El amor en los tiempos del cólera
Parte 2
Era
inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de
los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró
en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de
un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El
refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de
niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los
tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.
Encontró
el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había dormido
siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el
veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de
un gran danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El
cuarto sofocante y abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y
laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la
ventana abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad
de la muerte. Las otras ventanas, así como cualquier resquicio de la
habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones negros, y
eso aumentaba su densidad opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y
pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un foco ordinario
cubierto de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que
estaba junto al cadáver. Había revistas y periódicos viejos por todas partes,
pilas de negativos en placas de vidrio, muebles rotos, pero todo estaba
preservado del polvo por una mano diligente. Aunque el aire de la ventana había
purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera identificarlo el rescoldo
tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El doctor Juvenal
Urbino había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel no era
un lugar propicio para morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por
suponer que su desorden obedecía tal vez a una determinación cifrada de la
Divina Providencia.
Un
comisario de policía se había adelantado con un estudiante de medicina muy
joven que hacía su práctica forense en el dispensario municipal, y eran ellos
quienes habían ventilado la habitación y cubierto el cadáver mientras llegaba
el doctor Urbino. Ambos lo saludaron con una solemnidad que esa vez tenía más
de condolencia que de veneración, pues nadie ignoraba el grado de su amistad
con Jeremiah de Saint-Amour. El maestro eminente estrechó la mano de ambos,
como lo hacía desde siempre con cada uno de sus alumnos antes de empezar la
clase diaria de clínica general, y luego agarró el borde de la manta con las
yemas del índice y el pulgar, como si fuera una flor, y descubrió el cadáver
palmo a palmo con una parsimonia sacramental. Estaba desnudo por completo,
tieso y torcido, con los ojos abiertos y el cuerpo azul, y como cincuenta años
más viejo que la noche anterior. Tenía las pupilas diáfanas, la barba y los
cabellos amarillentos, y el vientre atravesado por una cicatriz antigua cosida
con nudos de enfardelar. Su torso y sus brazos tenían una envergadura de
galeote por el trabajo de las muletas, pero sus piernas inermes parecían de
huérfano. El doctor Juvenal Urbino lo contempló un instante con el corazón
adolorido como muy pocas veces en los largos años de su contienda estéril
contra la muerte.
-Pendejo
-le dijo-. Ya lo peor había pasado.
Volvió
a cubrirlo con la manta y recobró su prestancia académica. En el año anterior
había celebrado los ochenta con un jubileo oficial de tres días, y en el
discurso de agradecimiento se resistió una vez más a la tentación de retirarse.
Había dicho: “Ya me sobrará tiempo para descansar cuando me muera pero esta
eventualidad no está todavía en mis proyectos”. Aunque oía cada vez menos con
el oído derecho y se apoyaba en un bastón con empuñadura de plata para
disimular la incertidumbre de sus pasos, seguía llevando con la compostura de
sus años mozos el vestido entero de lino con el
chaleco
atravesado por la leontina de oro. La barba de Pasteur, color de nácar, y el
cabello del mismo color, muy bien aplanchado y con la raya neta en el centro,
eran expresiones fieles de su carácter. La erosión de la memoria cada vez más
inquietante la compensaba hasta donde le era posible con notas escritas de
prisa en papelitos sueltos, que terminaban por confundirse en todos sus
bolsillos, al igual que los instrumentos, los frascos de medicinas, y otras
tantas cosas revueltas en el maletín atiborrado. No sólo era el médico más
antiguo y esclarecido de la ciudad, sino el hombre más atildado. Sin embargo,
su sapiencia demasiado ostensible y el modo nada ingenuo de manejar el poder de
su nombre le habían valido menos afectos de los que merecía.
Las
instrucciones al comisario y al practicante fueron precisas y rápidas. No había
que hacer autopsia. El olor de la casa bastaba para determinar que la causa de
la muerte habían sido las emanaciones del cianuro activado en la cubeta por
algún ácido de fotografía, y Jeremiah de Saint-Amour sabía mucho de eso para no
hacerlo por accidente. Ante una reticencia del comisario, lo paró con una
estocada típica de su modo de ser: “No se olvide que soy yo el que firma el
certificado de defunción”. El médico joven quedó desencantado: nunca había
tenido la suerte de estudiar los efectos del cianuro de oro en un cadáver. El
doctor Juvenal Urbino se había sorprendido de no haberlo visto en la Escuela de
Medicina, pero lo entendió de inmediato por su rubor fácil y su dicción andina:
tal vez era un recién llegado a la ciudad. Dijo: “No va a faltarle aquí algún
loco de amor que le dé la oportunidad un día de estos”. Y sólo al decirlo cayó
en la cuenta de que entre los incontables suicidios que recordaba, aquel era el
primero con cianuro que no había sido causado por un infortunio de amores. Algo
cambió entonces en los hábitos de su voz.
-Cuando
lo encuentre, fíjese bien -le dijo al practicante, -suelen tener arena en el
corazón.
Luego
habló con el comisario como lo hubiera hecho con un subalterno. Le ordenó que
sortearan todas las instancias para que el entierro se hiciera esa misma tarde
y con el mayor sigilo. Dijo: “Yo hablaré después con el alcalde”. Sabía que
Jeremiah de Saint-Amour era de una austeridad primitiva, y que ganaba con su
arte mucho más de lo que le hacía falta para vivir, de modo que en alguna de
las gavetas de la casa debía haber dinero de sobra para los gastos del
entierro.
-Pero
si no lo encuentran, no importa -dijo-. Yo me hago cargo de todo.
Ordenó
decir a los periódicos que el fotógrafo había muerto de muerte natural, aunque
pensaba que la noticia no les interesaba de ningún modo. Dijo: “Si es
necesario, yo hablaré con el gobernador”. El comisario, un empleado serio y
humilde, sabía que el rigor cívico del maestro exasperaba hasta a sus amigos
más próximos, y estaba sorprendido por la facilidad con que saltaba por encima
de los trámites legales para apresurar el entierro. A lo único que no accedió
fue a hablar con el arzobispo para que Jeremiah de Saint-Amour fuera sepultado
en tierra sagrada. El comisario, disgustado con su propia impertinencia, trató
de excusarse.
-Tenía
entendido que este hombre era un santo -dijo.
-Algo
todavía más raro --dijo el doctor Urbino-: un santo ateo. Pero esos son asuntos
de Dios.
Remotas,
al otro lado de la ciudad colonial, se escucharon las campanas de la catedral
llamando a la misa mayor. El doctor Urbino se puso los lentes de media luna con
montura de oro, y consultó el relojito de la leontina, que era cuadrado y fino,
y su tapa se abría con un resorte: estaba a punto de perder la misa de
Pentecostés.
En
la sala había una enorme cámara fotográfica sobre ruedas como las de los
parques públicos, y el telón de un crepúsculo marino pintado con pinturas
artesanales, y las paredes estaban tapizadas de retratos de niños en sus fechas
memorables: la primera comunión, el disfraz de conejo, el cumpleaños feliz. El
doctor Urbino había visto el recubrimiento paulatino de los muros, año tras
año, durante las cavilaciones absortas de las tardes de ajedrez, y había
pensado muchas veces con un pálpito de desolación que en
8 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera
esa galería de retratos casuales estaba el germen
de la ciudad futura, gobernada y pervertida por aquellos niños inciertos, y en
la cual no quedarían ya ni las cenizas de su gloria.
En
el escritorio, junto a un tarro con varias cachimbas de lobo de mar, estaba el
tablero de ajedrez con una partida inconclusa. A pesar de su prisa y de su
ánimo sombrío, el doctor Urbino no resistió la tentación de estudiarla. Sabía
que era la partida de la noche anterior, pues Jeremiah de SaintAmour jugaba
todas las tardes de la semana y por lo menos con tres adversarios distintos,
pero llegaba siempre hasta el final y guardaba después el tablero y las fichas
en su caja, y guardaba la caja en una gaveta del escritorio. Sabía que jugaba
con las piezas blancas, y aquella vez era evidente que iba a ser derrotado sin
salvación en cuatro jugadas más. “Si hubiera sido un crimen, aquí habría una
buena pista -se dijo-. Sólo conozco un hombre capaz de componer esta emboscada
maestra.” No hubiera podido vivir sin averiguar más tarde por qué aquel soldado
indómito, acostumbrado a batirse hasta la última sangre, había dejado sin
terminar la guerra final de su vida.
A
las seis de la mañana, cuando hacía la última ronda, el sereno había visto el
letrero clavado en la puerta de la calle: Entre sin tocar y avise a la policía.
Poco después acudió el comisario con el practicante, y ambos habían hecho un
registro de la casa en busca de alguna evidencia contra el aliento
inconfundible de las almendras amargas. Pero en los breves minutos que demoró
el análisis de la partida inconclusa, el comisario descubrió entre los papeles
del escritorio un sobre dirigido al doctor Juvenal Urbino, y protegido con
tantos sellos de lacre que fue necesario despedazarlo para sacar la carta. El
médico apartó la cortina negra de la ventana para tener mejor luz, echó primero
una mirada rápida a los once pliegos escritos por ambos lados con una
caligrafía servicial, y desde que leyó el primer párrafo comprendió que había
perdido la comunión de Pentecostés. Leyó con el aliento agitado, volviendo
atrás en varias páginas para retomar el hilo perdido, y cuando terminó parecía
regresar de muy lejos y de mucho tiempo. Su abatimiento era visible a pesar del
esfuerzo por impedirlo: tenía en los labios la misma coloración azul del
cadáver, y no pudo dominar el temblor de los dedos cuando volvió a doblar la
carta y se la guardó en el bolsillo del chaleco. Entonces se acordó del comisario
y del médico joven, y les sonrió desde las brumas de la pesadumbre.
-Nada
de particular -dijo-. Son sus últimas instrucciones.
Era
una verdad a medias, pero ellos la creyeron completa porque él les ordenó
levantar una baldosa suelta del piso y allí encontraron una libreta de cuentas
muy usada donde estaban las claves para abrir la caja fuerte. No había tanto
dinero como pensaban, pero lo había de sobra para los gastos del entierro y
para saldar otros compromisos menores. El doctor Urbino era entonces consciente
de que no alcanzaría a llegar a la catedral antes del Evangelio.
-Es la tercera vez que
pierdo la misa del domingo desde que tengo uso de razón -dijo-. Pero Dios
entiende.
Así
que prefirió demorarse unos minutos más para dejar todos los pormenores
resueltos, aunque apenas si podía soportar la ansiedad de compartir con su
esposa las confidencias de la carta. Se comprometió a avisar a los numerosos
refugiados del Caribe que vivían en la ciudad, por si querían rendir los
últimos honores a quien se había comportado como el más respetable de todos, el
más activo y radical, aun después de que fue demasiado evidente que había
sucumbido a la rémora del desencanto. También avisaría a sus compinches de
ajedrez, entre los cuales había desde profesionales insignes hasta menestrales
sin nombre, y a otros amigos menos asiduos, pero que tal vez quisieran asistir
al entierro. Antes de conocer la carta póstuma había resuelto ser el primero, pero
después de leerla no estaba seguro de nada. De todos modos iba a mandar una
corona de gardenias, por si acaso Jeremiah de Saint-Amour había tenido un
último minuto de arrepentimiento. El entierro sería a las cinco, que era la
hora propicia en los meses de más calor. Si lo necesitaban estaría desde las
doce en la casa de campo del doctor
Lácides Olivella, su discípulo amado, que aquel día celebraba con un almuerzo
de gala las bodas de plata profesionales.
El
doctor Juvenal Urbino tenía una rutina fácil de seguir, desde que quedaron
atrás los años tormentosos de las primeras armas, y logró una respetabilidad y
un prestigio que no tenían igual en la provincia. Se levantaba con los primeros
gallos, y a esa hora empezaba a tomar sus medicinas secretas: bromuro de
potasio para levantarse el ánimo, salicilatos para los dolores de los huesos en
tiempo de lluvia, gotas de cornezuelo de centeno para los vahídos, belladona
para el buen dormir. Tomaba algo a cada hora, siempre a escondidas, porque en
su larga vida de médico y maestro fue siempre contrario a recetar paliativos
para la vejez: le era más fácil soportar los dolores ajenos que los propios. En
el bolsillo llevaba siempre una almohadilla de alcanfor que aspiraba a fondo
cuando nadie lo estaba viendo, para quitarse el miedo de tantas medicinas
revueltas.
Permanecía
una hora en su estudio, preparando la clase de clínica general que dictó en la
Escuela de Medicina todos los días de lunes a sábado, a las ocho en punto,
hasta la víspera de su muerte. Era también un lector atento de las novedades
literarias que le mandaba por correo su librero de París, o las que le
encargaba de Barcelona su librero local, aunque no seguía la literatura de
lengua castellana con tanta atención como la francesa. En todo caso, nunca las
leía por la mañana, sino después de la siesta durante una hora, y por la noche
antes de dormir. Terminado el estudio, hacía quince minutos de ejercicios
respiratorios en el baño, frente a la ventana abierta, respirando siempre hacia
el lado por donde cantaban los gallos, que era donde estaba el aire nuevo.
Luego se bañaba, se arreglaba la barba y se engomaba el bigote en un ámbito
saturado de agua de Colonia de la legítima de Farina Gegenüber, y se vestía de
lino blanco, con chaleco y sombrero flexible, y botines de cordobán. A los
ochenta y un años conservaba los modales fáciles y el espíritu festivo de
cuando volvió de París, poco después de la epidemia grande del cólera morbo, y
el cabello bien peinado con la raya en el medio seguía siendo igual al de la
juventud, salvo por el color metálico. Desayunaba en familia, pero con un
régimen personal: una infusión de flores de ajenjo mayor, para el bienestar del
estómago, y una cabeza de ajos cuyos dientes pelaba y se comía uno por uno
masticándolos a conciencia con una hogaza de pan, para prevenir los ahogos del
corazón. Raras veces no tenía después de la clase un compromiso relacionado con
sus iniciativas cívicas, o con sus milicias católicas, o con sus invenciones
artísticas y sociales.
Almorzaba
casi siempre en su casa, hacía una siesta de diez minutos sentado en la terraza
del patio, oyendo en sueños las canciones de las sirvientas bajo la fronda de
los mangos, oyendo los pregones de la calle, el fragor de aceites y motores de
la bahía, cuyos efluvios aleteaban por el ámbito de la casa en las tardes de
calor como un ángel condenado a la podredumbre. Luego leía durante una hora los
libros recientes, en especial novelas y estudios históricos, y le daba
lecciones de francés y de canto al loro doméstico que desde hacía años era una
atracción local. A las cuatro salía a visitar a sus enfermos, después de
tomarse un jarro grande de limonada con hielo. A pesar de la edad se resistía a
recibir a los pacientes en el consultorio, y seguía atendiéndolos en sus casas,
como lo hizo siempre, desde que la ciudad era tan doméstica que podía irse
caminando a cualquier parte.
Desde
que llegó de Europa por primera vez andaba en el landó familiar con dos
alazanes dorados, pero cuando éste se hizo inservible lo cambió por una
victoria de un solo caballo, y siguió usándola siempre con un cierto desdén por
la moda, cuando ya los coches empezaban a desaparecer del mundo y los únicos
que quedaban en la ciudad sólo servían para pasear a los turistas y llevar las
coronas en los entierros. Aunque se negaba a retirarse, era consciente de que
sólo lo llamaban para atender casos perdidos, pero él consideraba que también
eso era una forma de especialización. Era capaz de saber lo que tenía un
enfermo sólo por su aspecto, y cada vez desconfiaba más de los medicamentos de
patente y veía con alarma la vulgarización de la cirugía. Decía: “El bisturí es
la prueba mayor del fracaso de la medicina”. Pensaba que con un criterio
estricto todo medicamento era veneno, y que el setenta por ciento de los
alimentos corrientes
10 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera
apresuraban
la muerte. “En todo caso -solía decir en clase-, la poca medicina que se sabe
sólo la saben algunos médicos.” De sus entusiasmos juveniles había pasado a una
posición que él mismo definía como un humanismo fatalista: “Cada quien es dueño
de su propia muerte, y lo único que podemos hacer, llegada la hora, es ayudarlo
a morir sin miedo ni dolor”. Pero a pesar de estas ideas extremas, que ya
formaban parte del folclor médico local, sus antiguos alumnos seguían consultándolo
aun cuando ya eran profesionales establecidos, pues le reconocían eso que
entonces se llamaba ojo clínico. De todos modos fue siempre un médico caro y
excluyente, y su clientela estuvo concentrada en las casas solariegas del
barrio de los Virreyes.
Tenía
una jornada tan metódica, que su esposa sabía dónde mandarle un recado si
surgía algo urgente durante el recorrido de la tarde. De joven se demoraba en
el Café de la Parroquia antes de volver a casa, y así perfeccionó su ajedrez
con los cómplices de su suegro y con algunos refugiados del Caribe. Pero desde
los albores del nuevo siglo no volvió al Café de la Parroquia y trató de
organizar torneos nacionales patrocinados por el Club Social. Fue esa la época
en que vino Jeremiah de SaintAmour, ya con sus rodillas muertas y todavía sin
el oficio de fotógrafo de niños, y antes de tres meses era conocido de todo el
que supiera mover un alfil en un tablero, porque nadie había logrado ganarle
una partida. Para el doctor Juvenal Urbino fue un encuentro milagroso, en un
momento en que el ajedrez se le había convertido en una pasión indomable y ya
no le quedaban muchos adversarios para saciarla.
Gracias
a él, Jeremiah de Saint-Amour pudo ser lo que fue entre nosotros. El doctor
Urbino se convirtió en su protector incondicional, en su fiador de todo, sin
tomarse siquiera el trabajo de averiguar quién era, ni qué hacía, ni de qué
guerras sin gloria venía en aquel estado de invalidez y desconcierto. Por
último le prestó el dinero para instalar el taller de fotógrafo, que Jeremiah
de Saint-Amour le pagó con un rigor de cordonero, hasta el último cuartillo,
desde que retrató al primer niño asustado por el relámpago de magnesio.
Todo
fue por el ajedrez. Al principio jugaban a las siete de la noche, después de la
cena, con justas ventajas para el médico por la superioridad notable del
adversario, pero con menos ventajas cada vez, hasta que estuvieron parejos. Más
tarde, cuando don Galileo Daconte abrió el primer patio de cine, Jeremiah de
Saint-Amour fue uno de sus clientes más puntuales, y las partidas de ajedrez
quedaron reducidas a las noches que sobraban de las películas de estreno.
Entonces se había hecho tan amigo del médico, que éste lo acompañaba al cine,
pero siempre sin la esposa, en parte porque ella no tenía paciencia para seguir
el hilo de los argumentos difíciles, y en parte porque siempre le pareció, por
puro olfato, que Jeremiah. de Saint-Amour no era una buena compañía para nadie.
Su
día diferente era el domingo. Asistía a la misa mayor en la catedral, y luego
volvía a casa y permanecía allí descansando y leyendo en la terraza del patio.
Pocas veces salía a ver un enfermo en un día de guardar, como no fuera de
extrema urgencia, y desde hacía muchos años no aceptaba un compromiso social
que no fuera muy obligante. Aquel día de Pentecostés, por una coincidencia
excepcional, habían concurrido dos acontecimientos raros: la muerte de un amigo
y las bodas de plata de un discípulo eminente. Sin embargo, en vez de regresar
a casa sin rodeos, como lo tenía previsto después de certificar la muerte de
Jeremiah de Saint-Amour, se dejó arrastrar por la curiosidad.
Tan
pronto como subió en el coche hizo un repaso urgente de la carta póstuma, y
ordenó al cochero que lo llevara a una dirección difícil en el antiguo barrio de
los esclavos. Aquella determinación era tan extraña a sus hábitos, que el
cochero quiso asegurarse de que no había algún error. No lo había: la dirección
era clara, y quien la había escrito tenía motivos de sobra para conocerla muy
bien. El doctor Urbino volvió entonces a la primera hoja, y se sumergió otra
vez en aquel manantial de revelaciones indeseables que habrían podido cambiarle
la vida, aun a su edad, si hubiera logrado convencerse a sí mismo de que no
eran los delirios de un desahuciado.
El humor del cielo había empezado a descomponerse
desde muy temprano, y estaba nublado y fresco, pero no había riesgos de lluvia
antes del mediodía. Tratando de encontrar un camino más corto, el cochero se
metió por los vericuetos empedrados de la ciudad colonial, y tuvo que pararse
muchas veces para que el caballo no se espantara con el desorden de los
colegios y las congregaciones religiosas que regresaban de la liturgia de
Pentecostés. Había guirnaldas de papel en las calles, músicas y flores, y
muchachas con sombrillas de colores y volantes de muselina que veían pasar la
fiesta desde los balcones. En la Plaza de la Catedral, donde apenas se
distinguía la estatua de El Libertador entre las palmeras africanas y las
nuevas farolas de globos, había un embotellamiento de automóviles por la salida
de misa y no quedaba un lugar disponible en el venerable y ruidoso Café de la
Parroquia. El único coche de caballos era el del doctor Urbino, y se distinguía
de los muy escasos que iban quedando en la ciudad, porque mantuvo siempre el
brillo de la capota de charol y tenía los herrajes de bronce para que no se los
comiera el salitre, y las ruedas y las varas pintadas de rojo con ribetes
dorados, como en las noches de gala de la ópera de Viena. Además, mientras las
familias más remilgadas se conformaban con que sus cocheros tuvieran la camisa
limpia, él seguía exigiéndole al suyo la librea de terciopelo mustio y la
chistera de domador de circo, que además de ser anacrónicas se tenían como una
falta de misericordia en la canícula del Caribe.
A
pesar de su amor casi maniático por la ciudad, y de conocerla mejor que nadie,
el doctor Juvenal Urbino había tenido muy pocas veces un motivo como el de
aquel domingo para aventurarse sin reticencias en el fragor del antiguo barrio de
los esclavos. El cochero tuvo que dar muchas vueltas y preguntar varias veces
para encontrar la dirección. El doctor Urbino reconoció de cerca la pesadumbre
de las ciénagas, su silencio fatídico, sus ventosidades de ahogado que tantas
madrugadas de insomnio subían hasta su dormitorio revueltas con la fragancia de
los jazmines del patio, y que él sentía pasar como un viento de ayer que nada
tenía que ver con su vida. Pero aquella pestilencia tantas veces idealizada por
la nostalgia se convirtió en una realidad insoportable cuando el coche empezó a
dar saltos por el lodazal de las calles donde los gallinazos se disputaban los
desperdicios del matadero arrastrados por el mar de leva. A diferencia de la
ciudad virreinal, cuyas casas eran de mampostería, allí estaban hechas de
maderas descoloridas y techos de cinc, y la mayoría se asentaban sobre pilotes
para que no se metieran las crecientes de los albañales abiertos heredados de
los españoles. Todo tenía un aspecto miserable y desamparado, pero de las cantinas
sórdidas salía el trueno de música de la parranda sin Dios ni ley del
Pentecostés de los pobres. Cuando por fin encontraron la dirección, el coche
iba perseguido por pandillas de niños desnudos que se burlaban de los atavíos
teatrales del cochero, y éste tenía que espantarlos con la fusta. El doctor
Urbino, preparado para una visita confidencial, comprendió demasiado tarde que
no había candidez más peligrosa que la de su edad.
El
exterior de la casa sin número no tenía nada que la distinguiera de las menos
felices, salvo la ventana con cortinas de encajes y un portón desmontado de
alguna iglesia antigua. El cochero hizo sonar la aldaba, y sólo cuando comprobó
que era la dirección correcta ayudó al médico a descender del coche. El portón
se había abierto sin ruido, y en la penumbra interior estaba una mujer madura,
vestida de negro absoluto y con una rosa roja en la oreja. A pesar de sus años,
que no eran menos de cuarenta, seguía siendo una mulata altiva, con los ojos
dorados y crueles, y el cabello ajustado a la forma del cráneo como un casco de
algodón de hierro. El doctor Urbino no la reconoció, aunque la había visto
varias veces entre las nebulosas de las partidas de ajedrez en la oficina del
fotógrafo, y en alguna ocasión le había recetado unas papeletas de quinina para
las fiebres tercianas. Le tendió la mano, y ella se la tomó entre las suyas,
menos para saludarlo que para ayudarlo a entrar. La sala tenía el clima y el
murmullo invisible de una floresta, y estaba atiborrada de muebles y objetos
primorosos, cada uno en su sitio natural. El doctor Urbino se acordó sin
amargura de la botica de un anticuario de París, un lunes de otoño del siglo
anterior, en el número 26 de la calle de Montmartre. La mujer se sentó frente a
él y le habló en un castellano difícil.
-Esta
es su casa, doctor -dijo-. No lo esperaba tan pronto.
12 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera
El doctor Urbino se sintió delatado. Se fijó en
ella con el corazón, se fijó en su luto intenso, en la dignidad de su congoja,
y entonces comprendió que aquella era una visita inútil, porque ella sabía más
que él de todo cuanto estaba dicho y justificado en la carta póstuma de
Jeremiah de SaintAmour. Así era. Ella lo había acompañado hasta muy pocas horas
antes de la muerte, como lo había acompañado durante casi veinte años con una
devoción y una ternura sumisa que se parecían demasiado al amor, y sin que nadie
lo supiera en esta soñolienta capital de provincia donde eran de dominio
público hasta los secretos de estado. Se habían conocido en un hospital de
caminantes de Port-au-Prince, donde ella había nacido y donde él había pasado
sus primeros tiempos de fugitivo, y lo siguió hasta aquí un año después para
una visita breve, aunque ambos sabían sin ponerse de acuerdo que venía a
quedarse para siempre. Ella se ocupaba de mantener la limpieza y el orden del
laboratorio una vez por semana, pero ni los vecinos peor pensados confundieron
las apariencias con la verdad, porque suponían como todo el mundo que la
invalidez de Jeremiah. de Saint-Amour no era sólo para caminar. El mismo doctor
Urbino lo suponía por razones médicas bien fundadas, y nunca habría creído que
tuviera una mujer si él mismo no se lo hubiera revelado en la carta. De todos
modos le costaba trabajo entender que dos adultos libres y sin pasado, al
margen de los prejuicios de una sociedad ensimismada, hubieran elegido el azar
de los amores prohibidos. Ella se lo explicó: “Era su gusto”. Además, la
clandestinidad compartida con un hombre que nunca fue suyo por completo, y en
la que más de una vez conocieron la explosión instantánea de la felicidad, no
le pareció una condición indeseable. Al contrario: la vida le había demostrado
que tal vez fuera ejemplar.
La
noche anterior habían ido al cine, cada uno por su cuenta y en asientos
separados, como iban por lo menos dos veces al mes desde que el inmigrante
italiano don Galileo Daconte instaló un salón a cielo abierto en las ruinas de
un convento del siglo xvii. Vieron una película basada en un libro que había
estado de moda el año anterior, y que el doctor Urbino había leído con el
corazón desolado por la barbarie de la guerra: Sin novedad en el frente. Se
reunieron luego en el laboratorio, y ella lo encontró disperso y nostálgico, y
pensó que era por las escenas brutales de los heridos moribundos en el fango.
Tratando de distraerlo lo invitó a jugar al ajedrez, y él había aceptado por
complacerla, pero jugaba sin atención, con las piezas blancas, por supuesto,
hasta que descubrió antes que ella que iba a ser derrotado en cuatro jugadas
más, y se rindió sin honor. El médico comprendió entonces que el contendor de
la partida final había sido ella y no el general Jerónimo Argote, como él lo
había supuesto. Murmuró asombrado:
-¡Era
una partida maestra!
Ella
insistió en que el mérito no era suyo, sino que Jeremiah de Saint-Amour,
extraviado ya por las brumas de la muerte, movía las piezas sin amor. Cuando
interrumpió la partida, como a las once y cuarto, pues ya se había acabado la
música de los bailes públicos, él le pidió que lo dejara solo. Quería escribir
una carta al doctor Juvenal Urbino, a quien consideraba el hombre más
respetable que había conocido, y además un amigo del alma, como le gustaba
decir, a pesar de que la única afinidad de ambos era el vicio del ajedrez
entendido como un diálogo de la razón y no como una ciencia. Entonces ella supo
que Jeremiah de Saint-Amour había llegado al término de la agonía, y que no le
quedaba más tiempo de vida que el necesario para escribir la carta. El médico
no podía creerlo.
-¡De
modo que usted lo sabía! -exclamó.
No
sólo lo sabía, confirmó ella, sino que lo había ayudado a sobrellevar la agonía
con el mismo amor con que lo había ayudado a descubrir la dicha. Porque eso
habían sido sus últimos once meses: una cruel agonía.
-Su
deber era denunciarlo -dijo el médico.
-Yo
no podía hacerle eso -dijo ella, escandalizada-: lo quería demasiado.
El
doctor Urbino, que creía haberlo oído todo, no había oído nunca nada igual, y
dicho de un modo tan simple. La miró de frente con los cinco sentidos para
fijarla en su memoria
como era en aquel instante: parecía un ídolo fluvial, impávida dentro del vestido
negro, con los ojos de culebra y la rosa en la oreja. Mucho tiempo atrás, en
una playa solitaria de Haití donde ambos yacían desnudos después del amor,
Jeremiah de Saint-Amour había suspirado de pronto: “Nunca seré viejo”. Ella lo
interpretó como un propósito heroico de luchar sin cuartel contra los estragos
del tiempo, pero él fue más explícito: tenía la determinación irrevocable de
quitarse la vida a los sesenta años.
Los
había cumplido, en efecto, el 23 de enero de ese año, y entonces había fijado
como plazo último la víspera de Pentecostés, que era la fiesta mayor de la
ciudad consagrada al culto del Espíritu Santo. No había ningún detalle de la
noche anterior que ella no hubiera conocido de antemano, y hablaban de eso con
frecuencia, padeciendo juntos el torrente irreparable de los días que ya ni él
ni ella podían detener. Jeremiah de Saint-Amour amaba la vida con una pasión
sin sentido, amaba el mar y el amor, amaba a su perro y a ella, y a medida que
la fecha se acercaba había ido sucumbiendo a la desesperación, como si su
muerte no hubiera sido una resolución propia sino un destino inexorable.
-Anoche,
cuando lo dejé solo, ya no era de este mundo -dijo ella.
Había
querido llevarse el perro, pero él lo contempló adormilado junto a las muletas
y lo acarició con la punta de los dedos. Dijo: “Lo siento, pero Mister Woodrow
Wilson se va conmigo”. Le pidió a ella que lo amarrara en la pata del catre
mientras él escribía, y ella lo hizo con un nudo falso para que pudiera
soltarse. Aquel había sido su único acto de deslealtad, y estaba justificado
por el deseo de seguir recordando al amo en los ojos invernales de su perro.
Pero el doctor Urbino la interrumpió para contarle que el perro no se había
soltado. Ella dijo: “Entonces fue porque no quiso”. Y se alegró, porque
prefería seguir evocando al amante muerto como él se lo había pedido la noche
anterior, cuando interrumpió la carta que ya había comenzado y la miró por
última vez.
-Recuérdame
con una rosa -le dijo.
Había
llegado a su casa poco después de la medianoche. Se tendió a fumar en la cama,
vestida, encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro para dar tiempo a
que él terminara la carta que ella sabía larga y difícil, y poco antes de las
tres, cuando empezaron a aullar los perros, puso en el fogón el agua para el
café, se vistió de luto cerrado y cortó en el patio la primera rosa de la
madrugada. El doctor Urbino se había dado cuenta desde hacía rato de cuánto iba
a repudiar el recuerdo de aquella mujer irredímible, y creía conocer el motivo:
sólo una persona sin principios podía ser tan complaciente con el dolor.
Ella
le dio más argumentos hasta el final de la visita. No iría al entierro, pues
así se lo había prometido al amante, aunque el doctor Urbino creyó entender lo
contrario en un párrafo de la carta. No iba a derramar una lágrima, no iba a
malgastar el resto de sus años cocinándose a fuego lento en el caldo de larvas
de la memoria, no iba a sepultarse en vida a coser su mortaja dentro de estas
cuatro paredes como era tan bien visto que lo hicieran las viudas nativas.
Pensaba vender la casa de Jeremiah de Saint-Amour, que desde ahora era suya con
todo lo que tenía dentro según estaba dispuesto en la carta, y seguiría
viviendo como siempre y sin quejarse de nada en este moridero de pobres donde
había sido feliz.
Aquella
frase persiguió al doctor Juvenal Urbino en el camino de regreso a su casa:
“Este moridero de pobres”. No era una calificación gratuita. Pues la ciudad, la
suya, seguía siendo igual al margen del tiempo: la misma ciudad ardiente y
árida de sus terrores nocturnos y los placeres solitarios de la pubertad, donde
se oxidaban las flores y se corrompía la sal, y a la cual no le había ocurrido
nada en cuatro siglos, salvo el envejecer despacio entre laureles marchitos y
ciénagas podridas. En invierno, unos aguaceros instantáneos y arrasadores
desbordaban las letrinas y convertían las calles en lodazales nauseabundos. En
verano, un polvo invisible, áspero como de tiza al rojo vivo, se metía hasta
por los resquicios más protegidos de la imaginación, alborotado por unos
vientos locos que desentechaban casas y se llevaban a los niños por los aires.
Los sábados, la pobrería mulata abandonaba en tumulto los ranchos de cartones y
latón de
las
orillas de las ciénagas, con sus animales domésticos y sus trastos de comer y
beber, y se tomaban en un asalto de júbilo las playas pedregosas del sector
colonial. Algunos, entre los más viejos, llevaban hasta hacía pocos años la
marca real de los esclavos, impresa con hierros candentes en el pecho. Durante
el fin de semana bailaban sin demencia, se emborrachaban a muerte con alcoholes
de alambiques caseros, hacían amores libres entre los matorrales de icaco, y a
la media noche del domingo desbarataban sus propios fandangos con trifulcas
sangrientas de todos contra todos. Era la misma muchedumbre impetuosa que el
resto de la semana se infiltraba en las plazas y callejuelas de los barrios
antiguos, con ventorrillos de cuanto fuera posible comprar y vender, y le
infundían a la ciudad muerta un frenesí de feria humana olorosa a pescado
frito: una vida nueva.
La
independencia del dominio español, y luego la abolición de la esclavitud,
precipitaron el estado de decadencia honorable en que nació y creció el doctor
Juvenal Urbino. Las grandes familias de antaño se hundían en silencio dentro de
sus alcázares desguarnecidos. En los vericuetos de las calles adoquinadas que
tan eficaces habían sido en sorpresas de guerras y desembarcos de bucaneros, la
maleza se descolgaba por los balcones y abría grietas en los muros de cal y
canto aun en las mansiones mejor tenidas, y la única señal viva a las dos de la
tarde eran los lánguidos ejercicios de piano en la penumbra de la siesta.
Adentro, en los frescos dormitorios saturados de incienso, las mujeres se
guardaban del sol como de un contagio indigno, y aun en las misas de madrugada
se tapaban la cara con la mantilla. Sus amores eran lentos y difíciles,
perturbados a menudo por presagios siniestros, y la vida les parecía
interminable. Al anochecer, en el instante opresivo del tránsito, se alzaba de
las ciénagas una tormenta de zancudos carniceros, y una tierna vaharada de
mierda humana, cálida y triste, revolvía en el fondo del alma la certidumbre de
la muerte.
Pues
la vida propia de la ciudad colonial, que el joven Juvenal Urbino solía
idealizar en sus melancolías de París, era entonces una ilusión de la memoria.
Su comercio había sido el más próspero del Caribe en el siglo xvui, sobre todo
por el privilegio ingrato de ser el más grande mercado de esclavos africanos en
las Américas. Fue además la residencia habitual de los virreyes del Nuevo Reino
de Granada, que preferían gobernar desde aquí, frente al océano del mundo, y no
en la capital distante y helada cuya llovizna de siglos les trastornaba el
sentido de la realidad. Varias veces al año se concentraban en la bahía las flotas
de galeones cargados con los caudales de Potosí, de Quito, de Veracruz, y la
ciudad vivía entonces los que fueron sus años de gloria. El viernes 8 de junio
de 1708 a las cuatro de la tarde, el galeón San José que acababa de zarpar para
Cádiz con un cargamento de piedras y metales preciosos por medio millón de
millones de pesos de la época, fue hundido por una escuadra inglesa frente a la
entrada del puerto, y dos siglos largos después no había sido aún rescatado.
Aquella fortuna yacente en fondos de corales, con el cadáver del comandante
flotando de medio lado en el puesto de mando, solía ser evocada por los
historiadores como el emblema de la ciudad ahogada en los recuerdos.
Al
otro lado de la bahía, en el barrio residencial de La Manga, la casa del doctor
Juvenal Urbino estaba en otro tiempo. Era grande y fresca, de una sola planta,
y con un pórtico de columnas dóricas en la terraza exterior, desde la cual se
dominaba el estanque de miasmas y escombros de naufragios de la bahía. El piso
estaba cubierto de baldosas ajedrezadas, blancas y negras, desde la puerta de
entrada hasta la cocina, y esto se había atribuido más de una vez a la pasión
dominante del doctor Urbino, sin recordar que era una debilidad común de los
maestros de obra catalanes que construyeron a principios de este siglo aquel
barrio de ricos recientes. La sala era amplia, de cielos muy altos como toda la
casa, con seis ventanas de cuerpo entero sobre la calle, y estaba separada del
comedor por una puerta vidriera, enorme e historiada, con ramazones de vides y
racimos y doncellas seducidas por caramillos de faunos en una floresta de
bronce. Los muebles de recibo, hasta el reloj de péndulo de la sala que tenía
la presencia de un centinela vivo, eran todos originales ingleses de fines del
siglo xix, y las lámparas colgadas eran de lágrimas de cristal de roca, y había
por todas partes jarrones y floreros de Sévres y estatuillas de idilios paganos
en alabastro. Pero aquella coherencia europea se acababa
en
el resto de la casa, donde las butacas de mimbre se confundían con mecedores
vieneses y taburetes de cuero de artesanía local. En los dormitorios, además de
las camas, había espléndidas hamacas de San jacinto con el nombre del dueño
bordado en letras góticas con hilos de seda y flecos de colores en las orillas.
El espacio concebido en sus orígenes para las cenas de gala, a un lado del
comedor, fue aprovechado para una pequeña sala de música donde se daban
conciertos íntimos cuando venían intérpretes notables. Las baldosas habían sido
cubiertas con las alfombras turcas compradas en la Exposición Universal de
París para mejorar el silencio del ámbito, había una ortofónica de modelo
reciente junto a un estante con discos bien ordenados, y en un rincón, cubierto
con un mantón de Manila, estaba el piano que el doctor Urbino no había vuelto a
tocar en muchos años. En toda la casa se notaba el juicio y el recelo de una
mujer con los pies bien plantados sobre la tierra.
Sin
embargo, ningún otro lugar revelaba la solemnidad meticulosa de la biblioteca,
que fue el santuario del doctor Urbino antes que se lo llevara la vejez. Allí,
alrededor del escritorio de nogal de su padre, y de las poltronas de cuero
capitonado, hizo cubrir los muros y hasta las ventanas con anaqueles vidriados,
y colocó en un orden casi demente tres mil libros idénticos empastados en piel
de becerro y con sus iniciales doradas en el lomo. Al contrario de las otras
estancias, que estaban a merced de los estropicios y los malos alientos del
puerto, la biblioteca tuvo siempre el sigilo y el olor de una abadía. Nacidos y
criados bajo la superstición caribe de abrir puertas y ventanas para convocar
una fresca que no existía en la realidad, el doctor Urbino y su esposa se
sintieron al principio con el corazón oprimido por el encierro. Pero terminaron
por convencerse de las bondades del método romano contra el calor, que
consistía en mantener las casas cerradas en el sopor de agosto para que no se
metiera el aire ardiente de la calle, y abrirlas por completo para los vientos
de la noche. La suya fue desde entonces la más fresca en el sol bravo de La
Manga, y era una dicha hacer la siesta en la penumbra de los dormitorios, y
sentarse por la tarde en el pórtico a ver pasar los cargueros de Nueva Orleans,
pesados y cenicientos, y los buques fluviales de rueda de madera con las luces
encendidas al atardecer, que iban purificando con un reguero de músicas el
muladar estancado de la bahía. Era también la mejor protegida de diciembre a
marzo, cuando los alisios del norte desbarataban los tejados, y se pasaban la
noche dando vueltas como lobos hambrientos alrededor de la casa en busca de un
resquicio para meterse. Nadie pensó nunca que el matrimonio afincado sobre
aquellos cimientos pudiera tener algún motivo para no ser feliz.
En
todo caso, el doctor Urbino no lo era aquella mañana, cuando volvió a su casa
antes de las diez, trastornado por las dos visitas que no sólo le habían hecho
perder la misa de Pentecostés, sino que amenazaban con volverlo distinto a una
edad en que ya todo parecía consumado. Quería dormir una siesta de perro
mientras llegaba la hora del almuerzo de gala del doctor Lácides Olivella, pero
encontró la servidumbre alborotada, tratando de coger el loro que había volado
hasta la rama más alta del palo de mango cuando lo sacaron de la jaula para
cortarle las alas. Era un loro desplumado y maniático, que no hablaba cuando se
lo pedían sino en las ocasiones menos pensadas, pero entonces lo hacía con una
claridad y un uso de razón que no eran muy comunes en los seres humanos. Había
sido amaestrado por el doctor Urbino en persona, y eso le había valido
privilegios que nadie tuvo nunca en la familia, ni siquiera los hijos cuando
eran niños.
Estaba
en la casa desde hacía más de veinte años, y nadie supo cuántos había vivido
antes. Todas las tardes después de la siesta, el doctor Urbino se sentaba con
él en la terraza del patio, que era el lugar más fresco de la casa, y había
apelado a los recursos más arduos de su pasión pedagógica, hasta que el loro aprendió
a hablar el francés como un académico. Después, por puro vicio de la virtud, le
enseñó el acompañamiento de la misa en latín y algunos trozos escogidos del
Evangelio según San Mateo, y trató sin fortuna de inculcarle una noción
mecánica de las cuatro operaciones aritméticas. En uno de sus últimos viajes a
Europa trajo el primer fonógrafo de bocina con muchos discos de moda y de sus
compositores clásicos favoritos. Día tras día, una vez y otra vez durante
varios meses, le hacía oír al loro las canciones de Yvette Gilbert y Aristide
Bruan, que
16 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera
habían
hecho las delicias de Francia en el siglo pasado, hasta que las aprendió de
memoria. Las cantaba con voz de mujer, si eran las de ella, y con voz de tenor,
si eran de él, y terminaba con unas carcajadas libertinas que eran el espejo
magistral de las que soltaban las sirvientas cuando lo oían cantar en francés.
La fama de sus gracias había llegado tan lejos, que a veces pedían permiso para
verlo algunos visitantes distinguidos que venían del interior en los buques
fluviales, y en una ocasión trataron de comprarlo a cualquier precio unos
turistas ingleses de los muchos que pasaban por aquella época en los barcos
bananeros de Nueva Orleans. Sin embargo, el día de su gloria mayor fue cuando
el Presidente de la República, don Marco Fidel Suárez, con los ministros de su
gabinete en pleno, vinieron a la casa a comprobar la verdad de su fama.
Llegaron como a las tres de la tarde, sofocados por las chisteras y las levitas
de paño que no se habían quitado en tres días de visita oficial bajo el cielo
incandescente de agosto, y tuvieron que irse tan intrigados como vinieron,
porque el loro se negó a decir ni este pico es mío durante dos horas de
desesperación, a pesar de las súplicas y las amenazas y la vergüenza pública
del doctor Urbino, que se había empecinado en aquella invitación temeraria
contra las advertencias sabias de su esposa.
El
hecho de que el loro hubiera mantenido sus privilegios después de ese desplante
histórico había sido la prueba final de su fuero sagrado. Ningún otro animal
estaba permitido en la casa, salvo la tortuga de tierra, que había vuelto a
aparecer en la cocina después de tres o cuatro años en que se la creyó perdida
para siempre. Pero ésta no se tenía como un ser vivo, sino más bien como un
amuleto mineral para la buena suerte, del que nunca se sabía a ciencia cierta
por dónde andaba. El doctor Urbino se resistía a admitir que odiaba a los
animales, y lo disimulaba con toda clase de fábulas científicas y pretextos
filosóficos que convencían a muchos, pero no a su esposa. Decía que quienes los
amaban en exceso eran capaces de las peores crueldades con los seres humanos.
Decía que los perros no eran fieles sino serviles, que los gatos eran
oportunistas y traidores, que los pavorreales eran heraldos de muerte, que las
guacamayas no eran más que estorbos ornamentales, que los conejos fomentaban la
codicia, que los micos contagiaban la fiebre de la lujuria, y que los gallos
estaban malditos porque se habían prestado para que a Cristo lo negaran tres
veces.
En
cambio Fermina Daza, su esposa, que entonces tenía setenta y dos años y había
perdido ya la andadura de venada de otros tiempos, era una idólatra irracional
de las flores ecuatoriales y los animales domésticos, y al principio del
matrimonio se había aprovechado de la novedad del amor para tener en la casa
muchos más de los que aconsejaba el buen juicio. Los primeros fueron tres
dálmatas con nombres de emperadores romanos que se despedazaron entre sí por
los favores de una hembra que hizo honor a su nombre de Mesalina, pues más
demoraba en parir nueve cachorros que en concebir otros diez. Después fueron
los gatos abisinios con perfil de águila y modales faraónicos, los siameses
bizcos, los persas palaciegos de ojos anaranjados, que se paseaban por las
alcobas como sombras fantasmales y alborotaban las noches con los alaridos de
sus aquelarres de amor. Durante algunos años, encadenado por la cintura en el
mango del patio, hubo un mico amazónico que suscitaba una cierta compasión
porque tenía el semblante atribulado del arzobispo Obdulio y Rey, y el mismo
candor de sus ojos y la elocuencia de sus manos, pero no fue por eso que
Fermina Daza se deshizo de él, sino por su mala costumbre de complacerse en
honor de las señoras.
Había
toda clase de pájaros de Guatemala en las jaulas de los corredores, y
alcaravanes premonitorios y garzas de ciénaga de largas patas amarillas, y un
ciervo juvenil que se asomaba por las ventanas por comerse los anturios de los
floreros. Poco antes de la última guerra civil, cuando se habló por primera vez
de una posible visita del Papa, habían traído de Guatemala un ave del paraíso
que más tardó en venir que en volver a su tierra, cuando se supo que el anuncio
del viaje pontificio había sido un infundio del gobierno para asustar a los
liberales confabulados. Otra vez compraron en los veleros de los
contrabandistas de Curazao una jaula de alambre con seis cuervos perfumados,
iguales a los que Fermina Daza había tenido de niña en la casa paterna, y que quería
seguir teniendo de casada. Pero nadie pudo soportar los aleteos continuos que
saturaban la casa con sus efluvios de coronas de muertos. También llevaron una anaconda
de cuatro metros, cuyos suspiros de cazadora insomne perturbaban la oscuridad
de los dormitorios, aunque lograron con ella lo que querían, que era espantar
con su aliento mortal a los murciélagos y las salamandras, y a las numerosas
especies de insectos dañinos que invadían la casa en los meses de lluvia. Al
doctor Juvenal Urbino, tan solicitado entonces por sus obligaciones
profesionales, y tan absorto en sus promociones cívicas y culturales, le
bastaba con suponer que, en medio de tantas criaturas abominables, su mujer no
era sólo la más hermosa en el ámbito del Caribe, sino también la más feliz.
Pero una tarde de lluvias, al término de una jornada agotadora, encontró en la
casa un desastre que lo puso en la realidad. Desde la sala de visitas hasta
donde alcanzaba la vista, había un reguero de animales muertos flotando en una
ciénaga de sangre. Las sirvientas, trepadas en las sillas sin saber qué hacer,
no acababan de reponerse del pánico de la matanza.
El
caso fue que uno de los mastines alemanes, enloquecido por un ataque súbito de
mal de rabia, había despedazado a cuanto animal de cualquier clase encontró en
su camino, hasta que el jardinero de la casa vecina tuvo el valor de
enfrentarlo y lo despedazó a machetazos. No se sabía a cuántos había mordido, o
contaminado con sus espumarajos verdes, así que el doctor Urbino ordenó matar a
los sobrevivientes e incinerar los cuerpos en un campo apartado, y pidió a los
servicios del Hospital de la Misericordia una desinfección a fondo de la casa. El
único que se salvó, porque nadie se acordó de él, fue el morrocoyo macho de la
buena suerte.
