Mientras
él daba los primeros pasos en la Compañía Fluvial del Caribe y escribía cartas
gratis en el Portal de los Escribanos, los amigos de juventud de Florentino
Ariza tenían la certidumbre de que estaban perdiéndolo poco a poco y sin
regreso. Así era. Todavía cuando regresó del viaje por el río veía a algunos de
ellos con la esperanza de atenuar los recuerdos de Fermina Daza, jugaba al
billar con ellos, fue a sus últimos bailes, se prestaba al azar de ser rifado
entre las muchachas, se prestaba a todo lo que le pareciera bueno para volver a
ser el que fue. Después, cuando el tío León XII lo acreditó como empleado,
jugaba al dominó con sus compañeros de oficina en el Club del Comercio, y éstos
empezaron a reconocerlo como uno de los suyos cuando ya no les hablaba sino de
la empresa de navegación, que no mencionaba con su nombre completo sino con sus
iniciales: la C.F.C. Cambió hasta el modo de comer. De indiferente e irregular
que había sido hasta entonces en la mesa, se volvió igual y austero hasta el
fin de sus días: una taza grande de café negro al desayuno, una posta de pescado
hervido con arroz blanco, al almuerzo, y una taza de café con leche con un
pedazo de queso antes de acostarse. Bebía café negro a toda hora, en cualquier
parte y en cualquier circunstancia, y hasta treinta tacitas diarias: una
infusión igual al petróleo crudo que prefería prepararse él mismo, y que
siempre tenía en un termo al alcance de la mano. Era otro, en contra de su
propósito firme y sus esfuerzos ansiosos de seguir siendo el mismo que había
sido antes del tropezón mortal del amor.
La
verdad es que nunca volvería a serlo. La recuperación de Fermina Daza fue el
objetivo único de su vida, y estaba tan seguro de lograrla tarde o temprano,
que convenció a Tránsito Ariza de proseguir la restauración de la casa para que
estuviera en estado de recibirla en cualquier momento en que ocurriera el
milagro. A diferencia de su reacción ante la propuesta editorial del Secretario
de los Enamorados, Tránsito Ariza fue entonces mucho más lejos: compró la casa
de contado, y emprendió la renovación completa. Hicieron una sala de recibo en
la que había sido la alcoba, construyeron en la planta alta un dormitorio para
los esposos y otro para los hijos que iban a tener, ambos muy amplios y bien
iluminados, y en el espacio de la antigua factoría de tabaco hicieron un extenso
jardín de toda clase de rosas, al que Florentino Ariza en persona consagró sus
ocios del amanecer. Lo único que quedó intacto, como un testimonio de gratitud
con el pasado, fue el local de la mercería. La trastienda donde dormía
Florentino Ariza la dejaron como estuvo siempre, con la hamaca colgada y el
mesón de escribir atiborrado de libros en desorden, pero él se fue al cuarto
previsto como alcoba matrimonial en la planta alta. Éste era el más amplio y
fresco de la casa, y tenía una terraza interior donde era agradable estar de
noche por la brisa del mar y el vapor de los rosales, pero era
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también
el que correspondía mejor al rigor trapense de Florentino Ariza. Los muros eran
lisos y ásperos, de cal viva, y no tenía más muebles que una cama de
presidiario, una mesita de noche con una vela en el pico de una botella, un
ropero antiguo y un aguamanil con su platón y su jofaina.
Los
trabajos duraron casi tres años, y coincidieron con un restablecimiento
momentáneo de la ciudad, debido al auge de la navegación fluvial y el comercio
de paso, los mismos factores que habían sustentado su grandeza durante la
Colonia y la convirtieron durante más de dos siglos en la puerta de América.
Pero también fue esa la época en que Tránsito Ariza manifestó los primeros
síntomas de su enfermedad sin remedio. Sus clientas de siempre venían cada vez
más viejas a la mercería, más pálidas y escurridizas, y ella no las reconocía
después de haberlas tratado durante media vida, o confundía los asuntos de unas
con los de otras. Lo cual era muy grave en negocios como el suyo, en los que no
se firmaban papeles para proteger la honra, la propia y la ajena, y la palabra
de honor se daba y se aceptaba como garantía suficiente. Al principio pareció
que se estaba quedando sorda, pero pronto fue evidente que era la memoria la
que se le escurría por las goteras. De modo que liquidó el negocio de
empeño, y con el tesoro de las múcuras alcanzó para terminar y amueblar la
casa, y aún quedaron sobrando muchas de las joyas antiguas más preciadas de la
ciudad, cuyos dueños no tuvieron recursos para rescatarlas.
Florentino
Ariza tenía que atender entonces a demasiados compromisos al mismo tiempo, pero
nunca le flaquearon los ánimos para acrecentar sus negocios de cazador furtivo.
Después de la experiencia errática con la viuda de Nazaret, que le abrió el
camino de los amores callejeros, siguió cazando las pajaritas huérfanas de la
noche durante varios años, todavía con la ilusión de encontrar un alivio para
el dolor de Fermina Daza. Pero después ya no pudo decir si su costumbre de
fornicar sin esperanzas era una necesidad de la conciencia o un simple vicio
del cuerpo. Iba cada vez menos al hotel de paso, no sólo porque sus intereses
andaban por otros rumbos, sino porque no le gustaba que lo vieran allí en
andanzas distintas de las muy domésticas y castas que ya le conocían. Sin
embargo, en tres casos de apuro apeló al recurso fácil de una época que él no
había vivido: disfrazaba de hombres a las amigas temerosas de ser reconocidas,
y entraban juntos en el hotel con ínfulas de parranderos trasnochados. No faltó
quien se diera cuenta por lo menos en dos ocasiones de que él y el acompañante
supuesto no iban a la cantina sino al cuarto, y la reputación ya bastante
quebrantada de Florentino Ariza sufrió el golpe de gracia. Por último dejó de
ir, y las muy pocas veces en que lo hizo no era para ponerse al día en los
retrasos, sino todo lo contrario: buscando un refugio para reponerse de los
excesos.
No
era para menos. No bien abandonaba la oficina, hacia las cinco de la tarde, y
ya andaba en sus volaterías de gavilán pollero. Al principio se conformaba con
lo que le deparaba la noche. Levantaba sirvientas en los parques, negras en el
mercado, cachacas en las playas, gringas en los barcos de Nueva Orleans. Las
llevaba a las escolleras donde media ciudad hacía lo mismo desde la puesta del
sol, las llevaba adonde podía, y a veces hasta donde no podía, pues no fueron
pocas las ocasiones en que tuvo que meterse de prisa en un zaguán oscuro y
hacer lo que se pudiera de cualquier modo detrás del portón.
La
torre del faro fue siempre un refugio afortunado que él evocaba con nostalgia
cuando ya tenía todo resuelto en los albores de la vejez, porque era un sitio
bueno para ser feliz, sobre todo de noche, y pensaba que algo de sus amores de
aquella época les llegaba a los navegantes en cada vuelta de los destellos. De
modo que siguió yendo allí, más que a cualquier otra parte, mientras su amigo
el farero lo recibió encantado, con una cara de bobo que era la mejor prenda de
discreción para las pajaritas asustadas. Había una casa abajo, junto al
estruendo de las olas desbaratándose contra los cantiles, donde el amor era más
intenso porque tenía algo de naufragio. Pero Florentino Ariza prefería la torre
de la luz después de la prima noche, porque se divisaba la ciudad entera y el
reguero de luces de los pescadores del mar, y aun de las ciénagas distantes.
De esa época venían sus teorías más bien simplistas sobre la relación entre el físico de las mujeres y sus aptitudes para el amor. Desconfiaba del tipo sensual, las que parecían capaces de comerse crudo a un caimán de aguja, y que solían ser las más pasivas en la cama. Su tipo era el contrario: esas ranitas escuálidas por las que nadie se tomaba el trabajo de volverse a mirar en la calle, que parecían quedar en nada cuando se quitaban la ropa, que daban lástima por el crujido de los huesos al primer impacto, y sin embargo podían dejar listo para el cajón de la basura al más hablador de los machucantes. Había tomado notas de esas observaciones prematuras con la intención de escribir un suplemento práctico del Secretario de los Enamorados, pero el proyecto sufrió la misma suerte del anterior después de que Ausencia Santander lo volteó al derecho y al revés con su sabiduría de perro viejo, lo paró de cabeza, lo subió y lo bajó, lo volvió a parir como nuevo, le hizo trizas sus virtuosismos teóricos, y le enseñó lo único que tenía que aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie.
De esa época venían sus teorías más bien simplistas sobre la relación entre el físico de las mujeres y sus aptitudes para el amor. Desconfiaba del tipo sensual, las que parecían capaces de comerse crudo a un caimán de aguja, y que solían ser las más pasivas en la cama. Su tipo era el contrario: esas ranitas escuálidas por las que nadie se tomaba el trabajo de volverse a mirar en la calle, que parecían quedar en nada cuando se quitaban la ropa, que daban lástima por el crujido de los huesos al primer impacto, y sin embargo podían dejar listo para el cajón de la basura al más hablador de los machucantes. Había tomado notas de esas observaciones prematuras con la intención de escribir un suplemento práctico del Secretario de los Enamorados, pero el proyecto sufrió la misma suerte del anterior después de que Ausencia Santander lo volteó al derecho y al revés con su sabiduría de perro viejo, lo paró de cabeza, lo subió y lo bajó, lo volvió a parir como nuevo, le hizo trizas sus virtuosismos teóricos, y le enseñó lo único que tenía que aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie.
Ausencia
Santander había tenido un matrimonio convencional durante veinte años, del cual
le quedaron tres hijos que a su vez se habían casado y tenido hijos, de modo
que ella se preciaba de ser la abuela con mejor cama de la ciudad. Nunca quedó
claro si fue ella quien abandonó al esposo, o si fue éste el que la abandonó a
ella, o si ambos se habían abandonado al mismo tiempo cuando él se fue a vivir
con su amante de siempre, y ella se sintió libre para recibir a pleno día por
la puerta principal a Rosendo de la Rosa, capitán de buque fluvial, al que
había recibido de noche muchas veces por la puerta trasera. Fue él mismo sin
pensarlo dos veces, quien llevó a Florentino Ariza.
Lo
llevó a almorzar. Llevó además una damajuana de aguardiente casero y los
ingredientes de la mejor calidad para hacer un sancocho épico, como sólo era
posible con las gallinas de patio, la carne de hueso tierno, el cerdo de
muladar y las legumbres y hortalizas de los pueblos de] río. Sin embargo,
Florentino Ariza no se mostró tan entusiasmado desde el Primer momento con las
excelencias de la cocina, ni con la exuberancia de la dueña, como con la
belleza de la casa. Le gustaba por la casa misma, luminosa y fresca, con cuatro
ventanas grandes hacia el mar, y al fondo la vista completa de la ciudad
antigua. Le gustaba la cantidad y el esplendor de las cosas que le daban a la
sala un aspecto confuso y a la vez riguroso, con toda clase de primores
artesanales que el capitán Rosendo de la Rosa había ido trayendo de cada viaje,
hasta que ya no hubo lugar para uno más. En la terraza del mar, parada en su
aro privado, había una cacatúa de Malasia con un plumaje de una blancura
inverosímil y una quietud pensativa que daba mucho que pensar: el animal más
hermoso que Florentino Ariza había visto nunca.
El
capitán Rosendo de la Rosa se entusiasmó con el entusiasmo del invitado, y le
contó en detalle la historia de cada cosa. Mientras lo hacía, bebía aguardiente
a sorbos cortos pero sin tregua. Parecía de cemento armado: enorme, peludo de
todo el cuerpo menos de la cabeza, con un bigote a brocha gorda y una voz de
cabrestante que no podía ser sino suya, y de una gentileza exquisita. Pero no
había cuerpo capaz de resistir su modo de beber.
Antes
de sentarse a la mesa había acabado con la mitad de la damajuana, y se fue de
bruces sobre el platón de vasos y botellas con un lento estrépito de
demolición. Ausencia Santander debió pedirle ayuda a Florentino Ariza Para
arrastrar hasta la cama el cuerpo inerte de ballena encallada, y para
desvestirlo dormido. Después, en un fogonazo de inspiración que los dos le
agradecieron a la con~ junción de sus astros, se desvistieron ambos en el
cuarto de al lado sin Ponerse de acuerdo, Sin sugerirlo siquiera, sin
Proponérselo Y siguieron desvistiéndose siempre que podíandurante más de siete
años, cuando el capitán estaba de viaje. No había riesgos de sorpresas, porque
éste tenía la costumbre de buen navegante de avisar su llegada al puerto con la
sirena del buque, aun en la madrugada, primero con tres bramidos largos para la
esposa y sus nueve hijos, y después con dos entrecortados Y melancólicos para
la amante.
Ausencia
Santander tenía casi cincuenta años y se le notaban, pero también tenía un
instinto tan personal para el amor, que no había teorías artesanales ni
científicas capaces de entorpecerlo. Florentino Ariza sabía por los itinerarios
de los buques cuándo podía visitarla, Y siempre iba sin anunciarse a la hora
que quisiera del día o de la noche,
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y
no hubo una sola vez en que ella no estuviera esperándolo. Le abría la puerta
como su madre la crió hasta los siete años: desnuda Por completo, pero con un
lazo de organza ~ en la cabeza. No lo dejaba dar un paso mas antes de quitarle
la ropa, porque siempre pensó que era de mala suerte tener un hombre vestido
dentro de la casa. Esto fue causa de discordia constante con el capitán Rosendo
de la Rosa, porque él tenía la superstición de que fumar desnudo era de mal
agüero, y a veces Prefería demorar el amor que apagar su infalible cigarro
cubano. En cambio, Florentino Ariza era muy dado a los encantos de la desnudez,
Y ella le quitaba la ropa con un deleite cierto tan Pronto como cerraba la
puerta, sin darle tiempo siquiera de saludarla, ni de quitarse el Sombrero ni
los lentes, besándolo y dejándose besar con besos desgranados, Y soltándole los
botones de abajo hacia'arriba, primero los de la bragueta, uno por uno después
de cada beso, luego la hebilla de] cinturón, y por último el chaleco y la
camisa, hasta dejarlo como un pescado vivo abierto en canal. Después lo sentaba
en la sala y le quitaba las botas, le tiraba de los pantalones por los perniles
para quitárselos al mismo tiempo que los calzoncillos largos hasta los tobillos
y por último le desabrochaba las ligas elásticas de las pantorrillas y le
quitaba las medias. Florentino Ariza dejaba entonces de besarla y de dejarse
besar, para hacer lo único que le correspondía en aquella ceremonia puntual.
Soltaba el reloj de leontina de] ojal de] chaleco y se quitaba los lentes, y
metía ambas cosas en las botas para estar seguro de no olvidarlas. Siempre tomó
esa precaución, siempre sin falta, cuando se desnudaba en casa ajena.
No
bien acababa de hacerlo cuando ella lo asaltaba sin darle tiempo de nada ya
fuera en el mismo sofá donde acababa de desnudarlo, Y sólo de vez en cuando en
la cama. Se le metía debajo y se apoderaba de todo él para toda ella, encerrada
dentro de sí misma, tanteando con los Ojos cerrados en su absoluta oscuridad
interior, avanzando por aquí, retrocediendo, corrigiendo su rumbo invisible,
intentando otra vía más intensa, Otra forma de andar sin naufragar en la
marisma de mucílago que fluía de su vientre, Preguntándose Y contestándose a sí
misma con un zumbido de moscardón en su jerga nativa dónde estaba ese algo en
las tinieblas que sólo ella conocía y ansiaba sólo para ella, hasta que
sucumbía sin esperar a nadie, se desbarrancaba sola en su abismo con una
explosión jubilosa de victoria total que hacía temblar el mundo. Florentino
Ariza se quedaba exhausto, incompleto, flotando en el charco de sudores de
ambos, pero con la impresión de no ser más que un instrumento de gozo. Decía:
“Me tratas como si fuera uno más”.
Ella
soltaba Una risa de hembra libre, Y decía: “Al contrario. como si fueras uno
menos”. Pues él quedaba con la impresión de que todo se lo llevaba ella con una
voracidad Mezquina, y se le revolvía el orgullo Y salía de la casa con la
determinación de no volver. Pero de pronto despertaba sin causa, con la lucidez
tremenda de la soledad en medio de la noche, y el recuerdo del amor ensimismado
de Ausencia Santander se le revelaba como lo que era: una trampa de la
felicidad que él aborrecía y anhelaba al mismo tiempo, pero de la cual era
imposible escapar.
Un
domingo cualquiera, dos años después de conocerse, lo Primero que ella hizo
cuando él llegó, en vez de desvestirlo, fue quitarle los lentes para besarlo
mejor, y de ese modo SUPO Florentino Aríza que ella,había comenzado a quererlo.
A pesar de que se sintió tan bien desde el primer día en aquella casa que ya
amaba como suya, no había permanecido nunca más de dos horas cada vez, ni nunca
se quedó a dormir, y sólo una vez a comer, porque ella le había hecho una
invitación formal. No iba en realidad sino a lo que iba, llevando siempre el
regalo único de una rosa solitaria, y desaparecía hasta la siguiente ocasión
imprevisible. Pero el domingo en que ella le quitó los lentes para besarlo, en
parte por eso, y en parte porque se quedaron dormidos después de un amor
reposado, pasaron la tarde desnudos en la enorme cama del capitán. Al despertar
de la siesta, Florentino Ariza conservaba todavía el recuerdo de los chillidos
de la cacatúa, cuyos cobres estridentes iban en sentido contrario de su
belleza. Pero el silencio era diáfano en el calor de las cuatro, y por la
ventana del dormitorio se veía el perfil de la ciudad antigua con el sol de la
tarde en las espaldas, sus cúpulas doradas, su mar en llamas hasta Jamaica.
Ausencia Santander extendió la mano aventurera buscando a tientas el animal
yacente, pero Florentino Ariza se la apartó. Dijo: “Ahora no: siento una cosa
rara, como si estuvieran viéndonos”. Ella volvió a alborotar la cacatúa con su
risa feliz. Dijo: “Ese pretexto no se lo traga ni la mujer de Jonás”. Tampoco
ella, desde luego, pero lo admitió como bueno, y ambos se amaron durante un
largo rato en silencio sin repetir el amor. A las cinco, todavía con el sol
alto, ella saltó de la cama, desnuda hasta la eternidad y con el lazo de
organza en la cabeza, y fue a buscar algo de beber en la cocina. Pero no
alcanzó a dar un paso fuera del dormitorio cuando lanzó un grito de espanto.
No
podía creerlo. Los únicos objetos que quedaban en la casa eran las lámparas
colgadas. Lo demás, los muebles firmados, las alfombras indias, las estatuas y
los gobelinos, las chucherías innumerables de pedrerías y metales preciosos,
todo cuanto había hecho de su casa una de las más gratzis y mejor guarnecidas
de la ciudad, todo, hasta la cacatúa sagrada, todo se había evaporado. Se los
llevaron por la terraza del mar sin perturbar al amor. Sólo quedaban los
salones desiertos con las cuatro ventanas abiertas, y un letrero a brocha gorda
en la pared del fondo: Esto les pasa por andar tirando. El
capitán Rosendo de la Rosa no pudo entender nunca por qué Ausencia Santander
no denunció el despojo, ni intentó contacto alguno con los traficantes de cosas
robadas, ni permitió que se volviera a hablar de su desgracia.
Florentino
Ariza siguió visitándola en la casa saqueada, cuyo mobiliario se redujo a tres
taburetes de cuero que los ladrones olvidaron en la cocina, y el dormitorio
donde ellos estaban. Pero la visitó con menos frecuencia que antes, no por la
desolación de la casa, como ella suponía y se lo dijo, sino por la novedad del
tranvía de mulas a principios del nuevo siglo, que fue para él un nido pródigo
y original de pajaritas sueltas. Lo tomaba cuatro veces al día, dos para ir a
la oficina y dos para regresar a casa, y a veces mientras leía de veras y la
mayoría de las veces fingiendo leer, lograba hacer al menos los primeros
contactos para una cita posterior. Más tarde, cuando el tío León XII puso a su
disposición un coche tirado por dos mulitas pardas de gualdrapas doradas,
iguales a las del presidente Rafael Núñez, había de añorar los tiempos del
tranvía como los más fructíferos de sus andanzas de halconero. Tenía razón: no
había peor enemigo de los amores secretos que un coche esperando en la puerta.
Tanto, que casi siempre lo dejaba escondido en su casa y se iba a pie a sus
rondas de altanería, para que no quedaran ni los surcos de las ruedas en el
polvo. Por eso evocaba con tanta nostalgia el viejo tranvía con sus mulas
macilentas, plagadas de peladuras, dentro del cual bastaba una mirada de sesgo
para saber dónde estaba el amor. Sin embargo, en medio de tantos recuerdos
enternecedores, no lograba sortear el de una pajarita desamparada cuyo nombre
no conoció y con la que apenas alcanzó a vivir media noche frenética, pero que
había bastado para amargarle por el resto de la vida los desórdenes inocentes
del carnaval.
Le
había llamado la atención en el tranvía por la impavidez con que viajaba en
medio del escándalo de la parranda pública. No debía tener más de veinte años,
y no parecía con ánimos de carnaval, a no ser que estuviera disfrazada de
inválida: tenía el cabello muy claro, largo Y liso, suelto al natural sobre los
hombros, y una túnica de lienzo ordinario sin ningún adorno. Era ajena por
completo al revoltijo de músicas de las calles, los puñados de polvos de arroz,
los chorros de anilina que les tiraban a los pasajeros al paso del tranvía,
cuyas mulas iban blancas de almidón y con sombreros de flores durante aquellos
tres días de locura. Aprovechándose de la confusión, Florentino Ariza la invitó
a tomar un helado, porque no pensó que diera para más. Ella lo miró sin
sorpresa. Dijo: “Acepto con mucho gusto, pero le advierto que estoy loca”. Él
se rió de la ocurrencia, y la llevó a ver el desfile de carrozas desde el
balcón de la heladería. Luego se puso un capuchón alquilado, y ambos se
metieron en la ronda de bailes de la Plaza de la Aduana, y gozaron juntos como
novios acabados de nacer, pues la indiferencia de ella se fue al extremo
contrario con el fragor de la noche: bailaba como una profesional, y era
imaginativa y audaz para la parranda, y de un encanto arrasador.
-No sabes la vaina en que
te has metido conmigo -gritaba muerta de risa en la fiebre del carnaval-. Soy
una loca de manicomio.
Para
Florentino Ariza, aquella era una noche de regreso a los desmanes cándidos de
la adolescencia, cuando aún no lo había desgraciado el amor. Pero sabía, más
por
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escarmiento que por experiencia, que una
felicidad tan fácil no podía durar mucho tiempo. Así que antes de que la noche
empezara a decaer, como ocurría siempre después de la repartición de los
premios a los ~nejores disfraces, le propuso a la muchacha que se fueran a
contemplar el amanecer desde el faro. Ella aceptó complacida, pero después que
acabaran de repartir los premios.
A Florentino Ariza le
quedó la certeza de que aquella demora le salvó la vida. En efecto, la Muchacha
le había hecho una seña de que se fueran para el faro, cuando dos cancerberos y
una enfermera del manicomio de la Divina Pastora le cayeron encima. La buscaban
desde que se escapó, a las tres de la tarde, no sólo ellos sino toda la fuerza
pública. Había decapitado a un guardián y herido mal a otros dos con un machete
que le arrebató al jardinero, porque quería salir a bailar en el carnaval. Pero
a nadie se le había ocurrido que estuviera bailando en la calle, sino escondida
en alguna de las tantas casas que habían registrado hasta en las cisternas.
No fue fácil llevársela.
Se defendió con unas tijeras de podar que tenía ocultas en el corpiño, y se
necesitaron seis hombres para ponerle la camisa de fuerza, mientras la
muchedumbre atascada en la Plaza de la Aduana aplaudía y rechiflaba de júbilo,
creyendo que la captura sangrienta era una de las tantas farsas del carnaval.
Florentino Ariza quedó desgarrado, y desde el Miércoles de Ceniza pasaba por la
calle de la Divina Pastora con una caja de chocolates ingleses para ella. Se quedaba
viendo a las reclusas que le gritaban toda clase de improperios y piropos por
las ventanas, las alborotaba con la caja de chocolates, por si acaso tenía la
suerte de que también se asomara ella por entre las barras de hierro. Pero
nunca la vio. Meses después, al bajarse del tranvía de mulas, una niñita que
iba con su padre le pidió una bolita de chocolate de la caja que él llevaba en
la mano. El padre la regañó y le pidió excusas a Florentino Ariza. Pero él le
dio la caja completa a la niña pensando que aquel gesto lo redimía de toda
amargura, y calmó al papá con una palmadita en el hombro.
-Eran
para un amor que se lo llevó el carajo -le dijo.
Como una compensación del
destino, también fue en el tranvía de mulas donde Florentino Ariza conoció a
Leona Cassiani, que fue la verdadera mujer de su vida, aunque ni él ni ella lo
supieron nunca, ni nunca hicieron el amor. Él la había sentido antes de verla
cuando iba de regreso a casa en el tranvía de las cinco: fue una mirada
material que lo tocó como si fuera un dedo. Levantó la vista y la vio, en el
extremo opuesto, pero muy bien definida entre los otros pasajeros. Ella no
apartó la mirada. Al contrario: la sostuvo con tanto descaro que él no podía
pensar sino lo que pensó: negra, joven y bonita, pero puta sin lugar a dudas.
La descartó de su vida, porque no podía concebir nada más indigno que pagar el
amor: no lo hizo nunca.
Florentino Ariza se bajó
en La Plaza de los Coches, que era la terminal del tranvía, se escabulló a toda
prisa por el laberinto del comercio porque su madre lo esperaba a las seis, y
cuando salió al otro lado de la muchedumbre oyó el taconeo de mujer alegre en
los adoquines, y se volvió a mirar para convencerse de lo que ya sabía: era
ella. Estaba vestida como las esclavas de los grabados, con una pollera de
volantes que se levantaba con un ademán de baile para pasar sobre los charcos
de las calles, un descote que le dejaba los hombros descubiertos, un mazo de
collares de colores y un turbante blanco. Él las conocía en el hotel de paso. Sucedía
a menudo que a las seis de la tarde estaban todavía con el desayuno, y entonces
no les quedaba más recurso que usar el sexo como un cuchillo de salteador de
vereda, y se lo ponían en la garganta al primero que encontraban en la calle:
la pinga o la vida. En busca de una prueba final, Florentino Ariza cambió de
sentido, se metió por el callejón desierto de El Candilejo, y ella lo siguió
cada vez más de cerca. Entonces él se detuvo, se volvió, le cerró el paso en la
acera apoyado en el paraguas con las dos manos. Ella se le plantó enfrente.
-Estás equivocada, linda -dijo él-: yo no lo doy.
-Claro que sí -dijo ella-: se te ve en la cara.
Florentino Ariza se acordó de una frase que le
oyó de niño al médico de la familia, su padrino, a propósito de su
estreñimiento crónico: “El mundo está dividido entre los que cagan bien y los
que cagan mal”. Sobre ese dogma, el médico había elaborado toda una teoría del
carácter, que consideraba más certera que la astrología. Pero con las lecciones
de los años, Florentino Ariza la planteó de otro modo: “El mundo está dividido
entre los que tiran y los que no tiran”. Desconfiaba de estos últimos: cuando
se salían del carril, era para ellos algo tan insólito, que alardeaban del amor
como si acabaran de inventarlo. Los que lo hacían a menudo, en cambio, vivían
sólo para eso. Se sentían tan bien que se portaban como sepulcros sellados,
porque sabían que de la discreción dependía su vida. NO hablaban jamás de sus
proezas, no se confiaban a nadie, se hacían los distraídos hasta el punto de
que ganaban fama de impotentes, de frígidos, y sobre todo de maricas tímidos,
como era el caso de Florentino Ariza. Pero se complacían con el equivoco,
porque también el equívoco los protegía. Eran una logia hermética, cuyos socios
se reconocían entre sí en el mundo entero, sin necesidad de un idioma común. De
ahí que Florentino Ariza no se sorprendiera de la respuesta de la muchacha: era
una de los suyos, y por tanto sabía que él sabía que ella sabía.
Fue
el error de su vida, tal como su conciencia iba a recordárselo a cada hora de
cada día, hasta el último día. Lo que ella quería suplicarle no era amor, y
menos amor pagado, sino un empleo de lo que fuera, como fuera y con el sueldo
que fuera, en la Compañía Fluvial del Caribe. Florentino Ariza se sintió tan
avergonzado de su propia conducta que la llevó con el jefe de personal, y éste
le dio un puesto de ínfima categoría en la sección general, que ella desempeñó
con seriedad, modestia y consagración durante tres años.
Las
oficinas de la C.F.C. estaban desde su fundación frente al muelle fluvial, sin
nada en común con el puerto de los transatlánticos en el lado opuesto de la
bahía, ni con el atracadero del mercado en la bahía de Las Ánimas. Era un
edificio de madera con techo de cinc de dos aguas, un solo balcón largo con
pilares en la fachada, y varias ventanas con mallas de alambre en los cuatro
costados, desde las cuales se veían completos los buques en el muelle como
cuadros colgados en la pared. Cuando lo construyeron los precursores alemanes,
pintaron de rojo el cinc de los techos y de blanco brillante los tabiques de
madera, de modo que el mismo edificio tenía algo de buque fluvial. Después lo
pintaron todo de azul, y por los tiempos en que Florentino Ariza entró a
trabajar en la empresa era un galpón polvoriento sin color definido, y en los
techos oxidados había parches de láminas nuevas sobre las láminas originales.
Detrás del edificio, en un patio de caliche cercado con alambre de gallinero,
había dos bodegas grandes de construcción más reciente, y al fondo había un
caño cerrado, sucio y maloliente, donde se pudrían los desechos de medio siglo
de navegación fluvial: escombros de buques históricos, desde los primitivos de
una sola chimenea, inaugurados por Simón Bolívar, hasta algunos tan recientes
que ya tenían ventiladores eléctricos en los camarotes. La mayoría de ellos
habían sido desmantelados para utilizar los materiales en otros buques, pero
muchos estaban en tan buen estado que parecía posible darles una mano de
pintura y echarlos a navegar, sin espantar las iguanas ni desmontar las frondas
de grandes flores amarillas que los hacían más nostálgicos.
En
la planta alta del edificio estaba la sección administrativa, en oficinas
pequeñas pero cómodas y bien dotadas, como los camarotes de los buques, pues no
habían sido hechas por arquitectos civiles sino por ingenieros navales. Al
final del corredor, como un empleado más, despachaba el tío León XII en una
oficina igual a todas, con la única diferencia de que él encontraba por las
mañanas en su escritorio un florero de vidrio con cualquier clase de flores de
buen olor. En la planta baja estaba la sección de pasajeros, con una sala de
espera de bancas rústicas y un mostrador para el expendio de tiquetes y el
manejo de los equipajes. Al final de todo estaba la confusa sección general,
cuyo solo nombre daba una idea de la vaguedad de sus atributos, y adonde iban a
morir de mala muerte los problemas que se quedaban sin resolver en el resto de
la empresa. Allí estaba Leona Cassiani, perdida detrás de una mesita escolar entre
un montón de bultos de maíz arrumados y papeles sin solución, el día en que el
tío León XII en persona fue a ver qué diablos se le ocurría para que la sección
general sirviera de algo. Al cabo de tres horas de
102
preguntas, de suposiciones teóricas y de
averiguaciones concretas con todos los empleados en sala plena, volvió a su
oficina atormentado por la certidumbre de no haber encontrado ninguna solución
para tantos problemas, sino todo lo contrario: nuevos y variados problemas para
ninguna solución.
Al día siguiente, cuando
Florentino Ariza entró en su oficina, encontró un memorando de Leona Cassiani,
con la súplica de que lo estudiara y se lo mostrara luego a su tío, si le
parecía pertinente. Era la única que no había dicho una palabra durante la inspección
de la tarde anterior. Se había mantenido a conciencia en su digna condición de
empleada de caridad, pero en el memorando hacía notar que no lo había hecho por
negligencia sino por respeto a las jerarquías de la sección. Era de una
sencillez alarmante. El tío León XII se había propuesto una reorganización a
fondo, pero Leona Cassiani pensaba en sentido contrario, por la lógica simple
de que la sección general no existía en la realidad: era el basurero de los
problemas engorrosos pero insignificantes que las otras secciones se
quitaban de encima. La solución, en consecuencia, era eliminar la sección
general, y devolver los problemas para que fueran resueltos en sus secciones de
origen.
El tío León XII no tenía
la menor idea de quién era Leona Cassiani ni recordaba haber visto a alguien
que pudiera serlo en la reunión de la tarde anterior, pero cuando leyó el
memorando la llamó a su oficina y conversó con ella a puerta cerrada durante dos
horas. Hablaron un poco de todo, de acuerdo con el método que él usaba para
conocer a la gente. El memorando era de simple sentido común, y la solución, en
efecto, dio el resultado apetecido, Pero al tío León XII no le importaba eso:
le importaba ella. Lo que más le llamó la atención fue que sus únicos estudios
después de la primaria habían sido en la Escuela de Sombrerería. Además, estaba
aprendiendo inglés en su casa con un método rápido sin maestro, y desde hacía
tres meses tomaba clases nocturnas de mecanografía, un oficio novedoso de gran
porvenir, como antes se decía del telégrafo y se había dicho antes de las
máquinas de vapor.
Cuando salió de la
entrevista ya el tío León XII había empezado a llamarla como la llamaría
siempre: tocaya Leona. Había decidido eliminar de una plumada la sección
conflictiva y repartir los problemas para que fueran resueltos por los mismos
que los creaban, de acuerdo con la sugerencia de Leona Cassiani, y había
inventado para ella un puesto sin nombre y sin funciones específicas, que en la
práctica era el de asistente personal suya. Esa tarde, después del entierro sin
honores de la sección general, el tío León XII le preguntó a Florentino Ariza
de dónde había sacado a Leona Cassiani, y él le contestó la verdad.
-Pues vuelve al tranvía y
tráeme a todas las que encuentres como esa -le dijo el tío-. Con dos o tres más
así sacamos a flote tu galeón.
Florentino Ariza lo
entendió como una broma típica del tío León XII, pero al día siguiente se
encontró sin el coche que le habían asignado seis meses antes, y que ahora le
quitaban para que siguiera buscando talentos ocultos en los tranvías. A Leona
Cassiani, por su parte, se le acabaron muy pronto los escrúpulos iniciales, y
se sacó de adentro todo lo que tuvo guardado con tanta astucia los primeros
tres años. En tres más había abarcado el control de todo, y en los cuatro
siguientes llegó a las puertas de la secretaría general, pero se negó a entrar
porque estaba a sólo un escalón por debajo de Florentino Ariza. Hasta entonces
había estado a órdenes suyas, y quería seguir estándolo, aunque la realidad era
distinta: el mismo Florentino Ariza no se daba cuenta de que era él quien
estaba bajo las órdenes de ella. Así era: él no había hecho más que cumplir lo
que ella sugería en la Dirección General para ayudarlo a subir contra las
trampas de sus enemigos ocultos.
Leona Cassiani tenía un
talento diabólico para manejar los secretos, y siempre sabía estar donde debía
en el momento justo. Era dinámica, silenciosa, de una dulzura sabia. Pero cuando
era indispensable, con el dolor de su alma, le soltaba las riendas a un
carácter de hierro macizo. Sin embargo, nunca lo usó para ella. Su único
objetivo fue barrer la escalera a cualquier precio, con sangre si no había otro
modo, para que Florentino
Ariza subiera hasta donde él se lo había propuesto sin calcular muy bien su
propia fuerza. Ella lo hubiera hecho de todos modos, desde luego, por una
indomable vocación de poder, pero la verdad fue que lo hizo a conciencia por
pura gratitud. Era tal su determinación, que el mismo Florentino Ariza se
perdió en sus manejos, y en un momento sin fortuna trató de cerrarle el paso a
ella creyendo que ella trataba de cerrárselo a él. Leona Cassiani lo puso en su
puesto.
-No
se equivoque -le dijo-. Yo me aparto de todo esto cuando usted quiera, pero
piénselo bien.
Florentino
Ariza, que en efecto no lo había pensado, lo pensó entonces tan bien como pudo,
y le entregó sus armas. Lo cierto es que en medio de aquella guerra sórdida
dentro de una empresa en crisis perpetua, en medio de sus desastres de
halconero sin sosiego y la ilusión cada vez más incierta de Fermina Daza, el
impasible Florentino Ariza no había tenido un instante de paz interior frente
al espectáculo fascinante de aquella negra brava embadurnada de mierda y de
amor en la fiebre de la pelea. Tanto, que muchas veces se dolió en secreto de
que ella no hubiera sido en realidad lo que él creía que era la tarde en que la
conoció, para haberse limpiado el trasero con sus principios y haber hecho el
amor con ella aunque fuera pagado con pepas de oro vivo. Pues Leona Cassiani
seguía siendo igual que aquella tarde en el tranvía, con sus mismos vestidos de
cimarrona alborotada, sus turbantes locos, sus arracadas y pulseras de hueso,
su mazo de collares y sus anillos de piedras falsas en todos los dedos: una
leona de la calle. Lo muy poco que los años le habían añadido por fuera era
para su bien. Navegaba en una madurez espléndida, sus encantos de mujer eran
más inquietantes, y su ardoroso cuerpo de africana se iba haciendo más denso
con la madurez. Florentino Ariza no se le había vuelto a insinuar en diez años,
pagando así la dura penitencia de su error original, y ella lo había ayudado en
todo, salvo en eso.
Una
noche en que se quedó trabajando hasta muy tarde, como lo hizo con frecuencia
después de la muerte de su madre, Florentino Ariza iba de salida cuando vio que
había luz en la oficina de Leona Cassiani. Abrió la puerta sin tocar, y allí
estaba: sola en el escritorio, absorta, seria, con unas gafas nuevas que le
hacían un semblante académico. Florentino Ariza se dio cuenta con un pavor
dichoso de que estaban los dos solos en la casa, estaban los muelles desiertos,
la ciudad dormida, la noche eterna en la mar tenebrosa, el bramido triste de un
barco que tardaría más de una hora en llegar. Florentino Ariza se apoyó en el
paraguas con las dos manos, tal como lo había hecho en el callejón de El
Candilejo para cerrarle el paso, solo que ahora lo hizo para que no se le
notara la desarticulación de las rodillas.
-Dime
una cosa, leona de mi alma -dijo-: ¿cuándo es que vamos a salir de esto?
Ella se quitó los lentes
sin sorpresa, con un dominio absoluto, y lo encandiló con su risa solar. Nunca
lo había tuteado.
-Ay,
Florentino Ariza -le dijo-, llevo diez años sentada aquí esperando que me lo
preguntes.
Ya
era tarde: la ocasión iba con ella en el tranvía de mulas, había estado siempre
con ella en la misma silla en que estaba sentada, pero ahora se había ido para siempre.
La verdad era que después de tantas perrerías soterradas que había hecho por
él, después de tanta sordidez soportada para él, ella se le había adelantado en
la vida y estaba mucho más allá de los veinte años de edad que él le llevaba de
ventaja: había envejecido para él. Lo quería tanto, que en vez de engañarlo
prefirió seguir amándolo aunque tuviera que hacérselo saber de un modo brutal.
-No
-le dijo-. Me sentiría como acostándome con el hijo que nunca tuve.
Florentino
Ariza se quedó con la espina de que no hubiera sido suya la última réplica.
Pensaba que cuando una mujer dice que no, se queda esperando que le insistan
antes de tomar la decisión final, pero con ella era distinto: no podía jugar
con el riesgo
104
de equivocarse por segunda vez. Se retiró de buen
talante, y hasta con una cierta gracia que no le era fácil. Desde esa noche,
cualquier sombra que pudo haber entre ellos se disipó sin amarguras, y
Florentino Ariza entendió por fin que se puede ser amigo de una mujer sin
acostarse con ella.
Leona Cassiani fue el
único ser humano a quien Florentino Ariza estuvo tentado de revelarle el
secreto de Fermina Daza. Las pocas personas que lo sabían empezaban a olvidarlo
por motivos de fuerza mayor. Tres de ellas se lo habían llevado a la tumba sin
ninguna duda: su madre, que desde mucho antes de morir ya lo tenía borrado en
la memoria; Gala Placidia, muerta de buena vejez al servicio de la que fue casi
una hija, y la inolvidable Escolástica Daza, la que le había llevado dentro de
un misal la primera carta de amor que recibió en la vida, y que no podía seguir
viva después de tantos años. Lorenzo Daza, de quien entonces no sabía si estaba
vivo o muerto, podía habérselo revelado a la hermana Franca de la Luz tratando
de evitar la expulsión, pero era poco probable que lo hubieran divulgado.
Quedaban por contar once telegrafistas de la provincia lejana de Hildebranda
Sánchez, que manejaron telegramas con sus nombres completos y direcciones
exactas, y luego Hildebranda Sánchez y su corte de primas indómitas.
Lo que ignoraba Florentino
Ariza era que el doctor Juvenal Urbino debía ser incluido en la cuenta.
Hildebranda Sánchez le había revelado el secreto en alguna de sus tantas
visitas de los primeros años. Pero lo hizo de un modo tan casual y en un
momento tan inoportuno, que al doctor Urbino no le entró por un oído y le salió
por el otro, como ella pensó, sino que no le entró por ninguno. Hildebranda, en
efecto, había mencionado a Florentino Ariza como uno de los poetas escondidos
que según ella tenían posibilidades de ganar los Juegos Florales. Al doctor
Urbino le costó trabajo recordar quién era, y ella le dijo sin que fuera
indispensable pero sin un ápice de malicia que fue el único novio que Fermina
Daza había tenido antes de casarse. Se lo dijo convencida de que había sido
algo tan inocente y efímero, que más bien resultaba conmovedor. El doctor
Urbino le replicó sin mirarla: “No sabía que ese tipo fuera poeta”. Y lo borró
de la memoria al instante, entre otras cosas porque su profesión lo tenía
acostumbrado a un manejo ético del olvido.
Florentino Ariza observó
que los depositarios del secreto, a excepción de su madre, pertenecían al mundo
de Fermina Daza. En el suyo estaba sólo él, solo con el peso abrumador de una
carga que muchas veces había necesitado compartir, pero nadie hasta entonces le
había merecido tanta confianza. Leona Cassiani era la única posible, y sólo le
hacían falta el modo y la ocasión. Estaba pensándolo, justo la tarde de
bochorno estival en que el doctor Juvenal Urbino subió las escaleras empinadas
de la C.F.C., con una pausa en cada peldaño para sobrevivir al calor de las
tres, y apareció acezante en la oficina de Florentino Ariza empapado en sudor
hasta los pantalones, y dijo con el último aliento: “Creo que se nos viene
encima un ciclón”. Florentino Ariza lo había visto allí muchas veces, en busca
del tío León XII, pero nunca como entonces había tenido la impresión tan nítida
de que aquella aparición indeseable tenía algo que ver con su vida.
Era la época en que
también el doctor Juvenal Urbino había superado los escollos de la profesión, y
andaba casi de puerta en puerta como un pordiosero con el sombrero en la mano,
buscando contribuciones para sus promociones artísticas. Uno de sus contribuyentes
más asiduos y pródigos lo fue siempre el tío León XII, quien en aquel momento
justo había empezado a hacer su siesta diaria de diez minutos, sentado en la
poltrona de resortes del escritorio. Florentino Ariza le pidió al doctor
Juvenal Urbino el favor de esperar en su oficina, que era contigua a la del tío
León XII, y en cierto modo le servía de antesala.
Se habían visto en
diversas ocasiones, pero nunca habían estado así, frente a frente, y Florentino
Ariza padeció una vez más la náusea de sentirse inferior. Fueron diez minutos
eternos, en los cuales se levantó tres veces con la esperanza de que el tío
hubiera despertado antes de tiempo, y se tomó un termo entero de café negro. El
doctor Urbino
no aceptó ni una taza. Dijo: “El café es veneno”. Y siguió encadenando un tema
con otro sin preocuparse siquiera por ser escuchado. Florentino Ariza no podía
soportar su distinción natural, la fluidez y precisión de sus palabras, su
hálito recóndito de alcanfor, su encanto personal, la manera tan fácil y
elegante como lograba que hasta las frases más frívolas, sólo porque él las
decía, parecieran esenciales. De pronto, el médico cambió de tema de un modo
abrupto.
-¿Le
gusta la música?
Lo
tomó por sorpresa. En realidad, Florentino Ariza asistía a cuanto concierto o
representación de ópera se daban en la ciudad, pero no se sentía capaz de
sostener una conversación crítica o bien informada. Tenía la sangre dulce para
la música de moda, sobre todo los valses sentimentales, cuya afinidad con los
que él mismo hacía de adolescente, o con sus versos secretos, no era posible
negar. Le bastaba con oírlos una vez de pasada, para que luego no hubiera poder
de Dios que le sacara de la cabeza el hilo de la melodía durante noches
enteras. Pero esa no sería una respuesta seria para una pregunta tan seria de
un especialista.
-Me
gusta Gardel -dijo.
El
doctor Urbino lo entendió. “Ya veo -dijo-. Está de moda.” Y se escabulló por el
recuento de sus nuevos y numerosos proyectos, que había de realizar como
siempre sin subsidio oficial. Le hizo notar la inferioridad descorazonadora de
los espectáculos que era posible traer ahora y los espléndidos del siglo
anterior. Así era: tenía un año de estar vendiendo abonos para traer el trío
Cortot-CasalsThibaud al Teatro de la Comedia, y no había nadie en el gobierno
que supiera quiénes eran, mientras aquel mismo mes estaban agotadas las
localidades para la compañía de dramas policiales Ramón Caralt, para la
Compañía de Operetas y Zarzuelas de don Manolo de la Presa, para Los
Santanelas, inefables transformistas mímico-fantásticos que se cambiaban de
ropa en pleno escenario en el instante de un relámpago fosforescente, para
Danyse D'Altaine, que se anunciaba como antigua bailarina del Folies Bergére, y
hasta para el abominable Ursus, un energúmeno vasco que peleaba cuerpo a cuerpo
con un toro de lidia. No era para quejarse, sin embargo, si los mismos europeos
estaban dando una vez más el mal ejemplo de una guerra bárbara, cuando nosotros
empezábamos a vivir en paz después de nueve guerras civiles en medio siglo, que
bien contadas podían ser una sola: siempre la misma. Lo que más le llamó la
atención a Florentino Ariza de aquel discurso cautivador, fue la posibilidad de
revivir los Juegos Florales, la más resonante y perdurable de las iniciativas
que el doctor Juvenal Urbino había concebido en el pasado. Tuvo que morderse la
lengua para no contarle que él había sido un participante asiduo de aquel
concurso anual que llegó a interesar a poetas de grandes nombres, no sólo en el
resto del país sino también en otros del Caribe.
Apenas
empezada la conversación, el vapor caliente del aire se enfrió de pronto, y una
tormenta de vientos cruzados sacudió puertas y ventanas con fuertes estampidos,
y la oficina crujió hasta los cimientos como un velero al garete. El doctor
Juvenal Urbino no pareció advertirlo. Hizo alguna referencia casual a los
ciclones lunáticos de junio, y de pronto, sin que viniera a cuento, habló de su
esposa. No sólo la tenía como su colaboradora más entusiasta, sino como el alma
misma de sus iniciativas. Dijo: “Yo no sería nadie sin ella”. Florentino Ariza
lo escuchó impasible, aprobándolo todo con un movimiento leve de la cabeza, sin
atreverse a decir nada por miedo de que lo traicionara la voz. Sin embargo, dos
o tres frases más le bastaron para comprender que al doctor Juvenal Urbino, en
medio de tantos compromisos absorbentes, todavía le sobraba tiempo para adorar
a su esposa casi tanto como él, y esa verdad lo aturdió. Pero no pudo
reaccionar como hubiera querido, porque el corazón le hizo entonces una de esas
trastadas de putas que sólo se le ocurren al corazón: le reveló que él y aquel
hombre que había tenido siempre como el enemigo personal, eran víctimas de un
mismo destino y compartían el azar de una pasión común: dos animales de yunta
uncidos al mismo yugo. Por primera vez en los veintisiete años interminables
que llevaba esperando, Florentino Ariza no pudo resistir la punzada de dolor de
que aquel hombre admirable tuviera que morirse para que él fuera feliz.
106
El
ciclón pasó de largo, pero sus galemas desbarataron en quince minutos los
barrios de las ciénagas y causaron destrozos en media ciudad. El doctor Juvenal
Urbino, satisfecho una vez más con la generosidad del tío León XII, no esperó a
que escampara por completo, y se llevó por distracción el paraguas personal que
Florentino Ariza le prestó para llegar hasta el coche. Pero a éste no le
importó. Al contrario: se alegró de pensar en lo que Fermina Daza iba a pensar
cuando supiera quién era el dueño del paraguas. Estaba todavía turbado por la
conmoción de la entrevista cuando Leona Cassiani pasó por su oficina, y le
pareció una ocasión única para revelarle el secreto sin más vueltas, como
reventar un nudo de golondrinos que no lo dejaba vivir: ahora o nunca. Empezó
por preguntarle qué pensaba del doctor Juvenal Urbino. Ella le contestó casi
sin pensarlo: “Es un hombre que hace muchas cosas, demasiadas quizás, pero creo
que nadie sabe lo que piensa”. Luego reflexionó, despedazando el borrador del
lápiz con sus dientes afilados y grandes, de negra grande, y al final se
encogió de hombros para liquidar un asunto que la tenía sin cuidado.
-A lo mejor es por eso que hace tantas cosas
--dijo-: para no tener que pensar. Florentino Ariza intentó retenerla.
-Lo que me duele es que se tiene que morir
--dijo. -Todo el mundo tiene que morirse -dijo ella.
-Sí
-dijo él-, pero éste más que todo el mundo.
Ella no entendió nada:
volvió a encogerse de hombros sin hablar, y se fue. Entonces supo Florentino
Ariza que en alguna noche incierta del futuro, en una cama feliz con Fermina
Daza, iba a contarle que no había revelado el secreto de su amor ni siquiera a la
única persona que se había ganado el derecho de saberlo. No: no había de
revelarlo jamás, ni a la misma Leona Cassiani, no porque no quisiera abrir para
ella el cofre donde lo había tenido tan bien guardado a lo largo de media vida,
sino porque sólo entonces se dio cuenta de que había perdido la llave.
No era eso, sin embargo,
lo más estremecedor de aquella tarde. Le quedaba la nostalgia de sus tiempos
jóvenes, el recuerdo vívido de los Juegos Florales, cuyo estruendo resonaba
cada 15 de abril en el ámbito de las Antillas. Él fue siempre uno de sus
protagonistas, pero siempre, como en casi todo, un protagonista secreto. Había
participado varias veces desde el concurso inaugural, veinticuatro años antes,
y nunca obtuvo ni la última mención. Pero no le importaba, pues no lo hacía por
la ambición del premio, sino porque el certamen tenía para él una atracción
adicional: Fermina Daza fue la encargada de abrir los sobres lacrados y
proclamar los nombres de los ganadores en la primera sesión, y desde entonces quedó
establecido que siguiera haciéndolo en los años siguientes.
Escondido en la penumbra
de las lunetas, con una camelia viva latiéndole en el ojal de la solapa por la
fuerza del anhelo, Florentino Ariza vio a Fermina Daza abriendo los tres sobres
lacrados en el escenario del antiguo Teatro Nacional, la noche del primer
concurso. Se preguntó qué iba a suceder en el corazón de ella cuando
descubriera que él era el ganador de la Orquídea de Oro. Estaba seguro de que
reconocería la letra, y que en aquel instante había de evocar las tardes de
bordados bajo los almendros del parquecito, el olor de las gardenias mustias en
las cartas, el valse confidencial de la diosa coronada en las madrugadas de
viento. No sucedió. Peor aún: la Orquídea de Oro, el galardón más codiciado de
la poesía nacional, le fue adjudicada a un inmigrante chino. El escándalo
público que provocó aquella decisión insólita puso en duda la seriedad del
certamen. Pero el fallo fue justo, y la unanimidad del jurado tenía una
justificación en la excelencia del soneto.
