La Hojarasca
Gabriel García Márquez
Y
respecto del cadáver de Polinice, que miserablemente ha muerto, dicen que ha
publicado un bando para que ningún ciudadano lo entierre ni lo llore, sino que
insepulto y sin los honores del llanto, lo dejen para sabrosa presa de las aves
que se abalancen a devorarlo. Ese bando dicen que el bueno de Creonte ha hecho
pregonar por ti y por mí, quiere decir que por mí; y me vendrá aquí para
anunciar esa orden a los que no la conocen; y que la casa se ha de tomar no de
cualquier manera, porque quien se atreva a hacer algo de lo que prohibe será
lapidado por el pueblo.
(De Antígona)
De
pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo,
llegó la com-pañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca
revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los
otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e
inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo contaminaba de su revuelto
olor multitudinario, olor de secreción a flor de piel y de recóndita muerte. En
menos de un año arrojó sobre el pueblo los escombros de numerosas catástrofes
anteriores a ella misma, esparció en las calles su confusa carga de
desperdicios. Y esos desperdicios, precipitadamente, al compás atolondrado e
imprevisto de la tormenta, se iban seleccionando, individualizándose, hasta
convertir lo que fue un callejón con un río en un extremo un
corral para los muertos en el otro, en un pueblo diferente y complicado, hecho
con los desperdicios de los otros pueblos. Allí vinieron, confundidos
con la hojarasca humana, arrastrados por su impetuosa fuerza, los desperdicios
de los almacenes, de los hospitales, de los salones de diversión, de las
plantas eléctricas; desperdicios de mujeres solas y de hombres que amarraban la
mula en un horcón del hotel, trayendo como un único equipaje un baúl de madera
o un atadillo de ropa, y a los pocos meses tenían casa propia, dos concubinas y
el título militar que les quedaron debiendo por haber llegado tarde a la
guerra.
Hasta
los desperdicios del amor triste de las ciudades nos llegaron en la hojarasca y
cons-truyeron pequeñas casas de madera, e hicieron primero un rincón donde
medio catre era el sombrío hogar para una noche, y después una ruidosa calle
clandestina, y después todo un pueblo de tolerancia dentro del pueblo.
En medio de aquel ventisquero, de aquella
tempestad de caras desconocidas, de toldos en la vía pública, de hombres
cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles con los
paraguas abiertos, y de mulas y mulas abandonadas, muriéndose de hambre en la
cua-dra del hotel, los primeros éramos los últimos; nosotros éramos los
forasteros; los advenedizos. Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y
apreciamos la calidad de su suelo, sa-bíamos que la hojarasca había de venir
alguna vez, pero no contábamos con su ímpetu. Así que cuando sentimos llegar la
avalancha lo unico que pudimos hacer fue poner el plato con el tenedor y el
cuchillo detrás de la puerta y sentarnos pacientemente a esperar que nos
cono-cieran los recién llegados. Entonces pitó el tren por primera vez. La
hojarasca volteó y salió a verlo y con la vuelta perdió el impulso, pero logro
unidad y solidez; y sufrió el natural proceso de fermentación y se incorporó a
los gérmenes de la tierra.
(Macondo,
1909)
1
Por primera vez he visto un cadáver. Es miércoles, pero
siento como si fuera domingo porque no he ido a la escuela y me han puesto este
vestido de pana verde que me aprieta en alguna parte. De la mano de mamá,
siguiendo a mi abuelo que tantea con el bastón a cada paso para no tropezar con
las cosas (no ve bien en la penumbra, y cojea) he pasado frente al espejo de la
sala y me he visto de cuerpo entero, vestido de verde y con este blanco lazo
almidonado que me aprieta a un lado del cuello. Me he visto en la redonda luna
manchada y he pensado: Ése soy yo, como si hoy fuera domingo.
Hemos venido a la casa
donde está el muerto.
El
aire es estancado, concreto; se tiene la impresión de que podría torcérsele
como una lamina de acero. En la habitación donde han puesto el cadáver huele a
baúles, pero no los veo por ninguna parte. Hay una hamaca en el rincón, colgada
de la argolla por uno de sus ex-tremos. Hay un olor a desperdicios. Y creo que
las cosas arruinadas y casi deshechas que nos rodean tienen el aspecto de las
cosas que deben oler a desperdicios aunque realmente tengan otro olor.
Siempre
creí que los muertos debían tener sombrero. Ahora veo que no. Veo que tienen la
cabeza acerada y un pañuelo amarrado en la mandíbula. Veo que tienen la boca un
poco abierta y que se ven, detrás de los labios morados, los dientes manchados
e irregulares. Veo que tienen la lengua mordida a un lado, gruesa y pastosa, un
poco más oscura que el color de j la cara, que es como el de los dedos cuando
se les aprieta con un cáñamo. Veo que tienen los ojos abiertos, mucho más que
los de un hombre; ansiosos y desorbitados, y que la piel parece ser de tierra
apretada y húmeda. Creí que un muerto parecía una persona quieta y dormida y
ahora veo que es todo lo contrario. Veo que parece una persona despierta y
rabiosa después de una pelea.
Mamá
también se ha vestido como si fuera domingo. Se ha puesto el antiguo sombrero
de paja que le cubre las orejas, y un vestido negro, cerrado arriba, con mangas
hasta los puños. Como hoy es miércoles, la veo lejana, desconocida, y tengo la
impresión de que quiere decirme algo mientras mi abuelo se levanta a recibir a
los hombres que han traído el ataúd. Mamá está sentada a mi lado, de espaldas a
la ventana clausurada. Respira trabajosamente cada instante se compone las
hebras de cabello que le salen por debajo del sombrero puesto a la carrera. Mi
abuelo ha ordenado a los hombres que pongan el ataúd junto a la cama. Solo
entonces me he dado cuenta de que sí puede caber el muerto dentro de él. Cuando
los hombres trajeron la caja tuve la impresión de que era demasiado pequeña
para un cuerpo que ocupa todo el largo del lecho.
No sé por qué me han traído. Nunca había entrado en esta
casa y hasta creí que estaba deshabitada. Es una casa grande, en esquina, cuyas
puertas, creo, no han sido abiertas nunca. Siempre creí que, la casa estaba
desocupada. Sólo ahora, después de que mamá me dijo: “Esta tarde no irás a la
escuela”, y yo no sentí alegría porque me lo dijo con la voz grave y reservada;
y la vi regresar con mi vestido de lana y me lo puso sin hablar y salimos a la
puerta a juntarnos con mi abuelo; y caminamos las tres casas que separan ésta
de la nuestra. sólo ahora me he dado cuenta de que alguien vivía en esta
esquina. Alguien que ha muerto y que debe ser el hombre a quien se refirió mi
madre cuando dijo: «Tienes que estar muy juicioso en el entierro del doctor.»
Al entrar no vi al muerto. Vi a mi abuelo en la puerta, hablando con los
hombres, y lo vi después dándonos la orden de seguir adelante. Creí entonces
que había alguien en la habitación, al entrar la sentí oscura y vacía. El calor
golpeó el rostro desde el primer momento sentí este olor a desperdicios que era
sólido y permanente al principio y que ahora, como el calor, llega en ondas
espaciadas y desaparece.
Mamá me condujo de la mano por la habitación oscura y me
sentó a su lado, en un rincón. Sólo después de un momento empecé a distinguir
las cosas. Vi a mi abuelo tratando de abrir una ventana que parece adherida a
sus bordes, soldada con la madera del marco, y lo vi dando bastonazos contra
los picaportes, el saco lleno de polvo que se desprendía a cada sacudida. Volví
la cara a donde se movió mi abuelo cuando se declaró impotente para abrir la
ventana y sólo entonces vi que había alguien en la cama. Había un hombre
oscuro, estirado, inmóvil. En-tonces hice girar la cabeza hacia el lado de
mamá, que permanecía lejana y seria, mirando hacia otro lugar de la habitación.
Como los pies no me llegan hasta el suelo sino que quedan suspendidos en el
aire, a una cuarta del piso, coloqué las manos debajo de los muslos, apoyadas
las palmas contra el asiento, y empecé a balancear las piernas, sin pensar en
nada, hasta cuando recordé que mamá me había dicho: «Tienes que estar muy
juicioso en el entierro del doctor.» Entonces sentí algo frío a mis espaldas,
volví a mirar y no vi sino la pared de madera seca y agrietada. Pero fue como
si alguien me hubiera dicho desde la pared: «No muevas las piernas, que el
hombre que está en la cama es el doctor y está muerto.» Y cuando miré hacia la
cama, ya no lo vi como antes. Ya no lo vi acostado sino muerto.
Desde
entonces, por mucho que me esfuerce por no mirarlo, siento como si alguien me
su-jetara la cara hacia ese lado. Y aunque haga esfuerzos por mirar hacia otros
lugares de la ha-bitación, lo veo de todos modos, en cualquier parte, con los
ojos desorbitados y la cara verde muerta en la oscuridad.
No sé por qué no ha
venido nadie al entierro. Hemos venido mi abuelo, mamá y los cuatro
guajiros que trabajan para mi abuelo. Los
hombres han traído una bolsa de cal y la han vaciado dentro del ataúd. Si mi
madre no estuviera extraña y distraída, le preguntaría por qué hacen eso. No
entiendo por qué tienen que hechar cal dentro de la caja. Cuando la bolsa quedó
vacia, uno de los hombres la sacudió sobre el ataúd y todavía cayeron unas
últimas virutas, más parecidas al aserrín que a la cal. Han levantado al muerto
por los hombros y los pies. Tiene un pantalón ordinario, sujeto a la cintura por
una correa ancha y negra, y una camisa gris. Sólo tiene puesto el zapato
izquierdo. Está, como dice Ada, con un pie rey y el otro esclavo. El zapato
derecho está tirado a un extremo de la cama. En el lecho parecía como si el
muerto estuviera con dificultad. En el ataúd parece más cómodo, más tranquilo,
y el rostro que era el de un hombre vivo y despierto después de una pelea, ha
adquirido una vuelta reposada y segura. El perfil se vuelve suave; y es .orno
si allí, en la caja, se sintiera ya en el lugar que le corresponde como muerto.
Mi abuelo ha estado moviéndose en la habitación. Ha cogido algunos objetos y
los ha colocado en la caja. He vuelto a mirar a mamá con la esperanza de que me
diga por qué mi abuelo está echando cosas en el ataúd. Pero mi madre permanece
imperturbable dentro del traje negro, y parece esforzarse por no mirar hacia el
lugar donde está el muerto. Yo también quiero hacerlo, pero no puedo. Lo miro
fijamente, lo examino. Mi abuelo echa un libro dentro del ataúd, hace una señal
a los hombres y tres de ellos colocan la tapa sobre el cadáver. Sólo entonces
me siento liberado de las manos que me sujetaban la cabeza hacia ese lado y
empiezo a examinar la habitación.
Vuelvo
a mirar a mi madre. Ella, por la primera vez desde cuando vinimos a la casa, me
mira y sonríe con una sonrisa forzada, sin nada por dentro; y oigo a lo lejos
el pito del tren que se pierde en la última vuelta. Siento un ruido en el
rincón donde está el cadáver. Veo que uno de los hombres levanta un extremo de
la tapa, y que mi abuelo introduce en el ataúd el zapato del muerto, el que se
había olvidado en la cama. Vuelve a pitar el tren, cada vez más distante, y
pienso de repente: «Son las dos y media.» Y recuerdo que a esta hora (mientras
el tren pita en la última vuelta del pueblo) los muchachos están haciendo filas
en la escuela para asistir a la primera clase de la tarde.
«Abraham», pienso.
No he
debido traer al niño. No le conviene este espectáculo. A mí misma, que voy a
cumplir treinta años, me perjudica este ambiente enrarecido por la presencia
del cadáver. Podríamos salir ahora. Podríamos decir a papá que no nos sentimos
bien en un cuarto en el que se han acumulado, durante diecisiete años, los
residuos de un hombre desvinculado de lodo lo que pueda ser considerado como afecto
o agradecimiento. Quizás ha sido mi padre la ultima persona que ha sentido por
él alguna simpatía. Una inexplicable simpatía que ahora le
sirve para no pudrirse
dentro de estas cuatro paredes.
Me
preocupa la ridiculez que hay en todo esto. Me intranquiliza la idea de que
salgamos a la calle, dentro de un momento, siguiendo un ataúd ; que a nadie
inspirará un sentimiento distinto le la complacencia. Imagino la expresión de
las mujeres en las ventanas, viendo pasar a mi pa-ire, viéndome pasar con el
niño detrás de una caja mortuoria en cuyo interior se va pudriendo ^ única
persona a quien el pueblo había querido ver así, conducida al cementerio en
medio de un implacable abandono, seguida por las tres personas que decidieron
hacer la obra de mise-ricordia que ha de ser el principio de su propia
vergüenza. Es posible que esta determinación de papá sea la causa de que mañana
no se encuentre nadie dispuesto a seguir nuestro en-tierro.
Tal
vez por eso he traído al niño. Cuando papá me dijo, hace un momento: «Tiene que
acompañarme», lo primero que se me ocurrió fue traer también al niño para
sentirme protegida. Ahora estamos aquí, en esta sofocante tarde de septiembre,
sintiendo que las cosas que nos rodean son es agentes despiadados de nuestros
enemigos. Pipa no tiene por qué preocuparse. En realiza d se ha pasado la vida
haciendo cosas como esta, dándole a morder piedras al pueblo, cumpliendo con
sus más insignificantes compromisos de espaldas a todas las conveniencias.
Desde hace veinticinco años, cuando este hombre llegó a nuestra casa, papá
debió suponer (al advertir las maneras absurdas del visitante) que hoy no
habría en el pueblo una persona dispuesta ni siquiera a echar el cadáver a los
gallinazos. Quizá papá había previsto todos los obstáculos, medido y calculado
los posibles inconvenientes. Y ahora, veinticinco años después, debe sentir que
esto es apenas el cumplimiento de una tarea largamente premeditada, que habría
llevado a cabo de todos modos, así hubiera tenido que arrastrar él mismo el
cadáver por las calles de Macondo.
Sin
embargo, llegada la hora, no ha tenido el valor para hacerlo solo y me ha
obligado a par-ticipar de ese intolerable compromiso que debió de contraer
mucho antes de que yo tuviera uso de razón. Cuando me dijo: «Tiene que
acompañarme», no me dio tiempo a pensar en el al-
cance
de sus palabras; no pude calcular lo mucho de ridículo y vergonzoso que hay en
esto de enterrar a un hombre a quien toda la gente había esperado ver
convertido en polvo dentro de su madriguera. Porque la gente no sólo había
esperado eso, sino que se había preparado para que las cosas sucedieran de ese
modo y lo habían esperado de corazón, sin remordimiento y hasta con la
satisfacción anticipada de sentir algún día el gozoso olor de su
descomposición, flotando en el pueblo, sin que nadie se sintiera conmovido,
alarmado o escandalizado, sino sa-tisfecho de ver llegada la hora apetecida,
deseando que la situación se prolongara hasta cuando el torcido olor del muerto
saciara hasta los más recónditos resentimientos.
Ahora
nosotros privaremos a Macondo de un placer largamente deseado. Siento como si,
en esta manera, esta determinación nuestra hiciera nacer en el corazón de la
gente, no el melancólico sentimiento de una frustración, sino el de un
aplazamiento.
También
por eso he debido dejar al niño en casa; para no comprometerlo en esta
confabularon que ahora se encarnizará en nosotros como lo ha hecho en el doctor
durante diez años. El niño ha debido permanecer al margen de este compromiso.
Ni siquiera sabe por qué está aquí, por qué lo hemos traído a este cuarto lleno
de escombros.
Permanece silencioso, perplejo, como si esperara que
alguien le explique el significado de todo esto; como si aguardara, sentado,
balanceando las piernas y con las manos apoyadas en la silla, que alguien le
descifre este espantoso acertijo. Deseo estar segura de que
nadie
lo hará; de que nadie abrirá esa puerta invisible que le impide penetrar más
allá del alcance de sus sentidos.
Varias
veces me ha mirado y yo sé que me ha visto extraña, desconocida, con este traje
ce-rrado y este sombrero antiguo que me he puesto, para no ser identificada ni
siquiera por mis propios presentimientos.
Si Meme estuviera viva, aquí en la casa, tal vez sería
distinto. Podría creerse que vine por ella. Podría creerse que vine a
participar de ese dolor que ella no habría sentido, pero que habría podido
aparentar y que el pueblo habría podido explicarse. Meme desapareció hace
alrededor de once años. La muerte del doctor acababa con la posibilidad de
conocer su paradero, o, al menos, el paradero de sus huesos. Meme no está aquí,
pero es probable que de haber estado —si no hubiera sucedido lo que sucedió y
que nunca se pudo esclarecer— se habría puesto del lado del pueblo y en contra
del hombre que durante seis años calentó su lecho con tanto amor y tanta
humanidad como habría podido hacerlo un mulo.
Oigo pitar el tren en la última vuelta. «Son las dos y
media», pienso; y no puedo sortear la idea de que a esta hora todo Macondo está
pendiente de lo que hacemos en esta casa. Pienso en la señora Rebeca, flaca y
apergaminada, con algo de fantasma doméstico en el mirar y el vestir, sentada
junto al ventilador eléctrico y con el rostro sombreado por las alambreras de
sus ventanas. Mientras oye el tren que se pierde en la última vuelta, la señora
Rebeca inclina la cabeza hacia el ventilador, atormentada por la temperatura y
el resentimiento, con las aspas de su corazón girando como las paletas del
ventilador (pero en sentido inverso) y murmura: «El diablo tiene la mano en
todo esto», y se estremece, atada a la vida por las minúsculas raíces de lo
cotidiano.
Y Águeda, la tullida, viendo a Sólita que regresa de la
estación después de despedir a su novio; viéndola abrir la sombrilla al voltear
la esquina desierta; sintiéndola acercarse con el regocijo sexual que ella
misma tuvo alguna vez y que se le transformó en esa paciente enfermedad
religiosa que la hace decir: «Te revolcarás en la cama como un cerdo en su
muladar.»
No puedo abandonar esta idea. No pensar que son las dos y
media; que pasa la mula del coreo envuelta en una polvareda abrasante, servida
por los hombres que han interrumpido la :.esta del miércoles para recibir el
paquete de : s periódicos. El padre Ángel, sentado, duerme en la sacristía, con
un breviario abierto sobre e1 vientre grasoso, oyendo pasar la muía del correo,
sacudiendo las moscas que le atormentan el sueño, eructando, diciendo: «Me
envenenas con tus albóndigas.»
Papá
tiene la sangre fría para todo esto. Hasta para ordenar que destapen el ataúd y
coloquen el zapato que se olvidaba en la cama. Sólo el podía interesarse en la
ordinariez de este hombre. No me sorprendería que cuando salgamos con el cadáver
la multitud esté aguardán-donos a la puerta con los excrementos acumulados
durante la noche y nos den un baño de inmundicias por interferir la voluntad
del pueblo. Tal vez por tratarse de papá no lo hagan. Tal vez lo hagan por
tratarse de algo tan indigno como esto de frustrarle al pueblo un placer
prolongadamente apetecido, imaginado durante muchas tardes sofocantes, cada vez
qué hom-bres y mujeres pasaban por esta casa y se decían: «Tarde o temprano
almorzaremos con este olor.» Porque eso decían todos, desde la primera casa
hasta la última.
Dentro de un momento
serán las tres. Ya la Señorita lo sabe. La señora Rebeca la vio pasar y
la
llamó, invisible detrás de la alambrera, y salió por un instante de la órbita
del ventilador y le dijo: «Señorita es el diablo. Usted sabe.» Y mañana ya no
será mi hijo quien asista a la escuela, sino otro niño completamente distinto;
un niño que crecerá, se reproducirá, y morirá al fin, sin que nadie tenga con
él una deuda de gratitud que le acredite para ser enterrado como un cristiano.
Ahora estaría yo en la casa, tranquila, si hace
veinticinco años no hubiera llegado este hombre donde mi padre con una carta de
recomendación que nadie supo nunca de dónde vino, y se hubiera quedado entre
nosotros, alimentándose de hierba y mirando a las mujeres con esos codiciosos
ojos de perro que le han saltado de las órbitas. Pero mi castigo estaba escrito
desde antes de mi nacimiento y había permanecido oculto, reprimido, hasta este
mortal año bisiesto en que fuera a cumplir treinta de mi nacimiento y mi padre
me dijera: «Tiene que acompañarme.» Y después, antes de que yo tuviera tiempo
de preguntar, golpeando el piso con el bastón: «Hay que salir de esto como sea,
hija. El doctor se ahorcó esta madrugada.» Los hombres salieron y retornaron a
la habitación con un martillo y una caja de clavos. Pero no han clavado el
ataúd. Colocaron las cosas en la mesa y se sentaron en la cama donde estuvo el
muerto. Mi abuelo parece tranquilo, pero su tranquilidad es imperfecta y
desesperada. No es la tranquilidad del cadáver en el ataúd, sino la del hombre
impaciente que se esfuerza por no parecerlo. Es una tranquilidad inconforme y
ansiosa la de mi abuelo que da vueltas en la habitación, cojeando, removiendo
los objetos amontonados.
Cuando
descubro que hay moscas en la habitación comienza a torturarme la idea de que
el ataúd ha quedado lleno de moscas. Todavía no se han clavado, pero me parece
que ese zumbido que confundí al principio con el rumor de un ventilador
eléctrico en el vecindario, es el tropel de las moscas golpeando, ciegas,
contra !as paredes del ataúd y la cara del muerto. Sa-cudo la cabeza; cierro
los ojos; veo a mi abuelo que abre un baúl y saca algunas cosas que no alcanzo
a distinguir; veo en la cama las cuatro brasas sin nadie de los tabacos
encendidos. Acosado por el calor sofocante, por el minuto que no transcurre,
por el zumbido de las moscas, siento como si alguien me dijera: «Estarás así.
Estarás dentro de un ataúd lleno de moscas. Apenas vas a cumplir once años,
pero algún día estarás así, abandonado a las moscas dentro de una caja cerrada.
Y estiro las piernas juntas, y veo mis propias botas negras y lustradas. «Tengo
un cordón suelto», pienso, y vuelvo a mirar a mamá. Ella también me mira y se
inclina a atarme el cordón de la bota.
El
vaho que se levanta de la cabeza de mamá, caliente y oloroso a tufo de armario;
oloroso a madera dormida, vuelve a recordarme el claustro del ataúd. La
respiración se me vuelve difícil, deseo salir de aquí; deseo respirar el aire
abrasado de la calle, y acudo a mi recurso extremo. Cuando mamá se incorpora le
digo en voz baja: «¡Mamá!» Ella sonríe, dice: «Aha.» Y yo, inclinándome hacia
ella, hacía su rostro crudo y brillante, temblando: «Tengo ganas de ir allá
atrás.»
Mamá llama a mi abuelo, le dice algo. Yo veo sus ojos
estrechos e inmóviles detrás de los cristales, cuando él se acerca y me dice:
«Pues sepa que ahora es imposible.» Y me estiro y luego permanezco quieto,
indiferente a mi fracaso. Pero otra vez las cosas suceden con de-masiada
lentitud. Hubo un movimiento rápido, otro y otro. Y después otra vez mamá
inclinada sobre mi hombro, diciendo: «¿Ya te pasó?» Y lo dice con voz seria y
concreta, como si más que una pregunta fuera una recriminación. Tengo el
vientre seco y duro, pero la pregunta de mamá lo ablanda, lo deja lleno y laxo,
y entonces todo, hasta la seriedad de ella, se me vuelve agresivo, desafiante.
«No», le digo. «Todavía no ha pasado.» Me aprieto el estómago y trato de
golpear el piso con los pies (otro recurso extremo), pero sólo encuentro el
vacío, abajo; la distancia que me separa del suelo.
Alguien
entra a la habitación. Es uno de los hombres de mi abuelo, seguido por un
agente de la policía y un hombre que viste también pantalón de dril verde,
lleva cinturón con revólver y sostiene en la mano un sombrero de ala ancha y
volteada. Mi abuelo se adelanta a recibirlo. El hombre del pantalón verde tose
en la oscuridad, dice algo a mi abuelo, vuelve a toser; y tosiendo aún ordena
al agente violentar la ventana.
