Juegos de ingenio - John Katzenbach (Parte 2)


10

Las preocupaciones de Diana Clayton


Diana Clayton miró a su hija y pensó que, aunque había mucho que temer, en cierto modo era importante no mostrar abiertamen­te su miedo, por muy profundo que fuera. Se sentó imperturbable en un rincón del raído sofá de algodón blanco en su sala de estar pequeña y decididamente estrecha, bebiendo con parsimonia de una botella de cerveza fría de importación. Cuando la apartó de sus la­bios, se la apoyó en el muslo y se puso a deslizar los dedos arriba y abajo por el cuello de la botella, un movimiento que en la mujer más joven habría resultado auténticamente provocativo, pero que en ella sólo delataba los restos de su nerviosismo.
—No hay manera de saber realmente si hay una conexión —dijo de pronto—. Puede haber sido cualquiera.
Susan estaba de pie. Se había dejado caer en un sillón, luego había cruzado la habitación para sentarse en una mecedora de res­paldo rígido; después, al no sentirse cómoda allí, se había levantado de nuevo y caminado de un lado a otro de la habitación con un es­tilo que recordaba la dolorosa frustración de un pez grande que forcejea contra un sedal tirante.
—Claro —dijo en un tono sarcástico y empleando un lenguaje que sabía que, más que ofender a su madre, la inquietaría—. Puede haber sido cualquiera. Sólo un tipo cualquiera que casualmente nos siguió a ese pobre gilipollas y a mí a los aseos de mujeres, que ca­sualmente llevaba encima un cuchillo de caza y que, al hacerse cargo de la situación de inmediato, decidió usarlo contra ese pobre imbé­cil, cosa que hizo con gran pericia y entusiasmo. Después, conven­cido de que me había rescatado de un destino peor que la muerte, salió a toda prisa porque sabía que no era momento para largas pre­sentaciones y porque al fin y al cabo tampoco tiene mucho don de gentes normalmente. —Lanzó una mirada dura al otro extremo de la sala—. Venga ya, mamá. Tiene que haber sido él. —Exhaló despa­cio—. Sea quien sea. —La hija sostuvo en alto la página del bloc en que constaba el mensaje críptico del hombre—. «Siempre he estado contigo» —dijo con hosquedad—. Es una suerte que haya estado allí esta noche.
A Diana le pareció que las palabras de su hija reverberaban en el reducido espacio de la habitación.
—Ibas armada—señaló—. ¿Qué habría ocurrido?
—Ese pobre borracho cabrón iba a echar la puta puerta abajo de una patada, y yo iba a pegarle un tiro entre los ojos o entre las pier­nas, lo que fuera más apropiado según las circunstancias.
Susan masculló un par de palabrotas y se dirigió a la ventana para escrutar la oscuridad del exterior. Apenas veía nada, de modo que ahuecó las manos en torno a sus sienes para bloquear la luz de la sala y apretó la cara contra el cristal. La noche refulgía con el bochorno resultante de la tormenta que había estallado esa tarde y que no había dejado tras de sí más que algunas hojas de palmera caí­das en la calzada, los baches y otras concavidades de la calle enchar­cados, y un calor residual que la tormenta parecía haber intensifica­do, reforzándolo o imprimiéndole más fuerza. Dejó que sus ojos escudriñasen la penumbra, no muy segura en ese momento de si prefería ver la desolación, que ponía de relieve su aislamiento, o la silueta de un hombre al moverse furtivamente entre las sombras, acechando justo al borde de su patio, que es lo que creía más pro­bable.
No vio a nadie, lo que no la convenció de nada. Al cabo de un momento extendió el brazo y tiró de la persiana, que bajó con un breve repiqueteo.
—Lo que de verdad me molestaba —dijo pausadamente, vol­viéndose hacia su madre—, conforme más vueltas le daba, no era lo que había ocurrido sino la manera en que había ocurrido.
Diana asintió con la cabeza para animar a su hija a continuar, creyendo que eso era precisamente lo que la molestaba también.
—Prosigue —dijo la mujer mayor.
—Verás, actuó sin vacilar ni por un momento —dijo Susan—, o al menos, esa impresión me dio. Ahí está ese borracho, sabe Dios con qué intenciones en la cabeza, pero como mínimo la de violar­me, insultándome y aporreando la puerta. Luego oigo que se abre la otra puerta, y al cabrón apenas le da tiempo de decir «¿Y tú quién coño eres?» y entonces, ¡zas!, ese cuchillo o navaja o lo que sea que tiene en la mano está listo para entrar en acción. Cuando él entró en los aseos, ya sabía lo que iba a hacer, y no perdió ni un segundo en calibrar la situación, ni en preocuparse, preguntarse qué estaba pa­sando, pensárselo dos veces o hacer algún amago o tal vez simple­mente amenazar al tipo. Debió de dar un paso al frente y ¡pum!
Susan avanzó un paso hacia el centro de la sala y describió un arco rápidamente con el brazo, como si asestara una cuchillada.
—«Pum» no es la expresión adecuada —murmuró—. No hubo un «pum». Todo sucedió más deprisa.
Diana se mordió con fuerza el labio antes de hablar.
—Piensa —dijo—. ¿Había algo allí que pudiera indicar que el crimen fue una cosa distinta de la que tú describes? ¿Había algo...?
—¡No! —la interrumpió Susan. Luego hizo una pausa y se que­dó pensativa, visualizando la escena en el servicio de señoras del bar. Recordaba el color carmesí de la sangre que formó un charco deba­jo del muerto y el contraste tan fuerte con el linóleo de tonos claros del suelo—. Le robó —añadió despacio—. Al menos, su cartera estaba desplegada y tirada en el suelo, a su lado. Eso es algo. Y te­nía la bragueta abierta.
—¿Algo más?
—Que yo recuerde, no. Salí de allí con bastante rapidez. Diana reflexionó
sobre la cartera vacía.
—Creo que deberíamos llamar a Jeffrey —aseveró—. Él sabría decirnos con certeza qué pasó.
—¿Por qué? Esto es mi problema. Sólo conseguiremos asustar­lo. Innecesariamente.
Diana abrió la boca para decir algo, pero luego cambió de idea. Contempló a su hija, intentando ver más allá de su expresión de rabia y sus hombros tensos, y un enorme y lúgubre abatimiento se apoderó de ella, pues comprendió que en otro tiempo había estado tan obsesionada con salvarlos físicamente que no había sido cons­ciente de otras cosas que también había que salvar. «Daños colate­rales —se dijo—. La tormenta derriba un árbol que cae encima de un cable de alta tensión, que a su vez cae en un charco y carga el agua de una electricidad letal que mata al hombre que pasea a su perro sin sospechar nada cuando escampa y aparecen las estrellas en el cielo. Eso es lo que les ha ocurrido a mis hijos —pensó con amar­gura—. Los salvé de la tormenta, pero nada más.» La duda imprimió dureza a su voz.
—Jeffrey es un experto en homicidios. En toda clase de homi­cidios. Y, si de verdad nos están amenazando (cosa que no sabemos con seguridad pero que es una posibilidad real), tiene derecho a sa­berlo, porque quizá posea conocimientos que nos ayuden en esa situación también.
Susan soltó un resoplido.
—Tiene su propia vida y sus propios problemas. Deberíamos estar seguras de que necesitamos ayuda antes de pedírsela.
Pronunció estas palabras como estableciendo una verdad irreba­tible, como demostrando algo, aunque su madre no sabía muy bien qué.
Diana se disponía a replicar algo, pero notó una punzada repen­tina y aguda en las entrañas y tomó una bocanada anhelosa del aire de la habitación para mitigarla. El dolor fue como una descarga que estremeció su organismo, poniéndole las terminaciones nerviosas de punta. Esperó a que la oleada se estabilizase y luego remitiese, cosa que ocurrió al cabo de unos momentos. Se recordó a sí misma que al cáncer que la corroía por dentro le preocupaban poco los sentimien­tos, y desde luego le importaban un bledo los otros problemas que pudiera tener. Era justo lo contrario del homicidio que su hija había presenciado esa noche. Era lento y cruelmente paciente. Podía cau­sar tanto dolor como el cuchillo del hombre, pero se tomaría su tiempo antes. No habría nada rápido en ello, aunque pudiera resul­tar tan singularmente letal como una cuchillada o un tiro.
Se sentía un poco mareada, pero se recuperó con una serie de respiraciones profundas, como las de un buceador que se dispone a sumergirse.
—De acuerdo —dijo con cautela—. ¿Qué te dice esa cartera abierta que viste?
Susan se encogió de hombros y, antes de que pudiera responder, su madre prosiguió:
—Lo que tu hermano te diría es que vivimos en un mundo vio­lento en que hay demasiado poco tiempo y demasiadas pocas ganas como para que alguien realmente llegue a resolver un crimen. La función de la policía es intentar mantener el orden, cosa que hace de forma algo despiadada. Y cuando se comete un crimen que tiene una solución fácil, lo solucionan, porque así consiguen que la rutina continúe su accidentada marcha. Pero casi siempre, a menos que el muerto sea importante, hacen caso omiso de él y simplemente lo entierran como una víctima más de esta época anárquica. Y el ase­sinato de algún ejecutivo de segunda categoría obseso y medio bo­rracho no me parece un caso al que la policía vaya a darle mucha importancia. Además, aunque supongamos por un momento que algún inspector se interesaría en el caso, ¿qué es lo que encontraría? Una cartera abierta y una cremallera de pantalón bajada. Un homi­cidio por robo, y ya está. Bingo. Y su conclusión sería que había al­gunas chicas del oficio en ese bar que no es precisamente de clase alta, y que una de ellas, o su chulo, se cargó al tipo. Y para cuando ese inspector agobiado de trabajo se dé cuenta de que eso que pare­ce tan obvio no fue lo que pasó en realidad, el interés por el asunto se habrá enfriado mucho ya y tendrá pocas ganas de hacer otra cosa que archivarlo debajo de una pila de casos. Sobre todo cuando des­cubra que no había ninguna cámara de seguridad que grabase imá­genes útiles de todas las idas y venidas. En fin, esto es lo que tu her­mano te diría que el asesino consiguió con sólo embolsarse el dinero del hombre y dejar la cartera ahí tirada. Así de sencillo.
Susan la escuchó, y luego vaciló antes de responder.
—Todavía podría acudir yo misma a la policía.
Diana negó con la cabeza enérgicamente.
—¿Y cómo crees que nos ayudarán si les pones en bandeja a una sospechosa perfecta del asesinato? Me refiero a ti, porque ni en bro­ma se van a creer que había alguien más que te vigilaba de forma anónima, a escondidas; alguien sin una cara, un nombre o algo que lo identifique salvo un par de mensajes crípticos que te dejó delante de nuestra casa, y que resulta ser lo bastante hábil para quitar de en medio a alguien que se presenta y te amenaza. Es como una especie de ángel guardián excepcionalmente diabólico.
Entonces Diana se interrumpió de golpe.
La cabeza le daba vueltas y el dolor le atenazaba el cuerpo.
Había un frasco de píldoras en la mesa de centro que tenía de­lante. Lenta y pausadamente extendió el brazo hacia él y lo sacudió para dejar caer dos cápsulas sobre la palma de su mano. Se las tragó y las bajó con el resto amargo y tibio de cerveza que quedaba en el fondo de la botella.
Pero lo que de verdad le dolía no era que la enfermedad hiciese notar su presencia, sino las últimas palabras que había pronunciado: «un ángel guardián excepcionalmente diabólico». Y es que sólo se le ocurría una persona con las características necesarias para enca­jar en esta descripción.
«¡Pero está muerto, maldita sea! —gritó para sus adentros— ¡Murió hace años! ¡Estamos libres de él!»
No dijo nada de esto en voz alta. En cambio, dejó que este temor súbito se instalara en su interior, en un lugar desagradablemen­te cercano a las punzadas constantes que la atormentaban.


Esa noche cenaron en relativo silencio, sin mencionar los mensajes ni el asesinato y, por supuesto, sin hablar más sobre lo que debían hacer. Luego se retiraron a sus respectivas habitaciones de la pequeña casa.
Susan se quedó a los pies de su cama, consciente de que estaba agotada y a la vez pletórica de energía. Era esencial que durmiese, pensó, pero no le resultaría fácil. Se encogió de hombros, se apartó de la cama y se dejó caer en su silla de trabajo. Toqueteó el teclado de su ordenador y se dijo que debía componer otro mensaje para quien ella creía que la había salvado.
Apoyó la cabeza en las manos y la meció adelante y atrás.
«Salvada por el hombre que me amenaza.»
Sonrió con ironía, pensando que seguramente aquello la diver­tiría mucho más si le estuviera pasando a otra persona. A continua­ción, alzó la cabeza y encendió el ordenador.
Jugueteó con palabras y frases, pero no encontró nada que le gustara, principalmente porque no sabía qué quería comunicar.
Llena de frustración, se apartó del escritorio y se dirigió a su armario. En la pared del fondo guardaba todas sus armas, el fusil de asalto, varias pistolas y cajas de cartuchos. En un estante adyacen­te había varias bobinas de hilo de pescar, un cuchillo para filetear en una funda y tres cajas transparentes con cebos de colores llamativos y moscas para tarpones, camarones artificiales, anzuelos con plumas de colores y cangrejos artificiales parduzcos que utilizaba cuando pescaba palometas. Cogió una caja y la agitó.
Le pareció curioso: las moscas que daban mejor resultado rara vez eran las que tenían un aspecto más real. A menudo el cebo que atraía al mejor pez sólo tenía una forma y un color vagamente similares a los del original; era un espejismo, no una realidad, que ocultaban un an­zuelo de acero endurecido por el agua salada y mortífero.
Susan devolvió la caja al estante y alargó la mano para coger el largo cuchillo para filetear. Lo sacó de la funda negra de piel artifi­cial y lo sujetó frente a sí. Deslizó el dedo por el borde romo. La hoja era angosta, ligeramente curva, como la sonrisa ufana de un verdugo en el momento de la muerte, y estaba afilada como cuchilla de afeitar. Le dio la vuelta al cuchillo y tocó delicadamente el filo con el dedo, procurando no moverlo hacia uno u otro lado, pues se haría un corte profundo. Mantuvo la mano en esta posición precaria durante varios segundos. Luego, de golpe, movió el cuchillo hacia arriba y lo blandió a pocos centímetros de su rostro.
«Algo así», se dijo. Lanzó una cuchillada al aire ante sí, con un gesto parecido al que había hecho en la sala de estar, delante de su madre. Sin embargo, ahora escuchó con atención mientras esa hoja, que era de verdad, hendía el aire inmóvil.
«No hace ruido —pensó—. Ni siquiera un susurro que te ad­vierta que la muerte se acerca.»
Se estremeció, guardó el cuchillo en su funda y lo depositó en el estante. Luego, volvió a su ordenador. Escribió rápidamente:
«¿Por qué me sigues?
»¿Qué es lo que quieres?»
Luego añadió, en un tono casi lastimero:
«Quiero que me dejes en paz.»
Susan contempló las palabras que acababa de escribir y, tras res­pirar hondo, comenzó a traducirlas en un acertijo que pudiera pu­blicar en su columna de la revista. «Mata Hari —le musitó a su álter ego—, busca algo realmente críptico y difícil que le lleve un tiempo descifrar, porque necesito unos días libres para decidir qué debo hacer a continuación.»
Diana yacía en el borde de la cama, meditando sobre el cáncer que le devoraba imparable las entrañas. Pensaba que era interesante, de una manera perversa, esta enfermedad extraña que se había afe­rrado a su páncreas en lo que a ella le parecía fruto de una decisión arbitraria y caprichosa. Después de todo, se había pasado buena parte de su vida preocupándose por muchas cosas, pero nunca se le había ocurrido imaginar que ese órgano situado en lo profundo de su cuerpo acabaría por revelarse como un traidor. Se encogió de hombros, preguntándose, como tantas veces antes, qué aspecto ten­dría en realidad su páncreas. ¿Sería rojo, verde, morado? Las minús­culas motas de cáncer ¿eran negras? ¿De qué le había servido antes de empezar a matarla lentamente? ¿Para qué lo necesitaba, de entra­da? ¿Por qué necesitaba el resto de las cosas, el hígado, el colon, el estómago, los intestinos, los riñones? ¿Y por qué no se habían in­fectado? Intentó visualizar sus propios tejidos y órganos como una especie de máquina, un motor que no funcionaba bien a causa de la mala calidad del combustible. Por un instante, deseó poder introdu­cir la mano en su cuerpo, arrancar el órgano díscolo y luego tirarlo al suelo y desafiarlo a que la matara. La llenaba de rabia, de una fu­ria virulenta y atronadora, que un órgano oculto e insignificante pudiera arrebatarle la vida. «Debo tomar las riendas —se dijo—. Tengo que tomar el control.»
Recordó el momento en que se había hecho cargo de su futuro y pensó: «Debo hacer lo mismo con mi muerte.»
Se levantó y atravesó su pequeña habitación.
«La lluvia en los Cayos es torrencial —pensó—. Cae como una descarga repentina y violenta, como esta tarde, y entonces parece que el cielo esté furioso y desata un diluvio totalmente negro que ciega y sacude al mundo entero.» Había sido distinta la noche que había huido de su marido: caía una lluvia fría e inclemente que re­piqueteaba alrededor de ella, inquietante, alimentando los temores que surgían en su interior. Carecía de la contundencia de las tor­mentas de los Cayos, que tan familiares habían llegado a resultarle con el tiempo; la noche que había escapado de su hogar, de su pasa­do y de todo vínculo que había tenido jamás con nadie o con nada durante sus primeros treinta años, había caído una lluvia de dudas.
En un rincón del armario de su dormitorio tenía un pequeño cofre de seguridad que rebuscó detrás de los lienzos, los viejos tu­bos de pintura y los pinceles. Dedicó unos segundos a reprenderse: «No hay razón para dejar de pintar —dijo—. Aunque te estés mu­riendo.»
No era consciente de que sus movimientos imitaban inadverti­damente los de su hija, pero mientras Susan sacaba un cuchillo de su armario, Diana cogía una caja pequeña llena de recuerdos bien guar­dados.
La caja era de un metal negro y barato. En otro tiempo se cerra­ba con un pequeño candado, pero Diana había perdido la llave y se había visto obligada a cortarlo con una lima. Ahora sólo tenía un simple cierre. Pensó que probablemente ocurría lo mismo con la mayor parte de los recuerdos: por más que uno crea que los tiene guardados bajo llave, en realidad sólo están protegidos por una tapa de lo más frágil.
De pie junto a su cama, abrió la caja y esparció su contenido sobre el cubrecama, delante de sí. Hacía años que no metía ni sacaba nada de allí. Encima de todo había algunos papeles, una copia de su testamento —en el que repartía todas sus posesiones, que sabía que no eran muchas, a partes iguales entre sus hijos—, una póliza de un seguro por una cantidad bastante pequeña, y una copia de la escri­tura de la casa. Debajo de estos documentos había varias fotografías sueltas, una lista breve y escrita a máquina de nombres y direccio­nes, una carta de un abogado y una página de papel satinado arran­cada de una revista.
Diana cogió primero la hoja de papel y se sentó pesadamente. En el margen inferior de la página había un número: el 52. Junto a él, escritas con una caligrafía primorosamente pequeña, estaban las palabras: «Boletín de la academia St. Thomas More. Primavera de 1983.»
En la página había tres columnas escritas a máquina. Las dos primeras tenían por encabezamiento «Bodas y nacimientos». La tercera se encontraba bajo la palabra «Necrológicas». No había más que una entrada en la columna, y Diana posó la mirada en ella:

Ha causado un hondo pesar a la Academia la noticia del fa­llecimiento reciente del ex profesor de Historia Jeffrey Mitchell. Muchos alumnos y colegas recuerdan al profesor Mitchell, vio­linista notable, por la energía, la diligencia y el ingenio que de mostró durante los pocos años en que dio clases en la Acade­mia. Todos los amantes de la historia y de la música clásica lo echarán en falta.

A Diana le vinieron ganas de escupir. La boca le sabía a bilis.
—Lo echarán mucho en falta todos aquellos a quienes no tuvo la oportunidad de matar —susurró con rabia para sí.
Sujetando la página de la revista, recordó las sensaciones que la habían asaltado el día que vio el artículo. Asombro. Alivio. Y lue­go, curiosamente, había esperado sentirse libre, eufórica, como si se hubiera quitado un peso enorme de encima porque la nota le decía que su peor temor —que la encontraran— ya no tenía razón de ser. Sin embargo, la angustia no la había abandonado. Por el contrario, la duda había perdurado en su interior. Las palabras le indicaban una cosa, pero ella no se permitía el lujo de creérselas del todo.
Dejó la hoja de papel y cogió la carta.
En la parte superior aparecía el membrete de un abogado que tenía un bufete pequeño en Trenton, Nueva Jersey. La destinataria era una tal señora Jane Jones, y la carta había sido enviada a un apar­tado de correos en el norte de Miami. Había conducido hacia el norte durante dos horas desde los Cayos con el único propósito de alquilar una casilla en la oficina de correos más grande y concurri­da de la ciudad, sólo para recibir esa carta.

Querida señora Jones:
Tengo entendido que éste no es su nombre verdadero, y por lo general sería reacio a comunicarme con una persona ficticia, pero, dadas las circunstancias, intentaré cooperar.
El señor Mitchell, su marido, del que estaba separada, se puso en contacto conmigo dos semanas antes de su muerte. Curiosamente, me dijo que había presentido su muerte y que por eso quería asegurarse de disponer de forma adecuada de sus es­casos bienes. Preparé un testamento para él. Legó una colección sustanciosa de libros a una biblioteca local, y los beneficios de la venta del resto de sus posesiones se donaron a la asociación de música de cámara de una iglesia local. Tenía algunas inversiones, así como unos ahorros modestos.
Me avisó de que tal vez llegaría un día en que usted busca­se información   sobre su muerte, y me indicó que revelara lo que sabía sobre su fallecimiento y  que hiciese una declaración adi­cional.
Esto es lo que he averiguado respecto a su muerte: fue repen­tina. Murió al colisionar su coche con otro vehículo a altas horas de la noche. Ambos circulaban a gran velocidad, y chocaron de frente. Fue necesario consultar la ficha dental para identificar a las víctimas. La policía de la pequeña población de Maryland donde se produjo el suceso concluyó, basándose en los testimonios de supervivientes, que su marido interpuso su vehículo en la trayec­toria del tractor remolque que circulaba en la dirección contraria. El caso se clasificó como el de un conductor suicida.
El cuerpo del señor Mitchell se incineró posteriormente, y las cenizas se enterraron en el cementerio de Woodlawn. No había tomado disposiciones previas sobre una lápida, sólo res­pecto a unos servicios funerarios mínimos. Hasta donde tengo conocimiento, nadie asistió al entierro. El había dejado claro que no le quedaban parientes vivos ni amigos de verdad.
Durante nuestras breves conversaciones, nunca mencionó que tuviera hijos ni dio a entender en modo alguno que desea­ra dejarles algo.
La declaración que me pidió que tuviese lista para presentar­le a usted en caso de que algún día se pusiera en contacto con este bufete es, de acuerdo con sus instrucciones, su legado para usted. Dicha declaración dice: «Para bien o para mal, en la ri­queza o en la pobreza, en la salud o en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.»
Lamento no poder facilitarle más información.

El abogado había firmado la carta con rúbrica: H. Kenneth Smith. Ella había querido telefonearlo, pues le parecía que en la carta había más insinuaciones que respuestas, pero había resistido la tentación. En cambio, en cuanto hubo leído la misiva, dio de baja su apartado de correos sin indicar otra dirección para que le envia­ran la correspondencia.
Ahora, depositó la carta en la cama junto a la nota necrológica de la academia St. Thomas More y se quedó mirando las dos cosas.
Le vinieron imágenes a la memoria. En cierto modo, sus hijos todavía parecían bebés cuando llegaron al sur de Florida. Eso había deseado ella; quería encontrar una manera de erradicar todos los recuerdos de los primeros tiempos en la casa de Nueva Jersey. Ha­bía hecho un esfuerzo consciente por cambiarlo todo: la ropa que llevaban, los alimentos que comían. Se había deshecho de toda tela, todo sabor y todo olor que pudiera recordarles el lugar del que ha­bían huido. Incluso había cambiado su acento. Se había esmerado por adoptar algunos de los localismos que se usaban en los Cayos Altos. El habla bubba, como la llamaba la gente del lugar. Hizo todo cuanto pudo por conseguir que, al crecer, tuvieran la impre­sión de que llevaban allí toda la vida.
Metió la mano en la caja de seguridad y extrajo una lista escri­ta a máquina de nombres y un pequeño fajo de fotografías. Las manos le temblaron al ponérselas sobre el regazo. Hacía muchos años que no las miraba. Las sostuvo en alto, una por una.
Las primeras eran de sus padres, de su hermana y de su herma­no, de cuando ellos mismos eran jóvenes. Las habían hecho en una playa de Nueva Inglaterra, y tanto los trajes de baño como las tum­bonas, las sombrillas y las neveras portátiles se veían ahora pasados de moda y, por tanto, resultaban ligeramente ridículos. Había un foto de su padre con una caña larga, botas de pescador y una gorra con el dibujo de un pez espada echada hacia atrás de modo que le dejaba la frente al descubierto, luciendo una sonrisa de oreja a oreja y señalando la enorme lubina americana que sujetaba por las branquias. «Ahora está muerto —pensó ella—. Debe de estarlo. Han pasado demasiados años. Ojalá lo supiera con seguridad, pero tie­ne que estarlo. Le enorgullecería saber que su nieta es una pescadora tan experta como lo era él. Le encantaría que ella lo llevara consigo, al menos una vez, en esa barca que tiene.»
Dejó esta fotografía a un lado y examinó otra, en la que aparecía su madre de pie junto a sus dos hermanos. Estaban cogidos del brazo, y saltaba a la vista que ella había logrado apretar el disparador justo en el momento en que alguien contaba el final de un chiste, porque los tres tenían la cabeza hacia atrás, riendo de forma inconfundible y de­senfadada. Eso es lo que le gustaba a Diana de su madre, que parecía capaz de reírse de cualquier situación, por muy dura que hubiese sido. «Una mujer que plantaba cara a las malas noticias —pensó Diana—. Seguro que he salido a ella en lo tozuda. Seguramente ella también es tara muerta dentro de poco, o quizá será muy mayor y tendrá proble­mas de memoria.» Al bajar la vista para mirar la fotografía por segun­da vez, la invadió una sensación de soledad absoluta y, por un instante, deseó poder recordar el chiste que habían contado en ese momento. «No pediría ninguna otra cosa —pensó—; me conformaría con saber cómo era ese chiste.»
Exhaló un suspiro profundo. Contempló a sus hermanos y les susurró «lo siento» a los dos. Por un momento se preguntó si el he­cho de que ella desapareciera había sido más duro para ellos. Cum­pleaños, aniversarios, Navidades. Seguramente también bodas, na­cimientos, entierros, los avatares habituales en la vida de una familia, le habían sido arrancados de un tajo psicológicamente letal. No les había dirigido ni una palabra a título de explicación, ni siquiera una sílaba para dar señales de vida. Era lo único que ella sabía con toda certeza que ocurriría la noche que había huido de Jeffrey Mitchell y de la casa en que había convivido con él.
Si quería una nueva vida para sí y para sus hijos, debía buscarla en algún sitio seguro. Y la única manera en que podía garantizar su seguridad era permanecer siempre a la sombra, pues de lo contrario él la encontraría. Lo sabía con toda certeza.
«Morí aquella noche. Y volví a nacer también.»
Dejó las fotografías y echó un vistazo a la lista escrita a máqui­na. Contenía los nombres y las últimas direcciones que conocía de sus parientes. Algún día sus hijos la heredarían, o eso esperaba. Creía que llegaría un día en que sería posible recuperar el contacto.
Pensaba que tal vez ese día llegaría pronto cuando recibió la carta del abogado. Una prueba de su muerte. Llevaba décadas guar­dada en la caja de metal. Y era lo que tanto había estado esperando. De pronto se preguntó por qué no había salido a la luz cuando la había recibido.
Sacudió la cabeza.
Porque una parte de ella no se lo creía. Una parte lo bastante importante como para que ella no pusiera en riesgo la vida de sus hijos ni la suya propia, por muy convincente que pareciera la carta del abogado.
En el fondo de la caja había un sobre pequeño de papel de Ma­nila, el último objeto que quedaba. Lo retiró con cuidado, como si fuera frágil. Lo abrió despacio, por primera vez en muchos años.
Se trataba de otra fotografía.
En ella, Diana aparecía mucho más joven y sentada en un sillón. Frunció el entrecejo cuando se fijó en su cara. Parecía muy poqui­ta cosa. Oculta tras unas gafas. Tímida e indecisa. Débil. Susan, con cinco años de edad, se aferraba a su regazo, toda ella energía conte­nida. Jeffrey, de siete años, estaba de pie a su lado, pero inclinado hacia ella, con expresión muy seria y preocupada, como si ya supie­se de algún modo que había madurado mucho para su edad. Le su­jetaba la mano con fuerza a su madre.
De pie a la espalda de los tres, tras el respaldo de la silla, ligera­mente separado, estaba Jeffrey padre. La cámara, accionada por medio del disparador automático, estaba colocada frente a ellos, y, por haberse situado él unos centímetros por detrás de ellos, aparecía con las facciones borrosas.
Nunca quería que le hicieran fotos. Diana contempló su rostro por un momento. «Cabrón», pensó.
«Jeffrey sabría cómo», se dijo, dándose cuenta de repente. El sabría cómo escanear la imagen y procesarla de modo que los rasgos quedaran más nítidos y mejor definidos. Después podrían enveje­cerlo digitalmente para saber qué aspecto tendría en la actualidad.
Interrumpió estos pensamientos.
—Pero si estás muerto —dijo en voz alta. El rostro de la foto­grafía no respondió.
Ella había hecho todo cuanto había podido, pensó. Había inten­tado, en la medida de sus posibilidades, seguirle la pista a él; leía diligentemente los boletines de la academia St. Thomas More, y se había suscrito en secreto al Princeton Packet, el semanario que pu­blicaba noticias de Hopewell. Había acariciado la idea de contratar a un detective privado, pero, como siempre, había sido consciente de un hecho fundamental: la información puede fluir en dos direc­ciones. Todo paso que ella diera para saber de él, por muy sutil que fuera, podría acabar por volverse en su contra. Así pues, a lo largo de los años, se había limitado a seguir las pocas vías en las que se sentía relativamente segura. Se trataba sobre todo de medios a dis­posición del público, como periódicos y boletines. Seleccionaba las revistas de ex alumnos de todos los centros de enseñanza a los que él había asistido o en los que había impartido clases. Leía esquelas y diarios y prestaba especial atención a las transacciones de bienes inmuebles. Pero, en general, todo ello había resultado infructuoso, especialmente en los muchos años que habían transcurrido desde que el abogado le enviara aquella carta. Aun así, perseveró. Estaba orgullosa de ello. La mayoría de la gente habría concluido que es­taba a salvo, pero ella no, ni por asomo.
Alzó la vista y se dirigió a su marido como si se encontrara en aquella habitación con ella. Que fuera un fantasma o un hombre de carne y hueso le daba igual.
—Creías que podrías engañarme. Pensabas en todo momento que yo haría precisamente lo que querías, lo que esperabas, lo que deseabas. Pero no lo hice, ¿verdad?
Sonrió.
«Eso debe de dolerte lo indecible», pensó.
«Si estás vivo, debe de ser una herida abierta y terrible para ti.
«Y si efectivamente estás muerto, espero que eso te haga rabiar en ese infierno con que te hayas encontrado, esté donde esté.»
Diana Clayton respiró hondo otra vez.
Se levantó y juntó los objetos esparcidos sobre su cama para guar­darlos de nuevo en la caja de seguridad. Reflexionó sobre lo que le había ocurrido a su hija y sobre los mensajes que había recibido.
«Todo es un juego», pensó con amargura. Siempre era un juego.
En ese momento decidió llamar a Jeffrey, por mucho que se en­fadara su hija. «Si quien está enviando los mensajes es quien yo me temo —se dijo—, si al cabo de todos estos años nos ha encontrado al fin, Jeffrey tiene derecho a saberlo, pues corre el mismo peligro que nosotras. Y tiene derecho a participar también en este juego.»
Se acercó a una mesita de noche y descolgó el auricular del telé­fono. Vaciló por unos instantes y marcó el número de su hijo en Massachusetts.
Los tonos de llamada sonaron repetidamente y de forma exas­perante. Contó diez, y luego esperó a que sonaran otros diez. Des­pués colgó.
Se dejó caer sobre la cama.
Diana sabía que no podría dormir esa noche. Alargó el brazo para coger sus pastillas para el dolor y se tomó un par sin agua, tra­gando con dificultad, consciente de que no aliviarían el dolor que de verdad la embargaba por dentro, un miedo repentino, terrible, teñi­do de negro. 

11

Un lugar de contradicciones 


Jeffrey Clayton se removió incómodo en el banco de madera noble pulida de la iglesia mientras los fieles que lo rodeaban rezaban en silencio con la cabeza gacha. Hacía muchos años que no se en­contraba en un templo durante la celebración de los oficios, y se sentía incómodo con el entusiasmo que veía en torno a sí. Estaba sentado en la última fila de la iglesia unitaria en la población donde había vivido la joven a quien mentalmente no podía identificar más que como la número cuatro.
La ciudad, llamada Liberty, todavía estaba en plena construc­ción. Había varias excavadoras inactivas alineadas en una extensión de tierra marrón claro que pronto se convertiría en la plaza princi­pal de la ciudad. En otros puntos se alzaban pilas de vigas de metal y bloques de hormigón ligero.
El día anterior el ruido de las obras había sonado ininterrumpi­damente: los pitidos y bramidos de las excavadoras, el zumbido agudo de la maquinaria, el rugido sordo de los motores diesel de los camiones. Hoy, sin embargo, era domingo, y las bestias del progre­so guardaban silencio. Y en el interior de la iglesia, le parecía encon­trarse en las antípodas de las sierras, los clavos y los materiales de construcción. Todo era nuevo y reluciente aquella mañana soleada, y rayos de luz coloreada se filtraban por un gran vitral que representaba a Cristo en la cruz, si bien el artesano había concebido un Salvador menos transido por el dolor de su muerte prematura que pletórico de dicha ante el paraíso que lo esperaba. El resplandor que iluminaba el dibujo de la corona de espinas de Jesús proyectaba destellos multicolores e iridiscentes sobre las paredes de un blanco inmaculado de la iglesia.
Jeffrey paseó la vista por la concurrencia. La iglesia estaba com­pletamente llena y, salvo por él, no había más que familias. En su mayoría eran blancos, pero el profesor vio entre ellos algunos ros­tros negros, hispanos y asiáticos. Calculó que gran parte de los adultos eran ligeramente mayores que él, y que la media de edad de los niños era la correspondiente a los tres primeros años de la escue­la secundaria. Había personas con bebés en brazos, y algunos ado­lescentes mayores que parecían más interesados los unos en los otros que en los oficios. Todos llevaban ropa bien lavada y plancha­da, e iban pulcramente peinados. Jeffrey recorrió con la mirada las caras de los niños, intentando descubrir a alguno a quien le moles­tara tener que llevar sus galas dominicales, pero, pese a unos pocos posibles candidatos —un chico con la corbata torcida, otro con los faldones de la camisa fuera del pantalón y un tercero que no dejaba de moverse en su asiento pese a que su padre le había echado el bra­zo sobre los hombros—, no logró encontrar a uno que fuera evi­dentemente un rebelde en potencia. «No hay ningún Huckleberry Finn por aquí», pensó.
Jeffrey deslizó la mano sobre el pulido banco de caoba marrón rojizo y se percató también de que la sobrecubierta negra del himnario apenas estaba gastada. Se volvió de nuevo hacia la vidriera de colores y pensó: «Debe de haber una lista de prioridades y un calen­dario de trabajo en algún sitio para que un artesano dedicara tanto tiempo a idear y elaborar tan meticulosamente esa imagen. Así que recibió el encargo, con sus dimensiones y otras especificaciones, meses antes de que la primera excavadora se pusiera en marcha, antes de que se construyesen el ayuntamiento, el supermercado o el centro comercial.»
El coro se puso en pie. Sus miembros llevaban una túnica de color burdeos intenso ribeteada de dorado. Sus voces inundaron la iglesia, pero él no les prestó mucha atención. Estaba esperando que comenzara el sermón, y posó la vista en el pastor, que buscaba algo entre unas notas, sentado a un lado de la tribuna. Se puso de pie justo cuando las últimas notas del himno resonaban bajo las vigas antes de apagarse.
El pastor llevaba unas gafas colgadas al cuello de una cadena y de vez en cuando las levantaba para colocárselas sobre el tabique de la nariz. Curiosamente, gesticulaba sólo con la mano derecha, mien­tras que mantenía la izquierda rígida, a su costado. Era un hombre de baja estatura con una cabellera rala y más bien larga que parecía alborotada por la brisa, pese a que el aire en el interior de la iglesia estaba en calma. Su voz, sin embargo, era más imponente que su aspecto, y atronaba sobre las cabezas de los fieles.
—¿Cuál es el mensaje de Dios cuando dispone que se produz­ca un accidente que nos arrebata a un ser querido?
«Por favor, dígamelo», pensó Jeffrey cínicamente, pero escuchó con atención. Era por eso por lo que estaba en la iglesia.
Ese oficio en particular no estaba dedicado específicamente a la número cuatro. Se había celebrado un funeral íntimo y familiar en una iglesia católica a unos metros de allí, al otro lado del terreno aún polvoriento que, una vez regado y sembrado, se cubriría de verde a medida que avanzara la temporada de crecimiento. Le había insis­tido al agente Martin en la necesidad de grabar en vídeo a todos los que asistieran a los oficios celebrados por la chica asesinada, y de identificar todos los vehículos, incluidos los que pasaran junto a la iglesia aparentemente por otros motivos. Quería saber el nombre y los antecedentes de toda persona relacionada con el funeral de la joven, de todo aquel que mostrase interés en su muerte, por peque­ño que fuera.
Esas listas se estaban preparando, y él planeaba cotejarlas con las de profesores, trabajadores, jardineros... cualquiera que pudiese ha­ber tenido algún contacto con ella. Luego cotejaría de nuevo la lista, esta vez con la de todos los nombres recopilados durante la inves­tigación del asesinato de la víctima número tres. Sabía que éste era un procedimiento bastante habitual para examinar los asesinatos en serie. Era un proceso frustrante que llevaba demasiado tiempo, pero ocasionalmente —al menos según la bibliografía sobre asesinos múltiples— la policía, en un golpe de suerte, identificaba un solo nombre que aparecía en todas las listas.
Depositaba pocas esperanzas en que esto sucediera.
«Las conoces, ¿verdad? —se preguntó de pronto en referencia a su imagen mental del asesino—. ¿Conoces todas las técnicas de rigor? ¿Conoces todas las vías tradicionales de investigación?»



La voz del pastor lo arrancó de sus reflexiones.
—¿Acaso los accidentes no son la manera que tiene Dios de ele­gir entre nosotros, de imponer su voluntad sobre nuestra vida?
Jeffrey había apretado los puños con fuerza. «Necesito saber cuál es la conexión —pensó—. ¿Qué te atrae hacia esas jóvenes? ¿Qué es lo que intentas decir?»
No se le ocurrió respuesta alguna a esa pregunta.
Jeffrey irguió la cabeza y empezó a prestar más atención al ofi­cio. No había acudido a la iglesia en busca de inspiración divina. Su curiosidad era de naturaleza distinta. El día anterior había reparado en el letrero que anunciaba el sermón del domingo, titulado «Cuan­do sobrevienen los accidentes de Dios». Le había parecido curioso que eligiesen esa palabra: accidente.
¿Qué tenía que ver con la depravación cuyos frutos finales ha­bía contemplado hacía unos días?
Eso es lo que estaba ansioso por averiguar.
¿Qué accidente?
Se había guardado esta pregunta, sin compartirla con el agente Martin, que ahora aguardaba impaciente frente a la iglesia.
Jeffrey continuó escuchando. El pastor continuaba perorando con voz de trueno, y el profesor esperaba oír una sola palabra: ase­sinato.
—Así que nos preguntamos: ¿cuál es el designio de Dios cuan­do se lleva de nuestro lado a alguien tan joven y prometedor? Pues podéis estar seguros de que hay un designio...
Jeffrey se frotó la nariz. «Un designio cojonudo», pensó.
—... Y a veces comprendemos que, al acoger a los mejores de nosotros en su seno, en realidad nos está pidiendo a los que nos quedamos que redoblemos nuestra fe, renovemos nuestro compro­miso y consagremos nuestra vida a hacer el bien y a propagar el amor y la devoción. —El pastor hizo una pausa, dejando que sus palabras fluyeran sobre los rostros levantados hacia él—. Y si segui­mos ese camino que Él nos señala con tanta claridad, podremos, pese a nuestras penas y aflicciones, acercarnos y acercar a todos los que permanecen en este mundo a Él. ¡Eso es lo que nos exige, y debemos estar a la altura de ese reto!
La mano izquierda que el pastor mantenía pegada al costado apuntó ahora al cielo con afán, como señalando al ser que estaba en lo alto, escuchando la conclusión a la que había llegado. El pastor vaciló por segunda vez, para dar a sus palabras un mayor peso, y luego finalizó:
—Oremos.
Jeffrey agachó la cabeza, pero no para rezar.
«A partir de lo que no he oído he descubierto algo importante», se dijo. Algo que le formaba en el estómago un pequeño nudo de angustia extrema que no tenía nada que ver con los asesinatos que estaba investigando y sí mucho que ver con el lugar donde los esta­ba investigando.


El agente Martin estaba sentado a su escritorio, jugando a la taba. La bola botaba con un golpe sordo, y de vez en cuando el corpulento inspector fallaba, soltaba una palabrota y volvía a em­pezar, haciendo sonar las piezas contra la superficie metálica de la mesa.
—Una... dos... tres —farfullaba para sí.
Jeffrey se volvió hacia él desde donde estaba escribiendo en la pizarra.
     —Hay que decir «uno, dos, tres, al escondite inglés» —le infor­mó—. Apréndase bien la terminología. Martin sonrió.
—Usted dedíquese a su juego —repuso—, que yo me dedicaré al mío. —Arrastró todas las piezas con un movimiento repentino del brazo para dejarlas caer sobre su mano derecha y dirigió su atención a lo que escribía Clayton.
Las dos categorías principales seguían en la parte superior de la pizarra. Jeffrey, no obstante, había añadido datos sueltos bajo el encabezamiento «Similitudes», detalles sobre la posición del cuerpo de cada víctima, el emplazamiento y los dedos índices cortados. La víctima número cuatro, por supuesto, presentaba varios problemas en este apartado. Jeffrey había notado cierto escepticismo por par­te de Martin, cierta resistencia a considerar —como consideraba él— que las diferencias en la cuidadosa colocación del cadáver y el hecho de que le faltara el dedo índice izquierdo y no el derecho, como a las otras víctimas, apuntaban a un mismo asesino. El inspector había demostrado su faceta más tozuda al negar con la cabeza y decir: «Las semejanzas son semejanzas, y las diferencias son diferencias. Usted pretende que lo diferente sea semejante. La cosa no funciona así.»
El lado de la pizarra con la anotación «Si el asesino es alguien a quien no conocemos» tenía considerablemente menos información. Clayton no le había contado al inspector que la habían borrado y él la había vuelto a escribir; que alguien había violado la seguridad de la oficina.
Clayton no había tomado ninguna medida para ocultar los docu­mentos sobre los asesinatos —informes de la escena del crimen, resul­tados de autopsias, declaraciones de testigos y cosas por el estilo— que atestaban los ficheros del despacho. La mayor parte de ellos exis­tían también como archivos informáticos, y Jeffrey suponía que cual­quiera con la capacidad para abrir la cerradura electrónica de la oficina también podría acceder a cualquier texto guardado en el ordenador.
En cambio, había pasado por una papelería local y había com­prado una libreta pequeña encuadernada en cuero. En una era de blocs electrónicos inteligentes y comunicaciones a alta velocidad, la libreta casi parecía una antigüedad, pero tenía la cualidad excepcio­nal de ser lo bastante modesta para caber en el bolsillo de su cha­queta, de modo que podía llevarla consigo en todo momento. Por lo tanto, era privada y no dependía de un circuito eléctrico o una clave informática para ser segura. Estaba llenándose rápidamente de las inquietudes y observaciones de Jeffrey, que parecían poner de relieve una duda que aún no había conseguido formular pero que empezaba a tomar cuerpo en su interior.
En una de las primeras páginas, había escrito: «¿Quién ha bo­rrado la pizarra?» y debajo había anotado cuatro posibilidades:
1.   Un empleado de limpieza, por error.
2.   Alguien de la esfera política, p. ej. Manson, Starkweather o Bundy.
3.   Mi padre, el asesino.
4.   El asesino, que no es mi padre pero quiere hacerme creer que lo es.

De hecho, ya había descartado la primera posibilidad tras en­contrar el horario de limpieza del edificio y entrevistarse brevemen­te con el personal de turno. Le habían revelado dos datos interesan­tes: que el agente Martin les había dado instrucciones de que toda limpieza en la oficina se llevase a cabo exclusivamente bajo su su­pervisión directa, y que el Servicio de Seguridad podía invalidar prácticamente cualquier sistema de cierre controlado por ordenador en cualquier parte del estado.
También había descartado a los políticos, al menos en teoría. Aunque el mensaje implícito en la borradura era justamente el que ellos querían que aceptara, era demasiado pronto en la investigación para ejercer ese tipo de presión sobre él. Sabía que la presión no tardaría en llegar. Siempre llegaba; a los políticos casi lo único que les importaba era que todo sucediese en el tiempo previsto. Y duda­ba que esa presión fuera tan sutil como el sencillo acto de borrar algo que él había escrito en la pizarra.
Lo que, claro está, dejaba dos posibilidades. Las mismas que lo asediaban desde el principio.
Como siempre, lo rondaban innumerables preguntas, muchas de las cuales había garabateado en su libreta a altas horas de la no­che. Si el asesino, fuera quien fuese, se había molestado en hacer algo como borrar unas palabras de una pizarra, ¿qué significaba?
Había respondido a esta pregunta en su libreta con una sola pa­labra, escrita con un lápiz negro y subrayada tres veces: «Mucho.»
—Bueno, ¿y ahora qué, profesor? ¿Más entrevistas? ¿Quiere ir a hablar con el forense para contar con información de primera mano de cómo murió la última? ¿Qué tiene usted en mente?
Martin sonreía, pero con una expresión que Clayton había aprendido a relacionar con la ira. Asintió con la cabeza.
—No es mala idea. Vaya a ver al forense y dígale que necesita­remos su informe definitivo esta tarde. Despliegue todas sus dotes de persuasión. El hombre parece un poco reticente.
—No está acostumbrado a estas tareas. Los forenses del estado suelen dedicarse más bien a asegurarse de que todos los colegiales estén vacunados y de que el Departamento de Inmigración no deje entrar enfermedades infecciosas alegremente procedentes del resto del país o del extranjero. Las autopsias de víctimas de asesinato no forman parte de su rutina. Al menos habitualmente.
—Pues vaya a encender una fogata.
—¿Y usted a qué se dedicará, profesor, mientras yo estoy fuera incordiando con mi insistencia característica?
—Me quedaré aquí enumerando a grandes rasgos todos los as­pectos forenses de cada asesinato, para que podamos centrarnos en las semejanzas.
—Eso suena fascinante —comentó el inspector mientras se le­vantaba de su silla—. Y también muy importante.
—Nunca se sabe —respondió Jeffrey—. En esta clase de inves­tigaciones, el éxito surge a menudo a partir de algún elemento des­cubierto en el transcurso de horas de trabajo pesado y mecánico.
Martin sacudió la cabeza.
—No —replicó—, no lo creo. Eso es lo que ocurre en muchas investigaciones de asesinatos, por supuesto. Es lo que te enseñan en las academias. Pero aquí no, profesor. Aquí hará falta algo más. —El inspector se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo—. Por eso está usted aquí. Para averiguar qué es ese «algo más». Procure no olvidarlo. Y trabaje en ello, profesor.
Jeffrey asintió, pero Martin ya había salido. El profesor esperó unos minutos, luego se puso de pie rápidamente, cogió su libreta y su chaqueta y se marchó, sin la menor intención de hacer lo que le había dicho a Martin que haría, y con una idea clara de lo que nece­sitaba averiguar.


