a la camisa de fuerza. Vio primero un ojo y des­pués otro que lo observaban, y logró pronunciar un débil: «¿Hola?»
Nadie contestó y la ventanita se cerró de golpe.
Treinta minutos después, según sus cálculos, se abrió de nuevo. In­tentó saludar otra vez, y esta vez pareció funcionar porque segundos después oyó una llave en la cerradura. La puerta se abrió, y el negro grandullón entró en la celda. Sonreía como si lo hubieran pillado en mitad de una broma, y saludó a Francis de una forma afable.
—¿Cómo te encuentras hoy, Francis? —preguntó—. ¿Has conse­guido dormir? ¿Tienes hambre?
—Tengo sed —dijo Francis con voz ronca.
—Es por la medicación que te dieron —repuso el auxiliar—. Te de­ja la lengua espesa, como si la tuvieras hinchada, ¿verdad?
Francis asintió. El auxiliar salió al pasillo y volvió con un vaso de agua. Se sentó al borde de la cama y sostuvo a Francis como si fuera un niño enfermo para que se la bebiera. Estaba tibia, casi salobre, con un ligero sabor metálico, pero en ese momento la mera sensación de que le bajara por la garganta y aquel brazo que lo sostenía tranquiliza­ron a Francis más de lo que habría esperado. El negro debió de darse cuenta, porque aseguró en voz baja:
—Todo irá bien, Pajarillo. Así es como te llamó el otro nuevo, y creo que es un buen apodo. Este sitio es un poco duro al principio, uno tarda en acostumbrarse, pero estarás bien. Estoy seguro. —Lo recostó en la cama y añadió—: El médico vendrá a verte enseguida.
Unos segundos después, Francis vio la forma rolliza del doctor Gulptilil en el umbral.
—¿Cómo se encuentra hoy, señor Petrel? —preguntó con una son­risa y su ligero acento británico.
—Estoy bien —respondió Francis. No sabía qué otra cosa decir. Sus voces le advertían que tuviera mucho cuidado. De nuevo sonaban más tenues de lo habitual, casi como si le gritaran desde el otro lado de un ancho abismo.
—¿Recuerda dónde está? —preguntó el médico.
—En un hospital.
—Sí—corroboró el médico con una sonrisa—. Eso no es difícil de suponer. ¿Pero recuerda cuál? ¿Y cómo llegó aquí?
Francis se acordaba. El mero hecho de responder preguntas des­pejó parte de la niebla que le oscurecía la visión.
—Estoy en el Hospital Estatal Western —dijo—. Y llegué en una ambulancia después de una discusión con mis padres.
—Muy bien. ¿Y recuerda en qué mes estamos? ¿Y el año?
—Todavía estamos en marzo, creo. De 1979.
—Excelente. —El médico pareció satisfecho—. Diría que hoy es­tá un poco más orientado. Creo que podremos ponerlo fuera de aisla­miento y sujeción, y empezar a integrarlo en la unidad. Es lo que ha­bía esperado.
—Me gustaría irme a casa —dijo Francis.
—Lo siento, señor Petrel. Eso aún no es posible.
—No quiero quedarme aquí—insistió el joven. Parte del temblor que había marcado su voz el día anterior amenazaba con reaparecer.
—Es por su propio bien —contestó el médico.
Francis lo dudó. Sabía que no estaba tan loco como para no com­prender que era por el bien de otras personas, no por el suyo, pero no lo dijo en voz alta.
—¿Por qué no puedo irme a casa? —quiso saber—. No he hecho nada malo.
—¿Recuerda el cuchillo de cocina? ¿Y sus amenazas?
—Fue un malentendido —explicó meneando la cabeza.
—Claro que sí—sonrió Gulptilil—. Pero estará con nosotros has­ta que se dé cuenta de que no puede ir por ahí amenazando a la gente.
—Le prometo que no lo haré.
—Gracias, señor Petrel. Pero una promesa no es suficiente en sus actuales circunstancias. Tiene que convencerme. Convencerme por completo. La medicación que recibe le irá bien. A medida que siga to­mándola, el efecto acumulativo aumentará su dominio de la situación y le servirá para readaptarse. Puede que entonces podamos hablar de su regreso a la sociedad y a algo más constructivo. —Dijo esa última frase despacio, y añadió—: ¿Qué opinan sus voces de su estancia aquí?
—No oigo ninguna voz —repuso Francis, y oyó un coro de apro­bación en su interior.
—Ah, señor Petrel, ahora tampoco sé muy bien si creerlo —son­rió el médico otra vez, mostrando una dentadura ligeramente irregu­lar—. Aun así—vaciló—, creo que le irá bien estar con el resto de los pa­cientes. El señor Moses le enseñará las instalaciones y le explicará las normas. Las normas son importantes, señor Petrel. No hay muchas pe­ro son vitales. Obedecer las normas y convertirse en un miembro constructivo de nuestro pequeño mundo son signos de salud mental. Cuan­to más me demuestre que sabe desenvolverse bien aquí, más cerca esta­rá de volver a casa. ¿Comprende esta ecuación, señor Petrel?
Francis asintió con énfasis.
—Hay actividades. Hay sesiones en grupo. De vez en cuando tendrá algunas sesiones particulares conmigo. Y recuerde las normas. Todas estas cosas juntas crean posibilidades. Si no se adapta, me temo que su estancia aquí será larga, y a menudo desagradable... —Señaló la celda de aislamiento—. Esta habitación, por ejemplo —comentó, y se­ñaló la camisa de fuerza—, estos recursos, y otros, son opciones. Siem­pre son opciones. Pero evitarlos es vital, señor Petrel. Vital para re­cuperar la salud mental. ¿Me expreso con suficiente claridad?
—Sí—afirmó Francis—. Integrarse. Sacar provecho. Obedecer las normas —repitió como un mantra o una oración.
—Exacto. Excelente. ¿Lo ve? Ya vamos progresando. Anímese, se­ñor Petrel. Y saque provecho de lo que el hospital le ofrece. —Se le­vantó y asintió en dirección del auxiliar—. Muy bien, señor Moses, ya puede liberar al señor Petrel. Acompáñelo a la unidad, dele algo de ropa y muéstrele la sala de actividades.
—Sí, señor —contestó el auxiliar con vehemencia militar.
Gulptilil salió de la celda de aislamiento, y el auxiliar empezó a de­sabrocharle la camisa de fuerza y a descruzarle las mangas hasta dejar­lo libre. Francis se estiró con torpeza y se frotó los brazos, como si qui­siera devolver algo de energía y vida a las extremidades que habían estado sujetas con tanta firmeza. Puso los pies en el suelo y se levantó inseguro. Notó una sensación de mareo y el auxiliar lo agarró del hom­bro para impedir que se cayera. Se sintió un poco como un niño que da sus primeros pasos, sólo que sin la misma sensación de alegría y logro, provisto nada más que de duda y miedo.
Siguió a Moses por el pasillo de la tercera planta del edificio Amherst. Había media docena de celdas acolchadas, con un sistema de do­ble llave y ventanitas de observación. No sabía si estaban ocupadas o no, excepto una, pues al pasar oyó tras la puerta cerrada un torrente de palabrotas apagadas que desembocó en un grito largo y doloroso. Una mezcla de agonía y odio. Se apresuró a seguir el ritmo del corpulento auxiliar, que no pareció inmutarse al oír ese grito desgarrador y siguió bromeando sobre la distribución del edificio y su historia mientras cruzaban una serie de puertas dobles que daban a una amplia escalera central. Francis apenas recordaba haber subido esos peldaños dos días antes, en lo que le parecía un pasado distante y cada vez más fugaz, cuando todo lo que pensaba sobre su vida era totalmente diferente.
El diseño del edificio le pareció a Francis tan demencial como sus ocupantes. Los pisos superiores tenían oficinas que lindaban con tras­teros y celdas de aislamiento. En la planta baja y en el primer piso, había dormitorios amplios, repletos de sencillas camas metálicas, con algún que otro arcón para guardar pertenencias. Dentro de los dormi­torios había pequeños aseos y duchas, con compartimientos que, co­mo vio de inmediato, no proporcionaban demasiada intimidad. Había otros baños en los pasillos, repartidos por la planta, con la palabra HOMBRES o MUJERES señalada en las puertas. En una concesión al pu­dor, las mujeres se alojaban en un extremo del pasillo y los hombres en el otro. Un amplio puesto de enfermería separaba las dos áreas. Esta­ba rodeado de rejilla metálica, con una puerta igualmente metálica y ce­rrada con llave. Todas las puertas tenían dos, a veces tres, cerrojos do­bles que se abrían desde el exterior; una vez cerradas, era imposible que alguien las abriera desde dentro, a menos que tuviera llave.
La planta baja tenía una gran zona abierta, la principal sala de estar común, así como una cafetería y una cocina lo bastante grande para preparar y servir comidas a los ocupantes del edificio tres veces al día. También había varias habitaciones pequeñas, que se usaban para las se­siones de terapia de grupo. Por todas partes había ventanas que llena­ban de luz el edificio, pero cada una de ellas tenía una contraventana de barrotes y tela metálica cerrada con llave por la parte exterior, de modo que la luz del día penetraba a través de un entramado y proyec­taba unas extrañas sombras con forma de rejilla sobre el suelo pulido o las relucientes paredes blancas. Había puertas que parecían situadas al tuntún, en ocasiones cerradas con llave, de modo que Moses tenía que usar el grueso llavero que llevaba colgado del cinturón, pero otras veces estaban abiertas y sólo había que empujarlas. Francis no consi­guió descifrar qué principio regía el cierre de las puertas con llave.
Pensó que era una prisión de lo más curiosa.
Estaban recluidos pero no encarcelados. Sujetos pero no espo­sados.
Como Moses y su hermano pequeño, con quien se cruzaron en el pasillo, las enfermeras y los ayudantes vestían ropa blanca. También se cruzaron con algún que otro médico, asistente social o psicólogo. Estos llevaban chaquetas y pantalones informales, o vaqueros. Francis observó que casi todos llevaban sobres, tablillas y carpetas marrones bajo el brazo, y que todos parecían andar por los pasillos con decisión y sentido de la orientación, como si al tener una tarea específica entre manos pudieran diferenciarse de los pacientes.
Éstos abarrotaban los pasillos. Había grupos apiñados, mientras que algunos permanecían hurañamente solos. Muchos lo miraron con recelo al pasar. Algunos lo ignoraron. Nadie le sonrió. Apenas tuvo tiempo de observarlos mientras seguía el paso rápido impuesto por Moses. Sólo vio una especie de reunión variopinta y desordenada de gente de todas las edades y condiciones. Pelos que parecían explotar del cráneo, barbas que colgaban alborotadas como las que se veían en fotografías descoloridas de un siglo atrás. Parecía un lugar de contra­dicciones. Había miradas alocadas que se fijaban en él y lo evaluaban al pasar, y también, en contraste, miradas apagadas y huidizas que se volvían hacia la pared y evitaban el contacto. Oía palabras y fragmen­tos de conversación mantenida con otros o con un yo interno. Algu­nos pacientes llevaban camisones y pijamas holgados del hospital y otros vestían prendas más de calle, unos lucían albornoces o batas y otros vaqueros y camisas de cachemir. Todo era un poco incongruen­te, desbaratado, como si los colores no estuvieran seguros de cuál com­binaba con cuál, o las tallas no existieran: camisas demasiado holga­das, pantalones demasiado ajustados o demasiado cortos. Calcetines dispares. Rayas junto con cuadros. En casi todas partes se respiraba un olor acre a humo de cigarrillo.
—Hay demasiada gente —comentó Moses cuando se acercaban a un puesto de enfermería—. Tenemos unas doscientas camas, pero hay casi trescientas personas. Deberían haberse dado cuenta de eso, pero no, todavía no.
Francis no respondió.
—Pero tenemos una cama para ti —añadió Moses, y se detuvo al llegar al puesto—. Estarás bien. Buenos días, señoras —saludó. Dos enfermeras de blanco situadas en su interior se volvieron hacia él—. Es­táis preciosas esta mañana.
Una era mayor, de cabello canoso y una cara demacrada y arruga­da que aun así esbozó una sonrisa. La otra era una negra fornida, mu­cho más joven que su compañera, que resopló su respuesta como una mujer harta de oír palabras bonitas que se las lleva el viento.
—Tan adulador como siempre. A ver, ¿qué necesitas ahora? —di­jo en un tono entre bronco y burlón que arrancó sonrisas socarronas a ambas mujeres.
—Sólo trato de imprimir algo de alegría y felicidad a nuestras vi­das —replicó el auxiliar—. ¿Qué más puedo necesitar?
Las enfermeras soltaron una carcajada.
—No hay ningún hombre que no busque algo más —aseguró la enfermera negra.
—Acabas de decir una verdad como un templo, amiga mía —aña­dió la enfermera blanca.
Moses también rió, mientras Francis se sentía incómodo de repen­te, ya que no sabía qué hacer.
—Me gustaría presentaros al señor Francis Petrel, que estará con nosotros. Pajarillo, esta joven tan guapa es la señorita Wright, y su en­cantadora compañera, la señorita Winchell. —Les entregó el expe­diente—. El médico le ha recetado unos medicamentos, nada del otro mundo.
—¿Qué opinas, Pajarillo? —dijo a Francis—. ¿Crees que el médico puede haberte recetado una taza de café por la mañana y una cerveza y un plato de pollo frito y pan de maíz al acabar la jornada? ¿Crees que es eso lo que te recetó?
Francis se quedó sorprendido, y el auxiliar añadió:
—Sólo estoy bromeando. No hablo en serio.
Las enfermeras echaron un vistazo al expediente y lo dejaron jun­to a un montón que había en una esquina de la mesa. Winchell, la ma­yor, alargó la mano bajo el mostrador y sacó una pequeña maleta de tela escocesa, de las baratas.
—Su familia dejó esto para usted, señor Petrel —dijo, y la pasó por la ventanilla de la rejilla metálica. Se volvió hacia el auxiliar—. Ya la he registrado.
Francis tomó la maleta y contuvo el impulso de echarse a llorar. La había reconocido al instante. Se la habían regalado unas Navidades, cuando era pequeño, y como no había viajado nunca, la había usado siempre para guardar cosas especiales o inusuales. Una especie de lu­gar secreto portátil para los objetos que había coleccionado durante la niñez, porque cada uno de ellos era, a su propio modo, una especie de viaje en sí mismo. Una pina recogida un otoño, unos soldaditos de ju­guete, un libro de poesía infantil que no había devuelto a la biblioteca local. Las manos le temblaron al recorrer la tela hasta tocar el asa. La cremallera de la maleta estaba abierta, y vio que todo lo que había con­tenido en su día había desaparecido, sustituido por parte de su ropa. Supo de inmediato que habían vaciado todo lo que había guardado en esa maleta y lo habían tirado. Era como si sus padres hubieran puesto en ella la poca opinión que tenían de su vida y se la hubieran manda­do para enviarlo lejos también a él. Le tembló el labio inferior y se sin­tió total y absolutamente solo.
Las enfermeras le pasaron un segundo montón de cosas: unas sába­nas bastas y una almohada, una raída manta color aceituna, excedente del ejército, un albornoz y un pijama como los que llevaban algunos pa­cientes. Los dejó sobre la maleta y lo cargó todo en sus brazos.
—Muy bien, te enseñaré dónde está tu cama —dijo Moses—. Guardaremos tus cosas. ¿Qué actividades tenemos hoy para Pajarillo, señoras?
—Almuerzo a mediodía —indicó una enfermera tras echar otro vistazo al expediente—. Luego está libre hasta una sesión en grupo en la sala 101, a las tres, con el señor Evans. Vuelve aquí a las cuatro y me­dia. Cena a las seis. Medicación a las siete. Eso es todo.
—¿Lo has oído, Pajarillo?
Francis asintió. No se fiaba de su voz. En lo más profundo de su ser oía retumbar órdenes de que guardara silencio y estuviera alerta, y debía obedecerlas. Siguió a Moses hasta un amplio dormitorio que contenía entre treinta y cuarenta camas alineadas. Todas estaban he­chas, excepto una, cerca de la puerta. Había una media docena de hom­bres acostados, dormidos o mirando el techo, que apenas se volvieron hacia ellos cuando entraron.
Moses le ayudó a hacer la cama y a guardar sus cosas en un arcón. También cabía la maleta. Tardó menos de cinco minutos en instalarse.
—Bueno, ya está —comentó el auxiliar.
—¿Qué me pasará ahora?
—Ahora, Pajarillo —repuso el otro con un gesto nostálgico—-, lo que tienes que hacer es mejorar.
—¿Cómo? —preguntó Francis.
Ésa es la pregunta clave, Pajarillo. Tendrás que averiguarlo por tu cuenta.
—¿Qué debería hacer?
—Sé reservado —le aconsejó Moses—. Este sitio puede ser duro a veces.
 Tienes que conocer a los demás y darles el espacio que necesi­tan. No pretendas hacer amigos demasiado pronto. Mantén la boca ce­rrada y sigue las normas. Si necesitas ayuda, habla conmigo o con mi hermano, o con una enfermera, y procuraremos arreglar lo que sea.
—¿Pero cuáles son las normas?
El corpulento auxiliar se volvió y señaló un cartel colocado a cier­ta altura en la pared.

PROHIBIDO FUMAR EN EL DORMITORIO
PROHIBIDO HACER RUIDOS FUERTES
PROHIBIDO HABLAR DESPUÉS DE LAS 21 H
RESPETA A LOS DEMÁS
RESPETA LAS PERTENENCIAS DE LOS DEMÁS

Cuando terminó de leerlas por segunda vez, Francis se volvió. No es­taba seguro de dónde ir ni de qué hacer. Se sentó en el borde de la cama.
Al otro lado de la habitación, uno de los hombres que estaba tum­bado fingiendo dormir, se puso de pie de repente. Era muy alto, de casi dos metros, de pecho hundido, brazos delgados y huesudos que le sobresalían de una raída camiseta de los New England Patriots, y piernas como palillos que le salían de unos pantalones verde cirujano que le iban diez centímetros cortos. La camiseta tenía las mangas cor­tadas a la altura de los hombros. Era mucho mayor que Francis y lle­vaba el cabello greñudo, apelmazado y largo hasta los hombros. Había abierto mucho los ojos, como si estuviera medio aterrado y medio fu­rioso. Alzó una mano cadavérica y señaló a Francis.
—¡Alto! —gritó—. ¡Para!
—¿Qué tengo que parar? —Francis retrocedió.
—¡Para! ¡Lo sé! ¡No me engañas! ¡Lo supe en cuanto entraste! ¡Para!
—No sé qué estoy haciendo —respondió Francis.
El hombre agitaba los brazos en el aire como si intentara apartar telarañas de su camino. Elevaba más la voz a cada paso que daba.
—¡Para! ¡Para! ¡Te tengo calado! ¡No me la pegarás!
Francis miró alrededor en busca de una escapatoria o de un sitio donde esconderse, pero estaba acorralado entre el hombre que avan­zaba hacia él y la pared. Los demás pacientes seguían durmiendo o sin hacer caso de lo que pasaba.
El hombre parecía aumentar de tamaño y de ferocidad a cada paso.
—¡Estoy seguro! ¡Lo supe en cuanto entraste! ¡Para ya!
La confusión paralizaba a Francis. Sus voces interiores le gritaban un torrente de advertencias: ¡Corre! ¡Nos va a hacer daño! ¡Escónde­te! Movía la cabeza a uno y otro lado buscando una escapatoria. Trató de obligar a sus músculos a moverse, por lo menos para levantarse de la cama, pero, en lugar de eso, retrocedió encogido de miedo.
—¡Si no paras te detendré yo! —bramó el hombre. Parecía dis­puesto a atacarlo.
Francis levantó los brazos para protegerse.
El larguirucho soltó una especie de grito de guerra, se enderezó, sa­có el pecho hundido, agitó los brazos por encima de la cabeza y, cuan­do parecía a punto de abalanzarse sobre Francis, otra voz resonó en la habitación.
—¡Quieto ahí!
El hombre vaciló un instante y se volvió hacia la voz.
—¡No te muevas!
Francis seguía pegado a la pared y con los ojos cerrados.
—¿Qué estás haciendo?
—Pero es él —aseguró el hombre a quienquiera que hubiera en­trado en el dormitorio, y pareció encogerse.
—¡No, no lo es! —fue la respuesta.
Y Francis vio que su salvador era el hombre que había conocido los primeros minutos que estuvo en el hospital.
—¡Déjalo en paz!
—¡Pero es él! ¡Lo supe en cuanto lo vi!
—Eso me dijiste a mí cuando llegué. Es lo que dices a todos los nuevos.
Eso hizo dudar al hombre alto.
—¿En serio? —preguntó.
—Sí.
—Todavía creo que es él —insistió pero, de modo extraño, la vehe­mencia había desaparecido de su voz, sustituida por la duda—. Estoy bastante seguro —añadió—. Podría serlo, no hay duda. —A pesar de la convicción que contenían esas palabras, su voz reflejaba incertidumbre.
—Pero ¿por qué? —preguntó el otro—. ¿Por qué estás tan seguro?
—Es que cuando entró me pareció tan claro... Lo estaba observan­do y... —Su voz se fue apagando—. Quizás esté confundido.
—Creo que estás equivocado.
—¿De veras?
—Sí.
El otro avanzó, sonriendo de oreja a oreja. Pasó junto al hombre alto.
—Bueno, Pajarillo, veo que ya te has instalado.
Francis asintió.
—Larguirucho, te presento a Pajarillo —dijo entonces—. Lo co­nocí el otro día en el edificio de administración. No es la persona que tú crees, como yo tampoco lo era cuando me viste por primera vez. Te lo aseguro.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó el hombre alto.
—Bueno, lo vi llegar y vi su tablilla, y te prometo que, si fuera el hijo de Satán y hubiera sido enviado a hacer el mal en el hospital, ha­bría estado anotado ahí, porque estaban todos los demás detalles. Ciu­dad natal. Familia. Dirección. Edad. Todo. Pero no que fuera el anti­cristo.
—Satán es un gran impostor. Su hijo debe de ser igual de astuto. Tal vez se esconda. Incluso de Tomapastillas.
—Puede. Pero había un par de policías conmigo y seguro que ellos sabrían reconocer al hijo de Satán. Les entregan volantes y notas informativas, y esas fotografías que se ven en las oficinas de correos. Ni siquiera el hijo de Satán podría engañar a dos policías es­tatales.
El hombre alto escuchó atentamente esta explicación. Después, se volvió hacia Francis.
—Lo siento. Al parecer, me equivoqué. Ahora me doy cuenta de que no eres la persona que estoy buscando. Te ruego que aceptes mis más sinceras disculpas. La vigilancia es nuestra única defensa contra el mal. Hay que tener mucho cuidado, ¿sabes? Todos los días, a todas horas. Es agotador, pero del todo necesario...
—Sí—corroboró Francis, que por fin logró ponerse en pie—. Por supuesto. No pasa nada.
El hombre alto le estrechó la mano con entusiasmo.
—Encantado de conocerte, Pajarillo. Eres generoso. Y es evidente que educado. Siento de veras haberte asustado.
A Francis, aquel hombre le pareció de repente dócil y servicial. Só­lo se veía viejo, andrajoso, un poco como una revista antigua que ha es­tado demasiado tiempo sobre una mesa.
—Me llaman Larguirucho. —Se encogió de hombros—. Me paso aquí la mayor parte del tiempo.
Francis asintió.
—Yo soy...
—Pajarillo —le interrumpió el otro—. Aquí nadie usa su auténti­co nombre.
—El Bombero tiene razón, Pajarillo —aseguró Larguirucho, y asintió con la cabeza—. Apodos, abreviaturas y cosas así.
Se giró y cruzó de nuevo la habitación con rapidez para echarse en la cama y volver a mirar el techo.
—No es mala persona, y creo que es realmente, palabra que no puede usarse demasiado en este sitio, inofensivo —aseguró el Bombe­ro—. A mí me hizo exactamente lo mismo el otro día. Gritó, me señaló y se comportó como si fuera a acabar conmigo para proteger a la so­ciedad de la llegada del anticristo, del hijo de Satán o de quien sea. Cualquier demonio extraño que pudiera venir a parar aquí por casua­lidad. Se lo hace a todos los novatos. Y no está del todo loco, si lo piensas bien. En este mundo hay mucha maldad, imagino que tendrá que salir de alguna parte. Quizá sea mejor estar atento, como él dice, incluso aquí.
—Gracias de todos modos —dijo Francis. Se estaba calmando, co­mo un niño que cree haberse perdido pero ve una referencia que le per­mite ubicarse—. Pero no sé tu nombre...
—Ya no tengo nombre. —Lo dijo con un ligero tono de tristeza que concluyó con una medio sonrisa irónica teñida de pesar.
—¿Cómo es posible que no tengas nombre?
—Tuve que renunciar a él. Es lo que me trajo aquí.
Eso no tenía demasiado sentido para Francis.
—Perdona. —El hombre sacudió la cabeza, divertido—. La gente ha empezado a llamarme el Bombero porque es lo que era antes de lle­gar al hospital. Apagaba incendios.
—Pero...
—Bueno, tiempo atrás mis amigos me llamaban Peter. Así que soy Peter el Bombero. Con eso tendrá que bastarte, Pajarillo.
—De acuerdo.
—Creo que descubrirás que aquí el sistema de nombres facilita un poco las cosas. Ya has conocido a Larguirucho, que es un apodo evi­dente para alguien con un aspecto como el suyo. Y te han presentado a los hermanos Moses, aunque todo el mundo los llama Negro Gran­de y Negro Chico, lo que de nuevo parece una elección adecuada.
Y Tomapastillas, que es más fácil de pronunciar que Gulptilil y más acorde con su forma de enfocar el tratamiento. ¿A quién más has visto?
—A las enfermeras, la señorita...
—Ah, ¿la señorita Caray y la señorita Pincha?
—Wright y Winchell.
—Exacto. Y también hay otras, como la enfermera Mitchell, que es la enfermera Bicha, y la enfermera Smith, que es la enfermera Hue­sos porque se parece un poco a Larguirucho, y Rubita, que es bastante bonita. Hay un psicólogo llamado Evans, apodado señor del Mal, al que conocerás pronto porque este dormitorio está más o menos a su cargo.
Y el nombre de la repugnante secretaria de Tomapastillas es señorita Lewis, pero alguien la apodó señorita Deliciosa. Al parecer, ella no lo soporta, pero no puede hacer nada al respecto, porque se le ha afe­rrado tanto como esos jerséis que le gusta llevar. Se ve que es de cuida­do. Puede resultarte un poco confuso, pero lo pillarás en un par de días.
Francis echó un vistazo alrededor.
—¿Está loca toda la gente que hay aquí? —susurró.
—Es un hospital para locos, Pajarillo, pero no todo el mundo lo es­tá —respondió el Bombero a la vez que meneaba la cabeza—. Algunos son sólo viejos y seniles, lo que les hace parecer un poco extraños. Otros son retrasados, así que resultan lentos, pero qué los trajo aquí exactamente es un misterio para mí. Algunos parecen sólo deprimidos. Otros oyen voces. ¿Oyes tú voces, Pajarillo?
Francis no supo cómo responder, pues en su interior se inició un debate; oía discusiones cruzadas, como varias corrientes eléctricas en­tre polos.
—No quiero decirlo —contestó al fin.
—Hay cosas que es mejor guardarse para uno mismo —asintió el Bombero. Rodeó a Francis con el brazo y lo condujo hacia la puerta—. Ven, te enseñaré lo que hay que ver de nuestro nuevo hogar.
—¿Oyes tú voces, Peter?
—No. —Negó con la cabeza.
—¿No?
—No. Pero tal vez me iría bien oírlas —respondió. Sonreía al ha­blar, con una ligerísima curva en las comisuras de los labios, de un mo­do que Francis reconocería muy pronto y que parecía reflejar el carác­ter del Bombero, porque era la clase de persona que sabía ver tanto la tristeza como el humor en cosas que los demás considerarían carentes de significado.
—¿Estás loco? —preguntó Francis.
El Bombero sonrió de nuevo, y esta vez soltó incluso una breve carcajada.
—¿Lo estás tú, Pajarillo?
—Puede —dijo Francis tras inspirar hondo—. No lo sé.
—Yo diría que no —replicó el Bombero—. Tampoco me lo pare­ció cuando te conocí. Por lo menos, no demasiado loco. Tal vez un po­co. Pero ¿qué hay de malo en eso?
Francis asintió. Eso lo tranquilizaba.
—¿Y tú? —prosiguió.
El Bombero titubeó antes de responder.
—Soy algo mucho peor —aseguró—. Por eso estoy aquí. Se supo­ne que tienen que averiguar qué me pasa.
—¿Qué es peor que estar loco?
—Bueno —dijo el Bombero tras carraspear—, supongo que no pa­sa nada. Tarde o temprano te vas a enterar. Mato gente.
Y, tras esas palabras, condujo a Francis hacia el pasillo del hospital.






4

Y eso fue todo, supongo.
Negro Grande me dijo que no hiciera amigos, que tuviera cuidado, que fuera reservado y que obedeciera las normas, y yo hice lo posible por seguir todos sus consejos excepto el primero. Ahora me pregunto si no tenía también razón en eso. Pero la locura consiste -también en la peor clase de soledad, y yo estaba a la vez loco y solo, así que cuando Peter el Bombero me llevó con él, agradecí su amistad en mi descenso al mundo del Hospital Estatal Western y no le pregunté qué querían de­cir esas palabras, aunque suponía que pronto lo averiguaría porque el hospital era un sitio donde todo el mundo tenía secretos, pero pocos de ellos se guardaban.
Mi hermana menor me preguntó una vez, mucho después de que me diesen de alta, qué era lo peor del hospital, y tras reflexionar mucho se lo dije: la rutina. El hospital consistía en un sistema de pequeños mo­mentos inconexos que no llevaban a ninguna parte y que sólo existían para pasar del lunes al martes, del martes al miércoles y así sucesiva­mente, semana tras semana, mes a mes. Todos los pacientes habían sido ingresados por familiares supuestamente bienintencionados o por el sis­tema frío e ineficiente de los servicios sociales, después de una superficial vista judicial en la que no solían estar presentes y en la que se dictaban órdenes de reclusión por treinta o sesenta días. Pero pronto descubría­mos que estos plazos eran tan ilusorios como las voces que oíamos, por­que el hospital podía renovar las órdenes judiciales si decidían que seguías siendo una amenaza para ti mismo o para los demás, lo que, en nuestra situación, solía ser la decisión habitual. Así que una orden de re­clusión de treinta días podía convertirse con facilidad en una estancia de veinte años. Un recorrido cuesta abajo, sin tregua, de la psicosis a la senilidad. Poco después de nuestra llegada averiguamos que éramos un poco como municiones decrépitas, almacenadas donde no se ven, que se van deteriorando, oxidando y volviendo cada vez más inestables.
Lo primero que uno comprendía en el Hospital Estatal Western era la mentira más grande: que nadie intentaba ayudarte para que mejo­raras ni para que volvieras a casa. Se hablaba mucho, se hacía mucho, aparentemente para ayudarte a readaptarte a la sociedad, pero en su mayor parte era teatro, ficción, como las vistas de altas que se celebra­ban de vez en cuando. El hospital era como el alquitrán en la carrete­ra: te mantenía aferrado en tu sitio. Un famoso poeta escribió una vez, de forma bastante elegante e ingenua, que el hogar es el sitio donde siempre te acogen. Quizá para los poetas, pero no para los locos. El hospital se dedicaba a mantenerte fuera de la mirada del mundo cuerdo. Nos tenían ligados con medicaciones que nos embotaban los sentidos y obstaculizaban nuestras voces interiores, pero jamás eliminaban por completo las alucinaciones, de modo que los delirios seguían resonan­do por los pasillos. Pero lo verdaderamente perverso era lo deprisa que aceptábamos esos delirios. Pasados unos días en el hospital, no me molestaba que el pequeño Napoleón se plantara junto a mi cama y empezara a hablar enfáticamente sobre movimientos de tropas en Waterloo, y sobre que si las plazas británicas hubieran sido derrotadas por su caballería, si Blücher se hubiera demorado en la carretera o la Vieja Guardia no hubiera sucumbido a la lluvia de metralla y los mosquetes, toda Europa habría cambiado para siempre. Nunca estuve seguro de si Napoleón se consideraba realmente el emperador de Francia, aunque hubiera momentos en que actuara como si así fuera, o si sólo estaba ob­sesionado con todas esas cosas porque era un hombre menudo, encerra­do en un manicomio con el resto de nosotros, y lo que más deseaba era ser algo en la vida.
Nos pasaba a todos los locos, era nuestra mayor esperanza y nues­tro mayor sueño: queríamos ser algo. Lo que nos afligía era lo difícil que resultaba lograr ese objetivo, así que lo sustituíamos por delirios. En mi planta había media docena de Jesucristos, o por lo menos personas que insistían en que se podían comunicar con El directamente, un Mahoma que se arrodillaba tres veces al día para rezar de cara a La Meca, aunque solía orientarse en la dirección equivocada, un par de George Washington y otros presidentes, desde Lincoln y Jefferson hasta Johnson y Nixon, y varios pacientes, como el inofensivo pero a veces aterrador Larguirucho, que estaban pendientes de signos de Satán o de cualquie­ra de sus adláteres. Había personas obsesionadas con los gérmenes, gen­te a la que aterraban unas bacterias invisibles que flotaban en el aire, otras que creían que todos los rayos de una tormenta iban dirigidos a ellas, de modo que se encogían de miedo por los rincones. Otros pacien­tes no decían nada y se pasaban días enteros en un silencio absoluto, y otros soltaban palabrotas a diestro y siniestro. Unos se lavaban las ma­nos veinte o treinta veces al día, y otros no se bañaban nunca. Había multitud de compulsiones y obsesiones, delirios y desesperaciones. Uno de los que acabó cayéndome bien era conocido como Noticiero. Reco­rría los pasillos como un pregonero actual, gritando titulares; era una enciclopedia de la actualidad. Por lo menos, a su manera, nos mantenía conectados con el mundo exterior y nos recordaba que al otro lado de los muros del hospital pasaban cosas. Y había incluso una mujer obesa que ocupaba las horas jugando estupendamente al ping-pong en la sa­la de estar, pero que se pasaba la mayoría del rato reflexionando sobre el hecho de ser la reencarnación de Cleopatra. Algunas veces, sin em­bargo, Cleo sólo creía ser Elizabeth Taylor en la película. Fuera como fuese, podía recitar casi todas las frases del film, incluso las de Richard Burton, o la totalidad del drama de Shakespeare, mientras daba otra paliza a quien se atreviera a jugar con ella.
Ahora, cuando lo recuerdo, me parece todo muy ridículo y pienso que debería reírme.
Pero no lo era. Era un sitio de un dolor indescriptible.
Eso es lo que la gente que nunca ha estado loca no puede entender. Lo mucho que hiere cada delirio. Lo lejos que parece la realidad del al­cance de uno. Es un mundo de desesperación y frustración. Sísifo y su peñasco habrían encajado a la perfección en el Hospital Estatal Western.
Iba a mis sesiones diarias en grupo con el señor Evans, a quien lla­mábamos señor del Mal. Un psicólogo con el pecho hundido y una im­periosa actitud que parecía sugerir que era superior porque él se iba a casa al terminar el día y nosotros no, lo que nos molestaba, pero que, por desgracia, era la clase más auténtica de superioridad. En estas sesiones se nos animaba a hablar con franqueza sobre los motivos por los que está­bamos en el hospital y sobre lo que haríamos cuando nos dieran de alta.
Todo el mundo mentía. Unas mentiras maravillosas, desenfrena­das, optimistas, desmedidas, entusiastas.
Excepto Peter el Bombero, que apenas intervenía. Se sentaba a mi lado y escuchaba educadamente cualquier fantasía que los demás se inventaran sobre encontrar un empleo, volver a estudiar o quizá colaborar con un programa de autoayuda para servir a otras personas tan aquejadas como nosotros. Todas estas conversaciones eran mentiras basa­das en un deseo único e imposible: parecer normales. O, por lo menos, bastante normales como para que nos dejaran volver a casa.
Al principio me preguntaba si los dos habían llegado a algún acuerdo privado pero muy frágil, porque el señor del Mal nunca pedía a Peter el Bombero que aportara algo al debate, ni siquiera cuando se alejaba de nosotros y de nuestros problemas y trataba de algo interesante como la actualidad, con hechos como la crisis de los rehenes en Irán, los disturbios en las zonas urbanas deprimidas o las aspiraciones de los Red Sox para la temporada siguiente, temas de los que el Bombero sabía mucho. Ambos hombres compartían cierta malevolencia, pero uno era paciente y el otro administrador, y al principio no se veía.
De modo extraño, hace muy poco empecé a pensar como si hubiera anticipado en una expedición desesperada a las regiones más alejadas devastadas de la Tierra, al margen de la civilización, y me hubiera distanciado de todo lo conocido para adentrarme en territorios ignotos. Territorios agrestes.
Y que pronto serían más agrestes aún.
La pared me atraía, y entonces el teléfono del rincón de la cocina empezó a sonar. Supe que sería una de mis hermanas que llamaba para saber cómo estaba, que era, por supuesto, como estoy siempre y como supongo que estaré siempre. Así que no contesté.