Las
paredes de madera tienen una apariencia deleznable. Parecen construidas con
ceniza fría y apelmazada. Cuando el agente golpea el picaporte con la culata
del fusil, tengo la impresión de que no se abrirán las puertas. La casa se
vendrá abajo, desmoronadas las paredes pero sin estrépito, como un palacio de
ceniza se derrumbaría en el aire. Creo que a un segundo
golpe
quedaremos en la calle, a pleno sol, sentados, con la cabeza cubierta de
escombros. Pero al segundo golpe la ventana se abre y la luz penetra a la
habitación; irrumpe violenta-mente, como cuando se abre la puerta a un animal
sin dirección, que corre y husmea, mudo; que rabia y araña las paredes,
babeando, y retorna después a echarse, pacífico, en el rincón
Al
abrirse la ventana las cosas se hacen visibles pero se consolidan en su extraña
irrealidad. Entonces mamá respira hondo, me tiende las manos, me dice: «Ven,
vamos a ver la casa por la ventana.» Y desde sus brazos veo otra vez el pueblo,
como si regresara a él después de un viaje. Veo nuestra casa descolorida y
arruinada, pero fresca bajo los almendros; y siento desde aquí como si nunca
hubiera estado dentro de esa frescura verde y cordial, como si la nuestra fuera
la perfecta casa imaginaria prometida por mi madre en mis noches de pesadilla.
Y vea a Pepe que pasa sin vernos, distraído. El muchachito de la casa vecina
que pasa silbando, transformado y desconocido, como si acabara de cortarse el
cabello.
Entonces
el alcalde se incorpora, la camisa abierta, sudoroso, enteramente trastornada
la expresión. Se acerca a mí congestionado por la exaltación que le produce su
propio argumento. «No podemos asegurar que está muerto mientras no empiece a
oler», dice, y acaba de abotonarse la camisa y enciende un cigarrillo, el
rostro vuelto de nuevo hacia el ataúd, pensando quizás: Ahora no pueden decir que
estoy fuera de la ley. Lo miro a los ojos y siento que le he mirado con la
firmeza necesaria para hacerle entender que penetro hasta lo más hondo de sus
pensamientos. Le digo: «Usted se está colocando fuera de la ley para darles
gusto a los demás.» Y él, como si hubiera sido exactamente lo que esperaba oír,
responde: «Usted es un hombre respetable, coronel. Usted sabe que estoy en mi
derecho.» Yo le digo: «Usted más que nadie sabe que está muerto.» Y él dice:
«Es cierto, pero después de todo yo no soy más que un funcionario. Lo único
legal sería el certificado de defunción.» Y yo le digo: «Si la ley está de su
parte, aprovéchela para traer un médico que expida el certificado de
defunción.» Y él, con la cabeza levantada, pero sin altanería, pero también calmadamente,
pero sin el más ligero asomo de debilidad o desconcierto, dice: «Usted es una
persona respetable y sabe que eso sí sería una arbitrariedad.» Al oírlo, yo
comprendo que no está tan imbecilizado por el aguardiente como por la cobardía.
Ahora
me doy cuenta de que el alcalde comparte los rencores del pueblo. Es un
sentimiento alimentado durante diez años, desde aquella noche borrascosa en que
trajeron los heridos a la puerta y le gritaron (porque no abrió; habló desde
adentro); le gritaron: «Doctor, atienda a estos heridos que ya los otros
médicos no dan abasto», y todavía sin abrir (porque la puerta permaneció
cerrada, los heridos acostados frente a ella): «Usted es el único médico que
nos queda. Tiene que hacer una obra de caridad»; y él respondió (y tampoco
entonces se abrió la puerta), imaginado por la turbamulta en la mitad de la
sala, la lámpara en alto, iluminados los duros ojos amarillos: «Se me olvidó
todo lo que sabía de eso. Llévenlos a otra parte», y siguió (porque desde
entonces la puerta no se abrió jamás) con la puerta cerrada mientras el rencor
crecía, se ramificaba, se convertía en una virulencia colectiva, que no daría
tregua a Macondo en el resto de su vida para que en cada oído siguiera
retumbando la sentencia —gritada esa noche— que condenó al doctor a pudrirse
detrás de estas paredes.
Transcurrieron
todavía diez años sin que bebiera el agua del pueblo, acosado por el temor de
que estuviera envenenada; alimentándose con las legumbres que él y su concubina
india sembraban en el patio. Ahora el pueblo siente llegar la hora de negarle
la piedad que él negó al pueblo hace diez años, y Macondo, que lo sabe muerto
(porque todos debieron despertar esta mañana un poco más livianos) se prepara a
disfrutar de ese placer esperado, que todos consideran merecido. Sólo desean
sentir el olor de la descomposición orgánica detrás de las puertas que no se
abrieron aquella vez.
Ahora empiezo a creer que de nada valdrá mi compromiso
contra la ferocidad de un pueblo, v que estoy acorralado, cercado por los odios
v la impenitencia de una cuadrilla de resentidos. Hasta la iglesia ha
encontrado la manera de estar contra mi determinación. El padre Ángel me dijo
hace un momento: «Ni siquiera permitiré que sepulten en tierra sagrada a un
hombre que se ahorca después de haber vivido sesenta años fuera de Dios. A
usted mismo lo vería Nuestro Señor con buenos ojos si se abstiene de llevar a cabo
lo que no sería una obra de misericordia, sino un pecado de rebeldía.» Yo le
dije: «Enterrar a los muertos, como está escrito, es una obra de misericordia.»
Y el padre Ángel dijo: «Sí. Pero en este caso no nos corresponde hacerla a
nosotros sino a la sanidad.»
Vine.
Llamé a los cuatro guajiros que se han criado en mi casa. Obligué a mi hija
Isabel a que me acompañara. Así el acto se convierte en algo más familiar, más
humano, menos persona-lista y desafiante que si yo mismo hubiera arrastrado el
cadáver por las calles del pueblo hasta el cementerio. Creo a Macondo capaz de
todo después de lo que he visto en lo que va corrido de este siglo. Pero si no
han de respetarme a mí, ni siquiera por ser viejo, coronel de la república, y
para remate cojo del cuerpo y entero de la conciencia, espero que al menos
res-peten a mi hija por ser mujer. No lo hago por mí. Tal vez no sea tampoco
por la tranquilidad del
muerto.
Apenas para cumplir con un compromiso sagrado. Si he traído a Isabel no ha sido
por cobardía, sino por caridad. Ella ha traído el niño (y entiendo que lo ha
hecho por eso mismo) y ahora estamos aquí, los tres, soportando el peso de esta
dura emergencia.
Llegamos hace un momento. Creí que encontraríamos el
cadáver todavía suspendido del te-cho, pero los hombres se adelantaron, lo
tendieron en la cama y casi lo amortajaron con la secreta convicción de que la
cosa no duraría más de una hora. Cuando llego, espero a que traigan el ataúd,
veo a mi hija y al niño que se sientan en el rincón y examino la pieza pensando
que el doctor puede haber dejado algo que explique su determinación. El
escritorio está abierto, lleno de papeles confusos, ninguno escrito por él. En
el escritorio está el formulario empastado, el mismo que trajo a la casa hace
veinticinco años, cuando abrió aquel baúl enorme dentro del cual habría podido
caber la ropa de toda mi familia. Pero no había en el baúl nada más que dos
camisas ordinarias, una dentadura postiza que no podía ser suya sencillamente
porque tenía su dentadura natural, fuerte y completa; un retrato y un
formulario. Abro las gavetas y en todas encuentro papeles impresos; papeles
nada más, antiguos, polvorientos; y abajo, en la última gaveta, todavía la
dentadura postiza que trajo hace veinticinco años, empolvada, amarilla de
tiempo y falta de uso. Sobre la mesita, junto a la lámpara apagada, hay varios
paquetes de periódicos sin abrir. Los examino. Están escritos en francés, de
hace tres meses los más recientes: Julio de 1928. Y hay otros, también sin
abrir: Enero de 1927, noviembre de 1926. Y los más antiguos: Octubre de 1919.
Pienso: Hace nueve años, uno después de pronunciada la sentencia, que no abría
los periódicos. Había renunciado desde entonces a lo último que lo vinculaba a
su tierra y a su gente.
Los
hombres traen el ataúd y bajan el cadáver. Entonces recuerdo el día de hace
veinticinco años en que llegó a mi casa y me entregó la carta de recomendación,
fechada en Panamá y dirigida a mí por el Intendente General del Litoral
Atlántico a fines de la guerra grande, el coronel Aureliano Buendía. Busco en
la oscuridad de aquel baúl sin fondo sus baratijas dis-persas. Está sin llave,
en el otro rincón, con las mismas cosas que trajo hace veinticinco años. Yo
recuerdo: Tenía dos camisas ordinarias, una caja de dientes, un retrato y ese
viejo formulario empastado. Y voy recogiendo estas cosas antes • de que cierren
el ataúd y las echo dentro de él. El retrato está todavía en el fondo del baúl,
casi en el mismo sitio en que estuvo aquella vez. Es el daguerrotipo de un
militar condecorado. Echo el retrato en la caja. Echo la dentadura postiza y
finalmente el formulario. Cuando he concluido hago una señal a los hombres para
que cierren el ataúd. Pienso: Ahora está de viaje otra vez. Lo más natural es que
en el último se lleve las cosas que le acompañaron en el penúltimo. Por lo
menos, eso es lo más natural. Y entonces me parece verlo, por primera vez,
cómodamente muerto.
Examino
la habitación y veo que se ha olvidado un zapato en la cama. Hago una nueva
señal a mis hombres, con el zapato en la mano, y ellos vuelven a levantar la
tapa en el preciso instante en que pita el tren, perdiéndose en la última
vuelta del pueblo. «Son las dos y media», pienso.
2
La verdad es que Meme no está en la casa y que nadie
podría decir con exactitud cuándo dejó de estar. La vi por última vez hace once
años. Todavía tenía en esta esquina el botiquín que las exigencias de los
vecinos fueron modificando insensiblemente hasta convertirlo en una miscelánea.
Todo muy ordenado, muy compuesto por la escrupulosa y metódica laboriosidad de
Meme, que se pasaba el día cosiendo para los vecinos en una de las cuatro
Domestic que había entonces en el pueblo, o detrás del mostrador, atendiendo a
la clientela con esa simpatía de india que nunca dejó de tener y que era al
mismo tiempo amplia y reservada; un complejo revoltijo de ingenuidad y
desconfianza.
Yo
había dejado de ver a Meme desde cuando salió de nuestra casa, pero la verdad
es que ya no podría decir con exactitud cuándo vino a vivir a la esquina con el
doctor ni cómo pudo ser indigna hasta el extremo de convertirse en la mujer de
un hombre que le negó sus servicios, con todo y que ambos compartían la casa de
mi padre, ella como hija de crianza y él como huésped permanente. Por mi
madrastra supe que el doctor era un hombre de mala índole, que había sostenido
un largo alegato con papá para convencerlo de que lo de Meme no revestía
ninguna
gravedad. Y lo dijo sin haberla visto, sin haberse movido de su cuarto. De
todos modos, aunque lo de la guajira no hubiera sido nada más que una dolencia
pasajera, habría debido asistirla, apenas por la consideración con que se le
trató en nuestra casa durante los ocho años que vivió en ella.
No sé
cómo sucedieron las cosas. Sé que un día Meme no amaneció en la casa y él
tampoco. Entonces mi madrastra hizo clausurar el cuarto y no volvió a hablar de
él hasta hace doce años, cuando cosíamos mi vestido de novia.
Tres o
cuatro domingos después de haber abandonado nuestra casa, Meme asistió a la
iglesia, a misa de ocho, con un ruidoso traje de seda estampada y un sombrero
ridículo que remataba arriba con un ramo de flores artificiales. Siempre la
había visto tan sencilla en nuestra casa, descalza la mayor parte del día, que
ese domingo en que entró a la iglesia me pareció una Meme diferente a la
nuestra. Oyó la misa adelante, entre las señoras, erguida y afectada, debajo de
ese montón de cosas que se había puesto y que la hacían complicadamente nueva,
con una novedad espectacular y. llena de baratijas. Estuvo arrodillada,
adelante. Y hasta la devoción con que oyó la misa era desconocida en ella;
hasta en la manera de persignarse había algo de esa cursilería florida y
resplandeciente con que entró a la iglesia ante la perplejidad de quienes la
conocieron de sirvienta en nuestra casa y la sorpresa de quienes no la habían
visto nunca.
Yo
(para entonces no tendría más de trece años) me preguntaba a qué se debía
aquella transformación; por qué Meme había desaparecido de nuestra casa y
reaparecía aquel domingo en el templo, vestida más como un pesebre de Navidad
que como una señora, o como se habrían vestido tres señoras juntas para asistir
a la misa de Pascua, con todo y que aún sobraban en la guajira arandelas y
abalorios para vestir a una señora más. Cuando concluyó la misa, las mujeres y
los hombres se detuvieron en la puerta para verla salir; se colocaron en el
atrio, en doble hilera frente a la puerta mayor, y hasta creo que hubo algo
secretamente premeditado en esa solemnidad indolente y burlona con que
estuvieron aguardando, sin decir una palabra, hasta cuando Meme salió a la
puerta, cerró los ojos y los abrió después en perfecta armonía con su sombrilla
de siete colores. Pasó así, por entre la doble hilera de mujeres y hombres,
ridicula en su disfraz de pavo real con tacones altos, hasta cuando uno de los
hombres inició el cierre del círculo y Meme quedó en el medio, anonadada,
confundida, tratando de sonreír con una sonrisa de distinción que le salió tan
aparatosa y falsa como su aspecto. Pero cuando Meme salió, abrió la sombrilla y
empezó a caminar, papá estaba junto a mí y me arrastraba hacia el grupo. Así
que cuando los hombres iniciaron el cierre del círculo, mi padre se había
abierto paso hasta donde Meme, corrida, trataba de encontrar la manera de
evadirse. Papá la tomó por el brazo, sin mirar a la concurrencia, y la trajo
por la mitad de la plaza con esa actitud soberbia y desafiante que adopta
cuando hace algo con lo cual no estarán de acuerdo los demás.
Transcurrió
algún tiempo antes de que yo supiera que Meme se había venido a vivir como
concubina del doctor. Para entonces estaba abierto el botiquín y ella seguía
asistiendo a misa como toda una señora de lo mejor, 'sin importarle lo que se
dijera o se pensara, como si hubiera olvidado lo que ocurrió el primer domingo.
Sin embargo, dos meses después no volvió a vérsela en el templo.
Yo recordaba al doctor en nuestra casa. Recordaba su
bigote negro y retorcido y su manera de mirar a las mujeres con sus lascivos y
codiciosos ojos de perro. Pero recuerdo que nunca me acerqué a él quizá porque
lo miraba como al animal extraño que se sentaba a la mesa después de que todos
se levantaban y que se alimentaba con la misma hierba que alimenta a los
burros. Cuando la enfermedad de papá, hace tres años, el doctor no había salido
de esta esquina una sola vez, después de la noche en que le negó su asistencia
a los heridos lo mismo que seis años antes se la había negado a la mujer que
dos días después sería su concubina. El ventorrillo fue cerrado antes de que el
pueblo dictara la sentencia al doctor. Pero yo sé que Meme siguió viviendo
aquí, varios meses o años después de cerrada la tienda. Debió ser mucho más
tarde cuando desapareció « al menos cuando se supo que había desaparecido
porque así lo decía el pasquín que apareció en esta puerta. Según ese pasquín,
el doctor asesinó a su concubina y la enterró en el huerto por temor de que el
pueblo se valiera de ella para envenenarlo. Pero antes de mi matrimonio yo
había visto a Meme. Hace once años, cuando regresaba del rosario, la guajira
salió a la puerta de su tienda y me dijo con su airecillo alegre y un. poco
irónico: «Chabela, te vas a casar y no me habías dicho nada.»
—Sí —le digo—; la cosa debió ser así. —Entonces estiro la
soga, en uno de cuyos extremos se ve aún la carne viva de las cuerdas recién
cortadas a cuchillo. Hago otra vez el nudo que mis hombres cortaron para
descolgar el cuerpo y lanzo uno de los cabos por encima de la viga
hasta
dejar la soga pendiente, sostenida, con bastante fuerza como para proporcionar
muchas muertes iguales a la de este hombre. Mientras se abanica con el sombrero
el rostro trastornado por la sofocación y el aguardiente, mirando hacia la soga,
calculando su fuerza, él dice: «Es imposible que una soga tan delgada haya
sostenido su cuerpo.» Y yo le digo: «Esa misma soga ha estado sosteniéndole en
la hamaca durante muchos años.» Y él rueda una silla, me entrega el sombrero y
se suspende a pulso en la soga con el rostro congestionado por el esfuerzo.
Después vuelve a quedar de pie en la silla, mirando el cabo pendiente. Dice:
«Es imposible.
Esa
soga no alcanza a darme la vuelta alrededor del cuello.» Y entonces comprendo
que es deliberadamente ilógico, que está inventando trabas para impedir el
entierro.
Lo
miro de frente, escrutándolo. Le digo: «¿No se ha fijado que él era por lo
menos una cabeza más grande que usted?» Y él se vuelve a mirar el ataúd. Dice:
«Con todo, no estoy seguro que lo haya hecho con esta soga.»
Tengo
la certeza de que ha sido así. Y él lo sabe pero tiene el propósito de perder
el tiempo por miedo de crearse compromisos. Se le conoce la cobardía en esa
manera de moverse sin dirección precisa. Una cobardía doble y contradictoria:
para impedir la ceremonia y para ordenarla. Entonces, cuando llega frente al
ataúd, gira sobre los talones, me mira, dice: «Tendría que verlo colgado para
convencerme.»
Yo lo
habría hecho. Yo habría autorizado a mis nombres para que abrieran el ataúd y
volvieran a colgar al ahorcado, como estuvo hasta hace un momento. Pero sería
demasiado para mi hija. Sería demasiado para el niño a quien ella no ha debido
traer. Aunque no me repugnara tratar en esa forma a un muerto, ultrajar la
carne indefensa, perturbar al hombre por primera vez tranquilo dentro de su
gusano; aunque el hecho de mover un cadáver que reposa serena y merecidamente
en su ataúd no fuera contra mis principios, lo haría colgar de nuevo para saber
hasta dónde es capaz de llegar este hombre. Pero es imposible. Y se lo digo:
«Puede estar seguro de que no daré esa orden. Si usted quiere, cuélguelo usted
mismo y hágase responsable de lo qué suceda. Recuerde que no sabemos cuánto
tiempo tiene de estar muerto.»
Él no
se ha movido. Está todavía junto al ataúd, mirándome; mirando después a Isabel
y después al niño y luego otra vez al ataúd. De repente su expresión se vuelve
sombría y amenazante. Dice: «Usted debía saber lo que puede sucederle por
esto.» Y yo alcanzo a comprender hasta dónde es verdadera su amenaza. Le digo:
«Desde luego que sí. Soy una persona responsable.» Y él, ahora con los brazos
cruzados, sudando, caminando hacia mí con movimientos estudiados y cómicos que
pretenden ser amenazantes, dice: «Podría preguntarle cómo supo que este hombre
se había ahorcado anoche.»
Espero a que llegue frente a mí. Permanezco inmóvil,
mirándolo, hasta cuando me golpea en el rostro su respiración caliente y
áspera; hasta cuando se detiene, todavía con los brazos cruzados, moviendo el
sombrero detrás de la axila. Entonces le digo: «Cuando me haga esa pre-gunta
oficialmente, tengo mucho gusto en responderle.» Sigue frente a mí, en la misma
posición. Cuando le hablo, no hay en él sorpresa ni desconcierto. Dice: «Por
supuesto, coronel. Oficialmente se lo estoy preguntando.»
Estoy
dispuesto a darle todo el largo a esta cuerda. Estoy seguro de que por muchas
vueltas que él pretenda darle, tendrá que ceder frente a una actitud férrea,
pero paciente y calmada. Le digo: «Estos hombres descolgaron el cuerpo porque
yo no podía permitir que permaneciera allí, colgado, hasta cuando usted se
decidiera a r. Hace dos horas le dije que viniera y usted ha demorado todo ese
tiempo para caminar dos cuadras.»
Todavía
no se mueve. Estoy frente a él, apoyado en el bastón, un poco inclinado hacia
ade-lante. Digo: «En segundo término, era mi amigo.» Antes de que yo termine de
hablar, él sonríe irónicamente pero sin cambiar de posición, echándome al
rostro su tufo espeso y agrio. Dice: «Es la cosa más fácil del mundo, ¿no?» Y
súbitamente deja de sonreír. Dice: «De manera que usted sabía que este hombre
se iba a ahorcar.»
Tranquilo,
paciente, convencido de que sólo persigue enredar las cosas, le digo: «Le
repito que lo primero que hice cuando supe que se había ahorcado fue ir donde
usted, y de eso hace más de dos horas.» Y corrió si yo le hubiera hecho una
pregunta y no una aclaración, él dice: «Yo estaba almorzando.» Y yo le digo:
«Lo sé. Hasta me parece que ,tuvo tiempo de hacer la siesta.»
Entonces
no sabe qué decir. Se echa hacia atrás. Mira a Isabel sentada junto al niño.
Mira a los hombres y finalmente a mí. Pero ahora su expresión ha cambiado.
Parece decidirse por algo que ocupa su pensamiento desde hace un instante. Me
da la espalda, se dirige hacia donde está el agente y le dice algo. El agente
hace un gesto y sale de la habitación.
Luego
regresa a mí y me toma el brazo. Dice: «Me gustaría hablar con usted en el otro
cuarto, coronel.» Ahora su voz ha cambiado por completo. Ahora es tensa y
turbada. Y mientras camino hacia la pieza vecina, sintiendo la presión insegura
de su mano en mi brazo, me sorprende la idea de que sé lo que me va a decir.
Este cuarto, al contrario del otro, es amplio y fresco. Lo desborda la claridad
del patio. Aquí veo sus ojos turbados, su sonrisa que no co-rresponde a la
expresión de su mirada. Oigo su voz que dice: «Coronel, esto podríamos
arre-glarlo de otro modo.» Y yo, sin darle tiempo a terminar, le digo:
«Cuánto.» Y entonces se con-vierte en un hombre perfectamente distinto.
Meme
había traído un plato con dulce y dos panecillos de sal, de los que aprendió a
hacer con mi madre. El reloj había dado las nueve. Meme estaba sentada frente a
mí, en la trastienda, y comía con desgana, como si el dulce y los panecillos no
fueran sino una coyuntura para asegurar la visita. Yo lo entendía así y la
dejaba perderse en sus laberintos, hundirse en el pasado con ese entusiasmo
nostálgico y triste que la hacía aparecer, a la luz del mechero que se consumía
en el mostrador, mucho más ajada y envejecida que el día que entró a la iglesia
con el sombrero y los tacones altos. Era evidente que aquella noche Meme tenía
deseos de recordar. Y mientras lo hacía, se tenía la impresión de que durante
los años anteriores se había mantenido parada en una sola edad estática y sin
tiempo y que aquella noche, al recordar, ponía otra vez en movimiento su tiempo
personal y empezaba a padecer su largamente postergado proceso de
envejecimiento. Meme estaba derecha y sombría, hablando de
aquel pintoresco esplendor feudal de nuestra familia en
los últimos años del siglo anterior, antes de la guerra grande. Meme recordaba
a mi madre. La recordó esa noche en que yo venía de la iglesia y me dijo con su
airéenlo burlón y un poco irónico: «Chabela, te vas a casar y no me habías
dicho nada.» Eso fue precisamente en los días en que yo había deseado a mi madre
y procuraba regresarla con mayor fuerza a mi memoria. «Era el vivo retrato
tuyo», dijo. Y yo lo creía realmente. Yo estaba sentada frente a la india que
hablaba con un acento mezclado de precisión y vaguedad, como si hubiera mucho
de increíble leyenda en lo que recordaba, pero como si lo recordara de buena fe
y hasta con el convencimiento de que el transcurso del tiempo había convertido
la leyenda en una realidad remota, pero difícilmente olvidable. Me habló del
viaje de mis padres durante la guerra, de la áspera peregrinación que habría de
concluir con el establecimiento en Macondo. Mis padres huían de los azares de
la guerra y buscaban un recodo próspero y tranquilo donde sentar sus reales y
oyeron hablar del becerro de oro y vinieron a buscarlo en lo que entonces era
un pueblo en formación, fundado por varias familias refugiadas, cuyos miembros
se esmeraban tanto en la conservación de sus tradiciones y en las prácticas
religiosas como en el engorde de sus cerdos. Macondo fue para mis padres la
tierra prometida, la paz y el Vellocino. Aquí encontraron el sitio apropiado
para reconstruir la casa que pocos años después sería una mansión rural, con
tres caballerizas y dos cuartos para los huéspedes. Meme recordaba los
deta-lles sin arrepentimiento y hablaba de las cosas más extravagantes con un
irreprimible deseo de vivirlas de nuevo o con el dolor que le proporcionaba la
evidencia de que no las volvería a vivir. No hubo padecimiento ni privaciones
en el viaje, decía. Hasta los caballos dormían con mosquitero, no porque mi
padre fuera un despilfarrador o un loco, sino porque mi madre tenía un extraño
sentido de la caridad, de los sentimientos humanitarios, y consideraba que a
los ojos de Dios proporcionaba tanta complacencia el hecho de preservar a un
hombre de los zancudos, como de preservar a una bestia. A todas partes llevaron
su extravagante y engorroso cargamento; los baúles llenos con la ropa de los
muertos anteriores al nacimiento de ellos mismos, de los antepasados que no
podrían encontrarse a veinte brazas bajo la tierra; cajas llenas con los útiles
de cocina que se dejaron de usar desde mucho tiempo atrás y que habían
pertenecido a los más remotos parientes de mis padres (eran primos hermanos
entre sí) y hasta un baúl lleno de santos con los que reconstruían el altar
doméstico en cada lugar que visitaban. Era una curiosa farándula con caballos y
gallinas y los cuatro guajiros (compañeros de Meme) que habían crecido en casa
y seguían a mis padres por toda la región, como animales amaestrados en un circo.