Las oficinas del New Washington Post se encontraban cerca del centro de la ciudad, aunque Jeffrey no estaba seguro de que «ciudad» fuese la palabra más adecuada para describir la zona céntrica. Desde luego no se parecía a ningún barrio urbano que hubiese visitado; era un lugar donde reinaba un orden casi rígido disfrazado de organiza­ción rutinaria. La cuadrícula de calles era uniforme, el césped y las plantas que crecían junto a la calzada estaban bien cuidados. Las ace­ras eran amplias y proporcionadas, casi como un paseo. Apenas se hallaba presente la mezcolanza de diseño y deseo que caracteriza a la mayor parte de las ciudades. Y el desorden frenético causado por el apiñamiento de lo moderno y lo antiguo estaba del todo ausente.
Nueva Washington era un lugar meticulosamente planificado, esbozado, medido y modelado antes de que se excavara una sola palada de tierra. No es que todo fuera igual. En apariencia, al me­nos, no lo era. Diferentes diseños y formas distinguían cada manza­na. No obstante, el hecho de que todo fuera tan nuevo lo abruma­ba. Aunque arquitectos distintos habían proyectado edificios dife­rentes, saltaba a la vista que, en algún momento, todos los planos habían pasado por las manos de la misma comisión y de este modo la ciudad había impuesto, más que la uniformidad, una visión co­mún. Eso es lo que le resultaba opresivo.
Sin embargo, también reconocía que esta repugnancia segura­mente sería transitoria. Al caminar por Main Street, advirtió que la acera estaba limpia de toda basura del día anterior, y cayó en la cuenta de que no tardaría mucho en acostumbrarse al nuevo mundo creado en Nueva Washington, aunque sólo fuera porque era un sitio pulcro, no recargado y tranquilo.
Y seguro, se recordó Jeffrey. Siempre seguro.
La recepcionista del vestíbulo de las oficinas del periódico le sonrió cuando entró por unas puertas batientes de cristal. En una pared había números destacados del periódico ampliados a un ta­maño gigantesco, con unos titulares que pedían atención a gritos. Esto no le pareció a Clayton una entrada atípica de un periódico, pero lo que le sorprendió fue la selección de ampliaciones. En otras publicaciones lo habitual era ver ediciones famosas del pasado que reflejaban una mezcla de éxitos, desastres e iniciativas, todo ello de gran importancia para el país —Pearl Harbor o el día de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, el asesinato de Kennedy, el crac de la bolsa, la dimisión de Nixon, la llegada del hombre a la Luna—, pero aquí los titulares eran absolutamente optimistas y considera­blemente más restringidos al ámbito local: SE ALLANA EL TERRE­NO PARA NUEVA WASHINGTON, LA CATEGORÍA DE ESTADO ES PROBABLE, ANEXIÓN DE TERRITORIO NUEVO EN EL NORTE, SE CIERRAN ACUERDOS CON OREGÓN Y CALIFORNIA.
«Sólo noticias buenas», pensó Jeffrey.
Apartó la vista de la pared y le devolvió la sonrisa a la recepcio­nista.
—¿Tiene morgue su periódico?
La mujer abrió los ojos como platos.
—¿Que si tiene qué?
—Un departamento de archivo, donde se guardan ediciones anteriores.
La recepcionista era joven e iba bien peinada y mejor vestida de lo que cabría esperar de una persona de su edad y posición.
—Ah, por supuesto —respondió rápidamente—. Es que no ha­bía oído a nadie emplear esa expresión. La que se refiere al depósito de gente muerta.
—En los viejos tiempos, así es cómo llamaban a los archivos de los periódicos —le explicó él.
Ella sonrió de nuevo.
—No te acostarás sin saber una cosa más. Cuarta planta, a la derecha. Que pase un buen día.
Encontró el archivo sin mayor dificultad, al fondo de un pasillo que salía de la sala de redacción. Se detuvo por un momento a con­templar a los hombres y mujeres trabajando ante sus mesas, frente a monitores de ordenador. Había una fila de pantallas de televisión sintonizadas con las cadenas de noticias por cable, colgadas del techo sobre una mesa de redacción central. La sala estaba en silencio, sal­vo por el omnipresente tecleteo de los ordenadores y alguna que otra voz que estallaba en carcajadas. Los teléfonos emitían zumbi­dos bajos. Todo le pareció elegante y eficiente, desprovisto de todo el encanto del periodismo de otros tiempos. No tenía el aspecto de un sitio propicio para la pasión, para lanzar cruzadas, para la rabia ni la indignación. No había nadie remotamente similar a Hildy John­son o el señor Burns de Primera Plana. No se respiraba un ambiente de ajetreo. El lugar era como cínicamente se imaginaba las oficinas de una compañía de seguros grande; unos oficinistas grises proce­sando información para homogeneizarla con vistas a su difusión.
El archivero era un hombre de mediana edad, unos años mayor que Jeffrey y con un ligero sobrepeso, que resollaba un poco al ha­blar, como si trabajara constantemente bajo los efectos de un res­friado o del asma.
—El archivo está cerrado al público ahora mismo —dijo—, a  menos que haya concertado una cita. El horario general está ex­puesto en la placa de la derecha. —Hizo un gesto con la mano como para despachar al visitante.
Jeffrey extrajo su pasaporte de identificación provisional.
—Se trata de un asunto oficial —aseguró en el tono más profe­sional del que fue capaz. Sospechaba que el archivero era el tipo de persona que adoptaba una actitud protectora de su territorio duran­te unos momentos pero que acababa por ceder e incluso por mos­trarse servicial.
     —¿Oficial? —El hombre se quedó mirando el pasaporte—. ¿Oficial de qué tipo?
     —Seguridad.
El archivero alzó la vista con curiosidad.
—Le conozco —dijo.
—No, no lo creo —repuso Jeffrey.
—Sí, estoy seguro —insistió el hombre—. Segurísimo. ¿Ha es­tado antes por aquí?
Jeffrey se encogió de hombros.
—No, nunca. Pero necesito ayuda para encontrar unos ar­chivos.
El hombre volvió a mirar el pasaporte, luego al visitante y final­mente asintió con la cabeza. Le señaló al profesor un asiento deso­cupado frente a una pantalla de ordenador y arrimó una silla para sentarse junto a él. Jeffrey se percató de que el hombre parecía es­tar sudando, aunque el ambiente era fresco en la sala. Además, el ar­chivero hablaba en voz baja pese a que no había nadie más por ahí, actitud que a Jeffrey le pareció de lo más normal en un bibliote­cario.
—Muy bien —dijo el hombre—. ¿Qué necesita?
—Accidentes —contestó Jeffrey—. Accidentes en los que se hayan visto envueltos mujeres jóvenes o adolescentes. En los últi­mos cinco años, más o menos.
—¿Accidentes? ¿De tráfico, quiere decir?
—De lo que sea. De tráfico, ataques de tiburones, impactos de meteoritos, lo que sea. Toda clase de accidentes sufridos por muje­res jóvenes. Sobre todo casos en los que la chica haya permanecido desaparecida durante algún tiempo antes de que la encontraran.
—¿Desaparecida? ¿Así, zas, sin más?
—Exacto.
El archivero puso los ojos en blanco.
—Extraña petición —gruñó—. Palabras clave. Siempre se ne­cesitan palabras clave. Así es como está archivado en la base de datos. Identificamos palabras o frases comunes y luego las regis­tramos electrónicamente. Cosas como «ayuntamiento» o «Super Bowl». Probaré con «accidente» y «adolescente». Déme más pala­bras clave.
Clayton reflexionó por un instante.
—Pruebe con «fugitiva» —dijo—. También con «desaparecida» y «búsqueda». ¿Qué otras palabras emplean los periódicos para describir los accidentes?
El archivero movió afirmativamente la cabeza.
—«Suceso» es una de ellas. Además, se aplica automáticamente un adjetivo a casi todos los accidentes, como «trágico». Lo introdu­ciré también. ¿Los últimos cinco años, dice? En realidad, sólo lleva­mos una década en circulación. Ya puestos, podemos hacer la bús­queda desde el principio.
El archivero pulsó varias teclas. Al cabo de unos segundos el ordenador había procesado la orden, y para cada palabra clave ha­bía una respuesta con el número de artículos en que aparecía. Al escribir «Detalles» en el teclado, el ordenador mostraba el titular, la fecha y la página del periódico en que cada uno de ellos se había pu­blicado. El archivero le enseñó cómo abrir los artículos para leerlos y cómo dividir la pantalla para cotejar dos textos.
—Bueno, todo suyo. —El archivero se levantó—. Estaré por aquí, por si tiene alguna duda o necesita ayuda. Conque accidentes, ¿no? —Clavó una vez más los ojos en Jeffrey—. Sé que he visto su cara antes —comentó antes de alejarse arrastrando los pies.
Jeffrey hizo caso omiso de él y se concentró en la pantalla de ordenador. Estudió los artículos metódicamente sin encontrar nada que le pareciera útil hasta que se le ocurrió lo obvio e introdujo un par de palabras clave: «muerte» y «letal».
Esto dio como resultado una lista más manejable de setenta y siete artículos. Los examinó y descubrió que cubrían veintinueve incidentes distintos acaecidos a lo largo del período de diez años. Se puso a leerlos de principio a fin, uno por uno.
No tardó mucho en darse cuenta de lo que tenía delante. En el transcurso de una sola década, veintinueve mujeres —la mayor de ellas una joven de veintitrés años recién licenciada que iba a visitar a su familia, y la menor una niña de doce que se dirigía a su clase de tenis— habían fallecido como consecuencia de algún suceso en el estado número cincuenta y uno. Ninguno de esos «accidentes» ha­bía sido uno de esos actos corrientes de un Dios caprichoso que podría colocar a una adolescente en bicicleta ante un coche en mar­cha cualquier tarde. En cambio, Jeffrey leyó historias de muje­res jóvenes que habían desaparecido misteriosamente en viajes de acampada, o que habían decidido de pronto fugarse de casa mien­tras realizaban alguna actividad de lo más normal, o que nunca ha­bían llegado a su destino, una clase o cita de rutina. Había algunos titulares estrambóticos que aseguraban que perros salvajes o lobos reintroducidos en las zonas forestales por ecologistas obsesionados por conservar el medio ambiente habían atacado a un par de aque­llas jóvenes. Una serie de sucesos se había producido al aire libre: despeñamientos, ahogamientos en ríos e hipotermias desafortunadas que habían acabado con varias. Según los artículos, unas cuantas estaban deprimidas, y se insinuaba que habían huido de su familia para quitarse la vida, como si se tratara de una decisión absolutamente normal en una adolescente, a diferencia de los impulsos autodestructivos sistemáticos como por ejemplo la bulimia o la anorexia.
El Post informaba de todos los casos con el mismo estilo aburri­do. Artículo uno: CHICA DESAPARECE INESPERADAMENTE (pági­na tres). Artículo dos: LAS AUTORIDADES INICIAN LA BÚSQUEDA (página cinco, una sola columna, a la izquierda, sin foto). Artículo tres: RESTOS DE CHICA DESCUBIERTOS EN ZONA RURAL SIN UR­BANIZAR. LA FAMILIA LLORA A LA VÍCTIMA DEL ACCIDENTE.
Había unos pocos textos que se apartaban de este enfoque tan poco imaginativo, casos que en vez de terminar con la triste va­riante JOVEN ENCONTRADA finalizaban con un LAS AUTORIDA­DES DAN POR TERMINADA LA BÚSQUEDA INFRUCTUOSA. Ni uno solo de los sucesos había aparecido en primera plana junto con las noticias de empresas nuevas que se trasladaban al estado número cincuenta y uno. Ninguna crónica ahondaba en el tema más allá de las declaraciones de los portavoces del Servicio de Seguridad. Ningún reportero intrépido mencionaba semejanzas en­tre un incidente y alguno que se hubiera producido anteriormente. Ningún periodista había confeccionado tampoco una lista como la que estaba elaborando él.
Esto le sorprendió. Si él había reparado en el número de casos similares, a un periodista tampoco le habría costado mucho descu­brirlo. La información se encontraba en su propio archivo digitalizado.
A menos, claro está, que lo hubieran descubierto pero hubiesen optado por no publicarlo.
Jeffrey se reclinó en su silla de oficina, con la vista fija en la pan­talla de ordenador. Por un momento deseó que la sala de redacción por la que había pasado estuviera realmente repleta de empleados de una compañía de seguros, porque al menos ellos estarían al corrien­te de las tablas actuariales con los porcentajes de probabilidades que tenía una chica adolescente de morir a causa de alguna de estas pre­suntas calamidades.
«Ni de casualidad —se dijo—. Y por qué no también abduccio­nes extraterrestres», se mofó, acordándose de que ésta era la misma comparación que el agente Martin había hecho.
Lo repitió para sí, en un susurro: «Ni de coña.»
Se preguntó cuántas de aquellas muertes se habían producido tal como informaba el periódico. Supuso que un par. Seguramente al­guna de aquellas adolescentes se había fugado realmente de casa, y alguna realmente se había suicidado, y tal vez había sobrevenido realmente algún accidente de acampada. Quizás incluso dos. Calcu­ló rápidamente. Un diez por ciento equivaldría a tres muertes. Un veinte por ciento, a seis. Esto aún dejaba veinte muertes a lo largo de una década. Al menos dos por año.
Continuó meciéndose en la silla.
A los asesinos metódicos de la historia les habría parecido un balance razonable para una inversión de energía homicida. No es­pectacular, pero aceptable. En el polo opuesto, los asesinos psicópa­tas sedientos de sangre sin duda considerarían insuficiente este nú­mero desde su posición privilegiada en el infierno. Ellos preferían la cantidad y la satisfacción instantánea. La voracidad de la muerte. Por supuesto, resultaba mucho más fácil pillarlos gracias a sus excesos.
Sin embargo, los asesinos constantes, silenciosos y entregados que ocupaban la siguiente esfera infernal asentirían con la cabeza en señal de admiración hacia un hombre que controlaba sus impulsos y sabía contenerse. Eran como el lobo que elige a los caribúes enfer­mos o heridos de la manada, procurando no matar a demasiados para no poner en peligro su fuente de sustento.
Jeffrey se estremeció.
Comenzó a imprimir las crónicas de los casos que creía que encajaban en esa pauta, y mientras tanto comprendió por qué lo habían mandado llamar. Las autoridades estaban quedándose sin excusas creíbles.
Perros salvajes y lobos. Mordeduras de serpiente y suicidios. Al final alguien se negaría a creerlo, y eso supondría un problema con­siderable. Se sonrió, como si una parte de él lo encontrara divertido.
«No tienen a dos víctimas», pensó.
«Tienen a veinte.»
Entonces la sonrisa se le borró de los labios cuando se planteó la pregunta obvia: «¿Por qué no me lo dijeron desde un principio?»
La impresora que tenía al lado comenzó a escupir las páginas con los artículos. Los papeles se apilaban en la bandeja mientras esperaba. Al alzar la mirada vio al archivero del periódico caminan­do hacia él con un ejemplar del Post.
—Sabía que le había visto antes —resolló el hombre con aire ufano—. Pues ¿no salió en la primera página de la sección «Noticias del estado» la semana pasada? Es usted una celebridad.
—¿Qué?
El hombre le tiró el periódico, y Jeffrey bajó la vista. Ahí esta­ba su fotografía, de dos columnas de ancho y tres columnas de alto, en la parte inferior de la primera página de la segunda sección. El titular encima de la imagen y del artículo que la acompañaba reza­ba: LAS AUTORIDADES CONTRATAN ASESOR PARA INCREMENTAR LA SEGURIDAD. Clayton echó una ojeada a la fecha del periódico: era del día que había llegado al estado número cincuenta y uno.
Leyó:

... En su continuo afán por preservar y mejorar las medidas de protección de los ciudadanos del estado, el Servicio de Segu­ridad ha encomendado al reputado profesor Jeffrey Clayton, de la Universidad de Massachusetts, que lleve a cabo una inspec­ción a gran escala de los planes y sistemas actuales.
Clayton, que según un portavoz espera cumplir pronto los requisitos para instalarse en el estado, es un experto en diversos procedimientos y estilos criminales. En palabras del portavoz, «todo esto forma parte de nuestros esfuerzos incesantes por adelantarnos a las intenciones de los criminales e impedir que lleguen hasta aquí. Si saben que no tienen la menor posibilidad de vencer en su juego aquí, es muy probable que se queden donde están, o que se vayan a algún otro sitio...».



Había algo más, incluida una frase que le atribuían y que él nun­ca había pronunciado, algo sobre lo mucho que le complacía estar allí de visita, y las ganas que tenía de volver en el futuro.
Dejó el periódico, sobresaltado.
—Se lo he dicho —señaló el archivero. Echó un vistazo a las hojas de papel que salían de la impresora—. ¿Esto tiene algo que ver con el motivo por el que está aquí?
Jeffrey asintió con la cabeza.
—Este artículo —dijo—, ¿qué difusión tuvo?
—Se publicó en todas nuestras ediciones, incluida la electróni­ca. Todo el mundo puede leer las noticias del día en el ordenador de su casa sin mancharse los dedos de tinta de periódico.
Jeffrey asintió de nuevo, mirando su fotografía en aquella plana del diario. «Vaya con la confidencialidad —pensó—. Nunca tuvie­ron la intención de mantener en secreto mi presencia aquí. Lo único que quieren ocultar al público es el auténtico motivo por el que es­toy aquí.»
Tragó saliva y sintió que una grieta serena, glacial y profunda se abría en su interior. Pero al menos ahora sabía por qué estaba allí. No le vino a la mente justo la palabra «cebo», pero lo invadió la desagradable sensación de ser una lombriz que se retorcía en un anzuelo mientras alguien la sumergía despiadadamente en las frías y oscuras aguas en que nadaban sus depredadores.


Cuando salió a la calle, la puerta doble del periódico se cerró detrás de Jeffrey con un sonido como de succión. Por un momen­to, quedó cegado por el sol del mediodía, que se reflejaba en la fa­chada de cristal de un edificio de oficinas, y apartó la vista de la fuente de luz, llevándose instintivamente la mano a la frente para protegerse los ojos, como si temiese sufrir algún daño. Echó a andar por la acera y apretó el paso, moviéndose con rapidez. Antes, se había desplazado hasta el centro desde las oficinas del Servicio de Seguridad en autobús. No era una distancia muy grande, apenas unos tres kilómetros. Caminó más deprisa mientras los pensamien­tos se le agolpaban en la cabeza, y al cabo de un rato corría.
Iba esquivando el tráfico de peatones de la hora del almuerzo, sin hacer caso de las miradas o los insultos ocasionales de algún que otro oficinista que se veía obligado a apartarse de un salto para de­jarlo pasar. La espalda de la chaqueta se le inflaba, y su corbata se agitaba al viento que él mismo generaba. Echó la cabeza hacia atrás, aspiró una gran bocanada de aire y corrió con todas sus fuerzas, como si estuviese en una carrera, intentando dejar atrás a los demás competidores. Sus zapatos crujían contra la acera, pero desoyó sus quejidos y pensó en las ampollas que le saldrían después. Comen­zó a mover los brazos como pistones, para ganar velocidad, y al cruzar una calle con el semáforo en rojo oyó un pitido furioso tras de sí.
A estas alturas ya no prestaba atención a su entorno. Sin amino­rar el paso, enfiló el bulevar para alejarse del centro en dirección al edificio de las oficinas del estado. Notaba el sudor que le corría desde las axilas y le humedecía la parte baja de la espalda. Escuchaba su respiración, que desgarraba roncamente el límpido aire del Oes­te. Ahora estaba solo en medio del mundo de las sedes empresaria­les. Cuando avistó la torre de las oficinas del estado, se detuvo brus­camente para quedarse jadeando a un lado de la calle.
Pensó: «Vete. Vete ahora mismo. Coge el primer vuelo. Que se metan el dinero por donde les quepa.»
Sonrió y negó con la cabeza. No iba a hacer eso.
Apoyó las manos en las caderas y se puso a dar vueltas, inten­tando recuperar el resuello. «Demasiado tozudo —pensó—. Dema­siado curioso.»
Recorrió unos metros, intentando relajarse. Se detuvo ante la entrada del edificio y alzó la vista para contemplarlo.
«Secretos —se dijo—. Aquí se guardan más secretos de los que imaginabas.»
Por un instante se preguntó si él mismo era como el edificio; una fachada sólida y poco llamativa que escondía mentiras y medias verdades. Sin dejar de mirar el edificio, se recordó algo que era evi­dente: no hay que confiar en nadie.
De un modo extraño, esta advertencia le infundió ánimos, y aguardó a que su pulso volviera a la normalidad antes de entrar en el edificio. El guardia de seguridad levantó la mirada de sus moni­tores de videovigilancia.
—Oiga —dijo—, Martin le está buscando, profesor.
—Pues aquí estoy —respondió Jeffrey.
—No parecía muy contento —continuó el guardia—. Claro que nunca se le ve demasiado contento, ¿verdad?
Jeffrey asintió con la cabeza y prosiguió su camino. Se enjugó el sudor que le empapaba la frente con la manga de la chaqueta.
Imaginaba que se encontraría al inspector caminando furioso de un lado a otro del despacho cuando cruzase el umbral, pero la ha­bitación estaba vacía. Echó una ojeada alrededor y vio un aviso de mensaje en la pantalla de su ordenador. Abrió su cliente de correo electrónico y leyó:

Clayton, ¿dónde diablos anda? Se supone que debe man­tenerme informado de su paradero las veinticuatro horas del día. En todo puto momento, profesor. Sin excepciones. Incluso cuando vaya al cagadero. He salido a buscarle. Si regresa antes que yo, encontrará el informe preliminar de la autopsia de la úl­tima presunta víctima en el archivo «nuevamuerta 4» de su orde­nador. Léalo. Vuelvo enseguida.

Jeffrey se disponía a examinar dicho archivo cuando se percató de que el indicador de mensajes en la parte superior de la pantalla señalaba que había recibido otro. «¿Qué más quejas tiene, inspec­tor?», se preguntó mientras desplazaba el texto hacia abajo para abrir el segundo mensaje.
Pero todo resto de irritación se disipó de inmediato en cuanto lo leyó. No constaba de firma ni encabezamiento, sólo de una serie de palabras que parpadeaban en verde sobre un fondo negro. Lo leyó entero dos veces antes de retroceder unos centímetros de la pantalla, como si la máquina fuese peligrosa y capaz de echarle la zarpa.
Decía: DE BEBÉ, LO QUE MÁS TE GUSTABA ERA JUGAR A TA­PARTE LA CARA, REAPARECER DE PRONTO Y GRITAR: «¡TE PILLÉ!» CUANDO ERAS UN POCO MAYOR, TU JUEGO FAVORITO ERA EL ESCONDITE. ¿TE ACUERDAS TODAVÍA DE CÓMO SE JUEGA A ESO, JEFFREY?
Jeffrey intentó contener el súbito torrente de emociones que penetró a través de todos los años de soledad que había acumulado en torno a sí. Sintió una agitación por dentro, una mezcla de miedo, fascinación, terror y excitación. Todos estos sentimientos se arremolinaban en su interior, y luchó por mantenerlos a raya. No se permitió pensar en otra cosa que en una respuesta dirigida a sí mis­mo y a nadie más; menos aún a sus empleadores. Sospechaba que su presa —aunque de pronto no estaba seguro de que éste fuera el tér­mino más apropiado para designar al hombre a quien buscaba— ya conocía esa respuesta.
    «Sí —dijo para sus adentros—, me acuerdo de cómo se juega.»




12

                                Greta Garbo por dos


Cuando creían que estaban solas en el mundo, ambas desarro­llaron una curiosa sensación de seguridad, convencidas de que po­dían brindarse apoyo, camaradería y protección la una a la otra. Ahora que estaban menos seguras de su aislamiento, la rutina de su relación se había visto trastocada; de pronto madre e hija estaban nerviosas, casi con desconfianza mutua, a todas luces temerosas de lo que las esperaba fuera de las paredes de su pequeña casa. En un mundo que a menudo parecía haber sucumbido a la violencia ha­bían conseguido erigir unas barreras sólidas, tanto emocionales como físicas.
Ahora Diana y Susan Clayton, cada una por su cuenta, sentían que esas barreras empezaban a desmoronarse debido a la presencia no definida del hombre que enviaba los anónimos, como un pilar de hormigón medio sumergido, batido constantemente por las olas, disolviéndose poco a poco, descascarillándose, desintegrándose y desapareciendo bajo el mar gris verdoso. Ninguna de las dos enten­día del todo la naturaleza de su miedo; era cierto que un hombre las acechaba, pero la índole de este acecho las confundía.
Diana se negaba a compartir su temor más absurdo con su hija; pensaba que necesitaba más pruebas, lo que en sí era una media verdad. Ante todo, se negaba a escuchar la intuición que la había impulsado a sacar la caja de metal de su armario para buscar las endebles pruebas que tenía de la muerte de quien había sido su marido. Intentaba convencerse de que lo que contenía la caja eran
datos concretos, pero eso provocaba en ella una lucha interior, la sensación que embarga a quien se debate entre lo que quiere creer y lo que le da miedo creer.
Los días posteriores al incidente del bar, la madre se había sumi­do en un silencio exterior, mientras una cacofonía de ruidos discor­dantes, dudas y malestar retumbaba en su interior.
El fracaso de sus intentos por ponerse en contacto con su hijo no habían hecho sino agravar esa inquietud. Había dejado varios mensajes en su departamento de la universidad, había hablado con una cantidad mareante de secretarias, ninguna de las cuales parecía saber con exactitud dónde se encontraba, aunque todas le asegura­ron que pronto le pasarían el recado y entonces él devolvería la lla­mada. Una incluso llegó a decir que pegaría una nota con cinta ad­hesiva a la puerta de su despacho, como si eso fuera una garantía de éxito.
Diana se resistía a presionar más, porque pensaba que ello con­feriría a su petición un toque de urgencia, casi de pánico, y no que­ría dar esa impresión. No le habría importado reconocer que es­taba nerviosa, incluso alterada, desde luego preocupada. Pero el pánico le parecía un estado extremo, y esperaba hallarse aún lejos de él.
«Todavía no se ha producido ninguna situación que no poda­mos manejar», se dijo.
Pero a pesar de la actitud falsamente positiva de esta insistencia, ahora recurría a menudo —mucho más que antes— a la medicación para tranquilizarse, para conciliar el sueño, para olvidar las preocu­paciones. Y le había dado por mezclar sus narcóticos con dosis ge­nerosas de alcohol, pese a que el médico le había advertido de que no lo hiciera. Una pastilla para el dolor. Una pastilla para aumentar el número de glóbulos rojos, que estaban perdiendo inútil y micros­cópicamente su batalla contra sus homólogos blancos en las profun­didades de su organismo. No tenía la menor esperanza en que la quimioterapia diera resultado. También tomaba vitaminas para mantenerse fuerte. Antibióticos para evitar infecciones. Colocaba las pastillas en fila y evocaba imágenes históricas: la ofensiva de Pickett. Un esfuerzo valeroso y romántico contra un ejército bien atrincherado e implacable. Estaba destinado a fracasar desde antes de comenzar.
Diana regaba el montón de píldoras con zumo de naranja y vodka. «Al menos —se decía, no sin ciertos remordimientos—, el zumo de naranja se fabrica aquí y seguramente me hará bien.»
Más o menos al mismo tiempo, Susan Clayton se dio cuenta de que estaba tomando precauciones que antes desdeñaba. Durante los días siguientes al incidente en el bar, no subía ni bajaba en ascensor a menos que hubiera varias personas más. No se quedaba a trabajar hasta tarde en la oficina. Siempre que iba a algún sitio, pedía a al­guien que la acompañara. Se preocupaba de cambiar su rutina dia­ria lo máximo posible, buscando la seguridad en la variedad y la espontaneidad.
Esto le resultaba difícil. Se consideraba una persona obstinada y no precisamente espontánea, aunque los pocos amigos que tenía en el mundo seguramente le habrían dicho que se equivocaba de me­dio a medio en su valoración de sí misma.
Cuando conducía de casa a la oficina y viceversa, ahora Susan había adquirido la costumbre de moverse entre los carriles rápidos y los lentos; durante unos minutos circulaba a ciento cincuenta ki­lómetros por hora y de pronto aminoraba la marcha hasta casi avanzar a paso de tortuga, pasando de un extremo al otro de una manera que creía que frustraría incluso al perseguidor más tenaz, pues al menos a ella la frustraba.
Llevaba una pistola en todo momento, incluso por casa, después de llegar del trabajo, escondida bajo la pernera de los vaqueros, su­jeta al tobillo. Sin embargo, no engañaba a su madre, que sabía lo del arma, aunque le parecía más prudente no comentar nada al res­pecto, y que, por otra parte, aplaudía en su fuero interno esa pre­caución.
Ambas mujeres miraban con frecuencia por la ventana, inten­tando vislumbrar al hombre que sabían que andaba por ahí, en al­gún sitio, pero no veían nada.
Mientras tanto, las preocupaciones que embargaban a Susan se intensificaban por su incapacidad para idear un acertijo apropiado para enviar su siguiente mensaje. Juegos de palabras, acrósticos li­terarios, crucigramas... nada de eso le había resultado útil. Quizá, por primera vez, Mata Hari había fracasado.
Esto le daba cada vez más rabia.
      Después de pasarse varias tardes muy tensa, sentada en casa con un bloqueo mental incontrolable, con la fecha de publicación cada vez más próxima, dejó caer la libreta y el lápiz al suelo de su habi­tación, le asestó una palmada a la pantalla de su ordenador, envió varios libros de consulta a un rincón de una patada y decidió salir a navegar en su lancha.
Caía la tarde, y el potente sol de Florida empezaba a perder su dominio sobre el día. Su madre había cogido un bloc grande de pa­pel de dibujo y estaba abstraída, haciendo un bosquejo con carbon­cillo, sentada en un rincón de la habitación.
—Maldita sea, mamá, necesito tomar un poco el aire. Voy a dar una vuelta en la lancha y a ver si cojo un par de pescados para la cena. No tardo.
Diana alzó la vista.
—Pronto oscurecerá —señaló, como si ésa fuera una razón para no hacer nada.
—Sólo me alejaré media milla, a un lugar resguardado que conozco. Está casi en línea recta desde el embarcadero. Me llevará poco rato, y necesito ocuparme en algo que no sea quedarme por aquí pensando en cómo responderle a ese cabrón diciéndole algo que lo expulse de nuestras vidas.
Diana dudaba que hubiese algo que su hija pudiese escribir para alcanzar esa meta. Pero la animó ver la actitud decidida de su hija; le resultaba reconfortante. Se despidió con un leve gesto de la mano.
—Un poco de mero fresco no vendría mal —comentó—. Pero no tardes. Vuelve antes de que anochezca.
Susan le dedicó una amplia sonrisa.
—Es como hacer un pedido a la tienda de comestibles. Estaré de vuelta dentro de una hora.
Aunque se acercaban los últimos meses del año, hacía un calor veraniego al final del día. En Florida las altas temperaturas pueden llegar a ser sobrecogedoras. Esto ocurre sobre todo en verano, pero en ocasiones llegan rachas de viento del sur en otras estaciones del año. El calor tiene una presencia que debilita el cuerpo y enturbia la mente. Se avecinaba una noche de ese tipo: serena, húmeda, inmó­vil. Susan era una pescadora avezada, una experta en las aguas a cuya orilla había crecido. Cualquiera puede mirar al cielo y prever la violencia que pueden desatar de pronto los nubarrones y las trombas, con sus vientos huracanados y su velocidad de tornado.
Pero a veces los peligros del agua y de la noche son más sutiles y se ocultan bajo un cielo en el que no corre una brizna de aire.
Antes de soltar amarras vaciló por un segundo, luego se sacudió la sensación de riesgo, recordándose que no tenía nada que ver con lo que estaba haciendo, una excursión de lo más común, y sí mucho que ver con el miedo residual que el hombre y sus mensajes le ha­bían inspirado. Pilotó la lancha por la estrecha vía de agua hacia la bahía, y luego empujó el acelerador a fondo. Los oídos se le llena­ron de ruido y el viento le azotó el rostro de repente.
Susan se encorvó contra la velocidad, disfrutando con el embate y el zarandeo que traía consigo, pensando que había salido a ese mun­do que conocía tan bien precisamente para librarse de su ansiedad.
Decidió de inmediato pasar de largo la zona resguardada de la que le había hablado a su madre, e hizo un viraje brusco, notando cómo el casco largo y angosto se hincaba en la superficie azul claro mientras se dirigía a un lugar más lejano y productivo. Sintió que sus cadenas quedaban atrás, en tierra firme, y casi le entristeció lle­gar a su destino.
Después de apagar el motor, dejó la embarcación cabeceando sobre las olas diminutas durante un rato. Luego, con un suspiro, se concentró en la tarea de pescar la cena. Soltó un ancla pequeña, cebó un anzuelo y lo lanzó. Al cabo de unos segundos notó un tirón in­confundible.
Media hora después, había llenado hasta la mitad una nevera portátil con pagros y meros más que suficientes para cumplir con la promesa que le había hecho a su madre. La pesca había surtido en ella el efecto que esperaba; le había despejado la cabeza de temores y le había conferido fuerzas. De mala gana, recogió el sedal. Guar­dó su equipo, se levantó, paseando la mirada en derredor, y cayó en la cuenta de que tal vez había estado allí más tiempo de la cuenta. Allí de pie, le pareció que los últimos rayos grises del día se extin­guían en torno a ella, escurriéndosele entre los dedos. Antes de que pusiera rumbo a su casa, se vio envuelta en la oscuridad.
Esto le causó desasosiego. Sabía cómo regresar, pero también que ahora le sería mucho más difícil. Cuando el último resplandor se desvaneció, estaba atrapada en un mundo transparente, silencio­so, viscoso y resbaladizo, y donde antes se encontraba la frontera habitual entre tierra, mar y aire, ahora había una masa informe, negra y cambiante. De pronto se puso nerviosa, consciente de que había traspasado el límite de la prudencia, con lo que el mundo que amaba se había convertido súbitamente en un lugar inquietante y tal vez incluso peligroso.
Su primer impulso fue el de llevar la lancha directa a tierra y arrancar a correr durante unos minutos hasta encontrar algún punto de referencia entre los diferentes tonos de sombras que tenía ante sí. Hubo de obligarse a reducir la velocidad, pero lo logró.
Más adelante entrevió las sinuosas siluetas de un par de islotes y recordó que había un canal estrecho entre ellos que la conduciría a aguas más despejadas. Una vez allí, podría avistar luces a lo lejos, quizás alguna casa o faros en la carretera; cualquier cosa que la guia­se a la civilización.
Siguió adelante despacio, intentando encontrar el paso entre los dos islotes. A duras penas consiguió distinguir parte de la maraña for­mada por las ramas de los árboles del manglar mientras se acercaba, temerosa de encallar antes de salir a aguas más profundas. Trató de tranquilizarse, diciéndose que lo peor que podía ocurrir es que tuviera que pasar una noche incómoda en la lancha batallando contra los mosquitos. Gobernaba la embarcación con cuidado, deslizándose hacia delante mientras el motor burbujeaba a su espalda. Su confian­za en sí misma aumentó cuando se introdujo en el espacio entre los islotes. Se estaba felicitando por haber dado con el canal cuando el casco de la lancha tropezó con la arena lodosa de un bajío invisible.
—¡Mierda! —gritó, consciente de que se había desviado dema­siado hacia uno u otro lado. Metió marcha atrás, pero la hélice ya rozaba el fondo, y fue lo bastante inteligente para apagar el motor por completo antes de que se soltara.
Maldijo la noche, furiosa, dejando que su invectiva le brotara de los labios, una sucesión ininterrumpida de «mierdas» y «hostias pu­tas», pues el sonido de su voz la reconfortaba. Después de cagarse durante un rato en Dios, las mareas, el agua, los traicioneros bancos de arena y la oscuridad que lo había hecho todo imposible, se inte­rrumpió y escuchó por unos momentos el sonido de las olas peque­ñas que chapaleaban contra el casco. Luego, sin dejar de hablarle en voz alta a su lancha, activó el mecanismo eléctrico que izó el motor con un zumbido agudo. Esperaba que esto bastara para quedar a la deriva, pero no fue así.
Maldiciendo y quejándose en todo momento, Susan empuñó la pértiga y empujó con ella para intentar desencallar la embarcación. Le pareció que ésta se movió un poco, pero no lo suficiente. Seguía varada. Volvió a colocar la pértiga en su soporte y se desplazó a un lado de la lancha. Contemplando el agua que la rodeaba calculó a ojo que debía de tener sólo unos quince centímetros de profundi­dad. El calado de la embarcación medía veinte. Sólo se mojaría hasta los tobillos. Pero tenía que bajar, colocar ambas manos contra la proa y empujar con todas sus fuerzas. Necesitaba sacudir la lancha para liberarla de la arena. Y si eso no daba resultado, pensó, bueno, se quedaría atrapada allí hasta que, al amanecer, la marea empezara a subir y el agua del mar fluyese por encima del bajío, haciendo su­bir la embarcación hasta desembarrancarla. Por un instante, mien­tras se encaramaba a la borda, lista para abandonar la seguridad de la lancha, contempló la posibilidad de esperar y dejar que la natura­leza se encargara del trabajo duro. Sin embargo, se reprendió a sí misma por ser tan remilgada, y con un movimiento resuelto saltó al agua.
Templada como un baño, ésta se arremolinó en torno a sus pantorrillas. El fondo bajo sus zapatos era un lodo blando. Al instan­te se hundió unos cuantos centímetros. De nuevo prorrumpió en imprecaciones, un torrente constante de palabrotas. Apoyó el hom­bro en la proa y, tras respirar hondo, se puso a empujar. Soltó un gruñido a causa del esfuerzo.
La lancha no se movió.
—Oh, venga —imploró Susan.
Volvió a apretar el hombro contra la proa, intentando esta vez empujar hacia arriba para mecer la embarcación. La frente se le perló de sudor. Se le escapó un fuerte gemido, y notó que los músculos de la espalda se le tensaban como un cordón al ceñir la cintura de unos pantalones, y la lancha se deslizó hacia atrás unos centímetros.
—Mejor —dijo.
Lo intentó otra vez, aspirando hondo y aplicando presión con todo su empeño. El fondo plano de la barca raspó el fondo al recu­lar unos quince centímetros más.
—Un avance, joder —masculló ella.
Un empujón más y pondría la lancha a flote.
     No sabía cuántas fuerzas le quedaban, pero estaba decidida a gastarlas en ese intento. La arena del fondo le había succionado los pies y le llegaba a una altura considerable de las piernas. Tenía una marca en el hombro por apretarlo contra la lancha. Empujó de nue­vo y soltó un gritito cuando la barca retrocedió con un chirrido y luego quedó libre. Susan trastabilló a causa del impulso y perdió el equilibrio. Jadeando, se tambaleó hacia delante mientras la lancha se alejaba de ella, flotando. El agua salada le mojó el rostro cuando cayó de rodillas. La embarcación se acercó un poco, como un ca­chorro temeroso de que lo castiguen, y se quedó cabeceando sobre la superficie a unos tres metros de donde estaba ella.
—Mierda, mierda —refunfuñó, disgustada por haberse mojado, pero en realidad encantada de haber logrado desencallar. Se puso de pie, se sacudió de la cara y las manos toda el agua de mar que pudo y, tras liberar los pies del cieno del bajío, echó a andar en dirección a la barca.
Sin embargo, allí donde esperaba encontrar el fondo blando bajo los pies, no había nada.
Susan se precipitó de nuevo hacia delante, perdió el equilibrio y se zambulló en el agua oscura. Supo al instante que se había metido en el canal. Alzó la cara para hacerla emerger de aquella extensión de negrura y respiró una gran bocanada de aire. Los dedos de sus pies buscaron un fondo donde apoyarse, pero no lo encontraron. El agua oscura parecía arrastrarla hacia abajo. Exhaló con fuerza, lu­chando contra una oleada repentina de pánico.
La lancha se mecía sobre la superficie tranquila, a poco más de tres metros.
No se permitió imaginar realmente su situación, en el agua, sin hacer pie, a oscuras, mientras una corriente suave alejaba de ella a velocidad constante la seguridad que representaba la lancha. Man­tuvo la sangre fría, aspiró profundamente el aire sedoso de la noche y dio varias brazadas rápidas y vigorosas por encima de la cabeza, pataleando con fuerza, levantando pequeñas explosiones de fósfo­ro blanco tras sí. La embarcación flotaba provocadoramente delante de Susan, que nadó enérgicamente hasta alcanzar el costado, exten­der los brazos y asirse a la borda con ambas manos.
Permaneció un rato así, sujeta de un flanco de la lancha, con la mejilla apretada contra la lisa fibra de vidrio de la embarcación como una madre contra la mejilla de un niño perdido. Los pies le colgaban en el agua, casi como si ya no formaran parte de ella. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo terriblemente cansada que estaba. Se quedó un momento allí, reposando. A continuación reunió las po­cas fuerzas que le quedaban, se aupó y pasó una pierna por encima de la borda, intentando aferrarse a la lancha con el vientre. Duran­te un segundo permaneció allí en precario equilibrio, luego se aga­rró con más firmeza, se impulsó con la pierna que aún tenía en el agua y finalmente rodó por el suelo de la barca.
Susan se quedó tendida, mirando al cielo, intentando recuperar el resuello.
Notaba que la adrenalina le palpitaba en las sienes, y que el co­razón le latía desbocado en el pecho. Se apoderó de ella una sensa­ción de agotamiento mucho mayor de la que correspondía a la ener­gía que había empleado, un cansancio que tenía más que ver con el miedo que con el esfuerzo.
En lo alto, las estrellas titilaban con benevolencia. Las contem­pló y dijo en voz alta:
—Nunca, nunca, nunca, nunca bajes de la lancha de noche. Nunca pierdas el contacto. Nunca dejes que se te escape. Nunca, nunca jamás dejes que esto vuelva a ocurrir.
Se incorporó trabajosamente, con la espalda contra la borda. Cuando recobró el aliento, al cabo de un momento, se puso en pie, temblando.
—Muy bien —dijo en voz alta—. Vuelve a intentarlo. Encuen­tra el canal, maldita sea, no la arena. Avante, despacio.
Le vinieron ganas de reír, pero se recordó a sí misma que toda­vía no había recorrido el canal.
—Aún no hemos salido de ésta —murmuró.
Se dejó caer junto al tablero de mandos y, cuando se disponía a darle al contacto, una gran masa de agua gris negruzca saltó a su lado, salpicándole el rostro y las manos y arrancándole un grito de sorpresa. Se oyó un golpe sordo cuando una aleta impactó contra el costado de la lancha, un estallido de energía blanca y espumosa a unos centímetros de su cabeza.
La explosión la derribó de su asiento sobre la cubierta de la lancha.
—¡Dios santo! —exclamó.
El agua se arremolinó alrededor de la barca y luego quedó quieta.
El corazón le dio un vuelco.
—¿Qué demonios eres? —gritó, poniéndose de rodillas con dificultad.
La única respuesta a su pregunta fue el silencio y el retorno de la noche.
Escudriñó las corrientes pero no vio rastro del pez que había emergido junto a la lancha. De nuevo se esforzó por calmarse. «Dios mío —pensó—, ¿qué era eso que estaba en el agua conmigo? ¿Un tiburón tigre grande, o un pez martillo? Cielo santo, debe de haber estado allí, justo al borde del bajío, buscando su cena, y yo metida en el agua, junto a él, chapoteando. Joder.» De pronto ima­ginó al pez debajo de ella todo el rato, observándola, esperando, sin saber qué era ella exactamente, pero acercándose a pesar de todo. Susan exhaló rápidamente, soltando el aire con fuerza.
Se estremeció, intentando desterrar el miedo que aún tenía en su interior. Era consciente de que no podía hacer nada más y, con la mano ligeramente trémula, bajó despacio el motor, le dio al encen­dido y empujó la transmisión hacia delante. Casi sin acelerar, viró en la dirección que creía que la llevaría a la orilla.
«Llegaremos a casa esta noche —se dijo—, y luego se acabó la pesca durante un tiempo.» Mientras avanzaba a una velocidad ape­nas superior al gateo de un bebé por un suelo desconocido para él, reflexionó sobre el hecho de que su madre no seguiría a su lado mucho tiempo y de que ella tendría que empezar a prepararse para esa realidad cuanto antes. No obstante, no tenía la menor idea de cómo prepararse.


