Martin no respondió, y de pronto la navaja le presionó la garganta con un poco más de fuerza. Él notó que una gota de sangre le resbalaba por el cuello hasta mancharle el cuello de la camisa.
—No lo
entiende, ¿verdad, inspector? Nunca lo ha entendido.
—¿Entender
qué?
—Matar es una cosa. Mucha gente lo hace. Es una constante en la vida
actual. Incluso el hecho de matar con total impunidad, libertad y regularidad.
No es difícil cometer un asesinato sin sufrir las consecuencias. Ni siquiera es
algo que llame mucho la atención, ¿no es cierto?
—Sí. Su hijo me comentó algo muy
parecido.
—¿En
serio? Chico listo. Pero, inspector, póngase en mi lugar. No debería costarle
mucho, después de todo, es lo que hacen los policías, ¿no? Regla número uno:
aprender a pensar como un asesino. Reproducir esas pautas mentales. Prever
esos arranques de emoción. Asimilar los propios pensamientos a los de él. Si
uno consigue entender lo que impulsa al asesino a matar, debería poder encontrarlo,
¿verdad? ¿No es eso lo que se enseña? ¿No lo dicen en todos los cursos? ¿No es
una lección transmitida por todos los inspectores viejos, en edad de
jubilarse, a todos los recién llegados prometedores que ascienden desde los
rangos inferiores?
—Sí.
—¿Y nunca se le ha ocurrido que a la inversa funciona igual de bien?
Lo único que tiene que hacer a su vez un asesino realmente competente y
eficiente es aprender a pensar como un policía. ¿No lo había pensado,
inspector?
—No.
—No pasa
nada. No es usted el único con esta ceguera. Pero a mí sí que se me ocurrió,
hace muchos años. —El hombre de la navaja vaciló—. Y tenía usted razón. Por
aquel entonces, herví ese primer par de esposas después de quitárselas a
aquella joven.
Las
manos de Robert Martin se tensaron. La luz del amanecer empezaba a inundar el
coche, pero él continuaba sin poder ver la cara del hombre. Sentía el aliento
del asesino en el cogote, pero eso era todo.
—¿Se
arrepiente de no haberme dado caza un poco más diligentemente hace veinticinco
años?
—Sí.
Sabía que era usted, pero no había pruebas para incriminarle.
—Y yo
sabía que usted sabía que era yo. Desde luego, la diferencia entre otras
personas como yo y yo es que yo no tengo miedo. Nunca. Siempre he estado muy
lejos del perfil del asesino típico, inspector. Soy blanco, culto, inteligente
y sé expresarme. Era un profesional del mundo académico. Casado, con una
familia estupenda. Ellos, claro está, eran la pieza clave. El camuflaje
perfecto. Me daban un cariz de normalidad. La gente es proclive a creerse cualquier
cosa sobre un soltero... incluso la verdad. Pero ¿un hombre con una familia
aparentemente cariñosa y bien avenida? Ah, un hombre así puede salirse con la
suya haga lo que haga. Aunque cometa una docena de asesinatos. —Tosió una vez—. Y,
por supuesto, yo lo hice.
El
asesino se quedó callado de nuevo. Martin cayó en la cuenta de que el hombre lo
estaba pasando bien. La ironía de la situación casi lo hizo sonreír. El padre
de Jeffrey era como cualquier otro profesor de universidad: enamorado, cautivado
por el campo en que se ha especializado. Si de él dependiera, no hablaría de
otra cosa. El problema, claro está, estribaba en que su especialidad era la
muerte.
De
pronto, las palabras del asesino se tiñeron de amargura. Martin percibió la ira
que hacía vibrar el aire viciado justo detrás de su oreja derecha.
—Maldita
sea esa arpía. Ojalá arda para siempre en el infierno. Cuando me los robó, me
robó mi tapadera. ¡Robó lo que yo había creado! ¡Me robó la perfección que
había en mi vida! Es la única vez que he tenido miedo, ¿sabe? Cuando tuve que
explicarle a usted por qué se fueron. Durante unos minutos, temí que usted se
oliese la verdad. Pero no lo hizo. No era lo bastante inteligente.
De
repente el inspector tuvo frío. Se estremeció sin querer.
—Debería
haberlo sido —respondió—. Lo sabía.
Simplemente no actué en consecuencia.
—Atado
de pies y manos por el sistema, ¿no, inspector? Las leyes, las normas, las
convenciones sociales, ¿no es cierto?
—Sí.
—Pero
aquí la cosa no funciona exactamente igual, ¿verdad? —No.
—Y ésa
es la razón de ser de este nuevo estado, ¿no?
—Sí.
—Y mi
razón de ser también.
—No le
sigo.
—Déjeme
explicarle, inspector. En realidad no es tan complicado. El mundo está repleto
de asesinos. Asesinos de todas las formas, tamaños y estilos. Hay quienes matan
por la emoción de hacerlo, quienes matan por motivos sexuales, quienes matan
por dinero o por toda clase de razones. La muerte actúa a diario, no, cada
hora... no, minuto a minuto. Segundo a segundo. La muerte violenta es algo común
y corriente, habitual. Ya no nos
escandalizamos, ¿verdad? ¿Depravación? Vaya cosa. ¿Sadismo? Nada nuevo. De
hecho, utilizamos la violencia y la muerte como entretenimiento. Nos excita.
Está presente en nuestro cine, nuestra literatura, nuestro arte, nuestra
historia, nuestras almas... Es —dijo el asesino, tomando aire— nuestra
auténtica aportación al mundo.
Martin se retorció ligeramente en su asiento. Se preguntó si en algún
momento del sermón tendría la oportunidad de agacharse para coger la pistola de
refuerzo. Sin embargo, casi como respuesta a esto, la navaja de afeitar se
apretó una vez más contra su garganta, y el asesino se inclinó hacia delante,
de modo que sus palabras sonaron cálidas contra su cuello.
—Verá,
agente Martin, cuando me vaya al infierno, quiero que sea entre aplausos y
aclamaciones. Quiero que una guardia de honor integrada por asesinos, por
todos los destripadores, carniceros y maníacos, se ponga firmes en señal de
respeto. Quiero ganarme un lugar en la historia, junto a ellos... ¡Me niego
—susurró el asesino con frialdad— a ser olvidado!
—¿Y cómo
pretende impedirlo? —inquirió Martin.
El
asesino soltó un resoplido.
—Este
estado —respondió despacio—. Este
territorio que aspira a convertirse en el estado número cincuenta y uno de la
Unión más poderosa que ha conocido la historia. ¿Qué es? Una ubicación
geográfica, pero sus fronteras reales son filosóficas, ¿no?
»La
prueba de esa afirmación, inspector, está aquí mismo. Somos nosotros. Usted y
yo y los seguros de las puertas desafortunadamente abiertos que me han
permitido colarme aquí detrás para esperarle. ¿Está usted de acuerdo conmigo?
—Sí.
—Bien,
inspector, dígame una cosa. ¿Quién figurará en los libros de historia, la
pandilla de políticos y empresarios que concibieron este mundo anacrónico,
este lugar que pretende asegurar nuestro futuro invocando al pasado o...
—Martin casi podía ver la sonrisa del hombre— el hombre que lo destruya?
Martin
barbotó una objeción:
—No lo
conseguirá —dijo. Le pareció que sus palabras daban pena.
—Oh, sí,
claro que lo conseguiré, inspector. Porque el concepto de seguridad personal es
muy frágil. De hecho, ya lo habría conseguido, de no ser porque sus esfuerzos
por encubrir el alcance de mis actos han sido extraordinariamente
exhaustivos... y también un poco ridículos. O sea, ¿perros salvajes? Venga ya.
Por otro lado, gracias a eso se me ocurrió otra manera de participar en este
juego. Para lo que requería, claro está, la presencia de mi hijo. Mi hijo casi
famoso. Mi hijo conocido y respetado. Por lo que respecta a nuestra batalla
personal, con el destino político de este estado en juego, ¿de verdad cree que
los medios de comunicación de los otros cincuenta estados pasarían por alto
esta noticia? ¿Acaso no es ésta una lucha que despierta instintos primarios,
atávicos, abrumadoramente inherentes a la condición humana? Padre contra hijo.
Es por eso por lo que hice que le trajera usted aquí, inspector. —El padre de
Jeffrey respiró hondo—. Desde el
principio confié en que usted lo encontraría y lo traería hasta mí, inspector. Y, por hacer precisamente lo que predije
que haría, le estoy agradecido.
Martin
sintió que le resultaba imposible respirar. Miró por el parabrisas y vio la
mañana que había irrumpido en el mundo ante sus ojos. Todas las piedras, los
arbustos, las pequeñas cavidades y hendiduras del suelo que le habían parecido
tan traicioneras en la oscuridad y las tinieblas cuando había llegado ahora
aparecían nítidas, iluminadas, inofensivas.
—¿Qué
quiere de mí? —preguntó. Acercó todo lo posible la mano a su pierna y el
revólver supletorio. Alzó la rodilla ligeramente, intentando reducir la
distancia entre la mano y el arma. Pensaba alzar a la vez la izquierda para
agarrar la navaja. Suponía que se haría un corte, pero si se movía de forma lo
bastante repentina y veloz, podría evitar que la herida fuese mortal. Abrió los
dedos y tensó los músculos, preparándose para entrar en acción.
—¿Que
qué quiero de usted, inspector? Quiero que transmita un mensaje.
Martin
vaciló.
—¿Qué?
—Quiero
que le lleve un mensaje a mi hijo. Y a mi hija. Y a mi ex esposa. ¿Cree que
será capaz, inspector?
Martin
no cabía en sí de asombro. Fue como si le quitaran un gran peso de encima. «¡No
va a matarme!»
—Quiere
que les transmita un mensaje...
—Es
usted el único a quien puedo confiarle esta tarea, inspector. ¿Será usted
capaz?
—¿De llevarles un mensaje? Por supuesto.
—Bien. Excelente. Levante la mano
izquierda, inspector. Martin obedeció. El asesino le tendió un sobre grande,
blanco, tamaño carta.
—Cójalo.
Agárrelo con fuerza.
Martin
volvió a hacer lo que le pedían. Asió el sobre con la mano y aguardó más
instrucciones. Transcurrió un par de segundos, y, a su espalda, en el asiento trasero, sonó el chasquido tan familiar
de una bala al introducirse en la recámara de su semiautomática.
—¿Es éste el mensaje que quiere que les
lleve? —preguntó.
—Es una parte —contestó el asesino—. Hay un segundo elemento.
18
La
excursión matinal
A Diana la habían despertado los leves ruidos que había hecho su hija
antes del alba tras levantarse: el chorro de la ducha, un golpecito de la
puerta de la alacena, la puerta de la calle cerrándose con autoridad. Durante
unos segundos había contemplado la posibilidad de levantarse también para
despedirse de Susan, pero la somnolencia le resultaba demasiado seductora, así
que había suspirado, se había dado la vuelta para tenderse de costado y se
había dormido durante varias horas más. Tuvo sueños felices de su infancia.
La mujer
mayor se había instalado en el dormitorio principal de la casa adosada. Después
de sacar los pies de la cama, mover los dedos de los pies y desperezarse, se
echó una manta sobre los hombros y salió al pequeño balcón caminando con los
pies descalzos. Permaneció allí un rato, simplemente respirando el aire de la
mañana. Era de un frescor casi cortante, le daba la sensación de estar
inspirando el filo de una navaja. El aire estaba en calma, pero el frío penetró
en su fino camisón y le puso la carne de gallina. El sol de principios de
invierno bañaba el paisaje que se extendía ante ella de una claridad y una nitidez
que ella nunca había visto en el húmedo mundo del sur de Florida. Le llegaban
los aromas de las montañas lejanas, y alzó los ojos hacia los grandes y blancos
cúmulos en lo alto, recortados contra el cielo azul, impulsados hacia el este
por la corriente de aire, como buscando perezosamente alguna cumbre nevada en
la que posarse.
La
recorrió un escalofrío. «No me costaría nada aclimatarme a este lugar», pensó.
Aspiró el aire a graneles bocanadas como si fuera medicinal y dejó
vagar la mirada por el terreno. La casa no era lo bastante elevada para tener
vistas a la ciudad. En cambio, contempló el matorral del barranco que se abría
detrás de la valla de la casa, de color marrón terroso, salpicado del verde de
algún que otro arbusto. Se puso a escuchar y percibió las voces y los sonidos
rítmicos de las pelotas de tenis golpeadas con más delicadeza que entusiasmo,
por lo que dedujo que las mujeres de la urbanización habían salido a las canchas
a hacer algo de ejercicio matinal.
Simplemente
respirando aire limpio y escuchando, Diana reflexionó sobre lo extraño que le
parecía que hubiese tan poco ruido. Incluso en los Cayos siempre se oían
ruidos; camiones en la carretera 1, las hojas afiladas como espadas de las
palmeras que luchaban inútilmente contra la brisa. Había dado por sentado que
el resto del mundo era siempre ruidoso. Desde luego, Miami y las otras grandes
ciudades estaban siempre saturadas de sonidos. El tráfico, sirenas, disparos,
malhumor y frustración que degeneraban en rabia. En el mundo moderno, pensó, el
sonido implicaba violencia.
Pero esa
mañana no oía más que los sonidos de la normalidad, que ella reconocía como la
poderosa visión tras el estado cincuenta y uno. Había supuesto que esa
normalidad le resultaría aburrida o irritante, pero no era así. Era
reconfortante para ella. Si hubiera acompañado a su hija unos días antes en su
visita casual a la residencia para enfermos terminales, Diana habría
descubierto que los silencios selectivos de dicho lugar eran muy semejantes a
los que percibía esa mañana.
Regresó
al dormitorio pero dejó la puerta corredera del balcón abierta, invitando al
aire fresco a reunirse con ella en el interior. No es algo que hubiese hecho en
su propia casa. Se vistió deprisa y bajó a la cocina.
Susan le
había dejado bastante café en la cafetera para servirse una taza, cosa que
hizo, y después añadió leche y azúcar para contrarrestar el sabor amargo de la
bebida. No tenía hambre, y aunque sabía que debía comer algo, decidió dejarlo
para después.
Diana se
llevó su taza de café a la sala de estar y reparó en un sobre metido a medias
en la ranura para el correo en la puerta de la calle. Esto le extrañó, y se
acercó para coger la carta.
El sobre era de papel blanco, y en él no
constaba dirección alguna.
Diana titubeó. Por primera vez esa mañana, recordó por qué estaba
allí, en el estado cincuenta y uno. Y,
también por primera vez aquel día, recordó que estaría sola, probablemente
hasta la tarde.
A
continuación, como consideraba que la cautela era compañera de la debilidad,
rasgó el sobre para abrirlo.
Dentro había una sola hoja, también de papel blanco. La desplegó y
leyó:
Buenos días,
señora Clayton:
Siento no haber podido llevarla yo mismo a visitar otra vez Nueva
Washington hoy, pero la tarea que compartimos requiere mi presencia en otro
lugar.
Huelga decir que es usted dueña de su tiempo, pero yo le recomendaría
encarecidamente que disfrutara de nuestro aire del Oeste con una caminata corta
y rápida. La mejor ruta es la siguiente:
Salga de su casa, tuerza a la izquierda y avance, manteniendo siempre
la piscina y las canchas de tenis a su derecha, hasta el final de la calle. Doble
a la derecha por Donner Boulevard. ¿No es curioso el número de calles y plazas
que llevan en el Oeste el nombre de esa desafortunada expedición?* Camine en la
misma dirección a lo largo de un kilómetro. Comprobará que la calle asfaltada
por la que circula termina aproximadamente medio kilómetro más adelante. Sin
embargo, a cincuenta metros del final verá un camino de tierra que se aleja
hacia la derecha. Tome ese camino.
Continúe andando por el camino de tierra aproximadamente un kilómetro
más. Es cuesta arriba, pero verá usted recompensada su constancia. La vista
desde la cima —que está sólo doscientos metros más adelante— es única. Y, una vez allí, descubrirá algo que a su
hijo Jeffrey le resultará de especial interés.
Atentamente,
Robert Martin,
agente especial del Servicio de Seguridad
* Se refiere a un grupo
de pioneros que, al dirigirse hacia el Oeste en la década de 1840, quedaron
atrapados a causa de la nieve y se vieron obligados a recurrir al canibalismo. (N. del T.)
La carta estaba escrita a máquina, al igual que la firma.
Diana se
quedó mirando las indicaciones y decidió que una caminata por la mañana sería
agradable y que le vendría bien el ejercicio; además, la carta que sujetaba
entre las manos, más que una sugerencia o recomendación, se le antojaba una
orden.
Sin
embargo, no estaba segura de lo que esa orden implicaba. También la
desconcertaba la última frase. Intentó imaginar qué avistaría desde la colina
que se alzaba sobre las casas adosadas que pudiera ser de interés para
Jeffrey. No se le ocurrió nada que aclarase esta duda.
Releyó
la carta de principio a fin y luego miró el teléfono, pensando en ponerse en
contacto con el agente Martin para preguntarle a qué se refería exactamente. De
nuevo recordó por qué estaba allí, en el estado cincuenta y uno, y recordó
también qué otra persona se encontraba allí.
Diana
regresó a la cocina y dejó la jarra de la cafetera en el fregadero. Sin un
momento de vacilación, se acercó al armario donde Susan había ocultado el
revólver. Lo sacó de su escondite, lo sopesó en la mano, abrió el tambor para
asegurarse de que la pistola estuviese totalmente cargada y acto seguido fue
en busca de sus zapatillas.
Hacía casi dos años que ella no tenía la oportunidad de tocar a su
hermano. Su voz, acompañada por la imagen en un videoteléfono, había ayudado a
restarle importancia a todo ese tiempo hasta el instante en que el pequeño
avión de enlace se inclinó de forma pronunciada, bajó los flaps y el
tren de aterrizaje, y cayó en la cuenta de que él estaría allí, esperándola.
Susan
descendía hacia un mundo de recelos.
Deseaba
poder recordar qué era exactamente lo que había causado su distanciamiento,
pero no le venía a la mente un momento o suceso concretos. No había sido una
discusión ni una disputa con gritos, lágrimas o lo que fuera lo que había
enfriado las cosas entre ambos. Más bien, reconoció ella, había sido un proceso
insidioso, algo que se había erigido despacio, como una pared, con la argamasa
de la duda y los ladrillos de la soledad. Cuando ella intentaba analizar sus
sentimientos, no encontraba nada firme, salvo la peligrosa creencia de que él
la había dejado para que se valiese por sí misma y cuidase sola de su madre.
Mientras
el pequeño avión tomaba contacto con la pista, Susan se dijo que lo que
sucedería en los siguientes días no tendría nada que ver con la relación entre
ella y su hermano, de modo que relegó sus sentimientos a un rincón aparte en
su interior, pensando que allí estarían a buen recaudo y no interferirían en
nada hasta después. Para una mujer capaz de apreciar las sutilezas de los rompecabezas
más complicados, esta conclusión era curiosamente corta de miras.
Jeffrey
la esperaba al pie de la escalera. Lo acompañaba un Ranger de Tejas larguirucho
que más bien semejaba una caricatura de su profesión. Llevaba gafas de espejo,
un sombrero de vaquero de ala ancha y unas botas puntiagudas y labradas con
adornos elaborados. Además, el Ranger llevaba un arma automática al hombro, y
un cigarrillo sin encender le sobresalía de la comisura de los labios.
Hermano
y hermana se abrazaron tímidamente. Luego, guardando las distancias, se
miraron el uno al otro por un momento.
—Has
cambiado —comentó Susan—. ¿Te han
salido canas o es cosa mía?
—No
tengo ni una —replicó Jeffrey. Desplegó una sonrisa—. ¿Has adelgazado?
Esta vez
le tocó a Susan sonreír.
—Ni un
kilo, maldita sea.
—Entonces,
¿has engordado? —preguntó él.
—Ni un
kilo, gracias a Dios —contestó Susan.
Jeffrey
le soltó los brazos.
—Tenemos
que irnos —dijo—. No nos queda mucho
tiempo si queremos volver esta tarde.
El
Ranger hizo un gesto hacia la salida.
—Las
autoridades de este estado me deben algunos favores —explicó Jeffrey en
respuesta a una pregunta no formulada—.
De ahí que me proporcionen seguridad y un conductor rápido.
Susan se
fijó en el arma del hombre.
—Es un
Ingram, ¿no? En el cargador caben veintidós cartuchos calibre 45 de alto
impacto. Lo vacía en menos de dos segundos, ¿verdad?
—Sí,
señora —respondió el Ranger, sorprendido.
—Personalmente
prefiero la Uzi —dijo ella.
—Sólo
que a veces se encasquillan, señora —señaló él.
—La mía
no —repuso ella—. ¿Cómo es que no
lleva el cigarrillo encendido?
—Señora,
¿es que no sabe que fumar es peligroso?
Susan se
rio y le propinó a Jeffrey un puñetazo en el hombro.
—El
Ranger tiene sentido del humor —dijo—.
Venga, vámonos.
Subieron
al vehículo del Ranger y al cabo de unos minutos avanzaban por el terreno
polvoriento y llano del sur de Tejas excediéndose del límite de velocidad en
más de 150 kilómetros por hora.
Por unos
instantes, Susan se quedó mirando por la ventanilla, contemplando el mundo que
se estiraba hacia atrás, alejándose de ellos, y se volvió hacia su hermano.
—¿Quién
es el hombre a quien vamos a ver?
—Se
apellida Hart. Logré atribuirle directamente dieciocho asesinatos. Con toda
probabilidad cometió otros de los que no estoy enterado y que él no se ha
molestado en contarle a nadie más. Seguramente no se acuerda de todos, de
cualquier modo. Yo colaboré en su
detención. Se encontraba eviscerando a una víctima cuando llegamos. No se tomó
demasiado bien la intrusión. Se las arregló para hacerme un tajo como la copa
de un pino en la pierna con un cuchillo de caza más bien grande antes de
desmayarse a causa de su propia hemorragia. Uno de los agentes a los que mató
le había pegado dos tiros. Balas de nueve milímetros, de alta velocidad,
recubiertas de teflón. Yo habría
pensado que bastarían para abatir un rinoceronte, pero él no cayó. El caso es
que lo atendieron rápidamente en la sala de urgencias y consiguió salvar el
pellejo y mudarse al corredor de la muerte.
—No le
queda mucho, profesor —lo interrumpió el Ranger—. El gobernador va a firmar sentencias de muerte pasado mañana,
y en Austin se rumorea que el viejo Hart será el número dos en la lista de
éxitos. Al muy cabrón, con perdón, señora, ya no le quedan argucias legales a
las que recurrir, de todos modos.
—Tejas, como muchos otros estados, ha acelerado el proceso de
apelación de penas de muerte —le informó Jeffrey a su hermana.
—Eso
agiliza mucho las cosas —dijo el Ranger, con la voz cargada de sarcasmo—. No es como en los viejos tiempos en que
uno podía pasar diez años o más en una celda, aun cuando hubiese matado a un
poli.
—Por otro lado, esa rapidez no es tan conveniente si pillan al hombre
equivocado —observó Susan.
—Caray,
señora, eso no pasa casi nunca.
—¿Y si
pasa?
El
Ranger se encogió de hombros y sonrió.
—Nadie
es perfecto —dijo.
Susan se
dirigió a su hermano, que se divertía con el rumbo que había tomado la
conversación.
—¿Por
qué crees que ese tipo nos ayudará? —preguntó.
—No
estoy seguro de que nos ayude. Hace cerca de un año concedió una entrevista al Dallas
Morning News en la que declaró que quería matarme. El periodista me envió
una copia del vídeo de la entrevista. Me alegró el día, como ya te imaginarás.
—¿Y como
quiere matarte, crees que nos ayudará?
—Sí.
—Una lógica interesante. —Para él tendrá
todo el sentido del mundo.
—Ya lo veremos. ¿Y qué información
esperas obtener de ese hombre?
—El
señor Hart posee una característica que creo que comparte con... —Jeffrey
titubeó, buscando de nuevo la palabra precisa— nuestro objetivo.
—¿Qué
característica es ésa?
—Se
construyó un lugar especial. Para sus asesinatos. Y creo que el hombre que
buscamos ha hecho lo mismo en otro sitio. Se trata de un fenómeno poco común
pero no inédito. En la bibliografía forense sobre asesinatos apenas se habla
de esa clase de lugares. Sólo quiero saber qué debo buscar y cómo buscarlo... y
ese hombre puede decírnoslo. Tal vez.
—Si él
quiere.
—Exacto.
Si él quiere.
Diana llevaba un rompevientos ligero para abrigarse del fresco de la
mañana, pero pronto descubrió que el sol, al ascender en el cielo, estaba
disipando el frío residual de la noche. Apenas se había alejado media manzana
de la casa cuando tuvo que quitarse la chaqueta y atársela a la cintura por
las mangas. Llevaba a la espalda una mochila pequeña, que contenía su
identificación, un analgésico, una botella de agua mineral y el Magnum .357. En
la mano llevaba la carta con las indicaciones.
A su
derecha divisó a unos niños que jugaban en el parque infantil. Se detuvo a
mirarlos por unos momentos y luego continuó andando por el camino. Levantaba
con los pies pequeñas nubes de polvo marrón claro. A su izquierda, una mujer
joven salió de una de las casas adosadas empuñando una raqueta de tenis. Diana
calculó que debía de tener la misma edad que su hija. La mujer la vio y la
saludó con un gesto de la mano, casi como si la conociera. Un momento de
familiaridad entre desconocidas. Diana devolvió el saludo y siguió caminando.
Al fondo
de la calle dobló a la derecha, siguiendo las instrucciones. Vio una sola placa
marrón que le indicó que se encontraba, en efecto, en Donner Boulevard. A pocos
metros pudo comprobar que las casas alineadas eran las últimas construcciones
de la zona, y que el bulevar en el que se hallaba no llevaba a ningún sitio.
Además, estaba más descuidado que las otras calles. Tenía algunos baches, y la
acera por la que circulaba estaba agrietada, desconchada y deformada por los
hierbajos que crecían entre bloques de hormigón mal encajados.
Diana
prosiguió su excursión a través de la mañana hasta que llegó al sendero de
tierra que arrancaba a su derecha. Tal como le informaba la carta, alcanzaba a
ver el final de Donner Boulevard. La calle desembocaba en un montón de tierra
apilada a paladas contra una elevación del terreno. Había una sola valla con
unas luces amarillas parpadeantes y un letrero rojo grande que rezaba FINAL DE
LA CALZADA, lo cual era una redundancia.
Se
detuvo, abrió la botella de agua y tomó un pequeño trago antes de echar a andar
por el camino de tierra. Llevó a cabo un breve inventario interior. Le faltaba
un poco el aliento, pero no era nada grave. No estaba cansada; de hecho, se
sentía fuerte. Una fina capa de sudor le cubría la frente, pero no era nada que
indicase que el agotamiento estuviese acechando en algún sitio, a punto de
atacar de improviso. El dolor en el vientre había remitido, como para permitirle
el placer de dar una caminata por la mañana. Diana sonrió y pensó: «Desde
luego, le gusta tomarse su tiempo.»
Se volvió en derredor por un momento, disfrutando de la soledad y la
tranquilidad.
Luego siguió adelante, pisando la tierra suelta y arenosa, y emprendió
lentamente el ascenso por el camino abandonado.
El corredor de la muerte en Tejas, como en casi todos los estados, no
era un corredor. El nombre pervivía, pero el emplazamiento había cambiado. El
estado había construido una cárcel con el fin específico de matar a criminales
violentos. Se encontraba en una extensión rasa de terreno de una finca
ganadera, aislada de ciudades y pueblos, y su única vía de acceso era una
carretera de dos carriles de asfalto negro que atravesaba las llanuras. La
cárcel misma era un edificio grande y ultramoderno cercado por tres vallas
concéntricas de tela metálica y alambre de espino. En cierto modo, la prisión
parecía una residencia universitaria grande, o un hotel pequeño, salvo porque
las ventanas apenas eran más que unas rendijas de sólo quince centímetros de
ancho, abiertas en las paredes de hormigón del edificio. Había una zona de
gimnasia y una biblioteca, varias salas de visitas de alta seguridad y una
docena de filas con veinte celdas cada una. Todas estaban ocupadas y eran
contiguas a una cámara central que a primera vista parecía una sala de hospital
pero no lo era. Había una camilla con grilletes y una máquina de matar. Cuando
llegaba el momento de la ejecución de un reo, lo ataban de pies y manos y le
insertaban en una vena del brazo izquierdo una sonda intravenosa que se
prolongaba por el suelo hasta una caja en la pared. Dentro había tres
recipientes pequeños que se hallaban conectados al tubo. Sólo uno de ellos
contenía una sustancia letal. Tres funcionarios del estado, a una señal del
celador, pulsaban otros tantos botones, y los tres envases despedían sus
fluidos a la vez. Este sistema seguía el mismo principio que los pelotones de
fusilamiento en los que se daba a uno de sus integrantes una bala de fogueo.
De este modo, nadie sabía de cierto si su interruptor era el que había liberado
el veneno.
El
agente tóxico también había mejorado. Se había hecho más eficaz. Los reos
debían cerrar los ojos y contar hacia atrás desde cien. Por lo general morían
antes de llegar al noventa y cinco. De vez en cuando, alguno contaba hasta
noventa y cuatro. Nadie había sobrevivido más allá del noventa y dos.
El interior de la prisión era igualmente moderno, lodos los rincones
estaban vigilados por cámaras de circuito cerrado. El lugar tenía un aire
sumamente pulido y antiséptico; era como entrar en un mundo que imitaba el
alambre de espino de las vallas: eficiente, reluciente como el acero y mortal.
Un
guardia de la cárcel escoltó a Jeffrey y Susan Clayton a una de las salas de
visitas. Había dos sillas en cada extremo de una mesa de metal. Nada más. Todo
estaba atornillado al suelo. En un lado de la mesa, atornillada a la
superficie, había una anilla de acero.
—Es
inteligente ——comentó Jeffrey mientras esperaban—, muy inteligente. Tirando más a excepcional que a normal. Dejó
la escuela en octavo curso porque los otros chicos se burlaban de sus genitales
deformes. Durante diez años no hizo otra cosa que leer. Luego, durante otros
diez, no hizo otra cosa que matar. No lo subestimes en ningún momento.
Una
puerta lateral se abrió con el chasquido electrónico de un cerrojo desactivado,
y otro guardia, acompañado por un hombre enjuto y nervudo, con aspecto de
hurón, los brazos recubiertos de tatuajes y una mata de pelo blanco que le caía
sobre los ojos rojos de albino, entró en la sala. Sin una palabra, el guardia
sujetó la cadena de las esposas del preso a la anilla de la mesa. Acto
seguido, se enderezó y dijo:
—Todo
suyo, profesor. —Tras saludar con un movimiento de cabeza a Susan Clayton, se
marchó.
El reo,
que iba vestido con un mono, era delgado, con el pecho hundido y unas manos
incongruentemente grandes, como garras, y que le temblaron ligeramente cuando
se agachó para encenderse un cigarrillo. Susan advirtió que tenía un ojo caído,
mientras que el otro parecía alerta, con la ceja enarcada mientras la
observaba.
Mantuvo
la vista fija en Susan durante varios segundos. Luego se volvió hacia Jeffrey.
—Hola,
profesor. No esperaba volver a verle. ¿ Qué tal la pierna? —La voz del hombre
sonaba curiosamente aguda, casi como la de un niño. A ella le pareció que
disimulaba bastante bien la ira.
—Se me
curó enseguida. No llegaste a tocar la arteria. Ni los ligamentos.
—Es lo
que me contaron. Lástima. Tenía prisa. Habría necesitado un poco más de
tiempo. —El hombre sonrió de un modo extraño, torciendo el borde de la boca
hacia arriba como si tuviera un tic, y devolvió su atención a Susan—. ¿Y tú quién eres?
—Mi
ayudante —respondió Jeffrey rápidamente.
El asesino se quedó callado unos instantes al detectar la mentira en
lo precipitado de la respuesta.
—No lo
creo, Jeffrey. Tiene sus ojos. Una mirada fría. Un poco como la mía, de hecho.
Me da escalofríos y ganas de acurrucarme por el miedo. También tiene algo de su
barbilla, pero el mentón sólo denota obstinación y perseverancia, a diferencia
de los ojos, que dejan al descubierto su alma. Oh, percibo una semejanza muy
clara. A cualquiera con unas mínimas dotes de observación le resultaría
evidente. Y las mías, como sin duda ya sabe, profesor, son significativamente
más agudas.
—Es mi hermana
Susan.
El
asesino sonrió.
—Hola,
Susan. Soy David Hart. No nos dejan dar la mano, eso sería infringir las
normas, pero puedes llamarme David. Tu
hermano, por otro lado, ese sucio cerdo mentiroso, debe llamarme señor Hart.
—Hola,
David —dijo Susan con tranquilidad.
—Mucho gusto, Susan —respondió el asesino, pronunciando su nombre con
un tono cantarín que resonó en la sala—.
Susan, Susie, Susie—Q. Qué nombre tan bonito. Dime, Susan, ¿eres una puta?
—Perdona,
¿cómo dices?
—Bueno,
ya sabes —continuó el asesino, alzando la voz con cada palabra—, una prostituta, una mujer de la vida, o
del partido. Una ramera, una buscona, una damisela, una furcia. Ya sabes a qué me refiero: una mujer que
cobra por chuparles la pureza a los hombres, para arrebatarles la esencia. Una
asquerosa basura portadora de enfermedades, infecciosa y repugnante. Un
parásito. Una cucaracha. Dime, Susan, ¿es eso lo que eres?
—No.
—Entonces,
¿qué eres?
—Invento
juegos.
—¿Qué
clase de juegos?
—Juegos
de palabras. Acertijos. Anagramas. Crucigramas. El asesino meditó por un
momento.
—Qué
interesante —dictaminó—. ¿Así que no
eres una puta?
—No.
—Me
gustaba matar putas, ¿sabes? Abrirlas en canal desde... —Hizo una pausa y
sonrió—. Pero seguro que tu hermano
ya te lo habrá contado.
—Sí.
La ceja
de David Hart se arqueó de nuevo, y su rostro se deformó con su sonrisa
característica y torcida.
—Él es
una puta, y me gustaría abrirlo en canal también. Eso me produciría una gran
satisfacción. —El asesino se interrumpió, tosió una vez y añadió—: Ah, qué diablos, Susie. Seguramente
también me gustaría rebanarte desde la entrepierna hasta la barbilla. No tiene
sentido que intente disimularlo. Rajarte sería un placer. Un gustazo. Cargarme
aquí a tu hermano, bueno, sería más como un asunto de trabajo. Una obligación.
Un ajuste de cuentas. —Se volvió hacia Jeffrey—. Y bien, profesor, ¿qué hace
usted por aquí?
—Quiero
su ayuda. Ambos la queremos.
El
asesino negó con la cabeza.
—Que le
den por el culo, profesor. Fin de la entrevista. Se acabó la charla.
Hart se
levantó unos centímetros de su asiento, gesticulando con la mano esposada hacia
un espejo en una pared. Obviamente se trataba de un espejo unidireccional, y al
otro lado habría funcionarios de prisiones observando la entrevista.
Jeffrey
no se movió.
—Hace no
mucho declaró a un periodista que quería matarme porque yo era quien le había
localizado. Le dijo que, de no haber sido por mí, no quedaría una sola
prostituta en la ciudad. Y, gracias
a mí, hay decenas de ellas ejerciendo su oficio impunemente, de modo que su
obra quedó inconclusa... Y por eso, por haberme interpuesto entre usted y sus
deseos, yo merecía morir. —Jeffrey hizo una pausa, estudiando el efecto que sus
palabras producían sobre el asesino—.
Pues bien, señor Hart, tiene una ocasión de hacerlo, la única que tendrá.
El asesino se quedó inmóvil, medio inclinado sobre el asiento, por un
instante.
—¿Mi oportunidad de matarle? —Extendió los brazos y sacudió las
cadenas—. Una idea maravillosa. Pero
dígame, profesor, ¿por qué lo dice?
—Porque ésta
es una oportunidad.
El
asesino guardó silencio. Sonrió. Se sentó.
—Le
escucharé —dijo—, durante unos
segundos. Por deferencia hacia su preciosa hermana. ¿Seguro que no eres una
puta, Susan?
Como
ella no contestó, Hart sonrió de nuevo y se encogió de hombros.
—De
acuerdo, profesor. Dígame cómo puedo matarle ayudándole.
—Muy
sencillo, señor Hart. Si, gracias a su ayuda, consigo encontrar al hombre que
busco, él querrá hacerme lo mismo que quiere hacerme usted, señor Hart. Es tan
inteligente como usted y exactamente igual de mortífero. El riesgo es que yo
lo neutralice antes de que él me neutralice a mí. Ambas cosas son posibles.
Pero ahí tiene su oportunidad, señor Hart. Es la mejor que se le presentará en
el poco tiempo que le queda. O lo toma o lo deja.
El
asesino se meció adelante y atrás en la silla de metal, pensando.
—Una
propuesta insólita, profesor. Me resulta de lo más intrigante. —Contempló la
punta de su cigarrillo—. Muy astuto.
Yo puedo ayudarle, y de ese modo
exponerle a un peligro. Acercarle un poco más a la llama, ¿no? El reto para
mí, si me permite el atrevimiento, es proporcionarle la información justa para
que usted tenga éxito y fracase a la vez. —Hart respiró hondo, resollando.
Sonrió una vez más—. De acuerdo. La
entrevista continúa. Tal vez. ¿Qué conocimientos poseo yo que usted quiera averiguar?
—Usted
cometió todos sus crímenes en un solo emplazamiento. Creo que el hombre que
busco hace lo mismo. Queremos información sobre el lugar de los asesinatos.
Cómo lo eligió. Qué características de él son importantes. Cuáles son los
elementos imprescindibles, los rasgos esenciales. Y por qué necesitaba un único
lugar. Eso es lo que necesitamos saber.
El
asesino reflexionó sobre ello.
—¿Cree
que, si le explico por qué creé un lugar especial para mí, usted podrá
extrapolar esa información a un plan para encontrar el escondrijo de su hombre?
—Correcto.
Hart
asintió con la cabeza.
—De modo que para encontrar a ese hombre quiere que este preso le abra
su corazón. —Soltó una risita—. Es
un juego de palabras, Susan, inventora de pasatiempos, ¿o no?
Cuando Diana Clayton hubo avanzado sólo cincuenta metros, tropezó pero
consiguió recuperar el equilibrio antes de caer de bruces sobre la tierra y
las piedrecillas del camino. Se detuvo, ligeramente sofocada, y arrastró los
pies por la terrosa superficie del mundo que se extendía debajo de ella,
manchándose la punta de las zapatillas de un color polvoriento, gris parduzco.
Respiró hondo un par de veces, luego volvió la mirada hacia el ancho cielo
sobre su cabeza, como escrutando la bóveda azul en busca de la respuesta a una
pregunta que no había planteado aún. El resplandor del sol le emborronaba la
visión, y notó que la capa de sudor en su frente era ahora el doble de gruesa.
Se enjugó la humedad y la vio relucir por unos instantes en el dorso de su
mano.
Se
recordó a sí misma que era vieja. Que estaba enferma.
Luego se
preguntó por qué seguía adelante. Si su objetivo era hacer ejercicio, ya lo
había cumplido. Una parte de ella le decía que dar media vuelta y olvidarse de
la vista, aunque fuera tan espectacular como el agente Martin recalcaba en su
mensaje, era una opción más que razonable.
Y
entonces, casi con la misma rapidez, otra parte de ella se negó.
Se llevó
la mano al bolsillo para buscar la carta plegada, como si su cansancio pudiera
contrarrestarse al releerla, pero cambió de idea. La pistola que llevaba en la
mochila pesaba mucho más de lo que esperaba, y se preguntó por qué la había
traído consigo. Estuvo a punto de dejarla sobre alguna roca y recogerla en el
camino de vuelta, pero decidió no hacerlo.
Diana no
sabía exactamente qué la impulsaba a alcanzar el destino sobre el que el agente
Martin le había escrito. Tampoco sabía qué era aquello tan importante que según
él debía ver. Pero reconoció cierta terquedad y determinación que afloraban en
su interior y pensó que eso no tenía nada de malo, de modo que reanudó la
marcha, tras darse el gusto de tomar otro trago de agua tibia embotellada.
Se dijo
que el mundo del estado cincuenta y uno era nuevo, y que ella no permitiría que
la frustración, el agotamiento, la enfermedad o la pusilanimidad la vencieran
en su primer día entero en ese mundo.
Le
costaba caminar sobre la arena suelta, y profirió una larga y sonora retahíla
de maldiciones, llenando el aire transparente que la rodeaba de obscenidades
que la ayudaban a mantener el ritmo.
—Puta
tierra —espetó—. Malditas piedras.
Asqueroso camino de mierda.
Sonrió
mientras avanzaba trabajosamente, siempre ascendiendo. Diana Clayton empleaba
rara vez estas palabras, de modo que dejarlas escapar de sus labios era para
ella como hacer algo exótico, algo prohibido. Tropezó de nuevo, aunque de forma
más leve que antes.
—¡Hostia
puta! —Se rio para sus adentros. Alargaba cada palabra, dando un paso adelante
con cada sílaba de cada imprecación.
El
camino torcía a la izquierda y bajaba de pronto, perdiéndose de vista como un
niño travieso.
—Ya no debe de faltar mucho —dijo en alto—. El dijo un kilómetro. Ya
no puede quedar lejos.
Continuó
andando por el sendero, e intuyó que ya se encontraba muy por encima de la
tranquila calle residencial de la que había salido. Por un instante se acordó
de su casa en los Cayos y pensó que no era tan distinto aquel lugar, donde una
urbanización chabacana y pintada de rosa construida al borde de la carretera
con centros comerciales y tiendas de camisetas de repente cedía el paso al
mar, que imponía su presencia y le recordaba que la naturaleza salvaje, pese a
los esfuerzos apresurados y decididos del hombre por evitarlo, se hallaba a
sólo unos segundos de distancia. Aquí ocurría algo similar. Infundía en ella
una sensación de soledad que la reconfortaba. Le gustaba estar sola, y creía
que ésta era una de las pocas cualidades realmente efectivas que le había
transmitido a su hija.
Inspiró
profundamente y cantó unos compases de una vieja canción.
—Marchamos
hacia Pretoria, Pretoria...
El
sonido de su voz, rasgada por el cansancio, pero aun así más o menos afinada,
repercutía ligeramente entre las rocas, que lo lanzaban al aire muy por encima
de su cabeza.
—Cuando
Johnny vuelva marchando a casa, hurra, hurra. Cuando Johnny vuelva marchando a
casa, hurra, hurra. Cuando
Johnny
vuelva marchando a casa, lo recibiremos con gritos de alegría y celebraremos
cuando Johnny vuelva a casa... —Avivó el paso y comenzó a balancear los
brazos—. Despegamos, hacia el
inmenso e inexplorado azul. Subimos muy alto, por el cielo... —Echó la
cabeza hacia atrás y se puso derecha—.
¡De frente, marchen! —bramó—.
Marcando el paso: uno—dos—tres—cuatro. Uno—dos. Tres—cuatro... —Al llegar al
final de la curva, se detuvo—. Uno—dos...
—susurró.
El coche
estaba aparcado a un lado del camino, unos cincuenta metros más adelante.
Era un
sedán oficial blanco, de cuatro puertas, el mismo en que el agente Martin había
ido a recogerlas a Susan y a ella al aeropuerto. Ella vio la pegatina roja que
le daba acceso ilimitado.
¿Por qué
había conducido por ese sendero para encontrarse con ella? Se quedó de pie
donde estaba, mientras las preguntas se le agolpaban en la cabeza. Luego, al
darse cuenta de que no averiguaría las respuestas sin acercarse, las dudas
fueron reemplazadas por el miedo.
Despacio,
introdujo la mano en la mochila y sacó la pistola.
Quitó el
seguro con el pulgar.
Después,
tras mirar en torno a sí y reconocer lo mejor que pudo el terreno desde donde
se encontraba, aguzando el oído para comprobar si había alguien más allí, pero
sin oír otra cosa que sus propios y roncos jadeos, retrocedió muy lentamente y
con mucho cuidado, como si de pronto estuviera caminando en un reborde muy
estrecho y resbaladizo junto a un precipicio.
