10
Las preocupaciones de Diana Clayton
—No hay
manera de saber realmente si hay una conexión —dijo de pronto—. Puede haber sido cualquiera.
Susan
estaba de pie. Se había dejado caer en un sillón, luego había cruzado la
habitación para sentarse en una mecedora de respaldo rígido; después, al no
sentirse cómoda allí, se había levantado de nuevo y caminado de un lado a otro
de la habitación con un estilo que recordaba la dolorosa frustración de un pez
grande que forcejea contra un sedal tirante.
—Claro
—dijo en un tono sarcástico y empleando un lenguaje que sabía que, más que
ofender a su madre, la inquietaría—.
Puede haber sido cualquiera. Sólo un tipo cualquiera que casualmente nos siguió
a ese pobre gilipollas y a mí a los aseos de mujeres, que casualmente llevaba
encima un cuchillo de caza y que, al hacerse cargo de la situación de
inmediato, decidió usarlo contra ese pobre imbécil, cosa que hizo con gran
pericia y entusiasmo. Después, convencido de que me había rescatado de un
destino peor que la muerte, salió a toda prisa porque sabía que no era momento
para largas presentaciones y porque al fin y al cabo tampoco tiene mucho don
de gentes normalmente. —Lanzó una mirada dura al otro extremo de la sala—. Venga ya, mamá. Tiene que haber sido
él. —Exhaló despacio—. Sea quien
sea. —La hija sostuvo en alto la página del bloc en que constaba el mensaje
críptico del hombre—. «Siempre he estado contigo» —dijo con hosquedad—. Es una suerte que haya estado allí esta
noche.
A Diana
le pareció que las palabras de su hija reverberaban en el reducido espacio de
la habitación.
—Ibas
armada—señaló—. ¿Qué habría
ocurrido?
—Ese
pobre borracho cabrón iba a echar la puta puerta abajo de una patada, y yo iba
a pegarle un tiro entre los ojos o entre las piernas, lo que fuera más
apropiado según las circunstancias.
Susan
masculló un par de palabrotas y se dirigió a la ventana para escrutar la
oscuridad del exterior. Apenas veía nada, de modo que ahuecó las manos en torno
a sus sienes para bloquear la luz de la sala y apretó la cara contra el
cristal. La noche refulgía con el bochorno resultante de la tormenta que había
estallado esa tarde y que no había dejado tras de sí más que algunas hojas de
palmera caídas en la calzada, los baches y otras concavidades de la calle
encharcados, y un calor residual que la tormenta parecía haber intensificado,
reforzándolo o imprimiéndole más fuerza. Dejó que sus ojos escudriñasen la
penumbra, no muy segura en ese momento de si prefería ver la desolación, que
ponía de relieve su aislamiento, o la silueta de un hombre al moverse
furtivamente entre las sombras, acechando justo al borde de su patio, que es lo
que creía más probable.
No vio a nadie, lo que no la convenció de nada. Al cabo de un momento
extendió el brazo y tiró de la persiana, que bajó con un breve repiqueteo.
—Lo que de verdad me molestaba —dijo pausadamente, volviéndose hacia
su madre—, conforme más vueltas le
daba, no era lo que había ocurrido sino la manera en que había ocurrido.
Diana
asintió con la cabeza para animar a su hija a continuar, creyendo que eso era
precisamente lo que la molestaba también.
—Prosigue
—dijo la mujer mayor.
—Verás,
actuó sin vacilar ni por un momento —dijo Susan—, o al menos, esa
impresión me dio. Ahí está ese borracho, sabe Dios con qué intenciones en la
cabeza, pero como mínimo la de violarme, insultándome y aporreando la puerta.
Luego oigo que se abre la otra puerta, y al cabrón apenas le da tiempo de decir
«¿Y tú quién coño eres?» y entonces, ¡zas!, ese cuchillo o navaja o lo que sea
que tiene en la mano está listo para entrar en acción. Cuando él entró en los
aseos, ya sabía lo que iba a hacer, y no perdió ni un segundo en calibrar la
situación, ni en preocuparse, preguntarse qué estaba pasando, pensárselo dos
veces o hacer algún amago o tal vez simplemente amenazar al tipo. Debió de dar
un paso al frente y ¡pum!
Susan
avanzó un paso hacia el centro de la sala y describió un arco rápidamente con
el brazo, como si asestara una cuchillada.
—«Pum»
no es la expresión adecuada —murmuró—.
No hubo un «pum». Todo sucedió más deprisa.
Diana se
mordió con fuerza el labio antes de hablar.
—Piensa
—dijo—. ¿Había algo allí que pudiera
indicar que el crimen fue una cosa distinta de la que tú describes? ¿Había
algo...?
—¡No!
—la interrumpió Susan. Luego hizo una pausa y se quedó pensativa, visualizando
la escena en el servicio de señoras del bar. Recordaba el color carmesí de la
sangre que formó un charco debajo del muerto y el contraste tan fuerte con el
linóleo de tonos claros del suelo—.
Le robó —añadió despacio—. Al menos,
su cartera estaba desplegada y tirada en el suelo, a su lado. Eso es algo. Y tenía
la bragueta abierta.
—¿Algo
más?
—Que yo recuerde, no.
Salí de allí con bastante rapidez. Diana reflexionó
sobre la cartera vacía.
—Creo
que deberíamos llamar a Jeffrey —aseveró—.
Él sabría decirnos con certeza qué pasó.
—¿Por
qué? Esto es mi problema. Sólo conseguiremos asustarlo. Innecesariamente.
Diana
abrió la boca para decir algo, pero luego cambió de idea. Contempló a su hija,
intentando ver más allá de su expresión de rabia y sus hombros tensos, y un
enorme y lúgubre abatimiento se apoderó de ella, pues comprendió que en otro
tiempo había estado tan obsesionada con salvarlos físicamente que no había sido
consciente de otras cosas que también había que salvar. «Daños colaterales
—se dijo—. La tormenta derriba un
árbol que cae encima de un cable de alta tensión, que a su vez cae en un charco
y carga el agua de una electricidad letal que mata al hombre que pasea a su
perro sin sospechar nada cuando escampa y aparecen las estrellas en el cielo.
Eso es lo que les ha ocurrido a mis hijos —pensó con amargura—. Los salvé de la tormenta, pero nada
más.» La duda imprimió dureza a su voz.
—Jeffrey
es un experto en homicidios. En toda clase de homicidios. Y, si de verdad nos están amenazando (cosa
que no sabemos con seguridad pero que es una posibilidad real), tiene derecho a
saberlo, porque quizá posea conocimientos que nos ayuden en esa situación
también.
Susan
soltó un resoplido.
—Tiene
su propia vida y sus propios problemas. Deberíamos estar seguras de que
necesitamos ayuda antes de pedírsela.
Pronunció
estas palabras como estableciendo una verdad irrebatible, como demostrando
algo, aunque su madre no sabía muy bien qué.
Diana se
disponía a replicar algo, pero notó una punzada repentina y aguda en las
entrañas y tomó una bocanada anhelosa del aire de la habitación para mitigarla.
El dolor fue como una descarga que estremeció su organismo, poniéndole las
terminaciones nerviosas de punta. Esperó a que la oleada se estabilizase y luego
remitiese, cosa que ocurrió al cabo de unos momentos. Se recordó a sí misma que
al cáncer que la corroía por dentro le preocupaban poco los sentimientos, y
desde luego le importaban un bledo los otros problemas que pudiera tener. Era
justo lo contrario del homicidio que su hija había presenciado esa noche. Era
lento y cruelmente paciente. Podía causar tanto dolor como el cuchillo del
hombre, pero se tomaría su tiempo antes. No habría nada rápido en ello, aunque
pudiera resultar tan singularmente letal como una cuchillada o un tiro.
Se
sentía un poco mareada, pero se recuperó con una serie de respiraciones
profundas, como las de un buceador que se dispone a sumergirse.
—De
acuerdo —dijo con cautela—. ¿Qué te
dice esa cartera abierta que viste?
Susan se
encogió de hombros y, antes de que
pudiera responder, su madre prosiguió:
—Lo que
tu hermano te diría es que vivimos en un mundo violento en que hay demasiado
poco tiempo y demasiadas pocas ganas como para que alguien realmente llegue a
resolver un crimen. La función de la policía es intentar mantener el orden,
cosa que hace de forma algo despiadada. Y cuando se comete un crimen que tiene
una solución fácil, lo solucionan, porque así consiguen que la rutina continúe
su accidentada marcha. Pero casi siempre, a menos que el muerto sea importante,
hacen caso omiso de él y simplemente lo entierran como una víctima más de esta
época anárquica. Y el asesinato de algún ejecutivo de segunda categoría obseso
y medio borracho no me parece un caso al que la policía vaya a darle mucha
importancia. Además, aunque supongamos por un momento que algún inspector se
interesaría en el caso, ¿qué es lo que encontraría? Una cartera abierta y una
cremallera de pantalón bajada. Un homicidio por robo, y ya está. Bingo. Y su
conclusión sería que había algunas chicas del oficio en ese bar que no es
precisamente de clase alta, y que una de ellas, o su chulo, se cargó al tipo. Y
para cuando ese inspector agobiado de trabajo se dé cuenta de que eso que parece
tan obvio no fue lo que pasó en realidad, el interés por el asunto se habrá
enfriado mucho ya y tendrá pocas ganas de hacer otra cosa que archivarlo debajo
de una pila de casos. Sobre todo cuando descubra que no había ninguna cámara
de seguridad que grabase imágenes útiles de todas las idas y venidas. En fin,
esto es lo que tu hermano te diría que el asesino consiguió con sólo
embolsarse el dinero del hombre y dejar la cartera ahí tirada. Así de sencillo.
Susan la
escuchó, y luego vaciló antes de responder.
—Todavía
podría acudir yo misma a la policía.
Diana
negó con la cabeza enérgicamente.
—¿Y cómo
crees que nos ayudarán si les pones en bandeja a una sospechosa perfecta del
asesinato? Me refiero a ti, porque ni en broma se van a creer que había
alguien más que te vigilaba de forma anónima, a escondidas; alguien sin una
cara, un nombre o algo que lo identifique salvo un par de mensajes crípticos
que te dejó delante de nuestra casa, y que resulta ser lo bastante hábil para
quitar de en medio a alguien que se presenta y te amenaza. Es como una especie
de ángel guardián excepcionalmente diabólico.
Entonces
Diana se interrumpió de golpe.
La
cabeza le daba vueltas y el dolor le atenazaba el cuerpo.
Había un
frasco de píldoras en la mesa de centro que tenía delante. Lenta y pausadamente
extendió el brazo hacia él y lo sacudió para dejar caer dos cápsulas sobre la
palma de su mano. Se las tragó y las bajó con el resto amargo y tibio de
cerveza que quedaba en el fondo de la botella.
Pero lo
que de verdad le dolía no era que la enfermedad hiciese notar su presencia,
sino las últimas palabras que había pronunciado: «un ángel guardián
excepcionalmente diabólico». Y es que sólo se le ocurría una persona con las
características necesarias para encajar en esta descripción.
«¡Pero
está muerto, maldita sea! —gritó para sus adentros— ¡Murió hace años! ¡Estamos
libres de él!»
No dijo
nada de esto en voz alta. En cambio, dejó que este temor súbito se instalara en
su interior, en un lugar desagradablemente cercano a las punzadas constantes
que la atormentaban.
Esa noche cenaron en relativo silencio, sin mencionar los mensajes ni
el asesinato y, por supuesto, sin
hablar más sobre lo que debían hacer. Luego se retiraron a sus respectivas
habitaciones de la pequeña casa.
Susan se
quedó a los pies de su cama, consciente de que estaba agotada y a la vez
pletórica de energía. Era esencial que durmiese, pensó, pero no le resultaría
fácil. Se encogió de hombros, se apartó de la cama y se dejó caer en su silla
de trabajo. Toqueteó el teclado de su ordenador y se dijo que debía componer
otro mensaje para quien ella creía que la había salvado.
Apoyó la
cabeza en las manos y la meció adelante y atrás.
«Salvada
por el hombre que me amenaza.»
Sonrió
con ironía, pensando que seguramente aquello la divertiría mucho más si le
estuviera pasando a otra persona. A continuación, alzó la cabeza y encendió el
ordenador.
Jugueteó
con palabras y frases, pero no encontró nada que le gustara, principalmente
porque no sabía qué quería comunicar.
Llena de
frustración, se apartó del escritorio y se dirigió a su armario. En la pared
del fondo guardaba todas sus armas, el fusil de asalto, varias pistolas y cajas
de cartuchos. En un estante adyacente había varias bobinas de hilo de pescar,
un cuchillo para filetear en una funda y tres cajas transparentes con cebos de
colores llamativos y moscas para tarpones, camarones artificiales, anzuelos con
plumas de colores y cangrejos artificiales parduzcos que utilizaba cuando
pescaba palometas. Cogió una caja y la agitó.
Le
pareció curioso: las moscas que daban mejor resultado rara vez eran las que
tenían un aspecto más real. A menudo el cebo que atraía al mejor pez sólo tenía
una forma y un color vagamente similares a los del original; era un espejismo,
no una realidad, que ocultaban un anzuelo de acero endurecido por el agua
salada y mortífero.
Susan
devolvió la caja al estante y alargó la mano para coger el largo cuchillo para
filetear. Lo sacó de la funda negra de piel artificial y lo sujetó frente a
sí. Deslizó el dedo por el borde romo. La hoja era angosta, ligeramente curva,
como la sonrisa ufana de un verdugo en el momento de la muerte, y estaba
afilada como cuchilla de afeitar. Le dio la vuelta al cuchillo y tocó
delicadamente el filo con el dedo, procurando no moverlo hacia uno u otro lado,
pues se haría un corte profundo. Mantuvo la mano en esta posición precaria
durante varios segundos. Luego, de golpe, movió el cuchillo hacia arriba y lo
blandió a pocos centímetros de su rostro.
«Algo
así», se dijo. Lanzó una cuchillada al aire ante sí, con un gesto parecido al
que había hecho en la sala de estar, delante de su madre. Sin embargo, ahora
escuchó con atención mientras esa hoja, que era de verdad, hendía el aire
inmóvil.
«No hace
ruido —pensó—. Ni siquiera un
susurro que te advierta que la muerte se acerca.»
Se
estremeció, guardó el cuchillo en su funda y lo depositó en el estante. Luego,
volvió a su ordenador. Escribió rápidamente:
«¿Por
qué me sigues?
»¿Qué es
lo que quieres?»
Luego
añadió, en un tono casi lastimero:
«Quiero
que me dejes en paz.»
Susan
contempló las palabras que acababa de escribir y, tras respirar hondo, comenzó a traducirlas en un acertijo
que pudiera publicar en su columna de la revista. «Mata Hari —le musitó a su
álter ego—, busca algo realmente
críptico y difícil que le lleve un tiempo descifrar, porque necesito unos días
libres para decidir qué debo hacer a continuación.»
Diana yacía en el borde de la cama, meditando sobre el cáncer que le
devoraba imparable las entrañas. Pensaba que era interesante, de una manera
perversa, esta enfermedad extraña que se había aferrado a su páncreas en lo
que a ella le parecía fruto de una decisión arbitraria y caprichosa. Después de
todo, se había pasado buena parte de su vida preocupándose por muchas cosas,
pero nunca se le había ocurrido imaginar que ese órgano situado en lo profundo
de su cuerpo acabaría por revelarse como un traidor. Se encogió de hombros,
preguntándose, como tantas veces antes, qué aspecto tendría en realidad su
páncreas. ¿Sería rojo, verde, morado? Las minúsculas motas de cáncer ¿eran
negras? ¿De qué le había servido antes de empezar a matarla lentamente? ¿Para
qué lo necesitaba, de entrada? ¿Por qué necesitaba el resto de las cosas, el
hígado, el colon, el estómago, los intestinos, los riñones? ¿Y por qué no se
habían infectado? Intentó visualizar sus propios tejidos y órganos como una
especie de máquina, un motor que no funcionaba bien a causa de la mala calidad
del combustible. Por un instante, deseó poder introducir la mano en su cuerpo,
arrancar el órgano díscolo y luego tirarlo al suelo y desafiarlo a que la
matara. La llenaba de rabia, de una furia virulenta y atronadora, que un
órgano oculto e insignificante pudiera arrebatarle la vida. «Debo tomar las
riendas —se dijo—. Tengo que tomar
el control.»
Recordó
el momento en que se había hecho cargo de su futuro y pensó: «Debo hacer lo
mismo con mi muerte.»
Se
levantó y atravesó su pequeña habitación.
«La
lluvia en los Cayos es torrencial —pensó—.
Cae como una descarga repentina y violenta, como esta tarde, y entonces parece
que el cielo esté furioso y desata un diluvio totalmente negro que ciega y
sacude al mundo entero.» Había sido distinta la noche que había huido de su
marido: caía una lluvia fría e inclemente que repiqueteaba alrededor de ella,
inquietante, alimentando los temores que surgían en su interior. Carecía de la
contundencia de las tormentas de los Cayos, que tan familiares habían llegado
a resultarle con el tiempo; la noche que había escapado de su hogar, de su pasado
y de todo vínculo que había tenido jamás con nadie o con nada durante sus
primeros treinta años, había caído una lluvia de dudas.
En un
rincón del armario de su dormitorio tenía un pequeño cofre de seguridad que
rebuscó detrás de los lienzos, los viejos tubos de pintura y los pinceles.
Dedicó unos segundos a reprenderse: «No hay razón para dejar de pintar —dijo—. Aunque te estés muriendo.»
No era
consciente de que sus movimientos imitaban inadvertidamente los de su hija,
pero mientras Susan sacaba un cuchillo de su armario, Diana cogía una caja
pequeña llena de recuerdos bien guardados.
La caja era de un metal negro y barato. En otro tiempo se cerraba con
un pequeño candado, pero Diana había perdido la llave y se había visto obligada
a cortarlo con una lima. Ahora sólo tenía un simple cierre. Pensó que
probablemente ocurría lo mismo con la mayor parte de los recuerdos: por más que
uno crea que los tiene guardados bajo llave, en realidad sólo están protegidos
por una tapa de lo más frágil.
De pie junto a su cama, abrió la caja y esparció su contenido sobre el
cubrecama, delante de sí. Hacía años que no metía ni sacaba nada de allí.
Encima de todo había algunos papeles, una copia de su testamento —en el que
repartía todas sus posesiones, que sabía que no eran muchas, a partes iguales
entre sus hijos—, una póliza de un
seguro por una cantidad bastante pequeña, y una copia de la escritura de la
casa. Debajo de estos documentos había varias fotografías sueltas, una lista
breve y escrita a máquina de nombres y direcciones, una carta de un abogado y
una página de papel satinado arrancada de una revista.
Diana cogió primero la hoja de papel y se sentó pesadamente. En el
margen inferior de la página había un número: el 52. Junto a él, escritas con
una caligrafía primorosamente pequeña, estaban las palabras: «Boletín de la
academia St. Thomas More. Primavera de 1983.»
En la página había tres columnas escritas a máquina. Las dos primeras
tenían por encabezamiento «Bodas y nacimientos». La tercera se encontraba bajo
la palabra «Necrológicas». No había más que una entrada en la columna, y Diana
posó la mirada en ella:
Ha causado un hondo pesar a la Academia la noticia del fallecimiento
reciente del ex profesor de Historia Jeffrey Mitchell. Muchos alumnos y colegas
recuerdan al profesor Mitchell, violinista notable, por la energía, la
diligencia y el ingenio que de mostró durante los pocos años en que dio clases
en la Academia. Todos los amantes de la historia y de la música clásica lo
echarán en falta.
A Diana
le vinieron ganas de escupir. La boca le sabía a bilis.
—Lo
echarán mucho en falta todos aquellos a quienes no tuvo la oportunidad de matar
—susurró con rabia para sí.
Sujetando
la página de la revista, recordó las sensaciones que la habían asaltado el día
que vio el artículo. Asombro. Alivio. Y luego, curiosamente, había esperado
sentirse libre, eufórica, como si se hubiera quitado un peso enorme de encima
porque la nota le decía que su peor temor —que la encontraran— ya no tenía
razón de ser. Sin embargo, la angustia no la había abandonado. Por el
contrario, la duda había perdurado en su interior. Las palabras le indicaban
una cosa, pero ella no se permitía el lujo de creérselas del todo.
Dejó la
hoja de papel y cogió la carta.
En la
parte superior aparecía el membrete de un abogado que tenía un bufete pequeño
en Trenton, Nueva Jersey. La destinataria era una tal señora Jane Jones, y la
carta había sido enviada a un apartado de correos en el norte de Miami. Había
conducido hacia el norte durante dos horas desde los Cayos con el único
propósito de alquilar una casilla en la oficina de correos más grande y
concurrida de la ciudad, sólo para recibir esa carta.
Querida
señora Jones:
Tengo entendido que éste no es su nombre verdadero, y por lo general
sería reacio a comunicarme con una persona ficticia, pero, dadas las
circunstancias, intentaré cooperar.
El señor Mitchell, su marido, del que estaba separada, se puso en
contacto conmigo dos semanas antes de su muerte. Curiosamente, me dijo que
había presentido su muerte y que por eso quería asegurarse de disponer de forma
adecuada de sus escasos bienes. Preparé un testamento para él. Legó una
colección sustanciosa de libros a una biblioteca local, y los beneficios de la
venta del resto de sus posesiones se donaron a la asociación de música de
cámara de una iglesia local. Tenía algunas inversiones, así como unos ahorros
modestos.
Me avisó
de que tal vez llegaría un día en que usted buscase información sobre su muerte, y me indicó que revelara lo
que sabía sobre su fallecimiento y que
hiciese una declaración adicional.
Esto es lo que he averiguado respecto a su muerte: fue repentina.
Murió al colisionar su coche con otro vehículo a altas horas de la noche. Ambos
circulaban a gran velocidad, y chocaron de frente. Fue necesario consultar la
ficha dental para identificar a las víctimas. La policía de la pequeña
población de Maryland donde se produjo el suceso concluyó, basándose en los
testimonios de supervivientes, que su marido interpuso su vehículo en la trayectoria
del tractor remolque que circulaba en la dirección contraria. El caso se
clasificó como el de un conductor suicida.
El cuerpo del señor Mitchell se incineró posteriormente, y las cenizas
se enterraron en el cementerio de Woodlawn. No había tomado disposiciones
previas sobre una lápida, sólo respecto a unos servicios funerarios mínimos.
Hasta donde tengo conocimiento, nadie asistió al entierro. El había dejado
claro que no le quedaban parientes vivos ni amigos de verdad.
Durante nuestras breves conversaciones, nunca mencionó que tuviera
hijos ni dio a entender en modo alguno que deseara dejarles algo.
La declaración que me pidió que tuviese lista para presentarle a
usted en caso de que algún día se pusiera en contacto con este bufete es, de
acuerdo con sus instrucciones, su legado para usted. Dicha declaración dice:
«Para bien o para mal, en la riqueza o en la pobreza, en la salud o en la
enfermedad, hasta que la muerte nos separe.»
Lamento
no poder facilitarle más información.
El abogado había firmado la carta con rúbrica: H. Kenneth Smith. Ella
había querido telefonearlo, pues le parecía que en la carta había más
insinuaciones que respuestas, pero había resistido la tentación. En cambio, en
cuanto hubo leído la misiva, dio de baja su apartado de correos sin indicar
otra dirección para que le enviaran la correspondencia.
Ahora,
depositó la carta en la cama junto a la nota necrológica de la academia St.
Thomas More y se quedó mirando las dos cosas.
Le vinieron imágenes a
la memoria. En cierto modo, sus hijos todavía parecían bebés cuando llegaron al
sur de Florida. Eso había deseado ella; quería encontrar una manera de
erradicar todos los recuerdos de los primeros tiempos en la casa de Nueva
Jersey. Había hecho un esfuerzo consciente por cambiarlo todo: la ropa que
llevaban, los alimentos que comían. Se había deshecho de toda tela, todo sabor
y todo olor que pudiera recordarles el lugar del que habían huido. Incluso
había cambiado su acento. Se había esmerado por adoptar algunos de los
localismos que se usaban en los Cayos Altos. El habla bubba, como la
llamaba la gente del lugar. Hizo todo cuanto pudo por conseguir que, al crecer,
tuvieran la impresión de que llevaban allí toda la vida.
Metió la
mano en la caja de seguridad y extrajo una lista escrita a máquina de nombres
y un pequeño fajo de fotografías. Las manos le temblaron al ponérselas sobre el
regazo. Hacía muchos años que no las miraba. Las sostuvo en alto, una por una.
Las
primeras eran de sus padres, de su hermana y de su hermano, de cuando ellos
mismos eran jóvenes. Las habían hecho en una playa de Nueva Inglaterra, y tanto
los trajes de baño como las tumbonas, las sombrillas y las neveras portátiles
se veían ahora pasados de moda y,
por tanto, resultaban ligeramente ridículos. Había un foto de su padre con una
caña larga, botas de pescador y una gorra con el dibujo de un pez espada echada
hacia atrás de modo que le dejaba la frente al descubierto, luciendo una
sonrisa de oreja a oreja y señalando la enorme lubina americana que sujetaba
por las branquias. «Ahora está muerto —pensó ella—. Debe de estarlo. Han pasado demasiados años. Ojalá lo supiera
con seguridad, pero tiene que estarlo. Le enorgullecería saber que su nieta es
una pescadora tan experta como lo era él. Le encantaría que ella lo llevara
consigo, al menos una vez, en esa barca que tiene.»
Dejó
esta fotografía a un lado y examinó otra, en la que aparecía su madre de pie
junto a sus dos hermanos. Estaban cogidos del brazo, y saltaba a la vista que
ella había logrado apretar el disparador justo en el momento en que alguien
contaba el final de un chiste, porque los tres tenían la cabeza hacia atrás,
riendo de forma inconfundible y desenfadada. Eso es lo que le gustaba a Diana
de su madre, que parecía capaz de reírse de cualquier situación, por muy dura
que hubiese sido. «Una mujer que plantaba cara a las malas noticias —pensó
Diana—. Seguro que he salido a ella
en lo tozuda. Seguramente ella también es tara muerta dentro de poco, o quizá
será muy mayor y tendrá problemas de memoria.» Al bajar la vista para mirar la
fotografía por segunda vez, la invadió una sensación de soledad absoluta y, por un instante, deseó poder recordar
el chiste que habían contado en ese momento. «No pediría ninguna otra cosa
—pensó—; me conformaría con saber cómo
era ese chiste.»
Exhaló
un suspiro profundo. Contempló a sus hermanos y les susurró «lo siento» a los
dos. Por un momento se preguntó si el hecho de que ella desapareciera había
sido más duro para ellos. Cumpleaños, aniversarios, Navidades. Seguramente
también bodas, nacimientos, entierros, los avatares habituales en la vida de
una familia, le habían sido arrancados de un tajo psicológicamente letal. No
les había dirigido ni una palabra a título de explicación, ni siquiera una
sílaba para dar señales de vida. Era lo único que ella sabía con toda certeza
que ocurriría la noche que había huido de Jeffrey Mitchell y de la casa en que
había convivido con él.
Si
quería una nueva vida para sí y para sus hijos, debía buscarla en algún sitio
seguro. Y la única manera en que podía garantizar su seguridad era permanecer
siempre a la sombra, pues de lo contrario él la encontraría. Lo sabía con toda
certeza.
«Morí
aquella noche. Y volví a nacer también.»
Dejó las
fotografías y echó un vistazo a la lista escrita a máquina. Contenía los
nombres y las últimas direcciones que conocía de sus parientes. Algún día sus
hijos la heredarían, o eso esperaba. Creía que llegaría un día en que sería
posible recuperar el contacto.
Pensaba
que tal vez ese día llegaría pronto cuando recibió la carta del abogado. Una
prueba de su muerte. Llevaba décadas guardada en la caja de metal. Y era lo
que tanto había estado esperando. De pronto se preguntó por qué no había salido
a la luz cuando la había recibido.
Sacudió
la cabeza.
Porque una
parte de ella no se lo creía. Una parte lo bastante importante como para que
ella no pusiera en riesgo la vida de sus hijos ni la suya propia, por muy
convincente que pareciera la carta del abogado.
En el
fondo de la caja había un sobre pequeño de papel de Manila, el último objeto
que quedaba. Lo retiró con cuidado, como si fuera frágil. Lo abrió despacio,
por primera vez en muchos años.
Se
trataba de otra fotografía.
En ella,
Diana aparecía mucho más joven y sentada en un sillón. Frunció el entrecejo cuando
se fijó en su cara. Parecía muy poquita cosa. Oculta tras unas gafas. Tímida e
indecisa. Débil. Susan, con cinco años de edad, se aferraba a su regazo, toda
ella energía contenida. Jeffrey, de siete años, estaba de pie a su lado, pero
inclinado hacia ella, con expresión muy seria y preocupada, como si ya supiese
de algún modo que había madurado mucho para su edad. Le sujetaba la mano con
fuerza a su madre.
De pie a
la espalda de los tres, tras el respaldo de la silla, ligeramente separado,
estaba Jeffrey padre. La cámara, accionada por medio del disparador automático,
estaba colocada frente a ellos, y, por
haberse situado él unos centímetros por detrás de ellos, aparecía con las
facciones borrosas.
Nunca
quería que le hicieran fotos. Diana contempló su rostro por un momento.
«Cabrón», pensó.
«Jeffrey
sabría cómo», se dijo, dándose cuenta de repente. El sabría cómo escanear la
imagen y procesarla de modo que los rasgos quedaran más nítidos y mejor
definidos. Después podrían envejecerlo digitalmente para saber qué aspecto
tendría en la actualidad.
Interrumpió
estos pensamientos.
—Pero si
estás muerto —dijo en voz alta. El rostro de la fotografía no respondió.
Ella
había hecho todo cuanto había podido, pensó. Había intentado, en la medida de
sus posibilidades, seguirle la pista a él; leía diligentemente los boletines de
la academia St. Thomas More, y se había suscrito en secreto al Princeton
Packet, el semanario que publicaba noticias de Hopewell. Había acariciado
la idea de contratar a un detective privado, pero, como siempre, había sido
consciente de un hecho fundamental: la información puede fluir en dos direcciones.
Todo paso que ella diera para saber de él, por muy sutil que fuera, podría
acabar por volverse en su contra. Así pues, a lo largo de los años, se había
limitado a seguir las pocas vías en las que se sentía relativamente segura. Se
trataba sobre todo de medios a disposición del público, como periódicos y
boletines. Seleccionaba las revistas de ex alumnos de todos los centros de
enseñanza a los que él había asistido o en los que había impartido clases. Leía
esquelas y diarios y prestaba especial atención a las transacciones de bienes
inmuebles. Pero, en general, todo ello había resultado infructuoso,
especialmente en los muchos años que habían transcurrido desde que el abogado
le enviara aquella carta. Aun así, perseveró. Estaba orgullosa de ello. La
mayoría de la gente habría concluido que estaba a salvo, pero ella no, ni por
asomo.
Alzó la
vista y se dirigió a su marido como si se encontrara en aquella habitación con
ella. Que fuera un fantasma o un hombre de carne y hueso le daba igual.
—Creías
que podrías engañarme. Pensabas en todo momento que yo haría precisamente lo
que querías, lo que esperabas, lo que deseabas. Pero no lo hice, ¿verdad?
Sonrió.
«Eso debe de dolerte lo
indecible», pensó.
«Si estás vivo, debe de
ser una herida abierta y terrible para ti.
«Y si efectivamente
estás muerto, espero que eso te haga rabiar en ese infierno con que te hayas
encontrado, esté donde esté.»
Diana Clayton respiró
hondo otra vez.
Se
levantó y juntó los objetos esparcidos sobre su cama para guardarlos de nuevo
en la caja de seguridad. Reflexionó sobre lo que le había ocurrido a su hija y
sobre los mensajes que había recibido.
«Todo es
un juego», pensó con amargura. Siempre era un juego.
En ese
momento decidió llamar a Jeffrey, por mucho que se enfadara su hija. «Si quien
está enviando los mensajes es quien yo me temo —se dijo—, si al cabo de todos estos años nos ha encontrado al fin,
Jeffrey tiene derecho a saberlo, pues corre el mismo peligro que nosotras. Y
tiene derecho a participar también en este juego.»
Se
acercó a una mesita de noche y descolgó el auricular del teléfono. Vaciló por
unos instantes y marcó el número de su hijo en Massachusetts.
Los
tonos de llamada sonaron repetidamente y de forma exasperante. Contó diez, y
luego esperó a que sonaran otros diez. Después colgó.
Se dejó
caer sobre la cama.
Diana
sabía que no podría dormir esa noche. Alargó el brazo para coger sus pastillas
para el dolor y se tomó un par sin agua, tragando con dificultad, consciente
de que no aliviarían el dolor que de verdad la embargaba por dentro, un miedo
repentino, terrible, teñido de negro. 11
Un lugar de contradicciones
Jeffrey Clayton se removió incómodo en el banco de madera noble pulida de la iglesia mientras los fieles que lo rodeaban rezaban en silencio con la cabeza gacha. Hacía muchos años que no se encontraba en un templo durante la celebración de los oficios, y se sentía incómodo con el entusiasmo que veía en torno a sí. Estaba sentado en la última fila de la iglesia unitaria en la población donde había vivido la joven a quien mentalmente no podía identificar más que como la número cuatro.
La
ciudad, llamada Liberty, todavía estaba en plena construcción. Había varias
excavadoras inactivas alineadas en una extensión de tierra marrón claro que
pronto se convertiría en la plaza principal de la ciudad. En otros puntos se
alzaban pilas de vigas de metal y bloques de hormigón ligero.
El día
anterior el ruido de las obras había sonado ininterrumpidamente: los pitidos y
bramidos de las excavadoras, el zumbido agudo de la maquinaria, el rugido sordo
de los motores diesel de los camiones. Hoy, sin embargo, era domingo, y las
bestias del progreso guardaban silencio. Y en el interior de la iglesia, le
parecía encontrarse en las antípodas de las sierras, los clavos y los
materiales de construcción. Todo era nuevo y reluciente aquella mañana soleada,
y rayos de luz coloreada se filtraban por un gran vitral que representaba a
Cristo en la cruz, si bien el artesano había concebido un Salvador menos
transido por el dolor de su muerte prematura que pletórico de dicha ante el
paraíso que lo esperaba. El resplandor que iluminaba el dibujo de la corona de
espinas de Jesús proyectaba destellos multicolores e iridiscentes sobre las
paredes de un blanco inmaculado de la iglesia.
Jeffrey
paseó la vista por la concurrencia. La iglesia estaba completamente llena y,
salvo por él, no había más que familias. En su mayoría eran blancos, pero el
profesor vio entre ellos algunos rostros negros, hispanos y asiáticos. Calculó
que gran parte de los adultos eran ligeramente mayores que él, y que la media
de edad de los niños era la correspondiente a los tres primeros años de la
escuela secundaria. Había personas con bebés en brazos, y algunos adolescentes
mayores que parecían más interesados los unos en los otros que en los oficios.
Todos llevaban ropa bien lavada y planchada, e iban pulcramente peinados.
Jeffrey recorrió con la mirada las caras de los niños, intentando descubrir a
alguno a quien le molestara tener que llevar sus galas dominicales, pero, pese
a unos pocos posibles candidatos —un chico con la corbata torcida, otro con los
faldones de la camisa fuera del pantalón y un tercero que no dejaba de moverse
en su asiento pese a que su padre le había echado el brazo sobre los hombros—, no logró encontrar a uno que fuera evidentemente
un rebelde en potencia. «No hay ningún Huckleberry Finn por aquí», pensó.
Jeffrey
deslizó la mano sobre el pulido banco de caoba marrón rojizo y se percató
también de que la sobrecubierta negra del himnario apenas estaba gastada. Se
volvió de nuevo hacia la vidriera de colores y pensó: «Debe de haber una lista
de prioridades y un calendario de trabajo en algún sitio para que un artesano
dedicara tanto tiempo a idear y elaborar tan meticulosamente esa imagen. Así
que recibió el encargo, con sus dimensiones y otras especificaciones, meses
antes de que la primera excavadora se pusiera en marcha, antes de que se
construyesen el ayuntamiento, el supermercado o el centro comercial.»
El coro
se puso en pie. Sus miembros llevaban una túnica de color burdeos intenso
ribeteada de dorado. Sus voces inundaron la iglesia, pero él no les prestó
mucha atención. Estaba esperando que comenzara el sermón, y posó la vista en el
pastor, que buscaba algo entre unas notas, sentado a un lado de la tribuna. Se
puso de pie justo cuando las últimas notas del himno resonaban bajo las vigas
antes de apagarse.
El
pastor llevaba unas gafas colgadas al cuello de una cadena y de vez en cuando
las levantaba para colocárselas sobre el tabique de la nariz. Curiosamente,
gesticulaba sólo con la mano derecha, mientras que mantenía la izquierda
rígida, a su costado. Era un hombre de baja estatura con una cabellera rala y
más bien larga que parecía alborotada por la brisa, pese a que el aire en el
interior de la iglesia estaba en calma. Su voz, sin embargo, era más imponente
que su aspecto, y atronaba sobre las cabezas de los fieles.
—¿Cuál
es el mensaje de Dios cuando dispone que se produzca un accidente que nos
arrebata a un ser querido?
«Por
favor, dígamelo», pensó Jeffrey cínicamente, pero escuchó con atención. Era por
eso por lo que estaba en la iglesia.
Ese
oficio en particular no estaba dedicado específicamente a la número cuatro. Se
había celebrado un funeral íntimo y familiar en una iglesia católica a unos
metros de allí, al otro lado del terreno aún polvoriento que, una vez regado y
sembrado, se cubriría de verde a medida que avanzara la temporada de
crecimiento. Le había insistido al agente Martin en la necesidad de grabar en
vídeo a todos los que asistieran a los oficios celebrados por la chica
asesinada, y de identificar todos los vehículos, incluidos los que pasaran
junto a la iglesia aparentemente por otros motivos. Quería saber el nombre y
los antecedentes de toda persona relacionada con el funeral de la joven, de
todo aquel que mostrase interés en su muerte, por pequeño que fuera.
Esas
listas se estaban preparando, y él planeaba cotejarlas con las de profesores,
trabajadores, jardineros... cualquiera que pudiese haber tenido algún contacto
con ella. Luego cotejaría de nuevo la lista, esta vez con la de todos los
nombres recopilados durante la investigación del asesinato de la víctima
número tres. Sabía que éste era un procedimiento bastante habitual para
examinar los asesinatos en serie. Era un proceso frustrante que llevaba
demasiado tiempo, pero ocasionalmente —al menos según la bibliografía sobre
asesinos múltiples— la policía, en un golpe de suerte, identificaba un solo
nombre que aparecía en todas las listas.
Depositaba
pocas esperanzas en que esto sucediera.
«Las conoces,
¿verdad? —se preguntó de pronto en referencia a su imagen mental del asesino—. ¿Conoces todas las técnicas de rigor? ¿Conoces
todas las vías tradicionales de investigación?»
La voz
del pastor lo arrancó de sus reflexiones.
—¿Acaso
los accidentes no son la manera que tiene Dios de elegir entre nosotros, de
imponer su voluntad sobre nuestra vida?
Jeffrey
había apretado los puños con fuerza. «Necesito saber cuál es la conexión —pensó—. ¿Qué te atrae hacia esas jóvenes? ¿Qué
es lo que intentas decir?»
No se le
ocurrió respuesta alguna a esa pregunta.
Jeffrey
irguió la cabeza y empezó a prestar más atención al oficio. No había acudido a
la iglesia en busca de inspiración divina. Su curiosidad era de naturaleza
distinta. El día anterior había reparado en el letrero que anunciaba el sermón
del domingo, titulado «Cuando sobrevienen los accidentes de Dios». Le había
parecido curioso que eligiesen esa palabra: accidente.
¿Qué
tenía que ver con la depravación cuyos frutos finales había contemplado hacía
unos días?
Eso es
lo que estaba ansioso por averiguar.
¿Qué
accidente?
Se había
guardado esta pregunta, sin compartirla con el agente Martin, que ahora
aguardaba impaciente frente a la iglesia.
Jeffrey
continuó escuchando. El pastor continuaba perorando con voz de trueno, y el
profesor esperaba oír una sola palabra: asesinato.
—Así que
nos preguntamos: ¿cuál es el designio de Dios cuando se lleva de nuestro lado
a alguien tan joven y prometedor? Pues podéis estar seguros de que hay un
designio...
Jeffrey
se frotó la nariz. «Un designio cojonudo», pensó.
—... Y a
veces comprendemos que, al acoger a los mejores de nosotros en su seno, en
realidad nos está pidiendo a los que nos quedamos que redoblemos nuestra fe,
renovemos nuestro compromiso y consagremos nuestra vida a hacer el bien y a
propagar el amor y la devoción. —El pastor hizo una pausa, dejando que sus
palabras fluyeran sobre los rostros levantados hacia él—. Y si seguimos ese
camino que Él nos señala con tanta claridad, podremos, pese a nuestras penas y
aflicciones, acercarnos y acercar a todos los que permanecen en este mundo a
Él. ¡Eso es lo que nos exige, y debemos estar a la altura de ese reto!
La mano
izquierda que el pastor mantenía pegada al costado apuntó ahora al cielo con
afán, como señalando al ser que estaba en lo alto, escuchando la conclusión a
la que había llegado. El pastor vaciló por segunda vez, para dar a sus palabras
un mayor peso, y luego finalizó:
—Oremos.
Jeffrey
agachó la cabeza, pero no para rezar.
«A
partir de lo que no he oído he descubierto algo importante», se dijo. Algo que
le formaba en el estómago un pequeño nudo de angustia extrema que no tenía nada
que ver con los asesinatos que estaba investigando y sí mucho que ver con el
lugar donde los estaba investigando.
El agente Martin estaba sentado a su escritorio, jugando a la taba. La
bola botaba con un golpe sordo, y de vez en cuando el corpulento inspector
fallaba, soltaba una palabrota y volvía a empezar, haciendo sonar las piezas
contra la superficie metálica de la mesa.
—Una...
dos... tres —farfullaba para sí.
Jeffrey
se volvió hacia él desde donde estaba escribiendo en la pizarra.
—Hay que decir «uno, dos, tres, al
escondite inglés» —le informó—.
Apréndase bien la terminología. Martin sonrió.
—Usted
dedíquese a su juego —repuso—, que
yo me dedicaré al mío. —Arrastró todas las piezas con un movimiento repentino
del brazo para dejarlas caer sobre su mano derecha y dirigió su atención a lo
que escribía Clayton.
Las dos
categorías principales seguían en la parte superior de la pizarra. Jeffrey, no
obstante, había añadido datos sueltos bajo el encabezamiento «Similitudes»,
detalles sobre la posición del cuerpo de cada víctima, el emplazamiento y los
dedos índices cortados. La víctima número cuatro, por supuesto, presentaba
varios problemas en este apartado. Jeffrey había notado cierto escepticismo por
parte de Martin, cierta resistencia a considerar —como consideraba él— que las
diferencias en la cuidadosa colocación del cadáver y el hecho de que le faltara
el dedo índice izquierdo y no el derecho, como a las otras víctimas, apuntaban
a un mismo asesino. El inspector había demostrado su faceta más tozuda al negar
con la cabeza y decir: «Las semejanzas son semejanzas, y las diferencias son
diferencias. Usted pretende que lo diferente sea semejante. La cosa no funciona
así.»
El lado
de la pizarra con la anotación «Si el asesino es alguien a quien no conocemos»
tenía considerablemente menos información. Clayton no le había contado al
inspector que la habían borrado y él la había vuelto a escribir; que alguien
había violado la seguridad de la oficina.
Clayton
no había tomado ninguna medida para ocultar los documentos sobre los
asesinatos —informes de la escena del crimen, resultados de autopsias,
declaraciones de testigos y cosas por el estilo— que atestaban los ficheros del
despacho. La mayor parte de ellos existían también como archivos informáticos,
y Jeffrey suponía que cualquiera con la capacidad para abrir la cerradura
electrónica de la oficina también podría acceder a cualquier texto guardado en
el ordenador.
En
cambio, había pasado por una papelería local y había comprado una libreta
pequeña encuadernada en cuero. En una era de blocs electrónicos inteligentes y
comunicaciones a alta velocidad, la libreta casi parecía una antigüedad, pero
tenía la cualidad excepcional de ser lo bastante modesta para caber en el
bolsillo de su chaqueta, de modo que podía llevarla consigo en todo momento.
Por lo tanto, era privada y no dependía de un circuito eléctrico o una clave
informática para ser segura. Estaba llenándose rápidamente de las inquietudes y
observaciones de Jeffrey, que parecían poner de relieve una duda que aún no
había conseguido formular pero que empezaba a tomar cuerpo en su interior.
En una
de las primeras páginas, había escrito: «¿Quién ha borrado la pizarra?» y
debajo había anotado cuatro posibilidades:
1. Un
empleado de limpieza, por error.
2. Alguien
de la esfera política, p. ej. Manson, Starkweather o Bundy.
3. Mi
padre, el asesino.
4. El
asesino, que no es mi padre pero quiere hacerme creer que lo es.
De hecho, ya había descartado la primera posibilidad tras encontrar
el horario de limpieza del edificio y entrevistarse brevemente con el personal
de turno. Le habían revelado dos datos interesantes: que el agente Martin les
había dado instrucciones de que toda limpieza en la oficina se llevase a cabo
exclusivamente bajo su supervisión directa, y que el Servicio de Seguridad
podía invalidar prácticamente cualquier sistema de cierre controlado por ordenador
en cualquier parte del estado.
También
había descartado a los políticos, al menos en teoría. Aunque el mensaje
implícito en la borradura era justamente el que ellos querían que aceptara, era
demasiado pronto en la investigación para ejercer ese tipo de presión sobre él.
Sabía que la presión no tardaría en llegar. Siempre llegaba; a los políticos
casi lo único que les importaba era que todo sucediese en el tiempo previsto. Y
dudaba que esa presión fuera tan sutil como el sencillo acto de borrar algo que
él había escrito en la pizarra.
Lo que,
claro está, dejaba dos posibilidades. Las mismas que lo asediaban desde el
principio.
Como
siempre, lo rondaban innumerables preguntas, muchas de las cuales había
garabateado en su libreta a altas horas de la noche. Si el asesino, fuera
quien fuese, se había molestado en hacer algo como borrar unas palabras de una
pizarra, ¿qué significaba?
Había
respondido a esta pregunta en su libreta con una sola palabra, escrita con un
lápiz negro y subrayada tres veces: «Mucho.»
—Bueno,
¿y ahora qué, profesor? ¿Más entrevistas? ¿Quiere ir a hablar con el forense
para contar con información de primera mano de cómo murió la última? ¿Qué tiene
usted en mente?
Martin
sonreía, pero con una expresión que Clayton había aprendido a relacionar con la
ira. Asintió con la cabeza.
—No es
mala idea. Vaya a ver al forense y dígale que necesitaremos su informe
definitivo esta tarde. Despliegue todas sus dotes de persuasión. El hombre
parece un poco reticente.
—No está
acostumbrado a estas tareas. Los forenses del estado suelen dedicarse más bien
a asegurarse de que todos los colegiales estén vacunados y de que el
Departamento de Inmigración no deje entrar enfermedades infecciosas alegremente
procedentes del resto del país o del extranjero. Las autopsias de víctimas de
asesinato no forman parte de su rutina. Al menos habitualmente.
—Pues
vaya a encender una fogata.
—¿Y
usted a qué se dedicará, profesor, mientras yo estoy fuera incordiando con mi
insistencia característica?
—Me
quedaré aquí enumerando a grandes rasgos todos los aspectos forenses de cada
asesinato, para que podamos centrarnos en las semejanzas.
—Eso
suena fascinante —comentó el inspector mientras se levantaba de su silla—. Y
también muy importante.
—Nunca
se sabe —respondió Jeffrey—. En esta
clase de investigaciones, el éxito surge a menudo a partir de algún elemento
descubierto en el transcurso de horas de trabajo pesado y mecánico.
Martin
sacudió la cabeza.
—No
—replicó—, no lo creo. Eso es lo que
ocurre en muchas investigaciones de asesinatos, por supuesto. Es lo que te
enseñan en las academias. Pero aquí no, profesor. Aquí hará falta algo más. —El
inspector se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo—. Por eso está usted aquí. Para averiguar qué es ese «algo
más». Procure no olvidarlo. Y trabaje en ello, profesor.
Jeffrey
asintió, pero Martin ya había salido. El profesor esperó unos minutos, luego se
puso de pie rápidamente, cogió su libreta y su chaqueta y se marchó, sin la
menor intención de hacer lo que le había dicho a Martin que haría, y con una
idea clara de lo que necesitaba averiguar.
