John Katzenbach
En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU. que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado. En este contexto, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan.—Quería un animal ideal para cazarlo —explicó el general.
Así que dije:
—¿Qué características tendría una presa ideal?
La respuesta fue,
por supuesto:
—Debe ser valiente,
astuta y, por encima de todo, capaz de razonar.
—Pero si ningún animal
es capaz de razonar —objetó Rainsford.
—Mi querido amigo
—dijo el general—, existe un que sí lo es.
Richard Connell,
The
Most Dangerous Game
Prólogo
La
mujer de los acertijos
Su madre, que estaba agonizante, dormía
con un sueño intranquilo en una habitación contigua. Era casi medianoche, y un
ventilador de techo removía el aire en torno a la hija, al parecer sin otro
resultado que el de redistribuir el calor que quedaba del día.
La anticuada ventana de
celosía estaba ligeramente abierta a la noche color regaliz. Una polilla se
golpeaba desesperada contra el cristal, decidida por lo visto a matarse. Ella
la observó por un momento, preguntándose si la atraía la luz, como creían los
poetas y los románticos, o si en realidad detestaba la claridad y se había
lanzado a un ataque furioso contra el origen de su frustración.
Notó que una gota de sudor le resbalaba
entre los pechos e intentó secársela con la camiseta, sin apartar en ningún
momento la vista de la hoja de papel que tenía en el escritorio, ante sí.
Era de un papel blanco barato. Las
palabras estaban escritas en sencillas letras de imprenta.
LA PRIMERA PERSONA POSEE AQUELLO QUE LA SEGUNDA
PERSONA ESCONDIÓ.
Se reclinó en su silla de trabajo,
tamborileando en el escritorio con un bolígrafo como un percusionista que busca
un ritmo. No era extraño que recibiese notas y poemas por correo, cifrados
según claves de lo más variadas, con algún tipo de mensaje secreto. Por lo
general se trataba de declaraciones de amor o deseo, o bien una forma de
forzar un encuentro. A veces eran obscenos. Ocasionalmente constituían un reto
para ella, eran mensajes tan complicados, tan crípticos que la dejaban
perpleja. Al fin y al cabo, se ganaba la vida con eso, así que no le parecía
del todo injusto que alguno de sus lectores le volviese las tornas.
Sin embargo, lo más
inquietante de ese mensaje en particular era que no se lo habían enviado a su
buzón de la revista, ni lo había recibido en el ordenador de la oficina como
correo electrónico. Habían metido la carta ese día en el buzón maltratado y
cubierto de herrumbre que estaba al final del camino particular de su casa,
para que ella lo encontrase esa tarde, en cuanto regresara del trabajo. Además,
a diferencia de los mensajes que estaba acostumbrada a descifrar, éste carecía
de firma y de la dirección del remitente. No había ningún sello pegado al
sobre.
No le hacía gracia la idea de que alguien supiera dónde vivía.
La mayoría de la gente
que se distraía con los juegos de ingenio que ella inventaba era inofensiva;
programadores informáticos, académicos, contables. Entre ellos había algún que
otro policía, abogado o médico. Ella había aprendido a reconocer a muchos de
ellos por la manera tan característica en que funcionaba su mente cuando
resolvían sus pasatiempos y que a menudo resultaba tan única como una huella
digital. Incluso había llegado a un punto en que sabía de antemano cuáles de
sus asiduos darían con la solución de ciertas clases de enigmas; algunos eran
expertos en criptogramas y anagramas; otros sobresalían por su habilidad para
desentrañar acertijos literarios, identificar citas oscuras o relacionar
autores poco conocidos con acontecimientos históricos. Era la clase de personas
que resolvían los crucigramas del domingo con pluma.
Desde luego, también había algunos de los otros.
Ella siempre estaba alerta ante la gente que proyectaba su paranoia
en cada mensaje oculto, o que descubría odio y rabia en todos los rompecabezas
que ella creaba.
«Nadie es realmente
inofensivo —se dijo—. Ya no.»
Los fines de semana se
llevaba una pistola semiautomática a un manglar que no estaba muy lejos de la
casa de bloques de hormigón ligero, desvencijada, de una sola planta y dos
habitaciones que había compartido durante casi toda su vida con su madre, y
practicaba hasta convertirse en una experta.
Bajó la vista hacia la
nota que alguien le había llevado hasta allí y notó una presión desagradable en
el estómago. Abrió el cajón de su escritorio, extrajo un revólver Magnum .357 de cañón corto de su funda y lo depositó
en el tablero, junto a la pantalla del ordenador. Era una de la media docena
de armas que poseía, entre las que se encontraba un fusil de asalto automático
que colgaba, cargado, de un gancho al fondo de su armario ropero.
—No me gusta que sepas
quién soy ni dónde vivo —dijo en voz alta—. Eso no forma parte del juego.
Hizo una mueca al
pensar que había sido descuidada y se fijó el propósito de averiguar cómo se
había producido la filtración —qué secretaria o ayudante de redacción había
filtrado su dirección— y de tomar las medidas necesarias para remediarlo. Era
muy celosa de su privacidad y no sólo la consideraba parte necesaria de su
trabajo, sino también de su vida.
Se quedó mirando las palabras
de la nota. Aunque estaba bastante segura de que no estaban en clave numérica,
realizó unos cálculos rápidos, asignando un número a cada letra del alfabeto,
después restando y sumando e introduciendo variaciones para intentar descubrir
el sentido de la nota. Casi al instante comprendió que sería inútil. Todos sus
intentos arrojaban resultados sin pies ni cabeza.
Encendió el ordenador e
insertó un disquete que contenía citas célebres, pero no encontró ninguna
remotamente parecida.
Decidió que necesitaba
un vaso de agua. Se puso de pie y se dirigió a la pequeña cocina. Había un
vaso limpio puesto a secar junto al fregadero. Ella le echó hielo y lo llenó de
agua del grifo, que tenía un sabor ligeramente salado. Se tapó la nariz con los
dedos y pensó que era uno de los inconvenientes menores de vivir en los Cayos
Altos. Los mayores inconvenientes eran el aislamiento y la soledad.
Se detuvo en el vano de
la puerta, con la mirada fija en la hoja de papel, al fondo de la habitación, y
se preguntó por qué esa nota en particular le quitaba el sueño. Oyó a su madre
gemir y revolverse en la cama, y supo en el acto que la mujer mayor estaba
despierta antes de oírla hablar.
—Susan, ¿estás ahí?
—Sí, madre —respondió
ella despacio.
Fue a toda prisa a la
habitación de su madre. En otro tiempo, allí había habido color; a su madre le
gustaba pintar, y durante años había tenido sus cuadros apilados contra las
paredes, y sus pinturas, sus vestidos y pañuelos exóticos, vaporosos y multicolores
caprichosamente desperdigados o colgados en un caballete. Sin embargo, todo eso
había cedido el paso a bandejas de medicamentos y un aparato de respiración
asistida, y se encontraba arrumbado en armarios, reemplazado por signos de
decrepitud. A ella le parecía que la habitación ya ni siquiera olía a su madre,
sino a antisépticos, a recién fregado. Era un sitio limpio, desinfectado y
lúgubre donde morir.
—¿Te duele? —preguntó
la hija. Se lo preguntaba siempre, pese a que conocía la respuesta y sabía que
la madre no respondería la verdad.
La mujer mayor se esforzó por
incorporarse.
—Sólo un poquito. No estoy muy mal.
—¿Quieres una pastilla?
—No, no hace falta. Estaba pensando en tu hermano.
—¿Quieres que lo llame y te ponga con él?
—No, sólo
conseguiríamos preocuparlo. Seguro que está muy ocupado y necesita descansar.
—Lo dudo. Yo creo que preferiría hablar contigo.
—Bueno, mañana, tal vez. Estaba soñando
con él. Y contigo también, cielo. Soñaba con mis hijos. Ahora él tiene que
dormir. Y tú también. ¿Qué haces levantada?
—Estaba trabajando.
—¿Ideando otro concurso? ¿De qué será
esta vez? ¿De citas, de anagramas? ¿Qué clase de pistas piensas dar?
—No, no se trata de
algo mío. Estaba trabajando en un acertijo que alguien me ha enviado.
—Tienes tantos admiradores...
—No es a mí a quien
admiran, mamá, sino los pasatiempos.
—No tendría que ser
así. Deberías dejar que reconocieran tu mérito, en vez de esconderte.
—Tengo muchas razones
para usar un seudónimo, mamá, ya las conoces.
La mujer mayor se recostó sobre su almohada.
No era tanto la vejez como la enfermedad la que había hecho estragos en ella.
Tenía la piel flácida, colgante en torno al cuello, y el cabello suelto desparramado
sobre las sábanas blancas. Aún tenía la cabellera de color castaño rojizo; su
hija la ayudaba a teñírsela una vez por semana en un rito que ambas esperaban
con ilusión. A la mujer mayor apenas le quedaba vanidad; el cáncer se la había
arrebatado casi por completo. Aun así, no había renunciado a teñirse el pelo,
y su hija se alegraba de ello.
—Me gusta el nombre que elegiste. Es sexy.
—Mucho más sexy que yo —dijo la hija con una carcajada.
—Mata Hari. La espía.
—Sí, pero no fue la mejor. La pillaron y
la fusilaron.
A su madre se le escapó
una risotada, y su hija sonrió, pensando que, si encontrara otras maneras de
hacerla reír, la enfermedad no se extendería tan rápidamente.
La mujer mayor volvió
la vista hacia arriba, como buscando un recuerdo en el techo.
—¿Sabes? Hay una historia que leí en un
libro cuando era pequeña —dijo con entusiasmo—. Según ésta, antes de que el
oficial francés diese al pelotón de fusilamiento la orden de disparar, Mata
Hari se desabrochó la blusa y se quedó con los pechos al aire, como retando a
los soldados a estropear aquella perfección...
La madre cerró los ojos
por unos instantes, como si le costase evocar aquello, y la hija se sentó en el
borde de la cama y le tomó la mano.
—Pero aun así dispararon. Qué triste.
Hombres tenían que ser, supongo.
Las
dos mujeres sonrieron juntas por un momento.
—No
es más que un nombre, mamá. Un buen nombre para alguien que hace pasatiempos
para revistas. La madre asintió con la cabeza.
—Creo que me tomaré esa
pastilla —dijo—. Y mañana podemos llamar a tu hermano. Le haremos preguntas
sobre los asesinos. Quizás él sepa por qué esos soldados franceses obedecieron
la orden de disparar. Seguro que tendrá alguna teoría. Eso será divertido. —La
madre tosió al soltar una carcajada.
—Estaría bien. —La hija
alargó la mano hacia una bandeja y abrió un frasco de cápsulas.
—Quizá dos —apuntó la
madre.
La hija vaciló y acto
seguido dejó caer dos píldoras sobre su mano. La madre abrió la boca, y ella le
colocó con delicadeza las pastillas en la lengua. A continuación, la ayudó a
incorporarse y acercó su propio vaso de agua a los labios de la mujer mayor.
—Sabe a rayos —comentó la madre—. ¿Sabes
que cuando yo era joven podíamos beber directamente de los arroyos de las Adirondack?
Nos agachábamos y recogíamos con la mano el agua más transparente y fresca a
nuestros pies para llevárnosla a los labios. Era espesa y pesada; beberla era
como comer. Estaba fría; preciosa, clara y muy fría.
—Ya. Me lo has contado muchas veces
—respondió la hija con suavidad—. Eso ha cambiado. Como todo. Ahora, intenta
dormir. Necesitas descansar.
—Aquí todo es tan caliente... Siempre
hace calor. ¿Sabes?, a veces no distingo entre la temperatura de mi cuerpo y
la del aire que nos rodea. —Hizo una pausa y al cabo añadió—: Sólo por una vez
me encantaría volver a probar esa agua.
La hija le bajó la
cabeza hasta apoyársela sobre la almohada y esperó mientras los párpados le
temblaban y finalmente se le cerraban. Apagó la lámpara de la mesita de noche
y regresó a su habitación. Miró en torno a sí por un momento, deseando que
hubiera en ella objetos que no fueran sólo corrientes, de uso práctico o tan inhumanos
como la pistola que la esperaba sobre la mesa de su ordenador. Le habría
gustado que hubiese algo revelador de quién era ella o quién quería ser.
Pero no encontraba nada. En cambio, la nota
atrajo su mirada.
LA PRIMERA PERSONA POSEE AQUELLO QUE LA SEGUNDA PERSONA ESCONDIÓ.
«Sólo estás cansada —se dijo—. Has estado
trabajando duro, y hace mucho calor para esta época tan tardía de la temporada
de huracanes. Demasiado calor. Y todavía hay tormentas grandes girando sobre
el Atlántico, alejándose de la costa de África, absorbiendo energía de las
aguas del océano, con vistas a tomar tierra en el Caribe o, peor aún, en
Florida —pensó—. Quizá llegue hasta aquí una tormenta de final de temporada,
una tormenta devastadora. Los más veteranos habitantes de los Cayos siempre
dicen que ésas son las peores, pero en realidad no hay ninguna diferencia. Una
tormenta es una tormenta.» Se quedó mirando la nota de nuevo. «No hay razón
para inquietarse por un anónimo —insistió para sí—, aunque sea tan críptico
como éste.»
Por un momento dedicó energía a convencerse de esa mentira, luego se
sentó frente a su escritorio y cogió un bloc de papel tamaño oficio amarillo.
«La primera persona...»
Podía tratarse de Adán. Quizás el tema fuera bíblico.
Empezó a pensar de
manera más transversal.
La «primera familia»...
bueno, era la del presidente, pero ella no sacaba nada en limpio de eso.
Entonces le vino a la mente el famoso panegírico a George Washington —«el
primero en la guerra, el primero en la paz...»— y encaminó sus esfuerzos en esa
dirección, pero enseguida se dio por vencida. Que ella recordara, no conocía a
nadie llamado George. Y menos aún Washington.
Exhaló un hondo
suspiro, deseando que el aire acondicionado de la casa funcionara. Se dijo que
su buena mano para los acertijos estaba basada en la paciencia, y que sólo
tenía que ser metódica para descifrar éste. De modo que mojó los dedos en el
agua con hielo, se frotó con ellos la frente y luego el cuello y decidió que
nadie le enviaría un mensaje en clave que ella no pudiese descifrar: no
tendría el menor sentido enviárselo.
De cuando en cuando
alguno de los lectores de la revista que solían resolver sus pasatiempos le
mandaban notas, pero siempre a su seudónimo en la oficina. Invariablemente
figuraba la dirección del remitente —a menudo también cifrada—, pues sus
admiradores estaban más ansiosos por demostrarle su brillantez que por conocerla
en persona. De hecho, a lo largo de los años, unos cuantos habían logrado
dejarla en blanco, pero esas derrotas siempre iban seguidas de éxitos.
Observó de nuevo las palabras.
Recordó algo que había
leído una vez, un proverbio, un retazo de sabiduría transmitido de padres a
hijos en una familia: «Si corres y oyes ruidos de cascos a tu espalda, lo más
sensato es suponer que se trata de un caballo y no de una cebra.»
No una cebra.
«Recurre a la simplicidad. Busca la
respuesta fácil.»
Bien. La primera persona. La primera
persona del singular.
Es decir, «yo».
«La primera persona posee...»
¿La primera persona, con un sinónimo de
«poseer» ?
«Yo he...»
Se
inclinó sobre su bloc y asintió con la cabeza.
—Estamos
avanzando —dijo en voz baja.
«...
aquello que la segunda persona escondió».
La
segunda persona. Es decir, «tú».
Escribió:
«Yo he espacio a ti.»
Se
fijó en la palabra «escondió».
Por un momento pensó que se había mareado
por el calor. Respiró hondo y extendió el brazo para coger el vaso de agua.
El antónimo de «esconder» era «encontrar».
Bajó la vista hacia la nota y dijo en alto:
—Yo te
he encontrado a ti...
La polilla frente a la ventana abandonó por
fin sus embates suicidas y cayó sobre el alféizar, donde se quedó agitando las
alas hasta morir, dejándola a ella sola, reprimiendo un grito, presa de un miedo
nuevo y repentino, en medio de un silencio sofocante.
1
El Profesor de la Muerte
Se acercaba el final de su decimotercera
hora de clase y no estaba seguro de que alguien lo estuviera escuchando. Se
volvió hacia la pared donde antes había una ventana que habían entablado y después
tapiado. Se preguntó por un momento si el cielo estaría despejado, luego
supuso que no. Se imaginaba un mundo extenso, gris y encapotado al otro lado de
los bloques de hormigón con que estaban construidas las paredes de la sala de
conferencias. Miró de nuevo a la concurrencia.
—¿Nunca se han preguntado a qué sabe en
realidad la carne humana? —preguntó de pronto.
Jeffrey Clayton, un joven vestido con una
estudiada indiferencia hacia la moda que le confería un aspecto poco atractivo
y anónimo, estaba dando una clase sobre la propensión de ciertas clases de
asesinos en serie a caer en el canibalismo, cuando vio con el rabillo del ojo
bajo su mesa la luz roja y parpadeante de la alarma silenciosa. Contuvo la
repentina oleada de ansiedad que le subió por la garganta y, con sólo un breve
titubeo al hablar, se apartó disimuladamente del centro del pequeño estrado y
se situó tras la mesa. Se sentó despacio en su silla.
—Así pues —dijo mientras fingía rebuscar
alguna nota en los papeles que tenía delante—, podemos apreciar que el fenómeno
de devorar a la víctima tiene antecedentes en muchas culturas primitivas, en
las que se creía, por ejemplo, que al comerse el corazón del enemigo, uno
adquiría su fuerza o su valor, o que al ingerir su cerebro, aumentaría su
inteligencia. Algo sorprendentemente parecido le sucede al asesino que se
obsesiona con los atributos de su presa. Intenta transformarse en la víctima
elegida...
Mientras hablaba
deslizó la mano cuidadosamente bajo el escritorio. Escudriñó cautelosamente a
los cerca de cien alumnos que se removían en su asiento ante él en la sala mal
iluminada, paseando la vista por sus rostros oscuros como un marinero solitario
que escruta el océano en tinieblas en busca de una boya conocida.
Sin embargo, no veía
más que la bruma habitual: aburrimiento, dispersión y algún destello ocasional
de interés. Clayton buscaba odio. Rabia.
«¿Dónde estáis? —dijo
para sus adentros—. ¿Quién de vosotros quiere matarme?»
No se preguntó por qué.
El porqué de tantas muertes había pasado a ser una cuestión irrelevante,
intrascendente, casi eclipsada por lo frecuentes y comunes que eran.
La luz roja continuaba
parpadeando bajo su mesa. Con el dedo índice, Clayton pulsó el botón que
activaba la alerta de seguridad media docena de veces. En principio, una alarma
se dispararía en la comisaría del campus, que enviaría automáticamente a su
unidad de Operaciones Especiales. Pero, para ello, el sistema de alarma tendría
que funcionar, cosa que él dudaba. Ninguno de los retretes en el servicio de
caballeros funcionaba esa mañana, y a Clayton le parecía improbable que la
universidad se ocupase de tener en buen estado un circuito electrónico endeble
cuando ni siquiera mantenía la instalación de agua en condiciones.
«Puedes manejar la situación —se dijo—. Ya lo has hecho antes.»
Continuó recorriendo la
sala con la mirada. Sabía que el detector de metales instalado en la puerta
trasera tenía la mala costumbre de fallar, pero también era consciente de que a
principios del semestre otro profesor había hecho caso omiso de la misma señal
y como resultado había recibido dos disparos en el pecho. El hombre había
muerto desangrado en el pasillo, balbuciendo algo sobre los deberes para el
día siguiente, mientras un alumno desquiciado de posgrado bramaba obscenidades
de pie junto al cuerpo agonizante del profesor. Al parecer, un suspenso en un
examen parcial había sido el detonante de la agresión; una explicación tan comprensible
como cualquier otra.
Clayton ya nunca ponía
notas inferiores a notable precisamente para evitar enfrentamientos de ese
tipo. No valía la pena jugarse el pellejo por suspender a un estudiante de
segundo. A los alumnos que a su juicio estaban al borde de la psicosis asesina
les ponía automáticamente notables altos por sus trabajos, independientemente
de si los entregaban o no. El responsable de gestión académica del
Departamento de Psicología sabía que todo estudiante que obtuviese esa nota del
profesor Clayton debía considerarse una amenaza e informaba sobre ello al
cuerpo de seguridad del campus.
El semestre anterior,
había puesto esas notas a tres alumnos, todos ellos matriculados en su curso de
Introducción a las Conductas Aberrantes. Los estudiantes habían rebautizado el
curso como «introducción a matar por diversión», nombre que, si bien no del
todo exacto, al menos le parecía creativamente rítmico.
—... pues, a fin de cuentas, convertirse
en su víctima es lo que motiva las acciones del asesino. Entra en juego una
extraña dualidad entre el odio y el deseo. A menudo desean lo que odian, y
odian lo que desean. También los mueven la fascinación y la curiosidad. La
mezcla da lugar a un volcán de emociones diferentes. Esto, a su vez, se traduce
en perversión, que trae consigo el asesinato...
«¿Es eso lo que te está
pasando a ti?», preguntó en su fuero interno a la amenaza invisible.
Su mano palpó la parte
inferior de la mesa hasta cerrarse en torno a la culata de la pistola
semiautomática que tenía allí escondida, en su funda. Acarició el gatillo con
el dedo mientras quitaba el seguro con el pulgar. Desenfundó el arma
lentamente. Permaneció ligeramente encorvado, como un monje atareado con un
manuscrito, intentando ofrecer un blanco más pequeño. Notó una punzada de
rabia; el proyecto de ley para asignar fondos a la compra de chalecos
antibalas para el profesorado aún estaba pendiente de aprobación por la
comisión legislativa, y el gobernador, alegando limitaciones presupuestarias,
había vetado hacía poco una partida para modernizar las cámaras de
videovigilancia en aulas y salas de conferencias. En cambio, al equipo de
fútbol americano se le proporcionarían uniformes nuevos ese otoño, y al
entrenador de baloncesto le habían concedido una vez más un aumento, mientras
que a los profesores no se les hacía el menor caso, como de costumbre.
La mesa era de acero
reforzado. El Departamento de Edificios y Terrenos del campus le había
asegurado que sólo podía atravesarla la munición de alta velocidad recubierta
de teflón. Sin embargo, tanto Clayton como todos los demás profesores sabían
perfectamente que esas balas podían adquirirse en varias tiendas de artículos
de caza desde las que se podía llegar caminando a la universidad. También había
balas explosivas y de punta hueca disponibles para quienes estuviesen
dispuestos a pagar los precios inflados de los establecimientos próximos al
campus.
Jeffrey Clayton era un
hombre más joven, aún en la etapa optimista de la mediana edad, y libre
todavía de la inevitable barriga, los ojos legañosos y desilusionados, y el
tono de voz nervioso y asustado tan comunes entre los profesores mayores. Las
expectativas de Clayton en la vida, que ya eran mínimas de entrada, no habían
empezado a reducirse sino hasta hacía poco tiempo, marchitándose como una
planta apartada de la luz en algún rincón sombrío. Todavía conservaba los
músculos de brazos y piernas enjutos pero fuertes que le proporcionaban la
rapidez de una liebre, y una actitud alerta disimulada por un tic ocasional en
la comisura del párpado derecho y las gafas anticuadas de montura metálica que
llevaba. Tenía andares de atleta y porte de corredor, pues lo era desde su
época de instituto. Algunos profesores apreciaban su sarcástico sentido del
humor, un antídoto que contrarrestaba, según él, los efectos de su estudio
concienzudo de las causas de la violencia.
«Si me tiro hacia la
izquierda —pensó—, el arma quedará en posición de disparo, y mi cuerpo
protegido por la mesa. El ángulo para devolver el fuego no será óptimo, pero
tampoco quedaré del todo indefenso.»
Se esforzó por hablar con voz monótona.
—... Algunos
antropólogos sostienen la teoría de que varias culturas primitivas no sólo
producían individuos que en la sociedad actual se convertirían con toda
probabilidad en asesinos en serie, sino que los veneraban y los elevaban a
categorías sociales destacadas.
No dejó de escrutar a
la concurrencia con la mirada. En la cuarta fila, a la derecha, había una
joven que se revolvía inquieta. Se retorcía las manos sobre el regazo. «¿Síndrome
de abstinencia de anfetaminas? —se preguntó—. ¿Psicosis inducida por la
cocaína?» Sus ojos continuaron explorando y se fijaron en un chico alto sentado
justo en el centro del auditorio que llevaba gafas de sol, a pesar de la
penumbra que reinaba en la sala, tenuemente iluminada por los mortecinos
fluorescentes amarillos del techo. El joven estaba sentado muy rígido, con los
músculos tensos, como si la soga de la paranoia lo mantuviese atado a su
silla. Tenía las manos ante sí, apretadas, pero vacías, tal como Jeffrey
Clayton vio de inmediato. Manos vacías. Había que encontrar las manos que
ocultaban el arma.
Se oyó a sí mismo dar
la conferencia, como si su voz emanara de un espíritu separado de su cuerpo.
—... Cabe suponer, a modo de ejemplo, que
el antiguo sacerdote azteca que se encargaba de arrancar el corazón aún
palpitante a las víctimas de los sacrificios humanos, bueno, seguramente
disfrutaba con su trabajo. Se trataba de asesinatos en serie socialmente aceptados
y promovidos. Sin duda el sacerdote se iba a trabajar alegremente cada mañana
después de darle un beso en la mejilla a su esposa y alborotarles el pelo a
sus pequeños, con el maletín en la mano y el Wall Street Journal bajo el brazo para leerlo en el tren suburbano,
ilusionado con pasar un buen día ante el altar de sacrificios...
En la sala resonó un
murmullo de risitas ahogadas. Clayton aprovechó el momento para introducir una
bala en la recámara de la pistola sin que se oyera el ruido metálico.
A lo lejos sonó una
sirena que marcaba el final de la clase. Los más de cien estudiantes que
estaban en la sala se rebulleron en sus asientos y comenzaron a recoger sus
chaquetas y mochilas, afanándose durante los últimos segundos de la clase.
«Éste es el momento más
peligroso», pensó él. De nuevo habló en voz alta.
—No lo olviden: les
pondré un examen la semana próxima. Para entonces, tendrán que haberse leído
las transcripciones de las entrevistas a Charles Manson en prisión. Las
encontrarán en el fondo de reserva de la biblioteca. Esas entrevistas entrarán
en el examen...
Los alumnos se
levantaron de sus asientos, y él empuñó la pistola sobre sus rodillas. Unos
pocos estudiantes empezaron a caminar hacia el estrado, pero él les hizo señas
con la mano que le quedaba libre para que se alejaran.
—El horario de despacho está pegado
fuera. No habrá más conferencias ahora...
Vio vacilar a una joven. A su lado había
un muchacho muy desarrollado, con brazos de culturista y acné galopante,
debido sin duda a un exceso de esteroides. Ambos llevaban téjanos y sudaderas
con las mangas recortadas. El chico tenía el pelo corto como el de un
presidiario. Sonreía de oreja a oreja. Al profesor lo asaltó la duda de si las
tijeras romas con que había operado a su sudadera eran las mismas que había
usado para su corte de pelo. En otras circunstancias, seguramente se lo habría
preguntado. Los dos dieron un paso hacia él.
—Salgan por la puerta trasera —les indicó
Clayton en alto, haciendo un gesto de nuevo.
La pareja se detuvo por unos instantes.
—Quiero hablar del examen final —dijo la chica, con un mohín.
—Pídale hora a la
secretaria del departamento. La atenderé en mi despacho.
—Será sólo un momento —insistió ella.
—No —contestó él—. Lo
siento. —Miraba detrás de la joven, y a ella y al chico alternadamente,
temeroso de que alguien se estuviese abriendo paso contra el torrente de
alumnos, arma en mano.
—Venga, profe, dele un
minuto —pidió el novio. Exhibía su actitud amenazadora con tanta naturalidad
como su sonrisa, torcida por el pendiente de metal que llevaba clavado en el
labio superior—. Ella quiere hablar con usted ahora.
—Estoy ocupado —replicó Clayton.
El joven dio otro paso hacia él.
—Dudo que tenga tantas putas cosas que hacer como para...
Pero la chica extendió
el brazo y le tocó el hombro. Eso bastó para contenerlo.
—Puedo volver en otro
momento —dijo ella, dejando al descubierto sus dientes amarillentos al
sonreírle a Clayton con coquetería—. No pasa nada. Necesito una nota alta, y
puedo ir a verle a su despacho. —Se pasó la mano en silencio por el pelo, que
llevaba muy corto en la mitad de la cabeza que se había afeitado, y que le
crecía en una cascada de rizos exuberantes en la otra mitad—. En privado
—añadió.
El chico giró sobre sus
talones hacia ella, dándole la espalda al profesor.
—¿Qué coño significa
eso? —preguntó.
—Nada —respondió ella
sin dejar de sonreír—. Concertaré una cita. —Pronunció la última palabra en un
tono demasiado preñado de promesas y le dedicó a Clayton una sonrisita
provocativa acompañada de un ligero arqueo de las cejas. Acto seguido, cogió
su mochila y dio media vuelta para marcharse. El culturista soltó un gruñido en
dirección al profesor y luego echó a andar a toda prisa en pos de la joven.
Clayton lo oyó recriminarla con frases como «¿A qué coño ha venido eso?» mientras la pareja subía
las escaleras hacia la parte posterior de la sala de conferencias hasta
desaparecer en la oscuridad del fondo.
«No hay luz suficiente
—pensó—. Los fluorescentes siempre se funden en las últimas filas, y nadie los
cambia. Debería estar iluminado hasta el último rincón. Muy bien iluminado.»
Escudriñó las sombras próximas a la salida, preguntándose si alguien se
ocultaba en ellas. Recorrió con la mirada las hileras de asientos ahora vacíos,
buscando a alguien agazapado, listo para atacar.
La luz roja de la
alarma silenciosa seguía parpadeando. Clayton se preguntó dónde estaría la
unidad de Operaciones Especiales y luego llegó a la conclusión de que no
acudiría.
«Estoy solo», repitió para sí.
Y de inmediato cayó en la cuenta de que no era así.
La figura estaba
encogida en un asiento situado muy al fondo, al borde de la oscuridad,
esperando. Clayton no podía ver los ojos del hombre, pero, incluso agachado, se
notaba que era muy corpulento.
Clayton alzó la pistola y apuntó con ella a la figura.
—Te mataré —dijo en un tono categórico y duro.
Como respuesta, oyó una risa procedente de las sombras.
—Te mataré sin dudarlo.
Las carcajadas se apagaron y cedieron el paso a una voz.
—Profesor Clayton, me sorprende. ¿Recibe
a todos sus alumnos con un arma en la mano?
—Cuando es necesario —contestó Clayton.
La figura se levantó de
su asiento, y el profesor comprobó que la voz pertenecía a un hombre maduro,
alto y robusto con un terno que le venía pequeño. Llevaba un maletín pequeño en
una mano, y Clayton reparó en él cuando el hombre abrió los brazos de par en
par en un gesto amistoso.
—No soy un alumno...
—Ya se ve.
—... pero me ha gustado eso de que el
asesino se transforma en su víctima. ¿Es cierta esa afirmación, profesor?
¿Puede documentarla? Me gustaría ver los estudios que respaldan esa teoría. ¿O
sólo se lo dice la intuición?
—La intuición —respondió— y la
experiencia. No hay estudios clínicos satisfactorios. Nunca los ha habido, y
dudo que los haya en un futuro.
El hombre sonrió.
—Habrá leído sobre Ross
y su innovadora investigación relativa a los cromosomas anómalos, ¿no? ¿Y qué
me dice de Finch y Alexander y el estudio de Michigan sobre la composición
genética de los asesinos compulsivos?
—Estoy familiarizado con ellos —dijo Clayton.
—Claro que lo está. Usted fue ayudante de
investigación de Ross, la primera persona que él contrató cuando se le concedió
una asignación federal. Y tengo entendido que usted escribió en realidad el
otro artículo, ¿verdad? Ellos firmaron, pero usted realizó el trabajo, ¿no?
Antes de doctorarse.
—Está usted bien informado.
El hombre empezó a
acercarse a él, bajando despacio por los escalones de la sala de conferencias.
Clayton alineó la mira situada en la punta de la pistola y la sujetó firmemente
con ambas manos, en posición de disparar. Advirtió que el hombre era mayor que
él, de entre cincuenta y cinco y sesenta años, y tema el cabello entreverado de
gris y muy corto, al estilo militar. Pese a su corpulencia, parecía ágil, casi ligero
de pies. Clayton lo observó con ojos de deportista; el hombre no serviría como
corredor de fondo, pero resultaría peligroso en distancias cortas, pues
seguramente era capaz de alcanzar velocidades considerables durante lapsos
breves.
—Avance despacio —le indicó Clayton—.
Mantenga las manos a la vista.
—Le aseguro, profesor,
que no soy una amenaza.
—Lo dudo. El detector de metales se ha
disparado cuando ha entrado usted.
—De verdad, profesor,
que no soy yo el problema.
—Eso también lo dudo
—replicó Jeffrey Clayton, cortante—. En este mundo hay amenazas y problemas de
toda clase, y sospecho que usted encarna unos cuantos. Ábrase la chaqueta. Sin
movimientos bruscos, por favor.
El hombre se había detenido y se encontraba a unos cinco metros de
él.
—La educación ha
cambiado desde que yo estudiaba —comentó.
—Eso es una obviedad. Enséñeme su arma.
El hombre dejó al
descubierto la sobaquera en la que llevaba una pistola similar a la que
empuñaba Clayton.
—¿Me permite enseñarle
también mi identificación? —preguntó.
—Luego. Llevará otra de refuerzo, ¿no?
¿En el tobillo, quizás? ¿O en el cinturón, a la espalda? ¿Dónde está?
El hombre sonrió de nuevo.
—A la espalda. —Se levantó lentamente el
faldón de la chaqueta y dio media vuelta, mostrándole una pistola automática
más pequeña que llevaba enfundada, al cinto—. ¿Satisfecho? —inquirió—. Por
favor, profesor, vengo por un asunto oficial...
—«Asunto oficial» es un eufemismo
maravilloso que puede aplicarse a varias actividades peligrosas. Ahora,
levántese las perneras. Despacio.
El hombre suspiró.
—Vamos, profesor. Déjeme enseñarle mi identificación.
Por toda respuesta,
Clayton le hizo una seña con la pistola, para conminarlo a obedecer. El hombre
se encogió de hombros y se remangó primero la pernera izquierda, luego la
derecha. La segunda reveló una tercera funda, que en este caso contenía un
puñal de hoja plana.
El hombre sonrió una vez más.
—Toda protección es poca para alguien de mi profesión.
—¿Y qué profesión es ésa? —quiso saber Clayton.
—Pues la misma que la suya, profesor. Me
dedico a lo mismo que usted. —Vaciló por unos instantes, dejando que otra
sonrisa se le deslizara por el rostro como una nube por delante de la luna—. La
muerte.
Jeffrey Clayton señaló con la pistola un
asiento de la primera fila.
—Puede enseñarme su
identificación ahora —dijo.
El visitante de la sala de conferencias
se llevó la mano cautelosamente al bolsillo de la chaqueta y extrajo una
cartera de piel sintética. Se la tendió al profesor.
—Tírela aquí y luego
siéntese. Póngase las manos detrás de la cabeza.
Por primera vez, el
hombre dejó que la exasperación asomara a las comisuras de sus ojos, y casi al
instante la disimuló con la misma sonrisa burlona y desenfadada.
—Tanta precaución me parece excesiva,
profesor Clayton, pero si así se siente más cómodo...
El hombre ocupó el
asiento en la primera fila, y Clayton se agachó para recoger la cartera de
identificación, sin dejar de apuntar al pecho del hombre con la pistola.
—¿Excesiva? —repuso—. Entiendo. Un hombre
que no es un estudiante pero lleva al menos tres armas diferentes entra en mi
sala de conferencias por la puerta trasera, sin cita previa, sin presentarse,
informado al parecer sobre quién soy, ¿y me asegura rápidamente que no
representa una amenaza y me intenta convencer de que no sea precavido? ¿Tiene
idea de cuántos profesores han sufrido agresiones este semestre, cuántos
tiroteos causados por estudiantes se han producido? ¿Sabe que una orden
judicial nos obliga a abandonar los tests psicológicos de admisión, gracias a
la Unión Americana por las Libertades Civiles ? Lo consideran violación de la
privacidad y demás. Encantador. Ahora ni siquiera podemos descartar a los
chalados antes de que vengan con sus armas de asalto. —Clayton sonrió por
primera vez—. La precaución —dijo— es una parte esencial de la vida.
El hombre del traje asintió con la cabeza.
—Donde yo trabajo, eso
no constituye un problema.
El profesor continuó sonriendo.
—Esa afirmación es una
mentira, supongo. De lo contrario, no estaría usted aquí.
El hombre abrió su cartera, y Clayton vio un águila grabada en oro
sobre las palabras SERVICIO DE SEGURIDAD DEL ESTADO. El águila y la inscripción tenían como fondo la inconfundible silueta
cuadrada del nuevo territorio del Oeste. Debajo, con cifras rojas bien definidas,
estaba el número 51. En la tapa opuesta figuraba el nombre del individuo,
Robert Martin, junto con su firma y su cargo, que, según constaba, era el de
agente especial.
Jeffrey Clayton nunca
había visto antes una placa de identificación del territorio propuesto como
estado número cincuenta y uno de la Unión. Se quedó mirándola durante un rato.
—Bien, señor Martin —dijo despacio, al
cabo—, ¿o debería llamarle agente Martin, suponiendo que sea su verdadero
nombre? ¿De modo que trabaja usted para la S. S.?
El hombre frunció el
entrecejo por unos instantes.
—Nosotros preferimos llamarlo Servicio de
Seguridad, profesor, a emplear las siglas, como sin duda comprenderá. Las
iniciales tienen alguna connotación histórica siniestra, aunque a mí, personalmente,
eso no me preocupa. Sin embargo, otros son, por así decirlo, más sensibles a
estos temas. Por otra parte, tanto la placa como el nombre son auténticos. Si
lo prefiere, podemos buscar un teléfono y le daré un número para que haga una
llamada de verificación. Quizás así se tranquilice.
—Nada relacionado con el estado cincuenta
y uno me tranquiliza. Si pudiera, votaría contra su reconocimiento como
estado.
—Por suerte, está usted en franca
minoría. ¿Nunca ha estado en el nuevo territorio, profesor? ¿No ha notado la
sensación de seguridad que impera allí? Muchos creen que representa los
auténticos Estados Unidos, un país que se ha perdido en este mundo moderno.
—También hay muchos que creen que son una
panda de criptofascistas.
El agente volvió a sonreír de oreja a
oreja con una expresión de autosuficiencia que sustituyó la sombra de ira que
había pasado por su rostro unos momentos antes.
—¿No se le ocurre nada mejor que ese
tópico manido? —preguntó el agente Martin.
Clayton no respondió al instante. Le
devolvió la cartera con la placa al agente. Se percató de que el hombre tenía
cicatrices de quemaduras en la mano y que sus dedos eran fuertes y gruesos
como garrotes. El profesor se imaginó que el puño del agente debía de ser un
arma poderosa por sí solo, y se preguntó qué marcas tendría en otras partes del
cuerpo. Bajo aquella luz tan tenue, sólo alcanzaba a distinguir una franja
rojiza en el cuello del hombre, y sintió curiosidad por la historia que habría
detrás, aunque sabía que, fuera cual fuese, seguramente había engendrado una
rabia que permanecía latente en el cerebro del agente. Bastaban conocimientos
elementales de las psiques aberrantes para sacar esta conclusión. Aun así, Clayton
había investigado a fondo la relación entre la violencia y la deformidad
física, así que decidió tomar buena nota de ello.
Bajó su arma muy despacio, pero la depositó sobre la mesa, ante sí, y
tamborileó brevemente con los dedos contra el metal.
—No sé lo que va a
pedirme, pero la respuesta es no —dijo tras un momento de titubeo—. No sé qué
necesita, pero no lo tengo. No sé qué le ha traído aquí, pero me da igual.
El agente Martin se
agachó y recogió el maletín de piel que había dejado a sus pies. Lo arrojó a
la tarima, donde cayó con un ruido como el de una bofetada, que resonó en la
sala. Se deslizó hasta detenerse junto a una esquina de la mesa.
—Échele un vistazo, profesor.
Clayton hizo ademán de recogerlo, pero se detuvo.
—¿Qué pasa si no lo hago?
Martin se encogió de
hombros, pero la misma sonrisa de gato de Cheshire que había desplegado antes
le curvaba las comisuras de la boca.
—Lo hará, profesor. Lo hará. Necesitaría
una fuerza de voluntad muy superior a la que tiene para devolverme ese maletín
sin examinar lo que contiene. No, dudo que se resista. Lo dudo mucho. Ahora he
despertado su curiosidad, o al menos, cierto interés «académico». Está usted
ahí sentado, preguntándose qué me ha hecho salir del mundo seguro en que vivo
para venir a un sitio donde puede pasar casi de todo, ¿verdad?
—Me da igual por qué ha venido. Y no pienso ayudarlo.
El agente hizo una
pausa, no para reflexionar sobre la negativa del profesor, sino como
planteándose un enfoque diferente.
—Usted estudió literatura, ¿no, profesor?
Cursó la licenciatura, si mal no recuerdo.
—Está usted sumamente
bien informado. Así es.
—Es corredor de fondo y aficionado a los
libros poco comunes. Son actividades muy románticas. Pero también algo
solitarias, ¿no?
Clayton se limitó a mirar con fijeza al agente.
—En parte profesor, en
parte ermitaño, ¿me equivoco? Bueno, a mí me iban los deportes más físicos,
como el hockey. La violencia que me gusta es la que está
controlada, organizada y debidamente regulada. En fin, ¿recuerda el principio
de la gran novela La peste, del difunto monsieur Camus? Un momento delicioso, justo allí,
en una soleada ciudad norteafricana, en que el médico que no ha sido más que un
benefactor para la sociedad ve a una rata salir tambaleándose de las sombras y
morir en medio de todo ese calor y esa luz. Entonces se da cuenta de que algo
terrible está a punto de ocurrir, ¿no es verdad, profesor? Porque las ratas
nunca emergen de las alcantarillas y los rincones oscuros para morir. ¿Recuerda
esa parte del libro, profesor?
—Sí —contestó Clayton. Cuando estudiaba
en la universidad, había utilizado justo esa imagen en su trabajo final para la
asignatura de Literatura Apocalíptica de Mediados del Siglo XX. De inmediato supo que el agente que
tenía ante sí había leído ese trabajo, y lo invadió la misma oleada de miedo
que cuando había visto encenderse la luz de alarma de debajo de la mesa.
—Ahora está en una situación parecida,
¿no? Sabe que hay algo terrible a sus pies, pues, de lo contrario, ¿por qué iba
yo a poner en peligro mi seguridad personal para venir a su aula, donde incluso
esa pistola semiautomática quizá llegue a resultar insuficiente algún día?
—No habla usted como un
policía, agente Martin.
—Pero lo soy, profesor. Soy un policía de
nuestro tiempo y nuestras circunstancias. —Señaló con un gesto amplio el
sistema de alarma de la sala de conferencias. Había videocámaras anticuadas
instaladas en los rincones, cerca del techo—. No funcionan, ¿verdad? Parecen
de hace una década, o quizá de hace más tiempo.
—Tiene razón en ambas
cosas.
—Pero las dejan allí con la esperanza de
sembrar la duda en la cabeza de alguien, ¿verdad?
—Seguramente ésa es la
lógica.
—Me parece interesante —comentó Martin—.
La duda puede dar lugar a la vacilación. Y eso le daría a usted el tiempo que
necesita para... ¿para qué? ¿Para escapar? ¿Para desenfundar el arma y
protegerse?
Clayton barajó varias respuestas y al
final las descartó todas. Bajó la vista hacia el maletín.
—He ayudado al Gobierno en varias
ocasiones. Nunca ha sido una relación muy provechosa para mí.
El agente reprimió una
risita.
—Quizá para usted no. El Gobierno, en
cambio, quedó muy satisfecho. Le ponen por las nubes. Dígame, profesor, ¿la
herida de su pierna ha cerrado bien?
Clayton asintió con la
cabeza.
—Era de esperar que estuviese usted
enterado de eso.
—El hombre que se la infligió... ¿qué ha
sido de él?
—Sospecho que ya conoce usted la
respuesta a esa pregunta.
—En efecto. Está en el corredor de la
muerte, en Tejas, ¿no es así?
—Sí.
—Ya no puede presentar más apelaciones,
¿estoy en lo cierto? —Dudo que pueda.
—Entonces cualquier día de éstos le
pondrán la inyección letal, ¿no cree?
—No creo nada.
—¿Le invitarán a la ejecución, profesor?
Imagino que bien podría ser un invitado de honor en esa velada tan especial.
No lo habrían pillado sin su colaboración, ¿verdad? ¿Y a cuántas personas
mató? ¿Fueron dieciséis?
—No, diecisiete. Unas prostitutas en
Galveston. Y un inspector de policía.
—Ah, cierto. Diecisiete. Y usted habría
podido ser el número dieciocho de no haber tenido buenos reflejos. Usaba un
cuchillo, ¿correcto?
—Sí. Usaba un cuchillo. Muchos cuchillos
diferentes. Al principio, una navaja automática italiana con una hoja de
quince centímetros. Luego la cambió por un cuchillo de caza con sierra,
después pasó a utilizar un bisturí y finalmente una cuchilla de afeitar recta
como las de antes. Y en una o dos ocasiones empleó un cuchillo para untar
afilado a mano, todo lo cual causó una confusión considerable a la policía.
Pero no creo que asista a esa ejecución, no.
El agente hizo un gesto
de afirmación con la cabeza, como si hubiese captado algún sobreentendido.
—Lo sé todo sobre sus
casos, profesor —dijo crípticamente—. No han sido muchos, ¿verdad? Y siempre
los ha aceptado de mala gana. Eso consta también en su expediente del FBI. El
profesor Clayton siempre se muestra reacio a poner sus conocimientos al
servicio de la causa que sea. Me pregunto, profesor, ¿qué es lo que le decide a
abandonar estas elegantes y deliciosamente sagradas salas para ayudar de verdad
a nuestra sociedad? Cuando se ha prestado a ello, ¿ha sido por dinero? No. Al
parecer no le preocupan demasiado los bienes materiales. ¿La fama? Es evidente
que no. Por lo visto rehuye usted la notoriedad, a diferencia de algunos
colegas académicos suyos. ¿La fascinación? Eso parece más verosímil; al fin y
al cabo, cuando usted se ha decidido a salir a la luz, ha tenido éxitos
notables.