—De acuerdo —dijo Hart—,
primero hábleme un poco del hombre a quien busca. ¿Qué sabe de él?
—Es
mayor que usted —respondió Jeffrey—,
es sexagenario y lleva muchos años haciendo esto.
El
asesino asintió con la cabeza.
—Ya de entrada esto resulta interesante.
Susan
alzó la vista. Estaba tomando apuntes, intentando transcribir no sólo las
palabras del asesino, sino también las inflexiones y el énfasis en su voz, pues
pensaba que quizás eso acabaría por resultar más revelador. Una cámara de
vídeo instalada en una de las paredes estaba grabando la sesión, pero ella no
confiaba en que la tecnología captase lo que ella podía oír, sentada a sólo
unos metros del hombre.
—¿Por qué
te parece interesante? —preguntó.
Hart le
dedicó una de sus sonrisas torcidas.
—Tu hermano lo sabe. Sabe que el perfil medio del asesino en serie, el
que los científicos como él llevan décadas retocando, se aleja bastante de los
hombres mayores. Encajamos mejor los jóvenes, como yo. Somos fuertes, con
espíritu de entrega. Hombres de acción. Los mayores tienden a ser más
contemplativos, Susan. Prefieren pensar en matar. Fantasear sobre el
asesinato. No tienen tanta energía para hacerlo en la vida real. Así que, desde
el principio, el hombre a quien buscáis debe de estar impulsado por fuerzas
poderosas, deseos profundos. Porque, de lo contrario, probablemente ya estaría
retirado de la circulación desde hace diez años, quizá quince. Lo habría
capturado y aniquilado el asesino en serie más grande de todos... —Hart lanzó
una mirada rápida al espejo unidireccional—,
o tal vez se habría suicidado, o simplemente se habría cansado y optado por
jubilarse. Permanecer activo mientras otros hombres cobran su pensión, ah, eso
sólo lo haría un hombre con recursos. —El asesino extendió las manos esposadas
y sacó otro cigarrillo del paquete que tenía ante sí, sobre la mesa—. Pero eso ya lo sabe, profesor... —Hart
se inclinó hacia delante, se puso el cigarrillo entre los labios y encendió
una cerilla—. Un vicio asqueroso
—comentó—. Me gustan los vicios
asquerosos.
Jeffrey
habló con voz fría y clara. Tenía la distante sensación de estar en un
zoológico, contemplando a través de un cristal los ojos de una mamba negra africana.
Encontrarse tan cerca de un ser tan letal le infundía una extraña paz interior.
—Sus
víctimas han sido jóvenes.
—Frescas
—dijo el asesino.
—Secuestradas
sin testigos...
—Un
hombre muy cuidadoso y con un gran control de la situación.
—Fueron
encontradas en sitios aislados, pero no ocultos. Colocadas de forma especial.
—Ah, un
hombre con un mensaje. Quiere que su obra esté a la vista.
—Sin
dejar la menor pista sobre los escenarios de los crímenes.
El
asesino resopló.
—Claro
que no. Es un juego, ¿verdad, Susan? La muerte siempre es un juego. Si estamos
enfermos, ¿no nos medicamos para vencer a la Parca? ¿Acaso no instalamos
airbags en nuestros coches y nos ponemos el cinturón de seguridad, intentando
prever cómo ella puede acercarse sigilosamente y pillarnos desprevenidos?
Susan
asintió.
—Yo soy la muerte —aseveró Hart en voz baja—. Vuestra presa es la muerte. Jugad a ese juego. Por eso te ha
traído aquí tu hermano, supongo. Debes presenciar el juego, y tomar parte en
él. —El asesino devolvió su atención a Jeffrey—.
Consiguió usted atraparme de manera muy astuta. Me quito el sombrero,
profesor. Yo ya me esperaba
operaciones de vigilancia, señuelos, toda clase de trampas de las que suele
tender la policía. Jamás se me ocurrió que simplemente utilizarían a esas
mujeres con localizadores ocultos como carnaza. Fue un toque de genialidad,
profesor. Y tan cruel... vaya, casi tan cruel como yo. No podía usted suponer
que la primera activase el dispositivo de forma tan eficaz. Tal vez ni
siquiera la tercera. Ni la quinta. Esto siempre me ha intrigado, profesor. ¿
Cuántas mujeres exactamente estaba usted dispuesto a sacrificar antes de acudir
a detenerme?
Jeffrey
titubeó y al final respondió:
—Las que
hiciera falta.
El
asesino sonrió de oreja a oreja.
—¿Cien?
—En caso
necesario.
—No le
dejé otra alternativa, ¿verdad?
—Ninguna
que yo pudiera determinar.
David
Hart soltó otra risita.
—Disfrutaba
usted matándolas tanto como yo, ¿no, profesor?
—No.
Hart
sacudió la cabeza.
—De
acuerdo, profesor. Claro que no.
Se
impuso un breve silencio en la sala. Susan tenía ganas de mirar a su hermano,
de intentar adivinar qué le pasaba por la cabeza exactamente, pero no quería
apartar la mirada del asesino que tenía delante, pues temía que de alguna
manera el torrente de palabras se agrietara y se partiera, como una roca
expuesta a un calor excesivo. «Nos dirá lo que queremos saber», pensó.
El
asesino irguió el cuello.
—Verá,
en primer lugar, tiene que haber un vehículo.
—¿De qué
tipo? —inquirió Susan.
—Un
vehículo de carga. Debe ser lo bastante grande para transportar a la víctima,
y de aspecto común y corriente para pasar inadvertido. Debe ser fiable, para
poder llegar hasta esos lugares dejados de la mano de Dios. ¿Con tracción a las
cuatro ruedas?
—Sí, es
muy probable —contestó Jeffrey.
—Debe estar acondicionado para usos especiales, con ventanillas de
vidrio ahumado.
Jeffrey movió afirmativamente la cabeza. No era un camión, pensó,
porque llamaría la atención en una zona residencial de las afueras. Tampoco un
elegante cuatro por cuatro familiar, porque tendría que apretujar el cadáver en
el asiento trasero, o levantarlo bastante alto para meterlo en el maletero.
¿Qué se adaptaba mejor a sus necesidades? Sabía la respuesta a su propia
pregunta interior. Había varios tipos de minifurgonetas fabricadas con tracción
integral. Eran automóviles ideales para vivir en los barrios periféricos, muy
habituales en comunidades donde los padres solían llevar a equipos de niños a
partidos de béisbol de la liga infantil.
—Continúe —lo animó Jeffrey.
—¿Encontró la policía huellas de
neumáticos?
—Se identificaron varios, pero no dos o
más que coincidieran entre sí.
—Ah, eso
me dice algo.
—¿Qué?
—¿No se
le ha ocurrido, profesor, que tal vez el hombre cambia los neumáticos de su
vehículo con cada aventura, porque sabe que el dibujo de la superficie se puede
rastrear?
—Sí, se
me ha ocurrido.
El
asesino sonrió.
—Ése es el primer problema. El transporte.
El siguiente es el aislamiento. ¿Su presa es un hombre rico?
—Sí.
—Ah, eso ayuda. Enormemente. —Hart se
volvió una vez más
hacia Susan—. Yo no contaba
con el lujo de sumas ilimitadas de dinero, así que me vi obligado a elegir un
sitio abandonado.
—Hábleme
de esa elección —pidió Jeffrey.
—Hay que
andarse con cuidado, tener la seguridad de que nadie lo verá ni lo oirá. De
que uno pasará desapercibido. De que sus idas y venidas no atraerán la atención
de nadie. Hay muchos requisitos. Me pasé varias semanas buscando antes de
encontrar el lugar ideal.
—¿Y luego?
—Un
hombre cauteloso conoce bien su territorio. Medí y memoricé. Estudié cada
centímetro del almacén antes de llevar ahí mi... esto... mi equipo.
—¿Y la
seguridad?
—El
sitio debe ser seguro por sí mismo, pero yo instalé varias trampas y sistemas
de alarma caseros... un alambre a la altura de los tobillos aquí y allá, latas
con clavos, ese tipo de cosas. Por supuesto, yo sabía cómo evitarlas. Pero un
profesor torpón y dos agentes que tropezaban a cada paso armaron un alboroto
tremendo cuando entraron. Ese ruido les costó muy caro, Susan.
—Eso
tenía entendido.
Hart
soltó otra carcajada.
—Me caes
bien, Susan. ¿Sabes? Que tenga ganas de abrirte en canal no significa que
quiera dejarle ese placer único y delicioso a otro. Bien, Susan, he aquí una
pequeña advertencia de tu admirador. Cuando encontréis a vuestro hombre, no
hagas ruido. No hagas el menor ruido, y sé muy cautelosa. Y da por sentado
siempre, siempre, Susie-Q, que estará esperándote en la sombra más próxima.
—El asesino bajó la voz ligeramente, de modo que su timbre infantil y chillón
dio paso a una frialdad que la sorprendió—.
Y tu hermano podrá decirte, por experiencia, que no debes dudar. Ni por un segundo.
Si se te presenta una oportunidad, aprovéchala, Susan, porque nosotros somos
muy rápidos cuando llega el momento de matar. Te acordarás de lo que te he dicho, ¿verdad?
—Sí
—contestó ella, y la voz se le quebró casi imperceptiblemente.
Hart
asintió.
—Bien.
Ahora te he dado una pequeña posibilidad de sobrevivir. —Se volvió de nuevo
hacia Jeffrey—. Pero usted,
profesor, aunque ya sabe estas cosas, confío en que vacile y eso le cueste la
vida. Usted también está interesado en ver. Eso es lo que le mueve, ¿verdad?
Quiere mirar, contemplar cómo se desarrollan los acontecimientos, en toda su
gloria y excepcionalidad. Es usted un hombre de observación, no de acción, y
cuando llegue el momento, quedará atrapado en su propia vacilación y eso le
acarreará la muerte. Reservaré un sitio en el infierno para usted, profesor.
—Yo le capturé.
—Ah, no,
profesor. Usted me encontró. Y de no ser por los dos disparos del agente
moribundo y la desafortunada pérdida de sangre que experimenté, no le habría
hecho la herida en el muslo, sino en otra parte. —El asesino se señaló el
pecho, describiendo una larga línea en el aire con su dedo índice, semejante a
una garra.
Jeffrey
se percató de que había bajado la mano sin darse cuenta hacia el punto de la
pierna en que Hart le había clavado el cuchillo.
Recordó
que se había quedado helado, incapaz de moverse de donde estaba, mientras el
asesino perdía el conocimiento a sus pies, después de lanzar un solo golpe con
el cuchillo de caza, que le había hecho un corte profundo.
A
Jeffrey le vinieron ganas de levantarse y marcharse en ese momento. Se puso a
inventar una excusa que darle a su hermana. Pero en ese mismo instante tomó
conciencia de que no había averiguado aún lo que necesitaba saber. Pensó que
quizá tenía esos conocimientos al alcance de la mano, de modo que se removió
incómodo en su asiento. Le hizo falta una gran fuerza de voluntad para no
ponerse en pie y huir de la pequeña sala.
El
asesino no había reparado en la respiración agitada de Jeffrey, pero Susan sí,
aunque no se volvió hacia su hermano, pues sabía que entonces Hart se fijaría
en él.
—Bueno
—barbotó en cambio—, así que
necesitaba seguridad y aislamiento.
Hart la
escrutó.
—Privacidad,
Susan. Privacidad absoluta. —Sonrió—.
Tienes que poder concentrarte, sin el menor riesgo de que surja una distracción,
por leve que sea. Debes polarizar toda tu atención, todas tus energías en ese
único lugar. ¿No es cierto, profesor?
—Sí.
—Verás, Susan, el momento que buscas es
especial, único, arrollador. Funde todo tu ser en un momento glorioso. Os
pertenece a ti y a ella y a nadie más. Pero, al mismo tiempo, sabes que, como
todas las grandes conquistas que se han llevado a cabo en la larga y tediosa
historia del mundo, ésta no está exenta de peligros: fluidos, huellas
digitales, fibras capilares, muestras de ADN... todos esos detalles que las
autoridades recogen de forma tan prosaica y competente. Así que el lugar que
elijas debe facilitarte el control de todos estos detalles. Pero, al mismo
tiempo, no puedes hacer de la aventura algo, eh... antiséptico. Eso le quitaría
toda la emoción. —Hart hizo una nueva pausa, enarcando una sola ceja—. ¿Entiendes todo esto, Susan?
¿Comprendes lo que te digo?
—Empiezo a entenderlo.
—Bailas al son de tus propias melodías
—dijo el asesino. Susan asintió con la cabeza, pero Jeffrey se puso muy tieso
en su silla.
—Repita eso
—dijo.
Hart se
volvió hacia él.
—¿Qué?
Pero
Jeffrey agitó la mano como para quitarle importancia.
—No, no
pasa nada. —Se levantó, haciendo un gesto hacia el espejo unidireccional—. Hemos terminado. Gracias, señor Hart.
—Yo no he terminado —replicó Hart despacio—. Terminaremos cuando yo lo diga.
—No
—dijo Jeffrey—. Ya he averiguado lo que necesitaba. Fin de
la entrevista.
El
asesino lo miró con ojos desorbitados por un instante, y Susan por poco reculó
ante la fuerza de ese odio repentino. Las esposas traquetearon contra su
sujeción metálica. Dos fornidos guardias de la cárcel entraron en la sala.
Ambos echaron un solo vistazo al hombre retorcido que estaba sentado a la mesa,
rojo de rabia, y uno de ellos se dirigió a un pequeño intercomunicador
instalado en la pared para pedir con toda naturalidad un «equipo especial de
escolta». A continuación, se volvió hacia los Clayton.
—Por lo
visto se ha alterado —les dijo—.
Sería conveniente que salieran ustedes dos primero.
Susan
vio que al asesino se le hinchaba una vena en la frente. Se había doblado hacia
delante, pero tenía los músculos del cuello rígidos a causa de la tensión.
—¿Qué he dicho, profesor? —preguntó Hart—. Me he esforzado por no hablar de más.
—Me ha dado una idea.
—¿Una
idea? Profesor —dijo Hart, apenas alzando la cabeza—, le veré en el infierno.
Jeffrey
posó la mano en la espalda de su hermana para empujarla suavemente hacia la
puerta. Vio a una unidad de media docena de guardias de prisiones acercarse por
un pasillo contiguo, armados con porras y protegidos con casco, visera y
chaleco antibalas. Las punteras metálicas de sus botas repiqueteaban contra el
suelo de linóleo pulido.
—Tal vez
—contestó Jeffrey, deteniéndose a la salida—,
pero usted llegará allí antes que yo.
Hart
soltó otra risita, esta vez desprovista de humor. Susan supuso que era el
mismo sonido que unas cuantas jóvenes habían oído en sus últimos momentos en
este mundo.
—Yo no contaría con ello —repuso—.
Me parece que corre usted que se las pela hacia allí. Rápido, profesor. Dese
prisa.
Los
guardias de la cárcel entraron, abriéndose paso entre ellos.
—Larguémonos
de aquí —dijo Jeffrey, asiendo a Susan del codo y guiándola por el pasillo.
A su
espalda, oyeron un estridente bramido de rabia, y varias voces muy altas. Una
sarta de obscenidades proferidas a grito limpio atravesó el aire. Se oyeron
unos pies que se arrastraban y el choque repentino y violento de cuerpos.
Llegó
hasta sus oídos otro alarido, de furia y a la vez de dolor.
—Lo han
rociado con spray lacrimógeno —dijo Jeffrey.
El
sonido cesó súbitamente mientras salían por una puerta lateral electrónica. El
Ranger de Tejas larguirucho que los había llevado hasta allí estaba
esperándolos, sacudiendo la cabeza.
—Vaya,
ese pobre tipo está fatal —comentó el Ranger—. He estado mirando por la ventana
de observación, señorita. Me ha parecido que mantenía usted la sangre fría en
un par de momentos peliagudos. Si alguna vez quiere dejar su trabajo y unirse a
los Rangers de Tejas, cuenta con mi voto, no lo dude.
—Gracias
—dijo Susan. Respiró hondo y de pronto se puso rígida. Se volvió hacia su
hermano—. Tú lo sabías, ¿verdad?
—¿Sabía
qué?
—Sabías
que él se negaría a verte, salvo para escupirte en la cara, tal vez. Pero
también sabías que no resistiría la tentación de jactarse ante mí. Por eso
querías que te acompañara, ¿verdad? Mi presencia le soltaría la lengua. —La voz
le temblaba ligeramente.
El movió
la cabeza afirmativamente.
—Parecía
una apuesta apropiada.
Susan
exhaló un largo y lento suspiro.
—De
acuerdo —le susurró a su hermano—.
¿Qué demonios ha dicho?
—«Bailas
al son de tus propias melodías.»
Susan
asintió.
—Vale,
lo he oído. Pero ¿qué has deducido de ello?
Iban
caminando a paso rápido por la cárcel, como si cada segundo fuera tan
peligroso como importante.
—¿Te acuerdas de cuando éramos pequeños, de la norma? Nunca debíamos
molestarlo cuando estuviese ensayando. Abajo, en el sótano.
—Sí.
¿Por qué ahí? ¿Por qué no en su estudio, o en la sala de estar? Se llevaba el
violín al sótano para tocar. —De repente, la voz de Susan reflejaba su
comprensión—. Así que lo que
buscamos es...
—Su sala
de música.
El
Profesor de la Muerte apretó los dientes.
—Sólo
que no es música lo que toca ahí dentro.
Diana Clayton se hallaba a medio camino del coche cuando divisó la
figura desplomada sobre el volante. Se detuvo, intentando d nuevo percibir
algún sonido. Luego avanzó cautelosamente. Tenía la impresión de que el sol de
pronto calentaba más, y se protegió los ojos del resplandor metálico del
vehículo.
La adrenalina
le palpitaba en los oídos y el corazón le latía con fuerza. Se enjugó el sudor
de los ojos y sintió que debía contener la respiración. Tuvo que obligarse a
permanecer alerta por si había alguien más, pero no podía apartar la vista de
la figura de dentro del coche. Intentó recordar qué otros cadáveres había
visto, pero cayó en la cuenta de que a todas las víctimas de violencia fortuita
o accidentes de carretera con las que había topado en su vida sólo había
alcanzado a verlas fugazmente: un bulto bajo una sábana, un atisbo de piel flácida
en una bolsa antes de que cerraran la cremallera. Nunca antes se había acercado
a una persona muerta, y menos aún sola. Nunca había sido la primera —o segunda—
en enfrentarse a la realidad de una muerte violenta.
Intentó
imaginar qué haría su hijo.
«Sería
muy cuidadoso», se dijo. Querría dejar intacta la escena del crimen, porque
podría haber pruebas de lo sucedido desperdigadas por ahí. Estaría atento a
cualquier matiz o alteración relacionados con el asesinato, porque esos
detalles podían revelarle algo. Leería la zona como un monje lee un manuscrito.
Avanzó
lentamente, sintiéndose del todo inepta para la tarea que se le presentaba.
Se encontraba a unos tres metros cuando vio que el cristal de la
ventanilla del conductor estaba hecho añicos, y los pedazos esparcidos fuera
del coche. Los pocos fragmentos que aún quedaban en su sitio estaban salpicados
de carmesí y trocitos de hueso gris y masa encefálica.
Aún no
alcanzaba a verle la cara al hombre. Estaba apoyada en la columna de dirección,
apretada hacia abajo. Diana habría deseado poder identificarlo por la forma de
los hombros o el corte y el color de su ropa, pero no podía. Comprendió que
tendría que acercarse mucho más.
Sujetó
el revólver con más fuerza. Dio la vuelta despacio, escudriñando una vez más
la zona.
Moviéndose
como un padre que entra en la habitación de un niño dormido, Diana se aproximó
al costado del coche. Echó un vistazo rápido al asiento de atrás y comprobó que
estaba vacío. Luego, obligó a sus ojos a posarse en el cadáver.
Colgando
de la mano derecha del hombre había una pistola semiautomática de gran calibre.
La izquierda sujetaba un sobre manchado de sangre.
Se
acercó un poco más. El hombre tenía los ojos abiertos, y Diana soltó un grito
ahogado.
Retrocedió
bruscamente en el momento en que lo reconoció.
Se
apartó del coche con paso vacilante, un poco como un asistente a una fiesta
que se da cuenta de que se ha tomado algunas copas de más, y se reclinó contra
una roca cercana, sin despegar la vista del muerto. No le hacía falta sacarse
la nota del bolsillo para recordar lo que decía. Ya no creía que fuera el muerto quien le había escrito la carta
recomendándole una agradable y rápida caminata matinal.
Sabía
quién la había escrito, y también quién era el autor del cuadro que tenía ante
sí. Pensar en ello le dejó un regusto ácido y amargo, de modo que buscó la
botella de agua en la mochila. Tomó un trago rápido, tras enjuagarse la boca.
Recordó que, según la carta, contemplaría una vista única. Supuso que, en
cierto modo, la muerte era algo común y único a la vez.
19
Introducción a la
arquitectura de la muerte
En el aire de la tarde se respiraba una sequedad tensa que presagiaba
un abrupto descenso de las temperaturas durante las siguientes horas de la
noche. Jeffrey y Susan Clayton lo notaron cuando los acompañaron al lugar donde
su madre había descubierto el cadáver del agente Martin ese día, por la
mañana. No les habían proporcionado detalles de la muerte cuando aterrizaron y
otro agente del Servicio de Seguridad los recibió en el aeropuerto; sólo les habían
comunicado que se había producido «un accidente».
Al
avistar la salida de la autopista que conducía a su casa adosada, Susan le
susurró esa información a su hermano. Había un par de coches del Servicio de
Seguridad aparcados a cierta distancia, en la misma calle, allí donde su madre
había abandonado Donner Boulevard durante su caminata matinal. Dos agentes
uniformados controlaban el acceso, pero no estaban muy ocupados. No había una
multitud de gente inquieta o curiosa. De inmediato dejaron pasar al agente que
escoltaba a los dos hermanos. Este había permanecido meditabundo y callado
durante todo el trayecto desde el aeropuerto, sin mostrar el menor interés por
entablar conversación. Su coche avanzó dando tumbos por la accidentada
superficie del camino a lo largo de unos cien metros y luego se detuvo
derrapando.
Media
docena de vehículos estaban aparcados allí cerca, desperdigados por el viejo
camino de construcción. Jeffrey vio las mismas furgonetas de la policía
científica que en el lugar donde se había encontrado el cadáver de la última
víctima. Reconoció muchos de los rostros que iban y venían por allí, como si no
estuvieran seguros de qué debían hacer; una actitud insólita en un escenario
del crimen.
—Yo me quedo aquí —dijo el agente—.
Ellos le querrán a usted ahí arriba. —Señaló hacia la actividad que se
desarrollaba ante ellos.
—¿Dónde
está mi madre? —preguntó Susan, en un tono que rayaba en la exigencia.
—Allí
arriba. Se supone que tiene una declaración que hacer, pero me han dicho que
sólo pensaba hablar cuando llegaran ustedes. Mierda —masculló el agente—, Bob Martin era amigo mío. Hijo de puta.
Jeffrey
y Susan bajaron del coche. Jeffrey se detuvo, se arrodilló y palpó la
superficie de tierra suelta, dejando que un puñado se le escurriera entre los
dedos, como algún campesino de la época de la Depresión en la zona azotada por
tormentas de arena, observando la causa de su ruina en su mano.
—Es un
mal lugar —comentó—. Seco, ventoso.
Será difícil encontrar pruebas, o pistas.
—¿Algún
otro lugar habría sido mejor?
—Un
lugar húmedo. Hay sitios donde la tierra sencillamente retiene los detalles de
todo lo que sucede sobre ella. Cuenta la historia entera. Se puede aprender a
leer esas zonas, como palabras en una página. Este no es uno de esos sitios. En
los lugares como éste, mucho de lo que se escribe se borra casi al instante.
Maldita sea. Vayamos a buscar a mamá.
Vislumbró
a Diana, que estaba apoyada contra el costado de un furgón del estado, bebiendo
café caliente de un termo. En el mismo momento, Diana Clayton se dio la vuelta,
advirtió que los dos se acercaban y agitó la mano para saludarlos con un
entusiasmo que parecía conjugar la alegría de ver a sus hijos con la sobriedad
de la situación. A Jeffrey le sorprendió su aspecto. Le dio la impresión de que
la palidez se extendía por todo su cuerpo. En la pantalla de videoteléfono, no
se apreciaban los efectos devastadores de la enfermedad. Ahora, la veía
delgada, frágil, como si sus músculos y tendones fueran lo único que evitaba
que se cayera a trozos. Intentó disimular su sorpresa, pero Diana la detectó de
inmediato.
—Oh,
Jeffrey —le reprochó en tono burlón—,
no tengo tan mala cara, ¿no?
Él
sonrió, sacudiendo la cabeza y acercándose con los brazos abiertos.
—No, no,
para nada. Estás estupenda.
Se
abrazaron, y Diana susurró la verdad al oído de su hijo:
—Es como
si llevase la muerte en mi interior.
Sin
soltarse de sus brazos, se inclinó hacia atrás y lo miró con detenimiento.
Luego levantó una mano de su codo y le acarició la mejilla.
—Mi niño guapo —dijo con suavidad—.
Siempre has sido mi niño guapo. Seguramente sea conveniente recordarlo en los
días que nos esperan. —Diana se volvió, saludó a Susan, que se había quedado
atrás, y le hizo señas de que se uniera al abrazo—. Y mi niña perfecta —dijo. Una lágrima asomaba a la comisura
de su ojo derecho.
—Oh,
mamá —protestó Susan, con una voz similar a la de una adolescente, como si las
muestras de afecto la avergonzaran pero en el fondo le gustaran.
Diana
retrocedió un paso, forzándose a sonreír y a reprimir su emoción.
—Detesto
lo que nos ha reunido —aseguró—,
pero me encanta que los tres volvamos a estar juntos.
Los tres
permanecieron callados un momento, y luego Jeffrey levantó la vista.
—Tengo
trabajo —dijo—. ¿Cómo?
Diana le
puso en la mano la carta con las indicaciones que había recibido. Susan leyó
por encima de su hombro.
—Seguí
las instrucciones. Todo me parecía de lo más inocente, hasta que subí hasta
aquí y encontré al pobre agente Martin allí, en su coche. Se había pegado un
tiro. O esa impresión me dio. No me acerqué demasiado...
—¿No
viste a nadie más?
—Si te
refieres a... a él, no. —Diana titubeó y luego añadió—: Pero sentí que estaba aquí. Intuía su presencia. Tal vez
percibí su olor. Me pareció que me observaba durante todo el rato que estuve
aquí arriba, pero por supuesto no había nadie. Sea como fuere, no podía hacer
nada, así que llamé a las autoridades y luego me quedé esperando a que vosotros
regresarais. Debo decir que todo el mundo ha sido muy amable, sobre todo el
señor que está al cargo...
Jeffrey
se dio la vuelta, con la carta todavía abierta en la mano, y vio al funcionario
a quien llamaba Manson de pie junto al coche del agente, mirando el cadáver.
Susan
seguía leyendo.
—Es
imposible que el agente Martin escribiera eso —señaló en voz baja—. Ese no puede ser su estilo. Ni su forma
de redactar. Es demasiado críptico, demasiado generoso con las palabras. —Hizo
una pausa—. Ya sabemos quién lo escribió.
Jeffrey
asintió.
—Me
pregunto por qué quería que yo subiese hasta aquí —dijo Diana.
—Tal vez
para que vieras de lo que es capaz —respondió Susan.
Jeffrey
asintió de nuevo.
—Quedaos
por aquí, Susie, mamá. Quizá necesite vuestra ayuda. —Y echó a andar hacia el
coche del agente Martin.
Manson
tenía la mirada fija en los vidrios salpicados de sangre y desparramados junto
a la ventanilla del conductor cuando Jeffrey se acercó. Se volvió y una sonrisa
lánguida de político se le dibujó en los labios. Acto seguido, metió la mano en
el bolsillo de su americana y extrajo un par de guantes de látex que agitó en
el aire en dirección a Jeffrey.
—Tenga.
Ahora podré contemplar al famoso Profesor de la Muerte realizando su auténtico
trabajo.
Jeffrey
se puso los guantes sin decir una palabra.
—Por
supuesto, de cara al público, no hay nada que contar. En todo caso, no gran
cosa —continuó Manson—. Abatido por
las dificultades laborales recientes, sin el apoyo de una familia, un empleado
del estado leal y entregado decidió tristemente quitarse la vida. Incluso aquí,
donde tantas cosas funcionan bien, es poco lo que podemos hacer respecto a las
depresiones ocasionales. Sólo sirven para recordarnos al resto de nosotros lo
afortunados que somos en realidad...
—No se
suicidó, y usted lo sabe.
Manson
negó con la cabeza.
—A
veces, profesor, nuestro mundo requiere dos interpretaciones distintas de los
hechos. Está la obvia, por supuesto, que es la que acabo de exponerle. Y luego
está la menos obvia. Esta interpretación es, cómo decirlo... ¿más
confidencial? Debe quedar entre nosotros. —Miro a los técnicos de la policía
científica—. Su trabajo aquí
consiste únicamente en analizar cualquier cosa que usted estime útil para su
investigación. Por lo demás, se trata de un suicidio a todos los efectos, y así
lo considerará el Servicio de Seguridad. Una tragedia. —Manson se apartó del
costado del coche. Con una ligera inclinación y un movimiento amplio del brazo,
le indicó a Jeffrey que se acercara—.
Dígame qué ocurrió, profesor. Dígame exactamente qué ve. Y dígamelo sólo a mí.
Jeffrey
pasó al lado del conductor y abrió la portezuela. Sus ojos recorrieron el
interior rápida pero minuciosamente. Reparó en los dos pares de prismáticos que
había sobre el asiento. Luego dirigió su atención al cuerpo del agente Martin.
Notó una sensación de frialdad en su interior, casi como si estuviese en una
galería, examinando un cuadro de un pintor mediocre. Cuanto más se detenía en
la observación del lienzo que tenía ante sí, más evidentes le parecían los
defectos del retrato. El cuerpo del agente estaba marcadamente ladeado hacia la
izquierda, impulsado por el impacto del disparo. Tenía los ojos y la boca
abiertos de manera macabra, como en una mueca de sorpresa ante la muerte. La
herida en sí, enorme, le había destrozado buena parte del cráneo, lo que
confería a la expresión del rostro manchado de sangre un aire aún más
inquietante, como de gárgola.
Inclinado
sobre el asiento, advirtió que tenía en la mano izquierda un sobre también
ensangrentado y con trocitos de masa encefálica viscosa y clara. La mano
derecha, que sujetaba sin apretar la enorme pistola de nueve milímetros,
descansaba sobre el asiento, laxa. Continuó escrutando el cadáver con la vista
y se fijó en el desgarrón en los pantalones de Martin, a la altura de la
rodilla, y vio que el raspón en la pierna había estado sangrando antes de la
muerte. Se inclinó aún más y levantó la pernera desde el tobillo. En vez de la
daga plana que llevaba la tarde que se habían conocido en la sala de
conferencias de la universidad, ahora había allí una pistola de calibre .38 y
cañón corto en una funda tobillera de cuero.
Soltó la
pernera.
«No
mucha gente lleva dos armas distintas consigo cuando va a suicidarse», pensó.
Miró de
nuevo los ojos de Martin.
«¿Cuál fue el último pensamiento que te
pasó por la cabeza?—se preguntó.
¿Cómo alcanzar esa pistola? ¿Cómo defenderte? —Sacudió la cabeza—. No tenías la menor posibilidad.»
A través
de la ventana, Jeffrey lanzó una mirada a Manson, que se había apartado de la
escena del crimen. No dijo nada, pero pensó: «Así que ahora que el asesino que
en teoría iba a resolver tu problema después de que yo le entregara a mi padre
ha caído en una trampa y se ha pegado un tiro. No era lo bastante agudo, lo
bastante inteligente, lo bastante mortífero.»
Vio que
Manson hacía una mueca, como si se le hubiera ocurrido lo mismo en ese
momento.
«Y ahora
tienes que depositar todas tus esperanzas de solucionar el problema en alguien
a quien no puedes controlar. Y seguro que eso te resulta considerablemente
menos agradable, ¿verdad? No tan desagradable como lo que ocurrirá si no
encuentro a mi padre, pero aun así desagradable.»
Esbozó
una sonrisa al imaginar la respuesta a esa pregunta.
Jeffrey,
de pie pero agachado, registró por encima el asiento trasero y no encontró
nada muy evidente, aunque sabía que era allí donde se había sentado su padre,
el asesino. Aún le quedaba la tenue esperanza de que se encontrase alguna fibra
textil microscópica o algún cabello. Quizás incluso alguna huella digital. Pero
lo dudaba. Y dudaba aún más que, pese a lo que había dicho Manson, le permitiesen
ordenar una inspección integral del coche.
Jeffrey
se enderezó y se llevó la mano a un bolsillo interior para sacar un pequeño
estuche de piel que contenía algunos utensilios de metal. Cogió unas
relucientes pinzas de acero y volvió a inclinarse hacia el interior del coche
por encima del asiento del pasajero. De manera delicada pero firme, retiró el sobre
de los dedos inertes de Martin. Con cuidado de no tocarlo, vio, escritas en el
exterior con trazos gruesos de lápiz, las iniciales J. C.
Empezó a
abrir el sobre, pero se detuvo.
Se
volvió hacia su hermana, que estaba a unos veinte metros, y le hizo señas. Ella
lo vio, movió la cabeza afirmativamente y dejó a Diana, que todavía estaba
tomando sorbos de café.
—¿Qué
ocurre? —preguntó Susan cuando se acercó.
Jeffrey
se percató de que ella mantenía la mirada apartada del interior del coche. Pero
entonces se inclinó y echó un vistazo. Se irguió al cabo de un momento.
—Desagradable
—comentó.
—Era un
hombre desagradable.
—Y tuvo
un final desagradable. Aun así...
—Tenía
esto en la mano. Tú eres la experta en palabras. He creído que debíamos leerlo
juntos.
Susan examinó
con cuidado el sobre y las iniciales J. C.
—Bueno
—dijo—, me parece que no cabe duda
de quién es el destinatario, a no ser que Jesucristo figure en la lista de
correos de nuestro querido padre. Ábrelo.
Manejando
las pinzas con cuidado, como un cirujano residente que aún no confía en su
pulso, Jeffrey levantó la solapa del sobre. Para su disgusto, comprobó que lo
habían cerrado con cinta adhesiva y no con saliva. Los dos hermanos vieron
dentro una sola hoja de papel blanco común y corriente doblada. Jeffrey la
sujetó por el borde y la desplegó sobre el capó del coche.
Por un
momento, ambos permanecieron callados.
—Vaya,
que me aspen —dijo Susan entre dientes.
El papel
estaba en blanco.
Jeffrey
frunció el entrecejo.
—No lo
entiendo —dijo en voz baja.
Volvió
la hoja del revés y vio que el dorso también estaba en blanco. Sujetó el papel
a contraluz frente al sol poniente, buscando señales de palabras escritas con
jugo de limón o alguna otra sustancia que quizá resultaría visible bajo una
luz fluoroscópica.
—Tendré
que llevar esto a algún laboratorio —dijo—.
Hay técnicas para hacer aparecer palabras ocultas. Luz negra, láser... unas
cuantas. Me pregunto por qué querría ocultar lo que ha escrito...
Susan
negó con la cabeza.
—No lo
entiendes, ¿verdad?
—¿Entender
qué?
—La hoja en blanco. Ése es su mensaje para
ti. Jeffrey aspiró una bocanada rápida del aire cada vez más frío que los
rodeaba.
—Explícate
—pidió con suavidad.
—Una
hoja en blanco dice tanto como una que está llena de palabras. Seguramente dice
más. Da a entender que no sabes nada, que para ti él es desconocido, una
incógnita. Da a entender que debes aprender de lo que ves, no de lo que te
dicen. ¿Qué significa un hijo para su padre? Empiezas desde cero y luego vas
forjando la personalidad de ese niño. Muchas cosas. El lienzo virgen que aguarda
la primera pincelada del pintor. Las primeras palabras de un escritor en una
hoja en blanco. Todo es simbólico. Lo que no dice es mucho más contundente que
lo que podría haber dicho. Simbolismo, simbolismo, simbolismo.
Su
hermano asintió despacio.
—El
investigador maneja datos concretos... —dijo.
—Pero el
asesino maneja imágenes.
Jeffrey
volvió a respirar el aire fresco de aquella apacible tarde.
—Y el
profesor, el maestro... —apuntó.
—Debe
ser capaz de conjugar ambas cosas —terminó Susan.
Jeffrey
volvió la espalda al coche y avanzó unos pasos por el camino de tierra. Susan
vaciló, dejó que se alejara por unos instantes y rápidamente echó a trotar
tras él.
Los dos
normalizaron el paso hasta avanzar a un ritmo regular, en silencio, sumidos en
sus meditaciones. Susan notó que el miedo se adueñaba de ella mientras
observaba a su hermano luchar contra sus propios sentimientos encontrados.
—Lo que
deberíamos hacer es largarnos pitando de aquí—dijo, parándose en seco.
—No
—replicó ella—. Nos ha encontrado. Ya no podemos volver a escondernos.
—¿Y qué
se supone que debemos hacer? ¿Detenerlo? ¿Matarlo? ¿Pedirle que nos deje en
paz?
—No lo
sé.
—Es
perverso.
—Lo sé.
—Y forma parte de nosotros. O tal vez nosotros
formamos parte de él.
—¿Y?
—No lo
sé, Susan.
De nuevo
se quedaron callados.
Jeffrey apartó la vista
de su hermana y la posó en el camino. —¿Qué demonios estaban haciendo aquí
arriba? —preguntó de pronto.
Entonces vislumbró un objeto pequeño y negro en la tierra suelta y
arenosa. Era semejante a una piedra, pero de una redondez demasiado perfecta
para ser obra de la naturaleza. Lo recogió y le quitó el polvo. Era la tapa de
una lente de los prismáticos. Miró hacia atrás, al coche, y continuó andando,
con su hermana a la zaga.
Zancada
a zancada, doblaron la curva y luego descendieron por el sendero.
—¿Qué
estaba buscando aquí? —preguntó Jeffrey.
Susan se
detuvo. Señaló al frente, y Jeffrey vio extenderse a sus pies la urbanización
de casas adosadas.
—A
nosotras —contestó—. El bueno del
agente nos espiaba a nosotras. ¿Por qué?
Jeffrey
meditó por unos instantes.
—Porque
esperaba que su presa apareciera. Por eso estaba aquí arriba. —Escudriñó la
zona, y cerca de una roca vio el envoltorio arrugado de celofán del bollo que
se había comido el agente Martin—.
Aguardaba aquí, observando. Luego, por alguna razón, dio media vuelta y regresó
a toda prisa por el camino. Yo diría
que corría todo lo que podía, porque tiene un rasponazo en la pierna que sin
duda se debe a que tropezó y cayó. Probablemente allí donde he encontrado la
tapa de la lente.
—¿Tenía
prisa por suicidarse?
—No.
Creía haber visto algo, pero fue a descubrir otra cosa.
—¿Una
trampa?
—Un
hombre que tiende una trampa suele estar lleno de una seguridad falsa que en la
mayor parte de los casos le impide ver la trampa que otros le han tendido a su
vez. Subió aquí solo para espiar, aunque en realidad no estaba solo. Se me
ocurre un par de posibilidades. Intentó huir. Tal vez. Sube al coche, pero
para entonces ya tiene una pistola apuntándole a la cabeza. Tal vez. O quizá su
asesino estaba esperándolo dentro del coche. Tal vez. El caso es que después
muere. De hecho, lo matan. Un disparo y el asesino le pone en la mano la
pistola, la pistola del propio agente. Así de sencillo. El estado es lo
bastante proclive a la artificiosidad engañosa para declarar que se suicidó...
Jeffrey
pensó en las jóvenes desaparecidas que oficialmente habían sido víctimas de
perros salvajes. No lo expresó en voz alta. Se dijo en su fuero interno que
matar en un lugar que se dedicaba tan activamente a encubrir la verdad debía de
ser todo un lujo para el asesino. Alzó la vista y la dirigió a lo lejos, a las
crestas de las montañas iluminadas por los últimos rayos de sol del día, que
teñían el verde fértil de un rojo espectacular y radiante. Una región del mundo
que aguardaba a que se escribiera una historia nueva en ella. El lugar del país
donde se vivía con mayor seguridad era también donde se mataba con mayor
seguridad.
Dudaba
que Manson apreciase esa ironía de buen grado.
—No
necesitamos conocer los detalles exactos... —Susan hablaba despacio, y Jeffrey
se volvió para escucharla—. A veces
el mensaje reside en la yuxtaposición de acontecimientos. O de ideas. Lo que quiere
que sepamos es cómo controla los pormenores de la muerte.
Jeffrey
asintió.
—Tiende
trampas elaboradas. Quiere hacerte creer una cosa, justo hasta el momento en
que te des cuenta de que está pasando algo totalmente distinto que está bajo su
control.
—Exacto.
Los mejores acertijos siempre son laberintos. Siempre hay pistas e indicios
que apuntan en la dirección equivocada. —Susan titubeó y dejó que una mueca se
deslizara por las comisuras de su boca. Había una dureza en su mirada que
Jeffrey nunca había visto antes—. Se
me ocurre otra cosa —dijo ella.
—¿Qué?
—¿No te
das cuenta de cómo se comunica con nosotros?
Jeffrey
sacudió la cabeza.
—Creo
que no te sigo.
La voz
de Susan pareció empequeñecerse en el aire que los envolvía, como si la brisa
arrastrase y aporrease cada palabra.
—A mí me ha escrito por medio de acertijos. Juegos de palabras. Es
decir, me ha hablado en el lenguaje que conozco. Mata Hari, la reina de los
enigmas. A ti te habla de otra manera. Te
transmite sus mensajes en tu lenguaje: el de la violencia y el asesinato. «El
Profesor de la Muerte.» Son acertijos de otro tipo, pero acertijos al fin y al
cabo. ¿No es eso típico de un padre? ¿Adaptar la forma de comunicación a las
habilidades propias de cada hijo?
De
pronto Jeffrey sintió náuseas.
—Joder
—susurró.
—¿Qué
pasa?
—Hace
siete años, poco después de que empezara a dar clases en la universidad, una de
mis alumnas desapareció. No la conocía demasiado, para mí era solo otra cara en
un aula muy grande. La encontraron en una postura similar a la de la chica que
asesinaron cuando de niños nos fuimos de Nueva Jersey, e igual a la de la primera
víctima de aquí, del estado cincuenta y uno. Fue por esta conexión por lo que
el agente Martin contactó conmigo y me hizo venir aquí...
—Pero en
realidad no fue el agente Martin quien dispuso que vinieras —dijo Susan
despacio—, sino él.
—¿Y él
sabía que yo acabaría por traeros a ti y a mamá?
Susan
hizo otra pausa.
—Creo
que lo mejor es suponer que sí. Tal vez ésa era la razón de que me enviara esos
mensajes.
Los dos
guardaron silencio por un momento.
—La
pregunta sigue siendo: ¿por qué? —dijo Susan.
—No conozco
la respuesta. Aún no —murmuró Jeffrey—.
Pero sí sé una cosa.
—¿Cuál?
—Que más
nos vale dar con él antes de que responda a la pregunta por nosotros.
Diana se retiró a la habitación pequeña donde había un catre, a
descansar, lo que no le resultaría fácil. No era sólo que el dolor hubiese
elegido ese momento para recordarle su presencia, sino la naturaleza
inquietante de la muerte del policía, sumada a sus temores sobre lo que las
horas o días siguientes les deparasen a sus hijos y a ella; todo ello
conspiraba para mantenerla dando vueltas en la cama. Sabía que en la habitación
contigua sus dos hijos intentaban averiguar cómo descubrir la amenaza que se
cernía sobre los tres, y sintió una punzada de frustración por verse excluida
del proceso.
Los
hermanos estaban sentados ante los terminales de ordenador en el despacho
principal, identificando los factores que debían investigar.