Fermina
Daza le dio la razón a su marido por primera vez en algún asunto doméstico y se
cuidó de no hablar más de animales por mucho tiempo. Se consolaba con las
láminas de colores de la Historia Natural de Linneo, que hizo enmarcar y colgar
en las paredes de la sala, y tal vez hubiera terminado por perder las
esperanzas de ver otra vez un animal en la casa, de no haber sido porque una
madrugada los ladrones forzaron una ventana del baño y se llevaron el servicio
de plata heredado de cinco generaciones. El doctor Urbino puso candados dobles
en las argollas de las ventanas, aseguró las puertas por dentro con trancas de
hierro, guardó las cosas de más valor en la caja de caudales, y adquirió la
tardía costumbre de guerra de dormir con el revólver debajo de la almohada.
Pero se opuso a la compra de un perro bravo, vacunado o no, suelto o
encadenado, aunque los ladrones los dejaran en cueros.
-En
esta casa no entrará nada que no hable -dijo.
Lo
dijo para poner término a las argucias de su mujer, empecinada otra vez en
comprar un perro, y sin imaginar siquiera que aquella generalización apresurada
había de costarle la vida. Fermina Daza, cuyo carácter cerrero se había ido
matizando con los años, agarró al vuelo la ligereza de lengua del marido: meses
después del robo volvió a los veleros de Curazao y compró un loro real de
Paramaribo que sólo sabía decir blasfemias de marineros, pero que las decía con
una voz tan humana que bien valía su precio excesivo de doce centavos.
Era
de los buenos, más liviano de lo que parecía, y con la cabeza amarilla y la
lengua negra, único modo de distinguirlo de los loros mangleros que no
aprendían a hablar ni con supositorios de trementina. El doctor Urbino, buen
perdedor, se inclinó ante el ingenio de su esposa, y él mismo se sorprendió de
la gracia que le hacían los progresos ¡el loro alborotado por las sirvientas.
En las tardes te lluvia, cuando se le desataba la lengua por la alegría de las
plumas ensopadas, decía frases de otros tiempos que no había podido aprender en
la casa, y que permitían pensar que era también más viejo de lo que parecía. La
última reticencia del médico se desmoronó una noche en que los ladrones
trataron de meterse otra vez por una claraboya de la azotea, y el loro los
espantó con unos ladridos de mastín que no habrían sido tan verosímiles si
hubieran sido reales, y gritando rateros rateros rateros, dos gracias
salvadoras que no había aprendido en la casa. Fue entonces cuando el doctor
Urbino se hizo cargo de él, y mandó a construir debajo del mango una percha con
un recipiente para el agua y otro para el guineo maduro, y además un trapecio
para hacer maromas. De diciembre a marzo, cuando las noches se enfriaban y la
intemperie se volvía invivible por las brisas del norte, lo llevaban a dormir
en las alcobas dentro de una jaula tapada con una manta, a pesar
18 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera
de
que el doctor Urbino sospechaba que su muermo crónico podía ser peligroso para
la buena respiración de los humanos. Durante muchos años le cortaban las plumas
de las alas y lo dejaban suelto, caminando a gusto con su andar cascorvo de
jinete viejo. Pero un día se puso a hacer gracias de acróbata en los travesaños
de la cocina y se cayó en la olla del san cocho en medio de su propia algarabía
naval de sálvese quien pueda, y con tan buena fortuna que la cocinera alcanzó a
sacarlo con el cucharón, escaldado y sin plumas, pero todavía vivo. Desde en~
tonces lo dejaron en la jaula incluso durante el día, contra la creencia vulgar
de que los loros enjaulados olvidan lo aprendido, y sólo lo sacaban con la
fresca de las cuatro para las clases del doctor Urbino en la terraza del patio.
Nadie advirtió a tiempo que tenía las alas demasiado largas, y aquella mañana
se disponían a cortárselas cuando escapó hasta el cogollo del mango.
No
habían logrado alcanzarlo en tres horas. Las sirvientas, ayudadas por otras del
vecindario, habían recurrido a toda suerte de engaños para hacerlo bajar, pero
él continuaba empecinado en su sitio, gritando muerto de risa viva el partido
liberal, viva el partido liberal carajo, un grito temerario que les había
costado la vida a más de cuatro borrachitos felices. El doctor Urbino apenas
alcanzaba a distinguirlo entre las frondas, y trató de convencerlo en español y
francés, y aun en latín, y el loro le contestaba en los mismos idiomas y con el
mismo énfasis y el mismo timbre de voz, pero no se movió del cogollo.
Convencido de que nadie iba a conseguirlo por las buenas, el doctor Urbino
ordenó que pidieran ayuda a los bomberos, que eran su juguete cívico más
reciente.
Hasta
hacía poco, en efecto, los incendios eran apagados por voluntarios con
escaleras de albañiles y baldes de agua acarreados de donde se pudiera, y era
tal el desorden de sus métodos, que éstos causaban a veces más estragos que los
incendios. Pero desde el año anterior, gracias a una colecta promovida por la
Sociedad de Mejoras Públicas, de la cual Juvenal Urbino era vresidente
honorario, había un cuerpo de bomberos profesional y un camión cisterna con
sirena y campana, y dos mangueras de alta presión. Estaban de moda, hasta el
punto de que en las escuelas se suspendían las clases cuando se oían las
campanas de las iglesias tocando a rebato, para que los niños fueran a verlos
combatir el fuego. Al principio era lo único que hacían. Pero el doctor Urbino
les contó a las autoridades municipales que en Hamburgo había visto a los bomberos
resucitar a un niño que encontraron congelado en un sótano después de una
nevada de tres días. También los había visto en una callejuela de Nápoles,
bajando un muerto dentro del ataúd desde el balcón de un décimo piso, pues las
escaleras del edificio eran tan torcidas que la familia no había logrado
sacarlo a la calle. Fue así como los bomberos locales aprendieron a prestar
otros servicios de emergencia, como forzar cerraduras o matar culebras
venenosas, y la Escuela de Medicina les impartió un curso especial de primeros
auxilios en accidentes menores. De modo que no era un despropósito pedirles el
favor de que bajaran del árbol a un loro distinguido con tantos méritos como un
caballero. El doctor Urbino dijo: “Díganles que es de parte mía”. Y se fue al
dormitorio a vestirse para el almuerzo de gala. La verdad era que en ese
momento, abrumado por la carta de Jeremiah de SaintAmour, la suerte del loro lo
tenía sin cuidado.
Fermina
Daza se había puesto un camisero de seda, amplio y suelto, con el talle en las
caderas, se había puesto un collar de perlas legítimas con seis vueltas largas
y desiguales, y unos zapatos de raso con tacones altos que sólo usaba en
ocasiones muy solemnes, pues ya los años no le daban para tantos abusos. Aquel
atuendo de moda no parecía adecuado para una abuela venerable, pero le iba muy
bien a su cuerpo de huesos largos, todavía delgado y recto, a sus manos
elásticas sin un solo lunar de vejez, a su cabello de acero azul, cortado en
diagonal a la altura de la mejilla. Lo único que le quedaba entonces de su
retrato de bodas eran los ojos de almendras diáfanas y la altivez de nación,
pero lo que le faltaba por la edad le alcanzaba por el carácter y le sobraba
por la diligencia. Se sentía bien: lejos iban quedando los siglos de los corsés
de hierro, las cinturas restringidas, las ancas alzadas con artificios de
trapo. Los cuerpos liberados, respirando a gusto, se mostraban como eran. Aun a
los setenta y dos años.
El doctor Urbino la encontró sentada frente al
tocador, bajo las aspas lentas del ventilador eléctrico, poniéndose el sombrero
de campana con un adorno de violetas de fieltro. El dormitorio era amplio y
radiante, con una cama inglesa protegida por un mosquitero de punto rosado, y
dos ventanas abiertas hacia los árboles del patio por donde se metía el
estruendo de las chicharras aturdidas por presagios de lluvia. Desde el regreso
del viaje de bodas, Fermina Daza escogía la ropa de su marido de acuerdo con el
tiempo y la ocasión, y la ponía en orden sobre una silla desde la noche
anterior para que la encontrara lista cuando saliera del baño. No recordaba
desde cuándo empezó también a ayudarlo a vestirse, y por último a vestirlo, y
era consciente de que al principio lo había hecho por amor, pero desde unos
cinco años atrás tenía que hacerlo de todas maneras porque él no podía vestirse
por sí solo. Acababan de celebrar las bodas de oro matrimoniales, y no sabían
vivir ni un instante el uno sin el otro, o sin pensar el uno en el otro, y lo
sabían cada vez menos a medida que se recrudecía la vejez. Ni él ni ella podían
decir si esa servidumbre recíproca se fundaba en el amor o en la comodidad,
pero nunca se lo habían preguntado con la mano en el corazón, porque ambos
preferían desde siempre ignorar la respuesta. Ella había ido descubriendo poco
a poco la incertidumbre de los pasos de su marido, sus trastornos de humor, las
fisuras de su memoria, su costumbre reciente de sollozar dormido, pero no los
identificó como los signos inequívocos del óxido final, sino como una vuelta
feliz a la infancia. Por eso no lo trataba como a un anciano difícil sino como
a un niño senil, y aquel engaño fue providencial para ambos porque los puso a
salvo de la compasión.
Otra
cosa bien distinta habría sido la vida para ambos, de haber sabido a tiempo que
era más fácil sortear las grandes catástrofes matrimoniales que las miserias
minúsculas de cada día. Pero si algo habían aprendido juntos era que la
sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada. Fermina Daza había soportado
de mal corazón, durante años, los amaneceres jubilosos del marido. Se aferraba
a sus últimos hilos de sueño para no enfrentarse al fatalismo de una nueva
mañana de presagios siniestros, mientras él despertaba con la inocencia de un
recién nacido: cada nuevo día era un día más que se ganaba. Lo oía despertar
con los gallos, y su primera señal de vida era una tos sin son ni ton que
parecía a propósito para que también ella despertara. Lo oía rezongar, sólo por
inquietarla, mientras buscaba a tientas las pantuflas que debían de estar junto
a la cama. Lo oía abrirse paso hasta el baño tantaleando en la oscuridad. Al
cabo de una hora en el estudio, cuando ella se había dormido de nuevo, lo oía
regresar a vestirse todavía sin encender la luz. Alguna vez, en un juego de
salón, le preguntaron cómo se definía a sí mismo, y él había dicho: “Soy un
hombre que se viste en las tinieblas”. Ella lo oía a sabiendas de que ninguno
de aquellos ruidos era indispensable, y que él los hacía a propósito fingiendo
lo contrario, así como ella estaba despierta fingiendo no estarlo. Los motivos
de él eran ciertos: nunca la necesitaba tanto, viva y lúcida, como en esos
minutos de zozobra.
No
había nadie más elegante que ella para dormir, con un escorzo de danza y una
mano sobre la frente, pero tampoco había nadie más feroz cuando le perturbaban
la sensualidad de creerse dormida cuando ya no lo estaba. El doctor Urbino
sabía que ella permanecía pendiente del menor ruido que él hiciera, y que
inclusive se lo habría agradecido, para tener a quien echarle la culpa de
despertarla a las cinco del amanecer. Tanto era así, que en las pocas ocasiones
en que tenía que tantear en las tinieblas porque no encontraba las pantuflas en
el lugar de siempre, ella decía de pronto con voz de entresueños: “Las dejaste
anoche en el baño”. Enseguida, con la voz despierta de rabia, maldecía:
-La
peor desgracia de esta casa es que no se puede dormir.
Entonces
se volteaba en la cama, encendía la luz sin la menor clemencia consigo misma,
feliz con su primera victoria del día. En el fondo era un juego de ambos,
mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres
peligrosos del amor domesticado. Pero fue por uno de esos juegos triviales que
los primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse
porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño.
20
Empezó
con la simplicidad de rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al
dormitorio, en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a
vestirse sin encender la luz. Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio
estado fetal, los ojos cerrados, la respiración tenue, y ese brazo de danza
sagrada sobre la cabeza. Pero estaba a medio sueño, como siempre, y él lo
sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de linos en la oscuridad, el
doctor Urbino habló consigo mismo:
-Hace
como una semana que me estoy bañando sin jabón -dijo.
Entonces
ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo,
porque en efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la
falta tres días antes, cuando ya estaba debajo de la regadera y pensó reponerlo
después, pero después lo olvidó hasta el día siguiente. Al tercer día le había
ocurrido lo mismo. En realidad no había transcurrido una semana, como él decía
para agravarle la culpa, pero sí tres días imperdonables, y la furia de
sentirse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio. Como siempre, se
defendió atacando:
Pues yo
me he bañado todos estos días -gritó fuera de sí- y siempre ha habido
jabón.
Aunque
él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue
a vivir con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del
Hospital de la Misericordia, y sólo aparecía en la casa para cambiarse de ropa
al atardecer antes de las consultas a domicilio. Ella se iba para la cocina
cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí permanecía hasta
sentir en la calle los pasos de los caballos del coche. Cada vez que trataron
de resolver la discordia en los tres meses siguientes, lo único que lograron
fue atizarla. Él no estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no
había jabón en el baño, y ella no estaba dispuesta a recibirlo mientras él no
reconociera haber mentido a conciencia para atormentarla.
El
incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros
pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos
revolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas
nuevas, y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos
años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores. Él
llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión abierta, con el señor
arzobispo si era preciso, para que fuera Dios quien decidiera como árbitro
final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan
buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico:
-¡A
la mierda el señor arzobispo!
El
improperio estremeció los cimientos de la ciudad, dio origen a consejas que no
fue fácil desmentir, y quedó incorporado al habla popular con aires de
zarzuela: “¡A la mierda el señor arzobispo!”. Consciente de que había rebasado
la línea, ella se anticipó a la reacción que esperaba del esposo, y lo amenazó
con mudarse sola a la antigua casa de su padre, que todavía era suya, aunque
estaba alquilada para oficinas públicas. No era una bravata: quería irse de
veras, sin importarle el escándalo social, y el marido se dio cuenta a tiempo.
Él no tuvo valor para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el sentido de
admitir que había jabón en el baño, pues habría sido un agravio a la verdad,
sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero en cuartos separados, y
sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta destreza
que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que
éstos se dieran cuenta de que no se hablaban.
Como
en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos
matinales, porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y
tomaba precauciones reales para no despertar a la esposa. Muchas veces
coincidían y se turnaban para cepillarse los dientes antes de dormir. Al cabo
de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial mientras ella salía
del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido. Ella se acostó a su lado
con bastante descuido para que despertara y se fuera. Él despertó a medias, en
efecto, pero en vez de levantarse apagó la
veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por el hombro para
recordarle que debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien otra vez en la
cama de plumas de los bisabuelos, que prefirió capitular:
-Déjame
aquí -dijo-. Sí había jabón.
Cuando
recordaban este episodio, ya en el recodo de la vejez, ni él ni ella podían
creer la verdad asombrosa de que aquel altercado fue el más grave de medio
siglo de vida en común, y el único que les inspiró a ambos el deseo de
claudicar, y empezar la vida de otro modo. Aun cuando ya eran viejos y
apacibles se cuidaban de evocarlo, porque las heridas apenas cicatrizadas
volvían a sangrar como si fueran de ayer.
Él
fue el primer hombre al que Fermina Daza oyó orinar. Lo oyó la noche de bodas
en el camarote del barco que los llevaba a Francia, mientras estaba postrada
por el mareo, y el ruido de su manantial de caballo le pareció tan potente e
investido de tanta autoridad, que aumentó su terror por los estragos que temía.
Aquel recuerdo volvía con frecuencia a su memoria, a medida que los años iban
debilitando el manantial, porque nunca pudo resignarse a que él dejara mojado
el borde de la taza cada vez que la usaba. El doctor Urbino trataba de
convencerla, con argumentos fáciles de entender por quien quisiera entenderlos,
de que aquel accidente no se repetía a diario por descuido suyo, como ella
insistía, sino por una razón orgánica: su manantial de joven era tan definido y
directo, que en el colegio había ganado torneos de puntería para llenar
botellas, pero con los usos de la edad no sólo fue decayendo, sino que se hizo
oblicuo, se ramificaba, y se volvió por fin una fuente de fantasía imposible de
dirigir, a pesar de los muchos esfuerzos que él hacía por enderezarlo. Decía:
“El inodoro tuvo que ser inventado por alguien que no sabía nada de hombres”.
Contribuía a la paz doméstica con un acto cotidiano que era más de humillación
que de humildad: secaba con papel higiénico los bordes de la taza cada vez que
la usaba. Ella lo sabía, pero nunca decía nada mientras no eran demasiado
evidentes los vapores amoniacales dentro del baño, y entonces los proclamaba
como el descubrimiento de un crimen: “Esto apesta a criadero de conejos”. En
vísperas de la vejez, el mismo estorbo del cuerpo le inspiró al doctor Urbino la
solución final: orinaba sentado, como ella, lo cual dejaba la taza limpia, y
además lo dejaba a él en estado de gracia.
Ya
para entonces se bastaba muy mal de sí mismo, y un resbalón en el baño que pudo
ser fatal lo puso en guardia contra la ducha. La casa, con ser de las modernas,
carecía de la bañera de peltre con patas de león que era de uso ordinario en
las man-siones de la ciudad antigua. Él la había hecho quitar con un argumento
higiénico: la bañera era una de las tantas porquerías de los europeos, que sólo
se bañaban el último viernes de cada mes, y lo hacían además dentro del caldo
ensuciado por la misma suciedad que pretendían quitarse del cuerpo. De modo que
mandaron a hacer una batea grande sobre medidas, de guayacán macizo, donde
Fermina Daza bañaba al esposo con el mismo ritual de los hijos recién nacidos.
El baño se prolongaba más de una hora, con aguas terciadas en las que habían
hervido hojas de malva y cáscaras de naranjas, y tenía para él un efecto tan
sedante que a veces se quedaba dormido dentro de la infusión perfumada. Después
de bañarlo, Fermina Daza lo ayudaba a vestirse, le echaba polvos de talco entre
las piernas, le untaba manteca de cacao en las escaldaduras, le ponía los
calzoncillos con tanto amor como si fueran un pañal, y seguía vistiéndolo pieza
por pieza, desde las medias hasta el nudo de la corbata con el prendedor de
topacio. Los amaneceres conyugales se apaciguaron, porque él volvió a asumir la
niñez que le habían quitado sus hijos. Ella, por su parte, terminó en consonancia
con el horario familiar, porque también para ella pasaban los años: dormía cada
vez menos, y antes de cumplir los setenta despertaba primero que el esposo.
El
domingo de Pentecostés, cuando levantó la manta para ver el cadáver de
Jeremiah. de SaintAmour, el doctor Urbino tuvo la revelación de algo que le
había sido negado hasta entonces en sus navegaciones más lúcidas de médico y de
creyente. Fue como si después de tantos años de familiaridad con la muerte,
después de tanto combatirla y manosearla por el derecho y el revés, aquella
hubiera sido la primera vez en que se atrevió a mirarla a la cara, y también
ella lo estaba mirando. No era el miedo de
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la
muerte. No: el miedo estaba dentro de él desde hacía muchos años, convivía con
él, era otra sombra sobre su sombra, desde una noche en que despertó turbado
por un mal sueño y tomó conciencia de que la muerte no era sólo una
probabilidad permanente, como lo había sentido siempre, sino una realidad
inmediata. En cambio, lo que había visto aquel día era la presencia física de
algo que hasta entonces no había pasado de ser una certidumbre de la
imaginación. Se alegró de que el instrumento de la Divina Providencia para
aquella revelación sobrecogedora hubiera sido Jeremiah. de Saint-Amour, a quien
siempre tuvo como un santo que ignoraba su propio estado de gracia. Pero cuando
la carta le reveló su identidad verdadera, su pasado siniestro, su inconcebible
poder de artificio, sintió que algo definitivo y sin regreso había ocurrido en
su vida.
Sin
embargo, Fermina Daza no se dejó contagiar por su humor sombrío. Él lo intentó,
desde luego, mientras ella lo ayudaba a meter las piernas en los pantalones y
le cerraba la larga botonadura de la camisa. Pero no lo consiguió, porque
Fermina Daza no era fácil de impresionar, y menos con la muerte de un hombre
que no amaba. Sabía apenas que Jeremiah. de Saint-Amour era un inválido de
muletas a quien nunca había visto, que había escapado a un pelotón de
fusilamiento en alguna de las tantas insurrecciones de alguna de las tantas
islas de las Antillas, que se había hecho fotógrafo de niños por necesidad y
llegó a ser el más solicitado de la provincia, y que le había ganado una partida
de ajedrez a alguien que ella recordaba como Torremolinos pero que en realidad
se llamaba Capablanca.
-Pues
no era más que un prófugo de Cayena condenado a cadena perpetua por un crimen
atroz -dijo el doctor Urbino-. Imagínate que hasta había comido carne humana.
Le
dio la carta cuyos secretos quería llevarse a la tumba, pero ella guardó los
pliegos doblados en el tocador, sin leerlos, y cerró la gaveta con llave.
Estaba acostumbrada a la insondable capacidad de asombro de su esposo, a sus
juicios excesivos que se volvían más enrevesados con los años, a una estrechez
de criterio que no se compadecía con su imagen pública. Pero aquella vez había
rebasado sus propios límites. Ella suponía que su esposo no apreciaba a
Jeremiah de Saint-Amour por lo que había sido antes, sino por lo que empezó a
ser desde que llegó sin más prendas encima que su mochila de exiliado, y no
podía entender por qué lo consternaba de aquel modo la revelación tardía de su
identidad. No comprendía por qué le parecía abominable que hubiera tenido una
mujer escondida si ese era un hábito atávico de los hombres de su clase,
incluido él en un momento ingrato, y además le parecía una desgarradora prueba
de amor que ella lo hubiera ayudado a consumar su decisión de morir. Dijo: “Si
tú también decidieras hacerlo por razones tan serias como las que él tenía, mi
deber sería hacer lo mismo que ella”. El doctor Urbino se encontró una vez más
en la encrucijada de incomprensión simple que lo había exasperado durante medio
siglo.
-No entiendes nada -dijo-.
Lo que me indigna no es lo que fue ni lo que hizo, sino el engaño en que nos
mantuvo a todos durante tantos años.
Sus
ojos empezaron a anegarse de lágrimas fáciles, pero ella fingió ignorarlo.
-Hizo
bien -replicó-. Si hubiera dicho la verdad, ni tú ni esa pobre mujer, ni nadie
en este pueblo lo hubiera querido tanto como lo quisieron.
Le
abrochó el reloj de leontina en el ojal del chaleco. Le remató el nudo de la
corbata y le puso el prendedor de topacio. Luego le secó las lágrimas y le
limpió la barba llorada con el pañuelo húmedo de Agua Florida, y se lo puso en
el bolsillo del pecho con las puntas abiertas como una magnolia. Las once
campanadas del reloj de péndulo resonaron en el estanque de la casa.
-Apúrate
-dijo ella, llevándolo del brazo-. Vamos a llegar tarde.
Aminta
Dechamps, esposa del doctor Lácides Olivella, y sus siete hijas a cuál más
diligente, lo habían previsto todo para que el almuerzo de las bodas de plata
fuera el acontecimiento social del año. La residencia familiar en pleno centro
histórico era la antigua Casa de la Moneda, desnaturalizada por un arquitecto
florentino que pasó por aquí
como un mal viento de renovación y convirtió en basílicas de Venecia a más de
cuatro reliquias del siglo xvii. Tenía seis dormitorios y dos salones para
comer y recibir, amplios y bien ventilados, pero no lo bastante para los
invitados de la ciudad, además de los muy selectos que vendrían de fuera. El
patio era igual al claustro de una abadía, con una fuente de piedra que cantaba
en el centro y canteros de heliotropos que perfumaban la casa al atardecer,
pero el espacio de las arcadas no era suficiente para tantos apellidos tan
grandes. Así que decidieron hacer el almuerzo en la quinta campestre de la
familia, a diez minutos en automóvil por el camino real, que tenía una fanegada
de patio y enormes laureles de la India y nenúfares criollos en un río de aguas
mansas. Los hombres del Mesón de don Sancho, dirigidos por la señora de
Olivella, pusieron toldos de lona de colores en los espacios sin sombra, y
armaron bajo los laureles un rectángulo con mesitas para ciento veintidós
cubiertos, con manteles de lino para todos y ramos de rosas del día en la mesa
de honor. Construyeron también una tarima para una banda de instrumentos de
viento con un programa restringido de contradanzas y valses nacionales, y para
un cuarteto de cuerda de la escuela de Bellas Artes, que era una sorpresa de la
señora Olivella para el maestro venerable de su marido, que había de presidir
el almuerzo. Aunque la fecha no correspondía en rigor con el aniversario de la
graduación, escogieron el domingo de Pentecostés para magnificar el sentido de
la fiesta.
Los
preparativos habían empezado tres meses antes, por temor de que algo
indispensable se quedara sin hacer por falta de tiempo. Hicieron traer las
gallinas vivas de la Ciénaga de Oro, famosas en todo el litoral no sólo por su
tamaño y su delicia, sino porque en los tiempos de la Colonia picoteaban en
tierras de aluvión, y les encontraban en la molleja piedrecitas de oro puro. La
señora de Olivella en persona, acompañada por algunas de sus hijas y de la
gente de su servicio, subía a bordo de los transatlánticos de lujo a escoger lo
mejor de todas partes para honrar los méritos del esposo. Todo lo había
previsto, salvo que la fiesta era un domingo de junio en un año de lluvias
tardías. Cayó en la cuenta de semejante riesgo en la mañana del mismo día,
cuando salió para la misa mayor y se asustó con la humedad del aire, y vio que
el cielo estaba denso y bajo y no se alcanzaba a ver el horizonte del mar. A
pesar de esos signos aciagos, el director del observatorio astronómico, con quien
se encontró en la misa, le recordó que en la muy azarosa historia de la ciudad,
aun en los inviernos más crueles, no había llovido nunca el día de Pentecostés.
Sin embargo, al toque de las doce, cuando ya muchos de los invitados tomaban
los aperitivos al aire libre, el estampido de un trueno solitario hizo temblar
la tierra, y un viento de mala mar desbarató las mesas y se llevó los toldos
por el aire, y el cielo se desplomó en un aguacero de desastre.
El
doctor Juvenal Urbino alcanzó a llegar a duras penas en el desorden de la
tormenta, junto con los últimos invitados que encontró en el camino, y quería
ir como ellos desde los coches hasta la casa saltando por las piedras a través
del patio enchumbado, pero terminó por aceptar la humillación de que los hombres
de Don Sancho lo llevaran en brazos bajo un palio de lonas amarillas. Las mesas
separadas habían sido dispuestas de nuevo como mejor se pudo en el interior de
la casa, hasta en los dormitorios, y los invitados no hacían ningún esfuerzo
por disimular su humor de naufragio. Hacía un calor de caldera de barco, pues
habían tenido que cerrar las ventanas para impedir que se metiera la lluvia
sesgada por el viento. En el patio, cada lugar de la mesa tenía una tarjeta con
el nombre del invitado, y estaba previsto un lado para los hombres y otro para
las mujeres, como era la costumbre. Pero las tarjetas con los nombres se
confundieron dentro de la casa, y cada quien se sentó como pudo, en una
promiscuidad de fuerza mayor que al menos por una vez contrarió nuestras
supersticiones sociales. En medio del cataclismo, Aminta de Olivella parecía
estar en todas partes al mismo tiempo, con el cabello empapado y el vestido
espléndido salpicado de fango, pero sobrellevaba la desgracia con la sonrisa
invencible que había aprendido de su esposo para no darle gusto a la
adversidad. Con la ayuda de las hijas, forjadas en la misma fragua, logró hasta
donde fue posible preservar los lugares de la mesa de honor, con el doctor
Juvenal Urbino en el centro y el arzobispo Obdulio y Rey a su derecha. Fermina
Daza se sentó junto al esposo, como solía hacerlo, por temor de que se quedara
dormido durante el almuerzo o se derramara la sopa en la solapa. El puesto de
enfrente
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lo
ocupó el doctor Lácides Olivella, un cincuentón con aires femeninos, muy bien
conservado, cuyo espíritu festivo no tenía ninguna relación con sus
diagnósticos certeros. El resto de la mesa quedó completo con las autoridades
provinciales y municipales, y la reina de la belleza del año anterior, que el
gobernador llevó del brazo para sentarla a su lado. Aunque no era costumbre
exigir en las invitaciones un atuendo especial, y menos para un almuerzo
campestre, las mujeres llevaban traje de noche con aderezos de piedras
preciosas, y la mayoría de los hombres estaban vestidos de oscuro con corbata
negra, y algunos con levitas de paño. Sólo los de mucho mundo, y entre ellos el
doctor Urbino, llevaban sus trajes cotidianos. En cada puesto había una copia
del menú, impreso en francés y con viñetas doradas.
La
señora de Olivella, asustada por los estragos del calor, recorrió la casa
suplicando que se quitaran las chaquetas para almorzar, pero nadie se atrevió a
dar el ejemplo. El arzobispo le hizo notar al doctor Urbino que aquel era en
cierto modo un almuerzo histórico: allí estaban por primera vez juntos en una
misma mesa, cicatrizadas las heridas y disipados los rencores, los dos bandos
de las guerras civiles que habían ensangrentado al país desde la independencia.
Este pensamiento coincidía con el entusiasmo de los liberales, sobre todo los
jóvenes, que habían logrado elegir un presidente de su partido después de
cuarenta y cinco años de hegemonía conservadora. El doctor Urbino no estaba de
acuerdo: un presidente liberal no le parecía ni más ni menos que un presidente
conservador, sólo que peor vestido. Sin embargo, no quiso contrariar al
arzobispo. Aunque le habría gustado señalarle que nadie estaba en aquel
almuerzo por lo que pensaba sino por los méritos de su alcurnia, y ésta había
estado siempre por encima de los azares de la política y los horrores de la
guerra. Visto así, en efecto, no faltaba nadie.
El
aguacero cesó de pronto como había empezado, y el sol se encendió de inmediato
en el cielo sin nubes, pero la borrasca había sido tan violenta que arrancó de
raíz algunos árboles, y el remanso desbordado convirtió el patio en un pantano.
El desastre mayor había sido en la cocina. Varios fogones de leña habían sido
armados con ladrillos en la parte de atrás de la casa, al aire libre, y apenas
sí habían tenido tiempo los cocineros de poner los calderos a salvo de la
lluvia. Perdieron un tiempo de urgencia achicando la cocina inundada e improvisando
nuevos fogones en la galería posterior. Pero a la una de la tarde estaba
resuelta la emergencia, y sólo faltaba el postre encomendado a las monjas de
Santa Clara, que se habían comprometido a mandarlo antes de las once. Se temía
que el arroyo del camino real se hubiera salido de madre, como ocurría en
inviernos menos severos, y en ese caso no sería posible contar con el postre
antes de dos horas. Tan pronto como escampó abrieron las ventanas, y la casa se
refrescó con el aire purificado por el azufre de la tormenta. Luego ordenaron
que la banda ejecutara el programa de valses en la terraza del pórtico, pero
sólo sirvió para aumentar la ansiedad, porque la resonancia de los cobres
dentro de la casa obligaba a conversar a gritos. Cansada de esperar, sonriendo
al borde de las lágrimas, Aminta de Olivella dio la orden de servir el
almuerzo.
El
grupo de la escuela de Bellas Artes inició el concierto, en medio de un
silencio formal que alcanzó para los compases iniciales de La Chasse de Mozart.
A pesar de las voces cada vez más altas y confusas, y del estorbo de los
criados negros de Don Sancho que apenas si cabían por entre las mesas con las
fuentes humeantes, el doctor Urbino logró mantener un canal abierto para la
música hasta el final del programa. Su poder de concentración disminuía año
tras año, hasta el punto de que debía anotar en un papel cada jugada de ajedrez
para saber por dónde iba. Sin embargo, todavía le era posible ocuparse de una
conversación seria sin perder el hilo de un concierto, aunque sin llegar a los
extremos magistrales de un director de orquesta alemán, grande amigo suyo en
sus tiempos de Austria, que leía la partitura de Don Giovanni mientras
escuchaba Tannhaüser.
La
segunda pieza del programa, que fue La Muerte y la Doncella, de Schubert, le
pareció ejecutada con un dramatismo fácil. Mientras la escuchaba a duras penas,
a través del ruido nuevo de los cubiertos en los platos, mantenía la vista fija
en un muchacho
de rostro sonrosado que lo saludó con una inclinación de cabeza. Lo había visto
en alguna parte, sin duda, pero no recordaba dónde. Le ocurría con frecuencia,
sobre todo con los nombres de las personas, aun de las más conocidas, o con una
melodía de otros tiempos, y esto le provocaba una angustia tan espantosa, que
una noche hubiera preferido morir que soportarla hasta el amanecer. Estaba a
punto de llegar a ese estado cuando un fogonazo caritativo le alumbró la
memoria: el muchacho había sido alumno suyo el año anterior. Se sorprendió de
verlo allí, en el reino de los elegidos, pero el doctor Olivella le recordó que
era el hijo del Ministro de Higiene, que había venido a preparar una tesis de
medicina forense. El doctor Juvenal Urbino le hizo un saludo alegre con la
mano, y el joven médico se puso de pie y le respondió con una reverencia. Pero
ni entonces ni nunca cayó en la cuenta de que era el practicante que había
estado con él esa mañana en la casa de Jeremiah de Saint-Amour.
Aliviado
por una victoria más sobre la vejez, se abandonó al lirismo diáfano y fluido de
la última pieza del programa, que no pudo identificar. Más tarde, el joven
chelista del conjunto, que acababa de regresar de Francia, le dijo que era el
cuarteto para cuerdas de Gabriel Fauré, a quien el doctor Urbino no había oído
nombrar siquiera a pesar de que siempre estuvo muy alerta a las novedades de
Europa. Pendiente de él, como siempre, pero sobre todo cuando lo veía
ensimismado en público, Fermina Daza dejó de comer y puso su mano terrestre
sobre la suya. Le dijo: “Ya no pienses más en eso”. El doctor Urbino le sonrió
desde la otra orilla del éxtasis, y fue entonces cuando volvió a pensar en lo
que ella temía. Se acordó de Jeremiah. de SaintAmour, expuesto a esa hora
dentro del ataúd con su falso uniforme de guerrero y sus condecoraciones de
utilería, bajo la mirada acusadora de los niños de los retratos. Se volvió
hacia el arzobispo para darle la noticia del suicidio, pero ya la conocía. Se
había hablado mucho de eso después de la misa mayor, e inclusive había recibido
una solicitud del coronel Jerónimo Argote, en nombre de los refugiados del
Caribe, para que fuera sepultado en tierra consagrada. Dijo: “La solicitud
misma me pareció una falta de respeto”. Luego, en un tono más humano, preguntó
si se conocía la causa del suicidio. El doctor Urbino le contestó con una
palabra correcta que creyó haber inventado en ese instante: gerontofobia. El doctor
Olivella, pendiente de sus invitados más próximos, los desatendió un instante
para terciar en el diálogo de su maestro. Dijo: “Es una lástima encontrarse
todavía con un suicidio que no sea por amor”. El doctor Urbino no se sorprendió
de reconocer sus propios pensamientos en los del discípulo predilecto.
-Y
peor aún -dijo-: fue con cianuro de oro.
Al
decirlo sintió que la compasión había vuelto a prevalecer sobre la amargura de
la carta, y no se lo agradeció a su mujer sino a un milagro de la música.
Entonces le habló al arzobispo del santo laico que él había conocido en sus
lentos atardeceres de ajedrez, le habló de la consagración de su arte a la
felicidad de los niños, de su rara erudición sobre todas las cosas del mundo,
de sus hábitos espartanos, y él mismo se sorprendió de la limpieza de alma con
que había logrado separarlo de pronto y por completo de su pasado. Le habló
luego al alcalde de la conveniencia de comprar el archivo de placas fotográficas
para conservar las imágenes de una generación que acaso no volviera a ser feliz
fuera de sus retratos, y en cuyas manos estaba el porvenir de la ciudad. El
arzobispo se había escandalizado de que un católico militante y culto se
hubiera atrevido a pensar en la santidad de un suicida, pero estuvo de acuerdo
con la iniciativa de archivar los negativos. El alcalde quiso saber a quién
había que comprárselos. El doctor Urbino se quemó la lengua con la brasa del
secreto, pero logró soportarlo sin delatar a la heredera clandestina de los
archivos. Dijo: “Yo me encargo de eso”. Y se sintió redimido por su propia
lealtad con la mujer que había repudiado cinco horas antes. Fermina Daza lo
notó, y le hizo prometer en voz baja que asistiría al entierro. Por supuesto
que lo haría, dijo él, aliviado, ni más faltaba.
Los
discursos fueron breves y fáciles. La banda de vientos inició un aire
populachero, no previsto en el programa, y los invitados se paseaban por las
terrazas en espera de que los hombres del Mesón de don Sancho acabaran de
desaguar el patio, por si alguien se animaba a bailar. Los únicos que
permanecían en la sala eran los invitados
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de
la mesa de honor, celebrando que el doctor Urbino se había tomado de un golpe,
en el brindis final, una media copita de brandy. Nadie recordaba que lo hubiera
hecho antes, salvo con una copa de vino de gran clase para acompañar un plato
muy especial, pero el corazón se lo había pedido aquella tarde, y su debilidad
estaba bien recompensada: otra vez, al cabo de tantos y tantos años, tenía
ganas de cantar. Lo hubiera hecho, sin duda, a instancias del joven chelista
que se ofreció para acompañarlo, de no haber sido porque un automóvil de los
nuevos atravesó de pronto el lodazal del patio, salpicando a los músicos y
alborotando a los patos en los corrales con su corneta de pato, y se detuvo
frente al pórtico de la casa. El doctor Marco Aurelio Urbino Daza y su esposa
descendieron muertos de risa, llevando en cada mano una bandeja cubierta con
paños de encaje. Otras bandejas iguales estaban en los asientos suplementarios,
y hasta en el piso junto al chofer. Era el postre tardío. Cuando cesaron los
aplausos y las rechiflas de burlas cordiales, el doctor Urbino Daza explicó en
serio que las clarisas le habían pedido el favor de llevar el postre desde
antes de la tormenta, pero se había devuelto del camino real porque alguien le
dijo que se estaba incendiando la casa de sus padres. El doctor Juvenal Urbino
alcanzó a asustarse sin esperar a que el hijo terminara el relato. Pero su
esposa le recordó a tiempo que él mismo había ordenado llamar a los bomberos
para que cogieran el loro. Aminta de Olivella, radiante, decidió servir el postre
en las terrazas, aun después del café. Pero el doctor Juvenal Urbino y su
esposa se fueron sin probarlo, porque apenas había tiempo para que él hiciera
su siesta sagrada antes del entierro.
La
hizo, pero breve y mal, porque de regreso a casa encontró que los bomberos
habían causado estragos casi tan graves como los del fuego. Tratando de asustar
al loro habían desplumado un árbol con las mangueras de presión, y un chorro
mal dirigido semetió por las ventanas del dormitorio principal y causó daños
irreparables en los muebles y los retratos de abuelos ignotos colgados en las
paredes. Los vecinos habían acudido cuando oyeron la carrpana del camión de
bomberos, creyendo que era un incendio, y si no ocurrieron trastornos peores
fue porque los colegios estaban cerrados en domingo.
Cuando
se dieron cuenta de que no alcanzarían al loro ni con las escaleras añadidas,
los bomberos habían empezado a destrozar las ramas a machetazos, y sólo la
aparición oportuna del doctor Urbino Daza impidió que lo mutilaran hasta el
tronco. Habían dejado dicho que volverían después de las cinco por si los
autorizaban a podarlo, y de paso embarraron la terraza interior y la sala, y
desgarraron una alfombra turca que era la preferida de Fermina Daza. Desastres
inútiles, además, porque la impresión general era que el loro había aprovechado
el desorden para escapar por los patios vecinos. En efecto, el doctor Urbino
estuvo buscándolo entre las frondas, pero no tuvo respuesta en ningún idioma,
ni con silbidos y canciones, así que lo dio por perdido y se fue a dormir casi
a las tres. Antes disfrutó del placer instantáneo de la fragancia de jardín
secreto de su orina purificada por los espárragos tibios.
Lo
despertó la tristeza. No la que había sentido en la mañana ante el cadáver del
amigo, sino la niebla invisible que le saturaba el alma después de la siesta, y
que él interpretaba como una notificación divina de que estaba viviendo sus
últimos atardeceres. Hasta los cincuenta años no había sido consciente del
tamaño y el peso y el estado de sus vísceras. Poco a poco, mientras yacía con
los ojos cerrados después de la siesta diaria, había ido sintiéndolas dentro,
una a una, sintiendo hasta la forma de su corazón insomne, su hígado
misterioso, su páncreas hermético, y había ido descubriendo que hasta las
personas más viejas eran menores que él, y que había terminado por ser el único
sobreviviente de los legendarios retratos de grupo de su generación. Cuando se
dio cuenta de sus primeros olvidos, apeló a un recurso que le había oído a uno
de sus maestros en la Escuela de Medicina:
“El
que no tiene memoria se hace una de papel” Sin embargo, fue una ilusión
efímera, pues había llegado al extremo de olvidar lo que querían decil las notas
recordatorias que se metía en los bolsillos recorría la casa buscando los
lentes que tenía puestos, volvía a darle vueltas a la llave después de haber
cerrado las puertas, y perdía el hilo de la lectura porque olvidaba las
premisas de los argumentos o la filiación de los personajes.
Pero lo que más le inquietaba era la desconfianza que tenía en su propia razón:
poco a poco, en un naufragio ineluctable, sentía que iba perdiendo el sentido
de la justicia.
Por
pura experiencia, aunque sin fundamento científico, el doctor Juvenal Urbino
sabía que la mayoría de las enfermedades mortales tenían un olor propio, pero
ninguno era tan específico como el de la vejez. Lo percibía en los cadáveres
abiertos en canal en la mesa de disección, lo reconocía hasta en los pacientes
que mejor disimulaban la edad, y en el sudor de su propia ropa y en la
respiración inerme de su esposa dormida. De no ser lo que era en esencia, un
cristiano a la antigua, tal vez hubiera estado de acuerdo con Jeremiah de
Saint-Amour en que la vejez era un estado indecente que debía impedirse a
tiempo. El único consuelo, aun para alguien como él que había sido un buen
hombre de cama, era la extinción lenta y piadosa del apetito venéreo: la paz
sexual. A los ochenta y un años tenía bastante lucidez para darse cuenta de que
estaba prendido a este mundo por unas hilachas tenues que podían romperse sin
dolor con un simple cambio de posición durante el sueño, y si hacía lo posible
para mantenerlas era por el terror de no encontrar a Dios en la oscuridad de la
muerte.
Fermina
Daza se había ocupado de restablecer el dormitorio destruido por los bomberos,
y un poco antes de las cuatro le hizo llevar al esposo el vaso diario de
limonada con hielo picado, y le recordó que debía vestirse para ir al entierro.
El doctor Urbino tenía esa tarde dos libros al alcance de la mano: La Incógnita
del Hombre, de Alexis Carrell, y La Historia de San Michele, de Axe1 Munthe.
Este último no estaba todavía abierto, y le pidió a Digna Pardo, la cocinera,
que le llevara el cortapapeles de marfil que había olvidado en el dormitorio.
Pero cuando se lo llevaron ya estaba leyendo La Incógnita del Hombre en la
página marcada con el sobre de una carta: le faltaban muy pocas para
terminarlo. Leyó despacio, abriéndose camino a través de los meandros de una
punta de dolor de cabeza que atribuyó a la media copita de brandy del brindis
final. En las pausas de la lectura tomaba un sorbo de limonada, o se demoraba
ronzando un pedazo de hielo. Tenía las medias puestas, la camisa sin el cuello
postizo y los tirantes elásticos de rayas verdes colgando a los lados de la
cintura, y le molestaba la sola idea de tener que cambiarse para el entierro.
Muy pronto dejó de leer, puso el libro sobre el otro, y empezó a balancearse
muy despacio en el mecedor de mimbre, contemplando a través de la pesadumbre
las matas de guineo en el pantano del patio, el mango desplumado, las hormigas
voladoras de después de la lluvia, el esplendor efímero de otra tarde de menos
que se iba para siempre. Había olvidado que una vez tuvo un loro de Paramaribo
al que quería como a un ser humano, cuando lo oyó de pronto: “Lorito real”. Lo
oyó muy cerca, casi a su lado, y enseguida lo vio en la rama más baja del
mango.
-Sinvergüenza
-le gritó.
El loro replicó con una voz idéntica: -Más
sinvergüenza serás tú, doctor.
Siguió
hablando con él sin perderlo de vista, mientras se puso los botines con mucho
cuidado para no espantarlo, y metió los brazos en los tirantes, y bajó al patio
todavía enlodado tanteando el suelo con el bastón para no tropezar con los tres
escalones de la terraza. El loro no se movió. Estaba tan bajo, que le puso el
bastón para que se parara en la empuñadura de plata, como era su costumbre,
pero el loro lo esquivó. Saltó a una rama contigua, un poco más alta pero de
acceso más fácil, donde estaba apoyada la escalera de la casa desde antes que
vinieran los bomberos. El doctor Urbino calculó la altura, y pensó que con
subir dos travesaños podía cogerlo. Subió el primero, cantando una canción de
cómplice para distraer la atención del animal arisco que repetía las palabras
sin la música, pero apartándose en la rama con pasos laterales. Subió el
segundo travesaño sin dificultad, agarrado de la escalera con ambas manos, y el
loro empezó a repetir la canción completa sin cambiar de lugar. Subió el tercer
travesaño, y el cuarto enseguida, pues había calculado mal la altura de la
rama, y entonces se aferró a la escalera con la mano izquierda y trató de coger
el loro con la
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derecha.
Digna Pardo, la vieja sirvienta que venía a advertirle que se le estaba
haciendo tarde para el entierro, vio de espaldas al hombre subido en la
escalera y no podía creer que fuera quien era de no haber sido por las rayas
verdes de los tirantes elásticos.
-¡Santísimo
Sacramento! -gritó-. ¡Se va a matar!
El
doctor Urbino agarró el loro por el cuello con un suspiro de triunfo: qa y est.
Pero lo soltó de inmediato, porque la escalera resbaló bajo sus pies y él se
quedó un instante suspendido en el aire, y entonces alcanzó a darse cuenta de
que se había muerto sin comunión, sin tiempo para arrepentirse de nada ni
despedirse de nadie, a las cuatro y siete minutos de la tarde del domingo de
Pentecostés.
Fermina
Daza estaba en la cocina probando la sopa para la cena, cuando oyó el grito de
horror de Digna Pardo y el alboroto de la servidumbre de la casa y enseguida el
del vecindario. Tiró la cuchara de probar y trató de correr como pudo con el
peso invencible de su edad, gritando como una loca sin saber todavía lo que
pasaba bajo las frondas del mango, y el corazón le saltó en astillas cuando vio
a su hombre tendido bocarriba en el lodo, ya muerto en vida, pero resistiéndose
todavía un último minuto al coletazo final de la muerte para que ella tuviera
tiempo de llegar. Alcanzó a reconocerla en el tumulto a través de las lágrimas
del dolor irrepetible de morirse sin ella, y la miró por última vez para
siempre jamás con los ojos más luminosos, más tristes y más agradecidos que
ella no le vio nunca en medio siglo de vida en común, y alcanzó a decirle con
el último aliento:
-Sólo
Dios sabe cuánto te quise.
Fue
una muerte memorable, y no sin razón. Apenas terminados sus estudios de
especialización en Francia, el doctor juvenal Urbino se dio a conocer en el
país por haber conjurado a tiempo, con métodos novedosos y drásticos, la última
epidemia de cólera morbo que padeció la provincia. La anterior, cuando él
estaba todavía en Europa, había causado la muerte a la cuarta parte de la
población urbana en menos de tres meses, inclusive a su padre, que fue también
un médico muy apreciado. Con el prestigio inmediato y una buena contribución
del patrimonio familiar fundó la Sociedad Médica, la primera y la única en las
provincias del Caribe durante muchos años, y fue su presidente vitalicio. Logró
la construcción del primer acueducto, del primer sistema de alcantarillas, y
del mercado público cubierto que permitió sanear el pudridero de la bahía de
las Ánimas. Fue además presidente de la Academia de la Lengua y de la Academia
de Historia. El patriarca latino de Jerusalem lo hizo caballero de la Orden del
Santo Sepulcro por sus servicios a la Iglesia, y el gobierno de Francia le
concedió la Legión de Honor en el grado de comendador. Fue un animador activo
de cuantas congregaciones confesionales y cívicas existieron en la ciudad, y en
especial de la junta Patriótica, formada por ciudadanos influyentes sin
intereses políticos, que presionaban a los gobiernos y al comercio local con
ocurrencias progresistas demasiado audaces para la época. Entre éstas, la más
memorable fue el ensayo de un globo aerostático que en el vuelo inaugural llevó
una carta hasta San Juan de la Ciénaga, mucho antes de que se pensara en el
correo aéreo como una posibilidad racional. También fue suya la idea del Centro
Artístico, que fundó la Escuela de Bellas Artes en la misma casa donde todavía
existe, y patrocinó durante muchos años los Juegos Florales de abril.