Nadie creyó que el autor
fuera el chino premiado. Había llegado a fines del siglo anterior huyendo del
flagelo de fiebre amarilla que asoló a Panamá durante la construcción del
ferrocarril de los dos océanos, junto con muchos otros que aquí se quedaron
hasta morir, viviendo en chino, proliferando en chino, y tan parecidos los unos
a los otros que nadie podía distinguirlos. Al principio no eran más de diez,
algunos de ellos
con sus mujeres y sus niños y sus perros de comer, pero en pocos años
desbordaron cuatro callejones de los arrabales del puerto con nuevos chinos
intempestivos que entraban en el país sin dejar rastro en los registros de
aduana. Algunos de los jóvenes se convirtieron en patriarcas venerables con
tanta premura, que nadie se explicaba cómo habían tenido tiempo de envejecer.
La intuición popular los dividió en dos clases: los chinos malos y los chinos
buenos. Los malos eran los de las fondas lúgubres del puerto, donde lo mismo se
comía como un rey o se moría de repente en la mesa frente a un plato de rata
con girasoles, y de las cuales se sospechaba que no eran sino mamparas de la
trata de blancas y el tráfico de todo. Los buenos eran los chinos de las lavanderías,
herederos de una ciencia sagrada, que devolvían las camisas más limpias que si
fueran nuevas, con los cuellos y los puños como hostias recién aplanchadas. Fue
uno de estos chinos buenos el que derrotó en los Juegos Florales a setenta y
dos rivales bien apertrechados.
Nadie
entendió el nombre cuando Fermina Daza lo leyó ofuscada. No sólo porque era un
nombre insólito, sino porque de todos modos nadie sabía a ciencia cierta cómo
se llamaban los chinos. Pero no hubo que pensarlo mucho, porque el chino
premiado surgió del fondo de la platea con esa sonrisa celestial que tienen los
chinos cuando llegan temprano a su casa. Había ido tan seguro de la victoria
que llevaba puesta para recibir el premio la camisola de seda amarilla de los
ritos de primavera. Recibió la Orquídea de Oro de dieciocho quilates, y la besó
de dicha en medio de las burlas atronadoras de los incrédulos. No se inmutó.
Esperó en el centro del escenario, imperturbable como el apóstol de una Divina
Providencia menos dramática que la nuestra, y en el primer silencio leyó el
poema premiado. Nadie lo entendió. Pero cuando pasó la nueva andanada de
rechiflas, Fermina Daza volvió a leerlo impasible, con su afónica voz
insinuante, y el asombro se impuso desde el primer verso. Era un soneto de la
más pura estirpe parnasiana, perfecto, atravesado por una brisa de inspiración
que delataba la complicidad de una mano maestra. La única explicación posible
era que algún poeta de los grandes hubiera concebido aquella broma para
burlarse de los Juegos Florales, y que el chino se había prestado a ella con la
determinación --de guardar el secreto hasta la muerte. El Diario del Comercio,
nuestro periódico tradicional, trató de remendar la honra civil con un ensayo
erudito y más bien indigesto sobre la antigüedad y la influencia cultural de
los chinos en el Caribe, y su derecho merecido a participar en los Juegos
Florales. El que escribió el ensayo no dudaba de que el autor del soneto fuera
en realidad el que decía serlo, y lo justificaba sin rodeos desde el título:
Todos los chinos son poetas. Los promotores de la conjura, si la hubo, se
pudrieron en sus sepulcros con el secreto. Por su parte, el chino premiado se
murió sin confesión a una edad oriental, y fue enterrado con la Orquídea de Oro
dentro del ataúd, pero con la amargura de no haber logrado en vida lo único que
anhelaba, que era su crédito de poeta. Con motivo de la muerte se evocó en la
prensa el incidente olvidado de los Juegos Florales, se reprodujo el soneto con
una viñeta modernista de doncellas turgentes con cornucopias de oro, y los
dioses custodios de la poesía se valieron de la ocasión para poner las cosas en
su puesto: el soneto le pareció tan malo a la nueva generación, que ya nadie
puso en duda que en realidad fuera escrito por el chino muerto.
Florentino
Ariza tuvo siempre aquel escándalo asociado al recuerdo de una desconocida
opulenta que estaba sentada a su lado. Se había fijado en ella al principio del
acto, pero después la había olvidado por el susto de la espera. Le llamó la
atención por su blancura de nácar, su fragancia de gorda feliz, su inmensa
pechuga de soprano coronada por una magnolia artificial. Tenía un vestido de
terciopelo negro muy ceñido, tan negro como los ojos ansiosos y cálidos, y
tenía el cabello más negro aún, estirado en la nuca con una peineta de gitana.
Tenía aretes colgantes, un collar del mismo estilo y anillos iguales en varios
dedos, todos de estoperoles brillantes, y un lunar pintado con lápiz en la
mejilla derecha. En la confusión de los aplausos finales, miró a Florentino
Ariza con una aflicción sincera.
-Créame
que lo siento en el alma -le dijo.
108
Florentino
Ariza se impresionó, no por las con~ dolencias que en realidad merecía, sino
por el asombro de que alguien conociera su secreto. Ella se lo aclaró: “Me di
cuenta por la manera como le temblaba la flor de la solapa mientras abrían los
sobres”. Le mostró la magnolia de peluche que tenía en la mano, y le abrió el
corazón:
-Yo por
eso me quité la mía -dijo.
Estaba a punto de llorar
por la derrota, pero Florentino Ariza le cambió el ánimo con su instinto de
cazador nocturno.
-Vámonos
a alguna parte a llorar juntos -le dijo.
La acompañó a su casa. Ya
en la puerta, y en vista de que era casi medianoche y no había nadie en la
calle, la convenció de que lo invitara a un brandy mientras veían los álbumes
de recortes y fotografías de más de diez años de acontecimientos públicos, que
ella decía tener. El truco era ya viejo desde entonces, pero por esa vez fue
involuntario, porque era ella la que había hablado de sus álbumes mientras iban
caminando desde el Teatro Nacional. Entraron. Lo primero que observó Florentino
Ariza desde la sala fue que la puerta del dormitorio único estaba abierta, y
que la cama era vasta y suntuosa, con una colcha de brocados y cabeceras con
frondas de bronce. Esa visión lo turbó. Ella debió darse cuenta, pues se
adelantó a través de la sala y cerró la puerta del dormitorio. Luego lo invitó
a sentarse en un canapé de cretona florida donde había un gato dormido, y le
puso en la mesa de centro su colección de álbumes. Florentino Ariza empezó a
hojearlos sin prisa, pensando más en sus pasos siguientes que en lo que estaba
viendo, y de pronto alzó la mirada y vio que ella tenía los ojos llenos de
lágrimas. Le aconsejó que llorara cuanto quisiera, sin pudor, pues nada
aliviaba como el llanto, pero le sugirió que se aflojara el corpiño para
llorar. Él se apresuró a ayudarla, porque el corpiño estaba ajustado a la
fuerza en la espalda con una larga costura de cordones cruzados. No tuvo que
terminar, pues el corpiño acabó de soltarse solo por la presión interna, y la
tetamenta astronómica respiró a sus anchas.
Florentino Ariza, que no
perdió nunca el susto de la primera vez, aun en las ocasiones más fáciles, se
arriesgó a una caricia epidérmica en el cuello con la yema de los dedos, y ella
se retorció con un gemido de niña consentida sin dejar de llorar. Entonces él
la besó en el mismo sitio, muy suave, como lo había hecho con los dedos, y no
pudo hacerlo por segunda vez porque ella se volvió hacia él con todo su cuerpo
monumental, ávido y caliente, y ambos rodaron abrazados por el suelo. El gato
despertó en el sofá con un chillido, y les saltó encima. Ellos se buscaron a
tientas como primerizos apurados y se encontraron de cualquier modo,
revolcándose sobre los álbumes descuadernados, vestidos, ensopados de sudor, y
más pendientes de esquivar los zarpazos furiosos del gato que del de~ sastre de
amor que estaban cometiendo. Pero desde la noche siguiente, con las heridas
todavía sangrantes, continuaron haciéndolo por varios años.
Cuando se dio cuenta de
que había empezado a amarla, ella estaba ya en la plenitud de los cuarenta, y
él iba a cumplir treinta. Se llamaba Sara Noriega, y había tenido un cuarto de
hora de celebridad en su juventud, por ganarse un concurso con un libro de
versos sobre el amor de los pobres, que nunca fue publicado. Era maestra de
Urbanidad e Instrucción Cívica en escuelas oficiales, y vivía de su sueldo en
una casa alquilada del abigarrado Pasaje de los Novios, en el antiguo barrio de
Gets emaní. Había tenido varios amantes de ocasión, pero ninguno con ilusiones
matrimoniales, porque era difícil que un hombre de su medio y de su tiempo
desposara a una mujer con quien se hubiera acostado. Tampoco ella volvió a
alimentar esa ilusión después de que su primer novio formal, al que amó con la
pasión casi demente de que era capaz a los dieciocho años, escapó a su
compromiso una semana antes de la fecha prevista para la boda, y la dejó
perdida en un limbo de novia burlada. O de soltera usada, como se decía
entonces. Sin embargo, aquella primera experiencia, aunque cruel y efímera, no
le dejó ninguna amargura, sino la convicción deslumbrante de que con matrimonio
o sin él, sin Dios o sin ley, no valía la pena vivir si no era para tener un
hombre en la cama. Lo que más le gustaba de ella a Florentino Aríza era que
mientras hacía el amor tenía que succionar un chupón
de niño para alcanzar la gloria plena. Llegaron a tener una ristra de cuantos
tamaños, formas y colores se encontraban en el mercado, y Sara Noriega los
colgaba en la cabecera de la cama para encontrarlos a ciegas en sus momentos de
extrema urgencia.
Aunque
ella era tan libre como él, y tal vez no se hubiera opuesto a que sus
relaciones fueran públicas, Florentino Ariza las planteó desde el principio
como una aventura clandestina. Se deslizaba por la puerta de servicio, casi
siempre muy tarde en la noche, y escapaba en puntillas poco antes del amanecer.
Tanto él como ella sabían que en una casa repartida y populosa como aquella, a
fin de cuentas los vecinos debían estar más enterados de lo que fingían. Pero
aunque fuera una simple fórmula, Florentino Ariza era así, como lo iba a ser
con todas por el resto de su vida. Nunca cometió un error, ni con ella ni con
ninguna otra, nunca incurrió en una infidencia. No exageraba: sólo en una
ocasión dejó un rastro comprometedor o una evidencia escrita, y habrían podido
costarle la vida. En realidad se comportó siempre como si fuera el esposo
eterno de Fermina Daza, un esposo infiel pero tenaz, que luchaba sin tregua por
liberarse de su servidumbre, pero sin causarle el disgusto de una traición.
Semejante
hermetismo no podía prosperar sin equívocos. La propia Tránsito Ariza se murió
convencida de que el hijo concebido por amor y criado para el amor estaba
inmunizado contra toda forma de amor por su primera adversidad juvenil. Sin
embargo, muchas personas menos benévolas que estuvieron muy cerca de él, que
conocían su carácter misterioso y su afición por los atuendos místicos y las
lociones raras, compartían la sospecha de que no era inmune al amor sino a la
mujer. Florentino Ariza lo sabía y nunca hizo nada por desmentirlo. Tampoco le
preocupó a Sara Noriega. Al igual que las otras mujeres incontables que él amó,
y aun las que lo complacían y se complacían con él sin amarlo, lo aceptó como
lo que era en realidad: un hombre de paso.
Terminó
por aparecer en su casa a cualquier hora, sobre todo en las mañanas de los
domingos, que eran las más apacibles. Ella abandonaba lo que estuviera
haciendo, fuera lo que fuera, y se consagraba de cuerpo entero a tratar de
hacerlo feliz en la enorme cama historiada que siempre estuvo dispuesta para
él, y en la que nunca permitió que se incurriera en formalismos litúrgicos.
Florentino Ariza no entendía cómo una soltera sin pasado podía ser tan sabia en
asuntos de hombres, ni cómo podía manejar su dulce cuerpo de marsopa con tanta
ligereza y tanta ternura como si se moviera por debajo del agua. Ella se
defendía diciendo que el amor, antes que nada, era un talento natural. Decía:
“O se nace sabiendo o no se sabe nunca”. Florentino Ariza se retorcía de celos
regresivos pensando que tal vez ella fuera más paseada de lo que fingía, pero
tenía que tragárselos enteros, porque también él le decía, como les dijo a
todas, que ella había sido su única amante. Entre otras muchas cosas que le
gustaban menos, tuvo que resignarse a tener en la cama al gato enfurecido, al
que Sara Noriega le embotaba las garras para que no los despedazara a zarpazos
mientras hacían el amor.
Sin
embargo, casi tanto como retozar en la cama hasta el agotamiento, a ella le
gustaba consagrar las fatigas del amor al culto de la poesía. No sólo tenía una
memoria asombrosa para los versos sentimentales de su tiempo, cuyas novedades
se vendían en folletos callejeros de a dos centavos, sino que clavaba con
alfileres en las paredes los poemas que más le gustaban, para leerlos de viva
voz a cualquier hora. Había hecho una versión en endecasílabos pares de los
textos de Urbanidad e Instrucción Cívica, como los que se usaban para la ortografía,
pero no pudo conseguir la aprobación oficial. Era tal su arrebato declamatorio
que a veces seguía recitando a gritos mientras hacía el amor, y Florentino
Ariza tenía que ponerle el chupón en la boca a viva fuerza, como se hacía con
los niños para que dejaran de llorar.
En
la plenitud de sus relaciones, Florentino Ariza se había preguntado cuál de los
dos estados sería el amor, el de la cama turbulenta o el de las tardes
apacibles de los domingos, y Sara Noriega lo tranquilizó con el argumento sencillo
de que todo lo que hicieran desnudos era amor. Dijo: “Amor del alma de la
cintura para arriba y amor del cuerpo de la cintura para abajo”. Esta
definición le pareció buena a Sara Noriega para un poema sobre el amor
dividido, que escribieron a cuatro manos, y que ella presentó en los
110
quintos Juegos Florales, convencida de que nadie
había participado hasta entonces con un poema tan original. Pero volvió a
perder.
Estaba furibunda mientras
Florentino Ariza la acompañaba a su casa. Por algo que no sabía explicar, tenía
la convicción de que la maniobra había sido urdida contra ella por Fermina
Daza, para no premiar su poema. Florentino Ariza no le prestó atención. Estaba
de un humor sombrío desde la entrega de los premios, pues no había visto a
Fermina Daza en mucho tiempo, y aquella noche tuvo la impresión de que había
sufrido un cambio profundo: por primera vez se le notaba a simple vista su con~
dición de madre. No era una novedad para él, pues sabía que el hijo ya iba a la
escuela. Sin embargo, su edad maternal no le había parecido antes tan evidente
como aquella noche, tanto por el diámetro de su cintura y su andar un poco acezante,
como por los escollos de la voz cuando leyó la lista de los premios.
Tratando de documentar sus
recuerdos, volvió a hojear los álbumes de los Juegos Florales mientras Sara
Noriega preparaba algo de comer. Vio cromos de revistas, postales amarillentas
de las que se vendían como recuerdo en los portales, y fue como un repaso
fantasmal a la falacia de su propia vida. Hasta entonces lo había sostenido la
ficción de que el mundo era el que pasaba, pasaban las costumbres, la moda:
todo menos ella. Pero aquella noche vio por primera vez de un modo consciente
cómo se le estaba pasando la vida a Fermina Daza, y cómo pasaba la suya propia,
mientras él no hacía nada más que esperar. Nunca había hablado de ella con
nadie, porque se sabía incapaz de decir el nombre sin que se le notara la
palidez de los labios. Pero esa noche, mientras hojeaba los álbumes como en
tantas otras veladas de tedio dominical, Sara Noriega tuvo uno de esos aciertos
casuales que helaban la sangre.
-Es
una puta -dijo.
Lo dijo al pasar, viendo
un grabado de Fermina Daza disfrazada de pantera negra en un baile de máscaras,
y no tuvo que mencionar a nadie para que Florentino Ariza supiera de quién
hablaba. Temiendo una revelación que lo perturbara de por vida, éste apresuró
una defensa cautelosa. Advirtió que sólo conocía de lejos a Fermina Daza, que
nunca habían pasado de los saludos formales y no tenía ninguna noticia de su
intimidad, pero daba por cierto que era una mujer admirable, surgida de la nada
y enaltecida por sus méritos propios.
-Por obra y gracia de un
matrimonio de interés con un hombre que no quiere -lo interrumpió Sara
Noriega---. Es la manera más baja de ser puta.
Con menos crudeza, pero
con igual rigidez moral, su madre le había dicho lo mismo a Florentino Ariza
tratando de consolarlo de sus desventuras. Turbado hasta los tuétanos, no
encontró una réplica oportuna para la inclemencia de Sara Noriega, y trató de
fugarse del tema. Pero Sara Noriega no se lo permitió hasta que no acabó de
desahogarse contra Fermina Daza. Por un golpe de intuición que no hubiera
podido explicar, estaba convencida de que había sido ella la autora de la
conspiración para escamotearle el premio. No había ninguna razón para creerlo:
no se conocían, no se habían visto nunca, y Fermina Daza no tenía nada que ver
con las decisiones del concurso, si bien estaba al corriente de sus secretos.
Sara Noriega dijo de un modo terminante: “Las mujeres somos adivinas”. Y le
puso término a la discusión.
Desde ese momento,
Florentino Ariza la vio con otros ojos. También para ella pasaban los años. Su
naturaleza feraz se marchitaba sin gloria, su amor se demoraba en sollozos, y
sus párpados empezaban a mostrar la sombra de las viejas amarguras. Era una
flor de ayer. Además, en la furia de la derrota había descuidado la cuenta de
sus brandis. No estaba en su noche: mientras comían el arroz de coco
recalentado, trató de establecer cuál había sido la contribución de cada uno en
el poema derrotado' para saber cuántos pétalos de la Orquídea de Oro les habría
correspondido a cada quien. No era la primera vez que se entretenían en torneos
bizantinos, pero él aprovechó la ocasión para respirar por la herida recién
abierta, y se enredaron en una disputa mezquina que les revolvió a ambos los
rencores de casi cinco años de amor dividido.
Cuando faltaban diez minutos para las doce, Sara Noriega se subió en una silla para darle cuerda al reloj de péndulo, y lo había puesto de memoria en la hora, tal vez queriendo decir sin decirlo que era hora de irse. Florentino Aríza sintió entonces la urgencia de cortar de raíz aquella relación sin amor, y buscó la ocasión de ser él quien tomara la iniciativa: como lo haría siempre. Rogando a Dios que Sara Noriega le permitiera quedarse en su cama para decirle que no, que todo había terminado entre ellos, le pidió que se sentara a su lado cuando acabó de darle cuerda al reloj. Pero ella prefirió mantenerse a distancia en la poltrona de las visitas. Florentino Ariza le tendió entonces el índice empapado de brandy para que ella lo chupara, como le gustaba hacerlo en los preámbulos del amor de otra época. Ella lo esquivó.
Cuando faltaban diez minutos para las doce, Sara Noriega se subió en una silla para darle cuerda al reloj de péndulo, y lo había puesto de memoria en la hora, tal vez queriendo decir sin decirlo que era hora de irse. Florentino Aríza sintió entonces la urgencia de cortar de raíz aquella relación sin amor, y buscó la ocasión de ser él quien tomara la iniciativa: como lo haría siempre. Rogando a Dios que Sara Noriega le permitiera quedarse en su cama para decirle que no, que todo había terminado entre ellos, le pidió que se sentara a su lado cuando acabó de darle cuerda al reloj. Pero ella prefirió mantenerse a distancia en la poltrona de las visitas. Florentino Ariza le tendió entonces el índice empapado de brandy para que ella lo chupara, como le gustaba hacerlo en los preámbulos del amor de otra época. Ella lo esquivó.
-Ahora
no -dijo-. Estoy esperando a alguien.
Desde
que fue rechazado por Fermina Daza, Florentino Ariza había aprendido a
reservarse siempre la última decisión. En circunstancias menos amargas hubiera
persistido en los asedios a Sara Noriega, seguro de terminar la noche
revolcándose con ella en la cama, pues estaba convencido de que una mujer que
se acuesta con un hombre una vez seguirá acostándose con él cada vez que él lo
quiera, siempre que sepa enternecerla cada vez. Lo había soportado todo por esa
convicción, había pasado por encima de todo aun en los negocios más sucios del
amor, con tal de no concederle a ninguna mujer nacida de mujer la oportunidad
de tomar la decisión final. Pero aquella noche se sintió tan humillado, que se
tomó el brandy de un golpe, haciendo todo lo que pudo para que se le notara el
rencor, y se fue sin despedirse. Nunca más volvieron a verse.
La
relación con Sara Noriega fue una de las más largas y estables de Florentino
Ariza, aunque no fue la única que él mantuvo en aquellos cinco años. Cuando
comprendió que se sentía bien con ella, sobre todo en la cama, pero que nunca
lograría sustituir con ella a Fermina Daza, se recrudecieron sus noches de
cazador solitario, y se las arreglaba para repartir su tiempo y sus fuerzas
hasta donde le alcanzaran. Sin embargo, Sara Noriega logró el milagro de
aliviarlo por un tiempo. Al menos pudo vivir sin ver a Fermina Daza, a
diferencia de antes, cuando interrumpía a cualquier hora lo que estuviera
haciendo para buscarla por los rumbos inciertos de sus presagios, en las calles
menos pensadas, en sitios irreales donde era imposible que estuviera, vagando
sin sentido con unas ansias del pecho que no le daban tregua mientras no la veía
siquiera un instante. La ruptura con Sara Noriega, por el contrario, le
alborotó de nuevo las añoranzas dormidas, y se sintió otra vez como en las
tardes del parquecito y las lecturas interminables, pero esta vez agravadas por
la urgencia de que el doctor Juvenal Urbino tenía que morir.
Sabía
desde hacía tiempo que estaba predestinado a hacer feliz a una viuda, y a que
ella lo hiciera feliz, y eso no le preocupaba. Al contrario: estaba preparado.
De tanto conocerlas en sus incursiones de cazador solitario, Florentino Ariza
terminaría por saber que el mundo estaba lleno de viudas felices. Las había
visto enloquecer de dolor ante el cadáver del esposo, suplicando que las
enterraran vivas dentro del mismo ataúd para no afrontar sin él los azares del
porvenir, pero a medida que se iban reconciliando con la realidad de su nuevo
estado se las veía surgir de las cenizas con una vitalidad reverdecida.
Empezaban viviendo como parásitas de sombras en los caserones desiertos, se
volvían confidentes de sus sirvientas, amantes de sus almohadas, sin nada que
hacer después de tantos años de cautiverio estéril. Malgastaban las horas
sobrantes cosiendo en la ropa del muerto los botones que nunca habían tenido
tiempo de reponer, planchaban y volvían a planchar sus camisas de puños y
cuellos de parafina para que siempre estuvieran perfectas. Seguían poniendo su
jabón en el baño, la funda con sus iniciales en la cama, el plato y los
cubiertos en su lugar de la mesa, por si acaso volvían de la muerte sin avisar,
como solían hacerlo en vida. Pero en aquellas misas de soledad iban tomando
conciencia de que otra vez eran dueñas de su albedrío, después de haber
renunciado no sólo a su nombre de familia sino a la propia identidad, y todo
eso a cambio de una seguridad que no fue más que una más de sus tantas
ilusiones de novias. Sólo ellas sabían cuánto pesaba el hombre que amaban con
locura, y que quizás las amaba, pero al que habían tenido que seguir criando
hasta el último suspiro, dándole de
112
mamar, cambiándole los pañales embarrados,
distrayéndolo con engañifas de madre para aliviarle el terror de salir por las
mañanas a verle la cara a la realidad. Y sin embargo, cuando lo veían salir de
la casa instigado por ellas mismas a tragarse el mundo, entonces eran ellas las
que se quedaban con el terror de que el hombre no volviera nunca. Eso era la
vida. El amor, si lo había, era una cosa aparte: otra vida.
En el ocio reparador de la
soledad, en cambio, las viudas descubrían que la forma honrada de vivir era a
merced del cuerpo, comiendo sólo por hambre, amando sin mentir, durmiendo sin
tener que fingirse dormidas para escapar a la indecencia del amor oficial,
dueñas por fin del derecho a una cama entera para ellas solas en la que nadie
les disputaba la mitad de su sábana, la mitad de su aire de respirar, la mitad
de su noche, hasta que el cuerpo se saciaba de soñar con sus sueños propios, y
despertaba solo. En sus amaneceres de cazador furtivo, Florentino Ariza las
encontraba a la salida de la misa de cinco, amortajadas de negro y con el
cuervo del destino en el hombro. Desde que lo vislumbraban en la claridad del
alba atravesaban la calle y cambiaban de acera con pasos menudos y entrecortados,
pasos de pajarito, pues el solo pasar cerca de un hombre podía mancillarles la
honra. Sin embargo, él estaba convencido de que una viuda desconsolada, más que
cualquier otra mujer, podía llevar adentro la semilla de la felicidad.
Tantas viudas de su vida,
desde la viuda de Nazaret, habían hecho posible que él vislumbrara cómo eran
las casadas felices después de la muerte de sus maridos. Lo que hasta entonces
había sido para él una mera ilusión se convirtió gracias a ellas en una
posibilidad que se podía coger con las manos. No encontraba razones para que
Fermina Daza no fuera una viuda igual, preparada por la vida para aceptarlo a
él tal como era, sin fantasías de culpa por el marido muerto, resuelta a
descubrir con él la otra felicidad de ser feliz dos veces, con un amor de uso
cotidiano que convirtiera cada instante en un milagro de vivir, y con otro amor
de ella sola preservado de todo contagio por la inmunidad de la muerte.
Tal vez no habría sido tan
entusiasta si hubiera sospechado siquiera qué lejos estaba Fermina Daza de
aquellos cálculos ilusorios, cuando apenas empezaba a vislumbrar el horizonte
de un mundo en el que todo estaba previsto, menos la adversidad. Ser rico en
aquel tiempo tenía muchas ventajas, y también muchas desventajas, por supuesto,
pero medio mundo lo anhelaba como la posibilidad más probable de ser eterno.
Fermina Daza había rechazado a Florentino Ariza en un destello de madurez que
pagó de inmediato con una crisis de lástima, pero nunca dudó de que su decisión
había sido certera. En su momento no pudo explicarse qué causas ocultas de la
razón le habían dado aquella clarividencia, pero muchos años más tarde, ya en
las vísperas de la vejez, las descubrió de pronto y sin saber cómo en una
conversación casual sobre Florentino Ariza. Todos los contertulios conocían su
condición de delfín de la Compañía Fluvial del Caribe en su época culminante,
todos estaban seguros de haberlo visto muchas veces, inclusive de haber estado
en tratos con él, pero ninguno lograba identificarlo en la memoria. Fue
entonces cuando Fermina Daza tuvo la revelación de los motivos inconscientes
que le impidieron amarlo. Dijo: “Es como si no fuera una persona sino una
sombra”. Así era: la sombra de alguien a quien nadie conoció nunca. Pero
mientras resistía los asedios del doctor Juvenal Urbino, que era el hombre
contrario, se sentía atormentada por el fantasma de la culpa: el único
sentimiento que era incapaz de soportar. Cuando lo sentía venir se apoderaba de
ella una especie de pánico que sólo lograba controlar cuando encontraba alguien
que le aliviara la conciencia. Desde muy niña, cuando se rompía un plato en la
cocina, cuando alguien se caía, cuando ella misma se prensaba un dedo con una
puerta, se volvía asustada hacia el adulto que estuviera más cerca, y se
apresuraba a acusarlo: “Fue culpa tuya”. Aunque en realidad no le importaba
quien fuera el culpable ni convencerse de su propia inocencia: le bastaba con
dejarla establecida.
Era un fantasma tan
notorio, que el doctor Urbino se dio cuenta a tiempo de hasta qué punto
amenazaba la armonía de su casa, y tan pronto como lo vislumbraba se apresuraba
a decirle a la esposa: “No te preocupes, mi amor, fue culpa mía”. Pues a nada
le temía tanto como a las decisiones súbitas y definitivas de su esposa, y
estaba convencido de que siempre tenían origen en un sentimiento de culpa. Sin
embargo, la confusión por el rechazo de Florentino Ariza no se resolvió con una
frase de consuelo. Fermina Daza siguió abriendo el balcón por las mañanas
durante varios meses, y siempre echaba de menos el fantasma solitario que la
acechaba en el parquecito desierto, veía el árbol que fue suyo, el banco menos
visible donde se sentaba a leer pensando en ella, a sufrir por ella, y tenía
que volver a cerrar la ventana, suspirando: “Pobre hombre”. Sufrió incluso el
desencanto de que él no fuera tan pertinaz como ella lo había supuesto, cuando
ya era demasiado tarde para remendar el pasado, y no dejó de sentir alguna vez
la ansiedad tardía de una carta que nunca llegó. Pero cuando tuvo que enfrentar
la decisión de casarse con Juvenal Urbino sucumbió en una crisis mayor, al
darse cuenta de que no tenía razones válidas para preferirlo después de haber
rechazado sin razones válidas a Florentino Ariza. En realidad, lo quería tan
poco como al otro, pero además lo conocía mucho menos, y sus cartas no tenían
la fiebre de las cartas del otro, ni le había dado tantas pruebas conmovedoras
de su determinación. La verdad es que las pretensiones de Juvenal Urbino no
habían sido nunca planteadas en términos de amor, y era por lo menos curioso
que un militante católico como él sólo le ofreciera bienes terrenales: la
seguridad, el orden, la felicidad, cifras inmediatas que una vez sumadas
podrían tal vez parecerse al amor: casi el amor. Pero no lo eran, y estas dudas
aumentaban su confusión, porque tampoco estaba convencida de que el amor fuera
en realidad lo que más falta le hacía para vivir.
En
todo caso, el factor principal contra el doctor Juvenal Urbino era su parecido
más que sospechoso con el hombre ideal que Lorenzo Daza había deseado con tanta
ansiedad para su hija. Era imposible no verlo como la criatura de una
confabulación paterna, aunque en realidad no lo fuera, y Fermina Daza estaba
convencida de que lo era desde que lo vio entrar en su casa por segunda vez
para una visita médica no solicitada. Las conversaciones con la prima
Hildebranda acabaron de confundirla. Por su propia situación de víctima, ésta
tendía a identificarse con Florentino Ariza, olvidándose incluso de que quizás
Lorenzo Daza la había hecho venir para que influyera en favor del doctor
Urbino. Dios conocía el esfuerzo que hizo Fermina Daza para no acompañarla
cuando la prima fue a conocer a Florentino Ariza en la oficina del telégrafo.
También ella hubiera querido verlo otra vez para confrontarlo con sus dudas,
hablar con él a solas, conocerlo a fondo para estar segura de que su decisión
impulsiva no iba a precipitarla a otra más grave, que era capitular en la
guerra personal contra su padre. Pero lo hizo, en el minuto crucial de su vida,
sin tomar en cuenta para nada la belleza viril del pretendiente, ni su riqueza
legendaria, ni su gloria temprana, ni ninguno de sus tantos méritos reales,
sino aturdida por el miedo de la oportunidad que se le iba y la inminencia de
los veintiún años, que era su límite confidencial para rendirse al destino. Le
bastó ese minuto único para asumir la decisión como estaba previsto en las
leyes de Dios y de los hombres: hasta la muerte. Entonces se disiparon todas
las dudas, y pudo hacer sin remordimientos lo que la razón le indicó como lo
más decente: pasó una esponja sin lágrimas por encima del recuerdo de
Florentino Ariza, lo borró por completo, y en el espacio que él ocupaba en su
memoria dejó que floreciera una pradera de amapolas. Lo único que se permitió
fue un suspiro más hondo que de costumbre, el último: “¡Pobre hombre!”.
Las
dudas más temibles, sin embargo, empezaron tan pronto como regresó del viaje de
bodas. No bien acabaron de abrir los baúles, desempacar los muebles y desocupar
las once cajas que trajo para tomar posesión de ama y señora del antiguo
palacio del Marqués de Casalduero, y ya se había dado cuenta con un vahído
mortal que estaba prisionera en la casa equivocada, y peor aún, con el hombre
que no era. Necesitó seis años para salir. Los peores de su vida, desesperada
por la amargura de doña Blanca, su suegra, y el retraso mental de las cuñadas,
que si no habían ido a pudrirse vivas en una celda de clausura era porque ya la
llevaban dentro.
El
doctor Urbino, resignado a rendir los tributos de la estirpe, se hizo sordo a
sus súplicas, confiando en que la sabiduría de Dios y la infinita capacidad de
adaptación de la esposa habían de poner las cosas en su puesto. Le dolía el
deterioro de su madre, cuya
114
alegría de vivir infundía en otro tiempo el deseo
de estar vivos hasta en los más in-crédulos. Era cierto: aquella mujer hermosa,
inteligente, de una sensibilidad humana nada común en su medio, había sido
durante casi cuarenta años el alma y el cuerpo de su paraíso social. La viudez
la había amargado hasta el punto de no creerse que fuera la misma, y la había
vuelto fofa y agria, y enemiga del mundo. La única explicación posible de su
degradación era el rencor de que el esposo se hubiera sacrificado a conciencia
por una montonera de negros, como ella decía, cuando el único sacrificio justo
hubiera sido el de sobrevivir para ella. En todo caso, el matrimonio feliz de
Fermina Daza había durado lo que el viaje de bodas, y el único que podía
ayudarla a impedir el naufragio final estaba paralizado de terror ante la
potestad de la madre. Era a él, y no a las cuñadas imbéciles y a la suegra
medio loca, a quien Fermina Daza atribuía la culpa de la trampa de muerte en
que estaba atrapada. Demasiado tarde sospechaba que detrás de su autoridad
profesional y su fascinación mundana, el hombre con quien se había casado era
un débil sin redención: un pobre diablo envalentonado por el peso social de sus
apellidos.
Se refugió en el hijo
recién nacido. Ella lo había sentido salir de su cuerpo con el alivio de
liberarse de algo que no era suyo, y había sufrido el espanto de sí misma al
comprobar que no sentía el menor afecto por aquel ternero de vientre que la
padrona le mostró en carne viva, sucio de sebo y de sangre, y con la tripa
umbilical enrollada en el cuello. Pero en la soledad del palacio aprendió a
conocerlo, se conocieron, y descubrió con un grande alborozo que los hijos no
se quieren por ser hijos sino por la amistad de la crianza. Terminó por no
soportar nada ni a nadie distinto de él en la casa de su desventura. La
deprimía la soledad, el jardín de cementerio, la desidia del tiempo en los
enormes aposentos sin ventanas. Se sentía enloquecer en las noches dilatadas
por los gritos de las locas en el manicomio vecino. La avergonzaba la costumbre
de poner la mesa de banquetes todos los días, con manteles bordados, servicios
de plata y candelabros de funeral, para que cinco fantasmas cenaran con una
taza de café con leche y almojábanas. Detestaba el rosario al atardecer, los
remilgos en la mesa, las críticas constantes a su manera de coger los
cubiertos, de caminar con esos trancos místicos de mujer de la calle, de
vestirse como en el circo, y hasta de su método ranchero de tratar al esposo y
de darle de mamar al niño sin cubrirse el seno con la mantilla. Cuando hizo las
primeras invitaciones para tomar el té a las cinco de la tarde, con galletitas
imperiales y confituras de flores, de acuerdo con una moda reciente en
Inglaterra, doña Blanca se opuso a que en su casa se bebieran medicinas para
sudar la fiebre en vez del chocolate con queso fundido y ruedas de pan de yuca.
No se le escaparon ni los sueños. Una mañana en que Fermina Daza contó que
había soñado con un desconocido que se paseaba desnudo regando puñados de ceniza
por los salones del palacio, doña Blanca la cortó en seco:
-Una
mujer decente no puede tener esa clase de sueños.
A la sensación de estar
siempre en casa ajena, se sumaron dos desgracias mayores. Una era la dieta casi
diaria de berenjenas en todas sus formas, que doña Blanca se negaba a variar
por respeto al esposo muerto, y que Fermina Daza se resistía a comer. Detestaba
las berenjenas desde niña, antes de haberlas probado, porque siempre le pareció
que tenían color de veneno. Sólo que esa vez tuvo que admitir de todos modos
que algo había cambiado para bien en su vida, porque a los cinco años había
dicho lo mismo en la mesa, y su padre la obligó a comerse completa la cazuela
prevista para seis personas. Creyó que iba a morir, primero por los vómitos de
la berenjena molida, y después por el tazón de aceite de castor que le hicieron
tomar a la fuerza para curarla del castigo. Las dos cosas se le quedaron
revueltas en la memoria como un solo purgante, tanto por el sabor como por el
terror del veneno, y en los almuerzos abominables del palacio del Marqués de
Casalduero tenía que apartar la vista para no devolver las atenciones por la
náusea glacial del aceite de castor.
La otra desgracia fue el
arpa. Un día, muy consciente de lo que quería decir, doña Blanca había dicho:
“No creo en mujeres decentes que no sepan tocar el piano”. Fue una orden que
hasta su hijo trató de discutir, pues los mejores años de su infancia habían transcurrido
en las galeras de las clases de piano, aunque ya de adulto lo hubiera
agradecido. No podía concebir a su esposa sometida a la misma condena, a los
veinticinco años y con un carácter como el suyo. Pero lo único que obtuvo de su
madre fue que cambiara el piano por el arpa, con el argumento pueril de que era
el instrumento de los ángeles. Así fue como trajeron de Viena el arpa
magnífica, que parecía de oro y que sonaba como si lo fuera, y que fue una de
las reliquias más preciadas del Museo de la Ciudad, hasta que lo consumieron
las llamas con todo lo que tenía dentro. Fermina Daza se sometió a esa condena
de lujo tratando de impedir el naufragio con un sacrificio final. Empezó con un
maestro de maestros que trajeron a propósito de la ciudad de Mompox, y que
murió de repente a los quince días, y siguió por varios años con el músico
mayor del seminario, cuyo aliento de sepulturero distorsionaba los arpegios.
Ella
misma estaba sorprendida de su obediencia. Pues aunque no lo admitía en su
fuero interno, ni en los pleitos sordos que tenía con su marido en las horas
que antes consagraban al amor, se había enredado más pronto de lo que ella
creía en la maraña de convenciones y prejuicios de su nuevo mundo. Al principio
tenía una frase ritual para afirmar su libertad de criterio: “A la mierda
abanico que es tiempo de brisa”. Pero después, celosa de sus privilegios bien
ganados, temerosa de la vergüenza y el escarnio, se mostraba dispuesta a
soportar hasta la humillación, con la esperanza de que Dios se apiadara por fin
de doña Blanca, quien no se cansaba de suplicarle en sus oraciones que le
mandara la muerte.
El
doctor Urbino justificaba su propia debilidad con argumentos de crisis, sin
preguntarse siquiera si no estaban en contra de su iglesia. No admitía que los
conflictos con la esposa tuvieran origen en el aire enrarecido de la casa, sino
en la naturaleza misma del matrimonio: una invención absurda que sólo podía
existir por la gracia infinita de Dios. Estaba contra toda razón científica que
dos personas apenas conocidas, sin parentesco alguno entre sí, con caracteres
distintos, con culturas distintas, y hasta con sexos distintos, se vieran
comprometidas de golpe a vivir juntas, a dormir en la misma cama, a compartir
dos destinos que tal vez estuvieran determinados en sentidos divergentes.
Decía: “El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de
hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del
desayuno”. Peor aún el de ellos, decía, surgido de dos clases antagónicas, y en
una ciudad que todavía seguía soñando con el regreso de los virreyes. La única
argamasa posible era algo tan improbable y voluble como el amor, si lo había, y
en el caso de ellos no lo había cuando se casaron, y el destino no había hecho
nada más que enfrentarlos a la realidad cuando estaban a punto de inventarlo.
Ese
era el estado de sus vidas en la época del arpa. Habían quedado atrás las
casualidades deliciosas de que ella entrara mientras él se bañaba, y a pesar de
los pleitos, de las berenjenas venenosas, y a pesar de las hermanas dementes y
de la madre que las parió, él tenía todavía bastante amor para pedirle que lo
jabonara. Ella empezaba a hacerlo con las migajas de amor que todavía le
sobraban de Europa, y ambos se iban dejando traicionar por los recuerdos,
ablandándose sin quererlo, queriéndose sin decirlo, y terminaban muriéndose de
amor por el suelo, embadurnados de espumas fragantes, mientras oían a las
criadas hablando de ellos en el lavadero: “Si no tienen más hijos es porque no
tiran”. De vez en cuando, al regreso de una fiesta loca, la nostalgia agazapada
detrás de la puerta los tumbaba de- un zarpazo, y entonces ocurría una
explosión maravillosa en la que todo era otra vez como antes, y por cinco
minutos volvían a ser los amantes desbraguetados de la luna de miel.
Pero
aparte de esas ocasiones raras, uno de los dos estaba siempre más cansado que
el otro a la hora de acostarse. Ella se demoraba en el baño enrollando sus
cigarrillos de papel perfumado, fumando sola, reincidiendo en sus amores de
consolación como cuando era joven y libre en su casa, dueña única de su cuerpo.
Siempre le dolía la cabeza, o hacía demasiado calor, siempre, o se hacía la
dormida, o tenía la regla otra vez, la regla, siempre la regla. Tanto, que el
doctor Urbino se había atrevido a decir-en clase, sólo por el alivio de un
desahogo sin confesión, que después de diez años de casadas las mujeres tenían
la regla hasta tres veces por semana.
116
Desgracias
sobre desgracias, Fermina Daza tuvo que afrontar en el peor de sus años lo que
había de ocurrir tarde o temprano sin remedio: la verdad de los negocios
fabulosos y nunca conocidos de su padre. El gobernador provincial que citó a
Juvenal Urbino en su despacho para ponerlo al corriente de los desmanes del
suegro, los resumió en una frase: “No hay ley divina ni humana que ese tipo no
se haya llevado por delante”. Algunas de sus trapisondas más graves las había
hecho a la sombra del poder del yerno, y habría sido difícil no pensar que éste
y su esposa no estuvieran al corriente. Sabiendo que la única reputación para
proteger era la suya, por ser la única que quedaba en pie, el doctor Juvenal
Urbino interpuso todo el peso de su poder, y logró cubrir el escándalo con su
palabra de honor. Así que Lorenzo Daza salió del país en el primer barco para
no regresar jamás. Volvió a su tierra de origen como si fuera uno de esos
viajecitos que se hacen de vez en cuando para engañar a la nostalgia, y en el
fondo de esa apariencia había algo de verdad: desde hacía un tiempo subía a los
barcos de su patria sólo por tomarse un vaso del agua de las cisternas
abastecidas en los manantiales de su pueblo natal. Se fue sin dar el brazo a
torcer, protestando inocencia, y todavía tratando de convencer al yerno de que
había sido víctima de una confabulación política. Se fue llorando por la niña,
como llamaba a Fermina Daza desde que se casó, llorando por el nieto, por la
tierra en que se hizo rico y libre, y donde logró la proeza de convertir a la
hija en una dama exquisita a base de negocios turbios. Se fue envejecido y
enfermo, pero todavía vivió mucho más de lo que ninguna de sus víctimas hubiera
deseado. Fermina Daza no pudo reprimir un suspiro de alivio cuando le llegó la
noticia de la muerte, y no le guardó luto para evitar preguntas, pero durante
varios meses lloraba con una rabia sorda sin saber por qué cuando se encerraba
a fumar en el baño, y era que lloraba por él.
Lo más absurdo de la
situación de ambos era que nunca parecieron tan felices en público como en
aquellos años de infortunio. Pues en realidad fueron los años de sus victorias
mayores sobre la hostilidad soterrada de un medio que no se resignaba a
admitirlos como eran: distintos y novedosos, y por tanto transgresores del
orden tradicional. Sin embargo, esa había sido la parte fácil para Fermina
Daza. La vida mundana, que tantas incertidumbres le causaba antes de conocerla,
no era más que un sistema de pactos atávicos, de ceremonias banales, de
palabras previstas, con el cual se entretenían en sociedad unos a otros para no
asesinarse. El signo dominante de ese paraíso de la frivolidad provinciana era
el miedo a lo desconocido. Ella lo había definido de un modo más simple: “El
problema de la vida pública es aprender a dominar el terror, el problema de la
vida conyugal es aprender a dominar el tedio”. Ella lo había descubierto de
pronto con la nitidez de una revelación desde que entró arrastrando la
interminable cola de novia en el vasto salón del Club Social, enrarecido por
los vapores revueltos de tantas flores, el brillo de los valses, el tumulto de
hombres sudorosos y mujeres trémulas que la miraban sin saber todavía cómo iban
a conjurar aquella amenaza deslumbrante que les mandaba el mundo exterior.
Acababa de cumplir los veintiún años y apenas si había salido de su casa para
el colegio, pero le bastó con una mirada circular para comprender que sus
adversarios no estaban sobrecogidos de odio sino paralizados por el miedo. En
vez de asustarlos más, como lo estaba ella, les hizo la caridad de ayudarlos a
conocerla. Nadie fue distinto de como ella quiso que fuera, tal como le ocurría
con las ciudades, que no le parecían mejores ni peores, sino como ella las hizo
en su corazón. A París, a pesar de su lluvia perpetua, de sus tenderos sórdidos
y la grosería homérica de sus cocheros, había de recordarla siempre como la
ciudad más hermosa del mundo, no porque en realidad lo fuera o no lo fuera,
sino porque se quedó vinculada a la nostalgia de sus años más felices. El
doctor Urbino, por su parte, se impuso con armas iguales a las que usaban
contra él, sólo que manejadas con más inteligencia, y con una solemnidad
calculada. Nada ocurría sin ellos: los paseos cívicos, los Juegos Florales, los
acontecimientos artísticos, las tómbolas de caridad, los actos patrióticos, el
primer viaje en globo. En todo estaban ellos, y casi siempre en el origen y al
frente de todo. Nadie podía imaginarse, en sus años de desgracias, que pudiera
haber alguien más feliz que ellos ni un matrimonio tan armónico como el suyo La casa abandonada por el padre le dio a Fermina
Daza un refugio propio contra la asfixia del palacio familiar. Tan pronto como
escapaba a la vista pública, se iba a escondidas al parque de Los Evangelios, y
allí recibía las amigas nuevas y algunas antiguas del colegio o de las clases
de pintura: un sustituto inocente de la infidelidad. Vivía horas apacibles de
madre soltera con lo mucho que aún le quedaba de sus recuerdos de niña. Volvió
a comprar los cuervos perfumados, recogió gatos de la calle y los puso al
cuidado de Gala Placidia, ya vieja y un poco impedida por el reumatismo, pero
todavía con ánimos para resucitar la casa. Volvió a abrir el costurero donde
Florentino Ariza la vio por primera vez, donde el doctor Juvenal Urbino le hizo
sacar la lengua para tratar de conocerle el corazón, y lo convirtió en un
santuario del pasado. Una tarde invernal fue a cerrar el balcón, antes de que
se desempedrara la tormenta, y vio a Florentino Ariza en su escaño bajo los
almendros del parquecito, con el traje de su padre reducido para él y el libro
abierto en el regazo, pero. no lo vio como entonces lo había visto por
casualidad varias veces, sino a la edad con que se le quedó en la memoria. Tuvo
el temor de que aquella visión fuera un aviso de la muerte, y le dolió. Se
atrevió a decirse que tal vez hubiera sido feliz con él, sola con él en aquella
casa que ella había restaurado para él con tanto amor como él había restaurado
la suya para ella, y la simple suposición la asustó, porque le permitió darse
cuenta de los extremos de desdicha a que había llegado. Entonces apeló a sus
últimas fuerzas y obligó al marido a discutir sin evasivas, a enfrentarse con
ella, a pelear con ella, a llorar juntos de rabia por la pérdida del paraíso,
hasta que oyeron cantar los últimos gallos, y se hizo la luz por entre los
encajes del palacio, y se encendió el sol, y el marido abotagado de tanto
hablar, agotado de no dormir, con el corazón fortalecido de tanto llorar, se
apretó los cordones de los botines, se apretó el cinturón, se apretó todo lo
que todavía le quedaba de hombre, y le dijo que sí, mi amor, que se iban a
buscar el amor que se les había perdido en Europa: mañana mismo y para siempre.
Fue una decisión tan cierta, que acordó con el Banco del Tesoro, su
administrador universal, la liquidación inmediata de la vasta fortuna familiar,
desperdigada desde sus orígenes en toda clase de negocios, inversiones y
papeles sagrados y lentos, y de la cual sólo sabía él a ciencia cierta que no
era tan desmedida como decía la leyenda: apenas lo justo para no tener que
pensar en ella. Lo que fuera, convertido en oro sellado, debía ser girado poco
a poco a sus bancos del exterior, hasta que no les quedara a él y a su esposa
en esta patria inclemente ni un palmo de tierra donde caerse muertos.
Pues
Florentino Ariza existía, en efecto, al contrario de lo que ella se había
propuesto creer. Estaba en el muelle del transatlántico de Francia cuando ella
llegó con el marido y el hijo en el landó 'de los caballos de oro, y los vio
bajar como tantas veces los había visto en los actos públicos: perfectos. Iban
con el hijo, educado de un modo que ya permitía saber cómo sería de adulto: tal
como fue. Juvenal Urbino saludó a Florentino Ariza con un sombrero alegre: “Nos
vamos a la conquista de Flandes”. Fermina Daza le hizo una inclinación de
cabeza, y Florentino Ariza se descubrió, hizo una reverencia leve, y ella se
fijó en él sin un gesto de compasión por los estragos prematuros de su
calvicie. Era él, tal como ella lo veía: la sombra de alguien a quien nunca
conoció.
Tampoco
Florentino Ariza estaba en su mejor momento. Al trabajo cada día más intenso, a
sus hastíos de cazador furtivo, a la calma chicha de los años, se había
agregado la crisis final de Tránsito Ariza, cuya memoria había terminado sin
recuerdos: casi en blanco. Hasta el punto de que a veces se volvía hacia él, lo
veía leyendo en el sillón de siempre, y le prejuntaba sorprendida: “¿Y tú eres
hijo de quién?”. El le contestaba siempre la verdad, pero ella volvía a
interrumpirlo en seguida.
-Y
dime una cosa, hijo -le preguntaba-: ¿yo quién soy?
Había
engordado tanto que no podía moverse' y se pasaba el día en la mercería donde
ya no quedaba nada que vender, acicalándose desde que se levantaba con los
primeros gallos hasta la madrugada del día siguiente, pues dormía muy pocas
horas. Se ponía guirnaldas de flores en la cabeza, se pintaba los labios, se
empolvaba la cara y los brazos, y al final le preguntaba a quien estuviera con
ella cómo había quedado. Los vecinos sabían que esperaba siempre la misma
respuesta: “Eres la Cucarachita
118
Martínez”. Esta identidad, usurpada al personaje
de un cuento para niños, era la única que la dejaba conforme. Seguía
meciéndose, abanicándose con el ramillete de grandes plumas rosadas, hasta que
volvía a empezar de nuevo: la corona de flores de papel, el almizcle en los
párpados, el carmín en los labios, la costra de albayalde en la cara. Y otra
vez la pregunta a quien estuviera cerca: “¿Cómo quedé?”. Cuando se convirtió en
la reina de burlas del vecindario, Florentino Ariza hizo desmontar en una noche
el mostrador y los armarios de gavetas de la antigua mercería, clausuró la
puerta de la calle, arregló el local como le había oído a ella describir el
dormitorio de Cucarachita Martínez, y nunca más volvió a preguntar quién era.
Por sugerencia del tío
León XII había buscado una mujer mayor que se ocupara de ella, pero la pobre
andaba siempre más dormida que despierta, y a veces daba la impresión de que
también ella se olvidaba de quién era. De modo que Florentino Ariza se quedaba
en casa desde que salía de la oficina hasta que lograba dormir a la madre. No
volvió a jugar dominó en el Club del Comercio, ni volvió a ver en mucho tiempo
las pocas amigas antiguas que había seguido frecuentando, pues algo muy
profundo había cambiado en su corazón después de su encuentro de horror con
Olimpia Zuleta.
Había sido fulminante.
Florentino Ariza acababa de llevar al tío León XII hasta su casa, en medio de
una de aquellas tormentas de octubre que nos dejaban en convalecencia, cuando
vio desde el coche una muchacha menuda, muy ágil, con un traje lleno de volantes
de organza que más bien parecía un vestido de novia. La vio corriendo azorada
de un lado para otro, porque el viento le había arrebatado la sombrilla y se la
había llevado volando por el mar. Él la rescató en el coche y se desvió de su
camino para llevarla hasta su casa, una antigua ermita adaptada para vivir
frente al mar abierto, cuyo patio lleno de casitas de palomas se veía desde la
calle. Ella le contó en el camino que se había casado hacía menos de un año con
un cacharrero del mercado que Florentino Ariza había visto muchas veces en los
buques de su empresa, desembarcando cajones con toda clase de cherembecos para
vender, y con un mundo de palomas en una jaula de mimbre como la que usaban las
madres en los buques fluviales para llevar a los niños recién nacidos. Olimpia
Zuleta parecía ser de la familia de las avispas, no sólo por las ancas alzadas
y el busto exiguo, sino por toda ella:,el cabello de alambre de cobre, las
pecas de sol, los ojos redondos y vivos más separados de lo normal, y una voz afinada
que sólo usaba para decir cosas inteligentes y divertidas. A Florentino Ariza
le pareció mas graciosa que atractiva y la olvidó tan pronto como la dejó en su
casa, donde vivía con el marido, y con el padre de éste y otros miembros de la
familia.