—La suerte me ha
favorecido un par de veces, eso es todo. Lo único que hice fue conjeturas más o
menos fundadas. Ya lo sabe. El agente respiró hondo y bajó la voz.
—Es demasiado modesto, profesor. Lo sé
todo sobre sus éxitos y estoy seguro de que, por mucho que lo niegue, es usted
mejor que la media docena de expertos académicos y especialistas cuyos servicios
contrata el Gobierno a veces. Estoy al corriente de lo que ocurrió con el
hombre de Tejas, y de cómo le dio usted caza, y de la mujer en Georgia que
trabajaba en la residencia para ancianos. Estoy al corriente del caso de los
dos adolescentes de Minnesota y su pequeño club de asesinos, y de la barca que
encontró usted en Springfield, no muy lejos de aquí. Es un villorrio de mala
muerte, pero ni siquiera ellos se merecían lo que ese hombre les estaba haciendo.
Fueron cincuenta, ¿verdad? Al menos, ésa es la cifra que usted consiguió que
confesara. Pero hubo más, ¿verdad, profesor?
—Sí, hubo más. Dejamos de contar al llegar a cincuenta.
—Eran niños pequeños,
¿verdad? Cincuenta niños pequeños abandonados, que se pasaban el día en los
alrededores del centro de juventud, que vivían en la calle y murieron en la
calle. Nadie se preocupaba mucho por ellos, ¿no?
—Tiene razón —dijo
Clayton en tono cansino—. Nadie se preocupaba mucho por ellos. Ni antes ni
después de su asesinato.
—Estoy informado sobre él. Un ex asistente social, ¿verdad?
—Si dice que está
informado, no tendría que preguntármelo.
—Nadie quiere saber por
qué alguien comete un crimen, ¿no es así, profesor? Sólo quieren saber quién y
cómo, ¿correcto?
—Desde que se aprobó la
enmienda No Hay Excusas a la Constitución, es como usted dice. Pero es policía
y debería saber esas cosas.
—Y usted es el profesor
que aún conserva su viejo interés por el trasfondo emocional de los
delincuentes; la obsoleta pero a veces desafortunadamente necesaria psicología
criminal. —Martin aspiró a fondo—. El perfilista —dijo—. ¿No es así como debo
llamarle?
—No le servirá de nada —repitió Clayton.
—El hombre que puede explicarme por qué, ¿verdad, profesor?
—Esta vez no.
El agente sonrió una vez más.
—Estoy al corriente de
cada una de las cicatrices que esos casos le dejaron.
—Lo dudo —replicó Clayton.
—No, no, lo estoy.
Clayton señaló el maletín con un
movimiento de cabeza.
—¿Y éste?
—Este es especial, profesor.
Jeffrey Clayton
prorrumpió en una sola andanada de carcajadas sarcásticas que retumbaron en la
sala vacía.
—¡Especial! Cada vez
que han acudido a mí (y siempre es lo mismo: un hombre con un traje azul o
marrón no especialmente caro y un maletín de piel que me habla de algún crimen
que sólo puede resolverse con la ayuda de un experto), cada vez me dicen
exactamente lo mismo. Da igual que sea un traje del FBI, del Servicio Secreto
o de la policía local de alguna gran ciudad o de algún pueblo apartado, siempre
me aseguran que se trata de algo especial. Pues bien, ¿sabe qué, agente Martin
de la S. S.? No son especiales, en lo más mínimo. Los casos son simplemente
terribles. Eso es todo. Son desagradables, sórdidos y nauseabundos. Siempre
están relacionados con la muerte en sus aspectos más repugnantes e inmundos.
Víctimas de abusos sexuales cortadas en rebanadas o en pedacitos, evisceradas o
reducidas a carne picada de muchas maneras tan imaginativas como repugnantes.
Pero ¿sabe lo que no son? No son especiales. No, señor. Lo que son es iguales.
Son la misma cosa en envoltorios ligeramente distintos. ¿Especial? ¿No? En absoluto.
Lo que son es corrientes. Los asesinatos en serie son tan comunes en nuestra
sociedad como los resfriados. Son tan habituales como que el sol salga y se
ponga a diario. Son una diversión. Un pasatiempo. Un entretenimiento. Joder,
deberían publicar las tablas de puntuaciones en la sección de deportes de los
periódicos, junto a la clasificación. Así que, quizás esta vez, por muy
perplejos y desconcertados que estén ustedes, por mucha frustración que les
cause, esta vez pasaré.
El agente se removió en su asiento.
—No —murmuró—. No lo
creo.
Clayton observó al agente Martin
levantarse despacio de su silla. Por primera vez, advirtió un brillo
amenazador en los ojos del hombre, que se achicaron y se clavaron en él con la
mirada intensa que un tirador experto posa en su objetivo milisegundos antes de
apretar el gatillo. Al hablar, su voz sonó fría y rígida como un estilete, y
cada palabra fue como una puñalada.
—Quédese con el maletín. Examine su
contenido. Encontrará el número de un hotel local donde podrá localizarme
después. Espero su llamada esta tarde.
—¿Y si me niego? —preguntó Clayton—. ¿Y si no llamo?
El agente, sin despegar
la vista de él, respiró hondo antes de contestar.
—Jeffrey Clayton,
profesor de Psicología Anormal en la Universidad de Massachusetts. Nombrado
para el puesto poco después del cambio de siglo. Se le concedió la cátedra tres
años después por mayoría. Soltero. Sin hijos. Un par de novias ocasionales
entre las que le gustaría decidirse para sentar la cabeza, pero no lo hace,
¿verdad? Quizás hablemos de eso en otro momento. ¿Qué más? Ah, sí. Le gusta la
bicicleta de montaña y jugar partidos rápidos de baloncesto en el gimnasio,
además de correr entre diez y doce kilómetros diarios. Su producción de
escritos académicos es más bien modesta. Ha publicado varios estudios
interesantes sobre conductas homicidas, que no han despertado un interés
generalizado, pero que sí han llamado la atención de las autoridades policiales
de todo el país, que tienden a respetar su erudición mucho más que sus colegas
del mundo universitario. Daba conferencias de vez en cuando en la División de
Estudios Conductuales del FBI en Quantico, antes de que la cerraran. Malditos
recortes de presupuesto. Ha sido profesor invitado en la Escuela John Jay de
Justicia Criminal en Nueva York...
El agente hizo una pausa para recuperar el aliento.
—Veo que tiene usted mi currículo —lo interrumpió Clayton.
—Grabado en la memoria —contestó el agente con aspereza.
—Puede haberlo conseguido en el
Departamento de Relaciones Públicas de la universidad.
El agente Martin asintió con la cabeza.
—Tiene una hermana que vive en Tavernier,
Florida, y que nunca ha estado casada, ¿me equivoco? En eso se parece a usted.
¿No es una coincidencia intrigante? Ella cuida de su anciana madre. De su
inválida madre. Y trabaja para una revista de allí. Inventa juegos de ingenio.
Qué trabajo tan interesante. ¿Tiene ella el mismo problema con la bebida que
usted? ¿O consume algún otro tipo de sustancia?
Clayton enderezó la espalda en su
asiento.
—Yo no tengo un
problema con la bebida. Ni tampoco mi hermana.
—¿No? Mejor. Me alegro de oírlo. Me pregunto cómo se habrá colado ese
pequeño detalle en mi investigación...
—Eso no puedo saberlo. —No, supongo que no.
El policía se rio otra vez.
—Lo sé todo sobre usted —dijo—. Y sé
mucho sobre su familia. Es usted un hombre que ha conseguido algunos logros. Un
hombre con una reputación interesante en el campo de los asesinatos.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que su
colaboración en varios casos ha sido fructífera, pero usted no muestra el
menor interés en hacer un seguimiento de dichos éxitos. Ha trabajado con las
figuras más eminentes de su especialidad, pero parece satisfecho con su propio
anonimato.
—Eso —repuso Clayton con brusquedad— es asunto mío.
—Tal vez. Tal vez no. ¿Sabe que a sus
espaldas los alumnos le llaman «el Profesor de la Muerte»?
—Sí, lo había oído.
—Pues bien, Profesor de la Muerte, ¿por
qué se empeña en continuar trabajando aquí, en una universidad estatal grande,
con fondos insuficientes y en muchos aspectos destartalada, relativamente en
secreto?
—Eso también es asunto mío. Me gusta este
sitio.
—Pero ahora también es asunto mío,
profesor.
Clayton no respondió.
Sus dedos se deslizaron sobre el acero de la pistola que descansaba en la mesa,
ante él.
El agente habló con voz áspera, casi
ronca.
—Va usted a recoger el maletín, profesor.
Va a examinar su contenido. Luego me llamará y me ayudará a resolver mi
problema.
—¿Está seguro? —dijo Clayton, en un tono
más desafiante del que pretendía.
—Sí —respondió el
agente Martin—. Sí, estoy convencido. Y no sólo porque sé todas esas cosas
sobre su currículum vítae, esas chorradas sobre las biografías de toda esa
gente y la información de relleno de las relaciones públicas, y no sólo porque
me he leído el expediente del FBI sobre usted, sino porque sé algo más, algo
más importante, algo que esas agencias, universidades, periódicos, alumnos,
profesores y el resto de la gente no sabe. Yo mismo me he convertido en
estudiante, profesor. Estudio a un asesino. Y, de rebote, ahora le estudio a
usted. Y eso me ha llevado a descubrimientos interesantes.
—¿Qué descubrimientos, si puede saberse?
—preguntó Clayton, esforzándose por disimular el temblor en su voz.
El agente Martin sonrió.
—Verá, profesor, sé quién es usted en realidad. Clayton no dijo nada,
pero notó que un frío glacial le recorría todo el cuerpo.
—Hopewell, Nueva Jersey —susurró el
agente—. Allí pasó usted sus primeros nueve años de vida... hasta una noche de
octubre de hace un cuarto de siglo. Entonces se marchó para no volver. Fue
entonces cuando empezó todo, ¿estoy en lo cierto, profesor?
—¿Cuando empezó qué? —espetó Clayton.
El agente hizo un gesto de afirmación con
la cabeza, como un niño en un patio de colegio que comparte un secreto.
—Ya sabe a qué me refiero. —Hizo una
pausa para observar el impacto de sus palabras en el semblante de Clayton, como
si éste no esperase una respuesta a su pregunta. Dejó que el silencio que invadió
el espacio entre ellos envolviese al profesor como bruma matinal en un día
fresco de otoño. Luego asintió con la cabeza—. De verdad espero recibir
noticias suyas esta tarde, profesor. Hay mucho trabajo por hacer y me temo que
poco tiempo para realizarlo. Lo mejor será poner manos a la obra cuanto antes.
—¿Se trata de una especie de amenaza,
agente Martin? En ese caso, más vale que sea más explícito, porque no tengo la
menor idea de lo que me habla —dijo Clayton rápidamente, demasiado para
resultar convincente, como comprendió en el momento en que las palabras
salieron de manera atropellada de su boca.
El agente se sacudió ligeramente, como un
perro al despertar de su siesta.
—Ah —contestó pasivamente—. Sí, creo que
sí que tiene idea. —Titubeó por unos instantes—. Creía que podía esconderse,
¿verdad?
Clayton no respondió.
—¿Creía que podría esconderse para siempre?
El agente hizo un
último gesto en dirección al maletín, que estaba apoyado contra una esquina de
la mesa. Luego se volvió y, sin mirar atrás, subió a paso veloz los escalones
con movimientos ágiles y enérgicos. Dio la impresión de que la oscuridad del
fondo de la sala se lo tragaba. Un torrente de luz invadió la estancia cuando
la puerta trasera se abrió al pasillo bien iluminado, y la silueta de las
anchas espaldas del agente apareció en el vano. La puerta se cerró con un golpe
seco, dejando por fin al profesor solo en la tarima.
Jeffrey Clayton se
quedó sentado inmóvil, como fusionado con su asiento.
Por un instante miró en
torno a sí con ojos desorbitados, respirando con dificultad. De pronto le
pareció insoportable que no hubiera ventanas en la sala de conferencias. Era
como si le faltase el aire. Con el rabillo del ojo, vio que la luz roja de la
alarma continuaba parpadeando apremiante, desatendida.
Clayton se llevó la
mano a la frente y lo comprendió: «Mi vida se ha acabado.»
2
Un
problema persistente
Atravesó el campus andando despacio,
haciendo caso omiso de los grupos de estudiantes que bloqueaban el paso en los
caminos, distraído por pensamientos fríos y una angustia gélida que parecía
proceder de un rincón desconocido de su interior.
El anochecer acechaba en los confines de
aquella tarde de otoño, filtrando la oscuridad a través de las ramas desnudas
de los pocos robles que aún salpicaban el paisaje de la universidad. Una breve
racha de viento frío penetró a través del abrigo de lana de Jeffrey Clayton, y
un escalofrío le recorrió el cuerpo. Irguió la cabeza por un momento y dirigió
la mirada hacia el oeste, donde la veta morada rojiza del horizonte se
arrugaba en las colinas lejanas. El cielo mismo parecía desvanecerse en una
docena de tonos de gris claro, cada uno de ellos un anuncio del invierno que se
acercaba inexorable. Para Clayton era la peor época del año en Nueva
Inglaterra, cuando la sinfonía de colores otoñales se había apagado y aún no
caían las primeras nevadas. El mundo parecía replegarse en sí mismo, vacilante
como un anciano cansado de la vida, avanzando trabajosamente sostenido por
huesos viejos y quebradizos que duelen con cada paso, cumpliendo los deberes
rutinarios, consciente de que la primera helada de la muerte estaba próxima.
A unos cincuenta metros de distancia,
frente a la sala Kennedy, uno de tantos edificios desangelados de cemento que
habían reemplazado los antiguos ladrillos y la hiedra, estalló una trifulca.
La brisa fría transportaba las voces airadas. Jeffrey se agachó y se parapetó
tras un árbol. Más valía no ser alcanzado por una bala perdida, pensó. Aguzó el
oído, pero no logró dilucidar el motivo de la discusión; no oía más que
torrentes de obscenidades lanzadas de un lado a otro como hojas secas
arrastradas por un remolino.
Vio a un par de policías del campus
dirigirse a toda prisa hacia el alboroto. Llevaban botas pesadas con puntera
metálica y coraza de cuerpo entero. Sus pisadas sonaban como cascos de caballos
contra el pavimento de macadán. No se les veían los ojos tras la visera opaca
de su casco. Advirtió que un segundo par de agentes se acercaba a toda prisa
desde otra dirección. Cuando pasaron corriendo, una farola se encendió de
pronto, arrojando una luz amarilla que destelló en sus armas desenfundadas.
Ahora la policía del campus sólo patrullaba en parejas; Clayton tenía entendido
que desde el incidente que se había producido en el semestre de invierno,
cuando varios miembros de una hermandad universitaria habían apresado a un
secreta que trabajaba en una operación antinarcóticos y le habían prendido
fuego en el sótano después de arrancarle la ropa y perpetrar toda clase de
vejaciones contra su cuerpo inconsciente. Un exceso de alcohol y de drogas, un
poco de queroseno, y una absoluta falta de escrúpulos.
El agente había muerto
y la casa de la hermandad había quedado reducida a cenizas. Los tres
estudiantes responsables de lo ocurrido nunca fueron juzgados por el crimen,
pues el incendio había acabado con casi todas las pruebas, aunque en el campus
todo el mundo sabía quiénes eran. Ahora sólo quedaba uno de los tres. Uno había
muerto antes de la graduación en circunstancias extrañas en una de las torres
donde vivían los estudiantes. O se había caído o lo habían empujado desde la
planta vigésimo segunda por un hueco de ascensor vacío. El otro se había
matado en un accidente de tráfico una noche de agosto en el cabo Cod, cuando su
coche deportivo cayó en una ciénaga en la que crecían arbustos de arándanos y
se ahogó.
Había pruebas, según le
habían contado a Jeffrey, de que había habido otro vehículo involucrado, y de
que se había producido una persecución a gran velocidad y a altas horas de la
noche. Sin embargo, la policía del estado en aquella jurisdicción lo había
declarado un accidente de un solo coche. El cuerpo de seguridad del campus era,
naturalmente, una delegación de la policía estatal.
Se rumoreaba que el tercer estudiante había regresado para cursar el
último año de carrera, pero nunca salía de su habitación y enloquecía por
momentos o se estaba muriendo lentamente de inanición, atrincherado en la
residencia.
Ahora, a la vista de
Clayton, los cuatro policías se abrían paso entre la multitud. Uno de ellos
blandía una porra de grafito describiendo un arco amplio. A su izquierda se
oyó el ruido de un vidrio que se hacía añicos seguido de un agudo alarido de
dolor. Clayton salió de detrás del árbol y vio que el tumulto se había
dispersado y perdido intensidad, y que varios estudiantes se alejaban a paso veloz.
Los cuatro agentes tenían a sus pies a un par de jóvenes esposados y tirados
en el frío suelo. Uno de los adolescentes arqueó la espalda para escupir a los
policías, que respondieron propinándole una fuerte patada en las costillas. El
chico pegó un grito que resonó entre los edificios del campus.
El profesor se fijó
entonces en un puñado de mujeres jóvenes que observaban la escena desde una
ventana en la primera planta de la Facultad de Gestión Racial. Por lo visto el
espectáculo les parecía divertido, pues señalaban y se reían, a salvo tras el
cristal antibalas de la ventana. Sus ojos se desplazaron hasta la planta baja
del edificio de aulas, que estaba a oscuras. Esta era la norma para casi todos
los departamentos en el recinto universitario; se consideraba demasiado
difícil y caro mantener abiertas las oficinas y las aulas situadas a nivel del
suelo. Había demasiados robos, demasiado vandalismo. Así pues, las plantas
bajas habían quedado abandonadas y ahora estaban llenas de pintadas y vidrios
rotos. Se habían instalado puestos de seguridad al pie de las escaleras que
conducían a las plantas superiores, lo que impedía la entrada de la mayor parte
de las armas en las aulas. No obstante, el problema que había surgido recientemente
era la propensión de algunos estudiantes a provocar incendios en las
habitaciones vacías situadas debajo de las aulas donde debían examinarse.
Ahora, durante la época de exámenes, el cuerpo de seguridad hacía pruebas
soltando perros guardianes en los recintos desocupados. Los animales tendían a
aullar mucho, lo que dificultaba la concentración durante el examen, pero, por
lo demás, el plan parecía funcionar.
Los policías habían
levantado a los dos estudiantes detenidos y ahora caminaban en dirección a
Clayton. Éste se percató de que se mantenían vigilantes, volviendo la cabeza a
izquierda y derecha, mirando hacia las azoteas.
«Francotiradores»,
pensó Clayton. Prestó atención por si oía el zumbido de un helicóptero que
también estuviese guardándoles las espaldas.
Por un momento supuso
que sonarían disparos, pero no ocurrió. Esto le sorprendió; se creía que más de
la mitad de los veinticinco mil estudiantes de la universidad iban armados
casi todo el tiempo, y practicar el tiro al blanco de vez en cuando con
policías del campus era un rito iniciático, tal como lo era un siglo atrás
darse ánimos antes de un partido. Los sábados por la noche el Servicio
Sanitario para Estudiantes atendía de promedio a una media docena de víctimas
de tiroteos al azar, además de los casos habituales de apuñalamientos, palizas
y violaciones. En general, sin embargo, sabía que las cifras no eran
terroríficas, sólo constantes. Le recordaban la suerte que tenía de que la
universidad estuviese en una ciudad pequeña y aún eminentemente rural. Las
estadísticas en los centros educativos importantes de las grandes urbes eran
mucho peores. La vida en esos mundos era realmente peligrosa.
Enfiló el camino, y uno de los policías se volvió hacia él.
—Hola, profesor, ¿cómo le va?
—Bien. ¿Ha habido algún
problema?
—¿Lo dice por estos dos? Qué va. Son
estudiantes de Empresariales. Se creen que ya son dueños del mundo. Sólo
pasarán la noche en el trullo. Así se les bajarán los humos. Tal vez así
aprendan la lección. —El policía dio un tirón a los brazos torcidos del adolescente,
que soltó una maldición por el dolor. Pocos agentes de seguridad del campus
habían cursado siquiera una asignatura universitaria en su vida. En su mayoría
eran producto del nuevo sistema de formación profesional del país, y en general
despreciaban a los universitarios entre los que vivían.
—Bien. ¿Nadie se ha hecho daño?
—Esta vez no. Oiga,
profesor, ¿está solo?
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.
El policía vaciló. Su compañero y él sujetaban a uno de los combatientes
entre los dos, y lo iban arrastrando por el camino. El agente negó con la
cabeza.
—No debería andar solo, sobre todo al
anochecer, profesor. Ya lo sabe. Debería llamar al servicio de escolta. Podrían
enviarle a un guardia que le acompañe hasta el aparcamiento. ¿Va armado?
Jeffrey dio unas palmaditas a la pistola
semiautomática que llevaba al cinto.
—Vale —dijo el policía despacio—. Pero,
profesor, lleva la chaqueta abotonada y con la cremallera subida. Tiene que
poder echar mano del arma rápidamente, sin necesidad de quedarse medio desnudo
antes de poder disparar un solo tiro. Joder, para cuando consiga sacar la
pistola, uno de esos estudiantes estirados de primero con un fusil de asalto y
una buena dosis de mala baba y de pastillas le convertirá en un queso
Gruyere...
Los dos policías prorrumpieron en
carcajadas, y Jeffrey asintió con la cabeza, sonriendo.
—Sería una forma bastante desagradable de
morir. Convertido en un psicosándwich o algo así —comentó—. Un poco de jamón,
un poco de mostaza y Gruyere. Suena bien.
Los policías seguían
riendo.
—Vale, profesor. Tenga cuidado. No quiero
acabar metiéndole en una bolsa de cadáveres. Procure ir por caminos distintos
cada vez.
—Chicos —replicó Jeffrey, con los brazos
abiertos en un gesto amplio—, no soy tan tonto. Así lo haré, por supuesto.
Los agentes asintieron con la cabeza,
pero él sospechaba que estaban convencidos de que cualquiera que enseñara en la
universidad era, sin lugar a dudas, tonto. Con otro tirón a los brazos de sus
prisioneros, reanudaron la marcha. El joven gritó que su padre los demandaría
por brutalidad policial, pero sus quejas y chillidos quedaron disipados por el
viento de primera hora de la noche.
Jeffrey los observó alejarse por el patio
interior. Su camino estaba iluminado por el resplandor amarillento de las
farolas, que tallaban círculos de luz en la oscuridad creciente. Luego echó a
andar de nuevo a toda prisa. No se detuvo a mirar un coche incendiado con un
cóctel Molotov que ardía sin control en uno de los aparcamientos que no tenían
vigilancia. Unos momentos después, una estudiante prostituta surgió de las
sombras para ofrecerle sexo a cambio de créditos académicos, pero él rehusó
enseguida y siguió adelante, pensando de nuevo en el maletín que llevaba y el
hombre que al parecer sabía quién era él.
Su apartamento estaba a varias manzanas del campus, en una calle
lateral relativamente tranquila donde antes se encontraban las llamadas
residencias para el personal docente. Se trataba de casas más antiguas de
tablas, encaladas, con estructura de madera y unos ligeros toques Victorianos: amplias galerías y vidrieras biseladas. Una década atrás tenían gran demanda, en parte por su interés nostálgico y su
solera de siglos. Sin embargo, como todo lo que era antiguo en la comunidad, el
sentido práctico había disminuido su valor; se prestaban a
allanamientos, pues estaban aisladas, bastante retiradas de las aceras, a la
sombra de árboles y arbustos, lo que las hacía vulnerables, junto con un
cableado obsoleto e inadecuado para los sistemas de alarma con detección de
calor. El apartamento del propio Clayton contaba con un dispositivo de videovigilancia más anticuado.
Por costumbre, era lo
primero que comprobaba al llegar. Un visionado rápido de la grabación le mostró
que los únicos que habían visitado su casa eran el cartero del lugar
—acompañado, como siempre, por su perro de ataque—, y, poco después de
marcharse éste, dos mujeres jóvenes con pasamontañas para que no las reconocieran.
Habían intentado accionar el picaporte —buscando la forma fácil de entrar—,
pero el sistema de choques eléctricos que él mismo había instalado las hizo
cambiar de idea. No era lo bastante potente para matar a una persona, pero sí
para que quien tocase el picaporte sintiera que le machacaban el brazo con un
ladrillo. Al ver a una de las mujeres caer al suelo, aullando de rabia y dolor
en las imágenes grabadas, experimentó cierta satisfacción. Él había diseñado
el sistema, basándose en sus conocimientos de la naturaleza humana. Es
probable que cualquiera que intente entrar por la fuerza en algún sitio pruebe
primero con el picaporte, sólo para asegurarse de que la puerta esté
efectivamente cerrada con llave. La suya, por descontado, no lo estaba. En
cambio, estaba electrificada con una corriente de setecientos cincuenta
voltios. Volvió a poner en marcha la cámara de vídeo.
Sabía que al final del día debía tener hambre, pero no era el caso.
Exhaló un suspiro lento y sonoro, como si estuviera exhausto, entró en su
pequeña cocina y sacó una botella de vodka finlandés del congelador. Se llenó
un vaso y bebió un sorbo de la parte superior. Dejó que aquel líquido amargo y
frío estimulara su espíritu mientras descendía por su interior. A
continuación, se dirigió a su sala de estar y se dejó caer en un sillón de
cuero. Vio que tenía un mensaje en el contestador automático, y supo también
que haría caso omiso de él. Se inclinó hacia delante y luego se detuvo. Tomó
otro trago de su vaso y echó la cabeza atrás.
«Hopewell.
»Yo sólo tenía nueve años.»
No, había algo más.
«Yo tenía nueve años y estaba
aterrorizado.»
«¿Qué sabe uno cuando
tiene nueve años? —se preguntó de repente. Volvió a soltar el aire despacio, y
se respondió—: No sabe nada, y a la vez lo sabe todo.»
Jeffrey Clayton se
sintió como si alguien le clavara un alfiler en la frente. Ni siquiera el
alcohol le aliviaba el dolor.
Fue en una noche como
aquélla, aunque quizá no tan fría, y la lluvia preñaba el aire. «Me acuerdo de
la lluvia —pensó— porque, cuando salimos, me caía encima como escupitajos, como
si yo hubiese hecho algo malo. La lluvia parecía ocultar todas las palabras
airadas, y él estaba de pie en el umbral, callado por fin después de todos
aquellos gritos, mirándonos marchar.»
¿Qué fue lo que dijo?
Jeffrey se acordó: «Te necesito, a ti y a
los niños...»
Y la respuesta de ella:
«No, no nos necesitas. Te tienes a ti mismo.»
Y él había insistido: «Formáis parte de mí...»
Luego Jeffrey había
notado que la mano de su madre lo empujaba hacia el interior del coche y lo
sentaba con brusquedad en su asiento. Recordó que ella llevaba en brazos a su
hermana pequeña, que lloraba, y sólo habían tenido tiempo de meter un poco de
ropa en una mochila pequeña. «Nos metió en el coche a toda prisa —pensó— y
dijo: "No miréis atrás. No le miréis."» Acto seguido, el coche
arrancó.
Evocó la imagen de su
madre. Aquélla había sido la noche en que había envejecido, y el recuerdo lo
asustaba. Intentó convencerse de que no tenía por qué preocuparse.
«Nos fuimos de casa, eso es todo.
»Habían tenido un
altercado. Uno de tantos. Este resultó peor que los demás, pero sólo porque fue
el último. Yo me había refugiado en mi habitación, intentando no oír sus
palabras. ¿Por qué discutían? No lo sé. Nunca se lo pregunté. Nadie me lo
dijo. Pero ese día todo había terminado, y eso sí que lo sabía. Subimos al
coche, nos marchamos y nunca volvimos a verlo. Ni una sola vez. Jamás.» Tomó
otro trago largo.
«En fin. Otra triste
historia, pero nada tan fuera de lo común. Una relación con malos tratos. La
mujer y los hijos se van antes de que alguien salga perjudicado de forma
irreparable. Ella fue valiente. Hizo lo correcto. Lo abandonó, en un mundo
diferente, para que nos criáramos en un lugar donde él no pudiese hacernos
daño. No es algo atípico. Evidentemente, tiene secuelas psicológicas. Lo sé por
mis propios estudios, mi propia terapia. Pero está superado, todo superado.
»No quedé traumatizado de por vida.»
Paseó la vista por el
interior de su apartamento. En un rincón había un escritorio cubierto de
papeles. Un ordenador. Muchos libros apretujados desordenadamente en estantes.
Muebles funcionales, nada que no pudiera olvidarse o reemplazarse fácilmente
si lo robaban. Tenía algunos de sus títulos y diplomas expuestos en una pared.
Había un par de reproducciones enmarcadas de clásicos comunes del arte moderno
del siglo XX, incluidas la lata de
sopa de Warhol y las flores de Hockney. Las había puesto ahí para salpicar un
poco de color en la habitación. También había colgado unos pósters de
películas, porque le gustaba la sensación de acción que transmitían, pues a
menudo su vida le parecía demasiado reposada, seguramente demasiado gris, y no
estaba muy seguro de cómo cambiarla.
«Entonces —se preguntó
a sí mismo—, ¿por qué cuando un desconocido alude a la noche en que, cuando
eras niño, dejaste tu hogar, te dejas llevar por el pánico?»
De nuevo insistió: «No
he hecho nada malo. —Entonces le vino a la memoria—. Ella dijo: "Nos
vamos...", y nos fuimos. Y luego empezamos una nueva vida, muy lejos de
Hopewell.»
Se sonrió. «Nos fuimos
al sur de Florida. Igual que los refugiados que llegaban allí de Cuba y Haití.
Nosotros éramos refugiados de una dictadura parecida. Era un buen lugar para
perderse. No conocíamos a nadie. No teníamos parientes allí, ni amigos, ni contactos,
ni trabajo, ni escuela. No se daba una sola de las condiciones por las que
habitualmente alguien se muda a una nueva localidad. Nadie nos conocía, y
nosotros no conocíamos a nadie.»
De nuevo le vinieron a
la mente las palabras de su madre. Un día —¿un mes después, quizá?—, dijo que
ése era el lugar donde él nunca los buscaría. Se había criado en el norte, por
lo que detestaba el calor. Odiaba el verano, y sobre todo la densa humedad de
los estados del Atlántico medio. Ocasionaba que le salieran unas ronchas rojas
en la piel y que el asma se le agudizara de modo que el menor esfuerzo la hacía
jadear. Así pues, les había dicho a él y a su hermana pequeña: «Nunca se le
pasará por la cabeza que me he ido al sur. Creerá que me he trasladado a
Canadá, yo siempre hablaba de Canadá...» Y ésa fue la explicación.
Jeffrey pensó en
Hopewell, una población rural rodeada de granjas; eso es lo que sabía y
recordaba de ella. Estaba próxima a Princeton, que había albergado una
universidad prestigiosa hasta que los disturbios raciales de principios de
siglo en Newark se habían propagado sin control, como una llama en un reguero
de gasolina, y habían recorrido ochenta kilómetros de carretera hasta la
universidad, que había acabado asolada por los incendios y los saqueos. Por
otra parte, la ciudad era célebre porque, años antes de que él naciera, había
sido escenario de un secuestro famoso.
«Pero nos marchamos —se
recordó a sí mismo—. Y ya nunca volvimos.»
Apuró el vaso de vodka
de un trago, echándose al gaznate lo que quedaba del aguardiente. De pronto lo
invadió una rabia desafiante. «Ya nunca volvimos —se repitió tres o cuatro
veces—. Que te den, agente Martin.»
Tenía ganas de tomarse
otra copa, pero no le pareció apropiado. Luego pensó: «¿Por qué no?» Pero esta
vez sólo se sirvió medio vaso, y se obligó a beber a sorbos, despacio. Se
agachó, recogió el teléfono del suelo y marcó rápidamente el número de su
hermana en Florida.
La señal de llamada
sonó una vez, y colgó. No le gustaba telefonearlas a menos que tuviera algo
que decir, y hubo de admitir que de momento no tenía más que preguntas.
Se reclinó hacia atrás,
cerró los ojos y visualizó la casita donde habían vivido juntos. «La marea está
bajando —pensó—. Estoy seguro de ello. La marea está bajando, y puedes alejarte
cien, no, doscientos metros de la orilla e intentar oír el sonido de una raya
leopardo al liberarse saltando de uno de los canales para caer con un sonoro
chapuzón en el agua azul celeste. Eso estaría bien. Volver a los Cayos Altos,
caminar por el agua poco profunda.» Quizá vería emerger la cola de un pez
zorro, reluciente a la luz mortecina de la tarde, o la aleta de un tiburón
cortando la superficie cerca de un banco de arena, en busca de un bocado fácil.
«Susan sabría adónde ir, y seguro que
pescaríamos algo.»
Cuando eran jóvenes, los dos hermanos
pasaban horas juntos, de pesca. Jeffrey tomó conciencia de que ahora ella iba
sola.
Se dio el lujo de revivir la sensación
del suave vaivén de la tibia agua de mar en torno a sus piernas, pero cuando
abrió los ojos, no vio más que el maletín de piel del agente, tirado en el
suelo de cualquier manera ante él.
Lo recogió y se disponía a lanzarlo al
otro extremo de la habitación, pero se detuvo cuando estiraba el brazo hacia
atrás para tomar impulso.
«Seguro que no contienes más que otra
pesadilla —pensó—. He permitido que mi vida se infeste de pesadillas, así que
una más no significará nada.»
Jeffrey Clayton se recostó en el sillón,
suspiró y abrió el cierre de metal barato del maletín.
Dentro había tres carpetas de papel de Manila de color habano. Les
echó un vistazo rápido a las tres y vio que todas contenían más o menos lo que
él esperaba: fotos de escenas del crimen, informes policiales truncados y un
protocolo de la autopsia de cada una de las tres víctimas. «Estas cosas siempre
empiezan así —se dijo—. Un policía me pasa unas fotografías convencido de que,
por arte de magia, las miraré y al instante podré decirle quién es el asesino.»
Exhaló un suspiro hondo, abrió una carpeta tras otra y esparció los documentos
en el suelo, frente a sí.
En cuanto vio las fotografías a la luz,
comprendió la preocupación del agente Martin. Tres chicas muertas, todas, a
primera vista, de menos de quince años, con cortes similares en su cuerpo desnudo,
y colocadas tras su muerte en posturas parecidas. ¿Las habían matado con una
navaja de barbero?, se preguntó de inmediato. ¿Con un cuchillo de caza? Yacían
boca arriba en el suelo, sin ropa, con los brazos extendidos hacia los lados.
Era la posición en que se tumban los niños cuando quieren dejar la silueta de
un ángel en la nieve reciente. Recordaba haber trazado esas figuras de pequeño,
antes de que se mudaran al sur. Sacudió la cabeza. «Un simbolismo religioso
evidente», anotó mentalmente. Era como si las hubiesen crucificado; supuso que
eso era, de un modo extraño, lo que les habían hecho en realidad. Echó otra
ojeada a las fotografías y observó que a todas las víctimas les habían cortado
el dedo índice de la mano derecha. Sospechaba que les faltaba también alguna
otra parte del cuerpo, o quizás un mechón de cabello.
—Seguro que te gusta
llevarte recuerdos —le dijo en voz alta al asesino que inexorablemente
comenzaba a cobrar forma en su imaginación, casi como si se estuviera
materializando de la nada a una persona sentada ante él.
Examinó por encima las
zonas en que se encontraban los cadáveres. Uno parecía estar en un bosque; la
joven yacía con los brazos abiertos sobre una superficie plana de roca. La
segunda se hallaba en un terreno considerablemente más pantanoso, con un lodo
espeso y cenagoso, y lianas y zarcillos retorcidos. «Cerca de un río», pensó
Clayton. Le costó más determinar dónde estaba la tercera; aparentemente se
trataba también de una zona rural, pero el crimen se había cometido a todas
luces a principios del invierno; la tierra se hallaba cubierta de nieve limpia
en algunas partes, y el cuerpo sólo estaba parcialmente descompuesto. Clayton
estudió la imagen un poco más de cerca, buscando rastros de sangre, pero no
había muchos.
—Así que las metiste en tu coche y las
llevaste a esos lugares después de matarlas, ¿no?
Meneó la cabeza. Sabía
que eso supondría un problema. Siempre resultaba más fácil sacar conclusiones
de una escena del crimen cuando el asesinato realmente se había cometido allí.
El desplazamiento de los cadáveres constituía una dificultad añadida para las
autoridades.
Se levantó de su
asiento, esforzándose por pensar, y regresó a la cocina, donde se sirvió otro
vaso de vodka. Tomó de nuevo un trago largo y asintió para sí, complacido con
el aturdimiento que el alcohol empezaba a causarle. De pronto, se percató de
que el dolor de cabeza había desaparecido y volvió a los documentos esparcidos
en el suelo de su pequeña sala de estar.
Continuó hablando en
voz alta, con un sonsonete, como un niño que se divierte solo en su habitación
con un juego.
—Autopsia, autopsia,
autopsia. Apuesto veinte pavos a que violaste a todas las chicas una vez
muertas y a que no eyaculaste, ¿verdad, colega?
Cogió los tres informes
y, deslizando el dedo rápidamente por el texto de cada uno, encontró la
información del patólogo que buscaba.
—He ganado —dijo, de
nuevo en alto—. Veinte pavos. Dos billetes de diez. Veinte machacantes. En
realidad, estaba cantado. Yo tenía razón, como de costumbre.
Tomó otro trago.
—Si eyaculaste, fue al
matarlas, ¿no, chaval? Es el momento más intenso. Tu momento. ¿El momento de la
luz? ¿El destello de una gran explosión detrás de los ojos, directo al cerebro,
que llega hasta el alma? ¿Algo tan maravilloso y místico que te deja sin
aliento?
Hizo un gesto de
afirmación. Miró al otro extremo de la sala de estar y, gesticulando hacia una
silla vacía, se dirigió a ella, como si el asesino acabara de entrar en la
habitación.
—¿Por qué no te sientas? Aligera la carga de tus pies.
Comenzó a trazar un
retrato en su mente. «No demasiado joven —pensó—. De aspecto anodino. Blanco.
Nada amenazador. Quizás un poco tímido, o un cerebrito. Sin duda un solitario.»
Soltó una carcajada cuando los rasgos del asesino empezaron a definirse ante
sus ojos, tal vez porque no sólo estaba describiendo a un asesino en serie
absolutamente típico, sino también a sí mismo. Continuó hablándole a su
fantasmal visita en tono sarcástico y ligeramente cansino.
—¿Sabes qué, colega? Te
conozco. Te conozco bien. Te he visto docenas, cientos de veces. Te he
observado durante los juicios. Te he entrevistado en tu celda. Te he sometido a
una serie de pruebas científicas y medido tu estatura, peso y apetito. Te he
aplicado el test de Rorschach, inventarios multifásicos de Minnesota y he determinado
tu cociente intelectual y tu tensión arterial. Te he extraído sangre del brazo
y he analizado tu ADN. Joder, incluso he asistido a tu autopsia tras tu
ejecución, y examinado con el microscopio muestras de tu cerebro. Te conozco al
derecho y al revés. Tú te crees único y superpoderoso, pero, sintiéndolo mucho,
chaval, no lo eres. Presentas las mismas tendencias y perversiones de mierda
que otros mil tipos que son como tú. Los registros están llenos de casos que en
nada difieren del tuyo. Carajo, también lo están las novelas populares. Hace
siglos que existes, en una forma u otra. Y si crees que has hecho algo
verdaderamente único y demoníacamente extraordinario, te equivocas de medio a
medio. Eres un tópico. Algo tan corriente como un resfriado en invierno. No te
gustaría oír eso, ¿verdad? Esa voz furiosa de tu interior se pondría a escupir
bilis y a exigirte todo tipo de cosas, ¿no? Sentirías el impulso de salir a
aullarle a la luna llena y quizás a raptar a otra joven, sólo para demostrar
que voy errado, ¿verdad? Pero ya sabes, macho, que en realidad lo único que
tienes de especial es que no te han pillado todavía y que probablemente nunca
te pillarán, no porque seas una jodida lumbrera, como sin duda te crees, sino
porque nadie tiene tiempo ni ganas, porque hay cosas mejores que hacer que ir
por ahí persiguiendo a chalados, aunque no tengo ni puta idea de cuáles pueden
ser esas cosas. En fin, casi siempre eso es lo que ocurre. Te dejan en paz
porque a nadie le importa tanto. No causas el impacto acojonante que tú te
crees...
Suspiró, rebuscó en el
interior de la carpeta el número de teléfono que el agente Martin le había
asegurado que estaba allí y lo encontró en un trozo de papel amarillo. Echó
otro vistazo rápido a las fotografías y los documentos, sólo para cerciorarse
del todo de que no hubiera pasado por alto algún detalle evidente o revelador,
y dio otro trago al vaso de vodka. Se reprochó a sí mismo la aprensión y el
horror que se habían apoderado de él cuando el policía lo había amenazado de
forma tan indirecta.
«¿Quién soy yo en realidad?»
Respondió con un suspiro: «Soy quien soy.»
«Un experto en muertes atroces.»
Con la mano con que
sostenía el vaso, señaló con un gesto suave y desdeñoso los tres expedientes
que estaban en el suelo, delante de él.
—Previsible —dijo en
voz alta—. Totalmente previsible. Y, a la vez, seguramente imposible. No es más
que un asesino enfermo y anónimo más. No es eso lo que usted quiere oír,
¿verdad, señor policía?
Sonrió mientras alargaba el brazo hacia el teléfono.
El agente Martin contestó al segundo timbrazo.
—¿Clayton?
—Sí.
—Bien. No ha perdido el tiempo. ¿Tiene
conexión de vídeo en su teléfono?
—Sí.
—Pues úsela, joder, para que pueda verle
la cara. Jeffrey Clayton obedeció: encendió el monitor de vídeo, lo conectó al
teléfono y se acomodó enfrente, en su sillón.
—¿Mejor así?
En su pantalla, la
imagen nítida del agente apareció de golpe. Estaba sentado en la esquina de una
cama, en un hotel del centro. Todavía llevaba corbata, pero su americana
colgaba del respaldo de una silla cercana. También llevaba puesta aún su
sobaquera.
—Bueno, ¿tiene algo que contarme?
—Poca cosa. Seguramente cosas que usted
ya sabe. Sólo he mirado por encima las fotografías y los documentos.
—¿Y qué ha visto, profesor?
—Todo es obra del mismo hombre,
evidentemente. Hay un claro trasfondo religioso en el simbolismo de la
posición de los cadáveres. ¿Podría tratarse de un ex sacerdote? Tal vez de
alguien que fue monaguillo. Algo por el estilo.
—He contemplado esa posibilidad.
A Jeffrey se le ocurrió otra idea.
—Quizás un historiador,
o alguien relacionado de alguna manera con el arte religioso. ¿Sabe? Los
pintores del Renacimiento casi siempre representaban a Cristo en una posición
similar a la de esos cadáveres. ¿Será un pintor que oye voces? Es otra
posibilidad.
—Interesante.
—Ya lo ve, inspector:
una vez que uno introduce el componente religioso, se ve empujado en ciertas
direcciones específicas. Pero, a menudo, se requiere una interpretación
ligeramente más indirecta. O una mezcla de ambas. Por ejemplo, podría ser un ex
monaguillo que al cabo de los años llegó a ser historiador del arte. ¿Entiende
por dónde voy?
—Sí, eso tiene algo de
sentido.
Otra idea le vino a Clayton a la cabeza.
—Un profesor —barbotó—. Tal vez sea un profesor.
—¿Por qué?
—Los sacerdotes tienden
a ir a por hombres jóvenes, y estamos hablando de tres chicas. Podría haber un
elemento de familiaridad. Se me acaba de ocurrir.
—Interesante —repitió
el inspector tras la breve pausa que necesitó para digerir lo que acababa de
oír—. ¿Un profesor, dice?
—Exacto. Es sólo una
idea. Tendría que saber más para estar más seguro.
—Continúe.
—Aparte de eso, no he
sacado mucho más en claro. La ausencia de pruebas de eyaculación, aunque hay
indicios de actividad sexual, me lleva a sospechar que debemos seguir la pista
religiosa en este caso. La religión siempre trae consigo toda clase de
sentimientos de culpa, y quizá sea eso lo que le impide a su hombre llegar
hasta el final. A menos, claro está, que haya llegado hasta el final antes, que
es lo que yo me imagino.
—Nuestro hombre.
—No, me parece que no.
El agente sacudió la cabeza.
—¿Qué más ha visto?
—Es un cazador de souvenirs. Debe de tener el tarro
con los dedos en algún lugar accesible, para poder revivir sus triunfos.
—Sí, yo también lo sospechaba.
—¿Qué más se llevó?
—¿Qué?
—¿Qué otra cosa, agente
Martin? ¿Aparte de los dedos índices, qué se llevó?
—Es usted muy astuto. Lo esperaba. Se lo
diré más tarde. Jeffrey suspiró.
—No me lo diga. No quiero saberlo.
—Titubeó antes de añadir—: Es pelo, ¿verdad? Un mechón de la cabellera, y algo
de vello púbico, ¿me equivoco?
El agente Martin hizo una mueca.
—Ha acertado, en ambas cosas.
—Pero no las mutiló, ¿verdad? No hay cortes en los genitales, ¿correcto?
Sólo en el torso, ¿no?
—¡Ha vuelto a acertar!
—Se trata de un patrón poco común. No es
algo sin precedentes, pero sí bastante atípico. Un modo extraño de expresar su
ira.
—¿Eso despierta su interés? —inquirió el agente.
—No —contestó Jeffrey sin rodeos—. No
despierta mi interés. Sea como fuere, su problema gordo es que cada víctima
parece haber sido asesinada por una persona distinta, y después trasladada al
lugar donde la descubrieron. Así que tendrá que encontrar el medio de
transporte que utilizó. Creo que en el informe policial no se mencionan fibras
ni otros indicios del tipo de vehículo en el que viajaron. Quizás el tipo las
envolvió en una lámina de goma. O quizá forró el interior de su maletero con
plástico. Hubo un tipo en California que hizo eso. Llevaba a la pasma de
cabeza.
—Me acuerdo del caso. Creo que tiene usted razón. ¿Qué más?
—A primera vista, el
tipo presenta más o menos las mismas características de muchos otros asesinos.
—A primera vista.
—Bueno, usted probablemente cuenta con
mucha más información que no estaba dispuesto a compartir. Me he dado cuenta
de que los protocolos de autopsia y los informes policiales eran más bien
parcos. Por ejemplo, la ausencia de heridas claramente defensivas indica que
todas las víctimas estaban inconscientes cuando abusaron de ellas y las
asesinaron. Es un detalle intrigante. ¿Cómo las dejó inconscientes? No constan
señales de traumatismo craneal. Y eso no es todo. Por ejemplo, no figuran datos
que identifiquen a las jóvenes, ni fechas ni información sobre las escenas del
crimen o investigaciones posteriores. Ni siquiera hay una lista de sospechosos
interrogados.