Diana Clayton había estado absorta en su bosquejo, y cuando la luz perdió intensidad en torno a ella, de modo que le costaba ver los últimos trazos y sombreados del dibujo, alzó la mirada para pulsar el interruptor de la luz y se percató de que su hija estaba tardando mucho en regresar.
Su primer impulso fue acercarse a la ventana, pero en los últi­mos días se había sorprendido a sí misma mirando hacia fuera en demasiadas ocasiones, como si ya no confiase en el mundo que le era familiar. Esta vez no se comportaría como una anciana decrépita y agonizante, que es como se veía a sí misma, y confiaría en que su hija sería capaz de volver a casa sana y salva. De modo que, en lugar de echar un vistazo al exterior, recorrió deprisa la casa, encendien­do las luces, muchas más de las que habría encendidas en circuns­tancias normales. Al final, no quedaba una sola bombilla en todas las habitaciones de la casa que no estuviese despidiendo luz. Incluso encendió las de los armarios.
Cuando regresó a donde estaba dibujando, posó la vista en el boceto en carboncillo y de pronto preguntó en voz alta:
—¿Qué querías de mí?
El rostro que había esbozado en el bloc sonreía con los labios apretados y una expresión en los ojos que denotaba que sabía algo que nadie más sabía, una especie de diversión arrogante que ella sólo podía reconocer como perversa.
—¿Por qué me escogiste a mí?
En el dibujo él aparecía como un hombre joven, y ella se consi­deraba a sí misma una mujer envejecida por la enfermedad. Se pre­guntó si el mal que padecía él lo había avejentado tan precipitada­mente también, pero por alguna razón lo dudaba. Era más probable que su enfermedad actuase como una especie de elixir de Ponce de León, pensó ella con rabia. Tal vez, con los años, los carrillos se le hubiesen puesto más carnosos, y ahora tuviese entradas en el pelo. Quizá se le habían profundizado las arrugas de la frente y de las co­misuras de la boca y los ojos. Pero eso sería todo. Seguiría siendo fuerte y siempre seguro de sí mismo.
No le había dibujado las manos. Acordarse de ellas le provocaba escalofríos. El tenía dedos largos y delicados que escondían una gran fuerza física. Tocaba el violín bastante bien y sabía arrancar del instrumento sonidos de lo más evocadores.
Siempre tocaba solo, en una habitación que tenía en el sótano, donde tanto ella como los niños tenían prohibida la entrada. Las notas del instrumento se colaban por toda la casa como el humo, y más que un sonido eran como un olor, una sensación de frío.
Diana cerró los ojos y le rechinaron los dientes cuando pensó que esas manos habían tocado su cuerpo. De forma profunda e ín­tima. Sus atenciones hacia ella eran curiosamente infrecuentes, pero cuando se producían, eran insistentes. Sus relaciones sexuales no consistían en la unión de dos personas, sino simplemente en que él la utilizaba cuando tenía ganas.
Diana sintió un nudo en la garganta.
Sacudió la cabeza enérgicamente, en desacuerdo consigo misma.
—Estás muerto —dijo en alto, plantando cara al boceto—. Te mataste en un accidente de tráfico, y espero que te doliese.
Cogió el bloc de dibujo, clavó la mirada en la caricatura que te­nía ante sí y luego cerró la libreta. Pensó que su hija había heredado la forma de la boca, y su hijo, la de la frente. Los tres tenían la mis­ma barbilla. Ella esperaba que los ojos —y lo que habían visto— fueran sólo de él. «Yo era joven y me sentía sola —recordó—. Era callada y retraída, y no tenía amigos. Nunca fui popular ni bonita, así que los chicos no me rondaban ni me llamaban para salir. Llevaba gafas, y el pelo recogido y aplastado hacia atrás, y nunca me maqui­llaba, ni era graciosa, divertida, o atlética, ni tenía ninguna otra cua­lidad que me hiciese atractiva a los ojos de nadie más. Tenía mala coordinación y no sabía hablar de otra cosa que de mis estudios, no tenía nada que decir sobre nada ni sobre nadie. Y antes de que él apareciera, yo creía que eso era todo lo que me ofrecería la vida, y en más de una ocasión pensé que tal vez acabaría con todo antes de que hubiera comenzado. Deprimida y con tendencias suicidas. ¿Por qué? —se preguntó de repente—. Porque mi propia madre era una mujer apocada, de espíritu débil, adicta a las pastillas para adelgazar, y mi padre era un profesor de universidad entregado a su trabajo, un poco frío, un poco distante, que la quería pero la engañaba y, cada vez que lo hacía, se avergonzaba más y se distanciaba más de noso­tras. Vivíamos en una casa llena de secretos y yo no estaba ansiosa por averiguar verdades. Cuando crecí, estaba deseando marcharme y, al hacerlo, descubrí que el mundo exterior tampoco tenía gran cosa que ofrecerme.»
Bajó la vista al bloc de dibujo, que había resbalado al suelo.
«Excepto tú.»
De pronto se agachó para recoger el bloc y lo abrió por la pági­na del retrato.
—¡Los salvé! —gritó sin pararse a tomar aire—. ¡Maldita sea, los salvé y me salvé a mí misma de ti!
Diana Clayton se levantó parcialmente y lanzó el bloc al otro extremo de la habitación, donde golpeó la pared y cayó dando vuel­tas al suelo. Ella se desplomó en la silla, se reclinó y cerró los párpa­dos. «Me muero —pensó—. Me muero, y ahora, cuando merezco algo de paz, me veo privada de ella. —Abrió los ojos y los posó en el boceto, que le devolvía la mirada—. Por culpa tuya.»
Se puso de pie, cruzó la habitación despacio y recogió el bloc. Le quitó el polvo, lo cerró, luego juntó los carboncillos y el trapo que había utilizado para difuminar las sombras, lo llevó todo al ar­mario de su dormitorio y lo arrojó a un rincón, esperando que allí quedara oculto.
Retrocedió un paso y cerró de un golpe la puerta del armario. «No pensaré más en ello —se exigió—. Todo terminó aquella no­che. De nada sirve acordarse de estas cosas.»
Sin creer una sola de las mentiras que acababa de decirse, Diana regresó a la sala de estar de su refugio a esperar a que su hija volviese a casa con la cena prometida. Aguardó en silencio, envuelta en aquel brillo intenso, hasta que oyó el sonido familiar de las pisadas de su hija acercándose por el camino de entrada en la oscuridad del exterior.
Los filetes de pescado frescos, salteados con un poco de mante­quilla, vino blanco y limón estaban deliciosos y las reanimaron a las dos. Madre e hija se tomaron una copa de vino por cabeza con la cena e intercambiaron algunos chistes subidos de tono, lo que llevó risas a una casa en la que hacía tiempo que no se oía ninguna. Dia­na no comentó nada del retrato que había bosquejado. Susan no explicó por qué había llegado tan tarde. Durante una hora, las dos se las arreglaron para que las cosas parecieran casi como eran antes, una ilusión aceptable.
Una vez que los platos estuvieron lavados y guardados, Diana se retiró a su habitación y Susan a la suya, donde encendió el orde­nador y retomó la frustrante tarea de idear un acertijo para el hom­bre que creía que la acechaba. Este pensamiento la hizo sonreír, pero sin una pizca de humor: la idea de que el hombre podía perfec­tamente estar justo al otro lado de la puerta, o bajo su ventana, o merodeando en las sombras junto a cualquiera de las palmeras que montaban guardia en el patio..., pero que, aunque se encontrara al alcance de la mano, su forma de comunicarse era mediante juegos de palabras ingeniosos.
Se le ocurrió algo e insertó una tabla en la pantalla del ordena­dor. Dentro, escribió:
¿Fuiste tú quien me salvó?
¿Qué es lo que quieres?
Yo quiero que me dejes en paz.

Contempló el mensaje por un momento y vio que lo que tenía eran dos preguntas y una afirmación. Separó los dos elementos del mensaje, de modo que quedó, por un lado:

¿Fuiste tú quien me salvó? ¿Qué es lo que quieres?

Y, por otro:

Yo quiero que me dejes en paz.

Decidió que podía revolver y cifrar el primer par de frases. Comenzó a trasponer las letras y al cabo de un rato obtuvo este resultado:

¿Si ven tufo sume tequila? ¿Quisque queso leeré?

Le gustaban los anagramas. Meditó sobre la última frase del mensaje y le vino una idea a la mente. Sonrió una vez, impresionada por su astucia, y susurró para sí:
—No has perdido del todo tus facultades, Mata Hari.
Escribió:

En la antigua isla del toro cometes un error que te hace vo­mitar y te recuerda la frase más famosa que ella dijo nunca.

Quedó complacida. Envió por correo electrónico el texto a su ofi­cina, sólo una hora antes de que se cerrara el plazo para remitir material a la revista, y seguramente minutos antes de que algún editor agobiado se pusiese en contacto con ella, presa del pánico. A continuación, apa­gó su ordenador y se fue a la cama con la satisfacción del deber cumpli­do. Se durmió al instante y, por primera vez en días, no soñó nada.
Susan despertó unos segundos antes de que sonara la alarma de su despertador. Apagó el aparato antes de que comenzase a pitar, se levantó y se fue directa a la ducha. Después de secarse se vistió rá­pidamente, ansiosa por llegar a su oficina y ver las pruebas de im­prenta de la columna del concurso de esa semana y lo que traería consigo. Recorrió el pasillo de puntillas, abrió la puerta de la habi­tación de su madre y echó un vistazo sigilosamente. Diana aún dor­mía, lo que su hija supuso que era algo bueno, pues imaginaba que el reposo la ayudaría a recuperarse. Si la enfermedad la debilitaba era en buena parte porque el dolor le arrebataba horas de descanso, de modo que la carga del agotamiento se sumaba a la serie de sufri­mientos que la aquejaban.
Susan vio en la mesita de noche los frascos de pastillas que eran una constante en lo que quedaba de la vida de su madre. Moviéndo­se sin hacer ruido, se acercó, los juntó y se los llevó a la cocina.
Estudió las etiquetas con atención, luego extrajo la dosis mati­nal indicada de cada envase y las alineó en un plato de porcelana blanca como un pelotón al que van a pasar revista. Media docena de píldoras para empezar el día. Una roja, una ocre, dos blancas, dos cápsulas de dos colores distintas. Unas eran pequeñas, otras gran­des. Permanecían en posición de firmes, esperando órdenes.
Susan se dirigió a la nevera, sacó un poco de zumo de naranja recién exprimido, sirvió un vaso y esperó que su madre no lo llenase de vodka después de beberse la mitad. Colocó el vaso junto a las pastillas. A continuación sacó un cuchillo, encontró un melón cantalupo y uno dulce, los cortó en rodajas con cuidado y dispuso ele­gantemente los trozos en forma de media luna en otro plato. Por úl­timo, encontró una hoja de papel y escribió una nota prosaica:

Me alegro de que hayas dormido un poco. Me he ido a tra­bajar temprano. Aquí te dejo el desayuno y las medicinas para hoy. Nos vemos por la noche. Podemos terminarnos el pescado para cenar.
Besos, Susan

Paseó la vista por la cocina para comprobar que todo estuviera en su sitio, decidió que sí, y salió de la casa por la puerta trasera.
Cerró con llave y alzó la mirada al cielo. Ya estaba azul y soleado. Unas pocas nubes blancas y bulbosas vagaban sin rumbo fijo. «Un día perfecto», pensó.


Aproximadamente una hora después de que su hija se marcha­ra, Diana Clayton despertó sobresaltada.
El sueño todavía le empañaba la visión, y ahogó un grito de te­rror, lanzando golpes al aire con los dos puños a la vez.
Tosió con fuerza y cayó en la cuenta de que estaba incorporada en la cama. Miró alrededor con los ojos desorbitados, temiendo ver a alguien escondido en un rincón. Aguzó el oído como si estuviera en condiciones de percibir el sonido de la respiración del intruso y distinguirlo de sus propios jadeos entrecortados. Quería inclinarse para echar un vistazo debajo de la cama, pero le faltó valor para ello. Fijó la vista en la puerta del armario, creyendo que quizás el intruso se ocultaba allí, pero luego recordó que tras esa puerta se es­condían ya bastantes horrores, en el interior de la caja de metal o esbozados en el bloc de dibujo, y se dejó caer sobre las almohadas, respirando agitadamente.
Había sido el sueño, se dijo. En el último sueño que había teni­do esa noche, estaba con su hija y, al bajar la mirada, descubría que a ambas les habían cortado de pronto la garganta, como al hombre del bar. Esta visión la había devuelto a la vigilia bruscamente. Se lle­vó la mano al cuello y notó el sudor resbaladizo que le goteaba por entre los senos.
Esperó a que su respiración volviera a la normalidad y a que el golpeteo de su corazón en el pecho remitiese antes de bajar los pies de la cama. Deseaba que hubiese una pastilla contra el miedo y, al volverse, advirtió que su provisión de frascos no estaba en su mesita de noche. Por un momento esto le causó confusión. Se levantó, se echó un albornoz blanco de algodón sobre los hombros y caminó con pasos suaves sobre el entarimado del suelo hacia la cocina. Avis­tó la hilera de frascos casi antes de que le diera tiempo de preocu­parse.
También vio las rodajas de melón, se llevó una a la boca y reparó en el zumo y en la nota. Leyó lo que su hija le había escrito y son­rió. «He sido una egoísta —pensó— al retenerla a mi lado. Es una hija especial. Los dos son hijos especiales, cada uno a su manera. Siempre lo han sido. Y ahora que son adultos, siguen siendo espe­ciales para mí.»
En el plato que tenía delante había una docena de pastillas bien ordenadas. Se disponía a cogerlas. Acostumbraba a ponérselas todas en la mano, metérselas en la boca como un puñado de cacahuetes y bajarlas con un trago de zumo.
No estaba segura de qué fue lo que la impulsó a detenerse. Quizás el traqueteo que oyó y que no identificó de inmediato. Algo que se rompía, pensó. ¿Qué podía romperse?
Miró a través de la ventana al azul brillante del cielo. Vio que una de las palmeras se cimbreaba movida por la enérgica brisa ma­tinal. Oyó de nuevo aquel ruido, que esta vez sonó más próximo. Dio un par de pasos por la cocina y vio que la puerta trasera pare­cía estar abierta. Era lo que producía el traqueteo, cuando la co­rriente tiraba de ella y luego la cerraba de golpe.
Eso no era normal, y frunció el ceño.
    «Susan siempre cierra con llave cuando se va temprano», pensó. Atravesó la cocina y se paró en seco.
El pestillo estaba echado, pero la puerta no estaba cerrada. Al examinarlo más de cerca descubrió que alguien había usado un des­tornillador o un martillo de orejas pequeño para arrancar la madera en torno al pestillo. Como solía ocurrirle a este material en los Ca­yos de Florida, la exposición constante al calor, la humedad, la llu­via y el viento había hecho estragos en el marco de la puerta, ablan­dándolo, desgastándolo, casi pudriéndolo. Haría las delicias de un ratero.
Diana reculó, como si la prueba de que habían forzado la puerta fuese infecciosa.
«¿Estoy sola?»
Se puso muy alerta. «La habitación de Susan», se dijo. Se dirigió hacia allí entre caminando y corriendo, temiendo que alguien se abalanzase hacia ella de pronto. Cruzó la habitación a toda prisa, abrió violentamente la puerta del armario y cogió una de las pistolas que su hija tenía sobre un estante. Dio media vuelta en la posición de disparar que Susan le había enseñado, amartillando el pequeño revólver y quitando el seguro con el mismo movimiento.
Estaba sola.



Diana escuchó atentamente pero no oyó nada, al menos nada que indicase que el intruso seguía por allí. Con una cautela exage­rada en todo momento, fue de una habitación a otra, revisando cada armario y rincón, debajo de las camas, cualquier hueco donde pu­diera esconderse un hombre. Nadie había tocado nada. Todo esta­ba en su sitio. No había el menor indicio de que alguien más hubie­ra estado en la casa, por lo que empezó a relajarse.
Regresó a la cocina y se acercó a la puerta a fin de inspeccionar el marco con más atención. Tendría que llamar a un carpintero ese mis­mo día, pensó, para que viniera y lo arreglara de inmediato. Sacudió la cabeza y, por unos instantes, sostuvo el frío metal de la pistola contra su frente. El susto de muerte que se había llevado un momento antes quedó rápidamente reducido a una irritación moderada mientras re­pasaba mentalmente la lista de carpinteros que ofrecían servicios de urgencia. Examinó de nuevo la madera arrancada.
—La madre que los parió —masculló en voz alta.
Seguramente había sido un vagabundo. O quizás unos adoles­centes que habían dejado el instituto. Había oído que un par de chicos emprendedores de la zona habían amasado una cantidad considerable de dinero a los diecisiete años robando televisores, cadenas de música y ordenadores durante el día, mientras las fami­lias estaban en el colegio o trabajando. Las marcas de rascaduras en el marco revelaban que el que había forzado el cerrojo era un aficio­nado. Había clavado una palanca de metal en la madera y había aplicado la fuerza bruta. Había obrado con prisas, sin el menor cui­dado. Debía de pensar que no había ninguna persona en la casa y que un poco de ruido no alertaría a nadie.
Diana concluyó que los allanadores debieron de llegar un rato después de que se marchara Susan. Probablemente ya habían reco­rrido media casa cuando oyeron que ella se despertaba y habían sa­lido huyendo.
Se sonrió y levantó la pistola.
Si lo hubieran sabido... Ella no se consideraba una guerrera, y desde luego no sería rival para un par de jóvenes. Contempló el arma. Tal vez habría equilibrado las cosas, pero sólo si hubiese po­dido cogerla a tiempo. Intentó imaginarse corriendo por la casa perseguida por dos adolescentes. Difícilmente resultaría ganadora de esa carrera.
Diana negó con la cabeza.
Suspiró y se esforzó por no pensar en lo cerca que había estado de morir. No había sucedido nada. Aquello no había sido más que una molestia, y además una molestia común y corriente, no sólo en los Cayos y en las ciudades, sino en todas partes. Un momento pe­liagudo y significativo de rutina en que nada había pasado. Un fias­co apenas digno de mención o de atención, pero que podría haberle costado la vida. Ellos habían oído el ruido que hacía al levantarse y se habían espantado, por fortuna, pues si se hubieran adentrado un poco más en la casa, seguramente habrían decidido matarla, además de robarle.
Imaginó al par de jóvenes. Cabello largo y grasiento. Pendien­tes y tatuajes. Manchas de nicotina en los dedos. «Gamberros», pensó. Se preguntó si esta palabra seguía siendo de uso común.
Diana se apartó de la puerta y se dirigió de nuevo a la mesa de la cocina. Depositó la pistola en el tablero y se llevó a la boca otro tro­zo dulce de melón. Los jugos azucarados le infundieron nuevo vi­gor. Cogió el vaso de zumo de naranja y extendió otra vez la mano hacia las pastillas que su hija le había dejado.
     Entonces se detuvo.
     Su mano vaciló en el aire a pocos centímetros de las píldoras.
     «¿Qué sucede?», se preguntó de repente.
     Una oleada de frío le recorrió el cuerpo.
     Contó las pastillas. Doce.
     «Son demasiadas —pensó—. Lo sé. Por lo general no son más de seis.»
      Cogió los frascos, leyó la etiqueta de cada uno y contó de nuevo.
     —Seis —dijo en alto—. Deberían ser seis.
Había doce en el plato.
—Susan, ¿te has equivocado?
No parecía posible. Susan era una persona muy cuidadosa, or­denada, sensata. Y le había preparado su medicación muchas veces.
Diana se acercó a un rincón de la cocina donde había un orde­nador pequeño conectado a la línea telefónica. Introdujo el código de la farmacia más cercana y, unos segundos después, apareció en la pantalla la imagen del farmacéutico.
—¡Eh, buenos días, señora Clayton! ¿Cómo se encuentra hoy? la saludó el hombre con un marcado acento.
     Diana respondió a su saludo con un gesto de la cabeza.
     —Bastante bien, Carlos. Sólo tengo una pregunta sobre mis medicamentos...
—Tengo sus datos aquí mismo. ¿Qué sucede?
Ella miró las pastillas.
—¿Está bien así? Dos megavitaminas, dos analgésicos, cuatro clomipraminas, cuatro renzac...
—¡No, no, no, señora Clayton! —la interrumpió Carlos—. Las vitaminas están bien, incluso lo de tomar el doble de analgésicos, pero no se acostumbre. Seguramente se quedará dormida ensegui­da. Pero la clomipramina y el renzac son muy fuertes. ¡Son medici­nas muy potentes! Eso es demasiado. ¡Una de cada! ¡Ni una más, señora Clayton! ¡Esto es muy importante!
Una sensación fría y pegajosa se apoderó de su estómago.
—O sea que cuatro de cada una sería...
—¡Ni se le ocurra! Con cuatro de cada se pondría muy enferma.
—¿Cómo de enferma? —lo cortó ella.
El farmacéutico hizo una pausa.
     —Probablemente la mataría, señora Clayton. Cuatro de golpe sería muy peligroso. Ella no respondió.
—Sobre todo si las mezcla con esos analgésicos, señora Clay­ton. La dejarían K.O. y entonces no se enteraría de los efectos dañinos de la clomipramina y el renzac. Menos mal que ha lla­mado, señora Clayton. Si alguna vez tiene alguna duda sobre estas medicinas (ya sé que es difícil mantener siempre la cuenta de todas) no dude en llamar, señora Clayton. Y si no me encuen­tra, no se tome nada. Tal vez el analgésico, pero nada más. Esos fármacos para el cáncer, señora Clayton, son muy fuertes.
A Diana le temblaba la mano ligeramente.

—Muchas gracias, Carlos —consiguió balbucir—. Has sido de mucha ayuda. —Pulsó unas teclas y cerró la conexión. Con delica­deza, devolvió las pastillas de más a sus frascos respectivos, inten­tando ahuyentar la imagen del rostro otrora familiar del hombre que había entrado en la casa, leído la nota de su hija y visto al instante la oportunidad que presentaba. Esto debía de parecerle una broma colosal. Debió de marcharse sonriendo de oreja a oreja, qui­zás incluso riéndose a carcajadas al salir a la calle después de dispo­ner una dosis letal de los medicamentos que en teoría la mantenían con vida sobre la mesa del desayuno, listos para que ella se los to­mara.

                                  13
                                             Te pillé


Jeffrey Clayton, paralizado en su asiento, sin saber muy bien de entrada qué hacer, seguía contemplando el mensaje en la pantalla del ordenador cuando el agente Martin irrumpió por la puerta, furioso y con el rostro congestionado.
—Te pillé —murmuró Clayton para sí mientras el inspector daba un portazo y acto seguido prorrumpía en improperios.
—¡Clayton, hijo de puta, le expliqué las normas! ¡Tenemos que ir juntos siempre, como culo y mierda! ¡Nada de excursioncitas sin llevarme a mí también! Maldita sea, ¿adónde ha ido? Le he estado buscando por todas partes.
El profesor no respondió de inmediato a la pregunta ni a la ra­bia de Martin. Dio media vuelta en su silla y clavó la vista en el ins­pector. Entendía los motivos de su ira. Después de todo, ¿de qué sirve una carnada si uno no la vigila más o menos constantemente, de modo que, cuando la presa surja de las profundidades en que se esconde y quede al descubierto, uno esté preparado para aprove­char la oportunidad? Su propia furia ante el hecho de que lo utilizaran de ese modo le formó un nudo en la garganta, pero tuvo la ca­pacidad de contenerla. Supo por instinto que no le convenía desvelar que había averiguado la auténtica razón por la que se en­contraba allí, en el estado número cincuenta y uno. Por otra parte, la prueba de que el plan de Martin no era una tontería estaba allí, bien a la vista, en el monitor sobre el escritorio. Por un momento pensó en ocultar el mensaje que había recibido, pero sin haber tomado una decisión consciente, alzó la mano lentamente e hizo un gesto hacia las palabras que tenía delante.
—Está aquí —dijo Jeffrey en voz baja.
—¿Qué? ¿Quién está aquí?
Jeffrey señaló. A continuación se levantó, se acercó a la pizarra y, mientras el inspector se sentaba en su silla para leer el texto en la pantalla del ordenador, borró la mitad que tenía el título: «Si el ase­sino es alguien a quien no conocemos.»
—No lo necesitaremos —comentó, más para sí que para Martin. Se percató de que estaba borrando lo que ya había sido borrado, como un mensaje para él, que se había negado a asimilar. Cuando se volvió, advirtió que las marcas de quemaduras en el cuello y las manos del inspector habían enrojecido y se ponían más oscuras por momentos.
—Carajo —farfulló Martin.
—¿Puede averiguar desde dónde se envió? —preguntó Jeffrey de pronto—. El mensaje llegó a través de una línea telefónica. De­beríamos poder rastrear el número del que proviene.
—Sí —respondió Martin, ansioso—. Sí, maldita sea, creo que puedo hacer eso. Es decir, debería poder. —Se encorvó sobre el te­clado y comenzó a pulsar teclas—. Las autopistas electrónicas son complicadas, pero casi siempre circulan en ambas direcciones. ¿Cree usted que él lo sabe?
Jeffrey creía que era posible, pero no estaba seguro.
—No lo sé —dijo—. Seguramente algún genio de los ordenado­res de catorce años del instituto local no sólo lo sabe, sino que podría hacerlo en diez segundos. Pero ¿hasta dónde llegan sus conocimien­tos de informática? No hay forma de saberlo. Pruebe a ver qué des­cubre.
Martin continuó tecleando, y vaciló por un momento.
—Ahí está —dijo de repente—. Creo que ya tenemos al maldito cabrón. —Soltó una risotada desprovista de humor—. Ha sido más fácil de lo que pensaba —aseguró el inspector. Levantó los dedos del teclado y los agitó en el aire—. Magia —afirmó.
Jeffrey se inclinó sobre su hombro y vio que el ordenador mos­traba un número de teléfono bajo las palabras «origen del mensaje». El agente colocó el cursor sobre el número e introdujo otra orden. A continuación el ordenador le pidió una contraseña, que Martin escribió.
—Es para que el sistema de seguridad nos dé acceso a la infor­mación —explicó.
Mientras hablaba, el ordenador arrojó una respuesta, y Clayton vio aparecer un nombre y una dirección debajo del número de telé­fono.
—Te tenemos, cabronazo —dijo de nuevo Martin con aire triunfante—. ¡Lo sabía! ¡Ahí tiene a su puto papaíto! —exclamó, enfadado.
Clayton leyó los datos:

Propietario: Gilbert D. Wray; copropietaria/esposa: Joan D. Archer; hijos residentes: Charles, 15, Henry, 12; dirección: Cottonwood Terrace, 13, Lakeside.

Se quedó mirando la dirección. Le resultaba extrañamente fami­liar.
Había información adicional sobre la ocupación del hombre, que era asesor empresarial, y de la madre, que figuraba simplemente como ama de casa. Constaba la fecha de su llegada al estado número cincuenta y uno, seis meses atrás, y su domicilio anterior, un hotel de Nueva Washington. Antes de eso, la familia había vivido en Nueva Orleáns. Jeffrey se lo señaló al inspector. Martin, que ya es­taba cogiendo el teléfono, repuso rápidamente:
—Eso es normal. La gente vende su casa y se muda aquí, se aloja en un hotel mientras formaliza su situación migratoria y consigue una casa nueva. ¡Vamos, joder!
La persona al otro extremo de la línea debió de contestar en ese momento, porque el inspector dijo:
—Aquí Martin. Nada de preguntas. Quiero que un equipo de Operaciones Especiales se reúna conmigo en Lakeside. Ahora mis­mo. Prioridad máxima.
La impresora instalada junto al ordenador emitió un zumbido, y cuatro hojas de papel salieron por la rendija. El inspector las co­gió, las contempló brevemente y se las pasó a Clayton. La primera imagen era una foto de carnet de un hombre de poco más de sesenta años, cuello recio, el cabello muy corto, al estilo militar, y gruesas gafas de pasta negra. La siguiente fotografía era de una mujer más o menos de la misma edad, de rostro demacrado y una nariz ligeramente desviada, como la de un boxeador. También había retratos de los dos hijos. El mayor destilaba una rabia y una hosquedad apenas disimuladas. Debajo de cada imagen constaban la estatura, el peso, las señas particulares y un historial médico moderadamente detalla­do, los números de la Seguridad Social y de carnet de conducir. También figuraban los números de cuentas bancarias e informes de crédito, así como los expedientes académicos de los chicos. Jeffrey cayó en la cuenta de que había información suficiente para que cual­quier policía competente investigase a la persona o diese con ella, si se dictaba una orden de búsqueda.
—Salude a su padre —dijo Martin con brusquedad—. Salúdelo y luego despídase.
Mientras Jeffrey contemplaba las fotos con expresión vacía, sin dar la menor muestra de reconocer a nadie, el inspector se levantó de la silla y cruzó el despacho hacia un archivador de seguridad que estaba en un rincón. Batalló con la combinación por un momento antes de abrir un cajón, introducir la mano y sacar una metralleta Ingram negra y reluciente.
—De fabricación americana —dijo—, aunque algunos de los otros agentes prefieren modelos extranjeros. No entiendo por qué. Yo no. Me gusta que mis armas estén hechas en Estados Unidos, como Dios manda. —El inspector sonrió de oreja a oreja mientras insertaba con un sonoro «clic» un cargador lleno de balas de calibre .45, rechonchas, de aspecto diabólico, con punta de teflón, y se echaba el arma al hombro con un gesto rebosante de seguridad.


La subcomisaría del Servicio de Seguridad de Lakeside tenía un diseño tradicional, al estilo de Nueva Inglaterra; por fuera una oficina de policía de ladrillo rojo, con contraventanas blancas, y por dentro un observatorio moderno e informatizado, un mundo de taquillas de acero gris y ordenadores de plástico beige, todo ello bajo fluorescen­tes empotrados en el techo y sobre unas moquetas marrones, gruesas, de resistencia industrial, que amortiguaban todos los sonidos. Las ventanas que daban al exterior no eran más que accesorios decorati­vos, pues el sistema auténtico que se seguía en la subcomisaría para observar el mundo que se hallaba fuera de las paredes era electróni­co. Ordenadores, monitores de videovigilancia y dispositivos senso­res. Martin aparcó en una zona trasera oculta y se dirigió a toda pri­sa a la entrada, donde se abrieron unas puertas con un zumbido para franquearle el paso a un pequeño vestíbulo donde se encontraba reu­nido el equipo de Operaciones Especiales, esperándolo.
El equipo constaba de seis miembros, cuatro hombres y dos mujeres. Iban vestidos de paisano. Las mujeres lucían modernos atuendos de corredoras de colores vivos. Uno de los hombres lleva­ba un traje conservador azul marino y corbata; otro, un chándal gris raído que había humedecido para que pareciera que había estado haciendo ejercicio. Los otros dos hombres iban vestidos como téc­nicos de compañía de teléfonos, con téjanos, camisas de trabajo, cascos y cinturones portaherramientas de cuero. Todos estaban ocupados con sus armas cuando Jeffrey los vio, acoplando el cerro­jo a sus Uzis, comprobando que los cargadores estuviesen llenos. Advirtió, asimismo, que todas las armas podían llevarse ocultas: el ejecutivo guardó la suya en un maletín; las dos mujeres escondieron las suyas en cochecitos de bebé parecidos, y los operarios en sus juegos de herramientas.
Martin repartió al equipo copias de las fotografías. Se acercó a una pantalla de ordenador y al cabo de unos segundos había intro­ducido la dirección y había aparecido en el monitor una represen­tación topográfica en tres dimensiones de la finca situada en el nú­mero 13 de Cottonwood Terrace. Otra orden dio como resultado planos arquitectónicos de la casa. Una tercera entrada produjo una imagen de satélite de la vivienda y su terreno. Los agentes de segu­ridad se reunieron en torno a ellas y, momentos después, habían decidido dónde se apostaría cada miembro del equipo.
—Llevaremos a cabo un acercamiento estándar de alta precau­ción —dijo Martin.
—¿Algún modelo en particular? —preguntó uno de los agentes disfrazados de técnicos.
—El modelo tres —respondió Martin enérgicamente.
Todos los integrantes del equipo asintieron. Martin se volvió hacia Clayton y le explicó:
—Se trata de un modelo de asalto habitual. Varios objetivos, una sola ubicación, diversas salidas. Probabilidad moderada de que dis­pongan de armas. El riesgo para los agentes es medio. Hemos ensa­yado estas operaciones un huevo de veces.
El jefe del equipo, el hombre del traje azul, tosió mientras estu­diaba el plano de la casa en la pantalla y se arregló la corbata como si se preparase para asistir a una reunión de ejecutivos. Hizo una sola pregunta:
—¿Detenemos o eliminamos?
Martin miró de reojo a Clayton.
—Los detenemos. Por supuesto —contestó.
—Bien —dijo uno de los operarios, moviendo el mecanismo de su pistola atrás y adelante con un chasquido irritante—. ¿Y qué ni­vel de fuerza estamos autorizados a utilizar en el transcurso de esta detención?
Martin respondió atropelladamente:
—El máximo.
—Ah. —El técnico movió la cabeza afirmativamente—. Lo su­ponía. ¿Y de qué se acusa a nuestro objetivo?
—De crímenes del nivel máximo. Rojo uno.
Esta respuesta ocasionó que algunas cejas se arquearan.
—¿Crímenes de nivel rojo? —preguntó una de las mujeres—. Que yo sepa, nunca he participado en la detención de un criminal de nivel rojo. Desde luego no del nivel rojo uno. ¿Qué hay de su familia? ¿Son también de nivel rojo? ¿Cómo lidiamos con ellos?
Martin tardó unos instantes en contestar.
—No hay pruebas concluyentes de su implicación en activida­des criminales, pero debemos dar por sentado que tienen conoci­miento y han prestado apoyo. Después de todo, son la familia de ese cabrón. —Miró a Clayton, que no respondió—. Eso los con­vierte en cómplices de un nivel rojo. Deben ser detenidos también. Tenemos muchas preguntas que hacerles. Así que neutralicemos a todo aquel que se encuentre en la casa, ¿de acuerdo?
El jefe del equipo asintió y comenzó a repartir chalecos antiba­las. Una de las mujeres observó que era día de colegio y que segu­ramente los chicos estaban en clase, por lo que quizá podrían ir a buscarlos allí. Sin embargo, una comprobación informática de la lista de asistencia del instituto de Lakeside reveló que ninguno de los dos había ido a clase. El agente Martin se conectó también con la base de datos de armas, y descubrió que no había ninguna registrada a nombre del sujeto Wray ni de su esposa, Archer. Realizó otras consultas rápidas sobre los tipos de vehículo y los horarios de trabajo. El ordenador mostró que el sujeto trabajaba desde su des­pacho en casa, cosa que Martin señaló al equipo como indicio de que seguramente se hallaba en su hogar en ese momento. Compro­bó rápidamente si el sujeto Wray había llevado a cabo planes de via­je, pero su nombre no figuraba en las listas de las líneas aéreas ni de trenes de alta velocidad. Tampoco encontró en los registros del Departamento de Inmigración pruebas de que hubiese salido o en­trado al estado en coche recientemente. Cuando el ordenador arro­jó todos esos resultados negativos, Martin se encogió de hombros.
—Al carajo con todo esto —dijo—. Por lo visto es un tipo de lo más hogareño. Vayamos a por él, que ya averiguaremos lo demás después.
Martin, al levantarse de su asiento, le alargó a Jeffrey una pistola de nueve milímetros cargada.
—Bueno, profesor —le dijo con sarcasmo mientras le tendía el arma—, ¿está seguro de que quiere participar en esta pequeña juer­ga? Ya se ha ganado su sueldo, o al menos parte de él. ¿Prefiere pa­sar esta vez?
Jeffrey negó con la cabeza y levantó la pistola, como para calcu­lar su peso. En su fuero interno le agradecía a Martin que le hubiese dado la semiautomática. Las metralletas que llevaban los agentes lo hacían saltar todo en pedazos, y él prefería dejar tanto a las perso­nas como el escenario intactos en el número 13 de Cottonwood Terrace.
—Quiero verlo.
Martin sonrió.
—Por supuesto. Ha pasado mucho tiempo.
Jeffrey adoptó un tono académico.
—Podemos aprender mucho de esto, inspector. —Apuntó con la mano a la Ingram que colgaba del hombro de Martin por medio de una correa—. Procuremos no olvidarlo.
El detective hizo un gesto de indiferencia.
—Claro. Lo que usted diga. Pero contribuir al progreso de la ciencia no es mi prioridad. —Sonrió de nuevo—. Aun así, compren­do su preocupación. Ésta no es exactamente la clase de reencuentro familiar que yo habría elegido, pero en fin, uno no puede limpiar su propia sangre, ¿verdad?
       Martin giró sobre los talones, le hizo una seña al equipo y salió a paso veloz de la silenciosa subcomisaría. El sol empezaba a poner­se al oeste, y cuando Jeffrey se volvió hacia él, tuvo que protegerse los ojos del deslumbrante resplandor final. Al cabo de pocos minu­tos, media hora como máximo, habría oscurecido. Primero lo en­volvería todo un manto gris que se iría desvaneciendo para dejar paso a la noche. Debían moverse con rapidez para aprovechar la luz que quedaba.
El equipo se distribuyó en dos vehículos. Sin una palabra, Jef­frey se colocó en el asiento junto a Martin, que ahora tarareaba sin venir al caso una vieja melodía que Clayton reconoció, Cantando bajo la lluvia. No llovía, y Clayton no estaba muy seguro de que hubiese motivos para estar tan alegre. El inspector aceleró y los neumáticos chirriaron cuando salieron del aparcamiento de la subcomisaría. A Clayton se le ocurrió entonces que la detención segu­ramente era un asunto de menor importancia para el inspector. Por un momento recordó intrigado la conversación que había escucha­do sobre los niveles de los crímenes.
—Bueno, ¿y qué demonios significa eso de «crimen de nivel rojo»? —preguntó.
Martin tarareó unos compases más antes de contestar.
—Del mismo modo que las diferentes zonas de viviendas se cla­sifican por colores, lo mismo ocurre con las actividades antisociales en el estado. El color define la respuesta del estado. El rojo, obvia­mente, es el más alto. O el peor, supongo. Es poco frecuente por aquí. Por eso los miembros del equipo estaban tan sorprendidos.
—¿Qué es un crimen rojo?
—De índole económica, por lo general. Como desfalcar dinero de tu empresa. O social, como que un adolescente consuma drogas en el centro social. Son delitos lo bastante graves para que el delin­cuente reaccione violentamente a la detención. De ahí la necesidad de actuar en equipo. Pero en la historia del estado, sólo se han co­metido una docena de homicidios más o menos, y siempre han sido entre cónyuges. Todavía tenemos problemas con los casos de atropellamiento en que el conductor se da a la fuga, que, según el viejo sistema judicial, se consideran homicidio sin premeditación. Tam­bién son crímenes rojos, pero de nivel más bajo. Dos o tres.
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente, consciente de las men­tiras que acababa de oír, pero sin decir nada al respecto.
—Lo que ocurre —prosiguió el inspector— es que se supone que el Departamento de Inmigración debe detectar esa propensión a la violencia y al alcoholismo por medio de tests psicológicos que realiza a quienes solicitan permiso para residir en el estado. También ha habido casos de adolescentes que se pelean, por chicas o durante partidos de baloncesto en el instituto, donde hay una fuerte rivali­dad. Eso puede resultar en crímenes de nivel rojo.
—Pero mi padre...
—Deberíamos tener un color especial sólo para él. Escarlata, tal vez. Eso le daría un bonito toque literario, ¿no cree?
—¿Y la detención? ¿A qué se refería el jefe del equipo con «eli­minar»? Me parece que ha preguntado algo...
Martin no respondió enseguida. Se puso a tararear de nuevo y se interrumpió en medio de un verso.
—Clayton, no sea ingenuo. El meollo de la cuestión es que su viejo no se va. Si alguien tiene que recurrir a la fuerza letal, pues que lo haga. Ya ha vivido usted esto antes en otros casos. Conoce las reglas. En esta situación, no se diferencian una mierda de las de Dallas, Nueva York, Portland o cualquiera de esos sitios donde a los malos les gusta joderle la vida a la gente. Lo entiende, ¿verdad? Así que, en cuanto usted me lo pida, lo dejaré a un lado de la carre­tera para que se quede esperándome en esta bonita zona verde a la agradable sombra de un árbol, matando el tiempo mientras yo voy a aprehender al cabrón de su padre. Si quiere echarse atrás, no tie­ne más que decirlo. Si no, pasará lo que tenga que pasar.
Jeffrey cerró la boca y no hizo más preguntas. En cambio, con­templó las sombras que proyectaban los altos pinos en los patios bien cuidados de aquel mundo residencial tranquilo, remilgado y perfecto.


El inspector Martin detuvo el coche a media manzana de la casa. Se puso un auricular de radio, realizó una comprobación rápida con los miembros del equipo de Operaciones Especiales y ordenó a to­dos que ocuparan sus puestos. Los dos operarios debían situarse frente a un cuadro de conmutación telefónica al norte de la casa; el ejecutivo y el hombre del chándal en el extremo sur. Las dos muje­res con cochecitos de bebé cubrían la parte posterior mientras pasea­ban despacio, aparentemente enfrascadas en chismorreos superficia­les. Martin y Clayton debían llegar en coche hasta la puerta princi­pal y llamar a la puerta mientras el equipo se acercaba. Sería una operación sencilla, rápida, de libro. Si la ejecutaban debidamente, ni siquiera los vecinos se darían cuenta de que se estaba llevando a cabo una detención hasta que llegaran las unidades de refuerzo. Cuatro vehículos del Servicio de Seguridad con agentes uniformados aguar­daban órdenes, alineados a una manzana de distancia.
—¿Listo? —preguntó Martin, pero avanzó sin esperar respuesta.
A Jeffrey se le aceleró la respiración.
Era consciente de que, en algún rincón recóndito de su ser, lo castigaban los sentimientos. También era consciente de que su exci­tación creciente prevalecía sobre todas las dudas que se planteaba y eclipsaba sus emociones. Notaba una frialdad extraña, casi como la de un niño en el momento en que descubre que Papá Noel no existe y no es más que un mito inventado por los adultos. Rebuscó en su interior tratando de encontrar algún sentimiento razonablemente concreto al que aferrarse, pero fue en vano.
Se sentía como si apenas le corriese sangre por las venas, helado y rígido.
El inspector enfiló con el coche un camino de acceso circular que conducía a una casa moderna de dos plantas y cuatro habitacio­nes que, como la población de la que venían, imitaba el estilo colo­nial de Nueva Inglaterra. El mundo era de un color gris poco defi­nido, y la claridad a su alrededor se apagaba a ojos vistas, de modo que los faros de los coches de policía sin marcar, más que iluminar la casa, simplemente se fundían con la penumbra del ocaso.
El interior de la casa estaba a oscuras. Clayton no veía nada que se moviera dentro.
Martin frenó bruscamente.
—Vamos allá —dijo, apeándose con presteza.
Se echó la metralleta a la espalda de manera que alguien que es­tuviera mirando por la ventana no alcanzase a verla, y se acercó a toda prisa a la puerta principal.
—¡Estoy frente a la puerta! —susurró a su micrófono—. Iniciad la aproximación.
Le indicó por señas a Clayton que se colocara a un lado y dio unos golpes contundentes a la puerta con los nudillos.
Con el rabillo del ojo, Jeffrey vio a los otros miembros del equi­po abalanzarse hacia la casa. Martin llamó de nuevo, con fuerza. Esta vez gritó:
—¡Servicio de Seguridad! ¡Abran!
Seguía sin oírse sonido alguno procedente del interior.
—¡Mierda! —exclamó Martin. Echó un vistazo por la ventana que estaba junto a la puerta—. ¡Todos adentro!
El inspector retrocedió un paso y le asestó una patada a la puer­ta principal, que retumbó como un cañonazo. La puerta se bambo­leó y se combó, pero no se vino abajo.
—¡Joder! —Se volvió hacia Clayton—. ¡Vaya al coche a buscar el puto rompepuertas! ¡Ahora!
Mientras Jeffrey se dirigía hacia el vehículo para recoger el mazo con que derribarían la puerta, oía a los miembros del equipo gritar a lo lejos, y al mismo tiempo el crepitar de sus voces a través del auricular que llevaba el inspector, lo que producía algo parecido a un efecto estereofónico como el de un sistema de altavoces. Martin se arrancó el receptor de la oreja y gesticuló exageradamente hacia Jeffrey.
—¡Vamos, maldita sea!
Clayton agarró el ariete de hierro del asiento trasero y se lo lle­vó al inspector.
—¡Deme eso de una puta vez! —gritó Martin, arrebatándoselo a Jeffrey. Reculó un par de pasos frente a la puerta y, enfurecido, tomó impulso con el mazo hacia atrás, para acto seguido estamparlo contra la madera. Esta vez salieron volando astillas. Martin gruñó por el esfuerzo y descargó un segundo mazazo. La puerta se abrió de repente con gran estrépito. El rompepuertas cayó al suelo con un golpe sordo, y Martin deslizó la metralleta hacia delante, atravesan­do el umbral de un salto.
—¡Estoy dentro! —gritó—. ¡Estoy dentro!
Jeffrey entró a pocos centímetros de él.
Martin arrimó bruscamente la espalda a una pared, girando mientras cubría el vestíbulo oscuro con su arma, accionando a la vez el mecanismo de carga de la metralleta, que emitió un fuerte chasquido metálico.
Y resonó.
Ese eco fue la primera impresión que se llevó Jeffrey. Lo dejó
perplejo, hasta que entendió qué significaba. Se dejó caer junto al inspector.
—Puede tranquilizarse —le musitó—. Dígales a los demás que entren por la puerta principal.
Martin no dejaba de apuntar con el cañón del arma a diestro y siniestro.
—¿Qué?
—Dígales que vengan aquí y que bajen las armas. Aquí no hay nadie excepto nosotros.
Jeffrey se enderezó y comenzó a buscar a tientas un interruptor de luz. Tardó unos segundos en encontrar uno, conectado a las lám­paras correderas del techo, y las encendió. El resplandor que los envolvió les permitió ver lo que Clayton ya había intuido: la casa estaba vacía. No sólo no había personas, sino tampoco muebles, alfombras, cortinas ni vida.
Martin dio unos pasos vacilantes hacia delante, y sus pisadas sobre el entarimado repercutieron en el espacio vacío, al igual que el sonido de su arma momentos antes.
—No lo entiendo —dijo.
Jeffrey no respondió, pero pensó: «Bueno, inspector, ¿de verdad imaginaba que sería tan sencillo? Un par de averiguaciones con el ordenador y ¡bingo! Ni en broma.»
Los dos hombres entraron en la sala de estar vacía. A su espal­da, oían los ruidos del equipo de Operaciones Especiales, que se había congregado a la entrada principal. El jefe del equipo, con su traje, entró en la habitación.
—Nada, ¿no?
—Por ahora, no —respondió Martin—, pero quiero que se re­gistre este sitio por si hay indicios de actividad.
—Rojo uno —dijo el hombre trajeado—. Sí, claro.
Martin lo fulminó con la mirada, pero el jefe del equipo hizo caso omiso de él.
—Pediré que se anule el envío de refuerzos. Les diré que vuel­van a sus patrullas habituales.
—Gracias —dijo Martin—. Joder.
Jeffrey caminó despacio por la sala vacía. «Aquí hay algo —pen­só—. Hay una lección que aprender. Este vacío es tan significativo como cualquier otra cosa. Sólo hay que saber cómo interpretarlo.»
Cuando hacía estas reflexiones, oyó voces procedentes del vestíbu­lo. Al volverse vio que Martin estaba de pie, en el centro de la sala de estar, con la metralleta colgando al costado y el rostro enrojeci­do de rabia. El inspector se disponía a decirle algo cuando el jefe del equipo asomó la cabeza.
—Oigan, ¿quieren hablar con uno de los vecinos? Han venido alegremente por el camino particular para ver qué demonios era todo este jaleo.
—Sí, yo sí quiero —contestó Jeffrey enseguida y pasó junto a Martin, que soltó un resoplido y lo siguió a la puerta.
Un hombre de mediana edad con pantalones color caqui, un suéter morado de cachemira y una correa por la que llevaba sujeto un terrier pequeño y escandaloso que saltaba de un lado a otro a sus pies estaba hablando con dos de los miembros del equipo. Una de las mujeres con atuendo de corredora alzó la vista mientras se de­sabrochaba el chaleco antibalas.
—Oiga, Martin —dijo—, seguramente le interesará oír esto.
El inspector se acercó.
—¿Qué sabe usted sobre el propietario de esta casa? —preguntó. El hombre se volvió e intentó hacer callar al perrito, sin resul­tado.
—No tiene propietario —repuso—. Lleva casi dos años en venta.
—¿Dos años? Eso es mucho tiempo.
El hombre asintió.
—En este barrio por lo general las casas no permanecen vacías más de seis meses. Ocho, como máximo. Es una urbanización muy agradable. Salió una reseña en el Post, justo después de que estuviera terminada. Muy buen trazado, muy bien comunicada con el centro, muy buenos colegios.
Jeffrey se aproximó también.
—Pero ¿dice que el caso de esta casa es distinto? ¿Por qué?
El vecino se encogió de hombros.
—Me parece que muchos creen que está gafada. Ya sabe lo su­persticiosa que puede ser la gente. Por estar en el número trece y todo eso. Les dije que bastaría con que cambiaran el número.
—¿Gafada? ¿En qué sentido, exactamente?
El hombre asintió.
      —No sé si es la palabra más adecuada. No es que esté embruja­da ni nada por el estilo, sólo que da mal rollo. Y no entiendo por qué a los demás nos tiene que afectar un pequeño incidente.
—¿Qué pequeño incidente? —inquirió Jeffrey.
—A todo esto, ¿qué hacen ustedes aquí? —inquirió el hombre con brusquedad.
—¿Qué pequeño incidente? —insistió Jeffrey.
—La niña que desapareció. Salió en los periódicos.
—Cuénteme.
El hombre suspiró, dio un tirón a la correa cuando el perrito se puso a olisquearle la pierna a un miembro del equipo de Operacio­nes Especiales y se encogió de hombros.
—La familia que vivía aquí, bueno, se mudó a otro sitio después de la tragedia. Cuando la gente se entera de eso, se desanima. Hay muchas otras casas bonitas en la manzana o en Evergreen, aquí al lado, así que nadie quiere quedarse con la que tiene un pasado sór­dido.
—¿Qué pasado sórdido? —preguntó Jeffrey, cuya paciencia estaba llegando a su límite.
—Una familia agradable. Robinson, se llamaban. —Sin duda. ¿Y?
—Una tarde, justo después de cenar, la niña se alejó por ahí de­trás. Estamos al borde de una zona natural protegida muy grande, con mucho bosque y mucha fauna salvaje. A sus catorce años, de­bería haber tenido el sentido común de quedarse cerca de casa, so­bre todo después de la hora de la cena. Nunca he entendido por qué no lo hizo. El caso es que ella se aleja, los padres empiezan a gritar su nombre, todos los vecinos salen con linternas, e incluso llega un helicóptero del Servicio de Seguridad, pero nadie encuentra ni ras­tro de ella. Ya nadie volvió a verla. No se hallaron pruebas de nada, pero la mayoría de la gente supuso que se la llevaron los lobos, o tal vez unos perros salvajes. Algunos piensan que fue un animal tipo Pie Grande. Yo no, por supuesto. No creo en esas tonterías. Me imagino que simplemente huyó por despecho hacia sus padres tras alguna discusión. Ya sabe cómo son los adolescentes. Entonces se marcha, se pierde y fin de la historia. Hay algunas cuevas en las estribaciones, así que todo el mundo supuso que fue allí adónde se llevaron su cadáver o la devoraron o lo que sea, pero, joder, se ne­cesita un ejército para peinar toda la zona. Al menos, eso dijeron las autoridades. Mucha gente se fue del barrio después de eso. Creo que tal vez soy el único que queda en el vecindario que se acuerda de aquello. No me afectó mucho. Mis hijos ya son mayores.
Jeffrey retrocedió y se reclinó en una de las paredes blancas y desnudas de la casa. Ahora recordaba dónde había visto esa direc­ción antes: aparecía en una de las crónicas del Post que había reco­pilado. Conservaba en la mente la imagen vaga y esquiva de una niña sonriente con aparatos en los dientes. La foto también se había publicado en el periódico.
El hombre volvió a encogerse de hombros.
—Los agentes inmobiliarios deberían callarse esa parte de la historia cuando enseñan la casa. Es un lugar agradable. Debería haber gente viviendo aquí. Otra familia. Supongo que tarde o tem­prano la habrá.
El hombre tiró de nuevo de la correa del perro, aunque esta vez el terrier estaba sentado en el suelo sin hacer ruido.
—Y, joder, si se queda vacía, se desvalorizan las casas de todos los demás.
—¿Ha visto a alguien por aquí recientemente? —preguntó Mar­tin de pronto.
El vecino negó con la cabeza.
—¿A quién creían que encontrarían aquí?
—¿Albañiles, quizás? ¿Agentes inmobiliarios, jardineros, cual­quier persona? —inquirió Clayton.
—Pues no lo sé. Tampoco me habría llamado la atención ver a alguien así.
El inspector Martin puso las fotografías impresas por ordena­dor de Gilbert Wray, su esposa e hijos ante las narices del hombre.
—¿Le resultan familiares? ¿Ha visto a estas personas algu­na vez?
El hombre las contempló por unos instantes y luego sacudió la cabeza.
—No —contestó.
—¿Y los nombres? ¿Le dicen algo?
      El hombre hizo una pausa y luego volvió a negar con la cabeza. —No me suenan de nada. Oiga, ¿de qué va todo esto?
     —¿A usted qué cojones le importa? —espetó Martin, quitándo­le con un movimiento brusco las fotos al hombre.
El terrier se puso a ladrar y a abalanzarse agresivamente hacia el corpulento inspector, que se limitó a bajar la vista hacia el perro.
A Jeffrey le pareció que Martin se disponía a formular otra pre­gunta, cuando uno de los miembros del equipo lo llamó desde el interior de la casa.
—¡Agente Martin! Creo que tenemos algo.
El inspector le indicó por gestos a una de las agentes femeninas, que estaba de pie a un lado, que se acercara.
—Tómele declaración a este tipo. —Y añadió, con un deje de amargura—: Y gracias por su colaboración.
—De nada —respondió el vecino con aire altivo—. Pero sigo queriendo saber qué pasa aquí. También tengo mis derechos, agente.
—Claro que los tiene —dijo Martin con hosquedad.
A continuación, con Clayton siguiéndolo a paso veloz, se enca­minó hacia el agente que lo había llamado. Su voz procedía de la zona de la cocina.
Era uno de los hombres disfrazados de técnicos de la compañía de teléfonos.
—He encontrado esto —dijo.
Señaló una encimera de piedra gris pulida situada enfrente del fregadero. Encima había un ordenador portátil pequeño y barato conectado a un enchufe en la pared y a la toma de teléfono que es­taba al lado. Junto a la máquina había un temporizador sencillo, de los que se conseguían en cualquier tienda de artículos electrónicos. En la pantalla del ordenador brillaban una serie de figuras geomé­tricas que se movían constantemente, formándose y reformándose en una danza digital irregular, cambiando de color —de amarillo a azul, verde o rojo— cada pocos segundos.
—Con esto me envió el mensaje —murmuró Jeffrey.
El agente Martin hizo un gesto afirmativo.
Jeffrey se acercó al ordenador cautelosamente.
—Ese temporizador —dijo el técnico—, ¿cree que está conecta­do a una bomba? Tal vez deberíamos llamar a los artificieros.
Clayton negó con la cabeza.
—No. Puso el temporizador aquí para poder dejar esto de modo que enviase el mensaje automáticamente cuando él ya estu­viera lejos. Aun así, una unidad de recogida de pruebas debería ana­lizar el ordenador y rastrear toda la zona para buscar huellas digi­tales. No las encontrarán, pero es lo que habría que hacer.
—Pero ¿por qué lo ha dejado aquí, donde podíamos encontrar­lo? Podría haberle enviado el mensaje desde cualquier sitio público.
Jeffrey echó una ojeada al temporizador.
—Se trata de otra parte del mismo mensaje, supongo —respon­dió, aunque, desde luego, no estaba suponiendo nada en realidad. La elección de ese lugar en particular había sido de todo punto de­liberada, y él tenía una idea bastante sólida de cuál era el mensaje. Su padre había estado allí antes, tal vez no dentro de la casa, pero sin duda en los alrededores; con los animales salvajes a los que culpa­rían de la desaparición de la niña, se dijo con sarcasmo. Aquello le debió de parecer tremendamente divertido. Jeffrey pensó que a muchos de los asesinos con los que había estado en contacto a lo largo de los años les haría mucha gracia saber que las autoridades del estado número cincuenta y uno estaban mucho más preocupa­das por ocultar las actividades del criminal que por el criminal en sí. Exhaló despacio. Todos los asesinos que había conocido y estudia­do en su vida adulta lo habrían considerado algo maravillosamente irónico. Tanto los más fríos como los más desequilibrados, calcula­dores o impulsivos. Todos sin excepción se habrían desternillado, se habrían revolcado en el suelo con las manos en la barriga y lágrimas en las mejillas, riéndose a carcajadas de lo hilarante que resultaba todo aquello.
Clayton bajó la mirada hacia la pequeña pantalla de ordenador y contempló las figuras móviles y cambiantes. «Algunos asesinos son así —pensó con frustración—. Justo cuando llegas a la conclu­sión de que son de cierta forma y cierto color, se transforman lo suficiente para desconcertarte.» Presa de una rabia súbita, extendió el brazo rápidamente y pulsó la tecla Intro del ordenador para li­brarse de las irritantes imágenes que se arremolinaban ante sus ojos. Las figuras geométricas danzantes se esfumaron al instante y en su lugar apareció, con fondo negro, un solo mensaje que parpadeaba en amarillo.

