La historia del loco
Querido
lector,
En algún
momento, a mitad del libro que estoy escribiendo, me viene de repente a la
cabeza la idea del siguiente proyecto; desconectada, inconexa y, a veces, sin
venir a cuento. De modo extraño, las ideas se me ocurren tal como a Francis
Petrel, el protagonista y curioso narrador de La historia del loco.
El gran
desafío al que se enfrentan todos los escritores de novelas de suspense
consiste en cómo distinguirse. A veces, da la impresión de que vivimos en un
mundo donde la verdad está hecha a la medida de la conveniencia; lo que hoy
parece un hecho mañana puede convertirse en una pregunta. Se parece un poco al
mundo del hospital psiquiátrico donde mi personaje está recluido. Un lugar de
delirios, fantasías y alucinaciones, donde, en el fondo, algo muy malvado
amenaza los delgados hilos de la vida.
—Por qué son tan distintos sus libros? —preguntó el
mismo alumno. —No sé —contesté—. No me gusta contar la misma historia una y
otra vez.
Por lo
menos, La historia del loco es diferente: la historia de un asesinato
que transcurre en un hospital a finales de la década de 1970 y que está narrada
veinte años después, con lo que eso conlleva, por un esquizofrénico que lo
presenció todo. ¿Y qué es lo que recuerda? Atrapado en un mundo de sueños
alocados y pensamientos díscolos, Francis Petrel es el héroe más insólito que
he creado, porque debe luchar contra un asesino implacable a la vez que lucha
contra sí mismo.
Espero que La
historia del loco le resulte una lectura tan absorbente como su escritura
lo fue para mí.
Atentamente,
John Katzenbach
PRIMERA PARTE
El narrador poco fiable
Ya no oigo mis voces, de modo que ando un poco perdido. Sospecho
que sabrían contar mucho mejor esta historia. Por lo menos, tendrían
opiniones, sugerencias e ideas definidas sobre lo que debería ir al principio,
al final y en medio. Me indicarían cuándo añadir detalles, cuándo omitir
información superflua, qué es importante y qué es trivial. Después de tanto
tiempo, no recuerdo muy bien las cosas y me resultaría muy útil su ayuda.
Pasaron muchas cosas, y me cuesta saber dónde situar qué. Y a veces no estoy
seguro de que algunos incidentes que recuerdo con claridad ocurrieran de
verdad. Un recuerdo que parece sólido como una piedra, acto seguido me resulta
tan vaporoso como una neblina. Ése es uno de los principales problemas de estar
loco: nunca estás seguro de las cosas.
Durante mucho tiempo creí que
todo había empezado con una muerte y terminado con otra, como un buen par de
sujetalibros, pero ahora ya no estoy tan seguro. Quizá lo que realmente puso
todo en movimiento tantos años atrás, cuando yo era joven y estaba loco de verdad,
fue algo más insignificante o más efímero, como unos celos ocultos o una rabia
reprimida, o más universal y permanente, como la posición de las estrellas en
el cosmos, la fuerza de las mareas o el movimiento rotatorio del planeta. Sé
que algunas personas murieron, y yo tuve la suerte de no unirme a ellas, lo que
fue una de las últimas observaciones que hicieron mis voces antes de
abandonarme para siempre.
Ahora, en
lugar de su agotadora cacofonía, tengo medicamentos para prevenir su regreso.
Una vez al día tomo diligentemente un psicotrópico, una pastilla oblonga de
color azul que me deja la boca tan seca que, cuando hablo, sueno como un viejo
fumador empedernido o como un sediento desertor de la Legión Extranjera que ha
cruzado el Sahara y suplica un sorbo de agua. Le sigue de inmediato un elevador
del ánimo de sabor amargo para combatir la esporádica depresión perversa y
suicida en la que, según dice mi asistente social, es probable que me suma en
cualquier momento con independencia de cómo me sienta. De hecho, creo que
podría entrar en su despacho dando botes de alegría y exaltación por el rumbo
positivo de mi vida, y ella seguiría preguntándome si he tomado la dosis
diaria. Esta pastillita cruel me estriñe y me hincha por retención de
líquidos, como si llevara puesto un manguito de medir la tensión arterial
ceñido en la cintura en lugar del brazo izquierdo. Así que tengo que tomar un
diurético y también un laxante para aliviar esos síntomas. El diurético me
provoca una migraña terrible, como si alguien especialmente cruel me golpeara
la frente con un martillo; combato ese efecto secundario con analgésicos con
codeína mientras corro hacia el lavabo para resolver el otro. Y, cada dos
semanas, me inyectan un potente agente antipsicótico en el ambulatorio, donde
me bajo los pantalones ante una enfermera que siempre sonríe de la misma forma
y me pregunta en un tono idéntico cómo estoy, a lo que yo contesto que bien,
tanto si lo estoy como si no, porque tengo bastante claro, incluso a través de
las diversas nieblas de la locura, de cierto cinismo y de los fármacos, que le
importa un comino pero lo considera parte de su trabajo. El problema es que el
antipsicótico, que me impide toda clase de conducta maligna o despreciable, o
al menos eso me dicen, también me produce un ligero temblor en las manos, como
si fuera un nervioso defraudador que se enfrenta a un inspector de Hacienda.
También me provoca un ligero rictus en las comisuras de los labios, de modo que
tengo que tomar un relajante muscular para impedir que la cara se me convierta
en una máscara que asuste a los niños del vecindario. Todos estos mejunjes me
recorren a su aire las venas y me atacan varios órganos inocentes, y
probablemente embotados, cuando se dirigen a calmar los irresponsables impulsos
eléctricos que se me disparan en la cabeza como a muchos adolescentes
revoltosos. A veces me siento como si mi imaginación fuera un dominó
incontrolable que ha perdido de repente el equilibrio, se tambalea adelante y
atrás y luego se desploma contra las demás fuerzas de mi cuerpo, lo que desata
una potente reacción en cadena, clic clic clic, en mi interior. .
Era más fácil, con mucho,
cuando aún era joven y lo único que tenía que hacer era escuchar las voces. La
mayoría de las veces ni siquiera eran tan malas. En aquella época solían ser tenues
como ecos que se desvanecen por un valle, o como los susurros que se oyen
cuando unos niños comparten un secreto en el cuarto de juegos, aunque cuando
las cosas se ponían tensas su
volumen aumentaba deprisa. Normalmente, mis voces no eran demasiado exigentes.
Eran más bien sugerencias, consejos, preguntas perspicaces. A veces un poco
rezongonas, como una tía abuela solterona con la que nadie sabe muy bien qué
hacer en una comida familiar, pero que aun así es invitada y que, de vez en
cuando, suelta algo grosero, disparatado o políticamente incorrecto, pero a la
que nadie hace demasiado caso.
En cierto sentido, las voces me
hacían compañía, en especial las muchas ocasiones en que no tenía amigos.
Tuve dos amigos, una vez, y
fueron parte de la historia. Antes creía que eran la parte más importante, pero
ya no estoy tan seguro.
A varios de los que conocí
durante lo que me gusta considerar mis años de verdadera locura les fue peor
que a mí. Sus voces les gritaban órdenes como los sargentos de instrucción de
los marines, esos que llevan sombreros marrón verdoso de ala ancha y rígida
calados hasta las cejas, de modo que por detrás se les puede ver la cabeza
pelada.
«¡Muévete! ¡Haz esto! ¡Haz lo
otro!».
O peor: «Suicídate».
O peor aún: «Mata a alguien».
Las voces que chillaban a esos
tipos procedían de Dios, de Jesús, de Mahoma, del perro del vecino, de su tío
abuelo fallecido, de extraterrestres, de un coro de arcángeles o de un coro de
demonios. Esas voces eran insistentes, imperativas e intransigentes y yo
reconocía, por la rigidez que reflejaba la mirada de esas personas y la tensión
que les agarrotaba los músculos, que oían algo bastante fuerte y machacón, y
que rara vez auguraba nada bueno. En momentos así, me iba y esperaba cerca de
la puerta o en el otro lado de la sala de estar común, porque era probable que
ocurriera algo desafortunado. Se parecía a un consejo que recordaba del
colegio, una de esas cosas curiosas que se te graban: en caso de terremoto, el
mejor sitio para esconderse es el umbral de una puerta, porque la estructura de
la abertura es arquitectónicamente más fuerte que una pared y hay menos riesgo
de que se te derrumbe en la cabeza. Así pues, cuando veía que la turbulencia
de otro paciente se volvía explosiva, encontraba el umbral donde tendría más
probabilidades de supervivencia. Y, una vez ahí, escuchaba mis propias voces,
que solían parecer cuidar de mí y casi siempre me advertían cuándo irme y
esconderme. Tenían un curioso instinto de conservación, y si no les hubiese
contestado en voz alta de modo tan obvio cuando era joven y aparecieron, jamás
me habrían diagnosticado y recluido. Pero eso es parte de la historia, aunque
no la más importante ni mucho menos. Aun así, las echo extrañamente de menos,
porque ahora estoy muy solo.
Resulta muy duro, en los
tiempos que vivimos, estar loco y ser de mediana edad.
O ya no estarlo, pero sólo
mientras siga tomando las pastillas.
Ahora me paso los días en busca
de movimiento. No me gusta llevar una vida sedentaria. Así que ando a paso
rápido por la ciudad, desde los parques a las zonas comerciales e
industriales, mirando y observando pero sin detenerme. O busco actividades en
las que haya mucho movimiento ante mis ojos, como un partido de fútbol americano
o de baloncesto. Si ocurre algo ajetreado delante de mí, puedo descansar. Si
no, mis pies siguen adelante —cinco, seis, siete o más horas al día—. Una
maratón diaria que me gasta las suelas y me mantiene delgado y vigoroso. En
invierno calzo unas botas rígidas y repiqueteantes del Ejército de Salvación.
El resto del año llevo zapatillas de deporte que obtengo en la tienda de
material deportivo. Cada pocos meses, el propietario me pasa un par del
cuarenta y cinco de algún modelo que ya no tiene salida, y así sustituyo el que
se me ha quedado hecho jirones en los pies.
A principios de primavera, tras
el primer deshielo, me dirijo hacia las cascadas, donde hay una escalera para
peces, y cada día trabajo como voluntario para registrar el regreso del salmón
a la cuenca del río Connecticut. Eso me exige observar cómo infinitos litros de
agua fluyen por la presa, y ver de vez en cuando cómo un pez remonta la
corriente, impulsado por un potente instinto de volver a su lugar de
nacimiento, donde, en el mayor misterio, desovará a su vez y morirá. Admiro al
salmón porque comprendo lo que significa ser empujado por fuerzas que los
demás no pueden ver, sentir ni oír, y percibir la obligación de un deber más
importante que uno mismo. Son peces psicóticos. Tras años de recorrer tan
felices el ancho océano, oyen una poderosa voz interior que los impele a
iniciar este viaje imposible hacia su propia muerte. Perfecto. Me gusta pensar
que los salmones están tan locos como yo antes. Cuando veo uno, hago una
anotación a lápiz en un formulario que me proporciona el Wildlife Service estatal y a veces
susurro un saludo: «Hola, hermano. Bienvenido a la sociedad de los locos.»
Es fácil
detectar a los peces, porque son esbeltos y tienen los costados plateados
debido a sus largos viajes por el salado océano. Es una presencia brillante en
el agua reluciente, invisible al ojo inexperto, casi como una fuerza invisible
que pasa por la ventanita desde donde vigilo. Casi noto la llegada del salmón
antes de que aparezca al pie de la escalera para peces. Contar peces es algo
satisfactorio, aunque pueden pasar horas sin que llegue uno, y nunca hay los
suficientes para complacer a los del Wildlife Service, que comprueban el número
de los que han regresado y sacuden la cabeza, frustrados. Pero la ventaja de
mi capacidad para detectarlos se traduce en otras. Mi jefe del Wildlife
Service llamó a la policía local para informarle de que yo era totalmente inofensivo,
aunque siempre me he preguntado cómo lo dedujo y tengo sinceras dudas sobre su
veracidad general. De modo que me toleran en los partidos de fútbol y otros
actos, y ahora, realmente, aunque no pueda decirse que sea bienvenido en esta
antigua ciudad industrial, por lo menos soy aceptado. No se cuestiona mi
rutina, y más que loco, me consideran excéntrico, lo que, como he averiguado
con los años, es un estatus bastante seguro.
Vivo en un
pequeño apartamento de un dormitorio gracias a un subsidio del Estado. Está
amueblado en lo que yo llamo estilo moderno encontrado en la calle. Mi ropa
procede del Ejército de Salvación o de alguna de mis dos hermanas menores, que
viven a un par de ciudades de distancia y que, de vez en cuando, por algún
extraño sentimiento de culpa que no comprendo, sienten la necesidad de hacer
algo por mí vaciando los armarios de sus maridos. Me compraron un televisor de
segunda mano que apenas veo y una radio que rara vez escucho. Me visitan cada
pocas semanas para traerme comida casera, medio solidificada, en recipientes
de plástico, y pasamos un rato hablando con incomodidad, sobre todo de mis
padres, a quienes ya no les apetece demasiado verme porque soy un recordatorio
de las esperanzas perdidas y la amargura que la vida puede proporcionar de
modo tan inesperado. Lo acepto e intento mantener las distancias. Mis hermanas
se ocupan del pago de las facturas de la calefacción y la luz. Se aseguran de
que me acuerde de cobrar los escasos cheques que llegan desde diversos
organismos estatales de ayuda. Comprueban que haya tomado toda la medicación. A
veces lloran, creo, al ver lo cerca que vivo de la desesperación, pero ésa es la impresión que ellas
tienen, no la mía, porque en realidad yo me siento bastante cómodo. Estar loco
te proporciona una visión interesante de la vida. Sin duda, te lleva a aceptar
mejor ciertas cosas que te ocurren, excepto las veces en que los efectos de la
medicación se pasan un poco y me siento muy inquieto y enojado por el modo en
que me ha tratado la vida.
Pero la
mayoría del tiempo, aunque no sea feliz, por lo menos tengo conciencia de las
cosas.
Y mi
existencia tiene detalles fascinantes, como lo mucho que me he dedicado a
estudiar la vida en esta ciudad. Resulta sorprendente cuánto he aprendido en
mis recorridos diarios. Voy con los ojos abiertos y los oídos atentos y capto
toda clase de informaciones. Desde que me dieron de alta del hospital, después
de que pasaran en él todas las cosas que iban a pasar, me valgo de lo que
aprendo, es decir, soy observador. Gracias a mis recorridos diarios he llegado
a saber quién tiene una aventura escabrosa con qué vecino, qué marido se va de
casa, quién bebe demasiado, quién pega a sus hijos. Sé qué negocios tienen
dificultades y quién ha heredado dinero de sus padres o quién lo ha ganado con
un billete de lotería agraciado. Descubro qué adolescente anhela una beca de
fútbol americano o de baloncesto para ir a la universidad, y qué adolescente
irá unos meses a visitar a alguna tía lejana para afrontar un embarazo
indeseado. He llegado a saber qué policías te dan un respiro y cuáles son rápidos
con la porra o las multas, según el caso. Y también hay todo tipo de
observaciones menores que tienen que ver con quién soy y en quién me he
convertido, como por ejemplo, la peluquera que al final del día me hace señas
para que entre a cortarme el pelo —para estar más presentable durante mis
recorridos diarios— y después me da cinco dólares de las propinas de la
jornada, o el encargado del McDonald's local, que, cuando me ve pasar, me da
una bolsa de hamburguesas y patatas fritas, y que sabe que me gustan los
batidos de vainilla y no los de chocolate. Estar loco y caminar por la calle es
la forma más clara de ver la naturaleza humana; puedes observar cómo la ciudad
fluye, como hago con el agua en la escalera para peces.
Y no es que
sea un inútil. Una vez vi abierta una puerta de una fábrica a una hora
impropia y busqué a un policía, que se llevó todo el mérito por el robo que
impidió. Pero la policía me entregó un certificado cuando anoté la matrícula
de un conductor que tras atropellar a un ciclista se dio a la fuga una tarde de
primavera. En otra ocasión actualicé eso de entre-ellos-se-conocen, cuando al cruzar un parque
lleno de niños que jugaban me fijé en un hombre que me dio mala espina. Tiempo
atrás, mis voces lo habrían observado y me habrían alertado, pero esta vez me
encargué yo solo de mencionárselo a la joven maestra de preescolar que estaba
leyendo una revista sentada en un banco a diez metros del cajón de arena y de
los columpios sin prestar atención a los pequeños. Resultó que el hombre había
salido de la cárcel hacía poco y era un delincuente sexual habitual.
Esa vez no
me dieron ningún certificado, pero la maestra hizo que los niños me regalaran
un dibujo de ellos mismos jugando y con la palabra «gracias» escrita con esa
letra extraordinariamente alocada que tienen los niños antes de que los
carguemos de razones y opiniones. Me llevé el dibujo a casa y lo colgué de la
pared, sobre la cabecera de la cama, donde aún sigue. Mi vida es gris, y el
dibujo me recuerda los colores que podría haber tenido si no hubiera seguido
el camino que me condujo hasta aquí.
Éste es, más o menos, el resumen de mi existencia
actual. Un hombre en la periferia de la cordura.
Y sospecho
que me habría limitado a pasar el resto de mis días de este modo, sin haberme
molestado en contar lo que sé sobre todos aquellos hechos que presencié, si no
hubiera recibido una carta oficial.
Era un sobre
sospechosamente grueso con mi nombre mecanografiado. Destacaba entre el
habitual montón de folletos y de cupones de descuento de las tiendas de
ultramarinos. No recibes demasiada correspondencia personal cuando vives tan
aislado como yo, así que cuando llega algo fuera de lo corriente, te apresuras
a examinarlo. Aparté el correo basura y abrí el sobre, lleno de curiosidad. Lo
primero que observé fue que habían escrito bien mi nombre.
Estimado
señor Francis X. Petrel:
Empezaba
bastante bien. El problema de tener un nombre de pila que se comparte con el
sexo opuesto es que genera confusión. Más de una vez he recibido cartas del
seguro médico porque no dispone de los resultados de mi último frotis cervical
o preguntando si me he hecho alguna mamografía. He dejado de intentar corregir
estos errores informáticos.
El Comité de
Conservación del Hospital Estatal Western le ha identificado como uno de los
últimos pacientes que fueron dados de alta de esta institución antes de que
cerrara sus puertas permanentemente hace unos veinte años. Como tal vez sepa,
existe un proyecto para convertir parte de los terrenos del hospital en un museo
y el resto cederlo para urbanizar. Como parte de ese esfuerzo, el Comité
patrocina un «examen» de un día de duración del hospital, su historia, el
importante papel que desempeñó en este Estado y el enfoque actual sobre el
tratamiento de los enfermos mentales. Le invitamos a acudir el próximo día. Hay
previstos seminarios, discursos y diversiones. Le adjuntamos un programa de
actos provisional. Si puede asistir, le rogamos que se ponga en contacto lo
antes posible con la persona indicada a continuación.
Eché un
vistazo al teléfono y al nombre, cuyo cargo era copresidenta del Consejo de
Conservación. Ojeé la información adjunta, que consistía en la lista de
actividades previstas para ese día. Incluían, como decía la carta, discursos
de políticos cuyos nombres reconocí, incluso el lugarteniente del gobernador y
el líder de la oposición en el Senado. Habría grupos de debate, moderados por
médicos e historiadores sociales de varias universidades cercanas. Me llamó la
atención una sesión titulada «La realidad de la experiencia del hospital — Una
presentación», seguida del nombre de alguien a quien pensé que podría recordar
de mi época en el hospital. La celebración terminaría con un interludio musical
a cargo de una orquesta de cámara.
Dejé la invitación en la mesa y la contemplé un momento. Mi primer
impulso fue echarla al cubo de la basura, pero no lo hice. Volví a cogerla, la
leí por segunda vez y fui a sentarme en mi mecedora, en un rincón de la
habitación, para valorar la cuestión. Sabía que la gente celebra reencuentros
sin cesar. Los veteranos de Pearl Harbor o del día D se reúnen. Los compañeros
de curso de secundaria se ven tras una o dos décadas para observar las cinturas
ensanchadas, las calvas o los pechos caídos. Las universidades utilizan los
reencuentros como medio para arrancar fondos a licenciados que recorren con
ojos llorosos los viejos colegios mayores adornados de hiedra recordando los
buenos momentos y olvidando los malos. Los reencuentros son algo constante en
el mundo normal. La gente intenta siempre revivir momentos que en su memoria
son mejores de lo que fueron en realidad, evocar emociones que, en realidad, es mejor que permanezcan
en el pasado.
Yo no. Una de las consecuencias
de mi situación es sentir devoción por el futuro. El pasado es una confusión
fugitiva de recuerdos peligrosos y dolorosos. ¿Por qué iba a querer regresar?
Y, aun así, dudaba. Contemplaba
la invitación con una fascinación creciente. Aunque el Hospital Estatal
Western estaba sólo a una hora de distancia, no había vuelto allí desde que me
habían dado de alta. Dudaba que nadie que hubiera pasado un solo minuto tras
sus puertas lo hubiera hecho.
Advertí que las manos me
temblaban un poco. Quizá los efectos de la medicación empezaban a diluirse. De
nuevo, me dije que debía echar la carta a la basura y salir a la calle. Aquello
era peligroso. Inquietante. Amenazaba la muy cuidadosa existencia que me había
construido. Pensé que debía caminar deprisa. Avanzar rápido. Cumplir mi rutina
normal porque era mi salvación. Olvidarme de la carta. Y empecé a hacerlo,
pero me detuve.
Cogí el teléfono y marqué el
número de la presidenta. Oí dos tonos y luego una voz:
—¿Diga?
—Con la señora Robinson-Smythe, por favor —pedí con excesivo brío.
—Yo soy su secretaria. ¿De parte de quién?
—Me llamo Francis Xavier Petrel...
—Oh, señor Petrel, llama por lo del día del Western, ¿verdad?
—Exacto. Voy a asistir.
—Fantástico. Espere un momento que le paso la llamada.
Pero colgué, casi asustado de
mi propia impulsividad. Salí a la calle y caminé lo más rápido que pude antes
de tener la oportunidad de cambiar de opinión. Mientras recorría metros y
metros de acera y dejaba atrás las fachadas de las tiendas y las casas de mi
ciudad sin fijarme en ellas, me preguntaba si mis voces me habrían aconsejado
que fuera. O que no.
Era un día demasiado caluroso para finales de mayo. Tuve que tomar
tres autobuses distintos para llegar a la ciudad, y cada vez parecía que la
mezcla de aire caliente y gases de motor era peor. El hedor mayor. La humedad más alta.
En cada parada, me decía que volver era una absoluta equivocación, pero me
negaba a seguir mi propio consejo.
El hospital
estaba en las afueras de una pequeña ciudad universitaria de Nueva Inglaterra
que poesía la misma cantidad de librerías que de pizzerías, restaurantes chinos
o tiendas de ropa barata de estilo militar. Algunos negocios tenían, sin
embargo, un carácter ligeramente iconoclasta, como la librería especializada en
autoayuda y crecimiento espiritual, en que el dependiente tras el mostrador
tenía el aspecto de haberse leído todos los libros de los estantes sin haber
encontrado ninguno que lo ayudase, o un bar de sushi que parecía
bastante desastrado, la clase de sitio donde era probable que el tipo que
cortaba el pescado crudo se llamara Tex o Paddy y hablara con acento sureño o
irlandés. El calor del día parecía emanar de las aceras, una calidez radiante
como una estufa de una sola posición: temperatura infernal. Llevaba mi única
camisa blanca desagradablemente pegada a la zona lumbar, y me habría aflojado
la corbata si no hubiese tenido miedo de no poder recomponerme el nudo. Vestía
mi único traje: un traje de lanilla azul para asistir a entierros, comprado de
segunda mano en previsión de la muerte de mis padres, pero como ellos se
obstinaban en conservar la vida, era la primera ocasión en que me lo ponía. No
tenía ninguna duda de que sería un buen traje para que me enterraran con él ya
que mantendría mis restos calientes en la tierra fría. Cuando llegué a la mitad
de la colina en mi ascenso hacia los terrenos del hospital, ya juraba que
sería la última vez que me lo pondría deliberadamente, por mucho que se
enfureciesen mis hermanas cuando apareciera en el velatorio de nuestros padres
en pantalones cortos y una camisa con un chillón estampado hawaiano. Pero ¿qué
podrían decirme? Después de todo, soy el loco de la familia. Una excusa que
justifica toda clase de comportamientos.
Por una curiosa y espléndida ironía arquitectónica,
el Hospital Estatal Western se erigía en lo alto de una colina con vistas al
campus de una famosa universidad femenina. Los edificios del hospital imitaban
los del centro educativo, con mucha hiedra, ladrillos y marcos de ventana
blancos en residencias rectangulares de tres y cuatro plantas, dispuestas
alrededor de patios interiores con bancos y grupos de olmos. Siempre sospeché
que ambos proyectos eran obra de los mismos arquitectos y que el contratista
del hospital había burlado materiales a la universidad. Un cuervo que pasara
volando habría supuesto que el hospital y la universidad eran más o menos la
misma cosa. Sólo habría observado las diferencias si hubiese sido capaz de
entrar en cada edificio.
La línea de demarcación física
era un camino asfaltado de un solo carril, desprovisto de acera, que
serpenteaba por un lado de la colina, con una zona de equitación en el otro,
donde los estudiantes más ricachones de entre los ya ricachones, ejercitaban
sus caballos. La cuadra y los obstáculos seguían allí, donde estaban la última
vez que los vi veinte años atrás. Una solitaria amazona describía círculos por
el recinto bajo el sol veraniego y espoleaba a su caballo al enfilar a los obstáculos.
Como una cinta de Móbius. Oí los resuellos fuertes del animal mientras se
esforzaba en medio del calor y vi una larga coleta rubia que salía del casco
negro de la amazona. Tenía la camisa empapada de sudor, y las ijadas del
caballo relucían. Ambos parecían ajenos a la actividad que tenía lugar colina
arriba. Seguí avanzando hacia una carpa de rayas amarillas que habían plantado
al otro lado del alto muro de ladrillo con la verja del hospital. Un cartel
rezaba INSCRIPCIÓN.
Una mujer
corpulenta y servicial situada tras una mesa me proporcionó una etiqueta con
mi nombre y me la pegó en la chaqueta con una fioritura. También me proveyó de
una carpeta que contenía copias de numerosos artículos de periódicos en los que
se detallaban los proyectos de urbanización de los antiguos terrenos del
hospital: bloques de pisos y casas de lujo porque las tierras tenían vistas al
valle y el río. Eso me resultó extraño. Con todo el tiempo que había pasado
allí, no recordaba haber visto la línea azul del río en la distancia. Aunque,
por supuesto, podría haber creído que era una alucinación. También había una
breve historia del hospital y algunas fotografías granuladas en blanco y negro
de pacientes que recibían tratamiento o pasaban el rato en las salas de estar.
Repasé esas fotografías en busca de rostros familiares, incluido el mío, pero
no reconocí a nadie, aunque los reconocí a todos. Todos éramos iguales
entonces. Arrastrábamos los pies con diversas cantidades de ropa y medicación.
La carpeta contenía un programa de las actividades
del día, y vi a varias personas que se dirigían hacia lo que, según recordaba,
era el edificio de administración. La presentación prevista para esa hora
estaba a cargo de un catedrático de historia y se titulaba «La importancia cultural
del Hospital Estatal Western». Si tenemos en cuenta que los pacientes estábamos
confinados en el recinto, y muy a menudo encerrados en las diversas unidades,
me pregunté de qué podría hablar. Reconocí al lugarteniente del gobernador,
que, rodeado de varios funcionarios, recibía a otros políticos estrechándoles
la mano. Sonreía, pero yo no recordaba a nadie que hubiera sonreído cuando lo
conducían a ese edificio. Era el sitio donde te llevaban primero, y donde te
ingresaban. Al final del programa había una advertencia en letras mayúsculas
que indicaba que varios edificios del hospital se encontraban en mal estado y
era peligroso entrar en ellos. La advertencia conminaba a los visitantes a
limitarse al edificio de administración y a los patios interiores por motivos
de seguridad.
Avancé unos
pasos hacia la cola de gente que iba a la conferencia y me detuve. Observé cómo
la cola se reducía a medida que el edificio la devoraba. Entonces me volví y
crucé deprisa el patio interior.
Me había
dado cuenta de algo: no había ido allí para oír un discurso.
No tardé
mucho en encontrar mi antiguo edificio. Podría haber recorrido el camino con
los ojos cerrados.
Las rejas de
metal que protegían las ventanas se habían oxidado; el tiempo y la suciedad
habían bruñido el hierro. Una colgaba como un ala rota de una sola abrazadera.
Los ladrillos exteriores también se habían decolorado y adquirido un tono
marrón opaco. Los nuevos brotes de hiedra que crecían con la estación parecían
agarrarse con poca energía a las paredes, descuidados, silvestres. Los arbustos
que solían adornar la entrada habían muerto, y la gran doble puerta que daba acceso
al edificio colgaba de unas jambas resquebrajadas y astilladas. El nombre del
edificio, grabado en una losa de granito gris en la esquina, como una lápida,
también había sufrido; alguien se había llevado parte de la piedra, de modo
que las únicas letras que se distinguían eran MHERST. La A inicial era
ahora una marca irregular.
Todas las unidades llevaban el nombre, no sin cierta
ironía, de universidades famosas: Harvard, Yale, Princeton, Williams,
Wesleyan, Smith, Mount Holyoke y Wellesley, y por supuesto la mía, Amherst. El
nombre del edificio respondía al de la ciudad y la universidad, que a su vez
respondía al de un soldado británico, lord Jeffrey Amherst, cuyo salto a la
fama se produjo al equipar cruelmente a las tribus rebeldes de indios con
mantas infectadas de viruela. Estos regalos lograron con rapidez lo que las
balas, las baratijas y las negociaciones no habían conseguido.
Me acerqué a
leer un cartel clavado a la puerta. La primera palabra era PELIGRO, escrita
con letras grandes. Seguía cierta jerga del inspector de inmuebles del condado
que declaraba ruinoso el edificio, lo que equivalía a condenarlo a la
demolición. Iba seguido, con letras igual de grandes, de: PROHIBIDA TODA
ENTRADA NO AUTORIZADA.
Lo encontré
interesante. Tiempo atrás, parecía que quienes ocupaban el edificio eran los
condenados. Jamás se nos ocurrió que las paredes, los barrotes y las
cerraduras que limitaban nuestras vidas se encontrarían alguna vez en la misma
situación.
Daba la
impresión de que alguien había desoído la advertencia. Las cerraduras estaban
forzadas con una palanca, un medio que carece de sutileza, y la puerta estaba
entreabierta. La empujé con la mano, y se deslizó con un crujido.
Un olor a
moho impregnaba el primer pasillo. En un rincón había un montón de botellas
vacías de vino y cerveza, lo que explicaría la naturaleza de los visitantes
furtivos: chicos de secundaria en busca de un sitio donde beber lejos de la
mirada de sus padres. Las paredes estaban manchadas de suciedad y extraños
eslóganes pintados con spray de distintos tonos. Uno decía: ¡LOS MALOS MANDAN!
Supuse que era cierto. Las cañerías se habían desprendido del techo y de ellas
goteaba una oscura agua fétida al suelo de linóleo. Los escombros y la basura,
el polvo y la suciedad llenaban todos los rincones. Mezclado con el olor neutro
de los años y el abandono se notaba el hedor característico a excrementos.
Avancé unos pasos más, pero tuve que detenerme. Una placa de un tabique caída
en mitad del pasillo bloqueaba el paso. Vi a mi izquierda la escalera que
conducía a las plantas superiores, pero estaba llena de desechos. Quería recorrer
la sala de estar común, a mi izquierda, y ver las salas de tratamiento, que
ocupaban la planta baja. También quería ver las celdas del piso superior, donde
nos encerraban cuando luchábamos contra nuestra medicación o nuestra locura, y
los dormitorios, donde yacíamos como desdichados campistas en hileras de camas
metálicas. Pero la escalera parecía inestable y temí que fuera a derrumbarse
bajo mi peso.
No estoy seguro del rato que pasé allí, en
cuclillas, escuchando los ecos de todo lo que había visto y oído tiempo atrás.
Como en mi época de paciente, el tiempo parecía menos urgente, menos
imperioso, como si la segunda manecilla del reloj avanzara muy despacio y los
minutos pasaran a regañadientes.
Me acechaban
los fantasmas de la memoria. Podía ver caras, oír sonidos. Los sabores y olores
de la locura y la negligencia volvieron a mí en una oleada. Escuché mi pasado
arremolinándose a mi alrededor.
Cuando el
momento de la melancolía me invadió por fin, me incorporé y salí despacio del
edificio. Me dirigí a un banco situado bajo un árbol, en el patio interior, y
me senté para contemplar lo que había sido mi hogar. Me sentía exhausto y respiré
el aire fresco con esfuerzo, más cansado de lo que me sentía después de mis
paseos habituales por la ciudad. No desvié la mirada hasta que oí pasos en el
camino.
Un hombre
bajo y corpulento, un poco mayor que yo, con el cabello negro y lacio salpicado
de canas, avanzaba deprisa hacia mí. Lucía una amplia sonrisa pero una ligera
ansiedad en los ojos, y me dirigió un tímido saludo.
—Supuse que te encontraría aquí —dijo, resoplando
debido al esfuerzo y el calor—. Vi tu nombre en la lista de inscripciones. —Se
detuvo a unos pasos de distancia, vacilante—. Hola, Pajarillo —me dijo.
—Bonjour, Napoleón —contesté a la vez que me
levantaba y le tendía la mano—. Nadie me ha llamado así en muchos, muchos años.
Me estrechó
la mano. La suya estaba algo sudada y se agarraba con flojedad. Debía de ser
por la medicación. Pero su sonrisa seguía ahí.
—Ni a mí —aseguró.
—Vi tu nombre en el programa. ¿Vas a dar un
discurso?
—No me convence eso de ponerme delante de toda esa
gente —dijo tras asentir—. Pero el médico que me trata está metido en el proyecto
de urbanización y fue idea suya. Dijo que sería una buena terapia. Una
demostración fehaciente de la ruta dorada hacia la recuperación total.
Dudé un
momento y pregunté:
—¿Tú qué crees?
—Creo que es
él quien está loco. —Napoleón se sentó en el banco y soltó una risita
ligeramente histérica, un sonido agudo que unía nerviosismo y alegría, y que
recordé de la época que pasamos juntos—. Por supuesto, va bien que la gente
siga pensando que estás totalmente loco, porque así nunca puedes ponerte en una
situación demasiado embarazosa —añadió, y yo sonreí. Era la clase de
observación que sólo haría alguien que haya pasado un tiempo en un hospital psiquiátrico.
Me recosté y ambos observamos el edificio Amherst. Él suspiró—. ¿Has entrado?
—Sí. Está hecho un desastre. A punto para el
martillo de demolición.
—Yo ya lo pensaba entonces. Pero todo el mundo creía
que era el mejor sitio del mundo. Por lo menos, eso me dijeron cuando me ingresaron.
Un centro psiquiátrico avanzado. La mejor forma de tratar a los enfermos
mentales en un entorno residencial. Menuda mentira. —Contuvo el aliento y
añadió—: Una puta mentira.
—¿Es eso lo que vas a decirles? En el discurso, me
refiero.
—No creo que sea lo que quieren oír —dijo tras
sacudir la cabeza—. Es más sensato decirles cosas bonitas. Cosas positivas.
Tengo prevista una serie de tremendas falsedades.
Me lo pensé
un momento y sonreí.
—Eso podría ser un signo de salud mental —comenté.
—Espero que tengas razón —sonrió Napoleón.
Ambos guardamos
silencio unos segundos.
—No les voy a hablar sobre los asesinatos —susurró
con tono nostálgico—. Ni decirles una sola palabra sobre el Bombero o la
fiscal, ni nada de lo que pasó al final. —Alzó los ojos hacia el edificio y
añadió—: De todos modos, esa historia deberías contarla tú.
No respondí.
Napoleón
guardó silencio un momento.
—¿Piensas en lo que pasó? —preguntó.
Negué con la
cabeza, pero los dos sabíamos que era falso.
—A veces sueño con ello —expliqué—. Pero me resulta
difícil recordar qué fue real y qué no.
—Es lógico —dijo, y añadió despacio—: ¿Sabes qué me
preocupaba? Nunca supe dónde enterraban a las personas. Las que murieron
cuando estábamos aquí. Quiero decir que estaban en la sala de estar o en los
pasillos con todos los demás, y de repente estaban muertas. Pero ¿qué pasaba
luego? ¿Te llegaste a enterar?
—Sí —respondí tras una pausa—. Había un pequeño
cementerio improvisado en un extremo del hospital, hacia la arboleda situada detrás
de administración y de Harvard. Pasado el jardincillo. Creo que ahora forma
parte de un campo de fútbol juvenil.
—Me alegra
saberlo —dijo Napoleón mientras se secaba la frente—. Siempre me lo había
preguntado.
Estuvimos
callados unos instantes y luego prosiguió:
—Ya sabes cómo detestaba averiguar cosas. Después,
cuando nos dieron de alta y nos enviaron a ambulatorios para recibir el
tratamiento y todos esos nuevos fármacos, ¿sabes qué detesté?
—¿Qué?
—Que el delirio al que me había aferrado durante
tantos años no sólo no era un delirio, sino que ni siquiera era un delirio
especial. Que no era la única persona que imaginaba ser la reencarnación de un
emperador francés. De hecho, seguro que París está lleno de gente así. Detesté
saber eso. En mi delirio me sentía especial. Único. Y ahora sólo soy un hombre corriente
que tiene que tomar pastillas, sufre temblores en las manos todo el rato, sólo
puede tener un empleo de lo más simple y cuya familia seguramente desearía que
desapareciera. Me gustaría saber como se dice joder en francés.
—Bueno, personalmente, si te sirve de algo, siempre
tuve la impresión de que eras un espléndido emperador francés —aseguré tras
pensar un momento—. Y si hubieras sido tú quien dirigió las tropas en
Waterloo, seguro que habrías ganado.
Napoleón
soltó una risita.
—Siempre supimos que se te daba mejor que a los
demás prestar atención al mundo que nos rodeaba, Pajarillo —dijo—. Le caías
bien a la gente, aunque estuviera delirante y loca.
—Me alegra saberlo.
—¿Y el Bombero? Era amigo tuyo. ¿Qué fue de él? Me
refiero a después.
—Se fue —contesté tras una pausa—. Solucionó todos
sus problemas, se trasladó al sur y ganó mucho dinero. Formó una familia. Compró
una casa grande, un coche potente. Todo le fue muy bien. Lo último que supe
fue que dirigía una fundación benéfica. Sano y feliz.
—No me extraña —asintió Napoleón—. ¿Y la mujer que
vino a investigar? ¿Se fue con él?
—No. Obtuvo una plaza de juez. Con toda clase de
honores. Su vida fue maravillosa.
—Lo sabía. Era de prever.
Todo esto
era mentira, por supuesto.
—Tengo que volver y prepararme para mi gran momento
—dijo tras echar un vistazo al reloj—. Deséame suerte.
—Buena suerte
—dije.
—Me ha gustado volver a verte —añadió Napoleón—.
Espero que te vaya todo bien.
—Y yo a ti. Tienes buen aspecto.
—¿De veras? Lo dudo. Dudo que muchos de nosotros
tengamos buen aspecto. Pero está bien. Gracias por decirlo.
Se levantó y
yo hice lo mismo. Ambos volvimos la mirada hacia el edificio Amherst.
—Me alegraré cuando lo derriben —dijo Napoleón con
súbita amargura—. Era un sitio peligroso y maligno, y en él no pasaban cosas
buenas. —Se volvió hacia mí—. Tú estuviste ahí, Pajarillo. Lo viste todo.
Cuéntalo.
—¿Quién querría escucharme?
—Puede que alguien. Escribe la historia. Puedes
hacerlo.
—Algunas historias es mejor no escribirlas.
—Si la escribes, entonces será real —comentó
Napoleón, y se encogió de hombros—. Si sólo la conservamos en nuestros
recuerdos, es como si nunca hubiera pasado. Como si hubiera sido un sueño. O
una alucinación propia de chalados. Nadie se cree lo que decimos. Pero si lo
escribes, eso le dará, no sé, cierto fundamento. Lo volverá real.
—El problema de estar loco es que era muy difícil
distinguir qué era verdad y qué no —dije sacudiendo la cabeza—. Eso no cambia
sólo porque tomemos las pastillas suficientes para arreglárnoslas en el mundo
con los demás.
—Tienes razón —sonrió Napoleón—. Pero también puede
que no la tengas. No lo sé. Sólo sé que podrías contarlo y quizás algunas personas
lo creerían, y eso ya estaría bastante bien. Entonces nadie nos creía. Ni
siquiera con la medicación, nadie nos creía. —Volvió a echar un vistazo al
reloj y movió los pies, nervioso.
—Deberías regresar—aconsejé.
—Tengo que regresar —repitió.
Estuvimos un
momento, quietos, incómodos, hasta que por fin se dio la vuelta y se alejó. A
medio camino, se giró y me dedicó el mismo saludo inseguro que al llegar.
—Cuéntalo —me gritó, y se alejó deprisa, un poco
encorvado como era su costumbre.
Vi que las manos le temblaban de nuevo.
Ya había
oscurecido cuando por fin regresé a mi casa y me encerré en la seguridad de
aquel reducido espacio. Un cansancio nervioso parecía latirme en las venas,
recorriéndolas junto con los glóbulos rojos y los glóbulos blancos. Encontrarme
con Napoleón y oír cómo me llamaba por el apodo que recibí cuando ingresé en el
hospital me había despertado emociones. Me planteé tomar más pastillas. Tenía
unas que servían para calmarme si me ponía demasiado nervioso. Pero no lo hice.
«Cuenta la historia», me había dicho.
—¿Cómo? —pregunté en voz alta en la quietud de mi
hogar.
La
habitación resonó a mi alrededor.
«No puedes contarlo», me dije.
Y entonces
me pregunté por qué no.
Tenía
bolígrafos y lápices, pero no papel.
Entonces
tuve una idea. Por un segundo, me pregunté si era una de mis voces, que volvía,
la que me lanzaba al oído una sugerencia rápida y una orden modesta. Me detuve,
escuché con atención para distinguir los tonos inconfundibles de mis viejos
guías entre los sonidos de la calle que se oían por encima del zumbido del aire
acondicionado de la ventana. Pero me eludían. No sabía si estaban ahí o no.
Pero estaba acostumbrado a la incertidumbre.
Cogí una
silla algo arañada y raída y la situé contra la pared, al fondo de la
habitación. Aunque no tenía papel, sí tenía unas paredes desnudas pintadas de
blanco.
Si mantenía
el equilibrio sobre la silla, podía llegar casi hasta el techo. Agarré un
lápiz y escribí deprisa, con letra pequeña, comprimida pero legible:
2
Francis
Xavier Petrel llegó llorando al Hospital Estatal Western en una ambulancia.
Llovía con intensidad, anochecía deprisa, y tenía los brazos y las piernas
atados. Con sólo veintiún años, estaba más asustado de lo que había estado en
su corta y hasta entonces relativamente monótona vida.
Los dos
hombres de la ambulancia habían guardado silencio durante el trayecto, salvo
para mascullar quejas sobre lo impropio del tiempo para esa estación o para
hacer comentarios mordaces sobre los demás conductores, ninguno de los cuales
parecía alcanzar los niveles de excelencia que ellos poseían. La ambulancia
había recorrido el camino a una velocidad moderada, sin luces intermitentes ni
urgencia alguna. La forma en que ambos habían actuado tenía algo de rutinario,
como si el viaje al hospital fuera sólo una parada más en medio de un día
opresivamente normal y aburrido. Uno de ellos sorbía de vez en cuando una lata
de refresco, y al hacerlo emitía un ruido parecido a un beso. El otro silbaba
fragmentos de canciones populares. El primero llevaba patillas a lo Elvis. El
segundo lucía una melena tupida como la de un león.
Podía haber
sido un trayecto aburrido para los dos asistentes, pero para el joven tenso que
iba en la parte posterior, que respiraba como si hubiera corrido un sprint no
era nada de eso. Cada sonido, cada sensación parecía indicarle algo más
aterrador y amenazador. El rumor del limpiaparabrisas era como el redoble de un
tambor agorero en el corazón de la selva. El murmullo de los neumáticos en la
resbaladiza carretera era un canto de sirena desesperado. Hasta el sonido de su
respiración trabajosa parecía resonar, como si estuviera metido en una tumba.
Las sujeciones se le hincaban en la piel. Quería pedir ayuda, pero no conseguía emitir el sonido correcto.
Lo único que le salía era un gargarismo de desesperación. Una idea se abrió
paso a través de aquella sinfonía disonante: si sobrevivía a ese día, no era
probable que viviera jamás uno peor.
Cuando la
ambulancia se detuvo frente a la entrada del hospital, oyó que una de sus voces
le advertía por encima del miedo: Si no tienes cuidado, aquí te matarán.
Los hombres
de la ambulancia parecían ajenos al peligro inminente. Abrieron las puertas
del vehículo con estrépito y sacaron sin la menor delicadeza a Francis en una
camilla. Este sintió la lluvia que le caía en la cara y se mezclaba con el
sudor nervioso de su frente hasta que traspusieron unas puertas anchas y
entraron en un mundo de luces brillantes e implacables. Lo empujaron por un
pasillo y las ruedas de la camilla chirriaban contra el linóleo. Lo único que
pudo ver al principio fue el techo gris marcado de hoyos. Era consciente de
que había más personas en el pasillo, pero estaba demasiado asustado para
volver la cabeza hacia ellas. Mantenía los ojos fijos en el aislamiento
acústico del techo, y contaba la cantidad de fluorescentes que iba dejando
atrás. Cuando llegó al cuarto, los camilleros se detuvieron.
Algunas
personas más se habían situado delante de la camilla. Oyó unas palabras por
encima de su cabeza:
—Muy bien, chicos. Nosotros nos encargaremos.
Entonces,
una cara negra, inmensa y redonda, que mostraba una hilera de dientes
irregulares en una amplia sonrisa, apareció sobre él. La cara coronaba una
chaqueta blanca de auxiliar que parecía, a primera vista, varias tallas
pequeña.
—Muy bien, señor Francis Xavier Petrel, no nos va a
causar ningún problema, ¿verdad? —El negro imprimió un ligero tono cantarín a
sus palabras, de modo que sonaron entre amenaza y diversión. Francis no supo
qué responder.
Un segundo
rostro negro entró de repente en su campo de visión al otro lado de la camilla,
inclinado también hacia él.
—No creo que este chico vaya a crearnos ningún
problema —dijo el segundo hombre—. En absoluto. ¿Verdad, señor Petrel? —El también
hablaba con un suave acento sureño.
Una voz le
gritó al oído: ¡Diles que no!
Intentó
sacudir la cabeza, pero le costaba mover el cuello.
—No causaré
ningún problema —dijo al fin. Sus palabras parecían tan duras como aquel día,
pero se alegró de poder hablar. Eso lo tranquilizó un poco. A lo largo del día había temido
que, de algún modo, fuera a perder toda capacidad de comunicación.
—Muy bien, señor Petrel. Vamos a bajarlo de la
camilla. Después nos sentaremos con calma en una silla de ruedas. ¿Entendido?
Pero aún no le voy a soltar las manos y los pies. Eso será después de que hable
con el médico. Quizá le dé algo para que se calme. Para relajarlo. Ahora
incorpórese, mueva las piernas hacia delante.
¡Haz lo que te dicen!
Lo hizo.
El
movimiento lo mareó y se balanceó brevemente. Una mano enorme lo sujetó por el
hombro. Se volvió y vio que el primer auxiliar era inmenso, cerca de dos metros
de estatura y puede que unos ciento treinta kilos de peso. Tenía brazos muy
musculosos y piernas como barriles. Su compañero, el otro negro, era un hombre
enjuto y nervudo, empequeñecido a su lado. Llevaba perilla y un peinado afro
que no lograba añadir demasiados centímetros a su modesta estatura. Los dos
hombres lo depositaron en una silla de ruedas.
—Muy bien —dijo el pequeño—. Ahora lo llevaremos a
ver al médico. No se preocupe. Las cosas pueden parecer desagradables, pésimas
ahora mismo, pero pronto mejorarán. Puede estar seguro.
No se lo
creyó. Ni una palabra.
Los dos
auxiliares lo condujeron hasta una pequeña sala de espera. Una secretaria
sentada tras una mesa metálica alzó la mirada cuando cruzaron la puerta.
Parecía una mujer imponente, estirada, de más de mediana edad, vestida con un
ajustado traje chaqueta azul, el cabello demasiado crispado, el delineador de
ojos demasiado marcado y el brillo de labios ligeramente excesivo, lo que le
confería un aspecto algo incongruente, entre bibliotecaria y prostituta
callejera.
—Éste debe de ser el señor Petrel —dijo con
brusquedad, aunque Francis supo al instante que no esperaba respuesta, porque
ya la conocía—. Ya pueden pasar. El médico lo está esperando.
Le
condujeron a un despacho. Era una habitación algo más agradable, con dos
ventanas en la pared del fondo con vistas a un jardín. Se veía un roble mecido
por el viento. Y, más allá del árbol, otros edificios, todos de ladrillo, con
tejados de pizarra negra que se fundían con la penumbra del cielo. Delante de
las ventanas había un enorme escritorio de madera. Un estante con libros en un
rincón, varias sillas demasiado mullidas y una alfombra oriental de color rojo
vivo sobre la moqueta gris que cubría el suelo creaban una zona de asiento a la derecha de
Francis. Una fotografía del gobernador junto a un retrato del presidente
Cárter colgaban de la pared. Francis lo captó lo más rápido posible girando la
cabeza a uno y otro lado. Pero sus ojos se detuvieron enseguida en el hombre
menudo que se levantó de detrás de la mesa.
—Buenas tardes, señor Petrel. Soy el doctor
Gulptilil —dijo, con una voz aguda, casi como de niño.
Era un
hombre con sobrepeso, rollizo, sobre todo en los hombros y la barriga, bulboso
como un globo al que se le ha dado forma. Era indio o pakistaní. Llevaba una
reluciente corbata de seda roja y una camisa de un blanco luminoso, pero su
traje gris, mal entallado, tenía los puños algo raídos. Parecía la clase de
hombre que pierde interés en su aspecto a medio vestirse por la mañana. Llevaba
unas gafas gruesas de montura negra, y el pelo, peinado hacia atrás, se le
rizaba sobre el cuello de la camisa. Francis no pudo deducir si era joven o
mayor. Observó que le gustaba subrayar sus palabras con movimientos de la mano,
de modo que su conversación parecía la actuación de un director de orquesta con
la batuta.
—Hola —dijo Francis, vacilante.
¡Ten cuidado con lo que dices!, le advirtió una de sus voces.
—¿Sabe por qué está aquí? —preguntó el médico.