Al cabo de unas semanas, lo que quedaba de invierno parecía haberse batido en una triste retirada, y Francis avanzaba por un pasillo buscando algo que hacer. Una mujer a su derecha farfullaba algo lastimero sobre niños perdidos y se balanceaba atrás y adelante con los brazos cruzados como si acunasen algo precioso, cuando no era así. De­lante de él, un hombre viejo en pijama, con la piel arrugada y una mata de pelo plateada y rebelde, contemplaba con tristeza una pared blanca hasta que Negro Chico llegó y le giró con suavidad por los hombros, de modo que lo dejó mirando por una ventana con barrotes. Esta nueva ubicación, con su nueva vista, llevó una sonrisa al rostro del anciano y Negro Chico le dio una palmadita en el brazo para tranquilizar­lo. Luego se acercó a Francis.
—¿Cómo estás hoy, Pajarillo?
—Bien, señor Moses. Aunque un poco aburrido.
—En la sala de estar están viendo telenovelas.
—No me gustan demasiado esos programas.
—¿No te pican la curiosidad, Pajarillo? ¿No empiezas a pregun­tarte qué pasará a toda esa gente con una vida tan extraña? Hay mu­chos giros y misterios que enganchan a muchos espectadores. ¿No te interesan?
—Supongo que deberían, señor Moses, pero no lo sé. No me pa­recen reales.
—Bueno, también hay personas jugando a cartas. Y también a jue­gos de mesa.
Francis sacudió la cabeza.
—¿Y una partida de ping-pong con Cleo?
El joven sonrió y siguió sacudiendo la cabeza.
—¿Qué pasa, señor Moses? —dijo—. ¿Cree que estoy tan loco co­mo para retarla?
—No, Pajarillo. —El comentario arrancó una carcajada al auxi­liar—. Ni siquiera tú estás tan loco.
—¿Puedo obtener un pase para salir al aire libre? —preguntó Fran­cis de golpe.
—Varios pacientes saldrán esta tarde —contestó Negro Chico tras echar un vistazo al reloj—. Hace un día tan bonito que podrían plan­tar algunas flores, dar un paseo y respirar un poco de aire fresco. Ve a ver al señor Evans y puede que te deje ir. A mí me parece bien.
Francis encontró al señor del Mal de pie en el pasillo, frente a su despacho, charlando con el doctor Tomapastillas. Los dos parecían agitados. Gesticulaban y discutían vehementemente, pero era una dis­cusión curiosa, porque cuanto más intensa se volvía, más bajo habla­ban, de modo que al final, cuando Francis estuvo a su lado, los dos se siseaban como un par de serpientes enfrentadas. Parecían ajenos al res­to del mundo, y varios pacientes se unieron a Francis arrastrando los pies a izquierda y derecha. Francis oyó por fin cómo Tomapastillas de­cía enfadado:
—Bueno, no podemos permitirnos este tipo de fallo, ni por un mo­mento. Espero por su bien que aparezcan pronto.
—Es evidente que se han perdido, o acaso las han robado —res­pondió el señor del Mal—. Eso no es culpa mía. Seguiremos buscando, es lo único que puedo hacer.
—Hágalo. —Tomapastillas asintió, pero su rostro reflejaba rabia—. Y espero que tarde o temprano aparezcan. No deje de informar a se­guridad, y pídales que le den otro juego. Pero es una violación grave de las normas.
Y, acto seguido, el pequeño médico indio se volvió de golpe y se alejó sin prestar atención a nadie, excepto a un hombre que se situó an­te él pero fue rechazado con un gesto. Evans se giró hacia los demás, igual de irritado.
—¿Qué? —espetó—. ¿Qué queréis?
Su tono provocó que una mujer sollozara al instante, y un anciano negó con la cabeza antes de alejarse hablando consigo mismo, más có­modo con la conversación que podía mantener él solo que con la que habría tenido con el enfadado psicólogo.
Francis, sin embargo, dudó. Sus voces le gritaban: ¡Vete!¡Vete en­seguida! Pero no lo hizo y, pasado un instante, reunió el coraje sufi­ciente para hablar.
—¿Podría darme un pase para salir al patio? El señor Moses va a llevar a unos cuantos pacientes al jardín esta tarde y me gustaría ir con ellos. Dijo que le parecía bien.
—¿Quieres salir?
—Sí. Por favor.
—¿Por qué quieres salir, Francis? ¿Qué hay en el exterior que te parece tan atractivo?
Francis no sabía si se estaba burlando o sólo bromeaba.
—Hace buen día. El primero desde hace mucho. Brilla el sol y ha­ce calor. Aire fresco.
—¿Y crees que es mejor que lo que se te ofrece aquí dentro?
—Yo no he dicho eso, señor Evans. Es primavera y me gustaría salir.
—Creo que tienes intención de escaparte, Francis. —El señor del Mal sacudió la cabeza—. De huir. Creo que piensas que, cuando el se­ñor Moses esté de espaldas, podrás encaramarte por la hiedra, salvar el muro, bajar corriendo la colina más allá de la universidad y tomar un autobús que te lleve lejos de aquí. Cualquier autobús, el que sea, por­que cualquier sitio es mejor que éste; eso es lo que pienso que tienes in­tención de hacer —aseguró con tono tenso y agresivo.
—No, no, no replicó Francis. Sólo quiero salir al patio.
—Eso es lo que dices, pero ¿cómo sé que es la verdad? ¿Cómo pue­do fiarme de ti, Pajarillo? ¿Qué harás para convencerme de que me estas diciendo la verdad?
Francis no sabía cómo responder. ¿Cómo podría demostrar nadie que una promesa hecha era sincera, a no ser que fuera cumpliéndola?
—Sólo quiero salir —insistió—. No he salido desde que llegué.
—¿Crees que mereces ese privilegio? ¿Qué has hecho para ganár­telo, Francis?
—No sé. No sabía que había que ganárselo. Sólo quiero salir.
—¿Qué te dicen tus voces, Pajarillo?
Francis dio un pasito hacia atrás, porque sus voces le estaban gritando instrucciones y consejos, distantes pero claros, para que se aleja­ra del psicólogo rápidamente y dejara la salida al patio para otro día, pero insistió un momento más, lo que suponía un desafío poco habitual al alboroto de su interior.
—No oigo ninguna voz, señor Evans. Sólo quiero salir. Eso es to­do. No quiero escaparme. No quiero tomar ningún autobús a ningu­na parte. Sólo quiero respirar un poco de aire fresco.
Evans asintió con una sonrisa desdeñosa.
—No te creo —sentenció, pero sacó un pequeño bloc del bolsillo superior y escribió unas palabras—. Dale esto al señor Moses —indi­có—. Permiso para salir concedido. Pero no te retrases para nuestra se­sión en grupo de la tarde.
Francis encontró a Negro Chico fumando un cigarrillo en el pues­to de enfermería, donde coqueteaba con la enfermera Caray y una nue­va enfermera en prácticas. La llamaban Rubita porque llevaba el cabe­llo rubio muy corto, estilo paje, lo que contrastaba con los peinados ahuecados de las demás enfermeras, que eran mayores y estaban más sujetas a las flaccideces y arrugas de la mediana edad. Rubita era joven, delgada y nervuda, con un físico juvenil bajo el uniforme blanco. Te­nía la piel pálida, casi translúcida, y parecía brillar tenuemente bajo las luces del techo. Su voz era suave, difícil de oír, y se convertía en un susurro cuando estaba nerviosa, lo que, según veían los pacientes, pasaba a menudo. Los alborotos le provocaban ansiedad, en parti­cular cuando el puesto de enfermería se llenaba a las horas en que se entregaban las medicaciones. Eran siempre momentos de tensión, con personas que se empujaban para acercarse a la ventanilla de la re­jilla metálica, donde las pastillas se entregaban en vasitos de plástico con los nombres de los pacientes escritos. Le costaba conseguir que los pacientes hicieran cola, que se callaran y, sobre todo, tenía proble­mas cuando había empujones, lo que sucedía bastante a menudo. A Rubita se le daba mejor estar sola con un paciente, cuando su voz suave y aflautada no tenía que luchar con muchas. A Francis le caía bien porque, al menos, no era demasiado mayor que él, pero sobre todo porque su voz le resultaba tranquilizadora y le recordaba a la de su ma­dre unos años atrás, cuando le leía por la noche. Por un momento, in­tentó recordar cuándo había dejado de hacerlo, porque la imagen le pareció de repente muy lejana, casi como si fuera historia en lugar de recuerdo.
—¿Tienes el pase, Pajarillo? —preguntó Negro Chico.
—Aquí. —Se lo entregó y, al alzar los ojos, vio a Peter el Bombero por el pasillo—. ¡Peter! —llamó—. Tengo permiso para salir. ¿Por qué no le pides uno al señor del Mal y vienes tú también?
—No puedo, Pajarillo —sonrió el Bombero, y se acercó sacudien­do la cabeza—. Va contra las normas. —Miró a Negro Chico, que asin­tió a modo de conformidad.
—Lo siento —dijo el auxiliar—. El Bombero tiene razón. No puede.
—¿Por qué no? —quiso saber Francis.
—Porque ésas son las condiciones-de mi estancia. No puedo cru­zar ninguna puerta cerrada con llave.
—No comprendo —comentó Francis.
—Forma parte de la orden judicial que me recluye aquí—explicó el Bombero con voz teñida de pesar—. Noventa días de observación. Evaluación. Diagnóstico psicológico. Pruebas en las que me muestran una mancha de tinta y yo tengo que decir que veo a dos personas ha­ciendo el amor. Tomapastillas y el señor del Mal preguntan, yo con­testo y ellos lo anotan, y un día de éstos el asunto vuelve al tribunal. Pero no puedo cruzar ninguna puerta cerrada con llave. Todo el mundo está en una especie de cárcel, Pajarillo. La mía es más restrictiva que la tuya.
—No es nada del otro mundo, Pajarillo —añadió Negro Chico—. Aquí hay muchas personas que no salen nunca. Depende de lo que hiciste para que te trajeran aquí. Por supuesto, también hay muchos que no quieren salir, aunque podrían si lo pidieran. Sólo que nunca lo piden.
Francis lo comprendió pero no lo entendió.
—No me parece justo —aseguró mirando al Bombero.
—No creo que nadie pensara en el concepto de justicia, Pajarillo. Pero yo lo acepté, de modo que las cosas son así. Me estoy quietecito. Me reúno con Tomapastillas un par de veces a la semana. Asisto a las sesiones con el señor del Mal. Dejo que me observen. Incluso ahora, mientras estamos hablando, el señor Moses, Rubita y la señorita Ca­ray me están observando y escuchando lo que digo, y todo lo que ad­viertan puede terminar en el informe que Tomapastillas remitirá al tri­bunal. Así que he de ir con cuidado con lo que digo porque no se sabe qué podría convertirse en el elemento clave. ¿No es cierto, señor Moses?
Negro Chico asintió. Francis lo encontró todo muy imperso­nal, como si el Bombero estuviera hablando sobre otro hombre, no sobre él.
—Cuando hablas así —dijo—, no pareces estar loco.
Este comentario hizo sonreír irónicamente a Peter, que al punto adoptó una expresión de chiflado y exclamó:
—¡Oh, Dios mío! Eso es terrible. ¡Terrible! —Emitió un sonido gutural—. Entonces, debería tener más cuidado. Porque necesito estar loco.
Para un hombre que estaba siendo observado, Peter no parecía de­masiado preocupado, lo que contrastaba con muchos de los paranoi­cos del hospital, que creían que eran observados sin cesar, cuando no era el caso. Claro que creían que los observaba el FBI, la CÍA o inclu­so el KGB, o extraterrestres, de modo que sus circunstancias eran muy distintas. Francis vio cómo el Bombero se marchaba hacia la sala de es­tar, y pensó que incluso cuando silbaba o confería un garbo exagerado a su forma de andar, sólo hacía más patente lo que le entristecía.
El sol cálido acarició la cara de Francis. Negro Grande se había uni­do a su hermano para dirigir la expedición, uno delante y el otro de­trás, con los doce pacientes que paseaban por los terrenos del hospital en fila india. Larguirucho iba con ellos, mascullando que estaba alerta, tan atento como siempre, y también Cleo, que iba mirando el suelo y escudriñando entre los arbustos y matojos, con la esperanza de encontrar una víbora. Francis imaginaba que una simple culebra de jare­tas haría las veces de serpiente a la perfección, pero no serviría para el suicidio. También iban varias mujeres mayores que caminaban muy despacio, un par de hombres mayores y tres pacientes de mediana edad, todos de la categoría desaliñada e indiferente que distinguía a quienes estaban en el hospital desde hacía años. Llevaban chancletas o zapatos, camisetas o jerséis raídos que no parecían irles bien o corres­ponderse, lo que era la norma del hospital. Un par de hombres exhi­bían una expresión huraña y enojada, como si la luz del sol que les aca­riciaba la cara les enfureciera de algún modo. Francis pensó que eso era lo que hacía del hospital un sitio inquietante. Un día que debería haber provocado risas relajadas inspiraba en cambio una rabia silenciosa.
Los dos auxiliares andaban sin prisas hacia la parte posterior del complejo, donde había un pequeño jardín. En una mesa de picnic que había soportado un invierno crudo, con la superficie combada y marca­da por las inclemencias del tiempo, había unas cuantas cajas de semillas y un cubo rojo de playa con unas palitas dentro. Había una regadora de aluminio y una manguera conectada a un único grifo que remataba una cañería solitaria que sobresalía del suelo. En unos segundos, Negro Grande y Negro Chico tenían al grupo rastrillando y labrando la tierra con las pequeñas herramientas para prepararla para plantar. Francis se dedicó a ello unos instantes y después alzó la mirada.
Más allá del jardín había otra franja de tierra, un rectángulo largo rodeado de una vieja cerca de madera, antaño blanca pero ahora de un gris apagado. Los hierbajos crecían en forma de matas en la árida tie­rra. Imaginó que sería alguna clase de cementerio, porque había dos lá­pidas de granito desvaídas, un poco ladeadas, de modo que recordaban dientes irregulares en la boca de un niño. Y tras la cerca posterior ha­bía una hilera de árboles plantados muy juntos para formar una barre­ra natural y tapar una alambrada.
Echó un vistazo al hospital en sí. A su izquierda, medio tapado por una unidad, se veía la central de calefacción y suministro eléctrico, con una chimenea que soltaba una delgada columna de humo blanco al cielo azul. Ocultos bajo el suelo, en dirección a todos los edificios, ha­bía túneles con conductos de calefacción. Vio algunos cobertizos, con equipo amontonado a los lados. Los edificios restantes eran muy pa­recidos, de ladrillo, con hiedra y el techo de pizarra gris. La mayoría estaban diseñados para recibir pacientes, pero uno había sido convertido en residencia para las enfermeras en prácticas, y varios rediseñados dúplex donde se alojaban algunos psiquiatras residentes con sus familias. Se distinguían porque tenían juguetes esparcidos en el porche, y uno tenía un cajón de arena. Cerca del edificio de administración había asimismo una caseta de seguridad, donde los guardas del hospital fichaban al entrar y salir. El edificio de administración tenía un ala con un auditorio, donde supuso que el personal celebraba reuniones y charlas. Pero, en general, el complejo mostraba una similitud deprimente. Costaba entender qué había pretendido el arquitecto, porque los edificios seguían una disposición caprichosa que contravenía la urbanización racional. Dos estaban situados juntos, mientras que un tercero estaba orientado en otra dirección. Era casi como si los hubieran construido sin ton ni son.
La parte frontal del complejo hospitalario estaba rodeada por un alto muro de ladrillo rojo, con una elaborada verja de hierro negro en la entrada. No distinguió ningún cartel en ella, y dudaba que lo hubie­ra. Si uno se acercaba al hospital, ya sabía lo que era y para qué servía, de modo que un cartel habría sido una redundancia.
Contempló el muro y le pareció que debía de alcanzar entre tres y tres metros y medio de altura. A los lados y en la parte posterior del hospital, el muro se prolongaba en una alambrada oxidada en muchos puntos y coronada con alambre de espino. Además del jardín, había una zona de ejercicio y una franja pavimentada, que contenía una ces­ta de baloncesto en un extremo y una red de voleibol en el centro, pe­ro ambas cosas estaban torcidas y rotas, oscurecidas debido al aban­dono y la falta de mantenimiento. Tampoco pudo imaginar que alguien las usara.
—¿Qué estás mirando, Pajarillo? —preguntó Negro Chico.
—El hospital. No sabía lo grande que era.
—Ahora hay muchos pacientes, demasiados —comentó el auxiliar en voz baja—. Las unidades están abarrotadas. Las camas, apretujadas entre sí. Gente sin nada que hacer, pasando el rato en los pasillos. No hay bastantes juegos. No hay terapia suficiente. El hacinamiento no es bueno.
Francis dirigió la vista más allá de la enorme verja que había cru­zado a su llegada al hospital. Estaba abierta de par en par.
—La cierran por la noche —dijo Negro Chico antes de que se lo preguntara.
—El señor Evans pensaba que intentaría escaparme —comentó Francis.
—La gente siempre piensa que eso es lo que harán las personas que están aquí. —Sacudió la cabeza con una sonrisa—. Hasta el señor del Mal. Lleva aquí un par de años y ya debería saber que no es así.
—¿Por qué no? —preguntó Francis—. ¿Por qué no intenta huir la gente?
—Ya sabes la respuesta, Pajarillo —suspiró Negro Chico—. No es cuestión de vallas, ni de puertas cerradas con llave, aunque tenemos un montón. Hay muchas formas de tener a una persona encerrada. Pién­salo. Pero la mejor no tiene nada que ver con fármacos o cerrojos: aquí casi nadie tiene adonde ir. Si no tienes eso, no te vas. Es así de simple.
Dicho eso, se volvió para ayudar a Cleo con sus semillas. No había cavado los surcos lo bastante profundos ni lo bastante anchos. Su ros­tro reflejaba cierta frustración hasta que Negro Chico le recordó que cuando su tocaya entró en Roma, los sirvientes esparcieron pétalos de rosas a su paso. Eso la hizo reflexionar un momento, y luego se puso a cavar y rastrillar la tierra pedregosa con una resolución que parecía ver­daderamente inquebrantable. Cleo era una mujer corpulenta, que lle­vaba vestidos holgados de colores vivos que ondeaban alrededor de su cuerpo y ocultaban su volumen enorme. Resollaba a menudo, fumaba demasiado y el cabello oscuro le caía despeinado sobre los hombros. Cuando caminaba, solía tambalearse de un lado a otro, como un bar­co a la deriva sacudido por los vientos y el mar agitado. Pero Francis sabía que se transformaba cuando cogía una pala de ping-pong: se li­beraba de su tamaño entorpecedor como por arte de magia y se volvía esbelta, ágil y rápida.
Volvió a mirar la verja y a los demás pacientes, y empezó a com­prender lo que Negro Chico le había dicho. Uno de los hombres ma­yores tenía problemas con su palita, que sacudía con fuerza con una mano temblorosa. Otro se había distraído y contemplaba un cuervo escandaloso que se había posado en un árbol cercano.
En su interior, una de sus voces repetía lo que había dicho Negro Chico, subrayando cada palabra: Nadie huye porque nadie tiene adon­de ir. Y tú tampoco, Francis.
Y un coro de asentimiento.
Se sintió mareado un instante, porque allí, bajo el sol y la suave brisa primaveral, con las manos cubiertas de tierra del jardín, vio que ése podría ser su futuro. Y eso lo aterró más que cualquier otra cosa que le hubiera ocurrido hasta entonces. Comprendió que su vida era una cuerda fina y resbaladiza, y que tenía que agarrarse a ella. Era la peor sensación que hubiera tenido nunca. Sabía que estaba loco y sabía, con la misma seguridad, que no podía estarlo. Tenía que encontrar algo que lo mantuviera cuerdo. O que lo hiciera parecer cuerdo.
Inspiró con fuerza. No sería fácil.
Y, como para subrayar el problema, sus voces discutían acalorada­mente en su interior. Intentó acallarlas, pero era difícil. Tardaron unos minutos en bajar el volumen, de modo que él pudiera entender lo que estaban diciendo. Francis miró a los demás pacientes y vio que dos lo observaban con atención. Debía de haber farfullado algo en voz alta al intentar imponer orden en la caótica asamblea de su interior. Pero los auxiliares no parecían haberse dado cuenta de la lucha repentina que había librado.
Sin embargo, Larguirucho sí. Trabajaba a poca distancia de Fran­cis y se acercó a él.
—Vas a estar bien, Pajarillo —dijo, y una súbita emoción le quebró la voz—. Todos lo estaremos. Siempre y cuando estemos en guardia. Tenemos que estar alertas —prosiguió—. Y no te descuides ni un se­gundo. Está a nuestro alrededor y podría aparecer en cualquier momen­to. Tenemos que estar preparados. Como los boy scouts. Listos para cuando llegue. —Parecía más agitado y desesperado que de costumbre.
Francis creía saber de qué hablaba Larguirucho, pero entonces comprendió que podría tratarse de cualquier cosa, aunque lo más se­guro era que se refiriera a una presencia satánica. Larguirucho tenía una forma de ser curiosa. Podía pasar de maníaca a casi dulce en unos se­gundos. En un momento dado era todo brazos y ángulos y se movía como una marioneta manejada por unas fuerzas invisibles, y acto se­guido se amilanaba y su estatura lo hacía tan amenazador como una simple farola. Francis asintió, tomó un puñado de semillas de un pa­quete y las hundió en la tierra.
Negro Grande se incorporó y se sacudió la tierra de su uniforme blanco.
—Muy bien —dijo con alegría—. Regaremos la zona y nos iremos. —Miró a Francis y le preguntó—: ¿Qué has plantado, Pajarillo?
—Rosas —respondió el joven tras echar un vistazo al paquete de semillas—. Rojas. Muy bonitas pero difíciles de coger. Tienen espinas.
Luego, se levantó, se puso en la fila y todos regresaron al edificio. Intentó absorber y acumular todo el aire fresco que pudo porque su­puso que pasaría bastante tiempo antes de volver a salir.
Fuera lo que fuese lo que había provocado que Larguirucho per­diera el poco control que tenía, persistió esa tarde en la sesión de gru­po. Se reunieron, como de costumbre, en una de las salas de Amherst que recordaban a un aula, con unas veinte sillas plegables de metal gris dispuestas en círculo. A Francis le gustaba situarse donde pudiera mirar por los barrotes de la ventana si la conversación se volvía abu­rrida. El señor del Mal había llevado el periódico de la mañana para estimular una discusión sobre hechos de actualidad, pero sólo pare­ció agitar todavía más a Larguirucho. Estaba sentado frente al sitio que Francis ocupaba junto al Bombero y se le veía presa del desaso­siego. El señor del Mal pidió a Noticiero que leyera los titulares del día. El paciente lo hizo de forma exagerada, subiendo y bajando la voz en cada lectura. Había pocas noticias alentadoras. La crisis de los rehe­nes en Irán seguía sin solución. Una protesta en San Francisco había derivado en violencia, con varias detenciones y uso de gas lacrimó­geno por parte de la policía. En París y Roma, manifestantes antiamericanos habían quemado banderas y efigies del Tío Sam antes de provocar disturbios callejeros. En Londres, las autoridades habían usado cañones de agua contra manifestantes de similar cariz. El índice Dow Jones había bajado. En una cárcel de Arizona se había produci­do un motín que había arrojado heridos tanto entre reclusos como car­celeros. En Boston, la policía seguía sin resolver varios homicidios co­metidos el año anterior e informaba que carecía de nuevas pistas en los casos, que consistían en el secuestro y la violación de mujeres antes de asesinarlas. Un accidente en el que se habían visto implicados tres co­ches en la carretera 91, en las afueras de Greenfield, se había cobrado un par de vidas. Y un grupo ecologista había demandado a un impor­tante empresario local por el vertido de residuos tóxicos en el río Con­necticut.
Cada vez que Noticiero hacía una pausa y el señor del Mal inten­taba comentar alguna de estas noticias, u otras, todas desalentadoras, Larguirucho asentía con energía y empezaba a farfullar.
—Fíjate. ¿Lo ves? ¡A eso me refiero!
Era un poco como estar en una peculiar iglesia evangelista. Evans no prestaba atención a Larguirucho y procuraba que los demás miem­bros del grupo participaran en una especie de conversación.
Pero el Bombero se volvió hacia Larguirucho y le preguntó:
—¿Qué pasa, hombre?
—¿No lo ves, Peter? —respondió Larguirucho con voz tembloro­sa—. ¡Hay señales por todas partes! Disturbios, odio, guerra, asesina­tos... —Se dirigió a Evans—: ¿No dice nada el periódico sobre alguna hambruna?
El señor del Mal titubeó.
—Los sudaneses se enfrentan a una mala cosecha —informó No­ticiero con regocijo—. La sequía y el hambre provocan una crisis de re­fugiados. The New York Times.
—¿Cientos de muertos? —quiso saber Larguirucho.
—Sí. Seguro —respondió Evans—. Puede que incluso más.
—He visto las fotografías antes. —Larguirucho asintió con énfa­sis—. Niños pequeños con las barrigas hinchadas, las piernas como pa­lillos y los ojos hundidos, vacíos y desesperados. Y la enfermedad, eso está siempre entre nosotros, junto con la hambruna. Ni siquiera tengo que leer el Apocalipsis con demasiada atención para reconocer lo que está pasando. Son todas señales.
Se recostó bruscamente en la silla plegable y miró por la ventana con barrotes que daba a los terrenos del hospital como si evaluara la úl­tima luz del día.
—No hay duda de que la presencia de Satán está aquí —aseguró—. Mirad todo lo que está pasando en el mundo. Malas noticias por todas partes. ¿Quién más podría ser responsable?
Dicho eso, cruzó los brazos. Respiraba con dificultad, y gotitas de sudor le perlaban la frente, como si tuviera que esforzarse mucho en controlar cada pensamiento que retumbaba en su cabeza. El resto del grupo estaba clavado en la silla, sin moverse, con la mirada fija en Lar­guirucho mientras éste combatía los temores que lo zarandeaban inte­riormente.
El señor del Mal se percató de ello y cambió de tema.
—Pasemos a la sección de deportes —sugirió. La alegría de su voz era casi insultante.
—No —replicó el Bombero con una nota de rabia—. No quiero hablar sobre béisbol o baloncesto. Creo que deberíamos hablar sobre el mundo que nos rodea. Y creo que Larguirucho ha dado con algo. To­do lo que hay al otro lado de estas puertas es terrible. Odio, muertes y asesinatos. ¿De dónde procede? ¿Quién lo hace? ¿Quién sigue siendo bueno? Quizá no sea porque Satán está aquí, como cree Larguirucho. Quizá sea porque todos nos hemos vuelto peores y ni siquiera sea ne­cesario que él esté aquí porque nosotros hacemos su trabajo por él.
Evans lo miró con dureza.
—Creo que tu opinión es interesante —afirmó despacio. Tenía los ojos entornados y había medido las palabras para imbuirlas de una sutil frialdad—, pero exageras las cosas. Además, no veo que tenga de­masiada relación con el objetivo de este grupo. Estamos aquí para ex­plorar formas de reincorporarse a la sociedad, no razones para escon­derse de ella, a pesar de que el mundo no sea como nos gustaría. Ni creo que sirva de nada que consintamos nuestros delirios o les demos cré­dito.
Estas últimas palabras iban dirigidas tanto a Peter como a Largui­rucho.
El Bombero tenía el rostro tenso. Empezó a replicar, pero se detu­vo. Larguirucho llenó ese repentino vacío.
—Si nosotros tenemos la culpa de todo lo que está pasando, en­tonces no hay ninguna esperanza —aseguró con voz temblorosa, al borde de las lágrimas—. Ninguna.
Lo dijo con tanta desesperación que varios de los que habían guar­dado silencio hasta entonces soltaron un grito apagado. Un hombre mayor empezó a sollozar y una mujer que llevaba una bata rosa arru­gada, demasiado rímel en los ojos y unas zapatillas con forma de conejito, rompió en llanto.
—¡Oh, qué triste! —exclamó—. Todo es muy triste.
Francis fijó la mirada en el psicólogo, que intentaba recuperar el control de la sesión.
—El mundo es como ha sido siempre —sentenció—. Lo que tra­tamos aquí es nuestra parte en él.
No fue el comentario adecuado. Larguirucho se puso de pie de un brinco y empezó a agitar los brazos sobre la cabeza, como había hecho la primera vez que Francis lo había visto.
—¡Es así! —gritó, sobresaltando a los miembros más tímidos del grupo—. ¡El mal está en todas partes! Tenemos que encontrar el mo­do de mantenerlo alejado. Tenemos que unirnos. Formar comités. Formar grupos de vigilantes. ¡Tenemos que organizamos! ¡Coordinarnos! Idear un plan. Levantar defensas. Proteger los muros. ¡Tenemos que trabajar mucho para mantenerlo fuera del hospital! —Inspiró hondo y dirigió la mirada a todos los presentes.
Algunas cabezas asintieron. Tenía sentido.
—Podemos contener el mal —dijo Larguirucho—. Pero sólo si es­tamos alertas.
Y, con el cuerpo aún temblando debido al esfuerzo que le había costado expresar su opinión, se sentó de nuevo y volvió a cruzar los brazos para guardar silencio.
Evans fulminó con la mirada a Peter, como si él tuviera la culpa del arrebato de Larguirucho.
—A ver, Peter, cuéntanos —dijo despacio—. ¿Crees que para man­tener a Satán fuera del hospital quizá deberíamos ir todos a la iglesia con regularidad?
El Bombero se puso tenso en su asiento.
—No —respondió—. No creo que...
—¿No deberíamos rezar? ¿Ir a misa? ¿Decir un ave maría y un pa­drenuestro? ¿Comulgar todos los domingos? ¿No deberíamos confe­sar nuestros pecados de forma casi constante?
—Puede que esas cosas te hagan sentir mejor. —La voz del Bom­bero bajó de tono y de intensidad—. Pero no creo que...
—Oh, perdona —lo interrumpió Evans por segunda vez con una nota de cinismo—. Ir a la iglesia y asistir a cualquier tipo de actividad religiosa organizada sería impropio del Bombero, ¿verdad? Porque el Bombero tiene un problema con las iglesias, ¿no es así?
Peter se revolvió en la silla. Francis detectó en su mirada una furia desconocida.
—No son las iglesias. Es una iglesia. Y tuve un problema. Pero lo resolví, ¿recuerda, señor Evans?
Los dos hombres se miraron un instante.
—Sí —asintió Evans—. Supongo que sí. Y mira adonde te ha lle­vado.
Durante la cena, las cosas parecieron empeorar para Larguirucho.
Esa noche se servía pollo a la crema, que consistía en una espesa crema grisácea y poco pollo, con unos guisantes tan hervidos que cualquier posible reivindicación en el sentido de que eran una verdura se había evaporado en la olla, y unas patatas al horno que tenían la misma consistencia de las congeladas, salvo que estaban tan calientes como brasas extraídas de una hoguera. Larguirucho estaba sentado so­lo, en una mesa del rincón; los demás pacientes se habían apiñado en las otras mesas para dejarlo solo. Uno o dos habían intentando sen­tarse con él al principio de la cena, pero Larguirucho los había echado con gestos hoscos y gruñidos de perro viejo al que molestan mientras duerme.
El murmullo habitual parecía apagado, el ruido de los platos y las bandejas más tenue. Había varias mesas separadas para los pacientes de más edad, seniles que necesitaban ayuda, pero incluso la tarea de ali­mentarlos, o de atender a los catatónicos de mirada vacía, apenas cons­cientes de nada, parecía más silenciosa, más contenida. Desde donde estaba sentado, masticando con tristeza la insípida comida, Francis veía cómo todos los auxiliares del comedor lanzaban miradas a Larguiru­cho para vigilarlo mientras seguían atendiendo a los demás. En cierto momento apareció Tomapastillas, observó a Larguirucho unos instan­tes y luego habló brevemente con Evans. Antes de marcharse, escribió una receta y se la entregó a una enfermera.
Larguirucho parecía ajeno a la atención que suscitaba.
Hablaba consigo mismo y discutía mientras movía la comida por el plato y formaba con ella una masa compacta. Se bebió el vaso de agua. Hacía gestos alocados y en un par de ocasiones señaló al frente clavan­do el dedo índice en el aire como si acusara a alguien. Luego agachaba la cabeza, contemplaba la comida y volvía a farfullar para sí mismo.
Fue hacia los postres, unos cuadrados de gelatina de lima, cuando Larguirucho alzó por fin la vista, como si de repente fuera consciente de dónde estaba. Se volvió en la silla con una expresión de sorpresa y asombro. El pelo hirsuto, que solía caerle en delgados rizos grises so­bre los hombros, parecía ahora cargado eléctricamente, como un per­sonaje de dibujos animados que ha metido el dedo en un enchufe, sal­vo que en su caso no era de broma y nadie reía. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de miedo, igual que cuando Francis lo había conoci­do pero multiplicado por cien, como si la pasión lo acelerara. Francis vio cómo se fijaban en Rubita, quien, cerca de donde Larguirucho es­taba sentado, ayudaba a una anciana cortándole el pollo a trocitos y lle­vándoselos a la boca como si fuera una niña en su trona.
Larguirucho apartó hacia atrás la silla con un horrible chirrido. En el mismo movimiento, levantó un índice cadavérico y señaló a la joven enfermera en prácticas.
—¡Tú! —bramó con furia.
Rubita lo miró confundida. Se señaló a sí misma y con los labios formó la palabra «¿Yo?». No se movió de su sitio. Francis creyó que podía deberse a su escasa formación. Cualquier veterano del hospital habría reaccionado más deprisa.
—¡Tú! —gritó Larguirucho de nuevo—. ¡Tienes que ser tú!
Del otro lado del comedor, Negro Chico y su hermano intentaron acercarse deprisa. Pero las hileras de mesas y sillas y la cantidad de pa­cientes obstaculizaban su avance. Rubita se puso de pie mirando a Lar­guirucho, que se dirigía hacia ella con rapidez, con el índice acusador señalándola. La enfermera retrocedió un paso hacia la pared.
—¡Eres tú, lo sé! —gritó— ¡Tú eres nueva! ¡Eres la única que no ha sido comprobada! ¡Eres tú! ¡Tienes que serlo! ¡La encarnación del mal! Te dejamos entrar. ¡Vete! ¡Vete! ¡Tened todos cuidado! ¡No sabe­mos qué podría hacer!
Sus advertencias frenéticas daban a entender a los demás pacientes que Rubita estaba enferma o era peligrosa. Todos retrocedieron asus­tados.
Rubita reculó más y levantó una mano. Francis pudo ver pánico en sus ojos cuando el anciano se lanzaba hacia ella aleteando los brazos.
—¡No os preocupéis! —gritó con voz aguda y furiosa mientras ha­cía señas para que todo el mundo se alejara—. ¡Yo os protegeré!
Negro Grande apartaba mesas y sillas a su paso, y Negro Chico saltó por encima de un paciente que se había arrodillado, aterrado. Francis vio cómo el señor del Mal se dirigía hacia ellos, y la señorita Caray avanzaba también junto con otra enfermera entre los pacientes que se apiñaban sin saber si huir u observar.
—¡Eres tú! —bramó Larguirucho acorralando a la joven enfer­mera.
—¡No! —chilló Rubita con su voz aguda.
—¡Si lo eres!
—¡Larguirucho! ¡Detente! —gritó Negro Chico. Su hermano se acercaba deprisa con una expresión resuelta.
—¡No soy yo, no soy yo! —dijo Rubita, que, encogida de miedo, se deslizó pared abajo.
Y entonces, con Negro Grande y el señor del Mal aún a metros de distancia, se produjo un súbito silencio. Larguirucho se estiró como si fuera a abalanzarse sobre Rubita. Francis oyó cómo el Bombero grita­ba, aunque no estaba seguro desde dónde.
—¡No, Larguirucho! ¡Detente ahora mismo!
Y, para sorpresa de Francis, Larguirucho obedeció.
Miró a Rubita con ojos socarrones, casi como si inspeccionara el resultado de un experimento fallido. Su rostro adoptó una expresión de curiosidad. Contempló a Rubita ya más sereno y, casi con educa­ción, le preguntó:
—¿Estás segura?
—Sí, sí, sí—dijo la enfermera—. Estoy segura.
—Me siento confundido —repuso él con abatimiento y sin dejar de mirarla atentamente. Era un desinflamiento instantáneo. Un segundo atrás era una fuerza vengadora, preparada para atacar, y un instante después era como un niño, empequeñecido, asaltado por un mar de dudas.
En ese momento, Negro Grande llegó por fin junto a Larguirucho. Le sujetó con rudeza los brazos y se los colocó a la espalda.
—¿Qué coño estás haciendo? —preguntó enfadado.
Negro Chico se situó entre el paciente y la enfermera en prácticas.
—¡Atrás! —ordenó, y su enorme hermano tiró de Larguirucho.
—Quizá me he equivocado —se excusó Larguirucho a la vez que sacudía la cabeza—. Parecía tan evidente al principio. Luego cambió. De repente cambió. Ahora no estoy seguro. —Volvió la cabeza hacia Negro Grande estirando su cuello largo como el de un avestruz. La du­da y la tristeza teñían su voz—: Creí que era ella. Tenía que serlo. Es la más nueva. No lleva aquí demasiado tiempo. Seguro que es alguien re­cién llegado. Debemos tener mucho cuidado para no dejar que el mal entre en este hospital. Debemos estar atentos todo el rato. Alerta sin cesar. Lo siento —se disculpó mientras Rubita se ponía en pie y pro­curaba recobrar la calma—. Estaba tan seguro... Ahora ya no lo estoy tanto —añadió con frialdad y la miró con los ojos entornados—. Po­dría serlo. Podría estar mintiendo. Los esbirros de Satán son especia­listas en mentir. Son unos impostores. Para ellos es fácil hacer que al­guien parezca inocente cuando en realidad no lo es.
Rubita se alejó sin apartar unos ojos recelosos del sitio donde Ne­gro Grande sujetaba a Larguirucho.
—Encárguese de que le administren un sedante esta noche —or­denó Evans a Negro Chico—. Cincuenta miligramos de Nembutal, por vía intravenosa, a la hora de la medicación. Quizá debería pasar la noche en aislamiento.
Larguirucho seguía observando a Rubita. Cuando oyó la palabra «aislamiento», se volvió hacia el señor del Mal y sacudió la cabeza ve­hementemente.
—No, no —soltó—. Estoy bien. De verdad. Sólo hacía mi trabajo. No causaré problemas, lo prometo... —Su voz se fue apagando.
—Ya veremos —dijo Evans—. A ver cómo responde al sedante.
—Estaré bien —insistió Larguirucho—. De verdad. No causaré ningún problema. Ninguno. No me pongan en aislamiento, por favor.
—Puede tomarse un descanso —indicó Evans a Rubita, pero la es­belta enfermera sacudió la cabeza.
—Estoy bien —respondió imprimiendo cierto valor a sus palabras, y prosiguió alimentando a la anciana en la silla de ruedas.
Francis observó que Larguirucho seguía con los ojos puestos en Ru­bita, y su mirada fija reflejaba lo que interpretó como incertidumbre. Más adelante comprendería que podría haber sido algo muy diferente.
La aglomeración habitual empujó y se quejó esa noche a la hora de la medicación. Rubita estaba en el puesto de enfermería y quiso ayu­dar a distribuir las pastillas, pero las otras enfermeras, mayores y más expertas, se encargaron de ello. Varias voces subieron de tono para quejarse y un hombre rompió a llorar cuando otro lo apartó de un em­pujón, pero Francis tuvo la impresión de que el incidente de la cena ha­bía dejado a casi todos si no mudos, por lo menos calmados. Pensó que el hospital era una cuestión de equilibrios. Los medicamentos equilibra­ban la locura; la edad y la reclusión equilibraban la energía y las ideas. Todos los pacientes aceptaban cierta rutina que limitaba, definía y re­glamentaba el espacio y la acción. Incluso los esporádicos empujones y discusiones a la hora de la medicación formaban parte de un elabo­rado minué demencial, tan codificado como un baile barroco.
Larguirucho apareció acompañado de Negro Grande. Sacudía la cabeza y Francis lo oyó quejarse.
—Estoy bien. No necesito nada extra para tranquilizarme —de­cía—. Estoy bien.
Pero Negro Grande había perdido su habitual expresión compla­ciente.
—Tienes que facilitarnos las cosas, Larguirucho —le dijo—, o ten­dremos que ponerte una camisa de fuerza y encerrarte toda la noche en aislamiento. Así que inspira hondo, súbete la manga y no te resistas.
Larguirucho asintió aunque Francis vio que miraba con recelo a Rubita, que trabajaba en la parte posterior del puesto de enfermería. Fueran cuales fuesen las dudas que Larguirucho tenía sobre la identi­dad de Rubita, Francis supo que ni la medicación ni la persuasión las había disipado. Parecía temblar de ansiedad de pies a cabeza, pero no opuso resistencia a la enfermera Huesos, que se acercó a él con una hipodérmica que goteaba fármaco y le frotó el brazo con alcohol antes de clavarle la aguja. Francis pensó que debía de doler, pero Larguiru­cho no mostró signos de ello. Lanzó una última mirada a Rubita antes de que Negro Grande se lo llevara hacia el dormitorio.





5

El tráfico nocturno había aumentado frente a mi piso. Oía el ruido de los camiones diesel, algún que otro claxon de coche y el rumor cons­tante de los neumáticos. La noche cae despacio en verano, cuando se in­sinúa como un mal pensamiento en una ocasión feliz. Unas sombras irregulares llegan primero a los callejones y empiezan a recorrer despa­cio patios y aceras, a subir por las paredes de los edificios y a deslizarse como una serpiente a través de las ventanas, o se aferran a las ramas de los árboles hasta que, por fin, se impone la oscuridad. A menudo he pen­sado que la locura es un poco como la noche, debido a las distintas for­mas en que se extendió durante varios años por mi corazón y mi men­te, unas veces con dureza o rapidez, otras con lentitud y sutileza, de modo que apenas era consciente de que estaba dominándome.
¿Había conocido alguna vez una noche más oscura que aquella en el Hospital Estatal Western?, me pregunté. ¿O una noche más llena de locura?
Fui al fregadero, llené un vaso de agua, tomé un trago y pensé: He omitido el hedor. Era una combinación de excrementos luchando contra productos de limpieza sin diluir. La peste de la orina frente al olor del desinfectante. Como los niños pequeños, muchos pacientes an­cianos y seniles no controlaban los intestinos, de modo que el hospital apestaba a percances. Para combatirlo, todos los pasillos tenían por lo menos dos trasteros provistos de trapos, fregonas, cubos y potentes agentes limpiadores químicos. A veces parecía haber siempre alguien fregando el suelo en algún sitio. Los productos con lejía eran muy po­tentes, te escocían los ojos cuando tocaban el suelo de linóleo y dificul­taban la respiración, como si algo se te clavara en los pulmones.
Costaba prever cuándo se producirían esos percances. Supongo que en un mundo normal podrían identificarse las tensiones o los temores capaces de provocar una pérdida de control a una persona anciana, y adoptar medidas para reducirlos. Exigiría un poco de lógica, sensibili­dad y cierta planificación y previsión. Nada extraordinario. Pero en el hospital, donde todas las tensiones y los temores eran tan imprevistos y surgían de pensamientos tan incoherentes, era prácticamente imposible anticiparlos e impedirlos.
Así que, en lugar de eso, teníamos cubos y limpiadores potentes.
Y, dada la frecuencia con que las enfermeras y los auxiliares te­nían que usarlos, los trasteros no solían estar cerrados con llave. Se su­ponía que tenían que estarlo, claro, pero como muchas otras cosas en el Hospital Estatal Western, la realidad de las normas se doblegaba ante la práctica que imponía la locura.
¿Qué más recordaba de esa noche? ¿Llovía? ¿Soplaba el viento?
Sí recordaba los sonidos.
En el edificio Amherst había casi trescientos pacientes agrupados en un centro concebido en principio para una tercera parte de esa cantidad. Cualquier noche podían trasladar a varios a una de esas celdas de ais­lamiento de la cuarta planta con las que habían amenazado a Largui­rucho. Las camas estaban pegadas unas a otras, de modo que sólo unos centímetros separaban a un paciente del siguiente. A lo largo de una pared del dormitorio había unas cuantas ventanas mugrientas. Tenían barrotes y proporcionaban poca ventilación, aunque los hombres en las camas situadas bajo ellas solían cerrarlas bien porque temían lo que pu­diese haber al otro lado.
La noche era una sinfonía de aflicción.
Los ronquidos, las toses y los gorgoteos se mezclaban con las pesa­dillas. Los pacientes hablaban en sueños con familiares y amigos que no estaban ahí, con dioses que ignoraban sus oraciones, con demonios que los atormentaban. Gritaban sin cesar, y pasaban llorando las horas de mayor oscuridad. Todo el mundo dormía, pero nadie descansaba.
Estábamos encerrados con toda la soledad que trae la noche.
Quizá fuera la luz de la luna que se colaba entre los barrotes de las ventanas lo que me mantuvo esa noche entre el sueño y la vigilia. Qui­zá seguía estando nervioso por lo ocurrido durante el día. Quizá mis voces estaban inquietas. He pensado muchas veces en ello, porque to­davía no estoy seguro de lo que me mantuvo en ese incómodo estadio entre la vigilancia y la inconsciencia. Peter gemía en sueños y se revol­vía en la cama, junto a la mía. La noche era difícil para él. De día podía mostrar una actitud razonable que parecía impropia del hospital, pero por la noche algo le roía por dentro. Y mientras yo iba y venía entre esos estados de ansiedad, recuerdo haber visto a Larguirucho, a unas camas de distancia, sentado en la posición del loto como un indio americano en un consejo tribal, mirando hacia el otro lado del dormitorio. Recuerdo haber pensado que el tranquilizante que le habían dado no le había he­cho efecto, porque lo normal era que lo hubiera sumido en un sueño tranquilo. Pero los impulsos que antes lo habían desquiciado vencían con facilidad al tranquilizante y, en lugar de eso, estaba sentado farfu­llando y gesticulando con las manos como un director que no logra que la orquesta toque al compás adecuado.
Así es como lo recordaba de esa noche, hasta el momento en que una mano en el hombro me sacudió para despertarme. Ése fue el momento, así que tenía que empezar ahí.
Por lo tanto, tomé el lápiz y escribí:
Francis dormía a trompicones hasta que lo despertó una sacu­dida insistente que pareció alejarlo de algún lugar agitado y le re­cordó al instante dónde estaba. Abrió los ojos, pero antes de que se le adaptaran a la oscuridad oyó la voz de Larguirucho que le susu­rraba con suavidad pero con energía, lleno de placer y entusiasmo infantil: «Estamos a salvo, Pajarillo. ¡Estamos a salvo!»