Las oficinas del New Washington Post se encontraban cerca del
centro de la ciudad, aunque Jeffrey no estaba seguro de que «ciudad» fuese la
palabra más adecuada para describir la zona céntrica. Desde luego no se parecía
a ningún barrio urbano que hubiese visitado; era un lugar donde reinaba un
orden casi rígido disfrazado de organización rutinaria. La cuadrícula de
calles era uniforme, el césped y las plantas que crecían junto a la calzada
estaban bien cuidados. Las aceras eran amplias y proporcionadas, casi como un
paseo. Apenas se hallaba presente la mezcolanza de diseño y deseo que
caracteriza a la mayor parte de las ciudades. Y el desorden frenético causado
por el apiñamiento de lo moderno y lo antiguo estaba del todo ausente.
Nueva
Washington era un lugar meticulosamente planificado, esbozado, medido y
modelado antes de que se excavara una sola palada de tierra. No es que todo
fuera igual. En apariencia, al menos, no lo era. Diferentes diseños y formas
distinguían cada manzana. No obstante, el hecho de que todo fuera tan nuevo lo
abrumaba. Aunque arquitectos distintos habían proyectado edificios diferentes,
saltaba a la vista que, en algún momento, todos los planos habían pasado por
las manos de la misma comisión y de este modo la ciudad había impuesto, más que
la uniformidad, una visión común. Eso es lo que le resultaba opresivo.
Sin
embargo, también reconocía que esta repugnancia seguramente sería transitoria.
Al caminar por Main Street, advirtió que la acera estaba limpia de toda basura
del día anterior, y cayó en la cuenta de que no tardaría mucho en acostumbrarse
al nuevo mundo creado en Nueva Washington, aunque sólo fuera porque era un
sitio pulcro, no recargado y tranquilo.
Y
seguro, se recordó Jeffrey. Siempre seguro.
La
recepcionista del vestíbulo de las oficinas del periódico le sonrió cuando
entró por unas puertas batientes de cristal. En una pared había números
destacados del periódico ampliados a un tamaño gigantesco, con unos titulares
que pedían atención a gritos. Esto no le pareció a Clayton una entrada atípica
de un periódico, pero lo que le sorprendió fue la selección de ampliaciones. En
otras publicaciones lo habitual era ver ediciones famosas del pasado que reflejaban
una mezcla de éxitos, desastres e iniciativas, todo ello de gran importancia
para el país —Pearl Harbor o el día de la victoria en la Segunda Guerra
Mundial, el asesinato de Kennedy, el crac de la bolsa, la dimisión de Nixon, la
llegada del hombre a la Luna—, pero
aquí los titulares eran absolutamente optimistas y considerablemente más
restringidos al ámbito local: SE ALLANA EL TERRENO PARA NUEVA WASHINGTON, LA
CATEGORÍA DE ESTADO ES PROBABLE, ANEXIÓN DE TERRITORIO NUEVO EN EL NORTE, SE
CIERRAN ACUERDOS CON OREGÓN Y CALIFORNIA.
«Sólo
noticias buenas», pensó Jeffrey.
Apartó
la vista de la pared y le devolvió la sonrisa a la recepcionista.
—¿Tiene
morgue su periódico?
La mujer
abrió los ojos como platos.
—¿Que si
tiene qué?
—Un
departamento de archivo, donde se guardan ediciones anteriores.
La
recepcionista era joven e iba bien peinada y mejor vestida de lo que cabría
esperar de una persona de su edad y posición.
—Ah, por supuesto
—respondió rápidamente—. Es que no
había oído a nadie emplear esa expresión. La que se refiere al depósito de
gente muerta.
—En los
viejos tiempos, así es cómo llamaban a los archivos de los periódicos —le
explicó él.
Ella
sonrió de nuevo.
—No te
acostarás sin saber una cosa más. Cuarta planta, a la derecha. Que pase un buen
día.
Encontró
el archivo sin mayor dificultad, al fondo de un pasillo que salía de la sala de
redacción. Se detuvo por un momento a contemplar a los hombres y mujeres
trabajando ante sus mesas, frente a monitores de ordenador. Había una fila de
pantallas de televisión sintonizadas con las cadenas de noticias por cable,
colgadas del techo sobre una mesa de redacción central. La sala estaba en
silencio, salvo por el omnipresente tecleteo de los ordenadores y alguna que
otra voz que estallaba en carcajadas. Los teléfonos emitían zumbidos bajos.
Todo le pareció elegante y eficiente, desprovisto de todo el encanto del
periodismo de otros tiempos. No tenía el aspecto de un sitio propicio para la
pasión, para lanzar cruzadas, para la rabia ni la indignación. No había nadie
remotamente similar a Hildy Johnson o el señor Burns de Primera Plana. No
se respiraba un ambiente de ajetreo. El lugar era como cínicamente se imaginaba
las oficinas de una compañía de seguros grande; unos oficinistas grises procesando
información para homogeneizarla con vistas a su difusión.
El
archivero era un hombre de mediana edad, unos años mayor que Jeffrey y con un
ligero sobrepeso, que resollaba un poco al hablar, como si trabajara
constantemente bajo los efectos de un resfriado o del asma.
—El
archivo está cerrado al público ahora mismo —dijo—, a menos que haya concertado una cita. El
horario general está expuesto en la placa de la derecha. —Hizo un gesto con la
mano como para despachar al visitante.
Jeffrey
extrajo su pasaporte de identificación provisional.
—Se
trata de un asunto oficial —aseguró en el tono más profesional del que fue
capaz. Sospechaba que el archivero era el tipo de persona que adoptaba una
actitud protectora de su territorio durante unos momentos pero que acababa por
ceder e incluso por mostrarse servicial.
—¿Oficial? —El hombre se quedó mirando el
pasaporte—. ¿Oficial de qué tipo?
—Seguridad.
El
archivero alzó la vista con curiosidad.
—Le conozco
—dijo.
—No, no
lo creo —repuso Jeffrey.
—Sí, estoy seguro —insistió el hombre—.
Segurísimo. ¿Ha estado antes por aquí?
Jeffrey
se encogió de hombros.
—No, nunca. Pero necesito ayuda para encontrar unos archivos.
El hombre volvió a mirar el pasaporte, luego al visitante y finalmente
asintió con la cabeza. Le señaló al profesor un asiento desocupado frente a
una pantalla de ordenador y arrimó una silla para sentarse junto a él. Jeffrey
se percató de que el hombre parecía estar sudando, aunque el ambiente era
fresco en la sala. Además, el archivero hablaba en voz baja pese a que no
había nadie más por ahí, actitud que a Jeffrey le pareció de lo más normal en
un bibliotecario.
—Muy
bien —dijo el hombre—. ¿Qué
necesita?
—Accidentes
—contestó Jeffrey—. Accidentes en
los que se hayan visto envueltos mujeres jóvenes o adolescentes. En los últimos
cinco años, más o menos.
—¿Accidentes?
¿De tráfico, quiere decir?
—De lo
que sea. De tráfico, ataques de tiburones, impactos de meteoritos, lo que sea.
Toda clase de accidentes sufridos por mujeres jóvenes. Sobre todo casos en los
que la chica haya permanecido desaparecida durante algún tiempo antes de que la
encontraran.
—¿Desaparecida?
¿Así, zas, sin más?
—Exacto.
El
archivero puso los ojos en blanco.
—Extraña
petición —gruñó—. Palabras clave.
Siempre se necesitan palabras clave. Así es como está archivado en la base de
datos. Identificamos palabras o frases comunes y luego las registramos
electrónicamente. Cosas como «ayuntamiento» o «Super Bowl». Probaré con
«accidente» y «adolescente». Déme más palabras clave.
Clayton
reflexionó por un instante.
—Pruebe con «fugitiva» —dijo—.
También con «desaparecida» y «búsqueda». ¿Qué otras palabras emplean los
periódicos para describir los accidentes?
El
archivero movió afirmativamente la cabeza.
—«Suceso»
es una de ellas. Además, se aplica automáticamente un adjetivo a casi todos los
accidentes, como «trágico». Lo introduciré también. ¿Los últimos cinco años,
dice? En realidad, sólo llevamos una década en circulación. Ya puestos, podemos hacer la búsqueda
desde el principio.
El
archivero pulsó varias teclas. Al cabo de unos segundos el ordenador había
procesado la orden, y para cada palabra clave había una respuesta con el
número de artículos en que aparecía. Al escribir «Detalles» en el teclado, el
ordenador mostraba el titular, la fecha y la página del periódico en que cada
uno de ellos se había publicado. El archivero le enseñó cómo abrir los
artículos para leerlos y cómo dividir la pantalla para cotejar dos textos.
—Bueno,
todo suyo. —El archivero se levantó—.
Estaré por aquí, por si tiene alguna duda o necesita ayuda. Conque accidentes,
¿no? —Clavó una vez más los ojos en Jeffrey—.
Sé que he visto su cara antes —comentó antes de alejarse arrastrando los pies.
Jeffrey
hizo caso omiso de él y se concentró en la pantalla de ordenador. Estudió los
artículos metódicamente sin encontrar nada que le pareciera útil hasta que se
le ocurrió lo obvio e introdujo un par de palabras clave: «muerte» y «letal».
Esto dio
como resultado una lista más manejable de setenta y siete artículos. Los
examinó y descubrió que cubrían veintinueve incidentes distintos acaecidos a lo
largo del período de diez años. Se puso a leerlos de principio a fin, uno por
uno.
No tardó
mucho en darse cuenta de lo que tenía delante. En el transcurso de una sola
década, veintinueve mujeres —la mayor de ellas una joven de veintitrés años
recién licenciada que iba a visitar a su familia, y la menor una niña de doce
que se dirigía a su clase de tenis— habían fallecido como consecuencia de algún
suceso en el estado número cincuenta y uno. Ninguno de esos «accidentes» había
sido uno de esos actos corrientes de un Dios caprichoso que podría colocar a
una adolescente en bicicleta ante un coche en marcha cualquier tarde. En
cambio, Jeffrey leyó historias de mujeres jóvenes que habían desaparecido
misteriosamente en viajes de acampada, o que habían decidido de pronto fugarse
de casa mientras realizaban alguna actividad de lo más normal, o que nunca habían
llegado a su destino, una clase o cita de rutina. Había algunos titulares
estrambóticos que aseguraban que perros salvajes o lobos reintroducidos en las
zonas forestales por ecologistas obsesionados por conservar el medio ambiente
habían atacado a un par de aquellas jóvenes. Una serie de sucesos se había
producido al aire libre: despeñamientos, ahogamientos en ríos e hipotermias
desafortunadas que habían acabado con varias. Según los artículos, unas cuantas
estaban deprimidas, y se insinuaba que habían huido de su familia para quitarse
la vida, como si se tratara de una decisión absolutamente normal en una
adolescente, a diferencia de los impulsos autodestructivos sistemáticos como
por ejemplo la bulimia o la anorexia.
El Post
informaba de todos los casos con el mismo estilo aburrido. Artículo uno:
CHICA DESAPARECE INESPERADAMENTE (página tres). Artículo dos: LAS AUTORIDADES
INICIAN LA BÚSQUEDA (página cinco, una sola columna, a la izquierda, sin foto).
Artículo tres: RESTOS DE CHICA DESCUBIERTOS EN ZONA RURAL SIN URBANIZAR. LA
FAMILIA LLORA A LA VÍCTIMA DEL ACCIDENTE.
Había
unos pocos textos que se apartaban de este enfoque tan poco imaginativo, casos
que en vez de terminar con la triste variante JOVEN ENCONTRADA finalizaban con
un LAS AUTORIDADES DAN POR TERMINADA LA BÚSQUEDA INFRUCTUOSA. Ni uno solo de
los sucesos había aparecido en primera plana junto con las noticias de empresas
nuevas que se trasladaban al estado número cincuenta y uno. Ninguna crónica
ahondaba en el tema más allá de las declaraciones de los portavoces del
Servicio de Seguridad. Ningún reportero intrépido mencionaba semejanzas entre
un incidente y alguno que se hubiera producido anteriormente. Ningún periodista
había confeccionado tampoco una lista como la que estaba elaborando él.
Esto le
sorprendió. Si él había reparado en el número de casos similares, a un
periodista tampoco le habría costado mucho descubrirlo. La información se
encontraba en su propio archivo digitalizado.
A menos,
claro está, que lo hubieran descubierto pero hubiesen optado por no publicarlo.
Jeffrey se reclinó en su silla de oficina, con la vista fija en la pantalla
de ordenador. Por un momento deseó que la sala de redacción por la que había
pasado estuviera realmente repleta de empleados de una compañía de seguros,
porque al menos ellos estarían al corriente de las tablas actuariales con los
porcentajes de probabilidades que tenía una chica adolescente de morir a causa
de alguna de estas presuntas calamidades.
«Ni de
casualidad —se dijo—. Y por qué no
también abducciones extraterrestres», se mofó, acordándose de que ésta era la
misma comparación que el agente Martin había hecho.
Lo
repitió para sí, en un susurro: «Ni de coña.»
Se
preguntó cuántas de aquellas muertes se habían producido tal como informaba el
periódico. Supuso que un par. Seguramente alguna de aquellas adolescentes se
había fugado realmente de casa, y alguna realmente se había suicidado, y tal
vez había sobrevenido realmente algún accidente de acampada. Quizás incluso
dos. Calculó rápidamente. Un diez por ciento equivaldría a tres muertes. Un
veinte por ciento, a seis. Esto aún dejaba veinte muertes a lo largo de una
década. Al menos dos por año.
Continuó
meciéndose en la silla.
A los
asesinos metódicos de la historia les habría parecido un balance razonable para
una inversión de energía homicida. No espectacular, pero aceptable. En el polo
opuesto, los asesinos psicópatas sedientos de sangre sin duda considerarían
insuficiente este número desde su posición privilegiada en el infierno. Ellos
preferían la cantidad y la satisfacción instantánea. La voracidad de la muerte.
Por supuesto, resultaba mucho más fácil pillarlos gracias a sus excesos.
Sin
embargo, los asesinos constantes, silenciosos y entregados que ocupaban la
siguiente esfera infernal asentirían con la cabeza en señal de admiración hacia
un hombre que controlaba sus impulsos y sabía contenerse. Eran como el lobo que
elige a los caribúes enfermos o heridos de la manada, procurando no matar a
demasiados para no poner en peligro su fuente de sustento.
Jeffrey
se estremeció.
Comenzó
a imprimir las crónicas de los casos que creía que encajaban en esa pauta, y
mientras tanto comprendió por qué lo habían mandado llamar. Las autoridades
estaban quedándose sin excusas creíbles.
Perros salvajes y lobos. Mordeduras de serpiente y suicidios. Al final
alguien se negaría a creerlo, y eso supondría un problema considerable. Se
sonrió, como si una parte de él lo encontrara divertido.
«No
tienen a dos víctimas», pensó.
«Tienen
a veinte.»
Entonces la sonrisa se le borró de los labios cuando se planteó la
pregunta obvia: «¿Por qué no me lo dijeron desde un principio?»
La
impresora que tenía al lado comenzó a escupir las páginas con los artículos.
Los papeles se apilaban en la bandeja mientras esperaba. Al alzar la mirada vio
al archivero del periódico caminando hacia él con un ejemplar del Post.
—Sabía
que le había visto antes —resolló el hombre con aire ufano—. Pues ¿no salió en la primera página de
la sección «Noticias del estado» la semana pasada? Es usted una celebridad.
—¿Qué?
El hombre le tiró el periódico, y Jeffrey bajó la vista. Ahí estaba
su fotografía, de dos columnas de ancho y tres columnas de alto, en la parte
inferior de la primera página de la segunda sección. El titular encima de la
imagen y del artículo que la acompañaba rezaba: LAS AUTORIDADES CONTRATAN
ASESOR PARA INCREMENTAR LA SEGURIDAD. Clayton echó una ojeada a la fecha del
periódico: era del día que había llegado al estado número cincuenta y uno.
Leyó:
... En su continuo afán por preservar y mejorar las medidas de
protección de los ciudadanos del estado, el Servicio de Seguridad ha
encomendado al reputado profesor Jeffrey Clayton, de la Universidad de
Massachusetts, que lleve a cabo una inspección a gran escala de los planes y
sistemas actuales.
Clayton, que según un portavoz espera cumplir pronto los requisitos
para instalarse en el estado, es un experto en diversos procedimientos y
estilos criminales. En palabras del portavoz, «todo esto forma parte de
nuestros esfuerzos incesantes por adelantarnos a las intenciones de los
criminales e impedir que lleguen hasta aquí. Si saben que no tienen la menor
posibilidad de vencer en su juego aquí, es muy probable que se queden donde
están, o que se vayan a algún otro sitio...».
Había algo más, incluida una frase que le atribuían y que él nunca
había pronunciado, algo sobre lo mucho que le complacía estar allí de visita, y
las ganas que tenía de volver en el futuro.
Dejó el
periódico, sobresaltado.
—Se lo
he dicho —señaló el archivero. Echó un vistazo a las hojas de papel que salían
de la impresora—. ¿Esto tiene algo
que ver con el motivo por el que está aquí?
Jeffrey
asintió con la cabeza.
—Este
artículo —dijo—, ¿qué difusión tuvo?
—Se
publicó en todas nuestras ediciones, incluida la electrónica. Todo el mundo
puede leer las noticias del día en el ordenador de su casa sin mancharse los
dedos de tinta de periódico.
Jeffrey
asintió de nuevo, mirando su fotografía en aquella plana del diario. «Vaya con
la confidencialidad —pensó—. Nunca
tuvieron la intención de mantener en secreto mi presencia aquí. Lo único que
quieren ocultar al público es el auténtico motivo por el que estoy aquí.»
Tragó
saliva y sintió que una grieta serena, glacial y profunda se abría en su
interior. Pero al menos ahora sabía por qué estaba allí. No le vino a la mente
justo la palabra «cebo», pero lo invadió la desagradable sensación de ser una
lombriz que se retorcía en un anzuelo mientras alguien la sumergía
despiadadamente en las frías y oscuras aguas en que nadaban sus depredadores.
Cuando salió a la calle, la puerta doble del periódico se cerró detrás
de Jeffrey con un sonido como de succión. Por un momento, quedó cegado por el
sol del mediodía, que se reflejaba en la fachada de cristal de un edificio de
oficinas, y apartó la vista de la fuente de luz, llevándose instintivamente la
mano a la frente para protegerse los ojos, como si temiese sufrir algún daño.
Echó a andar por la acera y apretó el paso, moviéndose con rapidez. Antes, se
había desplazado hasta el centro desde las oficinas del Servicio de Seguridad
en autobús. No era una distancia muy grande, apenas unos tres kilómetros.
Caminó más deprisa mientras los pensamientos se le agolpaban en la cabeza, y
al cabo de un rato corría.
Iba
esquivando el tráfico de peatones de la hora del almuerzo, sin hacer caso de las
miradas o los insultos ocasionales de algún que otro oficinista que se veía
obligado a apartarse de un salto para dejarlo pasar. La espalda de la chaqueta
se le inflaba, y su corbata se agitaba al viento que él mismo generaba. Echó la
cabeza hacia atrás, aspiró una gran bocanada de aire y corrió con todas sus
fuerzas, como si estuviese en una carrera, intentando dejar atrás a los demás
competidores. Sus zapatos crujían contra la acera, pero desoyó sus quejidos y
pensó en las ampollas que le saldrían después. Comenzó a mover los brazos como
pistones, para ganar velocidad, y al cruzar una calle con el semáforo en rojo
oyó un pitido furioso tras de sí.
A estas
alturas ya no prestaba atención a su entorno. Sin aminorar el paso, enfiló el
bulevar para alejarse del centro en dirección al edificio de las oficinas del
estado. Notaba el sudor que le corría desde las axilas y le humedecía la parte
baja de la espalda. Escuchaba su respiración, que desgarraba roncamente el
límpido aire del Oeste. Ahora estaba solo en medio del mundo de las sedes
empresariales. Cuando avistó la torre de las oficinas del estado, se detuvo
bruscamente para quedarse jadeando a un lado de la calle.
Pensó:
«Vete. Vete ahora mismo. Coge el primer vuelo. Que se metan el dinero por donde
les quepa.»
Sonrió y
negó con la cabeza. No iba a hacer eso.
Apoyó
las manos en las caderas y se puso a dar vueltas, intentando recuperar el
resuello. «Demasiado tozudo —pensó—.
Demasiado curioso.»
Recorrió
unos metros, intentando relajarse. Se detuvo ante la entrada del edificio y
alzó la vista para contemplarlo.
«Secretos
—se dijo—. Aquí se guardan más
secretos de los que imaginabas.»
Por un
instante se preguntó si él mismo era como el edificio; una fachada sólida y
poco llamativa que escondía mentiras y medias verdades. Sin dejar de mirar el
edificio, se recordó algo que era evidente: no hay que confiar en nadie.
De un
modo extraño, esta advertencia le infundió ánimos, y aguardó a que su pulso
volviera a la normalidad antes de entrar en el edificio. El guardia de
seguridad levantó la mirada de sus monitores de videovigilancia.
—Oiga
—dijo—, Martin le está buscando,
profesor.
—Pues
aquí estoy —respondió Jeffrey.
—No parecía muy contento —continuó el guardia—. Claro que nunca se le ve demasiado contento, ¿verdad?
Jeffrey
asintió con la cabeza y prosiguió su camino. Se enjugó el sudor que le empapaba
la frente con la manga de la chaqueta.
Imaginaba
que se encontraría al inspector caminando furioso de un lado a otro del
despacho cuando cruzase el umbral, pero la habitación estaba vacía. Echó una
ojeada alrededor y vio un aviso de mensaje en la pantalla de su ordenador.
Abrió su cliente de correo electrónico y leyó:
Clayton, ¿dónde diablos anda? Se supone que debe mantenerme informado
de su paradero las veinticuatro horas del día. En todo puto momento, profesor.
Sin excepciones. Incluso cuando vaya al cagadero. He salido a buscarle. Si
regresa antes que yo, encontrará el informe preliminar de la autopsia de la última
presunta víctima en el archivo «nuevamuerta 4» de su ordenador. Léalo. Vuelvo
enseguida.
Jeffrey se disponía a examinar dicho archivo cuando se percató de que
el indicador de mensajes en la parte superior de la pantalla señalaba que había
recibido otro. «¿Qué más quejas tiene, inspector?», se preguntó mientras
desplazaba el texto hacia abajo para abrir el segundo mensaje.
Pero
todo resto de irritación se disipó de inmediato en cuanto lo leyó. No constaba
de firma ni encabezamiento, sólo de una serie de palabras que parpadeaban en
verde sobre un fondo negro. Lo leyó entero dos veces antes de retroceder unos
centímetros de la pantalla, como si la máquina fuese peligrosa y capaz de
echarle la zarpa.
Decía:
DE BEBÉ, LO QUE MÁS TE GUSTABA ERA JUGAR A TAPARTE LA CARA, REAPARECER DE
PRONTO Y GRITAR: «¡TE PILLÉ!» CUANDO ERAS UN POCO MAYOR, TU JUEGO FAVORITO ERA
EL ESCONDITE. ¿TE ACUERDAS TODAVÍA DE CÓMO SE JUEGA A ESO, JEFFREY?
Jeffrey
intentó contener el súbito torrente de emociones que penetró a través de todos
los años de soledad que había acumulado en torno a sí. Sintió una agitación por
dentro, una mezcla de miedo, fascinación, terror y excitación. Todos estos
sentimientos se arremolinaban en su interior, y luchó por mantenerlos a raya.
No se permitió pensar en otra cosa que en una respuesta dirigida a sí mismo y
a nadie más; menos aún a sus empleadores. Sospechaba que su presa —aunque de
pronto no estaba seguro de que éste fuera el término más apropiado para
designar al hombre a quien buscaba— ya conocía esa respuesta.
«Sí —dijo para sus adentros—, me acuerdo de cómo se juega.»
12
Greta Garbo por
dos
Cuando creían que estaban solas en el mundo, ambas desarrollaron una
curiosa sensación de seguridad, convencidas de que podían brindarse apoyo,
camaradería y protección la una a la otra. Ahora que estaban menos seguras de
su aislamiento, la rutina de su relación se había visto trastocada; de pronto
madre e hija estaban nerviosas, casi con desconfianza mutua, a todas luces
temerosas de lo que las esperaba fuera de las paredes de su pequeña casa. En un
mundo que a menudo parecía haber sucumbido a la violencia habían conseguido
erigir unas barreras sólidas, tanto emocionales como físicas.
Ahora
Diana y Susan Clayton, cada una por su cuenta, sentían que esas barreras
empezaban a desmoronarse debido a la presencia no definida del hombre que
enviaba los anónimos, como un pilar de hormigón medio sumergido, batido
constantemente por las olas, disolviéndose poco a poco, descascarillándose,
desintegrándose y desapareciendo bajo el mar gris verdoso. Ninguna de las dos
entendía del todo la naturaleza de su miedo; era cierto que un hombre las
acechaba, pero la índole de este acecho las confundía.
Diana se
negaba a compartir su temor más absurdo con su hija; pensaba que necesitaba más
pruebas, lo que en sí era una media verdad. Ante todo, se negaba a escuchar la
intuición que la había impulsado a sacar la caja de metal de su armario para
buscar las endebles pruebas que tenía de la muerte de quien había sido su
marido. Intentaba convencerse de que lo que contenía la caja eran
datos
concretos, pero eso provocaba en ella una lucha interior, la sensación que
embarga a quien se debate entre lo que quiere creer y lo que le da miedo creer.
Los días
posteriores al incidente del bar, la madre se había sumido en un silencio
exterior, mientras una cacofonía de ruidos discordantes, dudas y malestar
retumbaba en su interior.
El
fracaso de sus intentos por ponerse en contacto con su hijo no habían hecho
sino agravar esa inquietud. Había dejado varios mensajes en su departamento de
la universidad, había hablado con una cantidad mareante de secretarias, ninguna
de las cuales parecía saber con exactitud dónde se encontraba, aunque todas le
aseguraron que pronto le pasarían el recado y entonces él devolvería la llamada.
Una incluso llegó a decir que pegaría una nota con cinta adhesiva a la puerta
de su despacho, como si eso fuera una garantía de éxito.
Diana se
resistía a presionar más, porque pensaba que ello conferiría a su petición un
toque de urgencia, casi de pánico, y no quería dar esa impresión. No le habría
importado reconocer que estaba nerviosa, incluso alterada, desde luego
preocupada. Pero el pánico le parecía un estado extremo, y esperaba hallarse
aún lejos de él.
«Todavía
no se ha producido ninguna situación que no podamos manejar», se dijo.
Pero a pesar de la actitud falsamente positiva de esta insistencia,
ahora recurría a menudo —mucho más que antes— a la medicación para
tranquilizarse, para conciliar el sueño, para olvidar las preocupaciones. Y le
había dado por mezclar sus narcóticos con dosis generosas de alcohol, pese a
que el médico le había advertido de que no lo hiciera. Una pastilla para el
dolor. Una pastilla para aumentar el número de glóbulos rojos, que estaban
perdiendo inútil y microscópicamente su batalla contra sus homólogos blancos
en las profundidades de su organismo. No tenía la menor esperanza en que la
quimioterapia diera resultado. También tomaba vitaminas para mantenerse fuerte.
Antibióticos para evitar infecciones. Colocaba las pastillas en fila y evocaba
imágenes históricas: la ofensiva de Pickett. Un esfuerzo valeroso y romántico
contra un ejército bien atrincherado e implacable. Estaba destinado a fracasar
desde antes de comenzar.
Diana
regaba el montón de píldoras con zumo de naranja y vodka. «Al menos —se decía,
no sin ciertos remordimientos—, el
zumo de naranja se fabrica aquí y seguramente me hará bien.»
Más o
menos al mismo tiempo, Susan Clayton se dio cuenta de que estaba tomando
precauciones que antes desdeñaba. Durante los días siguientes al incidente en
el bar, no subía ni bajaba en ascensor a menos que hubiera varias personas más.
No se quedaba a trabajar hasta tarde en la oficina. Siempre que iba a algún
sitio, pedía a alguien que la acompañara. Se preocupaba de cambiar su rutina
diaria lo máximo posible, buscando la seguridad en la variedad y la
espontaneidad.
Esto le
resultaba difícil. Se consideraba una persona obstinada y no precisamente
espontánea, aunque los pocos amigos que tenía en el mundo seguramente le
habrían dicho que se equivocaba de medio a medio en su valoración de sí misma.
Cuando
conducía de casa a la oficina y viceversa, ahora Susan había adquirido la
costumbre de moverse entre los carriles rápidos y los lentos; durante unos
minutos circulaba a ciento cincuenta kilómetros por hora y de pronto aminoraba
la marcha hasta casi avanzar a paso de tortuga, pasando de un extremo al otro
de una manera que creía que frustraría incluso al perseguidor más tenaz, pues
al menos a ella la frustraba.
Llevaba
una pistola en todo momento, incluso por casa, después de llegar del trabajo,
escondida bajo la pernera de los vaqueros, sujeta al tobillo. Sin embargo, no
engañaba a su madre, que sabía lo del arma, aunque le parecía más prudente no
comentar nada al respecto, y que, por otra parte, aplaudía en su fuero interno
esa precaución.
Ambas
mujeres miraban con frecuencia por la ventana, intentando vislumbrar al hombre
que sabían que andaba por ahí, en algún sitio, pero no veían nada.
Mientras
tanto, las preocupaciones que embargaban a Susan se intensificaban por su
incapacidad para idear un acertijo apropiado para enviar su siguiente mensaje.
Juegos de palabras, acrósticos literarios, crucigramas... nada de eso le había
resultado útil. Quizá, por primera vez, Mata Hari había fracasado.
Esto le
daba cada vez más rabia.
Después de pasarse varias tardes muy
tensa, sentada en casa con un bloqueo mental incontrolable, con la fecha de
publicación cada vez más próxima, dejó caer la libreta y el lápiz al suelo de
su habitación, le asestó una palmada a la pantalla de su ordenador, envió
varios libros de consulta a un rincón de una patada y decidió salir a navegar
en su lancha.
Caía la
tarde, y el potente sol de Florida empezaba a perder su dominio sobre el día.
Su madre había cogido un bloc grande de papel de dibujo y estaba abstraída,
haciendo un bosquejo con carboncillo, sentada en un rincón de la habitación.
—Maldita
sea, mamá, necesito tomar un poco el aire. Voy a dar una vuelta en la lancha y
a ver si cojo un par de pescados para la cena. No tardo.
Diana
alzó la vista.
—Pronto
oscurecerá —señaló, como si ésa fuera una razón para no hacer nada.
—Sólo me
alejaré media milla, a un lugar resguardado que conozco. Está casi en línea
recta desde el embarcadero. Me llevará poco rato, y necesito ocuparme en algo
que no sea quedarme por aquí pensando en cómo responderle a ese cabrón
diciéndole algo que lo expulse de nuestras vidas.
Diana
dudaba que hubiese algo que su hija pudiese escribir para alcanzar esa meta.
Pero la animó ver la actitud decidida de su hija; le resultaba reconfortante.
Se despidió con un leve gesto de la mano.
—Un poco
de mero fresco no vendría mal —comentó—.
Pero no tardes. Vuelve antes de que anochezca.
Susan le
dedicó una amplia sonrisa.
—Es como
hacer un pedido a la tienda de comestibles. Estaré de vuelta dentro de una
hora.
Aunque
se acercaban los últimos meses del año, hacía un calor veraniego al final del
día. En Florida las altas temperaturas pueden llegar a ser sobrecogedoras. Esto
ocurre sobre todo en verano, pero en ocasiones llegan rachas de viento del sur
en otras estaciones del año. El calor tiene una presencia que debilita el
cuerpo y enturbia la mente. Se avecinaba una noche de ese tipo: serena, húmeda,
inmóvil. Susan era una pescadora avezada, una experta en las aguas a cuya
orilla había crecido. Cualquiera puede mirar al cielo y prever la violencia que
pueden desatar de pronto los nubarrones y las trombas, con sus vientos
huracanados y su velocidad de tornado.
Pero a veces los
peligros del agua y de la noche son más sutiles y se ocultan bajo un cielo en
el que no corre una brizna de aire.
Antes de
soltar amarras vaciló por un segundo, luego se sacudió la sensación de riesgo,
recordándose que no tenía nada que ver con lo que estaba haciendo, una
excursión de lo más común, y sí mucho que ver con el miedo residual que el
hombre y sus mensajes le habían inspirado. Pilotó la lancha por la estrecha
vía de agua hacia la bahía, y luego empujó el acelerador a fondo. Los oídos se
le llenaron de ruido y el viento le azotó el rostro de repente.
Susan se
encorvó contra la velocidad, disfrutando con el embate y el zarandeo que traía
consigo, pensando que había salido a ese mundo que conocía tan bien precisamente
para librarse de su ansiedad.
Decidió
de inmediato pasar de largo la zona resguardada de la que le había hablado a su
madre, e hizo un viraje brusco, notando cómo el casco largo y angosto se
hincaba en la superficie azul claro mientras se dirigía a un lugar más lejano y
productivo. Sintió que sus cadenas quedaban atrás, en tierra firme, y casi le
entristeció llegar a su destino.
Después
de apagar el motor, dejó la embarcación cabeceando sobre las olas diminutas
durante un rato. Luego, con un suspiro, se concentró en la tarea de pescar la
cena. Soltó un ancla pequeña, cebó un anzuelo y lo lanzó. Al cabo de unos
segundos notó un tirón inconfundible.
Media
hora después, había llenado hasta la mitad una nevera portátil con pagros y
meros más que suficientes para cumplir con la promesa que le había hecho a su
madre. La pesca había surtido en ella el efecto que esperaba; le había
despejado la cabeza de temores y le había conferido fuerzas. De mala gana,
recogió el sedal. Guardó su equipo, se levantó, paseando la mirada en
derredor, y cayó en la cuenta de que tal vez había estado allí más tiempo de la
cuenta. Allí de pie, le pareció que los últimos rayos grises del día se extinguían
en torno a ella, escurriéndosele entre los dedos. Antes de que pusiera rumbo a
su casa, se vio envuelta en la oscuridad.
Esto le
causó desasosiego. Sabía cómo regresar, pero también que ahora le sería mucho
más difícil. Cuando el último resplandor se desvaneció, estaba atrapada en un
mundo transparente, silencioso, viscoso y resbaladizo, y donde antes se
encontraba la frontera habitual entre tierra, mar y aire, ahora había una masa
informe, negra y cambiante. De pronto se puso nerviosa, consciente de que había
traspasado el límite de la prudencia, con lo que el mundo que amaba se había
convertido súbitamente en un lugar inquietante y tal vez incluso peligroso.
Su
primer impulso fue el de llevar la lancha directa a tierra y arrancar a correr
durante unos minutos hasta encontrar algún punto de referencia entre los
diferentes tonos de sombras que tenía ante sí. Hubo de obligarse a reducir la
velocidad, pero lo logró.
Más
adelante entrevió las sinuosas siluetas de un par de islotes y recordó que
había un canal estrecho entre ellos que la conduciría a aguas más despejadas.
Una vez allí, podría avistar luces a lo lejos, quizás alguna casa o faros en la
carretera; cualquier cosa que la guiase a la civilización.
Siguió adelante despacio, intentando encontrar el paso entre los dos
islotes. A duras penas consiguió distinguir parte de la maraña formada por las
ramas de los árboles del manglar mientras se acercaba, temerosa de encallar
antes de salir a aguas más profundas. Trató de tranquilizarse, diciéndose que
lo peor que podía ocurrir es que tuviera que pasar una noche incómoda en la
lancha batallando contra los mosquitos. Gobernaba la embarcación con cuidado,
deslizándose hacia delante mientras el motor burbujeaba a su espalda. Su
confianza en sí misma aumentó cuando se introdujo en el espacio entre los
islotes. Se estaba felicitando por haber dado con el canal cuando el casco de
la lancha tropezó con la arena lodosa de un bajío invisible.
—¡Mierda!
—gritó, consciente de que se había desviado demasiado hacia uno u otro lado.
Metió marcha atrás, pero la hélice ya rozaba el fondo, y fue lo bastante
inteligente para apagar el motor por completo antes de que se soltara.
Maldijo
la noche, furiosa, dejando que su invectiva le brotara de los labios, una
sucesión ininterrumpida de «mierdas» y «hostias putas», pues el sonido de su
voz la reconfortaba. Después de cagarse durante un rato en Dios, las mareas, el
agua, los traicioneros bancos de arena y la oscuridad que lo había hecho todo
imposible, se interrumpió y escuchó por unos momentos el sonido de las olas
pequeñas que chapaleaban contra el casco. Luego, sin dejar de hablarle en voz
alta a su lancha, activó el mecanismo eléctrico que izó el motor con un zumbido
agudo. Esperaba que esto bastara para quedar a la deriva, pero no fue así.
Maldiciendo
y quejándose en todo momento, Susan empuñó la pértiga y empujó con ella para
intentar desencallar la embarcación. Le pareció que ésta se movió un poco, pero
no lo suficiente. Seguía varada. Volvió a colocar la pértiga en su soporte y se
desplazó a un lado de la lancha. Contemplando el agua que la rodeaba calculó a
ojo que debía de tener sólo unos quince centímetros de profundidad. El calado
de la embarcación medía veinte. Sólo se mojaría hasta los tobillos. Pero tenía
que bajar, colocar ambas manos contra la proa y empujar con todas sus fuerzas.
Necesitaba sacudir la lancha para liberarla de la arena. Y si eso no daba
resultado, pensó, bueno, se quedaría atrapada allí hasta que, al amanecer, la
marea empezara a subir y el agua del mar fluyese por encima del bajío, haciendo
subir la embarcación hasta desembarrancarla. Por un instante, mientras se
encaramaba a la borda, lista para abandonar la seguridad de la lancha,
contempló la posibilidad de esperar y dejar que la naturaleza se encargara del
trabajo duro. Sin embargo, se reprendió a sí misma por ser tan remilgada, y con
un movimiento resuelto saltó al agua.
Templada
como un baño, ésta se arremolinó en torno a sus pantorrillas. El fondo bajo sus
zapatos era un lodo blando. Al instante se hundió unos cuantos centímetros. De
nuevo prorrumpió en imprecaciones, un torrente constante de palabrotas. Apoyó
el hombro en la proa y, tras
respirar hondo, se puso a empujar. Soltó un gruñido a causa del esfuerzo.
La
lancha no se movió.
—Oh,
venga —imploró Susan.
Volvió a
apretar el hombro contra la proa, intentando esta vez empujar hacia arriba para
mecer la embarcación. La frente se le perló de sudor. Se le escapó un fuerte
gemido, y notó que los músculos de la espalda se le tensaban como un cordón al
ceñir la cintura de unos pantalones, y la lancha se deslizó hacia atrás unos
centímetros.
—Mejor
—dijo.
Lo
intentó otra vez, aspirando hondo y aplicando presión con todo su empeño. El
fondo plano de la barca raspó el fondo al recular unos quince centímetros más.
—Un
avance, joder —masculló ella.
Un
empujón más y pondría la lancha a flote.
No sabía cuántas fuerzas le quedaban, pero
estaba decidida a gastarlas en ese intento. La arena del fondo le había
succionado los pies y le llegaba a una altura considerable de las piernas.
Tenía una marca en el hombro por apretarlo contra la lancha. Empujó de nuevo y
soltó un gritito cuando la barca retrocedió con un chirrido y luego quedó
libre. Susan trastabilló a causa del impulso y perdió el equilibrio. Jadeando,
se tambaleó hacia delante mientras la lancha se alejaba de ella, flotando. El
agua salada le mojó el rostro cuando cayó de rodillas. La embarcación se acercó
un poco, como un cachorro temeroso de que lo castiguen, y se quedó cabeceando
sobre la superficie a unos tres metros de donde estaba ella.
—Mierda,
mierda —refunfuñó, disgustada por haberse mojado, pero en realidad encantada de
haber logrado desencallar. Se puso de pie, se sacudió de la cara y las manos
toda el agua de mar que pudo y, tras
liberar los pies del cieno del bajío, echó a andar en dirección a la barca.
Sin
embargo, allí donde esperaba encontrar el fondo blando bajo los pies, no había
nada.
Susan se
precipitó de nuevo hacia delante, perdió el equilibrio y se zambulló en el agua
oscura. Supo al instante que se había metido en el canal. Alzó la cara para hacerla
emerger de aquella extensión de negrura y respiró una gran bocanada de aire.
Los dedos de sus pies buscaron un fondo donde apoyarse, pero no lo encontraron.
El agua oscura parecía arrastrarla hacia abajo. Exhaló con fuerza, luchando
contra una oleada repentina de pánico.
La
lancha se mecía sobre la superficie tranquila, a poco más de tres metros.
No se
permitió imaginar realmente su situación, en el agua, sin hacer pie, a oscuras,
mientras una corriente suave alejaba de ella a velocidad constante la seguridad
que representaba la lancha. Mantuvo la sangre fría, aspiró profundamente el
aire sedoso de la noche y dio varias brazadas rápidas y vigorosas por encima de
la cabeza, pataleando con fuerza, levantando pequeñas explosiones de fósforo
blanco tras sí. La embarcación flotaba provocadoramente delante de Susan, que
nadó enérgicamente hasta alcanzar el costado, extender los brazos y asirse a
la borda con ambas manos.
Permaneció
un rato así, sujeta de un flanco de la lancha, con la mejilla apretada contra
la lisa fibra de vidrio de la embarcación como una madre contra la mejilla de
un niño perdido. Los pies le colgaban en el agua, casi como si ya no formaran
parte de ella. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo terriblemente cansada
que estaba. Se quedó un momento allí, reposando. A continuación reunió las pocas
fuerzas que le quedaban, se aupó y pasó una pierna por encima de la borda,
intentando aferrarse a la lancha con el vientre. Durante un segundo permaneció
allí en precario equilibrio, luego se agarró con más firmeza, se impulsó con
la pierna que aún tenía en el agua y finalmente rodó por el suelo de la barca.
Susan se
quedó tendida, mirando al cielo, intentando recuperar el resuello.
Notaba
que la adrenalina le palpitaba en las sienes, y que el corazón le latía
desbocado en el pecho. Se apoderó de ella una sensación de agotamiento mucho
mayor de la que correspondía a la energía que había empleado, un cansancio que
tenía más que ver con el miedo que con el esfuerzo.
En lo
alto, las estrellas titilaban con benevolencia. Las contempló y dijo en voz
alta:
—Nunca,
nunca, nunca, nunca bajes de la lancha de noche. Nunca pierdas el contacto.
Nunca dejes que se te escape. Nunca, nunca jamás dejes que esto vuelva a
ocurrir.
Se
incorporó trabajosamente, con la espalda contra la borda. Cuando recobró el
aliento, al cabo de un momento, se puso en pie, temblando.
—Muy
bien —dijo en voz alta—. Vuelve a intentarlo. Encuentra el canal, maldita sea,
no la arena. Avante, despacio.
Le
vinieron ganas de reír, pero se recordó a sí misma que todavía no había
recorrido el canal.
—Aún no
hemos salido de ésta —murmuró.
Se dejó
caer junto al tablero de mandos y,
cuando se disponía a darle al contacto, una gran masa de agua gris negruzca
saltó a su lado, salpicándole el rostro y las manos y arrancándole un grito de
sorpresa. Se oyó un golpe sordo cuando una aleta impactó contra el costado de
la lancha, un estallido de energía blanca y espumosa a unos centímetros de su
cabeza.
La
explosión la derribó de su asiento sobre la cubierta de la lancha.
—¡Dios
santo! —exclamó.
El agua
se arremolinó alrededor de la barca y luego quedó quieta.
El corazón le dio un vuelco.
—¿Qué
demonios eres? —gritó, poniéndose de rodillas con dificultad.
La única
respuesta a su pregunta fue el silencio y el retorno de la noche.
Escudriñó
las corrientes pero no vio rastro del pez que había emergido junto a la lancha.
De nuevo se esforzó por calmarse. «Dios mío —pensó—, ¿qué era eso que estaba en el agua conmigo? ¿Un tiburón tigre
grande, o un pez martillo? Cielo santo, debe de haber estado allí, justo al
borde del bajío, buscando su cena, y yo metida en el agua, junto a él,
chapoteando. Joder.» De pronto imaginó al pez debajo de ella todo el rato,
observándola, esperando, sin saber qué era ella exactamente, pero acercándose a
pesar de todo. Susan exhaló rápidamente, soltando el aire con fuerza.
Se
estremeció, intentando desterrar el miedo que aún tenía en su interior. Era
consciente de que no podía hacer nada más y,
con la mano ligeramente trémula, bajó despacio el motor, le dio al encendido y
empujó la transmisión hacia delante. Casi sin acelerar, viró en la dirección
que creía que la llevaría a la orilla.
«Llegaremos
a casa esta noche —se dijo—, y luego
se acabó la pesca durante un tiempo.» Mientras avanzaba a una velocidad apenas
superior al gateo de un bebé por un suelo desconocido para él, reflexionó sobre
el hecho de que su madre no seguiría a su lado mucho tiempo y de que ella
tendría que empezar a prepararse para esa realidad cuanto antes. No obstante,
no tenía la menor idea de cómo prepararse.
Diana Clayton había estado absorta en su bosquejo, y cuando la luz
perdió intensidad en torno a ella, de modo que le costaba ver los últimos
trazos y sombreados del dibujo, alzó la mirada para pulsar el interruptor de la
luz y se percató de que su hija estaba tardando mucho en regresar.
Su
primer impulso fue acercarse a la ventana, pero en los últimos días se había
sorprendido a sí misma mirando hacia fuera en demasiadas ocasiones, como si ya
no confiase en el mundo que le era familiar. Esta vez no se comportaría como
una anciana decrépita y agonizante, que es como se veía a sí misma, y confiaría
en que su hija sería capaz de volver a casa sana y salva. De modo que, en lugar
de echar un vistazo al exterior, recorrió deprisa la casa, encendiendo las
luces, muchas más de las que habría encendidas en circunstancias normales. Al
final, no quedaba una sola bombilla en todas las habitaciones de la casa que no
estuviese despidiendo luz. Incluso encendió las de los armarios.
Cuando regresó a donde estaba dibujando, posó la vista en el boceto en
carboncillo y de pronto preguntó en voz alta:
—¿Qué
querías de mí?
El
rostro que había esbozado en el bloc sonreía con los labios apretados y una
expresión en los ojos que denotaba que sabía algo que nadie más sabía, una
especie de diversión arrogante que ella sólo podía reconocer como perversa.
—¿Por
qué me escogiste a mí?
En el
dibujo él aparecía como un hombre joven, y ella se consideraba a sí misma una
mujer envejecida por la enfermedad. Se preguntó si el mal que padecía él lo
había avejentado tan precipitadamente también, pero por alguna razón lo
dudaba. Era más probable que su enfermedad actuase como una especie de elixir
de Ponce de León, pensó ella con rabia. Tal vez, con los años, los carrillos se
le hubiesen puesto más carnosos, y ahora tuviese entradas en el pelo. Quizá se
le habían profundizado las arrugas de la frente y de las comisuras de la boca
y los ojos. Pero eso sería todo. Seguiría siendo fuerte y siempre seguro de sí
mismo.
No le
había dibujado las manos. Acordarse de ellas le provocaba escalofríos. El tenía
dedos largos y delicados que escondían una gran fuerza física. Tocaba el violín
bastante bien y sabía arrancar del instrumento sonidos de lo más evocadores.
Siempre
tocaba solo, en una habitación que tenía en el sótano, donde tanto ella como
los niños tenían prohibida la entrada. Las notas del instrumento se colaban por
toda la casa como el humo, y más que un sonido eran como un olor, una sensación
de frío.
Diana
cerró los ojos y le rechinaron los dientes cuando pensó que esas manos habían
tocado su cuerpo. De forma profunda e íntima. Sus atenciones hacia ella eran
curiosamente infrecuentes, pero cuando se producían, eran insistentes. Sus
relaciones sexuales no consistían en la unión de dos personas, sino simplemente
en que él la utilizaba cuando tenía ganas.
Diana
sintió un nudo en la garganta.
Sacudió
la cabeza enérgicamente, en desacuerdo consigo misma.
—Estás
muerto —dijo en alto, plantando cara al boceto—.
Te mataste en un accidente de
tráfico, y espero que te doliese.
