Juegos de ingenio - John Katzenbach (Parte 1)



John Katzenbach
Juegos de ingenio

En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU. que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado. En este contexto, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan.






—Quería un animal ideal para cazarlo —explicó el general.
Así que dije:
 —¿Qué características tendría una presa ideal?
La respuesta fue, por supuesto:
—Debe ser valiente, astuta y, por encima de todo, capaz de razonar.
—Pero si ningún animal es capaz de razonar —obje­tó Rainsford.
—Mi querido amigo —dijo el general—, existe un que sí lo es.

                                                        Richard Connell,
                                                The Most Dangerous Game




                Prólogo

                                      La mujer de los acertijos


Su madre, que estaba agonizante, dormía con un sueño intran­quilo en una habitación contigua. Era casi medianoche, y un venti­lador de techo removía el aire en torno a la hija, al parecer sin otro resultado que el de redistribuir el calor que quedaba del día.
La anticuada ventana de celosía estaba ligeramente abierta a la noche color regaliz. Una polilla se golpeaba desesperada contra el cristal, decidida por lo visto a matarse. Ella la observó por un momento, preguntándose si la atraía la luz, como creían los poe­tas y los románticos, o si en realidad detestaba la claridad y se había lanzado a un ataque furioso contra el origen de su frustración.
Notó que una gota de sudor le resbalaba entre los pechos e in­tentó secársela con la camiseta, sin apartar en ningún momento la vista de la hoja de papel que tenía en el escritorio, ante sí.
Era de un papel blanco barato. Las palabras estaban escritas en sencillas letras de imprenta.

LA PRIMERA PERSONA POSEE AQUELLO QUE LA SEGUNDA PERSONA ESCONDIÓ.

Se reclinó en su silla de trabajo, tamborileando en el escritorio con un bolígrafo como un percusionista que busca un ritmo. No era extraño que recibiese notas y poemas por correo, cifrados según claves de lo más variadas, con algún tipo de mensaje secreto. Por lo general se trataba de declaraciones de amor o deseo, o bien una for­ma de forzar un encuentro. A veces eran obscenos. Ocasionalmente constituían un reto para ella, eran mensajes tan complicados, tan crípticos que la dejaban perpleja. Al fin y al cabo, se ganaba la vida con eso, así que no le parecía del todo injusto que alguno de sus lectores le volviese las tornas.
Sin embargo, lo más inquietante de ese mensaje en particular era que no se lo habían enviado a su buzón de la revista, ni lo había re­cibido en el ordenador de la oficina como correo electrónico. Habían metido la carta ese día en el buzón maltratado y cubierto de herrumbre que estaba al final del camino particular de su casa, para que ella lo encontrase esa tarde, en cuanto regresara del trabajo. Además, a diferencia de los mensajes que estaba acostumbrada a descifrar, éste carecía de firma y de la dirección del remitente. No había ningún sello pegado al sobre.
No le hacía gracia la idea de que alguien supiera dónde vivía.
La mayoría de la gente que se distraía con los juegos de inge­nio que ella inventaba era inofensiva; programadores informáti­cos, académicos, contables. Entre ellos había algún que otro poli­cía, abogado o médico. Ella había aprendido a reconocer a muchos de ellos por la manera tan característica en que funcionaba su mente cuando resolvían sus pasatiempos y que a menudo resulta­ba tan única como una huella digital. Incluso había llegado a un punto en que sabía de antemano cuáles de sus asiduos darían con la solución de ciertas clases de enigmas; algunos eran expertos en criptogramas y anagramas; otros sobresalían por su habilidad para desentrañar acertijos literarios, identificar citas oscuras o relacio­nar autores poco conocidos con acontecimientos históricos. Era la clase de personas que resolvían los crucigramas del domingo con pluma.
Desde luego, también había algunos de los otros.
Ella siempre estaba alerta ante la gente que proyectaba su para­noia en cada mensaje oculto, o que descubría odio y rabia en todos los rompecabezas que ella creaba.
«Nadie es realmente inofensivo —se dijo—. Ya no.»
Los fines de semana se llevaba una pistola semiautomática a un manglar que no estaba muy lejos de la casa de bloques de hormigón ligero, desvencijada, de una sola planta y dos habitaciones que ha­bía compartido durante casi toda su vida con su madre, y practicaba hasta convertirse en una experta.
Bajó la vista hacia la nota que alguien le había llevado hasta allí y notó una presión desagradable en el estómago. Abrió el cajón de su escritorio, extrajo un revólver Magnum .357 de cañón corto de su funda y lo depositó en el tablero, junto a la pantalla del orde­nador. Era una de la media docena de armas que poseía, entre las que se encontraba un fusil de asalto automático que colgaba, carga­do, de un gancho al fondo de su armario ropero.
—No me gusta que sepas quién soy ni dónde vivo —dijo en voz alta—. Eso no forma parte del juego.
Hizo una mueca al pensar que había sido descuidada y se fijó el propósito de averiguar cómo se había producido la filtración —qué secretaria o ayudante de redacción había filtrado su dirección— y de tomar las medidas necesarias para remediarlo. Era muy celosa de su privacidad y no sólo la consideraba parte necesaria de su traba­jo, sino también de su vida.
Se quedó mirando las palabras de la nota. Aunque estaba bastante segura de que no estaban en clave numérica, realizó unos cálcu­los rápidos, asignando un número a cada letra del alfabeto, des­pués restando y sumando e introduciendo variaciones para intentar descubrir el sentido de la nota. Casi al instante comprendió que sería inútil. Todos sus intentos arrojaban resultados sin pies ni ca­beza.
Encendió el ordenador e insertó un disquete que contenía citas célebres, pero no encontró ninguna remotamente parecida.
Decidió que necesitaba un vaso de agua. Se puso de pie y se diri­gió a la pequeña cocina. Había un vaso limpio puesto a secar junto al fregadero. Ella le echó hielo y lo llenó de agua del grifo, que tenía un sabor ligeramente salado. Se tapó la nariz con los dedos y pensó que era uno de los inconvenientes menores de vivir en los Cayos Altos. Los mayores inconvenientes eran el aislamiento y la soledad.
Se detuvo en el vano de la puerta, con la mirada fija en la hoja de papel, al fondo de la habitación, y se preguntó por qué esa nota en particular le quitaba el sueño. Oyó a su madre gemir y revolverse en la cama, y supo en el acto que la mujer mayor estaba despierta an­tes de oírla hablar.
—Susan, ¿estás ahí?
—Sí, madre —respondió ella despacio.
Fue a toda prisa a la habitación de su madre. En otro tiempo, allí había habido color; a su madre le gustaba pintar, y durante años había tenido sus cuadros apilados contra las paredes, y sus pinturas, sus vestidos y pañuelos exóticos, vaporosos y multico­lores caprichosamente desperdigados o colgados en un caballete. Sin embargo, todo eso había cedido el paso a bandejas de medica­mentos y un aparato de respiración asistida, y se encontraba arrumbado en armarios, reemplazado por signos de decrepitud. A ella le parecía que la habitación ya ni siquiera olía a su madre, sino a antisépticos, a recién fregado. Era un sitio limpio, desinfec­tado y lúgubre donde morir.
—¿Te duele? —preguntó la hija. Se lo preguntaba siempre, pese a que conocía la respuesta y sabía que la madre no respondería la verdad.
La mujer mayor se esforzó por incorporarse.
—Sólo un poquito. No estoy muy mal.
—¿Quieres una pastilla?
—No, no hace falta. Estaba pensando en tu hermano.
—¿Quieres que lo llame y te ponga con él?
—No, sólo conseguiríamos preocuparlo. Seguro que está muy ocupado y necesita descansar.
—Lo dudo. Yo creo que preferiría hablar contigo.
—Bueno, mañana, tal vez. Estaba soñando con él. Y contigo también, cielo. Soñaba con mis hijos. Ahora él tiene que dormir. Y tú también. ¿Qué haces levantada?
—Estaba trabajando.
—¿Ideando otro concurso? ¿De qué será esta vez? ¿De citas, de anagramas? ¿Qué clase de pistas piensas dar?
—No, no se trata de algo mío. Estaba trabajando en un acerti­jo que alguien me ha enviado.
—Tienes tantos admiradores...
—No es a mí a quien admiran, mamá, sino los pasatiempos.
—No tendría que ser así. Deberías dejar que reconocieran tu mérito, en vez de esconderte.
—Tengo muchas razones para usar un seudónimo, mamá, ya las conoces.
   La mujer mayor se recostó sobre su almohada. No era tanto la vejez como la enfermedad la que había hecho estragos en ella. Tenía la piel flácida, colgante en torno al cuello, y el cabello suelto despa­rramado sobre las sábanas blancas. Aún tenía la cabellera de color castaño rojizo; su hija la ayudaba a teñírsela una vez por semana en un rito que ambas esperaban con ilusión. A la mujer mayor apenas le quedaba vanidad; el cáncer se la había arrebatado casi por comple­to. Aun así, no había renunciado a teñirse el pelo, y su hija se alegra­ba de ello.
—Me gusta el nombre que elegiste. Es sexy.
—Mucho más sexy que yo —dijo la hija con una carcajada.
—Mata Hari. La espía.
—Sí, pero no fue la mejor. La pillaron y la fusilaron.
A su madre se le escapó una risotada, y su hija sonrió, pensan­do que, si encontrara otras maneras de hacerla reír, la enfermedad no se extendería tan rápidamente.
La mujer mayor volvió la vista hacia arriba, como buscando un recuerdo en el techo.
—¿Sabes? Hay una historia que leí en un libro cuando era pe­queña —dijo con entusiasmo—. Según ésta, antes de que el oficial francés diese al pelotón de fusilamiento la orden de disparar, Mata Hari se desabrochó la blusa y se quedó con los pechos al aire, como retando a los soldados a estropear aquella perfección...
La madre cerró los ojos por unos instantes, como si le costase evocar aquello, y la hija se sentó en el borde de la cama y le tomó la mano.
—Pero aun así dispararon. Qué triste. Hombres tenían que ser, supongo.
   Las dos mujeres sonrieron juntas por un momento.
   —No es más que un nombre, mamá. Un buen nombre para al­guien que hace pasatiempos para revistas. La madre asintió con la cabeza.
—Creo que me tomaré esa pastilla —dijo—. Y mañana podemos llamar a tu hermano. Le haremos preguntas sobre los asesinos. Qui­zás él sepa por qué esos soldados franceses obedecieron la orden de disparar. Seguro que tendrá alguna teoría. Eso será divertido. —La madre tosió al soltar una carcajada.
—Estaría bien. —La hija alargó la mano hacia una bandeja y abrió un frasco de cápsulas.
—Quizá dos —apuntó la madre.
La hija vaciló y acto seguido dejó caer dos píldoras sobre su mano. La madre abrió la boca, y ella le colocó con delicadeza las pastillas en la lengua. A continuación, la ayudó a incorporarse y acercó su propio vaso de agua a los labios de la mujer mayor.
—Sabe a rayos —comentó la madre—. ¿Sabes que cuando yo era joven podíamos beber directamente de los arroyos de las Adirondack? Nos agachábamos y recogíamos con la mano el agua más transparente y fresca a nuestros pies para llevárnosla a los labios. Era espesa y pesada; beberla era como comer. Estaba fría; preciosa, clara y muy fría.
—Ya. Me lo has contado muchas veces —respondió la hija con suavidad—. Eso ha cambiado. Como todo. Ahora, intenta dormir. Necesitas descansar.
—Aquí todo es tan caliente... Siempre hace calor. ¿Sabes?, a ve­ces no distingo entre la temperatura de mi cuerpo y la del aire que nos rodea. —Hizo una pausa y al cabo añadió—: Sólo por una vez me encantaría volver a probar esa agua.
La hija le bajó la cabeza hasta apoyársela sobre la almohada y esperó mientras los párpados le temblaban y finalmente se le cerra­ban. Apagó la lámpara de la mesita de noche y regresó a su habita­ción. Miró en torno a sí por un momento, deseando que hubiera en ella objetos que no fueran sólo corrientes, de uso práctico o tan in­humanos como la pistola que la esperaba sobre la mesa de su orde­nador. Le habría gustado que hubiese algo revelador de quién era ella o quién quería ser.
   Pero no encontraba nada. En cambio, la nota atrajo su mirada.

LA PRIMERA PERSONA POSEE AQUELLO QUE LA SEGUNDA PERSONA ESCONDIÓ.

«Sólo estás cansada —se dijo—. Has estado trabajando duro, y hace mucho calor para esta época tan tardía de la temporada de huracanes. Demasiado calor. Y todavía hay tormentas grandes gi­rando sobre el Atlántico, alejándose de la costa de África, absor­biendo energía de las aguas del océano, con vistas a tomar tierra en el Caribe o, peor aún, en Florida —pensó—. Quizá llegue hasta aquí una tormenta de final de temporada, una tormenta devastado­ra. Los más veteranos habitantes de los Cayos siempre dicen que ésas son las peores, pero en realidad no hay ninguna diferencia. Una tormenta es una tormenta.» Se quedó mirando la nota de nuevo. «No hay razón para inquietarse por un anónimo —insistió para sí—, aunque sea tan críptico como éste.»
Por un momento dedicó energía a convencerse de esa mentira, luego se sentó frente a su escritorio y cogió un bloc de papel tamaño oficio amarillo.
«La primera persona...»
Podía tratarse de Adán. Quizás el tema fuera bíblico.
Empezó a pensar de manera más transversal.
La «primera familia»... bueno, era la del presidente, pero ella no sacaba nada en limpio de eso. Entonces le vino a la mente el famo­so panegírico a George Washington —«el primero en la guerra, el primero en la paz...»— y encaminó sus esfuerzos en esa dirección, pero enseguida se dio por vencida. Que ella recordara, no conocía a nadie llamado George. Y menos aún Washington.
Exhaló un hondo suspiro, deseando que el aire acondicionado de la casa funcionara. Se dijo que su buena mano para los acertijos estaba basada en la paciencia, y que sólo tenía que ser metódica para descifrar éste. De modo que mojó los dedos en el agua con hielo, se frotó con ellos la frente y luego el cuello y decidió que nadie le en­viaría un mensaje en clave que ella no pudiese descifrar: no tendría el menor sentido enviárselo.
De cuando en cuando alguno de los lectores de la revista que solían resolver sus pasatiempos le mandaban notas, pero siempre a su seudónimo en la oficina. Invariablemente figuraba la dirección del remitente —a menudo también cifrada—, pues sus admiradores estaban más ansiosos por demostrarle su brillantez que por cono­cerla en persona. De hecho, a lo largo de los años, unos cuantos habían logrado dejarla en blanco, pero esas derrotas siempre iban seguidas de éxitos.
Observó de nuevo las palabras.
Recordó algo que había leído una vez, un proverbio, un retazo de sabiduría transmitido de padres a hijos en una familia: «Si corres y oyes ruidos de cascos a tu espalda, lo más sensato es suponer que se trata de un caballo y no de una cebra.»
No una cebra.


      «Recurre a la simplicidad. Busca la respuesta fácil.»
Bien. La primera persona. La primera persona del singular.
Es decir, «yo».
«La primera persona posee...»
¿La primera persona, con un sinónimo de «poseer» ?
«Yo he...»
 Se inclinó sobre su bloc y asintió con la cabeza.
 —Estamos avanzando —dijo en voz baja.
 «... aquello que la segunda persona escondió».
 La segunda persona. Es decir, «tú».
 Escribió: «Yo he espacio a ti.»
 Se fijó en la palabra «escondió».
       Por un momento pensó que se había mareado por el calor. Res­piró hondo y extendió el brazo para coger el vaso de agua.
      El antónimo de «esconder» era «encontrar».
      Bajó la vista hacia la nota y dijo en alto:
      —Yo te he encontrado a ti...
 La polilla frente a la ventana abandonó por fin sus embates sui­cidas y cayó sobre el alféizar, donde se quedó agitando las alas hasta morir, dejándola a ella sola, reprimiendo un grito, presa de un mie­do nuevo y repentino, en medio de un silencio sofocante.

                1

                                        El Profesor de la Muerte


Se acercaba el final de su decimotercera hora de clase y no estaba seguro de que alguien lo estuviera escuchando. Se volvió hacia la pared donde antes había una ventana que habían entablado y des­pués tapiado. Se preguntó por un momento si el cielo estaría despe­jado, luego supuso que no. Se imaginaba un mundo extenso, gris y encapotado al otro lado de los bloques de hormigón con que esta­ban construidas las paredes de la sala de conferencias. Miró de nue­vo a la concurrencia.
—¿Nunca se han preguntado a qué sabe en realidad la carne humana? —preguntó de pronto.
Jeffrey Clayton, un joven vestido con una estudiada indiferencia hacia la moda que le confería un aspecto poco atractivo y anónimo, estaba dando una clase sobre la propensión de ciertas clases de asesi­nos en serie a caer en el canibalismo, cuando vio con el rabillo del ojo bajo su mesa la luz roja y parpadeante de la alarma silenciosa. Contuvo la repentina oleada de ansiedad que le subió por la garganta y, con sólo un breve titubeo al hablar, se apartó disimuladamente del centro del pequeño estrado y se situó tras la mesa. Se sentó despacio en su silla.
—Así pues —dijo mientras fingía rebuscar alguna nota en los papeles que tenía delante—, podemos apreciar que el fenómeno de devorar a la víctima tiene antecedentes en muchas culturas primiti­vas, en las que se creía, por ejemplo, que al comerse el corazón del enemigo, uno adquiría su fuerza o su valor, o que al ingerir su cere­bro, aumentaría su inteligencia. Algo sorprendentemente parecido le sucede al asesino que se obsesiona con los atributos de su presa. Intenta transformarse en la víctima elegida...
Mientras hablaba deslizó la mano cuidadosamente bajo el escri­torio. Escudriñó cautelosamente a los cerca de cien alumnos que se removían en su asiento ante él en la sala mal iluminada, paseando la vista por sus rostros oscuros como un marinero solitario que escru­ta el océano en tinieblas en busca de una boya conocida.
Sin embargo, no veía más que la bruma habitual: aburrimiento, dispersión y algún destello ocasional de interés. Clayton buscaba odio. Rabia.
«¿Dónde estáis? —dijo para sus adentros—. ¿Quién de voso­tros quiere matarme?»
No se preguntó por qué. El porqué de tantas muertes había pasado a ser una cuestión irrelevante, intrascendente, casi eclipsada por lo frecuentes y comunes que eran.
La luz roja continuaba parpadeando bajo su mesa. Con el dedo índice, Clayton pulsó el botón que activaba la alerta de seguridad media docena de veces. En principio, una alarma se dispararía en la comisaría del campus, que enviaría automáticamente a su unidad de Operaciones Especiales. Pero, para ello, el sistema de alarma tendría que funcionar, cosa que él dudaba. Ninguno de los retretes en el servicio de caballeros funcionaba esa mañana, y a Clayton le pare­cía improbable que la universidad se ocupase de tener en buen esta­do un circuito electrónico endeble cuando ni siquiera mantenía la instalación de agua en condiciones.
«Puedes manejar la situación —se dijo—. Ya lo has hecho antes.»
Continuó recorriendo la sala con la mirada. Sabía que el detec­tor de metales instalado en la puerta trasera tenía la mala costumbre de fallar, pero también era consciente de que a principios del semes­tre otro profesor había hecho caso omiso de la misma señal y como resultado había recibido dos disparos en el pecho. El hombre había muerto desangrado en el pasillo, balbuciendo algo sobre los debe­res para el día siguiente, mientras un alumno desquiciado de posgra­do bramaba obscenidades de pie junto al cuerpo agonizante del profesor. Al parecer, un suspenso en un examen parcial había sido el detonante de la agresión; una explicación tan comprensible como cualquier otra.
Clayton ya nunca ponía notas inferiores a notable precisamente para evitar enfrentamientos de ese tipo. No valía la pena jugarse el pellejo por suspender a un estudiante de segundo. A los alumnos que a su juicio estaban al borde de la psicosis asesina les ponía automáticamente notables altos por sus trabajos, independiente­mente de si los entregaban o no. El responsable de gestión académi­ca del Departamento de Psicología sabía que todo estudiante que obtuviese esa nota del profesor Clayton debía considerarse una amenaza e informaba sobre ello al cuerpo de seguridad del campus.
El semestre anterior, había puesto esas notas a tres alumnos, todos ellos matriculados en su curso de Introducción a las Conduc­tas Aberrantes. Los estudiantes habían rebautizado el curso como «introducción a matar por diversión», nombre que, si bien no del todo exacto, al menos le parecía creativamente rítmico.
—... pues, a fin de cuentas, convertirse en su víctima es lo que motiva las acciones del asesino. Entra en juego una extraña dualidad entre el odio y el deseo. A menudo desean lo que odian, y odian lo que desean. También los mueven la fascinación y la curiosidad. La mezcla da lugar a un volcán de emociones diferentes. Esto, a su vez, se traduce en perversión, que trae consigo el asesinato...
«¿Es eso lo que te está pasando a ti?», preguntó en su fuero in­terno a la amenaza invisible.
Su mano palpó la parte inferior de la mesa hasta cerrarse en tor­no a la culata de la pistola semiautomática que tenía allí escondida, en su funda. Acarició el gatillo con el dedo mientras quitaba el se­guro con el pulgar. Desenfundó el arma lentamente. Permaneció ligeramente encorvado, como un monje atareado con un manuscri­to, intentando ofrecer un blanco más pequeño. Notó una punzada de rabia; el proyecto de ley para asignar fondos a la compra de cha­lecos antibalas para el profesorado aún estaba pendiente de aproba­ción por la comisión legislativa, y el gobernador, alegando limita­ciones presupuestarias, había vetado hacía poco una partida para modernizar las cámaras de videovigilancia en aulas y salas de con­ferencias. En cambio, al equipo de fútbol americano se le propor­cionarían uniformes nuevos ese otoño, y al entrenador de balonces­to le habían concedido una vez más un aumento, mientras que a los profesores no se les hacía el menor caso, como de costumbre.
La mesa era de acero reforzado. El Departamento de Edificios y Terrenos del campus le había asegurado que sólo podía atravesarla la munición de alta velocidad recubierta de teflón. Sin embargo, tanto Clayton como todos los demás profesores sabían perfecta­mente que esas balas podían adquirirse en varias tiendas de artícu­los de caza desde las que se podía llegar caminando a la universidad. También había balas explosivas y de punta hueca disponibles para quienes estuviesen dispuestos a pagar los precios inflados de los establecimientos próximos al campus.
Jeffrey Clayton era un hombre más joven, aún en la etapa opti­mista de la mediana edad, y libre todavía de la inevitable barriga, los ojos legañosos y desilusionados, y el tono de voz nervioso y asus­tado tan comunes entre los profesores mayores. Las expectativas de Clayton en la vida, que ya eran mínimas de entrada, no habían em­pezado a reducirse sino hasta hacía poco tiempo, marchitándose como una planta apartada de la luz en algún rincón sombrío. Toda­vía conservaba los músculos de brazos y piernas enjutos pero fuer­tes que le proporcionaban la rapidez de una liebre, y una actitud alerta disimulada por un tic ocasional en la comisura del párpado derecho y las gafas anticuadas de montura metálica que llevaba. Tenía andares de atleta y porte de corredor, pues lo era desde su época de instituto. Algunos profesores apreciaban su sarcástico sen­tido del humor, un antídoto que contrarrestaba, según él, los efec­tos de su estudio concienzudo de las causas de la violencia.
«Si me tiro hacia la izquierda —pensó—, el arma quedará en posición de disparo, y mi cuerpo protegido por la mesa. El ángulo para devolver el fuego no será óptimo, pero tampoco quedaré del todo indefenso.»
Se esforzó por hablar con voz monótona.
—... Algunos antropólogos sostienen la teoría de que varias cul­turas primitivas no sólo producían individuos que en la sociedad ac­tual se convertirían con toda probabilidad en asesinos en serie, sino que los veneraban y los elevaban a categorías sociales destacadas.
No dejó de escrutar a la concurrencia con la mirada. En la cuar­ta fila, a la derecha, había una joven que se revolvía inquieta. Se re­torcía las manos sobre el regazo. «¿Síndrome de abstinencia de anfetaminas? —se preguntó—. ¿Psicosis inducida por la cocaína?» Sus ojos continuaron explorando y se fijaron en un chico alto sentado justo en el centro del auditorio que llevaba gafas de sol, a pesar de la penumbra que reinaba en la sala, tenuemente iluminada por los mortecinos fluorescentes amarillos del techo. El joven estaba senta­do muy rígido, con los músculos tensos, como si la soga de la para­noia lo mantuviese atado a su silla. Tenía las manos ante sí, apreta­das, pero vacías, tal como Jeffrey Clayton vio de inmediato. Manos vacías. Había que encontrar las manos que ocultaban el arma.
Se oyó a sí mismo dar la conferencia, como si su voz emanara de un espíritu separado de su cuerpo.
—... Cabe suponer, a modo de ejemplo, que el antiguo sacerdote azteca que se encargaba de arrancar el corazón aún palpitante a las víctimas de los sacrificios humanos, bueno, seguramente disfrutaba con su trabajo. Se trataba de asesinatos en serie socialmente acepta­dos y promovidos. Sin duda el sacerdote se iba a trabajar alegre­mente cada mañana después de darle un beso en la mejilla a su espo­sa y alborotarles el pelo a sus pequeños, con el maletín en la mano y el Wall Street Journal bajo el brazo para leerlo en el tren suburba­no, ilusionado con pasar un buen día ante el altar de sacrificios...
En la sala resonó un murmullo de risitas ahogadas. Clayton aprovechó el momento para introducir una bala en la recámara de la pistola sin que se oyera el ruido metálico.
A lo lejos sonó una sirena que marcaba el final de la clase. Los más de cien estudiantes que estaban en la sala se rebulleron en sus asientos y comenzaron a recoger sus chaquetas y mochilas, afanán­dose durante los últimos segundos de la clase.
«Éste es el momento más peligroso», pensó él. De nuevo habló en voz alta.
—No lo olviden: les pondré un examen la semana próxima. Para entonces, tendrán que haberse leído las transcripciones de las entrevistas a Charles Manson en prisión. Las encontrarán en el fon­do de reserva de la biblioteca. Esas entrevistas entrarán en el exa­men...
Los alumnos se levantaron de sus asientos, y él empuñó la pis­tola sobre sus rodillas. Unos pocos estudiantes empezaron a cami­nar hacia el estrado, pero él les hizo señas con la mano que le que­daba libre para que se alejaran.
—El horario de despacho está pegado fuera. No habrá más con­ferencias ahora...
Vio vacilar a una joven. A su lado había un muchacho muy de­sarrollado, con brazos de culturista y acné galopante, debido sin duda a un exceso de esteroides. Ambos llevaban téjanos y sudade­ras con las mangas recortadas. El chico tenía el pelo corto como el de un presidiario. Sonreía de oreja a oreja. Al profesor lo asaltó la duda de si las tijeras romas con que había operado a su sudadera eran las mismas que había usado para su corte de pelo. En otras cir­cunstancias, seguramente se lo habría preguntado. Los dos dieron un paso hacia él.
—Salgan por la puerta trasera —les indicó Clayton en alto, ha­ciendo un gesto de nuevo.
La pareja se detuvo por unos instantes.
—Quiero hablar del examen final —dijo la chica, con un mohín.
—Pídale hora a la secretaria del departamento. La atenderé en mi despacho.
—Será sólo un momento —insistió ella.
—No —contestó él—. Lo siento. —Miraba detrás de la joven, y a ella y al chico alternadamente, temeroso de que alguien se estu­viese abriendo paso contra el torrente de alumnos, arma en mano.
—Venga, profe, dele un minuto —pidió el novio. Exhibía su ac­titud amenazadora con tanta naturalidad como su sonrisa, torcida por el pendiente de metal que llevaba clavado en el labio superior—. Ella quiere hablar con usted ahora.
—Estoy ocupado —replicó Clayton.
El joven dio otro paso hacia él.
—Dudo que tenga tantas putas cosas que hacer como para...
Pero la chica extendió el brazo y le tocó el hombro. Eso bastó para contenerlo.
—Puedo volver en otro momento —dijo ella, dejando al descu­bierto sus dientes amarillentos al sonreírle a Clayton con coquete­ría—. No pasa nada. Necesito una nota alta, y puedo ir a verle a su despacho. —Se pasó la mano en silencio por el pelo, que llevaba muy corto en la mitad de la cabeza que se había afeitado, y que le crecía en una cascada de rizos exuberantes en la otra mitad—. En privado —añadió.
El chico giró sobre sus talones hacia ella, dándole la espalda al profesor.
—¿Qué coño significa eso? —preguntó.
—Nada —respondió ella sin dejar de sonreír—. Concertaré una cita. —Pronunció la última palabra en un tono demasiado preñado de promesas y le dedicó a Clayton una sonrisita provocativa acom­pañada de un ligero arqueo de las cejas. Acto seguido, cogió su mochila y dio media vuelta para marcharse. El culturista soltó un gruñido en dirección al profesor y luego echó a andar a toda prisa en pos de la joven. Clayton lo oyó recriminarla con frases como «¿A qué coño ha venido eso?» mientras la pareja subía las escaleras hacia la parte posterior de la sala de conferencias hasta desaparecer en la oscuridad del fondo.
«No hay luz suficiente —pensó—. Los fluorescentes siempre se funden en las últimas filas, y nadie los cambia. Debería estar ilumi­nado hasta el último rincón. Muy bien iluminado.» Escudriñó las sombras próximas a la salida, preguntándose si alguien se ocultaba en ellas. Recorrió con la mirada las hileras de asientos ahora vacíos, buscando a alguien agazapado, listo para atacar.
La luz roja de la alarma silenciosa seguía parpadeando. Clayton se preguntó dónde estaría la unidad de Operaciones Especiales y luego llegó a la conclusión de que no acudiría.
«Estoy solo», repitió para sí.
Y de inmediato cayó en la cuenta de que no era así.
La figura estaba encogida en un asiento situado muy al fondo, al borde de la oscuridad, esperando. Clayton no podía ver los ojos del hombre, pero, incluso agachado, se notaba que era muy corpulento.
Clayton alzó la pistola y apuntó con ella a la figura.
—Te mataré —dijo en un tono categórico y duro.
Como respuesta, oyó una risa procedente de las sombras.
—Te mataré sin dudarlo.
Las carcajadas se apagaron y cedieron el paso a una voz.
—Profesor Clayton, me sorprende. ¿Recibe a todos sus alum­nos con un arma en la mano?
—Cuando es necesario —contestó Clayton.
La figura se levantó de su asiento, y el profesor comprobó que la voz pertenecía a un hombre maduro, alto y robusto con un terno que le venía pequeño. Llevaba un maletín pequeño en una mano, y Clayton reparó en él cuando el hombre abrió los brazos de par en par en un gesto amistoso.
—No soy un alumno...
—Ya se ve.
      —... pero me ha gustado eso de que el asesino se transforma en su víctima. ¿Es cierta esa afirmación, profesor? ¿Puede documentar­la? Me gustaría ver los estudios que respaldan esa teoría. ¿O sólo se lo dice la intuición?
—La intuición —respondió— y la experiencia. No hay estudios clínicos satisfactorios. Nunca los ha habido, y dudo que los haya en un futuro.
El hombre sonrió.
—Habrá leído sobre Ross y su innovadora investigación relati­va a los cromosomas anómalos, ¿no? ¿Y qué me dice de Finch y Alexander y el estudio de Michigan sobre la composición genética de los asesinos compulsivos?
—Estoy familiarizado con ellos —dijo Clayton.
—Claro que lo está. Usted fue ayudante de investigación de Ross, la primera persona que él contrató cuando se le concedió una asignación federal. Y tengo entendido que usted escribió en realidad el otro artículo, ¿verdad? Ellos firmaron, pero usted realizó el tra­bajo, ¿no? Antes de doctorarse.
—Está usted bien informado.
El hombre empezó a acercarse a él, bajando despacio por los es­calones de la sala de conferencias. Clayton alineó la mira situada en la punta de la pistola y la sujetó firmemente con ambas manos, en po­sición de disparar. Advirtió que el hombre era mayor que él, de entre cincuenta y cinco y sesenta años, y tema el cabello entreverado de gris y muy corto, al estilo militar. Pese a su corpulencia, parecía ágil, casi ligero de pies. Clayton lo observó con ojos de deportista; el hombre no serviría como corredor de fondo, pero resultaría peligroso en dis­tancias cortas, pues seguramente era capaz de alcanzar velocidades considerables durante lapsos breves.
—Avance despacio —le indicó Clayton—. Mantenga las manos a la vista.
—Le aseguro, profesor, que no soy una amenaza.
—Lo dudo. El detector de metales se ha disparado cuando ha entrado usted.
—De verdad, profesor, que no soy yo el problema.
—Eso también lo dudo —replicó Jeffrey Clayton, cortante—. En este mundo hay amenazas y problemas de toda clase, y sospe­cho que usted encarna unos cuantos. Ábrase la chaqueta. Sin movi­mientos bruscos, por favor.
El hombre se había detenido y se encontraba a unos cinco me­tros de él.
—La educación ha cambiado desde que yo estudiaba —comentó.
—Eso es una obviedad. Enséñeme su arma.
El hombre dejó al descubierto la sobaquera en la que llevaba una pistola similar a la que empuñaba Clayton.
—¿Me permite enseñarle también mi identificación? —preguntó.
—Luego. Llevará otra de refuerzo, ¿no? ¿En el tobillo, quizás? ¿O en el cinturón, a la espalda? ¿Dónde está?
El hombre sonrió de nuevo.
—A la espalda. —Se levantó lentamente el faldón de la chaqueta y dio media vuelta, mostrándole una pistola automática más peque­ña que llevaba enfundada, al cinto—. ¿Satisfecho? —inquirió—. Por favor, profesor, vengo por un asunto oficial...
—«Asunto oficial» es un eufemismo maravilloso que puede aplicarse a varias actividades peligrosas. Ahora, levántese las perne­ras. Despacio.
El hombre suspiró.
—Vamos, profesor. Déjeme enseñarle mi identificación.
Por toda respuesta, Clayton le hizo una seña con la pistola, para conminarlo a obedecer. El hombre se encogió de hombros y se reman­gó primero la pernera izquierda, luego la derecha. La segunda reveló una tercera funda, que en este caso contenía un puñal de hoja plana.
El hombre sonrió una vez más.
—Toda protección es poca para alguien de mi profesión.
—¿Y qué profesión es ésa? —quiso saber Clayton.
—Pues la misma que la suya, profesor. Me dedico a lo mismo que usted. —Vaciló por unos instantes, dejando que otra sonrisa se le deslizara por el rostro como una nube por delante de la luna—. La muerte.


Jeffrey Clayton señaló con la pistola un asiento de la primera fila.
—Puede enseñarme su identificación ahora —dijo.
El visitante de la sala de conferencias se llevó la mano cautelo­samente al bolsillo de la chaqueta y extrajo una cartera de piel sin­tética. Se la tendió al profesor.
—Tírela aquí y luego siéntese. Póngase las manos detrás de la cabeza.
Por primera vez, el hombre dejó que la exasperación asomara a las comisuras de sus ojos, y casi al instante la disimuló con la mis­ma sonrisa burlona y desenfadada.
—Tanta precaución me parece excesiva, profesor Clayton, pero si así se siente más cómodo...
El hombre ocupó el asiento en la primera fila, y Clayton se aga­chó para recoger la cartera de identificación, sin dejar de apuntar al pecho del hombre con la pistola.
—¿Excesiva? —repuso—. Entiendo. Un hombre que no es un estudiante pero lleva al menos tres armas diferentes entra en mi sala de conferencias por la puerta trasera, sin cita previa, sin presentarse, in­formado al parecer sobre quién soy, ¿y me asegura rápidamente que no representa una amenaza y me intenta convencer de que no sea pre­cavido? ¿Tiene idea de cuántos profesores han sufrido agresiones este semestre, cuántos tiroteos causados por estudiantes se han producido? ¿Sabe que una orden judicial nos obliga a abandonar los tests psicoló­gicos de admisión, gracias a la Unión Americana por las Libertades Civiles ? Lo consideran violación de la privacidad y demás. Encantador. Ahora ni siquiera podemos descartar a los chalados antes de que vengan con sus armas de asalto. —Clayton sonrió por primera vez—. La pre­caución —dijo— es una parte esencial de la vida.
El hombre del traje asintió con la cabeza.
—Donde yo trabajo, eso no constituye un problema.
El profesor continuó sonriendo.
—Esa afirmación es una mentira, supongo. De lo contrario, no estaría usted aquí.
El hombre abrió su cartera, y Clayton vio un águila grabada en oro sobre las palabras SERVICIO DE SEGURIDAD DEL ESTADO. El águila y la inscripción tenían como fondo la inconfundible silueta cuadrada del nuevo territorio del Oeste. Debajo, con cifras rojas bien definidas, estaba el número 51. En la tapa opuesta figuraba el nombre del individuo, Robert Martin, junto con su firma y su car­go, que, según constaba, era el de agente especial.
Jeffrey Clayton nunca había visto antes una placa de identifica­ción del territorio propuesto como estado número cincuenta y uno de la Unión. Se quedó mirándola durante un rato.
—Bien, señor Martin —dijo despacio, al cabo—, ¿o debería lla­marle agente Martin, suponiendo que sea su verdadero nombre? ¿De modo que trabaja usted para la S. S.?
El hombre frunció el entrecejo por unos instantes.
—Nosotros preferimos llamarlo Servicio de Seguridad, profe­sor, a emplear las siglas, como sin duda comprenderá. Las iniciales tienen alguna connotación histórica siniestra, aunque a mí, perso­nalmente, eso no me preocupa. Sin embargo, otros son, por así de­cirlo, más sensibles a estos temas. Por otra parte, tanto la placa como el nombre son auténticos. Si lo prefiere, podemos buscar un teléfono y le daré un número para que haga una llamada de verifi­cación. Quizás así se tranquilice.
—Nada relacionado con el estado cincuenta y uno me tranqui­liza. Si pudiera, votaría contra su reconocimiento como estado.
—Por suerte, está usted en franca minoría. ¿Nunca ha estado en el nuevo territorio, profesor? ¿No ha notado la sensación de seguri­dad que impera allí? Muchos creen que representa los auténticos Estados Unidos, un país que se ha perdido en este mundo moderno.
—También hay muchos que creen que son una panda de criptofascistas.
El agente volvió a sonreír de oreja a oreja con una expresión de autosuficiencia que sustituyó la sombra de ira que había pasado por su rostro unos momentos antes.
—¿No se le ocurre nada mejor que ese tópico manido? —pre­guntó el agente Martin.
Clayton no respondió al instante. Le devolvió la cartera con la placa al agente. Se percató de que el hombre tenía cicatrices de que­maduras en la mano y que sus dedos eran fuertes y gruesos como garrotes. El profesor se imaginó que el puño del agente debía de ser un arma poderosa por sí solo, y se preguntó qué marcas tendría en otras partes del cuerpo. Bajo aquella luz tan tenue, sólo alcanzaba a distinguir una franja rojiza en el cuello del hombre, y sintió curio­sidad por la historia que habría detrás, aunque sabía que, fuera cual fuese, seguramente había engendrado una rabia que permanecía la­tente en el cerebro del agente. Bastaban conocimientos elementales de las psiques aberrantes para sacar esta conclusión. Aun así, Clay­ton había investigado a fondo la relación entre la violencia y la de­formidad física, así que decidió tomar buena nota de ello.
Bajó su arma muy despacio, pero la depositó sobre la mesa, ante sí, y tamborileó brevemente con los dedos contra el metal.
—No sé lo que va a pedirme, pero la respuesta es no —dijo tras un momento de titubeo—. No sé qué necesita, pero no lo tengo. No sé qué le ha traído aquí, pero me da igual.
El agente Martin se agachó y recogió el maletín de piel que ha­bía dejado a sus pies. Lo arrojó a la tarima, donde cayó con un rui­do como el de una bofetada, que resonó en la sala. Se deslizó hasta detenerse junto a una esquina de la mesa.
—Échele un vistazo, profesor.
Clayton hizo ademán de recogerlo, pero se detuvo.
—¿Qué pasa si no lo hago?
Martin se encogió de hombros, pero la misma sonrisa de gato de Cheshire que había desplegado antes le curvaba las comisuras de la boca.
—Lo hará, profesor. Lo hará. Necesitaría una fuerza de volun­tad muy superior a la que tiene para devolverme ese maletín sin examinar lo que contiene. No, dudo que se resista. Lo dudo mucho. Ahora he despertado su curiosidad, o al menos, cierto interés «aca­démico». Está usted ahí sentado, preguntándose qué me ha hecho salir del mundo seguro en que vivo para venir a un sitio donde pue­de pasar casi de todo, ¿verdad?
—Me da igual por qué ha venido. Y no pienso ayudarlo.
El agente hizo una pausa, no para reflexionar sobre la negativa del profesor, sino como planteándose un enfoque diferente.
—Usted estudió literatura, ¿no, profesor? Cursó la licenciatu­ra, si mal no recuerdo.
—Está usted sumamente bien informado. Así es.
—Es corredor de fondo y aficionado a los libros poco comunes. Son actividades muy románticas. Pero también algo solitarias, ¿no?
Clayton se limitó a mirar con fijeza al agente.
—En parte profesor, en parte ermitaño, ¿me equivoco? Bueno, a mí me iban los deportes más físicos, como el hockey. La violencia que me gusta es la que está controlada, organizada y debidamente regulada. En fin, ¿recuerda el principio de la gran novela La peste, del difunto monsieur Camus? Un momento delicioso, justo allí, en una soleada ciudad norteafricana, en que el médico que no ha sido más que un benefactor para la sociedad ve a una rata salir tamba­leándose de las sombras y morir en medio de todo ese calor y esa luz. Entonces se da cuenta de que algo terrible está a punto de ocu­rrir, ¿no es verdad, profesor? Porque las ratas nunca emergen de las alcantarillas y los rincones oscuros para morir. ¿Recuerda esa par­te del libro, profesor?
—Sí —contestó Clayton. Cuando estudiaba en la universidad, había utilizado justo esa imagen en su trabajo final para la asignatu­ra de Literatura Apocalíptica de Mediados del Siglo XX. De inme­diato supo que el agente que tenía ante sí había leído ese trabajo, y lo invadió la misma oleada de miedo que cuando había visto encen­derse la luz de alarma de debajo de la mesa.
—Ahora está en una situación parecida, ¿no? Sabe que hay algo terrible a sus pies, pues, de lo contrario, ¿por qué iba yo a poner en peligro mi seguridad personal para venir a su aula, donde incluso esa pistola semiautomática quizá llegue a resultar insuficiente algún día?
—No habla usted como un policía, agente Martin.
—Pero lo soy, profesor. Soy un policía de nuestro tiempo y nuestras circunstancias. —Señaló con un gesto amplio el sistema de alarma de la sala de conferencias. Había videocámaras anticuadas instaladas en los rincones, cerca del techo—. No funcionan, ¿ver­dad? Parecen de hace una década, o quizá de hace más tiempo.
—Tiene razón en ambas cosas.
—Pero las dejan allí con la esperanza de sembrar la duda en la cabeza de alguien, ¿verdad?
—Seguramente ésa es la lógica.
—Me parece interesante —comentó Martin—. La duda puede dar lugar a la vacilación. Y eso le daría a usted el tiempo que nece­sita para... ¿para qué? ¿Para escapar? ¿Para desenfundar el arma y protegerse?
Clayton barajó varias respuestas y al final las descartó todas. Bajó la vista hacia el maletín.
—He ayudado al Gobierno en varias ocasiones. Nunca ha sido una relación muy provechosa para mí.
El agente reprimió una risita.
—Quizá para usted no. El Gobierno, en cambio, quedó muy satisfecho. Le ponen por las nubes. Dígame, profesor, ¿la herida de su pierna ha cerrado bien?
Clayton asintió con la cabeza.
—Era de esperar que estuviese usted enterado de eso.
—El hombre que se la infligió... ¿qué ha sido de él?
—Sospecho que ya conoce usted la respuesta a esa pregunta.
—En efecto. Está en el corredor de la muerte, en Tejas, ¿no es así?
—Sí.
—Ya no puede presentar más apelaciones, ¿estoy en lo cierto? —Dudo que pueda.
—Entonces cualquier día de éstos le pondrán la inyección letal, ¿no cree?
—No creo nada.
—¿Le invitarán a la ejecución, profesor? Imagino que bien po­dría ser un invitado de honor en esa velada tan especial. No lo ha­brían pillado sin su colaboración, ¿verdad? ¿Y a cuántas personas mató? ¿Fueron dieciséis?
—No, diecisiete. Unas prostitutas en Galveston. Y un inspector de policía.
—Ah, cierto. Diecisiete. Y usted habría podido ser el número dieciocho de no haber tenido buenos reflejos. Usaba un cuchillo, ¿correcto?
—Sí. Usaba un cuchillo. Muchos cuchillos diferentes. Al prin­cipio, una navaja automática italiana con una hoja de quince centí­metros. Luego la cambió por un cuchillo de caza con sierra, después pasó a utilizar un bisturí y finalmente una cuchilla de afeitar recta como las de antes. Y en una o dos ocasiones empleó un cuchillo para untar afilado a mano, todo lo cual causó una confusión consi­derable a la policía. Pero no creo que asista a esa ejecución, no.
El agente hizo un gesto de afirmación con la cabeza, como si hubiese captado algún sobreentendido.
—Lo sé todo sobre sus casos, profesor —dijo crípticamente—. No han sido muchos, ¿verdad? Y siempre los ha aceptado de mala gana. Eso consta también en su expediente del FBI. El profesor Clayton siempre se muestra reacio a poner sus conocimientos al servicio de la causa que sea. Me pregunto, profesor, ¿qué es lo que le decide a abandonar estas elegantes y deliciosamente sagradas salas para ayudar de verdad a nuestra sociedad? Cuando se ha prestado a ello, ¿ha sido por dinero? No. Al parecer no le preocupan dema­siado los bienes materiales. ¿La fama? Es evidente que no. Por lo visto rehuye usted la notoriedad, a diferencia de algunos colegas académicos suyos. ¿La fascinación? Eso parece más verosímil; al fin y al cabo, cuando usted se ha decidido a salir a la luz, ha tenido éxi­tos notables.
—La suerte me ha favorecido un par de veces, eso es todo. Lo único que hice fue conjeturas más o menos fundadas. Ya lo sabe. El agente respiró hondo y bajó la voz.
—Es demasiado modesto, profesor. Lo sé todo sobre sus éxitos y estoy seguro de que, por mucho que lo niegue, es usted mejor que la media docena de expertos académicos y especialistas cuyos servi­cios contrata el Gobierno a veces. Estoy al corriente de lo que ocu­rrió con el hombre de Tejas, y de cómo le dio usted caza, y de la mujer en Georgia que trabajaba en la residencia para ancianos. Es­toy al corriente del caso de los dos adolescentes de Minnesota y su pequeño club de asesinos, y de la barca que encontró usted en Springfield, no muy lejos de aquí. Es un villorrio de mala muerte, pero ni siquiera ellos se merecían lo que ese hombre les estaba ha­ciendo. Fueron cincuenta, ¿verdad? Al menos, ésa es la cifra que usted consiguió que confesara. Pero hubo más, ¿verdad, profesor?
—Sí, hubo más. Dejamos de contar al llegar a cincuenta.
—Eran niños pequeños, ¿verdad? Cincuenta niños pequeños abandonados, que se pasaban el día en los alrededores del centro de juventud, que vivían en la calle y murieron en la calle. Nadie se preocupaba mucho por ellos, ¿no?
—Tiene razón —dijo Clayton en tono cansino—. Nadie se preocupaba mucho por ellos. Ni antes ni después de su asesinato.
—Estoy informado sobre él. Un ex asistente social, ¿verdad?
—Si dice que está informado, no tendría que preguntármelo.
—Nadie quiere saber por qué alguien comete un crimen, ¿no es así, profesor? Sólo quieren saber quién y cómo, ¿correcto?
—Desde que se aprobó la enmienda No Hay Excusas a la Cons­titución, es como usted dice. Pero es policía y debería saber esas cosas.
—Y usted es el profesor que aún conserva su viejo interés por el trasfondo emocional de los delincuentes; la obsoleta pero a veces desafortunadamente necesaria psicología criminal. —Martin aspiró a fondo—. El perfilista —dijo—. ¿No es así como debo llamarle?
—No le servirá de nada —repitió Clayton.
—El hombre que puede explicarme por qué, ¿verdad, profesor?
—Esta vez no.
El agente sonrió una vez más.
—Estoy al corriente de cada una de las cicatrices que esos casos le dejaron.
—Lo dudo —replicó Clayton.
—No, no, lo estoy.
Clayton señaló el maletín con un movimiento de cabeza.
—¿Y éste?
—Este es especial, profesor.
Jeffrey Clayton prorrumpió en una sola andanada de carcajadas sarcásticas que retumbaron en la sala vacía.
—¡Especial! Cada vez que han acudido a mí (y siempre es lo mismo: un hombre con un traje azul o marrón no especialmente caro y un maletín de piel que me habla de algún crimen que sólo puede resolverse con la ayuda de un experto), cada vez me dicen exactamente lo mismo. Da igual que sea un traje del FBI, del Servi­cio Secreto o de la policía local de alguna gran ciudad o de algún pueblo apartado, siempre me aseguran que se trata de algo especial. Pues bien, ¿sabe qué, agente Martin de la S. S.? No son especiales, en lo más mínimo. Los casos son simplemente terribles. Eso es todo. Son desagradables, sórdidos y nauseabundos. Siempre están relacionados con la muerte en sus aspectos más repugnantes e in­mundos. Víctimas de abusos sexuales cortadas en rebanadas o en pedacitos, evisceradas o reducidas a carne picada de muchas mane­ras tan imaginativas como repugnantes. Pero ¿sabe lo que no son? No son especiales. No, señor. Lo que son es iguales. Son la misma cosa en envoltorios ligeramente distintos. ¿Especial? ¿No? En ab­soluto. Lo que son es corrientes. Los asesinatos en serie son tan comunes en nuestra sociedad como los resfriados. Son tan habitua­les como que el sol salga y se ponga a diario. Son una diversión. Un pasatiempo. Un entretenimiento. Joder, deberían publicar las tablas de puntuaciones en la sección de deportes de los periódicos, junto a la clasificación. Así que, quizás esta vez, por muy perplejos y des­concertados que estén ustedes, por mucha frustración que les cau­se, esta vez pasaré.
El agente se removió en su asiento.
—No —murmuró—. No lo creo.
     Clayton observó al agente Martin levantarse despacio de su si­lla. Por primera vez, advirtió un brillo amenazador en los ojos del hombre, que se achicaron y se clavaron en él con la mirada intensa que un tirador experto posa en su objetivo milisegundos antes de apretar el gatillo. Al hablar, su voz sonó fría y rígida como un esti­lete, y cada palabra fue como una puñalada.
—Quédese con el maletín. Examine su contenido. Encontrará el número de un hotel local donde podrá localizarme después. Espe­ro su llamada esta tarde.
—¿Y si me niego? —preguntó Clayton—. ¿Y si no llamo?
El agente, sin despegar la vista de él, respiró hondo antes de contestar.
—Jeffrey Clayton, profesor de Psicología Anormal en la Uni­versidad de Massachusetts. Nombrado para el puesto poco después del cambio de siglo. Se le concedió la cátedra tres años después por mayoría. Soltero. Sin hijos. Un par de novias ocasionales entre las que le gustaría decidirse para sentar la cabeza, pero no lo hace, ¿ver­dad? Quizás hablemos de eso en otro momento. ¿Qué más? Ah, sí. Le gusta la bicicleta de montaña y jugar partidos rápidos de balon­cesto en el gimnasio, además de correr entre diez y doce kilómetros diarios. Su producción de escritos académicos es más bien modes­ta. Ha publicado varios estudios interesantes sobre conductas ho­micidas, que no han despertado un interés generalizado, pero que sí han llamado la atención de las autoridades policiales de todo el país, que tienden a respetar su erudición mucho más que sus colegas del mundo universitario. Daba conferencias de vez en cuando en la Di­visión de Estudios Conductuales del FBI en Quantico, antes de que la cerraran. Malditos recortes de presupuesto. Ha sido profesor invi­tado en la Escuela John Jay de Justicia Criminal en Nueva York...
El agente hizo una pausa para recuperar el aliento.
—Veo que tiene usted mi currículo —lo interrumpió Clayton.
—Grabado en la memoria —contestó el agente con aspereza.
—Puede haberlo conseguido en el Departamento de Relaciones Públicas de la universidad.
El agente Martin asintió con la cabeza.
—Tiene una hermana que vive en Tavernier, Florida, y que nun­ca ha estado casada, ¿me equivoco? En eso se parece a usted. ¿No es una coincidencia intrigante? Ella cuida de su anciana madre. De su inválida madre. Y trabaja para una revista de allí. Inventa juegos de ingenio. Qué trabajo tan interesante. ¿Tiene ella el mismo problema con la bebida que usted? ¿O consume algún otro tipo de sustancia?
Clayton enderezó la espalda en su asiento.
—Yo no tengo un problema con la bebida. Ni tampoco mi her­mana.
     —¿No? Mejor. Me alegro de oírlo. Me pregunto cómo se habrá colado ese pequeño detalle en mi investigación...
     —Eso no puedo saberlo. —No, supongo que no.
     El policía se rio otra vez.
—Lo sé todo sobre usted —dijo—. Y sé mucho sobre su familia. Es usted un hombre que ha conseguido algunos logros. Un hombre con una reputación interesante en el campo de los asesinatos.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que su colaboración en varios casos ha sido fruc­tífera, pero usted no muestra el menor interés en hacer un se­guimiento de dichos éxitos. Ha trabajado con las figuras más emi­nentes de su especialidad, pero parece satisfecho con su propio anonimato.
     —Eso —repuso Clayton con brusquedad— es asunto mío.
     —Tal vez. Tal vez no. ¿Sabe que a sus espaldas los alumnos le llaman «el Profesor de la Muerte»?
     —Sí, lo había oído.
—Pues bien, Profesor de la Muerte, ¿por qué se empeña en con­tinuar trabajando aquí, en una universidad estatal grande, con fon­dos insuficientes y en muchos aspectos destartalada, relativamente en secreto?
—Eso también es asunto mío. Me gusta este sitio.
—Pero ahora también es asunto mío, profesor.
Clayton no respondió. Sus dedos se deslizaron sobre el acero de la pistola que descansaba en la mesa, ante él.
El agente habló con voz áspera, casi ronca.
—Va usted a recoger el maletín, profesor. Va a examinar su con­tenido. Luego me llamará y me ayudará a resolver mi problema.
—¿Está seguro? —dijo Clayton, en un tono más desafiante del que pretendía.
—Sí —respondió el agente Martin—. Sí, estoy convencido. Y no sólo porque sé todas esas cosas sobre su currículum vítae, esas chorra­das sobre las biografías de toda esa gente y la información de relleno de las relaciones públicas, y no sólo porque me he leído el expedien­te del FBI sobre usted, sino porque sé algo más, algo más importan­te, algo que esas agencias, universidades, periódicos, alumnos, profe­sores y el resto de la gente no sabe. Yo mismo me he convertido en estudiante, profesor. Estudio a un asesino. Y, de rebote, ahora le estu­dio a usted. Y eso me ha llevado a descubrimientos interesantes.
—¿Qué descubrimientos, si puede saberse? —preguntó Clay­ton, esforzándose por disimular el temblor en su voz.
El agente Martin sonrió.
    —Verá, profesor, sé quién es usted en realidad. Clayton no dijo nada, pero notó que un frío glacial le recorría todo el cuerpo.
—Hopewell, Nueva Jersey —susurró el agente—. Allí pasó us­ted sus primeros nueve años de vida... hasta una noche de octubre de hace un cuarto de siglo. Entonces se marchó para no volver. Fue entonces cuando empezó todo, ¿estoy en lo cierto, profesor?
—¿Cuando empezó qué? —espetó Clayton.
El agente hizo un gesto de afirmación con la cabeza, como un niño en un patio de colegio que comparte un secreto.
—Ya sabe a qué me refiero. —Hizo una pausa para observar el impacto de sus palabras en el semblante de Clayton, como si éste no esperase una respuesta a su pregunta. Dejó que el silencio que inva­dió el espacio entre ellos envolviese al profesor como bruma mati­nal en un día fresco de otoño. Luego asintió con la cabeza—. De verdad espero recibir noticias suyas esta tarde, profesor. Hay mu­cho trabajo por hacer y me temo que poco tiempo para realizarlo. Lo mejor será poner manos a la obra cuanto antes.
—¿Se trata de una especie de amenaza, agente Martin? En ese caso, más vale que sea más explícito, porque no tengo la menor idea de lo que me habla —dijo Clayton rápidamente, demasiado para resultar convincente, como comprendió en el momento en que las palabras salieron de manera atropellada de su boca.
El agente se sacudió ligeramente, como un perro al despertar de su siesta.
—Ah —contestó pasivamente—. Sí, creo que sí que tiene idea. —Titubeó por unos instantes—. Creía que podía esconder­se, ¿verdad?