Sólo
él logró lo que había parecido imposible durante un siglo: la restauración del
Teatro de la Comedia, convertido en gallera y criadero de gallos desde la
Colonia. Fue la culminación de una campaña cívica espectacular que comprometió
a todos los sectores de la ciudad sin excepción, en una movilización
multitudinaria que muchos consideraron digna de mejor causa. Con todo, el nuevo
Teatro de la Comedia se inauguró cuando todavía no tenía sillas ni lámparas, y
los asistentes tenían que llevar en qué sentarse y con qué alumbrarse en los
intermedios. Se impuso la misma etiqueta de los grandes estrenos de Europa, que
las damas aprovechaban para lucir sus trajes largos y sus abrigos de pieles en
la canícula del Caribe, pero fue necesario autorizar también la entrada de los
criados para que llevaran las sillas y las lámparas, y cuantas cosas de comer
se creyeran necesarias para resistir los programas interminables, alguno de los cuales
se prolongó hasta la hora de la primera misa. La temporada se abrió con una
compañía francesa de ópera cuya novedad era un arpa en la orquesta, y cuya
gloria inolvidable era la voz inmaculada y el talento dramático de una soprano
turca que cantaba descalza y con anillos de pedrerías preciosas en los dedos de
los pies. A partir del primer acto apenas si se veía el escenario y los
cantantes perdieron la voz por el humo de las tantas lámparas de aceite de
corozo, pero los cronistas de la ciudad se cuidaron muy bien de borrar estos
obstáculos menudos y de magnificar los memorables. Fue sin duda la iniciativa
más contagiosa del doctor Ur~ bino, pues la fiebre de la ópera contaminó hasta
los sectores menos pensados de la ciudad, y dio origen a toda una generación de
Isoldas y Otelos, y Aidas y Sigfridos. Sin embargo, nunca se llegó a los
extremos que el doctor Urbino hubiera deseado, que era ver a italianizantes y
wagnerianos enfrentados a bastonazo limpio en los intermedios.
El
doctor Juvenal Urbino no aceptó nunca puestos oficiales, que le ofrecieron a
menudo y sin condiciones, y fue un crítico encarnizado de los médicos que se
valían de su prestigio profesional para escalar posiciones políticas. Aunque
siempre se le tuvo por liberal y solía votar en las elecciones por los
candidatos de ese partido, lo era más por tradición que por convicción, y fue
tal vez el último miembro de las grandes familias que se arrodillaba en la
calle cuando pasaba la carroza del arzobispo. Se definía a sí mismo como un
pacifista natural, partidario de la reconciliación definitiva entre liberales y
conservadores para bien de la patria. Sin embargo, su conducta pública era tan
autónoma que nadie lo tenía como suyo: los liberales lo consideraban un godo de
las cavernas, los conservadores decían que sólo le faltaba ser masón, y los
masones lo repudiaban como un clérigo emboscado al servicio de la Santa Sede.
Sus críticos menos sangrientos pensaban que no era más que un aristócrata
extasiado en las delicias de los juegos Florales, mientras la nación se
desangraba en una guerra civil inacabable.
Sólo
dos actos suyos no parecían acordes con esta imagen. El primero fue la mudanza
a una casa nueva en un barrio de ricos recientes, a cambio del antiguo palacio
del Marqués de Casalduero, que había sido la mansión familiar durante más de un
siglo. El otro fue el matrimonio con una belleza de pueblo, sin nombre ni
fortuna, de la cual se burlaban en secreto las señoras de apellidos largos
hasta que se convencieron a la fuerza de que les daba siete vueltas a todas por
su distinción y su carácter. El doctor Urbino tuvo siempre muy en cuenta esos y
muchos otros tropiezos de su imagen pública, y nadie era tan consciente como él
mismo de ser el último protagonista de un apellido en extinción. Sus hijos eran
dos cabos de raza sin ningun brillo. Marco Aurelio, el varón, médico como él y
como todos los primogénitos de cada generación, no había hecho nada notable, ni
siquiera un hijo, pasados los cincuenta años. Ofelia, la única hija, casada con
un buen empleado de banco de Nueva Orleans, había llegado al climaterio con
tres hijas y ningún varón. Sin embargo, a pesar de que le dolía la interrupción
de su sangre en el manantial de la historia, lo que más le preocupaba de la
muerte al doctor Urbino era la vida solitaria de Fermina Daza sin él.
En
todo caso, la tragedia fue una conmoción no sólo entre su gente, sino que
afectó por contagio al pueblo raso, que se asomó a las calles con la ilusión de
conocer aunque fuera el resplandor de la leyenda. Se proclamaron tres días de
duelo, se puso la bandera a media asta en los establecimientos públicos, y las
campanas de todas las iglesias doblaron sin pausas hasta que fue sellada la
cripta en el mausoleo familiar. Un grupo de la Escuela de Bellas Artes hizo una
mascarilla del cadáver que sirviera de molde para un busto de tamaño natural,
pero se desistió del proyecto porque a nadie le pareció digna la fidelidad con
que quedó plasmado el pavor del último instante. Un artista de renombre que
estaba aquí por casualidad de paso para Europa, pintó un lienzo gigantesco de
un realismo patético, en el que se veía al doctor Urbino subido en la escalera
y en el instante mortal en que extendió la mano para atrapar al loro. Lo único
que contrariaba la cruda verdad de su historia era que no llevaba en el cuadro
la camisa sin cuello y los tirantes de rayas verdes, sino el sombrero hongo y
la levita de paño negro de un grabado de prensa de los años del cólera. Este
cuadro se exhibió pocos
30 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera
meses
después de la tragedia, para que nadie se quedara sin verlo, en la vasta
galería de El Alambre de Oro, una tienda de artículos importados por donde
desfilaba la ciudad entera. Luego estuvo en las paredes de cuantas
instituciones públicas y privadas se creyeron en el deber de rendir tributo a
la memoria del patricio insigne, y por último fue colgado con un segundo
funeral en la Escuela de Bellas Artes, de donde lo sacaron muchos años después
los propios estudiantes de pintura para quemarlo en la Plaza de la Universidad
como símbolo de una estética y unos tiempos aborrecidos.
Desde
su primer instante de viuda se vio que Fermina Daza no estaba tan desvalida
como lo había temido el esposo. Fue inflexible en la determinación de no
permitir que se utilizara el cadáver en beneficio de ninguna causa, y lo fue
inclusive con el telegrama de honores del Presidente de la República, que
ordenaba exponerlo en cámara ardiente en la sala de actos de la gobernación
provincial. Con la misma serenidad se opuso a que fuera velado en la catedral,
como se lo pidió el arzobispo en persona, y sólo admitió que estuviera allí
durante la misa de cuerpo presente de los oficios fúnebres. Aun ante la
mediación de su hijo, aturdido por tantas solicitudes diversas, Fermina Daza se
mantuvo firme en su noción rural de que los muertos no pertenecen a nadie más
que a la familia, y que sería velado en casa con café cerrero y almojábanas, y
con la libertad de cada quien para llorarlo como quisiera. No habría el velorio
tradicional de nueve noches: las puertas se cerraron después del entierro y no
volvieron a abrirse sino para visitas íntimas.
La
casa quedó bajo el régimen de la muerte. Todo objeto de valor se había puesto a
buen recaudo, y en las paredes desnudas no quedaban sino las huellas de los
cuadros descolgados. Las sillas propias y las prestadas por los vecinos estaban
puestas contra las paredes desde la sala hasta los dormitorios, y los espacios
vacíos parecían inmensos y las voces tenían una resonancia espectral, porque
los muebles grandes habían sido apartados, salvo el piano de concierto que
yacía en su rincón bajo una sábana blanca. En el centro de la biblioteca, sobre
el escritorio de su padre, estaba tendido sin ataúd el que fuera Juvenal Urbino
de la Calle, con el último espanto petrificado en el rostro, y con la capa
negra y la espada de guerra de los caballeros del Santo Sepulcro. A su lado, de
luto íntegro, trémula pero muy dueña de sí, Fermina Daza recibió las
condolencias sin dramatismo, sin moverse apenas, hasta las once de la mañana
del día siguiente, cuando despidió al esposo desde el pórtico diciéndole adiós
con un pañuelo.
No
le había sido fácil recobrar ese dominio desde que oyó el grito de Digna Pardo
en el patio, y encontró al anciano de su vida agonizando en el lodazal. Su
primera reacción fue de esperanza porque tenía los ojos abiertos y un brillo de
luz radiante que no le había visto nunca en las pupilas. Le rogó a Dios que le
concediera al menos un ins-tante para que él no se fuera sin saber cuánto lo
había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió un apremio
irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse
todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien cualquier cosa que
hubieran hecho mal en el pasado. Pero tuvo que rendirse ante la intransigencia
de la muerte. Su dolor se descompuso en una cólera ciega contra el mundo, y aun
contra ella misma, y eso le infundió el dominio y el valor para enfrentarse
sola a su soledad. Desde entonces no tuvo una tregua, pero se cuidó de
cualquier gesto que pareciera un alarde de su dolor. El único momento de un
cierto patetismo, por lo demás involuntario, fue a las once de la noche del
domingo, cuando llevaron el ataúd episcopal todavía oloroso a sapolín de barco,
con manijas de cobre y forros de seda acolchonada. El doctor Urbino Daza ordenó
cerrarlo de inmediato, pues la casa estaba enrarecida por el vapor de tantas
flores en el calor insoportable, y él creía haber percibido las primeras
sombras moradas en el cuello de su padre. Una voz distraída se oyó en el
silencio: “A esa edad ya uno está medio podrido en vida”. Antes que cerraran el
ataúd, Fermina Daza se quitó el anillo matrimonial y se lo puso al marido muerto,
y luego le cubrió la mano con la suya, como siempre lo hizo cuando lo
sorprendía divagando en público.
-Nos
veremos muy pronto -le dijo.
Florentino
Ariza, invisible entre la muchedumbre de notables, sintió una lanza en el
costado. Fermina Daza no lo había distinguido en el tumulto de los primeros
pésames, aunque
nadie iba a estar más presente ni había de ser más útil que él en las urgencias
de aquella noche. Fue él quien puso orden en las cocinas desbordadas para que
no faltara el café. Consiguió sillas suplementarias cuando no fueron
suficientes las de los vecinos, y ordenó poner en el patio las coronas
sobrantes cuando ya no cabía una más en la casa. Se ocupó de que no faltara el
brandy para los invitados del doctor Lácides Olivella, que habían conocido la
mala noticia en el apogeo de las bodas de plata, y se vinieron en es~ tampida a
continuar la parranda sentados en círculo bajo el palo de mango. Fue el único
que supo reaccionar a tiempo cuando el loro fugitivo apareció a media noche en
el comedor con la cabeza alzada y las alas extendidas, lo que causó un
escalofrío de estupor en la casa, pues parecía una manda de penitencia.
Florentino Ariza lo agarró por el cuello sin darle tiempo de gritar alguna de
sus consignas insensatas, y lo llevó a la caballeriza en la jaula cubierta. Así
hizo todo, con tanta discreción y tal eficacia, que a nadie se le ocurrió
pensar que fuera una intromisión en los asuntos ajenos, sino al con-trario, una
ayuda impagable en la mala hora de la casa.
Era
lo que parecía: un anciano servicial y serio. Tenía el cuerpo óseo y derecho,
la piel parda y lampiña, los ojos ávidos detrás de los espejuelos redondos con
monturas de metal blanco, y un bigote romántico de punteras engomadas, un poco
tardío para la época. Tenía los últimos mechones de los aladares peinados hacia
arriba y pegados con gomina en el centro del cráneo reluciente como solución
final a una calvicie absoluta. Su gentileza natural y sus maneras lánguidas
cautivaban de inmediato, pero también se tenían como dos virtudes sospechosas
en un soltero empedernido. Había gastado mucho dinero, mucho ingenio y mucha
fuerza de voluntad para que no se le notaran los setenta y seis años que había
cumplido el último marzo, y estaba convencido en la soledad de su alma de haber
amado en silencio mucho más que nadie jamás en este mundo.
La
noche de la muerte del doctor Urbino estaba vestido como lo sorprendió la
noticia, que era como estaba siempre a pesar de los calores infernales de
junio: de paño oscuro con chaleco, un lazo de cinta de seda en el cuello de
celuloide, un sombrero de fieltro, y un paraguas de raso negro que además le
servía de bastón. Pero cuando empezó a clarear desapareció del velorio por dos
horas, y regresó fresco con los primeros soles, bien afeitado y oloroso a
lociones de tocador. Se había puesto una levita de paño negro de las que ya no
se usaban sino para los entierros y los oficios de Semana Santa, un cuello de
pajarita con la cinta de artista en lugar de la corbata, y un sombrero hongo.
También llevaba el paraguas, y entonces no sólo por costumbre, pues estaba
seguro de que iba a llover antes de las doce, y se lo hizo saber al doctor
Urbino Daza por si le era posible anticipar el entierro. Lo intentaron, en
efecto, porque Florentino Ariza pertenecía a una familia de navieros y él mismo
era presidente de la Compañía Fluvial del Caribe, y esto permitía suponer que
entendía de pronósticos atmosféricos. Pero no pudieron concertar a tiempo a las
autoridades civiles y militares, las corporaciones públicas y privadas, la
banda de guerra y la de Bellas Artes, y las escuelas y congregaciones
religiosas que ya estaban de acuerdo para las once, de modo que el entierro
previsto como un acontecimiento histórico terminó en desbandada por el aguacero
arrasador. Fueron muy pocos los que llegaron chapaleando en el lodo hasta el
mausoleo de la familia, protegido por una ceiba colonial cuya fronda continuaba
por encima. del muro del cementerio. Bajo esa misma fronda, pero en la parcela
exterior destinada a los suicidas, los refugiados del Caribe habían sepultado
la tarde anterior a Jeremiah de Saint-Amour, y a su perro junto a él, de
acuerdo con su voluntad.
Florentino
Ariza fue uno de los pocos que llegaron hasta el final del entierro. Quedó
ensopado hasta la ropa interior, y llegó despavorido a su casa por el temor de
contraer una pulmonía al cabo de tantos años de cuidados minuciosos y
precauciones excesivas. Se hizo preparar una limonada caliente con un chorro de
brandy, se la tomó en la cama con dos tabletas de fenaspirina y sudó a mares
envuelto en una manta de lana hasta que recobró el buen clima del cuerpo.
Cuando volvió al velorio se sentía con el ánimo entero. Fermina Daza había
asumido de nuevo el mando de la casa, que estaba barrida y en estado de
recibir, y había puesto en el altar de la biblioteca un retrato del esposo
muerto pintado al pastel, con una banda de luto en el marco. A las ocho había
tanta gente y el calor era tan intenso como la noche anterior, pero después del
rosario
32
alguien
hizo circular la súplica de retirarse temprano para que la viuda descansara por
primera vez desde la tarde del domingo.
Fermina
Daza despidió a la mayoría junto al altar, pero acompañó al último grupo de
amigos íntimos hasta la puerta de la calle, para cerrarla ella misma, como lo
había hecho siempre. Se disponía a hacerlo con el último aliento, cuando vio a
Florentino Ariza vestido de luto en el centro de la sala desierta. Se alegró,
porque hacía muchos años que lo había borrado de su vida, y era la primera vez
que lo veía a conciencia depurado por el olvido. Pero antes de que pudiera
agradecerle la visita, él se puso el sombrero en el sitio del corazón, trémulo
y digno, y reventó el absceso que había sido el sustento de su vida.
-Fermina -le dijo-: he
esperado esta ocasión durante más de medio siglo, para repetirle una vez más el
juramento de mi fidelidad eterna y mi amor para siempre.
Fermina
Daza se habría creído frente a un loco, si no hubiera tenido motivos para
pensar que Florentino Ariza estaba en aquel instante inspirado por la gracia
del Espíritu Santo. Su impulso inmediato fue maldecirlo por la profanación de
la casa cuando aún estaba caliente en la tumba el cadáver de su esposo. Pero se
lo impidió la dignidad de la rabia. “Lárgate -le dijo-. Y no te dejes ver nunca
más en los años que te queden de vida.” Volvió a abrir por completo la puerta
de la calle que había empezado a cerrar, y concluyó:
-espero
sean muy pocos.
Cuando
oyó apagarse los pasos en la calle solitaria, cerró la puerta muy despacio, con
la tranca y los cerrojos, y se enfrentó sola a su destino. Nunca, hasta este
momento, había tenido una conciencia plena del peso y el tamaño del drama que
ella misma había provocado cuando apenas tenía dieciocho años, y que había de
perseguirla hasta la muerte. Lloró por primera vez desde la tarde del desastre,
sin testigos, que era su único modo de llorar. Lloró por la muerte del marido,
por su soledad y su rabia, y cuando entró en el dormitorio vacío lloró por ella
misma, porque muy pocas veces había dormido sola en esa cama desde que dejó de
ser virgen. Todo lo que fue del esposo le atizaba el llanto: las pantuflas de
borlas, la piyama debajo de la almohada, el espacio sin él en la luna del
tocador, su olor personal en su propia piel. La estremeció un pensamiento vago:
“La gente que uno quiere debería morirse con todas sus cosas”. No quiso ayuda
de nadie para acostarse, no quiso comer nada antes de dormir. Abrumada por la
pesadumbre, le rogó a Dios que le mandara la muerte esta noche durante el
sueño, y con esa ilusión se acostó, descalza pero vestida, y se durmió al
instante. Durmió sin saberlo, pero sabiendo que continuaba viva en el sueño,
que le sobraba la mitad de la cama, y que yacía de costado en la orilla
izquierda, como siempre, pero que le hacía falta el contrapeso del otro cuerpo
en la otra orilla. Pensando dormida pensó que nunca más podría dormir así, y empezó
a sollozar dormida, y durmió sollozando sin cambiar de posición en su orilla,
hasta mucho después de que acabaron de cantar los gallos y la despertó el sol
indeseable de la mañana sin él. Sólo entonces se dio cuenta de que había
dormido mucho sin morir, sollozando en el sueño, y que mientras dormía
sollozando pensaba más en Florentino Ariza que en el esposo muerto.
Florentino
Ariza, en cambio, no había dejado de pensar en ella un solo instante después de
que Fermina Daza lo rechazó sin apelación después de unos amores largos y
contrariados, y habían transcurrido desde entonces cincuenta y un años, nueve
meses y cuatro días. No había tenido que llevar la cuenta del olvido haciendo
una raya diaria en los muros de un calabozo, porque no había pasado un día sin
que ocurriera algo que lo hiciera acordarse de ella. En la época de la ruptura
él tenía veintidós años y vivía solo con su madre, Tránsito Ariza, en una media
casa alquilada de la Calle de las Ventanas, donde ella tuvo desde muy joven un
negocio de mercería y donde además deshilachaba camisas y trapos viejos que
vendía como algodón para los heridos de guerra. Fue su hijo único, habido de
una alianza ocasional con el conocido naviero don Pío Quinto Loayza, el mayor
de los tres hermanos que fundaron la Compañía Fluvial del Caribe, y le dieron
con ella un impulso nuevo a la navegación a vapor en el río de la Magdalena.
Don Pío Quinto Loayza murió cuando el hijo tenía diez años. Aunque siempre se había ocupado en secreto de sus gastos, nunca lo reconoció como suyo ante la ley ni le dejó resuelto el porvenir, de modo que Florentino Ariza se quedó con el único apellido de su madre, si bien su verdadera filiación fue siempre de dominio público. Después de la muerte del padre, Florentino Ariza tuvo que renunciar al colegio para emplearse como aprendiz en la Agencia Postal, donde lo encargaron de abrir las sacas y ordenar las cartas, y avisar al público que había llegado el correo izando en la puerta de la oficina la bandera del país de procedencia.
Don Pío Quinto Loayza murió cuando el hijo tenía diez años. Aunque siempre se había ocupado en secreto de sus gastos, nunca lo reconoció como suyo ante la ley ni le dejó resuelto el porvenir, de modo que Florentino Ariza se quedó con el único apellido de su madre, si bien su verdadera filiación fue siempre de dominio público. Después de la muerte del padre, Florentino Ariza tuvo que renunciar al colegio para emplearse como aprendiz en la Agencia Postal, donde lo encargaron de abrir las sacas y ordenar las cartas, y avisar al público que había llegado el correo izando en la puerta de la oficina la bandera del país de procedencia.
Su
buen juicio llamó la atención del telegrafista, el emigrado alemán Lotario
Thugut, que además tocaba el órgano en las ceremonias mayores de la catedral y
daba clases de música a domicilio. Lotario Thugut le enseñó el código Morse y
el manejo del sistema telegráfico, y bastaron las primeras lecciones de violín
para que Florentino Ariza siguiera tocándolo de oído como un profesional.
Cuando conoció a Fermina Daza, a los dieciocho años, era el joven más
solicitado de su medio social, el que mejor bailaba la música de moda y
recitaba de memoria la poesía sentimental, y estaba siempre a disposición de
sus amigos para llevar a sus novias serenatas de violín solo. Era escuálido
desde entonces, con un cabello indio sometido con pomada de olor, y los
espejuelos de miope que aumentaban su aspecto de desamparo. Aparte del defecto
de la vista, sufría de un estreñimiento crónico que lo obligó a aplicarse
lavativas purgantes toda la vida. Tenía una muda única de pontifical, heredada
del padre muerto, pero Tránsito Ariza se la mantenía tan bien que cada domingo
parecía nueva. A pesar de su aire desmirriado' de su retraimiento y de su
vestimenta sombría, las muchachas de su grupo hacían rifas secretas para jugar
a quedarse con él, y él jugaba a quedarse con ellas, hasta el día en que
conoció a Fermina Daza y se le acabó la inocencia.
La
había visto por primera vez una tarde en que Lotario Thugut lo encargó de
llevar un telegrama a alguien sin domicilio conocido que se llamaba Lorenzo
Daza. Lo encontró en el parquecito de los Evangelios, en una de las casas más
antiguas, medio arruinada, cuyo patio interior parecía el claustro de una
abadía, con malezas en los canteros y una fuente de piedra sin agua. Florentino
Ariza no percibió ningún ruido humano cuando siguió a la criada descalza bajo
los arcos del corredor, donde había cajones de mudanza todavía sin abrir, y
útiles de albañiles entre restos de cal y bultos de cemento arrumados, pues la
casa estaba sometida a una restauración radical. Al fondo del patio había una
oficina provisional, donde dormía la siesta sentado frente al escritorio un
hombre muy gordo de patillas rizadas que se confundían con los bigotes. Se
llamaba, en efecto, Lorenzo Daza, y no era muy conocido en la ciudad porque
había llegado hacía menos de dos años y no era hombre de muchos amigos.
Recibió
el telegrama como si fuera la continuación de un sueño aciago. Florentino Ariza
observó los ojos lívidos con una especie de compasión oficial, observó los
dedos inciertos tratando de romper la estampilla, el miedo del corazón que
había visto tantas veces en tantos destinatarios que todavía no lograban pensar
en los telegramas sin relacionarlos con la muerte. Cuando lo leyó recobró el
dominio. Suspiró: “Buenas noticias”. Y le entregó a Florentino Ariza los cinco
reales de rigor, dándole a entender con una sonrisa de alivio que no se los
habría dado si las noticias hubieran sido malas. Luego lo despidió con un
apretón de manos, que no era de uso con un mensajero del telégrafo, y la criada
lo acompañó hasta el portón de la calle, no tanto para conducirlo como para
vigilarlo. Hicieron el mismo recorrido en sentido contrario por el corredor de arcadas,
pero esta vez supo Florentino Ariza que había alguien más en la casa, porque la
claridad del patio estaba ocupada por una voz de mujer que repetía una lección
de lectura. Al pasar frente al cuarto de coser vio por la ventana a una mujer
mayor y a una niña, sentadas en dos sillas muy juntas, y ambas siguiendo la
lectura en el mismo libro que la mujer mantenía abierto en el regazo. Le
pareció una visión rara: la hija enseñando a leer a la madre. La apreciación
era incorrecta sólo en parte, porque la mujer era la tía y no la madre de la
niña, aunque la había criado como si lo fuera. La lección no se interrumpió,
34
pero
la niña levantó la vista para ver quién pasaba por la ventana, y esa mirada
casual fue el origen de un cataclismo de amor que medio siglo después aún no
había terminado.
Lo
único que Florentino Ariza pudo averiguar de Lorenzo Daza fue que había venido
de San Juan de la Ciénaga con la hija única y la hermana soltera poco después
de la peste del cólera, y quienes lo vieron desembarcar no dudaron de que venía
para quedarse, pues traía todo lo necesario para una casa bien guarnecida. La
esposa había muerto cuando la hija era muy niña. La hermana se llamaba
Escolástica, tenía cuarenta años y estaba cumpliendo una manda con el hábito de
San Francisco cuando salía a la calle, y sólo el cordón en la cintura cuando
estaba en casa. La niña tenía trece años y se llamaba igual que la madre
muerta: Fermina.
Se
suponía que Lorenzo Daza era hombre de recursos porque vivía bien sin oficio
conocido, y había comprado con dinero en rama la casa de Los Evangelios, cuya
restauración debió costarle por lo menos el doble de los doscientos pesos oro
que pagó por ella. La hija estaba estudiando en el colegio de la Presentación
de la Santísima Virgen, donde las señoritas de sociedad aprendían desde hacía
dos siglos el arte y el oficio de ser esposas diligentes y sumisas. Durante la
Colonia y los primeros años de la República sólo recibían a las herederas de
apellidos grandes. Pero las viejas familias arruinadas por la independencia
tuvieron que someterse a las realidades de los nuevos tiempos, y el colegio
abrió sus puertas a todas las aspirantes que pudieran pagarlo, sin preocuparse
de sus pergaminos, pero con la condición esencial de que fueran hijas legítimas
de matrimonios católicos. De todos modos era un colegio caro, y el hecho de que
Fermina Daza estudiara allí era por sí solo un indicio de la situación
económica de la familia, aunque no lo fuera de su condición social. Estas
noticias alentaron a Florentino Ariza, pues le indicaban que la bella
adolescente de ojos almendrados estaba al alcance de sus sueños. Sin embargo,
el régimen estricto de su padre se reveló muy pronto como un inconveniente
insalvable. Al contrario de las otras alumnas, que iban al colegio en grupos o
acompañadas por una criada mayor, Fermina Daza iba siempre con la tía soltera,
y su conducta indicaba que no le estaba permitida ninguna distracción.
Fue
de ese modo inocente como Florentino Ariza inició su vida sigilosa de cazador
solitario. Desde las siete de la mañana se sentaba solo en el escaño menos
visible del parquecito, fingiendo leer un libro de versos a la sombra de los
almendros, hasta que veía pasar a la doncella imposible con el uniforme de
rayas azules, las medias con ligas hasta las rodillas, los botines masculinos
de cordones cruzados, y,una sola trenza gruesa con un lazo en el extremo que le
colgaba en la espalda hasta la cintura. Caminaba con una altivez natural, la
cabeza erguida, la vista inmóvil, el paso rápido, la nariz afilada, con la
cartera de los libros apretada con los brazos en cruz contra el pecho, y con un
modo de andar de venada que la hacía parecer inmune a la gravedad. A su lado,
marcando el paso a duras penas, la tía con el hábito pardo y el cordón
de
San Francisco no dejaba el menor resquicio para acercarse. Florentino Ariza las
veía pasar de ida y regreso cuatro veces al día, y una vez los domingos a la
salida de la misa mayor, y con ver a la niña le bastaba. Poco a poco fue
idealizándola, atribuyéndole virtudes improbables, sentimientos imaginarios, y
al cabo de dos semanas ya no pensaba más que en ella. Así que decidió mandarle
una esquela simple escrita por ambos lados con su preciosa letra de escribano.
Pero la tuvo varios días en el bolsillo, pensando cómo entregarla, y mientras
lo pensaba escribía varios pliegos más antes de acostarse, de modo que la carta
original fue convirtiéndose en un diccionario de requiebros, inspirados en los
libros que había aprendido de memoria de tanto leerlos en las esperas del
parque.
Buscando
el modo de entregar la carta trató de conocer a algunas estudiantes de la
Presentación, pero estaban demasiado lejos de su mundo. Además, al cabo de
muchas vueltas no le pareció prudente que alguien se enterara de sus
pretensiones. Sin embargo, logró saber que Fermina Daza había sido invitada a
un baile de sábado unos días después de su llegada, y que el padre no le había
permitido asistir con una frase terminante: “Cada cosa se hará a su debido
tiempo”. La carta tenía más de sesenta pliegos escritos por ambos lados cuando
Florentino Ariza no pudo resistir más la opresión de su secreto, y se abrió sin
reservas a su madre, la única persona con quien se permitía algunas
confidencias. Tránsito Ariza se conmovió hasta las lágrimas por el candor del
hijo en asuntos de amores, y trató de orientarlo con sus luces. Empezó por
convencerlo de que no entregara el mamotreto lírico, con el que sólo lograría
asustar a la niña de sus sueños, a quien suponía tan verde como él en los
negocios del corazón. El primer paso, le dijo, era lograr que ella se diera
cuenta de su interés, para que su declaración no la fuera a tomar por sorpresa
y tuviera tiempo de pensar.
-Pero
sobre todo -le dijo-, a la primera que tienes que conquistar no es a ella sino
a la tía.
Ambos
consejos eran sabios, sin duda, pero tardíos. En realidad, el día en que
Fermina Daza descuidó un instante la lección de lectura que estaba dándole a la
tía, y levantó la vista para ver quién pasaba por el corredor, Florentino Ariza
la había impresionado por su aura de desamparo. Por la noche, durante la
comida, su padre había hablado del telegrama, y fue así como ella supo qué
había ido a hacer Florentino Ariza a la casa, y cuál era su oficio. Estas
noticias aumentaron su interés, pues para ella, como para tanta gente de la
época, el invento del telégrafo tenía algo que ver con la magia. Así que
reconoció a Florentino Ariza desde la primera vez que lo vio leyendo bajo los
árboles del parquecito, aunque no le dejó ninguna inquietud mientras la tía no
la hizo caer en la cuenta de que había estado allí desde hacía varias semanas.
Después, cuando lo vieron también los domingos a la salida de misa, la tía
acabó de convencerse de que tantos encuentros no podían ser casuales. Dijo: “No
será por mí que se toma semejante molestia”. Pues a pesar de su conducta
austera y su hábito de penitente, la tía Escolástica Daza tenía un instinto de
la vida y una vocación de complicidad que eran sus mejores virtudes, y la sola
idea de que un hombre se interesara por la sobrina le causaba una emoción
irresistible. Sin embargo, Fermina Daza estaba todavía a salvo hasta de la
simple curiosidad del amor, y lo único que le inspiraba Florentino Ariza era un
poco de lástima, porque le pareció que estaba enfermo. Pero la tía le dijo que
era necesario haber vivido mucho para conocer la índole verdadera de un hombre,
y estaba convencida de que aquel que se sentaba en el parque para verlas pasar,
sólo podía estar enfermo de amor.
La
tía Escolástica era un refugio de comprensión y afecto para la hija solitaria
de un matrimonio sin amor. Ella la había criado desde la muerte de la madre, y
en relación con Lorenzo Daza se comportaba más como cómplice que como tía. Así
que la aparición de Florentino Ariza fue para ellas una más de las muchas
diversiones íntimas que solían inventarse para entretener sus horas muertas.
Cuatro veces al día, cuando pasaban por el parquecito de los Evangelios, ambas
se apresuraban a buscar con una mirada instantánea al centinela escuálido,
tímido, poquita cosa, casi siempre vestido de negro a pesar del calor, que
fingía leer bajo los árboles. “Ahí está”, decía la que lo descubría primero,
reprimiendo la risa, antes de que él levantara la vista y viera a las dos
mujeres rígidas, distantes de su vida, que atravesaban el parque sin mirarlo.
-Pobrecito
-había dicho la tía---. No se atreve a acercarse porque voy contigo, pero un
día lo intentará si sus intenciones son serias, y entonces te entregará una
carta.
Previendo
toda clase de adversidades le enseñó a comunicarse con letras de mano, que era
un recurso indispensable de los amores prohibidos. Aquellas travesuras
desprevenidas, casi pueriles, le causaban a Fermina Daza una curiosidad novedosa,
pero no se le ocurrió durante varios meses que llegara más lejos. Nunca supo en
qué momento la diversión se le convirtió en ansiedad, y la sangre se le volvía
de espuma por la urgencia de verlo, y una noche despertó despavorida porque lo
vio mirándola en la oscuridad a los pies de la cama. Entonces deseó con el alma
que se cumplieran los pronósticos de la tía, y rogaba a Dios en sus oraciones
que él tuviera valor para entregarle la carta, sólo por saber qué decía.
Pero
sus ruegos no fueron atendidos. Al contrario. Esto sucedía por la época en que
Florentino Ariza se confesó con su madre y ésta lo disuadió de entregar los
setenta folios de requiebros, así que Fermina Daza siguió esperando todo el
resto del año. Su ansiedad se convertía en desesperación a medida que se
acercaban las vacaciones de
36
diciembre,
pues se preguntaba sin sosiego qué iba a hacer para verlo, y para que él la
viera, durante los tres meses en que no iría al colegio. Las dudas persistían
sin solución la noche de Navidad, cuando la estremeció el presagio de que él
estaba mirándola entre la muchedumbre de la misa del gallo, y esa inquietud le
desbocó el corazón. No se atrevió a volver la cabeza, porque estaba sentada
entre el padre y la tía, y tuvo que sobreponerse para que ellos no advirtieran
su turbación. Pero en el desorden de la salida lo sintió tan inminente, tan
nítido en el tumulto, que un poder irresistible la obligó a mirar por encima
del hombro cuando abandonaba el templo por la nave central, y entonces vio a
dos palmos de sus ojos los otros ojos de hielo, el rostro lívido, los labios
petrificados por el susto del amor. Trastornada por su propia audacia, se
agarró del brazo de la tía Escolástica para no caer, y ésta sintió el sudor
glacial de la mano a través del mitón de encaje, y la reconfortó con una señal
imperceptible de complicidad sin condiciones. En medio del estruendo de los
cohetes y los tambores de nación, de las farolas de colores en los portales y
el clamor de las muchedumbres ansiosas de paz, Florentino Ariza vagó como un
sonámbulo hasta el amanecer viendo la fiesta a través de las lágrimas, aturdido
por la alucinación de que era él y no Dios el que había nacido aquella noche.
El
delirio aumentó la semana siguiente, a la hora de la siesta, cuando pasó sin
esperanzas por la casa de Fermina Daza, y vio que ella y la tía estaban
sentadas bajo los almendros del portal. Era una repetición a la intemperie del
cuadro que había visto la primera tarde en la alcoba del costurero: la niña
tomándole la lección de lectura a la tía. Pero Fermina Daza estaba cambiada sin
el uniforme escolar, pues llevaba una túnica de hilo con muchos pliegues que le
caían desde los hombros como un peplo, y tenía en la cabeza una guirnalda de
gardenias naturales que le daban la apariencia de una diosa coronada.
Florentino Ariza se sentó en el parque, donde estaba seguro de ser visto, y
entonces no apeló al recurso de la lectura fingida, sino que permaneció con el
libro abierto y con los ojos fijos en la doncella ilusoria, que no le devolvió
ni una mirada de caridad.
Al
principio pensó que la lección bajo los almendros era un cambio casual, debido
tal vez a las reparaciones interminables de la casa, pero en los días
siguientes comprendió que Fermina Daza estaría allí, al alcance de su vista,
todas las tardes a la misma hora de los tres meses de las vacaciones, y esa
certidumbre le infundió un aliento nuevo. No tuvo la impresión de ser visto, no
advirtió ningún signo de interés o de repudio, pero en la indiferencia de ella
había un resplandor distinto que lo animaba a persistir. De pronto, una tarde
de finales de enero, la tía puso la labor en la silla y dejó sola a la sobrina
en el portal, entre el reguero de hojas amarillas caídas de los almendros.
Animado por la suposición irreflexiva de que aquella había sido una oportunidad
concertada, Florentino Ariza atravesó la calle y se plantó frente a Fermina
Daza, y tan cerca de ella que percibió las grietas de su respiración y el
hálito floral con que había de identificarla por el resto de su vida. Le habló
con la cabeza alzada y con una determinación que sólo volvería a tener medio
siglo después, y por la misma causa.
-Lo
único que le pido es que me reciba una carta -le dijo.
No
era la voz que Fermina Daza esperaba de él: era nítida, y con un dominio que no
tenía nada que ver con sus maneras lánguidas. Sin apartar la vista del bordado,
le contestó: “No puedo recibirla sin el permiso de mi padre”. Florentino Ariza
se estremeció con el calor de aquella voz, cuyos timbres apagados no iba a
olvidar en el resto de su vida. Pero se mantuvo firme, y replicó de inmediato:
“Consígalo”. Luego dulcificó la orden con una súplica: “Es un asunto de vida o
muerte”. Fermina Daza no lo miró, no interrumpió el bordado, pero su decisión
entreabrió una puerta por donde cabía el mundo entero.
-Vuelva
todas las tardes -le dijo -y espere a que yo cambie de silla.
Florentino Ariza no
entendió lo que quiso decir, hasta el lunes de la semana siguiente, cuando vio
desde el escaño del parquecito la misma escena de siempre con una sola
variación: cuando la tía Escolástica entró en la casa, Fermina Daza se levantó
y se
sentó en la otra silla. Florentino Ariza, con una camelia blanca en el ojal de
la levita, atravesó entonces la calle y se paró frente a ella. Dijo: “Esta es
la ocasión más grande de mi vida”. Fermina Daza no levantó la vista hacia él,
sino que examinó el contorno con una mirada circular y vio las calles desiertas
en el sopor de la sequía y un remolino de hojas muertas arrastradas por el
viento.
-Démela
-dijo.
Florentino
Ariza había pensado llevarle los setenta folios que entonces podía recitar de
memoria de tanto leerlos, pero luego se decidió por media esquela sobria y
explícita en la que sólo prometió lo esencial: su fidelidad a toda prueba y su
amor para siempre. La sacó del bolsillo interno de la levita, y la puso frente
a los ojos de la bordadora atribulada que aún no se había atrevido a mirarlo.
Ella vio el sobre azul temblando en una mano petrificada de terror, y levantó
el bastidor para que él pusiera la carta, pues no podía admitir que también a
ella se le notara el temblor de los dedos. Entonces ocurrió: un pájaro se
sacudió entre el follaje de los almendros, y su cagada cayó justo sobre el
bordado. Fermina Daza apartó el bastidor, lo escondió detrás de la silla para
que él no se diera cuenta de lo que había pasado, y lo miró por primera vez con
la cara en llamas. Florentino Ariza, impasible con la carta en la mano, dijo:
“Es de buena suerte”. Ella se lo agradeció con su primera sonrisa, y casi le
arrebató la carta, la dobló y se la escondió en el corpiño. Él le ofreció
entonces la camelia que llevaba en el ojal. Ella la rechazó: “Es una flor de
compromiso”. Enseguida, consciente de que el tiempo se le agotaba, volvió a
refugiarse en su compostura.
-Ahora
váyase -dijo- y no vuelva más hasta que yo le avise.
Cuando
Florentino Ariza la vio por primera vez, su madre lo había descubierto desde
antes de que él se lo contara, porque perdió el habla y el apetito y se pasaba
las noches en claro dando vueltas en la cama. Pero cuando empezó a esperar la
respuesta a su primera carta, la ansiedad se le complicó con cagantinas y
vómitos verdes, perdió el sentido de la orientación y sufría desmayos
repentinos, y su madre se aterrorizó porque su estado no se parecía a los
desórdenes del amor sino a los estragos del cólera. El padrino de Florentino
Ariza, un anciano homeópata que había sido el confidente de Tránsito Ariza
desde sus tiempos de amante escondida, se alarmó también a primera vista con el
estado del enfermo, porque tenía el pulso tenue, la respiración arenosa y los
sudores pálidos de los moribundos. Pero el examen le reveló que no tenía
fiebre, ni dolor en ninguna parte, y lo único concreto que sentía era una
necesidad urgente de morir. Le bastó con un interrogatorio insidioso, primero a
él y después a la madre, para comprobar una vez más que los síntomas del amor
son los mismos del cólera. Prescribió infusiones de flores de tilo para
entretener los nervios y sugirió un cambio de aires para buscar el consuelo en
la distancia, pero lo que anhelaba Florentino Ariza era todo lo contrario:
gozar de su martirio.
Tránsito
Ariza era una cuarterona libre con un instinto de la felicidad malogrado por la
pobreza, y se complacía en los sufrimientos del hijo como si fueran suyos. Le
hacía beber las infusiones cuando lo sentía delirar y lo arropaba con mantas de
lana para engañar a los escalofríos, pero al mismo tiempo le daba ánimos para
que se solazara en su postración.
-Aprovecha
ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas -le decía-, que estas cosas
no duran toda la vida.
En
la Agencia Postal, por supuesto, no pensaban lo mismo. Florentino Ariza se
había abandonado a la desidia, y andaba tan distraído que confundía las
banderas con que anunciaba la llegada del correo, y un miércoles izaba la
alemana cuando el barco que había llegado era el de la Compañía Leyland con el
correo de Liverpool, y cualquier día izaba la de los Estados Unidos cuando el
barco que llegaba era el de la Compagnie Générale Transatlantique con el correo
de Saint-Nazaire. Aquellas confusiones del amor ocasionaban tales trastornos en
el reparto y provocaban tantas protestas del público, que si Florentino Ariza
no se quedó sin empleo fue porque Lotario Thugut lo mantuvo en el telégrafo y
lo llevó a tocar el violín en el coro de la catedral. Tenían una alianza
difícil de
38
entender
por la diferencia de edades, pues podían haber sido abuelo y nieto, pero se
llevaban tan bien en el trabajo como en las fondas del puerto, donde iban a
parar los trasnochados, sin escrúpulos de clase, desde los borrachitos de
caridad hasta los señoritos vestidos de etiqueta que se fugaban de las fiestas
de gala del Club Social para comer lebranche frito con arroz de coco. Lotario
Thugut solía irse por allí después del último turno del telégrafo, y muchas
veces amanecía bebiendo ponche de Jamaica y tocando el acordeón con las
tripulaciones de locos de las goletas de las Antillas. Era corpulento,
atortugado, con una barba dorada y un gorro frigio que se ponía para salir de
noche, y sólo le faltaba una ristra de campánulas para ser idéntico a San
Nicolás. Al menos una vez por semana terminaba con una pájara de la noche, como
él las llamaba, de las muchas que vendían amores de emergencia en un hotel de
paso para marineros. Cuando conoció a Florentino Ariza, lo primero que hizo con
un cierto deleite magistral fue iniciarlo en los secretos de su paraíso.
Escogía para él las pájaras que le parecían mejores, discutía con ellas el
precio y el modo, y le ofrecía pagar con dinero suyo el servicio adelantado.
Pero Florentino Ariza no lo aceptaba: era virgen, y se había propuesto no dejar
de serlo mientras no fuera por amor.
El
hotel era un palacio colonial venido a menos, y los grandes salones y los
aposentos de mármol estaban divididos en cubículos de cartón con agujeros de
alfileres, que lo mismo se alquilaban para hacer que para ver. Se hablaba de
fisgones a quienes les habían vaciado un ojo con agujas de tejer, de otro que
reconoció a su propia esposa en la que estaba espiando, y de caballeros de
alcurnia que entraban disfrazados de verduleras para desfogarse con los
contramaestres de paso, y de tantos otros percances de aguaitadores y
agualtados, que la sola idea de asomarse al cuarto contiguo le resultaba
pavorosa a Florentino Ariza. Así que Lotario Thugut no logró persuadirlo de que
ver y dejarse ver eran refinamientos de príncipes en Europa.
Al
contrario de lo que hacía creer su corpulencia, Lotario Thugut tenía una
perinola de querubín que parecía un capullo de rosa, pero éste debía ser un
defecto afortunado, porque las pájaras más percudidas se disputaban la suerte
de dormir con él, y sus alaridos de degolladas remecían los estribos del
palacio y hacían temblar de espanto a sus fantasmas. Decían que usaba una
pomada de veneno de víbora que enardecía la silla turca de las mujeres, pero él
juraba no tener recursos distintos de los que Dios le había dado. Decía muerto de
risa: “Es puro amor”. Tuvieron que pasar muchos años para que Florentino Ariza
entendiera que tal vez lo decía con razón. Acabó de convencerse en un tiempo
más avanzado de su educación sentimental, cuando conoció a un hombre que se
daba una vida de rey explotando a tres mujeres al mismo tiempo. Las tres le
rendían cuentas al amanecer, humilladas a sus pies para hacerse perdonar sus
recaudos exiguos, y la única gratificación que anhelaban era que él se acostara
con la que le llevara más dinero. Florentino Ariza pensaba que sólo el terror
podía inducir a semejante indignidad. Sin embargo, una de las tres muchachas lo
sorprendió con la verdad contraria.
-Estas
cosas -le dijo- sólo pueden hacerse por amor.
No
fue tanto por sus virtudes de fornicador como por su gracia personal, por lo
que Lotario Thugut había llegado a ser uno de los clientes más apreciados del
hotel. Florentino Ariza, con ser tan callado y escurridizo, se ganó también el
aprecio del dueño, y en la época más ardua de sus quebrantos solía encerrarse a
leer versos y folletines de lágrimas en los cuartitos sofocantes, y sus
ensueños dejaban nidos de oscuras golondrinas en los balcones y rumores de
besos y batir de alas en los marasmos de la siesta. Al atardecer, cuando bajaba
el calor, era imposible no escuchar las conversaciones de los hombres que
venían a desahogarse de la jornada con un amor de prisa. Así se enteraba
Florentino Ariza de muchas infidencias y aun de algunos secretos de estado que
los clientes importantes y aun las autoridades locales les confiaban a sus
amantes efímeras sin cuidarse de que no los oyeran en los cuartos vecinos. Fue
también así como se enteró de que a cuatro leguas marinas al norte de Sotavento
yacía hundido desde el siglo xvi un galeón español cargado con más de quinientos
mil millones de pesos en oro puro y piedras preciosas. El relato lo asombró,
pero no volvió a pensar en él hasta unos
meses después, cuando su locura de amor le alborotó las ansias de rescatar la
fortuna sumergida para que Fermina Daza se bañara en estanques de oro.
Años
más tarde, cuando trataba de recordar cómo era en la realidad la doncella
idealizada con la alquimia de la poesía, no lograba distinguirla de los
atardeceres desgarrados de aquellos tiempos. Aun cuando la atisbaba sin ser
visto, por aquellos días de ansiedad en que esperaba la respuesta a su primera
carta, la veía transfigurada en la reverberación de las dos de la tarde bajo la
llovizna de azahares de los almendros, donde siempre era abril en cualquier
tiempo del año. Por lo único que le interesaba entonces acompañar con el violín
a Lotario Thugut en el mirador privilegiado del coro, era por ver cómo ondulaba
la túnica de ella con la brisa de los cánticos. Pero su propio desvarío acabó
por malograrle el placer, pues la música mística le resultaba tan inocua para
su estado de alma, que trataba de enardecerla con valses de amor, y Lotario
Thugut se vio obligado a despedirlo del coro. Fue esa la época en que cedió a
las ansias de comerse las gardenias que Tránsito Ariza cultivaba en los
canteros del patio, y de ese modo conoció el sabor de Fermina Daza. Fue también
la época en que encontró por casualidad en un baúl de su madre un frasco de un
litro del Agua de Colonia que vendían de contrabando los marineros de la
Hamburg American Line y no resistió la tentación de probarla para buscar otros
sabores de la mujer amada. Siguió bebiendo del frasco hasta el amanecer,
emborrachándose de Fermina Daza con tragos abrasivos, primero en las fondas del
puerto y después absorto en el mar desde las escolleras donde hacían amores de
consolación los enamorados sin techo, hasta que sucumbió a la inconsciencia.
Tránsito Ariza' que lo había esperado hasta las seis de la mañana con el alma
en un hilo, lo buscó en los escondites menos pensados, y poco después del
mediodía lo encontró revolcándose en un charco de vómitos fragantes en un
recodo de la bahía donde iban a recalar los ahogados.
