Juegos de ingenio - John Katzenbach (Parte 3)



Martin no respondió, y de pronto la navaja le presionó la gar­ganta con un poco más de fuerza. Él notó que una gota de sangre le resbalaba por el cuello hasta mancharle el cuello de la camisa.
—No lo entiende, ¿verdad, inspector? Nunca lo ha entendido.
—¿Entender qué?
—Matar es una cosa. Mucha gente lo hace. Es una constante en la vida actual. Incluso el hecho de matar con total impunidad, liber­tad y regularidad. No es difícil cometer un asesinato sin sufrir las consecuencias. Ni siquiera es algo que llame mucho la atención, ¿no es cierto?
—Sí. Su hijo me comentó algo muy parecido.
—¿En serio? Chico listo. Pero, inspector, póngase en mi lugar. No debería costarle mucho, después de todo, es lo que hacen los policías, ¿no? Regla número uno: aprender a pensar como un ase­sino. Reproducir esas pautas mentales. Prever esos arranques de emoción. Asimilar los propios pensamientos a los de él. Si uno con­sigue entender lo que impulsa al asesino a matar, debería poder en­contrarlo, ¿verdad? ¿No es eso lo que se enseña? ¿No lo dicen en todos los cursos? ¿No es una lección transmitida por todos los ins­pectores viejos, en edad de jubilarse, a todos los recién llegados pro­metedores que ascienden desde los rangos inferiores?
—Sí.
—¿Y nunca se le ha ocurrido que a la inversa funciona igual de bien? Lo único que tiene que hacer a su vez un asesino realmente competente y eficiente es aprender a pensar como un policía. ¿No lo había pensado, inspector?
—No.
—No pasa nada. No es usted el único con esta ceguera. Pero a mí sí que se me ocurrió, hace muchos años. —El hombre de la na­vaja vaciló—. Y tenía usted razón. Por aquel entonces, herví ese pri­mer par de esposas después de quitárselas a aquella joven.
Las manos de Robert Martin se tensaron. La luz del amanecer empezaba a inundar el coche, pero él continuaba sin poder ver la cara del hombre. Sentía el aliento del asesino en el cogote, pero eso era todo.
—¿Se arrepiente de no haberme dado caza un poco más diligen­temente hace veinticinco años?
—Sí. Sabía que era usted, pero no había pruebas para incrimi­narle.
—Y yo sabía que usted sabía que era yo. Desde luego, la dife­rencia entre otras personas como yo y yo es que yo no tengo mie­do. Nunca. Siempre he estado muy lejos del perfil del asesino típi­co, inspector. Soy blanco, culto, inteligente y sé expresarme. Era un profesional del mundo académico. Casado, con una familia estu­penda. Ellos, claro está, eran la pieza clave. El camuflaje perfecto. Me daban un cariz de normalidad. La gente es proclive a creerse cualquier cosa sobre un soltero... incluso la verdad. Pero ¿un hom­bre con una familia aparentemente cariñosa y bien avenida? Ah, un hombre así puede salirse con la suya haga lo que haga. Aunque co­meta una docena de asesinatos. —Tosió una vez—. Y, por supues­to, yo lo hice.
El asesino se quedó callado de nuevo. Martin cayó en la cuenta de que el hombre lo estaba pasando bien. La ironía de la situación casi lo hizo sonreír. El padre de Jeffrey era como cualquier otro pro­fesor de universidad: enamorado, cautivado por el campo en que se ha especializado. Si de él dependiera, no hablaría de otra cosa. El problema, claro está, estribaba en que su especialidad era la muerte.
De pronto, las palabras del asesino se tiñeron de amargura. Martin percibió la ira que hacía vibrar el aire viciado justo detrás de su oreja derecha.
—Maldita sea esa arpía. Ojalá arda para siempre en el infierno. Cuando me los robó, me robó mi tapadera. ¡Robó lo que yo había creado! ¡Me robó la perfección que había en mi vida! Es la única vez que he tenido miedo, ¿sabe? Cuando tuve que explicarle a usted por qué se fueron. Durante unos minutos, temí que usted se oliese la verdad. Pero no lo hizo. No era lo bastante inteligente.
De repente el inspector tuvo frío. Se estremeció sin querer.
—Debería haberlo sido —respondió—. Lo sabía. Simplemente no actué en consecuencia.
—Atado de pies y manos por el sistema, ¿no, inspector? Las leyes, las normas, las convenciones sociales, ¿no es cierto?
—Sí.
—Pero aquí la cosa no funciona exactamente igual, ¿verdad? —No.
—Y ésa es la razón de ser de este nuevo estado, ¿no?
—Sí.
—Y mi razón de ser también.
—No le sigo.
—Déjeme explicarle, inspector. En realidad no es tan complica­do. El mundo está repleto de asesinos. Asesinos de todas las formas, tamaños y estilos. Hay quienes matan por la emoción de hacerlo, quienes matan por motivos sexuales, quienes matan por dinero o por toda clase de razones. La muerte actúa a diario, no, cada hora... no, minuto a minuto. Segundo a segundo. La muerte violenta es algo común y corriente, habitual. Ya no nos escandalizamos, ¿ver­dad? ¿Depravación? Vaya cosa. ¿Sadismo? Nada nuevo. De hecho, utilizamos la violencia y la muerte como entretenimiento. Nos ex­cita. Está presente en nuestro cine, nuestra literatura, nuestro arte, nuestra historia, nuestras almas... Es —dijo el asesino, tomando aire— nuestra auténtica aportación al mundo.
Martin se retorció ligeramente en su asiento. Se preguntó si en algún momento del sermón tendría la oportunidad de agacharse para coger la pistola de refuerzo. Sin embargo, casi como respues­ta a esto, la navaja de afeitar se apretó una vez más contra su gargan­ta, y el asesino se inclinó hacia delante, de modo que sus palabras sonaron cálidas contra su cuello.
—Verá, agente Martin, cuando me vaya al infierno, quiero que sea entre aplausos y aclamaciones. Quiero que una guardia de ho­nor integrada por asesinos, por todos los destripadores, carniceros y maníacos, se ponga firmes en señal de respeto. Quiero ganarme un lugar en la historia, junto a ellos... ¡Me niego —susurró el asesi­no con frialdad— a ser olvidado!
—¿Y cómo pretende impedirlo? —inquirió Martin.
El asesino soltó un resoplido.
—Este estado —respondió despacio—. Este territorio que aspi­ra a convertirse en el estado número cincuenta y uno de la Unión más poderosa que ha conocido la historia. ¿Qué es? Una ubicación geográfica, pero sus fronteras reales son filosóficas, ¿no?
»La prueba de esa afirmación, inspector, está aquí mismo. So­mos nosotros. Usted y yo y los seguros de las puertas desafortuna­damente abiertos que me han permitido colarme aquí detrás para esperarle. ¿Está usted de acuerdo conmigo?
—Sí.
—Bien, inspector, dígame una cosa. ¿Quién figurará en los li­bros de historia, la pandilla de políticos y empresarios que concibie­ron este mundo anacrónico, este lugar que pretende asegurar nues­tro futuro invocando al pasado o... —Martin casi podía ver la sonrisa del hombre— el hombre que lo destruya?
Martin barbotó una objeción:
—No lo conseguirá —dijo. Le pareció que sus palabras daban pena.
—Oh, sí, claro que lo conseguiré, inspector. Porque el concepto de seguridad personal es muy frágil. De hecho, ya lo habría conse­guido, de no ser porque sus esfuerzos por encubrir el alcance de mis actos han sido extraordinariamente exhaustivos... y también un poco ridículos. O sea, ¿perros salvajes? Venga ya. Por otro lado, gracias a eso se me ocurrió otra manera de participar en este juego. Para lo que requería, claro está, la presencia de mi hijo. Mi hijo casi famoso. Mi hijo conocido y respetado. Por lo que respecta a nues­tra batalla personal, con el destino político de este estado en juego, ¿de verdad cree que los medios de comunicación de los otros cin­cuenta estados pasarían por alto esta noticia? ¿Acaso no es ésta una lucha que despierta instintos primarios, atávicos, abrumadoramente inherentes a la condición humana? Padre contra hijo. Es por eso por lo que hice que le trajera usted aquí, inspector. —El padre de Jeffrey respiró hondo—. Desde el principio confié en que usted lo encontraría y lo traería hasta mí, inspector. Y, por hacer precisa­mente lo que predije que haría, le estoy agradecido.
Martin sintió que le resultaba imposible respirar. Miró por el parabrisas y vio la mañana que había irrumpido en el mundo ante sus ojos. Todas las piedras, los arbustos, las pequeñas cavidades y hendiduras del suelo que le habían parecido tan traicioneras en la oscuridad y las tinieblas cuando había llegado ahora aparecían níti­das, iluminadas, inofensivas.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó. Acercó todo lo posible la mano a su pierna y el revólver supletorio. Alzó la rodilla ligeramen­te, intentando reducir la distancia entre la mano y el arma. Pensaba alzar a la vez la izquierda para agarrar la navaja. Suponía que se ha­ría un corte, pero si se movía de forma lo bastante repentina y veloz, podría evitar que la herida fuese mortal. Abrió los dedos y tensó los músculos, preparándose para entrar en acción.
—¿Que qué quiero de usted, inspector? Quiero que transmita un mensaje.
Martin vaciló.
—¿Qué?
—Quiero que le lleve un mensaje a mi hijo. Y a mi hija. Y a mi ex esposa. ¿Cree que será capaz, inspector?
Martin no cabía en sí de asombro. Fue como si le quitaran un gran peso de encima. «¡No va a matarme!»
—Quiere que les transmita un mensaje...
—Es usted el único a quien puedo confiarle esta tarea, inspector. ¿Será usted capaz?
      —¿De llevarles un mensaje? Por supuesto.
      —Bien. Excelente. Levante la mano izquierda, inspector. Martin obedeció. El asesino le tendió un sobre grande, blanco, tamaño carta.
—Cójalo. Agárrelo con fuerza.
Martin volvió a hacer lo que le pedían. Asió el sobre con la mano y aguardó más instrucciones. Transcurrió un par de segun­dos, y, a su espalda, en el asiento trasero, sonó el chasquido tan fa­miliar de una bala al introducirse en la recámara de su semiautomática.
      —¿Es éste el mensaje que quiere que les lleve? —preguntó.
      —Es una parte —contestó el asesino—. Hay un segundo ele­mento.



18

                                          La excursión matinal


A Diana la habían despertado los leves ruidos que había hecho su hija antes del alba tras levantarse: el chorro de la ducha, un golpecito de la puerta de la alacena, la puerta de la calle cerrándose con autoridad. Durante unos segundos había contemplado la posibili­dad de levantarse también para despedirse de Susan, pero la somno­lencia le resultaba demasiado seductora, así que había suspirado, se había dado la vuelta para tenderse de costado y se había dormido durante varias horas más. Tuvo sueños felices de su infancia.
La mujer mayor se había instalado en el dormitorio principal de la casa adosada. Después de sacar los pies de la cama, mover los dedos de los pies y desperezarse, se echó una manta sobre los hombros y sa­lió al pequeño balcón caminando con los pies descalzos. Permaneció allí un rato, simplemente respirando el aire de la mañana. Era de un frescor casi cortante, le daba la sensación de estar inspirando el filo de una navaja. El aire estaba en calma, pero el frío penetró en su fino ca­misón y le puso la carne de gallina. El sol de principios de invierno bañaba el paisaje que se extendía ante ella de una claridad y una niti­dez que ella nunca había visto en el húmedo mundo del sur de Flori­da. Le llegaban los aromas de las montañas lejanas, y alzó los ojos hacia los grandes y blancos cúmulos en lo alto, recortados contra el cielo azul, impulsados hacia el este por la corriente de aire, como bus­cando perezosamente alguna cumbre nevada en la que posarse.
La recorrió un escalofrío. «No me costaría nada aclimatarme a este lugar», pensó.
Aspiró el aire a graneles bocanadas como si fuera medicinal y dejó vagar la mirada por el terreno. La casa no era lo bastante eleva­da para tener vistas a la ciudad. En cambio, contempló el matorral del barranco que se abría detrás de la valla de la casa, de color ma­rrón terroso, salpicado del verde de algún que otro arbusto. Se puso a escuchar y percibió las voces y los sonidos rítmicos de las pelotas de tenis golpeadas con más delicadeza que entusiasmo, por lo que dedujo que las mujeres de la urbanización habían salido a las can­chas a hacer algo de ejercicio matinal.
Simplemente respirando aire limpio y escuchando, Diana re­flexionó sobre lo extraño que le parecía que hubiese tan poco ruido. Incluso en los Cayos siempre se oían ruidos; camiones en la carrete­ra 1, las hojas afiladas como espadas de las palmeras que luchaban inútilmente contra la brisa. Había dado por sentado que el resto del mundo era siempre ruidoso. Desde luego, Miami y las otras grandes ciudades estaban siempre saturadas de sonidos. El tráfico, sirenas, disparos, malhumor y frustración que degeneraban en rabia. En el mundo moderno, pensó, el sonido implicaba violencia.
Pero esa mañana no oía más que los sonidos de la normalidad, que ella reconocía como la poderosa visión tras el estado cincuen­ta y uno. Había supuesto que esa normalidad le resultaría aburrida o irritante, pero no era así. Era reconfortante para ella. Si hubiera acompañado a su hija unos días antes en su visita casual a la residen­cia para enfermos terminales, Diana habría descubierto que los si­lencios selectivos de dicho lugar eran muy semejantes a los que per­cibía esa mañana.
Regresó al dormitorio pero dejó la puerta corredera del balcón abierta, invitando al aire fresco a reunirse con ella en el interior. No es algo que hubiese hecho en su propia casa. Se vistió deprisa y bajó a la cocina.
Susan le había dejado bastante café en la cafetera para servirse una taza, cosa que hizo, y después añadió leche y azúcar para con­trarrestar el sabor amargo de la bebida. No tenía hambre, y aunque sabía que debía comer algo, decidió dejarlo para después.
Diana se llevó su taza de café a la sala de estar y reparó en un sobre metido a medias en la ranura para el correo en la puerta de la calle. Esto le extrañó, y se acercó para coger la carta.
     El sobre era de papel blanco, y en él no constaba dirección alguna.
Diana titubeó. Por primera vez esa mañana, recordó por qué estaba allí, en el estado cincuenta y uno. Y, también por primera vez aquel día, recordó que estaría sola, probablemente hasta la tarde.
A continuación, como consideraba que la cautela era compañera de la debilidad, rasgó el sobre para abrirlo.
Dentro había una sola hoja, también de papel blanco. La desple­gó y leyó:

Buenos días, señora Clayton:
Siento no haber podido llevarla yo mismo a visitar otra vez Nueva Washington hoy, pero la tarea que compartimos requiere mi presencia en otro lugar.
Huelga decir que es usted dueña de su tiempo, pero yo le re­comendaría encarecidamente que disfrutara de nuestro aire del Oeste con una caminata corta y rápida. La mejor ruta es la si­guiente:
Salga de su casa, tuerza a la izquierda y avance, manteniendo siempre la piscina y las canchas de tenis a su derecha, hasta el final de la calle. Doble a la derecha por Donner Boulevard. ¿No es cu­rioso el número de calles y plazas que llevan en el Oeste el nombre de esa desafortunada expedición?* Camine en la misma dirección a lo largo de un kilómetro. Comprobará que la calle asfaltada por la que circula termina aproximadamente medio kilómetro más adelante. Sin embargo, a cincuenta metros del final verá un camino de tierra que se aleja hacia la derecha. Tome ese camino.
Continúe andando por el camino de tierra aproximadamen­te un kilómetro más. Es cuesta arriba, pero verá usted recompen­sada su constancia. La vista desde la cima —que está sólo doscien­tos metros más adelante— es única. Y, una vez allí, descubrirá algo que a su hijo Jeffrey le resultará de especial interés.
Atentamente,

Robert Martin,
agente especial del Servicio de Seguridad





* Se refiere a un grupo de pioneros que, al dirigirse hacia el Oeste en la década de 1840, quedaron atrapados a causa de la nieve y se vieron obligados a recurrir al canibalismo. (N. del T.)





La carta estaba escrita a máquina, al igual que la firma.
Diana se quedó mirando las indicaciones y decidió que una ca­minata por la mañana sería agradable y que le vendría bien el ejer­cicio; además, la carta que sujetaba entre las manos, más que una sugerencia o recomendación, se le antojaba una orden.
Sin embargo, no estaba segura de lo que esa orden implicaba. También la desconcertaba la última frase. Intentó imaginar qué avis­taría desde la colina que se alzaba sobre las casas adosadas que pu­diera ser de interés para Jeffrey. No se le ocurrió nada que aclarase esta duda.
Releyó la carta de principio a fin y luego miró el teléfono, pen­sando en ponerse en contacto con el agente Martin para preguntarle a qué se refería exactamente. De nuevo recordó por qué estaba allí, en el estado cincuenta y uno, y recordó también qué otra persona se encontraba allí.
Diana regresó a la cocina y dejó la jarra de la cafetera en el fre­gadero. Sin un momento de vacilación, se acercó al armario donde Susan había ocultado el revólver. Lo sacó de su escondite, lo sope­só en la mano, abrió el tambor para asegurarse de que la pistola es­tuviese totalmente cargada y acto seguido fue en busca de sus zapa­tillas.


Hacía casi dos años que ella no tenía la oportunidad de tocar a su hermano. Su voz, acompañada por la imagen en un videoteléfo­no, había ayudado a restarle importancia a todo ese tiempo hasta el instante en que el pequeño avión de enlace se inclinó de forma pro­nunciada, bajó los flaps y el tren de aterrizaje, y cayó en la cuenta de que él estaría allí, esperándola.
Susan descendía hacia un mundo de recelos.
Deseaba poder recordar qué era exactamente lo que había cau­sado su distanciamiento, pero no le venía a la mente un momento o suceso concretos. No había sido una discusión ni una disputa con gritos, lágrimas o lo que fuera lo que había enfriado las cosas entre ambos. Más bien, reconoció ella, había sido un proceso insidioso, algo que se había erigido despacio, como una pared, con la argamasa de la duda y los ladrillos de la soledad. Cuando ella intentaba analizar sus sentimientos, no encontraba nada firme, salvo la peligrosa creencia de que él la había dejado para que se valiese por sí misma y cuidase sola de su madre.
Mientras el pequeño avión tomaba contacto con la pista, Susan se dijo que lo que sucedería en los siguientes días no tendría nada que ver con la relación entre ella y su hermano, de modo que re­legó sus sentimientos a un rincón aparte en su interior, pensando que allí estarían a buen recaudo y no interferirían en nada hasta después. Para una mujer capaz de apreciar las sutilezas de los rom­pecabezas más complicados, esta conclusión era curiosamente corta de miras.
Jeffrey la esperaba al pie de la escalera. Lo acompañaba un Ranger de Tejas larguirucho que más bien semejaba una caricatura de su profesión. Llevaba gafas de espejo, un sombrero de vaquero de ala ancha y unas botas puntiagudas y labradas con adornos elaborados. Además, el Ranger llevaba un arma automática al hombro, y un ci­garrillo sin encender le sobresalía de la comisura de los labios.
Hermano y hermana se abrazaron tímidamente. Luego, guar­dando las distancias, se miraron el uno al otro por un momento.
—Has cambiado —comentó Susan—. ¿Te han salido canas o es cosa mía?
—No tengo ni una —replicó Jeffrey. Desplegó una sonrisa—. ¿Has adelgazado?
Esta vez le tocó a Susan sonreír.
—Ni un kilo, maldita sea.
—Entonces, ¿has engordado? —preguntó él.
—Ni un kilo, gracias a Dios —contestó Susan.
Jeffrey le soltó los brazos.
—Tenemos que irnos —dijo—. No nos queda mucho tiempo si queremos volver esta tarde.
El Ranger hizo un gesto hacia la salida.
—Las autoridades de este estado me deben algunos favores —explicó Jeffrey en respuesta a una pregunta no formulada—. De ahí que me proporcionen seguridad y un conductor rápido.
Susan se fijó en el arma del hombre.
—Es un Ingram, ¿no? En el cargador caben veintidós cartuchos calibre 45 de alto impacto. Lo vacía en menos de dos segundos, ¿verdad?
—Sí, señora —respondió el Ranger, sorprendido.
—Personalmente prefiero la Uzi —dijo ella.
—Sólo que a veces se encasquillan, señora —señaló él.
—La mía no —repuso ella—. ¿Cómo es que no lleva el cigarri­llo encendido?
—Señora, ¿es que no sabe que fumar es peligroso?
Susan se rio y le propinó a Jeffrey un puñetazo en el hombro.
—El Ranger tiene sentido del humor —dijo—. Venga, vá­monos.
Subieron al vehículo del Ranger y al cabo de unos minutos avanzaban por el terreno polvoriento y llano del sur de Tejas exce­diéndose del límite de velocidad en más de 150 kilómetros por hora.
Por unos instantes, Susan se quedó mirando por la ventanilla, contemplando el mundo que se estiraba hacia atrás, alejándose de ellos, y se volvió hacia su hermano.
—¿Quién es el hombre a quien vamos a ver?
—Se apellida Hart. Logré atribuirle directamente dieciocho ase­sinatos. Con toda probabilidad cometió otros de los que no estoy enterado y que él no se ha molestado en contarle a nadie más. Segu­ramente no se acuerda de todos, de cualquier modo. Yo colaboré en su detención. Se encontraba eviscerando a una víctima cuando lle­gamos. No se tomó demasiado bien la intrusión. Se las arregló para hacerme un tajo como la copa de un pino en la pierna con un cuchi­llo de caza más bien grande antes de desmayarse a causa de su pro­pia hemorragia. Uno de los agentes a los que mató le había pegado dos tiros. Balas de nueve milímetros, de alta velocidad, recubiertas de teflón. Yo habría pensado que bastarían para abatir un rinoce­ronte, pero él no cayó. El caso es que lo atendieron rápidamente en la sala de urgencias y consiguió salvar el pellejo y mudarse al corre­dor de la muerte.
—No le queda mucho, profesor —lo interrumpió el Ranger—. El gobernador va a firmar sentencias de muerte pasado mañana, y en Austin se rumorea que el viejo Hart será el número dos en la lista de éxitos. Al muy cabrón, con perdón, señora, ya no le quedan argucias legales a las que recurrir, de todos modos.
—Tejas, como muchos otros estados, ha acelerado el proceso de apelación de penas de muerte —le informó Jeffrey a su hermana.
—Eso agiliza mucho las cosas —dijo el Ranger, con la voz car­gada de sarcasmo—. No es como en los viejos tiempos en que uno podía pasar diez años o más en una celda, aun cuando hubiese ma­tado a un poli.
—Por otro lado, esa rapidez no es tan conveniente si pillan al hombre equivocado —observó Susan.
—Caray, señora, eso no pasa casi nunca.
—¿Y si pasa?
El Ranger se encogió de hombros y sonrió.
—Nadie es perfecto —dijo.
Susan se dirigió a su hermano, que se divertía con el rumbo que había tomado la conversación.
—¿Por qué crees que ese tipo nos ayudará? —preguntó.
—No estoy seguro de que nos ayude. Hace cerca de un año concedió una entrevista al Dallas Morning News en la que declaró que quería matarme. El periodista me envió una copia del vídeo de la entrevista. Me alegró el día, como ya te imaginarás.
—¿Y como quiere matarte, crees que nos ayudará?
—Sí.
      —Una lógica interesante. —Para él tendrá todo el sentido del mundo.
      —Ya lo veremos. ¿Y qué información esperas obtener de ese hombre?
—El señor Hart posee una característica que creo que comparte con... —Jeffrey titubeó, buscando de nuevo la palabra precisa— nuestro objetivo.
—¿Qué característica es ésa?
—Se construyó un lugar especial. Para sus asesinatos. Y creo que el hombre que buscamos ha hecho lo mismo en otro sitio. Se trata de un fenómeno poco común pero no inédito. En la bibliogra­fía forense sobre asesinatos apenas se habla de esa clase de lugares. Sólo quiero saber qué debo buscar y cómo buscarlo... y ese hombre puede decírnoslo. Tal vez.
—Si él quiere.
—Exacto. Si él quiere.


Diana llevaba un rompevientos ligero para abrigarse del fresco de la mañana, pero pronto descubrió que el sol, al ascender en el cielo, estaba disipando el frío residual de la noche. Apenas se había alejado media manzana de la casa cuando tuvo que quitarse la cha­queta y atársela a la cintura por las mangas. Llevaba a la espalda una mochila pequeña, que contenía su identificación, un analgésico, una botella de agua mineral y el Magnum .357. En la mano llevaba la carta con las indicaciones.
A su derecha divisó a unos niños que jugaban en el parque in­fantil. Se detuvo a mirarlos por unos momentos y luego continuó andando por el camino. Levantaba con los pies pequeñas nubes de polvo marrón claro. A su izquierda, una mujer joven salió de una de las casas adosadas empuñando una raqueta de tenis. Diana calcu­ló que debía de tener la misma edad que su hija. La mujer la vio y la saludó con un gesto de la mano, casi como si la conociera. Un mo­mento de familiaridad entre desconocidas. Diana devolvió el salu­do y siguió caminando.
Al fondo de la calle dobló a la derecha, siguiendo las instrucciones. Vio una sola placa marrón que le indicó que se encontraba, en efecto, en Donner Boulevard. A pocos metros pudo comprobar que las casas alineadas eran las últimas construcciones de la zona, y que el bulevar en el que se hallaba no llevaba a ningún sitio. Además, estaba más des­cuidado que las otras calles. Tenía algunos baches, y la acera por la que circulaba estaba agrietada, desconchada y deformada por los hierbajos que crecían entre bloques de hormigón mal encajados.
Diana prosiguió su excursión a través de la mañana hasta que llegó al sendero de tierra que arrancaba a su derecha. Tal como le informaba la carta, alcanzaba a ver el final de Donner Boulevard. La calle desembocaba en un montón de tierra apilada a paladas contra una elevación del terreno. Había una sola valla con unas luces ama­rillas parpadeantes y un letrero rojo grande que rezaba FINAL DE LA CALZADA, lo cual era una redundancia.
Se detuvo, abrió la botella de agua y tomó un pequeño trago antes de echar a andar por el camino de tierra. Llevó a cabo un bre­ve inventario interior. Le faltaba un poco el aliento, pero no era nada grave. No estaba cansada; de hecho, se sentía fuerte. Una fina capa de sudor le cubría la frente, pero no era nada que indicase que el agotamiento estuviese acechando en algún sitio, a punto de atacar de improviso. El dolor en el vientre había remitido, como para per­mitirle el placer de dar una caminata por la mañana. Diana sonrió y pensó: «Desde luego, le gusta tomarse su tiempo.»
Se volvió en derredor por un momento, disfrutando de la sole­dad y la tranquilidad.
Luego siguió adelante, pisando la tierra suelta y arenosa, y em­prendió lentamente el ascenso por el camino abandonado.


El corredor de la muerte en Tejas, como en casi todos los esta­dos, no era un corredor. El nombre pervivía, pero el emplazamien­to había cambiado. El estado había construido una cárcel con el fin específico de matar a criminales violentos. Se encontraba en una extensión rasa de terreno de una finca ganadera, aislada de ciudades y pueblos, y su única vía de acceso era una carretera de dos carriles de asfalto negro que atravesaba las llanuras. La cárcel misma era un edificio grande y ultramoderno cercado por tres vallas concéntricas de tela metálica y alambre de espino. En cierto modo, la prisión pa­recía una residencia universitaria grande, o un hotel pequeño, salvo porque las ventanas apenas eran más que unas rendijas de sólo quin­ce centímetros de ancho, abiertas en las paredes de hormigón del edificio. Había una zona de gimnasia y una biblioteca, varias salas de visitas de alta seguridad y una docena de filas con veinte celdas cada una. Todas estaban ocupadas y eran contiguas a una cámara central que a primera vista parecía una sala de hospital pero no lo era. Había una camilla con grilletes y una máquina de matar. Cuando llegaba el momento de la ejecución de un reo, lo ataban de pies y manos y le insertaban en una vena del brazo izquierdo una sonda intravenosa que se prolongaba por el suelo hasta una caja en la pared. Dentro había tres recipientes pequeños que se hallaban conectados al tubo. Sólo uno de ellos contenía una sustancia letal. Tres funcionarios del estado, a una señal del celador, pulsaban otros tantos botones, y los tres envases despedían sus fluidos a la vez. Este sistema seguía el mismo principio que los pelotones de fusilamiento en los que se daba a uno de sus in­tegrantes una bala de fogueo. De este modo, nadie sabía de cierto si su interruptor era el que había liberado el veneno.
El agente tóxico también había mejorado. Se había hecho más eficaz. Los reos debían cerrar los ojos y contar hacia atrás desde cien. Por lo general morían antes de llegar al noventa y cinco. De vez en cuando, alguno contaba hasta noventa y cuatro. Nadie había sobrevivido más allá del noventa y dos.



El interior de la prisión era igualmente moderno, lodos los rin­cones estaban vigilados por cámaras de circuito cerrado. El lugar tenía un aire sumamente pulido y antiséptico; era como entrar en un mundo que imitaba el alambre de espino de las vallas: eficiente, re­luciente como el acero y mortal.
Un guardia de la cárcel escoltó a Jeffrey y Susan Clayton a una de las salas de visitas. Había dos sillas en cada extremo de una mesa de metal. Nada más. Todo estaba atornillado al suelo. En un lado de la mesa, atornillada a la superficie, había una anilla de acero.
—Es inteligente ——comentó Jeffrey mientras esperaban—, muy inteligente. Tirando más a excepcional que a normal. Dejó la escuela en octavo curso porque los otros chicos se burlaban de sus genita­les deformes. Durante diez años no hizo otra cosa que leer. Luego, durante otros diez, no hizo otra cosa que matar. No lo subestimes en ningún momento.
Una puerta lateral se abrió con el chasquido electrónico de un cerrojo desactivado, y otro guardia, acompañado por un hombre enjuto y nervudo, con aspecto de hurón, los brazos recubiertos de tatuajes y una mata de pelo blanco que le caía sobre los ojos rojos de albino, entró en la sala. Sin una palabra, el guardia sujetó la cade­na de las esposas del preso a la anilla de la mesa. Acto seguido, se enderezó y dijo:
—Todo suyo, profesor. —Tras saludar con un movimiento de cabeza a Susan Clayton, se marchó.
El reo, que iba vestido con un mono, era delgado, con el pecho hundido y unas manos incongruentemente grandes, como garras, y que le temblaron ligeramente cuando se agachó para encenderse un cigarrillo. Susan advirtió que tenía un ojo caído, mientras que el otro parecía alerta, con la ceja enarcada mientras la observaba.
Mantuvo la vista fija en Susan durante varios segundos. Luego se volvió hacia Jeffrey.
—Hola, profesor. No esperaba volver a verle. ¿ Qué tal la pier­na? —La voz del hombre sonaba curiosamente aguda, casi como la de un niño. A ella le pareció que disimulaba bastante bien la ira.
—Se me curó enseguida. No llegaste a tocar la arteria. Ni los ligamentos.
—Es lo que me contaron. Lástima. Tenía prisa. Habría necesi­tado un poco más de tiempo. —El hombre sonrió de un modo ex­traño, torciendo el borde de la boca hacia arriba como si tuviera un tic, y devolvió su atención a Susan—. ¿Y tú quién eres?
—Mi ayudante —respondió Jeffrey rápidamente.
El asesino se quedó callado unos instantes al detectar la menti­ra en lo precipitado de la respuesta.
—No lo creo, Jeffrey. Tiene sus ojos. Una mirada fría. Un poco como la mía, de hecho. Me da escalofríos y ganas de acurrucarme por el miedo. También tiene algo de su barbilla, pero el mentón sólo denota obstinación y perseverancia, a diferencia de los ojos, que dejan al descubierto su alma. Oh, percibo una semejanza muy cla­ra. A cualquiera con unas mínimas dotes de observación le resulta­ría evidente. Y las mías, como sin duda ya sabe, profesor, son signi­ficativamente más agudas.
—Es mi hermana Susan.
El asesino sonrió.
—Hola, Susan. Soy David Hart. No nos dejan dar la mano, eso sería infringir las normas, pero puedes llamarme David. Tu herma­no, por otro lado, ese sucio cerdo mentiroso, debe llamarme señor Hart.
—Hola, David —dijo Susan con tranquilidad.
—Mucho gusto, Susan —respondió el asesino, pronunciando su nombre con un tono cantarín que resonó en la sala—. Susan, Susie, Susie—Q. Qué nombre tan bonito. Dime, Susan, ¿eres una puta?
—Perdona, ¿cómo dices?
—Bueno, ya sabes —continuó el asesino, alzando la voz con cada palabra—, una prostituta, una mujer de la vida, o del partido. Una ramera, una buscona, una damisela, una furcia. Ya sabes a qué me refiero: una mujer que cobra por chuparles la pureza a los hom­bres, para arrebatarles la esencia. Una asquerosa basura portadora de enfermedades, infecciosa y repugnante. Un parásito. Una cuca­racha. Dime, Susan, ¿es eso lo que eres?
—No.
—Entonces, ¿qué eres?
—Invento juegos.
—¿Qué clase de juegos?
—Juegos de palabras. Acertijos. Anagramas. Crucigramas. El asesino meditó por un momento.
—Qué interesante —dictaminó—. ¿Así que no eres una puta?
—No.
—Me gustaba matar putas, ¿sabes? Abrirlas en canal desde... —Hizo una pausa y sonrió—. Pero seguro que tu hermano ya te lo habrá contado.
—Sí.
La ceja de David Hart se arqueó de nuevo, y su rostro se defor­mó con su sonrisa característica y torcida.
—Él es una puta, y me gustaría abrirlo en canal también. Eso me produciría una gran satisfacción. —El asesino se interrumpió, tosió una vez y añadió—: Ah, qué diablos, Susie. Seguramente también me gustaría rebanarte desde la entrepierna hasta la barbilla. No tiene sentido que intente disimularlo. Rajarte sería un placer. Un gustazo. Cargarme aquí a tu hermano, bueno, sería más como un asunto de trabajo. Una obligación. Un ajuste de cuentas. —Se volvió hacia Jef­frey—. Y bien, profesor, ¿qué hace usted por aquí?
—Quiero su ayuda. Ambos la queremos.
El asesino negó con la cabeza.
—Que le den por el culo, profesor. Fin de la entrevista. Se aca­bó la charla.
Hart se levantó unos centímetros de su asiento, gesticulando con la mano esposada hacia un espejo en una pared. Obviamente se trataba de un espejo unidireccional, y al otro lado habría funciona­rios de prisiones observando la entrevista.
Jeffrey no se movió.
—Hace no mucho declaró a un periodista que quería matarme porque yo era quien le había localizado. Le dijo que, de no haber sido por mí, no quedaría una sola prostituta en la ciudad. Y, gracias a mí, hay decenas de ellas ejerciendo su oficio impunemente, de modo que su obra quedó inconclusa... Y por eso, por haberme in­terpuesto entre usted y sus deseos, yo merecía morir. —Jeffrey hizo una pausa, estudiando el efecto que sus palabras producían sobre el asesino—. Pues bien, señor Hart, tiene una ocasión de hacerlo, la única que tendrá.
El asesino se quedó inmóvil, medio inclinado sobre el asiento, por un instante.
—¿Mi oportunidad de matarle? —Extendió los brazos y sacu­dió las cadenas—. Una idea maravillosa. Pero dígame, profesor, ¿por qué lo dice?
—Porque ésta es una oportunidad.
El asesino guardó silencio. Sonrió. Se sentó.
—Le escucharé —dijo—, durante unos segundos. Por deferen­cia hacia su preciosa hermana. ¿Seguro que no eres una puta, Susan?
Como ella no contestó, Hart sonrió de nuevo y se encogió de hombros.
—De acuerdo, profesor. Dígame cómo puedo matarle ayudán­dole.
—Muy sencillo, señor Hart. Si, gracias a su ayuda, consigo en­contrar al hombre que busco, él querrá hacerme lo mismo que quie­re hacerme usted, señor Hart. Es tan inteligente como usted y exac­tamente igual de mortífero. El riesgo es que yo lo neutralice antes de que él me neutralice a mí. Ambas cosas son posibles. Pero ahí tiene su oportunidad, señor Hart. Es la mejor que se le presentará en el poco tiempo que le queda. O lo toma o lo deja.
El asesino se meció adelante y atrás en la silla de metal, pen­sando.
—Una propuesta insólita, profesor. Me resulta de lo más in­trigante. —Contempló la punta de su cigarrillo—. Muy astuto. Yo puedo ayudarle, y de ese modo exponerle a un peligro. Acer­carle un poco más a la llama, ¿no? El reto para mí, si me permi­te el atrevimiento, es proporcionarle la información justa para que usted tenga éxito y fracase a la vez. —Hart respiró hondo, reso­llando. Sonrió una vez más—. De acuerdo. La entrevista conti­núa. Tal vez. ¿Qué conocimientos poseo yo que usted quiera ave­riguar?
—Usted cometió todos sus crímenes en un solo emplazamiento. Creo que el hombre que busco hace lo mismo. Queremos informa­ción sobre el lugar de los asesinatos. Cómo lo eligió. Qué caracterís­ticas de él son importantes. Cuáles son los elementos imprescindibles, los rasgos esenciales. Y por qué necesitaba un único lugar. Eso es lo que necesitamos saber.
El asesino reflexionó sobre ello.
—¿Cree que, si le explico por qué creé un lugar especial para mí, usted podrá extrapolar esa información a un plan para encontrar el escondrijo de su hombre?
—Correcto.
Hart asintió con la cabeza.
—De modo que para encontrar a ese hombre quiere que este preso le abra su corazón. —Soltó una risita—. Es un juego de pala­bras, Susan, inventora de pasatiempos, ¿o no?


Cuando Diana Clayton hubo avanzado sólo cincuenta metros, tropezó pero consiguió recuperar el equilibrio antes de caer de bru­ces sobre la tierra y las piedrecillas del camino. Se detuvo, ligera­mente sofocada, y arrastró los pies por la terrosa superficie del mundo que se extendía debajo de ella, manchándose la punta de las zapatillas de un color polvoriento, gris parduzco. Respiró hondo un par de veces, luego volvió la mirada hacia el ancho cielo sobre su cabeza, como escrutando la bóveda azul en busca de la respuesta a una pregunta que no había planteado aún. El resplandor del sol le emborronaba la visión, y notó que la capa de sudor en su frente era ahora el doble de gruesa. Se enjugó la humedad y la vio relucir por unos instantes en el dorso de su mano.
Se recordó a sí misma que era vieja. Que estaba enferma.
Luego se preguntó por qué seguía adelante. Si su objetivo era hacer ejercicio, ya lo había cumplido. Una parte de ella le decía que dar media vuelta y olvidarse de la vista, aunque fuera tan espectacu­lar como el agente Martin recalcaba en su mensaje, era una opción más que razonable.
Y entonces, casi con la misma rapidez, otra parte de ella se negó.
Se llevó la mano al bolsillo para buscar la carta plegada, como si su cansancio pudiera contrarrestarse al releerla, pero cambió de idea. La pistola que llevaba en la mochila pesaba mucho más de lo que esperaba, y se preguntó por qué la había traído consigo. Estu­vo a punto de dejarla sobre alguna roca y recogerla en el camino de vuelta, pero decidió no hacerlo.
Diana no sabía exactamente qué la impulsaba a alcanzar el destino sobre el que el agente Martin le había escrito. Tampoco sabía qué era aquello tan importante que según él debía ver. Pero reconoció cierta terquedad y determinación que afloraban en su interior y pensó que eso no tenía nada de malo, de modo que reanudó la marcha, tras darse el gusto de tomar otro trago de agua tibia embotellada.
Se dijo que el mundo del estado cincuenta y uno era nuevo, y que ella no permitiría que la frustración, el agotamiento, la enferme­dad o la pusilanimidad la vencieran en su primer día entero en ese mundo.
Le costaba caminar sobre la arena suelta, y profirió una larga y sonora retahíla de maldiciones, llenando el aire transparente que la rodeaba de obscenidades que la ayudaban a mantener el ritmo.
—Puta tierra —espetó—. Malditas piedras. Asqueroso camino de mierda.
Sonrió mientras avanzaba trabajosamente, siempre ascendiendo. Diana Clayton empleaba rara vez estas palabras, de modo que de­jarlas escapar de sus labios era para ella como hacer algo exótico, algo prohibido. Tropezó de nuevo, aunque de forma más leve que antes.
—¡Hostia puta! —Se rio para sus adentros. Alargaba cada pala­bra, dando un paso adelante con cada sílaba de cada imprecación.
El camino torcía a la izquierda y bajaba de pronto, perdiéndo­se de vista como un niño travieso.
—Ya no debe de faltar mucho —dijo en alto—. El dijo un kiló­metro. Ya no puede quedar lejos.
Continuó andando por el sendero, e intuyó que ya se encontra­ba muy por encima de la tranquila calle residencial de la que había salido. Por un instante se acordó de su casa en los Cayos y pensó que no era tan distinto aquel lugar, donde una urbanización chaba­cana y pintada de rosa construida al borde de la carretera con cen­tros comerciales y tiendas de camisetas de repente cedía el paso al mar, que imponía su presencia y le recordaba que la naturaleza sal­vaje, pese a los esfuerzos apresurados y decididos del hombre por evitarlo, se hallaba a sólo unos segundos de distancia. Aquí ocurría algo similar. Infundía en ella una sensación de soledad que la recon­fortaba. Le gustaba estar sola, y creía que ésta era una de las pocas cualidades realmente efectivas que le había transmitido a su hija.
Inspiró profundamente y cantó unos compases de una vieja canción.
—Marchamos hacia Pretoria, Pretoria...
El sonido de su voz, rasgada por el cansancio, pero aun así más o menos afinada, repercutía ligeramente entre las rocas, que lo lan­zaban al aire muy por encima de su cabeza.
—Cuando Johnny vuelva marchando a casa, hurra, hurra. Cuando Johnny vuelva marchando a casa, hurra, hurra. Cuando



Johnny vuelva marchando a casa, lo recibiremos con gritos de ale­gría y celebraremos cuando Johnny vuelva a casa... —Avivó el paso y comenzó a balancear los brazos—. Despegamos, hacia el inmen­so e inexplorado azul. Subimos muy alto, por el cielo... —Echó la cabeza hacia atrás y se puso derecha—. ¡De frente, marchen! —bra­mó—. Marcando el paso: uno—dos—tres—cuatro. Uno—dos. Tres—cua­tro... —Al llegar al final de la curva, se detuvo—. Uno—dos... —su­surró.
El coche estaba aparcado a un lado del camino, unos cincuenta metros más adelante.
Era un sedán oficial blanco, de cuatro puertas, el mismo en que el agente Martin había ido a recogerlas a Susan y a ella al aeropuer­to. Ella vio la pegatina roja que le daba acceso ilimitado.
¿Por qué había conducido por ese sendero para encontrarse con ella? Se quedó de pie donde estaba, mientras las preguntas se le agolpaban en la cabeza. Luego, al darse cuenta de que no averigua­ría las respuestas sin acercarse, las dudas fueron reemplazadas por el miedo.
Despacio, introdujo la mano en la mochila y sacó la pistola.
Quitó el seguro con el pulgar.
Después, tras mirar en torno a sí y reconocer lo mejor que pudo el terreno desde donde se encontraba, aguzando el oído para com­probar si había alguien más allí, pero sin oír otra cosa que sus pro­pios y roncos jadeos, retrocedió muy lentamente y con mucho cui­dado, como si de pronto estuviera caminando en un reborde muy estrecho y resbaladizo junto a un precipicio.