Clayton no respondió.
—¿Creía que podría esconderse para siempre?
El agente hizo un último gesto en dirección al maletín, que es­taba apoyado contra una esquina de la mesa. Luego se volvió y, sin mirar atrás, subió a paso veloz los escalones con movimientos ági­les y enérgicos. Dio la impresión de que la oscuridad del fondo de la sala se lo tragaba. Un torrente de luz invadió la estancia cuando la puerta trasera se abrió al pasillo bien iluminado, y la silueta de las anchas espaldas del agente apareció en el vano. La puerta se cerró con un golpe seco, dejando por fin al profesor solo en la tarima.
Jeffrey Clayton se quedó sentado inmóvil, como fusionado con su asiento.
Por un instante miró en torno a sí con ojos desorbitados, respi­rando con dificultad. De pronto le pareció insoportable que no hubiera ventanas en la sala de conferencias. Era como si le faltase el aire. Con el rabillo del ojo, vio que la luz roja de la alarma continua­ba parpadeando apremiante, desatendida.
Clayton se llevó la mano a la frente y lo comprendió: «Mi vida se ha acabado.»

                                                                  2

                                     Un problema persistente


Atravesó el campus andando despacio, haciendo caso omiso de los grupos de estudiantes que bloqueaban el paso en los caminos, distraído por pensamientos fríos y una angustia gélida que parecía proceder de un rincón desconocido de su interior.
El anochecer acechaba en los confines de aquella tarde de oto­ño, filtrando la oscuridad a través de las ramas desnudas de los po­cos robles que aún salpicaban el paisaje de la universidad. Una breve racha de viento frío penetró a través del abrigo de lana de Jeffrey Clayton, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Irguió la cabeza por un momento y dirigió la mirada hacia el oeste, donde la veta mora­da rojiza del horizonte se arrugaba en las colinas lejanas. El cielo mismo parecía desvanecerse en una docena de tonos de gris claro, cada uno de ellos un anuncio del invierno que se acercaba inexora­ble. Para Clayton era la peor época del año en Nueva Inglaterra, cuando la sinfonía de colores otoñales se había apagado y aún no caían las primeras nevadas. El mundo parecía replegarse en sí mis­mo, vacilante como un anciano cansado de la vida, avanzando tra­bajosamente sostenido por huesos viejos y quebradizos que duelen con cada paso, cumpliendo los deberes rutinarios, consciente de que la primera helada de la muerte estaba próxima.
A unos cincuenta metros de distancia, frente a la sala Kennedy, uno de tantos edificios desangelados de cemento que habían reem­plazado los antiguos ladrillos y la hiedra, estalló una trifulca. La brisa fría transportaba las voces airadas. Jeffrey se agachó y se para­petó tras un árbol. Más valía no ser alcanzado por una bala perdida, pensó. Aguzó el oído, pero no logró dilucidar el motivo de la dis­cusión; no oía más que torrentes de obscenidades lanzadas de un lado a otro como hojas secas arrastradas por un remolino.
Vio a un par de policías del campus dirigirse a toda prisa hacia el alboroto. Llevaban botas pesadas con puntera metálica y coraza de cuerpo entero. Sus pisadas sonaban como cascos de caballos con­tra el pavimento de macadán. No se les veían los ojos tras la visera opaca de su casco. Advirtió que un segundo par de agentes se acer­caba a toda prisa desde otra dirección. Cuando pasaron corriendo, una farola se encendió de pronto, arrojando una luz amarilla que destelló en sus armas desenfundadas. Ahora la policía del campus sólo patrullaba en parejas; Clayton tenía entendido que desde el incidente que se había producido en el semestre de invierno, cuando varios miembros de una hermandad universitaria habían apresado a un secreta que trabajaba en una operación antinarcóticos y le ha­bían prendido fuego en el sótano después de arrancarle la ropa y perpetrar toda clase de vejaciones contra su cuerpo inconsciente. Un exceso de alcohol y de drogas, un poco de queroseno, y una absoluta falta de escrúpulos.
El agente había muerto y la casa de la hermandad había quedado reducida a cenizas. Los tres estudiantes responsables de lo ocurri­do nunca fueron juzgados por el crimen, pues el incendio había acabado con casi todas las pruebas, aunque en el campus todo el mundo sabía quiénes eran. Ahora sólo quedaba uno de los tres. Uno había muerto antes de la graduación en circunstancias extrañas en una de las torres donde vivían los estudiantes. O se había caído o lo habían empujado desde la planta vigésimo segunda por un hue­co de ascensor vacío. El otro se había matado en un accidente de tráfico una noche de agosto en el cabo Cod, cuando su coche depor­tivo cayó en una ciénaga en la que crecían arbustos de arándanos y se ahogó.
Había pruebas, según le habían contado a Jeffrey, de que había habido otro vehículo involucrado, y de que se había producido una persecución a gran velocidad y a altas horas de la noche. Sin embar­go, la policía del estado en aquella jurisdicción lo había declarado un accidente de un solo coche. El cuerpo de seguridad del campus era, naturalmente, una delegación de la policía estatal.
Se rumoreaba que el tercer estudiante había regresado para cur­sar el último año de carrera, pero nunca salía de su habitación y enloquecía por momentos o se estaba muriendo lentamente de ina­nición, atrincherado en la residencia.
Ahora, a la vista de Clayton, los cuatro policías se abrían paso entre la multitud. Uno de ellos blandía una porra de grafito descri­biendo un arco amplio. A su izquierda se oyó el ruido de un vidrio que se hacía añicos seguido de un agudo alarido de dolor. Clayton salió de detrás del árbol y vio que el tumulto se había dispersado y perdido intensidad, y que varios estudiantes se alejaban a paso ve­loz. Los cuatro agentes tenían a sus pies a un par de jóvenes espo­sados y tirados en el frío suelo. Uno de los adolescentes arqueó la espalda para escupir a los policías, que respondieron propinándole una fuerte patada en las costillas. El chico pegó un grito que reso­nó entre los edificios del campus.
El profesor se fijó entonces en un puñado de mujeres jóvenes que observaban la escena desde una ventana en la primera planta de la Facultad de Gestión Racial. Por lo visto el espectáculo les parecía divertido, pues señalaban y se reían, a salvo tras el cristal antibalas de la ventana. Sus ojos se desplazaron hasta la planta baja del edificio de aulas, que estaba a oscuras. Esta era la norma para casi todos los departamentos en el recinto universitario; se consideraba demasia­do difícil y caro mantener abiertas las oficinas y las aulas situadas a nivel del suelo. Había demasiados robos, demasiado vandalismo. Así pues, las plantas bajas habían quedado abandonadas y ahora estaban llenas de pintadas y vidrios rotos. Se habían instalado pues­tos de seguridad al pie de las escaleras que conducían a las plantas superiores, lo que impedía la entrada de la mayor parte de las armas en las aulas. No obstante, el problema que había surgido reciente­mente era la propensión de algunos estudiantes a provocar incendios en las habitaciones vacías situadas debajo de las aulas donde debían examinarse. Ahora, durante la época de exámenes, el cuerpo de se­guridad hacía pruebas soltando perros guardianes en los recintos desocupados. Los animales tendían a aullar mucho, lo que dificulta­ba la concentración durante el examen, pero, por lo demás, el plan parecía funcionar.
Los policías habían levantado a los dos estudiantes detenidos y ahora caminaban en dirección a Clayton. Éste se percató de que se mantenían vigilantes, volviendo la cabeza a izquierda y derecha, mirando hacia las azoteas.
«Francotiradores», pensó Clayton. Prestó atención por si oía el zumbido de un helicóptero que también estuviese guardándoles las espaldas.
Por un momento supuso que sonarían disparos, pero no ocu­rrió. Esto le sorprendió; se creía que más de la mitad de los veinti­cinco mil estudiantes de la universidad iban armados casi todo el tiempo, y practicar el tiro al blanco de vez en cuando con policías del campus era un rito iniciático, tal como lo era un siglo atrás darse ánimos antes de un partido. Los sábados por la noche el Servicio Sanitario para Estudiantes atendía de promedio a una media doce­na de víctimas de tiroteos al azar, además de los casos habituales de apuñalamientos, palizas y violaciones. En general, sin embargo, sabía que las cifras no eran terroríficas, sólo constantes. Le recorda­ban la suerte que tenía de que la universidad estuviese en una ciudad pequeña y aún eminentemente rural. Las estadísticas en los centros educativos importantes de las grandes urbes eran mucho peores. La vida en esos mundos era realmente peligrosa.
Enfiló el camino, y uno de los policías se volvió hacia él.
—Hola, profesor, ¿cómo le va?
—Bien. ¿Ha habido algún problema?
—¿Lo dice por estos dos? Qué va. Son estudiantes de Empresa­riales. Se creen que ya son dueños del mundo. Sólo pasarán la noche en el trullo. Así se les bajarán los humos. Tal vez así aprendan la lección. —El policía dio un tirón a los brazos torcidos del adoles­cente, que soltó una maldición por el dolor. Pocos agentes de segu­ridad del campus habían cursado siquiera una asignatura universi­taria en su vida. En su mayoría eran producto del nuevo sistema de formación profesional del país, y en general despreciaban a los uni­versitarios entre los que vivían.
—Bien. ¿Nadie se ha hecho daño?
—Esta vez no. Oiga, profesor, ¿está solo?
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.
El policía vaciló. Su compañero y él sujetaban a uno de los com­batientes entre los dos, y lo iban arrastrando por el camino. El agen­te negó con la cabeza.
     —No debería andar solo, sobre todo al anochecer, profesor. Ya lo sabe. Debería llamar al servicio de escolta. Podrían enviarle a un guardia que le acompañe hasta el aparcamiento. ¿Va armado?
Jeffrey dio unas palmaditas a la pistola semiautomática que lle­vaba al cinto.
—Vale —dijo el policía despacio—. Pero, profesor, lleva la cha­queta abotonada y con la cremallera subida. Tiene que poder echar mano del arma rápidamente, sin necesidad de quedarse medio des­nudo antes de poder disparar un solo tiro. Joder, para cuando con­siga sacar la pistola, uno de esos estudiantes estirados de primero con un fusil de asalto y una buena dosis de mala baba y de pastillas le convertirá en un queso Gruyere...
Los dos policías prorrumpieron en carcajadas, y Jeffrey asintió con la cabeza, sonriendo.
—Sería una forma bastante desagradable de morir. Convertido en un psicosándwich o algo así —comentó—. Un poco de jamón, un poco de mostaza y Gruyere. Suena bien.
Los policías seguían riendo.
—Vale, profesor. Tenga cuidado. No quiero acabar metiéndole en una bolsa de cadáveres. Procure ir por caminos distintos cada vez.
—Chicos —replicó Jeffrey, con los brazos abiertos en un gesto amplio—, no soy tan tonto. Así lo haré, por supuesto.
Los agentes asintieron con la cabeza, pero él sospechaba que estaban convencidos de que cualquiera que enseñara en la universi­dad era, sin lugar a dudas, tonto. Con otro tirón a los brazos de sus prisioneros, reanudaron la marcha. El joven gritó que su padre los demandaría por brutalidad policial, pero sus quejas y chillidos que­daron disipados por el viento de primera hora de la noche.
Jeffrey los observó alejarse por el patio interior. Su camino es­taba iluminado por el resplandor amarillento de las farolas, que ta­llaban círculos de luz en la oscuridad creciente. Luego echó a andar de nuevo a toda prisa. No se detuvo a mirar un coche incendiado con un cóctel Molotov que ardía sin control en uno de los aparca­mientos que no tenían vigilancia. Unos momentos después, una estudiante prostituta surgió de las sombras para ofrecerle sexo a cambio de créditos académicos, pero él rehusó enseguida y siguió adelante, pensando de nuevo en el maletín que llevaba y el hombre que al parecer sabía quién era él.
Su apartamento estaba a varias manzanas del campus, en una calle lateral relativamente tranquila donde antes se encontraban las llama­das residencias para el personal docente. Se trataba de casas más an­tiguas de tablas, encaladas, con estructura de madera y unos ligeros toques Victorianos: amplias galerías y vidrieras biseladas. Una déca­da atrás tenían gran demanda, en parte por su interés nostálgico y su solera de siglos. Sin embargo, como todo lo que era antiguo en la comunidad, el sentido práctico había disminuido su valor; se presta­ban a allanamientos, pues estaban aisladas, bastante retiradas de las aceras, a la sombra de árboles y arbustos, lo que las hacía vulnerables, junto con un cableado obsoleto e inadecuado para los sistemas de alarma con detección de calor. El apartamento del propio Clayton contaba con un dispositivo de videovigilancia más anticuado.
Por costumbre, era lo primero que comprobaba al llegar. Un visionado rápido de la grabación le mostró que los únicos que ha­bían visitado su casa eran el cartero del lugar —acompañado, como siempre, por su perro de ataque—, y, poco después de marcharse éste, dos mujeres jóvenes con pasamontañas para que no las recono­cieran. Habían intentado accionar el picaporte —buscando la forma fácil de entrar—, pero el sistema de choques eléctricos que él mis­mo había instalado las hizo cambiar de idea. No era lo bastante potente para matar a una persona, pero sí para que quien tocase el picaporte sintiera que le machacaban el brazo con un ladrillo. Al ver a una de las mujeres caer al suelo, aullando de rabia y dolor en las imágenes grabadas, experimentó cierta satisfacción. Él había diseña­do el sistema, basándose en sus conocimientos de la naturaleza hu­mana. Es probable que cualquiera que intente entrar por la fuerza en algún sitio pruebe primero con el picaporte, sólo para asegurarse de que la puerta esté efectivamente cerrada con llave. La suya, por descontado, no lo estaba. En cambio, estaba electrificada con una corriente de setecientos cincuenta voltios. Volvió a poner en marcha la cámara de vídeo.
Sabía que al final del día debía tener hambre, pero no era el caso. Exhaló un suspiro lento y sonoro, como si estuviera exhausto, en­tró en su pequeña cocina y sacó una botella de vodka finlandés del congelador. Se llenó un vaso y bebió un sorbo de la parte superior. Dejó que aquel líquido amargo y frío estimulara su espíritu mien­tras descendía por su interior. A continuación, se dirigió a su sala de estar y se dejó caer en un sillón de cuero. Vio que tenía un mensa­je en el contestador automático, y supo también que haría caso omiso de él. Se inclinó hacia delante y luego se detuvo. Tomó otro trago de su vaso y echó la cabeza atrás.
«Hopewell.
»Yo sólo tenía nueve años.»
 No, había algo más.
«Yo tenía nueve años y estaba aterrorizado.»
«¿Qué sabe uno cuando tiene nueve años? —se preguntó de repente. Volvió a soltar el aire despacio, y se respondió—: No sabe nada, y a la vez lo sabe todo.»
Jeffrey Clayton se sintió como si alguien le clavara un alfiler en la frente. Ni siquiera el alcohol le aliviaba el dolor.
Fue en una noche como aquélla, aunque quizá no tan fría, y la lluvia preñaba el aire. «Me acuerdo de la lluvia —pensó— porque, cuando salimos, me caía encima como escupitajos, como si yo hu­biese hecho algo malo. La lluvia parecía ocultar todas las palabras airadas, y él estaba de pie en el umbral, callado por fin después de todos aquellos gritos, mirándonos marchar.»
¿Qué fue lo que dijo?
Jeffrey se acordó: «Te necesito, a ti y a los niños...»
Y la respuesta de ella: «No, no nos necesitas. Te tienes a ti mismo.»
Y él había insistido: «Formáis parte de mí...»
Luego Jeffrey había notado que la mano de su madre lo empu­jaba hacia el interior del coche y lo sentaba con brusquedad en su asiento. Recordó que ella llevaba en brazos a su hermana pequeña, que lloraba, y sólo habían tenido tiempo de meter un poco de ropa en una mochila pequeña. «Nos metió en el coche a toda prisa —pen­só— y dijo: "No miréis atrás. No le miréis."» Acto seguido, el coche arrancó.
Evocó la imagen de su madre. Aquélla había sido la noche en que había envejecido, y el recuerdo lo asustaba. Intentó convencer­se de que no tenía por qué preocuparse.
«Nos fuimos de casa, eso es todo.
»Habían tenido un altercado. Uno de tantos. Este resultó peor que los demás, pero sólo porque fue el último. Yo me había refugia­do en mi habitación, intentando no oír sus palabras. ¿Por qué dis­cutían? No lo sé. Nunca se lo pregunté. Nadie me lo dijo. Pero ese día todo había terminado, y eso sí que lo sabía. Subimos al coche, nos marchamos y nunca volvimos a verlo. Ni una sola vez. Jamás.» Tomó otro trago largo.
«En fin. Otra triste historia, pero nada tan fuera de lo común. Una relación con malos tratos. La mujer y los hijos se van antes de que alguien salga perjudicado de forma irreparable. Ella fue valien­te. Hizo lo correcto. Lo abandonó, en un mundo diferente, para que nos criáramos en un lugar donde él no pudiese hacernos daño. No es algo atípico. Evidentemente, tiene secuelas psicológicas. Lo sé por mis propios estudios, mi propia terapia. Pero está superado, todo superado.
»No quedé traumatizado de por vida.»
Paseó la vista por el interior de su apartamento. En un rincón había un escritorio cubierto de papeles. Un ordenador. Muchos li­bros apretujados desordenadamente en estantes. Muebles funciona­les, nada que no pudiera olvidarse o reemplazarse fácilmente si lo robaban. Tenía algunos de sus títulos y diplomas expuestos en una pared. Había un par de reproducciones enmarcadas de clásicos co­munes del arte moderno del siglo XX, incluidas la lata de sopa de Warhol y las flores de Hockney. Las había puesto ahí para salpicar un poco de color en la habitación. También había colgado unos pósters de películas, porque le gustaba la sensación de acción que trans­mitían, pues a menudo su vida le parecía demasiado reposada, segu­ramente demasiado gris, y no estaba muy seguro de cómo cambiarla.
«Entonces —se preguntó a sí mismo—, ¿por qué cuando un desconocido alude a la noche en que, cuando eras niño, dejaste tu hogar, te dejas llevar por el pánico?»
De nuevo insistió: «No he hecho nada malo. —Entonces le vino a la memoria—. Ella dijo: "Nos vamos...", y nos fuimos. Y luego empezamos una nueva vida, muy lejos de Hopewell.»
Se sonrió. «Nos fuimos al sur de Florida. Igual que los refugia­dos que llegaban allí de Cuba y Haití. Nosotros éramos refugiados de una dictadura parecida. Era un buen lugar para perderse. No conocíamos a nadie. No teníamos parientes allí, ni amigos, ni con­tactos, ni trabajo, ni escuela. No se daba una sola de las condiciones por las que habitualmente alguien se muda a una nueva localidad. Nadie nos conocía, y nosotros no conocíamos a nadie.»
De nuevo le vinieron a la mente las palabras de su madre. Un día —¿un mes después, quizá?—, dijo que ése era el lugar donde él nunca los buscaría. Se había criado en el norte, por lo que detesta­ba el calor. Odiaba el verano, y sobre todo la densa humedad de los estados del Atlántico medio. Ocasionaba que le salieran unas ron­chas rojas en la piel y que el asma se le agudizara de modo que el menor esfuerzo la hacía jadear. Así pues, les había dicho a él y a su hermana pequeña: «Nunca se le pasará por la cabeza que me he ido al sur. Creerá que me he trasladado a Canadá, yo siempre hablaba de Canadá...» Y ésa fue la explicación.
Jeffrey pensó en Hopewell, una población rural rodeada de granjas; eso es lo que sabía y recordaba de ella. Estaba próxima a Princeton, que había albergado una universidad prestigiosa hasta que los disturbios raciales de principios de siglo en Newark se ha­bían propagado sin control, como una llama en un reguero de gaso­lina, y habían recorrido ochenta kilómetros de carretera hasta la universidad, que había acabado asolada por los incendios y los sa­queos. Por otra parte, la ciudad era célebre porque, años antes de que él naciera, había sido escenario de un secuestro famoso.
«Pero nos marchamos —se recordó a sí mismo—. Y ya nunca volvimos.»
Apuró el vaso de vodka de un trago, echándose al gaznate lo que quedaba del aguardiente. De pronto lo invadió una rabia desa­fiante. «Ya nunca volvimos —se repitió tres o cuatro veces—. Que te den, agente Martin.»
Tenía ganas de tomarse otra copa, pero no le pareció apropiado. Luego pensó: «¿Por qué no?» Pero esta vez sólo se sirvió medio vaso, y se obligó a beber a sorbos, despacio. Se agachó, recogió el teléfono del suelo y marcó rápidamente el número de su hermana en Florida.
La señal de llamada sonó una vez, y colgó. No le gustaba tele­fonearlas a menos que tuviera algo que decir, y hubo de admitir que de momento no tenía más que preguntas.
Se reclinó hacia atrás, cerró los ojos y visualizó la casita donde habían vivido juntos. «La marea está bajando —pensó—. Estoy seguro de ello. La marea está bajando, y puedes alejarte cien, no, doscientos metros de la orilla e intentar oír el sonido de una raya leopardo al liberarse saltando de uno de los canales para caer con un sonoro chapuzón en el agua azul celeste. Eso estaría bien. Volver a los Cayos Altos, caminar por el agua poco profunda.» Quizá vería emerger la cola de un pez zorro, reluciente a la luz mortecina de la tarde, o la aleta de un tiburón cortando la superficie cerca de un banco de arena, en busca de un bocado fácil.
«Susan sabría adónde ir, y seguro que pescaríamos algo.»
Cuando eran jóvenes, los dos hermanos pasaban horas juntos, de pesca. Jeffrey tomó conciencia de que ahora ella iba sola.
Se dio el lujo de revivir la sensación del suave vaivén de la tibia agua de mar en torno a sus piernas, pero cuando abrió los ojos, no vio más que el maletín de piel del agente, tirado en el suelo de cual­quier manera ante él.
Lo recogió y se disponía a lanzarlo al otro extremo de la habi­tación, pero se detuvo cuando estiraba el brazo hacia atrás para to­mar impulso.
«Seguro que no contienes más que otra pesadilla —pensó—. He permitido que mi vida se infeste de pesadillas, así que una más no significará nada.»
Jeffrey Clayton se recostó en el sillón, suspiró y abrió el cierre de metal barato del maletín.


Dentro había tres carpetas de papel de Manila de color habano. Les echó un vistazo rápido a las tres y vio que todas contenían más o menos lo que él esperaba: fotos de escenas del crimen, informes policiales truncados y un protocolo de la autopsia de cada una de las tres víctimas. «Estas cosas siempre empiezan así —se dijo—. Un policía me pasa unas fotografías convencido de que, por arte de magia, las miraré y al instante podré decirle quién es el asesino.» Exhaló un suspiro hondo, abrió una carpeta tras otra y esparció los documentos en el suelo, frente a sí.
En cuanto vio las fotografías a la luz, comprendió la preocupa­ción del agente Martin. Tres chicas muertas, todas, a primera vista, de menos de quince años, con cortes similares en su cuerpo desnu­do, y colocadas tras su muerte en posturas parecidas. ¿Las habían matado con una navaja de barbero?, se preguntó de inmediato. ¿Con un cuchillo de caza? Yacían boca arriba en el suelo, sin ropa, con los brazos extendidos hacia los lados. Era la posición en que se tumban los niños cuando quieren dejar la silueta de un ángel en la nieve reciente. Recordaba haber trazado esas figuras de pequeño, antes de que se mudaran al sur. Sacudió la cabeza. «Un simbolismo religioso evidente», anotó mentalmente. Era como si las hubiesen crucificado; supuso que eso era, de un modo extraño, lo que les habían hecho en realidad. Echó otra ojeada a las fotografías y obser­vó que a todas las víctimas les habían cortado el dedo índice de la mano derecha. Sospechaba que les faltaba también alguna otra parte del cuerpo, o quizás un mechón de cabello.
—Seguro que te gusta llevarte recuerdos —le dijo en voz alta al asesino que inexorablemente comenzaba a cobrar forma en su ima­ginación, casi como si se estuviera materializando de la nada a una persona sentada ante él.
Examinó por encima las zonas en que se encontraban los cadá­veres. Uno parecía estar en un bosque; la joven yacía con los brazos abiertos sobre una superficie plana de roca. La segunda se hallaba en un terreno considerablemente más pantanoso, con un lodo espeso y cenagoso, y lianas y zarcillos retorcidos. «Cerca de un río», pensó Clayton. Le costó más determinar dónde estaba la tercera; aparen­temente se trataba también de una zona rural, pero el crimen se ha­bía cometido a todas luces a principios del invierno; la tierra se ha­llaba cubierta de nieve limpia en algunas partes, y el cuerpo sólo estaba parcialmente descompuesto. Clayton estudió la imagen un poco más de cerca, buscando rastros de sangre, pero no había muchos.
—Así que las metiste en tu coche y las llevaste a esos lugares después de matarlas, ¿no?
Meneó la cabeza. Sabía que eso supondría un problema. Siem­pre resultaba más fácil sacar conclusiones de una escena del crimen cuando el asesinato realmente se había cometido allí. El desplaza­miento de los cadáveres constituía una dificultad añadida para las autoridades.
Se levantó de su asiento, esforzándose por pensar, y regresó a la cocina, donde se sirvió otro vaso de vodka. Tomó de nuevo un tra­go largo y asintió para sí, complacido con el aturdimiento que el alcohol empezaba a causarle. De pronto, se percató de que el dolor de cabeza había desaparecido y volvió a los documentos esparcidos en el suelo de su pequeña sala de estar.
Continuó hablando en voz alta, con un sonsonete, como un niño que se divierte solo en su habitación con un juego.
—Autopsia, autopsia, autopsia. Apuesto veinte pavos a que vio­laste a todas las chicas una vez muertas y a que no eyaculaste, ¿ver­dad, colega?
Cogió los tres informes y, deslizando el dedo rápidamente por el texto de cada uno, encontró la información del patólogo que buscaba.
—He ganado —dijo, de nuevo en alto—. Veinte pavos. Dos bi­lletes de diez. Veinte machacantes. En realidad, estaba cantado. Yo tenía razón, como de costumbre.
Tomó otro trago.
—Si eyaculaste, fue al matarlas, ¿no, chaval? Es el momento más intenso. Tu momento. ¿El momento de la luz? ¿El destello de una gran explosión detrás de los ojos, directo al cerebro, que llega has­ta el alma? ¿Algo tan maravilloso y místico que te deja sin aliento?
Hizo un gesto de afirmación. Miró al otro extremo de la sala de estar y, gesticulando hacia una silla vacía, se dirigió a ella, como si el asesino acabara de entrar en la habitación.
—¿Por qué no te sientas? Aligera la carga de tus pies.
Comenzó a trazar un retrato en su mente. «No demasiado jo­ven —pensó—. De aspecto anodino. Blanco. Nada amenazador. Quizás un poco tímido, o un cerebrito. Sin duda un solitario.» Sol­tó una carcajada cuando los rasgos del asesino empezaron a definir­se ante sus ojos, tal vez porque no sólo estaba describiendo a un asesino en serie absolutamente típico, sino también a sí mismo. Continuó hablándole a su fantasmal visita en tono sarcástico y ligeramente cansino.
—¿Sabes qué, colega? Te conozco. Te conozco bien. Te he vis­to docenas, cientos de veces. Te he observado durante los juicios. Te he entrevistado en tu celda. Te he sometido a una serie de pruebas científicas y medido tu estatura, peso y apetito. Te he aplicado el test de Rorschach, inventarios multifásicos de Minnesota y he de­terminado tu cociente intelectual y tu tensión arterial. Te he extraí­do sangre del brazo y he analizado tu ADN. Joder, incluso he asis­tido a tu autopsia tras tu ejecución, y examinado con el microscopio muestras de tu cerebro. Te conozco al derecho y al revés. Tú te crees único y superpoderoso, pero, sintiéndolo mucho, chaval, no lo eres. Presentas las mismas tendencias y perversiones de mierda que otros mil tipos que son como tú. Los registros están llenos de casos que en nada difieren del tuyo. Carajo, también lo están las novelas populares. Hace siglos que existes, en una forma u otra. Y si crees que has hecho algo verdaderamente único y demoníaca­mente extraordinario, te equivocas de medio a medio. Eres un tópi­co. Algo tan corriente como un resfriado en invierno. No te gusta­ría oír eso, ¿verdad? Esa voz furiosa de tu interior se pondría a escupir bilis y a exigirte todo tipo de cosas, ¿no? Sentirías el impul­so de salir a aullarle a la luna llena y quizás a raptar a otra joven, sólo para demostrar que voy errado, ¿verdad? Pero ya sabes, ma­cho, que en realidad lo único que tienes de especial es que no te han pillado todavía y que probablemente nunca te pillarán, no porque seas una jodida lumbrera, como sin duda te crees, sino porque na­die tiene tiempo ni ganas, porque hay cosas mejores que hacer que ir por ahí persiguiendo a chalados, aunque no tengo ni puta idea de cuáles pueden ser esas cosas. En fin, casi siempre eso es lo que ocu­rre. Te dejan en paz porque a nadie le importa tanto. No causas el impacto acojonante que tú te crees...
Suspiró, rebuscó en el interior de la carpeta el número de telé­fono que el agente Martin le había asegurado que estaba allí y lo encontró en un trozo de papel amarillo. Echó otro vistazo rápido a las fotografías y los documentos, sólo para cerciorarse del todo de que no hubiera pasado por alto algún detalle evidente o revelador, y dio otro trago al vaso de vodka. Se reprochó a sí mismo la apren­sión y el horror que se habían apoderado de él cuando el policía lo había amenazado de forma tan indirecta.
«¿Quién soy yo en realidad?»
Respondió con un suspiro: «Soy quien soy.»
«Un experto en muertes atroces.»
Con la mano con que sostenía el vaso, señaló con un gesto sua­ve y desdeñoso los tres expedientes que estaban en el suelo, delante de él.
—Previsible —dijo en voz alta—. Totalmente previsible. Y, a la vez, seguramente imposible. No es más que un asesino enfermo y anónimo más. No es eso lo que usted quiere oír, ¿verdad, señor policía?
Sonrió mientras alargaba el brazo hacia el teléfono.
El agente Martin contestó al segundo timbrazo.
—¿Clayton?
—Sí.
      —Bien. No ha perdido el tiempo. ¿Tiene conexión de vídeo en su teléfono?
      —Sí.
      —Pues úsela, joder, para que pueda verle la cara. Jeffrey Clayton obedeció: encendió el monitor de vídeo, lo co­nectó al teléfono y se acomodó enfrente, en su sillón.
     —¿Mejor así?
En su pantalla, la imagen nítida del agente apareció de golpe. Estaba sentado en la esquina de una cama, en un hotel del centro. Todavía llevaba corbata, pero su americana colgaba del respaldo de una silla cercana. También llevaba puesta aún su sobaquera.
—Bueno, ¿tiene algo que contarme?
      —Poca cosa. Seguramente cosas que usted ya sabe. Sólo he mi­rado por encima las fotografías y los documentos.
     —¿Y qué ha visto, profesor?
—Todo es obra del mismo hombre, evidentemente. Hay un cla­ro trasfondo religioso en el simbolismo de la posición de los cadá­veres. ¿Podría tratarse de un ex sacerdote? Tal vez de alguien que fue monaguillo. Algo por el estilo.
—He contemplado esa posibilidad.
A Jeffrey se le ocurrió otra idea.
—Quizás un historiador, o alguien relacionado de alguna mane­ra con el arte religioso. ¿Sabe? Los pintores del Renacimiento casi siempre representaban a Cristo en una posición similar a la de esos cadáveres. ¿Será un pintor que oye voces? Es otra posibilidad.
—Interesante.
—Ya lo ve, inspector: una vez que uno introduce el componente religioso, se ve empujado en ciertas direcciones específicas. Pero, a menudo, se requiere una interpretación ligeramente más indirecta. O una mezcla de ambas. Por ejemplo, podría ser un ex monaguillo que al cabo de los años llegó a ser historiador del arte. ¿Entiende por dónde voy?
—Sí, eso tiene algo de sentido.
Otra idea le vino a Clayton a la cabeza.
—Un profesor —barbotó—. Tal vez sea un profesor.
—¿Por qué?
—Los sacerdotes tienden a ir a por hombres jóvenes, y estamos hablando de tres chicas. Podría haber un elemento de familiaridad. Se me acaba de ocurrir.
—Interesante —repitió el inspector tras la breve pausa que ne­cesitó para digerir lo que acababa de oír—. ¿Un profesor, dice?
—Exacto. Es sólo una idea. Tendría que saber más para estar más seguro.
—Continúe.
—Aparte de eso, no he sacado mucho más en claro. La ausencia de pruebas de eyaculación, aunque hay indicios de actividad sexual, me lleva a sospechar que debemos seguir la pista religiosa en este caso. La religión siempre trae consigo toda clase de sentimientos de culpa, y quizá sea eso lo que le impide a su hombre llegar hasta el final. A menos, claro está, que haya llegado hasta el final antes, que es lo que yo me imagino.
—Nuestro hombre.
—No, me parece que no.
El agente sacudió la cabeza.
—¿Qué más ha visto?
     —Es un cazador de souvenirs. Debe de tener el tarro con los dedos en algún lugar accesible, para poder revivir sus triunfos.
     —Sí, yo también lo sospechaba.
     —¿Qué más se llevó?
     —¿Qué?
—¿Qué otra cosa, agente Martin? ¿Aparte de los dedos índices, qué se llevó?
—Es usted muy astuto. Lo esperaba. Se lo diré más tarde. Jeffrey suspiró.
—No me lo diga. No quiero saberlo. —Titubeó antes de aña­dir—: Es pelo, ¿verdad? Un mechón de la cabellera, y algo de vello púbico, ¿me equivoco?
El agente Martin hizo una mueca.
—Ha acertado, en ambas cosas.
     —Pero no las mutiló, ¿verdad? No hay cortes en los genitales, ¿correcto? Sólo en el torso, ¿no?
     —¡Ha vuelto a acertar!
     —Se trata de un patrón poco común. No es algo sin preceden­tes, pero sí bastante atípico. Un modo extraño de expresar su ira.
—¿Eso despierta su interés? —inquirió el agente.
—No —contestó Jeffrey sin rodeos—. No despierta mi interés. Sea como fuere, su problema gordo es que cada víctima parece ha­ber sido asesinada por una persona distinta, y después trasladada al lugar donde la descubrieron. Así que tendrá que encontrar el medio de transporte que utilizó. Creo que en el informe policial no se mencionan fibras ni otros indicios del tipo de vehículo en el que viajaron. Quizás el tipo las envolvió en una lámina de goma. O qui­zá forró el interior de su maletero con plástico. Hubo un tipo en California que hizo eso. Llevaba a la pasma de cabeza.
—Me acuerdo del caso. Creo que tiene usted razón. ¿Qué más?
—A primera vista, el tipo presenta más o menos las mismas ca­racterísticas de muchos otros asesinos.
—A primera vista.
—Bueno, usted probablemente cuenta con mucha más informa­ción que no estaba dispuesto a compartir. Me he dado cuenta de que los protocolos de autopsia y los informes policiales eran más bien parcos. Por ejemplo, la ausencia de heridas claramente defensivas in­dica que todas las víctimas estaban inconscientes cuando abusaron de ellas y las asesinaron. Es un detalle intrigante. ¿Cómo las dejó incons­cientes? No constan señales de traumatismo craneal. Y eso no es todo. Por ejemplo, no figuran datos que identifiquen a las jóvenes, ni fechas ni información sobre las escenas del crimen o investigaciones poste­riores. Ni siquiera hay una lista de sospechosos interrogados.
—No, tiene razón. Eso no se lo he enseñado.
—Pues eso viene a ser todo. Siento no poder serle de más ayu­da. Ha venido de tan lejos sólo para que le diga un par de cosas que usted ya sabía.
—No está usted formulando las preguntas adecuadas, profesor.
—No tengo preguntas, agente Martin. Soy consciente de que tiene un problema y de que no se solucionará fácilmente, pero eso es todo. Lo siento.
—No lo entiende, ¿verdad, profesor?
—¿No entiendo qué?
—Le contaré algo que no figura en los informes que obran en su poder. ¿Se ha fijado en el distintivo impreso en la carpeta del tercer caso, una bandera roja?
—¿El caso de la chica hallada en la roca? Sí.
—Pues bien, encontraron su cadáver hace unas cuatro semanas, en un lugar del Territorio del Oeste. ¿ Comprende lo que eso signi­fica?
—¿Dentro del Territorio? ¿Era residente de nuestro próximo estado número cincuenta y uno?
—Exacto —respondió el agente, en tono cortante y airado.
Jeffrey se reclinó en su sillón, reflexionando sobre lo que acaba­ba de oír.
—Creía que esas cosas no debían pasar. En teoría, se han erra­dicado los delitos del Territorio, ¿no?
—Sí, maldita sea —farfulló el agente con amargura—. En teoría.
—Pero eso no es de recibo —repuso Jeffrey—. Es decir, la ra­zón de ser del estado número cincuenta y uno es que allí esas cosas no ocurran. ¿No es así, inspector? Se supone que es un mundo sin crímenes, ¿no? Sobre todo sin crímenes como éstos.
De nuevo, el agente Martin dio muestras de que se esforzaba por contenerse.
—Tiene razón —dijo—. En realidad, ésa es la base de su existen­cia. Es la razón por la que se está estudiando la posibilidad de con­cederle la condición de estado. Piense en ello, profesor: el estado número cincuenta y uno, un lugar donde uno puede ser libre, llevar una vida normal, sin miedo. Como en otro tiempo.
—Un lugar donde uno tiene que renunciar a la libertad para ser libre.
—Yo no lo expresaría precisamente en esos términos —replicó el agente Martin con frialdad—, pero, en esencia, ésa es la idea.
Jeffrey asintió con la cabeza. Ahora vislumbraba el alcance del problema al que se enfrentaba el agente.
—O sea que su dilema tiene una doble vertiente, criminal y política.
—Veo que empieza a entender, profesor.
Jeffrey notó una punzada de compasión hacia el fornido policía, una sensación provocada principalmente por el vodka, según reconoció para sus adentros.
—Bueno, creo que ahora comprendo por qué tiene tanta prisa. La votación en el Congreso se celebrará justo antes que las eleccio­nes, ¿verdad? Faltan sólo tres semanas. Lo que pasa es que los crí­menes de este tipo no suelen solucionarse rápidamente, a menos que uno tenga un golpe de suerte y aparezca un testigo con una descripción o algo parecido. Pero, por lo general, si el caso llega a resolverse (y eso ya es mucho suponer, inspector), es más o menos de forma fortuita, y meses después de los hechos. Así que... —Tomó otro trago de vodka e hizo una pausa.
—¿Así que qué? —preguntó Martin con aspereza.
—Así que me alegro de no estar en su pellejo.
El inspector achicó los ojos y clavó en el profesor una mirada hosca a través de la pantalla de televisión. Habló con una voz inex­presiva, serena, sin el menor asomo de nerviosismo.
—Pues lo está, profesor. —Martin señaló la pantalla con un ges­to—. Le explicaré por qué en persona.
—Oiga, he examinado sus carpetas —lo interrumpió Jeffrey—. Ahora estoy en casa. Ya he hecho bastante por hoy.
—No le estoy pidiendo un favor. Piense por un momento en la facilidad con que yo podría complicarle la vida, profesor. Con Ha­cienda, por ejemplo. Con otras agencias de policía. Con su adora­da universidad de los cojones. Deje volar su imaginación por unos instantes. ¿Lo ha captado? Bien. Ahora, piense en algún lugar tran­quilo y seguro donde podamos encontrarnos. Dios sabe si alguien está escuchando esta transmisión, o si su teléfono está pinchado. Seguramente algunos de sus alumnos más emprendedores le han intervenido la línea para obtener información confidencial sobre los exámenes o algún dato que les sirva para hacerle chantaje. Pero quiero que nos reunamos, y cuanto antes. Esta noche. Traiga con­sigo los expedientes de los casos. Le repito una vez más que no dis­ponemos de mucho tiempo.


