El
Verano del Cohete - Enero de 1999 (Rocket Summer, 1950)
Ylla - Febrero de 1999 (Ylla, 1950)
Ylla - Febrero de 1999 (Ylla, 1950)
Noche de Verano - Agosto de 1999 (The
Summer Night, 1949)
Los Hombres de la Tierra - Agosto de 1999 (The Earth Men, 1948)
El Contribuyente - Marzo de 2000 (The Taxpayer, 1950)
Los Hombres de la Tierra - Agosto de 1999 (The Earth Men, 1948)
El Contribuyente - Marzo de 2000 (The Taxpayer, 1950)
La Tercera Expedición
-
Abril de 2000 (The Third Expedition, 1948)
Aunque Siga Brillando
la Luna -
Junio de 2001 (And the Moon be still as Bright, 1948)
Los Colonizadores - Agosto de 2001 (The
Settlers, 1950)
La Mañana Verde - Diciembre de 2001
(The Green Morning, 1950)
Las Langostas - Febrero de 2002 (The Locusts, 1950)
Las Langostas - Febrero de 2002 (The Locusts, 1950)
Encuentro Nocturno - Agosto de 2002
(Night Meeting, 1950)
Crónicas marcianas - Ray Bradbury (Parte 2)
La Costa - Octubre de 2002 (The Shore, 1950)
Crónicas marcianas - Ray Bradbury (Parte 2)
La Costa - Octubre de 2002 (The Shore, 1950)
Intermedio - Febrero de 2002
(Interim, 1950)
Los Músicos - Abril de 2003 (The
Musicians, 1950)
El Desierto - Junio de 2003 (The Wilderness, 1952)
El Desierto - Junio de 2003 (The Wilderness, 1952)
Un Camino a Través
del Aire -
Junio de 2003 (Way in the Middle of the Air, 1950)
La Elección de los Nombres - 2002-2005 (The Naming of Names, 1950)
La Elección de los Nombres - 2002-2005 (The Naming of Names, 1950)
Usher II - Abril de 2005
(Usher II, 1950)
Los
Viejos - Agosto de 2005 (The Old Ones, 1950)
El Marciano - Setiembre de 2005 (The Martian, 1949)
El Marciano - Setiembre de 2005 (The Martian, 1949)
La Tienda de
Equipajes -
Noviembre de 2005 (The Luggage Store, 1950)
Fuera
de Temporada - Noviembre de 2005 (The Off Season, 1948)
Los Observadores - Noviembre de 2005 (The Watchers, 1950)
Los Observadores - Noviembre de 2005 (The Watchers, 1950)
Los Pueblos
Silenciosos -
Diciembre de 2005 (The Silent Towns, 1949)
Los Largos Años - Abril de 2026 (The
Long Years, 1948)
Vendrán
Lluvias Suaves - Agosto de 2026 (There Will Come Soft Rains,
1950) El Picnic de Un Millón de Años - Octubre de 2026 (The Million-Year
Picnic, 1946)
EL VERANO DEL COHETE
Un minuto antes era invierno en Ohio; las puertas y las
ventanas estaban cerradas, la escarcha empañaba los vidrios, el hielo adornaba
los bordes de los techos, los niños esquiaban en las laderas; las mujeres,
envueltas en abrigos de piel, caminaban torpemente por las calles heladas como
grandes osos negros.
Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el pueblo;
una marea de aire tórrido, como si alguien hubiera abierto de par en par la
puerta de un horno. El calor latió entre las casas, los arbustos, los niños. El
hielo se desprendió de los techos, se quebró, y empezó a fundirse. Las puertas
se abrieron; las ventanas se levantaron; los niños se quitaron las ropas de
lana; las mujeres se despojaron de sus disfraces de osos; la nieve se derritió,
descubriendo los viejos y verdes prados del último verano.
El verano del cohete. Las palabras corrieron de boca en
boca por las casas abiertas y ventiladas. El verano del cohete. El caluroso
aire desértico alteró los dibujos de la escarcha en los vidrios, borrando la
obra de arte. Esquíes y trineos fueron de pronto inútiles. La nieve, que venía
de los cielos helados, llegaba al suelo como una lluvia cálida. El verano del
cohete. La gente se asomaba a los porches húmedos y observaba el cielo, cada
vez más rojo. El cohete, instalado en su plataforma, lanzaba rosadas nubes de
fuego y calor. El cohete, de pie en la fría mañana de invierno, engendraba el
estío con el aliento de sus poderosos escapes. El cohete creaba el buen tiempo,
y durante unos instantes fue verano en la Tierra...
YLLA
YLLA
Tenían en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una
casa de columnas de cristal, y todas las mañanas se podía ver a la señora K
mientras comía la fruta dorada que brotaba de las paredes de cristal, o
mientras limpiaba la casa con puñados de un polvo magnético que recogía la
suciedad y luego se dispersaba en el viento cálido. A la tarde, cuando el mar
fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se erguían tiesamente en los patios, y
en el distante y recogido pueblito marciano nadie salía a la calle, se podía
ver al señor K en su cuarto, que leía un libro de metal con jeroglíficos en
relieve, sobre los que pasaba suavemente la mano como quien toca el arpa. Y del
libro, al contacto de los dedos, surgía un canto, una voz antigua y suave que
hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos y los
hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y arañas eléctricas.
El señor K y su mujer vivían desde hacía ya veinte años a
orillas del mar muerto, en la misma casa en que habían vivido sus antepasados,
y que giraba y seguía el curso del sol, como una flor, desde hacía diez siglos.
El
señor K y su mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi
todos los marcianos; los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales.
En
otro tiempo habían pintado cuadros con fuego químico, habían nadado en los
canales, cuando corría por ellos el licor verde de las viñas y habían hablado
hasta el amanecer, bajo los azules retratos fosforescentes, en la sala de las
conversaciones.