—En los
planos —dijo Jeffrey— aparecería marcada como sala de música.
—¿Y por qué no como un estudio, o una
sala audiovisual?
—No. Sala de música. Porque habrá querido
revestirla de material para insonorizar.
—También
lo necesitaría para una audiovisual.
—De
acuerdo. Tienes razón. Busquemos eso también.
—Pero la
ubicación dentro de la casa es esencial —añadió Susan—. Si alguien toca el piano, por ejemplo, o incluso el violonchelo,
querría que ocupase una posición central. En la planta principal, tal vez junto
al cuarto de estar o el salón. Algo así. Porque, ¿sabes?, no querría ocultar lo
que hace, simplemente contar con un espacio privado. Nosotros buscamos un tipo
de separación distinto.
Jeffrey
asintió.
—Aislamiento.
Una habitación apartada de las zonas de la casa donde se hace más vida. No
enterrada, pues debe ser de fácil acceso, pero casi. Y tal vez con algún tipo
de salida secreta también.
—¿Crees
que quizá construyó un pabellón de invitados y lo destinó para su música?
—preguntó ella.
—No, no
necesariamente. Un pabellón de invitados me parece un sitio más vulnerable.
Recuerda lo que tu amigo el señor Hart dijo sobre el control del entorno. Y en
Hopewell, utilizó el sótano, que estaba apartado pero no separado. Hay otro
elemento que influye en esto...
—¿Cuál?
—La
psicología del asesinato. Las muertes que él ha llevado a cabo forman parte de
él, de su ser más íntimo. Están próximas a su esencia. El quiere tenerlas cerca
en todo momento.
—Pero
diseminó los cadáveres por todo el estado...
—Los
cadáveres no son más que desechos. Productos residuales. No tienen nada que
ver con lo que él es ni con lo que hace. Lo que ocurre en esa habitación...
—Es lo
que lo convierte en lo que es —dijo Susan, completando la frase—. Eso lo entiendo. Es más o menos lo que
tu amigo Hart dijo. —Suspiró, mirando a su hermano—. Debe de ser doloroso para ti —agregó en voz baja.
—¿El
qué?
—Que te
resulte tan fácil pensar en estas cosas.
Como él
no contestó de inmediato, ella supuso que le había planteado una pregunta
difícil. Finalmente, Jeffrey hizo un gesto de asentimiento.
—Estoy
asustado, Susie. Tengo un miedo terrible.
—¿De él?
Jeffrey
sacudió la cabeza.
—No. De
ser como él.
Ella se
disponía a negarlo rápidamente, pero se obligó a callar, y al hacerlo se le
escapó un leve jadeo.
Jeffrey
abrió un cajón y sacó despacio una pistola semiautomática de gran tamaño. Pulsó
el botón para soltar el cargador, que cayó al suelo, y tiró hacia atrás del
cerrojo para hacer saltar de la recámara la bala, que también rebotó con un
ruido metálico sobre la mesa antes de caer silenciosamente en la alfombra.
—Tengo
varias armas —dijo.
—Todo el
mundo las tiene —arguyó su hermana.
—No. Yo soy distinto. Yo no me permito disparar —dijo—.
Nunca he apretado un gatillo.
—Pero
has participado en tantas detenciones...
—Nunca
he disparado. Sí, he apuntado, claro. Y he lanzado amenazas. Pero ¿apretar el
gatillo? Nunca. Ni siquiera en prácticas.
—¿Por
qué no?
—Tengo
miedo de que me guste. —Se quedó callado durante un rato. Depositó el arma en
el borde de la mesa, frente a sí—.
Nunca jugueteo con cuchillos —prosiguió—.
Son una tentación demasiado obvia. ¿A ti nunca te ha molestado esa sensación?
—Nunca.
—¿Y no te asaltaría ni una duda? ¿No
vacilarías?
—No... —respondió ella, con menos
convicción—. Claro que nunca lo
había visto desde esa perspectiva.
Jeffrey asintió.
—Da que pensar, ¿no?
—Un poco.
—Susie,
si llega el momento, no dudes. Dispara. No me esperes. No confíes en que
reaccione, en que actúe con decisión. Tú siempre has sido la impetuosa de los
dos...
—Sí, ya
—repuso ella con cinismo—. La que se
quedó en casa con mamá mientras tú te fuiste a hacer algo con tu vida...
—Pero lo
has sido. Siempre. La que corría riesgos. Yo
era Don Empollón. Don No Tengo Vida Excepto el Trabajo y los Libros. No cuentes
conmigo cuando ya no quede otra salida que pasar a la acción. ¿Entiendes lo que
te digo?
Susan
movió afirmativamente la cabeza.
—Por supuesto.
Pero interiormente tenía sus dudas.
Los dos
guardaron silencio hasta que Jeffrey volvió su silla de cara a la pantalla de
ordenador.
—Muy
bien —dijo, con una brusquedad que denotaba determinación—. Veamos si todas estas normas y reglas
que rigen en este flamante mundo del mañana nos sirven para dar con él.
Pulsó
algunas teclas, y al cabo de un momento aparecieron en pantalla las palabras:
PROYECTOS ARQUITECTÓNICOS APROBADOS / ESTADO 51.
Revisar los planos de viviendas era una tarea monótona. Habían
limitado la búsqueda a casas construidas en zonas azules, porque dudaban que
las de barrios más modestos contaran con los mismos elementos de privacidad.
Sin embargo, no era una apuesta exenta de riesgo, pues Jeffrey sabía que al
asesino le produce cierta satisfacción realizar sus actividades a una
distancia peligrosamente próxima a sus vecinos. La bibliografía sobre el
asesinato, le recordó a su hermana, estaba repleta de historias de vecinos
indolentes que habían oído gritos desgarradores procedentes de una casa
contigua y no les habían hecho ningún caso o bien los habían atribuido a alguna
causa inocua pero inverosímil como un perro o un gato. El aislamiento,
observó, podía ser psicológico, no era necesariamente físico. Aun así, sabían,
por el viaje de Jeffrey a Nueva Jersey, que su padre tenía mucho dinero, por lo
que se ciñeron a las casas más caras y diseñadas a medida.
En el
ordenador había archivos y planos de todos los chalets, apartamentos, casas
adosadas, centros comerciales, iglesias, colegios, gimnasios y jefaturas de
seguridad construidos en el estado. También contenía información sobre los
proyectos de remodelación de los edificios antiguos de acuerdo con la normativa
estatal, que se habían puesto en práctica a medida que se incorporaban nuevos
territorios al estado. Jeffrey no dedicó mucho tiempo a esta categoría; sospechaba
que su padre había llegado al estado cincuenta y uno con un plan muy definido,
y había buscado una pizarra en blanco sobre la que empezar a escribir. Estaba
seguro de que sería una casa nueva, que dataría del primer o segundo año del
estado en ciernes, la época en que empezaba a cobrar forma, impulsado por las
fuerzas del dinero y el ansia de seguridad.
El
problema era que había casi cuatro mil viviendas de superlujo en el estado. Al
descartar todas las casas construidas después de la primera desaparición confirmada
de una joven víctima, consiguieron reducir esa cifra hasta setecientas y pico.
A
Jeffrey esto le pareció irónico. «Es un hombre calculador —pensó—, y a la vez espontáneo. Es adaptable,
pero rígido al mismo tiempo.
ȃ1 no
habría matado a nadie aquí sin antes estar totalmente preparado, sin haber
implementado correctamente todas las medidas estructurales de seguridad.
Querría que sus conocimientos sobre el estado y su funcionamiento fuesen
exhaustivos. Los preparativos de un asesinato deben de ser tan fascinantes y
emocionantes como el acto en sí. Y cuando por fin lo llevó a cabo, con soltura
y precisión, debió de sentirse eufórico.»
Pensó en
el violín en manos de su padre: practicaba arpegios, escalas, movimientos,
digitaciones, tocaba una y otra vez cada nota hasta que sonaba perfecta... y
entonces, sólo entonces, interpretaba la sinfonía entera de principio a fin.
Jeffrey
abrió otro juego de planos en pantalla. Intentó recordar si algún hijo de un
gran músico —cualquier músico cuya obra hubiese sobrevivido al paso de los
siglos— había igualado en talento a su padre. No se le ocurrió ninguno. Pensó
en artistas, escritores, poetas, directores de cine, y no le vino a la mente
ningún caso en que el hijo hubiese superado al padre.
«¿Soy
como todos?», se preguntó.
Contempló
los planos que flotaban en la pantalla ante él. Le pareció una casa magnífica.
Amplia, de formas y espacios elegantes, habitaciones que reflejaban con
optimismo el futuro, no el pasado, como muchas de las viviendas en el estado cincuenta
y uno.
Pulsó
una tecla y relegó los planos al olvido del almacenamiento informático. No era
ésa. Le echó una mirada furtiva a su hermana. Ella también estaba sacudiendo la
cabeza y pasando a otro juego de planos.
Los dos hermanos se pasaron horas
trabajando juntos. Cada vez que uno de ellos encontraba unos planos con una habitación
que podía encajar en sus hipótesis, identificaban la casa. Acto seguido,
consultaban el mapa de situación para ver su posición respecto a otras
viviendas de la misma urbanización. Luego, el ordenador generaba una imagen
tridimensional del edificio. Si la habitación en cuestión seguía cumpliendo los
requisitos necesarios de emplazamiento, aislamiento y accesibilidad, buscaban
entre la información de la empresa constructora si se habían instalado
materiales que pudiesen amortiguar el sonido en la estancia.
Mediante
este proceso descartaron casi todas las casas. Aquellas pocas con habitaciones
que podían utilizarse tanto para hacer música como para cometer asesinatos las
seleccionaban y dejaban a un lado.
Varias
horas después de la medianoche, habían conseguido reducir la lista de posibles
viviendas a cuarenta y seis.
Susan
estiró los brazos.
—Ahora
—dijo—, la cuestión es cómo
averiguar, sin tener que llamar a la puerta de cada maldita casa, cuál
pertenece a nuestro padre. ¿Tenemos otro criterio de eliminación?
Antes de
que Jeffrey pudiera responder a la pregunta de su hermana, oyó un ruido a su
espalda. Giró en su asiento y vio a su madre de pie en el vano de la puerta.
—Deberías
estar descansando —dijo él.
—Se me
ha ocurrido una cosa. Dos cosas, de hecho —contestó Diana. Cruzó la habitación
a grandes zancadas, se detuvo y posó la vista en el dibujo esquemático que
mostraba la pantalla del ordenador que Susan tenía enfrente.
—¿De qué
se trata? —preguntó Susan.
—Primero
de todo, estamos aquí porque él quiere que lo encontremos y tiene tres asuntos
pendientes. Eso ya nos lo ha demostrado.
—Continúa
—la animó Jeffrey despacio—. ¿A qué
te refieres?
—Bueno,
ha intentado matarme una vez. Su rencor hacia mí debe de ser simplemente una
rabia fría y primaria. Yo le robé a
sus hijos. Y ahora, en cierto modo, los dos me habéis traído a él. Me matará y
disfrutará con mi muerte. —Diana se interrumpió cuando una imagen la asaltó.
«Debe de estar tan ansioso por matarme como un hombre sediento por beberse un
vaso de agua en un día caluroso», pensó.
—Entonces
debes irte —dijo Susan—. Hemos sido
unos estúpidos al hacerte venir...
Diana
negó con la cabeza.
—Es aquí
donde debo estar —insistió—. Pero lo
que tiene planeado para vosotros dos es diferente. Susan, creo que para ti
representa una amenaza menor.
—¿Para
mí? ¿Por qué?
—Porque
fue él quien te salvó en ese bar. Y tal vez haya habido otros momentos de los
que no sepamos nada. Para la mayoría de los padres hay algo de especial en las
hijas, por muy detestables que sean ellos. Se muestran protectores. Se enamoran
de ellas, a su manera. Creo que, pese a lo retorcido que es, desea que tú lo
quieras también. Así que no creo que quiera matarte. Me parece que quiere
ganarse tu apoyo. Ésa era la intención tras los juegos en los que te ha
involucrado.
Susan
soltó un resoplido de negación, pero no expresó su disconformidad con
palabras. Habría sido una protesta poco convincente.
—Falto
yo —dijo Jeffrey—. ¿Qué crees que
tiene pensado para mí?
—No
estoy del todo segura. Los padres y los hijos compiten entre sí. Muchos padres
aseguran querer que sus hijos lleguen más lejos en la vida que ellos, pero creo
que la mayoría miente cuando dice eso. No todos, pero casi. Prefieren poner de
manifiesto su superioridad, del mismo modo que el hijo aspira a reemplazar al
padre.
—Todo
eso me parece pura palabrería freudiana —comentó Susan.
—Pero
¿debemos pasarlo por alto? —repuso Diana.
De
nuevo, Susan se abstuvo de responder.
Diana
suspiró.
—Creo
que estás aquí para librar la más elemental de las luchas —dijo—. Para demostrar quién es mejor, el padre
o el hijo. El asesino o el investigador. Ése es el juego en el que nos hemos
visto envueltos sin darnos cuenta. —Extendió la mano y la posó sobre el hombro
de Jeffrey—. Lo que no sé
exactamente es cómo se gana esta competición.
Con cada
palabra Jeffrey se sentía como un niño, cada vez más pequeño, insignificante y
débil. Temía que la voz le temblase y se le entrecortase, y experimentó un gran
alivio cuando no fue así. Pero, en el mismo instante, tomó conciencia de una
rabia en su interior, una ira que había mantenido reprimida, oculta y olvidada
durante toda su vida. Esta furia empezó a bullir en su interior, y noto que los
músculos de los brazos y del abdomen se le tensaban.
«Ella
tiene razón —pensó—. Sólo libraré
una batalla en mi vida; será ésta, y debo ganarla.»
—¿Has
dicho que se te había ocurrido otra cosa, mamá? ¿Otra idea? —preguntó Jeffrey.
Diana frunció
el entrecejo. Se volvió hacia el plano de la casa que quedaba en la pantalla
del ordenador y apuntó a las dimensiones con un dedo huesudo.
—Es
grande, ¿verdad?
—Sí
—dijo Susan.
—Y aquí
hay normativas, ¿no?
—Sí
—dijo Jeffrey.
—La casa
es demasiado grande para una sola persona, y el estado no admite hombres
solteros salvo en circunstancias muy especiales. Al fin y al cabo, ¿qué éramos
nosotros hace veinticinco años? Camuflaje. Una fachada que creaba la ilusión de
normalidad. La ficción del hogar de clase media feliz. ¿No os imagináis lo que
él tiene aquí?
Tanto
Susan como Jeffrey permanecieron callados.
—Tiene
una familia. Como nosotros. —Diana hablaba en voz baja, como una conspiradora—. Pero esta familia debe diferenciarse de
nosotros en algo fundamental. —Diana clavó en Jeffrey una mirada oscura y firme—. El se habrá buscado una familia que lo
ayude —dijo. Se interrumpió, y una expresión de asombro le asomó a la cara,
como si sus propias palabras la hubiesen sorprendido—. Jeffrey, ¿es posible semejante cosa?
El
Profesor de la Muerte repasó rápidamente su lista mental de asesinos. Le
pasaron por la cabeza varios nombres: Kallinger, el Zapatero de Filadelfia, que
se llevaba consigo a su hijo de trece años en sus truculentas correrías
sexuales; Ian Brady y Myra Hindley y los asesinatos de los páramos en
Inglaterra; Douglas Clark y su amante Carol Bundy, en California; Raymond
Fernandez y la terrible sádica sexual Martha Beck, en Hawai. Le vinieron al
pensamiento estudios y estadísticas.
—Sí
—dijo pausadamente—. No sólo es
posible. Seguramente es probable.
20
El decimonoveno nombre
A media mañana, Manson mandó llamar a Jeffrey a su despacho. El
profesor, su madre y su hermana habían pasado lo poco que quedaba de la noche
en su oficina, echando alguna cabezada ocasional, pero sobre todo intentando
identificar los factores que restringirían la búsqueda de la casa donde vivía
su padre a los lugares más probables. La hipótesis de su madre de que su marido
se había hecho con una segunda familia los había sumido a los tres en un estado
de confusión teñida de desesperación. Jeffrey, en particular, era consciente de
los peligros inherentes a la idea de que el hombre que los acechaba tenía
cómplices; pero también consideraba que constituía una oportunidad. Examinó
mentalmente los casos de asesinos en serie que formaban parte de los vastos conocimientos
que había acumulado del tema. Y se preguntó si esos satélites del mundo de su
padre, esos lugartenientes, independientemente de su número, serían tan
astutos y competentes como él. Dudaba que su padre hubiese cometido errores;
no estaba tan seguro de que cupiese esperar lo mismo de su nueva esposa. O de
sus nuevos hijos, en realidad.
Las
suelas de sus zapatos repiqueteaban sobre el suelo pulido mientras se dirigía
hacia el despacho del director de seguridad. «¿Qué ofrecen ellos? —se preguntó—. La respuesta: seguridad. Obediencia a
las reglas del estado cincuenta y uno. La ilusión de la normalidad, lo mismo
para lo que se nos utilizó a nosotros en el pasado.» ¿Qué más? Tenía la certeza
de que su padre estaba decidido a impedir que lo traicionasen de nuevo, como
lo había traicionado su madre. Por tanto, Jeffrey tendía a pensar que la
persona reclutada por su padre, fuera quien fuese, interpretaba un papel activo
en la planificación y ejecución de sus perversiones.
«Una
mujer con problemas graves —pensó—,
pero eficiente.
»Una
sádica, como él. Una asesina, como él.
»Pero no
una persona independiente, ni creativa. No una persona capaz de poner en tela
de juicio los deseos de mi padre ni por un momento.
»Una
mujer leal y abnegada.
«Encontró
a una persona así y la trajo consigo para iniciar una nueva vida juntos»,
decidió. Como un par de peregrinos diabólicos que hubiesen desembarcado en
Massachusetts cuatrocientos años atrás.
Pero
¿dónde la había encontrado?
Esta
última pregunta intrigó a Jeffrey. Sabía que su padre, como muchos otros
asesinos en serie, tendría un sexto sentido a la hora de elegir a sus víctimas
en medio de una multitud, y que se sentiría atraído con una precisión perversa
hacia las débiles, indecisas y vulnerables. Pero elegir a una compañera... eso
era harina de otro costal. Y algo que valía la pena examinar.
Jeffrey
interrumpió sus pensamientos. «¿Y qué es lo que han creado?», se preguntó.
Abrió la
puerta que daba al enorme laberinto de cubículos del Servicio de Seguridad y
contempló el hervidero de actividad incesante. Entonces sonrió, porque se le
había ocurrido una idea.
Cruzó la
sala a paso veloz, saludando animadamente a alguna que otra secretaria o
técnico informático que alzaba la vista y lo reconocía.
Se
detuvo frente al despacho del director, y la secretaria—recepcionista le hizo
señas de que entrase.
—Lleva
una hora esperándole —le informó—.
Pase directamente.
Jeffrey
asintió, dio un solo paso al frente y,
como si le hubiera venido algo a la cabeza, se volvió hacia la secretaria.
—Oiga
—dijo con toda naturalidad—, quería
pedirle un pequeño favor. Necesito un documento para esta reunión con el
director, pero no he tenido tiempo de conseguirlo. ¿Podría imprimirme uno desde
su ordenador?
La secretaria sonrió.
—Por supuesto, profesor Clayton. ¿De qué
se trata?
—Quiero una lista de todos los empleados
del Servicio de Seguridad, con la dirección del domicilio de cada uno.
La secretaria pareció arredrarse.
—Señor
Clayton, son casi diez mil personas en todo el estado. ¿Quiere los datos de los
que trabajan en todas las subcomisarías y oficinas del Servicio de Seguridad?
¿Y los empleados de seguridad que trabajan para Inmigración? ¿También quiere
una lista de ellos? Porque eso sería más...
—Oh —la cortó Jeffrey, sin dejar de sonreír—. Lo siento. Sólo de las mujeres, por favor. Y únicamente aquellas
con acceso a las claves de los ordenadores. Eso seguramente reducirá la lista.
—Más del
cuarenta por ciento de los empleados del Servicio de Seguridad son mujeres
—señaló la secretaria—, y casi todas
conocen algunas de las contraseñas y códigos de los ordenadores.
—Aun
así, necesito la lista.
—Eso
tardará un tiempo, incluso en la impresora de alta velocidad...
Jeffrey
se quedó pensando.
—¿Cuántos
niveles diferentes de claves de seguridad existen? Es decir, conforme aumenta
el grado de confidencialidad de la información del Servicio de Seguridad,
¿cuántos controles hay?
—Doce,
desde los códigos de entrada, que sólo permiten consultar información
rutinaria de la red de seguridad, hasta los más altos, que dan acceso a los
ordenadores de todo el mundo, el de mi jefe incluido. Pero en los dos niveles
superiores se requieren claves y códigos individuales, para proteger los
documentos reservados.
—Muy
bien, pues. Imprima sólo los nombres de las mujeres con autorización para los
tres niveles más altos. No, que sean cuatro. En principio, alguien de esa
categoría debe tener conocimientos avanzados de informática, ¿no?
—Sí, sin
duda alguna.
—Bien.
Ésos son los nombres que me interesan.
—A pesar
de todo, me llevará un rato. Y una petición de ese tipo... bueno, seguramente
no pasará inadvertida. Es probable que las personas cuyo nombre figura en esa
lista se enteren de que un ordenador de esta oficina ha solicitado su nombre y
dirección. ¿Es algo secreto? ¿Tiene algo que ver con el motivo por el que está
usted aquí?
—La
respuesta es tal vez. Procure que la recopilación de los datos parezca lo más
rutinaria posible, ¿de acuerdo?
La
secretaria asintió, con los ojos muy abiertos, al percatarse de las
implicaciones de lo que Jeffrey le estaba pidiendo.
—¿Cree
que alguien de dentro del Servicio de Seguridad...? —empezó, pero él la cortó.
—Yo no sé nada. Sólo tengo mis sospechas. Y ésta es una de ellas.
—Tendré
que decírselo a mi jefe.
—Espere
al fin de nuestra reunión. No conviene darle más esperanzas de la cuenta.
—¿Y si
solicito los nombres tanto de hombres como de mujeres? —preguntó ella—. Tal vez eso llamaría menos la atención,
¿no? Puedo añadir a la petición una nota diciendo que el Servicio de Seguridad,
concretamente la oficina del director, está contemplando la posibilidad de
mejorar uno de los niveles de acceso. Es algo que hacemos de vez en cuando...
—Eso
estaría bien. Una gestión que parezca lo más normal y corriente posible. De lo
contrario... bueno, más vale ni pensar en lo que pasaría. Se lo agradecería
mucho. Y también que el asunto no salga de este despacho.
La
secretaria lo miró como si estuviera loco por insinuar que ella podía revelar
información sobre su trabajo o el de su jefe a nadie, incluido su marido,
amante o mascota. Sacudió la cabeza e hizo un gesto hacia la puerta del
director.
—Hace
rato que le espera —dijo con brusquedad.
Dentro
del despacho, Manson volvía a estar sentado en su silla giratoria, de cara a su
ventanal panorámico.
—¿Sabe?
Es curioso, profesor Clayton —dijo el director sin volverse—, pero a los poetas les encantan el alba
y el ocaso. A los pintores les gusta el atardecer. A los amantes les gusta la
noche. Son las horas románticas del día. En cambio, a mí me gusta el mediodía.
El resplandor del sol. El momento en que el mundo está en plena actividad, y
uno ve cómo se construye, ladrillo a ladrillo... —apartó la vista de la
ventana— o idea a idea.
Extendió el brazo por encima de su
escritorio, cogió un vaso de una bandeja, y lo llenó de agua con una jarra de
metal reluciente. No le ofreció a Jeffrey.
—¿Y a
usted, profesor? ¿Qué parte del día le gusta más?
Jeffrey
reflexionó por un momento.
—Las
altas horas de la noche. Poco antes del alba.
El
director sonrió.
—Curiosa
elección. ¿Por qué?
—Es
cuando todo está más tranquilo. Una hora secreta. La que se adelanta a todas
las cosas que empiezan a cobrar forma con la claridad de la mañana.
—Ah. —El director asintió—.
Debí suponerlo. Es la respuesta de alguien que busca la verdad. —Manson bajó la
mirada por un momento para posarla en un papel que descansaba justo en medio
del escritorio, ante él. Jugueteó con la esquina de la hoja, pero no compartió
su contenido con Jeffrey—. Dígame,
señor buscador de la verdad, ¿cuál es la verdad sobre la muerte del agente
Martin?
—¿La
verdad? La verdad es que o lo engañaron o lo siguieron hasta una trampa tendida
detrás de la que había preparado él creyendo que resolvería el dilema del
estado. Estaba allí, en lo alto de ese peñasco, vigilando la casa adosada en la
que había instalado a mi madre y a mi hermana, como un pescador pendiente del
corcho de su caña. Supongo que no cumplió la orden que le di, respecto a
mantener en secreto la presencia y el paradero de ellas dos...
—Es una
suposición acertada. Informó de su llegada al Departamento de Inmigración y el
Servicio de Seguridad.
—¿A
través de la red de ordenadores?
—Así es
como se hacen estas cosas...
—Con su
aprobación, imagino...
El
director titubeó, y su breve silencio resultó de lo más elocuente.
—No me
costaría nada mentir —dijo—. Podría
decir que el agente Martin actuaba por su cuenta, lo que, en gran medida, sería
una afirmación cierta. También podría decir que sus actos eran iniciativas
suyas. Eso también sería verdad.
—Pero no
podría esperar que yo me lo creyese del todo.
—Puedo
ser muy persuasivo. Quizá sólo sembraría en usted la sombra de una duda.
—Nunca estuvo previsto que el agente
Martin me ayudara en la investigación. Sus dotes de inspector eran limitadas.
Desde el principio debía ser el hombre que apretara el gatillo cuando llegara
el momento. Lo sé desde hace algún tiempo.
—Ah, ya
me parecía que se comportaba de un modo demasiado evidente, pero en cambio
bordó su interpretación de un erradicador de problemas del estado, por así
llamarlo. Era el mejor que teníamos, aunque supongo que el adjetivo «mejor»
sería discutible.
—Pero
ahora han asesinado a su asesino.
—Sí. —El
director vaciló de nuevo, con una sonrisa—.
Ahora me temo que tendrá usted que ganarse su sueldo de verdad, pues no cuento
con reservas inagotables de agentes Martin...
—¿No hay
más asesinos?
—Yo no diría eso...
Jeffrey
miró fijamente al director.
—Entiendo
—dijo—. Lo que quiere decir es que
el sustituto del agente Martin no será tan destacado. Mientras yo sigo buscando
a la presa, alguien me vigilará sin que me dé cuenta.
—Eso
sería una suposición razonable, pero confío —dijo Manson con frialdad— en que
usted se ocupará de mi problema, tal como yo me ocupo del suyo, porque son el
mismo. —El director tomó otro sorbo del vaso de agua sin despegar la vista de Clayton—. Todo esto tiene un regusto medieval
fascinante, ¿verdad? O me trae su cabeza o me dice adónde debo ir a buscarla yo
mismo. ¿Lo entiende? Estamos hablando de una justicia que funciona aún más
rápidamente de lo que es habitual. Esto es lo que debe hacer, profesor.
Encuéntrelo. Mátelo. Y si no se ve capaz de hacerlo, simplemente localícelo, y
nosotros lo mataremos por usted. —El director bajó de nuevo los ojos. Sonrió,
luego alzó la mirada hacia Jeffrey con los párpados entornados y expresión severa—. No nos queda tiempo.
—Tengo algunas ideas. Hipótesis que podrían proporcionarnos pistas.
—No nos
queda más tiempo.
—Bueno,
creo que...
Manson descargó un manotazo sobre el escritorio que retumbó como un
disparo.
—¡No! ¡No nos queda más tiempo! ¡Encuéntrelo ya! ¡Mátelo de una vez!
Jeffrey
guardó silencio por un momento.
—Les advertí —dijo con una serenidad exasperante— de que las
investigaciones de este tipo requerían su tiempo...
El labio
superior de Manson se curvó hacia arriba, como el de un animal al mostrar los
dientes. Sin embargo, moderó la intensidad de su rabia para explicarle lenta,
pausadamente:
—Dentro
de aproximadamente dos semanas, se votará en el Congreso de Estados Unidos la
concesión de la categoría de estado para nosotros. Esperamos que el resultado
de esa votación sea mayoritariamente favorable. Contamos con cuantiosos apoyos
empresariales. Grandes sumas de dinero han cambiado de manos. Pero este apoyo,
pese a la actividad de los grupos de presión, los sobornos y la influencia que
hemos podido alcanzar, no deja de ser frágil. Después de todo, se pedirá a los
miembros del Congreso que concedan la condición de estado a una región que
restringe de facto algunos derechos importantes. «Derechos inalienables», los
llamaban nuestros antepasados. Negamos esos derechos porque llevan a la
anarquía y la delincuencia que campan por sus respetos en todo el país. Esto
pone en una situación difícil a esos idiotas del Congreso. Usted lo entiende,
sin duda, ¿no, profesor?
—Sí,
entiendo que la situación es delicada.
—No
somos un territorio nuevo, profesor. Somos una idea nueva implantada en una
parte del territorio viejo.
—Sí.
—Y
cuando obtengamos la categoría de estado de forma oficial, en igualdad de
condiciones, el país entero dará un paso hacia delante. Un paso irreversible
en una dirección clara e importante. Será el inicio del proceso que los llevará
a ser como nosotros. No a nosotros a ser como ellos. ¡No sé si me explico con
suficiente claridad, profesor!
—Sí,
entiendo...
—¡Así
que imagínese cómo afectaría a la votación lo que está pasando ahora! —Manson
empujó la hoja de papel, que se deslizó desde el centro del escritorio hacia
Jeffrey. El borde se agitó brevemente como si fuera a elevarse en el aire,
pero Jeffrey lo atrapó antes de que saliera volando.
El papel
era una carta dirigida a Manson.
Mi
querido director:
En octubre de 1888, Jack el Destripador le envió a George Lusk,
presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, un pequeño obsequio, a
saber, un trozo de un riñón humano. Como parte de su diversión, el Destripador
remitió también una misiva a uno de los mejores periódicos de Fleet Street, prometiéndoles
una oreja de su próxima víctima. No cumplió su promesa, aunque sin lugar a
dudas lo habría hecho, de haber querido.
Tanto su carta al periódico como su regalo para el señor Lusk tuvieron
el efecto que cabía esperar. La agitación y el pánico se adueñaron de la
ciudad de Londres. En esos días no se hablaba de otra cosa que del Destripador
y de lo que haría a continuación.
Interesante,
¿no le parece?
Así que imagínese qué efecto tendrían los siguientes nombres y fechas
si los enviara al auténtico Washington Post —no al de mentirijillas que
tenemos en Nueva Washington— o al New York Times, y quizás a un par de
cadenas de televisión.
Eso es
lo que pienso hacer en un futuro muy próximo.
Lo interesante de esta carta es que no contiene amenaza alguna.
Tampoco es un intento burdo de hacerle chantaje o extorsionarle. No tiene
usted nada que yo quiera. Al menos, nada con lo que pueda comprarme. Ésta es
sólo mi manera de demostrarle su absoluta impotencia.
Quizá sepa, también, que nunca capturaron al Destripador. Pero todo el
mundo recuerda quién es.
Debajo de la última frase había escritos diecinueve nombres de mujeres
jóvenes, seguidos de un mes, un día y un lugar. Con un vistazo rápido, Jeffrey
comprobó que estos datos se correspondían con las fechas de desaparición de las
chicas y el lugar donde alguien aparte del asesino las vio vivas por última
vez. Pero antes de que acabara de examinar todos los nombres de la lista, sus
ojos se fijaron en la última línea. Al final de la lista figuraba el vigésimo
nombre, en negrita: PROFESOR JEFFREY CLAYTON DE LA UNIVERSIDAD DE
MASSACHUSETTS. Estaba marcado con un asterisco, que remitía a una sarcástica
nota al pie: FECHA Y LUGAR POR CONFIRMAR.
Manson observaba con atención el semblante
de Jeffrey. —Creo que esa última línea debería ser un aliciente añadido
—comentó enérgicamente.
Jeffrey no contestó.
—Me parece que ambos nos enfrentamos a un peligro considerable
—continuó Manson—, aunque el suyo
entraña un elemento personal que lo hace un poco más provocador.
Jeffrey
se disponía a replicar, pero el director de seguridad lo interrumpió.
—Oh, ya
sé lo que va a decir. Amenazará de nuevo con huir. Dirá que todo esto no vale
la pena. Querrá poner tierra por medio, llevarse a su madre y a su hermana e
intentar esconderse otra vez. Pero su padre despierta tanta admiración como
repulsión... al igual que el Destripador, supongo. Y es que, al incluirle a
usted en esa lista, con independencia de cuáles sean sus intenciones
verdaderas, ha sembrado una duda intrigante en su cabeza. Una duda que quedará
grabada para siempre, ¿no es así? Me refiero a que da igual dónde trate usted
de ocultarse, pues siempre dudará, cada vez que reciba el correo o suene el
teléfono o alguien llame a su puerta, ¿no? —El director sacudió la cabeza y
prosiguió—: Es un recurso tosco,
pero efectivo, ¿sabe? Si él envía esa carta, y usted no lo encuentra, bueno,
podrá despedirse de su carrera profesional, ¿no?
—Sí
—respondió Jeffrey al fin—. Supongo
que sí.
—Hay
otra cosa que me llama la atención —continuó el director—. A su padre le gusta jugar fuerte la
baza psicológica, ¿verdad? Al incluirle en esa lista y hacerla pública, podría
decirse que su vida quedaría marcada para siempre. Vaya a donde vaya, haga lo
que haga. ¿Cree que alguien volverá a verle como Clayton, el especialista, el
profesor universitario? ¿O simplemente le conocerán como el hijo del asesino, y
se preguntarán, como yo me pregunto ahora, qué peso tienen en usted esos genes
que le corren por las venas? —Manson se meció en su silla, contemplando a
Clayton, que estaba atenazado por la angustia—.
¿Sabe, profesor? —dijo despacio—, si
lo que nos jugamos no fuera tan importante (miles de millones de dólares, todo
un estilo de vida, una filosofía para el futuro), este asunto me parecería de
lo más fascinante. ¿Puede el hijo borrar la mitad de sí mismo matando al padre?
—Se encogió de hombros—. Seguro que
hay alguna tragedia griega truculenta que nos daría la respuesta. O algún
relato bíblico. —El director de segundad esbozó una sonrisa forzada—. Estoy un poco pez en tragedias griegas.
Y digamos que he descuidado un poco mi estudio de la Biblia en los últimos
meses. ¿Y usted, profesor? —Haré lo que tenga que hacer.
—Estoy
seguro de ello. Y con diligencia, además. ¿No le parece interesante que él
deje claro que aún no ha enviado la carta? Sólo se me ocurre una razón para
eso.
—¿Cuál?
—Quiere darle a usted una posibilidad.
Esto supone para nosotros tanto una ventaja como una maldición.
—¿Por qué?
—¿No lo
ve, profesor? Si usted da con él y alcanzamos nuestro objetivo, habremos
salvado todo aquello por lo que tanta gente ha trabajado con tanto ahínco. Si
no, si la fecha y lugar de su fallecimiento se añaden al final de esa lista,
la noticia aparecerá en la portada de todos los periódicos. Me temo que eso
convertiría a su padre en una figura como la de Jack el Destripador, ¿no
cree?
Jeffrey
se abismó en sus pensamientos. Su imaginación trabajaba de forma febril, como
una calculadora al abordar un problema complicado, barajando cifras y
factores, ahondando en la complejidad de una fórmula matemática para llegar a
una conclusión.
—Sí
—dijo—, y en eso consiste este
juego. Si consigue derrotarnos, a usted y a mí, conseguirá descollar entre los
demás. Se habrá ganado un lugar en la historia.
Manson
asintió.
—Es un
juego bastante ambicioso. ¿Tiene usted una ambición comparable?
Jeffrey
plegó la lista y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
—Eso ya
lo veremos, ¿no? —respondió.
La secretaria del director lo esperaba con la lista ya impresa, que le
tendió a Jeffrey cuando éste salió del despacho interior. El profesor sopesó
el grueso fajo de papeles en una mano.
—Aquí debe de haber unos mil nombres —señaló.
—Mil ciento veintidós, para ser exactos.
Los cuatro niveles de acceso superiores. —Le entregó un segundo listado, de
igual tamaño—. Mil trescientos
cuarenta y siete. Todos ellos hombres.
—Una
pregunta rápida —dijo Jeffrey—. La
dirección de correo electrónico del director. ¿Quién la conoce y sabría cómo
enviarle un memorando o un mensaje?
—Tiene
dos cuentas distintas. Una es para recibir comentarios y sugerencias generales.
La segunda es mucho más confidencial.
—El
mensaje que ha recibido...
—¿De su objetivo? —lo cortó la secretaria—. En realidad, lo abrí yo y se lo envié
directamente, sin que nadie más se enterase.
—¿A qué cuenta llegó?
La secretaria sonrió.
—Habría
sido muy significativo que llegara a la cuenta privada, ¿verdad? Sólo los dos
niveles de seguridad superiores conocen esa dirección. Eso le habría facilitado
un poco el trabajo. Desafortunadamente, ha llegado a la cuenta general. Esta
mañana. Consta como hora de envío las 6.59. De hecho, eso resulta
interesante...
—¿Por
qué?
—Bueno,
yo suelo sentarme a mi escritorio hacia las siete de la mañana, y una de mis
primeras tareas es ocuparme del correo enviado durante la noche. Por lo
general, esto sólo me lleva unos minutos; me limito a reenviar los comentarios
y sugerencias a los subdirectores correspondientes o al defensor del ciudadano
del Servicio de Seguridad. Para ello me basta con pulsar un par de teclas. El
caso es que ahí estaba el mensaje, en cabeza de todos los recibidos, por encima
de los habituales «Necesitamos un aumento» y «¿Por qué no cambia Seguridad la
combinación de colores de tal o cual subcomisaría?»...
—De modo
—dijo Jeffrey despacio— que quienquiera que lo haya enviado sabía qué es lo
primero que hace usted al llegar por la mañana, y en qué momento.
—Soy
madrugadora —dijo la secretaria.
—Y él
también —respondió Jeffrey.
Susan estaba estudiando minuciosamente los casos de jóvenes
secuestradas y asesinadas cuando su hermano regresó de su reunión con el
director de seguridad. Había esparcido fotografías de escenas del crimen e
informes de localización por el suelo, en torno a su escritorio, creando un
entorno macabro. Diana se encontraba fuera del círculo de la muerte, con los
brazos cruzados, como intentando impedir que algo se le escapara del interior.
Ambas alzaron la vista cuando Jeffrey entró.
—¿Algún
progreso? —preguntó Susan de inmediato.
—Tal vez —contestó su hermano—.
Pero también malas noticias.
Lanzó
una mirada fugaz a Diana, que en un instante leyó sus ojos, su voz y su
postura.
—¡Ni se
te ocurra excluirme! —exclamó—. Algo
te inquieta, Jeffrey, y tu primera maldita preocupación es buscar el modo de
protegerme. Ni hablar.
—Es duro
para mí —murmuró Jeffrey.
—Es duro
para todos —terció su hermana.
—Tal vez.
Pero mirad esto...
Les
alargó a las dos mujeres la copia impresa del mensaje de correo electrónico que
el director de seguridad había recibido esa mañana.
—Es mi
nombre el que aparece al final, no el tuyo, mamá —dijo Jeffrey—. Supongo que al menos eso es una suerte.
Tú no figuras en la lista.
Susan
continuó mirando la carta.
—Aquí hay algo que no cuadra —comentó—. ¿Puedo quedarme con esto? Jeffrey asintió.
—Hablando de cosas más positivas, se me ha
ocurrido una idea. Una posibilidad, supongo...
—¿Cuál?
—preguntó Susan, levantando la vista.
—He
estado pensando en lo que dijo mamá. Lo de la nueva esposa de nuestro querido
papaíto. Y me he preguntado: ¿qué buscaría él en una mujer?
—Dios
santo, ¿a alguien como él? —inquirió Susan.
Diana se
quedó callada.
Jeffrey
hizo un gesto de afirmación.
—La
bibliografía sobre los asesinos en serie da cuenta de un pequeño porcentaje de
ellos que actúan por parejas. Por lo general se trata de un par de psicópatas
que, mediante algún proceso indefinible y espantoso, se ponen en contacto el
uno con el otro. La conjunción de sus personalidades refuerza y alimenta la
complacencia de sus perversiones asesinas compartidas...
—Deja de
hablar como un maldito profesor —lo interrumpió Susan—. Ve al grano.
—Pero ha
habido numerosos casos de parejas formadas por un hombre y una mujer.
—Eso ya
lo dijiste anoche. ¿Y qué?
—Pues
que, en casi todos los casos, es la perversión del hombre la que impulsa la
relación. La mujer es un apéndice. Pero, conforme su relación se hace más
estrecha, más disfruta ella con la tortura y el asesinato, hasta que los dos
acaban por ser compañeros en el sentido más real y profundo.
—¿Ah,
sí?
—Sé adónde
quiere llegar —intervino Diana con suavidad—.
La mujer lo está ayudando...
—Correcto.
¿Y para qué necesita ayuda? —Jeffrey hizo un gesto amplio en torno a sí—. Necesita ayuda para acceder a esto. Es
aquí donde tenía que colarse, tanto física como electrónicamente. Es aquí donde
ha estado observándome, desde el principio. Creo que la nueva esposa trabaja
para el estado. Para el Servicio de Seguridad. —Dejó caer el listado impreso
sobre el escritorio, con un leve golpe sordo—.
Es una suposición tan buena como cualquier otra. Y tenemos un tiempo limitado.
Susan
asintió.
—Triangulación
—susurró.
—¿Cómo
dices?
—Es como
se averiguaba la posición de un barco en el mar por medio de radiobalizas. Si
uno conoce la dirección de tres líneas diferentes, puede determinar su
posición en cualquier punto de la superficie terrestre. La clave, por supuesto,
está en descubrir las tres señales. En cierto modo, eso es lo que estamos
intentando.
—Sabemos
qué tipo de casa buscar —se sumó Diana—,
qué clase de espacio necesita para lo que hace...
—Y ahora
debemos añadir a eso un nombre de esta lista... —señaló Jeffrey.
Susan
titubeó y luego soltó:
—¿Y te
acuerdas de lo que dijo Hart en la cárcel? ¡Un vehículo! El tipo de vehículo
adecuado para transportar a una víctima de secuestro. Una minifurgoneta. Con
ventanas de vidrio ahumado.
Jeffrey se puso a trabajar con el ordenador.
—Eso no
será un problema —dijo.
Susan
cogió la lista impresa de empleados del Servicio de Seguridad. Comenzó a leer
desde la parte superior de la primera página y se detuvo. Bajó los papeles y
agarró el mensaje de correo electrónico que había llegado esa mañana. Sus ojos
recorrieron las fotografías de mujeres muertas.
—Algo no
encaja —dijo—. Lo noto. —Miró a su
madre, luego a su hermano—. Nunca me
equivoco —aseguró—. Es como en
aquellos dibujos de las revistas infantiles en los que hay que buscar errores.
Como un payaso con dos pies izquierdos, o un futbolista con una pelota de
béisbol, cosas así. —Escrutó de nuevo las imágenes de las víctimas—. Nunca me equivoco —repitió.
Jeffrey
pulsó algunas teclas del ordenador, y de la impresora que estaba sobre otro
escritorio empezó a brotar otra lista, esta vez de automóviles. Se volvió hacia
su hermana.
—¿Qué es
lo que ves? —preguntó.
—Todo es
un rompecabezas, ¿verdad? —preguntó ella.
—Como
todos los asesinatos. Y más aún los asesinatos en serie.
—La posición
de los cadáveres —dijo Susan—, ¿por
qué es importante?
—No lo
sé. Siluetas de ángeles en la nieve. Cuando los asesinos se toman tantas
molestias para presentar sus crímenes de una manera determinada, casi siempre
es porque pretenden hacer una reflexión psicológica. En otras palabras,
significa algo...