Te pillé.
¿Te habías creído que soy idiota?





14

               Un personaje histórico interesante


Una vez más, el agente Martin precedió a Clayton a través del laberinto antiséptico de cubículos en la oficina central del Servicio de Seguridad del estado número cincuenta y uno. Su presencia cau­só cierto revuelo; los empleados sentados frente a sus mesas, al te­léfono o mirando su pantalla de ordenador, interrumpían lo que es­taban haciendo para observar a los dos hombres que atravesaban la sala, de modo que dejaban a su paso una estela de silencio. Jeffrey imaginó que tal vez ya se había corrido la voz del asalto abortado a la casa vacía. O quizá la gente se había enterado de por qué estaba él allí, en el nuevo estado, y eso lo había convertido, si no en una celebridad, sí al menos en objeto de cierta curiosidad. Notaba que las miradas se posaban en ellos al pasar.
La secretaria que custodiaba la puerta del despacho del director, sin decir nada, les indicó con un gesto que entraran.
Al igual que en la ocasión anterior, el director estaba sentado a su mesa, meciéndose suavemente en su silla. Tenía los codos apoya­dos en la superficie pulida y brillante de madera y las puntas de los dedos juntas, lo que le confirió un aspecto de depredador cuando se inclinó hacia delante. A la derecha de Jeffrey, sentados en el sofá, estaban los otros dos hombres que se hallaban presentes en la pri­mera reunión: el calvo y mayor a quien Clayton había bautizado como Bundy, que llevaba la corbata aflojada y cuyo traje parecía ligeramente arrugado, como si hubiera dormido en el sofá; y el hombre más joven y elegantemente vestido de la oficina del gobernador, a quien había dado el apodo de Starkweather. Éste apartó la vista cuando Jeffrey hizo su entrada.
—Buenos días, profesor —saludó el director.
—Buenos días, señor Manson —respondió Jeffrey.
—¿Le apetece un café? ¿Algo de comer?
—No, gracias —dijo Jeffrey.
—Bien. Entonces podemos pasar directamente a los asuntos de trabajo. —Señaló las dos sillas colocadas frente al amplio escritorio de caoba, invitándoles a sentarse.
Jeffrey ordenó unos papeles sobre su regazo y luego miró al director.
—Me alegro de que haya podido venir para ponernos al día so­bre sus progresos —comenzó Manson.
—O falta de progresos —farfulló Starkweather, cortándolo, lo que ocasionó que el director lo fulminase con la mirada. Como la vez anterior, el agente Martin estaba sentado impertérrito, aguardando a que le hicieran alguna pregunta para abrir la boca, desplegando todo el instinto de conservación de un funcionario experimentado.
—Oh, creo que está usted siendo muy injusto, señor Starkwea­ther —dijo el director—. Tengo la impresión de que el buen profe­sor sabe bastantes más cosas que cuando llegó aquí...
Jeffrey asintió con la cabeza.
—La cuestión que debemos dilucidar es, como siempre, cuál es la mejor manera de aprovechar los conocimientos del profesor. ¿Cómo puede sernos útil? ¿Qué ventajas tiene para nosotros? ¿Es­toy en lo cierto, profesor?
—Sí —respondió.
—Y estoy en lo cierto al pensar que hemos tomado al menos una decisión crítica, ¿verdad, profesor?
Jeffrey titubeó, se aclaró la garganta y asintió de nuevo.
—Sí—dijo despacio—. Por lo visto, nuestro objetivo guarda, en efecto, relación conmigo.
No era capaz de pronunciar la palabra «padre», pero el señor Bundy lo hizo en su lugar:
—¡Así que el cabrón enfermo que lo está jodiendo todo es su padre!
Jeffrey se volvió parcialmente en su asiento.
     —Eso parece. Aun así, yo no descartaría un engaño extremada­mente astuto. Es decir, quizás alguien que tuvo un trato personal con mi padre reunió información y detalles que él conocía. Pero las probabilidades de que ocurra algo así son sumamente escasas.
—¿Y, qué sentido tendría, al fin y al cabo? —preguntó Man­son. Tenía una voz balsámica, suave, como el lubricante sintético, que contrastaba en sumo grado con el tono bravucón y frenético de los otros dos hombres. Jeffrey pensó que Manson debía de ser un tipo que sabía imponerse, a juzgar por el modo en que se con­tenía—. Es decir, ¿por qué fraguar un engaño semejante? No, creo que podemos dar por sentado sin temor a equivocarnos que el profesor ha cumplido al menos con la primera tarea que le enco­mendamos: ha identificado con exactitud la fuente de nuestros «problemas». —Manson hizo una pausa tras la que añadió—: Le doy la enhorabuena, profesor.
Jeffrey asintió, pero pensó que habría sido más correcto afirmar que la fuente de sus problemas lo había identificado con exactitud a él, una posibilidad que ellos podrían haber previsto razonable­mente después de publicar su nombre y fotografía en el periódico de manera tan ostentosa. No comentó esto en voz alta.
—Yo creía que había venido a encontrar a ese hijo de puta para que pudiéramos encargarnos de él —señaló Starkweather—. Me parece que las felicitaciones podrían esperar a que llegase ese mo­mento.
Bundy, el hombre del traje arrugado, se mostró de acuerdo en­seguida.
—Entender no es lo mismo que progresar —dijo—. Me gusta­ría saber si estamos más próximos a identificar a ese hombre para que podamos detenerlo y seguir adelante con nuestras vidas. ¿O hace falta que le recuerde que, cuanto más tardemos, mayor será la amenaza para nuestro futuro?
—¿Se refiere a su futuro político? —preguntó Jeffrey con un deje de sarcasmo—. ¿O quizás a su futuro económico? Claro que probablemente van muy unidos.
Bundy se removió en el sofá y se inclinó hacia delante, irritado, y se disponía a replicar cuando Manson alzó la mano.
—Caballeros, le hemos dado muchas vueltas a esta cuestión. —Se volvió parcialmente hacia Clayton y al mismo tiempo cogió un abrecartas de los de antes que estaba sobre el escritorio. El mango era de madera tallada y la hoja reflejaba la luz del sol. Manson apretó el borde agudo contra la palma de su mano, como para poner a prueba el filo—. Nunca hemos considerado que sería una detención fácil, ni siquiera con la inestimable ayuda del buen profesor. Y seguirá sien­do una misión difícil, a pesar de lo que hemos descubierto, incluso aquí, donde la ley nos da tanta ventaja. Aun así, hemos hecho gran­des avances en poco tiempo, ¿no es cierto, profesor? —Creo que eso es exacto, sí.
Pensó que en esa sala se estaba abusando un poco de la palabra «cierto», pero tampoco lo dijo en voz alta.
Manson sonrió y se encogió de hombros, mirando a los otros dos hombres.
—Esta investigación, profesor... ¿Recuerda algún caso parecido en los anales de la historia? ¿En la bibliografía sobre esta clase de asesinos? ¿O en esos archivos del FBI con los que está usted tan familiarizado, tal vez?
Jeffrey tosió, intentando concentrarse. No esperaba esta pre­gunta y de pronto se sintió como uno de los alumnos a los que les ponía un examen oral sin previo aviso.
—Percibo elementos de otros casos, de casos famosos. Después de todo, Jack el Destripador supuestamente se puso en contacto con la policía y la prensa. David Berkowitz enviaba sus mensajes como el Hijo de Sam. Ted Bundy (no se ofenda, señor Bundy) tenía la ha­bilidad de confundirse con su entorno, como un camaleón, y sólo pudieron detenerlo cuando perdió todo el control sobre su compul­sión. Estoy seguro de que se me ocurrirían otros...
—Pero se trata sólo de similitudes, ¿no? —preguntó Manson—. ¿Se le ocurre algún asesino que haya dado a conocer su identidad... y, encima, a su propio hijo?
—No me viene a la memoria ningún ejemplo en que los hijos hayan sido utilizados para dar caza al asesino, no. Pero a lo largo de la historia ha habido asesinos que tenían... bueno, «tratos» con sus perseguidores en la policía, o bien con los periodistas que les daban publicidad.
—Ése no es precisamente el caso que tenemos entre manos, ¿verdad?
—No, por supuesto que no.
—¿Y eso a qué conclusión le lleva, profesor?
—Parece indicar varias cosas. Cierta megalomanía. Cierto egotis­mo. Pero, sobre todo, parece indicar que el sujeto ha creado muchas capas, un manto de información errónea, que ocultan el vínculo entre lo que fue y lo que es ahora. Me refiero únicamente a su identidad actual, es decir, su trabajo, su casa, su vida. El núcleo esencial de su personalidad no ha cambiado, o en todo caso ha cambiado a peor. Sin embargo, su fachada, su vida de cara a la sociedad, será distinta. Tam­bién su apariencia física. Imagino que habrá introducido cambios en su aspecto. Y debe de creer que no corre el menor peligro al hacer lo que ha hecho hasta ahora. —Se quedó callado unos instantes y agre­gó—: «Arrogancia» es la palabra que me viene a la mente.
—Bueno, y entonces ¿qué se supone que debemos hacer? —pre­guntó Bundy, casi gritando—. ¡Ese cabrón enfermo no deja de ma­tar, y no podemos hacer nada para impedirlo! Si se corre la voz, apa­ga y vámonos. La gente se marchará del estado en desbandada. Será como la fiebre del oro, pero a la inversa.
Nadie dijo una palabra.
«Todo gira en torno al dinero —pensó Jeffrey—. La seguridad es dinero. La protección es dinero. ¿Qué precio tiene poder salir de tu casa sin poner una alarma o sin cerrar siquiera las puertas con llave?»
La habitación permaneció en silencio un momento más, y en­tonces Jeffrey habló.
—Dudo que la gente siga tragándose el cuento de que a sus hi­jas adolescentes se las llevaron los lobos.
Starkweather soltó un resoplido.
—Se tragarán todo lo que les digamos —aseveró.
—O perros salvajes, o accidentes en excursiones. ¿No se les es­tán acabando las explicaciones creíbles, o incluso semicreíbles?
Starkweather no dio propiamente una respuesta. En cambio, dijo:
—Siempre me han parecido penosas esas historias de perros.
—¿Cuántos asesinatos ha habido? —exigió saber Jeffrey con voz suave—. He encontrado posibles indicios de más de veinte. ¿Cuántos son?
—¿Cuándo ha averiguado eso? —estalló Martin.
Clayton se limitó a encogerse de hombros. El silencio volvió a imponerse en la sala.
Manson giró en su silla, que emitió un leve chirrido, para mirar por la ventana, dejando que la pregunta flotara en el aire. Jeffrey oyó a Martin mascullar una obscenidad entre dientes, y supuso que estaba dedicada a él.
—No sabemos cuántos exactamente —contestó Manson al fin, sin apartar la vista de la ventana—. Como mínimo, tres o cuatro. Como máximo, veinte o treinta. ¿Importa mucho el número? Los crímenes no son similares por la disposición y aspecto de los cadáveres, sino por las características de la víctima y el estilo de los secuestros. Sin duda sabrá usted comprender, profesor, lo excepcional que es la situa­ción en que nos encontramos. Los asesinos en serie se identifican por el origen de su interés o por los resultados de su depravación. Es ese elemento secundario el que nos llevó hasta usted y a nuestras conclu­siones sobre los tres cuerpos con los brazos extendidos, colocados en una posición tan parecida y provocadora. Pero luego están las otras desapariciones, de naturaleza tan semejante. Sin embargo, los cadáve­res se encuentran (cuando se encuentran) dispuestos... ¿cómo expre­sarlo? Con estilos diferentes. Como el más reciente, que usted cree obra del mismo hombre, aunque hay quienes... —sin moverse en su asiento, le dirigió una breve mirada por encima del hombro al agen­te Martin— no están de acuerdo. Aquella joven desapareció de forma parecida, y luego la encontraron en posición de rezar. Eso es de todo punto diferente. Plantea muchas dudas. —Manson se volvió rápida­mente hacia Jeffrey—. Todo tiene su explicación, profesor, pero debe usted descubrir cuál es. Hay asesinatos y desapariciones, y todos creemos fervientemente que están causadas por un solo hombre. Pero ¿cuál es la pauta? Si lo supiéramos, podríamos tomar medidas. Denos las respuestas, profesor.
De nuevo se apoderó de la habitación el silencio, roto al cabo de un rato por Bundy, que suspiró desalentado antes de hablar.
—Así que supongo que esta última identidad, la del tal Gilbert Wray, la de su esposa, Joan Archer, y sus hijos son todas ficticias, ¿no? No nos aportan nada. Seguimos donde estábamos, ¿verdad?
El agente Martin respondió a esa pregunta, con voz monótona de policía.
—Después del asalto frustrado a la casa de Cottonwood, hici­mos más pesquisas en el Departamento de Inmigración y descubri­mos que muchos de los informes y documentos oficiales de la fami­lia Wray faltan o no existen. La investigación preliminar parece in­dicar que los datos de estas supuestas personas se introdujeron en las bases de datos desde un terminal desconocido situado dentro del estado previendo que nosotros nos dirigiríamos a ese lugar en par­ticular. Es posible que nuestro objetivo creara esas identidades y las instalase en los sistemas informáticos como maniobra de distrac­ción. Tal vez lo hizo días, o quizás horas, antes de que llegásemos a la casa de Cottonwood. A juzgar por esta y otras informaciones que hemos recabado... —en este punto, el inspector hizo una pausa y echó un vistazo rápido a Jeffrey— cabe suponer que tiene acceso en un grado significativo a la red de ordenadores del Servicio de Segu­ridad y conoce nuestras contraseñas actuales.
Jeffrey recordó su propia sorpresa al percatarse de que habían borrado la pizarra de su propio despacho.
—Creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que nuestro objetivo posee los conocimientos necesarios para violar casi cualquiera de los sistemas de seguridad implementados en el estado —dijo, sin respaldar su afirmación con un ejemplo concre­to. Señaló una pila de papeles sobre el escritorio de Manson—. Yo  no daría por sentado que esos documentos han estado fuera de su alcance, señor Manson. Tal vez ha hurgado en los cajones de su es­critorio.
Manson asintió con gravedad.
—Maldición —exclamó Starkweather—. Lo sabía. Lo he sabi­do desde el principio.
—¿Qué ha sabido? —preguntó Jeffrey al joven político.
Starkweather se encorvó con rabia.
—Que el cabrón es uno de nosotros.
Este comentario provocó un silencio de varios segundos en la sala.
A Jeffrey se le ocurrieron de inmediato un par de preguntas, pero no las formuló en alto. No obstante, tomó buena nota de las palabras de Starkweather.
Manson se meció en su silla y soltó un silbido entre los dientes.
—¿De dónde, profesor, supone usted que nuestro objetivo sacó ese nombre? Gilbert D. Wray. ¿Significa algo para usted?
—Repítalo —dijo Jeffrey con brusquedad. Manson no contes­tó. Se limitó a inclinarse hacia delante en su silla.
—¿Qué? —inquirió Bundy, como si hablara en nombre de Manson.
—El nombre, maldita sea. Dígalo de nuevo, rápido.
El hombre del traje arrugado se rebulló en el sofá.
—Gilbert D. Wray. Wray se pronuncia como «rayo» en inglés. ¿No había una actriz en los viejos tiempos, hace casi un siglo, que se llamaba Kay Wray, creo? No, Fay Wray. Eso es. Salía en la primera versión de King Kong. Era rubia y recuerdo que se hizo famosa por su forma de gritar. ¿Hay otra forma de pronunciar su nombre?
Jeffrey se reclinó en su silla. Negó con la cabeza.
—Le pido disculpas —murmuró, dirigiéndose a Manson—. Tendría que haber reconocido el nombre en cuanto lo he visto, pero no lo había pronunciado en voz alta. Qué tonto he sido.
—¿Reconocerlo? —preguntó Manson—. ¿A qué se refiere?
Jeffrey sonrió, pero por dentro sintió náuseas.
—Gilbert D. Wray. Si uno lo dice con un ligero toque afrance­sado, se parece a Gilíes de Rais, ¿no?
—¿Y ése quién es? —preguntó Bundy.
—Un personaje histórico interesante —contestó Jeffrey.
—¿Ah, sí? —dijo Manson.
—Y Joan D. Archer. Los hijos llamados Henry y Charles. Y vi­nieron aquí de Nueva Orleáns. Qué obvio. Tendría que haberme dado cuenta en el acto. Pero qué idiota soy.
—¿Haberse dado cuenta de qué?
—Gilíes de Rais fue una figura importante en la Francia del si­glo XIII. Se convirtió en un famoso caudillo militar en la lucha con­tra los invasores ingleses. Fue, según nos dice la historia, mariscal y uno de los más fervientes seguidores de Juana de Arco. Santa Juana, también conocida como la Doncella de Orleáns. ¿Y las facciones enfrentadas? Como dos niños enrabietados, Enrique de Inglaterra y el delfín, Carlos de Francia.
Una vez más, todos callaron en la habitación por un momento.
—Pero ¿eso qué tiene que ver...? —empezó Starkweather.
—Gilíes de Rais —lo interrumpió Jeffrey—, además de un mi­litar excepcionalmente brillante y, un noble adinerado, fue también uno de los más terribles y prolíficos infanticidas que se han cono­cido. Se creía que había asesinado a más de cuatrocientos niños en ritos sexuales sádicos dentro de las murallas de su propiedad, antes de que lo descubriesen y finalmente lo decapitasen. Era un hombre enigmático. Un príncipe del mal, que luchó con devoción y un va­lor inmenso como mano derecha de una santa.
—Cielo santo —se admiró Bundy—. Acojonante.
—Gilíes de Rais desde luego lo era —comentó Jeffrey en voz baja—, aunque seguramente presentó un dilema fascinante a las autoridades competentes del más allá. ¿Qué se hace exactamente con un hombre así? Tal vez cada siglo o así le den un día libre del tormento eterno. ¿Es ésa recompensa suficiente para un hombre que en más de una ocasión le salvó la vida a una santa?
Nadie respondió a su pregunta.
—Bueno, ¿y qué le sugiere que el sujeto haya utilizado ese nombre? —quiso saber Starkweather, enfadado.
Jeffrey no contestó al momento. Había descubierto que disfru­taba con el desasosiego del político.
—Creo que a nuestro objetivo, es decir, a mi padre... bueno, le interesan las cuestiones morales y filosóficas relacionadas con el bien y el mal absolutos.
Starkweather se quedó mirando a Jeffrey con una rabia conside­rable derivada de la frustración, pero no dijo nada. Jeffrey, sin em­bargo, rellenó esa pausa momentánea.
—Y a mí también —añadió.


Durante unos segundos, Jeffrey pensó que su aseveración marca­ría el final de la sesión. Manson había bajado la barbilla hacia el pecho y parecía estar sumido en profundas reflexiones, aunque continuaba acariciándose la palma con la hoja del abrecartas. De pronto, el direc­tor de seguridad plantó el arma sobre el escritorio, que dio un chas­quido como la detonación de una pistola de pequeño calibre.
—Creo que me gustaría hablar con el profesor a solas durante un rato —dijo.
Bundy hizo ademán de protestar, pero enseguida cambió de idea.
—Como quiera —dijo Starkweather—. Nos pondrá al corriente de nuevo dentro de unos días, como máximo una semana, ¿de acuer­do, profesor? —Esta última frase encerraba tanto una orden como una pregunta.
—Cuando quieran —dijo Jeffrey.
Starkweather se puso de pie e hizo un gesto a Bundy, que se le­vantó con dificultad del acolchado sofá y salió en pos del hombre de la oficina del gobernador por la puerta lateral.
El agente Martin también se había levantado.
—¿Quiere que yo me quede o que me vaya? —preguntó.
Manson apuntó a la puerta.
—Esto no nos llevará más de unos minutos —dijo.
Martin asintió con la cabeza.
—Esperaré justo al otro lado de la puerta.
—Me parece muy bien.
El director aguardó a que el agente saliese para proseguir en voz baja sin inflexiones:
—Me preocupan algunas de las cosas que dice, profesor, pero sobre todo lo que da a entender de forma implícita.
—¿En qué sentido, señor Manson?
El director se levantó de su asiento tras el escritorio y se acercó a la ventana.
       —No tengo suficiente vista —comentó—. No es exactamente lo que quisiera, y eso siempre me ha molestado.
       —Perdón, ¿cómo dice?
—La vista —repitió, señalando la ventana con un gesto del bra­zo derecho—. Abarca las montañas que están al oeste. Es un paisaje bonito, pero creo que preferiría tener vistas a construcciones, o a edificios en obras. Acerqúese, profesor.
Jeffrey se puso de pie, rodeó el escritorio y se colocó al lado de Manson. El director parecía más bajo visto de cerca.
—Es muy hermoso, ¿no? Una vista panorámica. De postal, ¿no?
—Estoy de acuerdo.
—Es el pasado. Es antiguo. Prehistórico. Desde aquí se divisan árboles que datan de hace siglos, formaciones que se originaron hace millones de años. En algunos de aquellos bosques hay lugares que el hombre nunca ha pisado. Desde donde me encuentro, pue­do mirar hacia fuera y contemplar la naturaleza casi como era cuan­do las primeras personas cruzaron el continente pasando muchas penalidades.
—Sí, eso veo.
El director dio unos golpéenos en el cristal.
—Lo que ve es el pasado, También es el futuro
Apartó la mirada, le indicó por señas a Jeffrey que volviese a ocupar su asiento y se sentó a su vez.
—¿Cree usted, profesor, que Estados Unidos ha perdido un poco el norte, que los consabidos ideales de nuestros antepasados se han desgastado? ¿Desvanecido? ¿Olvidado?
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.
—Es una opinión cada vez más generalizada.
—Allí donde usted vive, en la América que se desintegra, reina la violencia. Se ha perdido el respeto, el espíritu familiar. Nadie apre­cia la grandeza que tuvimos, ni la que podemos alcanzar, ¿verdad?
—Se enseña. Forma parte de la historia.
—Ah, pero enseñarla y vivirla son cosas muy distintas, ¿no?
—Desde luego.
—Profesor, ¿cuál cree que es la razón de ser del estado número cincuenta y uno?
Jeffrey no respondió.
—En otro tiempo, Estados Unidos fue una tierra de aventura. Rebosaba seguridad y esperanza. América era un lugar para soña­dores y visionarios. Eso se acabó.
—Muchos estarían de acuerdo con usted.
—Así que, la cuestión, para aquellos que esperan que nuestros siglos tercero y cuarto de existencia sean tan grandiosos como los dos primeros, es cómo recuperar ese orgullo nacional.
—El Destino Manifiesto.
—Exacto. No he vuelto a oír esa expresión desde mis tiempos de estudiante, pero es precisamente lo que necesitamos. Lo que debemos restituir. Al fin y al cabo, ya no se puede importar, como hicimos en otras épocas, acogiendo a las mejores mentes del mun­do en este crisol inmenso que es nuestro país. Ya no se puede incul­car una sensación de grandeza concediendo más libertades a las personas, porque es algo que se ha intentado y lo único que se ha conseguido con ello es una mayor desintegración. En un par de ocasiones conseguimos avivar la esperanza y la gloria, así como un sentimiento de destino y unidad nacionales participando en una guerra mundial, pero eso ya no es factible porque hoy en día las armas son demasiado potentes e impersonales. En la Segunda Gue­rra Mundial combatieron individuos dispuestos a sacrificarse por



unos ideales. Eso ya no es posible ahora que el armamento moder­no permite que los conflictos sean antisépticos, robóticos, que las batallas las libren ordenadores y técnicos a distancia, teledirigiendo dispositivos que surcan los cielos. Así pues, ¿qué nos queda?
     —No lo sé.
—Nos queda fe en una sola cosa, y todos aquí, en el estado nú­mero cincuenta y uno, nos consagramos por entero a hacerla reali­dad. Es la fe en que la gente redescubrirá sus valores, el espíritu de sacrificio y de superación, y volverán a ser pioneros, si se les da una tierra tan virgen y prometedora como lo fue este país en otro tiem­po. —Manson se inclinó hacia delante en su asiento, con las manos abiertas—. No deben tener miedo, profesor. El miedo da al traste con todo. Hace doscientos años, la gente que se encontraba donde estamos nosotros, contemplando esas mismas montañas y esos mis­mos paisajes, sabía afrontar los desafíos y las dificultades. Y supe­ró el miedo a lo desconocido.
—Cierto —dijo Jeffrey.
—El reto hoy en día es superar el miedo a lo conocido. —Man­son hizo una pausa, reclinándose en su asiento—. Así pues, ése es el ideal en el que se basa nuestro estado: el de un mundo dentro del mundo. Un país dentro de un país. Fabricamos oportunidades y seguridad. Ofrecemos de nuevo lo que en otra época se daba por sentado en este país. ¿Y sabe qué ocurrirá después?
Jeffrey sacudió la cabeza.
—Se propagará. Hacia el exterior. A paso constante, inexorable.
—¿Qué me está diciendo?
—Le estoy diciendo que lo que tenemos aquí se impondrá lento pero seguro en el resto del país. Quizás hayan de sucederse varias generaciones para que el proceso se complete, como en el pasado, pero al final nuestro estilo de vida acabará con el horror y la depra­vación que conocen quienes viven fuera de este estado. Ya están surgiendo comunidades justo al otro lado de nuestras fronteras que empiezan a adoptar algunas de nuestras leyes y principios.
—¿Qué leyes y principios?
Manson se encogió de hombros.
—Ya conoce muchos de ellos. Restringimos algunos de los de­rechos que establece la Primera Enmienda. Se respeta la libertad de culto. La libertad de expresión... bueno, no tanto. ¿Y la prensa? Nos pertenece. Limitamos algunos de los derechos reconocidos por la Cuarta Enmienda; ya no se puede cometer un delito y comprar la libertad por medio de algún abogado astuto. ¿Y sabe qué, profesor?
—¿Qué?
—La gente renuncia a ello sin rechistar. La gente está dispuesta a ceder su derecho a la libertad a cambio del sueño sin garantías de un mundo donde no tengan que cerrar con llave la puerta de su casa cuando se van a dormir. Y los que estamos aquí apostamos a que hay muchos más como nosotros fuera de nuestras fronteras, y a que nuestro sistema se extenderá poco a poco por todo el país.
—¿Como una infección?
—Más bien como un despertar. Un país arrancado de un largo sopor. Nosotros simplemente nos hemos levantado un poco más temprano que los demás.
—Hace que parezca algo atractivo.
—Lo es, profesor. Permítame preguntarle: ¿cuándo ha apelado usted, en persona, a alguna de esas garantías constitucionales? ¿Cuándo ha pensado: «Ha llegado el momento de ejercer los dere­chos que me otorga la Primera Enmienda»?
—No recuerdo haberlo hecho nunca. Pero no estoy seguro de que no los quiera, en caso de que algún día los necesite. Tengo mis dudas acerca de renunciar a las libertades fundamentales...
—Pero si esas mismas libertades le esclavizan, ¿no estaría mejor sin ellas?
—Es una pregunta complicada.
—Pero si la gente ya está accediendo a vivir encarcelada. Resi­de en comunidades amuralladas. Contrata servicios de seguridad. Va por ahí armada. La sociedad es poco más que una serie de vallas y cárceles. Para cerrar el paso al mal, uno tiene que recluirse. ¿Eso es libertad, profesor? Las cosas no funcionan así aquí. De hecho, ¿sabía, profesor, que somos el único estado del país con leyes efica­ces de control de armas? Aquí ningún supuesto cazador posee un rifle de asalto. ¿Sabía que la Asociación Nacional del Rifle y su viejo grupo de presión en Washington nos detestan?
—No.
—¿Lo ve? Cuando le digo que hemos derogado derechos cons­titucionales, usted me toma automáticamente por un conservador de derechas. Al contrario. No necesito adherirme a ninguna tenden­cia política porque puedo buscar las soluciones desde cualquier extremo del espectro político. Aquí en el estado cincuenta y uno, la Segunda Enmienda de la Constitución se interpreta literalmente y no como algún miembro de un lobby con los bolsillos llenos se empeña en interpretarla, pese a que todo indique lo contrario. Y podría seguir hablándole de esto, profesor. Por ejemplo, en el esta­do número cincuenta y uno no hay leyes que restrinjan los dere­chos reproductivos de la mujer. Pero es un tema muy polémico. Por consiguiente, el estado regula el aborto. Establecemos directrices. Directrices razonables. De este modo, no sólo evitamos que el de­bate sobrepase los límites de esta cuestión, sino que protegemos a los médicos que prestan este servicio.
—Veo que también es usted filósofo, señor Manson.
—No, soy pragmático, profesor. Y creo que el futuro está de mi parte.
—Quizá tenga razón.
Manson sonrió.
—¿Ahora entiende la amenaza que supone su padre, el asesino?
—Empiezo a hacerme una idea —respondió Jeffrey.
—Lo que está consiguiendo es sencillo: aprovecha los fundamen­tos mismos del estado para hacer el mal. Se burla de todo aquello en lo que creemos. Nos hace quedar como hipócritas incompetentes. No sólo atenta contra esas adolescentes, sino contra la esencia de nuestras ideas. Nos utiliza para perjudicarnos a nosotros mismos. Es como levantarse una mañana y descubrir un tumor canceroso en los pulmones del estado.
—¿Cree que un solo hombre puede representar un peligro tan grande?
—Ah, profesor, no lo creo: estoy seguro. La historia nos ense­ña que es posible. Y su padre, el otrora historiador, lo sabe. Un hombre, actuando sin ayuda de nadie, con una visión única y retor­cida, y la dedicación necesaria para materializarla, puede ocasionar la caída de un gran imperio. Ha habido muchos asesinos solitarios a lo largo de la historia, profesor, que han logrado cambiar el curso de los acontecimientos. Nuestra propia historia está llena de Booths y Oswalds y Sirhan Sirhans cuyos disparos han matado ideales, ade­más de hombres. Debemos impedir que su padre se convierta en uno de esos asesinos. Si no lo detenemos, asesinará nuestro proyec­to. Él solo. Hasta ahora, hemos tenido suerte. Hemos conseguido acallar la verdad sobre sus actividades...
—¿Y aquello de «la verdad os hará libres»?
Manson sonrió y negó con la cabeza.
—Ése es un concepto pintoresco y anticuado. La verdad no trae consigo más que sufrimiento.
—¿Por eso está tan controlada aquí?
—Por supuesto. Pero no en aras de un ideal orwelliano consis­tente en proporcionar información falsa a las masas. Nosotros so­mos... bueno, selectivos. Y, por supuesto, no deja de haber rumores. Pueden ser peores que cualquier verdad. Hasta ahora, parece que hemos conseguido evitar que se hable sobre las actividades de su padre. Esta situación no durará, ni siquiera aquí, donde el estado guarda sus secretos más eficientemente que las autoridades del resto del país. Pero, como le he dicho, soy pragmático. El único secreto que está verdaderamente a salvo es el que está muerto y enterrado. El que ha pasado a la historia.
—La seguridad es frágil.
Manson suspiró profundamente.
—He disfrutado con esta conversación, profesor. Hay otros asuntos que reclaman mi atención, aunque ninguno es tan urgente. Encuentre a su padre, profesor. Muchas cosas dependen de que lo consiga.
Jeffrey asintió con la cabeza.
—Haré lo que pueda —dijo.
—No, profesor. Debe conseguirlo. A cualquier precio.
—Lo intentaré —aseguró Jeffrey.
—No. Lo conseguirá. Lo sé, profesor.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque estamos hablando de muchas cosas, de capas y capas de verdades e intrigas, profesor, pero hay una cosa sobre la que no me cabe la menor duda.
—¿Cuál es?
—Que un padre y un hijo compiten siempre por el mismo ob­jetivo, profesor. Ésta es su lucha. Siempre lo ha sido. Tal vez la mía sea diferente. Pero la suya... bueno, surge del fondo de su ser, ¿no es cierto?
Jeffrey se dio cuenta de que respiraba agitadamente.
     —Y el momento ha llegado, ¿no es así? ¿Cree que puede llegar al final de su vida sin enfrentarse a su padre?
     Jeffrey notó que la voz le salía áspera.
—Creía que ese enfrentamiento sería puramente psicológico. Una lucha contra un recuerdo. Creía que él había muerto.
—Pero no ha resultado ser así, ¿verdad, profesor?
—No. —Jeffrey tuvo la sensación de que la lengua empezaba a fallarle.
—De modo que la lucha adquiere dimensiones distintas, ¿no?
—Eso parece, señor Manson.
—Padres e hijos —prosiguió Manson en un tono suave, ligera­mente cantarín, como si todo lo que decía se le antojase tremen­damente divertido—. Siempre forman parte del mismo rompecabe­zas, como dos piezas que se encajan por la fuerza en un espacio que no acaba de tener la forma adecuada. El hijo pugna por aventajar a su padre, y éste intenta limitar a su hijo.
—Quizá necesite ayuda —barbotó Jeffrey.
—¿Ayuda? ¿Y quién puede prestársela en la más elemental de las batallas?
      —Hay dos componentes más en la maquinaria, señor Manson. Mi hermana y mi madre.
      El director sonrió.
—Muy cierto —dijo—, aunque sospecho que tendrán sus pro­pias batallas que librar. Pero haga lo que deba, profesor. Si necesita pedir refuerzos, por favor, no dude en hacerlo. En esta lucha, goza usted de una libertad total y absoluta.
Por supuesto, Jeffrey supo al instante que esta última asevera­ción era mentira.


El agente Martin no le preguntó a Jeffrey de qué había hablado con su supervisor. Los dos hombres recorrieron pensativos el edi­ficio, uno al lado del otro, como si analizaran la tarea que tenían ante sí. Cuando se encontraban cerca de su despacho, una secreta­ria con un sobre de papel de Manila salió de un ascensor. Tuvo que esquivar con sumo cuidado a una docena de niños de cuatro años atados entre sí con una cuerda naranja fluorescente, un grupo de la guardería que se dirigía al patio de juegos. La joven secretaria son­rió, se despidió de los niños con un gesto y luego se encaminó a paso rápido hacia los dos hombres.
—Esto es para usted, agente —dijo sin más preámbulos—. Ur­gente, confidencial, todas esas cosas. Un par de detalles interesan­tes. No sé si le ayudarán en el caso que está investigando, pero los del laboratorio lo han despachado con prisas y sin formalidades. —Le tendió el sobre a Martin—. De nada —dijo ante el silencio del inspector. Tras evaluar a Jeffrey con una mirada rápida, dio media vuelta y se alejó en dirección a los ascensores.
—¿Y eso es...? —preguntó el profesor mientras observaba a la joven desaparecer con un zumbido neumático.
—Un informe preliminar del laboratorio sobre el ordenador que requisamos en Cottonwood. —El inspector rasgó el sobre—. Mierda —farfulló.
—¿Qué pasa?
—No hay huellas identificables, ni fibras capilares. Si el tipo hubiera cogido el maldito trasto con las manos sudadas, quizás ha­bríamos podido obtener una muestra de ADN. No ha habido suer­te. El maldito trasto estaba limpio.
—El tipo no es idiota.
—Sí, lo sé. Ya nos lo ha dejado claro, ¿recuerda?
Jeffrey lo recordaba.
—¿Qué más?
      Martin continuó estudiando el informe. —Bueno —dijo, al cabo de un momento—. Aquí hay algo. Quizá su viejo no sea el asesino perfecto, después de todo.
     —¿Por qué lo dice?
     —Dejó intacto el número de serie del ordenador. Los del labo­ratorio han hecho algunas pesquisas.
     —¿Y?
—Pues que el número corresponde a una remesa de ordenado­res enviada por el fabricante a varias tiendas del sureste. Ya es algo. Por lo visto, a su viejo no le convencían demasiado las condiciones de la garantía, pues nunca mandó por correo el papel firmado.
—Sabía que no se lo quedaría durante tanto tiempo.
El agente Martin sacudió la cabeza.
—Seguramente pagó el puto trasto en efectivo.
—Supongo que sí.



Martin enrolló el informe y se golpeó la pierna con él.
—Ojalá descubriésemos una cosa, un solo detalle, que el ma­món de su padre pasara por alto.
Los dos hombres se hallaban ante la puerta de su despacho, a punto de entrar. Martin desplegó de nuevo el informe y se quedó mirándolo mientras abría la cerradura de la puerta. Alzó la vista hacia Jeffrey.
—¿Qué motivos supone que tenía el cabrón para irse a comprar el ordenador hasta el sur de Florida? Al fin y al cabo, hay muchos sitios más cercanos, y nos costaría el mismo trabajo seguirle la pista hasta allí. ¿Cree que a lo mejor estuvo allí de vacaciones? ¿Por ne­gocios, tal vez? Esto nos dice algo, ¿no?
—¿Dónde? —preguntó Jeffrey de pronto.
—El sur de Florida. Allí es adónde enviaron los ordenadores con esos números de serie. Al menos, según la empresa fabricante. Debe de haber unas cien tiendas en esa zona a las que pudieran en­viar ese ordenador, casi todas al sur de Miami. Homestead. Los Cayos Altos. ¿Por qué? ¿Significa algo para usted?
Significaba algo. Sólo había una razón por la que su padre podía haber comprado el ordenador en ese lugar y después optado por no hacer algo tan obvio como borrar el número de serie grabado en la parte posterior del aparato, bien a la vista. Quería dejarle a su hijo un medio de averiguar lo que había hecho. Significaba que, después de todos esos años, los había encontrado. El padre de quien habían huido, a quien creían muerto, había hecho acudir a su hijo hasta su propia puerta y había descubierto dónde se ocultaban su ex esposa y su hija.
Jeffrey, presa de una desesperación repentina y profunda, se preguntó si les quedaba algún secreto.
Apartó a Martin de un empujón para pasar, haciendo caso omi­so del súbito torrente de preguntas del inspector, y se dirigió al te­léfono para llamar a su madre y prevenirla. No sabía, claro está, que ella estaba mirando cómo un carpintero de la localidad cortaba madera diligentemente para reparar el marco de la puerta y el cerro­jo, ansiosa por comunicarle a él exactamente la misma advertencia que él estaba a punto de hacerle.