Parecía sentir verdadera curiosidad.
—No estoy muy seguro.
Gulptilil
bajó la mirada a un expediente y examinó una hoja.
—Al parecer, ha asustado a algunas personas —indicó
despacio—. Y parecen creer que necesita ayuda. —Tenía un ligero acento británico,
un pequeño toque de anglicismo que era probable que los años en Estados Unidos
hubieran erosionado. Hacía calor en la habitación, y uno de los radiadores
siseaba bajo la ventana.
—Fue un error —respondió Francis—. No quería
hacerlo. Las cosas se descontrolaron un poco. Fue un accidente. De verdad que
sólo fue una equivocación. Ahora me gustaría volver a casa. Lo siento. Prometo
portarme mejor. Mucho mejor. Sólo fue un error. No quería hacerlo. De verdad
que no. Pido disculpas.
El médico
asintió, pero no contestó precisamente a lo que Francis había dicho.
—¿Oye voces ahora? —quiso saber.
¡Dile que no!
—No.
—¿No?
—No.
¡Dile que no sabes de qué está hablando! ¡Dile que
nunca has oído ninguna voz!
—No sé a qué se refiere con eso de las voces
—aseguró Francis.
¡Muy bien!
—Me refiero a que usted oye hablar a personas que no
están físicamente presentes. O tal vez oye cosas que los demás no pueden oír.
Francis negó
con la cabeza.
—Eso sería una locura —comentó. Estaba ganando algo
de confianza.
El médico
examinó la hoja y volvió a alzar los ojos hacia Francis.
—Así que las muchas veces que los miembros de su
familia le han observado hablando solo no son ciertas. ¿Por qué mentirían,
pues?
Francis se
movió inquieto mientras pensaba en la pregunta.
—¿Quizás están equivocados? —dijo, y la
incertidumbre asomó a su voz.
—Lo dudo.
—No he tenido demasiados amigos —comentó Francis con
cautela—. Ni en el colegio ni en el barrio. Los demás suelen dejarme solo. Así
que he terminado hablando conmigo mismo. Puede que sea eso lo que han
observado.
—¿Habla consigo mismo? —repuso el médico.
—Sí. Eso es —corroboró Francis, y se relajó un poco
más.
Muy bien.
Muy bien. Ten cuidado.
El médico
echó otro vistazo al expediente. Exhibía una sonrisita en los labios.
—Yo también hablo conmigo mismo a veces —aseguró.
—Bueno. Ya lo ve —contestó Francis. Se estremeció y
sintió una curiosa mezcla de calor y frío, como si el tiempo húmedo y crudo del
exterior hubiera logrado seguirlo y hubiese superado el calor ardiente del
radiador.
—Pero cuando
lo hago no mantengo una conversación, señor Petrel. Es más bien un
recordatorio, como «No olvides comprar un litro de leche», o una advertencia,
como «¡Ay!» o «¡Mierda!» o, debo admitirlo, epítetos aún peores. No me dedico
a preguntar y contestar a alguien que no está presente. Y eso, me temo, es lo
que su familia dice que lleva haciendo usted desde hace años.
¡Ten cuidado con ésta!
—¿Eso han dicho? —replicó Francis con astucia—. Qué
extraño.
—No tanto como se imagina, señor Petrel —dijo el
médico y sacudió la cabeza.
Rodeó la
mesa acortando la distancia entre ambos para terminar apoyándose en el borde,
justo delante de Francis, confinado en la silla de ruedas, limitado por las
ataduras de manos y piernas, pero igualmente por la presencia de los dos
auxiliares, que no habían hablado ni se habían movido pero se mantenían justo
detrás de él.
—Tal vez volvamos más tarde a esas conversaciones
suyas, señor Petrel —dijo el doctor—. Porque no acabo de entender cómo puede tenerlas
sin oír algo a cambio, y eso me preocupa de verdad.
¡Es peligroso, Francis! Es inteligente y no busca
nada bueno. ¡Cuidado con lo que dices!
Francis
asintió, y temió que el médico lo hubiese advertido. Se puso tenso y vio cómo
Gulptilil hacía una anotación en la hoja con un bolígrafo.
—Intentemos otra cosa de momento, señor Petrel
—prosiguió—. Hoy ha sido un día difícil, ¿no es así?
—Sí —contestó Francis. Supuso entonces que sería
mejor añadir algo porque el médico se limitó a mirarlo fijamente—. Tuve una discusión.
Con mis padres.
—¿Una discusión? Sí. Por cierto, señor Petrel,
¿puede decirme qué fecha es hoy?
—¿La fecha?
—Correcto. La fecha de esta discusión que tuvo usted
hoy.
Pensó un
buen momento. Luego miró por la ventana y vio que el árbol se doblaba bajo el
viento, con movimientos espasmódicos, como si un titiritero oculto le
manipulara las extremidades. Las ramas tenían unos brotes, así que hizo algunos
cálculos mentales. Se concentró mucho, y esperaba que una de las voces supiera
la respuesta, pero de repente estaban, como era su irritante costumbre,
silenciosas. Echó un vistazo alrededor con la esperanza de encontrar un
calendario u otra señal que pudiera ayudarlo, pero no vio nada. Volvió la
mirada a la ventana para observar cómo se movía el árbol. Luego miró al médico
y vio que éste esperaba pacientemente la respuesta, como si hubieran transcurrido
varios minutos desde su pregunta. Francis inspiró hondo.
—Lo siento... —empezó.
—¿Se ha distraído? —preguntó el médico.
—Le pido disculpas.
—Parecía estar en otro sitio —comentó el médico—.
¿Le ocurre con frecuencia?
¡Dile que no!
—No. En absoluto.
—¿De veras? Me sorprende. En cualquier caso, señor
Petrel, iba a decirme algo.
—¿Me había hecho una pregunta? —repuso Francis,
enojado consigo mismo por haber perdido el hilo de la conversación.
—La fecha, señor Petrel.
—Creo que es quince de marzo —respondió Francis con
seguridad.
—Ah, los idus de marzo. Momento de traiciones
famosas. Lástima, pero no. —Negó con la cabeza—. Pero ha estado cerca, señor
Petrel. ¿Y el año?
Francis hizo
más cálculos mentales. Sabía que tenía veintiún años y que su cumpleaños había
sido el mes anterior, de modo que dedujo:
—Mil novecientos setenta y nueve.
—Bien —contestó el doctor—. Excelente. ¿Y a qué día
estamos?
—¿Qué día?
—¿Qué día de la semana, señor Petrel?
—Estamos a... sábado.
—No. Lo siento. Hoy es miércoles. ¿Podrá recordarlo
un rato?
—Sí. Miércoles. Por supuesto.
—Y ahora volvamos a esta mañana —pidió el médico, y
se frotó el mentón con la mano—, con su familia. Fue algo más que una
discusión, ¿no es así, señor Petrel?
¡No! ¡Fue lo mismo de siempre!
—No creo que fuera tan especial...
—¿De veras?
—El médico abrió los ojos con una ligera nota de sorpresa—. Qué curioso, señor
Petrel. Porque el informe de la policía local indica que amenazó a sus dos
hermanas y que después anunció que iba a suicidarse. Que la vida no valía la
pena y que odiaba a todo el mundo. Y luego, cuando su padre le hizo frente,
también lo amenazó, lo mismo que a su madre, aunque no con atacarlos sino con
algo igual de peligroso. Dijo que quería que todo el mundo desapareciera. Creo
que ésas fueron sus palabras exactas. Y el informe asegura además, señor
Petrel, que fue a la cocina de la casa donde vive con sus padres y sus dos hermanas menores y tomó
un cuchillo grande, el cual blandió en su dirección de tal manera que ellos
creyeron que iba a atacarlos. Luego lo lanzó contra la pared. Y después, cuando
la policía llegó a su casa, se encerró en su habitación y se negó a salir, pero
desde el pasillo le oían hablar en voz alta, discutiendo, cuando de hecho no
había nadie con usted. Tuvieron que derribar la puerta, ¿no es así? Y, por fin,
forcejeó con los policías y con los auxiliares de la ambulancia que intentaban
ayudarlo, por lo que uno de ellos necesitó incluso ser atendido. ¿Es ése un
breve resumen de los hechos de hoy, señor Petrel?
—Sí —contestó con tristeza—. Siento lo del policía.
Un puñetazo mío le acertó sin querer en el ojo. Sangró mucho.
—Eso fue una suerte para usted y para él —dijo
Gulptilil.
Francis
asintió.
—Tal vez ahora podría explicarme por qué pasaron hoy
estas cosas, señor Petrel.
¡No le digas nada! ¡Van a usar en tu contra hasta la
última palabra que digas!
Francis miró
otra vez por la ventana en busca del horizonte. Detestaba la pregunta «por
qué». Lo había perseguido toda la vida. ¿Por qué no tienes amigos? ¿Por qué no
te llevas bien con tus hermanas? ¿Por qué no puedes lanzar bien una pelota o
estar tranquilo en clase? ¿Por qué no prestas atención cuando te habla el
profesor, o el jefe de los scouts, o el sacerdote de la parroquia, o los
vecinos? ¿Por qué te escondes siempre de los demás? ¿Por qué eres diferente,
Francis, cuando lo único que queremos es que seas igual? ¿Por qué no puedes
conservar un empleo? ¿Por qué no puedes estudiar? ¿Por qué no puedes alistarte
en el ejército? ¿Por qué no puedes comportarte? ¿Por qué no hay quien te ame?
—Mis padres creen que tengo que hacer algo con mi
vida. Eso fue lo que provocó la discusión.
—¿Es consciente, señor Petrel, de que obtuvo muy
buenos resultados en sus estudios? Excelentes, por extraño que parezca. Quizás
sus esperanzas no fueran tan infundadas.
—Supongo que no.
—¿Por qué discutió entonces?
—Una conversación así nunca es tan razonable como se
cuenta después —respondió Francis, y eso hizo sonreír al doctor.
—Ah, señor
Petrel, supongo que tiene razón en eso. Pero no entiendo cómo esta discusión
subió tanto de tono.
—Mi padre estaba resuelto.
—Usted lo golpeó, ¿verdad?
¡No admitas nada! ¡El te golpeó antes! ¡Di eso!
—El me golpeó antes —obedeció Francis.
Gulptilil
hizo otra anotación. Francis se revolvió en el asiento. El médico alzó los ojos
hacia él.
—¿Qué está escribiendo? —quiso saber Francis.
—¿Importa eso?
¡No permitas que te toree! ¡Averigua qué está
escribiendo! ¡No será nada bueno!
—Sí. Quiero saber qué está escribiendo.
—Sólo son unas notas sobre nuestra conversación.
¡Insiste!
—Creo que debería enseñarme lo que está escribiendo.
Creo que tengo derecho a saber qué está escribiendo.
El médico no
respondió, así que Francis prosiguió.
—Estoy aquí, he contestado sus preguntas y ahora yo
le hago una. ¿Por qué está escribiendo cosas sobre mí sin enseñármelas? No es
justo.
Se removió y
tiró de las ataduras que lo sujetaban. Notaba que el calor de la habitación aumentaba,
como si hubieran subido la calefacción de golpe. Forcejeó un momento para
intentar liberarse, pero no lo consiguió. Inspiró hondo y volvió a desplomarse
en el asiento.
—¿Está nervioso? —preguntó el médico tras unos
instantes de silencio. Era una pregunta que no requería respuesta.
—Eso no es justo —repitió Francis, intentando
infundir tranquilidad a su voz.
—¿Es importante la justicia para usted?
—Sí. Por supuesto.
—Sí, quizá tenga razón en eso, señor Petrel.
De nuevo
guardaron silencio. Francis oía sisear el radiador y pensó que quizás era la
respiración de los auxiliares, que seguían a sus espaldas. Se preguntó si una
de sus voces podría estar intentando captar su atención susurrándole algo tan
bajo que le costaba oírlo. Se inclinó hacia delante, como para escuchar mejor.
—¿Suele impacientarse cuando las cosas no le salen
como quiere?
—¿No le pasa a todo el mundo?
—¿Cree que
debería lastimar a la gente cuando las cosas no salen como a usted le gustaría,
señor Petrel?
—No.
—Pero se enfada.
—Todo el mundo se enfada a veces.
—Ah, señor Petrel, en eso tiene toda la razón. Sin
embargo, el modo en que reaccionamos a nuestro enfado es fundamental, ¿no?
Creo que deberíamos volver a hablar. —El médico se había inclinado hacia él
para imprimir algo de complicidad a su actitud—. Sí, creo que serán necesarias
más conversaciones. ¿Sería eso aceptable para usted, señor Petrel?
No contestó.
Era como si la voz del médico se hubiera apagado, como si alguien le hubiera
bajado el volumen o como si sus palabras le llegaran desde una gran distancia.
—¿Puedo llamarte Francis? —preguntó el médico.
De nuevo no
respondió. No se fiaba de su voz, porque empezaba a mezclarse con las emociones
que le crecían en el pecho.
—Dime, Francis —preguntó Gulptilil tras observarlo
un instante—, ¿recuerdas lo que te pedí que recordaras hace un rato, durante
nuestra conversación?
Esta
pregunta pareció devolverlo a la habitación. Alzó los ojos hacia el médico,
que exhibía una mirada inquisitiva.
—¿Cómo?
—Te he pedido que recordaras algo.
—No me acuerdo —soltó Francis con brusquedad.
—Pero tal vez podrías recordarme a qué día de la
semana estamos —dijo el médico con la cabeza ligeramente ladeada.
—¿Qué día?
—Sí.
—¿Es importante?
—Imaginemos que lo es.
—¿Está seguro de habérmelo preguntado antes?
—Francis procuraba ganar tiempo, porque aquel simple dato parecía de repente
eludirlo, como si se escondiera tras una nube en su interior.
—Sí —contestó el doctor—. Estoy seguro. ¿A qué día
estamos?
Francis se
lo pensó, mientras se debatía con la ansiedad que de repente se encaramaba a
sus demás pensamientos. Ojalá alguna de sus voces acudiera en su ayuda, pero
siguieron silenciosas.
—Creo que es
sábado —aventuró con cautela. Pronunció cada palabra despacio, vacilante.
—¿Estás seguro?
—Sí —contestó con escasa convicción.
—¿No recuerdas que yo te hubiera dicho que era
miércoles?
—No. No sería correcto. Es sábado. —La cabeza le
daba vueltas, como si aquellas preguntas le obligaran a correr en círculos
concéntricos.
—No —corrigió el médico—. Pero no tiene importancia.
Te quedarás un tiempo con nosotros, Francis, y tendremos oportunidad de volver
a hablar sobre estos temas. Estoy seguro de que en el futuro recordarás mejor
las cosas.
—No quiero quedarme —contestó Francis, sintiendo un
pánico repentino mezclado con desesperación—. Quiero irme a casa. De verdad,
creo que me están esperando. Se acerca la hora de cenar, y mis padres y
hermanas quieren que todo el mundo esté en casa entonces. Es la norma de la
casa, ¿sabe? Tienes que estar a las seis, con la cara y las manos lavadas. Nada
de ropa sucia si has estado jugando fuera. Preparados para bendecir la mesa.
Tenemos que bendecir la mesa. Siempre lo hacemos. Algunos días me toca a mí.
Tenemos que dar gracias a Dios por la comida que tenemos en la mesa. Creo que
hoy me toca. Sí, estoy seguro. De modo que tengo que irme, no puedo llegar
tarde.
Notaba cómo
las lágrimas le anegaban los ojos y los sollozos le entrecortaban las
palabras. Esas cosas le pasaban a un reflejo exacto de él, no a él, que estaba
algo distanciado del Francis real. Luchó para que todas esas partes de él mismo
se reunieran en una sola, pero era difícil.
—¿Quizá quieras hacerme alguna pregunta? —dijo
Gulptilil con delicadeza.
—¿Por qué no puedo volver a casa? —tosió la pregunta
entre lágrimas.
—Porque la gente te tiene miedo, Francis, y porque
asustas a la gente.
—¿Qué clase de sitio es éste?
—Un sitio donde te ayudaremos —aseguró el médico.
¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mentira!
Gulptilil
dirigió la mirada a los dos auxiliares y les dijo:
—Señor Moses, por favor, lleve con su hermano al
señor Petrel al edificio Amherst. Aquí tiene una receta con la medicación y
algunas instrucciones adicionales para las enfermeras. Deberá estar por lo menos
treinta y seis horas en observación antes de que se planteen pasarlo a la sala
abierta. —Entregó el expediente al más bajo de los hombres que flanqueaban a
Francis.
—Muy bien, doctor —asintió el auxiliar.
—Sí, doctor —respondió su enorme compañero, que se
puso tras la silla de ruedas y la empujó con rapidez. El movimiento mareó a
Francis, que contuvo los sollozos que le sacudían el pecho—. No tenga miedo,
señor Petrel. Pronto se arreglará todo. Cuidaremos bien de usted —susurró el
hombretón.
Francis no
lo creyó.
Le
condujeron de vuelta a la sala de espera, con las lágrimas resbalándole por las
mejillas y las manos temblorosas bajo las sujeciones. Se retorcía en la silla
para llamar la atención de los auxiliares.
—Por favor —rogó lastimeramente, con la voz quebrada
por una mezcla de miedo y tristeza sin límite—, quiero ir a casa. Me están esperando.
Es donde quiero estar. Llévenme a casa, por favor.
El auxiliar
pequeño tenía el rostro tenso, como si le doliese oír las súplicas de Francis.
—Todo va a ir bien, ¿me oyes? —repitió con una mano
en el hombro de Francis—. Tranquilo... —Le hablaba como si fuera un niño.
Los sollozos
sacudían a Francis, procedentes de una parte muy profunda de su ser. Se
detuvieron en la sala de espera donde la secretaria estirada alzó los ojos con
una expresión impaciente e implacable.
—¡Silencio! —ordenó a Francis, que se tragó otro
sollozo y tosió.
Al hacerlo,
echó un vistazo alrededor de la habitación y vio a dos policías estatales
uniformados, con chaqueta gris y pantalones de montar azules remetidos en
relucientes botas marrones de caña alta. Ambos eran la imagen robusta, alta y
esbelta de la disciplina, con el pelo cortado al uno y el sombrero de ala
rígida un poco inclinado. Los dos llevaban un cinturón tan pulido como un
espejo, y un revólver enfundado a la cintura. Pero quien llamó la atención de
Francis fue el hombre al que flanqueaban.
Era más bajo que los policías, pero corpulento.
Francis supuso que tendría unos treinta años. Adoptaba una postura lánguida y
relajada, con las manos esposadas delante, pero su lenguaje corporal parecía
minimizar la función de las esposas, como si sólo fueran un leve inconveniente.
Llevaba puesto un holgado mono azul marino con las palabras MCI-BOSTON
bordadas en amarillo sobre el bolsillo superior derecho, y un par de
zapatillas de deporte viejas y sin cordones. El pelo castaño, bastante largo,
le sobresalía por debajo de una gorra de los Boston Red Sox manchada de sudor,
y lucía barba de dos días. Lo que más impresionó a Francis fueron sus ojos, porque iban de un lado a
otro de la habitación, más atentos y observadores que la pose relajada que
adoptaba, para captar muchas cosas lo más rápido posible. Poseían algo profundo
que Francis notó de inmediato, a pesar de su propia angustia. No supo
definirlo, pero era como si aquel hombre percibiese algo indescriptiblemente
triste situado fuera del alcance de su vista, de modo que lo que veía, oía o
presenciaba estaba teñido por este dolor oculto. Fijó esos ojos en Francis y
logró esbozar una sonrisita comprensiva, que pareció hablarle directamente.
—¿Estás bien, chico? —preguntó con un leve acento
irlandés de Boston—. ¿Tan mal te van las cosas?
—Quiero irme a casa —explicó Francis a la vez que
meneaba la cabeza—, pero dicen que tengo que quedarme aquí.— Acto seguido,
preguntó espontáneamente en tono lastimero: —¿Puedes ayudarme, por favor?
—Supongo que aquí hay más de uno que querría irse a
casa y no puede —dijo el hombre, inclinándose un poco hacia el joven—. Yo mismo
me incluyo en esa categoría.
Francis alzó
la mirada hacia él. No sabía muy bien por qué, pero su tono calmado lo
tranquilizó.
—¿Puedes ayudarme? —repitió.
—No sé qué puedo hacer —dijo el hombre con una
sonrisa, medio indiferente y medio triste—, pero lo intentaré.
—¿Me lo prometes? —lo urgió Francis.
—De acuerdo. Te lo prometo.
El joven se
recostó en la silla y cerró los ojos.
—Gracias —susurró.
La
secretaria interrumpió la conversación con una orden a uno de los auxiliares
negros:
—Señor Moses, este caballero es el señor... —Vaciló
tras señalar al hombre del mono y decidió continuar como si omitiera adrede el
nombre—. Es el caballero del que hablamos antes. Estos policías lo acompañarán
a ver al médico, pero vuelvan enseguida para llevarlo a su nuevo alojamiento.
—Pronunció esta palabra con una pizca de sarcasmo—. Mientras tanto, instalen al
señor Petrel en Amherst. Lo están esperando.
—Sí, señora —dijo el negro corpulento, como si le
tocara hablar, aunque los comentarios de la mujer iban dirigidos al otro
auxiliar—. Lo que usted diga.
El hombre del mono volvió a mirar a Francis.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Francis Petrel.
—Petrel es un nombre bonito. —Sonrió—. Así se llama
un pajarillo marino, común en Cape Cod. Son los pájaros que se ven sobrevolando
las olas las tardes de verano, sumergiéndose en el agua y levantando el vuelo.
Unos animales muy bonitos. Mueven con rapidez sus alas blancas y planean sin
esfuerzo. Deben de tener muy buena vista para detectar un lanzón o un menhaden
en el agua. Un pájaro poético, sin duda. ¿Puedes volar así, Francis?
El joven
sacudió la cabeza.
—Vaya —exclamó el hombre del mono—. Pues tal vez
deberías aprender. Sobre todo si te van a encerrar en este acogedor sitio mucho
tiempo.
—¡Silencio! —interrumpió uno de los policías con una
brusquedad que hizo sonreír al hombre.
—¿O qué? —le replicó.
El policía
no contestó, aunque enrojeció, y el hombre volvió a girarse hacia Francis sin
hacer caso de la orden.
—Francis Petrel. Pajarillo. Eso me gusta más.
Tómatelo con calma, Pajarillo, y volveré a verte pronto. Te lo prometo.
Francis
fue incapaz de contestar, pero percibió un mensaje de ánimo en aquellas
palabras. Por primera vez desde que esa horrible mañana había empezado con
tantas voces, gritos y recriminaciones, sintió que no estaba totalmente solo.
Era como si el ruido y el estruendo constante que había oído todo el día se
hubiera reducido, como si hubieran bajado el volumen demencial de una radio.
Algunas de sus voces le murmuraron una aprobación de fondo, y se relajó un
poco. Pero no tuvo tiempo de reflexionar al respecto, porque se lo llevaron con
brusquedad hacia el pasillo y la puerta se cerró con estrépito a sus espaldas.
Una corriente fría le hizo estremecerse y le recordó que, a partir de ese
momento, su vida había cambiado radicalmente y todo lo que iba a experimentar
sería inaprensible y nuevo. Tuvo que morderse el labio inferior para impedir
que volvieran a aflorarle las lágrimas, y tragó saliva para mantenerse en
silencio y dejarse llevar con diligencia desde la zona de recepción hacia las
profundidades del Hospital Estatal Western.3
La luz tenue
de la mañana se deslizaba por los tejados vecinos e insinuaba su llegada a mi
reducido apartamento. Situado frente a lapa-red, vi todo lo que había escrito
la noche anterior en un largo y único párrafo. Mi escritura era muy apretada,
como nerviosa. Las palabras discurrían en líneas titubeantes, como un campo de
trigo recorrido por un soplo de viento. Me pregunté si había tenido realmente
tanto miedo el día que llegué al hospital La respuesta era fácil: sí. Y mucho
más de lo que había escrito. La memoria suele nublar el dolor. La madre olvida
la agonía del parto cuando le ponen al bebé en los brazos, el soldado ya no
recuerda el dolor de sus heridas cuando el general le pone la medalla en el
pecho y la banda toca una marcha militar. ¿Había escrito la verdad sobre lo que
vi? ¿ Capté bien los detalles? ¿ Ocurrió tal como lo recordaba?
Tomé el
lápiz, me arrodillé en el suelo, en el lugar donde había terminado mi primera
noche ante la pared. Vacilé y escribí:
Francis
Petrel despertó cuarenta y ocho horas después en una deprimente celda de
aislamiento gris, embutido en una camisa de fuerza. El corazón le latía
acelerado, se notaba la lengua espesa y ansiaba beber algo frío y tener algo de
compañía...
Francis Petrel despertó cuarenta y ocho horas
después en una deprimente celda de aislamiento gris, embutido en una camisa de
fuerza. El corazón le latía acelerado, se notaba la lengua espesa y ansiaba
beber algo frío y tener algo de compañía. Yacía rígido en la cama metálica con
un colchón delgado y manchado, con la mirada puesta en el techo que cerraba las paredes
acolchadas de color arpillera, mientras efectuaba un modesto inventario de su
persona y su entorno. Movió los dedos de los pies, se pasó la lengua por los
labios resecos y se contó cada latido del pulso hasta que notó que se calmaba.
Los fármacos que le habían inyectado le hacían sentir sepultado o, como mínimo,
cubierto de una sustancia densa. Había una sola bombilla blanca, que relucía en
una rejilla metálica sobre su cabeza, lejos de su alcance, y el brillo le
lastimaba los ojos. Debería tener hambre, pero no era así. Forcejeó con las
sujeciones, en vano. Decidió pedir ayuda, pero antes se susurró a sí mismo:
—¿Todavía
estáis ahí?
Hubo un
momento de silencio.
Luego oyó
varias voces hablando todas a la vez, tenues, como sofocadas con una almohada:
Estamos
aquí. Todavía estamos aquí.
Eso lo
tranquilizó.
Tienes que
conservarnos ocultas, Francis.
Asintió.
Parecía algo obvio. Sentía un dilema interior, casi como un matemático que ve
que una ecuación complicada en una pizarra podría tener varias soluciones
posibles. Las voces que lo habían guiado también lo habían metido en ese
aprieto, y no le cabía duda de que tenía que mantenerlas ocultas en todo
momento si quería salir alguna vez del Hospital Estatal Western. Mientras
pensaba en ello, oía los sonidos familiares de todas las personas que
habitaban en su imaginación. Cada una de esas voces tenía su personalidad: una
voz de exigencia, una voz de disciplina, una voz de concesión, una voz de
preocupación, una voz que advertía, una voz que calmaba, una voz de duda, una
voz de decisión. Todas tenían sus tonos y sus temas; había llegado a saber
cuándo debía esperar una u otra, según la situación en que se encontrase.
Desde su airada confrontación con su familia y la llegada de la policía y la
ambulancia, las voces le habían reclamado su atención. Pero ahora tenía que
esforzarse para oírlas, y la concentración le hacía fruncir el entrecejo.
Pensó que,
en cierto modo, eso formaba parte de organizarse.
Permaneció en aquella cama incómoda otra hora,
percibiendo la estrechez de la habitación, hasta que la ventanita de la puerta
se abrió con un chirrido. Desde su posición, podía verla si se incorporaba como
un atleta haciendo abdominales, una postura difícil de mantener más de unos segundos debido a la
camisa de fuerza. Vio primero un ojo y después otro que lo observaban, y logró
pronunciar un débil: «¿Hola?»
Nadie
contestó y la ventanita se cerró de golpe.
Treinta
minutos después, según sus cálculos, se abrió de nuevo. Intentó saludar otra
vez, y esta vez pareció funcionar porque segundos después oyó una llave en la
cerradura. La puerta se abrió, y el negro grandullón entró en la celda. Sonreía
como si lo hubieran pillado en mitad de una broma, y saludó a Francis de una
forma afable.
—¿Cómo te
encuentras hoy, Francis? —preguntó—. ¿Has conseguido dormir? ¿Tienes hambre?
—Tengo sed
—dijo Francis con voz ronca.
—Es por la
medicación que te dieron —repuso el auxiliar—. Te deja la lengua espesa, como
si la tuvieras hinchada, ¿verdad?
Francis
asintió. El auxiliar salió al pasillo y volvió con un vaso de agua. Se sentó al
borde de la cama y sostuvo a Francis como si fuera un niño enfermo para que se
la bebiera. Estaba tibia, casi salobre, con un ligero sabor metálico, pero en
ese momento la mera sensación de que le bajara por la garganta y aquel brazo
que lo sostenía tranquilizaron a Francis más de lo que habría esperado. El
negro debió de darse cuenta, porque aseguró en voz baja:
—Todo irá
bien, Pajarillo. Así es como te llamó el otro nuevo, y creo que es un buen
apodo. Este sitio es un poco duro al principio, uno tarda en acostumbrarse,
pero estarás bien. Estoy seguro. —Lo recostó en la cama y añadió—: El médico
vendrá a verte enseguida.
Unos segundos
después, Francis vio la forma rolliza del doctor Gulptilil en el umbral.
—¿Cómo se
encuentra hoy, señor Petrel? —preguntó con una sonrisa y su ligero acento
británico.
—Estoy bien
—respondió Francis. No sabía qué otra cosa decir. Sus voces le advertían que
tuviera mucho cuidado. De nuevo sonaban más tenues de lo habitual, casi como si
le gritaran desde el otro lado de un ancho abismo.
—¿Recuerda
dónde está? —preguntó el médico.
—En un
hospital.
—Sí—corroboró
el médico con una sonrisa—. Eso no es difícil de suponer. ¿Pero recuerda cuál?
¿Y cómo llegó aquí?
Francis se acordaba. El mero hecho de responder
preguntas despejó parte de la niebla que le oscurecía la visión.
—Estoy en el
Hospital Estatal Western —dijo—. Y llegué en una ambulancia después de una
discusión con mis padres.
—Muy bien.
¿Y recuerda en qué mes estamos? ¿Y el año?
—Todavía
estamos en marzo, creo. De 1979.
—Excelente.
—El médico pareció satisfecho—. Diría que hoy está un poco más orientado. Creo
que podremos ponerlo fuera de aislamiento y sujeción, y empezar a integrarlo
en la unidad. Es lo que había esperado.
—Me gustaría
irme a casa —dijo Francis.
—Lo siento,
señor Petrel. Eso aún no es posible.
—No quiero
quedarme aquí—insistió el joven. Parte del temblor que había marcado su voz el
día anterior amenazaba con reaparecer.
—Es por su
propio bien —contestó el médico.
Francis lo
dudó. Sabía que no estaba tan loco como para no comprender que era por el bien
de otras personas, no por el suyo, pero no lo dijo en voz alta.
—¿Por qué no
puedo irme a casa? —quiso saber—. No he hecho nada malo.
—¿Recuerda
el cuchillo de cocina? ¿Y sus amenazas?
—Fue un
malentendido —explicó meneando la cabeza.
—Claro que
sí—sonrió Gulptilil—. Pero estará con nosotros hasta que se dé cuenta de que
no puede ir por ahí amenazando a la gente.
—Le prometo
que no lo haré.
—Gracias,
señor Petrel. Pero una promesa no es suficiente en sus actuales circunstancias.
Tiene que convencerme. Convencerme por completo. La medicación que recibe le
irá bien. A medida que siga tomándola, el efecto acumulativo aumentará su
dominio de la situación y le servirá para readaptarse. Puede que entonces
podamos hablar de su regreso a la sociedad y a algo más constructivo. —Dijo esa
última frase despacio, y añadió—: ¿Qué opinan sus voces de su estancia aquí?
—No oigo
ninguna voz —repuso Francis, y oyó un coro de aprobación en su interior.
—Ah, señor
Petrel, ahora tampoco sé muy bien si creerlo —sonrió el médico otra vez,
mostrando una dentadura ligeramente irregular—. Aun así—vaciló—, creo que le
irá bien estar con el resto de los pacientes. El señor Moses le enseñará las
instalaciones y le explicará las normas. Las normas son importantes, señor
Petrel. No hay muchas pero son vitales. Obedecer las normas y convertirse en
un miembro constructivo de nuestro pequeño mundo son signos de salud mental.
Cuanto más me demuestre que sabe desenvolverse bien aquí, más cerca estará de
volver a casa. ¿Comprende esta ecuación, señor Petrel?
Francis
asintió con énfasis.
—Hay
actividades. Hay sesiones en grupo. De vez en cuando tendrá algunas sesiones
particulares conmigo. Y recuerde las normas. Todas estas cosas juntas crean
posibilidades. Si no se adapta, me temo que su estancia aquí será larga, y a
menudo desagradable... —Señaló la celda de aislamiento—. Esta habitación, por
ejemplo —comentó, y señaló la camisa de fuerza—, estos recursos, y otros, son
opciones. Siempre son opciones. Pero evitarlos es vital, señor Petrel. Vital
para recuperar la salud mental. ¿Me expreso con suficiente claridad?
—Sí—afirmó
Francis—. Integrarse. Sacar provecho. Obedecer las normas —repitió como un
mantra o una oración.
—Exacto.
Excelente. ¿Lo ve? Ya vamos progresando. Anímese, señor Petrel. Y saque
provecho de lo que el hospital le ofrece. —Se levantó y asintió en dirección
del auxiliar—. Muy bien, señor Moses, ya puede liberar al señor Petrel.
Acompáñelo a la unidad, dele algo de ropa y muéstrele la sala de actividades.
—Sí, señor
—contestó el auxiliar con vehemencia militar.
Gulptilil
salió de la celda de aislamiento, y el auxiliar empezó a desabrocharle la
camisa de fuerza y a descruzarle las mangas hasta dejarlo libre. Francis se
estiró con torpeza y se frotó los brazos, como si quisiera devolver algo de
energía y vida a las extremidades que habían estado sujetas con tanta firmeza.
Puso los pies en el suelo y se levantó inseguro. Notó una sensación de mareo y
el auxiliar lo agarró del hombro para impedir que se cayera. Se sintió un poco
como un niño que da sus primeros pasos, sólo que sin la misma sensación de alegría
y logro, provisto nada más que de duda y miedo.
Siguió a Moses por el pasillo de la tercera planta
del edificio Amherst. Había media docena de celdas acolchadas, con un sistema
de doble llave y ventanitas de observación. No sabía si estaban ocupadas o no,
excepto una, pues al pasar oyó tras la puerta cerrada un torrente de palabrotas
apagadas que desembocó en un grito largo y doloroso. Una mezcla de agonía y
odio. Se apresuró a seguir el ritmo del corpulento auxiliar, que no pareció
inmutarse al oír ese grito desgarrador y siguió bromeando sobre la distribución
del edificio y su historia mientras cruzaban una serie de puertas dobles que
daban a una amplia escalera central. Francis apenas recordaba haber subido esos
peldaños dos días antes, en lo que le parecía un pasado distante y cada vez más
fugaz, cuando todo lo que pensaba sobre su vida era totalmente diferente.
El diseño
del edificio le pareció a Francis tan demencial como sus ocupantes. Los pisos
superiores tenían oficinas que lindaban con trasteros y celdas de aislamiento.
En la planta baja y en el primer piso, había dormitorios amplios, repletos de
sencillas camas metálicas, con algún que otro arcón para guardar pertenencias.
Dentro de los dormitorios había pequeños aseos y duchas, con compartimientos
que, como vio de inmediato, no proporcionaban demasiada intimidad. Había otros
baños en los pasillos, repartidos por la planta, con la palabra HOMBRES o
MUJERES señalada en las puertas. En una concesión al pudor, las mujeres se
alojaban en un extremo del pasillo y los hombres en el otro. Un amplio puesto
de enfermería separaba las dos áreas. Estaba rodeado de rejilla metálica, con
una puerta igualmente metálica y cerrada con llave. Todas las puertas tenían
dos, a veces tres, cerrojos dobles que se abrían desde el exterior; una vez
cerradas, era imposible que alguien las abriera desde dentro, a menos que
tuviera llave.
La planta
baja tenía una gran zona abierta, la principal sala de estar común, así como
una cafetería y una cocina lo bastante grande para preparar y servir comidas a
los ocupantes del edificio tres veces al día. También había varias habitaciones
pequeñas, que se usaban para las sesiones de terapia de grupo. Por todas
partes había ventanas que llenaban de luz el edificio, pero cada una de ellas
tenía una contraventana de barrotes y tela metálica cerrada con llave por la
parte exterior, de modo que la luz del día penetraba a través de un entramado y
proyectaba unas extrañas sombras con forma de rejilla sobre el suelo pulido o
las relucientes paredes blancas. Había puertas que parecían situadas al tuntún,
en ocasiones cerradas con llave, de modo que Moses tenía que usar el grueso
llavero que llevaba colgado del cinturón, pero otras veces estaban abiertas y
sólo había que empujarlas. Francis no consiguió descifrar qué principio regía
el cierre de las puertas con llave.
Pensó que
era una prisión de lo más curiosa.
Estaban
recluidos pero no encarcelados. Sujetos pero no esposados.
Como Moses y su hermano pequeño, con quien se
cruzaron en el pasillo, las enfermeras y los ayudantes vestían ropa blanca.
También se cruzaron con algún que otro médico, asistente social o psicólogo. Estos llevaban chaquetas y
pantalones informales, o vaqueros. Francis observó que casi todos llevaban
sobres, tablillas y carpetas marrones bajo el brazo, y que todos parecían andar
por los pasillos con decisión y sentido de la orientación, como si al tener una
tarea específica entre manos pudieran diferenciarse de los pacientes.
Éstos
abarrotaban los pasillos. Había grupos apiñados, mientras que algunos
permanecían hurañamente solos. Muchos lo miraron con recelo al pasar. Algunos
lo ignoraron. Nadie le sonrió. Apenas tuvo tiempo de observarlos mientras
seguía el paso rápido impuesto por Moses. Sólo vio una especie de reunión
variopinta y desordenada de gente de todas las edades y condiciones. Pelos que
parecían explotar del cráneo, barbas que colgaban alborotadas como las que se
veían en fotografías descoloridas de un siglo atrás. Parecía un lugar de contradicciones.
Había miradas alocadas que se fijaban en él y lo evaluaban al pasar, y también,
en contraste, miradas apagadas y huidizas que se volvían hacia la pared y
evitaban el contacto. Oía palabras y fragmentos de conversación mantenida con
otros o con un yo interno. Algunos pacientes llevaban camisones y pijamas
holgados del hospital y otros vestían prendas más de calle, unos lucían
albornoces o batas y otros vaqueros y camisas de cachemir. Todo era un poco
incongruente, desbaratado, como si los colores no estuvieran seguros de cuál
combinaba con cuál, o las tallas no existieran: camisas demasiado holgadas,
pantalones demasiado ajustados o demasiado cortos. Calcetines dispares. Rayas
junto con cuadros. En casi todas partes se respiraba un olor acre a humo de
cigarrillo.
—Hay
demasiada gente —comentó Moses cuando se acercaban a un puesto de enfermería—.
Tenemos unas doscientas camas, pero hay casi trescientas personas. Deberían
haberse dado cuenta de eso, pero no, todavía no.
Francis no
respondió.
—Pero tenemos
una cama para ti —añadió Moses, y se detuvo al llegar al puesto—. Estarás bien.
Buenos días, señoras —saludó. Dos enfermeras de blanco situadas en su interior
se volvieron hacia él—. Estáis preciosas esta mañana.
Una era mayor, de cabello canoso y una cara
demacrada y arrugada que aun así esbozó una sonrisa. La otra era una negra
fornida, mucho más joven que su compañera, que resopló su respuesta como una
mujer harta de oír palabras bonitas que se las lleva el viento.
—Tan
adulador como siempre. A ver, ¿qué necesitas ahora? —dijo en un tono entre
bronco y burlón que arrancó sonrisas socarronas a ambas mujeres.
—Sólo trato
de imprimir algo de alegría y felicidad a nuestras vidas —replicó el
auxiliar—. ¿Qué más puedo necesitar?
Las
enfermeras soltaron una carcajada.
—No hay
ningún hombre que no busque algo más —aseguró la enfermera negra.
—Acabas de
decir una verdad como un templo, amiga mía —añadió la enfermera blanca.
Moses
también rió, mientras Francis se sentía incómodo de repente, ya que no sabía
qué hacer.
—Me gustaría
presentaros al señor Francis Petrel, que estará con nosotros. Pajarillo, esta
joven tan guapa es la señorita Wright, y su encantadora compañera, la señorita
Winchell. —Les entregó el expediente—. El médico le ha recetado unos medicamentos,
nada del otro mundo.
—¿Qué
opinas, Pajarillo? —dijo a Francis—. ¿Crees que el médico puede haberte
recetado una taza de café por la mañana y una cerveza y un plato de pollo frito
y pan de maíz al acabar la jornada? ¿Crees que es eso lo que te recetó?
Francis se
quedó sorprendido, y el auxiliar añadió:
—Sólo estoy
bromeando. No hablo en serio.
Las
enfermeras echaron un vistazo al expediente y lo dejaron junto a un montón que
había en una esquina de la mesa. Winchell, la mayor, alargó la mano bajo el
mostrador y sacó una pequeña maleta de tela escocesa, de las baratas.
—Su familia
dejó esto para usted, señor Petrel —dijo, y la pasó por la ventanilla de la
rejilla metálica. Se volvió hacia el auxiliar—. Ya la he registrado.
Francis tomó
la maleta y contuvo el impulso de echarse a llorar. La había reconocido al
instante. Se la habían regalado unas Navidades, cuando era pequeño, y como no
había viajado nunca, la había usado siempre para guardar cosas especiales o
inusuales. Una especie de lugar secreto portátil para los objetos que había
coleccionado durante la niñez, porque cada uno de ellos era, a su propio modo,
una especie de viaje en sí mismo. Una pina recogida un otoño, unos soldaditos
de juguete, un libro de poesía infantil que no había devuelto a la biblioteca
local. Las manos le temblaron al recorrer la tela hasta tocar el asa. La
cremallera de la maleta estaba abierta, y vio que todo lo que había contenido
en su día había desaparecido, sustituido por parte de su ropa. Supo de
inmediato que habían vaciado todo lo que había guardado en esa maleta y lo
habían tirado. Era como si sus padres hubieran puesto en ella la poca opinión
que tenían de su vida y se la hubieran mandado para enviarlo lejos también a
él. Le tembló el labio inferior y se sintió total y absolutamente solo.
Las
enfermeras le pasaron un segundo montón de cosas: unas sábanas bastas y una
almohada, una raída manta color aceituna, excedente del ejército, un albornoz y
un pijama como los que llevaban algunos pacientes. Los dejó sobre la maleta y
lo cargó todo en sus brazos.
—Muy bien,
te enseñaré dónde está tu cama —dijo Moses—. Guardaremos tus cosas. ¿Qué
actividades tenemos hoy para Pajarillo, señoras?
—Almuerzo a
mediodía —indicó una enfermera tras echar otro vistazo al expediente—. Luego
está libre hasta una sesión en grupo en la sala 101, a las tres, con el señor
Evans. Vuelve aquí a las cuatro y media. Cena a las seis. Medicación a las
siete. Eso es todo.
—¿Lo has
oído, Pajarillo?
Francis
asintió. No se fiaba de su voz. En lo más profundo de su ser oía retumbar
órdenes de que guardara silencio y estuviera alerta, y debía obedecerlas.
Siguió a Moses hasta un amplio dormitorio que contenía entre treinta y cuarenta
camas alineadas. Todas estaban hechas, excepto una, cerca de la puerta. Había
una media docena de hombres acostados, dormidos o mirando el techo, que apenas
se volvieron hacia ellos cuando entraron.
Moses le
ayudó a hacer la cama y a guardar sus cosas en un arcón. También cabía la
maleta. Tardó menos de cinco minutos en instalarse.
—Bueno, ya
está —comentó el auxiliar.
—¿Qué me
pasará ahora?
—Ahora,
Pajarillo —repuso el otro con un gesto nostálgico—-, lo que tienes que hacer es
mejorar.
—¿Cómo?
—preguntó Francis.
—Ésa
es la pregunta clave, Pajarillo. Tendrás que averiguarlo por tu cuenta.
—¿Qué debería hacer?
—Sé reservado —le aconsejó Moses—. Este sitio puede ser duro a
veces.
Tienes que conocer a los
demás y darles el espacio que necesitan. No pretendas hacer amigos demasiado
pronto. Mantén la boca cerrada y sigue las normas. Si necesitas ayuda, habla
conmigo o con mi hermano, o con una enfermera, y procuraremos arreglar lo que
sea.
—¿Pero cuáles son las normas?
El corpulento auxiliar se volvió y señaló un cartel colocado a
cierta altura en la pared.
PROHIBIDO FUMAR EN EL DORMITORIO
PROHIBIDO HACER RUIDOS FUERTES
PROHIBIDO HABLAR DESPUÉS DE LAS 21 H
RESPETA A LOS DEMÁS
RESPETA LAS PERTENENCIAS DE LOS DEMÁS
Cuando terminó de leerlas por segunda vez, Francis se volvió. No
estaba seguro de dónde ir ni de qué hacer. Se sentó en el borde de la cama.
Al otro lado de la habitación, uno de los hombres que estaba tumbado
fingiendo dormir, se puso de pie de repente. Era muy alto, de casi dos metros,
de pecho hundido, brazos delgados y huesudos que le sobresalían de una raída
camiseta de los New England Patriots, y piernas como palillos que le salían de
unos pantalones verde cirujano que le iban diez centímetros cortos. La camiseta
tenía las mangas cortadas a la altura de los hombros. Era mucho mayor que
Francis y llevaba el cabello greñudo, apelmazado y largo hasta los hombros.
Había abierto mucho los ojos, como si estuviera medio aterrado y medio furioso.
Alzó una mano cadavérica y señaló a Francis.
—¡Alto! —gritó—. ¡Para!
—¿Qué tengo que parar? —Francis retrocedió.
—¡Para! ¡Lo sé! ¡No me engañas! ¡Lo supe en cuanto entraste!
¡Para!
—No sé qué estoy haciendo —respondió Francis.
El hombre agitaba los brazos en el aire como si intentara apartar
telarañas de su camino. Elevaba más la voz a cada paso que daba.
—¡Para! ¡Para! ¡Te tengo calado! ¡No me la pegarás!
Francis miró alrededor en busca de una escapatoria o de un sitio
donde esconderse, pero estaba acorralado entre el hombre que avanzaba hacia él
y la pared. Los demás pacientes seguían durmiendo o sin hacer caso de lo que
pasaba.
El hombre parecía aumentar de tamaño y de ferocidad a cada paso.
—¡Estoy seguro! ¡Lo supe en cuanto entraste! ¡Para ya!
La confusión paralizaba a Francis. Sus voces interiores le
gritaban un torrente de advertencias: ¡Corre! ¡Nos va a hacer daño! ¡Escóndete!
Movía la cabeza a uno y otro lado buscando una escapatoria. Trató de obligar a
sus músculos a moverse, por lo menos para levantarse de la cama, pero, en lugar
de eso, retrocedió encogido de miedo.
—¡Si no paras te detendré yo! —bramó el hombre. Parecía dispuesto
a atacarlo.
Francis levantó los brazos para protegerse.
El larguirucho soltó una especie de grito de guerra, se enderezó,
sacó el pecho hundido, agitó los brazos por encima de la cabeza y, cuando
parecía a punto de abalanzarse sobre Francis, otra voz resonó en la habitación.
—¡Quieto ahí!
El hombre vaciló un instante y se volvió hacia la voz.
—¡No te muevas!
Francis seguía pegado a la pared y con los ojos cerrados.
—¿Qué estás haciendo?
—Pero es él —aseguró el hombre a quienquiera que hubiera entrado
en el dormitorio, y pareció encogerse.
—¡No, no lo es! —fue la respuesta.
Y Francis vio que su salvador era el hombre que había conocido los
primeros minutos que estuvo en el hospital.
—¡Déjalo en paz!
—¡Pero es él! ¡Lo supe en cuanto lo vi!
—Eso me dijiste a mí cuando llegué. Es lo que dices a todos los
nuevos.
Eso hizo dudar al hombre alto.
—¿En serio? —preguntó.
—Sí.
—Todavía creo que es él —insistió pero, de modo extraño, la vehemencia
había desaparecido de su voz, sustituida por la duda—. Estoy bastante seguro
—añadió—. Podría serlo, no hay duda. —A pesar de la convicción que contenían
esas palabras, su voz reflejaba incertidumbre.
—Pero ¿por qué? —preguntó el otro—. ¿Por qué estás tan seguro?
—Es que cuando entró me pareció tan claro... Lo estaba observando
y... —Su voz se fue apagando—. Quizás esté confundido.
—Creo que estás equivocado.
—¿De veras?
—Sí.
El otro avanzó, sonriendo de oreja a oreja. Pasó junto al hombre
alto.
—Bueno, Pajarillo, veo que ya te has instalado.
Francis asintió.
—Larguirucho, te presento a Pajarillo —dijo entonces—. Lo conocí
el otro día en el edificio de administración. No es la persona que tú crees,
como yo tampoco lo era cuando me viste por primera vez. Te lo aseguro.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó el hombre alto.
—Bueno, lo vi llegar y vi su tablilla, y te prometo que, si fuera
el hijo de Satán y hubiera sido enviado a hacer el mal en el hospital, habría
estado anotado ahí, porque estaban todos los demás detalles. Ciudad natal.
Familia. Dirección. Edad. Todo. Pero no que fuera el anticristo.
—Satán es un gran impostor. Su hijo debe de ser igual de astuto.
Tal vez se esconda. Incluso de Tomapastillas.
—Puede. Pero había un par de policías conmigo y seguro que ellos
sabrían reconocer al hijo de Satán. Les entregan volantes y notas informativas,
y esas fotografías que se ven en las oficinas de correos. Ni siquiera el hijo
de Satán podría engañar a dos policías estatales.
El hombre alto escuchó atentamente esta explicación. Después, se volvió
hacia Francis.
—Lo siento. Al parecer, me equivoqué. Ahora me doy cuenta de que
no eres la persona que estoy buscando. Te ruego que aceptes mis más sinceras
disculpas. La vigilancia es nuestra única defensa contra el mal. Hay que tener
mucho cuidado, ¿sabes? Todos los días, a todas horas. Es agotador, pero del
todo necesario...
—Sí—corroboró Francis, que por fin logró ponerse en pie—. Por
supuesto. No pasa nada.
El hombre alto le estrechó la mano con entusiasmo.
—Encantado de conocerte, Pajarillo. Eres generoso. Y es evidente
que educado. Siento de veras haberte asustado.
A Francis, aquel hombre le pareció de repente dócil y servicial.
Sólo se veía viejo, andrajoso, un poco como una revista antigua que ha estado
demasiado tiempo sobre una mesa.
—Me llaman Larguirucho. —Se encogió de hombros—. Me paso aquí la
mayor parte del tiempo.
Francis asintió.
—Yo soy...