—De acuerdo —dijo Hart—, primero hábleme un poco del hombre a quien busca. ¿Qué sabe de él?
—Es mayor que usted —respondió Jeffrey—, es sexagenario y lleva muchos años haciendo esto.
El asesino asintió con la cabeza.
—Ya de entrada esto resulta interesante.
Susan alzó la vista. Estaba tomando apuntes, intentando trans­cribir no sólo las palabras del asesino, sino también las inflexiones y el énfasis en su voz, pues pensaba que quizás eso acabaría por re­sultar más revelador. Una cámara de vídeo instalada en una de las paredes estaba grabando la sesión, pero ella no confiaba en que la tecnología captase lo que ella podía oír, sentada a sólo unos metros del hombre.
—¿Por qué te parece interesante? —preguntó.
Hart le dedicó una de sus sonrisas torcidas.
—Tu hermano lo sabe. Sabe que el perfil medio del asesino en serie, el que los científicos como él llevan décadas retocando, se aleja bastante de los hombres mayores. Encajamos mejor los jóvenes, como yo. Somos fuertes, con espíritu de entrega. Hombres de ac­ción. Los mayores tienden a ser más contemplativos, Susan. Prefie­ren pensar en matar. Fantasear sobre el asesinato. No tienen tanta energía para hacerlo en la vida real. Así que, desde el principio, el hombre a quien buscáis debe de estar impulsado por fuerzas pode­rosas, deseos profundos. Porque, de lo contrario, probablemente ya estaría retirado de la circulación desde hace diez años, quizá quin­ce. Lo habría capturado y aniquilado el asesino en serie más grande de todos... —Hart lanzó una mirada rápida al espejo unidireccio­nal—, o tal vez se habría suicidado, o simplemente se habría cansa­do y optado por jubilarse. Permanecer activo mientras otros hom­bres cobran su pensión, ah, eso sólo lo haría un hombre con recursos. —El asesino extendió las manos esposadas y sacó otro cigarrillo del paquete que tenía ante sí, sobre la mesa—. Pero eso ya lo sabe, profesor... —Hart se inclinó hacia delante, se puso el ciga­rrillo entre los labios y encendió una cerilla—. Un vicio asqueroso —comentó—. Me gustan los vicios asquerosos.
Jeffrey habló con voz fría y clara. Tenía la distante sensación de estar en un zoológico, contemplando a través de un cristal los ojos de una mamba negra africana. Encontrarse tan cerca de un ser tan letal le infundía una extraña paz interior.
—Sus víctimas han sido jóvenes.
—Frescas —dijo el asesino.
—Secuestradas sin testigos...
—Un hombre muy cuidadoso y con un gran control de la situa­ción.
—Fueron encontradas en sitios aislados, pero no ocultos. Colo­cadas de forma especial.
—Ah, un hombre con un mensaje. Quiere que su obra esté a la vista.
—Sin dejar la menor pista sobre los escenarios de los crímenes.
El asesino resopló.
—Claro que no. Es un juego, ¿verdad, Susan? La muerte siem­pre es un juego. Si estamos enfermos, ¿no nos medicamos para ven­cer a la Parca? ¿Acaso no instalamos airbags en nuestros coches y nos ponemos el cinturón de seguridad, intentando prever cómo ella puede acercarse sigilosamente y pillarnos desprevenidos?
Susan asintió.
—Yo soy la muerte —aseveró Hart en voz baja—. Vuestra presa es la muerte. Jugad a ese juego. Por eso te ha traído aquí tu herma­no, supongo. Debes presenciar el juego, y tomar parte en él. —El asesino devolvió su atención a Jeffrey—. Consiguió usted atrapar­me de manera muy astuta. Me quito el sombrero, profesor. Yo ya me esperaba operaciones de vigilancia, señuelos, toda clase de tram­pas de las que suele tender la policía. Jamás se me ocurrió que simplemente utilizarían a esas mujeres con localizadores ocultos como carnaza. Fue un toque de genialidad, profesor. Y tan cruel... vaya, casi tan cruel como yo. No podía usted suponer que la primera ac­tivase el dispositivo de forma tan eficaz. Tal vez ni siquiera la terce­ra. Ni la quinta. Esto siempre me ha intrigado, profesor. ¿ Cuántas mujeres exactamente estaba usted dispuesto a sacrificar antes de acudir a detenerme?
Jeffrey titubeó y al final respondió:
—Las que hiciera falta.
El asesino sonrió de oreja a oreja.
—¿Cien?
—En caso necesario.
—No le dejé otra alternativa, ¿verdad?
—Ninguna que yo pudiera determinar.
David Hart soltó otra risita.
—Disfrutaba usted matándolas tanto como yo, ¿no, profesor?
—No.
Hart sacudió la cabeza.
—De acuerdo, profesor. Claro que no.
Se impuso un breve silencio en la sala. Susan tenía ganas de mi­rar a su hermano, de intentar adivinar qué le pasaba por la cabeza exactamente, pero no quería apartar la mirada del asesino que tenía delante, pues temía que de alguna manera el torrente de palabras se agrietara y se partiera, como una roca expuesta a un calor excesivo. «Nos dirá lo que queremos saber», pensó.
El asesino irguió el cuello.
—Verá, en primer lugar, tiene que haber un vehículo.
—¿De qué tipo? —inquirió Susan.
—Un vehículo de carga. Debe ser lo bastante grande para trans­portar a la víctima, y de aspecto común y corriente para pasar inad­vertido. Debe ser fiable, para poder llegar hasta esos lugares dejados de la mano de Dios. ¿Con tracción a las cuatro ruedas?
—Sí, es muy probable —contestó Jeffrey.
—Debe estar acondicionado para usos especiales, con ventani­llas de vidrio ahumado.
Jeffrey movió afirmativamente la cabeza. No era un camión, pensó, porque llamaría la atención en una zona residencial de las afueras. Tampoco un elegante cuatro por cuatro familiar, porque tendría que apretujar el cadáver en el asiento trasero, o levantarlo bastante alto para meterlo en el maletero. ¿Qué se adaptaba me­jor a sus necesidades? Sabía la respuesta a su propia pregunta interior. Había varios tipos de minifurgonetas fabricadas con tracción integral. Eran automóviles ideales para vivir en los barrios periféricos, muy habituales en comunidades donde los padres so­lían llevar a equipos de niños a partidos de béisbol de la liga in­fantil.
     —Continúe —lo animó Jeffrey.
     —¿Encontró la policía huellas de neumáticos?
     —Se identificaron varios, pero no dos o más que coincidieran entre sí.
—Ah, eso me dice algo.
—¿Qué?
—¿No se le ha ocurrido, profesor, que tal vez el hombre cambia los neumáticos de su vehículo con cada aventura, porque sabe que el dibujo de la superficie se puede rastrear?
—Sí, se me ha ocurrido.
El asesino sonrió.
     —Ése es el primer problema. El transporte. El siguiente es el aislamiento. ¿Su presa es un hombre rico?
     —Sí.
     —Ah, eso ayuda. Enormemente. —Hart se volvió una vez más hacia Susan—. Yo no contaba con el lujo de sumas ilimitadas de dinero, así que me vi obligado a elegir un sitio abandonado.
—Hábleme de esa elección —pidió Jeffrey.
—Hay que andarse con cuidado, tener la seguridad de que na­die lo verá ni lo oirá. De que uno pasará desapercibido. De que sus idas y venidas no atraerán la atención de nadie. Hay muchos requi­sitos. Me pasé varias semanas buscando antes de encontrar el lugar ideal.
—¿Y luego?
—Un hombre cauteloso conoce bien su territorio. Medí y memoricé. Estudié cada centímetro del almacén antes de llevar ahí mi... esto... mi equipo.
—¿Y la seguridad?
—El sitio debe ser seguro por sí mismo, pero yo instalé varias trampas y sistemas de alarma caseros... un alambre a la altura de los tobillos aquí y allá, latas con clavos, ese tipo de cosas. Por supues­to, yo sabía cómo evitarlas. Pero un profesor torpón y dos agentes que tropezaban a cada paso armaron un alboroto tremendo cuando entraron. Ese ruido les costó muy caro, Susan.
—Eso tenía entendido.
Hart soltó otra carcajada.
—Me caes bien, Susan. ¿Sabes? Que tenga ganas de abrirte en canal no significa que quiera dejarle ese placer único y delicioso a otro. Bien, Susan, he aquí una pequeña advertencia de tu admirador. Cuando encontréis a vuestro hombre, no hagas ruido. No hagas el menor ruido, y sé muy cautelosa. Y da por sentado siempre, siem­pre, Susie-Q, que estará esperándote en la sombra más próxima. —El asesino bajó la voz ligeramente, de modo que su timbre infantil y chillón dio paso a una frialdad que la sorprendió—. Y tu hermano podrá decirte, por experiencia, que no debes dudar. Ni por un se­gundo. Si se te presenta una oportunidad, aprovéchala, Susan, por­que nosotros somos muy rápidos cuando llega el momento de ma­tar. Te acordarás de lo que te he dicho, ¿verdad?
—Sí —contestó ella, y la voz se le quebró casi imperceptible­mente.
Hart asintió.
—Bien. Ahora te he dado una pequeña posibilidad de sobrevi­vir. —Se volvió de nuevo hacia Jeffrey—. Pero usted, profesor, aun­que ya sabe estas cosas, confío en que vacile y eso le cueste la vida. Usted también está interesado en ver. Eso es lo que le mueve, ¿ver­dad? Quiere mirar, contemplar cómo se desarrollan los aconteci­mientos, en toda su gloria y excepcionalidad. Es usted un hombre de observación, no de acción, y cuando llegue el momento, quedará atrapado en su propia vacilación y eso le acarreará la muerte. Reser­varé un sitio en el infierno para usted, profesor.
—Yo le capturé.
—Ah, no, profesor. Usted me encontró. Y de no ser por los dos disparos del agente moribundo y la desafortunada pérdida de san­gre que experimenté, no le habría hecho la herida en el muslo, sino en otra parte. —El asesino se señaló el pecho, describiendo una lar­ga línea en el aire con su dedo índice, semejante a una garra.
Jeffrey se percató de que había bajado la mano sin darse cuenta hacia el punto de la pierna en que Hart le había clavado el cuchillo.
Recordó que se había quedado helado, incapaz de moverse de donde estaba, mientras el asesino perdía el conocimiento a sus pies, después de lanzar un solo golpe con el cuchillo de caza, que le ha­bía hecho un corte profundo.
A Jeffrey le vinieron ganas de levantarse y marcharse en ese momento. Se puso a inventar una excusa que darle a su hermana. Pero en ese mismo instante tomó conciencia de que no había averi­guado aún lo que necesitaba saber. Pensó que quizá tenía esos cono­cimientos al alcance de la mano, de modo que se removió incómodo en su asiento. Le hizo falta una gran fuerza de voluntad para no ponerse en pie y huir de la pequeña sala.
El asesino no había reparado en la respiración agitada de Jeffrey, pero Susan sí, aunque no se volvió hacia su hermano, pues sabía que entonces Hart se fijaría en él.
—Bueno —barbotó en cambio—, así que necesitaba seguridad y aislamiento.
Hart la escrutó.
—Privacidad, Susan. Privacidad absoluta. —Sonrió—. Tienes que poder concentrarte, sin el menor riesgo de que surja una dis­tracción, por leve que sea. Debes polarizar toda tu atención, todas tus energías en ese único lugar. ¿No es cierto, profesor?
—Sí.
      —Verás, Susan, el momento que buscas es especial, único, arro­llador. Funde todo tu ser en un momento glorioso. Os pertenece a ti y a ella y a nadie más. Pero, al mismo tiempo, sabes que, como todas las grandes conquistas que se han llevado a cabo en la larga y tediosa historia del mundo, ésta no está exenta de peligros: fluidos, huellas digitales, fibras capilares, muestras de ADN... todos esos detalles que las autoridades recogen de forma tan prosaica y com­petente. Así que el lugar que elijas debe facilitarte el control de to­dos estos detalles. Pero, al mismo tiempo, no puedes hacer de la aventura algo, eh... antiséptico. Eso le quitaría toda la emoción. —Hart hizo una nueva pausa, enarcando una sola ceja—. ¿Entien­des todo esto, Susan? ¿Comprendes lo que te digo?
      —Empiezo a entenderlo.
      —Bailas al son de tus propias melodías —dijo el asesino. Susan asintió con la cabeza, pero Jeffrey se puso muy tieso en su silla.
—Repita eso —dijo.
Hart se volvió hacia él.
—¿Qué?
Pero Jeffrey agitó la mano como para quitarle importancia.
—No, no pasa nada. —Se levantó, haciendo un gesto hacia el espejo unidireccional—. Hemos terminado. Gracias, señor Hart.
—Yo no he terminado —replicó Hart despacio—. Terminare­mos cuando yo lo diga.
—No —dijo Jeffrey—. Ya he averiguado lo que necesitaba. Fin de la entrevista.
El asesino lo miró con ojos desorbitados por un instante, y Su­san por poco reculó ante la fuerza de ese odio repentino. Las espo­sas traquetearon contra su sujeción metálica. Dos fornidos guardias de la cárcel entraron en la sala. Ambos echaron un solo vistazo al hombre retorcido que estaba sentado a la mesa, rojo de rabia, y uno de ellos se dirigió a un pequeño intercomunicador instalado en la pared para pedir con toda naturalidad un «equipo especial de escol­ta». A continuación, se volvió hacia los Clayton.
—Por lo visto se ha alterado —les dijo—. Sería conveniente que salieran ustedes dos primero.
Susan vio que al asesino se le hinchaba una vena en la frente. Se había doblado hacia delante, pero tenía los músculos del cuello rí­gidos a causa de la tensión.
     —¿Qué he dicho, profesor? —preguntó Hart—. Me he esforza­do por no hablar de más.
     —Me ha dado una idea.
—¿Una idea? Profesor —dijo Hart, apenas alzando la cabeza—, le veré en el infierno.
Jeffrey posó la mano en la espalda de su hermana para empujar­la suavemente hacia la puerta. Vio a una unidad de media docena de guardias de prisiones acercarse por un pasillo contiguo, armados con porras y protegidos con casco, visera y chaleco antibalas. Las punteras metálicas de sus botas repiqueteaban contra el suelo de li­nóleo pulido.
—Tal vez —contestó Jeffrey, deteniéndose a la salida—, pero usted llegará allí antes que yo.
Hart soltó otra risita, esta vez desprovista de humor. Susan su­puso que era el mismo sonido que unas cuantas jóvenes habían oído en sus últimos momentos en este mundo.
—Yo no contaría con ello —repuso—. Me parece que corre usted que se las pela hacia allí. Rápido, profesor. Dese prisa.
Los guardias de la cárcel entraron, abriéndose paso entre ellos.
—Larguémonos de aquí —dijo Jeffrey, asiendo a Susan del codo y guiándola por el pasillo.
A su espalda, oyeron un estridente bramido de rabia, y varias voces muy altas. Una sarta de obscenidades proferidas a grito lim­pio atravesó el aire. Se oyeron unos pies que se arrastraban y el cho­que repentino y violento de cuerpos.
Llegó hasta sus oídos otro alarido, de furia y a la vez de dolor.
—Lo han rociado con spray lacrimógeno —dijo Jeffrey.
El sonido cesó súbitamente mientras salían por una puerta late­ral electrónica. El Ranger de Tejas larguirucho que los había lleva­do hasta allí estaba esperándolos, sacudiendo la cabeza.
—Vaya, ese pobre tipo está fatal —comentó el Ranger—. He estado mirando por la ventana de observación, señorita. Me ha pa­recido que mantenía usted la sangre fría en un par de momentos peliagudos. Si alguna vez quiere dejar su trabajo y unirse a los Rangers de Tejas, cuenta con mi voto, no lo dude.
—Gracias —dijo Susan. Respiró hondo y de pronto se puso rí­gida. Se volvió hacia su hermano—. Tú lo sabías, ¿verdad?
—¿Sabía qué?
—Sabías que él se negaría a verte, salvo para escupirte en la cara, tal vez. Pero también sabías que no resistiría la tentación de jactarse ante mí. Por eso querías que te acompañara, ¿verdad? Mi presencia le soltaría la lengua. —La voz le temblaba ligeramente.
El movió la cabeza afirmativamente.
—Parecía una apuesta apropiada.
Susan exhaló un largo y lento suspiro.
—De acuerdo —le susurró a su hermano—. ¿Qué demonios ha dicho?
—«Bailas al son de tus propias melodías.»
Susan asintió.
—Vale, lo he oído. Pero ¿qué has deducido de ello?
Iban caminando a paso rápido por la cárcel, como si cada segun­do fuera tan peligroso como importante.
—¿Te acuerdas de cuando éramos pequeños, de la norma? Nunca debíamos molestarlo cuando estuviese ensayando. Abajo, en el só­tano.
—Sí. ¿Por qué ahí? ¿Por qué no en su estudio, o en la sala de estar? Se llevaba el violín al sótano para tocar. —De repente, la voz de Susan reflejaba su comprensión—. Así que lo que buscamos es...
—Su sala de música.
El Profesor de la Muerte apretó los dientes.
—Sólo que no es música lo que toca ahí dentro.


Diana Clayton se hallaba a medio camino del coche cuando di­visó la figura desplomada sobre el volante. Se detuvo, intentando d nuevo percibir algún sonido. Luego avanzó cautelosamente. Tenía la impresión de que el sol de pronto calentaba más, y se protegió los ojos del resplandor metálico del vehículo.
La adrenalina le palpitaba en los oídos y el corazón le latía con fuerza. Se enjugó el sudor de los ojos y sintió que debía contener la respiración. Tuvo que obligarse a permanecer alerta por si había alguien más, pero no podía apartar la vista de la figura de dentro del coche. Intentó recordar qué otros cadáveres había visto, pero cayó en la cuenta de que a todas las víctimas de violencia fortuita o acci­dentes de carretera con las que había topado en su vida sólo había alcanzado a verlas fugazmente: un bulto bajo una sábana, un atisbo de piel flácida en una bolsa antes de que cerraran la cremallera. Nunca antes se había acercado a una persona muerta, y menos aún sola. Nunca había sido la primera —o segunda— en enfrentarse a la realidad de una muerte violenta.
Intentó imaginar qué haría su hijo.
«Sería muy cuidadoso», se dijo. Querría dejar intacta la escena del crimen, porque podría haber pruebas de lo sucedido desperdi­gadas por ahí. Estaría atento a cualquier matiz o alteración relacio­nados con el asesinato, porque esos detalles podían revelarle algo. Leería la zona como un monje lee un manuscrito.
Avanzó lentamente, sintiéndose del todo inepta para la tarea que se le presentaba.
Se encontraba a unos tres metros cuando vio que el cristal de la ventanilla del conductor estaba hecho añicos, y los pedazos espar­cidos fuera del coche. Los pocos fragmentos que aún quedaban en su sitio estaban salpicados de carmesí y trocitos de hueso gris y masa encefálica.
Aún no alcanzaba a verle la cara al hombre. Estaba apoyada en la columna de dirección, apretada hacia abajo. Diana habría deseado poder identificarlo por la forma de los hombros o el corte y el co­lor de su ropa, pero no podía. Comprendió que tendría que acercar­se mucho más.
Sujetó el revólver con más fuerza. Dio la vuelta despacio, escu­driñando una vez más la zona.
Moviéndose como un padre que entra en la habitación de un niño dormido, Diana se aproximó al costado del coche. Echó un vistazo rápido al asiento de atrás y comprobó que estaba vacío. Luego, obligó a sus ojos a posarse en el cadáver.
Colgando de la mano derecha del hombre había una pistola semiautomática de gran calibre. La izquierda sujetaba un sobre man­chado de sangre.
Se acercó un poco más. El hombre tenía los ojos abiertos, y Diana soltó un grito ahogado.
Retrocedió bruscamente en el momento en que lo reconoció.
Se apartó del coche con paso vacilante, un poco como un asisten­te a una fiesta que se da cuenta de que se ha tomado algunas copas de más, y se reclinó contra una roca cercana, sin despegar la vista del muerto. No le hacía falta sacarse la nota del bolsillo para recordar lo que decía. Ya no creía que fuera el muerto quien le había escrito la carta recomendándole una agradable y rápida caminata matinal.
Sabía quién la había escrito, y también quién era el autor del cuadro que tenía ante sí. Pensar en ello le dejó un regusto ácido y amargo, de modo que buscó la botella de agua en la mochila. Tomó un trago rápido, tras enjuagarse la boca. Recordó que, según la car­ta, contemplaría una vista única. Supuso que, en cierto modo, la muerte era algo común y único a la vez.




19

                           Introducción a la arquitectura de la muerte


En el aire de la tarde se respiraba una sequedad tensa que presa­giaba un abrupto descenso de las temperaturas durante las siguien­tes horas de la noche. Jeffrey y Susan Clayton lo notaron cuando los acompañaron al lugar donde su madre había descubierto el ca­dáver del agente Martin ese día, por la mañana. No les habían pro­porcionado detalles de la muerte cuando aterrizaron y otro agente del Servicio de Seguridad los recibió en el aeropuerto; sólo les ha­bían comunicado que se había producido «un accidente».
Al avistar la salida de la autopista que conducía a su casa adosa­da, Susan le susurró esa información a su hermano. Había un par de coches del Servicio de Seguridad aparcados a cierta distancia, en la misma calle, allí donde su madre había abandonado Donner Boule­vard durante su caminata matinal. Dos agentes uniformados con­trolaban el acceso, pero no estaban muy ocupados. No había una multitud de gente inquieta o curiosa. De inmediato dejaron pasar al agente que escoltaba a los dos hermanos. Este había permanecido meditabundo y callado durante todo el trayecto desde el aeropuer­to, sin mostrar el menor interés por entablar conversación. Su coche avanzó dando tumbos por la accidentada superficie del camino a lo largo de unos cien metros y luego se detuvo derrapando.
Media docena de vehículos estaban aparcados allí cerca, desper­digados por el viejo camino de construcción. Jeffrey vio las mismas furgonetas de la policía científica que en el lugar donde se había encontrado el cadáver de la última víctima. Reconoció muchos de los rostros que iban y venían por allí, como si no estuvieran segu­ros de qué debían hacer; una actitud insólita en un escenario del crimen.
—Yo me quedo aquí —dijo el agente—. Ellos le querrán a usted ahí arriba. —Señaló hacia la actividad que se desarrollaba ante ellos.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó Susan, en un tono que rayaba en la exigencia.
—Allí arriba. Se supone que tiene una declaración que hacer, pero me han dicho que sólo pensaba hablar cuando llegaran uste­des. Mierda —masculló el agente—, Bob Martin era amigo mío. Hijo de puta.
Jeffrey y Susan bajaron del coche. Jeffrey se detuvo, se arrodi­lló y palpó la superficie de tierra suelta, dejando que un puñado se le escurriera entre los dedos, como algún campesino de la época de la Depresión en la zona azotada por tormentas de arena, observan­do la causa de su ruina en su mano.
—Es un mal lugar —comentó—. Seco, ventoso. Será difícil en­contrar pruebas, o pistas.
—¿Algún otro lugar habría sido mejor?
—Un lugar húmedo. Hay sitios donde la tierra sencillamente retiene los detalles de todo lo que sucede sobre ella. Cuenta la his­toria entera. Se puede aprender a leer esas zonas, como palabras en una página. Este no es uno de esos sitios. En los lugares como éste, mucho de lo que se escribe se borra casi al instante. Maldita sea. Vayamos a buscar a mamá.
Vislumbró a Diana, que estaba apoyada contra el costado de un furgón del estado, bebiendo café caliente de un termo. En el mismo momento, Diana Clayton se dio la vuelta, advirtió que los dos se acercaban y agitó la mano para saludarlos con un entusiasmo que parecía conjugar la alegría de ver a sus hijos con la sobriedad de la situación. A Jeffrey le sorprendió su aspecto. Le dio la impresión de que la palidez se extendía por todo su cuerpo. En la pantalla de vi­deoteléfono, no se apreciaban los efectos devastadores de la enfer­medad. Ahora, la veía delgada, frágil, como si sus músculos y ten­dones fueran lo único que evitaba que se cayera a trozos. Intentó disimular su sorpresa, pero Diana la detectó de inmediato.
—Oh, Jeffrey —le reprochó en tono burlón—, no tengo tan mala cara, ¿no?
Él sonrió, sacudiendo la cabeza y acercándose con los brazos abiertos.
—No, no, para nada. Estás estupenda.
Se abrazaron, y Diana susurró la verdad al oído de su hijo:
—Es como si llevase la muerte en mi interior.
Sin soltarse de sus brazos, se inclinó hacia atrás y lo miró con detenimiento. Luego levantó una mano de su codo y le acarició la mejilla.
—Mi niño guapo —dijo con suavidad—. Siempre has sido mi niño guapo. Seguramente sea conveniente recordarlo en los días que nos esperan. —Diana se volvió, saludó a Susan, que se había quedado atrás, y le hizo señas de que se uniera al abrazo—. Y mi niña perfecta —dijo. Una lágrima asomaba a la comisura de su ojo derecho.
—Oh, mamá —protestó Susan, con una voz similar a la de una adolescente, como si las muestras de afecto la avergonzaran pero en el fondo le gustaran.
Diana retrocedió un paso, forzándose a sonreír y a reprimir su emoción.
—Detesto lo que nos ha reunido —aseguró—, pero me encan­ta que los tres volvamos a estar juntos.
Los tres permanecieron callados un momento, y luego Jeffrey levantó la vista.
—Tengo trabajo —dijo—. ¿Cómo?
Diana le puso en la mano la carta con las indicaciones que había recibido. Susan leyó por encima de su hombro.
—Seguí las instrucciones. Todo me parecía de lo más inocente, hasta que subí hasta aquí y encontré al pobre agente Martin allí, en su coche. Se había pegado un tiro. O esa impresión me dio. No me acerqué demasiado...
—¿No viste a nadie más?
—Si te refieres a... a él, no. —Diana titubeó y luego añadió—: Pero sentí que estaba aquí. Intuía su presencia. Tal vez percibí su olor. Me pareció que me observaba durante todo el rato que estuve aquí arriba, pero por supuesto no había nadie. Sea como fuere, no podía hacer nada, así que llamé a las autoridades y luego me quedé esperando a que vosotros regresarais. Debo decir que todo el mun­do ha sido muy amable, sobre todo el señor que está al cargo...
Jeffrey se dio la vuelta, con la carta todavía abierta en la mano, y vio al funcionario a quien llamaba Manson de pie junto al coche del agente, mirando el cadáver.
Susan seguía leyendo.
—Es imposible que el agente Martin escribiera eso —señaló en voz baja—. Ese no puede ser su estilo. Ni su forma de redactar. Es demasiado críptico, demasiado generoso con las palabras. —Hizo una pausa—. Ya sabemos quién lo escribió.
Jeffrey asintió.
—Me pregunto por qué quería que yo subiese hasta aquí —dijo Diana.
—Tal vez para que vieras de lo que es capaz —respondió Susan.
Jeffrey asintió de nuevo.
—Quedaos por aquí, Susie, mamá. Quizá necesite vuestra ayu­da. —Y echó a andar hacia el coche del agente Martin.
Manson tenía la mirada fija en los vidrios salpicados de sangre y desparramados junto a la ventanilla del conductor cuando Jeffrey se acercó. Se volvió y una sonrisa lánguida de político se le dibujó en los labios. Acto seguido, metió la mano en el bolsillo de su ame­ricana y extrajo un par de guantes de látex que agitó en el aire en dirección a Jeffrey.
—Tenga. Ahora podré contemplar al famoso Profesor de la Muerte realizando su auténtico trabajo.
Jeffrey se puso los guantes sin decir una palabra.
—Por supuesto, de cara al público, no hay nada que contar. En todo caso, no gran cosa —continuó Manson—. Abatido por las dificultades laborales recientes, sin el apoyo de una familia, un em­pleado del estado leal y entregado decidió tristemente quitarse la vida. Incluso aquí, donde tantas cosas funcionan bien, es poco lo que podemos hacer respecto a las depresiones ocasionales. Sólo sir­ven para recordarnos al resto de nosotros lo afortunados que somos en realidad...
—No se suicidó, y usted lo sabe.
Manson negó con la cabeza.
—A veces, profesor, nuestro mundo requiere dos interpretacio­nes distintas de los hechos. Está la obvia, por supuesto, que es la que acabo de exponerle. Y luego está la menos obvia. Esta interpreta­ción es, cómo decirlo... ¿más confidencial? Debe quedar entre no­sotros. —Miro a los técnicos de la policía científica—. Su trabajo aquí consiste únicamente en analizar cualquier cosa que usted esti­me útil para su investigación. Por lo demás, se trata de un suicidio a todos los efectos, y así lo considerará el Servicio de Seguridad. Una tragedia. —Manson se apartó del costado del coche. Con una ligera inclinación y un movimiento amplio del brazo, le indicó a Jeffrey que se acercara—. Dígame qué ocurrió, profesor. Dígame exactamente qué ve. Y dígamelo sólo a mí.
Jeffrey pasó al lado del conductor y abrió la portezuela. Sus ojos recorrieron el interior rápida pero minuciosamente. Reparó en los dos pares de prismáticos que había sobre el asiento. Luego dirigió su atención al cuerpo del agente Martin. Notó una sensación de frialdad en su interior, casi como si estuviese en una galería, exami­nando un cuadro de un pintor mediocre. Cuanto más se detenía en la observación del lienzo que tenía ante sí, más evidentes le parecían los defectos del retrato. El cuerpo del agente estaba marcadamente ladeado hacia la izquierda, impulsado por el impacto del disparo. Tenía los ojos y la boca abiertos de manera macabra, como en una mueca de sorpresa ante la muerte. La herida en sí, enorme, le había destrozado buena parte del cráneo, lo que confería a la expresión del rostro manchado de sangre un aire aún más inquietante, como de gárgola.
Inclinado sobre el asiento, advirtió que tenía en la mano izquier­da un sobre también ensangrentado y con trocitos de masa encefá­lica viscosa y clara. La mano derecha, que sujetaba sin apretar la enorme pistola de nueve milímetros, descansaba sobre el asiento, laxa. Continuó escrutando el cadáver con la vista y se fijó en el des­garrón en los pantalones de Martin, a la altura de la rodilla, y vio que el raspón en la pierna había estado sangrando antes de la muer­te. Se inclinó aún más y levantó la pernera desde el tobillo. En vez de la daga plana que llevaba la tarde que se habían conocido en la sala de conferencias de la universidad, ahora había allí una pistola de calibre .38 y cañón corto en una funda tobillera de cuero.
Soltó la pernera.
«No mucha gente lleva dos armas distintas consigo cuando va a suicidarse», pensó.
Miró de nuevo los ojos de Martin.
      «¿Cuál fue el último pensamiento que te pasó por la cabeza?—se preguntó. ¿Cómo alcanzar esa pistola? ¿Cómo defenderte? —Sacudió la cabeza—. No tenías la menor posibilidad.»
A través de la ventana, Jeffrey lanzó una mirada a Manson, que se había apartado de la escena del crimen. No dijo nada, pero pen­só: «Así que ahora que el asesino que en teoría iba a resolver tu pro­blema después de que yo le entregara a mi padre ha caído en una trampa y se ha pegado un tiro. No era lo bastante agudo, lo bastante inteligente, lo bastante mortífero.»
Vio que Manson hacía una mueca, como si se le hubiera ocurri­do lo mismo en ese momento.
«Y ahora tienes que depositar todas tus esperanzas de solucio­nar el problema en alguien a quien no puedes controlar. Y seguro que eso te resulta considerablemente menos agradable, ¿verdad? No tan desagradable como lo que ocurrirá si no encuentro a mi padre, pero aun así desagradable.»
Esbozó una sonrisa al imaginar la respuesta a esa pregunta.
Jeffrey, de pie pero agachado, registró por encima el asiento tra­sero y no encontró nada muy evidente, aunque sabía que era allí donde se había sentado su padre, el asesino. Aún le quedaba la tenue esperanza de que se encontrase alguna fibra textil microscópica o algún cabello. Quizás incluso alguna huella digital. Pero lo dudaba. Y dudaba aún más que, pese a lo que había dicho Manson, le permi­tiesen ordenar una inspección integral del coche.
Jeffrey se enderezó y se llevó la mano a un bolsillo interior para sacar un pequeño estuche de piel que contenía algunos utensilios de metal. Cogió unas relucientes pinzas de acero y volvió a inclinarse hacia el interior del coche por encima del asiento del pasajero. De manera delicada pero firme, retiró el sobre de los dedos inertes de Martin. Con cuidado de no tocarlo, vio, escritas en el exterior con trazos gruesos de lápiz, las iniciales J. C.
Empezó a abrir el sobre, pero se detuvo.
Se volvió hacia su hermana, que estaba a unos veinte metros, y le hizo señas. Ella lo vio, movió la cabeza afirmativamente y dejó a Diana, que todavía estaba tomando sorbos de café.
—¿Qué ocurre? —preguntó Susan cuando se acercó.
Jeffrey se percató de que ella mantenía la mirada apartada del interior del coche. Pero entonces se inclinó y echó un vistazo. Se irguió al cabo de un momento.
—Desagradable —comentó.
—Era un hombre desagradable.
—Y tuvo un final desagradable. Aun así...
—Tenía esto en la mano. Tú eres la experta en palabras. He creí­do que debíamos leerlo juntos.
Susan examinó con cuidado el sobre y las iniciales J. C.
—Bueno —dijo—, me parece que no cabe duda de quién es el destinatario, a no ser que Jesucristo figure en la lista de correos de nuestro querido padre. Ábrelo.
Manejando las pinzas con cuidado, como un cirujano residen­te que aún no confía en su pulso, Jeffrey levantó la solapa del sobre. Para su disgusto, comprobó que lo habían cerrado con cinta adhesi­va y no con saliva. Los dos hermanos vieron dentro una sola hoja de papel blanco común y corriente doblada. Jeffrey la sujetó por el borde y la desplegó sobre el capó del coche.
Por un momento, ambos permanecieron callados.
—Vaya, que me aspen —dijo Susan entre dientes.
El papel estaba en blanco.
Jeffrey frunció el entrecejo.
—No lo entiendo —dijo en voz baja.
Volvió la hoja del revés y vio que el dorso también estaba en blanco. Sujetó el papel a contraluz frente al sol poniente, buscando señales de palabras escritas con jugo de limón o alguna otra sustan­cia que quizá resultaría visible bajo una luz fluoroscópica.
—Tendré que llevar esto a algún laboratorio —dijo—. Hay téc­nicas para hacer aparecer palabras ocultas. Luz negra, láser... unas cuantas. Me pregunto por qué querría ocultar lo que ha escrito...
Susan negó con la cabeza.
—No lo entiendes, ¿verdad?
—¿Entender qué?
     —La hoja en blanco. Ése es su mensaje para ti. Jeffrey aspiró una bocanada rápida del aire cada vez más frío que los rodeaba.
—Explícate —pidió con suavidad.
—Una hoja en blanco dice tanto como una que está llena de palabras. Seguramente dice más. Da a entender que no sabes nada, que para ti él es desconocido, una incógnita. Da a entender que de­bes aprender de lo que ves, no de lo que te dicen. ¿Qué significa un hijo para su padre? Empiezas desde cero y luego vas forjando la personalidad de ese niño. Muchas cosas. El lienzo virgen que aguar­da la primera pincelada del pintor. Las primeras palabras de un escritor en una hoja en blanco. Todo es simbólico. Lo que no dice es mucho más contundente que lo que podría haber dicho. Simbolis­mo, simbolismo, simbolismo.
Su hermano asintió despacio.
—El investigador maneja datos concretos... —dijo.
—Pero el asesino maneja imágenes.
Jeffrey volvió a respirar el aire fresco de aquella apacible tarde.
—Y el profesor, el maestro... —apuntó.
—Debe ser capaz de conjugar ambas cosas —terminó Susan.
Jeffrey volvió la espalda al coche y avanzó unos pasos por el camino de tierra. Susan vaciló, dejó que se alejara por unos instan­tes y rápidamente echó a trotar tras él.
Los dos normalizaron el paso hasta avanzar a un ritmo regular, en silencio, sumidos en sus meditaciones. Susan notó que el miedo se adueñaba de ella mientras observaba a su hermano luchar contra sus propios sentimientos encontrados.
—Lo que deberíamos hacer es largarnos pitando de aquí—dijo, parándose en seco.
—No —replicó ella—. Nos ha encontrado. Ya no podemos volver a escondernos.
—¿Y qué se supone que debemos hacer? ¿Detenerlo? ¿Matarlo? ¿Pedirle que nos deje en paz?
—No lo sé.
—Es perverso.
—Lo sé.
      —Y forma parte de nosotros. O tal vez nosotros formamos parte de él.
      —¿Y?
—No lo sé, Susan.
De nuevo se quedaron callados.
Jeffrey apartó la vista de su hermana y la posó en el camino. —¿Qué demonios estaban haciendo aquí arriba? —preguntó de pronto.
Entonces vislumbró un objeto pequeño y negro en la tierra suelta y arenosa. Era semejante a una piedra, pero de una redondez demasiado perfecta para ser obra de la naturaleza. Lo recogió y le quitó el polvo. Era la tapa de una lente de los prismáticos. Miró hacia atrás, al coche, y continuó andando, con su hermana a la zaga.
Zancada a zancada, doblaron la curva y luego descendieron por el sendero.
—¿Qué estaba buscando aquí? —preguntó Jeffrey.
Susan se detuvo. Señaló al frente, y Jeffrey vio extenderse a sus pies la urbanización de casas adosadas.
—A nosotras —contestó—. El bueno del agente nos espiaba a nosotras. ¿Por qué?
Jeffrey meditó por unos instantes.
—Porque esperaba que su presa apareciera. Por eso estaba aquí arriba. —Escudriñó la zona, y cerca de una roca vio el envoltorio arrugado de celofán del bollo que se había comido el agente Mar­tin—. Aguardaba aquí, observando. Luego, por alguna razón, dio media vuelta y regresó a toda prisa por el camino. Yo diría que co­rría todo lo que podía, porque tiene un rasponazo en la pierna que sin duda se debe a que tropezó y cayó. Probablemente allí donde he encontrado la tapa de la lente.
—¿Tenía prisa por suicidarse?
—No. Creía haber visto algo, pero fue a descubrir otra cosa.
—¿Una trampa?
—Un hombre que tiende una trampa suele estar lleno de una seguridad falsa que en la mayor parte de los casos le impide ver la trampa que otros le han tendido a su vez. Subió aquí solo para es­piar, aunque en realidad no estaba solo. Se me ocurre un par de po­sibilidades. Intentó huir. Tal vez. Sube al coche, pero para entonces ya tiene una pistola apuntándole a la cabeza. Tal vez. O quizá su asesino estaba esperándolo dentro del coche. Tal vez. El caso es que después muere. De hecho, lo matan. Un disparo y el asesino le pone en la mano la pistola, la pistola del propio agente. Así de sencillo. El estado es lo bastante proclive a la artificiosidad engañosa para decla­rar que se suicidó...
Jeffrey pensó en las jóvenes desaparecidas que oficialmente ha­bían sido víctimas de perros salvajes. No lo expresó en voz alta. Se dijo en su fuero interno que matar en un lugar que se dedicaba tan activamente a encubrir la verdad debía de ser todo un lujo para el asesino. Alzó la vista y la dirigió a lo lejos, a las crestas de las mon­tañas iluminadas por los últimos rayos de sol del día, que teñían el verde fértil de un rojo espectacular y radiante. Una región del mun­do que aguardaba a que se escribiera una historia nueva en ella. El lugar del país donde se vivía con mayor seguridad era también don­de se mataba con mayor seguridad.
Dudaba que Manson apreciase esa ironía de buen grado.
—No necesitamos conocer los detalles exactos... —Susan habla­ba despacio, y Jeffrey se volvió para escucharla—. A veces el men­saje reside en la yuxtaposición de acontecimientos. O de ideas. Lo que quiere que sepamos es cómo controla los pormenores de la muerte.
Jeffrey asintió.
—Tiende trampas elaboradas. Quiere hacerte creer una cosa, justo hasta el momento en que te des cuenta de que está pasando algo totalmente distinto que está bajo su control.
—Exacto. Los mejores acertijos siempre son laberintos. Siem­pre hay pistas e indicios que apuntan en la dirección equivocada. —Susan titubeó y dejó que una mueca se deslizara por las comisu­ras de su boca. Había una dureza en su mirada que Jeffrey nunca había visto antes—. Se me ocurre otra cosa —dijo ella.
—¿Qué?
—¿No te das cuenta de cómo se comunica con nosotros?
Jeffrey sacudió la cabeza.
—Creo que no te sigo.
La voz de Susan pareció empequeñecerse en el aire que los en­volvía, como si la brisa arrastrase y aporrease cada palabra.
—A mí me ha escrito por medio de acertijos. Juegos de pala­bras. Es decir, me ha hablado en el lenguaje que conozco. Mata Hari, la reina de los enigmas. A ti te habla de otra manera. Te trans­mite sus mensajes en tu lenguaje: el de la violencia y el asesinato. «El Profesor de la Muerte.» Son acertijos de otro tipo, pero acertijos al fin y al cabo. ¿No es eso típico de un padre? ¿Adaptar la forma de comunicación a las habilidades propias de cada hijo?
De pronto Jeffrey sintió náuseas.
—Joder —susurró.
—¿Qué pasa?
—Hace siete años, poco después de que empezara a dar clases en la universidad, una de mis alumnas desapareció. No la conocía demasiado, para mí era solo otra cara en un aula muy grande. La encontraron en una postura similar a la de la chica que asesinaron cuando de niños nos fuimos de Nueva Jersey, e igual a la de la pri­mera víctima de aquí, del estado cincuenta y uno. Fue por esta co­nexión por lo que el agente Martin contactó conmigo y me hizo venir aquí...
—Pero en realidad no fue el agente Martin quien dispuso que vinieras —dijo Susan despacio—, sino él.
—¿Y él sabía que yo acabaría por traeros a ti y a mamá?
Susan hizo otra pausa.
—Creo que lo mejor es suponer que sí. Tal vez ésa era la razón de que me enviara esos mensajes.
Los dos guardaron silencio por un momento.
—La pregunta sigue siendo: ¿por qué? —dijo Susan.
—No conozco la respuesta. Aún no —murmuró Jeffrey—. Pero sí sé una cosa.
—¿Cuál?
—Que más nos vale dar con él antes de que responda a la pre­gunta por nosotros.