                                             15

                                                    Lo robado


En su cubículo de la oficina, Susan Clayton se preguntaba cuán­to tardaría él en resolver su último acertijo. Había pensado que en­viar el mensaje cifrado le daría algo de tiempo para descansar y de­cidir qué debían hacer a continuación ella y su madre. Pero se había equivocado; estar esperando una respuesta sólo la ponía aún más nerviosa. La empujaba a hacer cálculos inciertos: había enviado el último apéndice a su columna periódica por correo electrónico la noche anterior; la revista llegaría a los quioscos al final de esa sema­na, y más o menos al mismo tiempo se pondría a disposición de los suscriptores que la leían por ordenador. Las preguntas que ella ha­bía formulado como enigmas no eran tan difíciles; a él le llevaría un día, quizá dos, descifrarlas y aclararlas. Luego elaboraría una res­puesta.
Pero el modo en que le haría llegar dicha respuesta era un enig­ma indescifrable para ella.
Estaba acurrucada en un rincón de su espacio de trabajo, alerta al sonido de cualquiera que se acercara. Les había indicado a los guardias de seguridad del edificio y a los recepcionistas de la ofici­na que grabaran con las cámaras de vídeo a todo aquel que pregun­tara por ella y que confiscaran cualquier documento de identifica­ción que presentaran, ya fuera falso o no. Cuando le preguntaron por qué, ella respondió que tenía problemas con un ex novio. Era una mentira inofensiva que parecía prevenir casi cualquier posi­ble mal.
Intentó persuadirse de que el miedo era como una prisión y que, cuanto más temiese a aquel hombre, más ventajas tendría éste sobre ella.
El problema era: ¿qué quería él?
No en un sentido general, sino específico.
Susan creía que, si supiese la respuesta, podría hacer algo, o al menos tomar alguna medida útil. Sin embargo, sin una noción fir­me de las reglas del juego, no tenía la menor idea de cómo jugar, y menos aún de cómo ganar. Con una sequedad en los labios que habría debido atribuir al miedo, se dio cuenta de que tampoco sabía qué era lo que estaba en juego.
Pensó en su álter ego. Mata Hari sabía lo que arriesgaba al jugar a ser espía.
Si perdía ese juego el único resultado posible era la muerte.
Había jugado y había perdido. Susan aspiró hondo y despacio, y en ese momento deseó haber elegido otro seudónimo. «Penélope», pensó. Mantuvo a raya a los pretendientes con su estratagema de tejer y destejer, hasta el día que Ulises volvió a casa. Éste habría sido un álter ego con connotaciones menos peligrosas para ella.
Se acercaba la hora del almuerzo, y se volvió hacia la ventana. Vio las calles del centro de Miami inundarse de oficinistas. Le recor­dó un documental que había visto sobre un río africano durante la temporada seca; el nivel del agua había descendido lo suficiente para que los animales sedientos se acercasen peligrosamente a los coco­drilos que acechaban en el lecho lodoso. El documental mostraba el equilibrio entre la necesidad y la muerte, un mundo de riesgo. A Susan la había fascinado el vínculo entre los depredadores y las presas.
Ahora, mientras miraba desde su ventana, se le ocurrió que el mundo estaba más próximo a este terror natural que nunca; los tra­bajadores de las oficinas salían de las mismas en grupos y se dirigían a los restaurantes del centro, exponiéndose a los peligros que pudie­ra encerrar la calle de día. Estaban a salvo en casi todo momento. Salían a la calle soleada, disfrutaban de la brisa, pasaban de los men­digos sin techo sentados con la espalda contra las frías paredes de hormigón, como cuervos sobre un cable. «No se les pasa por la ca­beza que puedan estar en presencia de una rabia demencial y homi­cida que bulle por dentro —pensó ella—. A la hora del almuerzo el mundo pertenece al sol, a las autoridades, a las personas adaptadas al sistema. "¿Sales a comer?" "Claro." No tiene mayor secreto.»
Por supuesto, de vez en cuando alguien salía a comer y acababa muerto. Como los animales obligados por las circunstancias a beber a unos pocos metros de las fauces de los cocodrilos.
«Selección natural —se dijo—. La naturaleza nos hace más fuer­tes eliminando a los débiles y los tontos de la manada. Como ani­males.»
Se estaba formando un corro en el centro de su oficina. Oyó las voces que se alzaban para discutir. ¿A un chino o a un bufé de en­saladas? ¿Por cuál de ellos estaríais dispuestos a jugaros el pellejo? Por un momento ella acarició la idea de unirse a ellos, pero se lo pensó dos veces.
Se agachó para comprobar si la pistola automática que llevaba en el bolso estaban cargada. Había una bala en la recámara, y el per­cutor estaba echado hacia atrás. Sin embargo, el seguro estaba pues­to, pero bastaban un leve movimiento del pulgar y una ligera pre­sión en el gatillo para que el arma disparase. El día anterior, con un destornillador y unas pequeñas pinzas de joyero, había afinado la fuerza de tensión de todas sus armas. Ahora sólo se requería poco más de un toque para dispararlas todas, incluido el fusil automáti­co que colgaba al fondo de su armario. Pensó: «No queda tiempo, en este mundo, para preguntarse si está uno haciendo lo correcto. Sólo hay tiempo para apuntar y disparar.»
El grupo del almuerzo y el vocerío que armaban se apretujaron en el interior de un ascensor. Susan aguardó un momento más y luego, colgándose el bolso del hombro, se colocó de manera que pudo deslizar la mano derecha en el interior y agarrar la culata de la pistola, se puso de pie y se marchó sola. Comprendió que de ese modo sería vulnerable a riesgos de todo tipo, pero se percató de que, en aquel mundo de peligro constante e imprevisible, ella había desa­rrollado una extraña inmunidad, pues en realidad sólo había una amenaza que significara algo para ella.


El calor, como el aliento insistente de un borracho, la golpeó en cuanto salió del edificio de oficinas. Se detuvo por un momento observando las ondas de aire vaporoso que desprendía la acera de hormigón. Después echó a andar, incorporándose al torrente de oficinistas, sin soltar la culata del arma. Vio que había agentes de policía en todas las esquinas, ocultos tras cascos de color negro mate y gafas de espejo. «Protegen a los productivos», pensó. Vigilaban a los empleados que seguían la rutina de su vida. Cuando pasó junto a un par de ellos, oyó crepitar en sus radiocomunicadores la voz metálica e incorpórea de una operadora de la policía que informa­ba a los agentes de las operaciones que se estaban llevando a cabo en diferentes partes de la ciudad.
Ella se paró, alzó la mirada hacia uno de los edificios y vio el sol reflejarse en su fachada de cristal como una explosión. «Vivimos en una zona de guerra —se dijo ella—. O en un territorio ocupado.» A lo lejos se oía el ulular de una sirena de policía que se alejaba rápi­damente, perdiendo intensidad.
A seis calles del edificio había un pequeño establecimiento que vendía sándwiches. Se encaminó hacia allí, aunque no estaba segu­ra de si de verdad tenía hambre o simplemente necesitaba estar sola en medio de las multitudes en movimiento. Decidió que probable­mente esto último. No obstante, Susan Clayton era de la clase de persona que necesitaba una justificación artificial para sus actos, aunque fuera con el fin de enmascarar algún deseo más profundo. Se decía a sí misma que tenía hambre y necesitaba ir a buscar algo para comer, cuando en realidad lo que quería era salir del espacio re­ducido y opresivo de su cubículo, por muy grande que fuera el ries­go que entrañaba. Era consciente de este fallo en su interior, pero te­nía poco interés en esforzarse por cambiar.
Al caminar se fijó en los balbuceos de los pordioseros, alineados contra las paredes de los edificios, resguardados del sol de mediodía en la exigua sombra. Había cierta constancia en su mendicidad: «¿Lleva algo de suelto?» «¿Veinticinco centavos?» «¿Puede echar­me una mano?»
Como prácticamente todo el mundo, hacía caso omiso de ellos.
En otros tiempos había albergues, programas de asistencia, ini­ciativas de la comunidad para ayudar a los indigentes, pero esos ideales se habían desvanecido con los años. La policía, a su vez, había dejado de «limpiar» las calles: los resultados no compensaban los esfuerzos. No había donde encerrar a los detenidos. Además, era peligroso, a su manera: había demasiadas enfermedades, infec­ciosas y contagiosas. Enfermedades causadas por la suciedad, la san­gre, la desesperación. Como consecuencia, casi todas las ciudades tenían en su seno otras ciudades, sitios en la sombra donde los sin techo buscaban cobijo. En Nueva York, eran los túneles de metro abandonados, al igual que en Boston. Los Ángeles y Miami tenían la ventaja del clima; en Miami se habían apoderado del mundo bajo las autopistas y lo habían llenado de refugios temporales de cartón y chapas de hierro oxidadas y rincones sórdidos; en Los Ángeles, los acueductos ahora eran como campamentos de okupas. Algunas de esas ciudades en la sombra existían ya desde hacía décadas y casi merecían la denominación de barrio, así como figurar en algún mapa, al menos tanto como las zonas residenciales amuralladas de las afueras.
Cuando Susan caminaba a paso ligero por la acera, un hombre descalzo que llevaba de forma incongruente un grueso abrigo de invierno marrón, al parecer ajeno al calor sofocante de Miami, le sa­lió al paso para exigirle dinero. Susan se apartó de un salto y se vol­vió hacia él para plantarle cara.
El tenía la mano extendida, con la palma hacia arriba. Le tem­blaba.
—Por favor —dijo—, ¿tiene algo de suelto que pueda darme?
Ella se quedó mirándolo. Vio las llagas supurantes que tenía en los pies bajo una capa de mugre.
—Un paso más y le vuelo la cabeza, maldito cabrón —le espetó.
—No iba a hacerle nada —le aseguró él—. Necesito dinero para... —titubeó por unos instantes— comer.
—Para beber, más bien. O chutarse. Que le den —dijo. No le dio la espalda al hombre, que parecía reticente a abandonar la som­bra del edificio, como si dar un paso hacia el sol de justicia que ba­ñaba la mayor parte de la acera fuera precipitarse desde un acanti­lado.
—Necesito ayuda —alegó el hombre.
—Todos la necesitamos —repuso Susan e hizo un gesto con el brazo izquierdo hacia la pared—. Vuelve a sentarte —dijo, mante­niendo el arma firmemente asida con la mano derecha. Se dio cuenta de que el río de oficinistas se desviaba para esquivarla, como si fuera una roca en medio de una corriente de agua.
      El sin techo se llevó la mano a la nariz oscurecida por la sucie­dad y manchada de rojo por el cáncer de piel. Su mano continuaba presa del temblequeo de alcohólico y le brillaba la frente, recubierta en un sudor rancio que le pegaba al cráneo mechones de cabello gris.
—No tenía mala intención, yo —dijo—. ¿Acaso no somos to­dos hijos de Dios bajo su inmenso techo? Si me ayudas ahora, ¿aca­so no vendrá Dios a ayudarte en un momento de necesidad? —Se­ñaló al cielo.
Susan no le quitaba ojo.
—Puede que sí —contestó— y puede que no.
El hombre pasó por alto su sarcasmo y siguió insistiendo, con una cadencia rítmica en la voz, como si los pensamientos que se arremolinaban tras su locura fueran agradables.
—¿Acaso no nos espera Cristo a todos más allá de esas nubes? ¿No nos dejará beber de su cáliz y nos dará a conocer el auténtico júbilo, haciendo desaparecer todas nuestras penas mundanas en un instante?
Susan permaneció callada.
—¿Es que no están por llegar sus milagros más grandes? ¿No volverá Él a esta tierra algún día para llevarse a todos y cada uno de sus hijos con sus grandes manos a las puertas del paraíso?
El hombre le sonrió a Susan, mostrándole sus dientes picados. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como si acunase en ellos a un niño, meciéndolo adelante y atrás.
—Ese día llegará. Para mí. Para ti. Para todos sus hijos en la tie­rra. Sé que ésta es la verdad.
Susan advirtió que el hombre había vuelto la mirada hacia arri­ba, como si estuviera dirigiendo sus palabras al cielo de un azul excepcional sobre su cabeza. Su voz había perdido la aspereza de la enfermedad y la desesperación, que habían cedido el paso a la jovial euforia de la fe. «Bueno —pensó ella—, si uno tiene que vivir engañado, las fantasías de este hombre al menos son benignas.» Con cautela, metió la mano izquierda en el bolso y rebuscó hasta dar con un par de monedas sueltas que llevaba en el fondo. Las sacó y se las tiró al hombre. Cayeron y tintinearon sobre la acera, y él arrancó rápidamente la vista del cielo y la bajó para buscarlas en el suelo.
     —Gracias, gracias —dijo el hombre—. Que Dios te bendiga.
Susan se alejó y echó a anclar a toda prisa por la calle, dejando atrás al hombre, que seguía murmurando en un sonsonete. Cuan­do se encontraba a unos tres o cuatro metros de él, le oyó decir:
—Susan, te cederá la paz.
Al oír su nombre dio media vuelta bruscamente.
—¿Qué? —gritó—. ¿Cómo sabes...?
Pero el hombre volvía a estar recostado contra el edificio, enco­gido, balanceándose adelante y atrás en una ensoñación extraña y enloquecida que sólo significaba algo para él.
Ella dio un paso hacia él.
—¿Cómo sabes mi nombre? —inquirió.
Pero el hombre mantenía la vista al frente, vacía, como si estu­viera ciego, farfullando para sí. Susan se esforzó por distinguir sus palabras, pero sólo alcanzó a entender: «Pronto Jesús nos abrirá las puertas mismas del cielo.»
Ella vaciló por un momento y luego se volvió de espaldas al hombre.
¿ «Susan, te cederá la paz» o «Jesús antecederá a la paz» ?
El hombre podría haber dicho cualquiera de las dos cosas.
Susan reanudó la marcha, asaltada por las dudas, volvió ligera­mente la cabeza hacia atrás y vio que él había desaparecido. De nuevo dio media vuelta, caminó deprisa hacia donde el hombre es­taba acurrucado hacía un momento, escudriñando la calle, intentan­do localizarlo. No veía nada salvo el torrente de empleados de ofi­cina. Era como si hubiese tenido una alucinación.
Por unos instantes permaneció inmóvil, llena de un terror im­preciso. Luego se sacudió la sensación, del mismo modo que un perro se sacude las gotas de lluvia, y prosiguió su camino para co­merse el almuerzo que no le apetecía.


Cuando el hombre tras el mostrador la atendió, pensó en tomar yogur con frutas, pero cambió de idea y pidió un bocadillo de ja­món y queso suizo con mucha mayonesa. El dependiente pareció dudar.
     —Oye, que sólo se vive una vez —comentó ella. Él sonrió, le preparó el bocadillo rápidamente y lo metió junto con un botellín de agua en una bolsa de papel


Susan caminó a lo largo de seis manzanas más con su almuerzo, hasta un parque enclavado junto a un centro comercial, justo frente a la bahía. Había dos agentes de policía montados a caballo a la en­trada del parque, observando a la gente que llegaba. Uno tenía su fusil automático atravesado sobre la silla de montar y estaba incli­nado hacia delante, como una caricatura moderna de alguna vieja novela barata de vaqueros. Ella casi esperaba que la saludara levan­tándose el sombrero, pero él se limitó a mirarla desde detrás de sus gafas de sol, sometiéndola al mismo examen visual que a los demás. Susan supuso que, para tener derecho a entrar en el parque y sentar­se a comerse un bocadillo a pocos metros de donde el agua de la ba­hía Biscayne lamía los pilotes de madera, uno debía ser un miembro claramente respetable de la sociedad. Los marginados y los sin te­cho tenían vedada la entrada a la hora del almuerzo. Por la noche seguramente la cosa cambiaba. Lo más probable es que entonces fuese un suicidio para alguien como ella internarse en el pequeño parque, a no más de treinta metros de la orilla del mar. Los árboles frondosos y los bancos que tan acogedores parecían en el calor del día debían de adquirir un aspecto totalmente distinto tras la pues­ta de sol; se convertirían en sitios donde esconderse. Eso era lo complicado de la vida, pensó ella: la extraña dualidad que presenta­ban todas las cosas. Lo que parecía un lugar seguro al mediodía se volvía peligroso ocho horas después. Era como las mareas en los Cayos Altos, que ella conocía tan bien. En un momento cubrían una zona entera de agua, haciéndola segura para la navegación. Al mo­mento siguiente, bajaban llevándose la seguridad con el reflujo. La gente, pensó, debía de ser muy parecida.
Encontró un banco donde podría sentarse sola a comerse su bocadillo y contemplar la gran extensión de agua, plantando cara al exceso de calorías y de grasa que podía obstruirle las arterias. Sopla­ba una brisa lo bastante fuerte para rizar ligeramente la bahía, de manera que daba la impresión de que el brillo del agua estaba vivo. Vio un par de buques cisterna zarpar del puerto de Miami. Eran unos barcos fondones, de aspecto torpe, que se abrían paso por los concurridos canales como un par de abusones de pocas luces en un patio de colegio.
Susan tomó un trago del botellín de agua, que se estaba ponien­do tibia rápidamente a causa del calor. Por un momento, creyó que podría quedarse allí sentada ajena a todo; a sí misma, a lo que le es­taba pasando. Sin embargo, el sonido de una sirena que se acercaba a toda prisa y el tableteo insistente de unas aspas la arrancaron de su ensoñación. Se volvió hacia atrás y vio un helicóptero de la policía que volaba bajo sobre el borde de la bahía, con la sirena encendida. Susan avistó a un par de adolescentes que corrían a lo largo de la orilla, desde el centro hacia el parque. En el mismo vistazo, divisó a los dos agentes montados a caballo galopar para interceptar a los chicos.
La detención fue rápida. El helicóptero se quedó inmóvil en el aire, y los jinetes acorralaron a los fugitivos, como si estuvieran en un rodeo. Si los dos jóvenes iban armados, no lo demostraron. En cambio, se pararon y levantaron las manos, de cara a los policías. Susan alcanzó a ver que los dos adolescentes sonreían como si no tuviesen nada que temer, y la persecución y el arresto les resultaran tan familiares como la salida del sol todas las mañanas. Desde donde ella se encontraba, vio que uno de ellos tenía la camisa y los panta­lones manchados de sangre de color rojo cobrizo. Pensó que, en al­gún lugar, el propietario de esa sangre yacería agonizante, o al me­nos, con heridas tan graves que ya no sentiría dolor.
Apartó la vista, aplastó lo que quedaba de su almuerzo en la bolsa y lo tiró en una papelera cercana. Luego, se sacudió las migas de la ropa. Dejó vagar la mirada por el parque. Debía de haber una docena de personas más, algunas de ellas comiendo, otras simple­mente paseando. Casi todos observaban con paciencia y en silencio la escena que se desarrollaba justo al otro lado de la cerca del parque, como si se tratara de un espectáculo montado para entretenerlos. Susan se levantó del banco y se volvió de nuevo hacia la detención. Varias lanchas de la policía con luces destellantes se habían unido a la operación. Había también una unidad canina, y un pastor alemán tiraba con fuerza de su correa, ladrando, gruñendo y enseñando los dientes. De pronto, el helicóptero se elevó y, tras inclinarse y virar con una elegancia casi propia del ballet, se alejó bajo el resplandor del sol. El martilleo de sus aspas se apagó en los oídos de Susan, al igual que los ladridos del perro, que dejaron paso al repiqueteo solitario de sus propios zapatos contra el pavimento caliente.
Susan se encaminó de regreso a la oficina, pero dio un rodeo para permanecer cerca de la bahía durante el mayor trecho posible antes de tener que enfilar tierra adentro. Iba por una calle lateral pequeña, una superficie edificable que al parecer habían pasado por alto los contratistas y promotores inmobiliarios que habían sembra­do gran parte del centro de rascacielos y complejos hoteleros de todo tipo, llenando la zona de bloques y muros de hormigón, de modo que las pocas calles que quedaban estaban rodeadas de cemento. Flotaba en la brisa un olor acre a líquido limpiador, mezcla­do con el aire salobre que circulaba sobre la bahía; Susan supuso que un equipo de presos de una cárcel del condado estaba limpian­do alguna pared cubierta de pintadas con una manguera de alta pre­sión y disolvente. Era una tarea propia de Sísifo: una vez limpia, la pared se convertía en un blanco nuevo para los mismos vándalos, que tenían la afición de eludir las patrullas nocturnas. Eran notablemente eficientes.
Continuó caminando por la calle, pero se detuvo a media man­zana, delante de una construcción considerablemente más baja y vieja, casi una casa, pensó, encajonada entre la parte posterior de un complejo hotelero y un edificio de oficinas. Era todo un anacronis­mo, un vestigio elegante del viejo Miami, que inspiraba recuerdos de una época en que la ciudad era sólo un pueblo cenagoso con una población creciente y demasiados mosquitos, y no una metrópoli moderna, electrificada y resplandeciente de neón. La construcción se alzaba sobre una pequeña extensión de césped bien cuidado. Un camino bordeado de hileras de flores conducía a la puerta principal. Había un porche amplio que ocupaba todo el ancho del edificio y una imponente puerta doble que se le antojó tallada a mano en madera de pino del condado de Dade, el material de construcción preferido un siglo atrás, una madera que, cuando se secaba, era dura como el granito y aparentemente inmune a las termitas más decidi­das. Las anchas ventanas con celosías tenían postigos de madera horizontales que las protegían del sol. El edificio en sí, de sólo dos plantas, se hallaba coronado por tejas rojas bruñidas que parecían estar cociéndose a la luz del mediodía.
Susan se quedó mirándolo, pensando que, en medio de todo el hormigón y el acero que componían el centro, era una antigualla; algo incongruente, fuera de lugar y curiosamente hermoso, porque denotaba cierta independencia respecto a la edad en un mundo con­sagrado a lo inmediato y al instante presente. Cayó en la cuenta de que apenas veía ya cosas tan antiguas, como si hubiese un prejuicio tácito contra las cosas construidas para durar un siglo o más.
Susan dio un paso hacia delante, preguntándose quiénes serían los ocupantes de un edificio semejante, y vio una pequeña placa de latón en uno de los pilares que sostenían el porche. Al acercarse, leyó: EL ÚLTIMO LUGAR. RECEPCIONISTA EN EL INTERIOR.
Vaciló, luego abrió la puerta doble despacio. Dentro reinaba un ambiente fresco y sombreado. Un par de ventiladores de madera colgaban de un techo alto, girando perezosamente pero sin parar. Unas prominentes molduras de madera marrón enmarcaban las paredes blancas, y el suelo estaba cubierto por un entarimado puli­do del color de las hojas de arce en noviembre. A su derecha, una escalinata amplia y suntuosa subía hasta un descansillo, y a su iz­quierda, había un escritorio de caoba con una antigua lámpara de banquero en una esquina y una pantalla de ordenador solitaria en la otra. Una mujer de mediana edad y cabello crespo y entreverado de gris que le brotaba del cráneo como pensamientos extraños y repen­tinos alzó la vista hacia ella cuando entró.
—Hola, querida —la saludó.
Su voz sonó como con eco. A Susan le pareció similar al sonido de alguien que hablara en una biblioteca de investigación. Volvió a mirar en torno a sí, buscando a algún guardia de seguridad. Tampo­co vio cámaras espía instaladas en los rincones, ni dispositivos de vigilancia electrónica, detectores de movimiento, sistema de alarma o armas automáticas. En cambio, imperaba un silencio sombrío pero no absoluto, pues se percibían las notas distantes de una sinfo­nía, procedentes de algún lugar situado en el interior del edificio.
—Hola —respondió.
La mujer le hizo señas de que se acercara. Susan caminó sobre una alfombra oriental azul y roja.
—¿Es usted quien requiere nuestros servicios o tiene a otra per­sona en mente?
—¿Disculpe...?
—¿Es usted quien se muere o alguien próximo a usted?
Susan se quedó perpleja.
—No, yo no —barbotó.
La mujer sonrió.
—Ah —dijo—. Me alegro. Se la ve muy joven, y cuando ha en­trado, la he mirado y he pensado que sería demasiado injusto que alguien tan joven como usted tuviera que estar aquí, porque sospe­cho que aún le queda mucho por vivir. Eso no significa que no haya aquí bastante gente joven. Sí que la hay. Y, por mucho que nos es­forcemos en facilitarles las cosas, es difícil evitar la sensación de que los han estafado. Creo que es más fácil para todos los implicados aceptarlo cuando quien fallece es una persona mayor. ¿Qué es lo que dice la Biblia? ¿Que la plenitud de la edad es a los setenta años?
—¿Esto es una residencia para enfermos terminales? —pregun­tó Susan.
La mujer asintió con la cabeza.
—¿Qué creía usted que era, querida?
Susan se encogió de hombros.
—No sé... Me parecía algo tan distinto, desde fuera... Antiguo. Algo procedente del pasado y no del futuro.
—Morirse tiene que ver con el pasado —señaló la mujer—, con recordar dónde has estado. Apreciar los momentos que han queda­do atrás. —Suspiró—. Cada vez resulta más difícil, ¿sabe?
—¿El qué?
—Morir en paz, satisfecho, con dignidad, amor y respeto. Hoy en día da la impresión de que la gente muere por razones equivoca­das. —La mujer sacudió la cabeza y suspiró de nuevo—. La muerte parece apresurada y dura actualmente —añadió—. En absoluto apa­cible. Salvo para quienes están aquí. Nosotros nos encargamos de que su muerte sea... bueno, apacible.
Susan, casi sin darse cuenta, se mostró de acuerdo.
—Eso que dice tiene sentido.
La mujer volvió a sonreír.
—¿Le gustaría echar un vistazo? Ahora sólo tenemos un par de clientes. Hay algunas camas desocupadas. Y seguramente habrá una más esta noche. —La mujer ladeó la cabeza en dirección al lugar de donde provenían los lejanos compases musicales—. La Sinfonía Pastoral —comentó—. Pero los conciertos de Brandeburgo funcio­nan igual de bien. Y la semana pasada había una mujer que escucha­ba a Crosby, Stills and Nash una y otra vez. ¿Los recuerda usted? Son de antes de que usted naciera. Unos viejos roqueros, de los se­tenta y los ochenta sobre todo. Escuchaba principalmente Suite Jiidy Blue Eyes y Southern Cross. La hacían sonreír.
—No quisiera molestar a nadie —objetó Susan.
—¿Le gustaría quedarse a ver películas? Esta tarde proyectare­mos algunas comedias de los hermanos Marx.
Susan negó con la cabeza.
La mujer no parecía tener mucha prisa.
      —Como desee —dijo—. ¿Está segura de que no hay nadie que...?
      —Mi madre se muere —soltó Susan.
La recepcionista asintió despacio. Se produjo un breve silencio.
—Tiene cáncer —añadió Susan.
Otro silencio.
—Inoperable. La quimioterapia no dio mucho resultado. Expe­rimentó una mejoría temporal, pero la enfermedad se ha reagrava­do y la está matando.
La mujer permaneció callada.
Susan notó que se le humedecían los ojos. Era como si una zarpa grande y cruel le estuviese retorciendo y arrancando las en­trañas.
—No quiero que muera —jadeó—. Siempre ha estado ahí y no tengo a nadie más. Excepto a mi hermano, pero vive lejos. Sólo es­toy yo...
—¿Y?
—Me quedaré sola. Siempre hemos estado juntas, y ahora no podremos...
Susan estaba de pie en una posición incómoda frente al escrito­rio. La mujer le indicó una silla con un gesto, y Susan, tras una bre­ve vacilación, se dejó caer en ella, aspiró una sola vez y dio rienda suelta al llanto. Sollozó incansablemente durante varios minutos, mientras la mujer de cabello electrizado esperaba con una caja de pañuelos de papel en la mano.
—Tómese todo el tiempo que necesite —le dijo la mujer.
—Lo siento —gimió Susan.
—No tiene por qué —replicó la mujer.
—Yo no hago estas cosas —aseguró Susan—. Yo no lloro. Nun­ca había llorado. Lo siento.
—¿Así que es una mujer dura? ¿Y cree que eso es importante?
—No, es sólo que, no sé...
—Ya nadie exterioriza sus sentimientos. ¿No ha pensado alguna vez, cuando va conduciendo de vuelta a casa, que nos estamos vol­viendo inmunes al dolor y la angustia, que la sociedad sólo valora el éxito? El éxito, ser una persona dura.
Susan movió afirmativamente la cabeza. La mujer sonrió una vez más. Susan reparó en la forma irónica en que se le torcían las comisuras de los labios, como si percibiese la tristeza que encierra el humor y las lágrimas que hay detrás de cada carcajada.
—La dureza está sobrevalorada. Ser frío no es lo mismo que ser fuerte —aseveró la mujer.
—¿En qué etapa viene la gente...? —Susan señaló las escaleras.
—Cerca del final. A veces hasta tres o cuatro meses antes del fallecimiento, pero por lo general entre dos y cuatro semanas antes. Pasan aquí sólo el tiempo necesario para alcanzar la paz interior. Recomendamos que los temas exteriores los solucionen antes.
—¿Exteriores?
—Testamentos y abogados. Fincas y herencias. Una vez aquí, a la gente, más que sus bienes materiales, sus acciones o su dinero, le interesa su legado espiritual. Me ha salido un discurso más religioso del que pretendía. Pero así es como funcionan las cosas, al parecer. Su madre... ¿Cuánto tiempo le queda?
—Seis meses. No, eso es demasiado poco. Un año, tal vez. Qui­zás un poco más. No le gusta que yo hable con los médicos, dice que la afecta mucho. Y cuando, a pesar de todo, hablo con ellos, me cuesta arrancarles una respuesta directa.
—¿No será porque ni siquiera ellos están seguros?
—Supongo.
—A veces parece que confiamos en que la muerte será precisa, dada su inevitabilidad. Pero no lo es. —Sonrió—. Puede ser impre­visible y caprichosa. Y puede ser cruel. Pero no controla nuestra vida, sólo nuestra muerte, y por eso estamos aquí.
—Ella se niega a hablar de lo que le pasa —continuó Susan—, excepto para quejarse del dolor. Creo que quiere estar sola, excluir­me, porque cree que de ese modo me protege.
—Vaya. Eso no me parece muy sensato. La mejor manera de afrontar la muerte es con el consuelo que aportan amigos y familia­res. Le recomendaría encarecidamente que tomara usted cartas de forma más activa y le dijera a su madre que su deceso es un momento que debe compartir con usted. Y, por lo que me cuenta, parece que todavía les queda tiempo para ello.
—¿Qué debo hacer?
—Poner en orden su relación con su madre, y ayudarla a hacer­se cargo de la tarea de morir. Luego, cuando el momento se acerque, tráigala aquí para que ambas asuman los sentimientos que comporta la muerte, se digan lo que tengan que decirse y recuerden lo que tengan que recordar.
Susan asintió. La mujer abrió un cajón de tono oscuro y extrajo una tarjeta y un folleto de papel satinado que semejaba una revista.
—Esto aclarará algunas de sus dudas —aseguró—. ¿Hay algún sitio adónde su madre quiera ir, algún lugar que desee visitar, algo específico e importante que quiera hacer? Le aconsejo que lo hagan a la máxima brevedad, antes de que ella se ponga más débil y enfer­ma. En ocasiones, un viaje, una experiencia, un logro ayudan a ha­cer más llevadero el fallecimiento.
—Lo tendré en cuenta —dijo Susan. Respiró hondo—. Un via­je, una experiencia, un logro. Mientras todavía le queden fuerzas.
—Suena como un mantra del Lejano Oriente, ¿verdad? —La mujer rio brevemente.
—Pero tiene sentido. Algo...
—Algo en lo que concentrarse, aparte del dolor y el miedo a lo desconocido.
—Un viaje, una experiencia, un logro. —Susan se acarició la barbilla con el índice—. Se lo diré.
—Bien. Y entonces estaré encantada de volver a hablar con us­ted. Cuando se acerque el momento. Usted sabrá cuándo —agregó la mujer—. Las personas sensibles, como creo que es usted, siempre saben cuándo.
—Gracias —dijo Susan, poniéndose de pie—. Me alegro de ha­ber entrado. —Titubeó de nuevo—. Me he fijado en que la puerta ni siquiera tiene cerradura...
La mujer sacudió la cabeza.
—Aquí no nos asusta la muerte —dijo tajantemente.


Cuando Susan salió de debajo del alero del porche, el sol que se reflejó en el borde de la azotea de un rascacielos cercano la deslum­bró por un momento. Se colocó la mano en la frente, como un ma­rinero que escudriña el horizonte, y vio al marginado con el que había hablado antes tambaleándose inquieto en la acera delante de la clínica, aparentemente esperándola. Cuando la vio, el hombre abrió mucho los brazos, como si estuviese clavado en una cruz, y desplegó una amplia sonrisa.
—¡Hola, hola! ¡Aquí estás! ¡Saludos! —gritó, como una repre­sentación extrañamente jovial de Jesús disfrutando con su cruci­fixión.
Ella se detuvo, sin responder. Notaba el peso de la pistola den­tro de su bolso.
—¡Algún día todos subiremos la escalera al cielo! —le gritó él.
—Stairway to Heaven. Led Zeppelin. El álbum sin título. Mil novecientos setenta y uno —murmuró Susan para sí. Bajó los es­calones de la clínica despacio y avanzando hacia el hombre de la acera.
»¿No crees —le contestó en voz un poco más alta— que debe­rías tratar de tener fantasías un poco más originales al menos? Las tuyas son demasiado manidas.
El sin techo tenía la cabeza echada hacia atrás. Su abrigo marrón llegaba casi hasta el suelo. Ella advirtió que sus pantalones raídos estaban sujetos a la cintura con un trozo de tela mugriento, hecho jirones y multicolor.
—Jesús nos salvará a todos...
—Si tiene tiempo. Y ganas. Cosa que a veces dudo...
—Nos tenderá la mano a todos y cada uno...
—Si no le importa ensuciársela.
—... Y hará llegar su palabra a nuestros oídos ansiosos.
—Suponiendo que estemos dispuestos a escuchar. Yo tampoco contaría con ello.
De pronto, el hombre dejó caer los brazos a sus costados. Incli­nó la cabeza hacia delante, y Susan percibió un brillo en sus ojos que interpretó como señal de una locura corriente e inocua.
—Su palabra es la verdad. Él me lo ha dicho.
—Me alegro por ti —comentó Susan, e hizo ademán de apartar al hombre de su camino para echar a andar por la calle.
—¡Pero si él está aquí! —exclamó el marginado.
      —Claro —dijo Susan, escupiendo la palabra por encima del hom­bro—. Claro que lo está. Jesús ha decidido que el lugar ideal para ini­ciar el segundo advenimiento es Miami. Yo lo elegiría también.
—¡Pero está aquí de verdad, y me ha insistido en que te trans­mita un mensaje sólo a ti!
Susan, que se había alejado unos pasos del hombre, se paró en seco y se volvió.
—¿A mí?
—¡Sí, sí, sí! ¡Es lo que intentaba decirte! —El hombre sonreía, dejando al descubierto sus dientes ennegrecidos y cariados—. ¡Je­sús me ha pedido que te diga que nunca estarás sola y que él siem­pre estará aquí para salvarte! ¡Dice que has vagado durante años en unas tinieblas terribles porque no lo conocías, pero que eso cambia­rá pronto! ¡Aleluya!
Susan notó una oscuridad súbita y gélida en su interior.
«¿Fuiste tú quien me salvó?»
«¿Si ven tufo sume tequila?»
«¿Qué es lo que quieres?»
«¿Quisque queso leeré?»
Dos preguntas en clave, respondidas por un indigente que pare­cía estar siguiéndola. Sacudió la cabeza.
     —¿Jesús te ha dicho eso? ¿Cuándo?
—Hace sólo unos minutos. Apareció en un fuerte destello de luz blanca. Me deslumbró, Señor, me deslumbró el esplendor de su presencia, y me sobrecogió también, y yo aparté la vista, pero él me tendió la mano y supe lo que era la paz; justo en ese momento, me invadió una paz inmensa y absoluta, y él me encomendó una tarea que me aseguró que era crucial, que facilitaría su segundo adveni­miento a este mundo. Dijo que ayudaría a allanar el terreno. A despejar el camino, dijo. Me trajo a este sitio, y luego me pidió que fuera su voz. Y además me dio dinero. ¡Veinte pavos!
—¿Qué te ha dicho?
—Me ha dicho que buscara a su hija especial y respondiera a sus dos preguntas.
Susan notó un temblor en la voz. Tenía ganas de gritar, pero las palabras le salieron más bien en algo parecido a un susurro, sin aliento, evaporándose, secándose por el calor del día.
—¿Ha añadido algo? ¿Ha dicho algo más?
      —¡Sí, lo ha hecho! —El marginado se rodeó el torso con los brazos, presa de la dicha y el éxtasis—. ¡Me ha convertido nada menos que en su mensajero en esta tierra! ¡Oh, qué gran alegría! —El indigente arrastró los pies adelante y atrás, casi como si bailara.
      Susan pugnó por mantener la calma.
—¿Y cuál es el mensaje, el que tienes que transmitirme?
—Ah, Susan —dijo el hombre, pronunciando esta vez su nom­bre de manera inequívoca—. ¡A veces sus mensajes son misteriosos y extraños!
—Pero ¿qué ha dicho?
El indigente se tranquilizó y agachó la cabeza, como si se con­centrase.
—No lo he entendido, pero él me ha hecho repetirlo una y otra vez hasta que me lo he aprendido bien.
—¿Qué? —Le costaba evitar que el pánico se reflejara en su voz.
—Me ha pedido que te dijera: «Quiero lo que se me robó.» —El sin techo hizo una pausa, moviendo los labios como si hablara para sí—. Sí —dijo, sonriendo de nuevo—. Lo he dicho bien. Estoy se­guro. No quisiera equivocarme, porque entonces tal vez no volvería a elegirme.
—¿Eso es todo? —preguntó ella, con voz temblorosa.
—¿Qué otra cosa necesitamos? —repuso el indigente con una estridente risotada de satisfacción y alegría. Se volvió de espaldas a ella y se alejó por la calle, entre saltitos y traspiés, como un niño, hacia las aguas azul satinado de la bahía. Alzó la voz en un himno de su propia invención, alabando el segundo advenimiento de un hombre que él creía bajado del cielo, pero que Susan sospechaba procedente de algún lugar mucho más inhóspito.
Tenía ganas de sentarse y reflexionar con detenimiento, analizar lo que había oído, pero en cambio huyó rápidamente de allí. Mien­tras caminaba a toda prisa se volvió hacia atrás para intentar atisbar al hombre que la había rondado, pero no vio más que la calle repen­tinamente desierta. A lo lejos había coches, policías, personas. As­piró hondo una bocanada de aire sobrecalentado y arrancó a correr para refugiarse en el falso consuelo y la seguridad de la masa anó­nima.




             16

                               El hombre que encubrió la mentira


Cuando oyó la voz de su hijo por teléfono, a Diana Clayton la invadieron oleadas paralelas de alegría y miedo. La primera era fru­to del afecto normal de una madre por su hijo que está demasiado lejos. El segundo era un sentimiento más complicado, con tintes de una angustia que ella creía enterrada hacía mucho tiempo y que ahora eclosionaba en su interior como brotes. La raíz de este mie­do era la conciencia de que nada de lo que ellos habían llegado a considerar parte de su vida estaba del todo bien y había muchas cosas que cambiar.
    —¿Mamá? —dijo Jeffrey.
     —Jeffrey —respondió ella—, gracias a Dios. He estado inten­tando localizarte desesperadamente.
     —¿De verdad?
     —Sí. Te he dejado un montón de mensajes en la oficina, y en el contestador de tu casa. ¿No los has recibido?
     —No, ni uno solo.
Jeffrey tomó nota mentalmente de este hecho, que le pareció curioso, y luego cayó en la cuenta de que sólo era una muestra de lo eficientes que eran las fuerzas de seguridad del estado número cin­cuenta y uno. Enchufó rápidamente el teléfono al conector del or­denador, y unos segundos después, el rostro de su madre apareció en la pantalla ante él. Le dio la impresión de que estaba demacrada, inquieta. Ella debió de notar su reacción, porque dijo:
—He perdido peso. Es inevitable. Estoy bien.
Él sacudió la cabeza.
—Lo siento. Tienes buen aspecto.
Los dos dejaron pasar esa mentira piadosa.
—¿Te duele mucho? ¿Qué dicen los médicos?
—Oh, que les den por saco a los médicos. No tienen idea de nada —contestó Diana—. ¿Y qué mas da un poco de dolor? No es peor que cuando me rompí la pierna ese verano cuando tenías ca­torce años. Me caí del maldito tejado, ¿te acuerdas?
Se acordaba. Había aparecido una gotera, y ella había trepado con un cubo de brea para intentar taparla, había resbalado y se había caí­do. Él la había llevado en coche a la sala de urgencias del hospital pese a que faltaban dos años para que pudiera sacarse el carnet de conducir.
—Claro que me acuerdo. ¿Y te acuerdas de la cara que puso el médico, después de enyesarte la pierna, cuando te preguntó cómo ibas a volver a casa, y yo tenía las llaves del coche?
Madre e hijo se rieron ante el recuerdo compartido.
—Se habría imaginado que nos estrellaríamos antes de llegar a la siguiente manzana y nos tendrían que llevar de nuevo a urgencias.
Diana Clayton sonrió, asintiendo con la cabeza.
—Siempre fuiste un buen conductor —dijo.
Jeffrey negó con la cabeza.
     —Lento y prudente. Don Soso. No soy tan bueno como Susan. A ella se le dan muy bien las máquinas.
      —Pero conduce demasiado deprisa.
     —Es su estilo.
     Diana asintió de nuevo.
—Es verdad. Casi todo el tiempo tiene que contenerse, para ser paciente y reflexiva y cuidadosa y precisa. Debe de resultarle terri­blemente aburrido a veces. Por eso busca emociones fuertes en la vida. Es algo distinto.
Jeffrey no respondió. Se limitó a fijar la vista en la imagen del rostro de su madre que tenía delante. Pensó que había sido un error no prestarle más atención. Se impuso un silencio momentáneo en­tre los dos.
—Creo que tengo un problema —dijo él al cabo—. Tenemos un problema.
Diana frunció el entrecejo. Respiró hondo y pronunció la frase que había esperado no tener que decir nunca:
     —Él no ha muerto. Y nos ha encontrado.
     Jeffrey hizo un movimiento afirmativo.
     —¿Ha...? —empezó a preguntar.
—Ha estado aquí —lo cortó su madre—. Dentro de casa, mien­tras yo dormía. Ha estado siguiendo a Susan y enviándole juegos de palabras y acertijos. Ella le ha respondido de la misma manera. No sé exactamente qué quiere, pero ha estado jugando con nosotras... —Titubeó antes de añadir—: Tengo miedo. Tu hermana es más fuerte que yo, pero tal vez también tenga un poco de miedo. Aún no lo sabe. Es decir, al principio yo esperaba que no se tratase de él. No podía creerlo, después de todos estos años. Pero ahora estoy segura de que es... —Se interrumpió y miró la imagen de su hijo, ante sí—. ¿Cómo lo sabías? —preguntó de repente, con voz aguda y entrecortada—. Creía que sólo yo lo sabía. O sea, ¿cómo ha...? ¿Se ha comunicado contigo también?
Jeffrey asintió despacio.
—Sí.
—Pero ¿cómo?
—Cometió una serie de crímenes, y me han contratado para ayudar a investigarlos. Yo tampoco creía que se tratara de él. Me pasó lo mismo que a ti. Fue como si me hubiesen dejado vivir enga­ñado durante todos estos años.
—¿Qué clase de crímenes?
—La clase de crímenes de la que tú nunca hablabas.
Diana cerró los ojos por un momento, como intentando ahu­yentar la visión que evocaba la conversación.
—Y ahora, se supone que debo encontrarlo para que la policía de aquí lo detenga —prosiguió su hijo—. Pero, en vez de eso, pare­ce ser que él me ha encontrado a mí.
—Te ha encontrado. Oh, Dios mío. ¿Estás en un lugar seguro? ¿Estás en casa?
—No, no estoy en casa. He venido al Oeste.
—¿Adónde?
      —Al estado cincuenta y uno. Estoy en Nueva Washington. Aquí es donde él ha estado cometiendo esos crímenes.
     —Pero yo creía...
—Sí, lo sé. Se supone que aquí no pasan esas cosas. Al menos eso pensaba yo cuando me trajeron. Ahora no estoy tan seguro.
—Jeffrey, ¿qué me estás diciendo? —preguntó Diana Clayton.
Su hijo vaciló antes de contestar.
—Creo —dijo despacio, midiendo cada una de sus palabras, pues su creencia no emanaba de su cabeza, sino del corazón— que él me ha atraído hasta aquí. Que todo lo que ha hecho tenía el pro­pósito de hacerme venir a su territorio. Que él sabía que podía fa­bricar muertes que impulsaran a las autoridades a buscarme y traer­me aquí. Siento que formo parte de un juego cuyas reglas apenas empiezo a entender.
Diana aguantó la respiración un segundo, luego soltó el aire len­tamente, dejándolo silbar entre sus dientes.
—Juega a ser la muerte —dijo de pronto.
Tras ella, Diana oyó el sonido de una llave que entraba en la cerradura de la puerta principal y, unos segundos más tarde, unos pasos y una voz.
—¡Mamá!
—Tu hermana acaba de llegar —dijo Diana—. Vuelve temprano.
Susan entró en la cocina y vio al instante la imagen de su herma­no en la pantalla de vídeo. Como siempre, un batiburrillo de emo­ciones sacudió su corazón.
—Hola, Jeffrey —saludó.
—Hola, Susan —contestó él—. ¿Estás bien?
—Creo que no —respondió ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó Diana.
—Él está aquí. De nuevo. Se ha puesto en contacto conmigo. El hombre que ha estado enviando los anónimos...
—No es un hombre —la interrumpió bruscamente Diana. Su hija la miró con los ojos desorbitados, sorprendida—. Sé de quién se trata.
—Entonces...
—No es un hombre —repitió la madre—. Nunca ha sido un hombre. Es vuestro padre.
El silencio se apoderó de todos. Susan se dejó caer en una silla jun­to a la mesa de la cocina, respirando con inspiraciones breves, como un bombero que se arrastra por un apartamento inundado de humo.
—¿Lo sabías y no dijiste nada? —preguntó, y el dejo de furia asomaba a sus palabras—. ¿ Creías que podía ser él y pensabas que yo no debía saberlo?
Empezaron a brotar lágrimas en las comisuras de los ojos de Diana.
—No estaba segura. No lo sabía de cierto. No quería ser como el pastorcillo del cuento, que gritaba: «¡Que viene el lobo!» Estaba tan convencida de que había muerto... Creía que estábamos a salvo.
—Pues no murió y no lo estamos —replicó Susan con amargu­ra—. Supongo que nunca lo hemos estado.
—La pregunta es —terció Jeffrey—: ¿qué es lo que quiere? ¿Por qué nos ha encontrado ahora? ¿Qué es lo que cree que podemos darle? ¿Por qué no sigue simplemente adelante con su vida...?
—Yo sé lo que quiere —dijo Susan de súbito—. Me lo ha dicho. Bueno, no él en persona, pero me lo ha dicho. Y tampoco ha sido muy explícito, pero...
—¿Qué?
—Quiere lo que se le robó.
—¿Que quiere qué?
—Lo que se le robó. Ese es su último mensaje para nosotros.
De nuevo se quedaron callados, meditando sobre la frase. Fue Jeffrey quien habló primero.
—Pero ¿qué demonios? O sea, ¿qué es lo que se le robó, exac­tamente?
Diana empalideció e intentó disimular el temblor de su voz al responder.
—Es sencillo —dijo—. ¿Qué se le robó? Le robaron a sus hijos. ¿Quién fue el ladrón? Yo. ¿De qué lo privé? De una vida. Al menos, de la vida que se había inventado. Así que se vio obligado a inven­tarse otra, supongo.
—Pero ¿qué crees que significa eso? —inquirió Susan.
—En pocas palabras, quiere vengarse, me imagino —contestó Diana en voz baja.
—No digas barbaridades. ¿Vengarse de Jeffrey y de mí? ¿Qué hicimos...?
—No, eso no tiene sentido —la interrumpió su hermano—, sal­vo por lo que respecta a mamá. Seguramente ella está en grave pe­ligro. De hecho, creo que todos lo estamos, probablemente de for­mas distintas y por razones diferentes.
—«Quiero lo que se me robó» —murmuró Susan—. Jeffrey, tienes razón. Su relación, por llamarla de alguna manera, con cada uno de nosotros es distinta. Son asuntos aparte. Para él, quiero de­cir. Mamá es un tema, tú otro, y yo el tercero. Tiene planes distin­tos para cada uno. —Hizo una pausa, alzó la mirada y vio que su hermano asentía en señal de conformidad—. Sólo hay un modo de enfocar esto —continuó—. Pongamos que los tres somos piezas de un puzle, un puzle psicológico, y cuando se nos junta, se obtie­ne una imagen coherente. Nuestro problema, obviamente, es averi­guar cuál es esa imagen de antemano, y cómo encajan las piezas entre sí... —Aspiró profundamente—... Antes de que se nos adelan­te y las haga encajar él.
Jeffrey se frotó la frente con una mano, sonriendo.
—Susan, recuérdame que nunca juegue a las cartas contigo. O al ajedrez. O incluso a las damas. Creo que tienes toda la razón.
Diana se había enjugado las lágrimas de los ojos. Habló otra vez con suavidad, repitiéndose.
—Juega a ser la muerte. Ese es su juego. Y ahora, nosotros so­mos las piezas.
La verdad de esta afirmación era evidente para los tres.
Jeffrey alzó la voz, y le pareció que sonaba como cuando plan­teaba una pregunta a sus alumnos en clase.
—Supongo que no tendría sentido intentar escondernos de nue­vo —dijo despacio—. Tal vez podríamos vencerlo en su juego sepa­rándonos, partiendo en tres direcciones distintas...
—Ni de coña —soltó Susan con brusquedad.
—Susan tiene razón —agregó Diana, volviéndose hacia la pan­talla—. No —dijo—, dudo que sirviera de algo, aunque pudiéra­mos. Esta vez debemos hacer otra cosa. Seguramente lo que yo de­bería haber hecho hace veinticinco años.
—¿Qué es? —preguntó Susan.
—Jugar mejor que él —respondió su madre.
Una sonrisa de hierro se dibujó en el rostro de Susan; no una expresión de diversión o placer, sino de cruel determinación.
—A mí me parece razonable. De acuerdo. Si no vamos a ocul­tarnos, entonces, ¿dónde nos enfrentaremos a él? ¿Aquí? ¿O habre­mos de volver a Nueva Jersey?
Una vez más, los tres guardaron silencio.
—Jeffrey, tú eres el experto en esa clase de preguntas —señaló su hermana.
Jeffrey titubeo.
—Enfrentarse al propio padre no es lo mismo que enfrentarse a un asesino, aunque sean la misma persona. Debemos decidir cuál es nuestro propósito. Enfrentarnos a nuestro padre o enfrentarnos a un asesino.
      Las dos mujeres no contestaron. Él aguardó un momento y lue­go añadió con un arranque de certeza:
     —La guarida de Grendel.
      Diana parecía confundida.
      —No acabo de entender—Pero el rostro de Susan se torció en una media sonrisa irónica. Dio unas palmadas en un aplauso modesto, sólo burlón en parte.
—Lo que quiere decir, madre, es que, si quieres destruir el monstruo, debes esperar a que venga hacia ti y luego apresarlo, y, pase lo que pase, no soltarlo, aun cuando él te arrastre hacia su propio mundo, porque es allí donde tu lucha empezará y termi­nará.
Todos se quedaron callados durante unos segundos, hasta que Susan levantó ligeramente la mano, como una colegiala no del todo segura de su respuesta pero que no quiere dejar escapar la oportu­nidad de participar en clase.
—Sólo tengo una pregunta más —dijo, con algo menos de con­fianza en la voz—. Así que los tres lo rastreamos y damos con él antes de que él dé con nosotros. Le ganamos por la mano, digamos. Luego le plantamos cara. Como asesino o como padre. ¿Cuál es nuestro objetivo exacto? Es decir, ¿qué hacemos cuando se produz­ca ese reencuentro?
Ninguno de ellos tenía aún la respuesta a esta pregunta.