Francis dormía a trompicones hasta que lo despertó una sacudida insistente que pareció alejarlo de algún lugar agitado y le recordó al ins­tante dónde estaba. Abrió los ojos, pero antes de que se le adaptaran a la oscuridad oyó la voz de Larguirucho que le susurraba con suavidad pero con energía, lleno de placer y entusiasmo infantil:
—Estamos a salvo, Pajarillo. ¡Estamos a salvo!
Su figura le recordó a un dinosaurio alado posado al borde de la ca­ma. A la luz de la luna que se filtraba por la ventana, Francis distinguió una extraña expresión de alegría y alivio en su rostro.
—¿De qué estamos a salvo? —quiso saber, aunque en cuanto hizo la pregunta se dio cuenta de que conocía la respuesta.
—Del mal —respondió Larguirucho, y se rodeó el cuerpo con los brazos. Luego hizo un segundo movimiento y levantó la mano izquierda para cubrirse la frente, como si la presión de la palma y los dedos pudiera contener los pensamientos y las ideas que le surgían con desenfreno.
Cuando se apartó la mano de la frente, Francis tuvo la impresión de que le había quedado una marca, casi como de hollín. No era fácil dis­tinguir nada a la luz tenue que había en la habitación. Larguirucho tam­bién debió de notar algo, porque de repente se miró los dedos con gesto burlón.
—¡Larguirucho! —susurró Francis, que se había incorporado en la cama—. ¿Qué ha pasado?
Antes de que él pudiera responder, Francis oyó un siseo. Era Pe­ter, que se había despertado y se inclinaba hacia ellos.
—¡Dínoslo, Larguirucho! ¿Qué ha pasado? —pidió Peter con la voz queda—. Pero no hagas ruido. No despiertes a nadie más.
Larguirucho asintió con la cabeza. Pero sus palabras se precipi­taron de forma entusiasta, casi dichosa. Rezumaban alivio y liberación.
—Ha sido una visión, Peter. Tiene que haber sido un ángel que me ha sido enviado. Esta visión vino a mi lado, Pajarillo, para decirme...
—¿Para decirte qué? —susurró Francis.
—Para decirme que tenía razón. Desde el principio. El mal había intentado llegar hasta nosotros, Pajarillo. La encarnación del mal esta­ba aquí, en el hospital, a nuestro lado. Pero ha sido destruida y ahora estamos a salvo. —Exhaló despacio y añadió—: Gracias a Dios.
Francis no sabía cómo interpretar aquello pero el Bombero se sen­tó al lado del hombre alto.
—¿Esa visión estuvo aquí? ¿En esta habitación? —le preguntó.
—Junto a mi cama. Nos abrazamos como hermanos.
—¿La visión te tocó?
—Sí. Era tan real como tú o como yo, Peter. Notaba su vida junto a la mía. Como si nuestros corazones latieran al unísono. Excepto que también era mágica, Pajarillo.
El Bombero asintió. Luego, alargó la mano despacio y tocó la fren­te de Larguirucho, donde seguían las marcas de hollín. Peter se frotó los dedos.
—¿Viste que la visión entrara por la puerta, o cayó de arriba? —pre­guntó, y señaló hacia la puerta del dormitorio y luego hacia el techo.
—No. —Larguirucho sacudió la cabeza—. Llegó sin más. En un segundo estaba junto a mi cama. Parecía bañada de luz, como si procediera del cielo. Pero no pude verle la cara. Casi como si estuviera envuelta en un velo. Tiene que haber sido un ángel —comentó—. Ima­gina, Pajarillo, un ángel aquí. Aquí, en esta habitación. En nuestro hos­pital. Para protegernos.
Francis no dijo nada, pero Peter asintió con la cabeza. Se llevó los dedos a la nariz y se los olió. Francis tuvo la impresión de que se sorprendía. El Bombero hizo una pausa y echó un vistazo alrededor de la habitación. A continuación pronunció unas palabras autorita­rias en voz baja, como órdenes de un mando militar cuando el enemi­go está cerca y el peligro se esconde detrás de cada sombra.
—Larguirucho, vuelve a la cama y espera a que Pajarillo y yo re­gresemos. No digas nada a nadie. Silencio absoluto, ¿entendido?
Larguirucho fue a replicar pero vaciló.
—De acuerdo —dijo—. Pero estamos a salvo. Estamos todos a sal­vo. ¿No crees que los demás querrán saberlo?
—Vamos a asegurarnos antes de ilusionarlos —repuso Peter. Eso pareció tener sentido para Larguirucho, porque asintió, se le­vantó y regresó a su cama. Cuando llegó, se volvió y se llevó el dedo índice a los labios haciendo la señal de silencio.
—Ven conmigo, Pajarillo —susurró Peter después de sonreír a Larguirucho—. ¡Y no hagas ruido! —Cada palabra parecía poseer una tensión indefinida que Francis no acababa de entender.
Sin mirar atrás, el Bombero avanzó con cautela entre las camas, moviéndose sigiloso por el reducido espacio que separaba a los hom­bres dormidos. Pasó junto al baño, donde un haz de luz sobresalía por debajo de la puerta. Algunos hombres se movieron y uno pareció que­rer levantarse cuando pasaron junto a su cama, pero Peter se limitó a pedirle que guardara silencio, y el hombre emitió un gemido, se giró y volvió a dormirse.
Cuando llegó a la puerta, miró atrás y vio a Larguirucho, sentado de nuevo en la cama en la posición del loto. Éste los vio y los saludó con la mano.
Peter alargó la mano hacia el pomo.
—Está cerrada con llave —indicó Francis—. Cierran todas las noches.
—Esta noche no —replicó Peter. Y, para probarlo, giró el pomo. La puerta se abrió con un ligero crujido—. Vamos, Pajarillo.
El pasillo estaba a oscuras durante la noche, con sólo alguna que otra lámpara tenue que lanzaba reducidos arcos de luz al suelo. El silencio desconcertó momentáneamente a Francis. Por lo general, los pa­sillos del edificio Amherst estaban abarrotados de gente sentada, de pie, caminando, fumando, hablando consigo misma, hablando con gente que no estaba ahí o incluso hablando entre sí. Los pasillos eran como las venas del hospital, sin cesar bombeaban sangre y energía a ca­da órgano importante. Nunca los había visto vacíos. La sensación de estar solo en el pasillo resultaba inquietante. El Bombero, sin embar­go, no parecía preocupado. Miraba pasillo adelante, hacia donde una lámpara de escritorio emitía un tenue brillo amarillo en el puesto de en­fermería. Desde donde estaban, el puesto parecía vacío.
Peter dio un paso y bajó la mirada al suelo. Hincó una rodilla y to­có con cuidado una mancha oscura, como había hecho con el hollín en la frente de Larguirucho. De nuevo, se llevó el dedo a la nariz. Enton­ces, sin decir palabra, indicó a Francis que se fijara.
El joven no estaba seguro de lo que se suponía que tenía que ver, pero prestó atención. Los dos siguieron avanzando hacia el puesto de enfermería, pero se detuvieron frente a uno de los trasteros.
Francis escudriñó el puesto y vio que estaba realmente vacío. Eso lo confundió porque daba por sentado que había por lo menos una en­fermera de guardia las veinticuatro horas del día. El Bombero con­templaba el suelo delante de la puerta del trastero. Señaló una mancha grande en el linóleo.
—¿Qué es? —quiso saber Francis.
—El mayor problema que puedes encontrarte en tu vida —suspi­ró Peter—. Haya lo que haya detrás de esta puerta, no grites. Sobre to­do, no grites. Muérdete la lengua y no digas una palabra. Y no toques nada. ¿Puedes hacerlo por mí, Pajarillo? ¿Puedo contar contigo?
Francis gruñó que sí, lo que le resultó difícil. Notaba cómo la sangre le bombeaba en el pecho, le retumbaba en los oídos, llena de adrenalina y ansiedad. En ese instante, se percató de que no había oído ni una palabra de sus voces interiores desde que Larguirucho lo había despertado.
Peter se acercó a la puerta del trastero. Se envolvió la mano con la camiseta para sujetar el pomo. Y entonces abrió despacio la puerta.
El cuarto estaba a oscuras. Peter entró con cautela y acercó la ma­no al interruptor de la pared.
La luz repentina fue como una estocada.
El brilló cegó a Francis un segundo, puede que menos. Oyó a Pe­ter proferir un juramento.
Francis se inclinó para ver por encima del hombro de su amigo. Y soltó un grito ahogado a la vez que el miedo lo sacudía como un vien­to huracanado. Retrocedió un paso atrás, sintiendo que el aire que ins­piraba le quemaba. Intentó decir algo, pero incluso «Oh, Dios mío» le salió como un gemido gutural.
En el suelo, en el centro del trastero, yacía Rubita. O la persona que había sido Rubita.
Estaba casi desnuda. Le habían arrancado el uniforme de enfermera y ­lo habían arrojado en un rincón. Todavía llevaba puesta la ropa in­terior, pero estaba fuera de sitio, de modo que le quedaban al descu­bierto los pechos y el sexo. Estaba tumbada de costado, casi acurrucada en posición fetal, salvo que tenía una pierna doblada y la otra extendi­da, con un gran charco de sangre granate bajo la cabeza y el tórax. Unos hilos rojos le resbalaban por la pálida piel. Tenía un brazo metido de­bajo del cuerpo y el otro extendido, como una persona que saluda a al­guien que está lejos. Tenía el cabello apelmazado, casi mojado, y gran parte de la piel le brillaba de modo extraño a la luz de la bombilla des­nuda. Cerca, había un cubo con materiales de limpieza volcado, y el olor de líquido limpiador y desinfectante era abrumador. Peter se aga­chó sobre el cuerpo, pero no llegó a tomarle el pulso porque tanto él como Francis vieron que Rubita había sido degollada. La herida roja y negra, larga y abierta, debió de acabar con su vida en unos segundos. Salieron de nuevo al pasillo. Peter inspiró despacio y exhaló del mismo modo, con un ligero silbido cuando el aire le pasó entre los dientes apretados.
—Mira con atención, Pajarillo —dijo—. Míralo todo con atención. Trata de recordar todo lo que veas esta noche. ¿Podrás hacer eso por mí, Pajarillo? ¿Ser el segundo par de ojos que lo capta y lo registra todo?
Francis asintió despacio. Peter volvió a entrar en el almacén y em­pezó a señalar cosas en silencio. Primero, el corte que marcaba cruel­mente el cuello de Rubita, después el cubo volcado y las ropas arran­cadas y tiradas al suelo. Señaló unas líneas de sangre en la frente de Rubita, eran paralelas y descendían hacia los ojos. Francis no pudo imaginar cómo se habrían producido. Tras indicar las marcas, Peter empezó a moverse con cuidado por el reducido espacio mientras se­ñalaba con el índice cada cuadrante de la habitación, cada elemento del escenario, como un profesor que indica con un puntero una piza­rra para captar la atención de unos alumnos cortos de entendederas.
Francis lo vio todo, y lo grabó en su memoria como un ayudante de fo­tógrafo.
Peter se detuvo al indicar la mano de Rubita. Francis vio de repente que a cuatro dedos le faltaban las falanges, como si se las hubieran cor­tado y llevado. Contempló la mutilación respirando de modo espasmódico.
—¿Qué ves, Pajarillo? —preguntó por fin el Bombero.
—Veo a Rubita —respondió sin apartar la mirada del cadáver—. Pobre Larguirucho. Pobre, pobre Larguirucho. Debió de estar abso­lutamente convencido de que mataba a la encarnación del mal.
—¿Crees que Larguirucho hizo esto? —replicó Peter a la vez que sacudía la cabeza—. Míralo mejor —pidió—. Y dime qué ves.
Francis observó de forma casi hipnótica el cadáver. Se fijó en el ros­tro de la joven y sintió una mezcla de terror y agitación. Se dio cuenta de que era la primera vez que veía a alguien muerto, por lo menos de cerca. Recordaba haber asistido al funeral de su tía abuela cuando era pequeño, y cómo su madre lo había tomado con fuerza de la mano y lo había hecho pasar junto a un ataúd abierto mientras le murmuraba todo el rato que no dijera ni hiciera nada y que se comportara, porque temía que él llamara la atención haciendo algo inadecuado. Pero no lo hizo, y tampoco vio a la tía abuela en el ataúd. Lo único que recorda­ba era un perfil de porcelana blanca, visto sólo un momento, como al­go fugaz a través de la ventanilla de un coche en marcha. No creyó que fuera lo mismo. Lo que veía de Rubita era muy diferente. Compren­dió que era la peor cara de la muerte.
—Veo muerte —susurró.
—Sí—asintió Peter—. Muerte. Y desagradable, además. Pero ¿sa­bes qué más veo yo? —Habló despacio, como si midiera cada palabra.
—¿Qué?
—Veo un mensaje —respondió el Bombero. Y, con una sensación casi apabullante de tristeza, añadió—: Y nadie ha matado a la encar­nación del mal. Está aquí, entre nosotros, tan viva como tú o como yo. —Salió otra vez al pasillo y concluyó en voz baja—: Ahora tenemos que pedir ayuda.





6

A veces sueño con lo que vi.
A veces me doy cuenta de que ya no estoy soñando, sino despierto, tienes un recuerdo grabado como el contorno protuberante de un fósil en mi pasado, lo que es mucho peor. Todavía veo a Rubita en mi imaginación, con total perfección, como en una de las fotografías que la policía tomó esa noche. Pero sospecho que los fotógrafos policiales no eran tan artistas como mi memoria. Recuerdo su forma como la imagen vivida pero realistamente inexacta del martirio de un santo por un pin­tor renacentista menor.
Lo que recuerdo es esto... Su piel era blanca como la porcelana y per­fectamente clara, su rostro exhibía una expresión de reposo beatífico. Lo único que le faltaba era un halo alrededor de la cabeza. La muerte ape­nas más que una molestia, un mero dolor momentáneo, algo desagra­dable e incómodo, en el camino inevitable, delicioso y glorioso hacia el cielo. Por supuesto, en realidad (que es una palabra que he aprendido a usar con la menor frecuencia posible) no era nada de eso. Tenía la piel manchada de sangre oscura, le habían arrancado la ropa, el corte en la garganta se abría como una sonrisa burlona, tenía los ojos desorbitados y la cara contorsionada de susto e incredulidad. Una gárgola de la muerte. El asesinato en su aspecto más espantoso. Esa noche, me alejé de la puerta del trastero presa de numerosos temores inquietantes. Es­tar tan cerca de la violencia es igual a que te pasen de golpe papel de lija por el corazón.
No sabía demasiado sobre su vida. La iba a conocer mucho mejor muerta.
Cuando Peter el Bombero se alejó del cuerpo y la sangre, y de todos los indicios grandes y pequeños del asesinato, yo no tenía idea de lo que iba a pasar. El debía de saberlo de forma mucho más precisa, por­que enseguida me advirtió de nuevo que no tocara nada, que mantu­viera las manos en los bolsillos y no dijera lo que pensaba.
—Pajarillo —me dijo—, de aquí a un rato empezarán a hacer pre­guntas. Preguntas muy desagradables. Pueden decir que sólo quieren información pero, hazme caso, sólo quieren ayudarse a sí mismos. Da respuestas cortas y concisas, y limítate a hablar de lo que has visto y oído esta noche. ¿Lo has entendido?
—Sí—contesté, aunque no sabía muy bien a qué estaba accedien­do—. Pobre Larguirucho —repetí.
—Sí, pobre Larguirucho —asintió el Bombero—. Pero no por los motivos que crees. Al final verá a la encarnación del mal de cerca y en persona. Quizá todos lo hagamos.
Recorrimos el pasillo hacia el puesto de enfermería vacío. Nuestros pies desnudos apenas hacían ruido. La puerta metálica que debería ha­ber estado cerrada, estaba abierta de par en par. Había papeles espar­cidos por el suelo. Podían haber caído de la mesa simplemente porque alguien se movió demasiado de prisa, o podían haber ido a parar al sue­lo en medio de una breve pelea. Era difícil de adivinar. No había más indicios de que ahí hubiera ocurrido algo. El armario cerrado con llave que contenía los medicamentos estaba abierto, y en el suelo había unos cuantos recipientes de plástico para las pastillas. Además, el macizo te­léfono negro de las enfermeras estaba descolgado. Peter señaló ambas cosas, como había hecho antes cuando examinaba el trastero. Después puso el auricular en su sitio. Acto seguido, volvió a levantarlo para ob­tener línea y pulsó el cero para hablar con la seguridad del hospital.
—¿Seguridad? Ha habido un incidente en Amherst —anunció—. Será mejor que vengan deprisa.
Colgó de golpe y esperó de nuevo el tono de línea. Esta vez marcó el número de la policía.
—Buenas noches —dijo con calma un momento después—. Llamo para informarles de que se ha cometido un homicidio en el edificio Am­herst del Hospital Estatal Western, en la zona adyacente al puesto de enfermería de la planta baja. —Hizo una pausa y añadió—: No, no voy a darle mi nombre. Le he dicho todo lo que necesita saber en este mo­mento: el tipo de incidente y la ubicación. El resto les resultará eviden­te cuando lleguen aquí. Necesitarán miembros de la policía científica, detectives y el juez de instrucción del condado. Y creo que deberían dar­se prisa.
Colgó, se volvió hacia mí y, con cierta ironía y quizás algo más que interés, afirmó:
—Las cosas se van a poner muy emocionantes.
Eso es lo que recuerdo. En la pared, escribí:
Francis no tenía idea del alcance del caos que iba a desencade­narse como un trueno al final de una calurosa tarde de verano...

Francis no tenía idea del alcance del caos que iba a desencadenarse como un trueno al final de una calurosa tarde de verano. Lo más cerca que había estado de un crimen hasta entonces había sido cuando todas sus voces le habían gritado al unísono y su mundo se había vuelto pa­tas arriba, y había estallado y amenazado a sus padres y hermanas, y fi­nalmente a sí mismo, con el cuchillo de cocina, lo que lo había llevado al hospital. Trató de pensar en lo que había visto y en su significado. Fue consciente de que sus voces hablaban de un modo apagado pero nervioso. Palabras, todas ellas, de miedo. Echó un vistazo a su alrede­dor con los ojos desorbitados y se preguntó si no debería regresar a la cama y esperar, pero no podía moverse. Los músculos parecían agarrotados y se sintió como alguien atrapado en una fuerte corriente, arrastrado de modo inexorable. Peter y él esperaron en el puesto de en­fermería y, a los pocos segundos, oyeron pasos apresurados y llaves en la puerta principal. Pasado un instante, la puerta se abrió y dos guar­dias de seguridad irrumpieron en la planta. Ambos llevaban una lin­terna y una larga porra negra. Vestían uniformes de un gris niebla. Re­cortados un instante contra el umbral, los dos hombres parecieron fundirse con la tenue luz del pasillo. Se acercaron deprisa hacia ellos.
—¿Por qué estáis fuera del dormitorio? —preguntó el primer guardia al tiempo que blandía la porra—. No deberíais estar aquí —añadió de forma innecesaria, antes de preguntar—: ¿Dónde está la enfermera?
El otro guardia se había situado en una posición de apoyo, prepara­do para intervenir si Francis y Peter el Bombero creaban problemas.
—¿Habéis llamado vosotros a seguridad? —preguntó con brus­quedad. Y a continuación repitió la misma pregunta que su compañe­ro—: ¿Dónde está la enfermera?
—Ahí—contestó Peter, y señaló el trastero con el pulgar.
El primer guardia, un hombre corpulento con la cabeza rapada como los marines y una papada que le colgaba en pliegues adiposos so­bre un cuello de camisa demasiado ajustado, apuntó a Francis y Peter con la porra.
—No os mováis, ¿entendido? —Se volvió hacia su compañero y le instruyó—: Si intentan alguna jugarreta, dales caña.
Su compañero, un hombre enjuto y menudo con una sonrisa tor­cida, sacó del cinturón una lata de spray defensivo Mace. El fornido se marchó con rapidez pasillo adelante, resollando un poco. Llevaba una linterna en la mano izquierda y la porra en la derecha. El haz de luz di­bujaba rodajas que se movían por el pasillo gris a medida que él avan­zaba. Francis vio que abría la puerta del trastero con brusquedad.
Se quedó un instante inmóvil con la mandíbula desencajada. Lue­go, soltó un gruñido y retrocedió tambaleante unos segundos después de que la linterna iluminara el cadáver de la enfermera.
—¡Dios mío! —exclamó y, casi con la misma rapidez, entró en el trastero. Desde donde estaban, vieron cómo ponía la mano en el hom­bro de Rubita y la giraba para intentar buscarle el pulso.
—No haga eso —advirtió Peter en voz baja—. Está destruyendo pruebas.
El guardia menudo había palidecido, aunque todavía no había vis­to del todo el alcance de la tragedia.
—¡Callaos, pirados de mierda! —ordenó con voz chillona y llena de ansiedad—. ¡Callaos!
El corpulento retrocedió de nuevo y se volvió con los ojos desor­bitados hacia Francis y Peter. Mascullaba juramentos.
—¡No os mováis! ¡Quietos los dos, joder! —ordenó con furia.
Al acercarse hacia ellos, resbaló en uno de los charcos de sangre que Peter había esquivado con tanto cuidado. Luego, agarró a Francis por el brazo y le dio la vuelta para estamparle la cara contra la rejilla metá­lica del puesto de enfermería. Casi en el mismo movimiento, le golpeó las corvas con la porra, lo que le hizo tambalearse y caer de rodillas. Un dolor parecido a una explosión de fósforo blanco le nubló la vista, y soltó un grito ahogado antes de inspirar un aire que parecía cargado de agujas. Vio borroso un momento y creyó que iba a perder el conoci­miento. Pero cuando recuperó el aliento, el impacto del golpe se des­vaneció y dejó un mero dolor sordo y punzante. El guardia menudo siguió el ejemplo de su compañero: giró a Peter y le atizó con la porra en los riñones, lo que tuvo el mismo efecto, de modo que cayó de ro­dillas y resollando. Los esposaron a ambos de inmediato y los tumba­ron en el suelo. Francis notó el olor desagradable del desinfectante que se usaba para fregar el pasillo.
—Pirados de mierda —repitió el guardia menudo, y entró en el puesto de enfermería. Marcó un número, esperó un momento y dijo—: Doctor, soy Maxwell, de seguridad. Tenemos un problema grave en Amherst. Debería venir enseguida. —Dudó un instante y anunció, sin duda como respuesta a una pregunta—: Un par de pacientes han mata­do a una enfermera.
—¡Oiga! —se quejó Francis—. Nosotros no hemos... —Pero su desmentido se vio interrumpido por una patada que el guardia cor­pulento le arreó en el muslo. Guardó silencio y se mordió el labio. Tal como estaba, no podía ver a Peter. Quería girarse en esa dirección, pe­ro no deseaba recibir otra patada, así que no se movió.
Y entonces se oyó una sirena que rasgaba la noche y aumentaba de volumen a cada segundo. Era atronadora cuando se detuvo frente a Amherst y se desvaneció como un mal pensamiento.
—¿Quién ha llamado a la policía? —preguntó el guardia menudo.
—Nosotros —respondió Peter.
—Mierda —dijo el guardia, y dio un segundo puntapié a Francis. Se dispuso a atizarlo de nuevo, y Francis se preparó para el dolor, pe­ro no terminó el movimiento.
—¡Oye! —exclamó en cambio—. ¡Se puede saber qué coño estáis haciendo!
Francis logró girar un poco la cabeza y vio que Napoleón y un par de hombres más del dormitorio habían abierto la puerta y permane­cían vacilantes en el umbral, sin saber si podían salir al pasillo. La sire­na debía de haber despertado a todo el mundo. En ese mismo momen­to, alguien accionó el interruptor principal y el pasillo se iluminó por completo. En el ala sur del edificio se oían gemidos agudos y golpes en la puerta del dormitorio de las mujeres, que resistía el embate, pero el ruido era como el toque de un bombo que retumbaba en el pasillo.
—¡Maldita sea! —gritó el guardia con el corte de pelo a lo mari­ne—. ¡Tú! —Señaló con la porra a Napoleón y los demás hombres in­decisos—. ¡Volved dentro! ¡Vamos!
Corrió hacia ellos con el brazo extendido como un guardia urbano que diera instrucciones a la vez que blandía la porra. Los hombres re­trocedieron asustados y el guardia cerró la puerta con llave. A conti­nuación, se volvió y volvió a resbalar en una de las manchas de sangre que había en el pasillo. Los golpes en la puerta del ala de las mujeres au­mentaban de intensidad, y Francis oyó dos voces nuevas a sus espaldas.
—¿Qué demonios está pasando aquí?
—¿Qué ocurre?
Se giró, y vio, más allá de donde Peter estaba tumbado en el suelo, a dos policías de uniforme. Uno de ellos alargó la mano hacia su arma, aunque sólo para abrir el cierre de la pistolera.
—¿Nos han avisado de un homicidio? —preguntó uno de los po­licías. Pero no esperó respuesta, ya que debió de ver parte de la sangre del pasillo, y avanzó hacia el trastero.
Francis lo siguió con la mirada y vio cómo se paraba en seco ante la puerta. Pero, a diferencia de los guardias del hospital, el policía no dijo nada. Se limitó a observar la escena casi, en ese instante, como tan­tos pacientes del hospital que tenían la mirada perdida y sólo veían lo que querían o necesitaban ver, que no era lo que tenían delante.
A partir de ese momento, pareció que las cosas ocurrían de prisa y despacio a la vez. Para Francis fue como si el tiempo hubiera perdido el control y el transcurrir ordenado de las horas nocturnas se hubie­ra sumido en el caos. Poco después se encontraba en una sala de tra­tamiento en el mismo pasillo donde la policía científica se estaba insta­lando y los fotógrafos disparaban sus cámaras. Cada fogonazo de flash era como un rayo en algún horizonte lejano, y provocaba que los gritos y la agitación entre los pacientes de los dormitorios cerrados se agudi­zaran. Al principio, el guardia de seguridad menudo le obligó a sentarse y lo dejó solo. Luego, pasados unos minutos, entraron dos detectives acompañados del doctor Gulptilil. Francis seguía en pijama y esposa­do, sentado en una incómoda silla de madera. Supuso que Peter se en­contraba en circunstancias similares en una sala contigua. Le aterrori­zaba tener que enfrentarse solo a la policía.
Los dos detectives vestían trajes algo arrugados y mal entallados. Llevaban el cabello muy corto y tenían mandíbulas fuertes. Ninguno de los dos mostraba ninguna suavidad en la mirada ni en la forma de hablar. Eran de estatura y complexión parecidas, y Francis pensó que seguramente los confundiría si volvía a verlos. No oyó sus nombres cuando se presentaron porque miraba a Gulptilil en busca de tranquilidad. Pero el doctor se limitó a advertirle que contara a los detectives la verdad. Uno de éstos se situó junto al médico, ambos apoyados con­tra la pared, mientras que el otro aposentó su trasero en una mesa si­tuada frente a Francis. Una pierna le colgaba en el aire casi airosamente, pero su postura era tal que la funda negra y la pistola que llevaba en el cinturón eran muy visibles. El hombre esbozaba una sonrisa algo torci­da, que hacía que casi todo lo que decía pareciera deshonesto.
—A ver, señor Petrel —preguntó—, ¿por qué estaba en el pasillo después de que se apagarán las luces?
Francis dudó, recordó lo que Peter le había dicho e inició un bre­ve recuento de cómo Larguirucho lo había despertado, de cómo había seguido a Peter al pasillo y habían encontrado después el cadáver de Rubita. El detective asintió y luego sacudió la cabeza.
—La puerta del dormitorio estaba cerrada con llave, señor Petrel. La cierran todas las noches. —Dirigió una mirada rápida al doctor Gulptilil, que asintió con la cabeza.
—Esta noche no lo estaba.
—No sé si creerlo.
Francis no supo qué contestar.
El policía hizo una pausa para que el silencio pusiera nervioso a Francis.
—Dígame, señor Petrel... ¿Te puedo llamar Francis?
El joven asintió.
—Muy bien. Eres joven, Franny. ¿Te habías acostado con alguna mujer antes de esta noche?
—¿Esta noche? —preguntó Francis, y dio un respingo.
—Sí. Me refiero a antes de esta noche, ya que esta noche tuviste relaciones sexuales con la enfermera. ¿Te habías acostado con alguna chica?
Francis estaba confundido. Las voces le bramaban en los oídos; le gritaban toda clase de mensajes contradictorios. Miró al doctor para in­tentar ver si se percataba del revuelo que tenía lugar en su interior. Pero Gulptilil se había situado en la sombra y no le distinguía bien la cara.
—No —contestó, pero la duda empañaba la palabra.
—¿No qué? ¿Nunca? ¿Un joven atractivo como tú? Debe de ha­ber sido muy frustrante. Sobre todo, cuando te rechazaban. Y esa en­fermera no era mucho mayor que tú, ¿verdad? Seguro que te enfadas­te mucho cuando te rechazó.
—No —repitió Francis—. Eso no es cierto.
—¿No te rechazó?
—No, no, no.
—¿Tratas de decirnos que accedió a tener relaciones sexuales con­tigo y que después se suicidó?
—No —repitió—. Está equivocado.
—Ya. —Miró a su compañero—. ¿Así que no accedió a tener rela­ciones sexuales y entonces la mataste? ¿Es así como pasó?
—No. Vuelve a equivocarse.
—Me tienes confundido, Franny. Dices que estabas en el pasillo, al otro lado de la puerta cerrada con llave, donde no deberías estar, y hay una enfermera violada y asesinada, ¿y tú estabas ahí por casuali­dad? Venga ya, hombre. ¿No te parece que podrías ayudarnos un po­co más?
—No sé —respondió Francis.
—¿Qué no sabes? ¿Cómo ayudarnos? Cuéntame qué pasó cuan­do la enfermera te rechazó. ¿Es muy difícil eso? Entonces todo tendrá sentido y podremos dejarlo todo resuelto esta noche.
—Sí. O no —dijo Francis.
—Te diré de qué otro modo tiene sentido: tu amigo y tú decidisteis hacer una visita nocturna a la enfermera, pero las cosas no salieron exactamente como habíais planeado. Vamos, Franny, sé sincero con­migo, ¿vale? Vamos a hacer una cosa, ¿de acuerdo?
—¿Qué cosa? —preguntó Francis, vacilante y con voz quebrada.
—Me vas a decir la verdad, ¿de acuerdo?
El joven asintió.
—Muy bien —afirmó el detective, que seguía empleando una voz baja y suave, como si sólo Francis pudiera oír cada palabra, como si es­tuvieran hablando un idioma que sólo ellos conocían. El otro policía y el doctor Tomapastillas parecieron evaporarse de la sala. El detective continuó con su tono persuasivo, sugerente de que la única interpreta­ción verosímil era la suya—. Sólo puede haber ocurrido de una forma que tal vez fuese accidental. Tal vez ella te engatusó, y también a tu compañero. Tal vez pensaste que iba a ser más cariñosa de lo que re­sultó ser. Un pequeño malentendido. Nada más. Pensaste que quería decir una cosa y ella pensaba, bueno, quería decir otra. Y las cosas se desmadraron, ¿cierto? Así que en realidad fue un accidente. Escucha, Franny, nadie te va a culpar demasiado. Al fin y al cabo estás aquí, y ya te han diagnosticado que estás un poco tarumba, así que todo se inclu­ye en la misma categoría, ¿no? ¿He acertado ahora, Franny?
—En absoluto —repuso con brusquedad tras inspirar hondo. Se preguntó si negar la perorata persuasiva del detective no sería la cosa más valiente que había hecho nunca.
El detective se incorporó, sacudió la cabeza y miró a su compañe­ro. El otro pareció cruzar la sala con un solo paso, golpeó violenta­mente la mesa con el puño y acercó con brusquedad su cara a la de Francis, de modo que lo salpicó de saliva al gritarle:
—¡Maldita sea, maníaco de mierda! ¡Sabemos que tú la mataste! ¡Deja de jodernos y dinos la verdad o te la sacaremos a hostias!
Francis empujó la silla hacia atrás para aumentar la distancia entre ambos, pero el detective lo agarró por la camisa y tiró de él al tiempo que le daba un golpe en la cabeza que lo dejó aturdido. Cuando se in­corporó tambaleante, Francis notó el sabor de la sangre en sus labios, y también cómo le salía por la nariz. Sacudió la cabeza para aclarár­sela, pero recibió un despiadado bofetón en la mejilla. El dolor le abrasó la cara y se le agudizó detrás de los ojos, y casi a la vez notó que perdía el equilibrio y caía al suelo. Estaba aturdido y desorientado, y quería que algo o alguien fuera a ayudarlo.
El detective lo levantó casi como si no pesara nada y lo sentó de nuevo en la silla.
—¡Dinos la verdad, cojones! —Hizo ademán de golpearlo de nue­vo y se contuvo a la espera de una respuesta.
Los golpes parecían haber dispersado todas sus voces interiores. Le gritaban advertencias desde partes muy profundas de su ser, difíciles de oír y de comprender. Era un poco como estar en el fondo de una ha­bitación llena de personas extrañas que hablan lenguas distintas.
—¡Habla! —insistió el detective.
Francis no lo hizo. Se sujetó con fuerza a la silla y se dispuso a re­cibir otro golpe. El policía levantó más la mano, pero se detuvo. Soltó un gruñido de resignación y retrocedió.
El primer detective avanzó hacia Francis.
—Venga, Franny —dijo con voz tranquilizadora—, ¿por qué ha­ces enfadar tanto a mi amigo? ¿No puedes aclararlo todo esta noche para que podamos irnos a dormir a casa? ¿Devolver las cosas a la nor­malidad? —Y, con una sonrisa, puntualizó—: O lo que aquí se consi­dere normalidad.
Se inclinó y bajó la voz con tono de complicidad.
—¿Sabes qué está pasando ahora mismo aquí al lado? —preguntó.
Francis sacudió la cabeza.
—Tu compañero, el otro hombre que estaba en la fiestecita de es­ta noche, te está delatando. Eso es lo que está pasando.
—¿Delatando?
—Te está culpando de todo lo ocurrido. Está contando a los otros detectives que fue idea tuya, y que fuiste tú quien la violó y la asesi­nó, y que él sólo miró. Les está explicando que intentó detenerte pero que no quisiste escucharlo. Te está culpando de todo este lamentable hecho.
Francis reflexionó un momento y sacudió la cabeza. Aquello pa­recía tan descabellado e imposible como todo lo que había pasado esa noche, y no lo creyó. Se pasó la lengua por el labio inferior y sintió cier­ta hinchazón además del sabor salado de la sangre.
—Se lo he dicho todo —dijo con voz débil—. Le he dicho lo que sé.
El detective hizo una mueca, como si esta respuesta no fuera de re­cibo. Hizo un pequeño gesto con la mano a su compañero. El segun­do detective avanzó e inclinó la cabeza para mirar directamente a los ojos de Francis. Éste retrocedió, a la espera de otro golpe, incapaz de defenderse. Su vulnerabilidad era total. Cerró los ojos.
Pero antes de que llegara el mamporro, oyó abrirse la puerta.
A continuación todo pareció ocurrir a cámara lenta. Francis vio a un policía uniformado en el umbral y cómo los dos detectives se acercaban a él para mantener una conversación apagada que, tras un momento, pareció animarse, aunque siguió resultando indescifrable para él. Al cabo de uno o dos minutos, el primer detective sacudió la cabeza y suspiró, emitió un sonido de disgusto y se volvió hacia Francis.
—Franny, muchacho, dime algo: este hombre que te despertó an­tes de que salieras al pasillo, el hombre de quien nos hablaste al princi­pio de nuestra pequeña charla, ¿es el mismo que había atacado antes a la enfermera durante la cena? ¿El que fue a por ella ante los ojos de to­das las personas que hay en este edificio?
Francis asintió.
El detective puso los ojos en blanco y echó la cabeza hacia atrás, re­signado.
—¡Mierda! —exclamó—. Aquí estamos perdiendo el tiempo. —Se volvió hacia el doctor Gulptilil y le preguntó, furioso—: ¿Por qué co­ño no nos lo dijo antes? ¿Están todos aquí como regaderas?
Tomapastillas no respondió.
—¿Ha olvidado contarnos algo más que sea de vital importancia, doctor?
Tomapastillas negó con la cabeza.
—Seguro —soltó el detective con sarcasmo. Señaló a Francis—. Traedlo —ordenó.
Un policía uniformado empujó al joven hacia el pasillo. Ahí, a su derecha, otro grupo de policías había salido de un despacho contiguo con Peter el Bombero, que lucía una contusión rojo intenso cerca del ojo derecho, junto con una expresión colérica y desafiante que parecía expresar desdén hacia todos los policías. Francis deseó poder mostrar­se así de seguro. El primer detective lo agarró por el brazo y lo giró un poco para que viese a Larguirucho, esposado y flanqueado por dos po­licías más. Detrás de él, en el pasillo, varios guardias de seguridad del hospital retenían a todos los pacientes varones de la planta baja del edi­ficio Amherst, lejos del trastero, en ese momento analizado por la po­licía científica. Dos paramédicos aparecieron con una bolsa negra para cadáveres y una camilla muy parecida a la que había llevado a Francis al Hospital Estatal Western.
Se elevó un gemido colectivo entre los pacientes cuando vieron la bolsa. Algunos se echaron a llorar y otros se volvieron, como si des­viando la mirada pudieran evitar enterarse de lo ocurrido. Otros se pu­sieron tensos y unos cuantos se limitaron a seguir haciendo lo que estaban haciendo, que era tambalearse y agitar los brazos, bailar o con­templar la pared. El ala de las mujeres se había calmado, pero cuando el cadáver salió, a pesar de no verlo, debieron de notar algo, porque se volvieron a oír golpes en la puerta, como un repiqueteo de tambor en un funeral militar. Francis volvió a mirar a Larguirucho, cuyos ojos se clavaron en el cadáver de la enfermera cuando pasó ante él en la cami­lla. Bajo las luces brillantes del pasillo, Francis distinguió manchas pro­fundas de sangre en la camisa de dormir de Larguirucho.
—¿Es ése el hombre que te despertó, Franny? —quiso saber el pri­mer detective, y su pregunta contenía toda la autoridad de un hombre acostumbrado a mandar.
Francis asintió.
—Y después de que te despertara, salisteis al pasillo, donde encon­trasteis a la enfermera ya muerta, ¿es así? Y llamasteis a seguridad, ¿no?
Francis asintió de nuevo. El detective miró a los policías que esta­ban junto a Peter, que asintieron con la cabeza.
—Es lo mismo que dijo él —contestó uno a la pregunta no formu­lada.
Larguirucho había palidecido y el labio inferior le temblaba de miedo. Bajó los ojos hacia las esposas que lo maniataban y juntó las manos como para rezar. Dirigió una mirada a Francis y Peter, al otro lado del pasillo.
—Pajarillo, háblales del ángel —dijo con voz temblorosa y las ma­nos hacia delante como un suplicante en un servicio religioso—. Háblales del ángel que vino en medio de la noche y me contó que se había encargado de la encarnación del mal. Ahora estamos a salvo. Díselo, por favor, Pajarillo —suplicó con un tono lastimero, como si cada pa­labra que decía lo sumiera aún más en la desesperación.
En lugar de eso, el detective se acercó a Larguirucho, que retroce­dió un paso, asustado.
—¿Cómo le llegó esa sangre a la camisa de dormir? —le espetó el policía— ¿Cómo llegó la sangre de la enfermera a sus manos?
Larguirucho se miró los dedos y sacudió la cabeza.
—No lo sé —contestó—. A lo mejor me la trajo el ángel.
Mientras contestaba, un agente uniformado se acercó por el pasi­llo con una pequeña bolsa de plástico. Al principio Francis no vio lo que contenía, pero luego, reconoció la cofia blanca de tres picos que solían llevar las enfermeras del hospital. Sólo que ésta parecía arruga­da y tenía el borde manchado de sangre.
—Parece que quiso quedarse con un recuerdo —comentó el poli­cía uniformado—. Lo encontré debajo de su colchón.
—¿Encontró el cuchillo? —quiso saber el detective.
El policía negó con la cabeza.
—¿Y la punta de los dedos?
El policía negó de nuevo.
El detective pareció reflexionar evaluando los datos. Después, se volvió con brusquedad hacia Larguirucho, que seguía encogido de miedo contra la pared, rodeado de policías más bajos que él pero que en ese momento parecían más corpulentos.
—¿Cómo consiguió esta cofia? —le preguntó.
—¡No lo sé! —gritó Larguirucho a la vez que sacudía la cabeza—. No lo sé. Yo no la cogí.
—Estaba bajo su colchón. ¿Por qué la puso ahí?
—Yo no la puse. No la puse.
—No importa —replicó el detective, y se encogió de hombros—. Tenemos más de lo que necesitamos. Que alguien le lea sus derechos. Nos vamos ahora mismo de este manicomio.
Los policías empujaron a Larguirucho pasillo adelante. Francis pu­do ver cómo el pánico le sacudía como rayos caídos del cielo. Se retor­cía como si una corriente eléctrica le recorriera el cuerpo, como si ca­da paso que le obligaban a dar fuera sobre brasas ardientes.
—No, por favor. Yo no he hecho nada. Por favor. El mal, el mal es­tá entre nosotros. Por favor, no me lleven de aquí. Éste es mi hogar. Por favor.
Mientras Larguirucho gritaba lastimosamente y su desesperación resonaba por todo el pasillo, Francis notó que le quitaban las esposas.
—Pajarillo, Peter, ayudadme, por favor —pidió Larguirucho. Francis no recordaba haber oído nunca tanto dolor en tan pocas pala­bras—. Decidles que fue un ángel. Un ángel vino a verme en medio de la noche. Decídselo. Ayudadme, por favor.
Y entonces, con un empujón final de los policías, desapareció por la puerta principal del edificio Amherst, y lo que quedaba de noche se lo engulló.