—No, tiene razón. Eso no se lo he enseñado.
—Pues eso viene a ser
todo. Siento no poder serle de más ayuda. Ha venido de tan lejos sólo para que
le diga un par de cosas que usted ya sabía.
—No está usted formulando las preguntas adecuadas, profesor.
—No tengo preguntas,
agente Martin. Soy consciente de que tiene un problema y de que no se
solucionará fácilmente, pero eso es todo. Lo siento.
—No lo entiende, ¿verdad, profesor?
—¿No entiendo qué?
—Le contaré algo que no
figura en los informes que obran en su poder. ¿Se ha fijado en el distintivo
impreso en la carpeta del tercer caso, una bandera roja?
—¿El caso de la chica
hallada en la roca? Sí.
—Pues bien, encontraron
su cadáver hace unas cuatro semanas, en un lugar del Territorio del Oeste. ¿
Comprende lo que eso significa?
—¿Dentro del
Territorio? ¿Era residente de nuestro próximo estado número cincuenta y uno?
—Exacto —respondió el agente, en tono cortante y airado.
Jeffrey se reclinó en
su sillón, reflexionando sobre lo que acababa de oír.
—Creía que esas cosas
no debían pasar. En teoría, se han erradicado los delitos del Territorio, ¿no?
—Sí, maldita sea —farfulló el agente con amargura—. En teoría.
—Pero eso no es de
recibo —repuso Jeffrey—. Es decir, la razón de ser del estado número cincuenta
y uno es que allí esas cosas no ocurran. ¿No es así, inspector? Se supone que
es un mundo sin crímenes, ¿no? Sobre todo sin crímenes como éstos.
De nuevo, el agente
Martin dio muestras de que se esforzaba por contenerse.
—Tiene razón —dijo—. En
realidad, ésa es la base de su existencia. Es la razón por la que se está
estudiando la posibilidad de concederle la condición de estado. Piense en
ello, profesor: el estado número cincuenta y uno, un lugar donde uno puede ser
libre, llevar una vida normal, sin miedo. Como en otro tiempo.
—Un lugar donde uno
tiene que renunciar a la libertad para ser libre.
—Yo no lo expresaría
precisamente en esos términos —replicó el agente Martin con frialdad—, pero, en
esencia, ésa es la idea.
Jeffrey asintió con la
cabeza. Ahora vislumbraba el alcance del problema al que se enfrentaba el
agente.
—O sea que su dilema
tiene una doble vertiente, criminal y política.
—Veo que empieza a entender, profesor.
Jeffrey notó una punzada
de compasión hacia el fornido policía, una sensación provocada principalmente
por el vodka, según reconoció para sus adentros.
—Bueno, creo que ahora
comprendo por qué tiene tanta prisa. La votación en el Congreso se celebrará
justo antes que las elecciones, ¿verdad? Faltan sólo tres semanas. Lo que pasa
es que los crímenes de este tipo no suelen solucionarse rápidamente, a menos
que uno tenga un golpe de suerte y aparezca un testigo con una descripción o
algo parecido. Pero, por lo general, si el caso llega a resolverse (y eso ya es
mucho suponer, inspector), es más o menos de forma fortuita, y meses después de
los hechos. Así que... —Tomó otro trago de vodka e hizo una pausa.
—¿Así que qué? —preguntó Martin con aspereza.
—Así que me alegro de no estar en su pellejo.
El inspector achicó los ojos y clavó en
el profesor una mirada hosca a través de la pantalla de televisión. Habló con
una voz inexpresiva, serena, sin el menor asomo de nerviosismo.
—Pues lo está, profesor. —Martin señaló
la pantalla con un gesto—. Le explicaré por qué en persona.
—Oiga, he examinado sus carpetas —lo
interrumpió Jeffrey—. Ahora estoy en casa. Ya he hecho bastante por hoy.
—No le estoy pidiendo un favor. Piense
por un momento en la facilidad con que yo podría complicarle la vida, profesor.
Con Hacienda, por ejemplo. Con otras agencias de policía. Con su adorada
universidad de los cojones. Deje volar su imaginación por unos instantes. ¿Lo
ha captado? Bien. Ahora, piense en algún lugar tranquilo y seguro donde
podamos encontrarnos. Dios sabe si alguien está escuchando esta transmisión, o
si su teléfono está pinchado. Seguramente algunos de sus alumnos más
emprendedores le han intervenido la línea para obtener información confidencial
sobre los exámenes o algún dato que les sirva para hacerle chantaje. Pero
quiero que nos reunamos, y cuanto antes. Esta noche. Traiga consigo los
expedientes de los casos. Le repito una vez más que no disponemos de mucho
tiempo.
Jeffrey, vestido con ropa oscura, se
deslizaba sigilosamente de una sombra a otra bajo los reflejos de las luces de
neón en el centro de la pequeña población universitaria. Delante de Antonio's
Pizza había la aglomeración habitual de gente que esperaba su turno para
entrar; Clayton reparó en el guarda armado con una escopeta que vigilaba a los
estudiantes hambrientos. Otra cola serpenteante se había formado frente a las
taquillas del cine de Pleasant Street, donde se proyectaban las películas del
género que los chicos denominaban «viboporno», palabra que combinaba dos de
los temas más recurrentes en esos filmes.
Arrimó la espalda a la
pared de ladrillo de un videoclub para dejar pasar a un puñado de
preadolescentes de aspecto salvaje. Los niños marchaban en formación militar,
gritando cada cierto tiempo una cantinela y coreando la respuesta. El grupo
constaba de unos doce chicos, que seguían a un líder larguirucho y granujiento
que, con una actitud malévola que parecía amenazar con cosas terribles, fijaba
la vista en todo aquel que tuviera el mal gusto de mirarlos. Llevaban chaquetas
idénticas con el logotipo de un equipo de baloncesto profesional, gorros de
punto y zapatillas de alta tecnología. Los más jóvenes, de unos nueve o diez
años, cerraban la marcha. Sus piernecitas, que pugnaban por seguirle el paso al
cabecilla, le habrían parecido cómicas al profesor si no hubiera sabido lo
peligrosa que podía llegar a ser la banda. De vez en cuando el líder se volvía
bruscamente hacia el grupo y, mientras trotaba hacia atrás, gritaba:
—¿Quiénes somos?
Sin vacilar, con sus voces agudas, los
miembros de la banda que avanzaban tras él contestaban a voz en cuello:
—¡Somos los perros de Main Street!
—¿De qué somos los amos?
—¡Somos los amos de la calle!
A continuación, todos daban tres
palmadas, que resonaban como disparos entre los establecimientos del centro.
Hasta los estudiantes
que esperaban frente a Antonio's les hacían mucho espacio; se apartaban como
las orillas de un río para que la pandilla desfilara rápidamente entre ellos.
El guarda de la pizzería encañonó con su escopeta al líder, que se limitó a
reírse y dedicarle un gesto obsceno. Jeffrey advirtió que un coche patrulla
seguía al grupo a una distancia prudencial. «Todo el mundo teme a los niños
—pensó Clayton—, más que a nadie. Puedes tomar ciertas precauciones sencillas
para protegerte de asesinos en serie, violadores, ladrones y animales
rabiosos; puedes vacunarte contra la viruela, la gripe y el tifus, pero cuesta
esconderse de las decenas de niños abandonados que no albergan más que odio
hacia el mundo al que los han traído.» Se preguntó si los políticos que habían
revocado todas las leyes que permitían el aborto se fijaban alguna vez en las
bandas de niños que vagaban por las calles y se preguntaban de dónde habían
salido.
Jeffrey salió a toda
prisa de las sombras donde se había ocultado y cruzó la calle detrás del coche
patrulla. Vio que uno de los agentes se volvía de golpe, como si lo hubiera
sobresaltado la aparición de aquella figura a sus espaldas, y luego el
vehículo se alejó, acelerando poco a poco. Clayton torció por entre las farolas
en dirección a la biblioteca municipal.
«¿Qué es lo que sé
sobre el estado número cincuenta y uno?», se preguntó. Acto seguido, cayó en la
cuenta de que no sabía gran cosa, y lo que sabía lo incomodaba, aunque le
habría costado explicar exactamente por qué.
Hacía poco más de una
década, dos docenas o más de las empresas más importantes de Estados Unidos
habían empezado a comprar grandes extensiones de territorio de propiedad
federal en media docena de estados occidentales. También habían adquirido
terrenos que pertenecían a los propios estados; de hecho, éstos se los habían
cedido a las empresas. La idea era simple, una extrapolación de un concepto
que la Disney Corporation había introducido en la zona central de Florida en la
década de 1990: consistía en empezar de cero, en construir ciudades y pueblos,
viviendas, escuelas y comunidades totalmente nuevos, pero que a la vez
evocaran recuerdos de los Estados Unidos de antaño. En un principio, las
poblaciones corporativas se diseñaron para alojar a las personas que trabajaban
en esas empresas en el entorno más seguro posible. Sin embargo, ese mundo que
se estaba creando ejercía una atracción considerable. En más de una ocasión,
Jeffrey Clayton había visto entera la serie de anuncios de televisión del estado
número cincuenta y uno. Lo pintaban como un lugar acogedor y seguro en que
imperaban los valores de otros tiempos.
Unos cinco o seis años
atrás la zona se había declarado oficialmente el Territorio del Oeste, y, tal
como había ocurrido en el caso de Alaska y Hawai más de cincuenta años antes,
se había iniciado el proceso que llevaría a convertirlo en un nuevo estado de
la Unión. Nuevo y muy distinto.
A Jeffrey le había
sorprendido que tantos estados vecinos hubiesen cedido parte de su territorio,
aunque, por otro lado, el dinero y las oportunidades eran alicientes poderosos,
y las fronteras no constituían realmente una prioridad para nadie.
Así pues, el mapa de
Estados Unidos había cambiado.
En algunas carreteras se instalaron
vallas publicitarias que ensalzaban la calidad de vida en el nuevo estado. Se
publicaron páginas web con información sobre ello. Uno podía realizar también
un recorrido virtual del estado en ciernes, lo que incluía una visita en 3D a
sus zonas urbanas y su campiña.
Por supuesto, eso tenía un precio.
Muchas de las familias
más pobres se habían visto desarraigadas, aunque aquellos cuya propiedad se
encontraba dentro de los límites de una nueva demarcación habían obtenido un
beneficio económico imprevisto. Había también quien se había resistido, como
los milicianos, unos chalados ecologistas y asilvestrados, pero incluso ellos
habían dado el brazo a torcer, forzados por las autoridades locales o
sobornados. Muchas de esas personas se habían retirado al norte de Idaho y a
Montana, donde disponían de espacio y poder político.
El estado número
cincuenta y uno se había convertido en un refugio de otro tipo.
Había algunos
inconvenientes: impuestos elevados, costes de edificación inflados y, lo más
importante, en el estado número cincuenta y uno regían leyes que constreñían
la privacidad, las entradas y las salidas, y ciertos derechos fundamentales.
No es que se hubiese derogado la Primera Enmienda, sino más bien que la habían
recortado. Voluntariamente. A las enmiendas Cuarta y Sexta también se les
había dado un nuevo sentido.
«No es lugar para mí»,
decidió Jeffrey, aunque no estaba muy seguro de por qué lo pensaba.
Se arrebujó en la
chaqueta con los hombros encorvados y avanzó rápidamente por la calle. «No
sabes mucho sobre el Nuevo Mundo —se dijo. Luego, cayó en la cuenta—: Estás a
punto de descubrir muchas cosas más.»
Se preguntó por unos
instantes qué clase de persona accedería al trueque que el Territorio exigía:
el de la libertad por protección.
Sin embargo, lo que uno
realmente obtenía a cambio era una promesa seductora: la seguridad.
Seguridad garantizada. Seguridad absoluta.
Los Estados Unidos de Norman Rockwell.
Los Estados Unidos de Eisenhower, de la década de 1950.
Unos Estados Unidos olvidados hacía
tiempo. Y en eso, comprendió Jeffrey, residía el dilema del agente Martin.
Sujetó con fuerza el
maletín que contenía los informes de los tres asesinatos bajo el brazo y pensó:
«Se trata de un problema antiguo. El problema más viejo de la historia. ¿Qué
sucede cuando se cuela un zorro en un gallinero?»
Se sonrió. Se arma el lío más gordo jamás
visto.
Varios indigentes vivían en el vestíbulo
de la biblioteca. Cuando entró por la puerta lo reconocieron y lo saludaron a
voces.
—¿Qué hay, profe? ¿Viene de visita?
—preguntó una mujer. Allí donde habrían tenido que estar sus dientes
delanteros, había una mella. Terminó su pregunta con una carcajada estridente.
—No, sólo a documentarme un poco.
—Dentro de poco no le hará falta
documentar nada. Estará tan muerto como la gente que estudia. Entonces sabrá la
verdad, de primera mano, ¿no, profe? —Se rio de nuevo y le dio unos golpecitos
con el codo a un anciano que tenía al lado y que sacudió el cuerpo, de modo
que su ropa raída y mugrienta hizo un ruido de rozamiento mientras él cambiaba
de posición.
—El profe no estudia a gente muerta,
vieja bruja —repuso el hombre—. Estudia a la gente que mata, ¿verdad?
—En efecto —asintió Jeffrey.
—Ah —dijo la mujer, sonriendo de oreja a
oreja—. Así que él mismo no tiene que estar muerto. Sólo convertirse en un
asesino un par de veces. ¿Es eso lo que tiene que estudiar, profesor? ¿Cómo
matar?
A Jeffrey la lógica de la mujer le
pareció tan vacilante como su voz. En vez de contestar, sacó de su bolsillo un
billete de veinte dólares.
—Tengan —dijo—. No había demasiada cola
en Antonio's. Cómprense una pizza. —Dejó caer el billete sobre el regazo de la
mujer, que lo agarró rápidamente con una mano que parecía una garra.
—Con esto sólo nos darán una pizza
pequeña —rezongó en un súbito ataque de rabia—, con sólo un ingrediente. A mí
me gusta el salchichón, y a éste los champiñones. —Le propinó un codazo a su
compañero.
—Lo siento —se disculpó
Jeffrey—. No puedo darles más.
La anciana emitió de pronto un sonido que
estaba a medio camino entre una risita y un chillido.
—Pues entonces nada de
champiñones —cacareó.
—Me gustan los champiñones —protestó el
hombre con aire lastimero, y los ojos se le llenaron de lágrimas enseguida.
Jeffrey les dio la espalda y pasó por una
puerta metálica doble que daba al puesto de control a la entrada de la
biblioteca. Tras una mampara de cristal antibalas, la bibliotecaria lo saludó
con una sonrisa y un gesto de la mano, y él le dejó su arma en consigna. Ella
señaló a una habitación lateral.
—Su amigo le espera allí dentro. —Su voz,
que salía de un inter—comunicador metálico, sonaba distante y extraña—. Su
amigo que va armado hasta los dientes —añadió con una ancha sonrisa—. No le ha
hecho muy feliz dejarme todo su arsenal.
—Es policía —explicó
Jeffrey.
—Pues ahora es un policía desarmado. Nada
de armas en la biblioteca. Sólo libros. —La bibliotecaria era mayor que
Clayton, quien sospechaba que dedicaba su tiempo libre entre las estanterías a
leer relatos del pasado con espíritu romántico—. Érase una vez, había más
libros que pistolas —dijo, más para sí que para que Jeffrey la oyese. Levantó
la vista—. ¿No es así, profesor?
—Érase una vez
—respondió él.
La mujer negó con la
cabeza.
—Las ideas son incluso más peligrosas que
las armas, sólo que su efecto no es tan inmediato.
Él asintió con una sonrisa. La mujer
volvió a sus tareas simultáneas de supervisar los monitores de videovigilancia
y registrar libros en el ordenador. Jeffrey atravesó el portal del detector de
metales y entró en la sección de periódicos y revistas de la biblioteca.
El agente estaba solo en la habitación,
incómodamente sentado en un sillón de cuero demasiado fofo. Pugnó durante unos
instantes por levantarse del asiento y se dirigió al encuentro de Clayton.
—No me gusta despojarme de mis armas,
aunque estemos en un templo del saber —comentó mientras una expresión irónica
le asomaba a la cara.
—
Eso me ha
dicho la señora de la entrada.
—Lleva una
Uzi colgada del hombro. Ya puede decir lo que quiera. .
—No le falta razón —señaló Jerrrey. A continuación, deslizó el maletín de piel que contenía las tres
carpetas hacia el agente Martin—.Aquí tiene sus dossieres. Como ya le he dicho,
si no me proporciona toda la información disponible sobre los asesinatos, no estoy
seguro de poder ayudarle.
El agente no respondió a eso.
El agente no respondió a eso.
—He hablado antes con el decano del
Departamento de Psicología —dijo en cambio—. Ha accedido a concederle un
permiso extraordinario. He anotado los nombres de los profesores que le sustituirán
en sus clases. He imaginado que querría usted hablar con ellos antes de irnos.
Jeffrey se quedó boquiabierto. Tartamudeó
por un momento al contestar:
—Y una mierda. Yo no me voy a ningún
sitio. Usted no tiene derecho a contactar con nadie ni a hacer ni un maldito
preparativo por mí. Le he dicho que no pienso ayudarle, y hablaba en serio.
—No sabía muy bien cómo resolver el tema
de sus novias —prosiguió el agente, haciendo caso omiso de las palabras de Jeffrey—.
He supuesto que usted preferiría hablar antes con ellas, inventarse alguna
mentira convincente, porque pobre de usted si le informa a alguien del trabajo
que se trae entre manos o del lugar adónde va. El catedrático de su
departamento cree que se va usted a la Vieja Washington. Dejemos que lo siga
creyendo, ¿de acuerdo?
—Que le den —lo interrumpió Jeffrey,
furioso—. Yo me largo de aquí.
El agente Martin sonrió
lánguidamente.
—Dudo que lleguemos a ser amigos —dijo—.
Intuyo que usted acabará por admirar, o por lo menos apreciar, algunas de mis
cualidades más singulares, pero no, no basándose en lo que ha pasado hasta
ahora. No, no creo que nos hagamos amigos. Claro que eso no importa en
realidad, ¿o sí, profesor? No es de lo que se trata.
Jeffrey sacudió la
cabeza.
—Llévese sus putas carpetas. Buena
suerte.
Dio media vuelta para marcharse, pero
notó que el agente lo asía del brazo. Martin era un hombre fornido, y la
presión con que le estrujaba los músculos parecía denotar que era capaz de
mucho más, pero que el dolor que infligía en ese momento era adecuado a la
situación. Jeffrey intentó soltarse de un tirón, pero no pudo. El agente Martin
lo atrajo hacia sí.
—No más debates, profesor —le susurró
acaloradamente en la cara—. No más discusiones. Va usted a hacer lo que yo le
diga porque creo que es el único en este país de mierda con las aptitudes que
yo necesito. Así que ya no se lo pido; se lo ordeno. Y, por ahora, usted se limitará a escuchar. ¿Lo pilla,
profesor?
La sensación de amenaza se extendió por
la piel de Jeffrey como una quemadura del sol en un día veraniego. Con un gran
esfuerzo logró dominarse y mantener la calma.
—Muy bien —respondió despacio—. Dígame lo
que crea que debo saber.
El agente retrocedió un paso e hizo un
gesto en dirección a la mesa de lectura situada junto a su sillón de cuero.
Jeffrey se colocó frente a él, acercándose una silla.
—Empiece —dijo
escuetamente al sentarse.
Martin se acomodó de cara a Clayton en
una silla de madera de respaldo rígido, abrió el maletín y extrajo las tres
carpetas. Miró brevemente a Jeffrey con el entrecejo fruncido y arrojó el
primer informe sobre la mesa, frente al profesor.
—Ése es el caso en el que estamos
trabajando ahora —dijo con amargura—. Una noche, ella volvía a su casa
procedente de la de un vecino, donde había estado haciendo de canguro. El
cadáver se descubrió dos semanas después.
—Continúe.
—No, dejémoslo ahí. ¿Ve a esta chica?
—Empujó la segunda carpeta hacia Jeffrey—. ¿Le resulta familiar, profesor?
Jeffrey se quedó mirando la fotografía de
la joven. «¿Por qué habría de conocerla?», se preguntó.
—No —dijo.
—Tal vez el nombre le dé una pista. —El
agente tenía la respiración agitada, como si intentara contener una ira
intensa en su interior. Cogió un lápiz y garabateó «Martha Thomas» en la tapa
del dossier—. ¿Le suena, profesor? Fue hace siete años. Su primer año en esta
venerable institución de educación superior. ¿La recuerda ahora?
Jeffrey asintió. Notaba un frío inusitado
en su fuero interno.
—Sí, claro que la recuerdo, ahora que me
ha dicho su apellido. Era una alumna de primero que estaba en uno de mis cursos
introductorios. Una entre doscientos cincuenta. En el semestre de invierno.
Fue a clase durante una semana y luego desapareció. Asistió a una conferencia.
Por lo que recuerdo, nunca me dirigió la palabra. Desde luego, no mantuvimos
conversación alguna. Eso es todo. La encontraron tres semanas después en el
bosque estatal que no está muy lejos de aquí. Era una excursionista entusiasta,
si la memoria no me falla. La policía dictaminó que la habían secuestrado en
una de esas salidas. No hubo detenidos. No recuerdo que me interrogaran
siquiera.
—¿Y no se ofreció a ayudar cuando se
enteró de que habían matado a una alumna suya?
—Sí, me ofrecí. La policía local rechazó
la oferta. No tenía entonces la misma reputación que ahora. Nunca me mostraron
informes de la escena del crimen. No sabía que había sido víctima de un
asesino en serie.
—Los idiotas locales tampoco —contestó
Martin con aspereza—. La chica estaba eviscerada y colocada en el suelo como
un símbolo religioso, con un dedo cortado y... esos imbéciles no tenían la
menor idea de lo que tenían entre manos.
—Demasiadas personas mueren asesinadas
últimamente. Los inspectores de Homicidios tienen que utilizar algún criterio
de selección para decidir qué casos investigar, cuáles de ellos son susceptibles
de resolverse.
—Lo sé, profesor, pero
eso no significa que no sean idiotas.
Jeffrey se reclinó
hacia atrás.
—Así que una joven que apenas llegó a ser
alumna mía hace siete años muere asesinada de una forma parecida a la del caso
en que usted trabaja. Sigo sin entender por qué esto exige que yo me implique
en el asunto.
El agente Martin deslizó la tercera
carpeta sobre la mesa, donde topó con la mano derecha de Jeffrey.
—Éste es un caso viejo —dijo Martin
lentamente—. Muy viejo y olvidado. Joder, estamos hablando de historia antigua,
profesor.
—¿Qué intenta decirme?
—El FBI tiene bien documentados estos homicidios —prosiguió Martin— en
el VICAP, su Programa de Detención de Criminales Violentos. Cotejan los detalles
de los asesinatos sin resolver de formas muy interesantes. La posición del
cadáver, por ejemplo. Los dedos índices cortados. Es el tipo de cosa que un
programa de ordenador que analiza los archivos de los casos puede aislar
fácilmente, ¿no le parece? Naturalmente, por lo general los cotejos informáticos
no le sirven de un carajo al FBI ni a nadie más, pero de vez en cuando arrojan
combinaciones curiosas. Pero todo eso ya lo sabe, ¿verdad, profesor?
—Estoy familiarizado con los procesos de
identificación de los asesinatos en serie. Empezaron a desarrollarse hace un
par de décadas, como ya sabrá.
El agente Martin, que se había levantado
de su silla, caminaba de un lado a otro de la habitación. Finalmente se dejó
caer de nuevo en el gran sillón de lectura de cuero, al otro lado de la mesa de
donde estaba Jeffrey Clayton.
—Así es cómo los relacioné. Este último,
¿sabe cuándo se produjo? Hace más de veinticinco putos años. Joder, es como la
edad de piedra, ¿no, profesor?
—Tres asesinatos en un cuarto de siglo es
un patrón poco común.
El agente se apoyó en el respaldo con
fuerza y se quedó mirando al techo por unos instantes antes de bajar la mirada
y posarla en Clayton.
—Hostia, no me diga —farfulló—. Pero, profe, esa última resulta de lo
más interesante.
—¿Y por qué?
—Por el momento y el lugar en que sucedió
y por una de las personas interrogadas por la policía del estado. Nunca
detuvieron al hijo de puta (sólo era uno del puñado de sospechosos principales),
pero su nombre y el interrogatorio constaban en el viejo informe. Me costó un
montón, pero al final lo encontré.
—¿Y qué tiene de
interesante? —inquirió Jeffrey.
El agente Martin hizo ademán de
levantarse y luego pareció cambiar de idea. De pronto, se inclinó hacia
delante, acercando el voluminoso torso a sus rodillas, como un hombre que
describe una conspiración, en voz baja, ronca y cargada de una ferocidad malévola.
—¿Interesante? Le diré qué tiene de
interesante, profesor. Puesto que el cadáver de esa chica fue encontrado en el
condado de Mercer, Nueva Jersey, a las afueras de un pueblo llamado Hopewell,
unos tres días después de que usted, su madre y su hermana pequeña abandonaran
su hogar para siempre... y porque el hombre a quien la policía interrogó pocos
días después de la desaparición de esta joven, y de que su familia y usted se
diesen el piro de allí, era su jodido padre.
Jeffrey no contestó. Tenía calor, como si
la habitación hubiese estallado en llamas de repente. La garganta se le secó de
inmediato, y la cabeza le daba vueltas. Se agarró a la mesa para estabilizarse,
y pensó: «Lo sabías, ¿verdad? Lo has sabido desde el principio, durante todos
estos años. Sabías que algún día se presentaría alguien para decirte lo que
acabas de oír.»
Le dio la sensación de que no podía respirar,
como si se le hubiesen atragantado las palabras.
El agente Martin reparó en todo ello y
achicó los ojos, que tenía clavados en el Profesor de la Muerte.
—Bien. Ahora —murmuró— estamos listos
para empezar. Le he dicho que no queda mucho tiempo.
—¿Por qué? —barbotó
Jeffrey.
—Porque hace menos de cuarenta y ocho
horas desapareció otra chica en el Territorio del Oeste. Ahora mismo, en una
oficina supuestamente segura y confortable, donde en teoría la vida transcurre
con normalidad, maldita sea, un hombre, una mujer, un hermano pequeño y una
hermana mayor están sentados, intentando entender lo incomprensible. Escuchando
una explicación sobre lo inexplicable. Enterándose de que lo único que les
habían garantizado categóricamente que nunca les sucedería les ha sucedido.
—El agente Martin frunció el ceño, como si esta idea lo asqueara—. Usted,
profesor. Usted va a ayudarme a encontrar a su padre.
3
Preguntas poco razonables
Jeffrey Clayton se sintió mareado por
unos momentos y las mejillas le escocían como si le hubiesen propinado un
bofetón.
—Eso es ridículo —contestó de inmediato—.
Usted no está en sus cabales.
—¿De verdad? —preguntó el agente Martin—.
¿Le parece que actúo como un loco, que hablo como un loco?
Jeffrey inspiró hondo, despacio, e hizo
una pausa al espirar, de modo que el aire que expulsaban sus pulmones siseó al
pasar entre sus dientes.
—Mi padre —dijo con una ponderación con
la que intentaba poner en orden los pensamientos que se le agolpaban en la
cabeza—. Mi padre murió hace más de veinte años. Se suicidó.
—Ya. ¿Está seguro de
eso?
—Sí.
—¿Vio usted el cadáver?
—No.
—¿Asistió al entierro?
—No.
—¿Leyó algún informe policial, un dictamen
forense?
—No.
—Entonces, ¿cómo puede estar tan seguro?
Jeffrey sacudió la cabeza.
—Sólo le repito lo que me dijeron y lo
que yo creía. Que él murió. Cerca de la que había sido nuestra casa, en Nueva
Jersey.
Pero no recuerdo exactamente cómo, ni
dónde. Nunca he querido conocer las circunstancias concretas.
—Eso tiene mucho sentido —comentó Martin
en voz baja, volviendo los ojos hacia arriba con una expresión irónica.
El agente sonrió, pero se trataba de
nuevo de un gesto forzado, que reflejaba más ira amenazadora que otra cosa.
Jeffrey abrió la boca para añadir algo, pero decidió quedarse callado.
Al cabo de unos
segundos, Martin arqueó las cejas.
—Entiendo —dijo—. No recuerda dónde murió
su padre, ni exactamente cuándo, ni conoce los detalles. Hay muchas maneras de
suicidarse. ¿Se pegó un tiro? ¿Se ahorcó? ¿Se tiró a una vía de tren? ¿Dejó
alguna nota escrita, o un último mensaje grabado en vídeo? ¿Un testamento, tal
vez? Usted no tiene idea, ¿verdad? Y aun así está convencido de que en efecto
se mató y de que lo hizo en algún sitio distinto pero no muy lejano de allí
donde había vivido. ¿Es ésa una certeza científica? —preguntó con sarcasmo.
El profesor dejó que la pregunta quedara
flotando en el aire entre los dos por unos instantes antes de responder.
—Todo lo que sé lo oí de boca de mi madre
durante una conversación que tuvimos. Me dijo que la habían informado del
suicidio, y que ella desconocía las causas. No recuerdo que me haya hablado de
cómo se enteró, ni recuerdo haberle preguntado cómo lo sabía. De todos modos,
ella no tenía ninguna razón para mentirme o engañarme de alguna manera. No
hablábamos de mi padre a menudo, así que no había ningún motivo para que me
mostrara interesado por los pormenores. Simplemente seguí con lo mío: mis
estudios, mis clases, mis títulos. Él ya no era un factor relevante en mi vida.
Había dejado de serlo cuando yo aún era pequeño. No lo conocía, ni sabía gran
cosa de él. Era mi padre exclusivamente como consecuencia de una cópula y no
porque yo tuviera relación con él. La noticia de su muerte me dejó más bien
indiferente. Era como si me hubiesen relatado algún incidente lejano y
secundario de escasa trascendencia. Algo que hubiese ocurrido en un rincón
remoto del mundo. Para mí, él no significaba nada. No existía. Un recuerdo
vago de una infancia que había dejado atrás hacía mucho tiempo. Ni siquiera
llevo su apellido.
El agente Martin se reclinó en el sillón
de piel, tan grande que envolvía su corpulencia considerable. Por un momento
intentó ponerse cómodo, cambiando varias veces de posición.
—Joder —farfulló—. Este sillón es como
una casa. Se podría instalar una cocina. —Volvió la vista hacia Jeffrey—. Nada
de lo que acaba de decir se ajusta ni remotamente a la realidad, ¿verdad, profesor?
—preguntó con brusquedad.
Jeffrey clavó la mirada en el hombre que
tenía enfrente, tratando de verlo con mayor claridad, como un topógrafo que,
al no fiarse ya de las lecturas de sus instrumentos y de su equipo, estudia el
terreno a simple vista para asegurarse. Cayó en la cuenta de que apenas era
consciente de las dimensiones de Martin, así que decidió que lo más prudente
sería formarse un nuevo juicio sobre él. Reparó en que las cicatrices de
quemaduras que el inspector tenía en manos y cuello parecían emitir un tenue
brillo rojizo cuando Martin reprimía la furia de su interior, como si
delataran sus emociones inadvertidamente.
—Bueno —prosiguió Martin con suavidad—,
tal vez una cosa sea verdad. Tengo entendido que su madre sí le dijo que él
había muerto, y seguramente incluso que había sido un suicidio. Eso no dudo que
sea cierto. Me refiero a que ella se lo dijera. —Tosió, quizá con la intención
de ser cortés, aunque sonó más como una expresión de burla—. Pero eso viene a
ser lo único, ¿no?
Jeffrey negó con la cabeza, lo que sólo
sirvió para arrancarle otra sonrisa a Martin. Al parecer, cuanto más se
enfadaba el inspector, más sonreía.
—Ocurre constantemente, ¿no es así,
profesor? Don Experto en la Muerte. A los asesinos en serie con frecuencia les
remuerde tanto la conciencia por la depravación de sus asesinatos que, al no
soportar más su existencia patética y maligna, se suicidan, ahorrándole con
ello a la sociedad la molestia y el esfuerzo que supone darles caza y
llevarlos a juicio. ¿Estoy en lo cierto, profesor? Es algo que sucede
comúnmente, ¿no?
—Sucede —admitió Jeffrey con aspereza—,
pero no es algo común. La mayoría de los asesinos en serie que hemos estudiado
no muestran remordimiento. Ni por asomo. No todos, desde luego, pero la
mayoría.
—Entonces, ¿tendrían algún otro motivo
para cometer uno de esos suicidios infrecuentes?
—Lo que tienen es un acuerdo con la
muerte. Ya sea la suya propia o la de otro, aparentemente se sienten cómodos
con ella.
El agente asintió, complacido con el
impacto que su pregunta sarcástica parecía haber tenido.
—¿Cómo es —inquirió Jeffrey despacio— que
ha venido usted aquí? ¿Cómo es que me ha relacionado con ese hombre que quizás
o quizá no perpetró algún crimen que otro hace más de veinte años? ¿Cómo es que
cree que mi padre, que en realidad está muerto, ha vuelto de algún modo a este
mundo y es el supuesto asesino que usted busca?
El agente Martin apoyó
la cabeza en el respaldo.
—No son preguntas
irrazonables —dijo.
—Yo no soy un hombre irrazonable.
—Yo creo que sí que lo es, profesor. Eminentemente
irrazonable. Notablemente irrazonable. Delirante y extraordinariamente
irrazonable. Igual que yo, en ese aspecto. Es la única manera de sobrellevar
cada día que pasa, ¿verdad? Ser irrazonable. Cada segundo que pasa usted en
este bonito entorno académico es irrazonable, profesor. Porque si fuese usted
razonable, no sería la persona que es, sino el hombre que teme que vive en su
interior. Igual que yo, como ya le he dicho. Aun así, intentaré responder a
algunas de sus preguntas.
A Jeffrey le pareció de nuevo que debía
replicar, negar vehementemente todo lo que acababa de decir el inspector,
levantarse, marcharse, dejarlo allí solo. Pero no hizo nada de eso.
—Por favor —dijo con
frialdad.
Martin se removió en su asiento y se
agachó para recoger su maletín de piel. Rebuscó en los papeles que contenía y
extrajo unos informes grapados. Los hojeó rápidamente hasta encontrar lo que
buscaba y sacó de un bolsillo interior de la americana unas gafas para leer con
montura de pasta, en forma de media luna. Se las colocó sobre la nariz y
levantó la vista una sola vez hacia el profesor antes de posarla en el texto
que tenía delante.
—Me hacen mayor, ¿no? Tampoco me
favorecen mucho, ¿verdad? —El inspector se rio, como para recalcar la
incongruencia de su aspecto—. Es una transcripción de la entrevista entre un
inspector de la policía estatal de Nueva Jersey y un tal J. P. Mitchell. ¿Le suena ese nombre?
—Por supuesto que me suena. Así se
llamaba mi padre. Mi difunto padre.
El agente Martin
sonrió.
—Claro. El caso es que el inspector sigue
el procedimiento habitual, redacta el informe, explica el caso que tiene entre
manos, consigna la fecha, el lugar y la hora del día... todo muy minucioso y
muy oficial, incluidas las advertencias de rigor antes del interrogatorio.
Luego le pide los números de teléfono, de la seguridad social, las direcciones
y toda clase de datos a su viejo, que parece responder sin reservas...
—Tal vez no tenía nada
que ocultar.
El agente volvió a
sonreír de oreja a oreja.
—Claro. Bueno, luego el inspector entra
en detalles sobre el asesinato de la chica, y su amado padre los niega todos,
uno tras otro.
—Exacto. Fin de la historia.
—No del todo.
Martin pasó las páginas del informe y
arrancó tres de las centrales, que le tendió a Jeffrey. El profesor notó de
inmediato que su numeración estaba en el noventa y pico. Hizo un cálculo rápido
—dos páginas por minuto— y concluyó que el policía llevaba para entonces cerca
de una hora interrogando a su padre. Sus ojos se deslizaron por las palabras.
Saltaba a la vista que un estenógrafo había transcrito la entrevista a partir
de una grabación; sólo figuraban las preguntas y respuestas, sin adornos de
ninguna clase, sin descripciones de los dos hombres que hablaban entre sí, sin
pormenores sobre la entonación o el nerviosismo. «¿Estaba de pie el policía?
—se preguntó—. ¿Caminaba por la habitación, en círculos como un ave de presa?
¿Tenía mi padre la frente perlada de sudor, se humedecía los labios con la
lengua tras cada respuesta? ¿Dio el inspector alguna palmada en la mesa?
¿Permanecía muy cerca de mi padre, en actitud amenazadora, o se conducía con
frialdad, arrojándole serenamente preguntas como dardos? Y mi padre, ¿se
reclinaba en la silla con una leve sonrisa, parando cada estocada con el juego
de piernas de un esgrimista, disfrutando con el juego conforme aceleraba en
torno a él?»
Jeffrey imaginó un cuarto reducido,
probablemente con sólo una lámpara de techo. Una habitación pequeña, casi sin
muebles, con las paredes desnudas, aislamiento moderno para insonorizar y una
nube de humo de cigarrillo flotando sobre una mesa cuadrada y funcional. Dos
sillas sobrias de acero. Su padre no estaba esposado, pues no lo habían
detenido. Un magnetófono encima de la mesa, recogiendo en silencio las palabras,
con los cabezales girando como si aguardaran pacientemente una confesión que
nunca llegaría.
¿Qué más? Un espejo en la pared que en
realidad era una ventana de observación, pero él la habría reconocido y habría
hecho caso omiso de ella.
Jeffrey se detuvo de golpe. «¿Cómo puedes
saber eso? —se exigió una respuesta a sí mismo—. ¿Cómo puedes saber nada
acerca de la pinta, la actitud y la voz que tenía tu padre esa noche, hace tantos
años?»
Notó un ligero temblor en las manos
cuando se puso a leer las páginas de la transcripción. Lo primero que le llamó
la atención fue que no constara el nombre del policía.
P. Señor Mitchell, dice que, la noche que
desapareció Emily Andrews, usted
estaba en casa con su familia, ¿correcto?
R. Sí, correcto.
P. ¿Podrían ellos corroborar esa
información?
R. Sí, si da usted con ellos.
P. ¿Ya no viven con usted?
R. Así es. Mi mujer me ha dejado.
P. ¿Por qué? ¿Adónde han ido?
R. No sé adónde han ido. En cuanto al porqué, bueno, supongo
que eso tendría que preguntárselo a ella. No le resultaría fácil, claro está.
Sospecho que se habrá ido para el norte. A Nueva Inglaterra, tal vez. Siempre
decía que le gustaban los climas más fríos. Es raro, ¿no cree?
P. ¿Así que no hay nadie que confirme su coartada?
R. «Coartada» es una palabra que tiene ciertas connotaciones en este contexto, ¿no, inspector? No acabo de
entender por qué necesito una coartada. Las coartadas son para los sospechosos.
¿Soy un sospechoso, agente? Corríjame si me equivoco, pero la única relación
que ha establecido entre esa desafortunada joven y yo es que asistía a mi clase
de historia de tercero. La noche en cuestión, yo estaba en casa.
P. La vieron subirse a su coche, señor Mitchell.
R. Si no me equivoco, la noche
de su desaparición llovía y estaba oscuro. ¿Tiene la certeza de que era mi
coche? No, lo suponía. De todas formas, ¿qué tendría de malo que acompañase en
el coche a una alumna en una noche fría y tormentosa?
P. ¿O sea que admite que ella subió a su coche la última noche que fue vista con vida?
R. No, no es eso lo que he dicho. Lo que digo
es que no tendría nada de raro que un profesor acercase a una alumna a algún
sitio en coche. Esa noche en particular, o cualquier otra noche.
P. ¿Su mujer lo ha dejado
de buenas a primeras?
R. ¿Recuperando un tema
anterior? Esa clase de cosas nunca sucede de buenas a primeras, inspector. Nos
habíamos distanciado desde hacía algún tiempo. Discutimos. Ella se marchó. Una
historia tristemente vulgar. Quizá no somos idóneos el uno para el otro, ¿quién
sabe?
P. ¿Y sus hijos?
R.
Tenemos dos. Susan, de siete años, y mi tocayo Jeffrey, de nueve. Ella volverá,
inspector. Siempre vuelve. Y si no, bueno, la encontraré. Siempre la encuentro.
Y entonces todos volveremos a estar juntos. ¿Sabe?, a veces uno tiene la
corazonada, una sensación de inevitabilidad, tal vez, de que, por muy difícil y
desalentadora que resulte la vida en común, estamos absolutamente destinados a
seguir juntos, para siempre. Unidos.
P. ¿Ella le había dejado en ocasiones
anteriores?
R. Hemos tenido problemas
antes. Alguna que otra separación temporal. La encontraré. Es todo un detalle
por su parte mostrar tanto interés por mi situación familiar.
P. ¿Cómo la encontrará,
señor Mitchell?
R. A través de sus familiares,
sus amigos. ¿Cómo se las arregla uno para encontrar a alguien, inspector? En
el fondo, nadie quiere desaparecer realmente. Nadie quiere borrarse del mapa.
Al menos, nadie que no sea un criminal. Quienes se marchan sólo quieren irse a
algún sitio nuevo para hacer algo distinto. Y así, tarde o temprano, acaban por
tirar de un hilo que los conecta con su vida anterior. Escriben una carta,
hacen una llamada... lo que sea. Basta con estar al otro lado, sujetando el
otro extremo del hilo y notar ese tirón cuando se produce. Pero eso usted ya
lo sabe, ¿no, inspector?
P. ¿Cuál es el apellido de soltera de su
esposa?
R. Wilkes. Su familia es de
Mystic, Connecticut. Le anotaré su número de la seguridad social, si quiere.
¿Está interesado en hacer el trabajo por mí?
P. ¿Por qué he encontrado un par de esposas
en su automóvil?
R. Entiendo. Ahora estamos
saltando a un tema nuevo. Las ha encontrado porque ha registrado ilegalmente mi
coche, sin una orden judicial. No puede efectuar un registro sin una orden
judicial.
P. ¿Para qué las tenía allí?
R. Soy muy aficionado a todo
lo relacionado con el crimen y el misterio. Colecciono objetos policiales como hobby.
P. ¿Cuántos profesores de historia llevan
esposas consigo?
R. No lo sé. ¿Algunos?
¿Muchos? ¿Unos pocos? ¿Es ilegal tener unas esposas?
P. El cadáver de Emily Andrews presentaba
en las muñecas marcas que podrían ser de esposas.
R. «Podrían» es una palabra
endeble, ¿no, inspector? Una palabra floja, pusilánime, patética, que en
realidad no significa nada. Quizá presente marcas, pero no son de mis esposas.
P. No le creo. Me parece que me está
mintiendo.
R. Entonces no se prive de demostrar que lo
que digo es falso. Pero no puede, ¿verdad, inspector? Porque si pudiera, no estaríamos
perdiendo el tiempo de esta manera, ¿no?
La respuesta del inspector no constaba en
las páginas que Jeffrey tenía entre las manos. Permaneció con la vista baja
por un momento, aunque notaba que Martin lo estaba mirando. Volvió a leer
algunas de las frases de su padre y se dio cuenta de que podía oír las palabras
en boca de su padre, tantos años después, y en su mente lo veía sentado frente
al inspector de policía tal como en otro tiempo se había sentado frente a él, a
la mesa del comedor, en su casa, casi como si estuviera viendo una vieja
película casera y rayada que avanzaba a saltos. Sobresaltado, alzó la vista de
repente y tendió bruscamente las páginas de la transcripción al agente Martin.
Jeffrey se encogió de hombros, confundido
como un pobre actor que de pronto se ve bajo un foco que debía iluminar a
otro, en otra parte del escenario.
—Esto no me dice gran
cosa... —mintió.
—Yo creo que sí.
—¿Tiene más páginas?
—Unas cuantas, pero es más de lo mismo. Un tono provocador y evasivo,
pero rara vez hostil. Su padre es un hombre astuto.
—Era.
El agente sacudió la
cabeza.
—Él era claramente el mayor sospechoso.
Se vio a la víctima subir a su coche, o quizás a uno parecido, y se
encontraron restos de sangre bajo el asiento del pasajero. Además, estaban las
esposas.
—¿Y?
—Eso es todo, más o menos. El inspector
de policía iba a detenerlo (se moría de ganas de detenerlo), pero entonces
llegaron del laboratorio los resultados de los análisis de sangre. Su gozo en
un pozo. La sangre de las muestras no coincidía con la de la víctima. En las
esposas no había el menor resto de tejido. Yo
creo que las habían limpiado con vapor. El registro de la casa donde usted
vivió arrojó resultados interesantes pero negativos. Ya sólo quedaba la
posibilidad de arrancarle una confesión. Era un procedimiento habitual en
aquella época. Y el inspector hizo lo que pudo. Lo retuvo ahí casi veinticuatro
horas, pero al final su padre parecía estar más fresco y despierto que el poli.
—¿A qué se refiere con eso de «resultados
interesantes pero negativos» del registro de la casa?
—Me refiero a pornografía de una índole
particularmente sórdida y violenta. A instrumentos sexuales normalmente
relacionados con el sado y la tortura. A una nutrida biblioteca especializada
en el asesinato, aberraciones sexuales y la muerte. Un kit casero de utensilios para depredadores
sexuales.
Clayton, que notaba
seca la garganta, tragó saliva con dificultad.
—Nada de eso demuestra
que fuese un asesino.
El agente Martin
asintió con la cabeza.
—Tiene más razón que un santo, profe.
Nada de eso prueba que cometiese un crimen. Lo único que demuestra es que sabía
cómo hacerlo. Las esposas, por ejemplo. Fascinante. En cierto modo, me parece
admirable lo que hizo. Es obvio que se las puso a la chica en algún momento, y
no menos obvio que en cuanto llegó a casa tuvo el acierto de echarlas en agua
hirviendo. No hay muchos asesinos que presten tanta atención a los detalles. De
hecho, la ausencia de restos de tejido le ayudó en sus discusiones con la
policía del estado de Nueva Jersey. Su incapacidad para establecer una
relación entre las esposas y el crimen alimentó su confianza en sí mismo.
—¿Y qué hay del móvil? ¿Qué vínculo tenía con la chica muerta?
El agente Martin se encogió de hombros.