Susan y Diana convinieron en tomar el siguiente vuelo al Oes­te, que salía de Miami a la mañana siguiente. En el ínterin, Jeffrey pidió a su madre que le enviara copias digitalizadas de la carta que le había remitido el abogado y de la nota necrológica de su marido aparecida en el boletín de la academia St. Thomas More. Él sólo les dijo que se encargaría de que alguien fuera a recogerlas al aeropuer­to de Nueva Washington y de conseguirles alojamiento. De inme­diato delegó esas tareas en el agente Martin.
—De acuerdo —dijo el inspector—. Cuando termine de hacerle de secretario, ¿qué va a hacer usted?
—Estaré fuera un día, tal vez dos. Asegúrese de que mi madre y mi hermana están a salvo, y su llegada no debe airearse bajo ningún concepto. Volarán con nombres falsos, y usted deberá colarlas por sus sofisticados puestos de Inmigración sin que una pantalla de ordenador o burócrata detecte nada. Eso incluye la expedición de sus pasaportes temporales. No deben introducirse datos en los ordenadores. Ni uno solo. Todo el puto sistema es vulnerable, y no quiero que nuestro objetivo se entere de la llegada de una madre y una hija. Reconocería las edades, el origen y demás, y nos tomaría la delantera antes de que tuviéramos oportunidad siquiera de pla­near nuestro ataque.
El inspector soltó un gruñido de asentimiento. No le gustaba, pero claramente estaba de acuerdo. Jeffrey pensó que seguramente Robert Martin no rechistaba porque había concluido que con tres señuelos aumentarían las probabilidades de atraer a su presa. Ade­más, la perspectiva de elaborar un plan de acción debía de parecerle seductora.
—Mi hermana irá armada. Bien armada. Eso tampoco represen­tará un problema.
—Mi tipo de chica.
—Lo dudo mucho.
—Y usted, profesor, ¿adónde irá?
—Voy a emprender un viaje sentimental.
—¿Luz de luna y música romántica? ¿Rasgueo de guitarras de fondo? ¿Y adónde le llevará eso, si puede saberse?
—Tengo que volver al lugar de donde vengo —dijo Jeffrey—. Durante poco tiempo, pero necesito ir allí.
—No estará pensando en regresar a ese vertedero que usted lla­ma universidad —señaló Martin con escasa delicadeza—. Eso no forma parte de nuestro acuerdo. Debe permanecer aquí mientras dure la investigación, profesor.
Jeffrey respondió en un tono suave pero acre.
—No es de ahí de donde vengo. Es donde trabajo. Voy a volver al lugar de donde vengo.
—Bueno, sea como sea —dijo Martin, encogiéndose de hom­bros como si el asunto no le interesara—, debería llevarse a una amiga consigo. —El inspector introdujo la mano en un cajón del escritorio y sacó una pistola semiautomática de nueve milímetros que arrojó a Jeffrey con una risita.
Logró dormirse de forma discontinua durante el vuelo hacia el este, y sólo despertó de unos sueños que parecían empeñados en convertirse en pesadillas cuando el avión empezó a descender hacia el aeropuerto internacional de Newark. Amanecía, y la crudeza del invierno del noreste amenazaba con llegar en el transcurso de las siguientes semanas. Una bruma gris oscuro de contaminación se cernía sobre la ciudad, repeliendo los rayos de luz matutinos que intentaban penetrar y llegar hasta el suelo. A través de la ventanilla, el mundo le parecía a Jeffrey un lugar hecho de hormigón y asfalto, denso, compacto, cercado con acero y ladrillo, rodeado de tela metálica y alambre de espino.
Cuando el avión viró despacio hacia el norte de la ciudad, divisó huellas de disturbios, varias manzanas carbonizadas, en ruinas y abandonadas. Desde el aire alcanzó a distinguir las líneas donde policías y guardias nacionales asediados habían formado filas para detener las oleadas de ataques incendiarios y saqueos tan nítida­mente como podía ver las zonas que habían dejado reducirse a ce­nizas. Mientras los reactores reducían gas y el tren de aterrizaje bajaba con un golpe sordo, descubrió que curiosamente echaba de menos los espacios abiertos y los trazados bien definidos del esta­do cincuenta y uno. Expulsó este pensamiento de su mente, restre­gándose los ojos para despejarlos de la somnolencia del vuelo y encorvó los hombros como preparándose para el frío.
Había mucho tráfico cuando salió del aeropuerto en el coche que había alquilado. El atasco llegaba hasta la autopista, y luego había retenciones intermitentes a lo largo de treinta kilómetros, de modo que para cuando llegó a Trenton, la capital del estado, coin­cidió con la hora punta de la mañana.
Tomó la salida de Perry Street, la rampa que pasaba junto al blo­que de hormigón ligero y cristal del Times de Trenton. Unas man­chas de hollín grandes y negras surcaban el costado del viejo e im­pasible edificio y aumentaban de tamaño cerca de la zona de carga, donde una cola de camiones destartalados de color azul marino y amarillo aguardaba la tirada de la mañana. Fuera había media doce­na de conductores reunidos en torno a una hoguera encendida en un viejo bidón de metal, esperando la señal para empezar a cargar.
Jeffrey giró y avanzó unas manzanas hacia el parlamento, acer­cándose lo suficiente para ver la cúpula dorada que lo remataba re­lucir al sol. A medio camino tuvo que pasar por un control policial, una barricada con alambre de púas y sacos terreros que separaba una zona de plagas urbanas y estructuras de edificios quemadas y cerradas con tablas de las casas adosadas reconstruidas por los pla­nes de renovación de la ciudad. La presencia policial era dispersa, pero constante; lo suficiente para asegurarse de que no surgieran oleadas de descontento que recorriesen las calles en que se había gastado dinero, avanzando con furia hacia el parlamento. Clayton encontró un sitio donde aparcar y continuó el camino a pie.
El bufete del abogado estaba a sólo una manzana de los edificios legislativos, en una anticuada casa de piedra rojiza reacondicionada que conservaba una elegancia propia de otra época en su exterior. La entrada era una puerta falsa, y para pasar tuvo que esperar a que un guardia de seguridad de aspecto huraño y aburrido pulsara el timbre dos veces para abrirle tanto la puerta exterior como la inte­rior.
—¿Tiene cita? —inquirió, consultando un sujetapapeles.
—Vengo a ver al señor Smith —respondió Jeffrey.
—¿Tiene cita? —repitió el guardia.
—Sí —mintió Jeffrey—. Jeffrey Clayton. A las nueve de la no­che.
El guardia examinó la lista con detenimiento.
      —Aquí no —repuso y acto seguido desenfundó una pistola de gran calibre con la que encañonó al profesor. Jeffrey hizo caso omiso del arma.
     —Debe de tratarse de un error —dijo.
—Aquí no cometemos errores —dijo el hombre—. Márchese ahora mismo.
—¿Y si llama a la secretaria del señor Smith? Eso puede hacer­lo, ¿verdad?
     —¿Por qué habría de hacerlo? No figura usted en la lista. Jeffrey sonrió, se llevó la mano lentamente al bolsillo interior d la chaqueta y sacó su pase de seguridad temporal del estado cincuenta y uno. Supuso que el hombre no repararía en la fecha de caducidad estampada en el anverso, y que en cambio se fijaría en la placa y el símbolo del águila dorada.
—El motivo por el que debe hacer lo que le pido —dijo despa­cio, tendiéndole el pase— es que, si no lo hace, volveré aquí con una orden judicial, un equipo de registro y una unidad de Operaciones Especiales, y arrasaremos la oficina de su jefe, y cuando él averigüe al fin quien la cagó de mala manera causándole un marrón de cojones, sabrá que fue el gilipollas de la puerta principal. ¿Le parece una razón convincente?
El guardia de seguridad levantó el auricular.
—Está aquí una especie de policía que quiere ver al señor Smith sin cita previa —dijo—. ¿Quiere salir a hablar con el tipo? —Colgó y le informó—: La secretaria vendrá enseguida. —Continuó apun­tando al pecho de Jeffrey con la pistola—. ¿Va usted armado, hom­bre de la S.S.? —Al ver que Jeffrey negaba con la cabeza, pues ha­bía dejado su pistola en la guantera del coche, el guardia le indicó que pasara por un detector de metales—. Eso ya lo veremos —dijo. Pareció decepcionado cuando la alarma del aparato no se disparó—. No llevará una de esas nuevas pistolas de plástico de alta tecnología, ¿verdad? —preguntó, pero antes de que Jeffrey pudie­ra responder, una mujer salió de un despacho interior. Joven y re­milgada, llevaba una camisa blanca ceñida de hombre abrochada hasta la garganta, que Jeffrey, en un arrebato de humor interno irrespetuoso, interpretó como señal de que ella se acostaba con el abogado, que engañaba a su esposa anodina y adicta al club de cam­po. Seguramente las prendas de corte conservador y poco provoca­tivo eran para disimular sus actividades auténticas. Esta fantasía lo hizo sonreír, pero dudaba que estuviera equivocado.
—¿Señor?
—Clayton. Jeffrey Clayton.
El guardia de seguridad le alargó la tarjeta de identificación del estado cincuenta y uno.
   —¿Y qué le trae por aquí desde las prometedoras y felices tie­rras del Oeste?—El sarcasmo de la mujer era de una claridad me­ridiana.
—Hace unos años el señor Smith representó a un hombre que ahora es objeto de una investigación importante en nuestro territorio.
      —Toda comunicación y trato entre el señor Smith y sus clientes es estrictamente confidencial. Jeffrey sonrió.
      —Claro que lo es.
—Así que no creo que pueda ayudarle. —Le devolvió la identi­ficación.
—Como quiera —dijo Jeffrey—, pero, por otro lado, yo habría pensado que a lo mejor a un abogado le gustaría tomar esa decisión por sí mismo. Claro que, si usted cree que él preferiría ver su nom­bre en una citación, o en los titulares de un periódico local, sin pre­vio aviso, bueno, allá usted.
De una forma curiosa, Jeffrey lo estaba pasando bien. Ir de fa­rol no era su estilo, ni algo que hiciera a menudo.
La secretaria clavó en él la mirada, como intentando detectar el engaño en alguna curva de su sonrisa o arruga de su barbilla.
—Sígame —dijo—. Veré si puede dedicarle dos minutos. —Giró sobre sus talones y añadió—: Eso serían ciento veinte segundos. Ni uno más.
Lo guió a una antesala. Estaba repleta de muebles Victorianos caros e incómodos. La alfombra era oriental, grande y tejida a mano. En un rincón había un viejo reloj de pie que más o menos marcaba la hora con un sonoro tictac. La secretaria le señaló un sofá de respaldo rígido y se retiró tras un escritorio, distanciándose a toda prisa de Jeffrey. Cogió un teléfono y habló rápidamente por el auricular, ocultándole al profesor sus palabras, luego colgó y se quedó callada. Al cabo de un momento, una puerta grande de ma­dera se abrió y apareció el abogado. De una delgadez cadavérica, tenía una mata de pelo entrecano recogida en una cola de caballo que se precipitaba por la espalda de su entallada camisa azul. Sus tirantes de cuero sujetaban unos pantalones grises de raya fina co­sidos a mano. Llevaba unos zapatos italianos tan lustrosos que res­plandecían. Su mano grande, huesuda y fuerte estrechó enérgica­mente la del profesor.
—¿Y qué clase de problemas podría usted causarme, señor Clayton? —preguntó el abogado con los labios fruncidos.
—Todo depende, claro —respondió Jeffrey.
—¿De qué?
—De lo que haya hecho usted.
El abogado sonrió.
—Entonces es evidente que no tengo por qué preocuparme. Pregúnteme lo que quiera, señor Clayton.
Jeffrey le tendió al hombre la carta que le había enviado a Diana.
—¿Le resulta familiar?
El abogado leyó la carta despacio.
—Apenas. Es muy vieja. Recuerdo vagamente el caso... un terri­ble accidente de tráfico, tal como informé. Cuerpos calcinados hasta el punto de quedar irreconocibles. Unas muertes trágicas.
—Él no murió.
El abogado vaciló por un momento.
—Eso no es lo que consta aquí.
—No murió, y menos aún en un accidente de tráfico suicida.
El abogado se encogió de hombros.
—Ojalá me acordara de ello. Es de lo más curioso. ¿Usted cree que ese hombre sobrevivió de algún modo, pese a que yo asistí a su entierro? Al menos debí de asistir, porque eso fue lo que escribí. ¿Cree que acostumbro a ir a entierros falsos?
—Ese hombre, como usted lo llama, era mi padre.
El abogado enarcó una ceja fina y gris.
—¿De veras? Aun así, que un padre muera joven, pese a lo que crea la mayoría de los hijos, no es un crimen.
—Tiene razón. Pero lo que él ha estado haciendo sí que lo es.
—¿A qué se refiere exactamente?
—A homicidios.
El abogado guardó silencio por unos instantes.
—Un muerto implicado en asesinatos. Qué interesante. —Sacu­dió la cabeza—. Me parece que no tengo información adicional para usted, señor Clayton. Cualquier conversación o correspondencia que haya mantenido con su padre es confidencial. Tal vez esa con­fidencialidad no tenga razón de ser si él murió. Eso sería discutible. Pero si, como usted afirma de pronto, él sigue vivo, entonces, por supuesto, la confidencialidad continúa vigente, incluso después de todos estos años. Sea como fuere, todo esto es historia antigua. Extremadamente antigua. Ni siquiera creo que conserve el expe­diente todavía. Mi bufete ha crecido y cambiado considerablemente desde la época en que le escribí eso a su madre. Así que creo que se equivoca usted y, aunque no fuera así, no podría ayudarle. Que usted lo pase bien, señor Clayton, y buena suerte. Joyce, acompa­ña al caballero a la puerta.
La secretaria remilgada cumplió la orden con singular entusiasmo.

El terreno de la academia St. Thomas More estaba rodeado por una valla de hierro forjado de casi cinco metros de altura que ha­bría tenido una función puramente decorativa de no ser por el le­trero que advertía que estaba electrificada. Jeffrey supuso que la valla se prolongaba también unos dos metros bajo tierra. Un guar­dia lo recibió en la puerta y lo escoltó al interior de la academia. Caminaron por un sendero bordeado de árboles que discurría en­tre imperturbables edificios de ladrillo rojo. En primavera, pensó Jeffrey, la hiedra debía de recubrir de verde los costados de los dormitorios y las aulas; pero ahora que el invierno se avecinaba, las enredaderas marrones habían quedado reducidas a unos tallos y zarcillos adheridos a las paredes de ladrillo como tentáculos fan­tasmagóricos. Desde los escalones del edificio de la administración se dominaba una amplia extensión de campos de deportes color verde claro con zonas de tierra marrón allí donde el césped se ha­bía levantado por el uso. El guardia llevaba un blazer azul y una corbata roja, y Jeffrey se fijó en el bulto de un arma automática bajo la chaqueta. Era un hombre hosco y callado, y cuando una campana de iglesia repicó para marcar el fin de la hora de clase, hizo pasar a Jeffrey por unas puertas anchas de cristal. Al otro lado, torrentes de alumnos empezaron a salir de las aulas, y los pasillos de­siertos se congestionaron de pronto con la aglomeración de estu­diantes.
La ayudante del director era una mujer mayor, con el pelo azul cardado en forma de casco y unas gafas de concha apoyadas en la punta de la nariz. Su actitud amigable pero eficiente hizo pensar a Jeffrey que, en un mundo sacudido por los cambios, las viejas ins­tituciones educativas eran lo que más tardaba en cambiar. No estaba seguro de si eso era bueno o malo.
—Profesor Jeffrey Mitchell, cielo santo, creo que hacía años que no oía ese nombre. Décadas. ¿Y dice que era su padre? Cielo santo, ni siquiera recuerdo que estuviera casado.
      —Lo estuvo. Estoy buscando a alguien que lo conociera y que tal vez recuerde su muerte. Yo apenas lo conocí. Mis padres se di­vorciaron cuando yo era muy joven.
—Ah —dijo la mujer—. Un caso demasiado frecuente. Y aho­ra usted...
—Sólo intento llenar algunas lagunas de mi vida —dijo Jef­frey—. Siento haberme presentado sin avisar...
La mujer adoptó más o menos la misma expresión con que de­bía de mirar a algún alumno que hubiera suspendido un examen a causa de la gripe; comprensiva, pero no del todo cordial.
—Yo tampoco lo tengo muy fresco en la memoria —aseguró—. Recuerdo a un joven prometedor. A un joven apuesto muy promete­dor, con un intelecto envidiable. Su campo era la historia, me parece.
—Sí, eso creo.
—Por desgracia, quedamos muy pocos que podamos recordar algo. Y su padre sólo estuvo aquí unos años, si no me equivoco. Sólo lo traté durante unas semanas, antes de que renunciara a su puesto, y no demasiado a fondo. Su marcha coincidió con mi llega­da. Además, yo estaba aquí, en administración, y él era profesor. Y, veinticinco años es mucho tiempo, incluso en una institución como ésta...
—Pero... —Jeffrey había percibido cierta vacilación en su voz.
—Tal vez debería hablar con el viejo señor Maynard. Ya está casi retirado, pero todavía da una clase de Historia de Estados Uni­dos. Si la memoria no me falla, era jefe del departamento cuando su padre estaba aquí. De hecho, fue jefe del departamento durante más de treinta años. Quizás él tenga información sobre su padre.


El profesor de Historia estaba sentado a un escritorio, mirando por una ventana del primer piso uno de los campos de juego, cuan­do Jeffrey llamó a la puerta y entró en la pequeña aula. Maynard era un anciano de cabello cano muy corto, barba entreverada de canas y nariz de boxeador, rota en más de una ocasión, aplastada y defor­me. Tenía aspecto de gnomo y, cuando Jeffrey entró, giró en su asiento casi como un niño jugando en una silla para adultos. Al percatarse de que su visitante no era un alumno, esbozó una sonrisa, ruborizado, con una mirada tímida que contrastaba con su aparien­cia de bulldog.
—¿Sabe? A veces, al contemplar los campos de deportes, me acuerdo de algunos juegos concretos. Veo a los jugadores tal como eran. Oigo el sonido del balón, voces, silbidos y aclamaciones. En­vejecer es terrible. Los recuerdos se imponen sobre las realidades. Son un triste sucedáneo. Bueno... —escrutó con detenimiento a Jeffrey—, me resulta conocido, pero no del todo. Por lo general reconozco a todos mis ex alumnos, pero a usted no acabo de si­tuarlo.
—No fui alumno suyo.
     —¿No? Entonces, ¿en qué puedo ayudarle? —inquirió.
     —Me llamo Jeffrey Clayton. Estoy buscando información...
     —Ah —dijo el profesor, asintiendo con la cabeza—. Eso está bien. Quedan tan pocas...
     —Perdón, ¿cómo dice?
—Personas que busquen información. Hoy en día, la gente se contenta con aceptar lo que le dicen. Sobre todo los jóvenes. Como si buscar el conocimiento por sí mismos fuera una tarea anticuada e inútil. Lo único que quieren es aprender lo que necesitan para aprobar algún test estándar, para acceder a alguna universidad de prestigio, conseguir un buen trabajo que no les exija mucho esfuer­zo, dinero, algo de éxito y comprarse una casa grande en un barrio seguro, un coche espacioso y muchos lujos. Nadie quiere aprender, porque el aprendizaje intoxica. Pero tal vez usted sea distinto, ¿no, joven?
        Jeffrey se encogió de hombros con una sonrisa. —Nunca he visto una relación directa entre el conocimiento y el éxito.
—Aun así, viene en busca de información. Eso es excepcional. ¿Qué clase de información?
—Sobre un hombre que usted conoció.
—¿De quién se trata?
     —De Jeffrey Mitchell. Fue profesor de su departamento.
     Maynard se meció en su asiento, con los ojos clavados en su visitante.
      —Esto es de lo más curioso —dijo—, pero no del todo inespe­rado, ni siquiera después de tantos años.
     —¿Se acuerda de él?
     —Pues sí, me acuerdo. —Continuó mirando a Jeffrey. Instantes después, añadió—: Presumo que es usted pariente del señor Mit­chell, ¿no es así?
—En efecto. Era mi padre.
—Ah, debí imaginarlo. Veo un parecido notable en las facciones, y también en la complexión. Él era alto y delgado, como usted. Es­belto y atlético. Un hombre que ejercitaba tanto la mente como el cuerpo. ¿Toca usted el violín también? ¿No? Ah, es una lástima. Él tenía bastante talento. En fin, hijo de ese hombre a quien conocí pero no demasiado bien, ¿qué información es la que viene a buscar?
—Él falleció...
—Eso me contaron. Eso leí.
—En realidad, no murió.
—Ah, qué interesante. ¿Y vive todavía?
—Sí.
—¿Y tiene usted contacto con él?
—No lo he visto desde que era niño. Desde los nueve años. Hace ya veinticinco.
—¿Así que, como un huérfano, o, más bien, como un niño trá­gicamente cedido en adopción, usted ha emprendido la búsqueda del hombre que le abandonó?
—Quizás «abandono» no sea la palabra más adecuada. Pero sí, en cierta forma sí.
El profesor de Historia puso los ojos en blanco, giró en su silla, dirigió otra larga mirada a los campos de juego por la ventana y luego se volvió de nuevo hacia Jeffrey.
—Joven, le recomiendo que no se embarque en ese viaje.
Jeffrey, de pie ante el escritorio, titubeó.
—¿Y por qué no? —preguntó.
—¿Espera sacar algún provecho de esa información? ¿Llenar algún hueco en su vida?
Jeffrey no creía que eso fuera precisamente lo que buscaba, pero supuso que había al menos algo de cierto en ello. Lo asaltó la duda al pensar que quizá le convenía determinar con claridad qué quería averiguar. Pero en lugar de expresar esto en voz alta, dijo:
—¿Lo recuerda?
—Por supuesto. Me causó una impresión extraña.
—¿Cuál?
—La de que era un hombre peligroso.
Por unos instantes Jeffrey se quedó sin palabras.
—¿En qué sentido?
—Era un historiador de lo más insólito.
—¿Por qué lo dice?
—Porque a la mayoría de nosotros simplemente nos intrigan los caprichos de la historia. Por qué sucedió esto, por qué pasó lo otro. Es un juego, ¿sabe? Como calcar un mapa en un papel que no es lo bastante traslúcido.
—Pero ¿es que él era distinto?
—Sí. Al menos eso me parecía.
—¿Y entonces?
El hombre mayor vaciló y luego se encogió de hombros.
—Le encantaba la historia porque... le recuerdo que es sólo una impresión mía... tenía la intención de utilizarla. Para sus propios fines.
—No le entiendo.
—La historia a menudo es una compilación de los errores del hombre. Mi sensación era que su padre tenía sed de conocimiento porque estaba decidido a no cometer los mismos errores.
—Comprendo... —empezó a decir Jeffrey.
—No, no lo comprende. Su padre impartía clases de historia europea, pero ése no era su auténtico campo.
—¿Y cuál era?
El hombrecillo sonrió de nuevo.
—Es sólo una opinión. Una intuición. En realidad no tengo pruebas. —Hizo una pausa y suspiró—. Me estoy haciendo viejo. Ya sólo doy una clase. De último curso. A los alumnos les da igual mi estilo. Descarnado. Agresivo. Provocador. Pongo en tela de jui­cio las teorías, las convenciones. Ése es el problema cuando eres historiador, ¿sabe? El mundo actual no te gusta mucho. Sientes nostalgia por los viejos tiempos.
—Decía usted que su auténtico campo era...
—¿Qué sabe usted de su padre, señor Clayton?
—Lo que sé no me gusta.
—Qué respuesta tan diplomática. Perdone que lo diga con tanta crudeza, señor Clayton, pero su padre me dio una gran alegría cuando me dijo que se iba. Y no es porque fuera un mal profesor, pues no lo era. Seguramente fue uno de los mejores que he conoci­do jamás, y también muy popular, pero ya habíamos perdido a una alumna. Una joven desafortunada secuestrada en el campus y some­tida a un trato de lo más brutal. Yo no quería que hubiera una se­gunda.
—¿Cree que él tuvo algo que ver?
—¿Qué sabe usted, señor Clayton?
—Sé que la policía lo interrogó.
El anciano sacudió la cabeza.
—¡La policía! —resopló—. No sabían qué buscar. Verá, un his­toriador sabe. Sabe que todos los sucesos son la combinación de muchos factores: la mente, el corazón, la política, la economía, el azar y la coincidencia. Las fuerzas caprichosas del mundo. ¿Lo sabe usted, señor Clayton?
—En mi especialidad, las cosas también funcionan así.
—¿Y cuál es su especialidad, si me permite la indiscreción? —preguntó el hombre mayor, frotándose la punta de su nariz rota.
—Doy clases sobre conductas criminales en la Universidad de Massachusetts.
—Ah, qué interesante. Entonces su especialidad es...
—Mi especialidad es la muerte violenta.
El viejo profesor sonrió.
—También era la de su padre.
Jeffrey se inclinó hacia delante, formulando una pregunta con su lenguaje corporal. El historiador se balanceó en su asiento.
—Lo cierto es que llegué a preguntarme por qué —prosiguió el anciano— a lo largo de los años nunca apareció nadie que buscara respuestas sobre Jeffrey Mitchell. Y, conforme pasaba el tiempo, a veces me tomaba la libertad de pensar que ese famoso accidente de tráfico se había producido de verdad y que el mundo se las había arreglado para esquivar una bala pequeña pero mortal. Es un tópi­co. No debería caer en los tópicos, ni siquiera ahora que soy viejo y no soy tan útil aquí ni en ningún otro sitio como en otra época. Un historiador debe dudar siempre, dudar de las respuestas fáciles. Dudar de la idea de que la suerte tonta y ciega le ha traído buena fortuna al mundo, porque rara vez lo hace. Dudar de todo, pues sólo a través de la duda, sazonada con un poco de escepticismo, puede uno albergar la esperanza de descubrir las verdades de la his­toria...
—Mi padre...
—¿Quería ahondar en la muerte? ¿Tenía curiosidad sobre el asesinato, la tortura, todas las ocasiones en que aflora la cara más oscura de la naturaleza humana? Él era el hombre al que había que consultar. Toda una enciclopedia del mal: los autos de fe, la Inqui­sición, Vlad el Empalador, los cristianos en las catacumbas, Tamerlán el Conquistador, la quema de herejes durante la guerra de los Cien Años. Estas son las cosas que él sabía. ¿Qué parte del riñon de la mujer envió Jack el Destripador a las autoridades junto con su famoso desafío? Su padre lo sabía. ¿El arma preferida de Billy el Niño} Un revólver Cok calibre cuarenta y cuatro, no muy distinto del Charter Arms Bulldog cuarenta y cuatro que David Berkowitz, el Hijo de Sam, utilizaba. ¿ La fórmula exacta del Zyklon B ? Su pa­dre también la conocía, así como la temperatura de los hornos de Auschwitz. ¿Cuántos hombres murieron en los primeros momen­tos después de que sonaran los silbatos en el Somme y ellos saltaran el parapeto? Él lo sabía. ¿Limpieza étnica y campos de exterminio serbios? ¿Tutsis y hutus en Ruanda? Él había memorizado perfec­tamente los pormenores de todas esas atrocidades. Sabía cuántos latigazos se necesitaban para matar a un hombre condenado en los campos de concentración zaristas de la Rusia prerrevolucionaria, y sabía cuánto tardaba en caer la cuchilla de la guillotina, y te conta­ba, con una sonrisita muy suya, que monsieur Guillotin, el inventor del aparato, les aseguró de forma tajante y poco sincera a las auto­ridades francesas cuando estaban contemplando la posibilidad de emplear su ingenio que las víctimas de aquella máquina infernal no­tarían poco más que «un ligero cosquilleo en la nuca». Él contaba todas estas cosas y muchas más. —El anciano tosió—. Si quiere conocer a su padre, entonces debe conocer a la muerte.
Jeffrey hizo un leve gesto con la mano, como para disipar el olor de los recuerdos que flotaban ante él.
—¿Le daba miedo?
—Por supuesto. Una vez se jactó ante mí de que si algo nos enseña la historia es lo fácil que resulta matar.
—¿Se lo dijo usted a la policía?
El profesor de Historia sacudió la cabeza.
—¿Decirles qué? ¿Que su sospechoso parecía estar familiariza­do con los detalles históricos de la vida y muerte de los asesinos del mundo moderno, desde el más célebre hasta el más insignificante? ¿Qué demuestra esto?
—Seguramente la información les habría resultado útil.
—La chica fue asesinada. A varias personas de aquí, entre ellas su padre, las interrogaron. Pero él no fue el único. Sometieron a interrogatorio a un par de profesores más, un conserje, un emplea­do del comedor y el entrenador del equipo femenino de lacrosse de la escuela. Como a los demás, lo dejaron libre sin cargos, porque no había pruebas contra él. Sólo sospechas. Al poco tiempo, de buenas a primeras, renunció a su empleo. Unas semanas después, recibimos la chocante noticia de su muerte. Su presunta muerte, según dice usted. Pero noticia al fin y al cabo. Esto suscitó una conmoción menor. Una sorpresa momentánea. Un poco de curiosidad, tal vez, dado el extraño momento en que se produjo. Pero surgieron pocas preguntas y menos respuestas todavía. En cambio, todo el mundo siguió adelante con su vida. Es lo que ocurre invariablemente en colegios como éste. Pase lo que pase en el mundo, la escuela sigue adelante como antes y como hará siempre.
Jeffrey pensó que había similitudes entre la escuela y el estado para el que trabajaba. Ambos creían que, cada uno a su manera, podían aislarse del resto del mundo. Ambos tenían los mismos pro­blemas para mantener viva esa ilusión.
—¿Por casualidad recuerda lo que él dijo cuando renunció?
El viejo señor Maynard asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante.
—Tuve dos encuentros con él. Todavía los tengo grabados en la memoria, incluso después de todas estas décadas. Así debe ser un historiador, ¿sabe, señor Clayton? Tiene que tener ojo para los de­talles, como un periodista.
—¿Y bien?
—Nos reunimos dos veces. La primera fue poco después de las averiguaciones policiales. Me topé con su padre en la tienda de au­toservicio de la localidad. Ambos teníamos que comprar algunas cosas. La tienda existe todavía, en la misma calle, enfrente de la es­cuela. Vende cigarrillos, periódicos, leche, refrescos y comida en un estado peor que incomible, ya sabe...
—Sí.
     —Hizo algunas bromas, primero sobre la lotería estatal, luego sobre la policía. Al parecer no tenía un gran concepto de ella. ¿Sabe, señor Clayton, que su padre mostraba por lo general una actitud indiferente y despreocupada? Escondía mucho de sí mismo tras esa fachada desenvuelta. Desde luego, lograba disimular su sentido de la precisión y la exactitud. Más bien como un científico, supongo. Podía mostrarse divertido o tímido, pero en el fondo era frío y cal­culador. ¿Es usted así, señor Clayton?
     Jeffrey no respondió.
—Era un hombre que daba mucho miedo. Tenía un aire disolu­to, lascivo. Como un tiburón. Recuerdo que la conversación que mantuvimos aquella tarde me heló la sangre. Fue como hablar con un zorro hambriento frente a la puerta de un gallinero y que alguien me asegurase que no había por qué preocuparse. Luego, una sema­na después, se presentó de improviso en mi despacho. Fue algo de lo más inesperado. Sin apenas saludarme, anunció que se marcharía la semana siguiente. No me dio realmente una explicación, aparte de que había heredado un dinero. Le pregunté por la policía, pero él simplemente se rio y dijo que dudaba que hubiera que preocupar­se por ellos. Cuando lo interrogué sobre sus planes, me dijo... y esto lo recuerdo con toda claridad... dijo que tenía que buscar a unas personas. «Buscar a unas personas.» Tenía mirada de cazador. Em­pecé a pedirle más detalles, pero giró sobre sus talones y salió de mi despacho. Cuando, más tarde, fui al suyo, ya se había ido. Había vaciado sus armarios y estanterías. Telefoneé a su domicilio, pero ya le habían desconectado la línea. Creo que al día siguiente, fui en coche a su casa, que estaba vacía, con un letrero de SE VENDE delan­te. En pocas palabras, se había marchado. Yo apenas había tenido tiempo de asimilar su desaparición cuando nos llegó la noticia de su muerte.
—¿Cuándo ocurrió?
—Bueno, recuerdo que fue una suerte para nosotros, porque fal­taba sólo una semana para las vacaciones de Navidad, de modo que sólo tuvimos que dar unas pocas clases en su lugar. Estábamos entre­vistando a posibles sustitutos suyos cuando nos informaron de la co­lisión. Nochevieja. Alcohol y exceso de velocidad. Por desgracia, nada excesivamente fuera de lo normal. Esa noche cayó una lluvia desagra­dable y gélida en toda la Costa Este que dio lugar a muchos acciden­tes, entre ellos el de su padre. Al menos eso se nos hizo creer.
—¿Por casualidad se acuerda de cómo se enteró del accidente?
—Ah, excelente pregunta. ¿Un abogado, tal vez? Mi memoria no es tan precisa respecto a ese punto como quisiera.
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente. Eso tenía sentido para él. Sabía qué abogado había hecho esa llamada.
—¿Y su entierro?
—Eso fue curioso. A ningún conocido mío se le dio la menor indicación sobre la hora, el lugar o lo que fuera, por lo que nadie asistió. Podría usted ir al archivo de microfilmes del Times de Tren­ton a comprobarlo.
—Eso haré. ¿Se acuerda de cualquier otra cosa que pueda serme de ayuda?
El viejo historiador desplegó una sonrisa irónica.
—Pero, mi pobre señor Clayton, dudo haberle dicho nada que pueda serle de ayuda, y sí muchas cosas que pueden perturbarlo. Algunas que pueden provocarle pesadillas. Y, desde luego, unas cuantas que le inquietarán hoy, y mañana, y seguramente durante mucho tiempo. Pero ¿algo que le ayude? No, no creo que esta clase de conocimientos ayude a nadie, y menos aún a un hijo. No, habría sido usted mucho más sensato y afortunado si nunca hubiera hecho estas preguntas. Es raro, pero a veces esas terribles lagunas de igno­rancia son preferibles a la verdad.
—Tal vez tenga razón —respondió Jeffrey con frialdad—, pero yo no tenía esa opción.


Jeffrey percibió el olor denso del humo, pero no pudo determi­nar de dónde provenía. El cielo del mediodía era un manto marrón de bruma y contaminación, y lo que se quemaba, fuera lo que fue­se, contribuía a hacer más deprimente el mundo.
Se detuvo a unas manzanas de la casa donde había vivido sus primeros nueve años, en la calle principal de la pequeña ciudad, célebre por un crimen cometido muchos años atrás. Cuando estu­diaba, había pasado un tiempo en una biblioteca de la universidad, hojeando decenas de libros sobre el secuestro, buscando fotografías de su ciudad natal en aquella época anterior. Hacía décadas había sido un lugar pertinazmente tranquilo, una zona rural dedicada a la agricultura y la privacidad, un microcosmos del mundo benévolo y tradicional de la América de pueblo, que con toda seguridad era lo que había atraído al mundialmente conocido aviador a Hopewell en un principio. Era un sitio que le daba la sensación ilusoria de estar en un refugio, sin alejarlo de la corriente política en que se hallaba inmerso. El aviador era un hombre poco corriente, a quien parecía alterarle y atraerle a la vez la fama que le había valido su proeza transatlántica. Como es natural, el revuelo que causó el se­cuestro cambió todo eso. Lo cambió de un día para otro, debido a la invasión de la prensa que cubrió el caso y el circo mediático que se armó en torno al juicio contra el acusado, celebrado en la misma calle, en Flemington; lo cambió de manera más sutil en los años si­guientes al dar a Hopewell una reputación extraña basada en una sola acción perversa. Fue como un tinte insoluble en el agua, algo de lo que la ciudad ya no podría librarse, por muy idílica que fuera. Y, con el paso de los años, el carácter del pueblo también había cam­biado. Los granjeros vendieron sus tierras a los promotores inmo­biliarios, las parcelaron y construyeron viviendas de lujo para los ejecutivos de Filadelfia y Nueva York que creían poder escapar de la vida urbana al mudarse a otro sitio, pero no muy lejos. La loca­lidad sufría las consecuencias de su proximidad a las dos ciudades. Pocas cosas había en el mundo, pensó Jeffrey, más potencialmente devastadoras para un territorio que el quedar a mano.
Su propia casa había sido más antigua, una reliquia reformada que databa de la época del secuestro, aunque estaba situada en una calle lateral cerca del centro de la ciudad, y la finca del aviador, de hecho, estaba a varios kilómetros de allí, en plena campiña. Jeffrey recordó que su casa era grande, espaciosa, llena de rincones oscu­ros y zonas de luz inesperadas. El dormía en una habitación fron­tal de la primera planta, que tenía una forma semicircular, victoriana. Intentó visualizar el dormitorio, y lo que le vino a la memoria fue su cama, una librería y el fósil de algún antiguo crustáceo pre­histórico que había encontrado en el lecho de un río cercano y que, en la precipitación con que se marcharon, olvidó meter en la maleta y lamentó durante años haber dejado. La piedra tenía un tacto fresco que lo fascinaba. Le había gustado deslizar los dedos sobre el relieve del fósil, casi esperando que cobrara vida bajo su mano.
Ahora, arrancó el coche, diciéndose que sólo estaba allí para obtener información.Este viaje a la casa de la que habían huido no era más que una búsqueda a ciegas.
Avanzó en el coche por su calle, luchando en todo momento por desterrar sus recuerdos.
Cuando se detuvo, y antes de alzar la vista, se recordó a sí mis­mo: «No hiciste nada malo», lo que se le antojó un mensaje más bien extraño. Luego se volvió hacia la casa.
Veinticinco años constituyen un filtro incómodo, al igual que la distinción entre tener nueve años y tener treinta y cuatro. La casa le parecía más pequeña y, a pesar del tenue sol que batallaba contra el cielo gris, más luminosa. Más radiante de lo que esperaba. La habían pintado. El tono gris pizarra que recordaba en el revestimiento de tablas y el negro de los postigos habían cedido el paso a un blanco con adornos verde oscuro. El gran roble que antes se erguía en el patio y proyectaba su sombra sobre la fachada frontal había desapa­recido.
Bajó del coche y vio a un hombre agachado, ocupándose de unos arbustos junto a los escalones de la puerta principal con un rastrillo en las manos. No muy lejos de él había un letrero de SE VENDE. El hombre volvió la cabeza al oír cerrarse la portezuela de Jeffrey y alargó el brazo para coger algo que el profesor supuso que sería un arma, aunque no alcanzó a ver nada. Se acercó al hombre despacio.
El hombre, de unos cuarenta y tantos años, era fornido y tenía un poco de barriga. Llevaba unos téjanos con la raya bien planchada y una anticuada chaqueta de piloto con el cuello forrado de piel.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó cuando el profesor se apro­ximó.
—Probablemente no —respondió Jeffrey—. Yo viví aquí du­rante poco tiempo, cuando era niño, y casualmente pasaba por aquí, de modo que he decidido echar un vistazo a mi viejo hogar.
El hombre asintió, más tranquilo al ver que Clayton no repre­sentaba una amenaza.
—¿Quiere comprarla? Se la vendo a buen precio.
Jeffrey negó con la cabeza.
—¿Vivió usted aquí? ¿Cuándo?
—Hace unos veinticinco años. ¿Y usted?
     —Nah, no llevo tanto tiempo. Nos la vendió hace tres años una pareja que solo llevaba aquí dos, tal vez tres. Ellos se la habían com­prado a otra gente que sólo estaba de paso. Este sitio ha tenido mu­chos propietarios.
—¿De veras? ¿Y cómo se lo explica usted?
El hombre se encogió de hombros.
—No lo sé. Mala suerte, supongo.
Jeffrey le dirigió una mirada inquisitiva.
El hombre volvió a encogerse de hombros.
—Lo cierto es que nadie que yo haya conocido ha tenido suerte aquí. A mí acaban de trasladarme. Al puto Omaha. Dios santo. Ten­dré que sacar de su ambiente a los niños, a la mujer y hasta al perro y el gato de los cojones para mudarme a ese sitio donde sabe Dios qué hay.
—Lo siento.
—El tipo que estaba antes tuvo cáncer. Antes de eso, había una familia con un chico al que atropello un coche en esta misma calle. Oí a alguien decir que le parecía recordar que se había cometido un asesinato en la casa, pero bueno, nadie sabía nada, e incluso yo con­sulté los periódicos viejos pero no encontré nada. Esta casa está gafada. Al menos no me han dado la patada en el curro. Eso sí que habría sido mala suerte.
Jeffrey clavó la vista en el hombre.
—¿Un asesinato?
     —O algo así. Yo qué sé. Como ya le he dicho, nadie sabía nada. ¿Quiere echar una ojeada?
     —Tal vez sólo un rato.
     —Deben de haber remodelado el lugar tres veces o quizá cuatro desde que usted vivió aquí.
     —Seguramente tiene razón.
El hombre guió a Jeffrey por la puerta principal hasta un peque­ño recibidor y luego lo llevó en una visita rápida por la planta baja: la cocina, una habitación que se había añadido más recientemente, la sala de estar y un cuarto reducido que Jeffrey recordaba como el estudio de su padre y en el que ahora había una cadena de música y un televi­sor que ocupaba toda una pared. La mente de Jeffrey se puso a traba­jar a todo tren, intentando resolver matemáticamente una ecuación que había permanecido latente en lo más profundo de su ser. Todo le parecía más limpio de lo que recordaba. Más iluminado.
—Mi mujer —comentó el hombre—, ella es la única a quien le gusta tener arte moderno y dibujos al pastel en las paredes. ¿En qué habitación dormía usted?
—En la primera planta, a la derecha. Una de las paredes era cir­cular.
—Ya. Mi despacho en casa. Instalé unos cuantos estantes para libros y mi ordenador. ¿Quiere verlo?
A Jeffrey lo asaltó un recuerdo: él estaba escondido en su alco­ba, con la cabeza sobre la almohada. Hizo un gesto de negación.
—No —respondió—. No hace falta. No es tan importante.
—Como quiera —dijo el propietario—. Joder, me he acostum­brado a enseñar la casa a agentes inmobiliarios y a sus clientes, así que se me da bastante bien hacer de vendedor. —El hombre sonrió y se dispuso a acompañar a Jeffrey a la puerta—. Le debe de dar una sensación algo extraña, después de tantos años, ahora que tiene un aspecto tan diferente y todo eso.
—Una sensación un poco extraña, sí. La veo más pequeña de lo que la recordaba.
—Es lógico. Usted era más pequeño entonces.
Jeffrey asintió con la cabeza.
     —De hecho, yo diría que la única habitación que está igual es el sótano. Nadie se explica por qué.
     —Perdón, ¿cómo dice?
—Ese cuartito tan raro que está en el sótano, pasada la caldera. Joder, apuesto a que la mitad de la gente que vivió en este lugar ni siquiera sabía de su existencia. Nosotros lo descubrimos porque vino un técnico del control de termitas y cayó en la cuenta cuando estaba dando golpes a las paredes. Apenas se ve la puerta. De hecho, ni siquiera había una maldita puerta cuando él lo encontró. El sitio estaba tapiado con Pladur y yeso, pero cuando el tipo de los bichos le arreó un porrazo, sonó a hueco, así que a él y a mí nos entró la curiosidad y echamos abajo el tabique.
Jeffrey se quedó de piedra.
—¿Una especie de habitación secreta? —preguntó.
El hombre extendió las manos a los lados.
—No lo sé. Tal vez lo fue en otro tiempo. ¿Algo así como un zulo, tal vez? Hace mucho que no bajo a echarle un vistazo. ¿Quie­re verlo?
      Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.
     —Vale —dijo el hombre—. No está muy limpio eso de ahí aba­jo. Espero que no le importe.
     —Enséñemelo, por favor.
Detrás de las escaleras había una puerta pequeña que, si la me­moria no le fallaba a Jeffrey, comunicaba con el sótano. No recor­daba haber pasado mucho tiempo allí abajo. Era un sitio polvorien­to, oscuro, intimidador para un niño de nueve años. Se detuvo en lo alto de las escaleras mientras el propietario bajaba con ruidosas pi­sadas. «Algo más», pensó. ¿Otra razón? Un cerrojo en la puerta. Un recuerdo caprichoso le vino a la cabeza; notas apagadas de violín, ocultas. Secretas, como la habitación.
—¿Sólo se puede bajar por aquí? —preguntó.
—No, hay una entrada fuera, también, en un costado. Una tram­pilla y un hueco, donde antiguamente había una carbonera. Hace mucho que ya no la hay, claro está. —El hombre accionó un inte­rruptor, y Jeffrey vio cajas apiladas y un caballito de balancín—. No uso este sitio más que para guardar trastos —añadió el hombre.
—¿Dónde está la puerta?
—Por aquí, detrás del quemador de fuel, nada menos.
Jeffrey tuvo que apretujarse para pasar junto al calentador, que se encendió con un golpe sordo justo en ese momento. La puerta a la que se refería el hombre era una lámina de aglomerado que tapaba un pequeño agujero cuadrado en la pared que llegaba desde el suelo hasta la altura de los ojos de Jeffrey.
—Yo puse ahí esa tabla de madera cutre —señaló el hombre—, como ya le he dicho, antes había Pladur, como en la pared. Apenas se notaba que estuviera ahí. Llevaba años tapiado. A lo mejor fue en otro tiempo un depósito de carbón que se reacondicionó. Había sitios así en muchas casas. Los cerraron cuando las minas de carbón dejaron de funcionar.
Jeffrey deslizó la tabla a un lado y se agachó. El propietario se inclinó hacia delante y le alargó una linterna que estaba sobre un cuadro eléctrico cercano. Unas telarañas cubrían la entrada. El pro­fesor las apartó y, ligeramente encorvado, entró en la habitación.
Medía aproximadamente dos metros y medio por tres y medio, y el techo, a unos tres metros, estaba recubierto con una capa doble de material de insonorización. En el centro, colgaba un solo porta­lámparas, sin la bombilla. No había  ventanas. Olía a moho, a tumba. Se respiraba un aire como el del interior de una cripta. Las paredes estaban pintadas con un grueso baño de blanco radiante que refle­jaba la luz de la linterna a su paso. El suelo era de cemento gris. La habitación estaba vacía.
—¿Ve lo que le decía? —comentó el propietario—. ¿Para qué carajo sirve un sitio como éste? Ni siquiera como almacén. Cuesta demasiado entrar y salir. ¿ Habrá sido alguna vez una bodega de vino ? Tal vez. Frío hace. Pero no sé... Alguien lo usó para algo en otro tiempo. ¿Usted re­cuerda algo ? Joder, para mí es como una celda de Alcatraz, salvo porque apuesto a que allí los presos tenían ventanas.
Jeffrey recorrió despacio las paredes con el haz de la linterna. Tres de ellas estaban desnudas. En la otra había un par de anillas pequeñas, de unos ocho centímetros de diámetro, sujetas en cada extremo.
Enfocó las anillas con la luz.
—¿Tiene idea de para qué pueden servir? —le preguntó al pro­pietario—. ¿Sabe quién las instaló?
—Ya, las vi cuando vino el de control de plagas. Ni la más re­mota idea, amigo mío. ¿A usted se le ocurre alguna posibilidad?
Se le ocurría, pero no la expresó en voz alta. De hecho, sabía exactamente para qué se habían utilizado. Alguien atado a esas ani­llas parecería, suspendido contra esa pared blanca, la silueta de un ángel en la nieve. Se acercó y pasó el dedo sobre la pintura blanca y lisa junto a las anillas. Se preguntó si descubriría en el yeso de la pared hendiduras y muescas rellenadas con masilla y cubiertas des­pués de pintura; el tipo de marcas que dejan las uñas en momentos de pánico y desesperación. Dudaba que la pintura lograse superar un examen a fondo realizado por la policía científica; con toda se­guridad había partículas microscópicas de alguna víctima. Pero veinticinco años antes, el agente Martin había sido incapaz de reunir pruebas suficientes, de modo que ni siquiera el juez más compren­sivo había podido dictar una orden de registro. Décadas después, el fumigador había dado con la habitación cuando buscaba el foco de una plaga, sin saber que había hallado una de dimensiones total­mente distintas. Jeffrey se preguntó si la policía del estado de Nueva Jersey habría sido siquiera la mitad de astuta. Lo dudaba. Dudaba que tuviesen idea de lo que buscaban.
Jeffrey se agachó y deslizó el dedo por el frío suelo de  cemento. La luz no puso de manifiesto mancha alguna. Ni el menor resto de alguna sustancia rojiza. ¿Cómo se las había arreglado él? Tendría que haber habido sangre y demás vestigios de la muerte por todas partes. Jeffrey respondió a su propia pregunta: lo había forrado todo con láminas de plástico. Se podían conseguir en cualquier fe­rretería y tirar en cualquier vertedero. Se puso a olfatear, intentan­do percibir el rastro revelador de un disolvente, pero el olor no había sobrevivido al paso de las décadas.
Se volvió despacio, para abarcar con la vista la reducida habita­ción. Allí no había gran cosa, pensó. Entonces comprendió que eso era de esperar.
Allí arrodillado recordó la voz de su padre diciéndole después de una cena silenciosa y cargada de tensión que se llevara su plato y sus cubiertos al fregadero, los enjuagara y los metiera en el lavavajillas. «Debes limpiar siempre lo que ensucies», el tipo de admoni­ción que todos los padres hacen a sus hijos.
Sin embargo, en el caso de su padre, encerraba un mensaje que iba mucho más allá.
El profesor se enderezó. Por lo que había visto, no podía juzgar si aquel pequeño cuarto había presenciado un horror o cientos. La primera posibilidad le parecía más probable, pero no podía descar­tar la segunda.
De pronto le vino a la cabeza el nombre de alguien, aparte de su padre, que quizá podría aclarar esa incógnita.
Cuando se disponía a salir de la sala, Jeffrey sintió un escalofrío repentino, como si estuviese a punto de darle fiebre, y una punza­da en el estómago, casi un anuncio de náuseas. Cayó en la cuenta de que había descubierto muchas cosas en muy poco tiempo, y en ese momento concibió un odio enorme e indefinible hacia sí mismo por ser capaz de entenderlo todo.