Aprovechó
la pausa de la convalecencia para reprenderlo por la pasividad con que esperaba
la contestación de la carta. Le recordó que los débiles no entrarían jamás en
el reino del amor, que es un reino inclemente y mezquino, y que las mujeres sólo
se entregan a los hombres de ánimo resuelto, porque les infunden la seguridad
que tanto ansían para enfrentarse a la vida. Florentino Ariza asimiló la
lección tal vez más de lo debido. Tránsito Ariza no pudo disimular un
sentimiento de orgullo, más concupiscente que maternal, cuando lo vio salir de
la mercería con el vestido de paño negro, el sombrero duro y el lazo lírico en
el cuello de celuloide, y le preguntó en broma si iba para un entierro. Él
contestó con las orejas encendidas: “Es casi lo mismo”. Ella se dio cuenta de
que apenas podía respirar de miedo, pero su determinación era invencible. Le
hizo las advertencias finales, le echó la bendición, y le prometió muerta de
risa otra botella deAgua de Colonia para celebrar juntos la conquista.
Desde
que entregó la carta, un mes antes, él había contrariado muchas veces la
promesa de no volver al parquecito, pero había tenido buen cuidado de no
dejarse ver. Todo seguía igual. La lección de lectura bajo los árboles
terminaba hacia las dos de la tarde, cuando la ciudad despertaba de la siesta,
y Fermina Daza seguía bordando con la tía hasta que declinaba el calor.
Florentino Ariza no esperó a que la tía entrara en la casa, y entonces atravesó
la calle con unos trancos marciales que le permitieron sobreponerse al
desaliento de las rodillas. Pero no se dirigió a Fermina Daza sino a la tía.
-Hágarne
el favor de dejarme solo un momento con la señorita -le dijo-, tengo algo
importante que decirle.
-¡Atrevido!
-le dijo la tía-. No hay nada de ella que yo no pueda oír.
-Entonces
no se lo digo -dijo él-, pero le advierto que usted será la responsable de lo
que suceda.
No
era ese el modo que Escolástica Daza esperaba del novio ideal, pero se levantó
asustada, porque tuvo por primera vez la impresión sobrecogedora de que
Florentino
40
Ariza estaba hablando por inspiración del
Espíritu Santo. Así que entró en la casa para cambiar de agujas, y dejó solos a
los dos jóvenes bajo los almendros del portal.
En
realidad, era muy poco lo que sabía Fermina Daza de aquel pretendiente
taciturno que había aparecido en su vida como una golondrina de invierno, y del
cual no hubiera conocido ni siquiera el nombre de no haber sido por la firma de
la carta. Había averiguado desde entonces que era el hijo sin padre de una
soltera laboriosa y seria, pero marcada sin remedio por el estigma de fuego de
un único extravío juvenil. Se había enterado de que no era mensajero del
telégrafo, como ella suponía, sino un asistente bien calificado con un futuro
promisorio, y pensó que había llevado el telegrama a su padre sólo como un
pretexto para verla a ella. Esa suposición la conmovió. También sabía que era
uno de los músicos del coro, y aunque nunca se había atrevido a levantar la
vista para comprobarlo durante la misa, un domingo tuvo la revelación de que
mientras los otros instrumentos tocaban para todos, el violín tocaba sólo para
ella. No era el tipo de hombre que hubiera escogido. Sus espejuelos de
expósito, su atuendo clerical, sus recursos misteriosos le habían suscitado una
curiosidad difícil de resistir, pero nunca había imaginado que la curiosidad
fuera otra de las tantas celadas del amor.
Ella
misma no se explicaba por qué había aceptado la carta. No se lo reprochaba,
pero el compromiso cada vez más apremiante de dar una respuesta se le había
convertido en un estorbo para vivir. Cada palabra de su padre, cada mirada
casual, sus gestos más triviales le parecían sembrados de trampas para
descubrir su secreto. Era tal su estado de alarma, que evitaba hablar en la
mesa por temor de que un descuido pudiera delatarla, y se volvió evasiva hasta
con la tía Escolástica, a pesar de que ésta compartía su ansiedad reprimida
como si fuera propia. Se encerraba en el baño a cualquier hora, sin necesidad,
y volvía a leer la carta tratando de descubrir un código secreto, una fórmula
mágica escondida en alguna de las trescientas catorce letras de sus cincuenta y
ocho palabras, con la esperanza de que dijeran más de lo que decían. Pero no
encontró nada más de lo que había entendido en la primera lectura, cuando
corrió a encerrarse en el baño con el corazón enloquecido, y desgarró el sobre
con la ilusión de que fuera una carta abundante y febril, y sólo se encontró
con un billete perfumado cuya determinación la asustó.
Al
principio no había pensado en serio que estuviera obligada a dar una respuesta,
pero la carta era tan explícita que no había modo de sortearla. Mientras tanto,
en la tormenta de las dudas, se sorprendió pensando en Florentino Ariza con más
frecuencia y más interés de los que quería permitirse, y hasta se preguntaba
atribulada por qué no estaba en el parquecito a la hora de siempre, sin
recordar que era ella quien le había pedido no volver mientras pensaba la
respuesta. Así terminó pensando en él como nunca se hubiera imaginado que se
podía pensar en alguien, presintiéndolo donde no estaba, deseándolo donde no
podía estar, despertando de pronto con la sensación física de que él la
contemplaba en la oscuridad mientras ella dormía, de modo que la tarde en que
sintió sus pasos resueltos sobre el reguero de hojas amarillas del parquecito,
le costó trabajo creer que no fuera otra burla de su fantasía. Pero cuando él
le reclamó la respuesta con una autoridad que no tenía nada que ver con su
languidez, ella logró sobreponerse al espanto y trató de evadirse por la
verdad: no sabía qué contestarle.
Sin
embargo, Florentino Ariza no había salvado un abismo para amedrentarse con los
siguientes.
-Si
aceptó la carta -le dijo-, es de mala urbanidad no contestarla.
Ese
fue el final del laberinto. Fermina Daza dueña de sí misma, se excusó por la
demora, y le dio su palabra formal de que tendría una respuesta antes del
término de las vacaciones. Cumplió. El último viernes de febrero, tres días
antes de la reapertura de los colegios, la tía Escolástica fue a la oficina del
telégrafo a preguntar cuánto costaba un telegrama para el pueblo de Piedras de
Moler, que ni siquiera figuraba en la lista de servicios, y se dejó atender por
Florentino Ariza como si nunca se hubieran visto, pero al salir fingió olvidar
en el mostrador un breviario empastado en piel de lagartija dentro del cual
había un sobre de papel de lino con viñetas doradas. Trastornado por la dicha, Florentino
Ariza pasó el resto de la tarde comiendo rosas y leyendo la carta, repasándola
letra por letra una y otra vez y comiendo más rosas cuanto más la leía, y a
media noche la había leído tanto y había comido tantas rosas que su madre tuvo
que barbearlo como a un ternero para que se tragara una pócima de aceite de
ricino.
Fue
el año del enamoramiento encarnizado. Ni el uno ni el otro tenían vida para
nada distinto de pensar en el otro, para soñar con el otro, para esperar las
cartas con tanta ansiedad como las contestaban. Nunca en aquella primavera de
delirio, ni en el año siguiente, tuvieron ocasión de comunicarse de viva voz.
Más aún: desde que se vieron por primera vez hasta que él le reiteró su
determinación medio siglo más tarde, no habían tenido nunca una oportunidad de
verse a solas ni de hablar de su amor. Pero en los primeros tres meses no pasó
un solo día sin que se escribieran, y en cierta época hasta dos veces diarias,
hasta que la tía Escolástica se asustó con la voracidad de la hoguera que ella
misma había ayudado a encender.
Después
de la primera carta, que llevó a la oficina del telégrafo con un rescoldo de
venganza contra su propia suerte, había permitido el intercambio de mensajes
casi diarios en encuentros callejeros que parecían casuales, pero no tuvo valor
para patrocinar una conversación, por banal y momentánea que fuera. Sin
embargo, al cabo de tres meses comprendió que la sobrina no estaba a merced de
una ventolera juvenil, como le pareció al principio, y que su propia vida
estaba amenazada por aquel incendio de amor. En verdad, Escolástica Daza no tenía
otro modo de subsistencia que la caridad del hermano, y sabía que su carácter
tiránico no le perdonaría jamás semejante burla a su confianza. Pero a la hora
de la decisión final no tuvo corazón para causarle a la sobrina el mismo
infortunio irreparable que ella había tenido que pastorear desde la juventud, y
le permitió servirse de un recurso que le dejaba una ilusión de inocencia. Fue
un método simple: Fermina Daza ponía su carta en algún escondite del recorrido
diario entre la casa y el colegio, y en esa misma carta le indicaba a
Florentino Ariza dónde esperaba encontrar la respuesta. Florentino Ariza hacía
lo mismo. De ese modo, los conflictos de conciencia de la tía Escolástica les
fueron transferidos por el resto del año a los bautisterios de las iglesias,
los huecos de los árboles, las grietas de las fortalezas coloniales en ruinas.
A veces encontraban las cartas empapadas de lluvia sucias de lodo, desgarradas
por la adversidad, y algunas se perdieron por motivos diversos, pero siempre
encontraron el modo de reanudar el contacto.
Florentino
Ariza escribía todas las noches sin piedad para consigo mismo, envenenándose
letra por letra con el humo de las lámparas de aceite de corozo en la
trastienda de la mercería, y sus cartas iban haciéndose más extensas y
lunáticas cuanto más se esforzaba por imitar a sus poetas preferidos de la
Biblioteca Popular, que ya para esa época estaba llegando a los ochenta
volúmenes. Su madre, que con tanto ardor lo había incitado a solazarse en su
tormento, empezó a alarmarse por su salud. “Te vas a gastar el seso -le gritaba
desde el dormitorio cuando oía cantar los primeros gallos-. No hay mujer que
merezca tanto.” Pues no recordaba haber conocido a nadie en semejante estado de
perdición. Pero él no le hacía caso. A veces llegaba a la oficina sin dormir,
con los cabellos alborotados de amor, después de haber dejado la carta en el
escondite previsto para que Fermina Daza la encontrara de paso hacia el
colegio. Ella, en cambio, sometida a la vigilancia del padre y a la acechanza
viciosa de las monjas, apenas si lograba completar medio folio del cuaderno
escolar encerrada en los baños o fingiendo tomar notas durante la clase. Pero
no sólo por las prisas y sobresaltos, sino también por su carácter, las cartas
de ella eludían cualquier escollo sentimental y se reducían a contar incidentes
de su vida cotidiana con el estilo servicial de un diario de navegación. En
realidad eran cartas de distracción, destinadas a mantener las brasas vivas
pero sin poner la mano en el fuego, mientras que Florentino Ariza se incineraba
en cada línea. Ansioso de contagiarla de su propia locura, le mandaba versos de
miniaturista grabados con la punta de un alfiler en los pétalos de las
camelias. Fue él y no ella quien tuvo la audacia de poner un mechón de su
cabello dentro de una carta, pero no recibió nunca la respuesta anhelada, que
era una hebra completa de la trenza de Fermina Daza. Consiguió al menos que
diera un paso más, pues desde entonces ella empezó a mandarle nervaduras de
hojas disecadas en diccionarios, alas de mariposas, plumas de pájaros
42 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera
mágicos,
y le regaló de cumpleaños un centímetro cuadrado del hábito de San Pedro
Claver, de los que se vendían a escondidas por aquellos días a un precio
inalcanzable para una colegiala de su edad. Una noche, sin ningún anuncio,
Fermina Daza despertó asustada por una serenata de violín solo con un valse
solo. La estremeció la clarividencia de que cada nota era una acción de gracias
por los pétalos de sus herbarios, por los tiempos robados a la aritmética para
escribir sus cartas, por el susto de los exámenes pensando más en él que en las
Ciencias Naturales, pero no se atrevió a creer que Florentino Ariza fuera capaz
de semejante imprudencia.
La
mañana siguiente, durante el desayuno, Lorenzo Daza no podía resistir la
curiosidad. En primer término, porque no sabía qué significaba una sola pieza
en el lenguaje de las serenatas, y en segundo término, porque a pesar de la
atención con que la escuchó no había logrado precisar en qué casa había sido.
La tía Escolástica, con una sangre fría que le devolvió el aliento a la
sobrina, aseguró haber visto a través de los visillos del dormitorio que el
violinista solitario estaba del otro lado del parque, y dijo que en todo caso
una pieza sola era una notificación de ruptura. En su carta de ese día,
Florentino Ariza confirmó que era él quien había llevado la serenata, y que el
valse había sido compuesto por él y tenía el nombre con que conocía a Fermina
Daza en su corazón: La Diosa Coronada. No volvió a tocarlo en el parque, pero
solía hacerlo en noches de luna en sitios elegidos a propósito para que ella lo
escuchara sin sobresaltos en la alcoba. Uno de sus sitios preferidos era el
cementerio de los pobres, expuesto al sol y a la lluvia en una colina indigente
donde dormían los gallinazos, y donde la música lograba resonancias
sobrenaturales. Más tarde aprendió a conocer la dirección de los vientos, y así
estuvo seguro de que su voz llegaba hasta donde debía.
En
agosto de ese año, una nueva guerra civil de las tantas que asolaban el país
desde hacía más de medio siglo amenazó con generalizarse, y el gobierno impuso
la ley marcial y el toque de queda a las seis de la tarde en los estados del
litoral caribe. Aunque ya habían ocurrido algunos disturbios y la tropa cometía
toda clase de abusos de escarmiento, Florentino Ariza seguía tan perplejo que
no se enteraba del estado del mundo, y una patrulla militar lo sorprendió una
madrugada perturbando la castidad de los muertos con sus provocaciones de amor.
Escapó por milagro de una ejecución sumaria acusado de ser un espía que mandaba
mensajes en clave de sol a los buques liberales que merodeaban por las aguas
vecinas.
-¡Qué
espía ni qué carajo -dijo Florentino Ariza-, yo no soy más que un pobre
enamorado.
Durmió
tres noches encadenado por los tobillos en los calabozos de la guarnición
local. Pero cuando lo soltaron se sintió defraudado por la brevedad del
cautiverio, y aun en los tiempos de su vejez, cuando otras tantas guerras se le
confundían en la memoria, seguía pensando que era el único hombre de la ciudad,
y tal vez del país, que había arrastrado grillos de cinco libras por una causa
de amor.
Iban
a cumplirse dos años de correos frenéticos cuando Florentino Ariza, en una
carta de un solo párrafo, le hizo a Fermina Daza la propuesta formal de
matrimonio. En los seis meses anteriores le había enviado varias veces una
camelia blanca, pero Florentino Ariza no estaba preparado para esa respuesta,
pero su madre lo estaba. Desde que él le habló por primera vez de la intención
de casarse, seis meses antes, Tránsito Ariza había iniciado las gestiones para
tomar en alquiler toda la casa que hasta entonces compartía con dos familias
más. Era una construcción civil del siglo xvu, de dos plantas, donde estuvo el
Estanco del Tabaco bajo el dominio español, y cuyos propietarios arruinados habían
tenido que alquilarla a pedazos por falta de recursos para mantenerla. Tenía
una sección que daba a la calle, donde había estado el expendio, otra en el
fondo de un patio adoquinado donde había estado la fábrica, y una caballeriza
muy grande que los inquilinos actuales usaban en común para lavar la ropa y
tenderla a secar. Tránsito Ariza ocupaba la primera parte, que era la más útil
y mejor conservada, aunque también la más pequeña. En la antigua sala de
expendio estaba la mercería, con un portón hacia la calle, y al lado el antiguo
depósito sin más ventilación que una claraboya, donde dormía Tránsito Ariza. La
trastienda era la mitad de la sala, dividida con un
cancel de madera. Allí había una mesa con cuatro sillas que servía al mismo
tiempo para comer y escribir, y era allí donde Florentino Ariza colgaba la
hamaca cuando el amanecer no lo sorprendía escribiendo. Era un espacio bueno
para los dos, pero insuficiente para una persona más, y menos para una señorita
del Colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, cuyo padre había
restaurado hasta dejarla como nueva una casa en escombros, mientras las
familias de siete títulos se acostaban con el terror de que los techos de las
mansiones se les desfondaran encima durante el sueño. De modo que Tránsito
Ariza había conseguido que el propietario le permitiera ocupar también la
galería del patio, a cambio de que mantuviera la casa en buen estado por cinco
años.
Tenía
recursos para eso. Aparte de los ingresos reales de la mercería y de las
hilachas hemostáticas, que le hubieran alcanzado para su vida modesta, había
multiplicado los ahorros prestándolos a una clientela de nuevos pobres
vergonzantes que aceptaban sus réditos excesivos en gracia de su discreción.
Señoras con aires de reinas bajaban de las carrozas en el portón de la
mercería, sin nodrizas ni criados incómodos, y fingiendo comprar encajes de
Holanda y ribetes de pasamanería empeñaban entre dos sollozos los últimos
oropeles de su paraíso perdido. Tránsito Ariza las sacaba de apuros con tanta
consideración por su alcurnia, que muchas se iban más agradecidas por el honor
que por el favor. En menos de diez años conocía como suyas las joyas tantas veces
rescatadas y vueltas a empeñar con lágrimas, y las ganancias convertidas en oro
de ley estaban enterradas en una múcura debajo de la cama cuando el hijo tomó
la decisión de casarse. Entonces hizo las cuentas, y descubrió que no sólo
podía hacer el negocio de mantener en pie la casa ajena durante cinco años,
sino que con la misma astucia y un poco más de suerte podía quizás comprarla
antes de morir para los doce nietos que deseaba tener. Florentino Ariza, por su
parte, había sido nombrado ayudante primero del telégrafo, con carácter
interino, y Lotario Thugut quería dejarlo como jefe de la oficina cuando él se
fuera a dirigir la Escuela de Telegrafía y Magnetismo, prevista para el año
siguiente.
Así
que el lado práctico del matrimonio estaba resuelto. Sin embargo, Tránsito
Ariza creyó prudentes dos condiciones finales. La primera, averiguar quién era
en realidad Lorenzo Daza, cuyo acento no dejaba ninguna duda sobre su origen,
pero de cuya identidad y de cuyos medios de vida no tenía nadie una noticia cierta.
La segunda, que el noviazgo fuera largo para que los novios se conocieran a
fondo por el trato personal, y que se mantuviera la reserva más estricta hasta
que ambos se sintieran muy seguros de sus afectos. Sugirió que esperaran hasta
el final de la guerra. Florentino
Ariza
estuvo de acuerdo con el secreto absoluto, tanto por las razones de su madre
como por el her~ metismo propio de su carácter. Estuvo también de acuerdo con
la demora del noviazgo, pero el término le pareció irreal, pues en más de medio
siglo de vida independiente no había tenido el país ni un día de paz civil.
-Nos
volveremos viejos esperando -dijo.
Su
padrino el homeópata, que participaba por casualidad en la conversación, no
creyó que las guerras fueran un inconveniente. Pensaba que no eran más que
pleitos de pobres arreados como bueyes por los señores de la tierra, contra
soldados descalzos arreados por el gobierno.
-La
guerra está en el monte---dijo---. Desde que yo soy yo, en las ciudades no nos
matan con tiros sino con decretos.
En
todo caso, los pormenores del noviazgo fueron resueltos en las cartas de la
semana siguiente. Fermina Daza, aconsejada por la tía Escolástica, aceptó el
plazo de dos años y su reserva absoluta, y sugirió que Florentino Ariza pidiera
su mano cuando ella terminara la escuela secundaria en las vacaciones de
Navidad. En su momento se pondrían de acuerdo sobre el modo de formalizar el
compromiso según el grado de aceptación que ella hubiera logrado de su padre.
Mientras tanto, siguieron escribiéndose con el mismo ardor y la misma
frecuencia, pero sin los sobresaltos de antes, y las cartas
44
La
vida de Florentino Ariza había cambiado. El amor correspondido le había dado
una seguridad y una fuerza que no había conocido nunca, y fue tan eficaz en el
trabajo que Lotario Thugut consiguió sin esfuerzos que lo nombraran segundo
suyo en propiedad. Para entonces, el proyecto de la Escuela de Telegrafía y
Magnetismo había fracasado, y el alemán consagró su tiempo libre a lo único que
en realidad le gustaba, que era irse al puerto a tocar el acordeón y a tomar
cerveza con los marineros, y todo terminaba en el hotel de paso. Transcurrió
mucho tiempo antes de que Florentino Ariza se diera cuenta de que la influencia
de Lotario Thugut en aquel sitio de placer se debía a quehabía terminado por
ser el dueño del establecimiento, y además empresario de las pájaras del
puerto. Lo había comprado poco a poco, con sus ahorros de muchos años, pero el
que daba la cara por él era un hombrecillo flaco y tuerto, con una cabeza de
cepillo, y un corazón tan manso que nadie entendía cómo podía ser tan buen
gerente. Pero lo era. Al menos así le parecía a Florentino Ariza, cuando el
gerente le dijo, sin que él se lo pidiera, que disponía de un cuarto permanente
en el hotel, no sólo para resolver los problemas del bajo vientre, cuando se
decidiera a tenerlos, sino para que dispusiera de un lugar más tranquilo para
sus lecturas y sus cartas de amor. Así que mientras transcurrían los largos
meses que faltaban para la formalización del compromiso estuvo más tiempo allí
que en la oficina y en su casa, y hubo épocas en que Tránsito Ariza no lo vio
sino cuando iba a cambiarse de ropa.
La
lectura se le convirtió en un vicio insaciable. Desde que lo enseñó a leer, su
madre le compraba los libros ilustrados de los autores nórdicos, que se vendían
como cuentos para niños, pero que en realidad eran los más crueles y perversos
que podían leerse a cualquier edad. Florentino Ariza los recitaba de memoria a
los cinco años, tanto en las clases como en las veladas de la escuela, pero la
familiaridad con ellos no le alivió el terror. Al contrario, lo agudizaba. De
allí que el paso a la poesía fue como un remanso. Ya en la pubertad había
consumido por orden de aparición todos los volúmenes de la Biblioteca Popular
que Tránsito Ariza les compraba a los libreros de lance del Portal de los
Escribanos, y en los que había de todo, desde Homero hasta el menos meritorio
de los poetas locales. Pero él no hacía distinción: leía el volumen que
llegara, como una orden de la fatalidad, y no le alcanzaron todos sus años de
lecturas para saber qué era bueno y qué no lo era en lo mucho que había leído.
Lo único que tenía claro era que entre la prosa y los versos prefería los
versos, y entre éstos prefería los de amor, que aprendía de memoria aun sin
proponérselo desde la segunda lectura, con tanta más facilidad cuanto mejor
rimados y medidos, y cuanto más desgarradores.
Esta
fue la fuente original de las primeras cartas a Fermina Daza, en las cuales
aparecían parrafadas enteras sin cocinar de los románticos españoles, y lo
fueron hasta que la vida real lo obligó a ocuparse de asuntos más terrestres
que los dolores del corazón. Ya para entonces había dado un paso más hacia los
folletines de lágrimas y otras prosas aún más profanas de su tiempo. Había
aprendido a llorar con su madre leyendo a los poetas locales que se vendían en
plazas y portales en folletos de a dos centavos. Pero al mismo tiempo era capaz
de recitar de memoria la poesía castellana más selecta del Siglo de Oro. En
general leía todo lo que le cayera en las manos, y en el orden en que le caía,
hasta el extremo de que mucho después de aquellos duros años de su primer amor,
cuando ya no era joven, había de leer desde la primera página hasta la última
los veinte tomos del Tesoro de la Juventud, el catálogo completo de los
clásicos Carnier Hnos., traducidos, y las obras más fáciles que publicaba don
Vicente Blasco Ibáñez en la colección Prometeo.
En
todo caso, sus mocedades en el hotel de paso no se redujeron a la lectura y la
redacción de cartas febriles, sino que lo iniciaron en los secretos del amor
sin amor. La vida de la casa empezaba después del mediodía, cuando sus amigas
las pájaras se levantaban como sus madres las parieron, de modo que cuando
Florentino Ariza llegaba del empleo se encontraba con un palacio poblado de
ninfas en cueros, que comentaban a gritos los secretos de la ciudad, conocidos
por las infidencias de los propios protagonistas.
Muchas exhibían en sus desnudeces las huellas del pasado: cicatrices de
puñaladas en el vientre, estrellas de balazos, surcos de cuchilladas de amor,
costuras de cesáreas de carniceros. Algunas se hacían llevar durante el día a
sus hijos menores, frutos infortunados de despechos o descuidos juveniles, y
les quitaban las ropas tan pronto como entraban para que no se sintieran
distintos en el paraíso de la desnudez. Cada una cocinaba lo suyo, y nadie
comía mejor que Florentino Ariza cuando lo invitaban, porque escogía lo mejor
de cada una. Era una fiesta diaria que duraba hasta el atardecer, cuando las
desnudas desfilaban cantando hacia los baños, se pedían prestado el jabón, el
cepillo de dientes, las tijeras, se cortaban el pelo unas a otras, se vestían
con las ropas cambiadas, se pintorreteaban como payasas lúgubres, y salían a
cazar sus primeras presas de la noche. A partir de entonces, la vida de la casa
se volvía impersonal, deshumanizada, y era imposible compartirla sin pagar.
No
había un lugar donde Florentino Ariza estuviera mejor desde que conoció a
Fermina Daza, porque era el único donde no se sentía solo. Más aún: terminó por
ser el único donde se sentía con ella. Tal vez era por los mismos motivos que
vivía allí una mujer mayor, elegante, de una hermosa cabeza plateada, que no
participaba de la vida natural de las desnudas, y a quien éstas profesaban un
respeto sacramental. Un novio prematuro la había llevado allí cuando era joven,
y después de disfrutarla por un tiempo la abandonó a su suerte. Sin embargo, a
pesar de su estigma, logró casarse bien. Ya muy mayor, cuando se quedó sola,
dos hijos y tres hijas se disputaron el gusto de llevarla a vivir con ellos,
pero a ella no se le ocurrió un lugar más digno para vivir que aquel hotel de
perdularias tiernas. Su cuarto permanente era su única casa, y esto la
identificó de inmediato con Florentino Ariza, del cual decía que llegaría a ser
un sabio conocido en el mundo entero, porque era capaz de enriquecer su alma
con la lectura en el paraíso de la salacidad. Florentino Ariza, por su parte,
llegó a tenerle tanto afecto que la ayudaba en las compras del mercado, y solía
pasar algunas tardes conversando con ella. Pensaba que era una mujer sabia en
el amor, pues le dio muchas luces sobre el suyo, sin que él tuviera que
revelarle su secreto.
Si
antes de conocer el amor de Fermina Daza no había caído en tantas tentaciones
al alcance de la mano, mucho menos iba a hacerlo cuando ya era su prometida
oficial. Así que Florentino Ariza convivía con las muchachas, compartía sus
gozos y sus miserias, pero ni a él ni a ellas se les ocurría ir más lejos. Un
hecho imprevisto demostró la severidad de su determinación. Cualquier día a las
seis de la tarde, cuando las muchachas se vestían para recibir a los clientes
de la noche, entró en su cuarto la encargada de la limpieza en el piso: una
mujer joven pero envejecida y macilenta, como una penitente vestida en la
gloria de las desnudas. Él la veía a diario sin sentirse visto: andaba por los
cuartos con las escobas, con un cubo para la basura y un trapo especial para
recoger del suelo los preservativos usados. Entró en el cubículo donde
Florentino Ariza leía, como siempre, y como siempre barrió con un cuidado
extremo para no perturbarlo. De pronto pasó cerca de la cama, y él sintió la
mano tibia y tierna en la cruz de su vientre, la sintió buscándolo, la sintió
encontrarlo, la sintió soltándole los botones mientras la respiración de ella
iba colmando el cuarto. Él fingió leer hasta que no pudo más, y tuvo que
esquivar el cuerpo.
Ella
se asustó, pues la primera advertencia que le hicieron para darle el empleo de
barrendera fue que no intentara acostarse con los clientes. No tenían que
decírselo, porque era de las que pensaban que la prostitución no era acostarse
por dinero, sino acostarse con desconocidos. Tenía dos hijos, cada uno de un
marido diferente, y no porque fueran aventuras casuales, sino porque no había
conseguido amar a uno que volviera después de la tercera vez. Había sido hasta
entonces una mujer sin urgencias, preparada por su naturaleza para esperar sin
desesperar, pero la vida de aquella casa era más fuerte que sus virtudes.
Entraba a trabajar a las seis de la tarde, y pasaba la noche entera de cuarto
en cuarto, barriéndolos con cuatro escobazos, recogiendo los preservativos,
cambiando las sábanas. No era fácil imaginar la cantidad de cosas que dejaban
los hombres después del amor. Dejaban vómitos y lágrimas, lo cual le parecía
comprensible, pero dejaban también muchos enigmas de la intimidad: charcos de
sangre, parches de excrementos, ojos de vidrio, relojes de oro, dentaduras
postizas,
46
relicarios
con rizos dorados, cartas de amor, de negocios, de pésame: cartas de todo.
Algunos volvían por sus cosas perdidas, pero la mayoría se quedaban allí, y
Lotario Thugut las guardaba bajo llave, pensando que tarde o temprano aquel
palacio caído en desgracia, con los miles de objetos personales olvidados,
sería un museo del amor.
El
trabajo era duro y mal pagado, pero ella lo hacía bien. Lo que no podía
soportar eran los sollozos, los lamentos, los crujidos de los resortes de las
camas que se le iban sedimentando en la sangre con tanto ardor y tanto dolor,
que al amanecer no podía soportar la ansiedad de acostarse con el primer
mendigo que encontrara en la calle, o con un borracho desperdigado que le
hiciera el favor sin más pretensiones ni preguntas. La aparición de un hombre
sin mujer como Florentino Ariza, joven y limpio, fue para ella un regalo del
cielo, porque desde el primer momento se dio cuenta de que era igual que ella:
un menesteroso de amor. Pero él fue insensible a sus apremios. Se había
mantenido virgen para Fermina Daza, y no había fuerza ni razón en este mundo
que pudiera torcerle el propósito.
Esa
era su vida, cuatro meses antes de la fecha prevista para formalizar el
compromiso, cuando Lorenzo Daza apareció a las siete de la mañana en la oficina
del telégrafo, y preguntó por él. Como aún no había llegado, lo esperó sentado
en la banca hasta las ocho y diez, quitándose de un dedo y poniéndose en otro
el pesado anillo de oro coronado por un ópalo noble, y cuando lo vio entrar lo
reconoció de inmediato como el empleado del telégrafo, y lo tomó del brazo.
-Venga
conmigo, jovencito -le dijo-. Usted y yo tenemos que hablar cinco minutos, de
hombre a hombre.
Florentino
Ariza, verde como un muerto, se dejó llevar. No estaba preparado para ese
encuentro, porque Fermina Daza no había encontrado la ocasión ni el modo de
prevenirlo. El caso era que el sábado anterior, la hermana Franca de la Luz,
superiora del Colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, había entrado
en la clase de Nociones de Cosmogonía con el sigilo de una serpiente, y
espiando a las alumnas por encima del hombro descubrió que Fermina Daza fingía
tomar notas en el cuaderno cuando en realidad estaba escribiendo una carta de
amor. La falta, de acuerdo con los reglamentos del colegio, era motivo de
expulsión. Citado de urgencia a la rectoría, Lorenzo Daza descubrió la gotera
por donde estaba escurriéndose su régimen de hierro. Fermína Daza, con su
entereza congénita, admitió la culpa de la carta, pero se negó a revelar la
identidad del novio secreto, y volvió a negarse ante el Tribunal de Orden, que
por este motivo confirmó el veredicto de expulsión. Sin embargo, el padre hizo
una requisa del dormitorio que hasta entonces había sido un santuario
inviolable, y en un doble fondo del baúl encontró los paquetes de tres años de
cartas, escondidas con tanto amor como habían sido escritas. La firma era
inequívoca, pero Lorenzo Daza no pudo creer ni entonces ni nunca que la hija no
supiera de su novio escondido nada más que el oficio de telegrafista y su
afición por el violín.
Convencido
de que una relación tan difícil sólo era comprensible por la complicidad de la
hermana, no le concedió a ésta ni la gracia de una disculpa, sino que la
embarcó sin apelación en la goleta de San Juan de la Ciénaga. Fermina Daza no
se alivió nunca de su último recuerdo, la tarde en que la despidió en el portal
ardiendo de fiebre dentro de su hábito pardo, ósea y cenicienta, y la vio
desaparecer en la llovizna del parquecito con lo único que le quedaba en la
vida: el petate de soltera, y el dinero para sobrevivir un mes, envuelto en un
pañuelo dentro del puño. Tan pronto como se liberó de la autoridad de su padre
la hizo buscar por las provincias del Caribe, averiguando por ella con todo el
que pudiera conocerla, y no encontró noticia alguna de su rastro hasta casi
treinta años después, cuando recibió una carta que había pasado por muchas
manos durante mucho tiempo, y en la cual le informaron que había muerto casi
centenaria en el lazareto de Agua de Dios. Lorenzo Daza no previó la ferocidad
con que la hija había de reaccionar por el castigo injusto de que fue víctima
la tía Escolástica, a quien había identificado siempre con la madre que apenas
recordaba. Se encerró con tranca en el dormitorio, sin comer ni beber, y cuando
él logró por fin que le abriera, primero con amenazas y luego con súplicas mal disimuladas, se encontró con una
pantera herida que nunca más volvería a tener quince años.
Trató
de seducirla con toda clase de halagos. Trató de hacerle entender que el amor a
su edad era un espejismo, trató de convencerla por las buenas de que devolviera
las cartas y regresara al colegio a pedir perdón de rodillas, y le dio su
palabra de honor de que él sería el primero en ayudarla a ser feliz con un
pretendiente digno. Pero era como hablarle a un muerto. Derrotado, terminó por
perder los estribos en el almuerzo del lunes, y mientras se atragantaba de
improperios y blasfemias al borde de la conmoción, ella se puso el cuchillo de
la carne en el cuello, sin dramatismo pero con pulso firme, y con unos ojos
atónitos que él no se atrevió a desafiar. Fue entonces cuando asumió el riesgo
de hablar cinco minutos, de hombre a hombre, con el advenedizo infausto que no
recordaba haber visto nunca, y que en tan mala hora se había puesto de través
en su vida. Por pura costumbre cogió el revólver antes de salir, pero tuvo el
cuidado de llevarlo escondido debajo de la camisa.
Florentino
Ariza no había recobrado el aliento cuando Lorenzo Daza lo llevó del brazo por
la Plaza de la Catedral hasta la galería de arcos del Café de la Parroquia, y
lo invitó a sentarse en la terraza. No había otros clientes a esa hora, y una
matrona negra fregaba las baldosas del enorme salón con vitrales astillados y
polvorientos, cuyas sillas estaban todavía puestas patas arriba sobre las mesas
de mármol. Florentino Ariza había visto allí muchas veces a Lorenzo Daza
jugando y tomando vino de barril con los asturianos del mercado público,
mientras se peleaban a gritos por otras guerras crónicas que no eran las
nuestras. Muchas veces, consciente del fatalismo del amor, se preguntaba cómo
sería el encuentro que tarde o temprano iba a tener con él, y que ningún poder
humano había de impedir, porque estaba inscrito desde siempre en el destino de
ambos. Lo suponía como un altercado desigual, no sólo porque Fermina Daza lo
había prevenido en las cartas sobre el carácter tempestuoso de su padre, sino
porque él mismo había notado que sus ojos parecían coléricos hasta cuando reía
a carcajadas en la mesa de juego. Todo él era un tributo a la ordinariez: la
panza innoble, el habla enfática, las patillas de lince, las manos bastas con
el anular sofocado por la montura de ópalo. Su único rasgo enternecedor, que
Florentino Ariza reconoció desde la primera vez que lo vio caminar, era que
tenía el mismo andar de venada de la hija. Sin embargo, cuando le indicó la
silla para que se sentara no lo encontró tan áspero como parecía, y recobró el
aliento cuando lo invitó a tomarse una copa de anisado. Florentino Ariza no lo
había bebido nunca a las ocho de la mañana, pero aceptó agradecido, porque lo
estaba necesitando con urgencia.
Lorenzo
Daza, en efecto, no tardó más de cinco minutos para dar sus razones, y lo hizo
con una sinceridad desarmante que acabó de confundir a Florentino Ariza. A la
muerte de su esposa se había impuesto el propósito único de hacer de la hija
una gran dama. El camino era largo e incierto para un traficante de mulas que
no sabía leer ni escribir, y cuya reputación de cuatrero no estaba tan probada
como bien difundida en la provincia de San Juan de la Ciénaga. Encendió un
tabaco de arriero, y se lamentó: “Lo único peor que la mala salud es la mala
fama”. Sin embargo, dijo, el verdadero secreto de su fortuna era que ninguna de
sus mulas trabajaba tanto y con tanta determinación como él mismo, aun en los
tiempos más agrios de las guerras, cuando los pueblos amanecían en cenizas y
los campos devastados. Aunque la hija no estuvo nunca al corriente de la
premeditación de su destino, se comportaba como un cómplice entusiasta. Era
inteligente y metódica, hasta el punto de que enseñó a leer al padre tan pronto
como aprendió ella, y a los doce años tenía un dominio de la realidad que le
hubiera bastado para llevar la casa sin necesidad de la tía Escolástica.
Suspiró: “Es una mula de oro”. Cuando la hija terminó la escuela primaria, con
cinco en todo y mención de honor en el acto de clausura, él comprendió que el
ámbito de San Juan de la Ciénaga le quedaba estrecho a sus ilusiones. Entonces
liquidó tierras y animales, y se trasladó con ímpetus nuevos y setenta mil
pesos oro a esta ciudad en ruinas y con sus glorias apolilladas, pero donde una
mujer bella y educada a la antigua tenía aún la posibilidad de volver a nacer
con un matrimonio de fortuna. La irrupción de Florentino Ariza había sido un
tropiezo imprevisto en aquel plan encarnizado. “Así que he venido a hacerle una
súplica”, dijo
48
Lorenzo
Daza. Mojó el cabo del tabaco en el anisado, le dio una chupada sin humo, y
concluyó con la voz afligida:
-Apártese
de nuestro camino.
Florentino
Ariza lo había escuchado bebiendo a sorbos el aguardiente de anís, y tan
absorto en la revelación del pasado de Fermina Daza que no se preguntó siquiera
qué iba a decir cuando tuviera que hablar. Pero llegado el momento se dio
cuenta de que cualquier cosa que dijera comprometía su destino.
-¿Usted
habló con ella? -preguntó.
-Eso no
le incumbe a usted -dijo Lorenzo Daza.
-Se lo pregunto -dijo
Florentino Ariza- porque me parece que la que tiene que decidir es ella.
-Nada
de eso -dijo Lorenzo Daza-: esto es un asunto de hombres y se arregla entre
hombres.
El
tono se había vuelto amenazante, y un cliente de una mesa cercana se volvió a
mirarlos. Florentino Ariza habló con la voz más tenue pero con la resolución
más imperiosa de que fue capaz:
-De todos modos -dijo- no
puedo contestar nada sin saber qué piensa ella. Sería una traición.
Entonces
Lorenzo Daza se echó hacia atrás en el asiento con los párpados enrojecidos y
húmedos, y el ojo izquierdo giró en su órbita y quedó torcido hacia fuera.
También bajó la voz.
-No
me fuerce a pegarle un tiro -dijo.
Florentíno
Ariza sintió que las tripas se le llenaron de una espuma fría. Pero la voz no
le tembló, porque también él se sintió iluminado por el Espíritu Santo.
-Péguemelo
-dijo, con la mano en el pecho-. No hay mayor gloria que morir por
amor.
Lorenzo
Daza tuvo que mirarlo de lado, como los loros, para encontrarlo con el ojo
torcido. No pronunció las tres palabras sino que pareció escupirlas sílaba por
sílaba:
-¡Hi-jo-de-pu-ta!
Aquella
misma semana se llevó a la hija al viaje del olvido. No le dio explicación
alguna, sino que irrumpió en el dormitorio con los bigotes sucios por la cólera
revuelta con el tabaco masticado, y le ordenó que hiciera el equipaje. Ella le
preguntó para dónde iban, y él contestó: “Para la muerte”. Asustada por aquella
respuesta que se parecía demasiado a la verdad, trató de enfrentarlo con el
coraje de los días anteriores, pero él se quitó el cinturón con la hebilla de
cobre macizo, se la enroscó en el puño, y dio en la mesa un correazo que resonó
en la casa como un disparo de rifle. Fermina Daza conocía muy bien el alcance y
la ocasión de su propia fuerza, de modo que hizo un petate con dos esteras y
una hamaca, y dos baúles grandes con todas sus ropas, segura de que era un
viaje sin regreso. Antes de vestirse, se encerró en el baño y alcanzó a
escribirle a Florentino Ariza una breve carta de adiós,en una hoja arrancada
del cuadernillo de papel higiénico. Luego se cortó la trenza completa desde la
nuca con las tijeras de podar, la enrolló dentro de un estuche de terciopelo
bordado con hilos de oro, y la mandó junto con la carta.
Fue
un viaje demente. La sola etapa inicial en una caravana de arrieros andinos
duró once jornadas a lomo de mula por las cornisas de la Sierra Nevada,
embrutecidos por soles desnudos o ensopados por las lluvias horizontales de
octubre, y casi siempre con el aliento petrificado por el vaho adormecedor de
los precipicios. Al tercer día de camino, una mula enloquecida por los tábanos
se desbarrancó con su jinete y arrastró consigo la cordada entera, y el alarido
del hombre y su racimo de siete animales amarrados
entre sí continuaba rebotando por cañadas y cantiles varias horas después del
desastre, y siguió resonando durante años y años en la memoria de Fermina Daza.
Todo su equipaje se despeñó con las mulas, pero en el instante de siglos que
duró la caída hasta que se extinguió en el fondo el alarido de pavor, ella no
pensó en el pobre mulero muerto ni en la recua despedazada, sino en la
desgracia de que su propia mula no estuviera también amarrada a las otras.
Era
la primera vez que montaba, pero el terror y las penurias incontables del viaje
no le hubieran parecido tan amargas de no haber sido por la certidumbre de que
nunca más vería a Florentino Ariza ni tendría el consuelo de sus cartas. Desde
el comienzo del viaje no había vuelto a dirigirle la palabra a su padre, y éste
estaba tan confundido que apenas le hablaba en casos indispensables, o le
mandaba recados con los muleros. Cuando tuvieron mejor suerte encontraron
alguna fonda de vereda donde servían comidas de monte que ella se negaba a
comer, y les alquilaban camas de lienzo percudidas de sudores y orines rancios.
Lo más frecuente, sin embargo, era pasar la noche en rancherías de indios,
dormitorios públicos al aire libre construidos a la orilla de los caminos con
hileras de horcones y techos de palma amarga, donde todo el que llegaba tenía
derecho a quedarse hasta el amanecer. Fermina Daza no logró dormir una noche
completa, sudando de miedo, sintiendo en la oscuridad el trajín de los viajeros
sigilosos que amarraban sus bestias en los horcones y colgaban las hamacas
donde podían.
Al
atardecer, cuando llegaban los primeros, el lugar era despejado y tranquilo,
pero amanecía transformado en una plaza de feria, con un hacinamiento de
hamacas colgadas a distintos niveles, y aruacos de la sierra durmiendo en
cuclillas, y el berrinche de los chivos amarrados y el alboroto de los gallos
de pelea en sus guacales de faraones, y la mudez acezante de los perros
montunos enseñados a no ladrar por los riesgos de la guerra. Aquellas penurias
eran familiares a Lorenzo Daza, que había traficado por la región durante media
vida, y casi siempre se encontraba con amigos viejos al amanecer. Para la hija
era una agonía perpetua. La hedentina de las cargas de bagre salado, sumada a
la inapetencia propia de la añoranza, acabaron por estropearle el hábito de
comer, y si no enloqueció de desesperación fue porque siempre encontró un
alivio en el recuerdo de Florentino Ariza. No dudó de que aquella fuera la
tierra del olvido.
Otro
terror constante era el de la guerra. Desde el principio del viaje se había
hablado del peligro de encontrar patrullas desperdigadas, y los arrieros los
habían instruido sobre los diversos modos de saber a qué- bando pertenecían
para que procedieran en consecuencia. Era frecuente encontrar una partida de
soldados de a caballo, al mando de un oficial, que hacía la leva de nuevos
reclutas enlazándolos como novillos en plena carrera. Agobiada por tantos
horrores, Fermina Daza se había olvidado de aquel que le parecía más legendario
que inminente, hasta una noche en que una patrulla sin filiación conocida
secuestró a dos viajeros de la caravana y los colgó de un campano a media legua
de la ranchería. Lorenzo Daza no tenía nada que ver con ellos, pero los hizo
descolgar y les dio cristiana sepultura en acción de gracias por no haber
corrido igual suerte. No era para menos. Los asaltantes lo habían despertado
con un cañón de escopeta en el vientre, y un comandante en harapos con la cara
pintada de negro-humo, iluminándolo con una lámpara, le preguntó si era liberal
o conservador.
-Ni
lo uno ni lo otro -dijo Lorenzo Daza-. Soy súbdito español.
-¡Qué
suerte! -dijo el comandante, y se despidió de él con la mano en alto-: ¡Viva
el rey!
Dos
días después bajaron a la llanura luminosa donde estaba asentada la alegre
población de Valledupar. Había peleas de gallos en los patios, músicas de
acordeones en las esquinas, jinetes en caballos de buena sangre, cohetes y
campanas. Estaban armando un castillo de pirotecnia. Fermina Daza no se percató
siquiera de la parranda. Se hospedaron en la casa del tío Lisímaco Sánchez,
hermano de su madre, que había salido a recibirlos en el camino real al frente
de una bulliciosa cabalgata de parientes juveniles montados en las bestias de
mejor raza de toda la provincia, y los condujeron
50
por
las calles del pueblo en medio del fragor de los fuegos artificiales. La casa
estaba en el marco de la Plaza Grande, junto a la iglesia colonial varias veces
remendada, y parecía más bien una factoría de hacienda por los aposentos
amplios y sombríos, y el corredor oloroso a guarapo caliente frente a un huerto
de árboles frutales.
Tan
pronto como desmontaron en las caballerizas, los salones de visita fueron desbordados
por numerosos parientes desconocidos que hostigaban a Fermina Daza con sus
efusiones insoportables, pues estaba impedida para querer a nadie más en este
mundo, escaldada por la montura, muerta de sueño y con el vientre suelto, y lo
único que ansiaba era un sitio solitario y quieto para llorar. Su prima
Hildebranda Sánchez, dos años mayor que ella y con su misma altivez imperial,
fue la única que comprendió su estado desde que la vio por primera vez, porque
también ella se consumía en las brasas de un amor temerario. Al anochecer la
llevó al dormitorio que había preparado para compartirlo con ella, y no pudo
entender que estuviera viva con las úlceras de fuego de sus asentaderas.
Ayudada por su madre, una mujer muy dulce y tan parecida al esposo como si
fueran gemelos, le preparó un baño de asiento y le mitigó los ardores con
compresas de árnica, mientras los truenos del castillo de pólvora estremecían
los fundamentos de la casa.
Hacia
la medianoche se fueron las visitas, la fiesta pública se descompuso en varios
rescoldos dispersos, y la prima Hildebranda le prestó a Fermina Daza un camisón
de madapolán para dormir, y la ayudó a acostarse en una cama de sábanas tersas
y almohadas de plumas que le infundieron de pronto el pánico instantáneo de la
felicidad. Cuando por fin quedaron solas en el dormitorio, cerró la puerta con
tranca y sacó de debajo de la estera de su cama un sobre de manila lacrado con
los emblemas del Telégrafo Nacional. A Fermina Daza le bastó con ver la
expresión de malicia radiante de la prima para que retoñara en la memoria de su
corazón el olor pensativo de las gardenias blancas, antes de triturar el sello
de lacre con los dientes y quedarse chapaleando hasta el amanecer en el pantano
de lágrimas de los once telegramas desaforados.
Entonces
lo supo. Antes de emprender el viaje, Lorenzo Daza había cometido el error de
anunciarlo por telégrafo a su cuñado Lisímaco Sánchez, y éste a su vez había
mandado la noticia a su vasta e intrincada parentela, diseminada en numerosos
pueblos y veredas de la provincia. De modo que Florentino Ariza no sólo pudo
averiguar el itinerario completo, sino que había establecido una larga
hermandad de telegrafistas para seguir el rastro de Fermina Daza hasta la
última ranchería del Cabo de la Vela. Esto le permitió mantener con ella una
comunicación intensa desde que llegó a Valledupar, donde permaneció tres meses,
hasta el término del viaje en Riohacha, un año y medio después, cuando Lorenzo
Daza dio por hecho que la hija había por fin olvidado, y decidió volver a casa.
Tal vez él mismo no era consciente de cuánto se había relajado su vigilancia,
distraído como estaba con los halagos de los parientes políticos, que al cabo
de tantos años habían depuesto sus prejuicios tribales y lo admitieron a
corazón abierto como uno de los suyos. La visita fue una reconciliación tardía,
aunque no hubiera sido ese el propósito. En efecto, la familia de Fermina
Sánchez se había opuesto a toda costa a que ella se casara con un inmigrante
sin origen, hablador y bruto, que siempre estaba de paso en todas partes, con
un negocio de mulas cerreras que parecía demasiado simple para ser limpio.