Cogió el
bloc de dibujo, clavó la mirada en la caricatura que tenía ante sí y luego
cerró la libreta. Pensó que su hija había heredado la forma de la boca, y su
hijo, la de la frente. Los tres tenían la misma barbilla. Ella esperaba que
los ojos —y lo que habían visto— fueran sólo de él. «Yo era joven y me sentía
sola —recordó—. Era callada y
retraída, y no tenía amigos. Nunca fui popular ni bonita, así que los chicos no
me rondaban ni me llamaban para salir. Llevaba gafas, y el pelo recogido y
aplastado hacia atrás, y nunca me maquillaba, ni era graciosa, divertida, o
atlética, ni tenía ninguna otra cualidad que me hiciese atractiva a los ojos
de nadie más. Tenía mala coordinación y no sabía hablar de otra cosa que de mis
estudios, no tenía nada que decir sobre nada ni sobre nadie. Y antes de que él
apareciera, yo creía que eso era todo lo que me ofrecería la vida, y en más de
una ocasión pensé que tal vez acabaría con todo antes de que hubiera comenzado.
Deprimida y con tendencias suicidas. ¿Por qué? —se preguntó de repente—. Porque mi propia madre era una mujer
apocada, de espíritu débil, adicta a las pastillas para adelgazar, y mi padre
era un profesor de universidad entregado a su trabajo, un poco frío, un poco
distante, que la quería pero la engañaba y,
cada vez que lo hacía, se avergonzaba más y se distanciaba más de nosotras.
Vivíamos en una casa llena de secretos y yo no estaba ansiosa por averiguar
verdades. Cuando crecí, estaba deseando marcharme y, al hacerlo, descubrí que
el mundo exterior tampoco tenía gran cosa que ofrecerme.»
Bajó la
vista al bloc de dibujo, que había resbalado al suelo.
«Excepto
tú.»
De
pronto se agachó para recoger el bloc y lo abrió por la página del retrato.
—¡Los
salvé! —gritó sin pararse a tomar aire—.
¡Maldita sea, los salvé y me salvé a mí misma de ti!
Diana
Clayton se levantó parcialmente y lanzó el bloc al otro extremo de la
habitación, donde golpeó la pared y cayó dando vueltas al suelo. Ella se
desplomó en la silla, se reclinó y cerró los párpados. «Me muero —pensó—. Me muero, y ahora, cuando merezco algo
de paz, me veo privada de ella. —Abrió los ojos y los posó en el boceto, que le
devolvía la mirada—. Por culpa
tuya.»
Se puso
de pie, cruzó la habitación despacio y recogió el bloc. Le quitó el polvo, lo
cerró, luego juntó los carboncillos y el trapo que había utilizado para
difuminar las sombras, lo llevó todo al armario de su dormitorio y lo arrojó a
un rincón, esperando que allí quedara oculto.
Retrocedió
un paso y cerró de un golpe la puerta del armario. «No pensaré más en ello —se
exigió—. Todo terminó aquella noche.
De nada sirve acordarse de estas cosas.»
Sin
creer una sola de las mentiras que acababa de decirse, Diana regresó a la sala
de estar de su refugio a esperar a que su hija volviese a casa con la cena
prometida. Aguardó en silencio, envuelta en aquel brillo intenso, hasta que oyó
el sonido familiar de las pisadas de su hija acercándose por el camino de
entrada en la oscuridad del exterior.
Los
filetes de pescado frescos, salteados con un poco de mantequilla, vino blanco
y limón estaban deliciosos y las reanimaron a las dos. Madre e hija se tomaron
una copa de vino por cabeza con la cena e intercambiaron algunos chistes
subidos de tono, lo que llevó risas a una casa en la que hacía tiempo que no se
oía ninguna. Diana no comentó nada del retrato que había bosquejado. Susan no
explicó por qué había llegado tan tarde. Durante una hora, las dos se las
arreglaron para que las cosas parecieran casi como eran antes, una ilusión
aceptable.
Una vez
que los platos estuvieron lavados y guardados, Diana se retiró a su habitación
y Susan a la suya, donde encendió el ordenador y retomó la frustrante tarea de
idear un acertijo para el hombre que creía que la acechaba. Este pensamiento
la hizo sonreír, pero sin una pizca de humor: la idea de que el hombre podía
perfectamente estar justo al otro lado de la puerta, o bajo su ventana, o
merodeando en las sombras junto a cualquiera de las palmeras que montaban
guardia en el patio..., pero que, aunque se encontrara al alcance de la mano,
su forma de comunicarse era mediante juegos de palabras ingeniosos.
Se le
ocurrió algo e insertó una tabla en la pantalla del ordenador. Dentro, escribió:
¿Fuiste
tú quien me salvó?
¿Qué es
lo que quieres?
Yo quiero que me dejes en paz.
Contempló el mensaje por un momento y vio que lo que tenía eran dos
preguntas y una afirmación. Separó los dos elementos del mensaje, de modo que
quedó, por un lado:
¿Fuiste
tú quien me salvó? ¿Qué es lo que quieres?
Y, por otro:
Yo quiero que me dejes en
paz.
Decidió que podía revolver y cifrar el primer par de frases. Comenzó a
trasponer las letras y al cabo de un rato obtuvo este resultado:
¿Si ven
tufo sume tequila? ¿Quisque queso leeré?
Le gustaban los anagramas. Meditó sobre la última frase del mensaje y
le vino una idea a la mente. Sonrió una vez, impresionada por su astucia, y
susurró para sí:
—No has
perdido del todo tus facultades, Mata Hari.
Escribió:
En la antigua isla del toro cometes un error que te hace vomitar y te
recuerda la frase más famosa que ella dijo nunca.
Quedó complacida. Envió por correo electrónico el texto a su oficina,
sólo una hora antes de que se cerrara el plazo para remitir material a la
revista, y seguramente minutos antes de que algún editor agobiado se pusiese en
contacto con ella, presa del pánico. A continuación, apagó su ordenador y se
fue a la cama con la satisfacción del deber cumplido. Se durmió al instante y, por primera vez en días, no soñó nada.
Susan despertó unos
segundos antes de que sonara la alarma de su despertador. Apagó el aparato
antes de que comenzase a pitar, se levantó y se fue directa a la ducha. Después
de secarse se vistió rápidamente, ansiosa por llegar a su oficina y ver las
pruebas de imprenta de la columna del concurso de esa semana y lo que traería
consigo. Recorrió el pasillo de puntillas, abrió la puerta de la habitación de
su madre y echó un vistazo sigilosamente. Diana aún dormía, lo que su hija
supuso que era algo bueno, pues imaginaba que el reposo la ayudaría a
recuperarse. Si la enfermedad la debilitaba era en buena parte porque el dolor
le arrebataba horas de descanso, de modo que la carga del agotamiento se sumaba
a la serie de sufrimientos que la aquejaban.
Susan vio en la mesita de noche los frascos de pastillas que eran una
constante en lo que quedaba de la vida de su madre. Moviéndose sin hacer
ruido, se acercó, los juntó y se los llevó a la cocina.
Estudió
las etiquetas con atención, luego extrajo la dosis matinal indicada de cada
envase y las alineó en un plato de porcelana blanca como un pelotón al que van
a pasar revista. Media docena de píldoras para empezar el día. Una roja, una
ocre, dos blancas, dos cápsulas de dos colores distintas. Unas eran pequeñas,
otras grandes. Permanecían en posición de firmes, esperando órdenes.
Susan se
dirigió a la nevera, sacó un poco de zumo de naranja recién exprimido, sirvió
un vaso y esperó que su madre no lo llenase de vodka después de beberse la
mitad. Colocó el vaso junto a las pastillas. A continuación sacó un cuchillo,
encontró un melón cantalupo y uno dulce, los cortó en rodajas con cuidado y
dispuso elegantemente los trozos en forma de media luna en otro plato. Por último,
encontró una hoja de papel y escribió una nota prosaica:
Me alegro de que hayas dormido un poco. Me he ido a trabajar
temprano. Aquí te dejo el desayuno y las medicinas para hoy. Nos vemos por la
noche. Podemos terminarnos el pescado para cenar.
Besos, Susan
Paseó la vista por la cocina para comprobar que todo estuviera en su
sitio, decidió que sí, y salió de la casa por la puerta trasera.
Cerró con llave y alzó
la mirada al cielo. Ya estaba azul y
soleado. Unas pocas nubes blancas y bulbosas vagaban sin rumbo fijo. «Un día
perfecto», pensó.
Aproximadamente una hora después de que su hija se marchara, Diana
Clayton despertó sobresaltada.
El sueño
todavía le empañaba la visión, y ahogó un grito de terror, lanzando golpes al
aire con los dos puños a la vez.
Tosió con
fuerza y cayó en la cuenta de que estaba incorporada en la cama. Miró alrededor
con los ojos desorbitados, temiendo ver a alguien escondido en un rincón. Aguzó
el oído como si estuviera en condiciones de percibir el sonido de la
respiración del intruso y distinguirlo de sus propios jadeos entrecortados.
Quería inclinarse para echar un vistazo debajo de la cama, pero le faltó valor
para ello. Fijó la vista en la puerta del armario, creyendo que quizás el
intruso se ocultaba allí, pero luego recordó que tras esa puerta se escondían
ya bastantes horrores, en el interior de la caja de metal o esbozados en el
bloc de dibujo, y se dejó caer sobre las almohadas, respirando agitadamente.
Había
sido el sueño, se dijo. En el último sueño que había tenido esa noche, estaba
con su hija y, al bajar la mirada,
descubría que a ambas les habían cortado de pronto la garganta, como al hombre
del bar. Esta visión la había devuelto a la vigilia bruscamente. Se llevó la
mano al cuello y notó el sudor resbaladizo que le goteaba por entre los senos.
Esperó a
que su respiración volviera a la normalidad y a que el golpeteo de su corazón
en el pecho remitiese antes de bajar los pies de la cama. Deseaba que hubiese
una pastilla contra el miedo y, al
volverse, advirtió que su provisión de frascos no estaba en su mesita de noche.
Por un momento esto le causó confusión. Se levantó, se echó un albornoz blanco
de algodón sobre los hombros y caminó con pasos suaves sobre el entarimado del
suelo hacia la cocina. Avistó la hilera de frascos casi antes de que le diera
tiempo de preocuparse.
También
vio las rodajas de melón, se llevó una a la boca y reparó en el zumo y en la
nota. Leyó lo que su hija le había escrito y sonrió. «He sido una egoísta
—pensó— al retenerla a mi lado. Es una hija especial. Los dos son hijos
especiales, cada uno a su manera. Siempre lo han sido. Y ahora que son adultos,
siguen siendo especiales para mí.»
En el
plato que tenía delante había una docena de pastillas bien ordenadas. Se
disponía a cogerlas. Acostumbraba a ponérselas todas en la mano, metérselas en
la boca como un puñado de cacahuetes y bajarlas con un trago de zumo.
No
estaba segura de qué fue lo que la impulsó a detenerse. Quizás el traqueteo que
oyó y que no identificó de inmediato. Algo que se rompía, pensó. ¿Qué podía
romperse?
Miró a
través de la ventana al azul brillante del cielo. Vio que una de las palmeras
se cimbreaba movida por la enérgica brisa matinal. Oyó de nuevo aquel ruido,
que esta vez sonó más próximo. Dio un par de pasos por la cocina y vio que la
puerta trasera parecía estar abierta. Era lo que producía el traqueteo, cuando
la corriente tiraba de ella y luego la cerraba de golpe.
Eso no
era normal, y frunció el ceño.
«Susan siempre cierra con llave cuando se
va temprano», pensó. Atravesó la cocina y se paró en seco.
El
pestillo estaba echado, pero la puerta no estaba cerrada. Al examinarlo más de
cerca descubrió que alguien había usado un destornillador o un martillo de
orejas pequeño para arrancar la madera en torno al pestillo. Como solía
ocurrirle a este material en los Cayos de Florida, la exposición constante al
calor, la humedad, la lluvia y el viento había hecho estragos en el marco de
la puerta, ablandándolo, desgastándolo, casi pudriéndolo. Haría las delicias
de un ratero.
Diana
reculó, como si la prueba de que habían forzado la puerta fuese infecciosa.
«¿Estoy
sola?»
Se puso
muy alerta. «La habitación de Susan», se dijo. Se dirigió hacia allí entre
caminando y corriendo, temiendo que alguien se abalanzase hacia ella de pronto.
Cruzó la habitación a toda prisa, abrió violentamente la puerta del armario y
cogió una de las pistolas que su hija tenía sobre un estante. Dio media vuelta
en la posición de disparar que Susan le había enseñado, amartillando el pequeño
revólver y quitando el seguro con el mismo movimiento.
Estaba
sola.
Diana escuchó atentamente pero no oyó nada, al menos nada que indicase
que el intruso seguía por allí. Con una cautela exagerada en todo momento, fue
de una habitación a otra, revisando cada armario y rincón, debajo de las camas,
cualquier hueco donde pudiera esconderse un hombre. Nadie había tocado nada.
Todo estaba en su sitio. No había el menor indicio de que alguien más hubiera
estado en la casa, por lo que empezó a relajarse.
Regresó a
la cocina y se acercó a la puerta a fin de inspeccionar el marco con más
atención. Tendría que llamar a un carpintero ese mismo día, pensó, para que
viniera y lo arreglara de inmediato. Sacudió la cabeza y, por unos instantes,
sostuvo el frío metal de la pistola contra su frente. El susto de muerte que se
había llevado un momento antes quedó rápidamente reducido a una irritación
moderada mientras repasaba mentalmente la lista de carpinteros que ofrecían
servicios de urgencia. Examinó de nuevo la madera arrancada.
—La
madre que los parió —masculló en voz alta.
Seguramente
había sido un vagabundo. O quizás unos adolescentes que habían dejado el
instituto. Había oído que un par de chicos emprendedores de la zona habían
amasado una cantidad considerable de dinero a los diecisiete años robando
televisores, cadenas de música y ordenadores durante el día, mientras las familias
estaban en el colegio o trabajando. Las marcas de rascaduras en el marco
revelaban que el que había forzado el cerrojo era un aficionado. Había clavado
una palanca de metal en la madera y había aplicado la fuerza bruta. Había
obrado con prisas, sin el menor cuidado. Debía de pensar que no había ninguna
persona en la casa y que un poco de ruido no alertaría a nadie.
Diana
concluyó que los allanadores debieron de llegar un rato después de que se
marchara Susan. Probablemente ya habían recorrido media casa cuando oyeron que
ella se despertaba y habían salido huyendo.
Se
sonrió y levantó la pistola.
Si lo
hubieran sabido... Ella no se consideraba una guerrera, y desde luego no sería
rival para un par de jóvenes. Contempló el arma. Tal vez habría equilibrado las
cosas, pero sólo si hubiese podido cogerla a tiempo. Intentó imaginarse
corriendo por la casa perseguida por dos adolescentes. Difícilmente resultaría
ganadora de esa carrera.
Diana
negó con la cabeza.
Suspiró y se esforzó por no pensar en lo cerca que había estado de
morir. No había sucedido nada. Aquello no había sido más que una molestia, y
además una molestia común y corriente, no sólo en los Cayos y en las ciudades,
sino en todas partes. Un momento peliagudo y significativo de rutina en que
nada había pasado. Un fiasco apenas digno de mención o de atención, pero que
podría haberle costado la vida. Ellos habían oído el ruido que hacía al
levantarse y se habían espantado, por fortuna, pues si se hubieran adentrado un
poco más en la casa, seguramente habrían decidido matarla, además de robarle.
Imaginó
al par de jóvenes. Cabello largo y grasiento. Pendientes y tatuajes. Manchas
de nicotina en los dedos. «Gamberros», pensó. Se preguntó si esta palabra
seguía siendo de uso común.
Diana se
apartó de la puerta y se dirigió de nuevo a la mesa de la cocina. Depositó la
pistola en el tablero y se llevó a la boca otro trozo dulce de melón. Los
jugos azucarados le infundieron nuevo vigor. Cogió el vaso de zumo de naranja
y extendió otra vez la mano hacia las pastillas que su hija le había dejado.
Entonces se detuvo.
Su mano vaciló en el aire a pocos
centímetros de las píldoras.
«¿Qué sucede?», se preguntó de repente.
Una oleada de frío le recorrió el cuerpo.
Contó las pastillas. Doce.
«Son demasiadas —pensó—. Lo sé. Por lo general no son más de
seis.»
Cogió los frascos, leyó la etiqueta de
cada uno y contó de nuevo.
—Seis —dijo en alto—. Deberían ser seis.
Había
doce en el plato.
—Susan,
¿te has equivocado?
No
parecía posible. Susan era una persona muy cuidadosa, ordenada, sensata. Y le
había preparado su medicación muchas veces.
Diana se
acercó a un rincón de la cocina donde había un ordenador pequeño conectado a
la línea telefónica. Introdujo el código de la farmacia más cercana y, unos segundos después, apareció en la
pantalla la imagen del farmacéutico.
—¡Eh,
buenos días, señora Clayton! ¿Cómo se encuentra hoy? —la saludó el hombre con un marcado acento.
Diana respondió a su saludo con un gesto
de la cabeza.
—Bastante bien, Carlos. Sólo tengo una
pregunta sobre mis medicamentos...
—Tengo
sus datos aquí mismo. ¿Qué sucede?
Ella
miró las pastillas.
—¿Está
bien así? Dos megavitaminas, dos analgésicos, cuatro clomipraminas, cuatro
renzac...
—¡No,
no, no, señora Clayton! —la interrumpió Carlos—.
Las vitaminas están bien, incluso lo de tomar el doble de analgésicos, pero no
se acostumbre. Seguramente se quedará dormida enseguida. Pero la clomipramina
y el renzac son muy fuertes. ¡Son medicinas muy potentes! Eso es demasiado.
¡Una de cada! ¡Ni una más, señora Clayton! ¡Esto es muy importante!
Una
sensación fría y pegajosa se apoderó de su estómago.
—O sea
que cuatro de cada una sería...
—¡Ni se
le ocurra! Con cuatro de cada se pondría muy enferma.
—¿Cómo
de enferma? —lo cortó ella.
El
farmacéutico hizo una pausa.
—Probablemente la mataría, señora Clayton.
Cuatro de golpe sería muy peligroso. Ella no respondió.
—Sobre
todo si las mezcla con esos analgésicos, señora Clayton. La dejarían K.O. y
entonces no se enteraría de los efectos dañinos de la clomipramina y el renzac.
Menos mal que ha llamado, señora Clayton. Si alguna vez tiene alguna duda
sobre estas medicinas (ya sé que es difícil mantener siempre la cuenta de
todas) no dude en llamar, señora Clayton. Y si no me encuentra, no se tome
nada. Tal vez el analgésico, pero nada más. Esos fármacos para el cáncer,
señora Clayton, son muy fuertes.
A Diana
le temblaba la mano ligeramente.
—Muchas
gracias, Carlos —consiguió balbucir—.
Has sido de mucha ayuda. —Pulsó unas teclas y cerró la conexión. Con delicadeza,
devolvió las pastillas de más a sus frascos respectivos, intentando ahuyentar
la imagen del rostro otrora familiar del hombre que había entrado en la casa,
leído la nota de su hija y visto al instante la oportunidad que presentaba.
Esto debía de parecerle una broma colosal. Debió de marcharse sonriendo de
oreja a oreja, quizás incluso riéndose a carcajadas al salir a la calle
después de disponer una dosis letal de los medicamentos que en teoría la
mantenían con vida sobre la mesa del desayuno, listos para que ella se los tomara.
13
Te pillé
Jeffrey Clayton, paralizado en su asiento, sin saber muy bien de
entrada qué hacer, seguía contemplando el mensaje en la pantalla del ordenador
cuando el agente Martin irrumpió por la puerta, furioso y con el rostro
congestionado.
—Te
pillé —murmuró Clayton para sí mientras el inspector daba un portazo y acto
seguido prorrumpía en improperios.
—¡Clayton,
hijo de puta, le expliqué las normas! ¡Tenemos que ir juntos siempre, como culo
y mierda! ¡Nada de excursioncitas sin llevarme a mí también! Maldita sea, ¿adónde
ha ido? Le he estado buscando por todas partes.
El
profesor no respondió de inmediato a la pregunta ni a la rabia de Martin. Dio
media vuelta en su silla y clavó la vista en el inspector. Entendía los
motivos de su ira. Después de todo, ¿de qué sirve una carnada si uno no la
vigila más o menos constantemente, de modo que, cuando la presa surja de las
profundidades en que se esconde y quede al descubierto, uno esté preparado para
aprovechar la oportunidad? Su propia furia ante el hecho de que lo utilizaran
de ese modo le formó un nudo en la garganta, pero tuvo la capacidad de
contenerla. Supo por instinto que no le convenía desvelar que había averiguado
la auténtica razón por la que se encontraba allí, en el estado número
cincuenta y uno. Por otra parte, la prueba de que el plan de Martin no era una
tontería estaba allí, bien a la vista, en el monitor sobre el escritorio. Por
un momento pensó en ocultar el mensaje que había recibido, pero sin haber tomado
una decisión consciente, alzó la mano lentamente e hizo un gesto hacia las
palabras que tenía delante.
—Está
aquí —dijo Jeffrey en voz baja.
—¿Qué?
¿Quién está aquí?
Jeffrey
señaló. A continuación se levantó, se acercó a la pizarra y, mientras el inspector se sentaba en su
silla para leer el texto en la pantalla del ordenador, borró la mitad que tenía
el título: «Si el asesino es alguien a quien no conocemos.»
—No lo
necesitaremos —comentó, más para sí que para Martin. Se percató de que estaba
borrando lo que ya había sido borrado, como un mensaje para él, que se había
negado a asimilar. Cuando se volvió, advirtió que las marcas de quemaduras en
el cuello y las manos del inspector habían enrojecido y se ponían más oscuras
por momentos.
—Carajo
—farfulló Martin.
—¿Puede
averiguar desde dónde se envió? —preguntó Jeffrey de pronto—. El mensaje llegó a través de una línea
telefónica. Deberíamos poder rastrear el número del que proviene.
—Sí
—respondió Martin, ansioso—. Sí,
maldita sea, creo que puedo hacer eso. Es decir, debería poder. —Se encorvó
sobre el teclado y comenzó a pulsar teclas—.
Las autopistas electrónicas son complicadas, pero casi siempre circulan en
ambas direcciones. ¿Cree usted que él lo sabe?
Jeffrey
creía que era posible, pero no estaba seguro.
—No lo
sé —dijo—. Seguramente algún genio
de los ordenadores de catorce años del instituto local no sólo lo sabe, sino
que podría hacerlo en diez segundos. Pero ¿hasta dónde llegan sus conocimientos
de informática? No hay forma de saberlo. Pruebe a ver qué descubre.
Martin
continuó tecleando, y vaciló por un momento.
—Ahí
está —dijo de repente—. Creo que ya
tenemos al maldito cabrón. —Soltó una risotada desprovista de humor—. Ha sido más fácil de lo que pensaba
—aseguró el inspector. Levantó los dedos del teclado y los agitó en el aire—. Magia —afirmó.
Jeffrey
se inclinó sobre su hombro y vio que el ordenador mostraba un número de
teléfono bajo las palabras «origen del mensaje». El agente colocó el cursor
sobre el número e introdujo otra orden. A continuación el ordenador le pidió
una contraseña, que Martin escribió.
—Es para
que el sistema de seguridad nos dé acceso a la información —explicó.
Mientras hablaba, el ordenador arrojó una respuesta, y Clayton vio
aparecer un nombre y una dirección debajo del número de teléfono.
—Te tenemos, cabronazo —dijo de nuevo Martin con aire triunfante—. ¡Lo sabía! ¡Ahí tiene a su puto
papaíto! —exclamó, enfadado.
Clayton
leyó los datos:
Propietario: Gilbert D. Wray; copropietaria/esposa: Joan D. Archer;
hijos residentes: Charles, 15, Henry, 12; dirección: Cottonwood Terrace, 13,
Lakeside.
Se quedó mirando la dirección. Le resultaba extrañamente familiar.
Había
información adicional sobre la ocupación del hombre, que era asesor empresarial,
y de la madre, que figuraba simplemente como ama de casa. Constaba la fecha de
su llegada al estado número cincuenta y uno, seis meses atrás, y su domicilio
anterior, un hotel de Nueva Washington. Antes de eso, la familia había vivido
en Nueva Orleáns. Jeffrey se lo señaló al inspector. Martin, que ya estaba
cogiendo el teléfono, repuso rápidamente:
—Eso es
normal. La gente vende su casa y se muda aquí, se aloja en un hotel mientras
formaliza su situación migratoria y consigue una casa nueva. ¡Vamos, joder!
La
persona al otro extremo de la línea debió de contestar en ese momento, porque
el inspector dijo:
—Aquí
Martin. Nada de preguntas. Quiero que un equipo de Operaciones Especiales se
reúna conmigo en Lakeside. Ahora mismo. Prioridad máxima.
La
impresora instalada junto al ordenador emitió un zumbido, y cuatro hojas de
papel salieron por la rendija. El inspector las cogió, las contempló
brevemente y se las pasó a Clayton. La primera imagen era una foto de carnet de
un hombre de poco más de sesenta años, cuello recio, el cabello muy corto, al
estilo militar, y gruesas gafas de pasta negra. La siguiente fotografía era de
una mujer más o menos de la misma edad, de rostro demacrado y una nariz ligeramente
desviada, como la de un boxeador. También había retratos de los dos hijos. El
mayor destilaba una rabia y una hosquedad apenas disimuladas. Debajo de cada
imagen constaban la estatura, el peso, las señas particulares y un historial
médico moderadamente detallado, los números de la Seguridad Social y de carnet
de conducir. También figuraban los números de cuentas bancarias e informes de
crédito, así como los expedientes académicos de los chicos. Jeffrey cayó en la
cuenta de que había información suficiente para que cualquier policía
competente investigase a la persona o diese con ella, si se dictaba una orden
de búsqueda.
—Salude
a su padre —dijo Martin con brusquedad—.
Salúdelo y luego despídase.
Mientras
Jeffrey contemplaba las fotos con expresión vacía, sin dar la menor muestra de
reconocer a nadie, el inspector se levantó de la silla y cruzó el despacho
hacia un archivador de seguridad que estaba en un rincón. Batalló con la
combinación por un momento antes de abrir un cajón, introducir la mano y sacar
una metralleta Ingram negra y reluciente.
—De
fabricación americana —dijo—, aunque
algunos de los otros agentes prefieren modelos extranjeros. No entiendo por
qué. Yo no. Me gusta que mis armas
estén hechas en Estados Unidos, como Dios manda. —El inspector sonrió de oreja
a oreja mientras insertaba con un sonoro «clic» un cargador lleno de balas de
calibre .45, rechonchas, de aspecto diabólico, con punta de teflón, y se echaba
el arma al hombro con un gesto rebosante de seguridad.
La subcomisaría del Servicio de Seguridad de Lakeside tenía un diseño
tradicional, al estilo de Nueva Inglaterra; por fuera una oficina de policía de
ladrillo rojo, con contraventanas blancas, y por dentro un observatorio moderno
e informatizado, un mundo de taquillas de acero gris y ordenadores de plástico
beige, todo ello bajo fluorescentes empotrados en el techo y sobre unas
moquetas marrones, gruesas, de resistencia industrial, que amortiguaban todos
los sonidos. Las ventanas que daban al exterior no eran más que accesorios
decorativos, pues el sistema auténtico que se seguía en la subcomisaría para
observar el mundo que se hallaba fuera de las paredes era electrónico.
Ordenadores, monitores de videovigilancia y dispositivos sensores. Martin
aparcó en una zona trasera oculta y se dirigió a toda prisa a la entrada,
donde se abrieron unas puertas con un zumbido para franquearle el paso a un
pequeño vestíbulo donde se encontraba reunido el equipo de Operaciones
Especiales, esperándolo.
El
equipo constaba de seis miembros, cuatro hombres y dos mujeres. Iban vestidos
de paisano. Las mujeres lucían modernos atuendos de corredoras de colores
vivos. Uno de los hombres llevaba un traje conservador azul marino y corbata;
otro, un chándal gris raído que había humedecido para que pareciera que había
estado haciendo ejercicio. Los otros dos hombres iban vestidos como técnicos
de compañía de teléfonos, con téjanos, camisas de trabajo, cascos y cinturones
portaherramientas de cuero. Todos estaban ocupados con sus armas cuando Jeffrey
los vio, acoplando el cerrojo a sus Uzis, comprobando que los cargadores
estuviesen llenos. Advirtió, asimismo, que todas las armas podían llevarse
ocultas: el ejecutivo guardó la suya en un maletín; las dos mujeres escondieron
las suyas en cochecitos de bebé parecidos, y los operarios en sus juegos de
herramientas.
Martin
repartió al equipo copias de las fotografías. Se acercó a una pantalla de
ordenador y al cabo de unos segundos había introducido la dirección y había
aparecido en el monitor una representación topográfica en tres dimensiones de
la finca situada en el número 13 de Cottonwood Terrace. Otra orden dio como
resultado planos arquitectónicos de la casa. Una tercera entrada produjo una
imagen de satélite de la vivienda y su terreno. Los agentes de seguridad se
reunieron en torno a ellas y, momentos
después, habían decidido dónde se apostaría cada miembro del equipo.
—Llevaremos
a cabo un acercamiento estándar de alta precaución —dijo Martin.
—¿Algún modelo en particular? —preguntó uno de los agentes disfrazados
de técnicos.
—El
modelo tres —respondió Martin enérgicamente.
Todos
los integrantes del equipo asintieron. Martin se volvió hacia Clayton y le
explicó:
—Se
trata de un modelo de asalto habitual. Varios objetivos, una sola ubicación,
diversas salidas. Probabilidad moderada de que dispongan de armas. El riesgo
para los agentes es medio. Hemos ensayado estas operaciones un huevo de veces.
El jefe del equipo, el hombre del traje azul, tosió mientras estudiaba
el plano de la casa en la pantalla y se arregló la corbata como si se preparase
para asistir a una reunión de ejecutivos. Hizo una sola pregunta:
—¿Detenemos
o eliminamos?
Martin
miró de reojo a Clayton.
—Los
detenemos. Por supuesto —contestó.
—Bien
—dijo uno de los operarios, moviendo el mecanismo de su pistola atrás y
adelante con un chasquido irritante—. ¿Y qué nivel de fuerza estamos
autorizados a utilizar en el transcurso de esta detención?
Martin
respondió atropelladamente:
—El
máximo.
—Ah. —El
técnico movió la cabeza afirmativamente—.
Lo suponía. ¿Y de qué se acusa a nuestro objetivo?
—De
crímenes del nivel máximo. Rojo uno.
Esta
respuesta ocasionó que algunas cejas se arquearan.
—¿Crímenes
de nivel rojo? —preguntó una de las mujeres—.
Que yo sepa, nunca he participado en la detención de un criminal de
nivel rojo. Desde luego no del nivel rojo uno. ¿Qué hay de su familia? ¿Son
también de nivel rojo? ¿Cómo lidiamos con ellos?
Martin
tardó unos instantes en contestar.
—No hay
pruebas concluyentes de su implicación en actividades criminales, pero debemos
dar por sentado que tienen conocimiento y han prestado apoyo. Después de todo,
son la familia de ese cabrón. —Miró a Clayton, que no respondió—. Eso los convierte en cómplices de un
nivel rojo. Deben ser detenidos también. Tenemos muchas preguntas que hacerles.
Así que neutralicemos a todo aquel que se encuentre en la casa, ¿de acuerdo?
El jefe
del equipo asintió y comenzó a repartir chalecos antibalas. Una de las mujeres
observó que era día de colegio y que seguramente los chicos estaban en clase,
por lo que quizá podrían ir a buscarlos allí. Sin embargo, una comprobación
informática de la lista de asistencia del instituto de Lakeside reveló que
ninguno de los dos había ido a clase. El agente Martin se conectó también con
la base de datos de armas, y descubrió que no había ninguna registrada a nombre
del sujeto Wray ni de su esposa, Archer. Realizó otras consultas rápidas sobre
los tipos de vehículo y los horarios de trabajo. El ordenador mostró que el
sujeto trabajaba desde su despacho en casa, cosa que Martin señaló al equipo
como indicio de que seguramente se hallaba en su hogar en ese momento. Comprobó
rápidamente si el sujeto Wray había llevado a cabo planes de viaje, pero su
nombre no figuraba en las listas de las líneas aéreas ni de trenes de alta
velocidad. Tampoco encontró en los registros del Departamento de Inmigración
pruebas de que hubiese salido o entrado al estado en coche recientemente.
Cuando el ordenador arrojó todos esos resultados negativos, Martin se encogió
de hombros.
—Al
carajo con todo esto —dijo—. Por lo visto
es un tipo de lo más hogareño. Vayamos a por él, que ya averiguaremos lo demás
después.
Martin,
al levantarse de su asiento, le alargó a Jeffrey una pistola de nueve
milímetros cargada.
—Bueno,
profesor —le dijo con sarcasmo mientras le tendía el arma—, ¿está seguro de que quiere participar
en esta pequeña juerga? Ya se ha
ganado su sueldo, o al menos parte de él. ¿Prefiere pasar esta vez?
Jeffrey
negó con la cabeza y levantó la pistola, como para calcular su peso. En su
fuero interno le agradecía a Martin que le hubiese dado la semiautomática. Las
metralletas que llevaban los agentes lo hacían saltar todo en pedazos, y él
prefería dejar tanto a las personas como el escenario intactos en el número 13
de Cottonwood Terrace.
—Quiero
verlo.
Martin
sonrió.
—Por
supuesto. Ha pasado mucho tiempo.
Jeffrey
adoptó un tono académico.
—Podemos
aprender mucho de esto, inspector. —Apuntó con la mano a la Ingram que colgaba
del hombro de Martin por medio de una correa—.
Procuremos no olvidarlo.
El
detective hizo un gesto de indiferencia.
—Claro.
Lo que usted diga. Pero contribuir al progreso de la ciencia no es mi
prioridad. —Sonrió de nuevo—. Aun
así, comprendo su preocupación. Ésta no es exactamente la clase de reencuentro
familiar que yo habría elegido, pero en fin, uno no puede limpiar su propia
sangre, ¿verdad?
Martin giró sobre los talones, le hizo
una seña al equipo y salió a paso veloz de la silenciosa subcomisaría. El sol
empezaba a ponerse al oeste, y cuando Jeffrey se volvió hacia él, tuvo que protegerse
los ojos del deslumbrante resplandor final. Al cabo de pocos minutos, media
hora como máximo, habría oscurecido. Primero lo envolvería todo un manto gris
que se iría desvaneciendo para dejar paso a la noche. Debían moverse con
rapidez para aprovechar la luz que quedaba.
El
equipo se distribuyó en dos vehículos. Sin una palabra, Jeffrey se colocó en
el asiento junto a Martin, que ahora tarareaba sin venir al caso una vieja
melodía que Clayton reconoció, Cantando bajo la lluvia. No llovía, y Clayton
no estaba muy seguro de que hubiese motivos para estar tan alegre. El inspector
aceleró y los neumáticos chirriaron cuando salieron del aparcamiento de la subcomisaría.
A Clayton se le ocurrió entonces que la detención seguramente era un asunto de
menor importancia para el inspector. Por un momento recordó intrigado la
conversación que había escuchado sobre los niveles de los crímenes.
—Bueno,
¿y qué demonios significa eso de «crimen de nivel rojo»? —preguntó.
Martin
tarareó unos compases más antes de contestar.
—Del
mismo modo que las diferentes zonas de viviendas se clasifican por colores, lo
mismo ocurre con las actividades antisociales en el estado. El color define la
respuesta del estado. El rojo, obviamente, es el más alto. O el peor, supongo.
Es poco frecuente por aquí. Por eso los miembros del equipo estaban tan
sorprendidos.
—¿Qué es
un crimen rojo?
—De
índole económica, por lo general. Como desfalcar dinero de tu empresa. O
social, como que un adolescente consuma drogas en el centro social. Son delitos
lo bastante graves para que el delincuente reaccione violentamente a la
detención. De ahí la necesidad de actuar en equipo. Pero en la historia del
estado, sólo se han cometido una docena de homicidios más o menos, y siempre
han sido entre cónyuges. Todavía tenemos problemas con los casos de
atropellamiento en que el conductor se da a la fuga, que, según el viejo
sistema judicial, se consideran homicidio sin premeditación. También son
crímenes rojos, pero de nivel más bajo. Dos o tres.
Jeffrey
movió la cabeza afirmativamente, consciente de las mentiras que acababa de
oír, pero sin decir nada al respecto.
—Lo que ocurre
—prosiguió el inspector— es que se supone que el Departamento de Inmigración
debe detectar esa propensión a la violencia y al alcoholismo por medio de tests
psicológicos que realiza a quienes solicitan permiso para residir en el estado.
También ha habido casos de adolescentes que se pelean, por chicas o durante
partidos de baloncesto en el instituto, donde hay una fuerte rivalidad. Eso
puede resultar en crímenes de nivel rojo.
—Pero mi
padre...
—Deberíamos
tener un color especial sólo para él. Escarlata, tal vez. Eso le daría un
bonito toque literario, ¿no cree?
—¿Y la
detención? ¿A qué se refería el jefe del equipo con «eliminar»? Me parece que
ha preguntado algo...
Martin
no respondió enseguida. Se puso a tararear de nuevo y se interrumpió en medio
de un verso.
—Clayton,
no sea ingenuo. El meollo de la cuestión es que su viejo no se va. Si alguien
tiene que recurrir a la fuerza letal, pues que lo haga. Ya ha vivido usted esto antes en otros casos. Conoce las reglas.
En esta situación, no se diferencian una mierda de las de Dallas, Nueva York,
Portland o cualquiera de esos sitios donde a los malos les gusta joderle la
vida a la gente. Lo entiende, ¿verdad? Así que, en cuanto usted me lo pida, lo
dejaré a un lado de la carretera para que se quede esperándome en esta bonita
zona verde a la agradable sombra de un árbol, matando el tiempo mientras yo voy
a aprehender al cabrón de su padre. Si quiere echarse atrás, no tiene más que
decirlo. Si no, pasará lo que tenga que pasar.
Jeffrey
cerró la boca y no hizo más preguntas. En cambio, contempló las sombras que
proyectaban los altos pinos en los patios bien cuidados de aquel mundo residencial
tranquilo, remilgado y perfecto.
El inspector Martin detuvo el coche a media manzana de la casa. Se
puso un auricular de radio, realizó una comprobación rápida con los miembros
del equipo de Operaciones Especiales y ordenó a todos que ocuparan sus
puestos. Los dos operarios debían situarse frente a un cuadro de conmutación
telefónica al norte de la casa; el ejecutivo y el hombre del chándal en el
extremo sur. Las dos mujeres con cochecitos de bebé cubrían la parte posterior
mientras paseaban despacio, aparentemente enfrascadas en chismorreos
superficiales. Martin y Clayton debían llegar en coche hasta la puerta principal
y llamar a la puerta mientras el equipo se acercaba. Sería una operación
sencilla, rápida, de libro. Si la ejecutaban debidamente, ni siquiera los
vecinos se darían cuenta de que se estaba llevando a cabo una detención hasta
que llegaran las unidades de refuerzo. Cuatro vehículos del Servicio de
Seguridad con agentes uniformados aguardaban órdenes, alineados a una manzana
de distancia.
—¿Listo?
—preguntó Martin, pero avanzó sin esperar respuesta.
A
Jeffrey se le aceleró la respiración.
Era
consciente de que, en algún rincón recóndito de su ser, lo castigaban los
sentimientos. También era consciente de que su excitación creciente prevalecía
sobre todas las dudas que se planteaba y eclipsaba sus emociones. Notaba una
frialdad extraña, casi como la de un niño en el momento en que descubre que
Papá Noel no existe y no es más que un mito inventado por los adultos. Rebuscó
en su interior tratando de encontrar algún sentimiento razonablemente concreto
al que aferrarse, pero fue en vano.
Se
sentía como si apenas le corriese sangre por las venas, helado y rígido.
El
inspector enfiló con el coche un camino de acceso circular que conducía a una
casa moderna de dos plantas y cuatro habitaciones que, como la población de la
que venían, imitaba el estilo colonial de Nueva Inglaterra. El mundo era de un
color gris poco definido, y la claridad a su alrededor se apagaba a ojos
vistas, de modo que los faros de los coches de policía sin marcar, más que
iluminar la casa, simplemente se fundían con la penumbra del ocaso.
El
interior de la casa estaba a oscuras. Clayton no veía nada que se moviera
dentro.
Martin
frenó bruscamente.
—Vamos
allá —dijo, apeándose con presteza.
Se echó
la metralleta a la espalda de manera que alguien que estuviera mirando por la
ventana no alcanzase a verla, y se acercó a toda prisa a la puerta principal.
—¡Estoy
frente a la puerta! —susurró a su micrófono—.
Iniciad la aproximación.
Le
indicó por señas a Clayton que se colocara a un lado y dio unos golpes
contundentes a la puerta con los nudillos.
Con el
rabillo del ojo, Jeffrey vio a los otros miembros del equipo abalanzarse hacia
la casa. Martin llamó de nuevo, con fuerza. Esta vez gritó:
—¡Servicio
de Seguridad! ¡Abran!
Seguía
sin oírse sonido alguno procedente del interior.
—¡Mierda!
—exclamó Martin. Echó un vistazo por la ventana que estaba junto a la puerta—. ¡Todos adentro!
El
inspector retrocedió un paso y le asestó una patada a la puerta principal, que
retumbó como un cañonazo. La puerta se bamboleó y se combó, pero no se vino
abajo.
—¡Joder!
—Se volvió hacia Clayton—. ¡Vaya al
coche a buscar el puto rompepuertas! ¡Ahora!
Mientras
Jeffrey se dirigía hacia el vehículo para recoger el mazo con que derribarían
la puerta, oía a los miembros del equipo gritar a lo lejos, y al mismo tiempo
el crepitar de sus voces a través del auricular que llevaba el inspector, lo
que producía algo parecido a un efecto estereofónico como el de un sistema de
altavoces. Martin se arrancó el receptor de la oreja y gesticuló exageradamente
hacia Jeffrey.
—¡Vamos,
maldita sea!
Clayton
agarró el ariete de hierro del asiento trasero y se lo llevó al inspector.
—¡Deme
eso de una puta vez! —gritó Martin, arrebatándoselo a Jeffrey. Reculó un par de
pasos frente a la puerta y,
enfurecido, tomó impulso con el mazo hacia atrás, para acto seguido estamparlo
contra la madera. Esta vez salieron volando astillas. Martin gruñó por el
esfuerzo y descargó un segundo mazazo. La puerta se abrió de repente con gran
estrépito. El rompepuertas cayó al suelo con un golpe sordo, y Martin deslizó
la metralleta hacia delante, atravesando el umbral de un salto.
—¡Estoy
dentro! —gritó—. ¡Estoy dentro!
Jeffrey
entró a pocos centímetros de él.
Martin
arrimó bruscamente la espalda a una pared, girando mientras cubría el vestíbulo
oscuro con su arma, accionando a la vez el mecanismo de carga de la metralleta,
que emitió un fuerte chasquido metálico.
Y
resonó.
Ese eco fue
la primera impresión que se llevó Jeffrey. Lo dejó
perplejo,
hasta que entendió qué significaba. Se dejó caer junto al inspector.
—Puede
tranquilizarse —le musitó—. Dígales
a los demás que entren por la puerta principal.
Martin
no dejaba de apuntar con el cañón del arma a diestro y siniestro.
—¿Qué?
—Dígales
que vengan aquí y que bajen las armas. Aquí no hay nadie excepto nosotros.
Jeffrey
se enderezó y comenzó a buscar a tientas un interruptor de luz. Tardó unos
segundos en encontrar uno, conectado a las lámparas correderas del techo, y
las encendió. El resplandor que los envolvió les permitió ver lo que Clayton ya
había intuido: la casa estaba vacía. No sólo no había personas, sino tampoco
muebles, alfombras, cortinas ni vida.
Martin
dio unos pasos vacilantes hacia delante, y sus pisadas sobre el entarimado
repercutieron en el espacio vacío, al igual que el sonido de su arma momentos
antes.
—No lo
entiendo —dijo.
Jeffrey
no respondió, pero pensó: «Bueno, inspector, ¿de verdad imaginaba que sería tan
sencillo? Un par de averiguaciones con el ordenador y ¡bingo! Ni en broma.»
Los dos
hombres entraron en la sala de estar vacía. A su espalda, oían los ruidos del
equipo de Operaciones Especiales, que se había congregado a la entrada
principal. El jefe del equipo, con su traje, entró en la habitación.
—Nada,
¿no?
—Por
ahora, no —respondió Martin—, pero
quiero que se registre este sitio por si hay indicios de actividad.
—Rojo
uno —dijo el hombre trajeado—. Sí,
claro.
Martin
lo fulminó con la mirada, pero el jefe del equipo hizo caso omiso de él.
—Pediré
que se anule el envío de refuerzos. Les diré que vuelvan a sus patrullas
habituales.
—Gracias
—dijo Martin—. Joder.
Jeffrey caminó despacio por la sala vacía. «Aquí hay algo —pensó—. Hay una lección que aprender. Este
vacío es tan significativo como cualquier otra cosa. Sólo hay que saber cómo
interpretarlo.»
Cuando hacía estas
reflexiones, oyó voces procedentes del vestíbulo. Al volverse vio que Martin
estaba de pie, en el centro de la sala de estar, con la metralleta colgando al
costado y el rostro enrojecido de rabia. El inspector se disponía a decirle
algo cuando el jefe del equipo asomó la cabeza.
—Oigan,
¿quieren hablar con uno de los vecinos? Han venido alegremente por el camino
particular para ver qué demonios era todo este jaleo.
—Sí, yo sí quiero —contestó Jeffrey enseguida y pasó junto a Martin,
que soltó un resoplido y lo siguió a la puerta.
Un
hombre de mediana edad con pantalones color caqui, un suéter morado de
cachemira y una correa por la que llevaba sujeto un terrier pequeño y
escandaloso que saltaba de un lado a otro a sus pies estaba hablando con dos de
los miembros del equipo. Una de las mujeres con atuendo de corredora alzó la
vista mientras se desabrochaba el chaleco antibalas.
—Oiga,
Martin —dijo—, seguramente le
interesará oír esto.
El
inspector se acercó.
—¿Qué
sabe usted sobre el propietario de esta casa? —preguntó. El hombre se volvió e
intentó hacer callar al perrito, sin resultado.
—No
tiene propietario —repuso—. Lleva
casi dos años en venta.
—¿Dos
años? Eso es mucho tiempo.
El
hombre asintió.
—En este
barrio por lo general las casas no permanecen vacías más de seis meses. Ocho,
como máximo. Es una urbanización muy agradable. Salió una reseña en el Post,
justo después de que estuviera terminada. Muy buen trazado, muy bien
comunicada con el centro, muy buenos colegios.
Jeffrey
se aproximó también.
—Pero
¿dice que el caso de esta casa es distinto? ¿Por qué?
El
vecino se encogió de hombros.
—Me
parece que muchos creen que está gafada. Ya sabe lo supersticiosa que puede
ser la gente. Por estar en el número trece y todo eso. Les dije que bastaría
con que cambiaran el número.
—¿Gafada?
¿En qué sentido, exactamente?
El
hombre asintió.
—No sé si es la palabra más adecuada. No
es que esté embrujada ni nada por el estilo, sólo que da mal rollo. Y no
entiendo por qué a los demás nos tiene que afectar un pequeño incidente.
—¿Qué
pequeño incidente? —inquirió Jeffrey.
—A todo
esto, ¿qué hacen ustedes aquí? —inquirió el hombre con brusquedad.
—¿Qué
pequeño incidente? —insistió Jeffrey.
—La niña
que desapareció. Salió en los periódicos.
—Cuénteme.
El
hombre suspiró, dio un tirón a la correa cuando el perrito se puso a
olisquearle la pierna a un miembro del equipo de Operaciones Especiales y se
encogió de hombros.
—La
familia que vivía aquí, bueno, se mudó a otro sitio después de la tragedia.
Cuando la gente se entera de eso, se desanima. Hay muchas otras casas bonitas
en la manzana o en Evergreen, aquí al lado, así que nadie quiere quedarse con
la que tiene un pasado sórdido.
—¿Qué
pasado sórdido? —preguntó Jeffrey, cuya paciencia estaba llegando a su límite.
—Una
familia agradable. Robinson, se llamaban. —Sin duda. ¿Y?