Jeffrey, vestido con ropa oscura, se deslizaba sigilosamente de una sombra a otra bajo los reflejos de las luces de neón en el centro de la pequeña población universitaria. Delante de Antonio's Pizza había la aglomeración habitual de gente que esperaba su turno para entrar; Clayton reparó en el guarda armado con una escopeta que vigilaba a los estudiantes hambrientos. Otra cola serpenteante se había formado frente a las taquillas del cine de Pleasant Street, don­de se proyectaban las películas del género que los chicos denomina­ban «viboporno», palabra que combinaba dos de los temas más re­currentes en esos filmes.
Arrimó la espalda a la pared de ladrillo de un videoclub para dejar pasar a un puñado de preadolescentes de aspecto salvaje. Los niños marchaban en formación militar, gritando cada cierto tiem­po una cantinela y coreando la respuesta. El grupo constaba de unos doce chicos, que seguían a un líder larguirucho y granujien­to que, con una actitud malévola que parecía amenazar con cosas terribles, fijaba la vista en todo aquel que tuviera el mal gusto de mirarlos. Llevaban chaquetas idénticas con el logotipo de un equi­po de baloncesto profesional, gorros de punto y zapatillas de alta tecnología. Los más jóvenes, de unos nueve o diez años, cerraban la marcha. Sus piernecitas, que pugnaban por seguirle el paso al cabecilla, le habrían parecido cómicas al profesor si no hubiera sa­bido lo peligrosa que podía llegar a ser la banda. De vez en cuan­do el líder se volvía bruscamente hacia el grupo y, mientras trota­ba hacia atrás, gritaba:
—¿Quiénes somos?
Sin vacilar, con sus voces agudas, los miembros de la banda que avanzaban tras él contestaban a voz en cuello:
     —¡Somos los perros de Main Street!
     —¿De qué somos los amos?
     —¡Somos los amos de la calle!
A continuación, todos daban tres palmadas, que resonaban como disparos entre los establecimientos del centro.
Hasta los estudiantes que esperaban frente a Antonio's les ha­cían mucho espacio; se apartaban como las orillas de un río para que la pandilla desfilara rápidamente entre ellos. El guarda de la pizzería encañonó con su escopeta al líder, que se limitó a reírse y dedicar­le un gesto obsceno. Jeffrey advirtió que un coche patrulla seguía al grupo a una distancia prudencial. «Todo el mundo teme a los niños —pensó Clayton—, más que a nadie. Puedes tomar ciertas precau­ciones sencillas para protegerte de asesinos en serie, violadores, la­drones y animales rabiosos; puedes vacunarte contra la viruela, la gripe y el tifus, pero cuesta esconderse de las decenas de niños aban­donados que no albergan más que odio hacia el mundo al que los han traído.» Se preguntó si los políticos que habían revocado todas las leyes que permitían el aborto se fijaban alguna vez en las bandas de niños que vagaban por las calles y se preguntaban de dónde habían salido.
Jeffrey salió a toda prisa de las sombras donde se había oculta­do y cruzó la calle detrás del coche patrulla. Vio que uno de los agentes se volvía de golpe, como si lo hubiera sobresaltado la apa­rición de aquella figura a sus espaldas, y luego el vehículo se alejó, acelerando poco a poco. Clayton torció por entre las farolas en di­rección a la biblioteca municipal.
«¿Qué es lo que sé sobre el estado número cincuenta y uno?», se preguntó. Acto seguido, cayó en la cuenta de que no sabía gran cosa, y lo que sabía lo incomodaba, aunque le habría costado expli­car exactamente por qué.
Hacía poco más de una década, dos docenas o más de las empre­sas más importantes de Estados Unidos habían empezado a comprar grandes extensiones de territorio de propiedad federal en media doce­na de estados occidentales. También habían adquirido terrenos que pertenecían a los propios estados; de hecho, éstos se los habían cedi­do a las empresas. La idea era simple, una extrapolación de un concep­to que la Disney Corporation había introducido en la zona central de Florida en la década de 1990: consistía en empezar de cero, en cons­truir ciudades y pueblos, viviendas, escuelas y comunidades totalmen­te nuevos, pero que a la vez evocaran recuerdos de los Estados Unidos de antaño. En un principio, las poblaciones corporativas se diseñaron para alojar a las personas que trabajaban en esas empresas en el entor­no más seguro posible. Sin embargo, ese mundo que se estaba creando ejercía una atracción considerable. En más de una ocasión, Jeffrey Clayton había visto entera la serie de anuncios de televisión del esta­do número cincuenta y uno. Lo pintaban como un lugar acogedor y seguro en que imperaban los valores de otros tiempos.
Unos cinco o seis años atrás la zona se había declarado oficial­mente el Territorio del Oeste, y, tal como había ocurrido en el caso de Alaska y Hawai más de cincuenta años antes, se había iniciado el proceso que llevaría a convertirlo en un nuevo estado de la Unión. Nuevo y muy distinto.
A Jeffrey le había sorprendido que tantos estados vecinos hu­biesen cedido parte de su territorio, aunque, por otro lado, el dinero y las oportunidades eran alicientes poderosos, y las fronteras no constituían realmente una prioridad para nadie.
Así pues, el mapa de Estados Unidos había cambiado.
En algunas carreteras se instalaron vallas publicitarias que ensal­zaban la calidad de vida en el nuevo estado. Se publicaron páginas web con información sobre ello. Uno podía realizar también un recorrido virtual del estado en ciernes, lo que incluía una visita en 3D a sus zonas urbanas y su campiña.
Por supuesto, eso tenía un precio.
Muchas de las familias más pobres se habían visto desarraigadas, aunque aquellos cuya propiedad se encontraba dentro de los lími­tes de una nueva demarcación habían obtenido un beneficio econó­mico imprevisto. Había también quien se había resistido, como los milicianos, unos chalados ecologistas y asilvestrados, pero incluso ellos habían dado el brazo a torcer, forzados por las autoridades locales o sobornados. Muchas de esas personas se habían retirado al norte de Idaho y a Montana, donde disponían de espacio y poder político.
El estado número cincuenta y uno se había convertido en un refugio de otro tipo.
Había algunos inconvenientes: impuestos elevados, costes de edificación inflados y, lo más importante, en el estado número cin­cuenta y uno regían leyes que constreñían la privacidad, las entra­das y las salidas, y ciertos derechos fundamentales. No es que se hubiese derogado la Primera Enmienda, sino más bien que la habían recortado. Voluntariamente. A las enmiendas Cuarta y Sexta tam­bién se les había dado un nuevo sentido.
«No es lugar para mí», decidió Jeffrey, aunque no estaba muy seguro de por qué lo pensaba.
Se arrebujó en la chaqueta con los hombros encorvados y avan­zó rápidamente por la calle. «No sabes mucho sobre el Nuevo Mundo —se dijo. Luego, cayó en la cuenta—: Estás a punto de des­cubrir muchas cosas más.»
Se preguntó por unos instantes qué clase de persona accedería al trueque que el Territorio exigía: el de la libertad por protección.
Sin embargo, lo que uno realmente obtenía a cambio era una promesa seductora: la seguridad.
Seguridad garantizada. Seguridad absoluta.
Los Estados Unidos de Norman Rockwell.
Los Estados Unidos de Eisenhower, de la década de 1950.
Unos Estados Unidos olvidados hacía tiempo. Y en eso, comprendió Jeffrey, residía el dilema del agente Martin.
Sujetó con fuerza el maletín que contenía los informes de los tres asesinatos bajo el brazo y pensó: «Se trata de un problema an­tiguo. El problema más viejo de la historia. ¿Qué sucede cuando se cuela un zorro en un gallinero?»
Se sonrió. Se arma el lío más gordo jamás visto.


Varios indigentes vivían en el vestíbulo de la biblioteca. Cuan­do entró por la puerta lo reconocieron y lo saludaron a voces.
—¿Qué hay, profe? ¿Viene de visita? —preguntó una mujer. Allí donde habrían tenido que estar sus dientes delanteros, había una mella. Terminó su pregunta con una carcajada estridente.
—No, sólo a documentarme un poco.
—Dentro de poco no le hará falta documentar nada. Estará tan muerto como la gente que estudia. Entonces sabrá la verdad, de primera mano, ¿no, profe? —Se rio de nuevo y le dio unos golpecitos con el codo a un anciano que tenía al lado y que sacudió el cuer­po, de modo que su ropa raída y mugrienta hizo un ruido de roza­miento mientras él cambiaba de posición.
—El profe no estudia a gente muerta, vieja bruja —repuso el hombre—. Estudia a la gente que mata, ¿verdad?
—En efecto —asintió Jeffrey.
—Ah —dijo la mujer, sonriendo de oreja a oreja—. Así que él mismo no tiene que estar muerto. Sólo convertirse en un asesino un par de veces. ¿Es eso lo que tiene que estudiar, profesor? ¿Cómo matar?
A Jeffrey la lógica de la mujer le pareció tan vacilante como su voz. En vez de contestar, sacó de su bolsillo un billete de veinte dólares.
—Tengan —dijo—. No había demasiada cola en Antonio's. Cómprense una pizza. —Dejó caer el billete sobre el regazo de la mujer, que lo agarró rápidamente con una mano que parecía una garra.
—Con esto sólo nos darán una pizza pequeña —rezongó en un súbito ataque de rabia—, con sólo un ingrediente. A mí me gusta el salchichón, y a éste los champiñones. —Le propinó un codazo a su compañero.
—Lo siento —se disculpó Jeffrey—. No puedo darles más.
La anciana emitió de pronto un sonido que estaba a medio ca­mino entre una risita y un chillido.
—Pues entonces nada de champiñones —cacareó.
—Me gustan los champiñones —protestó el hombre con aire lastimero, y los ojos se le llenaron de lágrimas enseguida.
Jeffrey les dio la espalda y pasó por una puerta metálica doble que daba al puesto de control a la entrada de la biblioteca. Tras una mampara de cristal antibalas, la bibliotecaria lo saludó con una son­risa y un gesto de la mano, y él le dejó su arma en consigna. Ella señaló a una habitación lateral.
—Su amigo le espera allí dentro. —Su voz, que salía de un inter—comunicador metálico, sonaba distante y extraña—. Su amigo que va armado hasta los dientes —añadió con una ancha sonrisa—. No le ha hecho muy feliz dejarme todo su arsenal.
—Es policía —explicó Jeffrey.
—Pues ahora es un policía desarmado. Nada de armas en la bi­blioteca. Sólo libros. —La bibliotecaria era mayor que Clayton, quien sospechaba que dedicaba su tiempo libre entre las estanterías a leer relatos del pasado con espíritu romántico—. Érase una vez, había más libros que pistolas —dijo, más para sí que para que Jef­frey la oyese. Levantó la vista—. ¿No es así, profesor?
—Érase una vez —respondió él.
La mujer negó con la cabeza.
—Las ideas son incluso más peligrosas que las armas, sólo que su efecto no es tan inmediato.
Él asintió con una sonrisa. La mujer volvió a sus tareas simultá­neas de supervisar los monitores de videovigilancia y registrar libros en el ordenador. Jeffrey atravesó el portal del detector de metales y entró en la sección de periódicos y revistas de la biblioteca.
El agente estaba solo en la habitación, incómodamente sentado en un sillón de cuero demasiado fofo. Pugnó durante unos instan­tes por levantarse del asiento y se dirigió al encuentro de Clayton.
—No me gusta despojarme de mis armas, aunque estemos en un templo del saber —comentó mientras una expresión irónica le aso­maba a la cara.
Eso me ha dicho la señora de la entrada.
—Lleva una Uzi colgada del hombro. Ya puede decir lo que quiera.   .
     —No le falta razón —señaló Jerrrey. A continuación, deslizó el maletín de piel que contenía las tres carpetas hacia el agente Martin—.Aquí tiene sus dossieres. Como ya le he dicho, si no me proporciona toda la información disponible sobre los asesinatos, no estoy seguro de poder ayudarle.
     El agente no respondió a eso.
—He hablado antes con el decano del Departamento de Psico­logía —dijo en cambio—. Ha accedido a concederle un permiso extraordinario. He anotado los nombres de los profesores que le sustituirán en sus clases. He imaginado que querría usted hablar con ellos antes de irnos.
Jeffrey se quedó boquiabierto. Tartamudeó por un momento al contestar:
—Y una mierda. Yo no me voy a ningún sitio. Usted no tiene derecho a contactar con nadie ni a hacer ni un maldito preparativo por mí. Le he dicho que no pienso ayudarle, y hablaba en serio.
—No sabía muy bien cómo resolver el tema de sus novias —prosiguió el agente, haciendo caso omiso de las palabras de Jef­frey—. He supuesto que usted preferiría hablar antes con ellas, in­ventarse alguna mentira convincente, porque pobre de usted si le informa a alguien del trabajo que se trae entre manos o del lugar adónde va. El catedrático de su departamento cree que se va usted a la Vieja Washington. Dejemos que lo siga creyendo, ¿de acuerdo?
—Que le den —lo interrumpió Jeffrey, furioso—. Yo me largo de aquí.
El agente Martin sonrió lánguidamente.
—Dudo que lleguemos a ser amigos —dijo—. Intuyo que usted acabará por admirar, o por lo menos apreciar, algunas de mis cuali­dades más singulares, pero no, no basándose en lo que ha pasado hasta ahora. No, no creo que nos hagamos amigos. Claro que eso no importa en realidad, ¿o sí, profesor? No es de lo que se trata.
Jeffrey sacudió la cabeza.
—Llévese sus putas carpetas. Buena suerte.
Dio media vuelta para marcharse, pero notó que el agente lo asía del brazo. Martin era un hombre fornido, y la presión con que le estrujaba los músculos parecía denotar que era capaz de mucho más, pero que el dolor que infligía en ese momento era adecuado a la situación. Jeffrey intentó soltarse de un tirón, pero no pudo. El agente Martin lo atrajo hacia sí.
—No más debates, profesor —le susurró acaloradamente en la cara—. No más discusiones. Va usted a hacer lo que yo le diga por­que creo que es el único en este país de mierda con las aptitudes que yo necesito. Así que ya no se lo pido; se lo ordeno. Y, por ahora, us­ted se limitará a escuchar. ¿Lo pilla, profesor?
La sensación de amenaza se extendió por la piel de Jeffrey como una quemadura del sol en un día veraniego. Con un gran esfuerzo logró dominarse y mantener la calma.
—Muy bien —respondió despacio—. Dígame lo que crea que debo saber.
El agente retrocedió un paso e hizo un gesto en dirección a la mesa de lectura situada junto a su sillón de cuero. Jeffrey se colocó frente a él, acercándose una silla.
—Empiece —dijo escuetamente al sentarse.
Martin se acomodó de cara a Clayton en una silla de madera de respaldo rígido, abrió el maletín y extrajo las tres carpetas. Miró brevemente a Jeffrey con el entrecejo fruncido y arrojó el primer informe sobre la mesa, frente al profesor.
—Ése es el caso en el que estamos trabajando ahora —dijo con amargura—. Una noche, ella volvía a su casa procedente de la de un vecino, donde había estado haciendo de canguro. El cadáver se des­cubrió dos semanas después.
—Continúe.
—No, dejémoslo ahí. ¿Ve a esta chica? —Empujó la segunda carpeta hacia Jeffrey—. ¿Le resulta familiar, profesor?
Jeffrey se quedó mirando la fotografía de la joven. «¿Por qué habría de conocerla?», se preguntó.
—No —dijo.
—Tal vez el nombre le dé una pista. —El agente tenía la respi­ración agitada, como si intentara contener una ira intensa en su in­terior. Cogió un lápiz y garabateó «Martha Thomas» en la tapa del dossier—. ¿Le suena, profesor? Fue hace siete años. Su primer año en esta venerable institución de educación superior. ¿La recuerda ahora?
Jeffrey asintió. Notaba un frío inusitado en su fuero interno.
—Sí, claro que la recuerdo, ahora que me ha dicho su apellido. Era una alumna de primero que estaba en uno de mis cursos intro­ductorios. Una entre doscientos cincuenta. En el semestre de invier­no. Fue a clase durante una semana y luego desapareció. Asistió a una conferencia. Por lo que recuerdo, nunca me dirigió la palabra. Desde luego, no mantuvimos conversación alguna. Eso es todo. La encontraron tres semanas después en el bosque estatal que no está muy lejos de aquí. Era una excursionista entusiasta, si la memoria no me falla. La policía dictaminó que la habían secuestrado en una de esas salidas. No hubo detenidos. No recuerdo que me interroga­ran siquiera.
—¿Y no se ofreció a ayudar cuando se enteró de que habían matado a una alumna suya?
—Sí, me ofrecí. La policía local rechazó la oferta. No tenía en­tonces la misma reputación que ahora. Nunca me mostraron infor­mes de la escena del crimen. No sabía que había sido víctima de un asesino en serie.
—Los idiotas locales tampoco —contestó Martin con aspere­za—. La chica estaba eviscerada y colocada en el suelo como un símbolo religioso, con un dedo cortado y... esos imbéciles no tenían la menor idea de lo que tenían entre manos.
—Demasiadas personas mueren asesinadas últimamente. Los inspectores de Homicidios tienen que utilizar algún criterio de se­lección para decidir qué casos investigar, cuáles de ellos son suscep­tibles de resolverse.
—Lo sé, profesor, pero eso no significa que no sean idiotas.
Jeffrey se reclinó hacia atrás.
—Así que una joven que apenas llegó a ser alumna mía hace sie­te años muere asesinada de una forma parecida a la del caso en que usted trabaja. Sigo sin entender por qué esto exige que yo me impli­que en el asunto.
El agente Martin deslizó la tercera carpeta sobre la mesa, don­de topó con la mano derecha de Jeffrey.
—Éste es un caso viejo —dijo Martin lentamente—. Muy viejo y olvidado. Joder, estamos hablando de historia antigua, profesor.
—¿Qué intenta decirme?
      —El FBI tiene bien documentados estos homicidios —prosi­guió Martin— en el VICAP, su Programa de Detención de Crimi­nales Violentos. Cotejan los detalles de los asesinatos sin resolver de formas muy interesantes. La posición del cadáver, por ejemplo. Los dedos índices cortados. Es el tipo de cosa que un programa de or­denador que analiza los archivos de los casos puede aislar fácilmen­te, ¿no le parece? Naturalmente, por lo general los cotejos informá­ticos no le sirven de un carajo al FBI ni a nadie más, pero de vez en cuando arrojan combinaciones curiosas. Pero todo eso ya lo sabe, ¿verdad, profesor?
—Estoy familiarizado con los procesos de identificación de los asesinatos en serie. Empezaron a desarrollarse hace un par de déca­das, como ya sabrá.
El agente Martin, que se había levantado de su silla, caminaba de un lado a otro de la habitación. Finalmente se dejó caer de nuevo en el gran sillón de lectura de cuero, al otro lado de la mesa de donde estaba Jeffrey Clayton.
—Así es cómo los relacioné. Este último, ¿sabe cuándo se pro­dujo? Hace más de veinticinco putos años. Joder, es como la edad de piedra, ¿no, profesor?
—Tres asesinatos en un cuarto de siglo es un patrón poco co­mún.
El agente se apoyó en el respaldo con fuerza y se quedó miran­do al techo por unos instantes antes de bajar la mirada y posarla en Clayton.
     —Hostia, no me diga —farfulló—. Pero, profe, esa última resul­ta de lo más interesante.
     —¿Y por qué?
—Por el momento y el lugar en que sucedió y por una de las personas interrogadas por la policía del estado. Nunca detuvieron al hijo de puta (sólo era uno del puñado de sospechosos principa­les), pero su nombre y el interrogatorio constaban en el viejo infor­me. Me costó un montón, pero al final lo encontré.
—¿Y qué tiene de interesante? —inquirió Jeffrey.
El agente Martin hizo ademán de levantarse y luego pareció cambiar de idea. De pronto, se inclinó hacia delante, acercando el voluminoso torso a sus rodillas, como un hombre que describe una conspiración, en voz baja, ronca y cargada de una ferocidad malé­vola.
—¿Interesante? Le diré qué tiene de interesante, profesor. Pues­to que el cadáver de esa chica fue encontrado en el condado de Mercer, Nueva Jersey, a las afueras de un pueblo llamado Hopewell, unos tres días después de que usted, su madre y su hermana peque­ña abandonaran su hogar para siempre... y porque el hombre a quien la policía interrogó pocos días después de la desaparición de esta joven, y de que su familia y usted se diesen el piro de allí, era su jodido padre.
Jeffrey no contestó. Tenía calor, como si la habitación hubiese estallado en llamas de repente. La garganta se le secó de inmediato, y la cabeza le daba vueltas. Se agarró a la mesa para estabilizarse, y pensó: «Lo sabías, ¿verdad? Lo has sabido desde el principio, du­rante todos estos años. Sabías que algún día se presentaría alguien para decirte lo que acabas de oír.»
Le dio la sensación de que no podía respirar, como si se le hu­biesen atragantado las palabras.
El agente Martin reparó en todo ello y achicó los ojos, que tenía clavados en el Profesor de la Muerte.
—Bien. Ahora —murmuró— estamos listos para empezar. Le he dicho que no queda mucho tiempo.
—¿Por qué? —barbotó Jeffrey.
—Porque hace menos de cuarenta y ocho horas desapareció otra chica en el Territorio del Oeste. Ahora mismo, en una oficina supuestamente segura y confortable, donde en teoría la vida trans­curre con normalidad, maldita sea, un hombre, una mujer, un her­mano pequeño y una hermana mayor están sentados, intentando entender lo incomprensible. Escuchando una explicación sobre lo inexplicable. Enterándose de que lo único que les habían garantiza­do categóricamente que nunca les sucedería les ha sucedido. —El agente Martin frunció el ceño, como si esta idea lo asqueara—. Us­ted, profesor. Usted va a ayudarme a encontrar a su padre.

                                                      3

                                  Preguntas poco razonables


Jeffrey Clayton se sintió mareado por unos momentos y las mejillas le escocían como si le hubiesen propinado un bofetón.
—Eso es ridículo —contestó de inmediato—. Usted no está en sus cabales.
—¿De verdad? —preguntó el agente Martin—. ¿Le parece que actúo como un loco, que hablo como un loco?
Jeffrey inspiró hondo, despacio, e hizo una pausa al espirar, de modo que el aire que expulsaban sus pulmones siseó al pasar entre sus dientes.
—Mi padre —dijo con una ponderación con la que intentaba po­ner en orden los pensamientos que se le agolpaban en la cabeza—. Mi padre murió hace más de veinte años. Se suicidó.
—Ya. ¿Está seguro de eso?
—Sí.
—¿Vio usted el cadáver?
—No.
—¿Asistió al entierro?
—No.
—¿Leyó algún informe policial, un dictamen forense?
—No.
—Entonces, ¿cómo puede estar tan seguro?
Jeffrey sacudió la cabeza.
—Sólo le repito lo que me dijeron y lo que yo creía. Que él murió. Cerca de la que había sido nuestra casa, en Nueva Jersey.
Pero no recuerdo exactamente cómo, ni dónde. Nunca he querido conocer las circunstancias concretas.
—Eso tiene mucho sentido —comentó Martin en voz baja, vol­viendo los ojos hacia arriba con una expresión irónica.
El agente sonrió, pero se trataba de nuevo de un gesto forzado, que reflejaba más ira amenazadora que otra cosa. Jeffrey abrió la boca para añadir algo, pero decidió quedarse callado.
Al cabo de unos segundos, Martin arqueó las cejas.
—Entiendo —dijo—. No recuerda dónde murió su padre, ni exactamente cuándo, ni conoce los detalles. Hay muchas maneras de suicidarse. ¿Se pegó un tiro? ¿Se ahorcó? ¿Se tiró a una vía de tren? ¿Dejó alguna nota escrita, o un último mensaje grabado en vídeo? ¿Un testamento, tal vez? Usted no tiene idea, ¿verdad? Y aun así está convencido de que en efecto se mató y de que lo hizo en algún sitio distinto pero no muy lejano de allí donde había vivido. ¿Es ésa una certeza científica? —preguntó con sarcasmo.
El profesor dejó que la pregunta quedara flotando en el aire entre los dos por unos instantes antes de responder.
—Todo lo que sé lo oí de boca de mi madre durante una conver­sación que tuvimos. Me dijo que la habían informado del suicidio, y que ella desconocía las causas. No recuerdo que me haya hablado de cómo se enteró, ni recuerdo haberle preguntado cómo lo sabía. De todos modos, ella no tenía ninguna razón para mentirme o engañar­me de alguna manera. No hablábamos de mi padre a menudo, así que no había ningún motivo para que me mostrara interesado por los pormenores. Simplemente seguí con lo mío: mis estudios, mis clases, mis títulos. Él ya no era un factor relevante en mi vida. Había dejado de serlo cuando yo aún era pequeño. No lo conocía, ni sabía gran cosa de él. Era mi padre exclusivamente como consecuencia de una cópula y no porque yo tuviera relación con él. La noticia de su muerte me dejó más bien indiferente. Era como si me hubiesen relatado algún incidente lejano y secundario de escasa trascendencia. Algo que hu­biese ocurrido en un rincón remoto del mundo. Para mí, él no signi­ficaba nada. No existía. Un recuerdo vago de una infancia que había dejado atrás hacía mucho tiempo. Ni siquiera llevo su apellido.
El agente Martin se reclinó en el sillón de piel, tan grande que envolvía su corpulencia considerable. Por un momento intentó po­nerse cómodo, cambiando varias veces de posición.
—Joder —farfulló—. Este sillón es como una casa. Se podría instalar una cocina. —Volvió la vista hacia Jeffrey—. Nada de lo que acaba de decir se ajusta ni remotamente a la realidad, ¿verdad, pro­fesor? —preguntó con brusquedad.
Jeffrey clavó la mirada en el hombre que tenía enfrente, tratan­do de verlo con mayor claridad, como un topógrafo que, al no fiar­se ya de las lecturas de sus instrumentos y de su equipo, estudia el terreno a simple vista para asegurarse. Cayó en la cuenta de que apenas era consciente de las dimensiones de Martin, así que decidió que lo más prudente sería formarse un nuevo juicio sobre él. Repa­ró en que las cicatrices de quemaduras que el inspector tenía en manos y cuello parecían emitir un tenue brillo rojizo cuando Mar­tin reprimía la furia de su interior, como si delataran sus emociones inadvertidamente.
—Bueno —prosiguió Martin con suavidad—, tal vez una cosa sea verdad. Tengo entendido que su madre sí le dijo que él había muerto, y seguramente incluso que había sido un suicidio. Eso no dudo que sea cierto. Me refiero a que ella se lo dijera. —Tosió, quizá con la intención de ser cortés, aunque sonó más como una expre­sión de burla—. Pero eso viene a ser lo único, ¿no?
Jeffrey negó con la cabeza, lo que sólo sirvió para arrancarle otra sonrisa a Martin. Al parecer, cuanto más se enfadaba el inspec­tor, más sonreía.
—Ocurre constantemente, ¿no es así, profesor? Don Experto en la Muerte. A los asesinos en serie con frecuencia les remuerde tanto la conciencia por la depravación de sus asesinatos que, al no soportar más su existencia patética y maligna, se suicidan, ahorrán­dole con ello a la sociedad la molestia y el esfuerzo que supone dar­les caza y llevarlos a juicio. ¿Estoy en lo cierto, profesor? Es algo que sucede comúnmente, ¿no?
—Sucede —admitió Jeffrey con aspereza—, pero no es algo común. La mayoría de los asesinos en serie que hemos estudiado no muestran remordimiento. Ni por asomo. No todos, desde luego, pero la mayoría.
—Entonces, ¿tendrían algún otro motivo para cometer uno de esos suicidios infrecuentes?
—Lo que tienen es un acuerdo con la muerte. Ya sea la suya propia o la de otro, aparentemente se sienten cómodos con ella.
El agente asintió, complacido con el impacto que su pregunta sarcástica parecía haber tenido.
—¿Cómo es —inquirió Jeffrey despacio— que ha venido us­ted aquí? ¿Cómo es que me ha relacionado con ese hombre que quizás o quizá no perpetró algún crimen que otro hace más de veinte años? ¿Cómo es que cree que mi padre, que en realidad está muerto, ha vuelto de algún modo a este mundo y es el supuesto asesino que usted busca?
El agente Martin apoyó la cabeza en el respaldo.
—No son preguntas irrazonables —dijo.
—Yo no soy un hombre irrazonable.
—Yo creo que sí que lo es, profesor. Eminentemente irrazona­ble. Notablemente irrazonable. Delirante y extraordinariamente irrazonable. Igual que yo, en ese aspecto. Es la única manera de sobrellevar cada día que pasa, ¿verdad? Ser irrazonable. Cada se­gundo que pasa usted en este bonito entorno académico es irrazo­nable, profesor. Porque si fuese usted razonable, no sería la perso­na que es, sino el hombre que teme que vive en su interior. Igual que yo, como ya le he dicho. Aun así, intentaré responder a algunas de sus preguntas.
A Jeffrey le pareció de nuevo que debía replicar, negar vehe­mentemente todo lo que acababa de decir el inspector, levantarse, marcharse, dejarlo allí solo. Pero no hizo nada de eso.
—Por favor —dijo con frialdad.
Martin se removió en su asiento y se agachó para recoger su maletín de piel. Rebuscó en los papeles que contenía y extrajo unos informes grapados. Los hojeó rápidamente hasta encontrar lo que buscaba y sacó de un bolsillo interior de la americana unas gafas para leer con montura de pasta, en forma de media luna. Se las co­locó sobre la nariz y levantó la vista una sola vez hacia el profesor antes de posarla en el texto que tenía delante.
—Me hacen mayor, ¿no? Tampoco me favorecen mucho, ¿ver­dad? —El inspector se rio, como para recalcar la incongruencia de su aspecto—. Es una transcripción de la entrevista entre un inspec­tor de la policía estatal de Nueva Jersey y un tal J. P. Mitchell. ¿Le suena ese nombre?
—Por supuesto que me suena. Así se llamaba mi padre. Mi di­funto padre.
El agente Martin sonrió.
—Claro. El caso es que el inspector sigue el procedimiento ha­bitual, redacta el informe, explica el caso que tiene entre manos, consigna la fecha, el lugar y la hora del día... todo muy minucioso y muy oficial, incluidas las advertencias de rigor antes del interroga­torio. Luego le pide los números de teléfono, de la seguridad social, las direcciones y toda clase de datos a su viejo, que parece respon­der sin reservas...
—Tal vez no tenía nada que ocultar.
El agente volvió a sonreír de oreja a oreja.
—Claro. Bueno, luego el inspector entra en detalles sobre el asesinato de la chica, y su amado padre los niega todos, uno tras otro.
—Exacto. Fin de la historia.
—No del todo.
Martin pasó las páginas del informe y arrancó tres de las centra­les, que le tendió a Jeffrey. El profesor notó de inmediato que su numeración estaba en el noventa y pico. Hizo un cálculo rápido —dos páginas por minuto— y concluyó que el policía llevaba para entonces cerca de una hora interrogando a su padre. Sus ojos se deslizaron por las palabras. Saltaba a la vista que un estenógrafo había transcrito la entrevista a partir de una grabación; sólo figura­ban las preguntas y respuestas, sin adornos de ninguna clase, sin descripciones de los dos hombres que hablaban entre sí, sin porme­nores sobre la entonación o el nerviosismo. «¿Estaba de pie el po­licía? —se preguntó—. ¿Caminaba por la habitación, en círculos como un ave de presa? ¿Tenía mi padre la frente perlada de sudor, se humedecía los labios con la lengua tras cada respuesta? ¿Dio el inspector alguna palmada en la mesa? ¿Permanecía muy cerca de mi padre, en actitud amenazadora, o se conducía con frialdad, arroján­dole serenamente preguntas como dardos? Y mi padre, ¿se reclina­ba en la silla con una leve sonrisa, parando cada estocada con el jue­go de piernas de un esgrimista, disfrutando con el juego conforme aceleraba en torno a él?»
Jeffrey imaginó un cuarto reducido, probablemente con sólo una lámpara de techo. Una habitación pequeña, casi sin muebles, con las paredes desnudas, aislamiento moderno para insonorizar y una nube de humo de cigarrillo flotando sobre una mesa cuadrada y funcional. Dos sillas sobrias de acero. Su padre no estaba esposa­do, pues no lo habían detenido. Un magnetófono encima de la mesa, recogiendo en silencio las palabras, con los cabezales girando como si aguardaran pacientemente una confesión que nunca lle­garía.
¿Qué más? Un espejo en la pared que en realidad era una ven­tana de observación, pero él la habría reconocido y habría hecho caso omiso de ella.
Jeffrey se detuvo de golpe. «¿Cómo puedes saber eso? —se exi­gió una respuesta a sí mismo—. ¿Cómo puedes saber nada acerca de la pinta, la actitud y la voz que tenía tu padre esa noche, hace tan­tos años?»
Notó un ligero temblor en las manos cuando se puso a leer las páginas de la transcripción. Lo primero que le llamó la atención fue que no constara el nombre del policía.

          P. Señor Mitchell, dice que, la noche que desapareció Emily Andrews,       usted estaba en casa con su familia, ¿correcto?
     R. Sí, correcto.
P. ¿Podrían ellos corroborar esa información?
R. Sí, si da usted con ellos.
P. ¿Ya no viven con usted?
R. Así es. Mi mujer me ha dejado.
P. ¿Por qué? ¿Adónde han ido?
R. No sé adónde han ido. En cuanto al porqué, bueno, su­pongo que eso tendría que preguntárselo a ella. No le resultaría fácil, claro está. Sospecho que se habrá ido para el norte. A Nueva Inglaterra, tal vez. Siempre decía que le gustaban los cli­mas más fríos. Es raro, ¿no cree?
 P. ¿Así que no hay nadie que confirme su coartada?
 R. «Coartada» es una palabra que tiene ciertas connotacio­nes en este    contexto, ¿no, inspector? No acabo de entender por qué necesito una coartada. Las coartadas son para los sospecho­sos. ¿Soy un sospechoso, agente? Corríjame si me equivoco, pero la única relación que ha establecido entre esa desafortunada joven y yo es que asistía a mi clase de historia de tercero. La noche en cuestión, yo estaba en casa.
  P. La vieron subirse a su coche, señor Mitchell.
 R. Si no me equivoco, la noche de su desaparición llovía y estaba oscuro. ¿Tiene la certeza de que era mi coche? No, lo suponía. De todas formas, ¿qué tendría de malo que acompaña­se en el coche a una alumna en una noche fría y tormentosa?
  P. ¿O sea que admite que ella subió a su coche la última no­che que fue    vista con vida?
 R. No, no es eso lo que he dicho. Lo que digo es que no ten­dría nada de raro que un profesor acercase a una alumna a algún sitio en coche. Esa noche en particular, o cualquier otra noche.
          P. ¿Su mujer lo ha dejado de buenas a primeras?
 R. ¿Recuperando un tema anterior? Esa clase de cosas nunca sucede de buenas a primeras, inspector. Nos habíamos distan­ciado desde hacía algún tiempo. Discutimos. Ella se marchó. Una historia tristemente vulgar. Quizá no somos idóneos el uno para el otro, ¿quién sabe?
           P. ¿Y sus hijos?
 R. Tenemos dos. Susan, de siete años, y mi tocayo Jeffrey, de nueve. Ella volverá, inspector. Siempre vuelve. Y si no, bueno, la encontraré. Siempre la encuentro. Y entonces todos volvere­mos a estar juntos. ¿Sabe?, a veces uno tiene la corazonada, una sensación de inevitabilidad, tal vez, de que, por muy difícil y desalentadora que resulte la vida en común, estamos absoluta­mente destinados a seguir juntos, para siempre. Unidos.
          P. ¿Ella le había dejado en ocasiones anteriores?
 R. Hemos tenido problemas antes. Alguna que otra separa­ción temporal. La encontraré. Es todo un detalle por su parte mostrar tanto interés por mi situación familiar.
           P. ¿Cómo la encontrará, señor Mitchell?
  R. A través de sus familiares, sus amigos. ¿Cómo se las arre­gla uno para encontrar a alguien, inspector? En el fondo, nadie quiere desaparecer realmente. Nadie quiere borrarse del mapa. Al menos, nadie que no sea un criminal. Quienes se marchan sólo quieren irse a algún sitio nuevo para hacer algo distinto. Y así, tarde o temprano, acaban por tirar de un hilo que los conec­ta con su vida anterior. Escriben una carta, hacen una llamada... lo que sea. Basta con estar al otro lado, sujetando el otro extre­mo del hilo y notar ese tirón cuando se produce. Pero eso usted ya lo sabe, ¿no, inspector?
  P. ¿Cuál es el apellido de soltera de su esposa?
 R. Wilkes. Su familia es de Mystic, Connecticut. Le anota­ré su número de la seguridad social, si quiere. ¿Está interesado en hacer el trabajo por mí?
  P. ¿Por qué he encontrado un par de esposas en su auto­móvil?
  R. Entiendo. Ahora estamos saltando a un tema nuevo. Las ha encontrado porque ha registrado ilegalmente mi coche, sin una orden judicial. No puede efectuar un registro sin una orden judicial.
   P. ¿Para qué las tenía allí?
  R. Soy muy aficionado a todo lo relacionado con el crimen y el misterio. Colecciono objetos policiales como hobby.
   P. ¿Cuántos profesores de historia llevan esposas consigo?
  R. No lo sé. ¿Algunos? ¿Muchos? ¿Unos pocos? ¿Es ilegal tener unas esposas?
   P. El cadáver de Emily Andrews presentaba en las muñecas marcas que podrían ser de esposas.
  R. «Podrían» es una palabra endeble, ¿no, inspector? Una palabra floja, pusilánime, patética, que en realidad no significa nada. Quizá presente marcas, pero no son de mis esposas.
   P. No le creo. Me parece que me está mintiendo.
  R. Entonces no se prive de demostrar que lo que digo es fal­so. Pero no puede, ¿verdad, inspector? Porque si pudiera, no es­taríamos perdiendo el tiempo de esta manera, ¿no?