Diana se retiró a la habitación pequeña donde había un catre, a descansar, lo que no le resultaría fácil. No era sólo que el dolor hu­biese elegido ese momento para recordarle su presencia, sino la na­turaleza inquietante de la muerte del policía, sumada a sus temores sobre lo que las horas o días siguientes les deparasen a sus hijos y a ella; todo ello conspiraba para mantenerla dando vueltas en la cama. Sabía que en la habitación contigua sus dos hijos intentaban averi­guar cómo descubrir la amenaza que se cernía sobre los tres, y sin­tió una punzada de frustración por verse excluida del proceso.
Los hermanos estaban sentados ante los terminales de ordena­dor en el despacho principal, identificando los factores que debían investigar.
—En los planos —dijo Jeffrey— aparecería marcada como sala de música.
      —¿Y por qué no como un estudio, o una sala audiovisual?
      —No. Sala de música. Porque habrá querido revestirla de mate­rial para insonorizar.
—También lo necesitaría para una audiovisual.
—De acuerdo. Tienes razón. Busquemos eso también.
—Pero la ubicación dentro de la casa es esencial —añadió Su­san—. Si alguien toca el piano, por ejemplo, o incluso el violonche­lo, querría que ocupase una posición central. En la planta principal, tal vez junto al cuarto de estar o el salón. Algo así. Porque, ¿sabes?, no querría ocultar lo que hace, simplemente contar con un espacio privado. Nosotros buscamos un tipo de separación distinto.
Jeffrey asintió.
—Aislamiento. Una habitación apartada de las zonas de la casa donde se hace más vida. No enterrada, pues debe ser de fácil acce­so, pero casi. Y tal vez con algún tipo de salida secreta también.
—¿Crees que quizá construyó un pabellón de invitados y lo destinó para su música? —preguntó ella.
—No, no necesariamente. Un pabellón de invitados me parece un sitio más vulnerable. Recuerda lo que tu amigo el señor Hart dijo sobre el control del entorno. Y en Hopewell, utilizó el sótano, que estaba apartado pero no separado. Hay otro elemento que in­fluye en esto...
—¿Cuál?
—La psicología del asesinato. Las muertes que él ha llevado a cabo forman parte de él, de su ser más íntimo. Están próximas a su esencia. El quiere tenerlas cerca en todo momento.
—Pero diseminó los cadáveres por todo el estado...
—Los cadáveres no son más que desechos. Productos residua­les. No tienen nada que ver con lo que él es ni con lo que hace. Lo que ocurre en esa habitación...
—Es lo que lo convierte en lo que es —dijo Susan, completando la frase—. Eso lo entiendo. Es más o menos lo que tu amigo Hart dijo. —Suspiró, mirando a su hermano—. Debe de ser doloroso para ti —agregó en voz baja.
—¿El qué?
—Que te resulte tan fácil pensar en estas cosas.
Como él no contestó de inmediato, ella supuso que le había planteado una pregunta difícil. Finalmente, Jeffrey hizo un gesto de asentimiento.
—Estoy asustado, Susie. Tengo un miedo terrible.
—¿De él?
Jeffrey sacudió la cabeza.
—No. De ser como él.
Ella se disponía a negarlo rápidamente, pero se obligó a callar, y al hacerlo se le escapó un leve jadeo.
Jeffrey abrió un cajón y sacó despacio una pistola semiautomática de gran tamaño. Pulsó el botón para soltar el cargador, que cayó al suelo, y tiró hacia atrás del cerrojo para hacer saltar de la recáma­ra la bala, que también rebotó con un ruido metálico sobre la mesa antes de caer silenciosamente en la alfombra.
—Tengo varias armas —dijo.
—Todo el mundo las tiene —arguyó su hermana.
—No. Yo soy distinto. Yo no me permito disparar —dijo—. Nunca he apretado un gatillo.
—Pero has participado en tantas detenciones...
—Nunca he disparado. Sí, he apuntado, claro. Y he lanzado amenazas. Pero ¿apretar el gatillo? Nunca. Ni siquiera en prácticas.
—¿Por qué no?
—Tengo miedo de que me guste. —Se quedó callado durante un rato. Depositó el arma en el borde de la mesa, frente a sí—. Nunca jugueteo con cuchillos —prosiguió—. Son una tentación demasia­do obvia. ¿A ti nunca te ha molestado esa sensación?
—Nunca.
     —¿Y no te asaltaría ni una duda? ¿No vacilarías?
     —No... —respondió ella, con menos convicción—. Claro que nunca lo había visto desde esa perspectiva.
     Jeffrey asintió.
     —Da que pensar, ¿no?
     —Un poco.
—Susie, si llega el momento, no dudes. Dispara. No me esperes. No confíes en que reaccione, en que actúe con decisión. Tú siempre has sido la impetuosa de los dos...
—Sí, ya —repuso ella con cinismo—. La que se quedó en casa con mamá mientras tú te fuiste a hacer algo con tu vida...
—Pero lo has sido. Siempre. La que corría riesgos. Yo era Don Empollón. Don No Tengo Vida Excepto el Trabajo y los Libros. No cuentes conmigo cuando ya no quede otra salida que pasar a la acción. ¿Entiendes lo que te digo?
Susan movió afirmativamente la cabeza.
—Por supuesto.
Pero interiormente tenía sus dudas.
Los dos guardaron silencio hasta que Jeffrey volvió su silla de cara a la pantalla de ordenador.
—Muy bien —dijo, con una brusquedad que denotaba determi­nación—. Veamos si todas estas normas y reglas que rigen en este flamante mundo del mañana nos sirven para dar con él.
Pulsó algunas teclas, y al cabo de un momento aparecieron en pantalla las palabras: PROYECTOS ARQUITECTÓNICOS APROBA­DOS / ESTADO 51.


Revisar los planos de viviendas era una tarea monótona. Habían limitado la búsqueda a casas construidas en zonas azules, porque dudaban que las de barrios más modestos contaran con los mismos elementos de privacidad. Sin embargo, no era una apuesta exenta de riesgo, pues Jeffrey sabía que al asesino le produce cierta satisfac­ción realizar sus actividades a una distancia peligrosamente próxi­ma a sus vecinos. La bibliografía sobre el asesinato, le recordó a su hermana, estaba repleta de historias de vecinos indolentes que habían oído gritos desgarradores procedentes de una casa contigua y no les habían hecho ningún caso o bien los habían atribuido a algu­na causa inocua pero inverosímil como un perro o un gato. El ais­lamiento, observó, podía ser psicológico, no era necesariamente fí­sico. Aun así, sabían, por el viaje de Jeffrey a Nueva Jersey, que su padre tenía mucho dinero, por lo que se ciñeron a las casas más ca­ras y diseñadas a medida.
En el ordenador había archivos y planos de todos los chalets, apartamentos, casas adosadas, centros comerciales, iglesias, colegios, gimnasios y jefaturas de seguridad construidos en el estado. También contenía información sobre los proyectos de remodelación de los edificios antiguos de acuerdo con la normativa estatal, que se habían puesto en práctica a medida que se incorporaban nuevos territorios al estado. Jeffrey no dedicó mucho tiempo a esta categoría; sospe­chaba que su padre había llegado al estado cincuenta y uno con un plan muy definido, y había buscado una pizarra en blanco sobre la que empezar a escribir. Estaba seguro de que sería una casa nueva, que dataría del primer o segundo año del estado en ciernes, la época en que empezaba a cobrar forma, impulsado por las fuerzas del di­nero y el ansia de seguridad.
El problema era que había casi cuatro mil viviendas de superlujo en el estado. Al descartar todas las casas construidas después de la primera desaparición confirmada de una joven víctima, consiguie­ron reducir esa cifra hasta setecientas y pico.
A Jeffrey esto le pareció irónico. «Es un hombre calculador —pensó—, y a la vez espontáneo. Es adaptable, pero rígido al mis­mo tiempo.
»É1 no habría matado a nadie aquí sin antes estar totalmente preparado, sin haber implementado correctamente todas las medi­das estructurales de seguridad. Querría que sus conocimientos so­bre el estado y su funcionamiento fuesen exhaustivos. Los prepara­tivos de un asesinato deben de ser tan fascinantes y emocionantes como el acto en sí. Y cuando por fin lo llevó a cabo, con soltura y precisión, debió de sentirse eufórico.»
Pensó en el violín en manos de su padre: practicaba arpegios, escalas, movimientos, digitaciones, tocaba una y otra vez cada nota hasta que sonaba perfecta... y entonces, sólo entonces, interpretaba la sinfonía entera de principio a fin.
Jeffrey abrió otro juego de planos en pantalla. Intentó recordar si algún hijo de un gran músico —cualquier músico cuya obra hu­biese sobrevivido al paso de los siglos— había igualado en talento a su padre. No se le ocurrió ninguno. Pensó en artistas, escritores, poetas, directores de cine, y no le vino a la mente ningún caso en que el hijo hubiese superado al padre.
«¿Soy como todos?», se preguntó.
Contempló los planos que flotaban en la pantalla ante él. Le pareció una casa magnífica. Amplia, de formas y espacios elegantes, habitaciones que reflejaban con optimismo el futuro, no el pasado, como muchas de las viviendas en el estado cincuenta y uno.
Pulsó una tecla y relegó los planos al olvido del almacenamiento informático. No era ésa. Le echó una mirada furtiva a su hermana. Ella también estaba sacudiendo la cabeza y pasando a otro juego de planos.
      Los dos hermanos se pasaron horas trabajando juntos. Cada vez que uno de ellos encontraba unos planos con una ha­bitación que podía encajar en sus hipótesis, identificaban la casa. Acto seguido, consultaban el mapa de situación para ver su posición respecto a otras viviendas de la misma urbanización. Luego, el or­denador generaba una imagen tridimensional del edificio. Si la habitación en cuestión seguía cumpliendo los requisitos necesarios de emplazamiento, aislamiento y accesibilidad, buscaban entre la infor­mación de la empresa constructora si se habían instalado materiales que pudiesen amortiguar el sonido en la estancia.
Mediante este proceso descartaron casi todas las casas. Aquellas pocas con habitaciones que podían utilizarse tanto para hacer música como para cometer asesinatos las seleccionaban y dejaban a un lado.
Varias horas después de la medianoche, habían conseguido re­ducir la lista de posibles viviendas a cuarenta y seis.
Susan estiró los brazos.
—Ahora —dijo—, la cuestión es cómo averiguar, sin tener que llamar a la puerta de cada maldita casa, cuál pertenece a nuestro padre. ¿Tenemos otro criterio de eliminación?
Antes de que Jeffrey pudiera responder a la pregunta de su her­mana, oyó un ruido a su espalda. Giró en su asiento y vio a su ma­dre de pie en el vano de la puerta.
—Deberías estar descansando —dijo él.
—Se me ha ocurrido una cosa. Dos cosas, de hecho —contestó Diana. Cruzó la habitación a grandes zancadas, se detuvo y posó la vista en el dibujo esquemático que mostraba la pantalla del ordena­dor que Susan tenía enfrente.
—¿De qué se trata? —preguntó Susan.
—Primero de todo, estamos aquí porque él quiere que lo en­contremos y tiene tres asuntos pendientes. Eso ya nos lo ha demos­trado.
—Continúa —la animó Jeffrey despacio—. ¿A qué te refieres?
—Bueno, ha intentado matarme una vez. Su rencor hacia mí debe de ser simplemente una rabia fría y primaria. Yo le robé a sus hijos. Y ahora, en cierto modo, los dos me habéis traído a él. Me matará y disfrutará con mi muerte. —Diana se interrumpió cuando una imagen la asaltó. «Debe de estar tan ansioso por matarme como un hombre sediento por beberse un vaso de agua en un día caluro­so», pensó.
—Entonces debes irte —dijo Susan—. Hemos sido unos estúpi­dos al hacerte venir...
Diana negó con la cabeza.
—Es aquí donde debo estar —insistió—. Pero lo que tiene pla­neado para vosotros dos es diferente. Susan, creo que para ti repre­senta una amenaza menor.
—¿Para mí? ¿Por qué?
—Porque fue él quien te salvó en ese bar. Y tal vez haya habido otros momentos de los que no sepamos nada. Para la mayoría de los padres hay algo de especial en las hijas, por muy detestables que sean ellos. Se muestran protectores. Se enamoran de ellas, a su ma­nera. Creo que, pese a lo retorcido que es, desea que tú lo quieras también. Así que no creo que quiera matarte. Me parece que quie­re ganarse tu apoyo. Ésa era la intención tras los juegos en los que te ha involucrado.
Susan soltó un resoplido de negación, pero no expresó su dis­conformidad con palabras. Habría sido una protesta poco convin­cente.
—Falto yo —dijo Jeffrey—. ¿Qué crees que tiene pensado para mí?
—No estoy del todo segura. Los padres y los hijos compiten entre sí. Muchos padres aseguran querer que sus hijos lleguen más lejos en la vida que ellos, pero creo que la mayoría miente cuando dice eso. No todos, pero casi. Prefieren poner de manifiesto su su­perioridad, del mismo modo que el hijo aspira a reemplazar al padre.
—Todo eso me parece pura palabrería freudiana —comentó Susan.
—Pero ¿debemos pasarlo por alto? —repuso Diana.
De nuevo, Susan se abstuvo de responder.
Diana suspiró.
—Creo que estás aquí para librar la más elemental de las luchas —dijo—. Para demostrar quién es mejor, el padre o el hijo. El ase­sino o el investigador. Ése es el juego en el que nos hemos visto envueltos sin darnos cuenta. —Extendió la mano y la posó sobre el hombro de Jeffrey—. Lo que no sé exactamente es cómo se gana esta competición.
Con cada palabra Jeffrey se sentía como un niño, cada vez más pequeño, insignificante y débil. Temía que la voz le temblase y se le entrecortase, y experimentó un gran alivio cuando no fue así. Pero, en el mismo instante, tomó conciencia de una rabia en su interior, una ira que había mantenido reprimida, oculta y olvidada durante toda su vida. Esta furia empezó a bullir en su interior, y noto que los músculos de los brazos y del abdomen se le tensaban.
«Ella tiene razón —pensó—. Sólo libraré una batalla en mi vida; será ésta, y debo ganarla.»
—¿Has dicho que se te había ocurrido otra cosa, mamá? ¿Otra idea? —preguntó Jeffrey.
Diana frunció el entrecejo. Se volvió hacia el plano de la casa que quedaba en la pantalla del ordenador y apuntó a las dimensio­nes con un dedo huesudo.
—Es grande, ¿verdad?
—Sí —dijo Susan.
—Y aquí hay normativas, ¿no?
—Sí —dijo Jeffrey.
—La casa es demasiado grande para una sola persona, y el esta­do no admite hombres solteros salvo en circunstancias muy espe­ciales. Al fin y al cabo, ¿qué éramos nosotros hace veinticinco años? Camuflaje. Una fachada que creaba la ilusión de normalidad. La ficción del hogar de clase media feliz. ¿No os imagináis lo que él tiene aquí?
Tanto Susan como Jeffrey permanecieron callados.
—Tiene una familia. Como nosotros. —Diana hablaba en voz baja, como una conspiradora—. Pero esta familia debe diferenciarse de nosotros en algo fundamental. —Diana clavó en Jeffrey una mirada oscura y firme—. El se habrá buscado una familia que lo ayude —dijo. Se interrumpió, y una expresión de asombro le aso­mó a la cara, como si sus propias palabras la hubiesen sorprendi­do—. Jeffrey, ¿es posible semejante cosa?
El Profesor de la Muerte repasó rápidamente su lista mental de asesinos. Le pasaron por la cabeza varios nombres: Kallinger, el Zapatero de Filadelfia, que se llevaba consigo a su hijo de trece años en sus truculentas correrías sexuales; Ian Brady y Myra Hindley y los asesinatos de los páramos en Inglaterra; Douglas Clark y su amante Carol Bundy, en California; Raymond Fernandez y la terri­ble sádica sexual Martha Beck, en Hawai. Le vinieron al pensamien­to estudios y estadísticas.
—Sí —dijo pausadamente—. No sólo es posible. Seguramente es probable.



20

                 El decimonoveno nombre


A media mañana, Manson mandó llamar a Jeffrey a su despa­cho. El profesor, su madre y su hermana habían pasado lo poco que quedaba de la noche en su oficina, echando alguna cabezada ocasio­nal, pero sobre todo intentando identificar los factores que restrin­girían la búsqueda de la casa donde vivía su padre a los lugares más probables. La hipótesis de su madre de que su marido se había he­cho con una segunda familia los había sumido a los tres en un esta­do de confusión teñida de desesperación. Jeffrey, en particular, era consciente de los peligros inherentes a la idea de que el hombre que los acechaba tenía cómplices; pero también consideraba que cons­tituía una oportunidad. Examinó mentalmente los casos de asesinos en serie que formaban parte de los vastos conocimientos que había acumulado del tema. Y se preguntó si esos satélites del mundo de su padre, esos lugartenientes, independientemente de su número, se­rían tan astutos y competentes como él. Dudaba que su padre hu­biese cometido errores; no estaba tan seguro de que cupiese esperar lo mismo de su nueva esposa. O de sus nuevos hijos, en realidad.
Las suelas de sus zapatos repiqueteaban sobre el suelo pulido mientras se dirigía hacia el despacho del director de seguridad. «¿Qué ofrecen ellos? —se preguntó—. La respuesta: seguridad. Obediencia a las reglas del estado cincuenta y uno. La ilusión de la normalidad, lo mismo para lo que se nos utilizó a nosotros en el pasado.» ¿Qué más? Tenía la certeza de que su padre estaba decidido a impedir que lo trai­cionasen de nuevo, como lo había traicionado su madre. Por tanto, Jeffrey tendía a pensar que la persona reclutada por su padre, fuera quien fuese, interpretaba un papel activo en la planificación y ejecu­ción de sus perversiones.
«Una mujer con problemas graves —pensó—, pero eficiente.
»Una sádica, como él. Una asesina, como él.
»Pero no una persona independiente, ni creativa. No una perso­na capaz de poner en tela de juicio los deseos de mi padre ni por un momento.
»Una mujer leal y abnegada.
«Encontró a una persona así y la trajo consigo para iniciar una nueva vida juntos», decidió. Como un par de peregrinos diabólicos que hubiesen desembarcado en Massachusetts cuatrocientos años atrás.
Pero ¿dónde la había encontrado?
Esta última pregunta intrigó a Jeffrey. Sabía que su padre, como muchos otros asesinos en serie, tendría un sexto sentido a la hora de elegir a sus víctimas en medio de una multitud, y que se sentiría atraído con una precisión perversa hacia las débiles, indecisas y vulnerables. Pero elegir a una compañera... eso era harina de otro costal. Y algo que valía la pena examinar.
Jeffrey interrumpió sus pensamientos. «¿Y qué es lo que han creado?», se preguntó.
Abrió la puerta que daba al enorme laberinto de cubículos del Servicio de Seguridad y contempló el hervidero de actividad ince­sante. Entonces sonrió, porque se le había ocurrido una idea.
Cruzó la sala a paso veloz, saludando animadamente a alguna que otra secretaria o técnico informático que alzaba la vista y lo reconocía.
Se detuvo frente al despacho del director, y la secretaria—recepcionista le hizo señas de que entrase.
—Lleva una hora esperándole —le informó—. Pase directa­mente.
Jeffrey asintió, dio un solo paso al frente y, como si le hubiera venido algo a la cabeza, se volvió hacia la secretaria.
—Oiga —dijo con toda naturalidad—, quería pedirle un peque­ño favor. Necesito un documento para esta reunión con el director, pero no he tenido tiempo de conseguirlo. ¿Podría imprimirme uno desde su ordenador?
     La secretaria sonrió.
     —Por supuesto, profesor Clayton. ¿De qué se trata?
     —Quiero una lista de todos los empleados del Servicio de Segu­ridad, con la dirección del domicilio de cada uno.
     La secretaria pareció arredrarse.
—Señor Clayton, son casi diez mil personas en todo el estado. ¿Quiere los datos de los que trabajan en todas las subcomisarías y oficinas del Servicio de Seguridad? ¿Y los empleados de seguridad que trabajan para Inmigración? ¿También quiere una lista de ellos? Porque eso sería más...
—Oh —la cortó Jeffrey, sin dejar de sonreír—. Lo siento. Sólo de las mujeres, por favor. Y únicamente aquellas con acceso a las claves de los ordenadores. Eso seguramente reducirá la lista.
—Más del cuarenta por ciento de los empleados del Servicio de Seguridad son mujeres —señaló la secretaria—, y casi todas cono­cen algunas de las contraseñas y códigos de los ordenadores.
—Aun así, necesito la lista.
—Eso tardará un tiempo, incluso en la impresora de alta velo­cidad...
Jeffrey se quedó pensando.
—¿Cuántos niveles diferentes de claves de seguridad existen? Es decir, conforme aumenta el grado de confidencialidad de la infor­mación del Servicio de Seguridad, ¿cuántos controles hay?
—Doce, desde los códigos de entrada, que sólo permiten con­sultar información rutinaria de la red de seguridad, hasta los más altos, que dan acceso a los ordenadores de todo el mundo, el de mi jefe incluido. Pero en los dos niveles superiores se requieren claves y códigos individuales, para proteger los documentos reservados.
—Muy bien, pues. Imprima sólo los nombres de las mujeres con autorización para los tres niveles más altos. No, que sean cua­tro. En principio, alguien de esa categoría debe tener conocimien­tos avanzados de informática, ¿no?
—Sí, sin duda alguna.
—Bien. Ésos son los nombres que me interesan.
—A pesar de todo, me llevará un rato. Y una petición de ese tipo... bueno, seguramente no pasará inadvertida. Es probable que las personas cuyo nombre figura en esa lista se enteren de que un ordenador de esta oficina ha solicitado su nombre y dirección. ¿Es algo secreto? ¿Tiene algo que ver con el motivo por el que está us­ted aquí?
—La respuesta es tal vez. Procure que la recopilación de los datos parezca lo más rutinaria posible, ¿de acuerdo?
La secretaria asintió, con los ojos muy abiertos, al percatarse de las implicaciones de lo que Jeffrey le estaba pidiendo.
—¿Cree que alguien de dentro del Servicio de Seguridad...? —empezó, pero él la cortó.
—Yo no sé nada. Sólo tengo mis sospechas. Y ésta es una de ellas.
—Tendré que decírselo a mi jefe.
—Espere al fin de nuestra reunión. No conviene darle más espe­ranzas de la cuenta.
—¿Y si solicito los nombres tanto de hombres como de muje­res? —preguntó ella—. Tal vez eso llamaría menos la atención, ¿no? Puedo añadir a la petición una nota diciendo que el Servicio de Se­guridad, concretamente la oficina del director, está contemplando la posibilidad de mejorar uno de los niveles de acceso. Es algo que hacemos de vez en cuando...
—Eso estaría bien. Una gestión que parezca lo más normal y corriente posible. De lo contrario... bueno, más vale ni pensar en lo que pasaría. Se lo agradecería mucho. Y también que el asunto no salga de este despacho.
La secretaria lo miró como si estuviera loco por insinuar que ella podía revelar información sobre su trabajo o el de su jefe a na­die, incluido su marido, amante o mascota. Sacudió la cabeza e hizo un gesto hacia la puerta del director.
—Hace rato que le espera —dijo con brusquedad.
Dentro del despacho, Manson volvía a estar sentado en su silla giratoria, de cara a su ventanal panorámico.
—¿Sabe? Es curioso, profesor Clayton —dijo el director sin volverse—, pero a los poetas les encantan el alba y el ocaso. A los pintores les gusta el atardecer. A los amantes les gusta la noche. Son las horas románticas del día. En cambio, a mí me gusta el mediodía. El resplandor del sol. El momento en que el mundo está en plena actividad, y uno ve cómo se construye, ladrillo a ladrillo... —apartó la vista de la ventana— o idea a idea.
     Extendió el brazo por encima de su escritorio, cogió un vaso de una bandeja, y lo llenó de agua con una jarra de metal reluciente. No le ofreció a Jeffrey.
—¿Y a usted, profesor? ¿Qué parte del día le gusta más?
Jeffrey reflexionó por un momento.
—Las altas horas de la noche. Poco antes del alba.
El director sonrió.
—Curiosa elección. ¿Por qué?
—Es cuando todo está más tranquilo. Una hora secreta. La que se adelanta a todas las cosas que empiezan a cobrar forma con la claridad de la mañana.
—Ah. —El director asintió—. Debí suponerlo. Es la respuesta de alguien que busca la verdad. —Manson bajó la mirada por un momento para posarla en un papel que descansaba justo en medio del escritorio, ante él. Jugueteó con la esquina de la hoja, pero no compartió su contenido con Jeffrey—. Dígame, señor buscador de la verdad, ¿cuál es la verdad sobre la muerte del agente Martin?
—¿La verdad? La verdad es que o lo engañaron o lo siguieron hasta una trampa tendida detrás de la que había preparado él cre­yendo que resolvería el dilema del estado. Estaba allí, en lo alto de ese peñasco, vigilando la casa adosada en la que había instalado a mi madre y a mi hermana, como un pescador pendiente del corcho de su caña. Supongo que no cumplió la orden que le di, respecto a mantener en secreto la presencia y el paradero de ellas dos...
—Es una suposición acertada. Informó de su llegada al Depar­tamento de Inmigración y el Servicio de Seguridad.
—¿A través de la red de ordenadores?
—Así es como se hacen estas cosas...
—Con su aprobación, imagino...
El director titubeó, y su breve silencio resultó de lo más elo­cuente.
—No me costaría nada mentir —dijo—. Podría decir que el agente Martin actuaba por su cuenta, lo que, en gran medida, sería una afirmación cierta. También podría decir que sus actos eran ini­ciativas suyas. Eso también sería verdad.
—Pero no podría esperar que yo me lo creyese del todo.
—Puedo ser muy persuasivo. Quizá sólo sembraría en usted la sombra de una duda.
     —Nunca estuvo previsto que el agente Martin me ayudara en la investigación. Sus dotes de inspector eran limitadas. Desde el prin­cipio debía ser el hombre que apretara el gatillo cuando llegara el momento. Lo sé desde hace algún tiempo.
—Ah, ya me parecía que se comportaba de un modo demasia­do evidente, pero en cambio bordó su interpretación de un erradicador de problemas del estado, por así llamarlo. Era el mejor que teníamos, aunque supongo que el adjetivo «mejor» sería discutible.
—Pero ahora han asesinado a su asesino.
—Sí. —El director vaciló de nuevo, con una sonrisa—. Ahora me temo que tendrá usted que ganarse su sueldo de verdad, pues no cuento con reservas inagotables de agentes Martin...
—¿No hay más asesinos?
—Yo no diría eso...
Jeffrey miró fijamente al director.
—Entiendo —dijo—. Lo que quiere decir es que el sustituto del agente Martin no será tan destacado. Mientras yo sigo buscando a la presa, alguien me vigilará sin que me dé cuenta.
—Eso sería una suposición razonable, pero confío —dijo Man­son con frialdad— en que usted se ocupará de mi problema, tal como yo me ocupo del suyo, porque son el mismo. —El director tomó otro sorbo del vaso de agua sin despegar la vista de Clay­ton—. Todo esto tiene un regusto medieval fascinante, ¿verdad? O me trae su cabeza o me dice adónde debo ir a buscarla yo mis­mo. ¿Lo entiende? Estamos hablando de una justicia que funciona aún más rápidamente de lo que es habitual. Esto es lo que debe hacer, profesor. Encuéntrelo. Mátelo. Y si no se ve capaz de hacer­lo, simplemente localícelo, y nosotros lo mataremos por usted. —El director bajó de nuevo los ojos. Sonrió, luego alzó la mirada hacia Jeffrey con los párpados entornados y expresión severa—. No nos queda tiempo.
—Tengo algunas ideas. Hipótesis que podrían proporcionarnos pistas.
—No nos queda más tiempo.
—Bueno, creo que...
Manson descargó un manotazo sobre el escritorio que retumbó como un disparo.
—¡No! ¡No nos queda más tiempo! ¡Encuéntrelo ya! ¡Mátelo de una vez!
Jeffrey guardó silencio por un momento.
—Les advertí —dijo con una serenidad exasperante— de que las investigaciones de este tipo requerían su tiempo...
El labio superior de Manson se curvó hacia arriba, como el de un animal al mostrar los dientes. Sin embargo, moderó la intensidad de su rabia para explicarle lenta, pausadamente:
—Dentro de aproximadamente dos semanas, se votará en el Congreso de Estados Unidos la concesión de la categoría de estado para nosotros. Esperamos que el resultado de esa votación sea mayoritariamente favorable. Contamos con cuantiosos apoyos empre­sariales. Grandes sumas de dinero han cambiado de manos. Pero este apoyo, pese a la actividad de los grupos de presión, los sobornos y la influencia que hemos podido alcanzar, no deja de ser frágil. Después de todo, se pedirá a los miembros del Congreso que conce­dan la condición de estado a una región que restringe de facto algu­nos derechos importantes. «Derechos inalienables», los llamaban nuestros antepasados. Negamos esos derechos porque llevan a la anarquía y la delincuencia que campan por sus respetos en todo el país. Esto pone en una situación difícil a esos idiotas del Congreso. Usted lo entiende, sin duda, ¿no, profesor?
—Sí, entiendo que la situación es delicada.
—No somos un territorio nuevo, profesor. Somos una idea nueva implantada en una parte del territorio viejo.
—Sí.
—Y cuando obtengamos la categoría de estado de forma oficial, en igualdad de condiciones, el país entero dará un paso hacia delan­te. Un paso irreversible en una dirección clara e importante. Será el inicio del proceso que los llevará a ser como nosotros. No a noso­tros a ser como ellos. ¡No sé si me explico con suficiente claridad, profesor!
—Sí, entiendo...
—¡Así que imagínese cómo afectaría a la votación lo que está pasando ahora! —Manson empujó la hoja de papel, que se deslizó desde el centro del escritorio hacia Jeffrey. El borde se agitó breve­mente como si fuera a elevarse en el aire, pero Jeffrey lo atrapó antes de que saliera volando.
El papel era una carta dirigida a Manson.



Mi querido director:
En octubre de 1888, Jack el Destripador le envió a George Lusk, presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, un pequeño obsequio, a saber, un trozo de un riñón humano. Como parte de su diversión, el Destripador remitió también una misiva a uno de los mejores periódicos de Fleet Street, pro­metiéndoles una oreja de su próxima víctima. No cumplió su promesa, aunque sin lugar a dudas lo habría hecho, de haber querido.
Tanto su carta al periódico como su regalo para el señor Lusk tuvieron el efecto que cabía esperar. La agitación y el pá­nico se adueñaron de la ciudad de Londres. En esos días no se hablaba de otra cosa que del Destripador y de lo que haría a continuación.
Interesante, ¿no le parece?
Así que imagínese qué efecto tendrían los siguientes nom­bres y fechas si los enviara al auténtico Washington Post —no al de mentirijillas que tenemos en Nueva Washington— o al New York Times, y quizás a un par de cadenas de televisión.
Eso es lo que pienso hacer en un futuro muy próximo.
Lo interesante de esta carta es que no contiene amenaza al­guna. Tampoco es un intento burdo de hacerle chantaje o extor­sionarle. No tiene usted nada que yo quiera. Al menos, nada con lo que pueda comprarme. Ésta es sólo mi manera de demos­trarle su absoluta impotencia.
Quizá sepa, también, que nunca capturaron al Destripador. Pero todo el mundo recuerda quién es.

Debajo de la última frase había escritos diecinueve nombres de mujeres jóvenes, seguidos de un mes, un día y un lugar. Con un vis­tazo rápido, Jeffrey comprobó que estos datos se correspondían con las fechas de desaparición de las chicas y el lugar donde alguien aparte del asesino las vio vivas por última vez. Pero antes de que acabara de examinar todos los nombres de la lista, sus ojos se fijaron en la última línea. Al final de la lista figuraba el vigésimo nombre, en negrita: PROFESOR JEFFREY CLAYTON DE LA UNIVERSIDAD DE MASSACHUSETTS. Estaba marcado con un asterisco, que remitía a una sarcástica nota al pie: FECHA Y LUGAR POR CONFIRMAR.
     Manson observaba con atención el semblante de Jeffrey. —Creo que esa última línea debería ser un aliciente añadido —comentó enérgicamente.
     Jeffrey no contestó.
—Me parece que ambos nos enfrentamos a un peligro conside­rable —continuó Manson—, aunque el suyo entraña un elemento personal que lo hace un poco más provocador.
Jeffrey se disponía a replicar, pero el director de seguridad lo interrumpió.
—Oh, ya sé lo que va a decir. Amenazará de nuevo con huir. Dirá que todo esto no vale la pena. Querrá poner tierra por medio, llevarse a su madre y a su hermana e intentar esconderse otra vez. Pero su padre despierta tanta admiración como repulsión... al igual que el Destripador, supongo. Y es que, al incluirle a usted en esa lista, con independencia de cuáles sean sus intenciones verdaderas, ha sembrado una duda intrigante en su cabeza. Una duda que quedará grabada para siempre, ¿no es así? Me refiero a que da igual dónde trate usted de ocultarse, pues siempre dudará, cada vez que reciba el correo o suene el teléfono o alguien llame a su puerta, ¿no? —El director sacudió la cabeza y prosiguió—: Es un recurso tosco, pero efectivo, ¿sabe? Si él envía esa carta, y usted no lo encuentra, bueno, podrá despedirse de su carrera profesional, ¿no?
—Sí —respondió Jeffrey al fin—. Supongo que sí.
—Hay otra cosa que me llama la atención —continuó el direc­tor—. A su padre le gusta jugar fuerte la baza psicológica, ¿verdad? Al incluirle en esa lista y hacerla pública, podría decirse que su vida quedaría marcada para siempre. Vaya a donde vaya, haga lo que haga. ¿Cree que alguien volverá a verle como Clayton, el especialis­ta, el profesor universitario? ¿O simplemente le conocerán como el hijo del asesino, y se preguntarán, como yo me pregunto ahora, qué peso tienen en usted esos genes que le corren por las venas? —Man­son se meció en su silla, contemplando a Clayton, que estaba atena­zado por la angustia—. ¿Sabe, profesor? —dijo despacio—, si lo que nos jugamos no fuera tan importante (miles de millones de dólares, todo un estilo de vida, una filosofía para el futuro), este asunto me parecería de lo más fascinante. ¿Puede el hijo borrar la mitad de sí mismo matando al padre? —Se encogió de hombros—. Seguro que hay alguna tragedia griega truculenta que nos daría la respuesta. O algún relato bíblico. —El director de segundad esbozó una sonrisa forzada—. Estoy un poco pez en tragedias griegas. Y digamos que he descuidado un poco mi estudio de la Biblia en los últimos meses. ¿Y usted, profesor? —Haré lo que tenga que hacer.
—Estoy seguro de ello. Y con diligencia, además. ¿No le pare­ce interesante que él deje claro que aún no ha enviado la carta? Sólo se me ocurre una razón para eso.
—¿Cuál?
      —Quiere darle a usted una posibilidad. Esto supone para noso­tros tanto una ventaja como una maldición.
     —¿Por qué?
—¿No lo ve, profesor? Si usted da con él y alcanzamos nuestro objetivo, habremos salvado todo aquello por lo que tanta gente ha trabajado con tanto ahínco. Si no, si la fecha y lugar de su falleci­miento se añaden al final de esa lista, la noticia aparecerá en la por­tada de todos los periódicos. Me temo que eso convertiría a su pa­dre en una figura como la de Jack el Destripador, ¿no cree?
Jeffrey se abismó en sus pensamientos. Su imaginación traba­jaba de forma febril, como una calculadora al abordar un pro­blema complicado, barajando cifras y factores, ahondando en la complejidad de una fórmula matemática para llegar a una conclu­sión.
—Sí —dijo—, y en eso consiste este juego. Si consigue derrotar­nos, a usted y a mí, conseguirá descollar entre los demás. Se habrá ganado un lugar en la historia.
Manson asintió.
—Es un juego bastante ambicioso. ¿Tiene usted una ambición comparable?
Jeffrey plegó la lista y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
—Eso ya lo veremos, ¿no? —respondió.


La secretaria del director lo esperaba con la lista ya impresa, que le tendió a Jeffrey cuando éste salió del despacho interior. El profe­sor sopesó el grueso fajo de papeles en una mano.
—Aquí debe de haber unos mil nombres —señaló.
      —Mil ciento veintidós, para ser exactos. Los cuatro niveles de acceso superiores. —Le entregó un segundo listado, de igual tama­ño—. Mil trescientos cuarenta y siete. Todos ellos hombres.
—Una pregunta rápida —dijo Jeffrey—. La dirección de correo electrónico del director. ¿Quién la conoce y sabría cómo enviarle un memorando o un mensaje?
—Tiene dos cuentas distintas. Una es para recibir comentarios y sugerencias generales. La segunda es mucho más confidencial.
—El mensaje que ha recibido...
     —¿De su objetivo? —lo cortó la secretaria—. En realidad, lo abrí yo y se lo envié directamente, sin que nadie más se enterase.
     —¿A qué cuenta llegó?
     La secretaria sonrió.
—Habría sido muy significativo que llegara a la cuenta privada, ¿verdad? Sólo los dos niveles de seguridad superiores conocen esa dirección. Eso le habría facilitado un poco el trabajo. Desafortuna­damente, ha llegado a la cuenta general. Esta mañana. Consta como hora de envío las 6.59. De hecho, eso resulta interesante...
—¿Por qué?
—Bueno, yo suelo sentarme a mi escritorio hacia las siete de la mañana, y una de mis primeras tareas es ocuparme del correo envia­do durante la noche. Por lo general, esto sólo me lleva unos minu­tos; me limito a reenviar los comentarios y sugerencias a los subdi­rectores correspondientes o al defensor del ciudadano del Servicio de Seguridad. Para ello me basta con pulsar un par de teclas. El caso es que ahí estaba el mensaje, en cabeza de todos los recibidos, por encima de los habituales «Necesitamos un aumento» y «¿Por qué no cambia Seguridad la combinación de colores de tal o cual subcomisaría?»...
—De modo —dijo Jeffrey despacio— que quienquiera que lo haya enviado sabía qué es lo primero que hace usted al llegar por la mañana, y en qué momento.
—Soy madrugadora —dijo la secretaria.
—Y él también —respondió Jeffrey.


Susan estaba estudiando minuciosamente los casos de jóvenes secuestradas y asesinadas cuando su hermano regresó de su reunión con el director de seguridad. Había esparcido fotografías de escenas del crimen e informes de localización por el suelo, en torno a su escritorio, creando un entorno macabro. Diana se encontraba fue­ra del círculo de la muerte, con los brazos cruzados, como intentan­do impedir que algo se le escapara del interior. Ambas alzaron la vista cuando Jeffrey entró.
—¿Algún progreso? —preguntó Susan de inmediato.
—Tal vez —contestó su hermano—. Pero también malas noticias.
Lanzó una mirada fugaz a Diana, que en un instante leyó sus ojos, su voz y su postura.
—¡Ni se te ocurra excluirme! —exclamó—. Algo te inquieta, Jeffrey, y tu primera maldita preocupación es buscar el modo de protegerme. Ni hablar.
—Es duro para mí —murmuró Jeffrey.
—Es duro para todos —terció su hermana.
—Tal vez. Pero mirad esto...
Les alargó a las dos mujeres la copia impresa del mensaje de correo electrónico que el director de seguridad había recibido esa mañana.
—Es mi nombre el que aparece al final, no el tuyo, mamá —dijo Jeffrey—. Supongo que al menos eso es una suerte. Tú no figuras en la lista.
Susan continuó mirando la carta.
     —Aquí hay algo que no cuadra —comentó—. ¿Puedo quedar­me con esto?    Jeffrey asintió.
     —Hablando de cosas más positivas, se me ha ocurrido una idea. Una posibilidad, supongo...
—¿Cuál? —preguntó Susan, levantando la vista.
—He estado pensando en lo que dijo mamá. Lo de la nueva es­posa de nuestro querido papaíto. Y me he preguntado: ¿qué busca­ría él en una mujer?
—Dios santo, ¿a alguien como él? —inquirió Susan.
Diana se quedó callada.
Jeffrey hizo un gesto de afirmación.
—La bibliografía sobre los asesinos en serie da cuenta de un pequeño porcentaje de ellos que actúan por parejas. Por lo general se trata de un par de psicópatas que, mediante algún proceso inde­finible y espantoso, se ponen en contacto el uno con el otro. La conjunción de sus personalidades refuerza y alimenta la complacen­cia de sus perversiones asesinas compartidas...
—Deja de hablar como un maldito profesor —lo interrumpió Susan—. Ve al grano.
—Pero ha habido numerosos casos de parejas formadas por un hombre y una mujer.
—Eso ya lo dijiste anoche. ¿Y qué?
—Pues que, en casi todos los casos, es la perversión del hombre la que impulsa la relación. La mujer es un apéndice. Pero, conforme su relación se hace más estrecha, más disfruta ella con la tortura y el asesinato, hasta que los dos acaban por ser compañeros en el senti­do más real y profundo.
—¿Ah, sí?
—Sé adónde quiere llegar —intervino Diana con suavidad—. La mujer lo está ayudando...
—Correcto. ¿Y para qué necesita ayuda? —Jeffrey hizo un ges­to amplio en torno a sí—. Necesita ayuda para acceder a esto. Es aquí donde tenía que colarse, tanto física como electrónicamente. Es aquí donde ha estado observándome, desde el principio. Creo que la nueva esposa trabaja para el estado. Para el Servicio de Segu­ridad. —Dejó caer el listado impreso sobre el escritorio, con un leve golpe sordo—. Es una suposición tan buena como cualquier otra. Y tenemos un tiempo limitado.
Susan asintió.
—Triangulación —susurró.
—¿Cómo dices?
—Es como se averiguaba la posición de un barco en el mar por medio de radiobalizas. Si uno conoce la dirección de tres líneas di­ferentes, puede determinar su posición en cualquier punto de la superficie terrestre. La clave, por supuesto, está en descubrir las tres señales. En cierto modo, eso es lo que estamos intentando.
—Sabemos qué tipo de casa buscar —se sumó Diana—, qué cla­se de espacio necesita para lo que hace...
—Y ahora debemos añadir a eso un nombre de esta lista... —señaló Jeffrey.
Susan titubeó y luego soltó:
—¿Y te acuerdas de lo que dijo Hart en la cárcel? ¡Un vehícu­lo! El tipo de vehículo adecuado para transportar a una víctima de secuestro. Una minifurgoneta. Con ventanas de vidrio ahumado.
 Jeffrey se puso a trabajar con el ordenador.
—Eso no será un problema —dijo.
Susan cogió la lista impresa de empleados del Servicio de Segu­ridad. Comenzó a leer desde la parte superior de la primera página y se detuvo. Bajó los papeles y agarró el mensaje de correo electró­nico que había llegado esa mañana. Sus ojos recorrieron las fotogra­fías de mujeres muertas.
—Algo no encaja —dijo—. Lo noto. —Miró a su madre, luego a su hermano—. Nunca me equivoco —aseguró—. Es como en aquellos dibujos de las revistas infantiles en los que hay que buscar errores. Como un payaso con dos pies izquierdos, o un futbolista con una pelota de béisbol, cosas así. —Escrutó de nuevo las imáge­nes de las víctimas—. Nunca me equivoco —repitió.
Jeffrey pulsó algunas teclas del ordenador, y de la impresora que estaba sobre otro escritorio empezó a brotar otra lista, esta vez de automóviles. Se volvió hacia su hermana.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó.
—Todo es un rompecabezas, ¿verdad? —preguntó ella.
—Como todos los asesinatos. Y más aún los asesinatos en serie.
—La posición de los cadáveres —dijo Susan—, ¿por qué es im­portante?
—No lo sé. Siluetas de ángeles en la nieve. Cuando los asesinos se toman tantas molestias para presentar sus crímenes de una mane­ra determinada, casi siempre es porque pretenden hacer una re­flexión psicológica. En otras palabras, significa algo...
—Ángeles en la nieve. Ésa es la postura que ocasionó que te tra­jeran aquí, ¿verdad?
—Sí.
—Y se presta a especulaciones, ¿no es cierto? ¿No te hizo dedi­car tiempo a intentar descifrar el significado de esa postura?
—Sí, durante las primeras semanas que pasé aquí. Eso contribu­yó a mi renuencia a creer...
—Y entonces apareció un cadáver...
—Que en cierto modo representaba lo contrario. Como una pequeña prueba.
Susan se reclinó en su asiento, contemplando a las mujeres muertas.
—No significa nada. Lo significa todo. —De pronto se volvió hacia su madre—. Tú lo conocías —dijo con amargura—, tan bien como el que más. ¿Ángeles en la nieve? ¿Jóvenes tendidas como si estuvieran crucificadas? ¿El alguna vez...? —Le faltaron fuerzas para terminar la frase.
Pero Diana supo lo que le estaba preguntando.
—No, hasta donde recuerdo. Y cuando estábamos juntos, siem­pre era algo frío y sin pasión. Y rápido. Como una obligación. Un deber laboral, tal vez. Totalmente desprovisto de placer.
Jeffrey abrió la boca para responder, pero cambió de idea. Miró de nuevo las fotografías, colocándose al lado de su hermana.
—Quizá tengas razón. Podría ser simplemente un engaño. —Res­piró hondo y meneó la cabeza, como intentando negar lo que estaba pensando, pero en vano—. Eso sería muy astuto —dijo lentamente—. No hay un solo investigador en el mundo, ni psicólogo, en realidad, que no se obsesionaría con las posturas tan características de los cadáveres de las víctimas. Es el tipo de cosas que estamos entrenados para ana­lizar. Ocuparía todo nuestro pensamiento precisamente porque es un acertijo, después de todo, y nos sentiríamos impulsados a resolverlo...
Susan movió la cabeza afirmativamente.
—Pero ¿y si la solución es que lo que parece tan significativo en realidad no significa nada?
Jeffrey aspiró con brusquedad.
—Estoy harto de todo —murmuró despacio. Cerró los párpa­dos—. Los dedos índices, eso es todo lo que quería realmente. Eso bastaba para recordárselo. Para él, lo importante es hacer. El resto sólo forma parte de sus engaños y ocultamientos. —Exhaló larga­mente, con un silbido, y extendió el brazo para posarlo sobre el brazo de su hermana—. ¿Lo ves? Somos capaces.
—¿Capaces de qué? —preguntó Susan, con voz vacilante, por­que justo en ese momento había comprendido exactamente lo mis­mo que su hermano.
—De pensar como él —contestó Jeffrey.
Diana soltó un grito ahogado. Sacudió la cabeza enérgicamente.
—Sois míos —dijo—, no de él. No lo olvidéis.
Jeffrey y Susan se volvieron hacia su madre, sonrientes, tratando de reconfortarla. Sin embargo, una debilidad en sus ojos reflejaba el miedo ante lo que estaban descubriendo sobre sí mismos.
     Diana se percató de ello, al borde del pánico.
—¡Susan! —exclamó con dureza—. ¡Guarda esas fotografías! Y no quiero oír una palabra más sobre... —Se interrumpió. Cayó en la cuenta de que lo único sobre lo que podían hablar era justo aquello que la aterraba.
Susan se inclinó para recoger pausadamente las imágenes y los informes de las mujeres muertas e introducir las fotos en sobres de papel de Manila, cada documento con sus instantáneas correspon­dientes. Guardaba silencio inquieta, aún consternada, aunque no estaba segura de por qué.
Cogió la última fotografía y la metió en su carpeta.
—Ya está. Mamá, he terminado. —De pronto, miró a su herma­no con los ojos desorbitados, embargada por el miedo.
Él la vio y, sin saber por qué, se adueñó de él la misma angustia repentina.
Por unos instantes, Susan se quedó inmóvil, y Jeffrey casi podía ver su cerebro trabajando intensamente. Entonces su hermana giró sobre sus talones y se puso a contar.
—Algo no cuadra, algo no cuadra, oh, Jeffrey, Dios mío... —gimió.
—¿Qué?
—Veintidós carpetas. Veintidós jóvenes muertas o desapare­cidas.
—Así es, ¿y?
—En el mensaje hay diecinueve nombres.
—Sí. Estadísticamente, siempre había calculado que entre el diez y el veinte por ciento de las víctimas podían atribuirse a otras causas que no fueran el homicidio...
—¡Jeffrey!
—Lo siento. No hablaré como un profesor, vale. ¿Qué es lo que ves?
Susan agarró el mensaje impreso que descansaba sobre el escri­torio. Soltó un gruñido.
—La número diecinueve —musitó, doblándose como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en la barriga—. El nombre que aparece justo por encima del tuyo.
Jeffrey se fijó en el nombre y el número que tenía a su iz­quierda.
—Oh, no —dijo. De pronto, alargó el brazo, cogió los expe­dientes de las víctimas y comenzó a revolver los papeles.
—¿Qué pasa? —preguntó Diana, con el mismo miedo en la voz que ya se había apoderado de los otros dos.