—Una
tarde, justo después de cenar, la niña se alejó por ahí detrás. Estamos al
borde de una zona natural protegida muy grande, con mucho bosque y mucha fauna
salvaje. A sus catorce años, debería haber tenido el sentido común de quedarse
cerca de casa, sobre todo después de la hora de la cena. Nunca he entendido
por qué no lo hizo. El caso es que ella se aleja, los padres empiezan a gritar
su nombre, todos los vecinos salen con linternas, e incluso llega un
helicóptero del Servicio de Seguridad, pero nadie encuentra ni rastro de ella.
Ya nadie volvió a verla. No se hallaron pruebas de nada, pero la mayoría de la
gente supuso que se la llevaron los lobos, o tal vez unos perros salvajes.
Algunos piensan que fue un animal tipo Pie Grande. Yo no, por supuesto. No creo en esas tonterías. Me imagino que
simplemente huyó por despecho hacia sus padres tras alguna discusión. Ya sabe
cómo son los adolescentes. Entonces se marcha, se pierde y fin de la historia.
Hay algunas cuevas en las estribaciones, así que todo el mundo supuso que fue
allí adónde se llevaron su cadáver o la devoraron o lo que sea, pero, joder, se
necesita un ejército para peinar toda la zona. Al menos, eso dijeron las
autoridades. Mucha gente se fue del barrio después de eso. Creo que tal vez soy
el único que queda en el vecindario que se acuerda de aquello. No me afectó
mucho. Mis hijos ya son mayores.
Jeffrey
retrocedió y se reclinó en una de las paredes blancas y desnudas de la casa.
Ahora recordaba dónde había visto esa dirección antes: aparecía en una de las
crónicas del Post que había recopilado. Conservaba en la mente la
imagen vaga y esquiva de una niña sonriente con aparatos en los dientes. La
foto también se había publicado en el periódico.
El
hombre volvió a encogerse de hombros.
—Los
agentes inmobiliarios deberían callarse esa parte de la historia cuando enseñan
la casa. Es un lugar agradable. Debería haber gente viviendo aquí. Otra
familia. Supongo que tarde o temprano la habrá.
El
hombre tiró de nuevo de la correa del perro, aunque esta vez el terrier estaba
sentado en el suelo sin hacer ruido.
—Y, joder, si se queda vacía, se desvalorizan las casas de todos los
demás.
—¿Ha
visto a alguien por aquí recientemente? —preguntó Martin de pronto.
El
vecino negó con la cabeza.
—¿A
quién creían que encontrarían aquí?
—¿Albañiles,
quizás? ¿Agentes inmobiliarios, jardineros, cualquier persona? —inquirió
Clayton.
—Pues no
lo sé. Tampoco me habría llamado la atención ver a alguien así.
El
inspector Martin puso las fotografías impresas por ordenador de Gilbert Wray,
su esposa e hijos ante las narices del hombre.
—¿Le
resultan familiares? ¿Ha visto a estas personas alguna vez?
El
hombre las contempló por unos instantes y luego sacudió la cabeza.
—No
—contestó.
—¿Y los
nombres? ¿Le dicen algo?
El hombre hizo una pausa y luego volvió a
negar con la cabeza. —No me suenan de nada. Oiga, ¿de qué va todo esto?
—¿A usted qué cojones le importa? —espetó
Martin, quitándole con un movimiento brusco las fotos al hombre.
El
terrier se puso a ladrar y a abalanzarse agresivamente hacia el corpulento
inspector, que se limitó a bajar la vista hacia el perro.
A
Jeffrey le pareció que Martin se disponía a formular otra pregunta, cuando uno
de los miembros del equipo lo llamó desde el interior de la casa.
—¡Agente
Martin! Creo que tenemos algo.
El
inspector le indicó por gestos a una de las agentes femeninas, que estaba de
pie a un lado, que se acercara.
—Tómele
declaración a este tipo. —Y añadió, con un deje de amargura—: Y gracias por su
colaboración.
—De nada
—respondió el vecino con aire altivo—.
Pero sigo queriendo saber qué pasa aquí. También tengo mis derechos, agente.
—Claro
que los tiene —dijo Martin con hosquedad.
A
continuación, con Clayton siguiéndolo a paso veloz, se encaminó hacia el
agente que lo había llamado. Su voz procedía de la zona de la cocina.
Era uno
de los hombres disfrazados de técnicos de la compañía de teléfonos.
—He
encontrado esto —dijo.
Señaló
una encimera de piedra gris pulida situada enfrente del fregadero. Encima había
un ordenador portátil pequeño y barato conectado a un enchufe en la pared y a
la toma de teléfono que estaba al lado. Junto a la máquina había un
temporizador sencillo, de los que se conseguían en cualquier tienda de
artículos electrónicos. En la pantalla del ordenador brillaban una serie de
figuras geométricas que se movían constantemente, formándose y reformándose en
una danza digital irregular, cambiando de color —de amarillo a azul, verde o
rojo— cada pocos segundos.
—Con
esto me envió el mensaje —murmuró Jeffrey.
El
agente Martin hizo un gesto afirmativo.
Jeffrey
se acercó al ordenador cautelosamente.
—Ese temporizador —dijo el técnico—,
¿cree que está conectado a una bomba? Tal vez deberíamos llamar a los
artificieros.
Clayton
negó con la cabeza.
—No.
Puso el temporizador aquí para poder dejar esto de modo que enviase el mensaje
automáticamente cuando él ya estuviera lejos. Aun así, una unidad de recogida
de pruebas debería analizar el ordenador y rastrear toda la zona para buscar
huellas digitales. No las encontrarán, pero es lo que habría que hacer.
—Pero
¿por qué lo ha dejado aquí, donde podíamos encontrarlo? Podría haberle enviado
el mensaje desde cualquier sitio público.
Jeffrey
echó una ojeada al temporizador.
—Se
trata de otra parte del mismo mensaje, supongo —respondió, aunque, desde
luego, no estaba suponiendo nada en realidad. La elección de ese lugar en
particular había sido de todo punto deliberada, y él tenía una idea bastante
sólida de cuál era el mensaje. Su padre había estado allí antes, tal vez no
dentro de la casa, pero sin duda en los alrededores; con los animales salvajes
a los que culparían de la desaparición de la niña, se dijo con sarcasmo.
Aquello le debió de parecer tremendamente divertido. Jeffrey pensó que a muchos
de los asesinos con los que había estado en contacto a lo largo de los años les
haría mucha gracia saber que las autoridades del estado número cincuenta y uno
estaban mucho más preocupadas por ocultar las actividades del criminal que por
el criminal en sí. Exhaló despacio. Todos los asesinos que había conocido y
estudiado en su vida adulta lo habrían considerado algo maravillosamente
irónico. Tanto los más fríos como los más desequilibrados, calculadores o
impulsivos. Todos sin excepción se habrían desternillado, se habrían revolcado
en el suelo con las manos en la barriga y lágrimas en las mejillas, riéndose a
carcajadas de lo hilarante que resultaba todo aquello.
Clayton
bajó la mirada hacia la pequeña pantalla de ordenador y contempló las figuras
móviles y cambiantes. «Algunos asesinos son así —pensó con frustración—. Justo cuando llegas a la conclusión de
que son de cierta forma y cierto color, se transforman lo suficiente para
desconcertarte.» Presa de una rabia súbita, extendió el brazo rápidamente y
pulsó la tecla Intro del ordenador para librarse de las irritantes imágenes
que se arremolinaban ante sus ojos. Las figuras geométricas danzantes se
esfumaron al instante y en su lugar apareció, con fondo negro, un solo mensaje
que parpadeaba en amarillo.
Te pillé.
¿Te
habías creído que soy idiota?
14
Un personaje histórico interesante
Una vez más, el agente Martin precedió a Clayton a través del
laberinto antiséptico de cubículos en la oficina central del Servicio de
Seguridad del estado número cincuenta y uno. Su presencia causó cierto revuelo;
los empleados sentados frente a sus mesas, al teléfono o mirando su pantalla
de ordenador, interrumpían lo que estaban haciendo para observar a los dos
hombres que atravesaban la sala, de modo que dejaban a su paso una estela de
silencio. Jeffrey imaginó que tal vez ya se había corrido la voz del asalto
abortado a la casa vacía. O quizá la gente se había enterado de por qué estaba
él allí, en el nuevo estado, y eso lo había convertido, si no en una
celebridad, sí al menos en objeto de cierta curiosidad. Notaba que las miradas
se posaban en ellos al pasar.
La
secretaria que custodiaba la puerta del despacho del director, sin decir nada,
les indicó con un gesto que entraran.
Al igual
que en la ocasión anterior, el director estaba sentado a su mesa, meciéndose
suavemente en su silla. Tenía los codos apoyados en la superficie pulida y
brillante de madera y las puntas de los dedos juntas, lo que le confirió un
aspecto de depredador cuando se inclinó hacia delante. A la derecha de Jeffrey,
sentados en el sofá, estaban los otros dos hombres que se hallaban presentes en
la primera reunión: el calvo y mayor a quien Clayton había bautizado como
Bundy, que llevaba la corbata aflojada y cuyo traje parecía ligeramente
arrugado, como si hubiera dormido en el sofá; y el hombre más joven y
elegantemente vestido de la oficina del gobernador, a quien había dado el apodo
de Starkweather. Éste apartó la vista cuando Jeffrey hizo su entrada.
—Buenos
días, profesor —saludó el director.
—Buenos
días, señor Manson —respondió Jeffrey.
—¿Le
apetece un café? ¿Algo de comer?
—No,
gracias —dijo Jeffrey.
—Bien.
Entonces podemos pasar directamente a los asuntos de trabajo. —Señaló las dos
sillas colocadas frente al amplio escritorio de caoba, invitándoles a sentarse.
Jeffrey
ordenó unos papeles sobre su regazo y luego miró al director.
—Me
alegro de que haya podido venir para ponernos al día sobre sus progresos
—comenzó Manson.
—O falta
de progresos —farfulló Starkweather, cortándolo, lo que ocasionó que el
director lo fulminase con la mirada. Como la vez anterior, el agente Martin
estaba sentado impertérrito, aguardando a que le hicieran alguna pregunta para
abrir la boca, desplegando todo el instinto de conservación de un funcionario
experimentado.
—Oh,
creo que está usted siendo muy injusto, señor Starkweather —dijo el director—. Tengo la impresión de que el buen profesor
sabe bastantes más cosas que cuando llegó aquí...
Jeffrey
asintió con la cabeza.
—La
cuestión que debemos dilucidar es, como siempre, cuál es la mejor manera de
aprovechar los conocimientos del profesor. ¿Cómo puede sernos útil? ¿Qué
ventajas tiene para nosotros? ¿Estoy en lo cierto, profesor?
—Sí
—respondió.
—Y estoy
en lo cierto al pensar que hemos tomado al menos una decisión crítica, ¿verdad,
profesor?
Jeffrey
titubeó, se aclaró la garganta y asintió de nuevo.
—Sí—dijo
despacio—. Por lo visto, nuestro
objetivo guarda, en efecto, relación conmigo.
No era
capaz de pronunciar la palabra «padre», pero el señor Bundy lo hizo en su
lugar:
—¡Así que el cabrón enfermo que lo está jodiendo todo es su padre!
Jeffrey
se volvió parcialmente en su asiento.
—Eso parece. Aun así, yo no descartaría un
engaño extremadamente astuto. Es decir, quizás alguien que tuvo un trato
personal con mi padre reunió información y detalles que él conocía. Pero las
probabilidades de que ocurra algo así son sumamente escasas.
—¿Y, qué
sentido tendría, al fin y al cabo? —preguntó Manson. Tenía una voz balsámica,
suave, como el lubricante sintético, que contrastaba en sumo grado con el tono
bravucón y frenético de los otros dos hombres. Jeffrey pensó que Manson debía
de ser un tipo que sabía imponerse, a juzgar por el modo en que se contenía—. Es decir, ¿por qué fraguar un engaño
semejante? No, creo que podemos dar por sentado sin temor a equivocarnos que el
profesor ha cumplido al menos con la primera tarea que le encomendamos: ha
identificado con exactitud la fuente de nuestros «problemas». —Manson hizo una
pausa tras la que añadió—: Le doy la
enhorabuena, profesor.
Jeffrey
asintió, pero pensó que habría sido más correcto afirmar que la fuente de sus
problemas lo había identificado con exactitud a él, una posibilidad que ellos
podrían haber previsto razonablemente después de publicar su nombre y
fotografía en el periódico de manera tan ostentosa. No comentó esto en voz
alta.
—Yo creía que había venido a encontrar a ese hijo de puta para que
pudiéramos encargarnos de él —señaló Starkweather—. Me parece que las felicitaciones podrían esperar a que
llegase ese momento.
Bundy,
el hombre del traje arrugado, se mostró de acuerdo enseguida.
—Entender
no es lo mismo que progresar —dijo—.
Me gustaría saber si estamos más próximos a identificar a ese hombre para que
podamos detenerlo y seguir adelante con nuestras vidas. ¿O hace falta que le recuerde
que, cuanto más tardemos, mayor será la amenaza para nuestro futuro?
—¿Se
refiere a su futuro político? —preguntó Jeffrey con un deje de sarcasmo—. ¿O
quizás a su futuro económico? Claro que probablemente van muy unidos.
Bundy se
removió en el sofá y se inclinó hacia delante, irritado, y se disponía a
replicar cuando Manson alzó la mano.
—Caballeros,
le hemos dado muchas vueltas a esta cuestión. —Se volvió parcialmente hacia
Clayton y al mismo tiempo cogió un abrecartas de los de antes que estaba sobre
el escritorio. El mango era de madera tallada y la hoja reflejaba la luz del
sol. Manson apretó el borde agudo contra la palma de su mano, como para poner a
prueba el filo—. Nunca hemos
considerado que sería una detención fácil, ni siquiera con la inestimable ayuda
del buen profesor. Y seguirá siendo una misión difícil, a pesar de lo que
hemos descubierto, incluso aquí, donde la ley nos da tanta ventaja. Aun así,
hemos hecho grandes avances en poco tiempo, ¿no es cierto, profesor? —Creo que
eso es exacto, sí.
Pensó
que en esa sala se estaba abusando un poco de la palabra «cierto», pero tampoco
lo dijo en voz alta.
Manson
sonrió y se encogió de hombros, mirando a los otros dos hombres.
—Esta
investigación, profesor... ¿Recuerda algún caso parecido en los anales de la
historia? ¿En la bibliografía sobre esta clase de asesinos? ¿O en esos archivos
del FBI con los que está usted tan familiarizado, tal vez?
Jeffrey
tosió, intentando concentrarse. No esperaba esta pregunta y de pronto se
sintió como uno de los alumnos a los que les ponía un examen oral sin previo
aviso.
—Percibo
elementos de otros casos, de casos famosos. Después de todo, Jack el
Destripador supuestamente se puso en contacto con la policía y la prensa.
David Berkowitz enviaba sus mensajes como el Hijo de Sam. Ted Bundy (no se
ofenda, señor Bundy) tenía la habilidad de confundirse con su entorno, como un
camaleón, y sólo pudieron detenerlo cuando perdió todo el control sobre su
compulsión. Estoy seguro de que se me ocurrirían otros...
—Pero se
trata sólo de similitudes, ¿no? —preguntó Manson—. ¿Se le ocurre algún asesino que haya dado a conocer su
identidad... y, encima, a su propio hijo?
—No me
viene a la memoria ningún ejemplo en que los hijos hayan sido utilizados para
dar caza al asesino, no. Pero a lo largo de la historia ha habido asesinos que
tenían... bueno, «tratos» con sus perseguidores en la policía, o bien con los
periodistas que les daban publicidad.
—Ése no es precisamente el caso que tenemos entre manos, ¿verdad?
—No, por
supuesto que no.
—¿Y eso
a qué conclusión le lleva, profesor?
—Parece
indicar varias cosas. Cierta megalomanía. Cierto egotismo. Pero, sobre todo,
parece indicar que el sujeto ha creado muchas capas, un manto de información
errónea, que ocultan el vínculo entre lo que fue y lo que es ahora. Me refiero
únicamente a su identidad actual, es decir, su trabajo, su casa, su vida. El
núcleo esencial de su personalidad no ha cambiado, o en todo caso ha cambiado a
peor. Sin embargo, su fachada, su vida de cara a la sociedad, será distinta.
También su apariencia física. Imagino que habrá introducido cambios en su
aspecto. Y debe de creer que no corre el menor peligro al hacer lo que ha hecho
hasta ahora. —Se quedó callado unos instantes y agregó—: «Arrogancia» es la palabra que me viene a la mente.
—Bueno,
y entonces ¿qué se supone que debemos hacer? —preguntó Bundy, casi gritando—. ¡Ese cabrón enfermo no deja de matar,
y no podemos hacer nada para impedirlo! Si se corre la voz, apaga y vámonos.
La gente se marchará del estado en desbandada. Será como la fiebre del oro,
pero a la inversa.
Nadie
dijo una palabra.
«Todo gira en torno al dinero —pensó Jeffrey—. La seguridad es dinero. La protección es dinero. ¿Qué precio
tiene poder salir de tu casa sin poner una alarma o sin cerrar siquiera las
puertas con llave?»
La habitación permaneció en silencio un momento más, y entonces
Jeffrey habló.
—Dudo
que la gente siga tragándose el cuento de que a sus hijas adolescentes se las
llevaron los lobos.
Starkweather
soltó un resoplido.
—Se
tragarán todo lo que les digamos —aseveró.
—O
perros salvajes, o accidentes en excursiones. ¿No se les están acabando las
explicaciones creíbles, o incluso semicreíbles?
Starkweather
no dio propiamente una respuesta. En cambio, dijo:
—Siempre
me han parecido penosas esas historias de perros.
—¿Cuántos asesinatos ha habido? —exigió saber Jeffrey con voz suave—. He encontrado posibles indicios de más
de veinte. ¿Cuántos son?
—¿Cuándo
ha averiguado eso? —estalló Martin.
Clayton
se limitó a encogerse de hombros. El silencio volvió a imponerse en la sala.
Manson giró en su silla, que emitió un leve chirrido, para mirar por
la ventana, dejando que la pregunta flotara en el aire. Jeffrey oyó a Martin
mascullar una obscenidad entre dientes, y supuso que estaba dedicada a él.
—No
sabemos cuántos exactamente —contestó Manson al fin, sin apartar la vista de la
ventana—. Como mínimo, tres o
cuatro. Como máximo, veinte o treinta. ¿Importa mucho el número? Los crímenes
no son similares por la disposición y aspecto de los cadáveres, sino por las
características de la víctima y el estilo de los secuestros. Sin duda sabrá
usted comprender, profesor, lo excepcional que es la situación en que nos
encontramos. Los asesinos en serie se identifican por el origen de su interés o
por los resultados de su depravación. Es ese elemento secundario el que nos
llevó hasta usted y a nuestras conclusiones sobre los tres cuerpos con los
brazos extendidos, colocados en una posición tan parecida y provocadora. Pero
luego están las otras desapariciones, de naturaleza tan semejante. Sin embargo,
los cadáveres se encuentran (cuando se encuentran) dispuestos... ¿cómo expresarlo?
Con estilos diferentes. Como el más reciente, que usted cree obra del mismo
hombre, aunque hay quienes... —sin moverse en su asiento, le dirigió una breve
mirada por encima del hombro al agente Martin— no están de acuerdo. Aquella
joven desapareció de forma parecida, y luego la encontraron en posición de
rezar. Eso es de todo punto diferente. Plantea muchas dudas. —Manson se volvió
rápidamente hacia Jeffrey—. Todo
tiene su explicación, profesor, pero debe usted descubrir cuál es. Hay
asesinatos y desapariciones, y todos creemos fervientemente que están causadas
por un solo hombre. Pero ¿cuál es la pauta? Si lo supiéramos, podríamos tomar
medidas. Denos las respuestas, profesor.
De nuevo
se apoderó de la habitación el silencio, roto al cabo de un rato por Bundy, que
suspiró desalentado antes de hablar.
—Así que
supongo que esta última identidad, la del tal Gilbert Wray, la de su esposa,
Joan Archer, y sus hijos son todas ficticias, ¿no? No nos aportan nada.
Seguimos donde estábamos, ¿verdad?
El
agente Martin respondió a esa pregunta, con voz monótona de policía.
—Después del asalto frustrado a la casa de Cottonwood, hicimos más
pesquisas en el Departamento de Inmigración y descubrimos que muchos de los
informes y documentos oficiales de la familia Wray faltan o no existen. La
investigación preliminar parece indicar que los datos de estas supuestas
personas se introdujeron en las bases de datos desde un terminal desconocido
situado dentro del estado previendo que nosotros nos dirigiríamos a ese lugar
en particular. Es posible que nuestro objetivo creara esas identidades y las
instalase en los sistemas informáticos como maniobra de distracción. Tal vez
lo hizo días, o quizás horas, antes de que llegásemos a la casa de Cottonwood.
A juzgar por esta y otras informaciones que hemos recabado... —en este punto,
el inspector hizo una pausa y echó un vistazo rápido a Jeffrey— cabe suponer
que tiene acceso en un grado significativo a la red de ordenadores del Servicio
de Seguridad y conoce nuestras contraseñas actuales.
Jeffrey
recordó su propia sorpresa al percatarse de que habían borrado la pizarra de su
propio despacho.
—Creo
que podemos decir sin temor a equivocarnos que nuestro objetivo posee los conocimientos
necesarios para violar casi cualquiera de los sistemas de seguridad
implementados en el estado —dijo, sin respaldar su afirmación con un ejemplo
concreto. Señaló una pila de papeles sobre el escritorio de Manson—. Yo no daría por sentado que esos
documentos han estado fuera de su alcance, señor Manson. Tal vez ha hurgado en
los cajones de su escritorio.
Manson
asintió con gravedad.
—Maldición
—exclamó Starkweather—. Lo sabía. Lo
he sabido desde el principio.
—¿Qué ha
sabido? —preguntó Jeffrey al joven político.
Starkweather
se encorvó con rabia.
—Que el
cabrón es uno de nosotros.
Este
comentario provocó un silencio de varios segundos en la sala.
A
Jeffrey se le ocurrieron de inmediato un par de preguntas, pero no las formuló
en alto. No obstante, tomó buena nota de las palabras de Starkweather.
Manson
se meció en su silla y soltó un silbido entre los dientes.
—¿De
dónde, profesor, supone usted que nuestro objetivo sacó ese nombre? Gilbert D.
Wray. ¿Significa algo para usted?
—Repítalo
—dijo Jeffrey con brusquedad. Manson no contestó. Se limitó a inclinarse hacia
delante en su silla.
—¿Qué?
—inquirió Bundy, como si hablara en nombre de Manson.
—El
nombre, maldita sea. Dígalo de nuevo, rápido.
El
hombre del traje arrugado se rebulló en el sofá.
—Gilbert
D. Wray. Wray se pronuncia como «rayo» en inglés. ¿No había una actriz en los
viejos tiempos, hace casi un siglo, que se llamaba Kay Wray, creo? No, Fay
Wray. Eso es. Salía en la primera versión de King Kong. Era rubia y
recuerdo que se hizo famosa por su forma de gritar. ¿Hay otra forma de
pronunciar su nombre?
Jeffrey
se reclinó en su silla. Negó con la cabeza.
—Le pido
disculpas —murmuró, dirigiéndose a Manson—.
Tendría que haber reconocido el nombre en cuanto lo he visto, pero no lo había
pronunciado en voz alta. Qué tonto he sido.
—¿Reconocerlo?
—preguntó Manson—. ¿A qué se
refiere?
Jeffrey
sonrió, pero por dentro sintió náuseas.
—Gilbert
D. Wray. Si uno lo dice con un ligero toque afrancesado, se parece a Gilíes de
Rais, ¿no?
—¿Y ése
quién es? —preguntó Bundy.
—Un
personaje histórico interesante —contestó Jeffrey.
—¿Ah,
sí? —dijo Manson.
—Y Joan
D. Archer. Los hijos llamados Henry y Charles. Y vinieron aquí de Nueva
Orleáns. Qué obvio. Tendría que haberme dado cuenta en el acto. Pero qué idiota
soy.
—¿Haberse
dado cuenta de qué?
—Gilíes
de Rais fue una figura importante en la Francia del siglo XIII. Se convirtió
en un famoso caudillo militar en la lucha contra los invasores ingleses. Fue,
según nos dice la historia, mariscal y uno de los más fervientes seguidores de
Juana de Arco. Santa Juana, también conocida como la Doncella de Orleáns. ¿Y
las facciones enfrentadas? Como dos niños enrabietados, Enrique de Inglaterra y
el delfín, Carlos de Francia.
Una vez
más, todos callaron en la habitación por un momento.
—Pero
¿eso qué tiene que ver...? —empezó Starkweather.
—Gilíes de Rais —lo interrumpió Jeffrey—, además de un militar excepcionalmente brillante y, un noble adinerado, fue también uno de
los más terribles y prolíficos infanticidas que se han conocido. Se creía que
había asesinado a más de cuatrocientos niños en ritos sexuales sádicos dentro
de las murallas de su propiedad, antes de que lo descubriesen y finalmente lo
decapitasen. Era un hombre enigmático. Un príncipe del mal, que luchó con
devoción y un valor inmenso como mano derecha de una santa.
—Cielo
santo —se admiró Bundy—. Acojonante.
—Gilíes
de Rais desde luego lo era —comentó Jeffrey en voz baja—, aunque seguramente presentó un dilema fascinante a las
autoridades competentes del más allá. ¿Qué se hace exactamente con un hombre
así? Tal vez cada siglo o así le den un día libre del tormento eterno. ¿Es ésa
recompensa suficiente para un hombre que en más de una ocasión le salvó la vida
a una santa?
Nadie
respondió a su pregunta.
—Bueno,
¿y qué le sugiere que el sujeto haya utilizado ese nombre? —quiso saber
Starkweather, enfadado.
Jeffrey
no contestó al momento. Había descubierto que disfrutaba con el desasosiego
del político.
—Creo
que a nuestro objetivo, es decir, a mi padre... bueno, le interesan las
cuestiones morales y filosóficas relacionadas con el bien y el mal absolutos.
Starkweather
se quedó mirando a Jeffrey con una rabia considerable derivada de la
frustración, pero no dijo nada. Jeffrey, sin embargo, rellenó esa pausa
momentánea.
—Y a mí
también —añadió.
Durante unos segundos, Jeffrey pensó que su aseveración marcaría el
final de la sesión. Manson había bajado la barbilla hacia el pecho y parecía
estar sumido en profundas reflexiones, aunque continuaba acariciándose la palma
con la hoja del abrecartas. De pronto, el director de seguridad plantó el arma
sobre el escritorio, que dio un chasquido como la detonación de una pistola de
pequeño calibre.
—Creo
que me gustaría hablar con el profesor a solas durante un rato —dijo.
Bundy
hizo ademán de protestar, pero enseguida cambió de idea.
—Como
quiera —dijo Starkweather—. Nos
pondrá al corriente de nuevo dentro de unos días, como máximo una semana, ¿de
acuerdo, profesor? —Esta última frase encerraba tanto una orden como una
pregunta.
—Cuando
quieran —dijo Jeffrey.
Starkweather
se puso de pie e hizo un gesto a Bundy, que se levantó con dificultad del
acolchado sofá y salió en pos del hombre de la oficina del gobernador por la
puerta lateral.
El
agente Martin también se había levantado.
—¿Quiere
que yo me quede o que me vaya? —preguntó.
Manson
apuntó a la puerta.
—Esto no
nos llevará más de unos minutos —dijo.
Martin
asintió con la cabeza.
—Esperaré
justo al otro lado de la puerta.
—Me
parece muy bien.
El
director aguardó a que el agente saliese para proseguir en voz baja sin
inflexiones:
—Me
preocupan algunas de las cosas que dice, profesor, pero sobre todo lo que da a
entender de forma implícita.
—¿En qué
sentido, señor Manson?
El
director se levantó de su asiento tras el escritorio y se acercó a la ventana.
—No tengo suficiente vista —comentó—. No es exactamente lo que quisiera, y
eso siempre me ha molestado.
—Perdón, ¿cómo dice?
—La
vista —repitió, señalando la ventana con un gesto del brazo derecho—. Abarca las montañas que están al oeste.
Es un paisaje bonito, pero creo que preferiría tener vistas a construcciones, o
a edificios en obras. Acerqúese, profesor.
Jeffrey
se puso de pie, rodeó el escritorio y se colocó al lado de Manson. El director
parecía más bajo visto de cerca.
—Es muy
hermoso, ¿no? Una vista panorámica. De postal, ¿no?
—Estoy
de acuerdo.
—Es el pasado. Es antiguo. Prehistórico. Desde aquí se divisan árboles
que datan de hace siglos, formaciones que se originaron hace millones de años.
En algunos de aquellos bosques hay lugares que el hombre nunca ha pisado. Desde
donde me encuentro, puedo mirar hacia fuera y contemplar la naturaleza casi
como era cuando las primeras personas cruzaron el continente pasando muchas
penalidades.
—Sí, eso
veo.
El
director dio unos golpéenos en el cristal.
—Lo que
ve es el pasado, También es el futuro
Apartó
la mirada, le indicó por señas a Jeffrey que volviese a ocupar su asiento y se
sentó a su vez.
—¿Cree
usted, profesor, que Estados Unidos ha perdido un poco el norte, que los
consabidos ideales de nuestros antepasados se han desgastado? ¿Desvanecido?
¿Olvidado?
Jeffrey
movió la cabeza afirmativamente.
—Es una
opinión cada vez más generalizada.
—Allí
donde usted vive, en la América que se desintegra, reina la violencia. Se ha
perdido el respeto, el espíritu familiar. Nadie aprecia la grandeza que
tuvimos, ni la que podemos alcanzar, ¿verdad?
—Se
enseña. Forma parte de la historia.
—Ah,
pero enseñarla y vivirla son cosas muy distintas, ¿no?
—Desde
luego.
—Profesor,
¿cuál cree que es la razón de ser del estado número cincuenta y uno?
Jeffrey
no respondió.
—En otro
tiempo, Estados Unidos fue una tierra de aventura. Rebosaba seguridad y
esperanza. América era un lugar para soñadores y visionarios. Eso se acabó.
—Muchos
estarían de acuerdo con usted.
—Así
que, la cuestión, para aquellos que esperan que nuestros siglos tercero y
cuarto de existencia sean tan grandiosos como los dos primeros, es cómo
recuperar ese orgullo nacional.
—El
Destino Manifiesto.
—Exacto.
No he vuelto a oír esa expresión desde mis tiempos de estudiante, pero es
precisamente lo que necesitamos. Lo que debemos restituir. Al fin y al cabo, ya
no se puede importar, como hicimos en otras épocas, acogiendo a las mejores
mentes del mundo en este crisol inmenso que es nuestro país. Ya no se puede inculcar una sensación de
grandeza concediendo más libertades a las personas, porque es algo que se ha
intentado y lo único que se ha conseguido con ello es una mayor desintegración.
En un par de ocasiones conseguimos avivar la esperanza y la gloria, así como un
sentimiento de destino y unidad nacionales participando en una guerra mundial,
pero eso ya no es factible porque hoy en día las armas son demasiado potentes e
impersonales. En la Segunda Guerra Mundial combatieron individuos dispuestos a
sacrificarse por
unos
ideales. Eso ya no es posible ahora que el armamento moderno permite que los
conflictos sean antisépticos, robóticos, que las batallas las libren
ordenadores y técnicos a distancia, teledirigiendo dispositivos que surcan los
cielos. Así pues, ¿qué nos queda?
—No lo sé.
—Nos
queda fe en una sola cosa, y todos aquí, en el estado número cincuenta y uno,
nos consagramos por entero a hacerla realidad. Es la fe en que la gente
redescubrirá sus valores, el espíritu de sacrificio y de superación, y volverán
a ser pioneros, si se les da una tierra tan virgen y prometedora como lo fue
este país en otro tiempo. —Manson se inclinó hacia delante en su asiento, con
las manos abiertas—. No deben tener
miedo, profesor. El miedo da al traste con todo. Hace doscientos años, la gente
que se encontraba donde estamos nosotros, contemplando esas mismas montañas y
esos mismos paisajes, sabía afrontar los desafíos y las dificultades. Y superó
el miedo a lo desconocido.
—Cierto
—dijo Jeffrey.
—El reto
hoy en día es superar el miedo a lo conocido. —Manson hizo una pausa,
reclinándose en su asiento—. Así
pues, ése es el ideal en el que se basa nuestro estado: el de un mundo dentro
del mundo. Un país dentro de un país. Fabricamos oportunidades y seguridad.
Ofrecemos de nuevo lo que en otra época se daba por sentado en este país. ¿Y
sabe qué ocurrirá después?
Jeffrey
sacudió la cabeza.
—Se
propagará. Hacia el exterior. A paso constante, inexorable.
—¿Qué me
está diciendo?
—Le
estoy diciendo que lo que tenemos aquí se impondrá lento pero seguro en el
resto del país. Quizás hayan de sucederse varias generaciones para que el
proceso se complete, como en el pasado, pero al final nuestro estilo de vida
acabará con el horror y la depravación que conocen quienes viven fuera de este
estado. Ya están surgiendo comunidades justo al otro lado de nuestras fronteras
que empiezan a adoptar algunas de nuestras leyes y principios.
—¿Qué
leyes y principios?
Manson
se encogió de hombros.
—Ya conoce muchos de ellos. Restringimos algunos de los derechos que
establece la Primera Enmienda. Se respeta la libertad de culto. La libertad de
expresión... bueno, no tanto. ¿Y la prensa? Nos pertenece. Limitamos algunos de
los derechos reconocidos por la Cuarta Enmienda; ya no se puede cometer un
delito y comprar la libertad por medio de algún abogado astuto. ¿Y sabe qué,
profesor?
—¿Qué?
—La gente renuncia a ello sin rechistar. La gente está dispuesta a
ceder su derecho a la libertad a cambio del sueño sin garantías de un mundo
donde no tengan que cerrar con llave la puerta de su casa cuando se van a
dormir. Y los que estamos aquí apostamos a que hay muchos más como nosotros
fuera de nuestras fronteras, y a que nuestro sistema se extenderá poco a poco
por todo el país.
—¿Como
una infección?
—Más bien como un despertar. Un país arrancado de un largo sopor.
Nosotros simplemente nos hemos levantado un poco más temprano que los demás.
—Hace
que parezca algo atractivo.
—Lo es, profesor. Permítame preguntarle: ¿cuándo ha apelado usted, en
persona, a alguna de esas garantías constitucionales? ¿Cuándo ha pensado: «Ha
llegado el momento de ejercer los derechos que me otorga la Primera Enmienda»?
—No
recuerdo haberlo hecho nunca. Pero no estoy seguro de que no los quiera, en
caso de que algún día los necesite. Tengo mis dudas acerca de renunciar a las
libertades fundamentales...
—Pero si
esas mismas libertades le esclavizan, ¿no estaría mejor sin ellas?
—Es una
pregunta complicada.
—Pero si
la gente ya está accediendo a vivir encarcelada. Reside en comunidades
amuralladas. Contrata servicios de seguridad. Va por ahí armada. La sociedad es
poco más que una serie de vallas y cárceles. Para cerrar el paso al mal, uno
tiene que recluirse. ¿Eso es libertad, profesor? Las cosas no funcionan así
aquí. De hecho, ¿sabía, profesor, que somos el único estado del país con leyes
eficaces de control de armas? Aquí ningún supuesto cazador posee un rifle de
asalto. ¿Sabía que la Asociación Nacional del Rifle y su viejo grupo de presión
en Washington nos detestan?
—No.
—¿Lo ve?
Cuando le digo que hemos derogado derechos constitucionales, usted me toma
automáticamente por un conservador de derechas. Al contrario. No necesito
adherirme a ninguna tendencia política porque puedo buscar las soluciones
desde cualquier extremo del espectro político. Aquí en el estado cincuenta y
uno, la Segunda Enmienda de la Constitución se interpreta literalmente y no
como algún miembro de un lobby con los bolsillos llenos se empeña en
interpretarla, pese a que todo indique lo contrario. Y podría seguir hablándole
de esto, profesor. Por ejemplo, en el estado número cincuenta y uno no hay
leyes que restrinjan los derechos reproductivos de la mujer. Pero es un tema
muy polémico. Por consiguiente, el estado regula el aborto. Establecemos
directrices. Directrices razonables. De este modo, no sólo evitamos que el debate
sobrepase los límites de esta cuestión, sino que protegemos a los médicos que
prestan este servicio.
—Veo que
también es usted filósofo, señor Manson.
—No, soy
pragmático, profesor. Y creo que el futuro está de mi parte.
—Quizá
tenga razón.
Manson
sonrió.
—¿Ahora
entiende la amenaza que supone su padre, el asesino?
—Empiezo
a hacerme una idea —respondió Jeffrey.
—Lo que
está consiguiendo es sencillo: aprovecha los fundamentos mismos del estado
para hacer el mal. Se burla de todo aquello en lo que creemos. Nos hace quedar
como hipócritas incompetentes. No sólo atenta contra esas adolescentes, sino
contra la esencia de nuestras ideas. Nos utiliza para perjudicarnos a nosotros
mismos. Es como levantarse una mañana y descubrir un tumor canceroso en los
pulmones del estado.
—¿Cree
que un solo hombre puede representar un peligro tan grande?
—Ah,
profesor, no lo creo: estoy seguro. La historia nos enseña que es posible. Y
su padre, el otrora historiador, lo sabe. Un hombre, actuando sin ayuda de
nadie, con una visión única y retorcida, y la dedicación necesaria para
materializarla, puede ocasionar la caída de un gran imperio. Ha habido muchos
asesinos solitarios a lo largo de la historia, profesor, que han logrado
cambiar el curso de los acontecimientos. Nuestra propia historia está llena de
Booths y Oswalds y Sirhan Sirhans cuyos disparos han matado ideales, además de
hombres. Debemos impedir que su padre se convierta en uno de esos asesinos. Si
no lo detenemos, asesinará nuestro proyecto. Él solo. Hasta ahora, hemos
tenido suerte. Hemos conseguido acallar la verdad sobre sus actividades...
—¿Y
aquello de «la verdad os hará libres»?
Manson
sonrió y negó con la cabeza.
—Ése es un concepto pintoresco y anticuado. La verdad no trae consigo
más que sufrimiento.
—¿Por
eso está tan controlada aquí?
—Por
supuesto. Pero no en aras de un ideal orwelliano consistente en proporcionar
información falsa a las masas. Nosotros somos... bueno, selectivos. Y, por supuesto, no deja de haber rumores.
Pueden ser peores que cualquier verdad. Hasta ahora, parece que hemos conseguido
evitar que se hable sobre las actividades de su padre. Esta situación no
durará, ni siquiera aquí, donde el estado guarda sus secretos más
eficientemente que las autoridades del resto del país. Pero, como le he dicho,
soy pragmático. El único secreto que está verdaderamente a salvo es el que está
muerto y enterrado. El que ha pasado a la historia.
—La
seguridad es frágil.
Manson
suspiró profundamente.
—He
disfrutado con esta conversación, profesor. Hay otros asuntos que reclaman mi
atención, aunque ninguno es tan urgente. Encuentre a su padre, profesor. Muchas
cosas dependen de que lo consiga.
Jeffrey
asintió con la cabeza.
—Haré lo
que pueda —dijo.
—No,
profesor. Debe conseguirlo. A cualquier precio.
—Lo
intentaré —aseguró Jeffrey.
—No. Lo
conseguirá. Lo sé, profesor.
—¿Cómo
puede estar tan seguro?
—Porque
estamos hablando de muchas cosas, de capas y capas de verdades e intrigas,
profesor, pero hay una cosa sobre la que no me cabe la menor duda.
—¿Cuál
es?
—Que un
padre y un hijo compiten siempre por el mismo objetivo, profesor. Ésta es su
lucha. Siempre lo ha sido. Tal vez la mía sea diferente. Pero la suya... bueno,
surge del fondo de su ser, ¿no es cierto?
Jeffrey
se dio cuenta de que respiraba agitadamente.
—Y el momento ha llegado, ¿no es así?
¿Cree que puede llegar al final de su vida sin enfrentarse a su padre?
Jeffrey notó que la voz le salía áspera.
—Creía
que ese enfrentamiento sería puramente psicológico. Una lucha contra un
recuerdo. Creía que él había muerto.
—Pero no
ha resultado ser así, ¿verdad, profesor?
—No.
—Jeffrey tuvo la sensación de que la lengua empezaba a fallarle.
—De modo
que la lucha adquiere dimensiones distintas, ¿no?
—Eso
parece, señor Manson.
—Padres
e hijos —prosiguió Manson en un tono suave, ligeramente cantarín, como si todo
lo que decía se le antojase tremendamente divertido—. Siempre forman parte del mismo rompecabezas, como dos piezas
que se encajan por la fuerza en un espacio que no acaba de tener la forma
adecuada. El hijo pugna por aventajar a su padre, y éste intenta limitar a su
hijo.
—Quizá
necesite ayuda —barbotó Jeffrey.
—¿Ayuda?
¿Y quién puede prestársela en la más elemental de las batallas?
—Hay dos componentes más en la
maquinaria, señor Manson. Mi hermana y mi madre.
El director sonrió.
—Muy
cierto —dijo—, aunque sospecho que
tendrán sus propias batallas que librar. Pero haga lo que deba, profesor. Si
necesita pedir refuerzos, por favor, no dude en hacerlo. En esta lucha, goza
usted de una libertad total y absoluta.
Por
supuesto, Jeffrey supo al instante que esta última aseveración era mentira.
El agente Martin no le preguntó a Jeffrey de qué había hablado con su
supervisor. Los dos hombres recorrieron pensativos el edificio, uno al lado
del otro, como si analizaran la tarea que tenían ante sí. Cuando se encontraban
cerca de su despacho, una secretaria con un sobre de papel de Manila salió de
un ascensor. Tuvo que esquivar con sumo cuidado a una docena de niños de cuatro
años atados entre sí con una cuerda naranja fluorescente, un grupo de la
guardería que se dirigía al patio de juegos. La joven secretaria sonrió, se
despidió de los niños con un gesto y luego se encaminó a paso rápido hacia los
dos hombres.
—Esto es
para usted, agente —dijo sin más preámbulos—.
Urgente, confidencial, todas esas cosas. Un par de detalles interesantes. No
sé si le ayudarán en el caso que está investigando, pero los del laboratorio lo
han despachado con prisas y sin formalidades. —Le tendió el sobre a Martin—. De nada —dijo ante el silencio del inspector.
Tras evaluar a Jeffrey con una mirada rápida, dio media vuelta y se alejó en
dirección a los ascensores.
—¿Y eso
es...? —preguntó el profesor mientras observaba a la joven desaparecer con un
zumbido neumático.
—Un
informe preliminar del laboratorio sobre el ordenador que requisamos en
Cottonwood. —El inspector rasgó el sobre—. Mierda
—farfulló.
—¿Qué
pasa?
—No hay
huellas identificables, ni fibras capilares. Si el tipo hubiera cogido el
maldito trasto con las manos sudadas, quizás habríamos podido obtener una
muestra de ADN. No ha habido suerte. El maldito trasto estaba limpio.
—El tipo
no es idiota.
—Sí, lo
sé. Ya nos lo ha dejado claro, ¿recuerda?
Jeffrey
lo recordaba.
—¿Qué
más?
Martin continuó estudiando el informe.
—Bueno —dijo, al cabo de un momento—.
Aquí hay algo. Quizá su viejo no sea el asesino perfecto, después de todo.
—¿Por qué lo dice?
—Dejó intacto el número de serie del
ordenador. Los del laboratorio han hecho algunas pesquisas.
—¿Y?
—Pues
que el número corresponde a una remesa de ordenadores enviada por el
fabricante a varias tiendas del sureste. Ya
es algo. Por lo visto, a su viejo no le convencían demasiado las condiciones de
la garantía, pues nunca mandó por correo el papel firmado.
—Sabía
que no se lo quedaría durante tanto tiempo.
El
agente Martin sacudió la cabeza.
—Seguramente
pagó el puto trasto en efectivo.
—Supongo
que sí.
Martin
enrolló el informe y se golpeó la pierna con él.
—Ojalá
descubriésemos una cosa, un solo detalle, que el mamón de su padre pasara por
alto.
Los dos
hombres se hallaban ante la puerta de su despacho, a punto de entrar. Martin
desplegó de nuevo el informe y se quedó mirándolo mientras abría la cerradura
de la puerta. Alzó la vista hacia Jeffrey.
—¿Qué
motivos supone que tenía el cabrón para irse a comprar el ordenador hasta el
sur de Florida? Al fin y al cabo, hay muchos sitios más cercanos, y nos
costaría el mismo trabajo seguirle la pista hasta allí. ¿Cree que a lo mejor
estuvo allí de vacaciones? ¿Por negocios, tal vez? Esto nos dice algo, ¿no?
—¿Dónde?
—preguntó Jeffrey de pronto.
—El sur
de Florida. Allí es adónde enviaron los ordenadores con esos números de serie.
Al menos, según la empresa fabricante. Debe de haber unas cien tiendas en esa
zona a las que pudieran enviar ese ordenador, casi todas al sur de Miami.
Homestead. Los Cayos Altos. ¿Por qué? ¿Significa algo para usted?
Significaba
algo. Sólo había una razón por la que su padre podía haber comprado el
ordenador en ese lugar y después optado por no hacer algo tan obvio como borrar
el número de serie grabado en la parte posterior del aparato, bien a la vista.
Quería dejarle a su hijo un medio de averiguar lo que había hecho. Significaba
que, después de todos esos años, los había encontrado. El padre de quien habían
huido, a quien creían muerto, había hecho acudir a su hijo hasta su propia
puerta y había descubierto dónde se ocultaban su ex esposa y su hija.
Jeffrey,
presa de una desesperación repentina y profunda, se preguntó si les quedaba
algún secreto.
Apartó
a Martin de un empujón para pasar, haciendo caso omiso del súbito torrente de
preguntas del inspector, y se dirigió al teléfono para llamar a su madre y
prevenirla. No sabía, claro está, que ella estaba mirando cómo un carpintero de
la localidad cortaba madera diligentemente para reparar el marco de la puerta y
el cerrojo, ansiosa por comunicarle a él exactamente la misma advertencia que
él estaba a punto de hacerle.
15
Lo robado
En su cubículo de la oficina, Susan Clayton se preguntaba cuánto
tardaría él en resolver su último acertijo. Había pensado que enviar el
mensaje cifrado le daría algo de tiempo para descansar y decidir qué debían
hacer a continuación ella y su madre. Pero se había equivocado; estar esperando
una respuesta sólo la ponía aún más nerviosa. La empujaba a hacer cálculos
inciertos: había enviado el último apéndice a su columna periódica por correo
electrónico la noche anterior; la revista llegaría a los quioscos al final de
esa semana, y más o menos al mismo tiempo se pondría a disposición de los
suscriptores que la leían por ordenador. Las preguntas que ella había
formulado como enigmas no eran tan difíciles; a él le llevaría un día, quizá
dos, descifrarlas y aclararlas. Luego elaboraría una respuesta.
Pero el
modo en que le haría llegar dicha respuesta era un enigma indescifrable para
ella.
Estaba
acurrucada en un rincón de su espacio de trabajo, alerta al sonido de
cualquiera que se acercara. Les había indicado a los guardias de seguridad del
edificio y a los recepcionistas de la oficina que grabaran con las cámaras de
vídeo a todo aquel que preguntara por ella y que confiscaran cualquier
documento de identificación que presentaran, ya fuera falso o no. Cuando le
preguntaron por qué, ella respondió que tenía problemas con un ex novio. Era
una mentira inofensiva que parecía prevenir casi cualquier posible mal.
Intentó
persuadirse de que el miedo era como una prisión y que, cuanto más temiese a
aquel hombre, más ventajas tendría éste sobre ella.
El
problema era: ¿qué quería él?
No en un
sentido general, sino específico.
Susan
creía que, si supiese la respuesta, podría hacer algo, o al menos tomar alguna
medida útil. Sin embargo, sin una noción firme de las reglas del juego, no
tenía la menor idea de cómo jugar, y menos aún de cómo ganar. Con una sequedad
en los labios que habría debido atribuir al miedo, se dio cuenta de que tampoco
sabía qué era lo que estaba en juego.
Pensó en
su álter ego. Mata Hari sabía lo que arriesgaba al jugar a ser espía.
Si
perdía ese juego el único resultado posible era la muerte.
Había
jugado y había perdido. Susan aspiró hondo y despacio, y en ese momento deseó
haber elegido otro seudónimo. «Penélope», pensó. Mantuvo a raya a los
pretendientes con su estratagema de tejer y destejer, hasta el día que Ulises
volvió a casa. Éste habría sido un álter ego con connotaciones menos peligrosas
para ella.