El archivo del Times de Trenton se parecía muy poco al despa­cho moderno e informatizado del New Washington Post. Estaba situado en un cuarto lateral estrecho y aislado, no muy lejos de un espacio cavernoso, de techo bajo, lleno de viejos escritorios de acero y sillas de oficina cojas, que albergaba la redacción de noticias del periódico. Una pared lejana estaba ocupada por ventanas, pero las recubría una gruesa capa de mugre y polvo gris, por lo que daba la impresión de que la sala se hallaba sumida en un atardecer perpetuo. En el archivo había filas y filas de ficheros de metal, un par de orde­nadores obsoletos y una máquina de microfilmes. Un empleado joven, con los pómulos picados a causa de una dura batalla contra el acné juvenil, insertó sin decir una palabra el viejo microfilme que le pidió Jeffrey.
El profesor leyó toda la información en el periódico sobre el asesinato de la joven alumna de la academia St. Thomas More, y era tal y como había imaginado: detalles escabrosos sobre el ha­llazgo del cadáver en el bosque, aunque en menor número que en los informes de la policía científica. Se citaban las frases de rigor de agentes de la ley, incluida una de un joven inspector Martin, que declaraba haber interrogado a varios sospechosos y estar siguien­do varias pistas prometedoras, lo que en lenguaje policial quería decir que estaban totalmente atascados. En ningún momento se mencionaba el nombre de su padre. Se incluía una semblanza muy vaga de la víctima, con material extraído de anuarios escolares y comentarios absolutamente previsibles de sus compañeros, que la pintaban como una chica callada, que no se hacía notar mucho, que parecía bastante agradable y no tenía ni un enemigo en el mundo, como si el hombre que la atacó hubiese actuado movido por un odio específico, pensó Jeffrey, cuando la realidad era mucho más general.
A continuación intentó encontrar alguna crónica sobre el acci­dente de coche. Jeffrey consideraba el Times de Trenton una espe­cie híbrida de periódico: lo bastante grande para hacer un intento serio de ahondar en los entresijos del mundo, lo bastante importan­te, desde luego, para centrarse en los asuntos del estado que se de­cidían a una manzana de distancia, en los despachos del parlamen­to, pero no lo bastante grande para pasar por alto un accidente de tráfico que arrebatase la vida a un vecino de la localidad, sobre todo si tenía el valor añadido de ser espectacular.
Buscó con diligencia en las páginas de sucesos pero no encontró ni una palabra sobre el tema. Finalmente, en la sección de necroló­gicas del día 3 de enero, dio con una nota breve:
Jeffrey Mitchell, de 37 años, ex profesor de historia en la academia St. Thomas More de Lawrenceville, perdió la vida de forma inesperada el 1 de enero. El señor Mitchell conducía un vehículo que se estrelló en Havre de Grace, Maryland. Murió en el acto, según la policía local. Se celebrarán exequias privadas en la funeraria O'Malley Brothers en Aberdeen, Maryland.

Jeffrey releyó la necrológica varias veces. No tenía la más remo­ta idea de qué estaba haciendo su padre en Nochevieja en una pe­queña ciudad rural de Maryland. Havre de Grace. Refugio de per­dón. Esto hizo que se parase a pensar. Intentó ponerse en la piel de un director de periódico agobiado de trabajo, con media redacción pasando las fiestas navideñas en familia. En circunstancias norma­les, cabría esperar que un director, al ver una nota necrológica como ésa, pensara que allí había una noticia. Pero ¿estaría dispuesto a gastar recursos humanos enviando a alguien a ciento cincuenta ki­lómetros al sur sólo por esa posibilidad? Tal vez no. Tal vez lo de­jaría correr.
Jeffrey revisó las ediciones sucesivas del periódico, buscando algún artículo que aportase nueva información sobre el caso, pero fue en vano. Se reclinó en su asiento, dejando que la máquina zum­bara ociosa ante él. Lo desanimaba pensar que probablemente ten­dría que viajar a Maryland para buscar una funeraria que con toda seguridad ya había cerrado e intentar encontrar un informe policial que debía de haber quedado enterrado por los años. Refugio de perdón. Dudaba que la ciudad tuviese un periódico propio, lo que quizá podría proporcionarle datos útiles. Aberdeen, una población más grande, seguramente sí que lo tenía, aunque no acertaba a ima­ginar si le serviría de algo o no. Se humedeció los labios con la len­gua y pensó en la persona situada a pocas manzanas de allí, en su bien equipado bufete, que podría responder a sus preguntas.
Se disponía a apagar la máquina cuando echó un último vistazo a la página que tenía delante, en la pantalla. Un artículo breve en la esquina inferior derecha de la página de noticias del estado le llamó la atención. El título rezaba: ABOGADO COBRA EL PREMIO GOR­DO DE LA LOTERÍA.
Hizo girar el botón de enfoque para ver con mayor nitidez el artículo y leer los pocos pero jugosos párrafos:
La ganadora anónima del tercer bote más grande en la histo­ria de la lotería del estado ha saltado a la palestra al enviar al abogado de Trenton H. Kenneth Smith a la oficina central de la lotería a recoger su premio de 32,4 millones de dólares.
Smith mostró a los funcionarios un boleto ganador firmado y autenticado —el primer billete premiado tras seis semanas de sorteos en las que se ha acumulado el bote— y declaró a los pe­riodistas que la ganadora deseaba permanecer en el anonimato. Los funcionarios de la administración de lotería tienen prohibi­do divulgar información sobre una persona agraciada con el premio gordo sin su autorización.
El premio para la afortunada ganadora será un cheque anual durante veinte años con un valor total de 1,3 millones de dóla­res, una vez deducidos los impuestos estatales y federales. Smith, el abogado, rehusó hacer comentarios sobre la ganadora, salvo que es una persona joven que valora su privacidad y que teme el acoso de aprovechados y estafadores.
Los funcionarios de la administración de lotería han calcu­lado que el premio de la semana que viene será de poco más de dos millones de dólares.

Jeffrey se inclinó en su silla, agachando la cabeza hacia la panta­lla de la máquina de microfilmes, diciéndose: «Ahí está.» Sonrió al pensar lo fácil que debió de resultarle al abogado emplear pronom­bres femeninos al negarse a revelar la identidad de quien se había llevado el premio. Era un engaño nimio e inocuo que confería una falsa credibilidad a muchas cosas. ¿Qué otras mentiras se habían urdido en torno al asunto? El accidente de tráfico a las afueras de la ciudad. Una funeraria que probablemente jamás existió. Jeffrey es­taba convencido de que podría encontrar algunas verdades en aque­lla maraña de embustes, pero el objetivo fundamental era sencillo: simular la muerte de Jeffrey Mitchell y fabricar la vida de una per­sona que no sería distinta, pero que estaría provista de un nombre y una identidad nuevos, así como de fondos más que suficientes para perseguir un deseo antiguo y perverso por los medios que quisiera. Jeffrey se acordó de lo que el profesor de Historia le dijo: «Había heredado un dinero...» Se trataba de una herencia de otro tipo.
Jeffrey no sabía cuántas personas habían muerto a manos de su padre, pero le pareció irónico que cada una de esas muertes estuvie­se subvencionada por el estado de Nueva Jersey.
El hijo del asesino se rio a carcajadas ante esta idea, lo que oca­sionó que el empleado con la cara picada volviese la mirada hacia él.
—¡Eh! —exclamó éste cuando Jeffrey se levantó y salió del ar­chivo dejando la máquina encendida.
El profesor decidió intentar conversar de nuevo con el abogado, aunque esta vez sospechaba que le convendría esgrimir argumentos más contundentes.


Unos pocos olmos descuidados crecían en la calle donde se en­contraba el bufete, y la oscuridad empezaba apoderarse de sus ra­mas desnudas. Una farola de vapor de sodio emitió un breve zum­bido cuando su temporizador la encendió, y arrojó un círculo de luz difusa a media manzana. La hilera de casas de ladrillo rojo acon­dicionadas como oficinas comenzó a sumirse en penumbra mien­tras grupos de empleados salían a la calle. Jeffrey vio guardias de seguridad escoltar a más de un puñado de oficinistas, con armas automáticas en las manos. En cierto modo era como contemplar a un perro pastor al cargo de un rebaño.
Sentado en su coche de alquiler, acariciaba el guardamonte de su pistola de nueve milímetros. Suponía que no tendría que aguardar mucho rato a que apareciera el abogado. Esperaba que el hombre, como correspondía a su arrogancia, saliera solo, pero no confiaba demasiado en esa posibilidad. El letrado H. Kenneth Smith no habría alcanzado el éxito que parecía haber conseguido si no fuera prudente.
La expectación y el miedo atenazaron a Jeffrey cuando tomó conciencia de que el paso que iba a dar acabaría por llevarlo más cerca de su padre.
No había tardado mucho en deducir la rutina vespertina del abogado. Una exploración rápida del barrio entre el parlamento y el bufete una hora antes le había revelado un único aparcamiento ocupado sobre todo por coches de lujo último modelo y un letre­ro que decía: ALQUILER MENSUAL DE PLAZAS. NO HAY TARIFAS POR DÍA. No había vigilante en el aparcamiento; en cambio, estaba cercado por una valla de tela metálica de tres metros y medio de altura con alambre de espino en lo alto, El acceso y la salida estaban regulados por una puerta corredera controlada a distancia por un sensor óptico. Asimismo, había una entrada estrecha en la valla. Se accionaba con un mando de infrarrojos; la gente apuntaba, pulsaba el botón y la cerradura se abría con un zumbido.
A Jeffrey le cabían pocas dudas de que el abogado dejaba su coche en el aparcamiento. La jugada sería interceptar al hombre en el lugar donde fuera más vulnerable, un lugar nada fácil de identifi­car. Seguramente entre las funciones del corpulento portero figura­ba la de acompañar a su patrón hasta que se encontrase a salvo, sen­tado al volante. Jeffrey suponía que el guardia dispararía sin dudarlo contra cualquiera a quien juzgase peligroso, sobre todo en el trayec­to entre el bufete y el aparcamiento. Una vez dentro de la zona de estacionamiento, el abogado quedaría protegido por la valla y fuera de su alcance. Jeffrey movió hacia atrás el mecanismo de carga de la pistola para introducir una bala en la recámara y concluyó que ten­dría que abordarlos en la calle, justo antes de que llegaran al aparca­miento. En ese momento estarían concentrados en lo que tenían delante y tal vez no se darían cuenta si alguien se les acercaba rápi­damente por detrás. Reconoció que no era un buen plan, pero era el único que había podido idear con tan poca antelación.
En caso necesario, trataría al guardia de seguridad como lo ha­bría hecho el agente Martin: como un mero obstáculo que se inter­ponía entre él y la información que deseaba. No estaba del todo seguro de si le pegaría de verdad un tiro al hombre, pero necesita­ba la colaboración del abogado, y temía que dicha colaboración ten­dría un precio.
Aparte de comprometerse intelectualmente a usar el arma —un compromiso, hubo de admitir, muy distinto del acto real de apretar el gatillo—, no contaba más que con el factor sorpresa. Esto le dis­gustaba y se sumaba a la inquietante mezcla de emoción y rabia que bullía en su interior.
Sacudió la cabeza y se puso a tararear desafinada y nerviosa­mente mientras vigilaba la puerta principal del bufete.
El atardecer envolvía el coche y la primera de las sirenas de la policía de la tarde había pasado a sólo una manzana de allí cuando Jeffrey vislumbró al guardia de seguridad, que se asomó a la puerta falsa y echó una ojeada cautelosa a uno y otro lado de la calle. En cuanto el hombre se volvió en otra dirección, Jeffrey bajó del coche y se refugió en las sombras que se formaban al borde del pasadizo. Mientras observaba, oculto tras varios coches aparcados, un árbol y la oscuridad, sujetando con fuerza la pistola junto a su pierna, vio al abogado, al guardaespaldas y a la secretaria salir del edificio. Hacía fresco, y los tres, arrebujados en sus abrigos, caminaban deprisa contra el viento, que arreciaba y levantaba los papeles tirados en el suelo, que se arremolinaban sobre la acera. Jeffrey le dedicó un breve agradecimiento al frío, pues hacía que estuvieran menos atentos a lo que ocurría a sus espaldas y los mantenía con la vista al frente.
El estaba justo al lado del aparcamiento. El trío atravesaba rápi­damente la penumbra creciente de la tarde, sin reparar en que él avanzaba en paralelo por la otra acera. Intentaba moverse con pa­ciencia, a una distancia suficiente de ellos para no ser lo primero que vieran si se volvían bruscamente. Apretó el paso ligeramente, pen­sando que tal vez había dejado que se alejaran demasiado. Sin duda el agente Martin habría sabido con exactitud a qué distancia debía permanecer; lo bastante lejos para que no lo descubrieran, pero lo bastante cerca para poder, en el momento crítico, aproximarse con rapidez y eficiencia. Se dijo que probablemente su padre también habría sabido qué técnica usar.
Cuando el abogado y su pequeño séquito se hallaban cerca del aparcamiento, Jeffrey vio adónde se dirigían: los únicos tres vehícu­los que quedaban, aparcados juntos en fila. El primero era un cua­tro por cuatro con neumáticos gruesos y una barra antivuelco de cromo muy bruñido que relucía a la luz de los reflectores. A su lado había un sedán más modesto y, en la plaza más apartada, un espa­cioso coche de lujo europeo negro.
Jeffrey atajó por una calle, detrás de ellos, por el borde de la sombra proyectada por una farola. Había amartillado la pistola y quitado el seguro. Oía su propia respiración entrecortada y jadean­te, y veía las vaharadas de vapor que brotaban de su boca como humo. Sujetó con fuerza el arma y notó que los músculos de su cuerpo se tensaban con aquella combinación de emoción y miedo que quizá le habría parecido deliciosa de no haber estado tan concentrado en las tres personas que caminaban media manzana por delante. Aceleró de nuevo para reducir la distancia.
La voz que oyó a su lado lo pilló por sorpresa.
—En, tío, ¿adónde vas con tanta prisa?
Jeffrey giró sobre sus talones, a punto de perder el equilibrio. En el mismo movimiento, alzó la pistola para colocarse en posición de disparar.
—¿Quién eres? —le espetó a una figura que se fundía con las sombras.
—No soy nadie, tío —respondió ésta después de un breve titu­beo—. Nadie.
—¿Qué quieres?
—Nada, tío.
—Sal a la luz para que te vea.
Un hombre negro, con pantalones oscuros y una chaqueta de cuero negra que lo cubría como una segunda piel, emergió de un rincón resguardado de la luz de las farolas. Separó los brazos, con las manos bien abiertas.
—No iba a hacer nada malo —aseguró el hombre.
—Y un cuerno —repuso Jeffrey, apuntándole al pecho con el arma—. ¿Dónde llevas la pistola o la navaja? ¿Qué ibas a utilizar?
El hombre retrocedió un paso.
—No sé de qué me hablas, tío. —Pero sonrió, como recono­ciendo su mentira.
Jeffrey le sostuvo la mirada al hombre, que seguía sin bajar los brazos pero se apartaba cada vez más de él, deslizándose sigilosa­mente por la calle.
—Hoy es tu día de suerte, jefe —dijo el hombre con cierta ca­dencia en la voz, como si recalcara la frase final de un chiste—. Esta noche no vas a caer. Más vale que te andes con cuidado mañana y pasado, jefe. Pero esta noche, estás de suerte, tío. Vivirás para ver la luz del sol. —Con una risotada, se llevó despacio la mano al bolsi­llo de su chaqueta de cuero y sacó una navaja automática grande que despidió un destello cuando la abrió. Sonrió de nuevo, cortó una rebanada del aire nocturno con una sola cuchillada y, acto se­guido, dio media vuelta y se alejó con la actitud de alguien que sabe que ha perdido una ocasión pero que si algo sobra en el mundo son las segundas oportunidades.
Jeffrey no dejó de encañonarle la espalda con la pistola, pero notó que le temblaba la mano. Recordó que había vacilado, por lo que, en efecto, había tenido suerte, pues la vacilación habría podi­do costarle la vida. Exhaló lentamente y, en cuanto el hombre se desvaneció en las tinieblas de la noche, se volvió otra vez hacia el abogado, la secretaria y el guardia de seguridad.
No estaban a la vista, de modo que Jeffrey arrancó a correr ha­cia delante, maldiciendo los segundos que había perdido. Se halla­ba a unos treinta metros del aparcamiento cuando vio de repente que los faros de los tres vehículos se encendían, casi a la vez.
Aflojó el paso y se guareció en las sombras, sin dejar de avanzar. Bajó el arma y expulsó el aire despacio para normalizar el ritmo de su corazón. Encorvó la espalda y bajó la barbilla sobre su pecho. No quería que lo reconocieran, ni atraer la atención por esconder­se. Decidió seguir andando hasta dejar atrás el aparcamiento, per­suadiéndose de que por la mañana tendría otra oportunidad, como el atracador que le había robado unos segundos preciosos.
Observó el cuatro por cuatro del guardia, que arrancó con un rugido del motor. Tras reducir la marcha para pasar junto al sensor óptico que abrió la puerta de par en par, el coche avanzó, frenó jun­to al bordillo y luego aceleró por la calle con un chirrido de neumá­ticos. Jeffrey suponía que los otros dos vehículos lo seguirían de cerca, uno detrás de otro, pero no fue así.
De pronto, los faros del coche de la secretaria se apagaron. Un momento después, ella se apeó. Escudriñó la calle en una y otra di­rección y rápidamente se acercó al automóvil del abogado por el lado del pasajero. La puerta se abrió y ella subió.
En el mismo instante, Jeffrey, movido por un impulso en el que nunca antes había confiado, entró en el aparcamiento cuando la puerta corredera estaba cerrándose. Arrimó la espalda contra una pared de ladrillo rojo, no muy seguro de lo que había visto.
Exhaló con un lento silbido.
Sólo alcanzaba a atisbar las siluetas de las dos personas en el interior del coche del abogado, fundidas en un prolongado abrazo.
Clayton aprovechó la ocasión y salió disparado hacia delante, con sus músculos de corredor activados por el repentino apremio. Acortó la distancia rápidamente, moviendo los brazos como pisto­nes, y consiguió llegar al costado del automóvil antes de que el abogado y la secretaria se separasen. En un microsegundo repara­ron en su presencia y, sorprendidos, se apartaron el uno del otro; luego él agarró la pistola por el cañón y rompió con la culata la ven­tanilla del conductor, cuyos vidrios rotos llovieron sobre los dos amantes.
La mujer chilló y el abogado gritó algo incomprensible, ten­diendo a la vez la mano hacia la palanca de velocidades.
     —No toque eso —le advirtió Jeffrey.
La mano del abogado vaciló sobre el pomo de la palanca y luego se detuvo.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó con voz aguda y trémula a causa del asombro. La secretaria se había encogido, retirándose de la pistola de Jeffrey, como si cada centímetro que retrocediera fuese fun­damental para su supervivencia—. ¿Qué es lo que quiere? —inquirió de nuevo, más en tono de súplica que de exigencia.
—¿Que qué es lo que quiero? —respondió Jeffrey pausada­mente—. ¿Que qué es lo que quiero? —Sentía que la adrenalina le corría por los oídos. El miedo que percibía en el semblante del abogado, tan arrogante unas horas antes, y el pánico de la secreta­ria remilgada le resultaban embriagadores. En ese momento, pen­só, tenía más control sobre su propia vida que nunca antes—. Lo que quiero es lo que usted podría haberme dado hoy mismo sin tanto jaleo y de forma mucho más amable —dijo con frialdad.


Tal como sospechaba en parte, había un segundo sistema de alarma, oculto en la carpintería de la entrada del bufete. Palpó el alambre sensor justo debajo de un resalto de pintura. Jeffrey dedujo que se trataba de una alarma silenciosa conectada con la policía de Trenton o, si no era de fiar, con algún servicio de seguridad.
Se volvió hacia la secretaria y el abogado.
—Desconéctenla —ordenó.
—No sé muy bien cómo —repuso la secretaria.
Jeffrey sacudió la cabeza. Apartó la vista y la posó despreocupa­damente en la pistola que sostenía en la mano, como para compro­bar que no se tratase de un espejismo.
—¿Está loca? —preguntó—. ¿Cree que no voy a usar esto?
—No —contestó el abogado—. Parece usted un hombre razo­nable, señor Clayton. Trabaja para una agencia del gobierno. Ellos seguramente no aprobarían el uso de un arma como base para una orden de registro.
El abogado y la secretaria estaban de pie con las manos enlaza­das tras la cabeza. El profesor advirtió que cruzaban una mirada rápida. La impresión inicial causada por su aparición se había miti­gado. Empezaban a recobrar la calma y, junto con ella, la sensación de control. Jeffrey reflexionó por un momento.
—Quítense la ropa, por favor —dijo.
—¿Qué?
—Lo que oyen. Quítense la ropa ahora mismo. —Para dar ma­yor énfasis a sus palabras, encañonó a la secretaria.
—No toleraré bajo ningún concepto...
Jeffrey alzó la mano para acallar al hombre.
—Hombre, señor Smith, si era más o menos lo que pensaban hacer cuando yo les he interrumpido tan inoportunamente. Sólo cambiarán las circunstancias y tal vez el escenario. Y quizás esto afecte un poco al placer que sentirán.
—No lo haré.
—Sí que lo hará, y ella también, o, para empezar, le pegaré un tiro a su secretaria en el pie. Quedará lisiada y le dolerá horrores. Pero sobrevivirá.
—No lo hará.
—Ah, un escéptico. —Dio un paso hacia delante—. Detesto que se ponga en duda mi sinceridad. —Apuntó con el arma, luego se detuvo y miró a la secretaria a los ojos, muy abiertos por el mie­do—. ¿O a lo mejor prefiere que le dispare a él en el pie? En reali­dad a mí me da igual...
—Dispárele a él —dijo ella enseguida.
—¿Puedo dispararles a los dos?
—No, a él.
—¡Un momento! —El abogado miraba con ojos desorbitados la pistola—. De acuerdo —dijo. Se aflojó la corbata.
La secretaria dudó unos instantes y empezó a desabrocharse la camisa. Ambos se detuvieron cuando se quedaron en ropa interior.
»Debería bastar con esto —dijo el abogado—. Si es verdad que usted sólo necesita información, no hay por qué obligarnos a perder la dignidad.
—¿La dignidad? ¿Le preocupa perder la dignidad? Debe de es­tar de guasa. Totalmente —replicó Jeffrey—. Me parece que la des­nudez conlleva una vulnerabilidad interesante, ¿no creen? Si uno no lleva ropa, es menos probable que dé problemas. O corra riesgos. Rudimentos de psicología, señor Smith. Y ya le he dicho quién es mi padre, así que supongo que comprenderá usted que, aunque yo sepa sólo la mitad de lo que sabe él sobre la psicología de la domi­nación, eso es mucho. —Jeffrey guardó silencio mientras el aboga­do y la secretaria dejaban caer sus últimas prendas al suelo—. Bien —dijo—, y ahora, ¿cómo desactivo la alarma?
La secretaria había bajado una mano inconscientemente para taparse la entrepierna, mientras mantenía la otra en la cabeza.
—Hay un interruptor detrás del cuadro de la pared —dijo con gravedad, fulminando con la mirada a Jeffrey y luego a su amante.
—Vamos progresando —comentó Jeffrey con una sonrisa.
La secretaria tardó sólo unos minutos en encontrar la carpeta indicada en un archivador de roble tallado a mano situado en un rincón del despacho del abogado. Atravesó la habitación, con los pies descalzos sobre la suave moqueta, arrojó el dossier sobre el escritorio, delante del abogado y se retiró a una silla colocada contra la pared, donde hizo lo posible por hacerse un ovillo. El abogado estiró el brazo para coger la carpeta, y su piel rechinó contra el cue­ro del sillón. Parecía menos incómodo que la joven, como si se hu­biese resignado a ir desnudo. Abrió el expediente, y Jeffrey, decep­cionado, advirtió que era extremadamente delgado.
—No lo conocía demasiado —dijo Smith—. Sólo nos vimos en un par de ocasiones. Después de eso, hablamos una o dos veces por teléfono a lo largo de los años, pero eso fue todo. En los últimos cinco años no he sabido de él. Aunque eso es comprensible...
—¿Por qué?
—Porque hace cinco años el estado acabó de pagarle el premio de la lotería. Las ganancias se terminaron. Bueno, es un decir. No tengo información sobre el modo en que invirtió el dinero, pero intuyo que lo hizo inteligentemente. Su padre me pareció un hom­bre muy cuidadoso y sereno. Tenía un plan y lo llevó a cabo del modo más minucioso.
—¿Qué plan?
—Yo cobraba el dinero del premio. Luego, tras descontar mis honorarios, por supuesto, ingresaba ese dinero en la cuenta de su padre, protegida de miradas curiosas por la confidencialidad entre abogado y cliente, y de ahí la enviaba a bancos en paraísos fiscales del Caribe, ignoro qué ocurría después, seguramente, como ocurre en la mayor parte de las operaciones de blanqueo, el dinero se trans­fería, previo pago de una modestísima comisión, a una cuenta a nombre de algún individuo o empresa inexistentes. Finalmente, aca­baba por volver a Estados Unidos, pero para entonces su relación con la fuente original se había dispersado a conciencia. Yo lo único que hacía era dar un empujoncito al asunto. No tengo idea de has­ta dónde llegaba.
—¿Cobraba usted bien por ello?
—Cuando uno es joven, sin muchos recursos, y un hombre le dice que le pagará cien mil dólares al año sólo por dedicar una hora a hacer operaciones bancarias... —El abogado encogió sus hombros desnudos—. Bueno, era un buen negocio.
—Hay algo más, su muerte.
—Su muerte se fraguó sólo en el papel.
—¿A qué se refiere?
—No se produjo accidente alguno. Sí hubo, no obstante, un informe sobre el accidente. Reclamación al seguro. El pago de una incineración. Avisos enviados a los periódicos y a la escuela donde había trabajado. Se tomaron todas las medidas posibles para dar visos de realidad a un suceso que nunca ocurrió. Se conservan co­pias de esos papeles en el dossier. Pero no hubo muerte.
—¿Y usted le ayudó a hacer todo eso?
El abogado volvió a encogerse de hombros.
—Decía que quería empezar de cero.
—Explíquese.
—Nunca dijo directamente que quisiera convertirse en otra persona. Y yo me guardé mucho de hacerle preguntas, aunque cual­quier imbécil se habría dado cuenta de lo que estaba pasando. ¿Sabe? Hice unas pequeñas averiguaciones sobre su pasado, y des­cubrí que no estaba fichado por la policía, y desde luego su nombre no constaba en ninguna base de datos oficial, al menos en ninguna de las que consulté. Dígame, señor Clayton, ¿qué tendría que haber hecho? ¿Rechazar el dinero? Un hombre que aparentemente no tie­ne motivos para ello, un hombre respetado entre los de su profe­sión, sin una necesidad evidente por razones delictivas o sociales, quiere dejar atrás su vida y empezar una nueva en algún otro sitio. En un lugar distinto. Y está dispuesto a pagar una suma fabulosa por ese privilegio. ¿Quién soy yo para interponerme en su camino?
—¿No se lo preguntó?
—En mi breve reunión con su padre, me llevé la impresión clara de que no era responsabilidad mía interrogarlo respecto a sus moti­vos. Cuando mencionó a su ex esposa y dejó una carta para ella, saqué el tema a colación, pero él se crispó y me pidió que me limi­tara a hacer aquello por lo que me pagaba, un cometido con el que me siento de lo más cómodo. —Señaló la habitación con un gesto amplio—. El dinero de su padre me ayudó a crear todo esto. Fue lo que me permitió empezar. Le estoy agradecido.
—¿Puedo rastrear su nueva identidad?
—Imposible. —El abogado sacudió la cabeza.
—¿Por qué?
—¡Porque ese dinero no era negro! ¡Estableció un sistema de blanqueo para fondos que no lo necesitaban! ¡Y es que lo que inten­taba proteger no era el dinero, sino a sí mismo! ¿Entiende la dife­rencia?
—Pero seguro que Hacienda...
—Yo pagaba los impuestos, tanto estatales como federales. Des­de su punto de vista, no había delitos perseguibles. No por ese lado. Ni siquiera acierto a imaginar dónde acababa todo, ni qué uso se le daba al dinero muy lejos de aquí, con qué propósito, para conseguir qué objetivo. De hecho, la última vez que su padre contactó conmi­go fue hace veinte años. Aparte de lo que ya le he contado, fue la única ocasión en que me pidió algo.
—¿Qué le pidió?
—Que viajara a Virginia Occidental y fuera a la penitenciaría del estado. Debía representar a una persona en una vista para la condicional. Conseguí que se la concedieran.
—¿Y esta persona tenía un nombre?
—Elizabeth Wilson. Pero no podrá ayudarle.
—¿Por qué no?
—Porque está muerta.
—¿Y eso?
—Seis meses después de quedar en libertad, se emborrachó en un bar de la pequeña ciudad de provincia donde vivía y se fue con unos degenerados. Alguna prenda suya apareció en el bosque, en­sangrentada. Las bragas, creo. Ignoro por qué su padre quiso ayu­darla, pero fueran cuales fuesen sus motivos, todo quedó en agua de borrajas. —El abogado parecía haber olvidado su desnudez. Se le­vantó y rodeó el escritorio, con el dedo en alto para subrayar sus palabras—. A veces lo envidiaba —admitió—. Era el único hombre verdaderamente libre que he conocido. Podía hacer cualquier cosa. Construir lo que fuera. Ser quien quisiera. A menudo me parecía que el mundo estaba a su disposición.
—¿Tiene usted alguna idea de en qué consistía ese mundo?
El abogado se paró en seco, en medio de la habitación.
—No —dijo.
—Pesadillas —respondió Jeffrey.
El abogado titubeó. Bajó la vista hacia la pistola que sujetaba Jeffrey.
—¿De modo —preguntó despacio— que de tal palo, tal astilla?



17

                La primera puerta sin cerrar


Diana y Susan Clayton avanzaban por la pasarela de la aerolínea con su equipaje de mano, un número considerable de medicamen­tos, unas armas que les sorprendió que les dejaran llevar consigo y una dosis indeterminada de ansiedad. Diana miró el río de pasajeros elegantes de clase preferente que la rodeaban, confundida momen­táneamente por las luces brillantes y de alta tecnología del aeropuer­to, y cayó en la cuenta de que era la primera vez en más de veinti­cinco años que salía del estado de Florida. Nunca había visitado a su hijo en Massachusetts; de hecho, él nunca la había invitado. Y como se había aislado tan eficazmente del resto de su familia, no había nadie más a quien visitar.
Susan también era una viajera poco experimentada. Su excusa en los últimos años era que no podía dejar sola a su madre. Pero la verdad era que sus viajes se desarrollaban en la satisfacción intelec­tual de los pasatiempos que ideaba o en la soledad de sus paseos en la lancha. Cada expedición de pesca era una aventura única para ella. Aun cuando navegaba en aguas conocidas, siempre encontraba algo diferente y fuera de lo común. Lo mismo pensaba sobre las creacio­nes de su álter ego, Mata Hari.
Subieron al avión en Miami abrumadas por la sensación de que se aproximaban al desenlace de una historia que nunca les habían dicho que tuviese que ver con ellas, pero que dominaba sus vidas de manera tácita. Sobre todo Susan Clayton, tras enterarse de que el hombre que la acechaba era su padre, estaba embargada por una extraña emoción de huérfana que había desplazado muchos de sus miedos: «Por fin sabré quién soy.»
Sin embargo, mientras los reactores del avión las acercaban al desconocido nuevo mundo del estado cincuenta y uno, la confianza que suele acompañar a la emoción perdió fuerza, y para cuando vi­raron para iniciar el descenso a las afueras de Nueva Washington, las dos estaban sumidas en un silencio preñado de dudas.
«El conocimiento es algo peligroso —pensó Susan—. El cono­cimiento sobre uno mismo puede ser tan doloroso como útil.»
Aunque no expresaban estos temores en voz alta, ambas eran conscientes de la tensión que se había acumulado en su interior. Diana en especial, con la angustia incipiente que una madre experi­menta ante todo lo que escapa a su comprensión inmediata, sentía que sus vidas se habían vuelto inestables, que se hallaban a la deri­va ante una tormenta que se avecinaba, haciendo girar desesperada­mente la llave en el contacto, escuchando el chirrido del motor de arranque mientras el viento burlón arreciaba alrededor. Cerró los ojos cuando el tren de aterrizaje golpeó la pista, deseando poder recordar un solo momento en que Jeffrey y Susan eran pequeños y los tres vivían solos, pobres pero a salvo, en su pequeña casa de los Cayos, ocultos de la pesadilla de la que habían escapado. Quería pensar en un día normal, rutinario, corriente, en que no hubiese ocurrido nada digno de mención. Un día en el que las horas transcurriesen sin más, inadvertidas y sin nada de especial. Pero los re­cuerdos de ese tipo parecían huidizos y de pronto imposibles d aprehender.
Cuando las dos se encontraban en la pasarela, sin saber muy bien adónde dirigirse, el agente Martin se separó de la pared del fondo del pasillo, donde había estado reclinado sobre un letrero grande y optimista que decía BIENVENIDOS AL MEJOR LUGAR DEL MUNDO. Debajo había unas flechas que indicaban INMIGRACIÓN, CONTROL DE PASAPORTES Y SEGURIDAD. El inspector cubrió con tres zancadas la distancia que lo separaba de ellas, disimulando su frustración por verse obligado a realizar una tarea que consideraba más propia de un chófer, y, con una sonrisa amplia y probablemente transparente, saludó a madre e hija.
—Hola —dijo—. El profesor me ha enviado a recogerlas.
      Susan lo observó con desconfianza. Estudió su identificación durante un rato que al inspector le pareció un segundo o dos dema­siado largo.
—¿Dónde está Jeffrey? —preguntó Diana.
El agente Martin le dedicó una sonrisa cuya falsedad detectó Susan esta vez.
—Pues lo cierto es que yo esperaba que usted me lo dijera. La única información que me dio fue que volvía al lugar de donde ha­bía venido.
—Entonces se ha ido a Nueva Jersey —dijo Diana—. Me pre­gunto qué estará buscando.
—¿Seguro que no lo sabe? —inquirió Martin.
—Ahí es donde nacimos los dos —le explicó Susan al inspec­tor—, donde nacieron muchas cosas. Lo que ha ido a buscar es al­guna pista que indique dónde van a terminar todas estas cosas. Yo habría pensado que esta conclusión resultaría obvia, sobre todo para un policía.
El agente Martin frunció el entrecejo.
—Usted es la que inventa juegos, ¿verdad?
—Veo que ha hecho los deberes. Así es.
—Esto no es un juego.
Susan desplegó una sonrisa forzada.
—Sí que lo es —replicó—. Lo que ocurre es que no es un juego muy agradable —añadió con sarcasmo.
El inspector no contestó y se impuso un momento de silencio entre ellos.
—Y ahora —dijo Susan al cabo—, ¿nos llevará a algún sitio?
—Sí. —Martin señaló a los pasajeros de clase preferente que hacían cola diligentemente ante los controles de Inmigración—. He hecho algunas gestiones, de modo que podemos saltarnos el pape­leo habitual. Las llevaré a un lugar seguro.
Susan rio con cinismo.
—Excelente. Siempre he querido conocer ese lugar. Si es que existe.
El inspector se encogió de hombros y recogió una de las male­tas que Diana había dejado caer al suelo. Extendió la mano hacia la de Susan también, pero ella declinó la oferta con un gesto.
—Mis cosas las llevo yo —dijo—. Siempre lo he hecho.
El agente Martin suspiró y sonrió.
—Bueno, como quiera —dijo con mas jovialidad ungida, y de­cidió que, a juzgar por su primera impresión, Susan Clayton no le caía muy bien. Ya sabía que su hermano no le caía bien, e intuía que no se formaría una opinión en un sentido u otro sobre Diana Clay­ton, aunque tenía curiosidad por saber cómo era una mujer que se había casado con un asesino. La esposa de un homicida. Los hijos de un homicida. Por un lado, no le interesaban demasiado; por otro, sabía que eran imprescindibles para que él alcanzara sus propósitos. Alargó el brazo hacia delante, apuntando a la salida, recordándose a sí mismo que, al final, le importaría un comino si la familia Clay­ton entera moría resolviendo el problema que aquejaba al estado cincuenta y uno.


El agente Martin llevó a las Clayton en una rápida visita guiada por Nueva Washington. Les enseñó las oficinas del estado, pero no por dentro, y menos aún el espacio que compartía con Jeffrey. Él les daba explicaciones animadamente mientras recorrían en coche las calles de la ciudad y los bulevares del ajardinado distrito financiero. Las paseó por algunas de las urbanizaciones más cercanas, todas ellas zonas verdes, y al final acabaron ante una fila algo aislada de casas adosadas, a la orilla de unos barrios residenciales más exclusi­vos y a una distancia considerable de las empresas del centro.
Las casas adosadas —diseñadas a imitación de las que había en ciertas partes de San Francisco, con adornos abarrocados y enreda­deras con flores— estaban en una calle sin salida al pie de unas es­tribaciones escabrosas, a unos kilómetros de las montañas que se alzaban al oeste. Había una piscina comunitaria y media docena de canchas de tenis al otro lado de la calle, así como un pequeño par­que salpicado de toboganes y columpios diseñados para niños de corta edad. Detrás de las casas adosadas había unos terrenos de dimensiones modestas con césped en los que apenas cabía una mesa, unas sillas, un hoyo para barbacoas y una hamaca. Una valla de madera maciza de tres metros de altura delimitaba la parte trasera de cada patio. Más que como protección contra los ladrones, la valla se había construido para evitar que los niños pequeños se despeña­ran por un profundo barranco que se abría en los límites de la urba­nización. Al otro lado había una extensión de terreno no edificado, cubierto de matorrales, malas hierbas y artemisas de ramas nudosas.
La última casa de la fila era propiedad del estado.
El agente Martin giró para entrar con el coche en un aparca­miento pequeño.
—Hemos llegado —anunció—. Aquí estarán cómodas.
Se acercó a la parte posterior del vehículo, sacó las bolsas que pertenecían a Diana, y le dejó el maletero abierto a Susan. Echó a andar por la corta acera hacia la casa cuando oyó a Susan preguntar:
—¿No va a cerrar los seguros de las puertas?
Él se volvió y negó con la cabeza.
—Ya se lo dije a su hermano. Aquí no hace falta cerrar el coche con seguro, ni echar la llave a la puerta de la calle, ni obligar a los niños a llevar dispositivos localizadores, ni activar el sistema de alar­ma cada vez que uno entra o sale de casa. Aquí no. De eso se trata. Ésa es la belleza de este sitio. Uno no tiene que cerrar sus puertas con llave.
Susan se detuvo y dejó que su mirada se deslizara por la calle sin salida, inspeccionando la zona con cautela.
—Nosotras las cerramos —repuso. Sus palabras parecían fuera de lugar entre los sonidos de peloteo procedentes de las canchas de tenis y el jolgorio distante pero inconfundible de niños que jugaban.
Al inspector no le llevó mucho tiempo enseñarles la casa a las dos mujeres. Había una cocina comunicada con un comedor que se prolongaba en una pequeña sala de estar. Al lado estaba la habita­ción de medios audiovisuales, que contenía un ordenador, una ca­dena de música y un televisor. Había otro ordenador en la cocina, y un tercero en uno de los tres dormitorios de la planta superior. Toda la casa estaba amueblada con un estilo anodino, un poco superior al de un buen hotel, pero un poco inferior a aquello en lo que inverti­ría una familia. El agente Martin explicó que el estado alojaba en esa casa a los ejecutivos que preferían no quedarse en ninguno de los hoteles.
—Pueden conseguir lo que necesiten por medio del ordenador —le dijo a Susan—. Hacer un pedido de comestibles. Una película. Una pizza. Lo que sea. No se preocupen por los gastos, lo cargaré todo en una de las cuentas del Servicio de Seguridad. —Martin en­cendió uno de los ordenadores—. Ésta es su contraseña —indicó mientras escribía KARO—. Ahora pueden pedir que les traigan lo que quieran hasta la puerta de su casa. —El tono jovial de su voz parecía enmascarar una mentira—. Muy bien —agregó al cabo de un momento—. Las dejo para que se instalen. Pueden comunicar­se directamente a través del ordenador. Su hermano podrá también, cuando regrese, pero sospecho que se pondrá en contacto antes. Entonces podremos reunimos todos y decidir cuál es el siguiente movimiento.
El agente Martin retrocedió un paso. Diana estaba de pie junto al ordenador y, haciendo un floreo, sacó un catálogo de una tienda de comestibles. La pantalla parpadeó y en ella apareció el mensaje: ¡BIENVENIDO A A&P!, y después con un carrito de supermercado digital empezó a avanzar por el Pasillo Uno / Frutas y verduras frescas. Susan, suspicaz, no quitaba ojo a Martin, que pensó: «No te fíes de ésa.»
—Estaremos bien —aseguró Susan.
Al salir, Martin oyó a su espalda un sonido al que no estaba acostumbrado: el de un cerrojo al correrse.