Unos días después, volvió
a ver al marido en el puerto, embarcando mercancía en vez de desembarcarla, y
cuando el buque zarpó, Florentino Ariza oyó muy clara en el oído la voz del
diablo. Esa tarde, después de acompañar al tío León XII, pasó como por casualidad
por la casa de Olimpia Zuleta, y la vio por encima de la cerca dándoles de
comer a las palomas alborotadas. Le gritó desde el coche por encima de la
cerca: “¿Cuánto cuesta una paloma?”. Ella lo reconoció y le contestó con voz
alegre: “No se venden”. Él le preguntó: “¿Entonces cómo se hace para tener
una?”. Sin dejar de echarles comida a las palomas, ella le contestó: “Se lleva
en coche a la palomera cuando se la encuentra perdida en el aguacero”. Así que
Florentino Ariza llegó a su casa aquella noche con un regalo de gratitud de
Olimpia Zuleta: una paloma mensajera con un anillo de metal en la canilla.
La tarde siguiente, a la
misma hora de la comida, la bella palomera vio la paloma regalada de regreso en
el palomar, y pensó que se había escapado. Pero cuando la cogió para examinarla
se dio cuenta de que tenía un papelito enrollado en el anillo: una declaración
de amor. Era la primera vez que Florentino Ariza dejaba una huella escrita, y
no sería la última, aunque en esta ocasión había tenido la prudencia de no
firmar. Iba entrando en su casa la tarde siguiente, miércoles, cuando un niño
de la calle le entregó la misma paloma dentro de una jaula, con el recado de
memoria de que aquí le manda esto la señora de las palomas, y le manda a decir
que por favor la guarde bien en la jaula cerrada porque si no se le vuelve a
volar y esta es la última vez que se la devuelve. No supo cómo interpretarlo: o
bien la paloma había perdido la carta en el camino, o la palomera
había resuelto hacerse la tonta, o mandaba la paloma para que él volviera a
mandarla. En este óltimo caso, sin embargo, lo natural hubiera sido que ella
devolviera la paloma con una respuesta.
El
sábado por la mañana, después de mucho pensarlo, Florentino Ariza volvió a
mandar la paloma con otra carta sin firma. Esa vez no tuvo que esperar al día
siguiente. Por la tarde, el mismo niño volvió a llevársela en otra jaula, con
el recado de que aquí le manda otra vez la paloma que se le volvió a volar, que
antier se la devolvió por buena educación y que esta se la devuelve por
lástima, pero que ahora sí es verdad que no se la manda más si se le vuelve a
volar. Tránsito Ariza se entretuvo hasta muy tarde con la paloma, la sacó de la
jaula, la arrulló en los brazos, trató de dormirla con canciones de niños, y de
pronto se dio cuenta de que tenía en el anillo de la pata un papelito con una
sola línea: No acepto anónimos. Florentino Ariza lo leyó con el corazón
enloquecido, como si fuera la culminación de su primera aventura, y apenas si
pudo dormir esa noche dando saltos de impaciencia. Al día siguiente muy
temprano, antes de irse a la oficina, soltó otra vez la paloma con un papel de
amor firmado con su nombre muy claro, y le puso además en el anillo la rosa más
fresca, más encendida y fragante de su jardín.
No
fue tan fácil. Al cabo de tres meses de asedios, la bella palomera seguía
contestando lo mismo: “Yo no soy de esas”. Pero nunca dejó de recibir los
mensajes o de acudir a las citas que Florentino Ariza arreglaba de manera que
parecieran encuentros casuales. Estaba desconocido: el amante que nunca dio la
cara, el más ávido de amor pero también el más mezquino, el que no daba nada y
todo lo quería, el que no permitió que nadie le dejara en el corazón una huella
de su paso, el cazador agazapado se echó por la calle de en medio en un
arrebato de cartas firmadas, de regalos galantes, de rondas imprudentes a la
casa de la palomera, aun en dos ocasiones en que el marido no andaba de viaje
ni estaba en el mercado. Fue la única vez, desde los primeros tiempos del
primer amor, en que se sintió atravesado por una lanza.
Seis
meses después del primer encuentro, se vieron por fin en el camarote de un
buque fluvial que estaba en reparación de pintura en los muelles fluviales. Fue
una tarde maravillosa. Olimpia Zuleta tenía un amor alegre, de palomera
alborotada, y le gustaba permanecer desnuda por varias horas, en un reposo
lento que tenía para ella tanto amor como el amor. El camarote estaba
desmantelado, pintado a medias, y el olor de la trementina era bueno para
llevárselo en el recuerdo de una tarde feliz. De pronto, a instancias de una
inspiración insólita, Florentino Ariza destapó un tarro de pintura roja que
estaba al alcance de la litera, se mojó el índice, y pintó en el pubis de la
bella palomera una flecha de sangre dirigida hacia el sur' y le escribió un
letrero en el vientre: Esta cuca es mía. Esa misma noche, Olimpia Zuleta se
desnudó delante del marido sin acordarse del letrero, y él no dijo una palabra,
ni siquiera le cambió el aliento, nada, sino que fue al baño por la navaja
barbera mientras ella se ponía la camisa de dormir, y la degolló de un tajo.
Florentino
Ariza no lo supo hasta muchos días después, cuando el esposo fugitivo fue
capturado y relató a los periódicos las razones y la forma del crimen. Durante
muchos años pensó con temor en las cartas firmadas, llevó la cuenta de los años
de cárcel del asesino que lo conocía muy bien por sus negocios en los buques,
pero no le temía tanto al navajazo en el cuello, ni al escándalo público, como
a la mala suerte de que Fermina Daza se enterara de su deslealtad. En los años
de espera, la mujer que cuidaba a Tránsito Ariza tuvo que demorarse en el
mercado más de lo previsto por causa de un aguacero fuera de estación, y cuando
volvió a la casa la encontró muerta. Estaba sentada en el mecedor,
pintorreteada y floral, como siempre, y con los ojos tan vivos y una sonrisa
tan maliciosa que su guardiana no se dio cuenta de que estaba muerta sino al
cabo de dos horas. Poco antes había repartido entre los niños del vecindario la
fortuna en oros y pedrerías de las múcuras enterradas debajo de la cama,
diciéndoles que se podían comer como caramelos, y no fue posible recuperar
algunas de las más valiosas. Florentino Ariza la enterró en la antigua hacienda
de La Mano de Dios, que todavía era conocida como el Cementerio del Cólera, y
le sembró sobre la tumba una mata de rosas.
120
Desde las primeras visitas
al cementerio, Florentino Ariza descubrió que muy cerca de allí estaba
enterrada Olimpia Zuleta, sin lápida, pero con el nombre y la fecha escritos
con el dedo en el cemento fresco de la cripta, y pensó horrorizado que era una
burla sangrienta del esposo. Cuando el rosal floreció le dejaba una rosa en la
tumba, si no había nadie a la vista, y más tarde le plantó una cepa cortada del
rosal de la madre. Ambos rosales proliferaban con tanto alborozo, que
Florentino Ariza tenía que llevar las cizallas y otros hierros de jardín para
mantenerlos en orden. Pero fue superior a sus fuerzas: a la vuelta de unos años
los dos rosales se habían extendido como maleza por entre las tumbas, y el buen
cementerio de la peste se llamó desde entonces el Cementerio de las Rosas,
hasta que algún alcalde menos realista que la sabiduría popular arrasó en una
noche con los rosales y le colgó un letrero republicano en el arco de la
entrada: Cementerio Universal.
La muerte de la madre dejó
a Florentino Ariza condenado otra vez a sus compromisos maniáticos: la oficina,
los encuentros por turnos estrictos con las amantes crónicas, las partidas de
dominó en el Club del Comercio, los mismos libros de amor, las visitas
dominicales al cementerio. Era el óxido de la rutina, tan denigrado y tan
temido, pero que a él lo había protegido de la conciencia de la edad. Sin
embargo, un domingo de diciembre, cuando ya los rosales de las tumbas les
habían ganado a las cizallas, vio las golondrinas en los cables de la luz
eléctrica recién instalada, y se dio cuenta de golpe de cuánto tiempo había
pasado desde la muerte de su madre, y cuánto desde el asesinato de Olimpia
Zuleta, y tantos cuántos desde aquella otra tarde del diciembre lejano en que
Fermina Daza le mandó una carta diciéndole que sí, que lo amaría hasta siempre.
Hasta entonces se había comportado como si el tiempo no pasara para él sino
para los otros. Apenas la semana anterior se había encontrado en la calle con
una de las tantas parejas que se casaron gracias a las cartas escritas por él,
y no reconoció al hijo mayor, que era su ahijado. Resolvió el bochorno con el
aspaviento convencional: “¡Carajo, si ya es un hombre!”. Seguía siendo así, aun
después de que el cuerpo empezó a mandarle las primeras señales de alarma,
porque siempre había tenido la salud de piedra de los enfermizos. Tránsito
Ariza solía decir: “De lo único que mi hijo ha estado enfermo es del cólera”.
Confundía el cólera con el amor, por supuesto, desde mucho antes de que se le
embrollara la memoria. Pero de todos modos se equivocaba, porque el hijo había
tenido en secreto seis blenorragias, si bien el médico decía que no eran seis
sino la misma y única que volvía a aparecer después de cada batalla perdida.
Había tenido además un incordio, cuatro crestas y seis empeines, pero ni a él
ni a ningún hombre se le hubiera ocurrido contarlos como enfermedades sino como
trofeos de guerra.
Apenas cumplidos los
cuarenta años había tenido que acudir al médico con dolores indefinidos en
distintas partes del cuerpo. Después de muchos exámenes, el médico le había
dicho: “Son cosas de la edad”. Él volvía siempre a casa sin preguntarse
siquiera si todo eso tenía algo que ver con él. Pues el único punto de
referencia de su pasado eran sus amores efímeros con Fermina Daza, y sólo lo
que tuviera algo que ver con ella tenía algo que ver con las cuentas de su
vida. De modo que la tarde en que vio las golondrinas en los cables de luz
repasó su pasado desde el recuerdo más antiguo, repasó sus amores de ocasión,
los incontables escollos que había tenido que sortear para alcanzar un puesto
de mando, los incidentes sin cuento que le había causado su determinación
encarnizada de que Fermina Daza fuera suya, y él de ella por encima de todo y
contra todo, y sólo entonces descubrió que se le estaba pasando la vida. Lo
estremeció un escalofrío de las vísceras que lo dejó sin luz, y tuvo que soltar
las herramientas de jardín y apoyarse en el muro del cementerio para que no lo
derribara el primer zarpazo de la vejez.
-¡Carajo
-se dijo aterrado-, todo hace treinta años!
Así era. Treinta años que
habían pasado también para Fermina Daza, desde luego, pero que habían sido para
ella los mas gratos y reparadores de su vida. Los días de horror del Palacio de
Casalduero estaban relegados en el basurero de la memoria. Vivía en su nueva
casa de La Manga, dueña absoluta de su destino, con un marido que volvería a
preferir entre todos los hombres del mundo si hubiera tenido que escoger otra
vez, con un hijo que prolongaba la tradición de la estirpe en la Escuela de
Medicina, y una
hija tan parecida a ella cuando tenía su edad, que a veces la perturbaba la
impresión de sentirse repetida. Había vuelto tres veces a Europa después del
viaje desgraciado que había previsto para no volver jamás por no vivir en el
espanto perpetuo.
Dios
debió escuchar por fin las oraciones de alguien: a los dos años de estancia en
París, cuando Fermina Daza y Juvenal Urbino empezaban apenas a buscar lo que
quedara del amor entre los escombros, un telegrama de media noche los despertó
con la noticia de que doña Blanca de Urbino estaba enferma de gravedad, y fue
casi alcanzado por otro con la noticia de la muerte. Regresaron de inmediato.
Fermina Daza desembarcó con una túnica de luto cuya amplitud no alcanzaba a
disimular su estado. Estaba encinta otra vez, en efecto, y la noticia dio
origen a una canción popular más maliciosa que maligna, cuyo estribillo estuvo
de moda el resto del año: Qué será lo que tiene la bella en Pans, que siempre
que va regresa a parir. A pesar de la ordinariez de la letra, el doctor Juvenal
Urbino la ordenaba hasta muchos años después en las fiestas del Club Social
como una prueba de su buen talante.
El
noble palacio del Marqués de Casalduero, de cuya existencia y blasones no se
encontró nunca una noticia cierta, fue vendido primero a la Tesorería Municipal
por un precio adecuado, y más tarde revendido por una fortuna al gobierno
central, cuando un investigador holandés estuvo haciendo excavaciones para
probar que allí estaba la tumba verdadera de Cristóbal Colón: la quinta. Las
hermanas del doctor Urbino se fueron a vivir en el convento de las Salesianas,
en reclusión sin votos, y Fermina Daza permaneció en la antigua casa de su
padre hasta que estuvo terminada la quinta de La Manga. Entró en ella pisando
firme, entró a mandar, con los muebles ingleses traídos desde el viaje de bodas
y los complementarios que hizo venir después del viaje de reconciliación, y
desde el primer día empezó a llenarla de toda clase de animales exóticos que
ella misma iba a comprar en las goletas de las Antillas. Entró con el esposo
recuperado, con el hijo bien criado, con la hija que nació a los cuatro meses
del regreso y a la cual bautizaron con el nombre de Ofelia. El doctor Urbino,
por su parte, entendió que era imposible recuperar a la es~ posa de un modo tan
completo como la tuvo en el viaje de bodas, porque la parte de amor que él
quería era la que ella le había dado a los hijos con lo mejor de su tiempo,
pero aprendió a vivir y a ser feliz con los residuos. La armonía tan anhelada
culminó por donde menos lo esperaban en una cena de gala en que sirvieron un
plato delicioso que Fermina Daza no logró identificar. Empezó con una buena
ración, pero le gustó tanto que repitió con otra igual, y estaba lamentando no
servirse la tercera por remilgos de urbanidad, cuando se enteró de que acababa
de comerse con un placer insospechado dos platos rebosantes de puré de
berenjena. Perdió con galanura: a partir de entonces, en la quinta de La Manga
se sirvieron berenjenas en todas sus formas casi con tanta frecuencia como en
el Palacio de Casalduero, y eran tan apetecidas por todos que el doctor Juvenal
Urbino alegraba los ratos libres de la vejez repitiendo que quería tener otra
hija para ponerle el nombre bien amado en la casa: Berenjena Urbino.
Fermina
Daza sabía entonces que la vida privada, al contrario de la vida pública, era
tornadiza e imprevisible. No le era fácil establecer diferencias reales entre
los niños y los adultos, pero en último análisis prefería a los niños, porque
tenían criterios más ciertos. Apenas doblado el cabo de la madurez, desprovista
por fin de cualquier espejismo, empezó a vislumbrar el desencanto de no haber
sido nunca lo que soñaba ser cuando era joven, en el parque de Los Evangelios,
sino algo que nunca se atrevió a decirse ni siquiera a sí misma: una sirvienta
de lujo. En sociedad terminó por ser la más amada, la más complacida, y por lo
mismo la más temida, pero en nada se le exigía con más rigor ni se le perdonaba
menos que en el gobierno de la casa. Siempre se sintió viviendo una vida
prestada por el esposo: soberana absoluta de un vasto imperio de felicidad
edificado por él y sólo para él. Sabía que él la amaba más allá de todo, más
que a nadie en el mundo, pero sólo para él: a su santo servicio.
Si
algo la mortificaba era la cadena perpetua de las comidas diarias. Pues no sólo
tenían que estar a tiempo: tenían que ser perfectas, y tenían que ser justo lo
que él quería comer sin preguntárselo. Si ella lo hacía alguna vez, como una de
las tantas
122
ceremonias inútiles del ritual doméstico, él ni
siquiera levantaba la vista del periódico para contestar: “Cualquier cosa”. Lo
decía de verdad, con su modo amable, porqe no podía concebirse un marido menos
despótico. Pero a la hora de comer no podía ser cualquier cosa, sino justo lo
que él quería, y sin la mínima falla: que la carne no supiera a carne, que el
pescado no supiera a pescado, que el cerdo no supiera a sama, que el pollo no
supiera a plumas. Aun cuando no era tiempo de espárragos había que encontrarlos
a cualquier precio, para que él pudiera solazarse en el vapor de su propia
orina fragante. No lo culpaba a él: culpaba a la vida. Pero él era un
protagonista implacable de la vida. Bastaba el tropiezo de una duda para que
apartara el plato en la mesa, diciendo: “Esta comida está hecha sin amor”. En
ese sentido lograba estados fantásticos de inspiración. Alguna vez probó apenas
una tisana de manzanilla, y la devolvió con una sola frase: “Esta vaina sabe a
ventana”. Tanto ella como las criadas se sorprendieron, porque nadie sabía de
alguien que se hubiera bebido una ventana hervida, pero cuando probaron la
tisana tratando de entender, entendieron: sabía a ventana.
Era un marido perfecto:
nunca recogía nada del suelo, ni apagaba la luz, ni cerraba una puerta. En la
oscuridad de la mañana, cuando faltaba un botón en la ropa, ella le oía decir:
“Uno necesitaría dos esposas, una para quererla, y otra para que le pegue los
botones”. Todos los días, al primer trago de café, y a la primera cucharada de
sopa humeante, lanzaba un aullido desgarrador que ya no asustaba a nadie, y en
seguida un desahogo: “El día que me largue de esta casa' ya sabrán que ha sido
porque me aburrí de andar siempre con la boca quemada”. Decía que nunca se
hacían almuerzos tan apetitosos y distintos como los días en que él no podía
comerlos por haberse tomado un purgante, y estaba tan convencido de que era una
perfidia de la esposa, que terminó por no purgarse si ella no se purgaba con
él.
Hastiada de su
incomprensión, ella le pidió un regalo insólito en su cumpleaños: que hiciera
él por un día los oficios domésticos. Él aceptó divertido, y en efecto tomó
posesión de la casa desde el amanecer. Sirvió un desayuno espléndido, pero
olvidó que a ella le caían mal los huevos fritos y no tomaba café con leche.
Luego impartió las instrucciones para el almuerzo de cumpleaños con ocho
invitados y dispuso el arreglo de la casa, y tanto se esforzó por hacer un
gobierno mejor que el de ella, que antes del mediodía tuvo que capitular sin un
gesto de vergüenza. Desde el primer momento se dio cuenta de no tener la menor
idea de dónde estaba nada, sobre todo en la cocina, y las sirvientas le dejaron
revolverlo todo para buscar cada cosa, pues también ellas jugaron el juego. A
las diez no se habían tomado decisiones para el almuerzo porque todavía no
estaba terminada la limpieza de la casa ni el arreglo del dormitorio, el baño
se quedó sin lavar, olvidó poner el papel higiénico, cambiar las sábanas, y
mandar al cochero a buscar los hijos, y confundió los oficios de las criadas:
ordenó a la cocinera que arreglara las camas y puso a cocinar a las camareras.
A las once, cuando ya estaban a punto de llegar los invitados, era tal el caos
en la casa, que Fermina Daza reasumió el mando, muerta de risa, pero no con la
actitud triunfal que hubiera querido, sino estremecida de compasión por la
inutilidad doméstica del esposo. Él respiró por la herida con el argumento de
siempre: “Al menos no me fue tan mal como te iría a ti tratando de curar
enfermos”. Pero la lección fue útil, y no sólo para él. En el curso de los años
ambos llegaron por distintos caminos a la conclusión sabia de que no era
posible vivir juntos de otro modo, ni amarse de otro modo: nada en este mundo
era más difícil que el amor.
En la plenitud de su nueva
vida, Fermina Daza veía a Florentino Ariza en diversas ocasiones públicas, y
con tanta más frecuencia cuanto más ascendía él en su trabajo, pero aprendió a
verlo con tanta naturalidad que más de una vez se olvidó de saludarlo por
distracción. Oía hablar de él a menudo, porque en el mundo de los negocios era
un tema constante su escalada cautelosa pero incontenible en la C.F.C. Lo veía
mejorar sus modales, su timidez se decantaba como una cierta lejanía
enigmática, le sentaba bien un ligero aumento de peso, le convenía la lentitud
de la edad, y había sabido resolver con dignidad la calvicie arrasadora. Lo
único que siguió desafiando hasta siempre al tiempo y a la moda fueron sus
atuendos sombríos, las levitas anacrónicas, el sombrero único, las corbatas de
cintas de poeta de la mercería de su madre, el paraguas siniestro. Fermina Daza
se fue acostumbrando a verlo de otro modo, y terminó por no relacionarlo con el
adolescente lánguido que se sentaba a suspirar por ella bajo los ventarrones de
hojas amarillas del parque de Los Evangelios. En todo caso, nunca lo vio con
indiferencia, y siempre se alegró con las buenas noticias que le daban sobre
él, porque poco a poco la iban aliviando de su culpa.
Sin
embargo, cuando ya lo creía borrado por completo de la memoria, reapareció por
donde menos lo esperaba convertido en un fantasma de sus nostalgias. Fueron las
primeras auras de la vejez, cuando empezó a sentir que algo irreparable había
ocurrido en su vida siempre que oía tronar antes de la lluvia. Era la herida
incurable del trueno solitario, pedregoso y puntual, que retumbaba todos los
días de octubre a las tres de la tarde en la sierra de Villanueva, y cuyo
recuerdo se iba haciendo más reciente con los años. Mientras que los recuerdos
nuevos se confundían en la memoria a los pocos días, los del viaje legendario
por la provincia de la prima Hildebranda se iban volviendo tan vívidos que
parecían de ayer, con la nitidez perversa de la nostalgia. Se acordaba de
Manaure, el de la sierra, su calle única, recta y verde, sus pájaros de buen
agüero, la casa de los espantos donde despertaba con la camisa empapada por las
lágrimas inagotables de Petra Morales, muerta de amor muchos años antes en la
misma cama en que ella dormía. Se acordaba del sabor de las guayabas de
entonces que nunca más había vuelto a ser el mismo, de los presagios tan
intensos que su rumor se confundía con el de la lluvia, de las tardes de
topacio de San Juan del César, cuando salía a pasear con su corte de primas
alborotadas y llevaba los dientes apretados para que no se le saliera el
corazón por la boca a medida que se acercaban a la telegrafía. Vendió de
cualquier modo la casa de su padre porque no podía soportar el dolor de la
adolescencia, la visión del parquecito desolado desde el balcón, la fragancia
sibilina de las gardenias en las noches de calor, el susto del retrato de dama
antigua la tarde de febrero en que se decidió su destino, y hacia dondequiera
que se revolvía su memoria de aquellos tiempos tropezaba con el recuerdo de
Florentino Ariza. Sin embargo, siempre tuvo bastante serenidad para darse
cuenta de que no eran recuerdos de amor, ni de arrepentimiento, sino la imagen
de un sinsabor que le dejaba un rastro de lágrimas. Sin saberlo, estaba
amenazada por la misma trampa de compasión que había perdido a tantas víctimas
desprevenidas de Florentino Ariza.
Se
aferró al esposo. Y justo por la época en que él la necesitaba más, porque iba
delante de ella con diez años de desventaja tantaleando solo entre las nieblas
de la vejez, y con las desventajas peores de ser hombre y más débil. Terminaron
por conocerse tanto, que antes de los treinta años de casados eran como un
mismo ser dividido, y se sentían incómodos por la frecuencia con que se
adivinaban el pensamiento sin proponérselo, o por el accidente ridículo de que
el uno se anticipara en público a lo que el otro iba a decir. Habían sorteado
juntos las incomprensiones cotidianas, los odios instantáneos, las porquerías
recíprocas y los fabulosos relámpagos de gloria de la complicidad conyugal. Fue
la época en que se amaron mejor, sin prisa y sin excesos, y ambos fueron más
conscientes y agradecidos de sus victorias inverosímiles contra la adversidad.
La vida había de depararles todavía otras pruebas mortales, por supuesto, pero
ya no importaba: estaban en la otra orilla.
Con
ocasión de las festividades del nuevo siglo hubo un novedoso programa de actos
públicos, el más memorable de los cuales fue el primer viaje en globo, fruto de
la iniciativa inagotable del doctor Juvenal Urbino. Media ciudad se concentró
en la Playa del Arsenal para admirar la elevación del enorme balón de tafetán
con los colores de la bandera, que llevó el primer correo aéreo a San Juan de
la Ciénaga, unas treinta leguas al nordeste en línea recta. El doctor juvenal
Urbino y su esposa, que habían conocido la emoción del vuelo en la Exposición
Universal de París, fueron los primeros en subir a la barquilla de mimbre, con
el ingeniero de vuelo y seis invitados notables. Llevaban una carta del
gobernador provincial para las autoridades municipales de San Juan de la
Ciénaga, en la cual se establecía para la historia que aquel era el primer
correo transportado por los aires. Un cronista de El Diario del Comercio le
preguntó al doctor Juvenal Urbino cuáles serían sus últimas palabras si
pereciera en la aventura, y él no se demoró para pensar la respuesta que había
de merecerle tantas injurias:
124
Perdido entre la cándida
muchedumbre que cantaba el Himno Nacional mientras el globo ganaba altura,-
Florentino Ariza se sintió de acuerdo con alguien a quien le oyó comentar en el
tumulto que aquélla no era una aventura propia de una mujer, y menos a la edad
de Fermina Daza. Pero no fue tan peligrosa, después de todo. O al menos no tan
peligrosa como depresiva. El globo llegó sin contratiempos a su destino,
después de un viaje apacible por un cielo de un azul inverosímil. Volaron bien,
muy bajo, con viento plácido y favorable, primero por las estribaciones de las
crestas nevadas, y luego sobre el vasto piélago de la Ciénaga Grande.
Desde el cielo, como las
veía Dios, vieron las ruinas de la muy antigua y heroica ciudad de Cartagena de
Indias, la más bella del mundo, abandonada de sus pobladores por el pánico del
cólera, después de haber resistido a toda clase de asedios de ingleses y tropelías
de bucaneros durante tres siglos. Vieron las murallas intactas, la maleza de
las calles, las fortificaciones devoradas por las trinitarias, los palacios de
mármoles y altares de oro con sus virreyes podridos de peste dentro de las
armaduras.
Volaron sobre los
palafitos de las Trojas de Cataca, pintados de colores de locos, con tambos
para criar iguanas de comer, y colgajos de balsaminas y astromelias en los
jardines lacustres. Cientos de niños desnudos se lanzaban al agua alborotados
por la gritería de todos, se tiraban por las ventanas, se tiraban desde los
techos de las casas y desde las canoas que conducían con una habilidad
asombrosa, y se zambullían como sábalos para rescatar los bultos de ropa, los
frascos de tabonucos para la tos, las comidas de beneficencia que la hermosa
mujer del sombrero de plumas les arrojaba desde la barquilla del globo.
Volaron sobre el océano de
sombras de los plantíos de banano, cuyo silencio se elevaba hasta ellos como un
vapor letal, y Fermina Daza se acordó de ella misma a los tres años, a los
cuatro quizás, paseando por la floresta sombría de la mano de su madre, que
también era casi una niña en medio de otras mujeres vestidas de muselina, igual
que ella, con sombrillas blancas y sombreros de gasa. El ingeniero del globo,
que iba observando el mundo con un catalejo, dijo: “Parecen muertos”. Le pasó
el catalejo al doctor Juvenal Urbino, y éste vio las carretas de bueyes entre
los sembrados, las guardarrayas de la línea del tren, las acequias heladas, y
dondequiera que fijó sus ojos encontró cuerpos humanos esparcidos. Alguien dijo
saber que el cólera estaba haciendo estragos en los pueblos de la Ciénaga
Grande. El doctor Urbino, mientras hablaba, no dejó de mirar por el catalejo.
-Pues debe ser una
modalidad muy especial del cólera -dijo-, porque cada muerto tiene su tiro de
gracia en la nuca.
Poco después volaron sobre
un mar de espumas, y descendieron sin novedad en un playón ardiente, cuyo suelo
agrietado de salitre quemaba como fuego vivo. Allí estaban las autoridades sin
más protección contra el sol que los paraguas de diario, estaban las escuelas
primarias agitando banderitas al compás de los himnos, las reinas de la belleza
con flores achicharradas y coronas de cartón de oro, y la papayera de la
próspera población de Gayra, que era por aquellos tiempos la mejor de la costa
caribe. Lo único que quería Fermina Daza era ver otra vez su pueblo natal, para
confrontarlo con sus recuerdos más antiguos, pero no se lo permitieron a nadie
por los riesgos de la peste. El doctor Juvenal Urbino entregó la carta
histórica, que luego se traspapeló y nunca más se supo de ella, y la comitiva
en pleno estuvo a punto de asfixiarse en el sopor de los discursos. Al final
los llevaron en mulas hasta el embarcadero de Pueblo Viejo, donde la ciénaga se
juntaba con el mar, porque el ingeniero no consiguió que el globo volviera a
elevarse. Fermina Daza estaba segura de haber pasado por ahí con su madre, muy
niña, en una carreta tirada por una yunta de bueyes. Ya siendo mayor se lo
había contado varias veces a su padre, y él murió empecinado en que no era
posible que ella lo recordara.
-Recuerdo muy bien ese viaje, y fue exacto -le dijo él-, pero sucedió por lo menos cinco años antes que tú nacieras.
-Recuerdo muy bien ese viaje, y fue exacto -le dijo él-, pero sucedió por lo menos cinco años antes que tú nacieras.
Los
miembros de la expedición en globo regresaron tres días después al puerto de
origen, estragados por una mala noche de tormenta, y fueron recibidos como
héroes. Perdido en la muchedumbre, desde luego, estaba Florentino Ariza, quien
reconoció en el semblante de Fermina Daza las huellas del pavor. Sin embargo,
esa misma tarde volvió a verla en una exhibición de ciclismo, también
patrocinada por el esposo, y no le quedaba ningún vestigio de cansancio.
Manejaba un velocípedo insólito que más bien parecía un aparato de circo, con
una rueda delantera muy alta sobre la cual iba sentada, y una posterior muy
pequeña que apenas le servía de apoyo. Iba vestida con unos calzones bombachos
de cenefas coloradas que provocaron el escándalo de las señoras mayores y el desconcierto
de los caballeros, pero nadie fue indiferente a su destreza.
Esa,
y tantas otras a lo largo de tantos años, eran imágenes efímeras que se le
aparecían de pronto a Florentino Ariza, cuando le daba la gana al azar, y
volvían a desaparecer del mismo modo dejando en su corazón una trilla de
ansiedad. Pero marcaban la pauta de su vida, pues él había conocido la sevicia
del tiempo no tanto en carne propia como en los cambios imperceptibles que
notaba en Fermina Daza cada vez que la veía. Cierta noche entró en el Mesón de
don Sancho, un restaurante colonial de alto vuelo, y ocupó el rincón más
apartado, como solía hacerlo cuando se sentaba solo a comer sus meriendas de
pajarito. De pronto vio a Fermina Daza en el gran espejo del fondo, sentada a
la mesa con el marido y dos parejas más, y en un ángulo en que él podía verla
reflejada en todo su esplendor. Estaba indefensa, conduciendo la conversación
con una gracia y una risa que estallaban como fuegos de artificio, y su belleza
era más radiante bajo las enormes arañas de lágrimas: Alicia había vuelto a
atravesar el espejo.
Florentino
Ariza la observó a su gusto con el aliento en vilo, la vio comer, la vio probar
apenas el vino, la vio bromear con el cuarto don Sancho de la estirpe, vivió
con ella un instante de su vida desde su mesa solitaria, y durante más de una
hora se paseó sin ser visto en el recinto vedado de su intimidad. Luego se tomó
cuatro tazas más de café para hacer tiempo, hasta que la vio salir confundida
con el grupo. Pasaron tan cerca, que él distinguió el olor de ella entre las
ráfagas de otros perfumes de sus acompañantes.
Desde
esa noche, y durante casi un año, mantuvo un asedio tenaz al propietario del
mesón, ofreciéndole lo que quisiera, en dinero o en favores, en lo que más
hubiera ansiado en la vida, para que le vendiera el espejo. No fue fácil, pues
el viejo don Sancho creía en la leyenda de que aquel precioso marco tallado por
ebanistas vieneses era gemelo de otro que perteneció a María Antonieta, y que
había desaparecido sin dejar rastros: dos joyas únicas. Cuando por fin cedió,
Florentino Ariza colgó el espejo en la sala de su casa, no por los primores del
marco, sino por el espacio interior, que había sido ocupado durante dos horas
por la imagen amada.
Casi
siempre que vio a Fermina Daza, iba del brazo de su esposo, en un concierto
perfecto, moviéndose ambos dentro de un ámbito propio, con una asombrosa
fluidez de siameses que sólo discordaba cuando lo saludaban a él. En efecto, el
doctor juvenal Urbino le estrechaba la mano con un afecto cálido, y hasta se
permitía en ocasiones una palmada en el hombro. Ella, en cambio, lo mantenía
condenado al régimen impersonal de los formalismos, y nunca hizo un gesto
mínimo que le permitiera sospechar que lo recordaba desde sus tiempos de soltera.
Vivían en dos mundos divergentes, pero mientras él hacía toda clase de
esfuerzos por reducir la distancia, ella no dio un solo paso que no fuera en
sentido contrario. Pasó mucho tiempo antes de que él se atreviera a pensar que
aquella indiferencia no era más que una coraza contra el miedo. Se le ocurrió
de pronto, en el bautizo del primer buque de agua dulce construido en los
astilleros locales, que fue también la primera ocasión oficial en que
Florentino Ariza representó al tío León XII como primer vicepresidente de la
C.F.C. Esta coincidencia revistió el acto de una solemnidad especial, y no
faltó nadie que tuviera alguna significación en la vida de la ciudad.
126
Florentino
Ariza estaba ocupándose de sus invitados en el salón principal del buque,
todavía oloroso a pintura reciente y alquitrán derretido, cuando una salva de
aplausos estalló en los muelles y la banda atacó una marcha triunfal. Tuvo que reprimir
el estremecimiento ya casi tan antiguo como él mismo cuando vio a la hermosa
mujer de sus sueños del brazo del esposo, espléndida en su madurez, desfilando
como una reina de otro tiempo por entre la guardia de honor en uniforme de
parada, bajo una tormenta de serpentinas y pétalos naturales que le arrojaban
desde las ventanas. Ambos respondían con la mano a las ovaciones, pero ella era
tan deslumbrante que parecía ser la única en medio de la muchedumbre, vestida
toda de un dorado imperial, desde las zapatillas de tacones altos y las colas
de zorros en el cuello, hasta el sombrero de campana.
Florentino Ariza los
esperó en el puente, junto con las autoridades provinciales, en medio del
estruendo de la música y los cohetes y los tres bramidos densos del buque que
dejaron el muelle empapado de vapor. Juvenal Urbino saludó a la fila de
recepción con aquella naturalidad tan suya que hacía pensar a cada uno que le
tenía un afecto especial: primero el capitán del buque en uniforme de gala,
después el arzobispo, después el gobernador con su esposa y el alcalde con la
suya, y después el jefe militar de la plaza, que era un andino recién Regado. A
continuación de las autoridades estaba Florentino Ariza, vestido de paño
oscuro, casi invisible entre tantos notables. Luego de saludar al comandante de
la plaza, Fermina pareció vacilar ante la mano tendida de Florentino Ariza. El
militar, dispuesto a presentarlos, le preguntó a ella si no se conocían. Ella
no dijo ni que sí ni que no, sino que le tendió la mano a Florentino Ariza con
una sonrisa de salón. Aquello había ocurrido en dos ocasiones del pasado, y
había de ocurrir otras veces, y Florentino Ariza lo asimiló siempre como un
comportamiento propio del carácter de Fermina Daza. Pero aquella tarde se
preguntó con su infinita capacidad de ilusión si una indiferencia tan
encarnizada no sería un subterfugio para disimular un tormento de amor.
La sola idea le alborotó
las querencias. Volvió a rondar la quinta de Fermina Daza con las mismas ansias
con que lo hacía tantos años antes en el parquecito de Los Evangelios, pero no
con la intención calculada de que ella lo viera, sino con la única de verla
para saber que continuaba en el mundo. Sólo que entonces le era difícil pasar
inadvertido. El barrio de La Manga estaba en una isla semidesértica, separada
de la ciudad histórica por un canal de aguas verdes, y cubierta por matorrales
de icaco que habían sido guaridas de enamorados dominicales durante la Colonia.
En años recientes habían demolido el viejo puente de piedra de los españoles, y
construyeron uno de material con globos de luces, para dar paso a los nuevos
tranvías de mulas. Al principio, los habitantes de La Manga tenían que soportar
un suplicio que no se tuvo en cuenta en el proyecto, y era dormir tan cerca de
la primera planta eléctrica que tuvo la ciudad, cuya trepidación era un temblor
de tierra continuo. Ni el doctor Juvenal Urbino con todo su poder había logrado
que la mudaran para donde no estorbara, hasta que intercedió en favor suyo su
comprobada complicidad con la Divina Providencia. Una noche estalló la caldera
de la planta con una explosión pavorosa, voló por encima de las casas nuevas,
atravesó media ciudad por los aires y desbarató la galería mayor del antiguo
convento de San Julián el Hospitalario. El viejo edificio en ruinas había sido
abandonado a principios de aquel año, pero la caldera les causó la muerte a
cuatro presos que se habían fugado a prima noche de la cárcel local y estaban
escondidos en la capilla.
Aquel suburbio apacible,
con tan bellas tradiciones de amor, no fue en cambio muy propicio para los
amores contrariados cuando se convirtió en barrio de lujo. Las calles eran
polvorientas en verano, pantanosas en invierno y desoladas durante todo el año,
y las casas escasas estaban escondidas entre jardines frondosos, con terrazas
de mosaicos en vez de los balcones volados de antaño, como hechas a propósito
para desalentar a los enamorados furtivos. Menos mal que en aquella época se
impuso la moda de pasear por las tardes en las viejas victorias de alquiler
arregladas para un solo caballo, y el recorrido terminaba en una eminencia
desde donde se apreciaban los crepúsculos desgarrados de octubre mejor que
desde la torre del faro, y se veían los tiburones sigilosos acechando la playa
de los seminaristas, y el transatlántico de los jueves, inmenso y blanco, que
casi podía tocarse con las manos cuando pasaba por el canal
del puerto. Florentino Ariza solía alquilar una victoria después de una jornada
dura en la oficina, pero no le plegaba la capota como era la costumbre en los
meses de calor, sino que permanecía escondido en el fondo del asiento,
invisible en la sombra, siempre solo, y ordenando rumbos imprevistos para no
alborotar los malos pensamientos del cochero. Lo único que en realidad le
interesaba del paseo era el partenón de mármol rosado medio oculto entre matas
de plátano y mangos frondosos, réplica sin fortuna de las mansiones idílicas de
los algodonales de Luisiana. Los hijos de Fermina Daza volvían a casa poco
antes de las cinco. Florentino Ariza los veía llegar en el coche de la familia,
y veía salir después al doctor juvenal Urbino para sus visitas médicas de
rutina, pero en casi un año de rondas no pudo ver ni siquiera el celaje que
anhelaba.
Una
tarde en que insistió en el paseo solitario a pesar de que estaba cayendo el
primer aguacero devastador de junio, el caballo resbaló en el fango y se fue de
bruces. Florentino Ariza se dio cuenta con horror de que estaban justo frente a
la quinta de Fermina Daza, y le hizo una súplica al cochero, sin pensar que su
consternación podía delatarlo.
-Aquí
no, por favor -le gritó---. En cualquier parte menos aquí.
Ofuscado
por el apremio, el cochero trató de levantar el caballo sin desengancharlo, y
el eje del coche se rompió. Florentino Ariza salió como pudo, y soportó la
vergüenza bajo el rigor de la lluvia hasta que otros paseantes se ofrecieron
para llevarlo a su casa. Mientras esperaba, una criada de la familia Urbino lo
había visto con la ropa ensopada y chapaleando en el fango hasta las rodillas,
y le llevó un paraguas para que se guareciera en la terraza. Florentino Ariza
no había soñado con tanta fortuna en el más desaforado de sus delirios, pero
aquella tarde hubiera preferido morir a dejarse ver por Fermina Daza en
semejante estado.
Cuando
vivían en la ciudad vieja, Juvenal Urbino y su familia iban los domingos a pie
desde su casa hasta la catedral, a la misa de ocho, que era más un acto mundano
que religioso. Más tarde, cuando cambiaron de casa, siguieron yendo en el coche
durante varios años, y a veces se demoraban en tertulias de amigos bajo las
palmeras del parque. Pero cuando construyeron el templo del seminario conciliar
en La Manga, con playa privada y cementerio propio, ya no volvieron a la
catedral sino en ocasiones muy solemnes. Ignorante de estos cambios, Florentino
Ariza esperó varios domingos en la terraza del Café de la Parroquia, vigilando
la salida de las tres misas. Luego cayó en la cuenta de su error y fue a la
iglesia nueva, que estuvo de moda hasta hace pocos años, y allí encontró al
doctor Juvenal Urbino con sus hijos, puntuales a las ocho en los cuatro
domingos de agosto, pero Fermina Daza no estuvo con ellos. Uno de esos domingos
visitó el nuevo cementerio contiguo, donde los residentes del barrio de La
Manga estaban construyendo sus panteones suntuosos, y el corazón le dio un
salto cuando encontró a la sombra de las grandes ceibas el más suntuoso de
todos, ya terminado, con vitrales góticos y ángeles de mármol, y con las
lápidas doradas para toda la familia en letras doradas. Entre ellas, desde
luego, la de doña Fermina Daza de Urbino de la Calle, y a continuación la del
esposo, con un epitafio común: juntos tambíén en la paz del Señor.
En
el resto del año, Fermina Daza no asistió a ninguno de los actos cívicos ni
sociales, ni siquiera los de Navidad, en los cuales ella y su marido solían ser
protagonistas de lujo. Pero donde más se notó su ausencia fue en la sesión
inaugural de la temporada de ópera. En el intermedio, Florentino Ariza
sorprendió un grupo en el que sin duda hablaban de ella sin mencionarla. Decían
que alguien la vio subir una medianoche del junio anterior en el transatlántico
de la Cunard, rumbo a Panamá, y que llevaba un velo oscuro para que no se le
notaran los estragos de la enfermedad vergonzosa que la iba consumiendo.
Alguien preguntó qué mal tan terrible podía ser para atreverse con una mujer de
tantos poderes, y la respuesta que recibió estaba saturada de una bilis negra:
-Una
dama tan distinguida no puede tener sino la tisis.
128
Florentino
Ariza sabía que los ricos de su tierra no tenían enfermedades cortas. O se
morían de repente, casi siempre en vísperas de una fiesta mayor que se echaba a
perder por el duelo, o se iban apagando en enfermedades lentas y abominables,
cuyas intimidades acababan por ser de dominio públíco. La reclusión en Panamá
era casi una penitencia obligada en la vida de los ricos. Se sometían a lo que
Dios quisiera en el Hospital de los Adventistas, un inmenso galpón blanco
extraviado en los aguaceros prehistóricos del Darién, donde los enfermos
perdían la cuenta de la poca vida que les quedaba, y en cuyos cuartos
solitarios con ventanas de anjeo nadie podía saber con certeza si el olor del
ácido fénico era de la salud o de la muerte. Los que se restablecían regresaban
cargados de regalos espléndidos que repartían a manos llenas con una cierta
angustia por hacerse perdonar la indiscreción de seguir vivos. Algunos volvían
con el abdomen atravesado de costuras bárbaras que parecían hechas con cáñamo
de zapatero, se alzaban la camisa para mostrarlas en las visitas, las
comparaban con las de otros que habían muerto sofocados por los excesos de la
felicidad, y por el resto de sus días seguían contando y volviendo a contar las
apariciones angélicas que habían visto bajo los efectos del cloroformo. En
cambio, nadie conoció nunca la visión de los que no regresaron, y entre éstos
los más tristes: los que murieron desterrados en el pabellón de los tísicos,
más por la tristeza de la lluvia que por las molestias de la enfermedad.
Puesto a escoger,
Florentino Ariza no sabía qué hubiera preferido para Fermina Daza. Pero antes
que nada prefería la verdad, así fuera insoportable, y por mucho que la buscó
no dio con ella. Le resultaba inconcebible que nadie pudiera darle al menos un
indicio para confirmar la versión. En el mundo de los buques fluviales, que era
el suyo, no había misterio que pudiera conservarse ni confidencia que se
pudiera guardar. Sin embargo, nadie había oído hablar de la mujer del velo
negro. Nadie sabía nada, en una ciudad donde todo se sabía, y donde muchas
cosas se sabían inclusive antes de que ocurrieran. Sobre todo las cosas de los
ricos. Pero tampoco nadie tenía explicación alguna para la desaparición de
Fermina Daza. Florentino Ariza seguía rodando La Manga, oyendo misas sin
devoción en la basílica del seminario, asistiendo a actos cívicos que nunca le
hubieran interesado en otro estado de ánimo, pero el paso del tiempo no hacía
sino aumentar el crédito de la versión. Todo parecía normal en la casa de los
Urbino, salvo la falta de la madre.
En medio de tantas
averiguaciones encontró otras noticias que no conocía, o que no andaba
buscando, y entre ellas la de la muerte de Lorenzo Daza en la aldea cantábrica
donde había nacido. Recordaba haberlo visto durante muchos años en las
bulliciosas guerras de ajedrez del Café de la Parroquia, con la voz estragada
de tanto hablar, y más gordo y áspero a medida que sucumbía en las arenas
movedizas de una mala vejez. No habían vuelto a dirigirse la palabra desde el
ingrato desayuno de anisado del siglo anterior, y Florentino Ariza estaba
seguro de que Lorenzo Daza seguía recordándolo con tanto rencor como él, aun
después de conseguir para la hija el matrimonio de fortuna que se le había
convertido en la única razón de estar vivo. Pero seguía tan decidido a
encontrar una información inequívoca sobre la salud de Fermina Daza, que había
vuelto al Café de la Parroquia para obtenerla de su padre, por la época en que
se celebró allí el torneo histórico en que Jeremiah de Saint-Amour se enfrentó
solo a cuarenta y dos adversarios. Fue así como se enteró de que Lorenzo Daza
había muerto, y se alegró de todo corazón, aun a sabiendas de que el precio de
aquella alegría podía ser el seguir viviendo sin la verdad. Al final admitió
como cierta la versión del hospital de desahuciados, sin más consuelo que un
refrán conocido: Mujer enferma, mujer eterna. En sus días de desaliento, se
conformaba con la idea de que la noticia de la muerte de Fermina Daza, en caso
de que ocurriera, le llegaría de todos modos sin buscarla.
No iba a llegarle nunca.
Pues Fermina Daza estaba viva y saludable en la hacienda donde su prima
Hildebranda' Sánchez vivía olvidada del mundo, a media legua del pueblo de
Flores de María. Se había ido sin escándalo, de común acuerdo con el esposo,
embrollados ambos como adolescentes con la única crisis seria que habían
sufrido en veinticinco años de un matrimonio estable. Los había sorprendido en
el reposo de la madurez, cuando ya se sentían a salvo de cualquier emboscada de
la adversidad, con los hijos
grandes y bien criados, y con el porvenir abierto para aprender a ser viejos
sin amarguras. Había sido algo tan imprevisto para ambos, que no quisieron
resolverlo a gritos, con lágrimas y mediadores, como era de uso natural en el
Caribe, sino con la sabiduría de las naciones de Europa, y de tanto no ser ni
de aquí ni de allá terminaron chapaleando en una situación pueril que no era de
ninguna parte. Por último, ella había decidido irse, sin saber siquiera por
qué, ni para qué, por pura rabia, y él no había sido capaz de persuadirla,
impedido por su conciencia de culpa.
Fermina
Daza, en efecto, se había embarcado a media noche dentro del mayor sigilo y con
la cara cubierta con una mantilla de luto, pero no en un transatlántico de la
Cunard con destino a Panamá, sino en el buquecito regular de San Juan de la
Ciénaga, la ciudad donde nació y vivió hasta la pubertad, y cuya nostalgia se
iba haciendo insoportable con los años. Contra la voluntad del marido y las
costumbres de la época, no llevó más acompañante que una ahijada de quince años
que se había criado con la servidumbre de su casa, pero habían dado aviso de su
viaje a los capitanes de los barcos y a las autoridades de cada puerto. Cuando
tomó la determinación irreflexiva, les anunció a los hijos que se iba a
temperar por tres meses donde la tía Hildebranda, pero estaba decidida a
quedarse. El doctor Juvenal Urbino conocía muy bien la entereza de su carácter,
y estaba tan atribulado que lo aceptó con humildad como un castigo de Dios por
la gravedad de sus culpas. Pero no se habían perdido de vista las luces del
barco cuando ya ambos estaban arrepentidos de sus flaquezas.
A
pesar de que mantuvieron una correspondencia formal sobre el estado de los
hijos y otros asuntos de la casa, transcurrieron casi dos años sin que ni el
uno ni el otro encontrara un camino de regreso que no estuviera minado por el
orgullo. Los hijos fueron a pasar en Flores de María las vacaciones escolares
del segundo año, y Fermina Daza hizo lo imposible por parecer conforme con su nueva
vida. Esa fue al menos la conclusión que sacó juvenal Urbino de las cartas del
hijo. Además, en esos días estuvo por allí en gira pastoral el obispo de
Riohacha, montado bajo palio en su célebre mula blanca con gualdrapas bordadas
de oro. Detrás vinieron peregrinos de comarcas remotas, músicos de acordeones,
vendedores ambulantes de comidas y amuletos, y la hacienda estuvo tres días
desbordada de inválidos y desahuciados, que en realidad no venían por los
sermones doctos y las indulgencias plenarias, sino por los favores de la mula,
de la cual se decía que hacía milagros a escondidas del dueño. El obispo había
sido muy de la casa de los Urbino de la Calle desde sus años de cura raso, y un
mediodía se escapó de su feria para almorzar en la hacienda de Hildebranda.
Después del almuerzo, en el cual sólo se habló de asuntos terrenales, llevó
aparte a Fermina Daza y quiso oírla en confesión. Ella se negó, de un modo
amable pero firme, con el argumento explícito de que no tenía nada de que
arrepentirse. Aunque no fue ese su propósito, al menos consciente, se quedó con
la idea de que su respuesta iba a llegar adonde debía.
El
doctor Juvenal Urbino solía decir, no sin cierto cinismo, que aquellos dos años
amargos de su vida no fueron culpa suya, sino de la mala costumbre que tenía su
esposa de oler la ropa que se quitaba la familia, y la que se quitaba ella
misma, para saber por el olor si había que mandarla a lavar, aunque pareciera
limpia a primera vista. Lo hacía desde niña, y nunca creyó que se notara tanto,
hasta que su marido se dio cuenta la misma noche de bodas. Se dio cuenta
también de que fumaba por lo menos tres veces al día encerrada en el baño, pero
esto no le llamó la atención, pues las mujeres de su clase solían encerrarse en
grupos a hablar de hombres y a fumar, y aun a beber aguardiente de a dos
cuartillos hasta quedar tiradas por los suelos con una marimonda de albañil.
Pero la costumbre de husmear cuanta ropa encontraba a su paso, no sólo le
pareció improcedente, sino peligrosa para la salud. Ella lo tomaba a broma,
como tomaba todo lo que no quería discutir, y decía que no era por simple
adorno por lo que Dios le había puesto en la cara aquella acuciosa nariz de
oropéndola. Una mañana, mientras ella andaba de compras, la servidumbre
alborotó el vecindario buscando al hijo de tres años que no habían podido
encontrar en ningún escondite de la casa. Ella llegó en medio del pánico, dio
dos o tres vueltas de mastín rastreador, y encontró al hijo dormido dentro de
un ropero, donde nadie pensó que pudiera esconderse. Cuando el marido atónito
le preguntó cómo lo había encontrado, ella le contestó:
130
La verdad es que el olfato
no le servía sólo para lavar la ropa o para encontrar niños perdidos: era su
sentido de orientación en todos los órdenes de la vida, y sobre todo de la vida
social. Juvenal Urbino lo había observado a lo largo de su matrimonio, sobre
todo al principio, cuando ella era la advenediza en un ambiente predispuesto en
contra suya desde hacía trecientos años, y sin embargo braceaba por entre
frondas de corales acuchillados sin tropezar con nadie, con un dominio del
mundo que no podía ser sino un instinto sobrenatural. Esa facultad temible, que
lo mismo podía tener origen en una sabiduría milenaria que en un corazón de
pedernal, tuvo su hora de desgracia un mal domingo antes de la misa, cuando
Fermina Daza olfateó por pura rutina la ropa que había usado su marido la tarde
anterior, y padeció la sensación perturbadora de haber tenido a un hombre
distinto en la cama.