—Ángeles
en la nieve. Ésa es la postura que ocasionó que te trajeran aquí, ¿verdad?
—Sí.
—Y se presta a especulaciones, ¿no es cierto? ¿No te hizo dedicar
tiempo a intentar descifrar el significado de esa postura?
—Sí,
durante las primeras semanas que pasé aquí. Eso contribuyó a mi renuencia a
creer...
—Y
entonces apareció un cadáver...
—Que en
cierto modo representaba lo contrario. Como una pequeña prueba.
Susan se
reclinó en su asiento, contemplando a las mujeres muertas.
—No significa nada. Lo significa todo. —De pronto se volvió hacia su
madre—. Tú lo conocías —dijo con
amargura—, tan bien como el que más.
¿Ángeles en la nieve? ¿Jóvenes tendidas como si estuvieran crucificadas? ¿El
alguna vez...? —Le faltaron fuerzas para terminar la frase.
Pero
Diana supo lo que le estaba preguntando.
—No,
hasta donde recuerdo. Y cuando estábamos juntos, siempre era algo frío y sin
pasión. Y rápido. Como una obligación. Un deber laboral, tal vez. Totalmente desprovisto
de placer.
Jeffrey
abrió la boca para responder, pero cambió de idea. Miró de nuevo las
fotografías, colocándose al lado de su hermana.
—Quizá
tengas razón. Podría ser simplemente un engaño. —Respiró hondo y meneó la
cabeza, como intentando negar lo que estaba pensando, pero en vano—. Eso sería muy astuto —dijo lentamente—. No hay un solo investigador en el
mundo, ni psicólogo, en realidad, que no se obsesionaría con las posturas tan
características de los cadáveres de las víctimas. Es el tipo de cosas que
estamos entrenados para analizar. Ocuparía todo nuestro pensamiento
precisamente porque es un acertijo, después de todo, y nos sentiríamos
impulsados a resolverlo...
Susan
movió la cabeza afirmativamente.
—Pero ¿y
si la solución es que lo que parece tan significativo en realidad no significa
nada?
Jeffrey
aspiró con brusquedad.
—Estoy
harto de todo —murmuró despacio. Cerró los párpados—. Los dedos índices, eso es todo lo que quería realmente. Eso
bastaba para recordárselo. Para él, lo importante es hacer. El resto sólo forma
parte de sus engaños y ocultamientos. —Exhaló largamente, con un silbido, y
extendió el brazo para posarlo sobre el brazo de su hermana—. ¿Lo ves? Somos capaces.
—¿Capaces
de qué? —preguntó Susan, con voz vacilante, porque justo en ese momento había
comprendido exactamente lo mismo que su hermano.
—De
pensar como él —contestó Jeffrey.
Diana
soltó un grito ahogado. Sacudió la cabeza enérgicamente.
—Sois
míos —dijo—, no de él. No lo
olvidéis.
Jeffrey
y Susan se volvieron hacia su madre, sonrientes, tratando de reconfortarla. Sin
embargo, una debilidad en sus ojos reflejaba el miedo ante lo que estaban
descubriendo sobre sí mismos.
Diana se percató de ello, al borde del
pánico.
—¡Susan!
—exclamó con dureza—. ¡Guarda esas fotografías!
Y no quiero oír una palabra más sobre... —Se interrumpió. Cayó en la cuenta de
que lo único sobre lo que podían hablar era justo aquello que la aterraba.
Susan se
inclinó para recoger pausadamente las imágenes y los informes de las mujeres
muertas e introducir las fotos en sobres de papel de Manila, cada documento con
sus instantáneas correspondientes. Guardaba silencio inquieta, aún
consternada, aunque no estaba segura de por qué.
Cogió la
última fotografía y la metió en su carpeta.
—Ya
está. Mamá, he terminado. —De pronto, miró a su hermano con los ojos
desorbitados, embargada por el miedo.
Él la
vio y, sin saber por qué, se adueñó
de él la misma angustia repentina.
Por unos
instantes, Susan se quedó inmóvil, y Jeffrey casi podía ver su cerebro
trabajando intensamente. Entonces su hermana giró sobre sus talones y se puso a
contar.
—Algo no
cuadra, algo no cuadra, oh, Jeffrey, Dios mío... —gimió.
—¿Qué?
—Veintidós
carpetas. Veintidós jóvenes muertas o desaparecidas.
—Así es,
¿y?
—En el
mensaje hay diecinueve nombres.
—Sí.
Estadísticamente, siempre había calculado que entre el diez y el veinte por
ciento de las víctimas podían atribuirse a otras causas que no fueran el
homicidio...
—¡Jeffrey!
—Lo
siento. No hablaré como un profesor, vale. ¿Qué es lo que ves?
Susan
agarró el mensaje impreso que descansaba sobre el escritorio. Soltó un
gruñido.
—La
número diecinueve —musitó, doblándose como si alguien le hubiera propinado un
puñetazo en la barriga—. El nombre
que aparece justo por encima del tuyo.
Jeffrey
se fijó en el nombre y el número que tenía a su izquierda.
—Oh, no
—dijo. De pronto, alargó el brazo, cogió los expedientes de las víctimas y
comenzó a revolver los papeles.
—¿Qué
pasa? —preguntó Diana, con el mismo miedo en la voz que ya se había apoderado
de los otros dos.
—El
nombre número diecinueve no está en esta pila. Y la fecha es trece guión once.
No consta el año. Eso es hoy. Como lugar aparece simplemente Adobe Street. No
lo había visto —dijo, con un ligero temblor en los labios—, porque no podía ver otra cosa que mi
nombre, debajo.
21
Desaparecida
Jeffrey y Susan estaban en la esquina de Adobe Street, situada en una
comunidad modesta llamada Sierra, una hora y media al norte de Nueva
Washington. Un conductor del Servicio de Seguridad, apoyado contra un coche a
media manzana de allí, los observaba mientras ellos inspeccionaban la calle
lentamente. Durante un rato, Jeffrey se había preguntado si ese agente sería
también el nuevo asesino designado para seguirlos de cerca, esperando el
momento en que descubriesen a su padre. Pero lo dudaba. «El sicario sustituto
estará oculto —pensó—. Oculto y en
el anonimato.» Siguiéndolos, aguardando el instante oportuno para aparecer.
Supuso que las personas capacitadas para ello no abundaban precisamente en el
estado cincuenta y uno, aunque no resultarían tan difíciles de encontrar en los
otros cincuenta. Los policías del nuevo mundo eran sobre todo oficinistas y
burócratas, y su trabajo se asemejaba más al de los contables y
administrativos. Imaginaba que por eso la pérdida del agente Martin planteaba
tantos problemas.
Se dio
la vuelta bruscamente, como para sorprender al doble del agente Martin
acechándolos en algún rincón. No vio a nadie, y se dio cuenta de que eso era
justo lo que esperaba. Manson no era uno de esos políticos que cometen el mismo
error dos veces.
A unos
metros de los dos hermanos había un hombre y una mujer de mediana edad.
Arrastraban los pies nerviosamente, sin quitar ojo a los Clayton ni hablar
entre sí. Eran el director y la subdirectora del instituto de Sierra. El
director era una caricatura de los de su especie: de baja estatura, espalda
encorvada y calva incipiente, con el tic nervioso de frotarse las manos como
si tuviera frío. No dejaba de aclararse la garganta, intentando captar su
atención, pero no decía una palabra, aunque de vez en cuando miraba al hombre
del Servicio de Seguridad, como esperando que el policía le explicara por qué
los habían sacado a los dos de su rutina escolar y los habían llevado hasta esa
calle que quedaba a medio kilómetro.
La calle
en sí era poco más que un tramo polvoriento de asfalto negro de sólo dos
manzanas de largo. Que se hubieran molestado en ponerle un nombre parecía una
exageración. En mitad de la segunda manzana había un garaje de acero corrugado
pintado de blanco radiante y verde intenso, los colores del instituto de
Sierra, supuso Susan. En una parte del tejado había dibujado un árbol enorme
con brazos, piernas, cara y unos dientes de aspecto feroz, con la leyenda
ABETOS AGUERRIDOS DEL INSTITUTO DE SIERRA.
Jeffrey
y Susan avanzaron despacio por la calle, recorriéndola con la mirada, buscando
algún indicio de lo que había sucedido esa mañana. La calle terminaba en una
verja de metal amarilla que cerraba el paso a un estrecho camino de tierra. No
había ninguna otra barrera ni cosa parecida, aparte de unos montículos de grava
y la valla. Jeffrey se fijó en un objeto de color vivo remetido junto a uno de
los pilares de hormigón que sujetaban los postes de la entrada. Al acercarse
vio que era una carpeta de plástico rojo. La levantó por una esquina y advirtió
que contenía una media docena de páginas impresas. Sin abrir la boca, le
enseñó la carpeta a su hermana.
Los dos
volvieron sobre sus pasos y examinaron el garaje. Era aproximadamente del
tamaño de una cancha de baloncesto, y más o menos de la altura de un piso y
medio. No tenía ventanas, y las grandes puertas dobles de batiente de la
fachada estaban cerradas con candado. Rodearon el edificio. Jeffrey no
despegaba la vista del suelo, pensando que tal vez habría huellas de
neumáticos, pero la zona estaba recubierta de polvo y barrida por el viento.
Cuando
salieron de detrás del edificio, el director de la escuela dio unos pasos hacia
ellos.
—Éste es
el cobertizo donde guardamos nuestro equipo pesado —dijo—. Un par de tractores, accesorios cortacésped y una quitanieves
que nunca utilizamos, mangueras y sistemas de riego por aspersión. Todas las
cosas para el mantenimiento de los campos de fútbol y rugby, como las máquinas
para marcar las líneas. Algunos de los entrenadores guardan aquí otros trastos,
como porterías de fútbol y una jaula de bateo.
—¿Y el
candado?
—Unas
cuantas personas conocen la combinación, especialmente los encargados de
mantenimiento. En realidad se cierra con candado sólo para evitar que algún
alumno demasiado entusiasta decida llevarse prestado un tractor en una noche
loca de sábado.
Jeffrey
echó un vistazo en derredor. El camino de tierra protegido por la verja
discurría por entre una densa arboleda.
—¿Adónde
se va por allí? —preguntó, señalando.
—Ese
camino lleva a los campos de deportes situados detrás de la escuela —respondió
el director, frotándose las manos vigorosamente—. La verja está ahí para impedir pasar a los vehículos de los
alumnos. Eso es todo. De hecho, nunca hemos tenido problemas, pero ya se sabe,
con los adolescentes más vale prevenir que curar.
—No me
cabe duda —dijo Jeffrey.
La
subdirectora, una mujer que llevaba pantalones color caqui y un blazer azul,
con unas gafas colgadas al cuello de una cadena de oro, se acercó. Le sacaba
unos quince centímetros al director, y hablaba con una firmeza en la voz que
denotaba sentido de la disciplina.
—Se
supone que no deben ir al colegio por aquí. No es que haya una norma contra
ello precisamente, pero...
—Es un
atajo, ¿no?
—Algunos
de los chicos que viven en la urbanización marrón, no muy lejos, atajan por
aquí en vez de dar toda la vuelta, como en teoría deberían. Sobre todo si se
les hace tarde. Quiero decir que preferiríamos que llegaran puntuales al
instituto...
Susan
bajó la vista hacia un bloc de notas.
—Kimberly
Lewis... ¿a qué hora tenía que llegar ella a la escuela hoy?
La
subdirectora abrió un maletín de cuero barato y extrajo un dossier amarillo. Lo
abrió, leyó rápidamente y dijo:
—El timbre de la mañana
suena a las siete y veinte. A primera hora debía ir a la sala de estudio, de
siete y veinte a ocho y cuarto. A las ocho y veinte tenía clase de historia
avanzada de Estados Unidos. No se presentó.
Susan
asintió.
—Hoy
tenía que entregar un trabajo, ¿no?
La
subdirectora se mostró sorprendida.
—Pues
sí.
Antes de
proseguir, Susan observó la carpeta que Jeffrey había encontrado junto a la
verja.
—Un
trabajo sobre el Convenio de 1850. Por lo que respecta a la sala de estudio,
ella era alumna del último curso, ¿verdad? ¿Tenía la obligación de estar allí?
—No. Es
alumna de cuadro de honor, y como tal está exenta de la hora de estudio...
—¿O sea
que es probable que se desplazase al instituto más tarde que el resto del
alumnado?
—Hoy,
sí. Casi todos los demás ya estarían en clase.
—Y entre
los encargados de mantenimiento, ¿quién estaría aquí?
—De
hecho, hoy están en el vestuario masculino, pintando. Ya hacía tiempo que eso se había programado. Tuvimos que enviar
un aviso de que hoy el vestuario permanecería cerrado, hasta que se secara la
pintura. Así que aquí no habría nadie. El material de pintura se guarda en el
cuarto de mantenimiento de la escuela.
Susan
miró a su hermano y advirtió que cada detalle se le clavaba como un estilete,
provocándole un dolor nuevo y único. Varios factores pequeños se habían
conjugado para brindarle una oportunidad al asesino. Ella, por otra parte,
notaba un frío inconfundible y absoluto dentro de sí, como si cada dato no
hiciera sino alimentar la rabia que se acumulaba en su interior. No era una
sensación distinta de la que la había invadido al contemplar las fotos de
jóvenes asesinadas.
—Bien
—dijo Jeffrey, interviniendo en la conversación—. Ella no se presentó a clase. ¿Qué sucedió entonces? —inquirió
con cierta dureza en el tono.
—Bueno,
no recibí todos los informes de inasistencia hasta media mañana —respondió la
subdirectora—. El procedimiento
establecido consiste en llamar a casa del alumno que no nos ha comunicado la
razón de su ausencia. Poco después del mediodía, llamé a la residencia de los
Lewis...
—Nadie
contestó, ¿verdad?
—Bueno,
los dos padres trabajan, y no quise molestarlos en sus oficinas. Pensaba que
Kim cogería el teléfono. Supuse que estaba enferma. Hemos tenido varios casos
de una gripe que deja a los chicos fuera de combate. Básicamente se pasan el
día durmiendo hasta que se curan...
—Nadie contestó, ¿verdad? —preguntó de nuevo Jeffrey, alzando la voz.
La
subdirectora le dedicó una mirada de indignación.
—Correcto
—dijo.
—Y
luego, ¿qué hizo?
—Bueno,
decidí volver a llamar más tarde, cuando ella se hubiera despertado.
—¿Llamó al Servicio de
Seguridad para decirles que una alumna suya había faltado a clase y no había
dado señales de vida? El director se acercó bruscamente.
—Oiga,
señor Clayton, ¿por qué íbamos a hacer eso? La inasistencia no es un asunto de
seguridad, sino de disciplina escolar. Es un asunto interno del instituto.
Jeffrey
titubeó, pero su hermana respondió en su lugar.
—Depende
precisamente del tipo de inasistencia del que estemos hablando —dijo con
amargura.
—Bueno
—la subdirectora soltó una risita irónica—,
Kimberley Lewis no es la clase de alumna que se mete en líos. Saca sobresalientes
y es muy popular.
—¿Tiene
amigas? ¿Un novio, tal vez? —preguntó Susan.
La
subdirectora pareció dudar unos momentos.
—No, no
tiene novio este año. Es una buena chica en todos los sentidos, con todos los
números para ingresar en una universidad de primera categoría.
—Ya no
—repuso Susan en voz baja de manera que sólo su hermano pudiese oírla.
—¿Tuvo
novio el año pasado? —inquirió Jeffrey, con una curiosidad repentina.
La
subdirectora vaciló de nuevo.
—Sí. El
año pasado. Mantuvo una relación intensa, pese a que recomendamos a nuestros
alumnos que procuren evitarlas. Por fortuna, el joven en cuestión iba un curso
por delante de ella. Se marchó a la universidad y la relación se extinguió
sola, supongo.
—¿A
usted no le caía bien el chico? —quiso saber Jeffrey.
Susan
volvió la mirada hacia él.
—¿Qué más da? —preguntó
con suavidad—. Sabemos lo que
ocurrió aquí, ¿no?
Jeffrey
levantó la mano para cortar la respuesta de la subdirectora y, a continuación,
tomó a su hermana del brazo y se la llevó aparte, a unos metros de donde
estaban.
—Sí—murmuró—, sabemos lo que ocurrió aquí. Pero
¿cuándo se decidió él por esta chica? ¿Qué información tenía sobre ella? Quizás
el ex novio sepa algo. Tal vez la relación que la subdirectora cree que se
extinguió sola no se hubiera roto del todo. Sea como sea, es algo que
deberíamos investigar un poco.
Susan
asintió.
—Estoy
impaciente —se disculpó.
—No
—replicó su hermano—, estás
centrada.
Se
acercaron de nuevo a las dos autoridades escolares.
—¿No le
caía bien el chico? —repitió Jeffrey.
—Era un
joven difícil pero sumamente brillante. Se fue a una universidad del este.
—¿Difícil
en qué sentido?
—Cruel
—aclaró la subdirectora—,
manipulador. Siempre me daba la impresión de que se mofaba de nosotros. No me
entristecí cuando terminó el instituto. Sacaba buenas notas y resultados excepcionales
en las pruebas, y era el principal sospechoso de un misterioso incendio
declarado en el laboratorio la primavera pasada. Más de una docena de animales
de laboratorio, conejillos de Indias y ratas blancas, se quemaron vivos. En
fin, al menos ya no está por aquí. Seguramente triunfará a lo grande en alguno
de los otros cincuenta estados. No creo que éste sea para él.
—¿Conserva
su expediente académico?
La
subdirectora hizo un gesto de asentimiento.
—Quiero
verlo. Tal vez tenga que hablar con él.
El
director metió baza otra vez.
—Necesito
una autorización del Servicio de Seguridad para facilitarle esa información
—aseveró pomposamente.
Jeffrey
sonrió con malicia.
—¿Y si
envío mejor a una unidad de agentes para que venga a buscarlo? Podrían entrar
marchando en su oficina. Sería la comidilla de todo el alumnado durante días.
El director fulminó al profesor con la
mirada. Dirigió la vista al conductor del Servicio de Seguridad, que se limitó
a asentir con la cabeza.
—Lo recibirá —dijo el director—.
Se lo enviaré por correo electrónico.
—El
expediente entero —le recordó Jeffrey.
El
director movió afirmativamente la cabeza, con los labios apretados como para
reprimir alguna que otra obscenidad.
—Bien,
ya hemos respondido a sus preguntas. Ahora dígannos qué está pasando.
Susan
tomó la palabra, hablando con una severidad poco común en ella, pero que creía
que quizá necesitaría en un futuro cercano.
—Muy
sencillo —dijo, e hizo un gesto en torno a sí—.
¿Lo ven? Echen un buen vistazo alrededor.
—Sí —dijo el director en un tono de exasperación que había
perfeccionado en su trato con alumnos díscolos, pero que no impresionó a Susan—. ¿Qué se supone que estoy viendo
exactamente?
—Su peor
pesadilla —contestó ella con brusquedad.
Los dos permanecieron callados durante los primeros minutos de
trayecto de vuelta a Nueva Washington, en el asiento trasero del coche estatal
mientras el agente aceleraba en dirección a la autopista. Susan abrió el
trabajo de final de trimestre de la alumna desaparecida y leyó algunos
párrafos, intentando formarse una imagen de la chica en sí a través del texto,
pero no fue capaz. Lo que leyó le hablaba en tono sombrío de estados
esclavistas y estados libres y del acuerdo que permitió que aquéllos ingresaran
en la Unión. Se preguntó si había algo de irónico en ello.
Fue la
primera en romper el silencio.
—Muy
bien, Jeffrey, tú eres el experto. ¿Está viva aún Kimberly Lewis ?
—Probablemente
no —comentó su hermano, cabizbajo.
—Eso me
imaginaba —murmuró Susan. Exhaló con frustración—. Y ahora, ¿qué? ¿Esperamos a que el cadáver aparezca en algún
sitio?
—Sí, por
duro que parezca. Simplemente debemos retomar lo que estábamos haciendo. Aunque
se me ocurre una posible circunstancia que significaría para ella una
oportunidad de sobrevivir.
—¿Cuál?
—Creo
que existe una pequeña posibilidad de que ella forme parte del juego. Quizá sea
el premio. —Soltó el aire despacio—.
El ganador se lo lleva todo. —En voz baja, con un profundo pesimismo, añadió—: Resulta doloroso —dijo lentamente—. Tiene diecisiete años, y tal vez ya
esté muerta, sencillamente porque él quiere burlarse de mí, demostrar que,
aunque el Profesor de la Muerte le sigue la pista, sigue siendo lo bastante
poderoso para secuestrar a alguien delante de nuestras narices, incluso después
de avisarnos de antemano de lo que iba a hacer. Pero yo he sido demasiado estúpido
y egocéntrico para darme cuenta. —Sacudió la cabeza y continuó—: Otra posibilidad es que la chica esté
encadenada en una habitación en algún sitio, esperando que alguien acuda a
salvarla. Y el único alguien somos nosotros, y heme aquí diciendo: «Debemos
andarnos con cautela, tomarnos nuestro tiempo.» —Soltó un gruñido—. Qué valiente soy —comentó con cinismo.
—Dios
santo —dijo Susan pausadamente, arrastrando las sílabas, como cobrando
conciencia del dilema—. ¿Qué vamos a
hacer?
—¿Qué
podemos hacer aparte de lo que estamos haciendo? —preguntó Jeffrey entre
dientes—. Cotejar la lista de
viviendas con la de empleados de seguridad, y luego comprobar cuáles de ellos
poseen un vehículo que sirva para transportar víctimas. A ver que descubrimos.
—Supón
que, mientras nos ocupamos de todo eso, la joven señorita Kimberly Lewis sigue
con vida.
—Está
muerta —soltó Jeffrey—. Está muerta
desde el momento en que salió por la puerta esta mañana, tarde y sola, apenas
con tiempo suficiente para atajar por una calle desierta. Ella no lo sabía,
pero ya estaba muerta.
Susan no
respondió al principio, pero se permitió albergar la esperanza remota de que su
hermano estuviese equivocado. Luego agregó con suavidad:
—No,
creo que deberíamos actuar, cuanto antes. Tan pronto como identifiquemos una
casa que reúna las características que buscamos. Actuar en ese momento. Porque
si esperamos un solo minuto de más, quizá lleguemos un minuto tarde, y nunca
nos lo perdonaríamos. Jamás.
Jeffrey
se encogió de hombros.
—Tienes razón, por
supuesto. Actuaremos con la mayor rapidez posible. Eso es seguramente lo que
él quiere. Sin duda es la razón por la que la pobre Kimberly Lewis se ha visto
metida en todo esto. No es debido a ninguna perversión o deseo, sino
simplemente un estímulo para que yo actúe de manera impulsiva e imprudente.
—Jeffrey parecía resignado—. Lo ha
conseguido, supongo.
A Susan
le vino una idea a la cabeza que casi la hizo pararse en seco.
—Jeffrey —susurró—. Si él
la ha raptado para incitarte a actuar, cosa que parece factible aunque no
estemos seguros de ello, porque no estamos seguros de nada, entonces, ¿no sería
lógico pensar que hay algo en su secuestro que puede indicarte dónde buscarla?
Jeffrey
abrió la boca para responder, luego vaciló. Sonrió.
—Susie,
Susie, la reina de los acertijos. Mata Hari. Si salgo bien librado de ésta,
debes venir e impartir una de mis clases avanzadas conmigo. El Ranger de Tejas
tenía razón; serías una investigadora de narices. Creo que tienes toda la
razón. —Extendió el brazo y le dio a su hermana unas palmaditas afectuosas en
la rodilla—. Lo más difícil de este
asunto es que cada conclusión que nos acerca un poco más a nuestro objetivo
empeora las cosas. —Sonrió de nuevo, esta vez con tristeza.
Los dos
guardaron silencio durante el resto del viaje de regreso a las oficinas del
Servicio de Seguridad. Susan decidió sacar todo su armamento de la casa
adosada, donde lo tenía escondido, y de mala gana resolvió que, durante lo que
quedaba de su estancia en el estado cincuenta y uno, llevaría encima un
arsenal suficiente para solucionar de una vez por todas los acertijos
psicológicos que les acosaban a ella y a su familia.
Diana Clayton observó a su hijo, que repasaba a conciencia la lista
de empleados del Servicio de Seguridad. Notaba que la frustración crecía en su
interior a medida que examinaba un nombre tras otro. Las mujeres con acceso a
las claves de seguridad eran en su mayoría secretarias y ejecutivas de baja
categoría. En la lista figuraba también alguna que otra encargada de logística
y unas cuantas agentes.
Parte
del problema de Jeffrey residía en que los límites entre los niveles de
seguridad informáticos no eran precisos. Estaba convencido de que alguien con
acceso al nivel ocho probablemente tendría alguna clave del nivel nueve; así es
como funcionaban casi todas las burocracias. Además, pensó Jeffrey, si la nueva
esposa de su padre era realmente astuta, permanecería en un nivel intermedio y
averiguaría cómo acceder a los niveles más altos. Esto la ayudaría a mantener
sus actividades en la sombra.
Mientras
su hijo trabajaba, Diana apenas hablaba. Había insistido en que Susan y él la
pusieran al corriente de lo que había sucedido en la escuela, y eso habían
hecho, de forma somera y a grandes rasgos. Ella no los había presionado para
que le contaran más detalles. Era consciente de que temían por ella y
probablemente la consideraban el eslabón más débil. También comprendía que su
presencia, sumada al hecho de que, según creía, era un objetivo prioritario del
hombre con quien se había casado, los ponía a todos en una situación de
vulnerabilidad. Aun así, se aferraba en su fuero interno a la idea de que
podía resultar necesaria. Se recordó a sí misma que, veinticinco años atrás,
cuando los dos eran niños, había sido necesario que ella actuara, por ellos, y
lo había hecho. Y se acercaba rápidamente el momento en que quizá tendrían que
recurrir a ella una vez más.
De modo que se reservó su opinión y se quedó callada, sin entrometerse,
cosa que no le resultaba fácil en absoluto. Ni siquiera había protestado cuando
Susan había anunciado que se iría con el coche y el conductor a la casa adosada
a buscar algo de ropa y medicamentos que se habían dejado allí, entre algunas
otras cosas que no había especificado pero que su madre ya se imaginaba.
Jeffrey
había llegado hasta la letra efe, subrayando en amarillo todos los nombres cuyo
domicilio estuviese situado en una urbanización de color verde. A
continuación, cotejaba el nombre marcado con la lista de cuarenta y seis casas
que habían identificado como posibles emplazamientos. Por el momento, había
encontrado trece coincidencias, que dejó a un lado para examinarlas con mayor
detenimiento cuando hubiese completado la labor mecánica de analizar la lista.
En aras de la minuciosidad, y porque albergaba dudas respecto a la lista de
cuarenta y seis, a veces seleccionaba un nombre y consultaba de nuevo en el
ordenador la lista maestra de miles de planos de casas construidas por encargo
para buscar el diseño en planta de la vivienda de la mujer en cuestión, sólo
para asegurarse de no pasar por alto ninguna posibilidad. Esto alargaba el
proceso, y él intentaba no pensar que le estaba robando ese tiempo a una chica
aterrorizada de diecisiete años.
Mientras
estaba trabajando, el ordenador que tenía al lado emitió tres pitidos.
—Debe de
ser correo electrónico —le dijo a su madre—.
Ábrelo por mí, ¿quieres? —Apenas alzó la vista.
Diana se
colocó ante el teclado del ordenador e introdujo una contraseña. Leyó por unos
instantes y luego se volvió hacia su hijo.
—¿Tú le
has pedido un expediente al instituto de Sierra?
—Sí, el
del novio. ¿Es eso lo que han enviado?
—Sí,
junto con la nota de un tal señor Williams, que debe de ser el director,
escrita en términos no muy amistosos...
—¿Qué
dice?
—Te recuerda que utilizar documentos académicos confidenciales de manera
no autorizada o divulgarlos sin permiso constituye una infracción de nivel
amarillo penada con una multa considerable y trabajos comunitarios...
—Qué
imbécil —dijo Jeffrey, sonriendo—.
¿Algo más?
—No...
—Pues
imprímelo. Le echaré un vistazo dentro de un rato.
Diana
obedeció. Leyó las primeras líneas.
—El
joven señor Curtin parece un chico de lo más excepcional... —comentó, mientras
la impresora comenzaba a zumbar.
Jeffrey
seguía escrutando el listado de nombres.
—¿Por
qué? —preguntó distraídamente.
—Pues
parece haber sido un muchacho difícil. El número de sobresalientes sólo es
equiparable a los problemas de disciplina: interrumpía en clase, gastaba
bromas pesadas, estuvo acusado de hacer pintadas racistas, aunque no se
demostró. Es el principal sospechoso de provocar un incendio en el
laboratorio. No se presentaron cargos. Lo expulsaron unos días por llevar una
navaja al instituto... Yo creía que
en teoría esas cosas no pasaban en este estado. Le dijo a un compañero de clase
que tenía una pistola en su taquilla, pero el registro consiguiente dio un
resultado negativo. La lista sigue y sigue...
—¿Cuál dices
que es su apellido?
—Curtin.
—¿Y su
nombre de pila?
—Qué
curioso —dijo Diana—. Es igual que
el tuyo, sólo que escrito de otra manera. G—E—O...
—Geoffrey
Curtin —dijo Jeffrey despacio—. Me
pregunto...
—Aquí
hay un informe del psicólogo escolar que recomienda que reciba tratamiento y
que se le someta a una serie de tests psicológicos. También hay una nota que
dice que los padres se negaron a autorizar ningún tipo de test...
Jeffrey
giró en su silla y se inclinó hacia su madre.
—¿Puedes
deletrear el apellido?
—C—U—R—T—I—N.
—¿Constan
los nombres de los padres? Diana asintió.
—Sí. El
padre se llama... vamos a ver, aquí está. Sí: Peter. La madre se llama Caril
Ann. Pero lo escribe con I—L al final. Es una ortografía poco común para ese
nombre.
Jeffrey
se puso de pie y caminó hasta situarse junto a su madre. Se quedó mirando el
archivo que parpadeaba en pantalla mientras se imprimía al lado. Hizo un gesto
lento de afirmación.
—Tienes
razón —dijo con cautela—. Que yo
recuerde, sólo lo había visto escrito así una vez.
—¿Dónde?
—En el
caso de Caril Ann Fúgate, la joven que acompañó a Charles Starkweather en las
matanzas que perpetró por toda Nebraska en 1958. Once víctimas.
Diana se
volvió hacia su hijo con los ojos muy abiertos.
—Y
Curtin —prosiguió él prudentemente, como un animal que acabara de percibir un
olor amenazador traído por una racha de viento caprichosa—, bueno, es la versión adaptada al inglés
del alemán Kürten.
—¿Y eso
significa algo?
Jeffrey
asintió de nuevo.
—En
Dúseldorf, Alemania, a finales del siglo XIX, Peter Kürten, el Vampiro de
Dúseldorf, infanticida. Pervertido. Violador. Despiadado. M, aquella
película tan famosa, estaba basada en él. —Jeffrey exhaló despacio—. Hola, papá —dijo—. Hola, madrastra y hermanastro.
22
Temeridad
Jeffrey
trabajaba febril y rápidamente.
El
domicilio de la familia Curtin estaba en el 135 de Buena Vista Drive, en el
barrio residencial azul situado a las afueras de la ciudad de Sierra. Pese a su
nombre, Buena Vista Drive no tenía, por lo que indicaban los mapas, ninguna
vista digna de consideración; estaba construido en una zona boscosa, una zona
urbanizada en medio de un paisaje eminentemente silvestre. La casa figuraba en
el número treinta y nueve de la lista de posibles viviendas confeccionada por
Jeffrey. Le llevó poco tiempo descubrir que Caril Ann Curtin era secretaria
ejecutiva del subdirector de Control de Pasaportes, una división del Servicio
de Seguridad. Era su tercer empleo en el aparato de gobierno del estado; la
habían ascendido cada vez con referencias muy elogiosas a su ética profesional
y su dedicación. Había alcanzado acceso al nivel undécimo de seguridad. En su
autorización su marido constaba como un inversor retirado especializado en
bienes inmuebles. También reflejaba que él había hecho contribuciones muy
generosas al Fondo para el Estado Cincuenta y Uno, la rama financiera del grupo
de presión del estado.
En el
organigrama del gobierno del estado cincuenta y uno encontró la extensión del
teléfono de Caril Ann Curtin. Sonaron tres tonos de llamada antes de que
alguien contestara.
—Con la
señora Curtin, por favor —dijo Jeffrey.
—Soy su
ayudante. Me temo que hoy no vendrá. ¿Quiere dejarle un recado?
—No,
gracias, ya volveré a llamar.
Colgó.
Demasiado ocupada para ir a trabajar hoy. Seguramente se había pedido una baja
por motivos personales, pensó él con una sonrisita burlona.
A
continuación, Jeffrey buscó en el ordenador del Servicio de Seguridad el
expediente laboral confidencial de la señora Curtin.
Al mismo
tiempo, accedió al registro de vehículos motorizados y descubrió que la familia
Curtin tenía tres: dos sedanes europeos último modelo y la minifurgoneta cuatro
por cuatro más antigua que Jeffrey esperaba. Esto hizo que se parase a pensar;
había confiado en que hubiese cuatro vehículos diferentes, uno para el padre,
otro para la madre, otro para el hijo adolescente, como correspondía a toda
familia acomodada de clase media alta que vivía en las afueras, y un cuarto,
con un uso sumamente especializado. Tomó nota mentalmente de ello.
En otra
rama del Servicio de Seguridad solicitó una lista de armas propiedad de los
Curtin. De acuerdo con las leyes de control de armas del estado, los miembros
de la familia estaban designados como «coleccionistas» y como «aficionados a la
caza deportiva» —designaciones que a Jeffrey le parecieron irónicas, pues
resultaban sorprendentemente precisas—,
y su arsenal de armas tanto antiguas como modernas era nutrido.
Finalmente,
pidió a Control de Pasaportes fotografías de cada uno de los miembros de la
familia. Esta orden requería tiempo para cursarse, por lo que no obtuvo
respuesta de inmediato. Le comunicaron que la autorización estaba en trámite,
de modo que se puso a esperar.
No sabía
cuál de las solicitudes que había hecho por ordenador encerraba la trampa, pero
sabía que una de ellas contenía una, y tenía la fuerte sospecha de que era
esta última. No se trataba de una aplicación difícil de programar, sobre todo
para alguien conectado a los niveles superiores de la jerarquía estatal, como
Caril Ann Curtin. Él sabía, que, en algún sitio, ella había introducido la
instrucción de que se le notificase de manera automática si alguien pedía
información sobre ella o algún miembro de su familia. Se trataba de una
precaución rutinaria que cualquiera tomaría, especialmente si tenía mucho que
ocultar en una sociedad en que se suponía que nada debía ocultarse. Cayó en la
cuenta de que seguramente había activado la alarma, pero ya no veía modo alguno
de dar marcha atrás. Intentó encubrir sus peticiones enmascarando la identidad
de quien solicitaba la información, pero dudaba que estas medidas sirvieran
para algo excepto para retrasar un poco el momento crítico.
Tenía
clara una cosa: no quedaba mucho tiempo.
Sabía
también que su padre no sólo se habría preparado para este día, sino que
posiblemente lo había planeado. No se le ocurría otra explicación para el
secuestro de la ex novia de su otro hijo. La elección de Kimberly Lewis estaba
concebida como una provocación; daba pie a un reconocimiento y exigía una
reacción. Cuanto más pensaba en ello Jeffrey, más lo inquietaba, porque una
parte de él consideraba este secuestro en particular como un tipo de delito que
el delincuente espera que quede impune. Estaba desprovisto del anonimato y el
misterio que entrañaba la selección de las otras víctimas. Raptos. Los
crímenes de su padre eran como relámpagos en una tarde húmeda de verano;
instantáneos, únicos. Sin embargo, este crimen llevaba detrás intenciones muy
diferentes.
Jeffrey
se meció en su asiento ante el ordenador y pensó que probablemente nunca en la
historia del crimen había un perseguidor sabido tanto sobre su presa como él
sobre su padre, el asesino. Ni siquiera el famoso perfil del Unabomber elaborado
por el FBI a mediados de la década de 1990, que parecía predecir prácticamente
todos los rasgos de la personalidad del terrorista, contenía conocimientos tan
íntimos como los que él había adquirido o recordaba en su base instintiva. Pero
toda esa información y comprensión resultaban inútiles, porque su padre, el
asesino, había conseguido ocultar un elemento esencial: su propósito.
Había
sembrado indicios de que sus asesinatos tenían un móvil político: dar al traste
con el nuevo estado. O tal vez el móvil era personal, mensajes dirigidos a su
hijo, el profesor. Quizá formaban parte de una competición o de un plan.
Naturalmente era posible que se tratase de ambas cosas a la vez o de ninguna de
las dos. Había pruebas que respaldaban la idea de que los asesinatos eran fruto
de la perversión o actos de naturaleza ritual. Podían ser producto del mal o
del deseo. Eran actos solitarios para cuya ejecución había conseguido ayuda.
Eran novedosos, y a la vez tan antiguos como la historia criminal escrita.
Eran como la partitura de una pieza de
música moderna, pensó Jeffrey. Evocaban el pasado con sonidos y prefiguraban el
futuro. Eran al mismo tiempo arcaicos y futuristas. Se preguntó qué debía
hacer.
Luego se
reprendió a sí mismo: «Deberías saberlo. Lo conoces, y a la vez sabes muy poco
de él.» Las posibilidades se agolparon en su imaginación: él tendería su propia
emboscada. Ellos ejecutarían a la joven. Desaparecerían.
Esta
última posibilidad es la que más lo asustaba.
Jeffrey
no lo dijo en voz alta, pero se había armado de valor para una decisión
crítica. Fuera cual fuese el horror resultante de la relación entre la familia
original y la nueva, él le pondría fin ese día. Bajaría el telón de una vez por
todas. Alargó el brazo y cogió la pistola automática que descansaba sobre el
escritorio. Acarició el guardamonte, intentando imaginar la sensación que
produciría el arma al disparar. «Rematar» el asunto se dijo. Último capítulo.
La estrofa final. La nota postrera.
Cayó en
la cuenta de que el problema era que tal vez su padre deseaba lo mismo.
Dejó la
pistola y se puso a trastear de nuevo con el ordenador. Al cabo de unos
segundos, había abierto unos planos en tres dimensiones de la residencia de la
familia Curtin. Procedió a estudiarlos, con la concentración y la entrega de un
estudiante que empolla para un examen.
Lo que
vio fue que la «sala de música» carecía de ventanas y era contigua a un espacio
marcado como sala recreativa «familiar», en un sótano. Al parecer tenía una
sola puerta, que daba al interior de la casa, lo que lo sorprendió. Lo examinó
más de cerca. «No tiene sentido —pensó—,
teniendo en cuenta el uso que le daba a ese cuarto.» Una vez concluido su
trabajo, él no querría atravesar su casa con un cadáver a cuestas, por muy bien
envuelto que estuviera. Sería una muestra irrefutable de que había perdido el
control. Su padre era demasiado inteligente para eso.
El
nombre de la empresa constructora figuraba en los planos. Jeffrey descolgó el
auricular y llamó. Tardó unos minutos en conseguir que las recepcionistas
transfiriesen la llamada al presidente de la empresa, que estaba en las obras
de una nueva escuela primaria.
—¿Qué
pasa? —preguntó el contratista, con el tono de un hombre que se había pasado
el día ocupándose de pequeñas meteduras de pata y errores, y que tenía poca
tolerancia o paciencia para con nadie más.
Jeffrey
se identificó como un agente especial del Servicio de Seguridad, lo que sólo
sirvió para mitigar ligeramente la bronquedad del hombre.
—Quería
hacerle algunas preguntas sobre una casa que usted construyó hace más de seis
años, en Buena Vista Drive, a las afueras de Sierra...
—¿Espera
que me acuerde de una casa de hace tanto tiempo? Oiga, amigo, nos encargamos de
muchos proyectos, no sólo de casas, sino también edificios y oficinas y
colegios y...
—Seguro
que se acuerda de esta casa —lo interrumpió Jeffrey—. La familia se llamaba Curtin. Fue un trabajo por encargo. De
alta categoría.
—La
verdad es que no me acuerdo. Oiga, siento no poder ayudarle, pero estoy muy
ocupado...
—Esfuércese
más —le dijo Jeffrey.
En ese
momento, la puerta de su despacho se abrió, y entró su hermana, con una bolsa
de tela que hizo un ruido metálico cuando la depositó en el suelo.
Diana se
volvió hacia su hija.
—Los
hemos encontrado —dijo en voz baja, crípticamente.
Susan
soltó un jadeo y se disponía a responder cuando Jeffrey señaló enérgicamente la
pila de documentos que salían de las impresoras.
—¿Qué
demonios es lo que quiere saber, a todo esto? —preguntó con aspereza el
contratista.
—Quiero
saber qué modificaciones introdujo.
—¿Qué?
—Lo que
quiero saber es en qué se diferencia la casa de los planos oficiales que
enviaron al estado para su revisión arquitectónica y aprobación.
—Oiga,
amigo, no sé de qué me habla. Eso va contra las leyes del estado. Podría perder
la licencia para construir aquí...
—La
perderá de todos modos —lo cortó Jeffrey de forma brusca y fría— si no me dice
ahora lo que quiero saber. ¿Qué cambios no figuran en los planos? Y no me diga
que no se acuerda, porque no es verdad. Yo
sé que el hombre que le encargó esa casa le pidió unas modificaciones que no
aparecieran en ningún proyecto arquitectónico. Y seguramente le pagó muy bien
sólo para que implementase esos cambios sin registrarlos en los documentos
oficiales. Tiene dos opciones: si me lo cuenta ahora, lo consideraré un favor y
no le mencionaré la conversación a la junta de expedición de licencias. O bien
puede contestarme con evasivas, y entonces su licencia para construir a esos
precios inflados artificialmente en el estado cincuenta y uno, y enriquecerse
más de lo que había soñado jamás, será revocada antes del mediodía de mañana.
—Jeffrey titubeó, y luego añadió—:
Ya me ha oído. Es la amenaza más explícita que he podido lanzar. Ahora,
piénselo durante treinta segundos y luego responda a mi puta pregunta.
El
contratista reflexionó antes de contestar.
—No
necesito los treinta segundos, qué cojones. ¿Quiere saber qué diferencias hay?
Vale. El estudio del sótano tiene una salida oculta. Da al exterior. Mi gente
hizo un trabajo de narices; cuesta mucho de descubrir. También hay un sistema
de seguridad camuflado como un aparato de aire acondicionado. Toda la
instalación está sobre un falso techo, y hay monitores de vídeo en el estudio
de la planta de arriba, detrás de una librería también falsa. Hay sensores
colocados por todo el terreno de la finca con detectores de infrarrojos. Hubo
que ir hasta Los Ángeles a recoger esos trastos. Aquí son ilegales. Y tampoco
hacen falta, como le dije al tipo. Supongo que se imaginó que esto iba a acabar
convirtiéndose en una ciudad sin ley. Una locura. Le aseguré que no necesitaba
más que una cerradura en la puerta, pero él seguía erre que erre. Al fin y al
cabo, ésa es la razón de ser de este lugar, ¿no? Pero él estaba dispuesto a
pagar, y a pagar bien. Joder, al principio nadie sabía si este estado saldría
adelante o no, así que le seguí el juego. Estoy seguro de que no soy el único
que hizo una cosa así en los primeros años. ¿Qué más? Ah, tampoco sale en los
planos, pero hay un cobertizo o pabellón de invitados del tamaño de un garaje
pequeño a unos doscientos metros de la casa. La casa se alza en una colina, y
el cobertizo está en la ladera, junto a unos tropecientos kilómetros cuadrados
de terreno protegido no urbanizable. No sé para qué se usa. Echamos los
cimientos, levantamos la estructura, colocamos el material aislante y las
paredes. El sólo quería que incluyéramos en las especificaciones de la casa los
materiales para el acabado, y eso fue lo que hice. Nos dijo que él daría los últimos
toques a su gusto.