—El nombre número diecinueve no está en esta pila. Y la fecha es trece guión once. No consta el año. Eso es hoy. Como lugar apa­rece simplemente Adobe Street. No lo había visto —dijo, con un ligero temblor en los labios—, porque no podía ver otra cosa que mi nombre, debajo.




            21

                                               Desaparecida


Jeffrey y Susan estaban en la esquina de Adobe Street, situada en una comunidad modesta llamada Sierra, una hora y media al norte de Nueva Washington. Un conductor del Servicio de Seguridad, apoyado contra un coche a media manzana de allí, los observaba mientras ellos inspeccionaban la calle lentamente. Durante un rato, Jeffrey se había preguntado si ese agente sería también el nuevo ase­sino designado para seguirlos de cerca, esperando el momento en que descubriesen a su padre. Pero lo dudaba. «El sicario sustituto estará oculto —pensó—. Oculto y en el anonimato.» Siguiéndolos, aguardando el instante oportuno para aparecer. Supuso que las per­sonas capacitadas para ello no abundaban precisamente en el estado cincuenta y uno, aunque no resultarían tan difíciles de encontrar en los otros cincuenta. Los policías del nuevo mundo eran sobre todo oficinistas y burócratas, y su trabajo se asemejaba más al de los con­tables y administrativos. Imaginaba que por eso la pérdida del agen­te Martin planteaba tantos problemas.
Se dio la vuelta bruscamente, como para sorprender al doble del agente Martin acechándolos en algún rincón. No vio a nadie, y se dio cuenta de que eso era justo lo que esperaba. Manson no era uno de esos políticos que cometen el mismo error dos veces.
A unos metros de los dos hermanos había un hombre y una mujer de mediana edad. Arrastraban los pies nerviosamente, sin quitar ojo a los Clayton ni hablar entre sí. Eran el director y la subdirectora del instituto de Sierra. El director era una caricatura de los de su especie: de baja estatura, espalda encorvada y calva incipien­te, con el tic nervioso de frotarse las manos como si tuviera frío. No dejaba de aclararse la garganta, intentando captar su atención, pero no decía una palabra, aunque de vez en cuando miraba al hombre del Servicio de Seguridad, como esperando que el policía le explica­ra por qué los habían sacado a los dos de su rutina escolar y los habían llevado hasta esa calle que quedaba a medio kilómetro.
La calle en sí era poco más que un tramo polvoriento de asfalto negro de sólo dos manzanas de largo. Que se hubieran molestado en ponerle un nombre parecía una exageración. En mitad de la segun­da manzana había un garaje de acero corrugado pintado de blanco radiante y verde intenso, los colores del instituto de Sierra, supuso Susan. En una parte del tejado había dibujado un árbol enorme con brazos, piernas, cara y unos dientes de aspecto feroz, con la leyen­da ABETOS AGUERRIDOS DEL INSTITUTO DE SIERRA.
Jeffrey y Susan avanzaron despacio por la calle, recorriéndola con la mirada, buscando algún indicio de lo que había sucedido esa mañana. La calle terminaba en una verja de metal amarilla que cerra­ba el paso a un estrecho camino de tierra. No había ninguna otra barrera ni cosa parecida, aparte de unos montículos de grava y la valla. Jeffrey se fijó en un objeto de color vivo remetido junto a uno de los pilares de hormigón que sujetaban los postes de la entrada. Al acercarse vio que era una carpeta de plástico rojo. La levantó por una esquina y advirtió que contenía una media docena de páginas impre­sas. Sin abrir la boca, le enseñó la carpeta a su hermana.
Los dos volvieron sobre sus pasos y examinaron el garaje. Era aproximadamente del tamaño de una cancha de baloncesto, y más o menos de la altura de un piso y medio. No tenía ventanas, y las grandes puertas dobles de batiente de la fachada estaban cerradas con candado. Rodearon el edificio. Jeffrey no despegaba la vista del suelo, pensando que tal vez habría huellas de neumáticos, pero la zona estaba recubierta de polvo y barrida por el viento.
Cuando salieron de detrás del edificio, el director de la escuela dio unos pasos hacia ellos.
—Éste es el cobertizo donde guardamos nuestro equipo pesado —dijo—. Un par de tractores, accesorios cortacésped y una quita­nieves que nunca utilizamos, mangueras y sistemas de riego por aspersión. Todas las cosas para el mantenimiento de los campos de fútbol y rugby, como las máquinas para marcar las líneas. Algunos de los entrenadores guardan aquí otros trastos, como porterías de fútbol y una jaula de bateo.
—¿Y el candado?
—Unas cuantas personas conocen la combinación, especial­mente los encargados de mantenimiento. En realidad se cierra con candado sólo para evitar que algún alumno demasiado entusiasta decida llevarse prestado un tractor en una noche loca de sábado.
Jeffrey echó un vistazo en derredor. El camino de tierra prote­gido por la verja discurría por entre una densa arboleda.
—¿Adónde se va por allí? —preguntó, señalando.
—Ese camino lleva a los campos de deportes situados detrás de la escuela —respondió el director, frotándose las manos vigorosa­mente—. La verja está ahí para impedir pasar a los vehículos de los alumnos. Eso es todo. De hecho, nunca hemos tenido problemas, pero ya se sabe, con los adolescentes más vale prevenir que curar.
—No me cabe duda —dijo Jeffrey.
La subdirectora, una mujer que llevaba pantalones color caqui y un blazer azul, con unas gafas colgadas al cuello de una cadena de oro, se acercó. Le sacaba unos quince centímetros al director, y hablaba con una firmeza en la voz que denotaba sentido de la disciplina.
—Se supone que no deben ir al colegio por aquí. No es que haya una norma contra ello precisamente, pero...
—Es un atajo, ¿no?
—Algunos de los chicos que viven en la urbanización marrón, no muy lejos, atajan por aquí en vez de dar toda la vuelta, como en teoría deberían. Sobre todo si se les hace tarde. Quiero decir que preferiríamos que llegaran puntuales al instituto...
Susan bajó la vista hacia un bloc de notas.
—Kimberly Lewis... ¿a qué hora tenía que llegar ella a la escue­la hoy?
La subdirectora abrió un maletín de cuero barato y extrajo un dossier amarillo. Lo abrió, leyó rápidamente y dijo:
—El timbre de la mañana suena a las siete y veinte. A primera hora debía ir a la sala de estudio, de siete y veinte a ocho y cuarto. A las ocho y veinte tenía clase de historia avanzada de Estados Unidos. No se presentó.
Susan asintió.


—Hoy tenía que entregar un trabajo, ¿no?
La subdirectora se mostró sorprendida.
—Pues sí.
Antes de proseguir, Susan observó la carpeta que Jeffrey había encontrado junto a la verja.
—Un trabajo sobre el Convenio de 1850. Por lo que respecta a la sala de estudio, ella era alumna del último curso, ¿verdad? ¿Tenía la obligación de estar allí?
—No. Es alumna de cuadro de honor, y como tal está exenta de la hora de estudio...
—¿O sea que es probable que se desplazase al instituto más tar­de que el resto del alumnado?
—Hoy, sí. Casi todos los demás ya estarían en clase.
—Y entre los encargados de mantenimiento, ¿quién estaría aquí?
—De hecho, hoy están en el vestuario masculino, pintando. Ya hacía tiempo que eso se había programado. Tuvimos que enviar un aviso de que hoy el vestuario permanecería cerrado, hasta que se secara la pintura. Así que aquí no habría nadie. El material de pin­tura se guarda en el cuarto de mantenimiento de la escuela.
Susan miró a su hermano y advirtió que cada detalle se le clavaba como un estilete, provocándole un dolor nuevo y único. Varios facto­res pequeños se habían conjugado para brindarle una oportunidad al asesino. Ella, por otra parte, notaba un frío inconfundible y absoluto dentro de sí, como si cada dato no hiciera sino alimentar la rabia que se acumulaba en su interior. No era una sensación distinta de la que la había invadido al contemplar las fotos de jóvenes asesinadas.
—Bien —dijo Jeffrey, interviniendo en la conversación—. Ella no se presentó a clase. ¿Qué sucedió entonces? —inquirió con cier­ta dureza en el tono.
—Bueno, no recibí todos los informes de inasistencia hasta media mañana —respondió la subdirectora—. El procedimiento establecido consiste en llamar a casa del alumno que no nos ha co­municado la razón de su ausencia. Poco después del mediodía, lla­mé a la residencia de los Lewis...
—Nadie contestó, ¿verdad?
—Bueno, los dos padres trabajan, y no quise molestarlos en sus oficinas. Pensaba que Kim cogería el teléfono. Supuse que estaba enferma. Hemos tenido varios casos de una gripe que deja a los chicos fuera de combate. Básicamente se pasan el día durmiendo hasta que se curan...
—Nadie contestó, ¿verdad? —preguntó de nuevo Jeffrey, alzan­do la voz.
La subdirectora le dedicó una mirada de indignación.
—Correcto —dijo.
—Y luego, ¿qué hizo?
—Bueno, decidí volver a llamar más tarde, cuando ella se hubie­ra despertado.
—¿Llamó al Servicio de Seguridad para decirles que una alumna suya había faltado a clase y no había dado señales de vida? El director se acercó bruscamente.
—Oiga, señor Clayton, ¿por qué íbamos a hacer eso? La inasis­tencia no es un asunto de seguridad, sino de disciplina escolar. Es un asunto interno del instituto.
Jeffrey titubeó, pero su hermana respondió en su lugar.
—Depende precisamente del tipo de inasistencia del que este­mos hablando —dijo con amargura.
—Bueno —la subdirectora soltó una risita irónica—, Kimberley Lewis no es la clase de alumna que se mete en líos. Saca sobresalien­tes y es muy popular.
—¿Tiene amigas? ¿Un novio, tal vez? —preguntó Susan.
La subdirectora pareció dudar unos momentos.
—No, no tiene novio este año. Es una buena chica en todos los sentidos, con todos los números para ingresar en una universidad de primera categoría.
—Ya no —repuso Susan en voz baja de manera que sólo su her­mano pudiese oírla.
—¿Tuvo novio el año pasado? —inquirió Jeffrey, con una curio­sidad repentina.
La subdirectora vaciló de nuevo.
—Sí. El año pasado. Mantuvo una relación intensa, pese a que recomendamos a nuestros alumnos que procuren evitarlas. Por for­tuna, el joven en cuestión iba un curso por delante de ella. Se mar­chó a la universidad y la relación se extinguió sola, supongo.
—¿A usted no le caía bien el chico? —quiso saber Jeffrey.
Susan volvió la mirada hacia él.
—¿Qué más da? —preguntó con suavidad—. Sabemos lo que ocurrió aquí, ¿no?
Jeffrey levantó la mano para cortar la respuesta de la subdirec­tora y, a continuación, tomó a su hermana del brazo y se la llevó aparte, a unos metros de donde estaban.
—Sí—murmuró—, sabemos lo que ocurrió aquí. Pero ¿cuándo se decidió él por esta chica? ¿Qué información tenía sobre ella? Quizás el ex novio sepa algo. Tal vez la relación que la subdirecto­ra cree que se extinguió sola no se hubiera roto del todo. Sea como sea, es algo que deberíamos investigar un poco.
Susan asintió.
—Estoy impaciente —se disculpó.
—No —replicó su hermano—, estás centrada.
Se acercaron de nuevo a las dos autoridades escolares.
—¿No le caía bien el chico? —repitió Jeffrey.
—Era un joven difícil pero sumamente brillante. Se fue a una universidad del este.
—¿Difícil en qué sentido?
—Cruel —aclaró la subdirectora—, manipulador. Siempre me daba la impresión de que se mofaba de nosotros. No me entristecí cuando terminó el instituto. Sacaba buenas notas y resultados ex­cepcionales en las pruebas, y era el principal sospechoso de un mis­terioso incendio declarado en el laboratorio la primavera pasada. Más de una docena de animales de laboratorio, conejillos de Indias y ratas blancas, se quemaron vivos. En fin, al menos ya no está por aquí. Seguramente triunfará a lo grande en alguno de los otros cin­cuenta estados. No creo que éste sea para él.
—¿Conserva su expediente académico?
La subdirectora hizo un gesto de asentimiento.
—Quiero verlo. Tal vez tenga que hablar con él.
El director metió baza otra vez.
—Necesito una autorización del Servicio de Seguridad para fa­cilitarle esa información —aseveró pomposamente.
Jeffrey sonrió con malicia.
—¿Y si envío mejor a una unidad de agentes para que venga a buscarlo? Podrían entrar marchando en su oficina. Sería la comidilla de todo el alumnado durante días.
     El director fulminó al profesor con la mirada. Dirigió la vista al conductor del Servicio de Seguridad, que se limitó a asentir con la cabeza.
—Lo recibirá —dijo el director—. Se lo enviaré por correo elec­trónico.
—El expediente entero —le recordó Jeffrey.
El director movió afirmativamente la cabeza, con los labios apretados como para reprimir alguna que otra obscenidad.
—Bien, ya hemos respondido a sus preguntas. Ahora dígannos qué está pasando.
Susan tomó la palabra, hablando con una severidad poco común en ella, pero que creía que quizá necesitaría en un futuro cercano.
—Muy sencillo —dijo, e hizo un gesto en torno a sí—. ¿Lo ven? Echen un buen vistazo alrededor.
—Sí —dijo el director en un tono de exasperación que había perfeccionado en su trato con alumnos díscolos, pero que no impre­sionó a Susan—. ¿Qué se supone que estoy viendo exactamente?
—Su peor pesadilla —contestó ella con brusquedad.


Los dos permanecieron callados durante los primeros minutos de trayecto de vuelta a Nueva Washington, en el asiento trasero del coche estatal mientras el agente aceleraba en dirección a la autopista. Susan abrió el trabajo de final de trimestre de la alumna desapareci­da y leyó algunos párrafos, intentando formarse una imagen de la chica en sí a través del texto, pero no fue capaz. Lo que leyó le ha­blaba en tono sombrío de estados esclavistas y estados libres y del acuerdo que permitió que aquéllos ingresaran en la Unión. Se pre­guntó si había algo de irónico en ello.
Fue la primera en romper el silencio.
—Muy bien, Jeffrey, tú eres el experto. ¿Está viva aún Kimberly Lewis ?
—Probablemente no —comentó su hermano, cabizbajo.
—Eso me imaginaba —murmuró Susan. Exhaló con frustra­ción—. Y ahora, ¿qué? ¿Esperamos a que el cadáver aparezca en al­gún sitio?
—Sí, por duro que parezca. Simplemente debemos retomar lo que estábamos haciendo. Aunque se me ocurre una posible circuns­tancia que significaría para ella una oportunidad de sobrevivir.
—¿Cuál?
—Creo que existe una pequeña posibilidad de que ella forme parte del juego. Quizá sea el premio. —Soltó el aire despacio—. El ganador se lo lleva todo. —En voz baja, con un profundo pesimis­mo, añadió—: Resulta doloroso —dijo lentamente—. Tiene dieci­siete años, y tal vez ya esté muerta, sencillamente porque él quiere burlarse de mí, demostrar que, aunque el Profesor de la Muerte le sigue la pista, sigue siendo lo bastante poderoso para secuestrar a alguien delante de nuestras narices, incluso después de avisarnos de antemano de lo que iba a hacer. Pero yo he sido demasiado estú­pido y egocéntrico para darme cuenta. —Sacudió la cabeza y conti­nuó—: Otra posibilidad es que la chica esté encadenada en una ha­bitación en algún sitio, esperando que alguien acuda a salvarla. Y el único alguien somos nosotros, y heme aquí diciendo: «Debemos andarnos con cautela, tomarnos nuestro tiempo.» —Soltó un gruñi­do—. Qué valiente soy —comentó con cinismo.
—Dios santo —dijo Susan pausadamente, arrastrando las síla­bas, como cobrando conciencia del dilema—. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué podemos hacer aparte de lo que estamos haciendo? —preguntó Jeffrey entre dientes—. Cotejar la lista de viviendas con la de empleados de seguridad, y luego comprobar cuáles de ellos poseen un vehículo que sirva para transportar víctimas. A ver que descubrimos.
—Supón que, mientras nos ocupamos de todo eso, la joven se­ñorita Kimberly Lewis sigue con vida.
—Está muerta —soltó Jeffrey—. Está muerta desde el momento en que salió por la puerta esta mañana, tarde y sola, apenas con tiempo suficiente para atajar por una calle desierta. Ella no lo sabía, pero ya estaba muerta.
Susan no respondió al principio, pero se permitió albergar la esperanza remota de que su hermano estuviese equivocado. Luego agregó con suavidad:
—No, creo que deberíamos actuar, cuanto antes. Tan pronto como identifiquemos una casa que reúna las características que buscamos. Actuar en ese momento. Porque si esperamos un solo minuto de más, quizá lleguemos un minuto tarde, y nunca nos lo perdonaríamos. Jamás.
Jeffrey se encogió de hombros.
—Tienes razón, por supuesto. Actuaremos con la mayor rapi­dez posible. Eso es seguramente lo que él quiere. Sin duda es la ra­zón por la que la pobre Kimberly Lewis se ha visto metida en todo esto. No es debido a ninguna perversión o deseo, sino simplemente un estímulo para que yo actúe de manera impulsiva e imprudente. —Jeffrey parecía resignado—. Lo ha conseguido, supongo.
A Susan le vino una idea a la cabeza que casi la hizo pararse en seco.
—Jeffrey —susurró—. Si él la ha raptado para incitarte a actuar, cosa que parece factible aunque no estemos seguros de ello, porque no estamos seguros de nada, entonces, ¿no sería lógico pensar que hay algo en su secuestro que puede indicarte dónde buscarla?
Jeffrey abrió la boca para responder, luego vaciló. Sonrió.
—Susie, Susie, la reina de los acertijos. Mata Hari. Si salgo bien librado de ésta, debes venir e impartir una de mis clases avanzadas conmigo. El Ranger de Tejas tenía razón; serías una investigadora de narices. Creo que tienes toda la razón. —Extendió el brazo y le dio a su hermana unas palmaditas afectuosas en la rodilla—. Lo más difícil de este asunto es que cada conclusión que nos acerca un poco más a nuestro objetivo empeora las cosas. —Sonrió de nuevo, esta vez con tristeza.
Los dos guardaron silencio durante el resto del viaje de regreso a las oficinas del Servicio de Seguridad. Susan decidió sacar todo su armamento de la casa adosada, donde lo tenía escondido, y de mala gana resolvió que, durante lo que quedaba de su estancia en el esta­do cincuenta y uno, llevaría encima un arsenal suficiente para solu­cionar de una vez por todas los acertijos psicológicos que les acosa­ban a ella y a su familia.


Diana Clayton observó a su hijo, que repasaba a conciencia la lis­ta de empleados del Servicio de Seguridad. Notaba que la frustración crecía en su interior a medida que examinaba un nombre tras otro. Las mujeres con acceso a las claves de seguridad eran en su mayoría secretarias y ejecutivas de baja categoría. En la lista figuraba también alguna que otra encargada de logística y unas cuantas agentes.
Parte del problema de Jeffrey residía en que los límites entre los niveles de seguridad informáticos no eran precisos. Estaba convencido de que alguien con acceso al nivel ocho probablemente tendría alguna clave del nivel nueve; así es como funcionaban casi todas las burocracias. Además, pensó Jeffrey, si la nueva esposa de su padre era realmente astuta, permanecería en un nivel intermedio y averi­guaría cómo acceder a los niveles más altos. Esto la ayudaría a man­tener sus actividades en la sombra.
Mientras su hijo trabajaba, Diana apenas hablaba. Había insis­tido en que Susan y él la pusieran al corriente de lo que había su­cedido en la escuela, y eso habían hecho, de forma somera y a gran­des rasgos. Ella no los había presionado para que le contaran más detalles. Era consciente de que temían por ella y probablemente la consideraban el eslabón más débil. También comprendía que su presencia, sumada al hecho de que, según creía, era un objetivo prioritario del hombre con quien se había casado, los ponía a todos en una situación de vulnerabilidad. Aun así, se aferraba en su fue­ro interno a la idea de que podía resultar necesaria. Se recordó a sí misma que, veinticinco años atrás, cuando los dos eran niños, ha­bía sido necesario que ella actuara, por ellos, y lo había hecho. Y se acercaba rápidamente el momento en que quizá tendrían que recu­rrir a ella una vez más.
De modo que se reservó su opinión y se quedó callada, sin en­trometerse, cosa que no le resultaba fácil en absoluto. Ni siquiera había protestado cuando Susan había anunciado que se iría con el coche y el conductor a la casa adosada a buscar algo de ropa y me­dicamentos que se habían dejado allí, entre algunas otras cosas que no había especificado pero que su madre ya se imaginaba.
Jeffrey había llegado hasta la letra efe, subrayando en amarillo todos los nombres cuyo domicilio estuviese situado en una urbani­zación de color verde. A continuación, cotejaba el nombre marca­do con la lista de cuarenta y seis casas que habían identificado como posibles emplazamientos. Por el momento, había encontrado trece coincidencias, que dejó a un lado para examinarlas con mayor dete­nimiento cuando hubiese completado la labor mecánica de analizar la lista. En aras de la minuciosidad, y porque albergaba dudas res­pecto a la lista de cuarenta y seis, a veces seleccionaba un nombre y consultaba de nuevo en el ordenador la lista maestra de miles de pla­nos de casas construidas por encargo para buscar el diseño en plan­ta de la vivienda de la mujer en cuestión, sólo para asegurarse de no pasar por alto ninguna posibilidad. Esto alargaba el proceso, y él intentaba no pensar que le estaba robando ese tiempo a una chica aterrorizada de diecisiete años.
Mientras estaba trabajando, el ordenador que tenía al lado emi­tió tres pitidos.
—Debe de ser correo electrónico —le dijo a su madre—. Ábrelo por mí, ¿quieres? —Apenas alzó la vista.
Diana se colocó ante el teclado del ordenador e introdujo una contraseña. Leyó por unos instantes y luego se volvió hacia su hijo.
—¿Tú le has pedido un expediente al instituto de Sierra?
—Sí, el del novio. ¿Es eso lo que han enviado?
—Sí, junto con la nota de un tal señor Williams, que debe de ser el director, escrita en términos no muy amistosos...
—¿Qué dice?
—Te recuerda que utilizar documentos académicos confidencia­les de manera no autorizada o divulgarlos sin permiso constituye una infracción de nivel amarillo penada con una multa considerable y trabajos comunitarios...
—Qué imbécil —dijo Jeffrey, sonriendo—. ¿Algo más?
—No...
—Pues imprímelo. Le echaré un vistazo dentro de un rato.
Diana obedeció. Leyó las primeras líneas.
—El joven señor Curtin parece un chico de lo más excepcio­nal... —comentó, mientras la impresora comenzaba a zumbar.
Jeffrey seguía escrutando el listado de nombres.
—¿Por qué? —preguntó distraídamente.
—Pues parece haber sido un muchacho difícil. El número de sobresalientes sólo es equiparable a los problemas de disciplina: in­terrumpía en clase, gastaba bromas pesadas, estuvo acusado de ha­cer pintadas racistas, aunque no se demostró. Es el principal sospe­choso de provocar un incendio en el laboratorio. No se presentaron cargos. Lo expulsaron unos días por llevar una navaja al instituto... Yo creía que en teoría esas cosas no pasaban en este estado. Le dijo a un compañero de clase que tenía una pistola en su taquilla, pero el registro consiguiente dio un resultado negativo. La lista sigue y sigue...
—¿Cuál dices que es su apellido?
—Curtin.
—¿Y su nombre de pila?
—Qué curioso —dijo Diana—. Es igual que el tuyo, sólo que escrito de otra manera. G—E—O...
—Geoffrey Curtin —dijo Jeffrey despacio—. Me pregunto...
—Aquí hay un informe del psicólogo escolar que recomienda que reciba tratamiento y que se le someta a una serie de tests psico­lógicos. También hay una nota que dice que los padres se negaron a autorizar ningún tipo de test...
Jeffrey giró en su silla y se inclinó hacia su madre.
—¿Puedes deletrear el apellido?
—C—U—R—T—I—N.
—¿Constan los nombres de los padres? Diana asintió.
—Sí. El padre se llama... vamos a ver, aquí está. Sí: Peter. La madre se llama Caril Ann. Pero lo escribe con I—L al final. Es una ortografía poco común para ese nombre.
Jeffrey se puso de pie y caminó hasta situarse junto a su madre. Se quedó mirando el archivo que parpadeaba en pantalla mientras se imprimía al lado. Hizo un gesto lento de afirmación.
—Tienes razón —dijo con cautela—. Que yo recuerde, sólo lo había visto escrito así una vez.
—¿Dónde?
—En el caso de Caril Ann Fúgate, la joven que acompañó a Charles Starkweather en las matanzas que perpetró por toda Nebraska en 1958. Once víctimas.
Diana se volvió hacia su hijo con los ojos muy abiertos.
—Y Curtin —prosiguió él prudentemente, como un animal que acabara de percibir un olor amenazador traído por una racha de viento caprichosa—, bueno, es la versión adaptada al inglés del ale­mán Kürten.
—¿Y eso significa algo?
Jeffrey asintió de nuevo.
—En Dúseldorf, Alemania, a finales del siglo XIX, Peter Kürten, el Vampiro de Dúseldorf, infanticida. Pervertido. Violador. Despia­dado. M, aquella película tan famosa, estaba basada en él. —Jeffrey exhaló despacio—. Hola, papá —dijo—. Hola, madrastra y herma­nastro.



                      22

              Temeridad


Jeffrey trabajaba febril y rápidamente.
El domicilio de la familia Curtin estaba en el 135 de Buena Vista Drive, en el barrio residencial azul situado a las afueras de la ciudad de Sierra. Pese a su nombre, Buena Vista Drive no tenía, por lo que indicaban los mapas, ninguna vista digna de consideración; estaba construido en una zona boscosa, una zona urbanizada en medio de un paisaje eminentemente silvestre. La casa figuraba en el número treinta y nueve de la lista de posibles viviendas confeccionada por Jeffrey. Le llevó poco tiempo descubrir que Caril Ann Curtin era secretaria ejecutiva del subdirector de Control de Pasaportes, una división del Servicio de Seguridad. Era su tercer empleo en el apa­rato de gobierno del estado; la habían ascendido cada vez con refe­rencias muy elogiosas a su ética profesional y su dedicación. Había alcanzado acceso al nivel undécimo de seguridad. En su autoriza­ción su marido constaba como un inversor retirado especializado en bienes inmuebles. También reflejaba que él había hecho contribu­ciones muy generosas al Fondo para el Estado Cincuenta y Uno, la rama financiera del grupo de presión del estado.
En el organigrama del gobierno del estado cincuenta y uno en­contró la extensión del teléfono de Caril Ann Curtin. Sonaron tres tonos de llamada antes de que alguien contestara.
—Con la señora Curtin, por favor —dijo Jeffrey.
—Soy su ayudante. Me temo que hoy no vendrá. ¿Quiere dejar­le un recado?
—No, gracias, ya volveré a llamar.
Colgó. Demasiado ocupada para ir a trabajar hoy. Seguramen­te se había pedido una baja por motivos personales, pensó él con una sonrisita burlona.
A continuación, Jeffrey buscó en el ordenador del Servicio de Seguridad el expediente laboral confidencial de la señora Curtin.
Al mismo tiempo, accedió al registro de vehículos motorizados y descubrió que la familia Curtin tenía tres: dos sedanes europeos último modelo y la minifurgoneta cuatro por cuatro más antigua que Jeffrey esperaba. Esto hizo que se parase a pensar; había confia­do en que hubiese cuatro vehículos diferentes, uno para el padre, otro para la madre, otro para el hijo adolescente, como correspon­día a toda familia acomodada de clase media alta que vivía en las afueras, y un cuarto, con un uso sumamente especializado. Tomó nota mentalmente de ello.
En otra rama del Servicio de Seguridad solicitó una lista de ar­mas propiedad de los Curtin. De acuerdo con las leyes de control de armas del estado, los miembros de la familia estaban designados como «coleccionistas» y como «aficionados a la caza deportiva» —designaciones que a Jeffrey le parecieron irónicas, pues resulta­ban sorprendentemente precisas—, y su arsenal de armas tanto an­tiguas como modernas era nutrido.
Finalmente, pidió a Control de Pasaportes fotografías de cada uno de los miembros de la familia. Esta orden requería tiempo para cursarse, por lo que no obtuvo respuesta de inmediato. Le comuni­caron que la autorización estaba en trámite, de modo que se puso a esperar.
No sabía cuál de las solicitudes que había hecho por ordenador encerraba la trampa, pero sabía que una de ellas contenía una, y te­nía la fuerte sospecha de que era esta última. No se trataba de una aplicación difícil de programar, sobre todo para alguien conectado a los niveles superiores de la jerarquía estatal, como Caril Ann Cur­tin. Él sabía, que, en algún sitio, ella había introducido la instruc­ción de que se le notificase de manera automática si alguien pedía información sobre ella o algún miembro de su familia. Se trataba de una precaución rutinaria que cualquiera tomaría, especialmente si tenía mucho que ocultar en una sociedad en que se suponía que nada debía ocultarse. Cayó en la cuenta de que seguramente había activado la alarma, pero ya no veía modo alguno de dar marcha atrás. Intentó encubrir sus peticiones enmascarando la identidad de quien solicitaba la información, pero dudaba que estas medidas sir­vieran para algo excepto para retrasar un poco el momento crítico.
Tenía clara una cosa: no quedaba mucho tiempo.
Sabía también que su padre no sólo se habría preparado para este día, sino que posiblemente lo había planeado. No se le ocurría otra explicación para el secuestro de la ex novia de su otro hijo. La elección de Kimberly Lewis estaba concebida como una provoca­ción; daba pie a un reconocimiento y exigía una reacción. Cuanto más pensaba en ello Jeffrey, más lo inquietaba, porque una parte de él consideraba este secuestro en particular como un tipo de delito que el delincuente espera que quede impune. Estaba desprovisto del anonimato y el misterio que entrañaba la selección de las otras víc­timas. Raptos. Los crímenes de su padre eran como relámpagos en una tarde húmeda de verano; instantáneos, únicos. Sin embargo, este crimen llevaba detrás intenciones muy diferentes.
Jeffrey se meció en su asiento ante el ordenador y pensó que probablemente nunca en la historia del crimen había un perseguidor sabido tanto sobre su presa como él sobre su padre, el asesino. Ni siquiera el famoso perfil del Unabomber elaborado por el FBI a mediados de la década de 1990, que parecía predecir prácticamen­te todos los rasgos de la personalidad del terrorista, contenía cono­cimientos tan íntimos como los que él había adquirido o recordaba en su base instintiva. Pero toda esa información y comprensión resultaban inútiles, porque su padre, el asesino, había conseguido ocultar un elemento esencial: su propósito.
Había sembrado indicios de que sus asesinatos tenían un móvil político: dar al traste con el nuevo estado. O tal vez el móvil era personal, mensajes dirigidos a su hijo, el profesor. Quizá formaban parte de una competición o de un plan. Naturalmente era posible que se tratase de ambas cosas a la vez o de ninguna de las dos. Ha­bía pruebas que respaldaban la idea de que los asesinatos eran fru­to de la perversión o actos de naturaleza ritual. Podían ser producto del mal o del deseo. Eran actos solitarios para cuya ejecución había conseguido ayuda. Eran novedosos, y a la vez tan antiguos como la historia criminal escrita.
    Eran como la partitura de una pieza de música moderna, pensó Jeffrey. Evocaban el pasado con sonidos y prefiguraban el futuro. Eran al mismo tiempo arcaicos y futuristas. Se preguntó qué debía hacer.
Luego se reprendió a sí mismo: «Deberías saberlo. Lo conoces, y a la vez sabes muy poco de él.» Las posibilidades se agolparon en su imaginación: él tendería su propia emboscada. Ellos ejecutarían a la joven. Desaparecerían.
Esta última posibilidad es la que más lo asustaba.
Jeffrey no lo dijo en voz alta, pero se había armado de valor para una decisión crítica. Fuera cual fuese el horror resultante de la rela­ción entre la familia original y la nueva, él le pondría fin ese día. Bajaría el telón de una vez por todas. Alargó el brazo y cogió la pistola automática que descansaba sobre el escritorio. Acarició el guardamonte, intentando imaginar la sensación que produciría el arma al disparar. «Rematar» el asunto se dijo. Último capítulo. La estrofa final. La nota postrera.
Cayó en la cuenta de que el problema era que tal vez su padre deseaba lo mismo.
Dejó la pistola y se puso a trastear de nuevo con el ordenador. Al cabo de unos segundos, había abierto unos planos en tres dimen­siones de la residencia de la familia Curtin. Procedió a estudiarlos, con la concentración y la entrega de un estudiante que empolla para un examen.
Lo que vio fue que la «sala de música» carecía de ventanas y era contigua a un espacio marcado como sala recreativa «familiar», en un sótano. Al parecer tenía una sola puerta, que daba al interior de la casa, lo que lo sorprendió. Lo examinó más de cerca. «No tiene sentido —pensó—, teniendo en cuenta el uso que le daba a ese cuar­to.» Una vez concluido su trabajo, él no querría atravesar su casa con un cadáver a cuestas, por muy bien envuelto que estuviera. Se­ría una muestra irrefutable de que había perdido el control. Su pa­dre era demasiado inteligente para eso.
El nombre de la empresa constructora figuraba en los planos. Jeffrey descolgó el auricular y llamó. Tardó unos minutos en con­seguir que las recepcionistas transfiriesen la llamada al presidente de la empresa, que estaba en las obras de una nueva escuela primaria.
—¿Qué pasa? —preguntó el contratista, con el tono de un hom­bre que se había pasado el día ocupándose de pequeñas meteduras de pata y errores, y que tenía poca tolerancia o paciencia para con nadie más.
Jeffrey se identificó como un agente especial del Servicio de Seguridad, lo que sólo sirvió para mitigar ligeramente la bronque­dad del hombre.
—Quería hacerle algunas preguntas sobre una casa que usted construyó hace más de seis años, en Buena Vista Drive, a las afue­ras de Sierra...
—¿Espera que me acuerde de una casa de hace tanto tiempo? Oiga, amigo, nos encargamos de muchos proyectos, no sólo de ca­sas, sino también edificios y oficinas y colegios y...
—Seguro que se acuerda de esta casa —lo interrumpió Jef­frey—. La familia se llamaba Curtin. Fue un trabajo por encargo. De alta categoría.
—La verdad es que no me acuerdo. Oiga, siento no poder ayu­darle, pero estoy muy ocupado...
—Esfuércese más —le dijo Jeffrey.
En ese momento, la puerta de su despacho se abrió, y entró su hermana, con una bolsa de tela que hizo un ruido metálico cuando la depositó en el suelo.
Diana se volvió hacia su hija.
—Los hemos encontrado —dijo en voz baja, crípticamente.
Susan soltó un jadeo y se disponía a responder cuando Jeffrey señaló enérgicamente la pila de documentos que salían de las impre­soras.
—¿Qué demonios es lo que quiere saber, a todo esto? —pre­guntó con aspereza el contratista.
—Quiero saber qué modificaciones introdujo.
—¿Qué?
—Lo que quiero saber es en qué se diferencia la casa de los pla­nos oficiales que enviaron al estado para su revisión arquitectónica y aprobación.
—Oiga, amigo, no sé de qué me habla. Eso va contra las leyes del estado. Podría perder la licencia para construir aquí...
—La perderá de todos modos —lo cortó Jeffrey de forma brus­ca y fría— si no me dice ahora lo que quiero saber. ¿Qué cambios no figuran en los planos? Y no me diga que no se acuerda, porque no es verdad. Yo sé que el hombre que le encargó esa casa le pidió unas modificaciones que no aparecieran en ningún proyecto arqui­tectónico. Y seguramente le pagó muy bien sólo para que implementase esos cambios sin registrarlos en los documentos oficiales. Tiene dos opciones: si me lo cuenta ahora, lo consideraré un favor y no le mencionaré la conversación a la junta de expedición de li­cencias. O bien puede contestarme con evasivas, y entonces su licencia para construir a esos precios inflados artificialmente en el estado cincuenta y uno, y enriquecerse más de lo que había soñado jamás, será revocada antes del mediodía de mañana. —Jeffrey titu­beó, y luego añadió—: Ya me ha oído. Es la amenaza más explícita que he podido lanzar. Ahora, piénselo durante treinta segundos y luego responda a mi puta pregunta.
El contratista reflexionó antes de contestar.
—No necesito los treinta segundos, qué cojones. ¿Quiere saber qué diferencias hay? Vale. El estudio del sótano tiene una salida oculta. Da al exterior. Mi gente hizo un trabajo de narices; cuesta mucho de descubrir. También hay un sistema de seguridad camu­flado como un aparato de aire acondicionado. Toda la instalación está sobre un falso techo, y hay monitores de vídeo en el estudio de la planta de arriba, detrás de una librería también falsa. Hay sensores colocados por todo el terreno de la finca con detectores de infrarrojos. Hubo que ir hasta Los Ángeles a recoger esos tras­tos. Aquí son ilegales. Y tampoco hacen falta, como le dije al tipo. Supongo que se imaginó que esto iba a acabar convirtiéndose en una ciudad sin ley. Una locura. Le aseguré que no necesitaba más que una cerradura en la puerta, pero él seguía erre que erre. Al fin y al cabo, ésa es la razón de ser de este lugar, ¿no? Pero él estaba dispuesto a pagar, y a pagar bien. Joder, al principio nadie sabía si este estado saldría adelante o no, así que le seguí el juego. Estoy seguro de que no soy el único que hizo una cosa así en los prime­ros años. ¿Qué más? Ah, tampoco sale en los planos, pero hay un cobertizo o pabellón de invitados del tamaño de un garaje peque­ño a unos doscientos metros de la casa. La casa se alza en una co­lina, y el cobertizo está en la ladera, junto a unos tropecientos kilómetros cuadrados de terreno protegido no urbanizable. No sé para qué se usa. Echamos los cimientos, levantamos la estructura, colocamos el material aislante y las paredes. El sólo quería que incluyéramos en las especificaciones de la casa los materiales para el acabado, y eso fue lo que hice. Nos dijo que él daría los últimos toques a su gusto.
—¿Algo más?
—No. Y es la única vez que he introducido cambios de este tipo. Ahora el estado envía a un inspector que lo revisa todo a fondo, pla­nos en mano, antes de que se ocupe la vivienda. Pero esto era en los inicios, cuando las cosas eran bastante más laxas. Tal vez untó a algún inspector también. Se supone que eso no se puede, pero circulan his­torias. Bueno, ahí lo tiene, amigo, confío en que cumpla su promesa.
Jeffrey colgó, preguntándose distraídamente si el contratista estaría utilizando cemento de baja calidad para los cimientos de la escuela. Fuera como fuese, había averiguado lo que necesitaba saber.
Oyó que, tras él, su madre decía en voz suave:
—Jeffrey, Susan, estamos recibiendo las fotografías ahora.
Los tres se apiñaron frente a la impresora mientras la máquina runruneaba y finalmente escupía la fotografía de identificación de Geoffrey Curtin. Era un adolescente de estatura media, con ojos castaños hundidos y una mata de pelo negro apenas peinada. Tenía el rostro achatado, las mejillas y el mentón prominentes, y la boca tor­cida hacia abajo en la sonrisa forzada que había adoptado ante la cá­mara. Llevaba una perilla desaliñada. Entre los datos proporcionados por el estado constaba la dirección de su domicilio así como la de su residencia en la Universidad Cornell, en Ithaca, Nueva York.
Susan cogió la imagen y la observó con detenimiento. Antes de que pudiera decir nada, apareció una segunda fotografía, la de Ca­ril Ann Curtin.
Era una mujer menuda, de una delgadez cadavérica, rostro en­juto y pómulos salientes que había heredado su hijo. Llevaba la ca­bellera rubia recogida hacia atrás en una cola de caballo de aspecto infantil, y unas gafas anticuadas, de montura metálica. No era boni­ta ni lo contrario; tenía una expresión intensa e inquietante. No sonreía, y esto le confería un aire de secretaria.
—¿Quién eres en realidad? —preguntó Diana, contemplando la fotografía.
Jeffrey se la arrebató de las manos. Sacudió la cabeza.
—Yo sé quién es —aseveró—. El abogado de Trenton me lo dijo, pero yo no seguí la pista que me dio. Es una mujer que mu­rió en Virginia Occidental hace veinte años, poco después de salir de la cárcel de allí. Estúpido, estúpido, estúpido. Soy un estúpido.
Se disponía a continuar cuando la impresora comenzó a expul­sar el tercer retrato, el de Peter Curtin.
Fue Diana quien habló primero.
—Hola, Jeff —murmuró—. Vaya, cómo has cambiado.
Durante los primeros segundos, los tres vieron algunas cosas distintas y otras que seguían siendo como antes. Ya fueran los ojos, de mirada penetrante, o la frente inclinada hacia arriba y rematada por una calva, o la barbilla, o las mejillas, o las orejas muy pegadas al rostro ovalado, o los labios desplegados ligeramente en una son­risa burlona, todos vieron algo familiar, algún rasgo que compar­tían, o simplemente una imagen que habían relegado a algún rincón recóndito de su interior.
El hombre parecía más joven y vigoroso de lo que correspondía a sus sesenta y tantos años, lo que provocó que Diana Clayton sin­tiera una punzada en el corazón al pensar de pronto en el aspecto avejentado y próximo a la muerte que ella debía de ofrecer.
Jeffrey bajó la vista hacia la foto, temeroso de verse a sí mismo.
Susan fijó la mirada en la hoja blanca y satinada y notó que la invadía una rabia difícil de describir, pues entrañaba no sólo aborre­cimiento hacia todo lo que el hombre había hecho, sino también la sensación de soledad y desesperación que la había embargado du­rante toda la vida. No habría sido capaz de determinar cuál de estas furias era más profunda.
Jeffrey se volvió hacia su madre.
—¿Realmente ha cambiado?
Ella asintió.
—Sí —respondió despacio—. Casi todas sus facciones han sido modificadas, apenas lo suficiente para que el conjunto parezca dis­tinto. Salvo los ojos, por supuesto. Siguen siendo iguales.
—¿Lo habrías reconocido?
—Sí. —Respiró hondo—. No. Tal vez. —Diana suspiró—. Su­pongo que la respuesta es: no lo sé. Espero que sí. Pero tal vez no.
—No parece gran cosa —comentó Susan con dureza.
—Nunca lo parecen —contestó Jeffrey—. Estaría bien que la cara de las peores personas reflejara su maldad, pero no es así. Son de apariencia anodina y corriente, afable y poco llamativa, hasta el mis­mo instante en que se apoderan de tu vida y te llevan a la muerte. Y entonces sí que se convierten a veces en algo especial y diferente. De cuando en cuando se vislumbran atisbos, como los que vimos en David Hart, en Tejas, pero por lo general no es así. Pasan desaperci­bidos. Quizás eso sea lo más terrible de todo, que se parecen tanto.
—Vaya —dijo Susan con una risita desprovista de humor—, gracias por la lección, hermano mío. Y ahora, vayamos a por él.
—No tenemos por qué —replicó Jeffrey de forma cortante—. Basta con hacer una sola llamada al director del Servicio de Seguri­dad para que él lleve allí una unidad de Operaciones Especiales y haga saltar la casa en mil pedazos, junto con todo aquel que esté dentro. Podemos quedarnos sentados observando desde una distan­cia prudencial.
Diana miró a su hijo y negó con la cabeza.
—Nunca ha habido una distancia prudencial —repuso.
Susan hizo un gesto para mostrar que estaba de acuerdo con ella.
—¿Qué te hace pensar que el estado resolverá el problema de un modo satisfactorio para nosotros? —preguntó—. ¿Cuándo ha esta­do un gobierno a la altura de las expectativas?
—Este es nuestro problema. Deberíamos solucionarlo a nuestra manera —aseguró Diana—. Me sorprende que se te haya ocurrido siquiera pensar lo contrario.
Jeffrey parecía desconcertado, sobre todo por la reacción de su hermana.
—Subestimas el peligro que corremos —dijo—. Qué diablos, no lo subestimas, lo estás pasando por alto. ¿Crees que él dudaría un segundo en matarnos?
—No —respondió ella—. Bueno, tal vez. Después de todo, so­mos sus hijos.
Los tres se quedaron callados por unos instantes, hasta que Su­san prosiguió:
—Ha jugado con cada uno de nosotros, con el propósito de atraernos hasta su puerta. Hemos descubierto todas las pistas, inter­pretado todos los actos, mordido todos los anzuelos, y ahora, tras encajar todas las piezas, sabemos quién es él, y dónde vive, y quié­nes son los miembros de su familia. Ahora que hemos llegado tan lejos, ¿crees que deberíamos dejar el asunto en manos del estado? No seas ridículo. El juego ha sido concebido para nosotros tres. Todos deberíamos jugar hasta el final.
Diana asintió.
—Me pregunto si él habrá previsto que mantendríamos esta conversación —dijo.
—Probablemente —respondió Jeffrey, desanimado—. Entien­do vuestro punto de vista. Admiro vuestra determinación. Pero ¿qué ganamos si nos enfrentamos a él en persona?
—La libertad —contestó Diana de forma enérgica.
Jeffrey pensó que su madre era romántica, y su hermana impe­tuosa. En cierto modo, envidiaba esas cualidades. Sin embargo, te­nían una visión abstracta e idealizada de las habilidades de Peter Curtin, antes llamado Jeffrey Mitchell. El tenía un conocimiento mucho más preciso de dichas habilidades, y por tanto más aterra­dor. Su madre y su hermana se habían estremecido al ver las foto­grafías, pero eso no era lo mismo que contemplar en persona el cuerpo destrozado de una víctima y entender implícitamente la ra­bia y el deseo que habían impulsado cada tajo y cada cuchillada en la carne. El hecho de que ahora contase con la ayuda de una compa­ñera para realizar estos actos complicaba aún más las cosas. Y el hecho de que ambos hubiesen engendrado a un hijo añadía a la mezcla otro mal en potencia. No veía más que peligro en la situa­ción hacia la que estaban precipitándose de cabeza. Era consciente, por otro lado, de que tal vez no hubiese alternativa.
Apoyó la cabeza sobre sus manos, presa de una fatiga repenti­na. Pensó: «Así es como estaba previsto desde un principio que ter­minara el juego.»
—No olvides el otro factor —dijo Susan de pronto—. Kimberly Lewis, alumna del cuadro de honor. Orgullo de unos padres con­fundidos que ahora mismo se preguntan qué demonios está pasan­do y dónde diablos está su hija.
—Está muerta. Y aunque no lo esté, debemos dar por sentado que lo está.
—¡Jeffrey! —protestó Diana.
—Lo siento, mamá, pero, por lo que respecta a esa joven, bueno, ¿es una chica con suerte? ¿Con mucha, mucha suerte? ¿El dios de la buena fortuna le sonreirá y hará llover sobre su cabeza la mejor y más inimaginable y más improbable de las suertes? Porque, si lo hace, entonces quizás ella salga de ésta con sólo las cicatrices sufi­cientes para arruinar lo que le quede de vida. Pero, a los efectos que nos ocupan, daremos por sentado que ya está muerta. Aunque la oi­gáis pedir ayuda a gritos, dad por sentado que está muerta. De lo contrario, le daremos a él una ventaja que no podemos permitirnos.
—No sé si podré ser tan cínica —replicó su madre.
—Si no puedes, no tendremos la menor oportunidad.
—Lo entiendo —dijo ella—, pero...
Jeffrey la cortó alzando una mano. Clavó la mirada en su madre y luego en su hermana.
—De acuerdo —susurró—. Si queréis afrontar la realidad en lugar de una pura abstracción, debéis tener clara una cosa. Hemos de dejar atrás toda humanidad. Dejar atrás todo lo que nos convier­te en lo que somos. No debemos llevar con nosotros nada más que armas y un objetivo común. Vamos a matar a ese hombre. Y debéis tener claro también que la nueva esposa y el nuevo hijo no son más que apéndices suyos, creados por él para ser como él. Son exacta­mente igual de peligrosos. ¿Te ves capaz de eso, madre? ¿Podrás olvidarte de quién eres y valerte sólo de las partes más oscuras de ti misma, de la ira y el odio? Son las únicas partes de nosotros que necesitamos. ¿Podrás hacerlo sin vacilar y sin el menor remordi­miento o duda? Porque sólo tendremos una oportunidad. Ten bien claro que jamás se nos presentará otra. Así que, si nos adentramos en su mundo, debemos estar preparados para jugar según sus reglas y estar a su altura. ¿Serás capaz? —Miró a su madre, que no contes­tó—. ¿Puedes ser como él? —De repente se volvió hacia su herma­na, exigiéndole la respuesta a la misma pregunta—. ¿Y tú?
Susan no quería responder a su pregunta. Pensaba que su her­mano tenía razón en cada una de sus palabras. «Es consciente de lo temerarias que somos —se dijo—, pero a veces la temeridad es la única alternativa que te ofrece la vida.»
—Bien —dijo con una sonrisa forzada. Se humedeció los labios con la lengua. De pronto notó la garganta reseca, como si necesitara un poco de agua. Se acercó a la pantalla de ordenador, esperando que ni su madre ni su hermano se percatasen de lo nerviosa que es­taba, y se puso a estudiar la distribución de la casa de Buena Vista Drive. Al mismo tiempo, llenó la habitación de una bravuconería totalmente injustificada.
»Ya lo veremos, ¿no? Y lo veremos esta noche.