7



Supongo que dormí algo esa noche, pero no recuerdo haber cerra­do los ojos.
Ni siquiera recuerdo que respirara.
El labio hinchado me dolía, e incluso después de haberme lava­do seguía notando el sabor a sangre donde el policía me había pegado. Tenía las piernas doloridas debido al porrazo que el guardia de seguri­dad me había atizado y me daba vueltas la cabeza por todo lo que había visto. Da igual los años que hayan pasado desde esa noche, la can­tidad de días que forman décadas, todavía siento el dolor de mi encuentro con aquellas autoridades que creyeron, aunque sólo fuera por un momento, que yo era el asesino. Mientras yacía tenso en la ca­ma, me costaba relacionar a Rubita, que había estado viva ese mismo día, con el cuerpo ensangrentado que se habían llevado en una bolsa de plástico para depositar después en alguna fría mesa de acero a la espera del escalpelo de un forense. Sigue siendo igual de difícil aho­ra. Era casi como si se tratara de dos entidades distintas, dos mun­dos aparte que guardaban poca relación entre sí, si es que guardaban alguna.
Mi recuerdo es claro: permanecí inmóvil en la oscuridad sintien­do la presión inquietante de cada segundo que pasaba, consciente de que todo el dormitorio estaba intranquilo; los habituales ruidos noc­turnos del sueño agitado eran mayores, subrayados por un nervio­sismo y una tensión que parecían recubrir el aire tenso de la habita­ción como una capa de pintura. A mi alrededor, la gente se giraba y revolvía en la cama, a pesar de la dosis adicional de medicación que nos habían dado antes de devolvernos al dormitorio. Calma química.
Eso era lo que Tomapastillas, el señor del Mal y el resto del personal querían, pero todos los miedos y las ansiedades provocados esa no­che superaban la capacidad de los fármacos. Nos revolvíamos en la cama, inquietos, gimiendo y gruñendo, llorando y sollozando, ner­viosos y consumidos. Todos teníamos miedo de lo que quedaba de noche, y también de lo que pudiera depararnos la mañana.
Faltaba uno, claro. Que hubieran arrancado con tanta brusquedad a Larguirucho de nuestra pequeña comunidad psiquiátrica parecía haber dejado huella. Desde mi llegada al edificio Amherst, dos de los pacientes más ancianos y enfermos habían fallecido debido a lo que lla­maron causas naturales, aunque se definiría mejor con la palabra ne­gligencia o la palabra abandono. De vez en cuando, de modo milagro­so, daban de alta a alguien a quien le quedaba un poco de vida. Muy a menudo, los de seguridad se llevaban a alguien frenético y descontro­lado a una de las celdas de aislamiento. Pero era probable que regresa­ra en un par de días, con la medicación aumentada, los movimientos torpes más pronunciados y el temblor en su rostro acentuado. Así pues, las desapariciones eran habituales. Pero no lo era la forma en que se ha­bían llevado a Larguirucho, y eso era lo que agitaba nuestras emociones mientras esperábamos que las primeras luces del día se filtraran entre los barrotes de las ventanas.
Preparé dos sandwiches de queso, llené un vaso con agua del grifo y me apoyé en el mostrador de la cocina para tomarlos. Un cigarrillo ol­vidado se consumía en un cenicero repleto, y el hilo de humo se eleva­ba por el aire viciado de mi casa.
Peter el Bombero fumaba.
Di otro mordisco al sándwich y bebí un trago de agua. Cuando me volví, él estaba ahí. Alargó la mano hacia la colilla de mi cigarrillo y se lo llevó a los labios.
En el hospital se podía fumar sin sentirse culpable dijo con cier­ta picardía—. Porque ¿qué era peor: arriesgarse al cáncer o estar loco?
Peter dije, sonriente—. Hacía años que no te veía.
¿Me has echado de menos, Pajarillo?
Asentí con la cabeza. Él se encogió de hombros, como disculpándose.
Tienes buen aspecto, Pajarillo. Un poco delgado, quizá, pero ape­nas has envejecido. Exhaló un par de anillos de humo con indiferen­cia a la vez que echaba un vistazo a la habitación—. ¿Así que vives aquí? No está mal. Veo que las cosas te van bien.
Yo no diría que me vayan bien exactamente. Tan bien como ca­bría esperar, supongo.
Tienes razón. Eso era lo inusual de estar loco, ¿verdad, Pajarillo? Nuestras expectativas se torcieron y cambiaron. Cosas corrientes, como tener un empleo, formar una familia e ir a partidos de la liga de béisbol infantil las tardes bonitas de verano eran objetivos muy difíciles de con­seguir. Así que los modificamos. Los revisamos, los redujimos y los re­consideramos.
Sí, es cierto. Sonreí—. Tener un sofá, por ejemplo, es todo un logro.
Peter echó la cabeza atrás para soltar una carcajada.
Tener un sofá y recuperar la salud mental comentó—. Suena a una de las tesis en las que el señor del Mal trabajaba siempre para su doctorado y que nunca publicó.
Peter siguió mirando en derredor.
¿Tienes amigos?
Pues no. Sacudí la cabeza.
¿Sigues oyendo voces?
Un poco, a veces. Sólo ecos. Ecos o susurros. La medicación que me dan sofoca bastante el alboroto que solían organizar.
La medicación no puede ser tan mala indicó Peter y me guiñó el ojo—, porque yo estoy aquí.
Eso era cierto.
Peter se acercó al umbral de la cocina y miró hacia la pared de la es­critura. Se movía con la misma gracia atlética, una especie de control muy definido de los movimientos, que recordaba de las horas que pa­samos caminando por los pasillos del edificio Amherst. Peter el Bombe­ro no arrastraba los pies ni se tambaleaba. Tenía el mismo aspecto que veinte años atrás, excepto que la gorra de los Red Sox que solía llevar encasquetada permanecía ahora en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Pero todavía tenía el pelo tupido y largo, y su sonrisa era tal como la re­cordaba, dibujada en su rostro, como si alguien hubiera contado un chiste unos minutos antes y le siguiera haciendo gracia.
¿Cómo va la historia? preguntó.
Estoy volviendo a recordar.
Peter fue a decir algo pero se detuvo, y miró de nuevo la columna de palabras garabateadas en la pared.
¿Qué les has contado sobre mí? quiso saber.
No lo suficiente. Pero puede que ya hayan deducido que nunca estuviste loco. Nada de voces. Ni de delirios. Ni de creencias extrañas o pensamientos escabrosos. Por lo menos, no estabas loco como Larguiru­cho, Napoleón, Cleo o ninguno de los demás. Ni siquiera yo, puestos a decir.
Peter esbozó una sonrisita irónica.
Un buen chico católico, de una gran familia irlandesa de segun­da generación de Dorchester. Un padre que bebía demasiado los sá­bados por la noche y una madre que creía en los demócratas y en el po­der de la plegaria. Funcionarios, maestros de escuela primaria, policías y soldados. Asistencia regular a misa los domingos, seguida de catequesis. Un montón de monaguillos. Las niñas aprendían a bailar y cantar en el coro. Los niños iban a Latin High y jugaban a fútbol america­no. Cuando llegaba la hora del servicio militar, íbamos. Nada de pró­rrogas por cuestión de estudios. Y no éramos enfermos mentales, por lo menos no del todo. No de esa forma diagnosticable y definida que gus­taba a Tomapastillas, que le permitía buscar tu alteración en el Manual diagnóstico y estadístico y leer con exactitud la clase de tratamiento que tenía que recetarte. No, en mi familia éramos peculiares. O excéntricos. O quizás un poco curiosos, o ligeramente despistados, alterados o des­centrados.
Tú ni siquiera eras demasiado peculiar, Peter.
¿Un bombero que provoca un incendio en la iglesia donde lo bautizaron? preguntó tras soltar una breve carcajada—. ¿Cómo lla­marías tú a eso? Al menos, un poco extraño, ¿no? Algo más que curio­so, ¿no te parece?
No contesté y me limité a observar cómo se movía por el piso. Aun­que no estuviera realmente ahí, estaba bien tener compañía.
¿Sabes qué me preocupaba a veces, Pajarillo?
¿Qué?
Hubo muchos momentos en mi vida que deberían haberme vuelto loco. Me refiero a momentos verdaderamente terribles que de­berían haber contribuido a la locura. Momentos de crecimiento. Mo­mentos de guerra. Momentos de muerte. Momentos de rabia. Y, aun así, el que pareció tener más sentido, el que resultó más claro, fue el que me llevó al hospital.
Hizo una pausa mientras seguía examinando la pared. Luego aña­dió en voz baja:
Mi hermano murió cuando yo apenas tenía nueve años. Era el más próximo a mí en cuanto a edad, sólo un año mayor; gemelos irlan­deses, como decía en broma la familia. Pero tenía el cabello más rubio que yo y su piel era casi pálida, como más fina que la mía. Y yo podía correr, saltar, practicar deportes, estar fuera todo el día, mientras que él apenas podía respirar. Asma, problemas cardíacos y unos riñones que ca­si no le funcionaban. Dios quería que fuera especial de ese modo, o eso me decían. Yo no alcanzaba a entender por qué Dios había decidido eso. Y ahí estábamos, con nueve y diez años, y ambos sabíamos que él se moría y nos daba lo mismo, seguíamos riendo y bromeando, y te­niendo todos los pequeños secretos que tienen los hermanos. El día que lo llevaron por última vez al hospital, me dijo que yo tendría que exis­tir por ambos. Deseaba con todas mis fuerzas ayudarlo. Dije a mi ma­dre que los médicos podían ponerle a Billy mi pulmón derecho y mi corazón, y darme a mí los suyos para tenerlos intercambiados un tiem­po. Pero no lo hicieron, claro.
Escuché a Peter sin interrumpirlo. Mientras hablaba, se acercaba a la pared donde yo había empezado a escribir nuestra historia, pero no leía las palabras garabateadas sino que contaba la suya. Dio una cala­da al cigarrillo y siguió hablando despacio.
¿ Te había contado lo del explorador al que mataron en Vietnam?
Sí, Peter.
Deberías incluirlo en lo que escribes. Lo del explorador y lo de mi hermano que murió de niño. Creo que forman parte de la misma historia.
Tendré que contarles también lo de tu sobrino y lo del incendio.
—Sabía que lo harías —asintió—. Pero aún no. Háblales sobre el explorador. ¿Sabes qué recuerdo más de ese día? Que hacía muchísimo calor. No un calor como el que tú, yo o cualquiera que haya crecido en Nueva Inglaterra conocemos. Nosotros conocemos el calor de agosto, cuando es abrasador y bajamos a bañarnos al puerto. Aquél era un ca­lor terrible, enfermizo, que parecía venenoso. Serpenteábamos entre los arbustos enfila india y el sol brillaba con fuerza. Era como si la mochi­la que llevaba a la espalda contuviera todo lo que necesitaba y además todas mis preocupaciones. Los francotiradores de los malos seguían una norma sencilla, ¿sabes? Disparar al explorador, que iba delante, y de­rribarlo. Herirlo, si se podía. Apuntar a las piernas, no a la cabeza. Al oír el disparo, todos los demás se pondrían a cubierto, excepto el sanita­rio, y ése era yo. El sanitario iría hacia el hombre herido. Siempre. Al entrenarnos, nos decían que no arriesgáramos la vida a lo loco, ¿sabes? Pero siempre íbamos. Y entonces el francotirador intentaba derribar al sanitario, porque de él dependían todos los hombres de la sección, y eso los haría salir a todos al descubierto para intentar acercarse a él. Un pro­ceso de lo más elemental. Cómo un solo disparo te da la oportunidad de matar a muchos. Y eso es lo que pasó aquel día: dispararon al explora­dor, y oí que me llamaba. Pero el oficial al mando y dos hombres más me retuvieron. Me quedaban menos de dos semanas de servicio. Así que escuchamos cómo el explorador moría desangrado. Y así fue como se in­formó después al cuartel general, para que pareciera inevitable. Pero no era cierto. Me retuvieron y yo forcejeé, me quejé y supliqué, pero todo el rato sabía que si quería podría soltarme y acercarme a él. Sólo tenía que forcejear un poco más. Y eso era lo que no iba a hacer. Dar ese ti­rón de más. De modo que interpretamos esa pequeña farsa en la selva mientras un hombre moría. Era el tipo de situación en que lo correcto es mortal. No fui, y nadie me culpó, y viví y volví a mi casa en Dor­chester, y el explorador murió. Ni siquiera lo conocía demasiado. Lle­vaba menos de un mes en nuestra sección. Quiero decir que no fue co­mo escuchar morir a un amigo. Sólo era alguien que estaba ahí y gritó pidiendo ayuda, y lo siguió haciendo hasta que ya no pudo hacerlo por­que estaba muerto.
—Podría no haber sobrevivido aunque hubieras llegado a su lado.
—Sí, claro —asintió Peter, sonriente—. Yo también me he dicho eso. —Suspiró—. Toda la vida he tenido pesadillas sobre personas que gri­taban pidiendo ayuda. Y yo no acudía.
—Pero te hiciste bombero...
—La mejor forma de hacer penitencia, Pajarillo. Todo el mundo quiere a los bomberos.
Y a continuación desapareció despacio de mi lado. Me acordé de que no tuvimos ocasión de hablar hasta media mañana. El edificio Amherst estaba lleno de una luz solar que rasgaba el denso olor que había deja­do la muerte violenta. Las paredes blancas parecían brillar con intensi­dad. Los pacientes deambulaban de un lado a otro, arrastrando los pies y tambaleándose como de costumbre, sólo que con más cautela. Nos movíamos con precaución porque todos nosotros, incluso en nuestra lo­cura, sabíamos que había ocurrido algo y presentíamos que aún iba a ocurrir algo más. Eché un vistazo alrededor y encontré el lápiz.

Francis no tuvo ocasión de hablar con Peter hasta media mañana. Un engañoso y deslumbrante sol de primavera entraba por las venta­nas y enviaba explosiones de luz por los pasillos, reflejadas en un suelo del que se habían limpiado todos los signos externos del crimen. Pero un residuo de la muerte permanecía en el aire viciado del hospital; los pacientes se movían a solas o en grupos reducidos, y evitaban en silen­cio los sitios donde la muerte había dejado sus huellas. Nadie pisaba los sitios donde se había encharcado la sangre de la enfermera. Todo el mundo evitaba el trastero, como si acercarse al escenario del crimen pudiera contagiarles de algún modo parte de su maldad. Las voces sona­ban apagadas, la conversación amortiguada. Los pacientes se movían más despacio, como si el hospital se hubiera convertido en una iglesia. Hasta los delirios que aquejaban a tantos de ellos parecían aplacados, como si, por una vez, cedieran el protagonismo a una locura más real y aterradora.
Peter, sin embargo, había tomado posiciones en el pasillo, donde estaba apoyado contra la pared con la mirada fija en el trastero. De vez en cuando, medía con los ojos la distancia entre el punto donde se ha­bía encontrado el cadáver y el sitio donde Rubita había sido atacada primero, junto a la tela metálica que cercaba el puesto de enfermería en medio del pasillo.
Francis se acercó despacio a él.
—¿Qué pasa? —le preguntó en voz baja.
El Bombero apretó la boca con gesto de concentración.
—Dime, Pajarillo, ¿te parece lógico todo esto?
Francis fue a contestar, pero dudó. Se apoyó contra la pared al lado del Bombero y empezó a mirar en la misma dirección.
—Es como leer primero el último capítulo de un libro —aseguró pasado un momento.
—¿Y eso? —repuso Peter con una sonrisa.
—Está todo invertido —explicó Francis—. No como en un espejo, sino como si nos contaran la conclusión pero no cómo llegamos a ella.
—Sigue.
Francis notó una especie de energía mientras le daba vueltas a lo que había visto la noche anterior. Podía oír un coro de asentimiento y de ánimo en su interior.
—Algunas cosas me preocupan de verdad —afirmó—. Cosas que no entiendo.
—Cuéntame algunas de esas cosas —pidió Peter.
—Bueno, Larguirucho, para empezar. ¿Por qué querría matar a Rubita?
—Creía que era la encarnación del mal. Intentó atacarla en el co­medor.
—Sí, y le pusieron una inyección, lo que debería haberlo calmado.
—Pero no fue así.
—Yo creo que sí—rebatió Francis meneando la cabeza—. No del todo, pero sí. Cuando me pusieron una inyección así fue como te­ner todos los músculos paralizados, de modo que apenas tenía energía para abrir los ojos y ver el mundo que me rodeaba. Aunque no le hu­bieran dado una dosis suficiente a Larguirucho, creo que habría basta­do. Porque matar a Rubita requería fuerza. Y energía. Y supongo que también más cosas.
—¿Más cosas?
—Propósito —sugirió Francis.
—Continúa —dijo Peter, asintiendo.
—Bueno, ¿cómo salió Larguirucho del dormitorio? Siempre está cerrado con llave. Y si logró abrir la puerta del dormitorio, ¿dónde es­tán las llaves? Y si salió, ¿por qué llevaría a Rubita al almacén? Quiero decir, ¿cómo lo hizo? ¿Y por qué la agrediría sexualmente? ¿Y luego dejarla así?
—Tenía sangre en la ropa. La cofia apareció bajo su colchón —le recordó Peter con la contundencia impasible de un policía.
—Eso no lo entiendo. —Francis sacudió la cabeza—. La cofia, ¿pe­ro no el cuchillo que usó para matarla?
—¿Qué nos dijo Larguirucho cuando nos despertó? —Peter bajó la voz.
—Dijo que un ángel había ido a su lado para abrazarlo.
Guardaron silencio. Francis procuró imaginar la sensación de que el ángel sacara a Larguirucho de su sueño nervioso.
—Creí que se lo había inventado. Creí que era algo que había ima­ginado.
—Yo también —aseguró Peter—. Ahora ya no estoy tan seguro.
Empezó a observar otra vez el trastero. Francis hizo lo mismo. Cuanto más miraba, más se acercaba al momento. Era casi como si pu­diera ver los últimos segundos de Rubita. Peter debió de darse cuenta porque él también palideció.
—No quiero creer que Larguirucho hiciese eso —dijo—. No es na­da propio de él. Ni siquiera en sus peores momentos, y ayer se mostró de lo más terrorífico, muy propio de él. Larguirucho señalaba, gritaba y hacía mucho ruido. No creo que fuera capaz de matar. Sin duda, no de asesinar de un modo solapado y premeditado.
—Dijo que había que destruir a la encarnación del mal. Lo dijo muy fuerte, delante de todo el mundo.
—¿Crees que él podría matar a alguien, Pajarillo? —repuso Peter.
—No lo sé. En cierto sentido, creo que, en las circunstancias ade­cuadas, cualquiera puede matar. Pero sólo son conjeturas por mi par­te. Nunca he conocido a un asesino.
Esta respuesta hizo sonreír a Peter.
—Bueno, me conoces a mí—dijo—. Pero creo que conoceremos a otro.
—¿A otro asesino?
—A un ángel —concluyó Peter.
Poco antes de la sesión de terapia de la tarde siguiente, Napoleón se acercó a Francis. Tenía un aspecto vacilante, de indecisión y duda. Tartamudeaba un poco y las palabras parecían aferrársele a la punta de la lengua, reacias a abandonar la boca por miedo a cómo iban a ser re­cibidas. Tenía un defecto del habla de lo más curioso, porque cuando se sumergía en la historia, como conectado a su tocayo, era más claro y preciso. El problema, para quien le escuchara, era separar los dos ele­mentos dispares: los pensamientos de ese día de las especulaciones so­bre hechos acontecidos más de ciento cincuenta años atrás.
—¿Pajarillo? —llamó Napoleón con su nerviosismo habitual.
—¿Qué quieres, Nappy? —Estaban en un extremo de la sala de es­tar, sin hacer otra cosa que evaluar sus pensamientos, como solían hacer los pacientes del edificio Amherst.
—Hay algo que me preocupa.
—Hay muchas cosas que nos preocupan a todos —replicó Francis.
Napoleón se pasó las manos por sus mejillas regordetas.
—¿Sabías que no hay ningún general que esté considerado más bri­llante que Bonaparte? Como Alejandro Magno, Julio César o George Washington. Quiero decir que fue alguien que forjó el mundo con su brillantez.
—Sí, ya lo sé.
—Pero lo que no entiendo es por qué, si se le considera de modo tan rotundo un hombre genial, sólo es recordado por sus derrotas.
—No entiendo —dijo Francis.
—Las derrotas. Moscú, Trafalgar, Waterloo.
—Me parece que no puedo responder esa pregunta... —empezó Francis.
—Me preocupa de veras —le interrumpió Napoleón—. Lo que quiero decir es: ¿Por qué nos recuerdan por nuestros fracasos? ¿Por qué los fracasos y las retiradas valen más que las victorias? ¿Crees que Tomapastillas y el señor del Mal hablan alguna vez de los progresos que hacemos, en la terapia o con las medicaciones? Creo que no. Creo que sólo hablan de los reveses y los errores, y de los pequeños sig­nos que indican que debemos seguir aquí, en lugar de los indicios de que mejoramos y de que tal vez tendríamos que irnos a casa.
Francis asintió. Eso tenía cierto sentido.
—Napoleón rehizo el mapa de Europa con sus victorias —prosi­guió Napoleón, superando su balbuceo dubitativo—. Deberían ser re­cordadas. Me da tanta rabia...
—No creo que puedas hacer gran cosa al respecto... —empezó Francis, pero su compañero se inclinó hacia delante y bajó la voz.
—Me da mucha rabia ver cómo Tomapastillas y el señor del Mal tratan con ligereza todos estos aspectos históricos. Son asuntos tan im­portantes que ayer apenas pude pegar ojo.
Francis lo miró.
—¿Estabas despierto?
—Estaba despierto y oí que alguien metía la llave en la cerradura.
—¿Viste...?
—Oí abrirse la puerta. Ya sabes que mi cama no está lejos de ella, y cerré los ojos porque se supone que tenemos que estar dormidos y no quería que alguien viera que yo no lo estaba y me aumentaran la me­dicación. Así que fingí.
—Continúa.
Napoleón inclinó la cabeza y trató de reconstruir lo que recordaba.
—Noté que alguien pasaba junto a mi cama. Y entonces, unos mi­nutos después, volvió a pasar, sólo que esta vez fue para salir. Y esperé oír cómo giraba la llave, pero no ocurrió. Luego, pasado un rato, eché una miradita y vi cómo tú y el Bombero os marchabais. No tenemos que salir de noche. Tenemos que estar en la cama y dormir, así que me asusté cuando os vi. Traté de dormirme pero oía a Larguirucho hablar consigo mismo y eso me mantuvo despierto hasta que llegó la policía y se encen­dieron las luces y pudimos ver las cosas terribles que habían pasado.
—Pero ¿no viste a la otra persona?
—No. Creo que no. Estaba oscuro. Pero pude mirar un poco.
—¿Y qué viste?
—Un hombre de blanco. Nada más.
—¿Era alto? ¿Le viste la cara?
—A mí todo el mundo me parece alto, Pajarillo —respondió Napoleón, y negó de nuevo con la cabeza—. Incluso tú. Y no le vi la cara. Cuando pasó junto a mi cama, cerré bien los ojos y escondí la ca­beza. Pero recuerdo una cosa: parecía flotar. Iba de blanco y flotaba. —Inspiró hondo—. Durante la retirada de Moscú, algunos cadáveres se congelaron tanto que la piel adquirió el color del hielo en una lagu­na. Gris y blanco, y translúcido a la vez. Como la niebla. Eso es lo que recuerdo.
Francis retuvo lo que había oído, y vio que el señor del Mal re­corría la sala de estar para indicar el inicio de la sesión de la tarde. También vio a Negro Grande y Negro Chico entre los pacientes. De repente, se sobresaltó al observar que ambos hermanos vestían sus uni­formes blancos de auxiliar.
«Ángeles», pensó.
Francis tuvo otra breve conversación cuando se dirigía a la sesión en grupo. Cleo se le acercó por el pasillo antes de que entrase en una de las salas de terapia. Se balanceó a uno y otro lado, un poco como un trasbordador al amarrar, y dijo:
—Pajarillo, ¿crees que Larguirucho hizo eso a Rubita?
Francis meneó la cabeza para expresar duda.
—No parece la clase de cosas que haría Larguirucho —comentó.
—Me parecía un buen hombre —repuso Cleo tras soltar un reso­plido que hizo estremecer su voluminoso cuerpo—. Un poco chalado, como todos nosotros, confundido a veces, pero un buen hombre. No puedo creer que hiciera una cosa tan mala.
—Tenía sangre en la camisa de dormir. Y creía que Rubita era la encarnación del mal. Eso lo asustaba. Cuando nos asustamos, hacemos cosas inesperadas. Nos pasa a todos. De hecho, estoy seguro de que casi todo el mundo hizo algo estando asustado y por eso está aquí.
Cleo asintió.
—Pero Larguirucho parecía distinto —dijo, y sacudió la cabeza—. No. No es cierto. Parecía igual. Y todos somos diferentes, a eso me re­fiero. Era distinto fuera, pero aquí dentro era igual. En cambio, lo que ocurrió parece una cosa de fuera que hubiese pasado aquí dentro.
—¿De fuera?
—Ya me entiendes, tonto. De fuera. Del otro lado. —Hizo un ges­to con el brazo para indicar el mundo que había más allá de los muros del hospital.
Francis le vio cierta lógica y esbozó una sonrisa.
—Creo que te entiendo —comentó.
—Ayer por la noche pasó algo en el dormitorio de las mujeres —dijo Cleo bajando la voz—. No se lo he contado a nadie.
—¿Qué pasó?
—Estaba despierta. No podía dormir e intenté repasar todas las frases de la obra, pero esta vez no funcionó. Imagínate. Normalmente, antes del parlamento de Antonio en el segundo acto estoy roncando como un bebé, aunque no sé si los bebés roncan. Las madres nunca me han dejado acercarme a ninguno, las muy zorras... Pero eso es otra his­toria.
—Así que tú tampoco podías dormir.
—Todas las demás estaban dormidas.
¿Y?
—Vi abrirse la puerta y alguien que entraba. No había oído la llave en la cerradura, pero mi cama está lejos, junto a las ventanas, y la luz de la luna me daba en la cabeza. ¿Sabías que antiguamente la gente creía que si te dormías con la luz de la luna en la frente, despertabas loco? De ahí procede la palabra lunático. Puede que sea cierto, Pajarillo. Siem­pre duermo a la luz de la luna y cada vez estoy más loca, y ya nadie me quiere. No hay nadie que hable conmigo y por eso me tienen aquí. So­la. Nadie viene a visitarme. Eso no es justo, ¿no crees? Alguien podría venir a visitarme. Tampoco costaría tanto, ¿no? Cabrones. Son todos unos cabrones.
—¿Alguien entró en el dormitorio? ¿Estás segura?
—Sí. —Cleo se estremeció—. Nadie entra de noche. Pero anoche vino alguien. Se quedó unos segundos y luego salió. Y esta vez, como escuchaba con atención, oí girar la llave en la cerradura.
—¿Crees que alguien cerca de la puerta vio a esa persona?
Cleo hizo una mueca y sacudió la cabeza.
—Ya lo pregunté. Con discreción, ¿sabes? No. Mucha gente dor­mía. Son los medicamentos. Todo el mundo se queda frito enseguida. —Se ruborizó y Francis vio que le afloraban unas lágrimas—. Rubita me caía bien. Siempre fue muy amable conmigo. A veces recitábamos juntas la obra y ella hacía el papel de Marco Antonio o algún otro. Y tam­bién me caía bien Larguirucho. Era un caballero. Te abría la puerta y te dejaba pasar antes a la hora de la cena. Bendecía la mesa. Siempre me lla­maba señorita Cleo y era muy educado y simpático. Y se preocupaba por todos nosotros. Alejar el mal. Tiene sentido. —Se llevó un pañue­lo a los ojos y se sorbió la nariz—. Pobre Larguirucho —prosiguió—. Tenía razón todo el tiempo y nadie lo escuchó. Y ahora mira. Tenemos que encontrar la forma de ayudarlo, el sólo intentaba ayudarnos a no­sotros. Cabrones. Son todos unos cabrones.
Tomó a Francis del brazo e hizo que la acompañara hasta la sesión en grupo.
El señor del Mal estaba disponiendo las sillas plegables en círculo en la sala de terapia. Indicó a Francis que tomara un par del montón si­tuado bajo una ventana, así que el joven cruzó la sala mientras Cleo se dejaba caer en uno de los asientos. Se inclinó para coger un par de si­llas y antes de volverse para llevarlas al centro de la sala, donde el gru­po se estaba reuniendo, un movimiento en el exterior captó su aten­ción. Desde allí, podía ver la entrada principal, la verja de hierro y el camino que conducía al edificio de administración. Un gran coche ne­gro llegaba a la parte delantera. Eso no tenía nada de inusual, todo el día llegaban y se marchaban coches y ambulancias, pero éste tenía al­go que despertó su curiosidad. Parecía impregnado de urgencia.
Francis observó cómo el coche se detenía. Pasado un instante, una mujer alta y morena salió de él. Llevaba un impermeable largo color habano y una cartera negra que hacía juego con su largo cabello. La mujer se detuvo y pareció examinar todo el complejo hospitalario, lue­go subió la escalinata con una determinación que le recordó a una fle­cha disparada a un blanco.






8

La organización les llegaba despacio e impuesta. Francis observó que no era como si de repente fueran alborotadores, ni siquiera revol­tosos o escolares a los que se pide que presten atención en el aula. Era más bien que estaban inquietos y nerviosos. Todos habían dormi­do muy poco y recibido demasiados fármacos y demasiada agitación, además de una cantidad importante de incertidumbre. Una mujer mayor con su largo cabello gris muy alborotado se echaba a llorar, se enjugaba las lágrimas con una manga, sacudía la cabeza con una sonrisa, decía que estaba bien y al cabo de unos segundos estallaba de nuevo en sollozos. Uno de los hombres de mediana edad y mirada dura, que ha­bía sido marino en un pesquero y llevaba el tatuaje de una mujer des­nuda en el antebrazo, lucía una expresión furtiva e inquieta, y no dejaba de revolverse en la silla para comprobar la puerta situada tras él, como si esperara que alguien se colara sigilosamente en la sala. Los tartamudos, tartamudeaban más. Los irascibles estaba sentados en el borde de la si­lla. Los que solían llorar parecían más dispuestos a derramar lágrimas. Los que permanecían mudos se habían sumido más en el silencio.
Incluso Peter el Bombero, cuya tranquilidad solía dominar las sesiones, tenía problemas para mantenerse quieto, y más de una vez encendió un cigarrillo y se paseó alrededor del grupo. A Francis le recordó a un boxeador que momentos antes del combate se relaja en el cuadrilátero lanzando derechazos e izquierdazos a mandíbulas ima­ginarias mientras su contrincante real espera en el otro rincón.
Si Francis hubiera sido un veterano del hospital psiquiátrico, ha­bría reconocido un aumento considerable de los niveles de paranoia en muchos pacientes. Era algo todavía no expresado; como una tetera que se va calentando para hervir el agua, todavía no había empezado a sil­bar. Pero aun así era perceptible, como un mal olor una tarde calurosa. Sus propias voces interiores pedían atención a gritos, y necesitó la fuer­za de voluntad habitual para acallarlas. Los músculos de los brazos y del estómago se le tensaban, como si quisieran prestar ayuda a los ten­dones mentales que él estaba utilizando para controlar la cacofonía de voces.
—Creo que deberíamos abordar los hechos de la otra noche —su­girió Evans. Llevaba puestas las gafas de lectura, que dejaba resbalar por la nariz para mirar por encima a los pacientes. Francis pensó que Evans era una de esas personas que hace una afirmación que parece sencilla, como la necesidad de abordar precisamente lo que dominaba los pensamientos de todo el mundo, pero da la impresión de querer de­cir algo completamente distinto—. Parece que todos estáis pensando en ello.
Un hombre se cubrió la cabeza con la camisa y se tapó los oídos con las manos. Los demás se removieron en los asientos. Nadie contes­tó enseguida, y el silencio que se abatió sobre la sala dio a Francis la im­presión de ser consistente e invisible como el viento que hincha las ve­las de un barco. Pasado un momento lo rompió al preguntar:
—¿Dónde está Larguirucho? ¿Adonde lo han llevado? ¿Qué han hecho con él?
Evans se recostó en la silla, aliviado, al parecer, de que las primeras preguntas fueran tan fáciles de responder.
—Larguirucho fue transportado a la cárcel del condado. Estará veinticuatro horas en observación en una celda de aislamiento. El doc­tor Gulptilil fue a verlo esta mañana para asegurarse de que recibía la medicación adecuada en su dosis correcta. Está bien. Está un poco más tranquilo que antes del... incidente.
El grupo tardó un momento en asimilar esta afirmación. Fue Cleo quien planteó la siguiente pregunta.
—¿Por qué no lo traen de vuelta aquí? Es aquí donde debe estar y no encerrado en una cárcel sin sol y puede que con un puñado de cri­minales. Cabrones. Violadores y ladrones, seguro. Pobre Larguirucho, en manos de la policía. Cabrones fascistas.
—Porque lo acusan de un delito —respondió el psicólogo con ra­pidez. A Francis le pareció extraño que evitara la palabra asesinato.
—Pero hay algo que no entiendo —terció Peter en una voz tan queda que todo el mundo se volvió hacia él—. Larguirucho está loco, y ayer estaba más loco aún. ¿Cuál es la palabra que a usted le gusta usar?
—Descompensado —respondió el señor del Mal con frialdad.
—Una palabra de lo más tonta —espetó Cleo, enfadada—. Una pa­labra tonta, idiota y totalmente inútil.
—Bien —prosiguió Peter—. Larguirucho atravesaba una crisis. Todos nos dimos cuenta. A lo largo del día fue empeorando y nadie hi­zo nada por ayudarlo. Hasta que explotó. Ahora bien, si estaba aquí, en el hospital, por ese motivo, ¿cómo le pueden acusar? ¿Un loco no es precisamente alguien que no sabe lo que hace?
Evans asintió, pero se mordió el labio antes de contestar.
—Ésa es una decisión que deberá tomar el fiscal del condado. Has­ta entonces, Larguirucho se quedará donde está...
—Bueno, creo que deberían traerlo aquí, donde están sus amigos —insistió Cleo, enojada aún—. Ahora sólo nos tiene a nosotros. So­mos su única familia.
Hubo un murmullo general de asentimiento.
—¿No podemos hacer algo? —preguntó la mujer del pelo alboro­tado.
Ese comentario provocó también asentimientos farfullados.
—Bueno —dijo el señor del Mal—, creo que deberíamos seguir abordando los problemas que nos trajeron aquí. Si nos esforzamos por mejorar, quizás encontremos una forma de ayudar a Larguirucho.
—Malditos ineptos —gruñó Cleo con indignación—. Cabrones descerebrados.
Francis no sabía muy bien a quién se refería Cleo, pero estuvo de acuerdo con las palabras que había elegido. Cleo tenía la habilidad de una emperatriz de llegar al quid de la cuestión de una forma impe­riosa. Empezaron a oírse improperios y juramentos.
—Estas palabras coléricas no ayudan a Larguirucho, ni a ninguno de nosotros. —El señor del Mal levantó la mano, exasperado—. Así que vamos a parar.
Hizo un gesto cortante con la mano. Era la clase de movimiento que Francis se había acostumbrado a ver en el psicólogo y que subra­yaba una vez más quién estaba cuerdo y, por lo tanto, quién estaba al mando. Y, como de costumbre, tuvo un efecto intimidador; el grupo, refunfuñando, se recostó en las sillas y el breve instante que podía haber acabado en una abierta rebelión se disolvió en el aire viciado de la sala. Francis vio que Peter se mantenía firme, con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido.
—Pues yo creo que no hemos usado las suficientes palabras colé­ricas —soltó por fin, no en voz alta, pero con determinación—. Y no entiendo por qué eso no va a ayudar a Larguirucho. ¿Cómo saber qué podría ayudarlo o no en este momento? Creo que deberíamos protes­tar aún más.
—Seguramente tú lo harías —replicó el señor del Mal, girándose en su asiento.
Ambos hombres se observaron un momento y Francis vio que es­taban al borde de un enfrentamiento físico. Pero, casi con la misma ra­pidez, todo cambió porque el señor del Mal se volvió y dijo:
—Deberías reservarte tus opiniones. Estás mejor callado.
Era una afirmación desdeñosa, y dejó helado al grupo.
Francis vio que el Bombero buscaba una réplica, pero en ese mo­mento se oyó un ruido en la puerta de la sala.
Todas las cabezas se volvieron cuando se abrió. Negro Grande en­tró lánguidamente y por un instante llenó el umbral con su corpu­lencia, ocultando a quien le seguía. Se trataba de la mujer que Francis había visto por la ventana al principio de la sesión. Tras ella, a su vez, iba Tomapastillas y, por último, Negro Chico. Los auxiliares adopta­ron posiciones de centinela junto a la puerta.
—Señor Evans —dijo Gulptilil—, lamento interrumpir la sesión.
—No se preocupe —respondió el señor del Mal—. Ya estábamos a punto de terminar.
Francis tenía la certeza de que estaban más al principio que al final de algo. Pero, de hecho, no escuchó el intercambio entre los dos terapeutas. En lugar de eso, observó a la mujer, que, ofreciéndole su perfil derecho, esperaba flanqueada por los hermanos Moses.
Tuvo la impresión de ver muchas cosas, todas a la vez. Era esbelta y muy alta, de casi metro ochenta, y rondaba los treinta años. Tenía la piel de color cacao, de una tonalidad parecida a las hojas de roble que caen en otoño, y sus ojos presentaban un aspecto ligeramente orien­tal. El cabello, de un negro azabache, le llegaba más abajo de los hom­bros. Debajo del impermeable color habano, llevaba un traje chaqueta azul. Sujetaba la cartera de piel con unos dedos largos y delicados, y contemplaba la sala con una determinación que habría calmado hasta al paciente más descompensado. Era casi como si su presencia silen­ciara los delirios y los temores que ocupaban cada asiento.
Al principio, Francis la consideró la mujer más hermosa del mun­do, pero entonces ella se volvió un poco y él vio que tenía el lado iz­quierdo del rostro desfigurado por una larga cicatriz blanca que le partía la ceja y le recorría la mejilla en zigzag para terminar en la man­díbula. La cicatriz le causó el mismo efecto que el péndulo de un hip­notizador: no podía apartar los ojos de esa línea irregular que le bise­caba la cara. Se preguntó por un momento si no sería como mirar la obra de un artista desquiciado, que, abrumado ante una perfección ines­perada, hubiera decidido tratar su propio arte con absoluta crueldad.
—¿Quiénes son los dos hombres que encontraron el cadáver de la enfermera? —preguntó dando un paso al frente, y su ronca voz pare­ció atravesar a Francis.
—Peter, Francis —llamó el doctor Gulptilil—, esta señorita ha conducido desde Boston para haceros algunas preguntas. ¿Podríais acompañarnos a mi despacho para que pueda hablar con vosotros co­mo es debido?
Francis se puso en pie y, en ese instante, fue consciente de que Pe­ter observaba con la misma intensidad a la joven.
—Yo te conozco —musitó Peter como para sí.
Francis se percató de que la mujer se fijaba en su amigo y, por un segundo, arrugaba la frente en un gesto de reconocimiento. Luego, casi con la misma rapidez, volvió a su impasible belleza marcada.
Los dos hombres salieron del círculo de sillas.
—Cuidado —soltó Cleo de golpe. Y citó de su obra favorita—: «El claro día se apaga y nos dirigimos a las sombras.» —Se produjo un mo­mento de silencio antes de que añadiera con voz ronca—: Cuidado con los cabrones. Sólo buscan perjudicarlo a uno.