Meme
recordaba con tristeza. Se tenía la impresión de que consideraba el transcurso
del tiempo como una pérdida personal, como si advirtiera con el corazón
lacerado por los recuer-dos que sí el tiempo no hubiera transcurrido, aún
estaría ella en aquella peregrinación que debió ser un castigo para mis padres,
pero que para los niños tenía algo de fiesta, con espectáculos insólitos como
el de los caballos bajo los mosquiteros.
Después
todo comenzó a moverse al revés, dijo. La llegada al naciente pueblecito de
Macondo en los últimos días del siglo, fue la de una familia devastada,
aferrada todavía a un reciente pasado esplendoroso, desorganizada por la
guerra. La guajira recordaba a mi madre cuando llegó al pueblo, sentada de
través en una muía, encinta y con el rostro verde y palúdico y los pies
inhabilitados por la hinchazón. Tal vez en el espíritu de mi padre maduraba la
simiente del
resentimiento,
pero venía dispuesto a echar raíces contra viento y marea, mientras aguardaba a
que mi madre tuviera ese hijo que le creció en el vientre durante la travesía y
que le iba dando muerte progresivamente a medida que se acercaba la hora del parto.
La luz de la lámpara le daba de perfil. Meme, con su
recia expresión aindiada, su cabello liso y grueso como crin de caballo o cola
de caballo, parecía un ídolo sentado, verde y espectral en el caliente cuartito
de la trastienda, hablando como lo habría hecho un ídolo que se hubiera puesto
a recordar su antigua existencia terrena. Nunca la había tratado de cerca, pero
esa noche, después de aquella repentina y espontánea manifestación de
intimidad, sentía que estaba atada a ella por vínculos más seguros que los de
la sangre.
De
pronto, en una pausa de Meme, le oí toser en el cuarto, en este mismo aposento
en que ahora me encuentro con el niño y mi padre.
Tosió
con una tos seca y corta, carraspeó luego y se oyó después el ruido
inconfundible que hace el hombre cuando se da vuelta en la cama. Meme calló
instantáneamente y una nube sombría y silenciosa oscureció su rostro. Yo lo
había olvidado. Durante el tiempo que permanecí allí (eran como las diez) había
sentido como si la guajira y yo estuviéramos solas en la casa. Luego cambió la
tensión del ambiente. Sentí el cansancio del brazo en que tenía, sin probarlo,
el plato con el dulce y los panecillos. Me incliné hacia adelante y dije: «Está
despierto.» Ella, inmutable ahora, fría y completamente indiferente, dijo:
«Estará despierto hasta la madrugada.» Y repentinamente me expliqué el
desencanto que se advertía en Meme cuando recordaba el pasado de nuestra casa.
Nuestras vidas habían cambiado, los tiempos eran buenos y Macondo un pueblo
ruidoso en el que el dinero alcanzaba hasta para despilfarrarlo los sábados en
la noche, pero Meme vivía aferrada a un pasado mejor. Mientras afuera se
trasquilaba el becerro de oro, adentro, en la trastienda, su vida era estéril,
anónima, todo el día junto al mostrador y la noche con un hombre que no dormía
hasta la madrugada, que se pasaba el tiempo dando vueltas en la casa,
paseándose, mirándola codiciosamente con esos ojos lascivos de perro que no he
podido olvidar. Me conmovía imaginar a Meme con este hombre que una noche le negó
sus servicios y que seguía siendo un animal endurecido, sin amargura ni
compasión, todo el día en un impenitente discurrir por la casa, como para sacar
de juicio a la persona más equilibrada. Recobrado el tono de la voz, sabiendo
que él estaba aquí, despierto, abriendo quizá sus codiciosos ojos de perro cada
vez que nuestras palabras resonaban en la trastienda, procuré dar un viraje a
la conversación.
—¿Y
qué tal te va con el negocito? —dije. Meme sonrió. Su risa era triste y
taciturna, como si no fuera el resultado de un sentimiento actual, sino como si
la tuviera guardada en la gaveta y no la sacara sino en los momentos
indispensables, pero usándola sin ninguna propiedad, como si el uso poco
frecuente de la sonrisa le hubiera hecho olvidar la manera normal de
utilizarla. «Ahí», dijo, moviendo la cabeza de una manera ambigua, y volvió a
quedar silenciosa, abstracta. Entonces comprendí que era hora de marcharme.
Entregué el plato a Meme, sin dar ninguna explicación por el hecho de que su
contenido estuviera intacto, y la vi levantarse y ponerlo en el mostrador. Me
miró desde allá y repitió: «Eres el vivo retrato de ella.» Sin duda yo estaba
sentada a contraluz, nublada por la claridad contraria, y Meme no me veía la
cara mientras hablaba. Luego, cuando se levantó a poner el plato en el
mostrador, por detrás de la lámpara, me vio de frente y fue por eso por lo que
dijo: «Eres el vivo retrato de ella.» Y vino a sentarse.
Entonces
empezó a recordar los días en que mi madre llegó a Macondo. Había ido
directa-mente de la muía al mecedor y había permanecido sentada durante tres
meses, sin moverse, recibiendo los alimentos con desgano. A veces recibía el
almuerzo y se estaba hasta la media tarde con el plato en la mano, rígida, sin
mecerse, con los pies descansados en una silla, sintiendo crecer la muerte
dentro de ellos, hasta cuando alguien llegaba y le quitaba el plato de las
manos. Cuando vino el día, los dolores del parto la recuperaron de su abandono
y ella misma se puso en pie, pero fue necesario ayudarla a caminar los veinte
pasos que separan el corredor del dormitorio, martirizada por la ocupación de
una muerte que se había compe-netrado con ella en nueve meses de silencioso
padecimiento. Su travesía desde el mecedor hasta el lecho tuvo todo el dolor,
la amargura y las penalidades que no tuvo el viaje realizado hacía pocos meses,
pero llegó hasta donde sabía que debía llegar antes de cumplir el último acto
de su vida.
Mi
padre pareció desesperado con la muerte de mi madre, dijo Meme. Pero, según él
mismo dijo después, cuando quedó solo en la casa, «nadie puede confiar en la
honestidad de un hogar en el cual el hombre no tiene a la mano una mujer
legítima». Como había leído en un libro que cuando muere una persona amada debe
sembrarse un jazminero para recordarla todas las noches, sembró la enredadera
contra el muro del patio y un año después se casó en
3
Detrás
del templo, al otro lado de la calle, había un patio sin árboles. Eso era a
fines del siglo pasado, cuando llegamos a Macondo y aún no se había iniciado la
construcción del templo. Eran terrones pelados, secos, donde jugaban los niños
al salir de la escuela. Después, cuando se inició la construcción del templo,
clavaron cuatro horcones a un lado del patio y se vio que el espacio cercado
era bueno para hacer un cuarto. Y lo hicieron. Y guardaron en él los materiales
del templo en construcción.
Cuando
se puso término a los trabajos del templo, alguien acabó de embarrar las
paredes del cuartito y abrió una puerta en la pared posterior, sobre el
patiecito pelado y pedregoso donde no crecía ni una barba de pita. Un año
después el cuartito estaba construido como para ser habitado por dos personas.
Adentro se sentía un olor a cal viva. Era ese el único olor agradable que se
había sentido en mucho tiempo dentro de ese espacio y el único grato que se
sentiría jamás. Después de que blanquearon las paredes, la misma mano que había
puesto fin a la construcción corrió la tranca en la puerta de adentro y le echó
candado a la de la calle.
El
cuarto no tenía dueño. Nadie se preocupó por hacer efectivos sus derechos
"ni sobre el terreno ni sobre los materiales de construcción. Cuando llegó
el primer párroco se alojó donde una de las familias acomodadas de Macondo.
Luego fue trasladado a otra parroquia. Pero en esos días (y posiblemente antes
de que se fuera el primer párroco) una mujer con un niño de pecho había ocupado
el cuartito, sin que nadie supiera cuándo llegó a él, ni dónde, ni cómo hizo
para abrir la puerta. Había en un rincón una tinaja negra y verde de musgo y un
jarro colgado de un clavo. Pero ya no quedaba cal en las paredes. En el patio,
sobre las piedras, se había formado una costra de tierra endurecida por la
lluvia. La mujer construyó una enramada para protegerse del sol. Y como no
tenía recursos para ponerle techo de palma, teja o zinc, sembró una mata de
parra junto a la enramada y colgó un atadillo de sábila y un pan en la puerta
de la calle, para preservarse contra los maleficios.
Cuando se anunció la llegada del nuevo párroco, en 1903,
la mujer seguía viviendo en el cuarto con el niño. Media población .salió al
camino real a esperar la llegada del sacerdote.
La
banda rural estuvo tocando piezas sentimentales hasta cuando vino un muchacho,
jadeante, reventando, a decir que la muía del párroco estaba en la última
vuelta ,del camino. Entonces los músicos cambiaron de posición e iniciaron una
marcha. El encargado del discurso de bien: venida subió al parapeto improvisado
y aguardó a que apareciera el párroco para iniciar el salu - do. Pero un
momento después se suspendió la pieza marcial, el orador descendió de la mesa,
y la multitud, atónita, vio pasar un forastero, montado en una muía en cuyas
ancas viajaba el baúl más grande que se había visto jamás en Macondo. El hombre
pasó de largo hacia el pue-blo, sin mirar a nadie. Aunque el párroco se hubiera
vestido de civil para hacer el viaje, a nadie habría podido ocurrírsele que
aquel viajero broncíneo, con polainas de militar, era un sacerdote vestido de
civil.
Y no
lo era en realidad, porque a esa misma hora, por el atajo, al otro lado del
pueblo, vieron entrar un sacerdote extraño, pasmosamente 'flaco, de rostro seco
y estirado, a horcajadas en una muía, la sotana levantada hasta las rodillas y
protegido del sol por un paraguas descolorido y maltrecho. El párroco preguntó
en las inmediaciones del templo en dónde quedaba la casa cural, y debió de preguntárselo
a alguien que no tenía la menor idea de nada, porque le fue respondido: «Es el
cuartito que está detrás de la iglesia, padre.» La mujer había salido, pero el
niño jugaba adentro, detrás de la puerta entreabierta. El sacerdote descabalgó,
rodó hasta el cuarto una maleta hinchada, medio abierta y sin cerraduras,
asegurada apenas por un cinturón de cuero distinto al de la propia maleta, y
después de haber examinado el cuartito hizo entrar la muía y la amarró en el
patio, a la sombra de los sarmientos. Luego abrió la maleta, extrajo una hamaca
que debía tener la misma edad y el mismo uso del paraguas, la colgó
diagonalmente
en
el cuarto, de horcón a horcón, se quitó las botas y trató de dormir, sin
preocuparse del niño que lo miraba con los redondos ojos espantados.
Cuando la mujer regresó debió sentirse desconcertada ante
la extraña presencia del sacerdote, cuyo rostro era tan inexpresivo que en nada
se diferenciaba de una calavera dé vaca. La mujer debió atravesar en puntillas
la habitación. Debió de rodar el catre plegadizo hasta la puerta y hacer un
atado con su ropa y los trapos del niño y salir de la habitación, confundida,
sin preocuparse siquiera de la tinaja y el jarro, porque una hora después,
cuando la comitiva recorrió el pueblo en sentido inverso, precedida por la
banda que tocaba el aire marcial entre un montón de rapaces fugados de la
escuela, encontraron al párroco solo en el cuartito, tirado a la bartola en la
hamaca, la sotana desabrochada, y sin zapatos. Alguien debió llevar la noticia
al camino real, pero a nadie se le ocurrió preguntar qué hacía el párroco en
aquel cuarto. Debieron pensar que tenía algún parentesco con la mujer, así como
ésta debió de abandonar el cuartito porque creyó que el párroco tenía orden de
ocuparlo o era de propiedad de la iglesia o simplemente por temor de que se le
preguntara por qué había vivido más de dos años en un cuarto que no le
pertenecía, sin pagar alquiler y sin autorización de persona alguna. Tampoco se
le ocurrió a la comitiva pedir explicaciones, ni en ese momento ni en ninguno
de los posteriores, porque el párroco no aceptó los discursos, colocó los
presentes en el suelo y se limitó a saludar a hombres y mujeres con frialdad, a
la carrera, pues, según dijo, «no había pegado el ojo en toda la noche».
La comitiva se disolvió ante aquel frío recibimiento del
sacerdote más extraño que habían visto nunca. Se observaba que el rostro
parecía una calavera de vaca, que tenía el cabello gris, cortado al rape y que
no tenía labios, sino una abertura horizontal que no parecía estar en el lugar
de la boca desde el nacimiento, sino hecha posteriormente, de una cuchillada
sorpresiva y única. Pero esa misma tarde se le encontró parecido con alguien. Y
antes del amanecer todos sabían de quién era. Recordaron haberle visto con la honda
y la piedra, desnudo, pero con zapatos y sombrero, en los tiempos en que
Macondo era un humilde caserío de refugiados. Los veteranos recordaron sus
actuaciones en la guerra civil del ochenta y cinco. Recordaron que había sido
coronel a los diecisiete años y que era intrépido, terco y antigobiernista.
Sólo que en Macondo no se había vuelto a saber de él hasta ese día en que
regresaba a hacerse cargo de la parroquia. Muy pocos recordaban su nombre de
pila. En cambio la mayoría de los veteranos recordaba el que le puso su madre
(porque era voluntarioso y rebelde) y que fue el mismo con que después lo
conocieron sus compañeros en la guerra. Todos lo llamaban El Cachorro. Y así se
le siguió llamando en Macondo hasta la hora de su muerte: —Cachorro, Cachorrito.
Así
que este hombre llegó a nuestra casa el mismo día y casi a la misma hora en que
El Cachorro a Macondo. Aquél por el camino real, cuando nadie lo esperaba ni se
tenía la menor idea acerca de su nombre o de su oficio; el párroco por el
atajo, cuando en el camino real lo aguardaba todo el pueblo.
Yo
regresé a casa después de la recepción. Acabábamos de sentarnos a la mesa —un
poco más tarde que de costumbre— cuando Meme se acercó a decirme: «Coronel,
coronel, en la oficina lo solicita un forastero.» Yo dije: «Que pase adelante.»
Y Meme dijo: «Está en la oficina y dice que necesita verlo con urgencia.»
Adelaida dejó de darle la sopa a Isabel (entonces ella no tenía más de cinco
años) y fue a atender al recién llegado. Un momento después regresó visiblemente
preocupada:
—Estaba dando vueltas
en la oficina —dijo.
La vi
caminar detrás de los candelabros. Luego volvió a darle la sopa a Isabel. «Lo
hubieras hecho pasar», dije, sin dejar de comer. Y ella dijo: «Era lo que iba a
hacer. Pero estaba dando vueltas en la oficina cuando llegué y le dije, buenas
tardes, y él no contestó porque estaba mirando en la repisa la bailarinita de
cuerda. Y cuando yo le iba a decir otra vez buenas tardes, él se puso a darle
cuerda a la bailarinita, la paró en el escritorio y se quedó mirando cómo
bailaba. Yo no sé si fue la musiquita lo que no le permitió oír cuando yo le
dije de nuevo buenas tardes y me quedé parada frente al escritorio sobre el
cual estaba inclinado, viendo a la bailarina que todavía tenía cuerda para
rato.» Adelaida estaba dándole la sopa a Isabel. Yo le dije: «Debe estar muy
interesado en el juguete.» Y ella, todavía dándole la sopa a Isabel: «Estaba
dando vueltas en la oficina, pero después, cuando vio la bailarinita, la bajó
como si supiera de antemano para qué servía, como si conociera su
funcionamiento. Le estaba dando cuerda cuando yo le dije buenas tardes por
primera vez, antes que la musiquita empezara a sonar. Entonces la puso en el
escritorio y se quedó mirándola, pero sin sonreír, como si no estuviera
interesado en el baile sino en el mecanismo.»
Nunca me anunciaban a
nadie. Casi todos los días llegaban visitas: viajeros conocidos que de-
jaban
las bestias en la caballeriza y se acercaban con entera confianza, con la
familiaridad de quien espera encontrar, siempre, un puesto desocupado en
nuestra mesa. Yo le dije a Adelai-da: «Debe ser que trae un recado o algo.» Y
ella dijo: «De todos modos tiene un comportamiento raro. Él mirando a la
bailarinita hasta que se le acaba la cuerda y mientras tanto yo, parada frente al
escritorio, sin saber qué decirle, porque sabía que no iba a contestarme
mientras la musiquita estuviera sonando. Después, cuando la bailarinita dio el
saltito que da siempre cuando se le acaba la cuerda, todavía él se quedó
mirándola con curiosidad, inclinado sobre el escritorio pero sin sentarse.
Entonces me miró y yo me di cuenta de que sabía que yo estaba en la oficina,
pero que no se había ocupado de mí porque quería saber cuánto tiempo estaría
bailando la bailarinita. Pero entonces yo no le volví a decir buenas tardes,
sino que le sonreí cuando me miró porque vi que tiene los ojos enormes, con las
pepas amarillas, y que miran de una vez todo el cuerpo. Cuando le sonreí, él
siguió serio, pero hizo una inclinación de cabeza muy formal, y dijo: "¿El
coronel? Es al coronel que necesito." Tiene la voz honda como si pudiera
hablar con la boca cerrada. Es como si fuera ventrílocuo.»
Ella
estaba dándole la sopa a Isabel. Yo seguí almorzando, porque creí que sólo se
trataba de. un recado; porque no sabía que esa tarde estaban comenzando las
cosas que hoy concluyen. Adelaida siguió dándole la sopa a Isabel y dijo: «Al
principio estaba dando vueltas en la oficina.» Entonces comprendí que el
forastero la había impresionado de una manera poco co-mún y que tenía un interés
especial en que lo atendiera. Sin embargo, seguí almorzando mien-tras ella le
daba la sopa a Isabel y hablaba. Dijo: «Después, cuando dijo que quería ver al
coronel, fue que le dije, tenga la bondad de pasar al comedor, y él se estiró
donde estaba, con la bailarina en la mano. Entonces levantó la cabeza y se puso
rígido y firme como un soldado, me parece, porque tiene botas altas"* y un
vestido de género ordinario con la camisa abo-tonada hasta el cuello. Yo no
sabía qué decirle cuando no contestó nada y se quedó quieto, con el juguete en
la mano, como si estuviera esperando que yo saliera de la oficina para darle
cuerda otra vez. Fue de pronto cuando se me pareció a alguien, cuando me di
cuenta de que es un militar.»
Yo le
dije: «Entonces tú crees que es algo grave.» La miré por encima de los
candelabros. Ella no me miraba. Estaba dándole la sopa a Isabel. Dijo:
—Fue que cuando llegué estaba dando vueltas en la
oficina, así que no podía verle la cara. Pero después, cuando se quedó parado
en el fondo tenía la cabeza tan levantada y los ojos tan fijos que me parece
que es un militar y le dije: usted quiere ver al coronel, en privado, ¿no es
eso? Y él afirmó con la cabeza. Entonces vine a decirle que se parece a
alguien, o mejor dicho, que es la misma persona a quien se parece, aunque no me
explico cómo ha venido.
Yo
seguí almorzando, pero la miraba por encima de los candelabros. Ella dejó de
darle la sopa a Isabel. Dijo:
—Estoy
segura de que no es un recado. Estoy segura que no se parece, sino que es el
mismo a quien se parece. Estoy segura, mejor dicho, que es un militar. Tiene un
bigote negro y pun-teado y la cara como de cobre. Tiene las botas altas y estoy
segura de que no es que se parece, sino que es el mismo a quien se parece.
Ella
hablaba en un tono igual, monótono, persistente. Hacía calor y quizá por eso
empecé a sentirme irritado. Le dije: «Ahá, ¿a quién se parece?» Y ella dijo:
«Cuando estaba dando vueltas en la oficina no le vi la cara, pero después.» Y
yo, irritado con la monotonía y la persistencia de sus palabras: «Bueno, bueno,
voy a verlo cuando acabe de almorzar.» Y ella, otra vez dándole la sopa a
Isabel: «Al principio no pude verle la cara porque estaba dando vueltas en la
oficina. Pero después, cuando le dije tenga la bondad de pasar adelante, él se
quedó quieto contra la pared, con la bailarinita en la mano. Entonces fue que
me acordé a quién se parece y vine a avisarte. Tiene los ojos enormes e
indiscretos y cuando me di vuelta para salir, sentí que me estaba mirando
directamente a las piernas.»
Guardó
silencio de pronto. En el comedor quedó vibrando el tintineo metálico de la
cuchara. Yo acabé de almorzar y prensé la servilleta debajo del plato.
En eso se oyó, en la
oficina, la musiquita festiva del juguete de cuerda.
4
En la
cocina de la casa hay un viejo asiento de madera labrada, sin travesaños, en
cuyo fondo roto mi abuelo pone a secar los zapatos, junto al fogón.
Tobías,
Abraham, Gilberto y yo abandonamos la escuela, ayer a esta hora, y fuimos a las
plantaciones con una honda, un sombrero grande para echar los pájaros y una
navaja nueva. Por el camino yo me iba acordando del asiento inservible,
arrimado a un rincón de la cocina,
que
en un tiempo sirvió para recibir visitas y que ahora es utilizado por el muerto
que. todas las noches se sienta, con el sombrero puesto, a contemplar las
cenizas del fogón apagado. Tobías y Gilberto caminaban hacia el final de la
nave oscura. Como había llovido durante la mañana, sus zapatas resbalaban en la
hierba enlodada. Uno de ellos silbaba y su silbo duro y recto resonaba en el
socavón vegetal, como cuando uno se pone a cantar dentro de Un tonel. Abraham
venía atrás, conmigo. Él con la honda y la piedra lista para ser disparada. Yo
con la navaja abierta.
De
repente el sol rompió la techumbre de hojas apretadas y duras y un cuerpo de
claridad cayó aleteando en la hierba, como un pájaro vivo. «¿Lo viste?», dijo
Abraham. Yo miré hacia adelante y vi a Gilberto y a Tobías al final de la nave.
«No es un pájaro», dije. «Es el sol que ha salido con fuerza.»
Cuando
llegaron a la orilla empezaron a desvestirse y se tiraban fuertes patadas de
esa agua crepuscular que parecía no mojarles la piel. «No hay un solo pájaro
esta tarde», dijo Abraham. «Cuando llueve no hay pájaros», dije. Y yo mismo lo
creí entonces. Abraham se echó a reír.
Su
risa es tonta y simple y hace un ruido como el de un hilo de agua en una pila.
Se desvistió. «Me meteré en el agua con la navaja y llenaré el sombrero de
pescados», dijo.
Abraham estaba desnudo frente a mí con la mano abierta,
esperando la navaja. Yo no respondí en seguida. Tenía la navaja apretada y
sentía en la mano su acero limpio y templado. Yo voy a darle la navaja, pensé.
Y se lo dije: «No voy a darte la navaja. Apenas me la dieron ayer y voy a
tenerla toda la tarde.» Abraham siguió con la mano extendida. Entonces le
dije:.
—Incomploruto.
Abraham
me entendió. Sólo él entiende mis palabras: «Está bien», dijo, y caminó hacia
el agua a través del aire endurecido y agrio. Dijo: «Empieza a desvestirte y te
esperamos en la piedra.» Y lo dijo mientras se zambullía y volvía a salir
reluciente como un pez plateado y enorme, como si el agua se hubiera vuelto
líquida a su contacto.
Yo
permanecí en la orilla, acostado sobre el barro tibio. Cuando abrí la navaja
otra vez, dejé de mirar a Abraham y levanté los ojos, derecho hacia el otro
lado, hacia arriba de los árboles, hacia el furioso atardecer cuyo cielo tenía
la monstruosa imponencia de una caballeriza incendiada.