—Pajarillo —le interrumpió el otro—. Aquí nadie usa su auténtico
nombre.
—El Bombero tiene razón, Pajarillo —aseguró Larguirucho, y asintió
con la cabeza—. Apodos, abreviaturas y cosas así.
Se giró y cruzó de nuevo la habitación con rapidez para echarse en
la cama y volver a mirar el techo.
—No es mala persona, y creo que es realmente, palabra que no puede
usarse demasiado en este sitio, inofensivo —aseguró el Bombero—. A mí me hizo
exactamente lo mismo el otro día. Gritó, me señaló y se comportó como si fuera
a acabar conmigo para proteger a la sociedad de la llegada del anticristo, del
hijo de Satán o de quien sea. Cualquier demonio extraño que pudiera venir a
parar aquí por casualidad. Se lo hace a todos los novatos. Y no está del todo
loco, si lo piensas bien. En este mundo hay mucha maldad, imagino que tendrá
que salir de alguna parte. Quizá sea mejor estar atento, como él dice, incluso
aquí.
—Gracias de todos modos —dijo Francis. Se estaba calmando, como
un niño que cree haberse perdido pero ve una referencia que le permite
ubicarse—. Pero no sé tu nombre...
—Ya no tengo nombre. —Lo dijo con un ligero tono de tristeza que
concluyó con una medio sonrisa irónica teñida de pesar.
—¿Cómo es posible que no tengas nombre?
—Tuve que renunciar a él. Es lo que me trajo aquí.
Eso no tenía demasiado sentido para Francis.
—Perdona. —El hombre sacudió la cabeza, divertido—. La gente ha
empezado a llamarme el Bombero porque es lo que era antes de llegar al
hospital. Apagaba incendios.
—Pero...
—Bueno, tiempo atrás mis amigos me llamaban Peter. Así que soy
Peter el Bombero. Con eso tendrá que bastarte, Pajarillo.
—De acuerdo.
—Creo que descubrirás que aquí el sistema de nombres facilita un
poco las cosas. Ya has conocido a Larguirucho, que es un apodo evidente para
alguien con un aspecto como el suyo. Y te han presentado a los hermanos Moses,
aunque todo el mundo los llama Negro Grande y Negro Chico, lo que de nuevo
parece una elección adecuada.
Y Tomapastillas, que es más fácil de pronunciar que Gulptilil y
más acorde con su forma de enfocar el tratamiento. ¿A quién más has visto?
—A las enfermeras, la señorita...
—Ah, ¿la señorita Caray y la señorita Pincha?
—Wright y Winchell.
—Exacto. Y también hay otras, como la enfermera Mitchell, que es
la enfermera Bicha, y la enfermera Smith, que es la enfermera Huesos porque se
parece un poco a Larguirucho, y Rubita, que es bastante bonita. Hay un
psicólogo llamado Evans, apodado señor del Mal, al que conocerás pronto porque
este dormitorio está más o menos a su cargo.
Y el nombre de la repugnante secretaria de Tomapastillas es
señorita Lewis, pero alguien la apodó señorita Deliciosa. Al parecer, ella no
lo soporta, pero no puede hacer nada al respecto, porque se le ha aferrado
tanto como esos jerséis que le gusta llevar. Se ve que es de cuidado. Puede
resultarte un poco confuso, pero lo pillarás en un par de días.
Francis echó un vistazo alrededor.
—¿Está loca toda la gente que hay aquí? —susurró.
—Es un hospital para locos, Pajarillo, pero no todo el mundo lo está
—respondió el Bombero a la vez que meneaba la cabeza—. Algunos son sólo viejos
y seniles, lo que les hace parecer un poco extraños. Otros son retrasados, así
que resultan lentos, pero qué los trajo aquí exactamente es un misterio para
mí. Algunos parecen sólo deprimidos. Otros oyen voces. ¿Oyes tú voces,
Pajarillo?
Francis no supo cómo responder, pues en su interior se inició un
debate; oía discusiones cruzadas, como varias corrientes eléctricas entre
polos.
—No quiero decirlo —contestó al fin.
—Hay cosas que es mejor guardarse para uno mismo —asintió el
Bombero. Rodeó a Francis con el brazo y lo condujo hacia la puerta—. Ven, te
enseñaré lo que hay que ver de nuestro nuevo hogar.
—¿Oyes tú voces, Peter?
—No. —Negó con la cabeza.
—¿No?
—No. Pero tal vez me iría bien oírlas —respondió. Sonreía al hablar,
con una ligerísima curva en las comisuras de los labios, de un modo que
Francis reconocería muy pronto y que parecía reflejar el carácter del Bombero,
porque era la clase de persona que sabía ver tanto la tristeza como el humor en
cosas que los demás considerarían carentes de significado.
—¿Estás loco? —preguntó Francis.
El Bombero sonrió de nuevo, y esta vez soltó incluso una breve
carcajada.
—¿Lo estás tú, Pajarillo?
—Puede —dijo Francis tras inspirar hondo—. No lo sé.
—Yo diría que no —replicó el Bombero—. Tampoco me lo pareció
cuando te conocí. Por lo menos, no demasiado loco. Tal vez un poco. Pero ¿qué
hay de malo en eso?
Francis asintió. Eso lo tranquilizaba.
—¿Y tú? —prosiguió.
El Bombero titubeó antes de responder.
—Soy algo mucho peor —aseguró—. Por eso estoy aquí. Se supone que
tienen que averiguar qué me pasa.
—¿Qué es peor que estar loco?
—Bueno —dijo el Bombero tras carraspear—, supongo que no pasa
nada. Tarde o temprano te vas a enterar. Mato gente.
Y, tras esas palabras, condujo a Francis hacia el
pasillo del hospital.4
Y eso fue todo, supongo.
Negro Grande me dijo que no hiciera amigos, que tuviera cuidado,
que fuera reservado y que obedeciera las normas, y yo hice lo posible por
seguir todos sus consejos excepto el primero. Ahora me pregunto si no tenía
también razón en eso. Pero la locura consiste -también en la peor clase de soledad,
y yo estaba a la vez loco y solo, así que cuando Peter el Bombero me llevó con él, agradecí su amistad en mi descenso
al mundo del Hospital Estatal Western y no le pregunté qué querían decir esas
palabras, aunque suponía que pronto lo averiguaría porque el hospital era un
sitio donde todo el mundo tenía secretos, pero pocos de ellos se guardaban.
Mi hermana menor me preguntó una vez, mucho después de que me
diesen de alta, qué era lo peor del hospital, y tras reflexionar mucho se lo
dije: la rutina. El hospital consistía en un sistema de pequeños momentos
inconexos que no llevaban a ninguna parte y que sólo existían para pasar del
lunes al martes, del martes al miércoles y así sucesivamente, semana tras
semana, mes a mes. Todos los pacientes habían sido ingresados por familiares
supuestamente bienintencionados o por el sistema frío e ineficiente de los
servicios sociales, después de una superficial vista judicial en la que no
solían estar presentes y en la que se dictaban órdenes de reclusión por treinta
o sesenta días. Pero pronto descubríamos que estos plazos eran tan ilusorios
como las voces que oíamos, porque el hospital podía renovar las órdenes
judiciales si decidían que seguías siendo una amenaza para ti mismo o para los
demás, lo que, en nuestra situación, solía ser la decisión habitual. Así que
una orden de reclusión de treinta días podía convertirse con facilidad en una
estancia de veinte años. Un recorrido cuesta abajo, sin tregua, de la psicosis
a la senilidad. Poco después de nuestra llegada averiguamos que éramos un poco
como municiones decrépitas, almacenadas donde no se ven, que se van
deteriorando, oxidando y volviendo cada vez más inestables.
Lo primero que uno comprendía en el Hospital Estatal Western era
la mentira más grande: que nadie intentaba ayudarte para que mejoraras ni para
que volvieras a casa. Se hablaba mucho, se hacía mucho, aparentemente para
ayudarte a readaptarte a la sociedad, pero en su mayor parte era teatro,
ficción, como las vistas de altas que se celebraban de vez en cuando. El
hospital era como el alquitrán en la carretera: te mantenía aferrado en tu
sitio. Un famoso poeta escribió una vez, de forma bastante elegante e ingenua,
que el hogar es el sitio donde siempre te acogen. Quizá para los poetas, pero no
para los locos. El hospital se dedicaba a mantenerte fuera de la mirada del
mundo cuerdo. Nos tenían ligados con medicaciones que nos embotaban los
sentidos y obstaculizaban nuestras voces interiores, pero jamás eliminaban por
completo las alucinaciones, de modo que los delirios seguían resonando por los
pasillos. Pero lo verdaderamente perverso era lo deprisa que aceptábamos esos
delirios. Pasados unos días en el hospital, no me molestaba que el pequeño
Napoleón se plantara junto a mi cama y empezara a hablar enfáticamente sobre
movimientos de tropas en Waterloo, y sobre que si las plazas británicas
hubieran sido derrotadas por su caballería, si Blücher se hubiera demorado en
la carretera o la Vieja Guardia no hubiera sucumbido a la lluvia de metralla y los
mosquetes, toda Europa habría cambiado para siempre. Nunca estuve seguro de si
Napoleón se consideraba realmente el emperador de Francia, aunque hubiera
momentos en que actuara como si así fuera, o si sólo estaba obsesionado con todas esas cosas porque era un hombre menudo, encerrado en un
manicomio con el resto de nosotros, y lo que más deseaba era ser algo en la
vida.
Nos pasaba a todos los locos, era nuestra mayor esperanza y nuestro
mayor sueño: queríamos ser algo. Lo que nos afligía era lo difícil que
resultaba lograr ese objetivo, así que lo sustituíamos por delirios. En mi
planta había media docena de Jesucristos, o por lo menos personas que insistían
en que se podían comunicar con El directamente, un Mahoma que se arrodillaba
tres veces al día para rezar de cara a La Meca, aunque solía orientarse en la
dirección equivocada, un par de George Washington y otros presidentes, desde
Lincoln y Jefferson hasta Johnson y Nixon, y varios pacientes, como el
inofensivo pero a veces aterrador Larguirucho, que estaban pendientes de signos
de Satán o de cualquiera de sus adláteres. Había personas obsesionadas con los
gérmenes, gente a la que aterraban unas bacterias invisibles que flotaban en
el aire, otras que creían que todos los rayos de una tormenta iban dirigidos a
ellas, de modo que se encogían de miedo por los rincones. Otros pacientes no
decían nada y se pasaban días enteros en un silencio absoluto, y otros soltaban
palabrotas a diestro y siniestro. Unos se lavaban las manos veinte o treinta
veces al día, y otros no se bañaban nunca. Había multitud de compulsiones y
obsesiones, delirios y desesperaciones. Uno de los que acabó cayéndome bien era
conocido como Noticiero. Recorría los pasillos como un pregonero actual,
gritando titulares; era una enciclopedia de la actualidad. Por lo menos, a su
manera, nos mantenía conectados con el mundo exterior y nos recordaba que al
otro lado de los muros del hospital pasaban cosas. Y había incluso una mujer
obesa que ocupaba las horas jugando estupendamente al ping-pong en la sala de
estar, pero que se pasaba la mayoría del rato reflexionando sobre el hecho de
ser la reencarnación de Cleopatra. Algunas veces, sin embargo, Cleo sólo creía
ser Elizabeth Taylor en la película. Fuera como fuese, podía recitar casi todas
las frases del film, incluso las de Richard Burton, o la totalidad del drama de
Shakespeare, mientras daba otra paliza a quien se atreviera a jugar con ella.
Ahora, cuando lo recuerdo, me parece todo muy ridículo y pienso
que debería reírme.
Pero no lo era. Era un sitio de un dolor indescriptible.
Eso es lo que la gente que nunca ha estado loca no puede entender.
Lo mucho que hiere cada delirio. Lo lejos que parece la realidad del alcance
de uno. Es un mundo de desesperación y frustración. Sísifo y su peñasco habrían
encajado a la perfección en el Hospital Estatal Western.
Iba a mis sesiones diarias en grupo con el señor Evans, a quien
llamábamos señor del Mal. Un psicólogo con el pecho hundido y una imperiosa
actitud que parecía sugerir que era superior porque él se iba a casa al
terminar el día y nosotros no, lo que nos molestaba, pero que, por desgracia,
era la clase más auténtica de superioridad. En estas sesiones se nos animaba a
hablar con franqueza sobre los motivos por los que estábamos en el hospital y
sobre lo que haríamos cuando nos dieran de alta.
Todo el mundo mentía. Unas mentiras maravillosas, desenfrenadas,
optimistas, desmedidas, entusiastas.
Excepto Peter el Bombero, que
apenas intervenía. Se sentaba a mi lado y escuchaba educadamente cualquier
fantasía que los demás se inventaran sobre encontrar un empleo, volver a
estudiar o quizá colaborar con un programa de autoayuda para servir a otras
personas tan aquejadas como nosotros. Todas estas conversaciones eran mentiras
basadas en un deseo único e imposible: parecer normales. O, por lo menos,
bastante normales como para que nos dejaran volver a casa.
Al principio me preguntaba si los dos habían llegado a algún
acuerdo privado pero muy frágil, porque el señor del Mal nunca pedía a Peter el Bombero que aportara algo al debate, ni siquiera cuando se
alejaba de nosotros y de nuestros problemas y trataba de algo interesante como
la actualidad, con hechos como la crisis de los rehenes en Irán, los disturbios
en las zonas urbanas deprimidas o las aspiraciones de los Red Sox para la
temporada siguiente, temas de los que el Bombero sabía mucho. Ambos hombres
compartían cierta malevolencia, pero uno era paciente y el otro administrador,
y al principio no se veía.
De modo extraño, hace muy poco empecé a pensar como si hubiera
anticipado en una expedición desesperada a las regiones más alejadas devastadas
de la Tierra, al margen de la civilización, y me hubiera distanciado de todo lo
conocido para adentrarme en territorios ignotos. Territorios agrestes.
Y que pronto serían más agrestes aún.
La pared me atraía, y entonces el teléfono del rincón de la cocina
empezó a sonar. Supe que sería una de mis hermanas que llamaba para saber cómo
estaba, que era, por supuesto, como estoy siempre y como supongo que estaré
siempre. Así que no contesté.
Al cabo de unas semanas, lo que quedaba de invierno parecía
haberse batido en una triste retirada, y Francis avanzaba por un pasillo
buscando algo que hacer. Una mujer a su derecha farfullaba algo lastimero sobre
niños perdidos y se balanceaba atrás y adelante con los brazos cruzados como si
acunasen algo precioso, cuando no era así. Delante de él, un hombre viejo en
pijama, con la piel arrugada y una mata de pelo plateada y rebelde, contemplaba
con tristeza una pared blanca hasta que Negro Chico llegó y le giró con
suavidad por los hombros, de modo que lo dejó mirando por una ventana con
barrotes. Esta nueva ubicación, con su nueva vista, llevó una sonrisa al rostro
del anciano y Negro Chico le dio una palmadita en el brazo para tranquilizarlo.
Luego se acercó a Francis.
—¿Cómo estás hoy, Pajarillo?
—Bien, señor Moses. Aunque un poco aburrido.
—En la sala de estar están viendo telenovelas.
—No me gustan demasiado esos programas.
—¿No te pican la curiosidad, Pajarillo? ¿No empiezas a preguntarte
qué pasará a toda esa gente con una vida tan extraña? Hay muchos giros y
misterios que enganchan a muchos espectadores. ¿No te interesan?
—Supongo que deberían, señor Moses, pero no lo sé. No me parecen
reales.
—Bueno, también hay personas jugando a cartas. Y también a juegos
de mesa.
Francis sacudió la cabeza.
—¿Y una partida de ping-pong con Cleo?
El joven sonrió y siguió sacudiendo la cabeza.
—¿Qué pasa, señor Moses? —dijo—. ¿Cree que estoy tan loco como
para retarla?
—No, Pajarillo. —El comentario arrancó una carcajada al auxiliar—.
Ni siquiera tú estás tan loco.
—¿Puedo obtener un pase para salir al aire libre? —preguntó Francis
de golpe.
—Varios pacientes saldrán esta tarde —contestó Negro Chico tras
echar un vistazo al reloj—. Hace un día tan bonito que podrían plantar algunas
flores, dar un paseo y respirar un poco de aire fresco. Ve a ver al señor Evans
y puede que te deje ir. A mí me parece bien.
Francis encontró al señor del Mal de pie en el pasillo, frente a
su despacho, charlando con el doctor Tomapastillas. Los dos parecían agitados.
Gesticulaban y discutían vehementemente, pero era una discusión curiosa,
porque cuanto más intensa se volvía, más bajo hablaban, de modo que al final,
cuando Francis estuvo a su lado, los dos se siseaban como un par de serpientes
enfrentadas. Parecían ajenos al resto del mundo, y varios pacientes se unieron
a Francis arrastrando los pies a izquierda y derecha. Francis oyó por fin cómo
Tomapastillas decía enfadado:
—Bueno, no podemos permitirnos este tipo de fallo, ni por un momento.
Espero por su bien que aparezcan pronto.
—Es evidente que se han perdido, o acaso las han robado —respondió
el señor del Mal—. Eso no es culpa mía. Seguiremos buscando, es lo único que
puedo hacer.
—Hágalo. —Tomapastillas asintió, pero su rostro reflejaba rabia—.
Y espero que tarde o temprano aparezcan. No deje de informar a seguridad, y
pídales que le den otro juego. Pero es una violación grave de las normas.
Y, acto seguido, el pequeño médico indio se volvió de golpe y se
alejó sin prestar atención a nadie, excepto a un hombre que se situó ante él
pero fue rechazado con un gesto. Evans se giró hacia los demás, igual de
irritado.
—¿Qué? —espetó—. ¿Qué queréis?
Su tono provocó que una mujer sollozara al instante, y un anciano
negó con la cabeza antes de alejarse hablando consigo mismo, más cómodo con la
conversación que podía mantener él solo que con la que habría tenido con el
enfadado psicólogo.
Francis, sin embargo, dudó. Sus voces le gritaban: ¡Vete!¡Vete enseguida!
Pero no lo hizo y, pasado un instante, reunió el coraje suficiente para
hablar.
—¿Podría darme un pase para salir al patio? El señor Moses va a
llevar a unos cuantos pacientes al jardín esta tarde y me gustaría ir con
ellos. Dijo que le parecía bien.
—¿Quieres salir?
—Sí. Por favor.
—¿Por qué quieres salir, Francis? ¿Qué hay en el exterior que te
parece tan atractivo?
Francis no sabía si se estaba burlando o sólo bromeaba.
—Hace buen día. El primero desde hace mucho. Brilla el sol y hace
calor. Aire fresco.
—¿Y crees que es mejor que lo que se te ofrece aquí dentro?
—Yo no he dicho eso, señor Evans. Es primavera y me gustaría
salir.
—Creo que tienes intención de escaparte, Francis. —El señor del
Mal sacudió la cabeza—. De huir. Creo que piensas que, cuando el señor Moses
esté de espaldas, podrás encaramarte por la hiedra, salvar el muro, bajar
corriendo la colina más allá de la universidad y tomar un autobús que te lleve
lejos de aquí. Cualquier autobús, el que sea, porque cualquier sitio es mejor
que éste; eso es lo que pienso que tienes intención de hacer —aseguró con tono
tenso y agresivo.
—No, no, no replicó Francis. Sólo quiero salir al patio.
—Eso es lo que dices, pero ¿cómo sé que es la verdad? ¿Cómo puedo
fiarme de ti, Pajarillo? ¿Qué harás para convencerme de que me estas diciendo
la verdad?
Francis no sabía cómo responder. ¿Cómo podría demostrar nadie que
una promesa hecha era sincera, a no ser que fuera cumpliéndola?
—Sólo quiero salir —insistió—. No he salido desde que llegué.
—¿Crees que mereces ese privilegio? ¿Qué has hecho para ganártelo,
Francis?
—No sé. No sabía que había que ganárselo. Sólo quiero salir.
—¿Qué te dicen tus voces, Pajarillo?
Francis dio un pasito hacia atrás, porque sus voces le estaban
gritando instrucciones y consejos, distantes pero claros, para que se alejara
del psicólogo rápidamente y dejara la salida al patio para otro día, pero
insistió un momento más, lo que suponía un desafío poco habitual al alboroto de
su interior.
—No oigo ninguna voz, señor Evans. Sólo quiero salir. Eso es todo.
No quiero escaparme. No quiero tomar ningún autobús a ninguna parte. Sólo
quiero respirar un poco de aire fresco.
Evans asintió con una sonrisa desdeñosa.
—No te creo —sentenció, pero sacó un pequeño bloc del bolsillo
superior y escribió unas palabras—. Dale esto al señor Moses —indicó—. Permiso
para salir concedido. Pero no te retrases para nuestra sesión en grupo de la
tarde.
Francis encontró a Negro Chico fumando un cigarrillo en el puesto
de enfermería, donde coqueteaba con la enfermera Caray y una nueva enfermera
en prácticas. La llamaban Rubita porque llevaba el cabello rubio muy corto,
estilo paje, lo que contrastaba con los peinados ahuecados de las demás
enfermeras, que eran mayores y estaban más sujetas a las flaccideces y arrugas
de la mediana edad. Rubita era joven, delgada y nervuda, con un físico juvenil
bajo el uniforme blanco. Tenía la piel pálida, casi translúcida, y parecía
brillar tenuemente bajo las luces del techo. Su voz era suave, difícil de oír,
y se convertía en un susurro cuando estaba nerviosa, lo que, según veían los
pacientes, pasaba a menudo. Los alborotos le provocaban ansiedad, en particular
cuando el puesto de enfermería se llenaba a las horas en que se entregaban las
medicaciones. Eran siempre momentos de tensión, con personas que se empujaban
para acercarse a la ventanilla de la rejilla metálica, donde las pastillas se
entregaban en vasitos de plástico con los nombres de los pacientes escritos. Le
costaba conseguir que los pacientes hicieran cola, que se callaran y, sobre
todo, tenía problemas cuando había empujones, lo que sucedía bastante a
menudo. A Rubita se le daba mejor estar sola con un paciente, cuando su voz
suave y aflautada no tenía que luchar con muchas. A Francis le caía bien
porque, al menos, no era demasiado mayor que él, pero sobre todo porque su voz
le resultaba tranquilizadora y le recordaba a la de su madre unos años atrás,
cuando le leía por la noche. Por un momento, intentó recordar cuándo había
dejado de hacerlo, porque la imagen le pareció de repente muy lejana, casi como
si fuera historia en lugar de recuerdo.
—¿Tienes el pase, Pajarillo? —preguntó Negro Chico.
—Aquí. —Se lo entregó y, al alzar los ojos, vio a Peter el Bombero
por el pasillo—. ¡Peter! —llamó—. Tengo permiso para salir. ¿Por qué no le
pides uno al señor del Mal y vienes tú también?
—No puedo, Pajarillo —sonrió el Bombero, y se acercó sacudiendo
la cabeza—. Va contra las normas. —Miró a Negro Chico, que asintió a modo de
conformidad.
—Lo siento —dijo el auxiliar—. El Bombero tiene razón. No puede.
—¿Por qué no? —quiso saber Francis.
—Porque ésas son las condiciones-de mi estancia. No puedo cruzar
ninguna puerta cerrada con llave.
—No comprendo —comentó Francis.
—Forma parte de la orden judicial que me recluye aquí—explicó el
Bombero con voz teñida de pesar—. Noventa días de observación. Evaluación.
Diagnóstico psicológico. Pruebas en las que me muestran una mancha de tinta y
yo tengo que decir que veo a dos personas haciendo el amor. Tomapastillas y el
señor del Mal preguntan, yo contesto y ellos lo anotan, y un día de éstos el
asunto vuelve al tribunal. Pero no puedo cruzar ninguna puerta cerrada con
llave. Todo el mundo está en una especie de cárcel, Pajarillo. La mía es más
restrictiva que la tuya.
—No es nada del otro mundo, Pajarillo —añadió Negro Chico—. Aquí
hay muchas personas que no salen nunca. Depende de lo que hiciste para que te
trajeran aquí. Por supuesto, también hay muchos que no quieren salir, aunque
podrían si lo pidieran. Sólo que nunca lo piden.
Francis lo comprendió pero no lo entendió.
—No me parece justo —aseguró mirando al Bombero.
—No creo que nadie pensara en el concepto de justicia, Pajarillo.
Pero yo lo acepté, de modo que las cosas son así. Me estoy quietecito. Me reúno
con Tomapastillas un par de veces a la semana. Asisto a las sesiones con el
señor del Mal. Dejo que me observen. Incluso ahora, mientras estamos hablando,
el señor Moses, Rubita y la señorita Caray me están observando y escuchando lo
que digo, y todo lo que adviertan puede terminar en el informe que
Tomapastillas remitirá al tribunal. Así que he de ir con cuidado con lo que
digo porque no se sabe qué podría convertirse en el elemento clave. ¿No es
cierto, señor Moses?
Negro Chico asintió. Francis lo encontró todo muy impersonal,
como si el Bombero estuviera hablando sobre otro hombre, no sobre él.
—Cuando hablas así —dijo—, no pareces estar loco.
Este comentario hizo sonreír irónicamente a Peter, que al punto
adoptó una expresión de chiflado y exclamó:
—¡Oh, Dios mío! Eso es terrible. ¡Terrible! —Emitió un sonido
gutural—. Entonces, debería tener más cuidado. Porque necesito estar loco.
Para un hombre que estaba siendo observado, Peter no parecía demasiado
preocupado, lo que contrastaba con muchos de los paranoicos del hospital, que
creían que eran observados sin cesar, cuando no era el caso. Claro que creían
que los observaba el FBI, la CÍA o incluso el KGB, o extraterrestres, de modo
que sus circunstancias eran muy distintas. Francis vio cómo el Bombero se
marchaba hacia la sala de estar, y pensó que incluso cuando silbaba o confería
un garbo exagerado a su forma de andar, sólo hacía más patente lo que le
entristecía.
El sol cálido acarició la cara de Francis. Negro Grande se había
unido a su hermano para dirigir la expedición, uno delante y el otro detrás,
con los doce pacientes que paseaban por los terrenos del hospital en fila
india. Larguirucho iba con ellos, mascullando que estaba alerta, tan atento
como siempre, y también Cleo, que iba mirando el suelo y escudriñando entre los
arbustos y matojos, con la esperanza de encontrar una víbora. Francis imaginaba
que una simple culebra de jaretas haría las veces de serpiente a la
perfección, pero no serviría para el suicidio. También iban varias mujeres
mayores que caminaban muy despacio, un par de hombres mayores y tres pacientes
de mediana edad, todos de la categoría desaliñada e indiferente que distinguía
a quienes estaban en el hospital desde hacía años. Llevaban chancletas o zapatos,
camisetas o jerséis raídos que no parecían irles bien o corresponderse, lo que
era la norma del hospital. Un par de hombres exhibían una expresión huraña y
enojada, como si la luz del sol que les acariciaba la cara les enfureciera de
algún modo. Francis pensó que eso era lo que hacía del hospital un sitio
inquietante. Un día que debería haber provocado risas relajadas inspiraba en
cambio una rabia silenciosa.
Los dos auxiliares andaban sin prisas hacia la parte posterior del
complejo, donde había un pequeño jardín. En una mesa de picnic que había
soportado un invierno crudo, con la superficie combada y marcada por las
inclemencias del tiempo, había unas cuantas cajas de semillas y un cubo rojo de
playa con unas palitas dentro. Había una regadora de aluminio y una manguera
conectada a un único grifo que remataba una cañería solitaria que sobresalía
del suelo. En unos segundos, Negro Grande y Negro Chico tenían al grupo
rastrillando y labrando la tierra con las pequeñas herramientas para prepararla
para plantar. Francis se dedicó a ello unos instantes y después alzó la mirada.
Más allá del jardín había otra franja de tierra, un rectángulo
largo rodeado de una vieja cerca de madera, antaño blanca pero ahora de un gris
apagado. Los hierbajos crecían en forma de matas en la árida tierra. Imaginó
que sería alguna clase de cementerio, porque había dos lápidas de granito
desvaídas, un poco ladeadas, de modo que recordaban dientes irregulares en la
boca de un niño. Y tras la cerca posterior había una hilera de árboles
plantados muy juntos para formar una barrera natural y tapar una alambrada.
Echó un vistazo al hospital en sí. A su izquierda, medio tapado
por una unidad, se veía la central de calefacción y suministro eléctrico, con
una chimenea que soltaba una delgada columna de humo blanco al cielo azul.
Ocultos bajo el suelo, en dirección a todos los edificios, había túneles con
conductos de calefacción. Vio algunos cobertizos, con equipo amontonado a los
lados. Los edificios restantes eran muy parecidos, de ladrillo, con hiedra y
el techo de pizarra gris. La mayoría estaban diseñados para recibir pacientes,
pero uno había sido convertido en residencia para las enfermeras en prácticas,
y varios rediseñados dúplex donde se alojaban algunos psiquiatras residentes
con sus familias. Se distinguían porque tenían juguetes esparcidos en el
porche, y uno tenía un cajón de arena. Cerca del edificio de administración
había asimismo una caseta de seguridad, donde los guardas del hospital fichaban
al entrar y salir. El edificio de administración tenía un ala con un auditorio,
donde supuso que el personal celebraba reuniones y charlas. Pero, en general,
el complejo mostraba una similitud deprimente. Costaba entender qué había
pretendido el arquitecto, porque los edificios seguían una disposición
caprichosa que contravenía la urbanización racional. Dos estaban situados
juntos, mientras que un tercero estaba orientado en otra dirección. Era casi
como si los hubieran construido sin ton ni son.
La parte frontal del complejo hospitalario estaba rodeada por un
alto muro de ladrillo rojo, con una elaborada verja de hierro negro en la
entrada. No distinguió ningún cartel en ella, y dudaba que lo hubiera. Si uno
se acercaba al hospital, ya sabía lo que era y para qué servía, de modo que un
cartel habría sido una redundancia.
Contempló el muro y le pareció que debía de alcanzar entre tres y
tres metros y medio de altura. A los lados y en la parte posterior del
hospital, el muro se prolongaba en una alambrada oxidada en muchos puntos y coronada
con alambre de espino. Además del jardín, había una zona de ejercicio y una
franja pavimentada, que contenía una cesta de baloncesto en un extremo y una
red de voleibol en el centro, pero ambas cosas estaban torcidas y rotas,
oscurecidas debido al abandono y la falta de mantenimiento. Tampoco pudo
imaginar que alguien las usara.
—¿Qué estás mirando, Pajarillo? —preguntó Negro Chico.
—El hospital. No sabía lo grande que era.
—Ahora hay muchos pacientes, demasiados —comentó el auxiliar en
voz baja—. Las unidades están abarrotadas. Las camas, apretujadas entre sí.
Gente sin nada que hacer, pasando el rato en los pasillos. No hay bastantes
juegos. No hay terapia suficiente. El hacinamiento no es bueno.
Francis dirigió la vista más allá de la enorme verja que había cruzado
a su llegada al hospital. Estaba abierta de par en par.
—La cierran por la noche —dijo Negro Chico antes de que se lo
preguntara.
—El señor Evans pensaba que intentaría escaparme —comentó Francis.
—La gente siempre piensa que eso es lo que harán las personas que
están aquí. —Sacudió la cabeza con una sonrisa—. Hasta el señor del Mal. Lleva
aquí un par de años y ya debería saber que no es así.
—¿Por qué no? —preguntó Francis—. ¿Por qué no intenta huir la
gente?
—Ya sabes la respuesta, Pajarillo —suspiró Negro Chico—. No es
cuestión de vallas, ni de puertas cerradas con llave, aunque tenemos un montón.
Hay muchas formas de tener a una persona encerrada. Piénsalo. Pero la mejor no
tiene nada que ver con fármacos o cerrojos: aquí casi nadie tiene adonde ir. Si
no tienes eso, no te vas. Es así de simple.
Dicho eso, se volvió para ayudar a Cleo con sus semillas. No había
cavado los surcos lo bastante profundos ni lo bastante anchos. Su rostro
reflejaba cierta frustración hasta que Negro Chico le recordó que cuando su
tocaya entró en Roma, los sirvientes esparcieron pétalos de rosas a su paso.
Eso la hizo reflexionar un momento, y luego se puso a cavar y rastrillar la
tierra pedregosa con una resolución que parecía verdaderamente inquebrantable.
Cleo era una mujer corpulenta, que llevaba vestidos holgados de colores vivos
que ondeaban alrededor de su cuerpo y ocultaban su volumen enorme. Resollaba a
menudo, fumaba demasiado y el cabello oscuro le caía despeinado sobre los
hombros. Cuando caminaba, solía tambalearse de un lado a otro, como un barco a
la deriva sacudido por los vientos y el mar agitado. Pero Francis sabía que se
transformaba cuando cogía una pala de ping-pong: se liberaba de su tamaño
entorpecedor como por arte de magia y se volvía esbelta, ágil y rápida.
Volvió a mirar la verja y a los demás pacientes, y empezó a comprender
lo que Negro Chico le había dicho. Uno de los hombres mayores tenía problemas
con su palita, que sacudía con fuerza con una mano temblorosa. Otro se había
distraído y contemplaba un cuervo escandaloso que se había posado en un árbol
cercano.
En su interior, una de sus voces repetía lo que había dicho Negro
Chico, subrayando cada palabra: Nadie huye porque nadie tiene adonde ir. Y tú
tampoco, Francis.
Y un coro de asentimiento.
Se sintió mareado un instante, porque allí, bajo el sol y la suave
brisa primaveral, con las manos cubiertas de tierra del jardín, vio que ése
podría ser su futuro. Y eso lo aterró más que cualquier otra cosa que le
hubiera ocurrido hasta entonces. Comprendió que su vida era una cuerda fina y
resbaladiza, y que tenía que agarrarse a ella. Era la peor sensación que
hubiera tenido nunca. Sabía que estaba loco y sabía, con la misma seguridad,
que no podía estarlo. Tenía que encontrar algo que lo mantuviera cuerdo. O que
lo hiciera parecer cuerdo.
Inspiró con fuerza. No sería fácil.
Y, como para subrayar el problema, sus voces discutían acaloradamente
en su interior. Intentó acallarlas, pero era difícil. Tardaron unos minutos en
bajar el volumen, de modo que él pudiera entender lo que estaban diciendo.
Francis miró a los demás pacientes y vio que dos lo observaban con atención.
Debía de haber farfullado algo en voz alta al intentar imponer orden en la
caótica asamblea de su interior. Pero los auxiliares no parecían haberse dado
cuenta de la lucha repentina que había librado.
Sin embargo, Larguirucho sí. Trabajaba a poca distancia de Francis
y se acercó a él.
—Vas a estar bien, Pajarillo —dijo, y una súbita emoción le quebró
la voz—. Todos lo estaremos. Siempre y cuando estemos en guardia. Tenemos que
estar alertas —prosiguió—. Y no te descuides ni un segundo. Está a nuestro
alrededor y podría aparecer en cualquier momento. Tenemos que estar
preparados. Como los boy scouts. Listos para cuando llegue. —Parecía más
agitado y desesperado que de costumbre.
Francis creía saber de qué hablaba Larguirucho, pero entonces
comprendió que podría tratarse de cualquier cosa, aunque lo más seguro era que
se refiriera a una presencia satánica. Larguirucho tenía una forma de ser
curiosa. Podía pasar de maníaca a casi dulce en unos segundos. En un momento
dado era todo brazos y ángulos y se movía como una marioneta manejada por unas
fuerzas invisibles, y acto seguido se amilanaba y su estatura lo hacía tan
amenazador como una simple farola. Francis asintió, tomó un puñado de semillas
de un paquete y las hundió en la tierra.
Negro Grande se incorporó y se sacudió la tierra de su uniforme
blanco.
—Muy bien —dijo con alegría—. Regaremos la zona y nos iremos.
—Miró a Francis y le preguntó—: ¿Qué has plantado, Pajarillo?
—Rosas —respondió el joven tras echar un vistazo al paquete de
semillas—. Rojas. Muy bonitas pero difíciles de coger. Tienen espinas.
Luego, se levantó, se puso en la fila y todos regresaron al
edificio. Intentó absorber y acumular todo el aire fresco que pudo porque supuso
que pasaría bastante tiempo antes de volver a salir.
Fuera lo que fuese lo que había provocado que Larguirucho perdiera
el poco control que tenía, persistió esa tarde en la sesión de grupo. Se
reunieron, como de costumbre, en una de las salas de Amherst que recordaban a
un aula, con unas veinte sillas plegables de metal gris dispuestas en círculo.
A Francis le gustaba situarse donde pudiera mirar por los barrotes de la ventana
si la conversación se volvía aburrida. El señor del Mal había llevado el
periódico de la mañana para estimular una discusión sobre hechos de actualidad,
pero sólo pareció agitar todavía más a Larguirucho. Estaba sentado frente al
sitio que Francis ocupaba junto al Bombero y se le veía presa del desasosiego.
El señor del Mal pidió a Noticiero que leyera los titulares del día. El
paciente lo hizo de forma exagerada, subiendo y bajando la voz en cada lectura.
Había pocas noticias alentadoras. La crisis de los rehenes en Irán seguía sin
solución. Una protesta en San Francisco había derivado en violencia, con varias
detenciones y uso de gas lacrimógeno por parte de la policía. En París y Roma,
manifestantes antiamericanos habían quemado banderas y efigies del Tío Sam
antes de provocar disturbios callejeros. En Londres, las autoridades habían
usado cañones de agua contra manifestantes de similar cariz. El índice Dow
Jones había bajado. En una cárcel de Arizona se había producido un motín que
había arrojado heridos tanto entre reclusos como carceleros. En Boston, la
policía seguía sin resolver varios homicidios cometidos el año anterior e
informaba que carecía de nuevas pistas en los casos, que consistían en el
secuestro y la violación de mujeres antes de asesinarlas. Un accidente en el
que se habían visto implicados tres coches en la carretera 91, en las afueras
de Greenfield, se había cobrado un par de vidas. Y un grupo ecologista había
demandado a un importante empresario local por el vertido de residuos tóxicos
en el río Connecticut.
Cada vez que Noticiero hacía una pausa y el señor del Mal intentaba
comentar alguna de estas noticias, u otras, todas desalentadoras, Larguirucho
asentía con energía y empezaba a farfullar.
—Fíjate. ¿Lo ves? ¡A eso me refiero!
Era un poco como estar en una peculiar iglesia evangelista. Evans
no prestaba atención a Larguirucho y procuraba que los demás miembros del
grupo participaran en una especie de conversación.
Pero el Bombero se volvió hacia Larguirucho y le preguntó:
—¿Qué pasa, hombre?
—¿No lo ves, Peter? —respondió Larguirucho con voz temblorosa—.
¡Hay señales por todas partes! Disturbios, odio, guerra, asesinatos... —Se
dirigió a Evans—: ¿No dice nada el periódico sobre alguna hambruna?
El señor del Mal titubeó.
—Los sudaneses se enfrentan a una mala cosecha —informó Noticiero
con regocijo—. La sequía y el hambre provocan una crisis de refugiados. The
New York Times.
—¿Cientos de muertos? —quiso saber Larguirucho.
—Sí. Seguro —respondió Evans—. Puede que incluso más.
—He visto las fotografías antes. —Larguirucho asintió con énfasis—.
Niños pequeños con las barrigas hinchadas, las piernas como palillos y los
ojos hundidos, vacíos y desesperados. Y la enfermedad, eso está siempre entre
nosotros, junto con la hambruna. Ni siquiera tengo que leer el Apocalipsis con
demasiada atención para reconocer lo que está pasando. Son todas señales.
Se recostó bruscamente en la silla plegable y miró por la ventana
con barrotes que daba a los terrenos del hospital como si evaluara la última
luz del día.
—No hay duda de que la presencia de Satán está aquí —aseguró—.
Mirad todo lo que está pasando en el mundo. Malas noticias por todas partes.
¿Quién más podría ser responsable?
Dicho eso, cruzó los brazos. Respiraba con dificultad, y gotitas
de sudor le perlaban la frente, como si tuviera que esforzarse mucho en
controlar cada pensamiento que retumbaba en su cabeza. El resto del grupo
estaba clavado en la silla, sin moverse, con la mirada fija en Larguirucho
mientras éste combatía los temores que lo zarandeaban interiormente.
El señor del Mal se percató de ello y cambió de tema.
—Pasemos a la sección de deportes —sugirió. La alegría de su voz
era casi insultante.
—No —replicó el Bombero con una nota de rabia—. No quiero hablar sobre
béisbol o baloncesto. Creo que deberíamos hablar sobre el mundo que nos rodea.
Y creo que Larguirucho ha dado con algo. Todo lo que hay al otro lado de estas
puertas es terrible. Odio, muertes y asesinatos. ¿De dónde procede? ¿Quién lo
hace? ¿Quién sigue siendo bueno? Quizá no sea porque Satán está aquí, como cree
Larguirucho. Quizá sea porque todos nos hemos vuelto peores y ni siquiera sea
necesario que él esté aquí porque nosotros hacemos su trabajo por él.
Evans lo miró con dureza.
—Creo que tu opinión es interesante —afirmó despacio. Tenía los
ojos entornados y había medido las palabras para imbuirlas de una sutil
frialdad—, pero exageras las cosas. Además, no veo que tenga demasiada
relación con el objetivo de este grupo. Estamos aquí para explorar formas de
reincorporarse a la sociedad, no razones para esconderse de ella, a pesar de
que el mundo no sea como nos gustaría. Ni creo que sirva de nada que
consintamos nuestros delirios o les demos crédito.
Estas últimas palabras iban dirigidas tanto a Peter como a Larguirucho.
El Bombero tenía el rostro tenso. Empezó a replicar, pero se detuvo.
Larguirucho llenó ese repentino vacío.
—Si nosotros tenemos la culpa de todo lo que está pasando, entonces
no hay ninguna esperanza —aseguró con voz temblorosa, al borde de las
lágrimas—. Ninguna.
Lo dijo con tanta desesperación que varios de los que habían guardado
silencio hasta entonces soltaron un grito apagado. Un hombre mayor empezó a
sollozar y una mujer que llevaba una bata rosa arrugada, demasiado rímel en
los ojos y unas zapatillas con forma de conejito, rompió en llanto.
—¡Oh, qué triste! —exclamó—. Todo es muy triste.
Francis fijó la mirada en el psicólogo, que intentaba recuperar el
control de la sesión.
—El mundo es como ha sido siempre —sentenció—. Lo que tratamos
aquí es nuestra parte en él.
No fue el comentario adecuado. Larguirucho se puso de pie de un
brinco y empezó a agitar los brazos sobre la cabeza, como había hecho la
primera vez que Francis lo había visto.
—¡Es así! —gritó, sobresaltando a los miembros más tímidos del
grupo—. ¡El mal está en todas partes! Tenemos que encontrar el modo de
mantenerlo alejado. Tenemos que unirnos. Formar comités. Formar grupos de
vigilantes. ¡Tenemos que organizamos! ¡Coordinarnos! Idear un plan. Levantar
defensas. Proteger los muros. ¡Tenemos que trabajar mucho para mantenerlo fuera
del hospital! —Inspiró hondo y dirigió la mirada a todos los presentes.
Algunas cabezas asintieron. Tenía sentido.
—Podemos contener el mal —dijo Larguirucho—. Pero sólo si estamos
alertas.
Y, con el cuerpo aún temblando debido al esfuerzo que le había
costado expresar su opinión, se sentó de nuevo y volvió a cruzar los brazos
para guardar silencio.
Evans fulminó con la mirada a Peter, como si él tuviera la culpa
del arrebato de Larguirucho.
—A ver, Peter, cuéntanos —dijo despacio—. ¿Crees que para mantener
a Satán fuera del hospital quizá deberíamos ir todos a la iglesia con
regularidad?
El Bombero se puso tenso en su asiento.
—No —respondió—. No creo que...
—¿No deberíamos rezar? ¿Ir a misa? ¿Decir un ave maría y un padrenuestro?
¿Comulgar todos los domingos? ¿No deberíamos confesar nuestros pecados de
forma casi constante?
—Puede que esas cosas te hagan sentir mejor. —La voz del Bombero
bajó de tono y de intensidad—. Pero no creo que...
—Oh, perdona —lo interrumpió Evans por segunda vez con una nota de
cinismo—. Ir a la iglesia y asistir a cualquier tipo de actividad religiosa
organizada sería impropio del Bombero, ¿verdad? Porque el Bombero tiene un
problema con las iglesias, ¿no es así?
Peter se revolvió en la silla. Francis detectó en su mirada una
furia desconocida.
—No son las iglesias. Es una iglesia. Y tuve un problema. Pero lo
resolví, ¿recuerda, señor Evans?
Los dos hombres se miraron un instante.
—Sí —asintió Evans—. Supongo que sí. Y mira adonde te ha llevado.
Durante la cena, las cosas parecieron empeorar para Larguirucho.
Esa noche se servía pollo a la crema, que consistía en una espesa
crema grisácea y poco pollo, con unos guisantes tan hervidos que cualquier
posible reivindicación en el sentido de que eran una verdura se había evaporado
en la olla, y unas patatas al horno que tenían la misma consistencia de las
congeladas, salvo que estaban tan calientes como brasas extraídas de una
hoguera. Larguirucho estaba sentado solo, en una mesa del rincón; los demás
pacientes se habían apiñado en las otras mesas para dejarlo solo. Uno o dos
habían intentando sentarse con él al principio de la cena, pero Larguirucho
los había echado con gestos hoscos y gruñidos de perro viejo al que molestan
mientras duerme.
El murmullo habitual parecía apagado, el ruido de los platos y las
bandejas más tenue. Había varias mesas separadas para los pacientes de más
edad, seniles que necesitaban ayuda, pero incluso la tarea de alimentarlos, o
de atender a los catatónicos de mirada vacía, apenas conscientes de nada,
parecía más silenciosa, más contenida. Desde donde estaba sentado, masticando
con tristeza la insípida comida, Francis veía cómo todos los auxiliares del
comedor lanzaban miradas a Larguirucho para vigilarlo mientras seguían
atendiendo a los demás. En cierto momento apareció Tomapastillas, observó a
Larguirucho unos instantes y luego habló brevemente con Evans. Antes de
marcharse, escribió una receta y se la entregó a una enfermera.
Larguirucho parecía ajeno a la atención que suscitaba.
Hablaba consigo mismo y discutía mientras movía la comida por el
plato y formaba con ella una masa compacta. Se bebió el vaso de agua. Hacía
gestos alocados y en un par de ocasiones señaló al frente clavando el dedo
índice en el aire como si acusara a alguien. Luego agachaba la cabeza,
contemplaba la comida y volvía a farfullar para sí mismo.
Fue hacia los postres, unos cuadrados de gelatina de lima, cuando
Larguirucho alzó por fin la vista, como si de repente fuera consciente de dónde
estaba. Se volvió en la silla con una expresión de sorpresa y asombro. El pelo
hirsuto, que solía caerle en delgados rizos grises sobre los hombros, parecía
ahora cargado eléctricamente, como un personaje de dibujos animados que ha
metido el dedo en un enchufe, salvo que en su caso no era de broma y nadie
reía. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de miedo, igual que cuando Francis
lo había conocido pero multiplicado por cien, como si la pasión lo acelerara.
Francis vio cómo se fijaban en Rubita, quien, cerca de donde Larguirucho estaba
sentado, ayudaba a una anciana cortándole el pollo a trocitos y llevándoselos
a la boca como si fuera una niña en su trona.
Larguirucho apartó hacia atrás la silla con un horrible chirrido.
En el mismo movimiento, levantó un índice cadavérico y señaló a la joven
enfermera en prácticas.
—¡Tú! —bramó con furia.
Rubita lo miró confundida. Se señaló a sí misma y con los labios
formó la palabra «¿Yo?». No se movió de su sitio. Francis creyó que podía
deberse a su escasa formación. Cualquier veterano del hospital habría
reaccionado más deprisa.
—¡Tú! —gritó Larguirucho de nuevo—. ¡Tienes que ser tú!
Del otro lado del comedor, Negro Chico y su hermano intentaron
acercarse deprisa. Pero las hileras de mesas y sillas y la cantidad de pacientes
obstaculizaban su avance. Rubita se puso de pie mirando a Larguirucho, que se
dirigía hacia ella con rapidez, con el índice acusador señalándola. La
enfermera retrocedió un paso hacia la pared.
—¡Eres tú, lo sé! —gritó— ¡Tú eres nueva! ¡Eres la única que no ha
sido comprobada! ¡Eres tú! ¡Tienes que serlo! ¡La encarnación del mal! Te
dejamos entrar. ¡Vete! ¡Vete! ¡Tened todos cuidado! ¡No sabemos qué podría
hacer!
Sus advertencias frenéticas daban a entender a los demás pacientes
que Rubita estaba enferma o era peligrosa. Todos retrocedieron asustados.
Rubita reculó más y levantó una mano. Francis pudo ver pánico en
sus ojos cuando el anciano se lanzaba hacia ella aleteando los brazos.
—¡No os preocupéis! —gritó con voz aguda y furiosa mientras hacía
señas para que todo el mundo se alejara—. ¡Yo os protegeré!
Negro Grande apartaba mesas y sillas a su paso, y Negro Chico
saltó por encima de un paciente que se había arrodillado, aterrado. Francis vio
cómo el señor del Mal se dirigía hacia ellos, y la señorita Caray avanzaba
también junto con otra enfermera entre los pacientes que se apiñaban sin saber
si huir u observar.
—¡Eres tú! —bramó Larguirucho acorralando a la joven enfermera.
—¡No! —chilló Rubita con su voz aguda.
—¡Si lo eres!
—¡Larguirucho! ¡Detente! —gritó Negro Chico. Su hermano se
acercaba deprisa con una expresión resuelta.
—¡No soy yo, no soy yo! —dijo Rubita, que, encogida de miedo, se
deslizó pared abajo.
Y entonces, con Negro Grande y el señor del Mal aún a metros de
distancia, se produjo un súbito silencio. Larguirucho se estiró como si fuera a
abalanzarse sobre Rubita. Francis oyó cómo el Bombero gritaba, aunque no
estaba seguro desde dónde.
—¡No, Larguirucho! ¡Detente ahora mismo!
Y, para sorpresa de Francis, Larguirucho obedeció.
Miró a Rubita con ojos socarrones, casi como si inspeccionara el
resultado de un experimento fallido. Su rostro adoptó una expresión de
curiosidad. Contempló a Rubita ya más sereno y, casi con educación, le
preguntó:
—¿Estás segura?
—Sí, sí, sí—dijo la enfermera—. Estoy segura.
—Me siento confundido —repuso él con abatimiento y sin dejar de
mirarla atentamente. Era un desinflamiento instantáneo. Un segundo atrás era
una fuerza vengadora, preparada para atacar, y un instante después era como un
niño, empequeñecido, asaltado por un mar de dudas.
En ese momento, Negro Grande llegó por fin junto a Larguirucho. Le
sujetó con rudeza los brazos y se los colocó a la espalda.