Lorenzo Daza se jugaba a fondo, porque su pretendida era la más preciada de una
familia típica de la región: una cábila intrincada de mujeres bravas y hombres
de corazón tierno y gatillo fácil, perturbados hasta la demencia por el sentido
del honor. Sin embargo, Fermina Sánchez se sentó en su capricho con la
determinación ciega de los amores contrariados, y se casó con él a despecho de
la familia, con tanta prisa y tantos misterios, que pareció como si no lo
hiciera por amor sino por cubrir con un manto sacramental algún descuido
prematuro.
Veinticinco
años después, Lorenzo Daza no se daba cuenta de que su intransigencia con los
amoríos de la hija era una repetición viciosa de su propia historia, y se dolía
de su desgracia ante los mismos cuñados que se habían opuesto a él, como éstos
se habían dolido en su momento ante los suyos. Sin embargo, el tiempo que él perdía
en lamentos lo ganaba la hija en sus amores. Así, mientras él andaba castrando
novillos y desbravando mulas en las tierras venturosas de sus cuñados, ella se
paseaba con la rienda suelta en un tropel de primas comandadas por Hildebranda
Sánchez, la más bella y servicial, cuya pasión sin porvenir por un hombre
veinte años mayor, casado y con hijos, se conformaba con miradas furtivas.
Después
de la prolongada estancia en Valledupar prosiguieron el viaje por las
estribaciones de la sierra, a través de praderas floridas y mesetas de ensueño,
y en todos los pueblos fueron recibidos como en el primero, con músicas y
petardos, y con nuevas primas confabuladas y mensajes puntuales en las
telegrafías. Bien pronto se dio cuenta Fermina Daza de que la tarde de su
llegada a Valledupar no había sido distinta, sino que en aquella provincia
feraz todos los días de la semana se vivían como si fueran de fiesta. Los
visitantes dormían donde los sorprendiera la noche y comían donde los
encontraba el hambre, pues eran casas de puertas abiertas donde siempre había
una hamaca colgada y un sancocho de tres carnes hirviendo en el fogón, por si
alguien llegaba antes que su telegrama de aviso, como ocurría casi siempre.
Hildebranda Sánchez acompañó a la prima en el resto del viaje, guiándola
con~pulso alegre a través de las marañas de la sangre hasta sus fuentes de
origen. Fermina Daza se reconoció, se sintió dueña de sí misma por primera vez,
se sintió acompañada y protegida, con los pulmones colmados por un aire de
libertad que le devolvió el sosiego y la voluntad de vivir. Aun en sus últimos
años había de evocar aquel viaje, cada vez más reciente en la memoria, con la
lucidez perversa de la nostalgia.
Una
noche regresó del paseo diario aturdida por la revelación de que no sólo se
podía ser feliz sin amor sino también contra el amor. La revelación la alarmó,
porque una de sus primas había sorprendido una conversación de sus padres con
Lorenzo Daza, en la que éste había sugerido la idea de concertar el matrimonio
de su hija con el heredero único de la fortuna fabulosa de Cleofás Moscote.
Fermina Daza lo conocía. Lo había visto caracoleando en las plazas sus caballos
perfectos, con gualdrapas tan ricas que parecían ornamentos de misa, y era
elegante y diestro, y tenía unas pestañas de soñador que hacían suspirar a las
piedras, pero ella lo comparó con su recuerdo de Florentino Ariza sentado bajo
los almendros del parquecito, pobre y escuálido, con el libro de versos en el
regazo, y no encontró en su corazón ni una sombra de duda.
Por
aquellos días, Hildebranda Sánchez andaba delirando de ilusiones después de
visitar a una pitonisa cuya clarividencia la había asombrado. Asustada por las
intenciones de su padre, también Fermina Daza fue a consultarla. Las barajas le
anunciaron que no había en su porvenir ningún obstáculo para un matrimonio
largo y feliz, y aquel pronóstico le devolvió el aliento, porque no concebía
que un destino tan venturoso pudiera ser con un hombre distinto del que amaba.
Exaltada por esa certidumbre, asumió entonces el mando de su albedrío. Fue así
como la correspondencia telegráfica con Florentino Ariza dejó de ser un
concierto de intenciones y promesas ilusorias, y se volvió metódica y práctica,
y más intensa que nunca. Fijaron fechas, establecieron modos, empeñaron sus
vidas en la determinación común de casarse sin consultarlo con nadie, donde
fuera y como fuera, tan pronto como volvieran a encontrarse. Fermina Daza
consideraba tan severo este compromiso, que la noche en que su padre le dio
permiso para que asistiera a su primer baile de adultos, en la población de
Fonseca, a ella no le pareció decente aceptarlo sin el consentimiento de su
prometido. Florentino Ariza estaba aquella noche en el hotel de paso, jugando
barajas con Lotario Thugut, cuando le avisaron que tenía un llamado telegráfico
urgente.
Era
el telegrafista de Fonseca, que había enclavijado siete estaciones intermedias
para que Fermina Daza pidiera el permiso de asistir al baile. Pero una vez que
lo obtuvo, ella no se conformó con la simple respuesta afirmativa, sino que
pidió una prueba de que en efecto era Florentino Ariza quien estaba operando el
manipulador en el otro extremo de la línea. Más atónito que halagado, él
compuso una frase de identificación: Dígale que se lo juro por la diosa coronada.
Fermina Daza reconoció el santo y seña, y estuvo en su primer baile de adultos
hasta las siete de la mañana, cuando debió cambiarse a las volandas para no
llegar tarde a la misa. Para entonces tenía en el fondo del baúl más
52
cartas
y telegramas de cuantos le había quitado su padre, y había aprendido a
comportarse con los modales de una mujer casada. Lorenzo Daza interpretó
aquellos cambios de su modo de ser como una evidencia de que la distancia y el
tiempo la habían restablecido de sus fantasías juveniles, pero nunca le planteó
el proyecto del matrimonio concertado. Sus relaciones se hicieron fluidas,
dentro de las reservas formales que ella le había impuesto desde la expulsión
de la tía Escolástica, y esto les permitió una convivencia tan cómoda que nadie
habría dudado de que estaba fundada en el cariño.
Fue
por esa época cuando Florentino Ariza decidió contarle en sus cartas que estaba
empeñado en rescatar para ella el tesoro del galeón sumergido. Era cierto, y se
le había ocurrido como un soplo de inspiración, una tarde de luz en que el mar
parecía empedrado de aluminio por la cantidad de peces sacados a flote por el
barbasco. Todas las aves del cielo se habían alborotado con la matanza, y los
pescadores tenían que espantarlas con los remos para que no les disputaran los
frutos de aquel milagro prohibido. El uso del barbasco, que sólo adormecía a
los peces, estaba sancionado por la ley desde los tiempos de la Colonia, pero
siguió siendo una práctica común a pleno día entre los pescadores del Caribe,
hasta que fue sustituido por la dinamita. Una de las diversiones de Florentino
Ariza, mientras duraba el viaje de Fermina Daza, era ver desde las escolleras cómo
los pescadores cargaban sus cayucos con los enormes chinchorros de peces
dormidos. Al mismo tiempo, una pandilla de niños que nadaban como tiburones
pedían a los curiosos que les echaran monedas para rescatarlas del fondo del
agua. Eran los mismos que salían nadando con igual propósito al encuentro de
los transatlánticos, y sobre los cuales se habían escrito tantas crónicas de
viaje en Estados Unidos y Europa, por su maestría en el arte de bucear.
Florentino Ariza los conocía desde siempre, aun antes que al amor, pero nunca
se le había ocurrido que tal vez fueran capaces de sacar a flote la fortuna del
galeón. Se le ocurrió esa tarde, y desde el domingo siguiente hasta el regreso
de Fermina Daza, casi un año después, tuvo un motivo adicional de delirio.
Euclides,
uno de los niños nadadores, se alborotó tanto como él con la idea de una
exploración submarina, después de conversar no más de diez minutos. Florentino
Ariza no le reveló la verdad de su empresa sino que se informó a fondo sobre
sus facultades de buzo y navegante. Le preguntó si podría descender sin aire a
veinte metros de profundidad, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si estaba en
condiciones de llevar él solo un cayuco de pescador por la mar abierta en medio
de una borrasca, sin más instrumentos que su instinto, y Euclides dijo que sí.
Le preguntó si sería capaz de localizar un lugar exacto a dieciséis millas
náuticas al noroeste de la isla mayor del archipiélago de Sotavento, y Euclides
dijo que sí. Le preguntó si era capaz de navegar de noche orientándose por las
estrellas, y Euclides le dijo que sí. Le preguntó si estaba dispuesto a hacerlo
por el mismo jornal que le pagaban los pescadores por ayudarlos a pescar, y
Euclides le dijo que sí, pero con un recargo de cinco reales los domingos. Le preguntó
si sabía defenderse de los tiburones, y Euclides le dijo que sí, pues tenía
artificios mágicos para espantarlos. Le preguntó si era capaz de guardar un
secreto aunque lo pusieran en las máquinas de tormentos del palacio de la
Inquisición, y Euclides le dijo que sí, pues a nada le decía que no, y sabía
decir que sí con tanta propiedad que no había modo de ponerlo en duda. Al final
le hizo la cuenta de los gastos: el alquiler del cayuco, el alquiler del
canalete, el alquiler de un recado de pescar para que nadie sospechara la
verdad de sus incursiones. Había que llevar además la comida, un garrafón de
agua dulce. una lámpara de aceite, un mazo de velas de sebo y un cuerno de
cazador para pedir auxilio en caso de emergencia.
Tenía
unos doce años, y era rápido y astuto, y hablador sin descanso, con un cuerpo
de anguila que parecía hecho para pasar reptando por un ojo de buey. La
intemperie le había curtido la piel hasta un punto en que era imposible
imaginar su color original, y esto hacía parecer más radiantes sus grandes ojos
amarillos. Florentino Ariza decidió de inmediato que era el cómplice perfecto
para una aventura de semejantes caudales, y la emprendieron sin más trámites el
domingo siguiente.
Zarparon del puerto de los pescadores al
amanecer, bien provistos y mejor dispuestos. Euclides casi desnudo, apenas con
el taparrabos que llevaba siempre, y Florentino Ariza con la levita, el
sombrero de tinieblas, los botines charolados y el lazo de poeta en el cuello,
y un libro para entretenerse en la travesía hasta las islas. Desde el primer
domingo se dio cuenta de que Euclides era un navegante tan diestro como buen
buzo, y de que tenía una versación asombrosa sobre la naturaleza del mar y la
chatarra de la bahía. Podía referir con sus pormenores menos pensados la
historia de cada cascarón de buque carcomido por el óxido, sabía la edad de
cada boya, el origen de cualquier escombro, el número de eslabones de la cadena
con que los españoles cerraban la entrada de la bahía. Temiendo que supiera
también cuál era el propósito de su expedición, Florentino Ariza le hizo
algunas preguntas maliciosas, y así se dio cuenta de que Euclides no tenía la
menor sospecha del galeón hundido.
Desde
que oyó por primera vez el cuento del tesoro en el hotel de paso, Florentino
Ariza se había informado de cuanto era posible sobre los hábitos de los
galeones. Aprendió que el San José no estaba solo en el fondo de corales. En
efecto, era la nave insignia de la Flota de Tierra Firme, y había llegado aquí
después de mayo de 1708, procedente de la feria legendaria de Portobello, en
Panamá, donde había cargado parte de su fortuna: trescientos baúles con plata
del Perú y Veracruz, y ciento diez baúles de perlas reunidas y contadas en la
isla de Contadora. Durante el mes largo que permaneció aquí, cuyos días y
noches habían sido de fiestas populares, cargaron el resto del tesoro destinado
a sacar de pobreza al reino de España: ciento dieciséis baúles de esmeraldas de
Muzo y Somondoco, y treinta millones de monedas de oro.
La
Flota de Tierra Firme estaba integrada por no menos de doce bastimentos de
distintos tamaños, y zarpó de este puerto viajando en conserva con una escuadra
francesa, muy bien armada, que sin embargo no pudo salvar la expedición frente
a los cañonazos certeros de la escuadra inglesa, al mando del comandante Carlos
Wager, que la esperó en el archipiélago de Sotavento, a la salida de la bahía.
De modo que el San José no era la única nave hundida, aunque no había una
certeza documental de cuántas habían sucumbido y cuántas lograron escapar al
fuego de los ingleses. De lo que no había duda era de que la nave insignia
había sido de las primeras en irse a pique, con la tripulación completa y el
comandante inmóvil en su alcázar, y que ella sola llevaba el cargamento mayor.
Florentino
Ariza había conocido la ruta de los galeones en las cartas de marear de la
época, y creía haber determinado el sitio del naufragio. Salieron de la bahía
por entre las dos fortalezas de la Boca Chica, y al cabo de cuatro horas de
navegación entraron en el estanque interior del archipiélago, en cuyo fondo de
corales podían cogerse con la mano las langostas dormidas. El aire era tan
tenue, y el mar era tan sereno y diáfano, que Florentino Ariza se sintió como
si fuera su propio reflejo en el agua. Al final del remanso, a dos horas de la
isla mayor, estaba el sitio del naufragio.
Congestionado
por el sol infernal dentro del atuendo fúnebre, Florentino Ariza le indicó a
Euclides que tratara de descender a veinte metros y le trajera cualquier cosa
que encontrara en el fondo. El agua era tan clara que lo vio moverse debajo,
como un tiburón percudido entre los tiburones azules que se cruzaban con él sin
tocarlo. Luego lo vio desaparecer en un matorral de corales, y justo cuando
pensaba que no podía tener más aire oyó la voz a sus espaldas. Euclides estaba
parado en el fondo, con los brazos levantados y el agua a la cintura. Así que
siguieron buscando sitios más profundos, siempre hacia el norte, navegando por
encima de las mantarrayas tibias, los calamares tímidos, los rosales de las
tinieblas, hasta que Euclides comprendió que estaban perdiendo el tiempo.
-Si no
me dice lo que quiere que encuentre, no sé cómo lo voy a encontrar -le
dijo.
Pero
él no se lo dijo. Entonces Euclides le propuso que se quitara la ropa y bajara
con él, aunque sólo fuera para ver ese otro cielo debajo del mundo que eran los
fondos de corales. Pero Florentino Ariza solía decir que Dios había hecho el
mar sólo para verlo
54
por
la ventana, y nunca aprendió a nadar. Poco después se nubló la tarde, el aire
se volvió frío y húmedo, y oscureció tan pronto que debieron guiarse por el
faro para encontrar el puerto. Antes de entrar en la bahía, vieron pasar muy
cerca de ellos el transatlántico de Francia con todas las luces encendidas,
enorme y blanco, que iba dejando un rastro de guiso tierno y coliflores
hervidas.
Así
perdieron tres domingos, y habrían seguido perdiéndolos todos, si Florentino
Ariza no hubiera resuelto compartir su secreto con Euclides. Éste modificó
entonces todo el plan de la búsqueda, y se fueron a navegar por el antiguo
canal de los galeones, que estaba a más de veinte leguas náuticas al oriente
del lugar previsto por Florentino Ariza. Antes de dos meses, una tarde de
lluvia en el mar, Euclides permaneció mucho tiempo en el fondo, y el cayuco
había derivado tanto que tuvo que nadar casi media hora para alcanzarlo, pues
Florentino Ariza no consiguió acercarlo con los remos. Cuando por fin logró
abordarlo, se sacó de la boca y mostró como un triunfo de la perseverancia dos
aderezos de mujer.
Lo
que entonces contó era tan fascinante, que Florentino Ariza se prometió
aprender a nadar, y a sumergirse hasta donde fuera posible, sólo por
comprobarlo con sus ojos. Contó que en aquel sitio, a sólo dieciocho metros de
profundidad, había tantos veleros antiguos acostados entre los corales, que era
imposible calcular siquiera la cantidad, y estaban diseminados en un espacio
tan extenso que se perdían de vista. Contó que lo más sorprendente era que de
las tantas carcachas de barcos que se encontraban a flote en la bahía, ninguna
estaba en tan buen estado como las naves sumergidas. Contó que había varias carabelas
todavía con las velas intactas, y que las naves hundidas eran visibles en el
fondo, pues parecía como si se hubieran hundido con su espacio y su tiempo, de
modo que allí seguían alumbradas por el mismo sol de las once de la mañana del
sábado 9 de junio en que se fueron a pique. Contó, ahogándose por el propio
ímpetu de su imaginación, que el más fácil de distinguir era el galeón San
José, cuyo nombre era visible en la popa con letras de oro, pero que al mismo
tiempo era la nave más dañada por la artillería de los ingleses. Contó haber
visto adentro un pulpo de más de tres siglos de viejo, cuyos tentáculos salían
por los portillos de los cañones, pero había crecido tanto en el comedor que
para liberarlo habría que desguazar la nave. Contó que había visto el cuerpo
del comandante con su uniforme de guerra flotando de costado dentro del acuario
del castillo, y que si no había descendido a las bodegas del tesoro fue porque
el aire de los pulmones no le había alcanzado. Ahí estaban las pruebas: un
arete con una esmeralda, y una medalla de la Virgen con su cadena carcomida por
el salitre.
Esa
fue la primera mención del tesoro que Florentino Ariza le hizo a Fermina Daza
en una carta que le mandó a Fonseca poco antes de su regreso. La historia del
galeón hundido le era familiar, porque ella le había oído hablar de él muchas
veces a Lorenzo Daza, quien perdió tiempo y dinero tratando de convencer a una
compañía de buzos alemanes que se asociaran con él para rescatar el tesoro
sumergido. Habría persistido en la empresa, de no haber sido porque varios
miembros de la Academia de la Historia lo convencieron de que la leyenda del
galeón náufrago era inventada por algún virrey bandolero, que de ese modo se
había alzado con los caudales de la Corona. En todo caso, Fermina Daza sabía
que el galeón estaba a una profundidad de doscientos metros, donde ningún ser
humano podía alcanzarlo, y no a los veinte metros que decía Florentino Ariza.
Pero estaba tan acostumbrada a sus excesos poéticos, que celebró la aventura
del galeón como uno de los mejor logrados. Sin embargo, cuando siguió
recibiendo otras cartas con pormenores todavía más fantásticos, y escritos con
tanta seriedad como sus promesas de amor, tuvo que confesarle a Hildebranda su
temor de que el novio alucinado hubiera perdido el juicio.
Por
esos días, Euclides había salido a flote con tantas pruebas de su fábula, que
ya no era asunto de seguir triscando aretes y anillos desperdigados entre los
corales, sino de capitalizar una empresa grande para rescatar el medio centenar
de naves con la fortuna babilónica que llevaban dentro. Entonces ocurrió lo que
tarde o temprano había de ocurrir, y fue que Florentino Ariza le pidió ayuda a
su madre para llevar a buen término
su aventura. A ella le bastó morder el metal de las joyas, y mirar a contraluz
las piedras de vidrio, para darse cuenta de que alguien estaba medrando con el
candor de su hijo. Euclides le juró de rodillas a Florentino Ariza que no había
nada turbio en su negocio, pero no volvió a dejarse ver el domingo siguiente en
el puerto de los pescadores, ni nunca más en ninguna parte.
Lo
único que le quedó de aquel descalabro a Florentino Ariza, fue el refugio de
amor del faro. Había llegado hasta allí en el cayuco de Euclides, una noche en
que los sorprendió la tormenta en mar abierto, y desde entonces solía ir por
las tardes a conversar con el farero sobre las incontables maravillas de la
tierra y del agua que el farero sabía. Ese fue el principio de una amistad que
sobrevivió a los muchos cambios del mundo. Florentino Ariza aprendió a
alimentar la luz, primero con cargas de leña y luego con tinajas de aceite,
antes de que nos Uegara la energía eléctrica. Aprendió a dirigirla y a
aumentarla con los espejos, y en varias ocasiones en que el farero no pudo
hacerlo se quedó vigilando las noches del mar desde la torre. Aprendió a
conocer los barcos por sus voces, por el tamaño de sus luces en el horizonte, y
a percibir que algo de ellos le llegaba de regreso en los relámpagos del faro.
Durante
el día el placer era otro, sobre todo los domingos. En el barrio de Los Virreyes,
donde vivían los ricos de la ciudad vieja, las playas de las mujeres estaban
separadas de las de los hombres por un muro de argamasa: una a la derecha y
otra a la izquierda del faro. Así que el farero había instalado un catalejo con
el cual podía contemplarse, mediante el pago de un centavo, la playa de las
mujeres. Sin saberse observadas, las señoritas de sociedad se mostraban lo
mejor que podían dentro de sus trajes de baño de grandes volantes, con
zapatillas y sombreros, que ocultaban los cuerpos casi tanto como la ropa de
calle, y eran además menos atractivos. Las madres las vigilaban desde la
orilla, sentadas a pleno sol en mecedoras de mimbre con los mismos vestidos,
los mismos sombreros de plumas, las mismas sombrillas de organza con que habían
ido a la misa mayor, por temor de que los hombres de las playas vecinas las
sedujeran por debajo del agua. La realidad era que a través del catalejo no
podía verse más ni nada más excitante de lo que podía verse en la calle, pero
eran muchos los clientes que acudían cada domingo a disputarse el telescopio
por el puro deleite de probar los frutos insípidos del cercado ajeno.
Florentino
Ariza era uno de ellos, más por aburrimiento que por placer, pero no fue por
ese atractivo adicional por lo que se hizo tan buen amigo del farero. El motivo
real fue que después del desaire de Fermina Daza, cuando contrajo la fiebre de
los amores desperdigados para tratar de reemplazarla, en ningún otro sitio diferente
del faro vivió las horas más felices ni encontró un mejor consuelo para sus
desdichas. Fue su lugar más amado. Tanto, que durante años estuvo tratando de
convencer a su madre, y más tarde al tío León XII, de que lo ayudaran a
comprarlo. Pues los faros del Caribe eran entonces de propiedad privada, y sus
dueños cobraban el derecho de paso hacia el puerto según el tamaño de los
barcos. Florentino Ariza pensaba que esa era la única manera honorable de hacer
un buen negocio con la poesía, pero ni la madre ni el tío pensaban lo mismo, y
cuando él pudo hacerlo con sus recursos ya los faros habían pasado a ser de
propiedad del estado.
Ninguna
de esas ilusiones fue vana, sin embargo. La fábula del galeón, y luego la
novedad del faro, le fueron aliviando la ausencia de Fermina Daza, y cuando
menos lo presentía le llegó la noticia del regreso. En efecto, después de una
estancia prolongada en Riohacha, Lorenzo Daza había decidido volver. No era la
época más benigna del mar, debido a los alisios de diciembre, y la goleta
histórica, la única que se arriesgaba a la travesía, podía amanecer de regreso
en el puerto de origen arrastrada por un viento contrario. Así fue. Fermina
Daza había pasado una noche de agonía, vomitando bilis, amarrada a la litera de
un camarote que parecía un retrete de cantina, no sólo por la estrechez
opresiva sino por la pestilencia y el calor. El movimiento era tan fuerte que
varias veces tuvo la impresión de que iban a reventarse las correas de la cama,
desde la cubierta le llegaban retazos de unos gritos doloridos que parecían de
naufragio, y los ronquidos de tigre de su padre en la litera contigua eran un
ingrediente más del terror.
56
Por
primera vez en casi tres años pasó una noche en claro sin pensar un instante en
Florentino Ariza, y en cambio él permanecía insomne en la hamaca de la
trastienda contando uno a uno los minutos eternos que faltaban para que ella
volviera. Al amanecer, el viento cesó de pronto y el mar se volvió plácido, y
Fermina Daza se dio cuenta de que había dormido a pesar de los estragos del
mareo, porque la despertó el estrépito de las cadenas del ancla. Entonces se
quitó las correas y se asomó por la claraboya con la ilusión de descubrir a
Florentino Ariza en el tumulto del puerto, pero lo que vio fueron las bodegas
de la aduana entre las palmeras doradas por los primeros soles, y el muelle de
tablones podridos de Riohacha, de donde la goleta había zarpado la noche anterior.
El
resto del día fue como una alucinación, en la misma, casa donde había estado
hasta ayer, recibiendo las mismas visitas que la habían despedido, hablando de
lo mismo, y aturdida por la impresión de estar viviendo de nuevo un pedazo de
vida ya vivido. Era una repetición tan fiel, que Fermina Daza temblaba con la
sola idea de que lo fuera también el viaje de la goleta, cuyo solo recuerdo le
causaba pavor. Sin embargo, la única posibilidad distinta de regresar a casa
eran dos semanas de mula por las cornisas de la sierra, y en condiciones aún
más peligrosas que la primera vez, pues una nueva guerra civil iniciada en el
estado andino del Cauca estaba ramificándose por las provincias del Caribe. Así
que a las ocho de la noche fue acompañada otra vez hasta el puerto por el mismo
cortejo de parientes bulliciosos, con las mismas lágrimas de adioses y los
mismos bultos de matalotaje de regalos de última hora que no cabían en los
camarotes. En el momento de zarpar, los hombres de la familia despidieron la
goleta con una salva de disparos al aire, y Lorenzo Daza les correspondió desde
la cubierta con los cinco tiros de su revólver. La ansiedad de Fermina Daza se
disipó muy pronto, porque el viento fue favorable toda la noche, y el mar tenía
un olor de flores que la ayudó a bien dormir sin las correas de seguridad. Soñó
que volvía a ver a Florentino Ariza, y que éste se quitó la cara que ella le
había visto siempre, porque en realidad era una máscara, pero la cara real era
idéntica. Se levantó muy temprano, intrigada por el enigma del sueño, y
encontró a su padre bebiendo café cerrero con brandy en la cantina del capitán,
con el ojo torcido por el alcohol, pero sin el menor indicio de incertidumbre
por el regreso.
Estaban
entrando en el puerto. La goleta se deslizaba en silencio por el laberinto de
veleros anclados en la ensenada del mercado público, cuya pestilencia se
percibía desde varias leguas en el mar, y el alba estaba saturada de una
llovizna tersa que muy pronto se descompuso en un aguacero de los grandes.
Apostado en el balcón de la telegrafía, Florentino Ariza reconoció la goleta
cuando atravesaba la bahía de Las Ánimas con las velas desalentadas por la
lluvia y ancló frente al embarcadero del mercado. Había esperado el día
anterior hasta las once de la mañana, cuando se enteró por un telegrama casual
del retraso de la goleta por los vientos contrarios, y había vuelto a esperar
aquel día desde las cuatro de la madrugada. Siguió esperando sin apartar la vista
de las chalupas que conducían hasta la orilla a los escasos pasajeros que
decidían desembarcar a pesar de la tormenta. La mayoría de ellos tenían que
abandonar a mitad de camino la chalupa varada, y alcanzaban el embarcadero
chapaleando en el lodazal. A las ocho, después de esperar en vano a que
escampara, un cargador negro con el agua a la cintura recibió a Fermina Daza en
la borda de la goleta y la llevó en brazos hasta la orilla, pero estaba tan
ensopada que Florentino Ariza no pudo reconocerla.
Ella
misma no fue consciente de cuánto había madurado en el viaje, hasta que entró
en la casa cerrada y emprendió de inmediato la tarea heroica de volver a
hacerla vivible, con la ayuda de Gala Placidia, la sirvienta negra, que volvió
de su antiguo palenque de esclavos tan pronto como le avisaron del regreso.
Fermina Daza no era ya la hija única, a la vez consentida y tiranizada por el
padre, sino la dueña y señora de un imperio de polvo y telarañas que sólo podía
ser rescatado por la fuerza de un amor invencible. No se amilanó, porque se
sentía inspirada por un aliento de levitación que le hubiera alcanzado para
mover el mundo. La misma noche del regreso, mientras tomaban chocolate con
almojábanas en el mesón de la cocina, su padre delegó en ella los poderes para
el gobierno de la casa, y lo hizo con el formalismo de un acto sacramental.
Ella,
con diecisiete años cumplidos, la asumió con pulso firme, consciente de que
cada palmo de la libertad ganada era para el amor. Al día siguiente, después de
una noche de malos sueños, padeció por primera vez la desazón del regreso,
cuando abrió la ventana del balcón y volvió a ver la llovizna triste del
parquecito, la estatua del héroe decapitado, el escaño de mármol donde
Florentino Ariza solía sentarse con el libro de versos. Ya no pensaba en él
como el novio imposible, sino como el esposo cierto a quien se debía por
entero. Sintió cuánto pesaba el tiempo malversado desde que se fue, cuánto
costaba estar viva, cuánto amor le iba a hacer falta para amar a su hombre como
Dios mandaba. Se sorprendió de que no estuviera en el parquecito, como lo había
hecho tantas veces a pesar de la lluvia, y de no haber recibido ninguna señal
suya por ningún medio, ni siquiera por un presagio, y de pronto la estremeció
la idea de que había muerto. Pero en seguida descartó el mal pensamiento,
porque en el frenesí de los telegramas de los últimos días, ante la inminencia
del regreso, habían olvidado concertar un modo de seguir comunicándose cuando
ella volviera.
La
verdad es que Florentino Ariza estaba seguro de que no había regresado, hasta
que el telegrafista de Riohacha, le confirmó que se había embarcado el viernes
en la misma goleta que no llegó el día anterior por los vientos contrarios. Así
que el fin de semana estuvo acechando cualquier señal de vida en su casa, y
desde el anochecer del lunes vio por las ventanas una luz ambulante que poco
después de las nueve se apagó en el dormitorio del balcón. No durmió, presa de
las mismas ansiedades de náuseas que perturbaron sus primeras noches de amor.
Tránsito Ariza se levantó con los primeros gallos, alarmada de que el hijo
hubiera salido al patio y no hubiera vuelto a entrar desde la media noche, y no
lo encontró en la casa. Se había ido a errar por las escolleras, y estuvo
recitando versos de amor contra el viento, llorando de júbilo, hasta que acabó
de amanecer. A las ocho estaba sentado bajo los arcos del Café de la Parroquia,
alucinado por la vigilia, tratando de concebir un modo de hacerle llegar su
bienvenida a Fermina Daza, cuando se sintió sacudido por un estremecimiento
sísmico que le desgarró las entrañas.
Era
ella. Atravesaba la Plaza de la Catedral acompañada por Gala Placidia, que
llevaba los canastos para las compras, y por primera vez iba vestida sin el
uniforme escolar. Estaba más alta que cuando se fue, más perfilada e intensa, y
con la belleza depurada por un dominio de persona mayor. La trenza había vuelto
a crecerle, pero no la llevaba suelta en la espalda sino terciada sobre el
hombro izquierdo, y aquel cambio simple la había despojado de todo rastro
infantil. Florentino Ariza se quedó atónito en su sitio, hasta que la criatura
de aparición acabó de cruzar la plaza sin apartar la vista de su camino. Pero
el mismo poder irresistible que lo paralizaba lo obligó después a precipitarse
en pos de ella cuando dobló la esquina de la catedral y se perdió en el tumulto
ensordecedor de los vericuetos del comercio.
La
siguió sin dejarse ver, descubriendo los gestos cotidianos, la gracia, la
madurez prematura del ser que más amaba en el mundo y al que veía por primera
vez en su estado natural. Le asombró la fluidez con que se abría paso en la
muchedumbre. Mientras Gala Placidia se daba encontronazos, y se le enredaban
los canastos y tenía que correr para no perderla, ella navegaba en el desorden
de la calle con un ámbito propio y un tiempo distinto, sin tropezar con nadie,
como un murciélago en las tinieblas. Había estado muchas veces en el comercio
con la tía Escolástica, pero siempre fueron compras menudas, pues su padre en
persona se encargaba de abastecer la casa, y no sólo de muebles y comida, sino
inclusive de las ropas de mujer. Así que aquella primera salida fue para ella
una aventura fascinante idealizada en sus sueños de niña.
No
prestó atención a los apremios de los culebreros que le ofrecían el jarabe para
el amor eterno, ni a las súplicas de los mendigos tirados en los zaguanes con
sus Hagas humeantes, ni al indio falso que trataba de venderle un caimán
amaestrado. Hizo un recorrido largo y minucioso, sin rumbo pensado, con demoras
que no tenían otro motivo que el deleite sin prisa en el espíritu de las cosas.
Entró en cada portal donde hubiera algo que vender, y en todas partes encontró
algo que aumentaba sus ansias de vivir.
58
Gozó
con el hálito de vetiver de los paños en los arcones, se envolvió en sedas
estampadas, se rió de su propia risa al verse disfrazada de manola con una
peineta y un abanico de flores pintadas frente al espejo de cuerpo entero de El
Alambre de Oro. En la bodega de ultramarinos destapó un barril de arenques en
salmuera que le recordó las noches de nordeste, muy niña, en San Juan de la
Ciénaga. Le dieron a probar una morcilla de Alicante que tenía un sabor de
regaliz, y compró dos para el desayuno del sábado, y además unas pencas de
bacalao y un frasco de grosellas en aguardiente. En la tienda de especias, por
el puro placer del olfato, estrujó hojas de salvia y orégano en las palmas de
las manos, y compró un puñado de clavos de olor, otro de anís estrellado, y
otros dos de jengibre y de enebro, y salió bañada en lágrimas de risa de tanto
estornudar por los vapores de la pimienta de Cayena. En la botica francesa,
mientras compraba jabones de Reuter y agua de benjuí, le pusieron detrás de la
oreja un toque del perfume que estaba de moda en París, y le dieron una tableta
desodorante para después de fumar.
Jugaba
a comprar, es cierto, pero lo que de veras le hacía falta lo compraba sin más
vueltas, con una autoridad que no permitía pensar que lo hiciera por primera
vez, pues era consciente de que no compraba sólo para- ella sino también para
él, doce yardas de lino para los manteles de la mesa de ambos, el percal para
las sábanas de bodas con el relente de los humores de ambos al amanecer, lo más
exquisito de cada cosa para disfrutarlo juntos en la casa del amor. Pedía
rebaja y sabía hacerlo, discutía con gracia y dignidad hasta obtener lo mejor,
y pagaba con piezas de oro que los tenderos probaban por el puro gusto de
oírlas cantar en el mármol del mostrador.
Florentino
Ariza la espiaba maravillado, la perseguía sin aliento, tropezó varias veces
con los canastos de la criada que respondió a sus excusas con una sonrisa, y
ella le había pasado tan cerca que él alcanzó a percibir la brisa de su olor, y
si entonces no lo vio no fue porque no pudiera sino por la altivez de su modo
de andar. Le parecía tan bella, tan seductora, tan distinta de la gente común,
que no entendía por qué nadie se trastornaba como él con las castañuelas de sus
tacones en los adoquines de la calle, ni se le desordenaba el corazón con el
aire de los suspiros de sus volantes, ni se volvía loco de amor todo el mundo
con los vientos de su trenza, el vuelo de sus manos, el oro de su risa, No
había perdido un gesto suyo, ni un indicio de su carácter, pero no se atrevía a
acercársele por el temor de malograr el encanto. Sin embargo, cuando ella se
metió en la bullaranga del Portal de los Escribanos, él se dio cuenta de que
estaba arriesgándose a perder la ocasión anhelada durante años.
Fermina
Daza compartía con sus compañeras de colegio la idea peregrina de que El Portal
de los Escribanos era un lugar de perdición, vedado, por su puesto, a las
señoritas decentes. Era una galería de arcadas frente a una plazoleta donde se
estacionaban los coches de alquiler y las carretas de carga tiradas por burros,
y donde se volvía más denso y bullicioso el comercio popular. El nombre le
venía de la Colonia, porque allí se sentaban desde entonces los calígrafos
taciturnos de chalecos de paño y medias mangas postizas, que escribían por
encargo toda clase de documentos a precios de pobre: memoriales de agravio o de
súplica, alegatos jurídicos, tarjetas de congratulación o de duelo, esquelas de
amor en cualquiera de sus edades. No era de ellos, desde luego, de quienes le
venía la mala reputación a aquel mercado fragoroso, sino de mercachifles más
recientes que ofrecían por debajo del mostrador cuantos artificios equívocos
llegaban de contrabando en los barcos de Europa, desde postales obscenas y
pomadas alentadoras, hasta los célebres preservativos catalanes con crestas de
iguanas que aleteaban cuando era del caso, o con flores en el extremo para que
desplegaran sus pétalos a voluntad del usuario. Fermina Daza, poco diestra en
el uso de la calle, se metió en el portal sin fijarse por dónde andaba,
buscando una sombra de alivio para el sol bravo de las once.
Se
sumergió en la algarabía caliente de los limpiabotas y los vendedores de
pájaros, de los libreros de lance y los curanderos y las pregoneras de dulces
que anunciaban a gritos por encima de la bulla las cocadas de piña para las
niñas, las de coco para los locos, las de panela para Micaela. Pero ella fue
indiferente al estruendo, cautivada
de inmediato por un papelero que estaba haciendo demostraciones de tintas
mágicas de escribir, tintas rojas con el clima de la sangre, tintas con visos
tristes para recados fúnebres, tintas fosforescentes para leer en la oscuridad,
tintas invisibles que se revelaban con el resplandor de la lumbre. Ella las
quería todas para jugar con Florentino Ariza, para asustarlo con su ingenio,
pero al cabo de varias pruebas se decidió por un frasquito de tinta de oro.
Luego fue con las dulceras sentadas detrás de sus grandes redomas, y compró
seis dulces de cada clase, señalándolos con el dedo a través del cristal porque
no lograba hacerse oír en la gritería: seis cabellitos de ángel, seis
conservitas de leche, seis ladrillos de ajonjolí, seis alfajores de yuca, seis
diabolines, seis piononos, seis bocaditos de la reina, seis de esto y seis de
lo otro, seis de todo, y los iba echando en los canastos de la criada con una
gracia irresistible, ajena por completo al tormento de los nubarrones de moscas
sobre el almíbar, ajena al estropicio continuo, ajena al vaho de sudores
rancios que reverberaban en el calor mortal. La despertó del hechizo una negra
feliz con un trapo de colores en la cabeza, redonda y hermosa, que le ofreció
un triángulo de piña ensartado en la punta de un cuchillo de carnicero. Ella lo
cogió, se lo metió entero en la boca, lo saboreó, y estaba saboreándolo con la
vista errante en la muchedumbre, cuando una conmoción la sembró en su sitio. A
sus espaldas, tan cerca de su oreja que sólo ella pudo escucharla en el
tumulto, había oído la voz:
-Este
no es un buen lugar para una diosa coronada.
Ella
volvió la cabeza y vio a dos palmos de sus ojos los otros ojos glaciales, el
rostro lívido, los labios petrificados de miedo, tal como los había visto en el
tumulto de la misa del gallo la primera vez que él estuvo tan cerca de ella,
pero a diferencia de entonces no sintió la conmoción del amor sino el abismo
del desencanto. En un instante se le reveló completa la magnitud de su propio
engaño, y se preguntó aterrada cómo había podido incubar durante tanto tiempo y
con tanta sevicia semejante quimera en el corazón. Apenas alcanzó a pensar:
“¡Dios mío, pobre hombre!”. Florentino Ariza sonrió, trató de decir algo, trató
de seguirla, pero ella lo borró de su vida con un gesto de la mano.
-No,
por favor -le dijo-. Olvídelo.
Esa
tarde, mientras su padre dormía la siesta, le mandó con Gala Placidia una carta
de dos líneas: Hoy, al verlo, me di cuenta que lo nuestro no es más que una
ilusión. La criada le llevó también sus telegramas, sus versos, sus camelias
secas, y le pidió que devolviera las cartas y los regalos que ella le había
mandado: el misal de la tía Escolástica, las nervaduras de hojas de sus
herbarios, el centímetro cuadrado del hábito de San Pedro Claver, las medallas
de santos, la trenza de sus quince años con el lazo de seda del uniforme
escolar. En los días siguientes, al borde de la locura, él le escribió
numerosas cartas de desesperación, y asedió a la criada para que las llevara,
pero ésta cumplió las instrucciones terminantes de no recibir nada más que los
regalos devueltos. Insistió con tanto ahínco, que Florentino Ariza los mandó
todos, salvo la trenza, que no quería devolver mientras Fermina Daza no la
recibiera en persona para conversar aunque fuera un instante. No lo consiguió.
Temiendo una determinación fatal de su hijo, Tránsito Ariza se bajó de su
orgullo y le pidió a Fermina Daza que le concediera a ella una gracia de cinco
minutos, y Fermina Daza la atendió un instante en el zaguán de su casa, de pie,
sin invitarla a entrar y sin un mínimo de flaqueza. Dos días después, al
término de una disputa con su madre, Florentino Ariza descolgó del muro de su
dormitorio el nicho de cristal polvoriento donde tenía expuesta la trenza como
una reliquia sagrada, y la misma Tránsito Ariza la devolvió en el estuche de
terciopelo bordado con hilos de oro. Florentino Ariza no tuvo nunca más una
oportunidad de ver a solas a Fermina Daza, ni de hablar a solas con ella en los
tantos encuentros de sus muy largas vidas, hasta cincuenta y un años y nueve
meses y cuatro días después, cuando le reiteró el juramento de fidelidad eterna
y amor para siempre en su primera noche de viuda.
El
doctor Juvenal Urbino había sido el soltero más apetecido a los veintiocho
años. Regresaba de una larga estancia en París, donde hizo estudios superiores
de medicina y cirugía, y desde que pisó tierra firme dio muestras abrumadoras
de que no había perdido
60
un minuto de su tiempo.
Volvió más atildado que cuando se fue, más dueño de su índole, y ninguno de sus
compañeros de generación parecía tan severo y tan sabio como él en su ciencia,
pero tampoco había ninguno que bailara mejor la música de moda ni improvisara
mejor en el piano. Seducidas por sus gracias personales y por la certidumbre de
su fortuna familiar, las muchachas de su medio hacían rifas secretas para jugar
a quedarse con él, y él jugaba también a quedarse con ellas, pero logró
mantenerse en estado de gracia, intacto y tentador, hasta que sucumbió sin resistencia
a los encantos plebeyos de Fermina Daza.
Le
gustaba decir que aquel amor había sido el fruto de una equivocación clínica.
Él mismo no podía creer que hubiera ocurrido, y menos en aquel momento de su
vida, cuando todas sus reservas pasionales estaban concentradas en la suerte de
su ciudad, de la cual había dicho con demasiada frecuencia y sin pensarlo dos
veces que no había otra igual en el mundo. En París, paseando del brazo de una
novia casual en un otoño tardío, le parecía imposible concebir una dicha más
pura que la de aquellas tardes doradas, con el olor montuno de las castañas en
los braseros, los acordeones lánguidos, los enamorados insaciables que no
acababan de besarse nunca en las terrazas abiertas, y sin embargo, él se había
dicho con la mano en el corazón que no estaba dispuesto a cambiar por todo eso
un solo instante de su Caribe en abril. Era todavía demasiado joven para saber
que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos,
y que gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado. Pero cuando
volvió a ver desde la baranda del barco el promontorio blanco del barrio
colonial, los gallinazos inmóviles sobre los tejados, las ropas de pobres
tendidas a secar en los balcones, sólo entonces comprendió hasta qué punto
había sido una víctima fácil de las trampas caritativas de la nostalgia.
El
barco se abrió paso en la bahía a través de una colcha flotante de animales
ahogados, y la mayoría de los pasajeros se refugiaron en los camarotes huyendo
de la pestilencia. El joven médico bajó por la pasarela vestido de alpaca
perfecta, con chaleco y guardapolvos, con una barba de Pasteur juvenil y el
cabello dividido por una raya neta y pálida, y con dominio bastante para
disimular el nudo de la garganta que no era de tristeza sino de terror. En el
muelle casi desierto, custodiado por soldados descalzos sin uniforme, lo
esperaban las hermanas y la madre con sus amigos más queridos. Los encontró
macilentos y sin porvenir, a pesar de sus aires mundanos, y hablaban de la
crisis y de la guerra civil como algo remoto y ajeno, pero todos tenían un
temblor evasivo en la voz y una incertidumbre en las pupilas que traicionaban a
las palabras. La que más lo conmovió fue la madre, una mujer todavía joven que
se había impuesto en la vida con su.elegancia y su ímpetu social, y que ahora
se marchitaba a fuego lento en el aura de alcanfor de sus crespones de viuda.
Ella debió reconocerse en la turbación del hijo, pues se anticipó a preguntarle
en defensa propia por qué venía con esa piel traslúcida como de parafina.
-Es la
vida, madre -dijo él-. Uno se vuelve verde en París.
Poco
después, ahogándose de calor junto a ella en el coche cerrado, no pudo soportar
más la inclemencia de la realidad que se metía a borbotones por la ventanilla.
El mar parecía de ceniza, los antiguos palacios de marqueses estaban a punto de
sucumbir a la proliferación de los mendigos, y era imposible encontrar la
fragancia ardiente de los jazmines detrás de los sahumerios de muerte de los
albañales abiertos. Todo le pareció más pequeño que cuando se fue, más
indigente y lúgubre, y había tantas ratas hambrientas en el muladar de las
calles que los caballos del coche trastabillaban asustados. En el largo camino
desde el puerto hasta su casa en el corazón del barrio de Los Virreyes, no
encontró nada que le pareciera digno de sus nostalgias. Derrotado, volvió la
cabeza para que no lo viera su madre, y se soltó a llorar en silencio.
El
antiguo palacio del Marqués de Casalduero, residencia histórica de los Urbino
de la Calle, no era el que se mantenía más altivo en medio del naufragio. El
doctor Juvenal Urbino lo descubrió con el corazón hecho trizas desde que entró
por el zaguán tenebroso y vio la fuente polvorienta del jardín interior, y la
maraña de monte sin flores por donde andaban las iguanas, y se dio cuenta de
que faltaban muchas losas de mármol, y que otras
estaban rotas, en la vasta escalera con barandales de cobre que conducía a las
estancias principales. Su padre, un médico más abnegado que eminente, había
muerto en la epidemia de cólera asiático que asoló a la población seis años
antes, y con él había muerto el espíritu de la casa. Doña Blanca, la madre,
sofocada por un luto previsto para ser eterno, había sustituido con novenarios
vespertinos las célebres veladas líricas y los conciertos de cámara del marido
muerto. Las dos hermanas, contra sus gracias naturales y su vocación festiva,
eran carne de convento.
El
doctor Juvenal Urbino no durmió ni un instante la noche de su llegada, asustado
por la oscuridad y el silencio, y rezó tres rosarios al Espíritu Santo y
cuantas oraciones recordaba para conjurar calamidades y naufragios y toda clase
de acechanzas de la noche, mientras un alcaraván que se metió por la puerta mal
cerrada cantaba cada hora, a la hora en punto, dentro del dormitorio. Lo
atormentaron los gritos alucinados de las locas en el vecino manicomio de la
Divina Pastora, la gota inclemente del tinajero en el lebrillo cuya resonancia
colmaba el ámbito de la casa, los pasos zancudos del alcaraván perdido en el
dormitorio, su miedo congénito a la oscuridad, la presencia invisible del padre
muerto en la vasta mansión dormida. Cuando el alcaraván cantó las cinco, junto
con los gallos del vecindario, el doctor Juvenal Urbino se encomendó en cuerpo
y alma a la Divina Providencia, porque no se sentía con ánimos para vivir un
día más en su patria de escombros. Sin embargo, el afecto de los suyos, los
domingos campestres, los halagos codiciosos de las solteras de su clase
terminaron por mitigar las amarguras de la primera impresión. Fue habituándose
poco a poco a los bochornos de octubre, a los olores excesivos, a los juicios
prematuros de sus amigos, al mañana veremos, doctor, no se preocupe, hasta que
terminó por rendirse a los hechizos de la costumbre. No tardó en concebir una
justificación fácil para su abandono. Aquel era su mundo, se dijo, el mundo
triste y opresivo que Dios le había deparado, y a él se debía.
Lo
primero que hizo fue tomar posesión del consultorio de su padre. Conservó en su
sitio los muebles ingleses, duros y serios, cuyas maderas suspiraban con los
hielos del amanecer, pero mandó para el desván los tratados de la ciencia
virreinal y de la medicina romántica, y puso en los anaqueles vidriados los de
la nueva escuela de Francia. Descolgó los cromos descoloridos, salvo el del
médico disputándole a la muerte una enferma desnuda, y el juramento hipocrático
impreso en letras góticas, y colgó en su lugar, junto al diploma único de su
padre, los muchos y muy variados que él había obtenido con calificaciones
óptimas en distintas escuelas de Europa.