Se
acercaba la hora del almuerzo, y se volvió hacia la ventana. Vio las calles del
centro de Miami inundarse de oficinistas. Le recordó un documental que había
visto sobre un río africano durante la temporada seca; el nivel del agua había
descendido lo suficiente para que los animales sedientos se acercasen
peligrosamente a los cocodrilos que acechaban en el lecho lodoso. El
documental mostraba el equilibrio entre la necesidad y la muerte, un mundo de
riesgo. A Susan la había fascinado el vínculo entre los depredadores y las
presas.
Ahora,
mientras miraba desde su ventana, se le ocurrió que el mundo estaba más próximo
a este terror natural que nunca; los trabajadores de las oficinas salían de
las mismas en grupos y se dirigían a los restaurantes del centro, exponiéndose
a los peligros que pudiera encerrar la calle de día. Estaban a salvo en casi
todo momento. Salían a la calle soleada, disfrutaban de la brisa, pasaban de
los mendigos sin techo sentados con la espalda contra las frías paredes de
hormigón, como cuervos sobre un cable. «No se les pasa por la cabeza que
puedan estar en presencia de una rabia demencial y homicida que bulle por
dentro —pensó ella—. A la hora del
almuerzo el mundo pertenece al sol, a las autoridades, a las personas adaptadas
al sistema. "¿Sales a comer?" "Claro." No tiene mayor
secreto.»
Por
supuesto, de vez en cuando alguien salía a comer y acababa muerto. Como los
animales obligados por las circunstancias a beber a unos pocos metros de las
fauces de los cocodrilos.
«Selección
natural —se dijo—. La naturaleza nos
hace más fuertes eliminando a los débiles y los tontos de la manada. Como animales.»
Se estaba formando un corro en el centro de su oficina. Oyó las voces
que se alzaban para discutir. ¿A un chino o a un bufé de ensaladas? ¿Por cuál
de ellos estaríais dispuestos a jugaros el pellejo? Por un momento ella
acarició la idea de unirse a ellos, pero se lo pensó dos veces.
Se
agachó para comprobar si la pistola automática que llevaba en el bolso estaban
cargada. Había una bala en la recámara, y el percutor estaba echado hacia
atrás. Sin embargo, el seguro estaba puesto, pero bastaban un leve movimiento
del pulgar y una ligera presión en el gatillo para que el arma disparase. El
día anterior, con un destornillador y unas pequeñas pinzas de joyero, había
afinado la fuerza de tensión de todas sus armas. Ahora sólo se requería poco
más de un toque para dispararlas todas, incluido el fusil automático que
colgaba al fondo de su armario. Pensó: «No queda tiempo, en este mundo, para
preguntarse si está uno haciendo lo correcto. Sólo hay tiempo para apuntar y
disparar.»
El grupo
del almuerzo y el vocerío que armaban se apretujaron en el interior de un
ascensor. Susan aguardó un momento más y luego, colgándose el bolso del hombro,
se colocó de manera que pudo deslizar la mano derecha en el interior y agarrar
la culata de la pistola, se puso de pie y se marchó sola. Comprendió que de ese
modo sería vulnerable a riesgos de todo tipo, pero se percató de que, en aquel
mundo de peligro constante e imprevisible, ella había desarrollado una extraña
inmunidad, pues en realidad sólo había una amenaza que significara algo para
ella.
El calor, como el aliento insistente de un borracho, la golpeó en
cuanto salió del edificio de oficinas. Se detuvo por un momento observando las
ondas de aire vaporoso que desprendía la acera de hormigón. Después echó a
andar, incorporándose al torrente de oficinistas, sin soltar la culata del
arma. Vio que había agentes de policía en todas las esquinas, ocultos tras
cascos de color negro mate y gafas de espejo. «Protegen a los productivos»,
pensó. Vigilaban a los empleados que seguían la rutina de su vida. Cuando pasó
junto a un par de ellos, oyó crepitar en sus radiocomunicadores la voz metálica
e incorpórea de una operadora de la policía que informaba a los agentes de las
operaciones que se estaban llevando a cabo en diferentes partes de la ciudad.
Ella se
paró, alzó la mirada hacia uno de los edificios y vio el sol reflejarse en su
fachada de cristal como una explosión. «Vivimos en una zona de guerra —se dijo
ella—. O en un territorio ocupado.»
A lo lejos se oía el ulular de una sirena de policía que se alejaba rápidamente,
perdiendo intensidad.
A seis
calles del edificio había un pequeño establecimiento que vendía sándwiches. Se
encaminó hacia allí, aunque no estaba segura de si de verdad tenía hambre o
simplemente necesitaba estar sola en medio de las multitudes en movimiento.
Decidió que probablemente esto último. No obstante, Susan Clayton era de la
clase de persona que necesitaba una justificación artificial para sus actos,
aunque fuera con el fin de enmascarar algún deseo más profundo. Se decía a sí
misma que tenía hambre y necesitaba ir a buscar algo para comer, cuando en
realidad lo que quería era salir del espacio reducido y opresivo de su cubículo,
por muy grande que fuera el riesgo que entrañaba. Era consciente de este fallo
en su interior, pero tenía poco interés en esforzarse por cambiar.
Al caminar se fijó en los balbuceos de los pordioseros, alineados
contra las paredes de los edificios, resguardados del sol de mediodía en la
exigua sombra. Había cierta constancia en su mendicidad: «¿Lleva algo de
suelto?» «¿Veinticinco centavos?» «¿Puede echarme una mano?»
Como
prácticamente todo el mundo, hacía caso omiso de ellos.
En otros
tiempos había albergues, programas de asistencia, iniciativas de la comunidad
para ayudar a los indigentes, pero esos ideales se habían desvanecido con los
años. La policía, a su vez, había dejado de «limpiar» las calles: los
resultados no compensaban los esfuerzos. No había donde encerrar a los
detenidos. Además, era peligroso, a su manera: había demasiadas enfermedades,
infecciosas y contagiosas. Enfermedades causadas por la suciedad, la sangre,
la desesperación. Como consecuencia, casi todas las ciudades tenían en su seno
otras ciudades, sitios en la sombra donde los sin techo buscaban cobijo. En
Nueva York, eran los túneles de metro abandonados, al igual que en Boston. Los
Ángeles y Miami tenían la ventaja del clima; en Miami se habían apoderado del
mundo bajo las autopistas y lo habían llenado de refugios temporales de cartón
y chapas de hierro oxidadas y rincones sórdidos; en Los Ángeles, los acueductos
ahora eran como campamentos de okupas. Algunas de esas ciudades en la
sombra existían ya desde hacía décadas y casi merecían la denominación de
barrio, así como figurar en algún mapa, al menos tanto como las zonas
residenciales amuralladas de las afueras.
Cuando
Susan caminaba a paso ligero por la acera, un hombre descalzo que llevaba de
forma incongruente un grueso abrigo de invierno marrón, al parecer ajeno al
calor sofocante de Miami, le salió al paso para exigirle dinero. Susan se
apartó de un salto y se volvió hacia él para plantarle cara.
El tenía
la mano extendida, con la palma hacia arriba. Le temblaba.
—Por
favor —dijo—, ¿tiene algo de suelto
que pueda darme?
Ella se
quedó mirándolo. Vio las llagas supurantes que tenía en los pies bajo una capa
de mugre.
—Un paso
más y le vuelo la cabeza, maldito cabrón —le espetó.
—No iba a hacerle nada —le aseguró él—.
Necesito dinero para... —titubeó por unos instantes— comer.
—Para
beber, más bien. O chutarse. Que le den —dijo. No le dio la espalda al hombre,
que parecía reticente a abandonar la sombra del edificio, como si dar un paso
hacia el sol de justicia que bañaba la mayor parte de la acera fuera
precipitarse desde un acantilado.
—Necesito
ayuda —alegó el hombre.
—Todos
la necesitamos —repuso Susan e hizo un gesto con el brazo izquierdo hacia la
pared—. Vuelve a sentarte —dijo,
manteniendo el arma firmemente asida con la mano derecha. Se dio cuenta de que
el río de oficinistas se desviaba para esquivarla, como si fuera una roca en
medio de una corriente de agua.
El sin techo se llevó la mano a la nariz
oscurecida por la suciedad y manchada de rojo por el cáncer de piel. Su mano
continuaba presa del temblequeo de alcohólico y le brillaba la frente,
recubierta en un sudor rancio que le pegaba al cráneo mechones de cabello gris.
—No
tenía mala intención, yo —dijo—.
¿Acaso no somos todos hijos de Dios bajo su inmenso techo? Si me ayudas ahora,
¿acaso no vendrá Dios a ayudarte en un momento de necesidad? —Señaló al
cielo.
Susan no
le quitaba ojo.
—Puede
que sí —contestó— y puede que no.
El
hombre pasó por alto su sarcasmo y siguió insistiendo, con una cadencia rítmica
en la voz, como si los pensamientos que se arremolinaban tras su locura fueran
agradables.
—¿Acaso no nos espera Cristo a todos más allá de esas nubes? ¿No nos
dejará beber de su cáliz y nos dará a conocer el auténtico júbilo, haciendo
desaparecer todas nuestras penas mundanas en un instante?
Susan
permaneció callada.
—¿Es que
no están por llegar sus milagros más grandes? ¿No volverá Él a esta tierra
algún día para llevarse a todos y cada uno de sus hijos con sus grandes manos a
las puertas del paraíso?
El
hombre le sonrió a Susan, mostrándole sus dientes picados. Tenía los brazos
cruzados sobre el pecho, como si acunase en ellos a un niño, meciéndolo
adelante y atrás.
—Ese día
llegará. Para mí. Para ti. Para todos sus hijos en la tierra. Sé que ésta es
la verdad.
Susan
advirtió que el hombre había vuelto la mirada hacia arriba, como si estuviera
dirigiendo sus palabras al cielo de un azul excepcional sobre su cabeza. Su voz
había perdido la aspereza de la enfermedad y la desesperación, que habían
cedido el paso a la jovial euforia de la fe. «Bueno —pensó ella—, si uno tiene que vivir engañado, las
fantasías de este hombre al menos son benignas.» Con cautela, metió la mano
izquierda en el bolso y rebuscó hasta dar con un par de monedas sueltas que
llevaba en el fondo. Las sacó y se las tiró al hombre. Cayeron y tintinearon
sobre la acera, y él arrancó rápidamente la vista del cielo y la bajó para
buscarlas en el suelo.
—Gracias, gracias —dijo el hombre—. Que Dios te bendiga.
Susan se
alejó y echó a anclar a toda prisa por la calle, dejando atrás al hombre, que
seguía murmurando en un sonsonete. Cuando se encontraba a unos tres o cuatro
metros de él, le oyó decir:
—Susan,
te cederá la paz.
Al oír
su nombre dio media vuelta bruscamente.
—¿Qué?
—gritó—. ¿Cómo sabes...?
Pero el hombre volvía a estar recostado contra el edificio, encogido,
balanceándose adelante y atrás en una ensoñación extraña y enloquecida que sólo
significaba algo para él.
Ella dio
un paso hacia él.
—¿Cómo
sabes mi nombre? —inquirió.
Pero el
hombre mantenía la vista al frente, vacía, como si estuviera ciego,
farfullando para sí. Susan se esforzó por distinguir sus palabras, pero sólo
alcanzó a entender: «Pronto Jesús nos abrirá las puertas mismas del cielo.»
Ella
vaciló por un momento y luego se volvió de espaldas al hombre.
¿
«Susan, te cederá la paz» o «Jesús antecederá a la paz» ?
El
hombre podría haber dicho cualquiera de las dos cosas.
Susan
reanudó la marcha, asaltada por las dudas, volvió ligeramente la cabeza hacia
atrás y vio que él había desaparecido. De nuevo dio media vuelta, caminó
deprisa hacia donde el hombre estaba acurrucado hacía un momento, escudriñando
la calle, intentando localizarlo. No veía nada salvo el torrente de empleados
de oficina. Era como si hubiese tenido una alucinación.
Por unos
instantes permaneció inmóvil, llena de un terror impreciso. Luego se sacudió
la sensación, del mismo modo que un perro se sacude las gotas de lluvia, y
prosiguió su camino para comerse el almuerzo que no le apetecía.
Cuando el hombre tras el mostrador la atendió, pensó en tomar yogur
con frutas, pero cambió de idea y pidió un bocadillo de jamón y queso suizo
con mucha mayonesa. El dependiente pareció dudar.
—Oye, que sólo se vive una vez —comentó
ella. Él sonrió, le preparó el bocadillo rápidamente y lo metió junto con un
botellín de agua en una bolsa de papel
Susan
caminó a lo largo de seis manzanas más con su almuerzo, hasta un parque
enclavado junto a un centro comercial, justo frente a la bahía. Había dos
agentes de policía montados a caballo a la entrada del parque, observando a la
gente que llegaba. Uno tenía su fusil automático atravesado sobre la silla de
montar y estaba inclinado hacia delante, como una caricatura moderna de alguna
vieja novela barata de vaqueros. Ella casi esperaba que la saludara levantándose
el sombrero, pero él se limitó a mirarla desde detrás de sus gafas de sol,
sometiéndola al mismo examen visual que a los demás. Susan supuso que, para
tener derecho a entrar en el parque y sentarse a comerse un bocadillo a pocos
metros de donde el agua de la bahía Biscayne lamía los pilotes de madera, uno
debía ser un miembro claramente respetable de la sociedad. Los marginados y los
sin techo tenían vedada la entrada a la hora del almuerzo. Por la noche
seguramente la cosa cambiaba. Lo más probable es que entonces fuese un suicidio
para alguien como ella internarse en el pequeño parque, a no más de treinta
metros de la orilla del mar. Los árboles frondosos y los bancos que tan acogedores
parecían en el calor del día debían de adquirir un aspecto totalmente distinto
tras la puesta de sol; se convertirían en sitios donde esconderse. Eso era lo
complicado de la vida, pensó ella: la extraña dualidad que presentaban todas
las cosas. Lo que parecía un lugar seguro al mediodía se volvía peligroso ocho
horas después. Era como las mareas en los Cayos Altos, que ella conocía tan
bien. En un momento cubrían una zona entera de agua, haciéndola segura para la
navegación. Al momento siguiente, bajaban llevándose la seguridad con el
reflujo. La gente, pensó, debía de ser muy parecida.
Encontró
un banco donde podría sentarse sola a comerse su bocadillo y contemplar la gran
extensión de agua, plantando cara al exceso de calorías y de grasa que podía obstruirle
las arterias. Soplaba una brisa lo bastante fuerte para rizar ligeramente la
bahía, de manera que daba la impresión de que el brillo del agua estaba vivo.
Vio un par de buques cisterna zarpar del puerto de Miami. Eran unos barcos
fondones, de aspecto torpe, que se abrían paso por los concurridos canales como
un par de abusones de pocas luces en un patio de colegio.
Susan
tomó un trago del botellín de agua, que se estaba poniendo tibia rápidamente a
causa del calor. Por un momento, creyó que podría quedarse allí sentada ajena a
todo; a sí misma, a lo que le estaba pasando. Sin embargo, el sonido de una
sirena que se acercaba a toda prisa y el tableteo insistente de unas aspas la
arrancaron de su ensoñación. Se volvió hacia atrás y vio un helicóptero de la
policía que volaba bajo sobre el borde de la bahía, con la sirena encendida.
Susan avistó a un par de adolescentes que corrían a lo largo de la orilla,
desde el centro hacia el parque. En el mismo vistazo, divisó a los dos agentes
montados a caballo galopar para interceptar a los chicos.
La
detención fue rápida. El helicóptero se quedó inmóvil en el aire, y los jinetes
acorralaron a los fugitivos, como si estuvieran en un rodeo. Si los dos jóvenes
iban armados, no lo demostraron. En cambio, se pararon y levantaron las manos,
de cara a los policías. Susan alcanzó a ver que los dos adolescentes sonreían
como si no tuviesen nada que temer, y la persecución y el arresto les
resultaran tan familiares como la salida del sol todas las mañanas. Desde donde
ella se encontraba, vio que uno de ellos tenía la camisa y los pantalones
manchados de sangre de color rojo cobrizo. Pensó que, en algún lugar, el
propietario de esa sangre yacería agonizante, o al menos, con heridas tan
graves que ya no sentiría dolor.
Apartó
la vista, aplastó lo que quedaba de su almuerzo en la bolsa y lo tiró en una
papelera cercana. Luego, se sacudió las migas de la ropa. Dejó vagar la mirada
por el parque. Debía de haber una docena de personas más, algunas de ellas
comiendo, otras simplemente paseando. Casi todos observaban con paciencia y en
silencio la escena que se desarrollaba justo al otro lado de la cerca del
parque, como si se tratara de un espectáculo montado para entretenerlos. Susan
se levantó del banco y se volvió de nuevo hacia la detención. Varias lanchas de
la policía con luces destellantes se habían unido a la operación. Había también
una unidad canina, y un pastor alemán tiraba con fuerza de su correa, ladrando,
gruñendo y enseñando los dientes. De pronto, el helicóptero se elevó y, tras inclinarse y virar con una
elegancia casi propia del ballet, se alejó bajo el resplandor del sol. El
martilleo de sus aspas se apagó en los oídos de Susan, al igual que los
ladridos del perro, que dejaron paso al repiqueteo solitario de sus propios
zapatos contra el pavimento caliente.
Susan se
encaminó de regreso a la oficina, pero dio un rodeo para permanecer cerca de la
bahía durante el mayor trecho posible antes de tener que enfilar tierra
adentro. Iba por una calle lateral pequeña, una superficie edificable que al
parecer habían pasado por alto los contratistas y promotores inmobiliarios que
habían sembrado gran parte del centro de rascacielos y complejos hoteleros de
todo tipo, llenando la zona de bloques y muros de hormigón, de modo que las
pocas calles que quedaban estaban rodeadas de cemento. Flotaba en la brisa un
olor acre a líquido limpiador, mezclado con el aire salobre que circulaba
sobre la bahía; Susan supuso que un equipo de presos de una cárcel del condado
estaba limpiando alguna pared cubierta de pintadas con una manguera de alta
presión y disolvente. Era una tarea propia de Sísifo: una vez limpia, la pared
se convertía en un blanco nuevo para los mismos vándalos, que tenían la afición
de eludir las patrullas nocturnas. Eran notablemente eficientes.
Continuó
caminando por la calle, pero se detuvo a media manzana, delante de una
construcción considerablemente más baja y vieja, casi una casa, pensó,
encajonada entre la parte posterior de un complejo hotelero y un edificio de
oficinas. Era todo un anacronismo, un vestigio elegante del viejo Miami, que
inspiraba recuerdos de una época en que la ciudad era sólo un pueblo cenagoso
con una población creciente y demasiados mosquitos, y no una metrópoli moderna,
electrificada y resplandeciente de neón. La construcción se alzaba sobre una
pequeña extensión de césped bien cuidado. Un camino bordeado de hileras de
flores conducía a la puerta principal. Había un porche amplio que ocupaba todo
el ancho del edificio y una imponente puerta doble que se le antojó tallada a
mano en madera de pino del condado de Dade, el material de construcción
preferido un siglo atrás, una madera que, cuando se secaba, era dura como el
granito y aparentemente inmune a las termitas más decididas. Las anchas
ventanas con celosías tenían postigos de madera horizontales que las protegían
del sol. El edificio en sí, de sólo dos plantas, se hallaba coronado por tejas
rojas bruñidas que parecían estar cociéndose a la luz del mediodía.
Susan se
quedó mirándolo, pensando que, en medio de todo el hormigón y el acero que
componían el centro, era una antigualla; algo incongruente, fuera de lugar y
curiosamente hermoso, porque denotaba cierta independencia respecto a la edad
en un mundo consagrado a lo inmediato y al instante presente. Cayó en la
cuenta de que apenas veía ya cosas tan antiguas, como si hubiese un prejuicio
tácito contra las cosas construidas para durar un siglo o más.
Susan
dio un paso hacia delante, preguntándose quiénes serían los ocupantes de un edificio
semejante, y vio una pequeña placa de latón en uno de los pilares que sostenían
el porche. Al acercarse, leyó: EL ÚLTIMO LUGAR. RECEPCIONISTA EN EL INTERIOR.
Vaciló,
luego abrió la puerta doble despacio. Dentro reinaba un ambiente fresco y
sombreado. Un par de ventiladores de madera colgaban de un techo alto, girando
perezosamente pero sin parar. Unas prominentes molduras de madera marrón
enmarcaban las paredes blancas, y el suelo estaba cubierto por un entarimado
pulido del color de las hojas de arce en noviembre. A su derecha, una
escalinata amplia y suntuosa subía hasta un descansillo, y a su izquierda,
había un escritorio de caoba con una antigua lámpara de banquero en una esquina
y una pantalla de ordenador solitaria en la otra. Una mujer de mediana edad y
cabello crespo y entreverado de gris que le brotaba del cráneo como
pensamientos extraños y repentinos alzó la vista hacia ella cuando entró.
—Hola,
querida —la saludó.
Su voz
sonó como con eco. A Susan le pareció similar al sonido de alguien que hablara
en una biblioteca de investigación. Volvió a mirar en torno a sí, buscando a
algún guardia de seguridad. Tampoco vio cámaras espía instaladas en los
rincones, ni dispositivos de vigilancia electrónica, detectores de movimiento,
sistema de alarma o armas automáticas. En cambio, imperaba un silencio sombrío
pero no absoluto, pues se percibían las notas distantes de una sinfonía,
procedentes de algún lugar situado en el interior del edificio.
—Hola
—respondió.
La mujer
le hizo señas de que se acercara. Susan caminó sobre una alfombra oriental azul
y roja.
—¿Es
usted quien requiere nuestros servicios o tiene a otra persona en mente?
—¿Disculpe...?
—¿Es
usted quien se muere o alguien próximo a usted?
Susan se
quedó perpleja.
—No, yo
no —barbotó.
La mujer
sonrió.
—Ah
—dijo—. Me alegro. Se la ve muy
joven, y cuando ha entrado, la he mirado y he pensado que sería demasiado
injusto que alguien tan joven como usted tuviera que estar aquí, porque sospecho
que aún le queda mucho por vivir. Eso no significa que no haya aquí bastante
gente joven. Sí que la hay. Y, por
mucho que nos esforcemos en facilitarles las cosas, es difícil evitar la
sensación de que los han estafado. Creo que es más fácil para todos los
implicados aceptarlo cuando quien fallece es una persona mayor. ¿Qué es lo que
dice la Biblia? ¿Que la plenitud de la edad es a los setenta años?
—¿Esto
es una residencia para enfermos terminales? —preguntó Susan.
La mujer
asintió con la cabeza.
—¿Qué
creía usted que era, querida?
Susan se
encogió de hombros.
—No
sé... Me parecía algo tan distinto, desde fuera... Antiguo. Algo procedente del
pasado y no del futuro.
—Morirse
tiene que ver con el pasado —señaló la mujer—,
con recordar dónde has estado. Apreciar los momentos que han quedado atrás. —Suspiró—. Cada vez resulta más difícil, ¿sabe?
—¿El
qué?
—Morir
en paz, satisfecho, con dignidad, amor y respeto. Hoy en día da la impresión de
que la gente muere por razones equivocadas. —La mujer sacudió la cabeza y
suspiró de nuevo—. La muerte parece apresurada
y dura actualmente —añadió—. En
absoluto apacible. Salvo para quienes están aquí. Nosotros nos encargamos de
que su muerte sea... bueno, apacible.
Susan,
casi sin darse cuenta, se mostró de acuerdo.
—Eso que
dice tiene sentido.
La mujer
volvió a sonreír.
—¿Le gustaría echar un vistazo? Ahora sólo tenemos un par de clientes.
Hay algunas camas desocupadas. Y seguramente habrá una más esta noche. —La
mujer ladeó la cabeza en dirección al lugar de donde provenían los lejanos
compases musicales—. La Sinfonía
Pastoral —comentó—. Pero los
conciertos de Brandeburgo funcionan igual de bien. Y la semana pasada había
una mujer que escuchaba a Crosby, Stills and Nash una y otra vez. ¿Los
recuerda usted? Son de antes de que usted naciera. Unos viejos roqueros, de los
setenta y los ochenta sobre todo. Escuchaba principalmente Suite Jiidy Blue
Eyes y Southern Cross. La hacían sonreír.
—No
quisiera molestar a nadie —objetó Susan.
—¿Le gustaría quedarse a ver películas? Esta tarde proyectaremos
algunas comedias de los hermanos Marx.
Susan
negó con la cabeza.
La mujer
no parecía tener mucha prisa.
—Como desee —dijo—. ¿Está segura de que no hay nadie que...?
—Mi madre se muere —soltó Susan.
La
recepcionista asintió despacio. Se produjo un breve silencio.
—Tiene
cáncer —añadió Susan.
Otro
silencio.
—Inoperable.
La quimioterapia no dio mucho resultado. Experimentó una mejoría temporal,
pero la enfermedad se ha reagravado y la está matando.
La mujer
permaneció callada.
Susan
notó que se le humedecían los ojos. Era como si una zarpa grande y cruel le
estuviese retorciendo y arrancando las entrañas.
—No
quiero que muera —jadeó—. Siempre ha
estado ahí y no tengo a nadie más. Excepto a mi hermano, pero vive lejos. Sólo
estoy yo...
—¿Y?
—Me
quedaré sola. Siempre hemos estado juntas, y ahora no podremos...
Susan
estaba de pie en una posición incómoda frente al escritorio. La mujer le
indicó una silla con un gesto, y Susan, tras una breve vacilación, se dejó
caer en ella, aspiró una sola vez y dio rienda suelta al llanto. Sollozó
incansablemente durante varios minutos, mientras la mujer de cabello
electrizado esperaba con una caja de pañuelos de papel en la mano.
—Tómese
todo el tiempo que necesite —le dijo la mujer.
—Lo
siento —gimió Susan.
—No
tiene por qué —replicó la mujer.
—Yo no hago estas cosas —aseguró Susan—.
Yo no lloro. Nunca había llorado.
Lo siento.
—¿Así
que es una mujer dura? ¿Y cree que eso es importante?
—No, es
sólo que, no sé...
—Ya nadie exterioriza sus
sentimientos. ¿No ha pensado alguna vez, cuando va conduciendo de vuelta a
casa, que nos estamos volviendo inmunes al dolor y la angustia, que la
sociedad sólo valora el éxito? El éxito, ser una persona dura.
Susan
movió afirmativamente la cabeza. La mujer sonrió una vez más. Susan reparó en
la forma irónica en que se le torcían las comisuras de los labios, como si
percibiese la tristeza que encierra el humor y las lágrimas que hay detrás de
cada carcajada.
—La
dureza está sobrevalorada. Ser frío no es lo mismo que ser fuerte —aseveró la
mujer.
—¿En qué
etapa viene la gente...? —Susan señaló las escaleras.
—Cerca
del final. A veces hasta tres o cuatro meses antes del fallecimiento, pero por
lo general entre dos y cuatro semanas antes. Pasan aquí sólo el tiempo
necesario para alcanzar la paz interior. Recomendamos que los temas exteriores
los solucionen antes.
—¿Exteriores?
—Testamentos
y abogados. Fincas y herencias. Una vez aquí, a la gente, más que sus bienes
materiales, sus acciones o su dinero, le interesa su legado espiritual. Me ha salido
un discurso más religioso del que pretendía. Pero así es como funcionan las
cosas, al parecer. Su madre... ¿Cuánto tiempo le queda?
—Seis
meses. No, eso es demasiado poco. Un año, tal vez. Quizás un poco más. No le
gusta que yo hable con los médicos, dice que la afecta mucho. Y cuando, a pesar
de todo, hablo con ellos, me cuesta arrancarles una respuesta directa.
—¿No
será porque ni siquiera ellos están seguros?
—Supongo.
—A veces
parece que confiamos en que la muerte será precisa, dada su inevitabilidad.
Pero no lo es. —Sonrió—. Puede ser
imprevisible y caprichosa. Y puede ser cruel. Pero no controla nuestra vida,
sólo nuestra muerte, y por eso estamos aquí.
—Ella se
niega a hablar de lo que le pasa —continuó Susan—, excepto para quejarse del dolor. Creo que quiere estar sola,
excluirme, porque cree que de ese modo me protege.
—Vaya.
Eso no me parece muy sensato. La mejor manera de afrontar la muerte es con el
consuelo que aportan amigos y familiares. Le recomendaría encarecidamente que
tomara usted cartas de forma más activa y le dijera a su madre que su deceso es
un momento que debe compartir con usted. Y,
por lo que me cuenta, parece que todavía les queda tiempo para ello.
—¿Qué
debo hacer?
—Poner
en orden su relación con su madre, y ayudarla a hacerse cargo de la tarea de
morir. Luego, cuando el momento se acerque, tráigala aquí para que ambas asuman
los sentimientos que comporta la muerte, se digan lo que tengan que decirse y
recuerden lo que tengan que recordar.
Susan
asintió. La mujer abrió un cajón de tono oscuro y extrajo una tarjeta y un
folleto de papel satinado que semejaba una revista.
—Esto
aclarará algunas de sus dudas —aseguró—.
¿Hay algún sitio adónde su madre quiera ir, algún lugar que desee visitar, algo
específico e importante que quiera hacer? Le aconsejo que lo hagan a la máxima
brevedad, antes de que ella se ponga más débil y enferma. En ocasiones, un
viaje, una experiencia, un logro ayudan a hacer más llevadero el
fallecimiento.
—Lo
tendré en cuenta —dijo Susan. Respiró hondo—.
Un viaje, una experiencia, un logro. Mientras todavía le queden fuerzas.
—Suena
como un mantra del Lejano Oriente, ¿verdad? —La mujer rio brevemente.
—Pero
tiene sentido. Algo...
—Algo en
lo que concentrarse, aparte del dolor y el miedo a lo desconocido.
—Un
viaje, una experiencia, un logro. —Susan se acarició la barbilla con el índice—. Se lo diré.
—Bien. Y
entonces estaré encantada de volver a hablar con usted. Cuando se acerque el
momento. Usted sabrá cuándo —agregó la mujer—.
Las personas sensibles, como creo que es usted, siempre saben cuándo.
—Gracias
—dijo Susan, poniéndose de pie—. Me
alegro de haber entrado. —Titubeó de nuevo—.
Me he fijado en que la puerta ni siquiera tiene cerradura...
La mujer
sacudió la cabeza.
—Aquí no
nos asusta la muerte —dijo tajantemente.
Cuando Susan salió de debajo del alero del porche, el sol que se
reflejó en el borde de la azotea de un rascacielos cercano la deslumbró por un
momento. Se colocó la mano en la frente, como un marinero que escudriña el
horizonte, y vio al marginado con el que había hablado antes tambaleándose
inquieto en la acera delante de la clínica, aparentemente esperándola. Cuando
la vio, el hombre abrió mucho los brazos, como si estuviese clavado en una
cruz, y desplegó una amplia sonrisa.
—¡Hola,
hola! ¡Aquí estás! ¡Saludos! —gritó, como una representación extrañamente
jovial de Jesús disfrutando con su crucifixión.
Ella se
detuvo, sin responder. Notaba el peso de la pistola dentro de su bolso.
—¡Algún
día todos subiremos la escalera al cielo! —le gritó él.
—Stairway
to Heaven. Led Zeppelin. El álbum sin título. Mil novecientos setenta y uno —murmuró Susan para
sí. Bajó los escalones de la clínica despacio y avanzando hacia el hombre de
la acera.
»¿No
crees —le contestó en voz un poco más alta— que deberías tratar de tener
fantasías un poco más originales al menos? Las tuyas son demasiado manidas.
El sin
techo tenía la cabeza echada hacia atrás. Su abrigo marrón llegaba casi hasta
el suelo. Ella advirtió que sus pantalones raídos estaban sujetos a la cintura
con un trozo de tela mugriento, hecho jirones y multicolor.
—Jesús
nos salvará a todos...
—Si
tiene tiempo. Y ganas. Cosa que a veces dudo...
—Nos
tenderá la mano a todos y cada uno...
—Si no
le importa ensuciársela.
—... Y
hará llegar su palabra a nuestros oídos ansiosos.
—Suponiendo
que estemos dispuestos a escuchar. Yo
tampoco contaría con ello.
De pronto, el hombre dejó caer los brazos a sus costados. Inclinó la
cabeza hacia delante, y Susan percibió un brillo en sus ojos que interpretó
como señal de una locura corriente e inocua.
—Su
palabra es la verdad. Él me lo ha dicho.
—Me
alegro por ti —comentó Susan, e hizo ademán de apartar al hombre de su camino
para echar a andar por la calle.
—¡Pero
si él está aquí! —exclamó el marginado.
—Claro —dijo Susan, escupiendo la palabra
por encima del hombro—. Claro que
lo está. Jesús ha decidido que el lugar ideal para iniciar el segundo
advenimiento es Miami. Yo lo
elegiría también.
—¡Pero
está aquí de verdad, y me ha insistido en que te transmita un mensaje sólo a
ti!
Susan,
que se había alejado unos pasos del hombre, se paró en seco y se volvió.
—¿A mí?
—¡Sí, sí, sí! ¡Es lo que intentaba decirte! —El hombre sonreía,
dejando al descubierto sus dientes ennegrecidos y cariados—. ¡Jesús me ha pedido que te diga que
nunca estarás sola y que él siempre estará aquí para salvarte! ¡Dice que has
vagado durante años en unas tinieblas terribles porque no lo conocías, pero que
eso cambiará pronto! ¡Aleluya!
Susan
notó una oscuridad súbita y gélida en su interior.
«¿Fuiste
tú quien me salvó?»
«¿Si ven
tufo sume tequila?»
«¿Qué es
lo que quieres?»
«¿Quisque
queso leeré?»
Dos preguntas en clave,
respondidas por un indigente que parecía estar siguiéndola. Sacudió la cabeza.
—¿Jesús te ha dicho eso? ¿Cuándo?
—Hace
sólo unos minutos. Apareció en un fuerte destello de luz blanca. Me deslumbró,
Señor, me deslumbró el esplendor de su presencia, y me sobrecogió también, y yo
aparté la vista, pero él me tendió la mano y supe lo que era la paz; justo en
ese momento, me invadió una paz inmensa y absoluta, y él me encomendó una tarea
que me aseguró que era crucial, que facilitaría su segundo advenimiento a este
mundo. Dijo que ayudaría a allanar el terreno. A despejar el camino, dijo. Me
trajo a este sitio, y luego me pidió que fuera su voz. Y además me dio dinero.
¡Veinte pavos!
—¿Qué te
ha dicho?
—Me ha
dicho que buscara a su hija especial y respondiera a sus dos preguntas.
Susan
notó un temblor en la voz. Tenía ganas de gritar, pero las palabras le salieron
más bien en algo parecido a un susurro, sin aliento, evaporándose, secándose
por el calor del día.
—¿Ha
añadido algo? ¿Ha dicho algo más?
—¡Sí, lo ha hecho! —El marginado se rodeó
el torso con los brazos, presa de la dicha y el éxtasis—. ¡Me ha convertido nada menos que en su mensajero en esta
tierra! ¡Oh, qué gran alegría! —El indigente arrastró los pies adelante y
atrás, casi como si bailara.
Susan pugnó por mantener la calma.
—¿Y cuál
es el mensaje, el que tienes que transmitirme?
—Ah,
Susan —dijo el hombre, pronunciando esta vez su nombre de manera inequívoca—. ¡A veces sus mensajes son misteriosos y
extraños!
—Pero
¿qué ha dicho?
El
indigente se tranquilizó y agachó la cabeza, como si se concentrase.
—No lo he entendido, pero él me ha hecho repetirlo una y otra vez
hasta que me lo he aprendido bien.
—¿Qué? —Le costaba evitar que el pánico se reflejara en su voz.
—Me ha pedido que te dijera: «Quiero lo que se me robó.» —El sin techo
hizo una pausa, moviendo los labios como si hablara para sí—. Sí —dijo, sonriendo de nuevo—. Lo he dicho bien. Estoy seguro. No
quisiera equivocarme, porque entonces tal vez no volvería a elegirme.
—¿Eso es
todo? —preguntó ella, con voz temblorosa.
—¿Qué
otra cosa necesitamos? —repuso el indigente con una estridente risotada de
satisfacción y alegría. Se volvió de espaldas a ella y se alejó por la calle,
entre saltitos y traspiés, como un niño, hacia las aguas azul satinado de la
bahía. Alzó la voz en un himno de su propia invención, alabando el segundo advenimiento
de un hombre que él creía bajado del cielo, pero que Susan sospechaba
procedente de algún lugar mucho más inhóspito.
Tenía
ganas de sentarse y reflexionar con detenimiento, analizar lo que había oído,
pero en cambio huyó rápidamente de allí. Mientras caminaba a toda prisa se
volvió hacia atrás para intentar atisbar al hombre que la había rondado, pero
no vio más que la calle repentinamente desierta. A lo lejos había coches,
policías, personas. Aspiró hondo una bocanada de aire sobrecalentado y arrancó
a correr para refugiarse en el falso consuelo y la seguridad de la masa anónima.
16
El hombre que encubrió la mentira
Cuando oyó la voz de su hijo por teléfono, a Diana Clayton la
invadieron oleadas paralelas de alegría y miedo. La primera era fruto del
afecto normal de una madre por su hijo que está demasiado lejos. El segundo era
un sentimiento más complicado, con tintes de una angustia que ella creía
enterrada hacía mucho tiempo y que ahora eclosionaba en su interior como
brotes. La raíz de este miedo era la conciencia de que nada de lo que ellos
habían llegado a considerar parte de su vida estaba del todo bien y había
muchas cosas que cambiar.
—¿Mamá? —dijo Jeffrey.
—Jeffrey
—respondió ella—, gracias a Dios. He
estado intentando localizarte desesperadamente.
—¿De verdad?
—Sí. Te
he dejado un montón de mensajes en la oficina, y en el contestador de tu casa.
¿No los has recibido?
—No, ni uno solo.
Jeffrey
tomó nota mentalmente de este hecho, que le pareció curioso, y luego cayó en la
cuenta de que sólo era una muestra de lo eficientes que eran las fuerzas de
seguridad del estado número cincuenta y uno. Enchufó rápidamente el teléfono
al conector del ordenador, y unos segundos después, el rostro de su madre
apareció en la pantalla ante él. Le dio la impresión de que estaba demacrada,
inquieta. Ella debió de notar su reacción, porque dijo:
—He
perdido peso. Es inevitable. Estoy bien.
Él
sacudió la cabeza.
—Lo
siento. Tienes buen aspecto.
Los dos
dejaron pasar esa mentira piadosa.
—¿Te
duele mucho? ¿Qué dicen los médicos?
—Oh, que
les den por saco a los médicos. No tienen idea de nada —contestó Diana—. ¿Y qué
mas da un poco de dolor? No es peor que cuando me rompí la pierna ese verano
cuando tenías catorce años. Me caí del maldito tejado, ¿te acuerdas?
Se
acordaba. Había aparecido una gotera, y ella había trepado con un cubo de brea
para intentar taparla, había resbalado y se había caído. Él la había llevado
en coche a la sala de urgencias del hospital pese a que faltaban dos años para
que pudiera sacarse el carnet de conducir.
—Claro
que me acuerdo. ¿Y te acuerdas de la cara que puso el médico, después de
enyesarte la pierna, cuando te preguntó cómo ibas a volver a casa, y yo tenía
las llaves del coche?
Madre e
hijo se rieron ante el recuerdo compartido.
—Se
habría imaginado que nos estrellaríamos antes de llegar a la siguiente manzana
y nos tendrían que llevar de nuevo a urgencias.
Diana
Clayton sonrió, asintiendo con la cabeza.
—Siempre
fuiste un buen conductor —dijo.
Jeffrey
negó con la cabeza.
—Lento y prudente. Don Soso. No soy tan
bueno como Susan. A ella se le dan muy bien las máquinas.
—Pero conduce demasiado deprisa.
—Es su estilo.
Diana asintió de nuevo.
—Es
verdad. Casi todo el tiempo tiene que contenerse, para ser paciente y reflexiva
y cuidadosa y precisa. Debe de resultarle terriblemente aburrido a veces. Por
eso busca emociones fuertes en la vida. Es algo distinto.
Jeffrey
no respondió. Se limitó a fijar la vista en la imagen del rostro de su madre
que tenía delante. Pensó que había sido un error no prestarle más atención. Se
impuso un silencio momentáneo entre los dos.
—Creo
que tengo un problema —dijo él al cabo—.
Tenemos un problema.
Diana
frunció el entrecejo. Respiró hondo y pronunció la frase que había esperado no
tener que decir nunca:
—Él no ha muerto. Y nos ha encontrado.
Jeffrey hizo un movimiento afirmativo.
—¿Ha...? —empezó a preguntar.
—Ha estado aquí —lo cortó su madre—.
Dentro de casa, mientras yo dormía. Ha estado siguiendo a Susan y enviándole
juegos de palabras y acertijos. Ella le ha respondido de la misma manera. No sé
exactamente qué quiere, pero ha estado jugando con nosotras... —Titubeó antes
de añadir—: Tengo miedo. Tu hermana es más fuerte que yo, pero tal
vez también tenga un poco de miedo. Aún no lo sabe. Es decir, al principio yo
esperaba que no se tratase de él. No podía creerlo, después de todos estos
años. Pero ahora estoy segura de que es... —Se interrumpió y miró la imagen de
su hijo, ante sí—. ¿Cómo lo sabías?
—preguntó de repente, con voz aguda y entrecortada—. Creía que sólo yo lo sabía. O sea, ¿cómo ha...? ¿Se ha
comunicado contigo también?
Jeffrey
asintió despacio.
—Sí.
—Pero
¿cómo?
—Cometió una serie de crímenes, y me han contratado para ayudar a
investigarlos. Yo tampoco creía que
se tratara de él. Me pasó lo mismo que a ti. Fue como si me hubiesen dejado
vivir engañado durante todos estos años.
—¿Qué
clase de crímenes?
—La
clase de crímenes de la que tú nunca hablabas.
Diana cerró los ojos por un momento, como intentando ahuyentar la
visión que evocaba la conversación.
—Y ahora, se supone que debo encontrarlo para que la policía de aquí
lo detenga —prosiguió su hijo—.
Pero, en vez de eso, parece ser que él me ha encontrado a mí.
—Te ha encontrado. Oh, Dios mío. ¿Estás en un lugar seguro? ¿Estás en
casa?
—No, no
estoy en casa. He venido al Oeste.
—¿Adónde?
—Al estado cincuenta y uno. Estoy en
Nueva Washington. Aquí es donde él ha estado cometiendo esos crímenes.
—Pero yo creía...
—Sí, lo
sé. Se supone que aquí no pasan esas cosas. Al menos eso pensaba yo cuando me
trajeron. Ahora no estoy tan seguro.
—Jeffrey,
¿qué me estás diciendo? —preguntó Diana Clayton.
Su hijo
vaciló antes de contestar.
—Creo
—dijo despacio, midiendo cada una de sus palabras, pues su creencia no emanaba
de su cabeza, sino del corazón— que él me ha atraído hasta aquí. Que todo lo
que ha hecho tenía el propósito de hacerme venir a su territorio. Que él sabía
que podía fabricar muertes que impulsaran a las autoridades a buscarme y traerme
aquí. Siento que formo parte de un juego cuyas reglas apenas empiezo a
entender.
Diana
aguantó la respiración un segundo, luego soltó el aire lentamente, dejándolo
silbar entre sus dientes.
—Juega a
ser la muerte —dijo de pronto.
Tras
ella, Diana oyó el sonido de una llave que entraba en la cerradura de la puerta
principal y, unos segundos más
tarde, unos pasos y una voz.
—¡Mamá!
—Tu hermana acaba de llegar —dijo Diana—.
Vuelve temprano.
Susan
entró en la cocina y vio al instante la imagen de su hermano en la pantalla de
vídeo. Como siempre, un batiburrillo de emociones sacudió su corazón.
—Hola,
Jeffrey —saludó.
—Hola,
Susan —contestó él—. ¿Estás bien?
—Creo
que no —respondió ella.
—¿Qué
ocurre? —preguntó Diana.
—Él está
aquí. De nuevo. Se ha puesto en contacto conmigo. El hombre que ha estado
enviando los anónimos...
—No es
un hombre —la interrumpió bruscamente Diana. Su hija la miró con los ojos
desorbitados, sorprendida—. Sé de
quién se trata.
—Entonces...
—No es
un hombre —repitió la madre—. Nunca
ha sido un hombre. Es vuestro padre.
El
silencio se apoderó de todos. Susan se dejó caer en una silla junto a la mesa
de la cocina, respirando con inspiraciones breves, como un bombero que se
arrastra por un apartamento inundado de humo.
—¿Lo
sabías y no dijiste nada? —preguntó, y el dejo de furia asomaba a sus palabras—. ¿ Creías que podía ser él y pensabas
que yo no debía saberlo?
Empezaron a brotar lágrimas en las comisuras de los ojos de Diana.
—No estaba segura. No lo sabía de cierto. No quería ser como el
pastorcillo del cuento, que gritaba: «¡Que viene el lobo!» Estaba tan
convencida de que había muerto... Creía que estábamos a salvo.
—Pues no
murió y no lo estamos —replicó Susan con amargura—. Supongo que nunca lo hemos estado.
—La
pregunta es —terció Jeffrey—: ¿qué
es lo que quiere? ¿Por qué nos ha encontrado ahora? ¿Qué es lo que cree que
podemos darle? ¿Por qué no sigue simplemente adelante con su vida...?
—Yo sé lo que quiere —dijo Susan de súbito—. Me lo ha dicho. Bueno, no él en persona, pero me lo ha dicho.
Y tampoco ha sido muy explícito, pero...
—¿Qué?
—Quiere
lo que se le robó.
—¿Que
quiere qué?
—Lo que
se le robó. Ese es su último mensaje para nosotros.
De nuevo
se quedaron callados, meditando sobre la frase. Fue Jeffrey quien habló
primero.
—Pero
¿qué demonios? O sea, ¿qué es lo que se le robó, exactamente?
Diana
empalideció e intentó disimular el temblor de su voz al responder.
—Es
sencillo —dijo—. ¿Qué se le robó? Le
robaron a sus hijos. ¿Quién fue el ladrón? Yo. ¿De qué lo privé? De una vida.
Al menos, de la vida que se había inventado. Así que se vio obligado a inventarse
otra, supongo.
—Pero
¿qué crees que significa eso? —inquirió Susan.
—En
pocas palabras, quiere vengarse, me imagino —contestó Diana en voz baja.
—No
digas barbaridades. ¿Vengarse de Jeffrey y de mí? ¿Qué hicimos...?
—No, eso
no tiene sentido —la interrumpió su hermano—,
salvo por lo que respecta a mamá. Seguramente ella está en grave peligro. De
hecho, creo que todos lo estamos, probablemente de formas distintas y por
razones diferentes.
—«Quiero
lo que se me robó» —murmuró Susan—.
Jeffrey, tienes razón. Su relación, por llamarla de alguna manera, con cada uno
de nosotros es distinta. Son asuntos aparte. Para él, quiero decir. Mamá es un
tema, tú otro, y yo el tercero. Tiene planes distintos para cada uno. —Hizo
una pausa, alzó la mirada y vio que su hermano asentía en señal de conformidad—. Sólo hay un modo de enfocar esto
—continuó—. Pongamos que los tres
somos piezas de un puzle, un puzle psicológico, y cuando se nos junta, se obtiene
una imagen coherente. Nuestro problema, obviamente, es averiguar cuál es esa
imagen de antemano, y cómo encajan las piezas entre sí... —Aspiró
profundamente—... Antes de que se nos adelante y las haga encajar él.
Jeffrey
se frotó la frente con una mano, sonriendo.
—Susan,
recuérdame que nunca juegue a las cartas contigo. O al ajedrez. O incluso a las
damas. Creo que tienes toda la razón.
Diana se
había enjugado las lágrimas de los ojos. Habló otra vez con suavidad,
repitiéndose.
—Juega a
ser la muerte. Ese es su juego. Y ahora, nosotros somos las piezas.
La
verdad de esta afirmación era evidente para los tres.
Jeffrey
alzó la voz, y le pareció que sonaba como cuando planteaba una pregunta a sus
alumnos en clase.
—Supongo
que no tendría sentido intentar escondernos de nuevo —dijo despacio—. Tal vez podríamos vencerlo en su juego
separándonos, partiendo en tres direcciones distintas...
—Ni de
coña —soltó Susan con brusquedad.
—Susan
tiene razón —agregó Diana, volviéndose hacia la pantalla—. No —dijo—, dudo que sirviera de algo, aunque pudiéramos. Esta vez
debemos hacer otra cosa. Seguramente lo que yo debería haber hecho hace
veinticinco años.