Susan recorrió la casa adosada mientras su madre utilizaba el ordenador para hacer un pedido de provisiones y concertar la entre­ga con el servicio local de reparto. La joven se alegró al oírla pedir algunos artículos que normalmente habrían considerado lujos: que­so Brie, cerveza importada, un Chardonnay caro, un chuletón. Su­san inspeccionó la pequeña casa como un general inspeccionaría un posible campo de batalla. Le parecía importante tomar buena nota de dónde lucharía, si se viera obligada a ello. Debía localizar el pun­to más estratégico, el sitio desde donde pudiera tender una embos­cada.
Diana, mientras tanto, se percató de lo que hacía su hija y deci­dió prepararse también. Tras completar el pedido de comestibles con el ordenador, solicitó al servicio de entrega una descripción de la persona que les llevaría la compra. Pidió también que le describie­ran el vehículo de reparto. Sin embargo, en cuanto desconectó la línea, se apoderó de ella la fatiga residual del vuelo y de la tensión generada por la situación que las había llevado hasta allí. De modo que, en lugar de prepararse, se sentó pesadamente y contempló a su hija, que exploraba despacio la casa.
Susan advirtió que los cerrojos de las ventanas de la planta baja eran anticuados y probablemente poco eficaces. La puerta de la calle tenía una sola cerradura y ninguna cadena que la reforzara. No ha­bía sistema de alarma. La puerta posterior era corredera como las que suelen dar a los patios y no tenía más que un pestillo que en realidad no estaba diseñado para proteger contra nada. Encontró una escoba en un armario trastero, apoyó el mango contra una pa­red y, con una patada rápida, lo partió, separándolo de la cabeza. Colocó el palo entre el marco de la corredera y la puerta, dejándola tosca pero firmemente asegurada. Cualquiera que quisiera entrar por ahí se vería obligado a romper el vidrio.
La planta superior, pensó Susan, debía de resultar más inacce­sible para los intrusos. No había visto una forma fácil de llegar has­ta las ventanas de arriba sin una escalera. En la parte trasera de la casa adosada había un pequeño enrejado con flores que llegaba has­ta el balcón del dormitorio principal, pero dudaba que soportara el peso de un adulto, y los tallos de las rosas que trepaban por la es­tructura de madera tenían espinas muy puntiagudas. Las casas con­tiguas la inquietaban un poco; creía que era posible que alguien se acercase por el tejado, pero comprendió que no podía tomarse nin­guna precaución contra eso. Por suerte, la pendiente era pronuncia­da, por lo que supuso que alguien que intentase allanar la casa in­tentaría entrar primero por los accesos más evidentes de la planta baja.
Susan abrió la cremallera de su pequeña bolsa de lona y extrajo tres armas diferentes. Había dos pistolas: una Colt .357 Magnum cargada con balas cilíndricas de punta plana, que ella consideraba un instrumento sumamente eficaz a distancias cortas, y una semiautomática ligera Ruger .380, con nueve balas en el cargador y una en la recámara. Llevaba también una metralleta Uzi totalmente automá­tica que había obtenido de manera ilegal en los Cayos de manos de un narcotraficante retirado a quien le gustaba intercambiar con ella trucos de pesca y que nunca se desanimaba cuando ella rechazaba sus habituales invitaciones a salir con él. Este pretendiente le había dado la Uzi tal y como, en una época anterior, habría podido obse­quiarla con flores o una caja de bombones. Ella colocó la correa de la metralleta en torno a una percha y la colgó en el ropero del dor­mitorio del primer piso, tras taparla con una sudadera.
En el pasillo de la planta superior había un armario para la ropa blanca; ella puso la automática, amartillada y lista para disparar, entre dos toallas, en el estante de en medio. Escondió la Magnum en la cocina, tras una fila de libros de recetas. Le enseñó a su madre dónde estaba cada arma.
—¿Te has fijado —preguntó Diana en voz baja y juguetona— que no hay guardias armados por aquí? En Florida parece que es­tén por todas partes. Aquí no.
No obtuvo respuesta.
Las dos mujeres fueron a la sala de estar y se repantigaron una frente a la otra, ahora que el agotamiento debido al viaje y a los nervios empezaba a hacer mella también en Susan. Diana Clayton, por supuesto, notaba el dolor de su enfermedad que la corroía por dentro. Llevaba un tiempo adormecido, como a la expectativa de en qué modo le afectarían estos extraños acontecimientos. Y ahora, tras comprobar que este cambio de aires no suponía una amenaza para él, de pronto se había decidido a recordarle su presencia. Una punzada le recorrió el vientre, y se le escapó un gemido.
Su hija alzó la vista.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, no pasa nada —mintió Diana.
—Deberías descansar. Tomarte una pastilla. ¿Seguro que estás bien?
      —Sí, pero me tomaré un par de pastillas. Susan se dejó resbalar de su silla y quedó sentada junto a las rodillas de su madre, acariciándole la mano a la mujer mayor.
     —Te duele, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer?
     —Hacemos lo que podemos.
     —¿Crees que tal vez no deberíamos haber venido?
     Diana se rio.
—¿Dónde podríamos estar, si no? ¿Esperándolo en casa, ahora que nos ha encontrado? Éste es justo el sitio donde quiero estar. Me duela o no me duela. Pase lo que pase. Además, Jeffrey dijo que nos necesitaba. Todos nos necesitamos entre nosotros. Y tenemos que llevar este asunto a su conclusión, sea la que sea. —Sacudió la cabe­za—. ¿Sabes, cielo? En cierto modo llevo veinticinco años esperan­do este momento. No quisiera traicionarme a mí misma ahora.
Susan titubeó.
—Nunca nos contaste nada de nuestro padre. Ni siquiera re­cuerdo que habláramos de él una sola vez.
—Pues claro que hablábamos de él —repuso su madre con una sonrisa—. Miles de veces. Cada vez que hablábamos de nosotros mismos. Cada vez que teníais un problema, una aflicción o incluso sólo una pregunta, hablábamos de vuestro padre. Es sólo que no erais conscientes de ello.
Tras una vacilación, Susan preguntó:
—¿Por qué? Es decir, ¿qué te impulsó a abandonarlo entonces?
Su madre se encogió de hombros.
—Ojalá pudiera decírtelo. Ojalá hubiese habido un momento concreto. Pero no lo hubo. Fue por el tono de su voz, la manera en que hablaba. El modo en que me miraba por la mañana. El modo en que desaparecía, y luego yo lo encontraba en el baño, lavándose las manos obsesivamente. O en la cocina, hirviendo un cuchillo de caza en una cacerola. ¿Era la expresión de sus ojos, la dureza de sus pa­labras? Una vez encontré un material pornográfico horrible, violen­to, y él me gritó que nunca, jamás, fisgara en sus cosas. ¿Fue por su olor? ¿El mal puede olerse? ¿Sabes que el hombre que identificó al nazi Eichmann era ciego... pero se acordaba de la colonia del arqui­tecto de la muerte? En cierto modo, a mí me pasaba lo mismo. No era nada, y sin embargo era todo. Huir fue la cosa más difícil que he hecho jamás, y a la vez la más sencilla.
—¿Por qué no te lo impidió?
—Creo que él dudaba que yo fuera capaz de conseguirlo. Creo que no se imaginaba realmente que yo fuera a marcharme, llevándo­me a tu hermano y a ti conmigo. Creo que estaba convencido de que daríamos media vuelta al llegar a la esquina, o tal vez al llegar al límite de la ciudad, desde luego antes de llegar al banco para sacar dinero. Nunca imaginó que yo seguiría conduciendo sin mirar atrás en ningún momento. Era demasiado arrogante para pensar que yo haría eso.
—Pero lo hiciste.
—Lo hice. Había mucho en juego.
—¿Ah, sí?
—Tú y tu hermano.
Diana sonrió con ironía, como si ésta fuera la aclaración más obvia del mundo, y luego se llevó la mano al bolsillo y sacó un fras­co pequeño de pastillas. Lo agitó para que le cayesen dos en la pal­ma de la mano, se las metió en la boca y se las tragó con esfuerzo, sin agua.
—Creo que voy a echarme un rato —anunció. Haciendo un esfuerzo consciente por caminar sin trastabillar o cojear a causa de la enfermedad, atravesó la sala y subió por las escaleras.
Susan permaneció en su silla. Esperó a oír el sonido de la puerta del baño y después la de la habitación al cerrarse. Luego echó la cabeza atrás, cerró los ojos e intentó visualizar al hombre que las acechaba.
¿De cabello cano, en vez de castaño? Recordaba una sonrisa, una mueca cínica y burlona que la asustaba. «¿Qué nos hizo? Algo. Pero ¿qué?» Maldijo la imprecisión de su memoria porque sabía que algo había sucedido pero había quedado sepultado por años de negación. Se imaginó a sí misma años atrás, una niña poco femeni­na con cola de caballo, uñas sucias y téjanos, corriendo por una casa grande. Recordaba que había un estudio. Allí es donde estaría él. En la mente de Susan, ella era pequeña, apenas con edad suficiente para ir a la escuela, y se encontraba ante la puerta del estudio. En esta ensoñación, intentó obligar a su imagen a abrir la puerta y mirar al hombre que estaba dentro, pero no logró reunir valor suficiente para ello. Abrió los ojos de repente, jadeando, como si hubiera es­tado aguantando la respiración bajo el agua. Tragó aire a grandes bocanadas y sintió que el corazón le latía a toda velocidad. No se movió hasta que hubo recuperado su ritmo normal.
Susan llevaba así sentada unos minutos cuando sonó el teléfono. Se levantó rápidamente, atravesó la sala de una zancada y descolgó el auricular.
—¿Susan? —Era la voz de su hermano.
—¡Jeffrey! ¿Dónde estás?
—He estado en Nueva Jersey. Estoy a punto de emprender el viaje de regreso. Sólo me queda una persona con quien entrevistarme, y está en Tejas. Pero eso dependerá de si quiere verme, y no estoy muy seguro de que quiera. ¿Estáis bien mamá y tú? ¿Qué tal el vuelo?
Susan activó la conexión con el ordenador y el rostro de Jeffrey apareció en la pantalla. Su aire entusiasmado la sorprendió.
—El vuelo ha ido bien —respondió ella—. Me interesa más lo que has averiguado.
      —Lo que he averiguado es que me temo que será imposible lo­calizar a nuestro padre por medios convencionales. Os lo explica­ré con más detalle cuando os vea. Pero nos quedan los medios no convencionales, es decir, lo que supongo que las autoridades de allí ya habían deducido cuando acudieron a mí. Quizá no lo sabían a ciencia cierta, pero a efectos prácticos es lo mismo. —Hizo una pausa y luego preguntó—: Bueno, ¿cómo pinta el futuro, en tu opi­nión?
Susan se encogió de hombros.
—Llevará un tiempo acostumbrarse. En este estado todo es tan relamido y correcto que me hace preguntarme qué pasaría si uno eructara en un sitio público. Seguramente le pondrían una multa. O lo detendrían. Casi me pone los pelos de punta. ¿A la gente le gusta?
—Vaya si le gusta. Te sorprendería todo aquello a lo que la gente está dispuesta a renunciar por algo más que la ilusión de la seguri­dad. También te sorprendería la rapidez con que uno puede acos­tumbrarse a ello. ¿Martin se ha mostrado servicial?
—¿El increíble Hulk? ¿Dónde encontraste a ese tipo?
—En realidad, él me encontró a mí.
—Bueno, pues nos ha dado una vuelta por ahí y luego nos ha metido en esta casa para que te esperásemos aquí. ¿Cómo se hizo esas cicatrices que tiene en el cuello?
—No lo sé.
—Seguro que eso tiene historia.
     —No sé si tengo muchas ganas de pedirle que nos la cuente. Susan se rio. Jeffrey pensó que era la primera vez en años que oía a su hermana reírse.
—Sí que parece un tipo superduro.
—Es peligroso, Susie. No te fíes de él. Seguramente es la segun­da persona más peligrosa con la que tendremos que lidiar. No, pen­sándolo bien, la tercera. A la segunda la voy a ir a ver antes de reunirme con vosotras.
—¿Quién es?
—Alguien que quizá me eche una mano, o quizá no. No lo sé.
—Jeffrey... —Susan titubeó—. Necesito saber algo. ¿Qué has averiguado sobre... —se interrumpió antes de continuar— sobre nuestro padre? Eso no suena bien. ¿Sobre papá? ¿Sobre nuestro papaíto querido? Dios santo, Jeffrey, ¿cómo debemos considerarlo?
     —No lo consideres una persona a la que te unen lazos de san­gre. Considéralo simplemente un ser a quien estamos excepcional­mente capacitados para enfrentarnos. Susan tosió.
—No es mala idea. Pero ¿qué has descubierto?
—Que es culto, taimado, inmensamente rico y del todo despia­dado. La mayoría de los asesinos no encajan en ninguna de esas categorías excepto la última. Unos pocos encajan en dos de ellas, lo que dificulta en gran medida su captura. Nunca he oído hablar de un homicida que tenga tres de esas características, y mucho menos las cuatro.
Esta aseveración dejó a Susan helada. Notó que se le secaba la garganta y pensó que debía hacer alguna pregunta inteligente o un comentario profundo, pero se había quedado sin palabras. Se sintió aliviada cuando Jeffrey preguntó:
—¿Cómo está mamá?
Susan miró sobre su hombro las escaleras que conducían a la habitación donde se encontraba su madre reposando y, con un poco de suerte, durmiendo.
—Lo lleva bastante bien por el momento. Sufre dolores, pero se la ve menos impedida, lo que me parece una contradicción extraña. Creo que, curiosamente, esta situación le da fuerzas. Jeffrey, ¿tienes idea de lo enferma que está?
Ahora le tocó a su hermano el turno de quedarse callado. Se le ocurrieron varias respuestas, pero sólo fue capaz de decir:
—Mucho.
—Así es. Mucho. Terminal.
Los dos guardaron silencio entonces, intentando asimilar esta palabra.
Jeffrey veía el pasado de su padre como un retablo de cemento fresco alisado con mano experta y fraguado por el paso de los años. Y veía el pasado de su madre como un lienzo impregnado de colo­res vivos. Y ésa, concluyó, era la diferencia entre los dos.
Susan sacudió la cabeza.
—Pero ella quiere estar aquí. De hecho, como ya te he dicho, casi da la impresión de que todo esto la vigoriza. Durante el viaje, todo el día de hoy, parecía llena de vida.
Jeffrey meditó durante unos segundos y entonces le vino una idea a la cabeza.
     —¿Crees que mamá podría quedarse sola? —preguntó—. No durante mucho tiempo. Sólo un día.
     Susan no respondió de inmediato.
     —¿Qué estás pensando?
—No sé si te gustaría acompañarme en una entrevista. Te dará una idea mejor de aquello a lo que nos enfrentamos. Y también te dará una idea un poco más aproximada de cómo me gano la vida.
Susan, intrigada, arqueó una ceja.
—Suena interesante. Pero no tengo muy claro lo de dejar sola a mamá... —Oyó un ruido a su espalda y al darse la vuelta vio a su madre, al pie de la escalera, observándola a ella y la imagen de Jef­frey en la pantalla.
Diana despejó las dudas de los dos.
—Hola, Jeffrey —saludó, sonriendo—. Me ha parecido oír tu voz y he creído que soñaba, así que cuando me he dado cuenta de que no era así, he bajado. Ya estoy deseando que los tres volvamos a estar juntos. —Se volvió hacia su hija y al pensar en todas las pa­labras duras que Susan y Jeffrey habían compartido en años ante­riores casi le pareció divertido que recuperasen su relación gracias al hombre de quien habían huido hacía tanto tiempo—. Ve con él —dijo—. Por un día no me pasará nada. Me lo tomaré con calma y ya está. Descansaré un poco. Quizá dé un paseo. A lo mejor le pido a alguien que me lleve a conocer un poco mejor el estado. Sea como fuere, creo que me gusta estar aquí. Es un sitio muy limpio. Y tran­quilo. Me recuerda un poco mi infancia.
Esto sorprendió a Susan.
—¿En serio? —Asintió con la cabeza—. De acuerdo. Si estás segura... —Vio que su madre le quitaba importancia al asunto con un gesto—. ¿Qué hago? —le preguntó Susan a su hermano.
—Vuelve al aeropuerto por la mañana y toma el primer vuelo a Dallas, Tejas. Allí, coge un vuelo de enlace a Huntsville. Salen tempra­no. Nos encontraremos allí cuando llegues. La clave de ordenador que el agente Martin os ha dado deberá bastar para pagar los vuelos y cual­quier otra cosa. No lleves contigo demasiadas cosas. Y, sobre todo, nada de armas.
—De acuerdo. ¿Qué hay en Huntsville, Tejas?
—Un hombre a quien ayudé a detener hace un tiempo.
—¿Está en la cárcel?
—En el corredor de la muerte.
—Bueno —comentó ella tras una breve pausa—, supongo que al menos su futuro está claro.


En su despacho de la jefatura de seguridad, el agente Roben Martin reprodujo una grabación de la conversación telefónica entre hermano y hermana que acababa de finalizar. Examinó el rostro de Jeffrey en su monitor de vídeo en busca de algún indicio de que el profesor hubiese adquirido información que pudiese conducirlos hasta su presa. Al escuchar al joven hablar con su hermana, Martin llegó a la conclusión de que Jeffrey había averiguado, en efecto, al­gún dato que él necesitaba. Aun así, el inspector resistió el fuerte impulso de arrancárselo agresivamente. Acabaría por descubrir lo que necesitaba saber, pensó, siempre y cuando mantuviese los ojos y los oídos bien abiertos.
Paró la cinta de la conversación y dio al ordenador la orden de que transcribiese toda la información que madre e hija introdujesen en los teclados de la casa. Al cabo de pocos minutos, tal como espe­raba, vio que hacían reservas de avión. Unos momentos después, comprobó que habían contactado con un servicio de coches para que les enviaran uno temprano por la mañana al día siguiente. También se estaban grabando las conversaciones que se mantenían en el interior de la casa, pero decidió que no había necesidad de escucharlas.
Martin se reclinó en su asiento. «El increíble Hulk», pensó irrita­do. Se percató de que se estaba toqueteando las cicatrices del cuello.
Todavía le dolían. Siempre le habían dolido.
Un psicólogo le había explicado un día lo que era el dolor fan­tasma: una persona a la que han amputado una pierna puede tener la sensación de que el miembro que le falta le duele. Un médico le había dado a entender que el ardor que notaba en sus cicatrices podía encajar en esa categoría. La herida ya no era física, sino men­tal, pero el dolor era el mismo. Pensaba que tal vez desaparecería cuando el hermano que se las había causado —lanzándole grasa de tocino hirviendo de una sartén por encima de la mesa, al final de una discusión— muriese, pero eso no había sucedido. Su hermano había muerto apuñalado en el patio de una prisión hacía más de una década, y las cicatrices aún le dolían. Con los años, se había resigna­do a la sensación, al escozor y a la idea de que llevaba un recuerdo grabado en la piel que le inspiraba odio y pena a partes iguales.
Fijó la vista en el ordenador para contemplar el rostro de Jeffrey Clayton.
«Casi ha dado en el blanco, profesor. Soy el hombre más peli­groso con el que topará jamás —dijo para sí—. Ni el segundo ni el tercero, y desde luego no estoy por debajo de su viejo en la lista. Estoy en el primer puesto. Y se acerca rápidamente el día en que se lo demostraré, a usted y a su padre.»
Robert Martin sonrió. La única diferencia entre su hermano muerto y él mismo era que él tenía una placa, lo que elevaba su pro­pensión a la violencia a un nivel totalmente distinto.
Martin se apartó del ordenador. Tomó nota de la hora a la que estaba previsto que llegara a la casa el coche del servicio de trans­porte, con la intención de acudir a presenciar la partida de Susan Clayton.
La pantalla ondeó ante él, como el aire vaporoso sobre una au­topista en un día de mucho calor. Ya había introducido una sola orden, mediante la que autorizaba al estado a pagar todos los gastos efectuados por KARO.
Para recalcar esto, había identificado KARO como Diana y Su­san Clayton de Tavernier, Florida, en un memorándum interno. Había enviado una copia del mismo por correo electrónico a sus jefes del Servicio de Seguridad así como al Departamento de Inmi­gración y Control de Pasaportes. Esto permitiría a las dos mujeres viajar libremente a lo largo y ancho del estado cincuenta y uno.
Se sonrió. Emitir el memorándum era, por supuesto, justo lo que Jeffrey le había pedido que no hiciera.
El agente Martin no sabía cuánto tiempo tardaría el hombre a quien buscaba en descubrir que su esposa e hija se alojaban en una casa adosada propiedad del estado. Incluso era posible que ya lo supiese, pensó Martin, pero dudaba que ni siquiera un asesino tan competente como el padre de Jeffrey estuviese tan alerta. Entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas, calculó. «En cuanto averigüe esto —se dijo Martin— e intercepte parte de su correspondencia electrónica, seguirá obrando con cautela, pero también con curio­sidad. Y la curiosidad, lenta pero segura, prevalecerá sin duda algu­na. Pero no le bastará con leer los mensajes de ordenador, ¿verdad?

No, él sentirá la necesidad de verlas. Entonces irá a la casa adosada y las espiará. Pero tampoco le bastará con eso, ¿verdad? No. Sentirá la necesidad de hablar con ellas. Cara a cara. Y luego, después de eso, quizás incluso sienta la necesidad de tocarlas.
»Y cuando lo haga, yo estaré ahí. Aguardando.»
El agente Martin se puso en pie: KARO. Kar-nada.
No era un buen juego de palabras, pensó. Pero era un juego de palabras al fin y al cabo.
A continuación se preguntó si una cabra atada en medio de la selva rompía a balar por miedo al tigre que se acercaba o por frus­tración, porque sabía que su insignificante vida sería sacrificada sólo para que el cazador escondido en la espesura pudiera apuntar bien a su presa y abatirla con un solo disparo.
El agente Martin salió del despacho, con la sensación, por pri­mera vez en semanas, de que había ganado ventaja.


Todavía estaba oscuro como boca de lobo cuando el inspector salió de su hogar y se encaminó a la casa adosada donde madre e hija dormían. Había poco tráfico en las horas previas al alba —la vida en el estado cincuenta y uno era menos ajetreada que en otros lugares, y los horarios de oficina, más del gusto de los residentes—, así que atravesó a buen ritmo las urbanizaciones que aún se hallaban en si­lencio. Apenas miraba los vehículos que ocasionalmente se cruzaban con el suyo, o aquellos cuyos faros se colaban hasta su retrovisor. Supuso que faltaban noventa minutos largos para el amanecer, así que tomó la salida y enfiló despacio la calle cerrada donde se encon­traban las Clayton.
Había elegido con sumo cuidado la casa adosada. El estado po­seía varias casas en zonas diferentes, pero no todas tenían tantos micrófonos ocultos ni un terreno tan propicio como ésa. La abrupta pendiente que se abría en la parte posterior de la urbanización y la elevada valla al borde del barranco impedirían de forma bastante eficaz que alguien se acercara desde aquella dirección. Dudaba so­bre todo que el hombre a quien buscaba intentase acceder por allí; requeriría una forma física que no creía que aquel hombre mayor conservase todavía. Ése no parecía ser el estilo del asesino; el padre de Jeffrey no era el tipo de homicida que subyugaba a sus víctimas valiéndose de la fuerza bruta; parecía más bien de los que las ven­cían por medio de la inteligencia y las seducían, de modo que, cuan­do al fin se daban cuenta de que el hombre a quien estaban miran­do a los ojos pretendía hacerles el mayor daño posible, ya era demasiado tarde para resistirse y luchar.
Martin condujo durante un minuto más, ascendiendo por unas colinas. Estuvo a punto de pasarse del camino de tierra que busca­ba y tuvo que pisar a fondo el freno y dar un volantazo para tomar la curva. El coche de paisano comenzó a dar tumbos al avanzar so­bre las piedras sueltas y la grava, y las ruedas iban dejando una es­tela de humo que se perdía de vista engullida por la noche.
El camino estaba lleno de baches y pequeños surcos excavados por la lluvia, de modo que redujo la velocidad, soltó una maldición y vio que sus faros subían y bajaban bruscamente. Delante de él, una liebre se espantó y desapareció en los arbustos. Un par de cier­vos se quedaron paralizados por unos instantes al ver las luces, que daban un brillo rojo a su mirada, antes de internarse en los matorra­les de un salto.
Martin dudaba que hubiese muchas otras personas que conocie­sen ese camino, y suponía que muy pocas lo habían recorrido en los últimos años. Observadores de aves y excursionistas, tal vez. Mo­tos de trial y todoterrenos los fines de semana. No había muchos otros posibles motivos para aventurarse por allí. El camino lo había abierto un equipo de topógrafos que iba a explorar la zona en busca de terrenos edificables, pero al final dictaminaron que eran poco aptos. Resultaría difícil subir agua y materiales de construcción hasta allí, y la vista no era lo bastante espectacular para compensar el esfuerzo.
Los neumáticos hicieron crujir la tierra arenosa cuando paró el coche. Apagó el motor y permaneció sentado un par de minutos mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. En el asiento del pa­sajero, Martin llevaba dos pares de prismáticos, unos normales, para cuando amaneciese, y unos más grandes, pesados, color verde oliva, de visión nocturna, para uso militar. Se puso las correas de ambos al cuello. A continuación agarró una linterna pequeña que emitía una luz tenue y rojiza, una mochila que contenía un bollo relleno de fruta y un termo de café solo, y echó a andar.
Alumbraba su camino con el haz de la linterna, temeroso sobre todo de topar con una serpiente de cascabel dormida. El lugar al que se dirigía estaba a sólo unos cien metros de donde había dejado el coche, pero la topografía era accidentada, abundaban las rocas y cavidades con arcilla poco compacta que resultaban tan resbaladi­zas como el hielo en un lago congelado. Más de una vez tropezó, lu­chó por recuperar el equilibrio y siguió adelante.
Martin tardó casi quince minutos en recorrer el trecho entre traspiés y resbalones, pero su recompensa quedó patente cuando llegó al final del angosto sendero. Se hallaba al borde de un risco de tamaño considerable con vista a la piscina comunitaria y las canchas de tenis. Desde donde estaba, abarcaba toda la hilera de casas ado­sadas. Y, lo que era más importante, dominaba con toda claridad la última vivienda de la fila. Gracias a la altura del peñasco, alcanzaba a ver incluso una parte del patio trasero.
Se apoyó en el borde de una roca grande y plana y se llevó los prismáticos de visión nocturna a los ojos. Barrió la zona rápidamen­te para detectar cualquier movimiento que se produjese en la calle, más abajo, pero no percibió nada. Bajó los anteojos, abrió el termo y se sirvió una taza de café. El líquido se fundió con la noche; era como si tomase unos sorbos de aire, de no ser porque le quemaba la garganta. Hacía fresco, y ahuecó las manos en torno al termo para calentárselas.
Entre un trago y otro, tarareaba. Primero melodías de espec­táculos de Broadway que nunca había visto. Después, conforme pa­saban los minutos, sonidos anónimos que fluían formando frases musicales de origen indeterminado que se desvanecían en la negrura que lo rodeaba, sin llegar nunca a mitigar la soledad de su espera.
El frío y lo intempestivo de la hora conspiraron para descon­centrarlo, pero logró vencer la distracción. La noche parecía hacer ruidos; un susurro entre las hierbas y la maleza, el movimiento re­pentino de unas piedras. De cuando en cuando volvía la cabeza ha­cia atrás y escudriñaba con los prismáticos la zona que tenía justo a la espalda. Avistó un mapache y luego una zarigüeya, animales noc­turnos que aprovechaban los últimos minutos que quedaban hasta el amanecer.
Martin exhaló despacio, se llevó la mano bajo la chaqueta y pal­pó la presencia reconfortante de la pistola semiautomática que lle­vaba en una sobaquera. Maldijo una o dos veces en alto, dejando que las palabrotas estallasen como la llama de una cerilla en la oscu­ridad que lo rodeaba. Despotricó contra el tiempo, la soledad y la sensación de inestabilidad que le producía estar encaramado en un risco como un ave de presa. Se sentía incómodo y ligeramente ner­vioso. No le gustaban las zonas rurales del estado. En las zonas ur­banas no había esa oscuridad que lo aterraba. Pero se había alejado apenas unos cien metros de terrenos edificados, internándose en un espacio más primitivo, y esto le hacía darse la vuelta bruscamente cada vez que oía el más leve chasquido o rumor.
El agente Martin miró hacia el este.
—Venga, joder, la mañana. Ya sería hora.
No era tan optimista como para suponer que su presa se presen­taría la primera noche. Eso sería una suerte excesiva, se dijo. Sin em­bargo, confiaba en no tener que esperar mucho a que apareciera el padre de Jeffrey. Martin había estudiado todos los otros casos, bus­cando coincidencias temporales que lo llevasen a elegir un momento sobre otro, pero no había sacado nada en limpio. Los secuestros se habían producido tanto de día como de noche, tanto temprano como tarde. Las condiciones meteorológicas iban desde calurosas y húmedas hasta frías y lluviosas. Aunque sabía que había pautas en esos crímenes, esas pautas residían en las muertes, no en el rapto de las víctimas, de modo que no encontró nada que lo orientase. No podía basarse más que en su propio criterio. Planeaba volver al pe­ñasco la noche siguiente, desde la medianoche hasta el alba.
Desde luego, no tenía la menor intención de informar a Jeffrey sobre dónde iba a estar.
El inspector se encogió e hizo el propósito de traer consigo una chaqueta que abrigase más y un saco de dormir la noche siguiente. Y más comida. Y algo menos pegajoso que el bollo, que le había dejado los dedos pringados de una jalea desagradable que lamía como un animal. Se secó las manos con un fajo de pañuelos de pa­pel y los tiró a un lado. Cambió de posición, incómodo, pues la roca dura contra la que estaba recostado se le clavaba en el trasero.
Consultó su reloj y advirtió que eran casi las cinco y media. El coche que habían pedido debía de llegar a las seis menos diez. El vue­lo de Susan Clayton salía a las siete y media. Tal como esperaba, vio una luz del pasillo encenderse en la casa adosada.
Casi al mismo tiempo, vislumbró los tenues rayos del amanecer que despuntaban sobre la colina. Extendió la mano ante su cara y, por primera vez, pudo entrever las cicatrices que tenía al dorso. Dejó los prismáticos de visión nocturna y cogió los normales. Miró a través de ellos y soltó una imprecación ante el mundo gris y poco definido que le mostraron. Se percató de que se hallaba atrapado en ese momento escurridizo que precede a la salida del sol y en el que ni los anteojos de visión nocturna ni los normales resultaban del todo adecuados.
Era un momento indeciso, y no le gustaba.
Las primeras luces y el coche llegaron casi a la vez, mientras él aguzaba la vista para observar.
Vio a Susan Clayton, que llevaba sólo una bolsa pequeña y se pasaba la mano por el pelo todavía húmedo, salir de la casa adosada justo cuando el coche se acercaba por la calle. Al mirar su reloj com­probó que el coche llegaba cinco minutos antes de lo acordado. Ella aguardó en la acera mientras el vehículo se aproximaba despacio.
Robert Martin dio un respingo y se incorporó de golpe.
Soltó el aire con brusquedad, con todo el cuerpo repentinamen­te tenso.
—¡No! —exclamó, casi gritando. Luego susurró con una certe­za súbita y aterradora—. Es él.
Estaba demasiado lejos para prevenirla a voces, y tampoco esta­ba seguro de que lo haría si pudiera. Intentó poner en orden sus pensamientos e impuso una frialdad de hierro a sus actos, haciendo acopio de fuerzas. No esperaba que se le presentara la oportunidad tan rápidamente, pero al parecer había llegado el momento, y al pensar en ello ahora, le parecía obvio. Un pedido a un servicio de coches por ordenador. Era la suplantación más sencilla imaginable. Ella subiría al primer coche que apareciera, sin prestar atención, sin pensar en lo que hacía.
Y, sobre todo, sin fijarse en el conductor.
Vio que el coche reducía la velocidad y se detenía. Susan Clayton se acercó a la puerta justo cuando el conductor sacaba parte del cuer­po de detrás del volante. Martin mantuvo los prismáticos enfocados en el hombre, que llevaba encasquetada una gorra de béisbol que le daba sombra en la cara. Martin soltó otro taco, maldiciendo la den­sidad gris del aire que lo rodeaba y hacía que lo viese todo borroso. Se apartó los anteojos de la cara, se frotó los ojos con fuerza por unos instantes y luego reanudó su observación. El hombre parecía de espaldas anchas, fuerte y, lo que era más significativo, tenía lo que al inspector le parecieron unos mechones de cabello cano que le so­bresalían por debajo de la gorra. El conductor se quedó a un costa­do del coche, como inseguro respecto a si Susan Clayton necesitaba ayuda con su maleta o si él debía rodear el automóvil para abrirle la portezuela. A ella no le hizo falta ninguna de las dos cosas. A conti­nuación, el conductor se agachó para subir de nuevo al vehículo, pero, antes de que se perdiera de vista tras el volante, Martin pudo atisbarlo durante una fracción de segundo; lo suficiente, pensó. La edad justa, la estatura justa y el momento justo. Era justo la persona.
Martin echó una última ojeada para comprobar el color y la marca del coche. Lo vio girar en redondo en la zona de aparcamien­to, y tomó nota del número de matrícula.
Luego, cuando el automóvil enfiló la calle sin salida, para alejar­se despacio por donde había venido, Martin dio media vuelta y arrancó a correr hacia su coche.
El inspector atravesó a toda prisa los arbustos y la maleza como un jugador de fútbol americano con el balón. Saltó por encima de una roca y avanzó trabajosamente sobre trozos sueltos de pizarra, luchando contra todo cuanto se interponía en su camino. Le daba igual el estrépito que hacía, así como los animales pequeños que se espantaban y salían huyendo mientras él seguía adelante a toda ve­locidad. Ya estaba visualizando el recorrido del coche que había recogido a Susan, intentando prever en qué dirección viraría el con­ductor y cuándo llegaría el momento en que se desviaría por sorpre­sa de la ruta hacia el aeropuerto. «Le dirá que se trata de un atajo, y ella no sabrá lo suficiente para percatarse de la verdad.» Martin, resollando por el esfuerzo de su carrera, sabía que debía darles al­cance antes de que el asesino tomase ese desvío. Tenía que estar allí, pisándole los talones, justo en el instante en que el padre de Jeffrey virase hacia la muerte.
El inspector sentía que sus pulmones estaban a punto de estallar, y tomó bocanadas del aire enrarecido de la mañana. Notaba que el corazón le golpeaba con fuerza en el pecho. Divisó su coche ante sí, una figura desdibujada en la penumbra, y aceleró, sólo para trope­zar con una piedra suelta que lo precipitó de bruces sobre la tierra.
—¡Hostia puta!
Martin atronó el aire con una retahíla de obscenidades. Se puso de pie, con el sabor de la tierra arenosa en la boca. Una punzada le traspasó el tobillo; se lo había torcido y empezaba a inflamarse de­bido a la caída. Tenía el pantalón desgarrado y notó que la sangre le resbalaba por la pierna desde una desolladura larga y ardorosa en la rodilla. Hizo caso omiso del dolor y continuó la marcha. Sin moles­tarse siquiera en sacudirse el polvo, salió disparado hacia delante, intentando no perder ni un segundo más.
—¡Maldita sea! —exclamó mientras metía con brusquedad las llaves en el contacto.
—¿Qué prisa tiene, inspector? —preguntó una voz susurrante justo detrás de su oreja derecha.
Robert Martin profirió un grito, casi un alarido, no una palabra, sino un sonido ininteligible que expresaba un miedo súbito y abso­luto. El cuerpo se le tensó, como una amarra que sujeta un barco a un muelle cuando el viento y un oleaje repentino empujan el casco No veía las facciones de la persona que había aparecido a su espalda, pero, aun presa del pánico que lo asaltó en ese momento, supo de quién se trataba, de modo que dejó caer las llaves del coche con la intención de coger su automática.
Su mano se encontraba a medio camino de la funda cuando la voz del hombre sonó de nuevo.
—Toque esa arma y será hombre muerto.
Su tono frío y despreocupado hizo que la mano del inspector quedase paralizada en el aire, delante de él. Entonces reparó en la navaja que tenía contra el cuello.
El hombre habló de nuevo, como para responder a una pregunta que no se había formulado.
—Es una cuchilla de afeitar de las de antes con un mango auténtico de marfil tallado, inspector, que compré a un precio considerable hace no mucho en una tienda de antigüedades, aunque dudo que el anticuario tuviera la menor idea del uso que yo pensaba hacer de ella. Es un arma excepcional, ¿sabe? Pequeña, cómoda de empuñar. Y afi­lada. Ah, muy afilada. Le seccionaría la yugular con un simple movimiento de la muñeca. Dicen que es una forma desagradable de morir. Es el tipo de arma que ofrece posibilidades interesantes. Y posee cierta sofisticación que ha sobrevivido al paso de los siglos. Algo que no ha podido mejorarse en décadas. No tiene nada de moderno, salvo el tajo que le abrirá a usted en la garganta. Así pues, debe preguntarse «¿Es así como quiero morir, ahora mismo, justo en este instante, ha­biendo llegado tan lejos en mi investigación, sin despejar ninguna de mis incógnitas?» —El hombre hizo una pausa—. ¿Y bien? ¿Es así, inspector?
     De pronto, Robert Martin tenía los labios secos y fruncidos.
     —No —respondió con voz entrecortada.
     —Bien —dijo el hombre—. Y ahora, no se mueva, mientras le quito el arma.
Martin notó que la mano libre del hombre serpenteaba en torno a él, alargándose hacia la automática. La navaja permaneció inmóvil, fría y apretada contra su cuello. El hombre forcejeó por un segun­do, luego sacó la pistola de la funda de Martin. El inspector posó la mirada en el retrovisor, intentando vislumbrar al hombre que tenía detrás, pero el espejo estaba torcido, en una posición que no era la ha­bitual. Martin trató de hacerse una idea de la talla del hombre que estaba a su espalda, pero no veía nada. Sólo estaba la voz, serena, impasible, sosegada, que penetraba la penumbra del amanecer.
—¿Quién es usted? —preguntó Martin.
El hombre rio brevemente.
—Esto es como el viejo juego infantil de las veinte preguntas. ¿Es animal, vegetal o mineral? ¿Es más grande que una panera? ¿Más pequeño que una furgoneta? Inspector, debería hacer pregun­tas cuya respuesta no conozca de antemano. Sea como fuere, soy el hombre a quien usted lleva todos estos meses buscando. Y ahora me ha encontrado, aunque me parece que no exactamente como había previsto.
Martin intentó relajarse. Estaba desesperado por verle el rostro al hombre que tenía detrás, pero incluso el más leve cambio de pos­tura ocasionaba que la navaja le apretase más la garganta. Dejó caer las manos sobre el regazo, pero la distancia entre sus dedos y el re­vólver de refuerzo que llevaba en una pistolera en torno al tobillo se le antojaba maratoniana, inalcanzable e infranqueable.
—¿Cómo sabía que yo estaba aquí? —espetó Martin.
—¿Cree que se puede llegar tan lejos como yo siendo un tonto, inspector? —La voz respondió a la pregunta con otra pregunta.
—No —contestó Martin.
—De acuerdo. ¿Cómo sabía que estaba usted aquí? Hay dos respuestas. La primera es sencilla: porque yo no estaba lejos cuan­do usted recibió a mi hija y mi esposa en el aeropuerto, y les seguí en su tranquilo paseo por nuestra hermosa ciudad, y sabía que en realidad no dejaría usted que se quedasen solas esperándome. Sa­biendo esto, ¿no tenía más sentido anticiparme a sus movimientos y no a los de ellas? Claro que nunca imaginé que tendría tanta suer­te. No sospechaba que usted acudiría por su propio pie al tipo de lugar que yo habría elegido para nuestro encuentro, de haber tenido opción. Un estupendo paraje desierto, silencioso, olvidado. Ha sido toda una suerte para mí. Aunque, por otro lado, ¿no es la suerte una consecuencia habitual de una buena planificación? Yo creo que sí. En fin, inspector, ésa es una respuesta a su pregunta. La respuesta más compleja, por supuesto, es ligeramente más profunda. Y esa respuesta es que me he pasado toda mi vida como adulto tendiendo trampas para que la gente caiga en ellas inadvertidamente. ¿Pensa­ba usted que no reconocería una trampa tendida para mí de forma tan tentadora?
La cuchilla dio una sacudida contra la garganta de Martin.
—Sí —tosió éste.
—Pues se ha demostrado que se equivocaba, inspector.
Martin soltó un gruñido. Se removió de nuevo en su asiento.
—Le gustaría verme la cara, ¿verdad?
Los hombros de Martin permanecían rígidos.
—¿Ha soñado usted con nuestro primer y único encuentro, hace tantos años? ¿Ha intentado imaginar cómo he cambiado des­de aquella charla que mantuvimos entonces?
—Sí.
—No se dé la vuelta, inspector. Piense en sí mismo. Usted era más esbelto, más joven y atlético. ¿Por qué no habría de presentar los mismos signos de la edad? Menos pelo, tal vez. Más papada. Más barriga. Estos cambios serían previsibles, ¿no?
—Sí.
—¿Y buscó fotografías antiguas en el lugar donde yo trabajaba, o tal vez en viejos carnets de conducir, para procesarlos digitalmente? ¿No le pasó por la cabeza que tal vez una máquina podría ayu­darle a averiguar mi aspecto actual?
     —No había fotografías. Al menos, no pude encontrar ninguna.
     — Vaya, que lastima. Aun así, siente curiosidad por otros moti­vos, ¿no es cierto? Cree que me he operado, ¿verdad?
     —Sí.
—Y tiene toda la razón respecto a eso. Naturalmente, aún he de pasar la prueba de fuego. Hay personas que deberían reconocerme. Deberían reconocerme tan pronto como me vean, en el momento en que me huelan, en el instante en que me oigan. Pero ¿me recono­cerán? ¿Serán capaces de ver más allá de los años que han pasado y de las mejores atenciones quirúrgicas? ¿Detectarán las alteraciones en la barbilla, los pómulos, la nariz, lo que sea? ¿Qué continúa igual? ¿Qué es distinto? ¿Serán capaces de ver lo que ha cambiado en vez de lo que sigue inalterado? Ah, he aquí una pregunta interesante. Y es una partida que aún está por jugarse.
A Martin le costaba respirar. Tenía la garganta seca, los múscu­los tensos y un temblor en las manos. La sensación de la navaja contra el cuello era como estar atado por una cuerda irrompible e invisible. La voz del asesino era cadenciosa y suave; sus palabras denotaban que era una persona culta, pero, lo que era mucho peor, su tono delataba al asesino que había en su interior y lo envolvía, opresivo, como un calor implacable en un día de verano. Martin sabía que la delicadeza, la fluidez de las frases del asesino eran algo que ya había empleado antes, para reconfortar en voz queda a alguna víctima al borde del terror. La tranquila certeza de su lenguaje resultaba des­concertante; no casaba con la violencia subsiguiente y evocaba algo distinto, algo mucho menos terrible que lo que iba a ocurrir en rea­lidad. Como las lágrimas del cocodrilo, la serenidad del asesino era una máscara que encubría lo que estaba destinado a suceder des­pués. Martin luchaba con todas sus fuerzas contra el miedo; pensó que él mismo era un hombre de acción, un hombre que sabía recu­rrir a la violencia. En su fuero interno, insistió en que era un digno rival del hombre cuya navaja le hacía cosquillas en el cuello. Era el terreno que él dominaba y con el que se sentía cómodo. Se recordó a sí mismo lo peligroso que era. «Eres tan homicida como él.» Se prometió no morir sin plantar batalla.
«Te dará una oportunidad. No la dejes escapar.»
Martin se armó de valor, esperando.
Sin embargo, adivinar cuál sería su siguiente paso y cuándo lo daría parecía imposible.
—¿Tiene miedo de morir, inspector? —preguntó el hombre.
—No —respondió Martin.
—¿De veras? Yo tampoco. Es de lo más curioso. Algo raro, ¿no cree? Un hombre tan familiarizado con la muerte como yo sigue teniendo preguntas. Es extraño, ¿no le parece? Todo el mundo combate el proceso de envejecimiento a su manera, inspector. Algu­nos solicitan los servicios de los cirujanos. Yo los veía cuando iba a operarme. Claro que mis motivos eran distintos. Otros invierten en viajes a balnearios caros para darse baños de lodo y masajes doloro­sos. Algunos hacen ejercicio, siguen algún régimen o se ponen a dieta de anémonas marinas y posos de café o alguna tontería por el estilo. Algunos se dejan crecer el pelo hasta los hombros y se com­pran una motocicleta. Detestamos lo que nos pasa y la inevitabilidad de todo, ¿verdad?
—Sí —contestó Martin.
—¿Sabe cómo me las arreglo para mantenerme joven, ins­pector?
—No.
—Matando.
Su tono era frío, pero animado. Duro, pero seductor.
El hombre se quedó callado, como meditando sobre sus pala­bras. Luego añadió:
—El ansia ha remitido, tal vez, con el paso de los años, pero las habilidades han aumentado. La necesidad es menor, pero la tarea resulta más fácil. —Vaciló de nuevo antes de decir—: El mundo es un sitio curioso, inspector. Está lleno de rarezas y contradicciones de toda clase.
Martin deslizó la mano de su regazo hacia la cintura, acercándo­la unos centímetros al arma que tenía justo encima del pie derecho. Recordaba la forma de la pistolera. El revólver estaba sujeto por una sola correa. Había un broche que a veces se atascaba cuando no se había tomado la molestia de engrasarlo. Tendría que abrirlo antes de empuñar la culata. Se preguntó si el seguro estaba puesto, y en ese momento fue incapaz de recordarlo. Achicó los ojos por un instan­te, esforzándose por hacer memoria, pero este detalle importante escapaba a su conciencia, y se maldijo para sus adentros por ello. La navaja continuaba apretada contra su cuello, y Martin comprendió que, a menos que la posición de ésta cambiara, cuando él se inclina­ra hacia delante para alcanzar el revólver supletorio, con toda pro­babilidad se degollaría a sí mismo.
—Le gustaría matarme, ¿no es así, inspector?
Martin guardó silencio e hizo un leve encogimiento de hombros antes de responder.
—Por supuesto.
El asesino se rio.
—En eso consistía todo el plan, ¿no, inspector? Jeffrey debía encontrarme, pero tendría sentimientos encontrados. Vacilaría. Lo asaltarían dudas, porque, al fin y al cabo, soy su padre. De modo que no reaccionaría, al menos de inmediato. No lo haría sino en el momento crucial. Pero usted estaría allí para intervenir en ese pre­ciso instante y acabaría conmigo sin pensárselo, sin titubear y sin el menor remordimiento... —Titubeó y agregó—: No había ninguna detención prevista, ¿verdad? Nada de cargos, abogados ni juicios, ¿no? Y, sobre todo, nada de publicidad. Usted simplemente extirpa­ría el problema de este estado de modo instantáneo y eficaz, ¿estoy en lo cierto?
Robert Martin no quería responder. Se lamió los labios, pero fue como si la fría presión de las palabras del asesino hubiese absorbi­do toda la humedad de su interior.
La navaja dio otra sacudida bajo su barbilla, y él notó una leve punzada.
     —¿Estoy en lo cierto? —repitió el asesino.
     —Sí —contestó Martin con un hilillo de voz. Se impuso otro momento de silencio antes de que el asesino continuase.
—Era una respuesta previsible. Pero dígame una cosa. Usted ha hablado con él. Supongo que ha llegado a conocerlo un poco. ¿Cree usted que Jeffrey estaría dispuesto a matarme también?
—No lo sé. No tenía la menor intención de dejar esa decisión en sus manos.
El hombre de la navaja reflexionó sobre ello.
—Ha sido una respuesta sincera, inspector. Se lo agradezco. Estaba previsto desde el principio que usted fuese el asesino en esta historia, ¿verdad? El papel de Jeffrey debía ser limitado. Clave pero limitado. ¿Me equivoco?
A Martin le pareció que mentir sería un error.
—Es evidente que no se equivoca.
—Usted no es un policía en realidad, ¿no, inspector? Es decir, quizá lo fue alguna vez, pero ya no. Ahora no es más que un matón a sueldo del estado. Alguien que se dedica a recoger los estropicios, ¿verdad? Una especie de servicio de limpieza especializado. La voz soltó una única y áspera carcajada.
—Me ha pillado —dijo. Aguardó un instante antes de conti­nuar—. Pero mi mujer y mi hija, ¿cómo encajan ellas en esta ecua­ción? Su marcha de Florida me cogió por sorpresa. Era allí donde iba a organizar mi reencuentro con ellas.
—Eso fue idea de su hijo. No estoy muy seguro de qué quiere que hagan.
—¿Tiene idea de cuánto las he echado de menos en los últimos años, de lo mucho que he deseado que volvamos a estar juntos? Incluso en la vejez, un tipo malvado como yo necesita el consuelo de su familia.
Martin sacudió la cabeza levemente.
     —No me venga con gilipolleces sentimentales. No me lo creo. El asesino se rio de nuevo.
—Vaya, inspector, al menos no es usted tonto. Bueno, un poco tonto sí, pues de lo contrario no habría venido sin fijarse en que un coche le seguía. Y desde luego ha sido lo bastante tonto para no cerrar con llave las puertas de su coche. ¿Por qué no lo ha hecho, inspector?
—Nunca lo hago. Aquí no. Este mundo es seguro.
—Ya no lo es, ¿o sí?


Parte 3