Ahora no eran felices.
Aquella
mañana, la señora K, de pie entre las columnas, escuchaba el hervor de las
arenas del desierto, que se fundían en una cera amarilla, y parecían fluir
hacia el horizonte.
Algo iba a suceder.
Miraba
el cielo azul de Marte, como si en cualquier momento pudiera encogerse,
contraerse, y arrojar sobre la arena algo resplandeciente y maravilloso.
Nada ocurría.
Cansada
de esperar, avanzó entre las húmedas columnas. Una lluvia suave brotaba de los
acanalados capiteles, caía suavemente sobre ella y refrescaba el aire
abrasador. En estos días calurosos, pasear entre las columnas era como pasear
por un arroyo. Unos frescos hilos de agua brillaban sobre los pisos de la casa.
A lo lejos oía a su marido que tocaba el libro, incesantemente, sin que los
dedos se le cansaran jamás de las antiguas canciones. Y deseó en silencio que
él volviera a abrazarla y a tocarla, como a una arpa pequeña, pasando tanto
tiempo junto a ella como el que ahora dedicaba a sus increíbles libros.
Pero
no. Meneó la cabeza y se encogió imperceptiblemente de hombros. Los párpados se
le cerraron suavemente sobre los ojos amarillos. El matrimonio nos avejenta,
nos hace rutinarios, pensó.
Se
dejó caer en una silla, que se curvó para recibirla, y cerró fuerte y
nerviosamente los ojos.
Y tuvo el sueño.
Los dedos morenos temblaron y se
alzaron, crispándose en el aire.
Un
momento después se incorporó, sobresaltada, en su silla. Miró vivamente a su
alrededor, como si esperara ver a alguien, y pareció decepcionada. No había
nadie entre las columnas.
El señor K apareció en una puerta
triangular
- ¿Llamaste? -
preguntó, irritado.
- No -
dijo la señora K.
- Creí oírte gritar.
- ¿Grité? Descansaba y
tuve un sueño.
- ¿Descansabas a esta
hora? No es tu costumbre.
La señora K seguía sentada, inmóvil,
como si el sueño, le hubiese golpeado el rostro.
- Un sueño extraño, muy
extraño - murmuró.
- Ah.
Evidentemente, el señor K quería
volver a su libro.
- Soñé con un hombre -
dijo su mujer
- ¿Con un hombre?
- Un hombre alto, de un
metro ochenta de estatura
- Qué absurdo. Un
gigante, un gigante deforme.
-
Sin
embargo... - replicó la señora K buscando las palabras -. Y... ya sé que
creerás que soy una tonta, pero... ¡tenía los ojos azules!
-
¿Ojos
azules? ¡Dioses! - exclamó el señor K - ¿Qué soñarás la próxima vez? Supongo
que los cabellos eran negros.
- ¿Cómo lo adivinaste?
- preguntó la señora K excitada.
El señor K respondió fríamente:
- Elegí el color más
inverosímil.
-
¡Pues
eran negros! - exclamó su mujer -. Y la piel, ¡blanquísima! Era muy extraño.
Vestía un uniforme raro. Bajó del cielo y me habló amablemente.
- ¿Bajó del cielo? ¡Qué
disparate!
-
Vino
en una cosa de metal que relucía a la luz del sol - recordó la señora K, y
cerró los ojos evocando la escena -. Yo miraba el cielo y algo brilló como una
moneda que se tira al aire y de pronto creció y descendió lentamente. Era un
aparato plateado, largo y extraño. Y en un costado de ese objeto de plata se
abrió una puerta y apareció el hombre alto.
- Si trabajaras un poco
más no tendrías esos sueños tan tontos.
- Pues
a mí me gustó - dijo la señora K reclinándose en su silla -. Nunca creí tener
tanta imaginación. ¡Cabello negro, ojos azules y tez blanca! Un hombre extraño,
pero muy hermoso.
- Seguramente tu ideal.
-
Eres
antipático. No me lo imaginé deliberadamente, se me apareció mientras
dormitaba. Pero no fue un sueño, fue algo tan inesperado, tan distinto...
El
hombre me miró y me dijo: «Vengo del tercer planeta. Me llamo Nathaniel
York...»
- Un nombre estúpido.
No es un nombre.
-
Naturalmente,
es estúpido porque es un sueño - explicó la mujer suavemente -.
Además me dijo: «Este
es el primer viaje por el espacio. Somos dos en mi nave; yo y mi amigo Bart.»
- Otro nombre estúpido.
-
Y
luego dijo: «Venimos de una ciudad de la Tierra; así se llama nuestro planeta.»
Eso dijo, la Tierra. Y hablaba en otro idioma. Sin embargo yo lo entendía con
la mente.
Telepatía, supongo.
El
señor K se volvió para alejarse; pero su mujer lo detuvo, llamándolo con una
voz muy suave.
- ¿Yll? ¿Te has
preguntado alguna vez... bueno, si vivirá alguien en el tercer planeta?
-
En
el tercer planeta no puede haber vida - explicó pacientemente el señor K -
Nuestros hombres de ciencia han descubierto que en su atmósfera hay demasiado
oxígeno.
-
Pero,
¿no sería fascinante que estuviera habitado? ¿Y que sus gentes viajaran por el
espacio en algo similar a una nave?
- Bueno,
Ylla, ya sabes que detesto los desvaríos sentimentales. Sigamos trabajando.
Caía la tarde, y mientras se paseaba por entre las susurrantes columnas de
lluvia, la
señora K se puso a
cantar. Repitió la canción, una y otra vez.
-
¿Qué
canción es ésa? - le preguntó su marido, interrumpiéndola, mientras se acercaba
para sentarse a la mesa de fuego.
La
mujer alzó los ojos y sorprendida se llevó una mano a la boca.
- No sé.