—¿Qué
es? —preguntó Susan.
—Jugar
mejor que él —respondió su madre.
Una
sonrisa de hierro se dibujó en el rostro de Susan; no una expresión de
diversión o placer, sino de cruel determinación.
—A mí me parece razonable. De acuerdo. Si no vamos a ocultarnos,
entonces, ¿dónde nos enfrentaremos a él? ¿Aquí? ¿O habremos de volver a Nueva
Jersey?
Una vez
más, los tres guardaron silencio.
—Jeffrey,
tú eres el experto en esa clase de preguntas —señaló su hermana.
Jeffrey
titubeo.
—Enfrentarse al propio padre no es lo mismo que enfrentarse a un
asesino, aunque sean la misma persona. Debemos decidir cuál es nuestro
propósito. Enfrentarnos a nuestro padre o enfrentarnos a un asesino.
Las dos mujeres no contestaron. Él
aguardó un momento y luego añadió con un arranque de certeza:
—La guarida de Grendel.
Diana parecía confundida.
—No acabo de entender—Pero el rostro de
Susan se torció en una media sonrisa irónica. Dio unas palmadas en un aplauso
modesto, sólo burlón en parte.
—Lo que
quiere decir, madre, es que, si quieres destruir el monstruo, debes esperar a
que venga hacia ti y luego apresarlo, y, pase
lo que pase, no soltarlo, aun cuando él te arrastre hacia su propio mundo,
porque es allí donde tu lucha empezará y terminará.
Todos se
quedaron callados durante unos segundos, hasta que Susan levantó ligeramente la
mano, como una colegiala no del todo segura de su respuesta pero que no quiere
dejar escapar la oportunidad de participar en clase.
—Sólo
tengo una pregunta más —dijo, con algo menos de confianza en la voz—. Así que los tres lo rastreamos y damos
con él antes de que él dé con nosotros. Le ganamos por la mano, digamos. Luego
le plantamos cara. Como asesino o como padre. ¿Cuál es nuestro objetivo exacto?
Es decir, ¿qué hacemos cuando se produzca ese reencuentro?
Ninguno
de ellos tenía aún la respuesta a esta pregunta.
Susan y Diana convinieron en tomar el siguiente vuelo al Oeste, que
salía de Miami a la mañana siguiente. En el ínterin, Jeffrey pidió a su madre
que le enviara copias digitalizadas de la carta que le había remitido el
abogado y de la nota necrológica de su marido aparecida en el boletín de la
academia St. Thomas More. Él sólo les dijo que se encargaría de que alguien
fuera a recogerlas al aeropuerto de Nueva Washington y de conseguirles
alojamiento. De inmediato delegó esas tareas en el agente Martin.
—De acuerdo —dijo el inspector—.
Cuando termine de hacerle de secretario, ¿qué va a hacer usted?
—Estaré
fuera un día, tal vez dos. Asegúrese de que mi madre y mi hermana están a
salvo, y su llegada no debe airearse bajo ningún concepto. Volarán con nombres
falsos, y usted deberá colarlas por sus sofisticados puestos de Inmigración sin
que una pantalla de ordenador o burócrata detecte nada. Eso incluye la
expedición de sus pasaportes temporales. No deben introducirse datos en los
ordenadores. Ni uno solo. Todo el puto sistema es vulnerable, y no quiero que
nuestro objetivo se entere de la llegada de una madre y una hija. Reconocería
las edades, el origen y demás, y nos tomaría la delantera antes de que
tuviéramos oportunidad siquiera de planear nuestro ataque.
El
inspector soltó un gruñido de asentimiento. No le gustaba, pero claramente
estaba de acuerdo. Jeffrey pensó que seguramente Robert Martin no rechistaba
porque había concluido que con tres señuelos aumentarían las probabilidades de
atraer a su presa. Además, la perspectiva de elaborar un plan de acción debía
de parecerle seductora.
—Mi
hermana irá armada. Bien armada. Eso tampoco representará un problema.
—Mi tipo
de chica.
—Lo dudo
mucho.
—Y
usted, profesor, ¿adónde irá?
—Voy a
emprender un viaje sentimental.
—¿Luz de
luna y música romántica? ¿Rasgueo de guitarras de fondo? ¿Y adónde le llevará
eso, si puede saberse?
—Tengo
que volver al lugar de donde vengo —dijo Jeffrey—. Durante poco tiempo, pero necesito ir allí.
—No
estará pensando en regresar a ese vertedero que usted llama universidad
—señaló Martin con escasa delicadeza—.
Eso no forma parte de nuestro acuerdo. Debe permanecer aquí mientras dure la
investigación, profesor.
Jeffrey
respondió en un tono suave pero acre.
—No es
de ahí de donde vengo. Es donde trabajo. Voy a volver al lugar de donde vengo.
—Bueno,
sea como sea —dijo Martin, encogiéndose de hombros como si el asunto no le
interesara—, debería llevarse a una
amiga consigo. —El inspector introdujo la mano en un cajón del escritorio y
sacó una pistola semiautomática de nueve milímetros que arrojó a Jeffrey con
una risita.
Logró dormirse de forma discontinua durante el vuelo hacia el este, y
sólo despertó de unos sueños que parecían empeñados en convertirse en
pesadillas cuando el avión empezó a descender hacia el aeropuerto internacional
de Newark. Amanecía, y la crudeza del invierno del noreste amenazaba con llegar
en el transcurso de las siguientes semanas. Una bruma gris oscuro de
contaminación se cernía sobre la ciudad, repeliendo los rayos de luz matutinos
que intentaban penetrar y llegar hasta el suelo. A través de la ventanilla, el
mundo le parecía a Jeffrey un lugar hecho de hormigón y asfalto, denso,
compacto, cercado con acero y ladrillo, rodeado de tela metálica y alambre de
espino.
Cuando el avión viró despacio hacia el norte de la ciudad, divisó
huellas de disturbios, varias manzanas carbonizadas, en ruinas y abandonadas.
Desde el aire alcanzó a distinguir las líneas donde policías y guardias
nacionales asediados habían formado filas para detener las oleadas de ataques
incendiarios y saqueos tan nítidamente como podía ver las zonas que habían
dejado reducirse a cenizas. Mientras los reactores reducían gas y el tren de
aterrizaje bajaba con un golpe sordo, descubrió que curiosamente echaba de
menos los espacios abiertos y los trazados bien definidos del estado cincuenta
y uno. Expulsó este pensamiento de su mente, restregándose los ojos para
despejarlos de la somnolencia del vuelo y encorvó los hombros como preparándose
para el frío.
Había
mucho tráfico cuando salió del aeropuerto en el coche que había alquilado. El
atasco llegaba hasta la autopista, y luego había retenciones intermitentes a lo
largo de treinta kilómetros, de modo que para cuando llegó a Trenton, la
capital del estado, coincidió con la hora punta de la mañana.
Tomó la
salida de Perry Street, la rampa que pasaba junto al bloque de hormigón ligero
y cristal del Times de Trenton. Unas manchas de hollín grandes y negras
surcaban el costado del viejo e impasible edificio y aumentaban de tamaño
cerca de la zona de carga, donde una cola de camiones destartalados de color
azul marino y amarillo aguardaba la tirada de la mañana. Fuera había media docena
de conductores reunidos en torno a una hoguera encendida en un viejo bidón de
metal, esperando la señal para empezar a cargar.
Jeffrey
giró y avanzó unas manzanas hacia el parlamento, acercándose lo suficiente
para ver la cúpula dorada que lo remataba relucir al sol. A medio camino tuvo
que pasar por un control policial, una barricada con alambre de púas y sacos
terreros que separaba una zona de plagas urbanas y estructuras de edificios
quemadas y cerradas con tablas de las casas adosadas reconstruidas por los planes
de renovación de la ciudad. La presencia policial era dispersa, pero constante;
lo suficiente para asegurarse de que no surgieran oleadas de descontento que
recorriesen las calles en que se había gastado dinero, avanzando con furia
hacia el parlamento. Clayton encontró un sitio donde aparcar y continuó el
camino a pie.
El
bufete del abogado estaba a sólo una manzana de los edificios legislativos, en
una anticuada casa de piedra rojiza reacondicionada que conservaba una
elegancia propia de otra época en su exterior. La entrada era una puerta falsa,
y para pasar tuvo que esperar a que un guardia de seguridad de aspecto huraño y
aburrido pulsara el timbre dos veces para abrirle tanto la puerta exterior como
la interior.
—¿Tiene
cita? —inquirió, consultando un sujetapapeles.
—Vengo a
ver al señor Smith —respondió Jeffrey.
—¿Tiene
cita? —repitió el guardia.
—Sí
—mintió Jeffrey—. Jeffrey Clayton. A
las nueve de la noche.
El guardia examinó la
lista con detenimiento.
—Aquí no —repuso y acto seguido
desenfundó una pistola de gran calibre con la que encañonó al profesor. Jeffrey
hizo caso omiso del arma.
—Debe de tratarse de un error —dijo.
—Aquí no
cometemos errores —dijo el hombre—.
Márchese ahora mismo.
—¿Y si llama a la secretaria del señor Smith? Eso puede hacerlo,
¿verdad?
—¿Por qué habría de hacerlo? No figura
usted en la lista. Jeffrey sonrió, se llevó la mano lentamente al bolsillo
interior d la chaqueta y sacó su pase de seguridad temporal del estado
cincuenta y uno. Supuso que el hombre no repararía en la fecha de caducidad
estampada en el anverso, y que en cambio se fijaría en la placa y el símbolo
del águila dorada.
—El
motivo por el que debe hacer lo que le pido —dijo despacio, tendiéndole el
pase— es que, si no lo hace, volveré aquí con una orden judicial, un equipo de
registro y una unidad de Operaciones Especiales, y arrasaremos la oficina de su
jefe, y cuando él averigüe al fin quien la cagó de mala manera causándole un
marrón de cojones, sabrá que fue el gilipollas de la puerta principal. ¿Le
parece una razón convincente?
El
guardia de seguridad levantó el auricular.
—Está
aquí una especie de policía que quiere ver al señor Smith sin cita previa —dijo—. ¿Quiere salir a hablar con el tipo?
—Colgó y le informó—: La secretaria
vendrá enseguida. —Continuó apuntando al pecho de Jeffrey con la pistola—. ¿Va usted armado, hombre de la S.S.?
—Al ver que Jeffrey negaba con la cabeza, pues había dejado su pistola en la guantera
del coche, el guardia le indicó que pasara por un detector de metales—. Eso ya lo veremos —dijo. Pareció
decepcionado cuando la alarma del aparato no se disparó—. No llevará una de
esas nuevas pistolas de plástico de alta tecnología, ¿verdad? —preguntó, pero
antes de que Jeffrey pudiera responder, una mujer salió de un despacho
interior. Joven y remilgada, llevaba una camisa blanca ceñida de hombre
abrochada hasta la garganta, que Jeffrey, en un arrebato de humor interno
irrespetuoso, interpretó como señal de que ella se acostaba con el abogado, que
engañaba a su esposa anodina y adicta al club de campo. Seguramente las
prendas de corte conservador y poco provocativo eran para disimular sus
actividades auténticas. Esta fantasía lo hizo sonreír, pero dudaba que
estuviera equivocado.
—¿Señor?
—Clayton.
Jeffrey Clayton.
El
guardia de seguridad le alargó la tarjeta de identificación del estado
cincuenta y uno.
—¿Y qué le trae por aquí desde las
prometedoras y felices tierras del Oeste?—El sarcasmo de la mujer era de una
claridad meridiana.
—Hace
unos años el señor Smith representó a un hombre que ahora es objeto de una
investigación importante en nuestro territorio.
—Toda comunicación y trato entre el señor
Smith y sus clientes es estrictamente confidencial. Jeffrey sonrió.
—Claro que lo es.
—Así que
no creo que pueda ayudarle. —Le devolvió la identificación.
—Como
quiera —dijo Jeffrey—, pero, por
otro lado, yo habría pensado que a lo mejor a un abogado le gustaría tomar esa
decisión por sí mismo. Claro que, si usted cree que él preferiría ver su nombre
en una citación, o en los titulares de un periódico local, sin previo aviso,
bueno, allá usted.
De una
forma curiosa, Jeffrey lo estaba pasando bien. Ir de farol no era su estilo, ni
algo que hiciera a menudo.
La
secretaria clavó en él la mirada, como intentando detectar el engaño en alguna
curva de su sonrisa o arruga de su barbilla.
—Sígame
—dijo—. Veré si puede dedicarle dos
minutos. —Giró sobre sus talones y añadió—:
Eso serían ciento veinte segundos. Ni uno más.
Lo guió a una antesala. Estaba repleta de muebles Victorianos caros e
incómodos. La alfombra era oriental, grande y tejida a mano. En un rincón había
un viejo reloj de pie que más o menos marcaba la hora con un sonoro tictac. La
secretaria le señaló un sofá de respaldo rígido y se retiró tras un escritorio,
distanciándose a toda prisa de Jeffrey. Cogió un teléfono y habló rápidamente
por el auricular, ocultándole al profesor sus palabras, luego colgó y se quedó
callada. Al cabo de un momento, una puerta grande de madera se abrió y
apareció el abogado. De una delgadez cadavérica, tenía una mata de pelo
entrecano recogida en una cola de caballo que se precipitaba por la espalda de
su entallada camisa azul. Sus tirantes de cuero sujetaban unos pantalones
grises de raya fina cosidos a mano. Llevaba unos zapatos italianos tan
lustrosos que resplandecían. Su mano grande, huesuda y fuerte estrechó
enérgicamente la del profesor.
—¿Y qué clase de problemas podría usted causarme, señor Clayton?
—preguntó el abogado con los labios fruncidos.
—Todo
depende, claro —respondió Jeffrey.
—¿De
qué?
—De lo
que haya hecho usted.
El
abogado sonrió.
—Entonces es evidente que no tengo por qué preocuparme. Pregúnteme lo
que quiera, señor Clayton.
Jeffrey
le tendió al hombre la carta que le había enviado a Diana.
—¿Le
resulta familiar?
El
abogado leyó la carta despacio.
—Apenas. Es muy vieja. Recuerdo vagamente el caso... un terrible
accidente de tráfico, tal como informé. Cuerpos calcinados hasta el punto de
quedar irreconocibles. Unas muertes trágicas.
—Él no
murió.
El
abogado vaciló por un momento.
—Eso no
es lo que consta aquí.
—No
murió, y menos aún en un accidente de tráfico suicida.
El
abogado se encogió de hombros.
—Ojalá
me acordara de ello. Es de lo más curioso. ¿Usted cree que ese hombre
sobrevivió de algún modo, pese a que yo asistí a su entierro? Al menos debí de
asistir, porque eso fue lo que escribí. ¿Cree que acostumbro a ir a entierros
falsos?
—Ese
hombre, como usted lo llama, era mi padre.
El
abogado enarcó una ceja fina y gris.
—¿De
veras? Aun así, que un padre muera joven, pese a lo que crea la mayoría de los
hijos, no es un crimen.
—Tiene
razón. Pero lo que él ha estado haciendo sí que lo es.
—¿A qué
se refiere exactamente?
—A
homicidios.
El
abogado guardó silencio por unos instantes.
—Un
muerto implicado en asesinatos. Qué interesante. —Sacudió la cabeza—. Me parece que no tengo información
adicional para usted, señor Clayton. Cualquier conversación o correspondencia
que haya mantenido con su padre es confidencial. Tal vez esa confidencialidad
no tenga razón de ser si él murió. Eso sería discutible. Pero si, como usted
afirma de pronto, él sigue vivo, entonces, por supuesto, la confidencialidad
continúa vigente, incluso después de todos estos años. Sea como fuere, todo
esto es historia antigua. Extremadamente antigua. Ni siquiera creo que conserve
el expediente todavía. Mi bufete ha crecido y cambiado considerablemente desde
la época en que le escribí eso a su madre. Así que creo que se equivoca usted y, aunque no fuera así, no podría
ayudarle. Que usted lo pase bien, señor Clayton, y buena suerte. Joyce, acompaña
al caballero a la puerta.
La
secretaria remilgada cumplió la orden con singular entusiasmo.
El terreno de la academia St. Thomas More estaba rodeado por una valla
de hierro forjado de casi cinco metros de altura que habría tenido una función
puramente decorativa de no ser por el letrero que advertía que estaba
electrificada. Jeffrey supuso que la valla se prolongaba también unos dos
metros bajo tierra. Un guardia lo recibió en la puerta y lo escoltó al
interior de la academia. Caminaron por un sendero bordeado de árboles que
discurría entre imperturbables edificios de ladrillo rojo. En primavera, pensó
Jeffrey, la hiedra debía de recubrir de verde los costados de los dormitorios y
las aulas; pero ahora que el invierno se avecinaba, las enredaderas marrones
habían quedado reducidas a unos tallos y zarcillos adheridos a las paredes de
ladrillo como tentáculos fantasmagóricos. Desde los escalones del edificio de
la administración se dominaba una amplia extensión de campos de deportes color
verde claro con zonas de tierra marrón allí donde el césped se había levantado
por el uso. El guardia llevaba un blazer azul y una corbata roja, y
Jeffrey se fijó en el bulto de un arma automática bajo la chaqueta. Era un
hombre hosco y callado, y cuando una campana de iglesia repicó para marcar el
fin de la hora de clase, hizo pasar a Jeffrey por unas puertas anchas de
cristal. Al otro lado, torrentes de alumnos empezaron a salir de las aulas, y
los pasillos desiertos se congestionaron de pronto con la aglomeración de estudiantes.
La
ayudante del director era una mujer mayor, con el pelo azul cardado en forma de
casco y unas gafas de concha apoyadas en la punta de la nariz. Su actitud
amigable pero eficiente hizo pensar a Jeffrey que, en un mundo sacudido por los
cambios, las viejas instituciones educativas eran lo que más tardaba en
cambiar. No estaba seguro de si eso era bueno o malo.
—Profesor
Jeffrey Mitchell, cielo santo, creo que hacía años que no oía ese nombre.
Décadas. ¿Y dice que era su padre? Cielo santo, ni siquiera recuerdo que
estuviera casado.
—Lo estuvo. Estoy buscando a alguien que
lo conociera y que tal vez recuerde su muerte. Yo apenas lo conocí. Mis padres se divorciaron cuando yo era
muy joven.
—Ah —dijo la mujer—. Un
caso demasiado frecuente. Y ahora usted...
—Sólo intento llenar algunas lagunas de mi vida —dijo Jeffrey—. Siento haberme presentado sin avisar...
La mujer
adoptó más o menos la misma expresión con que debía de mirar a algún alumno
que hubiera suspendido un examen a causa de la gripe; comprensiva, pero no del
todo cordial.
—Yo tampoco lo tengo muy
fresco en la memoria —aseguró—. Recuerdo
a un joven prometedor. A un joven apuesto muy prometedor, con un intelecto
envidiable. Su campo era la historia, me parece.
—Sí, eso
creo.
—Por desgracia, quedamos muy pocos que podamos recordar algo. Y su
padre sólo estuvo aquí unos años, si no me equivoco. Sólo lo traté durante unas
semanas, antes de que renunciara a su puesto, y no demasiado a fondo. Su marcha
coincidió con mi llegada. Además, yo estaba aquí, en administración, y él era
profesor. Y, veinticinco años es
mucho tiempo, incluso en una institución como ésta...
—Pero...
—Jeffrey había percibido cierta vacilación en su voz.
—Tal vez
debería hablar con el viejo señor Maynard. Ya
está casi retirado, pero todavía da una clase de Historia de Estados Unidos.
Si la memoria no me falla, era jefe del departamento cuando su padre estaba
aquí. De hecho, fue jefe del departamento durante más de treinta años. Quizás
él tenga información sobre su padre.
El profesor de Historia estaba sentado a un escritorio, mirando por
una ventana del primer piso uno de los campos de juego, cuando Jeffrey llamó a
la puerta y entró en la pequeña aula. Maynard era un anciano de cabello cano
muy corto, barba entreverada de canas y nariz de boxeador, rota en más de una
ocasión, aplastada y deforme. Tenía aspecto de gnomo y, cuando Jeffrey entró, giró en su asiento casi como un niño
jugando en una silla para adultos. Al percatarse de que su visitante no era un
alumno, esbozó una sonrisa, ruborizado, con una mirada tímida que contrastaba
con su apariencia de bulldog.
—¿Sabe? A veces, al contemplar los campos de deportes, me acuerdo de
algunos juegos concretos. Veo a los jugadores tal como eran. Oigo el sonido del
balón, voces, silbidos y aclamaciones. Envejecer es terrible. Los recuerdos se
imponen sobre las realidades. Son un triste sucedáneo. Bueno... —escrutó con
detenimiento a Jeffrey—, me resulta conocido,
pero no del todo. Por lo general reconozco a todos mis ex alumnos, pero a usted
no acabo de situarlo.
—No fui
alumno suyo.
—¿No? Entonces, ¿en qué puedo ayudarle?
—inquirió.
—Me llamo Jeffrey Clayton. Estoy buscando
información...
—Ah —dijo el profesor, asintiendo con la
cabeza—. Eso está bien. Quedan tan
pocas...
—Perdón, ¿cómo dice?
—Personas
que busquen información. Hoy en día, la gente se contenta con aceptar lo que le
dicen. Sobre todo los jóvenes. Como si buscar el conocimiento por sí mismos
fuera una tarea anticuada e inútil. Lo único que quieren es aprender lo que
necesitan para aprobar algún test estándar, para acceder a alguna universidad
de prestigio, conseguir un buen trabajo que no les exija mucho esfuerzo,
dinero, algo de éxito y comprarse una casa grande en un barrio seguro, un coche
espacioso y muchos lujos. Nadie quiere aprender, porque el aprendizaje
intoxica. Pero tal vez usted sea distinto, ¿no, joven?
Jeffrey se encogió de hombros con una
sonrisa. —Nunca he visto una relación directa entre el conocimiento y el éxito.
—Aun
así, viene en busca de información. Eso es excepcional. ¿Qué clase de
información?
—Sobre
un hombre que usted conoció.
—¿De
quién se trata?
—De Jeffrey Mitchell. Fue profesor de su
departamento.
Maynard se meció en su asiento, con los
ojos clavados en su visitante.
—Esto es de lo más curioso —dijo—, pero no del todo inesperado, ni siquiera
después de tantos años.
—¿Se acuerda de él?
—Pues sí, me acuerdo. —Continuó mirando a
Jeffrey. Instantes después, añadió—:
Presumo que es usted pariente del señor Mitchell, ¿no es así?
—En
efecto. Era mi padre.
—Ah, debí imaginarlo. Veo un parecido notable en las facciones, y
también en la complexión. Él era alto y delgado, como usted. Esbelto y
atlético. Un hombre que ejercitaba tanto la mente como el cuerpo. ¿Toca usted
el violín también? ¿No? Ah, es una lástima. Él tenía bastante talento. En fin,
hijo de ese hombre a quien conocí pero no demasiado bien, ¿qué información es
la que viene a buscar?
—Él
falleció...
—Eso me
contaron. Eso leí.
—En
realidad, no murió.
—Ah, qué
interesante. ¿Y vive todavía?
—Sí.
—¿Y
tiene usted contacto con él?
—No lo he visto desde que era niño. Desde los nueve años. Hace ya
veinticinco.
—¿Así que, como un huérfano, o, más bien, como un niño trágicamente
cedido en adopción, usted ha emprendido la búsqueda del hombre que le abandonó?
—Quizás
«abandono» no sea la palabra más adecuada. Pero sí, en cierta forma sí.
El
profesor de Historia puso los ojos en blanco, giró en su silla, dirigió otra
larga mirada a los campos de juego por la ventana y luego se volvió de nuevo
hacia Jeffrey.
—Joven,
le recomiendo que no se embarque en ese viaje.
Jeffrey,
de pie ante el escritorio, titubeó.
—¿Y por
qué no? —preguntó.
—¿Espera
sacar algún provecho de esa información? ¿Llenar algún hueco en su vida?
Jeffrey
no creía que eso fuera precisamente lo que buscaba, pero supuso que había al
menos algo de cierto en ello. Lo asaltó la duda al pensar que quizá le convenía
determinar con claridad qué quería averiguar. Pero en lugar de expresar esto en
voz alta, dijo:
—¿Lo
recuerda?
—Por
supuesto. Me causó una impresión extraña.
—¿Cuál?
—La de
que era un hombre peligroso.
Por unos
instantes Jeffrey se quedó sin palabras.
—¿En qué
sentido?
—Era un
historiador de lo más insólito.
—¿Por
qué lo dice?
—Porque
a la mayoría de nosotros simplemente nos intrigan los caprichos de la historia.
Por qué sucedió esto, por qué pasó lo otro. Es un juego, ¿sabe? Como calcar un
mapa en un papel que no es lo bastante traslúcido.
—Pero
¿es que él era distinto?
—Sí. Al
menos eso me parecía.
—¿Y
entonces?
El
hombre mayor vaciló y luego se encogió de hombros.
—Le
encantaba la historia porque... le recuerdo que es sólo una impresión mía...
tenía la intención de utilizarla. Para sus propios fines.
—No le
entiendo.
—La
historia a menudo es una compilación de los errores del hombre. Mi sensación
era que su padre tenía sed de conocimiento porque estaba decidido a no cometer
los mismos errores.
—Comprendo...
—empezó a decir Jeffrey.
—No, no
lo comprende. Su padre impartía clases de historia europea, pero ése no era su
auténtico campo.
—¿Y cuál
era?
El
hombrecillo sonrió de nuevo.
—Es sólo
una opinión. Una intuición. En realidad no tengo pruebas. —Hizo una pausa y
suspiró—. Me estoy haciendo viejo.
Ya sólo doy una clase. De último curso. A los alumnos les da igual mi estilo.
Descarnado. Agresivo. Provocador. Pongo en tela de juicio las teorías, las
convenciones. Ése es el problema cuando eres historiador, ¿sabe? El mundo
actual no te gusta mucho. Sientes nostalgia por los viejos tiempos.
—Decía
usted que su auténtico campo era...
—¿Qué
sabe usted de su padre, señor Clayton?
—Lo que
sé no me gusta.
—Qué
respuesta tan diplomática. Perdone que lo diga con tanta crudeza, señor
Clayton, pero su padre me dio una gran alegría cuando me dijo que se iba. Y no
es porque fuera un mal profesor, pues no lo era. Seguramente fue uno de los
mejores que he conocido jamás, y también muy popular, pero ya habíamos perdido
a una alumna. Una joven desafortunada secuestrada en el campus y sometida a un
trato de lo más brutal. Yo no quería
que hubiera una segunda.
—¿Cree
que él tuvo algo que ver?
—¿Qué
sabe usted, señor Clayton?
—Sé que
la policía lo interrogó.
El
anciano sacudió la cabeza.
—¡La
policía! —resopló—. No sabían qué
buscar. Verá, un historiador sabe. Sabe que todos los sucesos son la
combinación de muchos factores: la mente, el corazón, la política, la economía,
el azar y la coincidencia. Las fuerzas caprichosas del mundo. ¿Lo sabe usted,
señor Clayton?
—En mi
especialidad, las cosas también funcionan así.
—¿Y cuál
es su especialidad, si me permite la indiscreción? —preguntó el hombre mayor,
frotándose la punta de su nariz rota.
—Doy
clases sobre conductas criminales en la Universidad de Massachusetts.
—Ah, qué
interesante. Entonces su especialidad es...
—Mi
especialidad es la muerte violenta.
El viejo
profesor sonrió.
—También
era la de su padre.
Jeffrey
se inclinó hacia delante, formulando una pregunta con su lenguaje corporal. El
historiador se balanceó en su asiento.
—Lo
cierto es que llegué a preguntarme por qué —prosiguió el anciano— a lo largo de
los años nunca apareció nadie que buscara respuestas sobre Jeffrey Mitchell. Y, conforme pasaba el tiempo, a veces me
tomaba la libertad de pensar que ese famoso accidente de tráfico se había
producido de verdad y que el mundo se las había arreglado para esquivar una
bala pequeña pero mortal. Es un tópico. No debería caer en los tópicos, ni
siquiera ahora que soy viejo y no soy tan útil aquí ni en ningún otro sitio
como en otra época. Un historiador debe dudar siempre, dudar de las respuestas
fáciles. Dudar de la idea de que la suerte tonta y ciega le ha traído buena
fortuna al mundo, porque rara vez lo hace. Dudar de todo, pues sólo a través de
la duda, sazonada con un poco de escepticismo, puede uno albergar la esperanza
de descubrir las verdades de la historia...
—Mi
padre...
—¿Quería
ahondar en la muerte? ¿Tenía curiosidad sobre el asesinato, la tortura, todas
las ocasiones en que aflora la cara más oscura de la naturaleza humana? Él era
el hombre al que había que consultar. Toda una enciclopedia del mal: los autos
de fe, la Inquisición, Vlad el Empalador, los cristianos en las
catacumbas, Tamerlán el Conquistador, la quema de herejes durante la guerra de
los Cien Años. Estas son las cosas que él sabía. ¿Qué parte del riñon de la
mujer envió Jack el Destripador a las autoridades junto con su famoso
desafío? Su padre lo sabía. ¿El arma preferida de Billy el Niño} Un
revólver Cok calibre cuarenta y cuatro, no muy distinto del Charter Arms
Bulldog cuarenta y cuatro que David Berkowitz, el Hijo de Sam, utilizaba.
¿ La fórmula exacta del Zyklon B ? Su padre también la conocía, así como la
temperatura de los hornos de Auschwitz. ¿Cuántos hombres murieron en los
primeros momentos después de que sonaran los silbatos en el Somme y ellos
saltaran el parapeto? Él lo sabía. ¿Limpieza étnica y campos de exterminio
serbios? ¿Tutsis y hutus en Ruanda? Él había memorizado perfectamente los
pormenores de todas esas atrocidades. Sabía cuántos latigazos se necesitaban
para matar a un hombre condenado en los campos de concentración zaristas de la Rusia
prerrevolucionaria, y sabía cuánto tardaba en caer la cuchilla de la
guillotina, y te contaba, con una sonrisita muy suya, que monsieur Guillotin,
el inventor del aparato, les aseguró de forma tajante y poco sincera a las autoridades
francesas cuando estaban contemplando la posibilidad de emplear su ingenio que
las víctimas de aquella máquina infernal notarían poco más que «un ligero
cosquilleo en la nuca». Él contaba todas estas cosas y muchas más. —El anciano
tosió—. Si quiere conocer a su
padre, entonces debe conocer a la muerte.
Jeffrey
hizo un leve gesto con la mano, como para disipar el olor de los recuerdos que
flotaban ante él.
—¿Le
daba miedo?
—Por supuesto. Una vez se jactó ante mí de que si algo nos enseña la
historia es lo fácil que resulta matar.
—¿Se lo
dijo usted a la policía?
El
profesor de Historia sacudió la cabeza.
—¿Decirles
qué? ¿Que su sospechoso parecía estar familiarizado con los detalles
históricos de la vida y muerte de los asesinos del mundo moderno, desde el más
célebre hasta el más insignificante? ¿Qué demuestra esto?
—Seguramente
la información les habría resultado útil.
—La
chica fue asesinada. A varias personas de aquí, entre ellas su padre, las
interrogaron. Pero él no fue el único. Sometieron a interrogatorio a un par de
profesores más, un conserje, un empleado del comedor y el entrenador del
equipo femenino de lacrosse de la escuela. Como a los demás, lo dejaron
libre sin cargos, porque no había pruebas contra él. Sólo sospechas. Al poco
tiempo, de buenas a primeras, renunció a su empleo. Unas semanas después,
recibimos la chocante noticia de su muerte. Su presunta muerte, según dice
usted. Pero noticia al fin y al cabo. Esto suscitó una conmoción menor. Una
sorpresa momentánea. Un poco de curiosidad, tal vez, dado el extraño momento en
que se produjo. Pero surgieron pocas preguntas y menos respuestas todavía. En
cambio, todo el mundo siguió adelante con su vida. Es lo que ocurre
invariablemente en colegios como éste. Pase lo que pase en el mundo, la escuela
sigue adelante como antes y como hará siempre.
Jeffrey
pensó que había similitudes entre la escuela y el estado para el que trabajaba.
Ambos creían que, cada uno a su manera, podían aislarse del resto del mundo.
Ambos tenían los mismos problemas para mantener viva esa ilusión.
—¿Por
casualidad recuerda lo que él dijo cuando renunció?
El viejo
señor Maynard asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante.
—Tuve
dos encuentros con él. Todavía los tengo grabados en la memoria, incluso
después de todas estas décadas. Así debe ser un historiador, ¿sabe, señor
Clayton? Tiene que tener ojo para los detalles, como un periodista.
—¿Y
bien?
—Nos
reunimos dos veces. La primera fue poco después de las averiguaciones
policiales. Me topé con su padre en la tienda de autoservicio de la localidad.
Ambos teníamos que comprar algunas cosas. La tienda existe todavía, en la misma
calle, enfrente de la escuela. Vende cigarrillos, periódicos, leche, refrescos
y comida en un estado peor que incomible, ya sabe...
—Sí.
—Hizo algunas bromas, primero sobre la
lotería estatal, luego sobre la policía. Al parecer no tenía un gran concepto
de ella. ¿Sabe, señor Clayton, que su padre mostraba por lo general una actitud
indiferente y despreocupada? Escondía mucho de sí mismo tras esa fachada
desenvuelta. Desde luego, lograba disimular su sentido de la precisión y la
exactitud. Más bien como un científico, supongo. Podía mostrarse divertido o
tímido, pero en el fondo era frío y calculador. ¿Es usted así, señor Clayton?
Jeffrey no respondió.
—Era un
hombre que daba mucho miedo. Tenía un aire disoluto, lascivo. Como un tiburón.
Recuerdo que la conversación que mantuvimos aquella tarde me heló la sangre.
Fue como hablar con un zorro hambriento frente a la puerta de un gallinero y
que alguien me asegurase que no había por qué preocuparse. Luego, una semana
después, se presentó de improviso en mi despacho. Fue algo de lo más
inesperado. Sin apenas saludarme, anunció que se marcharía la semana siguiente.
No me dio realmente una explicación, aparte de que había heredado un dinero. Le
pregunté por la policía, pero él simplemente se rio y dijo que dudaba que
hubiera que preocuparse por ellos. Cuando lo interrogué sobre sus planes, me
dijo... y esto lo recuerdo con toda claridad... dijo que tenía que buscar a
unas personas. «Buscar a unas personas.» Tenía mirada de cazador. Empecé a
pedirle más detalles, pero giró sobre sus talones y salió de mi despacho.
Cuando, más tarde, fui al suyo, ya se había ido. Había vaciado sus armarios y
estanterías. Telefoneé a su domicilio, pero ya le habían desconectado la línea.
Creo que al día siguiente, fui en coche a su casa, que estaba vacía, con un
letrero de SE VENDE delante. En pocas palabras, se había marchado. Yo apenas había tenido tiempo de asimilar
su desaparición cuando nos llegó la noticia de su muerte.
—¿Cuándo
ocurrió?
—Bueno,
recuerdo que fue una suerte para nosotros, porque faltaba sólo una semana para
las vacaciones de Navidad, de modo que sólo tuvimos que dar unas pocas clases
en su lugar. Estábamos entrevistando a posibles sustitutos suyos cuando nos
informaron de la colisión. Nochevieja. Alcohol y exceso de velocidad. Por
desgracia, nada excesivamente fuera de lo normal. Esa noche cayó una lluvia
desagradable y gélida en toda la Costa Este que dio lugar a muchos accidentes,
entre ellos el de su padre. Al menos eso se nos hizo creer.
—¿Por
casualidad se acuerda de cómo se enteró del accidente?
—Ah,
excelente pregunta. ¿Un abogado, tal vez? Mi memoria no es tan precisa respecto
a ese punto como quisiera.
Jeffrey
movió la cabeza afirmativamente. Eso tenía sentido para él. Sabía qué abogado
había hecho esa llamada.
—¿Y su
entierro?
—Eso fue
curioso. A ningún conocido mío se le dio la menor indicación sobre la hora, el
lugar o lo que fuera, por lo que nadie asistió. Podría usted ir al archivo de
microfilmes del Times de Trenton a comprobarlo.
—Eso
haré. ¿Se acuerda de cualquier otra cosa que pueda serme de ayuda?
El viejo
historiador desplegó una sonrisa irónica.
—Pero,
mi pobre señor Clayton, dudo haberle dicho nada que pueda serle de ayuda, y sí
muchas cosas que pueden perturbarlo. Algunas que pueden provocarle pesadillas. Y, desde luego, unas cuantas que le
inquietarán hoy, y mañana, y seguramente durante mucho tiempo. Pero ¿algo que
le ayude? No, no creo que esta clase de conocimientos ayude a nadie, y menos
aún a un hijo. No, habría sido usted mucho más sensato y afortunado si nunca
hubiera hecho estas preguntas. Es raro, pero a veces esas terribles lagunas de
ignorancia son preferibles a la verdad.
—Tal vez
tenga razón —respondió Jeffrey con frialdad—,
pero yo no tenía esa opción.
Jeffrey percibió el olor denso del humo, pero no pudo determinar de
dónde provenía. El cielo del mediodía era un manto marrón de bruma y
contaminación, y lo que se quemaba, fuera lo que fuese, contribuía a hacer más
deprimente el mundo.
Se
detuvo a unas manzanas de la casa donde había vivido sus primeros nueve años,
en la calle principal de la pequeña ciudad, célebre por un crimen cometido
muchos años atrás. Cuando estudiaba, había pasado un tiempo en una biblioteca
de la universidad, hojeando decenas de libros sobre el secuestro, buscando
fotografías de su ciudad natal en aquella época anterior. Hacía décadas había
sido un lugar pertinazmente tranquilo, una zona rural dedicada a la agricultura
y la privacidad, un microcosmos del mundo benévolo y tradicional de la América
de pueblo, que con toda seguridad era lo que había atraído al mundialmente conocido
aviador a Hopewell en un principio. Era un sitio que le daba la sensación
ilusoria de estar en un refugio, sin alejarlo de la corriente política en que
se hallaba inmerso. El aviador era un hombre poco corriente, a quien parecía
alterarle y atraerle a la vez la fama que le había valido su proeza
transatlántica. Como es natural, el revuelo que causó el secuestro cambió todo
eso. Lo cambió de un día para otro, debido a la invasión de la prensa que
cubrió el caso y el circo mediático que se armó en torno al juicio contra el
acusado, celebrado en la misma calle, en Flemington; lo cambió de manera más
sutil en los años siguientes al dar a Hopewell una reputación extraña basada
en una sola acción perversa. Fue como un tinte insoluble en el agua, algo de lo
que la ciudad ya no podría librarse, por muy idílica que fuera. Y, con el paso de los años, el carácter
del pueblo también había cambiado. Los granjeros vendieron sus tierras a los
promotores inmobiliarios, las parcelaron y construyeron viviendas de lujo para
los ejecutivos de Filadelfia y Nueva York que creían poder escapar de la vida
urbana al mudarse a otro sitio, pero no muy lejos. La localidad sufría las
consecuencias de su proximidad a las dos ciudades. Pocas cosas había en el
mundo, pensó Jeffrey, más potencialmente devastadoras para un territorio que el
quedar a mano.
Su
propia casa había sido más antigua, una reliquia reformada que databa de la
época del secuestro, aunque estaba situada en una calle lateral cerca del
centro de la ciudad, y la finca del aviador, de hecho, estaba a varios
kilómetros de allí, en plena campiña. Jeffrey recordó que su casa era grande,
espaciosa, llena de rincones oscuros y zonas de luz inesperadas. El dormía en
una habitación frontal de la primera planta, que tenía una forma semicircular,
victoriana. Intentó visualizar el dormitorio, y lo que le vino a la memoria fue
su cama, una librería y el fósil de algún antiguo crustáceo prehistórico que
había encontrado en el lecho de un río cercano y que, en la precipitación con
que se marcharon, olvidó meter en la maleta y lamentó durante años haber
dejado. La piedra tenía un tacto fresco que lo fascinaba. Le había gustado
deslizar los dedos sobre el relieve del fósil, casi esperando que cobrara vida
bajo su mano.
Ahora, arrancó el
coche, diciéndose que sólo estaba allí para obtener información.Este viaje a la
casa de la que habían huido no era más que una búsqueda a ciegas.
Avanzó
en el coche por su calle, luchando en todo momento por desterrar sus recuerdos.
Cuando
se detuvo, y antes de alzar la vista, se recordó a sí mismo: «No hiciste nada
malo», lo que se le antojó un mensaje más bien extraño. Luego se volvió hacia
la casa.
Veinticinco
años constituyen un filtro incómodo, al igual que la distinción entre tener
nueve años y tener treinta y cuatro. La casa le parecía más pequeña y, a pesar del tenue sol que batallaba
contra el cielo gris, más luminosa. Más radiante de lo que esperaba. La habían
pintado. El tono gris pizarra que recordaba en el revestimiento de tablas y el
negro de los postigos habían cedido el paso a un blanco con adornos verde
oscuro. El gran roble que antes se erguía en el patio y proyectaba su sombra
sobre la fachada frontal había desaparecido.
Bajó del
coche y vio a un hombre agachado, ocupándose de unos arbustos junto a los
escalones de la puerta principal con un rastrillo en las manos. No muy lejos de
él había un letrero de SE VENDE. El hombre volvió la cabeza al oír cerrarse la
portezuela de Jeffrey y alargó el brazo para coger algo que el profesor supuso
que sería un arma, aunque no alcanzó a ver nada. Se acercó al hombre despacio.
El
hombre, de unos cuarenta y tantos años, era fornido y tenía un poco de barriga.
Llevaba unos téjanos con la raya bien planchada y una anticuada chaqueta de
piloto con el cuello forrado de piel.
—¿Puedo
ayudarle? —preguntó cuando el profesor se aproximó.
—Probablemente
no —respondió Jeffrey—. Yo viví aquí durante poco tiempo, cuando
era niño, y casualmente pasaba por aquí, de modo que he decidido echar un
vistazo a mi viejo hogar.
El
hombre asintió, más tranquilo al ver que Clayton no representaba una amenaza.
—¿Quiere
comprarla? Se la vendo a buen precio.
Jeffrey
negó con la cabeza.
—¿Vivió
usted aquí? ¿Cuándo?
—Hace
unos veinticinco años. ¿Y usted?
—Nah, no llevo tanto tiempo. Nos la vendió
hace tres años una pareja que solo llevaba aquí dos, tal vez tres. Ellos se la
habían comprado a otra gente que sólo estaba de paso. Este sitio ha tenido muchos
propietarios.
—¿De
veras? ¿Y cómo se lo explica usted?
El
hombre se encogió de hombros.
—No lo
sé. Mala suerte, supongo.
Jeffrey
le dirigió una mirada inquisitiva.
El
hombre volvió a encogerse de hombros.
—Lo
cierto es que nadie que yo haya conocido ha tenido suerte aquí. A mí acaban de
trasladarme. Al puto Omaha. Dios santo. Tendré que sacar de su ambiente a los
niños, a la mujer y hasta al perro y el gato de los cojones para mudarme a ese
sitio donde sabe Dios qué hay.
—Lo
siento.
—El tipo
que estaba antes tuvo cáncer. Antes de eso, había una familia con un chico al
que atropello un coche en esta misma calle. Oí a alguien decir que le parecía
recordar que se había cometido un asesinato en la casa, pero bueno, nadie sabía
nada, e incluso yo consulté los periódicos viejos pero no encontré nada. Esta
casa está gafada. Al menos no me han dado la patada en el curro. Eso sí que
habría sido mala suerte.
Jeffrey
clavó la vista en el hombre.
—¿Un
asesinato?
—O algo así. Yo qué sé. Como ya le he dicho, nadie sabía nada. ¿Quiere echar
una ojeada?
—Tal vez sólo un rato.
—Deben de haber remodelado el lugar tres
veces o quizá cuatro desde que usted vivió aquí.
—Seguramente tiene razón.
El
hombre guió a Jeffrey por la puerta principal hasta un pequeño recibidor y
luego lo llevó en una visita rápida por la planta baja: la cocina, una
habitación que se había añadido más recientemente, la sala de estar y un cuarto
reducido que Jeffrey recordaba como el estudio de su padre y en el que ahora
había una cadena de música y un televisor que ocupaba toda una pared. La mente
de Jeffrey se puso a trabajar a todo tren, intentando resolver matemáticamente
una ecuación que había permanecido latente en lo más profundo de su ser. Todo
le parecía más limpio de lo que recordaba. Más iluminado.
—Mi
mujer —comentó el hombre—, ella es
la única a quien le gusta tener arte moderno y dibujos al pastel en las
paredes. ¿En qué habitación dormía usted?
—En la
primera planta, a la derecha. Una de las paredes era circular.
—Ya. Mi
despacho en casa. Instalé unos cuantos estantes para libros y mi ordenador.
¿Quiere verlo?
A
Jeffrey lo asaltó un recuerdo: él estaba escondido en su alcoba, con la cabeza
sobre la almohada. Hizo un gesto de negación.
—No
—respondió—. No hace falta. No es
tan importante.
—Como
quiera —dijo el propietario—. Joder,
me he acostumbrado a enseñar la casa a agentes inmobiliarios y a sus clientes,
así que se me da bastante bien hacer de vendedor. —El hombre sonrió y se
dispuso a acompañar a Jeffrey a la puerta—.
Le debe de dar una sensación algo extraña, después de tantos años, ahora que
tiene un aspecto tan diferente y todo eso.
—Una sensación
un poco extraña, sí. La veo más pequeña de lo que la recordaba.
—Es
lógico. Usted era más pequeño entonces.
Jeffrey
asintió con la cabeza.
—De hecho, yo diría que la única
habitación que está igual es el sótano. Nadie se explica por qué.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Ese
cuartito tan raro que está en el sótano, pasada la caldera. Joder, apuesto a
que la mitad de la gente que vivió en este lugar ni siquiera sabía de su
existencia. Nosotros lo descubrimos porque vino un técnico del control de
termitas y cayó en la cuenta cuando estaba dando golpes a las paredes. Apenas
se ve la puerta. De hecho, ni siquiera había una maldita puerta cuando él lo
encontró. El sitio estaba tapiado con Pladur y yeso, pero cuando el tipo de los
bichos le arreó un porrazo, sonó a hueco, así que a él y a mí nos entró la
curiosidad y echamos abajo el tabique.
Jeffrey
se quedó de piedra.
—¿Una
especie de habitación secreta? —preguntó.
El
hombre extendió las manos a los lados.
—No lo
sé. Tal vez lo fue en otro tiempo. ¿Algo así como un zulo, tal vez? Hace mucho
que no bajo a echarle un vistazo. ¿Quiere verlo?
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.
—Vale —dijo el hombre—. No está muy limpio eso de ahí abajo.
Espero que no le importe.
—Enséñemelo, por favor.
Detrás
de las escaleras había una puerta pequeña que, si la memoria no le fallaba a
Jeffrey, comunicaba con el sótano. No recordaba haber pasado mucho tiempo allí
abajo. Era un sitio polvoriento, oscuro, intimidador para un niño de nueve
años. Se detuvo en lo alto de las escaleras mientras el propietario bajaba con
ruidosas pisadas. «Algo más», pensó. ¿Otra razón? Un cerrojo en la puerta. Un
recuerdo caprichoso le vino a la cabeza; notas apagadas de violín, ocultas.
Secretas, como la habitación.
—¿Sólo se
puede bajar por aquí? —preguntó.
—No, hay
una entrada fuera, también, en un costado. Una trampilla y un hueco, donde
antiguamente había una carbonera. Hace mucho que ya no la hay, claro está. —El
hombre accionó un interruptor, y Jeffrey vio cajas apiladas y un caballito de
balancín—. No uso este sitio más que
para guardar trastos —añadió el hombre.
—¿Dónde
está la puerta?
—Por
aquí, detrás del quemador de fuel, nada menos.
Jeffrey
tuvo que apretujarse para pasar junto al calentador, que se encendió con un
golpe sordo justo en ese momento. La puerta a la que se refería el hombre era
una lámina de aglomerado que tapaba un pequeño agujero cuadrado en la pared que
llegaba desde el suelo hasta la altura de los ojos de Jeffrey.
—Yo puse ahí esa tabla de madera cutre —señaló el hombre—, como ya le he dicho, antes había
Pladur, como en la pared. Apenas se notaba que estuviera ahí. Llevaba años
tapiado. A lo mejor fue en otro tiempo un depósito de carbón que se
reacondicionó. Había sitios así en muchas casas. Los cerraron cuando las minas
de carbón dejaron de funcionar.