—Ninguno que sea indicativo de nada. Ella
había sido alumna suya, como él dijo. Tenía diecisiete años. No se pudo probar
nada. Fue algo así como decir: «Camina como un pato, hace cua cua como un pato,
pero...» Ya me entiende, profesor. —Martin tamborileó contrariado con los
dedos sobre el cuero del sillón—. Es evidente que el maldito poli se vio
desbordado desde el principio. Se ciñó a las normas desde el primer momento del
interrogatorio, tal como le habían enseñado en cada curso y seminario.
Introducción a la Obtención de Confesiones. —El agente suspiró—. Eso era lo
malo de los viejos tiempos de leyes garantistas y reconocimiento de los
derechos del delincuente. Y la policía... ¡Dios santo! La policía del estado de
Nueva Jersey era una panda de tipos pulcros y estirados que observaban una
disciplina casi militar. Incluso a los secretas y los que iban de paisano les
habría quedado de maravilla uno de esos uniformes estrechos. Si llevas ante
ellos a un asesino común y corriente (ya sabe, uno de esos que le vuelan la
cabeza a su mujer cuando descubren que le ha puesto los cuernos, o que le
disparan a alguien en un atraco a una tienda de autoservicio), se ocupan de él
rápidamente. Las palabras brotan como si lo exprimieran con un rodillo: «Sí,
señor, no, señor, lo que usted diga, señor.» Fácil. Pero en este caso fue
distinto. El pobre pardillo del policía no era rival para su viejo. Al menos
intelectualmente. No le llegaba ni a la suela de los zapatos. Entró en esa sala
convencido de que su padre se reclinaría en la silla y le contaría sin más
cómo, por qué, y dónde lo había hecho y le aclararía todas las putas dudas que
le plantease, tal como había hecho cada uno de los asesinos idiotas a los que
había echado el guante hasta entonces. Ya, claro. En cambio, no hicieron más
que dar vueltas. Do, si, do, como en un vals de dos pasos.
—Eso parece —comentó Jeffrey.
—Y nos dice algo, ¿no es así?
—No deja usted de hablar de manera
críptica, agente Martin, como dando por sentado que poseo unos conocimientos,
una capacidad y una intuición de los que yo nunca me he jactado. No soy más
que un profesor de universidad especializado en los asesinos en serie. Sólo
eso. Nada más, nada menos.
—Bueno, eso nos dice que era infatigable,
¿no, profesor? Venció en resistencia a un inspector desesperado por resolver
el caso. Y nos dice que era astuto y no tenía miedo, cosa de lo más intrigante,
pues un criminal que no tiene miedo cuando se ve cara a cara con la autoridad
siempre resulta interesante, ¿verdad? Pero, sobre todo, me dice algo diferente,
algo que me tiene realmente preocupado.
—¿De qué se trata?
—¿Ha visto esas fotos de satélite que
tanto les gustan a los meteorólogos de la tele? ¿Esas en que se aprecia cómo
una tormenta se forma, se intensifica y acumula fuerza de la humedad y de los
vientos, incubándose antes de estallar?
—Sí —respondió Jeffrey, sorprendido por
la contundencia de las imágenes evocadas por el agente.
—Hay personas que son como esas tormentas
en ciernes. No muchas, pero algunas. Y creo que su padre era una de ellas. La
emoción del momento le daba energías. Cada pregunta, cada minuto que pasaba en
esa sala de interrogatorio lo hacía más fuerte y peligroso. Ese poli intentaba
conseguir que confesara... —Martin hizo una pausa para respirar hondo—, pero él
estaba aprendiendo.
Jeffrey se sorprendió a sí mismo
asintiendo con la cabeza. «Debería estar aterrorizado», pensó. En cambio,
sentía un frío extraño en su interior. Volvió a inspirar a fondo.
—Parece usted saber mucho sobre esa
confesión que nunca se produjo.
El agente Martin hizo
un gesto de afirmación.
—Oh, desde luego. Porque ese inspector
novato y estúpido que intentaba hacer hablar a su padre era yo.
Jeffrey se inclinó
sobre el respaldo rápidamente, retrocediendo.
Martin lo observó, reflexionando al
parecer sobre lo que acababa de decir. Luego se inclinó, acercando mucho la
cara a la de Clayton, de modo que sus palabras tuviesen la fuerza de un grito.
—Uno se convierte en aquello que absorbe
durante la infancia. Eso lo sabe todo el mundo, profesor. Por eso yo soy yo, y
usted es usted. Quizá negar esto le haya dado resultado hasta ahora, pero eso
se ha acabado. De eso me encargaré yo.
Jeffrey se meció de nuevo hacia delante.
—¿Cómo me ha encontrado? —preguntó de nuevo.
El agente se relajó.
—Por medio de una labor
detectivesca a la vieja usanza. Me acordé de todo eso que su padre decía sobre
los apellidos. Como bien sabe, la gente detesta renunciar a su apellido. Los
apellidos son algo especial. Las raíces. Lo que nos conecta con el pasado, ese
tipo de cosas. El apellido le da a la gente una noción del lugar que ocupa en
el mundo. Y su padre me proporcionó la pista cuando mencionó el apellido de
soltera de su madre. Yo sabía que sería lo bastante lista para no recuperarlo;
él la habría encontrado demasiado fácilmente. Pero, como le digo, la gente no
renuncia a los apellidos de buen grado. ¿Sabe de dónde viene el de Clayton?
—Sí —respondió el
profesor.
—Yo también. Después de que su padre hablara
del apellido de soltera de su madre, pensé que eso sería demasiado sencillo y
obvio, pero que a la gente no le gusta nada renegar de sus orígenes, aunque
intente esconderse de alguien que cree que podría ser un monstruo. Así que, en
un arrebato, hice unas pesquisas y averigüé el apellido de soltera de la madre
de su madre. Clayton. Eso ya no resulta tan obvio, ¿verdad? Y pim pam: lo junté
con el nombre («mi tocayo Jeffrey»; bueno, dudaba que una madre les cambiara el
nombre de pila a sus hijos, por muy prudente que fuera la medida), y, oh maravilla, obtuve «Jeffrey
Clayton». Y se encendió una luz en mi cabeza. Así se llamaba el Profesor de la
Muerte, no del todo célebre pero tampoco del todo desconocido para los policías
profesionales. ¿Y le sorprende que esa coincidencia me llamara la atención cuando
me enteré de que otra de nuestras víctimas despatarradas, crucificadas y sin
dedo índice resultó ser alumna de usted en otro tiempo? El apellido de soltera
de su madre. Buena jugada. ¿Cree que su papaíto ató cabos también?
—No. Al menos no
volvimos a verlo ni a tener noticias de él. Se lo he dicho. Dejó de formar
parte de nuestra vida cuando lo dejamos en Nueva Jersey.
—¿Está seguro de eso?
—Sí.
—Pues me temo que no debería estar tan
seguro. Creo que debería dudar de todo cuando se trata de su viejo. Porque, si
yo logré encontrarle pese a ese pequeño e ingenioso engaño, quizás él también.
El inspector extendió el brazo, cogió la
fotografía de la alumna asesinada de Clayton y la lanzó de modo que se deslizó
girando sobre la mesa hasta que se detuvo delante del profesor.
—Creo que sí tuvo usted
noticias de él.
Jeffrey negó con la
cabeza.
—Está muerto.
El agente Martin alzó
la vista.
—Me encanta su seguridad, profesor. Debe
de ser bonito eso de estar seguro de absolutamente todo. —Suspiró antes de proseguir—.
De acuerdo. Bien, si consigue usted demostrarlo, recibirá mis disculpas y un
cheque que le compensará generosamente por las molestias de parte de la oficina
del gobernador del Territorio del Oeste, así como un viaje seguro, cómodo y
tranquilo en limusina de vuelta a su casa.
«Qué locura», pensó
Jeffrey.
Y entonces se preguntó:
«¿Lo es?»
Casi sin darse cuenta dirigió la vista
más allá del agente, a la sala central de la biblioteca. Unas pocas personas
leían en silencio, en su mayoría gente mayor, abstraídas en las palabras que
tenían ante sí. Le pareció que la escena tenía algo de pintoresco, un toque
antiguo. Casi le daba la impresión de que el mundo exterior era un lugar
seguro. Dejó vagar su mirada por las estanterías de libros alineados, aguardando
pacientemente el momento en que alguien los sacase de la balda y los abriese
para mostrar la información que guardaban a los ojos de algún indagador. Se
preguntó si algunos de los volúmenes permanecerían cerrados para siempre, y
las palabras que contenían entre sus cubiertas se volverían obsoletas de
alguna manera, inútiles con el paso de los años. O tal vez, pensó, pasarían
inadvertidos, pues los conocimientos que encerraban no se encontraban en un
disco, disponibles al instante con sólo pulsar unas teclas de ordenador. No
eran modernos.
Volvió a visualizar a
su padre con los ojos de su infancia.
Acto seguido, pensó: «Las nuevas ideas no
resultan verdaderamente peligrosas. Son las viejas las que llevan siglos
existiendo y absorben energías en cualquier entorno. Ideas vampiro.»
Vio el asesinato como
un virus, inmune a todo antibiótico.
Sacudió la cabeza y
advirtió que Martin sonreía de nuevo, observándolo mientras se debatía. Al
cabo de un momento, el agente se desperezó, apoyó las manos en los brazos del
sillón de cuero y se impulsó para ponerse de pie.
—Vaya a buscar sus cosas. Se hace tarde.
Martin juntó los
informes y las fotografías, los guardó en su maletín y se encaminó a grandes
zancadas a la salida. Clayton lo siguió a toda prisa. Cuando llegaron ante los
detectores de metales, ambos hicieron un gesto de asentimiento a la
bibliotecaria, que le devolvió al inspector sus armas, pero mantuvo una mano
muy cerca del botón de alarma mientras se colocaba las sobaqueras bajo el
abrigo.
—Vamos, Clayton —dijo Martin con gravedad
y salió por las puertas a la noche color negro azabache, próxima al invierno,
de aquel pueblo de Nueva Inglaterra—. Es tarde. Estoy cansado. Mañana nos
espera un largo viaje, y alguien a quien tengo que matar.
4
Mata Hari
Susan Clayton observaba una estrecha
columna de humo que se elevaba a lo lejos, enmarcada por el sol del ocaso, una
raya negra que se arremolinaba perfilada contra el azul del cielo diurno. Apenas
tomó conciencia de que algo se estaba quemando incontroladamente; en cambio,
le chocó el insulto que el humo lanzaba contra el horizonte perfecto. Aguzó el
oído, pero no percibió el sonido insistente de ninguna sirena que traspasara
las ventanas de su despacho. Aquello no le parecía tan insólito; en algunas
zonas de la ciudad era mucho más común, y considerablemente más razonable, por
no decir económico, dejar simplemente que el edificio incendiado quedase
reducido a cenizas, antes que poner en peligro la vida de bomberos y agentes
de policía.
Giró en su silla y paseó la vista por el
ajetreo vespertino que reinaba en la oficina de la revista. Un guardia de
seguridad con un fusil de asalto al hombro se preparaba para escoltar al
aparcamiento a los empleados que estaba reuniendo en un grupo pequeño y compacto.
Por un instante, le recordaron a Susan un banco de peces que se arracimaban en
una masa densa para protegerse de un depredador. Sabía que era el pez lento,
el solitario, el que dejaban atrás todos los demás, el que acababa devorado.
Esta idea hizo que sonriese y dijese para sus adentros: «Más vale nadar
deprisa.»
Uno de sus compañeros, el redactor de las
páginas de sociedad, asomó la cabeza por la abertura del pequeño cubículo donde
trabajaba Susan.
—Vamos, Susan, recoge tus trastos. Es
hora de irse.
Ella negó con la cabeza.
—Antes quiero terminar un par de cosas
—repuso.
—Las tareas que parece necesario terminar
hoy bien pueden ser las que comencemos mañana. Un poco de sabiduría para
nuestras condiciones actuales. Una máxima que rija nuestras vidas.
Susan sonrió, pero hizo un leve gesto de
rechazo con la mano.
—Sólo me quedaré un ratito más.
—Pero te quedarás sola
—señaló él—, y eso nunca es bueno. Más vale que los de seguridad sepan que
estás aquí. Y no olvides cerrar las puertas con llave y activar las alarmas.
—Ya conozco el paño —aseguró ella.
El redactor vaciló. Era
un hombre mayor, con mechones blancos y una barba entreverada de canas. Ella
sabía que era un profesional consolidado y que había tenido un puesto destacado
en el Miami Herald hasta que su adicción a las drogas se lo
había arrebatado y lo había relegado a escribir notas sobre la clase alta de la
ciudad para la revista semanal en la que ambos trabajaban. Él realizaba esta
labor con una minuciosidad tenaz pero desprovista de pasión, aunque no de un
humor sarcástico muy valorado. Cobraba por ello un sueldo que repartía rápida y
diligentemente en partes iguales: una para su ex mujer, otra para sus hijos y
el resto para la cocaína. Susan sabía que en teoría él se había desenganchado,
pero más de una vez lo había visto salir del aseo de caballeros con unas motas
de polvo blanco en los pelos del bigote. Ella fingía no darse cuenta, como
habría hecho con cualquier otra persona, pues era consciente de que comentar
algo al respecto implicaría meterse en su vida, aunque sólo fuera un poco, y no
estaba dispuesta a caer en eso.
—¿No te preocupa el peligro? —preguntó
él.
Susan sonrió, como para
decirle que no había por qué preocuparse, cosa que por supuesto ambos sabían
que era mentira.
—Lo que tenga que pasar, pasará
—sentenció—. A veces pienso que nos pasamos tanto tiempo tomando precauciones
contra eventualidades terribles que no nos queda gran cosa que valga la pena.
El redactor sacudió la cabeza, pero soltó
una risita. —Ah, una mujer aficionada a los acertijos y a la filosofía —observó—.
No, creo que te equivocas. En otra época uno podía dejar las cosas más o menos
al arbitrio del destino, y lo más probable era que no pasara nada malo. Pero
eso fue hace años. Las cosas ya no funcionan así.
—Aun así, prefiero correr el riesgo
—replicó Susan—. Puedo manejarme sola.
El redactor se encogió de hombros.
—¿Qué es lo que tienes que hacer?
—preguntó, molesto—. ¿Qué te impulsa a quedarte aquí cuando todos los demás se
han largado? ¿Qué atractivo tiene para ti esta mierda de lugar? No puedo creer
que la benevolencia de nuestro jefe te tenga tan embelesada como para arriesgar
el pellejo a mayor gloria de la Miami Magazine.
—Tienes razón. Dicho así... —respondió
ella—. Pero quiero añadir un enigma especial a mi último pasatiempo, y todavía
estoy trabajando en él.
El redactor asintió con la cabeza.
—¿Un enigma especial? ¿Algún mensaje para
un nuevo admirador?
—Supongo.
—¿De quién se trata?
—He recibido en casa una carta en clave
—explicó ella—, y he pensado seguirle el juego a esa persona.
—Suena interesante, pero peligroso. Ten
cuidado.
—Siempre lo tengo.
El redactor miró el humo que seguía
elevándose tras ella, aparentemente casi al alcance de la mano, justo al otro
lado del cristal de la ventana, como si esta escena fuera una naturaleza muerta
que plasmaba el abandono urbano.
—A veces me da la impresión de que no
puedo seguir respirando —comentó.
—¿Cómo dices?
—A veces creo que no podré tomar aliento,
que hará demasiado calor para inspirar. O que habrá demasiado humo y me ahogaré.
O que el aire estará infestado de alguna enfermedad virulenta y que me pondré a
toser sangre de inmediato.
Susan no contestó, pero pensó: «Entiendo
muy bien a qué te refieres.»
El redactor no apartó la vista de la
ventana que ella tenía a su espalda.
—Me pregunto cuánta
gente morirá ahí fuera esta noche —dijo en un tono suave y ausente que daba a
entender que no esperaba respuesta. Luego echó la cabeza adelante y atrás
repetidamente, como un animal que intenta espantar un insecto fastidioso—. No
vayas a convertirte en una estadística —le advirtió de pronto, adoptando un
tono paternal—. Cíñete a los horarios establecidos. No salgas sin escolta.
Permanece alerta, Susan. Permanece a salvo.
—Ésa es mi intención
—afirmó ella, preguntándose si realmente lo pensaba.
—Al fin y al cabo,
¿dónde encontraríamos a otra reina de los rompecabezas? ¿Qué nos ofrecerás esta
semana? ¿Algún enigma matemático o literario?
—Literario —contestó
ella—. He ocultado media docena de palabras clave de parlamentos célebres de
Shakespeare en un diálogo inventado entre un par de amantes. El juego
consistirá en reconocer qué palabras son del Bardo y en identificar las obras
en las que aparecen.
—¿Un personaje dirá
algo así como «no seré yo quien lo niegue», donde la frase oculta sería «no
ser», del «ser o no ser»?
—Sí —respondió ella—, sólo que esa frase
en particular sería demasiado fácil de detectar para mis lectores.
El redactor sonrió.
—«Si es más noble para el alma soportar
las flechas y pedradas de la áspera Fortuna o...» ¿Cómo sigue? Nunca consigo
acordarme.
—¿Nunca?
—Así es —dijo él, sin
dejar de sonreír—. Soy demasiado tonto. Demasiado inculto. Y demasiado
impaciente. No tengo suficiente capacidad de concentración. Seguramente debería
tomar algo para remediar eso. Soy sencillamente incapaz de sentarme y resolver
los acertijos como haces tú. Resulta demasiado frustrante.
Ella no supo qué contestar.
—En fin —dijo él, encogiéndose de
hombros—, no te vayas a dormir muy tarde. Este año todavía no han violado ni
asesinado a ninguno de los que trabajamos aquí, al menos hasta donde se sabe, y
a dirección le gustaría que eso no cambiara. Cuando termines, envía un mensaje
de busca junto con tu archivo, para que los encargados de composición no la
caguen de nuevo. La semana pasada pasaron por alto tres correcciones que les
mandamos tarde.
—Así lo haré, pero a esos chicos les
caigo bien, ¿sabes? No me conocen, pero creo que me aprecian. Recibo
constantemente mensajes de admiración por correo electrónico.
—Es por tu seudónimo, misterioso, con un
toque exótico al estilo de Oriente Medio, velado y esquivo. Evoca en la gente
imágenes de secretos perdidos en el pasado. Resulta de lo más sexy, Mata Hari.
Susan sacó del cajón del escritorio unas
gafas para leer que usaba rara vez pero que necesitaba de cuando en cuando. Se
las puso, apoyándolas en la punta de la nariz.
—Ya me ves —dijo—. Tengo más pinta de
institutriz antigua que de espía, ¿no crees?
El redactor se rio y se despidió agitando
ligeramente la mano antes de marcharse.
Poco después, el guardia de seguridad
asomó la cabeza al interior del cubículo.
—¿Va a quedarse hasta tarde? —preguntó
con un deje de incredulidad en la voz.
—Sí. No mucho rato. Le
llamaré cuando necesite escolta.
—Nos vamos a las siete —dijo él—. Después
sólo queda el vigilante nocturno, y no está autorizado para realizar labores
de escolta. De todos modos, lo más probable es que le pegue un tiro cuando
baje en el ascensor, porque estará cagado de miedo cuando se dé cuenta de que
hay alguien más en el edificio.
—No tardaré mucho. Y le
avisaré antes de bajar.
El hombre se encogió de
hombros.
—Es su pellejo —dijo, y
la dejó sentada a su escritorio.
«Ya no debe uno
quedarse solo —pensó ella—. No es seguro.
»Y la soledad es
sospechosa.»
De nuevo echó un vistazo por la ventana.
Los atascos del atardecer ya empezaban a formarse; largas colas de vehículos
que pugnaban por alejarse del centro. El tráfico de aquella hora le recordó
escenas de viejas películas del Oeste, en las que el ganado que se dirigía al
norte, hacia su muerte sin saberlo, se asustaba de pronto, y el mar de reses
lentas y mugidoras, presa de un pánico repentino, arrancaba a correr
desbocadamente por el terreno mientras los vaqueros, héroes de esa versión
estilizada de la historia, luchaban por recuperar el control de los animales.
Observó los helicópteros de policía que sobrevolaban los embotellamientos como
aves carroñeras en busca de cadáveres. A su espalda oyó un sonido metálico y
supo que era el de las puertas del ascensor al cerrarse. De pronto podía palpar
el silencio en la oficina, como una brisa procedente del mar. Cogió un bloc de
notas amarillo y escribió en la parte de arriba: «Te he encontrado.»
Estas palabras
volvieron a provocarle un escalofrío. Se mordió con fuerza el labio inferior y
se dispuso a formular una respuesta, intentando decidir cuál sería la mejor
manera de cifrar las frases que eligiera, pues quería comenzar a trazar en su
cabeza un retrato de su corresponsal, y hacer que esta persona resolviera un
acertijo ideado por ella la ayudaría a averiguar quién era ese que la había
encontrado.
Susan Clayton, como su hermano mayor,
todavía conservaba una figura atlética. Su deporte preferido había sido el
salto de trampolín; le gustaba la sensación de abandono que experimentaba de
pie en el extremo de la plataforma de tres metros, sola, en peligro,
preparándose mentalmente antes de precipitar su cuerpo al vacío. Cayó en la
cuenta de que muchas de las cosas que hacía —como quedarse en la oficina hasta
tarde— eran muy similares. No entendía por qué se sentía atraída por el riesgo
tan a menudo, pero era consciente de que gracias a esos momentos de alta
tensión era capaz de llegar al final del día. Cuando conducía, casi siempre
circulaba por los carriles sin límite de velocidad, a más de 160 kilómetros por
hora. Cuando iba a la playa, se adentraba en las corrientes apartadas de la
costa, poniendo a prueba su capacidad de resistir la fuerza de la resaca. No
tenía novio formal, y rechazaba casi todas las propuestas de citas, pues
sentía un vacío extraño en su vida e intuía que un desconocido, por muy
entusiasta que fuera, constituiría una complicación añadida que no necesitaba.
No ignoraba que, debido a su comportamiento, sus probabilidades de morir joven
eran muy superiores a sus probabilidades de enamorarse, pero curiosamente
estaba a gusto con esa situación.
A veces, cuando se miraba en el espejo,
se preguntaba si las marcas de tensión en las comisuras de sus ojos y su boca
eran consecuencia de su visión de la vida, propia de un paracaidista, en caída
libre a través de los años. Lo único que temía era la muerte de su madre, que
sabía inevitable y más inminente de lo que podía asimilar. En ocasiones le
parecía que cuidar de su madre, una tarea que la mayoría habría considerado una
carga pesada, era lo único que la motivaba a conservar su empleo y ese burdo
remedo de vida normal.
Susan odiaba el cáncer con toda el alma.
Habría deseado enfrentarse a él cara a cara, en un combate justo. Le parecía
un cobarde, y disfrutaba los momentos en que veía a su madre luchar contra la
enfermedad.
Echaba de menos a su hermano lo
indecible.
Jeffrey provocaba en ella una maraña de
sentimientos encontrados. Ella había llegado a contar hasta tal punto con su
presencia durante su infancia compartida que cuando su hermano se marchó de
casa el resentimiento se apoderó de ella. Había llegado a albergar una mezcla
de envidia y de orgullo, y nunca había logrado entender del todo por qué ella nunca
se había animado a dejar el nido. La erudición y la obsesión de su hermano por
los asesinos la inquietaban. Se le antojaba complicado sentir miedo y a la vez
atracción hacia la misma cosa, y la preocupaba que, de alguna manera desconocida
para ella, resultara ser igual que él.
En los últimos años, cuando conversaban,
ella se percataba de que se mostraba reservada, reticente a expresar sus
emociones, como si quisiera que él la comprendiese lo menos posible. Le costaba
contestar a sus preguntas sobre su trabajo, sus expectativas, su vida. Se limitaba
a dar respuestas vagas, escondida tras un velo de medias verdades y detalles
incompletos. Aunque se consideraba una mujer de personalidad bien definida, se
presentaba ante su hermano como una figura etérea y anodina.
Y, lo que resultaba más curioso, había
convencido a su madre de que ocultase a Jeffrey el alcance de su enfermedad.
Había alegado algo así como que no quería causar trastornos en su vida con esa
información, y que no debían implicarlo en el irregular pero inexorable avance
de su muerte. Había asegurado que su hermano se preocuparía demasiado, que
querría volver a Florida para estar con ellas, y que no había espacio para
todos. Se empeñaría en replantear todas las decisiones terribles y dolorosas
—sobre medicamentos, tratamientos y clínicas— que ellas ya habían tomado. Su
madre había escuchado todos estos argumentos y de mala gana se había mostrado
conforme, con un suspiro. A Susan este consentimiento tan rápido le pareció
extraño. Llegó a la conclusión de que pretendía imponerse a la muerte de su
madre. Era como si creyera que se trataba de algo amenazador, contagioso.
Susan se mintió a sí misma al persuadirse de que algún día Jeffrey le daría las
gracias por protegerlo de los horrores del declive.
De vez en cuando la asaltaba la idea de
que se equivocaba al hacer eso. Entonces se sentía tonta también, e incluso,
brevemente, desesperada en su aislamiento, y no sabía de dónde venía ese sentimiento
ni cómo vencerlo. En ocasiones pensaba que había llegado a confundir la
independencia con la soledad, y que ésa era la trampa en la que había caído.
Se preguntaba además si Jeffrey estaría
atrapado también, y creía que se aproximaba rápidamente el momento en que
tendría que preguntárselo.
Susan, sentada a su mesa, se puso a hacer
garabatos con su pluma, dibujando círculos concéntricos una y otra vez, hasta
que se encontraban rellenos de tinta y se habían convertido en manchas oscuras.
En el exterior, la noche había envuelto por completo la ciudad; se divisaba
algún que otro brillo anaranjado ahí donde se habían declarado incendios en el
centro urbano, y el cielo se veía desgarrado con frecuencia por los
reflectores de los helicópteros de la policía que rastreaban la delincuencia
siempre presente. Se le antojaban pilares de luz celestial, proyectados hacia
la tierra desde las tinieblas de lo alto. Al borde del campo de visión que le
ofrecía la ventana, vislumbró unos arcos luminosos de neón que delimitaban las
zonas acordonadas y, a través de la
ciudad, un flujo continuo de faros en la autovía, como agua a través de los
cañones de la noche.
Se volvió de espalda a
la ventana y posó la mirada en su bloc.
«¿Qué necesitas
saber?», se preguntó.
Y acto seguido, con la misma rapidez, se
respondió: «Sólo hay una pregunta.»
Se concentró en esa única pregunta e
intentó expresarla matemáticamente, pero descartó esa idea a favor de un
enfoque narrativo. «La cuestión —pensó— es cómo formular la pregunta con sencillez
y a la vez con dificultad.»
Se sonrió, ilusionada
por la tarea.
Fuera, la guerra urbana nocturna proseguía sin tregua, pero ella ahora
se hallaba ajena a los sonidos y las imágenes propios de aquella rutina de
violencia, recluida en la oficina a oscuras, oculta entre sus libros de consulta,
enciclopedias, anuarios y diccionarios. Cayó en la cuenta de que se estaba
divirtiendo al esforzarse en expresar la pregunta de formas diferentes y
conseguirlo por medio de citas célebres, aunque sin quedar del todo satisfecha
con el resultado.
Se puso a tararear fragmentos de melodías
reconocibles que se difuminaban y se desintegraban en sonsonetes mientras ella
tomaba rumbos distintos en su intento de construir un rompecabezas. «La base
es siempre lo que se conoce —pensó—: la respuesta. El juego consiste en
construir el laberinto a partir de ella.»
Se le ocurrió una idea, y casi tiró al
suelo su lámpara de escritorio al extender el brazo hacia uno de los muchos
libros que rodeaban su espacio de trabajo.
Pasó las páginas rápidamente hasta que
encontró lo que buscaba. Entonces se apoyó en el respaldo, meciéndose con la
satisfacción de quien se ha dado un buen banquete.
«Soy una bibliotecaria de lo trivial —se
dijo—. Historiadora de lo críptico. Erudita de lo oscuro. Y soy la mejor.»
Susan anotó la información en su bloc
amarillo y se preguntó cuál sería la mejor manera de ocultar lo que tenía
delante. Estaba absorta en su tarea cuando oyó el ruido. Tardó varios segundos
en cobrar conciencia de que un sonido había penetrado en el aire que la
rodeaba. Era una especie de chirrido, como de una puerta al abrirse o un
zapato al rozar el suelo.
Se enderezó de golpe en su asiento. Se
inclinó despacio hacia delante, como un animal, intentando captar el sonido en
aquel silencio.
«No es nada», se dijo.
Sin embargo, alargó lentamente el brazo
hacia abajo y extrajo una pistola de su bolso. La empuñó con la mano derecha e
hizo girar su silla para quedar de cara a la entrada del cubículo.
Contuvo la respiración, aguzando el oído,
pero lo único que percibió fue el repentino palpitar de sus sienes con la
sangre que su corazón bombeaba a toda prisa. Nada más.
Escrutando en todo momento la oscuridad
de la oficina, alzó con cuidado el auricular del teléfono. Sin mirar el
teclado, marcó el código de seguridad del edificio.
La señal de llamada sonó una vez y contestó un guardia.
—Seguridad del edificio. Al habla Johnson.
—Soy Susan Clayton —susurró ella—, de la
planta trece, oficinas de la Miami Magazine. Se supone que estoy sola.
La voz del guardia de
seguridad habló en tono enérgico al otro lado de la línea.
—Me han pasado una nota que decía que
usted sigue aquí. ¿Cuál es el problema?
—He oído un ruido.
—¿Un ruido? En teoría ahí no hay nadie
aparte de usted.
—¿Personal de limpieza, tal vez?
—Antes de medianoche, no.
—¿Alguien de otras oficinas?
—Ya se han ido todos a casa. Está usted sola, señora.
—¿Podría usted comprobarlo en sus pantallas y sus sensores de calor?
El guardia soltó un
gruñido, como si lo que ella le pedía implicara mayor complicación que
accionar unos pocos interruptores en un teclado de ordenador.
—Ah, estoy viendo la imagen de la planta
trece, ahí está usted. ¿Eso que lleva es una automática?
—Siga buscando.
—Estoy girando la
cámara. Joder, con toda la mierda que tienen ustedes ahí, podría haber un tipo
escondido bajo una mesa y no habría forma de que yo lo viera.
—Compruebe los sensores de calor.
—Eso hago. Vamos a ver... Bueno, tal vez... nah, lo dudo.
—¿Qué?
—Bueno, la percibo a
usted y a su lámpara. Y varios compañeros suyos se han dejado encendido el
ordenador, lo que siempre da una lectura engañosa. Ahora detecto una fuente de
calor que podría ser otra persona, señora, pero no hay nada que se mueva.
Seguramente no es más que el calor residual de otro ordenador. Ojalá la gente
se acordara de apagar esos trastos. Desbarajustan los sensores una barbaridad.
Susan se percató de que
los nudillos se le estaban poniendo blancos por sujetar el arma con tanta
fuerza.
—Siga comprobando.
—No hay nada más que comprobar. Está
sola, señora. O bien quien quiera que se encuentre allí con usted está
escondido tras un terminal de ordenador sin mover un dedo, casi sin respirar y
esperando, porque sabe cómo funciona nuestro sistema de seguridad y además nos
está oyendo hablar. Eso es lo que yo haría —aseguró el guardia—. Hay que ser
muy sigiloso. Pasar de una fuente de calor a otra sin hacer nada de ruido y
despachar el asunto enseguida. Quizá le convenga cargar esa pistola, señora.
—¿Puede usted subir?
—Eso no forma parte de mis obligaciones,
es cosa de los escoltas. Puedo acompañarla al aparcamiento, pero para eso
tiene usted que bajar por su cuenta. Yo no subiré hasta que lleguen los de limpieza.
Esos chicos van bien armados.
—Mierda —musitó Susan.
—¿Cómo dice? —preguntó
el guardia.
—¿Sigue sin ver nada?
—En la imagen de vídeo, nada, pero
tampoco es que funcione muy bien. Y el detector de calor sólo me da las mismas
lecturas dudosas. ¿Por qué no se va caminando despacito hacia el ascensor
mientras yo la vigilo a través de la cámara?
—Antes tengo que
terminar una cosa.
—Bueno, usted misma.
—¿Puede seguir
vigilándome? Será sólo un par de minutos.
—¿Lleva usted cien
pavos que le sobren?
—¿Qué?
—La vigilaré mientras
termina. Le costará cien pavos.
Susan reflexionó por
unos instantes.
—De acuerdo. Trato
hecho.
El guardia se rio.
—Dinero fácil.
Ella oyó otro sonido.
—¿Qué ha sido eso?
—Yo, que he hecho girar otra cámara a
distancia —explicó el guardia.
Susan depositó la pistola sobre el
escritorio, junto al teclado de su ordenador, y,
a su pesar, soltó la culata. Le costó más aún dar media vuelta en su asiento y
volver la espalda a la entrada de su cubículo y a lo que fuera que había hecho
el sonido que había oído.
Quizá fuera una rata, pensó. O incluso
sólo un ratón. O nada. Inspiró lentamente, intentando controlar su pulso
acelerado, y notando el sudor pegajoso en la parte posterior de su delgada
blusa. «Estás sola —se dijo—. Sola.» Encendió la pantalla del ordenador e
introdujo rápidamente la información necesaria para enviar un mensaje al departamento
de composición electrónica. Puso como encabezamiento su identificación, «Mata
Hari», y escribió rápidamente las instrucciones para los cajistas.
Acto seguido, tecleó:
Dedicado especialmente para mi nuevo
corresponsal: Rock Tom setenta y uno segunda cancha cinco.
Hizo una pausa, mirando las palabras por un momento, satisfecha de su
creación. Acto seguido, envió el mensaje. En cuanto el ordenador le indicó que
el documento había sido expedido y recibido, giró en su silla y, en el mismo movimiento, cogió la
pistola automática.
La oficina parecía en
calma, y ella repitió para sus adentros que se encontraba sola. Sin embargo, no
logró convencerse de ello, y pensó que el silencio, al igual que un espejo
deformante, a veces podía ser engañoso. Levantó la vista hacia la cámara de
videovigilancia que la enfocaba e hizo un leve gesto al guardia, que esperaba
que estuviese atento. Con su mano libre empezó a recoger sus cosas y a
meterlas en una mochila que se echó al hombro. Mientras se levantaba de su
asiento, alzó la pistola, sujetándola con ambas manos, en posición de
disparar. Respiró hondo, para relajarse, como un tirador un milisegundo antes
de apretar el gatillo. Luego, con movimientos lentos y la espalda pegada a la
pared siempre que le era posible, inició cautelosamente el trayecto de vuelta a
casa.
5
Siempre
A poco más de un kilómetro de la casa
donde vivía con su madre, Susan Clayton mantenía su lancha amarrada a un
muelle destartalado. El embarcadero tenía un aspecto encorvado e inestable,
como un caballo camino de la fábrica de cola, y daba la impresión de que la
próxima vez que soplara el viento o se desatara una tormenta sus piezas
saldrían volando. Sin embargo, ella sabía que había sobrevivido a cosas
peores, lo que, a sus ojos, era todo un logro en aquel mundo efímero en que
vivía. Para ella el muelle era como los mismos Cayos: tras una imagen de
decrepitud escondían una resistencia, una fuerza muy superiores a las que
parecía tener. Ella esperaba ser así también.
La lancha también estaba anticuada, pero
inmaculada. Tenía cinco metros y medio de eslora, el fondo plano, y era de un
blanco radiante. Susan se la había comprado a la viuda de un guía de pesca
jubilado que había muerto lejos de las aguas donde había trabajado durante
décadas, en un hospital de Miami para enfermos terminales, semejante a aquel
en que ella se negaba a ingresar a su madre.
Bajo sus pies, la arena pedregosa y los
trozos de conchas blanqueadas que recubrían el camino crujían con cada paso.
Aquel sonido familiar le resultaba reconfortante. Faltaban pocos minutos para
el amanecer. La luz despuntaba amarilla, como teñida de indecisión o
remordimiento por desprenderse de la oscuridad; un momento en el que lo que
queda de la noche parece extenderse por el agua, tornándola de un color negro
grisáceo y brillante. Ella sabía que el sol tardaría aún una hora en elevarse
lo suficiente para bañar de luz el mar y transformar los canales poco profundos
de los Cayos en una paleta cambiante, líquida y opalescente de azules.
Susan dobló la espalda
para protegerse del aire fresco y húmedo, un falso frío que ella atribuía a la
hora de la madrugada y que no encerraba promesas de aliviar el calor sofocante
que pronto se apoderaría del día. En los últimos tiempos siempre hacía calor
en el sur de Florida, un bochorno constante que daba lugar a tormentas más
fuertes y violentas e impulsaba a la gente a guarecerse en refugios con aire
acondicionado. Ella recordaba que, cuando era más joven, incluso notaba los
cambios de estación, no como en el nordeste, donde había nacido, o más al
norte, en las montañas de las que su madre le hablaba con tanta nostalgia
mientras se preparaba para la muerte, sino a la manera característica del sur,
reparando en un leve decrecimiento de la intensidad del sol, una insinuación en
la brisa, que le indicaba que el mundo estaba en un momento de cambio. Pero
incluso esa modesta sensación de transformación había desaparecido en los
últimos años, perdida en historias interminables sobre cambios climáticos a
escala mundial.
La ensenada que tenía
salida a los extensos bancos de arena estaba desierta. Había marea muerta, y
el agua oscura estaba en calma, como una bola negra de billar. Su lancha
flotaba a un costado del muelle, y las amarras de proa y de popa se hallaban
laxamente enrolladas sobre la cubierta reluciente de rocío. El motor grande de
doscientos caballos centelleaba, reflejando los primeros rayos de luz. Al
mirarlo, le recordó la mano derecha de un buen púgil, en guardia, inmóvil,
apretada en un puño, aguardando la orden de salir disparada hacia delante.
Susan se acercó a la lancha como si de una amiga se tratara.
—Necesito volar —le dijo en voz baja—. Hoy quiero velocidad.
Colocó a toda prisa un
par de cañas de pescar en soportes bajo la regala de estribor. Una era corta,
con carrete de bobina giratoria, que llevaba por su eficacia y simplicidad; la
otra era una caña de pesca con mosca, más larga y estilizada, que satisfacía su
necesidad de darse un capricho. Revisó a conciencia la pértiga de grafito,
sujeta a unos soportes retráctiles de cubierta y que era casi tan larga como la
misma lancha de cinco metros y medio. Luego repasó rápidamente la lista de
seguridad, como un piloto minutos antes del despegue.
Razonablemente convencida de que todo
estaba en orden, soltó las amarras, apartó la embarcación del muelle de un
empujón y accionó el mecanismo eléctrico que bajó el motor al agua con un
zumbido agudo. Susan se acomodó en su asiento y tocó automáticamente la
palanca de transmisión para asegurarse de que estuviese en punto muerto y
arrancó el motor. Traqueteó por un momento haciendo el mismo ruido que una lata
llena de piedras agitada violentamente, y luego se puso en marcha con un
gorgoteo agradable. Ella dejó que la lancha avanzara despacio por la ensenada,
deslizándose por el agua con la suavidad con que unas tijeras cortan la seda.
Alargó la mano hacia un compartimento pequeño para sacar un par de protectores auditivos
que se colocó en la cabeza.
Cuando la embarcación llegó al final del
canal y dejó atrás la última casa construida junto al brazo de mar, empujó el
acelerador hacia el frente, y la proa se levantó por un instante mientras el motor,
situado justo detrás de ella, rugía a placer. Después, casi tan rápidamente
como se había elevado, la proa descendió y la lancha salió propulsada,
planeando sobre las aguas que semejaban tinta negra, y de pronto Susan se vio
completamente engullida por la velocidad. Se inclinó hacia delante contra el
viento que le inflaba los carrillos mientras respiraba a grandes bocanadas el
frescor de la mañana; los protectores de los oídos amortiguaban el ruido del
motor, que quedaba reducido a un golpeteo de timbales sordo y seductor a su
espalda.
Imaginó que algún día
lograría correr más que el amanecer.
A su derecha, en los bajíos que rodeaban
el islote de un manglar, divisó a un par de garzas totalmente blancas que
acechaban a unos sargos, moviendo sus patas larguiruchas y desgarbadas con un
sigilo exagerado, como un par de bailarines que no se sabían muy bien los
pasos. Delante de ella, alcanzó a vislumbrar el dorso plateado de un pez que
saltaba fuera del agua, asustado. Con un leve toque de timón, la lancha
prosiguió su carrera, alejándose de la costa hacia la campiña del otro lado,
surcando las aguas entre islotes cubiertos de una vegetación verde y
exuberante.
Susan navegó a toda velocidad durante
casi media hora, hasta asegurarse de estar lejos de cualquiera lo bastante osado
para exponerse al calor del día. Se hallaba cerca del punto en que la bahía de
Florida se curva tierra adentro y se encuentra con la ancha boca de los Everglades.
Es un lugar de lo más incierto, que da la impresión de no saber si forma parte
de la tierra o del mar, un laberinto de canales e islas; un lugar en el que los
inexpertos se pierden fácilmente.
A Susan le llamaba la
atención la antigüedad de los espacios vacíos donde el cielo, los manglares y
el agua se juntaban. En el paisaje que la rodeaba no había un solo elemento
moderno, únicamente la vida tal y como se había desarrollado hacía millones de
años.
Redujo gas, y la lancha
vaciló en el agua como un caballo súbitamente refrenado. Apagó el motor, y la
embarcación se deslizó hacia delante en silencio. El agua bajo la proa cambió
cuando la lancha pasó sobre el límite de un bajío que se extendía una milla a
lo largo de un islote de manglar poco elevado. Una bandada de cormoranes echó
a volar desde las ramas retorcidas de la costa. Eran unas veinte aves, y sus
negras siluetas se recortaban contra la luz de la mañana mientras revoloteaban
y remontaban el vuelo. Susan se puso de pie y se quitó los protectores
auditivos, escudriñando con la mirada la superficie del agua, para después
alzarla hacia el cielo. El sol se había hecho amo y señor; la claridad
iridiscente y pertinaz casi resultaba dolorosa al reverberar en las aguas que
rodeaban la lancha. Notaba el calor como si un hombre la asiese del cogote.
Extrajo de un
compartimento situado bajo el tablero de transmisión un tubo de protector
solar, y se lo aplicó generosamente en el cuello. Llevaba un mono de algodón
color caqui, un atuendo de mecánico. Se desabrochó los botones del peto y dejó
caer el traje sobre la cubierta, quedándose desnuda de repente. Dio unos pasos,
dejando tras de sí la ropa en el suelo, y se entregó al sol como a un amante
ávido, sintiendo que sus rayos intensos incidían en sus pechos, entre las
piernas y le acariciaban la espalda. Luego untó más protector solar sobre toda
su desnudez, hasta que su cuerpo relucía tanto como la superficie del bajío.
Estaba sola. No se oía
sonido alguno, salvo el chapoteo del agua contra el casco de la embarcación.
Se rio en voz alta.
Si hubiese existido una
manera de hacerle el amor a la mañana, ella la habría puesto en práctica; en
cambio, dejó que se le acelerase el pulso de la emoción, volviéndose a medida
que el sol la cubría.
Permaneció así durante
unos minutos. En su fuero interno, les habló al sol y al calor. «Seríais peor
que cualquier hombre —decía— me amaríais, pero luego os llevaríais más de lo
que os corresponde, me quemaríais la piel y me haríais envejecer antes de tiempo.»
De mala gana, llevó la mano al compartimento y sacó una capucha de
polipropileno negro fino, como las que usan los aventureros en el Ártico
debajo de otras capas de ropa. Se la puso en la cabeza, de modo que sólo sus
ojos quedaban al descubierto, lo que le daba aspecto de ladrona. Rebuscando,
encontró una vieja gorra de béisbol verde y naranja de la Universidad de Miami
y se la encasquetó hasta las orejas. Acto seguido, se puso unas gafas de sol
polarizadas. Se dispuso a vestirse de nuevo con el mono, pero cambió de idea.
«Un pescado —se dijo—. Pescaré uno desnuda.»
Consciente de su
apariencia ligeramente ridícula, con la cabeza y el rostro totalmente tapados y
el resto del cuerpo en cueros, soltó una fuerte carcajada, extrajo las dos
cañas de sus soportes, las dejó a mano, cogió la pértiga y trepó a la
plataforma de popa, una superficie elevada y pequeña situada sobre el motor,
que le proporcionaba un mejor control de la embarcación. Poco a poco, sirviéndose
de la larga vara de grafito, maniobró para impulsar la lancha por el agua poco
profunda.
Esperaba ver algún que
otro pez zorro sacar la cola mientras escarbaba en la arena cenagosa del fondo
en busca de camarones o cangrejos pequeños. Eso le habría gustado; eran peces
muy honorables, capaces de alcanzar velocidades increíbles. Siempre podía
aparecer también una barracuda; permanecían en el agua opaca prácticamente
inmóviles, agitando sólo de vez en cuando las aletas para indicar que no
formaban parte de aquel medio líquido. Se le figuraban gánsteres, con sus
dientes afilados y amenazadores, y luchaban con fiereza cuando quedaban
prendidos al anzuelo. Sabía que avistaría tiburones medianos merodeando por los
alrededores del banco de arena como matones de patio de colegio, buscando un
desayuno fácil.
Hundió la pértiga en el agua
silenciosamente, y la lancha continuó su avance.
—Vamos, peces —dijo en
voz alta—. ¿Hay alguien aquí esta mañana?
Lo que vio la hizo
inspirar con fuerza y mirar dos veces para confirmar su primera impresión.
A unos cincuenta
metros, nadando en un paciente zigzag en aguas que no llegaban a un metro de
profundidad, estaba la inconfundible silueta en forma de torpedo de un tarpón
grande. Medía cerca de dos metros de largo, y debía de pesar más de cincuenta
kilos. Era demasiado voluminoso para estar en el bajío, y tampoco era
temporada; los tarpones emigraban en primavera, en bancos numerosos que se
dirigían hacia el norte sin detenerse. Ella había pescado unos cuantos, en
canales ligeramente más profundos.
Pero éste era un pez
grande, fuera de lugar y de tiempo, que iba directo hacia ella.
Rápidamente hincó la
punta aguzada de la pértiga en el fondo arenoso y ató una cuerda al otro
extremo, de modo que sujetase la lancha como un ancla. Con cautela, bajó de un
salto de la plataforma y agarró la caña para pescar con mosca, cruzó la
embarcación y subió a la proa en un solo movimiento. Alcanzó a ver la enorme
mole del pez antes de que se sumergiera, propulsado inexorablemente por la
cola en forma de guadaña. De cuando en cuando, el sol le arrancaba algún
destello al costado plateado del animal, como explosiones submarinas.