«Apura»,
dijo Abraham desde el otro lado. Tobías estaba silbando en el borde de piedra.
Entonces pensé: Hoy no me bañaré. Mañana,
Cuando
veníamos de regreso Abraham se escondió detrás de los espinos. Yo iba a
perseguir-lo, pero él me dijo: «No vengas para acá. Estoy ocupado.» Yo me quedé
afuera, sentado en las hojas muertas del camino, viendo la golondrina única que
trazaba una curva en el cielo. Dije:
—Esta tarde no hay más
que una golondrina.
Abraham
no respondió en seguida. Estaba silencioso, detrás de los espinos, como si no
pudiera oírme, como si estuviera leyendo. Su silencio era profundo y
concentrado, lleno de una recóndita fuerza. Sólo después de un silencio largo
suspiró. Entonces dijo:
—Golondrinas.
Yo
volví a decirle: «No hay nada más que una esta tarde.» Abraham seguía detrás de
los espinos, pero nada se sabía de él. Estaba silencioso y concentrado, pero su
quietud no era estática. Era una inmovilidad desesperada e impetuosa. Después
de un momento, dijo: —¿Una sola? Aaah, sí. Claro, claro.
Ahora
yo no dije nada. Fue él quien empezó a moverse detrás de los espinos. Sentado
en las hojas, yo sentí donde él estaba el ruido de otras hojas muertas bajo sus
pies. Después volvió a quedar silencioso, como si se hubiera ido. Luego respiró
profundamente y preguntó:
—¿Qué
es lo que dices?
Yo
volví a decirle: «Que esta tarde sólo hay una golondrina.» Y mientras lo decía,
veía el ala curvada, trazando círculos en el cielo de un í azul increíble.
«Está volando alto», dije. .» Abraham respondió en el acto:
—Ah,
sí, claro. Entonces debe ser por eso.
Salió
de detrás de los espinos, abotonándose los pantalones. Miró hacia arriba, hacia
donde la golondrina seguía trazando círculos, y todavía sin mirarme dijo:
—¿Qué
es lo que me decías ahora rato de las golondrinas? Esto nos retrasó. Cuando
llegamos estaban
encendidas
las luces del pueblo. Yo entré corriendo a la casa y tropecé en el corredor con
las mujeres gordas y ciegas, con las mellizas de San Jerónimo que todos los
martes van a cantar para mi abuelo, desde antes de mi nacimiento, según ha
dicho mi madre.
Toda
la noche estuve pensando en que hoy volveríamos a salir de la escuela y que
iríamos al río, pero no con Gilberto y Tobías. Quiero ir solo con Abraham, para
verle el brillo del vientre
cuando
se zambulle y vuelve a surgir como un pez metálico. Toda la noche he deseado
regresar con él, solo por la oscuridad del túnel verde, para rozarle el muslo
cuando caminemos. Siempre que lo hago siento como si alguien me mordiera con
unos mordiscos suaves, que me erizan la piel.
Si
este hombre que ha salido a conversar con mi abuelo en la otra habitación
regresa dentro de poco tiempo, tal vez podamos estar en la casa antes de las
cuatro. Entonces me iré al río con Abraham.
Se
quedó a vivir en nuestra casa. Ocupó uno de los cuartos del corredor, el que da
a la calle, porque yo lo creí conveniente; porque sabía que un hombre de su
carácter no encontraría la manera de acomodarse en el hotelito del pueblo. Puso
un aviso en la puerta (hasta hace pocos años, cuando blanquearon la casa,
todavía estaba en su lugar, escrito a lápiz por él mismo en letra cursiva) y a
la semana siguiente fue necesario llevar nuevas sillas para atender las
exigencias de una numerosa clientela.
Después de que me entregó la carta del coronel Aureliano
Buendía, nuestra conversación en la oficina se prolongó de tal manera que
Adelaida no dudó de que se trataba de un funcionarlo militar en importante
misión y dispuso la mesa como para una fiesta. Hablamos del coronel Buendía, de
su hija sietemesina y del primogénito atolondrado. No había corrido un trecho
largo en la conversación cuando me di cuenta de que aquel hombre conocía bien
al Intendente General y que lo estimaba en grado suficiente como para corresponder
a su confianza. Cuando Meme vino a decirnos que la . mesa estaba servida, yo
pensé que mi esposa había improvisado algunas cosas para atender al recién
llegado. Pero estaba muy distante de la improvisación aquella mesa espléndida,
servida en mantel nuevo, en la loza china destinada exclusivamente a las cenas
familiares de la Navidad y el Año Nuevo.
Adelaida estaba solemnemente estirada en un extremo de la
mesa, vestida con el traje de terciopelo, cerrado hasta el cuello, el que usó
antes de nuestro matrimonio para atender a los compromisos de su familia en la
ciudad. Adelaida tenía hábitos más refinados que los nuestros, cierta
experiencia social que desde nuestro matrimonio empezó a influir en las
costumbres de mi casa. Se había puesto el medallón familiar, el que lucía en
momentos de excepcional importancia, y toda ella, como la mesa, como los
muebles, como el aire que se respiraba en el comedor, producía una severa
sensación de compostura y limpieza. Cuando llegamos al salón, él mismo, que
siempre fue tan descuidado en el vestir y en los modales, debió sentirse
avergonzado y fuera de ambiente, porque revisó el botón del cuello, como si
hubiera tenido cor-bata, y una ligera turbación se advirtió en su andar
despreocupado y fuerte. Nada recuerdo con tanta precisión como ese instante en
que irrumpimos en el comedor y yo mismo me sentí vestido con demasiada
domesticidad para una mesa como la preparada por Adelaida.
En
los platos había carne de res y de montería. Todo igual, por otra parte, a
nuestras comidas corrientes de aquel tiempo; pero su presentación en la loza
nueva, entre los candelabros pulidos recientemente, era espectacular y
diferente a lo acostumbrado. A pesar de que mi esposa sabía que se recibiría a
un solo visitante, puso los ocho servicios, y la botella de vino, en el centro,
era una exagerada manifestación de la diligencia con que había preparado el
homenaje para el hombre que ella, desde el primer momento, confundió con un
.distinguido funcionario militar. Nunca vi en mi casa un ambiente más recargado
de irrealidad.
La
indumentaria de Adelaida habría podido resultar ridícula de no ser por sus
manos (eran hermosas, en realidad; y blancas en demasía) que equilibraban con
su distinción real lo mucho de falso y arreglado que tenía su aspecto. Fue
cuando él revisó el botón de la camisa y vaciló, cuando yo me anticipé a decir:
«Mi esposa en segundas nupcias, doctor.» Una nube oscureció el rostro de
Adelaida y lo volvió diferente y sombrío. Ella no se movió de donde estaba, con
la mano extendida, sonriendo, pero ya con el aire de ceremonioso estiramiento
que tenía cuando irrumpimos en el comedor.
El
recién llegado golpeó las botas, como un militar, se tocó la sien con la punta
de los dedos extendidos, y caminó después hacia donde ella estaba.
—Sí,
señora —dijo. Pero no pronunció ningún nombre.
Sólo
cuando lo vi estrechar la mano de Adelaida con una sacudida torpe, caí en
cuenta de la vulgaridad y la ordinariez de su comportamiento.
Se
sentó al otro extremo de la mesa, entre la cristalería nueva, entre los
candelabros. Su pre-sencia desarreglada resaltaba como una mancha de sopa en el
mantel.
Adelaida
sirvió el vino. Su emoción del principio se había transformado en una
nerviosidad pasiva que parecía decir: Está bien, todo se hará como estaba
previsto, pero me debes una ex-plicación. Y fue después de que ella sirvió el
vino y se sentó en el otro extremo de la mesa, mientras Meme se disponía a
servir los platos, cuando él se echó hacia atrás en el asiento,
—Mire,
señorita, ponga a hervir un poco de hierba y tráigame eso como si fuera sopa.
Meme
no se movió. Trató de reír, pero no acabó de hacerlo, sino que se volvió hacia
Adelaida. Entonces ella, sonriendo también, pero visiblemente desconcertada, le
preguntó: «¿Qué clase de hierba, doctor?» Y él, con su parsimoniosa voz de
rumiante:
—Hierba
común, señora; de esa que comen los burros.
5
Hay un minuto en que se agota la siesta. Hasta la
secreta, recóndita, minúscula actividad de los insectos cesa en ese instante
preciso; el curso de la naturaleza se detiene; la creación tambalea al borde
del caos y las mujeres se incorporan, babeando, con la flor de la almohada
bordada en la mejilla, sofocadas por la temperatura y el rencor; y piensan:
«Todavía es miér-coles en Macondo.» Y entonces vuelven a acurrucarse en el rincón,
empalman el sueño con !a realidad, y se ponen de acuerdo para tejer el
cuchicheo como si fuera una inmensa sábana de hilo elaborada en común por todas
las mujeres del pueblo.
Si el
tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos a
pleno sol, con el ataúd en la mitad de la calle. Afuera sería más tarde: sería
de noche. Sería una pesada noche de septiembre con luna y mujeres sentadas en
los patios, conversando bajo la claridad verde, y en la calle, nosotros, los
tres renegados, a pleno sol de este septiembre sediento. Nadie impedirá la
ceremonia. Esperé que el alcalde fuera inflexible en su determinación de
oponerse a ella y que pudiéramos retornar a la casa; el niño a la escuela y mi
padre a sus zue-cos, a su aguamanil debajo de la cabeza chorreando de agua
fresca y al lado izquierdo de su jarro con limonada .helada. Pero ahora es
diferente. Mi padre ha sido otra vez lo suficien-temente persuasivo para imponer
su punto de j vista por encima de lo que yo creí al principio una irrevocable
determinación del alcalde. Afuera está el pueblo en ebullición, entregado a la
labor de un largo, uniforme y despiadado cuchicheo; y la calle limpia, sin una
sombra en el polvo limpio y virgen desde que el último viento barrió la huella
del último buey, Y es un pueblo sin nadie, con las casas cerradas en cuyos
cuartos no se oye nada más que el sordo hervidero de las palabras pronunciadas
de mal corazón. Y en el cuarto el niño sentado, tieso, mirándose los zapatos;
tiene un ojo para la lámpara y otro para los periódicos y otro para los zapatos
y finalmente dos para el ahorcado, para su lengua mordida, para sus vidriosos
ojos de perro ahora sin codicia; de perro sin apetitos, muerto. El niño lo
mira, piensa en el ahorcado que está puesto de largo debajo de las tablas; hace
un ademán triste y entonces todo se transforma: sale un taburete a la puerta de
la peluquería y detrás el altarcillo con el espejo, los polvos y el agua de olor.
La mano se vuelve pecosa y grande, deja de ser la mano de mi hijo, se
transforma en una mano grande y diestra que fríamente, con calculada
parsimonia, empieza a amolar la navaja mientras el oído oye el zumbido metálico
de la hoja templada, y la cabeza piensa: «Hoy vendrán más temprano, porque es
miércoles en Macondo.» Y entonces llegan, se recuestan en los asientos a la
sombra y contra la frescura del quicio, torvos, estrábicos, cruzadas las
piernas, las manos entrelazadas sobre las rodillas, mordiendo los cabos de
tabaco; mirando, hablando de lo mismo, viendo, frente a ellos, la ventana
cerrada, la casa silenciosa con la señora Rebeca por dentro. Ella también
olvidó algo: olvidó desconectar el ventilador y transita por los cuartos de
ventanas alambradas, nerviosa, exaltada, revolviendo los cachivaches de su
estéril y atormentada viudez, para estar convencida hasta con el sentido del
tacto de que no habrá muerto antes de que llegue la hora del entierro. Ella
está abriendo y cerrando las puertas de sus cuartos, aguardando a que el rejol
patriarcal se incorpore de la siesta y le agasaje los sentidos con la campanada
de las tres. Todo esto, mientras concluye el ademán del niño y vuelve a ponerse
duro, recto, sin demorar siquiera la mitad del tiempo que una mujer necesita
para la última puntada en la máquina y levantar la cabeza llena de rizadores.
Antes de que el niño vuelva a quedarse recto, pensativo, la mujer ha rodado la
máquina hasta el ángulo del corredor y los hombres han mordido dos veces los
tabacos, mientras observan una ida y vuelta completa de la navaja en la penca;
y Águeda, la tullida, hace un último esfuerzo por despegar las muertas
rodillas; y la señora Rebeca da una nueva vuelta a la cerradura y piensa:
«Miércoles en Macondo. Buen día para enterrar al diablo.» Pero entonces el niño
vuelve a moverse y hay una nueva transformación en el tiempo. Mientras se mueva
algo, puede saberse que el tiempo ha transcurrido. Antes no. Antes de que algo
se mueva es el tiempo eterno, el sudor, la camisa babeando sobre el pellejo y
el muerto insobornable y helado detrás de su lengua mordida. Por eso no
transcurre el tiempo para el ahorcado: porque aunque la mano del niño se mueva,
él no lo sabe. Y mientras el muerto lo
ignora (porque el niño
continúa moviendo la mano) Águeda debe de haber corrido una nueva cuenta en el
rosario; la señora Rebeca, tendida en la silla plegadiza, está perpleja, viendo
que el reloj permanece fijo al borde del minuto inminente, y Águeda ha tenido
tiempo (aunque en el reloj de la señora Rebeca no haya transcurrido el segundo)
de pasar una nueva cuenta en el rosario y pensar: «Esto haría si pudiera ir
hasta donde el padre Ángel.» Luego la mano del niño desciende y la navaja
aprovecha el movimiento en la penca y uno de los hombres, sentado en la
frescura del quicio, dice: «Deben ser como las tres y media, ¿no es cierto?»
Entonces la mano se detiene. Otra vez el reloj muerto a la orilla del minuto
siguiente, otra vez la navaja detenida en el espacio de su propio acero; y
Águeda esperando aún el nuevo movimiento de la mano para estirar las piernas e
irrumpir en la sacristía, con los brazos abiertos, otra vez las rodillas
dinámicas, diciendo: «Padre, padre.» Y el padre Ángel postrado en la quietud
del niño, pasando la lengua por los labios para sentir el viscoso sabor de la
pesadilla de albóndiga, viendo a Águeda, diría entonces: «Esto debe ser un
milagro, sin duda», y luego, revolcándose otra vez en el sopor de la siesta,
gimoteando en la modorra sudorosa y babeante: «De todos modos, Águeda, éstas no
son horas para decirles misa a las ánimas del purgatorio.» Pero el nuevo
movimiento se frustra, mi padre entra a la habitación y los dos tiempos se
reconcilian; las dos mitades ajustan, se consolidan, y el reloj de la señora
Rebeca cae en la cuenta de que ha estado confundido entre la parsimonia del
niño y la impaciencia de la viuda, y entonces bosteza, ofuscado, se zambulle en
la prodigiosa quietud del momento, y sale después chorreante de tiempo líquido,
de tiempo exacto y rectificado, y se inclina hacia adelante y dice con
ceremoniosa dignidad: «Son las dos y cuarenta y siete minutos, exactamente.» Y
mi padre, que sin saberlo ha roto la parálisis del instante, dice: «Está en las
nebulosas, hija.» Y yo digo: «¿Cree usted que pueda pasar algo?» Y él,
sudoroso, sonriente: «Por lo menos, estoy seguro de que en muchas casas se
quemará el arroz y se derramará la leche.»
Ahora
el ataúd está cerrado, pero yo recuerdo la cara del muerto. La he retenido con
tanta precisión que si miro hacia la pared veo los ojos abiertos, las mejillas
estiradas y grises como la tierra húmeda, la lengua mordida a un lado de la
boca. Esto me produce una ardorosa sensa-ción de intranquilidad. Tal vez el
pantalón no deje de apretarme nunca a un lado de la pierna. Mi abuelo se ha
sentado junto a mi madre. Cuando regresó del cuarto vecino rodó la silla y
ahora permanece aquí, sentado junto a ella, sin decir nada, la barba apoyada en
el bastón y estirada hacia adelante la pierna coja. Mi abuelo espera. Mi madre,
como él, espera. Los hom-bres que han dejado de fumar en la cama y permanecen
quietos, ordenados, sin mirar el ataúd, ellos también esperan.
Si me
vendaran los ojos, si me cogieran de la mano y me dieran veinte vueltas por el
pueblo y me volvieran a traer a este cuarto, lo reconocería por el olor. No
olvidaré nunca que esta pieza huele a desperdicios, a baúles amontonados, con
todo y que sólo he visto un baúl en el que podríamos escondernos Abraham y yo y
. aún sobraría espacio para Tobías. Yo conozco los cuartos por el olor.
El año
pasado Ada me había sentado en sus piernas. Yo tenía los ojos cerrados y la
veía a través de las pestañas. La veía oscura, como si no fuera una mujer sino
apenas un rostro que me miraba y se mecía y balaba como la oveja. Estaba
quedándome verdaderamente dormido cuando sentí el olor.
No hay en la casa un olor que yo no reconozca. Cuando me
dejan solo en el corredor, cierro los ojos, estiro los brazos y camino. Pienso:
«Cuando sienta un olor a ron alcanforado, estaré en la pieza de mi abuela.»
Sigo caminando con los ojos cerrados y los brazos extendidos. Pienso:
«Ahora
pasé por el cuarto de mi madre porque huele a barajas nuevas. Después olerá a
alquitrán y a bolitas de naftalina.» Sigo caminando y siento el olor a barajas
nuevas en el preciso instante en que oigo la voz de mi madre, cantando en el
cuarto. Entonces siento el olor a alquitrán y a bolitas de naftalina. Pienso:
«Ahora seguirá oliendo a bolitas de naftalina. Entonces doblaré hacia la
izquierda del olor y sentiré el otro olor a género blanco y ; ventana cerrada.
Allí me detendré.» Luego, cuando camino tres pasos, siento el olor nuevo y me
quedo quieto, con los ojos cerrados y los brazos extendidos y oigo la voz de
Ada, gritando: «Niño. Ya estás caminando con los ojos cerrados.»
Esa
noche, cuando empezaba a dormirme, sentí un olor que no existe en ninguno de
los cuartos de la casa. Era un olor fuerte y tibio como si hubieran puesto a
remecer un jazminero. Abrí los ojos, olfateando el aire grueso y cargado; Dije:
«¿Lo sientes?» Ada estaba mirándome, pero cuando le hablé cerró los ojos y miró
hacia el otro lado. Yo volví a decirle: «¿Lo sientes? Parece como si hubiera
jazmines en alguna parte.» Entonces ella dijo:
—Es el
olor de los jazmines que estuvieron hasta hace nueve años contra el muro.
Yo me senté en sus
piernas. «Pero ahora no hay jazmines», dije. Y ella dijo: «Ahora no. Pero
hace
nueve años, cuando tú naciste, había una mata de jazmines contra la pared del
patio. De noche hacía calor y olía lo mismo que ahora.»
Yo me
recliné en su hombro. Le miraba la boca mientras hablaba. «Pero eso fue antes
de que naciera», dije. Y ella dijo: «Fue que en ese tiempo hubo un gran
invierno y fue necesario limpiar el jardín.» El olor seguía allí, tibio, casi
palpable, meneando los otros olores de la noche. Yo le dije a Ada: «Quiero que
me digas eso.» Y ella guardó silencio un instante, miró después hacia el muro
blanco de cal con luna y dijo:
—Cuando
estés grande, sabrás que el jazmín es una flor que sale.
Yo no entendí, pero sentí un extraño estremecimiento,
como si me hubiera tocado una persona. Dije: «Bueno»; y ella dijo: «Con los
jazmines sucede lo mismo que con las personas, que salen a vagar de noche
después de muertas.»
Yo me
quedé recostado contra su hombro, sin decir nada. Estaba pensando en otras
cosas, en el asiento de la cocina en cuyo fondo roto mi abuelo pone a secar los
zapatos cuando llueve. Yo sabía desde entonces que en la cocina hay un muerto
que todas las noches se sienta, sin quitarse el sombrero, a contemplar las
cenizas del fogón apagado. Al cabo de un instante, dije: «Eso debe ser como el
muerto que se sienta en la cocina.» Ada me miró, abrió los ojos y dijo: «¿Cuál
muerto?» Y yo le dije: «El que todas las noches está en el asiento donde mi
abuelo pone a secar los zapatos.» Y ella dijo: «Allí no hay ningún muerto. El
asiento está junto al fogón porque ya no sirve para otra cosa, que para secar
zapatos.»
6
Al
principio dormía hasta las siete. Se le veía aparecer en la cocina, con la
camisa sin cuello y retoñada hasta arriba, enrolladas hasta los codos de las
mangas arrugadas y sucias, los escuálidos pantalones a la altura del pecho y el
cinturón amarrado por fuera, mucho más abajo que la pretina. Se tenía la
impresión de que los pantalones iban a resbalar, a caer, por falta de un cuerpo
sólido en que sostenerse. No había
enflaquecido, pero en su rostro se advertía no ya el
gesto militar y altanero del primer año, sino la expresión abúlica y fatigada
del hombre que no sabe qué será de su vida un minuto después, ni tiene el menor
interés en averiguarlo. Tomaba su café negro, a las siete pasadas, y regresaba
después al cuarto, repartiendo al regreso sus inexpresivos buenos días.
Llevaba
cuatro años de vivir en nuestra casa y estaba acreditado en Macondo como un
profesional serio, a pesar de que su carácter brusco y sus maneras desordenadas
crearon en torno a él una atmósfera más parecida al temor que al respeto.
Fue el
único médico en el pueblo hasta cuando llegó la compañía bananera y se hicieron
los trabajos del ferrocarril. Entonces empezaron a sobrar sillas en el
cuartito. La gente que lo visitó durante los primeras cuatro años de su estada
en Macondo, empezó, a desviarse después de que la compañía organizó el servicio
médico para sus trabajadores. Él debió ver los nuevos rumbos trazados por la
hojarasca, pero no dijo nada. Siguió abriendo la puerta de la calle, sentándose
en su asiento de cuero, durante todo el día, hasta cuando pasaron muchos sin
que volviera un enfermo. Entonces echó el cerrojo a la puerta, compró una
hamaca y se encerró en el cuarto.
Meme
adquirió para esa época la costumbre de llevarle un desayuno compuesto de
plátanos y naranjas. Comía las frutas y tiraba las cáscaras al rincón, de donde
la guajira las sacaba los sábados, cuando hacía la limpieza del dormitorio.
Pero por la manera como procedía, cualquiera hubiera sospechado que a él le
importaba muy poco si un sábado hubiera dejado de hacer la limpieza y el cuarto
se hubiera convertido en un muladar.
Ahora
no hacía absolutamente nada. Se pasaba las horas en la hamaca, meciéndose. A
través de la puerta entreabierta se le vislumbraba en la oscuridad, y su rostro
seco e inexpresivo, su cabello revuelto, la vitalidad enfermiza de sus duros
ojos amarillos, le daban el inconfundible aspecto del hombre que ha empezado ¿
sentirse derrotado por las circunstancias.
Durante
los primeros años de su permanencia en nuestra casa, Adelaida se mostró en
apa-riencia indiferente o en apariencia conforme realmente de acuerdo con mi
voluntad de que permaneciera en la casa. Pero cuando cerró el consultorio y
sólo abandonaba el cuarto a las horas de las comidas, a sentarse en la mesa con
la misma apatía silenciosa y dolorida de
siempre,
mi esposa rompió los diques de su tolerancia. Me dijo: «Es una herejía seguirlo
sos-teniendo. Es como si estuviéramos alimentando al demonio.» Y yo, siempre
inclinado hacia él por un complejo sentimiento de piedad, admiración y lástima
(pues aunque yo quiera des-figurarlo ahora, había mucho de lástima en aquel
sentimiento), insistía: «Hay que soportarlo. Es un hombre sin nadie en el mundo
y necesita que se le comprenda.»
Poco
después el ferrocarril empezó a prestar servicios. Macondo era un pueblo
próspero, lleno de caras nuevas, con un salón de cine y numerosos lugares de
diversiones. Entonces hubo trabajo para todo el mundo, menos para el. Siguió
encerrado, esquivo, hasta la mañana en que intempestivamente se hizo presente
en el comedor a la hora del desayuno y habló con espontaneidad y hasta con
entusiasmo de las
magnificas
perspectivas del pueblo. Esa mañana oí la palabra por primera vez. Él la dijo:
«Todo esto pasará cuando nos acostumbremos a la hojarasca.»
Meses
más tarde se le vio salir a la calle con frecuencia, antes del atardecer.
Permanecía sentado en la peluquería hasta las últimas horas del día e intervenía
en las tertulias que se for-maban a la puerta, junto al tocador portátil, junto
al taburete alto que el peluquero sacaba a la calle para que su clientela
disfrutara del fresco al atardecer.