La respuesta del inspector no constaba en las páginas que Jef­frey tenía entre las manos. Permaneció con la vista baja por un momento, aunque notaba que Martin lo estaba mirando. Volvió a leer algunas de las frases de su padre y se dio cuenta de que podía oír las palabras en boca de su padre, tantos años después, y en su mente lo veía sentado frente al inspector de policía tal como en otro tiempo se había sentado frente a él, a la mesa del comedor, en su casa, casi como si estuviera viendo una vieja película casera y rayada que avanzaba a saltos. Sobresaltado, alzó la vista de repen­te y tendió bruscamente las páginas de la transcripción al agente Martin.
Jeffrey se encogió de hombros, confundido como un pobre ac­tor que de pronto se ve bajo un foco que debía iluminar a otro, en otra parte del escenario.
—Esto no me dice gran cosa... —mintió.
—Yo creo que sí.
—¿Tiene más páginas?
     —Unas cuantas, pero es más de lo mismo. Un tono provocador y evasivo, pero rara vez hostil. Su padre es un hombre astuto.
     —Era.
El agente sacudió la cabeza.
—Él era claramente el mayor sospechoso. Se vio a la víctima su­bir a su coche, o quizás a uno parecido, y se encontraron restos de sangre bajo el asiento del pasajero. Además, estaban las esposas.
—¿Y?
—Eso es todo, más o menos. El inspector de policía iba a dete­nerlo (se moría de ganas de detenerlo), pero entonces llegaron del laboratorio los resultados de los análisis de sangre. Su gozo en un pozo. La sangre de las muestras no coincidía con la de la víctima. En las esposas no había el menor resto de tejido. Yo creo que las habían limpiado con vapor. El registro de la casa donde usted vivió arrojó resultados interesantes pero negativos. Ya sólo quedaba la posibili­dad de arrancarle una confesión. Era un procedimiento habitual en aquella época. Y el inspector hizo lo que pudo. Lo retuvo ahí casi veinticuatro horas, pero al final su padre parecía estar más fresco y despierto que el poli.
—¿A qué se refiere con eso de «resultados interesantes pero negativos» del registro de la casa?
—Me refiero a pornografía de una índole particularmente sór­dida y violenta. A instrumentos sexuales normalmente relacionados con el sado y la tortura. A una nutrida biblioteca especializada en el asesinato, aberraciones sexuales y la muerte. Un kit casero de uten­silios para depredadores sexuales.
Clayton, que notaba seca la garganta, tragó saliva con dificultad.
—Nada de eso demuestra que fuese un asesino.
El agente Martin asintió con la cabeza.
—Tiene más razón que un santo, profe. Nada de eso prueba que cometiese un crimen. Lo único que demuestra es que sabía cómo hacerlo. Las esposas, por ejemplo. Fascinante. En cierto modo, me parece admirable lo que hizo. Es obvio que se las puso a la chica en algún momento, y no menos obvio que en cuanto llegó a casa tuvo el acierto de echarlas en agua hirviendo. No hay muchos asesinos que presten tanta atención a los detalles. De hecho, la ausencia de restos de tejido le ayudó en sus discusiones con la policía del esta­do de Nueva Jersey. Su incapacidad para establecer una relación entre las esposas y el crimen alimentó su confianza en sí mismo.
—¿Y qué hay del móvil? ¿Qué vínculo tenía con la chica muerta?
El agente Martin se encogió de hombros.
—Ninguno que sea indicativo de nada. Ella había sido alumna suya, como él dijo. Tenía diecisiete años. No se pudo probar nada. Fue algo así como decir: «Camina como un pato, hace cua cua como un pato, pero...» Ya me entiende, profesor. —Martin tambo­rileó contrariado con los dedos sobre el cuero del sillón—. Es evi­dente que el maldito poli se vio desbordado desde el principio. Se ciñó a las normas desde el primer momento del interrogatorio, tal como le habían enseñado en cada curso y seminario. Introducción a la Obtención de Confesiones. —El agente suspiró—. Eso era lo malo de los viejos tiempos de leyes garantistas y reconocimiento de los derechos del delincuente. Y la policía... ¡Dios santo! La policía del estado de Nueva Jersey era una panda de tipos pulcros y estira­dos que observaban una disciplina casi militar. Incluso a los secre­tas y los que iban de paisano les habría quedado de maravilla uno de esos uniformes estrechos. Si llevas ante ellos a un asesino común y corriente (ya sabe, uno de esos que le vuelan la cabeza a su mujer cuando descubren que le ha puesto los cuernos, o que le disparan a alguien en un atraco a una tienda de autoservicio), se ocupan de él rápidamente. Las palabras brotan como si lo exprimieran con un rodillo: «Sí, señor, no, señor, lo que usted diga, señor.» Fácil. Pero en este caso fue distinto. El pobre pardillo del policía no era rival para su viejo. Al menos intelectualmente. No le llegaba ni a la suela de los zapatos. Entró en esa sala convencido de que su padre se re­clinaría en la silla y le contaría sin más cómo, por qué, y dónde lo había hecho y le aclararía todas las putas dudas que le plantease, tal como había hecho cada uno de los asesinos idiotas a los que había echado el guante hasta entonces. Ya, claro. En cambio, no hicieron más que dar vueltas. Do, si, do, como en un vals de dos pasos.
—Eso parece —comentó Jeffrey.
—Y nos dice algo, ¿no es así?
—No deja usted de hablar de manera críptica, agente Martin, como dando por sentado que poseo unos conocimientos, una capa­cidad y una intuición de los que yo nunca me he jactado. No soy más que un profesor de universidad especializado en los asesinos en serie. Sólo eso. Nada más, nada menos.
—Bueno, eso nos dice que era infatigable, ¿no, profesor? Ven­ció en resistencia a un inspector desesperado por resolver el caso. Y nos dice que era astuto y no tenía miedo, cosa de lo más intrigan­te, pues un criminal que no tiene miedo cuando se ve cara a cara con la autoridad siempre resulta interesante, ¿verdad? Pero, sobre todo, me dice algo diferente, algo que me tiene realmente preocupado.
—¿De qué se trata?
—¿Ha visto esas fotos de satélite que tanto les gustan a los me­teorólogos de la tele? ¿Esas en que se aprecia cómo una tormenta se forma, se intensifica y acumula fuerza de la humedad y de los vien­tos, incubándose antes de estallar?
—Sí —respondió Jeffrey, sorprendido por la contundencia de las imágenes evocadas por el agente.
—Hay personas que son como esas tormentas en ciernes. No muchas, pero algunas. Y creo que su padre era una de ellas. La emo­ción del momento le daba energías. Cada pregunta, cada minuto que pasaba en esa sala de interrogatorio lo hacía más fuerte y peli­groso. Ese poli intentaba conseguir que confesara... —Martin hizo una pausa para respirar hondo—, pero él estaba aprendiendo.
Jeffrey se sorprendió a sí mismo asintiendo con la cabeza. «De­bería estar aterrorizado», pensó. En cambio, sentía un frío extraño en su interior. Volvió a inspirar a fondo.
—Parece usted saber mucho sobre esa confesión que nunca se produjo.
El agente Martin hizo un gesto de afirmación.
—Oh, desde luego. Porque ese inspector novato y estúpido que intentaba hacer hablar a su padre era yo.
Jeffrey se inclinó sobre el respaldo rápidamente, retrocediendo.
Martin lo observó, reflexionando al parecer sobre lo que acababa de decir. Luego se inclinó, acercando mucho la cara a la de Clayton, de modo que sus palabras tuviesen la fuerza de un grito.
—Uno se convierte en aquello que absorbe durante la infancia. Eso lo sabe todo el mundo, profesor. Por eso yo soy yo, y usted es usted. Quizá negar esto le haya dado resultado hasta ahora, pero eso se ha acabado. De eso me encargaré yo.
Jeffrey se meció de nuevo hacia delante.
—¿Cómo me ha encontrado? —preguntó de nuevo.
El agente se relajó.
—Por medio de una labor detectivesca a la vieja usanza. Me acordé de todo eso que su padre decía sobre los apellidos. Como bien sabe, la gente detesta renunciar a su apellido. Los apellidos son algo especial. Las raíces. Lo que nos conecta con el pasado, ese tipo de cosas. El apellido le da a la gente una noción del lugar que ocu­pa en el mundo. Y su padre me proporcionó la pista cuando men­cionó el apellido de soltera de su madre. Yo sabía que sería lo bas­tante lista para no recuperarlo; él la habría encontrado demasiado fácilmente. Pero, como le digo, la gente no renuncia a los apellidos de buen grado. ¿Sabe de dónde viene el de Clayton?
—Sí —respondió el profesor.
—Yo también. Después de que su padre hablara del apellido de soltera de su madre, pensé que eso sería demasiado sencillo y obvio, pero que a la gente no le gusta nada renegar de sus orígenes, aunque intente esconderse de alguien que cree que podría ser un monstruo. Así que, en un arrebato, hice unas pesquisas y averigüé el apellido de soltera de la madre de su madre. Clayton. Eso ya no resulta tan obvio, ¿verdad? Y pim pam: lo junté con el nombre («mi tocayo Jeffrey»; bueno, dudaba que una madre les cambiara el nombre de pila a sus hijos, por muy prudente que fuera la medida), y, oh ma­ravilla, obtuve «Jeffrey Clayton». Y se encendió una luz en mi cabeza. Así se llamaba el Profesor de la Muerte, no del todo célebre pero tampoco del todo desconocido para los policías profesionales. ¿Y le sorprende que esa coincidencia me llamara la atención cuan­do me enteré de que otra de nuestras víctimas despatarradas, cruci­ficadas y sin dedo índice resultó ser alumna de usted en otro tiem­po? El apellido de soltera de su madre. Buena jugada. ¿Cree que su papaíto ató cabos también?
—No. Al menos no volvimos a verlo ni a tener noticias de él. Se lo he dicho. Dejó de formar parte de nuestra vida cuando lo deja­mos en Nueva Jersey.
—¿Está seguro de eso?
—Sí.
—Pues me temo que no debería estar tan seguro. Creo que debe­ría dudar de todo cuando se trata de su viejo. Porque, si yo logré en­contrarle pese a ese pequeño e ingenioso engaño, quizás él también.
El inspector extendió el brazo, cogió la fotografía de la alumna asesinada de Clayton y la lanzó de modo que se deslizó girando sobre la mesa hasta que se detuvo delante del profesor.
—Creo que sí tuvo usted noticias de él.
Jeffrey negó con la cabeza.
—Está muerto.
El agente Martin alzó la vista.
—Me encanta su seguridad, profesor. Debe de ser bonito eso de estar seguro de absolutamente todo. —Suspiró antes de prose­guir—. De acuerdo. Bien, si consigue usted demostrarlo, recibirá mis disculpas y un cheque que le compensará generosamente por las molestias de parte de la oficina del gobernador del Territorio del Oeste, así como un viaje seguro, cómodo y tranquilo en limusina de vuelta a su casa.
«Qué locura», pensó Jeffrey.
Y entonces se preguntó: «¿Lo es?»
Casi sin darse cuenta dirigió la vista más allá del agente, a la sala central de la biblioteca. Unas pocas personas leían en silencio, en su mayoría gente mayor, abstraídas en las palabras que tenían ante sí. Le pareció que la escena tenía algo de pintoresco, un toque antiguo. Casi le daba la impresión de que el mundo exterior era un lugar seguro. Dejó vagar su mirada por las estanterías de libros alineados, aguardando pacientemente el momento en que alguien los sacase de la balda y los abriese para mostrar la información que guardaban a los ojos de algún indagador. Se preguntó si algunos de los volúme­nes permanecerían cerrados para siempre, y las palabras que conte­nían entre sus cubiertas se volverían obsoletas de alguna manera, inútiles con el paso de los años. O tal vez, pensó, pasarían inadver­tidos, pues los conocimientos que encerraban no se encontraban en un disco, disponibles al instante con sólo pulsar unas teclas de orde­nador. No eran modernos.
Volvió a visualizar a su padre con los ojos de su infancia.
Acto seguido, pensó: «Las nuevas ideas no resultan verdadera­mente peligrosas. Son las viejas las que llevan siglos existiendo y absorben energías en cualquier entorno. Ideas vampiro.»



Vio el asesinato como un virus, inmune a todo antibiótico.
Sacudió la cabeza y advirtió que Martin sonreía de nuevo, ob­servándolo mientras se debatía. Al cabo de un momento, el agente se desperezó, apoyó las manos en los brazos del sillón de cuero y se impulsó para ponerse de pie.
—Vaya a buscar sus cosas. Se hace tarde.
Martin juntó los informes y las fotografías, los guardó en su maletín y se encaminó a grandes zancadas a la salida. Clayton lo siguió a toda prisa. Cuando llegaron ante los detectores de metales, ambos hicieron un gesto de asentimiento a la bibliotecaria, que le devolvió al inspector sus armas, pero mantuvo una mano muy cerca del botón de alarma mientras se colocaba las sobaqueras bajo el abrigo.
—Vamos, Clayton —dijo Martin con gravedad y salió por las puertas a la noche color negro azabache, próxima al invierno, de aquel pueblo de Nueva Inglaterra—. Es tarde. Estoy cansado. Ma­ñana nos espera un largo viaje, y alguien a quien tengo que matar.

                4

               Mata Hari


Susan Clayton observaba una estrecha columna de humo que se elevaba a lo lejos, enmarcada por el sol del ocaso, una raya negra que se arremolinaba perfilada contra el azul del cielo diurno. Ape­nas tomó conciencia de que algo se estaba quemando incontrolada­mente; en cambio, le chocó el insulto que el humo lanzaba contra el horizonte perfecto. Aguzó el oído, pero no percibió el sonido insis­tente de ninguna sirena que traspasara las ventanas de su despacho. Aquello no le parecía tan insólito; en algunas zonas de la ciudad era mucho más común, y considerablemente más razonable, por no decir económico, dejar simplemente que el edificio incendiado que­dase reducido a cenizas, antes que poner en peligro la vida de bom­beros y agentes de policía.
Giró en su silla y paseó la vista por el ajetreo vespertino que reinaba en la oficina de la revista. Un guardia de seguridad con un fusil de asalto al hombro se preparaba para escoltar al aparcamiento a los empleados que estaba reuniendo en un grupo pequeño y com­pacto. Por un instante, le recordaron a Susan un banco de peces que se arracimaban en una masa densa para protegerse de un depreda­dor. Sabía que era el pez lento, el solitario, el que dejaban atrás to­dos los demás, el que acababa devorado. Esta idea hizo que sonriese y dijese para sus adentros: «Más vale nadar deprisa.»
Uno de sus compañeros, el redactor de las páginas de sociedad, asomó la cabeza por la abertura del pequeño cubículo donde traba­jaba Susan.
—Vamos, Susan, recoge tus trastos. Es hora de irse.
Ella negó con la cabeza.
—Antes quiero terminar un par de cosas —repuso.
—Las tareas que parece necesario terminar hoy bien pueden ser las que comencemos mañana. Un poco de sabiduría para nuestras condiciones actuales. Una máxima que rija nuestras vidas.
Susan sonrió, pero hizo un leve gesto de rechazo con la mano.
—Sólo me quedaré un ratito más.
—Pero te quedarás sola —señaló él—, y eso nunca es bueno. Más vale que los de seguridad sepan que estás aquí. Y no olvides cerrar las puertas con llave y activar las alarmas.
—Ya conozco el paño —aseguró ella.
El redactor vaciló. Era un hombre mayor, con mechones blancos y una barba entreverada de canas. Ella sabía que era un profesional consolidado y que había tenido un puesto destacado en el Miami Herald hasta que su adicción a las drogas se lo había arrebatado y lo había relegado a escribir notas sobre la clase alta de la ciudad para la revista semanal en la que ambos trabajaban. Él realizaba esta labor con una minuciosidad tenaz pero desprovista de pasión, aunque no de un humor sarcástico muy valorado. Cobraba por ello un sueldo que repartía rápida y diligentemente en partes iguales: una para su ex mujer, otra para sus hijos y el resto para la cocaína. Susan sabía que en teoría él se había desenganchado, pero más de una vez lo había visto salir del aseo de caballeros con unas motas de polvo blanco en los pelos del bigote. Ella fingía no darse cuenta, como habría hecho con cualquier otra persona, pues era consciente de que comentar algo al respecto implicaría meterse en su vida, aunque sólo fuera un poco, y no estaba dispuesta a caer en eso.
—¿No te preocupa el peligro? —preguntó él.
Susan sonrió, como para decirle que no había por qué preocu­parse, cosa que por supuesto ambos sabían que era mentira.
—Lo que tenga que pasar, pasará —sentenció—. A veces pien­so que nos pasamos tanto tiempo tomando precauciones contra eventualidades terribles que no nos queda gran cosa que valga la pena.
El redactor sacudió la cabeza, pero soltó una risita. —Ah, una mujer aficionada a los acertijos y a la filosofía —ob­servó—. No, creo que te equivocas. En otra época uno podía dejar las cosas más o menos al arbitrio del destino, y lo más probable era que no pasara nada malo. Pero eso fue hace años. Las cosas ya no funcionan así.
—Aun así, prefiero correr el riesgo —replicó Susan—. Puedo manejarme sola.
El redactor se encogió de hombros.
—¿Qué es lo que tienes que hacer? —preguntó, molesto—. ¿Qué te impulsa a quedarte aquí cuando todos los demás se han lar­gado? ¿Qué atractivo tiene para ti esta mierda de lugar? No puedo creer que la benevolencia de nuestro jefe te tenga tan embelesada como para arriesgar el pellejo a mayor gloria de la Miami Magazine.
—Tienes razón. Dicho así... —respondió ella—. Pero quiero añadir un enigma especial a mi último pasatiempo, y todavía estoy trabajando en él.
El redactor asintió con la cabeza.
—¿Un enigma especial? ¿Algún mensaje para un nuevo admi­rador?
—Supongo.
—¿De quién se trata?
—He recibido en casa una carta en clave —explicó ella—, y he pensado seguirle el juego a esa persona.
—Suena interesante, pero peligroso. Ten cuidado.
—Siempre lo tengo.
El redactor miró el humo que seguía elevándose tras ella, apa­rentemente casi al alcance de la mano, justo al otro lado del cristal de la ventana, como si esta escena fuera una naturaleza muerta que plasmaba el abandono urbano.
—A veces me da la impresión de que no puedo seguir respiran­do —comentó.
—¿Cómo dices?
—A veces creo que no podré tomar aliento, que hará demasia­do calor para inspirar. O que habrá demasiado humo y me ahoga­ré. O que el aire estará infestado de alguna enfermedad virulenta y que me pondré a toser sangre de inmediato.
Susan no contestó, pero pensó: «Entiendo muy bien a qué te refieres.»
El redactor no apartó la vista de la ventana que ella tenía a su espalda.
—Me pregunto cuánta gente morirá ahí fuera esta noche —dijo en un tono suave y ausente que daba a entender que no esperaba respuesta. Luego echó la cabeza adelante y atrás repetidamente, como un animal que intenta espantar un insecto fastidioso—. No vayas a convertirte en una estadística —le advirtió de pronto, adop­tando un tono paternal—. Cíñete a los horarios establecidos. No salgas sin escolta. Permanece alerta, Susan. Permanece a salvo.
—Ésa es mi intención —afirmó ella, preguntándose si realmente lo pensaba.
—Al fin y al cabo, ¿dónde encontraríamos a otra reina de los rompecabezas? ¿Qué nos ofrecerás esta semana? ¿Algún enigma matemático o literario?
—Literario —contestó ella—. He ocultado media docena de palabras clave de parlamentos célebres de Shakespeare en un diálo­go inventado entre un par de amantes. El juego consistirá en reconocer qué palabras son del Bardo y en identificar las obras en las que aparecen.
—¿Un personaje dirá algo así como «no seré yo quien lo nie­gue», donde la frase oculta sería «no ser», del «ser o no ser»?
—Sí —respondió ella—, sólo que esa frase en particular sería demasiado fácil de detectar para mis lectores.
El redactor sonrió.
      —«Si es más noble para el alma soportar las flechas y pedradas de la áspera Fortuna o...» ¿Cómo sigue? Nunca consigo acordarme.
     —¿Nunca?
—Así es —dijo él, sin dejar de sonreír—. Soy demasiado tonto. Demasiado inculto. Y demasiado impaciente. No tengo suficiente capacidad de concentración. Seguramente debería tomar algo para remediar eso. Soy sencillamente incapaz de sentarme y resolver los acertijos como haces tú. Resulta demasiado frustrante.
Ella no supo qué contestar.
—En fin —dijo él, encogiéndose de hombros—, no te vayas a dormir muy tarde. Este año todavía no han violado ni asesinado a ninguno de los que trabajamos aquí, al menos hasta donde se sabe, y a dirección le gustaría que eso no cambiara. Cuando termines, envía un mensaje de busca junto con tu archivo, para que los encar­gados de composición no la caguen de nuevo. La semana pasada pasaron por alto tres correcciones que les mandamos tarde.
—Así lo haré, pero a esos chicos les caigo bien, ¿sabes? No me conocen, pero creo que me aprecian. Recibo constantemente men­sajes de admiración por correo electrónico.
—Es por tu seudónimo, misterioso, con un toque exótico al estilo de Oriente Medio, velado y esquivo. Evoca en la gente imá­genes de secretos perdidos en el pasado. Resulta de lo más sexy, Mata Hari.
Susan sacó del cajón del escritorio unas gafas para leer que usaba rara vez pero que necesitaba de cuando en cuando. Se las puso, apo­yándolas en la punta de la nariz.
—Ya me ves —dijo—. Tengo más pinta de institutriz antigua que de espía, ¿no crees?
El redactor se rio y se despidió agitando ligeramente la mano antes de marcharse.
Poco después, el guardia de seguridad asomó la cabeza al inte­rior del cubículo.
—¿Va a quedarse hasta tarde? —preguntó con un deje de in­credulidad en la voz.
—Sí. No mucho rato. Le llamaré cuando necesite escolta.
—Nos vamos a las siete —dijo él—. Después sólo queda el vi­gilante nocturno, y no está autorizado para realizar labores de es­colta. De todos modos, lo más probable es que le pegue un tiro cuando baje en el ascensor, porque estará cagado de miedo cuando se dé cuenta de que hay alguien más en el edificio.
—No tardaré mucho. Y le avisaré antes de bajar.
El hombre se encogió de hombros.
—Es su pellejo —dijo, y la dejó sentada a su escritorio.
«Ya no debe uno quedarse solo —pensó ella—. No es seguro.
»Y la soledad es sospechosa.»
De nuevo echó un vistazo por la ventana. Los atascos del atar­decer ya empezaban a formarse; largas colas de vehículos que pug­naban por alejarse del centro. El tráfico de aquella hora le recordó escenas de viejas películas del Oeste, en las que el ganado que se dirigía al norte, hacia su muerte sin saberlo, se asustaba de pronto, y el mar de reses lentas y mugidoras, presa de un pánico repentino, arrancaba a correr desbocadamente por el terreno mientras los vaqueros, héroes de esa versión estilizada de la historia, luchaban por recuperar el control de los animales. Observó los helicópteros de policía que sobrevolaban los embotellamientos como aves carroñeras en busca de cadáveres. A su espalda oyó un sonido metálico y supo que era el de las puertas del ascensor al cerrarse. De pronto podía palpar el silencio en la oficina, como una brisa procedente del mar. Cogió un bloc de notas amarillo y escribió en la parte de arri­ba: «Te he encontrado.»
Estas palabras volvieron a provocarle un escalofrío. Se mordió con fuerza el labio inferior y se dispuso a formular una respuesta, in­tentando decidir cuál sería la mejor manera de cifrar las frases que eli­giera, pues quería comenzar a trazar en su cabeza un retrato de su corresponsal, y hacer que esta persona resolviera un acertijo ideado por ella la ayudaría a averiguar quién era ese que la había encontrado.


Susan Clayton, como su hermano mayor, todavía conservaba una figura atlética. Su deporte preferido había sido el salto de tram­polín; le gustaba la sensación de abandono que experimentaba de pie en el extremo de la plataforma de tres metros, sola, en peligro, preparándose mentalmente antes de precipitar su cuerpo al vacío. Cayó en la cuenta de que muchas de las cosas que hacía —como quedarse en la oficina hasta tarde— eran muy similares. No enten­día por qué se sentía atraída por el riesgo tan a menudo, pero era consciente de que gracias a esos momentos de alta tensión era capaz de llegar al final del día. Cuando conducía, casi siempre circulaba por los carriles sin límite de velocidad, a más de 160 kilómetros por hora. Cuando iba a la playa, se adentraba en las corrientes apartadas de la costa, poniendo a prueba su capacidad de resistir la fuerza de la resaca. No tenía novio formal, y rechazaba casi todas las propues­tas de citas, pues sentía un vacío extraño en su vida e intuía que un desconocido, por muy entusiasta que fuera, constituiría una complicación añadida que no necesitaba. No ignoraba que, debido a su comportamiento, sus probabilidades de morir joven eran muy su­periores a sus probabilidades de enamorarse, pero curiosamente estaba a gusto con esa situación.
A veces, cuando se miraba en el espejo, se preguntaba si las marcas de tensión en las comisuras de sus ojos y su boca eran con­secuencia de su visión de la vida, propia de un paracaidista, en caí­da libre a través de los años. Lo único que temía era la muerte de su madre, que sabía inevitable y más inminente de lo que podía asimi­lar. En ocasiones le parecía que cuidar de su madre, una tarea que la mayoría habría considerado una carga pesada, era lo único que la motivaba a conservar su empleo y ese burdo remedo de vida normal.
Susan odiaba el cáncer con toda el alma. Habría deseado enfren­tarse a él cara a cara, en un combate justo. Le parecía un cobarde, y disfrutaba los momentos en que veía a su madre luchar contra la enfermedad.
Echaba de menos a su hermano lo indecible.
Jeffrey provocaba en ella una maraña de sentimientos encontra­dos. Ella había llegado a contar hasta tal punto con su presencia durante su infancia compartida que cuando su hermano se marchó de casa el resentimiento se apoderó de ella. Había llegado a albergar una mezcla de envidia y de orgullo, y nunca había logrado entender del todo por qué ella nunca se había animado a dejar el nido. La erudición y la obsesión de su hermano por los asesinos la inquieta­ban. Se le antojaba complicado sentir miedo y a la vez atracción ha­cia la misma cosa, y la preocupaba que, de alguna manera descono­cida para ella, resultara ser igual que él.
En los últimos años, cuando conversaban, ella se percataba de que se mostraba reservada, reticente a expresar sus emociones, como si quisiera que él la comprendiese lo menos posible. Le costaba contes­tar a sus preguntas sobre su trabajo, sus expectativas, su vida. Se limi­taba a dar respuestas vagas, escondida tras un velo de medias verda­des y detalles incompletos. Aunque se consideraba una mujer de personalidad bien definida, se presentaba ante su hermano como una figura etérea y anodina.
Y, lo que resultaba más curioso, había convencido a su madre de que ocultase a Jeffrey el alcance de su enfermedad. Había alegado algo así como que no quería causar trastornos en su vida con esa información, y que no debían implicarlo en el irregular pero inexo­rable avance de su muerte. Había asegurado que su hermano se preocuparía demasiado, que querría volver a Florida para estar con ellas, y que no había espacio para todos. Se empeñaría en replantear todas las decisiones terribles y dolorosas —sobre medicamentos, tratamientos y clínicas— que ellas ya habían tomado. Su madre ha­bía escuchado todos estos argumentos y de mala gana se había mos­trado conforme, con un suspiro. A Susan este consentimiento tan rápido le pareció extraño. Llegó a la conclusión de que pretendía imponerse a la muerte de su madre. Era como si creyera que se tra­taba de algo amenazador, contagioso. Susan se mintió a sí misma al persuadirse de que algún día Jeffrey le daría las gracias por proteger­lo de los horrores del declive.
De vez en cuando la asaltaba la idea de que se equivocaba al hacer eso. Entonces se sentía tonta también, e incluso, brevemente, desesperada en su aislamiento, y no sabía de dónde venía ese senti­miento ni cómo vencerlo. En ocasiones pensaba que había llegado a confundir la independencia con la soledad, y que ésa era la tram­pa en la que había caído.
Se preguntaba además si Jeffrey estaría atrapado también, y creía que se aproximaba rápidamente el momento en que tendría que preguntárselo.
Susan, sentada a su mesa, se puso a hacer garabatos con su plu­ma, dibujando círculos concéntricos una y otra vez, hasta que se encontraban rellenos de tinta y se habían convertido en manchas oscuras. En el exterior, la noche había envuelto por completo la ciu­dad; se divisaba algún que otro brillo anaranjado ahí donde se ha­bían declarado incendios en el centro urbano, y el cielo se veía des­garrado con frecuencia por los reflectores de los helicópteros de la policía que rastreaban la delincuencia siempre presente. Se le anto­jaban pilares de luz celestial, proyectados hacia la tierra desde las tinieblas de lo alto. Al borde del campo de visión que le ofrecía la ventana, vislumbró unos arcos luminosos de neón que delimitaban las zonas acordonadas y, a través de la ciudad, un flujo continuo de faros en la autovía, como agua a través de los cañones de la noche.
Se volvió de espalda a la ventana y posó la mirada en su bloc.
«¿Qué necesitas saber?», se preguntó.
Y acto seguido, con la misma rapidez, se respondió: «Sólo hay una pregunta.»
Se concentró en esa única pregunta e intentó expresarla mate­máticamente, pero descartó esa idea a favor de un enfoque narrati­vo. «La cuestión —pensó— es cómo formular la pregunta con sen­cillez y a la vez con dificultad.»
Se sonrió, ilusionada por la tarea.
      Fuera, la guerra urbana nocturna proseguía sin tregua, pero ella ahora se hallaba ajena a los sonidos y las imágenes propios de aque­lla rutina de violencia, recluida en la oficina a oscuras, oculta entre sus libros de consulta, enciclopedias, anuarios y diccionarios. Cayó en la cuenta de que se estaba divirtiendo al esforzarse en expresar la pregunta de formas diferentes y conseguirlo por medio de citas cé­lebres, aunque sin quedar del todo satisfecha con el resultado.
Se puso a tararear fragmentos de melodías reconocibles que se difuminaban y se desintegraban en sonsonetes mientras ella toma­ba rumbos distintos en su intento de construir un rompecabezas. «La base es siempre lo que se conoce —pensó—: la respuesta. El juego consiste en construir el laberinto a partir de ella.»
Se le ocurrió una idea, y casi tiró al suelo su lámpara de escrito­rio al extender el brazo hacia uno de los muchos libros que rodea­ban su espacio de trabajo.
Pasó las páginas rápidamente hasta que encontró lo que busca­ba. Entonces se apoyó en el respaldo, meciéndose con la satisfac­ción de quien se ha dado un buen banquete.
«Soy una bibliotecaria de lo trivial —se dijo—. Historiadora de lo críptico. Erudita de lo oscuro. Y soy la mejor.»
Susan anotó la información en su bloc amarillo y se preguntó cuál sería la mejor manera de ocultar lo que tenía delante. Estaba absorta en su tarea cuando oyó el ruido. Tardó varios segundos en cobrar conciencia de que un sonido había penetrado en el aire que la rodeaba. Era una especie de chirrido, como de una puerta al abrir­se o un zapato al rozar el suelo.
Se enderezó de golpe en su asiento. Se inclinó despacio hacia delante, como un animal, intentando captar el sonido en aquel si­lencio.
«No es nada», se dijo.
Sin embargo, alargó lentamente el brazo hacia abajo y extrajo una pistola de su bolso. La empuñó con la mano derecha e hizo gi­rar su silla para quedar de cara a la entrada del cubículo.
Contuvo la respiración, aguzando el oído, pero lo único que percibió fue el repentino palpitar de sus sienes con la sangre que su corazón bombeaba a toda prisa. Nada más.
Escrutando en todo momento la oscuridad de la oficina, alzó con cuidado el auricular del teléfono. Sin mirar el teclado, marcó el código de seguridad del edificio.
La señal de llamada sonó una vez y contestó un guardia.
—Seguridad del edificio. Al habla Johnson.
—Soy Susan Clayton —susurró ella—, de la planta trece, ofici­nas de la Miami Magazine. Se supone que estoy sola.
La voz del guardia de seguridad habló en tono enérgico al otro lado de la línea.
     —Me han pasado una nota que decía que usted sigue aquí. ¿Cuál es el problema?
     —He oído un ruido.
—¿Un ruido? En teoría ahí no hay nadie aparte de usted.
—¿Personal de limpieza, tal vez?
—Antes de medianoche, no.
—¿Alguien de otras oficinas?
     —Ya se han ido todos a casa. Está usted sola, señora.
     —¿Podría usted comprobarlo en sus pantallas y sus sensores de calor?
El guardia soltó un gruñido, como si lo que ella le pedía impli­cara mayor complicación que accionar unos pocos interruptores en un teclado de ordenador.
—Ah, estoy viendo la imagen de la planta trece, ahí está usted. ¿Eso que lleva es una automática?
—Siga buscando.
—Estoy girando la cámara. Joder, con toda la mierda que tienen ustedes ahí, podría haber un tipo escondido bajo una mesa y no habría forma de que yo lo viera.
—Compruebe los sensores de calor.
—Eso hago. Vamos a ver... Bueno, tal vez... nah, lo dudo.
—¿Qué?
—Bueno, la percibo a usted y a su lámpara. Y varios compañe­ros suyos se han dejado encendido el ordenador, lo que siempre da una lectura engañosa. Ahora detecto una fuente de calor que podría ser otra persona, señora, pero no hay nada que se mueva. Segura­mente no es más que el calor residual de otro ordenador. Ojalá la gente se acordara de apagar esos trastos. Desbarajustan los sensores una barbaridad.
Susan se percató de que los nudillos se le estaban poniendo blancos por sujetar el arma con tanta fuerza.
—Siga comprobando.
—No hay nada más que comprobar. Está sola, señora. O bien quien quiera que se encuentre allí con usted está escondido tras un terminal de ordenador sin mover un dedo, casi sin respirar y espe­rando, porque sabe cómo funciona nuestro sistema de seguridad y además nos está oyendo hablar. Eso es lo que yo haría —aseguró el guardia—. Hay que ser muy sigiloso. Pasar de una fuente de calor a otra sin hacer nada de ruido y despachar el asunto enseguida. Quizá le convenga cargar esa pistola, señora.
—¿Puede usted subir?
—Eso no forma parte de mis obligaciones, es cosa de los escol­tas. Puedo acompañarla al aparcamiento, pero para eso tiene usted que bajar por su cuenta. Yo no subiré hasta que lleguen los de lim­pieza. Esos chicos van bien armados.
—Mierda —musitó Susan.
—¿Cómo dice? —preguntó el guardia.
—¿Sigue sin ver nada?
—En la imagen de vídeo, nada, pero tampoco es que funcione muy bien. Y el detector de calor sólo me da las mismas lecturas dudosas. ¿Por qué no se va caminando despacito hacia el ascensor mientras yo la vigilo a través de la cámara?
—Antes tengo que terminar una cosa.
—Bueno, usted misma.
—¿Puede seguir vigilándome? Será sólo un par de minutos.
—¿Lleva usted cien pavos que le sobren?
—¿Qué?
—La vigilaré mientras termina. Le costará cien pavos.
Susan reflexionó por unos instantes.
—De acuerdo. Trato hecho.
El guardia se rio.
—Dinero fácil.
Ella oyó otro sonido.
—¿Qué ha sido eso?
—Yo, que he hecho girar otra cámara a distancia —explicó el guardia.
Susan depositó la pistola sobre el escritorio, junto al teclado de su ordenador, y, a su pesar, soltó la culata. Le costó más aún dar media vuelta en su asiento y volver la espalda a la entrada de su cu­bículo y a lo que fuera que había hecho el sonido que había oído.



Quizá fuera una rata, pensó. O incluso sólo un ratón. O nada. Ins­piró lentamente, intentando controlar su pulso acelerado, y notan­do el sudor pegajoso en la parte posterior de su delgada blusa. «Es­tás sola —se dijo—. Sola.» Encendió la pantalla del ordenador e introdujo rápidamente la información necesaria para enviar un mensaje al departamento de composición electrónica. Puso como encabezamiento su identificación, «Mata Hari», y escribió rápida­mente las instrucciones para los cajistas.
     Acto seguido, tecleó:

Dedicado especialmente para mi nuevo corresponsal: Rock Tom setenta y uno segunda cancha cinco.

Hizo una pausa, mirando las palabras por un momento, satisfe­cha de su creación. Acto seguido, envió el mensaje. En cuanto el ordenador le indicó que el documento había sido expedido y reci­bido, giró en su silla y, en el mismo movimiento, cogió la pistola automática.
La oficina parecía en calma, y ella repitió para sus adentros que se encontraba sola. Sin embargo, no logró convencerse de ello, y pensó que el silencio, al igual que un espejo deformante, a veces podía ser engañoso. Levantó la vista hacia la cámara de videovigilancia que la enfocaba e hizo un leve gesto al guardia, que esperaba que estuviese atento. Con su mano libre empezó a recoger sus co­sas y a meterlas en una mochila que se echó al hombro. Mientras se levantaba de su asiento, alzó la pistola, sujetándola con ambas ma­nos, en posición de disparar. Respiró hondo, para relajarse, como un tirador un milisegundo antes de apretar el gatillo. Luego, con movimientos lentos y la espalda pegada a la pared siempre que le era posible, inició cautelosamente el trayecto de vuelta a casa.
                5

                                                  Siempre


A poco más de un kilómetro de la casa donde vivía con su ma­dre, Susan Clayton mantenía su lancha amarrada a un muelle des­tartalado. El embarcadero tenía un aspecto encorvado e inestable, como un caballo camino de la fábrica de cola, y daba la impresión de que la próxima vez que soplara el viento o se desatara una tor­menta sus piezas saldrían volando. Sin embargo, ella sabía que ha­bía sobrevivido a cosas peores, lo que, a sus ojos, era todo un logro en aquel mundo efímero en que vivía. Para ella el muelle era como los mismos Cayos: tras una imagen de decrepitud escondían una re­sistencia, una fuerza muy superiores a las que parecía tener. Ella es­peraba ser así también.
La lancha también estaba anticuada, pero inmaculada. Tenía cin­co metros y medio de eslora, el fondo plano, y era de un blanco radiante. Susan se la había comprado a la viuda de un guía de pesca jubilado que había muerto lejos de las aguas donde había trabajado durante décadas, en un hospital de Miami para enfermos termina­les, semejante a aquel en que ella se negaba a ingresar a su madre.
Bajo sus pies, la arena pedregosa y los trozos de conchas blan­queadas que recubrían el camino crujían con cada paso. Aquel so­nido familiar le resultaba reconfortante. Faltaban pocos minutos para el amanecer. La luz despuntaba amarilla, como teñida de inde­cisión o remordimiento por desprenderse de la oscuridad; un mo­mento en el que lo que queda de la noche parece extenderse por el agua, tornándola de un color negro grisáceo y brillante. Ella sabía que el sol tardaría aún una hora en elevarse lo suficiente para bañar de luz el mar y transformar los canales poco profundos de los Ca­yos en una paleta cambiante, líquida y opalescente de azules.
Susan dobló la espalda para protegerse del aire fresco y húme­do, un falso frío que ella atribuía a la hora de la madrugada y que no encerraba promesas de aliviar el calor sofocante que pronto se apo­deraría del día. En los últimos tiempos siempre hacía calor en el sur de Florida, un bochorno constante que daba lugar a tormentas más fuertes y violentas e impulsaba a la gente a guarecerse en refugios con aire acondicionado. Ella recordaba que, cuando era más joven, incluso notaba los cambios de estación, no como en el nordeste, donde había nacido, o más al norte, en las montañas de las que su madre le hablaba con tanta nostalgia mientras se preparaba para la muerte, sino a la manera característica del sur, reparando en un leve decrecimiento de la intensidad del sol, una insinuación en la brisa, que le indicaba que el mundo estaba en un momento de cambio. Pero incluso esa modesta sensación de transformación había desa­parecido en los últimos años, perdida en historias interminables sobre cambios climáticos a escala mundial.
La ensenada que tenía salida a los extensos bancos de arena es­taba desierta. Había marea muerta, y el agua oscura estaba en calma, como una bola negra de billar. Su lancha flotaba a un costado del muelle, y las amarras de proa y de popa se hallaban laxamente en­rolladas sobre la cubierta reluciente de rocío. El motor grande de doscientos caballos centelleaba, reflejando los primeros rayos de luz. Al mirarlo, le recordó la mano derecha de un buen púgil, en guardia, inmóvil, apretada en un puño, aguardando la orden de salir disparada hacia delante.
Susan se acercó a la lancha como si de una amiga se tratara.
—Necesito volar —le dijo en voz baja—. Hoy quiero velocidad.
Colocó a toda prisa un par de cañas de pescar en soportes bajo la regala de estribor. Una era corta, con carrete de bobina giratoria, que llevaba por su eficacia y simplicidad; la otra era una caña de pesca con mosca, más larga y estilizada, que satisfacía su necesidad de dar­se un capricho. Revisó a conciencia la pértiga de grafito, sujeta a unos soportes retráctiles de cubierta y que era casi tan larga como la misma lancha de cinco metros y medio. Luego repasó rápidamente la lista de seguridad, como un piloto minutos antes del despegue.
Razonablemente convencida de que todo estaba en orden, sol­tó las amarras, apartó la embarcación del muelle de un empujón y accionó el mecanismo eléctrico que bajó el motor al agua con un zumbido agudo. Susan se acomodó en su asiento y tocó automáti­camente la palanca de transmisión para asegurarse de que estuviese en punto muerto y arrancó el motor. Traqueteó por un momento haciendo el mismo ruido que una lata llena de piedras agitada violentamente, y luego se puso en marcha con un gorgoteo agradable. Ella dejó que la lancha avanzara despacio por la ensenada, deslizán­dose por el agua con la suavidad con que unas tijeras cortan la seda. Alargó la mano hacia un compartimento pequeño para sacar un par de protectores auditivos que se colocó en la cabeza.
Cuando la embarcación llegó al final del canal y dejó atrás la última casa construida junto al brazo de mar, empujó el acelerador hacia el frente, y la proa se levantó por un instante mientras el mo­tor, situado justo detrás de ella, rugía a placer. Después, casi tan rá­pidamente como se había elevado, la proa descendió y la lancha salió propulsada, planeando sobre las aguas que semejaban tinta negra, y de pronto Susan se vio completamente engullida por la velo­cidad. Se inclinó hacia delante contra el viento que le inflaba los carrillos mientras respiraba a grandes bocanadas el frescor de la mañana; los protectores de los oídos amortiguaban el ruido del motor, que quedaba reducido a un golpeteo de timbales sordo y seductor a su espalda.
Imaginó que algún día lograría correr más que el amanecer.
A su derecha, en los bajíos que rodeaban el islote de un manglar, divisó a un par de garzas totalmente blancas que acechaban a unos sargos, moviendo sus patas larguiruchas y desgarbadas con un sigilo exagerado, como un par de bailarines que no se sabían muy bien los pasos. Delante de ella, alcanzó a vislumbrar el dorso plateado de un pez que saltaba fuera del agua, asustado. Con un leve toque de ti­món, la lancha prosiguió su carrera, alejándose de la costa hacia la campiña del otro lado, surcando las aguas entre islotes cubiertos de una vegetación verde y exuberante.
Susan navegó a toda velocidad durante casi media hora, hasta ase­gurarse de estar lejos de cualquiera lo bastante osado para exponerse al calor del día. Se hallaba cerca del punto en que la bahía de Florida se curva tierra adentro y se encuentra con la ancha boca de los Evergla­des. Es un lugar de lo más incierto, que da la impresión de no saber si forma parte de la tierra o del mar, un laberinto de canales e islas; un lugar en el que los inexpertos se pierden fácilmente.
A Susan le llamaba la atención la antigüedad de los espacios va­cíos donde el cielo, los manglares y el agua se juntaban. En el paisa­je que la rodeaba no había un solo elemento moderno, únicamente la vida tal y como se había desarrollado hacía millones de años.
Redujo gas, y la lancha vaciló en el agua como un caballo súbi­tamente refrenado. Apagó el motor, y la embarcación se deslizó hacia delante en silencio. El agua bajo la proa cambió cuando la lan­cha pasó sobre el límite de un bajío que se extendía una milla a lo largo de un islote de manglar poco elevado. Una bandada de cor­moranes echó a volar desde las ramas retorcidas de la costa. Eran unas veinte aves, y sus negras siluetas se recortaban contra la luz de la mañana mientras revoloteaban y remontaban el vuelo. Susan se puso de pie y se quitó los protectores auditivos, escudriñando con la mirada la superficie del agua, para después alzarla hacia el cielo. El sol se había hecho amo y señor; la claridad iridiscente y pertinaz casi resultaba dolorosa al reverberar en las aguas que rodeaban la lancha. Notaba el calor como si un hombre la asiese del cogote.
Extrajo de un compartimento situado bajo el tablero de trans­misión un tubo de protector solar, y se lo aplicó generosamente en el cuello. Llevaba un mono de algodón color caqui, un atuendo de mecánico. Se desabrochó los botones del peto y dejó caer el traje sobre la cubierta, quedándose desnuda de repente. Dio unos pasos, dejando tras de sí la ropa en el suelo, y se entregó al sol como a un amante ávido, sintiendo que sus rayos intensos incidían en sus pe­chos, entre las piernas y le acariciaban la espalda. Luego untó más protector solar sobre toda su desnudez, hasta que su cuerpo relucía tanto como la superficie del bajío.
Estaba sola. No se oía sonido alguno, salvo el chapoteo del agua contra el casco de la embarcación.
Se rio en voz alta.
Si hubiese existido una manera de hacerle el amor a la mañana, ella la habría puesto en práctica; en cambio, dejó que se le acelera­se el pulso de la emoción, volviéndose a medida que el sol la cubría.
Permaneció así durante unos minutos. En su fuero interno, les habló al sol y al calor. «Seríais peor que cualquier hombre —de­cía— me amaríais, pero luego os llevaríais más de lo que os corres­ponde, me quemaríais la piel y me haríais envejecer antes de tiem­po.» De mala gana, llevó la mano al compartimento y sacó una capucha de polipropileno negro fino, como las que usan los aven­tureros en el Ártico debajo de otras capas de ropa. Se la puso en la cabeza, de modo que sólo sus ojos quedaban al descubierto, lo que le daba aspecto de ladrona. Rebuscando, encontró una vieja gorra de béisbol verde y naranja de la Universidad de Miami y se la en­casquetó hasta las orejas. Acto seguido, se puso unas gafas de sol polarizadas. Se dispuso a vestirse de nuevo con el mono, pero cam­bió de idea.
«Un pescado —se dijo—. Pescaré uno desnuda.»
Consciente de su apariencia ligeramente ridícula, con la cabeza y el rostro totalmente tapados y el resto del cuerpo en cueros, sol­tó una fuerte carcajada, extrajo las dos cañas de sus soportes, las dejó a mano, cogió la pértiga y trepó a la plataforma de popa, una superficie elevada y pequeña situada sobre el motor, que le propor­cionaba un mejor control de la embarcación. Poco a poco, sirviéndose de la larga vara de grafito, maniobró para impulsar la lancha por el agua poco profunda.
Esperaba ver algún que otro pez zorro sacar la cola mientras escarbaba en la arena cenagosa del fondo en busca de camarones o cangrejos pequeños. Eso le habría gustado; eran peces muy hono­rables, capaces de alcanzar velocidades increíbles. Siempre podía aparecer también una barracuda; permanecían en el agua opaca prácticamente inmóviles, agitando sólo de vez en cuando las aletas para indicar que no formaban parte de aquel medio líquido. Se le figuraban gánsteres, con sus dientes afilados y amenazadores, y lu­chaban con fiereza cuando quedaban prendidos al anzuelo. Sabía que avistaría tiburones medianos merodeando por los alrededores del banco de arena como matones de patio de colegio, buscando un desayuno fácil.
Hundió la pértiga en el agua silenciosamente, y la lancha conti­nuó su avance.
—Vamos, peces —dijo en voz alta—. ¿Hay alguien aquí esta mañana?
Lo que vio la hizo inspirar con fuerza y mirar dos veces para confirmar su primera impresión.
A unos cincuenta metros, nadando en un paciente zigzag en aguas que no llegaban a un metro de profundidad, estaba la incon­fundible silueta en forma de torpedo de un tarpón grande. Medía cerca de dos metros de largo, y debía de pesar más de cincuenta ki­los. Era demasiado voluminoso para estar en el bajío, y tampoco era temporada; los tarpones emigraban en primavera, en bancos nume­rosos que se dirigían hacia el norte sin detenerse. Ella había pescado unos cuantos, en canales ligeramente más profundos.
Pero éste era un pez grande, fuera de lugar y de tiempo, que iba directo hacia ella.
Rápidamente hincó la punta aguzada de la pértiga en el fondo arenoso y ató una cuerda al otro extremo, de modo que sujetase la lancha como un ancla. Con cautela, bajó de un salto de la platafor­ma y agarró la caña para pescar con mosca, cruzó la embarcación y subió a la proa en un solo movimiento. Alcanzó a ver la enorme mole del pez antes de que se sumergiera, propulsado inexorable­mente por la cola en forma de guadaña. De cuando en cuando, el sol le arrancaba algún destello al costado plateado del animal, como explosiones submarinas.
Soltó hilo. La caña que empuñaba era más adecuada para un pez diez veces más pequeño que el que nadaba hacia ella. Tampoco creía que el tarpón fuera a tragarse el pequeño cangrejo artificial sujeto al extremo del sedal. Aun así, eran los únicos instrumentos que llevaba que podrían dar resultado y, aunque el fracaso fuera inevitable, quería intentarlo.
El pez se hallaba a treinta metros, y, por unos instantes, Susan se maravilló de la incongruencia de la situación. Notaba que el pulso redoblaba en su interior como un tambor.
Cuando el animal estaba a veinticinco metros, se dijo: «Dema­siado lejos todavía.»
Cuando estaba a veinte, pensó: «Ahora estás a mi alcance.» Echó hacia atrás la caña ligera y semejante a una varita, que lanzó al cielo un leve silbido mientras el sedal describía un arco extenso so­bre su cabeza. Sin embargo, se obligó a esperar unos segundos más.
El pez se encontraba a quince metros de ella cuando soltó el hilo con un pequeño gemido y lo observó volar sobre el agua, ponerse ti­rante y finalmente posarse sobre la superficie, al tiempo que el cangre­jo de imitación caía al agua a cerca de un metro del morro del tarpón.
El pez se abalanzó hacia delante sin dudarlo.
La súbita acometida sobresaltó a Susan, que soltó un gritito de sorpresa. El pez no sintió el anzuelo de inmediato, y ella tragó sa­liva, esperando, mientras el sedal se le tensaba en la mano. Entonces, con un alarido, tiró de él con fuerza, echando la caña hacia atrás y hacia su izquierda, en dirección contraria al pez. Notó que el anzue­lo prendía.
Ante ella, el agua estalló y surgió una masa de blanco plateado.
El pez se retorció una vez, reaccionando al insulto del anzuelo; Susan vio las fauces abiertas del tarpón. Acto seguido, el animal dio media vuelta y se alejó a toda velocidad, en busca de aguas más profundas. Ella sostuvo la caña por encima de su cabeza, como un sacerdote con un cáliz, y el carrete empezó a emitir chillidos de pro­testa mientras de él salían metros y metros de un hilo fino y blanco.
Con la caña en alto en todo momento, Susan se dirigió trabajosa­mente a la parte posterior de la lancha y soltó la cuerda que la sujeta­ba a la pértiga, de modo que la embarcación dejó de estar anclada.
Cayó en la cuenta de que, al cabo de un minuto, el pez se habría llevado todo el sedal, y pocos segundos después ya no quedaría nada que llevarse. El pez continuaría su avance imparable y escupiría el anzuelo, rompería la parte más fina del aparejo o simplemente se robaría los doscientos cincuenta metros de hilo. Luego, se alejaría nadando, con la mandíbula un poco dolorida, pero apenas cansado, a menos que ella lograse hacerlo girar de alguna manera. Dudaba que fuera posible, pero, si el pez remolcaba la lancha en vez de ha­cer fuerza contra el ancla, ella quizá podría arreglárselas para forzar­lo a detenerse y luchar.
Susan sentía la energía del tarpón palpitar a través de la caña, y aunque no albergaba esperanzas, pensó que incluso cuando se está condenado al fracaso, vale la pena poner en práctica todo lo que uno sabe para que, cuando llegue la derrota inevitable, tenga al menos la satisfacción de saber que hizo cuanto estaba en su mano por evi­tarlo.
La lancha había virado, arrastrada por el pez.
Todavía desnuda, notando que le corrían gotas de sudor bajo los brazos, se encaramó de nuevo a la proa. Advirtió que ya no quedaba sedal en el carrete, y pensó: «Ahora es cuando pierdo esta batalla.»
Entonces, para su sorpresa, el pez volvió la cabeza a pesar de todo.
Ella vio un geiser elevarse a lo lejos cuando el tarpón se lanzó hacia el cielo, para cernerse en el aire, retorciéndose al sol, antes de caer al agua con gran estrépito.
Susan se oyó a sí misma proferir un grito, pero esta vez no de sorpresa, sino de admiración.
El tarpón siguió saltando, girando y dando volteretas, agitan­do la cabeza adelante y atrás mientras se debatía en el extremo del sedal.
Por un momento ella se dio el lujo de narcotizarse con la espe­ranza, pero luego, casi con la misma rapidez, desechó esta idea. Aun así, comprendió algo: «Es un pez fuerte, y en realidad yo no tenía derecho a mantenerlo cautivo ni siquiera durante este rato.» Se in­clinó hacia atrás, tirando de la caña para intentar recuperar algo de sedal, rezando por que el pez no se precipitase de nuevo hacia de­lante, pues eso pondría fin a la lucha.
No fue consciente de cuánto tiempo permanecieron los dos en­zarzados en ese forcejeo: la mujer desnuda en la cubierta de la em­barcación, gruñendo por el esfuerzo, el pez plateado emergiendo una y otra vez entre grandes columnas de agua. Ella luchaba como si los dos estuvieran solos en el mundo, resistiendo cada tirón dis­tante del pez hasta que los músculos de los brazos le dolían de for­ma casi insoportable y temió que le diera un calambre en la mano. El sudor le picaba en los ojos; se preguntó si habrían transcurrido quince minutos, luego recapacitó y se dijo que no, que había pasa­do una hora, o quizá dos. Después, al borde del agotamiento, inten­tó persuadirse de que no podía ser tanto rato.
Con un sonoro quejido, continuó batallando.
Notó que un estremecimiento recorría todo el sedal y el cuerpo de la caña, y a lo lejos divisó de nuevo al pez plateado, que saltaba rodeado de un manto de agua blanca. Luego, curiosamente, perci­bió cierta laxitud, y la caña, que estaba curvada en una C trémula, se enderezó de golpe. Susan profirió un grito ahogado.
—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Se ha ido!
Entonces, casi en el mismo segundo, se dio cuenta: no.
Y se alarmó: «Viene hacia mí a todo trapo.»
      La mano izquierda que tenía sobre el carrete estaba rígida a cau­sa de los calambres. La golpeó tres veces contra su muslo, intentan­do doblarla, y acto seguido se puso a recoger frenéticamente el se­dal. Enrolló cincuenta metros, cien. Alzó la cabeza y, al ver al pez acercarse con rapidez, continuó dando vueltas a la bobina desespe­radamente.
El animal se encontraba a unos setenta y cinco metros cuando vislumbró por fin una segunda figura que lo perseguía. En ese ins­tante entendió por qué el pez había emprendido esa carrera de vuel­ta hacia la lancha. Notó una terrible sensación de quietud en su in­terior mientras medía a ojo aquella enorme mancha oscura en el agua, el doble de grande que su tarpón. Era como si alguien hubiese arrojado tinta negra sobre el paisaje perfecto de algún viejo maestro de la pintura.
El tarpón, presa del pánico, se elevó de nuevo en el aire y se re­cortó contra el cielo, quizás a dos metros por encima del azul ideal del agua.
Ella dejó de devanar el sedal y se quedó mirando, paralizada.
La figura ganaba terreno inexorablemente, de modo que duran­te un segundo el plateado prístino del pez pareció fundirse con el negror del pez martillo. Se produjo otra explosión en la superficie, otra masa de agua se elevó en el aire, seguida de una espuma blan­ca, según alcanzó a ver ella, teñida de rojo.
Bajó la caña, y el hilo quedó colgando del extremo.
El agua continuaba hirviendo, como una cacerola puesta al fue­go. Después, casi con la misma celeridad, se apaciguó, como una balsa de aceite sobre la superficie. Se colocó la mano en la frente a modo de visera, pero apenas logró entrever la figura negra, que vol­vía a las profundidades, difuminándose hasta desaparecer como un pensamiento perverso en medio de un jolgorio. Susan se quedó de pie sobre la proa, respirando agitadamente. Tenía la sensación de haber presenciado un asesinato.
Luego, despacio, acometió la tarea de recoger el sedal. Notaba un peso en el otro extremo, que arrastraba por el agua, y sabía con qué se iba a encontrar. El pez martillo le había cercenado el cuer­po al tarpón unos treinta centímetros por debajo de la cabeza, que seguía enganchada al anzuelo. Izó el macabro trofeo. Se agachó so­bre el costado de la embarcación con la intención de desprender el anzuelo, aún clavado en la resistente mandíbula del pez muerto. Sin embargo, no soportaba la idea de tocarlo. En cambio, retroce­dió hasta el tablero de mandos y encontró un cuchillo de pesca, con el que cortó la parte más fina del hilo. Por un instante, vio la cabeza y el torso del tarpón descender hacia el fondo hasta perder­se de vista.
—Lo siento, pez —dijo en alto—. De no haber sido por mi am­bición, seguirías vivo. No tenía derecho a atraparte ni a agotarte. Para empezar, ni siquiera tenía derecho a luchar contigo. ¿Por qué simplemente no has escupido el maldito anzuelo, como te convenía, o roto el sedal? Eras lo bastante fuerte. ¿Por qué no has hecho lo que sabías que debías, en vez de convertirte en una presa? Yo te he ayudado, y lamento sinceramente, pez, haber ocasionado que te devorasen. Ha sido culpa mía; tú no lo merecías.
«No tengo suerte —pensó—. Nunca la he tenido.»
De prono Susan tuvo miedo, y con un gemido ahuyentó la vi­sión de su madre medio devorada también. Sacudió la cabeza con fuerza y respiró hondo. Súbitamente avergonzada por su desnu­dez, se irguió y escrutó el horizonte desierto, temerosa de que hubiese alguien allá, a lo lejos, observándola a través de prismáti­cos de gran aumento. Se dijo que eso era absurdo, que el sol, el cansancio y el desenlace de la batalla habían conspirado para alte­rarla. Aun así, se agachó sobre cubierta para recoger el mono que había lanzado a un rincón de una patada y se lo llevó al pecho, mientras paseaba la mirada por la inmensidad del mar. «Siem­pre hay tiburones —pensó— ahí fuera, donde no puedes verlos, y se sienten inevitablemente atraídos por las señales de lucha de­sesperada. Perciben cuándo un pez está herido y exhausto, sin fuerzas para eludirlos o combatirlos. Es entonces cuando emer­gen de las oscuras profundidades y atacan. Cuando están seguros del éxito.»
La cabeza le daba vueltas a causa del calor. Notó que el sol le quemaba la piel de los hombros, así que se vistió a toda prisa con el mono y se lo abrochó hasta el cuello. Guardó rápidamente su equi­po y luego puso rumbo hacia casa, aliviada al oír que el motor co­braba vida a su espalda.
Hacía menos de una semana que había enviado su acertijo espe­cial para que lo publicaran en la parte inferior de su columna sema­nal en la revista. No esperaba recibir noticias de su destinatario anó­nimo tan pronto. Había pensado que respondería al cabo de unas dos semanas. O quizá de un mes. O tal vez nunca.
Pero se equivocaba respecto a eso.