23                      

               La segunda puerta sin cerrar


Era bien entrada la noche cuando Jeffrey salió del enorme e impasible edificio de oficinas del estado, seguido por su madre y su hermana, en la que suponían que sería su última noche en el estado cincuenta y uno. Llevaba al hombro una talega mediana de color azul marino, al igual que su hermana. Diana sujetaba con la mano derecha un maletín de lona. Se tragó varios analgésicos subrepticiamente mientras salían a la oscuridad, esperando que ninguno de sus hijos se diese cuenta. Respiró hondo, paladeando el frío de la noche, al borde de la helada, y le pareció un sabor ex­traño y delicioso. Apartó por unos instantes la mirada de las coli­nas y las montañas que se elevaban al norte, y la dirigió a lo lejos, hacia el sur. «Un mundo desértico», pensó. Arena, polvo esparcido por el viento, plantas rodadoras y matorrales. Y calor. Un calor penetrante y aire seco. Pero esa noche no; esa noche era diferente, una contradicción entre la imagen y las expectativas. Frío en vez de calor.
Los aparcamientos estaban vacíos casi por completo; sólo que­daban los vehículos de los rezagados. Había muy pocas luces en­cendidas en los edificios de oficinas que tenían detrás. La mayor parte de la población activa del estado había cogido sus bártulos y se había ido a casa por la tarde, para cenar con la familia, charlar un poco, ver una película o una telecomedia en la tele, o quizás echarles una mano a los niños con los deberes. Luego, a la cama. A dormir, con la perspectiva de retomar la rutina al día siguiente. Reinaba un silencio seductor fuera del edificio de oficinas; oían el crujido de sus zapatos contra el cemento de la acera.
Jeffrey no tardó más que unos segundos en avistar su coche y al agente de seguridad que les habían asignado como conductor. Era el mismo que los había llevado al punto de Adobe Street donde Kimber­ly Lewis había desaparecido. Era un hombre taciturno, fornido, con el pelo muy corto y una mirada adusta y aburrida que ponía de mani­fiesto que habría deseado estar en algún otro lugar haciendo algo dis­tinto. Jeffrey supuso que al agente le habían proporcionado una infor­mación mínima sobre quién era él y sobre la razón de su presencia en el estado cincuenta y uno. Como siempre, se figuró que, en algún si­tio a su espalda, oculto a la vista, estaría el sustituto del agente Martin, siguiéndolos a una distancia conveniente, esperando a que ellos levan­taran la mano para señalar al hombre a quien debía asesinar. Por un instante, Jeffrey volvió la mirada hacia arriba, como esperando ver un helicóptero acechando sobre sus cabezas, con las aspas girando con un latido sordo, de un modo silencioso. Se detuvo por un mo­mento, intentando imaginar cómo les estaban siguiendo la pista. Sabía que el coche debía estar equipado con un sistema de localización elec­trónico. Había maneras de teñir la ropa con material infrarrojo que podía detectarse desde una distancia segura. Existían otras técnicas militares secretas, láseres y dispositivos de alta tecnología, pero duda­ba que las autoridades del estado cincuenta y uno tuviesen acceso a ellos. Tal vez lo tendrían en un par de semanas, cuando cosieran una estrella nueva a la bandera de Estados Unidos, pero seguramente aún no, pues la votación todavía no se había llevado a cabo.
Jeffrey se fijó en el conductor. Un don nadie. Supuso que el hombre no tenía más órdenes que acompañarlos a todas partes e informar al director de todos sus movimientos. Al menos, era con lo que contaba.
Habían trazado un plan, pero era mínimo. Intentar ser más as­tuto que la araña que los había invitado a su red era probablemen­te una empresa desesperada de todos modos. En cambio, debían ir y esperar que su propia fuerza lograse romper los hilos preparados para enredarlos y reducirlos.
El conductor dio un paso adelante.
—Me han dicho que se quedarían aquí por la noche. Nadie ha autorizado otra salida.
     —Si eso es lo que le han dicho, ¿por qué sigue aquí? —preguntó Susan rápidamente—. Abra el maletero, ¿quiere?
     El conductor abrió el maletero.
—Es el procedimiento reglamentario —dijo—. Tengo que espe­rar la autorización final para irme. ¿Vamos a algún sitio?
—Volvemos a Sierra —indicó Jeffrey tirando su talega encima de la de su hermana.
—Debo dar parte —dijo el agente—, informar del destino y de las horas aproximadas de llegada y vuelta. Son las órdenes que tengo.
—Me parece que no —repuso Jeffrey. Desenfundó su nueve milímetros sin estrenar de su sobaquera en un movimiento fluido y apuntó con el cañón al agente, que reculó y levantó las manos—. Esta noche improvisaremos.
Susan se rio, pero con una carcajada que sonó falsa. Le propinó al agente un leve empujón por la espalda.
—Suba —le dijo—. Conduce usted, señor agente. Mamá, sube delante. Ha llegado el momento del reencuentro.


Jeffrey colocó la pistola en el asiento entre su hermana y él. Se puso sobre las rodillas el maletín que su madre había traído consigo. De un bolsillo interior de la chaqueta extrajo una linterna tamaño bolígrafo que emitía una luz roja para ver de noche sin deslumbrar. La encendió y sacó dos carpetas del maletín. Cada una contenía unas cinco hojas.
La primera era el dossier confidencial del Servicio de Seguridad sobre Caril Ann Curtin. Lo leyó por encima, buscando cualquier dato que pudiera darle algún indicio sobre el modo en que reaccio­naría cuando le soltasen la verdad a la cara. Pero no era algo fácil de determinar: el dossier la revelaba como una funcionarla del estado diligente pero reservada. Había obtenido resultados muy favorables en las pruebas para ascensos e informes de rendimiento. Al parecer trabajaba eficientemente con sus compañeros, y los supervisores se referían a ella en términos muy elogiosos. Había poca información sobre su vida social, salvo un dato que inquietó a Jeffrey: Caril Ann Curtin pertenecía a un club de tiro femenino, en el que había gana­do varios premios en competiciones con pistola. También según el dossier, participaba activamente en organizaciones religiosas y cívi­cas, era socia de varios gimnasios y había corrido un maratón en menos de cuatro horas el año anterior, en la carrera de Nueva Wash­ington.
En lo referente a su vida anterior a su llegada al estado cin­cuenta y uno, el dossier era aún más escueto. Ella aseguraba haber­se diplomado en Administración de Empresas en una academia de Georgia. Tenía una experiencia laboral limitada, pero que la cualificaba de sobra para ejercer como secretaria. En la carpeta había dos cartas de recomendación de ex empleadores que la po­nían por las nubes. Una de ellas la había escrito el abogado de Trenton, detalle que el hombre había omitido en su conversación forzada con Jeffrey Clayton. La otra, supuso éste, era falsificada o comprada, pero sin duda satisfactoria para el estado en sus inicios, la época en que estaba cobrando forma. En apariencia, estaba ca­pacitada, era perfecta. Su marido tenía dinero y era generoso con él. Una vez que hubo pasado a formar parte de la burocracia, ella había subido peldaños con la determinación de un salmón que vuelve a su hogar.
Jeffrey dejó esa carpeta a un lado y abrió la segunda.
Ese expediente era aún más corto. Era un listado de ordenador impreso del Centro Nacional de Información Criminal. El encabe­zamiento rezaba: «Elizabeth Wilson. Fallecida.»
Jeffrey sacudió la cabeza.
«Fallecida no —pensó—. Sólo renacida.»
El documento del banco de datos nacional describía a una joven que se había criado en el campo, en Virginia Occidental. Tenía todo un historial como delincuente juvenil por allanamiento, incendios provocados, agresión con lesión y prostitución. Había un informe breve del Departamento de Libertad Condicional de las autorida­des del condado de Lincoln que mencionaba la existencia de unas pruebas no confirmadas de que había sufrido abusos sexuales cons­tantes en su infancia por parte de su padrastro.
Elizabeth Wilson había acabado en la cárcel por homicidio sin premeditación a los diecinueve años. Le había sacado una navaja a un cliente que se negaba a pagarle después de mantener relaciones sexuales con ella. El hombre la había golpeado varias veces antes de darse cuenta de que ella lo había rajado desde el vientre hasta la cintura. Le concedieron la libertad condicional después de cumplir tres años de condena en la penitenciaría estatal de Morgantown. Se­gún el informe, seis meses después de salir a la calle, había conse­guido empleo en un bar de moteros en una zona rural del estado a unos cien kilómetros de la ciudad. Su primera noche de trabajo, ha­bía salido del establecimiento en compañía de un hombre, y no la habían vuelto a ver. La policía había descubierto ropa desgarrada y ensangrentada en una hondonada, pero no habían hallado ningún cadáver. Esto había ocurrido a finales del invierno, y el terreno re­sultaba casi impracticable. Ni siquiera una unidad con perros había sido capaz de reconocer el territorio. Posteriormente, la policía ha­bía interrogado a varios hombres que se hallaban presentes en el bar esa noche y que según testigos habían estado hablando con ella. Detuvieron a uno cuya camioneta tenía manchas de sangre en el asiento. El tipo de sangre coincidía con el de Elizabeth Wilson, y más tarde las pruebas de ADN revelaron que era suya. Al registrar la camioneta se encontró un cuchillo de caza grande metido bajo un panel roto del suelo. La hoja también presentaba manchas de sangre. A pesar de que declaró que esa noche estaba borracho y no se acordaba de nada, el hombre fue juzgado y condenado a cadena perpetua.
Jeffrey pensó que eso debió de resultarle divertido a su padre. Dejar un poco de sangre en el coche de un desconocido. El cuchi­llo también le pareció un detalle ingenioso. Se preguntó si su padre había aleccionado a Elizabeth Wilson mientras le extraía sangre unas horas antes aquella tarde; «llama la atención, coquetea, enzár­zate en una discusión, luego márchate con un tipo que esté tan bo­rracho que apenas se tenga en pie. Un hombre que luego sea inca­paz de recordar un solo detalle».
Después, su padre se llevó a la joven cuya muerte había fabrica­do y la recreó, del mismo modo que se había reinventado a sí mis­mo antes. Esa noche, ella debió de ser como una recién nacida, des­nuda, con la ropa hecha jirones y empapada en su propia sangre, tiritando a causa del frío y el miedo.
Jeffrey cerró la carpeta y pensó: «Seguro que ella se lo debe todo.»
     Echó una mirada rápida a su hermana y luego a su madre.
   «No tienen idea de lo peligrosa que puede ser esta mujer —se dijo—. No hay un solo detalle de su vida que no haya sido inventa­do por mi padre. Ella le tendrá tanta devoción como un feroz perro guardián. Quizás incluso más.»
Junto con el expediente, habían enviado una vieja fotografía. En ella aparecía un rostro joven y airado con expresión ceñuda, una boca torcida de dentadura mellada y una nariz rota que se había soldado mal, todo ello enmarcado por una cabellera rubia enmara­ñada y grasienta.
Jeffrey comparó mentalmente ese retrato con la fotografía del pasaporte de Caril Ann Curtin. Costaba creer que la joven que sostenía bajo su cara el número de identificación en la comisaría fuese la misma mujer adulta segura de sí misma que había demos­trado su valía en tantas tareas oficiales. Le habían arreglado los dientes y suavizado el mentón. La nariz rota había sido reparada y remodelada. La había esculpido un experto, pensó Jeffrey, tan­to física como emocional y psicológicamente. Como Henry Higgins a Eliza Doolittle. Sólo que, en este caso, se trataba del Hen­ry Higgins de la muerte.
Jeffrey guardó de nuevo las dos carpetas en el maletín de lona, remetiéndolas entre el expediente escolar de Geoffrey Curtin y la fotografía de Peter Curtin. Los ordenadores no contenían informa­ción sobre él, salvo las referencias indirectas en los dossieres de su esposa e hijo.
En el coche había un teléfono del Servicio de Seguridad. Jeffrey lo cogió y comenzó a marcar un número. Hicieron falta tres inten­tos frustrantes para que pudiera ponerse en contacto con la Univer­sidad Cornell. Se identificó y acto seguido pidió que lo pasaran con el encargado de seguridad. Tardaron unos segundos en localizar al hombre, pero cuando contestó, su voz sonó muy cercana pese a los cientos de kilómetros que los separaban.
—Aquí el jefe de seguridad, ¿cuál es el problema?
—Señor, necesito saber si un alumno de Cornell continúa aloja­do en la residencia.
—Dispongo de esa información. ¿Para qué la necesita?
—Se ha producido un accidente de tráfico aquí —mintió Jef­frey—, y seguimos buscando entre los restos del vehículo quema­do. Es posible que se trate de parientes cercanos. Pero hemos recu­perado cadáveres sin identificar. Nos sería útil poder descartar al menos a una persona...
—¿Como se llama el alumno?
—Geoffrey, con G, Curtin. Se escribe C—U—R—T—I—N...
—Deje que eche un vistazo, señor...
—Clayton. Agente especial Clayton.
—Cada vez recibimos más solicitudes de jóvenes del estado cin­cuenta y uno, ¿sabe? Son buenos chicos. Buenos estudiantes. Pero cuando llegan al campus lo pasan fatal durante las primeras sema­nas. Aquí las cosas son diferentes que allá... —El oficial de seguri­dad hizo una pausa y luego añadió—: Oiga, ¿seguro que me ha dado bien el nombre?
—Sí. Geoffrey Curtin, de Sierra, en el estado cincuenta y uno.
—Pues no me sale nadie con ese nombre.
—Vuelva a comprobarlo, si es tan amable.
—Ya lo he hecho. Aquí no consta nadie. Tengo la lista general, ¿sabe? Figuran todos los alumnos, profesores, empleados del cam­pus... todas las personas relacionadas con la universidad. Él no apa­rece. Quizá debería telefonear a Ithaca College. A veces la gente se confunde, ¿sabe? Están muy cerca de nosotros.
Jeffrey, después de colgar, rebuscó en la carpeta del informe aca­démico. Sujeta al documento había una copia de la carta de acepta­ción de Cornell, con una nota escrita a mano por el tutor en la parte superior, que decía: «Depósito enviado.»
Jeffrey se percató de que tanto su madre como su hermana lo observaban.
—No está allí —dijo—, que es donde se supone que debería estar. Eso podría significar que está aquí...
El agente taciturno farfulló desde el asiento delantero:
—Pruebe con Control de Pasaportes. Ellos sabrán si está o no en el estado.
Jeffrey asintió.
—Se supone que tengo que ayudarles —prosiguió el agente, entre dientes—, pero mire que amenazarme con una pistola...
Jeffrey realizó la llamada. Gracias a su autorización de seguri­dad, obtuvo una respuesta rápida: Geoffrey Curtin, de dieciocho años, con domicilio en Buena Vista Drive 135, Sierra, había salido del estado el 4 de septiembre con destino a Ithaca, Nueva York, y aún no había regresado.
     —Bueno —dijo Susan—. ¿Qué opinas? ¿Está aquí o no?
     —Creo que no, pero debemos ser prudentes.
     —Me llaman doña Prudencia —bromeó Susan.
      —No, no es cierto —replicó Diana con aire sombrío—. Nunca te han llamado así.


La calle principal de Sierra estaba atestada de coches que daban bocinazos, encendían y apagaban los faros, y zigzagueaban por la calzada de dos carriles. Había adolescentes apretujados dentro de los vehículos, agarrados a la parte posterior de camionetas o salu­dando desde ventanas abiertas, armando en conjunto un gran jaleo. En la plaza central de la ciudad ardía una hoguera cuyas llamas ana­ranjado rojizo se elevaban casi hasta diez metros de altura hacia el cielo azul negruzco. Un coche de bomberos estaba aparcado discre­tamente a unos cincuenta metros, y media docena de bomberos, con una manguera a sus pies, miraban, sonriendo de oreja a oreja, con los brazos cruzados, a una fila de chicos que serpenteaba en torno al fuego, sus siluetas recortadas contra el fuego, girando. Dos coches del Servicio de Seguridad, con sus luces estroboscópicas ro­jas y azules marcando el compás, también se encontraban cerca de la multitud. No sólo había adolescentes; la muchedumbre estaba integrada tanto por personas muy jóvenes que estaban trasnochan­do mucho más de lo que era habitual en ellos, como por adultos igual de entregados a la danza, si bien de forma menos vigorosa y quizá considerablemente más ridícula. Los radiocasetes de un puña­do de coches trucados tocaban una música rítmica de bajos graves que retumbaba en el aire. Estos sonidos quedaron ahogados por la marcha interpretada por una orquesta de viento que apareció do­blando una esquina, con los instrumentos brillando bajo las luces mezcladas de los coches y del fuego.
—La final del campeonato de fútbol americano entre institutos —les informó el agente desde el asiento delantero mientras se abría paso cuidadosamente por entre el gentío—. Debe de haber ganado Sierra hoy. Ahora podrán jugar en la Super Bowl juvenil del estado. No está mal. No está nada mal.
El agente le tocó la bocina a un descapotable lleno de adolescen­tes que se había detenido delante de ellos. Los chicos se volvieron, riendo y gesticulando de manera animada pero no agresiva. Con una sacudida y un chirrido de neumáticos, la chica que iba al volan­te logró apartar el coche de su camino.
—Saldremos de esto enseguida. Parece que todo aquel que es alguien en esta ciudad ha venido aquí esta noche.
—¿Cuánto tiempo más durará? —preguntó Susan.
El agente se encogió de hombros.
—Esa hoguera parece recién encendida. Y no veo que el equipo haya llegado todavía. Estarán esperándolos. Y también al entrena­dor. Y probablemente el alcalde y los concejales del ayuntamiento y Dios sabe quién más tendrán que coger un megáfono y decir al­gunas palabras. Me da la impresión de que la fiesta acaba de empe­zar. —El agente bajó la ventanilla y le gritó a una pequeña panda de chicas—. ¡Eh, señoritas! ¿Cómo ha quedado el marcador?
Las chicas se dieron la vuelta y miraron al agente como si acaba­ra de llegar de Marte.
—Veinticuatro a veintidós —contestó una de ellas—. No he dudado ni por un momento. —Todas se rieron.
El agente sonrió.
—¿Quiénes son los siguientes?
—¿Las siguientes víctimas? —chillaron las chicas a la vez—. ¡Nueva Washington!
El agente volvió a subir la ventanilla.
—¿Lo ven? —dijo—. Algunas cosas nunca cambian. El fútbol americano juvenil, por ejemplo.
Jeffrey contempló a la multitud y pensó que era una suerte. Si alguien los seguía, le resultaría sumamente difícil no perderlos en­tre tanta gente.
El agente viró para salir de la calle principal y pasó por debajo de una pancarta que decía: MANIFESTACIÓN EN LA PLAZA POR LA CATEGORÍA DE ESTADO, 24 DE NOV.
Jeffrey se volvió en su asiento para mirar la calle que dejaban atrás y asegurarse de que nadie los siguiera. Las luces y el ruido empezaron a difuminarse a sus espaldas. Pasaron junto a grupos de personas que se dirigían a toda prisa al centro de la ciudad, luego salieron de Sierra y se adentraron rápidamente en la oscu­ridad de una carretera angosta. Los árboles llegaban hasta el bor­de mismo del asfalto, y sus troncos negros parecían bloquear los haces de los faros. En cuestión de minutos, el mundo que los ro­deaba parecía haberse vuelto más cercano, estrecho, enmarañado y nudoso. Pasaron junto a varios caminos particulares de casas cuyas luces apenas resultaban visibles en lo más profundo del mundo boscoso en el que se estaban internando. Entonces Jeffrey rompió el silencio.
—Pare el coche. Ahora.
El agente obedeció. Los neumáticos hicieron crujir la grava en el margen de la carretera.
Jeffrey tenía la pistola en la mano.
—Todos abajo —dijo.
El agente vaciló, luego posó la vista en el arma. Se desabrochó el cinturón de seguridad y se apeó.
Jeffrey hizo lo mismo. Respiró hondo, echó un vistazo a la cal­zada como para intentar ver más allá del límite de los faros y se volvió hacia atrás.
—Muy bien —dijo—. Gracias por su ayuda. Siento ser tan poco cortés. Dígame ahora mismo: ¿cómo nos están siguiendo la pista?
El agente se encogió de hombros.
     —Se supone que debo dar cuenta de su paradero a una unidad especial. Las veinticuatro horas del día.
     —¿Qué clase de unidad?
—Especialistas en limpieza. Como Bob Martin. Jeffrey asintió.
—¿Y si no reciben noticias suyas?
—Se supone que eso no debe ocurrir.
—De acuerdo. Entonces ha llegado el momento de que haga usted esa llamada.
—¿Aquí, donde Cristo perdió el gorro? —soltó el agente—. No lo pillo.
     —No. —Jeffrey sacudió la cabeza—. Aquí no. ¿Está en condi­ciones de correr?
     —¿Qué?
     —¿Está en buena forma? ¿Puede correr?
—Sí —respondió el hombre—. Puedo correr.
—Bien. La ciudad no queda a más de siete u ocho kilómetros de aquí. No debería tardar más de media hora o quizá cuarenta y cinco minutos, con esos zapatos que lleva. Una hora, tal vez, porque lle­vará consigo esto... —Le entregó al agente el maletín.
El hombre continuó mirando a Jeffrey, con más frustración que rabia.
—En teoría no debo separarme de ustedes —se lamentó—. Esas son mis órdenes. Me va a caer una buena.
—Dígales que yo le obligué. De hecho, es la verdad. —Jeffrey hizo un gesto con la pistola—. Además, estarán demasiado ocupa­dos para echarle la bronca.
—¿Qué se supone que debo hacer con esto? —El agente agitó el maletín.
—No perderlo —dijo Jeffrey. Sonrió brevemente y prosi­guió—: Esto es lo que hará cuando llegue a la ciudad. Da igual que se haya quedado sin aliento o que le hayan salido ampollas en los pies: vaya directamente a la subcomisaría local del Servicio de Segu­ridad. No se distraiga con la hoguera ni las celebraciones. Camine sin detenerse hasta la subcomisaría. Cuando llegue, llame a su uni­dad de asesinos. Luego, telefonee al director. No se ponga en con­tacto con su supervisor, ni con el comandante de guardia, no llame a su mujer ni a nadie más. Llame al director del Servicio de Seguri­dad. Da igual dónde esté o lo que esté haciendo; accederá a hablar con usted. Créame. Si lo hace, salvará su empleo. Porque durante los próximos minutos, usted se convertirá en la única persona en el mundo con quien él querrá hablar. ¿Lo entiende? Bien, cuando lo tenga al otro lado de la línea (a él y a nadie más, ni secretarias, ni ayudantes, nadie), cuéntele exactamente lo que ha sucedido esta noche. Y dígale al director que yo le he dado un maletín que contie­ne información sobre la identidad del hombre que me pidió que encontrara, así como su dirección y algunos detalles sobre su fami­lia. Seguramente querrá saber adónde hemos ido, y usted le dirá que la dirección está en esos dossieres, pero que nos hemos adelantado porque en este punto su problema y el nuestro divergen. ¿Se acor­dará de decírselo, exactamente en estos términos ?
Incluso a un costado del coche, a la luz indirecta de los faros, que alumbraban en otra dirección, Jeffrey advirtió que el agente había abierto mucho los ojos.
—¿«Divergir», dice? Esto es importante, ¿verdad? Debe de te­ner que ver con el motivo por el que usted está aquí, ¿no?
—Sí a ambas preguntas. Y tal vez para cuando llegue el final de la noche, todos hayamos encontrado respuestas —dijo Jeffrey. Escrutó la oscuridad que los envolvía—. Pero también es posible que las respuestas nos encuentren a nosotros.
Apuntó con el cañón de la pistola a la carretera, en dirección a la ciudad. El agente dudó por unos instantes, Jeffrey señaló de nue­vo y entonces el hombre arrancó a correr despacio, sujetando el maletín contra su pecho.
Susan, que había bajado del coche, se encontraba de pie junto a la puerta abierta.
—Vaya, vaya, vaya. —Y se agachó para volver a subir.


La entrada a Buena Vista Drive estaba apenas un kilómetro más adelante. Según el mapa, sólo había tres casas muy espaciadas en la calle sin salida. La que ellos buscaban era la última de las tres, la más aislada. Jeffrey habría preferido sobrevolar el lugar en una avioneta o un helicóptero, pero había resultado imposible. En cambio, había tenido que estudiar los mapas topográficos del Ser­vicio de Seguridad, que suponía que eran sólo tan precisos como el propietario y el contratista habían querido. En este caso concre­to, tenía claro que probablemente no serían demasiado precisos. Le preocupaba el acercamiento, por los sensores ocultos de la alar­ma y, especialmente, por el pabellón separado que no aparecía en ningún mapa ni plano pero del que le había hablado el contratis­ta. Se había devanado los sesos intentando imaginar la función de esa estructura, pero no había sacado nada en limpio. Sabía que era de importancia capital para su padre, pero no logró deducir exac­tamente por qué.
Esto le molestaba inmensamente.
Jeffrey detuvo el vehículo del Servicio de Seguridad a un lado de la carretera y apagó los faros justo fuera del camino de acceso de un solo carril al número 135. La única señal de que había una casa ocul­ta en el corazón del oscuro bosque era un pequeño número en una placa de madera colocada junto a la calle sin salida. No había valla ni cercado, sólo un solitario camino particular que desaparecía entre los árboles.
Por unos momentos, los tres permanecieron sentados en la pe­numbra, en silencio. Su plan era simple, tal vez demasiado, pues dejaba muchas cosas en el aire.
Jeffrey debía coger las armas, caminar por el sendero de acceso hasta la casa y entrar por la parte delantera como pudiese, aunque para ello tuviera que llamar a la puerta. Daba por sentado que, poco después de iniciar su avance, las alarmas se dispararían, lo vigilarían a través de cámaras, y luego se enfrentarían a él. Ese era el objetivo de su aproximación; atraer sobre sí la atención de los ocupantes del número 135 de Buena Vista Drive. Si lo conseguía sin que lo desar­masen, mejor. Una vez dentro, Susan y Diana debían seguirlo lo más sigilosamente posible. Jeffrey creía que, en cuanto los ocupan­tes se hubiesen fijado en él, no estarían alertas a una segunda olea­da. Susan y Diana debían rodear la casa hasta la parte posterior para intentar pillarlos por sorpresa. El contratista le había dicho que los monitores de videovigilancia estaban en la planta superior, de modo que Jeffrey sabía que debía mantener a los ocupantes de la casa aba­jo. Así de simple.
El asalto a la casa se basaba en un factor psicológico muy poco firme: Jeffrey esperaba que, al aparecer solo, su padre pensara que intentaba proteger a su madre y a su hermana, y que las había deja­do en algún lugar lejano y seductoramente seguro. Con una actitud altruista. Dispuesto a plantar cara al padre —y a cualquier peligro que representase— él solo.
Esa era una mentira que se consideraba capaz de vender.
La verdad, claro está, era justo lo contrario. Madre y hermana eran las abrazaderas de la trampa. El sólo era el resorte.
Los tres bajaron del coche sin hacer ruido y se reunieron junto al maletero. Todos llevaban ropa oscura, téjanos, sudaderas y zapa­tillas para correr. Jeffrey abrió el maletero y de la primera de las dos talegas sacó tres chalecos antibalas recubiertos con Kevlar que rápi­damente se pusieron sobre el torso. Susan tuvo que ayudar a su madre, que no estaba familiarizada con semejantes prendas.
—¿Esto funciona? —preguntó Diana—. Porque cómodo no es, para nada.
—Protege contra armas y munición convencionales, pero...
—Siempre hay un pero —comentó Diana con brusquedad—. ¿Y qué te hace pensar que tu padre tendrá algo remotamente con­vencional?
Esta pregunta arrancó una sonrisa nerviosa a Jeffrey.
      —Creo que será prudente llevarlos, de todos modos. Considera estas cosas el regalo de despedida de nuestro querido y añorado agente Martin. Estaban en su taquilla de la oficina. —Esta muestra de humor negro les hizo sonreír a los tres. Jeffrey se inclinó sobre la segunda talega, abrió la cremallera y comenzó a sacar armas.
Ayudó a su hermana a colocarse la pistola en la sobaquera, lue­go comprobó la suya propia. A continuación, los dos empuñaron sendas metralletas y se pusieron en la cabeza gorros de lana negros de la Marina. Del fondo de la talega, Jeffrey extrajo dos pares de gafas de visión nocturna. Se colgó uno al cuello y le pasó el otro a su hermana. A continuación introdujo la mano y cogió dos palancas pequeñas. Sujetó una a su cinturón y la otra se la entregó a Susan.
A Diana le vinieron a la mente imágenes de los dos cuando eran niños y jugaban juntos, como si éste fuera una especie de juego per­verso de policías y ladrones. Sin embargo, mientras ella se dejaba enternecer por esos recuerdos gratos, su hijo se volvió de pronto, le alargó un gorro parecido y la ayudó a sujetarse una pistola al pecho con una correa. Le dio el revólver que Susan había traído de Flo­rida.
Jeffrey se quedó un momento con los brazos en torno a su ma­dre. Le pareció más pequeña y frágil, más anciana de lo que jamás creía que sería, debilitada por la enfermedad y por todo lo ocurri­do. Había poca luz, pero en la penumbra vislumbró las arrugas de preocupación en su frente.
Diana, por otro lado, permanecía ajena a todo esto.
Respiraba agitadamente, tomando bocanadas del aire frío, pen­sando que no había lugar en el mundo donde prefiriese estar. Por primera vez en semanas, y quizá meses, pudo hacer acopio de fuer­zas en su interior y relegar su enfermedad a algún rincón, como si le cerrase la puerta en las narices a su mal. Se había pasado toda su vida adulta temiendo que el hombre a quien había llamado marido los acorralara y los hundiese a ella y a sus hijos, y le inspiraba una espe­ranza serena y una satisfacción inmensa pensar que esta noche era ella quien lo acosaría a él y no al revés, que iba armada y era peligro­sa, por primera vez en la vida quizás incluso más peligrosa que él.
Susan comprobó el mecanismo de corredera de la pistola. Se volvió hacia su hermano.
—¿Y qué hacemos con la esposa y el hijo?
—Caril Ann Curtin es una víbora. No te lo pienses dos veces.
Diana sacudió la cabeza.
—Ella es una víctima, como nosotros. Peor aún. ¿Por qué ha­bríamos de...?
—Tal vez lo fue alguna vez —la interrumpió Jeffrey—. Tal vez si ella hubiera huido cuando aún estaba a tiempo, como huiste tú con nosotros. Tal vez si hubiera puesto tierra de por medio cuando des­cubrió por qué la quería a su lado y por qué la aleccionaba y por qué estaba ella allí para apoyarlo. Tal vez podría haberse salvado enton­ces. La mujer a quien debe su nombre, Caril Ann Fugate, puso so­bre aviso al policía del estado de Nebraska que topó de forma bas­tante fortuita con ella y Charles Starkweather. Salvar a ese agente de su amante probablemente la salvó a ella de acabar en el patíbulo. De modo que tal vez, tal vez. Tal vez cuando lleguemos allí, ella decida salvarse. —Clavó en su madre una mirada intensa—. Pero no cuen­tes con ello. —Su tono era frío como el aire de la noche.
—¿Y Geoffrey? —insistió Diana—. ¿Tu tocayo? Sólo es un adolescente. ¿Qué sabemos de él realmente?
—¿Realmente? Nada. Nada con certeza. De hecho, espero que no esté aquí esta noche. Tendremos más posibilidades si somos tres contra dos. Tres contra tres podría resultar duro. De todos modos, supongo que no estará, pues tengo la impresión de que el Control de Pasaportes en este estado es bastante eficiente.
—Pero... —comenzó Susan. Hizo una pausa y terminó su fra­se—: Supón que es... que es peligroso. ¿Será como él o como noso­tros?
—Bueno —contestó Jeffrey—, ésa es una distinción que todos tendremos que determinar esta noche, ¿no? —No quiso esperar a que su hermana respondiera antes de continuar—: Mira, se trata de un proceso. De un desarrollo. No es algo que ocurra sin más. Hace falta alimentarlo. Es como un experimento científico que tarda años en rendir fruto. Añades los elementos adecuados (crueldad, tortu­ra, perversidad, abusos), en los momentos indicados, a medida que un niño crece, y obtienes algo perverso y retorcido. Mamá nos apar­tó de él justo cuando ese proceso estaba comenzando. ¿Me pregun­tas por el hijo nuevo? No lo sé. Ha estado ahí desde el principio. Esperemos que esté en la escuela.
—Sí, en la escuela. Pero no en la que se supone que debería es­tar —observó Susan con dureza.
—Nada es como se supone que debería ser —dijo Jeffrey—. Ni tú, ni yo, ni él, ni este estado entero. Calculo que quedan entre se­senta y noventa minutos para que llegue el Servicio de Seguridad. Vendrán helicópteros y unidades de Operaciones Especiales, con armas automáticas y gas lacrimógeno. Tendrán órdenes de erradicar el problema. Sería prudente no interponernos en su camino. Haga­mos lo que hagamos, debemos hacerlo en el lapso de una hora. ¿En­tendido?
Madre e hija asintieron.
Diana les recordó el otro factor:
—¿Y qué hay de Kimberly Lewis? Supongamos que está viva.
—La rescataremos. Si es posible. Pero debemos enfrentarnos primero a nuestro problema.
Esto preocupaba a Diana. Susan parecía comprenderlo mejor. Recibió esta orden de su hermano con un gesto de resignación.
—Haremos lo que podamos —dijo.
Jeffrey esbozó una sonrisa lánguida, echó un brazo a los hom­bros de su hermana y le dio un apretón. Luego se volvió y abrazó a su madre brevemente, sin nada más que una muestra de afecto momentánea y rutinaria, como si el viaje que se disponía a empren­der fuese tan previsible y normal como parecía serlo el mundo que los rodeaba.
—Nos vemos allí delante —dijo, intentando inyectar serenidad y determinación a su voz—. Aseguraos de darme tiempo suficien­te para atraer su atención.
Dicho esto, Jeffrey dio media vuelta y se alejó a paso rápido por el camino de acceso, con las armas terciadas, y la negrura de la no­che lo engulló enseguida.