Jeffrey
deslizó la tabla a un lado y se agachó. El propietario se inclinó hacia delante
y le alargó una linterna que estaba sobre un cuadro eléctrico cercano. Unas
telarañas cubrían la entrada. El profesor las apartó y, ligeramente encorvado, entró en la habitación.
Medía
aproximadamente dos metros y medio por tres y medio, y el techo, a unos tres
metros, estaba recubierto con una capa doble de material de insonorización. En
el centro, colgaba un solo portalámparas, sin la bombilla. No había ventanas. Olía a moho, a tumba. Se respiraba
un aire como el del interior de una cripta. Las paredes estaban pintadas con un
grueso baño de blanco radiante que reflejaba la luz de la linterna a su paso.
El suelo era de cemento gris. La habitación estaba vacía.
—¿Ve lo que le decía? —comentó el propietario—. ¿Para qué carajo sirve un sitio como éste? Ni siquiera como
almacén. Cuesta demasiado entrar y salir. ¿ Habrá sido alguna vez una bodega de
vino ? Tal vez. Frío hace. Pero no
sé... Alguien lo usó para algo en otro tiempo. ¿Usted recuerda algo ? Joder,
para mí es como una celda de Alcatraz, salvo porque apuesto a que allí los
presos tenían ventanas.
Jeffrey
recorrió despacio las paredes con el haz de la linterna. Tres de ellas estaban
desnudas. En la otra había un par de anillas pequeñas, de unos ocho centímetros
de diámetro, sujetas en cada extremo.
Enfocó
las anillas con la luz.
—¿Tiene
idea de para qué pueden servir? —le preguntó al propietario—. ¿Sabe quién las instaló?
—Ya, las
vi cuando vino el de control de plagas. Ni la más remota idea, amigo mío. ¿A
usted se le ocurre alguna posibilidad?
Se le
ocurría, pero no la expresó en voz alta. De hecho, sabía exactamente para qué
se habían utilizado. Alguien atado a esas anillas parecería, suspendido contra
esa pared blanca, la silueta de un ángel en la nieve. Se acercó y pasó el dedo
sobre la pintura blanca y lisa junto a las anillas. Se preguntó si descubriría
en el yeso de la pared hendiduras y muescas rellenadas con masilla y cubiertas
después de pintura; el tipo de marcas que dejan las uñas en momentos de pánico
y desesperación. Dudaba que la pintura lograse superar un examen a fondo
realizado por la policía científica; con toda seguridad había partículas
microscópicas de alguna víctima. Pero veinticinco años antes, el agente Martin
había sido incapaz de reunir pruebas suficientes, de modo que ni siquiera el
juez más comprensivo había podido dictar una orden de registro. Décadas
después, el fumigador había dado con la habitación cuando buscaba el foco de
una plaga, sin saber que había hallado una de dimensiones totalmente
distintas. Jeffrey se preguntó si la policía del estado de Nueva Jersey habría
sido siquiera la mitad de astuta. Lo dudaba. Dudaba que tuviesen idea de lo que
buscaban.
Jeffrey se agachó y deslizó el dedo por el frío suelo de cemento. La luz no puso de manifiesto mancha
alguna. Ni el menor resto de alguna sustancia rojiza. ¿Cómo se las había
arreglado él? Tendría que haber habido sangre y demás vestigios de la muerte
por todas partes. Jeffrey respondió a su propia pregunta: lo había forrado todo
con láminas de plástico. Se podían conseguir en cualquier ferretería y tirar
en cualquier vertedero. Se puso a olfatear, intentando percibir el rastro
revelador de un disolvente, pero el olor no había sobrevivido al paso de las
décadas.
Se
volvió despacio, para abarcar con la vista la reducida habitación. Allí no
había gran cosa, pensó. Entonces comprendió que eso era de esperar.
Allí
arrodillado recordó la voz de su padre diciéndole después de una cena
silenciosa y cargada de tensión que se llevara su plato y sus cubiertos al
fregadero, los enjuagara y los metiera en el lavavajillas. «Debes limpiar
siempre lo que ensucies», el tipo de admonición que todos los padres hacen a
sus hijos.
Sin
embargo, en el caso de su padre, encerraba un mensaje que iba mucho más allá.
El
profesor se enderezó. Por lo que había visto, no podía juzgar si aquel pequeño
cuarto había presenciado un horror o cientos. La primera posibilidad le parecía
más probable, pero no podía descartar la segunda.
De
pronto le vino a la cabeza el nombre de alguien, aparte de su padre, que quizá
podría aclarar esa incógnita.
Cuando se disponía a salir de la sala, Jeffrey sintió un escalofrío
repentino, como si estuviese a punto de darle fiebre, y una punzada en el
estómago, casi un anuncio de náuseas. Cayó en la cuenta de que había
descubierto muchas cosas en muy poco tiempo, y en ese momento concibió un odio
enorme e indefinible hacia sí mismo por ser capaz de entenderlo todo.
El archivo del Times de Trenton se parecía muy poco al despacho
moderno e informatizado del New Washington Post. Estaba situado en un
cuarto lateral estrecho y aislado, no muy lejos de un espacio cavernoso, de
techo bajo, lleno de viejos escritorios de acero y sillas de oficina cojas, que
albergaba la redacción de noticias del periódico. Una pared lejana estaba
ocupada por ventanas, pero las recubría una gruesa capa de mugre y polvo gris,
por lo que daba la impresión de que la sala se hallaba sumida en un atardecer
perpetuo. En el archivo había filas y filas de ficheros de metal, un par de
ordenadores obsoletos y una máquina de microfilmes. Un empleado joven, con los
pómulos picados a causa de una dura batalla contra el acné juvenil, insertó sin
decir una palabra el viejo microfilme que le pidió Jeffrey.
El
profesor leyó toda la información en el periódico sobre el asesinato de la
joven alumna de la academia St. Thomas More, y era tal y como había imaginado:
detalles escabrosos sobre el hallazgo del cadáver en el bosque, aunque en
menor número que en los informes de la policía científica. Se citaban las
frases de rigor de agentes de la ley, incluida una de un joven inspector
Martin, que declaraba haber interrogado a varios sospechosos y estar siguiendo
varias pistas prometedoras, lo que en lenguaje policial quería decir que
estaban totalmente atascados. En ningún momento se mencionaba el nombre de su
padre. Se incluía una semblanza muy vaga de la víctima, con material extraído
de anuarios escolares y comentarios absolutamente previsibles de sus
compañeros, que la pintaban como una chica callada, que no se hacía notar
mucho, que parecía bastante agradable y no tenía ni un enemigo en el mundo,
como si el hombre que la atacó hubiese actuado movido por un odio específico,
pensó Jeffrey, cuando la realidad era mucho más general.
A
continuación intentó encontrar alguna crónica sobre el accidente de coche.
Jeffrey consideraba el Times de Trenton una especie híbrida de periódico:
lo bastante grande para hacer un intento serio de ahondar en los entresijos del
mundo, lo bastante importante, desde luego, para centrarse en los asuntos del
estado que se decidían a una manzana de distancia, en los despachos del
parlamento, pero no lo bastante grande para pasar por alto un accidente de
tráfico que arrebatase la vida a un vecino de la localidad, sobre todo si tenía
el valor añadido de ser espectacular.
Buscó
con diligencia en las páginas de sucesos pero no encontró ni una palabra sobre
el tema. Finalmente, en la sección de necrológicas del día 3 de enero, dio con una nota breve:
Jeffrey Mitchell, de 37 años, ex profesor de historia en la academia
St. Thomas More de Lawrenceville, perdió la vida de forma inesperada el 1 de
enero. El señor Mitchell conducía un vehículo que se estrelló en Havre de
Grace, Maryland. Murió en el acto, según la policía local. Se celebrarán
exequias privadas en la funeraria O'Malley Brothers en Aberdeen, Maryland.
Jeffrey releyó la necrológica varias veces. No tenía la más remota
idea de qué estaba haciendo su padre en Nochevieja en una pequeña ciudad rural
de Maryland. Havre de Grace. Refugio de perdón. Esto hizo que se parase a
pensar. Intentó ponerse en la piel de un director de periódico agobiado de
trabajo, con media redacción pasando las fiestas navideñas en familia. En
circunstancias normales, cabría esperar que un director, al ver una nota
necrológica como ésa, pensara que allí había una noticia. Pero ¿estaría
dispuesto a gastar recursos humanos enviando a alguien a ciento cincuenta kilómetros
al sur sólo por esa posibilidad? Tal vez no. Tal vez lo dejaría correr.
Jeffrey
revisó las ediciones sucesivas del periódico, buscando algún artículo que
aportase nueva información sobre el caso, pero fue en vano. Se reclinó en su
asiento, dejando que la máquina zumbara ociosa ante él. Lo desanimaba pensar
que probablemente tendría que viajar a Maryland para buscar una funeraria que
con toda seguridad ya había cerrado e intentar encontrar un informe policial
que debía de haber quedado enterrado por los años. Refugio de perdón. Dudaba
que la ciudad tuviese un periódico propio, lo que quizá podría proporcionarle
datos útiles. Aberdeen, una población más grande, seguramente sí que lo tenía,
aunque no acertaba a imaginar si le serviría de algo o no. Se humedeció los
labios con la lengua y pensó en la persona situada a pocas manzanas de allí,
en su bien equipado bufete, que podría responder a sus preguntas.
Se
disponía a apagar la máquina cuando echó un último vistazo a la página que
tenía delante, en la pantalla. Un artículo breve en la esquina inferior derecha
de la página de noticias del estado le llamó la atención. El título rezaba:
ABOGADO COBRA EL PREMIO GORDO DE LA LOTERÍA.
Hizo girar el botón de enfoque para ver con mayor nitidez el artículo
y leer los pocos pero jugosos párrafos:
La ganadora anónima del tercer bote más grande en la historia de la
lotería del estado ha saltado a la palestra al enviar al abogado de Trenton H.
Kenneth Smith a la oficina central de la lotería a recoger su premio de 32,4
millones de dólares.
Smith mostró a los funcionarios un boleto ganador firmado y
autenticado —el primer billete premiado tras seis semanas de sorteos en las que
se ha acumulado el bote— y declaró a los periodistas que la ganadora deseaba
permanecer en el anonimato. Los funcionarios de la administración de lotería
tienen prohibido divulgar información sobre una persona agraciada con el
premio gordo sin su autorización.
El premio para la afortunada ganadora será un cheque anual durante
veinte años con un valor total de 1,3
millones de dólares, una vez deducidos los impuestos estatales y federales.
Smith, el abogado, rehusó hacer comentarios sobre la ganadora, salvo que es una
persona joven que valora su privacidad y que teme el acoso de aprovechados y
estafadores.
Los funcionarios de la administración de lotería han calculado que el
premio de la semana que viene será de poco más de dos millones de dólares.
Jeffrey se inclinó en su silla, agachando la cabeza hacia la pantalla
de la máquina de microfilmes, diciéndose: «Ahí está.» Sonrió al pensar lo fácil
que debió de resultarle al abogado emplear pronombres femeninos al negarse a
revelar la identidad de quien se había llevado el premio. Era un engaño nimio e
inocuo que confería una falsa credibilidad a muchas cosas. ¿Qué otras mentiras
se habían urdido en torno al asunto? El accidente de tráfico a las afueras de
la ciudad. Una funeraria que probablemente jamás existió. Jeffrey estaba
convencido de que podría encontrar algunas verdades en aquella maraña de
embustes, pero el objetivo fundamental era sencillo: simular la muerte de
Jeffrey Mitchell y fabricar la vida de una persona que no sería distinta, pero
que estaría provista de un nombre y una identidad nuevos, así como de fondos
más que suficientes para perseguir un deseo antiguo y perverso por los medios
que quisiera. Jeffrey se acordó de lo que el profesor de Historia le dijo:
«Había heredado un dinero...» Se trataba de una herencia de otro tipo.
Jeffrey
no sabía cuántas personas habían muerto a manos de su padre, pero le pareció
irónico que cada una de esas muertes estuviese subvencionada por el estado de
Nueva Jersey.
El hijo
del asesino se rio a carcajadas ante esta idea, lo que ocasionó que el
empleado con la cara picada volviese la mirada hacia él.
—¡Eh!
—exclamó éste cuando Jeffrey se levantó y salió del archivo dejando la máquina
encendida.
El
profesor decidió intentar conversar de nuevo con el abogado, aunque esta vez
sospechaba que le convendría esgrimir argumentos más contundentes.
Unos pocos olmos descuidados crecían en la calle donde se encontraba
el bufete, y la oscuridad empezaba apoderarse de sus ramas desnudas. Una
farola de vapor de sodio emitió un breve zumbido cuando su temporizador la
encendió, y arrojó un círculo de luz difusa a media manzana. La hilera de casas
de ladrillo rojo acondicionadas como oficinas comenzó a sumirse en penumbra
mientras grupos de empleados salían a la calle. Jeffrey vio guardias de
seguridad escoltar a más de un puñado de oficinistas, con armas automáticas en
las manos. En cierto modo era como contemplar a un perro pastor al cargo de un
rebaño.
Sentado
en su coche de alquiler, acariciaba el guardamonte de su pistola de nueve
milímetros. Suponía que no tendría que aguardar mucho rato a que apareciera el
abogado. Esperaba que el hombre, como correspondía a su arrogancia, saliera
solo, pero no confiaba demasiado en esa posibilidad. El letrado H. Kenneth
Smith no habría alcanzado el éxito que parecía haber conseguido si no fuera
prudente.
La
expectación y el miedo atenazaron a Jeffrey cuando tomó conciencia de que el
paso que iba a dar acabaría por llevarlo más cerca de su padre.
No había
tardado mucho en deducir la rutina vespertina del abogado. Una exploración
rápida del barrio entre el parlamento y el bufete una hora antes le había
revelado un único aparcamiento ocupado sobre todo por coches de lujo último
modelo y un letrero que decía: ALQUILER MENSUAL DE PLAZAS. NO HAY TARIFAS POR
DÍA. No había vigilante en el aparcamiento; en cambio, estaba cercado por una
valla de tela metálica de tres metros y medio de altura con alambre de espino
en lo alto, El acceso y la salida estaban regulados por una puerta corredera
controlada a distancia por un sensor óptico. Asimismo, había una entrada
estrecha en la valla. Se accionaba con un mando de infrarrojos; la gente
apuntaba, pulsaba el botón y la cerradura se abría con un zumbido.
A
Jeffrey le cabían pocas dudas de que el abogado dejaba su coche en el
aparcamiento. La jugada sería interceptar al hombre en el lugar donde fuera más
vulnerable, un lugar nada fácil de identificar. Seguramente entre las
funciones del corpulento portero figuraba la de acompañar a su patrón hasta
que se encontrase a salvo, sentado al volante. Jeffrey suponía que el guardia
dispararía sin dudarlo contra cualquiera a quien juzgase peligroso, sobre todo
en el trayecto entre el bufete y el aparcamiento. Una vez dentro de la zona de
estacionamiento, el abogado quedaría protegido por la valla y fuera de su
alcance. Jeffrey movió hacia atrás el mecanismo de carga de la pistola para
introducir una bala en la recámara y concluyó que tendría que abordarlos en la
calle, justo antes de que llegaran al aparcamiento. En ese momento estarían
concentrados en lo que tenían delante y tal vez no se darían cuenta si alguien
se les acercaba rápidamente por detrás. Reconoció que no era un buen plan,
pero era el único que había podido idear con tan poca antelación.
En caso
necesario, trataría al guardia de seguridad como lo habría hecho el agente
Martin: como un mero obstáculo que se interponía entre él y la información que
deseaba. No estaba del todo seguro de si le pegaría de verdad un tiro al
hombre, pero necesitaba la colaboración del abogado, y temía que dicha
colaboración tendría un precio.
Aparte
de comprometerse intelectualmente a usar el arma —un compromiso, hubo de
admitir, muy distinto del acto real de apretar el gatillo—, no contaba más que con el factor
sorpresa. Esto le disgustaba y se sumaba a la inquietante mezcla de emoción y
rabia que bullía en su interior.
Sacudió
la cabeza y se puso a tararear desafinada y nerviosamente mientras vigilaba la
puerta principal del bufete.
El
atardecer envolvía el coche y la primera de las sirenas de la policía de la
tarde había pasado a sólo una manzana de allí cuando Jeffrey vislumbró al
guardia de seguridad, que se asomó a la puerta falsa y echó una ojeada
cautelosa a uno y otro lado de la calle. En cuanto el hombre se volvió en otra
dirección, Jeffrey bajó del coche y se refugió en las sombras que se
formaban al borde del pasadizo. Mientras observaba, oculto tras varios coches
aparcados, un árbol y la oscuridad, sujetando con fuerza la pistola junto a su
pierna, vio al abogado, al guardaespaldas y a la secretaria salir del edificio.
Hacía fresco, y los tres, arrebujados en sus abrigos, caminaban deprisa contra
el viento, que arreciaba y levantaba los papeles tirados en el suelo, que se
arremolinaban sobre la acera. Jeffrey le dedicó un breve agradecimiento al
frío, pues hacía que estuvieran menos atentos a lo que ocurría a sus espaldas y
los mantenía con la vista al frente.
El
estaba justo al lado del aparcamiento. El trío atravesaba rápidamente la
penumbra creciente de la tarde, sin reparar en que él avanzaba en paralelo por
la otra acera. Intentaba moverse con paciencia, a una distancia suficiente de
ellos para no ser lo primero que vieran si se volvían bruscamente. Apretó el
paso ligeramente, pensando que tal vez había dejado que se alejaran demasiado.
Sin duda el agente Martin habría sabido con exactitud a qué distancia debía
permanecer; lo bastante lejos para que no lo descubrieran, pero lo bastante
cerca para poder, en el momento crítico, aproximarse con rapidez y eficiencia.
Se dijo que probablemente su padre también habría sabido qué técnica usar.
Cuando
el abogado y su pequeño séquito se hallaban cerca del aparcamiento, Jeffrey vio
adónde se dirigían: los únicos tres vehículos que quedaban, aparcados juntos
en fila. El primero era un cuatro por cuatro con neumáticos gruesos y una
barra antivuelco de cromo muy bruñido que relucía a la luz de los reflectores.
A su lado había un sedán más modesto y,
en la plaza más apartada, un espacioso coche de lujo europeo negro.
Jeffrey
atajó por una calle, detrás de ellos, por el borde de la sombra proyectada por
una farola. Había amartillado la pistola y quitado el seguro. Oía su propia
respiración entrecortada y jadeante, y veía las vaharadas de vapor que
brotaban de su boca como humo. Sujetó con fuerza el arma y notó que los
músculos de su cuerpo se tensaban con aquella combinación de emoción y miedo
que quizá le habría parecido deliciosa de no haber estado tan concentrado en
las tres personas que caminaban media manzana por delante. Aceleró de nuevo
para reducir la distancia.
La voz
que oyó a su lado lo pilló por sorpresa.
—En,
tío, ¿adónde vas con tanta prisa?
Jeffrey giró sobre sus talones, a punto de perder el equilibrio. En el
mismo movimiento, alzó la pistola para colocarse en posición de disparar.
—¿Quién eres? —le espetó a una figura que se fundía con las sombras.
—No soy
nadie, tío —respondió ésta después de un breve titubeo—. Nadie.
—¿Qué
quieres?
—Nada,
tío.
—Sal a
la luz para que te vea.
Un
hombre negro, con pantalones oscuros y una chaqueta de cuero negra que lo
cubría como una segunda piel, emergió de un rincón resguardado de la luz de las
farolas. Separó los brazos, con las manos bien abiertas.
—No iba
a hacer nada malo —aseguró el hombre.
—Y un
cuerno —repuso Jeffrey, apuntándole al pecho con el arma—. ¿Dónde llevas la pistola o la navaja? ¿Qué ibas a utilizar?
El
hombre retrocedió un paso.
—No sé
de qué me hablas, tío. —Pero sonrió, como reconociendo su mentira.
Jeffrey
le sostuvo la mirada al hombre, que seguía sin bajar los brazos pero se
apartaba cada vez más de él, deslizándose sigilosamente por la calle.
—Hoy es
tu día de suerte, jefe —dijo el hombre con cierta cadencia en la voz, como si
recalcara la frase final de un chiste—.
Esta noche no vas a caer. Más vale que te andes con cuidado mañana y pasado,
jefe. Pero esta noche, estás de suerte, tío. Vivirás para ver la luz del sol.
—Con una risotada, se llevó despacio la mano al bolsillo de su chaqueta de
cuero y sacó una navaja automática grande que despidió un destello cuando la
abrió. Sonrió de nuevo, cortó una rebanada del aire nocturno con una sola
cuchillada y, acto seguido, dio
media vuelta y se alejó con la actitud de alguien que sabe que ha perdido una
ocasión pero que si algo sobra en el mundo son las segundas oportunidades.
Jeffrey
no dejó de encañonarle la espalda con la pistola, pero notó que le temblaba la
mano. Recordó que había vacilado, por lo que, en efecto, había tenido suerte,
pues la vacilación habría podido costarle la vida. Exhaló lentamente y, en cuanto el hombre se desvaneció en
las tinieblas de la noche, se volvió otra vez hacia el abogado, la secretaria y
el guardia de seguridad.
No
estaban a la vista, de modo que Jeffrey arrancó a correr hacia delante,
maldiciendo los segundos que había perdido. Se hallaba a unos treinta metros
del aparcamiento cuando vio de repente que los faros de los tres vehículos se
encendían, casi a la vez.
Aflojó
el paso y se guareció en las sombras, sin dejar de avanzar. Bajó el arma y
expulsó el aire despacio para normalizar el ritmo de su corazón. Encorvó la
espalda y bajó la barbilla sobre su pecho. No quería que lo reconocieran, ni
atraer la atención por esconderse. Decidió seguir andando hasta dejar atrás el
aparcamiento, persuadiéndose de que por la mañana tendría otra oportunidad,
como el atracador que le había robado unos segundos preciosos.
Observó
el cuatro por cuatro del guardia, que arrancó con un rugido del motor. Tras
reducir la marcha para pasar junto al sensor óptico que abrió la puerta de par
en par, el coche avanzó, frenó junto al bordillo y luego aceleró por la calle
con un chirrido de neumáticos. Jeffrey suponía que los otros dos vehículos lo
seguirían de cerca, uno detrás de otro, pero no fue así.
De
pronto, los faros del coche de la secretaria se apagaron. Un momento después,
ella se apeó. Escudriñó la calle en una y otra dirección y rápidamente se
acercó al automóvil del abogado por el lado del pasajero. La puerta se abrió y
ella subió.
En el
mismo instante, Jeffrey, movido por un impulso en el que nunca antes había
confiado, entró en el aparcamiento cuando la puerta corredera estaba
cerrándose. Arrimó la espalda contra una pared de ladrillo rojo, no muy seguro
de lo que había visto.
Exhaló
con un lento silbido.
Sólo
alcanzaba a atisbar las siluetas de las dos personas en el interior del coche
del abogado, fundidas en un prolongado abrazo.
Clayton
aprovechó la ocasión y salió disparado hacia delante, con sus músculos de
corredor activados por el repentino apremio. Acortó la distancia rápidamente,
moviendo los brazos como pistones, y consiguió llegar al costado del automóvil
antes de que el abogado y la secretaria se separasen. En un microsegundo repararon
en su presencia y, sorprendidos, se
apartaron el uno del otro; luego él agarró la pistola por el cañón y rompió con
la culata la ventanilla del conductor, cuyos vidrios rotos llovieron sobre los
dos amantes.
La mujer
chilló y el abogado gritó algo incomprensible, tendiendo a la vez la mano
hacia la palanca de velocidades.
—No toque eso —le advirtió Jeffrey.
La mano del abogado vaciló sobre el pomo de la palanca y luego se
detuvo.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó con voz aguda y trémula a causa del
asombro. La secretaria se había encogido, retirándose de la pistola de Jeffrey,
como si cada centímetro que retrocediera fuese fundamental para su
supervivencia—. ¿Qué es lo que
quiere? —inquirió de nuevo, más en tono de súplica que de exigencia.
—¿Que qué es lo que quiero? —respondió Jeffrey pausadamente—. ¿Que qué es lo que quiero? —Sentía que
la adrenalina le corría por los oídos. El miedo que percibía en el semblante
del abogado, tan arrogante unas horas antes, y el pánico de la secretaria
remilgada le resultaban embriagadores. En ese momento, pensó, tenía más
control sobre su propia vida que nunca antes—.
Lo que quiero es lo que usted podría haberme dado hoy mismo sin tanto jaleo y
de forma mucho más amable —dijo con frialdad.
Tal como sospechaba en parte, había un segundo sistema de alarma,
oculto en la carpintería de la entrada del bufete. Palpó el alambre sensor
justo debajo de un resalto de pintura. Jeffrey dedujo que se trataba de una
alarma silenciosa conectada con la policía de Trenton o, si no era de fiar, con
algún servicio de seguridad.
Se
volvió hacia la secretaria y el abogado.
—Desconéctenla
—ordenó.
—No sé
muy bien cómo —repuso la secretaria.
Jeffrey
sacudió la cabeza. Apartó la vista y la posó despreocupadamente en la pistola
que sostenía en la mano, como para comprobar que no se tratase de un
espejismo.
—¿Está
loca? —preguntó—. ¿Cree que no voy a
usar esto?
—No
—contestó el abogado—. Parece usted
un hombre razonable, señor Clayton. Trabaja para una agencia del gobierno.
Ellos seguramente no aprobarían el uso de un arma como base para una orden de
registro.
El
abogado y la secretaria estaban de pie con las manos enlazadas tras la cabeza.
El profesor advirtió que cruzaban una mirada rápida. La impresión inicial
causada por su aparición se había mitigado. Empezaban a recobrar la calma y, junto con ella, la sensación de
control. Jeffrey reflexionó por un momento.
—Quítense
la ropa, por favor —dijo.
—¿Qué?
—Lo que
oyen. Quítense la ropa ahora mismo. —Para dar mayor énfasis a sus palabras,
encañonó a la secretaria.
—No
toleraré bajo ningún concepto...
Jeffrey
alzó la mano para acallar al hombre.
—Hombre,
señor Smith, si era más o menos lo que pensaban hacer cuando yo les he
interrumpido tan inoportunamente. Sólo cambiarán las circunstancias y tal vez
el escenario. Y quizás esto afecte un poco al placer que sentirán.
—No lo
haré.
—Sí que
lo hará, y ella también, o, para empezar, le pegaré un tiro a su secretaria en
el pie. Quedará lisiada y le dolerá horrores. Pero sobrevivirá.
—No lo
hará.
—Ah, un
escéptico. —Dio un paso hacia delante—.
Detesto que se ponga en duda mi sinceridad. —Apuntó con el arma, luego se
detuvo y miró a la secretaria a los ojos, muy abiertos por el miedo—. ¿O a lo mejor prefiere que le dispare a
él en el pie? En realidad a mí me da igual...
—Dispárele
a él —dijo ella enseguida.
—¿Puedo
dispararles a los dos?
—No, a
él.
—¡Un
momento! —El abogado miraba con ojos desorbitados la pistola—. De acuerdo —dijo. Se aflojó la corbata.
La
secretaria dudó unos instantes y empezó a desabrocharse la camisa. Ambos se
detuvieron cuando se quedaron en ropa interior.
»Debería
bastar con esto —dijo el abogado—.
Si es verdad que usted sólo necesita información, no hay por qué obligarnos a
perder la dignidad.
—¿La
dignidad? ¿Le preocupa perder la dignidad? Debe de estar de guasa. Totalmente
—replicó Jeffrey—. Me parece que la
desnudez conlleva una vulnerabilidad interesante, ¿no creen? Si uno no lleva
ropa, es menos probable que dé problemas. O corra riesgos. Rudimentos de
psicología, señor Smith. Y ya le he dicho quién es mi padre, así que supongo
que comprenderá usted que, aunque yo sepa sólo la mitad de lo que sabe él sobre
la psicología de la dominación, eso es mucho. —Jeffrey guardó silencio
mientras el abogado y la secretaria dejaban caer sus últimas prendas al suelo—. Bien —dijo—, y ahora, ¿cómo desactivo la alarma?
La
secretaria había bajado una mano inconscientemente para taparse la entrepierna,
mientras mantenía la otra en la cabeza.
—Hay un
interruptor detrás del cuadro de la pared —dijo con gravedad, fulminando con la
mirada a Jeffrey y luego a su amante.
—Vamos
progresando —comentó Jeffrey con una sonrisa.
La
secretaria tardó sólo unos minutos en encontrar la carpeta indicada en un
archivador de roble tallado a mano situado en un rincón del despacho del
abogado. Atravesó la habitación, con los pies descalzos sobre la suave moqueta,
arrojó el dossier sobre el escritorio, delante del abogado y se retiró a una
silla colocada contra la pared, donde hizo lo posible por hacerse un ovillo. El
abogado estiró el brazo para coger la carpeta, y su piel rechinó contra el cuero
del sillón. Parecía menos incómodo que la joven, como si se hubiese resignado
a ir desnudo. Abrió el expediente, y Jeffrey, decepcionado, advirtió que era
extremadamente delgado.
—No lo conocía
demasiado —dijo Smith—. Sólo nos
vimos en un par de ocasiones. Después de eso, hablamos una o dos veces por
teléfono a lo largo de los años, pero eso fue todo. En los últimos cinco años
no he sabido de él. Aunque eso es comprensible...
—¿Por
qué?
—Porque
hace cinco años el estado acabó de pagarle el premio de la lotería. Las ganancias
se terminaron. Bueno, es un decir. No tengo información sobre el modo en que
invirtió el dinero, pero intuyo que lo hizo inteligentemente. Su padre me
pareció un hombre muy cuidadoso y sereno. Tenía un plan y lo llevó a cabo del
modo más minucioso.
—¿Qué
plan?
—Yo cobraba el dinero del premio. Luego, tras descontar mis honorarios,
por supuesto, ingresaba ese dinero en la cuenta de su padre, protegida de
miradas curiosas por la confidencialidad entre abogado y cliente, y de ahí la
enviaba a bancos en paraísos fiscales del Caribe, ignoro qué ocurría después,
seguramente, como ocurre en la mayor parte de las operaciones de blanqueo, el
dinero se transfería, previo pago de una modestísima comisión, a una cuenta a
nombre de algún individuo o empresa inexistentes. Finalmente, acababa por
volver a Estados Unidos, pero para entonces su relación con la fuente original
se había dispersado a conciencia. Yo
lo único que hacía era dar un empujoncito al asunto. No tengo idea de hasta
dónde llegaba.
—¿Cobraba
usted bien por ello?
—Cuando
uno es joven, sin muchos recursos, y un hombre le dice que le pagará cien mil
dólares al año sólo por dedicar una hora a hacer operaciones bancarias... —El
abogado encogió sus hombros desnudos—.
Bueno, era un buen negocio.
—Hay
algo más, su muerte.
—Su
muerte se fraguó sólo en el papel.
—¿A qué
se refiere?
—No se
produjo accidente alguno. Sí hubo, no obstante, un informe sobre el accidente.
Reclamación al seguro. El pago de una incineración. Avisos enviados a los
periódicos y a la escuela donde había trabajado. Se tomaron todas las medidas
posibles para dar visos de realidad a un suceso que nunca ocurrió. Se conservan
copias de esos papeles en el dossier. Pero no hubo muerte.
—¿Y
usted le ayudó a hacer todo eso?
El
abogado volvió a encogerse de hombros.
—Decía
que quería empezar de cero.
—Explíquese.
—Nunca
dijo directamente que quisiera convertirse en otra persona. Y yo me guardé
mucho de hacerle preguntas, aunque cualquier imbécil se habría dado cuenta de
lo que estaba pasando. ¿Sabe? Hice unas pequeñas averiguaciones sobre su
pasado, y descubrí que no estaba fichado por la policía, y desde luego su
nombre no constaba en ninguna base de datos oficial, al menos en ninguna de las
que consulté. Dígame, señor Clayton, ¿qué tendría que haber hecho? ¿Rechazar el
dinero? Un hombre que aparentemente no tiene motivos para ello, un hombre
respetado entre los de su profesión, sin una necesidad evidente por razones
delictivas o sociales, quiere dejar atrás su vida y empezar una nueva en algún
otro sitio. En un lugar distinto. Y está dispuesto a pagar una suma fabulosa por
ese privilegio. ¿Quién soy yo para interponerme en su camino?
—¿No se
lo preguntó?
—En mi breve reunión con su padre, me llevé la impresión clara de que
no era responsabilidad mía interrogarlo respecto a sus motivos. Cuando
mencionó a su ex esposa y dejó una carta para ella, saqué el tema a colación,
pero él se crispó y me pidió que me limitara a hacer aquello por lo que me
pagaba, un cometido con el que me siento de lo más cómodo. —Señaló la
habitación con un gesto amplio—. El
dinero de su padre me ayudó a crear todo esto. Fue lo que me permitió empezar.
Le estoy agradecido.
—¿Puedo
rastrear su nueva identidad?
—Imposible.
—El abogado sacudió la cabeza.
—¿Por
qué?
—¡Porque
ese dinero no era negro! ¡Estableció un sistema de blanqueo para fondos que no
lo necesitaban! ¡Y es que lo que intentaba proteger no era el dinero, sino a
sí mismo! ¿Entiende la diferencia?
—Pero
seguro que Hacienda...
—Yo pagaba los impuestos, tanto estatales como federales. Desde su punto
de vista, no había delitos perseguibles. No por ese lado. Ni siquiera acierto a
imaginar dónde acababa todo, ni qué uso se le daba al dinero muy lejos de aquí,
con qué propósito, para conseguir qué objetivo. De hecho, la última vez que su
padre contactó conmigo fue hace veinte años. Aparte de lo que ya le he
contado, fue la única ocasión en que me pidió algo.
—¿Qué le
pidió?
—Que
viajara a Virginia Occidental y fuera a la penitenciaría del estado. Debía
representar a una persona en una vista para la condicional. Conseguí que se la
concedieran.
—¿Y esta
persona tenía un nombre?
—Elizabeth
Wilson. Pero no podrá ayudarle.
—¿Por
qué no?
—Porque
está muerta.
—¿Y eso?
—Seis
meses después de quedar en libertad, se emborrachó en un bar de la pequeña
ciudad de provincia donde vivía y se fue con unos degenerados. Alguna prenda
suya apareció en el bosque, ensangrentada. Las bragas, creo. Ignoro por qué su
padre quiso ayudarla, pero fueran cuales fuesen sus motivos, todo quedó en
agua de borrajas. —El abogado parecía haber olvidado su desnudez. Se levantó y
rodeó el escritorio, con el dedo en alto para subrayar sus palabras—. A veces
lo envidiaba —admitió—. Era el único
hombre verdaderamente libre que he conocido. Podía hacer cualquier cosa.
Construir lo que fuera. Ser quien quisiera. A menudo me parecía que el mundo
estaba a su disposición.
—¿Tiene
usted alguna idea de en qué consistía ese mundo?
El
abogado se paró en seco, en medio de la habitación.
—No
—dijo.
—Pesadillas
—respondió Jeffrey.
El
abogado titubeó. Bajó la vista hacia la pistola que sujetaba Jeffrey.
—¿De
modo —preguntó despacio— que de tal palo, tal astilla?
17
La primera puerta sin cerrar
Diana y Susan Clayton avanzaban por la pasarela de la aerolínea con su
equipaje de mano, un número considerable de medicamentos, unas armas que les
sorprendió que les dejaran llevar consigo y una dosis indeterminada de
ansiedad. Diana miró el río de pasajeros elegantes de clase preferente que la
rodeaban, confundida momentáneamente por las luces brillantes y de alta
tecnología del aeropuerto, y cayó en la cuenta de que era la primera vez en
más de veinticinco años que salía del estado de Florida. Nunca había visitado
a su hijo en Massachusetts; de hecho, él nunca la había invitado. Y como se
había aislado tan eficazmente del resto de su familia, no había nadie más a
quien visitar.
Susan
también era una viajera poco experimentada. Su excusa en los últimos años era
que no podía dejar sola a su madre. Pero la verdad era que sus viajes se
desarrollaban en la satisfacción intelectual de los pasatiempos que ideaba o
en la soledad de sus paseos en la lancha. Cada expedición de pesca era una
aventura única para ella. Aun cuando navegaba en aguas conocidas, siempre
encontraba algo diferente y fuera de lo común. Lo mismo pensaba sobre las
creaciones de su álter ego, Mata Hari.
Subieron
al avión en Miami abrumadas por la sensación de que se aproximaban al desenlace
de una historia que nunca les habían dicho que tuviese que ver con ellas, pero
que dominaba sus vidas de manera tácita. Sobre todo Susan Clayton, tras
enterarse de que el hombre que la acechaba era su padre, estaba embargada por
una extraña emoción de huérfana que había desplazado muchos de sus miedos: «Por
fin sabré quién soy.»
Sin
embargo, mientras los reactores del avión las acercaban al desconocido nuevo
mundo del estado cincuenta y uno, la confianza que suele acompañar a la emoción
perdió fuerza, y para cuando viraron para iniciar el descenso a las afueras de
Nueva Washington, las dos estaban sumidas en un silencio preñado de dudas.
«El conocimiento
es algo peligroso —pensó Susan—. El conocimiento
sobre uno mismo puede ser tan doloroso como útil.»
Aunque
no expresaban estos temores en voz alta, ambas eran conscientes de la tensión
que se había acumulado en su interior. Diana en especial, con la angustia
incipiente que una madre experimenta ante todo lo que escapa a su comprensión
inmediata, sentía que sus vidas se habían vuelto inestables, que se hallaban a
la deriva ante una tormenta que se avecinaba, haciendo girar desesperadamente
la llave en el contacto, escuchando el chirrido del motor de arranque mientras
el viento burlón arreciaba alrededor. Cerró los ojos cuando el tren de
aterrizaje golpeó la pista, deseando poder recordar un solo momento en que
Jeffrey y Susan eran pequeños y los tres vivían solos, pobres pero a salvo, en
su pequeña casa de los Cayos, ocultos de la pesadilla de la que habían
escapado. Quería pensar en un día normal, rutinario, corriente, en que no
hubiese ocurrido nada digno de mención. Un día en el que las horas transcurriesen
sin más, inadvertidas y sin nada de especial. Pero los recuerdos de ese tipo
parecían huidizos y de pronto imposibles d aprehender.
Cuando las dos se encontraban en la pasarela, sin saber muy bien adónde
dirigirse, el agente Martin se separó de la pared del fondo del pasillo, donde
había estado reclinado sobre un letrero grande y optimista que decía
BIENVENIDOS AL MEJOR LUGAR DEL MUNDO. Debajo había unas flechas que indicaban
INMIGRACIÓN, CONTROL DE PASAPORTES Y SEGURIDAD. El inspector cubrió con tres
zancadas la distancia que lo separaba de ellas, disimulando su frustración por
verse obligado a realizar una tarea que consideraba más propia de un chófer, y, con una sonrisa amplia y probablemente
transparente, saludó a madre e hija.
—Hola
—dijo—. El profesor me ha enviado a
recogerlas.
Susan lo observó con desconfianza.
Estudió su identificación durante un rato que al inspector le pareció un
segundo o dos demasiado largo.
—¿Dónde
está Jeffrey? —preguntó Diana.
El
agente Martin le dedicó una sonrisa cuya falsedad detectó Susan esta vez.
—Pues lo
cierto es que yo esperaba que usted me lo dijera. La única información que me
dio fue que volvía al lugar de donde había venido.
—Entonces
se ha ido a Nueva Jersey —dijo Diana—.
Me pregunto qué estará buscando.
—¿Seguro
que no lo sabe? —inquirió Martin.
—Ahí es
donde nacimos los dos —le explicó Susan al inspector—, donde nacieron muchas cosas. Lo que ha ido a buscar es alguna
pista que indique dónde van a terminar todas estas cosas. Yo habría pensado que esta conclusión
resultaría obvia, sobre todo para un policía.
El
agente Martin frunció el entrecejo.
—Usted
es la que inventa juegos, ¿verdad?
—Veo que
ha hecho los deberes. Así es.
—Esto no
es un juego.
Susan
desplegó una sonrisa forzada.
—Sí que
lo es —replicó—. Lo que ocurre es
que no es un juego muy agradable —añadió con sarcasmo.
El
inspector no contestó y se impuso un momento de silencio entre ellos.
—Y ahora
—dijo Susan al cabo—, ¿nos llevará a
algún sitio?
—Sí.
—Martin señaló a los pasajeros de clase preferente que hacían cola
diligentemente ante los controles de Inmigración—. He hecho algunas gestiones, de modo que podemos saltarnos el
papeleo habitual. Las llevaré a un lugar seguro.
Susan
rio con cinismo.
—Excelente.
Siempre he querido conocer ese lugar. Si es que existe.
El
inspector se encogió de hombros y recogió una de las maletas que Diana había
dejado caer al suelo. Extendió la mano hacia la de Susan también, pero ella
declinó la oferta con un gesto.
—Mis
cosas las llevo yo —dijo—. Siempre
lo he hecho.
El
agente Martin suspiró y sonrió.
—Bueno, como quiera
—dijo con mas jovialidad ungida, y decidió que, a juzgar por su primera
impresión, Susan Clayton no le caía muy bien. Ya
sabía que su hermano no le caía bien, e intuía que no se formaría una opinión
en un sentido u otro sobre Diana Clayton, aunque tenía curiosidad por saber
cómo era una mujer que se había casado con un asesino. La esposa de un
homicida. Los hijos de un homicida. Por un lado, no le interesaban demasiado;
por otro, sabía que eran imprescindibles para que él alcanzara sus propósitos.
Alargó el brazo hacia delante, apuntando a la salida, recordándose a sí mismo
que, al final, le importaría un comino si la familia Clayton entera moría
resolviendo el problema que aquejaba al estado cincuenta y uno.
El agente Martin llevó a las Clayton en una rápida visita guiada por
Nueva Washington. Les enseñó las oficinas del estado, pero no por dentro, y
menos aún el espacio que compartía con Jeffrey. Él les daba explicaciones
animadamente mientras recorrían en coche las calles de la ciudad y los
bulevares del ajardinado distrito financiero. Las paseó por algunas de las
urbanizaciones más cercanas, todas ellas zonas verdes, y al final acabaron ante
una fila algo aislada de casas adosadas, a la orilla de unos barrios
residenciales más exclusivos y a una distancia considerable de las empresas
del centro.
Las casas
adosadas —diseñadas a imitación de las que había en ciertas partes de San
Francisco, con adornos abarrocados y enredaderas con flores— estaban en una
calle sin salida al pie de unas estribaciones escabrosas, a unos kilómetros de
las montañas que se alzaban al oeste. Había una piscina comunitaria y media
docena de canchas de tenis al otro lado de la calle, así como un pequeño parque
salpicado de toboganes y columpios diseñados para niños de corta edad. Detrás
de las casas adosadas había unos terrenos de dimensiones modestas con césped en
los que apenas cabía una mesa, unas sillas, un hoyo para barbacoas y una
hamaca. Una valla de madera maciza de tres metros de altura delimitaba la parte
trasera de cada patio. Más que como protección contra los ladrones, la valla se
había construido para evitar que los niños pequeños se despeñaran por un
profundo barranco que se abría en los límites de la urbanización. Al otro lado
había una extensión de terreno no edificado, cubierto de matorrales, malas
hierbas y artemisas de ramas nudosas.
La
última casa de la fila era propiedad del estado.
El
agente Martin giró para entrar con el coche en un aparcamiento pequeño.
—Hemos
llegado —anunció—. Aquí estarán
cómodas.
Se
acercó a la parte posterior del vehículo, sacó las bolsas que pertenecían a
Diana, y le dejó el maletero abierto a Susan. Echó a andar por la corta acera
hacia la casa cuando oyó a Susan preguntar:
—¿No va
a cerrar los seguros de las puertas?
Él se
volvió y negó con la cabeza.
—Ya se lo dije a su hermano. Aquí no hace falta cerrar el coche con
seguro, ni echar la llave a la puerta de la calle, ni obligar a los niños a
llevar dispositivos localizadores, ni activar el sistema de alarma cada vez
que uno entra o sale de casa. Aquí no. De eso se trata. Ésa es la belleza de
este sitio. Uno no tiene que cerrar sus puertas con llave.
Susan se
detuvo y dejó que su mirada se deslizara por la calle sin salida,
inspeccionando la zona con cautela.
—Nosotras
las cerramos —repuso. Sus palabras parecían fuera de lugar entre los sonidos de
peloteo procedentes de las canchas de tenis y el jolgorio distante pero
inconfundible de niños que jugaban.
Al
inspector no le llevó mucho tiempo enseñarles la casa a las dos mujeres. Había
una cocina comunicada con un comedor que se prolongaba en una pequeña sala de
estar. Al lado estaba la habitación de medios audiovisuales, que contenía un
ordenador, una cadena de música y un televisor. Había otro ordenador en la
cocina, y un tercero en uno de los tres dormitorios de la planta superior. Toda
la casa estaba amueblada con un estilo anodino, un poco superior al de un buen
hotel, pero un poco inferior a aquello en lo que invertiría una familia. El
agente Martin explicó que el estado alojaba en esa casa a los ejecutivos que
preferían no quedarse en ninguno de los hoteles.
—Pueden
conseguir lo que necesiten por medio del ordenador —le dijo a Susan—. Hacer un pedido de comestibles. Una
película. Una pizza. Lo que sea. No se preocupen por los gastos, lo cargaré
todo en una de las cuentas del Servicio de Seguridad. —Martin encendió uno de
los ordenadores—. Ésta es su
contraseña —indicó mientras escribía KARO—.
Ahora pueden pedir que les traigan lo que quieran hasta la puerta de su casa.
—El tono jovial de su voz parecía enmascarar una mentira—. Muy bien —agregó al cabo de un momento—. Las dejo para que se instalen. Pueden comunicarse
directamente a través del ordenador. Su hermano podrá también, cuando regrese,
pero sospecho que se pondrá en contacto antes. Entonces podremos reunimos todos
y decidir cuál es el siguiente movimiento.
El
agente Martin retrocedió un paso. Diana estaba de pie junto al ordenador y, haciendo un floreo, sacó un catálogo de
una tienda de comestibles. La pantalla parpadeó y en ella apareció el mensaje:
¡BIENVENIDO A A&P!, y después con un carrito de supermercado digital empezó
a avanzar por el Pasillo Uno / Frutas y verduras frescas. Susan, suspicaz, no
quitaba ojo a Martin, que pensó: «No te fíes de ésa.»
—Estaremos
bien —aseguró Susan.
Al
salir, Martin oyó a su espalda un sonido al que no estaba acostumbrado: el de
un cerrojo al correrse.
Susan recorrió la casa adosada mientras su madre utilizaba el
ordenador para hacer un pedido de provisiones y concertar la entrega con el
servicio local de reparto. La joven se alegró al oírla pedir algunos artículos
que normalmente habrían considerado lujos: queso Brie, cerveza importada, un
Chardonnay caro, un chuletón. Susan inspeccionó la pequeña casa como un
general inspeccionaría un posible campo de batalla. Le parecía importante tomar
buena nota de dónde lucharía, si se viera obligada a ello. Debía localizar el
punto más estratégico, el sitio desde donde pudiera tender una emboscada.
Diana,
mientras tanto, se percató de lo que hacía su hija y decidió prepararse
también. Tras completar el pedido de comestibles con el ordenador, solicitó al
servicio de entrega una descripción de la persona que les llevaría la compra.
Pidió también que le describieran el vehículo de reparto. Sin embargo, en
cuanto desconectó la línea, se apoderó de ella la fatiga residual del vuelo y
de la tensión generada por la situación que las había llevado hasta allí. De
modo que, en lugar de prepararse, se sentó pesadamente y contempló a su hija,
que exploraba despacio la casa.
Susan
advirtió que los cerrojos de las ventanas de la planta baja eran anticuados y
probablemente poco eficaces. La puerta de la calle tenía una sola cerradura y
ninguna cadena que la reforzara. No había sistema de alarma. La puerta
posterior era corredera como las que suelen dar a los patios y no tenía más que
un pestillo que en realidad no estaba diseñado para proteger contra nada.
Encontró una escoba en un armario trastero, apoyó el mango contra una pared y, con una patada rápida, lo partió,
separándolo de la cabeza. Colocó el palo entre el marco de la corredera y la
puerta, dejándola tosca pero firmemente asegurada. Cualquiera que quisiera
entrar por ahí se vería obligado a romper el vidrio.