Olfateó primero el saco y
el chaleco mientras quitaba del ojal el reloj de leontina y sacaba el lapicero
y la billetera y las pocas monedas sueltas de los bolsillos y lo iba poniendo
todo sobre el tocador, y después olfateó la camisa abastillada mientras quitaba
el pisacorbatas y las mancornas de topacio de los puños y el botón de oro del
cuello postizo, y después olfateó los pantalones mientras sacaba el llavero con
once llaves y el cortaplumas con cachas de nácar, y olfateó por último los
calzoncillos y las medias y el pañuelo de hilo con su monograma bordado. No
había la menor sombra de duda: en cada una de las prendas había un olor que no
había estado en ellas en tantos años de vida en común, un olor imposible de
definir, porque no era de flores ni de esencias artificiales, sino de algo
propio de la naturaleza humana. No dijo nada, ni volvió a encontrar el olor
todos los días, pero ya no husmeaba la ropa del marido con la curiosidad de
saber si estaba de lavar, sino con una ansiedad insoportable que le iba
carcomiendo las entrañas.
Fermina Daza no supo dónde
situar el olor de la ropa dentro de la rutina del esposo. No podía ser entre la
clase matinal y el almuerzo, pues suponía que ninguna mujer en su sano juicio
iba a hacer un amor apurado a semejantes horas, y menos con una visita,
mientras estaba pendiente de barrer la casa, arreglar las camas, hacer el
mercado, preparar el almuerzo y tal vez con la angustia de que a uno de los
niños lo mandaran de la escuela antes de tiempo descalabrado de una pedrada, y
la encontrara desnuda a las once de la mañana en el cuarto sin hacer, y para
colmo de vainas con un médico encima. Sabía, por otra parte, que el doctor
Juvenal Urbino sólo hacía el amor de noche, y mejor aún en la oscuridad
absoluta, y en último caso antes del desayuno al arrullo de los primeros
pájaros. Después de esa hora, según él decía, era más el trabajo de quitarse la
ropa y volver a ponérsela, que el placer de un amor de gallo. De modo que la
contaminación de la ropa sólo podía ocurrir en alguna de las visitas médicas, o
en cualquier momento escamoteado a sus noches de ajedrez y de cine. Esto último
era difícil de esclarecer, porque al contrario de tantas amigas suyas, Fermina
Daza era dema-siado orgullosa para espiar al marido, o para pedirle a alguien
que lo hiciera por ella. El horario de las visitas, que parecía el más
apropiado para la infidelidad, era además el más fácil de vigilar, porque el
doctor Juvenal Urbino llevaba una relación minuciosa de cada uno de sus
clientes, inclusive con el estado de cuentas de los honorarios, desde que los
visitaba por primera vez hasta que los despedía de este mundo con una cruz final
y una frase por el bienestar de su alma.
Al cabo de tres semanas,
Fermina Daza no había encontrado el olor en la ropa durante varios días, había
vuelto a encontrarlo de pronto cuando menos lo esperaba, y lo había encontrado
luego más descarnado que nunca por varios días consecutivos, aunque uno de
ellos había sido un domingo de fiesta familiar en que ella y él no se separaron
ni un instante. Una tarde se encontró en la oficina del esposo, contra su
costumbre y aun contra sus deseos, como si no fuera ella sino otra la que
estuviera haciendo algo que ella no haría jamás, descifrando con una primorosa
lupa de Bengala las intrincadas notas de visitas de los últimos meses. Era la
primera vez que entraba sola en esa oficina saturada de relentes de creosota,
atiborrada de libros empastados en pieles de animales ignotos, de grabados
turbios de grupos escolares, de pergaminos de honor, de astrolabios y puñales
de fantasía coleccionados durante años. Un santuario secreto que tuvo siempre como
la única parte de la vida privada de su marido a la que ella no tenía acceso
porque no estaba incluida en el amor, así que las pocas veces en que estuvo
allí había sido con él, siempre para asuntos fugaces. No se sentía con derecho
a entrar sola, y menos para hacer escrutinios que no le parecían decentes. Pero
allí estaba. Quería encontrar la verdad, y la buscaba con unas ansias apenas
comparables al terrible temor de encontrarla, impulsada por un ventarrón
incontrolable más imperioso que su altivez congénita, más imperioso aún que su
dignidad: un suplicio fascinante.
No
pudo sacar nada en claro, porque los pacientes de su marido, salvo los amigos
comunes, eran también parte de su dominio estanco, gentes sin identidad que no
se conocían por su cara sino por sus dolores, no por el color de sus ojos o las
evasiones de su corazón, sino por el tamaño de su hígado, el sarro de su
lengua, los grumos de su orina, las alucinaciones de sus noches de fiebre.
Gentes que creían en su esposo, que creían vivir por él cuando en realidad
vivían para él, y terminaban reducidas a una frase escrita por él de su puño y
letra al calce del expediente médico: Tranquilo, Dios te está esperando en la
puerta. Fermina Daza abandonó el estudio al cabo de dos horas inútiles con la
sensación de haberse dejado tentar por la indecencia.
Azuzada
por su fantasía, empezó a descubrir los cambios del marido. Lo encontraba
evasivo, inapetente en la mesa y en la cama, propenso a la exasperación y a las
réplicas irónicas, y cuando estaba en la casa ya no era el hombre tranquilo de
antes, sino un león enjaulado. Por primera vez desde que se casaron vigiló sus
tardanzas, las controló al minuto, y le decía mentiras para sacarle verdades,
pero luego se sentía herida de muerte por sus contradicciones. Una noche
despertó sobresaltada por un estado fantasmal, y era que su marido la estaba
mirando en la oscuridad con unos ojos que le parecieron cargados de odio. Había
sufrido un estremecimiento semejante en la flor de la juventud, cuando veía a
Florentino Ariza a los pies de la cama, sólo que su aparición no era de odio
sino de amor. Además, esta vez no era una fantasía: su marido estaba despierto
a las dos de la madrugada, y se había incorporado en la cama para mirarla
dormida, pero cuando ella le preguntó por qué lo hacía, él lo negó. Volvió a
poner la cabeza en la almohada, y dijo:
-Debió
ser que lo soñaste.
Después
de esa noche, y por otros episodios similares de esa época en que Fermina Daza
no sabía a ciencia cierta dónde terminaba la realidad y dónde empezaba el
ensueño, tuvo la revelación deslumbrante de que se estaba volviendo loca. Por
último cayó en la cuenta de que el esposo no comulgó el jueves de Corpus
Christi, ni tampoco en ningún domingo de las últimas semanas, y no encontró
tiempo para los retiros espirituales de aquel año. Cuando ella le preguntó a
qué se debían esos cambios insólitos en su salud espiritual, recibió
una
respuesta ofuscada. Ésta fue la clave decisiva, porque él no había dejado de
comulgar en una fecha tan importante desde que hizo la primera comunión a los
ocho años. De este modo se dio cuenta no sólo de que su marido estaba en pecado
mortal, sino que había resuelto persistir en él, puesto que no acudía a los
auxilios de su confesor. Nunca había imaginado que pudiera sufrirse tanto por
algo que parecía ser todo lo contrario del amor, pero en esas estaba, y
resolvió que el único recurso para no morirse era meterle fuego al cubil de
víboras que le emponzoñaba las entrañas. Así fue. Una tarde se puso a zurcir
talones de medias en la terraza, mientras su esposo terminaba su lectura diaria
después de la siesta. De pronto, interrumpió la labor, se levantó las gafas
hasta la frente, y lo interpeló sin un mínimo signo de dureza:
-Doctor.
Él
estaba sumergido en la lectura de Ole des pingouíns, la novela que todo el
mundo estaba leyendo por aquellos días, y le contestó sin salir a flote: Oui.
Ella insistió:
-Mírame
a la cara.
Él
lo hizo, mirándola sin verla en la bruma de los lentes de leer, pero no tuvo
que quitárselos para quemarse en la brasa de su mirada.
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-¿Qué es lo que pasa? -preguntó. -Tú lo sabes mejor que yo -dijo ella.
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó. -Tú lo sabes mejor que yo -dijo ella.
No dijo nada más. Volvió a
bajarse los lentes y siguió zurciendo las medias. El doctor Juvenal Urbino supo
entonces que las largas horas de ansiedad habían terminado. Al contrario de la
forma en que él prefiguraba aquel instante, no fue un sacudimiento sísmico del
corazón, sino un golpe de paz. Era el grande alivio de que hubiera sucedido más
temprano que tarde lo que tarde o temprano tenía que suceder: el fantasma de la
señorita Bárbara Lynch había entrado por fin en la casa.
El doctor Juvenal Urbino
la había conocido cuatro meses antes, esperando el turno en la consulta externa
del Hospital de la Misericordia, y se dio cuenta al instante de que algo
irreparable acababa de ocurrir en su destino. Era una mulata alta, elegante, de
huesos grandes, con la piel del mismo color y la misma naturaleza tierna de la
melaza, vestida aquella mañana con un traje rojo de lunares blancos y un
sombrero del mismo género con unas alas muy amplias que le daban sombra hasta
los párpados. Parecía de un sexo más definido que el del resto de los humanos.
El doctor juvenal Urbino no atendía en el servicio externo, pero siempre que
pasaba por allí con tiempo de sobra entraba a recordarles a sus alumnos mayores
que no hay mejor medicina que un buen diagnóstico. De modo que se las arregló
para estar presente en el examen de la mulata imprevista, cuidándose de que sus
discípulos no le notaran un gesto que no pareciera casual, y apenas sin fijarse
en ella, pero anotó muy bien en la memoria los datos de su identidad. Esa
tarde, después de la última visita, hizo pasar el coche por la dirección que
ella había dado en la consulta, y allí estaba, en efecto, tomando el fresco de
marzo en la terraza.
Era una típica casa
antillana pintada toda de amarillo hasta el techo de cinc, con ventanas de
anjeo y tiestos de claveles y helechos colgados en el portal, y asentada sobre
pilotes de madera en la marisma de la Mala Crianza. Un turpial cantaba en la
jaula colgada en el alero. En la acera de enfrente había una escuela primaria,
y los niños que salían en tropel obligaron al cochero a mantener las riendas
firmes para impedir que se espantara el caballo. Fue una suerte, pues la
señorita Bárbara Lynch tuvo tiempo de reconocer al doctor. Lo saludó con un
ademán de viejos conocidos, lo invitó a tomarse un café mientras pasaba el
desorden, y él se lo tomó encantado, en contra de su costumbre, oyéndola hablar
de ella misma, que era lo único que le interesaba desde aquella mañana y lo
único que iba a interesarle, sin un minuto de paz, en los próximos meses. En
alguna ocasión, recién casado, un amigo le había dicho delante de su esposa,
que tarde o temprano tendría que enfrentarse a una pasión enloquecedora, capaz
de poner en riesgo la estabilidad de su matrimonio. Él, que creía conocerse a
sí mismo, que conocía la fortaleza de sus raíces morales, se había reído del
pronóstico. Pues bien: ahí estaba.
La señorita Bárbara Lynch,
doctora en teología, era la hija única del reverendo Jonathan B. Lynch, un
pastor protestante, negro y enjuto, que andaba en una mula por los caseríos
indigentes de la marisma, predicando la palabra de uno de los tantos dioses que
el doctor Juvenal Urbino escribía con minúscula para distinguirlos del suyo.
Hablaba un buen castellano, con una piedrecita en la sintaxis cuyos tropiezos
frecuentes aumentaban su gracia. Iba a cumplir veintiocho años en diciembre, se
había divorciado poco antes de otro pastor, discípulo de su padre, con el que
estuvo mal casada dos años, y no le habían quedado deseos de reincidir. Dijo:
“No tengo más amor que mi turpial”. Pero el doctor Urbino era demasiado serio
para pensar que lo dijera con intención. Al contrario: se preguntó confundido
si tantas facilidades juntas no serían una trampa de Dios para después
cobrarlas con creces, pero en seguida lo apartó de su mente como un disparate
teológico debido a su estado de confusión.
Ya para despedirse, hizo
un comentario casual sobre la consulta médica de la mañana, sabiendo que nada
le gusta más a un enfermo que hablar de sus dolencias, y ella fue tan
espléndida hablando de las suyas, que él le prometió volver al día siguiente, a
las cuatro en punto, para hacerle un examen más detenido. Ella se asustó: sabía
que un médico de esa clase estaba muy por encima de sus posibilidades, pero él
la tranquilizó:
“En esta profesión tratamos de que los ricos paguen por los pobres”. Luego hizo
la nota en su cuaderno de bolsillo: señorita Bárbara Lynch, marisma de la Mala
Crianza, sábado, 4 p.m. Meses después, Fermina Daza había de leer aquella ficha
aumentada con los pormenores del diagnóstico y del tratamiento, y con la
evolución de la enfermedad. El nombre le llamó la atención, y de pronto se le
ocurrió que era una de esas artistas descarriadas de los barcos fruteros de
Nueva Orleans, pero la dirección le hizo pensar que más bien debía ser de
Jamaica, y negra, por supuesto, y la descartó sin dolor de los gustos de su
marido.
El
doctor Juvenal Urbino llegó a la cita del sábado con diez minutos de adelanto,
cuando la señorita Lynch no había acabado de vestirse para recibirlo. Desde sus
tiempos de París, cuando tenía que presentarse a un examen oral, no había
sentido una tensión semejante. Tendida en la cama de lienzo, con una tenue
combinación de seda, la señorita Lynch. era de una belleza interminable. Todo
en ella era grande e intenso: sus muslos de sirena, su piel a fuego lento, sus
senos atónitos, sus encías diáfanas de dientes perfectos, y todo su cuerpo
irradiaba un vapor de buena salud que era el olor humano que Fermina Daza
encontraba en la ropa del esposo. Había ido a la consulta externa porque sufría
de algo que ella llamaba con mucha gracia cólicos torcidos, y el doctor Urbino
pensaba que era un síntoma de no tomar a la ligera. De modo que palpó sus
órganos internos con más intención que atención, y mientras tanto iba
olvidándose de su propia sabiduría y descubriendo asombrado que aquella
criatura de maravilla era tan bella por dentro como por fuera, y entonces se
abandonó a las delicias del tacto, no ya como el médico mejor calificado del
litoral caribe, sino como un pobre hombre de Dios atormentado por el desorden
de los instintos. Sólo una vez le había ocurrido algo así en su severa vida
profesional, y había sido su día de mayor vergüenza, porque la paciente,
indignada, le apartó la mano, se sentó en la cama, y le dijo: “Lo que usted
quiere puede suceder, pero así no será”. La señorita Lynch, en cambio, se
abandonó en sus manos, y cuando no tuvo ninguna duda de que el médico ya no
estaba pensando en su ciencia, dijo:
-Yo
creía que esto era no permitido por la ética.
Él
estaba tan ensopado de sudor como si saliera vestido de un estanque, y se secó
las manos y la cara con una toalla.
-La ética --dijo- se imagina que los médicos
somos de palo. Ella le tendió una mano agradecida.
-El
hecho de que yo lo creía no quiere decir que no se pueda hacer -dijo-.
Imagínate lo que será para una pobre negra como yo que se fije en mí un hombre
con tanto ruido.
-No
he dejado de pensar en usted un solo instante -dijo él.
Fue
una confesión tan trémula que hubiera sido digna de lástima. Pero ella lo puso
a salvo de todo mal con una carcajada que iluminó el dormitorio.
-Lo
sé desde que te vi en la hospital, doctor -dijo-. Negra soy, pero no bruta.
No
fue nada fácil. La señorita Lynch quería su honra limpia, quería seguridad y
amor, en ese orden, y creía merecerlos. Le dio al doctor Urbino la oportunidad
de seducirla, pero sin entrar en el cuarto aun estando ella sola en la casa. Lo
más lejos que llegó fue a permitir que él repitiera la ceremonia de palpación y
auscultación con todas las violaciones éticas que quisiera, pero sin quitarle
la ropa. Él, por su parte, no pudo soltar la carnada una vez mordida, y
perseveró en sus asedios casi diarios. Por razones de orden práctico, la
relación continuada con la señorita Lynch le era casi imposible, pero él era
demasiado débil para detenerse a tiempo, como luego había de serlo también para
seguir adelante. Fue su límite.
El
reverendo Lynch no tenía una vida regular, se iba en cualquier momento en su
mula cargada por un lado de biblias y folletos de propaganda evangélica, y
cargada de provisiones por el otro lado, y volvía cuando menos se pensaba. Otro
inconveniente era
134
la escuela de enfrente, pues los niños cantaban
sus lecciones mirando hacia la calle por las ventanas, y lo que veían mejor era
la casa de la acera opuesta, con las puertas y las ventanas de par en par desde
las seis de la mañana, y veían a la señorita Lynch colgando la jaula en el
alero para que el turpial aprendiera las lecciones cantadas, la veían con un
turbante de colores cantándolas ella también con su brillante voz caribe
mientras hacía los oficios de la casa, y la veían después sentada en el porche
cantando sola en inglés los salmos de la tarde.
Tenían que escoger una
hora en que no estuvieran los niños, y sólo había dos posibilidades: en la
pausa del almuerzo, entre las doce y las dos, que era cuando también el doctor
almorzaba, o al final de la tarde, cuando los niños se iban a sus casas. Esta
última fue siempre la mejor hora, pero ya para entonces el doctor había
terminado sus visitas y disponía de pocos minutos para llegar a comer en
familia. El tercer problema, y el más grave para él, era su propia condición.
No le era posible ir sin el coche, que era muy conocido y debía estar siempre
en la puerta. Hubiera podido hacer cómplice al cochero, como casi todos sus
amigos del Club Social, pero eso estaba fuera del alcance de sus costumbres.
Tanto, que cuando las visitas a la señorita Lynch se hicieron demasiado
evidentes, el propio cochero familiar de librea se atrevió a preguntarle si no
sería mejor que volviera a buscarlo más tarde para que el coche no estuviera
tanto tiempo estacionado en la puerta. El doctor Urbino, en una reacción
extraña a su modo de ser, lo cortó de un tajo:
-Desde que te conozco es
la primera vez que te oigo decir algo que no debías -le dijo-. Pues bien: lo
doy por no dicho.
No había solución. En una
ciudad como ésta era imposible ocultar una enfermedad mientras el coche del
médico estuviera en la puerta. A veces el propio médico tomaba la iniciativa de
ir a pie, si la distancia lo permitía, o iba en un coche de alquiler, para
evitar suposiciones malignas o prematuras. Sin embargo, semejantes engaños no
servían de mucho, pues las recetas que se ordenaban en las farmacias permitían
descifrar la verdad, a tal punto que el doctor Urbino prescribía medicinas
falsas junto con las correctas, para preservar el derecho sagrado de los
enfermos a morirse en paz con el secreto de sus enfermedades. También podía
justificar de diversos modos honestos la presencia de su coche frente a la casa
de la señorita Lynch, pero no habría podido ser por mucho tiempo, y menos por
tanto como él hubiera deseado: toda la vida.
El mundo se le volvió un
infierno. Pues una vez saciada la locura inicial, ambos tomaron conciencia de
los riesgos, y el doctor Juvenal Urbino no tuvo nunca la decisión de afrontar el
escándalo. En los delirios de la fiebre lo prometía todo, pero después que todo
pasaba todo volvía a quedar para después. En cambio, a medida que aumentaban
las ansias de estar con ella aumentaba también el temor de perderla, de modo
que los encuentros fueron siendo cada vez más apresurados y difíciles. No
pensaba en otra cosa. Esperaba las tardes con una ansiedad insoportable, se le
olvidaban los otros compromisos, se le olvidaba todo menos ella, pero a-medida
que el coche se acercaba a la marisma de la Mala Crianza iba rogando a Dios que
un inconveniente de última hora lo obligara a pasar de largo. Iba en tal estado
de angustia, que a veces se alegraba de ver desde la esquina la cabeza
algodonada del reverendo Lynch leyendo en la terraza, y a la hija en la sala,
catequizando a los niños del barrio con los Evangelios cantados. Entonces se
iba feliz a su casa para no seguir desafiando al azar, pero después se sentía
enloquecer de ansiedad porque volvieran a ser todo el día las cinco de la tarde
de todos los días.
De modo que los amores se
volvieron imposibles cuando el coche se hizo demasiado notorio en la puerta, y
al cabo de tres meses ya no fueron nada más que ridículos. Sin tiempo para
decirse nada, la señorita Lynch se metía en el dormitorio tan pronto como veía
entrar al amante aturdido. Había adoptado la precaución de ponerse una falda
ancha los días en que lo esperaba, una preciosa pollera de Jamaica con volantes
de flores coloradas, pero sin ropa interior, sin nada, creyendo que la
facilidad iba a ayudarlo contra el miedo. Pero él malgastaba todo cuanto ella
hacía por hacerlo feliz. La seguía jadeando hasta el dormitorio, empapado de
sudor, y entraba en estampida
tirándolo todo por el suelo, el bastón, el maletín de médico, el sombrero
panamá, y hacía un amor de pánico con los pantalones enrollados en las corvas,
con el saco abotonado para que le estorbara menos, con la leontina de oro en el
chaleco, con los zapatos puestos, con todo, y más pendiente de irse cuanto
antes que de cumplir con su placer. Ella se quedaba en ayunas, entrando apenas
en su túnel de soledad, cuando ya él estaba abotonándose de nuevo, exhausto,
como si hubiera hecho el amor absoluto en la línea divisoria de la vida y la
muerte, cuando en realidad no había hecho sino lo mucho que el acto de amor
tiene de hazaña física. Pero estaba en su ley: el tiempo justo para aplicar una
inyección intravenosa en un tratamiento de rutina. Entonces regresaba a la casa
avergonzado de su debilidad, con ganas de morirse, maldiciéndose por su falta
de valor para pedirle a Fermina Daza que le bajara los pantalones y lo sentara
de culo en un brasero.
No
cenaba, rezaba sin convicción, fingía continuar en la cama la lectura de la
siesta mientras su esposa daba vueltas y vueltas por la casa poniendo el mundo
en orden antes de acostarse. A medida que cabeceaba sobre el libro iba
hundiéndose poco a poco en el manglar inevitable de la señorita Lynch, en su
vaho de floresta yacente, su cama de morir, y entonces no lograba pensar en
nada más que en las cinco menos cinco de la tarde de mañana, y ella esperándolo
en la cama sin nada más que su monte de estropajo oscuro bajo la falda de loca
de Jamaica: el círculo infernal.
Hacía
ya unos años que había empezado a tener conciencia del peso de su propio
cuerpo. Reconocía los síntomas. Los había leído en los textos, los había visto
confirmados en la vida real, en pacientes mayores sin antecedentes graves que
de pronto empezaban a describir síndromes perfectos que parecían sacados de los
libros de medicina, y que sinembargo resultaban ser imaginarios. Su maestro de
clínica infantil de La Salpétriére le había aconsejado la pediatría como la
especialidad más honesta, porque los niños sólo se enferman cuando en realidad
están enfermos, y no pueden comunicarse con el médico con palabras
convencionales sino con síntomas concretos de enfermedades reales. Los adultos,
en cambio, a partir de cierta edad, o bien tenían los síntomas sin las
enfermedades, o algo peor: enfermedades graves con síntomas de otras
inofensivas. Él los entretenía con paliativos, dándole tiempo al tiempo, hasta
que aprendían a no sentir sus achaques a fuerza de convivir con ellos en el
basurero de la vejez. Lo que nunca pensó el doctor Juvenal Urbino era que un
médico de su edad, que creía haberlo visto todo, no pudiera superar la
inquietud de sentirse enfermo cuando no lo estaba. O peor: no creer que lo
estaba, por puro prejuicio científico, cuando tal vez lo estaba en realidad. Ya
a los cuarenta años, medio en serio y medio en broma, había dicho en la
cátedra: “Lo único que necesito en la vida es alguien que me entienda”. Pero
cuando se encontró perdido en el laberinto de la señorita Lynch ya no lo pensó
en broma.
Todos
los síntomas reales o imaginarios de sus pacientes mayores se acumularon en su
cuerpo. Sentía la forma del hígado con tal nitidez, que podía decir su tamaño
sin tocárselo. Sentía el gruñido de gato dormido de sus riñones, sentía el
brillo tornasolado de su vesícula, sentía el zumbido de la sangre en sus
arterias. A veces amanecía como un pez sin aire para respirar. Tenía agua en el
corazón. Lo sentía perder el paso un instante, lo sentía retrasarse un latido
como en las marchas militares del colegio, una vez y otra vez, y al fin lo
sentía recuperarse porque Dios es grande. Pero en vez de apelar a los mismos
remedios de distracción que les daba a sus enfermos, estaba ofuscado de terror.
Era cierto: lo único que necesitaba en la vida, también a los cincuenta y ocho
años, era alguien que lo entendiera. De modo que acudió a Fermina Daza, el ser
que más lo amaba y al que más amaba en este mundo, y con la que acababa de
poner en paz su conciencia.
Pues
esto ocurrió después de que ella lo interrumpió en su lectura de la tarde para
pedirle que la mirara a la cara, y él tuvo el primer indicio de que su círculo
infernal había sido descubierto. No entendía cómo, sin embargo, porque le
habría sido imposible imaginar que Fermina Daza hubiera encontrado la verdad
por puro olfato. De todos modos, y desde mucho antes, esta no era una ciudad
buena para tener secretos. Al poco tiempo de instalados los primeros teléfonos
domésticos, varios matrimonios que parecían
136
estables se acabaron por chismes de llamadas
anónimas, y muchas familias atemorizadas suspendieron el servicio o se negaron
a tenerlo durante años. El doctor Urbino sabía que su esposa se respetaba tanto
a sí misma como para no permitir siquiera un intento de infidencia anónima por
teléfono, y no podía imaginarse a nadie tan atrevido como para hacérsela en
nombre propio. En cambio, le temía al método antiguo: un papel deslizado por debajo
de la puerta por una mano desconocida podía ser eficaz, no sólo porque
garantizaba el doble anónimo del remitente y el destinatario, sino porque su
estirpe legendaria permitía atribuirle alguna relación metafísica con los
designios de la Divina Providencia.
Los celos no conocían su
casa: durante más de treinta años de paz conyugal, el doctor Urbino se había
preciado en público muchas veces, y hasta entonces había sido cierto, de ser
como los fósforos suecos, que sólo encienden en su propia caja. Pero ignoraba
cuál podía ser la reacción de una mujer con tanto orgullo como la suya, con
tanta dignidad y con un carácter tan fuerte, frente a una infidelidad
comprobada. De modo que después de mirarla a la cara como ella se lo había
pedido, no se le ocurrió nada más que bajar otra vez la mirada para disimular
la turbación, y siguió fingiéndose extraviado en los dulces meandros de la isla
de Alca, mientras se le ocurría qué hacer. Fermina Daza, por su parte, tampoco
dijo nada más. Cuando terminó de zurcir las medias echó las cosas sin ningún
orden dentro del costurero, dio en la cocina instrucciones para la cena, y se
fue al dormitorio.
Entonces él tenía su
determinación tan bien tomada que a las cinco de la tarde no pasó por la casa
de la señorita Lynch. Las promesas de amor eterno, la ilusión de una casa
discreta para ella sola donde él pudiera visitarla sin sobresaltos, la
felicidad sin prisa hasta la muerte, todo cuanto él había prometido en las
llamaradas del amor quedó cancelado por siempre jamás. Lo último que la
señorita Lynch tuvo de él fue una diadema de esmeraldas que el cochero le
entregó sin comentarios, sin un recado, sin una nota escrita, y dentro de una
cajita envuelta con papel de farmacia para que el mismo cochero la creyera una
medicina de urgencia. No volvió a verla ni por casualidad en el resto de su
vida, y sólo Dios supo cuánto dolor le costó esta resolución heroica, y cuántas
lágrimas de hiel tuvo que derramar encerrado en el retrete para sobrevivir a su
desastre íntimo. A las cinco, en vez de ir con ella, hizo ante su confesor un
acto de contrición profunda, y el domingo siguiente comulgó con el corazón
hecho pedazos, pero con el alma tranquila.
La misma noche de la
renuncia, mientras se desvestía para dormir, le repitió a Fermina Daza la amarga
letanía de sus insomnios matinales, las punzadas súbitas, las ganas de llorar
al atardecer, los síntomas cifrados del amor escondido que él le contaba
entonces como si fueran las miserias de la vejez. Tenía que hacerlo con alguien
para no morirse, para no tener que contar la verdad, y al fin y al cabo
aquellos desahogos estaban consagrados en los ritos domésticos del amor. Ella
lo oyó con atención, pero sin mirarlo, sin decir nada, mientras iba recibiendo
la ropa que él se quitaba. Olía cada pieza sin ningún gesto que delatara su
rabia, la enrollaba de cualquier modo, y la tiraba en el canasto de mimbre de
la ropa sucia. No encontró el olor, pero daba lo mismo: mañana será otro día.
Antes de arrodillarse a rezar frente al altarcito del dormitorio, él concluyó
el recuento de sus penurias con un suspiro triste, y sincero, además: “Creo que
me voy a morir”. Ella no parpadeó siquiera para replicarle.
-Sería
lo mejor -dijo-. Así estaremos los dos más tranquilos.
Años antes, en la crisis
de una enfermedad peligrosa, él había hablado de la posibilidad de morir, y
ella le había dado con la misma réplica brutal. El doctor Urbino la atribuyó a
la inclemencia propia de las mujeres, gracias a la cual es posible que la Tierra
siga girando alrededor del Sol, porque entonces ignoraba que ella interponía
siempre una barrera de rabia para que no se le notara el miedo. Y en ese caso,
el más terrible de todos, que era el miedo de quedarse sin él.
Aquella noche, en cambio,
le había deseado la muerte con todo el ímpetu de su corazón, y esa certidumbre
lo alarmó. Después la sintió sollozar en la oscuridad, muy despacio,
mordiendo la almohada para que él no la sintiera. Esto acabó de ofuscarlo,
porque sabía que ella no lloraba con facilidad por ningún dolor del cuerpo o
del alma. Sólo lloraba por una rabia grande, más aún si ésta tenía origen de
algún modo en su terror de la culpa, y entonces le daba más rabia cuanto más
lloraba, porque no lograba perdonarse la debilidad de llorar. Él no se atrevió
a consolarla, sabiendo que habría sido como consolar una tigra atravesada por
una lanza, ni tuvo valor para decirle que los motivos de su llanto habían
desaparecido esa tarde, y habían sido arrancados de raíz y para siempre hasta
de su memoria.
El
cansancio lo venció unos minutos. Cuando despertó, ella había encendido su
veladora tenue y seguía con los ojos abiertos pero sin llorar. Algo definitivo
le ocurrió mientras él dormía: los sedimentos acumulados en el fondo de su edad
a través de tantos años habían sido rebullidos por el suplicio de los celos, y
habían salido a flote, y la habían envejecido en un instante. Impresionado por
sus arrugas instantáneas, sus labios mustios, las cenizas de su cabello, él se
arriesgó a decirle que tratara de dormir: eran más de las dos. Ella le habló
sin mirarlo, pero ya sin un rastro de rabia en la voz, casi con mansedumbre.
-Tengo
derecho a saber quién es -dijo.
Y
entonces él se lo contó todo, sintiendo que se quitaba de encima el peso del
mundo, porque estaba convencido de que ella lo sabía y sólo le faltaba
confirmar los pormenores. Pero no era así, por supuesto, de modo que mientras
él hablaba ella volvió a llorar, y no con sollozos tímidos como al principio,
sino con unas lágrimas sueltas y salobres que se le escurrían por la cara, y le
ardían en el camisón de dormir y le inflamaban la vida, porque él no había
hecho lo que ella esperaba con el alma en un hilo, y era que lo negara todo
hasta la muerte, que se indignara por la calumnia, que se cagara a gritos en
esta sociedad de mala madre que no tenía el menor reparo en pisotear la honra
ajena, y que se hubiera mantenido imperturbable aun frente a las pruebas
demoledoras de su deslealtad: como un hombre. Luego, cuando él le contó que
había estado esa tarde con su confesor, temió quedarse ciega de rabia. Desde el
colegio tenía la convicción de que la gente de iglesia carecía de cualquier
virtud inspirada por Dios. Esta era una discrepancia esencial en la armonía de
la casa, que habían logrado sortear sin tropiezos. Pero que su esposo le
hubiera permitido al confesor inmiscuirse hasta ese punto en una intimidad que
no era sólo la suya, sino también la de ella, era algo que iba más allá de
todo.
-Es
como contárselo a un culebrero de los portales -dijo.
Para
ella era el final. Estaba segura de que su honra andaba de boca en boca desde
antes de que el marido terminara de cumplir la penitencia, y el sentimiento de
humillación que eso le causaba era mucho menos soportable que la vergüenza y la
rabia y la injusticia de la infidelidad. Y lo peor de todo, carajo: con una
negra. Él corrigió: “Mulata”. Pero entonces toda precisión salía sobrando: ella
había terminado.
-Es
la misma vaina -dijo-, y sólo ahora lo entiendo: era un olor de negra.
Esto
sucedió un lunes. El viernes a las siete de la noche, Fermina Daza se embarcó
en el buquecito regular de San Juan de la Ciénaga, sólo con un baúl, en
compañía de la ahijada y con la cara cubierta con una mantilla para evitar
preguntas y para evitárselas al marido. El doctor Juvenal Urbino no estuvo en
el puerto, por acuerdo de ambos, después de una conversación agotadora de tres
días, en la que decidieron que ella se fuera a la hacienda de la prima
Hildebranda Sánchez, en la población de Flores de María, con tiempo bastante
para reflexionar antes de tomar una determinación final. Los hijos lo
entendieron, sin conocer los motivos, como un viaje muchas veces aplazado que
ellos mismos deseaban desde hacía tiempo. El doctor Urbino se las arregló para
que nadie en su mundillo pérfido pudiera hacer especulaciones maliciosas, y lo
hizo tan bien que si Florentino Ariza no encontró ninguna pista de la
desaparición de Fermina Daza fue porque en realidad no las había, y no porque
le faltaran medios de averiguación. El marido no tenía dudas de que ella
volvería a casa tan pronto como se le pasara la rabia. Pero ella se fue segura
de que la rabia no se le pasaría jamás.
138
Sin
embargo, muy pronto iba a aprender que esa determinación excesiva no era tanto
el fruto del resentimiento como de la nostalgia. Después del viaje de luna de
miel había vuelto varias veces a Europa, a pesar de los diez días de mar, y
siempre lo había hecho con tiempo de sobra para ser feliz. Conocía el mundo,
había aprendido a vivir y a pensar de otro modo, pero nunca había vuelto a San
Juan de la Ciénaga después del frustrado vuelo en globo. El regreso a la
provincia de la prima Hildebranda tenía para ella algo de redención, así fuera
tardía. No lo pensó a propósito de su desastre matrimonial: venía de mucho
antes. Así que la sola idea de rescatar sus querencias de adolescente la
consolaba de su desdicha.
Cuando desembarcó con la
ahijada en San Juan de la Ciénaga, apeló a las grandes reservas de su carácter
y reconoció la ciudad contra todas las advertencias. El jefe civil y militar de
la plaza, al cual iba recomendada, la invitó en la victoria oficial mientras
salía el tren para San Pedro Alejandrino, adonde quiso ir para comprobar lo que
le habían dicho, que la cama en que murió El Libertador era tan pequeña como la
de un niño. Entonces Fermina Daza volvió a ver su pueblo grande en el marasmo
de las dos de la tarde. Volvió a ver las calles que más bien parecían playones
con charcos cubiertos de verdín, y volvió a ver las mansiones de los
portugueses con sus escudos heráldicos tallados en el pórtico y celosías de
bronce en las ventanas, en cuyos salones umbríos se repetían sin compasión los
mismos ejercicios de piano, titubeantes y tristes, que su madre recién casada
les había enseñado a las niñas de las casas ricas. Vio la plaza desierta sin un
árbol en las brasas de caliche, la hilera de coches de capotas fúnebres con los
caballos dormidos de pie, el tren amarillo de San Pedro Alejandrino, y en la
esquina de la iglesia mayor vio la casa más grande, la más bella, con un
corredor de arcadas de piedra verdecida y un portón de monasterio, y la ventana
del dormitorio donde iba a nacer Álvaro muchos años después, cuando ya ella no
tuviera memoria para recordarlo. Pensó en la tía Escolástica, a quien seguía
buscando sin esperanzas por cielo y tierra, y pensando en ella se encontró
pensando en Florentino Ariza, en su vestido de literato y su libro de versos
bajo los almendros del parquecito, como muy pocas veces le ocurría cuando
evocaba sus años ingratos del colegio. Después de muchas vueltas no pudo
reconocer la antigua casa familiar, pues donde suponía que estaba no había sino
un criadero de cerdos, y a la vuelta de la esquina la calle de los burdeles,
con putas del mundo entero haciendo la siesta en los portales, por si acaso
pasaba el correo con algo para ellas. No era su pueblo.
Desde el principio del
paseo, Fermina Daza se había tapado media cara con la mantilla, no por miedo de
ser reconocida donde nadie podía conocerla, sino por la visión de los muertos
que se hinchaban al sol por todas partes, desde la estación del tren hasta el
cementerio. El jefe civil y militar de la plaza le dijo: “Es el cólera”. Ella
lo sabía, porque había visto los grumos blancos en la boca de los cadáveres
achicharrados, pero notó que ninguno tenía el tiro de gracia en la nuca, como
en la época del globo.
-Así
es -le dijo el oficial-. También Dios mejora sus métodos.
La distancia de San Juan
de la Ciénaga al antiguo ingenio de San Pedro Alejandrino era de sólo nueve
leguas, pero el tren amarillo tardaba el día completo, porque el maquinista era
amigo de los pasajeros habituales y éstos le pedían el favor de parar a cada
rato para estirar las piernas caminando por los prados de golf de la compañía
bananera, y los hombres se bañaban desnudos en los ríos diáfanos y helados que
se precipitaban desde la sierra, y cuando sentían hambre se bajaban a ordeñar
las vacas sueltas en los potreros. Fermina Daza llegó aterrorizada, y apenas se
dio tiempo para admirar los tamarindos homéricos donde El Libertador colgaba su
hamaca de moribundo, y para comprobar que la cama donde murió, tal como se lo
habían dicho, no sólo era pequeña para un hombre de tanta gloria, sino
inclusive para un sietemesino. Sin embargo, otro visitante que parecía saberlo
todo dijo que la cama era una reliquia falsa, pues la verdad era que al Padre
de la Patria lo habían dejado morir tirado por los suelos. Fermina Daza estaba
tan deprimida con lo que vio y oyó desde que salió de su casa, que en el resto
del viaje no se complació en el recuerdo del viaje anterior, como tanto lo había
añorado, sino que evitaba el paso por los pueblos de sus nostalgias. Así los
preservó y se preservó ella misma de la desilusión. Oía los acordeones desde
los atajos por donde se escapaba del desencanto, oía los gritos de la gallera,
las salvas de plomo que lo mismo podían ser de guerra que de parranda, y cuando
no había más recurso que atravesar el pueblo, se tapaba la cara con la mantilla
para seguir evocándolo como era antes.
Una
noche, después de mucho eludir el pasado, llegó a la hacienda de la prima
Hildebranda, y cuando la vio esperando en la puerta estuvo a punto de
desfallecer: era como verse a sí misma en el espejo de la verdad. Estaba gorda
y decrépita, y cargada de hijos indómitos que no eran del hombre que seguía
amando sin esperanzas, sino de un militar en uso de buen retiro con el que se
casó por despecho y que la amó con locura. Pero por dentro del cuerpo devastado
seguía siendo la misma. Fermina Daza se recuperó de la impresión con pocos días
de campo y buenos recuerdos, pero no salió de la hacienda sino para ir a misa
los domingos con los nietos de sus cómplices díscolas de antaño, chalanes en
caballos magníficos, y muchachas bellas y bien vestidas, como sus madres a la
misma edad, que iban de pie en las carretas de bueyes, cantando a coro, hasta
la iglesia de la misión en el fondo del valle. Sólo pasó por el pueblo de
Flores de María, donde no había estado en el viaje anterior porque no pensaba
que pudiera gustarle, pero cuando lo conoció se quedó fascinada. Su desgracia,
o la del pueblo, fue que después no logró recordarlo jamás como era en
realidad, sino como se lo imaginaba antes de conocerlo.
El
doctor Juvenal Urbino tomó la decisión de ir por ella después de recibir el
informe del obispo de Riohacha. Su conclusión fue que la demora de la esposa no
se debía a que no quisiera volver sino a que no encontraba cómo sortear el
orgullo. Así que se fue sin avisarle, después de un intercambio de cartas con
Hildebranda, de las cuales sacó en claro que a la esposa se le habían invertido
las nostalgias: ahora sólo pensaba en su casa. Fermina Daza estaba en la cocina
a las once de la mañana, preparando berenjenas rellenas, cuando oyó los gritos
de los peones, los relinchos, los disparos al aire, y después los pasos
resueltos en el zaguán, y la voz del hombre:
-Más
vale llegar a tiempo que ser invitado.
Creyó
morir de alegría. Sin tiempo para pensarlo, se lavó las manos de cualquier
modo, murmurando: “Gracias, Dios mío, gracias, qué bueno eres”, pensando que
todavía no se había bañado por las malditas berenjenas que le había pedido
Hildebranda sin decirle quién era el que venía a almorzar, pensando que estaba
tan vieja y fea, y con la cara tan despellejada por el sol, que él iba a
arrepentirse de haber venido cuando la viera en este estado, maldita sea. Pero
se secó las manos como pudo con el delantal, se arregló la apariencia como
pudo, apeló a toda la altivez con que su madre la echó al mundo para ponerle
orden al corazón enloquecido, y fue al encuentro del hombre con su dulce andar
de venada, la cabeza erguida, la mirada lúcida, la nariz de guerra, y
agradecida con su destino por el alivio inmenso de volver a casa, aunque no tan
fácil como él creía, desde luego, porque se iba feliz con él, desde luego, pero
también resuelta a cobrarle en silencio los sufrimientos amargos que le habían
acabado la vida.
Casi
dos años después de la desaparición de Fermina Daza, ocurrió una de esas
casualidades imposibles que Tránsito Ariza habría calificado como una burla de
Dios. Florentino Ariza no se había dejado impresionar de un modo especial por
el invento del cine, pero Leona Cassiani lo llevó sin resistencia al estreno
espectacular de Cabiria, cuya publicidad se fundaba en los diálogos escritos
por el poeta Gabriele D'Annunzio. El gran patio a cielo abierto de don Galileo
Daconte, donde algunas noches se disfrutaba más del esplendor de las estrellas
que de los amores mudos de la pantalla, había sido desbordado por una clientela
selecta. Leona Cassiani seguía las peripecias de la historia con el alma en un
hilo. Florentino Ariza, en cambio, cabeceaba de sueño por el peso abrumador del
drama. A sus espaldas, una voz de mujer pareció adivinarle el pensamiento:
-¡Dios
mío, esto es más largo que un dolor!
140
Fue
lo único que dijo, cohibida tal vez por la resonancia de su voz en la penumbra,
pues aún no se había impuesto aquí la costumbre de adornar las películas mudas
con acompañamiento de piano, y en la platea en penumbra sólo se escuchaba el
susurro de lluvia del proyector. Florentino Ariza no se acordaba de Dios sino
en las situaciones más difíciles, pero esa vez le dio gracias con toda su alma.
Pues aun a veinte brazas debajo de la tierra habría reconocido de inmediato
aquella voz de metales sordos que llevaba en el alma desde la tarde en que le
oyó decir en el reguero de hojas amarillas de un parque solitario: “Ahora
váyase, y no vuelva hasta que yo le avise”. Sabía que estaba sentada en el
asiento detrás del suyo, junto al esposo inevitable, y percibía su respiración
cálida y bien medida, y aspiraba con amor el aire purificado por la buena salud
de su aliento. No la sintió socavada por la polilla de la muerte, como solía
imaginársela en el abatimiento de los últimos meses, sino que la evocó otra vez
en su edad radiante y feliz, con el vientre curvado por la semilla del primer
hijo bajo la túnica de Minerva. La imaginaba como si la estuviera viendo sin
mirar hacia atrás, ajeno por completo a los desastres históricos que
desbordaban la pantalla. Se deleitaba con los hálitos del perfume de almendras
que le llegaba de regreso de su intimidad, ansioso de saber cómo pensaba ella
que debían enamorarse las mujeres del cine para que sus amores dolieran menos
que los de la vida. Poco antes del final, con un destello de júbilo, se dio
cuenta de pronto de que nunca había estado tanto tiempo tan cerca de alguien a
quien amaba tanto.
Esperó a que los otros se
levantaran cuando se encendieron las luces. Luego se levantó sin prisa, se
volvió distraído abotonándose el chaleco que siempre se soltaba durante la
función, y los cuatro se encontraron tan cerca que habrían tenido que saludarse
de todos modos, aunque alguno de ellos no lo hubiera querido. Juvenal Urbino
saludó primero a Leona Cassiani, a quien conocía bien, y luego le estrechó la
mano a Florentino Ariza con la gentileza habitual. Fermina Daza les dirigió a
ambos una sonrisa cortés, nada más que cortés, pero de todos modos una sonrisa
de alguien que los había visto muchas veces, que sabía quiénes eran, y que por
tanto no tenían que serle presentados. Leona Cassiani le correspondió con su
gracia mulata. En cambio, Florentino Ariza no supo qué hacer, porque se quedó
atónito de verla.
Era otra. No había en su
rostro ningún indicio de la terrible enfermedad de moda, ni de otra ninguna, y
su cuerpo conservaba todavía el peso y la esbeltez de sus tiempos mejores, pero
era evidente que los dos últimos años habían pasado por ella con el rigor de
diez mal vividos. El cabello corto le sentaba bien, con una curva de ala en las
mejillas, pero ya no era de color de miel sino de aluminio, y los hermosos ojos
lanceolados habían perdido media vida de luz detrás de las antiparras de
abuela. Florentino Ariza la vio alejarse del brazo del esposo entre la
muchedumbre que abandonaba el cine, y se sorprendió de que estuviera en un
sitio público con una mantilla de pobre y unas chinelas de andar por casa. Pero
lo que más lo conmovió fue que el esposo tuvo que agarrarla por el brazo para
indicarle el buen camino de la salida, y aun así calculó mal la altura y estuvo
a punto de caerse en el escalón de la puerta.
Florentino Ariza era muy
sensible a esos tropiezos de la edad. Siendo todavía joven, interrumpía la
lectura de versos en los parques para observar a las parejas de ancianos que se
ayudaban a atravesar la calle, y eran lecciones de vida que le habían servido
para vislumbrar las leyes de su propia vejez. A la edad del doctor Juvenal
-Urbino aquella noche en el cine, los hombres florecían en una especie de
juventud otoñal, parecían más dignos con las primeras canas, se volvían
ingeniosos y seductores, sobre todo a los ojos de las mujeres jóvenes, mientras
que sus esposas marchitas tenían que aferrarse de su brazo para no tropezar
hasta con la propia sombra. Pocos años después, sin embargo, los maridos se
desbarrancaban de pronto en el precipicio de una vejez infame del cuerpo y del
alma, y entonces eran sus esposas establecidas las que tenían que llevarlos del
brazo como ciegos de caridad, susurrándoles al oído, para no herir su orgullo
de hombres, que se fijaran bien que eran tres y no dos escalones, que había un
charco en mitad de la calle, que ese bulto tirado de través en la acera era un
mendigo muerto, y ayudándolos a duras penas a atravesar la calle como si fuera
el único vado en el último río de la vida. Florentino Ariza se había visto
tantas veces en ese espejo, que no le tuvo nunca tanto miedo a la muerte como a
la edad infame en que tuviera que ser llevado del brazo por una mujer. Sabía que ese
día, y sólo ese, tendría que renunciar a la esperanza de Fermina Daza.
El
encuentro le espantó el sueño. En vez de llevar a Leona Cassiani en el coche,
la acompañó a pie a través de la ciudad vieja, donde sus pasos resonaban como
herraduras de caballería sobre los adoquines. A veces se escapaban retazos de
voces fugitivas por los balcones abiertos, confidencias de alcobas, sollozos de
amor magnificados por la acústica fantasmal y la fragancia caliente de los
jazmines en las callejuelas dormidas. Una vez más, Florentino Ariza tuvo que
apelar a todas sus fuerzas para no revelarle a Leona Cassiani su amor reprimido
por Fermina Daza. Caminaban juntos, con sus pasos contados, amándose sin prisa
como novios viejos, ella pensando en las gracias de Cabiria, y él pensando en
su propia desgracia. Un hombre estaba cantando en un balcón de la Plaza de la
Aduana, y su canto fue repitiéndose por todo el recinto en ecos encadenados:
Cuando yo cruzaba por las olas inmensas del mar. En la calle de los Santos de
Piedra, justo cuando debía despedirla frente a su casa, Florentino Ariza le
pidió a Leona Cassiani que lo invitara a un brandy. Era la segunda vez que lo
solicitaba en circunstancias similares. La primera, diez años antes, ella le
había dicho: “Si subes a esta hora tendrás que quedarte para siempre”. Él no
subió. Pero ahora habría subido de todos modos, aunque después tuviera que
violar su palabra. No obstante, Leona Cassiani lo invitó a subir sin compromisos.
Fue
así como se encontró cuando menos lo pensaba en el santuario de un amor
extinguido antes de nacer. Los padres de ella habían muerto, su único hermano
había hecho fortuna en Curazao, y ella vivía sola en la antigua casa familiar.
Años antes, cuando aún no había renunciado a la esperanza de hacerla su amante,
Florentino Ariza solía visitarla los domingos con el consentimiento de sus
padres, y a veces por las noches hasta muy tarde, y había hecho tantos aportes
a los arreglos de la casa que terminó por reconocerla como suya. Sin embargo,
aquella noche después del cine tuvo la sensación de que la sala de visitas
había sido purificada de sus recuerdos. Los muebles estaban en lugares
distintos, había otros cromos colgados en las paredes, y él pensó que tantos
cambios encarnizados habían sido hechos a propósito para perpetuar la
certidumbre de que él no había existido jamás. El gato no lo reconoció.
Asustado por la saña del olvido, dijo: “Ya no se acuerda de mí”. Pero ella le
replicó de espaldas, mientras servía los brandis, que si eso le preocupaba
podía dormir tranquilo, porque los gatos no se acuerdan de nadie.
Recostados
en el sofá, muy juntos, hablaron de ellos, de lo que fueron antes de conocerse
una tarde de quién sabe cuándo en el tranvía de mulas. Sus vidas transcurrían
en oficinas contiguas, y nunca hasta entonces habían hablado de nada distinto
del trabajo diario. Mientras conversaban, Florentino Ariza le puso la mano en
el muslo, empezó a acariciarlo con su suave tacto de seductor curtido, y ella lo
dejó hacer, pero no le devolvió ni un estremecimiento de cortesía. Sólo cuando
él trató de ir más lejos le cogió la mano exploradora y le dio un beso en la
palma.
-Pórtate bien -le dijo-.
Hace mucho tiempo me di cuenta que no eres el hombre que busco.
Siendo
muy joven, un hombre fuerte y diestro, al que nunca le vio la cara, la había
tumbado por sorpresa en las escolleras, la había desnudado a zarpazos, y le
había hecho un amor instantáneo y frenético. Tirada sobre las piedras, llena de
cortaduras por todo el cuerpo, ella hubiera querido que ese hombre se quedara
allí para siempre, para morirse de amor en sus brazos. No le había visto la
cara, no le había oído la voz, pero estaba segura de reconocerlo entre miles
por su forma y su medida y su modo de hacer el amor. Desde entonces, a todo el
que quiso oírla le decía: “Si alguna vez sabes de un tipo grande y fuerte que
violó a una pobre negra de la calle en la Escollera de los Ahogados, un quince
de octubre como a las once y media de la noche, dile dónde puede encontrarme”.