—¿Algo
más?
—No. Y es la única vez que he introducido cambios de este tipo. Ahora
el estado envía a un inspector que lo revisa todo a fondo, planos en mano,
antes de que se ocupe la vivienda. Pero esto era en los inicios, cuando las
cosas eran bastante más laxas. Tal vez untó a algún inspector también. Se
supone que eso no se puede, pero circulan historias. Bueno, ahí lo tiene,
amigo, confío en que cumpla su promesa.
Jeffrey
colgó, preguntándose distraídamente si el contratista estaría utilizando
cemento de baja calidad para los cimientos de la escuela. Fuera como fuese,
había averiguado lo que necesitaba saber.
Oyó que,
tras él, su madre decía en voz suave:
—Jeffrey,
Susan, estamos recibiendo las fotografías ahora.
Los tres
se apiñaron frente a la impresora mientras la máquina runruneaba y finalmente
escupía la fotografía de identificación de Geoffrey Curtin. Era un adolescente
de estatura media, con ojos castaños hundidos y una mata de pelo negro apenas
peinada. Tenía el rostro achatado, las mejillas y el mentón prominentes, y la
boca torcida hacia abajo en la sonrisa forzada que había adoptado ante la cámara.
Llevaba una perilla desaliñada. Entre los datos proporcionados por el estado
constaba la dirección de su domicilio así como la de su residencia en la
Universidad Cornell, en Ithaca, Nueva York.
Susan
cogió la imagen y la observó con detenimiento. Antes de que pudiera decir nada,
apareció una segunda fotografía, la de Caril Ann Curtin.
Era una mujer menuda, de una delgadez cadavérica, rostro enjuto y
pómulos salientes que había heredado su hijo. Llevaba la cabellera rubia
recogida hacia atrás en una cola de caballo de aspecto infantil, y unas gafas
anticuadas, de montura metálica. No era bonita ni lo contrario; tenía una
expresión intensa e inquietante. No sonreía, y esto le confería un aire de
secretaria.
—¿Quién
eres en realidad? —preguntó Diana, contemplando la fotografía.
Jeffrey
se la arrebató de las manos. Sacudió la cabeza.
—Yo sé
quién es —aseveró—. El abogado de Trenton
me lo dijo, pero yo no seguí la pista que me dio. Es una mujer que murió en
Virginia Occidental hace veinte años, poco después de salir de la cárcel de
allí. Estúpido, estúpido, estúpido. Soy un estúpido.
Se
disponía a continuar cuando la impresora comenzó a expulsar el tercer retrato,
el de Peter Curtin.
Fue
Diana quien habló primero.
—Hola,
Jeff —murmuró—. Vaya, cómo has
cambiado.
Durante
los primeros segundos, los tres vieron algunas cosas distintas y otras que
seguían siendo como antes. Ya fueran
los ojos, de mirada penetrante, o la frente inclinada hacia arriba y rematada
por una calva, o la barbilla, o las mejillas, o las orejas muy pegadas al
rostro ovalado, o los labios desplegados ligeramente en una sonrisa burlona,
todos vieron algo familiar, algún rasgo que compartían, o simplemente una
imagen que habían relegado a algún rincón recóndito de su interior.
El
hombre parecía más joven y vigoroso de lo que correspondía a sus sesenta y
tantos años, lo que provocó que Diana Clayton sintiera una punzada en el
corazón al pensar de pronto en el aspecto avejentado y próximo a la muerte que
ella debía de ofrecer.
Jeffrey
bajó la vista hacia la foto, temeroso de verse a sí mismo.
Susan
fijó la mirada en la hoja blanca y satinada y notó que la invadía una rabia
difícil de describir, pues entrañaba no sólo aborrecimiento hacia todo lo que
el hombre había hecho, sino también la sensación de soledad y desesperación que
la había embargado durante toda la vida. No habría sido capaz de determinar
cuál de estas furias era más profunda.
Jeffrey
se volvió hacia su madre.
—¿Realmente
ha cambiado?
Ella
asintió.
—Sí
—respondió despacio—. Casi todas sus
facciones han sido modificadas, apenas lo suficiente para que el conjunto
parezca distinto. Salvo los ojos, por supuesto. Siguen siendo iguales.
—¿Lo
habrías reconocido?
—Sí.
—Respiró hondo—. No. Tal vez. —Diana
suspiró—. Supongo que la respuesta
es: no lo sé. Espero que sí. Pero tal vez no.
—No
parece gran cosa —comentó Susan con dureza.
—Nunca
lo parecen —contestó Jeffrey—.
Estaría bien que la cara de las peores personas reflejara su maldad, pero no es
así. Son de apariencia anodina y corriente, afable y poco llamativa, hasta el
mismo instante en que se apoderan de tu vida y te llevan a la muerte. Y
entonces sí que se convierten a veces en algo especial y diferente. De cuando
en cuando se vislumbran atisbos, como los que vimos en David Hart, en Tejas,
pero por lo general no es así. Pasan desapercibidos. Quizás eso sea lo más
terrible de todo, que se parecen tanto.
—Vaya
—dijo Susan con una risita desprovista de humor—, gracias por la lección, hermano mío. Y ahora, vayamos a por
él.
—No
tenemos por qué —replicó Jeffrey de forma cortante—. Basta con hacer una sola llamada al director del Servicio de
Seguridad para que él lleve allí una unidad de Operaciones Especiales y haga
saltar la casa en mil pedazos, junto con todo aquel que esté dentro. Podemos
quedarnos sentados observando desde una distancia prudencial.
Diana
miró a su hijo y negó con la cabeza.
—Nunca
ha habido una distancia prudencial —repuso.
Susan
hizo un gesto para mostrar que estaba de acuerdo con ella.
—¿Qué te
hace pensar que el estado resolverá el problema de un modo satisfactorio para
nosotros? —preguntó—. ¿Cuándo ha
estado un gobierno a la altura de las expectativas?
—Este es
nuestro problema. Deberíamos solucionarlo a nuestra manera —aseguró Diana—. Me sorprende que se te haya ocurrido
siquiera pensar lo contrario.
Jeffrey
parecía desconcertado, sobre todo por la reacción de su hermana.
—Subestimas
el peligro que corremos —dijo—. Qué
diablos, no lo subestimas, lo estás pasando por alto. ¿Crees que él dudaría un
segundo en matarnos?
—No
—respondió ella—. Bueno, tal vez.
Después de todo, somos sus hijos.
Los tres
se quedaron callados por unos instantes, hasta que Susan prosiguió:
—Ha
jugado con cada uno de nosotros, con el propósito de atraernos hasta su puerta.
Hemos descubierto todas las pistas, interpretado todos los actos, mordido
todos los anzuelos, y ahora, tras encajar todas las piezas, sabemos quién es
él, y dónde vive, y quiénes son los miembros de su familia. Ahora que hemos
llegado tan lejos, ¿crees que deberíamos dejar el asunto en manos del estado?
No seas ridículo. El juego ha sido concebido para nosotros tres. Todos
deberíamos jugar hasta el final.
Diana
asintió.
—Me
pregunto si él habrá previsto que mantendríamos esta conversación —dijo.
—Probablemente
—respondió Jeffrey, desanimado—.
Entiendo vuestro punto de vista. Admiro vuestra determinación. Pero ¿qué
ganamos si nos enfrentamos a él en persona?
—La
libertad —contestó Diana de forma enérgica.
Jeffrey
pensó que su madre era romántica, y su hermana impetuosa. En cierto modo,
envidiaba esas cualidades. Sin embargo, tenían una visión abstracta e
idealizada de las habilidades de Peter Curtin, antes llamado Jeffrey Mitchell.
El tenía un conocimiento mucho más preciso de dichas habilidades, y por tanto
más aterrador. Su madre y su hermana se habían estremecido al ver las fotografías,
pero eso no era lo mismo que contemplar en persona el cuerpo destrozado de una
víctima y entender implícitamente la rabia y el deseo que habían impulsado
cada tajo y cada cuchillada en la carne. El hecho de que ahora contase con la
ayuda de una compañera para realizar estos actos complicaba aún más las cosas.
Y el hecho de que ambos hubiesen engendrado a un hijo añadía a la mezcla otro
mal en potencia. No veía más que peligro en la situación hacia la que estaban
precipitándose de cabeza. Era consciente, por otro lado, de que tal vez no
hubiese alternativa.
Apoyó la
cabeza sobre sus manos, presa de una fatiga repentina. Pensó: «Así es como
estaba previsto desde un principio que terminara el juego.»
—No
olvides el otro factor —dijo Susan de pronto—.
Kimberly Lewis, alumna del cuadro de honor. Orgullo de unos padres confundidos
que ahora mismo se preguntan qué demonios está pasando y dónde diablos está su
hija.
—Está
muerta. Y aunque no lo esté, debemos dar por sentado que lo está.
—¡Jeffrey!
—protestó Diana.
—Lo
siento, mamá, pero, por lo que respecta a esa joven, bueno, ¿es una chica con
suerte? ¿Con mucha, mucha suerte? ¿El dios de la buena fortuna le sonreirá y
hará llover sobre su cabeza la mejor y más inimaginable y más improbable de las
suertes? Porque, si lo hace, entonces quizás ella salga de ésta con sólo las
cicatrices suficientes para arruinar lo que le quede de vida. Pero, a los
efectos que nos ocupan, daremos por sentado que ya está muerta. Aunque la oigáis
pedir ayuda a gritos, dad por sentado que está muerta. De lo contrario, le
daremos a él una ventaja que no podemos permitirnos.
—No sé
si podré ser tan cínica —replicó su madre.
—Si no
puedes, no tendremos la menor oportunidad.
—Lo
entiendo —dijo ella—, pero...
Jeffrey
la cortó alzando una mano. Clavó la mirada en su madre y luego en su hermana.
—De
acuerdo —susurró—. Si queréis
afrontar la realidad en lugar de una pura abstracción, debéis tener clara una
cosa. Hemos de dejar atrás toda humanidad. Dejar atrás todo lo que nos convierte
en lo que somos. No debemos llevar con nosotros nada más que armas y un
objetivo común. Vamos a matar a ese hombre. Y debéis tener claro también que la
nueva esposa y el nuevo hijo no son más que apéndices suyos, creados por él
para ser como él. Son exactamente igual de peligrosos. ¿Te ves capaz de eso, madre?
¿Podrás olvidarte de quién eres y valerte sólo de las partes más oscuras de ti
misma, de la ira y el odio? Son las únicas partes de nosotros que necesitamos.
¿Podrás hacerlo sin vacilar y sin el menor remordimiento o duda? Porque sólo
tendremos una oportunidad. Ten bien claro que jamás se nos presentará otra. Así
que, si nos adentramos en su mundo, debemos estar preparados para jugar según
sus reglas y estar a su altura. ¿Serás capaz? —Miró a su madre, que no contestó—. ¿Puedes ser como él? —De repente se
volvió hacia su hermana, exigiéndole la respuesta a la misma pregunta—. ¿Y tú?
Susan no
quería responder a su pregunta. Pensaba que su hermano tenía razón en cada una
de sus palabras. «Es consciente de lo temerarias que somos —se dijo—, pero a veces la temeridad es la única
alternativa que te ofrece la vida.»
—Bien
—dijo con una sonrisa forzada. Se humedeció los labios con la lengua. De pronto
notó la garganta reseca, como si necesitara un poco de agua. Se acercó a la
pantalla de ordenador, esperando que ni su madre ni su hermano se percatasen de
lo nerviosa que estaba, y se puso a estudiar la distribución de la casa de
Buena Vista Drive. Al mismo tiempo, llenó la habitación de una bravuconería
totalmente injustificada.
»Ya
lo veremos, ¿no? Y lo veremos esta noche.
23
La segunda puerta sin cerrar
Era bien entrada la noche cuando Jeffrey salió del enorme e impasible
edificio de oficinas del estado, seguido por su madre y su hermana, en la que
suponían que sería su última noche en el estado cincuenta y uno. Llevaba al
hombro una talega mediana de color azul marino, al igual que su hermana. Diana
sujetaba con la mano derecha un maletín de lona. Se tragó varios analgésicos
subrepticiamente mientras salían a la oscuridad, esperando que ninguno de sus
hijos se diese cuenta. Respiró hondo, paladeando el frío de la noche, al borde
de la helada, y le pareció un sabor extraño y delicioso. Apartó por unos
instantes la mirada de las colinas y las montañas que se elevaban al norte, y
la dirigió a lo lejos, hacia el sur. «Un mundo desértico», pensó. Arena, polvo
esparcido por el viento, plantas rodadoras y matorrales. Y calor. Un calor
penetrante y aire seco. Pero esa noche no; esa noche era diferente, una
contradicción entre la imagen y las expectativas. Frío en vez de calor.
Los
aparcamientos estaban vacíos casi por completo; sólo quedaban los vehículos de
los rezagados. Había muy pocas luces encendidas en los edificios de oficinas
que tenían detrás. La mayor parte de la población activa del estado había
cogido sus bártulos y se había ido a casa por la tarde, para cenar con la
familia, charlar un poco, ver una película o una telecomedia en la tele, o
quizás echarles una mano a los niños con los deberes. Luego, a la cama. A
dormir, con la perspectiva de retomar la rutina al día siguiente. Reinaba un
silencio seductor fuera del edificio de oficinas; oían el crujido de sus
zapatos contra el cemento de la acera.
Jeffrey
no tardó más que unos segundos en avistar su coche y al agente de seguridad que
les habían asignado como conductor. Era el mismo que los había llevado al punto
de Adobe Street donde Kimberly Lewis había desaparecido. Era un hombre
taciturno, fornido, con el pelo muy corto y una mirada adusta y aburrida que
ponía de manifiesto que habría deseado estar en algún otro lugar haciendo algo
distinto. Jeffrey supuso que al agente le habían proporcionado una información
mínima sobre quién era él y sobre la razón de su presencia en el estado
cincuenta y uno. Como siempre, se figuró que, en algún sitio a su espalda,
oculto a la vista, estaría el sustituto del agente Martin, siguiéndolos a una
distancia conveniente, esperando a que ellos levantaran la mano para señalar
al hombre a quien debía asesinar. Por un instante, Jeffrey volvió la mirada
hacia arriba, como esperando ver un helicóptero acechando sobre sus cabezas,
con las aspas girando con un latido sordo, de un modo silencioso. Se detuvo por
un momento, intentando imaginar cómo les estaban siguiendo la pista. Sabía que
el coche debía estar equipado con un sistema de localización electrónico.
Había maneras de teñir la ropa con material infrarrojo que podía detectarse
desde una distancia segura. Existían otras técnicas militares secretas, láseres
y dispositivos de alta tecnología, pero dudaba que las autoridades del estado
cincuenta y uno tuviesen acceso a ellos. Tal vez lo tendrían en un par de
semanas, cuando cosieran una estrella nueva a la bandera de Estados Unidos,
pero seguramente aún no, pues la votación todavía no se había llevado a cabo.
Jeffrey
se fijó en el conductor. Un don nadie. Supuso que el hombre no tenía más
órdenes que acompañarlos a todas partes e informar al director de todos sus
movimientos. Al menos, era con lo que contaba.
Habían trazado un plan, pero era mínimo. Intentar ser más astuto que
la araña que los había invitado a su red era probablemente una empresa
desesperada de todos modos. En cambio, debían ir y esperar que su propia fuerza
lograse romper los hilos preparados para enredarlos y reducirlos.
El
conductor dio un paso adelante.
—Me han
dicho que se quedarían aquí por la noche. Nadie ha autorizado otra salida.
—Si eso es lo que le han dicho, ¿por qué
sigue aquí? —preguntó Susan rápidamente—.
Abra el maletero, ¿quiere?
El conductor abrió el maletero.
—Es el procedimiento reglamentario —dijo—. Tengo que esperar la autorización final para irme. ¿Vamos a
algún sitio?
—Volvemos
a Sierra —indicó Jeffrey tirando su talega encima de la de su hermana.
—Debo
dar parte —dijo el agente—, informar
del destino y de las horas aproximadas de llegada y vuelta. Son las órdenes que
tengo.
—Me
parece que no —repuso Jeffrey. Desenfundó su nueve milímetros sin estrenar de
su sobaquera en un movimiento fluido y apuntó con el cañón al agente, que
reculó y levantó las manos—. Esta
noche improvisaremos.
Susan se
rio, pero con una carcajada que sonó falsa. Le propinó al agente un leve
empujón por la espalda.
—Suba
—le dijo—. Conduce usted, señor
agente. Mamá, sube delante. Ha llegado el momento del reencuentro.
Jeffrey colocó la pistola en el asiento entre su hermana y él. Se puso
sobre las rodillas el maletín que su madre había traído consigo. De un bolsillo
interior de la chaqueta extrajo una linterna tamaño bolígrafo que emitía una
luz roja para ver de noche sin deslumbrar. La encendió y sacó dos carpetas del
maletín. Cada una contenía unas cinco hojas.
La
primera era el dossier confidencial del Servicio de Seguridad sobre Caril Ann
Curtin. Lo leyó por encima, buscando cualquier dato que pudiera darle algún
indicio sobre el modo en que reaccionaría cuando le soltasen la verdad a la
cara. Pero no era algo fácil de determinar: el dossier la revelaba como una
funcionarla del estado diligente pero reservada. Había obtenido resultados muy
favorables en las pruebas para ascensos e informes de rendimiento. Al parecer
trabajaba eficientemente con sus compañeros, y los supervisores se referían a
ella en términos muy elogiosos. Había poca información sobre su vida social, salvo
un dato que inquietó a Jeffrey: Caril Ann Curtin pertenecía a un club de tiro
femenino, en el que había ganado varios premios en competiciones con pistola.
También según el dossier, participaba activamente en organizaciones religiosas
y cívicas, era socia de varios gimnasios y había corrido un maratón en menos
de cuatro horas el año anterior, en la carrera de Nueva Washington.
En lo
referente a su vida anterior a su llegada al estado cincuenta y uno, el
dossier era aún más escueto. Ella aseguraba haberse diplomado en
Administración de Empresas en una academia de Georgia. Tenía una experiencia
laboral limitada, pero que la cualificaba de sobra para ejercer como
secretaria. En la carpeta había dos cartas de recomendación de ex empleadores
que la ponían por las nubes. Una de ellas la había escrito el abogado de
Trenton, detalle que el hombre había omitido en su conversación forzada con
Jeffrey Clayton. La otra, supuso éste, era falsificada o comprada, pero sin
duda satisfactoria para el estado en sus inicios, la época en que estaba
cobrando forma. En apariencia, estaba capacitada, era perfecta. Su marido
tenía dinero y era generoso con él. Una vez que hubo pasado a formar parte de
la burocracia, ella había subido peldaños con la determinación de un salmón que
vuelve a su hogar.
Jeffrey
dejó esa carpeta a un lado y abrió la segunda.
Ese
expediente era aún más corto. Era un listado de ordenador impreso del Centro
Nacional de Información Criminal. El encabezamiento rezaba: «Elizabeth Wilson.
Fallecida.»
Jeffrey
sacudió la cabeza.
«Fallecida
no —pensó—. Sólo renacida.»
El documento del banco de datos nacional describía a una joven que se
había criado en el campo, en Virginia Occidental. Tenía todo un historial como
delincuente juvenil por allanamiento, incendios provocados, agresión con lesión
y prostitución. Había un informe breve del Departamento de Libertad Condicional
de las autoridades del condado de Lincoln que mencionaba la existencia de unas
pruebas no confirmadas de que había sufrido abusos sexuales constantes en su
infancia por parte de su padrastro.
Elizabeth
Wilson había acabado en la cárcel por homicidio sin premeditación a los
diecinueve años. Le había sacado una navaja a un cliente que se negaba a
pagarle después de mantener relaciones sexuales con ella. El hombre la había
golpeado varias veces antes de darse cuenta de que ella lo había rajado desde
el vientre hasta la cintura. Le concedieron la libertad condicional después de
cumplir tres años de condena en la penitenciaría estatal de Morgantown. Según
el informe, seis meses después de salir a la calle, había conseguido empleo en
un bar de moteros en una zona rural del estado a unos cien kilómetros de la
ciudad. Su primera noche de trabajo, había salido del establecimiento en
compañía de un hombre, y no la habían vuelto a ver. La policía había
descubierto ropa desgarrada y ensangrentada en una hondonada, pero no habían
hallado ningún cadáver. Esto había ocurrido a finales del invierno, y el
terreno resultaba casi impracticable. Ni siquiera una unidad con perros había
sido capaz de reconocer el territorio. Posteriormente, la policía había
interrogado a varios hombres que se hallaban presentes en el bar esa noche y
que según testigos habían estado hablando con ella. Detuvieron a uno cuya camioneta
tenía manchas de sangre en el asiento. El tipo de sangre coincidía con el de
Elizabeth Wilson, y más tarde las pruebas de ADN revelaron que era suya. Al
registrar la camioneta se encontró un cuchillo de caza grande metido bajo un
panel roto del suelo. La hoja también presentaba manchas de sangre. A pesar de
que declaró que esa noche estaba borracho y no se acordaba de nada, el hombre
fue juzgado y condenado a cadena perpetua.
Jeffrey
pensó que eso debió de resultarle divertido a su padre. Dejar un poco de sangre
en el coche de un desconocido. El cuchillo también le pareció un detalle
ingenioso. Se preguntó si su padre había aleccionado a Elizabeth Wilson
mientras le extraía sangre unas horas antes aquella tarde; «llama la atención,
coquetea, enzárzate en una discusión, luego márchate con un tipo que esté tan
borracho que apenas se tenga en pie. Un hombre que luego sea incapaz de
recordar un solo detalle».
Después,
su padre se llevó a la joven cuya muerte había fabricado y la recreó, del
mismo modo que se había reinventado a sí mismo antes. Esa noche, ella debió de
ser como una recién nacida, desnuda, con la ropa hecha jirones y empapada en
su propia sangre, tiritando a causa del frío y el miedo.
Jeffrey
cerró la carpeta y pensó: «Seguro que ella se lo debe todo.»
Echó una mirada rápida a su hermana y
luego a su madre.
«No tienen idea de lo peligrosa que puede
ser esta mujer —se dijo—. No hay un
solo detalle de su vida que no haya sido inventado por mi padre. Ella le
tendrá tanta devoción como un feroz perro guardián. Quizás incluso más.»
Junto
con el expediente, habían enviado una vieja fotografía. En ella aparecía un
rostro joven y airado con expresión ceñuda, una boca torcida de dentadura
mellada y una nariz rota que se había soldado mal, todo ello enmarcado por una
cabellera rubia enmarañada y grasienta.
Jeffrey
comparó mentalmente ese retrato con la fotografía del pasaporte de Caril Ann
Curtin. Costaba creer que la joven que sostenía bajo su cara el número de
identificación en la comisaría fuese la misma mujer adulta segura de sí misma
que había demostrado su valía en tantas tareas oficiales. Le habían arreglado
los dientes y suavizado el mentón. La nariz rota había sido reparada y
remodelada. La había esculpido un experto, pensó Jeffrey, tanto física como
emocional y psicológicamente. Como Henry Higgins a Eliza Doolittle. Sólo que,
en este caso, se trataba del Henry Higgins de la muerte.
Jeffrey
guardó de nuevo las dos carpetas en el maletín de lona, remetiéndolas entre el
expediente escolar de Geoffrey Curtin y la fotografía de Peter Curtin. Los
ordenadores no contenían información sobre él, salvo las referencias
indirectas en los dossieres de su esposa e hijo.
En el
coche había un teléfono del Servicio de Seguridad. Jeffrey lo cogió y comenzó a
marcar un número. Hicieron falta tres intentos frustrantes para que pudiera
ponerse en contacto con la Universidad Cornell. Se identificó y acto seguido
pidió que lo pasaran con el encargado de seguridad. Tardaron unos segundos en
localizar al hombre, pero cuando contestó, su voz sonó muy cercana pese a los
cientos de kilómetros que los separaban.
—Aquí el
jefe de seguridad, ¿cuál es el problema?
—Señor,
necesito saber si un alumno de Cornell continúa alojado en la residencia.
—Dispongo
de esa información. ¿Para qué la necesita?
—Se ha
producido un accidente de tráfico aquí —mintió Jeffrey—, y seguimos buscando entre los restos del vehículo quemado.
Es posible que se trate de parientes cercanos. Pero hemos recuperado cadáveres
sin identificar. Nos sería útil poder descartar al menos a una persona...
—¿Como se llama el alumno?
—Geoffrey,
con G, Curtin. Se escribe C—U—R—T—I—N...
—Deje
que eche un vistazo, señor...
—Clayton.
Agente especial Clayton.
—Cada
vez recibimos más solicitudes de jóvenes del estado cincuenta y uno, ¿sabe?
Son buenos chicos. Buenos estudiantes. Pero cuando llegan al campus lo pasan
fatal durante las primeras semanas. Aquí las cosas son diferentes que allá...
—El oficial de seguridad hizo una pausa y luego añadió—: Oiga, ¿seguro que me ha dado bien el nombre?
—Sí.
Geoffrey Curtin, de Sierra, en el estado cincuenta y uno.
—Pues no
me sale nadie con ese nombre.
—Vuelva
a comprobarlo, si es tan amable.
—Ya lo
he hecho. Aquí no consta nadie. Tengo la lista general, ¿sabe? Figuran todos
los alumnos, profesores, empleados del campus... todas las personas
relacionadas con la universidad. Él no aparece. Quizá debería telefonear a
Ithaca College. A veces la gente se confunde, ¿sabe? Están muy cerca de
nosotros.
Jeffrey,
después de colgar, rebuscó en la carpeta del informe académico. Sujeta al
documento había una copia de la carta de aceptación de Cornell, con una nota
escrita a mano por el tutor en la parte superior, que decía: «Depósito
enviado.»
Jeffrey
se percató de que tanto su madre como su hermana lo observaban.
—No está
allí —dijo—, que es donde se supone
que debería estar. Eso podría significar que está aquí...
El
agente taciturno farfulló desde el asiento delantero:
—Pruebe
con Control de Pasaportes. Ellos sabrán si está o no en el estado.
Jeffrey
asintió.
—Se
supone que tengo que ayudarles —prosiguió el agente, entre dientes—, pero mire que amenazarme con una
pistola...
Jeffrey
realizó la llamada. Gracias a su autorización de seguridad, obtuvo una
respuesta rápida: Geoffrey Curtin, de dieciocho años, con domicilio en Buena
Vista Drive 135, Sierra, había salido del estado el 4 de septiembre con destino
a Ithaca, Nueva York, y aún no había regresado.
—Bueno —dijo Susan—. ¿Qué opinas? ¿Está aquí o no?
—Creo que no, pero debemos ser prudentes.
—Me llaman doña Prudencia —bromeó Susan.
—No, no es cierto —replicó Diana con aire
sombrío—. Nunca te han llamado así.
La calle principal de Sierra estaba atestada de coches que daban
bocinazos, encendían y apagaban los faros, y zigzagueaban por la calzada de dos
carriles. Había adolescentes apretujados dentro de los vehículos, agarrados a
la parte posterior de camionetas o saludando desde ventanas abiertas, armando
en conjunto un gran jaleo. En la plaza central de la ciudad ardía una hoguera
cuyas llamas anaranjado rojizo se elevaban casi hasta diez metros de altura
hacia el cielo azul negruzco. Un coche de bomberos estaba aparcado discretamente
a unos cincuenta metros, y media docena de bomberos, con una manguera a sus
pies, miraban, sonriendo de oreja a oreja, con los brazos cruzados, a una fila
de chicos que serpenteaba en torno al fuego, sus siluetas recortadas contra el
fuego, girando. Dos coches del Servicio de Seguridad, con sus luces
estroboscópicas rojas y azules marcando el compás, también se encontraban
cerca de la multitud. No sólo había adolescentes; la muchedumbre estaba
integrada tanto por personas muy jóvenes que estaban trasnochando mucho más de
lo que era habitual en ellos, como por adultos igual de entregados a la danza,
si bien de forma menos vigorosa y quizá considerablemente más ridícula. Los
radiocasetes de un puñado de coches trucados tocaban una música rítmica de
bajos graves que retumbaba en el aire. Estos sonidos quedaron ahogados por la
marcha interpretada por una orquesta de viento que apareció doblando una
esquina, con los instrumentos brillando bajo las luces mezcladas de los coches
y del fuego.
—La
final del campeonato de fútbol americano entre institutos —les informó el agente
desde el asiento delantero mientras se abría paso cuidadosamente por entre el
gentío—. Debe de haber ganado Sierra
hoy. Ahora podrán jugar en la Super Bowl juvenil del estado. No está mal. No
está nada mal.
El
agente le tocó la bocina a un descapotable lleno de adolescentes que se había
detenido delante de ellos. Los chicos se volvieron, riendo y gesticulando de
manera animada pero no agresiva. Con una sacudida y un chirrido de neumáticos,
la chica que iba al volante logró apartar el coche de su camino.
—Saldremos de esto enseguida. Parece que todo aquel que es alguien en
esta ciudad ha venido aquí esta noche.
—¿Cuánto
tiempo más durará? —preguntó Susan.
El
agente se encogió de hombros.
—Esa hoguera parece recién encendida. Y no veo que el equipo haya
llegado todavía. Estarán esperándolos. Y también al entrenador. Y
probablemente el alcalde y los concejales del ayuntamiento y Dios sabe quién
más tendrán que coger un megáfono y decir algunas palabras. Me da la impresión
de que la fiesta acaba de empezar. —El agente bajó la ventanilla y le gritó a
una pequeña panda de chicas—. ¡Eh,
señoritas! ¿Cómo ha quedado el marcador?
Las
chicas se dieron la vuelta y miraron al agente como si acabara de llegar de
Marte.
—Veinticuatro a veintidós —contestó una de ellas—. No he dudado ni por un momento. —Todas
se rieron.
El
agente sonrió.
—¿Quiénes
son los siguientes?
—¿Las
siguientes víctimas? —chillaron las chicas a la vez—. ¡Nueva Washington!
El
agente volvió a subir la ventanilla.
—¿Lo
ven? —dijo—. Algunas cosas nunca
cambian. El fútbol americano juvenil, por ejemplo.
Jeffrey contempló a la multitud y pensó que era una suerte. Si alguien
los seguía, le resultaría sumamente difícil no perderlos entre tanta gente.
El
agente viró para salir de la calle principal y pasó por debajo de una pancarta
que decía: MANIFESTACIÓN EN LA PLAZA POR LA CATEGORÍA DE ESTADO, 24 DE NOV.
Jeffrey
se volvió en su asiento para mirar la calle que dejaban atrás y asegurarse de
que nadie los siguiera. Las luces y el ruido empezaron a difuminarse a sus
espaldas. Pasaron junto a grupos de personas que se dirigían a toda prisa al
centro de la ciudad, luego salieron de Sierra y se adentraron rápidamente en la
oscuridad de una carretera angosta. Los árboles llegaban hasta el borde mismo
del asfalto, y sus troncos negros parecían bloquear los haces de los faros. En
cuestión de minutos, el mundo que los rodeaba parecía haberse vuelto más
cercano, estrecho, enmarañado y nudoso. Pasaron junto a varios caminos
particulares de casas cuyas luces apenas resultaban visibles en lo más profundo
del mundo boscoso en el que se estaban internando. Entonces Jeffrey rompió el
silencio.
—Pare el
coche. Ahora.
El
agente obedeció. Los neumáticos hicieron crujir la grava en el margen de la
carretera.
Jeffrey
tenía la pistola en la mano.
—Todos
abajo —dijo.
El
agente vaciló, luego posó la vista en el arma. Se desabrochó el cinturón de
seguridad y se apeó.
Jeffrey
hizo lo mismo. Respiró hondo, echó un vistazo a la calzada como para intentar
ver más allá del límite de los faros y se volvió hacia atrás.
—Muy
bien —dijo—. Gracias por su ayuda.
Siento ser tan poco cortés. Dígame ahora mismo: ¿cómo nos están siguiendo la
pista?
El
agente se encogió de hombros.
—Se supone que debo dar cuenta de su
paradero a una unidad especial. Las veinticuatro horas del día.
—¿Qué clase de unidad?
—Especialistas
en limpieza. Como Bob Martin. Jeffrey asintió.
—¿Y si
no reciben noticias suyas?
—Se
supone que eso no debe ocurrir.
—De
acuerdo. Entonces ha llegado el momento de que haga usted esa llamada.
—¿Aquí,
donde Cristo perdió el gorro? —soltó el agente—.
No lo pillo.
—No. —Jeffrey sacudió la cabeza—. Aquí no. ¿Está en condiciones de
correr?
—¿Qué?
—¿Está en buena forma? ¿Puede correr?
—Sí
—respondió el hombre—. Puedo correr.
—Bien.
La ciudad no queda a más de siete u ocho kilómetros de aquí. No debería tardar
más de media hora o quizá cuarenta y cinco minutos, con esos zapatos que lleva.
Una hora, tal vez, porque llevará consigo esto... —Le entregó al agente el maletín.
El hombre continuó mirando a Jeffrey,
con más frustración que rabia.
—En
teoría no debo separarme de ustedes —se lamentó—. Esas son mis órdenes. Me va a caer una buena.
—Dígales
que yo le obligué. De hecho, es la verdad. —Jeffrey hizo un gesto con la
pistola—. Además, estarán demasiado
ocupados para echarle la bronca.
—¿Qué se
supone que debo hacer con esto? —El agente agitó el maletín.
—No perderlo —dijo Jeffrey. Sonrió brevemente y prosiguió—: Esto es lo que hará cuando llegue a la
ciudad. Da igual que se haya quedado sin aliento o que le hayan salido ampollas
en los pies: vaya directamente a la subcomisaría local del Servicio de Seguridad.
No se distraiga con la hoguera ni las celebraciones. Camine sin detenerse hasta
la subcomisaría. Cuando llegue, llame a su unidad de asesinos. Luego,
telefonee al director. No se ponga en contacto con su supervisor, ni con el
comandante de guardia, no llame a su mujer ni a nadie más. Llame al director
del Servicio de Seguridad. Da igual dónde esté o lo que esté haciendo;
accederá a hablar con usted. Créame. Si lo hace, salvará su empleo. Porque
durante los próximos minutos, usted se convertirá en la única persona en el
mundo con quien él querrá hablar. ¿Lo entiende? Bien, cuando lo tenga al otro
lado de la línea (a él y a nadie más, ni secretarias, ni ayudantes, nadie),
cuéntele exactamente lo que ha sucedido esta noche. Y dígale al director que yo
le he dado un maletín que contiene información sobre la identidad del hombre
que me pidió que encontrara, así como su dirección y algunos detalles sobre su
familia. Seguramente querrá saber adónde hemos ido, y usted le dirá que la
dirección está en esos dossieres, pero que nos hemos adelantado porque en este
punto su problema y el nuestro divergen. ¿Se acordará de decírselo,
exactamente en estos términos ?
Incluso
a un costado del coche, a la luz indirecta de los faros, que alumbraban en otra
dirección, Jeffrey advirtió que el agente había abierto mucho los ojos.
—¿«Divergir»,
dice? Esto es importante, ¿verdad? Debe de tener que ver con el motivo por el
que usted está aquí, ¿no?
—Sí a
ambas preguntas. Y tal vez para cuando llegue el final de la noche, todos
hayamos encontrado respuestas —dijo Jeffrey. Escrutó la oscuridad que los
envolvía—. Pero también es posible
que las respuestas nos encuentren a nosotros.
Apuntó
con el cañón de la pistola a la carretera, en dirección a la ciudad. El agente
dudó por unos instantes, Jeffrey señaló de nuevo y entonces el hombre arrancó
a correr despacio, sujetando el maletín contra su pecho.
Susan,
que había bajado del coche, se encontraba de pie junto a la puerta abierta.
—Vaya,
vaya, vaya. —Y se agachó para volver a subir.
La entrada a Buena Vista Drive estaba apenas un kilómetro más
adelante. Según el mapa, sólo había tres casas muy espaciadas en la calle sin
salida. La que ellos buscaban era la última de las tres, la más aislada.
Jeffrey habría preferido sobrevolar el lugar en una avioneta o un helicóptero,
pero había resultado imposible. En cambio, había tenido que estudiar los mapas
topográficos del Servicio de Seguridad, que suponía que eran sólo tan precisos
como el propietario y el contratista habían querido. En este caso concreto,
tenía claro que probablemente no serían demasiado precisos. Le preocupaba el
acercamiento, por los sensores ocultos de la alarma y, especialmente, por el
pabellón separado que no aparecía en ningún mapa ni plano pero del que le había
hablado el contratista. Se había devanado los sesos intentando imaginar la
función de esa estructura, pero no había sacado nada en limpio. Sabía que era
de importancia capital para su padre, pero no logró deducir exactamente por
qué.
Esto le
molestaba inmensamente.
Jeffrey
detuvo el vehículo del Servicio de Seguridad a un lado de la carretera y apagó
los faros justo fuera del camino de acceso de un solo carril al número 135. La
única señal de que había una casa oculta en el corazón del oscuro bosque era
un pequeño número en una placa de madera colocada junto a la calle sin salida.
No había valla ni cercado, sólo un solitario camino particular que desaparecía
entre los árboles.
Por unos
momentos, los tres permanecieron sentados en la penumbra, en silencio. Su plan
era simple, tal vez demasiado, pues dejaba muchas cosas en el aire.
Jeffrey
debía coger las armas, caminar por el sendero de acceso hasta la casa y entrar
por la parte delantera como pudiese, aunque para ello tuviera que llamar a la
puerta. Daba por sentado que, poco después de iniciar su avance, las alarmas se
dispararían, lo vigilarían a través de cámaras, y luego se enfrentarían a él.
Ese era el objetivo de su aproximación; atraer sobre sí la atención de los
ocupantes del número 135 de Buena Vista Drive. Si lo conseguía sin que lo desarmasen,
mejor. Una vez dentro, Susan y Diana debían seguirlo lo más sigilosamente
posible. Jeffrey creía que, en cuanto los ocupantes se hubiesen fijado en él,
no estarían alertas a una segunda oleada. Susan y Diana debían rodear la casa
hasta la parte posterior para intentar pillarlos por sorpresa. El contratista
le había dicho que los monitores de videovigilancia estaban en la planta
superior, de modo que Jeffrey sabía que debía mantener a los ocupantes de la
casa abajo. Así de simple.
El
asalto a la casa se basaba en un factor psicológico muy poco firme: Jeffrey esperaba
que, al aparecer solo, su padre pensara que intentaba proteger a su madre y a
su hermana, y que las había dejado en algún lugar lejano y seductoramente
seguro. Con una actitud altruista. Dispuesto a plantar cara al padre —y a
cualquier peligro que representase— él solo.
Esa era
una mentira que se consideraba capaz de vender.
La
verdad, claro está, era justo lo contrario. Madre y hermana eran las
abrazaderas de la trampa. El sólo era el resorte.
Los tres
bajaron del coche sin hacer ruido y se reunieron junto al maletero. Todos
llevaban ropa oscura, téjanos, sudaderas y zapatillas para correr. Jeffrey
abrió el maletero y de la primera de las dos talegas sacó tres chalecos
antibalas recubiertos con Kevlar que rápidamente se pusieron sobre el torso.
Susan tuvo que ayudar a su madre, que no estaba familiarizada con semejantes
prendas.
—¿Esto
funciona? —preguntó Diana—. Porque
cómodo no es, para nada.
—Protege
contra armas y munición convencionales, pero...
—Siempre
hay un pero —comentó Diana con brusquedad—.
¿Y qué te hace pensar que tu padre tendrá algo remotamente convencional?
Esta
pregunta arrancó una sonrisa nerviosa a Jeffrey.
—Creo que será prudente llevarlos, de
todos modos. Considera estas cosas el regalo de despedida de nuestro querido y
añorado agente Martin. Estaban en su taquilla de la oficina. —Esta muestra de
humor negro les hizo sonreír a los tres. Jeffrey se inclinó sobre la segunda
talega, abrió la cremallera y comenzó a sacar armas.
Ayudó a
su hermana a colocarse la pistola en la sobaquera, luego comprobó la suya
propia. A continuación, los dos empuñaron sendas metralletas y se pusieron en
la cabeza gorros de lana negros de la Marina. Del fondo de la talega, Jeffrey
extrajo dos pares de gafas de visión nocturna. Se colgó uno al cuello y le pasó
el otro a su hermana. A continuación introdujo la mano y cogió dos palancas
pequeñas. Sujetó una a su cinturón y la otra se la entregó a Susan.
A Diana
le vinieron a la mente imágenes de los dos cuando eran niños y jugaban juntos,
como si éste fuera una especie de juego perverso de policías y ladrones. Sin
embargo, mientras ella se dejaba enternecer por esos recuerdos gratos, su hijo
se volvió de pronto, le alargó un gorro parecido y la ayudó a sujetarse una
pistola al pecho con una correa. Le dio el revólver que Susan había traído de
Florida.
Jeffrey
se quedó un momento con los brazos en torno a su madre. Le pareció más pequeña
y frágil, más anciana de lo que jamás creía que sería, debilitada por la
enfermedad y por todo lo ocurrido. Había poca luz, pero en la penumbra
vislumbró las arrugas de preocupación en su frente.
Diana,
por otro lado, permanecía ajena a todo esto.
Respiraba
agitadamente, tomando bocanadas del aire frío, pensando que no había lugar en
el mundo donde prefiriese estar. Por primera vez en semanas, y quizá meses,
pudo hacer acopio de fuerzas en su interior y relegar su enfermedad a algún
rincón, como si le cerrase la puerta en las narices a su mal. Se había pasado
toda su vida adulta temiendo que el hombre a quien había llamado marido los
acorralara y los hundiese a ella y a sus hijos, y le inspiraba una esperanza
serena y una satisfacción inmensa pensar que esta noche era ella quien lo
acosaría a él y no al revés, que iba armada y era peligrosa, por primera vez
en la vida quizás incluso más peligrosa que él.
Susan
comprobó el mecanismo de corredera de la pistola. Se volvió hacia su hermano.
—¿Y qué
hacemos con la esposa y el hijo?
—Caril
Ann Curtin es una víbora. No te lo pienses dos veces.
Diana
sacudió la cabeza.
—Ella es
una víctima, como nosotros. Peor aún. ¿Por qué habríamos de...?
—Tal vez
lo fue alguna vez —la interrumpió Jeffrey—.
Tal vez si ella hubiera huido cuando aún estaba a tiempo, como huiste tú con
nosotros. Tal vez si hubiera puesto tierra de por medio cuando descubrió por
qué la quería a su lado y por qué la aleccionaba y por qué estaba ella allí
para apoyarlo. Tal vez podría haberse salvado entonces. La mujer a quien debe
su nombre, Caril Ann Fugate, puso sobre aviso al policía del estado de Nebraska
que topó de forma bastante fortuita con ella y Charles Starkweather. Salvar a
ese agente de su amante probablemente la salvó a ella de acabar en el patíbulo.
De modo que tal vez, tal vez. Tal vez cuando lleguemos allí, ella decida
salvarse. —Clavó en su madre una mirada intensa—. Pero no cuentes con ello. —Su tono era frío como el aire de
la noche.
—¿Y
Geoffrey? —insistió Diana—. ¿Tu
tocayo? Sólo es un adolescente. ¿Qué sabemos de él realmente?
—¿Realmente?
Nada. Nada con certeza. De hecho, espero que no esté aquí esta noche. Tendremos
más posibilidades si somos tres contra dos. Tres contra tres podría resultar
duro. De todos modos, supongo que no estará, pues tengo la impresión de que el
Control de Pasaportes en este estado es bastante eficiente.
—Pero...
—comenzó Susan. Hizo una pausa y terminó su frase—: Supón que es... que es
peligroso. ¿Será como él o como nosotros?
—Bueno
—contestó Jeffrey—, ésa es una
distinción que todos tendremos que determinar esta noche, ¿no? —No quiso
esperar a que su hermana respondiera antes de continuar—: Mira, se trata de un proceso. De un desarrollo. No es algo
que ocurra sin más. Hace falta alimentarlo. Es como un experimento científico
que tarda años en rendir fruto. Añades los elementos adecuados (crueldad, tortura,
perversidad, abusos), en los momentos indicados, a medida que un niño crece, y
obtienes algo perverso y retorcido. Mamá nos apartó de él justo cuando ese
proceso estaba comenzando. ¿Me preguntas por el hijo nuevo? No lo sé. Ha
estado ahí desde el principio. Esperemos que esté en la escuela.