El
sol se ponía. La casa se cerraba, como una flor gigantesca. Un viento sopló
entre las columnas de cristal. En la mesa de fuego, el radiante pozo de lava
plateada se cubrió de burbujas. El viento movió el pelo rojizo de la señora K y
le murmuró suavemente en los oídos. La señora K se quedó mirando en silencio,
con ojos amarillos, húmedos y dulces a el lejano y pálido fondo del mar, como
si recordara algo.
-
Drink
to me with thine eyes, and I will pledge with mine (Brinda por mí con tus ojos
y yo te prometeré con los míos) - cantó lenta y suavemente, en voz baja -. Or
leave a kiss within the cup, and I'll not ask for wine. (O deja un beso en tu
copa y no pediré vino.)
Cerró
los ojos y susurró moviendo muy levemente las manos. Era una canción muy
hermosa.
- Nunca oí esa canción.
¿Es tuya? - le preguntó el señor K mirándola fijamente.
-
No.
Sí... No sé - titubeó la mujer -. Ni siquiera comprendo las palabras. Son de
otro idioma.
- ¿Qué idioma?
La señora K dejó caer, distraídamente,
unos trozos de carne en el pozo de lava.
- No lo sé.
Un momento después sacó la carne, ya
cocida, y se la sirvió a su marido.
- Es una tontería que he inventado,
supongo. No sé por qué.
El señor K no replicó. Observó cómo su mujer echaba unos
trozos de carne en el pozo de fuego siseante. El sol se había ido. Lenta, muy
lentamente, llegó la noche y llenó la habitación, inundando a la pareja y las
columnas, como un vino oscuro que subiera hasta el techo. Sólo la encendida
lava de plata iluminaba los rostros.
El señor K se incorporó bruscamente y
salió irritado de la habitación.
Más tarde, solo, el señor K terminó de
cenar.
Se levantó de la mesa, se desperezó,
miró a su mujer y dijo bostezando:
- Tomemos los pájaros
de fuego y vayamos a entretenernos a la ciudad.
- ¿Hablas seriamente? -
le preguntó su mujer -. ¿Te sientes bien?
- ¿Por qué te
sorprendes?
- No vamos a ninguna
parte desde hace seis meses.
- Creo que es una buena
idea.
- De pronto eres muy
atento.
- No digas esas cosas -
replicó el señor K disgustado -. ¿Quieres ir o no?
La
señora K miró el pálido desierto; las mellizas lunas blancas subían en la
noche; el agua fresca y silenciosa le corría alrededor de los pies. Se
estremeció levemente. Quería quedarse sentada, en silencio, sin moverse, hasta
que ocurriera lo que había estado esperando todo el día, lo que no podía
ocurrir, pero tal vez ocurriera. La canción le rozó la mente, como un ráfaga.
- Yo...
- Te hará bien - musitó
su marido. Vamos.
- Estoy cansada. Otra
noche.
-
Aquí
tienes tu bufanda - insistió el señor K alcanzándole un frasco -. No salimos
desde hace meses.
Su
mujer no lo miraba.
- Tú has ido dos veces
por semana a la ciudad de Xi - afirmó.
- Negocios.
- Ah -
murmuró la señora K para sí misma.
Del
frasco brotó un liquido que se convirtió en un neblina azul y envolvió en sus
ondas el cuello de señora K.
Los
pájaros de fuego esperaban, como brillantes brasas de carbón, sobre la fresca y
tersa arena. La flotante barquilla blanca, unida a los pájaros por mil cintas
verdes, se movía suavemente en el viento de la noche.
Ylla
se tendió de espaldas en la barquilla, y a una palabra de su marido, los
pájaros de fuego se lanzaron ardiendo, hacia el cielo oscuro. Las cintas se
estiraron, la barquilla se elevó deslizándose sobre las arenas, que crujieron
suavemente. Las colinas azules desfilaron, desfilaron, y la casa, las húmedas
columnas, las flores enjauladas, los libros sonoros y los susurrantes
arroyuelos del piso quedaron atrás. Ylla no miraba a su marido.
Oía sus órdenes
mientras los pájaros en llamas ascendían ardiendo en el viento, como diez mil
chispas calientes, como fuegos artificiales en el cielo, amarillos y rojos, que
arrastraban el pétalo de flor de la barquilla.
Ylla
no miraba las antiguas y ajedrezadas ciudades muertas, ni los viejos canales de
sueño y soledad. Como una sombra de luna, como una antorcha encendida, volaban
sobre ríos secos y lagos secos.
Ylla
sólo miraba el cielo. Su marido le habló.
Ylla miraba el cielo.
- ¿No me oíste?
- ¿Qué?
El señor K suspiró.
- Podías prestar
atención.
- Estaba pensando.
-
No
sabía que fueras amante de la naturaleza, pero indudablemente el cielo te
interesa mucho esta noche.
- Es hermosísimo.
- Me
gustaría llamar a Hulle - dijo el marido lentamente -. Quisiera preguntarle si
podemos pasar unos días, una semana, no más, en las montañas Azules. Es sólo
una idea...
-
¡En
las montañas Azules! - Gritó Ylla tomándose con una mano del borde de la barquilla
y volviéndose rápidamente hacia él.
- Oh, es sólo una
idea...
Ylla se estremeció.
- ¿Cuándo quieres ir?
-
He
pensado que podríamos salir mañana por la mañana - respondió el señor K
negligentemente -. Nos levantaríamos temprano...
- ¡Pero nunca hemos
salido en esta época!
- Sólo por esta vez. -
El señor K sonrió. - Nos hará bien. Tendremos paz y tranquilidad.
¿Acaso has proyectado
alguna otra cosa? Iremos, ¿no es cierto? Ylla tomó aliento, esperó, y dijo:
- ¿Qué?
El
grito sobresaltó a los pájaros; la barquilla se sacudió. - No - dijo Ylla
firmemente -. Está decidido. No iré.