En un principio no vio el sobre.
En cambio, cuando llegó andando al camino de acceso a su casa, la invadió una sensación de tranquilidad que la hizo pararse en seco. Supuso que la calma era una consecuencia de la luz crepuscular que empezaba a desvanecerse en el patio, y acto seguido se preguntó si algo no marchaba bien. Negó con la cabeza y se dijo que seguía al­terada por el ataque del tiburón contra su pez.
Para asegurarse, dejó que sus ojos recorriesen el sendero que conducía al edificio de una planta, de bloques de hormigón ligero. Era una casa típica de los Cayos, no muy agradable a la vista, sin nada de especial salvo sus ocupantes. Carecía de todo encanto o estilo; estaba construida con los materiales más funcionales y un diseño anodino, de molde para galletas; un inmueble cuyo objetivo era servir de vivienda a personas de aspiraciones limitadas y recur­sos modestos. Unas pocas palmeras desaliñadas se balanceaban en un lado del patio, que el fuego había dejado recubierto de tierra, aunque había algunas zonas de hierba y maleza pertinaces, y que nunca, ni siquiera cuando ella era niña, había sido un lugar que in­vitase a jugar. Su coche estaba donde lo había dejado, en la peque­ña sombra circular que ofrecían las palmeras. La casa, otrora rosa, un color entusiasta, había adquirido, por el efecto blanqueador del sol, un tono coralino apagado y descorazonador. Oyó el aparato de aire acondicionado bregar con fuerza para combatir el calor, y de­dujo que el técnico había venido por fin a arreglarlo. «Al menos ya no será el maldito calor el que mate a mamá», pensó.
Repitió para sus adentros que no ocurría nada fuera de lo nor­mal, que todo estaba en su sitio, que ese día no se diferenciaba en nada de los mil días que lo precedían, y continuó caminando, no muy convencida de esto. En aquel falso momento de alivio, reparó en el sobre apoyado en la puerta principal.
Susan se detuvo, como si hubiera visto una serpiente, y se estre­meció con una oleada de miedo.
Inspiró profundamente.
—Maldición —dijo.
Se acercó a la carta con cautela, como si temiese que explotara o encerrase el germen de una enfermedad peligrosa. A continuación, se agachó despacio y la recogió. Rasgó el sobre y extrajo rápida­mente la única hoja de papel que contenía.

Muy astuta, Mata Hari, pero no lo suficiente. Tuve que pen­sar bastante para descifrar lo de «Rock Tom». Probé una serie de cosas, como ya se imaginará. Pero luego, bueno, uno nunca sabe de dónde le viene la inspiración, ¿verdad? Se me ocurrió que tal vez se refiriese usted al cuarteto británico de rock entre cuyos éxitos de hace tantas décadas estaba la «ópera» Tommy. Así pues, si hablaba de The Who, y who significa quién en inglés, ¿qué de­cía el resto del mensaje? Bueno, «setenta y uno» podría ser un año. ¿ «Segunda Cancha Cinco» ? Eso no me costó mucho poner­lo en claro cuando vi el nombre de la pista número cinco de la segunda cara del disco que sacaron en 1971. Y, oh, sorpresa, ¿con qué me encontré? Who Are You?, es decir «¿quién eres?».
No sé si estoy del todo preparado para responder a esa pre­gunta. Tarde o temprano lo haré, por supuesto, pero por ahora añadiré una sola frase a nuestra correspondencia: 61620129720 Previo Virginia con cereal—r.
Seguro que esto no le resultará muy difícil a una chica lista como usted. Alicia habría sido un buen nombre para una reina de los acertijos, especialmente si es roja.

    
Al igual que el mensaje anterior, éste no llevaba firma.
     Susan forcejeó con la cerradura de la puerta principal mientras profería un grito agudo:
     —¡Mamá!
Diana Clayton estaba en la cocina, removiendo una ración de consomé de pollo en una cacerola. Oyó la voz de su hija pero no percibió su tono de urgencia, de modo que contestó con natura­lidad:
—Estoy aquí, cielo.
Le respondió un segundo grito procedente de la puerta:
—¡Mamá!
—Aquí dentro —dijo más alto, con una ligera exasperación.
Levantar la voz no le dolía, pero le exigía un esfuerzo que no es­taba en condiciones de hacer. Dosificaba sus fuerzas y la contrariaba todo gasto inútil de energía, por pequeño que fuera, pues necesitaba todos sus recursos para los momentos en que el dolor la visitaba de verdad. Había conseguido llegar a algunos acuerdos con su enfer­medad, en una suerte de negociación interna, pero le parecía que el cáncer se comportaba constantemente como un auténtico sinver­güenza; siempre intentaba hacer trampas y llevarse más de lo que ella estaba dispuesta a cederle. Tomó un sorbo de sopa mientras su hija atravesaba con zancadas sonoras la estrecha casa en dirección a la cocina. Diana escuchó las pisadas de Susan e interpretó con bastante certeza el estado de ánimo de su hija por el modo en que sonaban, así que, cuando la vio entrar en la habitación, ya tenía la pregunta preparada:
—Susan, querida, ¿qué ocurre? Pareces disgustada. ¿No ha ido bien la pesca?
—No —respondió su hija—. Es decir sí, no es ése el problema. Oye, mamá, ¿has visto u oído algo fuera de lo normal hoy? ¿Ha venido alguien?
      —Sólo el hombre del aire acondicionado, gracias a Dios. Le he extendido un cheque. Espero que no se lo rechacen.
      —¿Nadie más? ¿No has oído nada?
—No, pero me he echado una siesta esta tarde. ¿Qué sucede, cielo?
Susan titubeó, insegura respecto a si debía decir algo. Ante esta vacilación, su madre habló con dureza.
—Algo te molesta. No me trates como a una niña. Tal vez esté enferma, pero no soy una inválida. ¿Qué pasa?
Susan vaciló durante un segundo más antes de responder.
—Han traído otra carta hoy, como la de la otra semana, que metieron en el buzón. No tiene firma, ni remitente. La han dejado frente a la puerta principal. Eso es lo que me tiene disgustada.
—¿Otra?
     —Sí. Incluí una respuesta a la primera en mi columna de siem­pre, pero no imaginé que la persona la descifraría tan rápidamente.
     —¿Qué le preguntabas?
     —Quería saber quién era.
     —¿Y qué ha contestado?
—Ten. Léelo tú misma.
Diana cogió la hoja de papel que su hija le tendió. De pie fren­te a los quemadores, asimiló rápidamente las palabras. Luego bajó el papel despacio y cerró el gas con que estaba calentando el caldo, que estaba hirviendo, humeante. La mujer mayor respiró hondo.
—¿Y qué está preguntando esta persona ahora? —dijo con frialdad.
—Aún no lo sé. Acabo de leerlo.
—Creo —dijo Diana con voz inexpresiva a causa del miedo— que deberíamos averiguar cuál es la clave y qué dice esta vez. En­tonces podremos determinar el tono de toda la carta.
—Bueno, seguramente podré descodificar la secuencia de nú­meros. No suelen ser muy difíciles.
—¿Por qué no lo haces mientras yo preparo la cena?
Diana se volvió de nuevo hacia la sopa y comenzó a bregar con los utensilios. Se mordió con fuerza el labio inferior, esforzándose por seguir su propio consejo.
La hija asintió y se acomodó frente a la mesita que había en el rincón de la cocina. Por un momento observó a su madre en plena actividad, y esto la animó; para ella, toda señal de normalidad era un signo de fortaleza. Cada vez que la vida adquiría visos de rutina, ella creía que la enfermedad había remitido y se había estancado en su proceso inevitable. Exhaló profundamente, sacó un lápiz y un bloc de notas de un cajón y escribió: 61620129720. Luego apuntó todas las letras del alfabeto, asignó a la A el cero, y así sucesivamente hasta llegar a la Z, el número 25.
Ésta, por supuesto, sería la interpretación más sencilla de la se­cuencia numérica, y ella dudaba que funcionara. Por otro lado, te­nía la curiosa impresión de que su corresponsal no quería ponerle las cosas demasiado complicadas con este mensaje. El objetivo del juego, pensaba ella, era simplemente demostrar lo listo que era él, además de transmitirle la idea que contenía la nota, fuera cual fue­se. Algunas de las personas que le escribían empleaban claves tan crípticas y enloquecidamente enrevesadas que incluso habrían su­puesto un reto para los ordenadores criptoanalíticos del ejército. Por lo general nacían de la paranoia a la que la gente se aferraba. Sin embargo, este corresponsal albergaba otros planes. El problema era que ella no sabía aún cuáles.
A pesar de todo, daba la impresión de que él quería que lo ave­riguara.
Su primer intento dio como resultado GBGCA... y fue en ese punto donde lo dejó. Centrándose de nuevo en los cinco primeros dígitos, probó a agruparlos como 6—16—20, lo que dio como resulta­do GQU... Como esto no significaba nada, prosiguió, hasta llegar a GQUBC, y luego a GQUM.
Su madre le llevó un vaso de cerveza y volvió a ocuparse de la comida, que ahora estaba cocinando sobre los quemadores. Susan tomó despacio un trago del líquido marrón y espumoso, dejó que el frío de la cerveza se propagase por su interior, y continuó traba­jando.
Escribió de nuevo las letras del alfabeto: le asignó el 25 a la A, y a los números descendentes las letras sucesivas. Con esto obtuvo TYTXZ en un principio, y después, agrupando las cifras de mane­ra distinta, TJF...
Susan infló los carrillos y resopló como un pez globo. Garaba­teó la pequeña figura de un pez en una esquina de la página, luego dibujó la aleta de un tiburón cortando la superficie de un mar ima­ginario. Se preguntó por qué no había avistado el pez martillo an­tes, y acto seguido se dijo que los depredadores suelen mostrarse cuando están listos para atacar, no antes.
Este pensamiento la llevó a centrarse de nuevo en la secuencia numérica.
«La clave estará oculta —pensó—, pero no demasiado.» «Adelante, atrás, ¿y ahora qué?» «Sumar y restar.»
Recordó algo de golpe, y cogió la carta.
«... añadiré una sola frase...»
Decidió reescribir la secuencia, sumando uno a cada cifra. Esto le dio como resultado 727312310831, y lo convirtió al instante en HCHDBCDKIDB, lo que no le resultó de mucha ayuda. Probó con la secuencia inversa, que no arrojó más que otro galimatías.
Sosteniendo la hoja de papel ante sí, se inclinó sobre ella para es­tudiarla con atención. «Fíjate en los números —se dijo—. Prueba con combinaciones distintas. Si reorganizo 61620129720 en secuen­cias diferentes...», pensó, y al hacerlo llegó a la serie 6—16—20—12—9—7—2—0. Advirtió que también podía escribir los últimos dígitos co­mo 7—20. A continuación, siempre sumando uno, obtuvo 7—17—21—13—10—8—21. Esto se tradujo en HRVNKIV, y deseó tener un ordena­dor programado para buscar pautas numéricas.
Siguiendo en la misma línea, invirtió la secuencia de nuevo, lo que le dio como resultado más incoherencias. Entonces probó a cambiar los números de nuevo. «Está ahí—dijo—. Sólo tienes que encontrar la clave.»
Tomó otro trago de cerveza. Le entraron ganas de ponerse a elegir números al azar, aunque sabía que eso la conduciría a una maraña frustrante de letras y dígitos, y a olvidar dónde había empe­zado, de modo que tendría que volver sobre sus pasos. Eso había que evitarlo; como buena experta en rompecabezas, sabía que la solución estaba en la lógica.
Miró de nuevo la nota. «Nada de lo que dice carece de sentido», pensó. Estaba segura de que él le indicaba que sumara uno, pero la pregunta era exactamente cómo. Combatió la sensación de frustra­ción.
Respiró hondo y lo intentó de nuevo, reexaminando la secuen­cia. Despachó con una señal a su madre, que se le había acercado con un plato de comida, y se enfrascó en su tarea. «Él quiere que sume —pensó—, lo que significa que ha restado uno a cada núme­ro. Eso, por sí solo, es demasiado sencillo, pero lo que da lugar a combinaciones de letras sin sentido es la dirección en que fluyen.» Echó un nuevo vistazo a la nota. Primero «Alicia» y luego «reina roja». A través del espejo. Pequeña referencia literaria. Se reprochó a sí misma el no haberla descubierto antes.
Cuando reflejas algo que está al revés en un espejo, lo ves con mayor claridad.
Cogió la secuencia, invirtió el orden de los números y sumó uno a cada cifra: 218101321177.
¿Era 2—18—10... o 21—8—10?
Siguió adelante, embalada, y separó los dígitos como 21—8—10—13—21—17—7, lo que dio como resultado ERPMEIS.
Su madre observaba el papel por encima de su hombro.
—Ahí está —señaló Diana con frialdad. Le robó al aire una bocanada, y su hija lo vio también.
SIEMPRE.
     Susan contempló la palabra escrita en la página y pensó: «Es una palabra terrible.» Oyó la respiración brusca de su madre, y en ese instante decidió que se imponía una demostración de coraje, aun­que fuera falsa. Era consciente de que su madre se daría cuenta, pero, aun así, la ayudaría a conservar la calma.
—¿Esto te asusta, mamá?
—Sí —respondió ella.
—¿Por qué? —preguntó la hija—. No sé por qué, pero también me asusta a mí. Sin embargo, no encierra amenaza alguna. Ni si­quiera hay nada que indique que no se trata simplemente de un in­terés desmedido por entregarse a un juego intelectual. Ha ocurrido antes.
—¿Qué decía la primera nota?
—«Te he encontrado.»
Diana sintió que se abría un agujero negro en su interior, una especie de torbellino enorme que amenazaba con engullirla por completo. Luchó por librarse de esa sensación diciéndose que aún no había pruebas de nada. Se recordó que había vivido tranquila desde hacía más de veinticinco años, sin que la encontraran; que la persona de quien se había ocultado con sus hijos había muerto. Así pues, formándose un juicio precipitado y seguramente inco­rrecto de los acontecimientos que les habían sobrevenido a ella y a su hija, Diana decidió que las notas no eran otra cosa que lo que parecían: un intento desesperado de llamar la atención por parte de uno de los numerosos admiradores de su hija. Esto en sí podía resultar bastante peligroso, así que no mencionó sus otros temores, convencida de que ya se preocupaba bastante por las dos, y de que más valía dejar enterrado un miedo oculto y más antiguo. Y muerto. Muerto. «Un suicidio —se recordó—. Él te liberó al matarse.»
—Deberíamos llamar a tu hermano —dijo.
—¿Por qué?
—Porque tiene muchos contactos en la policía. Quizás algún conocido suyo pueda analizar esta carta, sacar las huellas, realizar pruebas, decirnos algo sobre ella.
—Me imagino que el que la ha enviado seguramente ya habrá pensado en todo eso. De todos modos, no ha infringido ninguna ley. Al menos de momento. Creo que conviene esperar a que yo descifre el resto del mensaje. No debería tardar mucho.



—Bueno —murmuró Diana—, de una cosa podemos estar se­guras.
—¿De qué? —preguntó la hija.
La madre la miró, como si Susan fuese incapaz de ver algo que tenía delante de las narices.
—Bueno, dejó la primera carta en el buzón. Y ésta ¿dónde la has encontrado?
—Frente a la puerta principal.
—Pues eso nos dice que se está acercando, ¿no?

                6

                                        Nueva Washington


El cielo del oeste tenía un brillo metálico y parecía de acero bru­ñido, una gran extensión de claridad, fría e implacable.
—Se acostumbrará —comentó Robert Martin como sin darle mucha importancia—. A veces, aquí, en esta época del año, a uno le da la impresión de que le enfocan la cara con un reflector. Nos pa­samos mucho rato mirando al horizonte con los ojos entornados.
Jeffrey Clayton no contestó directamente. En cambio, mientras circulaban por una calle ancha, se volvió y paseó la vista por los edificios de oficinas modernos que se sucedían a lo largo de la carre­tera, a cierta distancia. Todos eran diferentes, y a la vez iguales: amplios patios ajardinados y cubiertos de verde con arboledas aquí y allá; lagunas artificiales de un azul vibrante y estanques reflectan­tes al pie de formas arquitectónicas grises y sólidas que decían más sobre el dinero que habían costado que sobre creatividad en el di­seño, una unión entre la funcionalidad y el arte en que no hay lugar a dudas sobre el elemento predominante. Su mirada no dejaba de vagar, y Clayton se percató de que todo era nuevo. Todo estaba es­culpido, espaciado y ordenado. Todo estaba limpio. Reconoció los logotipos de una multinacional tras otra. Telecomunicaciones, en­tretenimiento, industria. Las empresas que figuraban en el Fortune 500 desfilaban ante sus ojos. «Todo el dinero que se hace en este país —pensó— está representado aquí.»
—¿Cómo se llama esta calle? —preguntó.
—Freedom Boulevard —respondió el agente Martin.
Jeffrey esbozó una sonrisa, convencido de que el nombre ence­rraba cierta ironía. El tráfico era fluido, y avanzaban a un ritmo moderado pero constante. Clayton continuó asimilando el paisaje que lo rodeaba, y la novedad de todo ello le pareció algo vacía.
—¿No era esto un páramo antes? —se preguntó en voz alta.
—Sí —contestó Martin—. No había prácticamente nada salvo matorrales, algún que otro arroyo y plantas rodadoras. Montones de tierra y arena, y mucho viento hace una década. Represaron al­gún río, desviaron algún curso de agua, quizá se saltaron algunas leyes sobre el medio ambiente, y este lugar floreció. La tecnología es cara, pero, como ya se imaginará, eso no representó un gran obs­táculo.
A Jeffrey la idea de reemplazar un tipo de naturaleza por otro le pareció interesante; crear una visión idealizada, empresarial, de cómo debería ser el mundo, e imponerla en el mundo desordenado, sucio y de mala calidad que nos ofrece la realidad. Un territorio dentro de otro. No era irreal, pero en modo alguno era auténtico, tampoco. No estaba seguro de si esto lo incomodaba o más bien lo inquietaba.
—Si se cortara el suministro de agua, supongo que dentro de unos diez años este lugar sería una ciudad fantasma —dijo Martin—. Pero nadie va a cortar el suministro de agua.
»¿ Quién vivía aquí? Me refiero a antes...
—¿Aquí, en Nueva Washington? Aquí no había nada. O casi nada. Unos cientos de kilómetros cuadrados de casi nada. Serpien­tes de cascabel, monstruos de Gila y auras. En tiempos inmemoria­les, una parte del territorio pertenecía al Gobierno federal, otra par­te era una vieja reserva india que fue anexionada, y la otra parte se la arrebataron a sus propietarios en virtud del derecho de expropia­ción. Algunos ganaderos adinerados se lo tomaron un poco mal. Lo mismo ocurrió en el resto del estado. La gente que vivía en las zo­nas recalificadas para su urbanización recibió su indemnización y se marchó antes de que llegaran las excavadoras. Fue como las otras épocas de la historia en que este país se ha expandido; algunos se enriquecieron, otros fueron desplazados, y algunos se vieron abo­cados a la misma pobreza en que vivían, pero en otro sitio. No fue distinto de lo sucedido en la década de 1870, por ejemplo. Tal vez la única diferencia es que ésta fue una expansión hacia dentro, no hacia tierras inexploradas del exterior, sino hacia un territorio que no le importaba mucho a nadie. Ahora les importa a muchos, pues han visto lo que somos capaces de hacer. Y lo que vamos a hacer. Es una región muy amplia. Todavía queda mucho terreno desocupado, sobre todo hacia el norte, cerca de la cordillera de Bitterroot. Hay lugar para llevar a cabo otra expansión.
—¿Hace falta otra expansión? —preguntó Jeffrey.
El inspector se encogió de hombros.
—Todo territorio intenta crecer, sobre todo si su principal meta es la seguridad. Siempre hará falta una nueva expansión. Y siempre habrá más gente que quiera participar de la auténtica visión ameri­cana.
Clayton se quedó callado de nuevo y dejó que Martin se con­centrara en la conducción.
No habían hablado del motivo de su presencia en el estado nú­mero cincuenta y uno; ni por un momento durante el largo vuelo hacia el oeste, sobre la parte central del país, ni al sobrevolar la gran espina dorsal de las montañas Rocosas, para finalmente descender sobre lo que había sido la aislada zona septentrional del estado de Nevada.
Mientras avanzaban en el coche, a Jeffrey lo asaltó un recuerdo repentino y desagradable.
La ordenada procesión de edificios se disipó ante sus ojos y ce­dió el paso a un mundo duro de hormigón, un lugar que había conocido los excesos de la riqueza y el éxito pero que, como tantas otras cosas en la última década, había caído en un estado de decai­miento, abandono y deterioro: Galveston, Tejas, menos de seis años atrás. Clayton recordaba un almacén. Alguien había abierto por la fuerza la puerta, que batía con un ruido metálico movida por un viento incesante, frío y penetrante procedente de las aguas color barro del golfo. Todas las ventanas de la planta baja presentaban un contorno irregular de cristales rotos; había llovido temprano por la mañana, y los reflejos de la luz mortecina proyectaban grotescas serpientes de sombra sobre las paredes.
«¿Por qué no esperaste?», se preguntó de repente. Era una pre­gunta habitual que acompañaba este recuerdo concreto cada vez que se colaba en su conciencia cuando estaba despierto o, como sucedía con frecuencia, en sus sueños.
No había necesidad de precipitarse. Se recordó que, si hubie­ra esperado, habrían llegado refuerzos, tarde o temprano. Una unidad de Operaciones Especiales con gafas de visión nocturna, armamento pesado, coraza de cuerpo entero y disciplina militar. Había bastantes agentes para rodear el almacén. Gas lacrimógeno y megáfonos. Un helicóptero sobre sus cabezas, con un reflector. No era necesario que él entrase con esos agentes antes de que lle­garan los refuerzos.
«Pero ellos querían entrar», respondió a su propia pregunta. Estaban impacientes. La caza había sido larga y frustrante, intuían que estaba tocando a su fin, y él era el único que sabía lo peligrosa que podía llegar a ser la presa, acorralada en su guarida.
Hay un cuento para niños, de Rudyard Kipling, sobre una man­gosta que sigue a una cobra al interior de su agujero. Es una his­toria con moraleja: libra tus batallas en tu propio terreno, no en el del enemigo. Si puedes. «El problema —pensó— es cuando no se puede.»
Ya lo sabía entonces, pero aquella noche no había dicho nada, pese a que la ayuda venía en camino. Se preguntó por qué, aunque conocía la verdadera razón. Había estudiado muchos casos de ase­sinos y sus asesinatos, pero nunca había presenciado el momento de poder luminiscente en que tenían a alguien en su poder y estaban concentrados en la tarea de crear una muerte. Era algo que había deseado ver y experimentar en primera persona: estar presente en el instante glorioso en que la razón y la locura del asesino se conjugan en un acto de salvajismo y depravación extraordinarios.
Había visto demasiadas fotos. Había grabado cientos de testi­monios de testigos oculares. Había visitado docenas de escenas del crimen. Sin embargo, había asimilado toda esa información a posteriori, paso a paso. Nunca había presenciado el momento justo en que ocurría, no había visto por sí mismo aquella demencia y aquella magia actuando juntas. Y ese impulso —no se atrevía a llamarlo curiosidad, pues sabía que se trataba de algo significativamente más profundo y poderoso que ardía en su interior— lo llevó a mantener la boca cerrada cuando los dos agentes municipales desenfundaron sus armas y entraron sigilosamente por la puerta del almacén, muy pocos metros por delante de él. Primero avanzaron con cautela, y luego a un paso más rápido, dejando de lado la prudencia, cuando oyeron el primer grito agudo de terror que desgarró la oscuridad lúgubre que reinaba en el interior.
Fue una equivocación, un capricho, un error de cálculo.
«Deberíamos haber esperado —pensó—, al margen de lo que le estuviera pasando a esa persona. Y no deberíamos haber hecho tan­to ruido al irrumpir en los dominios de ese hombre, al penetrar en esa madriguera que él llamaba su hogar, donde estaba familiarizado con cada recoveco, cada sombra y cada tabla del suelo.»
«Nunca más», insistió.
Respiró hondo. El resultado de esa noche era un recuerdo de luz estroboscópica que le palpitaba en el pecho: un agente muerto, otro cegado, una prostituta de diecisiete años viva, pero por poco, y sin lugar a dudas con la vida destrozada para siempre. Él mismo resultó herido, pero no lisiado, al menos en un sentido ostensible y evidente.
El asesino acabó detenido, escupiendo y riéndose, no demasia­do enfadado por el fin de su carnicería. Más bien era como si le hubiesen ocasionado algunas molestias, sobre todo dada la satisfac­ción única que le había proporcionado lo sucedido en el interior del almacén. Era un hombre de baja estatura, albino, de cabello blanco, ojos rojos y rostro macilento, como el de un hurón. Era joven, casi de la misma edad que Clayton, con el cuerpo delgado pero muscu­loso, y un enorme tatuaje rojo y verde de un águila extendido sobre su pecho blanco lechoso. La matanza de aquella noche le había cau­sado un gran placer.
Jeffrey ahuyentó de su mente la imagen del asesino, negándose a evocar la voz monótona con que éste había hablado cuando se lo llevaban entre las luces parpadeantes de los vehículos policiales reu­nidos.
—¡Me acordaré de ti! —había gritado, mientras transportaban a Jeffrey en una camilla hacia una ambulancia.
«Ya no está —pensó Clayton ahora—. Se encuentra en Tejas, en el corredor de la muerte. No vuelvas a ir allí —se dijo—. Jamás en­tres en un almacén como ése. Nunca más.»
Le echó un vistazo breve y furtivo al agente Martin. «¿Sabrá por qué opté por el anonimato —se preguntó—, por qué ya no hago precisamente lo que él me ha pedido que haga?»
—Ahí está —dijo Martin de pronto—. Hogar, dulce hogar. O al menos mi lugar de trabajo.
Lo que Jeffrey vio fue un edificio grande, de índole inconfundi­blemente oficial. Un poco más funcional, de diseño menos elabora­do que las oficinas frente a las que habían pasado. Su aspecto era algo menos fastuoso; en absoluto mísero, sino simplemente más austero, como el de un hermano mayor en medio de un patio lleno de niños más pequeños. Se trataba de una construcción sólida, im­ponente, de hormigón gris, con las esquinas afiladas de un cubo y una uniformidad que llevó a Clayton a sospechar que las personas que trabajaban allí eran tan rígidas y anodinas como el edificio en sí.
Martin entró con un viraje brusco en un aparcamiento que es­taba a un lado de las oficinas y redujo la velocidad.
—Eh, Clayton —dijo rápidamente—, ¿ve a ese hombre ahí de­lante?
Jeffrey avistó a un hombre vestido con un modesto traje azul que llevaba un maletín de piel e iba caminando solo entre las filas de coches último modelo.
—Obsérvelo un rato y aprenderá algo —agregó el agente.
Jeffrey miró al hombre, que se detuvo junto a una ranchera pe­queña. Vio que se quitaba la chaqueta del traje y la echaba al asiento trasero junto con el maletín. Dedicó unos momentos a remangarse la camisa blanca de cuello abotonado y a aflojarse la corbata antes de sentarse al volante. El vehículo salió de la plaza de aparcamien­to marcha atrás y se alejó. Martin ocupó a toda prisa el hueco que acababa de quedar libre.
—¿Qué ha visto? —preguntó el inspector.
—He visto a un hombre que tenía una cita. O que tal vez se di­rigía a su casa, por estar incubando una gripe. Eso es todo.
Martin sonrió.
—Tiene que aprender a abrir los ojos, profesor. Le creía más observador. ¿Cómo ha entrado en su coche?
—Ha caminado hasta él y se ha subido. Nada del otro mundo.
—¿Le ha visto abrir el seguro de la puerta?
Jeffrey negó con la cabeza.
—No. Debe de tener uno de esos cierres centralizados con mando a distancia. Como prácticamente todo el mundo...
—No lo ha visto apuntar al vehículo con una luz infrarroja, ¿verdad?
—No.
—Es un detalle difícil de pasar por alto, ¿no? ¿Sabe por qué?
—No.
—Porque las puertas no tenían el seguro puesto. En eso reside justamente el sentido de todo esto, profesor. Las puertas no tenían el seguro puesto, porque no hacía falta. Porque si había dejado algo dentro, no corría el menor peligro, pues nadie vendría a este apar­camiento a robárselo. Ningún adolescente con una pistola y una adicción iba a salir de detrás de otro coche para exigirle su cartera. ¿Y sabe qué? No hay cámaras de videovigilancia. No hay guardias de seguridad que patrullen la zona. No hay perros dóberman ni detectores de movimiento electrónicos ni sensores de calor. Este lugar es seguro porque es seguro. Es seguro porque a nadie se le ocurriría siquiera llevarse algo que no le pertenece. Es seguro por el sitio en el que estamos. —El inspector apagó el motor—. Y mi in­tención es que siga siendo seguro.


En el vestíbulo del edificio había una placa grande con estas palabras:

BIENVENIDOS A NUEVA WASHINGTON LAS NORMAS LOCALES DEBEN CUMPLIRSE EN TODO MOMENTO TODA IRREGULARIDAD EN EL PASAPORTE ESTÁ PENADA CON LA CÁRCEL PROHIBIDO FUMAR LES DESEAMOS UN BUEN DÍA

Jeffrey se volvió hacia el agente Martin.
—¿Normas locales?
—Hay una lista considerablemente larga. Le facilitaré una co­pia. Refleja bastante bien nuestra razón de ser.
—¿Y lo de las irregularidades en el pasaporte? ¿A qué se refie­ren con eso?
Martin sonrió.
—Ahora mismo está usted infringiendo las normas relativas al pasaporte. Aquí eso forma parte del paquete. El acceso al estado en ciernes está controlado, tal como lo estaría en cualquier otro país o terreno privado. Necesita permiso para estar aquí. A fin de conseguirlo, debe acudir al Control de Pasaportes. Pero no hay proble­ma. Es usted mi invitado. Y en cuanto le concedan el permiso, podrá viajar libremente por todo el estado.
Jeffrey se fijó en un letrero que indicaba el camino a la oficina de Inmigración y dirigió la vista a una sala espaciosa situada al final de un pasillo, repleta de mesas, ante cada una de las cuales había un oficinista sentado, trabajando diligentemente frente a una pantalla de ordenador. Se quedó mirando trabajar a la gente por unos instan­tes y luego tuvo que echar a andar a toda prisa para alcanzar a Mar­tin, que avanzaba a paso ligero por un pasillo contiguo, siguiendo una indicación que rezaba: SERVICIOS DE SEGURIDAD. Un tercer letrero señalaba la dirección de la guardería. Sus pasos sonaban como bofetadas contra el pulido suelo de terrazo y resonaban entre las paredes.
Poco después, entraron en otra sala grande, no tanto como la de Inmigración, pero aun así de tamaño considerable. Un resplandor blanco y limpio inundaba la estancia, y la luz de los fluorescentes del techo se fundía con el omnipresente verde de las pantallas de ordenador. No había ventanas, y el rumor del aire acondicionado se mezclaba con las voces mitigadas por las mamparas de vidrio y el aislamiento acústico. Clayton pensó que así era como se imaginaba las oficinas de una empresa, no de una comisaría, por muy moder­na que fuera. La atmósfera no estaba contaminada por la suciedad del crimen. No había rabia o ira latentes, ni una locura oculta, ni furia ni contención. No había sillas rotas ni mesas rayadas por de­tenidos desquiciados al forcejear con las esposas que les sujetaban las muñecas. No se oían ruidos estridentes ni obscenidades; sólo el murmullo prolongado de la eficiencia y la síncopa del trabajo ince­sante.
Martin se detuvo frente a una mesa, y una joven vestida con una elegante blusa blanca y pantalones oscuros lo saludó. Un jarrón pequeño con una sola flor amarilla descansaba sobre una esquina del escritorio.
—Por fin ha vuelto, inspector. Se le echaba de menos por aquí. El agente Martin se rio.
—Seguro que sí—respondió—. ¿Puede llamar al jefe para que sepa que estoy aquí?
—Veo que le acompaña el famoso profesor.
La secretaria alzó la vista hacia Jeffrey.
—Tengo algo de papeleo para usted, profesor. Primero, un pasa­porte y una identificación temporales. Luego, algunos documentos que debe leer y firmar cuando lo considere oportuno. —Le alargó una carpeta—. Bienvenido a Nueva Washington —dijo—. Estamos seguros de que será usted de gran ayuda para... —Se volvió hacia el agente Martin y añadió, con una sonrisa tímida—. Con el pro­blema que el inspector no consigue resolver solo y que no comen­ta con nadie.
Jeffrey miró la carpeta de documentos.
    —Bueno —empezó a replicar—, el agente Martin es más opti­mista que yo, pero eso es porque yo sé más sobre...
     El corpulento inspector lo interrumpió.
     —Nos esperan dentro. Vamos.
Asió a Clayton del brazo para apartarlo del escritorio de la se­cretaria y atravesar con él la puerta de un despacho. En ese momen­to lo atrajo hacia sí y le espetó, en susurros:
—Nadie, ¿lo entiende? ¡Nadie lo sabe! ¡Mantenga la boca ce­rrada!