Lo decía por puro hábito, y se lo había dicho a tantos que ya no le quedaban
esperanzas. Florentino Ariza le había escuchado muchas veces ese relato como
hubiera oído los adioses de un barco en la noche. Cuando dieron las dos de la
madrugada
142
se habían tomado tres brandis cada uno, y él
sabía, en efecto, que no era el hombre que ella esperaba, y se alegró de
saberlo.
-Bravo,
leona -le dijo al marcharse-, hemos matado el tigre.
No fue lo único que
terminó aquella noche. El infundio maligno del pabellón de tísicos le había
estropeado el ensueño, porque le infundió la sospecha inconcebible de que
Fermina Daza era mortal, y por tanto podía morir antes que el esposo. Pero
cuando la vio tropezar a la salida del cine, dio por su propia cuenta un paso
más hacia el abismo, con la revelación súbita de que era él y no ella el que
podía morir primero. Fue un presagio, y de los más temibles, porque estaba
sustentado en la realidad. Detrás habían quedado los años de la espera inmóvil,
de las esperanzas venturosas, pero en el horizonte no se vislumbraba nada más
que el piélago insondable de las enfermedades imaginarias, las micciones gota a
gota en las madrugadas de insomnio, la muerte diaria al atardecer. Pensó que
cada uno de los instantes del día, que antes habían sido más que sus aliados
sus cómplices juramentados, empezaban a conspirar en contra suya. Pocos años
antes había acudido a una cita aventurada con el corazón oprimido por el terror
del azar, había encontrado la puerta sin cerrojo y los goznes acabados de
aceitar para que él entrara sin ruido, pero se arrepintió en el último
instante, por temor de causarle a una mujer ajena y servicial el perjuicio
irreparable de morirse en su cama. De modo que era razonable pensar que la
mujer más amada sobre la tierra, a la que había esperado desde un siglo hasta
el otro sin un suspiro de desencanto, apenas tendría tiempo de tomarlo del brazo
a través de una calle de túmulos lunares y canteros de amapolas desordenadas
por el viento, para ayudarlo a llegar sano y salvo a la otra acera de la
muerte.
La verdad es que para los
criterios de su época, Florentino Ariza había pasado de largo por los linderos
de la vejez. Tenía cincuenta y seis años, muy bien cumplidos, y pensaba que
eran también los mejor vividos, porque fueron años de amor. Pero ningún hombre
de la época hubiera afrontado el ridículo de parecer joven a su edad, así lo
fuera o lo creyera, ni todos se hubieran atrevido a confesar sin vergüenza que
aún lloraban a escondidas por un desaire del siglo anterior. Era una mala época
para ser joven: había un modo de vestirse para cada edad, pero el modo de la
vejez empezaba poco después de la adolescencia, y duraba hasta la tumba. Era,
más que una edad, una dignidad social. Los jóvenes se vestían como sus abuelos,
se hacían más respetables con los lentes prematuros, y el bastón era muy bien
visto desde los treinta años. Para las mujeres sólo había dos edades: la edad
de casarse, que no iba más allá de los veintidós años, y la edad de ser
solteras eternas: las quedadas. Las otras, las casadas, las madres, las viudas,
las abuelas, eran una especie distinta que no llevaba la cuenta de su edad en relación
con los años vividos, sino en relación con el tiempo que les faltaba para
morir.
Florentino Ariza, en
cambio, se enfrentó a las insidias de la vejez con una temeridad encarnizada,
aun a sabiendas de que tenía la extraña suerte de parecer viejo desde muy niño.
Al principio fue una necesidad. Tránsito Ariza desbarataba y volvía a coser
para él las ropas que su padre decidía botar en la basura, así que iba a la
escuela primaria con unas levitas que le arrastraban cuando se sentaba, y unos
sombreros ministeriales que se le hundían hasta las orejas, a pesar de que
tenían el cerco disminuido con relleno de algodón. Como además usaba lentes de
miope desde los cinco años, y tenía el mismo cabello indio de su madre, que era
herizado y grueso como cerdas de caballo, su aspecto no dejaba nada en claro.
Por fortuna, después de tantos desórdenes de gobierno por tantas guerras
civiles superpuestas, los criterios escolares eran menos selectivos que antes,
y había, un revoltijo de orígenes y condiciones sociales en las escuelas
públicas. Niños todavía no acabados de criar llegaban a las clases apestando a
pólvora de barricada, con insignias y uniformes de oficiales rebeldes ganados a
plomo en combates inciertos, y con sus armas de reglamento bien visibles en el
cinto. Se enfrentaban a tiros por cualquier pleito de recreo, amenazaban a los
maestros si los calificaban mal en los exámenes, y uno de ellos, estudiante de
tercer grado en el colegio La Salle y coronel de milicias en retiro, mató de un
balazo al hermano Juan Eremita, prefecto de la comunidad, porque dijo en la
clase de catecismo que Dios era miembro de número del partido conservador.
Por otra parte, los niños de las grandes familias
en desgracia andaban vestidos de príncipes antiguos, y algunos muy pobres
andaban descalzos. Entre tantas rarezas venidas de todas partes, Florentino
Ariza estaba de todos modos entre los más raros, pero no tanto como para llamar
demasiado la atención. Lo más duro que oyó fue que alguien le gritara en la
calle: “Al pobre y al feo, todo se les va en deseo”. De cualquier modo, aquel
atuendo impuesto por la necesidad, era ya desde entonces, y lo fue por el resto
de su vida, el más adecuado a su índole enigmática y su carácter sombrío.
Cuando le dieron su primer cargo importante en la C.F.C., mandó hacer ropas
sobre medida con el mismo estilo que tenían las de su padre, a quien él evocaba
como un anciano que había muerto a la venerable edad de Cristo: treinta y tres
años. Así que Florentino Ariza pareció siempre mucho mayor de lo que era.
Tanto, que la deslenguada Brígida Zuleta, una amante fugaz que le servía las
verdades sin pasarlas por agua, le dijo desde el primer día que le gustaba más
cuando se quitaba la ropa, porque desnudo tenía veinte años menos. Sin embargo,
nunca supo cómo remediarlo, primero porque su gusto personal no le daba para
vestirse de otro modo, y segundo porque nadie sabía cómo vestirse de más jóven
a los veinte años, a menos que sacara otra vez del ropero sus pantalones cortos
y la gorra de grumete. Por otra parte, a él mismo no le era posible escapar a
la noción de vejez de su tiempo, así que era apenas natural que cuando vio
tropezar a Fermina Daza a la salida del cine, lo hubiera estremecido el
relámpago pánico de que la puta muerte iba a ganarle sin remedio su encarnizada
guerra de amor.
Hasta
entonces, su gran batalla librada a brazo partido y perdida sin gloria, había
sido la de la calvicie. Desde que vio los primeros cabellos que se quedaban
enredados en la peinilla, se dio cuenta de que estaba condenado a un infierno
cuyo suplicio es inimaginable para quienes no lo padecen. Resistió durante
años. No hubo glostoras ni tricóferos que no probara, ni creencia que no
creyera, ni sacrificio que no soportara para defender de la devastación voraz
cada pulgada de su cabeza. Se aprendió de memoria las instrucciones del
Almanaque Bristol para la agricultura, porque le oyó decir a alguien que el crecimiento
del cabello tenía una relación directa con los ciclos de las cosechas. Abandonó
a su peluquero de toda la vida, que era calvo de solemnidad, y lo cambió por un
foráneo recién llegado que sólo cortaba el cabello cuando la luna entraba en
cuarto creciente. El nuevo peluquero había empezado a demostrar que en realidad
tenía la mano fértil, cuando se descubrió que era un violador de novicias
buscado por varias policías de las Antillas, y se lo llevaron arrastrando
cadenas.
Florentino
Ariza había recortado para entonces cuanto anuncio para calvos encontró en los
periódicos de la cuenca del Caribe, en los cuales publicaban los dos retratos
juntos del mismo hombre, primero pelado como un melón y luego más peludo que un
león: antes y después de usar la medicina infalible. Al cabo de seis años había
ensayado ciento setenta y dos, además de otros métodos complementarios que
aparecían en la etiqueta de los frascos, y lo único que consiguió con uno de
ellos fue una eccema del cráneo, urticante y fétida, llamada tifia boreal por
los santones de la Martinica, porque irradiaba un resplandor fosforescente en
la oscuridad. Recurrió por último a cuantas yerbas de indios pregonaban en el
mercado público, y a cuantos específicos mágicos y pócimas orientales se vendían
en el Portal de los Escribanos, pero cuando vino a darse cuenta de la estafa ya
tenía una tonsura de santo. En el año cero, mientras la guerra civil de los Mil
Días desangraba el país, pasó por la ciudad un italiano que fabricaba pelucas
de cabello natural sobre medida. Costaban una fortuna, y el fabricante no se
hacía responsable de nada al cabo de tres meses de uso, pero fueron pocos los
calvos solventes que no cedieron a la tentación. Florentino Ariza fue uno de
los primeros. Se probó una peluca tan parecida a su cabello original, que él
mismo temía que se le erizara con los cambios de humor, pero no pudo asimilar
la idea de llevar en la cabeza los cabellos de un muerto. Su único consuelo fue
que la avidez de la calvicie no le dio tiempo de conocer el color de sus canas.
Un día, uno de los borrachitos felices del muelle fluvial lo abrazó con más
efusión que de costumbre cuando lo vio salir de la oficina, le quitó el
sombrero ante las burlas de los estibadores, y le dio un beso sonoro en la
crisma.
-¡Pelón
divino! -gritó.
144
Esa
noche, a los cuarenta y ocho años, se hizo cortar las escasas pelusas que le
quedaban en los lados y en la nuca, y asumió a fondo su destino de calvo
absoluto. A tal punto, que todas las mañanas antes del baño se cubría de espuma
no sólo el mentón, sino también las partes del cráneo donde empezaran a retoñar
los cañones, y se dejaba todo como nalgas de niño con una navaja barbera. Hasta
entonces no se quitaba el sombrero ni siquiera dentro de la oficina, pues la
calvicie le causaba una sensación de desnudez que le parecía indecente. Pero
cuando la asimiló a fondo le atribuyó virtudes varoniles de las cuales había
oído hablar, y que él menospreciaba como puras fantasías de calvos. Más tarde
se acogió a la nueva costumbre de cruzarse el cráneo con los cabellos largos de
la crencha derecha, y nunca más la abandonó. Pero aun así siguió usando el
sombrero, siempre del mismo estilo fúnebre, aun después de que se impuso la
moda del sombrero de tartarita, que era el nombre local del canotié.
La pérdida de los dientes,
en cambio, no había sido por una calamidad natural, sino por la chapucería de
un dentista errante que decidió cortar por lo sano una infección ordinaria. El
terror a las fresas de pedal le había impedido a Florentino Ariza visitar al
dentista a pesar de sus continuos dolores de muelas, hasta que fue incapaz de
soportarlos. Su madre se asustó al oír toda la noche los quejidos inconsolables
en el cuarto contiguo, porque le pareció que eran los mismos de otros tiempos
ya casi esfumados en las nieblas de su memoria, pero cuando le hizo abrir la
boca para ver dónde era que le dolía el amor, descubrió que estaba postrado de
postemillas.
El tío León XII le mandó
al doctor Francis Adonay, un gigante negro de polainas y pantalones de montar
que andaba en los buques fluviales con un gabinete dental completo dentro de
unas alforjas de capataz, y parecía más bien un agente viajero del terror en
los pueblos del río. Con una sola mirada dentro de la boca, determinó que a
Florentino Ariza había que sacarle hasta los dientes y muelas que le quedaban
sanos, para ponerlo de una vez a salvo de nuevos percances. Al contrario de la
calvicie, aquella cura de burro no le causó ninguna preocupación, salvo el
temor natural de la masacre sin anestesia. Tampoco le disgustó la idea de la
dentadura postiza, primero porque una de las nostalgias de su infancia era el
recuerdo de un mago de feria que se sacaba las dos mandíbulas y las dejaba
hablando solas en una mesa, y segundo porque le ponía término a los dolores de
muelas que lo habían atormentado desde niño, casi tanto y con tanta crueldad
como los dolores de amor. No le pareció un zarpazo artero de la vejez, como
había de parecerle la calvicie, porque estaba convencido de que a pesar del
aliento acre del caucho vulcanizado, su apariencia sería más limpia con una
sonrisa ortopédica. De modo que se sometió sin resistencia a las tenazas al
rojo vivo del doctor Adonay, y sobrellevó la convalecencia con un estoicismo de
un burro de carga.
El tío León XII se ocupó
de los detalles de la operación como si hubiera sido en carne propia. Tenía un
interés singular en las dentaduras postizas, contraído en una de sus primeras
navegaciones por el río de La Magdalena, y por culpa de su afición maniática
por el bel canto. Una noche de luna llena, a la altura del puerto de Gamarra,
apostó con un agrimensor alemán que era capaz de despertar a las criaturas de
la selva cantando una romanza napolitana desde la baranda del capitán. Por poco
no ganó. En las tinieblas del río se sentían los aleteos de las garzas en los
pantanos, el coletazo de los caimanes, el pavor de los sábalos tratando de
saltar a tierra firme, pero en la nota culminante, cuando se temió que al
cantor se le rompieran las arterias por la potencia del canto, la dentadura
postiza se le salió de la boca con el aliento final, y se hundió en el agua.
El buque tuvo que
demorarse tres días en el puerto de Tenerife, mientras le hacían otra dentadura
de emergencia. Quedó perfecta. Pero en la navegación de regreso~ tratando de
explicarle al capitán cómo había perdido la dentadura anterior, el tío León XII
aspiró a pleno pulmón el aire ardiente de la selva, dio la nota más alta de que
fue capaz, la sostuvo hasta el último aliento tratando de espantar a los
caimanes asoleados que contemplaban sin parpadbar el paso del buque, y también
la dentadura nueva se hundió en la corriente. Desde entonces tuvo copias de
dientes en todas partes, en distintos lugares de la casa, en la gaveta del
escritorio, y una en cada uno de los tres buques de la empresa.
Además, cuando comía fuera de casa solía llevar otra de repuesto en el bolsillo
dentro de una cajita de pastillas para la tos, porque una se le había quebrado
tratando de comerse un chicharrón en un almuerzo campestre. Temiendo que el
sobrino fuera víctima de sobresaltos similares, el tío León XII le ordenó al
doctor Adonay que le hiciera de una vez dos dentaduras: una de materiales
baratos, para uso diario en la oficina, y otra para los domingos y días
feriados, con una chispa de oro en la muela de la sonrisa, que le imprimiera un
toque adicional de verdad. Por fin, un domingo de ramos alborotado por campanas
de fiesta, Florentino Ariza volvió a la calle con una identidad nueva, cuya
sonrisa sin errores le dejó la impresión de que alguien distinto de él había
ocupado su lugar en el mundo.
Esto
fue por la época en que murió su madre y Florentino Ariza quedó solo en la
casa. Era un rincón adecuado para su modo de amar, porque la calle era discreta
a pesar de que las tantas ventanas de su nombre hicieran pensar en demasiados
ojos detrás de los visillos. Pero todo eso había sido hecho para que Fermina
Daza fuera feliz, y sólo ella lo sería, de modo que Florentino Ariza prefirió
perder muchas oportunidades durante sus años más fructíferos, antes que
mancillar su casa con otros amores. Por fortuna, cada peldaño que escalaba en
la C.F.C. implicaba nuevos privilegios, sobre todo privilegios secretos, y uno
de los más útiles para él fue la posibilidad de usar las oficinas durante la
noche, o en domingos y días feriados, con la complacencia de los celadores. Una
vez, siendo primer vicepresidente, estaba haciendo un amor de emergencia con
una de las muchachas del servicio dominical, él sentado en una silla de
escritorio y ella acaballada sobre él, cuando de pronto se abrió la puerta. El
tío León XII asomó la cabeza, como si se hubiera equivocado de oficina, y se
quedó mirando por encima de los lentes al sobrino aterrorizado. “¡Carajo! -dijo
el tío sin el menor asombro-. ¡La misma vaina que tu papá!”. Y antes de cerrar
otra vez la puerta, con la vista perdida en el vacío, dijo:
-Y
usted, señorita, siga sin pena. Le juro por mi honor que no le he visto la
cara.
No
se volvió a hablar de eso, pero en la oficina de Florentino Ariza fue imposible
trabajar la semana siguiente. Los electricistas entraron el lunes en tropne a
instalar un ventilador de aspas en el cielo raso. Los cerrajeros llegaron sin
anunciarse, y armaron un escándalo de guerra poniendo un cerrojo en la puerta
para que pudiera cerrarse por dentro. Los carpinteros tomaron medidas sin decir
para qué, los tapiceros llevaron muestras de cretonas para ver si concordaban
con el color de las paredes, y la semana siguiente tuvieron que meter por la
ventana, pues no cabía por las puertas, un enorme sofá matrimonial con
estampados de flores dionisíacas. Trabajaban en las horas menos pensadas, con
una impertinencia que no parecía casual, y para todo el que protestaba tenían
la misma respuesta: “Orden de la dirección general”. Florentino Ariza no supo
nunca si semejante intromisión fue una amabilidad del tío, velando por sus
amores descarriados, o si era una manera muy suya de hacerle ver su conducta
abusiva. No se le ocurrió la verdad, y era que el tío León XII lo estimulaba,
por que también a él le había llegado la voz de que el sobrino tenía costumbres
distintas a las de la mayoría de los hombres, y esto lo había atormentado como
un obstáculo para hacerlo su sucesor.
Al
contrario de su hermano, León XII Loayza había tenido un matrimonio estable que
duró sesenta años, y siempre se preció de no haber trabajado en domingo. Había
tenido cuatro hijos y una hija, y a todos los quiso preparar para herederos de
su imperio, pero la vida le deparó una de esas casualidades que eran de uso
corriente en las novelas de su tiempo, pero que nadie creía en la vida real:
los cuatro hijos habían muerto, uno detrás del otro, a medida que escalaban
posiciones de mando, y la hija carecía por completo de vocación fluvial, y
prefirió morir contemplando los barcos del Hudson desde una ventana a cincuenta
metros de altura. Tanto fue así, que no faltó quien diera por cierta la conseja
de que Florentino Ariza, con su aspecta-Mniestro y su paraguas de vampiro,
había hecho algo para que sucedieran tantas casualidades juntas.
Cuando
el tío se retiró contra su voluntad, por prescripción médica, Florentino Ariza
empezó a sacrificar de buen grado algunos amores dominicales. Se iba a
acompañarlo en su refugio campestre, a bordo de uno de los primeros automóviles
que se vieron en la ciudad, cuya manivela de arranque tenía tal fuerza de
retroceso que le
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había descuajado el brazo al primer conductor.
Hablaban muchas horas, el viejo en la hamaca con su nombre bordado en hilos de
seda, lejos de todo y de espaldas al mar, en una antigua hacienda de esclavos
desde cuyas terrazas de astromelias se veían por la tarde las crestas nevadas
de la sierra. Siempre había sido difícil que Florentino Ariza y su tío pudieran
hablar de algo distinto de la navegación fluvial, y siguió siéndolo en aquellas
tardes demoradas, en las cuales la muerte fue siempre un invitado invisible.
Una de las preocupaciones recurrentes del tío León XII era que la navegación
fluvial no pasara a manos de los empresarios del interior vinculados a los
consorcios europeos. “Este ha sido siempre un negocio de matacongos -decía---.
Si lo cogen los cachacos se lo vuelven a regalar a los alemanes”. Su
preocupación era consecuente con una convicción política que le gustaba repetir
aun cuando no viniera al caso:
-Voy a cumplir cien años,
y he visto cambiar todo, hasta la posición de los astros en el universo, pero
todavía no he visto cambiar nada en este país -decía---. Aquí se hacen nuevas
constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses, pero seguimos en
la Colonia.
A sus hermanos masones que
atribuían todos los males al fracaso del federalismo, les replicaba siempre:
“La guerra de los Mil Días se perdió veintitrés años antes, en la guerra del
76”. Florentino Ariza, cuya indiferencia política rayaba los límites de lo
absoluto, oía estas peroratas cada vez más frecuentes como quien oía el rumor
del mar. En cambio, era un contradictor severo en cuanto a la política de la
empresa. Contra el criterio del tío, pensaba que el retraso de la navegación
fluvial, que siempre parecía al borde del desastre, sólo podía remediarse con
la renuncia espontánea al monopolio de los buques de vapor, concedido por el
Congreso Nacional a la Compañía Fluvial del Caribe por noventa y nueve años y
un día. El tío protestaba: “Estas ideas te las mete en la cabeza mi tocaya
Leona con sus novelerías de anarquista”. Pero era cierto sólo a medias.
Florentino Ariza fundaba sus razones en la experiencia del comodoro alemán Juan
B. Elbers, que había estropeado su noble ingenio con la desmesura de su
ambición personal. El tío pensaba, en cambio, que el fracaso de Elbers no se
debió a sus privilegios, sino a los compromisos irreales que contrajo al mismo
tiempo, y que habían sido casi como echarse encima la responsablidad de la
geografía nacional: se hizo cargo de mantener la navegabilidad del río, las
instalaciones portuarias, las vías terrestres de acceso, los medios de
transporte. Además, decía, la oposición virulenta del presidente Simón Bolívar
no fue un obstáculo para echarse a reír.
La mayoría de los socios
tomaban aquellas disputas como los pleitos matrimoniales, en los que ambas
partes tienen la razón. La tozudez del viejo les parecía natural, no porque la
vejez lo hubiera vuelto menos visionario de lo que fue siempre, como solía
decirse con demasiada facilidad, sino porque la renuncia al monopolio debía
parecerle como botar en la basura los trofeos de una batalla histórica que él y
sus hermanos habían librado solos en los tiempos heroicos, contra adversarios
poderosos del mundo entero. Así que nadie lo contrarió cuando amarró sus
derechos de tal modo, que nadie podría tocarlos antes de su extinción legal.
Pero de pronto, cuando ya Florentino Ariza había rendido sus armas en las
tardes de meditación de la hacienda, el tío León XII dio su consentimiento para
la renuncia del privilegio centenario, con la única condición honorable de que
no se hiciera antes de su muerte.
Fue su acto final. No
volvió a hablar de negocios, ni permitió siquiera que se le hicieran consultas,
ni perdió un solo rizo de su espléndida cabeza imperial, ni un átomo de su
lucidez, pero hizo lo posible porque no lo viera nadie que pudiera
compadecerlo. Los días se le iban contemplando las nieves perpetuas desde la
terraza, meciéndose muy despacio en un mecedor vienés, junto a una mesita donde
las criadas le mantenían siempre caliente una olla de café negro y un vaso de
agua de bicarbonato con dos dentaduras postizas, que ya no se ponía sino para
recibir visitas. Veía a muy pocos amigos, y sólo hablaba de un pasado tan
remoto que era muy anterior a la navegación fluvial. Sin embargo, le quedó un
tema nuevo: el deseo de que Florentino Ariza se casara. Se lo expresó varias
veces, y siempre en la misma forma.
-Si yo tuviera cincuenta años menos -le decía- me casaría con mi tocaya Leona. No puedo imaginarme una esposa mejor.
-Si yo tuviera cincuenta años menos -le decía- me casaría con mi tocaya Leona. No puedo imaginarme una esposa mejor.
Florentino
Ariza temblaba con la idea de que su labor de tantos años se frustrara a última
hora por esta condición imprevista. Hubiera preferido renunciar, echarlo todo
por la borda, morirse, antes que fallarle a Fermina Daza. Por fortuna, el tío
León XII no insistió. Cuando cumplió los noventa y dos años reconoció al
sobrino como heredero único, y se retiró de la empresa.
Seis
meses después, por acuerdo unánime de los socios, Florentino Ariza fue nombrado
Presidente de la Junta Directiva y Director General. El día en que tomó
posesión del cargo, después de la copa de champaña, el viejo león en retiro
pidió excusas por hablar sin levantarse del mecedor, e improvisó un breve
discurso que más bien pareció una elegía. Dijo que su vida había empezado y
terminaba con dos acontecimientos providenciales. El primero fue que el
Libertador lo había cargado en sus brazos, en la población de Turbaco, cuando
iba en su viaje desdichado hacia la muerte. La otra había sido encontrar,
contra todos los obstáculos que le había interpuesto el destino, un sucesor
digno de su empresa. Al final, tratando de desdramatizar el drama, concluyó:
-La
única frustración que me llevo de esta vida es la de haber cantado en tantos
entierros, menos en el mío.
Para
cerrar el acto, cómo no, cantó el aria del Adiós a la Vida, de Tosca. La cantó
a capella, como más le gustaba, y todavía con voz firme. Florentino Ariza se
conmovió, pero apenas si lo dejó notar en el temblor de la voz con que dio las
gracias. Tal como había hecho y pensado todo lo que había hecho y pensado en la
vida, llegaba a la cumbre sin ninguna otra causa que la determinación
encarnizada de estar vivo y en buen estado de salud en el momento de asumir su
destino a la sombra de Fermina Daza.
Sin
embargo, no sólo fue el recuerdo de ella el que lo acompañó aquella noche en la
fiesta que le ofreció Leona Cassiani. Lo acompañó el recuerdo de todas: tanto
las que dormían en los cementerios, pensando en él a través de las rosas que
les sembraba encima, como las que todavía apoyaban la cabeza sobre la misma
almohada en que dormía el marido con los cuernos dorados bajo la luna. A falta
de una deseó estar con todas al mismo tiempo, como siempre que estaba asustado.
Pues aun en sus épocas más difíciles y en sus momentos peores, había mantenido
algún vínculo, por débil que fuera, con las incontables amantes de tantos años:
siempre siguió el hilo de sus vidas.
Así
que aquella noche se acordó de Rosalba, la más antigua de todas, la que se
llevó el trofeo de su virginidad, cuyo recuerdo seguía doliéndole como el
primer día. Le bastaba con cerrar los ojos para verla con el traje de muselina
y el sombrero de largas cintas de seda, meciendo la jaula del niño en la borda
del buque. Varias veces en los años numerosos de su edad lo tuvo todo listo
para ir a buscarla sin saber ni siquiera dónde, sin conocer su apellido, sin
saber si era ella la que buscaba, pero seguro de encontrarla en cualquier parte
entre fflorestas de orquídeas. Cada vez, por un inconveniente real de última
hora, o por una falla intempestiva de su voluntad, el viaje se aplazaba cuando
ya estaban a punto de levar la tabla del buque: siempre por un motivo que tenía
algo que ver con Fermina Daza.
Se
acordó de la viuda de Nazaret, la única con la que profanó la casa materna de
la Calle de las Ventanas, aunque no hubiera sido él sino Tránsito Ariza quien
la hizo entrar. A ella le consagró más comprensión que a otra ninguna, por ser
la única que irradiaba ternura de sobra como para sustituir a Fermina Daza, aun
siendo tan lerda en la cama. Pero su vocación de gata errante, más indómita que
la misma fuerza de su ternura, los mantuvo a ambos condenados a la infidelidad.
Sin embargo, lograron ser amantes intermitentes durante casi treinta años
gracias a su divisa de mosqueteros: Infieles, pero no desleales. Fue además la
única por la que Florentino Ariza dio la cara: cuando le avisaron que había
muerto y que iba a ser enterrada de caridad, la enterró a sus expensas y
asistió solo al entierro.
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Se
acordó de otras viudas amadas. De Prudencia Pitre, la más antigua de las
sobrevivientes, conocida de todos como la Viuda de Dos, porque lo era dos
veces. Y de la otra Prudencia, la viuda de Arellano, la amorosa, que le
arrancaba los botones de la ropa para que él tuviera que demorarse en su casa
mientras se los volvía a coser. Y de Josefa, la viuda de Zúñiga, loca de amor
por él, que estuvo a punto de cortarle la perinola durante el sueño con las
tijeras de podar, para que no fuera de nadie aunque no fuera de ella.
Se acordó de Ángeles
Alfaro, la efímera y la más amada de todas, que vino por seis meses a enseñar
instrumentos de arco en la Escuela de Música y pasaba con él las noches de luna
en la azotea de su casa, como su madre la echó al mundo, tocando las suites más
bellas de toda la música en el violonchelo, cuya voz se volvía de hombre entre
sus muslos dorados. Desde la primera noche de luna, ambos se hicieron trizas
los corazones con un amor de principiantes feroces. Pero Ángeles Alfaro se fue
como vino, con su sexo tierno y su violonchelo de pecadora, en un
transatlántico abanderado por el olvido, y lo único que quedó de ella en las
azoteas de luna fueron sus señas de adiós con un pañuelo blanco que parecía una
paloma en el horizonte, solitaria y triste, como en los versos de los Juegos
Florales. Con ella aprendió Florentino Ariza lo que ya había padecido muchas
veces sin saberlo: que se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y
de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna. Solitario entre la muchedumbre
del muelle, se había dicho con un golpe de rabia: “El corazón tiene más cuartos
que un hotel de putas”. Estaba bañado en lágrimas por el dolor de los adioses.
Sin embargo, no bien había desaparecido el barco en la línea del horizonte,
cuando ya el recuerdo de Fermina Daza había vuelto a ocupar su espacio total.
Se acordó de Andrea Varón,
frente a cuya casa había pasado la semana anterior, pero la luz anaranjada en
la ventana del baño le advirtió que no podía entrar: alguien se le había
adelantado. Alguien: hombre o mujer, porque Andrea Varón no se detenía en
minucias de esa índole en los desórdenes del amor. De todas las de la lista era
la única que vivía de su cuerpo, pero lo administraba a su antojo, sin gerente
de planta. En sus buenos años había hecho una carrera legendaria de cortesana
clandestina, que le valió el nombre de guerra de Nuestra Señora la de Todos.
Enloqueció a gobernadores y almirantes, vio llorar en su hombro a algunos
próceres de las armas y las letras que no eran tan ilustres como se creían, y
aun a algunos que lo eran. Fue verdad, en cambio, que el presidente Rafael
Reyes, por sólo media hora apresurada entre dos visitas casuales a la
ciudad, le asignó una pensión vitalicia por servicios distinguidos en el
Ministerio del Tesoro, donde no había sido empleada ni un día. Repartió sus
dádivas de placer hasta donde le alcanzó el cuerpo, y aunque su conducta
impropia era de dominio público, nadie hubiera podido exhibir contra ella una
prueba terminante, porque sus cómplices insignes la protegieron tanto como a
sus propias vidas, conscientes de que no era ella sino ellos los que tenían más
que perder con el escándalo. Florentino Ariza había violado por ella su
principio sagrado de no pagar, y ella había violado el suyo de no hacerlo gratis
ni con el esposo. Se habían puesto de acuerdo en el precio simbólico de un peso
por cada vez, pero ella no lo recibía ni él se lo daba en la mano, sino que lo
metían en el cochinito de alcancía hasta que fueran suficientes para comprar
cualquier ingenio ultramarino en el Portal de los Escribanos. Fue ella la que
atribuyó una sensualidad distinta a las lavativas que él usaba para las crisis
de estreñimiento, y lo convenció de compartirlas, de aplicárselas juntos en el
transcurso de sus tardes locas, tratando de inventar todavía más amor dentro
del amor.
Consideraba una fortuna
que en medio de tantos encuentros aventurados, la única que le hizo probar una
gota de amargura fue la tortuosa Sara Noriega, que terminó sus días en el
manicomio de la Divina Pastora, recitando versos seniles de tan desaforada
obscenidad, que debieron aislarla para que no acabara de enloquecer a las otras
locas. Sin embargo, cuando recibió entera la responsabilidad de la C.F.C. ya no
tenía mucho tiempo ni demasiados ánimos para tratar de sustituir con nadie a
Fermina Daza: la sabía insustituible. Poco a poco había ido cayendo en la
rutina de visitar a las ya establecidas, acostándose con ellas hasta donde le
sirvieran, hasta donde le fuera posible, hasta cuando tuvieran vida. El domingo
de Pentecostés, cuando murió Juvenal Urbino, ya sólo le
quedaba una, una sola, con catorce años apenas cumplidos, y con todo lo que
ninguna otra había tenido hasta entonces para volverlo loco de amor.
Se
llamaba América Vicuña. Había venido dos años antes de la localidad marítima de
Puerto Padre encomendada por su familia a Florentino Ariza, su acudiente, con
quien tenían un parentesco sanguíneo reconocido. La mandaban con una beca del
gobierno para hacer los estudios de maestra superior, con su petate y su
baulito de hojalata que parecía de una muñeca, y desde que bajó del barco con
sus botines blancos y su trenza dorada, él tuvo el presentimiento atroz de que
iban a hacer juntos la siesta de muchos domingos. Todavía era una niña en todo
sentido, con sierras en los dientes y peladuras de la escuela primaria en las
rodillas, pero él vislumbró de inmediato la clase de mujer que iba a ser muy
pronto, y la cultivó para él en un lento año de sábados de circo, de domingos
de parques con helados, de atardeceres infantiles con los que se ganó su
confianza, se ganó su cariño, se la fue llevando de la mano con una suave
astucia de abuelo bondadoso hacia su matadero clandestino. Para ella fue
inmediato: se le abrieron las puertas del cielo. Estalló en una eclosión floral
que la dejó flotando en un limbo de dicha, y fue un estímulo eficaz en sus
estudios, pues se mantuvo siempre en el primer lugar de la clase para no perder
la salida del fin de semana. Para él fue el rincón más abrigado en la ensenada
de la vejez. Después de tantos años de amores calculados, el gusto desabrido de
la inocencia tenía el encanto de una perversión renovadora.
Coincidieron.
Ella se comportaba como lo que era, una niña dispuesta a descubrir la vida bajo
la guía de un hombre venerable que no se sorprendía de nada, y él se comportó a
conciencia como lo que más había temido ser en la vida: un novio senil. Nunca
la identificó con Fermina Daza, a pesar de que el parecido era más que fácil,
no sólo por la edad, por el uniforme escolar, por la trenza, por su andar
montuno, y hasta por su carácter altivo e imprevisible. Más aún: la idea de la
sustitución, que tan buen aliciente había sido para su mendicidad de amor, se
borró por completo. Le gustaba por lo que ella era, y terminó amándola por lo
que ella era con una fiebre de delicias crepusculares. Fue la única con que
tomó precauciones drásticas contra un embarazo accidental. Después de una media
docena de encuentros, no había para ambos otro sueño que las tardes de los
domingos.
Puesto
que él era la única persona autorizada para sacarla del internado, iba a
buscarla en el Hudson de seis cilindros de la C.F.C., y a veces le quitaban la
capota en las tardes sin sol para pasear por la playa, él con el sombrero
tétrico, y ella muerta de risa, sosteniéndose con las dos manos la gorra de
marinero del uniforme escolar para que no se la llevara el viento. Alguien le
había dicho que no anduviera con su acudiente más de lo indispensable, que no
comiera nada que él hubiera probado ni se pusiera muy cerca de su aliento,
porque la vejez era contagiosa. Pero a ella no le importaba. Ambos se mostraban
indiferentes a lo que pudiera pensarse de ellos, porque el parentesco era bien
conocido, y además sus edades extremas los ponían a salvo de toda suspicacia.
Acababan
de hacer el amor el domingo de Pentecostés, a las cuatro de la tarde' cuando
empezaron los dobles. Florentino Ariza tuvo que sobreponerse al sobresalto del
corazón. En su juventud, el ritual de los dobles estaba incluido en el precio
de los funerales, y sólo se negaba a los pobres de solemnidad. Pero después de
nuestra última guerra, en el puente de los dos siglos, el régimen conservador
consolidó sus costumbres coloniales, y las pompas fúnebres se hicieron tan
costosas que sólo los más ricos podían pagarlos. Cuando murió el arzobispo
Ercole de Luna, las campanas de toda la provincia doblaron sin tregua durante
nueve días con sus noches, y fue tal el tormento público que el sucesor eliminó
de los funerales el requisito de los dobles, y los dejó reservados para los
muertos más ilustres. Por eso cuando Florentino Ariza oyó doblar en la catedral
a las cuatro de la tarde de un domingo de Pentecostés, se sintió visitado por
un fantasma de sus mocedades perdidas. Nunca imaginó que fueran los dobles que
tanto había anhelado durante tantos y tantos años, desde el domingo en que vio
a Fermina Daza encinta de seis meses, a la salida de la misa mayor.
-Carajo -dijo en la
penumbra---. Tiene que ser un tiburón muy grande para que lo doblen en la
catedral.
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América Vicuña, desnuda por completo, acabó de despertar. -Debe ser por el Pentecostés -dijo.
América Vicuña, desnuda por completo, acabó de despertar. -Debe ser por el Pentecostés -dijo.
Florentino Ariza no era
experto ni mucho menos en los negocios de la iglesia, ni había vuelto a misa
desde que tocaba el violín en el coro con un alemán que le enseñó además la
ciencia del telégrafo, y de cuyo destino no se tuvo nunca una noticia cierta.
Pero sabía sin duda que las campanas no doblaban por el Pentecostés. Había un
duelo en la ciudad, por cierto, y él lo sabía. Una comisión de refugiados del
Caribe había estado en su casa aquella mañana para informarle que Jeremiah de
Saint-Amour había amanecido muerto en su taller de fotógrafo. Aunque Florentino
Ariza no era su amigo cercano, lo era de otros muchos refugiados que siempre lo
invitaban a sus actos públicos, y sobre todo a sus entierros. Pero estaba
seguro de que las campanas no doblaban por Jeremiah de SaintAmour, que era un
incrédulo militante y un anarquista empedernido, y que además había muerto por
su propia mano.
-No
-dijo-, unos dobles así sólo pueden ser de gobernador para arriba.
América Vicuña, con el
pálido cuerpo atigrado por las rayas de luz de las persianas mal cerradas, no
tenía edad para pensar en la muerte. Habían hecho el amor después del almuerzo
y estaban acostados en la resaca de la siesta, ambos desnudos bajo el
ventilador de aspas, cuyo zumbido no alcanzaba a ocultar la crepitación de
granizo de los gallinazos caminando sobre el techo de cinc recalentado.
Florentino Ariza la amaba como había amado a tantas otras mujeres casuales en
su larga vida, pero a ésta la amaba con más angustia que a ninguna porque tenía
la certidumbre de estar muerto de viejo cuando ella terminara la escuela
superior.
El cuarto parecía más bien
un camarote de barco, con paredes de listones de madera muchas veces pintados
encima de la pintura anterior, como los barcos, pero el calor era más intenso
que el de los camarotes de los buques del río a las cuatro de la tarde, aun con
el ventilador eléctrico colgado sobre la cama, por la reverberación del techo
metálico. No era un dormitorio formal sino un camarote de tierra firme mandado
construir por Florentino Ariza detrás de sus oficinas de la C.F.C., sin más
propósitos ni pretextos que los de tener una buena guarida para sus amores de
viejo. En los días ordinarios era difícil dormir allí con los gritos de los
estibadores y el estruendo de las grúas del puerto fluvial, y los bramidos
enormes de los buques en el muelle. Sin embargo, para la niña era un paraíso
dominical.
El día de Pentecostés
pensaban estar juntos hasta que ella tuviera que volver al internado, cinco
minutos antes del Ángelus, pero los dobles le hicieron recordar a Florentino
Ariza su promesa de asistir al entierro de Jeremiah de Saint-Amour, y se vistió
más de prisa que de costumbre. Antes, como siempre, le tejió a la niña la
trenza solitaria que él mismo le soltaba antes de hacer el amor, y la subió en
la mesa para hacerle el lazo de los zapatos del uniforme, que ella siempre
hacía mal. La ayudaba sin malicia, y ella lo ayudaba a ayudarla como si fuera
un deber: ambos habían perdido la conciencia de sus edades desde los primeros
encuentros, y se trataban con la confianza de dos esposos que se habían
ocultado tantas cosas en esta vida que ya no les quedaba casi nada para
decirse.
Las oficinas estaban
cerradas y a oscuras por el día feriado, y en el muelle desierto había sólo un
buque con las calderas apagadas. El bochorno anunciaba lluvias, las primeras
del año, pero la transparencia del aire y el silencio dominical del puerto
parecían de un mes benigno. Desde allí era más crudo el mundo que en la
penumbra del camarote, y dolían más los dobles aun sin saber por quién eran.
Florentino Ariza y la niña bajaron al patio de salitre que había servido de
puerto negrero a los españoles y donde todavía quedaban restos de la pesa y
otros fierros carcomidos del comercio de esclavos. El automóvil los esperaba a
la sombra de las bodegas, y no despertaron al chofer dormido sobre el volante
mientras no estuvieron instalados en los asientos. El automóvil dio la vuelta
por detrás de las bodegas cercadas con alambre de gallinero, atravesó el
espacio del antiguo mercado de la bahía de las Ánimas, donde había adultos casi
desnudos jugando
a la pelota, y salió del puerto fluvial entre una polvareda ardiente.
Florentino Ariza estaba seguro de que las honras fúnebres no podían ser por
Jeremiah. de Saint-Amour, pero la insistencia de los dobles lo hizo dudar. Le
puso al chofer la mano en el hombro y le preguntó gritándole al oído por quién
estaban doblando las campanas.
-Es por
el médico ese de la chivera -dijo el chofer---. ¿Cómo se llama?
Florentino
Ariza no tuvo que pensarlo para saber de quién hablaba. Sin embargo, cuando el
chofer le contó cómo había muerto, la ilusión instantánea se desvaneció, porque
no le pareció verosímil. Nada se parece tanto a una persona como la forma de su
muerte, y ninguna podía parecerse menos que esta al hombre que él imaginaba.
Pero era el mismo, aunque pareciera absurdo: el médico más viejo y mejor
calificado de la ciudad, y uno de sus hombres insignes por otros muchos
méritos, había muerto con la espina dorsal despedazada, a los ochenta y un años
de edad, al caerse de un palo de mango cuando trataba de coger un loro.
Todo
lo que Florentino Ariza había hecho desde que Fermina Daza se casó, estaba
fundado en la esperanza de esta noticia. Sin embargo, llegada la hora, no se
sintió sacudido por la conmoción de triunfo que tantas veces había previsto en
sus insomnios, sino por un zarpazo de terror: la lucidez fantástica de que lo
mismo habría podido ser por él por quien tocaran a muerto. Sentada a su lado en
el automóvil que rodaba a saltos por las calles de piedras, América Vicuña se
asustó de su palidez y le preguntó qué le pasaba. Florentino Ariza le cogió la
mano con su mano helada.
-Ay,
mi niña -suspiró-, me harían falta otros cincuenta años para contarte.
Se
olvidó del entierro de Jeremiah de Saint Amour. Dejó a la niña en la puerta del
internado con la promesa apresurada de que volvería por ella el sábado
siguiente, y ordenó al chofer que lo llevara a la casa del doctor Juvenal
Urbino. Encontró un tumulto de automóviles y coches de alquiler en las calles
contiguas, y una multitud de curiosos frente a la casa. Los invitados del
doctor Lácides Olivella, que habían recibido la mala noticia en el apogeo de la
fiesta, llegaban en tropel. No era fácil moverse dentro de la casa a causa de
la muchedumbre, pero Florentino Ariza logró abrirse paso hasta el dormitorio
principal, se empinó por encima de los grupos que bloqueaban la puerta, y vio a
Juvenal Urbino en la cama matrimonial como había querido verlo desde que oyó
hablar de él por primera vez, chapaleando en la indignidad de la muerte. El
carpintero acababa de tomarle las medidas para el ataúd. A su lado, todavía con
el mismo vestido de abuela recién casada que se había puesto para la fiesta,
Fermina Daza estaba absorta y mustia.
Florentino
Ariza había prefigurado aquel momento hasta en sus detalles ínfimos desde los
días de su juventud en que se consagró por completo a la causa de ese amor
temerario. Por ella había ganado nombre y fortuna sin reparar demasiado en los
métodos, por ella había cuidado de su salud y su apariencia personal con un
rigor que no les parecía muy varonil a otros hombres de su tiempo, y había
esperado aquel día como nadie hubiera podido esperar nada ni a nadie en este
mundo: sin un instante de desaliento. La comprobación de que la muerte había
intercedido por fin en favor suyo, le infundió el coraje que necesitaba para
reiterarle a Fermina Daza, en su primera noche de viuda, el Juramento de su
fidelidad eterna y su amor para siempre.
No
le negaba a su conciencia que había sido un acto irreflexivo, sin el menor
sentido del cómo ni del cuándo, y apresurado por el miedo de que la ocasión no
se repitiera jamás. Él lo hubiera querido e incluso se lo había figurado muchas
veces de un modo menos brutal, pero la suerte no le había dado para más. Había
salido de la casa del duelo con el dolor de dejarla a ella en el mismo estado
de conmoción en que él estaba, pero nada habría podido hacer por impedirlo,
porque sentía que aquella noche bárbara estaba escrita desde siempre en el
destino de ambos.
152
No
volvió a dormir una noche completa en las dos semanas siguientes. Se preguntaba
desesperado dónde estaría Fermina Daza sin él, qué estaría pensando, qué iba a
hacer en los años que le quedaban por vivir con la carga de espanto que le
había dejado en las manos. Sufrió una crisis de estreñimiento que le aventó el
vientre como un tambor, y tuvo que recurrir a paliativos menos complacientes
que las lavativas. Sus dolencias de viejo, que él soportaba mejor que sus
contemporáneos porque las conocía desde joven, lo acometieron todas al mismo
tiempo. El miércoles apareció por la oficina después de una semana de faltas, y
Leona Cassiani se asustó de verlo en semejante estado de palidez y desidia.
Pero él la tranquilizó: era otra vez el insomnio, como siempre, y se volvió a
morder la lengua para que no se le saliera la verdad por las tantas goteras que
tenía en el corazón. La lluvia no le dio una tregua de sol para pensar. Pasó
otra semana irreal, sin poder concentrarse en nada, comiendo mal y durmiendo
peor, tratando de percibir señales cifradas que le indicaran el camino de la
salvación. Pero desde el viernes lo invadió una placidez sin motivos que
interpretó como un anuncio de que nada nuevo iba a suceder, que todo cuanto
había hecho en la vida había sido inútil y no tenía como seguir: era el final.
El lunes, sin embargo, al llegar a su casa de la Calle de las Ventanas, tropezó
con una carta que flotaba en el agua empozada dentro del zaguán, y reconoció de
inmediato en el sobre mojado la caligrafía imperiosa que tantos cambios de la
vida no habían logrado cambiar, y hasta creyó percibir el perfume nocturno de
las gardenias marchitas, porque ya el corazón se lo había dicho todo desde el
primer espanto: era la carta que había esperado, sin un instante de sosiego,
durante más de medio siglo.
Fermina Daza no podía
imaginarse que aquella carta suya, instigada por una rabia ciega, pudiera ser
interpretada por Florentino Ariza como una carta de amor. Había puesto en ella
toda la furia de que era capaz, sus palabras más crueles, los oprobios más
hirientes, e injustos además, que sin embargo le parecían ínfimos frente al
tamaño de la ofensa. Fue el último acto de un amargo exorcismo de dos semanas,
con el cual trataba de lograr un pacto de conciliación con su nuevo estado.
Quería ser otra vez ella misma, recuperar todo cuanto había tenido que ceder en
medio siglo de una servidumbre que la había hecho feliz, sin duda' pero que una
vez muerto el esposo no le dejaba a ella ni los vestigios de su identidad. Era
un fantasma en una casa ajena que de un día para otro se había vuelto inmensa y
solitaria, y en la cual vagaba a la deriva, preguntándose angustiada quién
estaba más muerto: el que había muerto o la que se había quedado.
No podía sortear un
recóndito sentimiento de rencor contra el marido por haberla dejado sola en
medio de la mar tenebrosa. Todo lo suyo le provocaba el llanto: la piyama
debajo de la almohada, las pantuflas que siempre le parecieron de enfermo, el
recuerdo de su imagen desvistiéndose en el fondo del espejo mientras ella se
peinaba para dormir, el olor de su piel que había de persistir en la de ella
mucho tiempo después de la muerte. Se detenía a mitad de cualquier cosa que
estuviera haciendo y se daba una palmadita en la frente, porque de pronto se
acordaba de algo que olvidó decirle. A cada instante le venían a la mente las
tantas preguntas cotidianas que sólo él le podía contestar. Alguna vez él le
había dicho algo que ella no podía concebir: los amputados sienten dolores,
calambres, cosquillas, en la pierna que ya no tienen. Así se sentía ella sin
él, sintiéndolo estar donde ya no estaba.
Al despertar en su primera
mañana de viuda, se había dado vuelta en la cama, todavía sin abrir los ojos,
en busca de una posición más cómoda para seguir durmiendo, y fue en ese momento
cuando él murió para ella. Pues sólo entonces tomó conciencia de que él había
pasado la noche por primera vez fuera de casa. La otra impresión fue en la
mesa, no porque se sintiera sola, como en efecto lo estaba, sino por la
certidumbre rara de estar comiendo con alguien que ya no existía. Esperó a que
su hija Ofelia viniera de Nueva Orleans, con el esposo y las tres niñas, para
sentarse otra vez a comer en la mesa, pero no en la de siempre, sino en una
mesa improvisada, más pequeña, que hizo poner en el corredor. Hasta entonces no
había hecho ninguna comida regular. Pasaba por la cocina a cualquier hora,
cuando tenía hambre, y metía el tenedor en las ollas y comía un poco de todo
sin ponerlo en un plato, de pie frente a la hornilla, hablando con las mujeres
del servicio que eran las únicas con las que se sentía bien, y con las que
mejor se
entendía. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no lograba eludir la
presencia del marido muerto: por donde quiera que iba, por donde quiera que
pasaba, en cualquier cosa que hacía tropezaba con algo suyo que se lo
recordaba. Pues si bien le parecía honesto y justo que le doliera, también
quería hacer todo lo posible por no regodearse en el dolor. Así que se impuso
la determinación drástica de desterrar de la casa todo cuanto le recordara al
marido muerto, como lo único que se le ocurría para seguir viviendo sin él.
Fue
una ceremonia de exterminio. El hijo aceptó llevarse la biblioteca para que
ella pusiera en la oficina el costurero que nunca tuvo de casada. Por su parte,
la hija se llevaría algunos muebles y numerosos objetos que le parecían muy apropiados
para las subastas de antigüedades de Nueva Orleans. Todo esto fue un alivio
para Fermina Daza, aunque no le hizo ninguna gracia comprobar que las cosas
compradas por ella en su viaje de bodas eran ya reliquias de anticuarios.
Contra el estupor callado de las sirvientas, de los vecinos, de las amigas
cercanas que venían a acompañarla en aquellos días, hizo prender una hoguera en
un solar vacío detrás de la casa, y allí quemó todo lo que le recordaba al
esposo: las ropas más costosas y elegantes que se vieron en la ciudad desde el
siglo anterior, los zapatos más finos, los sombreros que se parecían a él más
que sus retratos, el mecedor de siesta del que se había levantado por última
vez para morir, innumerables objetos tan ligados a su vida que ya formaban
parte de su identidad. Lo hizo sin una sombra de duda, por la certidumbre plena
de que su esposo lo habría aprobado, y no sólo por higiene. Pues él le había
expresado muchas veces su deseo de ser incinerado, y no recluido en, la
oscuridad sin resquicios de una caja de cedro. Su religión se lo impedía, desde
luego: se había atrevido a sondear el criterio del arzobispo, por si acaso, y
éste le había dado una negativa terminante. Era una pura ilusión, porque la
Iglesia no permitía la existencia de hornos crematorios en nuestros
cementerios, ni para uso de religiones distintas de la católica, y a nadie más
que al mismo Juvenal Urbino se le hubiera ocurrido la conveniencia de
construirlos. Fermina Daza no olvidó este terror del esposo, y aun en la
confusión de las primeras horas se acordó de ordenar al carpintero que le
dejara el consuelo de una brecha de luz en el ataúd.
De
todos modos fue un holocausto inútil. Fermina Daza se dio cuenta muy pronto de
que el recuerdo del esposo muerto era tan refractario al fuego como parecía
serlo al paso de los días. Peor aún: después de la incineración de las ropas no
sólo seguía añorando lo mucho que había amado de él, sino también, y por encima
de todo, lo que más le molestaba: los ruidos que hacía al levantarse. Esos recuerdos
la ayudaron a salir de los manglares del duelo. Por encima de todo, tomó la
determinación firme de continuar la vida recordando al esposo como si no
hubiera muerto. Sabía que el despertar de cada mañana seguiría siendo difícil,
pero lo sería cada vez menos.