Me alejé de la pared del salón y de todas las palabras que contenía, y pensé: Eso es. Ya estamos todos. A veces la muerte es como una ecuación algebraica, una larga serie de factores X y valores Y, multiplicados y divididos, sumados y restados hasta que se obtiene una solución simple pero espantosa: cero. Y en aquel momento la fórmula estaba escrita.
Cuando llegué al hospital, tenía veintiún años y nunca me había enamorado. Aún no había besado a una chica, ni sentido la suavidad de su piel. Eran un misterio para mí, cumbres tan inalcanzables e inac­cesibles como la cordura. Aun así, llenaban mi imaginación. Había tan­tos secretos: la curva del pecho, el esbozo de una sonrisa, la base de la espalda al arquearse con un movimiento sensual. No sabía nada, lo imaginaba todo.
En mi loca vida había muchas cosas fuera de mi alcance. Supon­go que debería haber sabido que me enamoraría de la mujer más exó­tica que conocería en mi vida. Y supongo que también debería haber sabido, en el momento en que se produjo esa mirada centelleante entre Peter el Bombero y Lucy Kyoto Jones, que había mucho más que decir y una relación mucho más profunda que saldría a la superficie. Pero era joven, y lo único que vi fue la presencia repentina de la persona más ex­traordinaria que había visto en mi vida. Parecía brillar como las lám­paras de lava que tanto éxito tenían entre los hippies y los estudiantes, una forma en movimiento y fusión constante que fluía de una forma a otra.
Lucy Kyoto Jones era fruto de la unión entre un militar estadouni­dense negro y una mujer estadounidense de origen japonés. Su segun­do nombre correspondía a la ciudad natal de su madre. De ahi los ojos en forma de almendra y la piel color cacao. De lo referente a la licen­ciatura de Derecho por Stanford y Harvard me enteraría más adelante.
También me enteraría más delante de lo de la cicatriz en la cara, porque la persona que le dejó esa marca y la otra, más profunda y menos evidente, le hizo seguir el camino que la condujo hasta el Hospital Es­tatal Western con preguntas que pronto gustarían muy poco.
Una de las cosas que aprendí en mis años de mayor locura fue que uno podía estar en una habitación, con paredes, ventanas con barrotes y puertas cerradas con llave, rodeado de otras personas locas, o incluso metido en una celda de aislamiento a solas, sin que esa fuera, de hecho, la habitación en que uno estaba. La habitación que uno ocupaba de verdad la componían la memoria, las relaciones y los acontecimientos, toda clase de fuerzas invisibles. A veces delirios. A veces alucinaciones. A veces deseos. A veces sueños y esperanzas, o ambición. A veces rabia. Eso era lo importante: reconocer siempre dónde estaban las paredes reales.
Y ése fue el caso entonces, cuando estábamos sentados en el despa­cho de Tomapastillas.
Miré por la ventana de mi casa y vi que era tarde. La luz del día había desaparecido y, en su lugar, reinaba la espesura de la noche urbana. En el piso tengo varios relojes, todos regalo de mis hermanas, que, por algún motivo que todavía no he podido determinar, parecen pensar que tengo una necesidad casi constante y muy apremiante de saber siempre qué hora es. Pensé que las palabras eran la única hora que necesitaba en este momento, así que me tomé un respiro para fumarme un cigarri­llo mientras reunía todos los relojes y los desenchufaba de la pared o les quitaba las pilas para que dejaran de funcionar. Todos se habían dete­nido más o menos en el mismo momento: las diez y diez, las diez y once, las diez y trece. Tomé cada reloj y moví las manecillas para eliminar cualquier apariencia de congruencia. Cada uno de ellos estaba parado en un momento distinto. Una vez logrado eso, reí en voz alta. Era como si me hubiera apoderado del tiempo y liberado de sus limitaciones.
Recordé cómo Lucy se había inclinado hacia delante y había fijado una mirada seria, fulminante, primero en Peter, después en mí y, a con­tinuación, de nuevo en él. Supongo que al principio quería impresio­narnos con su determinación. Quizás había creído que así se trataba con los dementes: con decisión, más o menos como uno haría con un cacho­rro díscolo.
—Quiero saber todo lo que vieron ayer por la noche —exigió.

Peter el Bombero vaciló antes de responder.
—¿Tal vez podría decirnos antes, señorita Jones, por qué le intere­sa lo que recordamos? Al fin y al cabo, los dos prestamos declaración ante la policía local.
—¿Por qué estoy interesada en el caso? —repuso—. Me informa­ron de algunos detalles poco después de que se encontrara el cadáver, y tras un par de llamadas a las autoridades locales, me pareció impor­tante comprobarlos personalmente.
—Pero eso no explica nada —replicó Peter con un gesto de desdén. Se inclinó hacia la joven—. Quiere saber lo que vimos, pero Pajarillo y yo ya tenemos heridas de nuestro primer encuentro con la seguridad del hospital y los detectives de la policía local. Sospecho que tenemos suerte de no estar metidos en una celda de aislamiento de la cárcel del condado, acusados por error de un delito grave. De modo que antes de que aceptemos ayudarla, ¿por qué no vuelve a explicarnos por qué está tan interesada... con un poquito más de detalle, por favor?
El doctor Gulptilil tenía una ligera expresión de asombro, como si la idea de que un paciente pudiera cuestionar a alguien cuerdo fuera al­go contrario a las normas.
—Peter —dijo con frialdad—, la señorita Jones es fiscal del conda­do de Suffolk. Y creo que es ella quien debería hacer las preguntas.
—Sabía que la había visto antes —dijo el Bombero en voz baja, y asintió—. Puede que en un tribunal.
—Estuve sentada frente a usted una vez, durante un par de sesio­nes —respondió ella tras mirarlo un momento—. Lo vi testificar en el caso del incendio de Anderson, hará unos dos años. Yo todavía era una ayudante que manejaba delitos menores. Querían que algunos de no­sotros viéramos cómo le repreguntaban.
—Recuerdo que serví de bastante ayuda —sonrió Peter—. Fui yo quien descubrió dónde se había provocado el incendio. Fue bastante inteligente poner una toma de corriente al lado del lugar del almacén donde se guardaba el material inflamable, de modo que su propio pro­ducto avivara el fuego. Fue necesaria cierta planificación. Pero eso es fundamental para un pirómano: planear. La consecución del fuego for­ma parte de la emoción. Es como se logra uno bueno.
—Por eso nos pidieron que fuéramos a verlo —explicó Lucy—. Porque creían que iba a convertirse en el mejor investigador de incen­dios provocados de la policía de Boston. Pero las cosas no salieron bien, ¿no es así?
—Oh —exclamó Peter con una sonrisa más ancha, como si lo que Lucy Jones acababa de decir contuviera algún chiste que Francis no ha­bía captado—. Podría decirse que sí. Depende de cómo se miren las co­sas. Como la justicia, lo que está bien y todo eso. Pero no ha venido aquí por mí, ¿verdad, señorita Jones?
—No. He venido por el asesinato de la enfermera en prácticas.
Peter observó a Lucy Jones. Luego dirigió una mirada a Francis y después a Negro Grande y a Negro Chico, que estaban en la parte pos­terior de la habitación, y por último a Tomapastillas, que estaba senta­do algo intranquilo tras su escritorio.
—Dime, Pajarillo —pidió Peter tras volverse de nuevo hacia Fran­cis—, ¿por qué dejaría una fiscal de Boston todo lo que está haciendo y vendría al Hospital Estatal Western a hacer preguntas a un par de lo­cos sobre una muerte ocurrida fuera de su jurisdicción y por la que ya se ha detenido y acusado a un hombre? Esa muerte tiene algo que ha despertado su interés, Pajarillo. ¿Pero qué? ¿Qué puede haber moti­vado que la señorita Jones viniera aquí con tanta prisa para hablar con un par de chiflados?
Francis miró a Lucy Jones, cuyos ojos se habían fijado en Peter con una mezcla de curiosidad y reconocimiento que Francis no sabía muy bien cómo llamar.
—Bueno, señor Petrel —preguntó pasado un momento con una sonrisita que se inclinaba un poco hacia la cicatriz—, ¿puede respon­der a esa pregunta?
Francis pensó un momento. Se imaginó a Rubita tal como la habían encontrado.
—El cadáver —aseguró.
—Sí, señor Petrel —sonrió Lucy—. ¿Puedo llamarte Francis?
El joven asintió.
—¿Qué pasa con el cadáver? —preguntó ella.
—Tenía algo especial.
—Podría haber tenido algo especial —corrigió Lucy Jones. Miró a Peter—. ¿Quiere intervenir?
—No —rehusó Peter, y cruzó los brazos—. Pajarillo lo está ha­ciendo muy bien. Que siga él.
—¿Entonces...? —lo animó ella.
Francis se recostó un instante y, con la misma rapidez, volvió a in­clinarse hacia delante mientras pensaba qué querría dar a entender la fiscal. Se le agolparon en la cabeza imágenes de Rubita, el modo en que su cadáver estaba contorsionado, la forma en que sus ropas estaban dis­puestas. Se percató de que todo era un rompecabezas y la hermosa mu­jer que tenía sentada enfrente formaba parte de él.
—Las falanges que le faltaban en la mano —dijo por fin.
—Háblame de esa mano —pidió Lucy tras asentir—. ¿Qué te pa­reció?
—La policía tomó fotografías, señorita Jones —intervino el doc­tor Gulptilil—. Estoy seguro de que puede examinarlas. No entiendo por qué... —Pero su objeción se desvaneció cuando la mujer hizo un gesto a Francis para que continuara.
—Parecía como si alguien, el asesino, se las hubiera llevado —con­cluyó éste.
—Bien —asintió Lucy—. ¿Podrías decirme por qué el hombre acusado...? ¿Cómo se llama?
—Larguirucho —respondió el Bombero. Su voz había adquirido un tono más grave, más firme.
—Sí. ¿Por qué Larguirucho, a quien ambos conocíais, podría ha­ber hecho eso?
—No hay ninguna razón.
—¿No se te ocurre alguna por la que podría haber marcado a la jo­ven de ese modo? ¿Nada que hubiera dicho antes? ¿O el modo en que había actuado? Tengo entendido que había estado bastante nervioso...
—No —aseguró Francis—. Nada de la manera en que murió Rubita encaja con lo que sabemos de Larguirucho.
—Ya veo —asintió Lucy—. ¿Estaría de acuerdo con esa afirma­ción, doctor?
—¡En absoluto! —dijo Gulptilil con energía—. Su conducta antes del asesinato fue exagerada, muy nerviosa. Intentó atacarla ese mismo día. Ha tenido una marcada propensión a amenazar con violencia en varias ocasiones en el pasado, y al final, rebasó el límite, como el per­sonal se temía.
—Así pues, ¿no está de acuerdo con la valoración de estos señores ?
—No. La policía encontró pruebas en su cama. Y la sangre en su camisa de dormir correspondía a la víctima.
—Conozco esos detalles —dijo Lucy Jones con frialdad. Y se diri­gió de nuevo a Francis—. ¿Podrías volver a las falanges que faltaban, por favor? —pidió con delicadeza—. ¿Podrías describir qué viste exac­tamente, por favor?
—Había cuatro falanges probablemente cortadas. Tenía la mano en un charco de sangre. —Francis levantó una mano ante su cara, como si quisiera ver cómo sería que le cercenaran la punta de los dedos.
—Si Larguirucho, vuestro amigo, lo hubiera hecho...
—Podría haber hecho ciertas cosas —la interrumpió Peter—. Pe­ro no eso. Y sin duda tampoco la agresión sexual.
—¡Eso no lo sabes! —replicó el doctor Gulptilil—. Es una mera suposición. He visto la misma clase de mutilaciones, y le aseguro que pueden producirse de varias formas. Incluso por accidente. La idea de que Larguirucho fuera incapaz de cortarle la mano, o que todo ocurrió de algún otro modo sospechoso es una mera conjetura. Veo adonde quiere llegar con esto, señorita Jones, y creo que la implicación es erró­nea, además de poder ser perjudicial para el hospital.
—¿De veras? —se sorprendió Lucy, y se volvió de nuevo hacia el psiquiatra. Esa pregunta no pedía ninguna ampliación. Hizo una pau­sa y dirigió la mirada a los dos pacientes. Fue a hablar, pero Peter la in­terrumpió antes de que pudiera hacerlo.
—¿Sabes qué, Pajarillo? —Se dirigió a Francis pero tenía los ojos puestos en Lucy Jones—. Sospecho que esta joven fiscal ha visto otros tres cadáveres muy parecidos al de Rubita. Y que a cada uno de esos ca­dáveres le faltaba una falange, o más, de la mano, como a Rubita. Eso es lo que yo supongo ahora mismo.
Lucy Jones sonrió sin la menor nota de humor. A Francis le pare­ció una de esas sonrisas que se usaban para ocultar toda clase de senti­mientos.
—Es una buena suposición, Peter —dijo.
El Bombero entornó los ojos y se recostó, como si reflexionara, an­tes de seguir hablando despacio.
—También creo, Pajarillo, que esta señorita es responsable de encontrar al hombre que extirpó esas falanges a esas otras mujeres. Y que por eso vino aquí corriendo y tiene tantas ganas de hablar con noso­tros. ¿Y sabes qué más, Pajarillo?
—¿Qué Peter? —preguntó Francis, aunque ya intuía la respuesta.
—Apostaría que, bien entrada la noche, en la oscuridad de su habi­tación en Boston, sola en la cama, con las sábanas enredadas y sudadas, la señorita Jones tiene pesadillas sobre cada una de esas mutilaciones y lo que podrían significar.
Francis miró a Lucy Jones, que asintió despacio con la cabeza.



9

Me alejé de la pared y dejé caer el lápiz al suelo.
La tensión del recuerdo me revolvía el estómago. Tenía la gargan­ta seca y el corazón acelerado. Aparté la mirada de las palabras que se leían en la deslucida pared blanca y me dirigí al pequeño cuarto de baño. Abrí el grifo del agua caliente y también la ducha para lle­nar el cubículo de una calidez pegajosa, húmeda. El calor me recorrió el cuerpo y el mundo empezó a nublarse a mi alrededor. Era como recordaba esos momentos en el despacho de Tomapastillas, cuando la naturaleza real de nuestra situación empezó a cobrar forma. La ha­bitación se caldeó y noté una falta de aliento asmática, como aquel día. Miré mi reflejo en el espejo. El calor lo empañaba, lo desdibuja­ba, como si le faltaran contornos. Cada vez me costaba más ver si estaba como era ahora, algo envejecido, medio calvo y con las prime­ras arrugas, o como era entonces, cuando tenía mi juventud y mis problemas, y la piel y los músculos tan firmes como mi imaginación. Detrás de esa imagen de mí mismo en el espejo estaban los estantes de mis medicamentos. Me temblaban las manos y, peor aún, algo se sa­cudía en mi interior, como un gran movimiento sísmico en mi cora­zón. Sabía que debía tomar algún fármaco. Tranquilizarme. Recupe­rar el control de las emociones. Calmar las fuerzas que acechaban bajo mi piel. Noté cómo la locura intentaba apoderarse de mi pensamiento. Y me sentí como un escalador que de repente pierde el equi­librio y se tambalea, sabiendo que un resbalón se convertirá en una caída y que si no logra aferrarse a algo se desplomará hacia la incons­ciencia.
Exhalé aire sobrecalentado. Tenía las ideas chamuscadas.
Aún podía oír la voz de Lucy Jones cuando se inclinó hacia Peter y hacia mí.
«Una pesadilla es algo de lo que puedes despertar, Peterhabía di­cho—. Pero los pensamientos y las ideas que permanecen después de que tus terrores hayan desaparecido son algo bastante peor.»

—Conozco muy bien esa clase de despertar —dijo Peter con un to­no formal que, curiosamente, parecía tender un puente entre ellos.
Gulptilil interrumpió las ideas que se estaban barajando en su des­pacho.
—Escuche —dijo con una oficiosidad enérgica—. No me gusta na­da la dirección que está tomando esta conversación, señorita Jones. Es­tá sugiriendo algo que es bastante difícil de considerar.
—¿Qué cree que estoy sugiriendo? —repuso Lucy Jones, volvién­dose hacia él.
Francis pensó que había obrado como la fiscal que era. En lugar de negar, objetar o tener alguna otra reacción contraria, devolvía la pre­gunta al médico. Tomapastillas, que no era tonto aunque a menudo lo pareciera, también debió de darse cuenta, ya que no se trataba de una técnica que los psiquiatras desconocieran; se movió incómodo antes de responder. La cautela lo llevó a eliminar la agudeza que la tensión im­primía a su voz, de modo que recuperó su acento empalagoso y algo británico.
—Lo que creo, señorita Jones, es que no está dispuesta a ver cir­cunstancias que contradigan lo que usted desea encontrar. Se ha pro­ducido una muerte desafortunada. Se avisó de inmediato a las autori­dades competentes. Se examinó el escenario del crimen. Se interrogó a los testigos. Se obtuvieron pruebas. Se practicó una detención. Todo eso se hizo conforme al procedimiento y a la forma. Parece que sería el momento de dejar que tuviera lugar el proceso judicial y ver qué se decide.
Lucy asintió y consideró su respuesta.
—¿Le suenan los nombres de Frederick Abberline y sir Robert Anderson, doctor?
Tomapastillas arrugó el entrecejo. Francis vio cómo hojeaba el ín­dice de su memoria sin obtener resultado. Era la clase de fallo que Gulptilil detestaba. Era un hombre que se negaba a mostrar cualquier carencia, por nimia o insignificante que fuera. Se revolvió en el asiento, carraspeó una o dos veces y respondió meneando la cabeza.
—No, lo siento. Esos nombres no me dicen nada. ¿Cuál es su relación con esta discusión, si puede saberse?
—Quizá, doctor, le resulte más familiar un coetáneo de ellos —re­puso Lucy en lugar de contestar directamente—. Un caballero conocido como Jack el Destripador.
—Por supuesto. —Gulptilil entornó los ojos—. Se lo menciona en notas a pie de página en varios textos médicos y psiquiátricos, sobre todo debido a la ferocidad y notoriedad de sus crímenes. Pero los otros...
—Abberline era el inspector encargado de investigar los asesinatos de Whitechapel en 1888. Anderson era su supervisor. ¿Está familiarizado con esos hechos?
—Hasta los niños conocen a Jack el Destripador —replicó el me­dico, y se encogió de hombros—. Incluso ha dado lugar a novelas y películas.
—Sus crímenes dominaban las noticias —prosiguió Lucy—. Atemorizaban a la población. Se convirtió en una especie de referencia contra la que muchos crímenes parecidos se siguen comparando hoy en día, aunque en realidad se limitaron a un área bien definida y a una clase muy concreta de víctimas. El pánico que provocaron era desproporcionado con respecto a su impacto real, lo mismo que su impacto en la historia. En el Londres actual se puede hacer una visita guiada en autobús por los lugares de los asesinatos. Y existen grupos de debate que siguen investigando los crímenes. Casi cien años después, la gente sigue morbosamente fascinada. Todavía quiere saber quién era Jack.
—¿Cuál es el propósito de esta lección de historia, señorita Jones? Quiere decirnos algo, pero creo que no sabemos muy bien qué.
A Lucy no pareció importarle esta reacción negativa.
—¿Sabe qué ha intrigado siempre a los criminólogos de los crímenes de Jack el Destripador, doctor?
—No.
—Que terminaron tan de repente como empezaron.
—¿Sí?
—Como un grifo de terror abierto y, después, cerrado. Clic. Así, sin más.
—Interesante, pero...
—Dígame, doctor, según su experiencia, ¿las personas dominadas por su compulsión sexual, sobre todo para cometer crímenes espanto­sos, cada vez más brutales, y que encuentran plena satisfacción en sus actos, paran espontáneamente?
—No soy psiquiatra forense, señorita Jones.
—Pero según su experiencia, doctor...
—Sospecho, señorita Jones —respondió con tono de superiori­dad a la vez que sacudía la cabeza—, que usted sabe tan bien como yo que la respuesta a esa pregunta es que no. Un psicópata homicida no puede poner término a sus crímenes. Por lo menos no voluntariamente, aunque a algunos de ellos la excesiva culpa les lleva a suicidarse. Éstos, por desgracia, son minoría. Por lo general, los asesinos reincidentes só­lo se detienen debido a alguna circunstancia externa.
—Sí, cierto. Anderson y Abberline barajaron tres posibilida­des para el cese de los crímenes de Jack el Destripador en Londres. La primera, que hubiera emigrado a América (poco probable pero posi­ble), aunque no hay constancia de asesinatos de ese tipo en Estados Unidos. La segunda, que hubiese muerto, bien por suicidio o a manos de alguien, lo que tampoco era demasiado probable. En la era victoriana, el suicidio no era muy frecuente, y tendríamos que suponer que a Jack el Destripador lo atormentaba su propia maldad, algo de lo que no existe ningún indicio. La tercera era una posibilidad más realista.
—¿Cuál?
—Que Jack hubiese sido recluido en un hospital psiquiátrico e, in­capaz de salir de allí, permaneció para siempre tras sus gruesas paredes. —Hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Son muy gruesas aquí las pa­redes, doctor?
Tomapastillas reaccionó poniéndose de pie.
—¡Lo que está sugiriendo, señorita Jones, es espantoso! —Tenía el rostro crispado—. ¡Imposible! ¡Que algún Destripador actual esté aquí, en este hospital!
—¿Dónde podría esconderse mejor? —preguntó la fiscal en voz baja.
Tomapastillas se esforzaba por recobrar la compostura.
—¡La idea de que un asesino, aunque sea inteligente, pudiera ocul­tar sus verdaderas pulsiones a todo el personal del hospital es ridícula! Puede que eso fuera posible en el siglo XIX, cuando la psicología esta­ba aún en mantillas. ¡Pero no en la actualidad! Exigiría una fuerza de voluntad constante, una sofisticación y un conocimiento de la naturaleza humana muy superiores a los que puedan tener nuestros pacien­tes. Su sugerencia es simplemente imposible. —Pronunció estas pala­bras con una contundencia que ocultaba sus temores.
Lucy fue a responder pero se detuvo. En lugar de eso, se inclinó pa­ra recoger la cartera de piel. Rebuscó en su interior y se volvió hacia Francis.
—¿Cómo llamabais a la enfermera asesinada? —preguntó.
—Rubita —dijo Francis.
Lucy Jones asintió.
—Sí. Parece acertado. Y llevaba el pelo corto... —Mientras habla­ba, casi consigo misma, sacó un sobre de la cartera, del que extrajo una serie de fotografías en color de veinte por veinticinco. Se las puso en el regazo y las fue pasando hasta elegir una, que lanzó por la mesa hacia Tomapastillas—. Hace dieciocho meses —anunció mientras la foto­grafía se deslizaba por la superficie de madera.
Otra fotografía surgió del montón.
—Hace catorce meses.
Y una tercera.
—Hace diez meses.
Francis estiró el cuello y vio que en cada fotografía aparecía una mujer joven. Observó las marcas de sangre en la garganta de cada una de ellas. Observó las ropas arrancadas y cambiadas de sitio. Ob­servó sus ojos abiertos al horror. Todas eran Rubita, y Rubita era cada una de ellas. Eran diferentes pero iguales. Francis se acercó más cuan­do otras tres fotografías resbalaron por la mesa. Eran primeros planos de la mano derecha de cada víctima. A la primera le faltaba una falan­ge de un dedo; a la segunda, dos; y a la tercera, tres.
Desvió la mirada hacia a Lucy Jones, que había entrecerrado los ojos y exhibía una expresión tensa. Francis pensó que resplandecía un momento con una intensidad a la vez incandescente y gélida.
La joven inspiró despacio y habló con voz dura, baja:
—Voy a encontrar a este hombre, doctor.
Tomapastillas contempló con impotencia las fotografías. Francis se dio cuenta de que estaba evaluando la gravedad de la situación. Pasado un momento, reunió todas las fotografías, como un tahúr hace con las cartas después de barajadas pero sabiendo muy bien dónde está el as de picas. Dio golpecitos con el mazo en la mesa para igualar todos los bor­des. A continuación, las devolvió a Lucy.
—Sí —admitió—, creo que lo hará. O al menos lo intentará.
Francis no pensó que Tomapastillas quisiera decir realmente lo que decía. Pero después recapacitó: quizá sí quería decir realmente al­gunas de las cosas que decía, mientras que otras no. Decidir cuáles era muy difícil.
El médico volvió a su asiento. Tamborileó con los dedos sobre la mesa. Miró a la joven fiscal y arqueó sus pobladas cejas negras, como si previera otra pregunta.
—Necesitaré su ayuda —dijo por fin Lucy.
—Por supuesto. —Gulptilil se encogió de hombros—. Es eviden­te. Mi ayuda, y la de otros, claro. Pero creo que, a pesar de la increíble similitud entre la muerte que se produjo aquí y las que usted nos ha mostrado de modo tan melodramático, está usted equivocada. Creo que, por desgracia, nuestra enfermera fue atacada por el paciente que está ahora detenido y acusado del crimen. Sin embargo, en aras de la justicia, la ayudaré con todos los medios a mi alcance, aunque sólo sea para que se quede tranquila, señorita Jones.
Francis pensó de nuevo que cada palabra decía una cosa pero que­ría decir otra.
—Voy a quedarme aquí hasta obtener algunas respuestas —asegu­ró Lucy.
Gulptilil asintió despacio. Esbozó una sonrisa forzada.
—Puede que aquí no seamos especialmente buenos en proporcio­nar respuestas —comentó—. Las preguntas abundan, pero lograr soluciones es más difícil. Y, por supuesto, no con la clase de precisión legal que yo diría que usted desea, señorita Jones. Aun así —prosi­guió—, nos pondremos a su entera disposición, en la medida de lo po­sible.
—Para llevar a cabo una investigación como es debido —repuso Lucy—, como usted muy bien indicaba, necesitaré algo de ayuda. Y ac­ceso a todo y a todos.
—Permítame que se lo recuerde otra vez: esto es un hospital psi­quiátrico —replicó el médico—. Nuestra tarea es muy diferente a la suya. E imagino que podrían entrar en conflicto. O, por lo menos, esa posibilidad existe. Su presencia no puede perturbar el funciona­miento del centro, ni ser tan abrumadora que altere la frágil situación de muchos pacientes. —Hizo una pausa y la miró con una mueca—. Pondremos las historias clínicas a su disposición, si lo desea —prosiguió—. Pero en cuanto a las salas y a interrogar a posibles testigos o sospechosos... bueno, no estamos preparados para ayudarla en eso. Después de todo, nuestra función consiste en ayudar a personas aque­jadas de una enfermedad grave y a menudo limitadora de sus capa­cidades. Nuestro enfoque es terapéutico, no policial. No tenemos a nadie con la clase de experiencia que, en mi opinión, se necesita...
—Eso no es cierto —masculló Peter el Bombero. Sus palabras pa­ralizaron a todo el mundo y provocaron un silencio tenso. Entonces añadió con voz firme y segura —: Yo la tengo.








SEGUNDA PARTE
Un mundo de historias



10

Tenía la mano acalambrada y dolorida, como mi existencia. Sujeté con fuerza el lápiz, como si fuera una especie de cuerda de salvamento que me amarraba a la cordura. O acaso a la locura. Cada vez me cos­taba más distinguirlas. Las palabras que había escrito en las paredes que me rodeaban temblaban, como las reverberaciones del calor sobre el as­falto de una carretera un mediodía de verano. A veces veía el hospital como un universo completo en sí mismo, en que todos éramos pequeños planetas mantenidos en su sitio por fuerzas gravitacionales invisibles, y que nos movíamos por el espacio trazando nuestra propia órbita, aunque interdependientes; relacionados unos con otros, aunque separados. Si se reúnen personas por cualquier motivo, en una cárcel, en un cuartel, en un partido de baloncesto, en una reunión del Lions' Club, en un estre­no de Hollywood, en un mitin sindical o en una sesión del consejo esco­lar, hay un objetivo común, un vínculo compartido. Pero eso no era tan cierto para nosotros, porque el único lazo real que nos unía era un sin­gular deseo de ser distintos a lo que éramos, y para muchos de nosotros ése era un sueño que parecía inalcanzable. Y supongo que para los que el hospital se había tragado hacía años, ni siquiera era una preferencia. A muchos de nosotros nos asustaba el mundo exterior y los misterios que contenía, tanto que estábamos dispuestos a correr el riesgo de cualquier peligro que acechara entre las paredes del hospital. Todos éramos islas, con nuestras propias historias, juntas en un sitio que se volvía con rapi­dez cada vez más inseguro.
Negro Grande me dijo una vez, mientras estábamos tranquila­mente en un pasillo durante uno de los muchos momentos en que no ha­bía nada que hacer salvo esperar a que pasara algo, aunque rara vez pasaba, que los hijos adolescentes de las personas que trabajaban en el hospital y vivían en sus terrenos tenían un método para sus citas del sá­bado por la noche: bajaban a pie al campus de la universidad cercana para que los recogieran o los dejaran. Y cuando les preguntaban, decían que sus padres trabajaban ahí, pero señalaban la universidad, no coli­na arriba, donde todos pasábamos nuestros días y nuestras noches. Nuestra locura era su estigma. Era como si temieran contagiarse de nuestras enfermedades. Eso me parecía razonable. ¿Quién querría ser como nosotros? ¿ Quién querría estar asociado con nuestro mundo?
La respuesta a eso era escalofriante: una persona.
El ángel.
Inspiré hondo y, exhalé, dejando que el aire me silbara entre los dientes. No me había permitido pensar en él desde hacía años. Miré lo que había escrito y comprendí que no podría contar todas esas historias sin explicar también la suya, y eso me puso muy nervioso. Un viejo desa­sosiego y un antiguo temor se apoderaron de mí.
Y entonces él entró en la habitación.
No como un vecino o un amigo, ni siquiera como un convidado de piedra, sino como un fantasma. No se abrió la puerta, no se ofreció nin­gún asiento, no hubo presentaciones. Pero, aun así, estaba ahí. Me vol­ví, primero a un lado y después a otro, para intentar distinguirlo del aire que me rodeaba, pero no pude. Era del color del viento. Unas voces que no había oído en muchos meses, voces que se habían acallado en mi in­terior, empezaron de pronto a gritar advertencias que me resonaban en la cabeza. Pero era como si su mensaje estuviera en un idioma extran­jero; ya no sabía cómo escuchar. Tuve la sensación horrible de que algo inaprensible pero crucial se había descompuesto de repente, y que el peligro estaba muy cerca. Tan cerca que podía notar su aliento en la nuca.

Se produjo un silencio momentáneo en el despacho. El sonido de un teclado llegó de repente a través de la puerta cerrada. En algún sitio del edificio de administración, un paciente angustiado soltó un alarido largo y lastimero, pero se desvaneció como el ladrido de un perro leja­no. Peter el Bombero se situó en el borde de la silla, del mismo modo que un niño ansioso que sabe la respuesta a una pregunta del profesor.
—Correcto —asintió Lucy Jones en voz baja.
Esas palabras sólo parecieron infundir vigor al silencio.
Siendo un hombre con formación psiquiátrica, Gulptilil poseía sa­gacidad política, quizás incluso más allá de su actividad profesional. Dedicó un momento a valorar el aspecto del extraño grupo reunido en su despacho.
Como muchos médicos de la psique, tenía una habilidad asom­brosa para examinar el momento con distanciamiento emocional, casi como si estuviera en una torre de vigilancia observando un patio. A su lado vio a una mujer joven con una sólida convicción y unas priorida­des muy distintas a las suyas. Tenía unas cicatrices que parecían reful­gir de acaloramiento. Frente a él vio al paciente que estaba mucho me­nos loco que los demás y, no obstante, más condenado, con la posible excepción del hombre que la joven buscaba con tanto ahínco, si real­mente existía, cosa que el doctor Gulptilil dudaba. También observó a Francis, y pensó que era probable que se viera arrastrado por la fuer­za de los otros dos, lo que no le parecía necesariamente positivo.
Gulptilil se aclaró la garganta y se revolvió en el asiento. Podía de­tectar los posibles problemas que debería afrontar. Los problemas po­seían una cualidad explosiva a la que él dedicaba gran parte de su tiem­po y energía a combatir. No era que disfrutara especialmente de su trabajo de director psiquiátrico del hospital, pero procedía de una tra­dición de deber, unida a un compromiso casi religioso con el trabajo constante, y trabajar para el Estado reunía muchas virtudes que él con­sideraba primordiales, como una paga semanal regular y las presta­ciones que la acompañaban, y carecía del riesgo que suponía abrir su propia consulta y esperar que una cantidad suficiente de neuróticos locales empezaran a pedirle hora.
Su mirada recayó en la fotografía situada en una esquina de la me­sa. Era un retrato de estudio de su mujer y sus dos hijos, un niño en edad escolar y una chica que acababa de cumplir los catorce. Tomada hacía menos de un año, mostraba el cabello de su hija cayendo en gran­des ondas negras sobre los hombros hasta llegarle a la cintura. Se tra­taba de un signo tradicional de belleza para su gente, por muy lejos que viviera de su país natal. Cuando era pequeña, a menudo se sentaba pa­ra que su madre le pasara el cepillo por la reluciente cabellera negra. Esos momentos habían desaparecido. Una semana atrás, en un arran­que de rebelión, su hija fue a escondidas a la peluquería y se cortó el pelo a lo paje, con lo que desafiaba a la vez la tradición familiar y el es­tilo predominante ese año. Su mujer había llorado sin parar dos días, y él se había visto obligado a soltarle un severo sermón, ignorado en su mayor parte, e imponerle un castigo que consistió en prohibirle todas las actividades extraescolares durante dos meses y en limitarle el uso del teléfono, lo que provocó un airado estallido de lágrimas y un jura­mento que le sorprendió que conociera. Sobresaltado, se percató de que las cuatro víctimas de las fotografías que Lucy Jones le había en­señado llevaban el pelo corto. A lo paje. Y que eran muy delgadas, ca­si como si asumieran su feminidad de mala gana. Su hija era así, llena de ángulos y líneas huesudas, mientras que las curvas sólo se insinua­ban. Apretó los labios al considerar ese detalle. También sabía que su hija se oponía a sus intentos de limitarle los movimientos por los te­rrenos del hospital. Eso le llevó a morderse el labio inferior. El miedo, se reprendió al punto, no era cosa de los psiquiatras sino de los pacientes. El miedo era irracional y se instalaba como un parásito en lo desconocido. Su profesión se basaba en el conocimiento y en el estu­dio, y en su aplicación constante a toda clase de situaciones. Intentó tranquilizarse, pero le costó lo suyo.
—Señorita Jones —dijo al cabo—, ¿qué propone exactamente?
Lucy inspiró hondo antes de contestar, de modo que pudo orde­nar sus pensamientos con la rapidez de una ametralladora.
—Lo que propongo es descubrir al hombre que creo ha cometido estos crímenes. Se trata de asesinatos en tres jurisdicciones distintas del este del Estado, seguidos del que tuvo lugar aquí. Creo que el asesino sigue libre, a pesar de la detención que se efectuó. Lo que necesitaré, para demostrarlo, es acceso a los expedientes de sus pacientes y liber­tad para efectuar interrogatorios. Además —prosiguió, y fue entonces cuando la primera duda le asomó a la voz—, necesitaré que alguien in­tente descubrirlo desde dentro. —Dirigió la mirada a Francis—. Por­que creo que ha previsto mi llegada. Y también creo que su conducta, cuando sepa que estoy tras su rastro, cambiará. Necesitaré a alguien que pueda detectar eso.
—¿A qué se refiere con que la ha previsto? —quiso saber Tomapastillas.
—Creo que la persona que mató a la joven enfermera lo hizo de ese modo porque sabía dos cosas: que podrían culpar con facilidad a otra persona, en este caso ese tal Larguirucho, y que, aun así, alguien como yo vendría a buscarlo.
—¿Perdón?
—Tenía que saber que quienes investigamos sus crímenes vendría­mos aquí.
Esta revelación provocó otro breve silencio en la habitación.
Lucy fijó los ojos en Francis y Peter para examinarlos con una mi­rada distante. Pensó que podría haber encontrado ayudantes mucho peores, aunque le preocupaba la volatilidad de uno y la fragilidad del otro. También miró a los hermanos Moses, apostados al otro lado de la habitación. Supuso que también podría incorporarlos a su plan, aunque no estaba segura de poder controlarlos tan bien como a los pacientes.
Gulptilil meneó la cabeza y habló.
—Creo que atribuye a este individuo, del que todavía no estoy se­guro de su existencia, una sofisticación criminal que supera lo que ra­zonablemente cabría esperar. Si quieres cometer un crimen que quede impune, ¿por qué invitas a alguien a buscarte? Con eso sólo aumentas las posibilidades de ser capturado.
—Porque para él matar es sólo una pequeña parte de la aventura. Por lo menos, eso creo yo. —No añadió nada más porque no quería que le preguntaran sobre los demás elementos de lo que había llamado la aventura.
Francis fue consciente de que se había producido un momento de cierta profundidad. Notaba unas fuertes vibraciones en la habitación y, por un instante, tuvo la sensación de que le tiraban al agua donde no hacía pie. Movió los pies sin darse cuenta, como un nadador entre las olas buscando el fondo.
Sabía que Tomapastillas deseaba la presencia de la fiscal tanto co­mo la del asesino. Por muy locos que estuvieran todos, el hospital se­guía siendo una burocracia, y dependía de chupatintas de la adminis­tración estatal. Nadie que deba su medio de vida a la chirriante maquinaria oficial desea algo que, de un modo u otro, acabará agitan­do el avispero. Francis vio cómo el médico se removía en su silla mien­tras intentaba imaginarse lo que podía convertirse en un espinoso ma­torral político. Si Lucy Jones tenía razón y Gulptilil le negaba el acceso a las historias clínicas, se expondría a todo tipo de desastres en caso de que el asesino volviese a matar y llegase a oídos de la prensa.
Francis sonrió. Le alegraba no estar en la piel del director. Mien­tras Gulptilil consideraba la difícil encrucijada en que se encontraba, Francis miró a Peter el Bombero. Parecía nervioso, electrizado, como si lo hubieran enchufado a algo. Habló con absoluta convicción:
—Doctor Gulptilil, si hace lo que sugiere la señorita Jones y ella consigue atrapar al asesino, será usted quien se lleve prácticamente to­do el mérito. Si ella y quienes la ayudemos fracasamos, la responsabi­lidad será de la fiscal. Recaerá en sus hombros y en los de los chiflados que intentaron ayudarla.
Tras valorar esas palabras, el médico asintió.
—Puede que así sea, Peter. —Tosió un par de veces mientras habla­ba—. Quizá no sea del todo justo, pero creo que tienes razón. —Echó un vistazo a los reunidos—. Esto es lo que voy a permitir —dijo por fin—. Señorita Jones, tendrá acceso a las historias que necesite, siem­pre que se respete la confidencialidad de los pacientes. También podrá interrogar a las personas que considere sospechas. Yo mismo, o el se­ñor Evans, estaremos presentes en los interrogatorios. Es cuestión de justicia. Los pacientes, incluso aquellos sospechosos de cometer deli­tos, tienen sus derechos. Y si alguno de ellos pone objeciones a que us­ted le interrogue, no le obligaré. O, a la inversa, le aconsejaré la pre­sencia de un abogado. Cualquier decisión médica que pueda plantearse a raíz de esas conversaciones deberá proceder del personal competen­te. ¿Le parece bien?
—Por supuesto, doctor —respondió Lucy, un poco deprisa.
—Y le suplico que proceda con rapidez —añadió el médico—. Aunque muchos pacientes, de hecho la mayoría, son crónicos, con po­cas probabilidades de abandonar el hospital sin años de atención, una parte considerable de los demás llega a estabilizarse, se medica y se le autoriza a volver a su casa con su familia. No sé en cuál de estas cate­gorías se encuentra su sospechoso, aunque tengo mis sospechas.
De nuevo, Lucy asintió.
—Dicho de otro modo —dijo el médico—, no hay forma de saber si seguirá aquí ahora que ha llegado usted. Pero no voy a impedir que se dé de alta a pacientes cualificados para ello sólo porque usted esté buscando a su hombre. ¿Lo comprende? Las decisiones diarias del cen­tro no se verán afectadas.
Lucy asintió otra vez.
—Y en cuanto a contar con la ayuda de otros pacientes en sus... in­dagaciones —dijo tras dirigir una ceñuda mirada a Peter y Francis—. Bueno, no puedo aprobarlo de modo oficial, incluso aunque le viese alguna utilidad. Pero puede hacer lo que quiera, informalmente, por supuesto. No se lo impediré. Sin embargo, no puedo conceder a estos pacientes ningún estatus especial ni ninguna autoridad, ¿comprende?. Tampoco pueden alterar su tratamiento de ningún modo. —Miró al Bombero, hizo una pausa, y observó a Francis—. Estos dos señores tienen diferentes estatus como pacientes —explicó—. Y las circuns­tancias que los trajeron aquí y los parámetros de su estancia también son distintos. Eso podría provocarle algunos problemas, si espera con­tar con su ayuda.
Lucy hizo un gesto con la mano, como para preceder a un comen­tario, pero se detuvo. Cuando por fin habló, lo hizo con una solemni­dad que pareció cerrar el acuerdo.
—Por supuesto. Lo comprendo totalmente.
Se produjo entonces otro breve silencio, antes de que Lucy Jones prosiguiera.
—Huelga decir que el motivo de mi presencia aquí, y lo que espe­ro conseguir y cómo, han de ser confidenciales.
—Desde luego. ¿Cree que me gustaría anunciar que un asesino an­da suelto por el hospital? —replicó Gulptilil—. Eso provocaría el pá­nico y, en algunos casos, podría frustrar años de tratamiento. Debe lle­var su investigación con la mayor discreción, aunque me temo que habrá rumores y especulaciones. Su sola presencia los suscitará. Ha­cer preguntas generará incertidumbre. Es inevitable. Además, parte del personal tendrá que estar informado, en mayor o menor medida. Me temo que también eso es inevitable, y no sé cómo pueda afectar a sus indagaciones. Aun así, le deseo suerte. Y pondré también a su disposi­ción una de las salas de terapia, cercana al escenario del crimen, para que efectúe los interrogatorios que considere necesarios. Sólo tiene que avisarnos al señor Evans o a mí desde el puesto de enfermería antes de interrogar a nadie. ¿Le parece bien?
—Sí —asintió Lucy—. Gracias, doctor. Comprendo su preocupa­ción y me esforzaré por ser discreta. —Hizo una pausa porque sabía que no pasaría demasiado tiempo antes de que todo el hospital, o por lo menos aquellos que mantuvieran cierto contacto con la realidad, su­piera por qué estaba ahí. Y eso imprimía más urgencia a su trabajo—. Aunque sólo sea por comodidad —añadió—, considero necesario ins­talarme en el hospital durante mis investigaciones.
El médico lo consideró un momento y esbozó una fugaz sonrisita desagradable. Francis tuvo la impresión de que sólo él la había visto.
—Claro —respondió—. Hay una habitación libre en la residencia de enfermeras en prácticas.
Francis se dio cuenta de que no era necesario que el médico men­cionara quién había sido su anterior ocupante.