En el interior del despacho había dos hombres sentados ante un escritorio de palisandro pulido. Dos sillones de cuero estaban dis­puestos delante del escritorio. En contraste con el aspecto pulcro y utilitario de la sala principal que habían atravesado, ese despacho tenía un regusto más antiguo y definitivamente más lujoso. Las paredes estaban cubiertas de estanterías de roble repletas de textos legales, y en el suelo había una alfombra oriental. Un sofá verde de piel gruesa estaba arrimado contra una pared, entre un asta con la bandera de Estados Unidos y otra con la enseña del futuro estado cincuenta y uno. Colgadas en una pared había numerosas fotogra­fías enmarcadas que Clayton no tuvo tiempo de examinar con aten­ción, aunque sí reconoció un retrato del presidente de Estados Unidos, elemento que, según creía, era obligatorio en todas las ofi­cinas gubernamentales.
Un hombre alto y delgado como un junco con la cabeza calva estaba sentado justo en el centro del escritorio. A su lado había un hombre mayor, más bajo y de constitución más robusta, con la mandíbula cuadrada y el rostro torcido como el de un boxeador retirado. El calvo les indicó por señas a Jeffrey y al agente Martin que se sentaran en los sillones. A la derecha del profesor, se abrió otra puerta, y entró un tercer hombre. Parecía más joven que Jef­frey y llevaba un traje caro azul, de rayas finas. Se sentó en el sofá.
—Sigan con lo suyo —dijo simplemente.
El calvo se inclinó hacia delante con un movimiento suave, de depredador, como un águila pescadora posada en la rama desnuda de un árbol, observando a los roedores corretear por la hierba.
—Profesor, soy el superior del agente Martin en el Servicio de Seguridad. El hombre a mi derecha también es un experto en segu­ridad. El caballero del sofá es representante de la oficina del gober­nador del Territorio.
Algunas cabezas asintieron, pero ninguna mano se tendió para saludar.
El hombre bajo y fornido situado a un costado del escritorio dijo, sin rodeos:
—Quiero repetir, para que quede constancia, que no apruebo la decisión de convocar aquí al profesor. Me opongo a implicarlo en este caso bajo ningún concepto.
—Ya hemos tratado ese tema —repuso el calvo—. Tomamos nota de su objeción. Sus opiniones constarán en los informes del cierre del caso y en los documentos del sumario.
El hombre mostró su conformidad con un resoplido.
—Con mucho gusto me iré —dijo Jeffrey—, ahora mismo, si así lo desean. Si ni siquiera deseo estar aquí.
El calvo hizo caso omiso de sus palabras.
—El agente Martin le habrá puesto en antecedentes, supongo.
—¿Tienen ustedes nombre? —preguntó Jeffrey—. ¿Con quién estoy hablando?
—Los nombres son irrelevantes —aseguró el hombre joven, removiéndose en su asiento, haciendo crujir el cuero del sofá—. Toda la información sobre esta reunión está estrictamente contro­lada. De hecho, hay órdenes de que su presencia aquí se mantenga en el más estricto secreto.
—Quizás a mí los nombres me parezcan relevantes —dijo Jef­frey con terquedad. Le echó una ojeada rápida al agente Martin, pero el corpulento inspector se había hundido en el sillón, ocultan­do su expresión. El calvo sonrió.
—Muy bien, profesor. Ya que insiste, le diré que yo me llamo Tinkers, él es Evers y el hombre del sofá, allí, se llama Chance.
—Muy gracioso. Así que esto va de jugadores de béisbol —co­mentó Jeffrey —. Pues yo soy Babe Ruth. O Ty Cobb.
—¿Le gustan más Smith, Jones y esto... Gardner?
Jeffrey no contestó.
—¿Tal vez —prosiguió el calvo— podríamos llamarnos Manson, Starkweather y Bundy? Casi suena como el nombre de un bufete de abogados, ¿verdad? Y son apellidos más relacionados con su especialidad profesional, ¿no?
Jeffrey se encogió de hombros.
—De acuerdo, señor Manson. Lo que usted diga.
El calvo hizo un gesto de asentimiento y sonrió de oreja a oreja.
—Bien, llámeme Manson, pues. Ahora, permítame que intente hacer más fácil esta conversación, profesor. O como mínimo, me­nos tensa. Le expondré los parámetros financieros de su visita, que sin duda serán de su interés.
—Continúe.
—Sí. Bien, si su investigación aporta información que más tar­de pueda utilizarse como prueba para llevar a cabo una detención, le pagaremos un cuarto de millón de dólares. Si consigue identificar y localizar a nuestro objetivo, así como colaborar en la aprehensión de dicho individuo, nosotros le pagaremos un millón de dólares. Ambas sumas, o cualquier suma intermedia que consideremos jus­tificada por el alcance de su contribución a solucionar nuestro pro­blema, se le entregarán libres de impuestos y en efectivo. A cambio, usted debe prometer que se abstendrá de dejar constancia alguna, ya sea por medios físicos o electrónicos, de toda información que reú­na, toda impresión que se forme, todo recuerdo de su visita; y que no comentará ni dará a conocer en modo alguno su estancia aquí o el propósito de la misma. No concederá entrevistas a periódicos, ni firmará contratos con editoriales. No redactará artículos académi­cos, ni siquiera para el circuito limitado de las agencias encargadas del cumplimiento de la ley. En otras palabras: los sucesos que le han traído aquí, y aquellos que se produzcan en adelante, no existirán oficialmente. Se le recompensará con creces por guardar esta confi­dencialidad.
Jeffrey aspiró despacio, por entre los dientes.
—Realmente deben de tener un problema muy gordo —dijo lentamente.
—Profesor Clayton, ¿tenemos un acuerdo?
—¿Qué ayuda me darán? ¿Qué hay del acceso a...?
—El agente Martin es su compañero. El le proporcionará acceso a todos los registros, documentos, escenas, testigos... lo que necesi­te. Él correrá con los gastos, y se encargará de conseguirle aloja­miento y transporte. Aquí sólo hay un objetivo, que tiene prioridad sobre cualquier otra cuestión, especialmente de índole económica.
—Cuando usted dice «nosotros le pagaremos», ¿a quién se re­fiere exactamente?
—Será dinero procedente de los fondos reservados del gober­nador.
—Debe de haber alguna trampa. ¿Cuál es, señor Manson?
—No hay ninguna trampa oculta, profesor —aseveró el cal­vo—. Estamos bajo una presión considerable para llevar esta inves­tigación a buen término a la mayor brevedad. No carece usted de inteligencia. Dos funcionarios del servicio de seguridad y un polí­tico deberían dejarle claro que hay mucho en juego. He aquí el porqué de nuestra generosidad. Sin embargo, también está la cues­tión de la impaciencia. Del tiempo, profesor. El tiempo es de fun­damental importancia.
—Necesitamos respuestas, y las necesitamos cuanto antes —ter­ció el hombre más joven, de la oficina del gobernador.
Jeffrey sacudió la cabeza.
—Usted es Starkweather, ¿verdad? ¿Tiene novia? Porque, si la tiene, debería empezar a llamarla Caril Ann. Bien, señor Starkwea­ther, ya se lo he dicho al inspector, y ahora se lo repetiré: estos ca­sos no se prestan a explicaciones fáciles ni a soluciones rápidas.
—Ah, pero sus pesquisas resultaron particularmente eficaces en Tejas. ¿Cómo lo logró, y encima con resultados tan espectaculares?
Jeffrey se preguntó si había un atisbo de sarcasmo en las pala­bras del hombre. Fingió no percibirlo.
—Sabíamos que era una zona frecuentada por las prostitutas entre las que nuestro asesino elegía a sus víctimas. Así que, discretamente, sin montar escándalo, empezamos a detener a todas las fula­nas; nada emocionante que atrajese la atención de la prensa, sólo las típicas redadas antivicio del sábado por la noche. Pero, en lugar de multarlas, las reclutamos. Equipamos a un porcentaje significativo de ellas con dispositivos pequeños de rastreo. Eran miniaturas, con un alcance limitado, y se activaban con un solo botón. Les indica­mos a las mujeres que se los cosieran en la ropa. El plan se basaba en la suposición de que, al final, nuestro hombre raptaría a alguna de las mujeres, quien entonces podría poner en marcha el rastreador. Monitorizábamos los aparatos las veinticuatro horas del día.
—¿Y dio resultado? —preguntó el hombre bajo y fornido, an­sioso.
—En cierto modo sí, señor Bundy. Hubo unas cuantas falsas alarmas, tal como esperábamos. Luego, tres mujeres fueron asesina­das pese a llevar el dispositivo antes de que una de ellas lograra ha­cerlo funcionar. Era más joven que las demás, y nuestro objetivo debió de sentirse menos amenazado por ella, porque por una vez se lo tomó con calma antes de inmovilizarla, lo que le dio a la chica la oportunidad de enviarnos una señal. Como él no la vio pulsar el bo­tón de alarma, cosa que lo habría puesto en fuga, llegamos allí a tiempo para salvarla, pero por muy poco. Yo diría que fue un éxi­to relativo.
El hombre bajo y fornido, Bundy, lo interrumpió.
—Pero proactivo. Eso me gusta. Usted tomó iniciativas. Fue creativo. Eso es lo que deberíamos hacer. Algo por el estilo. Tender una trampa. Eso me gusta: una trampa.
El joven también intervino, hablando atropelladamente.
—Estoy de acuerdo. Pero toda iniciativa de ese tipo deberá so­meterla a la aprobación de cada uno de nosotros tres, agente Mar­tin. ¿Entendido?
—Sí.
—No quiero que albergue la menor duda sobre esto. Todos y cada uno de los aspectos de este caso tienen ramificaciones políticas. Debemos decantarnos siempre por la opción que nos permita man­tener el máximo control y confidencialidad y que al mismo tiempo elimine nuestro problema.
Jeffrey sonrió de nuevo.
     —Señor Starkweather, señor Bundy, por favor, recuerden que la probabilidad de identificar siquiera al hombre responsable de su problema político es mínima. Crear las circunstancias que nos permitirían tenderle una trampa resultará incluso más difícil. A me­nos que quieran que les ponga un rastreador a todas las mujeres que hay dentro de las fronteras de su estado, después de lanzar una es­pecie de alerta general.
     —No, no, no... —replicó Bundy rápidamente.
Manson se inclinó hacia delante y habló en un tono bajo, como conspirando.
—No, profesor, evidentemente, no queremos sembrar el páni­co generalizado que su sugerencia traería consigo. —Hizo un ges­to amplio de rechazo con la mano antes de proseguir—: Pero, pro­fesor, el agente Martin nos ha dado a entender que podría haber un vínculo entre nuestro escurridizo objetivo y usted que nos facilita­ría la tarea de localizarlo. ¿Es eso correcto?
—Tal vez —respondió Jeffrey, con una rapidez que no concor­daba con la incertidumbre que denotaban sus palabras.
El calvo asintió y se reclinó despacio en su asiento.
—Tal vez —dijo con una ceja arqueada. Se frotó las manos, como lavándoselas—. Tal vez —repitió—. Bueno, sea como fuere, profesor, el dinero está sobre la mesa. ¿Cerramos el trato?
—¿Acaso tengo elección, señor Manson?
La silla de despacho sobre la que estaba sentado el calvo chirrió cuando la hizo girar por un momento.
—Es una pregunta interesante, profesor Clayton. Intrigante. Una pregunta con un gran peso filosófico. Y psicológico. ¿Tiene usted elección? Examinemos la cuestión: desde el punto de vista económico, por supuesto, la respuesta es no. Nuestra oferta es de lo más generosa. Aunque ese dinero no le hará fabulosamente rico, es mucho más del que, siendo razonables, puede aspirar a ganar dan­do clase en aulas atestadas, a alumnos de licenciatura aburridos has­ta rayar en la psicosis. Ahora bien, ¿emocionalmente? Teniendo en cuenta lo que sabe (y lo que sospecha), lo que es posible... ah, no sé. ¿Puede usted elegir dejar eso atrás, sin respuestas? ¿No estaría con­denándose a vivir atormentado por la curiosidad para el resto de sus días ? Por otra parte, naturalmente, está el aspecto técnico de todo esto. Una vez que le hemos traído hasta aquí, ¿cree que estamos ansiosos por verle partir, sin prestarnos ayuda, tanto más cuanto que el agente Martin nos ha persuadido de que usted es la única persona en el país verdaderamente capaz de solucionar nuestro pro­blema? ¿Espera que sencillamente nos encojamos de hombros y le dejemos marchar?
La última pregunta quedó flotando en el aire.
—Esto es un país libre —soltó Jeffrey.
—¿Lo es, ahora? —repuso Manson.
Se inclinó hacia delante de nuevo, con el mismo aire de depre­dador en que Jeffrey había reparado antes. Pensó que, si al calvo de pronto le diera por ponerse un hábito oscuro con capucha, tendría el estilo y el aspecto idóneos para desempeñar un cargo importan­te en la Inquisición española.
—¿Acaso alguien es realmente libre, profesor? ¿Lo somos no­sotros ahora, en esta habitación, ahora que sabemos que esta fuer­za del mal actúa en nuestra comunidad? ¿Nuestro conocimiento no nos hace prisioneros de ese mal?
Jeffrey no contestó.
—Plantea usted preguntas interesantes, profesor. Por supuesto, no esperaba menos de un hombre de su reputación académica. Pero, por desgracia, no es momento de discutir estos temas tan ele­vados. Quizás en circunstancias distintas, en un ambiente más cor­dial, podríamos intercambiar ideas al respecto. Pero, por ahora, nos ocupan asuntos más apremiantes. Así que se lo pregunto de nuevo: ¿cerramos el trato?
Jeffrey respiró hondo y asintió con la cabeza.
—Por favor, profesor —dijo Manson con severidad—. Respon­da en voz alta. Para que quede constancia.
—Sí.
—Imaginaba que ésa sería su respuesta —aseguró el calvo. Hizo un gesto en dirección a la puerta, para indicar que daba por finali­zada la reunión.

                 7   

                                      Virginia con cereal—r


A Diana Clayton ya no le gustaba salir de casa. Una vez por se­mana, porque no le quedaba otro remedio, se acercaba a la farmacia local para abastecerse de analgésicos, vitaminas y ocasionalmente algún fármaco experimental. Nada de eso parecía ayudar gran cosa a frenar el avance deprimente y continuo de su enfermedad. Mien­tras esperaba a que le entregaran las pastillas, entablaba charlas su­perficiales y falsamente animadas con el farmacéutico inmigrante de origen cubano, quien tenía aún un acento tan marcado que ella ape­nas entendía lo que decía, pero cuya compañía le era grata por su eterno optimismo y su empeño en que algún mejunje extraño u otro le salvaría la vida. Después cruzaba con cautela los cuatro carriles de la autopista 1, evitando cuidadosamente los vehículos, y luego cami­naba una manzana por una calle lateral hasta llegar a la biblioteca pequeña y bien protegida del sol, hecha de bloques de hormigón, apartada de los chabacanos centros comerciales que había desperdi­gados a lo largo de la carretera de los Cayos.
Al bibliotecario auxiliar, un señor mayor que le debía de llevar unos diez años, le gustaba coquetear con ella. La esperaba encara­mado en un asiento alto tras una de las ventanillas con barrotes, y pulsaba sin dudarlo el timbre que abría la puerta de seguridad do­ble. Aunque el bibliotecario estaba casado, se sentía solo y alegaba que su esposa estaba demasiado ocupada con sus dos pitbull y las vicisitudes de los protagonistas de los culebrones que seguía compulsivamente. Era un donjuán casi cómico, que seguía obstinada­mente a Diana por entre las estanterías medio vacías, invitándola con susurros a cócteles, a cenar, al cine... a cualquier actividad que le diese la oportunidad de expresarle que ella era su único amor verdadero. A Diana sus atenciones le resultaban halagadoras y tam­bién agobiantes, casi en igual medida, de modo que lo rechazaba, aunque procurando no desanimarlo del todo. Se decía a sí misma que estaba decidida a morirse antes de tener que pedirle al bibliote­cario que la dejara en paz de una vez por todas.
Sólo leía a los clásicos. Al menos dos por semana. Dickens, Hawthorne, Melville, Stendhal, Proust, Tolstói y Dostoievski. De­voraba las tragedias griegas y las obras de Shakespeare. Lo más moderno que llegaba a leer era, de vez en cuando, algún libro de Faulkner o Hemingway, este último por una especie de lealtad ha­cia los Cayos y porque a Diana le gustaba especialmente lo que escribía sobre la muerte. En sus textos ésta siempre parecía tener algo de romántico, de heroico, de sacrificio altruista, incluso en sus as­pectos más sórdidos, y esto le infundía ánimos, aunque sabía que se trataba de ficción.
Una vez que elegía los libros que iba a llevarse, se despedía del bibliotecario, una separación que solía requerir cierta diligencia por su parte para rehusar sus últimas súplicas. A continuación, camina­ba otra manzana por otra calle lateral bañada de sol hasta una vie­ja iglesia baptista, deteriorada por los elementos. Una palmera espi­gada y solitaria se alzaba en el patio delantero del edificio de madera pintada de blanco. Era demasiado alta para dar sombra, pero al pie tenía un banco astillado. Diana sabía que el coro estaría practican­do, y que sus voces emanarían como un soplo de viento del interior penumbroso de la iglesia hacia el banco, donde ella acostumbraba a sentarse a descansar y escuchar.
Junto al banco, había un letrero que rezaba:

IGLESIA BAPTISTA DE NEW CALVARY OFICIOS: DOMINGO A LAS 10 DE LA MAÑANA Y AL MEDIODÍA CATEQUESIS: 9 DE LA MAÑANA EL SERMÓN DE ESTA SEMANA: CÓMO HACER DE JESÚS TU MEJOR Y MÁS ESPECIAL AMIGO, POR EL REVERENDO DANIEL JEFFERSON
En varias ocasiones durante los últimos meses, el pastor había salido a intentar convencer a Diana de que estaría más cómoda y considerablemente más fresca dentro de la iglesia, y de que a nadie le molestaría que ella escuchara los ensayos del coro en la mayor seguridad del interior. Ella había declinado su invitación. Lo que le gustaba era escuchar las voces elevarse en el calor, hacia el sol que brillaba sobre su cabeza. Disfrutaba del esfuerzo de intentar distin­guir las palabras. No quería que le hablaran de Dios, como sabía que el pastor, de apariencia bondadosa, haría inevitablemente. Y, lo que es más importante, no quería ofenderlo al negarse a escuchar su mensaje, por muy sincera que fuese al expresarlo. Lo que deseaba era escuchar la música, porque había descubierto que, mientras se concentraba en el jubiloso sonido del coro, olvidaba el dolor que sentía en el cuerpo.
Eso, pensó, era por sí solo un pequeño milagro.
Puntualmente, a las tres de la tarde, concluía el ensayo del coro. Diana se levantaba del banco y echaba a andar despacio de regreso a casa. Sabía que la regularidad de sus salidas, la uniformidad del itinerario que seguía, el paso de hormiga al que avanzaba, todo ello la convertía en un objetivo evidente y moderadamente atractivo. Que ningún atracador ávido por arrebatarle sus escasos fondos o ningún yonqui desesperado por conseguir calmantes la hubiese descubierto ni asesinado aún la sorprendía un poco. Pensaba, con cierto asombro, que quizás ése fuera el segundo milagro que se pro­ducía durante sus excursiones semanales.
A veces se permitía el lujo de pensar que morir a manos de al­gún vagabundo de ojos vidriosos o de un adolescente drogadicto no sería tan terrible, y que lo verdaderamente terrorífico era seguir viva, pues su enfermedad la torturaba con un entusiasmo paciente que a ella le parecía diabólicamente cruel. Se preguntaba si experi­mentar unos momentos de espanto no sería preferible en cierto modo a los interminables horrores de su dolencia. La libertad casi estimulante que percibía en su actitud la impulsaba a seguir adelan­te, a continuar tomando la medicación y a luchar y batallar interna­mente contra la enfermedad durante cada instante de vigilia. Creía que esta combatividad derivaba del sentido del deber, de la obstina­ción y del deseo de no dejar solos a sus dos hijos, aunque ya eran adultos, en un mundo en el que nadie confiaba ya en nada.
Le habría gustado que al menos uno de ellos le hubiera dado un nieto.
Estaba convencida de que tener un nieto sería una auténtica gozada.
Sin embargo, era consciente de que eso no iba a pasar a corto plazo, así que, mientras tanto, se daba el capricho de fantasear sobre cómo serían sus futuros nietos. Inventaba nombres, imaginaba ros­tros y fabricaba recuerdos del porvenir con los que reemplazar los reales. Se representaba escenas de vacaciones, mañanas navideñas y obras escolares. Casi percibía la sensación de sujetar en brazos a un nieto y enjugarle las lágrimas causadas por un rasguño o desolladu­ra, o la de la respiración constante y embriagadora del niño o niña mientras ella le leía en voz alta. Esto se le antojaba un mimo quizás excesivo por su parte, pero no perjudicial.
Y el nieto ficticio que ella no tenía le ayudaba a aliviar las preo­cupaciones por los hijos que sí tenía.
A menudo, el extraño alejamiento y la soledad que ambos ha­bían abrazado le parecían a Diana tan dolorosos como su enferme­dad. Pero ¿qué pastilla podían tomarse para reducir la distancia que habían puesto el uno respecto al otro?
En esa tarde concreta, mientras recorría los últimos cinco me­tros de su camino de entrada, pensando con inquietud en sus hijos, con las notas de Onward Christian Soldiers resonándole aún en los oídos, y los ejemplares de Por quién doblan las campanas y Gran­des esperanzas bajo el brazo, advirtió que un nubarrón enorme y furioso estaba formándose al oeste. Unas nubes grandes y de co­lor gris oscuro se habían aglomerado en una masa de energía in­tensa que se cernía siniestra en el cielo como una amenaza lejana. Ella se preguntó si el cúmulo se dirigiría hacia los Cayos, trayendo consigo relámpagos y cortinas de lluvia peligrosos y cegadores, y esperó que su hija llegara a casa sana y salva antes de que estalla­ra la tormenta.


Susan Clayton salió de la oficina aquella tarde en una falange compuesta por otros empleados de la revista, bajo la mirada atenta y la protección de las armas automáticas de los guardias de seguri­dad. La escoltaron hasta su coche sin que se produjeran incidentes.
    Por lo general, el trayecto desde el centro de Miami hasta los Cayos Altos le llevaba poco más de una hora, aunque circulara por los ca­rriles de velocidad libre. El problema, por supuesto, era que casi todo el mundo quería utilizar esos carriles, lo que requería cierta sangre fría a ciento sesenta kilómetros por hora y a una distancia de un solo coche entre los vehículos. A su juicio, la hora punta se pa­recía más a una carrera de stock—cars que a un desplazamiento ves­pertino benigno; sólo faltaban unas gradas repletas de paletos de­seosos de presenciar una colisión. En las autovías que partían del centro, no se habrían llevado muchas desilusiones.
Susan disfrutaba con ello, por la descarga de adrenalina que le provocaba, pero sobre todo porque ejercía un efecto purificador sobre su imaginación; sencillamente no había tiempo para concen­trarse en otra cosa que no fuera la calzada y los coches que tenía delante y detrás. Le despejaba la cabeza de ensoñaciones diurnas, de preocupaciones relacionadas con el trabajo y de temores sobre la enfermedad de su madre. En las ocasiones en que no era capaz de abismarse exclusivamente en la conducción había desarrollado la disciplina mental necesaria para dejar el carril de alta velocidad e incorporarse al tráfico lento, donde el riesgo no era tan elevado y le permitía dejar vagar la mente.
Hoy era uno de esos días, lo que le resultaba frustrante.
Lanzó una mirada cargada de envidia a su izquierda, donde vehículos borrosos relucían bajo la luz residual de la zona comer­cial del centro. Pero, casi en ese momento, mientras la invadían los celos por la libertad ilimitada con que circulaban a su izquierda, cayó en la cuenta de que no dejaba de dar vueltas a las palabras del mensaje del corresponsal anónimo que aún no había descifrado. Previo Virginia cereal—r.
Estaba convencida de que el estilo del acertijo era el mismo que el del anterior, y más o menos el mismo que el de la respuesta que ella había ideado: un simple juego verbal en que cada palabra guar­daba una relación lógica con alguna otra que constituiría la solución al enigma y desvelaría la respuesta del remitente.
El truco residía en desentrañar cada una; en preguntarse si eran independientes o estaban relacionadas entre sí; si había alguna cita oculta o alguna vuelta de tuerca añadida que oscurecería aún más el mensaje que el hombre intentaba transmitirle. Lo dudaba. Su corresponsal quería que ella llegase a entender lo que le había es­crito. Sólo pretendía que fuera un acertijo ingenioso, razonable­mente difícil y lo bastante críptico para incitarla a elaborar otra respuesta.
«Es manipulador», pensó.
Un hombre que quería tener el control.
¿Qué más? ¿Un hombre con una intención oculta?
Sin lugar a dudas.
¿Y qué intención era ésa?
No lo sabía con certeza, pero estaba segura de que sólo había dos motivaciones posibles: sexual o sentimental.
Un coche que iba delante dio un frenazo brusco y ella pisó el pedal con fuerza. Al instante notó que el pánico le subía por la gar­ganta mientras el mecanismo de freno vibraba, y sin articular la palabra «choque», notó la picazón del calor que se apoderaba de ella. Oyó los neumáticos en derredor chirriar de dolor, y temía oír el ruido del metal al aplastarse contra el metal. Sin embargo, eso no ocurrió; se produjo un silencio momentáneo, y acto seguido el trá­fico comenzó a avanzar de nuevo, cada vez más deprisa. Un heli­cóptero de policía pasó rugiendo por encima de sus cabezas; ella alcanzó a ver al artillero de la parte central, inclinado sobre el cañón de su arma, observando el flujo de vehículos. Susan imaginó que tendría una expresión de aburrimiento, tras el plexiglás ahumado de la visera de su casco.
«¿Qué es lo que sé?», se preguntó.
«Todavía muy poco», respondió.
«Pero el juego no consiste en eso —insistió—, sino en que yo lo descifre al final. Después de todo, no sería un rompecabezas si él no quisiera que lo resolviera. Lo único que quiere es controlar el ritmo.»
«Es peligroso», hubo de admitir.
A medio camino entre Miami e Islamorada había un bar, el Last Stop Inn, situado a las afueras de un centro comercial de postín en el que hacían sus compras los vecinos de las zonas residenciales amuralladas más elegantes. El bar era el tipo de local que a ella le gustaba frecuentar, no todos los días, pero lo bastante a menudo para saludarse con algunos de los camareros y reconocer de vez en cuando a algunos de los otros clientes habituales. No compartía nada con ellos, desde luego, ni siquiera conversación. Simplemen­te le gustaba la falsa familiaridad de los rostros sin nombre, las vo­ces sin personalidad, la camaradería sin pasado. Cruzó la autovía en dirección a la salida que la llevaría hasta el bar.


El aparcamiento estaba a unas tres cuartas partes de su capaci­dad. La luz dibujaba un extraño claroscuro sobre el macadán negro y brillante; el primer resplandor de la tarde se mezclaba con el baile irregular de los faros de la autovía contigua. El centro comercial cercano contaba con senderos cubiertos con suelo de madera y zo­nas verdes bien cuidadas, en las que había plantados sobre todo helechos y palmeras para crear una jungla artificial y dar a los clien­tes la impresión de que habían viajado a la versión de diseño de una selva tropical que en lugar de animales salvajes incontrolables estaba repleta de boutiques caras. Los guardias de seguridad vestían en los tonos caquis de los aficionados a la caza mayor y llevaban salacots, aunque sus armas eran de tendencia más urbana. El Last Stop Inn se había contagiado en parte de la pretenciosidad de su vecino, pero sin los mismos recursos económicos. Sus propias zonas verdes ha­bían creado sombras y rincones oscuros en los alrededores del apar­camiento. Susan pasó caminando a toda prisa junto a una palmera rechoncha y densa que se erguía como un centinela ante la puerta de entrada del bar.
La sala principal del lugar estaba en penumbra, mal iluminada. Había unas cuantas mesas pequeñas y un par de camareras que se movían afanosamente entre los grupos de hombres de negocios sen­tados con sus Martinis y las corbatas aflojadas. Un solo barman, a quien ella no reconoció, trabajaba sin descanso tras la oscura y larga barra de caoba. Era un joven de pelo enmarañado y unas patillas que le daban un aire de estrella del rock de la década de 1960, por lo que parecía un poco fuera de lugar. Claramente era alguien que ha­bría preferido tener un empleo distinto, o quizá lo tenía, pero se veía obligado a preparar copas para ganarse la vida. Una veintena de personas ocupaban los taburetes frente a la barra, las suficientes para darle a la zona un aspecto abarrotado pero no opresivo. El es­tablecimiento no cumplía con todas las características de un bar de ligue —aunque probablemente una tercera parte de la clientela es­taba integrada por mujeres—; era más bien un lugar donde lo principal era beber, si bien siempre cabía la posibilidad de relacionarse con gente del sexo opuesto. Dedicaba menos energías que otros bares a establecer lazos; el volumen de las voces era moderado, la música ambiental permanecía en un segundo plano, sin imponerse. Al parecer, era un local acondicionado para albergar cualquier acti­vidad que pudiera realizarse con una copa en la mano.
Susan se sentó hacia el final de la barra, a tres sillas de distancia del parroquiano más próximo. El barman se acercó discretamente, limpió la superficie de madera pulida con una toalla de mano y asin­tió con la cabeza cuando ella le pidió un whisky con hielo. Regre­só casi de inmediato con la bebida, la colocó delante de ella, cogió el dinero que le tendía y se desplazó de nuevo a lo largo de la barra.
Ella sacó su libreta y un bolígrafo, los dispuso junto a su copa y se encorvó sobre ellos para ponerse a trabajar.
«Previo», se dijo. ¿A qué se refería? A algo que pasó antes.
Hizo un gesto de afirmación para sí misma: algo referente al mensaje anterior. «Te he encontrado.»
Anotó esta frase en la parte superior de la página, y debajo escri­bió: «Virginia con cereal—r.»
«Se trata de nuevo de un sencillo juego de palabras —se dijo—. ¿Quiere quedar como un tipo listo? ¿Qué grado de complejidad tendrá esto? ¿O quizás empieza a impacientarse, y por tanto lo ha hecho lo bastante fácil para que yo no pierda demasiado el tiempo antes de dar con la respuesta?
«¿Conocerá mis fechas límite de entrega en la revista? —se pre­guntó—. En ese caso, sabrá que tengo hasta mañana para desentra­ñar esto y elaborar una respuesta adecuada que pueda publicar en la columna de pasatiempos habitual.»
Susan tomó un sorbo largo de whisky, notó cómo le quemaba la garganta, y luego lamió el borde del vaso con la punta de la lengua. El aguardiente descendió por su interior como la promesa de una sirena. Hizo un esfuerzo por beber despacio; la última vez que ha­bía visto a su hermano, lo había observado despachar un vaso de vodka como si fuese agua, echándoselo al cuerpo sin disfrutar, sim­plemente ansioso por notar los efectos relajantes del alcohol. «Él hace footing —pensó Susan—. Corre y hace deporte dejando de lado toda prudencia, y luego bebe para aliviarse de los desgarros musculares. —Tomó otro sorbo de su bebida y pensó—: Sí. "Pre­vio" hace referencia al primer mensaje. Y ya he descifrado lo de "siempre".» Contempló las palabras, las sopesó, y de pronto dijo en voz alta:
—Siempre he...
—Yo también —respondió una voz a su espalda.
Ella se volvió en su asiento, sobresaltada.
El hombre que se le había acercado por detrás sujetaba una copa en una mano y sonreía confiadamente, con una avidez agresiva que produjo en ella una reacción de rechazo instantánea. Era alto, for­nido, unos quince años mayor que ella, con una calva incipiente, y reparó en el anillo de casado que llevaba en el dedo. El sujeto per­tenecía a un subtipo que ella reconoció al momento: un ejecutivo de bajo rango, último candidato al ascenso, con ganas de ligar. Buscan­do un rollo fácil de una noche; sexo anónimo antes de regresar a casa para tomar una cena de microondas, junto a una esposa a quien le importaba un bledo a qué hora volvería, y un par de adolescen­tes huraños. Seguramente ni siquiera el perro se molestaría en me­near el rabo cuando él entrara por la puerta. Un breve escalofrío recorrió a Susan. Vio al tipo sorber de su bebida.
—Siempre he deseado lo mismo —añadió éste.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella.
     —Sea lo que sea lo que tú siempre has, yo también siempre lo he —contestó él rápidamente—. ¿Te invito a una copa?
     —Ya tengo una.
     —¿Quieres otra?
     —No, gracias.
—¿Qué es eso que te tiene tan concentrada?
—Cosas mías.
—Quizá podría hacer que fueran también cosas mías, ¿no?
—No lo creo.
Dejó al hombre ahí de pie y giró en su taburete al advertir que daba un paso hacia ella.
—No eres muy agradable —señaló el tipo.
—¿Eso es una pregunta? —inquirió Susan.
—No —dijo él—. Una observación. ¿No te apetece hablar?
—No —respondió ella. Intentaba ser cortés, pero firme—. Quiero estar sola, acabar mi bebida y marcharme de aquí.
      —Venga, no seas tan fría. Deja que te invite a una copa. Charle­mos un poco, a ver qué pasa. Nunca se sabe. Apuesto a que tene­mos mucho en común.
—No, gracias —dijo ella—. Y no creo que tengamos una mier­da en común. Y ahora, disculpa, estaba ocupada haciendo algo.
El hombre sonrió, tomó otro trago de su bebida y asintió con la cabeza. Se inclinó hacia ella, no como un borracho, pues no lo esta­ba, ni con una actitud abiertamente amenazadora, pues hasta enton­ces sólo se había mostrado optimista, quizás un poco esperanzado, pero con una intensidad que la hizo retroceder.
—Zorra —siseó—. Que te den por el culo, zorra.
Ella soltó un grito ahogado.
El hombre se acercó aún más, de modo que ella percibió el fuerte olor de su loción para después de afeitarse y el licor en su aliento.
—¿Sabes lo que me gustaría hacer? —preguntó él en un susurro, pero era una de esas preguntas que no exigen respuesta—. Me gus­taría arrancarte el puto corazón y pisotearlo delante de ti.
Antes de que tuviera oportunidad de contestar, el hombre se volvió bruscamente y se alejó por el bar, sin detenerse, hasta que su ancha espalda desapareció en el mar cambiante de trajeados y regre­só al anonimato del que había salido.


Susan tardó unos momentos en recuperar la entereza.
La ráfaga de obscenidades le había sentado como otras tantas bofetadas. Respirando agitadamente, se dijo: «Todo el mundo es peligroso. Nadie es de fiar.»
Se sentía torcida por dentro, con un nudo en el estómago, que notaba apretado como un puño. «No lo olvides —se recordó—. No bajes la guardia, ni por un instante.»
Se llevó el vaso a la frente, aunque no la tenía caliente, luego tomó un trago largo y alzó la vista hacia el camarero, que estaba trabajando de espaldas a ella. Echaba café molido en una máquina exprés. Susan dudaba que él hubiese visto al hombre abordarla. Se volvió en su asiento, pero aparentemente nadie prestaba atención a otra cosa que no fuera el espacio de pocos centímetros que tenían delante. Las sombras y el ruido parecían contradictorios, inquietan­tes. Ella se inclinó hacia atrás y, con cautela, recorrió la barra con la mirada, escudriñando el gentío para intentar averiguar si el hombre seguía allí, pero no lo localizó. Trató de grabarse la imagen de su rostro en la mente, pero no recordaba más que el sonido y la furia súbita de su susurro. Se volvió de nuevo hacia el bloc que tenía en­frente, miró las palabras y luego otra vez al barman, que había co­locado una cafetera bajo la salida de la máquina y retrocedido para contemplar el goteo constante de líquido negro.
«Un estado —pensó Susan de pronto—. Virginia es un estado.»
«Siempre he estado.»
Escribió la frase y acto seguido irguió la cabeza.
Se sentía observada, de modo que se volvió de nuevo, buscando al hombre. Sin embargo, tampoco esta vez pudo distinguirlo entre la multitud.
Por un momento intentó ahuyentar esa sensación, pero no lo consiguió. Recogió con cuidado su bloc y su lápiz y se los guardó en el bolso, junto a la pistola automática de calibre .25 que acechaba en el fondo. Bromeó para sus adentros, al tocar el metal azul, frío y reconfortante del arma: «Al menos no estoy sola.»
Susan examinó su situación: un local atestado, docenas de testi­gos poco fiables, seguramente ninguno que recordaría que ella ha­bía estado allí. Mentalmente volvió sobre sus pasos hacia el aparca­miento, midiendo la distancia hasta su coche, acordándose de cada sombra o recoveco oscuro donde el hombre que había dicho que­rer arrancarle el corazón podría estar esperándola. Pensó en pedirle al barman que la acompañara afuera, pero dudaba que él accediese. Estaba solo tras la barra y se jugaría el empleo si dejara su puesto.
Tomó otro sorbo de su bebida. «Estás perdiendo la cabeza —se dijo—. Vete por donde haya luz, evita las sombras, y no te pasará nada.»
Apartó de sí lo poco que quedaba de su whisky y cogió su bol­so. Se echó la larga correa de cuero sobre el hombro derecho de tal manera que le permitió dejar caer la mano disimuladamente en el interior del bolso y rodear el gatillo con el dedo.
La muchedumbre del bar prorrumpió en carcajadas como con­secuencia de algún chiste contado en voz alta. Ella se levantó con decisión de su asiento y se abrió paso a toda prisa por entre la aglo­meración de gente, con la cabeza ligeramente gacha y paso resuel­to. Al final de la barra, a su izquierda, había una puerta doble con un letrero que indicaba el aseo de señoras. Por encima de las puer­tas, en rojo, estaba la palabra SALIDA. Trazó un plan rápidamente; se detendría por un momento en el servicio para darle al hombre más tiempo de perderse en el aparcamiento, aguardando a que ella saliese por la puerta principal, y luego se escabulliría por la salida trasera, fuera la que fuese, hasta su coche, cambiando su itinerario, acercándose desde una dirección distinta.
Si él estaba esperándola, eso le daría a ella ventaja. Quizás inclu­so conseguiría burlarlo del todo.
Tomó la decisión al instante, y atravesó las puertas, que daban a un angosto pasillo posterior. No había más que una bombilla solitaria y desnuda, que arrojaba una luz difusa sobre las paredes sucias y amarillentas. Había varias cajas de bebidas alcohólicas apiladas en el pasillo. En una pared, un segundo letrero, más pequeño y escrito a mano, con una flecha negra gruesa y toscamente dibujada que seña­laba el camino a los aseos. Ella supuso que la salida estaría justo al otro lado. El pasillo estaba más silencioso, y cuando las puertas insonorizadas se cerraron tras ella, el ruido del bar se atenuó. Susan avan­zó por el pasillo a paso veloz y torció a la izquierda. El estrecho es­pacio se prolongaba poco más de cinco metros, y desembocaba en dos puertas enfrentadas; una marcada con un letrero que decía HOM­BRES, y la otra con la palabra MUJERES. La salida estaba entre las dos. Sin embargo, se le cayó el alma a los pies al ver dos cosas más: la ad­vertencia SÓLO PARA EMERGENCIAS / SE ACTIVARÁ LA ALARMA y una gruesa cadena sujeta con candado al tirador de la puerta y a la pared contigua.
—Pues menos mal que esto no es una emergencia —musitó para sí.
Titubeó por un momento, retrocedió un paso hacia el pasillo que conducía al bar y, tras volver la cabeza en derredor para cer­ciorarse de que estaba sola, decidió entrar en el servicio de se­ñoras.
Era una habitación reducida, en la que sólo cabían un par de re­tretes y dos lavabos en la pared opuesta. De manera incongruente, había un solo espejo instalado entre los dos lavamanos gemelos. Los servicios no estaban especialmente limpios, ni bien equipados. La luz de los fluorescentes le habría conferido a cualquiera un aspecto enfermizo, por muchas capas de maquillaje que llevara. En un rin­cón había una máquina expendedora combinada de condones y Tampax de color rojo metálico. El olor a exceso de desinfectante le inundaba las fosas nasales.
Exhaló un profundo suspiro, se dirigió a uno de los comparti­mentos y, con cierta resignación, se sentó en la taza. Acababa de terminar y se disponía a accionar la palanca de descarga de la cister­na cuando oyó que la puerta de los servicios se abría.
Se detuvo y aguzó el oído, esperando percibir el repiqueteo de unos tacones contra el manchado suelo de linóleo. En cambio, lo que oyó fue el sonido de unos pies que se arrastraban, seguido del golpe seco de la puerta al cerrarse de un empujón.
Entonces sonó la voz del hombre:
—Zorra —dijo—. Sal de ahí.
Ella se arrimó al fondo del compartimento. Había un pequeño cerrojo en la puerta, pero dudaba que resistiera la más leve patada. Sin responder, introdujo la mano en el bolso y sacó la automática. Le quitó el seguro, alzó la pistola hasta una posición de disparo y aguardó.
—Sal de ahí —repitió el hombre—. No me obligues a entrar a por ti.
Ella se disponía a contestar con una amenaza, algo así como «lárgate o disparo», pero cambió de idea. Haciendo un gran esfuer­zo por controlar su corazón desbocado, se dijo, serenamente: «No sabe que vas armada. Si fuera listo, lo sabría, pero no lo es. En rea­lidad no ha bebido lo bastante para perder la cabeza, sólo para en­fadarse y portarse como un idiota.» Probablemente no merecía morir, aunque si ella se parase a pensar sobre ello, llegaría a una conclusión distinta.
—Déjame en paz —dijo, con sólo un ligero temblor en la voz.
—Sal de ahí, zorra. Tengo una sorpresa para ti.
Ella oyó el sonido de su bragueta al abrirse y cerrarse.
—Una gran sorpresa —añadió él con una risotada.
Ella cambió de opinión. Afianzó el dedo en torno al gatillo. «Lo mataré», pensó.
—De aquí no me muevo. Si no te marchas, gritaré —lo previno. Apuntaba con el arma a la puerta del retrete, justo delante de ella. Se preguntó si una bala podría atravesar el metal y conservar el impul­so suficiente para herir al hombre. Era posible pero poco probable. Se armó de valor. «Cuando eche la puerta abajo de una patada, no dejes que el ruido ni la impresión afecten a tu puntería. Mantén el pulso firme, apunta bajo. Dispara tres veces: reserva algunas balas por si fallas. No falles.»
—Venga —la apremió el hombre—, vamos a pasarlo bien.
—Que me dejes en paz —repitió ella.
—Zorra —espetó una vez más el hombre, de nuevo en susurros.
La puerta del compartimento se combó ante la fuerte patada que le asestó el hombre.
—¿Crees que estás a salvo? —preguntó él. Dio unos golpecitos a la puerta como un vendedor que visita una casa—. Esto no me va a detener.
Ella no contestó, y él llamó de nuevo. Se rio.
—Soplaré y soplaré, y tu casa derribaré, cerdita.
La puerta retumbó cuando le dio una segunda patada. Ella apuntó, con la vista fija en la mira. Le sorprendía que la puerta aguantase aún.
—¿Tú qué crees, zorra? ¿A la tercera va la vencida?
Susan amartilló la pistola con el pulgar e irguió la espalda, lista para disparar. Sin embargo, la tercera patada no llegó de inmediato. En cambio, oyó que la puerta de los servicios se abría de pronto, también con violencia.
El hombre tardó unos segundos en reaccionar.
—Bueno, ¿y tú quién coño eres? —le oyó decir Susan.
No hubo respuesta.
En cambio, Susan percibió un gruñido grave seguido de un gor­goteo y una respiración rápida y entrecortada. Sonaron un golpe seco y un siseo, después un estrépito y un pataleo que recordaba a unos pasos frenéticos de claque y que cesó al cabo de unos segun­dos. Hubo un momento de silencio, y luego ella oyó un silbido prolongado como el de un globo al que se le escapa el aire. No po­día ver lo que ocurría ni estaba dispuesta a abandonar la pose de tiradora para agacharse y echar un vistazo por debajo de la puerta.
Oyó unos jadeos breves de esfuerzo. Del grifo de uno de los lavabos salió un chorro de agua que se interrumpió con un rechini­do. A continuación, unas pisadas y el sonido pausado de la puerta al abrirse y cerrarse.
Susan siguió esperando, sujetando la pistola ante sí, intentando imaginar qué había sucedido.
Cuando el peso del arma amenazaba con doblegarle los brazos, Susan exhaló y notó el sudor que le empapaba la frente y la sensa­ción pegajosa del miedo en las axilas. «No puedes quedarte aquí para siempre», se dijo.
No tenía idea de si habían transcurrido segundos o minutos, un rato largo o corto, desde que la persona había entrado y salido de los servicios. Lo único que sabía es que el silencio había invadido la habitación y que, aparte de su propio resuello, no se oía nada más. La adrenalina comenzó a palpitarle en la cabeza de forma abruma­dora mientras bajaba la pistola y alargaba la mano hacia el cerrojo de la puerta del retrete.
Lo descorrió despacio y entreabrió la puerta con sumo cuidado.
Lo primero que vio fueron los pies del hombre. Apuntaban hacia arriba, como si estuviera sentado en el suelo. Llevaba unos zapatos caros de piel marrón, y ella se preguntó por qué no había reparado antes en ello.
Susan salió del compartimento y se volvió hacia el hombre.
Se mordió el labio con fuerza para ahogar el grito que pugnaba por salir de su garganta.
Estaba desplomado, en posición sedente, apretujado en el espa­cio reducido que había bajo los lavamanos gemelos. Sus ojos abier­tos la miraban con una especie de asombro escéptico. Tenía la boca abierta de par en par.
Le habían cortado la garganta, que presentaba un tajo ancho, de color rojo negruzco, una especie de sonrisa secundaria y particular­mente irónica.
La sangre le había manchado la pechera de la camisa blanca y formado un charco en torno a él. Tenía la bragueta abierta y los genitales al aire.
Susan retrocedió para apartarse del cuerpo, tambaleándose.
La conmoción, el miedo y el pánico le recorrieron el cuerpo como descargas eléctricas. No sólo le costó aclarar en su mente lo que había ocurrido, sino también lo que debía hacer a continua­ción. Por unos momentos se quedó mirando la automática que aún empuñaba en la mano, como si no recordase si la había uti­lizado, si de alguna manera le había pegado un tiro al hombre que ahora yacía con la mirada perdida, sorprendido por la muer­te. Susan guardó el arma en el bolso mientras las arcadas le con­vulsionaban el cuerpo. Tragó aire y combatió las ganas de vo­mitar.
No cobró conciencia de que había reculado, casi como si hubie­ra recibido un puñetazo, hasta que sintió la pared a su espalda. Tomó la determinación de mirar el cadáver y, para su sorpresa, des­cubrió que ya lo estaba mirando, y que no había sido capaz de despegar la vista de él. Intentando recobrar la calma, se propuso in­tentar averiguar los detalles, y de pronto se le ocurrió que su hermano sabría exactamente qué hacer. Sabría reconstruir con precisión lo sucedido, el cómo y el porqué, además de examinar este asesinato en concreto a la luz de las estadísticas pertinentes para valorarlo en un contexto social más amplio. Sin embargo, estas reflexiones sólo sirvieron para marearla aún más. Apoyó la espalda contra la pared con todo su peso, como si quisiera atravesarla para poder marcharse sin tener que pasar por encima del cadáver.
Lo observó con atención. La billetera del hombre estaba abierta, a su costado, y le dio la impresión de que se la habían re­gistrado. «¿Un atraco?», se preguntó. Sin pensar, alargó el brazo hacia ella, luego la retiró, como si hubiera estado a punto de co­ger una serpiente. Decidió que lo más conveniente era no tocar nada.
—No has estado aquí —musitó para sí. Respiró hondo y aña­dió—: Nunca has estado aquí.
Intentó poner en orden sus pensamientos, pero se le agolpaban en la cabeza, llevándola al borde del pánico. Empeñada en recupe­rar el control, logró que el ritmo de su corazón volviese a algo pa­recido a la normalidad al cabo de unos segundos. «No eres una niña —se recordó—. Ya has visto la muerte antes.» Sin embargo, sabía que esa muerte era la que había presenciado más de cerca.
—¡El retrete! —exclamó.
No había tirado de la cadena. ADN. Huellas digitales. Entró de nuevo en el compartimento, cogió un trozo de papel higiénico y limpió con él el cerrojo. Luego, accionó la palanca de la cisterna. Mientras la taza borbotaba, volvió a salir y echó una ojeada al cuer­po. La frialdad se apoderó de ella.
—Te lo merecías —dijo. No estaba del todo segura de creerlo de verdad, pero le pareció un epitafio tan adecuado como cualquier otro—. ¿Qué tenías pensado hacer con eso?
Susan se obligó a mirar una vez más la herida en el cuello del hombre.
¿Qué había pasado? Le habían seccionado la yugular con una navaja, supuso, o con un cuchillo de caza. Seguramente había pasa­do por unos momentos de pánico al comprender que iba a morir, y luego se había desplomado como un fardo.
Pero ¿por qué? ¿Y quién?
Estas preguntas le aceleraron el pulso de nuevo.
Moviéndose con cautela, como si temiera despertar a una fiera dormida, abrió la puerta de los servicios y salió al pasillo. En el sue­lo vio una huella de zapato solitaria e incompleta, estampada en sangre. Pasó por encima sin pisarla y, mientras la puerta se cerraba a su espalda, se aseguró de no estar dejando tras de sí un rastro pa­recido. Sus zapatos estaban limpios.
Susan avanzó por el pasillo, giró a la derecha, en dirección a la puerta doble e insonorizada del bar y apretó el paso, aunque procu­rando no darse demasiada prisa. Por unos instantes, contempló la posibilidad de acudir al barman y decirle que llamara a la policía. Luego, tan rápidamente como la idea le había venido a la cabeza, la desechó. Había sucedido algo de lo que ella formaba parte, pero no sabía con certeza de qué forma, ni qué papel había desempeñado en ello.
Ocultó sus emociones bajo una capa de hielo y entró de nuevo en el bar.
El ruido la envolvió. La multitud había crecido durante los mi­nutos que había pasado en los servicios. Echó un vistazo a las pocas mujeres que había en el bar y pensó que, más temprano que tarde, alguna de ellas tendría que hacer una visita al aseo también. Escudri­ñó a los hombres con la mirada.
«¿Quién de vosotros es un asesino?», se preguntó.
¿Y por qué?
Ni siquiera se atrevió a aventurar una respuesta. Deseaba huir de allí.
A velocidad constante, en silencio, casi de puntillas, procuran­do no llamar la atención, se encaminó hacia la salida principal. Un puñado de ejecutivos se dirigía también hacia la puerta, y ella los siguió, aparentando que formaba parte de su grupo. Se apartó de ellos en cuanto salieron a la oscuridad del exterior.
Susan tomó grandes bocanadas de aquel aire negro como si fue­ra agua en un día caluroso. Alzó la cabeza e inspeccionó los bordes del edificio del bar, dejando que su vista trepara por las pocas faro­las que arrojaban una luz amarilla y mortecina sobre el aparcamien­to. Buscaba cámaras de videovigilancia. En los mejores estableci­mientos siempre se monitorizaba, tanto el interior como el exterior, pero no logró vislumbrar cámara alguna, y agradeció entre dientes a los propietarios del Last Stop Inn, estuvieran donde estuviesen, que fueran tan tacaños. Se preguntó si quizás una cámara habría captado su encuentro con el hombre en el bar, pero lo dudaba. De todos modos, si a pesar de todo había un sistema de videovigilancia, la policía acabaría por localizarla y ella podría contarles lo poco que sabía. O mentir y callárselo todo.
Sin darse cuenta, había apretado el paso y caminaba a toda prisa por entre los coches, hasta que llegó junto al suyo. Abrió la puerta, se dejó caer en el asiento del conductor y metió la llave en el contac­to. Deseaba arrancar y largarse de ahí de inmediato, pero, tal como había hecho antes, se esforzó por dominar sus impulsos y obligar­los a obedecer el sentido común y la cautela. Lenta y pausadamente, puso en marcha el motor y metió la marcha atrás. Echando algún que otro vistazo a los retrovisores, maniobró para sacar el coche del espacio en que estaba aparcado. A continuación, sin dejar de repri­mir sus pensamientos y emociones como si fueran a traicionarla en cualquier momento, huyó de allí de manera contenida y parsimo­niosa. En aquel momento no era consciente de que a un criminal profesional le habrían parecido admirables la firmeza de su mano sobre el volante y la serenidad de su partida, aunque este pensa­miento le vino a la cabeza muchas horas después.