—¿Qué coño estás haciendo? —preguntó enfadado.
Negro Chico se situó entre el paciente y la enfermera en
prácticas.
—¡Atrás! —ordenó, y su enorme hermano tiró de Larguirucho.
—Quizá me he equivocado —se excusó Larguirucho a la vez que
sacudía la cabeza—. Parecía tan evidente al principio. Luego cambió. De repente
cambió. Ahora no estoy seguro. —Volvió la cabeza hacia Negro Grande estirando
su cuello largo como el de un avestruz. La duda y la tristeza teñían su voz—:
Creí que era ella. Tenía que serlo. Es la más nueva. No lleva aquí demasiado tiempo.
Seguro que es alguien recién llegado. Debemos tener mucho cuidado para no
dejar que el mal entre en este hospital. Debemos estar atentos todo el rato.
Alerta sin cesar. Lo siento —se disculpó mientras Rubita se ponía en pie y procuraba
recobrar la calma—. Estaba tan seguro... Ahora ya no lo estoy tanto —añadió con
frialdad y la miró con los ojos entornados—. Podría serlo. Podría estar
mintiendo. Los esbirros de Satán son especialistas en mentir. Son unos
impostores. Para ellos es fácil hacer que alguien parezca inocente cuando en
realidad no lo es.
Rubita se alejó sin apartar unos ojos recelosos del sitio donde Negro
Grande sujetaba a Larguirucho.
—Encárguese de que le administren un sedante esta noche —ordenó
Evans a Negro Chico—. Cincuenta miligramos de Nembutal, por vía intravenosa, a
la hora de la medicación. Quizá debería pasar la noche en aislamiento.
Larguirucho seguía observando a Rubita. Cuando oyó la palabra
«aislamiento», se volvió hacia el señor del Mal y sacudió la cabeza vehementemente.
—No, no —soltó—. Estoy bien. De verdad. Sólo hacía mi trabajo. No
causaré problemas, lo prometo... —Su voz se fue apagando.
—Ya veremos —dijo Evans—. A ver cómo responde al sedante.
—Estaré bien —insistió Larguirucho—. De verdad. No causaré ningún problema.
Ninguno. No me pongan en aislamiento, por favor.
—Puede tomarse un descanso —indicó Evans a Rubita, pero la esbelta
enfermera sacudió la cabeza.
—Estoy bien —respondió imprimiendo cierto valor a sus palabras, y
prosiguió alimentando a la anciana en la silla de ruedas.
Francis observó que Larguirucho seguía con los ojos puestos en Rubita,
y su mirada fija reflejaba lo que interpretó como incertidumbre. Más adelante
comprendería que podría haber sido algo muy diferente.
La aglomeración habitual empujó y se quejó esa noche a la hora de
la medicación. Rubita estaba en el puesto de enfermería y quiso ayudar a
distribuir las pastillas, pero las otras enfermeras, mayores y más expertas, se
encargaron de ello. Varias voces subieron de tono para quejarse y un hombre
rompió a llorar cuando otro lo apartó de un empujón, pero Francis tuvo la
impresión de que el incidente de la cena había dejado a casi todos si no
mudos, por lo menos calmados. Pensó que el hospital era una cuestión de
equilibrios. Los medicamentos equilibraban la locura; la edad y la reclusión
equilibraban la energía y las ideas. Todos los pacientes aceptaban cierta
rutina que limitaba, definía y reglamentaba el espacio y la acción. Incluso
los esporádicos empujones y discusiones a la hora de la medicación formaban
parte de un elaborado minué demencial, tan codificado como un baile barroco.
Larguirucho apareció acompañado de Negro Grande. Sacudía la cabeza
y Francis lo oyó quejarse.
—Estoy bien. No necesito nada extra para tranquilizarme —decía—.
Estoy bien.
Pero Negro Grande había perdido su habitual expresión complaciente.
—Tienes que facilitarnos las cosas, Larguirucho —le dijo—, o tendremos
que ponerte una camisa de fuerza y encerrarte toda la noche en aislamiento. Así
que inspira hondo, súbete la manga y no te resistas.
Larguirucho asintió aunque Francis vio que miraba
con recelo a Rubita, que trabajaba en la parte posterior del puesto de
enfermería. Fueran cuales fuesen las dudas que Larguirucho tenía sobre la
identidad de Rubita, Francis supo que ni la medicación ni la persuasión las
había disipado. Parecía temblar de ansiedad de pies a cabeza, pero no opuso
resistencia a la enfermera Huesos, que se acercó a él con una hipodérmica que
goteaba fármaco y le frotó el brazo con alcohol antes de clavarle la aguja.
Francis pensó que debía de doler, pero Larguirucho no mostró signos de ello.
Lanzó una última mirada a Rubita antes de que Negro Grande se lo llevara hacia
el dormitorio.5
El tráfico nocturno había aumentado frente a mi piso. Oía el ruido
de los camiones diesel, algún que otro claxon de coche y el rumor constante de
los neumáticos. La noche cae despacio en verano, cuando se insinúa como un mal
pensamiento en una ocasión feliz. Unas sombras irregulares llegan primero a los
callejones y empiezan a recorrer despacio patios y aceras, a subir por las
paredes de los edificios y a deslizarse como una serpiente a través de las
ventanas, o se aferran a las ramas de los árboles hasta que, por fin, se impone
la oscuridad. A menudo he pensado que la locura es un poco como la noche,
debido a las distintas formas en que se extendió durante varios años por mi
corazón y mi mente, unas veces con dureza o rapidez, otras con lentitud y
sutileza, de modo que apenas era consciente de que estaba dominándome.
¿Había conocido alguna vez una noche más oscura que aquella en el
Hospital Estatal Western?, me pregunté. ¿O una noche más llena de locura?
Fui al fregadero, llené un vaso de agua, tomé un trago y pensé: He
omitido el hedor. Era una combinación de excrementos luchando contra productos
de limpieza sin diluir. La peste de la orina frente al olor del desinfectante.
Como los niños pequeños, muchos pacientes ancianos y seniles no controlaban
los intestinos, de modo que el hospital apestaba a percances. Para combatirlo,
todos los pasillos tenían por lo menos dos trasteros provistos de trapos,
fregonas, cubos y potentes agentes limpiadores químicos. A veces parecía haber
siempre alguien fregando el suelo en algún sitio. Los productos con lejía eran
muy potentes, te escocían los ojos cuando tocaban el suelo de linóleo y
dificultaban la respiración, como si algo se te clavara en los pulmones.
Costaba prever cuándo se producirían esos percances. Supongo que
en un mundo normal podrían identificarse las tensiones o los temores capaces de
provocar una pérdida de control a una persona anciana, y adoptar medidas para
reducirlos. Exigiría un poco de lógica, sensibilidad y cierta planificación y
previsión. Nada extraordinario. Pero en el hospital, donde todas las tensiones
y los temores eran tan imprevistos y surgían de pensamientos tan incoherentes,
era prácticamente imposible anticiparlos e impedirlos.
Así que, en lugar de eso, teníamos cubos y limpiadores potentes.
Y, dada la frecuencia con que las enfermeras y los auxiliares tenían
que usarlos, los trasteros no solían estar cerrados con llave. Se suponía que
tenían que estarlo, claro, pero como muchas otras cosas en el Hospital Estatal
Western, la realidad de las normas se doblegaba ante la práctica que imponía la
locura.
¿Qué más recordaba de esa noche? ¿Llovía? ¿Soplaba el viento?
Sí recordaba los sonidos.
En el edificio Amherst había casi trescientos pacientes agrupados
en un centro concebido en principio para una tercera parte de esa cantidad. Cualquier
noche podían trasladar a varios a una de esas celdas de aislamiento de la
cuarta planta con las que habían amenazado a Larguirucho. Las camas estaban
pegadas unas a otras, de modo que sólo unos centímetros separaban a un paciente
del siguiente. A lo largo de una pared del dormitorio había unas cuantas
ventanas mugrientas. Tenían barrotes y proporcionaban poca ventilación, aunque
los hombres en las camas situadas bajo ellas solían cerrarlas bien porque
temían lo que pudiese haber al otro lado.
La noche era una sinfonía de aflicción.
Los ronquidos, las toses y los gorgoteos se mezclaban con las pesadillas.
Los pacientes hablaban en sueños con familiares y amigos que no estaban ahí,
con dioses que ignoraban sus oraciones, con demonios que los atormentaban.
Gritaban sin cesar, y pasaban llorando las horas de mayor oscuridad. Todo el
mundo dormía, pero nadie descansaba.
Estábamos encerrados con toda la soledad que trae la noche.
Quizá fuera la luz de la luna que se colaba entre los barrotes de
las ventanas lo que me mantuvo esa noche entre el sueño y la vigilia. Quizá
seguía estando nervioso por lo ocurrido durante el día. Quizá mis voces estaban
inquietas. He pensado muchas veces en ello, porque todavía no estoy seguro de
lo que me mantuvo en ese incómodo estadio entre la vigilancia y la
inconsciencia. Peter gemía en sueños y se revolvía en la cama, junto a la mía.
La noche era difícil para él. De día podía mostrar una actitud razonable que
parecía impropia del hospital, pero por la noche algo le roía por dentro. Y
mientras yo iba y venía entre esos estados de ansiedad, recuerdo haber visto a
Larguirucho, a unas camas de distancia, sentado en la posición del loto como un
indio americano en un consejo tribal, mirando hacia el otro lado del dormitorio.
Recuerdo haber pensado que el tranquilizante que le habían dado no le había hecho
efecto, porque lo normal era que lo hubiera sumido en un sueño tranquilo. Pero
los impulsos que antes lo habían desquiciado vencían con facilidad al
tranquilizante y, en lugar de eso, estaba sentado farfullando y gesticulando
con las manos como un director que no logra que la orquesta toque al compás
adecuado.
Así es como lo recordaba de esa noche, hasta el momento en que una
mano en el hombro me sacudió para despertarme. Ése fue el momento, así que
tenía que empezar ahí.
Por lo tanto, tomé el lápiz y escribí:
Francis dormía a trompicones hasta que lo despertó una sacudida
insistente que pareció alejarlo de algún lugar agitado y le recordó al
instante dónde estaba. Abrió los ojos, pero antes de que se le adaptaran a la
oscuridad oyó la voz de Larguirucho que le susurraba con suavidad pero con
energía, lleno de placer y entusiasmo infantil: «Estamos a salvo, Pajarillo.
¡Estamos a salvo!»
Francis dormía a trompicones hasta que lo despertó una sacudida
insistente que pareció alejarlo de algún lugar agitado y le recordó al instante
dónde estaba. Abrió los ojos, pero antes de que se le adaptaran a la oscuridad
oyó la voz de Larguirucho que le susurraba con suavidad pero con energía, lleno
de placer y entusiasmo infantil:
—Estamos a salvo, Pajarillo. ¡Estamos a salvo!
Su figura le recordó a un dinosaurio alado posado al borde de la
cama. A la luz de la luna que se filtraba por la ventana, Francis distinguió
una extraña expresión de alegría y alivio en su rostro.
—¿De qué estamos a salvo? —quiso saber, aunque en cuanto hizo la
pregunta se dio cuenta de que conocía la respuesta.
—Del mal —respondió Larguirucho, y se rodeó el cuerpo con los
brazos. Luego hizo un segundo movimiento y levantó la mano izquierda para
cubrirse la frente, como si la presión de la palma y los dedos pudiera contener
los pensamientos y las ideas que le surgían con desenfreno.
Cuando se apartó la mano de la frente, Francis tuvo la impresión
de que le había quedado una marca, casi como de hollín. No era fácil distinguir
nada a la luz tenue que había en la habitación. Larguirucho también debió de
notar algo, porque de repente se miró los dedos con gesto burlón.
—¡Larguirucho! —susurró Francis, que se había incorporado en la
cama—. ¿Qué ha pasado?
Antes de que él pudiera responder, Francis oyó un siseo. Era Peter,
que se había despertado y se inclinaba hacia ellos.
—¡Dínoslo, Larguirucho! ¿Qué ha pasado? —pidió Peter con la voz
queda—. Pero no hagas ruido. No despiertes a nadie más.
Larguirucho asintió con la cabeza. Pero sus palabras se precipitaron
de forma entusiasta, casi dichosa. Rezumaban alivio y liberación.
—Ha sido una visión, Peter. Tiene que haber sido un ángel que me
ha sido enviado. Esta visión vino a mi lado, Pajarillo, para decirme...
—¿Para decirte qué? —susurró Francis.
—Para decirme que tenía razón. Desde el principio. El mal había
intentado llegar hasta nosotros, Pajarillo. La encarnación del mal estaba
aquí, en el hospital, a nuestro lado. Pero ha sido destruida y ahora estamos a
salvo. —Exhaló despacio y añadió—: Gracias a Dios.
Francis no sabía cómo interpretar aquello pero el Bombero se sentó
al lado del hombre alto.
—¿Esa visión estuvo aquí? ¿En esta habitación? —le preguntó.
—Junto a mi cama. Nos abrazamos como hermanos.
—¿La visión te tocó?
—Sí. Era tan real como tú o como yo, Peter. Notaba su vida junto a
la mía. Como si nuestros corazones latieran al unísono. Excepto que también era
mágica, Pajarillo.
El Bombero asintió. Luego, alargó la mano despacio y tocó la frente
de Larguirucho, donde seguían las marcas de hollín. Peter se frotó los dedos.
—¿Viste que la visión entrara por la puerta, o cayó de arriba?
—preguntó, y señaló hacia la puerta del dormitorio y luego hacia el techo.
—No. —Larguirucho sacudió la cabeza—. Llegó sin más. En un segundo
estaba junto a mi cama. Parecía bañada de luz, como si procediera del cielo.
Pero no pude verle la cara. Casi como si estuviera envuelta en un velo. Tiene
que haber sido un ángel —comentó—. Imagina, Pajarillo, un ángel aquí. Aquí, en
esta habitación. En nuestro hospital. Para protegernos.
Francis no dijo nada, pero Peter asintió con la cabeza. Se llevó
los dedos a la nariz y se los olió. Francis tuvo la impresión de que se
sorprendía. El Bombero hizo una pausa y echó un vistazo alrededor de la
habitación. A continuación pronunció unas palabras autoritarias en voz baja,
como órdenes de un mando militar cuando el enemigo está cerca y el peligro se
esconde detrás de cada sombra.
—Larguirucho, vuelve a la cama y espera a que Pajarillo y yo regresemos.
No digas nada a nadie. Silencio absoluto, ¿entendido?
Larguirucho fue a replicar pero vaciló.
—De acuerdo —dijo—. Pero estamos a salvo. Estamos todos a salvo.
¿No crees que los demás querrán saberlo?
—Vamos a asegurarnos antes de ilusionarlos —repuso Peter. Eso
pareció tener sentido para Larguirucho, porque asintió, se levantó y regresó a
su cama. Cuando llegó, se volvió y se llevó el dedo índice a los labios
haciendo la señal de silencio.
—Ven conmigo, Pajarillo —susurró Peter después de sonreír a
Larguirucho—. ¡Y no hagas ruido! —Cada palabra parecía poseer una tensión
indefinida que Francis no acababa de entender.
Sin mirar atrás, el Bombero avanzó con cautela entre las camas,
moviéndose sigiloso por el reducido espacio que separaba a los hombres
dormidos. Pasó junto al baño, donde un haz de luz sobresalía por debajo de la
puerta. Algunos hombres se movieron y uno pareció querer levantarse cuando
pasaron junto a su cama, pero Peter se limitó a pedirle que guardara silencio,
y el hombre emitió un gemido, se giró y volvió a dormirse.
Cuando llegó a la puerta, miró atrás y vio a Larguirucho, sentado
de nuevo en la cama en la posición del loto. Éste los vio y los saludó con la
mano.
Peter alargó la mano hacia el pomo.
—Está cerrada con llave —indicó Francis—. Cierran todas las
noches.
—Esta noche no —replicó Peter. Y, para probarlo, giró el pomo. La
puerta se abrió con un ligero crujido—. Vamos, Pajarillo.
El pasillo estaba a oscuras durante la noche, con sólo alguna que
otra lámpara tenue que lanzaba reducidos arcos de luz al suelo. El silencio
desconcertó momentáneamente a Francis. Por lo general, los pasillos del
edificio Amherst estaban abarrotados de gente sentada, de pie, caminando,
fumando, hablando consigo misma, hablando con gente que no estaba ahí o incluso
hablando entre sí. Los pasillos eran como las venas del hospital, sin cesar
bombeaban sangre y energía a cada órgano importante. Nunca los había visto
vacíos. La sensación de estar solo en el pasillo resultaba inquietante. El
Bombero, sin embargo, no parecía preocupado. Miraba pasillo adelante, hacia
donde una lámpara de escritorio emitía un tenue brillo amarillo en el puesto de
enfermería. Desde donde estaban, el puesto parecía vacío.
Peter dio un paso y bajó la mirada al suelo. Hincó una rodilla y
tocó con cuidado una mancha oscura, como había hecho con el hollín en la
frente de Larguirucho. De nuevo, se llevó el dedo a la nariz. Entonces, sin
decir palabra, indicó a Francis que se fijara.
El joven no estaba seguro de lo que se suponía que tenía que ver,
pero prestó atención. Los dos siguieron avanzando hacia el puesto de
enfermería, pero se detuvieron frente a uno de los trasteros.
Francis escudriñó el puesto y vio que estaba realmente vacío. Eso
lo confundió porque daba por sentado que había por lo menos una enfermera de
guardia las veinticuatro horas del día. El Bombero contemplaba el suelo
delante de la puerta del trastero. Señaló una mancha grande en el linóleo.
—¿Qué es? —quiso saber Francis.
—El mayor problema que puedes encontrarte en tu vida —suspiró
Peter—. Haya lo que haya detrás de esta puerta, no grites. Sobre todo, no
grites. Muérdete la lengua y no digas una palabra. Y no toques nada. ¿Puedes
hacerlo por mí, Pajarillo? ¿Puedo contar contigo?
Francis gruñó que sí, lo que le resultó difícil. Notaba cómo la
sangre le bombeaba en el pecho, le retumbaba en los oídos, llena de adrenalina
y ansiedad. En ese instante, se percató de que no había oído ni una palabra de
sus voces interiores desde que Larguirucho lo había despertado.
Peter se acercó a la puerta del trastero. Se envolvió la mano con
la camiseta para sujetar el pomo. Y entonces abrió despacio la puerta.
El cuarto estaba a oscuras. Peter entró con cautela y acercó la mano
al interruptor de la pared.
La luz repentina fue como una estocada.
El brilló cegó a Francis un segundo, puede que menos. Oyó a Peter
proferir un juramento.
Francis se inclinó para ver por encima del hombro de su amigo. Y
soltó un grito ahogado a la vez que el miedo lo sacudía como un viento
huracanado. Retrocedió un paso atrás, sintiendo que el aire que inspiraba le
quemaba. Intentó decir algo, pero incluso «Oh, Dios mío» le salió como un
gemido gutural.
En el suelo, en el centro del trastero, yacía Rubita. O la persona
que había sido Rubita.
Estaba casi desnuda. Le habían arrancado el uniforme de enfermera
y lo habían arrojado en un rincón. Todavía llevaba puesta la ropa interior,
pero estaba fuera de sitio, de modo que le quedaban al descubierto los pechos
y el sexo. Estaba tumbada de costado, casi acurrucada en posición fetal, salvo
que tenía una pierna doblada y la otra extendida, con un gran charco de sangre
granate bajo la cabeza y el tórax. Unos hilos rojos le resbalaban por la pálida
piel. Tenía un brazo metido debajo del cuerpo y el otro extendido, como una
persona que saluda a alguien que está lejos. Tenía el cabello apelmazado, casi
mojado, y gran parte de la piel le brillaba de modo extraño a la luz de la
bombilla desnuda. Cerca, había un cubo con materiales de limpieza volcado, y
el olor de líquido limpiador y desinfectante era abrumador. Peter se agachó
sobre el cuerpo, pero no llegó a tomarle el pulso porque tanto él como Francis
vieron que Rubita había sido degollada. La herida roja y negra, larga y
abierta, debió de acabar con su vida en unos segundos. Salieron de nuevo al
pasillo. Peter inspiró despacio y exhaló del mismo modo, con un ligero silbido
cuando el aire le pasó entre los dientes apretados.
—Mira con atención, Pajarillo —dijo—. Míralo todo con atención.
Trata de recordar todo lo que veas esta noche. ¿Podrás hacer eso por mí,
Pajarillo? ¿Ser el segundo par de ojos que lo capta y lo registra todo?
Francis asintió despacio. Peter volvió a entrar en el almacén y empezó
a señalar cosas en silencio. Primero, el corte que marcaba cruelmente el
cuello de Rubita, después el cubo volcado y las ropas arrancadas y tiradas al
suelo. Señaló unas líneas de sangre en la frente de Rubita, eran paralelas y
descendían hacia los ojos. Francis no pudo imaginar cómo se habrían producido.
Tras indicar las marcas, Peter empezó a moverse con cuidado por el reducido
espacio mientras señalaba con el índice cada cuadrante de la habitación, cada
elemento del escenario, como un profesor que indica con un puntero una pizarra
para captar la atención de unos alumnos cortos de entendederas.
Francis lo vio todo, y lo grabó en su memoria como un ayudante de
fotógrafo.
Peter se detuvo al indicar la mano de Rubita. Francis vio de
repente que a cuatro dedos le faltaban las falanges, como si se las hubieran
cortado y llevado. Contempló la mutilación respirando de modo espasmódico.
—¿Qué ves, Pajarillo? —preguntó por fin el Bombero.
—Veo a Rubita —respondió sin apartar la mirada del cadáver—. Pobre
Larguirucho. Pobre, pobre Larguirucho. Debió de estar absolutamente convencido
de que mataba a la encarnación del mal.
—¿Crees que Larguirucho hizo esto? —replicó Peter a la vez que
sacudía la cabeza—. Míralo mejor —pidió—. Y dime qué ves.
Francis observó de forma casi hipnótica el cadáver. Se fijó en el
rostro de la joven y sintió una mezcla de terror y agitación. Se dio cuenta de
que era la primera vez que veía a alguien muerto, por lo menos de cerca.
Recordaba haber asistido al funeral de su tía abuela cuando era pequeño, y cómo
su madre lo había tomado con fuerza de la mano y lo había hecho pasar junto a
un ataúd abierto mientras le murmuraba todo el rato que no dijera ni hiciera
nada y que se comportara, porque temía que él llamara la atención haciendo algo
inadecuado. Pero no lo hizo, y tampoco vio a la tía abuela en el ataúd. Lo
único que recordaba era un perfil de porcelana blanca, visto sólo un momento,
como algo fugaz a través de la ventanilla de un coche en marcha. No creyó que
fuera lo mismo. Lo que veía de Rubita era muy diferente. Comprendió que era la
peor cara de la muerte.
—Veo muerte —susurró.
—Sí—asintió Peter—. Muerte. Y desagradable, además. Pero ¿sabes
qué más veo yo? —Habló despacio, como si midiera cada palabra.
—¿Qué?
—Veo un mensaje —respondió el Bombero. Y, con una
sensación casi apabullante de tristeza, añadió—: Y nadie ha matado a la encarnación
del mal. Está aquí, entre nosotros, tan viva como tú o como yo. —Salió otra vez
al pasillo y concluyó en voz baja—: Ahora tenemos que pedir ayuda.6
A veces sueño con lo que vi.
A veces me doy cuenta de que ya no estoy soñando, sino despierto,
tienes un recuerdo grabado como el contorno protuberante de un fósil en mi
pasado, lo que es mucho peor. Todavía veo a Rubita en mi imaginación, con total
perfección, como en una de las fotografías que la policía tomó esa noche. Pero
sospecho que los fotógrafos policiales no eran tan artistas como mi memoria.
Recuerdo su forma como la imagen vivida pero realistamente inexacta del
martirio de un santo por un pintor renacentista menor.
Lo que recuerdo es esto... Su piel era blanca como la porcelana y
perfectamente clara, su rostro exhibía una expresión de reposo beatífico. Lo
único que le faltaba era un halo alrededor de la cabeza. La muerte apenas más
que una molestia, un mero dolor momentáneo, algo desagradable e incómodo, en
el camino inevitable, delicioso y glorioso hacia el cielo. Por supuesto, en
realidad (que es una palabra que he aprendido a usar con la menor frecuencia
posible) no era nada de eso. Tenía la piel manchada de sangre oscura, le habían
arrancado la ropa, el corte en la garganta se abría como una sonrisa burlona,
tenía los ojos desorbitados y la cara contorsionada de susto e incredulidad.
Una gárgola de la muerte. El asesinato en su aspecto más espantoso. Esa noche,
me alejé de la puerta del trastero presa de numerosos temores inquietantes. Estar
tan cerca de la violencia es igual a que te pasen de golpe papel de lija por el
corazón.
No sabía demasiado sobre su vida. La iba a conocer mucho mejor
muerta.
Cuando Peter el Bombero se alejó del cuerpo y la sangre, y de
todos los indicios grandes y pequeños del asesinato, yo no tenía idea de lo que
iba a pasar. El debía de saberlo de forma mucho más precisa, porque enseguida
me advirtió de nuevo que no tocara nada, que mantuviera las manos en los
bolsillos y no dijera lo que pensaba.
—Pajarillo —me dijo—, de aquí a un rato empezarán a hacer preguntas.
Preguntas muy desagradables. Pueden decir que sólo quieren información pero,
hazme caso, sólo quieren ayudarse a sí mismos. Da respuestas cortas y concisas,
y limítate a hablar de lo que has visto y oído esta noche. ¿Lo has entendido?
—Sí—contesté, aunque no sabía muy bien a qué estaba accediendo—.
Pobre Larguirucho —repetí.
—Sí, pobre Larguirucho —asintió el Bombero—. Pero no por los
motivos que crees. Al final verá a la encarnación del mal de cerca y en
persona. Quizá todos lo hagamos.
Recorrimos el pasillo hacia el puesto de enfermería vacío.
Nuestros pies desnudos apenas hacían ruido. La puerta metálica que debería haber
estado cerrada, estaba abierta de par en par. Había papeles esparcidos por el
suelo. Podían haber caído de la mesa simplemente porque alguien se movió
demasiado de prisa, o podían haber ido a parar al suelo en medio de una breve
pelea. Era difícil de adivinar. No había más indicios de que ahí hubiera
ocurrido algo. El armario cerrado con llave que contenía los medicamentos
estaba abierto, y en el suelo había unos cuantos recipientes de plástico para
las pastillas. Además, el macizo teléfono negro de las enfermeras estaba
descolgado. Peter señaló ambas cosas, como había hecho antes cuando examinaba
el trastero. Después puso el auricular en su sitio. Acto seguido, volvió a
levantarlo para obtener línea y pulsó el cero para hablar con la seguridad del
hospital.
—¿Seguridad? Ha habido un incidente en Amherst —anunció—. Será
mejor que vengan deprisa.
Colgó de golpe y esperó de nuevo el tono de línea. Esta vez marcó
el número de la policía.
—Buenas noches —dijo con calma un momento después—. Llamo para
informarles de que se ha cometido un homicidio en el edificio Amherst del
Hospital Estatal Western, en la zona adyacente al
puesto de enfermería de la planta baja. —Hizo una pausa y añadió—: No, no
voy a darle mi nombre. Le he dicho todo lo que necesita saber en este momento:
el tipo de incidente y la ubicación. El resto les resultará evidente cuando
lleguen aquí. Necesitarán miembros de la policía científica, detectives y el
juez de instrucción del condado. Y creo que deberían darse prisa.
Colgó, se volvió hacia mí y, con cierta ironía y quizás algo más
que interés, afirmó:
—Las cosas se van a poner muy emocionantes.
Eso es lo que recuerdo. En la pared, escribí:
Francis no tenía idea del alcance del caos que iba a desencadenarse
como un trueno al final de una calurosa tarde de verano...
Francis no tenía idea del alcance del caos que iba a
desencadenarse como un trueno al final de una calurosa tarde de verano. Lo más
cerca que había estado de un crimen hasta entonces había sido cuando todas sus
voces le habían gritado al unísono y su mundo se había vuelto patas arriba, y
había estallado y amenazado a sus padres y hermanas, y finalmente a sí mismo,
con el cuchillo de cocina, lo que lo había llevado al hospital. Trató de pensar
en lo que había visto y en su significado. Fue consciente de que sus voces
hablaban de un modo apagado pero nervioso. Palabras, todas ellas, de miedo.
Echó un vistazo a su alrededor con los ojos desorbitados y se preguntó si no
debería regresar a la cama y esperar, pero no podía moverse. Los músculos
parecían agarrotados y se sintió como alguien atrapado en una fuerte corriente,
arrastrado de modo inexorable. Peter y él esperaron en el puesto de enfermería
y, a los pocos segundos, oyeron pasos apresurados y llaves en la puerta
principal. Pasado un instante, la puerta se abrió y dos guardias de seguridad
irrumpieron en la planta. Ambos llevaban una linterna y una larga porra negra.
Vestían uniformes de un gris niebla. Recortados un instante contra el umbral,
los dos hombres parecieron fundirse con la tenue luz del pasillo. Se acercaron
deprisa hacia ellos.
—¿Por qué estáis fuera del dormitorio? —preguntó el primer guardia
al tiempo que blandía la porra—. No deberíais estar aquí —añadió de forma
innecesaria, antes de preguntar—: ¿Dónde está la enfermera?
El otro guardia se había situado en una posición de apoyo, preparado
para intervenir si Francis y Peter el Bombero creaban problemas.
—¿Habéis llamado vosotros a seguridad? —preguntó con brusquedad.
Y a continuación repitió la misma pregunta que su compañero—: ¿Dónde está la
enfermera?
—Ahí—contestó Peter, y señaló el trastero con el pulgar.
El primer guardia, un hombre corpulento con la cabeza rapada como
los marines y una papada que le colgaba en pliegues adiposos sobre un cuello
de camisa demasiado ajustado, apuntó a Francis y Peter con la porra.
—No os mováis, ¿entendido? —Se volvió hacia su compañero y le
instruyó—: Si intentan alguna jugarreta, dales caña.
Su compañero, un hombre enjuto y menudo con una sonrisa torcida,
sacó del cinturón una lata de spray defensivo Mace. El fornido se marchó con
rapidez pasillo adelante, resollando un poco. Llevaba una linterna en la mano
izquierda y la porra en la derecha. El haz de luz dibujaba rodajas que se movían
por el pasillo gris a medida que él avanzaba. Francis vio que abría la puerta
del trastero con brusquedad.
Se quedó un instante inmóvil con la mandíbula desencajada. Luego,
soltó un gruñido y retrocedió tambaleante unos segundos después de que la linterna
iluminara el cadáver de la enfermera.
—¡Dios mío! —exclamó y, casi con la misma rapidez, entró en el
trastero. Desde donde estaban, vieron cómo ponía la mano en el hombro de
Rubita y la giraba para intentar buscarle el pulso.
—No haga eso —advirtió Peter en voz baja—. Está destruyendo
pruebas.
El guardia menudo había palidecido, aunque todavía no había visto
del todo el alcance de la tragedia.
—¡Callaos, pirados de mierda! —ordenó con voz chillona y llena de
ansiedad—. ¡Callaos!
El corpulento retrocedió de nuevo y se volvió con los ojos desorbitados
hacia Francis y Peter. Mascullaba juramentos.
—¡No os mováis! ¡Quietos los dos, joder! —ordenó con furia.
Al acercarse hacia ellos, resbaló en uno de los charcos de sangre
que Peter había esquivado con tanto cuidado. Luego, agarró a Francis por el
brazo y le dio la vuelta para estamparle la cara contra la rejilla metálica
del puesto de enfermería. Casi en el mismo movimiento, le golpeó las corvas con
la porra, lo que le hizo tambalearse y caer de rodillas. Un dolor parecido a
una explosión de fósforo blanco le nubló la vista, y soltó un grito ahogado
antes de inspirar un aire que parecía cargado de agujas. Vio borroso un momento
y creyó que iba a perder el conocimiento. Pero cuando recuperó el aliento, el
impacto del golpe se desvaneció y dejó un mero dolor sordo y punzante. El
guardia menudo siguió el ejemplo de su compañero: giró a Peter y le atizó con
la porra en los riñones, lo que tuvo el mismo efecto, de modo que cayó de rodillas
y resollando. Los esposaron a ambos de inmediato y los tumbaron en el suelo.
Francis notó el olor desagradable del desinfectante que se usaba para fregar el
pasillo.
—Pirados de mierda —repitió el guardia menudo, y entró en el
puesto de enfermería. Marcó un número, esperó un momento y dijo—: Doctor, soy
Maxwell, de seguridad. Tenemos un problema grave en Amherst. Debería venir
enseguida. —Dudó un instante y anunció, sin duda como respuesta a una
pregunta—: Un par de pacientes han matado a una enfermera.
—¡Oiga! —se quejó Francis—. Nosotros no hemos... —Pero su
desmentido se vio interrumpido por una patada que el guardia corpulento le
arreó en el muslo. Guardó silencio y se mordió el labio. Tal como estaba, no
podía ver a Peter. Quería girarse en esa dirección, pero no deseaba recibir
otra patada, así que no se movió.
Y entonces se oyó una sirena que rasgaba la noche y aumentaba de
volumen a cada segundo. Era atronadora cuando se detuvo frente a Amherst y se
desvaneció como un mal pensamiento.
—¿Quién ha llamado a la policía? —preguntó el guardia menudo.
—Nosotros —respondió Peter.
—Mierda —dijo el guardia, y dio un segundo puntapié a Francis. Se
dispuso a atizarlo de nuevo, y Francis se preparó para el dolor, pero no
terminó el movimiento.
—¡Oye! —exclamó en cambio—. ¡Se puede saber qué coño estáis
haciendo!
Francis logró girar un poco la cabeza y vio que Napoleón y un par
de hombres más del dormitorio habían abierto la puerta y permanecían
vacilantes en el umbral, sin saber si podían salir al pasillo. La sirena debía
de haber despertado a todo el mundo. En ese mismo momento, alguien accionó el
interruptor principal y el pasillo se iluminó por completo. En el ala sur del
edificio se oían gemidos agudos y golpes en la puerta del dormitorio de las
mujeres, que resistía el embate, pero el ruido era como el toque de un bombo
que retumbaba en el pasillo.
—¡Maldita sea! —gritó el guardia con el corte de pelo a lo marine—.
¡Tú! —Señaló con la porra a Napoleón y los demás hombres indecisos—. ¡Volved
dentro! ¡Vamos!
Corrió hacia ellos con el brazo extendido como un guardia urbano
que diera instrucciones a la vez que blandía la porra. Los hombres retrocedieron
asustados y el guardia cerró la puerta con llave. A continuación, se volvió y
volvió a resbalar en una de las manchas de sangre que había en el pasillo. Los
golpes en la puerta del ala de las mujeres aumentaban de intensidad, y Francis
oyó dos voces nuevas a sus espaldas.
—¿Qué demonios está pasando aquí?
—¿Qué ocurre?
Se giró, y vio, más allá de donde Peter estaba tumbado en el
suelo, a dos policías de uniforme. Uno de ellos alargó la mano hacia su arma,
aunque sólo para abrir el cierre de la pistolera.
—¿Nos han avisado de un homicidio? —preguntó uno de los policías.
Pero no esperó respuesta, ya que debió de ver parte de la sangre del pasillo, y
avanzó hacia el trastero.
Francis lo siguió con la mirada y vio cómo se paraba en seco ante
la puerta. Pero, a diferencia de los guardias del hospital, el policía no dijo
nada. Se limitó a observar la escena casi, en ese instante, como tantos
pacientes del hospital que tenían la mirada perdida y sólo veían lo que querían
o necesitaban ver, que no era lo que tenían delante.
A partir de ese momento, pareció que las cosas ocurrían de prisa y
despacio a la vez. Para Francis fue como si el tiempo hubiera perdido el
control y el transcurrir ordenado de las horas nocturnas se hubiera sumido en
el caos. Poco después se encontraba en una sala de tratamiento en el mismo
pasillo donde la policía científica se estaba instalando y los fotógrafos
disparaban sus cámaras. Cada fogonazo de flash era como un rayo en algún
horizonte lejano, y provocaba que los gritos y la agitación entre los pacientes
de los dormitorios cerrados se agudizaran. Al principio, el guardia de
seguridad menudo le obligó a sentarse y lo dejó solo. Luego, pasados unos
minutos, entraron dos detectives acompañados del doctor Gulptilil. Francis
seguía en pijama y esposado, sentado en una incómoda silla de madera. Supuso
que Peter se encontraba en circunstancias similares en una sala contigua. Le
aterrorizaba tener que enfrentarse solo a la policía.
Los dos detectives vestían trajes algo arrugados y mal entallados.
Llevaban el cabello muy corto y tenían mandíbulas fuertes. Ninguno de los dos
mostraba ninguna suavidad en la mirada ni en la forma de hablar. Eran de
estatura y complexión parecidas, y Francis pensó que seguramente los
confundiría si volvía a verlos. No oyó sus nombres cuando se presentaron porque
miraba a Gulptilil en busca de tranquilidad. Pero el doctor se limitó a
advertirle que contara a los detectives la verdad. Uno de éstos se situó junto
al médico, ambos apoyados contra la pared, mientras que el otro aposentó su
trasero en una mesa situada frente a Francis. Una pierna le colgaba en el aire
casi airosamente, pero su postura era tal que la funda negra y la pistola que
llevaba en el cinturón eran muy visibles. El hombre esbozaba una sonrisa algo
torcida, que hacía que casi todo lo que decía pareciera deshonesto.
—A ver, señor Petrel —preguntó—, ¿por qué estaba en el pasillo
después de que se apagarán las luces?
Francis dudó, recordó lo que Peter le había dicho e inició un breve
recuento de cómo Larguirucho lo había despertado, de cómo había seguido a Peter
al pasillo y habían encontrado después el cadáver de Rubita. El detective
asintió y luego sacudió la cabeza.
—La puerta del dormitorio estaba cerrada con llave, señor Petrel.
La cierran todas las noches. —Dirigió una mirada rápida al doctor Gulptilil,
que asintió con la cabeza.
—Esta noche no lo estaba.
—No sé si creerlo.
Francis no supo qué contestar.
El policía hizo una pausa para que el silencio pusiera nervioso a
Francis.
—Dígame, señor Petrel... ¿Te puedo llamar Francis?
El joven asintió.
—Muy bien. Eres joven, Franny. ¿Te habías acostado con alguna mujer
antes de esta noche?
—¿Esta noche? —preguntó Francis, y dio un respingo.
—Sí. Me refiero a antes de esta noche, ya que esta noche tuviste
relaciones sexuales con la enfermera. ¿Te habías acostado con alguna chica?
Francis estaba confundido. Las voces le bramaban en los oídos; le
gritaban toda clase de mensajes contradictorios. Miró al doctor para intentar
ver si se percataba del revuelo que tenía lugar en su interior. Pero Gulptilil
se había situado en la sombra y no le distinguía bien la cara.
—No —contestó, pero la duda empañaba la palabra.
—¿No qué? ¿Nunca? ¿Un joven atractivo como tú? Debe de haber sido
muy frustrante. Sobre todo, cuando te rechazaban. Y esa enfermera no era mucho
mayor que tú, ¿verdad? Seguro que te enfadaste mucho cuando te rechazó.
—No —repitió Francis—. Eso no es cierto.
—¿No te rechazó?
—No, no, no.
—¿Tratas de decirnos que accedió a tener relaciones sexuales contigo
y que después se suicidó?
—No —repitió—. Está equivocado.
—Ya. —Miró a su compañero—. ¿Así que no accedió a tener relaciones
sexuales y entonces la mataste? ¿Es así como pasó?
—No. Vuelve a equivocarse.
—Me tienes confundido, Franny. Dices que estabas en el pasillo, al
otro lado de la puerta cerrada con llave, donde no deberías estar, y hay una
enfermera violada y asesinada, ¿y tú estabas ahí por casualidad? Venga ya,
hombre. ¿No te parece que podrías ayudarnos un poco más?
—No sé —respondió Francis.
—¿Qué no sabes? ¿Cómo ayudarnos? Cuéntame qué pasó cuando la
enfermera te rechazó. ¿Es muy difícil eso? Entonces todo tendrá sentido y
podremos dejarlo todo resuelto esta noche.
—Sí. O no —dijo Francis.
—Te diré de qué otro modo tiene sentido: tu amigo y tú decidisteis
hacer una visita nocturna a la enfermera, pero las cosas no salieron
exactamente como habíais planeado. Vamos, Franny, sé sincero conmigo, ¿vale?
Vamos a hacer una cosa, ¿de acuerdo?
—¿Qué cosa? —preguntó Francis, vacilante y con voz quebrada.
—Me vas a decir la verdad, ¿de acuerdo?
El joven asintió.
—Muy bien —afirmó el detective, que seguía empleando una voz baja
y suave, como si sólo Francis pudiera oír cada palabra, como si estuvieran
hablando un idioma que sólo ellos conocían. El otro policía y el doctor
Tomapastillas parecieron evaporarse de la sala. El detective continuó con su
tono persuasivo, sugerente de que la única interpretación verosímil era la
suya—. Sólo puede haber ocurrido de una forma que tal vez fuese accidental. Tal
vez ella te engatusó, y también a tu compañero. Tal vez pensaste que iba a ser
más cariñosa de lo que resultó ser. Un pequeño malentendido. Nada más.
Pensaste que quería decir una cosa y ella pensaba, bueno, quería decir otra. Y
las cosas se desmadraron, ¿cierto? Así que en realidad fue un accidente.
Escucha, Franny, nadie te va a culpar demasiado. Al fin y al cabo estás aquí, y
ya te han diagnosticado que estás un poco tarumba, así que todo se incluye en
la misma categoría, ¿no? ¿He acertado ahora, Franny?
—En absoluto —repuso con brusquedad tras inspirar hondo. Se
preguntó si negar la perorata persuasiva del detective no sería la cosa más
valiente que había hecho nunca.
El detective se incorporó, sacudió la cabeza y miró a su compañero.
El otro pareció cruzar la sala con un solo paso, golpeó violentamente la mesa
con el puño y acercó con brusquedad su cara a la de Francis, de modo que lo
salpicó de saliva al gritarle:
—¡Maldita sea, maníaco de mierda! ¡Sabemos que tú la mataste!
¡Deja de jodernos y dinos la verdad o te la sacaremos a hostias!
Francis empujó la silla hacia atrás para aumentar la distancia
entre ambos, pero el detective lo agarró por la camisa y tiró de él al tiempo
que le daba un golpe en la cabeza que lo dejó aturdido. Cuando se incorporó
tambaleante, Francis notó el sabor de la sangre en sus labios, y también cómo
le salía por la nariz. Sacudió la cabeza para aclarársela, pero recibió un
despiadado bofetón en la mejilla. El dolor le abrasó la cara y se le agudizó
detrás de los ojos, y casi a la vez notó que perdía el equilibrio y caía al
suelo. Estaba aturdido y desorientado, y quería que algo o alguien fuera a
ayudarlo.
El detective lo levantó casi como si no pesara nada y lo sentó de
nuevo en la silla.
—¡Dinos la verdad, cojones! —Hizo ademán de golpearlo de nuevo y
se contuvo a la espera de una respuesta.
Los golpes parecían haber dispersado todas sus voces interiores.
Le gritaban advertencias desde partes muy profundas de su ser, difíciles de oír
y de comprender. Era un poco como estar en el fondo de una habitación llena de
personas extrañas que hablan lenguas distintas.
—¡Habla! —insistió el detective.
Francis no lo hizo. Se sujetó con fuerza a la silla y se dispuso a
recibir otro golpe. El policía levantó más la mano, pero se detuvo. Soltó un
gruñido de resignación y retrocedió.
El primer detective avanzó hacia Francis.
—Venga, Franny —dijo con voz tranquilizadora—, ¿por qué haces
enfadar tanto a mi amigo? ¿No puedes aclararlo todo esta noche para que podamos
irnos a dormir a casa? ¿Devolver las cosas a la normalidad? —Y, con una
sonrisa, puntualizó—: O lo que aquí se considere normalidad.
Se inclinó y bajó la voz con tono de complicidad.
—¿Sabes qué está pasando ahora mismo aquí al lado? —preguntó.
Francis sacudió la cabeza.
—Tu compañero, el otro hombre que estaba en la fiestecita de esta
noche, te está delatando. Eso es lo que está pasando.
—¿Delatando?
—Te está culpando de todo lo ocurrido. Está contando a los otros
detectives que fue idea tuya, y que fuiste tú quien la violó y la asesinó, y
que él sólo miró. Les está explicando que intentó detenerte pero que no
quisiste escucharlo. Te está culpando de todo este lamentable hecho.
Francis reflexionó un momento y sacudió la cabeza. Aquello parecía
tan descabellado e imposible como todo lo que había pasado esa noche, y no lo
creyó. Se pasó la lengua por el labio inferior y sintió cierta hinchazón
además del sabor salado de la sangre.
—Se lo he dicho todo —dijo con voz débil—. Le he dicho lo que sé.
El detective hizo una mueca, como si esta respuesta no fuera de recibo.
Hizo un pequeño gesto con la mano a su compañero. El segundo detective avanzó
e inclinó la cabeza para mirar directamente a los ojos de Francis. Éste
retrocedió, a la espera de otro golpe, incapaz de defenderse. Su vulnerabilidad
era total. Cerró los ojos.
Pero antes de que llegara el mamporro, oyó abrirse la puerta.
A continuación todo pareció ocurrir a cámara lenta. Francis vio a
un policía uniformado en el umbral y cómo los dos detectives se acercaban a él
para mantener una conversación apagada que, tras un momento, pareció animarse,
aunque siguió resultando indescifrable para él. Al cabo de uno o dos minutos,
el primer detective sacudió la cabeza y suspiró, emitió un sonido de disgusto y
se volvió hacia Francis.
—Franny, muchacho, dime algo: este hombre que te despertó antes
de que salieras al pasillo, el hombre de quien nos hablaste al principio de
nuestra pequeña charla, ¿es el mismo que había atacado antes a la enfermera
durante la cena? ¿El que fue a por ella ante los ojos de todas las personas
que hay en este edificio?
Francis asintió.
El detective puso los ojos en blanco y echó la cabeza hacia atrás,
resignado.
—¡Mierda! —exclamó—. Aquí estamos perdiendo el tiempo. —Se volvió
hacia el doctor Gulptilil y le preguntó, furioso—: ¿Por qué coño no nos lo
dijo antes? ¿Están todos aquí como regaderas?
Tomapastillas no respondió.
—¿Ha olvidado contarnos algo más que sea de vital importancia,
doctor?
Tomapastillas negó con la cabeza.
—Seguro —soltó el detective con sarcasmo. Señaló a Francis—.
Traedlo —ordenó.
Un policía uniformado empujó al joven hacia el pasillo. Ahí, a su
derecha, otro grupo de policías había salido de un despacho contiguo con Peter
el Bombero, que lucía una contusión rojo intenso cerca del ojo derecho, junto
con una expresión colérica y desafiante que parecía expresar desdén hacia todos
los policías. Francis deseó poder mostrarse así de seguro. El primer detective
lo agarró por el brazo y lo giró un poco para que viese a Larguirucho, esposado
y flanqueado por dos policías más. Detrás de él, en el pasillo, varios
guardias de seguridad del hospital retenían a todos los pacientes varones de la
planta baja del edificio Amherst, lejos del trastero, en ese momento analizado
por la policía científica. Dos paramédicos aparecieron con una bolsa negra
para cadáveres y una camilla muy parecida a la que había llevado a Francis al
Hospital Estatal Western.
Se elevó un gemido colectivo entre los pacientes cuando vieron la
bolsa. Algunos se echaron a llorar y otros se volvieron, como si desviando la
mirada pudieran evitar enterarse de lo ocurrido. Otros se pusieron tensos y
unos cuantos se limitaron a seguir haciendo lo que estaban haciendo, que era
tambalearse y agitar los brazos, bailar o contemplar la pared. El ala de las
mujeres se había calmado, pero cuando el cadáver salió, a pesar de no verlo,
debieron de notar algo, porque se volvieron a oír golpes en la puerta, como un
repiqueteo de tambor en un funeral militar. Francis volvió a mirar a
Larguirucho, cuyos ojos se clavaron en el cadáver de la enfermera cuando pasó
ante él en la camilla. Bajo las luces brillantes del pasillo, Francis
distinguió manchas profundas de sangre en la camisa de dormir de Larguirucho.
—¿Es ése el hombre que te despertó, Franny? —quiso saber el primer
detective, y su pregunta contenía toda la autoridad de un hombre acostumbrado a
mandar.
Francis asintió.
—Y después de que te despertara, salisteis al pasillo, donde encontrasteis
a la enfermera ya muerta, ¿es así? Y llamasteis a seguridad, ¿no?
Francis asintió de nuevo. El detective miró a los policías que
estaban junto a Peter, que asintieron con la cabeza.
—Es lo mismo que dijo él —contestó uno a la pregunta no formulada.
Larguirucho había palidecido y el labio inferior le temblaba de
miedo. Bajó los ojos hacia las esposas que lo maniataban y juntó las manos como
para rezar. Dirigió una mirada a Francis y Peter, al otro lado del pasillo.
—Pajarillo, háblales del ángel —dijo con voz temblorosa y las manos
hacia delante como un suplicante en un servicio religioso—. Háblales del ángel
que vino en medio de la noche y me contó que se había encargado de la
encarnación del mal. Ahora estamos a salvo. Díselo, por favor, Pajarillo
—suplicó con un tono lastimero, como si cada palabra que decía lo sumiera aún
más en la desesperación.
En lugar de eso, el detective se acercó a Larguirucho, que retrocedió
un paso, asustado.
—¿Cómo le llegó esa sangre a la camisa de dormir? —le espetó el
policía— ¿Cómo llegó la sangre de la enfermera a sus manos?
Larguirucho se miró los dedos y sacudió la cabeza.
—No lo sé —contestó—. A lo mejor me la trajo el ángel.
Mientras contestaba, un agente uniformado se acercó por el pasillo
con una pequeña bolsa de plástico. Al principio Francis no vio lo que contenía,
pero luego, reconoció la cofia blanca de tres picos que solían llevar las
enfermeras del hospital. Sólo que ésta parecía arrugada y tenía el borde
manchado de sangre.
—Parece que quiso quedarse con un recuerdo —comentó el policía
uniformado—. Lo encontré debajo de su colchón.
—¿Encontró el cuchillo? —quiso saber el detective.
El policía negó con la cabeza.
—¿Y la punta de los dedos?
El policía negó de nuevo.
El detective pareció reflexionar evaluando los datos. Después, se
volvió con brusquedad hacia Larguirucho, que seguía encogido de miedo contra la
pared, rodeado de policías más bajos que él pero que en ese momento parecían
más corpulentos.
—¿Cómo consiguió esta cofia? —le preguntó.