Los médicos de la compañía no se conformaron con privarlo
de hecho de sus medios de vida, sino que en 1907, cuando ya no había en Macondo
un paciente que se acordara de él y cuando él mismo había desistido de
esperarlo, alguno de los médicos de las bananeras sugirió a la alcaldía que
exigiera a todos los profesionales del pueblo el registro de sus títulos. Él no
debió de sentirse aludido, cuando apareció el edicto, un lunes, en las cuatro
esquinas de la plaza. Fui yo quien le habló de la conveniencia de cumplir con
ese requisito. Pero él, tranquilo, indiferente, se limitó a responder: «Yo no,
coronel. No volveré a meterme en nada de eso.» Nunca he podido saber si
realmente tenía sus títulos en regla. Ni siquiera supe si era francés como se
suponía, ni si conservaba recuerdos de una familia que debió tener pero de la
que nunca dijo una palabra. Algunas semanas despues, cuando el alcalde y su
secretario se hicieron presentes en mi casa para exigirle la presentación y el
registro de su licencia, él se negó de manera rotunda a salir de la pieza. Ese
día —después de cinco años de vivir en la misma casa, de comer en la misma
mesa—, caí en la cuenta de que ni siquiera conocíamos su nombre.
No se habría necesitado tener diecisiete años como los
tenía yo entonces) para observar. —desde cuando vi a Meme emperifollada en la
iglesia, y después, cuando hablé con ella en el botiquín— que en nuestra casa
el cuartito de la calle estaba clausurado. Más tarde supe que mi madrastra
había puesto el candado y se oponía a que fueran tocadas las cosas que quedaban
adentro: la cama que el doctor usó hasta cuando compró la hamaca; la mesita de
los medicamentos y de la cual no trajo a la esquina el dinero acumulado durante
sus mejores años (que debió ser mucho porque nunca tuvo gastos en la casa y
alcanzó para que Meme abriera el botiquín) y además, entre un montón de
desperdicios y los viejos periódicos escritos en su idioma, el aguamanil y
algunas prendas personales inservibles. Parecía como si todas esas cosas
estuvieran contaminadas de lo que mi madrastra consideraba una condición
maléfica, completamente diabólica.
Yo
debí advertir la clausura del cuartito en octubre o noviembre (tres años
después que Meme y él abandonaran la casa), porque a principios del año
siguiente había empezado a hacerme ilusiones acerca del establecimiento de
Martín en esa habitación. Yo deseaba vivir en ella después de mi matrimonio; la
rondaba; en la conversación con mi madrastra llegaba hasta sugerir que era ya
hora de que se abriera el candado y se levantara la inadmisible cuarentena
impuesta a uno de los lugares más íntimos y amables de la casa. Pero antes de
que empezáramos a coser mi vestido de novia, nadie me habló directamente del
doctor, y menos del cuartito que seguía siendo como algo suyo, como un fragmento
de su personalidad que no podía ser desvinculado de nuestra casa mientras
viviera en ella alguien que pudiera recordarlo. Yo iba a contraer matrimonio
antes de un año. No sé si fueron las circunstancias en que se desenvolvió mi
vida durante la infancia y la adolescencia lo que me daba en este tiempo una
noción imprecisa de los hechos y las cosas. Pero lo cierto es que en esos meses
en que se adelantaban los preparativos de mis bodas, aún ignoraba yo el secreto
de muchas cosas. Un año -antes de casarme con él, yo recordaba a Martín a
través de una vaga atmósfera de irrealidad. Tal vez por eso deseaba tenerlo
cerca, en el cuartito, para convencerme de que se trataba de un hombre concreto
y no de un novio conocido en el sueño. Pero yo no me sentía con fuerzas para
hablar a mi madrastra de mis proyectos. Lo natural habría sido decir: «Voy a
quitar el candado. Voy a poner la mesa junto a la ventana y la cama contra la
pared de adentro. Voy a poner una maceta de claveles en la repisa y un ramo de
sábila en el dintel.» Pero a mi cobardía, a mi absoluta falta de decisión, se
agregaba la nebulosidad de mi prometido. Lo
recordaba
como una figura vaga, inasible, cuyos únicos elementos concretos parecían ser
el bigote brillante, la cabeza un poco ladeada hacia la izquierda y el eterno
saco de cuatro botones.
Él
había estado en nuestra casa a fines de julio. Se pasaba el día entre nosotros
y conversaba en la oficina con mi padre, dándole vueltas un misterioso negocio
del que nunca logré enterarme. De tarde Martín y yo íbamos con mi madrastra a
las plantaciones. Pero cuando lo veía regresar en la claridad malva del
crepúsculo, cuando estaba más cerca de mí, caminando junto a mi hombro,
entonces era más abstracto e irreal. Yo sabía que nunca sería rapaz de
imaginarlo humano, o de encontrar en él la solidez indispensable para que su
recuerdo me diera valor, me fortaleciera en el momento de decir: «Voy a
arreglar el cuarto para Martín.» Hasta la idea de que iba a casarme con él me
resultaba inverosímil un año antes de la boda. Lo había conocido en febrero, en
el velorio del niño de Paloquemado. Varias muchachas cantábamos y batíamos
palmas procurando agotar hasta el exceso la única diversión que se nos
permitía. En Macondo había un salón de cine, a un gramófono público y otros
lugares
de
diversión, pero mi padre y mi madrastra se oponían a que disfrutáramos de ellos
las muchachas de mi edad. «Son diversiones para la hojarasca», decían.
En
febrero hacía calor al mediodía. Mi madrastra y yo nos sentábamos en el
corredor, a pespuntar en género blanco, mientras mi padre hacia la siesta.
Cosíamos hasta cuando él pasaba arrastrando los zuecos e iba a mojarse la
cabeza en el aguamanil. Pero de noche febrero era fresco y profundo y en todo
el pueblo se oían las voces de las mujeres cantando en los velorios de los
niños.
La
noche en que fuimos al velorio del niño de Paloquemado, debía oírse mejor que
nunca la voz de Meme Orozco. Ella era flaca, desgarbada y dura como una escoba,
pero sabía llevar la voz mejor que nadie. Y en la primera pausa Genoveva García
dijo: «Afuera está sentado un forastero.» Creo que todas dejamos de cantar,
menos Remedios Orozco. «Imagínate que ha venido con saco», dijo Genoveva
García. «Ha estado hablando toda la noche y los otros le escuchan sin decir
esta boca es mía. Tiene puesto un saco de cuatro botones y cruza la pierna y
muestra medias con ligas y botas con ojetes.» Todavía Meme Orozco no había
dejado de cantar, cuando nosotras batimos palmas y dijimos: «Vamos a casarnos
con él.»
Después, cuando yo lo recordaba en la casa, no encontraba
ninguna correspondencia entre esas palabras y la realidad. Recordaba como si
hubieran sido dichas por un grupo de mujeres imaginarias que batían palmas y
cantaban en la casa donde había muerto un niño irreal. Otras mujeres fumaban a
nuestro lado. Estaban serias, vigilantes, estirados hacia nosotros los largos
cuellos de gallinazos. Detrás, contra la frescura del quicio, otra mujer, envuelta
hasta la cabeza en un pañolón negro, aguardaba a que hirviera el café. De
pronto una voz masculina se había incorporado a las nuestras. Al principio era
desconcertada y sin dirección. Pero después fue vibrante y metálica, como si el
hombre estuviera cantando en la iglesia. Veva García me había dado un codazo en
las costillas. Entonces yo levanté la vista y lo vi por primera vez. Era joven
y limpio, con el cuello duro y el saco abotonado en los cuatro ojales. Y estaba
mirándome.
Yo oía
hablar de su regreso en diciembre y pensaba que ningún lugar era más apropiado
para él que el cuartito clausurado. Pero ya no lo concebía. Me decía a mí
misma: «martín, martín, martín». Y el nombre examinado, saboreado, desmontado
en sus piezas esenciales, perdía para mí toda su significación.
Al
salir del velorio había movido una taza vacía frente a mí. Había dicho: «He
leído su suerte en el café.» Yo iba hacia la puerta, entre las otras muchachas
y oía la voz de él, honda, convincente, apacible: «Cuente siete estrellas y
soñará conmigo.» Al pasar junto a la puerta vimos al niño de Paloquemado en la
cajita, la cara cubierta con polvos de arroz, una rosa en la boca y los ojos
abiertos con palillos. Febrero nos mandaba tibias bocanadas de su muerte y en
el cuarto flotaba el vaho de los jazmines y las violetas tostadas por el calor.
Pero en el silencio del muerto, la otra voz era constante y unica: «Recuérdelo
bien. Nada más que siete estrellas.» En julio estaba en nuestra casa. Le
gustaba recostarse contra los tiestos del pasamano. Decía: «Recuerda que nunca
te miraba a los ojos. Es el secreto del hombre que ha empezado a sentir miedo
de enamorarse.» Y era verdad que no recordaba sus ojos. No habría podido decir
en julio de qué color tenía las pupilas el hombre con quien iba a casarme en
diciembre. Sin embargo, seis meses antes, febrero era apenas un profundo
silencio al mediodía, una pareja de congorochos, macho y hembra, enroscada en
el piso del baño; la pordiosera de las martes pidiendo una ramita de toronjil,
y él, estirado, sonriente, con el saco abotonado hasta arriba, diciendo: «La
voy a poner a pensar en mí a toda hora. Coloqué un retrato suyo detrás de la
puerta y le clavé alfileres en los ojos.» Y Genoveva García, muerta de risa:
«Son tonterías que aprenden los hombres con los guajiros.»
A fines de marzo estaría transitando por la casa. Pasaría largas horas en la oficina con mi padre, convenciéndolo de la importancia de algo que nunca pude descifrar. Ahora han transcu-rrido once años desde mi matrimonio; nueve desde cuando lo vi diciéndome adiós en la ven-tanilla del tren, haciéndome prometer que cuidaría muy bien del niño mientras él regresaba por nosotros. Habían de transcurrir éstos nueve años sin que se volviera a saber nada de él, sin que mi padre, que lo ayudó a adelantar los preparativos de ese viaje sin término, haya vuelto a decir una palabra en relación con su regreso. Pero ni siquiera en los tres años que duró nuestro matrimonio fue más concreto y palpable que lo fue en el velorio del niño de Paloquemado o ese domingo de marzo en que lo vi por segunda vez cuando Veva García y yo regresábamos de la iglesia. Él estaba parado en la puerta del hotel, solo, con las manos en los bolsillos laterales de su saco de cuatro botones. Dijo: «Ahora pensará en mí toda la vida porque ya el retrato dejó caer los alfileres.» Lo dijo con la voz tan apagada y tensa que parecía verdad. Pero aun esa verdad era diferente y extraña. Genoveva insistía: «Son porquerías de los guajiros.» Tres meses después ella se fugó con el director de una compañía de titiriteros, pero todavía ese domingo parecía muy escrupulosa y seria. Martín dijo: «Me tranquiliza saber que alguien me recordará en Macondo.» Y Genoveva García, mirándolo, con el rostro transformado por la exasperación, dijo: —¡ Mafarificafá! Se le va a pudrir encima ese saco de cuatro botones.
7
Aunque él hubiera esperado lo contrario, era un personaje
extraño en el pueblo, apático a pesar de sus evidentes esfuerzos por parecer
sociable y cordial. Vivía entre la gente de Macondo, pero distanciado de ella
por el recuerdo de un pasado contra el cual parecía inútil cualquier tentativa
de rectificación. Se le miraba curiosidad, como a un sombrío animal que había
permanecido durante mucho tiempo en la sombra y reaparecía observando una
conducta que el pueblo no podía considerar sino como superpuesta y por lo mismo
sospechosa. Regresaba de la peluquería al anochecer y se encerraba en el
cuarto. Desde hacía algún tiempo había suprimido la comida de la tarde y al
principio se tuvo en la casa la impresión de que regresaba fatigado e iba
directamente a la hamaca, a dormir hasta el día siguiente. Pero no transcurrió
mucho tiempo antes de que yo cayera en la cuenta de que algo extraordinario le
sucedía a sus noches. Se le oía moverse en el cuarto con una atormentada y
enloquecedora insistencia, igual que si en esas noches lo recibiera en el
cuarto el fantasma del hombre que había sido hasta entonces, y ambos, el hombre
pasado y el hombre presente, se empeñaran en una sorda batalla en la cual el
pasado defendía su rabiosa soledad, su invulnerable aplomo, sus personalismos
intransigentes; y el presente, su terrible e inmodificable voluntad de
liberarse de su propio hombre anterior. Yo lo oía dar vueltas en el cuarto
hasta la madrugada, hasta cuando su propia fatiga agotaba la fuerza de su
adversario invisible.
Sólo yo advertí la verdadera medida de su cambio, desde
cuando dejó de usar las polainas y empezó a bañarse todos los días y a perfumar
la ropa con agua de olor. Y pocos meses des-pués su transformación había
llegado al límite en que mi sentimiento hacia él dejó de ser una simple
tolerancia comprensiva y se convirtió en compasión. No era su nuevo aspecto en
la calle lo que me conmovía. Era el imaginarlo durante la noche encerrado en la
habitación, raspando el barro de las botas, mojando el trapo en el aguamanil,
untando el betún en los zapatos de - teriorados por varios años de uso
continuo. Me conmovía pensar en el cepillo y la cajita del betún guardados
debajo de la estera, sustraídos a los ojos del mundo, como si fueran elementos
de un vicio secreto y vergonzoso contraído a una edad en que la mayoría de los
hombres se vuelven serenos y metódicos. Prácticamente estaba viviendo una
tardía y estéril adolescencia y se esmeraba en el vestir como un adolescente,
con la ropa alisada todas las noches con el canto de las manos, en frío, y sin
ser lo suficientemente joven como para tener un amigo a quien comunicar sus
ilusiones o sus desencantos.
También
el pueblo debió de advertir su cambio pues poco tiempo después empezó a decir
que estaba enamorado de la hija del peluquero. No sé si habría algún fundamento
para decirlo, pero lo cierto es que ese chisme me hizo caer en la cuenta de su
tremenda soledad sexual, de la furia biológica que debía atormentarlo en esos
años de sordidez y abandono.
Todas las tardes se le
veía pasar hacia la peluquería cada vez más esmerado en el vestir. La camisa de
cuello postizo, los puños con gemelos dorados y el pantalón limpio y planchado,
solo que todavía con el cinturón por fuera de las presillas. Parecía un novio
aflictivamente arreglado, envuelto en el aura de las lociones baratas; el
eterno novio frustrado, el amador crepuscular al que siempre haría falta el
ramo de flores para la primera visita.
Así
lo sorprendieron los primeros meses de 1909, sin que todavía existiera otro
fundamento para los chismes del pueblo que el hecho de verlo sentado todas las
tardes en la peluquería, conversando con los forasteros, pero sin que nadie
hubiera podido asegurar que había visto siquiera una vez a la hija del
peluquero. Yo descubrí la crueldad de esos chismes. En el pueblo no ignoraba
nadie que la hija del peluquero permanecería soltera después de haber sufrido
durante un año entero la persecución de un espíritu, un amante invisible que
echaba puñados de tierra en sus alimentos y enturbiaba el agua de la tinaja y
nublaba los espejos de la peluquería y la golpeaba hasta ponerle el rostro
verde y desfigurado. Fueron inútiles los esfuer-zos de El Cachorro, los estolazos,
la compleja terapéutica del agua bendita, las reliquias sa-gradas y los
ensalmos administrados con dramática solicitud. Como recurso extremo, la mujer
del peluquero encerró a la hija hechizada en el cuarto, regó puñados de arroz
en la sala y la entregó al amador invisible en una luna de miel solitaria y
muerta, después de la cual hasta los hombres de Macondo dijeron que la hija del
peluquero había concebido.
No
había transcurrido un año, cuando dejó de esperarse el monstruoso
acontecimiento de su parto y la curiosidad popular se orientó en el sentido de
que el doctor estaba enamorado de la hija del peluquero, a pesar de que todo el
mundo tenía la convicción de que la hechizada se encerraría en el cuarto, a
desmenuzarse en vida mucho antes de que sus posibles preten-dientes se
convirtieran en hombres casaderos.
Por eso sabía yo que más que una fundamentada suposición,
aquél era un chisme cruel, malévolamente premeditado. A fines de 1909 él seguía
asistiendo a la peluquería y la gente ha-blando, organizando la boda, sin que
nadie hubiera podido decir que la muchacha salió alguna vez estando él
presente, ni que tuvieron alguna oportunidad de dirigirse la palabra.
En un
septiembre abrasante y muerto como éste, hace trece años, mi madrastra empezó a
coser mi traje de novia. Todas las tardes, mientras mi padre hacía la siesta,
nos sentábamos a coser junto a los tiestos de flores del pasamano, junto al
ardiente fogoncillo del romero. Septiembre ha sido así toda la vida, desde hace
trece años y mucho más. Como mis bodas ha-bían de realizarse en ceremonia
íntima (pues así lo había dispuesto mi padre), cosíamos con lentitud, con la
cuidadosa minuciosidad de quien no tiene prisa y ha encontrado en su trabajo
imperceptible la mejor medida para su tiempo. Entonces hablábamos. Yo seguía
pensando en el cuartito de la calle, acumulando valor para decirle a mi
madrastra que era el mejor sitio para acomodar a Martín. Y esa tarde lo dije.
Mi
madrastra estaba cosiendo la larga cola de espumilla y parecía, a la luz
cegadora de aquel septiembre intolerablemente claro y sonoro, como si estuviera
sumergida hasta los hombros en una nube de ese mismo septiembre. «No», dijo mi
madrastra. Y después, volviendo a su labor, sintiendo pasar por su frente ocho
años de recuerdos amargos: «No permita Dios que alguien vuelva a entrar en ese
aposento.»
Martín
había vuelto en julio, pero no se había hospedado en la casa. Le gustaba
recostarse contra los tiestos del pasamano y quedarse mirando hacia el otro
lado. Le gustaba decir: «Me quedaría a vivir en Macondo para toda la vida.» En
las tardes salíamos con mi madrastra a las plantaciones. Regresábamos a la hora
de la comida, antes de que se encendieran las luces del pueblo. Entonces me
decía: «Aunque no fuera por ti, me quedaría a vivir en Macondo de todos modos.»
Y también eso, en la manera de decirlo, parecía verdad.
Para
ese tiempo hacía cuatro años que el doctor había abandonado nuestra-casa. Y fue
precisamente la tarde en que empezamos a coser el traje de novia —esa tarde
sofocante en que le dije lo del cuartito para Martín— cuando mi madrastra me
habló por primera vez de sus extrañas costumbres.
—Hace cinco años —dijo—, todavía estaba allí, encerrado
como un animal. Porque no sólo era eso: un animal, sino algo más: un animal
herbívoro, un rumiante como cualquier buey de yunta. Si se hubiera casado con
la hija del peluquero, con la mosquita muerta que le hizo creer al pueblo esa
gran mentira de que había concebido después de una turbia luna de miel con los
espíritus, es posible que nada de esto hubiera sucedido. Pero' dejó de ir a la
peluquería intempestivamente y hasta mostró una transformación de última hora
que no era sino un nuevo capítulo en la realización metódica de su plan
espantoso. Sólo a tu papá pudo ocurrírsele que después de eso, siendo un hombre
de tan bajas costumbres, debía permanecer en nuestra casa, viviendo como un
animal, escandalizando el pueblo, dando motivos para que se hablara de nosotros
como de quien está practicando un permanente desafío a la moral y las buenas
costumbres. Lo que él estaba planeando, había de culminar con la mudanza de
Meme. Pero ni siquiera reconoció tu padre las alarmantes proporciones de su
error.
—No
he oído nada de eso —dije. Las cigarras habían instalado un aserradero en el
patio. Mi madrastra hablaba, sin dejar de coser, sin levantar la vista del
tambor sobre el cual estaba
grabando
símbolos, bordando laberintos blancos. Decía: «Esa noche estábamos sentados a
la mesa (todos menos él, porque desde la tarde en que regresó por última vez de
la peluquería no hacía la comida de la tarde) cuando Meme vino a servirnos.
Estaba demudada. "¿Qué te pasa, Meme?", le dije. "Nada, señora.
¿Por qué?" Pero nosotros sabíamos que no estaba bien, porque vacilaba
junto a la lámpara y toda ella tenía un aspecto enfermizo. "Por Dios,
Meme, que tú no estás bien", dije. Y ella se sostenía a medias, como le
era posible, hasta cuando se dio vuelta hacia la cocina con la bandeja.
Entonces tu padre, que la observaba durante todo el tiempo, le dijo: "Si
no se siente bien, que se acueste." Y ella no dijo nada. Siguió con la
bandeja, de espaldas a nosotros, hasta cuando sentimos el estrépito de la loza
haciéndose añicos. Meme estaba en el corredor, sosteniéndose en la pared con
las uñas. Entonces fue cuando tu padre fue a buscarlo a ese aposento para que
atendiera a Meme.»
En ocho años que llevaba de estar en nuestra casa —decía
mi madrastra— nunca habíamos solicitado sus servicios para nada grave. Las
mujeres fuimos al cuarto de Meme, la friccionamos con alcohol, y aguardamos a
que volviera tu padre. Pero no vinieron, Isabel. No vino a ver a Meme a pesar
de que el hombre que lo alimentó durante ocho años, le dio habitación y lavado
de ropa, había ido a buscarlo personalmente. Cada vez que lo recuerdo pienso
que su venida fue un castigo de Dios. Pienso que toda esa hierba que le dimos
durante ocho años, todos esos cuidados, toda esa solicitud, fueron una prueba
de Dios para darnos una lección de prudencia y desconfianza del mundo. Era como
si hubiéramos cogido ocho años de hospedaje, de alimentos, de ropa limpia, y se
lo hubiéramos echado a los cerdos. Meme se estaba muriendo (por lo menos eso
creíamos nosotras) y él, allí mismo, seguía encerrado, ne-gándose a cumplir con
lo que ya no era una obra de caridad, sino de decencia, de agradeci-miento, de
simple consideración hacia sus protectores.
Sólo a la medianoche llegó tu padre, decía. Dijo
flojamente: «Que le den fricciones de alcohol, pero que no la purguen.» Y yo
sentí como si me hubiera abofeteado. Meme había reaccionado con nuestras
fricciones. Enfurecida, grité: «Sí. Alcohol, eso es. Ya la friccionamos y está
mejor. Pero para hacer eso no hemos tenido necesidad de vivir ocho años de
gorra.» Y tu padre, todavía condescendiente, todavía con esa tontería
conciliatoria: «No es nada serio. Algún día te darás cuenta de eso.» Como si el
otro fuera adivino.
Esa
tarde, por la vehemencia de su voz, por la exaltación de sus palabras, parecía
como si mi madrastra estuviera viviendo de nuevo los episodios de aquella noche
remota en que el doctor rehusó atender a Meme. El romero parecía sofocado por
la cegadora claridad de septiembre, por el sopor de las cigarras, por el jadeo
de los hombres que trataban de desmontar una puerta en el vecindario.
—Pero
un domingo de ésos Meme fue a misa emperifollada como una señora de lo mejor —
dijo. «Recuerdo como ahora que tenía una sombrilla de colores cambiantes.»
—Meme. Meme. Eso también fue un castigo de Dios. En eso
de que la sacáramos de donde sus padres la estaban matando de hambre, la
atendiéramos, le diéramos techo, alimentación y nombre, también intervino la
mano de la Providencia. Cuando la vi en la puerta el día siguiente, esperando a
que uno de los guajiros le llevara el baúl, ni yo misma sabía adonde iba.
Estaba transformada y seria, allí mismo (me parece que la estuviera viendo),
parada junto al baúl, hablando con tu padre. Todo se hizo sin consultarlo conmigo,
Chabela; como si yo fuera un monicongo pintado en la pared. Antes de que yo
pudiera preguntar qué estaba pasando, por qué estaban sucediendo cosas extrañas
en mi propia casa sin que yo lo supiera, tu padre había venido a decirme: «No
tienes nada que preguntarle a Meme. Ella se va pero tal vez vuelva dentro de
algún tiempo.» Yo le pregunté para dónde iba y él no me respondió. Se fue
arrastrando los zuecos, como si yo no fuera su esposa, sino cualquier monicongo
pintado en la pared.
—Sólo
dos días después —decía—, supe que el otro se. había ido en la madrugada y ni
siquiera había tenido la decencia de despedirse. Había entrado como Pedro en su
casa y ocho años después salía como Pedro de la suya, sin despedirse, sin decir
nada. Ni más ni menos que como lo habría hecho un ladrón. Yo pensé que tu padre
lo había despedido por haberse negado a atender a Meme. Pero cuando le hice la
pregunta, ese mismo día, se limitó a responder: «Tú y yo tenemos que hablar
largo de eso.» Y han transcurrido cinco años sin que haya vuelto a tocarme el
punto.