—Sí, en la escuela.
Pero no en la que se supone que debería estar —observó Susan con dureza.
—Nada es como se supone
que debería ser —dijo Jeffrey—. Ni tú, ni yo, ni él, ni este estado entero.
Calculo que quedan entre sesenta y noventa minutos para que llegue el Servicio
de Seguridad. Vendrán helicópteros y unidades de Operaciones Especiales, con
armas automáticas y gas lacrimógeno. Tendrán órdenes de erradicar el problema.
Sería prudente no interponernos en su camino. Hagamos lo que hagamos, debemos
hacerlo en el lapso de una hora. ¿Entendido?
Madre e
hija asintieron.
Diana
les recordó el otro factor:
—¿Y qué
hay de Kimberly Lewis? Supongamos que está viva.
—La rescataremos. Si es posible. Pero debemos enfrentarnos primero a
nuestro problema.
Esto
preocupaba a Diana. Susan parecía comprenderlo mejor. Recibió esta orden de su
hermano con un gesto de resignación.
—Haremos
lo que podamos —dijo.
Jeffrey
esbozó una sonrisa lánguida, echó un brazo a los hombros de su hermana y le
dio un apretón. Luego se volvió y abrazó a su madre brevemente, sin nada más
que una muestra de afecto momentánea y rutinaria, como si el viaje que se
disponía a emprender fuese tan previsible y normal como parecía serlo el mundo
que los rodeaba.
—Nos
vemos allí delante —dijo, intentando inyectar serenidad y determinación a su
voz—. Aseguraos de darme tiempo
suficiente para atraer su atención.
Dicho
esto, Jeffrey dio media vuelta y se alejó a paso rápido por el camino de
acceso, con las armas terciadas, y la negrura de la noche lo engulló
enseguida.
Los ojos de Jeffrey tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad,
pero cuando eso ocurrió alcanzó a entrever la forma del sendero, que
serpenteaba entre filas densas de árboles cuyas copas se extendían sobre el
angosto espacio y casi no dejaban que se filtrase la luz de la luna y las
estrellas. Escuchó con atención la noche que lo rodeaba, el rumor ocasional de
ramas que se frotaban una contra otra cuando soplaba una ráfaga de viento,
mezclado con el sonido ronco de su propia respiración. Notaba una sequedad
invernal en la garganta y al mismo tiempo una pegajosidad propia del verano en
las axilas a causa del sudor provocado por el nerviosismo. Caminaba hacia
delante, sintiéndose como un hombre a quien le habían pedido que inspeccionara
su propia cripta.
Sospechaba que ya había activado una alarma dentro de la casa; los
detectores debían de ser sensibles al calor y al volumen y hallarse ajustados
de modo que no saltaran por alguna zarigüeya o mapache que pasaran por el
bosque, aunque probablemente se disparasen si un ciervo de cola negra se
aventuraba a acercarse demasiado a la casa. Sin embargo, Jeffrey sabía que esa
noche no pasarían por alto la alarma atribuyéndola a un animal. Instaladas en
lo alto de los árboles, en algún lugar, habría cámaras que captarían su avance
por el camino. Aun así, se movía cautelosa y pausadamente, como si confiara en
que nadie lo vería acercarse. «Esto es importante —pensó—. Mantener la ilusión. Hacerle creer que estoy solo y que no
tengo ni el sentido común ni la experiencia para evitar caer en la trampa.»
El
sendero torcía en ángulo recto hacia la derecha, y Jeffrey se quedó al abrigo
de los últimos árboles que se alzaban al borde de una extensión de césped despejada
y bien cuidada al pie de una loma. La casa se encontraba a unos cincuenta
metros, justo en el centro de la suave elevación. No había matas, ni
obstáculos, ni formas tras las que ocultarse al acercarse por ese último tramo
de terreno. La luz de la luna bañaba la hierba, que despedía un brillo plateado
como un estanque apacible.
La casa
era de dos plantas y diseño del Oeste actualizado; moderna, amplia, con un
exterior elegante y atractivo que denotaba que se había gastado dinero en
detalles. Estaba totalmente a oscuras, sin atisbo de luz por ninguna parte.
Jeffrey
exhaló despacio, parado al borde del claro, entornando los párpados y mirando
al frente.
Intentó
imaginarse la casa como una fortaleza, como un objetivo militar. Se llevó las
gafas de visión nocturna a los ojos y comenzó a escrutar el exterior. Había
arbustos bajo cada ventana de la planta baja. Supuso que no se trataría de
arbustos comunes y corrientes; debían de estar repletos de espinas afiladas
como cuchillos y resultar, por tanto, impenetrables. Además, estarían
plantados en grava suave del tipo que hace un ruido inconfundible cuando se
pisa.
A un lado vislumbró una
galería acristalada, pero incluso ese recinto estaba rodeado por densas marañas
de arbustos.
Jeffrey
sacudió la cabeza. Había tres formas de entrar: por la puerta principal, por
una puerta trasera o por la entrada oculta a la habitación en que Kimberly
Lewis había aprendido que el mundo no era precisamente el sitio seguro y
perfecto que le habían contado. Desde donde él estaba no veía la puerta de
atrás, pero recordaba su ubicación en los planos; a un lado de la cocina. Sin
embargo, ésa no sería su característica más destacada, pensó, sino un campo de
disparo despejado tanto en el exterior como dentro.
Jeffrey
bajó los prismáticos para continuar buscando algún otro punto de acceso a la
casa aparte de las dos puertas, delantera y trasera, sabiendo que no lo
encontraría. Se encogió de hombros y pensó que no era tan terrible: cuando uno
va a enfrentarse a algo maligno, tal vez sea más conveniente desde el punto de
vista psicológico atacar de frente en lugar de intentar acceder por detrás a
hurtadillas. Por supuesto, esperaba que su hermana fuese lo bastante juiciosa
para colarse por la parte posterior, tal y como habían acordado. Le preocupaba
este detalle; Susan tenía algo de impredecible, y podía tomar una decisión
diferente. De un modo extraño, Jeffrey contaba con ello.
Observó
de nuevo la casa a oscuras.
Que no
viera ninguna luz no significaba nada. No creía que su padre hubiese huido, o
que se hubiese ido a dormir. Sabía que su padre se sentía cómodo en la
oscuridad y que nunca perdía la paciencia cuando esperaba a que su presa
acudiese a él.
Jeffrey
sujetó el arma automática contra su pecho. Era básicamente una pieza de
utilería. No tenía intención de utilizarla. Pero llegar armado a la casa
formaba parte de la ilusión.
Una vez
más, soltó el aire despacio. Había permanecido demasiado tiempo indeciso en la
periferia del claro, al igual que en la periferia de su vida, y había llegado
el momento de dar un paso al frente. Exhalando lentamente y doblado por la
cintura, salió de entre los árboles y arrancó a correr a toda velocidad hacia
la parte delantera de la casa. Un pensamiento fugaz le vino a la mente:
durante toda su vida adulta había sido profesor y científico, había vivido en
un mundo de planificación y resultados, de estudio y expectativas; y, en este momento, se había precipitado
en un mundo muy distinto, un mundo de incertidumbre absoluta. Recordaba haberse
adentrado en un lugar así una vez, en un almacén abandonado de Galveston,
buscando a David Hart. Pero entonces lo acompañaba un par de agentes de sangre
fría, y la ansiedad que lo había invadido no era más que una sombra de la
tensión que estaba acumulando esa noche. Y esta vez, pese a la presencia de su
hermana y su madre, que avanzaban sigilosamente en algún punto de la extensa
oscuridad que tenía a su espalda, se sentía profundamente solo. Recordaba lo
que le había dicho a su hermana hacía unos días: «Si quieres vencer al
monstruo, debes estar dispuesto a descender hasta la guarida de Grendel.»
Notaba que sus dedos apretaban con fuerza el metal del arma. Parecían
resbaladizos a causa de la inquietud.
Comenzó a respirar agitadamente cuando se abalanzó hacia delante a la
carrera.
La distancia pareció expandirse. Jeffrey oía el golpeteo de sus pies
sobre la hierba brillante, que parecía cubierta de escarcha e inestable. Tragó
saliva y, de pronto, como por
sorpresa, la distancia se comprimió bruscamente, y se encontró a pocos metros
de la puerta principal. Continuó corriendo y finalmente se arrojó contra la
gruesa madera, con la espalda contra la casa, intentando encogerse todo lo
posible, jadeando.
Por un
instante, vaciló.
Estaba a
punto de coger la palanca pequeña para forzar la puerta, pero algo lo hizo
detenerse. Se acordó de la puerta de su apartamento, en Massachusetts, que él
mismo había electrificado. Pensaba que cualquiera que quisiera entrar por la
fuerza probaría primero con el pomo. De modo que, en lugar de reventar la
cerradura con la palanca, extendió la mano y la posó en la manija de la puerta.
Giró con
toda facilidad.
No
estaba cerrada con llave.
Se
mordió el labio, sin soltar el pomo. Alcanzó a oír el tenue sonido que hacía el
mecanismo de la puerta al deslizarse. Empujó suavemente la madera maciza.
«Una
invitación», pensó.
«Me
esperan.»
Se quedó
inmóvil por unos instantes, dejando que este último pensamiento lo llenase de
fascinación y a la vez de terror. Cobró consciencia de que estaba abriendo algo
más que la simple puerta de una casa; tal vez era también la puerta a todas las
preguntas que se había planteado en la vida sobre sí mismo. Por un momento
acarició la idea de dejar la puerta abierta tras de sí, pero sabía que eso no
tenía sentido. Utilizando ambas manos para recuperar el equilibrio, la cerró
sin hacer ruido, dejando fuera la luz de la luna y sumiéndose en una oscuridad
aún más densa.
Dio unos
pasos cautelosos hacia delante, dando la espalda a la puerta y empuñando la
metralleta con las dos manos. Respiró hondo de nuevo y echó a andar
lentamente, como un cangrejo, a través del vestíbulo. Se esforzó por visualizar
el plano de la casa y repasar cada espacio mentalmente. La entrada comunicaba
con la sala de estar, y ésta con el comedor y la cocina. Unas escaleras
ascendían hacia la derecha hasta los dormitorios, entre los que se hallaba encajonado
un pequeño despacho, sin duda donde él tenía los monitores de videovigilancia.
Detrás de la escalera había una puerta que conducía al sótano. Dentro de la
oscuridad reinaba una negrura absoluta; de repente lo asaltó el miedo a
tropezar y caer sobre una mesa o una silla, derribar una lámpara o hacer añicos
un jarrón, lo que delataría su presencia de forma torpe y desafortunada.
Se
detuvo y tendió el brazo para palpar la pared, esperando que los ojos se le
acostumbraran de nuevo. Buscó en sus bolsillos la linterna tamaño bolígrafo de
luz roja que había utilizado antes en el coche. Estaba desesperado por
encenderla, sólo para ver dónde se encontraba y orientarse. Pero sabía que
revelaría su posición incluso con la luz más pequeña e insignificante.
«¿Dónde
estará él?», se preguntó.
«¿En la
planta de arriba? ¿Abajo?»
Dio un
solo paso al frente, despacio, atento a cualquier sonido que pudiese ayudarlo
en su búsqueda, muy concentrado. Se paró en seco y estiró el cuello hacia
delante cuando percibió un sonido leve y áspero, un gemido o grito ahogado,
procedente de algún lugar apartado y recóndito. Primero pensó que se trataba de
la joven, que debía de estar abajo, en la sala de música. Avanzó otro paso, con
la mano extendida ante sí, buscando la pared opuesta.
Entonces
oyó un segundo ruido. Una oleada de frío nocturno le revolvió el estómago; fue
un ligero chasquido tras su oreja derecha seguido del tacto repentino y
aterrador del cañón de una pistola en la nuca, como una esquirla de hielo.
Luego,
una voz, a medio camino entre un siseo y un susurro.
—Si te
mueves, eres hombre muerto.
Se quedó
paralizado.
Sonó un
chirrido cuando la puerta oculta de un armario se abrió en la pared a la que él
se había arrimado hacía unos segundos, y una figura vestida de negro salió al
vestíbulo. La figura, la voz, la presión de la pistola contra el cuello, todo
parecía formar parte de la noche.
—Las
manos sobre la cabeza —le ordenó la voz a su espalda.
Jeffrey
obedeció.
—Bien
—dijo la voz, y luego, en un tono un poco más alto, añadió—: Ya lo tengo.
—Excelente.
Quítale las gafas.
Como en
una explosión, todas las luces de la casa se encendieron de golpe, y tuvo la
sensación de que se le quemaban las retinas como si hubieran abierto un horno
al rojo. Jeffrey parpadeó repetidamente mientras las imágenes se le agolpaban
en los ojos. Muebles, obras de arte, piezas de diseño, alfombras. Las paredes
blancas de la casa parecían resplandecer en torno a él. Se sintió mareado, casi
como si le hubiesen asestado una bofetada fuerte. Apretó los párpados, como si
la luz le doliese. Al abrirlos, vio ante sí unos ojos que por un segundo se le
antojaron los suyos propios, como si estuviera mirándose en un espejo. Aspiró
bruscamente.
—Hola,
Jeffrey —dijo su padre con suavidad—.
Llevamos toda la noche esperándote.
24
El
último hombre libre
Al ver la súbita explosión de luz en el interior de la casa, Diana
Clayton reprimió un grito y Susan profirió una exclamación, «¡Dios!», casi como
si el espacio oscuro que tenían delante hubiese estallado en llamas de
repente. Ambas mujeres se encogieron ante la claridad que se extendió a toda
velocidad sobre el césped, amenazando con dejarlas al descubierto en la linde
del bosque, no muy lejos de donde Jeffrey había hecho un alto pocos minutos
atrás. Susan se quitó despacio del cuello la correa de las gafas de visión
nocturna y las tiró a un lado.
—Ya no tiene sentido seguir cargando con esto —farfulló.
Diana se
acercó arrastrándose, recogió las gafas y se las colgó del cuello. Las dos
mujeres estaban tendidas boca abajo aspirando el olor húmedo y terroso a hojas
secas y arbustos silvestres descuidados. La casa en el centro del claro seguía
brillando con una intensidad sobrenatural, como burlándose de la noche.
—¿Qué
está pasando? —preguntó la mujer mayor, de nuevo en susurros.
Susan
sacudió la cabeza.
—O Jeffrey
ha activado algún tipo de alarma interior que ha encendido todas las luces de
la casa, o ellos han encendido todas las luces de la casa y han pillado a
Jeffrey. De cualquier forma, él está dentro, y no hemos oído disparos, de modo
que podemos suponer sin temor a equivocarnos que lo que tenía que pasar, fuera
lo que fuese, ya ha empezado a ocurrir...
—Entonces
tenemos que acercarnos a la parte de atrás —dijo Diana.
Susan
asintió.
—Mantente
agachada y haz el menor ruido posible. Vamos allá.
Empezó a
abrirse paso rápidamente entre la maraña de arbustos y árboles. Iluminaba el
sombrío sendero la luz artificial procedente de la casa, que se filtraba por
la fronda. Por un momento, a Susan le pareció inquietante: el resplandor había
eclipsado por completo la luz de la luna, haciéndola sentir como si ya no
estuviesen solas y se cerniese sobre ellas el peligro constante de que las
descubriesen. Avanzaba con agilidad, inclinada, corriendo de árbol en árbol
como un animal nocturno temeroso del amanecer, esforzándose al máximo por
permanecer oculta. Su madre la seguía trabajosamente, apartando matojos de su
camino y soltando algún que otro improperio cuando la ropa se le enganchaba en
una espina o una ramita la golpeaba en la cara. Susan aflojó el paso, por deferencia
a las dificultades de su madre, pero sólo ligeramente; no sabía si les quedaba
mucho tiempo o si ya era demasiado tarde, pero el corazón le decía que debía
darse prisa, sin precipitarse, una distinción quizá demasiado sutil, pensó,
habiendo vidas en juego.
Se
detuvo por unos instantes, respirando agitadamente, pero no por el cansancio,
con la espalda apoyada contra un árbol. Mientras esperaba a que Diana la
alcanzara, reparó en un sensor de infrarrojos que hendía el aire delante de
ella de forma invisible. El dispositivo era pequeño, de unos quince
centímetros de largo, y semejaba un telescopio en miniatura. Sin embargo, ella
sabía que era maligno y sabía por qué estaba allí. Lo había localizado por pura
casualidad. Probablemente había cruzado el haz de media docena de aparatos
parecidos mientras avanzaban por el bosque, pensó. De hecho, los tres ya habían
previsto que eso ocurriera. Era el deber de su hermano mantener ocupada a la
gente del interior de la casa y desviar su atención de la segunda oleada del
asalto.
Diana se
agachó a su lado, y Susan señaló el dispositivo.
—¿Tú
crees que nos han visto? —preguntó Diana.
—No,
creo que les interesa más Jeffrey. —No reveló lo que estaba pensando: si su
hermano se equivocaba respecto a esto, tal vez los tres morirían esa noche.
Diana Clayton movió la cabeza
afirmativamente.
—Déjame recuperar el aliento —musitó.
—¿Te encuentras bien, mamá? ¿Puedes
seguir?
Diana tendió el brazo y le dio un suave
apretón a la mano de su hija.
—Sólo me
estoy haciendo un poco mayor, ¿sabes? No estoy tan en forma como tú para salir
de excursión al bosque en plena noche. De acuerdo, vamos.
A Susan
se le ocurrieron varias réplicas, y todas le parecieron ridículas, aunque se
dio cuenta de que lo más ridículo de todo era que su madre enferma de gravedad
estuviera atravesando penosamente un bosque laberíntico con pocas ideas en
mente aparte del asesinato. Echó una mirada furtiva a Diana, como intentando
calibrar la fuerza y la resistencia de la mujer mayor. Pero sabía que era
imposible evaluar estas cualidades con un solo vistazo, que forma parte de la
naturaleza de todos los hijos, por muy adultos que sean, creer que sus padres
son más fuertes o más débiles, más virtuosos o más imperfectos de lo que son en
realidad. Susan supuso que su madre tendría muchos recursos que ella ni
siquiera sospechaba, y decidió confiar en ellos, fueran los que fuesen.
Apartó
la mirada y la dirigió a la casa de su padre. De pronto cobró consciencia de
que pocas semanas atrás el único sentimiento que le había inspirado su hermano
era la confusión y que ahora estaba deslizándose por entre el musgo húmedo y
los arbustos retorcidos, con un arma en las manos, mientras él se exponía al
peor de los peligros y dependía de ella para inclinar la balanza a su favor. Se
mordió con fuerza el labio y continuó caminando.
Diana la
seguía, sorteando los obstáculos. Le vino a la cabeza un pensamiento de lo más
extraño: Susan estaba más hermosa de lo que la había visto nunca. Entonces una
rama salió impulsada hacia ella como un resorte y la esquivó. Soltó una
obscenidad y reanudó su trabajosa marcha.
Con las
armas bien sujetas, continuaron abriéndose camino entre los árboles, rodeando
su objetivo, a paso lento pero inexorable, en dirección a la parte posterior,
esperando que sus movimientos pasaran inadvertidos para los ocupantes de la
casa.
Jeffrey
estaba sentado en el borde de un lujoso sofá de piel oscura en el espacioso
salón de su padre, rodeado de cuadros caros colgados en las paredes, una mezcla
de colores modernistas vibrantes salpicados en lienzos blancos y obras más
tradicionales, visiones estilo Frederic Remington del Viejo Oeste, con
vaqueros, indios, colonos y carromatos cubiertos, en posturas idealizadas y
nobles. Había varios objetos artísticos pequeños distribuidos por toda la
estancia de techo bajo: jarrones y tazones indios; una lámpara de cobre batido
a mano con una pantalla bruñida; alfombras auténticas tejidas por navajos en
el suelo. Sobre una mesita de centro con superficie de cristal, junto a un
grueso libro sobre Georgia O'Keeffe, había una serpiente de cascabel enroscada
y momificada, con la boca abierta de par en par y los colmillos bien a la
vista. Era el salón de un hombre rico, y pese al batiburrillo de diseños y estilos,
rezumaba cultura y un gusto exquisito. Jeffrey dudaba que hubiese una sola
reproducción en la casa.
Su padre
estaba sentado en una butaca de madera y cuero, frente a él. El chaleco
antibalas, la metralleta y la semiautomática de Jeffrey yacían en un
montoncito a sus pies. Caril Ann Curtin se hallaba de pie, justo detrás de la
butaca, con una mano sobre el hombro de su marido, y empuñando con la otra una
pistola semiautomática pequeña, de calibre .22 o .25, supuso Jeffrey, y con un
cilindro silenciador acoplado. «El arma de una asesina —pensó—. Un arma que mata con sigilo y un sonido
apenas perceptible, como el de una botella al descorcharse.» Ambos iban de
negro; su padre llevaba téjanos y un jersey de cuello vuelto de cachemira, y
Caril Ann unos pantalones con trabillas y un suéter de lana tejido a mano. Por
su aspecto y su porte, él aparentaba menos años de los que tenía. Era esbelto
en extremo, se conservaba atlético; tenía la piel tersa, ligeramente tirante
sobre los músculos nudosos. Tenía cierto aire de felino, una languidez de
movimientos que sin duda entrañaba rapidez y fuerza. Tocó con la punta del pie
las armas amontonadas en el suelo, y una leve expresión de repugnancia asomó a
su rostro.
—¿Has
venido a matarme, Jeffrey? ¿Después de todos estos años?
Jeffrey escuchó la voz de su padre, que evocó en él los tonos que
había oído hacía mucho tiempo, como si de pronto, años después, lo asaltase el
recuerdo de un mal momento al volante de un coche, una carretera resbaladiza,
un patinazo, un volantazo que salvó la situación por los pelos.
—No, no necesariamente. Pero sí que he venido preparado para matarte
—repuso despacio.
Su padre
sonrió.
—¿Insinúas
que habría habido alguna posibilidad de que no me abatieses a tiros si tu
acercamiento más bien torpe hubiera pasado desapercibido?
—No me
había decidido aún. —Al cabo de una pausa, Jeffrey añadió—: Sigo sin decidirme.
El
hombre conocido ahora como Peter Curtin, y en otra época como Jeffrey Mitchell,
entre otros nombres, seguramente, sacudió la cabeza y lanzó una mirada a su
esposa, que no se inmutó y siguió observando al intruso de esa noche con el
odio patente de un espectro.
—¿En serio? ¿De verdad creías que esta
noche llegaría a su fin sin que uno de los dos muriese? Me cuesta imaginarlo.
Jeffrey se encogió de hombros.
—Tú creerás lo que quieras —espetó.
—Eso es
totalmente cierto —respondió Peter Curtin—.
Siempre he creído lo que he querido, y he hecho lo que he querido también.
—Dirigió a su hijo una mirada acerada—.
Yo soy, tal vez, el último hombre
verdaderamente libre. Desde luego soy el último con el que te encontrarás.
—Eso
depende de cómo definas la libertad —replicó Jeffrey.
—¿De
verdad? Dime una cosa, Jeffrey, tú que has conocido este mundo nuestro. ¿Acaso
no perdemos parte de nuestra libertad cada minuto que pasa? Tanto es así que,
para intentar aferramos a lo poco que nos queda, nos recluimos entre muros y
sistemas de seguridad, o nos venimos a vivir aquí, en este nuevo estado, que
pretende erigir muros por medio de normas y reglas y leyes. Nada de eso puede
detenerme. No, su libertad es una ilusión. La mía es real.
Pronunció
estas palabras con una frialdad que llenó la habitación. Jeffrey pensó que
debía responder algo, quizá discutir con él, pero en cambio se quedó callado.
Esperó a que las comisuras de la boca de su padre, ligeramente curvadas en una
sonrisa irónica, volvieran a adoptar una expresión neutra.
—Faltan tu madre y tu hermana —dijo Peter Curtin al cabo de un
momento. A Jeffrey le pareció percibir un deje cantarín en su voz, teñida en
parte de sarcasmo y en parte de suficiencia burlona—. He estado deseando que llegara el momento en que nos reuniésemos
todos aquí. Si ellas estuviesen aquí, el reencuentro sería completo.
—No esperarías que las dejase venir
conmigo, ¿verdad? —repuso Jeffrey enseguida.
—No estaba seguro.
—¿Exponerlas
al peligro? ¿Y dejar que nos mataras a todos con sólo tres balas? ¿O crees que
me parecería más inteligente ponerte un poco más difícil las cosas para
liquidarnos ?
Peter
Curtin se agachó, recogió la nueve milímetros grande de Jeffrey y la sacó
lentamente de la funda. Examinó el arma por unos instantes como si le pareciese
un objeto curioso, o extraño, y luego, con toda naturalidad, introdujo una bala
en la recámara, quitó el seguro y apuntó directamente al pecho de Jeffrey.
—Pégale
un tiro de una vez —siseó Caril Ann Curtin. Le dio un apretón en el hombro a su
esposo, para incitarlo, y los nudillos se le pusieron blancos en contraste con
el negro del jersey—. Mátalo ya.
—No me
has puesto las cosas especialmente difíciles para liquidarte a ti, ¿no?
—preguntó su padre.
Jeffrey
fijó la vista en el cañón de la pistola. Se debatía entre dos pensamientos
furiosos y contradictorios. «No lo hará. Aún no. Aún no ha obtenido de mí lo
que quiere. —Y luego, igual de abruptamente—:
Sí, sí que lo ha obtenido. Ha llegado mi hora.»
Respiró
hondo y contestó en el tono más desapasionado que le permitieron su garganta y
sus labios resecos:
—¿No
crees que, si hubiese dedicado tanto tiempo a planear mi aproximación a esta
casa como tú dedicas a planificar tus asesinatos, sería yo quien estaría
empuñando esa pistola, y no tú? —Eligió las palabras con cuidado, procurando
que no le temblara la voz.
Peter
Curtin bajó el arma. Su esposa emitió un gruñido, pero no se movió.
Cuando
Peter Curtin sonrió, dejó al descubierto una dentadura reluciente y
perfectamente regular. Se encogió de hombros.
—Formulas
las preguntas como el profesor universitario que eres, con bonitas florituras
retóricas. Ese tono debe de darte resultado en las aulas. Me pregunto si los
alumnos se quedan pendientes de cada palabra tuya. Y las jovencitas, ¿se les
acelera el pulso y se les humedece la entrepierna cuando entras pavoneándote en
clase? Seguro que sí. —Se rio, alzó la mano y tocó con ella la de su mujer,
que seguía posada sobre su hombro. Luego, de forma más fría y calculadora,
prosiguió—: Haces presuposiciones
sobre mis deseos que pueden o no ser ciertas. Tal vez no tenga intención de
hacerles daño ni a Diana ni a Susan.
—¿De veras? —preguntó Jeffrey, enarcando una ceja—. No lo creo.
—Bueno, eso está por verse, ¿no? —replicó
su padre.
—No volverás a encontrarlas —aseguró
Jeffrey, insuflando convicción a su mentira.
Su padre
sacudió la cabeza despacio.
—Claro
que las encontraré, en el momento que quiera. He sido capaz de prever todas las
decisiones que has tomado, Jeffrey, todos los pasos que has dado. Lo único que
no sabía con certeza era si aparecerías tú solo o con ellas dos, dando tumbos y
activando todas las alarmas del sistema. El problema reside en que no tenía
idea de lo cobarde que eres, Jeffrey.
—He
venido, ¿no es cierto?
—No
tenías elección. O, mejor dicho, yo no te he dejado otra elección...
—Podría
haber enviado una unidad de Operaciones Especiales.
—¿Y
perderte este cara a cara? No, no lo creo. Esa nunca fue una alternativa real,
ni para ti, ni para tu madre ni para tu hermana.
—Están a
salvo. Susan está cuidando de mamá. De todos modos, es una rival más que digna
para ti. Y no las encontrarás. Esta vez no. Nunca más. Las he enviado a un
lugar totalmente seguro...
Peter
Curtin soltó una risotada, un sonido estridente e inhumano.
—¿Y qué
lugar es ése, si no es indiscreción? Se supone que éste es el «último lugar
seguro», y ya les he demostrado a todos lo grande que es esa mentira.
—No las
encontrarás. Ahora están muy lejos de tu alcance. He aprendido lo suficiente de
ti para conseguir eso.
—Yo diría más bien que te he demostrado en las últimas semanas que nada
está lejos de mi alcance.
Peter
Curtin sonrió de nuevo. Jeffrey aspiró profundamente y decidió responder con un
contragolpe rápido.
—Tienes
un gran concepto de ti mismo... —Titubeó levemente al contenerse para no
emplear la palabra «padre». Se apresuró a llenar el silencio que había creado,
añadiendo—: No es un fenómeno
infrecuente en los asesinos como tú. Os gusta engañaros a vosotros mismos
convenciéndoos de que de algún modo sois especiales. Únicos. Extraordinarios.
No eres más que uno entre tantos. Pura rutina.
Una
expresión sombría cruzó el rostro de Peter Curtin. Entrecerró los ojos
ligeramente, como si su mirada penetrase más allá de las palabras de Jeffrey,
directamente hasta su imaginación. Luego, casi tan rápidamente como había
aparecido, esa expresión se esfumó y cedió el paso una vez más a la sonrisa y
al tono divertido de su voz.
—Me
tomas el pelo. Quieres hacerme enfadar antes de que esté listo para ello.
Típico de un hijo, ¿no? Intentar descubrir alguna debilidad en su padre y
aprovecharse de ella. Pero estoy descuidando mis modales. Lo único que has conocido
de tu madrastra Caril Ann, hasta ahora, es su eficiencia. Caril Ann, querida,
éste es Jeffrey, de quien tanto te he hablado...
La mujer
no movió un músculo ni esbozó la menor sonrisa. Continuó mirando a Jeffrey
Clayton con una furia no contenida.
—¿Y mi
hermanastro? —inquirió Jeffrey—.
¿Por dónde anda?
—Ah,
creo que eso lo descubrirás tarde o temprano.
—¿A qué
te refieres?
—No está
aquí. Está fuera... eh, estudiando.
Los dos
hombres se sumieron en un breve silencio, sin despegar la vista el uno del
otro. Jeffrey se notó el rostro congestionado, como si le hubiese subido la
temperatura. El hombre sentado frente a él era un extraño y a la vez un conocido
íntimo, una persona de la que lo sabía todo y a la vez nada. Como estudioso de
los asesinos, como investigador, como el Profesor de la Muerte, sabía mucho;
como hijo del hombre, sólo conocía el misterio de sus propias emociones.
Experimentó una curiosa sensación de mareo al preguntarse qué tenían en común y
qué los diferenciaba. Y, con cada
inflexión en la voz de su padre, con cada uno de sus gestos, cada pequeño
ademán, Jeffrey notaba una punzada de miedo al pensar que quizás él mismo
hablase así, se comportase así, tuviese ese aspecto. Era como mirarse en un
espejo deformante de una feria de atracciones e intentar determinar dónde
empezaba y dónde acababa la distorsión. Jeffrey se sentía como si hubiera
respirado del mismo aire o bebido del mismo vaso que un hombre aquejado de una
enfermedad altamente virulenta e infecciosa. Y ya sólo quedaba el período de
incubación para averiguar si el virus se estaba reproduciendo en su interior.
Aspiró
con fuerza.
—No vas a matarme —dijo tajantemente.
Su padre sonrió otra vez. Saltaba a la
vista que lo estaba pasando en grande.
—Tal vez
sí —repuso— y, por otro lado, tal
vez no. Pero esta vez has planteado una pregunta equivocada, hijo.
—¿Y cuál
es la pregunta correcta? —quiso saber Jeffrey.
El
hombre mayor arqueó una ceja, como extrañado por el tono de la respuesta de
Jeffrey o por el hecho de que su hijo no conociese la respuesta.
—La
pregunta es: ¿tengo que hacerlo?
A
Jeffrey le pareció que de pronto hacía más calor en la sala. Se le habían
secado los labios. Oyó su propia voz, pero las palabras se le antojaron ajenas,
como si las pronunciase otro, una persona desconocida y distante.
—Sí
—contestó—. Creo que deberías.
De nuevo
su padre adoptó una expresión divertida.
—¿Y por
qué?
—Porque
ya nunca volverías a sentirte seguro. Nada te garantizaría que yo no esté ahí
fuera, buscándote. Y nunca tendrás la certeza de que no vuelva a encontrarte.
No puedes llevar a cabo tus acciones sin una sensación de seguridad. Una
sensación de seguridad absoluta. Forma parte esencial de tu camuflaje. Y, sabiendo que yo estoy vivo, jamás te
verías del todo libre de dudas.
Peter
Curtin sacudió la cabeza.
—Claro
que sí —dijo—. Puedo garantizar
todas esas cosas.
—¿Cómo?
—preguntó Jeffrey con aspereza.
Su padre
no contestó. En cambio, se inclinó hacia una mesa de lectura cercana para coger
un aparato electrónico pequeño que había sobre ella. Lo alzó de manera que
Jeffrey pudiera verlo.
—Por lo
general —dijo su padre— estas cosas son para parejas jóvenes con hijos recién
nacidos. Creo que tu madre usó uno cuando nacisteis tú y tu hermana, pero no
lo recuerdo con exactitud. Ha pasado mucho tiempo. El caso es que funcionan
sorprendentemente bien. —Peter Curtin pulsó un interruptor y habló por el
intercomunicador—. Kimberly, ¿estás
ahí? ¿Me oyes? Kimberly, sólo quiero que sepas que tu única posibilidad ha
llegado por fin.
Curtin
oprimió otro botón, y Jeffrey oyó una vocecilla metálica y asustada entre
interferencias.
—Por
favor, que alguien me ayude, por favor...
Su padre
apretó el interruptor, cortando la voz en medio de su súplica.
—Me pregunto si
sobrevivirá —comentó con una carcajada—. ¿Podrás
salvarla, Jeffrey? ¿Podrás salvarla a ella, a tu hermana, a tu madre y a ti
mismo? ¿Eres lo suficientemente fuerte y astuto? —Sonrió de oreja a oreja otra
vez—. Dudo que alguien pueda ser lo
bastante para salvaros a todos.
Jeffrey
no abrió la boca. Su padre no apartaba la mirada de él.
—¿Te
eduqué bien?
—Tú no
tuviste nada que ver con mi educación.
Peter
Curtin sacudió la cabeza.
—Yo he tenido muchísimo que ver con tu educación. —Volvió a alzar el intercomunicador.
—¿Y ella
qué pinta en esto...? —empezó a protestar Jeffrey.
—Todo.
En medio
del silencio que siguió, Caril Ann Curtin musitó de nuevo:
—Peter,
deja que los mate a los dos ahora. Por favor. Te lo ruego. Todavía estamos a
tiempo.
Pero Peter
Curtin denegó su petición con un gesto de la mano.
—Vamos a
medirnos en un juego, Jeffrey. Un juego de lo más peligroso. Y ella será la
única pieza.
Jeffrey
se quedó callado.
—Hay
mucho en juego. Tu vida contra la
mía. La vida de tu madre y tu hermana contra la mía. Tu futuro y el suyo contra mi pasado.
—¿Cuáles
son las reglas?
—¿Reglas?
No hay reglas.
—¿Pues
en qué consiste el juego?
—Vaya, Jeffrey, me sorprende que no lo reconozcas.
Se trata del juego más básico de todos. El juego de la muerte.
—No te entiendo.
Peter
Curtin le dedicó una sonrisa sardónica.
—Por
supuesto que lo entiendes, profesor. Es el juego que se juega en un bote
salvavidas, por ejemplo, o en la ladera de una montaña cuando llega el
helicóptero de rescate. Se juega en trincheras y en edificios en llamas. ¿Quién
vive, quién muere? Consiste en tomar una decisión aun sabiendo las
consecuencias catastróficas que puede tener para terceros. —Aguardó, como si
esperase oír una respuesta, pero al no obtener ninguna, prosiguió—: Te
diré cuál será el juego de esta noche. Si la matas, ganas. Ella muere, y tú
ganas a cambio tu vida, la de tu hermana, la de tu madre y la mía, pues serás
libre de quitármela. O, si lo prefieres, podrás entregarme a las autoridades.
O simplemente obligarme a prometer que no volveré a matar, y yo cumpliré esa
promesa. De este modo, podrías dejarme con vida sin mancharte las manos de
sangre con el más edípico de los asesinatos. Pero la elección será tuya.
Ocurrirá lo que tú quieras. Yo
estaré a tu entera disposición. Y para ganar lo único que tienes que hacer es
matarla... —en la habitación se respiraba un aire sofocante—, matarla por mí, Jeffrey.
El
hombre mayor se interrumpió y observó el impacto de sus palabras en el
semblante de su hijo. Alzó el intercomunicador, pulsó el botón del receptor y, por unos segundos, dejó que los
desgarradores sollozos de la joven aterrorizada inundasen la sala.
El trecho entre el límite del bosque y la parte posterior de la casa
era más corto que por la parte delantera, pero aún quedaba por cruzar una
extensión considerable del claro iluminado. Susan Clayton contempló ese espacio
con recelo; era más o menos la misma distancia a la que podía tirar una mosca
artificial con precisión hacia un pez que nadase a velocidad moderada. Casi
podía oír el zumbido del sedal por encima de su cabeza al lanzarlo hacia
delante con un gruñido de esfuerzo, sobre las aguas azules y rizadas de su
tierra. Esto era algo que sabía que se le daba bien, calibrar la fuerza necesaria
para arrojar una pequeña ilusión hecha de plumas, acero y pegamento en la
trayectoria de su presa. No estaba tan segura de su capacidad para calcular la
velocidad a la que podía cruzar el claro.
Diana
Clayton también estaba evaluando su posición.
No le
veía demasiado sentido. Respiró lentamente, intentando poner en orden sus
pensamientos. Ella y su hija se hallaban tiradas boca abajo sobre la tierra
húmeda, con la vista al frente, pero su mente estaba en otro sitio, intentando
recordar cada detalle de la vida que llevaba hacía un cuarto de siglo y, lo que es más importante, cada rasgo
del hombre con quien había convivido.
—Puedo
llegar hasta allí —susurró Susan—,
pero sólo si no hay nadie vigilando. —Luego negó con la cabeza—. De lo contrario, me verán antes de que
avance dos metros. —Hizo una pausa—.
Supongo que no tengo elección.
Diana
tendió la mano y agarró a su hija del antebrazo.
—Algo no
va bien, Susie. Necesito que me ayudes un momento.
—¿Cómo?
—Bueno,
para empezar, sabemos que hay dos puertas aquí detrás. La puerta trasera
normal, que es la que vemos y da a la cocina. Es como cualquier otra puerta
trasera. O al menos lo parece. Y luego hay una puerta oculta por la que se
sale al exterior desde la sala de música. Debemos encontrarla. Tendría que
estar por allí, a la izquierda, junto al garaje.
—Vale
—dijo Susan—, nos moveremos en esa
dirección.
—No, hay
algo más que me inquieta. Deberíamos toparnos con el pabellón aislado. Ya sabes, el que según el contratista no
aparece en los planos. Debería estar por aquí detrás, en algún lugar. Creo que
nos convendría encontrarlo.
—¿Por
qué? Jeffrey está dentro de la casa. Y él también...
—Porque —dijo Diana eligiendo sus palabras con cuidado— ¿cuál es
exactamente el propósito de un sistema de alarma? ¿Por qué asegurarse de, si
alguien se acerca por el bosque o por el camino particular, poder detectarlo?
¿Por qué instalar este sistema sofisticado e ilegal aquí en este estado?
—Sacudió la cabeza—. Sólo se me
ocurre una razón. Para ganar algo de tiempo. Para estar prevenido. No es para
protegerse de nada, y menos aún de la policía. Se trata simplemente de un
sistema de aviso que le permitirá sacar unos minutos de ventaja, ¿no? Para
disponer de un poco de tiempo. ¿Por qué habría de querer eso?
La respuesta a esta pregunta era evidente. Susan contestó en voz baja,
en un tono que ponía de manifiesto que había comprendido perfectamente.
—Sólo hay una razón. Porque, si alguien viniese a buscarlo, alguien
que sabe quién es y qué ha estado haciendo, necesitaría tiempo para marcharse.
Para huir.
Diana
asintió.
—Eso es
lo que me parece a mí —dijo.
—Una ruta de escape —continuó Susan, pensando en voz alta—. David Hart, el hombre a quien Jeffrey
me llevó a ver en Tejas... él dijo que había que prever eso: una vía de
entrada y otra de salida.
Diana se
dio la vuelta y miró la oscuridad a su espalda.
—¿Qué
dijo el contratista que había allí detrás? Susan sonrió.
—Un
páramo despoblado, sin urbanizar, desiertos y montañas. Una zona protegida. Un
parque estatal. Se extiende kilómetros y kilómetros...
Diana escrutó la negrura de la noche, que parecía haberlas seguido
lentamente hasta allí, pisándoles los talones mientras ellas avanzaban por el
bosque.
—O tal vez —dijo con suavidad— sea la salida trasera del estado
cincuenta y uno.
Las dos
comenzaron a retroceder, apartándose del borde de la zona iluminada y
alejándose oblicuamente de la casa, para escrutar la espesura que tenían
detrás. El sotobosque parecía más denso allí, y sintieron como si muchas manos
huesudas les tirasen de la ropa y les arañasen el rostro. Pese al fresco de la
noche, ambas sudaban a causa del agotamiento y la tensión, y seguramente
también del miedo. Susan se sentía como si estuviese intentando nadar en un
lodazal fétido. Se abría paso agresivamente, luchando contra el bosque como si
de un enemigo se tratara. La luz procedente de la casa era difusa, difícil, y
su avance parecía sembrado de sombras y hoyos oscuros. Susan maldijo entre
dientes, dio un paso, notó que el jersey se le enganchaba en un espino, le dio
un tirón, perdió el equilibrio y se tambaleó hacia delante con un grito
ahogado. Su madre la seguía, batallando contra las mismas dificultades.
—¡Susan! ¿Te encuentras bien? —le preguntó
en un susurro.
Susan no respondió de inmediato. Estaba lidiando con varias cosas a la
vez: la sorpresa de la caída, un arañazo que le había hecho una espina en la
mejilla, un golpe en la rodilla contra una roca, y, lo que era más importante, el tacto de metal frío bajo su
mano. En aquella penumbra apenas se veía nada, pero avanzó a tientas, haciendo
caso omiso de las otras sensaciones, y de pronto notó un objeto puntiagudo que
le hizo un corte en la palma. Soltó un gemido de dolor.
—¿Qué
pasa? —inquirió Diana.
Susan no
le contestó. Palpó aquella punta aguzada con cuidado, encontró una segunda y
luego una tercera, todas ocultas bajo arbustos y matas.
—Carajo
—dijo—. Mamá, ven, toca esto.
Diana se
puso a cuatro patas junto a Susan. Dejó que su hija guiara su mano hacia
delante hasta que ella también palpó la hilera de estacas que sobresalían del
suelo.
—¿Tú qué
crees que...?
—Vamos
por buen camino —aseveró Susan—.
Imagínate que vienes por aquí, pero no quieres que ningún vehículo te siga. Los
neumáticos quedarían bonitos después de pasar por aquí, ¿no? Ve con cuidado, puede haber otras trampas.
Tres
metros más adelante, Susan topó con una zanja poco profunda, pero capaz de
romper los ejes de un coche, excavada en la tierra. Volvió la mirada atrás,
hacia la casa. Resplandecía, a quizás unos cien metros de distancia, proyectando
su luz hacia el cielo. Alcanzó a distinguir, a duras penas, una banda muy
angosta de terreno despejado que atravesaba el bosque en dirección a la luz.
Era un sendero, pensó, pero tan invadido por matojos y hierbas que, si uno no
sabía exactamente adónde se dirigía, acababa atrapado en el sotobosque, como
ellas. Sin embargo, si uno conocía bien el trayecto, podía moverse con rapidez
por aquel terreno tan sumamente difícil.
—Ahí
está —dijo su madre de pronto.