Trató
de imponer criterios novedosos en el Hospital de la Misericordia, pero no le
fue tan fácil como le había parecido en sus entusiasmos juveniles, pues la
rancia casa de salud se empecinaba en sus supersticiones atávicas, como la de
poner las patas de las camas en potes con agua para impedir que se subieran las
enfermedades, o la de exigir ropa de etiqueta y guantes de gamuza en la sala de
cirugía, porque se daba por sentado que la elegancia era una condición esencial
de la asepsia. No podían soportar que el joven recién llegado saboreara la
orina del enfermo para descubrir la presencia de azúcar, que citara a Charcot y
a Trousseau como si fueran sus compañeros de cuarto, que hacía en clase severas
advertencias sobre los riesgos mortales de las vacunas y en cambio tenía una fe
sospechosa en el nuevo invento de los supositorios. Tropezaba con todo: su
espíritu renovador, su civismo maniático, su sentido del humor retardado en una
tierra de guasones inmortales, todo lo que era en realidad sus virtudes más
apreciables suscitaba el recelo de sus colegas mayores y las burlas solapadas
de los jóvenes.
Su
obsesión era el peligroso estado sanitario de la ciudad. Apeló a las instancias
más altas para que cegaran los albañales españoles, que eran un inmenso vivero
de ratas, y se construyeran en su lugar alcantarillas cerradas cuyos desechos
no desembocaran en la ensenada del mercado, como ocurría desde siempre, sino en
algún vertedero distante. Las casas coloniales bien dotadas tenían letrinas con
pozas sépticas, pero las dos terceras partes de la población hacinada en
barracas a la orilla de las ciénagas hacía sus necesidades al aire libre. Las
heces se secaban al sol, se convertían en polvo, y eran respiradas por todos
con regocijos de pascua en las frescas y venturosas brisas de diciembre. El
doctor juvenal Urbino trató de imponer en el Cabildo un curso
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obligatorio
de capacitación para que los pobres aprendieran a construir sus propias
letrinas. Luchó en vano para que las basuras no se botaran en los manglares,
convertidos desde hacía siglos en estanques de putrefacción, y para que se
recogieran por lo menos dos veces por semana y se incineraran en despoblado.
Era
consciente de la acechanza mortal de las aguas de beber. La sola idea de
construir un acueducto parecía fantástica, pues quienes hubieran podido
impulsarla disponían de aljibes subterráneos donde se almacenaban bajo una
espesa nata de verdín las aguas llovidas durante años. Entre los muebles más
preciados de la época estaban los tinajeros de madera labrada cuyos filtros de
piedra goteaban día y noche dentro de las tinajas. Para impedir que alguien
bebiera en el mismo jarro de aluminio con que se sacaba el agua, éste tenía los
bordes dentados como la corona de un rey de burlas. El agua era vidriada y
fresca en la penumbra de la arcilla cocida, y dejaba un regusto de floresta.
Pero el doctor Juvenal Urbino no incurría en estos engaños de purificación,
pues sabía que a despecho de tantas precauciones el fondo de las tinajas era un
santuario de gusarapos. Había pasado las lentas horas de su infancia
contemplándolos con un asombro casi místico, convencido como tanta gente de
entonces que los gusarapos eran los animes, unas criaturas sobrenaturales que
cortejaban a las doncellas desde los sedimentos de las aguas pasmadas, y eran
capaces de furiosas venganzas de amor. Había visto de niño los destrozos en la
casa de Lázara Conde, una maestra de escuela que se atrevió a desairar a los
animes, y había visto el reguero de vidrios en la calle y el montón de piedras
que tiraron durante tres días y tres noches contra las ventanas. De modo que
pasó mucho tiempo antes de que aprendiera que los gusarapos eran en realidad
las larvas de los zancudos, pero lo aprendió para no olvidarlo jamás, porque
desde entonces se dio cuenta de que no sólo ellos sino otros muchos animes
malignos podían pasar intactos a través de nuestros cándidos filtros de piedra.
Al
agua de los aljibes se atribuyó durante mucho tiempo, y a mucha honra, la
hernia del escroto que tantos hombres de la ciudad soportaban no sólo sin pudor
sino inclusive con una cierta insolencia patriótica. Cuando juvenal Urbino iba
a la escuela primaria no lograba evitar un pálpito de horror al ver a los
potrosos sentados a la puerta de sus casas en las tardes de calor, abanicándose
el testículo enorme como si fuera un niño dormido entre las piernas. Se decía
que la hernia emitía un silbido de pájaro lúgubre en las noches de tormenta y
se torcía con un dolor insoportable cuando quemaban cerca una pluma de
gallinazo, pero nadie se quejaba de aquellos percances, porque una potra grande
y bien llevada se lucía por encima de todo como un honor de hombre. Cuando el
doctor Juvenal Urbino regresó de Europa ya conocía muy bien la falacia
científica de estas creencias, pero estaban tan arraigadas en la superstición
local que muchos se oponían al enriquecimiento mineral del agua de los aljibes
por temor de que le quitaran su virtud de causar una potra honorable.
Tanto
como las impurezas del agua, al doctor Juvenal Urbino lo mantenía alarmado el
estado higiénico del mercado público, una vasta extensión en descampado frente
a la bahía de Las Ánimas, donde atracaban los veleros de las Antillas. Un
viajero ilustre de la época lo describió como uno de los más variados del
mundo. Era rico, en efecto, profuso y bullicioso, pero quizás también el más
alarmante. Estaba asentado en su propio muladar, a merced de las veleidades del
mar de leva, y era allí donde los eructos de la bahía devolvían a tierra las
inmundicias de los albañales. También se arrojaban allí los desperdicios del
matadero contiguo, cabezas destazadas, vísceras podridas, basuras de animales
que se quedaban flotando a sol y sereno en un pantano de sangre. Los gallinazos
se los disputaban con las ratas y los perros en una rebatiña perpetua, entre
los venados y los capones sabrosos de Sotavento colgados en los aleros de los
barracones, y las legumbres primaverales de Arjona expuestas sobre esteras en
el suelo. El doctor juvenal Urbino quería sanear el lugar, quería que hicieran
el matadero en otra parte, que construyeran un mercado cubierto con cúpulas de
vitrales como el que había conocido en las antiguas boquerías de Barcelona,
donde las provisiones eran tan rozagantes y limpias que daba lástima
comérselas. Pero aun los más complacientes de sus amigos notables se
compadecían de su pasión ilusoria. Así eran: se pasaban la vida proclamando el
orgullo de su origen, los méritos históricos de la ciudad, el precio de sus reliquias,
su heroísmo y su belleza, pero eran ciegos a la carcoma de los años. El doctor
Juvenal Urbino, en cambio, le tenía bastante amor para verla con los ojos de la
verdad.
-Cómo
será de noble esta ciudad -decía- que tenemos cuatrocientos años de estar
tratando de acabar con ella, y todavía no lo logramos.
Estaban
a punto, sin embargo. La epidemia de cólera morbo, cuyas primeras víctimas
cayeron fulminadas en los charcos del mercado, había causado en once semanas la
más grande mortandad de nuestra historia. Hasta entonces, algunos muertos
insignes eran sepultados bajo las losas de las iglesias, en la vecindad esquiva
de los arzobispos y los capitulares, y los otros menos ricos eran enterrados en
los patios de los conventos. Los pobres iban al cementerio colonial, en una
colina de vientos separada de la ciudad por un canal de aguas áridas, cuyo
puente de argamasa tenía una marquesina con un letrero esculpido por orden de
algún alcalde clarividente: Lasciate ogni speranza voi Mentrate. En las dos
primeras semanas del cólera el cementerio fue desbordado, y no quedó un sitio
disponible en las iglesias, a pesar de que habían pasado al osario común los
restos carcomidos de numerosos próceres sin nombre. El aire de la catedral se
enrareció con los vapores de las criptas mal selladas, y sus puertas no
volvieron a abrirse hasta tres años después, por la época en que Fermina Daza
vio de cerca por primera vez a Florentino Ariza en la misa del gallo. El
claustro del convento de Santa Clara quedó colmado hasta sus alamedas en la
tercera semana, y fue necesario habilitar como cementerio el huerto de la
comunidad, que era dos veces más grande. Allí excavaron sepulturas profundas
para enterrar a tres niveles, de prisa y sin ataúdes, pero hubo que desistir de
ellas porque el suelo rebosado se volvió como una esponja que rezumaba bajo las
pisadas una sanguaza nauseabunda. Entonces se dispuso continuar los
enterramientos en La Mano de Dios, una hacienda de ganado de engorde a menos de
una legua de la ciudad, que más tarde fue consagrada como Cementerio Universal.
Desde
que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se
disparó un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche, de acuerdo con la
superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente. El cólera fue
mucho más encarnizado con la población negra, por ser la más numerosa y pobre,
pero en realidad no tuvo miramientos de colores ni linajes. Cesó de pronto como
había empezado, y nunca se conoció el número de sus estragos, no porque fuera
imposible establecerlo, sino porque una de nuestras virtudes más usuales era el
pudor de las desgracias propias.
El
doctor Marco Aurelio Urbino, padre de Juvenal, fue un héroe civil de aquellas
jornadas infaustas, y también su víctima más notable. Por determinación oficial
concibió y dirigió en persona la estrategia sanitaria, pero de su propia
iniciativa acabó por intervenir en todos los asuntos del orden social, hasta el
punto de que en los instantes más críticos de la peste no parecía existir
ninguna autoridad por encima de la suya. Años después, revisando la crónica de
aquellos días, el doctor Juvenal Urbino comprobó que el método de su padre
había sido más caritativo que científico, y que de muchos modos era contrario a
la razón, así que había favorecido en gran medida la voracidad de la peste. Lo
comprobó con la compasión de los hijos a quienes la vida ha ido convirtiendo
poco a poco en padres de sus padres, y por primera vez se dolió de no haber
estado con el suyo en la soledad de sus errores. Pero no le regateó sus
méritos: la diligencia y la abnegación, y sobre todo su valentía personal, le
merecieron los muchos honores que le fueron rendidos cuando la ciudad se
restableció del desastre, y su nombre quedó con justicia entre los de otros
tantos próceres de otras guerras menos honorables.
No
vivió su gloria. Cuando reconoció en sí mismo los trastornos irreparables que
había visto y compadecido en los otros, no intentó siquiera una batalla inútil,
sino que se apartó del mundo para no contaminar a nadie. Encerrado solo en un
cuarto de servicio del Hospital de la Misericordia, sordo al llamado de sus
colegas y a la súplica de los suyos, ajeno al horror de los pestíferos que
agonizaban por los suelos de los corredores desbordados, escribió para la
esposa y los hijos una carta de amor febril, de gratitud por haber existido, en
la cual se revelaba cuánto y con cuánta avidez había amado la vida. Fue un
adiós de veintle pliegos desgarrados en los que se notaban los progresos del
mal por el deterioro de la escritura, y no era necesario haber conocido a quien
los había
64
escrito
para saber que la firma fue puesta con el último aliento. De acuerdo con sus
disposiciones, el cuerpo ceniciento se confundió en el cementerio común, y no
fue visto por nadie que lo amara.
El
doctor Juvenal Urbino recibió el telegrama tres días después en París, durante
una cena de amigos, e hizo un brindis con champaña por la memoria de su padre.
Dijo: “Era un hombre bueno”. Más tarde había de reprocharse a sí mismo su falta
de madurez: eludía la realidad para no llorar. Pero tres semanas después recibió
una copia de la carta póstuma, y entonces se rindió a la verdad. De un golpe se
le reveló a fondo la imagen del hombre al que había conocido antes que a otro
ninguno, que lo había criado e instruido y había dormido y fornicado treinta y
dos años con su madre, y sin embargo, nunca antes de esa carta se le había
mostrado tal como era en cuerpo y alma, por pura y simple timidez. Hasta
entonces, el doctor Juvenal Urbino y su familia habían concebido la muerte como
un percance que les ocurría a los otros, a los padres de los otros, a los
hermanos y los cónyuges ajenos, pero no a los suyos. Eran gentes de vidas
lentas, a las cuales no se les veía volverse viejas, ni enfermarse ni morir,
sino que iban desvaneciéndose poco a poco en su tiempo, volviéndose recuerdos,
brumas de otra época, hasta que los asimilaba el olvido. La carta póstuma de su
padre, más que el telegrama con la mala noticia, lo mandó de bruces contra la
certidumbre de la muerte. Y sin embargo, uno de sus recuerdos más antiguos,
quizás a los nueve años, a los once años quizás, era en cierto modo una señal
prematura de la muerte a través de su padre. Ambos se habían quedado en la
oficina de la casa una tarde de lluvias, él dibujando alondras y girasoles con
tizas de colores en las baldosas del piso, y su padre leyendo contra el
resplandor de la ventana, con el chaleco desabotonado y ligas de caucho en las
mangas de la camisa. De pronto interrumpió la lectura para rascarse la espalda
con un rascador de mango largo que tenía una manita de plata en el extremo.
Como no pudo, le pidió al hijo que lo rascara con sus uñas, y él lo hizo con la
rara sensación de no sentir su propio cuerpo al ser rascado. Al final su padre
lo miró por encima del hombro con una sonrisa triste.
-Si
yo me muero ahora -le dijo- apenas si te acordarás de mí cuando tengas mi
edad.
Lo
dijo sin ningún motivo visible, y el ángel de la muerte flotó un instante en la
penumbra fresca de la oficina, y volvió a salir por la ventana dejando a su
paso un reguero de plumas, pero el niño no las vio. Habían pasado más de veinte
años desde entonces y Juvenal Urbino iba a tener muy pronto la edad que había
tenido su padre aquella tarde. Se sabía idéntico a él, y a la conciencia de
serlo se había sumado ahora la conciencia sobrecogedora de ser tan mortal como
él.
El
cólera se le convirtió en una obsesión. No sabía de él mucho más de lo
aprendido de rutina en algún curso marginal, y le había parecido inverosímil
que sólo treinta años antes hubiera causado en Francia, inclusive en París, más
de ciento cuarenta mil muertos. Pero después de la muerte de su padre aprendió
todo cuanto se podía aprender sobre las diversas formas del cólera, casi como
una penitencia para apaciguar su memoria, y fue alumno del epidemiólogo más
destacado de su tiempo y creador de los cordones sanitarios, el profesor Adrien
Proust, padre del grande novelista. De modo que cuando volvió a su tierra y
sintió desde el mar la pestilencia del mercado, y vio las ratas en los
albañales y los niños revolcándose desnudos en los charcos de las calles, no
sólo comprendió que la desgracia hubiera ocurrido, sino que tuvo la certeza de
que iba a repetirse en cualquier momento.
No
pasó mucho tiempo. Antes de un año, sus alumnos del Hospital de la Misericordia
le pidieron que los ayudara con un enfermo de caridad que tenía una rara
coloración azul en todo el cuerpo. Al doctor Juvenal Urbino le bastó con verlo
desde la puerta para reconocer al enemigo. Pero hubo suerte: el enfermo había
llegado tres días antes en una goleta de Curazao y había ido a la consulta
externa del hospital por sus propios medios, y no parecía probable que hubiera
contagiado a nadie. En todo caso, el doctor Juvenal Urbino previno a sus
colegas, consiguió que las autoridades dieran la alarma a los puertos vecinos
para que se localizara y se pusiera en cuarentena a la goleta
contaminada, y tuvo que moderar al jefe militar de la plaza, que quería
decretar la ley marcial y aplicar de inmediato la terapéutica del cañonazo cada
cuarto de hora.
-Economice
esa pólvora para cuando vengan los liberales -le dijo de buen talante-. Ya no
estamos en la Edad Media.
El
enfermo murió a los cuatro días, ahogado por un vómito blanco y granuloso, pero
en las semanas siguientes no fue descubierto ningún otro caso a pesar de la
alerta constante. Poco después, el Diario del Comercio publicó la noticia de
que dos niños habían muerto de cólera en distintos lugares de la ciudad. Se comprobó
que uno de ellos tenía disentería común, pero el otro, una niña de cinco años,
parecía haber sido, en efecto, víctima del cólera. Sus padres y tres hermanos
fueron separados y puestos en cuarentena individual, y todo el barrio fue
sometido a una vigilancia médica estricta. Uno de los niños contrajo el cólera
y se recuperó muy pronto, y toda la familia volvió a casa cuando pasó el
peligro. Once casos más se registraron en el curso de tres meses, y al quinto
hubo un recrudecimiento alarmante, pero al término del año se consideró que los
riesgos de una epidemia habían sido conjurados. Nadie puso en duda que el rigor
sanitario del doctor Juvenal Urbino, más que la suficiencia de sus pregones,
había hecho posible el prodigio. Desde entonces, y hasta muy avanzado este
siglo, el cólera fue endémico no sólo en la ciudad sino en casi todo el litoral
del Caribe y la cuenca de La Magdalena, pero no volvió a recrudecerse como
epidemia. La alarma sirvió para que las advertencias del doctor Juvenal Urbino
fueran atendidas con más seriedad por el poder público. Se impuso la cátedra
obligatoria del cólera y la fiebre amarilla en la Escuela de Medicina, y se
entendió la urgencia de cerrar los albañales y construir un mercado distante
del muladar. Sin embargo, el doctor Urbino no se preocupó entonces por reclamar
su victoria ni se sintió con ánimos para perseverar en sus misiones sociales,
porque él mismo estaba entonces con un ala rota, atolondrado y disperso, y
decidido a cambiarlo todo y a olvidarse de todo lo demás en la vida por el
relámpago de amor de Fermina Daza.
Fue,
en efecto, el fruto de una equivocación clínica. Un médico amigo, que creyó
vislumbrar los síntomas premonitorios del cólera en una paciente de dieciocho
años, le pidió al doctor Juvenal Urbino que fuera a visitarla. Fue esa misma
tarde, alarmado por la posibilidad de que la peste hubiera entrado en el
santuario de la ciudad vieja, pues todos los casos hasta entonces habían sido
en los barrios marginales, y casi todos entre la población negra. Encontró
otras sorpresas menos ingratas. La casa, a la sombra de los almendros del
parque de Los Evangelios, parecía desde fuera tan destruida como las otras del
recinto colonial, pero adentro había un orden de belleza y una luz atónita que
parecía de otra edad del mundo. El zaguán daba directo sobre un patio
sevillano, cuadrado y blanco de cal reciente, con naranjos florecidos y el piso
empedrado con los mismos azulejos de las paredes. Había un rumor invisible de
agua continua, macetas de claveles en las cornisas y jaulas de pájaros raros en
las arcadas. Los más raros, en una jaula muy grande, eran tres cuervos que al
sacudir las alas saturaban el patio de un perfume equívoco. Varios perros
encadenados en algún lugar de la casa empezaron a ladrar de pronto, enloquecidos
por el olor del extraño, pero un grito de mujer los hizo callar en seco, y
numerosos gatos saltaron de todas partes y se escondieron entre las flores,
asustados por la autoridad de la voz. Entonces se hizo un silencio tan diáfano,
que a través del desorden de los pájaros y las sílabas del agua en la piedra se
percibía el aliento desolado del mar.
Estremecido
por la certidumbre de la presencia física de Dios, el doctor Juvenal Urbino
pensó que una casa como aquella era inmune a la peste. Siguió a Gala Placidia
por el corredor de arcos, pasó frente a la ventana del costurero donde
Florentino Ariza vio por primera vez a Fermina Daza cuando el patio estaba
todavía en escombros, subió por las escaleras de mármoles nuevos hasta el
segundo piso, y esperó a ser anunciado antes de entrar en el dormitorio de la
enferma. Pero Gala Placidia volvió a salir con un recado:
-La
señorita dice que no puede entrar ahora porque su papá no está en la casa.
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Así que volvió a las cinco de la tarde, de
acuerdo con la indicación de la criada ' y Lorenzo Daza en persona le abrió el
portón y lo condujo hasta el dormitorio de la hija. Permaneció sentado en la
penumbra del rincón, con los brazos cruzados y haciendo esfuerzos vanos por
dominar la respiración farragosa, mientras duró el examen. No era fácil saber
quién estaba más cohibido, si el médico con su tacto púdico o la enferma con su
recato de virgen dentro del camisón de seda, pero ninguno miró al otro a los
ojos, sino que él preguntaba con voz impersonal y ella respondía con voz
trémula, ambos pendientes del hombre sentado en la penumbra. Al final ` el
doctor Juvenal Urbino le pidió a la enferma que se sentara, y le abrió la camisa
de dormir hasta la cintura con un cuidado exquisito: el pecho intacto y altivo,
de pezones infantiles, resplandeció un instante como un fogonazo en las sombras
de la alcoba, antes de que ella se apresurara a ocultarlo con los brazos
cruzados. Imperturbable, el médico le apartó los brazos sin mirarla, y le hizo
la auscultación directa con la oreja contra la piel, primero el pecho y luego
la espalda.
El
doctor Juvenal Urbino solía contar que no experimentó ninguna emoción cuando
conoció a la mujer con quien había de vivir hasta el día de la muerte.
Recordaba el camisón celeste con bordes de encaje, los ojos febriles, el largo
cabello suelto sobre los hombros, pero estaba tan obnubilado por la irrupción
de la peste en el recinto colonial, que no se fijó en nada de lo mucho que ella
tenía de adolescente floral, sino en lo más ínfimo que pudiera tener de
apestada. Ella fue más explícita: el joven médico de quien tanto había oído
hablar a propósito del cólera le pareció un pedante incapaz de querer a nadie distinto
de sí mismo. El diagnóstico fue una infección intestinal de origen alimenticio
que cedió con un tratamiento casero de tres días. Aliviado con la comprobación
de que la hija no había contraído el cólera, Lorenzo Daza acompañó al doctor
Juvenal Urbino hasta el estribo del coche, le pagó el peso oro de la visita que
le pareció excesivo aun para un médico de ricos, pero lo despidió con muestras
inmoderadas de gratitud. Estaba deslumbrado por el resplandor de sus apellidos,
y no sólo no lo disimulaba, sino que hubiera hecho cualquier cosa para verlo
otra vez, y en circunstancias menos formales.
El
caso debió darse por terminado. Sin embargo, el martes de la semana siguiente,
sin ser llamado y sin anuncio alguno, el doctor Juvenal Urbino volvió a la casa
a la hora inoportuna de las tres de la tarde. Fermina Daza estaba en el
costurero, tomando una lección de pintura al óleo junto con dos amigas, cuando
él apareció en la ventana con la levita blanca, intachable, y el sombrero
también blanco, de copa alta, y le hizo una seña de que se acercara. Ella puso
el bastidor en la silla y se dirigió a la ventana caminando en puntas de pies
con la falda de volantes alzada hasta los tobillos para impedir que arrastrara.
Llevaba una diadema con un dije que le colgaba en la frente, cuya piedra
luminosa tenía el mismo color esquivo de sus ojos, y todo en ella exhalaba un
aura de frescura. Al médico le llamó la atención que se vistiera para pintar en
casa como si fuera para una fiesta. Le tomó el pulso desde el exterior de la
ventana, le hizo sacar la lengua, le examinó la garganta con una espátula de
aluminio, le miró por dentro el párpado inferior, y cada vez hizo un gesto
aprobatorio. Estaba menos cohibido que en la visita anterior, pero ella LO
estaba más porque no entendía la razón de aquel examen imprevisto, si él mismo
había dicho que no volvería a menos que lo llamaran por alguna novedad. Más
aún: no quería volver a verlo jamás. Cuando terminó el examen, el médico guardó
la espátula en el maletín atiborrado de instrumentos y frascos de medicinas, y
lo cerró con un golpe seco.
-Está como una rosa recién nacida -dijo él.
-Gracias.
-A
Dios -dijo él, y citó mal a Santo Tomás-: Recuerde que todo lo que es bueno,
venga de donde viniere, proviene del Espíritu Santo. ¿Le gusta la música?
Lo
preguntó con una sonrisa encantadora, de un modo casual, pero ella no le
correspondió.
-¿A
qué viene la pregunta? -preguntó a su vez.
Lo
creía de veras, y ella iba a saber muy pronto y por el resto de su vida que el
tema de la música era casi una fórmula mágica que él usaba para proponer una
amistad, pero en aquel momento lo interpretó como una burla. Además, las dos
amigas que habían fingido pintar mientras ellos conversaban en la ventana
emitieron unas risitas de ratas y se taparon la cara con los bastidores, y esto
acabó de ofuscar a Fermina Daza. Ciega de furia cerró la ventana con golpe
seco. El médico, perplejo frente a los visillos de encaje, trató de encontrar
el camino del portón, pero se equivocó de rumbo, y en su turbación tropezó con
la jaula de los cuervos perfumados. Éstos lanzaron un chillido sórdido,
aletearon asustados, y las ropas del médico quedaron impregnadas de una
fragancia de mujer. El trueno de la voz de Lorenzo Daza lo fijó en su sitio.
-Doctor:
espéreme ahí.
Lo
había visto todo desde el piso alto y bajaba las escaleras abotonándose la
camisa, hinchado y cárdeno, y todavía con las patillas alborotadas por un mal
sueño de la siesta. El médico intentó sobreponerse al bochorno.
-Le he dicho
a su hija que está como una rosa.
-Así
es -dijo Lorenzo Daza---, pero con demasiadas espinas.
Pasó
junto al doctor Urbino sin saludarlo. Empujó las dos puertas de la ventana del
costurero y le ordenó a la hija con un grito cerril:
-Ven
a darle excusas al doctor.
El
médico trató de terciar para impedirlo, pero Lorenzo Daza no le prestó
atención. Insistió: “Apúrate”. Ella miró a las amigas con una súplica recóndita
de comprensión, y le replicó a su padre que no tenía de qué excusarse, pues
sólo había cerrado la ventana para impedir que siguiera entrando el sol. El
doctor Urbino trató de dar por buenas sus razones, pero Lorenzo Daza persistió
en la orden.
Entonces
Fermina Daza volvió a la ventana, pálida de rabia, y adelantando el pie derecho
mientras se alzaba la falda con la punta de los dedos, le hizo al médico una
reverencia teatral.
-Le
doy mis más rendidas excusas, caballero -dijo.
El
doctor Juvenal Urbino la imitó de buen humor, haciendo con su sombrero de copa
alta una gracia de mosquetero, pero no consiguió la sonrisa de piedad que
esperaba. Lorenzo Daza lo invitó luego a tomar en la oficina un café de
desagravio, y él aceptó complacido, para que no hubiera duda alguna de que no
le quedaba en el alma ni un rescoldo de resentimiento.
La
verdad era que el doctor Juvenal Urbino no tomaba café, salvo una taza en
ayunas. Tampoco tomaba alcohol, salvo una copa de vino con las comidas en
ocasiones solemnes, pero no sólo se bebió el café que le ofreció Lorenzo Daza,
sino que aceptó además una copa de anisado. Luego aceptó otro café con otra
copa, y después otra y otra, a pesar de que aún tenía algunas visitas
pendientes. Al principio escuchó con atención las disculpas que Lorenzo Daza
seguía dándole en nombre de su hija, a quien definió como una niña inteligente
y seria, digna de un príncipe de aquí o de cualquier parte, y cuyo único
defecto, según dijo, era su carácter de mula. Pero después de la segunda copa
creyó oír la voz de Fermina Daza en el fondo del patio, y su imaginación se fue
detrás de ella, la persiguió por la noche reciente de la casa mientras encendía
las luces del corredor, fumigaba los dormitorios con la bomba de insecticida,
destapaba en el fogón la olla de la sopa que iba a tomarse esa noche con su
padre, él y ella solos en la mesa, sin levantar la vista, sin sorber la sopa
para no romper el encanto del rencor, hasta que él tuviera que rendirse y
pedirle perdón por su rigor de esta tarde.
El
doctor Urbino conocía bastante a las mujeres para darse cuenta de que Fermina
Daza no pasaría por la oficina mientras él no se fuera, pero se demoraba de
todos modos, porque sentía que el orgullo herido no lo dejaría vivir en paz
después de las
68
afrentas
de esa tarde. Lorenzo Daza, ya casi borracho, no parecía notar su falta de
atención, pues se bastaba de sí mismo con su verba indomable. Hablaba a galope
tendido, masticando la flor del tabaco apagado, tosiendo a gritos, esgarrando,
acomodándose a duras penas en la poltrona giratoria cuyos resortes soltaban
lamentos de animal en celo. Se había bebido tres copas por cada una de su
invitado, y sólo hizo una pausa cuando se dio cuenta de que ya no se veían el
uno al otro y se levantó a encender la lámpara. El doctor Juvenal Urbino lo
miró de frente con la nueva luz, vio que tenía un ojo torcido como el de un
pescado y que sus palabras no correspondían al movimiento de los labios, y
pensó que eran alucinaciones suyas por abusar del alcohol. Entonces se levantó
con la sensación fascinante de que estaba dentro de un cuerpo que no era el
suyo, sino el de alguien que seguía sentado en el asiento donde él estaba, y
tuvo que hacer un grande esfuerzo para no perder la razón.
Eran
más de las siete cuando salió de la oficina precedido por Lorenzo Daza. Había
luna llena. El patio idealizado por el anís flotaba en el fondo de un acuario,
y las jaulas cubiertas con trapos parecían fantasmas dormidos bajo el olor
caliente de los azahares nuevos. La ventana del costurero estaba abierta, y
había una lámpara encendida en la mesa de labor, y los cuadros sin terminar
estaban en los atriles como en una exposición. “Dónde estás que no estás”, dijo
el doctor Urbino al pasar, pero Fermina Daza no lo oyó, no podía oírlo, porque
estaba llorando de rabia en el dormitorio, tirada bocabajo en la cama y
esperando a su padre para cobrarle la humillación de esa tarde. El médico no
renunciaba a la ilusión de despedirse de ella, pero Lorenzo
Daza
no lo propuso. Añoró la inocencia de su pulso, su lengua de gata, sus amígdalas
tiernas, pero lo desalentó la idea de que ella no quería verlo jamás ni había
de permitir que él lo intentara.
Cuando
Lorenzo Daza entró en el zaguán, los cuervos despiertos bajo las sábanas
lanzaron un chillido fúnebre. “Te sacarán los ojos”, dijo el médico en voz
alta, pensando en ella, y Lorenzo Daza se volvió para preguntarle qué había
dicho.
-No
- fui yo -dijo él-. Fue el anís.
Lorenzo
Daza lo acompañó hasta el coche tratando de que recibiera el peso oro de la
segunda visita, pero él no lo aceptó. Dio instrucciones correctas al cochero
para que lo llevara a casa de los dos enfermos que le faltaba por ver, y subió
en el coche sin ayuda. Pero empezó a sentirse mal con los saltos en las calles
empedradas, así que le ordenó al cochero cambiar de rumbo. Se miró por un
instante en el espejo del coche y vio que también su imagen seguía pensando en
Fermina Daza. Se encogió de hombros. Por último soltó un eructo arenoso,
inclinó la cabeza contra el pecho y se quedó dormido, y en el sueño empezó a
oír las campanas del duelo. Oyó primero las de la catedral, y después las de
todas las iglesias, una tras otra~ hasta los tiestos rotos de San Julián el
Hospitalario.
-Mierda
-murmuró dormido-, se murieron los muertos.
Su
madre y sus hermanas estaban cenando café con leche y almojábanas en la mesa de
ceremonias del comedor grande, cuando lo vieron aparecer en la puerta con el rostro
transido y todo él deshonrado por el perfume de putas de los cuervos. La
campana mayor de la catedral contigua resonaba en el estanque inmenso de la
casa. Su madre le preguntó alarmada dónde se había metido, pues lo habían
buscado por todas partes para que atendiera al general Ignacio María, último
nieto del Marqués de jaraíz de la Vera, que había sido demolido esa tarde por
una congestión cerebral: era por él por quien doblaban las campanas. El doctor
Juvenal Urbino escuchó a su madre sin oírla, agarrado del marco de la puerta, y
después dio media vuelta tratando de llegar a su dormitorio, pero se fue de
bruces en una explosión de vómitos de anís estrellado.
-María
Santísima -gritó su madre---. Algo muy raro debe haber sucedido para que te
presentes a tu casa en ese estado.
Lo más raro, sin embargo,
no había sucedido todavía. Aprovechando la visita del conocido pianista Romeo
Lussich, quien tocó un ciclo de sonatas de Mozart tan pronto como
la ciudad se repuso del duelo del general Ignacio María, el doctor Juvenal
Urbino hizo subir el piano de la Escuela de Música en una carreta de mulas, y
le llevó a Fermina Daza una serenata que hizo época. Ella despertó con los
primeros compases, y no tuvo que asomarse por los encajes del balcón para saber
quién era el promotor de aquel homenaje insólito. Lo único que lamentó fue no
tener el coraje de otras doncellas resabiadas que habían vaciado el retrete
portátil sobre la cabeza del pretendiente indeseable. Lorenzo Daza, en cambio,
se vistió de prisa en el transcurso de la serenata, y al final hizo entrar en
la sala de visitas al doctor Juvenal Urbino y al pianista, todavía ataviados
con la ropa de etiqueta del concierto, y les agradeció la serenata con una copa
de buen brandy.
Fermina
Daza se dio cuenta muy pronto de que su padre estaba tratando de ablandarle el
corazón. Al día siguiente de la serenata le había dicho de un modo casual:
“Imagínate cómo se sentiría tu madre si supiera que eres requerida por un
Urbino de la Calle”. Ella replicó en seco: “Se volvería a morir dentro del
cajón”. Las amigas que pintaban con ella le contaron que Lorenzo Daza había
sido invitado a almorzar en el Club Social por el doctor Juvenal Urbino, y que
éste había sido objeto de una notificación severa por contrariar normas del
reglamento. Sólo entonces se enteró también de que su padre había solicitado
varias veces su ingreso al Club Social, y en todas había sido rechazado con una
cantidad de bolas negras que no hacían posible una nueva tentativa. Pero
Lorenzo Daza asimilaba las humillaciones con un hígado de buen cubero, y seguía
haciendo suertes de ingenio para encontrarse por casualidad con Juvenal Urbino,
sin darse cuenta de que era Juvenal Urbino quien hacía más que lo posible por
dejarse encontrar. A veces pasaban horas conversando en la oficina, y la casa
permanecía mientras tanto como suspendida al margen del tiempo, porque Fermina
Daza no permitía que nada siguiera su curso en la vida mientras él no se fuera.
El Café de la Parroquia fue un buen puerto intermedio. Fue allí donde Lorenzo
Daza le enseñó a Juvenal Urbino las lecciones primarias del ajedrez, y él fue
un alumno tan aplicado que el ajedrez se convirtió en una adicción incurable
que lo atormentó hasta el día de su muerte.
Una
noche, poco después de la serenata de piano solo, Lorenzo Daza encontró una
carta con el sobre lacrado en el zaguán de su casa, dirigido a su hija, y con
el monograma de J. U. C. impreso en el lacre. Lo deslizó por debajo de la
puerta al pasar frente al dormitorio de Fermina, y ella no pudo entender cómo
había llegado hasta allí, pues le parecía inconcebible que su padre hubiera
cambiado tanto como para llevarle una carta de un pretendiente. La dejó sobre
la mesa de noche, sin saber de veras qué hacer con ella, y allí permaneció
cerrada durante varios días, hasta una tarde de lluvias en que Fermina Daza
soñó que Juvenal Urbino había vuelto a la casa para regalarle la espátula con
que le había examinado la garganta. La espátula del sueño no era de aluminio
sino de un metal apetitoso que ella había saboreado con deleite en otros
sueños, de modo que la quebró en dos partes desiguales y le dio a él la más
pequeña.
Al
despertar abrió la carta. Era breve y pulcra, y lo único que Juvenal Urbino le
suplicaba era que le permitiera pedirle a su padre el permiso para visitarla.
La impresionó su sencillez y su seriedad, y la rabia cultivada con tanto amor
durante tantos días se apaciguó de pronto. Guardó la carta en un cofre fuera de
servicio en el fondo del baúl, pero recordó que era allí donde había guardado
también las cartas perfumadas de Florentino Ariza, y la sacó del cofre para
cambiarla de lugar, estremecida por una ráfaga de vergüenza. Entonces le
pareció que lo más decente era darla por no recibida, y la quemó en la lámpara,
viendo cómo las gotas de lacre reventaban en burbujas azules sobre la llama.
Suspiró: “Pobre hombre”. De pronto cayó en la cuenta de que era la segunda vez
que lo decía en poco más de un año, y por un instante pensó en Florentino
Ariza, y ella misma se sorprendió de cuán lejos estaba de su vida: pobre
hombre.
En
octubre, con las últimas lluvias, llegaron tres cartas más, acompañada la
primera por una cajita de pastillas de violetas de la Abadía de Flavigny. Dos
las había entregado en el portón de la casa el cochero del doctor Juvenal
Urbino, y éste había saludado a Gala Placidia desde la ventana del coche,
primero para que no hubiera duda de que las cartas eran suyas, y segundo para
que nadie pudiera decirle que no habían
70
sido
recibidas. Además, ambas estaban selladas con el monograma de lacre, y escritas
con los garabatos crípticos que ya Fermina Daza conocía: letra de médico. Ambas
decían en sustancia lo mismo que la primera, y estaban concebidas con el mismo
espíritu de sumisión, pero en el fondo de su decencia empezaba a vislumbrarse
una ansiedad que nunca fue evidente en las cartas de parsimonia de Florentino
Ariza. Fermina Daza las leyó tan pronto como fueron entregadas, con dos semanas
de diferencia, y sin explicárselo a sí misma cambió de parecer cuando estaba a
punto de echarlas al fuego. Sin embargo, nunca pensó en contestarlas.
La
tercera carta de octubre había sido deslizada por debajo del portón, y en todo
era distinta de las anteriores. La escritura era tan pueril, que sin duda había
sido hecha con la mano izquierda, pero Fermina Daza no cayó en la cuenta de eso
sino cuando el texto mismo se reveló como un anónimo infame. Quien lo había
escrito daba por hecho que Fermina Daza había encantado con sus filtros al
doctor Juvenal Urbino, y de esa suposición sacaba conclusiones siniestras. Terminaba
con una amenaza: si Fermina Daza no renunciaba a su pretensión de alzarse con
el hombre más codiciado de la ciudad, sería expuesta a la vergüenza pública.
Se
sintió víctima de una injusticia grave, pero su reacción no fue vindicativa,
sino todo lo contrario: habría querido descubrir al autor del anónimo para
disuadirlo de su error con cuantas explicaciones fueran pertinentes, pues se
sentía segura de que nunca, por ningún motivo, sería sensible a los requiebros
de juvenal Urbino. En los días siguientes recibió otras dos cartas sin firma,
tan pérfidas como la primera, pero ninguna de las tres parecía escrita por la
misma persona. O bien era víctima de una conjura, o la falsa versión de sus
amores secretos había ido más lejos de lo que podía suponerse. Le inquietaba la
idea de que todo aquello fuera consecuencia de una simple indiscreción de
Juvenal Urbino. Se le ocurrió que tal vez era un hombre distinto de su apariencia
digna, que tal vez se le iba la lengua en las visitas y hacía alarde de
conquistas imaginarias, como tantos otros de su clase. Pensó escribirle para
reprocharle el ultraje de su honra, pero luego desistió del propósito, porque
quizás fuera eso lo que él quisiera. Trató de informarse por las amigas que
iban a pintar con ella en el costurero, pero lo único que ellas habían oído
eran comentarios benignos sobre la serenata de piano solo. Se sintió furiosa,
impotente, humillada. Al contrario del principio, cuando hubiera querido
encontrarse con el enemigo invisible para convencerlo de sus errores, ahora
sólo quería hacerlo picadillo con las tijeras de podar. Pasaba las noches en
claro, analizando detalles y expresiones de las cartas anónimas, con la ilusión
de encontrar una pista de consuelo. Fue una ilusión vana: Fermina Daza era
ajena por naturaleza al mundo interior de los Urbino de la Calle, y tenía armas
para defenderse de sus buenas artes, pero no de las malas.
Esta
convicción se hizo aún más amarga después del pavor de la muñeca negra que le
llegó por aquellos días sin ninguna carta, pero cuyo origen le pareció fácil de
imaginar: sólo el doctor Juvenal Urbino podía haberla mandado. Había sido
comprada en la Martinica, de acuerdo con la etiqueta original, y llevaba un
vestido primoroso y los cabellos rizados con filamentos de oro, y cerraba los
ojos al ser acostada. A Fermina Daza le pareció tan divertida que se sobrepuso
a sus escrúpulos, y la acostaba en su almohada durante el día. Se acostumbró a
dormir con ella. Al cabo de un tiempo, sin embargo, después de un sueño
agotador, descubrió que la muñeca estaba creciendo: la preciosa ropa original
que llegó con ella le dejaba los muslos al descubierto, y los zapatos se habían
reventado por la presión de los pies. Fermina Daza había oído hablar de
maleficios africanos, pero ninguno tan pavoroso como ese. Por otra parte, no
podía concebir que un hombre como Juvenal Urbino fuera capaz de semejante
atrocidad. Tenía razón: la muñeca no había sido llevada por el cochero, sino
por un vendedor de camarones ocasional, del cual nadie había podido dar una
razón cierta. Tratando de descifrar el enigma, Fermina Daza pensó por un
momento en Florentino Ariza, cuya condición sombría la asustaba, pero la vida
se encargó de convencerla de su error. Nunca se esclareció el misterio y su
simple evocación le causaba un estremecimiento de pavor hasta mucho después de
que se casó, y tuvo hijos, y se creyó la elegida del destino: la más feliz.
La última tentativa del doctor Urbino fue la
mediación de la hermana Franca de la Luz, superiora del colegio de la
Presentación de la Santísima Virgen, quien no podía negarse a la solicitud de ufamilia
que había favorecido a su comunidad desde que se estableció en las Américas.
Apareció acompañada por una novicia a las nueve de la mañana, y ambas tuvieron
que entretenerse media hora con las jaulas de pájaros mientras Fermina Daza
terminaba de bañarse. Era una alemana viril con un acento metálico y una mirada
imperativa que no tenían ninguna relación con sus pasiones pueriles.
No
había nada en este mundo que Fermina Daza odiara más que a ella, y a cuanto
tuviera que ver
con
ella, y el solo recuerdo de su falsa piedad le causaba un reconcomio de
alacranes en las entrañas. Le bastó con reconocerla desde la puerta del baño
para revivir de un golpe los suplicios del colegio, el sueño insoportable de la
misa diaria, el terror de los exámenes, la diligencia servil de las novicias,
la vida entera pervertida por el prisma de la pobreza de espíritu. La hermana
Franca de la Luz, en cambio, la saludó con un júbilo que parecía sincero. Se
sorprendió de cuánto había crecido y madurado, y alabó el juicio con que
llevaba la casa, el buen gusto del patio, el brasero de los azahares. Le ordenó
a la novicia que la esperara ahí, sin acercarse demasiado a los cuervos, que en
un descuido podían sacarle los ojos, y buscó un lugar apartado donde sentarse a
conversar a solas con Fermina. Ella la invitó a la sala.
Fue
una visita breve y áspera. La hermana Franca de la Luz, sin perder el tiempo en
preámbulos' le ofreció a Fermina Daza una rehabilitación honorable. La causa de
la expulsión sería borrada no sólo de las actas sino de la memoria de la
comunidad, y esto le permitiría terminar los estudios y obtener el diploma de
Bachiller en Letras. Fermina Daza, perpleja, quiso conocer el motivo.
-Es
la petición de alguien que lo merece todo, y cuyo único anhelo es hacerte feliz
-dijo la monja-. ¿Sabes quién es?
Entonces
entendió. Se preguntó con qué autoridad servía como emisaria del amor una mujer
que le había torcido la vida por una carta inocente, pero no se atrevió a
decirlo. Dijo, en cambio, que sí, que ella conocía a ese hombre, y por lo mismo
sabía que no tenía ningún derecho a inmiscuirse en su vida.
-Lo
único que te suplica es que le permitas conversar contigo cinco minutos -dijo
la monja-. Estoy segura de que tu padre estará de acuerdo.
La
rabia de Fermina Daza se hizo más intensa por la idea de que su padre fuera
cómplice de aquella visita.
-Nos
vimos dos veces cuando estuve enferma --dijo-. Ahora no hay ninguna
razón.
-Para
cualquier mujer con dos dedos de frente ese hombre es un regalo de la Divina
Providencia -dijo la monja.
Siguió
hablando de sus virtudes, de su devoción, de su consagración al servicio de los
doloridos. Mientras hablaba, se sacó de la manga una camándula de oro con el
Cristo tallado en marfil, y la movió frente a los ojos de Fermina Daza. Era una
reliquia de familia, antigua de más de cien años, tallada por un orfebre de
Siena y bendecida por Clemente IV.
-Es
tuya -dijo.
Fermina
Daza sintió el torrente de sangre atropellado en sus venas, y entonces se
atrevió.
-No
me explico cómo es que usted se presta para esto -dijo-, si le parece que el
amor es pecado.
72
La
hermana Franca de la Luz fingió pasar por alto la notificación, pero sus
párpados se encendieron. Siguió moviendo el rosario frente a sus ojos.
-Es mejor que te entiendas
conmigo -dijo-, porque después de mí puede venir el señor arzobispo, y con él
las cosas son distintas.
-Que
venga -dijo Fermina Daza.
La
hermana Franca de la Luz escondió el rosario de oro en la manga. Después sacó
de la otra un pañuelo muy usado, hecho una bola, y lo mantuvo apretado en el
puño, mirando a Fermina desde muy lejos con una sonrisa de conmiseración.
-Pobre
hija mía -suspiró-, todavía sigues pensando en aquel hombre.
Fermina
Daza masticó la impertinencia mirando a la monja sin parpadear, la miró fijo a
los ojos, sin hablar, masticando en silencio, hasta que vio con una
complacencia infinita que sus ojos de hombre se anegaron de lágrimas. La
hermana Franca de la Luz se las secó con la bola del pañuelo, y se puso de pie.
-Bien
dice tu padre que eres una mula --dijo.
El
arzobispo no fue. De modo que el asedio hubiera terminado aquel día, de no
haber sido porque Hildebranda Sánchez vino a pasar la Navidad con su prima, y la
vida cambió para ambas. La recibieron en la goleta de Riohacha a las cinco de
la mañana, en medio de una turba de pasajeros moribundos por el mareo, pero
ella desembarcó radiante, muy mujer, y con el espíritu alborotado por la mala
noche de mar. Vino cargada de guacales de pavos vivos y de cuantos frutos se
daban en sus prósperas vegas, para que a nadie le faltara de comer durante su
visita. Lisímaco Sánchez, su padre, mandaba a preguntar si hacían falta músicos
para las fiestas de Pascua, pues él tenía los mejores a su disposición, y
prometía mandar más adelante un cargamento de fuegos artificiales. Anunciaba
además que no podía venir por la hija antes de marzo, así que había tiempo de
sobra para vivir.
Las
dos primas empezaron de inmediato. Se bañaron juntas desde la primera tarde,
desnudas, haciéndose abluciones recíprocas con el agua de la alberca. Se
ayudaban a jabonarse, se sacaban las liendres, comparaban sus nalgas, sus
pechos inmóviles, la una mirándose en el espejo de la otra para apreciar con cuánta
crueldad las había tratado el tiempo desde la última vez que se vieron
desnudas. Hildebranda era grande y maciza, de piel dorada, pero todo el pelo de
su cuerpo era de mulata, corto y enroscado como espuma de alambre.
Fermina
Daza, en cambio, tenía una desnudez pálida, de líneas largas, de piel serena,
de vellos lacios. Gala Placidia les había hecho poner dos camas iguales en el
dormitorio, pero a veces se acostaban en una y conversaban con las luces
apagadas hasta el amanecer. Fumaban unas panetelas de salteadores que
Hildebranda había llevado ocultas en los forros del baúl, y después tenían que
quemar hojas de papel de Armenia para purificar el aire de tugurio que dejaban
en el dormitorio. Fermina Daza lo había hecho por primera vez en Valledupar, y
había seguido haciéndolo en Fonseca, en Riohacha, donde se encerraban hasta
diez primas en un cuarto a hablar de hombres y a fumar a escondidas. Aprendió a
fumar al revés, con el fuego dentro de la boca, como fumaban los hombres en las
noches de las guerras para que no los delatara la brasa del tabaco. Pero nunca
había fumado a solas. Con Hildebranda en su casa lo hizo todas las noches antes
de dormir, y desde entonces adquirió el hábito de fumar, aunque siempre a
escondidas, aun de su marido y de sus hijos, no sólo porque era mal visto que
una mujer fumara en público, sino porque tenía el placer asociado a la
clandestinidad.
También
el viaje de Hildebranda había sido impuesto por sus padres para tratar de
alejarla de su amor imposible, aunque le hicieron creer que era para ayudar a
Fermina a decidirse por un buen partido. Hildebranda lo había aceptado con la
ilusión de burlar el olvido, como lo hizo la prima en su momento, y había
quedado de acuerdo con el telegrafista de Fonseca para que mandara sus mensajes
con el mayor sigilo. Por eso fue tan amarga su desilusión cuando supo que
Fermina Daza había repudiado a Florentino Ariza.