Noticiero estaba en el pasillo del edificio Amherst cuando regre­saron. Sonrió al verlos.
—Nuevo acuerdo sindical del profesorado de Holyoke —anun­ció—. Springfield Union-News, página B-l. Hola, Pajarillo, ¿qué estás haciendo? Los Sox jugarán contra los Yankees con dudas sobre el lan­zador, Boston Globe, página D-l. ¿Vas a ver al señor del Mal? Te estaba buscando y no parecía muy contento. ¿Quién es tu amiga? Es muy bo­nita y me gustaría conocerla.
Noticiero saludó con la mano y dirigió una sonrisa tímida a Lucy. A continuación, abrió el periódico que llevaba bajo el brazo y se mar­chó por el pasillo haciendo eses, con los ojos puestos en las palabras impresas, concentrado en memorizarlas. Pasó junto a un par de hom­bres, uno anciano y otro de mediana edad, vestidos con pijamas hol­gados del hospital, que no parecían haberse peinado en la última déca­da. Ambos ocupaban la parte central del pasillo, a poca distancia entre sí, y hablaban en voz baja. Daba la impresión de que conversaban, has­ta que se les miraba a los ojos y se veía que cada uno de ellos hablaba solo, ajeno a la presencia del otro. Francis pensó que las personas co­mo ellos formaban parte del hospital tanto como los muebles, las pare­des o las puertas. A Cleo le gustaba llamar catos a los catatónicos, pa­labra que, para Francis, era tan buena como cualquier otra. Vio a una mujer avanzar con brío por el pasillo y detenerse de golpe. Reiniciaba la marcha. Paraba. Caminaba. Paraba. Luego reía y seguía su cami­no arrastrando una larga bata rosa.
—No es precisamente un mundo perfecto —oyó decir a Peter.
Lucy tenía los ojos algo desorbitados.
—¿Sabe algo sobre la locura? —preguntó Peter.
La fiscal negó con la cabeza.
—¿No hay ninguna tía Martha o tío Fred locos en su familia? ¿Ningún extraño primo Timmy al que le guste torturar animalitos? ¿Vecinos, tal vez, que hablen solos o que crean que el presidente es un extraterrestre?
Las preguntas de Peter parecieron relajar a Lucy, que sacudió la ca­beza.
—Debo de tener suerte —comentó.
—Bueno, Pajarillo puede enseñarle todo lo que necesite saber so­bre estar loco —respondió Peter con una risita—. Es un experto, ¿no es así, Pajarillo?
Francis no supo qué decir, así que se limitó a asentir. Observó có­mo algunas emociones encontradas cruzaban el semblante de la fiscal, y pensó que una cosa era meterse en un-sitio como el Hospital Estatal Western con ideas, suposiciones y sospechas, y otra muy distinta obrar conforme a ellas. Tenía el aspecto de alguien que examina un objeto ra­ro con una mezcla de duda y confianza.
—Bueno —prosiguió Peter—, ¿por dónde empezamos, señorita Jones?
—Por aquí mismo. Por el escenario del crimen. Necesito familia­rizarme con el sitio donde se produjo el asesinato. Y después necesito familiarizarme con el hospital en su conjunto.
—¿Una visita guiada? —propuso Francis.
—Dos visitas guiadas —corrigió Peter—. Una para inspeccionar todo esto. —Señaló el edificio—. Y una segunda para examinar esto. —Se dio unos golpecitos en la sien.
Negro Chico y su hermano los habían acompañado de vuelta a Amherst desde el edificio de administración, pero los habían dejado solos para hablar en el puesto de enfermería. Negro Grande había en­trado después en una de las salas de tratamiento adyacentes. Negro Chico se acercó sonriendo.
—Esta situación es de lo más inusual —comentó afablemente. Lucy no contestó y Francis procuró descifrar en la expresión del au­xiliar qué pensaba realmente sobre lo que estaba pasando—. Mi her­mano ha ido a prepararle su nuevo despacho, señorita Jones. Y yo he informado debidamente a las enfermeras de guardia de que va a estar aquí un par de días como mínimo. Una de ellas le enseñará dónde es­tá su habitación. Y supongo que en este momento el señor Evans de­be de estar manteniendo una larga, aunque desagradable, conversa­ción con el director médico, y que muy pronto también querrá hablar con usted.
—¿El señor Evans es el psicólogo encargado?
—De esta unidad. Sí, señorita.
—¿Y cree que no le gustará mi presencia aquí? —Lo dijo con una sonrisita irónica.
—No exactamente, señorita. Tiene que entender algo sobre cómo funcionan aquí las cosas.
—¿Qué?
—Bueno, Peter y Pajarillo pueden ponerla al corriente tan bien como yo, pero, en resumen, el objetivo del hospital es hacer que las co­sas vayan como una seda. Las cosas que son diferentes, que se salen de lo corriente, bueno, alteran a la gente.
—¿A los pacientes?
—Claro. Y si los pacientes se alteran, el personal se altera. Y si el personal se altera, los administradores se alteran. ¿Comprende? A la gente le gusta que las cosas vayan como una seda. A todo el mundo. A los locos, a los ancianos, a los jóvenes, a los cuerdos. Y no creo que usted vaya a propiciar que las cosas vayan como una seda, señorita Jo­nes. Supongo que usted va a provocar justo lo contrario.
Negro Chico había hablado esbozando una ancha sonrisa, como si todo eso le resultara divertido. Lucy lo observó, se encogió de hom­bros y le preguntó:
—¿Y usted y su corpulento hermano? ¿Qué opinan?
—Que él sea corpulento y yo menudo no significa que no tenga­mos las mismas grandes ideas —dijo, y soltó una carcajada—. No, se­ñorita. Lo que piensas no tiene nada que ver con tu aspecto. —Señaló los grupos de pacientes que recorrían el pasillo, como buscando corro­borar sus palabras. A continuación, inspiró hondo y observó a la fis­cal. Luego, bajando la voz, añadió—: Puede que ambos creamos que aquí pasó algo malo, y que eso no nos guste, porque, de ser así, en cier­to sentido, nosotros tenemos la culpa. Y eso no nos gusta nada, en ab­soluto, señorita Jones. Así que, si se hiere alguna susceptibilidad, no nos parece que sea algo tan grave.
—Gracias —dijo Lucy.
—No me dé las gracias todavía —replicó Negro Chico—. Recuerde que cuando todo acabe, mi hermano, las enfermeras, los médicos, la mayo­ría de los pacientes, aunque no todos, y yo mismo seguiremos aquí, mien­tras que usted no. De modo que no dé todavía las gracias a nadie. Y todo depende de quién sea la susceptibilidad que se hiera, ya me entiende.
—Le he entendido —asintió Lucy. Alzó la mirada y añadió—: Y su­pongo que ése es el señor Evans.
Francis se volvió y vio al señor del Mal avanzando con rapidez en su dirección. Su lenguaje corporal expresaba una actitud de bienveni­da y exhibía una ancha sonrisa. Francis no se fió ni un instante.
—Señorita Jones —dijo Evans con rapidez—, permítame que me presente. —Le dio un mecánico apretón de manos.
—¿Le ha informado el doctor Gulptilil del motivo de mi presen­cia? —quiso saber Lucy.
—Me dijo que usted sospecha que tal vez se detuvo a la persona equivocada en el caso de la joven enfermera, sospecha a la que no le veo demasiado fundamento. Pero el hecho es que está aquí. Según me dijo el director, se trata de una investigación ya en curso.
Lucy observó al psicólogo, consciente de que su respuesta no con­tenía toda la verdad pero que, a grandes rasgos, era exacta.
—¿Puedo contar con su ayuda, pues? —preguntó.
—Por supuesto.
—Gracias —dijo Lucy.
—De hecho, ¿quizá le gustaría empezar con una valoración de las historias clínicas de los pacientes del edificio Amherst? Podríamos em­pezar ahora mismo. Disponemos de tiempo antes de la cena y las acti­vidades nocturnas.
—Primero me gustaría una visita guiada —repuso la fiscal.
—Pues adelante. Vamos allá.
—Esperaba que estos pacientes me acompañaran.
—No creo que sea una buena idea. —El señor del Mal sacudió la cabeza.
Lucy no dijo nada.
—Bueno —prosiguió el psicólogo—, por desgracia, Peter y Fran­cis están actualmente limitados a esta planta. Y el acceso al exterior de todos los pacientes, con independencia de su estatus, está restrin­gido hasta que la ansiedad que ha provocado el crimen y la posterior detención de Larguirucho se haya disipado. Y su presencia en la uni­dad... bueno, detesto decirlo, pero prolonga la minicrisis que estamos viviendo. De modo que en el futuro inmediato, adoptaremos las me­didas de máxima seguridad. Un poco como pasaría en una cárcel, se­ñorita Jones, pero en versión hospitalaria. Se ha restringido el movi­miento alrededor del hospital. Hasta que tengamos de nuevo a los pacientes estabilizados por completo.
Lucy se pensó su réplica.
—Bueno —dijo por fin—, sin duda pueden enseñarme el escena­rio del crimen y esta planta, e informarme de lo que vieron e hicieron, como a la policía. Eso no iría contra las normas, ¿verdad? Y luego, tal vez usted, o uno de los hermanos Moses, pueda acompañarme por el resto del edificio y las demás unidades.
—Muy bien —respondió el señor del Mal—. Una visita guiada cor­ta, seguida de otra más larga. Lo dispondré todo.
—Repasemos otra vez lo que pasó esa noche —dijo Lucy a Peter y Francis.
—Pajarillo —dijo Peter plantándose delante del señor del Mal—, adelante.
El escenario del crimen había sido limpiado a conciencia y, cuan­do Lucy abrió la puerta, se apreció el olor a desinfectante recién apli­cado. A Francis ya no le pareció que contuviera nada de la maldad que recordaba. Era como si un sitio infernal hubiera vuelto a la normali­dad, de repente totalmente benigno. Los líquidos limpiadores, las fre­gonas, los cubos, las bombillas de recambio, las escobas, las sábanas dobladas y la manguera enrollada estaban muy bien ordenados en los estantes. La lámpara del techo hacía brillar el suelo, que no contenía la menor señal de la sangre de Rubita. A Francis lo desconcertó un poco el aspecto limpio y rutinario que ofrecía todo, y pensó que devolver el trastero a su condición de trastero era casi tan espantoso como el acto que había ocurrido en él. Echó un vistazo alrededor y comprobó que era imposible saber que algo terrible había ocurrido hacía poco en ese reducido espacio.
Lucy se agachó y recorrió con el dedo el sitio donde había yacido el cadáver, como si el tacto del frío linóleo pudiera conectar de algún modo con la vida que se había perdido allí.
—Así que murió aquí —comentó mirando a Peter.
Este se agachó a su lado y respondió con voz baja y confidencial.
—Sí. Pero creo que ya estaba inconsciente.
—¿Por qué?
—Porque todo lo que rodeaba al cadáver no parecía indicar que aquí hubiera tenido lugar una pelea. Creo que desparramaron los lí­quidos limpiadores para contaminar el escenario del crimen, para que la gente creyera que había pasado algo distinto.
—¿Por qué iba a empaparla de líquido limpiador?
—Para contaminar las pruebas que pudiera haber dejado.
—Tiene sentido —asintió Lucy.
Peter se frotó el mentón con la mano, se levantó y sacudió la cabeza.
—En los demás casos que investiga —dijo— ¿cómo era el escena­rio del crimen?
—Buena pregunta —comentó Lucy con una sonrisa forzada—. Lluvia torrencial —explicó—. Aparato eléctrico. Cada asesinato se produjo a cielo descubierto durante una tormenta. Los crímenes se co­metieron en un sitio y después el cadáver fue trasladado a un lugar oculto, pero a la intemperie. Muy difícil para la policía científica. El mal tiempo contaminó casi todas las pruebas físicas. O eso me han dicho.
Peter echó un vistazo al trastero y salió.
—Aquí creó su propia lluvia.
Lucy lo siguió. Dirigió la mirada hacia el puesto de enfermería.
—De modo que si hubo una pelea...
—Tuvo lugar ahí.
—Pero ¿y el ruido? —objetó Lucy tras volver la cabeza a uno y otro lado.
Francis había guardado silencio hasta ese momento, Peter lo inter­peló.
—Explícaselo tú, Pajarillo —pidió.
Francis se ruborizó al verse de repente en un apuro, y lo primero que pensó fue que no tenía ni idea. Así que abrió la boca para decirlo, pero se detuvo. Pensó en la pregunta un instante, dedujo una respues­ta y habló.
—Dos cosas, señorita Jones. La primera, todas las paredes están insonorizadas y todas las puertas son de acero, así que es difícil que el so­nido pueda traspasarlas. Aquí, en el hospital, hay mucho ruido, pero suele ser apagado. Y más importante, ¿de qué serviría gritar pidiendo ayuda? —En su cabeza, oía un estruendo provocado por sus voces in­teriores, que le gritaban: ¡Díselo! ¡Cuéntale cómo es!—. La gente chi­lla sin cesar —prosiguió—. Tiene pesadillas. Tiene miedos. Ve cosas u oye cosas, o se limita a sentir cosas. Supongo que aquí todo el mun­do está acostumbrado a los ruidos surgidos del nerviosismo. Así que si alguien gritara «¡Socorro!»... —hizo una pausa— no sería distinto a las veces en que alguien chilla algo parecido. Si gritara «¡Asesino!» o se li­mitara a chillar, no sería nada del otro mundo. Y nadie acude nunca, se­ñorita Jones. Da igual el miedo que tengas y lo difícil que sea. Aquí, tus pesadillas son cosa tuya.
La fiscal lo observó y supo que el chico hablaba por experiencia. Le sonrió y vio que él se frotaba las manos, algo nervioso pero con ga­nas de ayudar. Pensó que en aquel hospital debía de haber toda clase de miedos. Se preguntó si los llegaría a conocer todos.
—Pareces tener una vena poética, Francis —dijo—. Aun así, debe de ser difícil.
Las voces, que habían permanecido tan calladas los últimos días, habían elevado el volumen hasta convertirse en un griterío que reso­naba en la cabeza de Francis.
—Iría bien—comentó para acallarlas—, señorita Jones, que com­prendiera que, aunque estamos juntos, estamos realmente solos. Más solos que en ningún otro sitio, supongo. —Lo que de verdad quería de­cir era más solos que en ningún otro sitio del mundo.
Lucy lo miró con atención y pensó que en el mundo exterior, cuan­do alguien pide ayuda, la persona que oye esa petición tiene el deber moral de actuar. Pero en aquel hospital todo el mundo gritaba todo el tiempo, todo el mundo necesitaba ayuda todo el tiempo, y sin embar­go ignoran estas llamadas, por muy desesperadas y sentidas que fue­ran, formaba parte de la rutina diana del hospital.
Se sobrepuso un poco a la claustrofobia que la invadió en ese ins­tante. Se volvió hacia Peter, que tenía los brazos cruzados y una sonri­sa en los labios.
—Creo que debería ver la habitación donde dormíamos cuando pasó todo esto —sugirió el Bombero, y la guió por el pasillo, dete­niéndose sólo para señalarle los sitios donde se había encharcado la sangre—. La policía supuso que las manchas de sangre eran el rastro que había dejado Larguirucho —explicó en voz baja—. Pero eran un caos, porque el idiota del guardia de segundad las había pisado. Hasta resbaló en una y la extendió por todas partes.
—¿Qué supuso usted? —preguntó Lucy.
—Que eran un rastro, desde luego. Pero que conducía a él. No que lo hubiera dejado él.
—Tenía sangre en el pijama.
—El ángel lo había abrazado.
—¿El ángel?
—Así es como lo llamó. El ángel que se acercó a su cama y le dijo que la encarnación del mal había sido destruida.
—¿Cree que...?
—Lo que creo está bastante claro, señorita Jones.
La fiscal estuvo de acuerdo. Observó la seguridad con que Peter la conducía por el pasillo.
Peter abrió la puerta del dormitorio y entraron. Francis señaló dónde estaba su cama, lo mismo que el Bombero. También le enseña­ron la cama de Larguirucho, a la que le habían quitado todo, incluido el colchón, de modo que sólo quedaba el bastidor y el somier. También se habían llevado el arcón donde guardaba sus pocas ropas y objetos personales, de modo que el modesto espacio de Larguirucho en el dor­mitorio parecía un mero armazón. Francis vio cómo Lucy observaba las distancias, medía el espacio entre las camas, la ruta hacia la puerta, la puerta que daba al lavabo contiguo. Por un momento, le dio un poco de vergüenza mostrarle dónde vivían. En ese instante fue muy cons­ciente de la poca intimidad que tenían y cuánta humanidad les habían arrebatado en esa abarrotada habitación, y se sintió bastante molesto al contemplar cómo la fiscal examinaba la habitación.
Como siempre, varios hombres yacían en la cama mirando el te­cho. Uno mascullaba entre dientes, discutiendo consigo mismo. Otro se volvió para mirar a Lucy. Otros la ignoraron, perdidos en sus pen­samientos. Pero Francis vio que Napoleón se levantaba y se dirigía ha­cia ellos presuroso.
Se acercó a Lucy y, con una especie de floritura imperfecta, le hizo una reverencia.
—Tenemos muy pocas visitas del mundo exterior —afirmó—. So­bre todo, tan bonitas. Bienvenida.
—Gracias —contestó Lucy.
—¿La están poniendo bien al corriente estos dos señores?
—Sí. Hasta ahora han sido muy amables.
—Bueno —dijo Napoleón, que pareció algo decepcionado—. Eso está bien. Pero si necesita cualquier cosa, por favor, no dude en pedírmela. —Se palpó el atuendo hospitalario un momento—. No sé dónde he puesto las tarjetas de visita. ¿Es usted estudiante de his­toria?
—No exactamente —respondió Lucy encogiéndose de hombros—. Aunque seguí algunos cursos de historia europea en la universidad.
—¿Y dónde fue eso? —Napoleón arqueó las cejas.
—En Stanford.
—Entonces debería comprenderlo —repuso Napoleón y agitó un brazo con el otro pegado a un costado—. Hay grandes fuerzas en juego. El mundo está en equilibrio. Los momentos se paralizan en el tiempo ante las inmensas convulsiones sísmicas que sacuden la hu­manidad. La historia contiene el aliento; los dioses se enfrentan en el campo. Vivimos una época de cambios. Me estremezco al pensar en su importancia.
—Cada uno de nosotros hace lo que puede —dijo Lucy.
—Por supuesto —corroboró Napoleón—. Hacemos lo que se nos pide. Todos intervenimos en el gran escenario de la historia. Un hom­brecillo puede convertirse en un gran hombre. El momento secunda­rio se vislumbra importante. La pequeña decisión puede afectar a las grandes corrientes de la época. ¿Caerá la noche? —susurró, inclinán­dose hacia ella—. ¿O llegarán a tiempo los prusianos para rescatar al Duque de Hierro?
—Creo que Blücher llega a tiempo —respondió Lucy.
—Sí—dijo Napoleón, y casi guiñó un ojo—. En Waterloo fue así. Pero ¿y hoy?
Sonrió de modo enigmático, saludó con la mano a Peter y Francis y se alejó.
Peter enderezó los hombros, a modo de alivio, con su habitual son­risa irónica en los labios.
—Seguro que el señor del Mal lo ha oído todo y que esta noche Nappy recibirá más medicación de lo normal —susurró a Francis, aun­que lo bastante alto para que Lucy lo oyera, y el joven reparó en que Evans los había seguido hasta el dormitorio.
—Parece bastante simpático —comentó Lucy—. Así como ino­fensivo.
—Su valoración es correcta, señorita Jones —intervino el señor del Mal dando un paso adelante—. Así es la mayoría de los pacientes del hospital. Sólo se lastiman a sí mismos. El problema para el perso­nal es saber cuál puede ser violento. Cuál tiene esa capacidad latente en su interior. A veces, es lo que buscamos.
—También es el motivo por el cual yo me encuentro aquí —con­testó Lucy.
—Por supuesto —dijo Evans, y miró a Peter y Francis—, en algu­nos casos ya tenemos la respuesta.
Los dos pacientes se miraron entre sí, como hacían siempre. El se­ñor del Mal alargó la mano y tomó con suavidad el brazo de Lucy Jones, un gesto de galantería que, dadas las circunstancias, parecía signi­ficar algo muy distinto.
—Por favor, señorita Jones —pidió—, permítame que la acompa­ñe por el resto del hospital, aunque es muy parecido a lo que ve aquí. Por la tarde hay programadas sesiones en grupo y actividades, además de la cena, y mucho que hacer.
Por un instante pareció que Lucy iba a rehusar, pero finalmente contestó:
—Eso estaría bien. —Antes de salir, se volvió hacia Francis y Peter para decir—: Me gustaría hacerles más preguntas después. O quizá ma­ñana por la mañana. ¿Les parece bien?
Ambos asintieron con la cabeza.
—No estoy seguro de que este par pueda ayudarla demasiado —soltó Evans meneando la cabeza.
—Puede que sí y puede que no —contestó Lucy—. Eso está por ver. Pero hay algo seguro, señor Evans.
—¿Qué?
—En este momento, son las únicas personas de las que no sos­pecho.
A Francis le costó dormirse esa noche. Los ronquidos y gimo­teos habituales que constituían los acordes nocturnos del dormito­rio lo ponían nervioso. O, por lo menos, eso pensaba hasta que se tum­bó en la cama con los ojos puestos en el techo y se dio cuenta de que no era lo corriente de la noche lo que lo perturbaba, sino lo que había ocurrido durante el día. Sus voces interiores estaban tranquilas pero llenas de preguntas, y no sabía si sería capaz de cumplir con su come­tido. Nunca se había considerado la clase de persona que observa detalles, que capta el significado de palabras y acciones, como hacía Peter y también Lucy Jones. Tenía la impresión de que ambos con­trolaban sus ideas, algo a lo que él sólo podía aspirar. Sus pensamien­tos eran incoherentes y, como una ardilla, cambiaban sin cesar de dirección, salían disparados en un sentido o en otro, iban primero hacia un lado y después hacia otro, impulsados por fuerzas interiores que no acababa de comprender.
Suspiró y se volvió. Entonces vio que no era el único que estaba despierto. A unos metros de distancia, el Bombero estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada contra la pared y las rodillas dobla­das para rodearlas con los brazos, mirando al frente. Francis vio que tenía la mirada puesta en las ventanas, más allá de los barrotes y del cristal blanquecino, para contemplar los tenues rayos de la luna y la pe­numbra de la noche. Quiso decir algo, pero se contuvo, porque imagi­nó que lo que impedía a Peter dormir esa noche era alguna corriente demasiado poderosa para interrumpirla.





11

Notaba cómo el ángel leía todas las palabras, pero la calma se man­tenía intacta. Cuando estás loco, a veces la tranquilidad es como una niebla que oscurece las cosas cotidianas y corrientes, las imágenes y los sonidos familiares, de modo que todo se ve un poco desencajado, miste­rioso. Como una carretera conocida que, debido a la extraña forma en que la niebla refracta los faros por la noche, de repente parece girar a la derecha cuando el cerebro le grita a uno que sigue recta. La demencia es como ese momento de duda en que no sabría si debo confiar en los ojos o en la memoria porque ambas cosas parecen capaces de cometer los mismos errores insidiosos. Me noté unas gotas de sudor en la frente y sacudí todo el cuerpo, como un perro mojado, para librarme de la sen­sación húmeda y desesperada que el ángel había traído a mi casa.
—Déjame en paz —pedí al ver que la fuerza o seguridad que pu­diera tener me había abandonado de golpe—. ¡Déjame solo! ¡Ya te com­batí una vez!—grité—. ¡No debería tener que combatirte de nuevo!
Me temblaban las manos y quería llamar a Peter el Bombero. Pe­ro sabía que estaba demasiado lejos, y que yo estaba solo, así que apreté los puños para contener el temblor de las manos.
Mientras inspiraba hondo, llamaron de repente a la puerta. Los gol­pes, como balazos, irrumpieron en mi ensueño y me levanté. La cabeza me dio vueltas un instante. Crucé la habitación con pasos rápidos.
Se oyeron más golpes en la puerta.
—¡Señor Petrel!—llamó una voz—. ¿Señor Petrel? ¿Está bien?
Apoyé la frente contra la jamba. La noté fría al tacto, como si yo tu­viera fiebre y la frente fuese de hielo. Repasé despacio el catálogo de vo­ces que conocía. Habría reconocido al instante a una de mis dos hermanas. Sabía que no eran mis padres porque nunca habían venido a vi­sitarme.
—¡Señor Petrel! ¡Conteste, por favor! ¿Está bien ?
Reconocí un acento familiar y sonreí.
Mi vecino de enfrente se llama Ramón Santiago y trabaja para el departamento de limpieza y recogida de basuras de la ciudad. El y su mujer Rosalita tienen una niña muy bonita, Esperanza, que parece muy inteligente, porque, desde su posición en los brazos de su madre, con­templa el mundo que la rodea con la mirada atenta de un profesor universitario.
—¿Señor Petrel?
—Estoy bien, señor Santiago. Gracias.
—¿Está seguro? —Estábamos hablando a través de la puerta ce­rrada, a pocos centímetros de distancia—. Abra, por favor. Sólo quiero asegurarme de que todo va bien.
Santiago llamó otra vez a la puerta, y en esta ocasión giré el pomo para abrir sólo un poco. Nuestros ojos se encontraron y él me miró aten­tamente.
—Oímos gritos —dijo—. Era como si alguien fuera a pelear.
—No. Estoy solo.
—Le he oído hablar. Como si discutiera con alguien. ¿Seguro que está bien?
Era un hombre menudo, pero un par de años levantando pesados contenedores de madrugada le había fortalecido los brazos y los hom­bros. Sería un contrincante temible para cualquiera, y yo sospechaba que pocas veces tendría que recurrir a la confrontación para que sus opi­niones fueran escuchadas.
—Estoy bien, gracias —repetí.
—No tiene muy buen aspecto, señor Petrel. ¿Se encuentra mal?
—He estado sometido a mucha tensión últimamente. Me he salta­do unas cuantas comidas.
—¿ Quiere que llame a alguien? ¿A una de sus hermanas?
—Por favor, señor Santiago —pedí mientras sacudía la cabeza—, son las últimas personas que querría ver.
—Le entiendo —aseguró sonriente—. La familia a veces te vuelve loco. —En cuanto esa palabra salió de sus labios pareció arrepentirse, como si me hubiera insultado.
—Tiene razón. —Sonreí—. Puede hacerlo. Y en mi caso lo hizo sin duda. Supongo que puede volver a hacerlo algún día. Pero de momen­to estoy bien.
Me siguió mirando con recelo.
—Aun así, me tiene algo preocupado, hombre. ¿Se está tomando las pastillas?
—Sí—mentí, y me encogí de hombros.
No me creyó. Me siguió observando atentamente, con los ojos fijos en mi cara, como si me examinara todas las arrugas, todas las líneas, en busca de algo que pudiera detectar, como si mi enfermedad pudiera identificarse mediante una erupción o ictericia. Sin desviar la mirada, le dijo algo en español a su mujer, que estaba, con la niña, en la puer­ta de su piso. Rosalita, un poco asustada, levantó la mano para salu­darme. La pequeña me devolvió la sonrisa. Santiago volvió a usar el inglés.
—Rosie —dijo—, prepara al señor Petrel un plato con un poco del arroz con pollo que tenemos para cenar. Creo que le iría bien comer al­go consistente.
Rosalita asintió y me dirigió una sonrisa tímida antes de meterse en su casa.
—Es usted muy amable, señor Santiago, pero no es necesario.
—No es ningún problema. En mi pueblo, señor Petrel, el arroz con pollo lo soluciona casi todo. ¿Estás enfermo?, arroz con pollo. ¿Te des­piden?, arroz con pollo. ¿Te han roto el corazón?...
—... arroz con pollo —terminé su frase.
—Exacto. —Ambos sonreímos.
Rosie volvió un momento después con un plato de pollo humeante y un montón de arroz. Cruzó el pasillo para traérmelo. Cuando le rocé la mano para tomarlo, pensé que hacía bastante tiempo que no sentía el contacto de otra persona.
—No es necesario —insistí, pero el matrimonio Santiago sacudió la cabeza.
—¿Seguro que no quiere que llame a nadie? Si no quiere que sea a su familia, ¿qué le parece a los servicios sociales? O tal vez a un amigo.
—Ya no tengo demasiados amigos, señor Santiago.
—Señor Petrel, usted le importa a más personas de las que imagina —aseguró.
Volvía negar con la cabeza.
—¿Otra persona, pues?
—No. De verdad.
—¿Seguro que no le ha molestado nadie? Oí voces altas. Era como si fuera a empezar una pelea...
Sonreí, porque lo cierto era que sí me había molestado alguien. Pe­ro no estaba ahí. Abrí más la puerta y le dejé echar un vistazo dentro.
—Estoy solo, se lo aseguro —dije.
Él recorrió la habitación con los ojos y se fijó en las palabras escritas en las paredes. En ese momento creí que diría algo, pero no lo hizo. Me puso una mano en el hombro.
—Si necesita ayuda, señor Petrel, llame a nuestra puerta. A cual­quier hora. De día o de noche. ¿Entendido?
—Se lo agradezco, señor Santiago. —Asentí con la cabeza—. Y gra­cias por la cena.
Cerré la puerta e inspiré hondo. Al notar el olor de la comida, me pareció que llevaba días sin comer. Quizá fuera así, aunque recordaba haber tomado algo de queso. Pero ¿cuándo había sido ? Encontré un te­nedor en un cajón y lo hundí en la especialidad de Rosalita. Me pre­gunté si el arroz con pollo, que iba bien para tantas dolencias del espí­ritu, serviría para las mías. Para mi sorpresa, cada mordisco pareció vigorizarme y, mientras masticaba, vi mis progresos en la pared. Co­lumnas de historia.
Y me di cuenta de que volvía a estar solo.
El regresaría. No me cabía la menor duda. Acechaba incorpóreo en algún sitio fuera de mi alcance, y eludía mi conciencia. Me evitaba. Evi­taba a la familia Santiago. Evitaba el arroz con pollo. Se escondía de mi memoria. Pero, de momento, para mi alivio, sólo me acompañaba el arroz con pollo, y las palabras. Pensé que todo aquello que se habló en el despacho de Tomapastillas sobre que el asunto debía ser confiden­cial sólo habían sido palabras vacías.