Susan se
volvió y, tras dejar que los ojos se
le acostumbrasen una vez más a la oscuridad, vio lo que Diana estaba señalando.
Unos seis metros más adelante se alzaba un edificio pequeño, casi invisible
entre los árboles y el follaje. Era de poca altura, de un solo piso, y alguien
había plantado matas y helechos junto a los costados y en el tejado. Se
acercaron lentamente al edificio. En la fachada había una puerta semejante a la
de un garaje. Susan extendió el brazo hacia ella y se detuvo.
—Podría haber una alarma —dijo—,
o quizás incluso alguna trampa.
No sabía si estaba en lo cierto respecto a esto, pero había muchas
probabilidades de que así fuera. Y si era lo bastante inteligente para
sospechar que habría algún dispositivo en la puerta, se dijo que más valía
obrar en consecuencia.
Diana se
había abierto paso trabajosamente hasta un costado.
—Aquí
hay una ventana —dijo.
Susan se
apresuró a situarse a su lado.
—¿Llegas
a ver el interior?
—Sí.
Apenas.
Susan apretó la nariz contra el frío cristal y echó un vistazo al
interior del edificio. Exhaló un lento suspiro.
—Has
dado en el blanco, mamá. Tenías razón.
Las dos
mujeres vislumbraron la figura cuadrada de un vehículo cuatro por cuatro
moderno y caro pintado con colores de camuflaje. Por lo que podían ver, estaba
cargado con bolsas y maletas, preparado para partir.
Diana se
apartó de la ventana.
—Tiene
que haber un camino. No uno en muy buen estado, pero un camino al fin y al
cabo. Debe de pasar por entre los árboles. Él tendrá una ruta trazada, una vía
de escape...
—Pero
¿por qué no aviones, o helicópteros, tal vez?
Diana se
encogió de hombros.
—Montañas,
desfiladeros, bosques... ¿quién sabe? Debe de haber imaginado cómo lo
perseguirían, y habrá tomado medidas al respecto. ¿Sabes qué? Seguramente habrá
otro garaje, a kilómetros de aquí, con otro vehículo. Y quizás un tercero,
cerca de la frontera con Oregón. O en el camino hacia California. Pensándolo
bien, esto último es más probable. Es un estado donde uno puede desaparecer
fácilmente. Y está a tiro de piedra de México, donde no te hacen tantas
preguntas, sobre todo si eres rico.
Susan
movió la cabeza afirmativamente.
—No tiene que ser perfecto, sólo imprevisible. Eso es todo lo que él
necesita. Una pequeña grieta por la que escurrirse.
Susan se
dio la vuelta hacia la casa, respirando hondo.
—Tengo
que entrar —dijo—. Estamos tardando
demasiado, y tal vez Jeffrey esté en un buen aprieto. —Se volvió hacia su
madre, que estaba respirando el viento frío de la noche—. Tú quédate aquí —indicó— y espera a que pase algo.
Diana
sacudió la cabeza.
—Debería
ir contigo.
—No
—repuso Susan—. Lo último que
queremos es que él escape. Además, creo que podré moverme más deprisa y tomar
decisiones más rápidamente si sé que estás a salvo aquí abajo.
Diana
podía apreciar la lógica de aquello, aunque no le gustara.
Susan
señaló el sendero semioculto que discurría por el sotobosque hacia la casa.
—Ése es
el camino. No le quites ojo.
Por un
instante le vinieron ganas de abrazar a su madre, y decirle algo sensiblero y
afectuoso, pero reprimió el impulso.
—Nos
vemos dentro de un rato —dijo con entusiasmo fingido. A continuación giró sobre
sus talones y echó a andar al paso más veloz que pudo de regreso hacia donde
creía que se encontraba su hermano, pendiente del hilo psicológico más delgado.
Jeffrey tenía la garganta irritada, como si hubiese echado una carrera
rápida en un día caluroso y seco. Se lamió los labios para humedecérselos, pero
tenía la lengua igual de reseca.
—¿Y si
me niego? —preguntó con voz quebradiza.
Su padre
sacudió la cabeza.
—Dudo que te niegues, cuando pienses bien
en la oferta que te estoy haciendo.
—No lo haré.
Peter
Curtin se removió en su asiento, como si la respuesta de su hijo le pareciera
inadecuada, incompleta.
—Es una
decisión instintiva y poco meditada, Jeffrey. Reflexiona sobre la oferta con
mayor detenimiento.
—No me
hace falta.
Su padre
frunció el entrecejo.
—Claro
que sí —replicó en un tono entre burlón y exasperado, como si no estuviese
seguro de cuál era el más apropiado—.
La alternativa para mí, claro está, es simplemente hacerle caso a mi amada
esposa aquí presente y aceptar el consejo que me ha estado dando con tanta
insistencia. ¿Cuánto crees que me costaría, Jeffrey, decirle a Caril Ann:
«Resuelve este dilema por mí» ? Y ya sabes lo que haría.
Jeffrey echó una ojeada a la mujer de expresión dura, que permanecía
rígida, deslizando de forma casi imperceptible el dedo sobre el gatillo de su
pistola. Seguía fulminándolo con la mirada, conteniendo a duras penas su ira.
Jeffrey supuso que, del mismo modo que su padre había previsto ese encuentro,
ella también. Se preguntó qué le habría contado él a lo largo de los años, y
qué experiencias homicidas había compartido con ella, a fin de prepararla para
ese último acto. Despacio pero con firmeza, como quien encarniza a un perro.
Ella mantenía los ojos fijos en él, y los músculos tensos bajo su suéter. Y, al igual que ese perro cuya esencia
entera está contenida en una sola orden de su amo, ella aguardaba a que él
pronunciara la palabra indicada. «Es una mujer —pensó Jeffrey— que ha desechado
toda idea o sentimiento, y no ha dejado más que rabia en su interior. Y toda
esa rabia está centrada en mí.» La fuerza de la mirada de Caril Ann era como la
de un viento intenso y maligno.
—¿Sigues
sin verlo claro? —preguntó su padre—.
¿Todavía dudas?
—No
puedo hacerlo —contestó el hijo.
Peter
Curtin movió la cabeza de un lado a otro, en una muestra exagerada de
desilusión.
—¿Que no
puedes? Qué ridiculez. Todo el mundo puede matar si le proporcionan los
estímulos adecuados. Diablos, Jeffrey, los soldados matan obedeciendo órdenes
endebles de los oficiales a quienes han aprendido a odiar. Y su recompensa es
considerablemente menor que la que te ofrezco esta noche. Por cierto, Jeffrey,
¿qué sabes en realidad de esta chica?
—No gran
cosa. Es alumna de último año de instituto. Tengo entendido que mantuvo una
relación con tu otro hijo...
—Sí. Por
eso la elegí. Por eso y por lo conveniente de su horario y su costumbre de
atajar por una zona deliciosamente desierta de nuestra pequeña ciudad. De
hecho, siempre me ha caído bien. Es agradable, está un poco confundida respecto
a la vida, pero eso es normal en una adolescente. Es atractiva, de un modo
fresco y puro. Parece inteligente, no brillante ni excepcional, pero
espabilada. Desde luego, con muchos números para que la acepten en una buena
universidad. Aun así, no es fácil predecir qué clase de futuro la espera. Ahora
bien, otras son más listas, más triunfadoras, pero Kimberly posee otra
cualidad, tiene algo de aventurera. Es un poco rebelde... supongo que eso es lo
que le atrajo a tu hermanastro de ella... lo que hace que sea más interesante
que la mayoría de los adolescentes que este estado fabrica como en serie.
—¿Por
qué me estás contando esto?
—Ah,
tienes razón, no debería. Su forma de ser no forma parte de la ecuación. El
hecho de que tenga una vida, sueños, esperanzas, deseos, lo que sea, bueno, eso
no importa realmente, ¿verdad? ¿Qué característica de esta joven puede llevarte
a plantearte siquiera que su vida puede valer más que la tuya, que la de tu
hermana y tu madre, que las vidas de tantas otras jóvenes que seleccionaré en
el futuro? A mí me parece la decisión más sencilla del mundo. Si la matas, te
salvas a ti mismo. Y, como incentivo
adicional, salvas a todas esas otras personas. Puedes poner fin a mi carrera,
incluso a mi vida, como ya te he dicho. Matarla te resultaría rentable desde
el punto de vista económico, estético y emocional. Una vida perdida, muchas
vidas salvadas. Me parece un precio extremadamente reducido. —Peter Curtin le
sonrió a su hijo—. Demonios,
Jeffrey, si la matas serás famoso. Serás un héroe. Un héroe para este mundo
moderno en que vivimos. Con defectos, pero decidido. Te aplaudirá prácticamente todo el mundo en todo el país, salvo
tal vez los deudos de la joven Kimberly. Pero sus protestas sin duda serán
mínimas. Y eso si se enteran de toda la verdad, cosa poco probable teniendo en
cuenta lo eficientes que son las autoridades de este estado a la hora de
encubrir la información desagradable. Así que de verdad no me explico que dudes
ni por un instante.
Jeffrey
no contestó.
—A
menos... —prosiguió su padre despacio— que tengas miedo de lo que puedas
descubrir sobre ti mismo. Eso podría ser un problema. ¿Tienes alguna ventana en
lo más profundo de tu ser, Jeffrey, que no quieres abrir, ni siquiera un
resquicio, por temor a lo que pueda entrar? O tal vez a lo que pueda salir...
—Era evidente que Peter Curtin se estaba divirtiendo—. Ah, y supongo que eso haría que el precio de esta joven tan
poco memorable se elevara un poco más de lo que habíamos previsto en un
principio...
Esta era
una pregunta que Jeffrey no estaba dispuesto a responder.
Observó a las dos personas que tenía delante, fijándose en el brillo
en los ojos de su padre y comparándolo con la mirada gélida de su esposa.
Formaban una pareja curiosamente desigual en ese momento. La mujer estaba como
agazapada, encogida, ansiosa por matar. Su padre, por otro lado, se mostraba
relajado, generoso con las palabras, poco preocupado por el tiempo, complacido
por el dilema que estaba planteando. Para él, el asesinato no era más que el
postre; la tortura constituía el plato principal. Al oír el tono de mofa de su
padre, a Jeffrey no le costó imaginarse lo duros que debieron de resultar los
últimos minutos de vida de tantas personas.
La
luminosidad de la estancia, el calor cada vez más intenso que lo envolvía, la
presión constante que ejercía su padre con sus palabras cantarinas, todo ello
se conjuraba para oprimirle el pecho como el agua en las grandes profundidades.
Deseaba luchar por subir a la superficie para respirar. Se percató de que en
ese momento estaba atrapado en la más elemental de las trampas, y de que el
hombre sentado frente a él sabía que su hijo caería de cabeza en ella: el hecho
de que la diferencia entre su padre y él fuera extremadamente sutil; a él le
importaba la vida. A su padre no.
Él
quería vivir.
A su
padre, que había segado tantas vidas, le daba igual si moría o no esa noche.
Sus prioridades eran muy distintas.
Jeffrey
permaneció callado, intentando recuperar la compostura con cada bocanada de
aquel aire sofocante.
«Tiempo
—pensó bruscamente—. Necesitas ganar
tiempo.»
Su mente
se puso a trabajar a toda prisa. Su hermana debía de estar a punto de llegar,
pensó, y su aparición tal vez volvería las tornas lo suficiente para liberarlo
del nudo que su padre había atado en torno a su corazón. Y luego, al margen de
la llegada de Susan, estarían las fuerzas del Servicio de Seguridad.
Cada
segundo que pasaba los acercaba más y más a una situación límite.
Miró a
su padre. «Vete por las ramas», pensó.
—¿Por
qué habría de fiarme de ti?
Peter
Curtin sonrió.
—¿Qué?
¿Desconfías de la palabra de tu propio padre?
—Desconfío
de la palabra de un asesino. Eso es lo único que eres. Quizá yo haya venido
cargado de preguntas, pero tú las has respondido ya. Ahora sólo me quedan dudas
sobre mí mismo.
—¿No son
todas esas cosas consustanciales a la vida? —inquirió Curtin—. ¿Y quién sabe
más sobre el juego de la vida y la muerte que yo?
—Tal vez
yo —respondió Jeffrey—. Y tal vez yo sepa que no se trata de un juego.
—¿Que no
es un juego? Jeffrey, me sorprendes. Es el juego más fascinante de todos.
—Entonces,
¿por qué estás dispuesto a renunciar a él esta noche? Si, como dices, lo único
que tengo que hacer es meterle una bala entre los ojos a una completa desconocida,
¿te limitarás a agachar la cabeza y aceptar el destino que yo elija para ti?
Lo dudo. Creo que estás mintiendo. Creo que estás haciendo trampa. Creo que no
tienes la menor intención de hacer otra cosa esta noche que matarme. ¿Y cómo
voy a comprobar que Kimberly Lewis sigue con vida? Podrías estar accionando una
grabación con ese intercomunicador que tienes. Quizá la hayas dejado como a
todas las demás, abandonada, tirada por ahí, como un despojo, en medio del
bosque, con los brazos extendidos, en algún sitio donde no la encontrarán...
Curtin
alzó la mano rápidamente mientras un destello de ira le asomaba a los ojos.
—¡Nunca
abandoné a ninguna! Ése no era el plan.
—¿El
plan? Sí, ya —dijo Jeffrey con sarcasmo——. El plan era pasarlo bomba
tirándotelas a todas y luego matarlas, como hacen todos los tipos retorcidos
y...
Curtin
movió de pronto la mano como si asestara una cuchillada. Jeffrey suponía que
habría furia en la voz de su padre, pero en cambio oyó un tono frío e
impasible.
—Me
esperaba más de ti —dijo Curtin—.
Una reacción más inteligente. Más educada. —Juntó las yemas de los dedos ante
sí y miró por encima del puente que formaban sus manos, clavando la vista en su
hijo—. ¿Qué concepto tienes de mí?
—preguntó de pronto.
—Sé que
eres un asesino...
—No sabes nada —lo interrumpió Curtin—.
¡No sabes nada! No sabes comportarte en presencia de la grandeza. No me tratas
con respeto. No entiendes nada. —Sacudió la cabeza—. No se trata de matar por matar, ni mucho menos. Matar es lo
más sencillo de todo. Matar por deseo, matar por diversión, matar por la razón
que sea. Es lo más fácil, Jeffrey. Simplemente una distracción. Si uno lo
estudia todo con detenimiento, apenas presenta dificultades. El reto está en
crear algo a partir de la muerte... —hizo una pausa antes de añadir—: y es por eso por lo que soy especial.
—El padre miró al hijo por un momento, como si éste hubiese tenido que cobrar
conciencia de todo esto antes—. He
sido prolífico, pero no soy el único. He sido brutal, pero eso tampoco es nada
del otro mundo. ¿Sabías, Jeffrey, que llegó un día, hace varios años, en que me
encontré de pie ante el cadáver de una chica sabiendo con toda certeza que
podía alejarme tranquilamente de ese lugar y que nadie entendería jamás la
profundidad del sentimiento de triunfo que me embargaba? Y en ese momento,
Jeffrey, caí en la cuenta de que todo era demasiado fácil de lograr. Lo que yo
consideraba mi razón para vivir amenazaba con aburrirme. En ese instante, contemplé
la idea del suicidio. Barajé otras posibilidades descabelladas, atentados terroristas,
matanzas, asesinatos políticos, y las descarté todas, porque sabía que entonces
la gente no me tomaría en serio y se olvidaría de mí. Pero mis aspiraciones eran
más elevadas, Jeffrey. Quería ser recordado... —Esbozó una nueva sonrisa—. Y
entonces tuve noticia del estado cincuenta y uno; este nuevo territorio en el
que se depositaban tantas esperanzas e ilusiones, con una visión
auténticamente americana del futuro basada en un concepto absolutamente idealizado
del pasado. ¿Y quién encajaba en esta visión mejor que yo?
Jeffrey
guardó silencio.
—¿Quién
permanece vivo en la memoria de la gente, Jeffrey, sobre todo aquí, en el
Oeste? ¿Quiénes son los héroes? ¿Rendimos honores a Billy el Niño, con
sus veintiuna víctimas, o a su despreciable ex amigo, Pat Garrett, que lo mató
a tiros? Hay canciones sobre Jesse James, un asesino de lo más despiadado, pero
no sobre Robert Ford, el cobarde que le disparó por la espalda. Las cosas
siempre han sido así en Estados Unidos. Melvin Purvis nos interesa muy poco.
Nos parece anodino y calculador. Por el contrario, las hazañas de John
Dillinger se recuerdan después de todos estos años. ¿No sentimos vergüenza
ajena cuando un parásito como Eliot Ness empapela a Al Capone? ¡Por evadir
impuestos y sobornar al jurado! Qué patético. ¿Te acuerdas de quién llevó la
acusación contra Charlie Manson? Vamos, Jeffrey: ¿no nos sentimos más
intrigados por el hecho de que se haya demostrado que Bruno Richard Hauptmann
no fue el culpable que apenados por el secuestro y asesinato del bebé de
Lindbergh? ¿Sabías que en Fall River aún cantan las virtudes de Lizzie Borden,
una mujer que asesinaba con un hacha, por Dios? Y podría seguir dándote ejemplos.
Somos un país que venera a sus criminales, Jeffrey. Idealizamos sus fechorías
y pasamos por alto sus barbaridades, sustituyéndolas por canciones, leyendas y
algún que otro festival, como el día de D. B. Cooper, que se celebra en el
noroeste del país.
—Los
forajidos siempre han tenido cierto encanto...
—Exacto.
Y eso es lo que yo he sido. Un forajido. Porque voy a robarle a este estado su
cualidad más importante: la seguridad. Por eso es por lo que me recordarán.
—Peter Curtin suspiró—. Ya lo he conseguido. Da igual lo que me
pase esta noche. Verás: viva o muera, mi entrada en la historia está asegurada.
La garantiza tu presencia y la atención mediática que recibirá esta noche antes
de acabarse. —Se impuso un nuevo y breve silencio en la habitación, antes de
que el asesino hablara de nuevo—.
Ahora ha llegado el momento de que tomemos una decisión, Jeffrey. Tú formas
parte de mí, lo sé. Ahora debes asumir esa parte que compartimos e inclinarte
por la opción más obvia. Es la hora, Jeffrey. Es hora de que asimiles la
auténtica naturaleza del asesinato. —Miró a su hijo—. Matar, Jeffrey, te hará libre.
Curtin
se puso de pie. Extendió rápidamente el brazo hacia la pequeña mesa de lectura
y abrió un cajón con un leve chirrido. Del interior sacó un cuchillo grande del
ejército, que extrajo de una funda color caqui. El acero pulido de la hoja
serrada relumbró a la luz de la sala. Curtin admiró el arma, acariciando el
borde romo por unos instantes, antes de darle la vuelta y colocar el dedo
contra el filo. Levantó la mano para mostrarle a Jeffrey el hilillo de sangre
que le manaba del pulgar.
Aguardó
alguna reacción por parte de su hijo. Jeffrey intentó mantener el semblante lo
más inexpresivo posible, mientras por dentro sus emociones tiraban de él como
la corriente de resaca en una playa en verano.
—¿Qué? —dijo Curtin, sonriendo una vez más—. ¿Creías que te dejaría sobrellevar esta experiencia con algo
tan antiséptico como una pistola? ¿Que lo único que tendrías que hacer sería
cerrar los ojos, rezar una oración y apretar el gatillo? ¿Una ejecución
distante y limpia como la de un pelotón de fusilamiento? Eso no te ayudaría a
encontrar el camino al conocimiento auténtico.
De
repente, Curtin arrojó el cuchillo a través de la habitación. Destelló en el
aire por un instante antes de caer con un golpe seco a los pies de Jeffrey, aún
reluciente, como si estuviera vivo.
—Es
la hora —repitió su padre—. No tengo
paciencia para aplazar esto más.
25
La sala de música
Susan se detuvo una vez más al borde de la luz para inspeccionar la
parte posterior de la casa. Paseó la mirada desde una esquina apartada hasta la
puerta trasera visible, absorbiendo despacio todo lo que veía, y luego hasta el
otro extremo de la casa. Como su hermano antes que ella, se fijó en la grava
bajo las ventanas y vislumbró los espinos plantados a lo largo de todo el
perímetro. Sus ramas se entrelazaban formando una maraña impenetrable que no se
interrumpía más que en un tramo de sólo un metro de largo, justo enfrente de
donde ella se encontraba. Comprendió al instante que ese hueco en la barrera
debía de dar directamente al pasadizo que atravesaba el bosque y llegaba hasta
el garaje oculto donde Diana esperaba pacientemente a que sucediera algo.
Por un
instante, Susan se quedó mirando esa pequeña brecha. Tenía el aspecto de un
descuido de jardinería, como si una planta se hubiera muerto y la hubiesen
arrancado. Entonces se dio cuenta de lo que era: la otra puerta.
Desde
donde estaba, no alcanzaba a determinar la forma o el tamaño de la puerta. No
se apreciaba la menor fisura en la pared de la casa. Si el contratista no les
hubiera hablado de la puerta, ella no habría creído que estuviera allí. No
tenía la menor idea de dónde se hallaba escondido el pomo, ni de cómo se abría,
y cayó en la cuenta, también, de que quizá no hubiese manera de abrir la
trampilla desde el exterior. Sin embargo, le parecía mucho más probable que
hubiese algún mecanismo de apertura oculto. El problema sería dar con él.
Y que no
estuviese cerrado con llave.
«Se acaba el tiempo», pensó.
Susan
echó un último vistazo a las ventanas, intentando avistar a su hermano o
cualquier tipo de movimiento en el interior, algún indicio de lo que estaba
ocurriendo, pero no vio atisbo de actividad. Tensó los músculos de los brazos,
contrajo los de las piernas y le habló a su cuerpo, como si de un amigo se
tratase, diciéndole:
—Muévete
deprisa, por favor. Sin vacilar. Sin detenerte. Tú sigue adelante, pase lo que
pase.
Respiró
hondo, empuñó con fuerza su metralleta y, de pronto, sin ser consciente de
haberse levantado y abalanzado hacia delante, se encontró corriendo medio
agachada a través del claro iluminado. En ese momento no podía fijarse en otra
cosa que en el terrible resplandor que parecía envolverla en calor y agredirla
con una luminosidad que la hería como una cuchilla. El aire fresco del bosque
quedó atrás y cedió el paso a un viento asmático, resollante y vaporoso. Tenía
la sensación de que le pesaban los pies, como si estuvieran recubiertos de
cemento, y cada vez que su zapato patinaba sobre la hierba húmeda con el más
leve de los chirridos, a ella se le antojaba el ruido de una alarma. Creía oír
gritos de alerta, sirenas que rompían a ulular. Una docena de veces percibió
el estampido de un disparo, y una docena de veces se figuró que una bala
impactaría contra ella mientras corría en el filo de la navaja entre la
realidad y la alucinación. Extendió los brazos hacia la casa como una nadadora
que se estuviera quedando sin aliento, esforzándose por alcanzar la pared al
final de una carrera desesperada.
Y entonces, casi tan rápidamente como había arrancado a correr, llegó.
Susan se
apresuró a guarecerse en una sombra tenue y se apretujó contra el
revestimiento de tablas anchas de la pared, intentando encogerse para llamar
la atención lo menos posible, después de haber corrido de forma tan patosa,
torpe y ruidosa. El pecho le subía y bajaba agitadamente, tenía el rostro
congestionado y jadeaba, aspirando el aire de la noche, intentando calmarse.
Aguardó
por un momento, dejando que los tambores de la adrenalina dejaran de batirle en
las orejas, y luego, cuando sintió que había recuperado, si no el control
absoluto, sí al menos parte de él, dio media vuelta, se arrodilló sobre la
tierra y comenzó a deslizar las manos por el exterior de la casa, intentando
encontrar la trampilla que sabía que estaba allí.
Notó la textura rugosa de la madera bajo sus dedos, le pareció fría, y
entonces encontró un resalto muy estrecho, oculto por los paneles que recubrían
la pared. Continuó buscando y descubrió un par de bisagras escondidas bajo la
madera. Animada por ello, procedió a probar cada panel, con la esperanza de
que uno de ellos se alzara y dejara al descubierto algún picaporte que pudiera
hacer girar. No había empezado aún a preguntarse qué haría si la trampilla se
hallaba cerrada con llave. Todavía llevaba la palanca pequeña sujeta al
cinturón, pero su utilidad era dudosa.
Probó
todos los listones, pero no encontró ningún pomo.
—Maldita
sea —siseó—, sé que estás por aquí
en algún sitio. —Continuó tirando de cada pieza, en vano—. Por favor —dijo.
Se
inclinó más y deslizó las manos por el espacio en que la estructura de madera
de la casa se unía al hormigón de los cimientos. Allí, bajo el reborde de la
madera, palpó una forma metálica, parecida a un gatillo. La toqueteó por unos
instantes, luego cerró los ojos, como si temiese que el aparato explotase
cuando lo apretara, pero sabiendo que no tenía elección.
—Ábrete,
sésamo —musitó.
El
mecanismo de apertura emitió un leve chasquido, y la puerta se soltó.
Titubeó
de nuevo, durante el suficiente rato para respirar lo que pensaba que podía ser
la última bocanada de aire seguro que saborearía en la vida y luego, con
sigilo, empezó a abrir la puerta. Esta soltó un crujido desagradable, como si
trozos de madera pequeños se hubiesen astillado. Cuando la hubo levantado unos
veinte centímetros echó un vistazo por encima del borde al interior de la
casa.
Estaba contemplando
un espacio a oscuras. La única luz de la habitación era la procedente de los
focos del patio, que se colaba por la rendija que acababa de abrir. Había un
pequeño descansillo de madera, y luego un modesto tramo de escaleras que bajaba
hasta un suelo lustroso y reflectante, de un brillo casi plástico. Supuso que
se trataría de algún material liso y sin poros. Fácil de limpiar. Las paredes
de la habitación eran de un blanco radiante.
Susan
tiró de la puerta a fin de abrirla un poco más, lo suficiente para poder pasar
por ella, y con ello entró más luz adicional, que iluminó los rincones más
apartados de la habitación. La voz sonó sólo un instante antes de que ella
viese a la figura, acuclillada contra una pared.
—Por
favor —oyó Susan—, no me mates.
—¿Kimberly?
—respondió Susan—. ¿Kimberly Lewis?
El
rostro que había permanecido oculto se volvió hacia ella, adoptando una
expresión de esperanza.
—¡Sí,
sí! ¡Ayúdame, por favor, ayúdame!
Susan
advirtió que la joven estaba esposada de pies y manos, y sujeta por medio de
una cadena de acero a una anilla encastrada en la pared. Había otras dos
anillas sin usar, a la altura de los hombros y separadas entre sí. Kimberly se
hallaba desnuda. Cuando se encogió al igual que un perro que teme que le
peguen, se le marcaron las costillas, como si estuviese famélica.
Susan
entró por la trampilla, bloqueando la débil luz por un instante, y luego se
apartó de la puerta, dejando que un poco de claridad alumbrara las escaleras
para que pudiera bajar a donde estaba la chica.
—¿Te
encuentras bien? —dijo, y al momento le pareció una pregunta soberanamente
estúpida—. Me refiero —se corrigió—
a si estás herida.
La
adolescente intentó agarrarse a las rodillas de Susan, pero la cadena le
impedía moverse más de treinta centímetros o medio metro en cualquier
dirección. Tenía las piernas manchadas de sangre seca y heces. Hedía a diarrea
y a miedo.
—Sálvame,
por favor, sálvame —repitió la joven, presa del pánico.
Susan se
mantuvo fuera del alcance de sus manos. «Unas veces —comprendió—, hay que tenderle la mano a la persona
que se ahoga. Otras, más vale guardar las distancias porque de lo contrario
puede arrastrarte al fondo consigo.»
—¿Estás
herida? —preguntó con severidad.
La
adolescente soltó un sollozo y negó con la cabeza.
—Intentaré
salvarte —dijo Susan, sorprendida por la frialdad de su propia voz—. ¿Hay alguna luz aquí dentro?
—Sí,
pero no. El interruptor está en la otra habitación, fuera —contestó la chica,
señalando con la barbilla a una puerta situada al fondo de la sala.
Susan
asintió y recorrió con la vista el espacio que alcanzaba a ver. Había un rollo
grande de lo que parecía ser lámina de plástico apoyado en una pared. El techo
estaba recubierto de una gruesa capa de material de insonorización. A unos tres
metros de donde Kimberly se hallaba encadenada, en el centro de la habitación,
Susan vio una silla de madera y respaldo duro y un atril de tubos de acero con
varias partituras abiertas en él.
Susan
atravesó la estancia despacio. Posó con cuidado la mano en la puerta que daba
al cuerpo principal de la casa. El pomo no giraba. La puerta estaba cerrada con
llave. Vio una cerradura, pero no había manera de abrir desde el interior de la
habitación.
«La
llave debe de estar al otro lado —pensó—.
Este no es un cuarto del que se supone que nadie debe salir.» En ese momento no
estaba segura de por qué su padre no había asegurado la trampilla oculta que se
abría al mundo exterior. De pronto la asaltó la espeluznante idea de que él
quería que ella entrara por allí.
Dejó
escapar un jadeo, al borde del pánico.
«Sabe
que estoy aquí. Me ha visto correr a través del claro. Y ahora estoy
acorralada, justo donde él quería tenerme.»
Giró
bruscamente y miró con ansia a la salida, mientras una voz interior la
apremiaba a huir, a aprovechar el momento para salir corriendo mientras aún
tuviese un asomo de posibilidad.
Pugnó
por mantener el control de sus emociones. Sacudió la cabeza, insistiendo para
sus adentros: «No, todo está bien. Has corrido y no te han visto. Sigues
estando a salvo.»
Susan se
volvió hacia Kimberly, y en ese mismo instante comprendió que la huida no era
una opción. Por un momento se preguntó si éste era el último juego que su
padre había ideado para ella, un juego letal, con una alternativa simple y
también letal. Salvarse a sí misma, abandonando a Kimberly a su triste suerte,
o quedarse y enfrentarse a lo que entrara por esa puerta que ahora estaba
cerrada.
Susan
notó que le temblaba el labio inferior a causa de la incertidumbre.
Una vez
más, miró a la chica. Kimberly la observaba con una expresión lastimera en los
ojos desorbitados.
—No te
preocupes —le dijo Susan, sorprendida por su tono de seguridad, que le pareció
fuera de lugar—. Todo saldrá bien.
—Mientras hablaba entrevió una forma pequeña y negra a unos centímetros de las
piernas de la adolescente, justo fuera de su alcance, en el suelo, junto a la
pared.
—¿Qué es
eso? —preguntó.
La chica
se volvió con dificultad a causa de las esposas que la obligaban a permanecer
en la misma posición.
—Un
intercomunicador —susurró—. Le gusta
escucharme.
Susan
abrió mucho los ojos, presa de un miedo repentino.
—¡No
digas nada! —musitó con vehemencia—.
¡No debe enterarse de que estoy aquí!
La joven
se disponía a responder, pero Susan se plantó delante de ella de un salto y le
tapó la boca con la mano. Se inclinó, combatiendo las náuseas que le producía
el olor.
—Mi
única baza es el factor sorpresa —murmuró entre dientes.
«Y ni
siquiera estoy segura de eso», pensó.
Mantuvo
la mano donde estaba hasta que la muchacha asintió en señal de que había
comprendido. Entonces apartó la mano y se inclinó de nuevo hacia la oreja de
Kimberly.
—¿Cuántos
hay arriba? —susurró.
Kimberly
levantó dos dedos.
«Dos más
Jeffrey», pensó Susan.
Esperaba
que siguiese vivo. Esperaba que su padre no hubiese estado escuchando por el
intercomunicador cuando ella entró por la trampilla. Esperaba que él sintiese
la necesidad de mostrarle su trofeo a su hermano, pues no se le ocurría otra
cosa que hacer que esperar.
De pie
junto a la adolescente, se fijó bien en dónde estaba la puerta que comunicaba
con el resto de la casa. A continuación, se acercó a las escaleras, contando
los pasos hasta la base. Había seis escalones en el tramo de escalera que
ascendía hasta el descansillo. Colocó la mano contra la pared y subió hacia la
salida.
Esto fue
demasiado para la chica despavorida.
—¡No me
dejes! —chilló.
Susan
dio media vuelta, y el aire entre ellas se cargó de ira. Su mirada hizo callar
a la chica. Luego extendió el brazo y,
tras respirar hondo otra vez, empujó la trampilla para cerrarla, y la habitación
se sumió en una negrura absoluta. Se giró con cuidado en el descansillo y
volvió a poner la mano libre en la pared. Contó los peldaños mientras descendía
hacia la oscuridad, y contó de nuevo los pasos mientras cruzaba la sala. El
hedor de la adolescente la ayudó a encontrarla. Kimberly Lewis soltó un gemido,
un sollozo de terror y a la vez de alivio al percatarse de que Susan había
regresado a su lado.
Susan se
acuclilló junto a la chica encadenada.
Se colocó con la espalda contra la pared, de cara al centro de la
habitación. Al sopesar la metralleta en su mano, cayó en la cuenta de que no
cumpliría su función esa noche. Estaba diseñada para disparar ráfagas de forma
indiscriminada y matar todo aquello que estuviera a tiro. Comprendió que esto
no le serviría de nada a menos que estuviera dispuesta a correr el riesgo de
matar a su hermano junto con su padre y la mujer a quien llamaba esposa. En un
principio le pareció un riesgo razonable, pero luego pensó que seguramente su
hermano no lo asumiría si sus papeles se invirtieran. De modo que depositó esa
eficaz máquina de matar en el suelo, a su lado, lo bastante cerca de ella para
encontrarla si la necesitaba, y lo bastante cerca de las manos de Kimberly para
brindarle una oportunidad de salvarse. Para reemplazarla, Susan desenfundó la
pistola nueve milímetros de la sobaquera que llevaba bajo el chaleco. Hacía
calor en la habitación, así que se quitó el gorro y sacudió la cabeza para
soltarse el pelo. Kimberly se acurrucó lo más cerca de Susan que le permitían
sus cadenas. La muchacha respiró agitadamente, aterrorizada por unos instantes,
luego se relajó un poco, como reconfortada por la presencia de Susan. Esta le
tocó el brazo, intentando calmar los nervios de las dos. Luego le quitó el
seguro a la pistola, introdujo una bala en la recámara y apuntó al espacio
negro que tenía delante, donde calculaba que se encontraba la puerta. El arma
le pesaba en las manos, como si de pronto el agotamiento se hubiera apoderado
de ella. Apoyó los codos en las rodillas sin dejar de apuntar al frente con la
pistola, y se quedó esperando, como un cazador en un escondite, a que llegara
la presa, esforzándose por tener paciencia, por mantenerse firme, por estar
preparada. Esperó estar haciendo lo correcto. No veía otra alternativa.
Jeffrey
caminaba al paso de un hombre condenado a muerte.
Caril
Ann Curtin iba justo detrás de él, apretándole el cañón silenciado de su
pistola contra el pequeño hueco tras su oreja derecha, una presión que evitaba
de forma muy eficaz que él intentara alguna tontería como girar de golpe e
intentar forcejear. Cerraba la marcha su padre, como un sacerdote en una
procesión, sólo que, en vez de una Biblia, llevaba en sus manos el cuchillo de
caza. Caril Ann le daba un golpecito en el cráneo con la pistola cuando debía
indicarle que cambiara de dirección.
La casa
y su decoración parecían desenfocadas. Jeffrey notaba que estaba perdiendo por
momentos el dominio de sus facultades debido al miedo por lo que estaba ocurriendo,
y pugnó en su fuero interno por aferrarse al pensamiento racional.
Nada
había sucedido como él esperaba.
Había
previsto un enfrentamiento a solas entre él y su padre, pero eso no se había
producido. Todo era turbio, confuso. No veía con claridad ningún sentimiento,
emoción o propósito. Se sentía como un niño pequeño atemorizado en su primer
día de clase, apartado a empujones de la seguridad de su casa y de todo
aquello que había dado por sentado. Aspiró profundamente, buscando al adulto en
su interior, luchando contra el niño.
Llegaron
a las escaleras que conducían al sótano.
—Ahora
toca bajar, hijo —dijo Curtin.
«Descenso
al infierno», pensó Jeffrey.
Caril
Ann le dio unos golpecitos firmes en la cabeza con el arma.
—Hay un
cuento muy conocido, Jeffrey —prosiguió Curtin mientras bajaban por las
escaleras—. La dama o el tigre. ¿Qué
hay detrás de la puerta? ¿Muerte instantánea o placer instantáneo? ¿Y sabes que
ese cuento tiene una continuación? Se titula El disipador de las dudas. Eso
es lo que mi maravillosa esposa debería ser para ti. La disipadora de las
dudas. Porque la indecisión se castiga con severidad en este mundo. La gente
que no aprovecha las oportunidades queda atrás rápidamente.
Llegaron
al sótano. Era un cuarto de juegos terminado y amueblado con un estilo
moderno. Había un televisor de pantalla grande en una pared, y un cómodo sofá
de piel enfrente, a pocos metros, desde donde verlo. Su padre se detuvo para
recoger un mando a distancia de una mesa de centro. Lo apuntó al aparato, pulsó
un botón, y la pantalla se llenó de rayas grises y blancas causadas por el
ruido atmosférico.
—Vídeos
caseros —dijo su padre.
Apretó otro botón, y apareció una
grabación descolorida. Seguramente su padre había quitado el sonido del
televisor, pues no se oía nada, lo que confería a las imágenes un aspecto aún
más pavoroso. Jeffrey vio en la pantalla a una joven desnuda, colgada por las
muñecas de unas anillas en la pared. Le imploraba a quien estaba manejando la
cámara, con el rostro bañado en lágrimas y demudado de terror. El objetivo se
acercó a sus ojos, que denotaban que se encontraba al límite de sus fuerzas por
el agotamiento, el miedo y la desesperación. Jeffrey se atragantó al reconocer
el rostro aún vivo de la última víctima, un rostro que sólo había visto en un
cadáver. Su padre pulsó otro botón, y la imagen se congeló en la pantalla que
ocupaba casi toda la pared.
—Todavía parece distante, ¿verdad? —preguntó su padre, con cierta
rapidez que revelaba el placer que sentía—.
Lejano e imposible. Irreal, aunque ambos sabemos que una vez fue muy real y
muy intenso. Hiperrealista, tal vez.
Su padre
apretó el mando otra vez, y la imagen desapareció.
Caril
Ann le apretó el cañón de la pistola contra la cabeza para empujarlo por el
cuarto de juegos hacia la puerta que daba a lo que Jeffrey sabía que era la
sala de música.
Curtin
sonrió.
—A partir de este momento, todas las decisiones, todas las elecciones,
estarán en tus manos. Posees toda la información. Has recibido todas las
lecciones. Sabes todo lo que necesitas saber sobre el asesinato excepto una
cosa. Qué se siente al matar a alguien.
Curtin se colocó a un lado de la puerta y pulsó un interruptor. Acto
seguido, introdujo la llave en la cerradura y le dio la vuelta. Como el
ayudante de un cirujano, extendió el brazo, asió la mano derecha de Jeffrey y
le puso en ella el mango del cuchillo de caza. Ahora que iba modestamente
armado, Caril Ann hundió la punta de la pistola en su carne. Curtin se volvió
hacia Jeffrey con una amplia sonrisa, disfrutando lo indecible con el
sufrimiento que estaba provocando. Su rostro estaba radiante con la pasión del
momento, y Jeffrey se dio cuenta de que años atrás su madre lo había salvado,
pero él, como un niño insensato que se niega a creer en lo que todo el mundo
considera que es bueno, nunca había acabado de entender que era libre, que
estaba a salvo, y una combinación de terquedad, mala suerte e indecisión lo
había retrotraído al momento en que, con nueve años de edad, volvió la mirada
atrás hacia el hombre que ahora se encontraba a su lado. No habría debido mirar
atrás, ni una sola vez en esos veinticinco años. En cambio, en toda su vida no
había hecho otra cosa que mirar atrás y,
al fin, lo que tenía detrás había acabado por darle alcance, y ahora estaba
planeando arruinarle el futuro.
Deseaba
plantarle cara, pero no sabía cómo.
—Caril
Ann —dijo Curtin con brusquedad— disipará toda duda que pueda surgirte. —Una
vez más, las miradas de padre e hijo se entrecruzaron sobre el abismo del
tiempo y la desesperación—.
Bienvenido a casa, Jeffrey —anunció al abrir la puerta de la sala de música.
El aislamiento acústico era muy eficaz; ni Susan ni la adolescente
aterrada y sollozante acurrucada a su lado los habían oído acercarse a la
habitación, de modo que, cuando la lámpara del techo se iluminó de golpe, ambas
mujeres se sobresaltaron. Susan tuvo que morderse el labio con fuerza para
reprimir un grito. El sudor le había resbalado hasta los ojos, que le picaban,
pero no se movió salvo para afinar la puntería, alineando la vista con el punto
de mira de la pistola.
Cerró el
dedo en torno al gatillo cuando la puerta se abrió de repente, y contuvo el
aliento. Oyó una sola palabra pronunciada por una voz que le llegaba de la
memoria a través de décadas, pero la única figura que vio fue la de su hermano,
que entró dando traspiés a causa de un empujón.
Él
dirigió la vista al fondo de la habitación, y sus miradas se encontraron.
Susan cobró conciencia
súbitamente de que había otras figuras, justo detrás de él, y en ese instante
gritó: —¡Jeffrey, tírate a la derecha! Y acto seguido disparó su arma.
La duda
puede medirse en unidades de tiempo minúsculas. Microsegundos. Jeffrey oyó la
orden de su hermana y reaccionó en consecuencia, arrojándose al suelo para
apartarse de la línea de tiro, pero no lo bastante deprisa, pues la primera
bala de la nueve milímetros llegó zumbando y le desgarró la carne encima de la
cadera, atravesándole la cintura.
Mientras rodaba por el suelo, con la visión teñida de rojo por el
dolor, advirtió que Caril Ann había dado un paso al frente al instante y se
había arrodillado, disparando a su vez su arma, que emitía unos sonidos sordos,
apenas perceptibles, amortiguados por el silenciador. Pero cada disparo suyo
provocaba como respuesta los estampidos más profundos de la nueve milímetros,
cuyo gatillo apretaba Susan desesperadamente. Las balas hacían saltar astillas
del marco de la puerta o levantaban pequeñas nubes de polvo al impactar en la
pared.
Se oyó un alarido cuando un disparo dio en el blanco. Jeffrey no supo
de dónde procedía. Luego, otro. El ruido del tiroteo lo ensordecía. Se dio la
vuelta rápidamente, lanzándole una cuchillada a la mujer que tenía al lado, y
la hoja se hundió en el antebrazo y la muñeca de la mano con que empuñaba la
pistola. Caril Ann profirió un aullido de dolor y encañonó a Jeffrey, que se hallaba
a sólo unos centímetros del arma, cuando la pistola de Susan emitió una última
detonación que resonó en el pequeño cuarto y ahogó el sonido de las voces y el
grito de terror del propio Jeffrey. Este disparo alcanzó a Caril Ann justo en
la frente, y su rostro pareció estallar ante él, rociándolo de escarlata y
haciendo que la mujer se inclinara hacia atrás.
El ruido
y la muerte reverberaron en la habitación.
Jeffrey
se dejó caer en el suelo, consciente de que estaba vociferando algo
incomprensible, contemplando la cara destrozada de la mujer a quien nunca había
conocido. Entonces se volvió hacia su hermana. Estaba muy pálida, paralizada en
su compacta posición de disparo, sujetando aún la nueve milímetros, que tenía
apoyada sobre las rodillas. La corredera se había desplazado hacia atrás una
vez vaciado el cargador, pero ella seguía apretando el gatillo inútilmente.
Jeffrey reparó en que la pared detrás de ella estaba manchada de rojo, y en que
también le goteaba sangre en la sudadera.
—¡Susan!
Ella no
respondió. Jeffrey se arrastró por el suelo hacia ella, con el brazo extendido.