—Sólo con tu padre y en una casa desordenada como ésta,
en la que cada cual hace las cosas por su cuenta, podía suceder una cosa así.
En Macondo no se hablaba de nada distinto, cuando yo ignoraba todavía que Meme
se había presentado a la iglesia, adornada como una cualquiera elevada a la
categoría de señora, y que j tu padre había tenido el descaro de sacarla de
brazo por la plaza. Entonces fue cuando supe que no estaba tan lejos como yo
creía, sino
que
vivía en la casa de la esquina con el doctor. Se habían ido a vivir juntos,
como dos cerdos, sin pasar siquiera por la puerta de la iglesia, a pesar de que
ella era mujer bautizada. Un día le dije a tu padre: «También esta herejía la
castigará Dios.» Y él no dijo nada. Seguía siendo el mismo hombre tranquilo de
siempre, después de haber patrocinado el concubinato público y el escándalo.
Sin embargo, ahora estoy complacida de que las cosas
hubieran sucedido de ese modo, a cambio de que el doctor abandonara nuestra
casa. Si aquello no hubiera ocurrido, todavía estaría en el cuartito. Pero
cuando supe que lo había abandonado y que se llevaba a la esquina sus
porquerías y ese baúl que no cabía por la puerta de la calle, me sentí más
tranquila. Ése era mi triunfo, aplazado ocho años.
Dos
semanas después Meme había abierto la tienda y hasta tenía máquina de coser.
Había comprado una Domestic nueva con el dinero que él acumuló en esta casa. Yo
consideraba eso como una afrenta y así se lo dije a tu padre. Pero aunque él no
respondía a mis protestas, se observaba que más que arrepentido estaba
satisfecho de su obra, 'como si hubiera salvado su alma oponiendo a las
conveniencias y la honra de esta casa su proverbial tolerancia, su comprensión,
su liberalidad. Y hasta un poco de insensatez. Le dije: «Has echado a los
cerdos lo mejor de tus creencias.» Y él, como siempre:
8
Diciembre
llegó como una primavera imprevista, como descrito en un libro. Y con él llegó
Martín. Apareció en la casa después del almuerzo con una maleta plegable,
todavía con el saco de cuatro botones, ahora limpio y recién aplanchado. Nada
me dijo, porque fue directamente a la oficina de mi padre, a conversar con él.
La fecha de la boda había sido fijada desde julio. Pero a los dos días de la
llegada de Martín en diciembre, mi padre llamó a mi madrastra a la oficina para
decirle que la boda debía realizarse el lunes. Era sábado.
Mi
traje estaba concluido. Martín había estado en la casa todos los días, hablaba
con mi padre y éste nos comunicaba sus impresiones a la hora de las comidas. Yo
no conocía a mi novio. No había estado sola con él en ningún momento. Sin
embargo, Martín parecía vinculado a mi padre por una entrañable y sólida
amistad y éste hablaba de aquél, como si fuera él y no yo quien iba a casarse
con Martín.
Yo no
sentía ninguna emoción ante la cercanía de mi boda. Seguía envuelta en esa
nebulosa gris a través de la cual Martín venía, derecho y abstracto, moviendo
los brazos al hablar, abotonando y desabotonando su saco de cuatro botones. El
domingo almorzó con nosotros'. Mi madrastra dispuso los puestos en la mesa de
manera que Martín quedara junto a mi padre, separado tres puestos del mío. En
el almuerzo mi madrastra y yo nos dirigimos muy pocas palabras. Mi padre y
Martín conversaban sobre sus negocios; y yo, sentada tres puestos más allá,
veía al hombre que un año después sería el padre de mi hijo y a quien no me
vinculaba ni siquiera una amistad superficial.
En la
noche del domingo me puse el traje de novia en la alcoba de mi madrastra. Me
veía pálida y limpia frente al espejo, envuelta en la nube de polvorienta
espumilla que me recordaba al fantasma de mi madre. Me decía frente al espejo:
«Ésa soy yo, Isabel. Estoy vestida de novia, para casarme por la madrugada.» Y
me desconocía a mí misma; me sentía desdoblada en el recuerdo de mi madre
muerta. Meme me había hablado de ella, en esta esquina, pocos días antes. Me
dijo que después de mi nacimiento, mi madre fue vestida con sus prendas
nupciales y colocada en el ataúd. Y ahora, viéndome en el espejo, yo veía los
huesos de mi madre cubiertos por el verdín sepulcral, entre un montón de espuma
rota y un apelmazamiento de polvo amarillo. Yo estaba fuera del espejo. Adentro
estaba mi madre, viva otra vez, mirándome, extendiendo los brazos desde su
espacio helado, tratando de tocar .la muerte que prendía los primeros alfileres
de mi corona de novia. Y detrás, en el centro de la alcoba, mi padre serio,
perplejo: «Ahora está exacta a ella, con ese traje.»
Esa noche recibí la primera, la última y la única carta
de amor. Un mensaje de Martín escrito a lápiz en el revés del programa de cine.
Decía: «Como me será imposible llegar a tiempo esta noche, me confesaré por la
madrugada. Dígale al coronel que lo hablado está casi conseguido, que por eso
no puedo ir ahora. ¿Muy asustada? Ai.» Con el harinoso sabor de esta carta me
fui a la alcoba y todavía estaba amargo mi paladar cuando desperté, pocas horas
después, sacudida por mi madrastra.
Pero en realidad
transcurrieron muchas horas antes de que despertara por completo. Yo me
sentía otra vez con, el
traje de novia en una madrugada fresca y húmeda, olorosa a almizcle. Sentía la
sequedad en la boca, como cuando se va de viaje y la saliva se resiste a
humedecer el pan. Los padrinos estaban en la sala desde las cuatro. Yo los
conocía a todos, pero ahora los veía transformados y nuevos, los hombres
vestidos de paño y las mujeres hablando, con los sombreros puestos, llenando la
casa con el vapor denso y enervante de sus palabras.
La
iglesia estaba vacía. Algunas mujeres se volvieron a mirarme cuando atravesé la
nave central como un mancebo sagrado hacia la piedra de los sacrificios. El
Cachorro, flaco y digno, la única persona que tenía contornos de realidad en
aquella turbulenta y silenciosa pesadilla, descendió por las gradas y me
entregó a Martín con cuatro movimientos de sus manos escuáli-das. Martín estaba
a mi lado, tranquilo y sonriente, como lo vi en el velorio del niño de
Paloquemado, pero ahora con el cabello corto, como para demostrarme que el
mismo día de la boda se había esmerado en ser todavía más abstracto de lo que
ya lo era naturalmente en los días ordinarios.
Esa madrugada, ya de regreso a casa, después de que los
padrinos tomaron el desayuno y re-partieron las frases habituales, mi esposo
salió a la calle y no regresó hasta después de la sies - ta. Mi padre y mi
madrastra aparentaron no darse cuenta de mi situación. Dejaron transcurrir el
día sin alterar el orden de las cosas, de manera que nada permitiera sentir el
soplo extraordinario de aquel lunes. Me deshice del traje de novia, hice con él
un envoltorio y lo guardé en el fondo del ropero acordándome de mi madre,
pensando: Al menos estos trapos me servirán de mortaja.
El
desposado irreal regresó a las dos de la tarde y dijo que había almorzado.
Entonces me pareció, viéndolo venir, con el pelo cortado, que diciembre había
dejado de ser un mes azul. Martín se sentó a mi lado y estuvimos un momento sin
hablar. Por primera vez desde mi nacimiento sentí miedo de que empezara a anochecer.
Debí de manifestarlo en algún gesto, porque repentinamente Martín pareció
vivir, se inclinó sobre mi hombro; dijo: «¿En qué estás pensando?» Yo sentí que
algo se torcía en mi corazón: el desconocido empezaba a tutearme. Miré hacia
arriba, hacia donde diciembre era una gigantesca bola brillante, un luminoso
mes de vidrio; dije: «Estoy pensando que lo único que falta ahora es que
empiece a llover.»
La última noche que hablamos en el corredor, había más
calor que de costumbre. Pocos días después él regresaría para siempre de la
peluquería y se encerraría en el cuarto. Pero aquella última noche del
corredor, una de las más cálidas y densas que recuerda mi memoria, él se mostró
comprensivo, como en muy pocas ocasiones. Lo único que parecía vivir, en medio
de aquel horno inmenso, era la sorda reverberación de los grillos soliviantados
por la sed de la naturaleza, y la minúscula, insignificante y sin embargo
desmedida actividad del romero y el nardo, ardiendo en el centro de la hora
desierta. Ambos permanecimos callados un instante, sudando esa sustancia gorda
y viscosa que no es sudor sino la suelta baba de la materia viva en
descomposición. A veces él miraba las estrellas, el cielo desolado a fuerza de
esplendor estival; permanecía después silencioso, como entregado por entero al
tránsito de aquella noche monstruosamente viva. Permanecimos así, pensativos,
frente a frente, él en su asiento de cuero, yo en el mecedor. De pronto, al
paso de una ala blanca, lo vi con la cabeza triste y sola ladeada sobre el hombro
izquierdo. Me acordé de su vida, de su soledad, de sus espantosos disturbios
espirituales. Me acordé de la indiferencia atormentada con que asistía al
espectáculo de la vida. Antes me había sentido vinculado a él por sentimientos
complejos,,en ocasiones contradictorios y tan variables como su personalidad.
Pero en aquel instante no tuve la menor duda de que había empezado a quererlo
entrañablemente. Creí descubrir en mi interior esa misteriosa fuerza que desde
el primer momento me indujo a protegerlo y sentí en carne viva el dolor de su
cuartito sofocante y oscuro. Lo vi sombrío y derrotado, apabullado por las
circunstancias. Y súbitamente, a una nueva mirada de sus duros y penetrantes
ojos amarillos, tuve la certeza de que el secreto de su laberíntica soledad me
había sido revelado por la tensa pulsación de la noche. Antes de que yo mismo
hubiera tenido tiempo de pensar por qué lo hacía, le pregunté:
—Dígame una cosa,
doctor: ¿Usted cree en Dios?
e1 me
miró. El cabello le caía sobre la frente y ardía todo él en una especie de
sofocación interior, pero todavía no mostraba su semblante sombra alguna de
emoción o desconcierto. Dijo, enteramente recobrada su parsimoniosa voz de
rumiante:
—Es
la primera vez que alguien me hace esa pregunta. —Y usted mismo, doctor, ¿se la
ha hecho alguna vez?
No
pareció indiferente ni preocupado. Pareció apenas interesado en mi persona. Ni
siquiera en mi pregunta y mucho menos en la intención de ella.
—Es difícil saberlo
—dijo.
—Pero
¿no le produce temor una noche como ésta? ¿No tiene usted la sensación de que
hay un hombre más grande que todos caminando por las plantaciones, mientras
nada se mueve y todas las cosas parecen perplejas ante el paso del hombre?
Ahora
guardó silencio. Los grillos llenaban el ámbito, más allá del tibio olor vivo y
casi humano que se levantaba del jazminero sembrado a la memoria de mi primera
esposa. Un hombre sin medidas estaba caminando, solo, a través de la noche.
—No
creo que me desconcierte nada de eso, coronel. —Y ahora parecía perplejo, él
también, como las cosas, como el romero y el nardo en >u ardiente sitio. «Lo
que me desconcierta», dijo, y se quedó mirándome a los ojos, concretamente, con
dureza: «Lo que me desconcierta es que exista una persona como usted capaz de
.decir con seguridad que se da cuenta de ese hombre que camina en la noche.»
—Nosotros
procuramos salvar el alma, doctor. Ésa es la diferencia.
Y
entonces fui más allá de donde me proponía. Dije: «Usted no lo oye porque es
ateo.» Y él, sereno, imperturbable:
—Créame
que no soy ateo, coronel. Lo que sucede es que me desconcierta tanto pensar que
Dios existe, como pensar que no existe. Entonces prefiero no pensar en eso.
No sé por qué tenía el presentimiento de que era
exactamente eso lo que me iba a responder. «Es un desconcertado de Dios»,
pensé, oyendo lo que él acababa de decirme espontáneamen-te, con claridad, con
precisión, como si lo hubiera leído en un libro. Yo seguía embriagado por el
sopor de la noche. Me sentía metido en el corazón de una inmensa galería de
imágenes proféticas.
Allí,
detrás del pasamano, estaba el jardincillo que Adelaida y mi hija cultivaban.
Por eso ardía el romero, porque ellas lo fortalecían todas las mañanas con sus
cuidados, para que en noches como ésa su ardiente vapor transitara por la casa
e hiciera más reposado el sueño. El jazminero mandaba su insistente tufo y
nosotros lo recibíamos porque tenía la edad de Isabel, porque en cierta manera
aquel olor era una prolongación de su madre. Los grillos estaban en el patio,
entre los arbustos, porque olvidamos limpiar la maleza cuando dejó de llover.
Lo único increíble, maravilloso, era que él estaba allí, con su enorme pañuelo
ordinario, secándose la frente abrillantada por el sudor. Después de una nueva
pausa, dijo:
—Me gustaría saber por
qué me hizo esa pregunta, coronel.
«Se me
ocurrió de pronto», dije yo. «Tal vez sea que desde hace siete años estoy
deseando saber qué piensa un hombre como usted.»
Yo
también me enjugaba el sudor. Decía:
—O tal
vez sea que me preocupo por su soledad. —Esperé una respuesta que no hubo. Lo
vi frente a mí, todavía triste y solo. Me acordé de Macondo, de la locura de su
gente que quemaba billetes en las fiestas; de la hojarasca sin dirección que lo
menospreciaba todo, que se revolcaba en su ciénaga de instintos y encontraba en
la disipación el sabor apetecido. Me acordé de su vida antes de que llegara la
hojarasca. Y de su vida posterior, de sus perfumes baratos, de sus viejos
zapatos lustrados, del chisme que le perseguía, como una sombra ignorada por él
mismo.
Dije:
—Doctor,
¿usted no ha pensado nunca en tener una mujer?
Y
antes de que yo acabara de preguntarle, él estaba respondiendo, iniciando uno
de sus largos habituales rodeos:
—Usted
quiere mucho a su hija, coronel. ¿No? Respondí que eso era natural. Él siguió
hablando:
—Bueno.
Pero usted es distinto. A nadie le gusta más que a usted clavar sus propios
clavos. Yo lo he visto poniéndole bisagras a una puerta cuando hay varios
hombres a su servicio que podrían hacerlo por usted. Le gusta eso. Creo que su
felicidad consiste en andar por la casa con una caja de herramientas, buscando
dónde hay una pieza por arreglar. Usted es capaz de agradecerle a uno que le
descomponga las bisagras, coronel. Lo agradece porque se le da en esa forma una
oportunidad para ser feliz.
«Es
una costumbre», dije yo, sin saber qué rumbos perseguía él. «Dicen que mi madre
era lo mismo.»
Él
había reaccionado. Su actitud era pacífica, pero férrea.
—Muy
bien —dijo-. Esa costumbre es buena. Es además la felicidad menos costosa que
he conocido. Por eso tiene una casa como la que tiene y ha criado a su hija en
esa forma. Digo que debe ser bueno tener una hija como la suya.
Todavía
ignoraba yo los propósitos de ese largo rodeo. Pero aun ignorándolo pregunté:
—Y usted, doctor, ¿no ha pensado en lo bueno que sería para usted tener una
hija?
—-Yo
no, coronel —dijo. Y sonrió pero tornó a ponerse serio de inmediato—. Mis hijos
no serían como los suyos.
Entonces
no quedó en mí el menor rastro de duda: él hablaba con seriedad y esa seriedad,
esa situación, me parecieron espantosas. Yo pensaba: Es más digno de lástima
por esto que por todo lo demás. Merecía protección, pensaba. —¿Usted
ha oído hablar de El Cachorro? —le pregunté.
Respondió
que no. Yo dije: «El Cachorro es el párroco, pero más que eso es un amigo de
todo el mundo. Usted debe conocerlo.»
—Ah,
sí, sí —dijo él—. Él también tiene hijos, ¿no?
—No es
eso lo que me interesa ahora —dije yo—. La gente inventa chismes a El Cachorro
porque lo quieren mucho. Pero allí tiene usted un caso, doctor. El Cachorro
está muy lejos de ser un rezandero, un santurrón como decimos. Es un hombre
completo que cumple con sus deberes como un hombre.
Ahora
oía con atención. Permanecía silencioso, concentrado, fijos en los míos sus
duros ojos amarillos. Dijo: «Eso es bueno, ¿no?»
—Creo que El Cachorro va a ser santo —dije yo. Y en eso
también era sincero—. Nunca habíamos visto en Macondo nada igual. Al principio
se le tuvo desconfianza porque es de aquí, porque los viejos lo recuerdan
cuando salía a coger pájaros como todos los muchachos. Peleó en la guerra, fue
coronel y eso era una dificultad. Usted sabe que la gente no respeta a los veteranos
por lo mismo que respeta a los sacerdotes. Además, no estábamos acostumbrados a
que se nos leyera el almanaque Bristol en vez de .los .Evangelios.
Sonrió.
Aquello debía resultarle tan gracioso como a nosotros durante los primeros
días. Dijo: «Es curioso, ¿no?»
—El
Cachorro es así. Prefiere orientar al pueblo en relación con los fenómenos
atmosféricos. Tiene una preocupación casi teológica por las tempestades. Todos
los domingos habla de ellas. Y su prédica, por eso, no se basa en los
Evangelios, sino en las predicciones atmosféri-cas del almanaque Bristol.
Ahora
estaba sonriente y escuchaba con una atención dinámica y complacida. Yo también
me sentía entusiasmado. Dije: «Todavía hay algo que a usted le interesa,
doctor. ¿Sabe desde cuándo está El Cachorro en Macondo?» Él dijo que no.
—Llegó
por casualidad el mismo día que usted —dije yo—. Y todavía algo más curioso: Si
usted tuviera un hermano mayor, estoy seguro de que sería igual a El Cachorro.
Físicamente, claro.
Ahora
no parecía pensar en otra cosa.
Yo advertí en su seriedad, en su atención concentrada y
tenaz, que había llegado el instante de decirle lo que me proponía:
—Pues
bien, doctor —dije—. Hágale una visita a El Cachorro y se dará cuenta de que
las cosas no son como usted las ve.
9
Frío,
silencioso, dinámico, el candado elabora su herrumbre. Adelaida lo puso en el
cuartito cuando supo que el doctor se vino a vivir con Meme. Mi esposa
consideró esa mudanza como un triunfo suyo, como la culminación de una labor
sistemática, tenaz, iniciada por ella desde el mismo momento en que yo dispuse
que él viviera entre nosotros. Diecisiete años después, el candado sigue
guardando el aposento.
Si en mi actitud, inmodificada durante ocho años, pudo
haber algo indigno a los ojos de los hombres, o ingrato a los de Dios, mi
castigo iba a sobrevenir mucho antes de mi muerte. Tal vez me correspondía
expiar en la vida lo que yo consideré como un deber de humanidad, como una
obligación cristiana. Porque no había empezado a acumularse la herrumbre en el candado
cuando Martín estaba en mi casa con una cartera atiborrada de proyectos, de
cuya autenticidad nada he podido saber, y la firme disposición de casarse con
mi hija. Llegó a mi casa con un saco de cuatro botones, segregando juventud y
dinamismo por todos los poros, envuelto en una luminosa atmósfera de simpatía.
Se casó con Isabel en diciembre, hace ahora once años. Han transcurrido nueve
desde cuando se fue con la cartera llena de obligaciones firmadas por mí, y
prometió volver tan pronto corrió realizara la operación que se había propuesto
y para la cual contaba con el respaldo de mis bienes. Han transcurrido nueve
años pero no por ello tengo derecho a pensar que era un estafador. No tengo
derecho a pensar que su matrimonio
Pero
ocho años de experiencia habían servido de algo. Martín habría ocupado el
cuartito. Ade-laida se opuso. Su oposición fue esta vez férrea, decidida,
irrevocable. Yo sabía que mi mujer no habría tenido el menor inconveniente en
arreglar la caballeriza como una alcoba nupcial, an-tes de permitir que los
desposados ocuparan el cuartito. Esta vez acepté sin vacilaciones su punto de
vista. Ése era mi reconocimiento a su triunfo aplazado durante ocho años. Si
ambos nos equivocamos al confiar en Martín, corre como error compartido. No hay
triunfo ni derrota para ninguno de los dos. Sin embargo, lo que venía después
estaba más allá de nuestras fuerzas, era como los fenómenos atmosféricos
anunciados en el almanaque, que han de cum-plirse fatalmente.
Cuando
le dije a Meme que abandonara nuestra casa, que siguiera el rumbo que
consideraba más conveniente a su vida; y después, aunque Adelaida me echó en
cara mis debilidades y fla-quezas, yo he podido rebelarme, imponer mi voluntad
por encima de todo (siempre lo había hecho así) y ordenar las cosas a mi manera.
Pero
algo me indicaba que era impotente ante el curso que iban tomando los
acontecimientos. No era yo quien disponía las cosas en mi hogar, sino otra
fuerza misteriosa, que ordenaba el curso de nuestra existencia y de la cual no
éramos otra cosa que un dócil e insignificante ins-trumento. Todo parecía
obedecer entonces al natural y eslabonado cumplimiento de una profecía.
Por la manera como abrió Meme el botiquín (en su fondo,
todo el mundo debía saber que una mujer laboriosa que de la noche a la mañana pasa
a ser concubina de un médico rural, termina, tarde o temprano, atendiendo un
botiquín) supe que él había logrado acumular en nuestra casa mayor cantidad de
dinero de la que habría podido calcularse, y que lo tenía en la gaveta, en
billetes y monedas sin manosear, que tiraba al descuido en la caja desde los
tiempos en que atendió a las consultas.
Cuando
Meme abrió el botiquín, se suponía que él estaba aquí, en la trastienda,
acorralado quién sabe por qué implacables bestias proféticas. Se sabía que no tomaba
alimentos de la calle, que había plantado un huerto y que Meme compraba durante
los primeros meses un pedazo de carne, para ella, pero que un año después había
desistido de esa costumbre, quizá porque el contacto directo con su hombre
terminó por volverla vegetariana. Entonces se encerraron los dos, hasta cuando
las autoridades forzaron las puertas, registraron la casa y picaron el huerto,
tratando de localizar el cadáver de Meme.
Se
suponía que estaba aquí, encerrado, meciéndose en su hamaca vieja y raída. Pero
yo sabía, aun en esos meses en que no se esperó su retorno al mundo de los
vivos, que su im-penitente encierro, su sorda batalla con la amenaza de Dios
había de culminar mucho antes de que sobreviniera su muerte. Sabía que tarde o
temprano había de salir, porque no hay hombre que pueda vivir media vida en el
encierro, alejado de Dios, sin salir intempestivamente a rendirle al primer
hombre que encuentre en la esquina, sin el menor esfuerzo, las cuentas que ni
los grillos y el cepo; ni el martirio del fuego y el agua; ni la tortura de la
cruz y el torno; mi la madera y los hierros candentes en los ojos y la sal
eterna en la lengua y el potro de los tormentos; ni los azotes y las parrillas
y el amor, le habrían hecho rendir a sus inquisidores. Y esa hora vendría para
él, pocos años antes de su muerte.
Yo conocía esa verdad desde antes, desde la última noche
en que conversamos en el corredor, y después, cuando lo busqué en el cuartito
para que atendiera a Meme. ¿Habría podido yo oponerme a su deseo de vivir con
ella, en calidad de marido y mujer? Antes tal vez habría podido. Ahora no,
porque otro capítulo de la fatalidad había empezado a cumplirse desde hacía
tres meses.
Esa
noche no ocupaba la hamaca. Se había tendido de espaldas en el catre y yacía
con la cabeza echada hacia atrás, fijos los ojos en el lugar en que habría
estado el techo de ser más intensa la luz de la palmatoria. Tenía bombilla
eléctrica en el cuarto pero nunca la usó. Prefería yacer en la penumbra, con
los ojos fijos en la oscuridad. No se movió cuando entré en la habitación, pero
advertí que desde el momento en que pisé el umbral empezó a no sentirse solo.
Entonces dije: «Si no es mucha molestia, doctor. Parece que la guajira no se
siente bien.» Él se incorporó en la cama. Un momento antes no se sentía solo en
la habitación, Ahora sabía que era yo quien se encontraba en ella. Sin duda
eran dos sensaciones enteramente distintas, porque sufrió una inmediata
transformación, se alisó el cabello y permaneció sentado al borde de la cama,
esperando.
—Es
Adelaida, doctor. Desea que usted vaya a ver a Meme —dije.