Además, Hildebranda tenía una concepción universal del amor, y pensaba que
cualquier cosa que le pasara a uno afectaba a todos los amores del mundo
entero. Sin embargo, no renunció al proyecto. Con una audacia que le causó a
Fermina Daza una crisis de espanto, fue sola a la oficina del telégrafo con la
disposición de ganarse el favor de Florentino Ariza.
No
lo hubiera reconocido, pues no tenía ni un rasgo que correspondiera a la imagen
que ella se había formado a través de Fermina Daza. A primera vista le pareció
imposible que su prima hubiera estado a punto de enloquecer por aquel empleado
casi invisible, con aires de perro apaleado, cuyo atuendo de rabino en
desgracia y cuyas maneras solemnes no podían alterar el corazón de nadie. Pero
muy pronto se arrepintió de la primera impresión, pues Florentino Ariza se puso
a su servicio incondicional sin saber quién era: no lo supo nunca. Nadie la
hubiera entendido como él, así que no le exigió identificarse ni le pidió
dirección alguna. Su solución fue muy simple: ella pasaría los miércoles en la
tarde por la oficina del telégrafo para que él le entregara las respuestas en
su mano, y nada más. Por otra parte, cuando él leyó el mensaje que Hildebranda
llevaba escrito le preguntó si aceptaba una sugerencia, y ella estuvo de
acuerdo. Florentino Ariza hizo primero unas correcciones entre líneas, las
suprimió, las volvió a escribir, se quedó sin espacio, y al final rompió la
hoja y escribió completo un mensaje distinto que a ella le pareció
enternecedor. Cuando salió de la oficina del telégrafo, Hildebranda iba al
borde de las lágrimas.
-Es
feo y triste -le dijo a Fermina Daza-, pero es todo amor.
Lo
que más llamó la atención de Hildebranda fue la soledad de la prima. Parecía,
le dijo, una solterona de veinte años. Acostumbrada a una familia numerosa y
dispersa, en casas donde nadie sabía a ciencia cierta cuántos vivían ni quienes
iban a comer cada vez. Hildebranda no podía imaginarse a una muchacha de su
edad reducida al claustro de la vida privada. Así era: desde que se levantaba a
las seis de la mañana, hasta que apagaba la luz del dormitorio, se consagraba a
la pérdida del tiempo. La vida se le imponía desde fuera. Primero, con los
últimos gallos, el hombre de la leche la despertaba con la aldaba del portón.
Después tocaba la pescadera con el cajón de pargos moribundos en un lecho de
algas, las palenqueras suntuosas con las hortalizas de María la Baja y las
frutas de San Jacinto. Y después, durante todo el día, tocaban todos: los
mendigos, las muchachas de las rifas, las hermanas de la caridad, el afilador
con el caramillo, el que compraba botellas, el que compraba oro quebrado~ el
que compraba papel gaceta, las falsas gitanas que se ofrecían para leer el
desfino en las barajas, en las líneas de la mano, en el asiento del café, en
las aguas de los lebrillos. A Gala Placidia se le iba la semana abriendo y
cerrando el portón para decir que no, vuelva otro día, o gritando desde el
balcón con el humor revuelto que no molesten más, carajo, que ya compramos todo
lo que hacía falta. Había reemplazado a la tía Escolástica con tanto fervor y
tanta gracia, que Fermina la confundía con ella hasta para quererla. Tenía
obsesiones de esclava. Tan pronto como encontraba un rato libre se iba al
cuarto de oficios para planchar la ropa blanca, la dejaba perfecta, la guardaba
en los armarios con flores de espliego, y no sólo planchaba y doblaba la que
acababa de lavar sino también la que hubiera perdido su esplendor por falta de
uso. Con el mismo cuidado seguía manteniendo el vestuario de Fermina Sánchez,
la madre de Fermina, muerta catorce años antes. Pero era Fermina Daza la que
tomaba las decisiones. Ordenaba lo que había que comer, lo que había que
comprar, lo que tenía que hacerse en cada caso, y en esa forma determinaba la
vida de una casa que en realidad no tenía nada que determinar. Cuando acababa
de lavar las jaulas y poner la comida a los pájaros, y de cuidar que nada les
hiciera falta a las flores, se quedaba sin rumbo. Muchas veces, después de que
fue expulsada del colegio, se quedó dormida en la siesta y no despertó hasta el
día siguiente. Las clases de pintura no fueron más que una manera más
entretenida de perder el tiempo.
Las
relaciones con su padre carecían de afectos desde el exilio de la tía
Escolástica, aunque ambos habían encontrado el modo de vivir juntos sin
estorbarse.
74
Cuando
ella se levantaba, ya él se había ido a sus negocios. Pocas veces faltaba al
rito del almuerzo, aunque casi nunca comía, pues le bastaba con los aperitivos
y los entremeses gallegos del Café de la Parroquia. Tampoco cenaba: le dejaban
su ración en la mesa, toda en un solo plato y tapada con otro, aunque sabían
que él no se la comería hasta el día siguiente recalentada en el desayuno. Una
vez por semana le daba a la hija el dinero de los gastos, que él calculaba muy bien
y que ella administraba con rigor, pero atendía con gusto cualquier pedido que
ella le hiciera para gastos imprevistos. Nunca le regateaba un cuartillo, nunca
le pedía cuentas, pero ella se comportaba como si tuviera que rendirlas ante el
tribunal del Santo Oficio. Nunca le había hablado de la índole y el estado de
sus negocios, ni nunca la había llevado a conocer sus oficinas del puerto, que
estaban en un sitio vedado a señoritas decentes aunque fueran acompañadas por
sus padres. Lorenzo Daza no llegaba a su casa antes de las diez de la noche,
que era la hora de la queda en las épocas menos críticas de las guerras.
Permanecía hasta entonces en el Café de la Parroquia, jugando lo que fuera,
porque era especialista en todos los juegos de salón, y además buen maestro.
Siempre llegó a su casa en su sano juicio, sin despertar a la hija, a pesar de
que se tomaba el primer anisado al despertar y seguía masticando el cabo del
tabaco apagado y bebiendo copas espaciadas durante el día. Una noche, sin
embargo, Fermina lo sintió entrar. Oyó sus pasos de cosaco en las escaleras, su
resuello enorme en el corredor del segundo piso, sus golpes con la palma-de la
mano en la puerta del dormitorio. Ella le abrió, y por primera vez se asustó
con su ojo torcido y el entorpecimiento de sus palabras.
-Estamos
en la ruina -dijo él-. Ruina total, ya lo sabes.
Fue
todo lo que dijo, y nunca más lo volvió a decir ni sucedió nada que indicara si
había dicho la verdad, pero después de aquella noche Fermina Daza tomó
conciencia de que estaba sola en el mundo. Vivía en un limbo social. Sus
antiguas compañeras de colegio estaban en un cielo prohibido para ella, y mucho
más después de la deshonra de la expulsión, pero tampoco era vecina de sus
vecinos, porque éstos la habían conocido sin pasado y con el uniforme de la
Presentación de la Santísima Virgen. El mundo de su padre era de traficantes y
estibadores, de refugiados de guerras en la guarida pública del Café de la
Parroquia, de hombres solos. En el último año, las clases de pintura la habían
aliviado un poco de su reclusión, porque la maestra prefería las clases colectivas
y solía llevar a otras alumnas al costurero. Pero eran muchachas de condiciones
sociales dispersas y mal definidas, y para Fermina Daza no eran más que amigas
prestadas cuyo afecto terminaba con cada clase. Hildebranda quería abrir la
casa, ventilarla, traer los músicos y los cohetes y castillos de pólvora de su
padre y hacer un baile de carnaval cuyos venntarrones arrasaran con el ánimo
apolillado de la prima, pero muy pronto se dio cuenta de que sus propósitos
eran inútiles. Por una razón simple: no había con quién.
En
todo caso, fue ella quien la puso en la vida. Por las tardes, después de las
clases de pintura, se hacía llevar a la calle para conocer la ciudad. Fermina
Daza le enseñó el camino que hacía a diario con la tía Escolástica, el escaño del
parquecito donde Florentino Ariza fingía leer para esperarla, las callejuelas
por donde la seguía, los escondrijos de las cartas, el palacio siniestro donde
estuvo la cárcel del Santo Oficio, y que luego había sido restaurado y
convertido en el colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, que ella
odiaba con toda su alma. Subieron a la colina del cementerio de los pobres,
donde Florentino Ariza tocaba el violín según el rumbo de los vientos para que
ella lo escuchara en la cama, y desde allí vieron entera la ciudad histórica,
los tejados rotos y los muros carcomidos, los escombros de las fortalezas entre
los matorrales, el reguero de islas de la bahía, las barracas de miseria
alrededor de las ciénagas, el Caribe inmenso.
La
noche de Navidad fueron a la misa del gallo en la catedral. Fermina ocupó el
lugar donde le llegaba mejor la música confidencial de Florentino Ariza, y le
mostró a su prima el sitio exacto en que una noche como aquella había visto de
cerca por primera vez sus ojos espantados. Se arriesgaron solas hasta el Portal
de los Escribanos, compraron dulces, se entretuvieron en la tienda de papeles
de fantasía, y Fermina Daza le señaló a la prima el lugar en que descubrió de
golpe que su amor no era más que un espejismo.
No se daba cuenta ella misma de que cada paso suyo desde la casa hasta el colegio, cada sitio de la ciudad, cada instante de su pasado reciente no parecían existir sino por gracia de Florentino Ariza. Hildebranda se lo hizo notar, pero ella no lo admitió, porque nunca hubiera admitido la realidad de que Florentino Ariza, para bien o para mal, era lo único que le había ocurrido en la vida.
No se daba cuenta ella misma de que cada paso suyo desde la casa hasta el colegio, cada sitio de la ciudad, cada instante de su pasado reciente no parecían existir sino por gracia de Florentino Ariza. Hildebranda se lo hizo notar, pero ella no lo admitió, porque nunca hubiera admitido la realidad de que Florentino Ariza, para bien o para mal, era lo único que le había ocurrido en la vida.
Por
esos días vino un fotógrafo belga que instaló su estudio en los altos del
Portal de los Escribanos, y todo el que tuvo con qué pagarlo aprovechó la
ocasión para hacerse un retrato. Fermina e Hildebranda fueron de las primeras.
Vaciaron el ropero de Fermina Sánchez, se repartieron las ropas más vistosas,
las sombrillas, los zapatos de fiesta, los sombreros, y se vistieron de damas
del medio siglo. Gala Placidia las ayudó a ceñirse los corsés, las enseñó a
moverse dentro de los armazones de alambre de los miriñaques, a calzarse los
guantes, a abotonarse los botines de tacones altos. Hildebranda prefirió un
sombrero de alas grandes con plumas de avestruz que le caían sobre la espalda.
Fermina se puso uno más reciente, adornado con frutas de yeso pintado y flores
de crinolina. Al final se burlaron de sí mismas cuando se vieron en el espejo
tan parecidas a los daguerrotipos de las abuelas, y se fueron felices, muertas
de risa, a que les hicieran la foto de sus vidas. Gala Placidia las vio desde
el balcón atravesando el parque con las sombrillas abiertas, sosteniéndose como
podían sobre los tacones y empujando los miriñaques con todo el cuerpo como
andaderas de niños, y les echó la bendición para que Dios las ayudara en sus
retratos.
Había
un tumulto frente al estudio del belga, porque estaban fotografiando a Beny
Centeno, que por aquellos días había ganado el campeonato de boxeo en Panamá.
Estaba en pantalones de pelea, con los guantes puestos y la corona en la
cabeza, y no fue fácil fotografiarlo porque debía permanecer en posición de
asalto durante un minuto y respirando lo menos posible, pero tan pronto como
alzaba la guardia sus fanáticos prorrumpían en ovaciones, y él no podía
resistir la tentación de complacerlos exhibiendo sus artes. Cuando llegó el
turno de las primas el cielo se había nublado y la lluvia parecía inminente,
pero ellas se dejaron empolvar las caras con almidón y se apoyaron con tal
naturalidad en una columna de alabastro, que lograron permanecer inmóviles por
más tiempo del que parecía racional. Fue un retrato eterno. Cuando Hildebranda
murió, casi centenaria en su hacienda de Flores de María, encontraron su copia
bajo llave en el armario del dormitorio, escondida entre los pliegues de las
sábanas perfumadas, junto con el fósil de un pensamiento en una carta borrada
por los años. Fermina Daza tuvo siempre la suya muchos años en la primera hoja
de un álbum de familia, de donde desapareció sin que se supiera cómo, ni
cuándo, y llegó a manos de Florentino Ariza por una serie de casualidades
inverosímiles, cuando ya ambos pasaban de los sesenta años.
La
plaza frente al Portal de los Escribanos estaba colmada hasta los balcones
cuando Fermina e Hildebranda salieron del estudio del belga. Habían olvidado
que tenían las caras blancas de almidón y los labios pintados de una pomada del
color del chocolate, y que sus ropas no eran propias de la hora ni de la época.
La calle las recibió con una rechifla de burla. Estaban arrinconadas, tratando
de escapar al escarnio público, cuando se abrió paso por entre el tumulto el
landó de los alazanes dorados. La rechifla cesó y los grupos hostiles se
dispersaron. Hildebranda no había de olvidar jamás la primera visión del hombre
que apareció en el estribo, su cubilete de raso, su chaleco de brocados, sus
ademanes sabios, la dulzura de sus ojos, la autoridad de su presencia.
Aunque
nunca lo había visto, lo reconoció de inmediato. Fermina Daza le había hablado
de él, casi por casualidad y sin ningún interés, una tarde del mes anterior en
que no quiso pasar por la casa del Marqués de Casalduero porque el landó de los
caballos de oro estaba estacionado frente al portal. Le contó quién era el
dueño y trató de explicarle las causas de su antipatía, aunque no le dijo una
palabra de sus pretensiones. Hildebranda lo olvidó. Pero cuando lo identificó
en la puerta del coche como una aparición de fábula, con un pie en tierra y
otro en el estribo, no entendió los motivos de la prima.
-Háganme
el favor de subir -les dijo el doctor Juvenal Urbino---. Las llevo adonde
ordenen.
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Fermina Daza inició un gesto de reticencia, pero
ya Hildebranda había aceptado. El doctor Juvenal Urbino echó pie a tierra, y
con la punta de los dedos, casi sin tocarla, la ayudó a subir en el coche.
Fermina, sin más alternativas, subió después de ella, con la cara encendida por
el bochorno.
La
casa estaba a sólo tres cuadras. Las primas no se dieron cuenta de que el
doctor Urbino se hubiera puesto de acuerdo con el cochero, pero debió ser así,
porque el coche tardó más de media hora en llegar. Iban sentadas en el asiento
principal, y él frente a ellas, de espaldas al sentido de la marcha del coche.
Fermina volvió la cara hacia la ventana y se hundió en el vacío. Hildebranda,
en cambio, estaba encantada, y el doctor Urbino más encantado aún con su
encantamiento. Tan pronto como el coche se echó a andar, ella sintió el olor
calido del cuero natural de los asientos, la intimidad del interior capitonado,
y dijo que le parecía un lugar bueno para quedarse a vivir. Muy pronto
empezaron a reír, a cruzarse bromas de viejos amigos, y derivaron hacia un juego
de ingenio en una jerigonza fácil, que consistía en intercalar entre cada
sílaba una sílaba convencional. Fingían creer que Fermina no les entendía,
aunque no sólo sabían que entendía sino que estaba pendiente de ellos, y por
eso lo hacían. Al cabo de un momento, después de mucho reír, Hildebranda
confesó que no podía soportar más el suplicio de los botines.
-Nada
más fácil -dijo el doctor Urbino-. Vamos a ver quién termina primero.
Empezó
a soltarse los cordones de las botas, e Hildebranda aceptó el reto. No le fue
fácil, por el estorbo del corsé de varillas que no le permitía inclinarse, pero
el doctor Urbino se demoró a propósito, hasta que ella sacó sus botines de
debajo de la falda con una carcajada de triunfo, como si acabara de pescarlos
en un estanque. Ambos miraron entonces a Fermina, y vieron su magnífico perfil
de oropéndola más afilado que nunca contra el incendio del atardecer. Estaba
tres veces furiosa: por lasituación inmerecida en que se encontraba, por la
conducta libertina de Hildebranda, y por la certeza de que el coche daba
vueltas sin sentido para retardar la llegada. Pero Hildebranda estaba suelta de
madrina.
-Ahora
me doy cuenta -dijo- que lo que me estorbaba no eran los zapatos sino esta
jaula de alambre.
El
doctor Urbino comprendió que se refería al miriñaque, y atrapó la ocasión al
vuelo. “Nada más fácil -dijo-. Quíteselo.” Con un rápido ademán de
prestidigitador se sacó el pañuelo del bolsillo y se vendó los ojos.
-Yo
no miro -dijo.
La
venda hizo resaltar la pureza de sus labios entre la barba redonda y negra y
los bigotes de puntas afiladas, y ella se sintió sacudida por un ramalazo de
pánico. Miró a Fermina, y esta vez no la vio furiosa, sino aterrorizada de que
ella fuera capaz de quitarse la falda. Hildebranda se puso seria y le preguntó
en letras de mano: “¿Qué hacemos?”. Fermina Daza le contestó en el mismo código
que si no iban directo a su casa se arrojaría del coche en marcha.
-Estoy esperando -dijo el médico. -Ya puede mirar
-dijo Hildebranda.
El
doctor Juvenal Urbino la encontró distinta al quitarse la venda, y comprendió
que el juego había terminado, y había terminado mal. A una señal suya el
cochero hizo girar el coche en redondo, y entró en el parque de Los Evangelios
en el momento en que el farolero encendía las lámparas públicas. Todas las
iglesias dieron el Ángelus. Hildebranda descendió de prisa, un poco turbada por
la idea de haber disgustado a la prima, y se despidió del médico con un apretón
de manos sin ceremonias. Fermina la imitó, pero cuando trató de retirar la mano
con el guante de raso, el doctor Urbino le apretó con fuerza el dedo del
corazón.
-Estoy
esperando su respuesta -le dijo.
Fermina dio entonces, un tirón más fuerte, y el'
guante vacío quedó colgando en la mano del médico, pero no esperó a
recuperarlo. Se acostó sin comer. Hildebranda, como si nada hubiera pasado,
entró en el dormitorio después de cenar con Gala Placidia en la cocina, y
comentó con su gracia natural los incidentes de la tarde. No disimuló su
entusiasmo por el doctor Urbino, por su elegancia y su simpatía, y Fermina no
le correspondió con ningún comentario, pero estaba repuesta de la contrariedad.
A un cierto momento, Hildebranda confesó: cuando el doctor Juvenal Urbino se
vendó los ojos y ella vio el resplandor de sus dientes perfectos entre sus
labios rosados, había sentido un deseo irresistible de comérselo a besos.
Fermina Daza se revolvió contra la pared y puso término a la conversación sin
ánimo de ofender, más bien sonriente, pero con todo el corazón.
-¡Qué
puta eres! -dijo.
Durmió
a saltos, viendo al doctor Juvenal Urbino por todas partes, viéndolo reír,
cantar, echando chispas de azufre por los dientes con los ojos vendados,
burlándose de ella con una jerigonza sin reglas fijas en un coche distinto que
subía hacia el cementerio de los pobres. Despertó mucho antes del amanecer,
exhausta, y permaneció despierta con los ojos cerrados pensando en los años
innumerables que todavía le faltaban por vivir. Después, mientras Hildebranda
se bañaba, escribió una carta a toda prisa, la dobló a toda prisa, la metió a
toda prisa en el sobre, y antes de que Hildebranda saliera del baño se la mandó
con Gala Placidia al doctor Juvenal Urbino. Era una carta de las suyas, sin una
letra de más ni de menos, en la cual sólo decía que sí, doctor, que hablara con
su padre.
Cuando
Florentino Ariza supo que Fermina Daza iba a casarse con un médico de alcurnia
y fortuna, educado en Europa y con una reputación insólita a su edad, no hubo
poder capaz de levantarlo de su postración. Tránsito Ariza hizo más que lo
posible por consolarlo con recursos de novia cuando se dio cuenta de que había
perdido el habla y el apetito y se pasaba las noches en claro llorando sin
sosiego, y al cabo de una semana consiguió que comiera otra vez. Habló entonces
con don León XII Loayza, el único sobreviviente de los tres hermanos, y sin
decirle el motivo le suplicó que le diera al sobrino un empleo para hacer
cualquier cosa en la empresa de navegación, siempre que fuera en un puerto
perdido en la manigua de La Magdalena, donde no hubiera correo ni telégrafo, ni
viera a nadie que le contara nada de esta ciudad de perdición. El tío no le dio
el empleo por consideración con la viuda del hermano, que no soportaba ni la
existencia simple del bastardo, pero le consiguió el puesto de telegrafista en
la Villa de Leyva, una ciudad de ensueño a más de veinte jornadas y a casi tres
mil metros de altura sobre el nivel de la Calle de las Ventanas.
Florentino
Ariza no fue nunca muy consciente de aquel viaje medicinal. Había de recordarlo
siempre, como todo lo que ocurrió en aquella época, a través de los cristales
enrarecidos de su desventura. Cuando recibió el telegrama del nombramiento no
pensó tomarlo siquiera en consideración, pero Lotario Thugut lo convenció con
argumentos alemanes de que le esperaba un porvenir radiante en la
administración pública. Le dijo: “El telégrafo es la profesión del futuro”. Le
regaló un par de guantes forrados por dentro con piel de conejo, un gorro
estepario y un sobretodo con cuello de peluche probado en los eneros glaciales
de Baviera. El tío León XII le regaló dos vestidos de paño y unas botas
impermeables que habían sido del hermano mayor, y le dio un pasaje con camarote
para el próximo buque. Tránsito Ariza redujo la ropa a las medidas de su hijo,
que era menos corpulento que el padre y mucho más bajo que el alemán, y le
compró medias de lana y calzoncillos de cuerpo entero para que no le faltara
nada contra los rigores del páramo. Florentino Ariza, endurecido de tanto
sufrir, asistía a los preparativos del viaje como hubiera asistido un muerto a
los aprestos de sus honras fúnebres. No le dijo a nadie que se iba, no se
despidió de nadie, con el hermetismo férreo con que sólo le reveló a la madre
el secreto de su pasión reprimida, pero la víspera del viaje cometió a
conciencia una locura última del corazón que bien pudo costarle la vida. Se
puso a la media noche su traje de domingo, y tocó a solas bajo el balcón de
Fermina Daza el valse de amor que había compuesto para ella, que sólo ellos dos
conocían, y que fue durante
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tres
años el emblema de su complicidad contrariada. Lo tocó murmurando la letra, con
el violín bañado en lágrimas, y con una inspiración tan intensa que a los
primeros compases empezaron a ladrar los perros de la calle, y luego los de la
ciudad, pero después se fueron callando poco a poco por el hechizo de la
música, y el valse terminó con un silencio sobrenatural. El balcón no se abrió,
ni nadie se asomó a la calle, ni siquiera el sereno que casi siempre acudía con
su candil tratando de medrar con las migajas de las serenatas. El acto fue un
conjuro de alivio para Florentino Ariza, pues cuando guardó el violín en el
estuche y se alejó por las calles muertas sin mirar hacia atrás, no sentía ya
que se iba la mañana siguiente, sino que se había ido desde hacía muchos años
con la disposición irrevocable de no volver jamás.
El
buque, uno de los tres iguales de la Compañía Fluvial del Caribe, había sido
rebautizado en homenaje al fundador: Pío Quinto Loayza. Era una casa flotante
de dos pisos de madera sobre un casco de hierro, ancho y plano, con un calado
máximo de cinco pies que le permitía sortear mejor los fondos variables del
río. Los buques más antiguos habían sido fabricados en Cincinnati a mediados
del siglo, con el modelo legendario de los que hacían el tráfico del Ohio y el
Mississippi, y tenían a cada lado una rueda de propulsión movida por una
caldera de leña. Como éstos, los buques de la Compañía Fluvial del Caribe
tenían en la cubierta inferior, casi a ras del agua, las máquinas de vapor y
las cocinas, y los grandes corrales de gallinero donde las tripulaciones
colgaban las hamacas, entrecruzadas a distintos niveles. Tenían en el piso
superior la cabina de mando, los camarotes del capitán y sus oficiales, y una
sala de recreo y un comedor, donde los pasajeros notables eran invitados por lo
menos una vez a cenar y a jugar barajas. En el piso intermedio tenían seis
camarotes de primera clase a ambos lados de un pasadizo que servía de comedor
común, y en la proa una sala de estar abierta sobre el río con barandales de
madera bordada y pilares de hierro, donde colgaban de noche sus hamacas los
pasajeros del montón. Pero a diferencia de los más antiguos, estos buques no
tenían las paletas de propulsión a los lados, sino una enorme rueda en la popa
con paletas horizontales debajo de los excusados sofocantes de la cubierta de
pasajeros. Florentino Ariza no se había tomado la molestia de explorar el buque
tan pronto como subió a bordo, un domingo de julio a las siete de la mañana,
como lo hacían casi por instinto los que viajaban por primera vez. Sólo tomó
conciencia de su nueva realidad al atardecer, navegando frente al caserío de
Calamar, cuando fue a orinar en la popa y vio por el hueco del excusado la
gigantesca rueda de tablones girando bajo sus pies con un estruendo volcánico
de espumas y vapores ardientes.
No
había viajado nunca. Llevaba un baúl de hojalata con la ropa del páramo, las
novelas ilustradas que compraba en folletines mensuales y que él mismo cosía
con tapas de cartón, y los libros de versos de amor que recitaba de memoria y
estaban a punto de convertirse en polvo de tanto ser releídos. Había dejado el
violín, que se identificaba demasiado con su desgracia, pero su madre lo había
obligado a llevar el petate, que era un recado de dormir muy popular y
práctico: una almohada, una sábana, una bacinilla de peltre y un toldo de punto
para los mosquitos, y todo eso envuelto en una estera amarrada con dos cabuyas
para colgar una hamaca en caso de urgencia. Florentino Ariza no quería
llevarlo, pues pensaba que sería inútil en un camarote donde había servicio de
camas tendidas, pero desde la primera noche tuvo que agradecer una vez más el
buen sentido de su madre. En efecto, a última hora subió a bordo un pasajero
vestido de etiqueta que había llegado en un barco de Europa aquella madrugada,
y estaba acompañado por el gobernador de la provincia en persona. Quería
proseguir el viaje de inmediato con su esposa y su hija, y con el criado de
librea y los siete baúles con ribetes dorados que cupieron a duras penas por
las escaleras. El capitán, un gigante de Curazao, logró conmover el sentido
patriótico de los criollos para acomodar a los viajeros imprevistos. A
Florentino Ariza le explicó en una tortilla de castellano y papiamento que el
hombre de etiqueta era el nuevo ministro plenipotenciario de Inglaterra en
viaje hacia la capital de la república, le recordó que aquel reino había
aportado recursos decisivos para nuestra independencia del dominio español, y
en consecuencia cualquier sacrificio era poco para que una familia de tan alta
dignidad se sintiera en nuestra casa mejor que en la propia. Florentino Ariza,
por supuesto, renunció al camarote.
Al principio no lo lamentó, pues el caudal del
río era abundante en aquella época del año, y el buque navegó sin tropiezos las
primeras dos noches. Después de la cena, a las cinco de la tarde, la
tripulación repartía entre los pasajeros unos catres plegadizos con fondos de
lona, y cada quien abría el suyo donde podía, lo arreglaba con los trapos de su
petate y armaba encima el mosquitero de punto. Los que tenían hamacas las
colgaban en el salón, y los que no tenían nada dormían sobre las mesas del
comedor arropados con los manteles que no cambiaban más de dos veces durante el
viaje. Florentino A-riza permanecía en vela la mayor parte de la noche,
creyendo oír la voz de Fermina Daza en la brisa fresca del río, pastoreando la
soledad con su recuerdo, oyéndola cantar en la respiración del buque que
avanzaba con pasos de animal grande en las tinieblas, hasta que aparecían las
primeras franjas rosadas en el horizonte y el nuevo día reventaba de pronto
sobre pastizales desiertos y ciénagas de brumas. El viaje le parecía entonces
una prueba más de la sabiduría de su madre, y se sintió con ánimos para
sobrevivir al olvido.
Al
cabo de tres días de buenas aguas, sin embargo, la navegación fue más difícil
entre bancos de arena intempestivos y turbulencias engañosas. El río se volvió
turbio y fue haciéndose cada vez más estrecho en una selva enmarañada de
árboles colosales, donde sólo se encontraba de vez en cuando una choza de paja
junto a las pilas de leña para la caldera de los buques. La algarabía de los
loros y el escándalo de los micos invisibles parecían aumentar el bochorno del
mediodía. Pero de noche había que amarrar el buque para dormir, y entonces se
volvía insoportable hasta el hecho simple de estar vivo. Al calor y los
zancudos se agregaba el tufo de las pencas de carne salada puestas a secar en
los barandales. La mayoría de los pasajeros, sobre todo los europeos,
abandonaban el pudridero de los camarotes y se pasaban la noche caminando por
las cubiertas, espantando toda clase de alimañas con la misma toalla con que se
secaban el sudor incesante, y amanecían exhaustos e hinchados por las
picaduras.
Además,
aquel año había estallado un episodio más de la guerra civil intermitente entre
liberales y conservadores, y el capitán había tomado precauciones muy severas
para el orden interno y la seguridad de los pasajeros. Tratando de evitar
equívocos y provocaciones, prohibió la distracción favorita de los viajes de
esos tiempos, que era disparar contra los caimanes que se asoleaban en los
playones. Más adelante, cuando algunos pasajeros se dividieron en dos bandos
enemigos en el curso de una discusión, hizo decomisar las armas de todos con el
compromiso bajo palabra de devolverlas al término del viaje. Fue inflexible
inclusive con el ministro británico, que desde el día siguiente de la partida
amaneció vestido de cazador, con una carabina de precisión y una escopeta de
dos cañones para matar tigres. Las restricciones se hicieron aún más drásticas
arriba del puerto de Tenerife, donde se cruzaron con un buque que llevaba
enarbolada la bandera amarilla de la peste. El capitán no pudo obtener ninguna
información sobre aquel signo alarmante, porque el otro buque no respondió a
sus señales. Pero ese mismo día encontraron otro que estaba cargando ganado
para Jamaica, y éste informó que el buque con la bandera de la peste llevaba
dos enfermos de cólera, y que la epidemia estaba haciendo estragos en el
trayecto del río que aún les faltaba por navegar. Entonces se prohibió a los
pasajeros abandonar el buque no sólo en los puertos siguientes, sino aun en los
lugares despoblados donde arrimaba a cargar leña. De modo que el resto del
viaje hasta el puerto final, que duró otros seis días, los pasajeros
contrajeron hábitos carcelarios. Entre éstos, la contemplación perniciosa de un
paquete de postales pornográficas holandesas que circuló de mano en mano sin
que nadie supiera de dónde habían salido, aunque ningún veterano del río
ignoraba que eran apenas un muestrario de la colección legendaria del capitán.
Pero hasta esa distracción sin porvenir terminó por aumentar el hastío.
Florentino
Ariza soportó los rigores del viaje con la paciencia mineral que desconsolaba a
su madre y exasperaba a sus amigos. No alternó con nadie. Los días se le hacían
fáciles sentado frente al barandal, viendo a los caimanes inmóviles asoleándose
en los playones con las fauces abiertas para atrapar mariposas, viendo las
bandadas de garzas asustadas que se alzaban de pronto en los pantanos, los
manatíes que amamantaban sus crías con sus grandes tetas maternales y
sorprendían a los pasajeros
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con sus llantos de mujer.
En un mismo día vio pasar flotando tres cuerpos humanos, hinchados y verdes,
con varios gallinazos encima. Pasaron primero los cuerpos de dos hombres, uno
de ellos sin cabeza, y después el de una niña de pocos años cuyos cabellos de
medusa se fueron ondulando en la estela del buque. Nunca supo, porque nunca se
sabía, si eran víctimas del cólera o de la guerra, pero la tufarada nauseabunda
contaminó en su memoria el recuerdo de Fermina Daza.
Siempre
era así: cualquier acontecimiento, bueno o malo, tenía alguna relación con
ella. De noche, cuando amarraban el buque y la mayoría de los pasajeros
caminaban sin consuelo por las cubiertas, él repasaba casi de memoria los
folletines ilustrados bajo la lámpara de carburo del comedor, que era la única
encendida hasta el amanecer, y los dramas tantas veces releídos recobraban su
magia original cuando él sustituía a los protagonistas imaginarios por
conocidos suyos de la vida real, y se reservaba para sí y para Fermina Daza los
papeles de amores imposibles. Otras noches le escribía cartas de zozobra, cuyos
fragmentos esparcía después en las aguas que corrían sin cesar hacia ella. Así
se le iban las horas más duras, encarnado a veces en un príncipe tímido o en un
paladín del amor, y otras veces en su propio pellejo escaldado de amante en el
olvido, hasta que se alzaban las primeras brisas y se iba a dormitar sentado en
las poltronas del barandal.
Una
noche que interrumpió la lectura más temprano que de costumbre, se dirigía
distraído a los retretes cuando una puerta se abrió a su paso en el comedor
desierto, y una mano de halcón lo agarró por la manga de la camisa y lo encerró
en un camarote. Apenas si alcanzó a sentir el cuerpo sin edad de una mujer
desnuda en las tinieblas, empapada en un sudor caliente y con la respiración
desaforada, que lo empujó boca arriba en la litera, le abrió la hebilla del
cinturón, le soltó los botones y se descuartizó a sí misma acaballada encima de
él, y lo despojó sin gloria de la virginidad, Ambos cayeron agonizando en el
vacío de un abismo sin fondo oloroso a marisma de camarones. Ella yació después
un instante sobre él, resollando sin aire, y dejó de existir en la oscuridad.
-Ahora,
váyase y olvídelo -le dijo-. Esto no sucedió nunca.
El
asalto había sido tan rápido y triunfal que no podía entenderse como una locura
súbita del tedio, sino como el fruto de un plan elaborado con-todo su tiempo y
hasta en sus pormenores minuciosos. Esta certidumbre halagadora aumentó la
ansiedad de Florentino Ariza, que en la cúspide del gozo había sentido una
revelación que no podía creer, que inclusive se negaba a admitir, y era que el
amor ilusorio de Fermina Daza podía ser sustituido por una pasión terrenal. Fue
así como se empeñó en descubrir la identidad de la violadora maestra en cuyo
instinto de pantera encontraría quizás el remedio para su desventura. Pero no
lo consiguió. Al contrario, cuanto más profundizaba en el escrutinio más lejos
se sentía de la verdad.
El
asalto había sido en el último camarote, pero éste estaba comunicado con el
penúltimo por una puerta intermedia, de modo que los dos se convertían en un
dormitorio familiar con cuatro literas. Allí viajaban dos mujeres jóvenes, otra
bastante mayor pero de muy buen ver, y un niño de pocos meses. Se habían
embarcado en Barranco de Loba, el puerto donde se recogía la carga y el pasaje
de la ciudad de Mompox desde que ésta quedó al margen de los itinerarios de
vapores por las veleidades del río, y Florentino Ariza se había fijado en ellas
sólo porque llevaban al niño dormido dentro de una gran jaula de pájaros.
Viajaban
vestidas como en los transatlánticos de moda, con polisones bajo las faldas de
seda, con golas de encaje y sombreros de alas grandes adornadas con flores de
crinolina, y las dos menores se cambiaban el atuendo completo varias veces al
día, de modo que parecían llevar consigo su propio ámbito primaveral, mientras
los otros pasajeros se ahogaban de calor. Las tres eran diestras en el manejo
de las sombrillas y los abanicos de plumas, pero con los propósitos
indescifrables de las momposinas de la época. Florentino Ariza no logró
precisar siquiera la relación entre ellas, aunque sin duda eran de una misma
familia. Al principio pensó que la mayor podía ser la madre de las otras,
pero luego cayó en la cuenta de que no tenía bastante edad para serlo, y además
guardaba un medio luto que las otras no compartían. No concebía que una de
ellas se hubiera atrevido a hacer lo que hizo mientras las otras durmieran en
las literas contiguas, y la única suposición razonable era que aprovechara un
momento casual, o quizás concertado, en que se quedó sola en el camarote.
Comprobó que a veces salían dos a tomar el fresco hasta muy tarde mientras la
tercera se quedaba cuidando al niño, pero una noche de más calor salieron las
tres juntas con el niño dormido en la jaula de mimbre cubierta con un toldo de
gasa.
A
pesar de aquel embrollo de indicios, Florentino Ariza se apresuró a descartar
la posibilidad de que la mayor de las tres fuera la autora del asalto, y en
seguida absolvió también a la menor, que era la más bella y atrevida. Lo hizo
sin razones válidas, sólo porque la vigilancia ansiosa de las tres lo había
inducido a dar por cierto su deseo entrañable de que la amante instantánea
fuera la madre del niño enjaulado. Tanto lo sedujo esa suposición, que empezó a
pensar en ella con más intensidad que en Fermina Daza, sin importarle la evidencia
de que aquella madre reciente sólo vivía para el niño. No tenía más de
veinticinco años, y era esbelta y dorada, con unos párpados portugueses que la
hacían más distante, y a cualquier hombre le hubiera bastado con sólo las
migajas de la ternura que ella le prodigaba al hijo. Desde el desayuno hasta la
hora de acostarse se ocupaba de él en el salón, mientras las otras jugaban
damas chinas, y cuando lograba dormirlo colgaba del techo la jaula de mimbre en
el lado más fresco del barandal. Pero ni aun cuando estaba dormido se
desentendía de él, sino que mecía la jaula cantando entre dientes canciones de
novia, mientras sus pensamientos volaban por encima de las penurias del viaje.
Florentino Ariza se aferró a la ilusión de que tarde o temprano sería delatada
aunque fuera por un gesto. Vigilaba hasta los cambios de su respiración en el
ritmo del relicario que llevaba colgado sobre la blusa de batista, mirándola
sin disimulos por encima del libro que fingía leer, e incurrió en la
impertinencia calculada de cambiar de sitio en el comedor para quedar frente a
ella. Pero no consiguió ni un indicio ínfimo de que fuera en realidad la
depositaria de la otra mitad de su secreto. Lo único que le quedó de ella,
porque su compañera menor la llamó, fue el nombre sin apellido: Rosalba.
Al
octavo día el buque navegó a duras penas por un estrecho turbulento encajonado
entre cantiles de mármol, y después del almuerzo amarró en Puerto Nare. Allí
debían quedarse los pasajeros que seguirían el viaje hacia el interior de la provincia
de Antioquia, una de las más afectadas por la nueva guerra civil. El puerto
estaba formado por media docena de chozas de palma y una bodega de madera con
techo de cinc, y estaba protegido por varias patrullas de soldados descalzos y
mal armados, porque se tenían noticias de un plan de los insurrectos para
saquear los buques. Detrás de las casas se alzaba hasta el cielo un promontorio
de montañas agrestes con una cornisa de herradura tallada a la orilla del
precipicio. Nadie durmió tranquilo a bordo, pero el ataque no se produjo
durante la noche, y el puerto amaneció transformado en una feria dominical, con
indios que vendían amuletos de tagua y bebedizos de amor, en medio de las
recuas preparadas para emprender el ascenso de seis días hasta las selvas de
orquídeas de la cordillera central.
Florentino
Ariza se había entretenido viendo el descargue del buque a lomo de negro, había
visto bajar los guacales de loza china, los pianos de cola para las solteras de
Envigado, y sólo advirtió demasiado tarde que entre los pasajeros que se
quedaban estaba el grupo de Rosalba. Las vio cuando ya iban montadas de medio
lado, con botas de amazonas y sombrillas de colores ecuatoriales, y entonces
dio el paso que no se había atrevido a dar en los días anteriores: le hizo a
Rosalba un adiós con la mano, y las tres le contestaron del mismo modo, con una
familiaridad que le dolió en las entrañas por su audacia tardía. Las vio dar la
vuelta por detrás de la bodega, seguidas por las mulas cargadas con los baúles,
las cajas de sombreros y la jaula del niño, y poco después las vio trepando
como una fila de hormiguitas arrieras al borde del abismo, y desaparecieron de
su vida. Entonces se sintió solo en el mundo, y el recuerdo de Fermina Daza,
que había permanecido al acecho en los últimos días, le asestó el zarpazo
mortal.
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Sabía que iba a casarse el sábado siguiente, en
una boda de estruendo, y el ser que más la amaba y había de amarla hasta
siempre no tendría ni siquiera el derecho de morirse por ella. Los celos, hasta
entonces ahogados en llanto, se hicieron dueños de su alma. Rogaba a Dios que
la centella de la justicia divina fulminara a Fermina Daza cuando se dispusiera
a jurar amor y obediencia a un hombre que sólo la quería para esposa como un
adorno social, y se extasiaba en la visión de la novia, suya o de nadie, tendida
bocarriba sobre las losas de la catedral con los azahares nevados por el rocío
de la muerte, y el torrente de espuma del velo sobre los mármoles funerarios de
catorce obispos sepultados frente al altar mayor. Sin embargo, una vez
consumada la venganza, se arrepentía de su propia maldad, y entonces veía a
Fermina Daza levantándose con el aliento intacto, ajena pero viva, porque no le
era posible imaginarse el mundo sin ella. No volvió a dormir, y si a veces se
sentaba a picar cualquier cosa era por la ilusión de que Fermina Daza estuviera
en la mesa, o al contrario, para negarle el homenaje de ayunar por ella. A
veces se consolaba con la certidumbre de que en la embriaguez de la fiesta de
bodas, y aun en las noches febriles de la luna de miel, Fermina Daza había de
padecer un instante, uno al menos, pero uno de todos modos, en que se alzara en
su conciencia el fantasma del novio burlado, humillado, escupido, y le echara a
perder la felicidad.
La
víspera de la llegada al puerto de Caracolí, que era el término del viaje, el
capitán ofreció la fiesta tradicional de despedida, con una orquesta de viento
conformada por los miembros de la tripulación, y fuegos de artificios de
colores desde la cabina de mando. El ministro de la Gran Bretaña había
sobrevivido a la odisea con un estoicismo ejemplar, cazando con la cámara
fotográfica los animales que no le permitían matar con escopetas, y no hubo una
noche en que no se le viera de etiqueta en el comedor. Pero en la fiesta final
apareció con el traje escocés del clan MacTavish, y tocó la gaita a placer y
enseñó a todo el que quiso a bailar sus danzas nacionales, y antes del amanecer
tuvieron que llevarlo casi a rastras al camarote. Florentino Ariza, postrado de
dolor, se había ido al rincón más apartado de la cubierta donde no le llegaran
ni las noticias de la parranda, y se echó encima el abrigo de Lotario Thugut
tratando de resistir el escalofrío de los huesos. Había despertado a las cinco
de la mañana, como despierta el condenado a muerte en la madrugada de la ejecución,
y en todo el sábado no había hecho nada más que imaginar minuto a minuto cada
una de las instancias de la boda de Fermina Daza. Más tarde, cuando regresó a
casa, se dio cuenta de que había equivocado las horas y de que todo había sido
distinto de como él se lo imaginaba, y hasta tuvo el buen sentido de reírse de
su fantasía.
Pero
en todo caso fue un sábado de pasión que culminó con una nueva crisis de
fiebre, cuando le pareció que era el momento en que los recién casados se
estaban fugando en secreto por una puerta falsa para entregarse a las delicias
de la primera noche. Alguien que lo vio tiritando de calentura le dio el aviso
al capitán, y éste abandonó la fiesta con el médico de a bordo temiendo que
fuera un caso de cólera, y el médico lo mandó por precaución al camarote de
cuarentena con una buena carga de bromuros. Al día siguiente, sin embargo,
cuando avistaron los farallones de Caracolí, la fiebre había desaparecido y
tenía el ánimo exaltado, porque en el marasmo de los sedantes había resuelto de
una vez y sin más trámites que mandaba al carajo el radiante porvenir del
telégrafo y regresaba en el mismo buque a su vieja Calle de Las Ventanas.
No
le fue difícil que lo llevaran de regreso a cambio del camarote que él había
cedido al representante de la reina Victoria. El capitán trató de disuadirlo
también con el argumento de que el telégrafo era la ciencia del futuro. Tanto
era así, le dijo, que ya se estaba inventando un sistema para instalarlo en los
buques. Pero él resistió a todo argumento, y el capitán terminó por llevarlo de
regreso, no por la deuda del camarote, sino porque conocía sus vínculos reales
con la Compañía Fluvial del Caribe.
El
viaje de bajada se hizo en menos de seis días, y Florentino Ariza se sintió de
nuevo en casa propia desde que entraron de madrugada en la laguna de las
Mercedes, y vio el reguero de luces de las canoas pesqueras ondulando en la
resaca del buque. Era todavía noche cuando atracaron en la ensenada del Niño
Perdido, que era el último puerto
de los vapores fluviales, a nueve leguas de la bahía, antes de que dragaran y
pusieran en servicio el antiguo paso español. Los pasajeros tendrían que
esperar hasta las seis de la mañana para abordar la flotilla de chalupas de
alquiler que habían de llevarlos hasta su destino final. Pero Florentino Ariza
estaba tan ansioso que se fue desde mucho antes en la chalupa del correo, cuyos
empleados lo reconocían como uno de los suyos. Antes de abandonar el buque
cedió a la tentación de un acto simbólico: tiró al agua el petate, y lo siguió
con la mirada por entre las antorchas de los pescadores invisibles, hasta que
salió de la laguna y desapareció en el océano. Estaba seguro de que no iba a
necesitarlo en el resto de sus días. Nunca más, porque nunca más había de
abandonar la ciudad de Fermina Daza.
La
bahía era un remanso al amanecer. Por encima de la bruma flotante, Florentino
Ariza vio la cúpula de la catedral dorada por las primeras luces, vio los
palomares en las azoteas, y orientándose por ellos localizó el balcón del
palacio del Marqués de Casalduero, donde suponía que la mujer de su desventura
dormitaba todavía apoyada sobre el hombro del esposo saciado. Esa suposición lo
desgarró, pero no hizo nada por reprimirla, sino todo lo contrario: se complació
en el dolor. El sol empezaba a calentar cuando la chalupa del correo se abrió
paso por entre el laberinto de veleros anclados, donde los olores innumerables
del mercado público, revueltos con la podredumbre del fondo, se confundían en
una sola pestilencia. La goleta de Riohacha acababa de llegar, y las cuadrillas
de estibadores con el agua a la cintura recibían a los pasajeros en la borda y
los llevaban cargados hasta la orilla. Florentino Ariza fue el primero en
saltar a tierra desde la chalupa del correo, y desde entonces no sintió más la
fetidez de la bahía sino el olor personal de Fermina Daza en el ámbito de la
ciudad. Todo olía a ella.
No
volvió a la oficina del telégrafo. Su preocupación única parecían ser los
folletines de amor y los volúmenes de la Biblioteca Popular que su madre seguía
comprándole, y que él leía y volvía a leer tumbado en una hamaca hasta
aprenderlos de memoria. No preguntó siquiera dónde estaba el violín. Reanudó
los contactos con sus amigos más cercanos, y a veces jugaban al billar o
conversaban en los cafés al aire libre bajo los arcos de la Plaza de la
Catedral, pero no volvió a los bailes de los sábados: no podía concebirlos sin
ella.
La
misma mañana en que regresó del viaje inconcluso se enteró de que Fermina Daza
estaba pasando la luna de miel en Europa, y su corazón aturdido dio por hecho
que se quedaría a vivir allá, si no para siempre, sí por muchos años. Esta
certidumbre le infundió las primeras esperanzas de olvido. Pensaba en Rosalba,
cuyo recuerdo se hacía más ardiente a medida que se apaciguaban los otros. Fue
por esa época que se dejó crecer el bigote de punteras engomadas que no había
de quitarse en el resto de su vida, y le cambió el modo de ser, y la idea de la
sustitución del amor lo metió por caminos imprevistos. El olor de Fermina Daza
se fue haciendo poco a poco menos frecuente e intenso, y por último sólo quedó
en las gardenias blancas.
Andaba
al garete, sin saber por dónde continuar la vida, una noche de guerra en que la
célebre viuda de Nazaret se refugió aterrada en su casa, porque la suya había
sido destruida por un cañonazo, durante el sitio del general rebelde Ricardo
Gaitán Obeso. Fue Tránsito Ariza la que agarró la ocasión al vuelo y mandó a la
viuda para el dormitorio del hijo, con el pretexto de que en el suyo no había
lugar, pero en realidad con la esperanza de que otro amor lo curara del que no
lo dejaba vivir. Florentino Ariza no había vuelto a hacer el amor desde que fue
desvirginizado por Rosalba en el camarote del buque, y le pareció natural, en
una noche de emergencia, que la viuda durmiera en la cama y él en la hamaca.