Susan condujo durante unos quince minutos antes de decidir que se había alejado lo bastante del hombre degollado. Una debili­dad voraz empezaba a apoderarse de ella, y sintió que sus manos tenían la necesidad de soltar el volante para echarse a temblar.
De un bandazo metió el coche en otro aparcamiento y se detu­vo en una plaza vacía y bien iluminada situada justo enfrente del bloque sólido y cuadrado de un gran almacén que pertenecía a una cadena nacional de aparatos electrónicos. En la fachada, la tienda tenía un enorme rótulo de neón rojo que despedía una mancha de color contra el cielo oscuro.
Quería reconstruir en su mente lo sucedido en el bar, pero no conseguía sacar nada en claro. «Me he encerrado en los servicios de señoras —se dijo—, cuando el hombre ha entrado con la inten­ción de violarme, tal vez, o tal vez sólo de exhibirse, pero sea como sea me tenía acorralada, y entonces otro hombre ha entrado y, sin decir nada, ni una palabra, lo ha matado sin más, le ha roba­do su dinero y me ha dejado ahí. ¿Sabía que yo estaba allí? Por supuesto. Pero ¿por qué no ha abierto la boca, ni siquiera después de salvarme?»
Esta idea le resultaba difícil de digerir, de modo que le dio vuel­tas en su mente: «El asesino me ha salvado.»
Se sorprendió a sí misma contemplando el gigantesco letrero de la tienda de electrodomésticos. El rótulo le estaba diciendo algo, pero parecía distante, como cuando alguien a lo lejos toca una y otra vez el mismo acorde en algún instrumento musical. Continuó mirando el letrero, dejando que la distrajese de sus reflexiones so­bre lo acontecido aquella noche en el bar. Por último, pronunció la frase publicitaria de los almacenes en voz alta pero suave:
—Llévatelo contigo.
«¿Qué es lo que te pasa?», se preguntó.
Notó que la garganta se le secaba de golpe.
«Cereal—r.»
El trigo era un cereal.
Sacó el bloc de notas de su bolso, tras apartar bruscamente la pistola, que estaba por en medio. «Número/siempre Previo Virgi­nia con cereal—r.»
La inundó un torrente de sensaciones: miedo, curiosidad, una extraña satisfacción. «La última palabra —pensó—. Debería haber­la descifrado antes. Era casi tan fácil como la primera.» No había tantos cereales; sólo era cuestión de pensar en el nombre de cada uno de ellos. El trigo, por ejemplo. Y luego, quitarle una letra. La erre.
—Número Previo Virginia con cereal menos erre —dijo en voz alta.
Y escribió en su bloc: «Siempre he estado contigo.»
     El repentino temblor de sus manos ocasionó que el lápiz se le cayera al suelo del coche. Susan aferró el volante para que dejaran de moverse. Respiró hondo, y durante ese segundo no fue capaz de determinar si lo que sentía era el miedo residual de lo sucedido ha­cía un rato aquella noche, o un nuevo terror que emanaba de las palabras que acababa de anotar en la página que tenía delante, o una combinación aún más siniestra de ambas cosas.

                                                           8

               Un equipo de dos


El agente Martin había conseguido un despacho pequeño, situa­do aparte del cuartel general del Servicio de Seguridad del Estado, una planta por encima de la guardería, en el edificio de las Oficinas del Estado. Era allí donde los dos hombres debían poner en marcha su investigación. El inspector había mandado instalar ordenadores, ficheros, una línea de teléfono segura y un sistema de acceso por identificación de la palma de la mano diseñado para que nadie pudie­ra entrar excepto ellos dos. En una pared, había colocado un mapa topográfico grande del estado número cincuenta y uno, y al lado, una pizarra. Había un escritorio sencillo, de acero, pintado de color naranja, para cada hombre; una mesa de reunión pequeña, de made­ra, una nevera, una cafetera y, en una habitación contigua, dos camas plegables, un aseo y una ducha. Era un espacio funcional, minima­lista. A Jeffrey Clayton le gustó que no estuviese atestado de cosas. Y cuando se sentó frente a su pantalla de ordenador por la mañana, cayó en la cuenta de que los revoltosos sonidos de los niños al jugar penetraban la capa de aislamiento acústico bajo sus pies y llegaban hasta sus oídos. Le resultaba reconfortante.
Le parecía que tenía un problema doble.
La primera incógnita, por supuesto, era si el hombre que había dejado tres cadáveres con las extremidades extendidas a lo largo de veinticinco años en zonas desoladas era su padre. A Clayton lo in­vadió una especie de mareo, como el causado por la embriaguez, cuando se planteó esa pregunta mentalmente. El erudito pedante que llevaba dentro inquinó: «¿Qué sabes de esos crímenes?» Él respondió para sí: sólo que se encontraron tres cadáveres en una posición muy característica que, en un mundo regido por las proba­bilidades, demostraba casi sin lugar a dudas que el mismo hombre los había colocado así. Sabía también que su compañero en la inves­tigación estaba obsesionado con el primer asesinato, que, por algún motivo que guardaba en secreto, le había dejado una huella profun­da hacía veinticinco años.
Jeffrey exhaló un suspiro largo, soltando el aire como un globo dado de sí.
Se sentía acosado por las preguntas. Sabía poco de ese primer asesinato, de la relación del agente Martin con los hechos, de la posible implicación de su padre. Tenía miedo de buscar respuestas en cualquiera de esos ámbitos, pues el miedo a lo que podría descu­brir prácticamente lo paralizaba. Jeffrey se sorprendió a sí mismo debatiendo interiormente, manteniendo conversaciones enteras entre facciones enfrentadas de su imaginación, intentando negociar con las pesadillas más atroces que llevaba dentro.
Centró sus pensamientos en la reunión que había mantenido con los tres funcionarios, Manson, Starkweather y Bundy. «Al menos me pagarán bien por desvelar mi pasado.»
La ironía de su situación resultaba casi cómica, y casi imposible también.
«Encuentra a un asesino. Encuentra a tu padre. Encuentra a un asesino. Exculpa a tu padre.»
De pronto le entraron ganas de vomitar.
«Menuda herencia me dejó», pensó.
—«Y ahora —dijo en voz alta—, mi última voluntad es legar a mi hijo, a quien hace muchos años que no veo, todos mis...»
Se interrumpió a media frase. ¿Qué? ¿Qué le había legado su padre?
Se quedó mirando los documentos que empezaban a amonto­narse sobre su escritorio. Tres crímenes. Tres carpetas. Sólo ahora comenzaba a entender cuan profundo era realmente su dilema. La cuestión secundaria a la que se enfrentaba era igual de problemática: independientemente de quién fuera el autor de los asesinatos, ¿cómo iba a dar con él? El científico que llevaba dentro le exigía que esta­bleciese un protocolo, una lista de tareas, una serie de prioridades.
«Eso puedo hacerlo —insistió—. Tiene que haber algún plan para descubrir al asesino. El secreto está en determinar qué puede funcionar.»
Entonces cayó en la cuenta: dos planes. Porque encontrar a su padre —su difunto padre, el padre que una parte de él creía deste­rrado de su vida hacía un cuarto de siglo y muerto de forma anóni­ma y apartado de la familia— requeriría una investigación distinta que encontrar a un asesino desconocido y por el momento indefi­nido.
«Otra ironía —pensó—. Les facilitaría mucho las cosas al agente Martin y al Servicio de Seguridad del Estado que el responsable de esos crímenes fuera de verdad mi padre.» Tomó nota mentalmente de que los funcionarios aprovecharían la menor oportunidad para llevar la investigación por ese camino. Después de todo, era la razón aparente de que lo hubiesen llevado allí. Y la alternativa —que se tratara únicamente de un tipo nuevo, anónimo y terrorífico— re­presentaría la peor de dos pesadillas posibles para ellos, pues alguien sin identificar resultaría mucho más difícil de detener.
Él sabía, por supuesto, que para atrapar a cualquiera de los dos tendría que familiarizarse con ciertos datos, los detalles de los ase­sinatos, a fin de llegar a entender al asesino. Si lograse llegar a esa comprensión, podría cotejar ese conocimiento con las pruebas re­cogidas y ver adónde lo conducía todo ello.
El proceso lo fascinaba tanto como lo horrorizaba. Se compara­ba a sí mismo con los científicos enloquecidos pero entregados que se inoculaban cuidadosamente alguna enfermedad tropical virulenta para estudiar a fondo sus efectos y llegar a comprender del todo la naturaleza de ese mal.
«Deberás infectarte de esos asesinatos y luego comprenderlos.»
Con el entusiasmo de un estudiante que se prepara para un exa­men final tras un curso en el que su asistencia a clase fue cuando menos irregular, Jeffrey se puso a leer de principio a fin los expe­dientes de los casos, dejando para el final la entrevista entre el agen­te Martin y su padre.
Cuando llegó a esas últimas páginas, sintió un vacío interior. Oía la voz de su padre —locuaz, sarcástica, sin asomo de miedo, siempre con un toque de rabia—, que resonaba en su mente, inmu­ne al paso de las décadas. Hizo una pausa por un momento para examinar su propia memoria. «¿Qué recuerdo de esa voz? Recuer­do que siempre humeaba con una especie de ira contenida. ¿ Grita­ba? No. Una rabia exteriorizada habría sido muy preferible. Sus silencios resultaban mucho peores.»
Las palabras del hombre se destacaban sobre el papel.
«¿Qué le hace pensar que puedo ayudarle, inspector? ¿Qué le hace pensar que yo participo en este juego?»
«¿Acaso no es el asesinato un medio de encontrar la verdad, sobre uno mismo, sobre la sociedad? ¿La verdad sobre la vida?»
«¿No es usted también un filósofo, inspector? Yo creía que to­dos los policías eran filósofos del mal. Tienen que serlo. Forma una parte esencial de su territorio.»
Y, finalmente: «Me sorprende, inspector. Me sorprende que no tenga usted nociones elementales de historia. Mi campo, la historia. La historia europea moderna, para ser exactos. El legado de hom­bres blancos y brillantes. Grandes hombres. Visionarios. ¿Y qué nos enseña la historia de esos hombres, inspector? Nos enseña que el impulso de destruir es tan creativo como el deseo de construir. Cualquier historiador competente le diría que, en definitiva, segu­ramente se han construido más cosas a partir de las cenizas y los escombros que sobre los cimientos de la paz y la opulencia.»
Las réplicas del agente Martin —y sus preguntas— habían sido neutras, breves. Sólo buscaba respuestas, sin entrar en el debate. A Clayton le pareció una buena técnica. De libro, como Martin le había dicho antes. Una técnica que habría debido dar resultado. Que probablemente había dado resultado en noventa y nueve de cada cien casos.
Pero esta vez no.
Cuanto más interrogaba a su padre, más indirectas y abstrusas eran sus respuestas. Cuantas más preguntas le hacía, más distante y elusivo se volvía. No mordió uno solo de los anzuelos que el ins­pector le lanzó a lo largo de la entrevista, ni hizo declaraciones com­prometedoras.
A menos, pensó Jeffrey, que uno considerase que todo lo que decía era comprometedor.
Se meció en su asiento, repentinamente nervioso. Notaba las gotas de sudor que le corrían por debajo de los brazos. De pronto, extendió el brazo y agarró un bolígrafo que tenía sobre el escritorio.
Lo tiró al suelo, levantó el pie y lo aplastó de un fuerte pisotón. La furia se había apoderado de él. «Está ahí—pensó—. Lo que decía era sencillo: "Sí, soy quien usted cree... pero no puede demostrarlo."»
Jeffrey dejó caer la entrevista sobre la mesa, incapaz de seguir leyendo. «Te conozco», pensó.
Pero, casi en el acto, lo puso en duda para sus adentros: «¿De verdad lo conozco?»
Se produjo una ligera corriente cuando la puerta de la oficina se abrió a su espalda. Dio media vuelta en su silla y vio al agente Mar­tin entrar a toda prisa y dar un portazo. La cerradura electrónica emitió un sólido chasquido.
—¿Ha hecho progresos, profe? —preguntó—. ¿Se está ganan­do ya su sueldo? ¿Va camino de amasar su primer millón?
Clayton se encogió de hombros, intentando disimular la oleada de emociones que acababa de invadirlo.
—¿Dónde ha estado?
El inspector se desplomó en una silla, y su tono cambió.
—Investigando la desaparición de nuestra segunda adolescen­te. Aquella de quien le hablé en Massachusetts. Diecisiete años, bonita como una animadora: rubia, de ojos azules, una piel tan tersa que debía de parecer recién salida de la cuna, y desaparecida el martes de hace dos semanas. Los agentes que llevan el caso no han conseguido nada que se asemeje remotamente a la prueba de un crimen. No hay testigos presenciales, ni señales de lucha, ni marcas de neumáticos reveladoras, huellas dactilares sospechosas ni chaquetas manchadas de sangre. No se ha encontrado una bolsa de libros tirada junto a la carretera, ni una nota de rescate de algún secuestrador. Iba camino de casa, y al momento siguiente se esfu­mó. La familia todavía espera una llamada lacrimógena de una hija descarriada, pero creo que usted y yo sabemos que eso no sucede­rá. Varios boy scouts y voluntarios rastrearon el bosque adyacente durante un par de días, pero no encontraron nada. ¿Quiere oír algo patético? Después de que se diera por concluida la búsqueda a pie, la familia contrató un servicio de helicóptero privado con un detector de infrarrojos para peinar de manera sistemática la zona en la que desapareció. Se supone que la cámara capta cualquier fuente de calor. Tecnología militar aplicada. El caso es que debía detectar la presencia de animales silvestres, cuerpos en descompo­sición, lo que sea. De momento, han encontrado algún que otro ciervo y un par de perros salvajes mientras vuelan por allí cobran­do más de cinco mil por día. Un buen trabajo, para quien puede conseguirlo. Patético.
Jeffrey tomó algunas notas.
—Quizá debería entrevistarme con la familia. ¿En qué circuns­tancias desapareció la chica?
—Iba caminando de regreso a casa, del colegio. La escuela está en una zona poco urbanizada del estado, una de esas áreas de expan­sión de las que le hablaba, en las que apenas se ha empezado a edifi­car. Una bonita campiña. En dos años será el típico barrio residen­cial de las afueras, con un campo de béisbol para chavales, un centro social y un par de pizzerías. Pero todo eso está todavía en proyecto. Hay un montón de planos de diseñadores en diferentes fases de desarrollo. Ahora mismo está todo bastante verde. No hay mucho tráfico en las carreteras cercanas, sobre todo después de que envia­ran a los trabajadores de la construcción locales a sus barracones. Ella se había quedado trabajando hasta tarde en la decoración para un baile del instituto y había declinado la oferta de sus amigos de llevarla en coche. Dijo que necesitaba algo de aire fresco y estirar las piernas. Aire fresco. Eso la mató. —Martin soltó estas palabras removiéndose en su asiento con frustración—. Por supuesto, nadie está seguro de eso todavía. El hecho de que ese maldito helicóptero no haya dado con el cadáver anima a todo el mundo a pensar que está viva, pero en otro sitio. La familia está sentada en la cocina in­tentando determinar si llevaba alguna vida secreta adolescente, con la esperanza de que se haya fugado con un novio, tal vez a Las Ve­gas o a Los Ángeles, y de que lo peor que pueda pasarle sea que acabe con un tatuaje morado de un dragón, o quizá de una rosa, grabado a fuego en la piel del muslo. Han puesto la habitación de la niña patas arriba, intentando encontrar un diario oculto en el que figure una expresión manida de amor eterno hacia algún chi­co que ellos no conocen. Quieren creer que se ha escapado. Rezan por que se haya escapado. Insisten en que se ha escapado. De mo­mento, no ha habido suerte.
—¿Se había escapado alguna vez?
—No.
—Pero, aun así, es posible, ¿no?
El inspector se encogió de hombros.
—Sí. Y tal vez algún día los cerdos vuelen. Pero lo dudo. Y us­ted también.
—No se lo niego. Pero ¿cómo sabemos que la raptó nuestro... —titubeó— sospechoso? Hay equipos de construcción por la zona, ¿no? ¿Los ha interrogado alguien?
—No somos idiotas. Sí. Y se han comprobado los antecedentes. Una de las pequeñas medidas de seguridad adicionales que tenemos aquí es que a todos los trabajadores que vienen de fuera se les exi­ge una fianza. Además, los de seguridad los vigilan constantemen­te mientras están allí. Todos los que vienen a trabajar a este estado tienen que llevar una de esas prácticas pulseras electrónicas, para que sepamos dónde están en todo momento. Por supuesto, les pa­gamos a los obreros de la construcción cerca del doble de lo que suelen cobrar en los otros cincuenta estados, y eso les compensa por las molestias. Aun así, pese a las precauciones de todo tipo, fue el primer sitio que investigamos. Hasta ahora, los resultados han sido negativos, negativos, negativos. —El agente Martin hizo una pausa y luego prosiguió con su estilo sarcástico y desenfadado—: Así pues, ¿qué tenemos? Una adolescente que desaparece un buen día sin dejar rastro y de forma inexplicable. ¡Abracadabra! ¡Señoras y señores, tachan! El asombroso número de la desaparición. No nos engañemos, profesor. Está muerta. Tuvo una muerte dura, tras unos momentos de terror insoportables para cualquiera. Y, ahora mismo, está en algún lugar lejano, con los brazos extendidos como si la hubieran crucificado, el maldito dedo cercenado y un mechón de pelo cortado de su cabellera y de la entrepierna. Y ahora mismo, como no se me ocurre otra gran idea, albergo la creencia de que su padre... ah, perdón: su difunto padre, el tipo que seguramente usted sigue dando por muerto... es la persona que buscamos.
—¿Alguna prueba? —preguntó Jeffrey. Sabía que había hecho la misma pregunta antes, pero aun así se le escapó de los labios, cargada de buena parte del sarcasmo escéptico que debió de mostrar su pa­dre cuando se abordó el tema de una adolescente desaparecida—. Aún no he oído nada que vincule de manera fehaciente a mi viejo con este caso, o con ninguno de los otros.
—Vamos, profesor. Sólo sé que ella encaja en el perfil general de mujer joven, y que ha desaparecido sin otra explicación verosímil. Es como esas viejas historias de abducciones extraterrestres que abundaban en la prensa amarilla. ¡Zap! Luces cegadoras, un ruido ensordecedor, ciencia ficción y se acabó. El problema es que no hay ningún ser venido de otro mundo. Al menos del tipo de mundo al que se referían esos plumíferos. Jeffrey asintió con la cabeza.
—Tiene que entender el lugar donde se encuentra, profesor —continuó el inspector—. Cuando todos esos peces gordos de las multinacionales concibieron la idea de crear un estado libre de crí­menes hace más de una década, su objetivo era simple y precisa­mente eso: la seguridad. Aquí, tiene que haber una explicación evi­dente para cualquier suceso que se salga de lo normal, pues ésa es la base sobre la que se sustenta todo el Territorio. Joder, incluso legis­lamos lo que es normal. La normalidad es la ley que rige esta tierra. Está en cada bocanada de aire que respira aquí. Es lo que hace que este lugar resulte tan jodidamente atractivo. Así que, en cierto modo, sería más razonable para mí presentarme ante los padres de esa adolescente y decirles: «Sí, señora, y sí, señor, su tesorito real­mente fue abducida por alienígenas. Estaba caminando al aire libre cuando de repente la succionó un puto platillo volante enorme.» Y es que eso al final tendría mucho más sentido, pues nuestra razón de existir es la de ser lo contrario al resto del país. Los padres lo com­prenderían... —Se interrumpió para tomar aliento y añadió—: Apuesto a que en su pequeña población universitaria, cuando esa chica desapareció de su clase, por muy desagradable que fuera lo ocurrido, no le hizo perder el sueño, ¿verdad, profesor? Porque al fin y al cabo no se trataba de algo tan raro. Sucede todos los días, o tal vez no todos, pero sí muy a menudo, ¿me equivoco? No fue más que una desgracia al viejo estilo. La chica tuvo mala suerte. Le tocó sufrir en carne propia una pequeña muestra de la versión corriente y local del salvajismo y la tragedia. Algo cotidiano. Nada excepcio­nal, en un sentido u otro. La vida sigue tal como es. Seguramente ni siquiera saltó a los titulares, ¿verdad?
—Correcto.
—En cambio aquí, profesor, garantizamos la seguridad. Garan­tizamos que es seguro volver andando a casa a solas, de noche; que uno no tiene por qué cerrar la puerta con llave, que puede dejar las ventanas abiertas. De modo que, cuando el estado no consigue es­tar a la altura de su promesa, bueno, eso debería salir en primera plana, ¿no? ¿No cree que a algún periodista del New Washington Post le parecería una noticia sensacional?
—Entiendo adónde quiere llegar.
—¿Ah, sí? Bueno, aunque no sea verdad, pronto lo entenderá. Lea las ordenanzas, lea las normas que debemos cumplir los que vivimos aquí. Se hará una idea. La gente no desaparece. Aquí no. No sin una explicación procedente del resto del mundo.
—Pues esa chica desapareció —señaló Jeffrey—, y eso nos dice algo importante, ¿no?
—¿Qué nos dice, profe?
Jeffrey bajó la voz de modo que parecía surgir de algún rincón profundo y ronco de su interior.
—Alguien se está saltando las normas.
El agente Martin frunció el entrecejo.
Jeffrey respiró hondo.
—Por supuesto, si al final resulta que la joven se fugó con algún novio que lleva chaqueta de cuero y conduce una moto grande, se anulan las apuestas. En el caso de la otra chica, aquella cuyo cadá­ver sí consiguieron encontrar, ¿cuánto tiempo transcurrió entre la desaparición y el hallazgo?
—Un mes.
—¿Y en los otros dos casos?
—Una semana.
—¿Y hace veinticinco años?
—Tres días.
Jeffrey hizo un gesto de afirmación.
—Supongamos, inspector, que es el mismo hombre quien co­mete estos crímenes. Es una suposición basada en indicios de lo más endebles. Aun así, la daremos por buena unos instantes. Entonces, podríamos deducir que él ha aprendido algo, ¿no es así?
El agente Martin asintió.
—Eso parece. —Tosió con fuerza una vez, antes de agregar una frase aterradora—: A tener paciencia.
Jeffrey se frotó la frente con una mano. Se notó la piel fría y pegajosa al tacto.
—Me pregunto cómo ha aprendido eso —dijo.
Martin no contestó.
El profesor se levantó de su asiento ayudándose con las manos y, sin hablar, entró en el reducido cuarto de baño situado al fondo del despacho. Cerró la puerta tras de sí, echó el cerrojo y se inclinó so­bre el lavabo. Creía que iba a vomitar, pero lo único que salió de su boca fue una bilis nociva y amarga. Se echó agua fría en la cara y, mi­rándose a los ojos en el pequeño espejo, se dijo: «Estoy en un lío.»


Jeffrey tardó unos momentos en recuperar la compostura. Es­tudió con atención su reflejo, como para cerciorarse de que no que­daran restos de angustia en sus ojos, y salió al despacho, donde Martin se movía de un lado a otro en su silla, sonriendo ante su de­sazón.
—Ya ve que el cheque que le espera al final de todo esto difícil­mente podría considerarse dinero fácil, profe. No, no le resultará fácil en absoluto...
Jeffrey se sentó en su propia silla y por un instante hizo un es­fuerzo por pensar.
—Supongo que no tendremos suerte, pero se me ha ocurrido algo. Esta última chica salía de un colegio, y la primera víctima, hace un cuarto de siglo, iba a un colegio privado, y la chica secuestrada de mi clase también era una estudiante. O sea, inspector Martin, que en lugar de quedarse ahí sentado sonriendo y pasándoselo bomba por la situación en que usted me ha metido, quizá debería empezar a actuar como un investigador.
Martin dejó de balancearse en su asiento.
Jeffrey señaló el ordenador.
—Dígame. Esa máquina suya, ¿qué cosas fantásticas sabe hacer?
—Es un ordenador del Servicio de Seguridad. Tiene acceso todos los bancos de datos del estado.
—Pues echemos un vistazo a los profesores y al personal del colegio en el que se quedó hasta tarde. Supongo que usted podrá hacer que aparezcan fotos y biografías en la pantalla. ¿Puede clasificarlas por edades? Al fin y al cabo, buscamos a alguien de sesen­ta y tantos años, quizá de poco menos de sesenta. Un varón de raza blanca.
Martin se volvió hacia el monitor y comenzó a introducir códigos.
—Puedo cotejar los datos con los del Control de Pasaportes y el Departamento de Inmigración —dijo.
—¿Exactamente qué datos recoge Inmigración? —preguntó Jeffrey mientras el inspector trabajaba.
—Fotografía, huellas digitales, mapa de ADN... aunque esto lle­van pocos años haciéndolo... declaraciones de Hacienda de los úl­timos cinco años, referencias personales, historial familiar verificable, informes sobre coche y casa e historia clínica. Si quieres vivir aquí, tienes que poner a disposición del estado buena parte de tu vida personal. Es la principal razón por la que algunos tipos ricos no se animan a establecerse aquí. Prefieren vivir, por ejemplo, en San Francisco, con guardaespaldas y en el interior de muros con alambradas, pero sin tener que desvelar su vida privada ni el origen de su fortuna.
El agente Martin alzó la vista de la pantalla de ordenador.
—Según esto hay veintidós nombres que responden más o me­nos a esa descripción: varón de raza blanca, de más de cincuenta y cinco años y relacionado con ese colegio.
—Tal vez esto resulte fácil. Muéstreme las fotos en la pantalla, una detrás de otra, despacio.
—¿Usted cree?
—No, no lo creo. Pero reconozca que quedaríamos como unos idiotas si nos saltáramos los pasos más obvios. La respuesta a la pregunta que aún no ha formulado es no. No creo que reconocie­ra a mi padre después de veinticinco años. Pero quizá podría. ¿Una posibilidad de un millón contra uno? Vale la pena intentarlo, su­pongo.
El inspector soltó un gruñido y pulsó otras teclas. Una por una, imágenes acompañadas de información personal aparecieron en el monitor de ordenador.
Por unos instantes, Jeffrey estuvo fascinado.
Eso era el no va más en voyeurismo, pensó.
Los pormenores de las vidas destellaban en colores electrónicos en la pantalla. Un subdirector había atravesado un complicado pro­ceso de divorcio hacía más de una década, y su ex esposa había pre­sentado una denuncia por malos tratos que fue desestimada; el en­trenador del equipo de fútbol americano no había declarado unos ingresos por venta de acciones, y Hacienda lo había pillado; un pro­fesor de Ciencias Sociales tenía un problema con la bebida, o al me­nos eso parecía desprenderse de sus tres condenas por conducir bajo los efectos del alcohol a lo largo de los últimos doce años, y había seguido un programa de rehabilitación. Pero las biografías iban más allá y ofrecían datos secundarios; el profesor de lengua inglesa tenía una hermana internada por esquizofrenia, y el herma­no del conserje principal había muerto de sida. Los detalles se suce­dían en la pantalla, ante sus ojos.
Cada informe llevaba adjunta una foto frontal del rostro, una del perfil derecho y otra del izquierdo, junto con el historial clíni­co completo. Trastornos cardiacos, renales y hepáticos, descritos brevemente en jerga médica. Pero eran las fotografías de cada sujeto lo que le interesaba. Las estudió minuciosamente, como midiendo el largo de la nariz, la prominencia del mentón, intentando determi­nar la arquitectura de cada rostro y comparándola con la visión de su infancia que mantenía guardada al fondo de algún armario emo­cional de su interior.
Jeffrey se dio cuenta de que respiraba despacio, con inspiraciones poco profundas. Se tranquilizó y exhaló a través de unos labios lige­ramente fruncidos. Le sorprendió descubrir que se sentía aliviado.
—No. No está ahí. Hasta donde yo sé. —Se frotó los párpados con los dedos—. De hecho, no hay nadie que se le parezca ni remo­tamente. O que se parezca a la imagen que tengo en la cabeza.
El inspector hizo un gesto de asentimiento.
—Habría sido un auténtico golpe de suerte.
—De todos modos, no sé si sería capaz de reconocerlo.
—Claro que sí, profe.
—¿Eso cree? Yo no. Veinticinco años es mucho tiempo. La gen­te cambia. A la gente se la puede cambiar.
Martin no respondió enseguida. Estaba contemplando la última fotografía en la pantalla. Era de un administrador escolar de cabe­llo cano cuyos padres habían sido detenidos en su adolescencia en una manifestación contra la guerra.
—No, ya lo recordará —aseguró—. Quizá no quiera, pero se acordará. Y yo también. El no lo sabe, ¿verdad? Pero hay dos per­sonas en el estado que le han visto la cara y saben lo que es. Sólo nos falta encontrar un modo de hacer aparecer esa imagen en esta pan­talla para ir bien encaminados. —El inspector apartó la mirada del ordenador—. Bueno, ¿y ahora qué, profesor? —Se reclinó en el asiento—. ¿Quiere echar un vistazo a todos los varones blancos de más de cincuenta y cinco años que hay en el territorio? No debe de haber más de un par de millones. Podríamos hacerlo.
Jeffrey sacudió la cabeza.
—Lo imaginaba —comentó Martin—. Entonces, ¿qué?
Jeffrey vaciló, luego habló en voz baja y cortante.
—Déjeme hacerle ahora una pregunta estúpida, inspector. Si está tan convencido de que el hombre que lleva a cabo estos actos es mi padre, ¿qué ha hecho usted para localizarlo? Es decir, ¿qué pa­sos ha dado para encontrarlo aquí? Debe de estar registrado en su Departamento de Inmigración, ¿no? Desplegó usted una astucia acojonante para dar conmigo. ¿Qué hay de él?
El inspector hizo una ligera mueca.
—No habría acudido a usted, profesor, si no hubiese agotado esas vías. No soy idiota.
—Entonces, si no es usted idiota —dijo Jeffrey, no sin cierta satisfacción—, tendrá usted en algún sitio un dossier que no me ha facilitado, con los detalles sobre todo lo que ha hecho usted hasta ahora para encontrarlo y los motivos de su fracaso.
El inspector movió la cabeza afirmativamente.
—Quiero que me lo dé —dijo Jeffrey—. Ahora.
El agente Martin titubeó.
—Sé que es él —dijo con suavidad—. Lo sé desde el momento en que vi el primer cadáver.
Se agachó y abrió despacio la cerradura del cajón inferior de su escritorio. Extrajo un sobre amarillo cerrado de papel de Manila y se lo tiró a Clayton.
—La historia de mi frustración —dijo el inspector con una risi­ta—. Léala cuando le venga bien. Descubrirá que su viejo dominaba una técnica que al parecer me ha derrotado. Al menos hasta ahora.
—¿Qué técnica?
—Desaparecer —respondió el inspector—. Ya lo comprobará. En fin, volvamos al presente. ¿Qué desea hacer primero, profesor? Estoy a su disposición.
Jeffrey reflexionó por un instante mientras toqueteaba la cinta adhesiva que mantenía el sobre cerrado.
     —Quiero ver el sitio donde encontraron el último cadáver. El que figura en el tercer lugar de la lista. Luego, elaboraremos un plan de investigación. Y, como ya le he dicho, podríamos hablar con los familiares de la desaparecida más reciente.
     —¿Para averiguar qué?
—Todas tienen algo en común, inspector. Algo las une. ¿La edad? ¿El aspecto? ¿El lugar? O quizás algo más sutil, como, por decir algo, que todas sean rubias y zurdas. Sea lo que sea, hay algo que llevó al asesino a convertirlas en sus presas. El reto está en des­cubrir de qué se trata. En cuanto lo sepamos, quizá comprendamos las reglas de juego por las que se rige. Y entonces, quizá podamos jugar con él.
El inspector asintió con la cabeza.
—De acuerdo —dijo—. Suena como el principio de un plan. Además, así podrá conocer usted un poco el estado.
Jeffrey recogió el expediente de la víctima de asesinato. Advir­tió que su nombre, Janet Cross, estaba escrito con rotulador negro en el exterior de la carpeta que contenía el análisis de la escena del crimen, el informe de la autopsia y notas sueltas de la investigación policial. «No quiero saber cómo te llamabas —se dijo—. No quiero saber quién eras. No quiero saber nada de tus ilusiones, tus sueños o tus creencias, ni si eras la querida hija de alguien, o quizá la espe­ranza de alguien para el futuro. No quiero que tengas un rostro. Quiero que seas la número tres, y nada más que eso.» Guardó el expediente y el sobre cerrado en una cartera de piel.
El profesor se puso en pie y se acercó a la pizarra. Trazó una lí­nea vertical en medio de la superficie verde con un trozo romo de tiza amarilla. Le dio la impresión de que había algo vagamente di­vertido en lo que estaba haciendo; en un mundo que dependía en gran medida de la instantaneidad electrónica de los ordenadores, una pizarra al viejo estilo seguramente seguía siendo el mejor uten­silio para esbozar teorías; retroceder unos pasos, contemplarlas y luego borrar las ideas que no dan fruto. El había solicitado la piza­rra; había utilizado una en la investigación de Galveston, y también en Springfield. Le gustaban las pizarras; eran una reliquia, como el asesinato en sí.
Jugueteó con el trozo de tiza por unos instantes, consciente de que el inspector lo observaba. Luego, en la parte superior derecha de la pizarra, escribió: «SOSPECHOSO A: Si el asesino es alguien a quien conocemos.» a continuación, en el lado izquierdo, escribió: «SOSPECHOSO B: Si el asesino es alguien a quien no conocemos.» Subrayó la palabra «no».
El agente Martin asintió con la cabeza, acercándose a la pizarra.
—Eso tiene sentido. Llegará un punto en el que tendremos que borrar uno u otro lado. Para empezar, encontremos algo que nos ayude a hacerlo. —Dio un golpecito con el dedo en la mitad iz­quierda, levantando una nubecilla de polvo de la palabra «no —. Apuesto a que borraremos esta parte primero.



9
 
                                         La chica encontrada


Los dos hombres se dirigían en coche al norte a través del es­tado número cincuenta y uno, hacia las estribaciones rocosas don­de, unos meses atrás, se había descubierto el cadáver de la joven designada con el número tres. Jeffrey Clayton escuchaba distraída­mente el golpeteo rítmico de las ruedas del automóvil contra los sensores electrónicos incrustados en el asfalto de la carretera. Avan­zaban deprisa, aunque en una sala de control lejana, su velocidad y su posición podían leerse en un mapa informático de todo el sistema viario del estado. Aun así, los dejaron en paz. Al principio del viaje, el agente Martin había dado un código de tráfico a la oficina central por teléfono para que ningún helicóptero del Servicio de Se­guridad apareciera sobre sus cabezas exigiéndoles que redujesen la velocidad para ceñirse al límite que normalmente se hacía cumplir a rajatabla.
De cuando en cuando pasaban zumbando junto a salidas que conducían a zonas pobladas. Todas ellas tenían nombres agresiva­mente optimistas como Victoria, Éxito o Valle Feliz, o bien los tipos de nombres inventados con el fin de suscitar imágenes de una vida pura en plena naturaleza, según la visión de algún ejecutivo en su despacho, como Río Viento o Trote del Ciervo. La entrada a cada una de estas zonas se anunciaba con un letrero distinto, codificado con colores. Al final, Clayton preguntó por qué.
—Muy sencillo —respondió el agente Martin—. Cada color indica un tipo distinto de vivienda. Hay cuatro niveles dentro del estado: amarillo, las casas y apartamentos urbanos; marrón, casas unifamiliares de dos o tres habitaciones; verde, residencias de cua­tro o cinco habitaciones; y azul, fincas grandes. Todo se basa en un concepto urbanístico ideado por Disney para la primera de sus ciu­dades privadas, erigida a las afueras de Orlando, pero llevado un poco más lejos.
Clayton dio unos golpecitos con el dedo a un adhesivo rojo pegado a la ventana lateral.
—¿Y el rojo? —inquirió.
—Significa que tengo acceso a todas partes.
Cuando pasaron junto a una señal verde que anunciaba un sitio llamado Cañada del Zorro, Clayton lo señaló.
—Enséñeme.
Con un gruñido, el inspector dio un bandazo para enfilar la rampa de salida.
—Buena elección —comentó crípticamente.
Casi al instante se encontraban en medio de una urbanización residencial de las afueras, un barrio de patios amplios y de pinares. El sol se colaba por entre las ramas y ocasionalmente arrancaba destellos al capó metálico de algún coche último modelo bien puli­do aparcado en algún camino particular. Se formaban arcos iris pe­queños cuando la luz daba de lleno en el rocío de los aspersores que regaban automáticamente el césped. Las casas en sí parecían espa­ciosas, cada una de ellas rodeada por cerca de media hectárea de terreno y bastante apartadas de la modesta carretera. Más de una estaba equipada con una piscina cubierta.
A Clayton le dio la impresión de que había varios diseños bási­cos para cada casa; reconoció los estilos colonial, del Oeste y me­diterráneo. Todas las viviendas estaban pintadas de blanco, gris o beige, o bien teñidas con una capa translúcida que resaltaba el reves­timiento de tablas de madera. En el trazado de cada modelo, sin embargo, sólo había diferencias menores —un atrio, una galería con vidrieras o ventanas en forma de media luna—, de manera que los barrios parecían iguales, pero no del todo; similares, pero ligera­mente distintos. O quizá, pensó él, únicos pero no demasiado, lo que tuvo que reconocer que era un contrasentido, aunque resulta­ba bastante adecuado. La arquitectura de la urbanización era sutil: aparentemente proclamaba que cada hogar era diferente pero que el conjunto era uniforme. Clayton se preguntó si podría decirse lo mismo de quienes vivían en las casas.
Era mediodía y la temperatura templada empezaba a subir leve­mente conforme el sol ascendía en lo alto. El barrio estaba tranqui­lo. Salvo por alguna que otra mujer que vigilaba pacientemente a unos niños pequeños que jugaban en los columpios y las estructu­ras de barras de madera en un patio lateral, las calles estaban desier­tas. Clayton miraba en torno a sí, buscando atisbos de deterioro o abandono, pero todo era demasiado nuevo. Unas manzanas más adelante, avistó a un par de mujeres vestidas con atuendos de corre­doras de colores vistosos, haciendo footing despacio tras unos relu­cientes cochecitos de tubos de acero con sendos bebés en su inte­rior. Las dos eran jóvenes, quizá de la edad del propio Jeffrey, aunque de repente se sintió mayor. Las mujeres saludaron con un gesto cuando pasaron junto a ellas en el coche.
Clayton reparó en otra cosa: no había cercas de seguridad.
—No está mal, ¿no? —preguntó el inspector.
—No —admitió Clayton—. Parece agradable. ¿Hay normas que regulen los estilos de las casas?
—Por supuesto. Hay normas sobre el color, normas sobre el diseño, normas sobre lo que uno puede y no puede instalar. Hay normas de todo tipo, sólo que no las llamamos normas. Las llama­mos pactos, y todo el mundo firma el acuerdo necesario antes de establecerse aquí.
—¿Nadie protesta?
El inspector negó con la cabeza.
—Nadie protesta.
—Pongamos que tienes una colección de objetos artísticos caros que requiere sensores de presión y alarmas. ¿Te los dejarían instalar?
—Sí. Tal vez. Pero todos los sistemas tienen que registrarse, someterse a la inspección y la aprobación del Servicio de Seguridad. Cualquier arquitecto autorizado por el estado puede encargarse del papeleo. Forma parte del paquete.
Martin frenó poco a poco y detuvo el coche frente a una cons­trucción grande y de diseño moderno. No obstante, estaba clara­mente vacía, y un letrero de SE VENDE colgaba junto al camino de acceso. El césped del patio era un poco más tupido que el de otros patios de la misma manzana, y los setos no estaban podados. Al profesor la casa le recordaba a un adolescente desgarbado, presen­table en general, pero despeinado y sin afeitar, como si se hubiera ido a dormir muy tarde la noche anterior, tras ingerir demasiadas cervezas ilegales.
—Ahí es donde vivía Janet Cross —dijo el inspector en voz baja, señalando con un gesto las carpetas que Clayton tenía sobre las piernas—. Era hija única. La familia acabó por mudarse a otro sitio hace dos, tal vez tres semanas.
—¿Adónde fueron?
—Tengo entendido que a Minneapolis. El lugar del que habían venido. Tenían parientes allí.
—¿Y los vecinos? ¿Ellos qué opinan?
El agente Martin metió la marcha y avanzó lentamente por la calle.
—¿Quién sabe? —contestó al cabo de un momento.
Clayton se disponía a hacer otra pregunta, pero cambió de idea. Echó una ojeada al inspector, que mantenía la vista al frente. Al profesor le pareció que acababan de darle una respuesta sorpren­dente. Tendrían que haber interrogado a los vecinos a fondo. ¿Ha­bían visto u oído algo? ¿Se habían fijado en si algún desconocido rondaba por allí durante los días previos al secuestro de la joven? ¿Y después? ¿No se habían quejado a las autoridades? ¿No habían for­mado asociaciones vecinales anticrimen, ni celebrado reuniones para asignar turnos de guardia? ¿No, habían insistido en reforzar la seguridad ni hablado de instalar cámaras de videovigilancia en la calle? En un segundo se le ocurrió más de media docena de posibles reacciones típicas de la clase media frente al crimen violento. Tal vez fueran reacciones inútiles, pero reacciones al fin y al cabo.
Exhaló despacio y preguntó en cambio:
—¿En qué circunstancias desapareció?
—Regresaba a casa caminando de una casa en la que había esta­do haciendo de canguro, a menos de tres calles de distancia. Justo lo bastante cerca para que no tuviera que pedirle a nadie que la lleva­ra en coche. Y justo lo bastante temprano, también. La pareja para la que estaba trabajando había hecho una reserva de primera hora en un restaurante para cenar y luego ir al cine a la sesión de las ocho de la tarde. Llegaron a casa, le pagaron un par de pavos, y ella salió por la puerta después de las once. Ya nadie la volvió a ver.
—Vamos a la casa donde había estado trabajando —le pidió Jef­frey a Martin, que gruñó en señal de asentimiento.
Clayton se reclinó en su asiento y dejó funcionar la imagina­ción. Contempló la tranquila calle de la zona residencial y le resultó fácil visualizarla envuelta en un denso velo nocturno. ¿Había habi­do luna esa noche? «Averigúalo», se dijo. Los grupos de árboles habrían proyectado sombras, bloqueando toda la luz del cielo. Y había pocas farolas, que no eran, desde luego, de alta intensidad ni de vapor de sodio como las que iluminaban gran parte del resto del país. Seguramente no hacían falta, y los propietarios de las casas se quejarían con toda probabilidad del resplandor que se colaría por sus ventanas.
Clayton lo entendía. Si uno se traga el mito de la seguridad, no le interesa que una luz brillante le recuerde todas las noches que podría estar equivocado.
Continuó reconstruyendo el momento en su mente. Así pues, ella iba andando, sola, mucho después del anochecer, dándose algo de prisa, porque incluso allí la noche debía de resultar inquietante y porque, aun cuando creyera no tener nada que temer, estaba sola. A paso ligero, oyendo las suelas de sus deportivas repiquetear la acera, sujetando los libros contra su pecho, como alguien en algún retrato pintado por Norman Rockwell. Y después, ¿qué? ¿Un co­che acercándose despacio por detrás, con los faros apagados? ¿La había acechado él como un depredador nocturno?
Jeffrey podía responder a esa pregunta: sí.
Clayton tomó nota para sus adentros: la agresión tuvo que ser rápida, silenciosa y repentina. Una sorpresa absoluta, porque un grito habría dado al traste con la operación. Por tanto, ¿qué había necesitado él para conseguir eso?
¿Aquélla había sido una noche idónea para la caza y número tres simplemente había pasado por allí en el momento equivocado por azar o porque así lo había querido el destino? ¿O era ella la presa que él ya había elegido y estudiado, y la noche simplemente le había brin­dado la oportunidad que había estado esperando pacientemente?
Clayton asintió para sí. Era una distinción interesante. Un tipo de cazador se mueve sigilosamente por el bosque, rastreando. El otro se agazapa en su escondrijo, aguardando a la víctima que sabe que se dirige hacia allí. Había que encontrar la respuesta.
Tras toda muerte violenta siempre hay un nexo. Un motivo oculto. Un conjunto de reglas y de respuestas que, como una ecua­ción matemática diabólica, tienen como resultado el asesinato.
¿De qué se trataba esta vez? En la mente de Jeffrey Clayton se agolpaban las preguntas, algunas de las cuales no estaba ansioso por responder.
Llegaron al final de la manzana y torcieron por una segunda calle flanqueada por casas que desembocaba en una calle cerrada cerca de un kilómetro más adelante. Mientras daban la vuelta a la pequeña rotonda ajardinada, el inspector señaló una cuesta que des­cendía hacia una casa un poco más apartada de la calle que las demás. Por un capricho del trazado, la siguiente casa en la calle ce­rrada había quedado orientada hacia el exterior de la manzana, y su camino particular discurría por entre unos setos verdes y enmara­ñados. Una tercera casa, situada al otro lado de la línea divisoria, también estaba construida de tal manera que sus ventanas daban a la calzada y no a la rotonda. Se encontraba también en lo alto de un promontorio, tras un par de pinos grandes.
—Pare el coche —dijo Clayton de pronto.
Martin lo miró extrañado y luego obedeció.
Clayton se apeó y se alejó unos pasos, volviéndose para mirar cada casa, tomando medidas a ojo.
El inspector bajó su ventanilla.
—¿Qué pasa? —preguntó.
     —Justo aquí —respondió Clayton. Notaba una sensación fría y pegajosa en la piel.
     —¿Aquí?
—Aquí es donde él esperó.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió Martin.
Clayton hizo un gesto rápido en dirección a las tres casas.
—En este punto nadie alcanzaría a verlo desde ninguna de las tres casas. Es como un punto ciego. No hay farolas. Un coche os­curo, después del anochecer. Simplemente aparcó aquí y se puso a esperar.
El inspector bajó del coche y miró en derredor. Se alejó cami­nando por unos instantes, se volvió, se quedó mirando el sitio en que se encontraba Clayton y regresó. Frunció el ceño, volvió a con­templar los ángulos que formaban las casas, midiendo mentalmente la intersección. Al cabo de un momento asintió y soltó un silbido.
—Seguramente está en lo cierto, profesor. No está mal. No está nada mal. Todas estas casas están ocultas a la vista. Treinta metros más adelante, en la calle, ella habría estado en la acera, visible des­de ambos lados. Y también más cerca de las casas, desde donde se habrían podido oír sus gritos. Si es que gritó. Si es que pudo gritar. —El inspector hizo una pausa y dejó que sus ojos recorrieran la zona de nuevo—. No. Quizá tenga usted razón, profesor. No entiendo cómo lo he pasado yo por alto. Me quito el sombrero.
—¿Se llevó a cabo una batida después de la desaparición? ¿En esta zona?
—Claro. Pero debe usted entender que no fue sino hasta el momento en que vimos el cadáver cuando comprendimos a qué nos enfrentábamos. Y para entonces... —Su voz se apagó.
Clayton movió la cabeza afirmativamente y volvió a subir al coche. Echó otro vistazo alrededor, con mil preguntas rondándole la cabeza. Los clientes de la canguro llegaron seguramente en su coche. ¿Cómo se las arregló él para evitar que lo vieran a la luz de los faros? Muy fácil. Llegó después. ¿Cómo sabía que ella se iría a casa a pie y que no la acompañarían? Porque la había visto antes. ¿Cómo sabía que no habría vecinos entrando o saliendo? Porque conocía sus horarios también.
Clayton respiró hondo en silencio e intentó convencerse de que no era una cosa terrible estar recorriendo una apacible calle residen­cial y descubrir de inmediato el mejor lugar donde podía aguardar un asesino. Se dijo que era necesario ver el barrio a través de los ojos del asesino, pues de lo contrario no tendrían la menor posibilidad de dar con él, por lo que su habilidad era algo que debía causar ad­miración y no espanto. Él sabía, claro está, que eso era mentira. Aun así, se aferró a ello en su fuero interno, pues la alternativa era algo que no deseaba contemplar.