El señor K la miró y
no hablaron más. Ylla le volvió la espalda. Los pájaros volaban, como diez mil
teas al viento.
Al amanecer, el sol que atravesaba las columnas de
cristal disolvió la niebla que había sostenido a Ylla mientras dormía. Ylla
había pasado la noche suspendida entre el techo y el piso, flotando suavemente
en la blanda alfombra de bruma que brotaba de las paredes cuando ella se
abandonaba al sueño. Había dormido toda la noche en ese río callado, como un
bote en una corriente silenciosa. Ahora el calor disipaba la niebla, y la bruma
descendió hasta depositar a Ylla en la costa del despertar.
Abrió los ojos.
El
señor K, de pie, la observaba como si hubiera estado junto a ella, inmóvil,
durante horas y horas. Sin saber por qué, Ylla apartó los ojos.
-
Has
soñado otra vez - dijo el señor K -. Hablabas en voz alta y me desvelaste. Creo
realmente que debes ver a un médico.
- No será nada.
- Hablaste mucho
mientras dormías.
- ¿Sí? - dijo Ylla,
incorporándose.
Una luz gris le
bañaba el cuerpo. El frío del amanecer entraba en la habitación. - ¿Qué
soñaste?
Ylla reflexionó unos instantes y luego
recordó.
-
La
nave. Descendía otra vez, se posaba en el suelo y el hombre salía y me hablaba,
bromeando, riéndose, y yo estaba contenta.
El
señor K, impasible, tocó una columna. Fuentes de vapor y agua caliente brotaron
del cristal. El frío desapareció de la habitación.
-
Luego
- dijo Ylla -, ese hombre de nombre tan raro, Nathaniel York, me dijo que yo
era hermosa y... y me besó.
- ¡Ah! - exclamó su
marido, dándole la espalda.
- Sólo fue un sueño -
dijo Ylla, divertida.
- ¡Guárdate entonces
esos estúpidos sueños de mujer!
- No seas niño -
replicó Ylla reclinándose en los últimos restos de bruma química.
Un momento después se echó a reír.
- Recuerdo algo más -
confesó.
- Bueno, ¿qué es, qué
es?
- Ylla, tienes muy mal
carácter.
- ¡Dímelo! - exigió el
señor K inclinándose hacia ella con una expresión sombría y dura
-. ¡No debes
ocultarme nada!
- Nunca
te vi así - dijo Ylla, sorprendida e interesada a la vez -. Ese Nathaniel York
me dijo... Bueno, me dijo que me llevaría en la nave, de vuelta a su planeta.
Realmente es ridículo.
-
¡Si!
¡Ridículo! - gritó el señor K -. ¡Oh, dioses! ¡Si te hubieras oído, hablándole,
halagándolo, cantando con él toda la noche! ¡Si te hubieras oído!
- ¡Yll!
- ¿Cuándo va a venir?
¿Dónde va a descender su maldita nave?
- Yll, no alces la voz.
-
¡Qué
importa la voz! ¿No soñaste - dijo el señor K inclinándose rígidamente hacia
ella y tomándola de un brazo - que la nave descendía en el valle Verde?
¡Contesta!
- Pero, si...
- Y descendía esta
tarde, ¿no es cierto?
- Sí, creo que sí, pero
fue sólo un sueño.
-
Bueno
- dijo el señor K soltándola -, por lo menos eres sincera. Oí todo lo que
dijiste mientras dormías. Mencionaste el valle y la hora.
Jadeante,
dio unos pasos entre las columnas, como cegado por un rayo. Poco a poco
recuperó el aliento. Su mujer lo observaba como si se hubiera vuelto loco. Al
fin se levantó y se acercó a él.
- Yll - susurró:
- No me pasa nada.
- Estás enfermo.
-
No
- dijo el señor K con una sonrisa débil y forzada -. Soy un niño, nada más.
Perdóname,
querida. - La acarició torpemente. - He trabajado demasiado en estos días. Lo
lamento. Voy a acostarme un rato.
- ¡Te excitaste de una
manera!
-
Ahora
me siento bien, muy bien. - Suspiró. - Olvidemos esto. Ayer me dijeron algo de
Uel que quiero contarte. Si te parece, preparas el desayuno, te cuento lo de
Uel y olvidamos este asunto.
- No fue más que un
sueño.
-
Por
supuesto - dijo el señor K, y la besó mecánicamente en la mejilla -. Nada más
que un sueño.
Al
mediodía, las colinas resplandecían bajo el sol abrasador.
- ¿No vas al pueblo? -
preguntó Ylla.
El señor K arqueó ligeramente las
cejas.
- ¿Al pueblo?
- Pensé que irías hoy.
Ylla acomodó una jaula de flores en su
pedestal. Las flores se agitaron abriendo las hambrientas bocas amarillas. El
señor K cerró su libro.
- No - dijo -. Hace
demasiado calor, y además es tarde.
-
Ah
- exclamó Ylla. Terminó de acomodar las flores y fue hacia la puerta -. En
seguida vuelvo - añadió.
- Espera un momento. ¿A
dónde vas?
- A casa de Pao. Me ha
invitado - contestó Ylla, ya casi fuera de la habitación.
- ¿Hoy?
- Hace mucho que no la
veo. No vive lejos.
- ¿En el valle Verde,
no es así?
- Sí, es sólo un paseo
- respondió Ylla alejándose de prisa.
-
Lo
siento, lo siento mucho. - El señor K corrió detrás de su mujer, como
preocupado por un olvido. - No sé cómo he podido olvidarlo. Le dije al doctor
Nlle que viniera esta tarde.
- ¿Al doctor Nlle? -
dijo Ylla volviéndose.
- Pero Pao...
- Pao puede esperar.
Tenemos que obsequiar al doctor Nlle.
- Un momento nada más.
- No, Ylla.
- ¿No?
El señor K sacudió la cabeza.