Los ojos de Jeffrey tardaron unos segundos en adaptarse a la os­curidad, pero cuando eso ocurrió alcanzó a entrever la forma del sendero, que serpenteaba entre filas densas de árboles cuyas copas se extendían sobre el angosto espacio y casi no dejaban que se filtra­se la luz de la luna y las estrellas. Escuchó con atención la noche que lo rodeaba, el rumor ocasional de ramas que se frotaban una contra otra cuando soplaba una ráfaga de viento, mezclado con el sonido ronco de su propia respiración. Notaba una sequedad invernal en la garganta y al mismo tiempo una pegajosidad propia del verano en las axilas a causa del sudor provocado por el nerviosismo. Camina­ba hacia delante, sintiéndose como un hombre a quien le habían pedido que inspeccionara su propia cripta.
Sospechaba que ya había activado una alarma dentro de la casa; los detectores debían de ser sensibles al calor y al volumen y hallarse ajustados de modo que no saltaran por alguna zarigüe­ya o mapache que pasaran por el bosque, aunque probablemente se disparasen si un ciervo de cola negra se aventuraba a acercarse demasiado a la casa. Sin embargo, Jeffrey sabía que esa noche no pasarían por alto la alarma atribuyéndola a un animal. Instaladas en lo alto de los árboles, en algún lugar, habría cámaras que captarían su avance por el camino. Aun así, se movía cautelosa y pausada­mente, como si confiara en que nadie lo vería acercarse. «Esto es importante —pensó—. Mantener la ilusión. Hacerle creer que es­toy solo y que no tengo ni el sentido común ni la experiencia para evitar caer en la trampa.»
El sendero torcía en ángulo recto hacia la derecha, y Jeffrey se quedó al abrigo de los últimos árboles que se alzaban al borde de una extensión de césped despejada y bien cuidada al pie de una loma. La casa se encontraba a unos cincuenta metros, justo en el centro de la suave elevación. No había matas, ni obstáculos, ni for­mas tras las que ocultarse al acercarse por ese último tramo de terre­no. La luz de la luna bañaba la hierba, que despedía un brillo platea­do como un estanque apacible.
La casa era de dos plantas y diseño del Oeste actualizado; mo­derna, amplia, con un exterior elegante y atractivo que denotaba que se había gastado dinero en detalles. Estaba totalmente a oscuras, sin atisbo de luz por ninguna parte.
Jeffrey exhaló despacio, parado al borde del claro, entornando los párpados y mirando al frente.
Intentó imaginarse la casa como una fortaleza, como un objeti­vo militar. Se llevó las gafas de visión nocturna a los ojos y comenzó a escrutar el exterior. Había arbustos bajo cada ventana de la plan­ta baja. Supuso que no se trataría de arbustos comunes y corrientes; debían de estar repletos de espinas afiladas como cuchillos y resul­tar, por tanto, impenetrables. Además, estarían plantados en grava suave del tipo que hace un ruido inconfundible cuando se pisa.
A un lado vislumbró una galería acristalada, pero incluso ese recinto estaba rodeado por densas marañas de arbustos.
Jeffrey sacudió la cabeza. Había tres formas de entrar: por la puerta principal, por una puerta trasera o por la entrada oculta a la habitación en que Kimberly Lewis había aprendido que el mundo no era precisamente el sitio seguro y perfecto que le habían conta­do. Desde donde él estaba no veía la puerta de atrás, pero recordaba su ubicación en los planos; a un lado de la cocina. Sin embargo, ésa no sería su característica más destacada, pensó, sino un campo de disparo despejado tanto en el exterior como dentro.
Jeffrey bajó los prismáticos para continuar buscando algún otro punto de acceso a la casa aparte de las dos puertas, delantera y trase­ra, sabiendo que no lo encontraría. Se encogió de hombros y pensó que no era tan terrible: cuando uno va a enfrentarse a algo maligno, tal vez sea más conveniente desde el punto de vista psicológico atacar de frente en lugar de intentar acceder por detrás a hurtadillas. Por su­puesto, esperaba que su hermana fuese lo bastante juiciosa para colar­se por la parte posterior, tal y como habían acordado. Le preocupaba este detalle; Susan tenía algo de impredecible, y podía tomar una de­cisión diferente. De un modo extraño, Jeffrey contaba con ello.
Observó de nuevo la casa a oscuras.
Que no viera ninguna luz no significaba nada. No creía que su padre hubiese huido, o que se hubiese ido a dormir. Sabía que su padre se sentía cómodo en la oscuridad y que nunca perdía la pa­ciencia cuando esperaba a que su presa acudiese a él.
Jeffrey sujetó el arma automática contra su pecho. Era básica­mente una pieza de utilería. No tenía intención de utilizarla. Pero llegar armado a la casa formaba parte de la ilusión.
Una vez más, soltó el aire despacio. Había permanecido dema­siado tiempo indeciso en la periferia del claro, al igual que en la periferia de su vida, y había llegado el momento de dar un paso al frente. Exhalando lentamente y doblado por la cintura, salió de entre los árboles y arrancó a correr a toda velocidad hacia la par­te delantera de la casa. Un pensamiento fugaz le vino a la mente: durante toda su vida adulta había sido profesor y científico, había vivido en un mundo de planificación y resultados, de estudio y ex­pectativas; y, en este momento, se había precipitado en un mundo muy distinto, un mundo de incertidumbre absoluta. Recordaba haberse adentrado en un lugar así una vez, en un almacén abando­nado de Galveston, buscando a David Hart. Pero entonces lo acompañaba un par de agentes de sangre fría, y la ansiedad que lo había invadido no era más que una sombra de la tensión que es­taba acumulando esa noche. Y esta vez, pese a la presencia de su hermana y su madre, que avanzaban sigilosamente en algún punto de la extensa oscuridad que tenía a su espalda, se sentía profunda­mente solo. Recordaba lo que le había dicho a su hermana hacía unos días: «Si quieres vencer al monstruo, debes estar dispuesto a descender hasta la guarida de Grendel.» Notaba que sus dedos apretaban con fuerza el metal del arma. Parecían resbaladizos a causa de la inquietud.
Comenzó a respirar agitadamente cuando se abalanzó hacia delante a la carrera.
La distancia pareció expandirse. Jeffrey oía el golpeteo de sus pies sobre la hierba brillante, que parecía cubierta de escarcha e inestable. Tragó saliva y, de pronto, como por sorpresa, la distancia se comprimió bruscamente, y se encontró a pocos metros de la puerta principal. Continuó corriendo y finalmente se arrojó contra la gruesa madera, con la espalda contra la casa, intentando encoger­se todo lo posible, jadeando.
Por un instante, vaciló.
Estaba a punto de coger la palanca pequeña para forzar la puer­ta, pero algo lo hizo detenerse. Se acordó de la puerta de su aparta­mento, en Massachusetts, que él mismo había electrificado. Pensaba que cualquiera que quisiera entrar por la fuerza probaría primero con el pomo. De modo que, en lugar de reventar la cerradura con la palanca, extendió la mano y la posó en la manija de la puerta.
Giró con toda facilidad.
No estaba cerrada con llave.
Se mordió el labio, sin soltar el pomo. Alcanzó a oír el tenue sonido que hacía el mecanismo de la puerta al deslizarse. Empujó suavemente la madera maciza.
«Una invitación», pensó.
«Me esperan.»
Se quedó inmóvil por unos instantes, dejando que este último pensamiento lo llenase de fascinación y a la vez de terror. Cobró consciencia de que estaba abriendo algo más que la simple puerta de una casa; tal vez era también la puerta a todas las preguntas que se había planteado en la vida sobre sí mismo. Por un momento acari­ció la idea de dejar la puerta abierta tras de sí, pero sabía que eso no tenía sentido. Utilizando ambas manos para recuperar el equilibrio, la cerró sin hacer ruido, dejando fuera la luz de la luna y sumiéndo­se en una oscuridad aún más densa.
Dio unos pasos cautelosos hacia delante, dando la espalda a la puerta y empuñando la metralleta con las dos manos. Respiró hon­do de nuevo y echó a andar lentamente, como un cangrejo, a través del vestíbulo. Se esforzó por visualizar el plano de la casa y repasar cada espacio mentalmente. La entrada comunicaba con la sala de estar, y ésta con el comedor y la cocina. Unas escaleras ascendían hacia la derecha hasta los dormitorios, entre los que se hallaba en­cajonado un pequeño despacho, sin duda donde él tenía los monitores de videovigilancia. Detrás de la escalera había una puerta que conducía al sótano. Dentro de la oscuridad reinaba una negrura ab­soluta; de repente lo asaltó el miedo a tropezar y caer sobre una mesa o una silla, derribar una lámpara o hacer añicos un jarrón, lo que delataría su presencia de forma torpe y desafortunada.
Se detuvo y tendió el brazo para palpar la pared, esperando que los ojos se le acostumbraran de nuevo. Buscó en sus bolsillos la lin­terna tamaño bolígrafo de luz roja que había utilizado antes en el coche. Estaba desesperado por encenderla, sólo para ver dónde se encontraba y orientarse. Pero sabía que revelaría su posición inclu­so con la luz más pequeña e insignificante.
«¿Dónde estará él?», se preguntó.
«¿En la planta de arriba? ¿Abajo?»
Dio un solo paso al frente, despacio, atento a cualquier sonido que pudiese ayudarlo en su búsqueda, muy concentrado. Se paró en seco y estiró el cuello hacia delante cuando percibió un sonido leve y áspero, un gemido o grito ahogado, procedente de algún lugar apartado y recóndito. Primero pensó que se trataba de la joven, que debía de estar abajo, en la sala de música. Avanzó otro paso, con la mano extendida ante sí, buscando la pared opuesta.
Entonces oyó un segundo ruido. Una oleada de frío nocturno le revolvió el estómago; fue un ligero chasquido tras su oreja derecha seguido del tacto repentino y aterrador del cañón de una pistola en la nuca, como una esquirla de hielo.
Luego, una voz, a medio camino entre un siseo y un susurro.
—Si te mueves, eres hombre muerto.
Se quedó paralizado.
Sonó un chirrido cuando la puerta oculta de un armario se abrió en la pared a la que él se había arrimado hacía unos segundos, y una figura vestida de negro salió al vestíbulo. La figura, la voz, la pre­sión de la pistola contra el cuello, todo parecía formar parte de la noche.
—Las manos sobre la cabeza —le ordenó la voz a su espalda.
Jeffrey obedeció.
—Bien —dijo la voz, y luego, en un tono un poco más alto, añadió—: Ya lo tengo.
—Excelente. Quítale las gafas.
Como en una explosión, todas las luces de la casa se encendie­ron de golpe, y tuvo la sensación de que se le quemaban las retinas como si hubieran abierto un horno al rojo. Jeffrey parpadeó repe­tidamente mientras las imágenes se le agolpaban en los ojos. Mue­bles, obras de arte, piezas de diseño, alfombras. Las paredes blancas de la casa parecían resplandecer en torno a él. Se sintió mareado, casi como si le hubiesen asestado una bofetada fuerte. Apretó los párpados, como si la luz le doliese. Al abrirlos, vio ante sí unos ojos que por un segundo se le antojaron los suyos propios, como si es­tuviera mirándose en un espejo. Aspiró bruscamente.
—Hola, Jeffrey —dijo su padre con suavidad—. Llevamos toda la noche esperándote.


24

                                         El último hombre libre


Al ver la súbita explosión de luz en el interior de la casa, Dia­na Clayton reprimió un grito y Susan profirió una exclamación, «¡Dios!», casi como si el espacio oscuro que tenían delante hubie­se estallado en llamas de repente. Ambas mujeres se encogieron ante la claridad que se extendió a toda velocidad sobre el césped, amena­zando con dejarlas al descubierto en la linde del bosque, no muy lejos de donde Jeffrey había hecho un alto pocos minutos atrás. Susan se quitó despacio del cuello la correa de las gafas de visión nocturna y las tiró a un lado.
—Ya no tiene sentido seguir cargando con esto —farfulló.
Diana se acercó arrastrándose, recogió las gafas y se las colgó del cuello. Las dos mujeres estaban tendidas boca abajo aspirando el olor húmedo y terroso a hojas secas y arbustos silvestres descui­dados. La casa en el centro del claro seguía brillando con una inten­sidad sobrenatural, como burlándose de la noche.
—¿Qué está pasando? —preguntó la mujer mayor, de nuevo en susurros.
Susan sacudió la cabeza.
—O Jeffrey ha activado algún tipo de alarma interior que ha encendido todas las luces de la casa, o ellos han encendido todas las luces de la casa y han pillado a Jeffrey. De cualquier forma, él está dentro, y no hemos oído disparos, de modo que podemos suponer sin temor a equivocarnos que lo que tenía que pasar, fuera lo que fuese, ya ha empezado a ocurrir...
—Entonces tenemos que acercarnos a la parte de atrás —dijo Diana.
Susan asintió.
—Mantente agachada y haz el menor ruido posible. Vamos allá.
Empezó a abrirse paso rápidamente entre la maraña de arbus­tos y árboles. Iluminaba el sombrío sendero la luz artificial pro­cedente de la casa, que se filtraba por la fronda. Por un momen­to, a Susan le pareció inquietante: el resplandor había eclipsado por completo la luz de la luna, haciéndola sentir como si ya no estuviesen solas y se cerniese sobre ellas el peligro constante de que las descubriesen. Avanzaba con agilidad, inclinada, corriendo de árbol en árbol como un animal nocturno temeroso del amane­cer, esforzándose al máximo por permanecer oculta. Su madre la seguía trabajosamente, apartando matojos de su camino y soltan­do algún que otro improperio cuando la ropa se le enganchaba en una espina o una ramita la golpeaba en la cara. Susan aflojó el paso, por deferencia a las dificultades de su madre, pero sólo lige­ramente; no sabía si les quedaba mucho tiempo o si ya era dema­siado tarde, pero el corazón le decía que debía darse prisa, sin precipitarse, una distinción quizá demasiado sutil, pensó, habien­do vidas en juego.
Se detuvo por unos instantes, respirando agitadamente, pero no por el cansancio, con la espalda apoyada contra un árbol. Mientras esperaba a que Diana la alcanzara, reparó en un sensor de infrarro­jos que hendía el aire delante de ella de forma invisible. El disposi­tivo era pequeño, de unos quince centímetros de largo, y semejaba un telescopio en miniatura. Sin embargo, ella sabía que era maligno y sabía por qué estaba allí. Lo había localizado por pura casualidad. Probablemente había cruzado el haz de media docena de aparatos parecidos mientras avanzaban por el bosque, pensó. De hecho, los tres ya habían previsto que eso ocurriera. Era el deber de su herma­no mantener ocupada a la gente del interior de la casa y desviar su atención de la segunda oleada del asalto.
Diana se agachó a su lado, y Susan señaló el dispositivo.
—¿Tú crees que nos han visto? —preguntó Diana.
—No, creo que les interesa más Jeffrey. —No reveló lo que es­taba pensando: si su hermano se equivocaba respecto a esto, tal vez los tres morirían esa noche.
      Diana Clayton movió la cabeza afirmativamente.
      —Déjame recuperar el aliento —musitó.
      —¿Te encuentras bien, mamá? ¿Puedes seguir?
      Diana tendió el brazo y le dio un suave apretón a la mano de su hija.
—Sólo me estoy haciendo un poco mayor, ¿sabes? No estoy tan en forma como tú para salir de excursión al bosque en plena noche. De acuerdo, vamos.
A Susan se le ocurrieron varias réplicas, y todas le parecieron ridículas, aunque se dio cuenta de que lo más ridículo de todo era que su madre enferma de gravedad estuviera atravesando penosa­mente un bosque laberíntico con pocas ideas en mente aparte del asesinato. Echó una mirada furtiva a Diana, como intentando cali­brar la fuerza y la resistencia de la mujer mayor. Pero sabía que era imposible evaluar estas cualidades con un solo vistazo, que forma parte de la naturaleza de todos los hijos, por muy adultos que sean, creer que sus padres son más fuertes o más débiles, más virtuosos o más imperfectos de lo que son en realidad. Susan supuso que su madre tendría muchos recursos que ella ni siquiera sospechaba, y decidió confiar en ellos, fueran los que fuesen.
Apartó la mirada y la dirigió a la casa de su padre. De pronto cobró consciencia de que pocas semanas atrás el único sentimiento que le había inspirado su hermano era la confusión y que ahora es­taba deslizándose por entre el musgo húmedo y los arbustos retor­cidos, con un arma en las manos, mientras él se exponía al peor de los peligros y dependía de ella para inclinar la balanza a su favor. Se mordió con fuerza el labio y continuó caminando.
Diana la seguía, sorteando los obstáculos. Le vino a la cabeza un pensamiento de lo más extraño: Susan estaba más hermosa de lo que la había visto nunca. Entonces una rama salió impulsada hacia ella como un resorte y la esquivó. Soltó una obscenidad y reanudó su trabajosa marcha.
Con las armas bien sujetas, continuaron abriéndose camino entre los árboles, rodeando su objetivo, a paso lento pero inexora­ble, en dirección a la parte posterior, esperando que sus movimien­tos pasaran inadvertidos para los ocupantes de la casa.
Jeffrey estaba sentado en el borde de un lujoso sofá de piel os­cura en el espacioso salón de su padre, rodeado de cuadros caros colgados en las paredes, una mezcla de colores modernistas vibran­tes salpicados en lienzos blancos y obras más tradicionales, visiones estilo Frederic Remington del Viejo Oeste, con vaqueros, indios, colonos y carromatos cubiertos, en posturas idealizadas y nobles. Había varios objetos artísticos pequeños distribuidos por toda la estancia de techo bajo: jarrones y tazones indios; una lámpara de cobre batido a mano con una pantalla bruñida; alfombras auténti­cas tejidas por navajos en el suelo. Sobre una mesita de centro con superficie de cristal, junto a un grueso libro sobre Georgia O'Keeffe, había una serpiente de cascabel enroscada y momificada, con la boca abierta de par en par y los colmillos bien a la vista. Era el salón de un hombre rico, y pese al batiburrillo de diseños y estilos, rezu­maba cultura y un gusto exquisito. Jeffrey dudaba que hubiese una sola reproducción en la casa.
Su padre estaba sentado en una butaca de madera y cuero, frente a él. El chaleco antibalas, la metralleta y la semiautomática de Jef­frey yacían en un montoncito a sus pies. Caril Ann Curtin se halla­ba de pie, justo detrás de la butaca, con una mano sobre el hombro de su marido, y empuñando con la otra una pistola semiautomáti­ca pequeña, de calibre .22 o .25, supuso Jeffrey, y con un cilindro si­lenciador acoplado. «El arma de una asesina —pensó—. Un arma que mata con sigilo y un sonido apenas perceptible, como el de una botella al descorcharse.» Ambos iban de negro; su padre llevaba téjanos y un jersey de cuello vuelto de cachemira, y Caril Ann unos pantalones con trabillas y un suéter de lana tejido a mano. Por su aspecto y su porte, él aparentaba menos años de los que tenía. Era esbelto en extremo, se conservaba atlético; tenía la piel tersa, ligera­mente tirante sobre los músculos nudosos. Tenía cierto aire de feli­no, una languidez de movimientos que sin duda entrañaba rapidez y fuerza. Tocó con la punta del pie las armas amontonadas en el sue­lo, y una leve expresión de repugnancia asomó a su rostro.
—¿Has venido a matarme, Jeffrey? ¿Después de todos estos años?
Jeffrey escuchó la voz de su padre, que evocó en él los tonos que había oído hacía mucho tiempo, como si de pronto, años después, lo asaltase el recuerdo de un mal momento al volante de un coche, una carretera resbaladiza, un patinazo, un volantazo que salvó la situación por los pelos.
—No, no necesariamente. Pero sí que he venido preparado para matarte —repuso despacio.
Su padre sonrió.
—¿Insinúas que habría habido alguna posibilidad de que no me abatieses a tiros si tu acercamiento más bien torpe hubiera pasado desapercibido?
—No me había decidido aún. —Al cabo de una pausa, Jeffrey añadió—: Sigo sin decidirme.
El hombre conocido ahora como Peter Curtin, y en otra época como Jeffrey Mitchell, entre otros nombres, seguramente, sacudió la cabeza y lanzó una mirada a su esposa, que no se inmutó y siguió observando al intruso de esa noche con el odio patente de un es­pectro.
     —¿En serio? ¿De verdad creías que esta noche llegaría a su fin sin que uno de los dos muriese? Me cuesta imaginarlo.
     Jeffrey se encogió de hombros.
     —Tú creerás lo que quieras —espetó.
—Eso es totalmente cierto —respondió Peter Curtin—. Siem­pre he creído lo que he querido, y he hecho lo que he querido tam­bién. —Dirigió a su hijo una mirada acerada—. Yo soy, tal vez, el último hombre verdaderamente libre. Desde luego soy el último con el que te encontrarás.
—Eso depende de cómo definas la libertad —replicó Jeffrey.
—¿De verdad? Dime una cosa, Jeffrey, tú que has conocido este mundo nuestro. ¿Acaso no perdemos parte de nuestra libertad cada minuto que pasa? Tanto es así que, para intentar aferramos a lo poco que nos queda, nos recluimos entre muros y sistemas de seguridad, o nos venimos a vivir aquí, en este nuevo estado, que pretende erigir muros por medio de normas y reglas y leyes. Nada de eso puede detenerme. No, su libertad es una ilusión. La mía es real.
Pronunció estas palabras con una frialdad que llenó la habita­ción. Jeffrey pensó que debía responder algo, quizá discutir con él, pero en cambio se quedó callado. Esperó a que las comisuras de la boca de su padre, ligeramente curvadas en una sonrisa irónica, vol­vieran a adoptar una expresión neutra.
—Faltan tu madre y tu hermana —dijo Peter Curtin al cabo de un momento. A Jeffrey le pareció percibir un deje cantarín en su voz, teñida en parte de sarcasmo y en parte de suficiencia burlo­na—. He estado deseando que llegara el momento en que nos reu­niésemos todos aquí. Si ellas estuviesen aquí, el reencuentro sería completo.
     —No esperarías que las dejase venir conmigo, ¿verdad? —repu­so Jeffrey enseguida.
     —No estaba seguro.
—¿Exponerlas al peligro? ¿Y dejar que nos mataras a todos con sólo tres balas? ¿O crees que me parecería más inteligente ponerte un poco más difícil las cosas para liquidarnos ?
Peter Curtin se agachó, recogió la nueve milímetros grande de Jeffrey y la sacó lentamente de la funda. Examinó el arma por unos instantes como si le pareciese un objeto curioso, o extraño, y luego, con toda naturalidad, introdujo una bala en la recámara, quitó el seguro y apuntó directamente al pecho de Jeffrey.
—Pégale un tiro de una vez —siseó Caril Ann Curtin. Le dio un apretón en el hombro a su esposo, para incitarlo, y los nudillos se le pusieron blancos en contraste con el negro del jersey—. Mátalo ya.
—No me has puesto las cosas especialmente difíciles para liqui­darte a ti, ¿no? —preguntó su padre.
Jeffrey fijó la vista en el cañón de la pistola. Se debatía entre dos pensamientos furiosos y contradictorios. «No lo hará. Aún no. Aún no ha obtenido de mí lo que quiere. —Y luego, igual de abrupta­mente—: Sí, sí que lo ha obtenido. Ha llegado mi hora.»
Respiró hondo y contestó en el tono más desapasionado que le permitieron su garganta y sus labios resecos:
—¿No crees que, si hubiese dedicado tanto tiempo a planear mi aproximación a esta casa como tú dedicas a planificar tus asesinatos, sería yo quien estaría empuñando esa pistola, y no tú? —Eligió las palabras con cuidado, procurando que no le temblara la voz.
Peter Curtin bajó el arma. Su esposa emitió un gruñido, pero no se movió.
Cuando Peter Curtin sonrió, dejó al descubierto una dentadu­ra reluciente y perfectamente regular. Se encogió de hombros.
—Formulas las preguntas como el profesor universitario que eres, con bonitas florituras retóricas. Ese tono debe de darte resul­tado en las aulas. Me pregunto si los alumnos se quedan pendientes de cada palabra tuya. Y las jovencitas, ¿se les acelera el pulso y se les humedece la entrepierna cuando entras pavoneándote en clase? Se­guro que sí. —Se rio, alzó la mano y tocó con ella la de su mujer, que seguía posada sobre su hombro. Luego, de forma más fría y calculadora, prosiguió—: Haces presuposiciones sobre mis deseos que pueden o no ser ciertas. Tal vez no tenga intención de hacerles daño ni a Diana ni a Susan.
—¿De veras? —preguntó Jeffrey, enarcando una ceja—. No lo creo.
     —Bueno, eso está por verse, ¿no? —replicó su padre.
     —No volverás a encontrarlas —aseguró Jeffrey, insuflando con­vicción a su mentira.
Su padre sacudió la cabeza despacio.
—Claro que las encontraré, en el momento que quiera. He sido capaz de prever todas las decisiones que has tomado, Jeffrey, todos los pasos que has dado. Lo único que no sabía con certeza era si aparecerías tú solo o con ellas dos, dando tumbos y activando todas las alarmas del sistema. El problema reside en que no tenía idea de lo cobarde que eres, Jeffrey.
—He venido, ¿no es cierto?
—No tenías elección. O, mejor dicho, yo no te he dejado otra elección...
—Podría haber enviado una unidad de Operaciones Especiales.
—¿Y perderte este cara a cara? No, no lo creo. Esa nunca fue una alternativa real, ni para ti, ni para tu madre ni para tu her­mana.
—Están a salvo. Susan está cuidando de mamá. De todos mo­dos, es una rival más que digna para ti. Y no las encontrarás. Esta vez no. Nunca más. Las he enviado a un lugar totalmente seguro...
Peter Curtin soltó una risotada, un sonido estridente e inhumano.
—¿Y qué lugar es ése, si no es indiscreción? Se supone que éste es el «último lugar seguro», y ya les he demostrado a todos lo gran­de que es esa mentira.
—No las encontrarás. Ahora están muy lejos de tu alcance. He aprendido lo suficiente de ti para conseguir eso.
—Yo diría más bien que te he demostrado en las últimas sema­nas que nada está lejos de mi alcance.
Peter Curtin sonrió de nuevo. Jeffrey aspiró profundamente y decidió responder con un contragolpe rápido.
—Tienes un gran concepto de ti mismo... —Titubeó levemente al contenerse para no emplear la palabra «padre». Se apresuró a lle­nar el silencio que había creado, añadiendo—: No es un fenómeno infrecuente en los asesinos como tú. Os gusta engañaros a vosotros mismos convenciéndoos de que de algún modo sois especiales. Únicos. Extraordinarios. No eres más que uno entre tantos. Pura rutina.
Una expresión sombría cruzó el rostro de Peter Curtin. En­trecerró los ojos ligeramente, como si su mirada penetrase más allá de las palabras de Jeffrey, directamente hasta su imaginación. Lue­go, casi tan rápidamente como había aparecido, esa expresión se esfumó y cedió el paso una vez más a la sonrisa y al tono divertido de su voz.
—Me tomas el pelo. Quieres hacerme enfadar antes de que esté listo para ello. Típico de un hijo, ¿no? Intentar descubrir alguna debilidad en su padre y aprovecharse de ella. Pero estoy descuidan­do mis modales. Lo único que has conocido de tu madrastra Caril Ann, hasta ahora, es su eficiencia. Caril Ann, querida, éste es Jeffrey, de quien tanto te he hablado...
La mujer no movió un músculo ni esbozó la menor sonrisa. Continuó mirando a Jeffrey Clayton con una furia no contenida.
—¿Y mi hermanastro? —inquirió Jeffrey—. ¿Por dónde anda?
—Ah, creo que eso lo descubrirás tarde o temprano.
—¿A qué te refieres?
—No está aquí. Está fuera... eh, estudiando.
Los dos hombres se sumieron en un breve silencio, sin despe­gar la vista el uno del otro. Jeffrey se notó el rostro congestiona­do, como si le hubiese subido la temperatura. El hombre sentado frente a él era un extraño y a la vez un conocido íntimo, una per­sona de la que lo sabía todo y a la vez nada. Como estudioso de los asesinos, como investigador, como el Profesor de la Muerte, sabía mucho; como hijo del hombre, sólo conocía el misterio de sus pro­pias emociones. Experimentó una curiosa sensación de mareo al preguntarse qué tenían en común y qué los diferenciaba. Y, con cada inflexión en la voz de su padre, con cada uno de sus gestos, cada pequeño ademán, Jeffrey notaba una punzada de miedo al pensar que quizás él mismo hablase así, se comportase así, tuviese ese as­pecto. Era como mirarse en un espejo deformante de una feria de atracciones e intentar determinar dónde empezaba y dónde acababa la distorsión. Jeffrey se sentía como si hubiera respirado del mismo aire o bebido del mismo vaso que un hombre aquejado de una en­fermedad altamente virulenta e infecciosa. Y ya sólo quedaba el período de incubación para averiguar si el virus se estaba reprodu­ciendo en su interior.
Aspiró con fuerza.
     —No vas a matarme —dijo tajantemente.
      Su padre sonrió otra vez. Saltaba a la vista que lo estaba pasan­do en grande.
—Tal vez sí —repuso— y, por otro lado, tal vez no. Pero esta vez has planteado una pregunta equivocada, hijo.
—¿Y cuál es la pregunta correcta? —quiso saber Jeffrey.
El hombre mayor arqueó una ceja, como extrañado por el tono de la respuesta de Jeffrey o por el hecho de que su hijo no conociese la respuesta.
—La pregunta es: ¿tengo que hacerlo?
A Jeffrey le pareció que de pronto hacía más calor en la sala. Se le habían secado los labios. Oyó su propia voz, pero las palabras se le antojaron ajenas, como si las pronunciase otro, una persona des­conocida y distante.
—Sí —contestó—. Creo que deberías.
De nuevo su padre adoptó una expresión divertida.
—¿Y por qué?
—Porque ya nunca volverías a sentirte seguro. Nada te garanti­zaría que yo no esté ahí fuera, buscándote. Y nunca tendrás la cer­teza de que no vuelva a encontrarte. No puedes llevar a cabo tus acciones sin una sensación de seguridad. Una sensación de seguri­dad absoluta. Forma parte esencial de tu camuflaje. Y, sabiendo que yo estoy vivo, jamás te verías del todo libre de dudas.
Peter Curtin sacudió la cabeza.
—Claro que sí —dijo—. Puedo garantizar todas esas cosas.
—¿Cómo? —preguntó Jeffrey con aspereza.
Su padre no contestó. En cambio, se inclinó hacia una mesa de lectura cercana para coger un aparato electrónico pequeño que ha­bía sobre ella. Lo alzó de manera que Jeffrey pudiera verlo.
—Por lo general —dijo su padre— estas cosas son para parejas jóvenes con hijos recién nacidos. Creo que tu madre usó uno cuan­do nacisteis tú y tu hermana, pero no lo recuerdo con exactitud. Ha pasado mucho tiempo. El caso es que funcionan sorprendentemen­te bien. —Peter Curtin pulsó un interruptor y habló por el intercomunicador—. Kimberly, ¿estás ahí? ¿Me oyes? Kimberly, sólo quiero que sepas que tu única posibilidad ha llegado por fin.
Curtin oprimió otro botón, y Jeffrey oyó una vocecilla metálica y asustada entre interferencias.
—Por favor, que alguien me ayude, por favor...
Su padre apretó el interruptor, cortando la voz en medio de su súplica.
—Me pregunto si sobrevivirá —comentó con una carcajada—. ¿Podrás salvarla, Jeffrey? ¿Podrás salvarla a ella, a tu hermana, a tu madre y a ti mismo? ¿Eres lo suficientemente fuerte y astuto? —Sonrió de oreja a oreja otra vez—. Dudo que alguien pueda ser ­lo bastante para salvaros a todos.
Jeffrey no abrió la boca. Su padre no apartaba la mirada de él.
—¿Te eduqué bien?
—Tú no tuviste nada que ver con mi educación.
Peter Curtin sacudió la cabeza.
—Yo he tenido muchísimo que ver con tu educación. —Volvió a alzar el intercomunicador.
—¿Y ella qué pinta en esto...? —empezó a protestar Jeffrey.
—Todo.
En medio del silencio que siguió, Caril Ann Curtin musitó de nuevo:
—Peter, deja que los mate a los dos ahora. Por favor. Te lo rue­go. Todavía estamos a tiempo.
Pero Peter Curtin denegó su petición con un gesto de la mano.
—Vamos a medirnos en un juego, Jeffrey. Un juego de lo más peligroso. Y ella será la única pieza.
Jeffrey se quedó callado.
—Hay mucho en juego. Tu vida contra la mía. La vida de tu madre y tu hermana contra la mía. Tu futuro y el suyo contra mi pasado.
—¿Cuáles son las reglas?
—¿Reglas? No hay reglas.
—¿Pues en qué consiste el juego?
      —Vaya, Jeffrey, me sorprende que no lo reconozcas. Se trata del juego más básico de todos. El juego de la muerte.
      —No te entiendo.
Peter Curtin le dedicó una sonrisa sardónica.
—Por supuesto que lo entiendes, profesor. Es el juego que se juega en un bote salvavidas, por ejemplo, o en la ladera de una mon­taña cuando llega el helicóptero de rescate. Se juega en trincheras y en edificios en llamas. ¿Quién vive, quién muere? Consiste en to­mar una decisión aun sabiendo las consecuencias catastróficas que puede tener para terceros. —Aguardó, como si esperase oír una res­puesta, pero al no obtener ninguna, prosiguió—: Te diré cuál será el juego de esta noche. Si la matas, ganas. Ella muere, y tú ganas a cam­bio tu vida, la de tu hermana, la de tu madre y la mía, pues serás li­bre de quitármela. O, si lo prefieres, podrás entregarme a las auto­ridades. O simplemente obligarme a prometer que no volveré a matar, y yo cumpliré esa promesa. De este modo, podrías dejarme con vida sin mancharte las manos de sangre con el más edípico de los asesinatos. Pero la elección será tuya. Ocurrirá lo que tú quieras. Yo estaré a tu entera disposición. Y para ganar lo único que tienes que hacer es matarla... —en la habitación se respiraba un aire sofo­cante—, matarla por mí, Jeffrey.
El hombre mayor se interrumpió y observó el impacto de sus palabras en el semblante de su hijo. Alzó el intercomunicador, pulsó el botón del receptor y, por unos segundos, dejó que los desgarra­dores sollozos de la joven aterrorizada inundasen la sala.


El trecho entre el límite del bosque y la parte posterior de la casa era más corto que por la parte delantera, pero aún quedaba por cru­zar una extensión considerable del claro iluminado. Susan Clayton contempló ese espacio con recelo; era más o menos la misma distan­cia a la que podía tirar una mosca artificial con precisión hacia un pez que nadase a velocidad moderada. Casi podía oír el zumbido del sedal por encima de su cabeza al lanzarlo hacia delante con un gruñido de esfuerzo, sobre las aguas azules y rizadas de su tierra. Esto era algo que sabía que se le daba bien, calibrar la fuerza nece­saria para arrojar una pequeña ilusión hecha de plumas, acero y pegamento en la trayectoria de su presa. No estaba tan segura de su capacidad para calcular la velocidad a la que podía cruzar el claro.
Diana Clayton también estaba evaluando su posición.
No le veía demasiado sentido. Respiró lentamente, intentando poner en orden sus pensamientos. Ella y su hija se hallaban tiradas boca abajo sobre la tierra húmeda, con la vista al frente, pero su mente estaba en otro sitio, intentando recordar cada detalle de la vida que llevaba hacía un cuarto de siglo y, lo que es más importan­te, cada rasgo del hombre con quien había convivido.
—Puedo llegar hasta allí —susurró Susan—, pero sólo si no hay nadie vigilando. —Luego negó con la cabeza—. De lo contrario, me verán antes de que avance dos metros. —Hizo una pausa—. Supon­go que no tengo elección.
Diana tendió la mano y agarró a su hija del antebrazo.
—Algo no va bien, Susie. Necesito que me ayudes un momento.
—¿Cómo?
—Bueno, para empezar, sabemos que hay dos puertas aquí de­trás. La puerta trasera normal, que es la que vemos y da a la cocina. Es como cualquier otra puerta trasera. O al menos lo parece. Y lue­go hay una puerta oculta por la que se sale al exterior desde la sala de música. Debemos encontrarla. Tendría que estar por allí, a la iz­quierda, junto al garaje.
—Vale —dijo Susan—, nos moveremos en esa dirección.
—No, hay algo más que me inquieta. Deberíamos toparnos con el pabellón aislado. Ya sabes, el que según el contratista no aparece en los planos. Debería estar por aquí detrás, en algún lugar. Creo que nos convendría encontrarlo.
—¿Por qué? Jeffrey está dentro de la casa. Y él también...
—Porque —dijo Diana eligiendo sus palabras con cuidado— ¿cuál es exactamente el propósito de un sistema de alarma? ¿Por qué asegurarse de, si alguien se acerca por el bosque o por el camino par­ticular, poder detectarlo? ¿Por qué instalar este sistema sofisticado e ilegal aquí en este estado? —Sacudió la cabeza—. Sólo se me ocurre una razón. Para ganar algo de tiempo. Para estar prevenido. No es para protegerse de nada, y menos aún de la policía. Se trata simple­mente de un sistema de aviso que le permitirá sacar unos minutos de ventaja, ¿no? Para disponer de un poco de tiempo. ¿Por qué habría de querer eso?
La respuesta a esta pregunta era evidente. Susan contestó en voz baja, en un tono que ponía de manifiesto que había comprendido perfectamente.
—Sólo hay una razón. Porque, si alguien viniese a buscarlo, al­guien que sabe quién es y qué ha estado haciendo, necesitaría tiem­po para marcharse. Para huir.
Diana asintió.
—Eso es lo que me parece a mí —dijo.
—Una ruta de escape —continuó Susan, pensando en voz al­ta—. David Hart, el hombre a quien Jeffrey me llevó a ver en Te­jas... él dijo que había que prever eso: una vía de entrada y otra de salida.
Diana se dio la vuelta y miró la oscuridad a su espalda.
—¿Qué dijo el contratista que había allí detrás? Susan sonrió.
—Un páramo despoblado, sin urbanizar, desiertos y montañas. Una zona protegida. Un parque estatal. Se extiende kilómetros y kilómetros...
Diana escrutó la negrura de la noche, que parecía haberlas se­guido lentamente hasta allí, pisándoles los talones mientras ellas avanzaban por el bosque.
—O tal vez —dijo con suavidad— sea la salida trasera del esta­do cincuenta y uno.
Las dos comenzaron a retroceder, apartándose del borde de la zona iluminada y alejándose oblicuamente de la casa, para escrutar la espesura que tenían detrás. El sotobosque parecía más denso allí, y sintieron como si muchas manos huesudas les tirasen de la ropa y les arañasen el rostro. Pese al fresco de la noche, ambas sudaban a causa del agotamiento y la tensión, y seguramente también del mie­do. Susan se sentía como si estuviese intentando nadar en un loda­zal fétido. Se abría paso agresivamente, luchando contra el bosque como si de un enemigo se tratara. La luz procedente de la casa era difusa, difícil, y su avance parecía sembrado de sombras y hoyos oscuros. Susan maldijo entre dientes, dio un paso, notó que el jer­sey se le enganchaba en un espino, le dio un tirón, perdió el equili­brio y se tambaleó hacia delante con un grito ahogado. Su madre la seguía, batallando contra las mismas dificultades.
     —¡Susan! ¿Te encuentras bien? —le preguntó en un susurro.
Susan no respondió de inmediato. Estaba lidiando con varias cosas a la vez: la sorpresa de la caída, un arañazo que le había hecho una espina en la mejilla, un golpe en la rodilla contra una roca, y, lo que era más importante, el tacto de metal frío bajo su mano. En aquella penumbra apenas se veía nada, pero avanzó a tientas, ha­ciendo caso omiso de las otras sensaciones, y de pronto notó un objeto puntiagudo que le hizo un corte en la palma. Soltó un gemi­do de dolor.
—¿Qué pasa? —inquirió Diana.
Susan no le contestó. Palpó aquella punta aguzada con cuidado, encontró una segunda y luego una tercera, todas ocultas bajo arbus­tos y matas.
—Carajo —dijo—. Mamá, ven, toca esto.
Diana se puso a cuatro patas junto a Susan. Dejó que su hija guiara su mano hacia delante hasta que ella también palpó la hilera de estacas que sobresalían del suelo.
—¿Tú qué crees que...?
—Vamos por buen camino —aseveró Susan—. Imagínate que vienes por aquí, pero no quieres que ningún vehículo te siga. Los neumáticos quedarían bonitos después de pasar por aquí, ¿no? Ve con cuidado, puede haber otras trampas.
Tres metros más adelante, Susan topó con una zanja poco pro­funda, pero capaz de romper los ejes de un coche, excavada en la tie­rra. Volvió la mirada atrás, hacia la casa. Resplandecía, a quizás unos cien metros de distancia, proyectando su luz hacia el cielo. Alcan­zó a distinguir, a duras penas, una banda muy angosta de terreno despejado que atravesaba el bosque en dirección a la luz. Era un sendero, pensó, pero tan invadido por matojos y hierbas que, si uno no sabía exactamente adónde se dirigía, acababa atrapado en el so­tobosque, como ellas. Sin embargo, si uno conocía bien el trayec­to, podía moverse con rapidez por aquel terreno tan sumamente difícil.
—Ahí está —dijo su madre de pronto.
Susan se volvió y, tras dejar que los ojos se le acostumbrasen una vez más a la oscuridad, vio lo que Diana estaba señalando. Unos seis metros más adelante se alzaba un edificio pequeño, casi invisible entre los árboles y el follaje. Era de poca altura, de un solo piso, y alguien había plantado matas y helechos junto a los costados y en el tejado. Se acercaron lentamente al edificio. En la fachada había una puerta semejante a la de un garaje. Susan extendió el brazo hacia ella y se detuvo.
—Podría haber una alarma —dijo—, o quizás incluso alguna trampa.
No sabía si estaba en lo cierto respecto a esto, pero había mu­chas probabilidades de que así fuera. Y si era lo bastante inteligen­te para sospechar que habría algún dispositivo en la puerta, se dijo que más valía obrar en consecuencia.
Diana se había abierto paso trabajosamente hasta un costado.
—Aquí hay una ventana —dijo.
Susan se apresuró a situarse a su lado.
—¿Llegas a ver el interior?
—Sí. Apenas.
Susan apretó la nariz contra el frío cristal y echó un vistazo al interior del edificio. Exhaló un lento suspiro.
—Has dado en el blanco, mamá. Tenías razón.
Las dos mujeres vislumbraron la figura cuadrada de un vehículo cuatro por cuatro moderno y caro pintado con colores de camufla­je. Por lo que podían ver, estaba cargado con bolsas y maletas, pre­parado para partir.
Diana se apartó de la ventana.
—Tiene que haber un camino. No uno en muy buen estado, pero un camino al fin y al cabo. Debe de pasar por entre los árbo­les. Él tendrá una ruta trazada, una vía de escape...
—Pero ¿por qué no aviones, o helicópteros, tal vez?
Diana se encogió de hombros.
—Montañas, desfiladeros, bosques... ¿quién sabe? Debe de ha­ber imaginado cómo lo perseguirían, y habrá tomado medidas al respecto. ¿Sabes qué? Seguramente habrá otro garaje, a kilómetros de aquí, con otro vehículo. Y quizás un tercero, cerca de la fronte­ra con Oregón. O en el camino hacia California. Pensándolo bien, esto último es más probable. Es un estado donde uno puede desapa­recer fácilmente. Y está a tiro de piedra de México, donde no te hacen tantas preguntas, sobre todo si eres rico.
Susan movió la cabeza afirmativamente.
—No tiene que ser perfecto, sólo imprevisible. Eso es todo lo que él necesita. Una pequeña grieta por la que escurrirse.
Susan se dio la vuelta hacia la casa, respirando hondo.
—Tengo que entrar —dijo—. Estamos tardando demasiado, y tal vez Jeffrey esté en un buen aprieto. —Se volvió hacia su madre, que estaba respirando el viento frío de la noche—. Tú quédate aquí —indicó— y espera a que pase algo.
Diana sacudió la cabeza.
—Debería ir contigo.
—No —repuso Susan—. Lo último que queremos es que él es­cape. Además, creo que podré moverme más deprisa y tomar deci­siones más rápidamente si sé que estás a salvo aquí abajo.
Diana podía apreciar la lógica de aquello, aunque no le gustara.
Susan señaló el sendero semioculto que discurría por el sotobosque hacia la casa.
—Ése es el camino. No le quites ojo.
Por un instante le vinieron ganas de abrazar a su madre, y decir­le algo sensiblero y afectuoso, pero reprimió el impulso.
—Nos vemos dentro de un rato —dijo con entusiasmo fingido. A continuación giró sobre sus talones y echó a andar al paso más veloz que pudo de regreso hacia donde creía que se encontraba su hermano, pendiente del hilo psicológico más delgado.