Avanzaron durante unos minutos más en el coche y dejaron atrás la exclusiva urbanización. Clayton divisó un parque pequeño. Vio que había una pista de arcilla para hacer footing en torno al perímetro, unas canchas de tenis, una canasta de baloncesto y una zona de juegos en la que había varios niños pequeños. Un corrillo de mujeres sentadas en unos bancos conversaban mientras presta­ban a sus hijos una atención intermitente que denotaba seguridad. Al pasar junto al parque, advirtió que las casas del otro lado eran más pequeñas, estaban más juntas y próximas a la acera. Ahora las señales de la calle eran marrones.
—Estamos en Ecos del Bosque —le informó Martin—. Una urbanización marrón. De clase media, pero en el otro extremo de ese espectro. Justo en el límite de la ciudad.
Del barrio residencial pasaron a un bulevar amplio con centros comerciales de una sola planta a ambos lados. Todos eran de estilo suroeste, con techumbre de tejas rojas y paredes de estuco beige claro, incluida la tienda de comestibles que ocupaba casi una man­zana entera en el centro del complejo. Clayton se puso a leer los nombres de los establecimientos y cayó en la cuenta de que también estaban agrupados: las boutiques de ropa fina y las tiendas de obje­tos curiosos estaban en una punta del centro comercial, mientras que las de saldos y las ferreterías estaban en el extremo opuesto. Los restaurantes, las pizzerías y los locales de comida rápida estaban repartidos por todo el lugar.
—Ya hemos acabado las compras —comentó el inspector—. Bienvenido a Evergreen, zona residencial de las afueras de Nueva Washington.
El centro de la pequeña ciudad tenía un regusto anticuado, como de Nueva Inglaterra. Todo estaba dispuesto en torno a un parque extenso, verde y recubierto de césped. En un extremo Clay­ton divisó el chapitel blanco de una iglesia episcopaliana recortado contra el azul claro del cielo del oeste. A su derecha había otro cam­panario, rematado con una cruz: una iglesia metodista. Al otro lado del parque, había una sinagoga frente a las iglesias, con una estrella de David desacomplejadamente instalada en lo alto del tejado. To­das tenían un diseño moderno, abstracto. Cerca, Jeffrey vio un gru­po de tres edificios con paredes de tablas pintadas de blanco. Uno tenía una placa que decía OFICINAS MUNICIPALES, el de al lado era la SUBCOMISARÍA DEL SERVICIO DE SEGURIDAD 6, y el tercero re­zaba: CENTRO INFORMÁTICO.
Había también un letrero pequeño que señalaba una calle late­ral con la indicación ESCUELA Y CENTRO DE SALUD REGIONALES DE EVERGREEN.
El agente Martin asintió con la cabeza y detuvo el coche a la orilla del parque. Clayton reparó en una estatua situada en un extre­mo, un soldado de la época de la Segunda Guerra Mundial en una pose heroica que se alzaba sobre un par de cañones antiguos pinta­dos de negro. Se preguntó si el ayuntamiento habría importado a algún héroe de ficción para rendirle homenaje.
—¿Lo ve, profesor? Todo cuanto se puede necesitar, ordenado y a mano. ¿Se va haciendo una idea?
—Creo que sí.
—Hay al menos tres lugares de culto en cada comunidad. No siempre son los mismos, claro está. Pueden ser mormones o católi­cos. Incluso pueden ser musulmanes, por el amor de Dios. Pero siempre son tres. Una sola iglesia implica exclusividad. Dos, competitividad. Pero tres implica diversidad, y sólo la suficiente para dar fuerza sin crear divisiones, no sé si me explico. Una mezcla ét­nica que fortalece en lugar de dividir. Lo mismo ocurre con la ma­nera en que se organizan las comunidades. Todos los grupos econó­micos están representados, pero se relacionan entre sí en la ciudad o en el centro comercial. Podemos pasar junto a las fincas, si le in­teresa. Si a esto le sumamos un solo edificio que alberga desde el jardín de infancia hasta el instituto y otro que es una combinación de gimnasio y mini hospital, ¿qué más se puede necesitar?
—¿Un centro informático?
—Todas las casas están conectadas por medio de fibra óptica. Si uno lo desea, puede hacer sus compras, votar en las elecciones mu­nicipales, presentar la declaración de impuestos, chismorrear, inter­cambiar recetas o vender acciones, lo que sea, desde casa. Enviar o recibir correo electrónico, fijar el horario de clases de música, lo que sea. Todo lo que figuraría en un tablón de anuncios municipal. Joder, los profesores pueden poner deberes por medio del ordenador y los niños pueden enviar sus ejercicios por el mismo procedimien­to. Todo está conectado hoy en día. La biblioteca, la tienda de co­mestibles, el horario del equipo de baloncesto escolar y las actuacio­nes de la clase de danza. Cualquier cosa que se le ocurra.
—¿Y el Servicio de Seguridad puede intervenir cualquier trans­misión u operación?
Martin vaciló antes de contestar.
     —Por supuesto. Pero no lo proclamamos a los cuatro vientos. La gente es consciente de ello, pero al cabo de un año o dos se olvidan. O les da igual. Seguramente, a un matrimonio típico le trae sin cuidado que el Servicio de Seguridad lea todas las invitaciones a su cena o monitorice sus tratos con la empresa de catering. Probablemente ni siquiera les importe que sepamos cuándo extendieron un cheque para pagar por bebidas alcohólicas o arreglos florales. Y cuando ese cheque se cobra, también nos enteramos.
—No sé... —repuso Clayton. Estaba estupefacto. Su propio mundo parecía disiparse como el último sueño antes de despertar. De pronto le costaba recordar qué aspecto tenía la universidad, o a qué olía su apartamento. No se acordaba más que de una sensación de miedo. Frío, miedo y suciedad. Pero incluso eso le parecía dis­tante. El inspector viró, y una explosión momentánea de luz del sol deslumbró a Clayton. Se puso una mano a modo de visera, entornando los párpados. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse, pero al final pudo ver con claridad de nuevo.
—¿Quiere que pasemos junto a algunas de las fincas? Se en­cuentran a las afueras de la ciudad, pero están más aisladas. Por lo general, las separan de la carretera cuatro o cinco hectáreas. Gozan de más privacidad. Ese viene a ser el único privilegio de las capas altas de la sociedad. Pueden vivir en un mayor aislamiento. Pero ¿sabe qué? Hemos descubierto que algunos de los más ricos prefie­ren las zonas verdes, más propias de la clase media alta. Les gusta vivir al lado de un campo de golf o cerca del centro recreativo de la ciudad. Es curioso, supongo. En fin, ¿quiere intentar ver una zona de grandes fincas? Cuesta más contemplarlas desde la calle, pero uno puede formarse una idea de todos modos.
—¿Están construidas a partir de los mismos diseños básicos que las otras viviendas?
—No. Las hacen todas por encargo. Pero, como el número de arquitectos y contratistas está limitado por la normativa de conce­sión de licencias por parte del estado, existen algunas similitudes.
A Jeffrey le vino una idea a la mente, pero optó por no comen­tarla. En cambio, señaló la rampa de acceso a la autopista.
—Quiero ver el lugar donde se encontró el cadáver —dijo.
Con un gruñido de asentimiento, Martin enfiló la rampa.
—¿Qué me dice de usted, inspector? ¿Es usted marrón? ¿Ama­rillo? ¿Verde o azul? En este orden social, ¿dónde encajan los polis?
—En el amarillo —respondió despacio—. Tengo una casa urba­na cerca del centro de Nueva Washington, lo que no me obliga a hacer grandes desplazamientos. Ya no tengo esposa. Nos separa­mos hace poco más de diez años. Fue un acuerdo amistoso, al me­nos tanto como pueden serlo estas cosas, supongo. Ocurrió antes de que yo viniera a trabajar aquí. Ahora ella vive en Seattle. Tengo un chaval en la universidad. El otro trabaja fuera. Los dos son mayorcitos. Ya no necesitan demasiado a su viejo. No los veo muy a me­nudo. En resumen, vivo solo.
Clayton movió la cabeza afirmativamente porque le pareció lo más educado.
—Claro que eso no es muy habitual por aquí.
—¿A qué se refiere?
—En este estado no están bien vistos los varones adultos solte­ros. Aquí todo gira en torno a la familia. Los hombres solteros, en su mayoría, sólo lo joden todo. Tenemos que admitir a algunos (hombres en mi situación, por ejemplo, y por muchos estudios preinmigratorios que realicemos, sigue habiendo algunos divor­cios, aunque sólo la décima parte que en el resto del país), pero, por lo general, no entran. Para venir y quedarse, hace falta una familia. Se te deniega el permiso si eres un solitario. No hay mu­chos bares para solteros en el estado. De hecho, debe de haber cerca de cero.
Jeffrey asintió de nuevo, pero esta vez porque se le había ocurri­do algo. Abrió la boca para decir algo, pero acto seguido la cerró con fuerza, siguiendo su propio consejo. «Hay muchas cosas que no sé todavía —pensó—, pero empiezo a enterarme un poco.»
Se reclinó en su asiento mientras el inspector aceleraba. Las es­tribaciones, que parecían ostensiblemente más cercanas, se elevaban sobre la llanura, verdes, marrones y ligeramente más oscuras que el resto del mundo. Al principio le dio la impresión de que se hallaban a sólo unos pocos kilómetros, pero luego comprendió que aún les quedaban varias horas de trayecto. Se recordó a sí mismo que en el Oeste las distancias son engañosas. Las cosas suelen estar más lejos de lo que uno cree. Pensó que lo mismo ocurría con la mayor par­te de las investigaciones de homicidios.
A primera hora de la tarde llegaron a la zona donde se había encontrado el cuerpo número tres. Hacía más de una hora que ha­bían pasado por la última población, y las señales de la autopista les advertían de que se hallaban a unos 150 kilómetros de la frontera re­cién trazada que separaba el territorio del sur de Oregón. Era un terreno agreste, densamente arbolado, y en él reinaba una calma opresiva. Había pocos vehículos que adelantar. Clayton se dijo que estaban en medio de uno de los parajes inhóspitos del mundo: un lugar donde dominaban el silencio y la soledad. La región apenas estaba urbanizada; había un vacío inmenso que resultaría difícil de llenar artificialmente. Las montañas a las que se aproximaban se alzaban imponentes, grises como el granito, coronadas de blanco y escarpadas. Un territorio implacable.
—No hay mucha cosa por aquí —comentó Clayton.
—Sigue siendo tierra salvaje —convino Martin—. No lo será siempre, pero aún lo es. —Titubeó antes de añadir—: Hay estudios psicológicos, y algunas encuestas supuestamente científicas que dicen que la gente se siente a gusto y está a favor de las zonas salvajes siem­pre y cuando estén limitadas en su extensión. Declaramos bosques estatales y áreas de acampada, y luego apenas los tocamos. Eso hace felices a los fanáticos de la naturaleza. La civilización gana terreno despacio, inadvertidamente. Eso ocurrirá aquí también. Dentro de cinco años, quizá diez. —Hizo un gesto con el brazo derecho—. Ahí delante hay una carretera que usaban los madereros. Ya no se talan árboles, por supuesto. Los ecologistas han ganado esa batalla. Pero el estado mantiene los caminos transitables para los excursionistas. Es un lugar estupendo para la caza y la pesca. Además, resulta cómodo. Se tarda sólo tres horas en llegar en coche desde Nueva Washington, y menos todavía desde Nueva Boston y Nueva Denver. Están en vías de crear todo un sector económico nuevo. Se puede ganar un montón de pasta con la naturaleza controlada.
—Fue así como la encontraron, ¿verdad? ¿Un par de pesca­dores?
El inspector asintió.
—Un par de ejecutivos de seguros que se habían dado un día libre para buscar truchas salvajes. Encontraron más de lo que espe­raban.
Tomó una salida de la autopista, y el coche de pronto iba dan­do tumbos y cabeceando como una barca en un mar picado. El polvo se arremolinaba tras ellos, y la grava repiqueteaba contra la parte inferior del vehículo como una ráfaga de disparos. A causa de los bandazos, los dos hombres se quedaron callados. Avanzaron así durante unos quince minutos. Clayton se disponía a preguntar cuánto faltaba cuando el inspector detuvo el coche en un pequeño apartadero.
—A la gente le gusta —dijo Martin—. Para mí es un coñazo, pero a la gente le gusta. Yo por mí mandaría asfaltar el puto cami­no, pero me dicen que, según los psicólogos, la gente prefiere la sensación de aventura que les da el ir botando. Les hace creer que los treinta de los grandes que se gastaron en su cuatro por cuatro valieron la pena.
Clayton bajó del coche y de inmediato vio un sendero angosto que discurría entre matorrales y árboles. A la orilla del apartadero, allí donde arrancaba el camino, había una placa de madera color castaño con un mapa plastificado.
—Ya estamos llegando —dijo el inspector.
—¿Él la dejó aquí?
—No, más lejos. A un kilómetro y medio de aquí, tal vez un poco menos.
El sendero bordeado de árboles había sido despejado, por lo que no costaba caminar por él. Era justo lo bastante ancho para que los dos hombres pudieran andar uno al lado del otro. Bajo sus pies, el suelo del bosque estaba recubierto de agujas de pino marrones. De cuando en cuando se oía un correteo, cuando espantaban a algu­na ardilla. Un par de mirlos protestaron por su presencia con un canto discordante y se alejaron aleteando ruidosamente entre los árboles.
      El inspector se detuvo. Aunque hacía algo de fresco a la sombra, sudaba a mares, como el hombretón que era.
     —Escuche —dijo.
Clayton se detuvo también y sólo alcanzó a distinguir el mur­mullo de agua que corría.
—El río está a unos cincuenta metros. Suponemos que los dos ti­pos debían de estar encantados. No es una excursión tremenda, pero llevaban botas de pescador e iban cargados con cañas, mochilas y to­das esas cosas. Además, ese día hacía bastante calor. Más de veintiún grados. Póngase en su lugar. Así que iban a toda prisa, seguramen­te sin fijarse mucho en lo que pudieran encontrar por el camino.
El inspector hizo un gesto hacia delante, y Clayton reanudó la marcha.
Janet Cross —dijo Martin entre dientes, un paso por detrás del profesor—. Así se llamaba.
El sonido del río se hacía más intenso conforme se acercaban, hasta que Clayton prácticamente no oía otra cosa. Atravesó un úl­timo grupo de árboles y de pronto se vio en lo alto de un ribazo, unos dos metros por encima del agua que burbujeaba y corría en unos rápidos salpicados de rocas. Parecía sinuosa, viva. Era un agua veloz, vigorosa, que bajaba con ímpetu por una cuenca estrecha como un pensamiento rabioso. El sol se reflejaba en la superfi­cie, tiñéndola de una docena de tonos distintos de azul y verde ve­teados de espuma blanca
Martin se detuvo a su lado.
—Un lugar de primera para los pescadores. Hay truchas casi en todas partes. Son difíciles de pescar, según me cuentan, porque van a toda pastilla y se mueven mucho. Además, si uno resbala en una de esas rocas, bueno, digamos que se lía una buena. Pero no deja de ser un sitio estupendo.
—¿Y el cadáver?
—El cadáver, sí. Janet. Buena chica. Siempre son buenas chicas, ¿no, profesor? Todo sobresalientes. Iba a matricularse en la univer­sidad. Tengo entendido que también era gimnasta. Quería estudiar el desarrollo en la primera infancia. —El inspector levantó los bra­zos despacio y apuntó a una roca grande y plana situada en la mar­gen—. Justo allí.
La roca medía al menos tres metros de ancho y parecía el table­ro de una mesa inclinado ligeramente hacia donde ellos se encontra­ban. Jeffrey pensó que el cuerpo casi debía de parecer allí enmarca­do o engastado, como un trofeo.
—Los dos pescadores... joder, al principio creyeron que ella sólo estaba tomando el sol desnuda. Una primera impresión, ¿sabe? Porque estaba ahí, abierta de brazos, cómo decirlo, como en un cru­cifijo. En fin, le gritaron algo y ella no reaccionó, de modo que uno se acercó caminando por el agua, subió de un salto, y lo demás ya se lo imaginará. —Sacudió la cabeza—. Ella debía de tener los ojos abiertos. Los pájaros se los habían sacado. Pero el cuerpo no presentaba más daños causados por animales. Y el estado de descom­posición era mínimo; llevaba allí entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas antes de que aparecieran esos tipos. Dudo que vuelvan a pescar mucho en este tramo del río.
Jeffrey bajó la vista y advirtió que la roca en la que habían encon­trado el cadáver estaba a cierta distancia de la orilla. Descansaba so­bre una base de grava, en menos de treinta centímetros de agua. Dominaba una charca de modestas dimensiones; un par de peñas más grandes en la cabecera de la charca dividían la energía del río, lanzando el agua más furiosa hacia el ribazo opuesto y creando una corriente más lenta tras la roca plana.
Clayton no sabía mucho de pesca, pero sospechaba que la roca era un lugar privilegiado. Desde su borde posterior se podía lanzar fácilmente el anzuelo hasta el otro lado de la charca. Pensó que el hombre que había dejado el cuerpo allí seguramente se había fijado en eso también.
—Cuando rastrearon ustedes la zona... —empezó a decir, pero el inspector lo interrumpió.
—Todo roca. Roca y algo de agua. No hay huellas. Además, la tarde anterior había llovido. Tampoco hubo la suerte de que se en­contraran trozos de ropa enganchados en alguna espina. Revisamos toda la zona hasta el lugar donde hemos dejado el coche, con lupa, como suele decirse. Tampoco había huellas de neumáticos. No te­níamos nada excepto un cadáver, justo aquí, como si hubiera caído directamente del cielo.
Martin tenía la mirada fija en la orilla opuesta, en el sitio exacto.
—Yo iba con el primer equipo que llegó aquí, así que sé que la escena no sufrió ningún tipo de contaminación. —Sacudió la cabe­za. Hablaba en tono neutro, inexpresivo—. ¿Alguna vez ha visto algo que le recuerde a una pesadilla? No me refiero a un sueño que haya tenido o a una fantasía. Ni siquiera a una de esas situaciones de deja vu que todos conocemos. No, yo estaba justo ahí, de pie, y allí estaba ella, y fue como si estuviera reviviendo una pesadilla que había tenido una vez y que creía haber olvidado hacía tiempo. La vi con los brazos extendidos y las piernas juntas, sin sangre ni señales de lucha evidentes. Entonces supe, en cuanto recuperé el aliento, que no íbamos a encontrar una puta pista que nos sirviera. Y cuan­do nos acercamos, supe que iba a ver ese dedo cortado... y supe, profesor, justo en ese momento lo que tenía que saber, es decir, quién lo hizo. —La voz del inspector se apagó, ahogada por el rui­do de la corriente impetuosa que pasaba junto a ellos.
Jeffrey no confiaba demasiado en su propia voz, y desde luego fue lo bastante sensato para no hacer algún comentario de listillo. Al observar a Martin contemplando la roca plana, supo que el agente veía aún el cuerpo de la chica tendido allí con la misma nitidez con que lo había visto aquel día.
—Él quería que encontraran el cadáver —dijo Clayton.
—Eso pensé yo también —respondió Martin—. Pero ¿por qué aquí?
—Buena pregunta. Seguramente tenía una razón.
—Un lugar aislado, pero no precisamente oculto. Por estos pa­gos habría podido encontrar algún sitio donde nadie la descubrie­se nunca. O, al menos, donde pasara suficiente tiempo antes de que la descubriesen como para quedar reducida a una pila de huesos. Joder, podría haberla tirado al río. Desde el punto de vista forense, eso incluso habría tenido más sentido, si lo que pretendía era evitar que hallásemos algún indicio revelador que lo relacionara con la víctima. En cambio la trajo hasta aquí, lo que, por muy menuda que fuera ella y muy fuerte que sea él, sería un buen tute, y dispuso su cadáver como si se tratara de un plato especial del día.
—Él debe de ser considerablemente más fuerte de lo que pare­ce a simple vista —señaló Jeffrey—. ¿Cuánto pesaba ella? ¿Unos cincuenta kilos, tal vez?
—Era delgada. Bajita y delgada. Seguramente cincuenta es de­masiado para ella.
Jeffrey dejaba que sus ideas se derramasen en forma de palabras.
—La transportó por el camino un kilómetro y medio y luego la colocó aquí porque quería que la encontrasen justo así. No es que la haya dejado aquí tirada sin más. Quería transmitir un mensaje.
Martin movió la cabeza afirmativamente.
—Yo pensé lo mismo, pero no es el tipo de opinión que convie­ne expresar en voz alta. Por razones políticas, no sé si me entiende. —Se cruzó de brazos y se quedó mirando la roca plana y el flujo incesante de agua que se rizaba en torno a sus bordes.
Jeffrey estaba de acuerdo con las palabras del inspector. Le vino a la memoria una frase de un político muy conocido en Massachusetts, que decía que todos los políticos son locales, y se preguntó si lo mismo valía para el asesinato. Comenzó a analizar la escena en su mente y luego a sumar, a restar, a reflexionar profundamente sobre lo que revelaba de sí mismo un hombre capaz de cargar con un cuerpo a través del bosque desierto, sólo para depositarlo sobre un pedestal en el que lo encontrarían al cabo de uno o dos días.
No lo dijo en voz alta, pero pensó: «Es un hombre cuidadoso. Un hombre que hace planes y luego los pone en práctica con preci­sión y seguridad. Un hombre que comprende exactamente cuáles serán las repercusiones de sus actos. Un hombre que conoce la cien­cia de la detección y la naturaleza de la medicina forense, pues sabe cómo evitar dejar información sobre sí mismo junto a la víctima. Lo que deja es un mensaje, no un rastro.»
A continuación añadió, de nuevo en su fuero interno: «Un hombre peligroso.»
—Los dos tipos que la encontraron, los pescadores... ¿a qué conclusión llegaron?
—Les dijimos que había sido un suicidio. Se quedaron hechos polvo.
En ese momento sonó el busca que el inspector llevaba al cinto, con un pitido electrónico que parecía ajeno a los árboles y los rui­dos acuáticos del río. Martin lo miró con expresión de extrañeza por un instante, como si le costara volver al presente desde sus re­cuerdos. Entonces lo apagó y, casi en el mismo movimiento, extrajo un teléfono móvil del bolsillo de su americana. Marcó un número en silencio y de inmediato se identificó. Luego escuchó atentamen­te, asintiendo con la cabeza.
—De acuerdo —dijo—. Vamos para allá. Calculo que tardare­mos una hora y media. —Cerró el teléfono de un golpe—. Es hora de marcharnos —anunció—. Han encontrado a nuestra fugitiva.
Jeffrey advirtió que las cicatrices de quemaduras en las manos del inspector se habían puesto rojas.
—¿Dónde? —preguntó.
—Ya lo verá.
—¿Y?
Martin se encogió de hombros con amargura.
—Le he dicho que la han encontrado. No he dicho que haya vuelto por su propio pie a casa para abrazar a sus padres enfadados pero rebosantes de alegría.
Dio media vuelta y echó a andar rápidamente por el sendero en dirección al camino y al apartadero donde habían dejado el coche. Clayton lo siguió a toda prisa, y el murmullo de la corriente se ex­tinguió a su espalda.


El profesor vislumbró el resplandor de las luces a más de un kilómetro de distancia. Los reflectores parecían desgarrar el manto de oscuridad. Bajó la ventanilla y alcanzó a oír la impasible disonan­cia de los generadores eléctricos que colmaba la noche. Habían atra­vesado a toda velocidad y sin detenerse una extensión desértica, en dirección oeste, hacia la frontera con California. El inspector no habló durante el trayecto salvo para informarle de que se dirigían de nuevo a una zona no urbanizada del estado. Sin embargo, la topo­grafía había cambiado; las colinas rocosas y los árboles habían cedi­do el paso a un matorral llano. Era el tipo de paisaje que los escri­tores del Oeste loaban tan elocuentemente, pensó Clayton; a sus ojos inexpertos de la Costa Este les parecía un territorio en el que Dios debió de distraerse momentáneamente mientras se dedicaba a crear el mundo.
A varios cientos de metros de los generadores y los reflectores, había un control de carretera solitario. Un policía uniformado del Servicio de Seguridad, de pie junto a un conjunto de conos de trá­fico color naranja y varias señales luminosas, les indicó por gestos que se detuvieran, y al ver el adhesivo rojo en la ventanilla del coche les hizo señas de que siguieran adelante.
El agente Martin paró el vehículo de todos modos. Bajó el cris­tal de la ventana.
—¿Qué le están diciendo a la gente? —preguntó sin rodeos.
El agente asintió, le dedicó un breve saludo y respondió:
—Que un escape en una cañería de distribución ha anegado la carretera. Estamos desviando a todos los vehículos a la Sesenta. Por suerte, de momento sólo han sido un puñado.
—¿Quién la ha encontrado?
—Un par de topógrafos. Siguen aquí.
—¿Son residentes del estado o forasteros con permiso?
—Forasteros.
Martin hizo un gesto de afirmación y arrancó.
—Mantenga la boca cerrada —le avisó a Clayton—. Es decir, puede hacer preguntas en caso necesario, para llevar a cabo su tra­bajo, pero no llame la atención más de la cuenta sobre sí mismo. No quiero que nadie pregunte quién es usted. Y si lo hacen, simplemen­te les diré que es un especialista. Ésa es la clase de descripción gené­rica que suele satisfacer a todo el mundo, pero que en realidad no significa gran cosa si uno se para a pensar sobre ello.
Jeffrey no contestó. El coche salió disparado hacia delante, y luego el inspector se detuvo tras un par de furgonetas sin ventanas, blancas y resplandecientes, que lucían el logotipo del Servicio de Seguridad en los costados, pero ningún otro distintivo. Jeffrey echó un vistazo a los vehículos y supo qué eran: unidades de análisis de la escena del crimen. En un estado en el que supuestamente no se cometían crímenes, claro está, no les interesaba dar a conocer su presencia. Clayton se sonrió. Era un pequeño acto de hipocresía, sin duda, pero supo valorarlo. Sospechaba que habría otros en el estado cincuenta y uno en los que él no habría reparado. Se apeó del coche del inspector. La noche empezaba a refrescar, de modo que se subió el cuello de la chaqueta.
Otro agente les hizo señas y apuntó con el dedo.
—Cuatrocientos metros más allá —dijo, señalando hacia el ori­gen de las luces.
Martin se adelantó a zancadas rápidas, y Clayton tuvo que tro­tar para seguirle el ritmo.
Los haces de los grupos de luces de arco voltaico hendían la os­curidad. Jeffrey vio enseguida que había varios equipos trabajando en el área delimitada por las luces. Distinguió tres grupos de búsque­da distintos que examinaban cuidadosamente la tierra arenosa y la roca en busca de fibras, huellas de pies o de neumáticos o cualquier otra pista que pudiera indicar quién había pasado por ahí antes. Clayton los observó por unos instantes, como un entrenador presente en las pruebas de selección de un equipo. Le pareció que se movían demasiado deprisa. No tenían suficiente paciencia, y proba­blemente tampoco suficiente experiencia. Si había algo allí que pu­dieran pasar por alto, lo pasarían por alto. Volvió la mirada hacia otro equipo que trabajaba en torno al cadáver, ocultándoselo a la vista en un principio. Este grupo estaba en lo alto de una meseta pequeña y polvorienta. Entre ellos avistó a un hombre que iba en mangas de camisa pese al fresco de la noche, agachado, con unos guantes de látex blancos que, cuando los iluminaba algún rayo pro­cedente de los palpitantes reflectores, brillaban con un resplandor que parecía de otro mundo. Jeffrey supuso que era el jefe de fo­renses.
Siguió al agente Martin, que mientras tanto estaba reconocien­do el terreno. Un pensamiento fugaz y doloroso le vino a la cabe­za: «Es lo que debería haberme esperado. De hecho, quizá me lo esperaba.»
Sacudió la cabeza mientras caminaba hacia delante. «No encon­trarán nada», se dijo.
Los agentes de seguridad se apartaron para dejar pasar a los dos hombres, y Clayton atisbo por primera vez el cadáver casi en el mismo momento en que el inspector profería una obscenidad bre­ve y rotunda.
La adolescente estaba desnuda. La habían colocado sobre una superficie extensa, llana y pedregosa. Estaba boca abajo, con el ros­tro en sombra, los brazos extendidos ante ella y las rodillas encogi­das debajo del torso. Esta posición le recordó a Jeffrey el modo en que los musulmanes se postraban cuando rezaban en dirección a La Meca. Advirtió que ella también estaba orientada hacia el este.
Al mirarla más de cerca vio que le habían grabado algo en la piel de la espalda descubierta. Después de muerta, advirtió: no había san­gre en torno a los bordes de los cortes. De hecho, apenas había sangre en ningún sitio; sólo una mancha oscura que se había forma­do bajo el pecho de la chica, un residuo de la muerte y, él lo sabía, simplemente el último insulto líquido. La habían matado en otro sitio y luego la habían llevado allí.
Se fijó en sus manos y vio que le faltaba el índice de la mano izquierda. No el derecho, como en el caso de las otras víctimas, sino el izquierdo. Esto ocasionó que enarcara una ceja involuntariamen­te. No pudo determinar de inmediato qué otros daños había sufrido el cuerpo. No alcanzaba a verle el rostro; estaba apoyado contra el suelo, bajo sus brazos extendidos.
«Una súplica», pensó.
—¿Causa de la muerte? —preguntó Martin en voz alta y autori­taria a un técnico de guantes blancos, señalando el torso—. ¿Cómo la han matado?
El técnico se inclinó y le mostró una pequeña zona rojiza en la base del cráneo de la joven, donde su cabellera larga y castaña estaba apelmazada por la sangre.
—El agujero de entrada —dijo el hombre—. Ahora veremos el de salida, por el otro lado. Parece ser grande. Lo bastante grande, al menos. Nueve milímetros, seguramente. Quizás una .357. Sabre­mos más cuando le demos la vuelta. Tal vez la bala siga allí.
Jeffrey contempló la figura tallada en su espalda y la reconoció. Retrocedió un paso. Las luces lo hacían sentirse acalorado, sofoca­do. Quería refugiarse en la oscuridad, donde estaría más fresco y podría respirar. Se alejó unos metros del cadáver, luego se volvió hacia todos los hombres allí agolpados. Se agachó para tocar la tie­rra arenosa y frotó unos granos entre sus dedos. Cuando alzó la vista, vio que Martin se dirigía hacia él.
—No es nuestro hombre, maldita sea —espetó el inspector—. Dios santo, qué desastre. Resultará ser un novio o quizás el vecino cuyos niños cuidaba la chica o algún pervertido del instituto que da clase de gimnasia o trabaja de conserje y consiguió burlar de algu­na manera los controles de inmigración, maldita sea, pero no es nuestro hombre. ¡Mierda! ¡Esto no tendría que pasar! Aquí no. Al­guien la ha cagado de verdad.
Jeffrey se reclinó contra una roca grande.
—¿Por qué cree que no ha sido nuestro hombre? —preguntó.
Martin clavó en él la mirada por un momento antes de contestar.
—Joder, profesor, usted lo ve tan claro como yo. Posición del cuerpo distinta. Causa de la muerte, un disparo: eso es distinto. Algo grabado en la espalda, eso es distinto. Y el puto dedo que falta es de la otra mano. En las otras tres, era el de la mano derecha. En ésta, es el de la izquierda.
—Pero la mataron en otro sitio y la trajeron aquí. ¿Qué hacían los topógrafos que la han encontrado?
Martin frunció el entrecejo por un instante.
—Mediciones preliminares para la construcción de una nueva ciudad —contestó—. Hoy es el primer día que vienen. Llevaban toda la mañana trabajando en ello y estaban a punto de dejarlo por hoy, pero han decidido hacer algunas mediciones más, y entonces la han encontrado. Guy la ha visto directamente a través del visor. ¿Y qué?
—Pues que en algún sitio habrá un calendario de trabajo, ¿no? ¿O algo que indicase a la gente que ellos vendrían tarde o tem­prano?
—Así es. Salió en los periódicos. Siempre ocurre, cuando se ini­cia la planificación de una nueva ciudad. También se anuncia en las vallas electrónicas.
—¿Sabe qué es eso que lleva grabado en la espalda? —pregun­tó Clayton.
—Ni idea. Algún tipo de figura geométrica.
—Una estrella de cinco puntas.
—Sí, vale, eso ya lo he visto. ¿Y qué?
—Suele relacionarse con el demonio y con cultos satánicos.
—¿De veras? Tiene razón. ¿Cree que estarán celebrando algún aquelarre desenfrenado por aquí? ¿Desnudos y aullándole a la luna y follando entre ellos y hablando de degollar gallinas y gatos? ¿Al­gún tipo de chaladura del sur de California? Es todo lo que necesito saber.
—No, aunque es posible, incluso probable, que el asesino die­ra por sentado que usted lo interpretaría así. Hacer las averiguacio­nes correspondientes le llevaría tiempo y energía. Mucho tiempo y mucha energía.
—¿Adónde quiere llegar, profesor?
Jeffrey titubeó, mirando al cielo. Parpadeó ante aquella inmen­sidad entre azul y negra, tachonada de estrellas. «Debería aprender astronomía —pensó—. Me gustaría saber dónde están Orion y Casiopea y todo lo demás. Así, al contemplar la bóveda celeste ten­dría la sensación de que lo entiendo todo, de que existe el orden y la armonía en el firmamento.»
Bajó la vista y miró al inspector.
—Es nuestro hombre —aseguró Jeffrey—. Simplemente está siendo astuto.
—Explíqueme por qué.
—Las otras eran ángeles, con los ojos abiertos a Dios y los bra­zos abiertos para recibirlo. Ésta lleva la marca de Satán en la espalda y le reza a la tierra. Y le falta un dedo de la mano izquierda, la mano del diablo. La derecha es la mano del cielo, al menos según algunas tradiciones. Lo único que ha hecho es darles la vuelta a algunos ele­mentos. Son los mismos, pero distintos. El cielo y el infierno. ¿No es ésa la dualidad entre la que nos debatimos siempre? ¿No es pre­cisamente lo que usted intenta impedir justo aquí? Martin soltó un resoplido de disgusto.
—Todo eso me suena a palabrería religiosa —dijo—. Chorradas sociorreligiosas. Dígame: ¿por qué con una pistola y no con un cuchillo, como en los otros casos?
—Porque no es el asesinato lo que lo excita —respondió Jeffrey con frialdad—. Dudo que le importe el instrumento que utiliza para cargarse a las chicas. Es el acto en su totalidad: raptar a la niña y poseerla, física, emocional, psicológicamente, y luego dejarla en al­gún sitio donde la encuentren. ¿Qué emoción tiene pintar un cua­dro si luego uno no se lo muestra a nadie? ¿Qué satisfacción pro­porciona escribir un libro que uno no dejará que nadie lea?
Se le ocurrió otra pregunta. «¿Cómo deja uno su impronta en la historia si muchos otros ya han dejado una igual a lo largo de tan­tos siglos?»
—¿Cómo lo sabe? —inquirió Martin, despacio—. ¿Cómo pue­de estar tan seguro?
«Lo sé porque lo sé», dijo Jeffrey para sí, pero no se atrevió a responder a la pregunta en voz alta.


Ya era pasada la medianoche cuando Martin dejó a Clayton delante del edificio de las oficinas del estado. Habían intercambia­do frases del tipo «duerma un poco, nos pondremos con ello por la mañana», y luego el inspector se había alejado en el coche, dejando al profesor solo frente a la imponente estructura de hormigón. Los edificios de las multinacionales estaban cerrados de noche, y sólo alguna que otra luz iluminaba el nombre y el logotipo de la empre­sa. Los aparcamientos estaban vacíos; a lo lejos se divisaba el tenue resplandor del centro de Nueva Washington, pero incluso esta mí­nima señal de humanidad se veía neutralizada por el silencio que envolvía al profesor. Encorvó los hombros, en parte para protegerse del aire frío que lo había perseguido durante toda la noche, y en parte por la sensación de aislamiento que lo invadió.
Dio la espalda a la oscuridad y entró a paso rápido por las puer­tas de las oficinas del estado. En el centro del vestíbulo había un puesto de seguridad e información, con un solo agente uniformado tras un gran mostrador. Le iluminaba el rostro el brillo de una pan­talla de televisión pequeña. Saludó a Clayton con un gesto de la mano.
     —Trabajando hasta tarde, ¿no? —comentó, sin esperar en rea­lidad una respuesta—. ¿Me echa una firma en el registro?
     —¿Quién gana? —preguntó Jeffrey.
La hoja que le tendió el guardia estaba en blanco. No había ha­bido otras visitas a altas horas de la noche. Su nombre sería el úni­co que figurase en aquella página.
—Van empatados —respondió el hombre. No especificó qué equipos estaban jugando mientras recuperaba el sujetapapeles del registro de entradas y volvía a concentrarse en el partido.
Por un momento Jeffrey acarició la idea de darle conversación, pero al valorar su grado de agotamiento decidió que, por muy solo que se sintiera, era preferible dormir a conocer las opiniones del guardia de seguridad sobre la vida, el deporte y el deber, fueran las que fuesen. Caminó penosamente hasta el ascensor, subió hasta la planta en que se encontraba su despacho, y avanzó despacio por el pasillo mientras las pisadas de sus zapatillas resonaban en el corre­dor desierto.
Colocó la mano en el sistema de apertura electrónico, y el cerro­jo de la puerta se descorrió con un chasquido seco. La empujó para abrirla, entró en el despacho y se encaminó hacia el dormitorio con­tiguo, intentando despejar su mente de lo que había visto y oído ese día, así como de sus hipótesis al respecto. Se dijo que había muchas cosas que debía poner por escrito, pues era importante tomar nota de sus observaciones e ideas, para que, cuando llegara el momento de presentar los argumentos de la acusación ante los tribunales, él tuviese la ventaja de contar con una exposición clara de todo lo que había asimilado. Como remate de los deberes que se había fijado para el día siguiente, Clayton cayó en la cuenta de que había obte­nido información pertinente para su pizarra. Recordó las dos co­lumnas que había trazado, y se volvió para echar una ojeada a la pizarra mientras se dirigía hacia la habitación.
Lo que vio lo hizo pararse en seco.
Se recostó contra la pared, respirando agitadamente.
Miró en torno a sí con rapidez, para comprobar si faltaba algo, y luego sus ojos se posaron de nuevo en la pizarra. «Debe de ser fruto de la casualidad —pensó—. Alguien del personal de limpieza, tal vez. Tiene que haber una explicación sencilla.»
Pero no se le ocurría ninguna excepto la más evidente.
Jeffrey dio un silbido lento y prolongado y se dijo: «No hay lugar seguro.»
Permaneció así, contemplando la pizarra durante varios minu­tos, sin despegar la vista de un espacio vacío. La categoría: «Si el asesino es alguien a quien no conocemos» había sido borrada.
Moviéndose despacio, como si estuviera a oscuras y temiera tro­pezar con algo, se acercó a la pizarra. Jugueteó con un trozo de tiza y dio media vuelta bruscamente, como si creyera que alguien lo observaba. A continuación, luchando contra la vorágine que se ha­bía desatado en su interior, volvió a escribir con todo cuidado las palabras borradas, sin dejar de repetir para sus adentros: «Procure­mos que nadie aparte de ti y de mí sepa que has estado aquí.»