Al
término de la tercera semana, en efecto, empezó a vislumbrar las primeras
luces. Pero a medida que aumentaban y se hacían más claras, iba tomando
conciencia de que había en su vida un fantasma atravesado que no le dejaba un
instante de paz. No era el fantasma de lástima que la acechaba en el parquecito
de Los Evangelios, y que ella solía evocar desde la vejez con una cierta
ternura, sino el fantasma abominable de la levita de verdugo y el sombrero
apoyado en el pecho, cuya impertinencia estúpida la había perturbado de tal
modo que ya le era imposible no pensar en él. Siempre, desde que ella lo
rechazó a los dieciocho años, le quedó la convicción de haber dejado en él una
semilla de odio que el tiempo no haría sino aumentar. Había contado con ese
odio en todo momento, lo sentía en el aire cuando el fantasma estaba cerca, su
sola visión la perturbaba, la asustaba de tal modo que nunca encontró una
manera natural de comportarse con él. La noche en que él le reiteró su amor,
todavía con las flores del esposo muerto perfumando la casa, ella no pudo
entender que aquel desplante no fuera el primer paso de quién sabe qué
siniestro propósito de venganza.
La
persistencia de su recuerdo le aumentaba la rabia. Cuando despertó pensando en
él, al día siguiente del entierro, logró quitárselo de la memoria con un simple
gesto de la voluntad. Pero la rabia volvía siempre, y muy pronto se dio cuenta
de que el deseo de olvidarlo era el más fuerte estímulo para recordarlo.
Entonces se atrevió a evocar por
154
primera vez, vencida por la nostalgia, los
tiempos ilusorios de aquel amor irreal. Trataba de precisar cómo era el
parquecito de entonces, los almendros rotos, el escaño donde él la amaba,
porque nada de eso existía ya como entonces. Habían cambiado todo, se habían
llevado los árboles con su alfombra de hojas amarillas, y en lugar de la
estatua del héroe decapitado habían puesto la de otro en uniforme de gala, sin
nombre, sin fechas, sin motivos que lo justificaran, sobre un pedestal
aparatoso dentro del cual habían instalado los controles eléctricos del sector.
Su casa, vendida por fin hacía muchos años, se desbarataba a pedazos entre las
manos del gobierno provincial. No le resultaba fácil imaginarse a Florentino
Ariza como era entonces, y mucho menos concebir que aquel muchacho taciturno,
tan desvalido bajo la lluvia, fuera el mismo carcamal apolillado que se le
había plantado enfrente sin ninguna consideración por su estado, sin el menor
respeto por su dolor, y le había abrasado el alma con una injuria a
fuego vivo que seguía estorbándole para respirar.
La prima Hildebranda
Sánchez había venido a visitarla poco después de que ella estuviera en su
hacienda de Flores de María reponiéndose de la mala hora de la señorita Lynch.
Había llegado vieja, gorda, feliz, acompañada por el hijo mayor, que había sido
coronel del ejército, como el padre, pero que fue repudiado por él a raíz de su
actuación indigna en la matanza de los obreros del banano en San Juan de la
Ciénaga. Las dos primas se habían visto muchas veces, y siempre se les iban las
horas añorando la época en que se conocieron. En su última visita, Hildebranda
estaba más nostálgica que nunca, y muy afectada por la carga de la vejez. Para
mayor regodeo de la añoranza, trajo su copia del retrato de dama antigua que
les había tomado el fotógrafo belga la tarde en que el joven Juvenal Urbino le
dio la estocada de gracia a la voluntariosa Fermina Daza. La copia de ésta se
había perdido, y la de Hildebranda era casi invisible, pero ambas se
reconocieron a través de las brumas del desencanto: jóvenes y bellas como no
volverían a serlo jamás.
Para Hildebranda era
imposible no hablar de Florentino Ariza, porque siempre identificó su suerte
con la suya. Lo evocaba como el día en que puso su primer telegrama, y nunca
consiguió quitarse del corazón su recuerdo de pajarito triste condenado al
olvido. Por su parte, Fermina lo había visto muchas veces, sin conversar con
él, desde luego, y no podía concebir que fuera el mismo de su primer amor.
Siempre le habían llegado noticias de él, como tarde o temprano le llegaban las
de todo el que significara algo en la ciudad. Se decía que no se había casado
porque era de costumbres distintas, pero tampoco a esto le puso atención, en
parte porque nunca hizo caso de rumores, y en parte porque de todos modos se
decían cosas semejantes de muchos hombres insospechables. En cambio, le parecía
extraño que Florentino Ariza persistiera en sus atuendos místicos, en sus
lociones raras, y que siguiera siendo tan enigmático después de abrirse paso en
la vida de un modo tan espectacular, y además tan honrado. No le era posible
creer que fuera el mismo, y siempre se sorprendía cuando Hildebranda suspiraba:
“¡Pobre hombre, cómo debe haber sufrido! “. Pues ella lo veía sin dolor desde
hacía mucho tiempo: era una sombra borrada.
Sin embargo, la noche en
que lo encontró en el cine, por los tiempos en que ella regresó de Flores de
María, algo raro ocurrió en su corazón. No le sorprendió que estuviera con una
mujer, y negra, además. Le sorprendió que estuviera tan bien conservado, que se
comportara con mayor soltura, y no se le ocurrió pensar que tal vez fuera ella
y no él quien había cambiado después de la irrupción perturbadora de la señorita
Lynch en su vida privada. A partir de entonces, y durante más de veinte años,
siguió viéndolo con ojos más compasivos. La noche de la velación del esposo,no
sólo le pareció comprensible que estuviera allí, sino que inclusive lo entendió
como el término natural del rencor: un acto de perdón y olvido. Por eso fue tan
imprevista la reiteración dramática de un amor que para ella no había existido
nunca, y a una edad en que a Florentino Ariza y a ella no les quedaba nada más
que esperar de la vida.
La rabia mortal del primer
impacto seguía intacta después de la cremación simbólica del marido, y más
crecía y se ramificaba cuanto menos capaz se sentía de dominarla. Peor aún: los
espacios de la memoria donde lograba apaciguar los recuerdos del
muerto iban siendo ocupados poco a poco pero de un modo inexorable por la
pradera de amapolas donde estaban enterrados los recuerdos de Florentino Ariza.
Así, pensaba en él sin quererlo, y cuanto más pensaba en él más rabia le daba,
y cuanto más rabia le daba más pensaba en él, hasta que fue algo tan
insoportable que le desbordó la razón. Entonces se sentó en el escritorio del
marido muerto, y le escribió a Florentino Ariza una carta de tres pliegos
irracionales, tan cargados de injurias y de provocaciones infames, que le
dejaron el alivio de haber cometido a conciencia el acto más indigno de su
larga vida.
También
para Florentino Ariza aquellas tres semanas habían sido de agonía. La noche en
que le reiteró su amor a Fermina Daza había vagado sin rumbo por calles
desbaratadas por el diluvio de la tarde, preguntándose aterrado qué iba a hacer
con la piel del tigre que acababa de matar después de haber resistido a su
asedio durante más de medio siglo. La ciudad estaba en estado de emergencia por
la violencia de las aguas. En algunas casas había hombres y mujeres medio
desnudos tratando de salvar del diluvio lo que Dios quisiera, y Florentino
Ariza tuvo la impresión de que aquel desastre de todos tenía algo que ver con
el suyo. Pero el aire era manso y las estrellas del Caribe estaban quietas en
su lugar. De pronto, en un silencio de las otras voces, Florentino Ariza
reconoció la del hombre que Leona Cassiani y él habían oído cantar muchos años
antes, a la misma hora y en la misma esquina: Del puente me devolví bañado en
lágrimas. Una canción que de algún modo, aquella noche y sólo para él, tenía
algo que ver con la muerte.
Nunca
como entonces le hizo tanta falta Tránsito Ariza, su palabra sabia, su cabeza
de reina de burlas adornada con flores de papel. No podía evitarlo: siempre que
se encontraba al borde del cataclismo, le hacía falta el amparo de una mujer.
De modo que pasó por la Escuela Normal buscando el rumbo de las alcanzables, y
vio que había una luz en la larga fila de ventanas del dormitorio de América
Vicuña. Tuvo que hacer un grande esfuerzo para no incurrir en la locura de
abuelo de llevársela a las dos de la madrugada, tibia de sueño entre sus
pañales, y todavía olorosa a berrenchín de cuna.
En
el otro extremo de la ciudad estaba Leona Cassiani, sola y libre, y dispuesta
sin duda a depararle a las dos de la madrugada, a las tres, a cualquier hora y
en cualquier circunstancia la compasión que le hacía falta. No hubiera sido la
primera vez que él llamara a su puerta en el yermo de sus insomnios, pero
comprendió que ella era demasiado inteligente, y se amaban demasiado, para que
él fuera a llorar en su regazo sin revelarle el motivo. Al cabo de mucho
pensar, sonámbulo por la ciudad desierta, se le ocurrió que con ninguna podía
estar mejor que con Prudencia Pitre: la Viuda de Dos. Era diez años menor que
él. Se habían conocido en el siglo anterior, y si dejaron de encontrarse fue
porque ella se había empeñado en no dejarse ver como estaba' medio ciega, y de
veras al borde de la decrepitud. Tan pronto como se acordó de ella, Florentino
Ariza volvió a la Calle de las Ventanas, metió en una bolsa de mercado dos
botellas de oporto y un frasco de encurtidos, y se fue a verla sin saber
siquiera si estaba en su casa de siempre, si estaba sola, o si estaba viva.
Prudencia
Pitre no había olvidado la clave de los rasguños en la puerta, con la que él se
identificaba cuando todavía se creían jóvenes aunque ya no lo fueran, y le
abrió sin preguntas. La calle estaba a oscuras y él era apenas visible con el
vestido de paño negro, el sombrero duro y el paraguas de murciélago colgado del
brazo, y ella no tenía ojos para verlo como no fuera a plena luz, pero lo
reconoció por el destello del farol en la montura metálica de los espejuelos.
Parecía un asesino con las manos todavía ensangrentadas.
-Asilo
para un pobre huérfano -dijo.
Fue
lo único que acertó a decir, sólo por decir algo. Se sorprendió de cuánto había
envejecido desde que la vio la última vez, y fue consciente de que ella lo veía
de igual modo. Pero se consoló pensando que un momento después, cuando ambos se
repusieran del golpe inicial, irían notándose menos el uno al otro las
mataduras de la vida, y volverían a verse tan jóvenes como lo fueron el uno
para el otro cuando se conocieron: cuarenta años antes.
156
Así era. También ella
había estado en la ventana desde las once, como casi toda la ciudad,
contemplando el paso del cortejo más concurrido y suntuoso que se había visto
desde la muerte del arzobispo De Luna. La habían despertado de la siesta los
truenos de artillería que hacían temblar la tierra, la discordia de las bandas
de guerra, el desorden de los cánticos fúnebres por encima del clamor de las
campanas de todas las iglesias, que doblaban sin pausas desde el día anterior.
Había visto desde el balcón los militares de a caballo en uniforme de parada,
las comunidades religiosas, los colegios, las largas limusinas negras de la
autoridad invisible, la carroza de caballos con morriones de plumas y
gualdrapas de oro, el ataúd amarillo cubierto con la bandera en la cureña de un
cañón histórico, y por último la fila de las viejas victorias descubiertas que
seguían manteniéndose vivas para llevar las coronas. No bien acababan de pasar
frente al balcón de Prudencia Pitre, poco después del medio día, cuando se
desplomó el diluvio, y el cortejo se dispersó en estampida.
-Qué
manera más absurda de morirse --dijo ella.
-La muerte no tiene
sentido del ridículo -dijo él, y agregó con pena-: sobre todo a nuestra edad.
Estaban sentados en la
terraza, frente al mar abierto, viendo la luna con un halo que ocupaba la mitad
del cielo, viendo las luces de colores de los barcos en el horizonte, gozando
de la brisa tibia y perfumada después de la tormenta. Bebían oporto y comían
encurtidos sobre rebanadas de pan de monte que Prudencia Pitre cortaba de una
hogaza en la cocina. Habían vivido muchas noches como esa, después que ella se
quedó viuda y sin hijos a los treinta y cinco años. Florentino Ariza la
encontró en una época en que habría recibido a cualquier hombre que quisiera
acompañarla, aunque fuera alquilado por horas, y lograron establecer una
relación más seria y prolongada de lo que parecía posible.
Aunque nunca lo insinuó
siquiera, ella le habría vendido el alma al diablo por casarse con él en
segundas nupcias. Sabía que no era fácil someterse a su mezquindad, a sus
necedades de viejo prematuro, a su orden maniático, a su ansiedad de pedirlo
todo sin dar nada de nada, pero a cambio de eso no había un hombre que se dejara
acompañar mejor que él, porque no podía haber otro en el mundo tan necesitado
de amor. Pero tampoco había otro tan resbaladizo, de modo que el amor no pasó
de donde siempre llegaba con él: hasta donde no interfiriera su determinación
de conservarse libre para Fermina Daza. Sin embargo, se prolongó por muchos
años, aun después que él arregló las cosas para que Prudencia Pitre volvieraa
casarse con un agente de comercio que venía por tres meses y andaba de viaje
otros tres, y con el que tuvo una hija y cuatro hijos, uno de los cuales, según
ella juraba, era de Florentino Ariza.
Conversaron sin
preocuparse de la hora, porque ambos estaban acostumbrados a compartir sus
insomnios de jóvenes, y tenían mucho menos que perder en sus insomnios de
viejos. Aunque casi nunca pasaba de la segunda copa, Florentino Ariza no había
recobrado el aliento después de la tercera. Sudaba a chorros, y la Viuda de Dos
le dijo que se quitara el saco, el chaleco, los pantalones, que se quitara todo
si quería, qué caraj o, si al fin y al cabo ellos se conocían mejor desnudos
que vestidos. Él dijo que lo haría si ella lo hacía, pero ella no quiso: hacía
tiempo se había visto en la luna del ropero, y había comprendido de pronto que
ya no tendría valor para dejarse ver desnuda ni de él ni de nadie.
Florentino Ariza, en un
estado de exaltación que no había logrado apaciguar con cuatro copas de oporto,
siguió hablando del pasado, de los buenos recuerdos del pasado que eran su tema
único desde hacía tiempo, pero ansioso de encontrar en el pasado un camino
secreto para desahogarse. Pues era eso lo que le hacía falta: echar el alma por
la boca. Cuando percibió los primeros fulgores en el horizonte intentó una
aproximación sesgada. Preguntó, de un modo que parecía casual: “¿Qué harías si
alguien te propusiera matrimonio, así como estás, viuda y a tus años?”. Ella se
rió, con una arrugada risa de vieja, y preguntó a su vez:
-¿Lo dices por la viuda de Urbino?
-¿Lo dices por la viuda de Urbino?
Florentino
Ariza olvidaba siempre cuando menos debía que las mujeres piensan más en el
sentido oculto de las preguntas que en las preguntas mismas, y Prudencia Pitre
más que cualquier otra. Presa de un pavor súbito por su puntería escalofriante,
se escabulló por la puerta falsa: “Lo digo por ti”. Ella volvió a reír: “Anda a
burlarte de tu puta madre, que en paz descanse”. Luego lo instó a que dijera lo
que quería decir, porque sabía que ni él ni ningún otro hombre la hubiera
despertado a las tres de la madrugada, y después de tantos años de no verla,
sólo para beber oporto y comer pan de monte con encurtidos. Dijo: “Eso sólo se
hace cuando uno anda buscando alguien con quien llorar”. Florentino Ariza se
batió en retirada.
-Por
una vez te equivocas -le dijo-. Mis motivos de esta noche son más bien para
cantar.
-Entonces
cantemos --dijo ella.
Empezó
a entonar con muy buena voz la canción de moda: Ramona, sin ti no puedo ya
vivir. Fue el final de la noche, pues él no se atrevió a jugar juegos
prohibidos con una mujer que le había dado demasiadas pruebas de conocer el
otro lado de la luna. Salió a una ciudad distinta, enrarecida por las últimas
dalias de junio, y a una calle de su juventud por donde desfilaban las viudas
de tinieblas de la misa de cinco. Pero entonces fue él y no ellas quien cambió
de acera para que no le vieran las lágrimas que ya le era imposible soportar,
no desde la'media noche, como él creía, porque estas eran otras: las que
llevaba atragantadas desde hacía cincuenta y un años, nueve meses y cuatro
días.
Había
perdido la cuenta de su tiempo, cuando despertó sin saber dónde frente a un
ventanal deslumbrante. La voz de América Vicuña jugando a la pelota en el
jardín con las muchachas del servicio, lo puso en la realidad: estaba en la
cama de su madre, cuya alcoba conservaba intacta, y donde solía dormir para
sentirse menos solo en las pocas ocasiones en que lo inquietaba la soledad.
Frente a la cama estaba el gran espejo del Mesón de don Sancho, y a él le
bastaba con verlo al despertar para ver a Fermina Daza reflejada en el fondo.
Supo que era sábado, porque era el día en que el chofer recogía en el internado
a América Vicuña, y la llevaba a su casa. Se dio cuenta de que había dormido
sin saberlo, soñando que no podía dormir, con un sueño perturbado por la cara
de rabia de Fermina Daza. Se bañó pensando cuál debía ser el paso siguiente, se
vistió muy despacio con sus ropas mejores, se perfumó y se engomó el bigote
blanco de puntas afiladas, y al salir del dormitorio vio desde el corredor del
segundo piso a la bella criatura de uniforme, que atrapaba la pelota en el aire
con la gracia que tantos sábados lo había hecho estremecer, pero que esa mañana
no le causó la menor turbación. Le indicó que fuera con él, y antes de subir en
el automóvil le dijo sin necesidad: “Hoy no vamos a hacer cositas”. La llevó a
la Heladería Americana, desbordada a esa hora por los padres que comían helados
con sus niños bajo los ventiladores de grandes aspas colgados del cielo raso.
América Vicuña pidió un helado de varios pisos, cada uno de un color distinto
en una copa gigantesca, que era su favorito y el más vendido porque exhalaba
una humareda mágica. Florentino Ariza tomó un café negro, mirando a la niña sin
hablar, mientras ella se comía el helado con una cuchara de mango muy largo
para alcanzar el fondo de la copa. Sin dejar de mirarla, él le dijo de pronto:
-Me
voy a casar.
Ella
lo miró a los ojos con un destello de incertidumbre, sosteniendo la cuchara en
el aire, pero enseguida se repuso y sonrió.
-Es
embuste -dijo-. Los viejitos no se casan.
Esa
tarde la dejó en el internado al punto del Ángelus, bajo un aguacero obstinado,
después de haber visto juntos los títeres del parque, de haber almorzado en los
puestos de pescado frito de las escolleras, de haber visto las fieras
enjauladas de un circo que acababa de llegar, de comprar en los portales toda
clase de dulces para llevar al internado, y de haber repasado la ciudad varias
veces en el automóvil descubierto para que ella se fuera acostumbrando a la
idea de que él era su tutor, y ya no su amante. El
158
domingo le mandó el automóvil por si quería
pasear con sus amigas, pero no la quiso ver, porque desde la semana anterior
había tomado conciencia plena de la edad de ambos. Esa noche tomó la
determinación de escribirle a Fermina Daza una carta de disculpas, aunque sólo
fuera para no capitular, pero la dejó para el día siguiente. El lunes, al cabo
de tres semanas exactas de pasión, entró en su casa ensopado de lluvia, y
encontró la carta de ella.
Eran las ocho de la noche.
Las dos muchachas del servicio estaban acostadas, y habían dejado en el pasillo
la única luz permanente que le permitía a Florentino Ariza llegar hasta el
dormitorio. Sabía que su cena desmirriada e insípida estaba en la mesa del
comedor, pero el poco de hambre que llevaba después de tantos días comiendo de
cualquier modo se le esfumó con la conmoción de la carta. Le costó trabajo
encender la luz general del dormitorio por el temblor de las manos. Puso la
carta mojada sobre la cama, encendió la veladora en la mesa de noche, y con una
calma fingida que era un recurso muy suyo para serenarse, se quitó la chaqueta
empapada y la colgó en el espaldar de la silla, se quitó el chaleco y lo puso
muy bien doblado sobre la chaqueta, se quitó la cinta de seda negra y el cuello
de celuloide que ya había pasado de moda en el mundo, se desabotonó la camisa
hasta la cintura y se soltó la correa para respirar mejor, y por último se
quitó el sombrero y lo puso a secar junto a la ventana. De pronto se estremeció
porque no supo dónde estaba la carta, y era tal su nerviosismo que se
sorprendió al encontrarla, pues no recordaba haberla puesto sobre la cama.
Antes de abrirla secó el sobre con el pañuelo, cuidando de no correr la tinta
con que estaba escrito su nombre, y mientras lo hacía cayó en la cuenta de que
aquel secreto no estaba ya compartido entre dos, sino entre tres, por lo menos,
pues a quienquiera que la hubiera llevado debió llamarle la atención que la
viuda de Urbino le escribiera a alguien de fuera de su mundo apenas tres
semanas después de muerto el esposo, con tanta premura que no mandó la carta
por correo, y con tanto sigilo que ordenó no entregarla en mano sino deslizarla
por debajo de la puerta como un billete anónimo. No tuvo que romper el sobre,
pues la goma se había disuelto con el agua, pero la carta estaba seca: tres
folios densos, sin encabezado, y firmados con las iniciales del nombre de
casada.
La leyó una vez a toda
prisa sentado en la cama, más intrigado por el tono que por el contenido, y
antes de pasar al segundo folio ya sabía que era justo la carta de improperios
que esperaba recibir. La puso abierta bajo el resplandor de la veladora, se
quitó los zapatos y las medias mojadas, apagó junto a la puerta la luz general,
y al final se puso la bigotera de gamuza y se acostó sin quitarse el pantalón y
la camisa, con la cabeza en dos almohadones grandes que le servían de espaldar
para leer. Así repasó la carta, esta vez letra por letra, escudriñando cada
letra para que ninguna de sus intenciones ocultas se le quedara sin
desentrañar, y la leyó después cuatro veces más, hasta que estuvo tan saturado
que las palabras escritas empezaron a perder su sentido. Por último la guardó
sin el sobre en la gaveta de la mesa de noche, se acostó bocarriba con las
manos entrelazadas en la nuca, y permaneció durante cuatro horas con la vista
inmóvil en el espacio del espejo donde había estado ella, sin parpadear,
respirando apenas, más muerto que un muerto. A la medianoche en punto fue a la
cocina, preparó y llevó al cuarto un termo. de café espeso como el petróleo
crudo, echó la dentadura postiza en el vaso de agua boricada que siempre
encontraba listo para eso en la mesa de noche, volvió a acostarse en la misma
posición de mármol yacente con variaciones instantáneas cada cierto tiempo para
tomar un sorbo de café, hasta que la camarera entró a las seis con otro termo
lleno.
A esa hora, Florentino
Ariza sabía cuál iba a ser cada uno de sus pasos siguientes. En realidad no le
dolieron los insultos ni se preocupó por aclarar las imputaciones injustas, que
podían haber sido peores conociendo el carácter de Fermina Daza y la gravedad
del motivo. Lo único que le interesó fue que la carta por sí misma le daba la
oportunidad y le reconocía el derecho de contestarla. Más aún: se lo exigía.
Así que la vida estaba ahora en el límite adonde él quiso llevarla. Todo lo
demás dependía de él, y tenía la convicción cierta de que su infierno privado
de más de medio siglo le deparaba todavía muchas pruebas mortales que él estaba
dispuesto a afrontar con más ardor y más dolor y más amor que todas las
anteriores, porque serían las últimas.
Cinco días después de recibir la carta de Fermina Daza, cuando llegó a sus oficinas, se sintió flotando en el vacío abrupto e inusual de las máquinas de escribir, cuyo ruido de lluvia había terminado por notarse menos que su silencio. Era una pausa. Cuando el ruido empezó de nuevo, Florentino Ariza se asomó en el despacho de Leona Cassiani y la contempló sentada frente a su máquina personal, que obedecía a la yema de sus dedos como un instrumento humano. Ella se supo observada, y miró hacia la puerta con su terrible sonrisa solar, pero no dejó de escribir hasta el final del párrafo.
Cinco días después de recibir la carta de Fermina Daza, cuando llegó a sus oficinas, se sintió flotando en el vacío abrupto e inusual de las máquinas de escribir, cuyo ruido de lluvia había terminado por notarse menos que su silencio. Era una pausa. Cuando el ruido empezó de nuevo, Florentino Ariza se asomó en el despacho de Leona Cassiani y la contempló sentada frente a su máquina personal, que obedecía a la yema de sus dedos como un instrumento humano. Ella se supo observada, y miró hacia la puerta con su terrible sonrisa solar, pero no dejó de escribir hasta el final del párrafo.
-Dime
una cosa, leona de mi alma -le preguntó Florentino Ariza-: ¿Cómo te sentirías
si recibieras una carta de amor escrita en ese trasto?
El gesto de ella, que ya no se sorprendía de
nada, fue de sorpresa legítima. -¡Hombre! -exclamó-. Fíjate que nunca se me
había ocurrido.
Por
lo mismo no tenía otra respuesta. Tampoco Florentino Ariza lo había pensado
hasta entonces, y decidió correr el riesgo a fondo. Se llevó a su casa una de
las máquinas de la oficina en medio de las burlas cordiales de los subalternos:
“Loro viejo no aprende a hablar”. Leona Cassiani, entusiasta de cualquier
novedad, se ofreció para darle lecciones de mecanografía a domicilio. Pero él
estaba contra los aprendizajes metódicos desde que Lotario Thugut quiso
enseñarlo a tocar el violín por notas, con la amenaza de que iba a necesitar
por lo menos un año para empezar, cinco para ser aceptable en una orquesta
profesional, y toda la vida de seis horas diarias para tocarlo bien. Sin
embargo, él consiguió que su madre le comprara un violín de ciego, y con las
cinco reglas básicas que le dio Lotario Thugut se atrevió a tocarlo antes de un
año en el coro de la catedral, y a mandarle serenatas a Fermina Daza desde el cementerio
de los pobres según la dirección de los vientos. Si esto había sido a los
veinte años con algo tan difícil como el violín, no veía por qué no podía serlo
también a los setenta y seis con un instrumento de un solo dedo como la máquina
de escribir.
Así
fue. Necesitó tres días para aprender la posición de las letras en el teclado,
otros seis para aprender a pensar al mismo tiempo que escribía, y otros tres
para terminar la primera carta sin errores, después de romper media resma de
papel. Le puso un encabezado solemne: Señora, y la firmó con la inicial de su
nombre, como solía hacerlo en las esquelas perfumadas de su juventud. La mandó
por correo, en un sobre con viñetas de luto como era de rigor en una carta para
una viuda reciente, y sin el nombre del remitente al dorso.
Era
una carta de seis pliegos que no tenía nada que ver con ninguna otra que
hubiera escrito alguna vez. No tenía ni el tono, ni el estilo, ni el soplo
retórico de los primeros años del amor, y su argumento era tan racional y bien medido,
que el perfume de una gardenia hubiera sido un exabrupto. En cierto modo, fue
la aproximación más acertada de las cartas mercantiles que nunca pudo hacer.
Años después, una carta personal escrita con medios mecánicos iba a
considerarse casi ofensiva, pero todavía entonces la máquina de escribir era un
animal de oficina, sin una ética propia, cuya domesticación para usos privados
no estaba prevista en los manuales de urbanidad. Parecía más bien de un
modernismo audaz, y así debió entenderlo Fermina Daza, pues en la segunda carta
que escribió a Florentino Ariza, después de recibir más de cuarenta suyas,
empezaba excusándose de los escollos de su letra, por no disponer de medios de
escritura más avanzados que la pluma de acero.
Florentino
Ariza no se refirió siquiera a la carta tremenda que ella le había mandado,
sino que intentó desde el principio un método distinto de seducción, sin
ninguna referencia a los amores del pasado, ni al pasado simple: borrón y
cuenta nueva. Era más bien una extensa meditación sobre la vida, con base en
sus ideas y experiencias de las relaciones entre hombre y mujer, que alguna vez
había pensado escribir como complemento del Secretario de los Enamorados. Sólo
que entonces la envolvió en un estilo patriarcal, de memorias de viejo, para
que no se le notara demasiado que en realidad era un documento de amor. Antes
escribió muchos borradores al modo antiguo, que más tardaban en ser leídos con
cabeza fría que arrojados en la candela. Sabía que cualquier descuido
convencional, la menor ligereza nostálgica podía remover en su
160
corazón los resabios del pasado, y aunque tenía
previsto que ella le devolviera cien cartas antes de atreverse a abrir la
primera, prefería que no ocurriera ni una vez. Así que planeó hasta el último
detalle como una guerra final: todo tenía que ser diferente para suscitar
nuevas curiosidades, nuevas intrigas, nuevas esperanzas, en una mujer que ya
había vivido a plenitud una vida completa. Tenía que ser una ilusión
desatinada, capaz de darle el coraje que haría falta para tirar a la basura los
prejuicios de una clase que no había sido la suya original, pero que había
terminado por serlo más que de otra cualquiera. Tenía que enseñarle a pensar en
el amor como un estado de gracia que no era un medio para nada, sino un origen
y un fin en sí mismo.
Tuvo el buen sentido de no
esperar una contestación inmediata, pues le bastaba con que la carta no le
fuera devuelta. No lo fue, como no lo fue ninguna de las siguientes, y a medida
que pasaban los días se aceleraba su ansiedad, pues cuantos más días pasaran
sin devoluciones más aumentaba la esperanza de una respuesta. La frecuencia de
sus cartas empezó condicionada por la habilidad de sus dedos: primero una por
semana, después dos, y por fin una diaria. Se alegró del progreso del correo
desde sus tiempos de abanderado, pues no hubiera corrido el riesgo de dejarse
ver a diario en la Agencia Postal poniendo una carta para una misma persona, ni
de enviarla con alguien que pudiera contarlo. En cambio, era muy fácil mandar
un empleado a comprar las estampillas para todo un mes, y después deslizar la
carta en uno de los tres buzones repartidos en la ciudad vieja. Muy pronto
incorporó aquel rito a su rutina: aprovechaba los insomnios para escribir, y al
día siguiente, de paso para la oficina, le pedía al chofer que parara un minuto
frente a un buzón de esquina y él mismo se bajaba a echar la carta. Nunca
permitió que el chofer lo hiciera por él, como lo pretendió una mañana de
lluvia, y a veces tomaba la precaución de no Revar una sino varias cartas al
mismo tiempo para que pareciera más natural. El chofer no sabía, desde luego,
que las cartas suplementarias eran hojas en blanco que Florentino Ariza se
dirigía a sí mismo, pues nunca había mantenido correspondencia privada con
nadie, salvo el informe de tutor que mandaba a fines de cada mes a los padres
de América Vicuña con sus impresiones personales sobre la conducta, el ánimo y
la salud de la niña, y la buena marcha de sus estudios.
Empezó a numerar las
cartas a partir del primer mes, y a encabezarlas con un resumen de las
anteriores como los folletines en serie de los periódicos, por temor de que
Fermina Daza no cayera en la cuenta de que tenían una cierta continuidad.
Cuando se hicieron diarias, además, cambió los sobres con viñetas de luto por
sobres blancos y alargados, y esto acabó de darles la impersonalidad cómplice
de las cartas comerciales. Cuando empezó estaba dispuesto a someter su
paciencia a una prueba mayor, al menos hasta no tener una evidencia de que
estaba perdiendo su tiempo con el único método distinto que pudo concebir.
Esperó, en efecto, sin los quebrantos de toda índole que le causaban las
esperas de la juventud, sino con la tozudez de un anciano de cemento sin nada
más en que pensar, sin nada más que hacer en una compañía fluvial que para entonces
navegaba sola con vientos propicios, y además convencido de que estaría vivo y
en perfecto dominio de sus facultades de hombre el día de mañana, de más tarde
o de siempre en que Fermina Daza se convenciera al fin de que sus ansias de
viuda solitaria no tenían más remedio que bajar para él sus puentes levadizos.
Mientras tanto, continuó
con su vida regular. Previendo una respuesta favorable, inició una segunda
renovación de la casa para que fuera digna de quien habría podido considerarse
su dueña y señora desde que fue comprada. Volvió a visitar varias veces a
Prudencia Pitre, como se lo había prometido, para demostrarle que la amaba a
pesar de los estragos de la edad, a pleno sol y con las puertas abiertas, y no
sólo en sus noches de desamparo. Siguió pasando por la casa de Andrea Varón
hasta que encontró apagada la luz del baño, y trató de embrutecerse con las
locuras de su cama aunque fuera para no perder la regularidad del amor, de
acuerdo con otra superstición suya, nunca desmentida hasta entonces, de que el
cuerpo sigue mientras uno siga.
El único tropiezo fue el
estado de su relación con América Vicuña. Le había reiterado al chofer la orden
de recogerla los sábados a las diez de la mañana en el internado,
pero no sabía qué hacer con ella durante el fin de semana. Por primera vez no
se ocupó de ella, y ella resentía el cambio. Se la encomendaba a las muchachas
del servicio para que la llevaran al cine de la tarde, a las retretas del
parque infantil, a las tómbolas de beneficencia, o le inventaba programas
dominicales con otras compañeras del colegio para no tener que llevarla al
paraíso escondido detrás de sus oficinas, donde ella quería volver siempre desde
que la llevó por primera vez. No se daba cuenta, en las nebulosas de su nueva
ilusión, de que las mujeres pueden volverse adultos en tres días, y eran tres
años los que habían pasado desde que él la recibió en el motovelero de Puerto
Padre. Por mucho que él quiso dulcificarlo, el cambio para ella fue brutal,
pero no pudo concebir el motivo. El día que él le dijo en la heladería que se
iba a casar, revelándole una verdad, ella sufrió un impacto de pánico, pero
luego le pareció una posibilidad tan absurda que lo olvidó por completo. Muy
pronto comprendió, sin embargo, que él se comportaba como si fuera cierto, con
evasivas inexplicadas, como si no tuviera sesenta años más que ella, sino
sesenta años menos.
Una
tarde de sábado, Florentino Ariza la encontró tratando de escribir a máquina en
su dormitorio, y lo hacía bastante bien, pues estudiaba mecanografía en el
colegio. Había hecho más de media página de escritura automática, pero en
ciertos trechos era fácil separar una frase reveladora de su estado de ánimo.
Florentino Ariza se inclinó sobre su hombro para leer lo que escribía. Ella se
turbó con su calor de hombre, su aliento entrecortado, el perfume de su ropa,
que era el mismo de su almohada. Ya no era la niña recién llegada que él
desnudaba pieza por pieza con engañifas de bebé: primero es~ tos zapatitos para
el osito, después esta camisita para el perrito, después estos calzoncitos de
flores para el conejito, y ahora un besito en la cuquita rica de su papá. No:
ahora era una mujer hecha y derecha a la que le gustaba llevar la iniciativa.
Siguió escribiendo con un solo dedo de la mano derecha, y con la izquierda
buscó a tientas la pierna de él, lo exploró, lo encontró, lo sintió revivir,
crecer, suspirar de ansiedad, y su respiración de viejo se volvió pedregosa y
difícil. Ella lo conocía: a partir de ese punto él iba a perder el dominio, se
le desarticulaba la razón, quedaba a merced de ella, y no había de encontrar
los caminos de regreso hasta no llegar al final. Lo fue llevando de la mano
hasta la cama, como a un pobre ciego de la calle, y lo descuartizó presa por
presa con una ternura maligna, le echó sal a su gusto, pimienta de olor, un
diente de ajo, cebolla picada, el jugo de un limón, una hoja de laurel, hasta
que lo tuvo sazonado en la fuente y el horno listo a la temperatura justa. No
había nadie en la casa. Las sirvientas habían salido, y los albañiles y los
carpinteros de la reconstrucción no trabajaban los sábados: tenían el mundo
entero para ellos dos. Pero él salió del éxtasis al borde del abismo, le apartó
la mano, se incorporó, dijo con voz trémula:
-Cuidado,
no tenemos cauchitos.
Ella
permaneció bocarriba en la cama un largo rato, pensando, y cuando volvió al
internado, con una hora de anticipación, estaba más allá de las ganas de
llorar, y había afinado el olfato y se había afilado las uñas para encontrar
las trazas de la liebre agazapada que le había trastornado la vida. Florentino
Ariza, en cambio, incurrió una vez más en un error de hombre: pensó que ella se
había convencido de la inutilidad de sus propósitos y había resuelto olvidarlo.
Estaba
en lo suyo. Al cabo de seis meses, sin una mínima señal, se encontró dando
vueltas en la cama hasta el amanecer, perdido en el desierto de un insomnio
distinto. Pensaba que Fermina Daza había abierto la primera carta por su
apariencia ingenua, había alcanzado a ver la inicial conocida de otras cartas
de antaño, y la había echado en la hoguera de la basura sin tomarse siquiera el
trabajo de romperla. Le habría bastado con ver el sobre de las siguientes para
hacer lo mismo sin abrirlas, y así hasta el fin de los tiempos, mientras él
llegaba al término de sus meditaciones escritas. No creía que existiera una
mujer capaz de resistir la curiosidad de medio año de cartas cotidianas sin
saber ni siquiera de qué color era la tinta con que estaban escritas. Pero si
una existía, sólo podía ser ella.
Florentino
Ariza sentía que el tiempo de la vejez no era un torrente horizontal, sino una
cisterna desfondada por donde se desaguaba la memoria. Su ingenio se
162
agotaba. Después de rondar la quinta de La Manga
durante varios días, comprendió que aquel método juvenil no lograría romper las
puertas condenadas por el luto. Una mañana, buscando un número en el directorio
de teléfonos, se encontró por casualidad con el de ella. Llamó. El timbre sonó
muchas veces, y por fin reconoció la voz, seria y afónica: “¿A ver?”. Colgó sin
hablar, pero la distancia infinita de aquella voz inasible le resintió la
moral.
Por esos días, Leona
Cassiani celebró su cumpleaños, e invitó un reducido grupo de amigos a su casa.
Él estuvo distraído y se echó encima la salsa del pollo. Ella le limpió la
solapa mojando la punta de la servilleta en el vaso de agua, y después se la
puso de babero para impedir un accidente mayor: quedó como un bebé viejo. Notó
que varias veces durante la comida se quitó los lentes para secarlos con el
pañuelo, porque los ojos le lloraban. A la hora del café se durmió con la taza
en la mano, y ella trató de quitársela sin despertarlo, pero él reaccionó
avergonzado: “Sólo estaba reposando la vista”. Leona Cassiani se acostó
sorprendida de cuánto había empezado a notársele la vejez.
En el primer aniversario
de la muerte de Juvenal Urbino, la familia envió esquelas de invitación a una
misa conmemorativa en la catedral. Para entonces, Florentino Ariza había
mandado la carta número ciento treinta y dos sin haber recibido de vuelta ninguna
señal, y esto lo impulsó a la decisión audaz de asistir a la misa aunque no
estuviera invitado. Fue un acontecimiento social más fastuoso que conmovedor.
Los escaños de las primeras filas, reservados con carácter vitalicio y
hereditario, tenían en el espaldar una placa de cobre con el nombre del dueño.
Florentino Ariza llegó entre los primeros invitados para sentarse en un sitio
por donde Fermina Daza no pudiera pasar sin verlo. Pensó que los mejores serían
los de la nave central a continuación de los escaños reservados, pero era tanta
la concurrencia que tampoco allí encontró un lugar libre, y tuvo que sentarse
en la nave de los parientes pobres. Desde allí vio entrar a Fermina Daza del
brazo de su hijo, vestida de terciopelo negro hasta los puños, sin ningún
aderezo, con una botonadura continua desde el cuello hasta la punta de los
pies, como una sotana de obispo, y una chalina de encaje castellano en vez del
sombrero con velillo de las otras viudas, y aun de muchas señoras ansiosas de
serlo. El rostro descubierto tenía un resplandor de alabastro, los ojos
lanceolados vivían con vida propia bajo las enormes arañas de la nave central,
y caminaba tan derecha, tan altiva, tan dueña de sí, que no parecía mayor que
el hijo. Florentino Ariza, de pie, apoyó la punta de los dedos en el respaldo
del escaño hasta que pasó de largo el vahído, porque sintió que él y ella no
estaban a siete pasos de distancia sino en dos días diferentes.
Fermina Daza soportó la
ceremonia en el escaño familiar frente al altar mayor, de pie casi todo el
tiempo, con la misma prestancia con que asistía a la ópera. Pero al final
rompió las normas de la liturgia, y no permaneció en su lugar para recibir la
renovación de las condolencias, de acuerdo con los usos vigentes, sino que se
abrió paso para darle las gracias a cada uno de los invitados: un gesto
renovador que iba muy de acuerdo con su modo de ser. Saludando a unos y a otros
llegó hasta los escaños de los parientes pobres, y por último miró en torno
suyo para asegurarse de que no le faltaba saludar a nadie conocido. Florentino
Ariza sintió entonces que un viento sobrenatural lo sacó de su centro: ella lo
había visto. Fermina Daza, en efecto, se apartó de sus acompañantes con la
soltura con que hacía todo en sociedad, le tendió la mano, y le dijo con una
sonrisa muy dulce:
-Gracias
por haber venido.
Pues no sólo había
recibido las cartas, sino que las había leído con un grande interés, y había
encontrado en ellas serios motivos de reflexión para seguir viviendo. Estaba en
la mesa, desayunando con su hija, cuando recibió la primera. La abrió por la
curiosidad de que estuviera escrita a máquina, y un rubor súbito le abrasó el
rostro al reconocer la inicial de la firma. Pero lo asimiló al instante y se
guardó la carta en el bolsillo del delantal. Dijo: “Es un pésame del gobierno”.
La hija se sorprendió: “Ya han llegado todos”. Ella no se inmutó: “Este es
otro”. Su propósito era quemar la carta más tarde, lejos de las preguntas de la
hija, pero no pudo resistir la tentación de echarle antes una ojeada. Esperaba
una réplica merecida a su carta de injurias, que había empezado
a pesarle en el momento mismo en que la mandó, pero desde el encabezado
señorial y los propósitos del primer párrafo comprendió que algo había cambiado
en el mundo. Quedó tan intrigada, que se encerró en el dormitorio para leerla
con tranquilidad antes de quemarla, y la leyó tres veces sin tomar aliento.
Eran
meditaciones sobre la vida, el amor, la vejez, la muerte: ideas que habían
pasado muchas veces aleteando como pájaros nocturnos sobre su cabeza, pero que
se le desbarataban en un reguero de plumas cuando trataba de atraparlas. Allí
estaban, nítidas, simples, tal como a ella le hubiera gustado decirlas, y una
vez más se dolió de que su esposo no estuviera vivo para comentarlas con él,
como solían comentar antes de dormir ciertos hechos de la jornada. De ese modo
se le revelaba un Florentino Ariza desconocido, con una clarividencia que no
correspondía a las esquelas febriles de su juventud ni a su conducta sombría de
toda la vida. Eran más bien las palabras del hombre que a la tía Escolástica le
pareció inspirado por el Espíritu Santo, y este pensamiento volvió a asustarla
como la primera vez. En todo caso, lo que más contribuyó a calmar su ánimo fue
la certidumbre de que aquella carta de viejo sabio no era una tentativa de
reiterar la impertinencia de la noche del duelo, sino una manera muy noble de
borrar el pasado.
Las
cartas siguientes acabaron de apaciguarla. Las quemó de todos modos, después de
leerlas con un interés creciente, aunque a medida que las quemaba iba
quedándole un sedimento de culpa que no conseguía disipar. Así que cuando
empezó a recibirlas numeradas encontró una justificación moral que estaba
deseando para no destruirlas. Su intención inicial, en todo caso, no era
conservarlas para ella, sino esperar una ocasión de devolvérselas a Florentino
Ariza para que no fuera a perderse algo que a ella le parecía de tanta utilidad
humana. Lo malo fue que el tiempo pasó y las cartas siguieron llegando, una
cada tres o cuatro días de todo el año, y ella no supo cómo devolverlas sin que
pareciera un desaire que ya no quería hacer, y sin tener que explicarlo en una
carta que su orgullo se negaba a escribir.
Le
había bastado aquel primer año para asumir la viudez. El recuerdo purificado
del marido dejó de ser un tropiezo en sus actos cotidianos, en sus pensamientos
íntimos, en sus intenciones más simples, y se convirtió en una presencia
vigilante que la guiaba sin estorbarla. A veces lo encontraba, no como una
aparición, sino en carne y hueso, donde en verdad le hacía falta. La alentaba
la certidumbre de que él estaba allí, todavía vivo pero sin sus caprichos de
hombre, sin sus exigencias patriarcales, sin la necesidad agotadora de que ella
lo amara con el mismo ritual de besos inoportunos y palabras tiernas con que él
la amaba. Pues entonces lo entendía mejor que cuando estaba vivo, entendió la
ansiedad de su amor, la urgencia de encontrar en ella la seguridad que parecía
ser el soporte de su vida pública, y que en realidad no tuvo nunca. Un día, en
el colmo de la desesperación, ella le había gritado: “No te das cuenta de lo
infeliz que soy”. El se quitó los lentes con un gesto muy suyo, sin alterarse,
la inundó con las aguas diáfanas de sus ojos pueriles, y en una sola frase le
echó encima todo el peso de su sapiencia insoportable: “Recuerda siempre que lo
más importante de un buen matrimonio no es la felicidad sino la estabilidad”.
Desde sus primeras soledades de viuda ella entendió que aquella frase no
escondía la amenaza mezquina que le había atribuido en su tiempo, sino la
piedra lunar que les había proporcionado a ambos tantas horas felices.
En
los tantos viajes por el mundo, Fermina Daza compraba todo lo que le llamaba la
atención por su novedad. Las deseaba por un impulso primario que su esposo se
complacía en racionalizar, y eran cosas bellas y útiles mientras estaban en su
medio de origen, en las vitrinas de Roma, de París, de Londres, o en las de
aquel Nueva York trepidante del charleston donde empezaban a crecer los
rascacielos, pero no soportaban la prueba de los valses de Strauss con
chicharrones y las batallas de flores a cuarenta grados a la sombra. Así que
regresaba con media docena de baúles verticales, enormes, de metal charolado
con cerraduras y esquinas de cobre como férétros de fantasía, dueña y señora de
las últimas maravillas del mundo, que sin embargo no valían su precio en oro
sino en el instante fugaz en que alguien de su mundo local las veía por una
vez. Pues
164
para eso habían sido
compradas: para que los otros las vieran una vez. Ella había tomado conciencia
de la vanidad de su imagen pública desde mucho antes de que empezara a
envejecer, y a menudo se le oía decir en la casa: “Hay que salir de tantos
chécheres que ya no dejan dónde vivir”. El doctor Urbino se burlaba de sus
propósitos estériles, pues sabía que los espacios liberados sólo iban a servir
para llenarlos de nuevo. Pero ella insistía, porque en verdad no había sitio
para una cosa más, ni había en ningún sitio una cosa que en realidad sirviera
para algo, como camisas colgadas en las manijas de las puertas o abrigos de
inviernos europeos apretujados en los armarios de la cocina. Así que una mañana
en que se levantaba con el espíritu alzado echaba abajo los roperos, vaciaba
los baúles, desmantelaba los desvanes, y armaba un desmadre de guerra con los
montones de ropa demasiado vista, los sombreros que nunca se puso porque no
hubo ocasión mientras estuvieron de moda, los zapatos copiados por los artistas
de Europa de los que usaban las emperatrices para ser coronadas, y que aquí
eran despreciados por las señoritas de alcurnia por ser idénticos a los que
compraban las negras en el mercado para andar por casa. Durante toda la mañana
la terraza interior permanecía en estado de emergencia, y costaba trabajo
respirar en la casa por las ráfagas acres de las bolas de naftalina. Pero la
calma se restablecía en pocas horas, pues al final ella se compadecía de tanta
seda tirada por los suelos, tantos brocados sobrantes y desperdicios de pasamanería,
tantas colas de zorros azules condenados a la hoguera.
-Esto
es pecado quemarlo -decía---, con tanta gente que no tiene ni que comer.
Así que la quemazón se
aplazaba, se aplazó siempre, y las cosas no hacían sino cambiar de lugar, de
sus sitios de privilegio a las antiguas caballerizas transformadas en depósito
de saldos, mientras los espacios liberados, tal como él lo decía, empezaban a
llenarse de nuevo, a desbordarse de cosas que vivían un instante y se iban a
morir en los roperos: hasta la siguiente quemazón. Ella decía: “Habría que
inventar qué se hace con las cosas que no sirven para nada pero que tampoco se
pueden botar”. Así era: la aterrorizaba la voracidad con que los objetos iban
invadiendo los espacios de vivir, desplazando a los humanos, arrinconándolos,
hasta que Fermina Daza los ponía donde no se vieran. Pues no era tan ordenada
como se creía, sino que tenía un método propio y desesperado para parecerlo:
escondía el desorden. El día en que murió Juvenal Urbino tuvieron que desocupar
la mitad del estudio y amontonar las cosas en los dormitorios para tener un
espacio donde velarlo.
El paso de la muerte por
la casa dejó la solución. Una vez que quemó la ropa del marido, Fermina Daza se
dio cuenta de que el pulso no le había temblado, y con el mismo impulso siguió
prendiendo la hoguera cada cierto tiempo, echándolo todo, lo viejo y lo nuevo,
sin pensar en la envidia de los ricos ni en la retaliación de los pobres que se
morían de hambre. Por último, hizo cortar de raíz el palo de mango hasta que no
quedó ningún vestigio de la desgracia, y regaló el loro vivo al nuevo Museo de
la Ciudad. Sólo entonces respiró a su gusto en una casa como siempre la había
soñado: amplia, fácil y suya.
Ofelia, la hija, la
acompañó tres meses y volvió a Nueva Orleans. El hijo traía a los suyos a
almorzar en familia los domingos, y cada vez que podía durante la semana. Las
amigas más cercanas de Fermina Daza empezaron a visitarla una vez superada la
crisis del duelo, jugaban a las barajas frente al patio pelado, ensayaban
nuevas recetas de cocina, la ponían al día sobre la vida secreta del mundo
insaciable que seguía existiendo sin ella. Una de las más asiduas fue Lucrecia
del Real del Obispo, una aristócrata a la antigua con quien siempre mantuvo una
buena amistad, y que se acercó más a ella desde la muerte de Juvenal Urbino.
Envarada por la artritis y arrepentida de su mal vivir, Lucrecia del Real le
llevaba entonces no sólo la mejor compañía, sino que le consultaba los
proyectos cívicos y mundanos que se preparaban en la ciudad, y esto la hacía
sentirse útil por ella misma y no por la sombra protectora del marido. Sin
embargo, nunca como entonces se le identificó tanto con él, pues le quitaron el
nombre de soltera con el que siempre la habían llamado, y empezó a ser la viuda
de Urbino.
Le parecía inconcebible,
pero a medida que se aproximaba el primer aniversario de la muerte del esposo,
Fermina Daza se sentía entrando en un ámbito sombreado, fresco, silencioso:
la floresta de lo irremediable. No era muy consciente todavía, ni lo fue en
varios años, de cuánto la ayudaron a recobrar la paz del espíritu las
meditaciones escritas de Florentino Ariza. Fueron ellas, aplicadas a sus
experiencias, lo que le permitió entender su propia vida, y a esperar con
serenidad los designios de la vejez. El encuentro en la misa de conmemoración
fue una ocasión providencial de darle a entender a Florentino Ariza que también
ella, gracias a sus cartas de aliento, estaba dispuesta a borrar el pasado.
Dos
días después recibió de él una carta distinta: escrita a mano, en papel de
hilo, y con su nombre completo de remitente muy claro en el dorso del sobre.
Era la misma letra florida de las primeras cartas, la misma voluntad lírica,
pero aplicadas a un párrafo sencillo de gratitud por la deferencia del saludo
en la catedral. Fermina Daza siguió pensando en ella con las nostalgias
alborotadas varios días después de leerla, y con la conciencia tan limpia que
el jueves siguiente le preguntó a Lucrecia del Real del Obispo, sin que viniera
a cuento, si por casualidad conocía a Florentino Ariza, el dueño de los buques
del río. Lucrecia contestó que sí: “Parece que es un súcubo perdido”. Repitió
la versión corriente de que nunca se le había conocido mujer, habiendo sido tan
buen partido, y que tenía una oficina secreta para llevar a los niños que
perseguía de noche por los muelles. Fermina Daza había oído esa leyenda desde que
tenía memoria, y nunca la creyó ni le dio importancia. Pero cuando la oyó
repetida con tanta convicción por Lucrecia del Real del Obispo, de quien
también se había dicho en un tiempo que era de gustos raros, no pudo resistir
el apremio de poner las cosas en su puesto. Le contó que conocía a Florentino
Ariza desde niño. Le recordó que su madre tenía una mercería en la Calle de las
Ventanas, y que además compraba camisas y sábanas viejas para deshilacharlas y
venderlas como algodón de emergencia durante las guerras civiles. Y concluyó
con certeza: “Es gente honrada, hecha a puro pulso”. Fue tan vehemente, que
Lucrecia retiró lo dicho: “Al fin y al cabo, también de mí dicen lo mismo”.