—¡No lo sé! —gritó Larguirucho a la vez que sacudía la cabeza—. No
lo sé. Yo no la cogí.
—Estaba bajo su colchón. ¿Por qué la puso ahí?
—Yo no la puse. No la puse.
—No importa —replicó el detective, y se encogió de hombros—.
Tenemos más de lo que necesitamos. Que alguien le lea sus derechos. Nos vamos
ahora mismo de este manicomio.
Los policías empujaron a Larguirucho pasillo adelante. Francis pudo
ver cómo el pánico le sacudía como rayos caídos del cielo. Se retorcía como si
una corriente eléctrica le recorriera el cuerpo, como si cada paso que le
obligaban a dar fuera sobre brasas ardientes.
—No, por favor. Yo no he hecho nada. Por favor. El mal, el mal está
entre nosotros. Por favor, no me lleven de aquí. Éste es mi hogar. Por favor.
Mientras Larguirucho gritaba lastimosamente y su desesperación
resonaba por todo el pasillo, Francis notó que le quitaban las esposas.
—Pajarillo, Peter, ayudadme, por favor —pidió Larguirucho. Francis
no recordaba haber oído nunca tanto dolor en tan pocas palabras—. Decidles que
fue un ángel. Un ángel vino a verme en medio de la noche. Decídselo. Ayudadme,
por favor.
Y entonces, con un empujón final de los policías,
desapareció por la puerta principal del edificio Amherst, y lo que quedaba de
noche se lo engulló.7
Supongo que dormí algo esa
noche, pero no recuerdo haber cerrado los ojos.
Ni siquiera recuerdo que
respirara.
El labio hinchado me dolía, e
incluso después de haberme lavado seguía notando el sabor a sangre donde el
policía me había pegado. Tenía las piernas doloridas debido al porrazo que el
guardia de seguridad me había atizado y me daba vueltas la cabeza por todo lo
que había visto. Da igual los años que hayan pasado desde esa noche, la cantidad
de días que forman décadas, todavía siento el dolor de mi encuentro con
aquellas autoridades que creyeron, aunque sólo fuera por un momento, que yo era
el asesino. Mientras yacía tenso en la cama, me costaba relacionar a Rubita,
que había estado viva ese mismo día, con el cuerpo ensangrentado que se habían
llevado en una bolsa de plástico para depositar después en alguna fría mesa de
acero a la espera del escalpelo de un forense. Sigue siendo igual de difícil
ahora. Era casi como si se tratara de dos entidades distintas, dos mundos
aparte que guardaban poca relación entre sí, si es que guardaban alguna.
Mi recuerdo es
claro: permanecí inmóvil en la oscuridad sintiendo la presión inquietante de
cada segundo que pasaba, consciente de que todo el dormitorio estaba
intranquilo; los habituales ruidos nocturnos del sueño agitado eran mayores,
subrayados por un nerviosismo y una tensión que parecían recubrir el aire
tenso de la habitación como una capa de pintura. A mi alrededor, la gente se
giraba y revolvía en la cama, a pesar de la dosis adicional de medicación que
nos habían dado antes de devolvernos al dormitorio. Calma química.
Eso era lo que Tomapastillas, el señor del Mal y el resto del
personal querían, pero todos los miedos y las ansiedades provocados esa noche
superaban la capacidad de los fármacos. Nos revolvíamos en la cama, inquietos,
gimiendo y gruñendo, llorando y sollozando, nerviosos y consumidos. Todos
teníamos miedo de lo que quedaba de noche, y también de lo que pudiera
depararnos la mañana.
Faltaba uno, claro. Que
hubieran arrancado con tanta brusquedad a Larguirucho de nuestra pequeña
comunidad psiquiátrica parecía haber dejado huella. Desde mi llegada al
edificio Amherst, dos de los pacientes más ancianos y enfermos habían fallecido
debido a lo que llamaron causas naturales, aunque se definiría mejor con la
palabra negligencia o la palabra abandono. De vez
en cuando, de modo milagroso, daban de alta a alguien a quien le quedaba un
poco de vida. Muy a menudo, los de seguridad se llevaban a alguien frenético y
descontrolado a una de las celdas de aislamiento. Pero era probable que
regresara en un par de días, con la medicación aumentada, los movimientos
torpes más pronunciados y el temblor en su rostro acentuado. Así pues, las
desapariciones eran habituales. Pero no lo era la forma en que se habían
llevado a Larguirucho, y eso era lo que agitaba nuestras emociones mientras
esperábamos que las primeras luces del día se filtraran entre los barrotes de
las ventanas.
Preparé dos sandwiches de
queso, llené un vaso con agua del grifo y me apoyé en el mostrador de la cocina
para tomarlos. Un cigarrillo olvidado se consumía en un cenicero repleto, y el
hilo de humo se elevaba por el aire viciado de mi casa.
Peter el Bombero fumaba.
Di otro mordisco al sándwich y
bebí un trago de agua. Cuando me volví, él estaba ahí. Alargó la mano hacia la
colilla de mi cigarrillo y se lo llevó a los labios.
—En el hospital se podía fumar sin sentirse culpable —dijo
con cierta picardía—. Porque ¿qué era peor: arriesgarse al cáncer o
estar loco?
—Peter —dije, sonriente—. Hacía años que no te veía.
—¿Me has echado de menos, Pajarillo?
Asentí con la cabeza. Él se
encogió de hombros, como disculpándose.
—Tienes buen aspecto, Pajarillo. Un
poco delgado, quizá, pero apenas has envejecido. —Exhaló un par de
anillos de humo con indiferencia a la vez que echaba un vistazo a la
habitación—. ¿Así que vives aquí? No está mal. Veo que las cosas te van
bien.
—Yo no diría que me vayan bien exactamente. Tan bien como cabría
esperar, supongo.
—Tienes razón. Eso era lo inusual de estar loco, ¿verdad,
Pajarillo? Nuestras expectativas se torcieron y cambiaron. Cosas corrientes,
como tener un empleo, formar una familia e ir a partidos de la liga de béisbol
infantil las tardes bonitas de verano eran objetivos muy difíciles de conseguir.
Así que los modificamos. Los revisamos, los redujimos y los reconsideramos.
—Sí, es cierto. —Sonreí—. Tener un sofá, por ejemplo,
es todo un logro.
Peter echó la cabeza atrás para
soltar una carcajada.
—Tener un sofá y recuperar la salud mental —comentó—. Suena
a una de las tesis en las que el señor del Mal trabajaba siempre para su
doctorado y que nunca publicó.
Peter siguió mirando en
derredor.
—¿Tienes amigos?
—Pues no. —Sacudí la cabeza.
—¿Sigues oyendo voces?
—Un poco, a veces. Sólo ecos. Ecos o susurros. La medicación que me
dan sofoca bastante el alboroto que solían organizar.
—La medicación no puede ser tan mala —indicó Peter y me
guiñó el ojo—, porque yo estoy aquí.
Eso era cierto.
Peter se acercó al umbral de la
cocina y miró hacia la pared de la escritura. Se movía con la misma gracia
atlética, una especie de control muy definido de los movimientos, que recordaba
de las horas que pasamos caminando por los pasillos del edificio Amherst.
Peter el Bombero no arrastraba los pies ni se
tambaleaba. Tenía el mismo aspecto que veinte años atrás, excepto que la gorra
de los Red Sox que solía llevar encasquetada permanecía ahora en el bolsillo
trasero de sus vaqueros. Pero todavía tenía el pelo tupido y largo, y su
sonrisa era tal como la recordaba, dibujada en su rostro, como si alguien
hubiera contado un chiste unos minutos antes y le siguiera haciendo gracia.
—¿Cómo va la historia? —preguntó.
—Estoy volviendo a recordar.
Peter fue a decir algo pero se
detuvo, y miró de nuevo la columna de palabras garabateadas en la pared.
—¿Qué les has contado sobre mí? —quiso
saber.
—No lo suficiente. Pero puede que ya hayan deducido que nunca
estuviste loco. Nada de voces. Ni de delirios. Ni de creencias extrañas o
pensamientos escabrosos. Por lo menos, no estabas loco como Larguirucho,
Napoleón, Cleo o ninguno de los demás. Ni siquiera yo, puestos a decir.
Peter esbozó una sonrisita
irónica.
—Un buen chico católico, de una gran familia irlandesa de segunda
generación de Dorchester. Un padre que bebía demasiado los sábados por la
noche y una madre que creía en los demócratas y en el poder de la plegaria.
Funcionarios, maestros de escuela primaria, policías y soldados. Asistencia
regular a misa los domingos, seguida de catequesis. Un montón de monaguillos.
Las niñas aprendían a bailar y cantar en el coro. Los niños iban a Latin High y
jugaban a fútbol americano. Cuando llegaba la hora del servicio militar,
íbamos. Nada de prórrogas por cuestión de estudios. Y no éramos enfermos
mentales, por lo menos no del todo. No de esa forma diagnosticable y definida
que gustaba a Tomapastillas, que le permitía buscar tu alteración en el Manual
diagnóstico y estadístico y leer con exactitud la clase de tratamiento que
tenía que recetarte. No, en mi familia éramos peculiares. O excéntricos. O
quizás un poco curiosos, o ligeramente despistados, alterados o descentrados.
—Tú ni siquiera eras demasiado peculiar, Peter.
—¿Un bombero que provoca un incendio en la iglesia donde lo
bautizaron? —preguntó tras soltar una breve carcajada—. ¿Cómo llamarías
tú a eso? Al menos, un poco extraño, ¿no? Algo más que curioso, ¿no te parece?
No contesté y me limité a
observar cómo se movía por el piso. Aunque no estuviera realmente ahí, estaba
bien tener compañía.
—¿Sabes qué me preocupaba a veces, Pajarillo?
—¿Qué?
—Hubo muchos momentos en mi vida que deberían haberme vuelto loco.
Me refiero a momentos verdaderamente terribles que deberían haber contribuido
a la locura. Momentos de crecimiento. Momentos de guerra. Momentos de muerte.
Momentos de rabia. Y, aun así, el que pareció tener más sentido, el que resultó
más claro, fue el que me llevó al hospital.
Hizo una pausa
mientras seguía examinando la pared. Luego añadió en voz baja:
—Mi hermano murió cuando yo apenas tenía nueve años. Era el más
próximo a mí en cuanto a edad, sólo un año mayor; gemelos irlandeses, como
decía en broma la familia. Pero tenía el cabello más rubio que yo y su piel era
casi pálida, como más fina que la mía. Y yo podía correr, saltar, practicar
deportes, estar fuera todo el día, mientras que él apenas podía respirar. Asma,
problemas cardíacos y unos riñones que casi no le funcionaban. Dios quería que
fuera especial de ese modo, o eso me decían. Yo no alcanzaba a entender por qué
Dios había decidido eso. Y ahí estábamos, con nueve y diez años, y ambos
sabíamos que él se moría y nos daba lo mismo, seguíamos riendo y bromeando, y
teniendo todos los pequeños secretos que tienen los hermanos. El día que lo
llevaron por última vez al hospital, me dijo que yo tendría que existir por
ambos. Deseaba con todas mis fuerzas ayudarlo. Dije a mi madre que los médicos
podían ponerle a Billy mi pulmón derecho y mi corazón, y darme a mí los suyos
para tenerlos intercambiados un tiempo. Pero no lo hicieron, claro.
Escuché a Peter sin
interrumpirlo. Mientras hablaba, se acercaba a la pared donde yo había empezado
a escribir nuestra historia, pero no leía las palabras garabateadas sino que
contaba la suya. Dio una calada al cigarrillo y siguió hablando despacio.
—¿ Te había contado lo del explorador al que mataron en Vietnam?
—Sí, Peter.
—Deberías incluirlo en lo que escribes. Lo del explorador y lo de
mi hermano que murió de niño. Creo que forman parte de la misma historia.
—Tendré que contarles también lo de tu sobrino y lo del incendio.
—Sabía que lo harías —asintió—. Pero aún
no. Háblales sobre el explorador. ¿Sabes qué recuerdo más de ese día? Que hacía
muchísimo calor. No un calor como el que tú, yo o cualquiera que haya crecido
en Nueva Inglaterra conocemos. Nosotros conocemos el calor de agosto, cuando es
abrasador y bajamos a bañarnos al puerto. Aquél era un calor terrible,
enfermizo, que parecía venenoso. Serpenteábamos entre los arbustos enfila india
y el sol brillaba con fuerza. Era como si la mochila que llevaba a la espalda
contuviera todo lo que necesitaba y además todas mis preocupaciones. Los
francotiradores de los malos seguían una norma sencilla, ¿sabes? Disparar al
explorador, que iba delante, y derribarlo. Herirlo, si se podía. Apuntar a las
piernas, no a la cabeza. Al oír el disparo, todos los demás se pondrían a
cubierto, excepto el sanitario, y ése era yo. El sanitario iría hacia el
hombre herido. Siempre. Al entrenarnos, nos decían que no arriesgáramos la vida
a lo loco, ¿sabes? Pero siempre íbamos. Y entonces el francotirador intentaba
derribar al sanitario, porque de él dependían todos los hombres de la sección,
y eso los haría salir a todos al
descubierto para intentar acercarse a él. Un proceso de lo más elemental. Cómo
un solo disparo te da la oportunidad de matar a muchos. Y eso es lo que pasó
aquel día: dispararon al explorador, y oí que me llamaba. Pero el oficial al
mando y dos hombres más me retuvieron. Me quedaban menos de dos semanas de
servicio. Así que escuchamos cómo el explorador moría desangrado. Y así fue
como se informó después al cuartel general, para que pareciera inevitable.
Pero no era cierto. Me retuvieron y yo forcejeé, me quejé y supliqué, pero todo
el rato sabía que si quería podría soltarme y acercarme a él. Sólo tenía que
forcejear un poco más. Y eso era lo que no iba a hacer. Dar ese tirón de más.
De modo que interpretamos esa pequeña farsa en la selva mientras un hombre
moría. Era el tipo de situación en que lo correcto es mortal. No fui, y nadie
me culpó, y viví y volví a mi casa en Dorchester, y el explorador murió. Ni
siquiera lo conocía demasiado. Llevaba menos de un mes en nuestra sección.
Quiero decir que no fue como escuchar morir a un amigo. Sólo era alguien que
estaba ahí y gritó pidiendo ayuda, y lo siguió haciendo hasta que ya no pudo
hacerlo porque estaba muerto.
—Podría no haber sobrevivido aunque hubieras llegado a su lado.
—Sí, claro —asintió Peter, sonriente—. Yo también me he dicho eso.
—Suspiró—. Toda la vida he tenido pesadillas sobre personas que gritaban
pidiendo ayuda. Y yo no acudía.
—Pero te hiciste bombero...
—La mejor forma de hacer penitencia, Pajarillo. Todo el mundo quiere a
los bomberos.
Y a continuación desapareció despacio de
mi lado. Me acordé de que no tuvimos ocasión de hablar hasta media mañana. El
edificio Amherst estaba lleno de una luz solar que rasgaba el denso olor que
había dejado la muerte violenta. Las paredes blancas parecían brillar con
intensidad. Los pacientes deambulaban de un lado a otro, arrastrando los pies
y tambaleándose como de costumbre, sólo que con más cautela. Nos movíamos con
precaución porque todos nosotros, incluso en nuestra locura, sabíamos que
había ocurrido algo y presentíamos que aún iba a ocurrir algo más. Eché un
vistazo alrededor y encontré el lápiz.
Francis no tuvo ocasión de
hablar con Peter hasta media mañana. Un engañoso y deslumbrante sol de
primavera entraba por las ventanas y enviaba explosiones de luz por los pasillos,
reflejadas en un suelo del que se habían limpiado todos los signos externos del
crimen. Pero un residuo de la muerte permanecía en el aire viciado del
hospital; los pacientes se movían a solas o en grupos reducidos, y evitaban en
silencio los sitios donde la muerte había dejado sus huellas. Nadie pisaba los
sitios donde se había encharcado la sangre de la enfermera. Todo el mundo
evitaba el trastero, como si acercarse al escenario del crimen pudiera
contagiarles de algún modo parte de su maldad. Las voces sonaban apagadas, la
conversación amortiguada. Los pacientes se movían más despacio, como si el
hospital se hubiera convertido en una iglesia. Hasta los delirios que aquejaban
a tantos de ellos parecían aplacados, como si, por una vez, cedieran el protagonismo
a una locura más real y aterradora.
Peter, sin embargo, había
tomado posiciones en el pasillo, donde estaba apoyado contra la pared con la
mirada fija en el trastero. De vez en cuando, medía con los ojos la distancia
entre el punto donde se había encontrado el cadáver y el sitio donde Rubita
había sido atacada primero, junto a la tela metálica que cercaba el puesto de
enfermería en medio del pasillo.
Francis se acercó despacio a
él.
—¿Qué pasa? —le preguntó en voz baja.
El Bombero apretó la boca con
gesto de concentración.
—Dime, Pajarillo, ¿te parece lógico todo esto?
Francis fue a contestar, pero
dudó. Se apoyó contra la pared al lado del Bombero y empezó a mirar en la misma
dirección.
—Es como leer primero el último capítulo de un libro —aseguró pasado
un momento.
—¿Y eso? —repuso Peter con una sonrisa.
—Está todo invertido —explicó Francis—. No como en un espejo, sino
como si nos contaran la conclusión pero no cómo llegamos a ella.
—Sigue.
Francis notó una especie de
energía mientras le daba vueltas a lo que había visto la noche anterior. Podía
oír un coro de asentimiento y de ánimo en su interior.
—Algunas cosas me preocupan de verdad
—afirmó—. Cosas que no entiendo.
—Cuéntame algunas de esas cosas —pidió Peter.
—Bueno, Larguirucho, para empezar. ¿Por qué querría matar a Rubita?
—Creía que era la encarnación del mal. Intentó atacarla en el comedor.
—Sí, y le pusieron una inyección, lo que debería haberlo calmado.
—Pero no fue así.
—Yo creo que sí—rebatió Francis meneando la cabeza—. No del todo, pero
sí. Cuando me pusieron una inyección así fue como tener todos los músculos
paralizados, de modo que apenas tenía energía para abrir los ojos y ver el
mundo que me rodeaba. Aunque no le hubieran dado una dosis suficiente a
Larguirucho, creo que habría bastado. Porque matar a Rubita requería fuerza. Y
energía. Y supongo que también más cosas.
—¿Más cosas?
—Propósito —sugirió Francis.
—Continúa —dijo Peter, asintiendo.
—Bueno, ¿cómo salió Larguirucho del dormitorio? Siempre está cerrado
con llave. Y si logró abrir la puerta del dormitorio, ¿dónde están las llaves?
Y si salió, ¿por qué llevaría a Rubita al almacén? Quiero decir, ¿cómo lo hizo?
¿Y por qué la agrediría sexualmente? ¿Y luego dejarla así?
—Tenía sangre en la ropa. La cofia apareció bajo su colchón —le
recordó Peter con la contundencia impasible de un policía.
—Eso no lo entiendo. —Francis sacudió la cabeza—. La cofia, ¿pero no
el cuchillo que usó para matarla?
—¿Qué nos dijo Larguirucho cuando nos despertó? —Peter bajó la voz.
—Dijo que un ángel había ido a su lado para abrazarlo.
Guardaron silencio. Francis
procuró imaginar la sensación de que el ángel sacara a Larguirucho de su sueño
nervioso.
—Creí que se lo había inventado. Creí que era algo que había imaginado.
—Yo también —aseguró Peter—. Ahora ya no estoy tan seguro.
Empezó a
observar otra vez el trastero. Francis hizo lo mismo. Cuanto más miraba, más se
acercaba al momento. Era casi como si pudiera ver los últimos segundos de
Rubita. Peter debió de darse cuenta porque él también palideció.
—No quiero creer que Larguirucho hiciese eso —dijo—. No es nada
propio de él. Ni siquiera en sus peores momentos, y ayer se mostró de lo más
terrorífico, muy propio de él. Larguirucho señalaba, gritaba y hacía mucho
ruido. No creo que fuera capaz de matar. Sin duda, no de asesinar de un modo
solapado y premeditado.
—Dijo que había que destruir a la encarnación del mal. Lo dijo muy
fuerte, delante de todo el mundo.
—¿Crees que él podría matar a alguien, Pajarillo? —repuso Peter.
—No lo sé. En cierto sentido, creo que, en las circunstancias adecuadas,
cualquiera puede matar. Pero sólo son conjeturas por mi parte. Nunca he
conocido a un asesino.
Esta respuesta hizo sonreír a
Peter.
—Bueno, me conoces a mí—dijo—. Pero creo que conoceremos a otro.
—¿A otro asesino?
—A un ángel —concluyó Peter.
Poco antes de la sesión de
terapia de la tarde siguiente, Napoleón se acercó a Francis. Tenía un aspecto
vacilante, de indecisión y duda. Tartamudeaba un poco y las palabras parecían
aferrársele a la punta de la lengua, reacias a abandonar la boca por miedo a
cómo iban a ser recibidas. Tenía un defecto del habla de lo más curioso,
porque cuando se sumergía en la historia, como conectado a su tocayo, era más
claro y preciso. El problema, para quien le escuchara, era separar los dos elementos
dispares: los pensamientos de ese día de las especulaciones sobre hechos
acontecidos más de ciento cincuenta años atrás.
—¿Pajarillo? —llamó Napoleón con su nerviosismo habitual.
—¿Qué quieres, Nappy? —Estaban en un extremo de la sala de estar, sin
hacer otra cosa que evaluar sus pensamientos, como solían hacer los pacientes
del edificio Amherst.
—Hay algo que me preocupa.
—Hay muchas cosas que nos preocupan a todos —replicó Francis.
Napoleón se pasó las manos por
sus mejillas regordetas.
—¿Sabías que no hay ningún general que
esté considerado más brillante que Bonaparte? Como Alejandro Magno, Julio
César o George Washington. Quiero decir que fue alguien que forjó el mundo con
su brillantez.
—Sí, ya lo sé.
—Pero lo que no entiendo es por qué, si se le considera de modo tan
rotundo un hombre genial, sólo es recordado por sus derrotas.
—No entiendo —dijo Francis.
—Las derrotas. Moscú, Trafalgar, Waterloo.
—Me parece que no puedo responder esa pregunta... —empezó Francis.
—Me preocupa de veras —le interrumpió Napoleón—. Lo que quiero decir
es: ¿Por qué nos recuerdan por nuestros fracasos? ¿Por qué los fracasos y las
retiradas valen más que las victorias? ¿Crees que Tomapastillas y el señor del
Mal hablan alguna vez de los progresos que hacemos, en la terapia o con las
medicaciones? Creo que no. Creo que sólo hablan de los reveses y los errores, y
de los pequeños signos que indican que debemos seguir aquí, en lugar de los
indicios de que mejoramos y de que tal vez tendríamos que irnos a casa.
Francis asintió. Eso tenía
cierto sentido.
—Napoleón rehizo el mapa de Europa con sus victorias —prosiguió
Napoleón, superando su balbuceo dubitativo—. Deberían ser recordadas. Me da
tanta rabia...
—No creo que puedas hacer gran cosa al respecto... —empezó Francis,
pero su compañero se inclinó hacia delante y bajó la voz.
—Me da mucha rabia ver cómo Tomapastillas y el señor del Mal tratan
con ligereza todos estos aspectos históricos. Son asuntos tan importantes que
ayer apenas pude pegar ojo.
Francis lo miró.
—¿Estabas despierto?
—Estaba despierto y oí que alguien metía la llave en la cerradura.
—¿Viste...?
—Oí abrirse la puerta. Ya sabes que mi cama no está lejos de ella, y
cerré los ojos porque se supone que tenemos que estar dormidos y no quería que
alguien viera que yo no lo estaba y me aumentaran la medicación. Así que
fingí.
—Continúa.
Napoleón inclinó la cabeza y
trató de reconstruir lo que recordaba.
—Noté
que alguien pasaba junto a mi cama. Y entonces, unos minutos después, volvió a
pasar, sólo que esta vez fue para salir. Y esperé oír cómo giraba la llave,
pero no ocurrió. Luego, pasado un rato, eché una miradita y vi cómo tú y el
Bombero os marchabais. No tenemos que salir de noche. Tenemos que estar en la cama y dormir, así que me asusté
cuando os vi. Traté de dormirme pero oía a Larguirucho hablar consigo mismo y
eso me mantuvo despierto hasta que llegó la policía y se encendieron las luces
y pudimos ver las cosas terribles que habían pasado.
—Pero ¿no viste a la otra persona?
—No. Creo que no. Estaba oscuro. Pero pude mirar un poco.
—¿Y qué viste?
—Un hombre de blanco. Nada más.
—¿Era alto? ¿Le viste la cara?
—A mí todo el mundo me parece alto, Pajarillo —respondió Napoleón, y
negó de nuevo con la cabeza—. Incluso tú. Y no le vi la cara. Cuando pasó junto
a mi cama, cerré bien los ojos y escondí la cabeza. Pero recuerdo una cosa:
parecía flotar. Iba de blanco y flotaba. —Inspiró hondo—. Durante la retirada
de Moscú, algunos cadáveres se congelaron tanto que la piel adquirió el color
del hielo en una laguna. Gris y blanco, y translúcido a la vez. Como la
niebla. Eso es lo que recuerdo.
Francis retuvo lo que había
oído, y vio que el señor del Mal recorría la sala de estar para indicar el
inicio de la sesión de la tarde. También vio a Negro Grande y Negro Chico entre
los pacientes. De repente, se sobresaltó al observar que ambos hermanos vestían
sus uniformes blancos de auxiliar.
«Ángeles», pensó.
Francis tuvo otra breve
conversación cuando se dirigía a la sesión en grupo. Cleo se le acercó por el
pasillo antes de que entrase en una de las salas de terapia. Se balanceó a uno
y otro lado, un poco como un trasbordador al amarrar, y dijo:
—Pajarillo, ¿crees que Larguirucho hizo eso a Rubita?
Francis meneó la cabeza para
expresar duda.
—No parece la clase de cosas que haría Larguirucho —comentó.
—Me parecía un buen hombre —repuso Cleo tras soltar un resoplido que
hizo estremecer su voluminoso cuerpo—. Un poco chalado, como todos nosotros,
confundido a veces, pero un buen hombre. No puedo creer que hiciera una cosa
tan mala.
—Tenía
sangre en la camisa de dormir. Y creía que Rubita era la encarnación del mal.
Eso lo asustaba. Cuando nos asustamos, hacemos cosas inesperadas. Nos pasa a todos. De hecho, estoy seguro de que
casi todo el mundo hizo algo estando asustado y por eso está aquí.
Cleo asintió.
—Pero Larguirucho parecía distinto —dijo, y sacudió la cabeza—. No. No
es cierto. Parecía igual. Y todos somos diferentes, a eso me refiero. Era
distinto fuera, pero aquí dentro era igual. En cambio, lo que ocurrió parece
una cosa de fuera que hubiese pasado aquí dentro.
—¿De fuera?
—Ya me entiendes, tonto. De fuera. Del otro lado. —Hizo un gesto con
el brazo para indicar el mundo que había más allá de los muros del hospital.
Francis le vio cierta lógica y
esbozó una sonrisa.
—Creo que te entiendo —comentó.
—Ayer por la noche pasó algo en el dormitorio de las mujeres —dijo
Cleo bajando la voz—. No se lo he contado a nadie.
—¿Qué pasó?
—Estaba despierta. No podía dormir e intenté repasar todas las frases
de la obra, pero esta vez no funcionó. Imagínate. Normalmente, antes del
parlamento de Antonio en el segundo acto estoy roncando como un bebé, aunque no
sé si los bebés roncan. Las madres nunca me han dejado acercarme a ninguno, las
muy zorras... Pero eso es otra historia.
—Así que tú tampoco podías dormir.
—Todas las demás estaban dormidas.
—¿Y?
—Vi abrirse la puerta y alguien que entraba. No había oído la llave en
la cerradura, pero mi cama está lejos, junto a las ventanas, y la luz de la luna
me daba en la cabeza. ¿Sabías que antiguamente la gente creía que si te dormías
con la luz de la luna en la frente, despertabas loco? De ahí procede la palabra
lunático. Puede que sea cierto, Pajarillo. Siempre duermo a la luz de la luna
y cada vez estoy más loca, y ya nadie me quiere. No hay nadie que hable conmigo
y por eso me tienen aquí. Sola. Nadie viene a visitarme. Eso no es justo, ¿no
crees? Alguien podría venir a visitarme. Tampoco costaría tanto, ¿no? Cabrones.
Son todos unos cabrones.
—¿Alguien entró en el dormitorio? ¿Estás segura?
—Sí. —Cleo se estremeció—. Nadie entra de noche. Pero anoche vino
alguien. Se quedó unos segundos y luego salió. Y esta vez, como escuchaba con
atención, oí girar la llave en la cerradura.
—¿Crees que alguien cerca de la puerta vio a esa persona?
Cleo hizo una mueca y sacudió la cabeza.
—Ya lo pregunté. Con discreción, ¿sabes? No. Mucha gente dormía. Son
los medicamentos. Todo el mundo se queda frito enseguida. —Se ruborizó y
Francis vio que le afloraban unas lágrimas—. Rubita me caía bien. Siempre fue
muy amable conmigo. A veces recitábamos juntas la obra y ella hacía el papel de
Marco Antonio o algún otro. Y también me caía bien Larguirucho. Era un
caballero. Te abría la puerta y te dejaba pasar antes a la hora de la cena.
Bendecía la mesa. Siempre me llamaba señorita Cleo y era muy educado y
simpático. Y se preocupaba por todos nosotros. Alejar el mal. Tiene sentido.
—Se llevó un pañuelo a los ojos y se sorbió la nariz—. Pobre Larguirucho
—prosiguió—. Tenía razón todo el tiempo y nadie lo escuchó. Y ahora mira.
Tenemos que encontrar la forma de ayudarlo, el sólo intentaba ayudarnos a nosotros.
Cabrones. Son todos unos cabrones.
Tomó a Francis del brazo e hizo que la acompañara hasta la sesión en
grupo.
El señor del Mal estaba disponiendo las sillas plegables en círculo en
la sala de terapia. Indicó a Francis que tomara un par del montón situado bajo
una ventana, así que el joven cruzó la sala mientras Cleo se dejaba caer en uno
de los asientos. Se inclinó para coger un par de sillas y antes de volverse
para llevarlas al centro de la sala, donde el grupo se estaba reuniendo, un
movimiento en el exterior captó su atención. Desde allí, podía ver la entrada
principal, la verja de hierro y el camino que conducía al edificio de
administración. Un gran coche negro llegaba a la parte delantera. Eso no tenía
nada de inusual, todo el día llegaban y se marchaban coches y ambulancias, pero
éste tenía algo que despertó su curiosidad. Parecía impregnado de urgencia.
Francis
observó cómo el coche se detenía. Pasado un instante, una mujer alta y morena
salió de él. Llevaba un impermeable largo color habano y una cartera negra que
hacía juego con su largo cabello. La mujer se detuvo y pareció examinar todo el
complejo hospitalario, luego subió la escalinata con una determinación que le
recordó a una flecha disparada a un blanco.8
La organización les llegaba despacio e impuesta. Francis observó que
no era como si de repente fueran alborotadores, ni siquiera revoltosos o
escolares a los que se pide que presten atención en el aula. Era más bien que
estaban inquietos y nerviosos. Todos habían dormido muy poco y recibido
demasiados fármacos y demasiada agitación, además de una cantidad importante de
incertidumbre. Una mujer mayor con su largo cabello gris muy alborotado se
echaba a llorar, se enjugaba las lágrimas con una manga, sacudía la cabeza con
una sonrisa, decía que estaba bien y al cabo de unos segundos estallaba de
nuevo en sollozos. Uno de los hombres de mediana edad y mirada dura, que había
sido marino en un pesquero y llevaba el tatuaje de una mujer desnuda en el
antebrazo, lucía una expresión furtiva e inquieta, y no dejaba de revolverse en
la silla para comprobar la puerta situada tras él, como si esperara que alguien
se colara sigilosamente en la sala. Los tartamudos, tartamudeaban más. Los
irascibles estaba sentados en el borde de la silla. Los que solían llorar
parecían más dispuestos a derramar lágrimas. Los que permanecían mudos se
habían sumido más en el silencio.
Incluso Peter el Bombero, cuya tranquilidad solía dominar las
sesiones, tenía problemas para mantenerse quieto, y más de una vez encendió un
cigarrillo y se paseó alrededor del grupo. A Francis le recordó a un boxeador
que momentos antes del combate se relaja en el cuadrilátero lanzando derechazos
e izquierdazos a mandíbulas imaginarias mientras su contrincante real espera
en el otro rincón.
Si Francis hubiera sido un veterano del hospital psiquiátrico, habría
reconocido un aumento considerable de los niveles de paranoia en muchos
pacientes. Era algo todavía no expresado; como una tetera que se va calentando
para hervir el agua, todavía no había empezado a silbar. Pero aun así era
perceptible, como un mal olor una tarde calurosa. Sus propias voces interiores
pedían atención a gritos, y necesitó la fuerza de voluntad habitual para
acallarlas. Los músculos de los brazos y del estómago se le tensaban, como si
quisieran prestar ayuda a los tendones mentales que él estaba utilizando para
controlar la cacofonía de voces.
—Creo que deberíamos abordar los hechos de la otra noche —sugirió
Evans. Llevaba puestas las gafas de lectura, que dejaba resbalar por la nariz
para mirar por encima a los pacientes. Francis pensó que Evans era una de esas
personas que hace una afirmación que parece sencilla, como la necesidad de
abordar precisamente lo que dominaba los pensamientos de todo el mundo, pero da
la impresión de querer decir algo completamente distinto—. Parece que todos
estáis pensando en ello.
Un hombre se cubrió la cabeza con la camisa y se tapó los oídos con
las manos. Los demás se removieron en los asientos. Nadie contestó enseguida,
y el silencio que se abatió sobre la sala dio a Francis la impresión de ser
consistente e invisible como el viento que hincha las velas de un barco.
Pasado un momento lo rompió al preguntar:
—¿Dónde está Larguirucho? ¿Adonde lo han llevado? ¿Qué han hecho con
él?
Evans se recostó en la silla, aliviado, al parecer, de que las
primeras preguntas fueran tan fáciles de responder.
—Larguirucho fue transportado a la cárcel del condado. Estará
veinticuatro horas en observación en una celda de aislamiento. El doctor
Gulptilil fue a verlo esta mañana para asegurarse de que recibía la medicación
adecuada en su dosis correcta. Está bien. Está un poco más tranquilo que antes
del... incidente.
El grupo tardó un momento en asimilar esta afirmación. Fue Cleo quien
planteó la siguiente pregunta.
—¿Por qué no lo traen de vuelta aquí? Es aquí donde debe estar y no
encerrado en una cárcel sin sol y puede que con un puñado de criminales.
Cabrones. Violadores y ladrones, seguro. Pobre Larguirucho, en manos de la
policía. Cabrones fascistas.
—Porque lo acusan de un delito —respondió el psicólogo con rapidez. A
Francis le pareció extraño que evitara la palabra asesinato.
—Pero hay algo que no entiendo —terció Peter en una voz tan queda que
todo el mundo se volvió hacia él—. Larguirucho está loco, y ayer estaba más
loco aún. ¿Cuál es la palabra que a usted le gusta usar?
—Descompensado —respondió el señor del Mal con frialdad.
—Una palabra de lo más tonta —espetó Cleo, enfadada—. Una palabra
tonta, idiota y totalmente inútil.
—Bien —prosiguió Peter—. Larguirucho atravesaba una crisis. Todos nos
dimos cuenta. A lo largo del día fue empeorando y nadie hizo nada por
ayudarlo. Hasta que explotó. Ahora bien, si estaba aquí, en el hospital, por
ese motivo, ¿cómo le pueden acusar? ¿Un loco no es precisamente alguien que no
sabe lo que hace?
Evans asintió, pero se mordió el labio antes de contestar.
—Ésa es una decisión que deberá tomar el fiscal del condado. Hasta
entonces, Larguirucho se quedará donde está...
—Bueno, creo que deberían traerlo aquí, donde están sus amigos
—insistió Cleo, enojada aún—. Ahora sólo nos tiene a nosotros. Somos su única
familia.
Hubo un murmullo general de asentimiento.
—¿No podemos hacer algo? —preguntó la mujer del pelo alborotado.
Ese comentario provocó también asentimientos farfullados.
—Bueno —dijo el señor del Mal—, creo que deberíamos seguir abordando
los problemas que nos trajeron aquí. Si nos esforzamos por mejorar, quizás
encontremos una forma de ayudar a Larguirucho.
—Malditos ineptos —gruñó Cleo con indignación—. Cabrones
descerebrados.
Francis no sabía muy bien a quién se refería Cleo, pero estuvo de
acuerdo con las palabras que había elegido. Cleo tenía la habilidad de una
emperatriz de llegar al quid de la cuestión de una forma imperiosa. Empezaron
a oírse improperios y juramentos.
—Estas palabras coléricas no ayudan a Larguirucho, ni a ninguno de
nosotros. —El señor del Mal levantó la mano, exasperado—. Así que vamos a
parar.
Hizo un gesto cortante con la mano. Era la clase de movimiento que
Francis se había acostumbrado a ver en el psicólogo y que subrayaba una vez
más quién estaba cuerdo y, por lo tanto, quién estaba al mando. Y, como de
costumbre, tuvo un efecto intimidador; el grupo, refunfuñando, se recostó en
las sillas y el breve instante que podía haber acabado en una abierta rebelión
se disolvió en el aire viciado de la sala. Francis vio que Peter se mantenía
firme, con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido.
—Pues yo creo que no hemos usado las suficientes palabras coléricas
—soltó por fin, no en voz alta, pero con determinación—. Y no entiendo por qué
eso no va a ayudar a Larguirucho. ¿Cómo saber qué podría ayudarlo o no en este
momento? Creo que deberíamos protestar aún más.
—Seguramente tú lo harías —replicó el señor del Mal, girándose en su
asiento.
Ambos hombres se observaron un momento y Francis vio que estaban al
borde de un enfrentamiento físico. Pero, casi con la misma rapidez, todo
cambió porque el señor del Mal se volvió y dijo:
—Deberías reservarte tus opiniones. Estás mejor callado.
Era una afirmación desdeñosa, y dejó helado al grupo.
Francis vio que el Bombero buscaba una réplica, pero en ese momento
se oyó un ruido en la puerta de la sala.
Todas las cabezas se volvieron cuando se abrió. Negro Grande entró
lánguidamente y por un instante llenó el umbral con su corpulencia, ocultando
a quien le seguía. Se trataba de la mujer que Francis había visto por la
ventana al principio de la sesión. Tras ella, a su vez, iba Tomapastillas y,
por último, Negro Chico. Los auxiliares adoptaron posiciones de centinela
junto a la puerta.
—Señor Evans —dijo Gulptilil—, lamento interrumpir la sesión.
—No se preocupe —respondió el señor del Mal—. Ya estábamos a punto de
terminar.
Francis tenía la certeza de que estaban más al principio que al final
de algo. Pero, de hecho, no escuchó el intercambio entre los dos terapeutas. En
lugar de eso, observó a la mujer, que, ofreciéndole su perfil derecho, esperaba
flanqueada por los hermanos Moses.
Tuvo la impresión de ver muchas cosas, todas a la vez. Era esbelta y
muy alta, de casi metro ochenta, y rondaba los treinta años. Tenía la piel de
color cacao, de una tonalidad parecida a las hojas de roble que caen en otoño,
y sus ojos presentaban un aspecto ligeramente oriental. El cabello, de un
negro azabache, le llegaba más abajo de los hombros. Debajo del impermeable
color habano, llevaba un traje chaqueta azul. Sujetaba la cartera de piel con
unos dedos largos y delicados, y contemplaba la sala con una determinación que
habría calmado hasta al paciente más descompensado. Era casi como si su
presencia silenciara los delirios y los temores que ocupaban cada asiento.
Al principio, Francis la consideró la mujer más hermosa del mundo,
pero entonces ella se volvió un poco y él vio que tenía el lado izquierdo del
rostro desfigurado por una larga cicatriz blanca que le partía la ceja y le
recorría la mejilla en zigzag para terminar en la mandíbula. La cicatriz le
causó el mismo efecto que el péndulo de un hipnotizador: no podía apartar los
ojos de esa línea irregular que le bisecaba la cara. Se preguntó por un
momento si no sería como mirar la obra de un artista desquiciado, que, abrumado
ante una perfección inesperada, hubiera decidido tratar su propio arte con
absoluta crueldad.
—¿Quiénes son los dos hombres que encontraron el cadáver de la
enfermera? —preguntó dando un paso al frente, y su ronca voz pareció atravesar
a Francis.
—Peter, Francis —llamó el doctor Gulptilil—, esta señorita ha
conducido desde Boston para haceros algunas preguntas. ¿Podríais acompañarnos a
mi despacho para que pueda hablar con vosotros como es debido?
Francis se puso en pie y, en ese instante, fue consciente de que Peter
observaba con la misma intensidad a la joven.
—Yo te conozco —musitó Peter como para sí.
Francis se percató de que la mujer se fijaba en su amigo y, por un
segundo, arrugaba la frente en un gesto de reconocimiento. Luego, casi con la
misma rapidez, volvió a su impasible belleza marcada.
Los dos hombres salieron del círculo de sillas.
—Cuidado —soltó Cleo de golpe. Y citó de su obra favorita—: «El claro
día se apaga y nos dirigimos a las sombras.» —Se produjo un momento de
silencio antes de que añadiera con voz ronca—: Cuidado con los cabrones. Sólo
buscan perjudicarlo a uno.
Me alejé de la pared del salón
y de todas las palabras que contenía, y pensé: Eso es. Ya estamos todos. A
veces la muerte es como una ecuación algebraica, una larga serie de factores X y valores Y, multiplicados y divididos, sumados y
restados hasta que se obtiene una solución simple pero espantosa: cero. Y en
aquel momento la fórmula estaba escrita.
Cuando
llegué al hospital, tenía veintiún años y nunca me había enamorado. Aún no
había besado a una chica, ni sentido la suavidad de su piel. Eran un misterio para mí, cumbres tan
inalcanzables e inaccesibles como la cordura. Aun así, llenaban mi
imaginación. Había tantos secretos: la curva del pecho, el esbozo de una
sonrisa, la base de la espalda al arquearse con un movimiento sensual. No sabía
nada, lo imaginaba todo.
En mi loca vida había muchas
cosas fuera de mi alcance. Supongo que debería haber sabido que me enamoraría
de la mujer más exótica que conocería en mi vida. Y supongo que también
debería haber sabido, en el momento en que se produjo esa mirada centelleante
entre Peter el Bombero y Lucy Kyoto
Jones, que había mucho más que decir y una relación mucho más profunda que
saldría a la superficie. Pero era joven, y lo único que vi fue la presencia
repentina de la persona más extraordinaria que había visto en mi vida. Parecía
brillar como las lámparas de lava que tanto éxito tenían entre los hippies y
los estudiantes, una forma en movimiento y fusión constante que fluía de una
forma a otra.
Lucy Kyoto Jones era fruto de
la unión entre un militar estadounidense negro y una mujer estadounidense de
origen japonés. Su segundo nombre correspondía a la ciudad natal de su madre.
De ahi los ojos en forma de almendra y la piel color cacao. De lo referente a
la licenciatura de Derecho por Stanford y Harvard me enteraría más adelante.
También me enteraría más
delante de lo de la cicatriz en la cara, porque la persona que le dejó esa
marca y la otra, más profunda y menos evidente, le hizo seguir el camino que la
condujo hasta el Hospital Estatal Western con preguntas que pronto gustarían
muy poco.
Una de las cosas que aprendí en
mis años de mayor locura fue que uno podía estar en una habitación, con
paredes, ventanas con barrotes y puertas cerradas con llave, rodeado de otras
personas locas, o incluso metido en una celda de aislamiento a solas, sin que
esa fuera, de hecho, la habitación en que uno estaba. La habitación que uno
ocupaba de verdad la componían la memoria, las relaciones y los
acontecimientos, toda clase de fuerzas invisibles. A veces delirios. A veces
alucinaciones. A veces deseos. A veces sueños y esperanzas, o ambición. A veces
rabia. Eso era lo importante: reconocer siempre dónde estaban las paredes
reales.
Y ése fue el caso entonces,
cuando estábamos sentados en el despacho de Tomapastillas.
Miré por la ventana de mi casa
y vi que era tarde. La luz del día había desaparecido y, en su lugar, reinaba
la espesura de la noche urbana. En el piso tengo varios relojes, todos regalo
de mis hermanas, que, por algún motivo que todavía no he podido determinar,
parecen pensar que tengo una necesidad casi constante y muy apremiante de saber
siempre qué hora es. Pensé que las palabras eran la única hora que necesitaba
en este momento, así que me tomé un respiro para fumarme un cigarrillo
mientras reunía todos los relojes y los desenchufaba de la pared o les quitaba
las pilas para que dejaran de funcionar. Todos se habían detenido más o menos
en el mismo momento: las diez y diez, las diez y once, las diez y trece. Tomé
cada reloj y moví las manecillas para eliminar cualquier apariencia de
congruencia. Cada uno de ellos estaba parado en un momento distinto. Una vez
logrado eso, reí en voz alta. Era como si me hubiera apoderado del tiempo y
liberado de sus limitaciones.
Recordé cómo Lucy se había
inclinado hacia delante y había fijado una mirada seria, fulminante, primero en
Peter, después en mí y, a continuación, de nuevo en él. Supongo que al
principio quería impresionarnos con su determinación. Quizás había creído que
así se trataba con los dementes: con decisión, más o menos como uno haría con
un cachorro díscolo.
—Quiero saber todo lo que
vieron ayer por la noche —exigió.
Peter el Bombero vaciló
antes de responder.
—¿Tal vez podría decirnos
antes, señorita Jones, por qué le interesa lo que recordamos? Al fin y al
cabo, los dos prestamos declaración ante la policía local.
—¿Por qué estoy interesada en
el caso? —repuso—. Me informaron de algunos detalles poco después de que se
encontrara el cadáver, y tras un par de llamadas a las autoridades locales, me
pareció importante comprobarlos personalmente.
—Pero eso no
explica nada —replicó Peter con un gesto de desdén. Se inclinó hacia la joven—.
Quiere saber lo que vimos, pero Pajarillo y yo ya tenemos heridas de nuestro
primer encuentro con la seguridad del hospital y los detectives de la policía
local. Sospecho que tenemos suerte de no estar metidos en una celda de
aislamiento de la cárcel del condado, acusados por error de un delito grave. De
modo que antes de que aceptemos ayudarla, ¿por qué no vuelve a explicarnos por
qué está tan interesada... con un poquito más de detalle, por favor?
El doctor Gulptilil tenía una
ligera expresión de asombro, como si la idea de que un paciente pudiera
cuestionar a alguien cuerdo fuera algo contrario a las normas.
—Peter —dijo con frialdad—, la
señorita Jones es fiscal del condado de Suffolk. Y creo que es ella quien
debería hacer las preguntas.
—Sabía que la había visto antes
—dijo el Bombero en voz baja, y asintió—. Puede que en un tribunal.
—Estuve sentada frente a usted
una vez, durante un par de sesiones —respondió ella tras mirarlo un momento—.
Lo vi testificar en el caso del incendio de Anderson, hará unos dos años. Yo
todavía era una ayudante que manejaba delitos menores. Querían que algunos de
nosotros viéramos cómo le repreguntaban.
—Recuerdo que serví de bastante
ayuda —sonrió Peter—. Fui yo quien descubrió dónde se había provocado el
incendio. Fue bastante inteligente poner una toma de corriente al lado del
lugar del almacén donde se guardaba el material inflamable, de modo que su
propio producto avivara el fuego. Fue necesaria cierta planificación. Pero eso
es fundamental para un pirómano: planear. La consecución del fuego forma parte
de la emoción. Es como se logra uno bueno.
—Por eso nos pidieron que
fuéramos a verlo —explicó Lucy—. Porque creían que iba a convertirse en el
mejor investigador de incendios provocados de la policía de Boston. Pero las
cosas no salieron bien, ¿no es así?
—Oh —exclamó Peter con una
sonrisa más ancha, como si lo que Lucy Jones acababa de decir contuviera algún
chiste que Francis no había captado—. Podría decirse que sí. Depende de cómo
se miren las cosas. Como la justicia, lo que está bien y todo eso. Pero no ha
venido aquí por mí, ¿verdad, señorita Jones?
—No. He venido por el asesinato
de la enfermera en prácticas.
Peter observó a Lucy Jones.
Luego dirigió una mirada a Francis y después a Negro Grande y a Negro Chico,
que estaban en la parte posterior de la habitación, y por último a
Tomapastillas, que estaba sentado algo intranquilo tras su escritorio.
—Dime,
Pajarillo —pidió Peter tras volverse de nuevo hacia Francis—, ¿por qué dejaría
una fiscal de Boston todo lo que está haciendo y vendría al Hospital Estatal
Western a hacer preguntas a un par de locos sobre una muerte ocurrida fuera de
su jurisdicción y por la que ya se ha detenido y acusado a un hombre? Esa
muerte tiene algo que ha despertado su interés,
Pajarillo. ¿Pero qué? ¿Qué puede haber motivado que la señorita Jones viniera
aquí con tanta prisa para hablar con un par de chiflados?
Francis miró a Lucy Jones,
cuyos ojos se habían fijado en Peter con una mezcla de curiosidad y
reconocimiento que Francis no sabía muy bien cómo llamar.
—Bueno, señor Petrel —preguntó
pasado un momento con una sonrisita que se inclinaba un poco hacia la
cicatriz—, ¿puede responder a esa pregunta?
Francis pensó un momento. Se
imaginó a Rubita tal como la habían encontrado.
—El cadáver —aseguró.
—Sí, señor Petrel —sonrió
Lucy—. ¿Puedo llamarte Francis?
El joven asintió.
—¿Qué pasa con el cadáver?
—preguntó ella.
—Tenía algo especial.
—Podría haber tenido algo
especial —corrigió Lucy Jones. Miró a Peter—. ¿Quiere intervenir?
—No —rehusó Peter, y cruzó los
brazos—. Pajarillo lo está haciendo muy bien. Que siga él.
—¿Entonces...? —lo animó ella.
Francis se recostó un instante
y, con la misma rapidez, volvió a inclinarse hacia delante mientras pensaba
qué querría dar a entender la fiscal. Se le agolparon en la cabeza imágenes de
Rubita, el modo en que su cadáver estaba contorsionado, la forma en que sus
ropas estaban dispuestas. Se percató de que todo era un rompecabezas y la
hermosa mujer que tenía sentada enfrente formaba parte de él.
—Las falanges que le faltaban
en la mano —dijo por fin.
—Háblame de esa mano —pidió
Lucy tras asentir—. ¿Qué te pareció?
—La policía tomó fotografías,
señorita Jones —intervino el doctor Gulptilil—. Estoy seguro de que puede
examinarlas. No entiendo por qué... —Pero su objeción se desvaneció cuando la
mujer hizo un gesto a Francis para que continuara.