La
planta superior, pensó Susan, debía de resultar más inaccesible para los
intrusos. No había visto una forma fácil de llegar hasta las ventanas de
arriba sin una escalera. En la parte trasera de la casa adosada había un
pequeño enrejado con flores que llegaba hasta el balcón del dormitorio
principal, pero dudaba que soportara el peso de un adulto, y los tallos de las
rosas que trepaban por la estructura de madera tenían espinas muy puntiagudas.
Las casas contiguas la inquietaban un poco; creía que era posible que alguien
se acercase por el tejado, pero comprendió que no podía tomarse ninguna
precaución contra eso. Por suerte, la pendiente era pronunciada, por lo que
supuso que alguien que intentase allanar la casa intentaría entrar primero por
los accesos más evidentes de la planta baja.
Susan
abrió la cremallera de su pequeña bolsa de lona y extrajo tres armas
diferentes. Había dos pistolas: una Colt .357 Magnum cargada con balas cilíndricas
de punta plana, que ella consideraba un instrumento sumamente eficaz a
distancias cortas, y una semiautomática ligera Ruger .380, con nueve balas en
el cargador y una en la recámara. Llevaba también una metralleta Uzi totalmente
automática que había obtenido de manera ilegal en los Cayos de manos de un
narcotraficante retirado a quien le gustaba intercambiar con ella trucos de
pesca y que nunca se desanimaba cuando ella rechazaba sus habituales
invitaciones a salir con él. Este pretendiente le había dado la Uzi tal y como,
en una época anterior, habría podido obsequiarla con flores o una caja de
bombones. Ella colocó la correa de la metralleta en torno a una percha y la
colgó en el ropero del dormitorio del primer piso, tras taparla con una
sudadera.
En el
pasillo de la planta superior había un armario para la ropa blanca; ella puso
la automática, amartillada y lista para disparar, entre dos toallas, en el
estante de en medio. Escondió la Magnum en la cocina, tras una fila de libros
de recetas. Le enseñó a su madre dónde estaba cada arma.
—¿Te has
fijado —preguntó Diana en voz baja y juguetona— que no hay guardias armados por
aquí? En Florida parece que estén por todas partes. Aquí no.
No
obtuvo respuesta.
Las dos
mujeres fueron a la sala de estar y se repantigaron una frente a la otra, ahora
que el agotamiento debido al viaje y a los nervios empezaba a hacer mella
también en Susan. Diana Clayton, por supuesto, notaba el dolor de su enfermedad
que la corroía por dentro. Llevaba un tiempo adormecido, como a la expectativa
de en qué modo le afectarían estos extraños acontecimientos. Y ahora, tras
comprobar que este cambio de aires no suponía una amenaza para él, de pronto se
había decidido a recordarle su presencia. Una punzada le recorrió el vientre, y
se le escapó un gemido.
Su hija
alzó la vista.
—¿Te
encuentras bien?
—Sí, no
pasa nada —mintió Diana.
—Deberías descansar.
Tomarte una pastilla. ¿Seguro que estás bien?
—Sí, pero me tomaré un par de pastillas.
Susan se dejó resbalar de su silla y quedó sentada junto a las rodillas de su
madre, acariciándole la mano a la mujer mayor.
—Te
duele, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer?
—Hacemos lo que podemos.
—¿Crees que tal vez no deberíamos haber
venido?
Diana se rio.
—¿Dónde podríamos estar, si no? ¿Esperándolo en casa, ahora que nos ha
encontrado? Éste es justo el sitio donde quiero estar. Me duela o no me duela.
Pase lo que pase. Además, Jeffrey dijo que nos necesitaba. Todos nos
necesitamos entre nosotros. Y tenemos que llevar este asunto a su conclusión,
sea la que sea. —Sacudió la cabeza—.
¿Sabes, cielo? En cierto modo llevo veinticinco años esperando este momento.
No quisiera traicionarme a mí misma ahora.
Susan
titubeó.
—Nunca nos contaste nada de nuestro padre. Ni siquiera recuerdo que
habláramos de él una sola vez.
—Pues
claro que hablábamos de él —repuso su madre con una sonrisa—. Miles de veces. Cada vez que hablábamos
de nosotros mismos. Cada vez que teníais un problema, una aflicción o incluso
sólo una pregunta, hablábamos de vuestro padre. Es sólo que no erais
conscientes de ello.
Tras una
vacilación, Susan preguntó:
—¿Por
qué? Es decir, ¿qué te impulsó a abandonarlo entonces?
Su madre
se encogió de hombros.
—Ojalá
pudiera decírtelo. Ojalá hubiese habido un momento concreto. Pero no lo hubo.
Fue por el tono de su voz, la manera en que hablaba. El modo en que me miraba
por la mañana. El modo en que desaparecía, y luego yo lo encontraba en el baño,
lavándose las manos obsesivamente. O en la cocina, hirviendo un cuchillo de
caza en una cacerola. ¿Era la expresión de sus ojos, la dureza de sus palabras?
Una vez encontré un material pornográfico horrible, violento, y él me gritó que
nunca, jamás, fisgara en sus cosas. ¿Fue por su olor? ¿El mal puede olerse?
¿Sabes que el hombre que identificó al nazi Eichmann era ciego... pero se
acordaba de la colonia del arquitecto de la muerte? En cierto modo, a mí me
pasaba lo mismo. No era nada, y sin embargo era todo. Huir fue la cosa más
difícil que he hecho jamás, y a la vez la más sencilla.
—¿Por
qué no te lo impidió?
—Creo
que él dudaba que yo fuera capaz de conseguirlo. Creo que no se imaginaba
realmente que yo fuera a marcharme, llevándome a tu hermano y a ti conmigo.
Creo que estaba convencido de que daríamos media vuelta al llegar a la esquina,
o tal vez al llegar al límite de la ciudad, desde luego antes de llegar al
banco para sacar dinero. Nunca imaginó que yo seguiría conduciendo sin mirar
atrás en ningún momento. Era demasiado arrogante para pensar que yo haría eso.
—Pero lo
hiciste.
—Lo
hice. Había mucho en juego.
—¿Ah,
sí?
—Tú y tu
hermano.
Diana
sonrió con ironía, como si ésta fuera la aclaración más obvia del mundo, y
luego se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco pequeño de pastillas. Lo
agitó para que le cayesen dos en la palma de la mano, se las metió en la boca
y se las tragó con esfuerzo, sin agua.
—Creo
que voy a echarme un rato —anunció. Haciendo un esfuerzo consciente por caminar
sin trastabillar o cojear a causa de la enfermedad, atravesó la sala y subió
por las escaleras.
Susan
permaneció en su silla. Esperó a oír el sonido de la puerta del baño y después
la de la habitación al cerrarse. Luego echó la cabeza atrás, cerró los ojos e
intentó visualizar al hombre que las acechaba.
¿De
cabello cano, en vez de castaño? Recordaba una sonrisa, una mueca cínica y
burlona que la asustaba. «¿Qué nos hizo? Algo. Pero ¿qué?» Maldijo la
imprecisión de su memoria porque sabía que algo había sucedido pero había
quedado sepultado por años de negación. Se imaginó a sí misma años atrás, una
niña poco femenina con cola de caballo, uñas sucias y téjanos, corriendo por
una casa grande. Recordaba que había un estudio. Allí es donde estaría él. En
la mente de Susan, ella era pequeña, apenas con edad suficiente para ir a la
escuela, y se encontraba ante la puerta del estudio. En esta ensoñación,
intentó obligar a su imagen a abrir la puerta y mirar al hombre que estaba
dentro, pero no logró reunir valor suficiente para ello. Abrió los ojos de
repente, jadeando, como si hubiera estado aguantando la respiración bajo el
agua. Tragó aire a grandes bocanadas y sintió que el corazón le latía a toda
velocidad. No se movió hasta que hubo recuperado su ritmo normal.
Susan
llevaba así sentada unos minutos cuando sonó el teléfono. Se levantó
rápidamente, atravesó la sala de una zancada y descolgó el auricular.
—¿Susan?
—Era la voz de su hermano.
—¡Jeffrey!
¿Dónde estás?
—He
estado en Nueva Jersey. Estoy a punto de emprender el viaje de regreso. Sólo me
queda una persona con quien entrevistarme, y está en Tejas. Pero eso dependerá
de si quiere verme, y no estoy muy seguro de que quiera. ¿Estáis bien mamá y
tú? ¿Qué tal el vuelo?
Susan
activó la conexión con el ordenador y el rostro de Jeffrey apareció en la
pantalla. Su aire entusiasmado la sorprendió.
—El
vuelo ha ido bien —respondió ella—.
Me interesa más lo que has averiguado.
—Lo que he averiguado es que me temo que
será imposible localizar a nuestro padre por medios convencionales. Os lo
explicaré con más detalle cuando os vea. Pero nos quedan los medios no
convencionales, es decir, lo que supongo que las autoridades de allí ya habían
deducido cuando acudieron a mí. Quizá no lo sabían a ciencia cierta, pero a
efectos prácticos es lo mismo. —Hizo una pausa y luego preguntó—: Bueno, ¿cómo pinta el futuro, en tu opinión?
Susan se
encogió de hombros.
—Llevará un tiempo acostumbrarse. En este estado todo es tan relamido
y correcto que me hace preguntarme qué pasaría si uno eructara en un sitio
público. Seguramente le pondrían una multa. O lo detendrían. Casi me pone los
pelos de punta. ¿A la gente le gusta?
—Vaya si
le gusta. Te sorprendería todo
aquello a lo que la gente está dispuesta a renunciar por algo más que la
ilusión de la seguridad. También te sorprendería la rapidez con que uno puede
acostumbrarse a ello. ¿Martin se ha mostrado servicial?
—¿El
increíble Hulk? ¿Dónde encontraste a ese tipo?
—En
realidad, él me encontró a mí.
—Bueno, pues nos ha dado una vuelta por ahí y luego nos ha metido en
esta casa para que te esperásemos aquí. ¿Cómo se hizo esas cicatrices que tiene
en el cuello?
—No lo
sé.
—Seguro
que eso tiene historia.
—No sé si tengo muchas ganas de pedirle
que nos la cuente. Susan se rio. Jeffrey pensó que era la primera vez en años
que oía a su hermana reírse.
—Sí que
parece un tipo superduro.
—Es
peligroso, Susie. No te fíes de él. Seguramente es la segunda persona más
peligrosa con la que tendremos que lidiar. No, pensándolo bien, la tercera. A
la segunda la voy a ir a ver antes de reunirme con vosotras.
—¿Quién
es?
—Alguien
que quizá me eche una mano, o quizá no. No lo sé.
—Jeffrey...
—Susan titubeó—. Necesito saber
algo. ¿Qué has averiguado sobre... —se interrumpió antes de continuar— sobre
nuestro padre? Eso no suena bien. ¿Sobre papá? ¿Sobre nuestro papaíto querido?
Dios santo, Jeffrey, ¿cómo debemos considerarlo?
—No lo consideres una persona a la que te
unen lazos de sangre. Considéralo simplemente un ser a quien estamos
excepcionalmente capacitados para enfrentarnos. Susan tosió.
—No es
mala idea. Pero ¿qué has descubierto?
—Que es
culto, taimado, inmensamente rico y del todo despiadado. La mayoría de los
asesinos no encajan en ninguna de esas categorías excepto la última. Unos pocos
encajan en dos de ellas, lo que dificulta en gran medida su captura. Nunca he
oído hablar de un homicida que tenga tres de esas características, y mucho
menos las cuatro.
Esta
aseveración dejó a Susan helada. Notó que se le secaba la garganta y pensó que
debía hacer alguna pregunta inteligente o un comentario profundo, pero se había
quedado sin palabras. Se sintió aliviada cuando Jeffrey preguntó:
—¿Cómo
está mamá?
Susan
miró sobre su hombro las escaleras que conducían a la habitación donde se
encontraba su madre reposando y, con
un poco de suerte, durmiendo.
—Lo
lleva bastante bien por el momento. Sufre dolores, pero se la ve menos
impedida, lo que me parece una contradicción extraña. Creo que, curiosamente,
esta situación le da fuerzas. Jeffrey, ¿tienes idea de lo enferma que está?
Ahora le
tocó a su hermano el turno de quedarse callado. Se le ocurrieron varias
respuestas, pero sólo fue capaz de decir:
—Mucho.
—Así es.
Mucho. Terminal.
Los dos
guardaron silencio entonces, intentando asimilar esta palabra.
Jeffrey
veía el pasado de su padre como un retablo de cemento fresco alisado con mano
experta y fraguado por el paso de los años. Y veía el pasado de su madre como
un lienzo impregnado de colores vivos. Y ésa, concluyó, era la diferencia
entre los dos.
Susan
sacudió la cabeza.
—Pero ella quiere estar aquí. De hecho, como ya te he dicho, casi da
la impresión de que todo esto la vigoriza. Durante el viaje, todo el día de
hoy, parecía llena de vida.
Jeffrey
meditó durante unos segundos y entonces le vino una idea a la cabeza.
—¿Crees que mamá podría quedarse sola?
—preguntó—. No durante mucho tiempo.
Sólo un día.
Susan no respondió de inmediato.
—¿Qué estás pensando?
—No sé si te gustaría acompañarme en una entrevista. Te dará una idea mejor de aquello a lo que
nos enfrentamos. Y también te dará una idea un poco más aproximada de cómo me
gano la vida.
Susan,
intrigada, arqueó una ceja.
—Suena
interesante. Pero no tengo muy claro lo de dejar sola a mamá... —Oyó un ruido a
su espalda y al darse la vuelta vio a su madre, al pie de la escalera,
observándola a ella y la imagen de Jeffrey en la pantalla.
Diana
despejó las dudas de los dos.
—Hola,
Jeffrey —saludó, sonriendo—. Me ha
parecido oír tu voz y he creído que soñaba, así que cuando me he dado cuenta de
que no era así, he bajado. Ya estoy
deseando que los tres volvamos a estar juntos. —Se volvió hacia su hija y al
pensar en todas las palabras duras que Susan y Jeffrey habían compartido en
años anteriores casi le pareció divertido que recuperasen su relación gracias
al hombre de quien habían huido hacía tanto tiempo—. Ve con él —dijo—. Por un día no me pasará nada. Me lo
tomaré con calma y ya está. Descansaré un poco. Quizá dé un paseo. A lo mejor
le pido a alguien que me lleve a conocer un poco mejor el estado. Sea como
fuere, creo que me gusta estar aquí. Es un sitio muy limpio. Y tranquilo. Me
recuerda un poco mi infancia.
Esto
sorprendió a Susan.
—¿En
serio? —Asintió con la cabeza—. De
acuerdo. Si estás segura... —Vio que su madre le quitaba importancia al asunto
con un gesto—. ¿Qué hago? —le
preguntó Susan a su hermano.
—Vuelve
al aeropuerto por la mañana y toma el primer vuelo a Dallas, Tejas. Allí, coge
un vuelo de enlace a Huntsville. Salen temprano. Nos encontraremos allí cuando
llegues. La clave de ordenador que el agente Martin os ha dado deberá bastar
para pagar los vuelos y cualquier otra cosa. No lleves contigo demasiadas
cosas. Y, sobre todo, nada de armas.
—De
acuerdo. ¿Qué hay en Huntsville, Tejas?
—Un
hombre a quien ayudé a detener hace un tiempo.
—¿Está
en la cárcel?
—En el corredor de la muerte.
—Bueno —comentó ella
tras una breve pausa—, supongo que
al menos su futuro está claro.
En su despacho de la jefatura de seguridad, el agente Roben Martin
reprodujo una grabación de la conversación telefónica entre hermano y hermana
que acababa de finalizar. Examinó el rostro de Jeffrey en su monitor de vídeo
en busca de algún indicio de que el profesor hubiese adquirido información que
pudiese conducirlos hasta su presa. Al escuchar al joven hablar con su hermana,
Martin llegó a la conclusión de que Jeffrey había averiguado, en efecto, algún
dato que él necesitaba. Aun así, el inspector resistió el fuerte impulso de
arrancárselo agresivamente. Acabaría por descubrir lo que necesitaba saber,
pensó, siempre y cuando mantuviese los ojos y los oídos bien abiertos.
Paró la
cinta de la conversación y dio al ordenador la orden de que transcribiese toda
la información que madre e hija introdujesen en los teclados de la casa. Al
cabo de pocos minutos, tal como esperaba, vio que hacían reservas de avión.
Unos momentos después, comprobó que habían contactado con un servicio de coches
para que les enviaran uno temprano por la mañana al día siguiente. También se
estaban grabando las conversaciones que se mantenían en el interior de la casa,
pero decidió que no había necesidad de escucharlas.
Martin
se reclinó en su asiento. «El increíble Hulk», pensó irritado. Se percató de
que se estaba toqueteando las cicatrices del cuello.
Todavía
le dolían. Siempre le habían dolido.
Un
psicólogo le había explicado un día lo que era el dolor fantasma: una persona
a la que han amputado una pierna puede tener la sensación de que el miembro que
le falta le duele. Un médico le había dado a entender que el ardor que notaba
en sus cicatrices podía encajar en esa categoría. La herida ya no era física,
sino mental, pero el dolor era el mismo. Pensaba que tal vez desaparecería
cuando el hermano que se las había causado —lanzándole grasa de tocino
hirviendo de una sartén por encima de la mesa, al final de una discusión—
muriese, pero eso no había sucedido. Su hermano había muerto apuñalado en el
patio de una prisión hacía más de una década, y las cicatrices aún le dolían.
Con los años, se había resignado a la sensación, al escozor y a la idea de que
llevaba un recuerdo grabado en la piel que le inspiraba odio y pena a partes
iguales.
Fijó la
vista en el ordenador para contemplar el rostro de Jeffrey Clayton.
«Casi ha dado en el blanco, profesor. Soy el hombre más peligroso con
el que topará jamás —dijo para sí—.
Ni el segundo ni el tercero, y desde luego no estoy por debajo de su viejo en
la lista. Estoy en el primer puesto. Y se acerca rápidamente el día en que se
lo demostraré, a usted y a su padre.»
Robert Martin sonrió. La única diferencia entre su hermano muerto y él
mismo era que él tenía una placa, lo que elevaba su propensión a la violencia
a un nivel totalmente distinto.
Martin
se apartó del ordenador. Tomó nota de la hora a la que estaba previsto que
llegara a la casa el coche del servicio de transporte, con la intención de
acudir a presenciar la partida de Susan Clayton.
La pantalla ondeó ante él, como el aire vaporoso sobre una autopista
en un día de mucho calor. Ya había
introducido una sola orden, mediante la que autorizaba al estado a pagar todos
los gastos efectuados por KARO.
Para recalcar esto, había identificado KARO como Diana y Susan
Clayton de Tavernier, Florida, en un memorándum interno. Había enviado una
copia del mismo por correo electrónico a sus jefes del Servicio de Seguridad
así como al Departamento de Inmigración y Control de Pasaportes. Esto
permitiría a las dos mujeres viajar libremente a lo largo y ancho del estado
cincuenta y uno.
Se
sonrió. Emitir el memorándum era, por supuesto, justo lo que Jeffrey le había
pedido que no hiciera.
El
agente Martin no sabía cuánto tiempo tardaría el hombre a quien buscaba en
descubrir que su esposa e hija se alojaban en una casa adosada propiedad del
estado. Incluso era posible que ya lo supiese, pensó Martin, pero dudaba que ni
siquiera un asesino tan competente como el padre de Jeffrey estuviese tan
alerta. Entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas, calculó. «En cuanto
averigüe esto —se dijo Martin— e intercepte parte de su correspondencia
electrónica, seguirá obrando con cautela, pero también con curiosidad. Y la
curiosidad, lenta pero segura, prevalecerá sin duda alguna. Pero no le bastará
con leer los mensajes de ordenador, ¿verdad?
No, él
sentirá la necesidad de verlas. Entonces irá a la casa adosada y las espiará.
Pero tampoco le bastará con eso, ¿verdad? No. Sentirá la necesidad de hablar
con ellas. Cara a cara. Y luego, después de eso, quizás incluso sienta la
necesidad de tocarlas.
»Y
cuando lo haga, yo estaré ahí. Aguardando.»
El
agente Martin se puso en pie: KARO. Kar-nada.
No era
un buen juego de palabras, pensó. Pero era un juego de palabras al fin y al
cabo.
A
continuación se preguntó si una cabra atada en medio de la selva rompía a balar
por miedo al tigre que se acercaba o por frustración, porque sabía que su
insignificante vida sería sacrificada sólo para que el cazador escondido en la
espesura pudiera apuntar bien a su presa y abatirla con un solo disparo.
El
agente Martin salió del despacho, con la sensación, por primera vez en
semanas, de que había ganado ventaja.
Todavía estaba oscuro como boca de lobo cuando el inspector salió de
su hogar y se encaminó a la casa adosada donde madre e hija dormían. Había poco
tráfico en las horas previas al alba —la vida en el estado cincuenta y uno era
menos ajetreada que en otros lugares, y los horarios de oficina, más del gusto
de los residentes—, así que atravesó
a buen ritmo las urbanizaciones que aún se hallaban en silencio. Apenas miraba
los vehículos que ocasionalmente se cruzaban con el suyo, o aquellos cuyos
faros se colaban hasta su retrovisor. Supuso que faltaban noventa minutos
largos para el amanecer, así que tomó la salida y enfiló despacio la calle
cerrada donde se encontraban las Clayton.
Había
elegido con sumo cuidado la casa adosada. El estado poseía varias casas en
zonas diferentes, pero no todas tenían tantos micrófonos ocultos ni un terreno
tan propicio como ésa. La abrupta pendiente que se abría en la parte posterior
de la urbanización y la elevada valla al borde del barranco impedirían de forma
bastante eficaz que alguien se acercara desde aquella dirección. Dudaba sobre
todo que el hombre a quien buscaba intentase acceder por allí; requeriría una
forma física que no creía que aquel hombre mayor conservase todavía. Ése no
parecía ser el estilo del asesino; el padre de Jeffrey no era el tipo de
homicida que subyugaba a sus víctimas valiéndose de la fuerza bruta; parecía
más bien de los que las vencían por medio de la inteligencia y las seducían, de
modo que, cuando al fin se daban cuenta de que el hombre a quien estaban mirando
a los ojos pretendía hacerles el mayor daño posible, ya era demasiado tarde
para resistirse y luchar.
Martin
condujo durante un minuto más, ascendiendo por unas colinas. Estuvo a punto de
pasarse del camino de tierra que buscaba y tuvo que pisar a fondo el freno y
dar un volantazo para tomar la curva. El coche de paisano comenzó a dar tumbos
al avanzar sobre las piedras sueltas y la grava, y las ruedas iban dejando una
estela de humo que se perdía de vista engullida por la noche.
El
camino estaba lleno de baches y pequeños surcos excavados por la lluvia, de
modo que redujo la velocidad, soltó una maldición y vio que sus faros subían y
bajaban bruscamente. Delante de él, una liebre se espantó y desapareció en los
arbustos. Un par de ciervos se quedaron paralizados por unos instantes al ver
las luces, que daban un brillo rojo a su mirada, antes de internarse en los
matorrales de un salto.
Martin
dudaba que hubiese muchas otras personas que conociesen ese camino, y suponía
que muy pocas lo habían recorrido en los últimos años. Observadores de aves y
excursionistas, tal vez. Motos de trial y todoterrenos los fines de semana. No
había muchos otros posibles motivos para aventurarse por allí. El camino lo
había abierto un equipo de topógrafos que iba a explorar la zona en busca de
terrenos edificables, pero al final dictaminaron que eran poco aptos.
Resultaría difícil subir agua y materiales de construcción hasta allí, y la vista
no era lo bastante espectacular para compensar el esfuerzo.
Los
neumáticos hicieron crujir la tierra arenosa cuando paró el coche. Apagó el
motor y permaneció sentado un par de minutos mientras sus ojos se adaptaban a
la oscuridad. En el asiento del pasajero, Martin llevaba dos pares de
prismáticos, unos normales, para cuando amaneciese, y unos más grandes,
pesados, color verde oliva, de visión nocturna, para uso militar. Se puso las
correas de ambos al cuello. A continuación agarró una linterna pequeña que
emitía una luz tenue y rojiza, una mochila que contenía un bollo relleno de
fruta y un termo de café solo, y echó a andar.
Alumbraba su camino con
el haz de la linterna, temeroso sobre todo de topar con una serpiente de
cascabel dormida. El lugar al que se dirigía estaba a sólo unos cien metros de
donde había dejado el coche, pero la topografía era accidentada, abundaban las
rocas y cavidades con arcilla poco compacta que resultaban tan resbaladizas
como el hielo en un lago congelado. Más de una vez tropezó, luchó por
recuperar el equilibrio y siguió adelante.
Martin
tardó casi quince minutos en recorrer el trecho entre traspiés y resbalones,
pero su recompensa quedó patente cuando llegó al final del angosto sendero. Se
hallaba al borde de un risco de tamaño considerable con vista a la piscina
comunitaria y las canchas de tenis. Desde donde estaba, abarcaba toda la hilera
de casas adosadas. Y, lo que era
más importante, dominaba con toda claridad la última vivienda de la fila.
Gracias a la altura del peñasco, alcanzaba a ver incluso una parte del patio
trasero.
Se apoyó
en el borde de una roca grande y plana y se llevó los prismáticos de visión
nocturna a los ojos. Barrió la zona rápidamente para detectar cualquier
movimiento que se produjese en la calle, más abajo, pero no percibió nada. Bajó
los anteojos, abrió el termo y se sirvió una taza de café. El líquido se fundió
con la noche; era como si tomase unos sorbos de aire, de no ser porque le
quemaba la garganta. Hacía fresco, y ahuecó las manos en torno al termo para
calentárselas.
Entre un
trago y otro, tarareaba. Primero melodías de espectáculos de Broadway que
nunca había visto. Después, conforme pasaban los minutos, sonidos anónimos que
fluían formando frases musicales de origen indeterminado que se desvanecían en
la negrura que lo rodeaba, sin llegar nunca a mitigar la soledad de su espera.
El frío
y lo intempestivo de la hora conspiraron para desconcentrarlo, pero logró
vencer la distracción. La noche parecía hacer ruidos; un susurro entre las
hierbas y la maleza, el movimiento repentino de unas piedras. De cuando en
cuando volvía la cabeza hacia atrás y escudriñaba con los prismáticos la zona
que tenía justo a la espalda. Avistó un mapache y luego una zarigüeya, animales
nocturnos que aprovechaban los últimos minutos que quedaban hasta el amanecer.
Martin exhaló despacio, se llevó la mano bajo la chaqueta y palpó la
presencia reconfortante de la pistola semiautomática que llevaba en una
sobaquera. Maldijo una o dos veces en alto, dejando que las palabrotas
estallasen como la llama de una cerilla en la oscuridad que lo rodeaba.
Despotricó contra el tiempo, la soledad y la sensación de inestabilidad que le
producía estar encaramado en un risco como un ave de presa. Se sentía incómodo
y ligeramente nervioso. No le gustaban las zonas rurales del estado. En las
zonas urbanas no había esa oscuridad que lo aterraba. Pero se había alejado
apenas unos cien metros de terrenos edificados, internándose en un espacio más
primitivo, y esto le hacía darse la vuelta bruscamente cada vez que oía el más
leve chasquido o rumor.
El
agente Martin miró hacia el este.
—Venga,
joder, la mañana. Ya sería hora.
No era
tan optimista como para suponer que su presa se presentaría la primera noche.
Eso sería una suerte excesiva, se dijo. Sin embargo, confiaba en no tener que
esperar mucho a que apareciera el padre de Jeffrey. Martin había estudiado
todos los otros casos, buscando coincidencias temporales que lo llevasen a
elegir un momento sobre otro, pero no había sacado nada en limpio. Los
secuestros se habían producido tanto de día como de noche, tanto temprano como
tarde. Las condiciones meteorológicas iban desde calurosas y húmedas hasta
frías y lluviosas. Aunque sabía que había pautas en esos crímenes, esas pautas
residían en las muertes, no en el rapto de las víctimas, de modo que no
encontró nada que lo orientase. No podía basarse más que en su propio criterio.
Planeaba volver al peñasco la noche siguiente, desde la medianoche hasta el
alba.
Desde
luego, no tenía la menor intención de informar a Jeffrey sobre dónde iba a
estar.
El
inspector se encogió e hizo el propósito de traer consigo una chaqueta que
abrigase más y un saco de dormir la noche siguiente. Y más comida. Y algo menos
pegajoso que el bollo, que le había dejado los dedos pringados de una jalea
desagradable que lamía como un animal. Se secó las manos con un fajo de
pañuelos de papel y los tiró a un lado. Cambió de posición, incómodo, pues la
roca dura contra la que estaba recostado se le clavaba en el trasero.
Consultó
su reloj y advirtió que eran casi las cinco y media. El coche que habían pedido
debía de llegar a las seis menos diez. El vuelo de Susan Clayton salía a las
siete y media. Tal como esperaba, vio una luz del pasillo encenderse en la casa
adosada.
Casi al mismo tiempo,
vislumbró los tenues rayos del amanecer que despuntaban sobre la colina.
Extendió la mano ante su cara y, por
primera vez, pudo entrever las cicatrices que tenía al dorso. Dejó los
prismáticos de visión nocturna y cogió los normales. Miró a través de ellos y
soltó una imprecación ante el mundo gris y poco definido que le mostraron. Se
percató de que se hallaba atrapado en ese momento escurridizo que precede a la
salida del sol y en el que ni los anteojos de visión nocturna ni los normales
resultaban del todo adecuados.
Era un
momento indeciso, y no le gustaba.
Las
primeras luces y el coche llegaron casi a la vez, mientras él aguzaba la vista
para observar.
Vio a
Susan Clayton, que llevaba sólo una bolsa pequeña y se pasaba la mano por el
pelo todavía húmedo, salir de la casa adosada justo cuando el coche se acercaba
por la calle. Al mirar su reloj comprobó que el coche llegaba cinco minutos
antes de lo acordado. Ella aguardó en la acera mientras el vehículo se
aproximaba despacio.
Robert
Martin dio un respingo y se incorporó de golpe.
Soltó el
aire con brusquedad, con todo el cuerpo repentinamente tenso.
—¡No!
—exclamó, casi gritando. Luego susurró con una certeza súbita y aterradora—. Es él.
Estaba
demasiado lejos para prevenirla a voces, y tampoco estaba seguro de que lo
haría si pudiera. Intentó poner en orden sus pensamientos e impuso una frialdad
de hierro a sus actos, haciendo acopio de fuerzas. No esperaba que se le
presentara la oportunidad tan rápidamente, pero al parecer había llegado el
momento, y al pensar en ello ahora, le parecía obvio. Un pedido a un servicio
de coches por ordenador. Era la suplantación más sencilla imaginable. Ella
subiría al primer coche que apareciera, sin prestar atención, sin pensar en lo
que hacía.
Y, sobre todo, sin fijarse en el conductor.
Vio que
el coche reducía la velocidad y se detenía. Susan Clayton se acercó a la puerta
justo cuando el conductor sacaba parte del cuerpo de detrás del volante.
Martin mantuvo los prismáticos enfocados en el hombre, que llevaba encasquetada
una gorra de béisbol que le daba sombra en la cara. Martin soltó otro taco,
maldiciendo la densidad gris del aire que lo rodeaba y hacía que lo viese todo
borroso. Se apartó los anteojos de la cara, se frotó los ojos con fuerza por
unos instantes y luego reanudó su observación. El hombre parecía de espaldas
anchas, fuerte y, lo que era más
significativo, tenía lo que al inspector le parecieron unos mechones de cabello
cano que le sobresalían por debajo de la gorra. El conductor se quedó a un
costado del coche, como inseguro respecto a si Susan Clayton necesitaba ayuda
con su maleta o si él debía rodear el automóvil para abrirle la portezuela. A
ella no le hizo falta ninguna de las dos cosas. A continuación, el conductor
se agachó para subir de nuevo al vehículo, pero, antes de que se perdiera de
vista tras el volante, Martin pudo atisbarlo durante una fracción de segundo;
lo suficiente, pensó. La edad justa, la estatura justa y el momento justo. Era
justo la persona.
Martin echó una última ojeada para comprobar el color y la marca del
coche. Lo vio girar en redondo en la zona de aparcamiento, y tomó nota del
número de matrícula.
Luego,
cuando el automóvil enfiló la calle sin salida, para alejarse despacio por donde
había venido, Martin dio media vuelta y arrancó a correr hacia su coche.
El inspector atravesó a toda prisa los arbustos y la maleza como un
jugador de fútbol americano con el balón. Saltó por encima de una roca y avanzó
trabajosamente sobre trozos sueltos de pizarra, luchando contra todo cuanto se
interponía en su camino. Le daba igual el estrépito que hacía, así como los
animales pequeños que se espantaban y salían huyendo mientras él seguía
adelante a toda velocidad. Ya
estaba visualizando el recorrido del coche que había recogido a Susan,
intentando prever en qué dirección viraría el conductor y cuándo llegaría el
momento en que se desviaría por sorpresa de la ruta hacia el aeropuerto. «Le
dirá que se trata de un atajo, y ella no sabrá lo suficiente para percatarse de
la verdad.» Martin, resollando por el esfuerzo de su carrera, sabía que debía
darles alcance antes de que el asesino tomase ese desvío. Tenía que estar
allí, pisándole los talones, justo en el instante en que el padre de Jeffrey virase
hacia la muerte.
El
inspector sentía que sus pulmones estaban a punto de estallar, y tomó bocanadas
del aire enrarecido de la mañana. Notaba que el corazón le golpeaba con fuerza
en el pecho. Divisó su coche ante sí, una figura desdibujada en la penumbra, y
aceleró, sólo para tropezar con una piedra suelta que lo precipitó de bruces
sobre la tierra.
—¡Hostia
puta!
Martin
atronó el aire con una retahíla de obscenidades. Se puso de pie, con el sabor
de la tierra arenosa en la boca. Una punzada le traspasó el tobillo; se lo
había torcido y empezaba a inflamarse debido a la caída. Tenía el pantalón
desgarrado y notó que la sangre le resbalaba por la pierna desde una
desolladura larga y ardorosa en la rodilla. Hizo caso omiso del dolor y
continuó la marcha. Sin molestarse siquiera en sacudirse el polvo, salió
disparado hacia delante, intentando no perder ni un segundo más.
—¡Maldita
sea! —exclamó mientras metía con brusquedad las llaves en el contacto.
—¿Qué
prisa tiene, inspector? —preguntó una voz susurrante justo detrás de su oreja
derecha.
Robert
Martin profirió un grito, casi un alarido, no una palabra, sino un sonido
ininteligible que expresaba un miedo súbito y absoluto. El cuerpo se le tensó,
como una amarra que sujeta un barco a un muelle cuando el viento y un oleaje
repentino empujan el casco No veía las facciones de la persona que había
aparecido a su espalda, pero, aun presa del pánico que lo asaltó en ese
momento, supo de quién se trataba, de modo que dejó caer las llaves del coche
con la intención de coger su automática.
Su mano
se encontraba a medio camino de la funda cuando la voz del hombre sonó de
nuevo.
—Toque
esa arma y será hombre muerto.
Su tono
frío y despreocupado hizo que la mano del inspector quedase paralizada en el
aire, delante de él. Entonces reparó en la navaja que tenía contra el cuello.
El
hombre habló de nuevo, como para responder a una pregunta que no se había
formulado.
—Es una
cuchilla de afeitar de las de antes con un mango auténtico de marfil tallado,
inspector, que compré a un precio considerable hace no mucho en una tienda de
antigüedades, aunque dudo que el anticuario tuviera la menor idea del uso que
yo pensaba hacer de ella. Es un arma excepcional, ¿sabe? Pequeña, cómoda de
empuñar. Y afilada. Ah, muy afilada. Le seccionaría la yugular con un simple
movimiento de la muñeca. Dicen que es una forma desagradable de morir. Es el
tipo de arma que ofrece posibilidades interesantes. Y posee cierta
sofisticación que ha sobrevivido al paso de los siglos. Algo que no ha podido
mejorarse en décadas. No tiene nada de moderno, salvo el tajo que le abrirá a
usted en la garganta. Así pues, debe preguntarse «¿Es así como quiero morir,
ahora mismo, justo en este instante, habiendo llegado tan lejos en mi
investigación, sin despejar ninguna de mis incógnitas?» —El hombre hizo una
pausa—. ¿Y bien? ¿Es así, inspector?
De pronto, Robert Martin tenía los labios
secos y fruncidos.
—No —respondió con voz entrecortada.
—Bien —dijo el hombre—. Y ahora, no se
mueva, mientras le quito el arma.
Martin
notó que la mano libre del hombre serpenteaba en torno a él, alargándose hacia
la automática. La navaja permaneció inmóvil, fría y apretada contra su cuello.
El hombre forcejeó por un segundo, luego sacó la pistola de la funda de Martin.
El inspector posó la mirada en el retrovisor, intentando vislumbrar al hombre
que tenía detrás, pero el espejo estaba torcido, en una posición que no era la
habitual. Martin trató de hacerse una idea de la talla del hombre que estaba a
su espalda, pero no veía nada. Sólo estaba la voz, serena, impasible, sosegada,
que penetraba la penumbra del amanecer.
—¿Quién
es usted? —preguntó Martin.
El
hombre rio brevemente.
—Esto es
como el viejo juego infantil de las veinte preguntas. ¿Es animal, vegetal o mineral?
¿Es más grande que una panera? ¿Más pequeño que una furgoneta? Inspector,
debería hacer preguntas cuya respuesta no conozca de antemano. Sea como fuere,
soy el hombre a quien usted lleva todos estos meses buscando. Y ahora me ha
encontrado, aunque me parece que no exactamente como había previsto.
Martin
intentó relajarse. Estaba desesperado por verle el rostro al hombre que tenía
detrás, pero incluso el más leve cambio de postura ocasionaba que la navaja le
apretase más la garganta. Dejó caer las manos sobre el regazo, pero la
distancia entre sus dedos y el revólver de refuerzo que llevaba en una
pistolera en torno al tobillo se le antojaba maratoniana, inalcanzable e
infranqueable.
—¿Cómo
sabía que yo estaba aquí? —espetó Martin.
—¿Cree
que se puede llegar tan lejos como yo siendo un tonto, inspector? —La voz
respondió a la pregunta con otra pregunta.
—No
—contestó Martin.
—De acuerdo. ¿Cómo sabía que estaba usted aquí? Hay dos respuestas. La
primera es sencilla: porque yo no estaba lejos cuando usted recibió a mi hija
y mi esposa en el aeropuerto, y les seguí en su tranquilo paseo por nuestra
hermosa ciudad, y sabía que en realidad no dejaría usted que se quedasen solas
esperándome. Sabiendo esto, ¿no tenía más sentido anticiparme a sus movimientos
y no a los de ellas? Claro que nunca imaginé que tendría tanta suerte. No
sospechaba que usted acudiría por su propio pie al tipo de lugar que yo habría
elegido para nuestro encuentro, de haber tenido opción. Un estupendo paraje
desierto, silencioso, olvidado. Ha sido toda una suerte para mí. Aunque, por
otro lado, ¿no es la suerte una consecuencia habitual de una buena
planificación? Yo creo que sí. En fin, inspector, ésa es una respuesta a su
pregunta. La respuesta más compleja, por supuesto, es ligeramente más profunda.
Y esa respuesta es que me he pasado toda mi vida como adulto tendiendo trampas
para que la gente caiga en ellas inadvertidamente. ¿Pensaba usted que no reconocería
una trampa tendida para mí de forma tan tentadora?
La
cuchilla dio una sacudida contra la garganta de Martin.
—Sí
—tosió éste.
—Pues se
ha demostrado que se equivocaba, inspector.
Martin
soltó un gruñido. Se removió de nuevo en su asiento.
—Le
gustaría verme la cara, ¿verdad?
Los
hombros de Martin permanecían rígidos.
—¿Ha soñado
usted con nuestro primer y único encuentro, hace tantos años? ¿Ha intentado
imaginar cómo he cambiado desde aquella charla que mantuvimos entonces?
—Sí.
—No se
dé la vuelta, inspector. Piense en sí mismo. Usted era más esbelto, más joven y
atlético. ¿Por qué no habría de presentar los mismos signos de la edad? Menos
pelo, tal vez. Más papada. Más barriga. Estos cambios serían previsibles, ¿no?
—Sí.
—¿Y buscó fotografías antiguas en el lugar donde yo trabajaba, o tal
vez en viejos carnets de conducir, para procesarlos digitalmente? ¿No le pasó
por la cabeza que tal vez una máquina podría ayudarle a averiguar mi aspecto
actual?
—No había fotografías. Al menos, no pude
encontrar ninguna.
— Vaya, que lastima. Aun así, siente
curiosidad por otros motivos, ¿no es cierto? Cree que me he operado, ¿verdad?
—Sí.
—Y tiene toda la razón respecto a eso. Naturalmente, aún he de pasar
la prueba de fuego. Hay personas que deberían reconocerme. Deberían reconocerme
tan pronto como me vean, en el momento en que me huelan, en el instante en que
me oigan. Pero ¿me reconocerán? ¿Serán capaces de ver más allá de los años que
han pasado y de las mejores atenciones quirúrgicas? ¿Detectarán las
alteraciones en la barbilla, los pómulos, la nariz, lo que sea? ¿Qué continúa
igual? ¿Qué es distinto? ¿Serán capaces de ver lo que ha cambiado en vez de lo
que sigue inalterado? Ah, he aquí una pregunta interesante. Y es una partida
que aún está por jugarse.
A Martin
le costaba respirar. Tenía la garganta seca, los músculos tensos y un temblor
en las manos. La sensación de la navaja contra el cuello era como estar atado
por una cuerda irrompible e invisible. La voz del asesino era cadenciosa y
suave; sus palabras denotaban que era una persona culta, pero, lo que era mucho
peor, su tono delataba al asesino que había en su interior y lo envolvía,
opresivo, como un calor implacable en un día de verano. Martin sabía que la
delicadeza, la fluidez de las frases del asesino eran algo que ya había
empleado antes, para reconfortar en voz queda a alguna víctima al borde del
terror. La tranquila certeza de su lenguaje resultaba desconcertante; no
casaba con la violencia subsiguiente y evocaba algo distinto, algo mucho menos
terrible que lo que iba a ocurrir en realidad. Como las lágrimas del
cocodrilo, la serenidad del asesino era una máscara que encubría lo que estaba
destinado a suceder después. Martin luchaba con todas sus fuerzas contra el
miedo; pensó que él mismo era un hombre de acción, un hombre que sabía recurrir
a la violencia. En su fuero interno, insistió en que era un digno rival del
hombre cuya navaja le hacía cosquillas en el cuello. Era el terreno que él
dominaba y con el que se sentía cómodo. Se recordó a sí mismo lo peligroso que
era. «Eres tan homicida como él.» Se prometió no morir sin plantar batalla.
«Te dará
una oportunidad. No la dejes escapar.»
Martin
se armó de valor, esperando.
Sin
embargo, adivinar cuál sería su siguiente paso y cuándo lo daría parecía
imposible.
—¿Tiene
miedo de morir, inspector? —preguntó el hombre.
—No
—respondió Martin.
—¿De veras? Yo tampoco.
Es de lo más curioso. Algo raro, ¿no cree? Un hombre tan familiarizado con la
muerte como yo sigue teniendo preguntas. Es extraño, ¿no le parece? Todo el
mundo combate el proceso de envejecimiento a su manera, inspector. Algunos
solicitan los servicios de los cirujanos. Yo los veía cuando iba a operarme.
Claro que mis motivos eran distintos. Otros invierten en viajes a balnearios
caros para darse baños de lodo y masajes dolorosos. Algunos hacen ejercicio,
siguen algún régimen o se ponen a dieta de anémonas marinas y posos de café o
alguna tontería por el estilo. Algunos se dejan crecer el pelo hasta los
hombros y se compran una motocicleta. Detestamos lo que nos pasa y la
inevitabilidad de todo, ¿verdad?
—Sí
—contestó Martin.
—¿Sabe
cómo me las arreglo para mantenerme joven, inspector?
—No.
—Matando.
Su tono
era frío, pero animado. Duro, pero seductor.
El
hombre se quedó callado, como meditando sobre sus palabras. Luego añadió:
—El
ansia ha remitido, tal vez, con el paso de los años, pero las habilidades han
aumentado. La necesidad es menor, pero la tarea resulta más fácil. —Vaciló de
nuevo antes de decir—: El mundo es
un sitio curioso, inspector. Está lleno de rarezas y contradicciones de toda
clase.
Martin
deslizó la mano de su regazo hacia la cintura, acercándola unos centímetros al
arma que tenía justo encima del pie derecho. Recordaba la forma de la
pistolera. El revólver estaba sujeto por una sola correa. Había un broche que a
veces se atascaba cuando no se había tomado la molestia de engrasarlo. Tendría
que abrirlo antes de empuñar la culata. Se preguntó si el seguro estaba puesto,
y en ese momento fue incapaz de recordarlo. Achicó los ojos por un instante,
esforzándose por hacer memoria, pero este detalle importante escapaba a su
conciencia, y se maldijo para sus adentros por ello. La navaja continuaba
apretada contra su cuello, y Martin comprendió que, a menos que la posición de
ésta cambiara, cuando él se inclinara hacia delante para alcanzar el revólver
supletorio, con toda probabilidad se degollaría a sí mismo.
—Le
gustaría matarme, ¿no es así, inspector?
Martin
guardó silencio e hizo un leve encogimiento de hombros antes de responder.
—Por
supuesto.
El
asesino se rio.
—En eso consistía todo el plan, ¿no, inspector? Jeffrey debía
encontrarme, pero tendría sentimientos encontrados. Vacilaría. Lo asaltarían
dudas, porque, al fin y al cabo, soy su padre. De modo que no reaccionaría, al
menos de inmediato. No lo haría sino en el momento crucial. Pero usted estaría
allí para intervenir en ese preciso instante y acabaría conmigo sin
pensárselo, sin titubear y sin el menor remordimiento... —Titubeó y agregó—: No había ninguna detención prevista,
¿verdad? Nada de cargos, abogados ni juicios, ¿no? Y, sobre todo, nada de publicidad. Usted simplemente extirparía
el problema de este estado de modo instantáneo y eficaz, ¿estoy en lo cierto?
Robert
Martin no quería responder. Se lamió los labios, pero fue como si la fría
presión de las palabras del asesino hubiese absorbido toda la humedad de su
interior.
La
navaja dio otra sacudida bajo su barbilla, y él notó una leve punzada.
—¿Estoy en lo cierto? —repitió el asesino.
—Sí —contestó Martin con un hilillo de
voz. Se impuso otro momento de silencio antes de que el asesino continuase.
—Era una
respuesta previsible. Pero dígame una cosa. Usted ha hablado con él. Supongo
que ha llegado a conocerlo un poco. ¿Cree usted que Jeffrey estaría dispuesto a
matarme también?
—No lo
sé. No tenía la menor intención de dejar esa decisión en sus manos.
El
hombre de la navaja reflexionó sobre ello.
—Ha sido
una respuesta sincera, inspector. Se lo agradezco. Estaba previsto desde el
principio que usted fuese el asesino en esta historia, ¿verdad? El papel de
Jeffrey debía ser limitado. Clave pero limitado. ¿Me equivoco?
A Martin
le pareció que mentir sería un error.
—Es
evidente que no se equivoca.
—Usted
no es un policía en realidad, ¿no, inspector? Es decir, quizá lo fue alguna
vez, pero ya no. Ahora no es más que un matón a sueldo del estado. Alguien que
se dedica a recoger los estropicios, ¿verdad? Una especie de servicio de
limpieza especializado. La voz soltó una única y áspera carcajada.
—Me ha
pillado —dijo. Aguardó un instante antes de continuar—. Pero mi mujer y mi hija, ¿cómo encajan ellas en esta ecuación?
Su marcha de Florida me cogió por sorpresa. Era allí donde iba a organizar mi
reencuentro con ellas.
—Eso fue
idea de su hijo. No estoy muy seguro de qué quiere que hagan.
—¿Tiene
idea de cuánto las he echado de menos en los últimos años, de lo mucho que he
deseado que volvamos a estar juntos? Incluso en la vejez, un tipo malvado como
yo necesita el consuelo de su familia.
Martin
sacudió la cabeza levemente.
—No me venga con gilipolleces
sentimentales. No me lo creo. El asesino se rio de nuevo.
—Vaya,
inspector, al menos no es usted tonto. Bueno, un poco tonto sí, pues de lo
contrario no habría venido sin fijarse en que un coche le seguía. Y desde luego
ha sido lo bastante tonto para no cerrar con llave las puertas de su coche.
¿Por qué no lo ha hecho, inspector?
—Nunca
lo hago. Aquí no. Este mundo es seguro.
—Ya no lo es, ¿o sí?