Soltó hilo. La caña que
empuñaba era más adecuada para un pez diez veces más pequeño que el que nadaba
hacia ella. Tampoco creía que el tarpón fuera a tragarse el pequeño cangrejo
artificial sujeto al extremo del sedal. Aun así, eran los únicos instrumentos
que llevaba que podrían dar resultado y,
aunque el fracaso fuera inevitable, quería intentarlo.
El pez se hallaba a
treinta metros, y, por unos
instantes, Susan se maravilló de la incongruencia de la situación. Notaba que
el pulso redoblaba en su interior como un tambor.
Cuando el animal estaba
a veinticinco metros, se dijo: «Demasiado lejos todavía.»
Cuando estaba a veinte,
pensó: «Ahora estás a mi alcance.» Echó hacia atrás la caña ligera y semejante
a una varita, que lanzó al cielo un leve silbido mientras el sedal describía un
arco extenso sobre su cabeza. Sin embargo, se obligó a esperar unos segundos
más.
El pez se encontraba a
quince metros de ella cuando soltó el hilo con un pequeño gemido y lo observó
volar sobre el agua, ponerse tirante y finalmente posarse sobre la superficie,
al tiempo que el cangrejo de imitación caía al agua a cerca de un metro del
morro del tarpón.
El pez se abalanzó hacia delante sin dudarlo.
La súbita acometida sobresaltó a Susan,
que soltó un gritito de sorpresa. El pez no sintió el anzuelo de inmediato, y
ella tragó saliva, esperando, mientras el sedal se le tensaba en la mano.
Entonces, con un alarido, tiró de él con fuerza, echando la caña hacia atrás y
hacia su izquierda, en dirección contraria al pez. Notó que el anzuelo prendía.
Ante ella, el agua estalló y surgió una masa de blanco plateado.
El pez se retorció una vez, reaccionando
al insulto del anzuelo; Susan vio las fauces abiertas del tarpón. Acto seguido,
el animal dio media vuelta y se alejó a toda velocidad, en busca de aguas más
profundas. Ella sostuvo la caña por encima de su cabeza, como un sacerdote con
un cáliz, y el carrete empezó a emitir chillidos de protesta mientras de él
salían metros y metros de un hilo fino y blanco.
Con la caña en alto en todo momento, Susan
se dirigió trabajosamente a la parte posterior de la lancha y soltó la cuerda
que la sujetaba a la pértiga, de modo que la embarcación dejó de estar
anclada.
Cayó en la cuenta de
que, al cabo de un minuto, el pez se habría llevado todo el sedal, y pocos
segundos después ya no quedaría nada que llevarse. El pez continuaría su avance
imparable y escupiría el anzuelo, rompería la parte más fina del aparejo o
simplemente se robaría los doscientos cincuenta metros de hilo. Luego, se
alejaría nadando, con la mandíbula un poco dolorida, pero apenas cansado, a
menos que ella lograse hacerlo girar de alguna manera. Dudaba que fuera
posible, pero, si el pez remolcaba la lancha en vez de hacer fuerza contra el
ancla, ella quizá podría arreglárselas para forzarlo a detenerse y luchar.
Susan sentía la energía
del tarpón palpitar a través de la caña, y aunque no albergaba esperanzas,
pensó que incluso cuando se está condenado al fracaso, vale la pena poner en
práctica todo lo que uno sabe para que, cuando llegue la derrota inevitable,
tenga al menos la satisfacción de saber que hizo cuanto estaba en su mano por
evitarlo.
La lancha había virado,
arrastrada por el pez.
Todavía desnuda,
notando que le corrían gotas de sudor bajo los brazos, se encaramó de nuevo a
la proa. Advirtió que ya no quedaba sedal en el carrete, y pensó: «Ahora es
cuando pierdo esta batalla.»
Entonces, para su sorpresa, el pez volvió
la cabeza a pesar de todo.
Ella vio un geiser elevarse a lo lejos
cuando el tarpón se lanzó hacia el cielo, para cernerse en el aire,
retorciéndose al sol, antes de caer al agua con gran estrépito.
Susan se oyó a sí misma proferir un
grito, pero esta vez no de sorpresa, sino de admiración.
El tarpón siguió saltando, girando y
dando volteretas, agitando la cabeza adelante y atrás mientras se debatía en
el extremo del sedal.
Por un momento ella se dio el lujo de
narcotizarse con la esperanza, pero luego, casi con la misma rapidez, desechó
esta idea. Aun así, comprendió algo: «Es un pez fuerte, y en realidad yo no
tenía derecho a mantenerlo cautivo ni siquiera durante este rato.» Se inclinó
hacia atrás, tirando de la caña para intentar recuperar algo de sedal, rezando
por que el pez no se precipitase de nuevo hacia delante, pues eso pondría fin
a la lucha.
No fue consciente de cuánto tiempo
permanecieron los dos enzarzados en ese forcejeo: la mujer desnuda en la
cubierta de la embarcación, gruñendo por el esfuerzo, el pez plateado
emergiendo una y otra vez entre grandes columnas de agua. Ella luchaba como si
los dos estuvieran solos en el mundo, resistiendo cada tirón distante del pez
hasta que los músculos de los brazos le dolían de forma casi insoportable y
temió que le diera un calambre en la mano. El sudor le picaba en los ojos; se
preguntó si habrían transcurrido quince minutos, luego recapacitó y se dijo que
no, que había pasado una hora, o quizá dos. Después, al borde del agotamiento,
intentó persuadirse de que no podía ser tanto rato.
Con un sonoro quejido,
continuó batallando.
Notó que un estremecimiento recorría todo
el sedal y el cuerpo de la caña, y a lo lejos divisó de nuevo al pez plateado,
que saltaba rodeado de un manto de agua blanca. Luego, curiosamente, percibió
cierta laxitud, y la caña, que estaba curvada en una C trémula, se enderezó de
golpe. Susan profirió un grito ahogado.
—¡Maldita sea!
—exclamó—. ¡Se ha ido!
Entonces, casi en el
mismo segundo, se dio cuenta: no.
Y se alarmó: «Viene
hacia mí a todo trapo.»
La mano izquierda que tenía sobre el carrete estaba rígida a causa de
los calambres. La golpeó tres veces contra su muslo, intentando doblarla, y
acto seguido se puso a recoger frenéticamente el sedal. Enrolló cincuenta
metros, cien. Alzó la cabeza y, al
ver al pez acercarse con rapidez, continuó dando vueltas a la bobina desesperadamente.
El animal se encontraba
a unos setenta y cinco metros cuando vislumbró por fin una segunda figura que
lo perseguía. En ese instante entendió por qué el pez había emprendido esa
carrera de vuelta hacia la lancha. Notó una terrible sensación de quietud en
su interior mientras medía a ojo aquella enorme mancha oscura en el agua, el
doble de grande que su tarpón. Era como si alguien hubiese arrojado tinta negra
sobre el paisaje perfecto de algún viejo maestro de la pintura.
El tarpón, presa del pánico, se elevó de
nuevo en el aire y se recortó contra el cielo, quizás a dos metros por encima
del azul ideal del agua.
Ella dejó de devanar el sedal y se quedó mirando, paralizada.
La figura ganaba
terreno inexorablemente, de modo que durante un segundo el plateado prístino
del pez pareció fundirse con el negror del pez martillo. Se produjo otra
explosión en la superficie, otra masa de agua se elevó en el aire, seguida de
una espuma blanca, según alcanzó a ver ella, teñida de rojo.
Bajó la caña, y el hilo quedó colgando del extremo.
El agua continuaba hirviendo, como una
cacerola puesta al fuego. Después, casi con la misma celeridad, se apaciguó,
como una balsa de aceite sobre la superficie. Se colocó la mano en la frente a
modo de visera, pero apenas logró entrever la figura negra, que volvía a las
profundidades, difuminándose hasta desaparecer como un pensamiento perverso en
medio de un jolgorio. Susan se quedó de pie sobre la proa, respirando
agitadamente. Tenía la sensación de haber presenciado un asesinato.
Luego, despacio,
acometió la tarea de recoger el sedal. Notaba un peso en el otro extremo, que
arrastraba por el agua, y sabía con qué se iba a encontrar. El pez martillo le
había cercenado el cuerpo al tarpón unos treinta centímetros por debajo de la
cabeza, que seguía enganchada al anzuelo. Izó el macabro trofeo. Se agachó sobre
el costado de la embarcación con la intención de desprender el anzuelo, aún
clavado en la resistente mandíbula del pez muerto. Sin embargo, no soportaba la
idea de tocarlo. En cambio, retrocedió hasta el tablero de mandos y encontró
un cuchillo de pesca, con el que cortó la parte más fina del hilo. Por un
instante, vio la cabeza y el torso del tarpón descender hacia el fondo hasta
perderse de vista.
—Lo siento, pez —dijo
en alto—. De no haber sido por mi ambición, seguirías vivo. No tenía derecho a
atraparte ni a agotarte. Para empezar, ni siquiera tenía derecho a luchar
contigo. ¿Por qué simplemente no has escupido el maldito anzuelo, como te
convenía, o roto el sedal? Eras lo bastante fuerte. ¿Por qué no has hecho lo
que sabías que debías, en vez de convertirte en una presa? Yo te he ayudado, y
lamento sinceramente, pez, haber ocasionado que te devorasen. Ha sido culpa
mía; tú no lo merecías.
«No tengo suerte —pensó—. Nunca la he tenido.»
De prono Susan tuvo
miedo, y con un gemido ahuyentó la visión de su madre medio devorada también.
Sacudió la cabeza con fuerza y respiró hondo. Súbitamente avergonzada por su
desnudez, se irguió y escrutó el horizonte desierto, temerosa de que hubiese
alguien allá, a lo lejos, observándola a través de prismáticos de gran
aumento. Se dijo que eso era absurdo, que el sol, el cansancio y el desenlace
de la batalla habían conspirado para alterarla. Aun así, se agachó sobre
cubierta para recoger el mono que había lanzado a un rincón de una patada y se
lo llevó al pecho, mientras paseaba la mirada por la inmensidad del mar. «Siempre
hay tiburones —pensó— ahí fuera, donde no puedes verlos, y se sienten
inevitablemente atraídos por las señales de lucha desesperada. Perciben cuándo
un pez está herido y exhausto, sin fuerzas para eludirlos o combatirlos. Es
entonces cuando emergen de las oscuras profundidades y atacan. Cuando están
seguros del éxito.»
La cabeza le daba
vueltas a causa del calor. Notó que el sol le quemaba la piel de los hombros,
así que se vistió a toda prisa con el mono y se lo abrochó hasta el cuello.
Guardó rápidamente su equipo y luego puso rumbo hacia casa, aliviada al oír
que el motor cobraba vida a su espalda.
Hacía menos de una semana que había enviado su acertijo especial para
que lo publicaran en la parte inferior de su columna semanal en la revista. No
esperaba recibir noticias de su destinatario anónimo tan pronto. Había pensado
que respondería al cabo de unas dos semanas. O quizá de un mes. O tal vez
nunca.
Pero se equivocaba respecto a eso.
En un principio no vio
el sobre.
En cambio, cuando llegó andando al camino
de acceso a su casa, la invadió una sensación de tranquilidad que la hizo
pararse en seco. Supuso que la calma era una consecuencia de la luz crepuscular
que empezaba a desvanecerse en el patio, y acto seguido se preguntó si algo no
marchaba bien. Negó con la cabeza y se dijo que seguía alterada por el ataque
del tiburón contra su pez.
Para asegurarse, dejó que sus ojos
recorriesen el sendero que conducía al edificio de una planta, de bloques de
hormigón ligero. Era una casa típica de los Cayos, no muy agradable a la vista,
sin nada de especial salvo sus ocupantes. Carecía de todo encanto o estilo;
estaba construida con los materiales más funcionales y un diseño anodino, de
molde para galletas; un inmueble cuyo objetivo era servir de vivienda a
personas de aspiraciones limitadas y recursos modestos. Unas pocas palmeras
desaliñadas se balanceaban en un lado del patio, que el fuego había dejado
recubierto de tierra, aunque había algunas zonas de hierba y maleza pertinaces,
y que nunca, ni siquiera cuando ella era niña, había sido un lugar que invitase
a jugar. Su coche estaba donde lo había dejado, en la pequeña sombra circular
que ofrecían las palmeras. La casa, otrora rosa, un color entusiasta, había
adquirido, por el efecto blanqueador del sol, un tono coralino apagado y
descorazonador. Oyó el aparato de aire acondicionado bregar con fuerza para
combatir el calor, y dedujo que el técnico había venido por fin a arreglarlo.
«Al menos ya no será el maldito calor el que mate a mamá», pensó.
Repitió para sus adentros que no ocurría
nada fuera de lo normal, que todo estaba en su sitio, que ese día no se
diferenciaba en nada de los mil días que lo precedían, y continuó caminando, no
muy convencida de esto. En aquel falso momento de alivio, reparó en el sobre
apoyado en la puerta principal.
Susan se detuvo, como si hubiera visto
una serpiente, y se estremeció con una oleada de miedo.
Inspiró profundamente.
—Maldición —dijo.
Se acercó a la carta con cautela, como si
temiese que explotara o encerrase el germen de una enfermedad peligrosa. A
continuación, se agachó despacio y la recogió. Rasgó el sobre y extrajo rápidamente
la única hoja de papel que contenía.
Muy astuta, Mata Hari,
pero no lo suficiente. Tuve que pensar bastante para descifrar lo de «Rock
Tom». Probé una serie de cosas, como ya se imaginará. Pero luego, bueno, uno
nunca sabe de dónde le viene la inspiración, ¿verdad? Se me ocurrió que tal vez
se refiriese usted al cuarteto británico de rock entre cuyos éxitos de hace
tantas décadas estaba la «ópera» Tommy. Así pues, si hablaba de
The Who, y who significa quién en inglés, ¿qué decía el
resto del mensaje? Bueno, «setenta y uno» podría ser un año. ¿ «Segunda Cancha
Cinco» ? Eso no me costó mucho ponerlo en claro cuando vi el nombre de la
pista número cinco de la segunda cara del disco que sacaron en 1971. Y, oh, sorpresa, ¿con qué me encontré? Who Are You?, es decir «¿quién eres?».
No sé si estoy del todo
preparado para responder a esa pregunta. Tarde o temprano lo haré, por
supuesto, pero por ahora añadiré una sola frase a nuestra correspondencia:
61620129720 Previo Virginia con cereal—r.
Seguro que esto no le
resultará muy difícil a una chica lista como usted. Alicia habría sido un buen
nombre para una reina de los acertijos, especialmente si es roja.
Al igual que el mensaje anterior, éste no
llevaba firma.
Susan forcejeó con la cerradura de la puerta principal mientras profería
un grito agudo:
—¡Mamá!
Diana Clayton estaba en la cocina,
removiendo una ración de consomé de pollo en una cacerola. Oyó la voz de su
hija pero no percibió su tono de urgencia, de modo que contestó con naturalidad:
—Estoy aquí, cielo.
Le respondió un segundo grito procedente
de la puerta:
—¡Mamá!
—Aquí dentro —dijo más
alto, con una ligera exasperación.
Levantar la voz no le dolía, pero le
exigía un esfuerzo que no estaba en condiciones de hacer. Dosificaba sus
fuerzas y la contrariaba todo gasto inútil de energía, por pequeño que fuera,
pues necesitaba todos sus recursos para los momentos en que el dolor la
visitaba de verdad. Había conseguido llegar a algunos acuerdos con su enfermedad,
en una suerte de negociación interna, pero le parecía que el cáncer se
comportaba constantemente como un auténtico sinvergüenza; siempre intentaba
hacer trampas y llevarse más de lo que ella estaba dispuesta a cederle. Tomó un
sorbo de sopa mientras su hija atravesaba con zancadas sonoras la estrecha casa
en dirección a la cocina. Diana escuchó las pisadas de Susan e interpretó con
bastante certeza el estado de ánimo de su hija por el modo en que sonaban, así
que, cuando la vio entrar en la habitación, ya tenía la pregunta preparada:
—Susan, querida, ¿qué ocurre? Pareces
disgustada. ¿No ha ido bien la pesca?
—No —respondió su hija—. Es decir sí, no
es ése el problema. Oye, mamá, ¿has visto u oído algo fuera de lo normal hoy?
¿Ha venido alguien?
—Sólo el hombre del aire acondicionado, gracias a Dios. Le he extendido
un cheque. Espero que no se lo rechacen.
—¿Nadie más? ¿No has oído nada?
—No, pero me he echado una siesta esta
tarde. ¿Qué sucede, cielo?
Susan titubeó, insegura respecto a si
debía decir algo. Ante esta vacilación, su madre habló con dureza.
—Algo te molesta. No me trates como a una
niña. Tal vez esté enferma, pero no soy una inválida. ¿Qué pasa?
Susan vaciló durante un
segundo más antes de responder.
—Han traído otra carta hoy, como la de la
otra semana, que metieron en el buzón. No tiene firma, ni remitente. La han
dejado frente a la puerta principal. Eso es lo que me tiene disgustada.
—¿Otra?
—Sí. Incluí una respuesta a la primera en
mi columna de siempre, pero no imaginé que la persona la descifraría tan
rápidamente.
—¿Qué le preguntabas?
—Quería saber quién era.
—¿Y qué ha contestado?
—Ten. Léelo tú misma.
Diana cogió la hoja de
papel que su hija le tendió. De pie frente a los quemadores, asimiló
rápidamente las palabras. Luego bajó el papel despacio y cerró el gas con que
estaba calentando el caldo, que estaba hirviendo, humeante. La mujer mayor
respiró hondo.
—¿Y qué está
preguntando esta persona ahora? —dijo con frialdad.
—Aún no lo sé. Acabo de leerlo.
—Creo —dijo Diana con voz inexpresiva a
causa del miedo— que deberíamos averiguar cuál es la clave y qué dice esta vez.
Entonces podremos determinar el tono de toda la carta.
—Bueno, seguramente podré descodificar la
secuencia de números. No suelen ser muy difíciles.
—¿Por qué no lo haces mientras yo preparo la cena?
Diana se volvió de
nuevo hacia la sopa y comenzó a bregar con los utensilios. Se mordió con fuerza
el labio inferior, esforzándose por seguir su propio consejo.
La hija asintió y se
acomodó frente a la mesita que había en el rincón de la cocina. Por un momento
observó a su madre en plena actividad, y esto la animó; para ella, toda señal
de normalidad era un signo de fortaleza. Cada vez que la vida adquiría visos de
rutina, ella creía que la enfermedad había remitido y se había estancado en su
proceso inevitable. Exhaló profundamente, sacó un lápiz y un bloc de notas de
un cajón y escribió: 61620129720. Luego apuntó todas las letras del alfabeto,
asignó a la A el cero, y así sucesivamente hasta llegar a la Z, el número 25.
Ésta, por supuesto, sería la interpretación más sencilla de la secuencia
numérica, y ella dudaba que funcionara. Por otro lado, tenía la curiosa
impresión de que su corresponsal no quería ponerle las cosas demasiado
complicadas con este mensaje. El objetivo del juego, pensaba ella, era
simplemente demostrar lo listo que era él, además de transmitirle la idea que
contenía la nota, fuera cual fuese. Algunas de las personas que le escribían
empleaban claves tan crípticas y enloquecidamente enrevesadas que incluso
habrían supuesto un reto para los ordenadores criptoanalíticos del ejército.
Por lo general nacían de la paranoia a la que la gente se aferraba. Sin
embargo, este corresponsal albergaba otros planes. El problema era que ella no
sabía aún cuáles.
A pesar de todo, daba la impresión de que
él quería que lo averiguara.
Su primer intento dio como resultado
GBGCA... y fue en ese punto donde lo dejó. Centrándose de nuevo en los cinco
primeros dígitos, probó a agruparlos como 6—16—20, lo que dio como resultado
GQU... Como esto no significaba nada, prosiguió, hasta llegar a GQUBC, y luego
a GQUM.
Su madre le llevó un vaso de cerveza y
volvió a ocuparse de la comida, que ahora estaba cocinando sobre los
quemadores. Susan tomó despacio un trago del líquido marrón y espumoso, dejó
que el frío de la cerveza se propagase por su interior, y continuó trabajando.
Escribió de nuevo las letras del
alfabeto: le asignó el 25 a la A, y a los números descendentes las letras
sucesivas. Con esto obtuvo TYTXZ en un principio, y después, agrupando las
cifras de manera distinta, TJF...
Susan infló los carrillos y resopló como
un pez globo. Garabateó la pequeña figura de un pez en una esquina de la
página, luego dibujó la aleta de un tiburón cortando la superficie de un mar
imaginario. Se preguntó por qué no había avistado el pez martillo antes, y
acto seguido se dijo que los depredadores suelen mostrarse cuando están listos
para atacar, no antes.
Este pensamiento la llevó a centrarse de
nuevo en la secuencia numérica.
«La clave estará oculta
—pensó—, pero no demasiado.» «Adelante, atrás, ¿y ahora qué?» «Sumar y restar.»
Recordó algo de golpe,
y cogió la carta.
«... añadiré una sola
frase...»
Decidió reescribir la secuencia, sumando
uno a cada cifra. Esto le dio como resultado 727312310831, y lo convirtió al
instante en HCHDBCDKIDB, lo que no le resultó de
mucha ayuda. Probó con la secuencia inversa, que no arrojó más que otro
galimatías.
Sosteniendo la hoja de papel ante sí, se
inclinó sobre ella para estudiarla con atención. «Fíjate en los números —se
dijo—. Prueba con combinaciones distintas. Si reorganizo 61620129720 en secuencias
diferentes...», pensó, y al hacerlo llegó a la serie 6—16—20—12—9—7—2—0.
Advirtió que también podía escribir los últimos dígitos como 7—20. A
continuación, siempre sumando uno, obtuvo 7—17—21—13—10—8—21. Esto se tradujo
en HRVNKIV, y deseó tener un ordenador programado para buscar pautas numéricas.
Siguiendo en la misma
línea, invirtió la secuencia de nuevo, lo que le dio como resultado más
incoherencias. Entonces probó a cambiar los números de nuevo. «Está ahí—dijo—.
Sólo tienes que encontrar la clave.»
Tomó otro trago de
cerveza. Le entraron ganas de ponerse a elegir números al azar, aunque sabía
que eso la conduciría a una maraña frustrante de letras y dígitos, y a olvidar
dónde había empezado, de modo que tendría que volver sobre sus pasos. Eso
había que evitarlo; como buena experta en rompecabezas, sabía que la solución
estaba en la lógica.
Miró de nuevo la nota. «Nada
de lo que dice carece de sentido», pensó. Estaba segura de que él le indicaba
que sumara uno, pero la pregunta era exactamente cómo. Combatió la sensación de
frustración.
Respiró hondo y lo
intentó de nuevo, reexaminando la secuencia. Despachó con una señal a su
madre, que se le había acercado con un plato de comida, y se enfrascó en su
tarea. «Él quiere que sume —pensó—, lo que significa que ha restado uno a cada
número. Eso, por sí solo, es demasiado sencillo, pero lo que da lugar a
combinaciones de letras sin sentido es la dirección en que fluyen.» Echó un
nuevo vistazo a la nota. Primero «Alicia» y luego «reina roja». A través del espejo. Pequeña referencia literaria. Se reprochó
a sí misma el no haberla descubierto antes.
Cuando reflejas algo que
está al revés en un espejo, lo ves con mayor claridad.
Cogió la secuencia,
invirtió el orden de los números y sumó uno a cada cifra: 218101321177.
¿Era 2—18—10... o 21—8—10?
Siguió adelante,
embalada, y separó los dígitos como 21—8—10—13—21—17—7, lo que dio como
resultado ERPMEIS.
Su madre observaba el papel por encima de su hombro.
—Ahí está —señaló Diana con frialdad. Le
robó al aire una bocanada, y su hija lo vio también.
SIEMPRE.
Susan contempló la palabra escrita en la
página y pensó: «Es una palabra terrible.» Oyó la respiración brusca de su
madre, y en ese instante decidió que se imponía una demostración de coraje, aunque
fuera falsa. Era consciente de que su madre se daría cuenta, pero, aun así, la
ayudaría a conservar la calma.
—¿Esto te asusta, mamá?
—Sí —respondió ella.
—¿Por qué? —preguntó la hija—. No sé por
qué, pero también me asusta a mí. Sin embargo, no encierra amenaza alguna. Ni
siquiera hay nada que indique que no se trata simplemente de un interés
desmedido por entregarse a un juego intelectual. Ha ocurrido antes.
—¿Qué decía la primera nota?
—«Te he encontrado.»
Diana sintió que se abría un agujero
negro en su interior, una especie de torbellino enorme que amenazaba con
engullirla por completo. Luchó por librarse de esa sensación diciéndose que aún
no había pruebas de nada. Se recordó que había vivido tranquila desde hacía más
de veinticinco años, sin que la encontraran; que la persona de quien se había
ocultado con sus hijos había muerto. Así pues, formándose un juicio precipitado
y seguramente incorrecto de los acontecimientos que les habían sobrevenido a
ella y a su hija, Diana decidió que las notas no eran otra cosa que lo que
parecían: un intento desesperado de llamar la atención por parte de uno de los
numerosos admiradores de su hija. Esto en sí podía resultar bastante peligroso,
así que no mencionó sus otros temores, convencida de que ya se preocupaba
bastante por las dos, y de que más valía dejar enterrado un miedo oculto y más
antiguo. Y muerto. Muerto. «Un suicidio —se recordó—. Él te liberó al matarse.»
—Deberíamos llamar a tu hermano —dijo.
—¿Por qué?
—Porque tiene muchos contactos en la
policía. Quizás algún conocido suyo pueda analizar esta carta, sacar las
huellas, realizar pruebas, decirnos algo sobre ella.
—Me imagino que el que la ha enviado
seguramente ya habrá pensado en todo eso. De todos modos, no ha infringido
ninguna ley. Al menos de momento. Creo que conviene esperar a que yo descifre
el resto del mensaje. No debería tardar mucho.
—Bueno —murmuró Diana—,
de una cosa podemos estar seguras.
—¿De qué? —preguntó la hija.
La madre la miró, como
si Susan fuese incapaz de ver algo que tenía delante de las narices.
—Bueno, dejó la primera
carta en el buzón. Y ésta ¿dónde la has encontrado?
—Frente a la puerta principal.
—Pues eso nos dice que se está acercando, ¿no?
6
Nueva Washington
El cielo del oeste tenía un brillo
metálico y parecía de acero bruñido, una gran extensión de claridad, fría e
implacable.
—Se acostumbrará —comentó Robert Martin
como sin darle mucha importancia—. A veces, aquí, en esta época del año, a uno
le da la impresión de que le enfocan la cara con un reflector. Nos pasamos
mucho rato mirando al horizonte con los ojos entornados.
Jeffrey Clayton no contestó directamente.
En cambio, mientras circulaban por una calle ancha, se volvió y paseó la vista
por los edificios de oficinas modernos que se sucedían a lo largo de la carretera,
a cierta distancia. Todos eran diferentes, y a la vez iguales: amplios patios
ajardinados y cubiertos de verde con arboledas aquí y allá; lagunas
artificiales de un azul vibrante y estanques reflectantes al pie de formas
arquitectónicas grises y sólidas que decían más sobre el dinero que habían
costado que sobre creatividad en el diseño, una unión entre la funcionalidad y
el arte en que no hay lugar a dudas sobre el elemento predominante. Su mirada
no dejaba de vagar, y Clayton se percató de que todo era nuevo. Todo estaba esculpido,
espaciado y ordenado. Todo estaba limpio. Reconoció los logotipos de una
multinacional tras otra. Telecomunicaciones, entretenimiento, industria. Las
empresas que figuraban en el Fortune 500 desfilaban ante sus ojos. «Todo el
dinero que se hace en este país —pensó— está representado aquí.»
—¿Cómo se llama esta
calle? —preguntó.
—Freedom Boulevard
—respondió el agente Martin.
Jeffrey
esbozó una sonrisa, convencido de que el nombre encerraba cierta ironía. El
tráfico era fluido, y avanzaban a un ritmo moderado pero constante. Clayton
continuó asimilando el paisaje que lo rodeaba, y la novedad de todo ello le
pareció algo vacía.
—¿No era
esto un páramo antes? —se preguntó en voz alta.
—Sí
—contestó Martin—. No había
prácticamente nada salvo matorrales, algún que otro arroyo y plantas rodadoras.
Montones de tierra y arena, y mucho viento hace una década. Represaron algún
río, desviaron algún curso de agua, quizá se saltaron algunas leyes sobre el
medio ambiente, y este lugar floreció. La tecnología es cara, pero, como ya se
imaginará, eso no representó un gran obstáculo.
A
Jeffrey la idea de reemplazar un tipo de naturaleza por otro le pareció
interesante; crear una visión idealizada, empresarial, de cómo debería ser el
mundo, e imponerla en el mundo desordenado, sucio y de mala calidad que nos
ofrece la realidad. Un territorio dentro de otro. No era irreal, pero en modo
alguno era auténtico, tampoco. No estaba seguro de si esto lo incomodaba o más
bien lo inquietaba.
—Si se
cortara el suministro de agua, supongo que dentro de unos diez años este lugar
sería una ciudad fantasma —dijo Martin—.
Pero nadie va a cortar el suministro de agua.
»¿ Quién
vivía aquí? Me refiero a antes...
—¿Aquí,
en Nueva Washington? Aquí no había nada. O casi nada. Unos cientos de
kilómetros cuadrados de casi nada. Serpientes de cascabel, monstruos de Gila y
auras. En tiempos inmemoriales, una parte del territorio pertenecía al
Gobierno federal, otra parte era una vieja reserva india que fue anexionada, y
la otra parte se la arrebataron a sus propietarios en virtud del derecho de
expropiación. Algunos ganaderos adinerados se lo tomaron un poco mal. Lo mismo
ocurrió en el resto del estado. La gente que vivía en las zonas recalificadas
para su urbanización recibió su indemnización y se marchó antes de que llegaran
las excavadoras. Fue como las otras épocas de la historia en que este país se
ha expandido; algunos se enriquecieron, otros fueron desplazados, y algunos se
vieron abocados a la misma pobreza en que vivían, pero en otro sitio. No fue
distinto de lo sucedido en la década de 1870, por ejemplo. Tal vez la única
diferencia es que ésta fue una expansión hacia dentro, no hacia tierras
inexploradas del exterior, sino hacia un territorio que no le importaba mucho a
nadie. Ahora les importa a muchos, pues han visto lo que somos capaces de
hacer. Y lo que vamos a hacer. Es una región muy amplia. Todavía queda mucho
terreno desocupado, sobre todo hacia el norte, cerca de la cordillera de
Bitterroot. Hay lugar para llevar a cabo otra expansión.
—¿Hace
falta otra expansión? —preguntó Jeffrey.
El
inspector se encogió de hombros.
—Todo
territorio intenta crecer, sobre todo si su principal meta es la seguridad.
Siempre hará falta una nueva expansión. Y siempre habrá más gente que quiera
participar de la auténtica visión americana.
Clayton
se quedó callado de nuevo y dejó que Martin se concentrara en la conducción.
No
habían hablado del motivo de su presencia en el estado número cincuenta y uno;
ni por un momento durante el largo vuelo hacia el oeste, sobre la parte central
del país, ni al sobrevolar la gran espina dorsal de las montañas Rocosas, para
finalmente descender sobre lo que había sido la aislada zona septentrional del
estado de Nevada.
Mientras
avanzaban en el coche, a Jeffrey lo asaltó un recuerdo repentino y
desagradable.
La
ordenada procesión de edificios se disipó ante sus ojos y cedió el paso a un
mundo duro de hormigón, un lugar que había conocido los excesos de la riqueza y
el éxito pero que, como tantas otras cosas en la última década, había caído en
un estado de decaimiento, abandono y deterioro: Galveston, Tejas, menos de
seis años atrás. Clayton recordaba un almacén. Alguien había abierto por la
fuerza la puerta, que batía con un ruido metálico movida por un viento
incesante, frío y penetrante procedente de las aguas color barro del golfo.
Todas las ventanas de la planta baja presentaban un contorno irregular de
cristales rotos; había llovido temprano por la mañana, y los reflejos de la luz
mortecina proyectaban grotescas serpientes de sombra sobre las paredes.
«¿Por
qué no esperaste?», se preguntó de repente. Era una pregunta habitual que
acompañaba este recuerdo concreto cada vez que se colaba en su conciencia
cuando estaba despierto o, como sucedía con frecuencia, en sus sueños.
No había
necesidad de precipitarse. Se recordó que, si hubiera esperado, habrían
llegado refuerzos, tarde o temprano. Una unidad de Operaciones Especiales con
gafas de visión nocturna, armamento pesado, coraza de cuerpo entero y disciplina
militar. Había bastantes agentes para rodear el almacén. Gas lacrimógeno y
megáfonos. Un helicóptero sobre sus cabezas, con un reflector. No era necesario
que él entrase con esos agentes antes de que llegaran los refuerzos.
«Pero
ellos querían entrar», respondió a su propia pregunta. Estaban impacientes. La
caza había sido larga y frustrante, intuían que estaba tocando a su fin, y él
era el único que sabía lo peligrosa que podía llegar a ser la presa, acorralada
en su guarida.
Hay un
cuento para niños, de Rudyard Kipling, sobre una mangosta que sigue a una
cobra al interior de su agujero. Es una historia con moraleja: libra tus
batallas en tu propio terreno, no en el del enemigo. Si puedes. «El problema
—pensó— es cuando no se puede.»
Ya lo sabía entonces, pero aquella noche no había dicho nada, pese a que
la ayuda venía en camino. Se preguntó por qué, aunque conocía la verdadera
razón. Había estudiado muchos casos de asesinos y sus asesinatos, pero nunca
había presenciado el momento de poder luminiscente en que tenían a alguien en
su poder y estaban concentrados en la tarea de crear una muerte. Era algo que
había deseado ver y experimentar en primera persona: estar presente en el
instante glorioso en que la razón y la locura del asesino se conjugan en un
acto de salvajismo y depravación extraordinarios.
Había
visto demasiadas fotos. Había grabado cientos de testimonios de testigos
oculares. Había visitado docenas de escenas del crimen. Sin embargo, había
asimilado toda esa información a posteriori, paso a paso. Nunca había
presenciado el momento justo en que ocurría, no había visto por sí mismo
aquella demencia y aquella magia actuando juntas. Y ese impulso —no se atrevía
a llamarlo curiosidad, pues sabía que se trataba de algo significativamente más
profundo y poderoso que ardía en su interior— lo llevó a mantener la boca
cerrada cuando los dos agentes municipales desenfundaron sus armas y entraron
sigilosamente por la puerta del almacén, muy pocos metros por delante de él.
Primero avanzaron con cautela, y luego a un paso más rápido, dejando de lado la
prudencia, cuando oyeron el primer grito agudo de terror que desgarró la
oscuridad lúgubre que reinaba en el interior.
Fue una
equivocación, un capricho, un error de cálculo.
«Deberíamos
haber esperado —pensó—, al margen de
lo que le estuviera pasando a esa persona. Y no deberíamos haber hecho tanto
ruido al irrumpir en los dominios de ese hombre, al penetrar en esa madriguera
que él llamaba su hogar, donde estaba familiarizado con cada recoveco, cada
sombra y cada tabla del suelo.»
«Nunca
más», insistió.
Respiró hondo. El resultado de esa noche era un recuerdo de luz
estroboscópica que le palpitaba en el pecho: un agente muerto, otro cegado, una
prostituta de diecisiete años viva, pero por poco, y sin lugar a dudas con la
vida destrozada para siempre. Él mismo resultó herido, pero no lisiado, al
menos en un sentido ostensible y evidente.
El
asesino acabó detenido, escupiendo y riéndose, no demasiado enfadado por el
fin de su carnicería. Más bien era como si le hubiesen ocasionado algunas
molestias, sobre todo dada la satisfacción única que le había proporcionado lo
sucedido en el interior del almacén. Era un hombre de baja estatura, albino, de
cabello blanco, ojos rojos y rostro macilento, como el de un hurón. Era joven,
casi de la misma edad que Clayton, con el cuerpo delgado pero musculoso, y un
enorme tatuaje rojo y verde de un águila extendido sobre su pecho blanco
lechoso. La matanza de aquella noche le había causado un gran placer.
Jeffrey
ahuyentó de su mente la imagen del asesino, negándose a evocar la voz monótona
con que éste había hablado cuando se lo llevaban entre las luces parpadeantes
de los vehículos policiales reunidos.
—¡Me
acordaré de ti! —había gritado, mientras transportaban a Jeffrey en una camilla
hacia una ambulancia.
«Ya no
está —pensó Clayton ahora—. Se
encuentra en Tejas, en el corredor de la muerte. No vuelvas a ir allí —se dijo—. Jamás entres en un almacén como ése.
Nunca más.»
Le echó
un vistazo breve y furtivo al agente Martin. «¿Sabrá por qué opté por el
anonimato —se preguntó—, por qué ya
no hago precisamente lo que él me ha pedido que haga?»
—Ahí
está —dijo Martin de pronto—. Hogar,
dulce hogar. O al menos mi lugar de trabajo.
Lo que
Jeffrey vio fue un edificio grande, de índole inconfundiblemente oficial. Un
poco más funcional, de diseño menos elaborado que las oficinas frente a las
que habían pasado. Su aspecto era algo menos fastuoso; en absoluto mísero, sino
simplemente más austero, como el de un hermano mayor en medio de un patio lleno
de niños más pequeños. Se trataba de una construcción sólida, imponente, de
hormigón gris, con las esquinas afiladas de un cubo y una uniformidad que llevó
a Clayton a sospechar que las personas que trabajaban allí eran tan rígidas y
anodinas como el edificio en sí.
Martin
entró con un viraje brusco en un aparcamiento que estaba a un lado de las
oficinas y redujo la velocidad.
—Eh,
Clayton —dijo rápidamente—, ¿ve a
ese hombre ahí delante?
Jeffrey
avistó a un hombre vestido con un modesto traje azul que llevaba un maletín de
piel e iba caminando solo entre las filas de coches último modelo.
—Obsérvelo
un rato y aprenderá algo —agregó el agente.
Jeffrey
miró al hombre, que se detuvo junto a una ranchera pequeña. Vio que se quitaba
la chaqueta del traje y la echaba al asiento trasero junto con el maletín.
Dedicó unos momentos a remangarse la camisa blanca de cuello abotonado y a
aflojarse la corbata antes de sentarse al volante. El vehículo salió de la
plaza de aparcamiento marcha atrás y se alejó. Martin ocupó a toda prisa el
hueco que acababa de quedar libre.
—¿Qué ha
visto? —preguntó el inspector.
—He
visto a un hombre que tenía una cita. O que tal vez se dirigía a su casa, por
estar incubando una gripe. Eso es todo.
Martin
sonrió.
—Tiene
que aprender a abrir los ojos, profesor. Le creía más observador. ¿Cómo ha
entrado en su coche?
—Ha
caminado hasta él y se ha subido. Nada del otro mundo.
—¿Le ha
visto abrir el seguro de la puerta?
Jeffrey
negó con la cabeza.
—No.
Debe de tener uno de esos cierres centralizados con mando a distancia. Como
prácticamente todo el mundo...
—No lo
ha visto apuntar al vehículo con una luz infrarroja, ¿verdad?
—No.
—Es un
detalle difícil de pasar por alto, ¿no? ¿Sabe por qué?
—No.
—Porque las puertas no tenían el seguro puesto. En eso reside
justamente el sentido de todo esto, profesor. Las puertas no tenían el seguro
puesto, porque no hacía falta. Porque si había dejado algo dentro, no corría el
menor peligro, pues nadie vendría a este aparcamiento a robárselo. Ningún
adolescente con una pistola y una adicción iba a salir de detrás de otro coche
para exigirle su cartera. ¿Y sabe qué? No hay cámaras de videovigilancia. No
hay guardias de seguridad que patrullen la zona. No hay perros dóberman ni detectores
de movimiento electrónicos ni sensores de calor. Este lugar es seguro porque es
seguro. Es seguro porque a nadie se le ocurriría siquiera llevarse algo que no
le pertenece. Es seguro por el sitio en el que estamos. —El inspector apagó el
motor—. Y mi intención es que siga siendo seguro.
En el vestíbulo del edificio había una placa grande con estas
palabras:
BIENVENIDOS
A NUEVA WASHINGTON LAS NORMAS LOCALES DEBEN CUMPLIRSE EN TODO MOMENTO TODA
IRREGULARIDAD EN EL PASAPORTE ESTÁ PENADA CON LA CÁRCEL PROHIBIDO FUMAR LES
DESEAMOS UN BUEN DÍA
Jeffrey
se volvió hacia el agente Martin.
—¿Normas
locales?
—Hay una
lista considerablemente larga. Le facilitaré una copia. Refleja bastante bien
nuestra razón de ser.
—¿Y lo
de las irregularidades en el pasaporte? ¿A qué se refieren con eso?
Martin
sonrió.
—Ahora
mismo está usted infringiendo las normas relativas al pasaporte. Aquí eso forma
parte del paquete. El acceso al estado en ciernes está controlado, tal como lo
estaría en cualquier otro país o terreno privado. Necesita permiso para estar
aquí. A fin de conseguirlo, debe acudir al Control de Pasaportes. Pero no hay
problema. Es usted mi invitado. Y en cuanto le concedan el permiso, podrá
viajar libremente por todo el estado.
Jeffrey
se fijó en un letrero que indicaba el camino a la oficina de Inmigración y
dirigió la vista a una sala espaciosa situada al final de un pasillo, repleta
de mesas, ante cada una de las cuales había un oficinista sentado, trabajando
diligentemente frente a una pantalla de ordenador. Se quedó mirando trabajar a
la gente por unos instantes y luego tuvo que echar a andar a toda prisa para
alcanzar a Martin, que avanzaba a paso ligero por un pasillo contiguo,
siguiendo una indicación que rezaba: SERVICIOS DE SEGURIDAD. Un tercer letrero
señalaba la dirección de la guardería. Sus pasos sonaban como bofetadas contra
el pulido suelo de terrazo y resonaban entre las paredes.
Poco
después, entraron en otra sala grande, no tanto como la de Inmigración, pero
aun así de tamaño considerable. Un resplandor blanco y limpio inundaba la
estancia, y la luz de los fluorescentes del techo se fundía con el omnipresente
verde de las pantallas de ordenador. No había ventanas, y el rumor del aire
acondicionado se mezclaba con las voces mitigadas por las mamparas de vidrio y
el aislamiento acústico. Clayton pensó que así era como se imaginaba las
oficinas de una empresa, no de una comisaría, por muy moderna que fuera. La
atmósfera no estaba contaminada por la suciedad del crimen. No había rabia o
ira latentes, ni una locura oculta, ni furia ni contención. No había sillas
rotas ni mesas rayadas por detenidos desquiciados al forcejear con las esposas
que les sujetaban las muñecas. No se oían ruidos estridentes ni obscenidades;
sólo el murmullo prolongado de la eficiencia y la síncopa del trabajo incesante.
Martin
se detuvo frente a una mesa, y una joven vestida con una elegante blusa blanca
y pantalones oscuros lo saludó. Un jarrón pequeño con una sola flor amarilla
descansaba sobre una esquina del escritorio.
—Por fin
ha vuelto, inspector. Se le echaba de menos por aquí. El agente Martin se rio.
—Seguro que sí—respondió—.
¿Puede llamar al jefe para que sepa que estoy aquí?
—Veo que
le acompaña el famoso profesor.
La
secretaria alzó la vista hacia Jeffrey.
—Tengo
algo de papeleo para usted, profesor. Primero, un pasaporte y una
identificación temporales. Luego, algunos documentos que debe leer y firmar
cuando lo considere oportuno. —Le alargó una carpeta—. Bienvenido a Nueva Washington —dijo—. Estamos seguros de que será usted de gran ayuda para... —Se
volvió hacia el agente Martin y añadió, con una sonrisa tímida—. Con el problema que el inspector no
consigue resolver solo y que no comenta con nadie.
Jeffrey
miró la carpeta de documentos.
—Bueno —empezó a replicar—, el agente Martin es más optimista que
yo, pero eso es porque yo sé más sobre...
El
corpulento inspector lo interrumpió.
—Nos esperan dentro. Vamos.
Asió a
Clayton del brazo para apartarlo del escritorio de la secretaria y atravesar
con él la puerta de un despacho. En ese momento lo atrajo hacia sí y le
espetó, en susurros:
—Nadie,
¿lo entiende? ¡Nadie lo sabe! ¡Mantenga la boca cerrada!
En el interior del despacho había dos hombres sentados ante un
escritorio de palisandro pulido. Dos sillones de cuero estaban dispuestos
delante del escritorio. En contraste con el aspecto pulcro y utilitario de la
sala principal que habían atravesado, ese despacho tenía un regusto más antiguo
y definitivamente más lujoso. Las paredes estaban cubiertas de estanterías de
roble repletas de textos legales, y en el suelo había una alfombra oriental. Un
sofá verde de piel gruesa estaba arrimado contra una pared, entre un asta con
la bandera de Estados Unidos y otra con la enseña del futuro estado cincuenta y
uno. Colgadas en una pared había numerosas fotografías enmarcadas que Clayton
no tuvo tiempo de examinar con atención, aunque sí reconoció un retrato del
presidente de Estados Unidos, elemento que, según creía, era obligatorio en
todas las oficinas gubernamentales.
Un
hombre alto y delgado como un junco con la cabeza calva estaba sentado justo en
el centro del escritorio. A su lado había un hombre mayor, más bajo y de
constitución más robusta, con la mandíbula cuadrada y el rostro torcido como el
de un boxeador retirado. El calvo les indicó por señas a Jeffrey y al agente
Martin que se sentaran en los sillones. A la derecha del profesor, se abrió
otra puerta, y entró un tercer hombre. Parecía más joven que Jeffrey y llevaba
un traje caro azul, de rayas finas. Se sentó en el sofá.
—Sigan
con lo suyo —dijo simplemente.
El calvo
se inclinó hacia delante con un movimiento suave, de depredador, como un águila
pescadora posada en la rama desnuda de un árbol, observando a los roedores
corretear por la hierba.
—Profesor,
soy el superior del agente Martin en el Servicio de Seguridad. El hombre a mi
derecha también es un experto en seguridad. El caballero del sofá es
representante de la oficina del gobernador del Territorio.
Algunas
cabezas asintieron, pero ninguna mano se tendió para saludar.
El
hombre bajo y fornido situado a un costado del escritorio dijo, sin rodeos:
—Quiero
repetir, para que quede constancia, que no apruebo la decisión de convocar aquí
al profesor. Me opongo a implicarlo en este caso bajo ningún concepto.
—Ya
hemos tratado ese tema —repuso el calvo—.
Tomamos nota de su objeción. Sus opiniones constarán en los informes del cierre
del caso y en los documentos del sumario.
El
hombre mostró su conformidad con un resoplido.