Y él,
sentado, con su parsimoniosa voz de rumiante, me respondió con un impacto: —No
será necesario. Lo que pasa es que ella está embarazada.
Después
se inclinó, hacia adelante, pareció examinar mi rostro, y dijo: «Hace años que
Meme se acuesta conmigo.»
Debo
confesar que no me sentí sorprendido. No sentí desconcierto, perplejidad ni
cólera.
No
sentí nada. Tal vez su confesión era demasiado grave, a mi modo de ver, y se
salía de los cauces normales de mi comprensión. Yo continuaba quieto, de pie,
inmutable, tan frío como él, como su parsimoniosa voz de rumiante. Después,
cuando transcurrió un silencio largo y él estaba todavía sentado en el catre,
sin moverse, como esperando a que yo tomara la primera determinación, comprendí
en toda su intensidad lo que él acababa de decirme. Pero entonces era demasiado
tarde para desconcertarme.
—Desde
luego que usted se da cuenta de la situación, doctor. —Esto fue todo lo que
pude decir. Él dijo:
—Uno
toma sus precauciones, coronel. Cuando se corre un riesgo, uno sabe cómo lo
corre. Si algo falla es porque había algo imprevisto, fuera del alcance de uno.
Yo
conocía esa clase de rodeos. Como siempre ignoraba adonde pensaba llegar. Rodé
una silla y me senté frente a él. Entonces abandonó el catre, apretó la hebilla
del cinturón, se subió y ajustó los pantalones. Desde el extremo del cuarto
siguió hablando. Dijo:
—Tan
cierto es que he tomado mis precauciones, que es la segunda vez que está
embarazada. La primera fue hace año y medio y ustedes no pudieron darse cuenta
de nada. Seguía hablando sin emoción, moviéndose otra vez hacia el catre. En la
oscuridad yo sentía sus pasos lentos y firmes sobre el enladrillado. Decía:
—Pero era que entonces ella estaba dispuesta a todo.
Ahora no. Hace dos meses me dijo que otra vez estaba encinta y yo le dije lo
mismo que en la primera ocasión: ven esta noche para prepararte lo mismo. Ella
me dijo ese día que ahora no, que al día siguiente. Cuando fui a tomar el café
a la cocina, le dije que la estaba esperando, pero ella dijo que no volvería
jamás. Había llegado frente al catre, pero no se sentó. Me dio de nuevo la
espalda e inició otra vuelta alrededor del cuarto. Yo le oía hablar. Sentía el
flujo y el reflujo de su voz, como si me hablara mientras se mecía en la
hamaca. Decía las cosas con calma, pero con seguridad. Yo sabía que habría sido
inútil tratar de interrumpirlo. Lo oía nada más. Y él decía:
—Sin
embargo, vino dos días después. Yo tenía todo preparado. Le dije que se sentara
ahí y fui a la mesa por el vaso. Entonces, cuando le dije tómatelo, fue cuando
me di cuenta que esta vez no lo haría. Me miró sin sonreír y dijo con un tonito
de crueldad: «Éste no lo voy a botar, doctor. Éste lo voy a parir para
criarlo.»
Yo me
sentí exasperado por su serenidad. Le dije: «Eso no justifica nada, doctor.
Usted no ha hecho otra cosa que una acción indigna dos veces; primero por las
relaciones dentro de mí propia casa, después por el aborto.»
—Pero usted ha visto que hice todo lo que podía, coronel.
Era lo más que podía hacer. Después, cuando vi que la cosa no tenía remedio, me
dispuse a hablar con usted. Iba a hacerlo un día de éstos.
—Supongo
que usted sabe que sí hay un remedio para esta clase de situaciones, cuando
realmente se quiere lavar la afrenta. Usted sabe cuáles son los principios de
quienes vivimos en esta casa —dije.
Y él
dijo:
—No
quiero ocasionarle ninguna molestia, coronel. Créamelo. Lo que iba a decirle
era esto: me llevaré a la guajira a vivir en la casa que está desocupada en la
esquina.
—En
concubinato público, doctor —dije yo—. ¿Sabe lo que eso significa para
nosotros? Él retornó entonces al catre. Se sentó, se inclinó hacia adelante y
habló con los codos apo-
yados
en los muslos. Su acento se tornó diferente. Al principio era frío. Ahora
empezaba a ser cruel y desafiante. Dijo:
—Estoy
proponiéndole la única solución que no le crearía a usted ninguna incomodidad,
coronel. La otra sería decir que el hijo no es mío.
—Meme
lo diría —dije yo. Empezaba a sentirme indignado. Su manera de expresarse,
ahora resultaba demasiado desafiante y agresiva para que yo la recibiera con serenidad.
Pero él, duro, implacable, dijo:
Créame
con absoluta seguridad que Meme no lo diría. Porque estoy seguro de eso le digo
que me la llevaré a la esquina, sólo para evitarle inconvenientes a usted. Nada
más, coronel. Con tanta seguridad se había atrevido a negar que Meme pudiera
atribuirle la paternidad de su hijo, que me sentí ahora sí desconcertado. Algo
me hacía pensar que su fuerza estaba arraigada mucho más abajo de las palabras.
Dije:
—Nosotros
confiamos en Meme como en nuestra hija, doctor. En este caso, ella estaría de
nuestra parte.
—Si
usted supiera lo que yo sé, no hablaría en esa forma, coronel. Perdone que se
lo diga así, pera si usted compara a la india con su hija, ofende a su hija.
—Usted
no tiene motivos para decir eso —dije yo.
Y él
respondió, todavía con esa amarga dureza en la voz: «Los tengo. Y cuando le
digo que ella no puede decir que yo soy el padre de su hijo, también tengo
motivos para eso.»
Echó
la cabeza hacia atrás. Respiró hondo, dijo:
—Si usted tuviera tiempo para vigilar a Meme cuando sale
de noche, ni siquiera me exigiría que la lleve conmigo. En este caso el que
corre el riesgo soy yo, coronel. Me echo encima un muerto para evitarle
incomodidades.
Entonces
comprendí que no pasaría con Meme ni por las puertas de la iglesia. Pero lo
grave es que, después de sus últimas palabras, yo no me habría arriesgado a
correr con lo que más tarde habría podido ser una tremenda carga para la
conciencia. Había varias cartas a mi favor. Pero la única que él tenía le
habría bastado para hacer una apuesta contra mi conciencia. —Muy bien, doctor
dije—. Esta misma noche me encargaré de que le arreglen la casa de la esquina.
Pero, de todos modos, quiero dejar constancia de que lo echo de mi casa,
doctor. Usted no sale por su propia voluntad. El coronel Aureliano Buendía le
habría hecho pagar bien cara la forma en que usted corresponde a su confianza.
Y
cuando yo esperaba haber soliviantado sus instintos y aguardaba el desencadenamiento
de sus oscuras fuerzas primarias, él me echó encima todo el peso de su
dignidad.
—Usted
es un hombre decente, coronel —dijo—. Todo el mundo lo sabe y he vivido en esta
casa lo suficiente como para que usted no necesite recordármelo.
Cuando
se puso en pie, no parecía triunfante. Parecía apenas satisfecho de haber
podido co-rresponder a nuestras atenciones de ocho años. Era yo quien se sentía
trastornado, culpable. Esa noche, viendo los gérmenes de la muerte que hacían
visibles progresos en sus duros ojos amarillos, comprendí que mi actitud era
egoísta y que por esa sola mancha de mi conciencia me correspondería sufrir en
el resto de mi vida una tremenda expiación. Él, en cambio, estaba en paz
consigo mismo; decía:
10
Mi
abuelo ha vuelto junto a mamá. Ella está sentada, completamente abstraída. El
traje y el sombrero están aquí, en la silla, pero en ellos mi madre ha dejado
de estar. Mi abuelo se acer-ca, la ve abstraída, y mueve el bastón frente a sus
ojos, diciendo: «Despierte, niña.» Mi madre ha pestañeado, ha sacudido la
cabeza. «¿En qué está pensando?», dice mi abuelo. Y ella, sonriendo
laboriosamente: «Estaba pensando en El Cachorro.»
Mi abuelo se sienta otra vez junto a ella, la barba
apoyada en el bastón. Dice: «Qué casualidad. Yo venía pensando lo mismo.»
Ellos
entienden sus palabras. Hablan sin mirarse, mamá estirada en el asiento,
dándose palmaditas en el brazo, y mi abuelo sentado junto a ella, todavía con
la barba apoyada en el bastón. Pero aun así se entienden sus palabras, como nos
entendemos Abraham y yo cuando vamos a ver a Lucrecia.
Yo le digo a Abraham: «Ahora teco tacando.» Abraham
camina siempre adelante, como a tres pasos delante de mí. Sin volverse a mirar,
dice: «Todavía no, dentro de un momento.» Y yo le «digo: «Cuando teco alcutana
viene revienta.» Abraham no vuelve la cara, pero yo lo siento reír en voz baja
con una risa tonta y simple que es como el hilo de agua que queda temblante» en
los belfos del buey, cuando acaba de beber. Dice: «Eso debe ser como a las
cinco.» Corre un poco más y dice: «Si vamos ahora puede reventar alcutana.»
Pero yo insisto: «De todos modos, siempre está teco tacando.» Y él se vuelve
hacia mí y echa a correr, diciendo: «Bueno, entonces vamos.»
Para
ver a Lucrecia hay que pasar cinco patios llenos de árboles y zanjas. Hay que
pasar por la paredilla verde con lagartos, donde antes cantaba el enano con voz
de mujer. Abraham pasa corriendo, brillando como una hoja de metal bajo la
claridad fuerte, con los talones acosados por los ladridos del perro. Luego se
detiene. En ese momento estamos frente a la ventana. Decimos: «Lucrecia»,
poniendo la voz como si Lucrecia estuviera dormida. Pero está despierta,
sentada
en la cama, sin zapatos, con un ancho camisón blanco y almidonado que la cubre
hasta los tobillos.
Cuando hablamos, Lucrecia levanta la vista la hace girar
por el cuarto y clava en nosotros un ojo redondo y grande, como el de un
alcaraván. Entonces se ríe y empieza a moverse hacia el centro del cuarto.
Tiene la boca abierta y los dientes recortados y menudos. Tiene la cabeza
redonda, con el cabello cortado como el de un hombre. Cuando llega al centro
deja de reír, se agacha y mira hacia la puerta, hasta cuando las manos le
llegan a los tobillos y, lentamente, empieza a levantarse la camisa, con una
lentitud calculada, a un tiempo cruel y desafiante. Abraham y yo seguimos
asomados a la ventana mientras Lucrecia se levanta la camisa, los labios
estirados en una mueca jadeante y ansiosa, fijo y resplandeciente su enorme ojo
de alcaraván. Entonces vemos el vientre blanco que más abajo se convierte en un
azul espeso, cuando ella se cubre la cara con el camisón y permanece así,
estirada en el centro del dormitorio, las piernas juntas y apretadas con una
temblorosa fuerza que le sube de los talones. De pronto se descubre la cara
violentamente, nos señala con el índice, y el ojo lumino-so salta de su órbita,
en medio de los terribles aullidos que resuenan por toda la casa. Enton-ces se
abre la puerta del cuarto y sale gritando la mujer: «Por qué no le van a joder
la paciencia a su madre.»
Hace
días que no vamos a ver a Lucrecia. Ahora vamos al río por el camino de las
planta-ciones. Si salimos temprano de esto, Abraham estará esperándome. Pero mi
abuelo no se mueve. Está sentado junto a mamá, con la barba apoyada en el
bastón. Yo me quedo mirándolo, examinando sus ojos detrás de los cristales, y
él debe sentir que lo miro porque de pronto suspira con fuerza, se sacude y
dice a mi madre con la voz apagada y triste: «El Cachorro los habría hecho
venir a correazos.»
Después se levanta de
la silla y camina hacia donde está el muerto.
Es la
segunda vez que vengo a este cuarto. primera, hace diez años, las cosas estaban
el mismo orden. Es como si él no hubiera vuelto a tocar nada desde entonces, o
como si desde esa remota madrugada en que se vino a vivir con Meme no hubiera
vuelto a ocuparse de su vida. Los papeles estaban en este mismo lugar. La mesa,
la ropa escasa y ordinaria, todo ocupaba el mismo lugar que hoy ocupa. Como si
hubiera sido ayer cuando El Cachorro y yo vinimos a concertar la paz entre este
hombre y las autoridades.
Para
entonces, la compañía bananera había acabado de exprimirnos, y se había ido de
Mando con los desperdicios de los desperdicios que nos había traído. Y con
ellos se había ido la hojarasca, los últimos rastros de lo que fue el próspero
Macondo de 1915. Aquí quedaba una aldea arruinada, con cuatro almacenes pobres
y oscuros; ocupada por gente cesante y rencorosa, a quien atormentaban el
recuerdo de un pasado próspero y la amargura de un presenté agobiado y
estático. Nada había entonces en el porvenir salvo un tenebroso y calmante
domingo electoral.
Seis
meses antes, un pasquín amaneció clavado a las puertas de esta casa. Nadie se
intereso por él y aquí estuvo clavado durante mucho tiempo, hasta cuando las
lloviznas finales lavaron sus oscuros caracteres, y el papel desapareció
arrastrado por los últimos vientos de febrero.
Pero a
fines de 1918, cuando la cercanía de las elecciones hizo pensar al gobierno en
la necesidad de mantener despierto e irritado el nerviosismo de sus electores,
alguien habló a las nuevas autoridades de este médico solitario, de cuya
existencia hacía mucho tiempo que habría podido dar testimonio verídico. Debió
decírseles que durante los primeros años la india que vivía con él atendió un
botiquín que participó de la misma prosperidad que en aquellos tiempos
favoreció aún a las más insignificantes actividades de Macondo. Un día (nadie
recuerda en qué fecha, ni siquiera en qué año) la puerta de la tienda no se
abrió. Se suponía que Meme y el doctor seguían viviendo aquí, encerrados,
alimentándose con las legumbres que ellos mismos cultivaban en el patio. Pero
en el pasquín que apareció en esta esquina se decía que el médico asesinó a su
concubina y le dio sepultura en el huerto, por temor de que el pueblo se
valiera de ella para envenenarlo. Lo inexplicable es que se dijera eso, en una
época en que nadie habría tenido motivos para tramar la muerte del doctor. Me
parece que las autoridades se habían olvidado de su existencia, hasta ese año
en que el gobierno reforzó la policía y el resguardo con hombres de su
confianza. Entonces se desenterró la olvidada leyenda del pasquín y las
autoridades violaron esas puertas, registraron la casa, picaron: el patio y
sondearon el excusado tratando de localizar el cadáver de Meme. Pero no
encontraron ni un solo rastro de ella.
En
esa ocasión habrían arrastrado al doctor lo habrían atropellado y seguramente
habría sido un sacrificio más, en la plaza pública y en nombre de la eficacia
oficial. Pero El Cachorro intervino, fue a mi casa y me invitó a visitar al
doctor, seguro de que yo obtendría de él una
AI
entrar por la trasera, sorprendimos los escombros de un hombre abandonados en
la hamaca. Nada en este mundo debe ser más tremendo que los escombros de un
hombre. Y lo eran mucho más los de este ciudadano de ninguna parte que se
incorporó en la hamaca cuando nos vio entrar, y parecía él mismo recubierto por
la costra de polvo que cubría todas las cosas del cuarto. Tenía la cabeza
acerada y todavía sus duros ojos amarillos conservaban la poderosa fuerza
interior que les conocí en mi casa. Yo tenía la impresión de que si lo
hubiéramos rozado con la uña el cuerpo se habría desquebrajado, convertido en
un montón de aserrín humano. Se había cortado el bigote, pero no se rasuraba a
ras de piel. Se deshacía
de la
barba con tijeras, así que su mentón no parecía sembrado de tallos duros y
vigorosos, sino de pelusillas suaves y blancas. Viéndolo en la hamaca, yo
pensaba: Ahora no parece un hombre. Ahora parece un cadáver al que todavía, no
se le han muerto los ojos.
Cuando habló, su voz fue la misma parsimoniosa voz de
rumiante que trajo a nuestra casa, Dijo que no tenía nada que decir. Dijo, como
si creyera que lo ignorábamos, que la policía había violado las puertas y había
picado el patio sin su consentimiento. Pero aquello no era una protesta. Era
apenas una quejumbrosa y melancólica confidencia.
En
cuanto a lo de Meme, nos dio una explicación que habría podido parecer pueril,
pero que fue dicha por él con el mismo acento con que habría dicho su verdad.
Dijo que Meme se había ido, eso era todo. Cuando cerró la tienda empezó a
fastidiarse en la casa. No hablaba con nadie, no tenía comunicación alguna con
el mundo exterior. Dijo que un día la vio arreglando la maleta y no le dijo
nada. Dijo que todavía no le dijo nada cuando la vio con el
vestido
de calle, los tacones altos y la maleta en la mano, parada en el vano de la
puerta pero sin hablar, apenas como si se estuviera mostrando así, arreglada,
para que él supiera que se iba. «Entonces —dijo— me levanté y le di el dinero
que quedaba en la gaveta.»
Yo le
dije: «¿Cuánto tiempo hace, doctor?»
Y él
dijo: «Calcúlelo por mi cabello. Era ella quien me lo cortaba.»
El
Cachorro habló muy poco en esa visita. Desde su entrada a la habitación parecía
impre-sionado por la visión del único hombre que no conoció en quince años de
estar en Macondo. Esta vez me di cuenta (y mejor que nunca, acaso porque el
doctor se había cortado el bigote) del extraordinario parecido de esos dos
hombres. No eran exactos, pero parecían hermanos. El uno era varios años mayor,
más delgado y escuálido. Pero había entre ellos la comunidad de rasgos que
existe entre dos hermanos, aunque el uno se parezca al padre y el otro a la
madre. Entonces me acordé de la última noche en el corredor. Dije:
—Éste es El Cachorro,
doctor. Alguna vez usted me prometió visitarlo.
Él
sonrió. Miró al sacerdote y dijo: «Es verdad, coronel. No sé por qué no lo
hice.» Y siguió mirándolo, examinándolo, hasta cuando El Cachorro habló.
—
Nunca es tarde para quien bien comienza - dijo — . Me gustaría ser su amigo.
En el
acto me di cuenta de que frente al extraño, El Cachorro había perdido su fuerza
habitual. Hablaba con timidez, sin la inflexible seguridad con que su voz
tronaba en el pulpito, leyendo en tono trascendental y amenazante las
predicciones atmosféricas del almanaque Bristol. Ésa fue la primera vez que se
vieron. Y fue también la última. Sin embargo, la vida del doctor
se
prolongó hasta esta madrugada porque el Cachorro intervino otra vez a su favor
la noche en que le suplicaron que atendiera a los heridos y él ni siquiera
abrió la puerta, y le gritaron esa terrible sentencia cuyo cumplimiento yo me
encargaré ahora de impedir.
Nos
disponíamos a abandonar la casa cuando me acordé de algo que desde hacía años
deseaba preguntarle. Dije a El Cachorro que yo seguiría aquí, con el doctor,
mientras él intercedía ante las autoridades. Cuando estuvimos solos, le dije:
-
Dígame una cosa, doctor: ¿Qué fue de la criatura? El no modificó la expresión.
«¿Qué criatura, coronel?», dijo. Y yo le dije: «La de ustedes. Meme estaba
encinta cuando salió de mi casa.» Y el tranquilo, imperturbable:
—
Tiene razón, coronel. Hasta me había olvide de eso.
Mi
padre ha permanecido silencioso. Luego ha dicho: «El Cachorro los habría hecho
venir a correazos.» Los ojos de mi padre manifiestan una frenada nerviosidad. Y
mientras se prolonga esta espera que va para media hora (pues deben ser
alrededor de las tres) me preocupa la perplejidad del niño, su expresión
absorta que nada parece preguntar, su indiferencia abstracta y fría que lo hace
idéntico a su padre. Mi hijo va a disolverse en el aire abrasante de este
miércoles como le ocurrió a Martín hace nueve años, mientras movía la mano en
la ventanilla del tren y desaparecía para siempre. Serán vanos todos mis
sacrificios por este hijo si continúa pareciéndose a su padre. En vano rogaré a
Dios que haga de él un hombre de carne y hueso, que tenga volumen, peso y color
como los hombres. En vano todo mientras tenga en la sangre
Hace
cinco años, el niño no tenía nada de Martín. Ahora lo va adquiriendo todo,
desde cuando Genoveva García regresó a Macondo con sus seis hijos, entre los
cuales había dos pares de gemelos. Genoveva estaba gorda y envejecida. Le
habían salido unas venillas azules en torno a los ojos, que le daban cierta
apariencia de suciedad a su rostro anteriormente limpio y terso. Manifestaba
una ruidosa y desordenada felicidad en medio de su pollada de zapatitos blancos
y arandelas de organdí. Yo sabía que Genoveva se había fugado con el director
de una compañía de titiriteros y sentía no sé qué extraña sensación de
repugnancia viendo a esos hijos suyos que parecían tener movimientos
automáticos, como regidos por un solo mecanismo central; pequeños e
inquietantemente iguales entre sí, los seis con idénticos zapatos e idénticas
arandelas en el vestido. Me parecía dolorosa y triste la desorganizada
felicidad de Genoveva, su presencia recargada de accesorios urbanos en un
pueblo arruinado, aniquilado por el polvo. Había algo amargo, como una
inconsolable ridiculez, en su manera de moverse, de parecer afortunada y de
dolerse de nuestros sistemas de vida tan diferentes, decía, a los conocidos por
ella en la compañía de titiriteros.
Viéndola,
yo me acordaba de otros tiempos. le dije: «Estás guapísima, mujer.» Y entonces
ella se puso triste. Dijo: «Debe ser que los recuerdos hacen engordar.» Y se
quedó mirando al niño con atención. Dijo: «¿Y qué hubo del brujo de los cuatro
botones?» Y yo le respondí, a secas, porque sabía que ella lo sabía: «Se fue »
Y Genoveva dijo: «¿Y no te dejó más que este?» Y yo le dije que sí, que sólo me
había dejado al niño. Genoveva rió con una risa descocida y vulgar: «Se
necesita ser bien flojo para hacer sino un hijo en cinco años», dijo, y continuó,
sin dejar de moverse, cacareando entre la pollada revuelta: «Y yo que estaba
loca él. Te juro que te lo habría quitado si no hubiera sido porque lo
conocimos en el velorio de un niño. En ese tiempo era muy supersticiosa.
11
Este
mediodía ha sido terrible en nuestra casa. Aunque para mí no fue una sorpresa
la noticia de su muerte, pues desde hace tiempo la esperaba, no podía suponer
que ella produciría semejantes trastornos en mi casa. Alguien debía acompañarme
a este entierro y yo pensaba que ese acompañante sería mi mujer, sobre todo
después de mi enfermedad, hace tres años, y de esa tarde en que ella encontró
el bastoncillo con la mano de plata y la bailarinita de cuerda, cuando
registraba las gavetas de mi escritorio. Creo que para esa época nos habíamos
olvidado del juguete. Pero aquella tarde hicimos funcionar el mecanismo y la
bailarinita bailó como en otros tiempos, animada por la música que antes era
festiva y que después del largo silencio en la gaveta sonaba taciturna y
nostálgica. Adelaida la miraba bailar y recordaba. Después se volvió hacia mí,
con la mirada humedecida por una sencilla tristeza:
—¿De quién te
acuerdas? —dijo.
Y yo
sabía en quién estaba pensando Adelaida, mientras el juguete entristecía el
recinto con su musiquita gastada.
—¿Qué
habrá sido de él? —dijo mi esposa, recordando, sacudida quizá por el aleteo de
aquellos tiempos en que él aparecía en la puerta del cuarto, a las seis de la
tarde, y colgaba la lámpara en el dintel.
—Está
en la esquina —dije yo—-. Un día de éstos se morirá y nosotros debemos
enterrarlo. Adelaida guardó silencio, absorta en el baile del juguete, y yo me
sentí contagiado de su nostalgia. Le dije: «Siempre he deseado saber con quién
lo confundiste el día que vino. Arre-glaste' aquella mesa porque se te pareció
a alguien.»
Y
Adelaida dijo, con una sonrisa gris:
—Te
reirías de mí si te dijera a quién se me pareció cuando se puso ahí, en el
rincón, con la bailarinita en la mano. —Y señaló con el dedo hacia el vacío
donde lo vio veinticuatro años antes, con las botas enterizas y el vestido que
parecía un uniforme militar.
Creí
que esa tarde se habían reconciliado en el recuerdo, así qué hoy le dije a mi
mujer que se vistiera de negro para acompañarme. Pero el juguete está otra vez
en el cajón. La música ha perdido su efecto. Adelaida está ahora aniquilándose.