Jeffrey tenía la garganta irritada, como si hubiese echado una carrera rápida en un día caluroso y seco. Se lamió los labios para humedecérselos, pero tenía la lengua igual de reseca.
—¿Y si me niego? —preguntó con voz quebradiza.
Su padre sacudió la cabeza.
      —Dudo que te niegues, cuando pienses bien en la oferta que te estoy haciendo.
     —No lo haré.
Peter Curtin se removió en su asiento, como si la respuesta de su hijo le pareciera inadecuada, incompleta.
—Es una decisión instintiva y poco meditada, Jeffrey. Reflexio­na sobre la oferta con mayor detenimiento.
—No me hace falta.
Su padre frunció el entrecejo.
—Claro que sí —replicó en un tono entre burlón y exasperado, como si no estuviese seguro de cuál era el más apropiado—. La al­ternativa para mí, claro está, es simplemente hacerle caso a mi ama­da esposa aquí presente y aceptar el consejo que me ha estado dan­do con tanta insistencia. ¿Cuánto crees que me costaría, Jeffrey, decirle a Caril Ann: «Resuelve este dilema por mí» ? Y ya sabes lo que haría.
Jeffrey echó una ojeada a la mujer de expresión dura, que per­manecía rígida, deslizando de forma casi imperceptible el dedo so­bre el gatillo de su pistola. Seguía fulminándolo con la mirada, con­teniendo a duras penas su ira. Jeffrey supuso que, del mismo modo que su padre había previsto ese encuentro, ella también. Se pregun­tó qué le habría contado él a lo largo de los años, y qué experiencias homicidas había compartido con ella, a fin de prepararla para ese último acto. Despacio pero con firmeza, como quien encarniza a un perro. Ella mantenía los ojos fijos en él, y los músculos tensos bajo su suéter. Y, al igual que ese perro cuya esencia entera está contenida en una sola orden de su amo, ella aguardaba a que él pronunciara la palabra indicada. «Es una mujer —pensó Jeffrey— que ha desecha­do toda idea o sentimiento, y no ha dejado más que rabia en su in­terior. Y toda esa rabia está centrada en mí.» La fuerza de la mirada de Caril Ann era como la de un viento intenso y maligno.
—¿Sigues sin verlo claro? —preguntó su padre—. ¿Todavía dudas?
—No puedo hacerlo —contestó el hijo.
Peter Curtin movió la cabeza de un lado a otro, en una muestra exagerada de desilusión.
—¿Que no puedes? Qué ridiculez. Todo el mundo puede matar si le proporcionan los estímulos adecuados. Diablos, Jeffrey, los soldados matan obedeciendo órdenes endebles de los oficiales a quienes han aprendido a odiar. Y su recompensa es considerable­mente menor que la que te ofrezco esta noche. Por cierto, Jeffrey, ¿qué sabes en realidad de esta chica?
—No gran cosa. Es alumna de último año de instituto. Tengo entendido que mantuvo una relación con tu otro hijo...
—Sí. Por eso la elegí. Por eso y por lo conveniente de su hora­rio y su costumbre de atajar por una zona deliciosamente desierta de nuestra pequeña ciudad. De hecho, siempre me ha caído bien. Es agradable, está un poco confundida respecto a la vida, pero eso es normal en una adolescente. Es atractiva, de un modo fresco y puro. Parece inteligente, no brillante ni excepcional, pero espabilada. Desde luego, con muchos números para que la acepten en una bue­na universidad. Aun así, no es fácil predecir qué clase de futuro la espera. Ahora bien, otras son más listas, más triunfadoras, pero Kimberly posee otra cualidad, tiene algo de aventurera. Es un poco rebelde... supongo que eso es lo que le atrajo a tu hermanastro de ella... lo que hace que sea más interesante que la mayoría de los ado­lescentes que este estado fabrica como en serie.
—¿Por qué me estás contando esto?
—Ah, tienes razón, no debería. Su forma de ser no forma parte de la ecuación. El hecho de que tenga una vida, sueños, esperanzas, deseos, lo que sea, bueno, eso no importa realmente, ¿verdad? ¿Qué característica de esta joven puede llevarte a plantearte siquie­ra que su vida puede valer más que la tuya, que la de tu hermana y tu madre, que las vidas de tantas otras jóvenes que seleccionaré en el futuro? A mí me parece la decisión más sencilla del mundo. Si la matas, te salvas a ti mismo. Y, como incentivo adicional, sal­vas a todas esas otras personas. Puedes poner fin a mi carrera, in­cluso a mi vida, como ya te he dicho. Matarla te resultaría renta­ble desde el punto de vista económico, estético y emocional. Una vida perdida, muchas vidas salvadas. Me parece un precio extrema­damente reducido. —Peter Curtin le sonrió a su hijo—. Demo­nios, Jeffrey, si la matas serás famoso. Serás un héroe. Un héroe para este mundo moderno en que vivimos. Con defectos, pero decidido. Te aplaudirá prácticamente todo el mundo en todo el país, salvo tal vez los deudos de la joven Kimberly. Pero sus pro­testas sin duda serán mínimas. Y eso si se enteran de toda la ver­dad, cosa poco probable teniendo en cuenta lo eficientes que son las autoridades de este estado a la hora de encubrir la información desagradable. Así que de verdad no me explico que dudes ni por un instante.
Jeffrey no contestó.
—A menos... —prosiguió su padre despacio— que tengas mie­do de lo que puedas descubrir sobre ti mismo. Eso podría ser un problema. ¿Tienes alguna ventana en lo más profundo de tu ser, Jeffrey, que no quieres abrir, ni siquiera un resquicio, por temor a lo que pueda entrar? O tal vez a lo que pueda salir... —Era evidente que Peter Curtin se estaba divirtiendo—. Ah, y supongo que eso haría que el precio de esta joven tan poco memorable se elevara un poco más de lo que habíamos previsto en un principio...
Esta era una pregunta que Jeffrey no estaba dispuesto a res­ponder.
Observó a las dos personas que tenía delante, fijándose en el brillo en los ojos de su padre y comparándolo con la mirada gélida de su esposa. Formaban una pareja curiosamente desigual en ese momento. La mujer estaba como agazapada, encogida, ansiosa por matar. Su padre, por otro lado, se mostraba relajado, generoso con las palabras, poco preocupado por el tiempo, complacido por el dilema que estaba planteando. Para él, el asesinato no era más que el postre; la tortura constituía el plato principal. Al oír el tono de mofa de su padre, a Jeffrey no le costó imaginarse lo duros que debieron de resultar los últimos minutos de vida de tantas personas.
La luminosidad de la estancia, el calor cada vez más intenso que lo envolvía, la presión constante que ejercía su padre con sus palabras cantarinas, todo ello se conjuraba para oprimirle el pecho como el agua en las grandes profundidades. Deseaba luchar por subir a la su­perficie para respirar. Se percató de que en ese momento estaba atra­pado en la más elemental de las trampas, y de que el hombre sentado frente a él sabía que su hijo caería de cabeza en ella: el hecho de que la diferencia entre su padre y él fuera extremadamente sutil; a él le importaba la vida. A su padre no.
Él quería vivir.
A su padre, que había segado tantas vidas, le daba igual si mo­ría o no esa noche. Sus prioridades eran muy distintas.
Jeffrey permaneció callado, intentando recuperar la compostura con cada bocanada de aquel aire sofocante.
«Tiempo —pensó bruscamente—. Necesitas ganar tiempo.»
Su mente se puso a trabajar a toda prisa. Su hermana debía de estar a punto de llegar, pensó, y su aparición tal vez volvería las tor­nas lo suficiente para liberarlo del nudo que su padre había atado en torno a su corazón. Y luego, al margen de la llegada de Susan, esta­rían las fuerzas del Servicio de Seguridad.
Cada segundo que pasaba los acercaba más y más a una situa­ción límite.
Miró a su padre. «Vete por las ramas», pensó.
—¿Por qué habría de fiarme de ti?
Peter Curtin sonrió.
—¿Qué? ¿Desconfías de la palabra de tu propio padre?
—Desconfío de la palabra de un asesino. Eso es lo único que eres. Quizá yo haya venido cargado de preguntas, pero tú las has respondido ya. Ahora sólo me quedan dudas sobre mí mismo.
—¿No son todas esas cosas consustanciales a la vida? —inqui­rió Curtin—. ¿Y quién sabe más sobre el juego de la vida y la muer­te que yo?
—Tal vez yo —respondió Jeffrey—. Y tal vez yo sepa que no se trata de un juego.
—¿Que no es un juego? Jeffrey, me sorprendes. Es el juego más fascinante de todos.
—Entonces, ¿por qué estás dispuesto a renunciar a él esta no­che? Si, como dices, lo único que tengo que hacer es meterle una bala entre los ojos a una completa desconocida, ¿te limitarás a aga­char la cabeza y aceptar el destino que yo elija para ti? Lo dudo. Creo que estás mintiendo. Creo que estás haciendo trampa. Creo que no tienes la menor intención de hacer otra cosa esta noche que matarme. ¿Y cómo voy a comprobar que Kimberly Lewis sigue con vida? Podrías estar accionando una grabación con ese intercomunicador que tienes. Quizá la hayas dejado como a todas las demás, abandonada, tirada por ahí, como un despojo, en medio del bosque, con los brazos extendidos, en algún sitio donde no la encontrarán...
Curtin alzó la mano rápidamente mientras un destello de ira le asomaba a los ojos.
—¡Nunca abandoné a ninguna! Ése no era el plan.
—¿El plan? Sí, ya —dijo Jeffrey con sarcasmo——. El plan era pasarlo bomba tirándotelas a todas y luego matarlas, como hacen todos los tipos retorcidos y...
Curtin movió de pronto la mano como si asestara una cuchilla­da. Jeffrey suponía que habría furia en la voz de su padre, pero en cambio oyó un tono frío e impasible.
—Me esperaba más de ti —dijo Curtin—. Una reacción más inteligente. Más educada. —Juntó las yemas de los dedos ante sí y miró por encima del puente que formaban sus manos, clavando la vista en su hijo—. ¿Qué concepto tienes de mí? —preguntó de pronto.
—Sé que eres un asesino...
—No sabes nada —lo interrumpió Curtin—. ¡No sabes nada! No sabes comportarte en presencia de la grandeza. No me tratas con respeto. No entiendes nada. —Sacudió la cabeza—. No se trata de matar por matar, ni mucho menos. Matar es lo más sencillo de todo. Matar por deseo, matar por diversión, matar por la razón que sea. Es lo más fácil, Jeffrey. Simplemente una distracción. Si uno lo estudia todo con detenimiento, apenas presenta dificultades. El reto está en crear algo a partir de la muerte... —hizo una pausa antes de añadir—: y es por eso por lo que soy especial. —El padre miró al hijo por un momento, como si éste hubiese tenido que cobrar con­ciencia de todo esto antes—. He sido prolífico, pero no soy el único. He sido brutal, pero eso tampoco es nada del otro mundo. ¿Sabías, Jeffrey, que llegó un día, hace varios años, en que me en­contré de pie ante el cadáver de una chica sabiendo con toda certeza que podía alejarme tranquilamente de ese lugar y que nadie enten­dería jamás la profundidad del sentimiento de triunfo que me em­bargaba? Y en ese momento, Jeffrey, caí en la cuenta de que todo era demasiado fácil de lograr. Lo que yo consideraba mi razón para vi­vir amenazaba con aburrirme. En ese instante, contemplé la idea del suicidio. Barajé otras posibilidades descabelladas, atentados terro­ristas, matanzas, asesinatos políticos, y las descarté todas, porque sabía que entonces la gente no me tomaría en serio y se olvidaría de mí. Pero mis aspiraciones eran más elevadas, Jeffrey. Quería ser recordado... —Esbozó una nueva sonrisa—. Y entonces tuve noticia del estado cincuenta y uno; este nuevo territorio en el que se depo­sitaban tantas esperanzas e ilusiones, con una visión auténticamente americana del futuro basada en un concepto absolutamente ideali­zado del pasado. ¿Y quién encajaba en esta visión mejor que yo?
Jeffrey guardó silencio.
—¿Quién permanece vivo en la memoria de la gente, Jeffrey, sobre todo aquí, en el Oeste? ¿Quiénes son los héroes? ¿Rendimos honores a Billy el Niño, con sus veintiuna víctimas, o a su despre­ciable ex amigo, Pat Garrett, que lo mató a tiros? Hay canciones sobre Jesse James, un asesino de lo más despiadado, pero no sobre Robert Ford, el cobarde que le disparó por la espalda. Las cosas siempre han sido así en Estados Unidos. Melvin Purvis nos interesa muy poco. Nos parece anodino y calculador. Por el contrario, las hazañas de John Dillinger se recuerdan después de todos estos años. ¿No sentimos vergüenza ajena cuando un parásito como Eliot Ness empapela a Al Capone? ¡Por evadir impuestos y sobornar al jura­do! Qué patético. ¿Te acuerdas de quién llevó la acusación contra Charlie Manson? Vamos, Jeffrey: ¿no nos sentimos más intrigados por el hecho de que se haya demostrado que Bruno Richard Hauptmann no fue el culpable que apenados por el secuestro y asesinato del bebé de Lindbergh? ¿Sabías que en Fall River aún cantan las virtudes de Lizzie Borden, una mujer que asesinaba con un hacha, por Dios? Y podría seguir dándote ejemplos. Somos un país que ve­nera a sus criminales, Jeffrey. Idealizamos sus fechorías y pasamos por alto sus barbaridades, sustituyéndolas por canciones, leyendas y algún que otro festival, como el día de D. B. Cooper, que se cele­bra en el noroeste del país.
—Los forajidos siempre han tenido cierto encanto...
—Exacto. Y eso es lo que yo he sido. Un forajido. Porque voy a robarle a este estado su cualidad más importante: la seguridad. Por eso es por lo que me recordarán. —Peter Curtin suspiró—. Ya lo he conseguido. Da igual lo que me pase esta noche. Verás: viva o muera, mi entrada en la historia está asegurada. La garantiza tu presencia y la atención mediática que recibirá esta noche antes de acabarse. —Se impuso un nuevo y breve silencio en la habitación, antes de que el ase­sino hablara de nuevo—. Ahora ha llegado el momento de que tomemos una decisión, Jeffrey. Tú formas parte de mí, lo sé. Ahora debes asumir esa parte que compartimos e inclinarte por la opción más ob­via. Es la hora, Jeffrey. Es hora de que asimiles la auténtica naturaleza del asesinato. —Miró a su hijo—. Matar, Jeffrey, te hará libre.
Curtin se puso de pie. Extendió rápidamente el brazo hacia la pequeña mesa de lectura y abrió un cajón con un leve chirrido. Del interior sacó un cuchillo grande del ejército, que extrajo de una fun­da color caqui. El acero pulido de la hoja serrada relumbró a la luz de la sala. Curtin admiró el arma, acariciando el borde romo por unos instantes, antes de darle la vuelta y colocar el dedo contra el filo. Levantó la mano para mostrarle a Jeffrey el hilillo de sangre que le manaba del pulgar.
Aguardó alguna reacción por parte de su hijo. Jeffrey intentó mantener el semblante lo más inexpresivo posible, mientras por dentro sus emociones tiraban de él como la corriente de resaca en una playa en verano.



—¿Qué? —dijo Curtin, sonriendo una vez más—. ¿Creías que te dejaría sobrellevar esta experiencia con algo tan antiséptico como una pistola? ¿Que lo único que tendrías que hacer sería cerrar los ojos, rezar una oración y apretar el gatillo? ¿Una ejecución distante y limpia como la de un pelotón de fusilamiento? Eso no te ayuda­ría a encontrar el camino al conocimiento auténtico.
De repente, Curtin arrojó el cuchillo a través de la habitación. Destelló en el aire por un instante antes de caer con un golpe seco a los pies de Jeffrey, aún reluciente, como si estuviera vivo.
—Es la hora —repitió su padre—. No tengo paciencia para aplazar esto más.




                                             25

                La sala de música


Susan se detuvo una vez más al borde de la luz para inspeccio­nar la parte posterior de la casa. Paseó la mirada desde una esquina apartada hasta la puerta trasera visible, absorbiendo despacio todo lo que veía, y luego hasta el otro extremo de la casa. Como su her­mano antes que ella, se fijó en la grava bajo las ventanas y vislumbró los espinos plantados a lo largo de todo el perímetro. Sus ramas se entrelazaban formando una maraña impenetrable que no se interrumpía más que en un tramo de sólo un metro de largo, justo en­frente de donde ella se encontraba. Comprendió al instante que ese hueco en la barrera debía de dar directamente al pasadizo que atra­vesaba el bosque y llegaba hasta el garaje oculto donde Diana espe­raba pacientemente a que sucediera algo.
Por un instante, Susan se quedó mirando esa pequeña brecha. Tenía el aspecto de un descuido de jardinería, como si una planta se hubiera muerto y la hubiesen arrancado. Entonces se dio cuenta de lo que era: la otra puerta.
Desde donde estaba, no alcanzaba a determinar la forma o el ta­maño de la puerta. No se apreciaba la menor fisura en la pared de la casa. Si el contratista no les hubiera hablado de la puerta, ella no habría creído que estuviera allí. No tenía la menor idea de dónde se hallaba escondido el pomo, ni de cómo se abría, y cayó en la cuenta, también, de que quizá no hubiese manera de abrir la trampilla desde el exterior. Sin embargo, le parecía mucho más probable que hubiese algún me­canismo de apertura oculto. El problema sería dar con él.
Y que no estuviese cerrado con llave.
«Se acaba el tiempo», pensó.
Susan echó un último vistazo a las ventanas, intentando avistar a su hermano o cualquier tipo de movimiento en el interior, algún indicio de lo que estaba ocurriendo, pero no vio atisbo de actividad. Tensó los músculos de los brazos, contrajo los de las piernas y le habló a su cuerpo, como si de un amigo se tratase, diciéndole:
—Muévete deprisa, por favor. Sin vacilar. Sin detenerte. Tú si­gue adelante, pase lo que pase.
Respiró hondo, empuñó con fuerza su metralleta y, de pron­to, sin ser consciente de haberse levantado y abalanzado hacia de­lante, se encontró corriendo medio agachada a través del claro ilu­minado. En ese momento no podía fijarse en otra cosa que en el terrible resplandor que parecía envolverla en calor y agredirla con una luminosidad que la hería como una cuchilla. El aire fresco del bosque quedó atrás y cedió el paso a un viento asmático, resollan­te y vaporoso. Tenía la sensación de que le pesaban los pies, como si estuvieran recubiertos de cemento, y cada vez que su zapato pa­tinaba sobre la hierba húmeda con el más leve de los chirridos, a ella se le antojaba el ruido de una alarma. Creía oír gritos de alerta, si­renas que rompían a ulular. Una docena de veces percibió el estam­pido de un disparo, y una docena de veces se figuró que una bala impactaría contra ella mientras corría en el filo de la navaja entre la realidad y la alucinación. Extendió los brazos hacia la casa como una nadadora que se estuviera quedando sin aliento, esforzándose por alcanzar la pared al final de una carrera desesperada.
Y entonces, casi tan rápidamente como había arrancado a correr, llegó.
Susan se apresuró a guarecerse en una sombra tenue y se apre­tujó contra el revestimiento de tablas anchas de la pared, intentan­do encogerse para llamar la atención lo menos posible, después de haber corrido de forma tan patosa, torpe y ruidosa. El pecho le su­bía y bajaba agitadamente, tenía el rostro congestionado y jadeaba, aspirando el aire de la noche, intentando calmarse.
Aguardó por un momento, dejando que los tambores de la adrenalina dejaran de batirle en las orejas, y luego, cuando sintió que había recuperado, si no el control absoluto, sí al menos parte de él, dio media vuelta, se arrodilló sobre la tierra y comenzó a desli­zar las manos por el exterior de la casa, intentando encontrar la trampilla que sabía que estaba allí.
Notó la textura rugosa de la madera bajo sus dedos, le pareció fría, y entonces encontró un resalto muy estrecho, oculto por los paneles que recubrían la pared. Continuó buscando y descubrió un par de bisagras escondidas bajo la madera. Animada por ello, pro­cedió a probar cada panel, con la esperanza de que uno de ellos se alzara y dejara al descubierto algún picaporte que pudiera hacer girar. No había empezado aún a preguntarse qué haría si la trampilla se hallaba cerrada con llave. Todavía llevaba la palanca pequeña su­jeta al cinturón, pero su utilidad era dudosa.
Probó todos los listones, pero no encontró ningún pomo.
—Maldita sea —siseó—, sé que estás por aquí en algún sitio. —Continuó tirando de cada pieza, en vano—. Por favor —dijo.
Se inclinó más y deslizó las manos por el espacio en que la estructura de madera de la casa se unía al hormigón de los cimien­tos. Allí, bajo el reborde de la madera, palpó una forma metálica, parecida a un gatillo. La toqueteó por unos instantes, luego cerró los ojos, como si temiese que el aparato explotase cuando lo apre­tara, pero sabiendo que no tenía elección.
—Ábrete, sésamo —musitó.
El mecanismo de apertura emitió un leve chasquido, y la puer­ta se soltó.
Titubeó de nuevo, durante el suficiente rato para respirar lo que pensaba que podía ser la última bocanada de aire seguro que sabo­rearía en la vida y luego, con sigilo, empezó a abrir la puerta. Esta soltó un crujido desagradable, como si trozos de madera pequeños se hubiesen astillado. Cuando la hubo levantado unos veinte centí­metros echó un vistazo por encima del borde al interior de la casa.
Estaba contemplando un espacio a oscuras. La única luz de la habitación era la procedente de los focos del patio, que se colaba por la rendija que acababa de abrir. Había un pequeño descansillo de madera, y luego un modesto tramo de escaleras que bajaba hasta un suelo lustroso y reflectante, de un brillo casi plástico. Supuso que se trataría de algún material liso y sin poros. Fácil de limpiar. Las paredes de la habitación eran de un blanco radiante.
Susan tiró de la puerta a fin de abrirla un poco más, lo suficiente para poder pasar por ella, y con ello entró más luz adicional, que iluminó los rincones más apartados de la habitación. La voz sonó sólo un instante antes de que ella viese a la figura, acuclillada con­tra una pared.
—Por favor —oyó Susan—, no me mates.
—¿Kimberly? —respondió Susan—. ¿Kimberly Lewis?
El rostro que había permanecido oculto se volvió hacia ella, adoptando una expresión de esperanza.
—¡Sí, sí! ¡Ayúdame, por favor, ayúdame!
Susan advirtió que la joven estaba esposada de pies y manos, y sujeta por medio de una cadena de acero a una anilla encastrada en la pared. Había otras dos anillas sin usar, a la altura de los hombros y separadas entre sí. Kimberly se hallaba desnuda. Cuando se enco­gió al igual que un perro que teme que le peguen, se le marcaron las costillas, como si estuviese famélica.
Susan entró por la trampilla, bloqueando la débil luz por un ins­tante, y luego se apartó de la puerta, dejando que un poco de claridad alumbrara las escaleras para que pudiera bajar a donde estaba la chica.
—¿Te encuentras bien? —dijo, y al momento le pareció una pregunta soberanamente estúpida—. Me refiero —se corrigió— a si estás herida.
La adolescente intentó agarrarse a las rodillas de Susan, pero la cadena le impedía moverse más de treinta centímetros o medio metro en cualquier dirección. Tenía las piernas manchadas de san­gre seca y heces. Hedía a diarrea y a miedo.
—Sálvame, por favor, sálvame —repitió la joven, presa del pánico.
Susan se mantuvo fuera del alcance de sus manos. «Unas veces —comprendió—, hay que tenderle la mano a la persona que se aho­ga. Otras, más vale guardar las distancias porque de lo contrario puede arrastrarte al fondo consigo.»
—¿Estás herida? —preguntó con severidad.
La adolescente soltó un sollozo y negó con la cabeza.
—Intentaré salvarte —dijo Susan, sorprendida por la frialdad de su propia voz—. ¿Hay alguna luz aquí dentro?
—Sí, pero no. El interruptor está en la otra habitación, fuera —contestó la chica, señalando con la barbilla a una puerta situada al fondo de la sala.
Susan asintió y recorrió con la vista el espacio que alcanzaba a ver. Había un rollo grande de lo que parecía ser lámina de plástico apoyado en una pared. El techo estaba recubierto de una gruesa capa de material de insonorización. A unos tres metros de donde Kimberly se hallaba encadenada, en el centro de la habitación, Su­san vio una silla de madera y respaldo duro y un atril de tubos de acero con varias partituras abiertas en él.
Susan atravesó la estancia despacio. Posó con cuidado la mano en la puerta que daba al cuerpo principal de la casa. El pomo no giraba. La puerta estaba cerrada con llave. Vio una cerradura, pero no había manera de abrir desde el interior de la habitación.
«La llave debe de estar al otro lado —pensó—. Este no es un cuarto del que se supone que nadie debe salir.» En ese momento no estaba segura de por qué su padre no había asegurado la trampilla oculta que se abría al mundo exterior. De pronto la asaltó la espe­luznante idea de que él quería que ella entrara por allí.
Dejó escapar un jadeo, al borde del pánico.
«Sabe que estoy aquí. Me ha visto correr a través del claro. Y aho­ra estoy acorralada, justo donde él quería tenerme.»
Giró bruscamente y miró con ansia a la salida, mientras una voz interior la apremiaba a huir, a aprovechar el momento para salir corriendo mientras aún tuviese un asomo de posibilidad.
Pugnó por mantener el control de sus emociones. Sacudió la cabeza, insistiendo para sus adentros: «No, todo está bien. Has corrido y no te han visto. Sigues estando a salvo.»
Susan se volvió hacia Kimberly, y en ese mismo instante com­prendió que la huida no era una opción. Por un momento se pregun­tó si éste era el último juego que su padre había ideado para ella, un juego letal, con una alternativa simple y también letal. Salvarse a sí misma, abandonando a Kimberly a su triste suerte, o quedarse y enfrentarse a lo que entrara por esa puerta que ahora estaba cerrada.
Susan notó que le temblaba el labio inferior a causa de la incertidumbre.
Una vez más, miró a la chica. Kimberly la observaba con una expresión lastimera en los ojos desorbitados.
—No te preocupes —le dijo Susan, sorprendida por su tono de seguridad, que le pareció fuera de lugar—. Todo saldrá bien. —Mientras hablaba entrevió una forma pequeña y negra a unos centímetros de las piernas de la adolescente, justo fuera de su alcan­ce, en el suelo, junto a la pared.
—¿Qué es eso? —preguntó.
La chica se volvió con dificultad a causa de las esposas que la obligaban a permanecer en la misma posición.
—Un intercomunicador —susurró—. Le gusta escucharme.
Susan abrió mucho los ojos, presa de un miedo repentino.
—¡No digas nada! —musitó con vehemencia—. ¡No debe ente­rarse de que estoy aquí!
La joven se disponía a responder, pero Susan se plantó delante de ella de un salto y le tapó la boca con la mano. Se inclinó, comba­tiendo las náuseas que le producía el olor.
—Mi única baza es el factor sorpresa —murmuró entre dientes.
«Y ni siquiera estoy segura de eso», pensó.
Mantuvo la mano donde estaba hasta que la muchacha asintió en señal de que había comprendido. Entonces apartó la mano y se inclinó de nuevo hacia la oreja de Kimberly.
—¿Cuántos hay arriba? —susurró.
Kimberly levantó dos dedos.
«Dos más Jeffrey», pensó Susan.
Esperaba que siguiese vivo. Esperaba que su padre no hubiese estado escuchando por el intercomunicador cuando ella entró por la trampilla. Esperaba que él sintiese la necesidad de mostrarle su trofeo a su hermano, pues no se le ocurría otra cosa que hacer que esperar.
De pie junto a la adolescente, se fijó bien en dónde estaba la puerta que comunicaba con el resto de la casa. A continuación, se acercó a las escaleras, contando los pasos hasta la base. Había seis escalones en el tramo de escalera que ascendía hasta el descansillo. Colocó la mano contra la pared y subió hacia la salida.
Esto fue demasiado para la chica despavorida.
—¡No me dejes! —chilló.
Susan dio media vuelta, y el aire entre ellas se cargó de ira. Su mirada hizo callar a la chica. Luego extendió el brazo y, tras respi­rar hondo otra vez, empujó la trampilla para cerrarla, y la habita­ción se sumió en una negrura absoluta. Se giró con cuidado en el descansillo y volvió a poner la mano libre en la pared. Contó los peldaños mientras descendía hacia la oscuridad, y contó de nue­vo los pasos mientras cruzaba la sala. El hedor de la adolescente la ayudó a encontrarla. Kimberly Lewis soltó un gemido, un sollozo de terror y a la vez de alivio al percatarse de que Susan había regre­sado a su lado.
Susan se acuclilló junto a la chica encadenada.
Se colocó con la espalda contra la pared, de cara al centro de la habitación. Al sopesar la metralleta en su mano, cayó en la cuenta de que no cumpliría su función esa noche. Estaba diseñada para disparar ráfagas de forma indiscriminada y matar todo aquello que estuviera a tiro. Comprendió que esto no le serviría de nada a me­nos que estuviera dispuesta a correr el riesgo de matar a su herma­no junto con su padre y la mujer a quien llamaba esposa. En un principio le pareció un riesgo razonable, pero luego pensó que se­guramente su hermano no lo asumiría si sus papeles se invirtieran. De modo que depositó esa eficaz máquina de matar en el suelo, a su lado, lo bastante cerca de ella para encontrarla si la necesitaba, y lo bastante cerca de las manos de Kimberly para brindarle una opor­tunidad de salvarse. Para reemplazarla, Susan desenfundó la pistola nueve milímetros de la sobaquera que llevaba bajo el chaleco. Ha­cía calor en la habitación, así que se quitó el gorro y sacudió la ca­beza para soltarse el pelo. Kimberly se acurrucó lo más cerca de Susan que le permitían sus cadenas. La muchacha respiró agitadamente, aterrorizada por unos instantes, luego se relajó un poco, como reconfortada por la presencia de Susan. Esta le tocó el brazo, intentando calmar los nervios de las dos. Luego le quitó el seguro a la pistola, introdujo una bala en la recámara y apuntó al espacio negro que tenía delante, donde calculaba que se encontraba la puer­ta. El arma le pesaba en las manos, como si de pronto el agotamien­to se hubiera apoderado de ella. Apoyó los codos en las rodillas sin dejar de apuntar al frente con la pistola, y se quedó esperando, como un cazador en un escondite, a que llegara la presa, esforzán­dose por tener paciencia, por mantenerse firme, por estar prepara­da. Esperó estar haciendo lo correcto. No veía otra alternativa.


Jeffrey caminaba al paso de un hombre condenado a muerte.
Caril Ann Curtin iba justo detrás de él, apretándole el cañón silenciado de su pistola contra el pequeño hueco tras su oreja dere­cha, una presión que evitaba de forma muy eficaz que él intentara alguna tontería como girar de golpe e intentar forcejear. Cerraba la marcha su padre, como un sacerdote en una procesión, sólo que, en vez de una Biblia, llevaba en sus manos el cuchillo de caza. Caril Ann le daba un golpecito en el cráneo con la pistola cuando debía indicarle que cambiara de dirección.
La casa y su decoración parecían desenfocadas. Jeffrey notaba que estaba perdiendo por momentos el dominio de sus facultades debido al miedo por lo que estaba ocurriendo, y pugnó en su fue­ro interno por aferrarse al pensamiento racional.
Nada había sucedido como él esperaba.
Había previsto un enfrentamiento a solas entre él y su padre, pero eso no se había producido. Todo era turbio, confuso. No veía con claridad ningún sentimiento, emoción o propósito. Se sentía como un niño pequeño atemorizado en su primer día de clase, apar­tado a empujones de la seguridad de su casa y de todo aquello que había dado por sentado. Aspiró profundamente, buscando al adulto en su interior, luchando contra el niño.
Llegaron a las escaleras que conducían al sótano.
—Ahora toca bajar, hijo —dijo Curtin.
«Descenso al infierno», pensó Jeffrey.
Caril Ann le dio unos golpecitos firmes en la cabeza con el arma.
—Hay un cuento muy conocido, Jeffrey —prosiguió Curtin mientras bajaban por las escaleras—. La dama o el tigre. ¿Qué hay detrás de la puerta? ¿Muerte instantánea o placer instantáneo? ¿Y sabes que ese cuento tiene una continuación? Se titula El disipador de las dudas. Eso es lo que mi maravillosa esposa debería ser para ti. La disipadora de las dudas. Porque la indecisión se castiga con se­veridad en este mundo. La gente que no aprovecha las oportunida­des queda atrás rápidamente.
Llegaron al sótano. Era un cuarto de juegos terminado y amue­blado con un estilo moderno. Había un televisor de pantalla gran­de en una pared, y un cómodo sofá de piel enfrente, a pocos metros, desde donde verlo. Su padre se detuvo para recoger un mando a distancia de una mesa de centro. Lo apuntó al aparato, pulsó un botón, y la pantalla se llenó de rayas grises y blancas causadas por el ruido atmosférico.
—Vídeos caseros —dijo su padre.
      Apretó otro botón, y apareció una grabación descolorida. Segu­ramente su padre había quitado el sonido del televisor, pues no se oía nada, lo que confería a las imágenes un aspecto aún más pavo­roso. Jeffrey vio en la pantalla a una joven desnuda, colgada por las muñecas de unas anillas en la pared. Le imploraba a quien estaba manejando la cámara, con el rostro bañado en lágrimas y demudado de terror. El objetivo se acercó a sus ojos, que denotaban que se encontraba al límite de sus fuerzas por el agotamiento, el miedo y la desesperación. Jeffrey se atragantó al reconocer el rostro aún vivo de la última víctima, un rostro que sólo había visto en un cadáver. Su padre pulsó otro botón, y la imagen se congeló en la pantalla que ocupaba casi toda la pared.
—Todavía parece distante, ¿verdad? —preguntó su padre, con cierta rapidez que revelaba el placer que sentía—. Lejano e imposi­ble. Irreal, aunque ambos sabemos que una vez fue muy real y muy intenso. Hiperrealista, tal vez.
Su padre apretó el mando otra vez, y la imagen desapareció.
Caril Ann le apretó el cañón de la pistola contra la cabeza para empujarlo por el cuarto de juegos hacia la puerta que daba a lo que Jeffrey sabía que era la sala de música.
Curtin sonrió.
—A partir de este momento, todas las decisiones, todas las elec­ciones, estarán en tus manos. Posees toda la información. Has reci­bido todas las lecciones. Sabes todo lo que necesitas saber sobre el asesinato excepto una cosa. Qué se siente al matar a alguien.
Curtin se colocó a un lado de la puerta y pulsó un interruptor. Acto seguido, introdujo la llave en la cerradura y le dio la vuelta. Como el ayudante de un cirujano, extendió el brazo, asió la mano derecha de Jeffrey y le puso en ella el mango del cuchillo de caza. Ahora que iba modestamente armado, Caril Ann hundió la punta de la pistola en su carne. Curtin se volvió hacia Jeffrey con una amplia sonrisa, disfrutando lo indecible con el sufrimiento que es­taba provocando. Su rostro estaba radiante con la pasión del mo­mento, y Jeffrey se dio cuenta de que años atrás su madre lo había salvado, pero él, como un niño insensato que se niega a creer en lo que todo el mundo considera que es bueno, nunca había acabado de entender que era libre, que estaba a salvo, y una combinación de terquedad, mala suerte e indecisión lo había retrotraído al momento en que, con nueve años de edad, volvió la mirada atrás hacia el hombre que ahora se encontraba a su lado. No habría debido mirar atrás, ni una sola vez en esos veinticinco años. En cambio, en toda su vida no había hecho otra cosa que mirar atrás y, al fin, lo que te­nía detrás había acabado por darle alcance, y ahora estaba planean­do arruinarle el futuro.
Deseaba plantarle cara, pero no sabía cómo.
—Caril Ann —dijo Curtin con brusquedad— disipará toda duda que pueda surgirte. —Una vez más, las miradas de padre e hijo se entrecruzaron sobre el abismo del tiempo y la desespera­ción—. Bienvenido a casa, Jeffrey —anunció al abrir la puerta de la sala de música.


El aislamiento acústico era muy eficaz; ni Susan ni la adolescen­te aterrada y sollozante acurrucada a su lado los habían oído acer­carse a la habitación, de modo que, cuando la lámpara del techo se iluminó de golpe, ambas mujeres se sobresaltaron. Susan tuvo que morderse el labio con fuerza para reprimir un grito. El sudor le había resbalado hasta los ojos, que le picaban, pero no se movió salvo para afinar la puntería, alineando la vista con el punto de mira de la pistola.
Cerró el dedo en torno al gatillo cuando la puerta se abrió de repente, y contuvo el aliento. Oyó una sola palabra pronunciada por una voz que le llegaba de la memoria a través de décadas, pero la única figura que vio fue la de su hermano, que entró dando tras­piés a causa de un empujón.
Él dirigió la vista al fondo de la habitación, y sus miradas se encontraron.
Susan cobró conciencia súbitamente de que había otras figuras, justo detrás de él, y en ese instante gritó: —¡Jeffrey, tírate a la derecha! Y acto seguido disparó su arma.
La duda puede medirse en unidades de tiempo minúsculas. Microsegundos. Jeffrey oyó la orden de su hermana y reaccionó en consecuencia, arrojándose al suelo para apartarse de la línea de tiro, pero no lo bastante deprisa, pues la primera bala de la nueve milí­metros llegó zumbando y le desgarró la carne encima de la cadera, atravesándole la cintura.
Mientras rodaba por el suelo, con la visión teñida de rojo por el dolor, advirtió que Caril Ann había dado un paso al frente al instan­te y se había arrodillado, disparando a su vez su arma, que emitía unos sonidos sordos, apenas perceptibles, amortiguados por el si­lenciador. Pero cada disparo suyo provocaba como respuesta los estampidos más profundos de la nueve milímetros, cuyo gatillo apretaba Susan desesperadamente. Las balas hacían saltar astillas del marco de la puerta o levantaban pequeñas nubes de polvo al impac­tar en la pared.
Se oyó un alarido cuando un disparo dio en el blanco. Jeffrey no supo de dónde procedía. Luego, otro. El ruido del tiroteo lo ensordecía. Se dio la vuelta rápidamente, lanzándole una cuchilla­da a la mujer que tenía al lado, y la hoja se hundió en el antebra­zo y la muñeca de la mano con que empuñaba la pistola. Caril Ann profirió un aullido de dolor y encañonó a Jeffrey, que se ha­llaba a sólo unos centímetros del arma, cuando la pistola de Susan emitió una última detonación que resonó en el pequeño cuarto y ahogó el sonido de las voces y el grito de terror del propio Jeffrey. Este disparo alcanzó a Caril Ann justo en la frente, y su rostro pareció estallar ante él, rociándolo de escarlata y haciendo que la mujer se inclinara hacia atrás.
El ruido y la muerte reverberaron en la habitación.
Jeffrey se dejó caer en el suelo, consciente de que estaba vocife­rando algo incomprensible, contemplando la cara destrozada de la mujer a quien nunca había conocido. Entonces se volvió hacia su hermana. Estaba muy pálida, paralizada en su compacta posición de disparo, sujetando aún la nueve milímetros, que tenía apoyada so­bre las rodillas. La corredera se había desplazado hacia atrás una vez vaciado el cargador, pero ella seguía apretando el gatillo inútilmen­te. Jeffrey reparó en que la pared detrás de ella estaba manchada de rojo, y en que también le goteaba sangre en la sudadera.
—¡Susan!
Ella no respondió. Jeffrey se arrastró por el suelo hacia ella, con el brazo extendido. Sostuvo las manos en el aire sobre ella, vacilante, in­tentando determinar dónde la habían herido, casi con miedo a tocar­la, como si de pronto se hubiese vuelto frágil y una presión excesiva pudiese hacerla añicos. Le pareció que una bala le había arrancado el lóbulo de la oreja antes de estamparse en la pared, a su espalda. Por lo visto, otra la había alcanzado en la pierna —sus téjanos se estaban tiñendo de granate rápidamente—, y una tercera le había dado en el hombro, pero había rebotado en el chaleco antibalas del agente Mar­tin. Al hablar, intentó inyectar seguridad en su voz.
—Estás herida —dijo—. Te pondrás bien. Conseguiré ayuda. —Su propio costado le dolía como si le estuviesen aplicando un cautín eléctrico al rojo vivo.
Susan estaba lívida, aterrorizada.
—¿Dónde está él? —preguntó.
—Aquí mismo —respondió la voz detrás de ellos.
Entonces la adolescente soltó un chillido, un solo grito de páni­co acumulado, mientras Jeffrey se volvía para ver a su padre en cu­clillas ante la puerta, justo encima del cuerpo retorcido de Caril Ann Curtin. Había recogido la automática de su esposa, y ahora les apuntaba a los tres.
Diana oyó el intercambio de disparos, y una oleada de miedo intenso le recorrió todo el cuerpo. El silencio que siguió al breve tiroteo fue igual de terrible, igual de alarmante. Dio un salto hacia delante y arrancó a correr lo mejor que pudo a través de la oscuri­dad del bosque, en dirección a las luces de la casa. Cada ramita, cada zarcillo, cada brizna de hierba que crecía en el sendero dificultaba su avance. Tropezó, se enderezó y siguió adelante, intentando dejar la mente en blanco y desterrar de su consciencia las visiones horri­bles de lo que quizás había ocurrido. Mientras corría, empuñó la pistola que su hija le había dado, quitó el seguro con el pulgar y se preparó para utilizarla.
Llegó hasta el borde de la oscuridad y se detuvo.
El silencio que tenía delante era como una pared. Aspiró el aire frío.