Fermina Daza no tuvo la curiosidad de preguntarse por qué hacía una defensa tan
apasionada de un hombre que sólo había sido una sombra en su vida. Siguió
pensando en él, sobre todo cuando llegaba el correo sin una nueva carta suya.
Habían trascurrido dos semanas de silencio, cuando una de las muchachas del
servicio la despertó de la siesta con un susurro de alarma.
-Señora
-le dijo-, ahí está don Florentino.
Ahí
estaba. La primera reacción de Fermina Daza fue de pánico. Alcanzó a pensar que
no, que volviera otro día a una hora más apropiada, que no estaba en
condiciones de recibir visitas, que no había nada de que hablar. Pero se repuso
enseguida, y ordenó que lo hicieran pasar a la sala y le llevaran un café
mientras ella se arreglaba para atenderlo. Florentino Ariza había esperado en
la puerta de la calle, ardiendo bajo el sol infernal de las tres, pero con las
riendas en el puño. Estaba preparado para no ser recibido, así fuera con una
excusa amable, y esa certidumbre lo mantenía tranquilo. Pero la decisión del
recado lo estremeció hasta el tuétano, y al entrar en la sombra fresca de la
sala no tuvo tiempo de pensar en el milagro que estaba viviendo, porque las
entrañas se le llenaron de pronto con una explosión de espuma dolorosa. Se
sentó sin respirar, asediado por el recuerdo maldito de la cagada de pájaro en
su primera carta de amor, y permaneció inmóvil en la penumbra mientras pasaba
la primera racha de escalofrío, resuelto a aceptar cualquier desgracia en ese
momento, menos aquel percance injusto.
Se
conocía bien: a pesar de su estreñimiento congénito, el vientre lo había
traicionado en público tres o cuatro veces en sus muchos años, y las tres o
cuatro veces había tenido que rendirse. Sólo en esas ocasiones, y en otras de
tanta urgencia, se daba cuenta de la verdad de una frase que le gustaba repetir
en broma: “No creo en Dios, pero le tengo miedo”. No tuvo tiempo de ponerlo en
duda: trató de rezar cualquier oración que recordara, pero no la encontró.
Siendo niño, otro niño le había enseñado unas palabras mágicas para acertarle a
un pájaro con una piedra: “Tino tino si no te pego te escarabino”. La probó
cuando fue al monte por primera vez, con una honda nueva, y el pájaro cayó
fulminado. De un modo confuso, pensó que una cosa tenía algo que ver con la
otra, y repitió la fórmula con fervor de oración, pero no surtió el mismo
efecto. Una torcedura de las tripas como un eje de
espiral lo levantó en el asiento, la espuma de su vientre cada vez más espesa y
dolorosa emitió un quejido, y lo dejó cubierto de un sudor helado. La criada
que le llevaba el café se asustó de su semblante de muerto. Él suspiró: “Es el
calor”. Ella abrió la ventana, creyendo complacerlo, pero el sol de la tarde le
dio de lleno en la cara, y tuvieron que cerrarla de nuevo. Él había comprendido
que no soportaría un minuto más, cuando apareció Fermina Daza casi invisible en
la penumbra, y se asustó de verlo en semejante estado.
-Puede
quitarse el saco -le dijo.
Más que la torcedura
mortal, a él le hubiera dolido que ella alcanzara a oír el borboriteo de sus
tripas. Pero logró sobrevivir un instante apenas para decir que no, que sólo
había pasado a preguntarle cuándo podía recibirle una visita. Ella, de pie, desconcertada,
le dijo: “Pues ya está aquí”. Y lo invitó a seguir hasta la terraza del patio
donde habría menos calor. Él se negó con una voz que a ella le pareció más bien
un suspiro de lástima.
-Le
ruego que sea mañana -dijo.
Ella recordó que mañana
era jueves, día de la visita puntual de Lucrecia del Real del Obispo, pero le
dio una solución inapelable: “Pasado mañana a las cinco”. Florentino Ariza se
lo agradeció, le hizo una despedida de emergencia con el sombrero, y se fue sin
probar el café. Ella permaneció perpleja en el centro de la sala, sin entender
qué era lo que acababa de ocurrir, hasta que se extinguió en el fondo de la
calle el petardeo del automóvil. Florentino Ariza buscó entonces la posición
menos dolorida en el asiento posterior, cerró los ojos, aflojó los músculos, y
se entregó a la voluntad del cuerpo. Fue como volver a nacer. El chofer, que
después de tantos años a su servicio ya no se sorprendía de nada, se mantuvo
impasible. Pero al abrirle la portezuela frente al portal de la casa, le dijo:
-Tenga
cuidado, don Floro, eso parece el cólera.
Pero era lo de siempre.
Florentino Ariza se lo agradeció a Dios el viernes a las cinco en punto, cuando
la criada lo condujo a través de la penumbra de la sala hasta la terraza del
patio, y allí encontró a Fermina Daza junto a una mesita puesta para dos
personas. Le ofreció té, chocolate o café. Florentino Ariza pidió café, muy
caliente y muy fuerte, y ella ordenó a la criada: “Para mí lo de siempre”. Lo
de siempre era una infusión bien cargada de diversas clases de tés orientales,
que le alzaban el ánimo después de la siesta. Cuando ella terminó con la
marmita, y él con la jarra de café, ya ambos habían intentado e interrumpido
varios temas, no tanto porque de veras les interesaran, como por eludir los
otros que ni él ni ella se atrevían a tocar. Ambos estaban intimidados, sin
entender qué hacían tan lejos de su juventud en la terraza ajedrezada de una
casa de nadie todavía olorosa a flores de cementerio. Por primera vez estaban
el uno frente al otro a tan corta distancia y con bastante tiempo para verse
con serenidad después de medio siglo, y ambos se habían visto como eran: dos
ancianos acechados por la muerte, sin nada en común, aparte del recuerdo de un
pasado efímero que ya no era de ellos sino de dos jóvenes desaparecidos que
habrían podido ser sus nietos.
Ella pensó que él iba a
convencerse por fin de la irrealidad de su sueño, y eso iba a redimirlo de su
impertinencia.
Para evitar silencios
incómodos o temas indeseables, ella hizo preguntas obvias sobre los buques
fluviales. Parecía mentira que él, siendo el dueño, sólo hubiera viajado una
vez, hacía muchos años, cuando no tenía nada que ver con la empresa. Ella no
sabía el motivo, y él hubiera dado el alma por decírselo. Tampoco ella conocía
el río. Su marido compartía la aversión a los aires andinos, y la disimulaba
con argumentos variados: los peligros de la altura para el corazón, el riesgo
de una pulmonía, la doblez de la gente, las injusticias del centralismo. Así
que conocían medio mundo pero no conocían su país. En la actualidad había un
hidroavión Junkers que iba de pueblo en pueblo por la cuenca de La Magdalena,
como un saltamontes de aluminio, con dos tripulantes, seis pasajeros y las
sacas del correo. Florentino Ariza comentó: “Es como un cajón de muerto por el
aire”.
Ella
había estado en el primer viaje en globo, y no había sufrido ningún sobresalto,
pero apenas si podía creer que fuera la misma que se atrevió a semejante
aventura. Dijo: “Es distinto”. Queriendo decir que era ella la que había
cambiado, no los modos de viajar.
A
veces la sorprendía el ruido de los aviones. Los había visto pasar muy bajos,
haciendo maniobras acrobáticas, en el centenario de la muerte de El Libertador.
Uno de ellos, negro como un gallinazo enorme, pasó rozando los techos de las
casas de La Manga, dejó un pedazo de ala en un árbol vecino, y quedó colgado de
los cables eléctricos. Pero ni aun así había asimilado Fermina Daza la
existencia de los aviones. Ni siquiera había tenido la curiosidad de ir en los
últimos años hasta la ensenada de Manzanillo, donde acuatizaban los
hidroaviones después de que las lanchas del resguardo espantaban las canoas de
pescadores y los botes de recreo, cada vez más numerosos. Así de vieja como
estaba la habían escogido para recibir con un ramo de rosas a Charles Lindbergh
cuando vino en su vuelo de buena voluntad, y no entendió cómo podía elevarse un
hombre tan grande, tan rubio, tan guapo, dentro de un aparato que parecía de
hojalata arrugada, y que dos mecánicos empujaron por la cola para ayudarlo a
subir. La idea de que unos aviones que no eran mucho más grandes pudieran
llevar ocho personas no le cabía en la cabeza. En cambio, había oído decir que
los buques fluviales eran una delicia porque no se balanceaban como los de mar,
pero tenían otros peligros más graves, como los bancos de arena y los asaltos
de bandoleros.
Florentino
Ariza le explicó que todo eso eran leyendas de otros tiempos: los buques
actuales tenían un salón de baile, camarotes tan amplios y lujosos como cuartos
de hotel, con baño privado y ventiladores eléctricos, y desde la última guerra
civil no había más asaltos armados. Le explicó además, con la satisfacción de
un triunfo personal, que estos progresos se debían más que nada a la libertad
de navegación propugnada por él, que había estimulado la competencia: en vez de
una empresa única, como antes, había tres muy activas y prósperas. Sin embargo,
el rápido progreso de la aviación era un peligro real para todos. Ella trató de
consolarlo: los buques existirían siempre, porque no eran muchos los locos
dispuestos a meterse en un aparato que parecía ser contra natura. Por último,
Florentino Ariza habló de los avances del correo, tanto en el transporte como
en el reparto, tratando de que ella le hablara de sus cartas. Pero no lo
consiguió.
Poco
después, sin embargo, la ocasión llegó sola. Se habían alejado mucho del tema,
cuando una criada los interrumpió para entregarle a Fermina Daza una carta
recibida en ese instante por el correo urbano especial, de creación reciente,
que utilizaba el mismo sistema de reparto de los telegramas. Ella no pudo
encontrar las gafas de leer, como le ocurría siempre. Florentino Ariza se
mantuvo sereno.
-No
será necesario -dijo-: esa carta es mía.
Así
era. La había escrito el día anterior, en un terrible estado de depresión por
no haber podido superar la vergüenza de su primera visita frustrada. En ella se
excusaba por la impertinencia de querer visitarla sin permiso previo, y
desistía del propósito de volver. La había echado en el buzón sin pensarlo dos
veces, y cuando reflexionó ya era demasiado tarde para recuperarla. Sin
embargo, no le parecieron necesarias tantas explicaciones, sino que le pidió a
Fermina Daza el favor de no leer la carta.
-Claro -dijo ella-. Al fin y al cabo, las cartas
son del que las escribe. ¿No es cierto? Él dio un paso firme.
-Así
es -dijo-. Por eso es lo primero que se devuelve cuando hay una ruptura.
Ella
pasó por alto la intención y le devolvió la carta, diciendo: “Es una lástima
que no pueda leerla, porque las otras me han servido mucho”. Él respiró a
fondo, sorprendido de que ella hubiera dicho de un modo tan espontáneo mucho
más de lo que él esperaba, y le dijo: “No se imagina qué feliz me hace
saberlo”. Pero ella cambió el tema, y él no consiguió que lo reanudara en el
resto de la tarde.
168
Se
despidió pasadas las seis, cuando empezaron a encender las luces de la casa. Se
sentía más seguro, pero sin demasiadas ilusiones, porque no olvidaba el
carácter voluble y las reacciones imprevistas de Fermina Daza a los veinte
años, y no tenía razones para pensar que hubiera cambiado. Por eso se atrevió a
preguntarle con una humildad sincera si podía volver otro día, y la respuesta
volvió a sorprenderlo.
-Vuelva
cuando quiera -dijo ella---. Casi siempre estoy sola.
Cuatro días después, el
martes, volvió sin anunciarse, y ella no esperó a que sirvieran el té para
hablarle de cuánto le habían servido sus cartas. Él dijo que no eran cartas en
un sentido estricto, sino hojas sueltas de un libro que le hubiera gustado
escribir. También ella lo había entendido así. Tanto, que pensaba
devolvérselas, si él no lo tomaba como un desaire' para que les diera un mejor
destino. Siguió hablando del bien que le habían hecho en el duro trance que
estaba viviendo, y lo hacía con tanto entusiasmo, con tanta gratitud, tal vez con
tanto afecto, que Florentino Ariza se atrevió a dar algo más que un paso en
firme: un salto mortal.
-Antes
nos tuteábamos -dijo.
Era una palabra prohibida:
antes. Ella sintió pasar el ángel quimérico del pasado, y trató de eludirlo.
Pero él fue más a fondo: “Quiero decir, en nuestras cartas de antes”. Ella se
disgustó, y tuvo que hacer un esfuerzo serio para que no se le notara. Pero él
se dio cuenta, y comprendió que debía avanzar con más tacto, aunque el tropiezo
le enseñó que ella seguía siendo tan arisca como cuando era joven, pero había
aprendido a serlo con dulzura.
-Quiero decir---dijoél- que estas cartas son otra
cosa muy distinta. -Todo ha cambiado en el mundo -dijo ella.
-Yo
no -dijo él-. ¿Y usted?
Ella se quedó con la
segunda taza de té a mitad de camino y lo increpó con unos ojos que habían
sobrevivido a la inclemencia.
-Ya
da lo mismo -dijo-. Acabo de cumplir setenta y dos años.
Florentino Ariza recibió
el golpe en el centro del corazón. Hubiera querido encontrar una réplica con la
rapidez y el instinto de una saeta, pero lo venció el peso de la edad: nunca se
había sentido tan agotado con una conversación tan breve, le dolía el corazón,
y cada golpe repercutía con una resonancia metálica en sus arterias. Se sintió
viejo, triste, inútil, y con unos deseos de llorar tan urgentes que no pudo
hablar más. Terminaron la segunda taza en un silencio surcado de presagios, y
cuando ella volvió a hablar fue para pedirle a una criada que le llevara la
carpeta de las cartas. Él estuvo a punto de pedirle que las guardara para ella,
pues había dejado copias de papel carbón, pero pensó que esta precaución iba a
parecer innoble. No había nada más que hablar. Antes de despedirse, él sugirió
volver el otro martes a la misma hora. Ella se preguntó si debía ser tan
condescendiente.
-No veo qué sentido tendrían tantas visitas
-dijo. -Yo no había pensado que tuvieran ninguno -dijo él.
De modo que volvió el
martes a las cinco, y luego todos los martes siguientes, sin la convención del
anuncio, porque las visitas semanales se habían incorporado a la rutina de
ambos al final del segundo mes. Florentino Ariza llevaba galletitas inglesas para
el té, castañas confitadas, aceitunas griegas, pequeñas delicias de salón que
encontraba en los transatlánticos. Un martes le llevó la copia del retrato de
ella e Hildebranda, tomado por el fotógrafo belga hacía más de medio siglo, que
él había comprado por quince céntimos en un remate de tarjetas postales del
Portal de los Escribanos. Fermina Daza no pudo entender cómo había llegado
hasta allí, ni él pudo entenderlo sino como un milagro del amor. Una mañana,
mientras cortaba rosas de su jardín, Florentino Ariza no pudo resistir la
tentación de llevarle una en la próxima visita. Fue un problema difícil en el
lenguaje de las flores por tratarse de una viuda reciente. Una rosa roja,
símbolo de una pasión en llamas,
podía ser ofensiva para su luto. Las rosas amarillas, que en otro lenguaje eran
las flores de la buena suerte, eran una expresión de celos en el vocabulario
común. Alguna vez le habían hablado de las rosas negras de Turquía, que tal vez
fueran las mas indicadas, pero no había Podido conseguirlas para aclimatarlas
en su patio. Después de mucho pensarlo se arriesgó con una rosa blanca, que le
gustaban menos que las otras, por insípidas y mudas: no decían nada. A última
hora, por si Fermina Daza tenía la malicia de darles algún sentido, le quitó
las espinas.
Fue
bien recibida, como un regalo sin intenciones ocultas, y así se enriqueció el
ritual de los martes. Tanto, que cuando él llegaba con la rosa blanca ya estaba
preparado el florero con agua en el centro de la mesita del té. Un martes
cualquiera, al poner la rosa, él dijo de un modo que pareciera casual:
-En
nuestros tiempos no se llevaban rosas sino camelias.
-Es
cierto -dijo ella-, pero la intención era otra, y usted lo sabe.
Así
fue siempre: él intentaba avanzar y ella le cerraba el paso. Pero en esta
ocasión, a pesar de la respuesta puntual, Florentino Ariza se dio cuenta de que
había dado en el blanco, porque ella tuvo que volver la cara para que no se le
notara el rubor. Un rubor ardiente, juvenil, con vida propia, cuya
impertinencia le revolvió el disgusto contra sí misma. Florentino Ariza tuvo
buen cuidado de derivar hacia otros temas menos ásperos, pero su gentileza fue
tan evidente que ella se supo descubierta, y eso aumentó su rabia. Fue un mal
martes. Ella estuvo a punto de pedirle que no volviera más, pero la idea de una
pelea de novios le pareció tan ridícula a la edad y en la situación de ambos,
que le causó una crisis de risa. El martes siguiente, cuando Florentino Ariza
ponía la rosa en el florero, ella se escudriñó la conciencia y comprobó con
alegría que no le quedaba de la semana anterior ni el menor vestigio de
resentimiento.
Las
visitas empezaron a adquirir muy pronto una incómoda amplitud familiar, pues el
doctor Urbino Daza y su esposa aparecían a veces como por casualidad, y se
quedaban jugando barajas. Florentino Ariza no sabía jugar, pero Fermina le
enseñó en una sola visita, y ambos les mandaron a los esposos Urbino Daza un
desafío escrito para el martes siguiente. Eran encuentros tan agradables para
todos, que se oficializaron con tanta rapidez como las visitas, y se
establecieron normas para los aportes de cada uno. El doctor Urbino Daza y su
esposa, que era una repostera excelente, contribuían con tartas originales,
cada vez distintas. Florentino Ariza siguió llevando las curiosidades que
encontraba en los barcos de Europa, y Fermina Daza se las ingeniaba para
procurarse cada semana una sorpresa nueva. Los torneos se jugaban el tercer
martes de cada mes, y no se hacían apuestas en dinero, pero al perdedor se le
imponía una contribución especial para la partida siguiente.
El
doctor Urbino Daza correspondía a su imagen pública: era de recursos escasos,
de maneras torpes, y sufría de unos sobresaltos súbitos, ya fueran de alegría o
de disgusto, y de unos rubores inoportunos que hacían temer por su fortaleza
mental. Pero era sin lugar a dudas, y se le notaba demasiado a primera vista,
lo que Florentino Ariza temía más que se dijera de él: un hombre bueno. Su
mujer, en cambio, era vivaz y con una chispa plebeya, oportuna y certera, que
le daba un toque más humano a su elegancia. No podía desearse una pareja mejor
para jugar a las cartas, y la insaciable necesidad de amor de Florentino Ariza
quedó colmada con la ilusión de sentirse en familia.
Una
noche, cuando salían juntos de la casa, el doctor Urbino Daza le pidió que
almorzara con él: “Mañana, a las doce y media en punto, en el Club Social”. Era
un manjar exquisito con un vino envenenado: el Club Social se reservaba el
derecho de admisión por motivos diversos, y uno de los más importantes era la
condición de hijo natural. El tío León XII había tenido experiencias irritantes
en ese sentido, y el mismo Florentino Ariza había sufrido la vergüenza de que
lo hicieran salir cuando ya estaba sentado a la mesa, por invitación de un
socio fundador. Éste, a quien Florentino Ariza le hacía favores difíciles en el
comercio fluvial, no tuvo más recurso que llevarlo a comer a otra parte.
Los que hacemos los reglamentos somos los más obligados a cumplirlos -le dijo.
Los que hacemos los reglamentos somos los más obligados a cumplirlos -le dijo.
No obstante, Florentino
Ariza corrió el riesgo con el doctor Urbino Daza, y fue recibido con un
tratamiento especial, aunque no le pidieron firmar el libro de oro de los
invitados notables. El almuerzo fue breve, de los dos solos, y transcurrió en
tono menor. Los temores que inquietaban a Florentino Ariza desde la tarde
anterior en relación con aquel encuentro, se disiparon con la copa de oporto
del aperitivo. El doctor Urbino Daza quería hablarle de su madre. Por lo mucho
que le dijo, Florentino Ariza se dio cuenta de que ella le había hablado de él.
Y algo todavía más sorprendente: le había mentido en favor suyo. Le contó que
eran amigos desde niños, que jugaban juntos desde que ella llegó de San Juan de
la Ciénaga, que era él quien le había iniciado en sus primeras lecturas, por lo
cual le guardaba una vieja gratitud. Le había dicho además que a menudo, cuando
ella salía de la escuela, pasaba muchas horas con Tránsito Ariza haciendo
prodigios de bordado en la mercería, pues era una maestra notable, y que si no
había seguido viendo a Florentino Ariza con la misma frecuencia no había sido
por su gusto sino por la divergencia de sus vidas.
Antes de llegar al fondo
de sus propósitos, el doctor Urbino Daza hizo algunas divagaciones sobre la
vejez. Pensaba que el mundo iría más rápido sin el estorbo de los ancianos.
Dijo: “La humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del más
lento”. Preveía un futuro más humanitario, y por lo mismo más civilizado, en
que los seres humanos fueran aislados en ciudades marginales desde las que no
pudieran valerse de sí mismos, para evitarles la vergüenza, los sufrimientos,
la soledad espantosa de la vejez. Desde el punto de vista médico, según él, el
límite podían ser los sesenta años. Pero mientras se llegaba a ese grado de
caridad, la única solución eran los asilos, donde los ancianos se consolaban
los unos a los otros, se identificaban en sus gustos y sus aversiones, en sus
resabios y sus tristezas, a salvo de las discordias naturales con las
generaciones siguientes. Dijo: “Los viejos, entre viejos, son menos viejos”.
Pues bien: el doctor Urbino Daza quería agradecerle a Florentino Ariza la buena
compañía que le daba a su madre en la soledad de la viudez, le suplicaba que
siguiera haciéndolo para bien de ambos y comodidad de todos, y que tuviera
paciencia con sus humores seniles. Florentino Ariza se sintió aliviado con la
solución de la entrevista. “Esté tranquilo -le dijo-. Soy cuatro años mayor que
ella, y no sólo ahora, sino desde antes, mucho antes que usted naciera.” Luego
cedió a la tentación de desahogarse con una puntada de ironía.
-En la sociedad del futuro
-concluyó-, usted tendría que ir ahora al camposanto, a llevarnos a ella y a mí
un ramo de anturios para el almuerzo.
El doctor Urbino Daza no
había reparado hasta entonces en la inconveniencia de su profecía, y se metió
por un desfiladero de explicaciones que acabaron de enredarlo. Pero Florentino
Ariza lo ayudó a salir. Estaba radiante, pues sabía que tarde o temprano iba a
tener un encuentro como aquel con el doctor Urbino Daza, para cumplir con un
requisito social ineludible: la petición formal de la mano de su madre. El
almuerzo fue muy alentador, no sólo por el motivo mismo, sino porque le
demostró qué fácil y bien recibida iba a ser aquella petición inexorable. Si
hubiera contado con el consentimiento de Fermina Daza, ninguna ocasión hubiera
sido más propicia. Más aún: después de lo que habían hablado en aquel almuerzo
histórico, el formalismo de la solicitud salía sobrando.
Florentino Ariza subía y
bajaba las escaleras con un cuidado especial, aun siendo joven, porque siempre
había pensado que la vejez empezaba con una primera caída sin importancia, y la
muerte seguía con la segunda. Más peligrosa que todas las escaleras le parecía
la de sus oficinas, por empinada y de espacios estrechos, y desde mucho antes
que tuviera que forzarse para no arrastrar los pies la subía mirando bien los
peldaños y agarrado del barandal con ambas manos. Muchas veces le sugirieron
cambiarla por otra escalera menos arriesgada, pero la decisión quedaba siempre
para el mes entrante, porque a él le parecía una concesión a la vejez. A medida
que pasaban los años demoraba más para subir, no porque le costara más trabajo,
como él se apresuraba a explicar, sino porque cada vez subía con más cuidado.
Sin embargo, la tarde en que regresó
del almuerzo con el doctor Urbino Daza, después de la copa de oporto del
aperitivo y medio vaso de vino tinto con la comida, y sobre todo después de la
conversación triunfal, trató de alcanzar el tercer peldaño con un paso de baile
tan juvenil que se dobló el tobillo izquierdo, cayó de espaldas, y no se mató
de milagro. En el momento en que caía tuvo bastante lucidez para pensar que no
iba a morir de aquel tropiezo, porque no era posible en la lógica de la vida que
dos hombres que habían amado tanto durante tantos años a la misma mujer,
pudieran morir del mismo modo con sólo un año de diferencia. Tuvo razón. Le
pusieron una coraza de yeso desde el pie hasta la pantorrilla, y lo obligaron a
permanecer inmóvil en la cama, pero siguió más vivo que antes de la caída.
Cuando el médico le ordenó los sesenta días de invalidez, no pudo creer en
tanta desdicha.
-No
me haga esto, doctor -le imploró---. Dos meses de los míos son como diez años
de los suyos.
Varias
veces trató de levantarse cargando la pierna de estatua con las dos manos, y
siempre lo venció la realidad. Pero cuando por fin volvió a caminar con el
tobillo todavía dolorido y la espalda en carne viva, tuvo motivos de sobra para
creer que el destino había premiado su perseverancia con una caída
providencial.
Su
día peor fue el primer lunes. El dolor había cedido, y el pronóstico médico era
muy alentador, pero él se negaba a aceptar el fatalismo de no ver a Fermina
Daza la tarde siguiente, por primera vez en cuatro meses. No obstante, después
de una siesta de resignación se sometió a la realidad y le escribió una esquela
de excusa. La escribió a mano, en papel perfumado y con tinta luminosa para
leer en la oscuridad, y dramatizó sin pudores la gravedad del percance tratando
de suscitar su compasión. Ella le contestó dos días más tarde, muy conmovida,
muy amable, pero sin una palabra de más ni de menos, como en los grandes días
del amor. Él atrapó al vuelo la ocasión y le volvió a escribir. Cuando ella le
contestó por segunda vez, él decidió ir mucho más lejos que en las
conversaciones cifradas de los martes, y se hizo instalar un teléfono junto a
la cama con el pretexto de vigilar el curso diario de la empresa. Pidió a la
operadora central que lo comunicara con el número de tres cifras que sabía de
memoria desde que llamó por primera vez. La voz de timbres apagados, tensa por
el misterio de la distancia, la voz amada contestó, reconoció la otra voz, y se
despidió después de tres frases conven-cionales de saludo. Florentino Ariza
quedó desconsolado por su indiferencia: estaban otra vez en el principio.
Dos
días después, sin embargo, recibió una carta de Fermina Daza en la cual le
suplicaba no llamarla más. Sus razones eran válidas. Había tan pocos teléfonos
en la ciudad, que la comunicación se hacía a través de una operadora que
conocía a todos los abonados, su vida y sus milagros, y no importaba si no
estaban en casa: los encontraba donde estuvieran. A cambio de tanta eficacia,
se mantenía enterada de las conversaciones, descubría los secretos de la vida
privada, los dramas mejor guardados, y no era raro que intercediera en un
diálogo para introducir su punto de vista o apaciguar los ánimos. Por otra
parte, en el curso de aquel año se había fundado La justicia, un diario
vespertino cuya finalidad única era fustigar a las familias de apellidos
largos, con nombres propios y sin consideraciones de ninguna índole, como
represalia del propietario porque sus hijos no habían sido admitidos en el Club
Social. A pesar de la limpieza de su vida, Fermina Daza se cuidaba entonces más
que nunca de cuanto hablaba o hacía, aun con sus amistades íntimas. De modo que
siguió ligada a Florentino Ariza por el hilo anacrónico de las cartas. La
correspondencia de ida y vuelta llegó a ser tan frecuente e intensa, que él se
olvidó de su pierna, del castigo de la cama, se olvidó de todo, y se consagró
por completo a escribir en una mesita portátil de las que usaban en los
hospitales para la comida de los enfermos.
Volvieron
a tutearse, volvieron a intercambiar comentarios sobre sus vidas como en las
cartas de antes, pero Florentino Ariza trató de ir otra vez con demasiada
prisa: escribió el nombre de ella con puntadas de alfiler en los pétalos de una
camelia, y se la mandó en una carta. Dos días después la recibió de vuelta sin
ningún comentario. Fermina Daza no podía evitarlo: todo aquello le parecían
cosas de niños. Más aún cuando Florentino Ariza insistió
en evocar sus tardes de versos melancólicos en el parquecito de Los Evangelios,
los escondites de las cartas en el camino de la escuela, las clases de bordado
bajo los almendros. Con el dolor de su alma, ella lo puso en su puesto con una
pregunta que parecía casual en medio de otros comentarios triviales: “¿Por qué
te empeñas en hablar de lo que no existe?”. Más tarde le reprochó la terquedad
estéril de no dejarse envejecer con naturalidad. Esa era, según ella, la causa
de su precipitación y sus descalabros constantes en la evocación del pasado. No
entendía cómo un hombre capaz de hacer las reflexiones que tanto apoyo le
habían dado para sobrellevar la viudez, se enredaba de aquel modo infantil
cuando trataba de aplicarlas a su propia vida.
Los papeles se
invirtieron. Entonces fue ella la que trató de darle ánimos nuevos para ver el
futuro, con una frase que él, en su prisa atolondrada, no supo descifrar: Deja
que el tiempo pase y ya veremos lo que trae. Pues nunca fue tan buen alumno
como ella. La inmovilidad forzosa, la certidumbre cada día más lúcida de la
fugacidad del tiempo, los deseos locos de verla, todo le demostraba que sus
temores de la caída habían sido más certeros y trágicos de lo que había
previsto. Por primera vez empezó a pensar de un modo racional en la realidad de
la muerte.
Leona Cassiani lo ayudaba
a bañarse y a cambiarse de piyama cada dos días, le aplicaba las lavativas, le
ponía el orinal portátil, le aplicaba compresas de árnica en las úlceras de la
espalda, le daba masajes por consejo médico para evitar que la inmovilidad le
causara otros males peores. Los sábados y domingos la relevaba América Vicuña,
que en diciembre de aquel año debía recibir su grado de maestra. Él le había
prometido mandarla a un curso superior en Alabama por cuenta de la compañía
fluvial, en parte para amordazar la conciencia, y sobre todo para no
enfrentarse a los reproches que ella no encontraba cómo hacer, ni a las
explicaciones que él estaba debiéndole. Nunca se imaginó cuánto sufría ella en
sus insomnios del internado, en sus fines de semana sin él, en su vida sin él,
porque nunca se imaginó cuánto lo amaba. Sabía por una carta oficial del
colegio que del primer lugar que ella ocupaba siempre había pasado al último, y
estaba a punto de ser reprobada en los exámenes finales. Pero eludió su deber
de acudiente: no les informó nada a los padres de América Vicuña, impedido por
un sentimiento de culpa que trataba de escamotear, ni lo comentó tampoco con
ella, por un temor bien fundado de que pretendiera implicarlo en su fracaso.
Así que dejó las cosas como estaban. Sin darse cuenta, empezaba a diferir sus
problemas con la esperanza de que los resolviera la muerte.
No sólo las dos mujeres
que se ocupaban de él, sino el mismo Florentino Ariza, se sorprendían de cuánto
había cambiado. Apenas diez años antes había asaltado a una de sus criadas
detrás de la escalera principal de la casa, vestida y de pie, y en menos tiempo
que un gallo filipino la dejó en estado de gracia. Tuvo que regalarle una casa
amueblada para que jurara que el autor de su deshonra fue un medio novio
dominical que ni siquiera la había besado, y el padre y los tíos de ella, que
eran buenos macheteros de zafra, los obligaron a casarse. No parecía posible
que fuera el mismo hombre, aquel que manoseaban al derecho y al revés dos
mujeres que hacía apenas unos meses lo hacían temblar de amor, que lo jabonaban
por arriba y por debajo, lo secaban con toallas de algodón egipcio y le daban
masajes de cuerpo entero, sin que soltara un suspiro de turbación. Cada quien
tenía una explicación distinta para su inapetencia. Leona Cassiani pensaba que
eran los preludios de la muerte. América Vicuña le atribuía un origen oculto
cuya traza no acertaba a desentrañar. Sólo él sabía la verdad, y tenía nombre
propio. De todos modos era injusto: más padecían ellas sirviéndole que él
siendo tan bien servido.
Sólo tres martes le
bastaron a Fermina Daza para darse cuenta de la falta que le hacían las visitas
de Florentino Ariza. Lo pasaba muy bien con las amigas asiduas, mejor aún a
medida que el tiempo la alejaba de las costumbres del esposo. Lucrecia del Real
del Obispo había ido a Panamá a hacerse ver de un dolor de oído que no cedía
con nada, y regresó muy aliviada al cabo de un mes, pero oyendo menos que antes
con una trompetita que se ponía en la oreja. Fermina Daza era la amiga que
toleraba mejor sus confusiones de preguntas y respuestas, y esto estimulaba
tanto a Lucrecia que casi no había día en que no apareciera por allí a
cualquier hora. Pero Fermina Daza no pudo sustituir con nadie la tardes
sedantes de Florentino Ariza.
La
memoria del pasado no redimía el futuro, como él se empeñaba en creer. Al
contrario: fortalecía la convicción que Fermina Daza tuvo siempre de que aquel
alboroto febril de los veinte años había sido cualquier cosa muy noble y muy
bella, pero no fue amor. A pesar de su franqueza cruda no tenía intención de
revelárselo a él ni por correo ni en persona, ni le alcanzaba el corazón para
decirle qué falsos le sonaban los sentimentalismos de sus cartas después de
haber conocido el prodigio de consolación de sus meditaciones escritas, cómo lo
devaluaban sus mentiras líricas y cuánto perjudicaba a su causa la insistencia
maniática de rescatar el pasado. No: ninguna línea de sus cartas de antaño ni
ningún momento de su propia juventud aborrecida le habían hecho sentir que las
tardes de un martes pudieran ser tan dilatadas como en realidad lo eran sin él,
tan solitarias e irrepetibles sin él.
En
uno de sus arranques de simplificación, ella había mandado para las
caballerizas la radiola que su esposo le regaló en alguno de sus aniversarios,
y que ambos habían pensado regalar al museo por haber sido la primera que llegó
a la ciudad. En las sombras de su duelo había resuelto no volver a usarla, pues
una viuda de sus apellidos no podía escuchar música de ninguna clase sin
ofender la memoria del muerto, así fuera en la intimidad. Pero después del
tercer martes de abandono la hizo llevar de nuevo a la sala, no para disfrutar
de las canciones sentimentales de la emisora de Riobamba, como antes, sino para
llenar sus horas muertas con las novelas de lágrimas de Santiago de Cuba. Fue
un acierto, pues cuando nació la hija había empezado a perder el hábito de la
lectura que su esposo le había inculcado con tanta aplicación desde el viaje de
bodas, y con el cansancio progresivo de la vista lo perdió por completo, hasta
el extremo de que pasaba meses sin saber dónde estaban los lentes.
Se
aficionó de tal modo a las novelas radiales de Santiago de Cuba, que esperaba
con ansiedad los capítulos continuados de todos los días. De vez en cuando oía
las noticias para saber lo que pasaba en el mundo, y en las pocas ocasiones en
que se quedaba sola en la casa escuchaba con el volumen muy bajo, remotos y
nítidos, los merengues de Santo Doomingo y las plenas de Puerto Rico. Una
noche, en una estación desconocida que irrumpió de pronto con tanta fuerza y
tanta claridad como si estuviera en la casa vecina, oyó una noticia
desgarradora: una pareja de ancianos que repetía su luna de miel en el mismo
lugar desde hacía cuarenta años, había sido asesinada a golpes de remo por el
botero que los llevaba de paseo, para robarles el dinero que llevaban: catorce
dólares. Su impresión fue mucho mayor cuando Lucrecia del Real le contó el
relato completo publicado en un periódico local. La policía había descubierto
que los ancianos muertos a garrotazos, ella de setenta y ocho años y él de
ochenta y cuatro, eran dos amantes clandestinos que pasaban las vacaciones
juntos desde hacía cuarenta años, pero ambos tenían sus matrimonios
respectivos, estables y felices, y con familias numerosas. Fermina Daza, que
nunca había llorado con los novelones radiales, tuvo que reprimir el nudo de
lágrimas que se le atravesó en la garganta. En su carta siguiente, Florentino
Ariza le mandó sin ningún comentario el recorte de periódico con la
noticia.
No
eran las últimas lágrimas que Fermina Daza iba a reprimir. Florentino Ariza no
había cumplido los sesenta días de reclusión, cuando La justicia reveló a todo
lo ancho de la primera plana y con fotos de los protagonistas, los supuestos
amores ocultos del doctor Juvenal Urbino y Lucrecia del Real del Obispo. Se
especulaba sobre los pormenores de la relación, su frecuencia y su modo, y
sobre la complacencia del esposo, entregado a desafueros de sodomía con los
negros de su ingenio azucarero. El relato publicado con enormes letras de
madera en tinta de sangre retumbó como el trueno de un cataclismo en la
desvencijada aristocracia local. Sin embargo, no había ni una línea cierta:
Juvenal Urbino y Lucrecia del Real eran amigos íntimos desde sus años de
solteros y siguieron siéndolo después de casados, pero nunca fueron amantes. En
todo caso, no parecía que la publicación estuviera dirigida a mancillar el
nombre del doctor Juvenal Urbino, cuya memoria gozaba del respeto unánime, sino
a perjudicar al marido de
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Lucrecia del Real, elegido presidente del Club
Social la semana anterior. El escándalo fue sofocado en pocas horas.
Pero Lucrecia del Real no volvió a visitar a Fermina Daza, y ésta lo interpretó
como un reconocimiento de la culpa.
Muy pronto quedó claro,
sin embargo, que tampoco Fermina Daza estaba a salvo de los riesgos de su
clase. La justicia se ensañó contra ella por su único flanco débil: los
negocios del padre. Cuando éste tuvo que desterrarse a la fuerza, ella conoció
un solo episodio de sus comercios turbios, tal como se lo contó Gala Placidia.
Más tarde, cuando el doctor Urbino se lo confirmó después de la entrevista con
el gobernador, quedó convencida de que su padre había sido víctima de una
infamia. El hecho fue que dos agentes del gobierno se habían presentado con una
orden de requisa en la casa del parque de Los Evangelios, la registraron de
arriba abajo sin encontrar lo que buscaban, y al final ordenaron abrir el
ropero con puertas de espejo de la antigua alcoba de Fermina Daza. Gala
Placidia, sola en la casa y sin modos de prevenir a nadie, se negó a abrirlo
con la excusa de que no tenía las llaves. Entonces uno de los agentes rompió el
espejo de las puertas con la culata del revólver, y descubrió que entre el
cristal y la madera había un espacio atiborrado de billetes falsos de cien
dólares. Esta fue la culminación de una cadena de pistas que conducían hasta
Lorenzo Daza como el eslabón último de una vasta operación internacional. Era
un fraude maestro, pues los billetes tenían las marcas de agua del papel
original: habían borrado billetes de un dólar por un procedimiento químico que
parecía cosa de magia, y habían impreso en su lugar billetes de a cien. Lorenzo
Daza alegó que el ropero había sido comprado mucho después del matrimonio de la
hija, y que debió llegar a la casa con los billetes escondidos, pero la policía
comprobó que estaba allí desde que Fermina Daza iba al colegio. Nadie sino él
mismo hubiera podido esconder la falsa fortuna detrás de los espejos. Eso fue
lo único que el doctor Urbino le contó a su esposa cuando se comprometió con el
gobernador a mandar al suegro de regreso a su tierra para tapar el escándalo.
Pero el diario contaba mucho más.
Contaba que durante una de
las tantas guerras civiles del siglo anterior, Lorenzo Daza había sido
intermediario entre el gobierno del presidente liberal Aquileo Parra y un tal
Joseph K. Korzeniowski, polaco de origen, que estuvo demorado aquí varios meses
en la tripulación del mercante Saint Antoine, de bandera francesa, tratando de
definir un confuso negocio de armas. Korzeniowski, que más tarde se haría
célebre en el mundo con el nombre de Joseph Conrad, hizo contacto no se sabía
cómo con Lorenzo Daza, quien le compró el cargamento de armas por cuenta del
gobierno, con sus credenciales y sus recibos en regla, y pagado en oro de ley.
Según la versión del periódico, Lorenzo Daza dio por desaparecidas las armas en
un asalto improbable, y las volvió a vender por el doble de su precio real a
los conservadores en guerra contra el gobierno.
También contaba La
Justicia que Lorenzo Daza compró a muy bajo precio un cargamento de botas
sobrantes del ejército inglés, por los tiempos en que el general Rafael Reyes
fundó la Marina de Guerra, y con esa sola operación dobló su fortuna en seis
meses. Según el diario, cuando el cargamento llegó a este puerto, Lorenzo Daza
se negó a recibirlo porque sólo venían las botas del pie derecho, pero fue el
único concurrente cuando la aduana lo sacó a remate de acuerdo con las leyes
vigentes, y lo compró por una suma simbólica de cien pesos. Por esos mismos
días, un cómplice suyo compró en iguales condiciones el cargamento de botas
izquierdas, que había llegado por la aduana de Riohacha. Una vez puestas en
orden, Lorenzo Daza se valió de su pa-rentesco político con los Urbino de la
Calle, y le vendió las botas a la nueva Marina de Guerra con una ganancia del
dos mil por ciento.
La información de la
justicia terminaba diciendo que Lorenzo Daza no abandonó a San Juan de la
Ciénaga a fines del siglo anterior en busca de mejores aires para el porvenir
de su hija, como a él le gustaba decir, sino por haber sido sorprendido en la
próspera industria de mezclar tabaco de importación con papel picado, y de un
modo tan hábil, que ni los fumadores refinados notaban el engaño. También se
revelaban sus vínculos con una empresa clandestina internacional, cuya
actividad más fructífera a fines del siglo anterior había sido la introducción
ilegal de chinos desde Panamá. En cambio, el sospechoso negocio de mulas, que tanto había
dañado su reputación, parecía ser el único honesto que había tenido jamás.
Cuando
Florentino Ariza abandonó la cama, con la espalda en ascuas y por primera vez
con un bastón de carreto en lugar del paraguas, su primera salida fue a la casa
de Fermina Daza. La encontró desconocida, con los estragos de la edad a flor de
piel, y con un resentimiento que le había quitado los deseos de vivir. El
doctor Urbino Daza, en dos visitas que le hizo a Florentino Ariza durante su
exilio, le había hablado de la consternación que le causaron a su madre las dos
publicaciones de La justicia. La primera le provocó una rabia tan insensata por
la infidelidad del marido y la traición de la amiga, que renunció a la
costumbre de visitar el mausoleo familiar un domingo de cada mes, porque la
sacaba de quicio que él no pudiera oír dentro del cajón los improperios que
quería gritarle: se peleó con el muerto. A Lucrecia del Real le mandó a decir,
con quien quisiera decírselo, que se conformara con el consuelo de haber tenido
al menos un hombre entre la tanta gente que pasó por su cama. De la publicación
sobre Lorenzo Daza no era posible saber qué la afectaba más, si la publicación
misma, o el descubrimiento tardío de la verdadera identidad de su padre. Pero
una de las dos, o ambas, la habían aniquilado. El cabello color de acero
limpio, que tanto ennoblecía su rostro, parecía en-tonces de hilachas amarillas
de maíz, y los hermosos ojos de pantera no recobraban el brillo de antaño ni
con el esplendor de la rabia. La decisión de no seguir viviendo se le notaba en
cada gesto. Hacía mucho tiempo que había renunciado al hábito de fumar,
encerrada en el baño o en cualquier otra forma, pero reincidió por primera vez
en póblico y con una voracidad desenfrenada, al principio con cigarrillos que
ella misma liaba, como le había gustado siempre, y luego con los más ordinarios
que se encontraban en el comercio, porque ya no tuvo tiempo ni paciencia para
enrollarlos. Un hombre que no fuera Florentino Ariza se hubiera preguntado qué
podía depararles el porvenir a un anciano como él, cojo y con la espalda
abrasada de peladuras de burro, y a una mujer que ya no ansiaba otra felicidad
que la de la muerte. Pero él no. Él rescató una lucecita de esperanza entre los
escombros del desastre, pues le pareció que la desgracia de Fermina Daza la
magnificaba, la rabia la embellecía, el rencor contra el mundo le había
devuelto el carácter cerril de los veinte años.
Ella tenía un nuevo motivo de gratitud con Florentino Ariza, porque a raíz de las publicaciones infames él había mandado a La justicia una carta ejemplar sobre la responsabilidad ética de la prensa y el respeto de la honra ajena. No fue publicada, pero el autor mandó una copia al Diario del Comercio, el más antiguo y serio del litoral caribe, y éste la destacó en la página primera. Estaba firmada con el seudónimo de Júpiter, y era tan razonada, incisiva y bien escrita, que fue atribuída a algunos de los escritores más notables de la provincia. Fue una voz solitaria en medio del océano, pero se oyó muy hondo y muy lejos. Fermina Daza supo quién era el autor sin que nadie se lo dijera, porque reconoció algunas ideas y hasta una frase literal de las reflexiones morales de Florentino Ariza. De modo que lo recibió con un afecto reverdecido en el desorden de su abandono. Fue por esa época cuando América Vicuña se encontró sola una tarde de sábado en el dormitorio de la Calle de las Ventanas, y sin haberlas buscado, por pura casualidad, descubrió dentro de un armario sin llave las copias mecanográficas de las meditaciones de Florentino Ariza, y las cartas manuscritas de Fermina Daza.
El doctor Urbino Daza se alegró de la reanudación de las visitas que tanto alentaban a su madre. Al contrario de Ofelia, su hermana, que volvió en el primer frutero de Nueva Orleans tan pronto como supo que Fermina Daza mantenía una amistad extraña con un hombre cuya calificación moral no era de las mejores. Su alarma hizo crisis desde la primera semana, cuando se dio cuenta del grado de familiaridad y dominio con que Florentino Ariza entraba en la casa, y de los cuchicheos y fugaces pleitos de novios con que transcurrían las visitas hasta muy entrada la noche. Lo que para el doctor Urbino Daza era una saludable afinidad de dos ancianos solitarios, para ella era una forma viciosa de concubinato secreto. Así fue siempre Ofelia Urbino, más parecida a doña Blanca, su abuela paterna, que si hubiera sido su hija. Era distinguida como ella, altanera como ella, y vivía como ella a merced de los prejuicios. No era capaz de concebir la inocencia de una amistad entre un hombre y una mujer ni a los cinco años de edad, y
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mucho menos a los ochenta. En una disputa aguerrida que tuvo con su hermano, dijo que lo único que faltaba para que Florentino Ariza acabara de consolar a su madre era que se metiera con ella en su cama de viuda. El doctor Urbino Daza no tenía agallas para enfrentársele, no las había tenido nunca frente a ella, pero su esposa intercedió con una justificación serena del amor a cualquier edad. Ofelia perdió los estribos.
-El amor es ridículo a nuestra edad -le gritó---, pero a la edad de ellos es una cochinada.
Se empeñó con tales ímpetus en la determinación de ahuyentar de la casa a Florentino Ariza, que llegó a oídos de Fermina Daza. Ella la llamó al dormitorio, como siempre que quería hablar sin ser oída por las criadas, y le pidió repetir sus recriminaciones. Ofelia no se las endulzó: estaba segura de que Florentino Ariza, cuya fama de pervertido no la ignoraba nadie, perseguía una relación equívoca, más perjudicial para el buen nombre de la familia que las fechorías de Lorenzo Daza y las aventuras ingenuas de Juvenal Urbino. Fermina Daza la escuchó sin decir palabra, sin parpadear siquiera, pero cuando terminó de escuchar era otra: había vuelto a la vida.
-Lo único que me duele es no tener fuerzas para darte la cueriza que te mereces, por atrevida y mal pensada -le dijo-. Pero ahora mismo te vas de esta casa, y te juro por los restos de mi madre que no la volverás a pisar mientras yo esté viva.
No hubo poder capaz de disuadirla. Mientras tanto, Ofelia se fue a vivir a la casa del hermano, y desde allá mandó toda clase de súplicas con emisarios de altura. Pero fue inútil. Ni la mediación del hijo ni la intervención de sus amigas consiguieron quebrantarla. A la nuera, con quien mantuvo siempre una cierta complicidad populachera, le soltó por fin una confidencia con la verba florida de sus mejores años: “Hace un siglo me cagaron la vida con ese pobre hombre porque éramos demasiado jóvenes, y ahora nos lo quieren repetir porque somos demasiado viejos”. Encendió un cigarrillo con la colilla del otro, y acabó de sacarse el veneno que le carcomía las entrañas.
-¡Quese vayan a la mierda! -dijo-. Si alguna ventaja tenemos las viudas, es que ya no nos queda nadie que nos mande.
No hubo nada que hacer. Cuando por fin se convenció de que estaban agotadas todas las instancias, Ofelia volvió a Nueva Orleans. Lo único que logró de su madre fue que se despidiera de ella, y Fermina Daza aceptó después de muchas súplicas, pero sin permitirle que entrara en la casa: lo había jurado por los huesos de su madre, que para ella, por aquellos días de tinieblas, eran los únicos que quedaban limpios.
En alguna de las primeras visitas, hablando de sus buques, Florentino Ariza le había hecho a Fermina Daza una invitación formal para que fuera en viaje de descanso por el río. Con un día más de tren podía ir hasta la capital de la república, que ellos, como la mayoría de los caribes de su generación, seguían llamando con el nombre que tuvo hasta el siglo anterior: Santa Fe. Pero ella conservaba los resabios del esposo y no quería conocer una ciudad helada y sombría donde las mujeres no salían de sus casas sino para la misa de cinco, y no podían entrar en las heladerías ni en las oficinas públicas, según le habían dicho, y donde había a toda hora embotellamientos de entierros en las calles y una llovizna menuda desde los años de la mula herrada: peor que en París. En cambio, sentía una atracción muy fuerte por el río, quería ver los caimanes asoleándose en los playones, quería ser despertada en medio de la noche por el llanto de mujer de los manatíes, pero la idea de un viaje tan difícil, a su edad, y además viuda y sola, le parecía irreal.
Florentino Ariza volvió a reiterarle la invitación más adelante, cuando se decidió a seguir viva sin el esposo, y entonces le pareció más probable. Pero después del pleito con la hija, amargada por las injurias a su padre, por el rencor contra el esposo muerto, por la rabia de las zalamerías hipócritas de Lucrecia del Real, a quien tuvo por tantos años como su mejor amiga, ella misma se sentía de sobra en su propia casa. Una tarde, mientras tomaba su infusión de hojas universales, miró hacia el pantano del patio donde no volvería a retoñar el árbol de su desventura.
-Lo que quisiera es largarme de esta casa, caminando, derecho, derecho, derecho, y no volver más nunca -dijo.
-Vete en un buque -dijo Florentino Ariza. Fermina Daza lo miró pensativa.
-Pues fíjate que podría ser -dijo.
No se le había ocurrido un momento antes de decirlo, pero le bastó con admitir la posibilidad para darlo por hecho. El hijo y la nuera entendieron encantados. Florentino Ariza se apresuró a precisar que Fermina Daza sería un huésped de honor en sus buques, se tendría para ella un camarote dispuesto como su propia casa, un servicio perfecto, y el capitán en persona estaría consagrado a su seguridad y su bienestar. Llevó mapas de la ruta para entusiasmarla, tarjetas postales de atardeceres furibundos, poemas al paraíso primitivo de La Magdalena escritos por viajeros ilustres, o que habían llegado a serlo por la excelencia del poema. Ella les daba una ojeada cuando estaba de humor.
-No tienes que engañarme como a una criatura -le decía-. Si me voy es porque lo he decidido, no por el interés del paisaje.
Cuando el hijo sugirió que la acompañara su esposa, lo cortó por lo sano: “Ya estoy muy grande para que me cuide nadie”. Ella misma arregló los pormenores del viaje. Sintió un inmenso descanso con la idea de vivir ocho días de subida y cinco de bajada sin nada más que lo indispensable: media docena de vestidos de algodón, sus cosas de tocador y aseo, un par de zapatos para embarcar y desembarcar y las babuchas caseras para el viaje, y nada más: el sueño de su vida.