—Parecía como si alguien, el
asesino, se las hubiera llevado —concluyó éste.
—Bien —asintió Lucy—. ¿Podrías
decirme por qué el hombre acusado...? ¿Cómo se llama?
—Larguirucho —respondió el
Bombero. Su voz había adquirido un tono más grave, más firme.
—Sí. ¿Por qué Larguirucho, a
quien ambos conocíais, podría haber hecho eso?
—No hay ninguna razón.
—¿No se te ocurre alguna por la
que podría haber marcado a la joven de ese modo? ¿Nada que hubiera dicho
antes? ¿O el modo en que había actuado? Tengo entendido que había estado
bastante nervioso...
—No —aseguró Francis—. Nada de
la manera en que murió Rubita encaja con lo que sabemos de Larguirucho.
—Ya veo —asintió Lucy—.
¿Estaría de acuerdo con esa afirmación, doctor?
—¡En absoluto! —dijo Gulptilil
con energía—. Su conducta antes del asesinato fue exagerada, muy nerviosa.
Intentó atacarla ese mismo día. Ha tenido una marcada propensión a amenazar con
violencia en varias ocasiones en el pasado, y al final, rebasó el límite, como
el personal se temía.
—Así pues, ¿no está de acuerdo
con la valoración de estos señores ?
—No. La policía encontró
pruebas en su cama. Y la sangre en su camisa de dormir correspondía a la
víctima.
—Conozco esos detalles —dijo
Lucy Jones con frialdad. Y se dirigió de nuevo a Francis—. ¿Podrías volver a
las falanges que faltaban, por favor? —pidió con delicadeza—. ¿Podrías
describir qué viste exactamente, por favor?
—Había cuatro falanges
probablemente cortadas. Tenía la mano en un charco de sangre. —Francis levantó
una mano ante su cara, como si quisiera ver cómo sería que le cercenaran la
punta de los dedos.
—Si Larguirucho, vuestro amigo,
lo hubiera hecho...
—Podría haber hecho ciertas
cosas —la interrumpió Peter—. Pero no eso. Y sin duda tampoco la agresión
sexual.
—¡Eso no lo sabes! —replicó el
doctor Gulptilil—. Es una mera suposición. He visto la misma clase de
mutilaciones, y le aseguro que pueden producirse de varias formas. Incluso por
accidente. La idea de que Larguirucho fuera incapaz de cortarle la mano, o que
todo ocurrió de algún otro modo sospechoso es una mera conjetura. Veo adonde
quiere llegar con esto, señorita Jones, y creo que la implicación es errónea,
además de poder ser perjudicial para el hospital.
—¿De veras? —se sorprendió
Lucy, y se volvió de nuevo hacia el psiquiatra. Esa pregunta no pedía ninguna
ampliación. Hizo una pausa y dirigió la mirada a los dos pacientes. Fue a
hablar, pero Peter la interrumpió antes de que pudiera hacerlo.
—¿Sabes qué, Pajarillo? —Se
dirigió a Francis pero tenía los ojos puestos en Lucy Jones—. Sospecho que esta
joven fiscal ha visto otros tres cadáveres muy parecidos al de Rubita. Y que a
cada uno de esos cadáveres le faltaba una falange, o más, de la mano, como a
Rubita. Eso es lo que yo supongo ahora mismo.
Lucy Jones sonrió sin la menor
nota de humor. A Francis le pareció una de esas sonrisas que se usaban para
ocultar toda clase de sentimientos.
—Es una buena suposición, Peter
—dijo.
El Bombero entornó los ojos y
se recostó, como si reflexionara, antes de seguir hablando despacio.
—También creo, Pajarillo, que esta señorita es responsable de
encontrar al hombre que extirpó esas falanges a esas otras mujeres. Y que por
eso vino aquí corriendo y tiene tantas ganas de hablar con nosotros. ¿Y sabes
qué más, Pajarillo?
—¿Qué Peter? —preguntó Francis,
aunque ya intuía la respuesta.
—Apostaría que, bien entrada la
noche, en la oscuridad de su habitación en Boston, sola en la cama, con las
sábanas enredadas y sudadas, la señorita Jones tiene pesadillas sobre cada una
de esas mutilaciones y lo que
podrían significar.
Francis miró a Lucy Jones, que asintió despacio con la cabeza.
9
Me alejé de la pared y dejé
caer el lápiz al suelo.
La tensión del recuerdo me revolvía el estómago.
Tenía la garganta seca y el corazón acelerado. Aparté la mirada de las
palabras que se leían en la deslucida pared blanca y me dirigí al pequeño
cuarto de baño. Abrí el grifo del agua caliente y también la ducha para llenar
el cubículo de una calidez pegajosa, húmeda. El calor me recorrió el cuerpo y
el mundo empezó a nublarse a mi alrededor. Era como recordaba esos momentos en
el despacho de Tomapastillas, cuando la naturaleza real de nuestra situación
empezó a cobrar forma. La habitación se caldeó y noté una falta de aliento
asmática, como aquel día. Miré mi reflejo en el espejo. El calor lo empañaba,
lo desdibujaba, como si le faltaran contornos. Cada vez me costaba más ver si
estaba como era ahora, algo envejecido, medio calvo y con las primeras
arrugas, o como era entonces, cuando tenía mi juventud y mis problemas, y la
piel y los músculos tan firmes como mi imaginación. Detrás de esa imagen de mí
mismo en el espejo estaban los estantes de mis medicamentos. Me temblaban las
manos y, peor aún, algo se sacudía en mi interior, como un gran movimiento
sísmico en mi corazón. Sabía que debía tomar algún fármaco. Tranquilizarme.
Recuperar el control de las emociones. Calmar las fuerzas que acechaban bajo
mi piel. Noté cómo la locura intentaba apoderarse de mi pensamiento. Y me sentí
como un escalador que de repente pierde el equilibrio y se tambalea, sabiendo
que un resbalón se convertirá en una caída y que si no logra aferrarse a algo
se desplomará hacia la inconsciencia.
Exhalé aire sobrecalentado. Tenía las ideas chamuscadas.
Aún podía oír la voz de Lucy
Jones cuando se inclinó hacia Peter y hacia mí.
«Una pesadilla es algo de lo
que puedes despertar, Peter—había dicho—.
Pero los pensamientos y las ideas que permanecen después de que tus terrores
hayan desaparecido son algo bastante peor.»
—Conozco muy bien esa clase de
despertar —dijo Peter con un tono formal que, curiosamente, parecía tender un
puente entre ellos.
Gulptilil interrumpió las ideas
que se estaban barajando en su despacho.
—Escuche —dijo con una
oficiosidad enérgica—. No me gusta nada la dirección que está tomando esta
conversación, señorita Jones. Está sugiriendo algo que es bastante difícil de
considerar.
—¿Qué cree que estoy
sugiriendo? —repuso Lucy Jones, volviéndose hacia él.
Francis pensó que había obrado
como la fiscal que era. En lugar de negar, objetar o tener alguna otra reacción
contraria, devolvía la pregunta al médico. Tomapastillas, que no era tonto
aunque a menudo lo pareciera, también debió de darse cuenta, ya que no se
trataba de una técnica que los psiquiatras desconocieran; se movió incómodo
antes de responder. La cautela lo llevó a eliminar la agudeza que la tensión imprimía
a su voz, de modo que recuperó su acento empalagoso y algo británico.
—Lo que creo, señorita Jones,
es que no está dispuesta a ver circunstancias que contradigan lo que usted
desea encontrar. Se ha producido una muerte desafortunada. Se avisó de
inmediato a las autoridades competentes. Se examinó el escenario del crimen.
Se interrogó a los testigos. Se obtuvieron pruebas. Se practicó una detención.
Todo eso se hizo conforme al procedimiento y a la forma. Parece que sería el
momento de dejar que tuviera lugar el proceso judicial y ver qué se decide.
Lucy asintió y consideró su
respuesta.
—¿Le suenan los nombres de
Frederick Abberline y sir Robert Anderson, doctor?
Tomapastillas arrugó el entrecejo.
Francis vio cómo hojeaba el índice de su memoria sin obtener resultado. Era la
clase de fallo que Gulptilil detestaba. Era un hombre que se negaba a mostrar
cualquier carencia, por nimia o insignificante que
fuera. Se revolvió en el asiento, carraspeó una o dos veces y respondió
meneando la cabeza.
—No, lo siento. Esos nombres no
me dicen nada. ¿Cuál es su relación con esta discusión, si puede saberse?
—Quizá, doctor, le resulte más
familiar un coetáneo de ellos —repuso Lucy en lugar de contestar
directamente—. Un caballero conocido como Jack el Destripador.
—Por supuesto. —Gulptilil entornó
los ojos—. Se lo menciona en notas a pie de página en varios textos médicos y
psiquiátricos, sobre todo debido a la ferocidad y notoriedad de sus crímenes.
Pero los otros...
—Abberline era el inspector
encargado de investigar los asesinatos de Whitechapel en 1888. Anderson era su
supervisor. ¿Está familiarizado con esos hechos?
—Hasta los niños conocen a Jack
el Destripador —replicó el medico, y se encogió de hombros—. Incluso ha
dado lugar a novelas y películas.
—Sus crímenes dominaban las
noticias —prosiguió Lucy—. Atemorizaban a la población. Se convirtió en una
especie de referencia contra la que muchos crímenes parecidos se siguen
comparando hoy en día, aunque en realidad se limitaron a un área bien definida
y a una clase muy concreta de víctimas. El pánico que provocaron era
desproporcionado con respecto a su impacto real, lo mismo que su impacto en la
historia. En el Londres actual se puede hacer una visita guiada en autobús por
los lugares de los asesinatos. Y existen grupos de debate que siguen
investigando los crímenes. Casi cien años después, la gente sigue morbosamente
fascinada. Todavía quiere saber quién era Jack.
—¿Cuál es el propósito de esta
lección de historia, señorita Jones? Quiere decirnos algo, pero creo que no
sabemos muy bien qué.
A Lucy no pareció importarle
esta reacción negativa.
—¿Sabe qué ha intrigado siempre
a los criminólogos de los crímenes de Jack el Destripador, doctor?
—No.
—Que terminaron tan de repente
como empezaron.
—¿Sí?
—Como un grifo de terror
abierto y, después, cerrado. Clic. Así, sin más.
—Interesante, pero...
—Dígame, doctor, según su
experiencia, ¿las personas dominadas por su compulsión sexual, sobre todo para
cometer crímenes espantosos, cada vez más brutales, y que encuentran plena
satisfacción en sus actos, paran espontáneamente?
—No soy psiquiatra forense,
señorita Jones.
—Pero según su experiencia,
doctor...
—Sospecho, señorita Jones
—respondió con tono de superioridad a la vez que sacudía la cabeza—, que usted
sabe tan bien como yo que la respuesta a esa pregunta es que no. Un psicópata
homicida no puede poner término a sus crímenes. Por lo menos no
voluntariamente, aunque a algunos de ellos la excesiva culpa les lleva a
suicidarse. Éstos, por desgracia, son minoría. Por lo general, los asesinos
reincidentes sólo se detienen debido a alguna circunstancia externa.
—Sí, cierto. Anderson y
Abberline barajaron tres posibilidades para el cese de los crímenes de Jack el
Destripador en Londres. La primera, que hubiera emigrado a América (poco
probable pero posible), aunque no hay constancia de asesinatos de ese tipo en
Estados Unidos. La segunda, que hubiese muerto, bien por suicidio o a manos de
alguien, lo que tampoco era demasiado probable. En la era victoriana, el
suicidio no era muy frecuente, y tendríamos que suponer que a Jack el
Destripador lo atormentaba su propia maldad, algo de lo que no existe
ningún indicio. La tercera era una posibilidad más realista.
—¿Cuál?
—Que Jack hubiese sido recluido
en un hospital psiquiátrico e, incapaz de salir de allí, permaneció para
siempre tras sus gruesas paredes. —Hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Son muy
gruesas aquí las paredes, doctor?
Tomapastillas reaccionó
poniéndose de pie.
—¡Lo que está sugiriendo,
señorita Jones, es espantoso! —Tenía el rostro crispado—. ¡Imposible! ¡Que
algún Destripador actual esté aquí, en este hospital!
—¿Dónde podría esconderse
mejor? —preguntó la fiscal en voz baja.
Tomapastillas se esforzaba por
recobrar la compostura.
—¡La idea de que un asesino,
aunque sea inteligente, pudiera ocultar sus verdaderas pulsiones a todo el
personal del hospital es ridícula! Puede que eso fuera posible en el siglo XIX,
cuando la psicología estaba aún en mantillas. ¡Pero no en la actualidad!
Exigiría una fuerza de voluntad constante, una sofisticación y un conocimiento
de la naturaleza humana muy superiores a los que puedan tener nuestros pacientes.
Su sugerencia es simplemente imposible. —Pronunció estas palabras con una
contundencia que ocultaba sus temores.
Lucy fue a responder pero se detuvo.
En lugar de eso, se inclinó para recoger la cartera de piel. Rebuscó en su
interior y se volvió hacia Francis.
—¿Cómo llamabais a la enfermera
asesinada? —preguntó.
—Rubita —dijo Francis.
Lucy Jones asintió.
—Sí. Parece acertado. Y llevaba
el pelo corto... —Mientras hablaba, casi consigo misma, sacó un sobre de la
cartera, del que extrajo una serie de fotografías en color de veinte por
veinticinco. Se las puso en el regazo y las fue pasando hasta elegir una, que
lanzó por la mesa hacia Tomapastillas—. Hace dieciocho meses —anunció mientras
la fotografía se deslizaba por la superficie de madera.
Otra fotografía surgió del
montón.
—Hace catorce meses.
Y una tercera.
—Hace diez meses.
Francis estiró el cuello y vio
que en cada fotografía aparecía una mujer joven. Observó las marcas de sangre
en la garganta de cada una de ellas. Observó las ropas arrancadas y cambiadas
de sitio. Observó sus ojos abiertos al horror. Todas eran Rubita, y Rubita era
cada una de ellas. Eran diferentes pero iguales. Francis se acercó más cuando
otras tres fotografías resbalaron por la mesa. Eran primeros planos de la mano
derecha de cada víctima. A la primera le faltaba una falange de un dedo; a la
segunda, dos; y a la tercera, tres.
Desvió la mirada hacia a Lucy
Jones, que había entrecerrado los ojos y exhibía una expresión tensa. Francis
pensó que resplandecía un momento con una intensidad a la vez incandescente y
gélida.
La joven inspiró despacio y
habló con voz dura, baja:
—Voy a encontrar a este hombre,
doctor.
Tomapastillas contempló con
impotencia las fotografías. Francis se dio cuenta de que estaba evaluando la
gravedad de la situación. Pasado un momento, reunió todas las fotografías, como
un tahúr hace con las cartas después de barajadas pero sabiendo muy bien dónde
está el as de picas. Dio golpecitos con el mazo en la mesa para igualar todos
los bordes. A continuación, las devolvió a Lucy.
—Sí —admitió—, creo que lo
hará. O al menos lo intentará.
Francis no pensó que
Tomapastillas quisiera decir realmente lo que decía. Pero después recapacitó:
quizá sí quería decir realmente algunas de las cosas que decía, mientras que
otras no. Decidir cuáles era muy difícil.
El médico volvió a su asiento.
Tamborileó con los dedos sobre la mesa. Miró a la joven fiscal y arqueó sus
pobladas cejas negras, como si previera otra pregunta.
—Necesitaré su ayuda —dijo por
fin Lucy.
—Por supuesto. —Gulptilil se
encogió de hombros—. Es evidente. Mi ayuda, y la de otros, claro. Pero creo
que, a pesar de la increíble similitud entre la muerte que se produjo aquí y
las que usted nos ha mostrado de modo tan melodramático, está usted equivocada.
Creo que, por desgracia, nuestra enfermera fue atacada por el paciente que está
ahora detenido y acusado del crimen. Sin embargo, en aras de la justicia, la
ayudaré con todos los medios a mi alcance, aunque sólo sea para que se quede
tranquila, señorita Jones.
Francis pensó de nuevo que cada
palabra decía una cosa pero quería decir otra.
—Voy a quedarme aquí hasta
obtener algunas respuestas —aseguró Lucy.
Gulptilil asintió despacio.
Esbozó una sonrisa forzada.
—Puede que aquí no seamos
especialmente buenos en proporcionar respuestas —comentó—. Las preguntas
abundan, pero lograr soluciones es más difícil. Y, por supuesto, no con la
clase de precisión legal que yo diría que usted desea, señorita Jones. Aun así
—prosiguió—, nos pondremos a su entera disposición, en la medida de lo posible.
—Para llevar a cabo una
investigación como es debido —repuso Lucy—, como usted muy bien indicaba,
necesitaré algo de ayuda. Y acceso a todo y a todos.
—Permítame que se lo recuerde otra
vez: esto es un hospital psiquiátrico —replicó el médico—. Nuestra tarea es
muy diferente a la suya. E imagino que podrían entrar en conflicto. O, por lo
menos, esa posibilidad existe. Su presencia no puede perturbar el funcionamiento
del centro, ni ser tan abrumadora que altere la frágil situación de muchos
pacientes. —Hizo una pausa y la miró con una mueca—. Pondremos las historias
clínicas a su disposición, si lo desea —prosiguió—. Pero en cuanto a las salas y a interrogar a posibles testigos o
sospechosos... bueno, no estamos preparados para ayudarla en eso. Después de
todo, nuestra función consiste en ayudar a personas aquejadas de una
enfermedad grave y a menudo limitadora de sus capacidades. Nuestro enfoque es
terapéutico, no policial. No tenemos a nadie con la clase de experiencia que,
en mi opinión, se necesita...
—Eso no es cierto —masculló Peter el Bombero. Sus
palabras paralizaron a todo el mundo y provocaron un silencio tenso. Entonces
añadió con voz firme y segura —: Yo la tengo.
SEGUNDA PARTE
Un mundo de historias
10
Tenía la mano acalambrada y
dolorida, como mi existencia. Sujeté con fuerza el lápiz, como si fuera una
especie de cuerda de salvamento que me amarraba a la cordura. O acaso a la
locura. Cada vez me costaba más distinguirlas. Las palabras que había escrito
en las paredes que me rodeaban temblaban, como las reverberaciones del calor
sobre el asfalto de una carretera un mediodía de verano. A veces veía el
hospital como un universo completo en sí mismo, en que todos éramos pequeños
planetas mantenidos en su sitio por fuerzas gravitacionales invisibles, y que
nos movíamos por el espacio trazando nuestra propia órbita, aunque
interdependientes; relacionados unos con otros, aunque separados. Si se reúnen
personas por cualquier motivo, en una cárcel, en un cuartel, en un partido de
baloncesto, en una reunión del Lions' Club, en un estreno de Hollywood, en un
mitin sindical o en una sesión del consejo escolar, hay un objetivo común, un
vínculo compartido. Pero eso no era tan cierto para nosotros, porque el único
lazo real que nos unía era un singular deseo de ser distintos a lo que éramos,
y para muchos de nosotros ése era un sueño que parecía inalcanzable. Y supongo
que para los que el hospital se había tragado hacía años, ni siquiera era una
preferencia. A muchos de nosotros nos asustaba el mundo exterior y los
misterios que contenía, tanto que estábamos dispuestos a correr el riesgo de
cualquier peligro que acechara entre las paredes del hospital. Todos éramos
islas, con nuestras propias historias, juntas en un sitio que se volvía con
rapidez cada vez más inseguro.
Negro Grande me dijo una vez,
mientras estábamos tranquilamente en un pasillo durante uno de los muchos
momentos en que no había nada que hacer salvo esperar a que pasara algo,
aunque rara vez pasaba, que los hijos adolescentes de las personas que
trabajaban en el hospital y vivían en sus terrenos tenían un método para sus
citas del sábado por la noche: bajaban a pie al campus de la universidad
cercana para que los recogieran o los dejaran. Y cuando les preguntaban, decían
que sus padres trabajaban ahí, pero señalaban la universidad, no colina
arriba, donde todos pasábamos nuestros días y nuestras noches. Nuestra locura
era su estigma. Era como si temieran contagiarse de nuestras enfermedades. Eso
me parecía razonable. ¿Quién querría ser como nosotros? ¿ Quién querría estar
asociado con nuestro mundo?
La respuesta a eso era
escalofriante: una persona.
El ángel.
Inspiré hondo y, exhalé,
dejando que el aire me silbara entre los dientes. No me había permitido pensar
en él desde hacía años. Miré lo que había escrito y comprendí que no podría
contar todas esas historias sin explicar también la suya, y eso me puso muy
nervioso. Un viejo desasosiego y un antiguo temor se apoderaron de mí.
Y entonces él entró en la
habitación.
No como un vecino o un amigo,
ni siquiera como un convidado de piedra, sino como un fantasma. No se abrió la
puerta, no se ofreció ningún asiento, no hubo presentaciones. Pero, aun así,
estaba ahí. Me volví, primero a un lado y después a otro, para intentar
distinguirlo del aire que me rodeaba, pero no pude. Era del color del viento.
Unas voces que no había oído en muchos meses, voces que se habían acallado en
mi interior, empezaron de pronto a gritar advertencias que me resonaban en la
cabeza. Pero era como si su mensaje estuviera en un idioma extranjero; ya no
sabía cómo escuchar. Tuve la sensación horrible de que algo inaprensible pero
crucial se había descompuesto de repente, y que el peligro estaba muy cerca.
Tan cerca que podía notar su aliento en la nuca.
Se produjo un silencio
momentáneo en el despacho. El sonido de un teclado llegó de repente a través de
la puerta cerrada. En algún sitio del edificio de administración, un paciente
angustiado soltó un alarido largo y lastimero, pero se desvaneció como el
ladrido de un perro lejano. Peter el Bombero se situó en el borde de la silla,
del mismo modo que un niño ansioso que sabe la respuesta a una pregunta del
profesor.
—Correcto —asintió Lucy Jones
en voz baja.
Esas palabras sólo parecieron
infundir vigor al silencio.
Siendo un hombre con formación
psiquiátrica, Gulptilil poseía sagacidad política, quizás incluso más allá de su
actividad profesional. Dedicó un momento a valorar el aspecto del extraño grupo
reunido en su despacho.
Como muchos médicos de la
psique, tenía una habilidad asombrosa para examinar el momento con
distanciamiento emocional, casi como si estuviera en una torre de vigilancia
observando un patio. A su lado vio a una mujer joven con una sólida convicción
y unas prioridades muy distintas a las suyas. Tenía unas cicatrices que
parecían refulgir de acaloramiento. Frente a él vio al paciente que estaba
mucho menos loco que los demás y, no obstante, más condenado, con la posible
excepción del hombre que la joven buscaba con tanto ahínco, si realmente
existía, cosa que el doctor Gulptilil dudaba. También observó a Francis, y
pensó que era probable que se viera arrastrado por la fuerza de los otros dos,
lo que no le parecía necesariamente positivo.
Gulptilil se aclaró la garganta
y se revolvió en el asiento. Podía detectar los posibles problemas que debería
afrontar. Los problemas poseían una cualidad explosiva a la que él dedicaba
gran parte de su tiempo y energía a combatir. No era que disfrutara
especialmente de su trabajo de director psiquiátrico del hospital, pero
procedía de una tradición de deber, unida a un compromiso casi religioso con
el trabajo constante, y trabajar para el Estado reunía muchas virtudes que él
consideraba primordiales, como una paga semanal regular y las prestaciones
que la acompañaban, y carecía del riesgo que suponía abrir su propia consulta y
esperar que una cantidad suficiente de neuróticos locales empezaran a pedirle
hora.
Su mirada recayó en la
fotografía situada en una esquina de la mesa. Era un retrato de estudio de su
mujer y sus dos hijos, un niño en edad escolar y una chica que acababa de
cumplir los catorce. Tomada hacía menos de un año, mostraba el cabello de su
hija cayendo en grandes ondas negras sobre los hombros hasta llegarle a la
cintura. Se trataba de un signo tradicional de belleza para su gente, por muy
lejos que viviera de su país natal. Cuando era pequeña, a menudo se sentaba para
que su madre le pasara el cepillo por la reluciente cabellera negra. Esos
momentos habían desaparecido. Una semana atrás, en un arranque de rebelión, su
hija fue a escondidas a la peluquería y se cortó el pelo a lo paje, con lo que
desafiaba a la vez la tradición familiar y el estilo predominante ese año. Su
mujer había llorado sin parar dos días, y él se había visto obligado a soltarle
un severo sermón, ignorado en su mayor parte, e imponerle un castigo que
consistió en prohibirle todas las actividades extraescolares durante dos meses
y en limitarle el uso del teléfono, lo que provocó un airado estallido de
lágrimas y un juramento que le sorprendió que conociera. Sobresaltado, se
percató de que las cuatro víctimas de las fotografías que Lucy Jones le había
enseñado llevaban el pelo corto. A lo paje. Y que eran muy delgadas, casi
como si asumieran su feminidad de mala gana. Su hija era así, llena de ángulos
y líneas huesudas, mientras que las curvas sólo se insinuaban. Apretó los
labios al considerar ese detalle. También sabía que su hija se oponía a sus
intentos de limitarle los movimientos por los terrenos del hospital. Eso le
llevó a morderse el labio inferior. El miedo, se reprendió al punto, no era
cosa de los psiquiatras sino de los pacientes. El miedo era irracional y se
instalaba como un parásito en lo desconocido. Su profesión se basaba en el
conocimiento y en el estudio, y en su aplicación constante a toda clase de
situaciones. Intentó tranquilizarse, pero le costó lo suyo.
—Señorita Jones —dijo al cabo—,
¿qué propone exactamente?
Lucy inspiró hondo antes de
contestar, de modo que pudo ordenar sus pensamientos con la rapidez de una
ametralladora.
—Lo que propongo es descubrir
al hombre que creo ha cometido estos crímenes. Se trata de asesinatos en tres
jurisdicciones distintas del este del Estado, seguidos del que tuvo lugar aquí.
Creo que el asesino sigue libre, a pesar de la detención que se efectuó. Lo que
necesitaré, para demostrarlo, es acceso a los expedientes de sus pacientes y
libertad para efectuar interrogatorios. Además —prosiguió, y fue entonces
cuando la primera duda le asomó a la voz—, necesitaré que alguien intente
descubrirlo desde dentro. —Dirigió la mirada a Francis—. Porque creo que ha
previsto mi llegada. Y también creo que su conducta, cuando sepa que estoy tras
su rastro, cambiará. Necesitaré a alguien que pueda detectar eso.
—¿A qué se refiere con que la
ha previsto? —quiso saber Tomapastillas.
—Creo que la persona que mató a
la joven enfermera lo hizo de ese modo porque sabía dos cosas: que podrían
culpar con facilidad a otra persona, en este caso ese tal Larguirucho, y que,
aun así, alguien como yo vendría a buscarlo.
—¿Perdón?
—Tenía que saber que quienes
investigamos sus crímenes vendríamos aquí.
Esta revelación provocó otro
breve silencio en la habitación.
Lucy fijó los ojos en Francis y
Peter para examinarlos con una mirada distante. Pensó que podría haber
encontrado ayudantes mucho peores, aunque le preocupaba la volatilidad de uno y
la fragilidad del otro. También miró a los hermanos Moses, apostados al otro
lado de la habitación. Supuso que también podría incorporarlos a su plan,
aunque no estaba segura de poder controlarlos tan bien como a los pacientes.
Gulptilil meneó la cabeza y habló.
—Creo que atribuye a este
individuo, del que todavía no estoy seguro de su existencia, una sofisticación
criminal que supera lo que razonablemente cabría esperar. Si quieres cometer
un crimen que quede impune, ¿por qué invitas a alguien a buscarte? Con eso sólo
aumentas las posibilidades de ser capturado.
—Porque para él matar es sólo
una pequeña parte de la aventura. Por lo menos, eso creo yo. —No añadió nada
más porque no quería que le preguntaran sobre los demás elementos de lo que
había llamado la aventura.
Francis fue consciente de que
se había producido un momento de cierta profundidad. Notaba unas fuertes
vibraciones en la habitación y, por un instante, tuvo la sensación de que le
tiraban al agua donde no hacía pie. Movió los pies sin darse cuenta, como un
nadador entre las olas buscando el fondo.
Sabía que Tomapastillas deseaba
la presencia de la fiscal tanto como la del asesino. Por muy locos que
estuvieran todos, el hospital seguía siendo una burocracia, y dependía de
chupatintas de la administración estatal. Nadie que deba su medio de vida a la
chirriante maquinaria oficial desea algo que, de un modo u otro, acabará agitando
el avispero. Francis vio cómo el médico se removía en su silla mientras
intentaba imaginarse lo que podía convertirse en un espinoso matorral
político. Si Lucy Jones tenía razón y Gulptilil le negaba el acceso a las
historias clínicas, se expondría a todo tipo de desastres en caso de que el
asesino volviese a matar y llegase a oídos de la prensa.
Francis sonrió. Le alegraba no
estar en la piel del director. Mientras Gulptilil consideraba la difícil
encrucijada en que se encontraba, Francis miró a Peter el Bombero. Parecía
nervioso, electrizado, como si lo hubieran enchufado a algo. Habló con absoluta
convicción:
—Doctor Gulptilil, si hace lo
que sugiere la señorita Jones y ella consigue atrapar al asesino, será usted
quien se lleve prácticamente todo el mérito. Si ella y quienes la ayudemos
fracasamos, la responsabilidad será de la fiscal. Recaerá en sus hombros y en
los de los chiflados que intentaron ayudarla.
Tras valorar esas palabras, el
médico asintió.
—Puede que así sea, Peter.
—Tosió un par de veces mientras hablaba—. Quizá no sea del todo justo, pero
creo que tienes razón. —Echó un vistazo a los reunidos—. Esto es lo que voy a
permitir —dijo por fin—. Señorita Jones, tendrá acceso a las historias que
necesite, siempre que se respete la confidencialidad de los pacientes. También
podrá interrogar a las personas que considere sospechas. Yo mismo, o el señor
Evans, estaremos presentes en los interrogatorios. Es cuestión de justicia. Los
pacientes, incluso aquellos sospechosos de cometer delitos, tienen sus
derechos. Y si alguno de ellos pone objeciones a que usted le interrogue, no
le obligaré. O, a la inversa, le aconsejaré la presencia de un abogado.
Cualquier decisión médica que pueda plantearse a raíz de esas conversaciones
deberá proceder del personal competente. ¿Le parece bien?
—Por supuesto, doctor
—respondió Lucy, un poco deprisa.
—Y le suplico que proceda con
rapidez —añadió el médico—. Aunque muchos pacientes, de hecho la mayoría, son
crónicos, con pocas probabilidades de abandonar el hospital sin años de
atención, una parte considerable de los demás llega a estabilizarse, se medica
y se le autoriza a volver a su casa con su familia. No sé en cuál de estas categorías
se encuentra su sospechoso, aunque tengo mis sospechas.
De nuevo, Lucy asintió.
—Dicho de otro modo —dijo el
médico—, no hay forma de saber si seguirá aquí ahora que ha llegado usted. Pero
no voy a impedir que se dé de alta a pacientes cualificados para ello sólo
porque usted esté buscando a su hombre. ¿Lo comprende? Las decisiones diarias
del centro no se verán afectadas.
Lucy asintió otra vez.
—Y en cuanto a contar con la
ayuda de otros pacientes en sus... indagaciones —dijo tras dirigir una ceñuda
mirada a Peter y Francis—. Bueno, no puedo aprobarlo de modo oficial, incluso
aunque le viese alguna utilidad. Pero puede hacer lo que quiera, informalmente,
por supuesto. No se lo impediré. Sin embargo, no puedo conceder a estos
pacientes ningún estatus especial ni ninguna autoridad, ¿comprende?. Tampoco
pueden alterar su tratamiento de ningún modo. —Miró al Bombero, hizo una pausa,
y observó a Francis—. Estos dos señores tienen diferentes estatus como
pacientes —explicó—. Y las circunstancias que los trajeron aquí y los
parámetros de su estancia también son distintos. Eso podría provocarle algunos
problemas, si espera contar con su ayuda.
Lucy hizo un gesto con la mano,
como para preceder a un comentario, pero se detuvo. Cuando por fin habló, lo
hizo con una solemnidad que pareció cerrar el acuerdo.
—Por supuesto. Lo comprendo
totalmente.
Se produjo entonces otro breve
silencio, antes de que Lucy Jones prosiguiera.
—Huelga decir que el motivo de
mi presencia aquí, y lo que espero conseguir y cómo, han de ser
confidenciales.
—Desde luego. ¿Cree que me
gustaría anunciar que un asesino anda suelto por el hospital? —replicó
Gulptilil—. Eso provocaría el pánico y, en algunos casos, podría frustrar años
de tratamiento. Debe llevar su investigación con la mayor discreción, aunque
me temo que habrá rumores y especulaciones. Su sola presencia los suscitará. Hacer
preguntas generará incertidumbre. Es inevitable. Además, parte del personal tendrá
que estar informado, en mayor o menor medida. Me temo que también eso es
inevitable, y no sé cómo pueda afectar a sus indagaciones. Aun así, le deseo
suerte. Y pondré también a su disposición una de las salas de terapia, cercana
al escenario del crimen, para que efectúe los interrogatorios que considere
necesarios. Sólo tiene que avisarnos al señor Evans o a mí desde el puesto de
enfermería antes de interrogar a nadie. ¿Le parece bien?
—Sí —asintió Lucy—. Gracias,
doctor. Comprendo su preocupación y me esforzaré por ser discreta. —Hizo una
pausa porque sabía que no pasaría demasiado tiempo antes de que todo el
hospital, o por lo menos aquellos que mantuvieran cierto contacto con la
realidad, supiera por qué estaba ahí. Y eso imprimía más urgencia a su
trabajo—. Aunque sólo sea por comodidad —añadió—, considero necesario instalarme
en el hospital durante mis investigaciones.
El médico lo consideró un
momento y esbozó una fugaz sonrisita desagradable. Francis tuvo la impresión de
que sólo él la había visto.
—Claro —respondió—. Hay una
habitación libre en la residencia de enfermeras en prácticas.
Francis se dio cuenta de que no
era necesario que el médico mencionara quién había sido su anterior ocupante.
Noticiero estaba en el pasillo
del edificio Amherst cuando regresaron. Sonrió al verlos.
—Nuevo acuerdo sindical del
profesorado de Holyoke —anunció—. Springfield
Union-News, página B-l. Hola, Pajarillo,
¿qué estás haciendo? Los Sox jugarán contra los Yankees con dudas sobre el lanzador,
Boston Globe, página D-l. ¿Vas a ver al señor del Mal? Te estaba buscando y no
parecía muy contento. ¿Quién es tu amiga? Es muy bonita y me gustaría
conocerla.
Noticiero saludó con la mano y
dirigió una sonrisa tímida a Lucy. A continuación, abrió el periódico que llevaba
bajo el brazo y se marchó por el pasillo haciendo eses, con los ojos puestos
en las palabras impresas, concentrado en memorizarlas. Pasó junto a un par de
hombres, uno anciano y otro de mediana edad, vestidos con pijamas holgados
del hospital, que no parecían haberse peinado en la última década. Ambos
ocupaban la parte central del pasillo, a poca distancia entre sí, y hablaban en
voz baja. Daba la impresión de que conversaban, hasta que se les miraba a los
ojos y se veía que cada uno de ellos hablaba solo, ajeno a la presencia del
otro. Francis pensó que las personas como ellos formaban parte del hospital
tanto como los muebles, las paredes o las puertas. A Cleo le gustaba llamar
catos a los catatónicos, palabra que, para Francis, era tan buena como
cualquier otra. Vio a una mujer avanzar con brío por el pasillo y detenerse de
golpe. Reiniciaba la marcha. Paraba. Caminaba. Paraba. Luego reía y seguía su
camino arrastrando una larga bata rosa.
—No es precisamente un mundo
perfecto —oyó decir a Peter.
Lucy tenía los ojos algo
desorbitados.
—¿Sabe algo sobre la locura?
—preguntó Peter.
La fiscal negó con la cabeza.
—¿No hay ninguna tía Martha o
tío Fred locos en su familia? ¿Ningún extraño primo Timmy al que le guste
torturar animalitos? ¿Vecinos, tal vez, que hablen solos o que crean que el
presidente es un extraterrestre?
Las preguntas de Peter
parecieron relajar a Lucy, que sacudió la cabeza.
—Debo de tener suerte —comentó.
—Bueno, Pajarillo puede
enseñarle todo lo que necesite saber sobre estar loco —respondió Peter con una
risita—. Es un experto, ¿no es así, Pajarillo?
Francis no supo qué decir, así
que se limitó a asentir. Observó cómo algunas emociones encontradas cruzaban
el semblante de la fiscal, y pensó que una cosa era meterse en un-sitio como el
Hospital Estatal Western con ideas, suposiciones y sospechas, y otra muy
distinta obrar conforme a ellas. Tenía el aspecto de alguien que examina un
objeto raro con una mezcla de duda y confianza.
—Bueno —prosiguió Peter—, ¿por
dónde empezamos, señorita Jones?
—Por aquí mismo. Por el
escenario del crimen. Necesito familiarizarme con el sitio donde se produjo el
asesinato. Y después necesito familiarizarme con el hospital en su conjunto.
—¿Una visita guiada? —propuso
Francis.
—Dos visitas guiadas —corrigió
Peter—. Una para inspeccionar todo esto. —Señaló el edificio—. Y una segunda
para examinar esto. —Se dio unos golpecitos en la sien.
Negro Chico y su hermano los
habían acompañado de vuelta a Amherst desde el edificio de administración, pero
los habían dejado solos para hablar en el puesto de enfermería. Negro Grande
había entrado después en una de las salas de tratamiento adyacentes. Negro
Chico se acercó sonriendo.
—Esta situación es de lo más
inusual —comentó afablemente. Lucy no contestó y Francis procuró descifrar en
la expresión del auxiliar qué pensaba realmente sobre lo que estaba pasando—.
Mi hermano ha ido a prepararle su nuevo despacho, señorita Jones. Y yo he
informado debidamente a las enfermeras de guardia de que va a estar aquí un par
de días como mínimo. Una de ellas le enseñará dónde está su habitación. Y
supongo que en este momento el señor Evans debe de estar manteniendo una
larga, aunque desagradable, conversación con el director médico, y que muy
pronto también querrá hablar con usted.
—¿El señor Evans es el
psicólogo encargado?
—De esta unidad. Sí, señorita.
—¿Y cree que no le gustará mi
presencia aquí? —Lo dijo con una sonrisita irónica.
—No exactamente, señorita.
Tiene que entender algo sobre cómo funcionan aquí las cosas.
—¿Qué?
—Bueno, Peter y Pajarillo
pueden ponerla al corriente tan bien como yo, pero, en resumen, el objetivo del
hospital es hacer que las cosas vayan como una seda. Las cosas que son
diferentes, que se salen de lo corriente, bueno, alteran a la gente.
—¿A los pacientes?
—Claro. Y si los pacientes se
alteran, el personal se altera. Y si el personal se altera, los administradores
se alteran. ¿Comprende? A la gente le gusta que las cosas vayan como una seda.
A todo el mundo. A los locos, a los ancianos, a los jóvenes, a los cuerdos. Y
no creo que usted vaya a propiciar que las cosas vayan como una seda, señorita
Jones. Supongo que usted va a provocar justo lo contrario.
Negro Chico había hablado
esbozando una ancha sonrisa, como si todo eso le resultara divertido. Lucy lo
observó, se encogió de hombros y le preguntó:
—¿Y usted y su corpulento
hermano? ¿Qué opinan?
—Que él sea corpulento y yo
menudo no significa que no tengamos las mismas grandes ideas —dijo, y soltó
una carcajada—. No, señorita. Lo que piensas no tiene nada que ver con tu
aspecto. —Señaló los grupos de pacientes que recorrían el pasillo, como
buscando corroborar sus palabras. A continuación, inspiró hondo y observó a la
fiscal. Luego, bajando la voz, añadió—: Puede que ambos creamos que aquí pasó
algo malo, y que eso no nos guste, porque, de ser así, en cierto sentido,
nosotros tenemos la culpa. Y eso no nos gusta nada, en absoluto, señorita
Jones. Así que, si se hiere alguna susceptibilidad, no nos parece que sea algo
tan grave.
—Gracias —dijo Lucy.
—No me dé las gracias todavía
—replicó Negro Chico—. Recuerde que cuando todo acabe, mi hermano, las
enfermeras, los médicos, la mayoría de los pacientes, aunque no todos, y yo
mismo seguiremos aquí, mientras que usted no. De modo que no dé todavía las
gracias a nadie. Y todo depende de quién sea la susceptibilidad que se hiera,
ya me entiende.
—Le he entendido —asintió Lucy.
Alzó la mirada y añadió—: Y supongo que ése es el señor Evans.
Francis se volvió y vio al
señor del Mal avanzando con rapidez en su dirección. Su lenguaje corporal
expresaba una actitud de bienvenida y exhibía una ancha sonrisa. Francis no se
fió ni un instante.
—Señorita Jones —dijo Evans con
rapidez—, permítame que me presente. —Le dio un mecánico apretón de manos.
—¿Le ha informado el doctor
Gulptilil del motivo de mi presencia? —quiso saber Lucy.
—Me dijo que usted sospecha que
tal vez se detuvo a la persona equivocada en el caso de la joven enfermera,
sospecha a la que no le veo demasiado fundamento. Pero el hecho es que está
aquí. Según me dijo el director, se trata de una investigación ya en curso.
Lucy observó al psicólogo,
consciente de que su respuesta no contenía toda la verdad pero que, a grandes
rasgos, era exacta.
—¿Puedo contar con su ayuda,
pues? —preguntó.
—Por supuesto.
—Gracias —dijo Lucy.
—De hecho, ¿quizá le gustaría
empezar con una valoración de las historias clínicas de los pacientes del
edificio Amherst? Podríamos empezar ahora mismo. Disponemos de tiempo antes de
la cena y las actividades nocturnas.
—Primero me gustaría una visita
guiada —repuso la fiscal.
—Pues adelante. Vamos allá.
—Esperaba que estos pacientes
me acompañaran.
—No creo que sea una buena
idea. —El señor del Mal sacudió la cabeza.
Lucy no dijo nada.
—Bueno —prosiguió el psicólogo—,
por desgracia, Peter y Francis están actualmente limitados a esta planta. Y el
acceso al exterior de todos los pacientes, con independencia de su estatus,
está restringido hasta que la ansiedad que ha provocado el crimen y la
posterior detención de Larguirucho se haya disipado. Y su presencia en la unidad...
bueno, detesto decirlo, pero prolonga la minicrisis que estamos viviendo. De
modo que en el futuro inmediato, adoptaremos las medidas de máxima seguridad.
Un poco como pasaría en una cárcel, señorita Jones, pero en versión
hospitalaria. Se ha restringido el movimiento alrededor del hospital. Hasta
que tengamos de nuevo a los pacientes estabilizados por completo.
Lucy se pensó su réplica.
—Bueno —dijo por fin—, sin duda
pueden enseñarme el escenario del crimen y esta planta, e informarme de lo que
vieron e hicieron, como a la policía. Eso no iría contra las normas, ¿verdad? Y
luego, tal vez usted, o uno de los hermanos Moses, pueda acompañarme por el
resto del edificio y las demás unidades.
—Muy bien —respondió el señor
del Mal—. Una visita guiada corta, seguida de otra más larga. Lo dispondré
todo.
—Repasemos otra vez lo que pasó
esa noche —dijo Lucy a Peter y Francis.
—Pajarillo —dijo Peter
plantándose delante del señor del Mal—, adelante.
El escenario del crimen había
sido limpiado a conciencia y, cuando Lucy abrió la puerta, se apreció el olor
a desinfectante recién aplicado. A Francis ya no le pareció que contuviera
nada de la maldad que recordaba. Era como si un sitio infernal hubiera vuelto a
la normalidad, de repente totalmente benigno. Los líquidos limpiadores, las
fregonas, los cubos, las bombillas de recambio, las escobas, las sábanas
dobladas y la manguera enrollada estaban muy bien ordenados en los estantes. La
lámpara del techo hacía brillar el suelo, que no contenía la menor señal de la
sangre de Rubita. A Francis lo desconcertó un poco el aspecto limpio y
rutinario que ofrecía todo, y pensó que devolver el trastero a su condición de
trastero era casi tan espantoso como el acto que había ocurrido en él. Echó un
vistazo alrededor y comprobó que era imposible saber que algo terrible había
ocurrido hacía poco en ese reducido espacio.
Lucy se agachó y recorrió con
el dedo el sitio donde había yacido el cadáver, como si el tacto del frío
linóleo pudiera conectar de algún modo con la vida que se había perdido allí.
—Así que murió aquí —comentó
mirando a Peter.
Este se agachó a su lado y
respondió con voz baja y confidencial.
—Sí. Pero creo que ya estaba
inconsciente.
—¿Por qué?
—Porque todo lo que rodeaba al
cadáver no parecía indicar que aquí hubiera tenido lugar una pelea. Creo que
desparramaron los líquidos limpiadores para contaminar el escenario del
crimen, para que la gente creyera que había pasado algo distinto.
—¿Por qué iba a empaparla de
líquido limpiador?
—Para contaminar las pruebas
que pudiera haber dejado.
—Tiene sentido —asintió Lucy.
Peter se frotó el mentón con la
mano, se levantó y sacudió la cabeza.
—En los demás casos que
investiga —dijo— ¿cómo era el escenario del crimen?
—Buena pregunta —comentó Lucy
con una sonrisa forzada—. Lluvia torrencial —explicó—. Aparato eléctrico. Cada
asesinato se produjo a cielo descubierto durante una tormenta. Los crímenes se
cometieron en un sitio y después el cadáver fue trasladado a un lugar oculto,
pero a la intemperie. Muy difícil para la policía científica. El mal tiempo
contaminó casi todas las pruebas físicas. O eso me han dicho.
Peter echó un vistazo al
trastero y salió.
—Aquí creó su propia lluvia.
Lucy lo siguió. Dirigió la
mirada hacia el puesto de enfermería.
—De modo que si hubo una
pelea...
—Tuvo lugar ahí.
—Pero ¿y el ruido? —objetó Lucy
tras volver la cabeza a uno y otro lado.
Francis había guardado silencio
hasta ese momento, Peter lo interpeló.
—Explícaselo tú, Pajarillo
—pidió.
Francis se ruborizó al verse de
repente en un apuro, y lo primero que pensó fue que no tenía ni idea. Así que
abrió la boca para decirlo, pero se detuvo. Pensó en la pregunta un instante,
dedujo una respuesta y habló.
—Dos cosas, señorita Jones. La
primera, todas las paredes están insonorizadas y todas las puertas son de
acero, así que es difícil que el sonido pueda traspasarlas. Aquí, en el
hospital, hay mucho ruido, pero suele ser apagado. Y más importante, ¿de qué
serviría gritar pidiendo ayuda? —En su cabeza, oía un estruendo provocado por
sus voces interiores, que le gritaban: ¡Díselo! ¡Cuéntale cómo es!—. La gente
chilla sin cesar —prosiguió—. Tiene pesadillas. Tiene miedos. Ve cosas u oye
cosas, o se limita a sentir cosas. Supongo que aquí todo el mundo está
acostumbrado a los ruidos surgidos del nerviosismo. Así que si alguien gritara
«¡Socorro!»... —hizo una pausa— no sería distinto a las veces en que alguien
chilla algo parecido. Si gritara «¡Asesino!» o se limitara a chillar, no sería
nada del otro mundo. Y nadie acude nunca, señorita Jones. Da igual el miedo
que tengas y lo difícil que sea. Aquí, tus pesadillas son cosa tuya.
La fiscal lo observó y supo que
el chico hablaba por experiencia. Le sonrió y vio que él se frotaba las manos,
algo nervioso pero con ganas de ayudar. Pensó que en aquel hospital debía de
haber toda clase de miedos. Se preguntó si los llegaría a conocer todos.
—Pareces tener una vena
poética, Francis —dijo—. Aun así, debe de ser difícil.
Las voces, que habían
permanecido tan calladas los últimos días, habían elevado el volumen hasta
convertirse en un griterío que resonaba en la cabeza de Francis.
—Iría bien—comentó para
acallarlas—, señorita Jones, que comprendiera que, aunque estamos juntos,
estamos realmente solos. Más solos que en ningún otro sitio, supongo. —Lo que
de verdad quería decir era más solos que en ningún otro sitio del mundo.
Lucy lo miró con atención y
pensó que en el mundo exterior, cuando alguien pide ayuda, la persona que oye
esa petición tiene el deber moral de actuar. Pero en aquel hospital todo el
mundo gritaba todo el tiempo, todo el mundo necesitaba ayuda todo el tiempo, y
sin embargo ignoran estas llamadas, por muy desesperadas y sentidas que fueran,
formaba parte de la rutina diana del hospital.
Se sobrepuso un poco a la
claustrofobia que la invadió en ese instante. Se volvió hacia Peter, que tenía
los brazos cruzados y una sonrisa en los labios.
—Creo que debería ver la
habitación donde dormíamos cuando pasó todo esto —sugirió el Bombero, y la guió
por el pasillo, deteniéndose sólo para señalarle los sitios donde se había
encharcado la sangre—. La policía supuso que las manchas de sangre eran el
rastro que había dejado Larguirucho —explicó en voz baja—. Pero eran un caos, porque
el idiota del guardia de segundad las había pisado. Hasta resbaló en una y la
extendió por todas partes.
—¿Qué supuso usted? —preguntó
Lucy.
—Que eran un rastro, desde
luego. Pero que conducía a él. No que lo hubiera dejado él.
—Tenía sangre en el pijama.
—El ángel lo había abrazado.
—¿El ángel?
—Así es como lo llamó. El ángel
que se acercó a su cama y le dijo que la encarnación del mal había sido
destruida.
—¿Cree que...?
—Lo que creo está bastante
claro, señorita Jones.
La fiscal estuvo de acuerdo.
Observó la seguridad con que Peter la conducía por el pasillo.
Peter abrió la puerta del
dormitorio y entraron. Francis señaló dónde estaba su cama, lo mismo que el
Bombero. También le enseñaron la cama de Larguirucho, a la que le habían
quitado todo, incluido el colchón, de modo que sólo quedaba el bastidor y el
somier. También se habían llevado el arcón donde guardaba sus pocas ropas y
objetos personales, de modo que el modesto espacio de Larguirucho en el dormitorio
parecía un mero armazón. Francis vio cómo Lucy observaba las distancias, medía
el espacio entre las camas, la ruta hacia la puerta, la puerta que daba al
lavabo contiguo. Por un momento, le dio un poco de vergüenza mostrarle dónde
vivían. En ese instante fue muy consciente de la poca intimidad que tenían y
cuánta humanidad les habían arrebatado en esa abarrotada habitación, y se
sintió bastante molesto al contemplar cómo la fiscal examinaba la habitación.