Sostuvo las manos en el aire sobre ella, vacilante, intentando determinar
dónde la habían herido, casi con miedo a tocarla, como si de pronto se hubiese
vuelto frágil y una presión excesiva pudiese hacerla añicos. Le pareció que una
bala le había arrancado el lóbulo de la oreja antes de estamparse en la pared,
a su espalda. Por lo visto, otra la había alcanzado en la pierna —sus téjanos
se estaban tiñendo de granate rápidamente—,
y una tercera le había dado en el hombro, pero había rebotado en el chaleco
antibalas del agente Martin. Al hablar, intentó inyectar seguridad en su voz.
—Estás
herida —dijo—. Te pondrás bien. Conseguiré ayuda. —Su
propio costado le dolía como si le estuviesen aplicando un cautín eléctrico al
rojo vivo.
Susan
estaba lívida, aterrorizada.
—¿Dónde
está él? —preguntó.
—Aquí
mismo —respondió la voz detrás de ellos.
Entonces
la adolescente soltó un chillido, un solo grito de pánico acumulado, mientras
Jeffrey se volvía para ver a su padre en cuclillas ante la puerta, justo
encima del cuerpo retorcido de Caril Ann Curtin. Había recogido la automática
de su esposa, y ahora les apuntaba a los tres.
Diana oyó el intercambio de disparos, y una oleada de miedo intenso le
recorrió todo el cuerpo. El silencio que siguió al breve tiroteo fue igual de
terrible, igual de alarmante. Dio un salto hacia delante y arrancó a correr lo mejor
que pudo a través de la oscuridad del bosque, en dirección a las luces de la
casa. Cada ramita, cada zarcillo, cada brizna de hierba que crecía en el
sendero dificultaba su avance. Tropezó, se enderezó y siguió adelante,
intentando dejar la mente en blanco y desterrar de su consciencia las visiones
horribles de lo que quizás había ocurrido. Mientras corría, empuñó la pistola
que su hija le había dado, quitó el seguro con el pulgar y se preparó para
utilizarla.
Llegó
hasta el borde de la oscuridad y se detuvo.
El
silencio que tenía delante era como una pared. Aspiró el aire frío.
Peter Curtin miraba desde el otro extremo de la habitación a sus dos
hijos y a la adolescente desaparecida, que se estremecía y sollozaba. Su
mirada topó con la de Susan, y él sacudió la cabeza.
—Me
equivoqué —dijo despacio—. Ahora
resulta, Jeffrey, que aquí la asesina es tu hermana.
Susan,
agotada repentinamente a causa de las heridas y la tensión, levantó la pistola
de nuevo, con el dedo en el gatillo.
—¿Serías
capaz de matarme? —preguntó su padre.
Ella
soltó la nueve milímetros, que cayó al suelo con un golpe metálico.
—En el ajedrez —dijo él, despacio, como si estuviera exhausto—, es la reina quien tiene el poder y
realiza las jugadas clave. —Curtin asintió—.
Touché —comentó con aire despreocupado—.
Seguramente habrías podido encargarte de aquel tipo del aseo de
caballeros sin mi ayuda. —Y añadió—:
Subestimé tu capacidad.
El
asesino alzó el arma e hizo ademán de apuntar.
En ese
instante, Jeffrey comprendió que debía plantar batalla con algo que no fuera
una pistola o un cuchillo. En un momento profundo de iluminación supo cómo
pararle los pies al hombre que estaba al otro lado de la habitación.
Sonrió,
a pesar de las heridas y el dolor.
Fue algo repentino, inesperado. Una expresión que desconcertó a su
padre.
—Has
perdido —afirmó el hijo.
—¿Perdido?
—dijo el padre al cabo de un momento—.
¿En qué sentido?
—¿Has
contado? —inquirió Jeffrey enérgicamente—.
Contesta.
—¿Que si
he contado?
—Dime,
padre, ¿quedan tres balas en esa pistola? Porque si no, ha llegado tu hora.
Morirás aquí mismo, en esta habitación que tú diseñaste. Me sorprende.
¿Trazaste los planos pensando en tu propia muerte, y no sólo en la de los
demás? No parece propio de ti.
Curtin
titubeó de nuevo.
Jeffrey
prosiguió, embalado, casi riéndose.
—¿Exactamente
cuántas veces ha disparado tu querida y abnegada esposa esa pistola? Veamos,
en el cargador caben... ¿cuántas? ¿Siete balas? ¿Nueve? Creo que siete. Ahora
bien, el arma era de tu mujer, así que ¿hasta qué punto estás familiarizado con
ella? Y ella, ¿estaba acostumbrada a meter una octava bala en la recámara? Mira
en torno a ti, puedes ver los agujeros en la pared. Susan está sangrando, ¿de
cuántas heridas exactamente? ¿Cuántos disparos ha hecho tu esposa antes de que
Susan le volara la cabeza?
Curtin
se encogió de hombros.
—Tanto
da —dijo.
—Oh, no,
en absoluto —replicó Jeffrey—,
porque ahora las reglas del juego parecen haber cambiado, ¿no es así?
Su padre
no contestó de inmediato, y Jeffrey señaló con un gesto la Uzi, amartillada y
lista junto a los pies de su hermana. Tendría que pasar por delante de ella
para coger el arma. Kimberly Lewis estaba más cerca, y Jeffrey leyó en sus ojos
que, aunque asustada, había reparado en la metralleta. El sabía que, si uno de
los dos intentaba agarrarla, su padre dispararía.
—Estoy
seguro de que conoces bien este tipo de armas —continuó Jeffrey con voz
monótona, fría y segura—. Es un arma
de lo más tonta, en realidad. Lo hace saltar todo en pedazos. Es una especie de
asesino poco selectivo, a diferencia de ti. Ni siquiera hace falta apuntar con
ese trasto, sólo cogerlo, empezar a moverlo de un lado a otro y apretar el
gatillo. Mata a diestro y siniestro. Lo deja todo hecho un asco. —Esperaba que
la adolescente captara sus instrucciones.
—Eso ya
lo sé —repuso Curtin con un deje de rabia en la voz—. Pero sigo sin entender qué tiene que...
—Bueno, tienes dos opciones —dijo Jeffrey, interrumpiéndolo y
mofándose de las propias palabras de su padre—.
Lo primero que debes plantearte es: «¿Puedo matarlos a todos? Porque si no me
quedan tres balas, moriré en el acto.» ¿Y quién será el que te mate, padre? Si
me disparas, queda Susan, cuya buena puntería ha quedado más que demostrada.
Si nos disparas a los dos, será la pequeña Kimberly quien recoja la Uzi del
suelo y te borre del mapa. ¿No sería ése un final ignominioso para tu grandeza?
Acribillado por una adolescente aterrada. Eso seguramente les haría mucha
gracia a los otros asesinos que arden en el infierno cuando te unas a ellos.
Pero si casi puedo oírlos reírse en tu cara ahora mismo. En fin, padre, la
decisión está en tus manos. ¿Qué será lo más conveniente? ¿A quién matarás?
¿Sabes?, ha habido muchos disparos en muy poco tiempo. Me pregunto si te quedan
balas. Quizá te quede una sola. Tal vez deberías gastarla en ti mismo.
Jeffrey,
Susan y la chica se quedaron inmóviles, como en un retablo viviente.
—Te estás marcando un farol —señaló Curtin.
—Hay una
forma de averiguarlo. El historiador eres tú. ¿Quién tiene parejas de ases y
ochos?
Curtin
sonrió.
—«La mano del muerto.» Es un punto muerto muy interesante, Jeffrey.
Me tienes impresionado.
El
asesino bajó la vista al arma que empuñaba, aparentemente con la intención de
determinar el contenido del cargador sopesándola como una fruta. Jeffrey
acercó de forma casi imperceptible los dedos a la Uzi que estaba en el suelo.
Susan también.
Curtin
miró a su hijo.
—El
asesino del río Green —dijo pausadamente—.
¿Te acuerdas de él? Y también está mi viejo amigo Jack, por supuesto. Veamos,
ah, sí, el asesino del Zodíaco, en San Francisco. Y luego está el cazador de
cabezas de Houston. Los Angeles nos dio al Asesino de la Zona Sur... ¿Entiendes
lo que intento decirte?
Jeffrey
aspiró profundamente. Sabía exactamente a qué se refería su padre. Todos esos
asesinos habían desaparecido, dejando a la policía desconcertada respecto a su
identidad y su paradero.
—Te equivocas —repuso—. Yo te encontraré.
—No lo
creo —respondió Curtin.
Luego,
con paso firme y seguro, encañonándolos a los tres con la pequeña automática en
todo momento, el asesino avanzó por la habitación. Subió por las escaleras
hacia la trampilla, se detuvo, sonrió y,
sin decir palabra, la abrió de un empujón y salió de un salto, mientras sus
dos hijos se abalanzaban a la vez sobre la metralleta. Jeffrey fue más rápido,
pero para cuando había recogido el arma y apuntado con ella al lugar donde se
encontraba su padre hacía un momento, el asesino había desaparecido, dando un
portazo tras de sí.
Susan
tosió una vez. Intentó pronunciar la palabra «mamá» antes de desmayarse, pero
no fue capaz. Jeffrey, también transido de dolor, notó un mareo que amenazaba
con hacerle perder el conocimiento. Había gastado más energías en el farol de
lo que pensaba. Sujetándose la herida del costado, avanzó trabajosamente,
intentando ponerse de pie, preocupado sobre todo por su hermana, hasta que
recordó que su madre también se hallaba por allí. Se arrastró hacia las
escaleras, a punto de desvanecerse, como un borracho en la cubierta de un barco
que se bambolea mucho. Dudaba que pudiera llegar hasta arriba, pero sabía que
debía intentarlo. De pronto los oídos empezaron a pitarle debido a la
extenuación, y se le desviaban los ojos. En algún lugar recóndito de su
interior, esperaba que todos sobreviviesen a esa noche. Entonces, él también
cayó hacia atrás y quedó tendido en el suelo de la sala de los asesinatos,
precipitándose en la negrura de la inconsciencia.
Diana avistó la figura de un hombre que emergía de la trampilla oculta
y la reconoció de inmediato. La fuerza de esa visión, tantos años después, la
hizo retroceder, lo cual fue una suerte, porque de este modo quedó a la sombra
de un árbol grueso y alto, protegida de toda luz residual. Advirtió que su ex
marido se paraba en medio del césped para examinar el arma que llevaba en la
mano. Lo vio extraer el cargador y lo oyó proferir una carcajada vehemente
antes de tirar a un lado la pistola vacía. Luego, como un animal que husmea un
olor en el viento, irguió la cabeza. Ella también estiró el cuello hacia
delante, y en ese momento llegó a sus oídos el sonido lejano de una sirena de
la policía que se aproximaba a toda velocidad y supo que el conductor había
cumplido la misión que Jeffrey le había encomendado.
Se
arrimó más al árbol y a la densa oscuridad del bosque. Vio a Peter Curtin
volverse y echar a andar en dirección a ella, a paso rápido, pero sin pánico,
con la eficiencia de un deportista que había practicado una jugada una y otra
vez y a quien ahora, por fin, habían sacado al campo a ejecutar esa jugada
concreta en plena tensión de la segunda parte del partido.
Parecía
saber con toda precisión adónde se dirigía.
Ella
sujetó el revólver con ambas manos y se preparó mentalmente. De pronto, oyó
las pisadas de Curtin, el sonido de las ramas que se le enganchaban en la ropa,
y después su respiración acelerada mientras caminaba a toda prisa hacia el
garaje y el vehículo oculto.
Él se
encontraba a sólo unos pasos, avanzando en paralelo al árbol tras el que Diana
se escondía. Entonces ella salió de la sombra, justo detrás de él, alzando el
revólver con las dos manos como Susan le había enseñado.
—¿Quieres
morir ahora, Jeff? —susurró.
La
fuerza de su tono, pese a lo bajo de su voz, fue como un golpe en la espalda
que estuvo a punto de derribar a Curtin. Éste dio un traspié, luego recuperó el
equilibrio y se detuvo por completo. Sin volverse hacia su ex esposa, levantó
las manos vacías sobre su cabeza. Luego se volvió despacio para quedar cara a
ella.
—Hola, Diana —dijo—. Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba
Jeff. Debería haber adivinado que estarías aquí, pero supuse que querrían
dejarte en algún lugar significativamente más seguro.
—Estoy
en un lugar más seguro —replicó Diana y tiró hacia atrás el percutor de la
pistola—. He oído los disparos.
Cuéntame qué ha ocurrido. No me mientas, Jeff, porque si no te mataré ahora
mismo.
Curtin
vaciló, como intentando decidir si debía arrancar a correr o embestirla.
Observó el arma que ella tenía entre las manos y comprendió que cualquiera de
las dos opciones sería letal.
—Están
vivos —dijo—. Han ganado.
Ella
guardó silencio.
—Estarán bien —aseguró, repitiéndose,
como si de ese modo resultara más convincente—.
Susan ha matado a mi otra esposa. Es una tiradora excepcional. Mantiene la
sangre fría en circunstancias difíciles. Jeffrey también ha estado bien alerta
en todo momento. Deberías sentirte orgullosa. Deberíamos sentirnos orgullosos.
En fin, el caso es que los dos están heridos, pero sobrevivirán. Me imagino
que volverán a sus clases y a sus pasatiempos en menos que canta un gallo. Ah,
y en cuanto a mi pequeña invitada de la velada, Kimberly, ella está bien
también, aunque queda por ver qué futuro la espera. Creo que esta noche ha
resultado especialmente dura para ella.
Diana no
contestó, y él clavó la mirada en el arma.
—Es la
verdad —aseveró, encogiéndose de hombros. Sonrió—. Claro que podría estar mintiendo. Pero, entonces, ¿qué
importancia tiene lo que diga, en un sentido u otro?
Diana
apreció cierta lógica perversa en estas palabras.
El
ulular de las sirenas se oía cada vez más cerca.
—¿Qué
vas a hacer, Diana? —preguntó Curtin—.
¿Entregarme? ¿Pegarme un tiro aquí mismo?
—No
—murmuró ella—. Creo que
emprenderemos un viaje juntos.
Diana iba en el asiento trasero del vehículo cuatro por cuatro, con el
cañón del revólver apretado contra el cuello de su ex marido mientras él
conducía a través de la estrecha oscuridad del bosque. Las luces y sirenas que
se aproximaban rápidamente a Buena Vista Drive se desvanecieron enseguida a sus
espaldas; estacan adentrándose en un mundo más negro y más antiguo que el que
dejaban atrás. Los faros excavaban pozos de luz de formas caprichosas y
retorcidas mientras Curtin avanzaba entre grupos de árboles, pasando por
encima de rocas y aplastando arbustos. Iban por un terreno de lo más
accidentado, algo que semejaba un camino sólo en su sentido más amplio, pero
aun así un camino que Diana estaba totalmente segura de que el hombre sentado
delante había trazado de antemano y recorrido al menos una vez para probar su
ruta de escape.
Él le
había pedido con nerviosismo que desamartillase el arma, temeroso de que un
tumbo repentino la hiciera tocar el gatillo con la presión suficiente para
disparar la Magnum, pero ella había respondido a su petición con una sola
frase: «Deberías conducir con cuidado. Sería triste que perdieras la vida por
un bache.»
Curtin
había abierto la boca para replicar, pero enseguida había cambiado de idea. Se
concentró en el camino que se materializaba ante ellos a medida que lo
iluminaban los faros.
Continuaron
adelante, en el coche que cabeceaba sobre el suelo irregular como un barco a
la deriva en las aguas agitadas. El tiempo parecía escurrirse a través de la
oscuridad. Diana escuchaba la respiración de su ex marido y recordó ese sonido
de años atrás, cuando yacía en la cama por la noche, debatiéndose en la duda y
el miedo, mientras él dormía. Aquel hombre le resultaba totalmente familiar, y
pese a los cambios debidos al paso del tiempo y a las operaciones, y el peso de
todo el mal que había hecho en el mundo, ella todavía lo entendía
perfectamente.
—¿Adónde
vamos? —preguntó él al cabo de varias horas.
—Al
norte —contestó ella.
—Páramos
—dijo él—. Eso es lo que hay al
norte. El camino se hará más difícil.
—¿Adónde
tenías pensado ir?
—Al sur
—contestó el, y Diana le creyó.
—¿Tienes
otro garaje? ¿Otro vehículo escondido en alguna parte?
Curtin asintió con una sonrisita
nerviosa.
—Por supuesto. Siempre has sido astuta
—dijo—. Podríamos haber formado un
equipo invencible.
—No
—repuso ella—, eso no es cierto.
—Sí, tienes razón. Siempre tuviste una debilidad que lo habría echado
todo a perder.
Diana
soltó un resoplido.
—Y eso es lo que he hecho. Lo he echado
todo a perder. Sólo me ha llevado veinticinco años.
Curtin asintió de nuevo.
—Debería
haberte matado cuando tuve la oportunidad.
Diana
sonrió al oír esto.
—Vaya, qué típico de los espíritus débiles y cobardes. Lamentar las
oportunidades perdidas...
Le
apretó con fuerza el cogote con la pistola.
—Conduce
—ordenó.
Echó una ojeada rápida por la ventanilla. El bosque había raleado, y
el suelo era más rocoso y polvoriento, y estaba más cubierto de maleza. Al este
se percibía un ligerísimo atisbo de luz que asomaba poco a poco sobre las
colinas. Daba la impresión de que el vehículo se encontraba ahora a mayor
altitud, que había ascendido por el terreno abrupto. El coche patinó al pasar
sobre una roca de pizarra, y su dedo estuvo a punto de apretar el gatillo.
—Creo
que ya estamos lo bastante lejos —dijo Diana—.
Para el coche.
Curtin
obedeció.
Se
apearon y echaron a andar bajo los primeros tonos grises del alba, el marido
delante, la mujer unos pasos por detrás, con la pistola. Diana vislumbró un
brillo rojo con tintes amarillos a lo lejos, en el cielo, y lentamente el
camino empezó a cobrar una forma más nítida con los primeros rayos de la luz
matinal.
Los dos
subían en silencio sobre una gran roca que se alzaba sobre un pequeño
desfiladero. Parecía un sitio desierto, desprovisto de vida y apartado de todo
recuerdo del mundo moderno. Diana respiró el olor a moho de una época antigua
que batallaba con la frescura del día que empezaba a invadirlo todo en torno a
ellos.
—Bastante
lejos —dijo ella—. Creo que hemos
llegado bastante lejos. ¿Te acuerdas de lo que dijimos cuando nos casamos? Lo
escribiste en una carta una vez.
El hombre que ella había conocido como
Jeffrey Mitchell, y que ahora se hacía llamar Peter Curtin, se detuvo y se dio
la vuelta para mirar a su ex mujer. No respondió directamente a su pregunta.
—Veinticinco
años —dijo en cambio y sonrió, con la mueca de una calavera. Se acercó a ella,
abriendo los brazos, pero con el cuerpo algo encogido—. Ha pasado mucho tiempo. Hemos vivido muchas experiencias.
Hay mucho de que hablar, ¿no?
—No, no
lo hay —replicó ella.
Y entonces
le disparó en el pecho.
El
estampido de la pistola pareció rodar en el aire vacío del desfiladero, rebotar
en las paredes y salir proyectado como un eco hacia la oscuridad agonizante del
cielo. El hombre con quien se había casado se tambaleó hacia atrás, con los
ojos muy abiertos por la sorpresa, y el jersey negro estropeado por el súbito
estallido rojo. Abrió la boca para decir algo, pero las palabras se le atragantaron.
Entonces dio un traspié, como una marioneta a la que de pronto le cortan los hilos,
antes de caer hacia atrás y deslizarse por la pared de piedra. Se precipitó en
el vacío por sólo un segundo y ella lo perdió de vista. Permaneció atenta hasta
que oyó el sonido de su cuerpo golpeándose contra el duro suelo en algún lugar
muy lejano.
Diana se
sentó en una roca y soltó la pistola, que cayó por el precipicio con un
traqueteo metálico. De repente se sintió agotada. «Vieja y cansada», pensó.
Vieja, cansada y moribunda. Se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco de
pastillas. Se quedó mirándolas por un momento, pensando lo raro que era que ni
una vez desde que cayera la noche, hacía varias horas, había notado la menor
punzada de dolor a causa de la enfermedad que la consumía por dentro. Pero
sabía que ésta era tímida y, además,
tan traicionera como el hombre a quien acababa de matar. Así, con un solo gesto
enérgico y desafiante, vació todo el contenido del frasco sobre la palma de su
mano, sujetó las píldoras con fuerza por un momento, se las llevó todas a la
boca, echando la cabeza hacia atrás, y tragó con esfuerzo.
Entonces
pensó en sus hijos y supo que, entre todas las cosas que le había contado su ex
marido, lo único cierto era que estaban vivos y ahora serían libres. Tanto de
él como de ella y su enfermedad. Y,
por fin, supo que ella misma sería libre.
Esto le infundió una sensación cálida. Se
recostó sobre la roca, que le pareció sorprendentemente confortable, como un
lecho muy suave rodeado de cojines mullidos. Aspiró profundamente. El aire se
le antojó tan fresco y agradable como el agua más fría y pura de manantial de
montaña que había tomado en su infancia. Entonces Diana volvió despacio el
rostro hacia la luz del sol naciente y esperó pacientemente a que su vieja
compañera, la Muerte, la encontrase.
Epílogo
Examen parcial de Psicología
Básica
Pasaron casi dos semanas antes de que un helicóptero del Servicio de
Seguridad que efectuaba labores de búsqueda más allá de los límites de la zona
protegida del norte del estado encontrara el cadáver de Diana Clayton. El
descubrimiento se llevó a cabo temprano por la mañana del día en que estaba
previsto que Jeffrey y Susan salieran del hospital de Nueva Washington en que
estaban ingresados, y dos días después de que el Congreso de Estados Unidos votara
por abrumadora mayoría a favor de la incorporación del estado cincuenta y uno
a la Unión.
Jeffrey, incluso antes de recobrar las fuerzas, había librado una
batalla frustrante con los médicos, exigiéndoles que le diesen el alta para
poder acompañar a los equipos de búsqueda del Servicio de Seguridad que se
dispersaban en abanico a partir de la casa situada en el 135 de Buena Vista
Drive, ansioso por enterarse del desenlace de aquella noche, pero no se lo permitieron.
Susan, que se recuperaba en cama, no sentía el mismo impulso, como si en su
fuero interno conociera ya cada detalle de lo que había sucedido en las horas
que siguieron al momento en que su padre huyó de la sala de música, y después
de que los dos se desmayaran por la tensión, la pérdida de sangre y la
impresión.
Curiosamente,
el equipo del helicóptero había conseguido rescatar el cuerpo de Diana de la
cresta del desfiladero, pero la estrechez del paso les había impedido
descender al fondo del barranco en busca de los restos de Peter Curtin. Los
habían localizado desde el aire, pero habría hecho falta un equipo con
experiencia en escalada para recuperar el cadáver. Era un gasto que el
director de seguridad Manson se negó a autorizar.
Se había
presentado en el hospital el día del alta, rebosante de entusiasmo por la
votación del Congreso, recién salido de una reunión para organizar una
celebración en todo el estado ese fin de semana: fuegos artificiales, coches de
bomberos con las sirenas encendidas, desfiles con orquestas de viento, majorettes,
niños exploradores marchando por la calle principal de todas las ciudades
nuevas, discursos grandilocuentes y palmaditas de felicitación en la espalda.
Una fiesta como las de siempre, roja, blanca y azul, con perritos calientes,
limonada y zarzaparrilla, al glorioso estilo Cuatro de Julio, pese a la
inminente llegada del invierno.
—Por
supuesto, ustedes no serán bienvenidos —les explicó animadamente a los dos
hermanos—. Por desgracia, sus
visados han caducado.
Manson
les entregó sendos cheques a Jeffrey y a Susan.
—Aunque
en realidad no teníamos un acuerdo —le dijo a ésta—, como con su hermano, nos ha parecido que era lo más justo.
—Compran
mi silencio —replicó Susan—. Dinero
para que mantenga el pico cerrado.
—Un
dinero —señaló Manson con desparpajo— tan bueno para gastar como cualquier
otro. Tal vez incluso mejor.
—Imagino
que a la joven señorita Lewis también la compensarán por los daños sufridos y
por su silencio, ¿no?
—Se le
pagarán cuatro años de universidad y la terapia. Además, su familia pasará de
una urbanización marrón a una verde, por cuenta del estado. Su padre tiene un
nuevo puesto, con aumento de sueldo. Su madre, lo mismo. Ah, y de propina hemos
añadido un par de coches para que puedan desplazarse a sus nuevos trabajos de
forma más elegante. De hecho, los vehículos pertenecían al difunto padre de
ustedes y a su malvada madrastra. El paquete incluía unos cuantos beneficios
más, pero ha resultado extraordinariamente fácil vendérselo a su familia y a
la propia joven. Al fin y al cabo, les gusta este lugar, y no deseaban
marcharse. Desde luego no tenían la menor intención de decir o hacer algo que
pudiera llevarnos a reconsiderar nuestra oferta.
—La
gente seguirá haciéndose preguntas —insistió Susan.
—¿De
verdad? —replicó Manson—. No, no lo
creo. No querrán hablar de este tipo de cosas. No querrán creer que pueden ocurrir.
Y menos aún aquí. Así que confío en que se quedarán callados. Tendrán alguna
pesadilla que otra, tal vez, pero no abrirán la boca.
Manson
se agachó y abrió un maletín. De él sacó un ejemplar de hacía dos días del New
Washington Post y se lo tiró a Susan. Ella vio el titular: FUNCIONARÍA DEL
ESTADO PIERDE LA VIDA EN ACCIDENTE CON UN ARMA. Junto al artículo aparecía una
fotografía de Caril Ann Curtin. Susan se quedó mirándola y luego se volvió hacia
su hermano.
Jeffrey estaba sacudiendo la cabeza con
la vista fija en el cheque que Manson le había entregado.
—El precio ha sido muy alto.
—Ah, les
acompaño en el sentimiento. Pero tengo entendido que a su madre tampoco le
quedaba mucho tiempo...
—Así es
—lo cortó Jeffrey, con un ligero deje de ira en la voz—, pero ¿qué precio tienen seis meses? ¿O uno solo? ¿Una semana?
¿Un día? ¿Un minuto, tal vez? Cada segundo es precioso para un hijo.
Manson
sonrió.
—Profesor,
me parece que su madre ya ha respondido a la mayor parte de esas preguntas
valientemente, y cuestionarlo todo sólo servirá para empañar su triunfo.
Jeffrey cerró los ojos por un momento. Luego, asintió en señal de
conformidad.
—Es
usted un hombre astuto, señor Manson —dijo—.
A su manera, es tan listo como lo era mi padre.
Manson
sonrió.
—Lo
tomaré como un cumplido. ¿Se marcharán pronto? Hoy mismo estaría bien.
—El
nunca envió esa carta a los periódicos, ¿verdad? La que hizo que le invadiera
el pánico. Y la carta que nos llevó hasta su casa. Pero tuvo usted suerte, ¿no
es cierto? El peso de toda esa publicidad negativa nunca llegó hasta su
puerta, ¿verdad?
—No
—respondió Manson, sacudiendo la cabeza—.
No llegó a echar la carta en el buzón. Hemos tenido suerte en ese aspecto.
—Me
pregunto por qué no la envió —dijo Susan.
—Hay una razón —afirmó Jeffrey—. Había una razón para todo, sólo que no
sabemos con exactitud cuál es en este caso. —Se volvió hacia el político, que
estaba sentado en un sillón poco confortable, pero cuya satisfacción por el
modo en que se habían desarrollado los acontecimientos lo hacía inmune a la
incomodidad—. Sabe que él habría
ganado. Tenía la razón al cien por cien respecto a las repercusiones que habría
tenido la carta. Se habrían pasado ustedes los siguientes seis meses inventando
excusas y mintiéndoles a todos los medios de comunicación del país. Respecto a
la votación en el Congreso, no sé qué decirle...
—Ah
—contestó Manson con un ligero gesto de la mano—, eso ya lo sabía. Lo sabía desde el principio. La opinión
pública es voluble. La seguridad es frágil. Sólo se pueden encubrir y
distorsionar las cosas hasta cierto punto antes de que la verdad salga a la luz
o, peor aún, antes de que algún mito, rumor o lo que llaman leyenda urbana
acabe por imponerse. Creo que ésta es la única incógnita que queda, por lo que
a mí respecta, profesor. ¿Por qué, después de tomarse tantas molestias para
hacerles venir a usted, a su hermana y a su difunta madre, y después de hacer
tanto por torpedear el reconocimiento de este estado, vaciló a la hora de poner
la guinda en el pastel? Una guinda que le habría garantizado el éxito, con
independencia de si moría o seguía vivo. Me resulta de lo más intrigante, ¿a
usted no?
—A mí me
preocupa —dijo Jeffrey.
Manson
sonrió. Se levantó de su asiento, desperezándose.
—Bien
—dijo en un tono que daba por finalizada la conversación—, ésa es una preocupación que puede usted
llevarse consigo. —Se despidió de Susan Clayton con un movimiento de cabeza y, sin tenderles la mano a ninguno de los
dos, salió de la habitación.
No muy lejos de Lake Placid, en el corazón de las montañas Adirondack,
hay un lugar conocido como la laguna de los Osos, al que se llega cruzando en
canoa el lago Saint Regís superior, dejando atrás los troncos tallados a mano
de las grandes y antiguas casas que salpican la orilla, hasta que uno
encuentra un pequeño sitio donde desembarcar entre la hilera de pinos y abetos
verde oscuro que montan guardia. Desde allí hay que cargar con la canoa a pie a
lo largo de poco menos de un kilómetro hasta llegar a otra masa de agua más
pequeña y cenagosa recubierta de troncos agrisados y esqueléticos de árboles
caídos, y asfixiada por los lirios acuáticos y el silencio. Esta segunda masa
de agua no tiene nombre. Es poco profunda, inquietante. Una charca turbia y
oscura por la que se pasa rápidamente. Luego hay que volver a cargar con la
embarcación por tierra, no más de doscientos metros sobre agujas de pino y el
polvo blanco de las primeras nevadas que llegan a esa parte del mundo del
norte, trayendo consigo el frío, vientos del Ártico y la promesa de un invierno
crudo, porque allí todos los inviernos lo son. Al final del segundo trecho a
pie, comienza la laguna de los Osos. La orilla es rocosa, una faja de granito
gris que conduce al bosque frondoso y verde, y circunda un agua clara y
cristalina, profunda y repleta de las formas relucientes de las truchas arco
iris que nadan suspendidas en un mundo opaco. Es un lugar con pocos términos
medios, de una belleza gélida, en el que reina el silencio salvo por la
risotada etérea y ocasional del somorgujo. Las águilas pescadoras surcan el
aire frío y azul sobre la laguna, a la caza de alguna trucha imprudente que se
acerque demasiado a la superficie.
La idea
de llevar allí las cenizas de Diana se le ocurrió a Susan.
Los dos
hermanos habían encontrado a un viejo guía de pesca dispuesto a acompañarlos.
Era una mañana despejada, llena de escarcha. Los lagos aún no se habían
recubierto de hielo, aunque probablemente faltaban pocos días para que eso
ocurriera. Soplaba una leve brisa, rachas esporádicas de un viento glacial que
contrarrestaba la intensa luz del sol, recordándoles que el mundo que los rodeaba
empezaba a aletargarse. Las cabañas para gente adinerada, construidas un siglo
atrás por los Rockefeller y los Roosevelt, estaban cerradas con tablas y en
silencio. Se encontraban solos en el lago.
El guía
iba en la popa, y Jeffrey en la proa, remando rápidamente contra el frío y la
luz, de forma que el color ceniciento de su remo se hundía y desaparecía en el
agua gélida. Susan iba en medio de la canoa, bajo una manta de cuadros roja,
con una pequeña caja de metal que contenía las cenizas de su madre entre las
manos, escuchando el sonido rítmico de la canoa al deslizarse a través del
lago.
Cuando
llegaron a la margen de la laguna de los Osos, la brisa pareció extinguirse. La
canoa hizo crujir la grava de la orilla, y Susan vio que empezaba a formarse
hielo al borde del agua. El guía los dejó solos y se fue a despejar de nieve
húmeda el centro de un reducido claro para preparar una pequeña hoguera.
—Deberíamos
decir algo —comentó Susan.
—¿ Por qué ? —preguntó Jeffrey.
Su
hermana asintió con la cabeza y luego, describiendo un arco amplio con el
brazo, arrojó las cenizas a la laguna.
Se
quedaron de pie, observando la superficie durante unos minutos mientras las
cenizas se esparcían, se dispersaban y finalmente se hundían como vaharadas de
humo en el agua límpida.
—Y
ahora, ¿qué harás? —inquirió Jeffrey.
—Creo
que me iré a casa, donde siempre hace un calor del demonio, y en cuanto llegue
allí, arrancaré mi lancha y saldré a toda máquina hacia un bajío donde no haya
nadie más y me quedaré allí oliendo el aire salado hasta que vea una palometa
nadando por ahí buscando algo que comer y pasando bastante de mí. Y entonces le
pondré un cangrejo artificial delante de sus estúpidas narices, y se llevará
una sorpresa monumental cuando sienta ese anzuelo. Creo que eso es lo que haré.
Esto le
arrancó una sonrisa a Jeffrey, que se encogió para protegerse del frío.
—Parece
un buen plan —dijo.
—¿Y tú?
—preguntó Susan.
—Volveré
al tajo. Trazaré mi calendario de clases. Prepararé los cursos del semestre de
primavera. Me enzarzaré en discusiones largas, increíblemente aburridas y a la
postre inútiles con otros miembros de mi departamento. Veré llegar a otra
tanda de alumnos ingratos, analfabetos y generalmente mimados a la
universidad. No parece ni remotamente tan divertido como lo que tú piensas
hacer.
Susan se
rio.
—Ésa es
la diferencia entre tú y yo —dijo—.
Supongo. —Alzó la vista al cielo ancho y azul—.
No hay nubes —observó—, pero creo
que no tardará en ponerse a nevar.
—Esta
noche —convino Jeffrey—. Mañana,
como muy tarde.
Dieron
media vuelta y se alejaron juntos del estanque.
—Supongo
que ahora somos huérfanos —murmuró ella.
Había
107 alumnos matriculados en su clase de introducción a la Psicología Básica del
siguiente trimestre, Introducción a las Conductas Aberrantes. Matar por
Diversión. Curso introductorio. Pronunció sus discursos habituales sobre
personas que asesinaban por diversión y pervertidos, y dedicó un poco de tiempo
a los asesinos en serie y la ira explosiva. Centró casi toda la clase en el
asesino de Dúseldorf, Peter Kürten, de quien su padre había tomado prestado el
nombre en el estado cincuenta y uno. Se preguntó por qué su padre había
decidido rendir homenaje a ese asesino en particular.
Kürten
había sido un salvaje, fruto a su vez del incesto y el abuso sexual, un
pervertido con unos modales que desarmaban a sus víctimas y sin el menor asomo
de sentimiento hacia ninguna de ellas salvo, curiosamente, la última, una joven
a quien de manera inexplicable había dejado en libertad tras torturarla
después de que ella le suplicara por su vida y le prometiese que no le contaría
a un alma lo que él le había hecho. El motivo por el que había soltado a esa
joven —cuando sin lugar a dudas muchas otras habían implorado de manera
similar— seguía siendo un misterio. Como es natural, ella fue directa a la
policía, que acto seguido fue a por Kürten y lo detuvo, junto con la familia
con la que se había hecho. El no se molestó en intentar huir, ni siquiera en
defenderse en el juicio subsiguiente. De hecho, la imagen de Peter Kürten que
quedó grabada en la memoria de sus verdugos fue la del asesino claramente
excitado al pensar en su propia sangre derramada en el momento en que la
guillotina le rebanara el cuello. Kürten subió al patíbulo con una sonrisa en
la cara.
Su padre,
pensó Jeffrey, había rendido homenaje al mal.
El
examen parcial de Psicología Básica consistía en unas preguntas cuya respuesta
debían desarrollar los alumnos dentro del límite de una hora. Los estudiantes
entraron en fila en el aula, con cara de pocos amigos, como si en el fondo les
diera rabia tener que examinarse. Ocuparon todos los asientos mientras él
consultaba la hora en su reloj. Pidió que se repartieran las carpetas azules de
rigor y observó a los alumnos escribir su nombre en la cubierta.
—Muy
bien —dijo—. No quiero oír hablar a
nadie. Si necesitan una segunda carpeta, levanten la mano y yo se la llevaré.
¿Alguna pregunta?
Una
chica con los pelos de punta que le daban un aspecto de puerco espín alzó la
mano.
—¿Si terminamos antes de tiempo, podemos marcharnos?
—Si
quieren —contestó Jeffrey. Supuso que la chica tenía alguna cita, o bien que
no se había tomado la molestia de estudiar y no quería pasarse toda la mañana
allí sentada sin saber responder a las preguntas del examen. Paseó la vista por
la clase y, al no ver más manos alzadas, se acercó a la pizarra y se puso a
escribir. Detestaba ese momento en que les daba la espalda a más de cien
estudiantes, todos ellos furiosos por tener que presentarse a un examen. Se sentía
vulnerable. Al menos ninguna de las alarmas se había disparado esa mañana.
En un
rincón del aula, un guardia de seguridad del campus estaba sentado en una
silla de metal plegable. Ahora Jeffrey pedía que le enviaran a un policía cada
vez que ponía un examen. El agente llevaba una coraza, que debía de darle un
calor muy incómodo en aquella sala atestada, y balanceaba una larga porra de
grafito negro entre las piernas. Tenía una metralleta colgada del hombro. El
hombre parecía aburrido, y mientras Jeffrey escribía en la pizarra, le hizo un
gesto con la cabeza como para indicarle que prestara más atención a los
estudiantes del aula.
El
examen constaba de dos partes. En la primera, los alumnos debían identificar y
describir a las personas cuyos nombres él escribiera en la pizarra. Se trataba
de varios asesinos que había tratado en clase. Para la segunda parte, debían
elegir un tema para desarrollar, entre los dos siguientes:
1) Aunque
Charles Manson no entró con los asesinos en la casa donde cometieron sus
crímenes, lo declararon culpable de los asesinatos. Explique por qué, y qué
influencia ejerció sobre los autores de los crímenes. Escriba en qué diferencia
esto a Manson de otros asesinos que hemos estudiado.
2) Explique
y compare el ataque de Ted Bundy a la residencia de la hermandad Chi Omega con
el asesinato a manos de Richard Speck de las ocho enfermeras de Chicago. ¿Por
qué son distintos? ¿Qué semejanzas hay entre los dos crímenes? ¿Qué impacto
social tuvieron en sus comunidades respectivas?
Terminó de escribir en la pizarra y volvió a su asiento detrás del
escritorio. Mientras los estudiantes se enfrascaban en el examen, él cogió el
periódico de esa mañana. Había una noticia en la parte inferior de la primera
plana que le pareció desalentadora. Un profesor de lenguas románicas del
cercano Smith College había muerto a causa de un disparo la noche anterior
mientras caminaba por el campus poco después del atardecer. Al parecer el
asesino del profesor había seguido al hombre, había sacado una pistola de
pequeño calibre y le había pegado un solo tiro en la base del cráneo antes de
desaparecer en las sombras, sin que nadie lo viera ni identificara. La policía
estaba interrogando a muchos de los alumnos actuales y ex alumnos del profesor,
sobre todo a los que habían suspendido alguno de sus cursos. Era notoriamente
exigente en una época en que las notas altas se regalaban con frecuencia a
alumnos que no se las habían ganado.
Continuó leyendo; pasó a la sección de deportes —otro escándalo de
sobornos y jugadores comprados en el equipo de baloncesto— y luego a la de
noticias locales. Mientras leía, algunos alumnos terminaron su examen. Él
había dispuesto una pequeña bandeja de plástico al pie de la tarima. Ellos
tiraban sus carpetas azules allí y se marchaban. De vez en cuando alguno se entretenía
en la puerta, y Jeffrey oía carcajadas o quejas por parte de los que salían.
Para cuando sonó el timbre que marcaba el final de la clase, el aula estaba
vacía.
Recogió
las carpetas azules, le dio las gracias al poli aburrido y regresó a su pequeño
despacho en el Departamento de Psicología. Como era su costumbre, antes de
empezar a corregir los exámenes, los contó para asegurarse de que todos los
alumnos hubieran entregado su examen.
Se
sorprendió cuando su cuenta llegó a 108.
Miró con curiosidad la pila de exámenes. Había ciento siete alumnos
matriculados en su clase. Ninguno le había pedido una segunda carpeta. Y, en cambio, ahora tenía 108 por
corregir. Lo primero que pensó es que todo formaba parte de una elaborada estratagema
para copiar. No habría sido la primera vez que unos alumnos probaran suerte con
una artimaña semejante. Ante algunos de los intentos más creativos, él no podía
por menos de pensar que, si los alumnos hubieran dedicado el mismo tiempo a
estudiar, no habrían tenido que recurrir a las trampas. Pero también entendía
que la naturaleza de la educación moderna a veces hacía que el engaño fuese
preferible al aprendizaje.
Contó de
nuevo. Obtuvo la misma cifra.
Jeffrey
rebuscó en el montón, preguntándose qué forma iba a tomar la trampa, cuando se
percató de que una de las carpetas azules no llevaba ningún nombre escrito en
la cubierta. Suspiró, pensando que había mezclado sin querer una carpeta en
blanco entre las otras, y la sacó de la pila.
La abrió
distraídamente, sólo para cerciorarse.
Dentro
de la carpeta azul había una nota escrita a mano:
¿Sabes? Si uno de verdad quisiera matar al profesor que tantas cosas
le ha arrebatado, no le resultaría tan difícil. Una forma sería ocultar el
móvil auténtico del asesinato. Esto puede hacerse fácilmente, por ejemplo,
ejecutando al azar a miembros del profesorado de las otras cuatro
universidades y academias de las comunidades cercanas. Matar a otros dos, y
después matar al objetivo real, y luego a dos más. Seguramente reconocerás este
ardid, profesor; Agatha Christie lo describió en El misterio de la guía de ferrocarriles, libro
escrito en 1935, hace casi un siglo. En él, un astuto francés, un hablante de
una lengua románica, era el encargado de descubrir la trama. Me pregunto si la
novela estará ya descatalogada. Me pregunto si alguno de nuestros policías
locales es tan listo como Hercule Poirot. Pero esto es sólo una idea.
Tengo
otras.
Nuestro padre me enseñó mucho. Siempre decía que debía cultivarme a
fondo para poder enfrentarme con éxito al Profesor de la Muerte. Destruir el
nuevo mundo en el que me crie seguramente supondrá un desafío menor, así que
creo que mañana, o tal vez el año que viene, pero en un futuro cercano,
regresaré al estado cincuenta y uno. La última noche que estuve con mi padre,
intercambiamos ideas sobre el tipo de terror que yo podría sembrar en aquel
entorno tan arrogantemente seguro.
Sólo quería que supieras que volveré a por ti cuando esté preparado.
La nota
no estaba firmada, cosa que no le sorprendió. Jeffrey Clayton notó un vacío en
su interior que no era producto, sin embargo, ni del miedo ni de la angustia
ante una amenaza, ni siquiera de la tristeza. Pensó que en muy poco tiempo
había aprendido mucho y que, durante toda su vida, el conocimiento era lo
único que lo había distinguido de su padre y de otros como él.
Notó que
una sonrisa irónica asomaba a sus labios, y entonces comprendió por qué su
padre no había enviado su carta sensacional a los periódicos. Porque sabía lo
que estaba dejando a la posteridad. Era un tipo de legado distinto. Y lo que
había dejado tenía todo el potencial del mundo para superar sus propios logros.
Padres e hijos.
Jeffrey
dejó a un lado la carpeta azul. Acogió incluso esta inquietante información
con un entusiasmo frío y descarnado. Contempló la nota una vez más y cayó en
la cuenta también de que el profesor muerto que aparecía en la portada del
periódico de la mañana formaba parte de la nota tanto como las palabras
escritas a mano que tenía ante sí. Supuso que debería estar asustado, pero en
cambio se sentía intrigado y lleno de energía.
Sacudió
la cabeza. «No si yo te encuentro primero», le dijo en silencio a la imagen
fantasmal de su hermano.