-
No.
Además la casa de Pao está muy lejos. Hay que cruzar el valle Verde, y después
el canal y descender una colina, ¿no es así? Además hará mucho, mucho calor, y
el doctor Nlle estará encantado de verte. Bueno, ¿qué dices?
Ylla
no contestó. Quería escaparse, correr. Quería gritar. Pero se sentó, volvió
lentamente las manos, y se las miró inexpresivamente.
- Ylla - dijo el señor
K en voz baja -. ¿Te quedarás aquí, no es cierto?
- Sí - dijo Ylla al
cabo de un momento -. Me quedaré aquí.
- ¿Toda la tarde?
- Toda la tarde.
Pasaba el tiempo y el doctor Nlle no había aparecido aún.
El marido de Ylla no parecía muy sorprendido. Cuando ya caía el sol, murmuró
algo, fue hacia un armario y sacó de él un arma de aspecto siniestro, un tubo
largo y amarillento que terminaba en un gatillo y unos fuelles. Luego se puso
una máscara, una máscara de plata, inexpresiva, la máscara con que ocultaba sus
sentimientos, la máscara flexible que se ceñía de un modo tan perfecto a las
delgadas mejillas, la barbilla y la frente. Examinó el arma amenazadora que
tenía en las manos. Los fuelles zumbaban constantemente con un zumbido de
insecto. El arma disparaba hordas de chillonas abejas doradas. Doradas,
horribles abejas que clavaban su aguijón envenenado, y caían sin vida, como
semillas en la arena.
- ¿A dónde vas? -
preguntó Ylla.
-
¿Qué
dices? - El señor K escuchaba el terrible zumbido del fuelle - El doctor Nlle
se ha retrasado y no tengo ganas de seguir esperándolo. Voy a cazar un rato. En
seguida vuelvo. Tú no saldrás, ¿no es cierto?
La
máscara de plata brillaba intensamente.
- No.
- Dile al doctor Nlle
que volveré pronto, que sólo he ido a cazar.
La
puerta triangular se cerró. Los pasos de Yll se apagaron en la colina. Ylla
observó cómo se alejaba bajo la luz del sol y luego volvió a sus tareas. Limpió
las habitaciones con el polvo magnético y arrancó los nuevos frutos de las
paredes de cristal. Estaba trabajando, con energía y rapidez, cuando de pronto
una especie de sopor se apoderó de ella y se encontró otra vez cantando la rara
y memorable canción, con los ojos fijos en el cielo, más allá de las columnas
de cristal.
Contuvo el aliento,
inmóvil, esperando. Se acercaba.
Ocurriría en cualquier momento.
Era
como esos días en que se espera en silencio la llegada de una tormenta, y la
presión de la atmósfera cambia imperceptiblemente, y el cielo se transforma en
ráfagas, sombras y vapores. Los oídos zumban, empieza uno a temblar. El cielo
se cubre de manchas y cambia de color, las nubes se oscurecen, las montañas
parecen de hierro. Las flores enjauladas emiten débiles suspiros de
advertencia. Uno siente un leve estremecimiento en los cabellos. En algún lugar
de la casa el reloj parlante dice:
«Atención, atención,
atención, atención...», con una voz muy débil, como gotas que caen sobre
terciopelo.
Y luego, la tormenta. Resplandores eléctricos, cascadas
de agua oscura y truenos negros, cerrándose, para siempre.
Ylla
caminó por la casa silenciosa y sofocante. El rayo caería en cualquier
instante; habría un trueno, un poco de humo, y luego silencio, pasos en el
sendero, un golpe en los cristales, y ella correría a la puerta...
- Loca Ylla - dijo,
burlándose de sí misma -. ¿Por qué te permites estos desvaríos? Y entonces
ocurrió.
Calor,
como si un incendio atravesara el aire. Un zumbido penetrante, un resplandor
metálico en el cielo.
Ylla
dio un grito. Corrió entre las columnas y abriendo las puertas de par en par,
miró hacia las montañas. Todo había pasado. Iba ya a correr colina abajo cuando
se contuvo. Debía quedarse allí, sin moverse. No podía salir. Su marido se
enojaría muchísimo si se iba mientras aguardaban al doctor.
Esperó
en el umbral, anhelante, con la mano extendida. Trató inútilmente de alcanzar
con la vista el valle Verde.
Qué
tonta soy, pensó mientras se volvía hacia la puerta. No ha sido más que un
pájaro, una hoja, el viento, o un pez en el canal. Siéntate. Descansa.
Se sentó.
Se oyó un disparo.
Claro, intenso, el ruido de la
terrible arma de insectos.
Ylla
se estremeció. Un disparo. Venía de muy lejos. El zumbido de las abejas
distantes. Un disparo. Luego un segundo disparo, preciso y frío, y lejano.
Se
estremeció nuevamente y sin haber por qué se incorporó gritando, gritando, como
si no fuera a callarse nunca. Corrió apresuradamente por la casa y abrió otra
vez la puerta.
Ylla esperó en el jardín, muy
pálida, cinco minutos.
Los ecos morían a los lejos.
Se apagaron.
Luego,
lentamente, cabizbaja, con los labios temblorosos, vagó por las habitaciones
adornadas de columnas, acariciando los objetos, y se sentó a esperar en el ya
oscuro cuarto del vino. Con un borde de su chal se puso a frotar un vaso de
ámbar.
Y
entonces, a lo lejos, se oyó un ruido de pasos en la grava. Se incorporó y
aguardó, inmóvil, en el centro de la habitación silenciosa. El vaso se le cayó
de los dedos y se hizo trizas contra el piso.
Los pasos titubearon ante la puerta.
¿Hablaría? ¿Gritaría; «¡Entre,
entre!»?, se preguntó
Se adelantó. Alguien subía por la
rampa. Una mano hizo girar el picaporte.