Como siempre, varios hombres
yacían en la cama mirando el techo. Uno mascullaba entre dientes, discutiendo
consigo mismo. Otro se volvió para mirar a Lucy. Otros la ignoraron, perdidos
en sus pensamientos. Pero Francis vio que Napoleón se levantaba y se dirigía
hacia ellos presuroso.
Se acercó a Lucy y, con una
especie de floritura imperfecta, le hizo una reverencia.
—Tenemos muy pocas visitas del
mundo exterior —afirmó—. Sobre todo, tan bonitas. Bienvenida.
—Gracias —contestó Lucy.
—¿La están poniendo bien al
corriente estos dos señores?
—Sí. Hasta ahora han sido muy
amables.
—Bueno —dijo Napoleón, que
pareció algo decepcionado—. Eso está bien. Pero si necesita cualquier cosa, por
favor, no dude en pedírmela. —Se palpó el atuendo hospitalario un momento—. No
sé dónde he puesto las tarjetas de visita. ¿Es usted estudiante de historia?
—No exactamente —respondió Lucy
encogiéndose de hombros—. Aunque seguí algunos cursos de historia europea en la
universidad.
—¿Y dónde fue eso? —Napoleón
arqueó las cejas.
—En Stanford.
—Entonces debería comprenderlo
—repuso Napoleón y agitó un brazo con el otro pegado a un costado—. Hay grandes
fuerzas en juego. El mundo está en equilibrio. Los momentos se paralizan en el
tiempo ante las inmensas convulsiones sísmicas que sacuden la humanidad. La
historia contiene el aliento; los dioses se enfrentan en el campo. Vivimos una
época de cambios. Me estremezco al pensar en su importancia.
—Cada uno de nosotros hace lo
que puede —dijo Lucy.
—Por supuesto —corroboró
Napoleón—. Hacemos lo que se nos pide. Todos intervenimos en el gran escenario
de la historia. Un hombrecillo puede convertirse en un gran hombre. El momento
secundario se vislumbra importante. La pequeña decisión puede afectar a las
grandes corrientes de la época. ¿Caerá la noche? —susurró, inclinándose hacia
ella—. ¿O llegarán a tiempo los prusianos para rescatar al Duque de Hierro?
—Creo que Blücher llega a
tiempo —respondió Lucy.
—Sí—dijo Napoleón, y casi guiñó
un ojo—. En Waterloo fue así. Pero ¿y hoy?
Sonrió de modo enigmático,
saludó con la mano a Peter y Francis y se alejó.
Peter enderezó los hombros, a
modo de alivio, con su habitual sonrisa irónica en los labios.
—Seguro que el señor del Mal lo
ha oído todo y que esta noche Nappy recibirá más medicación de lo normal
—susurró a Francis, aunque lo bastante alto para que Lucy lo oyera, y el joven
reparó en que Evans los había seguido hasta el dormitorio.
—Parece bastante simpático
—comentó Lucy—. Así como inofensivo.
—Su valoración es correcta,
señorita Jones —intervino el señor del Mal dando un paso adelante—. Así es la
mayoría de los pacientes del hospital. Sólo se lastiman a sí mismos. El
problema para el personal es saber cuál puede ser violento. Cuál tiene esa
capacidad latente en su interior. A veces, es lo que buscamos.
—También es el motivo por el
cual yo me encuentro aquí —contestó Lucy.
—Por supuesto —dijo Evans, y
miró a Peter y Francis—, en algunos casos ya tenemos la respuesta.
Los dos pacientes se miraron
entre sí, como hacían siempre. El señor del Mal alargó la mano y tomó con
suavidad el brazo de Lucy Jones, un gesto de galantería que, dadas las
circunstancias, parecía significar algo muy distinto.
—Por favor, señorita Jones
—pidió—, permítame que la acompañe por el resto del hospital, aunque es muy
parecido a lo que ve aquí. Por la tarde hay programadas sesiones en grupo y actividades,
además de la cena, y mucho que hacer.
Por un instante pareció que
Lucy iba a rehusar, pero finalmente contestó:
—Eso estaría bien. —Antes de
salir, se volvió hacia Francis y Peter para decir—: Me gustaría hacerles más
preguntas después. O quizá mañana por la mañana. ¿Les parece bien?
Ambos asintieron con la cabeza.
—No estoy seguro de que este
par pueda ayudarla demasiado —soltó Evans meneando la cabeza.
—Puede que sí y puede que no
—contestó Lucy—. Eso está por ver. Pero hay algo seguro, señor Evans.
—¿Qué?
—En este momento, son las
únicas personas de las que no sospecho.
A Francis le costó dormirse esa
noche. Los ronquidos y gimoteos habituales que constituían los acordes
nocturnos del dormitorio lo ponían nervioso. O, por lo menos, eso pensaba
hasta que se tumbó en la cama con los ojos puestos en el techo y se dio cuenta
de que no era lo corriente de la noche lo que lo perturbaba, sino lo que había
ocurrido durante el día. Sus voces interiores estaban tranquilas pero llenas de
preguntas, y no sabía si sería capaz de cumplir con su cometido. Nunca se
había considerado la clase de persona que observa detalles, que capta el
significado de palabras y acciones, como hacía Peter y también Lucy Jones.
Tenía la impresión de que ambos controlaban sus ideas, algo a lo que él sólo
podía aspirar. Sus pensamientos eran incoherentes y, como una ardilla,
cambiaban sin cesar de dirección, salían disparados en un sentido o en otro,
iban primero hacia un lado y después hacia otro, impulsados por fuerzas interiores
que no acababa de comprender.
Suspiró y se volvió. Entonces vio que no era el
único que estaba despierto. A unos metros de distancia, el Bombero estaba
sentado en la cama, con la espalda apoyada contra la pared y las rodillas dobladas
para rodearlas con los brazos, mirando al frente. Francis vio que tenía la
mirada puesta en las ventanas, más allá de los barrotes y del cristal
blanquecino, para contemplar los tenues rayos de la luna y la penumbra de la
noche. Quiso decir algo, pero se contuvo, porque imaginó que lo que impedía a
Peter dormir esa noche era alguna corriente demasiado poderosa para
interrumpirla.11
Notaba cómo el ángel leía todas
las palabras, pero la calma se mantenía intacta. Cuando estás loco, a veces la
tranquilidad es como una niebla que oscurece las cosas cotidianas y corrientes,
las imágenes y los sonidos familiares, de modo que todo se ve un poco
desencajado, misterioso. Como una carretera conocida que, debido a la extraña
forma en que la niebla refracta los faros por la noche, de repente parece girar
a la derecha cuando el cerebro le grita a uno que sigue recta. La demencia es
como ese momento de duda en que no sabría si debo confiar en los ojos o en la
memoria porque ambas cosas parecen capaces de cometer los mismos errores
insidiosos. Me noté unas gotas de sudor en la frente y sacudí todo el cuerpo,
como un perro mojado, para librarme de la sensación húmeda y desesperada que
el ángel había traído a mi casa.
—Déjame en paz —pedí al ver que
la fuerza o seguridad que pudiera tener me había abandonado de golpe—. ¡Déjame
solo! ¡Ya te combatí una vez!—grité—. ¡No debería tener que combatirte de
nuevo!
Me temblaban las manos y quería
llamar a Peter el Bombero. Pero sabía que estaba demasiado lejos, y que yo
estaba solo, así que apreté los puños para contener el temblor de las manos.
Mientras inspiraba hondo,
llamaron de repente a la puerta. Los golpes, como balazos, irrumpieron en mi
ensueño y me levanté. La cabeza me dio vueltas un instante. Crucé la habitación
con pasos rápidos.
Se oyeron más golpes en la
puerta.
—¡Señor Petrel!—llamó una voz—.
¿Señor Petrel? ¿Está bien?
Apoyé la frente contra la
jamba. La noté fría al tacto, como si yo tuviera fiebre y la frente fuese de
hielo. Repasé despacio el catálogo de voces que conocía. Habría reconocido al
instante a una de mis dos hermanas. Sabía que no eran mis padres porque nunca
habían venido a visitarme.
—¡Señor Petrel! ¡Conteste, por
favor! ¿Está bien ?
Reconocí un acento familiar y
sonreí.
Mi vecino de enfrente se llama Ramón
Santiago y trabaja para el departamento de limpieza y recogida de basuras de la
ciudad. El y su mujer Rosalita tienen una niña muy bonita, Esperanza, que
parece muy inteligente, porque, desde su posición en los brazos de su madre,
contempla el mundo que la rodea con la mirada atenta de un profesor
universitario.
—¿Señor Petrel?
—Estoy bien, señor Santiago.
Gracias.
—¿Está seguro? —Estábamos
hablando a través de la puerta cerrada, a pocos centímetros de distancia—.
Abra, por favor. Sólo quiero asegurarme de que todo va bien.
Santiago llamó otra vez a la
puerta, y en esta ocasión giré el pomo para abrir sólo un poco. Nuestros ojos
se encontraron y él me miró atentamente.
—Oímos gritos —dijo—. Era como
si alguien fuera a pelear.
—No. Estoy solo.
—Le he oído hablar. Como si
discutiera con alguien. ¿Seguro que está bien?
Era un hombre menudo, pero un
par de años levantando pesados contenedores de madrugada le había fortalecido
los brazos y los hombros. Sería un contrincante temible para cualquiera, y yo sospechaba
que pocas veces tendría que recurrir a la confrontación para que sus opiniones
fueran escuchadas.
—Estoy bien, gracias —repetí.
—No tiene muy buen aspecto,
señor Petrel. ¿Se encuentra mal?
—He estado sometido a mucha
tensión últimamente. Me he saltado unas cuantas comidas.
—¿ Quiere que llame a alguien?
¿A una de sus hermanas?
—Por favor, señor Santiago
—pedí mientras sacudía la cabeza—, son las últimas personas que querría ver.
—Le entiendo —aseguró
sonriente—. La familia a veces te vuelve loco. —En cuanto esa palabra salió de
sus labios pareció arrepentirse, como si me hubiera insultado.
—Tiene razón. —Sonreí—. Puede
hacerlo. Y en mi caso lo hizo sin duda. Supongo que puede volver a hacerlo
algún día. Pero de momento estoy bien.
Me siguió mirando con recelo.
—Aun así, me tiene algo
preocupado, hombre. ¿Se está tomando las pastillas?
—Sí—mentí, y me encogí de
hombros.
No me creyó. Me siguió
observando atentamente, con los ojos fijos en mi cara, como si me examinara
todas las arrugas, todas las líneas, en busca de algo que pudiera detectar,
como si mi enfermedad pudiera identificarse mediante una erupción o ictericia.
Sin desviar la mirada, le dijo algo en español a su mujer, que estaba, con la
niña, en la puerta de su piso. Rosalita, un poco asustada, levantó la mano
para saludarme. La pequeña me devolvió la sonrisa. Santiago volvió a usar el
inglés.
—Rosie —dijo—, prepara al señor
Petrel un plato con un poco del arroz con pollo que tenemos para cenar. Creo
que le iría bien comer algo consistente.
Rosalita asintió y me dirigió
una sonrisa tímida antes de meterse en su casa.
—Es usted muy amable, señor
Santiago, pero no es necesario.
—No es ningún problema. En mi
pueblo, señor Petrel, el arroz con pollo lo soluciona casi todo. ¿Estás
enfermo?, arroz con pollo. ¿Te despiden?, arroz con pollo. ¿Te han roto el
corazón?...
—... arroz con pollo —terminé
su frase.
—Exacto. —Ambos sonreímos.
Rosie volvió un momento después
con un plato de pollo humeante y un montón de arroz. Cruzó el pasillo para
traérmelo. Cuando le rocé la mano para tomarlo, pensé que hacía bastante tiempo
que no sentía el contacto de otra persona.
—No es necesario —insistí, pero
el matrimonio Santiago sacudió la cabeza.
—¿Seguro que no quiere que
llame a nadie? Si no quiere que sea a su familia, ¿qué le parece a los
servicios sociales? O tal vez a un amigo.
—Ya no tengo demasiados amigos,
señor Santiago.
—Señor Petrel, usted le importa
a más personas de las que imagina —aseguró.
Volvía negar con la cabeza.
—¿Otra persona, pues?
—No. De verdad.
—¿Seguro que no le ha molestado
nadie? Oí voces altas. Era como si fuera a empezar una pelea...
Sonreí, porque lo cierto era
que sí me había molestado alguien. Pero no estaba ahí. Abrí más la puerta y le
dejé echar un vistazo dentro.
—Estoy solo, se lo aseguro
—dije.
Él recorrió la habitación con
los ojos y se fijó en las palabras escritas en las paredes. En ese momento creí
que diría algo, pero no lo hizo. Me puso una mano en el hombro.
—Si necesita ayuda, señor
Petrel, llame a nuestra puerta. A cualquier hora. De día o de noche.
¿Entendido?
—Se lo agradezco, señor
Santiago. —Asentí con la cabeza—. Y gracias por la cena.
Cerré la puerta e inspiré
hondo. Al notar el olor de la comida, me pareció que llevaba días sin comer.
Quizá fuera así, aunque recordaba haber tomado algo de queso. Pero ¿cuándo
había sido ? Encontré un tenedor en un cajón y lo hundí en la especialidad de
Rosalita. Me pregunté si el arroz con pollo, que iba bien para tantas
dolencias del espíritu, serviría para las mías. Para mi sorpresa, cada
mordisco pareció vigorizarme y, mientras masticaba, vi mis progresos en la
pared. Columnas de historia.
Y me di cuenta de que volvía a
estar solo.
El regresaría. No me cabía la
menor duda. Acechaba incorpóreo en algún sitio fuera de mi alcance, y eludía mi
conciencia. Me evitaba. Evitaba a la familia Santiago. Evitaba el arroz con
pollo. Se escondía de mi memoria. Pero, de momento, para mi alivio, sólo me
acompañaba el arroz con pollo, y las palabras. Pensé que todo aquello que se
habló en el despacho de Tomapastillas sobre que el asunto debía ser confidencial
sólo habían sido palabras vacías.
No llevó demasiado tiempo a
todos los pacientes y miembros del personal darse cuenta de la presencia de
Lucy Jones. No era sólo cómo iba vestida, con un jersey y unos holgados
pantalones negros, ni cómo llevaba la cartera de piel con una pulcritud que
contrastaba con el carácter descuidado del hospital. Ni tampoco su estatura y
su porte, o la cicatriz de la cara, que la distinguían nítidamente. Era más
bien cómo caminaba por los pasillos, taconeando en el suelo de linóleo, con una
expresión alerta que daba la impresión de inspeccionarlo todo y a todos, y que
buscaba algún signo revelador que pudiera encaminarla en la dirección
adecuada. Era una actitud que no estaba marcada por la paranoia, las visiones
o las voces interiores. Incluso los catos, de pie en los rincones o apoyados
contra la pared, los ancianos seniles confinados en sillas de ruedas, perdidos
al parecer en sus propios ensueños, o los retrasados mentales, que
contemplaban sin ánimo casi todo lo que pasaba a su alrededor, parecían notar
de alguna forma extraña que Lucy seguía los impulsos de unas fuerzas tan
potentes como las que ellos combatían, aunque, en su caso, más normales. Más
vinculadas con el mundo. Así que, cuando pasaba junto a ellos, las pacientes
la seguían con la mirada sin dejar de murmurar y farfullar, o sin interrumpir
el temblor de las manos, pero aun así con una atención que parecía desdecir sus
enfermedades. Lucy se distinguía incluso en las comidas, que tomaba en la
cafetería con los pacientes y el personal, tras hacer cola como todos para
recibir las bandejas de comida sosa e institucionalizada. Solía sentarse en
una mesa del rincón, desde donde podía ver a los demás comensales, dando la
espalda a una pared de color verde lima. A veces, alguien se sentaba a su mesa,
ya fuera el señor del Mal, que parecía muy interesado en todo lo que ella
hacía, o Negro Grande o Negro Chico, que enseguida dirigían la conversación
hacia remas deportivos. En ocasiones se le unía alguna enfermera, con su uniforme
blanco y su cofia puntiaguda. Cuando charlaba con alguno de sus acompañantes,
no dejaba de pasear la mirada por el comedor, de un modo que a Francis le
recordaba a un halcón sobrevolando la pradera en busca de su presa.
Ninguno de los pacientes se
sentaba con ella, al principio ni siquiera Francis o el Bombero. Había sido
una sugerencia de Peter. Había dicho a Lucy que no convenía dejar que
demasiada gente supiera que trabajaban con ella, aunque no tardarían demasiado
en deducirlo. Así que, los primeros días, Francis y Peter la ignoraban en el
comedor.
No fue el caso de Cleo, cuando
Lucy llevaba la bandeja a la zona de recogida.
—¡Sé por qué está aquí! —le
espetó en voz alta y acusadora, y de no haber sido por el habitual ruido de
platos, bandejas y cubiertos, habría llamado la atención de todo el mundo.
—¿De veras? —respondió Lucy con
calma. Siguió adelante y empezó a tirar las sobras de su plato al contenedor de
la basura.
—Ya lo creo —afirmó Cleo con
naturalidad—. Es evidente.
—Vaya.
—Sí —insistió Cleo, con la
peculiar bravuconería que imprime a veces la locura, cuando desinhibe la
conducta.
—Entonces quizá podría decirme
lo que piensa.
—Por supuesto. ¡Quiere
apoderarse de Egipto!
—¿Egipto?
—Sí, Egipto —repitió Cleo, y
agitó la mano para señalar todo el comedor, con cierta exasperación ante lo
evidente que era ese hecho—. Mi Egipto. Y seducirá a Marco Antonio, y al cesar
también, sin duda. —Carraspeó, cruzó los brazos, cerró el paso a Lucy y añadió
su muletilla preferida—: Cabrones. Son todos unos cabrones.
Lucy la observó divertida y
meneó la cabeza.
—Se equivoca —dijo—. Egipto
está a salvo en sus manos. Jamás me atrevería a rivalizar con nadie por esa
corona, ni por los amores de su vida.
—¿Por qué debería creerla?
—repuso Cleo con los brazos en jarras.
—Tendrá que confiar en mi
palabra.
La corpulenta mujer vaciló y se
rascó la cabeza.
—¿Es usted una persona íntegra
y sincera? —le preguntó.
—Eso dicen.
—Tomapastillas y el señor del
Mal dirían lo mismo, pero no confío en ellos.
—Yo tampoco —aseguró Lucy en
voz baja, inclinándose hacia ella—. En eso estamos de acuerdo.
—Pero si no quiere conquistar
Egipto, ¿por qué está aquí? —quiso saber Cleo, de nuevo recelosa.
—Creo que hay un traidor en su
reino.
—¿Qué clase de traidor?
—De los peores.
—Tiene que ver con la detención
de Larguirucho y con el asesinato de Rubita, ¿verdad? —preguntó Cleo.
—Sí.
—Yo lo vi. No muy bien, pero lo
vi. Esa noche.
—¿A quién? ¿A quién vio? —preguntó
Lucy, alerta de repente.
Cleo esbozó una sonrisa de
complicidad, antes de encogerse de hombros.
—Si necesita mi ayuda —dijo con
una repentina altivez regia—, debería solicitarla de la forma oportuna, en el
momento y el sitio adecuados.
Dicho esto y tras encender un
cigarrillo con una floritura, se volvió para marcharse muy ufana. Lucy pareció
algo confundida y dio un paso tras ella, pero Peter, que llevaba su bandeja a
la zona de recogida en ese momento aunque apenas había tocado la comida, la
detuvo. Mientras limpiaba el plato y lanzaba los cubiertos a través de una abertura
hacia la cuba de lavado, le dijo a Lucy:
—Es verdad. Esa noche vio al
ángel. Nos contó que el ángel entró al dormitorio de las mujeres, se quedó allí
un momento y luego se marchó, cerrando con llave al salir.
—Un hecho curioso —comentó
Lucy, aun sabiendo que su comentario resultaba bastante superfluo en un
hospital psiquiátrico donde todo era más que curioso y a veces espantoso. Miró
a Francis, que se había acercado a ellos—. Pajarillo —le dijo—, ¿por qué
alguien que acaba de cometer un asesinato se esforzaría tanto para que otra
persona sea culpada del crimen, y en lugar de huir o esconderse entra en un
dormitorio lleno de mujeres que podrían reconocerlo?
Francis sacudió la cabeza. Se
preguntó si esas mujeres podrían reconocerlo. Varias de sus voces lo retaron a
que respondiera la pregunta, pero las ignoró y fijó la mirada en Lucy. Ésta se
encogió de hombros.
—Un enigma —dijo—. Pero es una
respuesta que tarde o temprano conseguiré. ¿Crees que podrías ayudarme a
averiguarlo, Francis?
El joven asintió.
—Pajarillo se ve seguro de sí
mismo —sonrió ella—. Eso está bien.
Y a continuación los llevó
hacia el pasillo. Iba a decir otra cosa, pero Peter terció.
—Pajarillo, nadie más debe
saber lo que Cleo vio. —Se volvió hacia Lucy—. Cuando Cleo le contó a Francis
que el hombre al que estamos buscando había entrado en el dormitorio de las
mujeres, no supo aportar ninguna descripción coherente del ángel. Todo el
mundo estaba bastante alterado. Quizás ahora que ha tenido más tiempo para
reflexionar sobre esa noche, se haya percatado de algo importante. Francis le
cae bien. Creo que sería bueno que él volviera a hablar con ella. Eso también
tendría la ventaja de no atraer la atención hacia ella, porque si usted la
interroga, la gente pensará que está relacionada con esto.
—Tiene sentido —admitió Lucy
tras considerar las palabras de Peter—. ¿Podrás encargarte tú solo y
contármelo después, Francis?
—Sí —afirmó Francis, nada
seguro de sí mismo a pesar de lo que ella había dicho antes. No recordaba haber
interrogado a nadie para sonsacarle información.
Noticiero pasó junto a ellos en
ese instante y se detuvo haciendo una pirueta de ballet, de modo que los
zapatos le chirriaron contra el suelo pulido al girar.
—Union-News: El mercado se
hunde ante las malas noticias económicas.
Y dio otro giro con una
floritura antes de marcharse por el pasillo con un periódico abierto delante de
él como si fuera una vela.
—Si yo vuelvo a hablar con Cleo
—preguntó Francis—, ¿qué harás tú, Peter?
—¿Qué haré? Más bien di qué me
gustaría hacer. Me gustaría que la señorita Jones fuera más explícita sobre los
expedientes que ha traído.
Lucy no respondió y Peter
insistió.
—Nos iría bien conocer algo
mejor los detalles que la trajeron aquí, si es que vamos a ayudarla en su
investigación.
—¿Por qué cree...? —empezó
vacilante, pero Peter la interrumpió, sonriendo de ese modo despreocupado tan
suyo que, por lo menos para Francis, significaba que algo le había resultado
divertido y curioso.
—Trajo los expedientes por la
misma razón que lo habría hecho yo. O cualquier otra persona que investigara un
caso que apenas es algo más que una suposición. Para comprobar las
similitudes. Y porque en alguna parte tiene un jefe que pronto le exigirá
progresos. Quizás un jefe, como todos, con poca paciencia o con un sentido muy
exagerado sobre cómo deberían pasar el tiempo de modo rentable sus jóvenes
ayudantes. De modo que nuestra prioridad es encontrar características comunes
entre lo que pasó en los anteriores asesinatos y lo que pasó aquí. Por eso me
gustaría ver esos expedientes.
—Muy interesante —repuso Lucy
tras inspirar hondo—. El señor Evans me pidió lo mismo esta mañana aduciendo
las mismas razones.
—Las grandes mentes piensan de
modo parecido —comentó Peter con sarcasmo.
—Me negué a su petición —dijo
Lucy.
—Eso es porque todavía no sabe
si puede confiar en él —repuso Peter, divertido.
—Se lo he dicho a Cleo —sonrió
Lucy.
—Pero Pajarillo y yo, bueno,
estamos en otra categoría, ¿no?
—Sí. Un par de inocentes. Pero
si le enseño a usted...
—El señor Evans se enfadará. Lo
sé y no me importa.
Lucy hizo una pausa antes de
preguntar:
—Peter, ¿tan poco le importa a
quién cabrea? ¿Ni siquiera si se trata de alguien cuya opinión sobre su salud
mental actual podría ser crucial para su futuro?
Peter pareció a punto de soltar
una carcajada, y se mesó el cabello antes de encogerse de hombros y sacudir la
cabeza con la misma sonrisa socarrona.
—La respuesta es sí. Me importa
muy poco a quién cabreo. Evans me detesta. Y da igual lo que yo haga o diga, me
seguirá detestando, y no por lo que soy sino por lo que hice. Así que no tengo
ninguna esperanza de que cambie su opinión. Quizá tampoco sería justo que le
pidiera que lo hiciera. Y puede que no sea el único que no me soporta, sólo es
el más evidente y, podría añadir, el más detestable. Nada de lo que yo haga va
a cambiar eso. Así que, ¿por qué debería preocuparme por él?
Lucy esbozó una sonrisa que
curvó la cicatriz de su rostro y Francis pensó que lo más curioso sobre una
imperfección tan marcada era que resaltaba el resto de su belleza.
—¿Soy demasiado protestón?
—preguntó Peter, aún sonriente.
—¿Cómo era aquello que se dice
de los irlandeses?
—Dicen muchas cosas. En
particular, que nos gusta mucho oírnos hablar a nosotros mismos. Es un tópico
de lo más trillado. Pero, por desgracia, basado en siglos de evidencia.
—Muy bien —repuso Lucy—.
Francis, ¿por qué no vas a ver a la señorita Cleo mientras Peter me acompaña a
mi despacho?
Francis dudó.
—Si te parece bien —insistió
Lucy.
Asintió con la cabeza. Y notó
una sensación extraña: quería ayudarla porque cada vez que la miraba la
encontraba más bonita que antes. Pero se sintió un poco celoso de que Peter la
acompañara mientras él tenía que ir en busca de Cleo. Sus voces interiores
sonaban en su cabeza, pero las ignoró y, tras una leve vacilación, se marchó
por el pasillo hacia la sala de estar, donde Cleo estaría en la mesa de
ping-pong, en su sitio acostumbrado, tratando de conseguir una víctima para una
partida.
Francis tenía razón. Cleo
estaba al fondo de la sala de estar, tras la mesa de ping-pong. Había dispuesto
a tres pacientes al otro lado, los había provisto de sendas palas y a cada uno
le había designado una zona para devolver sus golpes. Estaba enseñándoles cómo
tenían que agacharse, sujetar la pala y cambiar el peso de un pie a otro para
anticiparse a la acción. Se trataba de una clase práctica, Francis supuso que
estaba destinada al fracaso. Todos eran hombres mayores, de pelo canoso y
greñudo y piel flácida salpicada de manchas de la edad. Observó cómo intentaban
con aire bobalicón concentrarse en lo que Cleo les decía y esforzarse en
hacerlo bien.
—¿Preparados? —preguntó Cleo
tres veces, mirando a cada uno a los ojos, dispuesta a sacar.
Los tres asintieron a su pesar.
Con un hábil giro de muñeca,
Cleo sacó con un sonoro clic y la pelota botó en el otro lado de la mesa
pasando directamente entre dos de sus adversarios, sin que ninguno de los dos
se moviera lo más mínimo.
Cleo se enfureció y esbozó una
fiera mueca. Pero entonces, con la misma rapidez, el torbellino de furia se
desvaneció. Uno de los contrincantes recogió la pelota blanca y la lanzó por
encima de la red hacia ella. Cleo la retuvo sobre la superficie verde en su
pala.
—Gracias por la partida
—suspiró con una resignación que sustituía la rabia anterior—. Después
practicaremos un poco más el movimiento de pies.
Los tres contrincantes
parecieron aliviados y se marcharon arrastrando los pies.
La sala estaba tan llena como
de costumbre, con una extraña mezcla de actividades. Era una pieza bien
iluminada, con una hilera de ventanas con barrotes en una pared que dejaban
entrar el sol y alguna que otra brisa suave. Las paredes blancas parecían
reflejar la luz y la energía contenida. Los pacientes exhibían diversos
atuendos, desde las omnipresentes batas holgadas y zapatillas hasta vaqueros y
gruesos abrigos. Diseminados por la habitación había sofás baratos de piel
roja y verde y sillones raídos, ocupados por hombres o mujeres que leían o
pensaban tranquilamente a pesar del murmullo circundante. Los que leían al
menos lo aparentaban, pero rara vez pasaban las páginas. En unas mesitas de
centro de madera había revistas viejas y sobadas novelas en rústica. En dos
rincones había televisores, cada uno de ellos con un grupo de habituales a su
alrededor absortos en las telenovelas. Los dos televisores mantenían un diálogo
conflictivo, sintonizados en canales distintos, como si los personajes de cada
serie estuvieran ajustando las cuentas a los de la otra. Se trataba de una
concesión a las peleas casi diarias que habían estallado entre los partidarios
de un programa y los que preferían otro.
Francis siguió mirando y vio
algunos pacientes enfrascados en juegos de mesa, como el Monopoly o el Risk, y
en partidas de ajedrez, de damas y de cartas. Corazones era el favorito de la
sala. Tomapastillas había prohibido el póquer cuando se usaban cigarrillos a
modo de fichas y algunos pacientes empezaron a acapararlos. Eran los menos locos
o, en opinión de Francis, los que no habían roto todos los vínculos con el
mundo exterior. Él se habría incluido en esa misma categoría, distinción con la
que estaban de acuerdo todas sus voces interiores. Y después, claro, estaban
los catos, que se limitaban a deambular por la sala, hablando con nadie y con
todo el mundo a la vez. Algunos bailaban. Otros arrastraban los pies. Otros
caminaban con nervio de un lado a otro. Pero todos seguían su propio ritmo,
impulsados por visiones tan remotas que Francis no podía imaginarlas. Lo
entristecían y lo asustaban un poco porque temía volverse como ellos. A veces
creía que, en la barra de equilibrios que era su vida, estaba más cerca de
ellos que de la normalidad. Los consideraba condenados.
El humo de cigarrillo envolvía
a los presentes. Francis detestaba la sala y procuraba evitarla todo lo que
podía. Era un sitio donde se daba rienda suelta a los pensamientos
descontrolados de todo el mundo.
Cleo, por supuesto, dominaba la
mesa de ping-pong y sus alrededores.
Sus modales bruscos y su
aspecto intimidador acobardaban a la mayoría de los pacientes, incluso a
Francis, pero éste creía que Cleo poseía una vivacidad de la que los demás
carecían, y eso le gustaba. Sabía que podía ser divertida y que, con
frecuencia, lograba hacer reír a los demás, una cualidad valiosa y escasa en el
hospital. Cleo lo vio de pie, al borde de su zona y le sonrió de oreja a oreja.
—¡Pajarillo! ¿Quieres jugar un
poco?
—Sólo si me obligas.
—Pues insisto. Te obligo. Por
favor...
Francis se acercó y cogió una
pala.
—Tengo que hablar contigo sobre
lo que viste la otra noche.
—¿La noche del asesinato? ¿Te
envió esa fiscal a hablar conmigo?
Francis asintió.
—¿Tiene algo que ver con el
asesino que está buscando?
—Exacto.
Cleo pareció reflexionar un
momento. Luego levantó la pelota de ping-pong y la observó.
—¿Sabes qué? —soltó—. Puedes
hacerme preguntas mientras jugamos. Mientras me devuelvas la pelota, seguiré
contestándote. Será un juego dentro de otro.
—No sé... —empezó Francis, pero
ella desechó su protesta con un movimiento de la mano.
—Será un reto —aseguró, lanzó
la pelota hacia arriba y sacó.
Francis se estiró y devolvió el
golpe. Cleo replicó con facilidad y, de repente, un repiqueteo rítmico puntuó
el ambiente mientras la pelota iba de un lado a otro.
—¿Has pensado en lo que viste
esa noche? —preguntó Francis, mientras se inclinaba para devolver un golpe.
—Por supuesto —respondió Cleo,
y replicó sin problemas—. Y cuanto más lo pienso, más intrigada estoy. Se están
tramando muchas cosas aquí en Egipto. Y Roma también tiene sus intereses, ¿no?
—¿Cómo es eso? —jadeó Francis,
y consiguió mantener la pelota en juego.
—Lo que vi duró sólo unos
segundos, pero creo que fue muy revelador.
—Continúa.
Cleo devolvió el golpe
siguiente con más brío y más ángulo, lo que exigía un golpe de revés que
Francis, sorprendentemente, logró. Cleo sonreía al ver su empeño y superarlo
con facilidad.
—Que entrara en la habitación y
la examinara después de lo que había hecho me indica que no tiene miedo de
nada, ¿no crees? —comentó.
—No te entiendo —dijo Francis.
—Ya lo creo que sí. —Esta vez
le lanzó una pelota fácil hacia el centro de su lado de la mesa—. Aquí todos
tenemos miedo, Pajarillo. Miedo de lo que hay en nuestro interior, miedo de lo
que hay en el interior de los demás, miedo de lo que hay fuera. Nos asustan los
cambios. Nos asusta quedarnos igual. Nos aterroriza cualquier cosa fuera de lo
corriente, o un cambio en la rutina. Todo el mundo quiere ser distinto, pero
ésa es la mayor amenaza. ¿Qué somos, pues? Vivimos en un mundo muy peligroso.
¿Me sigues?
Francis pensó que era cierto.
—¿Estás diciendo que todos
somos cautivos?
—Prisioneros. Por supuesto.
Limitados por todo: las paredes, las medicaciones, nuestros pensamientos.
—Golpeó la pelota con más fuerza, pero dejándola a su alcance—. Pero el hombre
que vi, bueno, no estaba cautivo. O, si lo estaba, no piensa como los demás.
Francis falló un golpe y la red
le devolvió la pelota.
—Punto para mí —anunció Cleo—.
Saca tú.
Él lo hizo y de nuevo el repiqueteo
llenó la sala.
—Cuando abrió la puerta de
vuestro dormitorio no tenía miedo —dedujo Francis.
Cleo atrapó la pelota en el
aire para interrumpir el punto en juego.
—Tiene llaves —sentenció
inclinándose sobre la mesa—. ¿Qué abren esas llaves? ¿Las puertas del edificio
Amherst? ¿O las puertas de las demás unidades? ¿Los almacenes? ¿Las oficinas
del edificio de administración? ¿Los alojamientos del personal? ¿Abrirán sus
llaves todas esas puertas? ¿La verja de entrada, quizá? ¿Puede abrir la verja
de entrada y salir cuando quiera?
Puso otra vez la pelota en
juego.
—Las llaves son poder —comentó
Francis tras pensar un instante.
Clic, clic. La pelota resonaba
contra la mesa.
—El acceso es siempre poder
—sentenció Cleo—. Esas llaves son muy reveladoras —añadió—. Me gustaría saber
cómo las obtuvo.
—¿Por qué entró en vuestro
dormitorio y se arriesgó a que alguien lo viera?
Cleo no contestó durante varios
golpes.
—Quizá porque podía —dijo al
cabo.
—¿Estás segura de que no
podrías reconocerlo si volvieras a verlo? —preguntó Francis tras reflexionar
un momento—. ¿Recuerdas si era alto, o fornido? Cualquier cosa que pudiera
distinguirlo. Algo que nos diese una pista...
Cleo sacudió la cabeza, inspiró
hondo y pareció concentrarse en el juego, al que imprimió cada vez más
velocidad. La pelota volaba de un lado a otro de la mesa. Le sorprendió poder
seguirle el ritmo y devolverle los golpes, a izquierda y derecha, de derecho y
de revés. Cleo sonreía, bailando de un lado a otro, moviendo el cuerpo con la
gracia de una bailarina a pesar de su corpulencia.
—Pero tú y yo, Francis, no
tenemos que verle la cara para reconocerlo —dijo tras un momento—. Sólo
tenemos que ver esa actitud. Aquí dentro sería inconfundible. En este sitio, en
nuestro hogar, nadie más tiene ese aspecto. ¿No crees, Pajarillo? En cuanto lo
veamos, lo sabremos con exactitud, ¿verdad?
Francis golpeó la pelota
demasiado fuerte, que cayó más allá de la mesa. Cleo la atrapó, antes de que
saliera rebotada por la sala.
—Un golpe largo —comentó—, pero
ambicioso.
«En un lugar lleno de temores,
buscamos al hombre que no tiene ninguno», pensó Francis.
En un rincón de la sala varias
voces empezaron a gritar. Un sollozo agudo, seguido de un chillido, rasgó el
aire. Francis dejó la pala sobre la mesa y retrocedió unos pasos.
—Estás mejorando, Pajarillo
—bromeó Cleo, y su risa se sobrepuso al alboroto de la pelea que aumentaba de
intensidad—. Deberíamos volver a jugar algún día.
Cuando Francis llegó al
despacho de Lucy, había tenido tiempo para pensar en lo que había averiguado.
La encontró apoyada contra la pared, detrás de una sencilla mesa de metal gris.
Estaba cruzada de brazos y observaba a Peter, que estaba sentado al escritorio
con tres expedientes abiertos. Había esparcido una serie de fotografías en color
de veinte por veinticinco, bocetos del escenario del crimen en blanco y negro,
con flechas, círculos y anotaciones, y formularios escritos. Había informes de
autopsias y fotografías de las ubicaciones. Peter levantó los ojos con
brusquedad.
—Hola, Francis —dijo—. ¿Has
tenido suerte?
—Puede que un poco. Hablé con
Cleo.
—¿Te dio una descripción mejor?
Francis meneó la cabeza y
señaló el montón de documentos y fotografías.
—Parece mucho —comentó. Nunca
había visto el volumen del papeleo asociado normalmente a la investigación de
un homicidio, y estaba impresionado.
—Mucho que dice poco —replicó
Peter. Lucy asintió—. Pero, bien mirado, también dice mucho —añadió Peter. Lucy
hizo una mueca de escepticismo.
—No entiendo —dijo Francis.
—Bueno —empezó a explicar
Peter—, tenemos tres crímenes, todos cometidos en jurisdicciones policiales
distintas, quizá, porque los cadáveres fueron trasladados post mortem, de modo
que nadie está exactamente al cargo del caso, lo que es siempre un jaleo
burocrático, incluso cuando interviene la policía estatal. Y tenemos tres
víctimas encontradas en diversos grados de descomposición, cuyos cuerpos habían
estado expuestos a los elementos, lo que dificulta o casi imposibilita el
análisis forense. Y estos crímenes, por lo que se deduce de los informes
policiales, fueron elegidos al azar, me refiero a sus víctimas, porque hay
pocas similitudes entre las mujeres asesinadas, aparte del tipo de cuerpo, el
tipo de peinado y la edad. Cabellos cortos y figura esbelta. Una era camarera,
otra estudiante universitaria y la tercera secretaría. No se conocían entre sí.
No vivían cerca una de otra. No había nada que las relacionara entre sí, salvo
el desafortunado hecho de que volvían solas a casa en medios de transporte
público, como el metro o el autobús, y que todas tenían que caminar vanas
manzanas mal iluminadas para llegar a su casa. Lo que las hacía sumamente
vulnerables.
—Fáciles de elegir y acechar
para un hombre paciente —concluyó Lucy.
Peter vaciló como si algo en
las palabras de Lucy le suscitase una pregunta. A Francis le rondó una idea por
la cabeza y vaciló en decirla en voz alta.
—Jurisdicciones distintas —dijo
por fin—. Escenarios distintos. Organismos distintos. Todos reunidos aquí...
—Exacto —coincidió Lucy con
cautela, como si de repente midiera sus palabras.
—Interesante —contestó Peter, y
se inclinó para observar mejor los documentos depositados sobre la mesa. Cogió
las tres fotografías de la mano derecha de las víctimas. Se fijó en los dedos
mutilados—. Souvenirs —aseguró—. Es bastante clásico.
—¿A qué te refieres? —preguntó
Francis.
—En los estudios efectuados
sobre asesinos en serie —explicó Lucy en voz baja—, un rasgo común es la
necesidad del asesino de quitar algo a la víctima para poder revivir después
la experiencia.
—¿Quitar?
—Un mechón de pelo. Una prenda
de vestir. Una parte del cuerpo.
Francis se estremeció. En ese
momento se sintió infantil y se preguntó cómo sabía tan poco del mundo y cómo
Peter y Lucy, que no le llevaban más de ocho o diez años, sabían tanto.
—Has mencionado que todos esos
papeles también te decían mucho —comentó—. ¿Como qué?
Peter miró a Lucy y sus ojos se
encontraron un segundo. Francis observó a la joven fiscal, y pensó que su
pregunta había cruzado de algún modo una especie de línea divisoria. Sabía que
hay momentos en que las palabras establecen de repente puentes y conexiones, e
intuyó que ése era uno.
—Lo que todo esto me dice,
Francis —contestó Peter pero con los ojos puestos en la joven—, es que el ángel
de Larguirucho sabe cometer crímenes de una forma que dificulta la
investigación en grado sumo. Eso significa que posee cierta inteligencia. Y
bastante educación, al menos sobre las formas de asesinar. Si lo piensas, sólo
hay dos maneras de resolver un crimen, Pajarillo. La primera, y la mejor, es
cuando se obtienen pruebas en el escenario del crimen que apuntan inexorablemente
en una dirección. Huellas dactilares, fibras de ropa, sangre y armas cuya
procedencia puede rastrearse, o puede que incluso un testigo ocular. Esas cosas
se pueden unir a un móvil claro, como el dinero de un seguro, el robo o una
discusión violenta entre una pareja.
—¿Y la otra manera? —quiso
saber Francis.
—Cuando tienes a un sospechoso
y puedes vincularlo a los hechos.
—Es como ir al revés.
—Lo es —corroboró Lucy.
—¿Es más difícil?
—¿Difícil? —suspiró Peter—. Sí,
lo es. ¿Imposible? No.
—Eso está bien —dijo Francis, y
miró a Lucy—. Me preocuparía que lo que tenemos que hacer fuera imposible.
—De hecho, Pajarillo —prosiguió
Peter tras soltar una risita—, es simplemente cuestión de usar otros medios
para averiguar quién es el ángel. Prepararemos una lista de posibles
sospechosos y la iremos reduciendo hasta que estemos más o menos seguros de su
identidad. O, por lo menos, algunos nombres de posibles culpables. Después aplicaremos
lo que sabemos sobre cada crimen a estos sospechosos. Confío que uno se
destacará. Y, cuando lo tengamos, no será difícil relacionarlo con las
víctimas. Las cosas encajarán entre sí, aunque todavía no sabemos cómo o por
qué. Pero habrá algo en este embrollo de papeles, informes y pruebas que
permitirá atraparlo.
Francis inspiró hondo.
—¿De qué medios estás hablando?
—preguntó.
—Bueno, amigo mío —sonrió
Peter—, ahí está la pega. Eso es lo que tenemos que averiguar. Aquí hay alguien
que no es lo que parece ser. Tiene una clase totalmente distinta de locura,
Pajarillo. Y la oculta muy bien. Sólo tenemos que averiguar quién finge.
Francis miró a Lucy, que
asentía con la cabeza.
—Eso es más fácil de decir que de hacer, claro
—indicó ésta. 12
A veces la demarcación entre
los sueños y la realidad se vuelve borrosa. Me cuesta saber qué es qué. Supongo
que por eso tengo que tomar tantos medicamentos, como si la realidad pudiera
favorecerse químicamente. Ingiere los miligramos suficientes de esta o aquella
pastilla y el mundo vuelve a estar enfocado. Eso es tristemente cierto y, en
su mayoría, todos esos fármacos cumplen con su cometido, aparte de sus
desagradables efectos secundarios. Y supongo que, en general, es positivo.
Sólo depende del valor que concedas a tener las cosas enfocadas.
Actualmente, yo no le concedía
demasiado.
Dormí no sé cuántas horas en el
suelo del salón. Había cogido una almohada y una manta y me había acostado
junto a todas mis palabras, reacio a separarme de ellas, casi como un padre,
temeroso de dejar solo a un niño enfermo. El suelo era duro, y mis
articulaciones protestaron al despertarme. La luz del alba se colaba en el
piso, como un heraldo anunciando algo nuevo. Me levanté para seguir con mi
tarea sin haberme refrescado pero, por lo menos, un poco menos grogui.
Miré un momento alrededor para
convencerme de que estaba solo.
Sabía que el ángel no estaba
lejos. No se había ido. No era su estilo. Tampoco se había vuelto a esconder
tras mi hombro. Tenía los nervios de punta, a pesar de las horas de sueño. Él
estaba cerca, observando, esperando. En algún sitio próximo. Pero la
habitación estaba vacía, por lo menos de momento. Los únicos ecos eran los
míos.
Tenía que ser muy cuidadoso. En
el Hospital Estatal Western habíamos sido tres quienes lo habíamos enfrentado.
Y, aun así, había sido una lucha igualada. Ahora, solo en mi casa, temía no ser
capaz de vencerlo.
Me volví hacia la pared.
Recordé una pregunta que hice a Peter y también su respuesta: «El trabajo policial
consiste en un examen constante y cuidadoso de los hechos. El pensamiento
creativo está bien, pero sólo ciñéndose a los detalles conocidos.»
Reí en voz alta. Esta vez la
ironía pudo más que yo y solté: «Pero no fue eso lo que funcionó, ¿verdad?» Quizás
en el mundo real, sobre todo hoy, con las pruebas de ADN, los microscopios
electrónicos y las actuales técnicas forenses, la tecnología y las capacidades
modernas, no habría sido tan difícil. Puede que en absoluto. Pon las
sustancias adecuadas en un tubo de ensayo, un poco de esto y un poco de
aquello, pásalo por un cronómetro de gas, aplícale algo de tecnología espacial,
obtén una lectura informática y tendrás a tu hombre. Pero por aquel entonces,
en el Hospital Estatal Western, no teníamos ninguna de estas cosas.
Sólo nos teníamos a nosotros
mismos.
Sólo en el edificio Amherst
había casi trescientos pacientes varones. Esa cifra se multiplicaba por dos en
las demás unidades, y el total del hospital ascendía a unos dos mil cien. La
población femenina era ligeramente menor, con ciento veinticinco pacientes en
Amherst, y poco más de novecientas en todo el hospital. Las enfermeras, las
enfermeras en prácticas, los auxiliares, el personal de seguridad, los psicólogos
y los psiquiatras aumentaban la cifra de personas a más de tres mil. Francis
pensó que el mundo era más grande, pero aun así, éste era considerable.
Los días posteriores a la
llegada de Lucy Jones, Francis empezó a observar a los hombres que transitaban
por los pasillos con una clase distinta de interés. La idea de que uno de
ellos fuera un asesino lo inquietaba, y se daba la vuelta cada vez que alguien
se le acercaba por detrás. Sabía que eso era irracional, y también que sus
temores eran infundados. Pero le costaba reprimir una sensación de temor
constante.
Trataba de mirar a los ojos en
un lugar que disuadía de hacerlo. Estaba rodeado de toda clase de enfermedades
mentales, con diversos grados de intensidad, y no tenía idea de cómo mirar ese
padecimiento para detectar otro muy distinto. El clamor que sentía en su
interior, procedente de todas sus voces, aumentaba su nerviosismo. Se sentía
cargado de impulsos eléctricos que se disparaban al azar. Sus esfuerzos por
tranquilizarse fracasaban y se sentía exhausto.
Peter el Bombero no parecía tan
frustrado. De hecho, Francis observó que, cuanto peor se sentía él, mejor
parecía estar Peter. Su voz reflejaba más decisión y su paso, más rapidez por
los pasillos. Parte de la tristeza esquiva que mostraba cuando llegó al
Hospital Estatal Western había desaparecido. Peter tenía energía, algo que
Francis envidiaba, porque él sólo tenía miedo.
Pero el tiempo que pasaba con
Lucy y Peter en el despacho de esta conseguía sosegarlo un poco. En ese espacio
reducido, hasta sus voces interiores callaban y podía escuchar lo que ellos le
decían en relativa tranquilidad.
La prioridad, como le explicó
Lucy, era establecer una forma de reducir la lista de posibles sospechosos.
Dijo que podía consultar las historias clínicas de cada paciente y decidir
quién había estado en condiciones de matar a las demás víctimas que ella creía
relacionadas con el asesinato de Rubita. Tenía otras tres fechas, además de la
de Rubita. Cada asesinato había tenido lugar unos días antes de que se encontrara
el cadáver. Era evidente que la gran mayoría de los pacientes no estaba en la
calle durante la época en que se cometieron. Era fácil desechar a los
pacientes de larga estancia, en especial los ancianos.
No informó de esta primera
investigación ni a Gulptilil ni a Evans, aunque Peter y Francis sabían lo que
estaba haciendo. Eso creó cierta tensión cuando pidió al señor del Mal las
historias clínicas del edificio Amherst.
—Por supuesto —dijo Evans—.
Guardo los expedientes principales en mi despacho, en unos archivadores. Puede
ir y revisarlos siempre que quiera.
Estaban frente al despacho de
Lucy. Era primera hora de la tarde y el
señor del Mal ya había ido dos veces esa mañana a preguntarle si podía
ayudarla en algo, y para recordar a Francis y Peter que la sesión en grupo iba
a celebrarse como siempre y que tenían que asistir.
—Ahora me iría bien —respondió
Lucy y se dispuso a entrar, pero el señor del Mal la detuvo.
—Sólo usted —dijo con
frialdad—. Los otros dos no.
—Me están ayudando —replicó
Lucy—. Ya lo sabe.
El señor del Mal asintió, pero
a continuación negó con la cabeza.
—Puede que sí —dijo—. Eso está
por verse y, como usted sabe, tengo mis dudas. Pero eso no les da derecho a ver
las historias de otros pacientes. En esos expedientes hay información personal
y confidencial, obtenida en sesiones terapéuticas, y no puedo permitir que
otros pacientes la examinen. Eso no sería ético por mi parte y supondría una
violación de las normas sobre la confidencialidad. Debería saberlo, señorita
Jones.
—Disculpe —contestó ella—.
Tiene razón, por supuesto. Es sólo que supuse que, dadas las circunstancias,
podría ser un poco más flexible.
—Por supuesto —sonrió él—. Y
deseo ofrecerle la máxima colaboración en su búsqueda inútil. Pero no puedo
violar la ley, ni es justo que me lo pida, ni a mí ni a cualquier otro
supervisor del hospital.
El señor del Mal llevaba el
cabello largo y gafas de montura metálica, lo que le confería un aspecto
desaliñado. Para compensarlo solía ponerse corbata y camisa blanca, aunque
siempre tenía los zapatos raspados y deslustrados. Francis pensaba que era
como si no quisiera que lo relacionaran con el cambio ni con el statu quo. No
desear pertenecer a ninguna de esas cosas ponía al señor del Mal en una
situación difícil.
—Claro —dijo Lucy—. Yo no haría
eso.
—Sobre todo porque sigo
esperando que me enseñe algún indicio real de que la persona que busca está
aquí.
La fiscal sonrió.
—Y ¿exactamente qué clase de
prueba le gustaría que le enseñara? —preguntó.