Pero ya ella había decidido por él. Sentada en el borde de la cama donde
Florentino Ariza estaba acostado sin saber qué hacer, empezó a hablarle de su
dolor inconsolable por el marido muerto tres años antes, y mientras tanto iba
quitándose de encima y arrojando por los aires los crespones de la viudez, hasta
que no le quedó puesto ni el anillo de bodas. Se quitó la blusa de tafetán con
bordados de mostacilla, y la arrojó a través del cuarto en la poltrona del
rincón, tiró el corpiño por encima del hombro hasta el otro lado de la cama, se
quitó de un solo tirón la falda talar con el pollerín de volantes, la faja de
raso del liguero y las fúnebres medias de seda, y lo
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esparció
todo por el piso, hasta que el cuarto quedó tapizado con las últimas piltrafas
de su duelo. Lo hizo con tanto alborozo, y con unas pausas tan bien medidas,
que cada gesto suyo parecía celebrado por los cañonazos de las tropas de
asalto, que estremecían la ciudad hasta los cimientos. Florentino Ariza trató
de ayudarla a soltar el broche del ajustador, pero ella se le anticipó con una
maniobra diestra, pues en cinco años de devoción matrimonial había aprendido a
bastarse de sí misma en todos los trámites del amor, incluso sus preámbulos,
sin ayuda de nadie. Por último se quitó los calzones de encaje, haciéndolos
resbalar por las piernas con un movimiento rápido de nadadora, y se quedó en
carne viva.
Tenía
veintiocho años y había parido tres veces, pero su desnudez conservaba intacto
el vértigo de soltera. Florentino Ariza no había de entender nunca cómo unas
ropas de penitente habían podido disimular los ímpetus de aquella potranca
cerrera que lo desnudó sofocada por su propia fiebre, como no podía hacerlo con
el esposo para que no la creyera una corrompida, y que trató de saciar en un
solo asalto la abstinencia férrea del duelo, con el aturdimiento y la inocencia
de cinco años de fidelidad conyugal. Antes de esa noche, y desde la hora de
gracia en que su madre la parió, no había estado nunca ni siquiera en la misma
cama con un hombre distinto del esposo muerto.
No
se permitió el mal gusto de un remordimiento. Al contrario. Desvelada por las
bolas de candela que pasaban zumbando sobre los tejados, siguió evocando hasta
el amanecer las excelencias del marido, sin reprocharle otra deslealtad que la
de haberse muerto sin ella, y redimida por la certidumbre de que nunca había
sido tan suyo como lo era entonces, dentro de un cajón clavado con doce clavos
de tres pulgadas, y a dos metros debajo de la tierra.
-Soy
feliz -dijo- porque sólo ahora sé con seguridad dónde está cuando no está en la
casa.
Aquella
noche se quitó el luto, de un solo golpe, sin pasar por el intermedio ocioso de
las blusas de florecitas grises, y su vida se llenó de canciones de amor y
trajes provocativos de guacamayas y mariposas pintadas, y empezó a repartir el
cuerpo a todo el que quisiera pedírselo. Derrotadas las tropas del general
Gaitán Obeso, al cabo de sesenta y tres días de sitio, ella reconstruyó la casa
desfondada por el cañonazo, y le hizo una hermosa terraza de mar sobre las
escofieras, donde en tiempos de borrasca se ensañaba la furia del oleaje. Ese
fue su nido de amor, como ella lo llamaba sin ironía, donde sólo recibió a
quien fue de su gusto, cuando quiso y como quiso, y sin cobrar a nadie ni un
cuartillo, porque consideraba que eran los hombres los que le hacían el favor.
En casos muy contados aceptaba un regalo, siempre que no fuera de oro, y era de
manejos tan hábiles que nadie hubiera podido mostrar una evidencia terminante
de su conducta impropia. Sólo en una ocasión estuvo al borde del escándalo
público, cuando corrió el rumor de que el arzobispo Dante de Luna no había
muerto por accidente con un plato de hongos equivocados, sino que se los comió
a conciencia, porque ella lo amenazó con degollarse si él persistía en sus
asedios sacrílegos. Nadie le preguntó si era cierto, ni nunca habló de eso, ni
cambió nada en su vida. Era, según ella decía muerta de risa, la única mujer
libre de la provincia.
La
viuda de Nazaret no faltó nunca a las citas ocasionales de Florentino Ariza, ni
aun en sus tiempos más atareados, y siempre fue sin pretensiones de amar ni ser
amada, aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el
amor, pero sin los problemas del amor. Algunas veces era él quien iba a su
casa, y entonces les gustaba quedarse empapados de espuma de salitre en la
terraza del mar, contemplando el amanecer del mundo entero en el horizonte. Él
puso todo su empeño en enseñarle las trapisondas que había visto hacer a otros
por los agujeros del hotel de paso, así como las fórmulas teóricas pregonadas por
Lotario Thugut en sus noches de juerga. La incitó a dejarse ver mientras hacían
el amor, a cambiar la posición convencional del misionero por la de la
bicicleta de mar, o del pollo a la parrilla, o del ángel descuartizado, y
estuvieron a punto de romperse la vida al reventarse los hicos cuando trataban
de inventar algo distinto en una hamaca. Fueron lecciones estériles. Pues la
verdad es que ella era una aprendiza temeraria, pero carecía del talento mínimo
para la fornicación dirigida.
Nunca entendió los encantos de la serenidad en la cama, ni tuvo un instante de
inspiración, y sus orgasmos eran inoportunos y epidérmicos: un polvo triste.
Florentino Ariza vivió mucho tiempo en el engaño de ser el único, y ella se
complacía en que lo creyera, hasta que tuvo la mala suerte de hablar dormida.
Poco a poco, oyéndola dormir, él fue recomponiendo a pedazos la carta de
navegación de sus sueños, y se metió por entre las islas numerosas de su vida
secreta. Así se enteró de que ella no pretendía casarse con él, pero se sentía
ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la hubiera pervertido. Muchas
veces se lo dijo:
-Te
adoro porque me volviste puta.
Dicho
de otro modo, no le faltaba razón. Florentino Ariza la había despojado de la
virginidad de un matrimonio convencional, que era más perniciosa que la
virginidad congénita y la abstinencia de la viudez. Le había enseñado que nada
de lo que se haga en la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor. Y
algo que había de ser desde entonces la razón de su vida: la convenció de que
uno viene al mundo con sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier
causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre. El mérito
de ella fue tomarlo al pie de la letra. Sin embargo, porque creía conocerla
mejor que nadie, Florentino Ariza no podía entender por qué era tan solicitada
una mujer de recursos tan pueriles, que además no paraba de hablar en la cama
de su congoja por el esposo muerto. La única explicación que se le ocurrió, y
que nadie pudo desmentir, fue que a la viuda de Nazaret le sobraba en ternura
lo que le faltaba en artes marciales. Empezaron a verse con menos frecuencia a
medida que ella ensanchaba sus dominios, y a medida que él exploraba los suyos
tratando de encontrar alivio a sus viejas dolencias en otros corazones
desperdigados, y por fin se olvidaron sin dolor.
Fue
el primer amor de cama de Florentino Ariza. Pero en vez de haber hecho con ella
una unión estable, como su madre lo soñaba, ambos lo aprovecharon para lanzarse
a la vida. Florentino Ariza desarrolló métodos que parecían inverosímiles en un
hombre como él, taciturno y escuálido, y además vestido como un anciano de otro
tiempo. Sin embargo, tenía dos ventajas a su favor. Una era un ojo certero para
conocer de inmediato a la mujer que lo esperaba, así fuera en medio de una
muchedumbre, y aun así la cortejaba con cautela, pues sentía que nada causaba
más vergüenza ni era más humillante que una negativa. La otra ventaja era que
ellas lo identificaban de inmediato como un solitario necesitado de amor, un
menesteroso de la calle con una humildad de perro apaleado que las rendía sin
condiciones, sin pedir nada, sin esperar nada de él, aparte de la tranquilidad
de conciencia de haberle hecho el favor. Eran sus únicas armas, y con ellas
libró batallas históricas pero de un secreto absoluto, que fue registrando con
un rigor de notario en un cuaderno cifrado, reconocible entre muchos con un
título que lo decía todo: Ellas. La primera anotación la hizo con la viuda de
Nazaret. Cincuenta años más tarde, cuando Fermina Daza quedó libre de su
condena sacramental, tenía unos veinticinco cuadernos con seiscientos veintidós
registros de amores continuados, aparte de las incontables aventuras fugaces
que no merecieron ni una nota de caridad.
El
propio Florentino Ariza estaba convencido al cabo de seis meses de amores
desaforados con la viuda de Nazaret, de que había logrado sobrevivir al tormento
de Fermina Daza. No sólo lo creyó, sino que lo comentó varias veces con
Tránsito Ariza durante los casi dos años que duró el viaje de bodas, y siguió
creyéndolo con un sentimiento de liberación sin fronteras, hasta un domingo de
su mala estrella en que la vio de pronto sin ningún anuncio del corazón, cuando
salía de la misa mayor del brazo de su marido y asediada por la curiosidad y
los halagos de su nuevo mundo. Las mismas damas de alcurnia que al principio la
menospreciaban y se burlaban de ella por ser una advenediza sin nombre, se
desvivían porque se sintiera como una de las suyas, y ella las embriagaba con
su encanto. Había asumido con tanta propiedad su condición de esposa mundana,
que Florentino Ariza necesitó un instante de reflexión para reconocerla. Era
otra: la compostura de persona mayor, los botines altos, el sombrero de velillo
con una pluma de colores de algún pájaro oriental, todo en ella era distinto y
fácil, como si todo fuera suyo desde su origen. La encontró más bella y juvenil
que nunca, pero
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irrecuperable,
como nunca, aunque no comprendió la razón hasta no ver la curva de su vientre
bajo la túnica de seda: estaba encinta de seis meses. Sin embargo, lo que más
lo impresionó fue que ella y su marido formaban una pareja admirable, y ambos
manejaban el mundo con tanta fluidez que parecían flotar por encima de los
escollos de la realidad. Florentino Ariza no sintió celos ni rabia, sino un
gran desprecio de sí mismo. Se sintió pobre, feo, inferior, y no sólo indigno
de ella sino de cualquier otra mujer sobre la tierra.
Así
que había vuelto. Regresaba sin ningún motivo para arrepentirse del vuelco que
le había dado ~a su vida. Al contrario: cada vez tuvo menos, sobre todo después
de sobrevivir a la cuesta de los primeros años. Más meritorio aún en el caso de
ella, que había llegado a la noche de bodas todavía con las brumas de la
inocencia. Había empezado a perderla en el curso de su viaje por la provincia
de la prima Hildebranda. En Valledupar entendió por fin por qué los gallos
correteaban a las gallinas, presenció la ceremonia brutal de los burros, vio
nacer los terneros, y oyó hablar a las primas con naturalidad de cuáles parejas
de la familia seguían haciendo el amor y cuáles y cuándo y por qué habían
dejado de hacerlo aunque siguieran viviendo juntas. Fue entonces cuando se
inició en los amores solitarios, con la rara sensación de estar descubriendo
algo que sus instintos sabían desde siempre, primero en la cama, con el aliento
amordazado para no delatarse en el dormitorio compartido con media docena de
primas, y después a dos manos tumbada a la bartola en el piso del baño, con el
pelo suelto y fumando sus primeras califias de arriero. Siempre lo hizo con
unas dudas de conciencia que sólo logró superar después de casada, y siempre en
un secreto absoluto, mientras que las primas alardeaban entre ellas no sólo de
la cantidad de veces en un día, sino incluso de la forma y el tamaño de sus
orgasmos. Sin embargo, a pesar del embrujo de aquellos ritos iniciales, siguió
arrastrando la creencia de que la pérdida de la virginidad era un sacrificio
sangriento.
De
modo que su fiesta de bodas, una de las más ruidosas de las postrimerías del
siglo pasado, transcurrió para ella en las vísperas del horror. La angustia de
la luna de miel la afectó mucho más que el escándalo social por el matrimonio
con un galán como no había dos en esos años. Desde que empezaron a correr las
amonestaciones en la misa mayor de la catedral, Fermina Daza volvió a recibir
esquelas anónimas, algunas con amenazas de muerte, pero apenas si las veía
pasar, pues todo el miedo de que era capaz lo tenía ocupado por la inminencia
de la violación. Era el modo correcto de tratar los anónimos, aunque ella no lo
hiciera a propósito, en una clase acostumbrada por las burlas históricas a
bajar la cabeza ante los hechos cumplidos. Así que todo cuanto le era adverso
se iba poniendo de parte suya a medida que la boda se sabía irrevocable. Ella
lo notaba en los cambios graduales del cortejo de mujeres lívidas, degradadas
por la artritis y los resentimientos, que un día se convencían de la vanidad de
sus intrigas y aparecían sin anunciarse en el parquecito de Los Evangelios,
como si fuera en la propia casa, cargadas de recetas de cocina y de regalos
augurales. Tránsito Ariza conocía aquel mundo, aunque sólo esa vez lo sufrió en
carne propia, y sabía que sus clientas reaparecían en vísperas de las fiestas
grandes a pedirle el favor de que desenterrara sus múcuras y les prestara las
joyas empeñadas, por sólo veinticuatro horas, mediante el pago de un interés adicional.
Hacía mucho tiempo que no ocurría como esa vez, que las múcuras se quedaron
vacías para que las señoras de apellidos largos abandonaran sus santuarios de
sombras y aparecieran radiantes, con sus propias joyas prestadas, en una boda
como no se vio otra de tanto esplendor en el resto del siglo, y cuya gloria
final fue el padrinazgo del doctor Rafael Núñez, tres veces presidente de la
república, filósofo, poeta y autor de la letra del Himno Nacional, según podía
aprenderse desde entonces en algunos diccionarios recientes. Fermina Daza llegó
al altar mayor de la catedral del brazo de su padre, a quien el traje de
etiqueta le infundió por un día un aire equívoco de respetabilidad. Se casó
para siempre frente al altar mayor de la catedral en una misa concelebrada por
tres obispos, a las once de la mañana del viernes de gloria de la Santísima
Trinidad, y sin un pensamiento de caridad para Florentino Ariza, que a esa hora
deliraba de fiebre, muriéndose por ella, en la intemperie de un buque que no
había de llevarlo al olvido. Durante la ceremonia, y después en la fiesta,
mantuvo una sonrisa que parecía fijada con albayalde, un gesto sin alma que
algunos interpretaron como la sonrisa
de burla de la victoria, pero que en realidad era un pobre recurso para
disimular su terror de virgen recién casada.
Por
fortuna, las circunstancias imprevistas, junto con la comprensión del marido,
resolvieron sus tres primeras noches sin dolor. Fue providencial. El barco de
la Compagnie Générale Transatlantique, con el itinerario trastornado por el mal
tiempo del Caribe, anunció con sólo tres días de anticipación que adelantaba la
salida en veinticuatro horas, de modo que no zarparía para La Rochelle al día
siguiente de la boda, como estaba previsto desde hacía seis meses, sino la
misma noche. Nadie creyó que aquel cambio no fuera una más de las tantas
sorpresas elegantes de la boda, pues la fiesta terminó después de la medianoche
a bordo del transatlántico iluminado, con una orquesta de Viena que estrenaba
en aquel viaje los valses más recientes de Johann Strauss. De modo que los
varios padrinos ensopados en champaña fueron arrastrados a tierra por sus
esposas atribuladas, cuando ya andaban preguntando a los camareros si no habría
camarotes disponibles para seguir la parranda hasta París. Los últimos que
desembarcaron vieron a Lorenzo Daza frente a las cantinas del puerto, sentado
en el suelo en plena calle y con el traje de etiqueta en piltrafas. Lloraba a
grito pelado, como lloran los árabes a sus muertos, sentado sobre un reguero de
aguas podridas que bien pudo haber sido un charco de lágrimas.
Ni
en la primera noche de mala mar, ni en las siguientes de navegación apacible,
ni nunca en su muy larga vida matrimonial ocurrieron los actos de barbarie que
temía Fermina Daza. La primera, a pesar del tamaño del barco y los lujos del
camarote, fue una repetición horrible de la goleta de Riohacha, y su marido fue
un médico servicial que no durmió un instante para consolarla, que era lo único
que un médico demasiado eminente sabía hacer contra el mareo. Pero la borrasca
amainó al tercer día, después del puerto de la Guayra, y ya para entonces
habían estado juntos tanto tiempo y habían hablado tanto que se sentían amigos
antiguos. La cuarta noche, cuando ambos reanudaron sus hábitos ordinarios, el
doctor Juvenal Urbino se sorprendió de que su joven esposa no rezara antes de
dormir. Ella le fue sincera: la doblez de las monjas le había provocado una
resistencia contra los ritos, pero su fe estaba intacta, y había aprendido a
mantenerla en silencio. Dijo: “Prefiero entenderme directo con Dios”. Él
comprendió sus razones, y desde entonces cada cual practicó la misma religión a
su manera. Habían tenido un noviazgo breve, pero bastante informal para la
época, pues el doctor Urbino la visitaba en su casa, sin vigilancia, todos los
días al atardecer. Ella no hubiera permitido que él le tocara ni la yema de los
dedos antes de la bendición episcopal, pero tampoco él lo había intentado. Fue
en la primera noche de buena mar, ya en la cama pero todavía vestidos, cuando
él inició las primeras caricias, y lo hizo con tanto cuidado, que a ella le
pareció natural la sugerencia de que se pusiera la camisa de dormir. Fue a
cambiarse en el baño, pero antes apagó las luces del camarote, y cuando salió
con el camisón embutió trapos en las rendijas de la puerta, para volver a la
cama en la oscuridad absoluta. Mientras lo hacía, dijo de buen humor:
--Quéquieres,
doctor. Es la primera vez que duermo con un desconocido.
El
doctor Juvenal Urbino la sintió deslizarse junto a él como un animalito
azorado, tratando de quedar lo más lejos posible en una litera donde era
difícil estar dos sin tocarse. Le cogió la mano, fría y crispada de terror, le
entrelazó los dedos, y casi con un susurro empezó a contarle sus recuerdos de
otros viajes de mar. Ella estaba tensa otra vez, porque al volver a la cama se
dio cuenta de que él se había desnudado por completo mientras ella estaba en el
baño, y esto le revivió el terror del paso siguiente. Pero el paso siguiente
demoró varias horas, pues el doctor Urbino siguió hablando muy despacio,
mientras se iba apoderando milímetro a milímetro de la confianza de su cuerpo.
Le habló de París, del amor en París, de los enamorados de París que se besaban
en la calle, en el ómnibus, en las terrazas floridas de los cafés abiertos al
aliento de fuego y los acordeones lánguidos del verano, y hacían el amor de pie
en los muelles del Sena sin que nadie los molestara. Mientras hablaba en las
sombras, le acarició la curva del cuello con la yema de los dedos, le acarició
las pelusas de seda de los brazos, el vientre evasivo, y cuando sintió que la
tensión había cedido hizo un primer intento por levantarle el
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camisón
de dormir, pero ella se lo impidió con un impulso típico de su carácter. Dijo:
“Yo lo sé hacer sola”. Se lo quitó, en efecto, y luego se quedó tan inmóvil,
que el doctor Urbino hubiera creído que ya no estaba ahí, de no haber sido por
la resolana de su cuerpo en las tinieblas.
Al
cabo de un rato volvió a agarrarle la mano, y entonces la sintió tibia y
suelta, pero húmeda todavía de un rocío tierno. Permanecieron otro rato
callados e inmóviles, él acechando la ocasión para el paso siguiente, y ella
esperándolo sin saber por dónde, mientras la oscuridad iba ensanchándose con su
respiración cada vez más intensa. Él la soltó de pronto y dio el salto en el
vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y le tocó apenas el pezón
desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le hubiera tocado un
nervio vivo.
Se
alegró de estar a oscuras para que él no le viera el rubor abrasante que la
estremeció hasta las raíces del cráneo. “Calma -le dijo él, muy calmado-. No se
te olvide que las conozco.” La sintió sonreír, y su voz fue dulce y nueva en
las tinieblas.
-Lo
recuerdo muy bien -dijo-, y todavía no se me pasa la rabia.
Entonces
él supo que habían doblado el cabo de la buena esperanza, y le volvió a coger
la mano grande y mullida, y se la cubrió de besitos huérfanos, primero el
metacarpo áspero, los largos dedos clarividentes, las uñas diáfanas, y luego el
jeroglífico de su destino en la palma sudada. Ella no supo cómo fue que su mano
llegó hasta el pecho de él, y tropezó con algo que no pudo descifrar. Él le
dijo: “Es un escapulario”. Ella le acarició los vellos del pecho, y luego
agarró el matorral completo con los cinco dedos para arrancarlo de raíz. “Más
fuerte”, dijo él. Ella lo intentó, hasta donde sabía que no lo lastimaba, y
después fue su mano la que buscó la mano de él perdida en las tinieblas. Pero
él no se dejó entrelazar los dedos sino que la agarró por la muñeca y le fue
llevando la mano a lo largo de su cuerpo con una fuerza invisible pero muy bien
dirigida, hasta que ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva,
sin forma corporal, pero ansioso y enarbolado. Al contrario de lo que él
imaginó, incluso al contrario de lo que ella misma hubiera imaginado, no retiró
la mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que se encomendó en cuerpo y
alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo de reírse de su propia
locura, y empezó a identificar con el tacto al enemigo encabritado, conociendo
su tamaño, la fuerza de su vástago, la extensión de sus alas, asustada de su
determinación pero compadecida de su soledad, haciéndolo suyo con una
curiosidad minuciosa que alguien menos experto que su esposo hubiera confundido
con las caricias. Él apeló a sus últimas fuerzas para resistir el vértigo del
escrutinio mortal, hasta que ella lo soltó con una gracia infantil, como si lo
hubiera tirado en la basura.
-Nunca
he podido entender cómo es ese aparato -dijo.
Entonces
él se lo explicó en serio con su método magistral, mientras le llevaba la mano
por los sitios que mencionaba, y ella se la dejaba llevar con una obediencia de
alumna ejemplar. Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más
fácil con la luz encendida. iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo,
diciendo: “Yo veo mejor con las manos”. En realidad quería encender la luz,
pero quería hacerlo ella y sin que nadie se lo ordenara, y así fue. Él la vio
entonces en posición fetal, y además cubierta con la sábana, bajo la claridad
repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de su
curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con un interés que ya
empezaba a parecer más que científico, y dijo en conclusión: “Cómo será de feo,
que es más feo que lo de las mujeres”. Él estuvo de acuerdo, y señaló otros
inconvenientes más graves que la fealdad. Dijo: “Es como el hijo mayor, que uno
se pasa la vida trabajando para él, sacrificándolo todo por él, y a la hora de
la verdad termina haciendo lo que le da la gana”. Ella siguió examinándolo,
preguntando para qué servía esto, y para qué servía aquello, y cuando se
consideró bien informada lo sopesó con las dos manos, para probarse que ni
siquiera por el peso valía la pena, y lo dejó caer con un esguince de
menosprecio.
-Además,
creo que le sobran demasiadas cosas-dijo.
El se quedó perplejo. La propuesta original para
su tesis de grado había sido esa: la conveniencia de simplificar el organismo
humano. Le parecía anticuado, con muchas funciones inútiles o repetidas que
fueron imprescindibles para otras edades del género humano, pero no para la
nuestra. Sí: podía ser más simple y por lo mismo menos vulnerable. Concluyó:
“Es algo que sólo puede hacer Dios, por supuesto, pero de todos modos sería
bueno dejarlo establecido en términos teóricos”. Ella se rió divertida, de un modo
tan natural, que él aprovechó la ocasión para abrazarla y le dio el primer beso
en la boca. Ella le correspondió, y él siguió dándole besos muy suaves en las
mejillas, en la nariz, en los párpados, mientras deslizaba la mano por debajo
de la sábana, y le acarició el pubis redondo y lacio: un pubis de japonesa.
Ella no le apartó la mano, pero mantuvo la suya en estado de alerta, por si él
avanzaba un paso más.
-No vamos a seguir con la clase de medicina-dijo.
-No -dijo él-. Esta va a ser de amor.
Entonces
le quitó la sábana de encima, y ella no sólo no se opuso, sino que la mandó
lejos de la litera con un golpe rápido de los pies, porque ya no soportaba el
calor. Su cuerpo era ondulante y elástico, mucho más serio de lo que parecía
vestida, y con un olor propio de animal de monte que permitía distinguirla
entre todas las mujeres del mundo. Indefensa a plena luz, un golpe de sangre
hirviendo se le subió a la cara, y lo único que se le ocurrió para disimularlo
fue colgarse del cuello de su hombre, y besarlo a fondo, muy fuerte, hasta que
se gastaron en el beso todo el aire de respirar.
Él
era consciente de que no la amaba. Se había casado porque le gustaba su
altivez, su seriedad, su fuerza, y también por una pizca de vanidad suya, pero
mientras ella lo besaba por primera vez estaba seguro de que no habría ningún
obstáculo para inventar un buen amor. No lo hablaron esa primera noche en que
hablaron de todo hasta el amanecer, ni habían de hablarlo nunca. Pero a la
larga, ninguno de los dos se equivocó.
Al
amanecer, cuando se durmieron, ella seguía siendo virgen, pero no habría de
serlo por mucho tiempo. La noche siguiente, en efecto, después de que él le
enseñó a bailar los valses de Viena bajo el cielo sideral del Caribe, él tuvo
que ir al baño después que ella, y cuando regresó al camarote la encontró
esperándolo desnuda en la cama. Entonces fue ella quien tomó la iniciativa, y
se le entregó sin miedo, sin dolor, con la alegría de una aventura de alta mar,
y sin más vestigios de ceremonia sangrienta que la rosa del honor en la sábana.
Ambos lo hicieron bien, casi como un milagro, y siguieron haciéndolo bien de
noche y de día y cada vez mejor en el resto del viaje, y cuando llegaron a La
Rochelle se entendían como amantes antiguos.
Era
imposible saber si fue Europa o el amor lo que los hizo distintos, pues las dos
cosas ocurrieron al mismo tiempo. Ambos lo eran, y a fondo, no sólo con ellos
mismos sino con todo el mundo, como lo percibió Florentino Ariza cuando los vio
a la salida de misa dos semanas después del regreso, aquel domingo de su desgracia.
Volvieron con una concepción nueva de la vida, cargados de novedades del mundo,
y listos para mandar. Él con las novedades de la literatura, de la música, y
sobre todo las de su
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ciencia.
Trajo una suscripción de Le Figaro, para no perder el hilo de la realidad, y
otra de la Revue des Deux Mondes para no perder el hilo de la poesía. Había
hecho además un acuerdo con su librero de París para recibir las novedades de
los escritores más leídos, entre ellos Anatole France y Pierre Loti, y de los
que más le gustaban, entre ellos Remy de Gourmont y Paul Bourget, pero en
ningún caso Émile Zola, que le parecía insoportable, a pesar de su valiente
irrupción en el juicio de Dreyfus. El mismo librero se comprometió a mandarle
por correo las novedades más seductoras del catálogo de Ricordi, sobre todo de
música de cámara, para mantener el título bien ganado por su padre de primer
promotor de conciertos en la ciudad.
Fermina
Daza, siempre contraria a los rigores de la moda, trajo seis baúles con ropas
de tiempos diversos, pues no la convencieron las grandes marcas. Había estado
en las Tullerías, en pleno invierno, para el lanzamiento de la colección de
Worth, el ineludible tirano de la alta costura, y lo único que consiguió fue
una bronquitis que la tumbó cinco días en la cama. Laferriére le pareció menos
pretencioso y voraz, pero su decisión sabia fue arrasar con lo que más le
gustaba en las tiendas de saldos, a pesar de que el esposo juraba aterrado que
eran ropas de muertos. Así mismo, trajo cantidades de zapatos italianos sin
marca, que prefirió a los renombrados y extravagantes de Ferry, y trajo una
sombrilla de Dupuy, roja como los fuegos del infierno, que dio mucho de qué
escribir a nuestros asustadizos cronistas sociales. Sólo compró un sombrero de
Madame Reboux, pero en cambio llenó un baúl de racimos de cerezas artificiales,
ramilletes de cuantas flores de fieltro le fue posible encontrar, ramazones de
plumas de avestruz~ morriones de pavorreales, colas de gallos asiáticos,
faisanes enteros, colibríes, y una variedad innumerable de pájaros exóticos
disecados en pleno vuelo, en pleno grito, en plena agonía: todo cuanto había
servido en los últimos veinte años para que los mismos sombreros parecieran
otros. Trajo una colección de abanicos de diversos países del mundo, y uno
distinto y apropiado para cada ocasión. Trajo una esencia perturbadora escogida
entre muchas en la perfumería del Bazar de la Charité, antes de que los vientos
de primavera arrasaran con sus cenizas, pero la usó una sola vez, porque se
desconoció a sí misma con el perfume cambiado. Trajo también un estuche de
cosméticos que era la última novedad en el mercado de la seducción, y fue la
primera mujer que lo llevó a las fiestas, cuando el acto simple de retocarse en
público se consideraba indecente.
Llevaban,
además, tres recuerdos imborrables: el estreno sin precedentes de Los Cuentos
de Hoffmann, en París, el incendio pavoroso de casi todas las góndolas de
Venecia frente a la Plaza de San Marcos, que ellos habían presenciado con el
corazón dolorido desde la ventana de su hotel, y la visión fugaz de Oscar Wilde
en la primera nevada de enero. Pero en medio de esos y tantos otros recuerdos,
el doctor Juvenal Urbino conservaba uno que siempre lamentó no compartir con su
esposa, pues venía de sus tiempos de estudiante soltero en París. Era el
recuerdo de Victor Hugo, quien disfrutaba aquí de una celebridad conmovedora al
margen de sus libros, porque alguien dijo que había dicho, sin que nadie lo
hubiera oído en realidad, que nuestra Constitución no era para un país de
hombres sino de ángeles. Desde entonces se le rindió un culto especial, y la
mayoría de los numerosos compatriotas que viajaban a Francia se desvivían por
verlo. Una media docena de estudiantes, entre ellos Juvenal Urbino, montaron
guardia por un tiempo frente a su residencia de la avenida Eyleau, y en los
cafés donde se decía que iba a llegar sin falta y nunca llegó, y por último
habían solicitado por escrito una audiencia privada, en nombre de los ángeles
de la Constitución de Rionegro. Nunca recibieron respuesta. Un día cualquiera,
Juvenal Urbino pasó por casualidad frente al Jardín del Luxemburgo y lo vio
salir del Senado con una mujer joven que lo llevaba del brazo. Lo vio muy
viejo, moviéndose a duras penas, con la barba y el cabello menos radiantes que
en sus retratos, y dentro de un abrigo que parecía de alguien más corpulento.
No quiso estropear el recuerdo con un saludo impertinente: le bastaba con esa
visión casi irreal que había de alcanzarle para toda la vida. Cuando volvió
casado a París, en condiciones de verlo de un modo más formal, ya Victor Hugo
había muerto.
Como
consuelo, Juvenal y Fermina llevaban el recuerdo compartido de una tarde de
nieves en que los intrigó un grupo que desafiaba la tormenta frente a una
pequeña librería del bulevar de los Capuchinos, y era que Oscar Wilde estaba
dentro. Cuando por fin
salió, elegante de veras, pero tal vez demasiado consciente de serlo, el grupo
lo rodeó para pedirle firmas en sus libros. El doctor Urbino se había detenido
sólo para verlo, pero su impulsiva esposa quiso atravesar el bulevar para que
le firmara lo único que le pareció apropiado a falta de un libro: su hermoso
guante de gacela, largo, liso, suave, y del mismo color de su piel de recién
casada. Estaba segura de que un hombre tan refinado iba a apreciar aquel gesto.
Pero el marido se opuso con firmeza, y cuando ella trató de hacerlo a pesar de
sus razones, él no se sintió capaz de sobrevivir a la vergüenza.
-Si tú
atraviesas esa calle -le dijo-, cuando regreses aquí me encontrarás muerto.
Era
algo natural en ella. Antes de un año de casada se movía por el mundo con la
misma soltura con que lo hacía desde niña en el moridero de San Juan de la
Ciénaga, como si hubiera nacido sabiéndolo, y tenía una facilidad de trato con
los desconocidos que dejaba perplejo al marido, y un talento misterioso para
entenderse en castellano con quien fuera y en cualquier parte. “Los idiomas hay
que saberlos cuando uno va a vender algo -decía con risas de burla---. Pero
cuando uno va a comprar, todo el mundo le entiende como sea.” Era difícil
imaginar a alguien que hubiera asimilado tan rápido y con tanto alborozo la
vida cotidiana de París, que aprendió a querer en el recuerdo a pesar de sus
lluvias eternas. Sin embargo, cuando regresó a casa abrumada por tantas experiencias
juntas, cansada de viajar y medio adormecida por el embarazo, lo primero que le
preguntaron en el puerto fue cómo le habían parecido las maravillas de Europa,
y ella resolvió dieciséis meses de dicha con cuatro palabras de su jerga
caribe:
-Más
es la bulla.
El
día que Florentino Ariza vio a Fermina Daza en el atrio de la catedral encinta
de seis meses y con pleno dominio de su nueva condición de mujer de mundo, tomó
la determinación feroz de ganar nombre y fortuna para merecerla. Ni siquiera se
puso a pensar en el inconveniente de que fuera casada, porque al mismo tiempo
decidió, como si dependiera de él, que el doctor Juvenal Urbino tenía que
morir. No sabía ni cuándo ni cómo, pero se lo planteó como un acontecimiento
ineluctable, que estaba resuelto a esperar sin prisas ni arrebatos, así fuera
hasta el fin de los siglos.
Empezó
por el principio. Se presentó sin anuncio en la oficina del tío León XII,
presidente de la junta Directiva y Director General de la Compañía Fluvial del
Caribe, y le manifestó la disposición de someterse a sus designios. El tío
estaba resentido con él por la manera como malbarató el buen empleo de
telegrafista en la Villa de Leyva, pero se dejó llevar por su convicción de que
los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran,
sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismos.
Además, la viuda del hermano había muerto el año anterior, con los rencores en
carne viva pero sin dejar herederos. Así que le dio el empleo al sobrino
errante.
Era
una decisión típica de don León XII Loayza. Dentro del cascarón de traficante
sin alma, llevaba escondido un lunático genial, que lo mismo hacía brotar un
manantial de limonada en el desierto de la Guajira, que inundaba de llanto un
funeral de cruz alta con su canto desgarrador de In questa tomba oscura. Con su
cabeza rizada y sus belfos de fauno no le faltaban sino la lira y la corona de
laureles para ser idéntico al Nerón incendiario de la mitología cristiana. Las
horas que le quedaban libres entre la administración de sus buques decrépitos,
todavía a flote por pura distracción de la fatalidad, y los problemas cada día
más críticos de la navegación fluvial, las consagraba a enriquecer su
repertorio lírico. Nada le gustaba más que cantar en los entierros. Tenía una
voz de galeote, sin ningún orden académico, pero capaz de registros
impresionantes. Alguien le había contado que Enrico Caruso podía romper un
florero en pedazos con el solo poder de su voz, y durante años estuvo tratando
de imitarlo hasta con los vidrios de las ventanas. Sus amigos traían los
floreros más tenues que encontraban en sus viajes por el mundo, y organizaban
fiestas especiales para que él lograra por fin la culminación de su sueño.
Nunca lo consiguió. Sin embargo, en el fondo de su trueno había una lucecita de
ternura que agrietaba el corazón de sus oyentes como a las ánforas de cristal
del gran Caruso, y era esto lo que lo hacía tan venerable en los entierros.
Salvo en uno,
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en
el que tuvo la buena idea de cantar When wake up in Glory, un canto funerario
de la Luisiana, hermoso y estremecedor, y fue hecho callar por el capellán que
no pudo entender aquella intromisión luterana dentro de su iglesia.
Así,
entre ancores de óperas y serenatas napolitanas, su talento creativo y su
invencible espíritu de empresa lo convirtieron en el prócer de la navegación
fluvial en su época de mayor esplendor. Había salido de la nada, como los dos
hermanos muertos, y todos llegaron hasta donde quisieron a pesar del estigma de
ser hijos naturales, y con el remate de que nunca fueron reconocidos. Eran la
flor de lo que entonces se llamaba la aristocracia de mostrador, cuyo santuario
era el Club del Comercio. Sin embargo, aun cuando dispuso de recursos para
vivir como el emperador romano que parecía ser, el tío León XII vivía en la
ciudad vieja por comodidad de trabajo, con su esposa y tres hijos, y de un modo
tan austero y en una casa tan escueta, que nunca se quitó de encima una injusta
reputación de avaro. Pero su único lujo era todavía más simple: una casa de
mar, a dos leguas de las oficinas, sin más muebles que seis taburetes
artesanales, un tinajero, y una hamaca en la terraza para acostarse a pensar
los domingos. Nadie lo definió mejor que él cuando alguien lo acusó de ser
rico.
-Rico no
-dijo-: soy un pobre con plata, que no es lo mismo.
Ese
raro modo de ser, que alguien elogió alguna vez en un discurso como una
demencia lúcida, le permitió ver al instante lo que nadie veía ni antes ni
después en Florentino Ariza. Desde el día en que éste se presentó a solicitar
empleo en sus oficinas, con su aspecto lúgubre y sus veintisiete años inútiles,
lo puso a prueba con la dureza de un régimen de cuartel capaz de doblegar al
más bragado. Pero no logró amedrentarlo. Lo que nunca sospechó el tío León XII
fue que ese temple del sobrino no le venía de la necesidad de subsistir, ni de
una cachaza de bruto heredada del padre, sino de una ambición de amor que
ninguna contrariedad de este mundo ni del otro lograría quebrantar.
Los
peores años fueron los primeros, cuando lo nombraron escribiente de la
Dirección General, que parecía un oficio inventado sobre medida para él.
Lotario Thugut, antiguo maestro de música del tío León XII, fue el que le
aconsejó a éste que nombrara al sobrino en un empleo de escribir, porque era un
consumidor incansable de literatura al por mayor, aunque no tanto de la buena
como de la peor. El tío León XII no le hizo caso a la precisión sobre la mala
clase de las lecturas del sobrino, pues también de él decía Lotario Thugut que
había sido su peor alumno de canto, y sin embargo hacía llorar hasta las
lápidas de los cementerios. En todo caso, el alemán tuvo razón en lo que menos
había pensado, y era que Florentino Ariza escribía cualquier cosa con tanta
pasión, que hasta los documentos oficiales parecían de amor. Los manifiestos de
embarque le salían rimados por mucho que se esforzara en evitarlo, y las cartas
comerciales de rutina tenían un aliento lírico que les restaba autoridad. El
tío en persona se le apareció un día en la oficina con un paquete de
correspondencia que no había tenido el valor de firmar como suya, y le dio la
última oportunidad de salvar el alma.
-Si
no eres capaz de escribir una carta comercial te vas a recoger la basura del
muelle -le dijo.
Florentino
Ariza aceptó el desafío. Hizo un es~ fuerzo supremo por aprender la simpleza
terrestre de la prosa mercantil, imitando modelos de archivos notariales con
tanta aplicación como antes lo hacía con los poetas de moda. Era esa la época
en que pasaba sus horas libres en el Portal de los Escribanos, ayudando a los
enamorados implumes a escribir sus esquelas perfumadas, para descargar el
corazón de tantas palabras de amor que se le quedaban sin usar en los informes
de aduana. Pero al cabo de seis meses, por muchas vueltas que le daba, no había
logrado torcerle el cuello a su cisne empedernido. Así que cuando el tío León
XII lo reprendió por segunda vez, él se dio por vencido, pero con una cierta
altanería.
-Lo
único que me interesa es el amor -dijo.
-Lo
malo -le dijo el tío- es que sin navegación fluvial no hay amor.
Cumplió la amenaza de mandarlo a recoger la
basura en el muelle, pero le dio su palabra de que lo subiría paso a paso por
la escalera del buen servicio hasta que encontrara su lugar. Así fue. Ninguna
clase de trabajo logró derrotarlo, por duro o humillante que fuera, ni lo
desmoralizó la miseria del sueldo, ni perdió un instante su impavidez esencial
ante las insolencias de sus superiores. Pero tampoco fue inocente: todo el que
se atravesó en su camino sufrió las consecuencias de una determinación
arrasadora, capaz de cualquier cosa, detrás de una apariencia desvalida. Tal
como el tío León XII lo había previsto y deseado para que no se le quedara sin
conocer ningún secreto de la empresa, pasó por todos los cargos en treinta años
de consagración y tenacidad a toda prueba. Los desempeñó todos con una
capacidad admirable, estudiando cada hilo de aquella urdimbre misteriosa que
tanto tenía que ver con los oficios de la poesía, pero sin lograr la medalla de
guerra más anhelada por él, que era escribir una carta comercial aceptable: una
sola. Sin proponérselo, sin saberlo siquiera, demostró con su vida la razón de
su padre, quien repitió hasta el último aliento que no había nadie con más
sentido práctico, ni picapedreros más empecinados ni gerentes más lúcidos y
peligrosos que los poetas. Eso, al menos, fue lo que le contó el tío León XII,
que solía hablarle de su padre durante los ocios del corazón, y que le dio de
él una idea más parecida a la de un soñador que a la de un hombre de empresa.
Le
contó que Pío Quinto Loayza le daba a las oficinas un uso más placentero que el
de trabajar, y se las arregló siempre para salir de la casa los domingos, con
el pretexto de que tenía que recibir o despachar un buque. Más aún: había hecho
instalar en el patio de las bodegas una caldera inservible, con una sirena de
vapor que alguien hacía sonar con claves de navegación, por si su esposa estaba
pendiente. Haciendo cuentas, el tío León XII estaba seguro de que Florentino
Ariza había sido concebido sobre el escritorio de alguna oficina mal cerrada en
una tarde de bochorno dominical, mientras la esposa de su padre oía en su casa
los adioses de un buque que nunca se fue. Cuando ella lo descubrió ya era tarde
para cobrarle la infamia, porque el marido había muerto. Le sobrevivió muchos
años, destruida por la amargura de no tener un hijo, y pidiéndole a Dios en sus
oraciones la maldición eterna para el bastardo.
La
imagen del padre conturbaba a Florentino Ariza. Su madre le hablaba de él como
de un gran hombre sin vocación comercial, que terminó en los negocios del río
porque su hermano mayor había sido un colaborador muy cercano del comodoro
alemán Juan B. Elbers, precursor de la navegación fluvial. Eran hijos naturales
de una misma madre, cocinera de oficio, que los había tenido con hombres
distintos, y todos llevaban el apellido de ella detrás del nombre de un Papa
escogido al azar en el santoral, salvo el del tío León XII, que era el nombre
del que reinaba cuando él nació. El que se llamaba Florentino era el abuelo
materno de todos, así que el nombre había llegado hasta el hijo de Tránsito
Ariza saltando por encima de toda una generación de pontífices.
Florentino
conservó siempre un cuaderno en el que su padre escribía versos de amor,
algunos inspirados por Tránsito Ariza, y los folios estaban adornados con
dibujos de corazones heridos. Dos cosas lo sorprendieron. Una era la
personalidad de la caligrafía del padre, idéntica a la suya, a pesar de que él
la había escogido por ser la que más le gustaba entre muchas de un manual. La
otra fue encontrarse con una sentencia que él creía suya, y que su padre había
escrito en un cuaderno mucho antes de que él naciera: Lo único que me duele de
morir es que no sea de amor.
Había
visto también los dos únicos retratos de su padre. Uno tomado en Santa Fe, muy
joven, a la edad que él tenía cuando lo vio por primera vez, con un abrigo que
era como estar metido dentro de un oso, y recostado en un pedestal de cuya
estatua sólo quedaban las polainas destroncadas. El pequeño que estaba a su
lado era el tío León XII con una gorrita de capitán de buque. En la otra
fotografía estaba su padre con un grupo de guerreros, en quién sabe cuál de
tantas guerras, y tenía la escopeta más larga y unos bigotes cuyo olor a
pólvora trascendía de la imagen. Era liberal y masón, lo mismo que los
hermanos, y sin embargo quería que el hijo ingresara en el seminario.
Florentino Ariza no sentía el parecido que les atribuían, pero según el decir
del tío León XII, también a Pío Quinto le reprochaban el lirismo de sus
documentos. En todo caso, ni en los
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retratos
se parecía a él, ni concordaba con sus recuerdos, ni con la imagen que pintaba
su madre, transfigurada por el amor, ni con la que despintaba el tío León XII
con su graciosa crueldad. Sin embargo, Florentino Ariza descubrió ese parecido
muchos años después, mientras se peinaba frente al espejo, y sólo entonces
había comprendido que un hombre sabe cuando empieza a envejecer porque empieza
a parecerse a su padre.
No
lo recordaba en la Calle de las Ventanas. Creía saber que en un tiempo durmió
allí, muy al principio de sus amores con Tránsito Ariza, pero que no volvió a
visitarla después de su nacimiento. La partida de bautismo fue durante muchos
años nuestro único instrumento válido de identificación, y la de Florentino
Ariza, asentada en la parroquia de Santo Toribio, sólo decía que era hijo
natural de otra hija natural soltera que se llamaba Tránsito Ariza. No aparecía
en ella el nombre del padre, que sin embargo atendió en secreto a las
necesidades del hijo hasta el último día. Esta condición social le cerró a
Florentino Ariza las puertas del seminario, pero también escapó al servicio
militar en la época más sangrienta de nuestras guerras, por ser el hijo único
de una soltera.
Todos
los viernes después de la escuela se sentaba frente a las oficinas de la
Compañía Fluvial del Caribe, repasando un libro de láminas de animales tantas
veces repasado que se caía a pedazos. El padre entraba sin mirarlo, vestido con
las levitas de paño que Tránsito Ariza debía adaptar después para él, y con una
cara idéntica a la del San Juan Evangelista de los altares. Cuando salía,
después de muchas horas y cuidando de que no lo viera ni su cochero, le daba la
plata para los gastos de una semana. No hablaban, no sólo porque el padre no lo
intentaba, sino porque él le tenía terror. Un día, después de esperar mucho más
que de costumbre, el padre le dio las monedas, diciéndole:
-Tome
y no vuelva más.
Fue
la última vez que lo vio. Pero con el tiempo había de saber que el tío León
XII, que era como diez años menor, siguió llevándole la plata a Tránsito Ariza,
y fue quien se ocupó de ella cuando Pío Quinto murió de un cólico mal atendido,
sin dejar nada escrito, y sin tiempo para tomar ninguna providencia en favor
del hijo único: un hijo de la calle.
Su
recuerdo más grato de aquella época fue el de una muchachita muy tímida, casi
una niña, que le pidió temblando escribirle una respuesta para una carta
irresistible que acababa de recibir, y que Florentino Ariza reconoció como
escrita por él la tarde anterior. La contestó con un estilo distinto, acorde
con la emoción y la edad de la niña, y con una letra que también pareciera de
ella, pues sabía fingir una escritura para cada ocasión según el carácter de
cada quien. La escribió imaginándose lo que Fermina Daza le hubiera contestado
a él si lo quisiera tanto como aquella criatura desamparada quería a
su pretendiente. Dos días después, desde luego, tuvo que escribir también la
réplica del novio con la caligrafía, el estilo y la clase de amor que le había
atribuido en la primera carta, y fue así como terminó comprometido en una
correspondencia febril consigo mismo. Antes de un mes, ambos fueron por
separado a darle las gracias por lo que él mismo había propuesto en la carta
del novio y aceptado con devoción en la respuesta de la chica: iban a casarse.
Sólo
cuando tuvieron el primer hijo se dieron cuenta, por una conversación casual,
de que las cartas de ambos habían sido escritas por el mismo escribano, y por
primera vez fueron juntos al portal para nombrarlo padrino del niño. Florentino
Ariza se entusiasmó tanto con la evidencia práctica de sus ensueños, que sacó
tiempo de donde no lo tenía para escribir un Secretario de los Enamorados más
poético y amplio que el que hasta entonces se vendía por veinte centavos en los
portales, y que media ciudad conocía de memoria. Puso en orden las situaciones
imaginables en que pudieran encontrarse Fermina Daza y él, y para todas
escribió tantos modelos cuantas alternativas de ida y vuelta le parecieron
posibles. Al final tuvo unas mil cartas en tres tomos tan cuadrados como el
diccionario de Covarrubias, pero ningún impresor de la ciudad se arriesgó a
publicarlos, y terminaron en algún desván de la casa, con otros papeles del
pasado, pues Tránsito Ariza se negó de plano a desenterrar las múcuras para
malbaratar sus ahorros de toda la vida en una locura editorial. Años después,
cuando Florentino Ariza tuvo recursos propios para publicar el libro, le costó
trabajo admitir la realidad de que ya las cartas de amor habían pasado de moda.