Sonrió
a la puerta. La puerta se abrió. Ylla dejó de sonreír. Era su marido. La
máscara de plata tenía un brillo opaco.
El
señor K entró y miró a su mujer sólo un instante. Sacó luego del arma dos
fuelles vacíos y los puso en un rincón. Mientras, en cuclillas, Ylla trataba
inútilmente de recoger los trozos del vaso.
- ¿Qué estuviste
haciendo? - preguntó.
- Nada - respondió él,
de espaldas, quitándose la máscara.
- Pero... el arma. Oí
dos disparos.
-
Estaba
cazando, eso es todo. De vez en cuando me gusta cazar. ¿Vino el doctor
Nlle?
- No.
-
Déjame
pensar. - El señor K castañeteó fastidiado los dedos. - Claro, ahora recuerdo.
No iba a venir hoy, sino mañana. Qué tonto soy.
Se
sentaron a la mesa. Ylla miraba la comida, con las manos inmóviles.
- ¿Qué
te pasa? - le preguntó su marido sin mirarla, mientras sumergía en la lava unos
trozos de carne.
- ¿Por qué?
- No sé. No sé por qué.
El viento se levantó en las alturas. El sol
se puso, y la habitación pareció de pronto más fría y pequeña.
-
Quisiera
recordar - dijo Ylla rompiendo el silencio y mirando a lo lejos, más allá de la
figura de su marido, frío, erguido, de mirada amarilla.
- ¿Qué quisieras
recordar? - preguntó el señor K bebiendo un poco de vino.
-
Aquella
canción - respondió Ylla -, aquella dulce y hermosa canción. Cerró los ojos y
tarareó algo, pero no la canción. - La he olvidado y no se por qué. No quisiera
olvidarla. Quisiera recordarla siempre.
Movió
las manos, como si el ritmo pudiera ayudarle a recordar la canción. Luego se
recostó en su silla.
- No puedo acordarme -
dijo, y se echó a llorar.
- ¿Por qué lloras? - le
preguntó su marido.
-
No
sé, no sé, no puedo contenerme. Estoy triste y no sé por qué. Lloro y no sé por
qué.
Lloraba
con el rostro entre las manos; los hombros sacudidos por los sollozos.
- Mañana te sentirás
mejor - le dijo su marido.
Ylla
no lo miró. Miró únicamente el desierto vacío y las brillantísimas estrellas
que aparecían ahora en el cielo negro, y a lo lejos se oyó el ruido creciente
del viento y de las aguas frías que se agitaban en los largos canales. Cerró
los ojos, estremeciéndose.
- Sí - dijo -, mañana me sentiré
mejor.
NOCHE DE VERANO
La gente se agrupaba en las galerías de piedra o se movía
entre las sombras, por las colinas azules. Las lejanas estrellas y las mellizas
y luminosas lunas de Marte derramaban una pálida luz de atardecer. Más allá del
anfiteatro de mármol, en la oscuridad y la lejanía, se levantaban las aldeas y
las quintas. El agua plateada yacía inmóvil en los charcos, y los canales
relucían de horizonte a horizonte. Era una noche de verano en el templado y
apacible planeta Marte. Las embarcaciones, delicadas como flores de bronce, se
entrecruzaban en los canales de vino verde, y en las largas, interminables
viviendas que se curvaban como serpientes tranquilas entre las lomas,
murmuraban perezosamente los amantes, tendidos en los frescos lechos de la
noche.
Algunos
niños corrían aún por las avenidas, a la luz de las antorchas, y con las arañas
de oro que llevaban en la mano lanzaban al aire finos hilos de seda. Aquí Y
allá, en las mesas donde burbujeaba la lava de plata, se preparaba alguna cena
tardía. En un centenar de pueblos del hemisferio oscuro del planeta, los
marcianos, seres morenos, de ojos rasgados y amarillos, se congregaban
indolentemente en los anfiteatros. Desde los escenarios una música serena se
elevaba en el aire tranquilo, como el aroma de una flor.
En uno de los escenarios cantó una
mujer.
El público se sobresaltó.
La
mujer dejó de cantar. Se llevó una mano a la garganta. Inclinó la cabeza
mirando a los músicos, y comenzaron otra vez.
Los músicos tocaron y la mujer cantó, y esta vez el
público suspiró y se inclinó hacia delante en los asientos; unos pocos se
pusieron de pie, sorprendidos, y una ráfaga helada atravesó el anfiteatro. La
mujer cantaba una canción terrible y extraña. Trataba de impedir que las
palabras le brotaran de la boca pero éstas eran las palabras:
Avanza envuelta en belleza, como la noche de regiones sin
nubes y cielos estrellados; y todo lo mejor de lo oscuro y lo brillante se une
en su rostro y en sus ojos...
La cantante se tapó la boca con las manos, y
así permaneció unos instantes, inmóvil, perpleja.
- ¿Qué significan esas
palabras? - preguntaron los músicos.
- ¿De dónde viene esa
canción?
- ¿Qué idioma es ése?
Y cuando los músicos soplaron en los cuernos
dorados, la extraña melodía pasó otra vez lentamente por encima del público que
ahora estaba de pie y hablaba en voz alta.
- ¿Qué te pasa? - se
preguntaron los músicos.
- ¿Por qué tocabas esa
música?
- Y tú, ¿qué tocabas?
La
mujer se echo a llorar y huyó del escenario. El público abandonó el anfiteatro.
Y en todos los trastornados pueblos marcianos ocurrió algo semejante. Una ola
de frío cayó sobre ellos, como una nieve blanca.
En las avenidas sombrías, bajo las
antorchas, los niños cantaban:
... y cuando ella
llegó, el aparador estaba vacío, y su pobre perro no tuvo nada...
- ¡Niños! - gritaron
los adultos -. ¿Qué canción es ésa? ¿Dónde la aprendisteis?