Peter Curtin miraba desde el otro extremo de la habitación a sus dos hijos y a la adolescente desaparecida, que se estremecía y sollo­zaba. Su mirada topó con la de Susan, y él sacudió la cabeza.
—Me equivoqué —dijo despacio—. Ahora resulta, Jeffrey, que aquí la asesina es tu hermana.
Susan, agotada repentinamente a causa de las heridas y la ten­sión, levantó la pistola de nuevo, con el dedo en el gatillo.
—¿Serías capaz de matarme? —preguntó su padre.
Ella soltó la nueve milímetros, que cayó al suelo con un golpe metálico.
—En el ajedrez —dijo él, despacio, como si estuviera exhaus­to—, es la reina quien tiene el poder y realiza las jugadas clave. —Curtin asintió—. Touché —comentó con aire despreocupado—. Seguramente habrías podido encargarte de aquel tipo del aseo de caballeros sin mi ayuda. —Y añadió—: Subestimé tu capacidad.
El asesino alzó el arma e hizo ademán de apuntar.
En ese instante, Jeffrey comprendió que debía plantar batalla con algo que no fuera una pistola o un cuchillo. En un momento profundo de iluminación supo cómo pararle los pies al hombre que estaba al otro lado de la habitación.
Sonrió, a pesar de las heridas y el dolor.
Fue algo repentino, inesperado. Una expresión que desconcertó a su padre.
—Has perdido —afirmó el hijo.
—¿Perdido? —dijo el padre al cabo de un momento—. ¿En qué sentido?
—¿Has contado? —inquirió Jeffrey enérgicamente—. Contesta.
—¿Que si he contado?
—Dime, padre, ¿quedan tres balas en esa pistola? Porque si no, ha llegado tu hora. Morirás aquí mismo, en esta habitación que tú diseñaste. Me sorprende. ¿Trazaste los planos pensando en tu pro­pia muerte, y no sólo en la de los demás? No parece propio de ti.
Curtin titubeó de nuevo.
Jeffrey prosiguió, embalado, casi riéndose.
—¿Exactamente cuántas veces ha disparado tu querida y abne­gada esposa esa pistola? Veamos, en el cargador caben... ¿cuántas? ¿Siete balas? ¿Nueve? Creo que siete. Ahora bien, el arma era de tu mujer, así que ¿hasta qué punto estás familiarizado con ella? Y ella, ¿estaba acostumbrada a meter una octava bala en la recámara? Mira en torno a ti, puedes ver los agujeros en la pared. Susan está san­grando, ¿de cuántas heridas exactamente? ¿Cuántos disparos ha hecho tu esposa antes de que Susan le volara la cabeza?
Curtin se encogió de hombros.
—Tanto da —dijo.
—Oh, no, en absoluto —replicó Jeffrey—, porque ahora las reglas del juego parecen haber cambiado, ¿no es así?
Su padre no contestó de inmediato, y Jeffrey señaló con un ges­to la Uzi, amartillada y lista junto a los pies de su hermana. Tendría que pasar por delante de ella para coger el arma. Kimberly Lewis estaba más cerca, y Jeffrey leyó en sus ojos que, aunque asustada, había reparado en la metralleta. El sabía que, si uno de los dos in­tentaba agarrarla, su padre dispararía.
—Estoy seguro de que conoces bien este tipo de armas —conti­nuó Jeffrey con voz monótona, fría y segura—. Es un arma de lo más tonta, en realidad. Lo hace saltar todo en pedazos. Es una especie de asesino poco selectivo, a diferencia de ti. Ni siquiera hace falta apuntar con ese trasto, sólo cogerlo, empezar a moverlo de un lado a otro y apretar el gatillo. Mata a diestro y siniestro. Lo deja todo hecho un asco. —Esperaba que la adolescente captara sus instrucciones.
—Eso ya lo sé —repuso Curtin con un deje de rabia en la voz—. Pero sigo sin entender qué tiene que...
—Bueno, tienes dos opciones —dijo Jeffrey, interrumpiéndolo y mofándose de las propias palabras de su padre—. Lo primero que debes plantearte es: «¿Puedo matarlos a todos? Porque si no me quedan tres balas, moriré en el acto.» ¿Y quién será el que te mate, padre? Si me disparas, queda Susan, cuya buena puntería ha queda­do más que demostrada. Si nos disparas a los dos, será la pequeña Kimberly quien recoja la Uzi del suelo y te borre del mapa. ¿No sería ése un final ignominioso para tu grandeza? Acribillado por una adolescente aterrada. Eso seguramente les haría mucha gracia a los otros asesinos que arden en el infierno cuando te unas a ellos. Pero si casi puedo oírlos reírse en tu cara ahora mismo. En fin, pa­dre, la decisión está en tus manos. ¿Qué será lo más conveniente? ¿A quién matarás? ¿Sabes?, ha habido muchos disparos en muy poco tiempo. Me pregunto si te quedan balas. Quizá te quede una sola. Tal vez deberías gastarla en ti mismo.
Jeffrey, Susan y la chica se quedaron inmóviles, como en un re­tablo viviente.
—Te estás marcando un farol —señaló Curtin.
—Hay una forma de averiguarlo. El historiador eres tú. ¿Quién tiene parejas de ases y ochos?
Curtin sonrió.
—«La mano del muerto.» Es un punto muerto muy interesan­te, Jeffrey. Me tienes impresionado.
El asesino bajó la vista al arma que empuñaba, aparentemente con la intención de determinar el contenido del cargador sopesán­dola como una fruta. Jeffrey acercó de forma casi imperceptible los dedos a la Uzi que estaba en el suelo. Susan también.
Curtin miró a su hijo.
—El asesino del río Green —dijo pausadamente—. ¿Te acuer­das de él? Y también está mi viejo amigo Jack, por supuesto. Vea­mos, ah, sí, el asesino del Zodíaco, en San Francisco. Y luego está el cazador de cabezas de Houston. Los Angeles nos dio al Asesino de la Zona Sur... ¿Entiendes lo que intento decirte?
Jeffrey aspiró profundamente. Sabía exactamente a qué se refe­ría su padre. Todos esos asesinos habían desaparecido, dejando a la policía desconcertada respecto a su identidad y su paradero.
—Te equivocas —repuso—. Yo te encontraré.
—No lo creo —respondió Curtin.
Luego, con paso firme y seguro, encañonándolos a los tres con la pequeña automática en todo momento, el asesino avanzó por la ha­bitación. Subió por las escaleras hacia la trampilla, se detuvo, sonrió y, sin decir palabra, la abrió de un empujón y salió de un salto, mien­tras sus dos hijos se abalanzaban a la vez sobre la metralleta. Jeffrey fue más rápido, pero para cuando había recogido el arma y apuntado con ella al lugar donde se encontraba su padre hacía un momento, el asesino había desaparecido, dando un portazo tras de sí.
Susan tosió una vez. Intentó pronunciar la palabra «mamá» an­tes de desmayarse, pero no fue capaz. Jeffrey, también transido de dolor, notó un mareo que amenazaba con hacerle perder el conoci­miento. Había gastado más energías en el farol de lo que pensaba. Sujetándose la herida del costado, avanzó trabajosamente, intentan­do ponerse de pie, preocupado sobre todo por su hermana, hasta que recordó que su madre también se hallaba por allí. Se arrastró hacia las escaleras, a punto de desvanecerse, como un borracho en la cubierta de un barco que se bambolea mucho. Dudaba que pu­diera llegar hasta arriba, pero sabía que debía intentarlo. De pron­to los oídos empezaron a pitarle debido a la extenuación, y se le desviaban los ojos. En algún lugar recóndito de su interior, esperaba que todos sobreviviesen a esa noche. Entonces, él también cayó hacia atrás y quedó tendido en el suelo de la sala de los asesinatos, precipitándose en la negrura de la inconsciencia.


Diana avistó la figura de un hombre que emergía de la trampilla oculta y la reconoció de inmediato. La fuerza de esa visión, tantos años después, la hizo retroceder, lo cual fue una suerte, porque de este modo quedó a la sombra de un árbol grueso y alto, protegida de toda luz residual. Advirtió que su ex marido se paraba en medio del césped para examinar el arma que llevaba en la mano. Lo vio extraer el carga­dor y lo oyó proferir una carcajada vehemente antes de tirar a un lado la pistola vacía. Luego, como un animal que husmea un olor en el viento, irguió la cabeza. Ella también estiró el cuello hacia delante, y en ese momento llegó a sus oídos el sonido lejano de una sirena de la policía que se aproximaba a toda velocidad y supo que el conductor había cumplido la misión que Jeffrey le había encomendado.
Se arrimó más al árbol y a la densa oscuridad del bosque. Vio a Peter Curtin volverse y echar a andar en dirección a ella, a paso rá­pido, pero sin pánico, con la eficiencia de un deportista que había practicado una jugada una y otra vez y a quien ahora, por fin, ha­bían sacado al campo a ejecutar esa jugada concreta en plena tensión de la segunda parte del partido.
Parecía saber con toda precisión adónde se dirigía.
Ella sujetó el revólver con ambas manos y se preparó mental­mente. De pronto, oyó las pisadas de Curtin, el sonido de las ramas que se le enganchaban en la ropa, y después su respiración acelerada mientras caminaba a toda prisa hacia el garaje y el vehículo oculto.
Él se encontraba a sólo unos pasos, avanzando en paralelo al árbol tras el que Diana se escondía. Entonces ella salió de la sombra, justo detrás de él, alzando el revólver con las dos manos como Su­san le había enseñado.
—¿Quieres morir ahora, Jeff? —susurró.
La fuerza de su tono, pese a lo bajo de su voz, fue como un gol­pe en la espalda que estuvo a punto de derribar a Curtin. Éste dio un traspié, luego recuperó el equilibrio y se detuvo por completo. Sin volverse hacia su ex esposa, levantó las manos vacías sobre su cabeza. Luego se volvió despacio para quedar cara a ella.
—Hola, Diana —dijo—. Hacía mucho tiempo que nadie me lla­maba Jeff. Debería haber adivinado que estarías aquí, pero supuse que querrían dejarte en algún lugar significativamente más seguro.
—Estoy en un lugar más seguro —replicó Diana y tiró hacia atrás el percutor de la pistola—. He oído los disparos. Cuéntame qué ha ocurrido. No me mientas, Jeff, porque si no te mataré ahora mismo.
Curtin vaciló, como intentando decidir si debía arrancar a co­rrer o embestirla. Observó el arma que ella tenía entre las manos y comprendió que cualquiera de las dos opciones sería letal.
—Están vivos —dijo—. Han ganado.
Ella guardó silencio.
      —Estarán bien —aseguró, repitiéndose, como si de ese modo resultara más convincente—. Susan ha matado a mi otra esposa. Es una tiradora excepcional. Mantiene la sangre fría en circunstancias difíciles. Jeffrey también ha estado bien alerta en todo momento. Deberías sentirte orgullosa. Deberíamos sentirnos orgullosos. En fin, el caso es que los dos están heridos, pero sobrevivirán. Me ima­gino que volverán a sus clases y a sus pasatiempos en menos que canta un gallo. Ah, y en cuanto a mi pequeña invitada de la velada, Kimberly, ella está bien también, aunque queda por ver qué futuro la espera. Creo que esta noche ha resultado especialmente dura para ella.
Diana no contestó, y él clavó la mirada en el arma.
—Es la verdad —aseveró, encogiéndose de hombros. Sonrió—. Claro que podría estar mintiendo. Pero, entonces, ¿qué importancia tiene lo que diga, en un sentido u otro?
Diana apreció cierta lógica perversa en estas palabras.
El ulular de las sirenas se oía cada vez más cerca.
—¿Qué vas a hacer, Diana? —preguntó Curtin—. ¿Entregar­me? ¿Pegarme un tiro aquí mismo?
—No —murmuró ella—. Creo que emprenderemos un viaje juntos.


Diana iba en el asiento trasero del vehículo cuatro por cuatro, con el cañón del revólver apretado contra el cuello de su ex marido mientras él conducía a través de la estrecha oscuridad del bosque. Las luces y sirenas que se aproximaban rápidamente a Buena Vista Drive se desvanecieron enseguida a sus espaldas; estacan adentrán­dose en un mundo más negro y más antiguo que el que dejaban atrás. Los faros excavaban pozos de luz de formas caprichosas y retorcidas mientras Curtin avanzaba entre grupos de árboles, pa­sando por encima de rocas y aplastando arbustos. Iban por un te­rreno de lo más accidentado, algo que semejaba un camino sólo en su sentido más amplio, pero aun así un camino que Diana estaba totalmente segura de que el hombre sentado delante había trazado de antemano y recorrido al menos una vez para probar su ruta de escape.
Él le había pedido con nerviosismo que desamartillase el arma, temeroso de que un tumbo repentino la hiciera tocar el gatillo con la presión suficiente para disparar la Magnum, pero ella había res­pondido a su petición con una sola frase: «Deberías conducir con cuidado. Sería triste que perdieras la vida por un bache.»
Curtin había abierto la boca para replicar, pero enseguida había cambiado de idea. Se concentró en el camino que se materializaba ante ellos a medida que lo iluminaban los faros.
Continuaron adelante, en el coche que cabeceaba sobre el sue­lo irregular como un barco a la deriva en las aguas agitadas. El tiem­po parecía escurrirse a través de la oscuridad. Diana escuchaba la respiración de su ex marido y recordó ese sonido de años atrás, cuando yacía en la cama por la noche, debatiéndose en la duda y el miedo, mientras él dormía. Aquel hombre le resultaba totalmente familiar, y pese a los cambios debidos al paso del tiempo y a las operaciones, y el peso de todo el mal que había hecho en el mundo, ella todavía lo entendía perfectamente.
—¿Adónde vamos? —preguntó él al cabo de varias horas.
—Al norte —contestó ella.
—Páramos —dijo él—. Eso es lo que hay al norte. El camino se hará más difícil.
—¿Adónde tenías pensado ir?
—Al sur —contestó el, y Diana le creyó.
—¿Tienes otro garaje? ¿Otro vehículo escondido en alguna parte?
      Curtin asintió con una sonrisita nerviosa.
      —Por supuesto. Siempre has sido astuta —dijo—. Podríamos haber formado un equipo invencible.
—No —repuso ella—, eso no es cierto.
—Sí, tienes razón. Siempre tuviste una debilidad que lo habría echado todo a perder.
Diana soltó un resoplido.
      —Y eso es lo que he hecho. Lo he echado todo a perder. Sólo me ha llevado veinticinco años.
      Curtin asintió de nuevo.
—Debería haberte matado cuando tuve la oportunidad.
Diana sonrió al oír esto.
—Vaya, qué típico de los espíritus débiles y cobardes. Lamen­tar las oportunidades perdidas...
Le apretó con fuerza el cogote con la pistola.
—Conduce —ordenó.
Echó una ojeada rápida por la ventanilla. El bosque había ralea­do, y el suelo era más rocoso y polvoriento, y estaba más cubierto de maleza. Al este se percibía un ligerísimo atisbo de luz que aso­maba poco a poco sobre las colinas. Daba la impresión de que el vehículo se encontraba ahora a mayor altitud, que había ascendido por el terreno abrupto. El coche patinó al pasar sobre una roca de pizarra, y su dedo estuvo a punto de apretar el gatillo.
—Creo que ya estamos lo bastante lejos —dijo Diana—. Para el coche.
Curtin obedeció.
Se apearon y echaron a andar bajo los primeros tonos grises del alba, el marido delante, la mujer unos pasos por detrás, con la pis­tola. Diana vislumbró un brillo rojo con tintes amarillos a lo lejos, en el cielo, y lentamente el camino empezó a cobrar una forma más nítida con los primeros rayos de la luz matinal.
Los dos subían en silencio sobre una gran roca que se alzaba sobre un pequeño desfiladero. Parecía un sitio desierto, despro­visto de vida y apartado de todo recuerdo del mundo moderno. Diana respiró el olor a moho de una época antigua que batallaba con la frescura del día que empezaba a invadirlo todo en torno a ellos.
—Bastante lejos —dijo ella—. Creo que hemos llegado bastante lejos. ¿Te acuerdas de lo que dijimos cuando nos casamos? Lo escri­biste en una carta una vez.
       El hombre que ella había conocido como Jeffrey Mitchell, y que ahora se hacía llamar Peter Curtin, se detuvo y se dio la vuelta para mirar a su ex mujer. No respondió directamente a su pregunta.
—Veinticinco años —dijo en cambio y sonrió, con la mueca de una calavera. Se acercó a ella, abriendo los brazos, pero con el cuer­po algo encogido—. Ha pasado mucho tiempo. Hemos vivido mu­chas experiencias. Hay mucho de que hablar, ¿no?
—No, no lo hay —replicó ella.
Y entonces le disparó en el pecho.
El estampido de la pistola pareció rodar en el aire vacío del desfiladero, rebotar en las paredes y salir proyectado como un eco hacia la oscuridad agonizante del cielo. El hombre con quien se había casado se tambaleó hacia atrás, con los ojos muy abiertos por la sorpresa, y el jersey negro estropeado por el súbito estalli­do rojo. Abrió la boca para decir algo, pero las palabras se le atra­gantaron. Entonces dio un traspié, como una marioneta a la que de pronto le cortan los hilos, antes de caer hacia atrás y deslizarse por la pared de piedra. Se precipitó en el vacío por sólo un segundo y ella lo perdió de vista. Permaneció atenta hasta que oyó el sonido de su cuerpo golpeándose contra el duro suelo en algún lugar muy lejano.
Diana se sentó en una roca y soltó la pistola, que cayó por el precipicio con un traqueteo metálico. De repente se sintió agotada. «Vieja y cansada», pensó. Vieja, cansada y moribunda. Se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco de pastillas. Se quedó mirándolas por un momento, pensando lo raro que era que ni una vez desde que cayera la noche, hacía varias horas, había notado la menor pun­zada de dolor a causa de la enfermedad que la consumía por den­tro. Pero sabía que ésta era tímida y, además, tan traicionera como el hombre a quien acababa de matar. Así, con un solo gesto enérgi­co y desafiante, vació todo el contenido del frasco sobre la palma de su mano, sujetó las píldoras con fuerza por un momento, se las llevó todas a la boca, echando la cabeza hacia atrás, y tragó con es­fuerzo.
Entonces pensó en sus hijos y supo que, entre todas las cosas que le había contado su ex marido, lo único cierto era que estaban vivos y ahora serían libres. Tanto de él como de ella y su enferme­dad. Y, por fin, supo que ella misma sería libre.
      Esto le infundió una sensación cálida. Se recostó sobre la roca, que le pareció sorprendentemente confortable, como un lecho muy suave rodeado de cojines mullidos. Aspiró profundamente. El aire se le antojó tan fresco y agradable como el agua más fría y pura de manantial de montaña que había tomado en su infancia. Entonces Diana volvió despacio el rostro hacia la luz del sol na­ciente y esperó pacientemente a que su vieja compañera, la Muerte, la encontrase.



Epílogo

                 Examen parcial de Psicología Básica


Pasaron casi dos semanas antes de que un helicóptero del Servi­cio de Seguridad que efectuaba labores de búsqueda más allá de los límites de la zona protegida del norte del estado encontrara el cadá­ver de Diana Clayton. El descubrimiento se llevó a cabo temprano por la mañana del día en que estaba previsto que Jeffrey y Susan salieran del hospital de Nueva Washington en que estaban ingresa­dos, y dos días después de que el Congreso de Estados Unidos vo­tara por abrumadora mayoría a favor de la incorporación del esta­do cincuenta y uno a la Unión.
Jeffrey, incluso antes de recobrar las fuerzas, había librado una batalla frustrante con los médicos, exigiéndoles que le diesen el alta para poder acompañar a los equipos de búsqueda del Servicio de Seguridad que se dispersaban en abanico a partir de la casa situada en el 135 de Buena Vista Drive, ansioso por enterarse del desenlace de aquella noche, pero no se lo permitieron. Susan, que se recupe­raba en cama, no sentía el mismo impulso, como si en su fuero in­terno conociera ya cada detalle de lo que había sucedido en las ho­ras que siguieron al momento en que su padre huyó de la sala de música, y después de que los dos se desmayaran por la tensión, la pérdida de sangre y la impresión.
Curiosamente, el equipo del helicóptero había conseguido res­catar el cuerpo de Diana de la cresta del desfiladero, pero la estre­chez del paso les había impedido descender al fondo del barranco en busca de los restos de Peter Curtin. Los habían localizado des­de el aire, pero habría hecho falta un equipo con experiencia en es­calada para recuperar el cadáver. Era un gasto que el director de seguridad Manson se negó a autorizar.
Se había presentado en el hospital el día del alta, rebosante de entusiasmo por la votación del Congreso, recién salido de una reu­nión para organizar una celebración en todo el estado ese fin de semana: fuegos artificiales, coches de bomberos con las sirenas en­cendidas, desfiles con orquestas de viento, majorettes, niños explo­radores marchando por la calle principal de todas las ciudades nue­vas, discursos grandilocuentes y palmaditas de felicitación en la espalda. Una fiesta como las de siempre, roja, blanca y azul, con pe­rritos calientes, limonada y zarzaparrilla, al glorioso estilo Cuatro de Julio, pese a la inminente llegada del invierno.
—Por supuesto, ustedes no serán bienvenidos —les explicó ani­madamente a los dos hermanos—. Por desgracia, sus visados han caducado.
Manson les entregó sendos cheques a Jeffrey y a Susan.
—Aunque en realidad no teníamos un acuerdo —le dijo a ésta—, como con su hermano, nos ha parecido que era lo más justo.
—Compran mi silencio —replicó Susan—. Dinero para que mantenga el pico cerrado.
—Un dinero —señaló Manson con desparpajo— tan bueno para gastar como cualquier otro. Tal vez incluso mejor.
—Imagino que a la joven señorita Lewis también la compensa­rán por los daños sufridos y por su silencio, ¿no?
—Se le pagarán cuatro años de universidad y la terapia. Además, su familia pasará de una urbanización marrón a una verde, por cuenta del estado. Su padre tiene un nuevo puesto, con aumento de sueldo. Su madre, lo mismo. Ah, y de propina hemos añadido un par de coches para que puedan desplazarse a sus nuevos trabajos de forma más elegante. De hecho, los vehículos pertenecían al difunto padre de ustedes y a su malvada madrastra. El paquete incluía unos cuantos beneficios más, pero ha resultado extraordinariamente fá­cil vendérselo a su familia y a la propia joven. Al fin y al cabo, les gusta este lugar, y no deseaban marcharse. Desde luego no tenían la menor intención de decir o hacer algo que pudiera llevarnos a re­considerar nuestra oferta.
—La gente seguirá haciéndose preguntas —insistió Susan.
—¿De verdad? —replicó Manson—. No, no lo creo. No que­rrán hablar de este tipo de cosas. No querrán creer que pueden ocu­rrir. Y menos aún aquí. Así que confío en que se quedarán callados. Tendrán alguna pesadilla que otra, tal vez, pero no abrirán la boca.
Manson se agachó y abrió un maletín. De él sacó un ejemplar de hacía dos días del New Washington Post y se lo tiró a Susan. Ella vio el titular: FUNCIONARÍA DEL ESTADO PIERDE LA VIDA EN ACCI­DENTE CON UN ARMA. Junto al artículo aparecía una fotografía de Caril Ann Curtin. Susan se quedó mirándola y luego se volvió ha­cia su hermano.
      Jeffrey estaba sacudiendo la cabeza con la vista fija en el cheque que Manson le había entregado.
     —El precio ha sido muy alto.
—Ah, les acompaño en el sentimiento. Pero tengo entendido que a su madre tampoco le quedaba mucho tiempo...
—Así es —lo cortó Jeffrey, con un ligero deje de ira en la voz—, pero ¿qué precio tienen seis meses? ¿O uno solo? ¿Una semana? ¿Un día? ¿Un minuto, tal vez? Cada segundo es precioso para un hijo.
Manson sonrió.
—Profesor, me parece que su madre ya ha respondido a la ma­yor parte de esas preguntas valientemente, y cuestionarlo todo sólo servirá para empañar su triunfo.
Jeffrey cerró los ojos por un momento. Luego, asintió en señal de conformidad.
—Es usted un hombre astuto, señor Manson —dijo—. A su manera, es tan listo como lo era mi padre.
Manson sonrió.
—Lo tomaré como un cumplido. ¿Se marcharán pronto? Hoy mismo estaría bien.
—El nunca envió esa carta a los periódicos, ¿verdad? La que hizo que le invadiera el pánico. Y la carta que nos llevó hasta su casa. Pero tuvo usted suerte, ¿no es cierto? El peso de toda esa pu­blicidad negativa nunca llegó hasta su puerta, ¿verdad?
—No —respondió Manson, sacudiendo la cabeza—. No llegó a echar la carta en el buzón. Hemos tenido suerte en ese aspecto.
—Me pregunto por qué no la envió —dijo Susan.
      —Hay una razón —afirmó Jeffrey—. Había una razón para todo, sólo que no sabemos con exactitud cuál es en este caso. —Se volvió hacia el político, que estaba sentado en un sillón poco con­fortable, pero cuya satisfacción por el modo en que se habían desa­rrollado los acontecimientos lo hacía inmune a la incomodidad—. Sabe que él habría ganado. Tenía la razón al cien por cien respecto a las repercusiones que habría tenido la carta. Se habrían pasado ustedes los siguientes seis meses inventando excusas y mintiéndo­les a todos los medios de comunicación del país. Respecto a la vo­tación en el Congreso, no sé qué decirle...
—Ah —contestó Manson con un ligero gesto de la mano—, eso ya lo sabía. Lo sabía desde el principio. La opinión pública es volu­ble. La seguridad es frágil. Sólo se pueden encubrir y distorsionar las cosas hasta cierto punto antes de que la verdad salga a la luz o, peor aún, antes de que algún mito, rumor o lo que llaman leyenda urbana acabe por imponerse. Creo que ésta es la única incógnita que queda, por lo que a mí respecta, profesor. ¿Por qué, después de tomarse tantas molestias para hacerles venir a usted, a su hermana y a su difunta madre, y después de hacer tanto por torpedear el reconocimiento de este estado, vaciló a la hora de poner la guinda en el pastel? Una guinda que le habría garantizado el éxito, con indepen­dencia de si moría o seguía vivo. Me resulta de lo más intrigante, ¿a usted no?
—A mí me preocupa —dijo Jeffrey.
Manson sonrió. Se levantó de su asiento, desperezándose.
—Bien —dijo en un tono que daba por finalizada la conversa­ción—, ésa es una preocupación que puede usted llevarse consigo. —Se despidió de Susan Clayton con un movimiento de cabeza y, sin tenderles la mano a ninguno de los dos, salió de la habitación.


No muy lejos de Lake Placid, en el corazón de las montañas Adirondack, hay un lugar conocido como la laguna de los Osos, al que se llega cruzando en canoa el lago Saint Regís superior, dejan­do atrás los troncos tallados a mano de las grandes y antiguas ca­sas que salpican la orilla, hasta que uno encuentra un pequeño sitio donde desembarcar entre la hilera de pinos y abetos verde oscuro que montan guardia. Desde allí hay que cargar con la canoa a pie a lo largo de poco menos de un kilómetro hasta llegar a otra masa de agua más pequeña y cenagosa recubierta de troncos agrisados y esqueléticos de árboles caídos, y asfixiada por los lirios acuáticos y el silencio. Esta segunda masa de agua no tiene nombre. Es poco profunda, inquietante. Una charca turbia y oscura por la que se pasa rápidamente. Luego hay que volver a cargar con la embarca­ción por tierra, no más de doscientos metros sobre agujas de pino y el polvo blanco de las primeras nevadas que llegan a esa parte del mundo del norte, trayendo consigo el frío, vientos del Ártico y la promesa de un invierno crudo, porque allí todos los inviernos lo son. Al final del segundo trecho a pie, comienza la laguna de los Osos. La orilla es rocosa, una faja de granito gris que conduce al bosque frondoso y verde, y circunda un agua clara y cristalina, profunda y repleta de las formas relucientes de las truchas arco iris que nadan suspendidas en un mundo opaco. Es un lugar con po­cos términos medios, de una belleza gélida, en el que reina el silen­cio salvo por la risotada etérea y ocasional del somorgujo. Las águilas pescadoras surcan el aire frío y azul sobre la laguna, a la caza de alguna trucha imprudente que se acerque demasiado a la superficie.
La idea de llevar allí las cenizas de Diana se le ocurrió a Susan.
Los dos hermanos habían encontrado a un viejo guía de pesca dispuesto a acompañarlos. Era una mañana despejada, llena de es­carcha. Los lagos aún no se habían recubierto de hielo, aunque pro­bablemente faltaban pocos días para que eso ocurriera. Soplaba una leve brisa, rachas esporádicas de un viento glacial que contrarresta­ba la intensa luz del sol, recordándoles que el mundo que los ro­deaba empezaba a aletargarse. Las cabañas para gente adinerada, construidas un siglo atrás por los Rockefeller y los Roosevelt, es­taban cerradas con tablas y en silencio. Se encontraban solos en el lago.
El guía iba en la popa, y Jeffrey en la proa, remando rápidamen­te contra el frío y la luz, de forma que el color ceniciento de su remo se hundía y desaparecía en el agua gélida. Susan iba en medio de la canoa, bajo una manta de cuadros roja, con una pequeña caja de metal que contenía las cenizas de su madre entre las manos, escu­chando el sonido rítmico de la canoa al deslizarse a través del lago.
Cuando llegaron a la margen de la laguna de los Osos, la brisa pareció extinguirse. La canoa hizo crujir la grava de la orilla, y Su­san vio que empezaba a formarse hielo al borde del agua. El guía los dejó solos y se fue a despejar de nieve húmeda el centro de un redu­cido claro para preparar una pequeña hoguera.
—Deberíamos decir algo —comentó Susan.
—¿ Por qué ? —preguntó Jeffrey.
Su hermana asintió con la cabeza y luego, describiendo un arco amplio con el brazo, arrojó las cenizas a la laguna.
Se quedaron de pie, observando la superficie durante unos mi­nutos mientras las cenizas se esparcían, se dispersaban y finalmente se hundían como vaharadas de humo en el agua límpida.
—Y ahora, ¿qué harás? —inquirió Jeffrey.
—Creo que me iré a casa, donde siempre hace un calor del de­monio, y en cuanto llegue allí, arrancaré mi lancha y saldré a toda máquina hacia un bajío donde no haya nadie más y me quedaré allí oliendo el aire salado hasta que vea una palometa nadando por ahí buscando algo que comer y pasando bastante de mí. Y entonces le pondré un cangrejo artificial delante de sus estúpidas narices, y se llevará una sorpresa monumental cuando sienta ese anzuelo. Creo que eso es lo que haré.
Esto le arrancó una sonrisa a Jeffrey, que se encogió para prote­gerse del frío.
—Parece un buen plan —dijo.
—¿Y tú? —preguntó Susan.
—Volveré al tajo. Trazaré mi calendario de clases. Prepararé los cursos del semestre de primavera. Me enzarzaré en discusiones lar­gas, increíblemente aburridas y a la postre inútiles con otros miem­bros de mi departamento. Veré llegar a otra tanda de alumnos ingra­tos, analfabetos y generalmente mimados a la universidad. No parece ni remotamente tan divertido como lo que tú piensas hacer.
Susan se rio.
—Ésa es la diferencia entre tú y yo —dijo—. Supongo. —Alzó la vista al cielo ancho y azul—. No hay nubes —observó—, pero creo que no tardará en ponerse a nevar.
—Esta noche —convino Jeffrey—. Mañana, como muy tarde.
Dieron media vuelta y se alejaron juntos del estanque.
—Supongo que ahora somos huérfanos —murmuró ella.
Había 107 alumnos matriculados en su clase de introducción a la Psicología Básica del siguiente trimestre, Introducción a las Con­ductas Aberrantes. Matar por Diversión. Curso introductorio. Pro­nunció sus discursos habituales sobre personas que asesinaban por diversión y pervertidos, y dedicó un poco de tiempo a los asesinos en serie y la ira explosiva. Centró casi toda la clase en el asesino de Dúseldorf, Peter Kürten, de quien su padre había tomado prestado el nombre en el estado cincuenta y uno. Se preguntó por qué su padre había decidido rendir homenaje a ese asesino en particular.
Kürten había sido un salvaje, fruto a su vez del incesto y el abuso sexual, un pervertido con unos modales que desarmaban a sus víc­timas y sin el menor asomo de sentimiento hacia ninguna de ellas salvo, curiosamente, la última, una joven a quien de manera inexpli­cable había dejado en libertad tras torturarla después de que ella le suplicara por su vida y le prometiese que no le contaría a un alma lo que él le había hecho. El motivo por el que había soltado a esa joven —cuando sin lugar a dudas muchas otras habían implorado de ma­nera similar— seguía siendo un misterio. Como es natural, ella fue directa a la policía, que acto seguido fue a por Kürten y lo detuvo, junto con la familia con la que se había hecho. El no se molestó en intentar huir, ni siquiera en defenderse en el juicio subsiguiente. De hecho, la imagen de Peter Kürten que quedó grabada en la memoria de sus verdugos fue la del asesino claramente excitado al pensar en su propia sangre derramada en el momento en que la guillotina le reba­nara el cuello. Kürten subió al patíbulo con una sonrisa en la cara.
Su padre, pensó Jeffrey, había rendido homenaje al mal.
El examen parcial de Psicología Básica consistía en unas pregun­tas cuya respuesta debían desarrollar los alumnos dentro del límite de una hora. Los estudiantes entraron en fila en el aula, con cara de pocos amigos, como si en el fondo les diera rabia tener que exami­narse. Ocuparon todos los asientos mientras él consultaba la hora en su reloj. Pidió que se repartieran las carpetas azules de rigor y observó a los alumnos escribir su nombre en la cubierta.
—Muy bien —dijo—. No quiero oír hablar a nadie. Si necesitan una segunda carpeta, levanten la mano y yo se la llevaré. ¿Alguna pregunta?
Una chica con los pelos de punta que le daban un aspecto de puerco espín alzó la mano.
—¿Si terminamos antes de tiempo, podemos marcharnos?
—Si quieren —contestó Jeffrey. Supuso que la chica tenía algu­na cita, o bien que no se había tomado la molestia de estudiar y no quería pasarse toda la mañana allí sentada sin saber responder a las preguntas del examen. Paseó la vista por la clase y, al no ver más manos alzadas, se acercó a la pizarra y se puso a escribir. Detestaba ese momento en que les daba la espalda a más de cien estudiantes, todos ellos furiosos por tener que presentarse a un examen. Se sen­tía vulnerable. Al menos ninguna de las alarmas se había disparado esa mañana.
En un rincón del aula, un guardia de seguridad del campus es­taba sentado en una silla de metal plegable. Ahora Jeffrey pedía que le enviaran a un policía cada vez que ponía un examen. El agente llevaba una coraza, que debía de darle un calor muy incómodo en aquella sala atestada, y balanceaba una larga porra de grafito negro entre las piernas. Tenía una metralleta colgada del hombro. El hom­bre parecía aburrido, y mientras Jeffrey escribía en la pizarra, le hizo un gesto con la cabeza como para indicarle que prestara más atención a los estudiantes del aula.
El examen constaba de dos partes. En la primera, los alumnos debían identificar y describir a las personas cuyos nombres él escri­biera en la pizarra. Se trataba de varios asesinos que había tratado en clase. Para la segunda parte, debían elegir un tema para desarrollar, entre los dos siguientes:
1)   Aunque Charles Manson no entró con los asesinos en la casa donde cometieron sus crímenes, lo declararon culpable de los asesinatos. Explique por qué, y qué influencia ejerció sobre los autores de los crímenes. Escriba en qué diferencia esto a Manson de otros asesinos que hemos estudiado.
2)   Explique y compare el ataque de Ted Bundy a la residen­cia de la hermandad Chi Omega con el asesinato a manos de Richard Speck de las ocho enfermeras de Chicago. ¿Por qué son distintos? ¿Qué semejanzas hay entre los dos crímenes? ¿Qué impacto social tuvieron en sus comunidades respectivas?

Terminó de escribir en la pizarra y volvió a su asiento detrás del escritorio. Mientras los estudiantes se enfrascaban en el examen, él cogió el periódico de esa mañana. Había una noticia en la parte in­ferior de la primera plana que le pareció desalentadora. Un profesor de lenguas románicas del cercano Smith College había muerto a causa de un disparo la noche anterior mientras caminaba por el campus poco después del atardecer. Al parecer el asesino del profe­sor había seguido al hombre, había sacado una pistola de pequeño calibre y le había pegado un solo tiro en la base del cráneo antes de desaparecer en las sombras, sin que nadie lo viera ni identificara. La policía estaba interrogando a muchos de los alumnos actuales y ex alumnos del profesor, sobre todo a los que habían suspendido algu­no de sus cursos. Era notoriamente exigente en una época en que las notas altas se regalaban con frecuencia a alumnos que no se las ha­bían ganado.
Continuó leyendo; pasó a la sección de deportes —otro escándalo de sobornos y jugadores comprados en el equipo de baloncesto— y luego a la de noticias locales. Mientras leía, algunos alumnos termina­ron su examen. Él había dispuesto una pequeña bandeja de plástico al pie de la tarima. Ellos tiraban sus carpetas azules allí y se marchaban. De vez en cuando alguno se entretenía en la puerta, y Jeffrey oía car­cajadas o quejas por parte de los que salían. Para cuando sonó el tim­bre que marcaba el final de la clase, el aula estaba vacía.
Recogió las carpetas azules, le dio las gracias al poli aburrido y regresó a su pequeño despacho en el Departamento de Psicología. Como era su costumbre, antes de empezar a corregir los exámenes, los contó para asegurarse de que todos los alumnos hubieran entre­gado su examen.
Se sorprendió cuando su cuenta llegó a 108.
Miró con curiosidad la pila de exámenes. Había ciento siete alumnos matriculados en su clase. Ninguno le había pedido una segunda carpeta. Y, en cambio, ahora tenía 108 por corregir. Lo primero que pensó es que todo formaba parte de una elaborada es­tratagema para copiar. No habría sido la primera vez que unos alumnos probaran suerte con una artimaña semejante. Ante algunos de los intentos más creativos, él no podía por menos de pensar que, si los alumnos hubieran dedicado el mismo tiempo a estudiar, no habrían tenido que recurrir a las trampas. Pero también entendía que la naturaleza de la educación moderna a veces hacía que el en­gaño fuese preferible al aprendizaje.
Contó de nuevo. Obtuvo la misma cifra.
Jeffrey rebuscó en el montón, preguntándose qué forma iba a tomar la trampa, cuando se percató de que una de las carpetas azu­les no llevaba ningún nombre escrito en la cubierta. Suspiró, pen­sando que había mezclado sin querer una carpeta en blanco entre las otras, y la sacó de la pila.
La abrió distraídamente, sólo para cerciorarse.
Dentro de la carpeta azul había una nota escrita a mano:

¿Sabes? Si uno de verdad quisiera matar al profesor que tan­tas cosas le ha arrebatado, no le resultaría tan difícil. Una forma sería ocultar el móvil auténtico del asesinato. Esto puede hacerse fácilmente, por ejemplo, ejecutando al azar a miembros del pro­fesorado de las otras cuatro universidades y academias de las co­munidades cercanas. Matar a otros dos, y después matar al ob­jetivo real, y luego a dos más. Seguramente reconocerás este ardid, profesor; Agatha Christie lo describió en El misterio de la guía de ferrocarriles, libro escrito en 1935, hace casi un siglo. En él, un astuto francés, un hablante de una lengua románica, era el encargado de descubrir la trama. Me pregunto si la novela estará ya descatalogada. Me pregunto si alguno de nuestros policías locales es tan listo como Hercule Poirot. Pero esto es sólo una idea.
Tengo otras.
Nuestro padre me enseñó mucho. Siempre decía que debía cultivarme a fondo para poder enfrentarme con éxito al Profesor de la Muerte. Destruir el nuevo mundo en el que me crie segura­mente supondrá un desafío menor, así que creo que mañana, o tal vez el año que viene, pero en un futuro cercano, regresaré al esta­do cincuenta y uno. La última noche que estuve con mi padre, intercambiamos ideas sobre el tipo de terror que yo podría sembrar en aquel entorno tan arrogantemente seguro.
Sólo quería que supieras que volveré a por ti cuando esté preparado.

La nota no estaba firmada, cosa que no le sorprendió. Jeffrey Clayton notó un vacío en su interior que no era produc­to, sin embargo, ni del miedo ni de la angustia ante una amenaza, ni siquiera de la tristeza. Pensó que en muy poco tiempo había apren­dido mucho y que, durante toda su vida, el conocimiento era lo único que lo había distinguido de su padre y de otros como él.
Notó que una sonrisa irónica asomaba a sus labios, y entonces comprendió por qué su padre no había enviado su carta sensacional a los periódicos. Porque sabía lo que estaba dejando a la posteridad. Era un tipo de legado distinto. Y lo que había dejado tenía todo el potencial del mundo para superar sus propios logros. Padres e hijos.
Jeffrey dejó a un lado la carpeta azul. Acogió incluso esta in­quietante información con un entusiasmo frío y descarnado. Con­templó la nota una vez más y cayó en la cuenta también de que el profesor muerto que aparecía en la portada del periódico de la ma­ñana formaba parte de la nota tanto como las palabras escritas a mano que tenía ante sí. Supuso que debería estar asustado, pero en cambio se sentía intrigado y lleno de energía.
Sacudió la cabeza. «No si yo te encuentro primero», le dijo en silencio a la imagen fantasmal de su hermano.


FIN