No llevó demasiado tiempo a todos los pacientes y miembros del personal darse cuenta de la presencia de Lucy Jones. No era só­lo cómo iba vestida, con un jersey y unos holgados pantalones negros, ni cómo llevaba la cartera de piel con una pulcritud que contrastaba con el carácter descuidado del hospital. Ni tampoco su estatura y su porte, o la cicatriz de la cara, que la distinguían nítidamente. Era más bien cómo caminaba por los pasillos, taconeando en el suelo de linóleo, con una expresión alerta que daba la impresión de inspeccionarlo todo y a todos, y que buscaba algún signo revelador que pudiera enca­minarla en la dirección adecuada. Era una actitud que no estaba mar­cada por la paranoia, las visiones o las voces interiores. Incluso los catos, de pie en los rincones o apoyados contra la pared, los ancianos seniles confinados en sillas de ruedas, perdidos al parecer en sus pro­pios ensueños, o los retrasados mentales, que contemplaban sin ánimo casi todo lo que pasaba a su alrededor, parecían notar de alguna forma extraña que Lucy seguía los impulsos de unas fuerzas tan potentes co­mo las que ellos combatían, aunque, en su caso, más normales. Más vinculadas con el mundo. Así que, cuando pasaba junto a ellos, las pa­cientes la seguían con la mirada sin dejar de murmurar y farfullar, o sin interrumpir el temblor de las manos, pero aun así con una atención que parecía desdecir sus enfermedades. Lucy se distinguía incluso en las co­midas, que tomaba en la cafetería con los pacientes y el personal, tras hacer cola como todos para recibir las bandejas de comida sosa e insti­tucionalizada. Solía sentarse en una mesa del rincón, desde donde po­día ver a los demás comensales, dando la espalda a una pared de color verde lima. A veces, alguien se sentaba a su mesa, ya fuera el señor del Mal, que parecía muy interesado en todo lo que ella hacía, o Negro Grande o Negro Chico, que enseguida dirigían la conversación hacia remas deportivos. En ocasiones se le unía alguna enfermera, con su uni­forme blanco y su cofia puntiaguda. Cuando charlaba con alguno de sus acompañantes, no dejaba de pasear la mirada por el comedor, de un modo que a Francis le recordaba a un halcón sobrevolando la pradera en busca de su presa.
Ninguno de los pacientes se sentaba con ella, al principio ni si­quiera Francis o el Bombero. Había sido una sugerencia de Peter. Ha­bía dicho a Lucy que no convenía dejar que demasiada gente supiera que trabajaban con ella, aunque no tardarían demasiado en deducirlo. Así que, los primeros días, Francis y Peter la ignoraban en el comedor.
No fue el caso de Cleo, cuando Lucy llevaba la bandeja a la zona de recogida.
—¡Sé por qué está aquí! —le espetó en voz alta y acusadora, y de no haber sido por el habitual ruido de platos, bandejas y cubiertos, ha­bría llamado la atención de todo el mundo.
—¿De veras? —respondió Lucy con calma. Siguió adelante y empezó a tirar las sobras de su plato al contenedor de la basura.
—Ya lo creo —afirmó Cleo con naturalidad—. Es evidente.
—Vaya.
—Sí —insistió Cleo, con la peculiar bravuconería que imprime a veces la locura, cuando desinhibe la conducta.
—Entonces quizá podría decirme lo que piensa.
—Por supuesto. ¡Quiere apoderarse de Egipto!
—¿Egipto?
—Sí, Egipto —repitió Cleo, y agitó la mano para señalar todo el comedor, con cierta exasperación ante lo evidente que era ese hecho—. Mi Egipto. Y seducirá a Marco Antonio, y al cesar también, sin duda. —Carraspeó, cruzó los brazos, cerró el paso a Lucy y añadió su mule­tilla preferida—: Cabrones. Son todos unos cabrones.
Lucy la observó divertida y meneó la cabeza.
—Se equivoca —dijo—. Egipto está a salvo en sus manos. Jamás me atrevería a rivalizar con nadie por esa corona, ni por los amores de su vida.
—¿Por qué debería creerla? —repuso Cleo con los brazos en ja­rras.
—Tendrá que confiar en mi palabra.
La corpulenta mujer vaciló y se rascó la cabeza.
—¿Es usted una persona íntegra y sincera? —le preguntó.
—Eso dicen.
—Tomapastillas y el señor del Mal dirían lo mismo, pero no con­fío en ellos.
—Yo tampoco —aseguró Lucy en voz baja, inclinándose hacia ella—. En eso estamos de acuerdo.
—Pero si no quiere conquistar Egipto, ¿por qué está aquí? —qui­so saber Cleo, de nuevo recelosa.
—Creo que hay un traidor en su reino.
—¿Qué clase de traidor?
—De los peores.
—Tiene que ver con la detención de Larguirucho y con el asesina­to de Rubita, ¿verdad? —preguntó Cleo.
—Sí.
—Yo lo vi. No muy bien, pero lo vi. Esa noche.
—¿A quién? ¿A quién vio? —preguntó Lucy, alerta de repente.
Cleo esbozó una sonrisa de complicidad, antes de encogerse de hombros.
—Si necesita mi ayuda —dijo con una repentina altivez regia—, de­bería solicitarla de la forma oportuna, en el momento y el sitio ade­cuados.
Dicho esto y tras encender un cigarrillo con una floritura, se vol­vió para marcharse muy ufana. Lucy pareció algo confundida y dio un paso tras ella, pero Peter, que llevaba su bandeja a la zona de recogida en ese momento aunque apenas había tocado la comida, la detuvo. Mientras limpiaba el plato y lanzaba los cubiertos a través de una aber­tura hacia la cuba de lavado, le dijo a Lucy:
—Es verdad. Esa noche vio al ángel. Nos contó que el ángel entró al dormitorio de las mujeres, se quedó allí un momento y luego se marchó, cerrando con llave al salir.
—Un hecho curioso —comentó Lucy, aun sabiendo que su co­mentario resultaba bastante superfluo en un hospital psiquiátrico donde todo era más que curioso y a veces espantoso. Miró a Francis, que se había acercado a ellos—. Pajarillo —le dijo—, ¿por qué alguien que acaba de cometer un asesinato se esforzaría tanto para que otra persona sea culpada del crimen, y en lugar de huir o escon­derse entra en un dormitorio lleno de mujeres que podrían recono­cerlo?
Francis sacudió la cabeza. Se preguntó si esas mujeres podrían reconocerlo. Varias de sus voces lo retaron a que respondiera la pre­gunta, pero las ignoró y fijó la mirada en Lucy. Ésta se encogió de hom­bros.
—Un enigma —dijo—. Pero es una respuesta que tarde o tempra­no conseguiré. ¿Crees que podrías ayudarme a averiguarlo, Francis?
El joven asintió.
—Pajarillo se ve seguro de sí mismo —sonrió ella—. Eso está bien.
Y a continuación los llevó hacia el pasillo. Iba a decir otra cosa, pe­ro Peter terció.
—Pajarillo, nadie más debe saber lo que Cleo vio. —Se volvió hacia Lucy—. Cuando Cleo le contó a Francis que el hombre al que es­tamos buscando había entrado en el dormitorio de las mujeres, no su­po aportar ninguna descripción coherente del ángel. Todo el mundo estaba bastante alterado. Quizás ahora que ha tenido más tiempo para reflexionar sobre esa noche, se haya percatado de algo importante. Francis le cae bien. Creo que sería bueno que él volviera a hablar con ella. Eso también tendría la ventaja de no atraer la atención hacia ella, porque si usted la interroga, la gente pensará que está relacionada con esto.
—Tiene sentido —admitió Lucy tras considerar las palabras de Pe­ter—. ¿Podrás encargarte tú solo y contármelo después, Francis?
—Sí —afirmó Francis, nada seguro de sí mismo a pesar de lo que ella había dicho antes. No recordaba haber interrogado a nadie para sonsacarle información.
Noticiero pasó junto a ellos en ese instante y se detuvo haciendo una pirueta de ballet, de modo que los zapatos le chirriaron contra el suelo pulido al girar.
—Union-News: El mercado se hunde ante las malas noticias eco­nómicas.
Y dio otro giro con una floritura antes de marcharse por el pasillo con un periódico abierto delante de él como si fuera una vela.
—Si yo vuelvo a hablar con Cleo —preguntó Francis—, ¿qué ha­rás tú, Peter?
—¿Qué haré? Más bien di qué me gustaría hacer. Me gustaría que la señorita Jones fuera más explícita sobre los expedientes que ha traído.
Lucy no respondió y Peter insistió.
—Nos iría bien conocer algo mejor los detalles que la trajeron aquí, si es que vamos a ayudarla en su investigación.
—¿Por qué cree...? —empezó vacilante, pero Peter la interrumpió, sonriendo de ese modo despreocupado tan suyo que, por lo menos pa­ra Francis, significaba que algo le había resultado divertido y curioso.
—Trajo los expedientes por la misma razón que lo habría hecho yo. O cualquier otra persona que investigara un caso que apenas es al­go más que una suposición. Para comprobar las similitudes. Y porque en alguna parte tiene un jefe que pronto le exigirá progresos. Quizás un jefe, como todos, con poca paciencia o con un sentido muy exagerado sobre cómo deberían pasar el tiempo de modo rentable sus jóve­nes ayudantes. De modo que nuestra prioridad es encontrar carac­terísticas comunes entre lo que pasó en los anteriores asesinatos y lo que pasó aquí. Por eso me gustaría ver esos expedientes.
—Muy interesante —repuso Lucy tras inspirar hondo—. El señor Evans me pidió lo mismo esta mañana aduciendo las mismas razones.
—Las grandes mentes piensan de modo parecido —comentó Peter con sarcasmo.
—Me negué a su petición —dijo Lucy.
—Eso es porque todavía no sabe si puede confiar en él —repuso Peter, divertido.
—Se lo he dicho a Cleo —sonrió Lucy.
—Pero Pajarillo y yo, bueno, estamos en otra categoría, ¿no?
—Sí. Un par de inocentes. Pero si le enseño a usted...
—El señor Evans se enfadará. Lo sé y no me importa.
Lucy hizo una pausa antes de preguntar:
—Peter, ¿tan poco le importa a quién cabrea? ¿Ni siquiera si se tra­ta de alguien cuya opinión sobre su salud mental actual podría ser crucial para su futuro?
Peter pareció a punto de soltar una carcajada, y se mesó el cabello antes de encogerse de hombros y sacudir la cabeza con la misma son­risa socarrona.
—La respuesta es sí. Me importa muy poco a quién cabreo. Evans me detesta. Y da igual lo que yo haga o diga, me seguirá detestando, y no por lo que soy sino por lo que hice. Así que no tengo ninguna esperanza de que cambie su opinión. Quizá tampoco sería justo que le pidiera que lo hiciera. Y puede que no sea el único que no me soporta, sólo es el más evidente y, podría añadir, el más detestable. Nada de lo que yo haga va a cambiar eso. Así que, ¿por qué debería preocuparme por él?
Lucy esbozó una sonrisa que curvó la cicatriz de su rostro y Fran­cis pensó que lo más curioso sobre una imperfección tan marcada era que resaltaba el resto de su belleza.
—¿Soy demasiado protestón? —preguntó Peter, aún sonriente.
—¿Cómo era aquello que se dice de los irlandeses?
—Dicen muchas cosas. En particular, que nos gusta mucho oírnos hablar a nosotros mismos. Es un tópico de lo más trillado. Pero, por desgracia, basado en siglos de evidencia.
—Muy bien —repuso Lucy—. Francis, ¿por qué no vas a ver a la señorita Cleo mientras Peter me acompaña a mi despacho?
Francis dudó.
—Si te parece bien —insistió Lucy.
Asintió con la cabeza. Y notó una sensación extraña: quería ayu­darla porque cada vez que la miraba la encontraba más bonita que an­tes. Pero se sintió un poco celoso de que Peter la acompañara mientras él tenía que ir en busca de Cleo. Sus voces interiores sonaban en su cabeza, pero las ignoró y, tras una leve vacilación, se marchó por el pasi­llo hacia la sala de estar, donde Cleo estaría en la mesa de ping-pong, en su sitio acostumbrado, tratando de conseguir una víctima para una partida.
Francis tenía razón. Cleo estaba al fondo de la sala de estar, tras la mesa de ping-pong. Había dispuesto a tres pacientes al otro lado, los había provisto de sendas palas y a cada uno le había designado una zo­na para devolver sus golpes. Estaba enseñándoles cómo tenían que aga­charse, sujetar la pala y cambiar el peso de un pie a otro para anticiparse a la acción. Se trataba de una clase práctica, Francis supuso que estaba destinada al fracaso. Todos eran hombres mayores, de pelo canoso y greñudo y piel flácida salpicada de manchas de la edad. Observó cómo intentaban con aire bobalicón concentrarse en lo que Cleo les decía y esforzarse en hacerlo bien.
—¿Preparados? —preguntó Cleo tres veces, mirando a cada uno a los ojos, dispuesta a sacar.
Los tres asintieron a su pesar.
Con un hábil giro de muñeca, Cleo sacó con un sonoro clic y la pe­lota botó en el otro lado de la mesa pasando directamente entre dos de sus adversarios, sin que ninguno de los dos se moviera lo más mínimo.
Cleo se enfureció y esbozó una fiera mueca. Pero entonces, con la misma rapidez, el torbellino de furia se desvaneció. Uno de los con­trincantes recogió la pelota blanca y la lanzó por encima de la red hacia ella. Cleo la retuvo sobre la superficie verde en su pala.
—Gracias por la partida —suspiró con una resignación que susti­tuía la rabia anterior—. Después practicaremos un poco más el movi­miento de pies.
Los tres contrincantes parecieron aliviados y se marcharon arras­trando los pies.
La sala estaba tan llena como de costumbre, con una extraña mez­cla de actividades. Era una pieza bien iluminada, con una hilera de ven­tanas con barrotes en una pared que dejaban entrar el sol y alguna que otra brisa suave. Las paredes blancas parecían reflejar la luz y la ener­gía contenida. Los pacientes exhibían diversos atuendos, desde las om­nipresentes batas holgadas y zapatillas hasta vaqueros y gruesos abri­gos. Diseminados por la habitación había sofás baratos de piel roja y verde y sillones raídos, ocupados por hombres o mujeres que leían o pensaban tranquilamente a pesar del murmullo circundante. Los que leían al menos lo aparentaban, pero rara vez pasaban las páginas. En unas mesitas de centro de madera había revistas viejas y sobadas novelas en rústica. En dos rincones había televisores, cada uno de ellos con un grupo de habituales a su alrededor absortos en las telenovelas. Los dos televisores mantenían un diálogo conflictivo, sintonizados en canales distintos, como si los personajes de cada serie estuvieran ajustando las cuentas a los de la otra. Se trataba de una concesión a las pe­leas casi diarias que habían estallado entre los partidarios de un pro­grama y los que preferían otro.
Francis siguió mirando y vio algunos pacientes enfrascados en jue­gos de mesa, como el Monopoly o el Risk, y en partidas de ajedrez, de damas y de cartas. Corazones era el favorito de la sala. Tomapastillas había prohibido el póquer cuando se usaban cigarrillos a modo de fichas y algunos pacientes empezaron a acapararlos. Eran los menos locos o, en opinión de Francis, los que no habían roto todos los vínculos con el mundo exterior. Él se habría incluido en esa misma categoría, distinción con la que estaban de acuerdo todas sus voces in­teriores. Y después, claro, estaban los catos, que se limitaban a deam­bular por la sala, hablando con nadie y con todo el mundo a la vez. Al­gunos bailaban. Otros arrastraban los pies. Otros caminaban con nervio de un lado a otro. Pero todos seguían su propio ritmo, impul­sados por visiones tan remotas que Francis no podía imaginarlas. Lo entristecían y lo asustaban un poco porque temía volverse como ellos. A veces creía que, en la barra de equilibrios que era su vida, estaba más cerca de ellos que de la normalidad. Los consideraba condenados.
El humo de cigarrillo envolvía a los presentes. Francis detestaba la sala y procuraba evitarla todo lo que podía. Era un sitio donde se daba rienda suelta a los pensamientos descontrolados de todo el mundo.
Cleo, por supuesto, dominaba la mesa de ping-pong y sus alrede­dores.
Sus modales bruscos y su aspecto intimidador acobardaban a la mayoría de los pacientes, incluso a Francis, pero éste creía que Cleo poseía una vivacidad de la que los demás carecían, y eso le gustaba. Sa­bía que podía ser divertida y que, con frecuencia, lograba hacer reír a los demás, una cualidad valiosa y escasa en el hospital. Cleo lo vio de pie, al borde de su zona y le sonrió de oreja a oreja.
—¡Pajarillo! ¿Quieres jugar un poco?
—Sólo si me obligas.
—Pues insisto. Te obligo. Por favor...
Francis se acercó y cogió una pala.
—Tengo que hablar contigo sobre lo que viste la otra noche.
—¿La noche del asesinato? ¿Te envió esa fiscal a hablar conmigo?
Francis asintió.
—¿Tiene algo que ver con el asesino que está buscando?
—Exacto.
Cleo pareció reflexionar un momento. Luego levantó la pelota de ping-pong y la observó.
—¿Sabes qué? —soltó—. Puedes hacerme preguntas mientras ju­gamos. Mientras me devuelvas la pelota, seguiré contestándote. Será un juego dentro de otro.
—No sé... —empezó Francis, pero ella desechó su protesta con un movimiento de la mano.
—Será un reto —aseguró, lanzó la pelota hacia arriba y sacó.
Francis se estiró y devolvió el golpe. Cleo replicó con facilidad y, de repente, un repiqueteo rítmico puntuó el ambiente mientras la pe­lota iba de un lado a otro.
—¿Has pensado en lo que viste esa noche? —preguntó Francis, mientras se inclinaba para devolver un golpe.
—Por supuesto —respondió Cleo, y replicó sin problemas—. Y cuanto más lo pienso, más intrigada estoy. Se están tramando mu­chas cosas aquí en Egipto. Y Roma también tiene sus intereses, ¿no?
—¿Cómo es eso? —jadeó Francis, y consiguió mantener la pelota en juego.
—Lo que vi duró sólo unos segundos, pero creo que fue muy re­velador.
—Continúa.
Cleo devolvió el golpe siguiente con más brío y más ángulo, lo que exigía un golpe de revés que Francis, sorprendentemente, logró. Cleo sonreía al ver su empeño y superarlo con facilidad.
—Que entrara en la habitación y la examinara después de lo que había hecho me indica que no tiene miedo de nada, ¿no crees? —co­mentó.
—No te entiendo —dijo Francis.
—Ya lo creo que sí. —Esta vez le lanzó una pelota fácil hacia el centro de su lado de la mesa—. Aquí todos tenemos miedo, Pajarillo. Mie­do de lo que hay en nuestro interior, miedo de lo que hay en el interior de los demás, miedo de lo que hay fuera. Nos asustan los cambios. Nos asusta quedarnos igual. Nos aterroriza cualquier cosa fuera de lo corriente, o un cambio en la rutina. Todo el mundo quiere ser distinto, pero ésa es la mayor amenaza. ¿Qué somos, pues? Vivimos en un mun­do muy peligroso. ¿Me sigues?
Francis pensó que era cierto.
—¿Estás diciendo que todos somos cautivos?
—Prisioneros. Por supuesto. Limitados por todo: las paredes, las medicaciones, nuestros pensamientos. —Golpeó la pelota con más fuerza, pero dejándola a su alcance—. Pero el hombre que vi, bueno, no estaba cautivo. O, si lo estaba, no piensa como los demás.
Francis falló un golpe y la red le devolvió la pelota.
—Punto para mí —anunció Cleo—. Saca tú.
Él lo hizo y de nuevo el repiqueteo llenó la sala.
—Cuando abrió la puerta de vuestro dormitorio no tenía miedo —dedujo Francis.
Cleo atrapó la pelota en el aire para interrumpir el punto en juego.
—Tiene llaves —sentenció inclinándose sobre la mesa—. ¿Qué abren esas llaves? ¿Las puertas del edificio Amherst? ¿O las puertas de las demás unidades? ¿Los almacenes? ¿Las oficinas del edificio de ad­ministración? ¿Los alojamientos del personal? ¿Abrirán sus llaves to­das esas puertas? ¿La verja de entrada, quizá? ¿Puede abrir la verja de entrada y salir cuando quiera?
Puso otra vez la pelota en juego.
—Las llaves son poder —comentó Francis tras pensar un instante.
Clic, clic. La pelota resonaba contra la mesa.
—El acceso es siempre poder —sentenció Cleo—. Esas llaves son muy reveladoras —añadió—. Me gustaría saber cómo las obtuvo.
—¿Por qué entró en vuestro dormitorio y se arriesgó a que alguien lo viera?
Cleo no contestó durante varios golpes.
—Quizá porque podía —dijo al cabo.
—¿Estás segura de que no podrías reconocerlo si volvieras a ver­lo? —preguntó Francis tras reflexionar un momento—. ¿Recuerdas si era alto, o fornido? Cualquier cosa que pudiera distinguirlo. Algo que nos diese una pista...
Cleo sacudió la cabeza, inspiró hondo y pareció concentrarse en el juego, al que imprimió cada vez más velocidad. La pelota volaba de un lado a otro de la mesa. Le sorprendió poder seguirle el ritmo y devol­verle los golpes, a izquierda y derecha, de derecho y de revés. Cleo son­reía, bailando de un lado a otro, moviendo el cuerpo con la gracia de una bailarina a pesar de su corpulencia.
—Pero tú y yo, Francis, no tenemos que verle la cara para recono­cerlo —dijo tras un momento—. Sólo tenemos que ver esa actitud. Aquí dentro sería inconfundible. En este sitio, en nuestro hogar, nadie más tiene ese aspecto. ¿No crees, Pajarillo? En cuanto lo veamos, lo sa­bremos con exactitud, ¿verdad?
Francis golpeó la pelota demasiado fuerte, que cayó más allá de la mesa. Cleo la atrapó, antes de que saliera rebotada por la sala.
—Un golpe largo —comentó—, pero ambicioso.
«En un lugar lleno de temores, buscamos al hombre que no tiene ninguno», pensó Francis.
En un rincón de la sala varias voces empezaron a gritar. Un sollo­zo agudo, seguido de un chillido, rasgó el aire. Francis dejó la pala so­bre la mesa y retrocedió unos pasos.
—Estás mejorando, Pajarillo —bromeó Cleo, y su risa se sobre­puso al alboroto de la pelea que aumentaba de intensidad—. Debería­mos volver a jugar algún día.
Cuando Francis llegó al despacho de Lucy, había tenido tiempo pa­ra pensar en lo que había averiguado. La encontró apoyada contra la pared, detrás de una sencilla mesa de metal gris. Estaba cruzada de bra­zos y observaba a Peter, que estaba sentado al escritorio con tres expe­dientes abiertos. Había esparcido una serie de fotografías en color de veinte por veinticinco, bocetos del escenario del crimen en blanco y ne­gro, con flechas, círculos y anotaciones, y formularios escritos. Había informes de autopsias y fotografías de las ubicaciones. Peter levantó los ojos con brusquedad.
—Hola, Francis —dijo—. ¿Has tenido suerte?
—Puede que un poco. Hablé con Cleo.
—¿Te dio una descripción mejor?
Francis meneó la cabeza y señaló el montón de documentos y fo­tografías.
—Parece mucho —comentó. Nunca había visto el volumen del pa­peleo asociado normalmente a la investigación de un homicidio, y es­taba impresionado.
—Mucho que dice poco —replicó Peter. Lucy asintió—. Pero, bien mirado, también dice mucho —añadió Peter. Lucy hizo una mueca de escepticismo.
—No entiendo —dijo Francis.
—Bueno —empezó a explicar Peter—, tenemos tres crímenes, to­dos cometidos en jurisdicciones policiales distintas, quizá, porque los cadáveres fueron trasladados post mortem, de modo que nadie está exactamente al cargo del caso, lo que es siempre un jaleo burocrático, incluso cuando interviene la policía estatal. Y tenemos tres víctimas encontradas en diversos grados de descomposición, cuyos cuerpos ha­bían estado expuestos a los elementos, lo que dificulta o casi imposi­bilita el análisis forense. Y estos crímenes, por lo que se deduce de los informes policiales, fueron elegidos al azar, me refiero a sus víctimas, porque hay pocas similitudes entre las mujeres asesinadas, aparte del tipo de cuerpo, el tipo de peinado y la edad. Cabellos cortos y figura esbelta. Una era camarera, otra estudiante universitaria y la tercera secretaría. No se conocían entre sí. No vivían cerca una de otra. No ha­bía nada que las relacionara entre sí, salvo el desafortunado hecho de que volvían solas a casa en medios de transporte público, como el me­tro o el autobús, y que todas tenían que caminar vanas manzanas mal iluminadas para llegar a su casa. Lo que las hacía sumamente vulnera­bles.
—Fáciles de elegir y acechar para un hombre paciente —concluyó Lucy.
Peter vaciló como si algo en las palabras de Lucy le suscitase una pregunta. A Francis le rondó una idea por la cabeza y vaciló en decir­la en voz alta.
—Jurisdicciones distintas —dijo por fin—. Escenarios distintos. Organismos distintos. Todos reunidos aquí...
—Exacto —coincidió Lucy con cautela, como si de repente midie­ra sus palabras.
—Interesante —contestó Peter, y se inclinó para observar mejor los documentos depositados sobre la mesa. Cogió las tres fotografías de la mano derecha de las víctimas. Se fijó en los dedos mutilados—. Souvenirs —aseguró—. Es bastante clásico.
—¿A qué te refieres? —preguntó Francis.
—En los estudios efectuados sobre asesinos en serie —explicó Lucy en voz baja—, un rasgo común es la necesidad del asesino de qui­tar algo a la víctima para poder revivir después la experiencia.
—¿Quitar?
—Un mechón de pelo. Una prenda de vestir. Una parte del cuerpo.
Francis se estremeció. En ese momento se sintió infantil y se pre­guntó cómo sabía tan poco del mundo y cómo Peter y Lucy, que no le llevaban más de ocho o diez años, sabían tanto.
—Has mencionado que todos esos papeles también te decían mu­cho —comentó—. ¿Como qué?
Peter miró a Lucy y sus ojos se encontraron un segundo. Francis observó a la joven fiscal, y pensó que su pregunta había cruzado de al­gún modo una especie de línea divisoria. Sabía que hay momentos en que las palabras establecen de repente puentes y conexiones, e intu­yó que ése era uno.
—Lo que todo esto me dice, Francis —contestó Peter pero con los ojos puestos en la joven—, es que el ángel de Larguirucho sabe cometer crímenes de una forma que dificulta la investigación en grado sumo. Eso significa que posee cierta inteligencia. Y bastante educación, al menos sobre las formas de asesinar. Si lo piensas, sólo hay dos ma­neras de resolver un crimen, Pajarillo. La primera, y la mejor, es cuando se obtienen pruebas en el escenario del crimen que apuntan inexora­blemente en una dirección. Huellas dactilares, fibras de ropa, sangre y armas cuya procedencia puede rastrearse, o puede que incluso un tes­tigo ocular. Esas cosas se pueden unir a un móvil claro, como el dine­ro de un seguro, el robo o una discusión violenta entre una pareja.
—¿Y la otra manera? —quiso saber Francis.
—Cuando tienes a un sospechoso y puedes vincularlo a los hechos.
—Es como ir al revés.
—Lo es —corroboró Lucy.
—¿Es más difícil?
—¿Difícil? —suspiró Peter—. Sí, lo es. ¿Imposible? No.
—Eso está bien —dijo Francis, y miró a Lucy—. Me preocuparía que lo que tenemos que hacer fuera imposible.
—De hecho, Pajarillo —prosiguió Peter tras soltar una risita—, es simplemente cuestión de usar otros medios para averiguar quién es el ángel. Prepararemos una lista de posibles sospechosos y la iremos reduciendo hasta que estemos más o menos seguros de su identidad. O, por lo menos, algunos nombres de posibles culpables. Después apli­caremos lo que sabemos sobre cada crimen a estos sospechosos. Confío que uno se destacará. Y, cuando lo tengamos, no será difícil relacio­narlo con las víctimas. Las cosas encajarán entre sí, aunque todavía no sabemos cómo o por qué. Pero habrá algo en este embrollo de papeles, informes y pruebas que permitirá atraparlo.
Francis inspiró hondo.
—¿De qué medios estás hablando? —preguntó.
—Bueno, amigo mío —sonrió Peter—, ahí está la pega. Eso es lo que tenemos que averiguar. Aquí hay alguien que no es lo que parece ser. Tiene una clase totalmente distinta de locura, Pajarillo. Y la oculta muy bien. Sólo tenemos que averiguar quién finge.
Francis miró a Lucy, que asentía con la cabeza.
—Eso es más fácil de decir que de hacer, claro —indicó ésta. 




12

A veces la demarcación entre los sueños y la realidad se vuelve borrosa. Me cuesta saber qué es qué. Supongo que por eso tengo que to­mar tantos medicamentos, como si la realidad pudiera favorecerse quí­micamente. Ingiere los miligramos suficientes de esta o aquella pasti­lla y el mundo vuelve a estar enfocado. Eso es tristemente cierto y, en su mayoría, todos esos fármacos cumplen con su cometido, aparte de sus desagradables efectos secundarios. Y supongo que, en general, es posi­tivo. Sólo depende del valor que concedas a tener las cosas enfocadas.
Actualmente, yo no le concedía demasiado.
Dormí no sé cuántas horas en el suelo del salón. Había cogido una almohada y una manta y me había acostado junto a todas mis palabras, reacio a separarme de ellas, casi como un padre, temeroso de dejar solo a un niño enfermo. El suelo era duro, y mis articulaciones protestaron al despertarme. La luz del alba se colaba en el piso, como un heraldo anunciando algo nuevo. Me levanté para seguir con mi tarea sin ha­berme refrescado pero, por lo menos, un poco menos grogui.
Miré un momento alrededor para convencerme de que estaba solo.
Sabía que el ángel no estaba lejos. No se había ido. No era su estilo. Tampoco se había vuelto a esconder tras mi hombro. Tenía los nervios de punta, a pesar de las horas de sueño. Él estaba cerca, observando, es­perando. En algún sitio próximo. Pero la habitación estaba vacía, por lo menos de momento. Los únicos ecos eran los míos.
Tenía que ser muy cuidadoso. En el Hospital Estatal Western había­mos sido tres quienes lo habíamos enfrentado. Y, aun así, había sido una lucha igualada. Ahora, solo en mi casa, temía no ser capaz de vencerlo.
Me volví hacia la pared. Recordé una pregunta que hice a Peter y también su respuesta: «El trabajo policial consiste en un examen constan­te y cuidadoso de los hechos. El pensamiento creativo está bien, pero só­lo ciñéndose a los detalles conocidos.»
Reí en voz alta. Esta vez la ironía pudo más que yo y solté: «Pero no fue eso lo que funcionó, ¿verdad?» Quizás en el mundo real, sobre todo hoy, con las pruebas de ADN, los microscopios electrónicos y las ac­tuales técnicas forenses, la tecnología y las capacidades modernas, no ha­bría sido tan difícil. Puede que en absoluto. Pon las sustancias adecua­das en un tubo de ensayo, un poco de esto y un poco de aquello, pásalo por un cronómetro de gas, aplícale algo de tecnología espacial, obtén una lectura informática y tendrás a tu hombre. Pero por aquel enton­ces, en el Hospital Estatal Western, no teníamos ninguna de estas cosas.
Sólo nos teníamos a nosotros mismos.

Sólo en el edificio Amherst había casi trescientos pacientes varo­nes. Esa cifra se multiplicaba por dos en las demás unidades, y el total del hospital ascendía a unos dos mil cien. La población femenina era ligeramente menor, con ciento veinticinco pacientes en Amherst, y po­co más de novecientas en todo el hospital. Las enfermeras, las enfermeras en prácticas, los auxiliares, el personal de seguridad, los psicó­logos y los psiquiatras aumentaban la cifra de personas a más de tres mil. Francis pensó que el mundo era más grande, pero aun así, éste era considerable.
Los días posteriores a la llegada de Lucy Jones, Francis empezó a observar a los hombres que transitaban por los pasillos con una cla­se distinta de interés. La idea de que uno de ellos fuera un asesino lo inquietaba, y se daba la vuelta cada vez que alguien se le acercaba por detrás. Sabía que eso era irracional, y también que sus temores eran in­fundados. Pero le costaba reprimir una sensación de temor constante.
Trataba de mirar a los ojos en un lugar que disuadía de hacerlo. Es­taba rodeado de toda clase de enfermedades mentales, con diversos grados de intensidad, y no tenía idea de cómo mirar ese padecimiento para detectar otro muy distinto. El clamor que sentía en su interior, procedente de todas sus voces, aumentaba su nerviosismo. Se sentía cargado de impulsos eléctricos que se disparaban al azar. Sus esfuerzos por tranquilizarse fracasaban y se sentía exhausto.
Peter el Bombero no parecía tan frustrado. De hecho, Francis observó que, cuanto peor se sentía él, mejor parecía estar Peter. Su voz re­flejaba más decisión y su paso, más rapidez por los pasillos. Parte de la tristeza esquiva que mostraba cuando llegó al Hospital Estatal Western había desaparecido. Peter tenía energía, algo que Francis envidiaba, porque él sólo tenía miedo.
Pero el tiempo que pasaba con Lucy y Peter en el despacho de esta conseguía sosegarlo un poco. En ese espacio reducido, hasta sus voces interiores callaban y podía escuchar lo que ellos le decían en re­lativa tranquilidad.
La prioridad, como le explicó Lucy, era establecer una forma de re­ducir la lista de posibles sospechosos. Dijo que podía consultar las his­torias clínicas de cada paciente y decidir quién había estado en condi­ciones de matar a las demás víctimas que ella creía relacionadas con el asesinato de Rubita. Tenía otras tres fechas, además de la de Rubita. Cada asesinato había tenido lugar unos días antes de que se encontra­ra el cadáver. Era evidente que la gran mayoría de los pacientes no estaba en la calle durante la época en que se cometieron. Era fácil des­echar a los pacientes de larga estancia, en especial los ancianos.
No informó de esta primera investigación ni a Gulptilil ni a Evans, aunque Peter y Francis sabían lo que estaba haciendo. Eso creó cierta tensión cuando pidió al señor del Mal las historias clínicas del edificio Amherst.
—Por supuesto —dijo Evans—. Guardo los expedientes principa­les en mi despacho, en unos archivadores. Puede ir y revisarlos siem­pre que quiera.
Estaban frente al despacho de Lucy. Era primera hora de la tarde y el  señor del Mal ya había ido dos veces esa mañana a preguntarle si po­día ayudarla en algo, y para recordar a Francis y Peter que la sesión en grupo iba a celebrarse como siempre y que tenían que asistir.
—Ahora me iría bien —respondió Lucy y se dispuso a entrar, pero el señor del Mal la detuvo.
—Sólo usted —dijo con frialdad—. Los otros dos no.
—Me están ayudando —replicó Lucy—. Ya lo sabe.
El señor del Mal asintió, pero a continuación negó con la cabeza.
—Puede que sí —dijo—. Eso está por verse y, como usted sabe, tengo mis dudas. Pero eso no les da derecho a ver las historias de otros pacientes. En esos expedientes hay información personal y confidencial, obtenida en sesiones terapéuticas, y no puedo permitir que otros pacientes la examinen. Eso no sería ético por mi parte y supondría una violación de las normas sobre la confidencialidad. Debería saberlo, señorita Jones.
—Disculpe —contestó ella—. Tiene razón, por supuesto. Es sólo que supuse que, dadas las circunstancias, podría ser un poco más fle­xible.
—Por supuesto —sonrió él—. Y deseo ofrecerle la máxima cola­boración en su búsqueda inútil. Pero no puedo violar la ley, ni es justo que me lo pida, ni a mí ni a cualquier otro supervisor del hospital.
El señor del Mal llevaba el cabello largo y gafas de montura metá­lica, lo que le confería un aspecto desaliñado. Para compensarlo solía ponerse corbata y camisa blanca, aunque siempre tenía los zapatos ras­pados y deslustrados. Francis pensaba que era como si no quisiera que lo relacionaran con el cambio ni con el statu quo. No desear pertene­cer a ninguna de esas cosas ponía al señor del Mal en una situación difícil.
—Claro —dijo Lucy—. Yo no haría eso.
—Sobre todo porque sigo esperando que me enseñe algún indicio real de que la persona que busca está aquí.
La fiscal sonrió.
—Y ¿exactamente qué clase de prueba le gustaría que le enseñara? —preguntó.
Evans también sonrió, como si le gustara esa especie de esgrima. Estocada. Parada. Ataque.
—Algo que no sean suposiciones. Quizás un testigo creíble, aun­que dónde podría encontrar uno en un hospital psiquiátrico se me es­capa... —Soltó una risita, como si bromease—. O quizás el arma del crimen, que hasta ahora no se ha encontrado. Algo concreto. Algo con­sistente. —Parecía como si todo eso le resultase muy divertido—. Claro que, como ya habrá averiguado, señorita Jones, «concreto» y «con­sistente» no son conceptos apropiados para este lugar. Además, sabe tan bien como yo que, estadísticamente, es más probable que los en­fermos mentales se lastimen a sí mismos que a los demás.
—Quizás el hombre que estoy buscando no sea exactamente lo que usted llamaría un enfermo mental —replicó Lucy—. Puede que perte­nezca a una categoría muy distinta.
—Bueno —respondió Evans—, puede que sí. De hecho, es proba­ble. Pero lo que tenemos aquí en abundancia es lo primero, no lo segundo. —Hizo una pequeña reverencia y señaló con el brazo su des­pacho—. ¿Todavía quiere examinar los expedientes? —preguntó.
—Tengo que hacerlo —dijo Lucy a Peter y Francis—. Empezar, por lo menos. Nos veremos después.
Peter observó con ceño a Evans, que no le devolvió la mirada y se llevó a Lucy Jones por el pasillo, apartando a los pacientes que se le acercaban con movimientos bruscos. A Francis le recordó a un hom­bre que se abre paso por la selva con un machete.
—Estaría bien que resultara que ese hijoputa es el hombre que andamos buscando —dijo Peter entre dientes—. Haría que todo el tiempo pasado aquí valiera la pena. —Soltó una carcajada—. Bueno, Pajarillo, el mundo no es nunca así de generoso. Y ya sabes el prover­bio: «Cuidado con lograr lo que deseas.» —Pero, incluso mientras hablaba, siguió observando cómo Evans se alejaba por el pasillo—. Voy a hablar con Napoleón —añadió—. Por lo menos, él tendrá una pers­pectiva del siglo XVIII sobre todo esto.
Y se alejó deprisa hacia la sala de estar. Mientras dudaba si acom­pañarlo, Francis vio a Negro Grande apoyado contra la pared del pa­sillo, fumando un cigarrillo, con el uniforme blanco bañado en la luz que se filtraba por las ventanas, de modo que relucía. Por el mismo mo­tivo, su piel parecía aún más oscura, Francis reparó en que el auxiliar los había estado observando. Se acercó a él, y el hombre corpulento se separó de la pared y dejó caer el cigarrillo al suelo.
—Un mal hábito —aseguró—. Y con tantas probabilidades de ma­tarte como cualquier otra cosa en este hospital. No se puede estar del todo seguro con todo lo que ha pasado. Pero no empieces a fumar co­mo los demás, Pajarillo. Aquí hay muchos malos hábitos. Intenta no adquirirlos, Pajarillo, y tarde o temprano saldrás de aquí.
Francis no respondió y observó cómo el auxiliar contemplaba el pasillo y fijaba los ojos en un paciente y luego en otro, aunque era evi­dente que su atención estaba en otra parte.
—¿Por qué se odian, señor Moses? —preguntó Francis.
Negro Grande no respondió directamente sino que dijo:
—¿Sabes qué? A veces, en el Sur, donde yo nací, había ancianas que presentían cuándo iba a cambiar el tiempo. Sabían cuándo iban a esta­llar tormentas y, en especial durante la época de los huracanes, iban de un lado a otro husmeando el aire, diciendo en ocasiones cánticos y hechizos, o lanzando huesos y valvas en un trozo de tela. Una especie de brujería, ya sabes. Ahora que tengo estudios y vivo en un mundo moderno, sé que no hay que creer en esos hechizos y conjuros. Pero el problema es que siempre tenían razón. Llegaba una tormenta y ellas lo sabían mucho antes que nadie. Avisaban a la gente que reuniera el ga­nado, arreglara el techo de la casa o se avituallara para una emergencia que nadie más preveía pero que se acercaba de todos modos. No tiene sentido, si lo piensas; lo tiene todo, si no lo piensas. —Sonrió, y le apo­yó la mano en un hombro—. ¿Tú qué opinas, Pajarillo? Cuando miras a esos dos y ves cómo se comportan, ¿presientes también que la tor­menta se acerca?
—Sigo sin entender, señor Moses.
—Te diré una cosa: Evans tiene un hermano. Y puede que lo que hizo Peter afectara a ese hermano. Y cuando Peter vino aquí, Evans se aseguró de ser él quien se encargara de su evaluación. Se aseguró de que Peter supiera que, fuera lo que fuese lo que quisiera, él le impedi­ría conseguirlo.
—Pero eso no es justo.
—Yo no he dicho que sea justo, Pajarillo. No he dicho en absolu­to que las cosas sean justas, en un sentido o en otro. Sólo he dicho que puede que eso sea parte del problema, y no tiene aspecto de mejorar, ¿no crees? —Se metió una mano en el bolsillo y el juego de llaves que llevaba colgado del cinturón tintineó.
—Señor Moses, ¿puede ir a todas partes con esas llaves?
—Aquí y en los demás edificios. Abren las puertas de seguridad y las puertas de los dormitorios. Incluso las celdas de aislamiento. ¿Quieres cruzar la verja de entrada, Francis? Estas llaves te allanarían el camino.
—¿Quién tiene unas llaves como ésas?
—Los supervisores de enfermería. Seguridad. Auxiliares como mi hermano y yo. El personal principal.
—¿Saben dónde están todos los juegos en todo momento?
—Deberíamos. Pero, como con todo lo demás, lo que debería ser no es lo que pasa en realidad. Pero bueno —sonrió—, empiezas a ha­cer preguntas como la señorita Jones y como Peter. El sabe cómo pre­guntar cosas. Tú estás aprendiendo.
Francis sonrió en respuesta al cumplido.
—Me gustaría saber si alguien controla dónde están los juegos de llaves en todo momento —insistió.
—No formulas bien tu pregunta, Pajarillo. —Negro Grande sacu­dió la cabeza—. Inténtalo otra vez.
—¿Faltan llaves?
—Sí. Ésa es la pregunta adecuada. Sí. Faltan unas llaves.
—¿Las ha buscado alguien?
—Sí. Pero quizá «buscar» no sea la palabra adecuada. Miraron en todos los sitios probables y lo dejaron por inútil.
—¿Quién las perdió?
—Bueno —repuso Negro Grande con una ancha sonrisa—, esa persona es nuestro buen amigo el señor Evans.
El corpulento auxiliar soltó otra carcajada y vio que su hermano se acercaba.
—Oye —lo llamó—, Pajarillo está empezando a averiguar cosas.
Francis vio que las enfermeras del puesto situado en mitad del pa­sillo sonreían, como si se tratara de una broma. Negro Chico también lo hizo cuando llegó a su lado, y preguntó:
—¿Sabes qué, Francis?
—¿Qué, señor Moses?
—Si aprendes a manejarte en este mundo —hizo un gesto con el brazo para indicar el hospital— y controlas bien todo esto, no te resul­tará difícil entender el mundo exterior. Si tienes la oportunidad, claro.
—¿Cómo puedo tener esa oportunidad, señor Moses?
—Ésa es la pregunta del millón ¿Cómo alguien consigue esa opor­tunidad? Hay formas, Pajarillo. Hay más de una, por lo menos. Pero no hay simples pautas de sí o no. Haz esto o haz lo otro y conseguirás una oportunidad. No, no funciona así. Tienes que encontrar tu propio camino. Lo encontrarás, Pajarillo. Sólo tienes que reconocerlo cuando se presente. Ése es el problema.
Francis pensó que Negro Chico sin duda se equivocaba. Y no creía poder entender ningún mundo. Varías voces resonaron en su interior v trató de escuchar lo que decían, porque supuso que tenían alguna opinión. Pero, cuando se concentraba, vio que ambos auxiliares lo ob­servaban y tomaban nota de lo que su rostro expresaba. Por un instante se  sintió desnudo, como si le hubieran arrancado la ropa. Así que son­rió del modo más agradable que pudo y se alejó por el pasillo, deprisa y hecho un mar de dudas.
Lucy estaba sentada tras la mesa del despacho de Evans mientras éste revolvía uno de los cuatro archivadores alineados contra una pa­red. En una esquina había un retrato de bodas. Se veía a Evans, con el pelo más corto y peinado, vestido con un traje diplomático azul que parecía subrayar su complexión delgada. Estaba de pie junto a una mu­jer joven que llevaba un vestido blanco que apenas ocultaba un emba­razo prominente y lucía una guirnalda de flores en un ensortijado ca­bello castaño. Los rodeaba un grupo que incluía personas de todas las edades, desde muy mayores hasta muy jóvenes, con unas sonrisas si­milares que Lucy calificó de forzadas. En medio del grupo había un hombre con alba y casulla, cuyo bordado dorado destellaba. Tenía una mano en el hombro de Evans y, al fijarse en él, Lucy observó un nota­ble parecido con el psicólogo.
—¿Tiene un hermano gemelo? —preguntó.
Evans vio que la fiscal observaba la fotografía y se volvió, con los brazos llenos de carpetas amarillas.
—Es cosa de familia —respondió—. Mis hijas también son ge­melas.
Lucy miró alrededor, pero no vio ningún retrato más. Evans notó su curiosidad y aclaró:
—Viven con su madre. Baste decir que estamos pasando un mal momento.
—Lo lamento —dijo Lucy, sin comentar que eso no explicaba que no tuviera su foto en el despacho.
Evans se encogió de hombros, y dejó las carpetas en la mesa con un ruido sordo.
—Cuando creces con un hermano gemelo, te acostumbras a todas las bromas. Siempre son las mismas, ¿sabe? Los gemelos son como dos gotas de agua. ¿Cómo distinguirlos? ¿Tienen los mismos pensamien­tos e ideas? Cuando creces sabiendo que hay alguien idéntico a ti dur­miendo en la litera de arriba, ves el mundo de otra forma. Para bien y para mal, señorita Jones.
—¿Son gemelos monocigóticos? —quiso saber, aunque con sólo mirar la fotografía ya sabía la respuesta.
Evans vaciló antes de responder, entrecerró los ojos y su voz sonó gélida:
—Lo fuimos. Ya no.
Ella lo miró sin entender.
—¿Por qué no le pide a su nuevo amigo y ayudante que se lo ex­plique? —añadió Evans después de aclararse la garganta—. Él sabe la respuesta mucho mejor que yo. Pregunte al Bombero, la clase de hom­bre que empieza extinguiendo incendios pero termina provocándolos.
Ella no contestó y se acercó los expedientes. Evans se sentó frente a ella, se recostó y cruzó las piernas de un modo relajado para obser­var qué hacía. A Lucy la incomodó la intensidad de su mirada.
—¿Querría ayudarme? —preguntó—. Lo que quiero hacer no es nada difícil. Para empezar, me gustaría desechar a los hombres que estaban en el hospital cuando tuvieron lugar los otros tres asesinatos. Si estaban aquí...
—No podían estar fuera, por supuesto —asintió él—. Hay que co­tejar las fechas.
—Exacto.
—Sólo que hay algunos elementos que lo complican un poco.
—¿Qué clase de elementos?
—Hay muchos pacientes que están en el hospital de forma volun­taria —respondió Evans tras frotarse el mentón—. Pueden entrar o sa­lir, un fin de semana, por ejemplo, a petición de algún familiar respon­sable. De hecho, eso se alienta. Así que puede que alguien cuya historia parezca indicar que se trata de un paciente internado a tiempo com­pleto, pasara en realidad cierto tiempo fuera del hospital. Bajo super­visión, claro. O, por lo menos, bajo una supuesta supervisión. Ese no es el caso de las personas internadas por orden judicial. Ni tampoco el de los pacientes a quienes se considera un peligro para ellos mismos o para los demás. Si estás aquí debido a un acto violento, no puedes sa­lir, ni siquiera para una visita a casa. Salvo que un miembro del perso­nal considere que eso puede ayudar al tratamiento terapéutico. Pero eso también dependerá de la medicación que recibe el paciente. Se pue­de enviar a alguien a casa a pasar la noche con una pastilla, pero no si necesita una inyección. ¿Comprende?
—Creo que sí.
—Y tenemos las vistas —prosiguió Evans, que se iba animando a medida que hablaba—. Periódicamente presentamos los casos en un trámite cuasi judicial, para justificar por qué alguien debe permanecer aquí o ser dado de alta. Viene un defensor de oficio de Springfield y te­nemos un abogado para los pacientes, que integra un tribunal con el doctor Gulptilil y alguien de los servicios de salud mental estatales.
Algo parecido a una junta de la libertad condicional. Su utilidad es irre­gular.
—¿A qué se refiere con «irregular»?
—La gente recibe el alta porque está estabilizada pero vuelve al ca­bo de un par de meses, después de descompensarse. Tratar una enfer­medad mental tiene algo de puerta giratoria.
—Pero los pacientes que hay en el edificio Amherst...
—No sé si tenemos en la actualidad algún paciente con capacidad, tanto social como mental, para que se le conceda un permiso. Puede que un par, como mucho. No tenemos programada ninguna vista, que yo sepa. Tendría que comprobarlo. Además, no tengo idea sobre los demás edificios. Tendrá que preguntárselo a mis colegas.
—Creo que podemos descartar los demás edificios —aseguró Lucy—. El asesinato de Rubita ocurrió aquí, y es probable que el ase­sino esté aquí.
—¿Por qué supone eso? —Evans sonrió de un modo desagradable, como si lo que acababa de decir fuera una broma que ella no captaba.
—Simplemente pensaba...
Evans la interrumpió.
—Si su hombre es tan inteligente como usted cree, imagino que ir de un edificio a otro por la noche no le resultaría un problema insupe­rable.
—Pero los de seguridad patrullan los terrenos del hospital. ¿No detectarían a alguien que fuera de un edificio a otro?
—Por desgracia, como tantos organismos estatales, estamos faltos de personal. Y segundad efectúa unas rondas establecidas a horas re­gulares, fáciles de burlar si uno quiere. Y hay otras formas de despla­zarse sin ser visto.
Lucy dudó de nuevo, y Evans añadió su opinión durante esa pausa.
—Larguirucho tenía un móvil, la oportunidad y el deseo, y su ropa tenía manchas de la sangre de la enfermera —dijo con tono monocorde—. No alcanzo a entender por qué se esfuerza tanto por encontrar a otro culpable. Estoy de acuerdo en que Larguirucho es, en muchos sentidos, un hombre simpático, pero también es un esquizofrénico paranoico y tiene antecedentes de actos violentos. En particu­lar contra mujeres, a las que veía a menudo como adláteres de Satán. Y los días anteriores al crimen se había observado que su medicación era insuficiente. Si revisara su historia clínica, que la policía se llevó con dosis adecuadas en la distribución diaria. De hecho, había ordenado que empezaran a administrarle inyecciones intravenosas en los próximos días, porque creía que las dosis orales no le hacían efecto.
De nuevo, Lucy no respondió. Quería decirle que, para ella, sólo la mutilación de la mano de la enfermera absolvía a Larguirucho, pero se abstuvo.
—Aun así —prosiguió Evans a la vez que empujaba los expedien­tes hacia ella—, si revisa éstos y los otros mil de los demás edificios, po­drá descartar a algunas personas. Yo no me fijaría tanto en las fechas y me concentraría en los diagnósticos. Descartaría a los retrasados men­tales. Y a los catatónicos que no reaccionan ni a la medicación ni a los tratamientos de electroshock, porque no tienen la capacidad física para realizar un acto tan horrendo. Y a las demás alteraciones de la per­sonalidad que excluyen lo que usted está buscando. Estaré encanta­do de responder cualquier pregunta que quiera hacer. Pero la parte más difícil, bueno, eso es cosa suya...
Y se reclinó para observar cómo ella abría el primer expediente y empezaba a revisarlo.
Francis se apoyó contra la pared enfrente del despacho del señor del Mal, sin saber muy bien qué hacer. No pasó mucho rato antes de que Peter apareciera y se apoyase a su lado, con la mirada fija en la puerta del despacho donde Lucy estaba estudiando los expedientes. Exhaló despacio, con un sonido sibilante.
—¿Has hablado con Napoleón? —preguntó Francis.
—Quería jugar al ajedrez. Así que hicimos una partida y me pegó una paliza. Aunque es un buen juego para un investigador.
—¿Por qué?
—Porque existen infinitas variaciones de una estrategia ganadora y, sin embargo, uno tiene los movimientos restringidos por las limita­ciones de cada pieza del tablero. Un caballo puede hacer esto... —Con la mano trazó un ángulo recto—. Mientras que un alfil puede hacer esto... —Trazó una diagonal—. ¿Sabes jugar, Pajarillo?
Francis negó con la cabeza.
—Deberías aprender.
Mientras hablaban, un hombre fornido que pertenecía al dormitorio de la tercera planta se acercó a ellos. Lucía una expresión que Francis había empezado a reconocer en los retrasados del hospital. Mezclaba el desconcierto con la curiosidad, como si quisiera una res­puesta a algo que no podría comprender, lo que le provocaba una frustración casi constante. En el Hospital Estatal Western había varios hombres como él, y asustaban a Francis porque si bien en general eran muy mansos, también eran capaces de una repentina agresividad, in­motivada. Francis había aprendido a alejarse de los retrasados menta­les. Éste, abrió mucho los ojos y pareció gruñir, como enfadado de que en el mundo hubiera tantas cosas fuera de su alcance. Emitió un soni­do gutural y siguió observando a Peter y Francis con mirada pene­trante.
Peter le sostuvo la mirada.
—¿Qué estás mirando? —preguntó.
El hombre se limitó a emitir otro sonido gutural.
—¿Qué quieres? —dijo Peter.
El retrasado soltó un gruñido largo, como un animal plantando ca­ra a un rival. Encorvó los hombros y se le desencajó el rostro. Francis tuvo la impresión de que a ojos de aquel hombre él resultaba un ser ate­rrador, porque la única vara de medir que ese retrasado poseía era la ra­bia. Una rabia que estalló en ese momento. Apretó los puños y los agi­tó delante de Francis y Peter, como si golpeara a una visión.
—No lo hagas —le dijo Peter.
El hombre pareció disponerse a atacarlo.
—No vale la pena —repitió Peter, pero se puso en guardia.
El retrasado dio un paso hacia ellos y se detuvo. Sin dejar de gru­ñir con una furia que parecía inmensa, de repente se dio un puñetazo en un lado de su propia cabeza. El golpe resonó en el pasillo. Lo siguió un segundo puñetazo, y un tercero, que se oyeron con fuerza. Empe­zó a sangrarle la oreja.
Ni Peter ni Francis se movieron.
El hombre soltó un grito, mezcla de triunfo y de angustia. Francis no supo si era un desafío o una rendición.
Luego se detuvo, resopló y se enderezó. Miró a Francis y Peter, y sacudió la cabeza como para aclararse la visión. Arrugó la frente de un modo socarrón, como si se le hubiese ocurrido una pregunta importante y en el mismo instante hubiera visto la respuesta. Entonces, con otro gru­ñido y una media sonrisa se marchó por el pasillo, farfullando para sí.
Francis y Peter lo observaron alejarse vacilante.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Francis.
—Esa es la cuestión —respondió Peter a la vez que meneaba la ca­beza—. Aquí nunca se sabe. Es imposible saber qué provoca que al­guien estalle así. O no. Dios mío, Pajarillo. Espero que sea el sitio más extraño en el que tengamos la desgracia de estar.
Volvieron a apoyarse contra la pared. Peter parecía preocupado por el reciente conato de pelea, como si le hubiera indicado algo.
—¿Sabes qué, Pajarillo? En Vietnam sabíamos que era probable que pasaran cosas extrañas en cualquier momento. Cosas extrañas y mortíferas. Pero, por lo menos, tenían algún sentido y alguna razón. Al fin y al cabo, estábamos ahí para matarlos, y ellos para matarnos a nosotros. Tenía cierta lógica perversa. Y, cuando volví a casa y me incorporé al departamento de bomberos, a veces en un incendio las co­sas podían ponerse bastante peligrosas. Paredes que se desmoronan, suelos que ceden, calor y humo por todas partes. Pero, aun así, existía cierta lógica. El fuego arde siguiendo patrones definidos, y tú puedes tomar las precauciones adecuadas. Sin embargo, este sitio es otra cosa. Es como si todo estuviera en llamas todo el rato, como si todo estuviera oculto y hubiera bombas trampa.
—¿Habrías peleado con él?
—¿Habría tenido elección?
Echó un vistazo a los pacientes que se movían por el pasillo.
—¿Cómo puede sobrevivir alguien aquí? —preguntó.
Francis no tenía la respuesta.
—No estoy seguro de que se suponga que debamos hacerlo —su­surró.
Peter asintió y esbozó su sonrisa irónica.
—Puede que eso, mi joven y loco amigo, sea la cosa más atinada que hayas dicho en tu vida. 