Está triste, devastada, y se pasa horas enteras rezando en el cuarto. «Sólo a
ti se te podía ocurrir hacer ese entierro», me dijo. «Después de todas las
desgracias que han caído sobre nosotros, lo único que nos faltaba era este
maldito año bisiesto. Y después el diluvio.» Traté de persuadirla de que tenía
mi palabra de honor comprometida en esta empresa.
—No
podemos negar que le debo la vida —dije. Y ella dijo:
—Era él quien nos debía a nosotros. No hizo otra cosa al
salvarte la vida, que saldar una deuda de ocho años de cama, comida y ropa
limpia.
Luego
rodó un asiento hacia el pasamano. Y aún debe de estar allí, con los ojos
nublados por la pesadumbre y la superstición. Tan decidida me pareció su
actitud, que traté de tranquilizarla. «Está bien. En ese caso iré con Isabel»,
dije. Y ella no respondió. Continuó sentada, inviolable, hasta cuando nos
disponíamos a salir, y yo le dije, creyendo que la complacía: «Mientras
regresamos, vete al oratorio y reza por nosotros.» Entonces volteó la cabeza
hacia la puerta, diciendo: «Ni siquiera voy a rezar. Mis oraciones seguirán
siendo inútiles mientras esa mujer venga todos los martes a pedir una ramita de
toronjil.» Y había en su voz una oscura y trastornada rebeldía:
—Me
quedaré aquí, aplanada, hasta la hora del Juicio. Si es que para entonces el
comején no se ha comido la silla.
Mi
padre se detiene con el cuello estirado, oyendo las pisadas conocidas que
avanzan por el cuarto de atrás. Entonces olvida lo que pensaba decirle a
Cataure, y trata de dar una vuelta sobre sí mismo, apoyado en el bastón, pero
la pierna inútil le falla en la vuelta y está a punto de irse de bruces, como
se fue hace tres años cuando cayó en el charco de limonada entre los ruidos del
jarro que rodó por el suelo y los zuecos y el mecedor y. el llanto del niño que
fue la única persona que lo vio caer.
Desde
entonces cojea, desde entonces arrastra la pierna que se le endureció después
de esa semana de amargos padecimientos, de los cuales creímos no verlo repuesto
jamás. Ahora, viéndolo así, recobrando el equilibrio por el apoyo que le presta
el alcalde, pienso que en esa pierna inhábil está el secreto del compromiso que
se dispone a cumplir contra la voluntad del pueblo.
Tal
vez su gratitud venga desde entonces. Desde cuando se fue de bruces en el
corredor, diciendo que sentía como si lo hubieran empujado de una torre, y los
dos últimos médicos que quedaban en Macondo aconsejaron que se le preparara
para una buena muerte. Yo lo re-cuerdo al quinto día de postración, disminuido
entre las sábanas; recuerdo su cuerpo diezma-do, como el cuerpo de El Cachorro
que el año anterior había sido conducido al cementerio por todos los habitantes
de Macondo, en una apretada y conmovida procesión floral. Dentro del ataúd, su
majestuosidad tenía el mismo fondo de irremediable y desconsolado abandono que
yo veía en el rostro de mi padre en esos días en que la alcoba se llenó de su
voz y habló de aquel extraño militar que en la guerra del 85 apareció una noche
en el campamento del coronel Aureliano Buendía, con el sombrero y las botas
adornadas con pieles y dientes y uñas de tigre, y le preguntaron: «¿Quién es
usted?» Y el extraño militar no respondió; y le dijeron: «¿De dónde viene?» Y
todavía no respondió; y le preguntaron: «¿De qué lado está combatiendo?» Y aún
no obtuvieron respuesta alguna del militar desconocido, hasta cuando el
ordenanza aga-rró un tizón y lo acercó a su rostro y lo examinó por un instante
y exclamó, escandalizado: «¡Mierda! ¡Es el duque de Marlborough!»
En
medio de aquella terrible alucinación, los médicos dieron orden de que lo
bañaran. Así se hizo. Pero al día siguiente apenas si se podía advertir una
imperceptible alteración en su vientre. Entonces los médicos abandonaron la
casa y dijeron que lo único aconsejable era pre-pararlo para una buena muerte.
La alcoba quedó
sumergida en la silenciosa atmósfera dentro de la que no se oía nada más
que el lento y sosegado aleteo de la muerte,
ese recóndito aleteo que en las alcobas de los mo-ribundos huele a tufo de
hombre. Después de que el padre Ángel le administró la extremaun-ción,
transcurrieron muchas horas sin que nadie se moviera, contemplando el perfil
anguloso del desahuciado. Luego sonó la campanilla del reloj y mi madrastra se
dispuso a darle la cu-charada. Lo levantamos por la cabeza, tratando de separar
los dientes para que mi madrastra introdujera la cuchara. Entonces fue cuando
se oyeron las pisadas despaciosas y afirmativas en el corredor. Mi madrastra
detuvo la cuchara en el aire, dejó de murmurar su oración y se vol-vió hacia la
puerta, paralizada por una repentina lividez. «Hasta en el purgatorio
reconocería esas pisadas», alcanzó a decir, en él preciso instante en que
miramos hacia la puerta y vimos al doctor. Estaba ahí, en el umbral;
mirándonos.
Digo a
mi hija: «Él Cachorro los habría hecho venir a correazos», y me dirijo hacia
donde está el ataúd, pensando: Desde cuando el doctor abandonó nuestra casa, yo
estaba convencido de que nuestros actos eran ordenados por una voluntad
superior contra la cual no habríamos podido rebelarnos, así lo hubiéramos
procurado con todas nuestras fuerzas o así hubiéramos asumido la actitud
estéril de Adelaida que se ha encerrado a rezar.
Y
mientras salvo la distancia que me separa del ataúd, viendo a mis hombres
impasibles, sentados en la cama, me parece haber respirado en la primera
bocanada del aire que hierve sobre el muerto, toda esa amarga materia de
fatalidad que ha destruido a Macondo. Creo que el alcalde no demorará con el
permiso para el entierro. Sé que afuera, en las calles ator-mentadas por el
calor, está la gente esperando. Sé que hay mujeres asomadas a las ventanas,
ansiosas de espectáculo, y que permanecen allí, asomadas, sin acordarse de que
en los fogones está la leche hirviendo y el arroz seco. Pero creo incluso que
esta última manifestación de rebeldía es superior a las posibilidades de este
exprimido, estragado grupo de hombres. Su capacidad de lucha estaba
desconcertada desde antes de ese domingo electoral en que se movieron, trazaron
sus planes y fueron derrotados, y quedaron después con el convencimiento de que
eran ellos quienes determinaban sus propios actos. Pero todo eso parecía
dispuesto, ordenado para encauzar los hechos que, paso a paso, nos conducirían
fatalmente a este miércoles.
Hace
diez años, cuando sobrevino la ruina, el esfuerzo colectivo de quienes
aspiraban a recuperarse habría sido suficiente para la reconstrucción. Habría
bastado con salir a los campos estragados por la compañía bananera; limpiarlos
de maleza y comenzar otra vez por el principio. Pero a la hojarasca la habían
enseñado a ser impaciente; a no creer en el pasado ni en el futuro. Le habían
enseñado a creer en el momento actual y a saciar en él la voracidad de sus
apetitos. Poco tiempo se necesitó para que nos diéramos cuenta de que la
hojarasca se había ido y de que sin ella era imposible la reconstrucción. Todo
lo había traído la hojarasca y todo se lo había llevado. Después de ella sólo
quedaba un domingo en los escombros de un pueblo, y el eterno trapisondista
electoral en la última noche de Macondo, poniendo en la plaza pública cuatro
damajuanas de aguardiente a disposición de la policía y el resguardo.
Si esa
noche El Cachorro logró contenerlos a pesar de que aún estaba viva su rebeldía,
hoy habría podido ir de casa en casa, armado de un perrero, y los habría
obligado a enterrar a este hombre. El Cachorro los tenía sometidos a una
disciplina férrea. Incluso después de que murió el sacerdote, hace cuatro
años" —uno antes de mi enfermedad—, se manifestó esa disciplina en la
manera apasionada como todo el mundo arrancó las flores y los arbustos de su
huerto y los llevó a la tumba, a rendirle a El Cachorro su tributo final.
Este
hombre fue el único que no asistió a ese entierro. Precisamente el único que le
debía la vida a esa inquebrantable y contradictoria subordinación del pueblo al
sacerdote. Porque la noche en que pusieron las cuatro damajuanas de aguardiente
en la plaza, y Macondo fue un pueblo atropellado por un grupo de bárbaros
armados; un pueblo empavorecido que enterraba a sus muertos en la fosa común,
alguien debió de recordar que en esta esquina había un médico. Entonces fue
cuando pusieron las parihuelas contra la puerta, y le gritaron (porque no
abrió; habló desde adentro); le gritaron: «Doctor, atienda a estos heridos que
ya los otros médicos no dan abasto», y él respondió: «Llévenlos a otra parte,
yo no sé nada de esto»; y le dijeron: «Usted es el único médico que nos queda.
Tiene que hacer una obra de caridad»; y él respondió (y tampoco abrió la
puerta), imaginado por la turbamulta en la mitad de la sala, la lámpara en
alto, iluminados los duros ojos amarillos: «Se me olvidó todo lo que sabía de
eso. Llévenlos a otra parte», y siguió (porque la puerta no se abrió jamás) con
la puerta cerrada, mientras hombres y mujeres de Macondo agonizaban frente a
ella. La multitud habría sido capaz de todo esa noche. Se disponían a incendiar
la casa y reducir a cenizas a su único habi-tante. Pero entonces apareció El
Cachorro. Dicen que fue como si hubiera estado aquí, invisi-ble, montando
guardia para evitar la destrucción de la casa y el hombre. «Nadie tocará esta
puerta»,
dicen que dijo El Cachorro. Y dicen que fue eso todo lo que dijo, abierto en
cruz, iluminado por el resplandor de la furia rural su inexpresivo y frío
rostro de calavera de vaca. Y. entonces el impulso se refrenó, cambió de curso,
pero tuvo aún la fuerza suficiente para que gritaran esa* sentencia que
aseguraría, para todos los siglos, el advenimiento de este miércoles.
Caminando
hacia la cama para decir a mis hombres que abran la puerta, pienso: Debe venir
de un momento a otro. Y pienso que si antes de cinco minutos no ha llegado,
sacaremos el ataúd sin la autorización y pondremos el muerto en la calle, así
tenga que darle sepultura en el frente mismo de la casa. «Cataure», digo,
llamando al mayor de mis hombres, y él apenas ha tenido tiempo de levantar la
cabeza, cuando oigo las pisadas del alcalde avanzando por la pieza vecina.
Sé que viene directamente hacia mí, y trato de girar
rápidamente sobre mis talones, apoyado en el bastón, pero me falla la pierna
enferma y me voy hacia adelante, seguro de que voy a caer y a romperme la cara
contra el borde del ataúd, cuando tropiezo con su brazo y me aferró sólidamente
a él, y oigo su voz de pacífica estupidez, diciendo: «No se preocupe, coronel.
Le aseguro que no sucederá nada.» Y yo creo que es así, pero sé que él lo dice
para darse valor a sí mismo. «No creo que pueda ocurrir nada», le digo,
pensando lo contrario, y él dice algo de las ceibas del cementerio y me entrega
la autorización del entierro. Sin leerla, yo la doblo, la guardo en el bolsillo
del chaleco y le digo: «De todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es
como si lo hubiera anunciado el almanaque.»
El
alcalde se dirige a los guajiros. Les ordena clavar el ataúd y abrir la puerta.
Y yo los veo moverse buscando el martillo y los clavos que borrarán para
siempre la visión de este hombre, de este desamparado señor de ninguna parte
que vi por última vez hace tres años, frente a mi lecho de convaleciente, con
la cabeza y el rostro cuarteado por una prematura decrepitud. Entonces acababa
de rescatarme de la muerte. La misma fuerza que lo había llevado allí, que le
había comunicado la noticia de mi enfermedad, parecía ser la que lo sostenía
frente a mi lecho de convaleciente, diciendo:
—Sólo
le falta ejercitar un poco esa pierna. Es posible que tenga que usar bastón de
ahora en adelante.
Yo
había de preguntarle dos días después cuál era mi deuda, y él había de
responder: «Usted no me debe nada, coronel. Pero si quiere hacerme un favor,
écheme encima un poco de tierra cuando amanezca tieso. Es lo único que necesito
para que no me coman los gallinazos.»
En el
mismo compromiso que me hacía contraer, en la manera de proponerlo, en el ritmo
de sus pisadas sobre las baldosas del cuarto, se advertía que este hombre había
empezado a morir desde mucho tiempo atrás, aunque habían de transcurrir aún
tres años antes de que. esa muerte aplazada y defectuosa se realizara por
completo. Ese día ha sido el de hoy. Y hasta creo que no habría tenido
necesidad de la soga. Un ligero soplo habría bastado para extinguir el último
rescoldo de vida que quedaba en sus duros ojos amarillos. Yo había presentido
todo eso desde la noche en que hablé con él en el cuartito, antes de que se
viniera a vivir con Meme. Así que cuando me hizo contraer el compromiso que
ahora voy a cumplir, no me sentí desconcertado. Sencillamente le dije:
—Es
una petición innecesaria, doctor. Usted me conoce y debía saber que yo lo
habría en-terrado por encima de la cabeza de todo el .mundo, aunque no le
debiera la vida.
Y él,
sonriente, por primera vez apaciguados sus duros ojos amarillos:
—Todo
eso es cierto, coronel. Pero no olvide que un muerto no habría «podido
enterrarme. Ahora nadie podrá remediar esta vergüenza. El alcalde le ha
entregado a mi padre la orden del entierro, y mi padre ha dicho: «De todos
modos, lo que suceda tenía que suceder. Es como si lo hubiera anunciado el
almanaque.» Y lo dijo con la misma indolencia con que se entregó a la suerte de
Macondo, fiel a los baúles donde está guardada la ropa de todos los muertos
anteriores a mi nacimiento. Desde entonces todo ha venido en declive. La misma
energía de mi madrastra, su carácter férreo y dominante, se han transformado en
una amarga congoja. Cada vez parece más lejana y taciturna, y es tanta su
desilusión que esta tarde se ha sentado junto al pasamano y ha dicho: «Me quedaré
aquí, aplanada hasta la hora del Juicio.»
Mi
padre no había vuelto a imponer en nada su voluntad. Sólo hoy se ha incorporado
para cumplir con este vergonzoso compromiso. Está aquí seguro de que todo
transcurrirá sin conse-cuencias graves, viendo a los guajiros que se habian
puesto en movimiento para abrir la puerta y clavar el ataúd. Yo los veo
acercarse, me pongo en pie, tomo al niño de la mano y ruedo la silla hacia la
ventana, para no estar a la vista del pueblo cuando abran la puerta.
El
niño está perplejo. Cuando me levanté me miró a la cara, con una expresión
indescriptible, un poco aturdida. Pero ahora está perplejo, a mi lado, viendo a
los guajiros que sudan a causa
del
esfuerzo que hacen por descorrer las argollas. Y con un penetrante y sostenido
lamento de metal oxidado, la puerta se abre de par en par. Entonces veo otra
vez la calle, el polvo lu-minoso, blanco y abrasador, que cubre las casas y que
le ha dado al pueblo un lamentable aspecto de mueble arruinado. Es como si Dios
hubiera declarado innecesario a Macondo y lo hubiera echado al rincón donde
están los pueblos que han dejado de prestar servicio a la creación.
El
niño, que en el primer instante debió deslumbrarse con la claridad repentina
(su mano tembló en la mía cuando se abrió la puerta) levanta de pronto la
cabeza, concentrado, atento, y me pregunta: «¿Lo oyes?» Sólo entonces caigo en
la cuenta de que en uno de los patios vecinos está dando la hora un alcaraván.
«Sí», digo. «Ya deben ser las tres», casi en el preciso instante en que suena
el primer golpe del martillo en el clavo.
Tratando
de no escuchar ese sonido lacerante que me eriza la piel; procurando que el
niño no descubra mi ofuscación, vuelvo el rostro hacia la ventana y veo, en la
otra cuadra, los melancólicos y polvorientos almendros con nuestra casa al
fondo. Sacudida por el soplo invisible de la destrucción, también ella está en
vísperas de un silencioso y definitivo derrum-bamiento. Todo Macondo está así
desde cuando lo exprimió la compañía bananera. La hiedra invade las casas, el
monte crece en los callejones, se resquebrajan los muros y una se en-cuentra a
pleno día con un lagarto en el dormitorio. Todo parece destruido desde cuando
.no volvimos a cultivar el romero y el nardo; desde cuando una mano invisible
cuarteó la loza de Navidad en el armario y puso a engordar polillas en la ropa
que nadie volvió a usar. Donde se afloja una puerta no hay una mano solícita
dispuesta a repararla. Mi padre no tiene energías para moverse como lo hacía antes
de esa postración que lo dejó cojeando para siempre. La señora Rebeca, detrás
de su eterno ventilador, no se ocupa de nada que pueda repugnar al hambre de
malevolencia que le provoca su estéril y atormentada viudez. Águeda está
tullida, agobiada por una paciente enfermedad religiosa; y el padre Ángel no
parece tener otra sa-tisfacción que la de saborear en la siesta de todos los
días su perseverante indigestión de
albóndigas. La única que permanece invariable es la
canción de las mellizas de San Jerónimo y esa misteriosa pordiosera que no
parece envejecer y que desde hace veinte años viene todos los martes a la casa
por una ramita de toronjil. Sólo el pito de un tren amarillo y polvoriento que
no se lleva a nadie interrumpe el silencio cuatro veces al día. Y de noche, el
tum-tum de la plantica eléctrica que dejó la compañía bananera cuando se fue de
Macondo. Veo la casa por la ventana y pienso que mi madrastra está allí,
inmóvil en su silla, pensando quizá que antes de que nosotros regresemos habrá
pasado ese viento final que borrará este pueblo. Todos se habrán ido entonces,
menos nosotros, porque estamos atados a este suelo por un cuarto lleno de
baúles en los que se conservan aún los utensilios domésticos y la ropa de los
abuelos, de mis abuelos, y los toldos que usaron los caballos de mis padres
cuando vinieron a Macondo huyendo de la guerra. Estamos sembrados a este suelo
por el recuerdo de los muertos remotos cuyos huesos ya no podrían encontrarse a
veinte brazas bajo la tierra. Los baúles están en el cuarto desde los últimos
días de la guerra; y allí estarán esta tarde, cuando regresemos del entierro,
si es que entonces no ha pasado todavía ese viento final que barrerá a Macondo,
sus dormitorios llenos de lagartos y su gente taciturna, devastada por los
recuerdos,
De
pronto mi abuelo se levanta, se apoya en el bastón y estira su cabeza de pájaro
en la que los anteojos parecen seguros, como si hicieran parte de su rostro.
Creo que me resultaría muy difícil llevar anteojos. Con cualquier movimiento se
soltarían de mis orejas. Y pensándolo, me doy golpecitos en la nariz. Mamá me
mira y me pregunta: «¿Te duele?» Y yo le digo que no, que simplemente estaba
pensando que no podría llevar anteojos. Y ella sonríe, respira pro-fundamente y
me dice: «Debes estar empapado.» Y es verdad, la ropa me arde en la piel, la
pana verde y gruesa, cerrada hasta arriba, se me pega al cuerpo con el sudor y
me produce una sensación mortificante. «Sí», digo. Y mi madre se inclina hacia
mí, me suelta el lazo y me abanica el cuello, diciendo: «Cuando lleguemos a la
casa te reposarás para darte un baño.» «Cataure», oigo...
En
esto entra, por la puerta de atrás, otra vez el hombre del revólver. Al
aparecer en el vano de la puerta se quita el sombrero y camina con cautela,
como si temiera despertar el cadáver. Pero lo ha hecho para asustar a mi
abuelo, que cae hacia adelante empujado por el hombre, y tambalea, y logra
agarrarse del brazo del mismo hombre que ha tratado de tumbarle. Los otros han
dejado de fumar y permanecen sentados en la cama, ordenados como cuatro cuervos
en un caballete. Cuando entra el del revólver los cuervos se inclinan y hablan
en secreto y uno de ellos se levanta, camina hasta la mesa y coge la cajita de
los clavos, y el martillo.
Mi
abuelo está conversando con el hombre junto al ataúd. El hombre dice: «No se
preocupe, coronel. Le aseguro que no sucederá nada.» Y mi abuelo dice: «No creo
que pueda ocurrir
nada.»
Y el hombre dice: «Pueden enterrarlo del lado de afuera, contra la tapia
izquierda del cementerio donde son más altas las ceibas.» Luego le entrega un
papel a mi abuelo, diciendo: «Ya verá que todo sale muy bien.» Mi abuelo se
apoya en el bastón con una mano y coge el papel con la otra y lo guarda en el
bolsillo del chaleco, donde tiene el pequeñito y cuadrado reloj de oro con una
leontina. Después dice: «De todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es
como si lo hubiese anunciado el almanaque,»
El hombre dice: «Hay algunas personas en las ventanas,
pero eso es pura curiosidad. Las mujeres siempre se asoman por cualquier cosa.»
Pero creo que mi abuelo no lo ha oído, porque está mirando hacia la calle por
la ventana. El hombre se mueve entonces, llega hasta la cama y dice a los
hombres, mientras se abanica con el sombrero: «Ahora pueden clavarlo. Mientras
tanto, abran la puerta para que entre un poco de fresco.»
Los
hombres se ponen en movimiento. Uno de ellos se inclina sobre la caja con el
martillo y los clavos y los otros se dirigen a la puerta. Mi madre se levanta.
Está sudorosa y pálida. Rueda la silla, me toma de la mano y me hace a un lado
para que puedan pasar los hombres que vinieron a abrir la puerta.
Al
principio tratan de rodar la tranca que parece soldada a las oxidadas argollas,
pero no pueden moverla. Es como si alguien estuviera recostado con fuerza del
lado de la calle. Pero cuando uno de los hombres se apoya contra la puerta y
golpea, se levanta en la habitación un ruido de madera, de goznes oxidados, de
cerraduras soldadas por el tiempo, chapa sobre cha-pa, y la puerta se abre,
enorme, como para que pasen dos hombres, el uno sobre el otro; y hay un crujido
largo de la madera y los hierros despertados. Y antes de que tengamos tiempo de
saber qué sucede, irrumpe la luz en la habitación, de espaldas, poderosa y
perfecta, porque le han quitado el soporte que la sostuvo durante doscientos
años y con la fuerza de doscientos bueyes, y cae de espaldas en la habitación,
arrastrando la sombra de las cosas en su turbulenta caída. Los hombres se hacen
brutalmente visibles, como un relámpago al mediodía, y tambalean, y me parece
como si hubieran tenido que sostenerse para que no los tumbara la claridad.
Cuando se abre la puerta empieza a cantar un alcaraván en
alguna parte del pueblo. Ahora veo la calle. Veo el polvo brillante y ardiente.
Veo varios hombres recostados contra la acera opuesta, con los brazos cruzados,
mirando hacia el cuarto. Oigo otra vez el alcaraván y digo a mamá: «¿Lo oyes?»
Y ella dice que sí, que deben ser las tres. Pero Ada me ha dicho que los
alcaravanes cantan cuando sienten el olor a muerto. Voy a decírselo a mi madre
en el preciso instante en que oigo ruido intenso del martillo en la cabeza del
primer clavo. El martillo golpea, golpea, y lo llena todo; reposa un segundo y
golpea de nuevo, hiriendo la madera por seis veces consecutivas, despertando el
prolongado y triste clamor de las tablas dormidas, mientras mi madre, con la
cara vuelta hacia el otro lado, mira la calle por la ventana.
Cuando
acaban de clavar se oye el canto de varios alcaravanes. Mi abuelo hace una
señal a sus hombres. Éstos se inclinan, ladean el ataúd, mientras el que
permanece en el rincón con el sombrero dice a mi abuelo: «No se preocupe,
coronel.» Y entonces mi abuelo se vuelve hacia el rincón, agitado y con el
cuello hinchado y cárdeno, como el de un gallo de pelea. Pero no dice nada. Es
el hombre quien vuelve a hablar desde el rincón., Dice: «Hasta creo que en el
pueblo no queda nadie que se acuerde de eso.»
En
este instante siento verdaderamente el temblor en el vientre. Ahora sí tengo
ganas de ir allá atrás, pienso; pero veo que ahora es demasiado tarde. Los hombres
hacen un último esfuerzo; se estiran con los talones clavados en el suelo, y el
ataúd queda flotando en la claridad, como si llevaran a sepultar un navío
muerto.
Yo pienso: Ahora
sentirán el olor. Ahora todos los alcaravanes se pondrán a cantar.