En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación fluvial, había abanderado el primer buque de vapor que surcó el río de La Magdalena, un trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo después, un 7 de julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla en su primer viaje por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza había bautizado en memoria de su antecesor glorioso: Nueva Fidelidad. Fermina Daza no pudo creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una casualidad histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino Ariza.
En todo caso, a diferencia de los otros buques fluviales, antiguos y modernos, el Nueva Fidelidad tenía junto al camarote del capitán un camarote suplementario, amplio y confortable: una sala de visitas con muebles de bambú de colores festivos, un dormitorio matrimonial decorado por completo con motivos chinos, un baño con bañera y ducha, un amplio mirador cubierto, muy amplio, con helechos colgados y una visión completa hacia el frente y los dos lados del buque, y un sistema de refrigeración silencioso que mantenía todo el ámbito a salvo del estruendo exterior y en un clima de primavera perpetua. Esta habitación de lujo, conocida como el Camarote Presidencial porque allí habían viajado hasta entonces tres presidentes de la república, no tenía un propósito comercial, sino que se reservaba para autoridades de categoría y para invitados muy especiales. Florentino Ariza la había hecho construir con esa finalidad de imagen pública tan pronto como fue nombrado presidente de la C.F.C., pero con la seguridad íntima de que tarde o temprano iba a ser el refugio feliz de su viaje de bodas con Fermina Daza.
Llegado el día, en efecto, ella tomó posesión del Camarote Presidencial en su condición de dueña y señora. El capitán del buque hizo los honores de a bordo al doctor Urbino Daza y su esposa, y a Florentino Ariza, con champaña y salmón ahumado. Se llamaba Diego Samaritano, tenía un uniforme de lino blanco, de una corrección absoluta, desde la punta de los botines hasta la gorra con el escudo de la C.F.C. bordado en hilos dorados, y tenía en común con los otros capitanes del río una corpulencia de ceiba, una voz perentoria y unas maneras de cardenal florentino.
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A las siete de la noche dieron la primera señal de partida, y Fermina Daza la sintió resonar con un dolor agudo dentro del oído izquierdo. La noche anterior había tenido sueños surcados de malos presagios que no se atrevió a descifrar. Muy temprano en la mañana se hizo llevar al cercano panteón del seminario, que entonces se llamaba el Cementerio de La Manga, y se reconcilió con el marido muerto, de pie frente a su cripta, en un monólogo en el que soltó los justos reproches que tenía atragantados. Luego le contó los pormenores del viaje, y se despidió hasta muy pronto. No quiso decirle a nadie más que se iba, como había hecho casi siempre que viajaba a Europa, para evitar las despedidas agotadoras. A pesar de sus tantos viajes se sentía como si este fuera el primero, y a medida que rodaba el día le aumentaba la zozobra. Una vez a bordo, se sintió abandonada y triste, y quería quedarse sola para llorar.
Cuando sonó la advertencia final, el doctor Urbino Daza y su esposa se despidieron de ella sin dramatismos, y Florentino Ariza los acompañó a la pasarela de desembarco. El doctor Urbino Daza trató de cederle el paso a continuación de su esposa, y sólo entonces cayó en la cuenta de que también Florentino Ariza se iba de viaje. El doctor Urbino Daza no pudo disimular el desconcierto.
-Pero de esto no habíamos hablado -dijo.
Florentino Ariza le mostró la llave de su camarote con una intención demasiado evidente: un camarote ordinario en la cubierta común. Pero al doctor Urbino Daza no le pareció una prueba bastante de inocencia. Dirigió a la esposa una mirada de náufrago, en busca de un punto de apoyo para su desconcierto, pero se encontró con unos ojos helados. Ella le dijo muy bajo, con voz severa: “¿Tú también?”. Sí: él también, como su hermana Ofelia, pensaba que el amor tenía una edad en que empezaba a ser indecente. Pero supo reaccionar a tiempo, y se despidió de Florentino Ariza con un apretón de mano más resignado que agradecido.
Florentino Ariza los vio desembarcar desde la baranda del salón. Tal como lo esperaba y deseaba, el doctor Urbino Daza y su esposa se volvieron a mirarlo antes de entrar en el automóvil, y él los despidió con la mano. Ambos le correspondieron. Siguió en la baranda hasta que el automóvil desapareció en la polvareda del patio de carga, y luego fue a su camarote, a ponerse una ropa más adecuada para la primera cena a bordo, en el comedor privado del capitán.
Fue una noche espléndida, que el capitán Diego Samaritano condimentó con relatos suculentos de sus cuarenta años en el río, pero Fermina Daza tuvo que hacer un grande esfuerzo para parecer divertida. A pesar de que la última advertencia la dieron a las ocho y de que a esa hora hicieron bajar a los visitantes y levantaron la pasarela, el buque no zarpó mientras el capitán no terminó de comer y subió al puesto de mando a dirigir la maniobra. Fermina Daza y Florentino Ariza permanecieron asomados en el barandal de la sala común, confundidos con los pasajeros bulliciosos que jugaban a identificar las luces de la ciudad, hasta que el buque salió de la bahía, se metió por caños invisibles y ciénagas salpicadas por las luces ondulantes de los pescadores, y resolló por fin a pleno pulmón en el aire libre del río Grande de La Magdalena. Entonces la banda irrumpió con una pieza popular de moda, hubo una estampida de gozo de los pasajeros, y el baile se abrió en tropel.
Fermina Daza prefirió refugiarse en el camarote. No había dicho una palabra en toda la noche, y Florentino Ariza la había dejado perderse en sus cavilaciones. Sólo la interrumpió para despedirse frente al camarote, pero ella no tenía sueño, sólo un poco de frío, y sugirió que se sentaran un rato a ver el río desde el mirador privado. Florentino Ariza rodó dos poltronas de mimbre hasta la baranda, apagó las luces, le puso a ella sobre los hombros una manta de lana, y se sentó a su lado. Ella enrolló un cigarrillo de la cajita que él le llevaba de regalo, lo enrolló con una habilidad sorprendente, lo fumó despacio con el fuego dentro de la boca, sin hablar, y luego enrolló otros dos sucesivos y los fumó sin pausas. Florentino Ariza se tomó sorbo a sorbo dos termos de café cerrero.
El resplandor de la ciudad había desaparecido en el horizonte. Vistos desde el mirador oscuro, el río liso y callado, y los pastizales de ambas orillas bajo la luna llena, se convirtieron en una llanura fosforescente. De vez en cuando se veía una choza de paja junto a las grandes hogueras con que anunciaban que allí se vendía leña para las calderas de los buques. Florentino Ariza conservaba recuerdos borrosos de su viaje de juventud, y la visión del río los hacía revivir por ráfagas deslumbrantes como si fueran de ayer. Le contó algunos a Fermina Daza, creyendo que podía animarla, pero ella fumaba en otro mundo. Florentino Ariza renunció a sus recuerdos y la dejó a ella sola con los suyos, y mientras tanto enrollaba cigarrillos y se los iba dando encendidos, hasta que se acabó la caja. La música cesó después de la media noche, el bullicio de los pasajeros se dispersó y se deshizo en susurros dormidos, y los dos corazones se quedaron solos en el mirador en sombras, viviendo al compás de los resuellos del buque.
Al cabo de un largo rato, Florentino Ariza miró a Fermína Daza con el fulgor del río, la vio espectral, con el perfil de estatua dulcificado por un tenue resplandor azul, y se dio cuenta de que estaba llorando en silencio. Pero en vez de consolarla, o esperar que agotara sus lágrimas, como ella quería, se dejó invadir por el pánico.
-¿Quieres quedarte sola? -preguntó.
-Si lo quisiera no te hubiera dicho que entraras --dijo ella.
Entonces él extendió los dedos helados en la oscuridad, buscó a tientas la otra mano en la oscuridad, y la encontró esperándolo. Ambos fueron bastante lúcidos para darse cuenta, en un mismo instante fugaz, de que ninguna de las dos era la mano que habían imaginado antes de tocarse, sino dos manos de huesos viejos. Pero en el instante siguiente ya lo eran. Ella empezó a hablar del esposo muerto, en tiempo presente, como si estuviera vivo, y Florentino Ariza supo en ese momento que también a ella le había llegado la hora de preguntarse con dignidad, con grandeza, con unos deseos incontenibles de vivir, qué hacer con el amor que se le había quedado sin dueño.
Fermina Daza dejó de fumar por no soltar la mano que él mantenía en la suya. Estaba perdida en la ansiedad de entender. No podía concebir un marido mejor que el que había sido suyo, y sin embargo encontraba más tropiezos que complacencias en la evocación de su vida, demasiadas incomprensiones recíprocas, pleitos inútiles, rencores mal resueltos. Suspiró de pronto: “Es increíble cómo se puede ser tan feliz durante tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad si eso es amor o no”. Cuando terminó de desahogarse, alguien había apagado la luna. El buque avanzaba con sus pasos contados, poniendo un pie antes de poner el otro: un inmenso animal en acecho. Fermina Daza había regresado de la ansiedad.
-Vete ahora -dijo.
Florentino Ariza le apretó la mano, se inclinó hacia ella, y trató de besarla en la mejilla. Pero ella lo esquivó con su voz ronca y suave.
-Ya no -le dijo-: huelo a vieja.
Lo oyó salir en la oscuridad, oyó sus pasos en las escaleras, lo oyó dejar de ser hasta el día siguiente. Fermina Daza encendió otro cigarrillo, y mientras lo fumaba vio al doctor Juvenal Urbino con su atuendo de lino intachable, su rigor profesional, su simpatía deslumbrante, su amor oficial, que le hizo una seña de adiós con su sombrero blanco desde otro buque del pasado. “Los hombres somos unos pobres siervos de los prejuicios -le había dicho él alguna vez-. En cambio, cuando una mujer decide acostarse con un hombre, no hay talanquera que no salte, ni fortaleza que no derribe, ni consideración moral alguna que no esté dispuesta a pasarse por el fundamento: no hay Dios que valga.” Fermina Daza siguió inmóvil hasta la madrugada, pensando en Florentino Ariza, no como el centinela desolado del parquecito de Los Evangelios cuyo recuerdo no le suscitaba ya ni una lucecita de nostalgia, sino como era entonces, decrépito y rengo, pero real: el hombre que estuvo siempre al alcance de su mano, y no supo reconocerlo. Mientras el buque la arrastraba resollando hacia el fulgor de las primeras rosas, lo único que ella le rogaba a Dios era que Florentino Ariza supiera por dónde empezar otra vez al día siguiente. Lo supo. Fermina Daza dio instrucciones al camarero de que la dejara dormir a su gusto, y cuando despertó había en la mesa de noche un florero con una rosa
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blanca, fresca, todavía sudada de rocío, y con ella una carta de Florentino Ariza con tantos pliegos como alcanzó a escribir desde que se despidió de ella. Era una carta tranquila, que no trataba más que expresar el estado de ánimo que lo embargaba desde la noche anterior: tan lírica como las otras, tan retórica como todas, pero estaba sustentada por la realidad. Fermina Daza la leyó con una cierta vergüenza consigo misma por los galopes descarados de su corazón. Terminaba con el pedido de que avisara al camarero cuando estuviera lista, pues el capitán los esperaba en el puesto de mando para mostrarles el funcionamiento del buque.
Estuvo lista a las once, bañada y olorosa a jabón de flores, con un traje de viuda muy sencillo de etamina gris, y recuperada por completo de la tormenta de la noche. Ordenó un desayuno sobrio al camarero de blanco impecable, que estaba al servicio personal del capitán, pero no mandó el recado de que vinieran a buscarla. Subió sola, deslumbrada por el cielo sin nubes, y encontró a Florentino Ariza conversando con el capitán en el puesto de mando. Le pareció distinto, no sólo por que ella lo veía entonces con otros ojos, sino porque en realidad había cambiado. En lugar de los atuendos fúnebres de toda la vida llevaba unos zapatos blancos muy cómodos, pantalón y camisa de hilo con cuello abierto y manga corta y su monograma bordado en el bolsillo del pecho. Llevaba además una gorra escocesa, también blanca, y un dispositivo de lentes oscuros superpuesto a sus eternos espejuelos de miope. Era evidente que todo era de primer uso y acabado de comprar a propósito para el viaje, salvo el cinturón de cuero marrón, muy usado, que Fermina Daza notó al primer golpe de vista como una mosca en la sopa. Al verlo así, vestido para ella de un modo tan ostensible, no pudo impedir el rubor de fuego que le subió a la cara. Se ofuscó al saludarlo, y él se ofuscó más con la ofuscación de ella. La conciencia de que se comportaban como novios los ofuscó más aún, y la conciencia de que ambos estaban ofuscados acabó de ofuscarlos hasta el punto de que el capitán Samaritano lo advirtió con un trémolo de compasión. Los sacó del apuro explicándoles el manejo de los mandos y el mecanismo general del buque durante dos horas. Navegaban muy despacio por un no sin orillas que se dispersaba entre playones áridos hasta el horizonte. Pero al contrario de las aguas turbias de la desembocadura, aquellas eran lentas y diáfanas, y tenían un resplandor de metal bajo el sol despiadado. Fermina Daza tuvo la impresión de que era un delta poblado de islas de arena.
-Es lo poco que nos va quedando del río -le dijo el capitán.
Florentino Ariza, en efecto, estaba sorprendido de los cambios, y lo estaría más al día siguiente, cuando la navegación se hizo más difícil, y se dio cuenta de que el río padre de La Magdalena, uno de los grandes del mundo, era sólo una ilusión de la memoria. El capitán Samaritano les explicó cómo la deforestación irracional había acabado con el río en cincuenta años: las calderas de los buques habían devorado la selva enmarañada de árboles colosales que Florentino Ariza sintió como una opresión en su primer viaje. Fermina Daza no vería los animales de sus sueños: los cazadores de pieles de las tenerías de Nueva Orleans habían exterminado los caimanes que se hacían los muertos con las fauces abiertas durante horas y horas en los barrancos de la orilla para sorprender a las mariposas; los loros con sus algarabías y los micos con sus gritos de locos se habían ido muriendo a medida que se les acababan las frondas, los manatíes de grandes tetas de madres que amamantaban a sus crías y lloraban con voces de mujer desolada en los playones eran una especie extinguida por las balas blindadas de los cazadores de placer.
El capitán Samaritano les tenía un afecto casi maternal a los manatíes, porque le parecían señoras condenadas por algún extravío de amor, y tenía por cierta la leyenda de que eran las únicas hembras sin machos en el reino animal. Siempre se opuso a que les dispararan desde la borda, como era la costumbre, a pesar de que había leyes que lo prohibían. Un cazador de Carolina del Norte, con su documentación en regla, había desobedecido sus órdenes y le había destrozado la cabeza a una madre de manatí con un disparo certero de su SpringfÍeld, y la cría había quedado enloquecida de dolor llorando a gritos sobre el cuerpo tendido. El capitán había hecho subir al huérfano para hacerse cargo de él, y dejó al cazador abandonado en el playón desierto junto al cadáver de la madre asesinada. Estuvo seis meses en la cárcel, por protestas diplomáticas, y a punto de perder su licencia de navegante, pero salió dispuesto a repetir lo hecho cuantas veces hubiera ocasión. Sin embargo, aquel había sido un episodio histórico: el manatí huérfano, que creció y vivió muchos años en el parque de animales raros de San Nicolás de las Barrancas, fue el último que se vio en el río.
-Cada vez que paso por ese playón -dijo- le ruego a Dios que aquel gringo se vuelva a embarcar en mi buque, para volver a dejarlo.
Fermina Daza, que no le tenía simpatía, se conmovió de tal modo con aquel gigante tierno, que desde esa mañana lo puso en un lugar privilegiado de su corazón. Hizo bien: el viaje apenas comenzaba, y ya tendría ocasiones de sobra para darse cuenta de que no se había equivocado.
Fermina Daza y Florentino Ariza permanecieron en los puestos de mando hasta la hora del almuerzo, poco después de que pasaron frente a la población de Calamar, que apenas unos años antes tenía una fiesta perpetua, y ahora era un puerto en ruinas de calles desoladas. El único ser que se vio desde el buque, fue una mujer vestida de blanco que hacía señas con un pañuelo. Fermina Daza no entendió por qué no la recogían, si parecía tan afligida, pero el capitán le explicó que era la aparición de una ahogada que hacía señas de engaño para desviar los buques hacia los peligrosos remolinos de la otra orilla. Pasaron tan cerca de ella que Fermina Daza la vio con todos sus detalles, nítida bajo el sol, y no dudó de que en realidad no existiera, pero su cara le pareció conocida.
Fue un día largo y caluroso. Fermina Daza volvió al camarote después del almuerzo, para su siesta inevitable, pero no durmió bien por el dolor del oído, que se le hizo más intenso cuando el buque intercambió los saludos de rigor con otro de la C.F.C. con el que se cruzó unas leguas arriba de Barranca Vieja. Florentino Ariza descabezó un sueño instantáneo sentado en el salón principal, donde la mayoría de los pasajeros sin camarote dormían como a media noche, y soñó con Rosalba, muy cerca del lugar en que la había visto embarcarse. Viajaba sola, con su atuendo de momposina del siglo anterior, y era ella y no el niño la que dormía la siesta dentro de la jaula de mimbre colgada en el alero. Fue un sueño a la vez tan enigmático y divertido, que siguió con su regusto toda la tarde, mientras jugaba dominó con el capitán y dos pasajeros amigos.
El calor cesaba a la caída del sol, y el buque revivía. Los pasajeros emergían como de un letargo, recién bañados y con ropas limpias, y ocupaban las poltronas de mimbre del salón a la espera de la cena, que era anunciada a las cinco en punto por un mesero que recorría la cubierta de un extremo al otro haciendo sonar entre aplausos de burlas una campana de sacristán. Mientras comían, empezaba la banda con música de fandango, y el baile seguía de largo hasta la media noche.
Fermina Daza no quiso cenar por la molestia del oído, y presenció el primer embarque de leña para las calderas, en una barranca pelada donde no había nada más que los troncos amontonados, y un hombre muy viejo que atendía el negocio. No parecía haber nadie más a muchas leguas. Para Fermina Daza fue una escala lenta y aburrida, impensable en los transatlánticos de Europa, y había tanto calor que se hacía sentir aun dentro del mirador refrigerado. Pero cuando el buque zarpó de nuevo soplaba un viento fresco oloroso a entrañas de la selva, y la música se hizo más alegre. En la población de Sitio Nuevo había una sola luz en una sola ventana de una sola casa, y en la oficina del puerto no hicieron la señal convenida de que había carga o pasajeros para el buque, de modo que éste pasó sin saludar.
Fermina Daza había estado toda la tarde preguntándose de qué recursos iba a valerse Florentino Ariza para verla sin tocar en el camarote, y hacia las ocho no pudo soportar más las ansias de estar con él. Salió al corredor con la esperanza de encontrarlo de un modo que pareciera casual, y no tuvo que andar mucho: Florentino Ariza estaba sentado en un escaño del corredor, callado y triste como en el parquecito de Los Evangelios, y preguntándose desde hacía más de dos horas cómo iba a hacer para verla. Ambos hicieron el mismo gesto de sorpresa que ambos sabían fingido, y recorrieron
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juntos la cubierta de primera clase atiborrada de gente joven: la mayoría estudiantes bulliciosos que se agotaban con una cierta ansiedad en la última parranda de las vacaciones. En la cantina, Florentino Ariza y Fermina Daza se tomaron un refresco de botella sentados como estudiantes frente al mostrador, y ella se vio de pronto en una situación temida. Dijo: “¡Qué horror!”. Florentino Ariza le preguntó en qué estaba pensando que le causaba semejante impresión.
-En los pobres viejitos -dijo ella-. Los que mataron a remazos en el bote.
Ambos se fueron a dormir cuando se acabó la música, después de una larga conversación sin tropiezos en el mirador oscuro. No hubo luna, el cielo estaba encapotado, y en el horizonte estallaban relámpagos sin truenos que los iluminaban por un instante. Florentino Ariza enrolló los cigarrillos para ella, pero no se fumó más de cuatro, atormentada por el dolor que se aliviaba por momentos y se recrudecía cuando el barco bramaba al cruzarse con otro, o al pasar frente a un pueblo dormido, o cuando navegaba despacio para sondear el fondo del río. Él le contó con cuánta ansiedad la había visto siempre en los Juegos Florales, en el vuelo en globo, en el velocípedo de acróbata, y con cuánta ansiedad esperaba las fiestas públicas durante todo el año, sólo para verla. También ella lo había visto muchas veces, y nunca se hubiera imaginado que estuviera allí sólo para verla. Sin embargo, hacía apenas un año, cuando leyó sus cartas, se preguntó de pronto cómo era posible que él no hubiera competido nunca en los Juegos Florales: sin duda habría ganado. Florentino Ariza le mintió: sólo escribía para ella, versos para ella, y sólo él los leía. Entonces fue ella la que buscó su mano en la oscuridad, y no la encontró esperándola como ella había esperado la suya la noche anterior, sino que lo tomó de sorpresa. A Florentino Ariza se le heló el corazón.
--Quéraras son las mujeres -dijo.
Ella soltó una risa profunda, de paloma joven, y volvió a pensar en los ancianos del bote. Estaba escrito: aquella imagen había de perseguirla siempre. Pero esa noche podía soportarla, porque se sentía tranquila y bien, como pocas veces en la vida: limpia de toda culpa. Se hubiera quedado así hasta el amanecer, callada, con la mano de él sudando hielo en su mano, pero no pudo soportar el tormento del oído. De modo que cuando se apagó la música, y luego cesó el trajín de los pasajeros del común colgando las hamacas en el salón, ella comprendió que su dolor era más fuerte que su deseo de estar con él. Sabía que el solo decírselo a él iba a aliviarla, pero no lo hizo para no preocuparlo. Pues entonces tenía la impresión de conocerlo como si hubiera vivido con él toda la vida, y lo creía capaz de dar la orden de que el buque regresara al puerto si eso pudiera quitarle el dolor.
Florentino Ariza había previsto que esa noche ocurrirían las cosas así, y se retiró. Ya en la puerta del camarote trató de despedirse con un beso, pero ella le puso la mejilla izquierda. Él insistió, ya con la respiración entrecortada, y ella le ofreció la otra mejilla con una coquetería que él no le había conocido de colegiala. Entonces insistió por segunda vez, y ella lo recibió en los labios, lo recibió con un temblor profundo que trató de sofocar con una risa olvidada desde su noche de bodas.
-¡Dios mío -dijo-, qué loca soy en los buques!
Florentino Ariza se estremeció: en efecto, como ella misma lo había dicho, tenía el olor agrio de la edad. Sin embargo, mientras caminaba hacia su camarote, abriéndose paso por entre el laberinto de hamacas dormidas, se consolaba con la idea de que él debía tener el mismo olor, sólo que cuatro años más viejo, y que ella debió haberlo sentido con la misma emoción. Era el olor de los fermentos humanos, que él había percibido en sus amantes más antiguas, y que ellas habían sentido en él. La viuda de Nazaret, que no se guardaba nada, se lo dijo de un modo más crudo: “Ya olemos a gallinazo”. Ambos se lo soportaban el uno al otro, porque estaban a mano: mi olor contra el tuyo. En cambio, muchas veces se había cuidado de América Vicuña, cuyo olor de pañales le despertaba a él los instintos maternos y sin embargo lo inquietaba la idea de que ella no pudiera soportar el suyo: su olor de viejo verde. Pero todo eso pertenecía al pasado. Lo importante era que por primera vez desde aquella tarde en que la tía Escolástica dejó el misal en el mostrador de la telegrafía, Florentino Ariza no había vuelto a sentir una felicidad como la de esa noche: tan intensa que le causaba miedo.
Empezaba a dormirse, cuando el contador del buque lo despertó a las cinco en el puerto de Zambrano para entregarle un telegrama urgente. Estaba firmado por Leona Cassiani, con fecha del día anterior, y todo su horror cabía en una línea: América Vicuña muerta ayer motivos inexplicables. A las once de la mañana conoció los pormenores a través de una conferencia telegráfica con Leona Cassiani, en la que él mismo operó el equipo transmisor como no había vuelto a hacerlo desde sus años de telegrafista. América Vicuña, presa de una depresión mortal por haber sido reprobada en los exámenes finales, se había bebido un frasco de láudano que se robó en la enfermería del colegio. Florentino Ariza sabía en el fondo de su alma que aquella noticia estaba incompleta. Pero no: América Vicuña no había dejado ninguna nota explicativa que permitiera culpar a nadie de su determinación. La familia estaba llegando en ese momento desde Puerto Padre, avisada por Leona Cassiani, y el entierro sería esa tarde a las cinco. Florentino Ariza respiró. Lo único que podía hacer para seguir vivo era no permitirse el suplicio de aquel recuerdo. Lo borró de la memoria, aunque de vez en cuando en el resto de sus años iba a sentirlo revivir de pronto, sin que viniera a cuento, como la punzada instantánea de una cicatriz antigua.
Los días siguientes fueron calurosos e interminables. El río se volvió turbio y se fue haciendo cada vez más estrecho, y en vez de la maraña de árboles colosales que había asombrado a Florentino Ariza en su primer viaje, había llanuras calcinadas, desechos de selvas enteras devoradas por las calderas de los buques, escombros de pueblos abandonados de Dios, cuyas calles continuaban inundadas aun en las épocas más crueles de la sequía. Por la noche no los despertaban los cantos de sirenas de los manatíes en los playones, sino la tufarada nauseabunda de los muertos que pasaban flotando hacia el mar. Pues ya no había guerras ni pestes pero los cuerpos hinchados seguían pasando. El capitán fue sobrio por una vez: “Tenemos órdenes de decir a los pasajeros que son ahogados accidentales”. En lugar de la algarabía de los loros y el escándalo de los micos invisibles que en otro tiempo aumentaban el bochorno del medio día, sólo quedaba el vasto silencio de la tierra arrasada.
Había tan pocos lugares donde leñatear, y estaban tan separados entre sí, que el Nueva Fidelidad se quedó sin combustible al cuarto día de viaje. Permaneció amarrado casi una semana, mientras sus cuadrillas se internaban por pantanos de cenizas en busca de los últimos árboles desperdigados. No había otros: los leñadores habían abandonado sus veredas huyendo de la ferocidad de los señores de la tierra, huyendo del cólera invisible, huyendo de las guerras larvadas que los gobiernos se empeñaban en ocultar con decretos de distracción. Mientras tanto, los pasajeros, aburridos, hacían torneos de natación, organizaban expediciones de caza, regresaban con iguanas vivas que abrían en canal y volvían a coser con agujas de enfardelar después de sacarles los racimos de huevos, traslúcidos y blandos, que ponían a secar en sartales en las barandas del buque. Las prostitutas pobres de los pueblos vecinos siguieron la traza de las expediciones, improvisaron tiendas de campaña en la barranca de la orilla, llevaron música y cantina, y plantaron la parranda frente al buque varado.
Desde mucho antes de ser presidente de C.F.C., Florentino Ariza recibía informes alarmantes del estado del río, pero apenas si los leía. Tranquilizaba a sus socios: “No se preocupen, cuando la leña se acabe ya habrá buques de petróleo”. Nunca se tomó el trabajo de pensarlo, obnubilado por la pasión de Fermina Daza, y cuando se dio cuenta de la verdad ya no había nada que hacer, como no fuera llevar otro río nuevo. Por la noche, aun en las épocas de mejores aguas, había que amarrar para dormir, y entonces se volvía insoportable hasta el hecho simple de estar vivo. La mayoría de los pasajeros, sobre todo los europeos, abandonaban el pudridero de los camarotes y se pasaban la noche caminando por las cubiertas, espantando toda clase de alimañas con la misma toalla con que se secaban el sudor incesante, y amanecían exhaustos e hinchados por las picaduras. Un viajero inglés de principios del siglo xix, refiriéndose al viaje combinado en canoa y en mula, que podía durar hasta cincuenta jornadas, había escrito: “Este es uno
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de los peregrinajes más malos e incómodos que un ser humano pueda realizar”. Esto había dejado de ser cierto los primeros ochenta años de la navegación a vapor, y luego había vuelto a serlo para siempre, cuando los caimanes se comieron la última mariposa, y se acabaron los manatíes matemales, se acabaron los loros, los micos, los pueblos: se acabó todo.
-No hay problema -reía el capitán-, dentro de unos años vendremos por el cauce seco en automóviles de lujo.
Fermina Daza y Florentino Ariza estuvieron protegidos los tres primeros días por la suave primavera del mirador cerrado, pero cuando racionaron la leña y empezó a fallar el sistema de refrigeración, el Camarote Presidencial se convirtió en una cafetera de vapor. Ella sobrevivía a las noches con el viento fluvial que entraba por las ventanas abiertas, y espantaba los mosquitos con una toalla, pues la bomba de insecticida era inútil estando el buque varado. El dolor del oído se había vuelto insoportable, y una mañana al despertar cesó de pronto y por completo, como el canto de una chicharra reventada. Pero hasta la noche no cayó en la cuenta de que había perdido la audición del oído izquierdo, cuando Florentino Ariza le habló de ese lado, y ella tuvo que volver la cabeza para oír lo que decía. No se lo contó a nadie, resignada de que fuera uno más de los tantos defectos irremediables de la edad.
Con todo, la demora del buque había sido para ellos un percance providencial. Florentino Ariza lo había leído alguna vez: “El amor se hace más grande y noble en la calamidad”. La humedad del Camarote Presidencial los sumergió en un letargo irreal en el cual era más fácil amarse sin preguntas. Vivían horas inimaginables cogidos de la mano en las poltronas de la baranda, se besaban despacio, gozaban la embriaguez de las caricias sin el estorbo de la exasperación. La tercera noche de sopor ella lo esperó con una botella de anisado, del que bebía a escondidas con la pandilla de la prima Hildebranda, y más tarde, ya casada y con hijos, encerrada con las amigas de su mundo prestado. Necesitaba un poco de aturdimiento para no pensar en su suerte con demasiada lucidez, pero Florentino Ariza creyó que era para darse valor en el paso final. Animado por esa ilusión se atrevió a explorar con la yema de los dedos su cuello marchito, el pecho acorazado de varillas metálicas, las caderas de huesos carcomidos, los muslos de venada vieja. Ella lo aceptó complacida con los ojos cerrados, pero sin estremecimientos, fumando y bebiendo a sorbos espaciados. Al final, cuando las caricias se deslizaron por su vientre, tenía ya bastante anís en el corazón.
-Si hemos de hacer pendejadas, hagámoslas -dijo-, pero que sea como la gente grande.
Lo llevó al dormitorio y empezó a desvestirse sin falsos pudores con las luces encendidas. Florentino Ariza se tendió bocarriba en la cama, tratando de recobrar el dominio, otra vez sin saber qué hacer con la piel del tigre que había matado. Ella le dijo: “No mires”. Él preguntó por qué sin apartar la vista del cielo raso.
-Porque no te va a gustar -dijo ella.
Entonces él la miró, y la vio desnuda hasta la cintura, tal como la había imaginado. Tenía los hombros arrugados, los senos caídos y el costillar forrado de un pellejo pálido y frío como el de una rana. Ella se tapó el pecho con la blusa que acababa de quitarse, y apagó la luz. Entonces él se incorporó y empezó a desvestirse en la oscuridad, tirando sobre ella cada pieza que se quitaba, y ella se las devolvía muerta de risa.
Permanecieron acostados bocarriba un largo rato, él más y más aturdido a medida que lo abandonaba la embriaguez, y ella tranquila, casi abúlica, pero rogando a Dios que no le diera por reír sin sentido, como siempre que se le iba la mano con el anís. Conversaron para entretener el tiempo. Hablaron de ellos, de sus vidas distintas, de la casualidad inverosímil de estar desnudos en el camarote oscuro de un buque varado, cuando lo justo era pensar que ya no les quedaba tiempo sino para esperar a la muerte. Ella no había oído nunca decir que él tuviera una mujer, ni una siquiera, en una ciudad donde todo se sabía inclusive antes de que fuera cierto. Se lo dijo de un modo casual, y él le replicó de inmediato sin un temblor en la voz:
-Es que me he conservado virgen para ti.
Ella no lo hubiera creído de todos modos, aunque fuera cierto, porque sus cartas de amor estaban hechas de frases como esa que no valían por su sentido sino por su poder de deslumbramiento. Pero le gustó el coraje con que lo dijo. Florentino Ariza, por su parte, se preguntó de pronto lo que nunca se hubiera atrevido a preguntarse: qué clase de vida oculta había hecho ella al margen del matrimonio. Nada le habría sorprendido, porque él sabía que las mujeres son iguales a los hombres en sus aventuras secretas: las mismas estratagemas, las mismas inspiraciones súbitas, las mismas traiciones sin remordimientos. Pero hizo bien en no preguntarlo. En una época en que sus relaciones con la Iglesia estaban ya bastante lastimadas, el confesor le preguntó sin que viniera a cuento si alguna vez le había sido infiel al esposo, y ella se levantó sin res-ponder, sin terminar, sin despedirse, y nunca más volvió a confesarse con ese confesor ni con ningún otro. En cambio, la prudencia de Florentino Ariza tuvo una recompensa inesperada: ella extendió la mano en la oscuridad, le acarició el vientre, los flancos, el pubis casi lampiño. Dijo: “Tienes una piel de nene”. Luego dio el paso final: lo buscó donde no estaba, lo volvió a buscar sin ilusiones, y lo encontró inerme.
-Está muerto -dijo él.
Le ocurrió siempre la primera vez, con todas, desde siempre, de modo que había aprendido a convivir con aquel fantasma: cada vez había tenido que aprender otra vez, como si fuera la primera. Tomó la mano de ella y se la puso en el pecho: Fermina Daza sintió casi a flor de piel el viejo corazón incansable latiendo con la fuerza, la prisa y el de-sorden de un adolescente. Él dijo: “Demasiado amor es tan malo para esto como la falta de amor”. Pero lo dijo sin convicción: estaba avergonzado, furioso consigo mismo, ansiando un motivo para culparla a ella de su fracaso. Ella lo sabía, y empezó a provocar el cuerpo indefenso con caricias de burla, como una gata tierna regodeándose en la crueldad, hasta que él no pudo resistir más el martirio y se fue a su camarote. Ella siguió pensando en él hasta el amanecer, convencida por fin de su amor, y a medida que el anís la abandonaba en oleadas lentas la iba invadiendo la zozobra de que él se hubiera disgustado y no volviera nunca.
Pero volvió el mismo día, a la hora insólita de las once de la mañana, fresco y restaurado, y se desnudó frente a ella con una cierta ostentación. Ella se complació en verlo a plena luz tal como lo había imaginado en la oscuridad: un hombre sin edad, de piel oscura, lúcida y tensa como un paraguas abierto, sin más vellos que los muy escasos y lacios de las axilas y el pubis. Estaba con la guardia en alto, y ella se dio cuenta de que no se dejaba ver el arma por casualidad, sino que la exhibía como un trofeo de guerra para darse valor. Ni siquiera le dio tiempo de quitarse la camisa de dormir que se había puesto cuando empezó la brisa del amanecer, y su prisa de principiante le causó a ella un estremecimiento de compasión. Pero no le molestó, porque en casos como aquel no le era fácil distinguir entre la compasión y el amor. Al final, sin embargo, se sintió vacía.
Era la primera vez que hacía el amor en más de veinte años, y lo había hecho embargada por la curiosidad de sentir cómo podía ser a su edad después de un receso tan prolongado. Pero él no le había dado tiempo de saber si también su cuerpo lo quería. Había sido rápido y triste, y ella pensó: “Ahora hemos jodido todo”. Pero se equivocó: a pesar del desencanto de ambos, a pesar del arrepentimiento de él por su torpeza y del remordimiento de ella por la locura del anís, no se separaron un instante en los días siguientes. Apenas si salían del camarote para comer. El capitán Samaritano, que descubría por instinto cualquier misterio que quisiera guardarse en su buque, les man-daba la rosa blanca todas las mañanas, les puso una serenata de valses de su tiempo, les hacía preparar comidas de broma con ingredientes alentadores. No volvieron a intentar el amor hasta mucho después, cuando la inspiración les llegó sin que la buscaran. Les bastaba con la dicha simple de estar juntos.
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No hubieran pensado en salir del camarote de no haber sido porque el capitán les anunció en una nota que después del almuerzo llegarían a La Dorada, el puerto final, al cabo de once días de viaje. Fermina Daza y Florentino Ariza vieron desde el camarote el promontorio de casas iluminadas por un sol pálido, y creyeron entender la razón de su nombre, pero les pareció menos evidente cuando sintieron el calor que resollaba como las calderas, y vieron hervir el alquitrán de las calles. Además, el buque no atracó allí sino en la orilla opuesta, donde estaba la estación terminal del ferrocarril de Santa Fe.
Abandonaron el refugio tan pronto como los pasajeros desembarcaron. Fermina Daza respiró el buen aire de la impunidad en el salón vacío, y ambos contemplaron desde la borda la muchedumbre alborotada que identificaba sus equipajes en los vagones de un tren que parecía de juguete. Podía pensarse que venían de Europa, sobre todo las mujeres, cuyos abrigos nórdicos y sombreros del siglo anterior eran un contrasentido en la canícula polvorienta. Algunas llevaban los cabellos adornados con hermosas flores de papa que empezaban a desfallecer con el calor. Acababan de llegar de la planicie andina después de una jornada de tren a través de una sabana de ensueño, y aún no habían te-nido tiempo de cambiarse de ropa para el Caribe.
En medio del bullicio de mercado, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable se sacaba pollitos de los bolsillos de su abrigo de pordiosero. Había aparecido de repente, abriéndose paso por entre la muchedumbre con un sobretodo en piltrafas que había sido de alguien mucho más alto y corpulento. Se quitó el sombrero, lo puso bocarriba en el muelle por si quisieran echarle una moneda, y empezó a sacarse de los bolsillos puñados de pollitos tiernos y descoloridos que parecían proliferar entre sus dedos. En un momento el muelle parecía tapizado de pollitos inquietos piando por todas partes, entre los viajeros apresurados que los pisoteaban sin sentirlos. Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo contemplaba, Fermina Daza no se dio cuenta en qué momento empezaron a subir en el buque los pasajeros del viaje de regreso. Se le acabó la fiesta: entre los que llegaban alcanzó a ver muchas caras conocidas, algunas de amigos que hasta hacía poco la habían acompañado en su duelo, y se apresuró a refugiarse otra vez en el camarote. Florentino Ariza la encontró consternada: prefería morir antes que ser descubierta por los suyos en un viaje de placer, transcurrido tan poco tiempo desde la muerte del esposo. A Florentino Ariza lo afectó tanto su abatimiento, que le prometió pensar en algún modo de protegerla, distinto de la cárcel del camarote.
La idea se le ocurrió de pronto cuando cenaban en el comedor privado. El capitán estaba inquieto con un problema que hacía tiempo quería discutir con Florentino Ariza, pero que él esquivaba siempre con su argumento usual: “Esas vainas las arregla Leona Cassiani mejor que yo”. Sin embargo, esta vez lo escuchó. El caso era que los buques llevaban carga de subida, pero bajaban vacíos, mientras que ocurría lo contrario con los pasajeros. “Con la ventaja para la carga, de que paga más y además no come”, dijo. Fermina Daza cenaba de mala gana, aburrida con la enervada discusión de los dos hombres sobre la conveniencia de establecer tarifas diferenciales. Pero Florentino Ariza llegó hasta el final, y sólo entonces soltó una pregunta que al capitán le pareció el anuncio de una idea salvadora.
-Y hablando en hipótesis -dijo-: ¿sería posible hacer un viaje directo sin carga ni pasajeros, sin tocar en ningún puerto, sin nada?
El capitán dijo que sólo era posible en hipótesis. La C.F.C. tenía compromisos laborales que Florentino Ariza conocía mejor que nadie, tenía contratos de carga, de pasajeros, de correo, y muchos más, ineludibles en su mayoría. Lo único que permitía saltar por encima de todo era un caso de peste a bordo. El buque se declaraba en cuarentena, se izaba la bandera amarilla y se navegaba en emergencia. El capitán Samaritano había tenido que hacerlo varias veces por los muchos casos de cólera que se presentaban en el río, aunque luego las autoridades sanitarias obligaban a los médicos a expedir certificados de disentería común. Además, muchas veces en la historia del río se~zaba la bandera amarilla de la peste para burlar impuestos, para no recoger un pasajero indeseable, para impedir requisas inoportunas. Florentino Ariza encontró la mano de Fermina Daza por debajo de la mesa.
-Pues bien -dijo-: hagamos eso.
El capitán se sorprendió, pero en seguida, con su instinto de zorro viejo, lo vio todo claro.
-Yo mando en este buque, pero usted manda en nosotros -dijo-. De modo que si está hablando en serio, deme la orden por escrito, y nos vamos ahora mismo.
Era en serio, por supuesto, y Florentino Ariza firmó la orden. Al fin y al cabo cualquiera sabía que los tiempos del cólera no habían terminado, a pesar de las cuentas alegres de las autoridades sanitarias. En cuanto al buque, no había problema. Se transfirió la poca carga embarcada, a los pasajeros se les dijo que había un percance de máquinas, y los mandaron esa madrugada en un buque de otra empresa. Si estas cosas se hacían por tantas razones inmorales, y hasta indignas, Florentino Ariza no veía por qué no sería lícito hacerlas por amor. Lo único que el capitán suplicaba era una escala en Puerto Nare, para recoger a alguien que lo acompañara en el viaje: también él tenía su corazón escondido.
Así que el Nueva Fidelidad zarpó al amanecer del día siguiente, sin carga ni pasajeros, y con la bandera amarilla del cólera flotando de júbilo en el asta mayor. Al atardecer recogieron en Puerto Nare una mujer más alta y robusta que el capitán, de una belleza descomunal, a la cual sólo le faltaba la barba para ser contratada en un circo. Se llamaba Zenaida Neves, pero el capitán la llamaba Mi Energúmena: una antigua amiga suya, a la que solía recoger en un puerto para dejarla en otro, y que subió a bordo perseguida por el ventarrón de la dicha. En aquel moridero triste, donde Florentino Ariza revivió las nostalgias de Rosalba cuando vio el tren de Envigado subiendo a duras penas por la antigua cornisa de mulas, se desplomó un aguacero amazónico que había de seguir con muy pocas pausas por el resto del viaje. Pero a nadie le importó: la fiesta navegante tenía su techo propio. Aquella noche, como una contribución personal a la parranda, Fermina Daza bajó a las cocinas, entre las ovaciones de la tripulación, y preparó para todos un plato inventado que Florentino Ariza bautizó para él: berenjenas al amor.
Durante el día jugaban a las cartas, comían a reventar, hacían unas siestas de granito que los dejaban exhaustos, y apenas bajaba el sol soltaban la orquesta, y bebían anisado con salmón hasta más allá de la saciedad. Fue un viaje rápido, con el buque liviano y buenas aguas, mejoradas por las crecientes que se precipitaban desde las cabeceras, donde llovió tanto aquella semana como en todo el trayecto. Desde algunos pueblos les tiraban cañonazos de caridad para espantar el cólera, y ellos se lo agradecían con un bramido triste. Los buques de cualquier compañía que cruzaban en el camino les mandaban señales de condolencia. En la población de Magangué, donde nació Mercedes, cargaron leña para el resto del viaje.
Fermina Daza se asustó cuando empezó a sentir la sirena del buque dentro del oído sano, pero al segundo día de anís oía mejor con ambos. Descubrió que las rosas olían más que antes, que los pájaros cantaban al amanecer mucho mejor que antes, y que Dios había hecho un manatí y lo había puesto en el playón de Tamalameque sólo para que la despertara. El capitán lo oyó, hizo derivar el buque, y vieron por fin a la matrona enorme amamantando a su criatura en los brazos. Ni Florentino ni Fermina se dieron cuenta de cómo se compenetraron tanto: ella lo ayudaba a ponerse las lavativas, se levantaba antes que él para cepillarle la dentadura postiza que él dejaba en el vaso mientras dormía, y resolvió el problema de los lentes perdidos, pues los de él le servían para leer y zurcir. Una mañana, al despertar, lo vio en la penumbra pegando un botón de la camisa, y se apresuró a hacerlo ella, antes de que él repitiera la frase ritual de que necesitaba dos esposas. En cambio, lo único que ella necesitó de él fue que le pusiera una ventosa para un dolor en la espalda.
Florentino Ariza, por su parte, se puso a rebullir nostalgias con el violín de la orquesta, y en medio día fue capaz de ejecutar para ella el valse de La Diosa Coronada, y lo tocó durante horas hasta que lo hicieron parar a la fuerza. Una noche, por primera vez en su vida, Fermina Daza despertó de pronto ahogada por un llanto que no era de rabia sino de pena, por el recuerdo de los ancianos del bote muertos a garrotazos por el remero. En cambio, la lluvia incesante no la conmovió, y pensó demasiado tarde que tal vez París no había sido tan lúgubre como ella lo sentía, ni Santa Fe hubiera tenido tantos entierros por la calle. El sueño de otros viajes futuros con Florentino Ariza se alzó en el horizonte: viajes locos, sin tantos baúles, sin compromisos sociales: viajes de amor.
Florentino Ariza, por su parte, se puso a rebullir nostalgias con el violín de la orquesta, y en medio día fue capaz de ejecutar para ella el valse de La Diosa Coronada, y lo tocó durante horas hasta que lo hicieron parar a la fuerza. Una noche, por primera vez en su vida, Fermina Daza despertó de pronto ahogada por un llanto que no era de rabia sino de pena, por el recuerdo de los ancianos del bote muertos a garrotazos por el remero. En cambio, la lluvia incesante no la conmovió, y pensó demasiado tarde que tal vez París no había sido tan lúgubre como ella lo sentía, ni Santa Fe hubiera tenido tantos entierros por la calle. El sueño de otros viajes futuros con Florentino Ariza se alzó en el horizonte: viajes locos, sin tantos baúles, sin compromisos sociales: viajes de amor.
La víspera de la llegada hicieron una fiesta grande, con guirnaldas de papel y focos de colores. Escampó al atardecer. El capitán y Zenaida bailaron muy juntos los primeros boleros que por esos años empezaban a astillar corazones. Florentino Ariza se atrevió a sugerirle a Fermina Daza que bailaran su valse confidencial, pero ella se negó. Sin embargo, toda la noche llevó el compás con la cabeza y los tacones, y hasta hubo un momento en que bailó sentada sin darse cuenta, mientras el capitán se confundía con su tierna energúmena en la penumbra del bolero. Tomó tanto anisado que tuvieron que ayudarla a subir las escaleras, y sufrió un ataque de risa con lágrimas que llegó a alarmarlos a todos. Sin embargo, cuando logró dominarlo en el remanso perfumado del camarote, hicieron un amor tranquilo y sano, de abuelos percudidos, que iba a fijarse en su memoria como el mejor recuerdo de aquel viaje lunático. No se sentían ya como novios recientes, al contrario de lo que el capitán y Zenaida suponían, y menos como amantes tardíos. Era como si se hubieran saltado el arduo calvario de la vida conyugal, y hubieran ido sin más vueltas al grano del amor. Transcurrían en silencio como dos viejos esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor. Pues habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte.
Despertaron a las seis. Ella con el dolor de cabeza perfumado de anís, y con el corazón aturdido por la impresión de que el doctor juvenal Urbino había vuelto, más gordo y más joven que cuando resbaló del árbol, y estaba sentado en el mecedor, esperándola en la puerta de la casa. Sin embargo, estaba bastante lúcida para darse cuenta de que no era efecto del anís, sino de la inminencia del regreso.
-Va a ser como morirse -dijo.
Florentino Ariza se sorprendió porque era la adivinación de un pensamiento que no lo dejaba vivir desde el inicio del regreso. Ni él ni ella podían concebirse en otra casa distinta del camarote, comiendo de otro modo que en el buque, incorporados a una vida que iba a serles ajena para siempre. Era, en efecto, como morirse. No pudo dormir más. Permaneció boca arriba en la cama, con las dos manos entrelazadas en la nuca. A un cierto momento, la punzada de América Vicuña lo hizo retorcerse de dolor, y no pudo aplazar más la verdad: se encerró en el baño y lloró a su gusto, sin prisa, hasta la última lágrima. Sólo entonces tuvo el valor de confesarse cuánto la había querido.
Cuando se levantaron ya vestidos para desembarcar, habían dejado atrás los caños y las ciénagas del antiguo paso español, y navegaban por entre los escombros de barcos y los estanques de aceites muertos de la bahía. Se alzaba un jueves radiante sobre las cúpulas doradas de la ciudad de los virreyes, pero Fermina Daza no pudo soportar desde la baranda la pestilencia de sus glorias, la arrogancia de sus baluartes profanados por las iguanas: el horror de la vida real. Ni él ni ella, sin decírselo, se sintieron capaces de rendirse de una manera tan fácil.
Encontraron al capitán en el comedor, en un estado de desorden que no estaba de acuerdo con la pulcritud de sus hábitos: sin afeitarse, los ojos inyectados por el insomnio, la ropa sudada de la noche anterior, el habla trastornada por los eructos de anís. Zenaida dormía. Empezaban a desayunar en silencio, cuando un bote de gasolina de la Sanidad del Puerto ordenó detener el barco.
El capitán, desde el puesto de mando, contestó a gritos a las preguntas de la patrulla armada. Querían saber qué clase de peste traían a bordo, cuántos pasajeros venían, cuántos estaban enfermos, qué posibilidades había de nuevos contagios. El capitán contestó que sólo traían tres pasajeros, y todos tenían el cólera, pero se mantenían en reclusión estricta. Ni los que debían subir en La Dorada, ni los veintisiete hombres de la tripulación, habían tenido ningún contacto con ellos. Pero el comandante de la patrulla no quedó satisfecho, y ordenó que salieran de la bahía y esperaran en la ciénaga de Las Mercedes hasta las dos de la tarde, mientras se preparaban los trámites para que el buque quedara en cuarentena. El capitán soltó un petardo de carretero, y con una señal de la mano le ordenó al práctico dar la vuelta en redondo y volver a las ciénagas.
Fermina Daza y Florentino Ariza lo habían oído todo desde la mesa, pero al capitán no parecía importarle. Siguió comiendo en silencio, y el mal humor se le veía hasta en la manera en que violó las leyes de urbanidad que sustentaban la reputación legendaria de los capitanes del río. Reventó con la punta del cuchillo los cuatro huevos fritos, y los rebañó en el plato con patacones de plátano verde que se metía enteros en la boca y masticaba con un deleite salvaje. Fermina Daza y Florentino Ariza lo miraban sin hablar, esperando la lectura de las calificaciones finales en un banco de la escuela. No se habían cruzado una palabra mientras duró el diálogo con la patrulla sanitaria, ni tenían la menor idea de qué iba a ser de sus vidas, pero ambos sabían que el capitán estaba pensando por ellos: se le veía en el latido de las sienes.
Mientras él despachaba la ración de huevos, la bandeja de patacones, la jarra de café con leche, el buque salió de la bahía con las calderas sosegadas, se abrió paso en los caños a través de las colchas de tarulla, lotos fluviales de flores moradas y grandes hojas en forma de corazón, y volvió a las ciénagas. El agua era tornasolada por el mundo de peces que flotaban de costado, muertos por la dinamita de los pescadores furtivos, y los pájaros de la tierra y del agua volaban en círculos sobre ellos con chillidos metálicos. El viento del Caribe se metió por las ventanas con la bullaranga de los pájaros, y Fermina Daza sintió en la sangre los latidos desordenados de su libre albedrío. A la derecha, turbio y parsimonioso, el estuario del río Grande de la Magdalena se explayaba hasta el otro lado del mundo.
Cuando ya no quedó nada que comer en los platos, el capitán se limpió los labios con la esquina del mantel, y habló en una jerga procaz que acabó de una vez con el prestigio del buen decir de los capitanes del río. Pues no habló por ellos ni para nadie, sino tratando de ponerse de acuerdo con su propia rabia. Su conclusión, al cabo de una ristra de improperios bárbaros, fue que no encontraba cómo salir del embrollo en que se había metido con la bandera del cólera.
Florentino Ariza lo escuchó sin pestañear. Luego miró por las ventanas el círculo completo del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre sin una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo:
-Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada.
Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo, y miró al capitán: él era el destino. Pero el capitán no la vio, porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza.
-¿Lo dice en serio? -le preguntó.
-Desde que nací -dijo Florentino Ariza-, no he dicho una sola cosa que no sea en
serio.
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
-¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? -le preguntó.
-¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? -le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
-Toda la vida --dijo.
FIN