13

Cuando Lucy salió del despacho de Evans, llevaba un bloc en la mano derecha y una expresión de desagrado en la cara. Una larga lista de nombres garabateados aprisa llenaba un lado de la primera pági­na del bloc. Se movía con rapidez, como si una sensación de consterna­ción la llevara a apretar el paso. Alzó los ojos y vio que Francis y Peter la esperaban, y sacudió atribulada la cabeza mientras se acer­caba.
—Había pensado, de modo bastante tonto, que sería una mera cuestión de comprobar las fechas en los expedientes hospitalarios. Pe­ro no es tan sencillo, sobre todo porque los expedientes hospitalarios son bastante caóticos y no están centralizados. Será muy trabajoso. Mierda.
—¿El señor del Mal no ha sido tan servicial como había prometi­do? —comentó Peter maliciosamente.
—No —respondió Lucy.
—Vaya —dijo Peter impostando un ligero acento británico en imitación de Tomapastillas—. Estoy anonadado. Totalmente anona­dado...
Lucy siguió avanzando por el pasillo a un paso tan rápido como sus pensamientos.
—¿Qué pudo averiguar? —preguntó Peter.
—Que tendré que comprobar los demás edificios. Y, encima, en­contrar los datos de todos los pacientes que hayan podido tener un per­miso de fin de semana que coincida con los asesinatos. Y, para compli­car más las cosas, no estoy segura de que exista ninguna lista concreta que facilite el trabajo. Lo que tengo es una lista de nombres de este edificio que, más o menos, encajan en el perfil buscado. Cuarenta y tres nombres.
—¿Ha eliminado a alguien por la edad? —preguntó Peter, y la jo­cosidad había desaparecido de su voz.
—Sí. Es lo primero que hice. A los abuelos no es necesario inte­rrogarlos.
—Creo que podríamos considerar otro elemento importante —su­girió Peter, y se frotó la mejilla con la mano como si eso le permitiera liberar algunas ideas encalladas en su interior.
Lucy lo miró.
—La fuerza física —aclaró Peter.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber Francis.
—Que se necesita fuerza para cometer el crimen que estamos in­vestigando. Tuvo que dominar a Rubita, arrastrarla hasta el trastero. Había signos de lucha en el puesto de enfermería, de modo que sabe­mos que no se le acercó con sigilo por detrás y la dejó inconsciente de un puñetazo. De hecho, sospecho que le apetecía pelear.
—Cierto —suspiró Lucy—. Cuanto más la golpeaba, más se ex­citaba. Eso encajaría con lo que sabemos sobre esta clase de persona­lidad.
Francis se estremeció, y esperó que los demás no se diesen cuenta. Le costaba comentar con tanta frialdad y tranquilidad esos hechos ho­rrorosos.
—De modo que buscamos a alguien con cierta musculatura —pro­siguió Peter—. Eso descarta a muchos, porque aunque es probable que Gulptilil lo niegue, este sitio no atrae a gente lo que se dice en forma. No hay demasiados corredores de maratón ni culturistas. Y también deberíamos reducir la lista de posibles sospechosos a un límite de edad. Y hay otra área que nos permitiría afinar más la lista: el diagnóstico. Quienes tengan antecedentes de comportamiento violento. Quienes sufran trastornos mentales que podrían incluir el asesinato. Ésos son los verdaderos sospechosos.
—Exacto —corroboró Lucy—. Si obtenemos un perfil del hom­bre que estamos buscando, veremos las cosas con claridad. —Se volvió hacia Francis—: Pajarillo, necesitaré tu ayuda.
—¿Qué necesita? —preguntó Francis, ansioso.
—Creo que no conozco la locura.
Francis pareció confundido y Lucy sonrió.
—No me malinterpretes —aclaró—. Conozco el lenguaje psiquiá­trico, los criterios de diagnóstico, los tratamientos y el material biblio­gráfico. Pero no sé cómo se ve desde dentro, al mirar hacia fuera. Tú podrías ayudarme en eso. Necesito saber quién podría haber cometi­do estos crímenes y será difícil encontrar pruebas consistentes.
—De acuerdo... —dijo Francis, a pesar de no estar seguro.
Peter asentía con la cabeza, como si viese algo que fuera evidente para él y tuviera que serlo para Lucy, pero que Francis no captaba.
—Estoy seguro de que puede hacerlo. Posee un talento innato. ¿Verdad que podrás, Pajarillo?
—Lo intentaré.
En una parte muy profunda de su ser oía un murmullo, como si hu­biera estallado una discusión entre su población interior hasta que, por fin, distinguió a una de las voces: Cuéntaselo. No pasa nada. Diles lo que sabes. Dudó un instante y habló con la sensación de ser una ma­rioneta:
—Hay algo que deberían tener en cuenta.
Lucy y Peter lo miraron como si les sorprendiera que aportara al­go a la conversación.
—¿Qué? —preguntó la fiscal.
—Peter tiene razón en eso de que el asesino tiene que ser fuerte —asintió en dirección a su amigo—. Y también en que no hay muchas personas así en el hospital. Imagino que eso es lógico, pero no del to­do. Si el ángel oía voces que le ordenaban atacar a Rubita y a esas otras mujeres... bueno, no es imprescindible que sea tan fuerte como sugie­re Peter. Cuando las voces te dicen que hagas algo, te lo gritan con in­sistencia machacona, el dolor, la dificultad, la fuerza, todo es secunda­rio. Simplemente haces lo que te exigen. Te superas. Si una voz te ordena que levantes un coche o una roca, lo haces, o te matas inten­tándolo. El asesino podría ser casi cualquiera, porque encontraría la fuerza necesaria. Las voces le ayudarían a encontrarla. —Se detuvo y oyó un eco profundo en su interior: Eso es. Muy bien, Francis.
Peter lo contempló y esbozó una sonrisa. Le dio un golpecito amis­toso en el brazo. Lucy también sonrió, y soltó un largo suspiro.
—Lo tendré en cuenta, Francis. Gracias. Tal vez tengas razón. Eso demuestra que no se trata de una investigación corriente. Las pautas son distintas aquí dentro, ¿verdad?
Francis se sintió satisfecho de haber aportado algo.
—Y también aquí dentro —concluyó señalándose la frente.
—Lo tendré en cuenta —aseguró Lucy, y le tocó el brazo—. Bue­no, necesito que hagáis otra cosa por mí—añadió.
—Lo que sea —dijo Peter.
—Evans sugirió que hay formas de ir de un edificio a otro por la noche sin que los de seguridad te vean. Podría preguntarle a qué se re­fiere exactamente, pero me gustaría implicarlo lo menos posible...
—Comprendo —aseguró Peter con rapidez, quizá demasiada, por­que Lucy le lanzó una mirada intensa.
—Tal vez podríais investigarlo entre los pacientes. Quién conoce la forma de ir de aquí para allá. Cómo se hace. Qué riesgos hay. Y quién querría hacerlo.
—¿Cree que el ángel vino de otro edificio?
—Quiero averiguar si pudo hacerlo.
—Comprendo —repitió Peter—. Averiguaremos lo que podamos —añadió tras una breve pausa.
—Perfecto —dijo Lucy—. Voy a ver al doctor Gulptilil para com­probar las fechas con más detalle. Le pediré que me acompañe a las de­más unidades para obtener una lista de nombres probables en cada una de ellas.
—Podría eliminar también a los que padecen retraso mental pro­fundo —sugirió Peter—. Eso reducirá el campo.
—Tienes razón—asintió Lucy—. Nos reuniremos en mi despacho antes de cenar y compararemos notas.
Se volvió y se alejó con brío por el pasillo. Francis observó cómo los pacientes que deambulaban se apartaban a su paso. Tal vez la te­miesen, porque ella estaba cuerda y ellos no. Además, ella representa­ba algo extraño, una persona con una existencia más allá de esas pare­des. Pensó que lo más paradójico de ver a alguien como ella en el hospital era que introducía una sensación de inseguridad en el mun­do alucinado en que los pacientes vivían. Había muy pocos en ese edificio a los que les gustara la alteración que Lucy provocaba en su mundo. En el Hospital Estatal Western, los pacientes y el perso­nal se aferraban a la rutina, porque era la única forma de mantener a raya las terribles fuerzas interiores latentes. Por eso había tantos que se pasaban ahí años. Sacudió la cabeza. Allí todo estaba del revés. El hospital era un sitio lleno de riesgos, una fuente de conflicto, rabia y locura en constante ebullición; sin embargo, los pacientes lo consideraban menos aterrador que el mundo exterior. Lucy era el exterior.
Francis advirtió que Peter también observaba la marcha de la fis­cal. Notó cierta frustración en su rostro, una frustración debida a su encierro. Francis pensó que ella y el Bombero eran iguales en algo: ése no era su sitio. No estaba seguro de que fuera también su caso.
—Será peliagudo, Pajarillo —comentó Peter, y meneó la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, Lucy cree que no es nada difícil, sólo algo para mante­nernos ocupados y concentrados. Pero es un poco más que eso.
Francis lo miró esperando que se lo explicase.
—En cuanto empecemos a hacer la pregunta de Lucy, alguien se enterará de nuestra curiosidad. Se correrá la voz y, tarde o tempra­no, lo oirá alguien que sabe cómo ir de un edificio a otro al anoche­cer, cuando se supone que todo el mundo está encerrado, medicado y dormido. Ésa es la persona que buscamos. Es inevitable. Y eso nos volverá vulnerables. —Peter inspiró hondo y soltó el aire despacio—. Piénsalo un segundo —comentó entre dientes—. Vivimos en unidades independientes repartidas por los terrenos del hospital. En ellas come­mos, vamos a las sesiones, nos distraemos, dormimos. Y todas las uni­dades son iguales. Pequeños mundos contenidos en un mundo más grande. Con muy poco contacto entre cada unidad. Tu hermano po­dría estar en el edificio de al lado sin que tú lo supieras, cono. Así pues, ¿por qué querría alguien acceder a otro sitio que es exactamente igual al suyo? No puede decirse que seamos un puñado de gángsteres del tres al cuarto cumpliendo cadena perpetua e intentado averiguar cómo escapar. Aquí nadie piensa en huir, por lo menos que yo sepa. Así que la única razón que alguien podría tener para querer ir a otro edificio
a que estamos investigando. Y cada vez que hagamos una pregunta que pueda indicar al ángel que tenemos una pista que podría conducir hasta él... —Peter dudó—. No sé si ha matado a algún hombre. Puede que sólo a esas mujeres... —Su voz se fue apagando.
Esa tarde, Negro Grande y la enfermera Caray organizaron un ejercicio de pintura en sustitución de la habitual sesión en grupo del se­ñor del Mal. No explicaron dónde estaba Evans, y Lucy tampoco se encontraba allí. Los doce miembros del grupo recibieron unas grandes hojas blancas de papel grueso y rugoso. A continuación los situaron al­rededor de la mesa y les dieron a. elegir entre acuarelas y lápices de co­lores.
Peter se mostró receloso, pero a Francis le gustó hacer eso en lugar de participar en una sesión concebida para recalcar su locura y con­trastarla con la cordura de Evans, como si ése fuese el único objetivo de las sesiones del grupo. La mayoría parecía coincidir con Francis y estar acostumbrados a esta clase de modificación favorable de la ruti­na. Era probable que no fuera la primera vez que los reunían de ese mo­do. Pusieron las hojas delante de ellos, tomaron los lápices o un pincel, y aguardaron como conductores de carreras a la espera de la orden de salida. Cleo tenía una expresión ansiosa, como si ya supiese qué que­ría dibujar, y Napoleón tarareaba una tonadilla marcial mientras con­templaba su hoja y frotaba el borde con los dedos.
La enfermera Caray, a la que Francis consideraba una mujer de­masiado autoritaria, se situó en el centro del grupo. Trataba a los pa­cientes como si fueran niños, algo que Francis no soportaba.
—Al señor Evans le gustaría que dibujaseis vuestro autorretrato —anunció—. Algo que muestre cómo os veis a vosotros mismos.
—¿No puedo dibujar un árbol? —preguntó Cleo, y señaló las ven­tanas. Al otro lado del cristal y de los barrotes se veía un árbol del pa­tio interior mecido por una ligera brisa y el leve movimiento de sus ho­jas verdes.
—No, salvo que te pienses a ti misma como un árbol —respondió la enfermera Caray, tajante.
—¿Un árbol yo? —reflexionó Cleo. Levantó un brazo regordete y lo flexionó como un culturista—. Un árbol muy fuerte.
—Tal vez —sonrió la enfermera y se encogió de hombros.
Peter levantó la mano.
—¿Quieres hacer alguna pregunta? —dijo la enfermera.
—Sí —afirmó Peter, y sonrió—. Pero, pensándolo mejor, no. No, gracias. Estoy bien. —Cogió un lápiz negro de un montón en el cen­tro de la mesa y lo blandió con una fioritura. Noticiero, sentado a su lado, hizo exactamente lo mismo. Un único lápiz negro.
Francis eligió una bandejita de acuarelas. Azul. Rojo. Negro. Ver­de. Naranja. Marrón. Tenía un vaso de plástico lleno de agua. Tras una última mirada a Peter, que se había inclinado sobre su hoja y puesto manos a la obra, se centró en su dibujo. Sumergió el pincel en el agua y luego lo hundió en la pintura negra. Dibujó una larga forma oval y empezó a añadirle los rasgos.
Al fondo de la sala, un hombre farfullaba de cara a la pared, co­mo un orante, y sólo se interrumpía cada pocos minutos para lanzar una mirada al grupo y reanudar después su farfulle. Francis vio que el mismo retrasado que los había amenazado antes se tambaleaba por la sala gruñendo, los miraba de vez en cuando y se golpeaba repetidamente la palma con el puño. Francis volvió a su dibujo y siguió deslizando con suavidad el pincel por la hoja, viendo con cierta satisfacción cómo se iba formando una figura.
Trabajó con ahínco. Intentó dibujar una sonrisa, pero le salió tor­cida, de modo que la mitad de la cara parecía disfrutar de algo, mien­tras que la otra se veía apesadumbrada. Los ojos le observaban con in­tensidad, y le pareció que podía ver más allá de ellos. Pintó el cabello castaño, un poco más oscuro que su tono rubio rojizo, pero sus voces, dispuestas como una especie de grupo de críticos de arte en su interior, opinaron que, dado los limitados colores de la acuarela, era aceptable. Francis pensó que el Francis pintado tenía los hombros demasiado caídos y una pose demasiado resignada. Pero eso era menos importan­te que intentar plasmar en el Francis pintado sentimientos, sueños, de­seos, todas las emociones que él relacionaba con el mundo exterior. Se esforzó en imprimir a la figura un poco de esperanza.
No alzó los ojos hasta que la enfermera Caray anunció que sólo quedaban unos minutos para terminar la sesión.
Echó un vistazo a su lado y vio que Peter estaba dando los toques finales a su dibujo. No había dejado de usar el lápiz negro, y lo que ha­bía creado era muy revelador: un par de manos agarradas a unos ba­rrotes que cruzaban de arriba abajo la hoja. No había cara ni cuerpo. Sólo dedos aferrados a gruesos barrotes negros.
Peter firmó su dibujo con una floritura exagerada cuando la en­fermera Caray empezó a recoger las hojas. Francis hizo lo propio con letras mucho más pequeñas. Echó una mirada al trabajo de los demás. Cleo había pintado un árbol, un grueso roble, con ramas muy exten­didas y llenas de hojas verdes, y una cara perdida entre el follaje que, a su parecer, reflejaba el carácter de aquella mujer aspirante a reina. No­ticiero, por su parte, había dibujado simplemente la primera página de un periódico. Francis no pudo leer el titular, pero supuso que tenía al­go que ver con el hospital.
La enfermera le tomó el dibujo de las manos y lo examinó un mo­mento.
—Caray, Francis —sonrió aprobadoramente—, esto está muy bien. Sabes dibujar. —Levantó el retrato y lo admiró—. Buen trabajo. Estoy sorprendida.
Negro Grande se acercó y miró el dibujo de Francis por encima del hombro de la enfermera. Él también sonrió.
—¡Vaya, Pajarillo! —exclamó—. Está muy bien hecho. El chico tiene un talento que no había contado a nadie.
La enfermera y el auxiliar siguieron recogiendo los demás dibujos y Francis se encontró junto a Napoleón.
—Nappy —le dijo en voz baja—, ¿cuánto tiempo llevas aquí?
—¿En el hospital?
—Sí. Y aquí, en Amherst.
Napoleón reflexionó un momento antes de contestar.
—Ya hace dos años, Pajarillo. Aunque puede que sean tres. No es­toy seguro. Hace mucho tiempo —añadió con tristeza—. Muchísimo. Pierdes la cuenta. O quizás es que quieren que la pierdas. No estoy se­guro.
—Tienes bastante experiencia de cómo funcionan aquí las cosas, ¿verdad?
—Una experiencia que, por desgracia, preferiría no poseer, Pajarillo.
—Si quisiera ir de este edificio a alguno de los otros, ¿cómo podría hacerlo?
La pregunta pareció asustar un poco a Napoleón, que dio un paso hacia atrás y sacudió la cabeza.
—¿No te gusta estar con nosotros? —balbuceó aturullado.
Francis negó con la cabeza.
—No. Quiero decir por la noche. Después de la medicación, des­pués de que apaguen las luces. Supon que quisiera ir a otro edificio sin que me vieran. ¿Podría hacerlo?
—Creo que no —respondió Napoleón tras pensárselo—. Siempre estamos encerrados con llave.
—Pero sólo supón que no estuviera encerrado con llave...
—Siempre lo estamos.
—Pero supón... —insistió Francis.
—Esto tiene algo que ver con Rubita, ¿verdad? Y con Larguirucho. Pero Larguirucho no podía salir del dormitorio, salvo la noche en que murió Rubita, cuando no estaba cerrado con llave. Que yo sepa, la puerta nunca se había quedado abierta. No, no puedes salir. Nadie puede. No sé de nadie que quisiera hacerlo.
—Alguien pudo. Alguien lo hizo. Y ese alguien tiene un juego de llaves.
—Un paciente con llaves —susurró Napoleón, que parecía aterra­do—. No lo había oído nunca.
—Es lo que creo.
—Eso estaría mal, Pajarillo. No debemos tener llaves. —Cambió el peso de un pie al otro, como si el suelo empezara a quemarle—. Creo que, si sales del edificio, evitar a los de seguridad debe de ser bastante fácil. No parecen muy listos precisamente. Y creo que fichan en el mis­mo sitio a la misma hora todas las noches, de modo que hasta alguien tan loco como nosotros podría eludirlos con un poco de astucia... —Soltó una risita histérica al pensar que los guardias eran unos in­competentes. Pero de pronto frunció el entrecejo—. Aunque ése no se­ría el problema, Pajarillo —añadió.
—¿Cuál sería el problema?
—Volver a entrar. Aunque tuvieras una llave, la puerta principal está delante del puesto de enfermería. Es igual en todos los edificios, ¿no? Y aunque la enfermera o el auxiliar de guardia estuvieran dormi­dos en ese momento, lo más seguro es que el ruido de la puerta los des­pertara.
—¿Y las salidas de emergencia en el lateral del edificio?
—Creo que están atrancadas a cal y canto. —Sacudió la cabeza y añadió—: Quizá sea una violación de las normas antiincendios. Debe­ríamos preguntar a Peter. Seguro que él lo sabe.
—Es probable. Pero si quisieras entrar, ¿no crees que hay otra ma­nera?
—Puede que sí, pero nunca he oído que nadie quisiera ir de un si­tio a otro. Jamás. Ni una sola vez. ¿Por qué iba a quererlo alguien, cuando todo lo que queremos, todo lo que necesitamos y todo lo que podemos usar está aquí, en este edificio?
Era una pregunta deprimente. Y también falsa, porque había al­guien cuyas necesidades eran distintas a las enumeradas por Napoleón. Francis se planteó, quizá por primera vez, qué necesitaría el ángel.

Fue Peter quien vio al encargado de mantenimiento cuando salíamos de la sala de estar. Más adelante me pregunté si las cosas habrían sido dis­tintas si hubiéramos visto qué estaba haciendo exactamente, pero íba­mos a hablar con Lucy, y eso siempre parecía tener prioridad. Más ade­lante me pasé horas, quizá días, meditando sobre la congruencia de las cosas, como si el resultado pudiera haber cambiado en caso de que algu­no de los tres hubiera alcanzado a verla conexión que era tan importan­te. A veces la locura consiste en la fijación, en pensar en una sola cosa. La obsesión de Larguirucho era el mal. La de Peter, la necesidad de absolu­ción. La de Lucy, la necesidad de justicia. Ellos dos no estaban locos, cla­ro. Por lo menos, no tal como yo conocía la locura, o como Tomapastillas o incluso el señor del Mal la conocían. Pero, curiosamente, las necesida­des imperiosas pueden convertirse en sí mismas en una especie de locura. La diferencia es que no se pueden diagnosticar con la misma facilidad que mi locura. Aun así, ver al encargado de mantenimiento, un hombre de mediana edad con ojeras, vestido con camisa y pantalones grises y bo­tas de trabajo marrones, con el cabello lleno de polvo y la ropa manchada de grasa, debería habernos advertido de algún modo extraño, secreto. Agarraba la caja de herramientas de madera con una mano mugrienta, y un trapo sucio le colgaba del cinturón. Las llaves le tintineaban contra una linterna de plástico amarillo que llevaba sujeta a la cintura. Exhi­bía una expresión satisfecha, la de quien de repente vislumbra el final de una jornada larga y pesada: «Ya no tardaré mucho. Casi he terminado. Joder, qué cabrona», le dijo a los hermanos Moses. Y tras encender un ci­garrillo se dirigió hacia un almacén, al otro extremo del pasillo.
Cuando lo pienso, veo muchos detalles que deberían haber signifi­cado algo. Pequeños momentos que deberían haber sido grandes mo­mentos. Un encargado de mantenimiento. Un hombre retrasado. Un administrador ausente. Un hombre que hablaba consigo mismo. Otro hombre al parecer dormido en una silla. Una mujer que creía ser la reencarnación de una antigua princesa egipcia. Yo era joven y no sabía que el crimen es como el mecanismo de una transmisión. Tuercas y tor­nillos, ejes y piñones que se engranan entre sí para crear un impulso in­dependiente hacia delante, controlado por unas fuerzas similares al viento: invisibles pero detectables a través de un papel que de repente sale volando por la acera, de la rama de un árbol inclinado hacia un lado, o de unas agoreras nubes de tormenta que cruzan el cielo a lo le­jos. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de eso.
Peter lo sabía, y Lucy también. Quizás eso era lo que los relaciona­ba, por lo menos al principio. Estaban alerta y siempre atentos a los me­canismos que les indicaran dónde buscar al ángel. Más adelante pensé que lo que los vinculaba era algo más complejo. Era que ambos habían llegado al Hospital Estatal Western sin saber qué era lo que necesita­ban. Ambos tenían un gran vacío en su interior, y el ángel estaba ahí para llenárselo.
Me senté en la posición del loto en el centro de la sala.
El mundo a mi alrededor parecía silencioso y tranquilo. Ni siquie­ra se oía el llanto lejano de algún niño en el piso de los Santiago. Al otro lado de la ventana estaba muy oscuro. Una noche tan densa como un telón. Intenté captar el ruido del tráfico, pero hasta eso se oía apagado. Ningún motor potente de algún camión al pasar. Me miré las manos y pensé que faltarían un par de horas para el alba. Peter me dijo una vez que la última oscuridad de la noche antes del amanecer es la hora en que muere más gente.
La hora del ángel.
Me levanté, cogí el lápiz y empecé a dibujar. En unos minutos tenía a Peter tal como lo recordaba. Después, me dispuse a dibujar a Lucy a su lado. Quería plasmar una belleza pura, así que hice un poco de trampa con la cicatriz de su cara. La dibujé un poco más pequeña de lo que era. Pasados unos cuantos instantes, los tenía conmigo, tal como los recor­daba de esos primeros días. No como acabamos siendo después.

Lucy Jones no encontraba un atajo que la acercara al hombre que buscaba. Por lo menos, ninguno sencillo y evidente, como una lista de pacientes que hubieran tenido claramente la ocasión de cometer los cuatro asesinatos. Así que permitió que el doctor Gulptilil la acompa­ñara de un edificio a otro, y en cada uno de ellos repasó la relación de pacientes. Eliminó a todos los que sufrían demencia senil y examinó con criterio la lista de retardados mentales. También suprimió de su creciente lista a los que llevaban más de cinco años en el hospital. Admi­tía que eso era una mera suposición por su parte, pero creía que quienes hubieran pasado tanto tiempo en el centro estarían tan atiborrados de fármacos antipsicóticos y tan constreñidos por la locura que les sería difícil manejarse fuera del hospital. Estaba convencida de que el ángel era una persona con capacidad para desenvolverse en ambos mundos.
Se percató de que no podía eliminar a los miembros del personal. El problema en ese aspecto sería conseguir que el director médico le entregara los expedientes de los empleados, para lo que necesitaría al­guna prueba que sugiriera que un médico, una enfermera o un auxiliar estaba relacionado con el crimen. Mientras caminaba junto al pequeño médico indio, no escuchaba la perorata de éste sobre las virtudes de los centros como el Western, sino que se preguntaba cómo proceder.
En Nueva Inglaterra, a finales de primavera, las tardes están en­vueltas en penumbra, como si el mundo dudara sobre sustituir el frío y húmedo invierno por el verano. Unas brisas cálidas del sur empuja­das por corrientes de aire más altas se mezclan con otras frías proceden­tes de Canadá. Ambas sensaciones son como inmigrantes inoportunos en busca de un nuevo hogar. Lucy adquirió conciencia de las sombras que cubrían los terrenos del hospital y avanzaban inexorablemente ha­cia los edificios. Tenía frío y calor a la vez, una sensación parecida a la fiebre.
Tenía más de doscientos cincuenta posibles sospechosos en la serie de listas que había elaborado en cada edificio, y le preocupaba haber des­cartado unos cien nombres quizá demasiado deprisa. Además, habría unos veinticinco o treinta posibles sospechosos entre el personal, pero aún no podía abordar ese tema, porque sabía que perdería el apoyo del director médico, cuya ayuda todavía necesitaba.
Mientras se dirigían al edificio Amherst, se percató de que no ha­bía oído ningún ruido ni ningún grito en las unidades por las que habían pasado. O tal vez sí pero no los había registrado. Tomó nota mental de ello, y pensó lo rápido que el mundo del hospital convertía lo extraño en rutina.
—He leído un poco sobre la clase de hombre que está buscando —dijo Gulptilil mientras cruzaban el patio interior. Sus pasos resonaban contra el pavimento. Lucy vio que un guardia de seguridad estaba ce­rrando la verja de hierro de la entrada—. Es interesante comprobar la escasa bibliografía médica dedicada a este tipo de asesino. Hay muy po­cos estudios serios. Las autoridades policiales están intentando elaborar perfiles pero, en general, no se han tenido en cuenta las ramificaciones psicológicas, los diagnósticos y los tratamientos indicados para esa cla­se de personas. Tiene que comprender, señorita Jones, que a la comuni­dad psiquiátrica no le gusta perder el tiempo con psicópatas.
—¿Y eso por qué, doctor?
—Porque no pueden tratarse.
—¿En absoluto?
—En absoluto. Por lo menos, no el psicópata clásico. No respon­de a la medicación antipsicótica como un esquizofrénico, ni como un bipolar, un obsesivo-compulsivo, un depresivo clínico u otro. Eso no significa que el psicópata no tenga una enfermedad identificable médi­camente, al contrario. Pero su falta de humanidad, supongo que ésta es la mejor manera de expresarlo, lo sitúa en una categoría escurridiza. Los psicópatas no responden a los tratamientos, señorita Jones. Son desho­nestos, manipuladores, a menudo muy presuntuosos y extremada­mente seductores. Siguen impulsos propios, ajenos a las convenciones de la vida y la moralidad. Debo añadir que son aterradores. Unos indi­viduos muy inquietantes cuando se entra en contacto clínico con ellos. El astuto psiquiatra Hervey Cleckley ha publicado un interesante libro sobre esa clase de casos. Estaría encantado de prestárselo, puede que sea la mejor obra sobre estos psicópatas, pero le resultará una lectura de lo más angustiante, porque las conclusiones sugieren que no podemos hacer gran cosa. Desde el punto de vista clínico, me refiero.
Se detuvieron frente al edificio Amherst y el médico ladeó la cabe­za como para escuchar mejor. Un grito agudo rasgó el aire, proceden­te de uno de los edificios contiguos.
—¿Cuántos de sus pacientes han sido diagnosticados como psicó­patas?—preguntó ella.
—Ah, una pregunta que había previsto —dijo el médico a la vez que meneaba la cabeza.
—¿Y la respuesta es?
—Los tratamientos que ofrecemos aquí no serían adecuados para una persona con ese diagnóstico. Ni tampoco la atención residencial de larga duración, la prolongada medicación psicotrópica, ni siquiera los programas más radicales que, de vez en cuando, administramos, como la terapia electro convulsiva. Tampoco resultan útiles formas tradicionales de tratamiento como la psicoterapia —añadió con esa risita suya algo arrogante que Lucy ya encontraba irritante—. Ni siquiera el psicoanálisis clásico. No, señorita Jones, el Hospital Estatal Western no es lugar para un psicópata. Su lugar es la cárcel, que es donde sue­len estar.
—Pero eso no significa que aquí no pueda haber alguno, ¿verdad? —repuso Lucy tras dudar un momento.

Parte 2