- Se nos ha ocurrido de
pronto. Son sólo palabras, palabras que no se entienden.
Las puertas se cerraron. Las calles quedaron
desiertas. Sobre las colinas azules se elevó una estrella verde.
En el hemisferio nocturno de
Marte los amantes despertaron y escucharon a sus amadas, que cantaban en la
oscuridad.
- ¿Qué canción es ésa?
Y en mil casas, en medio de la noche, las
mujeres se despertaron gritando. Las lágrimas les rodaban por las mejillas y
los hombres trataban de calmarlas.
- Vamos, vamos. Duerme. ¿Qué te pasa?
¿Alguna pesadilla?
- Algo terrible va a ocurrir
por la mañana.
-
Nada
puede ocurrir. Todo está muy bien. Un sollozo histérico:
- ¡Se acerca, se
acerca! ¡Se acerca cada vez más!
- Nada puede
sucedernos. ¿Qué podría sucedernos? Vamos, duerme, duerme.
El
alba de Marte fue tranquila, tan tranquila como un pozo fresco y negro, con
estrellas que brillaban en las aguas de los canales, y respirando en todos los
cuartos, niños que dormían encogidos con arañas en las manos cerradas, y
amantes abrazados, y un cielo sin lunas, y antorchas frías, y desiertos
anfiteatros de piedra.
Sólo rompió el silencio, poco antes de amanecer, un
sereno que caminaba por una calle distante, solitaria y oscura, entonando una
canción muy extraña.
LOS HOMBRES DE LA TIERRA
Quienquiera
que fuese el que golpeaba la puerta, no se cansaba de hacerlo. La señora Ttt
abrió la puerta de par en par.
- ¿Y bien?
- ¡Habla usted inglés!
- El hombre, de pie en el umbral, estaba asombrado.
- Hablo lo que hablo -
dijo ella.
El hombre vestía uniforme. Había otros tres
con él, excitados, muy sonrientes y muy sucios.
- ¿Qué desean? -
preguntó la señora Ttt.
-
Usted
es marciana. - El hombre sonrió. - Esta palabra no le es familiar, ciertamente.
Es una expresión terrestre. - Con un movimiento de cabeza señaló a sus
compañeros. - Venimos de la Tierra. Yo soy el capitán Williams. Hemos llegado a
Marte no hace más de una hora, y aquí estamos, ¡la Segunda Expedición! Hubo una
Primera Expedición, pero ignoramos qué les pasó. En fin, ¡henos aquí! Y el
primer habitante de Marte que encontramos ¡es usted!
- ¿Marte? - preguntó la
mujer arqueando las cejas.
- Quiero decir que
usted vive en el cuarto planeta a partir del Sol. ¿No es verdad?
- Elemental - replicó
ella secamente, examinándolos de arriba abajo.
-
Y
nosotros - dijo el capitán señalándose a sí mismo con un pulgar sonrosado -
somos de la Tierra. ¿No es así, muchachos?
- ¡Así es, capitán! -
exclamaron los otros a coro.
- Este es el planeta
Tyrr - dijo la mujer -, si quieren llamarlo por su verdadero nombre.
-
Tyrr,
Tyrr. - El capitán rió a carcajadas. - ¡Qué nombre tan lindo! Pero, oiga buena
mujer, ¿cómo habla usted un inglés tan perfecto?
-
No
estoy hablando, estoy pensando - dijo ella - ¡Telepatía! ¡Buenos días! - y dio
un portazo.
Casi
en seguida volvieron a llamar. Ese hombre espantoso, pensó la señora Ttt.
Abrió
la puerta bruscamente.
- ¿Y ahora qué? -
preguntó.
El hombre estaba todavía en
el umbral, desconcertado, tratando de sonreír. Extendió las manos.
- Creo que usted no
comprende...
- ¿Qué?
El hombre la miró sorprendido:
- ¡Venimos de la
Tierral!
-
No
tengo tiempo - dijo la mujer -. Hay mucho que cocinar, y coser, y limpiar...
Ustedes,
probablemente, querrán ver al señor Ttt. Está arriba, en su despacho.
- Sí - dijo el
terrestre, parpadeando confuso -. Permítame ver al señor Ttt, por favor.
- Está ocupado.
La señora Ttt cerró nuevamente la
puerta.
Esta vez los golpes fueron de una
ruidosa impertinencia.
-
¡Oiga!
- gritó el hombre cuando la puerta volvió a abrirse -. ¡Este no es modo de
tratar a las visitas! - Y entró de un salto en la casa, como si quisiera
sorprender a la mujer.
- ¡Mis pisos limpios! -
gritó ella -. ¡Barro! ¡Fuera! ¡Antes de entrar, límpiese las botas!
El hombre se miró apesadumbrado las
botas embarradas.
-
No
es hora de preocuparse por tonterías - dijo luego -. Creo que ante todo
debiéramos celebrar el acontecimiento. - Y miró fijamente a la mujer, como si
esa mirada pudiera aclarar la situación.
-
¡Si
se me han quemado las tortas de cristal - gritó ella -, lo echaré de aquí a
bastonazos!
La
mujer atisbó unos instantes el interior de un horno encendido y regresó con la
cara roja y transpirada. Era delgada y ágil, como un insecto. Tenía ojos
amarillos y penetrantes, tez morena, y una voz metálica y aguda.
- Espere un momento.
Trataré de que el señor Ttt los reciba. ¿Qué asunto los trae?
El hombre lanzó un terrible juramento, como si la mujer
le hubiese martillado una mano. - ¡Dígale que venimos de la Tierra! ¡Que nadie
vino antes de allá!
- ¿Que
nadie vino de dónde? Bueno, no importa - dijo la mujer alzando una mano -. En
seguida vuelvo.
El
ruido de sus pasos tembló ligeramente en la casa de piedra.