—Con
mucho gusto me iré —dijo Jeffrey—,
ahora mismo, si así lo desean. Si ni siquiera deseo estar aquí.
El calvo
hizo caso omiso de sus palabras.
—El
agente Martin le habrá puesto en antecedentes, supongo.
—¿Tienen
ustedes nombre? —preguntó Jeffrey—.
¿Con quién estoy hablando?
—Los
nombres son irrelevantes —aseguró el hombre joven, removiéndose en su asiento,
haciendo crujir el cuero del sofá—. Toda
la información sobre esta reunión está estrictamente controlada. De hecho, hay
órdenes de que su presencia aquí se mantenga en el más estricto secreto.
—Quizás a mí los nombres me parezcan relevantes —dijo Jeffrey con
terquedad. Le echó una ojeada rápida al agente Martin, pero el corpulento
inspector se había hundido en el sillón, ocultando su expresión. El calvo
sonrió.
—Muy
bien, profesor. Ya que insiste, le diré que yo me llamo Tinkers, él es Evers y
el hombre del sofá, allí, se llama Chance.
—Muy
gracioso. Así que esto va de jugadores de béisbol —comentó Jeffrey —. Pues yo soy Babe Ruth. O Ty Cobb.
—¿Le
gustan más Smith, Jones y esto... Gardner?
Jeffrey
no contestó.
—¿Tal
vez —prosiguió el calvo— podríamos llamarnos Manson, Starkweather y Bundy? Casi
suena como el nombre de un bufete de abogados, ¿verdad? Y son apellidos más
relacionados con su especialidad profesional, ¿no?
Jeffrey
se encogió de hombros.
—De
acuerdo, señor Manson. Lo que usted diga.
El calvo
hizo un gesto de asentimiento y sonrió de oreja a oreja.
—Bien,
llámeme Manson, pues. Ahora, permítame que intente hacer más fácil esta
conversación, profesor. O como mínimo, menos tensa. Le expondré los parámetros
financieros de su visita, que sin duda serán de su interés.
—Continúe.
—Sí.
Bien, si su investigación aporta información que más tarde pueda utilizarse
como prueba para llevar a cabo una detención, le pagaremos un cuarto de millón
de dólares. Si consigue identificar y localizar a nuestro objetivo, así como
colaborar en la aprehensión de dicho individuo, nosotros le pagaremos un millón
de dólares. Ambas sumas, o cualquier suma intermedia que consideremos justificada
por el alcance de su contribución a solucionar nuestro problema, se le
entregarán libres de impuestos y en efectivo. A cambio, usted debe prometer que
se abstendrá de dejar constancia alguna, ya sea por medios físicos o
electrónicos, de toda información que reúna, toda impresión que se forme, todo
recuerdo de su visita; y que no comentará ni dará a conocer en modo alguno su
estancia aquí o el propósito de la misma. No concederá entrevistas a
periódicos, ni firmará contratos con editoriales. No redactará artículos
académicos, ni siquiera para el circuito limitado de las agencias encargadas
del cumplimiento de la ley. En otras palabras: los sucesos que le han traído
aquí, y aquellos que se produzcan en adelante, no existirán oficialmente. Se le
recompensará con creces por guardar esta confidencialidad.
Jeffrey
aspiró despacio, por entre los dientes.
—Realmente
deben de tener un problema muy gordo —dijo lentamente.
—Profesor
Clayton, ¿tenemos un acuerdo?
—¿Qué
ayuda me darán? ¿Qué hay del acceso a...?
—El
agente Martin es su compañero. El le proporcionará acceso a todos los
registros, documentos, escenas, testigos... lo que necesite. Él correrá con
los gastos, y se encargará de conseguirle alojamiento y transporte. Aquí sólo
hay un objetivo, que tiene prioridad sobre cualquier otra cuestión,
especialmente de índole económica.
—Cuando
usted dice «nosotros le pagaremos», ¿a quién se refiere exactamente?
—Será
dinero procedente de los fondos reservados del gobernador.
—Debe de
haber alguna trampa. ¿Cuál es, señor Manson?
—No hay
ninguna trampa oculta, profesor —aseveró el calvo—. Estamos bajo una presión considerable para llevar esta investigación
a buen término a la mayor brevedad. No carece usted de inteligencia. Dos
funcionarios del servicio de seguridad y un político deberían dejarle claro
que hay mucho en juego. He aquí el porqué de nuestra generosidad. Sin embargo,
también está la cuestión de la impaciencia. Del tiempo, profesor. El tiempo es
de fundamental importancia.
—Necesitamos
respuestas, y las necesitamos cuanto antes —terció el hombre más joven, de la
oficina del gobernador.
Jeffrey
sacudió la cabeza.
—Usted
es Starkweather, ¿verdad? ¿Tiene novia? Porque, si la tiene, debería empezar a
llamarla Caril Ann. Bien, señor Starkweather, ya se lo he dicho al inspector,
y ahora se lo repetiré: estos casos no se prestan a explicaciones fáciles ni a
soluciones rápidas.
—Ah,
pero sus pesquisas resultaron particularmente eficaces en Tejas. ¿Cómo lo
logró, y encima con resultados tan espectaculares?
Jeffrey
se preguntó si había un atisbo de sarcasmo en las palabras del hombre. Fingió
no percibirlo.
—Sabíamos que era una zona frecuentada por las prostitutas entre las
que nuestro asesino elegía a sus víctimas. Así que, discretamente, sin montar
escándalo, empezamos a detener a todas las fulanas; nada emocionante que
atrajese la atención de la prensa, sólo las típicas redadas antivicio del
sábado por la noche. Pero, en lugar de multarlas, las reclutamos. Equipamos a
un porcentaje significativo de ellas con dispositivos pequeños de rastreo. Eran
miniaturas, con un alcance limitado, y se activaban con un solo botón. Les
indicamos a las mujeres que se los cosieran en la ropa. El plan se basaba en
la suposición de que, al final, nuestro hombre raptaría a alguna de las
mujeres, quien entonces podría poner en marcha el rastreador. Monitorizábamos
los aparatos las veinticuatro horas del día.
—¿Y dio
resultado? —preguntó el hombre bajo y fornido, ansioso.
—En
cierto modo sí, señor Bundy. Hubo unas cuantas falsas alarmas, tal como
esperábamos. Luego, tres mujeres fueron asesinadas pese a llevar el
dispositivo antes de que una de ellas lograra hacerlo funcionar. Era más joven
que las demás, y nuestro objetivo debió de sentirse menos amenazado por ella,
porque por una vez se lo tomó con calma antes de inmovilizarla, lo que le dio a
la chica la oportunidad de enviarnos una señal. Como él no la vio pulsar el botón
de alarma, cosa que lo habría puesto en fuga, llegamos allí a tiempo para
salvarla, pero por muy poco. Yo
diría que fue un éxito relativo.
El
hombre bajo y fornido, Bundy, lo interrumpió.
—Pero
proactivo. Eso me gusta. Usted tomó iniciativas. Fue creativo. Eso es lo que
deberíamos hacer. Algo por el estilo. Tender una trampa. Eso me gusta: una trampa.
El joven
también intervino, hablando atropelladamente.
—Estoy
de acuerdo. Pero toda iniciativa de ese tipo deberá someterla a la aprobación
de cada uno de nosotros tres, agente Martin. ¿Entendido?
—Sí.
—No
quiero que albergue la menor duda sobre esto. Todos y cada uno de los aspectos
de este caso tienen ramificaciones políticas. Debemos decantarnos siempre por
la opción que nos permita mantener el máximo control y confidencialidad y que
al mismo tiempo elimine nuestro problema.
Jeffrey
sonrió de nuevo.
—Señor Starkweather, señor Bundy, por
favor, recuerden que la probabilidad de identificar siquiera al hombre
responsable de su problema político es mínima. Crear las circunstancias que nos
permitirían tenderle una trampa resultará incluso más difícil. A menos que
quieran que les ponga un rastreador a todas las mujeres que hay dentro de las
fronteras de su estado, después de lanzar una especie de alerta general.
—No, no, no... —replicó Bundy rápidamente.
Manson
se inclinó hacia delante y habló en un tono bajo, como conspirando.
—No,
profesor, evidentemente, no queremos sembrar el pánico generalizado que su
sugerencia traería consigo. —Hizo un gesto amplio de rechazo con la mano antes
de proseguir—: Pero, profesor, el
agente Martin nos ha dado a entender que podría haber un vínculo entre nuestro
escurridizo objetivo y usted que nos facilitaría la tarea de localizarlo. ¿Es
eso correcto?
—Tal vez
—respondió Jeffrey, con una rapidez que no concordaba con la incertidumbre que
denotaban sus palabras.
El calvo
asintió y se reclinó despacio en su asiento.
—Tal vez
—dijo con una ceja arqueada. Se frotó las manos, como lavándoselas—. Tal vez —repitió—. Bueno, sea como fuere, profesor, el dinero está sobre la
mesa. ¿Cerramos el trato?
—¿Acaso
tengo elección, señor Manson?
La silla
de despacho sobre la que estaba sentado el calvo chirrió cuando la hizo girar
por un momento.
—Es una
pregunta interesante, profesor Clayton. Intrigante. Una pregunta con un gran
peso filosófico. Y psicológico. ¿Tiene usted elección? Examinemos la cuestión:
desde el punto de vista económico, por supuesto, la respuesta es no. Nuestra
oferta es de lo más generosa. Aunque ese dinero no le hará fabulosamente rico,
es mucho más del que, siendo razonables, puede aspirar a ganar dando clase en
aulas atestadas, a alumnos de licenciatura aburridos hasta rayar en la
psicosis. Ahora bien, ¿emocionalmente? Teniendo en cuenta lo que sabe (y lo que
sospecha), lo que es posible... ah, no sé. ¿Puede usted elegir dejar eso atrás,
sin respuestas? ¿No estaría condenándose a vivir atormentado por la curiosidad
para el resto de sus días ? Por otra parte, naturalmente, está el aspecto
técnico de todo esto. Una vez que le hemos traído hasta aquí, ¿cree que estamos
ansiosos por verle partir, sin prestarnos ayuda, tanto más cuanto que el agente
Martin nos ha persuadido de que usted es la única persona en el país
verdaderamente capaz de solucionar nuestro problema? ¿Espera que sencillamente
nos encojamos de hombros y le dejemos marchar?
La
última pregunta quedó flotando en el aire.
—Esto es
un país libre —soltó Jeffrey.
—¿Lo es,
ahora? —repuso Manson.
Se inclinó hacia delante de nuevo, con el mismo aire de depredador en
que Jeffrey había reparado antes. Pensó que, si al calvo de pronto le diera por
ponerse un hábito oscuro con capucha, tendría el estilo y el aspecto idóneos
para desempeñar un cargo importante en la Inquisición española.
—¿Acaso alguien es realmente libre, profesor? ¿Lo somos nosotros
ahora, en esta habitación, ahora que sabemos que esta fuerza del mal actúa en
nuestra comunidad? ¿Nuestro conocimiento no nos hace prisioneros de ese mal?
Jeffrey
no contestó.
—Plantea
usted preguntas interesantes, profesor. Por supuesto, no esperaba menos de un
hombre de su reputación académica. Pero, por desgracia, no es momento de
discutir estos temas tan elevados. Quizás en circunstancias distintas, en un
ambiente más cordial, podríamos intercambiar ideas al respecto. Pero, por
ahora, nos ocupan asuntos más apremiantes. Así que se lo pregunto de nuevo:
¿cerramos el trato?
Jeffrey
respiró hondo y asintió con la cabeza.
—Por
favor, profesor —dijo Manson con severidad—.
Responda en voz alta. Para que quede constancia.
—Sí.
—Imaginaba
que ésa sería su respuesta —aseguró el calvo. Hizo un gesto en dirección a la
puerta, para indicar que daba por finalizada la reunión.
7
Virginia
con cereal—r
A Diana Clayton ya no le gustaba salir de casa. Una vez por semana,
porque no le quedaba otro remedio, se acercaba a la farmacia local para
abastecerse de analgésicos, vitaminas y ocasionalmente algún fármaco
experimental. Nada de eso parecía ayudar gran cosa a frenar el avance
deprimente y continuo de su enfermedad. Mientras esperaba a que le entregaran
las pastillas, entablaba charlas superficiales y falsamente animadas con el
farmacéutico inmigrante de origen cubano, quien tenía aún un acento tan marcado
que ella apenas entendía lo que decía, pero cuya compañía le era grata por su
eterno optimismo y su empeño en que algún mejunje extraño u otro le salvaría la
vida. Después cruzaba con cautela los cuatro carriles de la autopista 1,
evitando cuidadosamente los vehículos, y luego caminaba una manzana por una
calle lateral hasta llegar a la biblioteca pequeña y bien protegida del sol,
hecha de bloques de hormigón, apartada de los chabacanos centros comerciales
que había desperdigados a lo largo de la carretera de los Cayos.
Al
bibliotecario auxiliar, un señor mayor que le debía de llevar unos diez años,
le gustaba coquetear con ella. La esperaba encaramado en un asiento alto tras
una de las ventanillas con barrotes, y pulsaba sin dudarlo el timbre que abría
la puerta de seguridad doble. Aunque el bibliotecario estaba casado, se sentía
solo y alegaba que su esposa estaba demasiado ocupada con sus dos pitbull y las
vicisitudes de los protagonistas de los culebrones que seguía compulsivamente.
Era un donjuán casi cómico, que seguía obstinadamente a Diana por entre las
estanterías medio vacías, invitándola con susurros a cócteles, a cenar, al
cine... a cualquier actividad que le diese la oportunidad de expresarle que
ella era su único amor verdadero. A Diana sus atenciones le resultaban
halagadoras y también agobiantes, casi en igual medida, de modo que lo
rechazaba, aunque procurando no desanimarlo del todo. Se decía a sí misma que
estaba decidida a morirse antes de tener que pedirle al bibliotecario que la
dejara en paz de una vez por todas.
Sólo
leía a los clásicos. Al menos dos por semana. Dickens, Hawthorne,
Melville, Stendhal, Proust, Tolstói y Dostoievski. Devoraba las tragedias
griegas y las obras de Shakespeare. Lo más moderno que llegaba a leer era, de
vez en cuando, algún libro de Faulkner o Hemingway, este último por una especie
de lealtad hacia los Cayos y porque a Diana le gustaba especialmente lo que escribía
sobre la muerte. En sus textos ésta siempre parecía tener algo de romántico, de
heroico, de sacrificio altruista, incluso en sus aspectos más sórdidos, y esto
le infundía ánimos, aunque sabía que se trataba de ficción.
Una vez
que elegía los libros que iba a llevarse, se despedía del bibliotecario, una
separación que solía requerir cierta diligencia por su parte para rehusar sus
últimas súplicas. A continuación, caminaba otra manzana por otra calle lateral
bañada de sol hasta una vieja iglesia baptista, deteriorada por los elementos.
Una palmera espigada y solitaria se alzaba en el patio delantero del edificio
de madera pintada de blanco. Era demasiado alta para dar sombra, pero al pie
tenía un banco astillado. Diana sabía que el coro estaría practicando, y que
sus voces emanarían como un soplo de viento del interior penumbroso de la
iglesia hacia el banco, donde ella acostumbraba a sentarse a descansar y
escuchar.
Junto al
banco, había un letrero que rezaba:
IGLESIA
BAPTISTA DE NEW CALVARY OFICIOS: DOMINGO A LAS 10 DE LA MAÑANA Y AL MEDIODÍA
CATEQUESIS: 9 DE LA MAÑANA EL SERMÓN DE ESTA SEMANA: CÓMO HACER DE JESÚS TU
MEJOR Y MÁS ESPECIAL AMIGO, POR EL REVERENDO DANIEL JEFFERSON
En varias ocasiones durante los últimos meses, el pastor había salido
a intentar convencer a Diana de que estaría más cómoda y considerablemente más
fresca dentro de la iglesia, y de que a nadie le molestaría que ella escuchara
los ensayos del coro en la mayor seguridad del interior. Ella había declinado
su invitación. Lo que le gustaba era escuchar las voces elevarse en el calor,
hacia el sol que brillaba sobre su cabeza. Disfrutaba del esfuerzo de intentar
distinguir las palabras. No quería que le hablaran de Dios, como sabía que el
pastor, de apariencia bondadosa, haría inevitablemente. Y, lo que es más importante, no quería ofenderlo al negarse a
escuchar su mensaje, por muy sincera que fuese al expresarlo. Lo que deseaba
era escuchar la música, porque había descubierto que, mientras se concentraba
en el jubiloso sonido del coro, olvidaba el dolor que sentía en el cuerpo.
Eso,
pensó, era por sí solo un pequeño milagro.
Puntualmente,
a las tres de la tarde, concluía el ensayo del coro. Diana se levantaba del
banco y echaba a andar despacio de regreso a casa. Sabía que la regularidad de
sus salidas, la uniformidad del itinerario que seguía, el paso de hormiga al
que avanzaba, todo ello la convertía en un objetivo evidente y moderadamente
atractivo. Que ningún atracador ávido por arrebatarle sus escasos fondos o
ningún yonqui desesperado por conseguir calmantes la hubiese descubierto ni
asesinado aún la sorprendía un poco. Pensaba, con cierto asombro, que quizás
ése fuera el segundo milagro que se producía durante sus excursiones
semanales.
A veces
se permitía el lujo de pensar que morir a manos de algún vagabundo de ojos
vidriosos o de un adolescente drogadicto no sería tan terrible, y que lo
verdaderamente terrorífico era seguir viva, pues su enfermedad la torturaba con
un entusiasmo paciente que a ella le parecía diabólicamente cruel. Se
preguntaba si experimentar unos momentos de espanto no sería preferible en
cierto modo a los interminables horrores de su dolencia. La libertad casi
estimulante que percibía en su actitud la impulsaba a seguir adelante, a
continuar tomando la medicación y a luchar y batallar internamente contra la
enfermedad durante cada instante de vigilia. Creía que esta combatividad
derivaba del sentido del deber, de la obstinación y del deseo de no dejar
solos a sus dos hijos, aunque ya eran adultos, en un mundo en el que nadie
confiaba ya en nada.
Le habría gustado que al menos uno de ellos le hubiera dado un nieto.
Estaba
convencida de que tener un nieto sería una auténtica gozada.
Sin
embargo, era consciente de que eso no iba a pasar a corto plazo, así que,
mientras tanto, se daba el capricho de fantasear sobre cómo serían sus futuros
nietos. Inventaba nombres, imaginaba rostros y fabricaba recuerdos del
porvenir con los que reemplazar los reales. Se representaba escenas de
vacaciones, mañanas navideñas y obras escolares. Casi percibía la sensación de
sujetar en brazos a un nieto y enjugarle las lágrimas causadas por un rasguño o
desolladura, o la de la respiración constante y embriagadora del niño o niña
mientras ella le leía en voz alta. Esto se le antojaba un mimo quizás excesivo
por su parte, pero no perjudicial.
Y el
nieto ficticio que ella no tenía le ayudaba a aliviar las preocupaciones por
los hijos que sí tenía.
A
menudo, el extraño alejamiento y la soledad que ambos habían abrazado le
parecían a Diana tan dolorosos como su enfermedad. Pero ¿qué pastilla podían
tomarse para reducir la distancia que habían puesto el uno respecto al otro?
En esa
tarde concreta, mientras recorría los últimos cinco metros de su camino de
entrada, pensando con inquietud en sus hijos, con las notas de Onward
Christian Soldiers resonándole aún en los oídos, y los ejemplares de Por
quién doblan las campanas y Grandes esperanzas bajo el brazo,
advirtió que un nubarrón enorme y furioso estaba formándose al oeste. Unas
nubes grandes y de color gris oscuro se habían aglomerado en una masa de
energía intensa que se cernía siniestra en el cielo como una amenaza lejana.
Ella se preguntó si el cúmulo se dirigiría hacia los Cayos, trayendo consigo
relámpagos y cortinas de lluvia peligrosos y cegadores, y esperó que su hija
llegara a casa sana y salva antes de que estallara la tormenta.
Susan Clayton salió de la oficina aquella tarde en una falange
compuesta por otros empleados de la revista, bajo la mirada atenta y la
protección de las armas automáticas de los guardias de seguridad. La
escoltaron hasta su coche sin que se produjeran incidentes.
Por lo general, el trayecto desde el centro
de Miami hasta los Cayos Altos le llevaba poco más de una hora, aunque
circulara por los carriles de velocidad libre. El problema, por supuesto, era
que casi todo el mundo quería utilizar esos carriles, lo que requería cierta
sangre fría a ciento sesenta kilómetros por hora y a una distancia de un solo
coche entre los vehículos. A su juicio, la hora punta se parecía más a una
carrera de stock—cars que a un desplazamiento vespertino benigno; sólo
faltaban unas gradas repletas de paletos deseosos de presenciar una colisión.
En las autovías que partían del centro, no se habrían llevado muchas
desilusiones.
Susan
disfrutaba con ello, por la descarga de adrenalina que le provocaba, pero sobre
todo porque ejercía un efecto purificador sobre su imaginación; sencillamente
no había tiempo para concentrarse en otra cosa que no fuera la calzada y los
coches que tenía delante y detrás. Le despejaba la cabeza de ensoñaciones
diurnas, de preocupaciones relacionadas con el trabajo y de temores sobre la
enfermedad de su madre. En las ocasiones en que no era capaz de abismarse
exclusivamente en la conducción había desarrollado la disciplina mental
necesaria para dejar el carril de alta velocidad e incorporarse al tráfico
lento, donde el riesgo no era tan elevado y le permitía dejar vagar la mente.
Hoy era
uno de esos días, lo que le resultaba frustrante.
Lanzó
una mirada cargada de envidia a su izquierda, donde vehículos borrosos relucían
bajo la luz residual de la zona comercial del centro. Pero, casi en ese
momento, mientras la invadían los celos por la libertad ilimitada con que
circulaban a su izquierda, cayó en la cuenta de que no dejaba de dar vueltas a
las palabras del mensaje del corresponsal anónimo que aún no había descifrado.
Previo Virginia cereal—r.
Estaba
convencida de que el estilo del acertijo era el mismo que el del anterior, y
más o menos el mismo que el de la respuesta que ella había ideado: un simple
juego verbal en que cada palabra guardaba una relación lógica con alguna otra
que constituiría la solución al enigma y desvelaría la respuesta del remitente.
El truco
residía en desentrañar cada una; en preguntarse si eran independientes o
estaban relacionadas entre sí; si había alguna cita oculta o alguna vuelta de
tuerca añadida que oscurecería aún más el mensaje que el hombre intentaba
transmitirle. Lo dudaba. Su corresponsal quería que ella llegase a entender lo
que le había escrito. Sólo pretendía que fuera un acertijo ingenioso,
razonablemente difícil y lo bastante críptico para incitarla a elaborar otra
respuesta.
«Es
manipulador», pensó.
Un
hombre que quería tener el control.
¿Qué
más? ¿Un hombre con una intención oculta?
Sin
lugar a dudas.
¿Y qué
intención era ésa?
No lo
sabía con certeza, pero estaba segura de que sólo había dos motivaciones
posibles: sexual o sentimental.
Un coche
que iba delante dio un frenazo brusco y ella pisó el pedal con fuerza. Al
instante notó que el pánico le subía por la garganta mientras el mecanismo de
freno vibraba, y sin articular la palabra «choque», notó la picazón del calor
que se apoderaba de ella. Oyó los neumáticos en derredor chirriar de dolor, y
temía oír el ruido del metal al aplastarse contra el metal. Sin embargo, eso no
ocurrió; se produjo un silencio momentáneo, y acto seguido el tráfico comenzó
a avanzar de nuevo, cada vez más deprisa. Un helicóptero de policía pasó
rugiendo por encima de sus cabezas; ella alcanzó a ver al artillero de la parte
central, inclinado sobre el cañón de su arma, observando el flujo de vehículos.
Susan imaginó que tendría una expresión de aburrimiento, tras el plexiglás
ahumado de la visera de su casco.
«¿Qué es
lo que sé?», se preguntó.
«Todavía
muy poco», respondió.
«Pero el
juego no consiste en eso —insistió—,
sino en que yo lo descifre al final. Después de todo, no sería un rompecabezas
si él no quisiera que lo resolviera. Lo único que quiere es controlar el
ritmo.»
«Es
peligroso», hubo de admitir.
A medio
camino entre Miami e Islamorada había un bar, el Last Stop Inn, situado a las
afueras de un centro comercial de postín en el que hacían sus compras los
vecinos de las zonas residenciales amuralladas más elegantes. El bar era el
tipo de local que a ella le gustaba frecuentar, no todos los días, pero lo
bastante a menudo para saludarse con algunos de los camareros y reconocer de
vez en cuando a algunos de los otros clientes habituales. No compartía nada con
ellos, desde luego, ni siquiera conversación. Simplemente le gustaba la falsa
familiaridad de los rostros sin nombre, las voces sin personalidad, la
camaradería sin pasado. Cruzó la autovía en dirección a la salida que la
llevaría hasta el bar.
El aparcamiento estaba a unas tres cuartas partes de su capacidad. La
luz dibujaba un extraño claroscuro sobre el macadán negro y brillante; el primer
resplandor de la tarde se mezclaba con el baile irregular de los faros de la
autovía contigua. El centro comercial cercano contaba con senderos cubiertos
con suelo de madera y zonas verdes bien cuidadas, en las que había plantados
sobre todo helechos y palmeras para crear una jungla artificial y dar a los
clientes la impresión de que habían viajado a la versión de diseño de una
selva tropical que en lugar de animales salvajes incontrolables estaba repleta
de boutiques caras. Los guardias de seguridad vestían en los tonos
caquis de los aficionados a la caza mayor y llevaban salacots, aunque sus armas
eran de tendencia más urbana. El Last Stop Inn se había contagiado en parte de
la pretenciosidad de su vecino, pero sin los mismos recursos económicos. Sus propias
zonas verdes habían creado sombras y rincones oscuros en los alrededores del
aparcamiento. Susan pasó caminando a toda prisa junto a una palmera rechoncha
y densa que se erguía como un centinela ante la puerta de entrada del bar.
La sala
principal del lugar estaba en penumbra, mal iluminada. Había unas cuantas mesas
pequeñas y un par de camareras que se movían afanosamente entre los grupos de
hombres de negocios sentados con sus Martinis y las corbatas aflojadas. Un
solo barman, a quien ella no reconoció, trabajaba sin descanso tras la oscura y
larga barra de caoba. Era un joven de pelo enmarañado y unas patillas que le
daban un aire de estrella del rock de la década de 1960, por lo que parecía un
poco fuera de lugar. Claramente era alguien que habría preferido tener un
empleo distinto, o quizá lo tenía, pero se veía obligado a preparar copas para
ganarse la vida. Una veintena de personas ocupaban los taburetes frente a la
barra, las suficientes para darle a la zona un aspecto abarrotado pero no opresivo.
El establecimiento no cumplía con todas las características de un bar de ligue
—aunque probablemente una tercera parte de la clientela estaba integrada por
mujeres—; era más bien un lugar
donde lo principal era beber, si bien siempre cabía la posibilidad de
relacionarse con gente del sexo opuesto. Dedicaba menos energías que otros
bares a establecer lazos; el volumen de las voces era moderado, la música
ambiental permanecía en un segundo plano, sin imponerse. Al parecer, era un
local acondicionado para albergar cualquier actividad que pudiera realizarse
con una copa en la mano.
Susan se
sentó hacia el final de la barra, a tres sillas de distancia del parroquiano
más próximo. El barman se acercó discretamente, limpió la superficie de madera
pulida con una toalla de mano y asintió con la cabeza cuando ella le pidió un
whisky con hielo. Regresó casi de inmediato con la bebida, la colocó delante
de ella, cogió el dinero que le tendía y se desplazó de nuevo a lo largo de la
barra.
Ella
sacó su libreta y un bolígrafo, los dispuso junto a su copa y se encorvó sobre
ellos para ponerse a trabajar.
«Previo»,
se dijo. ¿A qué se refería? A algo que pasó antes.
Hizo un
gesto de afirmación para sí misma: algo referente al mensaje anterior. «Te he
encontrado.»
Anotó
esta frase en la parte superior de la página, y debajo escribió: «Virginia con
cereal—r.»
«Se
trata de nuevo de un sencillo juego de palabras —se dijo—. ¿Quiere quedar como un tipo listo? ¿Qué grado de complejidad
tendrá esto? ¿O quizás empieza a impacientarse, y por tanto lo ha hecho lo
bastante fácil para que yo no pierda demasiado el tiempo antes de dar con la
respuesta?
«¿Conocerá
mis fechas límite de entrega en la revista? —se preguntó—. En ese caso, sabrá que tengo hasta
mañana para desentrañar esto y elaborar una respuesta adecuada que pueda
publicar en la columna de pasatiempos habitual.»
Susan
tomó un sorbo largo de whisky, notó cómo le quemaba la garganta, y luego lamió
el borde del vaso con la punta de la lengua. El aguardiente descendió por su
interior como la promesa de una sirena. Hizo un esfuerzo por beber despacio; la
última vez que había visto a su hermano, lo había observado despachar un vaso
de vodka como si fuese agua, echándoselo al cuerpo sin disfrutar, simplemente
ansioso por notar los efectos relajantes del alcohol. «Él hace footing —pensó
Susan—. Corre y hace deporte dejando
de lado toda prudencia, y luego bebe para aliviarse de los desgarros
musculares. —Tomó otro sorbo de su bebida y pensó—: Sí. "Previo" hace referencia al primer mensaje. Y
ya he descifrado lo de "siempre".» Contempló las palabras, las
sopesó, y de pronto dijo en voz alta:
—Siempre
he...
—Yo también —respondió una voz a su espalda.
Ella se
volvió en su asiento, sobresaltada.
El
hombre que se le había acercado por detrás sujetaba una copa en una mano y
sonreía confiadamente, con una avidez agresiva que produjo en ella una reacción
de rechazo instantánea. Era alto, fornido, unos quince años mayor que ella,
con una calva incipiente, y reparó en el anillo de casado que llevaba en el
dedo. El sujeto pertenecía a un subtipo que ella reconoció al momento: un
ejecutivo de bajo rango, último candidato al ascenso, con ganas de ligar.
Buscando un rollo fácil de una noche; sexo anónimo antes de regresar a casa
para tomar una cena de microondas, junto a una esposa a quien le importaba un
bledo a qué hora volvería, y un par de adolescentes huraños. Seguramente ni
siquiera el perro se molestaría en menear el rabo cuando él entrara por la
puerta. Un breve escalofrío recorrió a Susan. Vio al tipo sorber de su bebida.
—Siempre
he deseado lo mismo —añadió éste.
—¿A qué
te refieres? —preguntó ella.
—Sea lo que sea lo que tú siempre has, yo
también siempre lo he —contestó él rápidamente—.
¿Te invito a una copa?
—Ya tengo una.
—¿Quieres otra?
—No, gracias.
—¿Qué es
eso que te tiene tan concentrada?
—Cosas
mías.
—Quizá
podría hacer que fueran también cosas mías, ¿no?
—No lo
creo.
Dejó al
hombre ahí de pie y giró en su taburete al advertir que daba un paso hacia
ella.
—No eres
muy agradable —señaló el tipo.
—¿Eso es
una pregunta? —inquirió Susan.
—No
—dijo él—. Una observación. ¿No te
apetece hablar?
—No
—respondió ella. Intentaba ser cortés, pero firme—. Quiero estar sola, acabar mi bebida y marcharme de aquí.
—Venga, no seas tan fría. Deja que te
invite a una copa. Charlemos un poco, a ver qué pasa. Nunca se sabe. Apuesto a
que tenemos mucho en común.
—No,
gracias —dijo ella—. Y no creo que tengamos una mierda en común. Y ahora,
disculpa, estaba ocupada haciendo algo.
El
hombre sonrió, tomó otro trago de su bebida y asintió con la cabeza. Se inclinó
hacia ella, no como un borracho, pues no lo estaba, ni con una actitud
abiertamente amenazadora, pues hasta entonces sólo se había mostrado optimista,
quizás un poco esperanzado, pero con una intensidad que la hizo retroceder.
—Zorra
—siseó—. Que te den por el culo,
zorra.
Ella
soltó un grito ahogado.
El
hombre se acercó aún más, de modo que ella percibió el fuerte olor de su loción
para después de afeitarse y el licor en su aliento.
—¿Sabes
lo que me gustaría hacer? —preguntó él en un susurro, pero era una de esas
preguntas que no exigen respuesta—.
Me gustaría arrancarte el puto corazón y pisotearlo delante de ti.
Antes de
que tuviera oportunidad de contestar, el hombre se volvió bruscamente y se
alejó por el bar, sin detenerse, hasta que su ancha espalda desapareció en el
mar cambiante de trajeados y regresó al anonimato del que había salido.
Susan
tardó unos momentos en recuperar la entereza.
La
ráfaga de obscenidades le había sentado como otras tantas bofetadas. Respirando
agitadamente, se dijo: «Todo el mundo es peligroso. Nadie es de fiar.»
Se
sentía torcida por dentro, con un nudo en el estómago, que notaba apretado como
un puño. «No lo olvides —se recordó—.
No bajes la guardia, ni por un instante.»
Se llevó
el vaso a la frente, aunque no la tenía caliente, luego tomó un trago largo y
alzó la vista hacia el camarero, que estaba trabajando de espaldas a ella.
Echaba café molido en una máquina exprés. Susan dudaba que él hubiese visto al
hombre abordarla. Se volvió en su asiento, pero aparentemente nadie prestaba
atención a otra cosa que no fuera el espacio de pocos centímetros que tenían
delante. Las sombras y el ruido parecían contradictorios, inquietantes. Ella
se inclinó hacia atrás y, con
cautela, recorrió la barra con la mirada, escudriñando el gentío para intentar
averiguar si el hombre seguía allí, pero no lo localizó. Trató de grabarse la
imagen de su rostro en la mente, pero no recordaba más que el sonido y la furia
súbita de su susurro. Se volvió de nuevo hacia el bloc que tenía enfrente,
miró las palabras y luego otra vez al barman, que había colocado una cafetera
bajo la salida de la máquina y retrocedido para contemplar el goteo constante
de líquido negro.
«Un
estado —pensó Susan de pronto—.
Virginia es un estado.»
«Siempre
he estado.»
Escribió
la frase y acto seguido irguió la cabeza.
Se
sentía observada, de modo que se volvió de nuevo, buscando al hombre. Sin
embargo, tampoco esta vez pudo distinguirlo entre la multitud.
Por un
momento intentó ahuyentar esa sensación, pero no lo consiguió. Recogió con
cuidado su bloc y su lápiz y se los guardó en el bolso, junto a la pistola
automática de calibre .25 que acechaba en el fondo. Bromeó para sus adentros,
al tocar el metal azul, frío y reconfortante del arma: «Al menos no estoy
sola.»
Susan
examinó su situación: un local atestado, docenas de testigos poco fiables,
seguramente ninguno que recordaría que ella había estado allí. Mentalmente
volvió sobre sus pasos hacia el aparcamiento, midiendo la distancia hasta su
coche, acordándose de cada sombra o recoveco oscuro donde el hombre que había
dicho querer arrancarle el corazón podría estar esperándola. Pensó en pedirle
al barman que la acompañara afuera, pero dudaba que él accediese. Estaba solo
tras la barra y se jugaría el empleo si dejara su puesto.
Tomó
otro sorbo de su bebida. «Estás perdiendo la cabeza —se dijo—. Vete por donde haya luz, evita las
sombras, y no te pasará nada.»
Apartó
de sí lo poco que quedaba de su whisky y cogió su bolso. Se echó la larga
correa de cuero sobre el hombro derecho de tal manera que le permitió dejar
caer la mano disimuladamente en el interior del bolso y rodear el gatillo con
el dedo.
La
muchedumbre del bar prorrumpió en carcajadas como consecuencia de algún chiste
contado en voz alta. Ella se levantó con decisión de su asiento y se abrió paso
a toda prisa por entre la aglomeración de gente, con la cabeza ligeramente
gacha y paso resuelto. Al final de la barra, a su izquierda, había una puerta
doble con un letrero que indicaba el aseo de señoras. Por encima de las puertas,
en rojo, estaba la palabra SALIDA. Trazó un plan rápidamente; se detendría por
un momento en el servicio para darle al hombre más tiempo de perderse en el
aparcamiento, aguardando a que ella saliese por la puerta principal, y luego se
escabulliría por la salida trasera, fuera la que fuese, hasta su coche,
cambiando su itinerario, acercándose desde una dirección distinta.
Si él estaba
esperándola, eso le daría a ella ventaja. Quizás incluso conseguiría burlarlo
del todo.
Tomó la
decisión al instante, y atravesó las puertas, que daban a un angosto pasillo
posterior. No había más que una bombilla solitaria y desnuda, que arrojaba una
luz difusa sobre las paredes sucias y amarillentas. Había varias cajas de
bebidas alcohólicas apiladas en el pasillo. En una pared, un segundo letrero,
más pequeño y escrito a mano, con una flecha negra gruesa y toscamente dibujada
que señalaba el camino a los aseos. Ella supuso que la salida estaría justo al
otro lado. El pasillo estaba más silencioso, y cuando las puertas insonorizadas
se cerraron tras ella, el ruido del bar se atenuó. Susan avanzó por el pasillo
a paso veloz y torció a la izquierda. El estrecho espacio se prolongaba poco
más de cinco metros, y desembocaba en dos puertas enfrentadas; una marcada con
un letrero que decía HOMBRES, y la otra con la palabra MUJERES. La salida
estaba entre las dos. Sin embargo, se le cayó el alma a los pies al ver dos
cosas más: la advertencia SÓLO PARA EMERGENCIAS / SE ACTIVARÁ LA ALARMA y una
gruesa cadena sujeta con candado al tirador de la puerta y a la pared contigua.
—Pues
menos mal que esto no es una emergencia —musitó para sí.
Titubeó por un momento, retrocedió un paso hacia el pasillo que
conducía al bar y, tras volver la
cabeza en derredor para cerciorarse de que estaba sola, decidió entrar en el
servicio de señoras.
Era una habitación reducida, en la que sólo cabían un par de retretes
y dos lavabos en la pared opuesta. De manera incongruente, había un solo espejo
instalado entre los dos lavamanos gemelos. Los servicios no estaban
especialmente limpios, ni bien equipados. La luz de los fluorescentes le habría
conferido a cualquiera un aspecto enfermizo, por muchas capas de maquillaje que
llevara. En un rincón había una máquina expendedora combinada de condones y Tampax
de color rojo metálico. El olor a exceso de desinfectante le inundaba las fosas
nasales.
Exhaló
un profundo suspiro, se dirigió a uno de los compartimentos y, con cierta resignación, se sentó en la
taza. Acababa de terminar y se disponía a accionar la palanca de descarga de la
cisterna cuando oyó que la puerta de los servicios se abría.
Se
detuvo y aguzó el oído, esperando percibir el repiqueteo de unos tacones contra
el manchado suelo de linóleo. En cambio, lo que oyó fue el sonido de unos pies
que se arrastraban, seguido del golpe seco de la puerta al cerrarse de un
empujón.
Entonces
sonó la voz del hombre:
—Zorra
—dijo—. Sal de ahí.
Ella se arrimó al fondo del compartimento. Había un pequeño cerrojo en
la puerta, pero dudaba que resistiera la más leve patada. Sin responder,
introdujo la mano en el bolso y sacó la automática. Le quitó el seguro, alzó la
pistola hasta una posición de disparo y aguardó.
—Sal de
ahí —repitió el hombre—. No me
obligues a entrar a por ti.
Ella se
disponía a contestar con una amenaza, algo así como «lárgate o disparo», pero
cambió de idea. Haciendo un gran esfuerzo por controlar su corazón desbocado, se
dijo, serenamente: «No sabe que vas armada. Si fuera listo, lo sabría, pero no
lo es. En realidad no ha bebido lo bastante para perder la cabeza, sólo para
enfadarse y portarse como un idiota.» Probablemente no merecía morir, aunque
si ella se parase a pensar sobre ello, llegaría a una conclusión distinta.
—Déjame
en paz —dijo, con sólo un ligero temblor en la voz.
—Sal de
ahí, zorra. Tengo una sorpresa para ti.
Ella oyó
el sonido de su bragueta al abrirse y cerrarse.
—Una
gran sorpresa —añadió él con una risotada.
Ella
cambió de opinión. Afianzó el dedo en torno al gatillo. «Lo mataré», pensó.
—De aquí no me muevo. Si no te marchas, gritaré —lo previno. Apuntaba
con el arma a la puerta del retrete, justo delante de ella. Se preguntó si una
bala podría atravesar el metal y conservar el impulso suficiente para herir al
hombre. Era posible pero poco probable. Se armó de valor. «Cuando eche la
puerta abajo de una patada, no dejes que el ruido ni la impresión afecten a tu
puntería. Mantén el pulso firme, apunta bajo. Dispara tres veces: reserva
algunas balas por si fallas. No falles.»
—Venga
—la apremió el hombre—, vamos a
pasarlo bien.
—Que me
dejes en paz —repitió ella.
—Zorra
—espetó una vez más el hombre, de nuevo en susurros.
La
puerta del compartimento se combó ante la fuerte patada que le asestó el
hombre.
—¿Crees
que estás a salvo? —preguntó él. Dio unos golpecitos a la puerta como un
vendedor que visita una casa—. Esto
no me va a detener.
Ella no
contestó, y él llamó de nuevo. Se rio.
—Soplaré
y soplaré, y tu casa derribaré, cerdita.
La
puerta retumbó cuando le dio una segunda patada. Ella apuntó, con la vista fija
en la mira. Le sorprendía que la puerta aguantase aún.
—¿Tú qué
crees, zorra? ¿A la tercera va la vencida?
Susan
amartilló la pistola con el pulgar e irguió la espalda, lista para disparar.
Sin embargo, la tercera patada no llegó de inmediato. En cambio, oyó que la
puerta de los servicios se abría de pronto, también con violencia.
El
hombre tardó unos segundos en reaccionar.
—Bueno,
¿y tú quién coño eres? —le oyó decir Susan.
No hubo
respuesta.
En
cambio, Susan percibió un gruñido grave seguido de un gorgoteo y una
respiración rápida y entrecortada. Sonaron un golpe seco y un siseo, después un
estrépito y un pataleo que recordaba a unos pasos frenéticos de claque y que
cesó al cabo de unos segundos. Hubo un momento de silencio, y luego ella oyó
un silbido prolongado como el de un globo al que se le escapa el aire. No podía
ver lo que ocurría ni estaba dispuesta a abandonar la pose de tiradora para
agacharse y echar un vistazo por debajo de la puerta.
Oyó unos
jadeos breves de esfuerzo. Del grifo de uno de los lavabos salió un chorro de
agua que se interrumpió con un rechinido. A continuación, unas pisadas y el
sonido pausado de la puerta al abrirse y cerrarse.
Susan
siguió esperando, sujetando la pistola ante sí, intentando imaginar qué había
sucedido.
Cuando el peso del arma amenazaba con doblegarle los brazos, Susan
exhaló y notó el sudor que le empapaba la frente y la sensación pegajosa del
miedo en las axilas. «No puedes quedarte aquí para siempre», se dijo.
No tenía
idea de si habían transcurrido segundos o minutos, un rato largo o corto, desde
que la persona había entrado y salido de los servicios. Lo único que sabía es
que el silencio había invadido la habitación y que, aparte de su propio
resuello, no se oía nada más. La adrenalina comenzó a palpitarle en la cabeza
de forma abrumadora mientras bajaba la pistola y alargaba la mano hacia el
cerrojo de la puerta del retrete.
Lo
descorrió despacio y entreabrió la puerta con sumo cuidado.
Lo
primero que vio fueron los pies del hombre. Apuntaban hacia arriba, como si
estuviera sentado en el suelo. Llevaba unos zapatos caros de piel marrón, y
ella se preguntó por qué no había reparado antes en ello.
Susan
salió del compartimento y se volvió hacia el hombre.
Se
mordió el labio con fuerza para ahogar el grito que pugnaba por salir de su
garganta.
Estaba
desplomado, en posición sedente, apretujado en el espacio reducido que había
bajo los lavamanos gemelos. Sus ojos abiertos la miraban con una especie de
asombro escéptico. Tenía la boca abierta de par en par.
Le
habían cortado la garganta, que presentaba un tajo ancho, de color rojo
negruzco, una especie de sonrisa secundaria y particularmente irónica.
La
sangre le había manchado la pechera de la camisa blanca y formado un charco en
torno a él. Tenía la bragueta abierta y los genitales al aire.
Susan
retrocedió para apartarse del cuerpo, tambaleándose.
La
conmoción, el miedo y el pánico le recorrieron el cuerpo como descargas
eléctricas. No sólo le costó aclarar en su mente lo que había ocurrido, sino
también lo que debía hacer a continuación. Por unos momentos se quedó mirando
la automática que aún empuñaba en la mano, como si no recordase si la había utilizado,
si de alguna manera le había pegado un tiro al hombre que ahora yacía con la
mirada perdida, sorprendido por la muerte. Susan guardó el arma en el bolso
mientras las arcadas le convulsionaban el cuerpo. Tragó aire y combatió las
ganas de vomitar.
No cobró
conciencia de que había reculado, casi como si hubiera recibido un puñetazo,
hasta que sintió la pared a su espalda. Tomó la determinación de mirar el
cadáver y, para su sorpresa, descubrió
que ya lo estaba mirando, y que no había sido capaz de despegar la vista de él.
Intentando recobrar la calma, se propuso intentar averiguar los detalles, y de
pronto se le ocurrió que su hermano sabría exactamente qué hacer. Sabría
reconstruir con precisión lo sucedido, el cómo y el porqué, además de examinar
este asesinato en concreto a la luz de las estadísticas pertinentes para
valorarlo en un contexto social más amplio. Sin embargo, estas reflexiones sólo
sirvieron para marearla aún más. Apoyó la espalda contra la pared con todo su
peso, como si quisiera atravesarla para poder marcharse sin tener que pasar por
encima del cadáver.
Lo
observó con atención. La billetera del hombre estaba abierta, a su costado, y
le dio la impresión de que se la habían registrado. «¿Un atraco?», se
preguntó. Sin pensar, alargó el brazo hacia ella, luego la retiró, como si
hubiera estado a punto de coger una serpiente. Decidió que lo más conveniente
era no tocar nada.
—No has
estado aquí —musitó para sí. Respiró hondo y añadió—: Nunca has estado aquí.
Intentó
poner en orden sus pensamientos, pero se le agolpaban en la cabeza, llevándola
al borde del pánico. Empeñada en recuperar el control, logró que el ritmo de
su corazón volviese a algo parecido a la normalidad al cabo de unos segundos.
«No eres una niña —se recordó—. Ya has visto la muerte antes.» Sin
embargo, sabía que esa muerte era la que había presenciado más de cerca.