Evans también sonrió, como si
le gustara esa especie de esgrima. Estocada. Parada. Ataque.
—Algo que no sean suposiciones.
Quizás un testigo creíble, aunque dónde podría encontrar uno en un hospital
psiquiátrico se me escapa... —Soltó una risita, como si bromease—. O quizás el
arma del crimen, que hasta ahora no se ha encontrado. Algo concreto. Algo consistente.
—Parecía como si todo eso le resultase muy divertido—. Claro que, como ya habrá
averiguado, señorita Jones, «concreto» y «consistente» no son conceptos
apropiados para este lugar. Además, sabe tan bien como yo que,
estadísticamente, es más probable que los enfermos mentales se lastimen a sí
mismos que a los demás.
—Quizás el hombre que estoy
buscando no sea exactamente lo que usted llamaría un enfermo mental —replicó
Lucy—. Puede que pertenezca a una categoría muy distinta.
—Bueno —respondió Evans—, puede
que sí. De hecho, es probable. Pero lo que tenemos aquí en abundancia es lo
primero, no lo segundo. —Hizo una pequeña reverencia y señaló con el brazo su
despacho—. ¿Todavía quiere examinar los expedientes? —preguntó.
—Tengo que hacerlo —dijo Lucy a
Peter y Francis—. Empezar, por lo menos. Nos veremos después.
Peter observó con ceño a Evans,
que no le devolvió la mirada y se llevó a Lucy Jones por el pasillo, apartando
a los pacientes que se le acercaban con movimientos bruscos. A Francis le
recordó a un hombre que se abre paso por la selva con un machete.
—Estaría bien que resultara que
ese hijoputa es el hombre que andamos buscando —dijo Peter entre dientes—.
Haría que todo el tiempo pasado aquí valiera la pena. —Soltó una carcajada—.
Bueno, Pajarillo, el mundo no es nunca así de generoso. Y ya sabes el proverbio:
«Cuidado con lograr lo que deseas.» —Pero, incluso mientras hablaba, siguió
observando cómo Evans se alejaba por el pasillo—. Voy a hablar con Napoleón
—añadió—. Por lo menos, él tendrá una perspectiva del siglo XVIII sobre todo
esto.
Y se alejó deprisa hacia la
sala de estar. Mientras dudaba si acompañarlo, Francis vio a Negro Grande
apoyado contra la pared del pasillo, fumando un cigarrillo, con el uniforme
blanco bañado en la luz que se filtraba por las ventanas, de modo que relucía.
Por el mismo motivo, su piel parecía aún más oscura, Francis reparó en que el
auxiliar los había estado observando. Se acercó a él, y el hombre corpulento se
separó de la pared y dejó caer el cigarrillo al suelo.
—Un mal hábito —aseguró—. Y con
tantas probabilidades de matarte como cualquier otra cosa en este hospital. No
se puede estar del todo seguro con todo lo que ha pasado. Pero no empieces a
fumar como los demás, Pajarillo. Aquí hay muchos malos hábitos. Intenta no
adquirirlos, Pajarillo, y tarde o temprano saldrás de aquí.
Francis no respondió y observó
cómo el auxiliar contemplaba el pasillo y fijaba los ojos en un paciente y
luego en otro, aunque era evidente que su atención estaba en otra parte.
—¿Por qué se odian, señor
Moses? —preguntó Francis.
Negro Grande no respondió
directamente sino que dijo:
—¿Sabes qué? A veces, en el
Sur, donde yo nací, había ancianas que presentían cuándo iba a cambiar el
tiempo. Sabían cuándo iban a estallar tormentas y, en especial durante la
época de los huracanes, iban de un lado a otro husmeando el aire, diciendo en
ocasiones cánticos y hechizos, o lanzando huesos y valvas en un trozo de tela.
Una especie de brujería, ya sabes. Ahora que tengo estudios y vivo en un mundo
moderno, sé que no hay que creer en esos hechizos y conjuros. Pero el problema
es que siempre tenían razón. Llegaba una tormenta y ellas lo sabían mucho antes
que nadie. Avisaban a la gente que reuniera el ganado, arreglara el techo de
la casa o se avituallara para una emergencia que nadie más preveía pero que se
acercaba de todos modos. No tiene sentido, si lo piensas; lo tiene todo, si no
lo piensas. —Sonrió, y le apoyó la mano en un hombro—. ¿Tú qué opinas,
Pajarillo? Cuando miras a esos dos y ves cómo se comportan, ¿presientes también
que la tormenta se acerca?
—Sigo sin entender, señor
Moses.
—Te diré una cosa: Evans tiene
un hermano. Y puede que lo que hizo Peter afectara a ese hermano. Y cuando
Peter vino aquí, Evans se aseguró de ser él quien se encargara de su
evaluación. Se aseguró de que Peter supiera que, fuera lo que fuese lo que
quisiera, él le impediría conseguirlo.
—Pero eso no es justo.
—Yo no he dicho que sea justo,
Pajarillo. No he dicho en absoluto que las cosas sean justas, en un sentido o
en otro. Sólo he dicho que puede que eso sea parte del problema, y no tiene
aspecto de mejorar, ¿no crees? —Se metió una mano en el bolsillo y el juego de
llaves que llevaba colgado del cinturón tintineó.
—Señor Moses, ¿puede ir a todas
partes con esas llaves?
—Aquí y en los demás edificios.
Abren las puertas de seguridad y las puertas de los dormitorios. Incluso las
celdas de aislamiento. ¿Quieres cruzar la verja de entrada, Francis? Estas
llaves te allanarían el camino.
—¿Quién tiene unas llaves como
ésas?
—Los supervisores de
enfermería. Seguridad. Auxiliares como mi hermano y yo. El personal principal.
—¿Saben dónde están todos los
juegos en todo momento?
—Deberíamos. Pero, como con todo
lo demás, lo que debería ser no es lo que pasa en realidad. Pero bueno
—sonrió—, empiezas a hacer preguntas como la señorita Jones y como Peter. El
sabe cómo preguntar cosas. Tú estás aprendiendo.
Francis sonrió en respuesta al
cumplido.
—Me gustaría saber si alguien
controla dónde están los juegos de llaves en todo momento —insistió.
—No formulas bien tu pregunta,
Pajarillo. —Negro Grande sacudió la cabeza—. Inténtalo otra vez.
—¿Faltan llaves?
—Sí. Ésa es la pregunta
adecuada. Sí. Faltan unas llaves.
—¿Las ha buscado alguien?
—Sí. Pero quizá «buscar» no sea
la palabra adecuada. Miraron en todos los sitios probables y lo dejaron por
inútil.
—¿Quién las perdió?
—Bueno —repuso Negro Grande con
una ancha sonrisa—, esa persona es nuestro buen amigo el señor Evans.
El corpulento auxiliar soltó
otra carcajada y vio que su hermano se acercaba.
—Oye —lo llamó—, Pajarillo está
empezando a averiguar cosas.
Francis vio que las enfermeras
del puesto situado en mitad del pasillo sonreían, como si se tratara de una
broma. Negro Chico también lo hizo cuando llegó a su lado, y preguntó:
—¿Sabes qué, Francis?
—¿Qué, señor Moses?
—Si aprendes a manejarte en
este mundo —hizo un gesto con el brazo para indicar el hospital— y controlas
bien todo esto, no te resultará difícil entender el mundo exterior. Si tienes
la oportunidad, claro.
—¿Cómo puedo tener esa
oportunidad, señor Moses?
—Ésa es la pregunta del millón
¿Cómo alguien consigue esa oportunidad? Hay formas, Pajarillo. Hay más de una,
por lo menos. Pero no hay simples pautas de sí o no. Haz esto o haz lo otro y
conseguirás una oportunidad. No, no funciona así. Tienes que encontrar tu
propio camino. Lo encontrarás, Pajarillo. Sólo tienes que reconocerlo cuando se
presente. Ése es el problema.
Francis pensó que Negro Chico
sin duda se equivocaba. Y no creía poder entender ningún mundo. Varías voces
resonaron en su interior v trató de escuchar lo que decían, porque supuso que
tenían alguna opinión. Pero, cuando se concentraba, vio que ambos auxiliares lo
observaban y tomaban nota de lo que su rostro expresaba. Por un instante
se sintió desnudo, como si le hubieran
arrancado la ropa. Así que sonrió del modo más agradable que pudo y se alejó
por el pasillo, deprisa y hecho un mar de dudas.
Lucy estaba sentada tras la mesa
del despacho de Evans mientras éste revolvía uno de los cuatro archivadores
alineados contra una pared. En una esquina había un retrato de bodas. Se veía
a Evans, con el pelo más corto y peinado, vestido con un traje diplomático azul
que parecía subrayar su complexión delgada. Estaba de pie junto a una mujer
joven que llevaba un vestido blanco que apenas ocultaba un embarazo prominente
y lucía una guirnalda de flores en un ensortijado cabello castaño. Los rodeaba
un grupo que incluía personas de todas las edades, desde muy mayores hasta muy
jóvenes, con unas sonrisas similares que Lucy calificó de forzadas. En medio
del grupo había un hombre con alba y casulla, cuyo bordado dorado destellaba.
Tenía una mano en el hombro de Evans y, al fijarse en él, Lucy observó un notable
parecido con el psicólogo.
—¿Tiene un hermano gemelo?
—preguntó.
Evans vio que la fiscal
observaba la fotografía y se volvió, con los brazos llenos de carpetas
amarillas.
—Es cosa de familia
—respondió—. Mis hijas también son gemelas.
Lucy miró alrededor, pero no
vio ningún retrato más. Evans notó su curiosidad y aclaró:
—Viven con su madre. Baste
decir que estamos pasando un mal momento.
—Lo lamento —dijo Lucy, sin
comentar que eso no explicaba que no tuviera su foto en el despacho.
Evans se encogió de hombros, y
dejó las carpetas en la mesa con un ruido sordo.
—Cuando creces con un hermano
gemelo, te acostumbras a todas las bromas. Siempre son las mismas, ¿sabe? Los
gemelos son como dos gotas de agua. ¿Cómo distinguirlos? ¿Tienen los mismos
pensamientos e ideas? Cuando creces sabiendo que hay alguien idéntico a ti durmiendo
en la litera de arriba, ves el mundo de otra forma. Para bien y para mal,
señorita Jones.
—¿Son gemelos monocigóticos?
—quiso saber, aunque con sólo mirar la fotografía ya sabía la respuesta.
Evans vaciló antes de
responder, entrecerró los ojos y su voz sonó gélida:
—Lo fuimos. Ya no.
Ella lo miró sin entender.
—¿Por qué no le pide a su nuevo
amigo y ayudante que se lo explique? —añadió Evans después de aclararse la
garganta—. Él sabe la respuesta mucho mejor que yo. Pregunte al Bombero, la
clase de hombre que empieza extinguiendo incendios pero termina provocándolos.
Ella no contestó y se acercó
los expedientes. Evans se sentó frente a ella, se recostó y cruzó las piernas
de un modo relajado para observar qué hacía. A Lucy la incomodó la intensidad
de su mirada.
—¿Querría ayudarme? —preguntó—.
Lo que quiero hacer no es nada difícil. Para empezar, me gustaría desechar a
los hombres que estaban en el hospital cuando tuvieron lugar los otros tres
asesinatos. Si estaban aquí...
—No podían estar fuera, por
supuesto —asintió él—. Hay que cotejar las fechas.
—Exacto.
—Sólo que hay algunos elementos
que lo complican un poco.
—¿Qué clase de elementos?
—Hay muchos pacientes que están
en el hospital de forma voluntaria —respondió Evans tras frotarse el mentón—.
Pueden entrar o salir, un fin de semana, por ejemplo, a petición de algún
familiar responsable. De hecho, eso se alienta. Así que puede que alguien cuya
historia parezca indicar que se trata de un paciente internado a tiempo completo,
pasara en realidad cierto tiempo fuera del hospital. Bajo supervisión, claro.
O, por lo menos, bajo una supuesta supervisión. Ese no es el caso de las
personas internadas por orden judicial. Ni tampoco el de los pacientes a
quienes se considera un peligro para ellos mismos o para los demás. Si estás
aquí debido a un acto violento, no puedes salir, ni siquiera para una visita a
casa. Salvo que un miembro del personal considere que eso puede ayudar al
tratamiento terapéutico. Pero eso también dependerá de la medicación que recibe
el paciente. Se puede enviar a alguien a casa a pasar la noche con una
pastilla, pero no si necesita una inyección. ¿Comprende?
—Creo que sí.
—Y tenemos las vistas
—prosiguió Evans, que se iba animando a medida que hablaba—. Periódicamente
presentamos los casos en un trámite cuasi judicial, para justificar por qué
alguien debe permanecer aquí o ser dado de alta. Viene un defensor de oficio de
Springfield y tenemos un abogado para los pacientes, que integra un tribunal
con el doctor Gulptilil y alguien de los servicios de salud mental estatales.
Algo parecido a una junta de la
libertad condicional. Su utilidad es irregular.
—¿A qué se refiere con
«irregular»?
—La gente recibe el alta porque
está estabilizada pero vuelve al cabo de un par de meses, después de
descompensarse. Tratar una enfermedad mental tiene algo de puerta giratoria.
—Pero los pacientes que hay en
el edificio Amherst...
—No sé si tenemos en la
actualidad algún paciente con capacidad, tanto social como mental, para que se
le conceda un permiso. Puede que un par, como mucho. No tenemos programada
ninguna vista, que yo sepa. Tendría que comprobarlo. Además, no tengo idea
sobre los demás edificios. Tendrá que preguntárselo a mis colegas.
—Creo que podemos descartar los
demás edificios —aseguró Lucy—. El asesinato de Rubita ocurrió aquí, y es
probable que el asesino esté aquí.
—¿Por qué supone eso? —Evans
sonrió de un modo desagradable, como si lo que acababa de decir fuera una broma
que ella no captaba.
—Simplemente pensaba...
Evans la interrumpió.
—Si su hombre es tan
inteligente como usted cree, imagino que ir de un edificio a otro por la noche
no le resultaría un problema insuperable.
—Pero los de seguridad
patrullan los terrenos del hospital. ¿No detectarían a alguien que fuera de un
edificio a otro?
—Por desgracia, como tantos
organismos estatales, estamos faltos de personal. Y segundad efectúa unas
rondas establecidas a horas regulares, fáciles de burlar si uno quiere. Y hay
otras formas de desplazarse sin ser visto.
Lucy dudó de nuevo, y Evans
añadió su opinión durante esa pausa.
—Larguirucho tenía un móvil, la
oportunidad y el deseo, y su ropa tenía manchas de la sangre de la enfermera —dijo
con tono monocorde—. No alcanzo a entender por qué se esfuerza tanto por
encontrar a otro culpable. Estoy de acuerdo en que Larguirucho es, en muchos
sentidos, un hombre simpático, pero también es un esquizofrénico paranoico y
tiene antecedentes de actos violentos. En particular contra mujeres, a las que
veía a menudo como adláteres de Satán. Y los días anteriores al crimen se había
observado que su medicación era insuficiente. Si revisara su historia clínica,
que la policía se llevó con dosis adecuadas en la distribución diaria. De
hecho, había ordenado que empezaran a administrarle inyecciones intravenosas en
los próximos días, porque creía que las dosis orales no le hacían efecto.
De nuevo, Lucy no respondió.
Quería decirle que, para ella, sólo la mutilación de la mano de la enfermera
absolvía a Larguirucho, pero se abstuvo.
—Aun así —prosiguió Evans a la
vez que empujaba los expedientes hacia ella—, si revisa éstos y los otros mil
de los demás edificios, podrá descartar a algunas personas. Yo no me fijaría
tanto en las fechas y me concentraría en los diagnósticos. Descartaría a los
retrasados mentales. Y a los catatónicos que no reaccionan ni a la medicación
ni a los tratamientos de electroshock, porque no tienen la capacidad física
para realizar un acto tan horrendo. Y a las demás alteraciones de la personalidad
que excluyen lo que usted está buscando. Estaré encantado de responder
cualquier pregunta que quiera hacer. Pero la parte más difícil, bueno, eso es
cosa suya...
Y se reclinó para observar cómo
ella abría el primer expediente y empezaba a revisarlo.
Francis se apoyó contra la
pared enfrente del despacho del señor del Mal, sin saber muy bien qué hacer. No
pasó mucho rato antes de que Peter apareciera y se apoyase a su lado, con la
mirada fija en la puerta del despacho donde Lucy estaba estudiando los
expedientes. Exhaló despacio, con un sonido sibilante.
—¿Has hablado con Napoleón?
—preguntó Francis.
—Quería jugar al ajedrez. Así
que hicimos una partida y me pegó una paliza. Aunque es un buen juego para un
investigador.
—¿Por qué?
—Porque existen infinitas
variaciones de una estrategia ganadora y, sin embargo, uno tiene los
movimientos restringidos por las limitaciones de cada pieza del tablero. Un
caballo puede hacer esto... —Con la mano trazó un ángulo recto—. Mientras que
un alfil puede hacer esto... —Trazó una diagonal—. ¿Sabes jugar, Pajarillo?
Francis negó con la cabeza.
—Deberías aprender.
Mientras hablaban, un hombre
fornido que pertenecía al dormitorio de la tercera planta se acercó a ellos.
Lucía una expresión que Francis había empezado a reconocer en los retrasados
del hospital. Mezclaba el desconcierto con la curiosidad, como si quisiera una
respuesta a algo que no podría comprender, lo que le provocaba una frustración
casi constante. En el Hospital Estatal Western había varios hombres como él, y
asustaban a Francis porque si bien en general eran muy mansos, también eran
capaces de una repentina agresividad, inmotivada. Francis había aprendido a
alejarse de los retrasados mentales. Éste, abrió mucho los ojos y pareció
gruñir, como enfadado de que en el mundo hubiera tantas cosas fuera de su
alcance. Emitió un sonido gutural y siguió observando a Peter y Francis con
mirada penetrante.
Peter le sostuvo la mirada.
—¿Qué estás mirando? —preguntó.
El hombre se limitó a emitir
otro sonido gutural.
—¿Qué quieres? —dijo Peter.
El retrasado soltó un gruñido
largo, como un animal plantando cara a un rival. Encorvó los hombros y se le
desencajó el rostro. Francis tuvo la impresión de que a ojos de aquel hombre él
resultaba un ser aterrador, porque la única vara de medir que ese retrasado
poseía era la rabia. Una rabia que estalló en ese momento. Apretó los puños y
los agitó delante de Francis y Peter, como si golpeara a una visión.
—No lo hagas —le dijo Peter.
El hombre pareció disponerse a
atacarlo.
—No vale la pena —repitió
Peter, pero se puso en guardia.
El retrasado dio un paso hacia
ellos y se detuvo. Sin dejar de gruñir con una furia que parecía inmensa, de
repente se dio un puñetazo en un lado de su propia cabeza. El golpe resonó en
el pasillo. Lo siguió un segundo puñetazo, y un tercero, que se oyeron con
fuerza. Empezó a sangrarle la oreja.
Ni Peter ni Francis se
movieron.
El hombre soltó un grito,
mezcla de triunfo y de angustia. Francis no supo si era un desafío o una
rendición.
Luego se detuvo, resopló y se
enderezó. Miró a Francis y Peter, y sacudió la cabeza como para aclararse la
visión. Arrugó la frente de un modo socarrón, como si se le hubiese ocurrido
una pregunta importante y en el mismo instante hubiera visto la respuesta.
Entonces, con otro gruñido y una media sonrisa se marchó por el pasillo,
farfullando para sí.
Francis y Peter lo observaron
alejarse vacilante.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó
Francis.
—Esa es la cuestión —respondió
Peter a la vez que meneaba la cabeza—. Aquí nunca se sabe. Es imposible saber
qué provoca que alguien estalle así. O no. Dios mío, Pajarillo. Espero que sea
el sitio más extraño en el que tengamos la desgracia de estar.
Volvieron a apoyarse contra la
pared. Peter parecía preocupado por el reciente conato de pelea, como si le
hubiera indicado algo.
—¿Sabes qué, Pajarillo? En
Vietnam sabíamos que era probable que pasaran cosas extrañas en cualquier
momento. Cosas extrañas y mortíferas. Pero, por lo menos, tenían algún sentido
y alguna razón. Al fin y al cabo, estábamos ahí para matarlos, y ellos para
matarnos a nosotros. Tenía cierta lógica perversa. Y, cuando volví a casa y me
incorporé al departamento de bomberos, a veces en un incendio las cosas podían
ponerse bastante peligrosas. Paredes que se desmoronan, suelos que ceden, calor
y humo por todas partes. Pero, aun así, existía cierta lógica. El fuego arde
siguiendo patrones definidos, y tú puedes tomar las precauciones adecuadas. Sin
embargo, este sitio es otra cosa. Es como si todo estuviera en llamas todo el
rato, como si todo estuviera oculto y hubiera bombas trampa.
—¿Habrías peleado con él?
—¿Habría tenido elección?
Echó un vistazo a los pacientes
que se movían por el pasillo.
—¿Cómo puede sobrevivir alguien
aquí? —preguntó.
Francis no tenía la respuesta.
—No estoy seguro de que se
suponga que debamos hacerlo —susurró.
Peter asintió y esbozó su
sonrisa irónica.
—Puede que eso, mi joven y loco amigo, sea la cosa
más atinada que hayas dicho en tu vida. 13
Cuando Lucy salió del despacho
de Evans, llevaba un bloc en la mano derecha y una expresión de desagrado en la
cara. Una larga lista de nombres garabateados aprisa llenaba un lado de la
primera página del bloc. Se movía con rapidez, como si una sensación de
consternación la llevara a apretar el paso. Alzó los ojos y vio que Francis y
Peter la esperaban, y sacudió atribulada la cabeza mientras se acercaba.
—Había pensado, de modo
bastante tonto, que sería una mera cuestión de comprobar las fechas en los
expedientes hospitalarios. Pero no es tan sencillo, sobre todo porque los
expedientes hospitalarios son bastante caóticos y no están centralizados. Será
muy trabajoso. Mierda.
—¿El señor del Mal no ha sido
tan servicial como había prometido? —comentó Peter maliciosamente.
—No —respondió Lucy.
—Vaya —dijo Peter impostando un
ligero acento británico en imitación de Tomapastillas—. Estoy anonadado.
Totalmente anonadado...
Lucy siguió avanzando por el
pasillo a un paso tan rápido como sus pensamientos.
—¿Qué pudo averiguar? —preguntó
Peter.
—Que tendré que comprobar los
demás edificios. Y, encima, encontrar los datos de todos los pacientes que
hayan podido tener un permiso de fin de semana que coincida con los
asesinatos. Y, para complicar más las cosas, no estoy segura de que exista
ninguna lista concreta que facilite el trabajo. Lo que tengo es una lista de
nombres de este edificio que, más o menos, encajan en el perfil buscado.
Cuarenta y tres nombres.
—¿Ha eliminado a alguien por la
edad? —preguntó Peter, y la jocosidad había desaparecido de su voz.
—Sí. Es lo primero que hice. A
los abuelos no es necesario interrogarlos.
—Creo que podríamos considerar
otro elemento importante —sugirió Peter, y se frotó la mejilla con la mano como
si eso le permitiera liberar algunas ideas encalladas en su interior.
Lucy lo miró.
—La fuerza física —aclaró
Peter.
—¿Qué quieres decir? —quiso
saber Francis.
—Que se necesita fuerza para
cometer el crimen que estamos investigando. Tuvo que dominar a Rubita,
arrastrarla hasta el trastero. Había signos de lucha en el puesto de
enfermería, de modo que sabemos que no se le acercó con sigilo por detrás y la
dejó inconsciente de un puñetazo. De hecho, sospecho que le apetecía pelear.
—Cierto —suspiró Lucy—. Cuanto
más la golpeaba, más se excitaba. Eso encajaría con lo que sabemos sobre esta
clase de personalidad.
Francis se estremeció, y esperó
que los demás no se diesen cuenta. Le costaba comentar con tanta frialdad y
tranquilidad esos hechos horrorosos.
—De modo que buscamos a alguien
con cierta musculatura —prosiguió Peter—. Eso descarta a muchos, porque aunque
es probable que Gulptilil lo niegue, este sitio no atrae a gente lo que se dice
en forma. No hay demasiados corredores de maratón ni culturistas. Y también
deberíamos reducir la lista de posibles sospechosos a un límite de edad. Y hay
otra área que nos permitiría afinar más la lista: el diagnóstico. Quienes
tengan antecedentes de comportamiento violento. Quienes sufran trastornos
mentales que podrían incluir el asesinato. Ésos son los verdaderos sospechosos.
—Exacto —corroboró Lucy—. Si
obtenemos un perfil del hombre que estamos buscando, veremos las cosas con
claridad. —Se volvió hacia Francis—: Pajarillo, necesitaré tu ayuda.
—¿Qué necesita? —preguntó
Francis, ansioso.
—Creo que no conozco la locura.
Francis pareció confundido y
Lucy sonrió.
—No me malinterpretes —aclaró—.
Conozco el lenguaje psiquiátrico, los criterios de diagnóstico, los
tratamientos y el material bibliográfico. Pero no sé cómo se ve desde dentro,
al mirar hacia fuera. Tú podrías ayudarme en eso. Necesito saber quién podría
haber cometido estos crímenes y será difícil encontrar pruebas consistentes.
—De acuerdo... —dijo Francis, a
pesar de no estar seguro.
Peter asentía con la cabeza,
como si viese algo que fuera evidente para él y tuviera que serlo para Lucy,
pero que Francis no captaba.
—Estoy seguro de que puede
hacerlo. Posee un talento innato. ¿Verdad que podrás, Pajarillo?
—Lo intentaré.
En una parte muy profunda de su
ser oía un murmullo, como si hubiera estallado una discusión entre su
población interior hasta que, por fin, distinguió a una de las voces:
Cuéntaselo. No pasa nada. Diles lo que sabes. Dudó un instante y habló con la
sensación de ser una marioneta:
—Hay algo que deberían tener en
cuenta.
Lucy y Peter lo miraron como si
les sorprendiera que aportara algo a la conversación.
—¿Qué? —preguntó la fiscal.
—Peter tiene razón en eso de
que el asesino tiene que ser fuerte —asintió en dirección a su amigo—. Y también
en que no hay muchas personas así en el hospital. Imagino que eso es lógico,
pero no del todo. Si el ángel oía voces que le ordenaban atacar a Rubita y a
esas otras mujeres... bueno, no es imprescindible que sea tan fuerte como sugiere
Peter. Cuando las voces te dicen que hagas algo, te lo gritan con insistencia
machacona, el dolor, la dificultad, la fuerza, todo es secundario. Simplemente
haces lo que te exigen. Te superas. Si una voz te ordena que levantes un coche
o una roca, lo haces, o te matas intentándolo. El asesino podría ser casi
cualquiera, porque encontraría la fuerza necesaria. Las voces le ayudarían a
encontrarla. —Se detuvo y oyó un eco profundo en su interior: Eso es. Muy bien,
Francis.
Peter lo contempló y esbozó una
sonrisa. Le dio un golpecito amistoso en el brazo. Lucy también sonrió, y
soltó un largo suspiro.
—Lo tendré en cuenta, Francis.
Gracias. Tal vez tengas razón. Eso demuestra que no se trata de una
investigación corriente. Las pautas son distintas aquí dentro, ¿verdad?
Francis se sintió satisfecho de
haber aportado algo.
—Y también aquí dentro
—concluyó señalándose la frente.
—Lo tendré en cuenta —aseguró
Lucy, y le tocó el brazo—. Bueno, necesito que hagáis otra cosa por mí—añadió.
—Lo que sea —dijo Peter.
—Evans sugirió que hay formas
de ir de un edificio a otro por la noche sin que los de seguridad te vean.
Podría preguntarle a qué se refiere exactamente, pero me gustaría implicarlo
lo menos posible...
—Comprendo —aseguró Peter con
rapidez, quizá demasiada, porque Lucy le lanzó una mirada intensa.
—Tal vez podríais investigarlo
entre los pacientes. Quién conoce la forma de ir de aquí para allá. Cómo se
hace. Qué riesgos hay. Y quién querría hacerlo.
—¿Cree que el ángel vino de
otro edificio?
—Quiero averiguar si pudo
hacerlo.
—Comprendo —repitió Peter—.
Averiguaremos lo que podamos —añadió tras una breve pausa.
—Perfecto —dijo Lucy—. Voy a
ver al doctor Gulptilil para comprobar las fechas con más detalle. Le pediré
que me acompañe a las demás unidades para obtener una lista de nombres
probables en cada una de ellas.
—Podría eliminar también a los
que padecen retraso mental profundo —sugirió Peter—. Eso reducirá el campo.
—Tienes razón—asintió Lucy—.
Nos reuniremos en mi despacho antes de cenar y compararemos notas.
Se volvió y se alejó con brío
por el pasillo. Francis observó cómo los pacientes que deambulaban se apartaban
a su paso. Tal vez la temiesen, porque ella estaba cuerda y ellos no. Además,
ella representaba algo extraño, una persona con una existencia más allá de
esas paredes. Pensó que lo más paradójico de ver a alguien como ella en el
hospital era que introducía una sensación de inseguridad en el mundo alucinado
en que los pacientes vivían. Había muy pocos en ese edificio a los que les
gustara la alteración que Lucy provocaba en su mundo. En el Hospital Estatal
Western, los pacientes y el personal se aferraban a la rutina, porque era la
única forma de mantener a raya las terribles fuerzas interiores latentes. Por
eso había tantos que se pasaban ahí años. Sacudió la cabeza. Allí todo estaba
del revés. El hospital era un sitio lleno de riesgos, una fuente de conflicto,
rabia y locura en constante ebullición; sin embargo, los pacientes lo
consideraban menos aterrador que el mundo exterior. Lucy era el exterior.
Francis advirtió que Peter
también observaba la marcha de la fiscal. Notó cierta frustración en su
rostro, una frustración debida a su encierro. Francis pensó que ella y el
Bombero eran iguales en algo: ése no era su sitio. No estaba seguro de que fuera
también su caso.
—Será peliagudo, Pajarillo
—comentó Peter, y meneó la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, Lucy cree que no es
nada difícil, sólo algo para mantenernos ocupados y concentrados. Pero es un
poco más que eso.
Francis lo miró esperando que
se lo explicase.
—En cuanto empecemos a hacer la
pregunta de Lucy, alguien se enterará de nuestra curiosidad. Se correrá la voz
y, tarde o temprano, lo oirá alguien que sabe cómo ir de un edificio a otro al
anochecer, cuando se supone que todo el mundo está encerrado, medicado y
dormido. Ésa es la persona que buscamos. Es inevitable. Y eso nos volverá
vulnerables. —Peter inspiró hondo y soltó el aire despacio—. Piénsalo un
segundo —comentó entre dientes—. Vivimos en unidades independientes repartidas por
los terrenos del hospital. En ellas comemos, vamos a las sesiones, nos
distraemos, dormimos. Y todas las unidades son iguales. Pequeños mundos
contenidos en un mundo más grande. Con muy poco contacto entre cada unidad. Tu
hermano podría estar en el edificio de al lado sin que tú lo supieras, cono.
Así pues, ¿por qué querría alguien acceder a otro sitio que es exactamente
igual al suyo? No puede decirse que seamos un puñado de gángsteres del tres al
cuarto cumpliendo cadena perpetua e intentado averiguar cómo escapar. Aquí
nadie piensa en huir, por lo menos que yo sepa. Así que la única razón que
alguien podría tener para querer ir a otro edificio
a que estamos investigando. Y
cada vez que hagamos una pregunta que pueda indicar al ángel que tenemos una
pista que podría conducir hasta él... —Peter dudó—. No sé si ha matado a algún
hombre. Puede que sólo a esas mujeres... —Su voz se fue apagando.
Esa tarde, Negro Grande y la
enfermera Caray organizaron un ejercicio de pintura en sustitución de la
habitual sesión en grupo del señor del Mal. No explicaron dónde estaba Evans,
y Lucy tampoco se encontraba allí. Los doce miembros del grupo recibieron unas
grandes hojas blancas de papel grueso y rugoso. A continuación los situaron alrededor
de la mesa y les dieron a. elegir entre acuarelas y lápices de colores.
Peter se mostró receloso, pero
a Francis le gustó hacer eso en lugar de participar en una sesión concebida
para recalcar su locura y contrastarla con la cordura de Evans, como si ése
fuese el único objetivo de las sesiones del grupo. La mayoría parecía coincidir
con Francis y estar acostumbrados a esta clase de modificación favorable de la
rutina. Era probable que no fuera la primera vez que los reunían de ese modo.
Pusieron las hojas delante de ellos, tomaron los lápices o un pincel, y
aguardaron como conductores de carreras a la espera de la orden de salida. Cleo
tenía una expresión ansiosa, como si ya supiese qué quería dibujar, y Napoleón
tarareaba una tonadilla marcial mientras contemplaba su hoja y frotaba el
borde con los dedos.
La enfermera Caray, a la que
Francis consideraba una mujer demasiado autoritaria, se situó en el centro del
grupo. Trataba a los pacientes como si fueran niños, algo que Francis no
soportaba.
—Al señor Evans le gustaría que
dibujaseis vuestro autorretrato —anunció—. Algo que muestre cómo os veis a
vosotros mismos.
—¿No puedo dibujar un árbol?
—preguntó Cleo, y señaló las ventanas. Al otro lado del cristal y de los
barrotes se veía un árbol del patio interior mecido por una ligera brisa y el
leve movimiento de sus hojas verdes.
—No, salvo que te pienses a ti
misma como un árbol —respondió la enfermera Caray, tajante.
—¿Un árbol yo? —reflexionó
Cleo. Levantó un brazo regordete y lo flexionó como un culturista—. Un árbol
muy fuerte.
—Tal vez —sonrió la enfermera y
se encogió de hombros.
Peter levantó la mano.
—¿Quieres hacer alguna
pregunta? —dijo la enfermera.
—Sí —afirmó Peter, y sonrió—.
Pero, pensándolo mejor, no. No, gracias. Estoy bien. —Cogió un lápiz negro de
un montón en el centro de la mesa y lo blandió con una fioritura. Noticiero,
sentado a su lado, hizo exactamente lo mismo. Un único lápiz negro.
Francis eligió una bandejita de
acuarelas. Azul. Rojo. Negro. Verde. Naranja. Marrón. Tenía un vaso de
plástico lleno de agua. Tras una última mirada a Peter, que se había inclinado
sobre su hoja y puesto manos a la obra, se centró en su dibujo. Sumergió el
pincel en el agua y luego lo hundió en la pintura negra. Dibujó una larga forma
oval y empezó a añadirle los rasgos.
Al fondo de la sala, un hombre
farfullaba de cara a la pared, como un orante, y sólo se interrumpía cada
pocos minutos para lanzar una mirada al grupo y reanudar después su farfulle.
Francis vio que el mismo retrasado que los había amenazado antes se tambaleaba
por la sala gruñendo, los miraba de vez en cuando y se golpeaba repetidamente
la palma con el puño. Francis volvió a su dibujo y siguió deslizando con
suavidad el pincel por la hoja, viendo con cierta satisfacción cómo se iba
formando una figura.
Trabajó con ahínco. Intentó
dibujar una sonrisa, pero le salió torcida, de modo que la mitad de la cara
parecía disfrutar de algo, mientras que la otra se veía apesadumbrada. Los
ojos le observaban con intensidad, y le pareció que podía ver más allá de
ellos. Pintó el cabello castaño, un poco más oscuro que su tono rubio rojizo,
pero sus voces, dispuestas como una especie de grupo de críticos de arte en su
interior, opinaron que, dado los limitados colores de la acuarela, era
aceptable. Francis pensó que el Francis pintado tenía los hombros demasiado
caídos y una pose demasiado resignada. Pero eso era menos importante que
intentar plasmar en el Francis pintado sentimientos, sueños, deseos, todas las
emociones que él relacionaba con el mundo exterior. Se esforzó en imprimir a la
figura un poco de esperanza.
No alzó los ojos hasta que la
enfermera Caray anunció que sólo quedaban unos minutos para terminar la sesión.
Echó un vistazo a su lado y vio
que Peter estaba dando los toques finales a su dibujo. No había dejado de usar
el lápiz negro, y lo que había creado era muy revelador: un par de manos
agarradas a unos barrotes que cruzaban de arriba abajo la hoja. No había cara
ni cuerpo. Sólo dedos aferrados a gruesos barrotes negros.
Peter firmó su dibujo con una
floritura exagerada cuando la enfermera Caray empezó a recoger las hojas.
Francis hizo lo propio con letras mucho más pequeñas. Echó una mirada al
trabajo de los demás. Cleo había pintado un árbol, un grueso roble, con ramas
muy extendidas y llenas de hojas verdes, y una cara perdida entre el follaje
que, a su parecer, reflejaba el carácter de aquella mujer aspirante a reina. Noticiero,
por su parte, había dibujado simplemente la primera página de un periódico.
Francis no pudo leer el titular, pero supuso que tenía algo que ver con el
hospital.
La enfermera le tomó el dibujo
de las manos y lo examinó un momento.
—Caray, Francis —sonrió
aprobadoramente—, esto está muy bien. Sabes dibujar. —Levantó el retrato y lo
admiró—. Buen trabajo. Estoy sorprendida.
Negro Grande se acercó y miró
el dibujo de Francis por encima del hombro de la enfermera. Él también sonrió.
—¡Vaya, Pajarillo! —exclamó—.
Está muy bien hecho. El chico tiene un talento que no había contado a nadie.
La enfermera y el auxiliar siguieron
recogiendo los demás dibujos y Francis se encontró junto a Napoleón.
—Nappy —le dijo en voz baja—,
¿cuánto tiempo llevas aquí?
—¿En el hospital?
—Sí. Y aquí, en Amherst.
Napoleón reflexionó un momento
antes de contestar.
—Ya hace dos años, Pajarillo.
Aunque puede que sean tres. No estoy seguro. Hace mucho tiempo —añadió con
tristeza—. Muchísimo. Pierdes la cuenta. O quizás es que quieren que la
pierdas. No estoy seguro.
—Tienes bastante experiencia de
cómo funcionan aquí las cosas, ¿verdad?
—Una experiencia que, por
desgracia, preferiría no poseer, Pajarillo.
—Si quisiera ir de este
edificio a alguno de los otros, ¿cómo podría hacerlo?
La pregunta pareció asustar un
poco a Napoleón, que dio un paso hacia atrás y sacudió la cabeza.
—¿No te gusta estar con
nosotros? —balbuceó aturullado.
Francis negó con la cabeza.
—No. Quiero decir por la noche.
Después de la medicación, después de que apaguen las luces. Supon que quisiera
ir a otro edificio sin que me vieran. ¿Podría hacerlo?
—Creo que no —respondió
Napoleón tras pensárselo—. Siempre estamos encerrados con llave.
—Pero sólo supón que no
estuviera encerrado con llave...
—Siempre lo estamos.
—Pero supón... —insistió
Francis.
—Esto tiene algo que ver con
Rubita, ¿verdad? Y con Larguirucho. Pero Larguirucho no podía salir del
dormitorio, salvo la noche en que murió Rubita, cuando no estaba cerrado con
llave. Que yo sepa, la puerta nunca se había quedado abierta. No, no puedes
salir. Nadie puede. No sé de nadie que quisiera hacerlo.
—Alguien pudo. Alguien lo hizo.
Y ese alguien tiene un juego de llaves.
—Un paciente con llaves
—susurró Napoleón, que parecía aterrado—. No lo había oído nunca.
—Es lo que creo.
—Eso estaría mal, Pajarillo. No
debemos tener llaves. —Cambió el peso de un pie al otro, como si el suelo
empezara a quemarle—. Creo que, si sales del edificio, evitar a los de
seguridad debe de ser bastante fácil. No parecen muy listos precisamente. Y
creo que fichan en el mismo sitio a la misma hora todas las noches, de modo
que hasta alguien tan loco como nosotros podría eludirlos con un poco de
astucia... —Soltó una risita histérica al pensar que los guardias eran unos incompetentes.
Pero de pronto frunció el entrecejo—. Aunque ése no sería el problema,
Pajarillo —añadió.
—¿Cuál sería el problema?
—Volver a entrar. Aunque
tuvieras una llave, la puerta principal está delante del puesto de enfermería.
Es igual en todos los edificios, ¿no? Y aunque la enfermera o el auxiliar de
guardia estuvieran dormidos en ese momento, lo más seguro es que el ruido de
la puerta los despertara.
—¿Y las salidas de emergencia
en el lateral del edificio?
—Creo que están atrancadas a
cal y canto. —Sacudió la cabeza y añadió—: Quizá sea una violación de las
normas antiincendios. Deberíamos preguntar a Peter. Seguro que él lo sabe.
—Es probable. Pero si quisieras
entrar, ¿no crees que hay otra manera?
—Puede que sí, pero nunca he
oído que nadie quisiera ir de un sitio a otro. Jamás. Ni una sola vez. ¿Por
qué iba a quererlo alguien, cuando todo lo que queremos, todo lo que
necesitamos y todo lo que podemos usar está aquí, en este edificio?
Era una pregunta deprimente. Y
también falsa, porque había alguien cuyas necesidades eran distintas a las
enumeradas por Napoleón. Francis se planteó, quizá por primera vez, qué necesitaría
el ángel.
Fue Peter quien vio al
encargado de mantenimiento cuando salíamos de la sala de estar. Más adelante me
pregunté si las cosas habrían sido distintas si hubiéramos visto qué estaba
haciendo exactamente, pero íbamos a hablar con Lucy, y eso siempre parecía
tener prioridad. Más adelante me pasé horas, quizá días, meditando sobre la
congruencia de las cosas, como si el resultado pudiera haber cambiado en caso
de que alguno de los tres hubiera alcanzado a verla conexión que era tan
importante. A veces la locura consiste en la fijación, en pensar en una sola
cosa. La obsesión de Larguirucho era el mal. La de Peter, la necesidad de
absolución. La de Lucy, la necesidad de justicia. Ellos dos no estaban locos,
claro. Por lo menos, no tal como yo conocía la locura, o como Tomapastillas o
incluso el señor del Mal la conocían. Pero, curiosamente, las necesidades
imperiosas pueden convertirse en sí mismas en una especie de locura. La
diferencia es que no se pueden diagnosticar con la misma facilidad que mi
locura. Aun así, ver al encargado de mantenimiento, un hombre de mediana edad
con ojeras, vestido con camisa y pantalones grises y botas de trabajo
marrones, con el cabello lleno de polvo y la ropa manchada de grasa, debería
habernos advertido de algún modo extraño, secreto. Agarraba la caja de
herramientas de madera con una mano mugrienta, y un trapo sucio le colgaba del
cinturón. Las llaves le tintineaban contra una linterna de plástico amarillo
que llevaba sujeta a la cintura. Exhibía una expresión satisfecha, la de quien
de repente vislumbra el final de una jornada larga y pesada: «Ya no tardaré
mucho. Casi he terminado. Joder, qué cabrona», le dijo a los hermanos Moses. Y
tras encender un cigarrillo se dirigió hacia un almacén, al otro extremo del
pasillo.
Cuando lo pienso, veo muchos
detalles que deberían haber significado algo. Pequeños momentos que deberían
haber sido grandes momentos. Un encargado de mantenimiento. Un hombre
retrasado. Un administrador ausente. Un hombre que hablaba consigo mismo. Otro
hombre al parecer dormido en una silla. Una mujer que creía ser la
reencarnación de una antigua princesa egipcia. Yo era joven y no sabía que el
crimen es como el mecanismo de una transmisión. Tuercas y tornillos, ejes y
piñones que se engranan entre sí para crear un impulso independiente hacia
delante, controlado por unas fuerzas similares al viento: invisibles pero
detectables a través de un papel que de repente sale volando por la acera, de
la rama de un árbol inclinado hacia un lado, o de unas agoreras nubes de
tormenta que cruzan el cielo a lo lejos. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de
eso.
Peter lo sabía, y Lucy también.
Quizás eso era lo que los relacionaba, por lo menos al principio. Estaban
alerta y siempre atentos a los mecanismos que les indicaran dónde buscar al
ángel. Más adelante pensé que lo que los vinculaba era algo más complejo. Era
que ambos habían llegado al Hospital Estatal Western sin saber qué era lo que
necesitaban. Ambos tenían un gran vacío en su interior, y el ángel estaba ahí
para llenárselo.
Me senté en la posición del
loto en el centro de la sala.
El mundo a mi alrededor parecía
silencioso y tranquilo. Ni siquiera se oía el llanto lejano de algún niño en
el piso de los Santiago. Al otro lado de la ventana estaba muy oscuro. Una
noche tan densa como un telón. Intenté captar el ruido del tráfico, pero hasta
eso se oía apagado. Ningún motor potente de algún camión al pasar. Me miré las
manos y pensé que faltarían un par de horas para el alba. Peter me dijo una vez
que la última oscuridad de la noche antes del amanecer es la hora en que muere
más gente.
La hora del ángel.
Me levanté, cogí el lápiz y
empecé a dibujar. En unos minutos tenía a Peter tal como lo recordaba. Después,
me dispuse a dibujar a Lucy a su lado. Quería plasmar una belleza pura, así que
hice un poco de trampa con la cicatriz de su cara. La dibujé un poco más
pequeña de lo que era. Pasados unos cuantos instantes, los tenía conmigo, tal
como los recordaba de esos primeros días. No como acabamos siendo después.
Lucy Jones no encontraba un
atajo que la acercara al hombre que buscaba. Por lo menos, ninguno sencillo y
evidente, como una lista de pacientes que hubieran tenido claramente la ocasión
de cometer los cuatro asesinatos. Así que permitió que el doctor Gulptilil la
acompañara de un edificio a otro, y en cada uno de ellos repasó la relación de
pacientes. Eliminó a todos los que sufrían demencia senil y examinó con
criterio la lista de retardados mentales. También suprimió de su creciente lista
a los que llevaban más de cinco años en el hospital. Admitía que eso era una
mera suposición por su parte, pero creía que quienes hubieran pasado tanto
tiempo en el centro estarían tan atiborrados de fármacos antipsicóticos y tan
constreñidos por la locura que les sería difícil manejarse fuera del hospital.
Estaba convencida de que el ángel era una persona con capacidad para
desenvolverse en ambos mundos.
Se percató de que no podía
eliminar a los miembros del personal. El problema en ese aspecto sería
conseguir que el director médico le entregara los expedientes de los empleados,
para lo que necesitaría alguna prueba que sugiriera que un médico, una
enfermera o un auxiliar estaba relacionado con el crimen. Mientras caminaba
junto al pequeño médico indio, no escuchaba la perorata de éste sobre las
virtudes de los centros como el Western, sino que se preguntaba cómo proceder.
En Nueva Inglaterra, a finales
de primavera, las tardes están envueltas en penumbra, como si el mundo dudara
sobre sustituir el frío y húmedo invierno por el verano. Unas brisas cálidas
del sur empujadas por corrientes de aire más altas se mezclan con otras frías
procedentes de Canadá. Ambas sensaciones son como inmigrantes inoportunos en
busca de un nuevo hogar. Lucy adquirió conciencia de las sombras que cubrían
los terrenos del hospital y avanzaban inexorablemente hacia los edificios.
Tenía frío y calor a la vez, una sensación parecida a la fiebre.
Tenía más de doscientos
cincuenta posibles sospechosos en la serie de listas que había elaborado en
cada edificio, y le preocupaba haber descartado unos cien nombres quizá
demasiado deprisa. Además, habría unos veinticinco o treinta posibles
sospechosos entre el personal, pero aún no podía abordar ese tema, porque sabía
que perdería el apoyo del director médico, cuya ayuda todavía necesitaba.
Mientras se dirigían al
edificio Amherst, se percató de que no había oído ningún ruido ni ningún grito
en las unidades por las que habían pasado. O tal vez sí pero no los había
registrado. Tomó nota mental de ello, y pensó lo rápido que el mundo del
hospital convertía lo extraño en rutina.
—He leído un poco sobre la
clase de hombre que está buscando —dijo Gulptilil mientras cruzaban el patio
interior. Sus pasos resonaban contra el pavimento. Lucy vio que un guardia de
seguridad estaba cerrando la verja de hierro de la entrada—. Es interesante
comprobar la escasa bibliografía médica dedicada a este tipo de asesino. Hay
muy pocos estudios serios. Las autoridades policiales están intentando elaborar
perfiles pero, en general, no se han tenido en cuenta las ramificaciones
psicológicas, los diagnósticos y los tratamientos indicados para esa clase de
personas. Tiene que comprender, señorita Jones, que a la comunidad
psiquiátrica no le gusta perder el tiempo con psicópatas.
—¿Y eso por qué, doctor?
—Porque no pueden tratarse.
—¿En absoluto?
—En absoluto. Por lo menos, no
el psicópata clásico. No responde a la medicación antipsicótica como un
esquizofrénico, ni como un bipolar, un obsesivo-compulsivo, un depresivo
clínico u otro. Eso no significa que el psicópata no tenga una enfermedad
identificable médicamente, al contrario. Pero su falta de humanidad, supongo
que ésta es la mejor manera de expresarlo, lo sitúa en una categoría
escurridiza. Los psicópatas no responden a los tratamientos, señorita Jones.
Son deshonestos, manipuladores, a menudo muy presuntuosos y extremadamente
seductores. Siguen impulsos propios, ajenos a las convenciones de la vida y la
moralidad. Debo añadir que son aterradores. Unos individuos muy inquietantes
cuando se entra en contacto clínico con ellos. El astuto psiquiatra Hervey
Cleckley ha publicado un interesante libro sobre esa clase de casos. Estaría
encantado de prestárselo, puede que sea la mejor obra sobre estos psicópatas,
pero le resultará una lectura de lo más angustiante, porque las conclusiones
sugieren que no podemos hacer gran cosa. Desde el punto de vista clínico, me
refiero.
Se detuvieron frente al
edificio Amherst y el médico ladeó la cabeza como para escuchar mejor. Un
grito agudo rasgó el aire, procedente de uno de los edificios contiguos.
—¿Cuántos de sus pacientes han
sido diagnosticados como psicópatas?—preguntó ella.
—Ah, una pregunta que había
previsto —dijo el médico a la vez que meneaba la cabeza.
—¿Y la respuesta es?
—Los tratamientos que ofrecemos
aquí no serían adecuados para una persona con ese diagnóstico. Ni tampoco la
atención residencial de larga duración, la prolongada medicación psicotrópica,
ni siquiera los programas más radicales que, de vez en cuando, administramos,
como la terapia electro convulsiva. Tampoco resultan útiles formas
tradicionales de tratamiento como la psicoterapia —añadió con esa risita suya
algo arrogante que Lucy ya encontraba irritante—. Ni siquiera el psicoanálisis clásico.
No, señorita Jones, el Hospital Estatal Western no es lugar para un psicópata.
Su lugar es la cárcel, que es donde suelen estar.
—Pero eso no significa que aquí no pueda haber
alguno, ¿verdad? —repuso Lucy tras dudar un momento.