—¡El
retrete! —exclamó.
No había
tirado de la cadena. ADN. Huellas digitales. Entró de nuevo en el
compartimento, cogió un trozo de papel higiénico y limpió con él el cerrojo.
Luego, accionó la palanca de la cisterna. Mientras la taza borbotaba, volvió a
salir y echó una ojeada al cuerpo. La frialdad se apoderó de ella.
—Te lo merecías —dijo. No estaba del todo segura de creerlo de verdad, pero
le pareció un epitafio tan adecuado como cualquier otro—. ¿Qué tenías pensado hacer con eso?
Susan se obligó a mirar una vez más la herida en el cuello del hombre.
¿Qué
había pasado? Le habían seccionado la yugular con una navaja, supuso, o con un
cuchillo de caza. Seguramente había pasado por unos momentos de pánico al
comprender que iba a morir, y luego se había desplomado como un fardo.
Pero
¿por qué? ¿Y quién?
Estas
preguntas le aceleraron el pulso de nuevo.
Moviéndose
con cautela, como si temiera despertar a una fiera dormida, abrió la puerta de
los servicios y salió al pasillo. En el suelo vio una huella de zapato
solitaria e incompleta, estampada en sangre. Pasó por encima sin pisarla y, mientras la puerta se cerraba a su
espalda, se aseguró de no estar dejando tras de sí un rastro parecido. Sus
zapatos estaban limpios.
Susan
avanzó por el pasillo, giró a la derecha, en dirección a la puerta doble e
insonorizada del bar y apretó el paso, aunque procurando no darse demasiada
prisa. Por unos instantes, contempló la posibilidad de acudir al barman y
decirle que llamara a la policía. Luego, tan rápidamente como la idea le había
venido a la cabeza, la desechó. Había sucedido algo de lo que ella formaba
parte, pero no sabía con certeza de qué forma, ni qué papel había desempeñado
en ello.
Ocultó
sus emociones bajo una capa de hielo y entró de nuevo en el bar.
El ruido
la envolvió. La multitud había crecido durante los minutos que había pasado en
los servicios. Echó un vistazo a las pocas mujeres que había en el bar y pensó
que, más temprano que tarde, alguna de ellas tendría que hacer una visita al
aseo también. Escudriñó a los hombres con la mirada.
«¿Quién
de vosotros es un asesino?», se preguntó.
¿Y por
qué?
Ni
siquiera se atrevió a aventurar una respuesta. Deseaba huir de allí.
A
velocidad constante, en silencio, casi de puntillas, procurando no llamar la
atención, se encaminó hacia la salida principal. Un puñado de ejecutivos se
dirigía también hacia la puerta, y ella los siguió, aparentando que formaba
parte de su grupo. Se apartó de ellos en cuanto salieron a la oscuridad del
exterior.
Susan
tomó grandes bocanadas de aquel aire negro como si fuera agua en un día
caluroso. Alzó la cabeza e inspeccionó los bordes del edificio del bar, dejando
que su vista trepara por las pocas farolas que arrojaban una luz amarilla y
mortecina sobre el aparcamiento. Buscaba cámaras de videovigilancia. En los
mejores establecimientos siempre se monitorizaba, tanto el interior como el
exterior, pero no logró vislumbrar cámara alguna, y agradeció entre dientes a
los propietarios del Last Stop Inn, estuvieran donde estuviesen, que fueran tan
tacaños. Se preguntó si quizás una cámara habría captado su encuentro con el
hombre en el bar, pero lo dudaba. De todos modos, si a pesar de todo había un
sistema de videovigilancia, la policía acabaría por localizarla y ella podría
contarles lo poco que sabía. O mentir y callárselo todo.
Sin
darse cuenta, había apretado el paso y caminaba a toda prisa por entre los
coches, hasta que llegó junto al suyo. Abrió la puerta, se dejó caer en el
asiento del conductor y metió la llave en el contacto. Deseaba arrancar y
largarse de ahí de inmediato, pero, tal como había hecho antes, se esforzó por
dominar sus impulsos y obligarlos a obedecer el sentido común y la cautela.
Lenta y pausadamente, puso en marcha el motor y metió la marcha atrás. Echando
algún que otro vistazo a los retrovisores, maniobró para sacar el coche del
espacio en que estaba aparcado. A continuación, sin dejar de reprimir sus
pensamientos y emociones como si fueran a traicionarla en cualquier momento,
huyó de allí de manera contenida y parsimoniosa. En aquel momento no era
consciente de que a un criminal profesional le habrían parecido admirables la
firmeza de su mano sobre el volante y la serenidad de su partida, aunque este
pensamiento le vino a la cabeza muchas horas después.
Susan condujo durante unos quince minutos antes de decidir que se
había alejado lo bastante del hombre degollado. Una debilidad voraz empezaba a
apoderarse de ella, y sintió que sus manos tenían la necesidad de soltar el
volante para echarse a temblar.
De un
bandazo metió el coche en otro aparcamiento y se detuvo en una plaza vacía y
bien iluminada situada justo enfrente del bloque sólido y cuadrado de un gran
almacén que pertenecía a una cadena nacional de aparatos electrónicos. En la
fachada, la tienda tenía un enorme rótulo de neón rojo que despedía una mancha
de color contra el cielo oscuro.
Quería
reconstruir en su mente lo sucedido en el bar, pero no conseguía sacar nada en
claro. «Me he encerrado en los servicios de señoras —se dijo—, cuando el hombre ha entrado con la
intención de violarme, tal vez, o tal vez sólo de exhibirse, pero sea como sea
me tenía acorralada, y entonces otro hombre ha entrado y, sin decir nada, ni una palabra, lo ha matado sin más, le ha
robado su dinero y me ha dejado ahí. ¿Sabía que yo estaba allí? Por supuesto.
Pero ¿por qué no ha abierto la boca, ni siquiera después de salvarme?»
Esta
idea le resultaba difícil de digerir, de modo que le dio vueltas en su mente:
«El asesino me ha salvado.»
Se
sorprendió a sí misma contemplando el gigantesco letrero de la tienda de
electrodomésticos. El rótulo le estaba diciendo algo, pero parecía distante,
como cuando alguien a lo lejos toca una y otra vez el mismo acorde en algún
instrumento musical. Continuó mirando el letrero, dejando que la distrajese de
sus reflexiones sobre lo acontecido aquella noche en el bar. Por último,
pronunció la frase publicitaria de los almacenes en voz alta pero suave:
—Llévatelo
contigo.
«¿Qué es
lo que te pasa?», se preguntó.
Notó que
la garganta se le secaba de golpe.
«Cereal—r.»
El trigo
era un cereal.
Sacó el
bloc de notas de su bolso, tras apartar bruscamente la pistola, que estaba por
en medio. «Número/siempre Previo Virginia con cereal—r.»
La inundó un torrente
de sensaciones: miedo, curiosidad, una extraña satisfacción. «La última palabra
—pensó—. Debería haberla descifrado
antes. Era casi tan fácil como la primera.» No había tantos cereales; sólo era
cuestión de pensar en el nombre de cada uno de ellos. El trigo, por ejemplo. Y
luego, quitarle una letra. La erre.
—Número
Previo Virginia con cereal menos erre —dijo en voz alta.
Y
escribió en su bloc: «Siempre he estado contigo.»
El
repentino temblor de sus manos ocasionó que el lápiz se le cayera al suelo del
coche. Susan aferró el volante para que dejaran de moverse. Respiró hondo, y
durante ese segundo no fue capaz de determinar si lo que sentía era el miedo
residual de lo sucedido hacía un rato aquella noche, o un nuevo terror que
emanaba de las palabras que acababa de anotar en la página que tenía delante, o
una combinación aún más siniestra de ambas cosas.
8
Un equipo de dos
El agente Martin había conseguido un despacho pequeño, situado aparte
del cuartel general del Servicio de Seguridad del Estado, una planta por encima
de la guardería, en el edificio de las Oficinas del Estado. Era allí donde los
dos hombres debían poner en marcha su investigación. El inspector había mandado
instalar ordenadores, ficheros, una línea de teléfono segura y un sistema de
acceso por identificación de la palma de la mano diseñado para que nadie pudiera
entrar excepto ellos dos. En una pared, había colocado un mapa topográfico
grande del estado número cincuenta y uno, y al lado, una pizarra. Había un
escritorio sencillo, de acero, pintado de color naranja, para cada hombre; una
mesa de reunión pequeña, de madera, una nevera, una cafetera y, en una habitación contigua, dos camas
plegables, un aseo y una ducha. Era un espacio funcional, minimalista. A
Jeffrey Clayton le gustó que no estuviese atestado de cosas. Y cuando se sentó
frente a su pantalla de ordenador por la mañana, cayó en la cuenta de que los
revoltosos sonidos de los niños al jugar penetraban la capa de aislamiento
acústico bajo sus pies y llegaban hasta sus oídos. Le resultaba reconfortante.
Le
parecía que tenía un problema doble.
La
primera incógnita, por supuesto, era si el hombre que había dejado tres
cadáveres con las extremidades extendidas a lo largo de veinticinco años en
zonas desoladas era su padre. A Clayton lo invadió una especie de mareo, como
el causado por la embriaguez, cuando se planteó esa pregunta mentalmente. El
erudito pedante que llevaba dentro inquinó: «¿Qué sabes tú de esos crímenes?» Él respondió para sí: sólo que se
encontraron tres cadáveres en una posición muy característica que, en un mundo
regido por las probabilidades, demostraba casi sin lugar a dudas que el mismo
hombre los había colocado así. Sabía también que su compañero en la investigación
estaba obsesionado con el primer asesinato, que, por algún motivo que guardaba
en secreto, le había dejado una huella profunda hacía veinticinco años.
Jeffrey
exhaló un suspiro largo, soltando el aire como un globo dado de sí.
Se
sentía acosado por las preguntas. Sabía poco de ese primer asesinato, de la
relación del agente Martin con los hechos, de la posible implicación de su
padre. Tenía miedo de buscar respuestas en cualquiera de esos ámbitos, pues el
miedo a lo que podría descubrir prácticamente lo paralizaba. Jeffrey se
sorprendió a sí mismo debatiendo interiormente, manteniendo conversaciones
enteras entre facciones enfrentadas de su imaginación, intentando negociar con
las pesadillas más atroces que llevaba dentro.
Centró
sus pensamientos en la reunión que había mantenido con los tres funcionarios,
Manson, Starkweather y Bundy. «Al menos me pagarán bien por desvelar mi
pasado.»
La
ironía de su situación resultaba casi cómica, y casi imposible también.
«Encuentra
a un asesino. Encuentra a tu padre. Encuentra a un asesino. Exculpa a tu
padre.»
De
pronto le entraron ganas de vomitar.
«Menuda
herencia me dejó», pensó.
—«Y
ahora —dijo en voz alta—, mi última
voluntad es legar a mi hijo, a quien hace muchos años que no veo, todos mis...»
Se interrumpió a media frase. ¿Qué? ¿Qué le había legado su padre?
Se quedó
mirando los documentos que empezaban a amontonarse sobre su escritorio. Tres
crímenes. Tres carpetas. Sólo ahora comenzaba a entender cuan profundo era
realmente su dilema. La cuestión secundaria a la que se enfrentaba era igual de
problemática: independientemente de quién fuera el autor de los asesinatos,
¿cómo iba a dar con él? El científico que llevaba dentro le exigía que estableciese
un protocolo, una lista de tareas, una serie de prioridades.
«Eso puedo hacerlo —insistió—.
Tiene que haber algún plan para descubrir al asesino. El secreto está en
determinar qué puede funcionar.»
Entonces cayó en la cuenta: dos planes. Porque encontrar a su padre
—su difunto padre, el padre que una parte de él creía desterrado de su vida
hacía un cuarto de siglo y muerto de forma anónima y apartado de la familia—
requeriría una investigación distinta que encontrar a un asesino desconocido y
por el momento indefinido.
«Otra
ironía —pensó—. Les facilitaría
mucho las cosas al agente Martin y al Servicio de Seguridad del Estado que el
responsable de esos crímenes fuera de verdad mi padre.» Tomó nota mentalmente
de que los funcionarios aprovecharían la menor oportunidad para llevar la
investigación por ese camino. Después de todo, era la razón aparente de que lo
hubiesen llevado allí. Y la alternativa —que se tratara únicamente de un tipo
nuevo, anónimo y terrorífico— representaría la peor de dos pesadillas posibles
para ellos, pues alguien sin identificar resultaría mucho más difícil de
detener.
Él
sabía, por supuesto, que para atrapar a cualquiera de los dos tendría que
familiarizarse con ciertos datos, los detalles de los asesinatos, a fin de
llegar a entender al asesino. Si lograse llegar a esa comprensión, podría
cotejar ese conocimiento con las pruebas recogidas y ver adónde lo conducía
todo ello.
El
proceso lo fascinaba tanto como lo horrorizaba. Se comparaba a sí mismo con
los científicos enloquecidos pero entregados que se inoculaban cuidadosamente
alguna enfermedad tropical virulenta para estudiar a fondo sus efectos y llegar
a comprender del todo la naturaleza de ese mal.
«Deberás
infectarte de esos asesinatos y luego comprenderlos.»
Con el
entusiasmo de un estudiante que se prepara para un examen final tras un curso
en el que su asistencia a clase fue cuando menos irregular, Jeffrey se puso a
leer de principio a fin los expedientes de los casos, dejando para el final la
entrevista entre el agente Martin y su padre.
Cuando
llegó a esas últimas páginas, sintió un vacío interior. Oía la voz de su padre
—locuaz, sarcástica, sin asomo de miedo, siempre con un toque de rabia—, que resonaba en su mente, inmune al
paso de las décadas. Hizo una pausa por un momento para examinar su propia
memoria. «¿Qué recuerdo de esa voz? Recuerdo que siempre humeaba con una
especie de ira contenida. ¿ Gritaba? No. Una rabia exteriorizada habría sido
muy preferible. Sus silencios resultaban mucho peores.»
Las
palabras del hombre se destacaban sobre el papel.
«¿Qué le
hace pensar que puedo ayudarle, inspector? ¿Qué le hace pensar que yo participo
en este juego?»
«¿Acaso
no es el asesinato un medio de encontrar la verdad, sobre uno mismo, sobre la
sociedad? ¿La verdad sobre la vida?»
«¿No es
usted también un filósofo, inspector? Yo
creía que todos los policías eran filósofos del mal. Tienen que serlo. Forma
una parte esencial de su territorio.»
Y, finalmente: «Me sorprende, inspector. Me sorprende que no tenga usted
nociones elementales de historia. Mi campo, la historia. La historia europea
moderna, para ser exactos. El legado de hombres blancos y brillantes. Grandes
hombres. Visionarios. ¿Y qué nos enseña la historia de esos hombres, inspector?
Nos enseña que el impulso de destruir es tan creativo como el deseo de
construir. Cualquier historiador competente le diría que, en definitiva, seguramente
se han construido más cosas a partir de las cenizas y los escombros que sobre
los cimientos de la paz y la opulencia.»
Las
réplicas del agente Martin —y sus preguntas— habían sido neutras, breves. Sólo
buscaba respuestas, sin entrar en el debate. A Clayton le pareció una buena
técnica. De libro, como Martin le había dicho antes. Una técnica que habría
debido dar resultado. Que probablemente había dado resultado en noventa y nueve
de cada cien casos.
Pero
esta vez no.
Cuanto
más interrogaba a su padre, más indirectas y abstrusas eran sus respuestas.
Cuantas más preguntas le hacía, más distante y elusivo se volvía. No mordió uno
solo de los anzuelos que el inspector le lanzó a lo largo de la entrevista, ni
hizo declaraciones comprometedoras.
A menos, pensó Jeffrey, que uno considerase que todo lo que decía era
comprometedor.
Se meció en su asiento, repentinamente nervioso. Notaba las gotas de
sudor que le corrían por debajo de los brazos. De pronto, extendió el brazo y
agarró un bolígrafo que tenía sobre el escritorio.
Lo tiró
al suelo, levantó el pie y lo aplastó de un fuerte pisotón. La furia se había
apoderado de él. «Está ahí—pensó—.
Lo que decía era sencillo: "Sí, soy quien usted cree... pero no puede
demostrarlo."»
Jeffrey dejó
caer la entrevista sobre la mesa, incapaz de seguir leyendo. «Te conozco»,
pensó.
Pero,
casi en el acto, lo puso en duda para sus adentros: «¿De verdad lo conozco?»
Se
produjo una ligera corriente cuando la puerta de la oficina se abrió a su
espalda. Dio media vuelta en su silla y vio al agente Martin entrar a toda
prisa y dar un portazo. La cerradura electrónica emitió un sólido chasquido.
—¿Ha
hecho progresos, profe? —preguntó—.
¿Se está ganando ya su sueldo? ¿Va camino de amasar su primer millón?
Clayton
se encogió de hombros, intentando disimular la oleada de emociones que acababa
de invadirlo.
—¿Dónde
ha estado?
El
inspector se desplomó en una silla, y su tono cambió.
—Investigando
la desaparición de nuestra segunda adolescente. Aquella de quien le hablé en
Massachusetts. Diecisiete años, bonita como una animadora: rubia, de ojos
azules, una piel tan tersa que debía de parecer recién salida de la cuna, y
desaparecida el martes de hace dos semanas. Los agentes que llevan el caso no
han conseguido nada que se asemeje remotamente a la prueba de un crimen. No hay
testigos presenciales, ni señales de lucha, ni marcas de neumáticos
reveladoras, huellas dactilares sospechosas ni chaquetas manchadas de sangre.
No se ha encontrado una bolsa de libros tirada junto a la carretera, ni una
nota de rescate de algún secuestrador. Iba camino de casa, y al momento
siguiente se esfumó. La familia todavía espera una llamada lacrimógena de una
hija descarriada, pero creo que usted y yo sabemos que eso no sucederá. Varios
boy scouts y voluntarios rastrearon el bosque adyacente durante un par
de días, pero no encontraron nada. ¿Quiere oír algo patético? Después de que se
diera por concluida la búsqueda a pie, la familia contrató un servicio de
helicóptero privado con un detector de infrarrojos para peinar de manera
sistemática la zona en la que desapareció. Se supone que la cámara capta
cualquier fuente de calor. Tecnología militar aplicada. El caso es que debía
detectar la presencia de animales silvestres, cuerpos en descomposición, lo
que sea. De momento, han encontrado algún que otro ciervo y un par de perros
salvajes mientras vuelan por allí cobrando más de cinco mil por día. Un buen
trabajo, para quien puede conseguirlo. Patético.
Jeffrey
tomó algunas notas.
—Quizá
debería entrevistarme con la familia. ¿En qué circunstancias desapareció la
chica?
—Iba
caminando de regreso a casa, del colegio. La escuela está en una zona poco
urbanizada del estado, una de esas áreas de expansión de las que le hablaba,
en las que apenas se ha empezado a edificar. Una bonita campiña. En dos años
será el típico barrio residencial de las afueras, con un campo de béisbol para
chavales, un centro social y un par de pizzerías. Pero todo eso está todavía en
proyecto. Hay un montón de planos de diseñadores en diferentes fases de
desarrollo. Ahora mismo está todo bastante verde. No hay mucho tráfico en las
carreteras cercanas, sobre todo después de que enviaran a los trabajadores de
la construcción locales a sus barracones. Ella se había quedado trabajando
hasta tarde en la decoración para un baile del instituto y había declinado la
oferta de sus amigos de llevarla en coche. Dijo que necesitaba algo de aire
fresco y estirar las piernas. Aire fresco. Eso la mató. —Martin soltó estas
palabras removiéndose en su asiento con frustración—. Por supuesto, nadie está seguro de eso todavía. El hecho de
que ese maldito helicóptero no haya dado con el cadáver anima a todo el mundo a
pensar que está viva, pero en otro sitio. La familia está sentada en la cocina
intentando determinar si llevaba alguna vida secreta adolescente, con la
esperanza de que se haya fugado con un novio, tal vez a Las Vegas o a Los
Ángeles, y de que lo peor que pueda pasarle sea que acabe con un tatuaje morado
de un dragón, o quizá de una rosa, grabado a fuego en la piel del muslo. Han
puesto la habitación de la niña patas arriba, intentando encontrar un diario
oculto en el que figure una expresión manida de amor eterno hacia algún chico
que ellos no conocen. Quieren creer que se ha escapado. Rezan por que se haya
escapado. Insisten en que se ha escapado. De momento, no ha habido suerte.
—¿Se
había escapado alguna vez?
—No.
—Pero,
aun así, es posible, ¿no?
El
inspector se encogió de hombros.
—Sí. Y
tal vez algún día los cerdos vuelen. Pero lo dudo. Y usted también.
—No se
lo niego. Pero ¿cómo sabemos que la raptó nuestro... —titubeó— sospechoso? Hay
equipos de construcción por la zona, ¿no? ¿Los ha interrogado alguien?
—No
somos idiotas. Sí. Y se han comprobado los antecedentes. Una de las pequeñas
medidas de seguridad adicionales que tenemos aquí es que a todos los
trabajadores que vienen de fuera se les exige una fianza. Además, los de
seguridad los vigilan constantemente mientras están allí. Todos los que vienen
a trabajar a este estado tienen que llevar una de esas prácticas pulseras
electrónicas, para que sepamos dónde están en todo momento. Por supuesto, les
pagamos a los obreros de la construcción cerca del doble de lo que suelen
cobrar en los otros cincuenta estados, y eso les compensa por las molestias.
Aun así, pese a las precauciones de todo tipo, fue el primer sitio que
investigamos. Hasta ahora, los resultados han sido negativos, negativos,
negativos. —El agente Martin hizo una pausa y luego prosiguió con su estilo sarcástico
y desenfadado—: Así pues, ¿qué
tenemos? Una adolescente que desaparece un buen día sin dejar rastro y de forma
inexplicable. ¡Abracadabra! ¡Señoras y señores, tachan! El asombroso número de
la desaparición. No nos engañemos, profesor. Está muerta. Tuvo una muerte dura, tras unos momentos
de terror insoportables para cualquiera. Y,
ahora mismo, está en algún lugar lejano, con los brazos extendidos como si la
hubieran crucificado, el maldito dedo cercenado y un mechón de pelo cortado de
su cabellera y de la entrepierna. Y ahora mismo, como no se me ocurre otra gran
idea, albergo la creencia de que su padre... ah, perdón: su difunto padre, el
tipo que seguramente usted sigue dando por muerto... es la persona que
buscamos.
—¿Alguna
prueba? —preguntó Jeffrey. Sabía que había hecho la misma pregunta antes, pero
aun así se le escapó de los labios, cargada de buena parte del sarcasmo
escéptico que debió de mostrar su padre cuando se abordó el tema de una
adolescente desaparecida—. Aún no he
oído nada que vincule de manera fehaciente a mi viejo con este caso, o con
ninguno de los otros.
—Vamos,
profesor. Sólo sé que ella encaja en el perfil general de mujer joven, y que ha
desaparecido sin otra explicación verosímil. Es como esas viejas historias de
abducciones extraterrestres que abundaban en la prensa amarilla. ¡Zap! Luces
cegadoras, un ruido ensordecedor, ciencia ficción y se acabó. El problema es
que no hay ningún ser venido de otro mundo. Al menos del tipo de mundo al que
se referían esos plumíferos. Jeffrey asintió con la cabeza.
—Tiene
que entender el lugar donde se encuentra, profesor —continuó el inspector—. Cuando todos esos peces gordos de las
multinacionales concibieron la idea de crear un estado libre de crímenes hace
más de una década, su objetivo era simple y precisamente eso: la seguridad.
Aquí, tiene que haber una explicación evidente para cualquier suceso que se
salga de lo normal, pues ésa es la base sobre la que se sustenta todo el
Territorio. Joder, incluso legislamos lo que es normal. La normalidad es la
ley que rige esta tierra. Está en cada bocanada de aire que respira aquí. Es lo
que hace que este lugar resulte tan jodidamente atractivo. Así que, en cierto
modo, sería más razonable para mí presentarme ante los padres de esa adolescente
y decirles: «Sí, señora, y sí, señor, su tesorito realmente fue abducida por
alienígenas. Estaba caminando al aire libre cuando de repente la succionó un
puto platillo volante enorme.» Y es que eso al final tendría mucho más sentido,
pues nuestra razón de existir es la de ser lo contrario al resto del país. Los
padres lo comprenderían... —Se interrumpió para tomar aliento y añadió—: Apuesto a que en su pequeña población
universitaria, cuando esa chica desapareció de su clase, por muy desagradable
que fuera lo ocurrido, no le hizo perder el sueño, ¿verdad, profesor? Porque al
fin y al cabo no se trataba de algo tan raro. Sucede todos los días, o tal vez
no todos, pero sí muy a menudo, ¿me equivoco? No fue más que una desgracia al
viejo estilo. La chica tuvo mala suerte. Le tocó sufrir en carne propia una
pequeña muestra de la versión corriente y local del salvajismo y la tragedia.
Algo cotidiano. Nada excepcional, en un sentido u otro. La vida sigue tal como
es. Seguramente ni siquiera saltó a los titulares, ¿verdad?
—Correcto.
—En
cambio aquí, profesor, garantizamos la seguridad. Garantizamos que es seguro
volver andando a casa a solas, de noche; que uno no tiene por qué cerrar la
puerta con llave, que puede dejar las ventanas abiertas. De modo que, cuando el
estado no consigue estar a la altura de su promesa, bueno, eso debería salir
en primera plana, ¿no? ¿No cree que a algún periodista del New Washington
Post le parecería una noticia sensacional?
—Entiendo
adónde quiere llegar.
—¿Ah,
sí? Bueno, aunque no sea verdad, pronto lo entenderá. Lea las ordenanzas, lea
las normas que debemos cumplir los que vivimos aquí. Se hará una idea. La gente
no desaparece. Aquí no. No sin una explicación procedente del resto del mundo.
—Pues
esa chica desapareció —señaló Jeffrey—,
y eso nos dice algo importante, ¿no?
—¿Qué
nos dice, profe?
Jeffrey
bajó la voz de modo que parecía surgir de algún rincón profundo y ronco de su
interior.
—Alguien
se está saltando las normas.
El
agente Martin frunció el entrecejo.
Jeffrey respiró
hondo.
—Por
supuesto, si al final resulta que la joven se fugó con algún novio que lleva
chaqueta de cuero y conduce una moto grande, se anulan las apuestas. En el caso
de la otra chica, aquella cuyo cadáver sí consiguieron encontrar, ¿cuánto tiempo
transcurrió entre la desaparición y el hallazgo?
—Un mes.
—¿Y en
los otros dos casos?
—Una
semana.
—¿Y hace
veinticinco años?
—Tres
días.
Jeffrey
hizo un gesto de afirmación.
—Supongamos,
inspector, que es el mismo hombre quien comete estos crímenes. Es una
suposición basada en indicios de lo más endebles. Aun así, la daremos por buena
unos instantes. Entonces, podríamos deducir que él ha aprendido algo, ¿no es
así?
El
agente Martin asintió.
—Eso
parece. —Tosió con fuerza una vez, antes de agregar una frase aterradora—: A tener paciencia.
Jeffrey
se frotó la frente con una mano. Se notó la piel fría y pegajosa al tacto.
—Me
pregunto cómo ha aprendido eso —dijo.
Martin
no contestó.
El profesor se levantó de su asiento ayudándose con las manos y, sin hablar, entró en el reducido cuarto
de baño situado al fondo del despacho. Cerró la puerta tras de sí, echó el
cerrojo y se inclinó sobre el lavabo. Creía que iba a vomitar, pero lo único
que salió de su boca fue una bilis nociva y amarga. Se echó agua fría en la
cara y, mirándose a los ojos en el
pequeño espejo, se dijo: «Estoy en un lío.»
Jeffrey tardó unos momentos en recuperar la compostura. Estudió con
atención su reflejo, como para cerciorarse de que no quedaran restos de
angustia en sus ojos, y salió al despacho, donde Martin se movía de un lado a
otro en su silla, sonriendo ante su desazón.
—Ya ve que el cheque que le espera al final de todo esto difícilmente
podría considerarse dinero fácil, profe. No, no le resultará fácil en
absoluto...
Jeffrey
se sentó en su propia silla y por un instante hizo un esfuerzo por pensar.
—Supongo
que no tendremos suerte, pero se me ha ocurrido algo. Esta última chica salía
de un colegio, y la primera víctima, hace un cuarto de siglo, iba a un colegio
privado, y la chica secuestrada de mi clase también era una estudiante. O sea,
inspector Martin, que en lugar de quedarse ahí sentado sonriendo y pasándoselo
bomba por la situación en que usted me ha metido, quizá debería empezar a
actuar como un investigador.
Martin
dejó de balancearse en su asiento.
Jeffrey
señaló el ordenador.
—Dígame.
Esa máquina suya, ¿qué cosas fantásticas sabe hacer?
—Es un
ordenador del Servicio de Seguridad. Tiene acceso todos los bancos de datos del
estado.
—Pues
echemos un vistazo a los profesores y al personal del colegio en el que se
quedó hasta tarde. Supongo que usted podrá hacer que aparezcan fotos y biografías
en la pantalla. ¿Puede clasificarlas por edades? Al fin y al cabo, buscamos a
alguien de sesenta y tantos años, quizá de poco menos de sesenta. Un varón de
raza blanca.
Martin se volvió hacia el monitor y comenzó a introducir códigos.
—Puedo
cotejar los datos con los del Control de Pasaportes y el Departamento de
Inmigración —dijo.
—¿Exactamente
qué datos recoge Inmigración? —preguntó Jeffrey mientras el inspector
trabajaba.
—Fotografía,
huellas digitales, mapa de ADN... aunque esto llevan pocos años haciéndolo...
declaraciones de Hacienda de los últimos cinco años, referencias personales,
historial familiar verificable, informes sobre coche y casa e historia clínica.
Si quieres vivir aquí, tienes que poner a disposición del estado buena parte de
tu vida personal. Es la principal razón por la que algunos tipos ricos no se
animan a establecerse aquí. Prefieren vivir, por ejemplo, en San Francisco, con
guardaespaldas y en el interior de muros con alambradas, pero sin tener que
desvelar su vida privada ni el origen de su fortuna.
El
agente Martin alzó la vista de la pantalla de ordenador.
—Según
esto hay veintidós nombres que responden más o menos a esa descripción: varón
de raza blanca, de más de cincuenta y cinco años y relacionado con ese colegio.
—Tal vez
esto resulte fácil. Muéstreme las fotos en la pantalla, una detrás de otra,
despacio.
—¿Usted
cree?
—No, no
lo creo. Pero reconozca que quedaríamos como unos idiotas si nos saltáramos los
pasos más obvios. La respuesta a la pregunta que aún no ha formulado es no. No
creo que reconociera a mi padre después de veinticinco años. Pero quizá
podría. ¿Una posibilidad de un millón contra uno? Vale la pena intentarlo, supongo.
El
inspector soltó un gruñido y pulsó otras teclas. Una por una, imágenes
acompañadas de información personal aparecieron en el monitor de ordenador.
Por unos
instantes, Jeffrey estuvo fascinado.
Eso era
el no va más en voyeurismo, pensó.
Los
pormenores de las vidas destellaban en colores electrónicos en la pantalla. Un
subdirector había atravesado un complicado proceso de divorcio hacía más de
una década, y su ex esposa había presentado una denuncia por malos tratos que
fue desestimada; el entrenador del equipo de fútbol americano no había
declarado unos ingresos por venta de acciones, y Hacienda lo había pillado; un
profesor de Ciencias Sociales tenía un problema con la bebida, o al menos eso
parecía desprenderse de sus tres condenas por conducir bajo los efectos del
alcohol a lo largo de los últimos doce años, y había seguido un programa de
rehabilitación. Pero las biografías iban más allá y ofrecían datos secundarios;
el profesor de lengua inglesa tenía una hermana internada por esquizofrenia, y
el hermano del conserje principal había muerto de sida. Los detalles se sucedían
en la pantalla, ante sus ojos.
Cada
informe llevaba adjunta una foto frontal del rostro, una del perfil derecho y
otra del izquierdo, junto con el historial clínico completo. Trastornos
cardiacos, renales y hepáticos, descritos brevemente en jerga médica. Pero eran
las fotografías de cada sujeto lo que le interesaba. Las estudió
minuciosamente, como midiendo el largo de la nariz, la prominencia del mentón,
intentando determinar la arquitectura de cada rostro y comparándola con la
visión de su infancia que mantenía guardada al fondo de algún armario emocional
de su interior.
Jeffrey
se dio cuenta de que respiraba despacio, con inspiraciones poco profundas. Se
tranquilizó y exhaló a través de unos labios ligeramente fruncidos. Le
sorprendió descubrir que se sentía aliviado.
—No. No
está ahí. Hasta donde yo sé. —Se frotó los párpados con los dedos—. De hecho, no hay nadie que se le parezca
ni remotamente. O que se parezca a la imagen que tengo en la cabeza.
El
inspector hizo un gesto de asentimiento.
—Habría
sido un auténtico golpe de suerte.
—De
todos modos, no sé si sería capaz de reconocerlo.
—Claro
que sí, profe.
—¿Eso
cree? Yo no. Veinticinco años es
mucho tiempo. La gente cambia. A la gente se la puede cambiar.
Martin
no respondió enseguida. Estaba contemplando la última fotografía en la
pantalla. Era de un administrador escolar de cabello cano cuyos padres habían
sido detenidos en su adolescencia en una manifestación contra la guerra.
—No, ya lo recordará —aseguró—.
Quizá no quiera, pero se acordará. Y yo también. El no lo sabe, ¿verdad? Pero
hay dos personas en el estado que le han visto la cara y saben lo que es. Sólo
nos falta encontrar un modo de hacer aparecer esa imagen en esta pantalla para
ir bien encaminados. —El inspector apartó la mirada del ordenador—. Bueno, ¿y ahora qué, profesor? —Se
reclinó en el asiento—. ¿Quiere
echar un vistazo a todos los varones blancos de más de cincuenta y cinco años
que hay en el territorio? No debe de haber más de un par de millones. Podríamos
hacerlo.
Jeffrey sacudió la cabeza.
—Lo
imaginaba —comentó Martin—.
Entonces, ¿qué?
Jeffrey
vaciló, luego habló en voz baja y cortante.
—Déjeme
hacerle ahora una pregunta estúpida, inspector. Si está tan convencido de que
el hombre que lleva a cabo estos actos es mi padre, ¿qué ha hecho usted para
localizarlo? Es decir, ¿qué pasos ha dado para encontrarlo aquí? Debe de estar
registrado en su Departamento de Inmigración, ¿no? Desplegó usted una astucia
acojonante para dar conmigo. ¿Qué hay de él?
El
inspector hizo una ligera mueca.
—No
habría acudido a usted, profesor, si no hubiese agotado esas vías. No soy
idiota.
—Entonces,
si no es usted idiota —dijo Jeffrey, no sin cierta satisfacción—, tendrá usted en algún sitio un dossier
que no me ha facilitado, con los detalles sobre todo lo que ha hecho usted
hasta ahora para encontrarlo y los motivos de su fracaso.
El
inspector movió la cabeza afirmativamente.
—Quiero
que me lo dé —dijo Jeffrey—. Ahora.
El
agente Martin titubeó.
—Sé que
es él —dijo con suavidad—. Lo sé
desde el momento en que vi el primer cadáver.
Se
agachó y abrió despacio la cerradura del cajón inferior de su escritorio.
Extrajo un sobre amarillo cerrado de papel de Manila y se lo tiró a Clayton.
—La
historia de mi frustración —dijo el inspector con una risita—. Léala cuando le venga bien. Descubrirá
que su viejo dominaba una técnica que al parecer me ha derrotado. Al menos
hasta ahora.
—¿Qué
técnica?
—Desaparecer
—respondió el inspector—. Ya lo comprobará. En fin, volvamos al
presente. ¿Qué desea hacer primero, profesor? Estoy a su disposición.
Jeffrey
reflexionó por un instante mientras toqueteaba la cinta adhesiva que mantenía
el sobre cerrado.
—Quiero ver el sitio donde encontraron el
último cadáver. El que figura en el tercer lugar de la lista. Luego,
elaboraremos un plan de investigación. Y,
como ya le he dicho, podríamos hablar con los familiares de la desaparecida más
reciente.
—¿Para averiguar qué?
—Todas
tienen algo en común, inspector. Algo las une. ¿La edad? ¿El aspecto? ¿El
lugar? O quizás algo más sutil, como, por decir algo, que todas sean rubias y
zurdas. Sea lo que sea, hay algo que llevó al asesino a convertirlas en sus
presas. El reto está en descubrir de qué se trata. En cuanto lo sepamos, quizá
comprendamos las reglas de juego por las que se rige. Y entonces, quizá podamos
jugar con él.
El
inspector asintió con la cabeza.
—De
acuerdo —dijo—. Suena como el principio
de un plan. Además, así podrá conocer usted un poco el estado.
Jeffrey
recogió el expediente de la víctima de asesinato. Advirtió que su nombre,
Janet Cross, estaba escrito con rotulador negro en el exterior de la carpeta
que contenía el análisis de la escena del crimen, el informe de la autopsia y
notas sueltas de la investigación policial. «No quiero saber cómo te llamabas
—se dijo—. No quiero saber quién
eras. No quiero saber nada de tus ilusiones, tus sueños o tus creencias, ni si
eras la querida hija de alguien, o quizá la esperanza de alguien para el
futuro. No quiero que tengas un rostro. Quiero que seas la número tres, y nada
más que eso.» Guardó el expediente y el sobre cerrado en una cartera de piel.
El
profesor se puso en pie y se acercó a la pizarra. Trazó una línea vertical en
medio de la superficie verde con un trozo romo de tiza amarilla. Le dio la
impresión de que había algo vagamente divertido en lo que estaba haciendo; en
un mundo que dependía en gran medida de la instantaneidad electrónica de los
ordenadores, una pizarra al viejo estilo seguramente seguía siendo el mejor
utensilio para esbozar teorías; retroceder unos pasos, contemplarlas y luego
borrar las ideas que no dan fruto. El había solicitado la pizarra; había
utilizado una en la investigación de Galveston, y también en Springfield. Le
gustaban las pizarras; eran una reliquia, como el asesinato en sí.
Jugueteó
con el trozo de tiza por unos instantes, consciente de que el inspector lo
observaba. Luego, en la parte superior derecha de la pizarra, escribió:
«SOSPECHOSO A: Si el asesino es alguien a quien conocemos.» a continuación, en
el lado izquierdo, escribió: «SOSPECHOSO B: Si el asesino es alguien a quien no
conocemos.» Subrayó la palabra «no».
El
agente Martin asintió con la cabeza, acercándose a la pizarra.
—Eso
tiene sentido. Llegará un punto en el que tendremos que borrar uno u otro lado.
Para empezar, encontremos algo que nos ayude a hacerlo. —Dio un golpecito con
el dedo en la mitad izquierda, levantando una nubecilla de polvo de la palabra
«no —. Apuesto a que borraremos esta parte primero.
9
La
chica encontrada
Los dos hombres se dirigían en coche al norte a través del estado
número cincuenta y uno, hacia las estribaciones rocosas donde, unos meses
atrás, se había descubierto el cadáver de la joven designada con el número
tres. Jeffrey Clayton escuchaba distraídamente el golpeteo rítmico de las
ruedas del automóvil contra los sensores electrónicos incrustados en el asfalto
de la carretera. Avanzaban deprisa, aunque en una sala de control lejana, su
velocidad y su posición podían leerse en un mapa informático de todo el sistema
viario del estado. Aun así, los dejaron en paz. Al principio del viaje, el
agente Martin había dado un código de tráfico a la oficina central por teléfono
para que ningún helicóptero del Servicio de Seguridad apareciera sobre sus
cabezas exigiéndoles que redujesen la velocidad para ceñirse al límite que
normalmente se hacía cumplir a rajatabla.
De
cuando en cuando pasaban zumbando junto a salidas que conducían a zonas
pobladas. Todas ellas tenían nombres agresivamente optimistas como Victoria,
Éxito o Valle Feliz, o bien los tipos de nombres inventados con el fin de
suscitar imágenes de una vida pura en plena naturaleza, según la visión de
algún ejecutivo en su despacho, como Río Viento o Trote del Ciervo. La entrada
a cada una de estas zonas se anunciaba con un letrero distinto, codificado con
colores. Al final, Clayton preguntó por qué.
—Muy
sencillo —respondió el agente Martin—.
Cada color indica un tipo distinto de vivienda. Hay cuatro niveles dentro del
estado: amarillo, las casas y apartamentos urbanos; marrón, casas unifamiliares
de dos o tres habitaciones; verde, residencias de cuatro o cinco habitaciones;
y azul, fincas grandes. Todo se basa en un concepto urbanístico ideado por
Disney para la primera de sus ciudades privadas, erigida a las afueras de
Orlando, pero llevado un poco más lejos.
Clayton
dio unos golpecitos con el dedo a un adhesivo rojo pegado a la ventana lateral.
—¿Y el
rojo? —inquirió.
—Significa
que tengo acceso a todas partes.
Cuando
pasaron junto a una señal verde que anunciaba un sitio llamado Cañada del
Zorro, Clayton lo señaló.
—Enséñeme.
Con un
gruñido, el inspector dio un bandazo para enfilar la rampa de salida.
—Buena
elección —comentó crípticamente.
Casi al
instante se encontraban en medio de una urbanización residencial de las
afueras, un barrio de patios amplios y de pinares. El sol se colaba por entre
las ramas y ocasionalmente arrancaba destellos al capó metálico de algún coche
último modelo bien pulido aparcado en algún camino particular. Se formaban
arcos iris pequeños cuando la luz daba de lleno en el rocío de los aspersores
que regaban automáticamente el césped. Las casas en sí parecían espaciosas,
cada una de ellas rodeada por cerca de media hectárea de terreno y bastante
apartadas de la modesta carretera. Más de una estaba equipada con una piscina
cubierta.
A
Clayton le dio la impresión de que había varios diseños básicos para cada
casa; reconoció los estilos colonial, del Oeste y mediterráneo. Todas las
viviendas estaban pintadas de blanco, gris o beige, o bien teñidas con una capa
translúcida que resaltaba el revestimiento de tablas de madera. En el trazado
de cada modelo, sin embargo, sólo había diferencias menores —un atrio, una
galería con vidrieras o ventanas en forma de media luna—, de manera que los barrios parecían iguales, pero no del todo;
similares, pero ligeramente distintos. O quizá, pensó él, únicos pero no
demasiado, lo que tuvo que reconocer que era un contrasentido, aunque resultaba
bastante adecuado. La arquitectura de la urbanización era sutil: aparentemente
proclamaba que cada hogar era diferente pero que el conjunto era uniforme.
Clayton se preguntó si podría decirse lo mismo de quienes vivían en las casas.
Era
mediodía y la temperatura templada empezaba a subir levemente conforme el sol
ascendía en lo alto. El barrio estaba tranquilo. Salvo por alguna que otra
mujer que vigilaba pacientemente a unos niños pequeños que jugaban en los
columpios y las estructuras de barras de madera en un patio lateral, las
calles estaban desiertas. Clayton miraba en torno a sí, buscando atisbos de
deterioro o abandono, pero todo era demasiado nuevo. Unas manzanas más
adelante, avistó a un par de mujeres vestidas con atuendos de corredoras de
colores vistosos, haciendo footing despacio tras unos relucientes
cochecitos de tubos de acero con sendos bebés en su interior. Las dos eran
jóvenes, quizá de la edad del propio Jeffrey, aunque de repente se sintió
mayor. Las mujeres saludaron con un gesto cuando pasaron junto a ellas en el
coche.
Clayton
reparó en otra cosa: no había cercas de seguridad.
—No está
mal, ¿no? —preguntó el inspector.
—No
—admitió Clayton—. Parece agradable.
¿Hay normas que regulen los estilos de las casas?
—Por
supuesto. Hay normas sobre el color, normas sobre el diseño, normas sobre lo
que uno puede y no puede instalar. Hay normas de todo tipo, sólo que no las
llamamos normas. Las llamamos pactos, y todo el mundo firma el acuerdo
necesario antes de establecerse aquí.
—¿Nadie
protesta?
El
inspector negó con la cabeza.
—Nadie
protesta.
—Pongamos
que tienes una colección de objetos artísticos caros que requiere sensores de
presión y alarmas. ¿Te los dejarían instalar?
—Sí. Tal
vez. Pero todos los sistemas tienen que registrarse, someterse a la inspección
y la aprobación del Servicio de Seguridad. Cualquier arquitecto autorizado por
el estado puede encargarse del papeleo. Forma parte del paquete.
Martin
frenó poco a poco y detuvo el coche frente a una construcción grande y de
diseño moderno. No obstante, estaba claramente vacía, y un letrero de SE VENDE
colgaba junto al camino de acceso. El césped del patio era un poco más tupido
que el de otros patios de la misma manzana, y los setos no estaban podados. Al
profesor la casa le recordaba a un adolescente desgarbado, presentable en
general, pero despeinado y sin afeitar, como si se hubiera ido a dormir muy
tarde la noche anterior, tras ingerir demasiadas cervezas ilegales.
—Ahí es
donde vivía Janet Cross —dijo el inspector en voz baja, señalando con un gesto
las carpetas que Clayton tenía sobre las piernas—. Era hija única. La familia acabó por mudarse a otro sitio
hace dos, tal vez tres semanas.
—¿Adónde
fueron?
—Tengo
entendido que a Minneapolis. El lugar del que habían venido. Tenían parientes
allí.
—¿Y los
vecinos? ¿Ellos qué opinan?
El
agente Martin metió la marcha y avanzó lentamente por la calle.
—¿Quién
sabe? —contestó al cabo de un momento.
Clayton
se disponía a hacer otra pregunta, pero cambió de idea. Echó una ojeada al
inspector, que mantenía la vista al frente. Al profesor le pareció que acababan
de darle una respuesta sorprendente. Tendrían que haber interrogado a los
vecinos a fondo. ¿Habían visto u oído algo? ¿Se habían fijado en si algún desconocido
rondaba por allí durante los días previos al secuestro de la joven? ¿Y después?
¿No se habían quejado a las autoridades? ¿No habían formado asociaciones
vecinales anticrimen, ni celebrado reuniones para asignar turnos de guardia?
¿No, habían insistido en reforzar la seguridad ni hablado de instalar cámaras
de videovigilancia en la calle? En un segundo se le ocurrió más de media docena
de posibles reacciones típicas de la clase media frente al crimen violento. Tal vez fueran reacciones inútiles, pero
reacciones al fin y al cabo.
Exhaló
despacio y preguntó en cambio:
—¿En qué
circunstancias desapareció?
—Regresaba
a casa caminando de una casa en la que había estado haciendo de canguro, a
menos de tres calles de distancia. Justo lo bastante cerca para que no tuviera
que pedirle a nadie que la llevara en coche. Y justo lo bastante temprano,
también. La pareja para la que estaba trabajando había hecho una reserva de
primera hora en un restaurante para cenar y luego ir al cine a la sesión de las
ocho de la tarde. Llegaron a casa, le pagaron un par de pavos, y ella salió por
la puerta después de las once. Ya
nadie la volvió a ver.
—Vamos a
la casa donde había estado trabajando —le pidió Jeffrey a Martin, que gruñó en
señal de asentimiento.
Clayton
se reclinó en su asiento y dejó funcionar la imaginación. Contempló la
tranquila calle de la zona residencial y le resultó fácil visualizarla envuelta
en un denso velo nocturno. ¿Había habido luna esa noche? «Averigúalo», se
dijo. Los grupos de árboles habrían proyectado sombras, bloqueando toda la luz
del cielo. Y había pocas farolas, que no eran, desde luego, de alta intensidad
ni de vapor de sodio como las que iluminaban gran parte del resto del país.
Seguramente no hacían falta, y los propietarios de las casas se quejarían con
toda probabilidad del resplandor que se colaría por sus ventanas.
Clayton
lo entendía. Si uno se traga el mito de la seguridad, no le interesa que una
luz brillante le recuerde todas las noches que podría estar equivocado.
Continuó
reconstruyendo el momento en su mente. Así pues, ella iba andando, sola, mucho
después del anochecer, dándose algo de prisa, porque incluso allí la noche
debía de resultar inquietante y porque, aun cuando creyera no tener nada que
temer, estaba sola. A paso ligero, oyendo las suelas de sus deportivas
repiquetear la acera, sujetando los libros contra su pecho, como alguien en
algún retrato pintado por Norman Rockwell. Y después, ¿qué? ¿Un coche
acercándose despacio por detrás, con los faros apagados? ¿La había acechado él
como un depredador nocturno?
Jeffrey
podía responder a esa pregunta: sí.
Clayton
tomó nota para sus adentros: la agresión tuvo que ser rápida, silenciosa y
repentina. Una sorpresa absoluta, porque un grito habría dado al traste con la
operación. Por tanto, ¿qué había necesitado él para conseguir eso?
¿Aquélla
había sido una noche idónea para la caza y número tres simplemente había pasado
por allí en el momento equivocado por azar o porque así lo había querido el
destino? ¿O era ella la presa que él ya había elegido y estudiado, y la noche
simplemente le había brindado la oportunidad que había estado esperando
pacientemente?
Clayton
asintió para sí. Era una distinción interesante. Un tipo de cazador se mueve
sigilosamente por el bosque, rastreando. El otro se agazapa en su escondrijo,
aguardando a la víctima que sabe que se dirige hacia allí. Había que encontrar
la respuesta.
Tras toda muerte violenta siempre hay un nexo. Un motivo oculto. Un
conjunto de reglas y de respuestas que, como una ecuación matemática
diabólica, tienen como resultado el asesinato.
¿De qué
se trataba esta vez? En la mente de Jeffrey Clayton se agolpaban las preguntas,
algunas de las cuales no estaba ansioso por responder.
Llegaron
al final de la manzana y torcieron por una segunda calle flanqueada por casas
que desembocaba en una calle cerrada cerca de un kilómetro más adelante.
Mientras daban la vuelta a la pequeña rotonda ajardinada, el inspector señaló
una cuesta que descendía hacia una casa un poco más apartada de la calle que
las demás. Por un capricho del trazado, la siguiente casa en la calle cerrada
había quedado orientada hacia el exterior de la manzana, y su camino particular
discurría por entre unos setos verdes y enmarañados. Una tercera casa, situada
al otro lado de la línea divisoria, también estaba construida de tal manera que
sus ventanas daban a la calzada y no a la rotonda. Se encontraba también en lo
alto de un promontorio, tras un par de pinos grandes.
—Pare el
coche —dijo Clayton de pronto.
Martin
lo miró extrañado y luego obedeció.
Clayton
se apeó y se alejó unos pasos, volviéndose para mirar cada casa, tomando
medidas a ojo.
El
inspector bajó su ventanilla.
—¿Qué
pasa? —preguntó.
—Justo aquí —respondió Clayton. Notaba una
sensación fría y pegajosa en la piel.
—¿Aquí?
—Aquí es
donde él esperó.
—¿Cómo
lo sabe? —inquirió Martin.
Clayton
hizo un gesto rápido en dirección a las tres casas.
—En este
punto nadie alcanzaría a verlo desde ninguna de las tres casas. Es como un
punto ciego. No hay farolas. Un coche oscuro, después del anochecer.
Simplemente aparcó aquí y se puso a esperar.
El
inspector bajó del coche y miró en derredor. Se alejó caminando por unos
instantes, se volvió, se quedó mirando el sitio en que se encontraba Clayton y
regresó. Frunció el ceño, volvió a contemplar los ángulos que formaban las
casas, midiendo mentalmente la intersección. Al cabo de un momento asintió y
soltó un silbido.
—Seguramente
está en lo cierto, profesor. No está mal. No está nada mal. Todas estas casas
están ocultas a la vista. Treinta metros más adelante, en la calle, ella habría
estado en la acera, visible desde ambos lados. Y también más cerca de las
casas, desde donde se habrían podido oír sus gritos. Si es que gritó. Si es que
pudo gritar. —El inspector hizo una pausa y dejó que sus ojos recorrieran la
zona de nuevo—. No. Quizá tenga
usted razón, profesor. No entiendo cómo lo he pasado yo por alto. Me quito el
sombrero.
—¿Se
llevó a cabo una batida después de la desaparición? ¿En esta zona?
—Claro.
Pero debe usted entender que no fue sino hasta el momento en que vimos el
cadáver cuando comprendimos a qué nos enfrentábamos. Y para entonces... —Su voz
se apagó.
Clayton
movió la cabeza afirmativamente y volvió a subir al coche. Echó otro vistazo
alrededor, con mil preguntas rondándole la cabeza. Los clientes de la canguro
llegaron seguramente en su coche. ¿Cómo se las arregló él para evitar que lo
vieran a la luz de los faros? Muy fácil. Llegó después. ¿Cómo sabía que ella se
iría a casa a pie y que no la acompañarían? Porque la había visto antes. ¿Cómo
sabía que no habría vecinos entrando o saliendo? Porque conocía sus horarios
también.
Clayton
respiró hondo en silencio e intentó convencerse de que no era una cosa terrible
estar recorriendo una apacible calle residencial y descubrir de inmediato el
mejor lugar donde podía aguardar un asesino. Se dijo que era necesario ver el
barrio a través de los ojos del asesino, pues de lo contrario no tendrían la
menor posibilidad de dar con él, por lo que su habilidad era algo que debía
causar admiración y no espanto. Él sabía, claro está, que eso era mentira. Aun
así, se aferró a ello en su fuero interno, pues la alternativa era algo que no
deseaba contemplar.
Avanzaron durante unos minutos más en el coche y dejaron atrás la
exclusiva urbanización. Clayton divisó un parque pequeño. Vio que había una
pista de arcilla para hacer footing en torno al perímetro, unas canchas
de tenis, una canasta de baloncesto y una zona de juegos en la que había varios
niños pequeños. Un corrillo de mujeres sentadas en unos bancos conversaban
mientras prestaban a sus hijos una atención intermitente que denotaba seguridad.
Al pasar junto al parque, advirtió que las casas del otro lado eran más
pequeñas, estaban más juntas y próximas a la acera. Ahora las señales de la
calle eran marrones.
—Estamos
en Ecos del Bosque —le informó Martin—.
Una urbanización marrón. De clase media, pero en el otro extremo de ese
espectro. Justo en el límite de la ciudad.
Del
barrio residencial pasaron a un bulevar amplio con centros comerciales de una
sola planta a ambos lados. Todos eran de estilo suroeste, con techumbre de
tejas rojas y paredes de estuco beige claro, incluida la tienda de comestibles
que ocupaba casi una manzana entera en el centro del complejo. Clayton se puso
a leer los nombres de los establecimientos y cayó en la cuenta de que también
estaban agrupados: las boutiques de ropa fina y las tiendas de objetos
curiosos estaban en una punta del centro comercial, mientras que las de saldos
y las ferreterías estaban en el extremo opuesto. Los restaurantes, las
pizzerías y los locales de comida rápida estaban repartidos por todo el lugar.
—Ya hemos acabado las compras —comentó el inspector—. Bienvenido a Evergreen, zona
residencial de las afueras de Nueva Washington.
El
centro de la pequeña ciudad tenía un regusto anticuado, como de Nueva
Inglaterra. Todo estaba dispuesto en torno a un parque extenso, verde y
recubierto de césped. En un extremo Clayton divisó el chapitel blanco de una
iglesia episcopaliana recortado contra el azul claro del cielo del oeste. A su
derecha había otro campanario, rematado con una cruz: una iglesia metodista.
Al otro lado del parque, había una sinagoga frente a las iglesias, con una estrella
de David desacomplejadamente instalada en lo alto del tejado. Todas tenían un
diseño moderno, abstracto. Cerca, Jeffrey vio un grupo de tres edificios con
paredes de tablas pintadas de blanco. Uno tenía una placa que decía OFICINAS
MUNICIPALES, el de al lado era la SUBCOMISARÍA DEL SERVICIO DE SEGURIDAD 6, y
el tercero rezaba: CENTRO INFORMÁTICO.
Había
también un letrero pequeño que señalaba una calle lateral con la indicación
ESCUELA Y CENTRO DE SALUD REGIONALES DE EVERGREEN.
El agente Martin asintió con la cabeza y detuvo el coche a la orilla
del parque. Clayton reparó en una estatua situada en un extremo, un soldado de
la época de la Segunda Guerra Mundial en una pose heroica que se alzaba sobre
un par de cañones antiguos pintados de negro. Se preguntó si el ayuntamiento
habría importado a algún héroe de ficción para rendirle homenaje.
—¿Lo ve,
profesor? Todo cuanto se puede necesitar, ordenado y a mano. ¿Se va haciendo
una idea?
—Creo
que sí.
—Hay al menos tres lugares de culto en cada comunidad. No siempre son
los mismos, claro está. Pueden ser mormones o católicos. Incluso pueden ser
musulmanes, por el amor de Dios. Pero siempre son tres. Una sola iglesia
implica exclusividad. Dos, competitividad. Pero tres implica diversidad, y sólo
la suficiente para dar fuerza sin crear divisiones, no sé si me explico. Una
mezcla étnica que fortalece en lugar de dividir. Lo mismo ocurre con la manera
en que se organizan las comunidades. Todos los grupos económicos están
representados, pero se relacionan entre sí en la ciudad o en el centro
comercial. Podemos pasar junto a las fincas, si le interesa. Si a esto le
sumamos un solo edificio que alberga desde el jardín de infancia hasta el
instituto y otro que es una combinación de gimnasio y mini hospital, ¿qué más
se puede necesitar?
—¿Un
centro informático?
—Todas
las casas están conectadas por medio de fibra óptica. Si uno lo desea, puede
hacer sus compras, votar en las elecciones municipales, presentar la
declaración de impuestos, chismorrear, intercambiar recetas o vender acciones,
lo que sea, desde casa. Enviar o recibir correo electrónico, fijar el horario
de clases de música, lo que sea. Todo lo que figuraría en un tablón de anuncios
municipal. Joder, los profesores pueden poner deberes por medio del ordenador y
los niños pueden enviar sus ejercicios por el mismo procedimiento. Todo está
conectado hoy en día. La biblioteca, la tienda de comestibles, el horario del
equipo de baloncesto escolar y las actuaciones de la clase de danza. Cualquier
cosa que se le ocurra.
—¿Y el
Servicio de Seguridad puede intervenir cualquier transmisión u operación?
Martin
vaciló antes de contestar.
—Por supuesto. Pero no lo proclamamos a
los cuatro vientos. La gente es consciente de ello, pero al cabo de un año o
dos se olvidan. O les da igual. Seguramente, a un matrimonio típico le trae sin
cuidado que el Servicio de Seguridad lea todas las invitaciones a su cena o
monitorice sus tratos con la empresa de catering. Probablemente ni
siquiera les importe que sepamos cuándo extendieron un cheque para pagar por
bebidas alcohólicas o arreglos florales. Y cuando ese cheque se cobra, también
nos enteramos.
—No
sé... —repuso Clayton. Estaba estupefacto. Su propio mundo parecía disiparse
como el último sueño antes de despertar. De pronto le costaba recordar qué
aspecto tenía la universidad, o a qué olía su apartamento. No se acordaba más
que de una sensación de miedo. Frío, miedo y suciedad. Pero incluso eso le
parecía distante. El inspector viró, y una explosión momentánea de luz del sol
deslumbró a Clayton. Se puso una mano a modo de visera, entornando los
párpados. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse, pero al final pudo ver con
claridad de nuevo.
—¿Quiere
que pasemos junto a algunas de las fincas? Se encuentran a las afueras de la
ciudad, pero están más aisladas. Por lo general, las separan de la carretera
cuatro o cinco hectáreas. Gozan de más privacidad. Ese viene a ser el único
privilegio de las capas altas de la sociedad. Pueden vivir en un mayor
aislamiento. Pero ¿sabe qué? Hemos descubierto que algunos de los más ricos
prefieren las zonas verdes, más propias de la clase media alta. Les gusta
vivir al lado de un campo de golf o cerca del centro recreativo de la ciudad.
Es curioso, supongo. En fin, ¿quiere intentar ver una zona de grandes fincas?
Cuesta más contemplarlas desde la calle, pero uno puede formarse una idea de
todos modos.
—¿Están
construidas a partir de los mismos diseños básicos que las otras viviendas?
—No. Las
hacen todas por encargo. Pero, como el número de arquitectos y contratistas
está limitado por la normativa de concesión de licencias por parte del estado,
existen algunas similitudes.
A
Jeffrey le vino una idea a la mente, pero optó por no comentarla. En cambio,
señaló la rampa de acceso a la autopista.
—Quiero
ver el lugar donde se encontró el cadáver —dijo.
Con un
gruñido de asentimiento, Martin enfiló la rampa.
—¿Qué me
dice de usted, inspector? ¿Es usted marrón? ¿Amarillo? ¿Verde o azul? En este
orden social, ¿dónde encajan los polis?
—En el
amarillo —respondió despacio—. Tengo
una casa urbana cerca del centro de Nueva Washington, lo que no me obliga a
hacer grandes desplazamientos. Ya no
tengo esposa. Nos separamos hace poco más de diez años. Fue un acuerdo
amistoso, al menos tanto como pueden serlo estas cosas, supongo. Ocurrió antes
de que yo viniera a trabajar aquí. Ahora ella vive en Seattle. Tengo un chaval
en la universidad. El otro trabaja fuera. Los dos son mayorcitos. Ya no necesitan demasiado a su viejo. No
los veo muy a menudo. En resumen, vivo solo.
Clayton movió la cabeza afirmativamente porque le pareció lo más
educado.
—Claro
que eso no es muy habitual por aquí.
—¿A qué se refiere?
—En este
estado no están bien vistos los varones adultos solteros. Aquí todo gira en
torno a la familia. Los hombres solteros, en su mayoría, sólo lo joden todo.
Tenemos que admitir a algunos (hombres en mi situación, por ejemplo, y por
muchos estudios preinmigratorios que realicemos, sigue habiendo algunos divorcios,
aunque sólo la décima parte que en el resto del país), pero, por lo general, no
entran. Para venir y quedarse, hace falta una familia. Se te deniega el permiso
si eres un solitario. No hay muchos bares para solteros en el estado. De
hecho, debe de haber cerca de cero.
Jeffrey
asintió de nuevo, pero esta vez porque se le había ocurrido algo. Abrió la
boca para decir algo, pero acto seguido la cerró con fuerza, siguiendo su
propio consejo. «Hay muchas cosas que no sé todavía —pensó—, pero empiezo a enterarme un poco.»
Se
reclinó en su asiento mientras el inspector aceleraba. Las estribaciones, que
parecían ostensiblemente más cercanas, se elevaban sobre la llanura, verdes,
marrones y ligeramente más oscuras que el resto del mundo. Al principio le dio
la impresión de que se hallaban a sólo unos pocos kilómetros, pero luego
comprendió que aún les quedaban varias horas de trayecto. Se recordó a sí mismo
que en el Oeste las distancias son engañosas. Las cosas suelen estar más lejos
de lo que uno cree. Pensó que lo mismo ocurría con la mayor parte de las
investigaciones de homicidios.
A
primera hora de la tarde llegaron a la zona donde se había encontrado el cuerpo
número tres. Hacía más de una hora que habían pasado por la última población,
y las señales de la autopista les advertían de que se hallaban a unos 150
kilómetros de la frontera recién trazada que separaba el territorio del sur de
Oregón. Era un terreno agreste, densamente arbolado, y en él reinaba una calma
opresiva. Había pocos vehículos que adelantar. Clayton se dijo que estaban en
medio de uno de los parajes inhóspitos del mundo: un lugar donde dominaban el
silencio y la soledad. La región apenas estaba urbanizada; había un vacío inmenso
que resultaría difícil de llenar artificialmente. Las montañas a las que se
aproximaban se alzaban imponentes, grises como el granito, coronadas de blanco
y escarpadas. Un territorio implacable.
—No hay
mucha cosa por aquí —comentó Clayton.
—Sigue
siendo tierra salvaje —convino Martin—.
No lo será siempre, pero aún lo es. —Titubeó antes de añadir—: Hay estudios psicológicos, y algunas
encuestas supuestamente científicas que dicen que la gente se siente a gusto y
está a favor de las zonas salvajes siempre y cuando estén limitadas en su
extensión. Declaramos bosques estatales y áreas de acampada, y luego apenas los
tocamos. Eso hace felices a los fanáticos de la naturaleza. La civilización
gana terreno despacio, inadvertidamente. Eso ocurrirá aquí también. Dentro de
cinco años, quizá diez. —Hizo un gesto con el brazo derecho—. Ahí delante hay una carretera que
usaban los madereros. Ya no se talan
árboles, por supuesto. Los ecologistas han ganado esa batalla. Pero el estado
mantiene los caminos transitables para los excursionistas. Es un lugar
estupendo para la caza y la pesca. Además, resulta cómodo. Se tarda sólo tres
horas en llegar en coche desde Nueva Washington, y menos todavía desde Nueva
Boston y Nueva Denver. Están en vías de crear todo un sector económico nuevo.
Se puede ganar un montón de pasta con la naturaleza controlada.
—Fue así
como la encontraron, ¿verdad? ¿Un par de pescadores?
El
inspector asintió.
—Un par de ejecutivos de seguros que se habían dado un día libre para
buscar truchas salvajes. Encontraron más de lo que esperaban.
Tomó una salida de la autopista, y el coche de pronto iba dando
tumbos y cabeceando como una barca en un mar picado. El polvo se arremolinaba
tras ellos, y la grava repiqueteaba contra la parte inferior del vehículo como
una ráfaga de disparos. A causa de los bandazos, los dos hombres se quedaron
callados. Avanzaron así durante unos quince minutos. Clayton se disponía a
preguntar cuánto faltaba cuando el inspector detuvo el coche en un pequeño
apartadero.
—A la gente
le gusta —dijo Martin—. Para mí es
un coñazo, pero a la gente le gusta. Yo
por mí mandaría asfaltar el puto camino, pero me dicen que, según los
psicólogos, la gente prefiere la sensación de aventura que les da el ir
botando. Les hace creer que los treinta de los grandes que se gastaron en su
cuatro por cuatro valieron la pena.
Clayton bajó del coche y de inmediato vio un sendero angosto que
discurría entre matorrales y árboles. A la orilla del apartadero, allí donde
arrancaba el camino, había una placa de madera color castaño con un mapa
plastificado.
—Ya estamos llegando —dijo el inspector.
—¿Él la
dejó aquí?
—No, más
lejos. A un kilómetro y medio de aquí, tal vez un poco menos.
El
sendero bordeado de árboles había sido despejado, por lo que no costaba caminar
por él. Era justo lo bastante ancho para que los dos hombres pudieran andar uno
al lado del otro. Bajo sus pies, el suelo del bosque estaba recubierto de
agujas de pino marrones. De cuando en cuando se oía un correteo, cuando
espantaban a alguna ardilla. Un par de mirlos protestaron por su presencia con
un canto discordante y se alejaron aleteando ruidosamente entre los árboles.
El inspector se detuvo. Aunque hacía algo
de fresco a la sombra, sudaba a mares, como el hombretón que era.
—Escuche
—dijo.
Clayton
se detuvo también y sólo alcanzó a distinguir el murmullo de agua que corría.
—El río
está a unos cincuenta metros. Suponemos que los dos tipos debían de estar
encantados. No es una excursión tremenda, pero llevaban botas de pescador e
iban cargados con cañas, mochilas y todas esas cosas. Además, ese día hacía
bastante calor. Más de veintiún grados. Póngase en su lugar. Así que iban a
toda prisa, seguramente sin fijarse mucho en lo que pudieran encontrar por el
camino.
El
inspector hizo un gesto hacia delante, y Clayton reanudó la marcha.
—Janet Cross —dijo Martin entre
dientes, un paso por detrás del profesor—. Así se
llamaba.
El
sonido del río se hacía más intenso conforme se acercaban, hasta que Clayton
prácticamente no oía otra cosa. Atravesó un último grupo de árboles y de
pronto se vio en lo alto de un ribazo, unos dos metros por encima del agua que
burbujeaba y corría en unos rápidos salpicados de rocas. Parecía sinuosa, viva.
Era un agua veloz, vigorosa, que bajaba con ímpetu por una cuenca estrecha como
un pensamiento rabioso. El sol se reflejaba en la superficie, tiñéndola de una
docena de tonos distintos de azul y verde veteados de espuma blanca
Martin
se detuvo a su lado.
—Un
lugar de primera para los pescadores. Hay truchas casi en todas partes. Son
difíciles de pescar, según me cuentan, porque van a toda pastilla y se mueven
mucho. Además, si uno resbala en una de esas rocas, bueno, digamos que se lía
una buena. Pero no deja de ser un sitio estupendo.
—¿Y el
cadáver?
—El
cadáver, sí. Janet. Buena chica. Siempre son buenas chicas, ¿no, profesor? Todo
sobresalientes. Iba a matricularse en la universidad. Tengo entendido que
también era gimnasta. Quería estudiar el desarrollo en la primera infancia. —El
inspector levantó los brazos despacio y apuntó a una roca grande y plana
situada en la margen—. Justo allí.
La roca
medía al menos tres metros de ancho y parecía el tablero de una mesa inclinado
ligeramente hacia donde ellos se encontraban. Jeffrey pensó que el cuerpo casi
debía de parecer allí enmarcado o engastado, como un trofeo.
—Los dos
pescadores... joder, al principio creyeron que ella sólo estaba tomando el sol
desnuda. Una primera impresión, ¿sabe? Porque estaba ahí, abierta de brazos,
cómo decirlo, como en un crucifijo. En fin, le gritaron algo y ella no
reaccionó, de modo que uno se acercó caminando por el agua, subió de un salto,
y lo demás ya se lo imaginará. —Sacudió la cabeza—. Ella debía de tener los ojos abiertos. Los pájaros se los
habían sacado. Pero el cuerpo no presentaba más daños causados por animales. Y
el estado de descomposición era mínimo; llevaba allí entre veinticuatro y
cuarenta y ocho horas antes de que aparecieran esos tipos. Dudo que vuelvan a
pescar mucho en este tramo del río.
Jeffrey
bajó la vista y advirtió que la roca en la que habían encontrado el cadáver
estaba a cierta distancia de la orilla. Descansaba sobre una base de grava, en
menos de treinta centímetros de agua. Dominaba una charca de modestas
dimensiones; un par de peñas más grandes en la cabecera de la charca dividían
la energía del río, lanzando el agua más furiosa hacia el ribazo opuesto y
creando una corriente más lenta tras la roca plana.
Clayton no sabía mucho
de pesca, pero sospechaba que la roca era un lugar privilegiado. Desde su borde
posterior se podía lanzar fácilmente el anzuelo hasta el otro lado de la
charca. Pensó que el hombre que había dejado el cuerpo allí seguramente se
había fijado en eso también.
—Cuando
rastrearon ustedes la zona... —empezó a decir, pero el inspector lo
interrumpió.
—Todo
roca. Roca y algo de agua. No hay huellas. Además, la tarde anterior había
llovido. Tampoco hubo la suerte de que se encontraran trozos de ropa
enganchados en alguna espina. Revisamos toda la zona hasta el lugar donde hemos
dejado el coche, con lupa, como suele decirse. Tampoco había huellas de
neumáticos. No teníamos nada excepto un cadáver, justo aquí, como si hubiera
caído directamente del cielo.
Martin
tenía la mirada fija en la orilla opuesta, en el sitio exacto.
—Yo iba con el primer equipo que llegó aquí, así que sé que la escena no
sufrió ningún tipo de contaminación. —Sacudió la cabeza. Hablaba en tono
neutro, inexpresivo—. ¿Alguna vez ha
visto algo que le recuerde a una pesadilla? No me refiero a un sueño que haya
tenido o a una fantasía. Ni siquiera a una de esas situaciones de deja vu que
todos conocemos. No, yo estaba justo ahí, de pie, y allí estaba ella, y fue
como si estuviera reviviendo una pesadilla que había tenido una vez y que creía
haber olvidado hacía tiempo. La vi con los brazos extendidos y las piernas
juntas, sin sangre ni señales de lucha evidentes. Entonces supe, en cuanto
recuperé el aliento, que no íbamos a encontrar una puta pista que nos sirviera.
Y cuando nos acercamos, supe que iba a ver ese dedo cortado... y supe,
profesor, justo en ese momento lo que tenía que saber, es decir, quién lo hizo.
—La voz del inspector se apagó, ahogada por el ruido de la corriente impetuosa
que pasaba junto a ellos.
Jeffrey
no confiaba demasiado en su propia voz, y desde luego fue lo bastante sensato
para no hacer algún comentario de listillo. Al observar a Martin contemplando
la roca plana, supo que el agente veía aún el cuerpo de la chica tendido allí
con la misma nitidez con que lo había visto aquel día.
—Él
quería que encontraran el cadáver —dijo Clayton.
—Eso
pensé yo también —respondió Martin—.
Pero ¿por qué aquí?
—Buena
pregunta. Seguramente tenía una razón.
—Un
lugar aislado, pero no precisamente oculto. Por estos pagos habría podido
encontrar algún sitio donde nadie la descubriese nunca. O, al menos, donde
pasara suficiente tiempo antes de que la descubriesen como para quedar reducida
a una pila de huesos. Joder, podría haberla tirado al río. Desde el punto de
vista forense, eso incluso habría tenido más sentido, si lo que pretendía era
evitar que hallásemos algún indicio revelador que lo relacionara con la
víctima. En cambio la trajo hasta aquí, lo que, por muy menuda que fuera ella y
muy fuerte que sea él, sería un buen tute, y dispuso su cadáver como si se
tratara de un plato especial del día.
—Él debe
de ser considerablemente más fuerte de lo que parece a simple vista —señaló
Jeffrey—. ¿Cuánto pesaba ella? ¿Unos
cincuenta kilos, tal vez?
—Era
delgada. Bajita y delgada. Seguramente cincuenta es demasiado para ella.
Jeffrey
dejaba que sus ideas se derramasen en forma de palabras.
—La
transportó por el camino un kilómetro y medio y luego la colocó aquí porque
quería que la encontrasen justo así. No es que la haya dejado aquí tirada sin
más. Quería transmitir un mensaje.
Martin
movió la cabeza afirmativamente.
—Yo pensé lo mismo, pero no es el tipo de opinión que conviene expresar
en voz alta. Por razones políticas, no sé si me entiende. —Se cruzó de brazos y
se quedó mirando la roca plana y el flujo incesante de agua que se rizaba en
torno a sus bordes.
Jeffrey
estaba de acuerdo con las palabras del inspector. Le vino a la memoria una
frase de un político muy conocido en Massachusetts, que decía que todos los
políticos son locales, y se preguntó si lo mismo valía para el asesinato.
Comenzó a analizar la escena en su mente y luego a sumar, a restar, a
reflexionar profundamente sobre lo que revelaba de sí mismo un hombre capaz de
cargar con un cuerpo a través del bosque desierto, sólo para depositarlo sobre
un pedestal en el que lo encontrarían al cabo de uno o dos días.
No lo
dijo en voz alta, pero pensó: «Es un hombre cuidadoso. Un hombre que hace
planes y luego los pone en práctica con precisión y seguridad. Un hombre que
comprende exactamente cuáles serán las repercusiones de sus actos. Un hombre
que conoce la ciencia de la detección y la naturaleza de la medicina forense,
pues sabe cómo evitar dejar información sobre sí mismo junto a la víctima. Lo
que deja es un mensaje, no un rastro.»
A continuación
añadió, de nuevo en su fuero interno: «Un hombre peligroso.»
—Los dos
tipos que la encontraron, los pescadores... ¿a qué conclusión llegaron?
—Les
dijimos que había sido un suicidio. Se quedaron hechos polvo.
En ese
momento sonó el busca que el inspector llevaba al cinto, con un pitido
electrónico que parecía ajeno a los árboles y los ruidos acuáticos del río.
Martin lo miró con expresión de extrañeza por un instante, como si le costara
volver al presente desde sus recuerdos. Entonces lo apagó y, casi en el mismo movimiento, extrajo un
teléfono móvil del bolsillo de su americana. Marcó un número en silencio y de
inmediato se identificó. Luego escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza.
—De
acuerdo —dijo—. Vamos para allá.
Calculo que tardaremos una hora y media. —Cerró el teléfono de un golpe—. Es hora de marcharnos —anunció—. Han encontrado a nuestra fugitiva.
Jeffrey
advirtió que las cicatrices de quemaduras en las manos del inspector se habían
puesto rojas.
—¿Dónde?
—preguntó.
—Ya lo verá.
—¿Y?
Martin
se encogió de hombros con amargura.
—Le he
dicho que la han encontrado. No he dicho que haya vuelto por su propio pie a
casa para abrazar a sus padres enfadados pero rebosantes de alegría.
Dio media vuelta y echó a andar rápidamente por el sendero en
dirección al camino y al apartadero donde habían dejado el coche. Clayton lo
siguió a toda prisa, y el murmullo de la corriente se extinguió a su espalda.
El profesor vislumbró el resplandor de las luces a más de un kilómetro
de distancia. Los reflectores parecían desgarrar el manto de oscuridad. Bajó la
ventanilla y alcanzó a oír la impasible disonancia de los generadores
eléctricos que colmaba la noche. Habían atravesado a toda velocidad y sin
detenerse una extensión desértica, en dirección oeste, hacia la frontera con
California. El inspector no habló durante el trayecto salvo para informarle de
que se dirigían de nuevo a una zona no urbanizada del estado. Sin embargo, la
topografía había cambiado; las colinas rocosas y los árboles habían cedido el
paso a un matorral llano. Era el tipo de paisaje que los escritores del Oeste
loaban tan elocuentemente, pensó Clayton; a sus ojos inexpertos de la Costa
Este les parecía un territorio en el que Dios debió de distraerse
momentáneamente mientras se dedicaba a crear el mundo.
A varios
cientos de metros de los generadores y los reflectores, había un control de
carretera solitario. Un policía uniformado del Servicio de Seguridad, de pie
junto a un conjunto de conos de tráfico color naranja y varias señales
luminosas, les indicó por gestos que se detuvieran, y al ver el adhesivo rojo
en la ventanilla del coche les hizo señas de que siguieran adelante.
El
agente Martin paró el vehículo de todos modos. Bajó el cristal de la ventana.
—¿Qué le
están diciendo a la gente? —preguntó sin rodeos.
El
agente asintió, le dedicó un breve saludo y respondió:
—Que un
escape en una cañería de distribución ha anegado la carretera. Estamos
desviando a todos los vehículos a la Sesenta. Por suerte, de momento sólo han
sido un puñado.
—¿Quién
la ha encontrado?
—Un par
de topógrafos. Siguen aquí.
—¿Son
residentes del estado o forasteros con permiso?
—Forasteros.
Martin
hizo un gesto de afirmación y arrancó.
—Mantenga
la boca cerrada —le avisó a Clayton—.
Es decir, puede hacer preguntas en caso necesario, para llevar a cabo su trabajo,
pero no llame la atención más de la cuenta sobre sí mismo. No quiero que nadie
pregunte quién es usted. Y si lo hacen, simplemente les diré que es un
especialista. Ésa es la clase de descripción genérica que suele satisfacer a
todo el mundo, pero que en realidad no significa gran cosa si uno se para a
pensar sobre ello.
Jeffrey
no contestó. El coche salió disparado hacia delante, y luego el inspector se
detuvo tras un par de furgonetas sin ventanas, blancas y resplandecientes, que
lucían el logotipo del Servicio de Seguridad en los costados, pero ningún otro
distintivo. Jeffrey echó un vistazo a los vehículos y supo qué eran: unidades
de análisis de la escena del crimen. En un estado en el que supuestamente no se
cometían crímenes, claro está, no les interesaba dar a conocer su presencia.
Clayton se sonrió. Era un pequeño acto de hipocresía, sin duda, pero supo
valorarlo. Sospechaba que habría otros en el estado cincuenta y uno en los que
él no habría reparado. Se apeó del coche del inspector. La noche empezaba a
refrescar, de modo que se subió el cuello de la chaqueta.
Otro
agente les hizo señas y apuntó con el dedo.
—Cuatrocientos
metros más allá —dijo, señalando hacia el origen de las luces.
Martin
se adelantó a zancadas rápidas, y Clayton tuvo que trotar para seguirle el
ritmo.
Los
haces de los grupos de luces de arco voltaico hendían la oscuridad. Jeffrey
vio enseguida que había varios equipos trabajando en el área delimitada por las
luces. Distinguió tres grupos de búsqueda distintos que examinaban
cuidadosamente la tierra arenosa y la roca en busca de fibras, huellas de pies
o de neumáticos o cualquier otra pista que pudiera indicar quién había pasado
por ahí antes. Clayton los observó por unos instantes, como un entrenador presente
en las pruebas de selección de un equipo. Le pareció que se movían demasiado
deprisa. No tenían suficiente paciencia, y probablemente tampoco suficiente
experiencia. Si había algo allí que pudieran pasar por alto, lo pasarían por
alto. Volvió la mirada hacia otro equipo que trabajaba en torno al cadáver,
ocultándoselo a la vista en un principio. Este grupo estaba en lo alto de una
meseta pequeña y polvorienta. Entre ellos avistó a un hombre que iba en mangas de
camisa pese al fresco de la noche, agachado, con unos guantes de látex blancos
que, cuando los iluminaba algún rayo procedente de los palpitantes
reflectores, brillaban con un resplandor que parecía de otro mundo. Jeffrey
supuso que era el jefe de forenses.
Siguió
al agente Martin, que mientras tanto estaba reconociendo el terreno. Un
pensamiento fugaz y doloroso le vino a la cabeza: «Es lo que debería haberme
esperado. De hecho, quizá me lo esperaba.»
Sacudió
la cabeza mientras caminaba hacia delante. «No encontrarán nada», se dijo.
Los
agentes de seguridad se apartaron para dejar pasar a los dos hombres, y Clayton
atisbo por primera vez el cadáver casi en el mismo momento en que el inspector
profería una obscenidad breve y rotunda.
La
adolescente estaba desnuda. La habían colocado sobre una superficie extensa,
llana y pedregosa. Estaba boca abajo, con el rostro en sombra, los brazos
extendidos ante ella y las rodillas encogidas debajo del torso. Esta posición
le recordó a Jeffrey el modo en que los musulmanes se postraban cuando rezaban
en dirección a La Meca. Advirtió que ella también estaba orientada hacia el
este.
Al
mirarla más de cerca vio que le habían grabado algo en la piel de la espalda
descubierta. Después de muerta, advirtió: no había sangre en torno a los
bordes de los cortes. De hecho, apenas había sangre en ningún sitio; sólo una
mancha oscura que se había formado bajo el pecho de la chica, un residuo de la
muerte y, él lo sabía, simplemente
el último insulto líquido. La habían matado en otro sitio y luego la habían
llevado allí.
Se fijó en sus manos y vio que le faltaba el índice de la mano
izquierda. No el derecho, como en el caso de las otras víctimas, sino el
izquierdo. Esto ocasionó que enarcara una ceja involuntariamente. No pudo
determinar de inmediato qué otros daños había sufrido el cuerpo. No alcanzaba a
verle el rostro; estaba apoyado contra el suelo, bajo sus brazos extendidos.
«Una
súplica», pensó.
—¿Causa
de la muerte? —preguntó Martin en voz alta y autoritaria a un técnico de
guantes blancos, señalando el torso—.
¿Cómo la han matado?
El técnico se inclinó y le mostró una pequeña zona rojiza en la base
del cráneo de la joven, donde su cabellera larga y castaña estaba apelmazada
por la sangre.
—El
agujero de entrada —dijo el hombre—.
Ahora veremos el de salida, por el otro lado. Parece ser grande. Lo bastante
grande, al menos. Nueve milímetros, seguramente. Quizás una .357. Sabremos más
cuando le demos la vuelta. Tal vez la bala siga allí.
Jeffrey
contempló la figura tallada en su espalda y la reconoció. Retrocedió un paso.
Las luces lo hacían sentirse acalorado, sofocado. Quería refugiarse en la
oscuridad, donde estaría más fresco y podría respirar. Se alejó unos metros del
cadáver, luego se volvió hacia todos los hombres allí agolpados. Se agachó para
tocar la tierra arenosa y frotó unos granos entre sus dedos. Cuando alzó la
vista, vio que Martin se dirigía hacia él.
—No es
nuestro hombre, maldita sea —espetó el inspector—. Dios santo, qué desastre. Resultará ser un novio o quizás el
vecino cuyos niños cuidaba la chica o algún pervertido del instituto que da
clase de gimnasia o trabaja de conserje y consiguió burlar de alguna manera
los controles de inmigración, maldita sea, pero no es nuestro hombre. ¡Mierda!
¡Esto no tendría que pasar! Aquí no. Alguien la ha cagado de verdad.
Jeffrey
se reclinó contra una roca grande.
—¿Por
qué cree que no ha sido nuestro hombre? —preguntó.
Martin
clavó en él la mirada por un momento antes de contestar.
—Joder,
profesor, usted lo ve tan claro como yo. Posición del cuerpo distinta. Causa de
la muerte, un disparo: eso es distinto. Algo grabado en la espalda, eso es
distinto. Y el puto dedo que falta es de la otra mano. En las otras tres, era
el de la mano derecha. En ésta, es el de la izquierda.
—Pero la
mataron en otro sitio y la trajeron aquí. ¿Qué hacían los topógrafos que la han
encontrado?
Martin
frunció el entrecejo por un instante.
—Mediciones
preliminares para la construcción de una nueva ciudad —contestó—. Hoy es el primer día que vienen.
Llevaban toda la mañana trabajando en ello y estaban a punto de dejarlo por
hoy, pero han decidido hacer algunas mediciones más, y entonces la han
encontrado. Guy la ha visto directamente a través del visor. ¿Y qué?
—Pues
que en algún sitio habrá un calendario de trabajo, ¿no? ¿O algo que indicase a
la gente que ellos vendrían tarde o temprano?
—Así es.
Salió en los periódicos. Siempre ocurre, cuando se inicia la planificación de
una nueva ciudad. También se anuncia en las vallas electrónicas.
—¿Sabe
qué es eso que lleva grabado en la espalda? —preguntó Clayton.
—Ni
idea. Algún tipo de figura geométrica.
—Una
estrella de cinco puntas.
—Sí,
vale, eso ya lo he visto. ¿Y qué?
—Suele
relacionarse con el demonio y con cultos satánicos.
—¿De
veras? Tiene razón. ¿Cree que estarán celebrando algún aquelarre desenfrenado
por aquí? ¿Desnudos y aullándole a la luna y follando entre ellos y hablando de
degollar gallinas y gatos? ¿Algún tipo de chaladura del sur de California? Es
todo lo que necesito saber.
—No,
aunque es posible, incluso probable, que el asesino diera por sentado que
usted lo interpretaría así. Hacer las averiguaciones correspondientes le
llevaría tiempo y energía. Mucho tiempo y mucha energía.
—¿Adónde
quiere llegar, profesor?
Jeffrey
titubeó, mirando al cielo. Parpadeó ante aquella inmensidad entre azul y
negra, tachonada de estrellas. «Debería aprender astronomía —pensó—. Me gustaría saber dónde están Orion y
Casiopea y todo lo demás. Así, al contemplar la bóveda celeste tendría la sensación
de que lo entiendo todo, de que existe el orden y la armonía en el firmamento.»
Bajó la
vista y miró al inspector.
—Es
nuestro hombre —aseguró Jeffrey—.
Simplemente está siendo astuto.
—Explíqueme
por qué.
—Las
otras eran ángeles, con los ojos abiertos a Dios y los brazos abiertos para
recibirlo. Ésta lleva la marca de Satán en la espalda y le reza a la tierra. Y
le falta un dedo de la mano izquierda, la mano del diablo. La derecha es la
mano del cielo, al menos según algunas tradiciones. Lo único que ha hecho es
darles la vuelta a algunos elementos. Son los mismos, pero distintos. El cielo
y el infierno. ¿No es ésa la dualidad entre la que nos debatimos siempre? ¿No
es precisamente lo que usted intenta impedir justo aquí? Martin soltó un
resoplido de disgusto.
—Todo eso me suena a palabrería religiosa —dijo—. Chorradas sociorreligiosas. Dígame: ¿por qué con una pistola
y no con un cuchillo, como en los otros casos?
—Porque no es el asesinato lo que lo excita —respondió Jeffrey con
frialdad—. Dudo que le importe el
instrumento que utiliza para cargarse a las chicas. Es el acto en su totalidad:
raptar a la niña y poseerla, física, emocional, psicológicamente, y luego
dejarla en algún sitio donde la encuentren. ¿Qué emoción tiene pintar un cuadro
si luego uno no se lo muestra a nadie? ¿Qué satisfacción proporciona escribir
un libro que uno no dejará que nadie lea?
Se le
ocurrió otra pregunta. «¿Cómo deja uno su impronta en la historia si muchos
otros ya han dejado una igual a lo largo de tantos siglos?»
—¿Cómo
lo sabe? —inquirió Martin, despacio—.
¿Cómo puede estar tan seguro?
«Lo sé porque lo sé», dijo Jeffrey para sí, pero no se atrevió a
responder a la pregunta en voz alta.
Ya era pasada la
medianoche cuando Martin dejó a Clayton delante del edificio de las oficinas
del estado. Habían intercambiado frases del tipo «duerma un poco, nos
pondremos con ello por la mañana», y luego el inspector se había alejado en el
coche, dejando al profesor solo frente a la imponente estructura de hormigón.
Los edificios de las multinacionales estaban cerrados de noche, y sólo alguna
que otra luz iluminaba el nombre y el logotipo de la empresa. Los
aparcamientos estaban vacíos; a lo lejos se divisaba el tenue resplandor del
centro de Nueva Washington, pero incluso esta mínima señal de humanidad se
veía neutralizada por el silencio que envolvía al profesor. Encorvó los
hombros, en parte para protegerse del aire frío que lo había perseguido durante
toda la noche, y en parte por la sensación de aislamiento que lo invadió.
Dio la
espalda a la oscuridad y entró a paso rápido por las puertas de las oficinas
del estado. En el centro del vestíbulo había un puesto de seguridad e
información, con un solo agente uniformado tras un gran mostrador. Le iluminaba
el rostro el brillo de una pantalla de televisión pequeña. Saludó a Clayton
con un gesto de la mano.
—Trabajando hasta tarde, ¿no? —comentó,
sin esperar en realidad una respuesta—.
¿Me echa una firma en el registro?
—¿Quién gana? —preguntó Jeffrey.
La hoja
que le tendió el guardia estaba en blanco. No había habido otras visitas a
altas horas de la noche. Su nombre sería el único que figurase en aquella
página.
—Van
empatados —respondió el hombre. No especificó qué equipos estaban jugando
mientras recuperaba el sujetapapeles del registro de entradas y volvía a
concentrarse en el partido.
Por un
momento Jeffrey acarició la idea de darle conversación, pero al valorar su
grado de agotamiento decidió que, por muy solo que se sintiera, era preferible
dormir a conocer las opiniones del guardia de seguridad sobre la vida, el
deporte y el deber, fueran las que fuesen. Caminó penosamente hasta el
ascensor, subió hasta la planta en que se encontraba su despacho, y avanzó
despacio por el pasillo mientras las pisadas de sus zapatillas resonaban en el
corredor desierto.
Colocó
la mano en el sistema de apertura electrónico, y el cerrojo de la puerta se
descorrió con un chasquido seco. La empujó para abrirla, entró en el despacho y
se encaminó hacia el dormitorio contiguo, intentando despejar su mente de lo
que había visto y oído ese día, así como de sus hipótesis al respecto. Se dijo
que había muchas cosas que debía poner por escrito, pues era importante tomar
nota de sus observaciones e ideas, para que, cuando llegara el momento de
presentar los argumentos de la acusación ante los tribunales, él tuviese la
ventaja de contar con una exposición clara de todo lo que había asimilado. Como
remate de los deberes que se había fijado para el día siguiente, Clayton cayó
en la cuenta de que había obtenido información pertinente para su pizarra.
Recordó las dos columnas que había trazado, y se volvió para echar una ojeada
a la pizarra mientras se dirigía hacia la habitación.
Lo que
vio lo hizo pararse en seco.
Se
recostó contra la pared, respirando agitadamente.
Miró en
torno a sí con rapidez, para comprobar si faltaba algo, y luego sus ojos se
posaron de nuevo en la pizarra. «Debe de ser fruto de la casualidad —pensó—. Alguien del personal de limpieza, tal
vez. Tiene que haber una explicación sencilla.»
Pero no
se le ocurría ninguna excepto la más evidente.
Jeffrey
dio un silbido lento y prolongado y se dijo: «No hay lugar seguro.»
Permaneció
así, contemplando la pizarra durante varios minutos, sin despegar la vista de
un espacio vacío. La categoría: «Si el asesino es alguien a quien no conocemos»
había sido borrada.
Moviéndose
despacio, como si estuviera a oscuras y temiera tropezar con algo, se acercó a
la pizarra. Jugueteó con un trozo de tiza y dio media vuelta bruscamente, como
si creyera que alguien lo observaba. A continuación, luchando contra la
vorágine que se había desatado en su interior, volvió a escribir con todo
cuidado las palabras borradas, sin dejar de repetir para sus adentros: «Procuremos
que nadie aparte de ti y de mí sepa que has estado aquí.»