Afuera,
brillaba el inmenso cielo azul de Marte, caluroso y tranquilo como las aguas
cálidas y profundas de un océano. El desierto marciano se tostaba como una
prehistórica vasija de barro. El calor crecía en temblorosas oleadas. Un cohete
pequeño yacía en la cima de una colina próxima y las huellas de unas pisadas
unían la puerta del cohete con la casa de piedra.
De
pronto se oyeron unas voces que discutían en el piso superior de la casa. Los
hombres se miraron, se movieron inquietos, apoyándose ya en un pie, ya en otro,
y con los pulgares en el cinturón tamborilearon nerviosamente sobre el cuero.
Arriba
gritaba un hombre. Una voz de mujer le replicaba en el mismo tono. Pasó un
cuarto de hora. Los hombres se pasearon de un lado a otro, sin saber qué hacer.
- ¿Alguien tiene
cigarrillos? - preguntó uno.
Otro
sacó un paquete y todos encendieron un cigarrillo y exhalaron lentas cintas de
pálido humo blanco. Los hombres se tironearon los faldones de las chaquetas; se
arreglaron los cuellos.
El murmullo y el canto de las voces
continuaban. El capitán consultó su reloj.
-
Veinticinco
minutos - dijo -. Me pregunto qué estarán tramando ahí arriba. - Se paró ante
una ventana y miró hacia afuera.
- Qué día sofocante -
dijo un hombre.
- Sí - dijo otro.
Era el tiempo lento y caluroso de las primeras horas de
la tarde. El murmullo de las voces se apagó. En la silenciosa habitación sólo
se oía la respiración de los hombres. Pasó una hora.
-
Espero
que no hayamos provocado un incidente - dijo el capitán. Se volvió y espió el
interior del vestíbulo.
Allí
estaba la señora Ttt, regando las plantas que crecían en el centro de la
habitación.
-
Ya
me parecía que había olvidado algo - dijo la mujer avanzando hacia el capitán
-. Lo siento - añadió, y le entregó un trozo de papel -. El señor Ttt está muy
ocupado. - Se volvió hacia la cocina. - Por otra parte, no es el señor Ttt a
quien usted desea ver, sino al señor Aaa. Lleve este papel a la granja próxima,
al lado del canal azul, y el señor Aaa les dirá lo que ustedes quieren saber.
-
No
queremos saber nada - objetó el capitán frunciendo los gruesos labios -. Ya lo
sabemos.
-
Tienen
el papel, ¿qué más quieren? - dijo la mujer con brusquedad, decidida a no
añadir una palabra.
-
Bueno
- dijo el capitán sin moverse, como esperando algo. Parecía un niño, con los
ojos clavados en un desnudo árbol de Navidad -. Bueno - repitió -. Vamos,
muchachos.
Los
cuatro hombres salieron al silencio y al calor de la tarde.
Una
media hora después, sentado en su biblioteca, el señor Aaa bebía unos sorbos de
fuego eléctrico de una copa de metal, cuando oyó unas voces que venían por el
camino de piedra. Se inclinó sobre el alféizar de la ventana y vio a cuatro
hombres uniformados que lo miraban entornando los ojos.
- ¿El señor Aaa? - le
preguntaron.
- El mismo.
- ¡Nos envía el señor
Ttt! - gritó el capitán.
- ¿Y por qué ha hecho
eso?
- ¡Estaba ocupado!
-
¡Qué
lástima! - dijo el señor Aaa, con tono sarcástico -. ¿Creerá que estoy aquí
para atender a las gentes que lo molestan?
- No es eso lo
importante, señor - replicó el capitán.
- Para
mí, sí. Tengo mucho que leer. El señor Ttt es un desconsiderado. No es la
primera vez que se comporta de este modo. No mueva usted las manos, señor.
Espere a que termine. Y preste atención. La gente suele escucharme cuando
hablo. Y usted me escuchará cortésmente o no diré una palabra.
Los
cuatro hombres de la calle abrieron la boca, se movieron incómodos, y por un
momento las lágrimas asomaron a los ojos del capitán.
-
¿Le
parece a usted bien - sermoneó el señor Aaa - que el señor Ttt haga estas
cosas?
Los
cuatro hombres alzaron los ojos en el calor.
- ¡Venimos de la
Tierra! - dijo el capitán.
- A mí me parece que es
un mal educado - continuó el señor Aaa.
- En un cohete. Venimos
en un cohete.
- No es la primera vez
que Ttt comete estas torpezas.
- Directamente desde la
Tierra.
- Me gustaría llamarlo
y decirle lo que pienso.
- Nosotros cuatro, yo y
estos tres hombres, mi tripulación.
- ¡Lo llamaré, sí, voy
a llamarlo!
- Tierra. Cohete.
Hombres. Viaje. Espacio.
-
¡Lo
llamaré y tendrá que oírme! - gritó el señor Aaa, y desapareció como un títere
de un escenario.
Durante
unos instantes se oyeron unas voces coléricas que iban y venían por algún extraño
aparato. Abajo, el capitán y su tripulación miraban tristemente por encima del
hombro el hermoso cohete que yacía en la colina, tan atractivo y delicado y
brillante.
El
señor Aaa reapareció de pronto en la ventana, con un salvaje aire de triunfo.
- ¡Lo
he retado a duelo, por todos los dioses! ¡A duelo!
- Señor Aaa... -
comenzó otra vez el capitán con voz suave.
- ¡Lo voy a matar! ¿Me
oye?
- Señor Aaa, quisiera
decirle que hemos viajado noventa millones de kilómetros.
El señor Aaa miró al
capitán por primera vez. - ¿De dónde dice que vienen?
El capitán emitió una blanca sonrisa.
-
Al
fin nos entendemos - les murmuró en un aparte a sus hombres, y le dijo al señor
Aaa -: Recorrimos noventa millones de kilómetros. ¡Desde la Tierra!
El
señor Aaa bostezó.
- En esta época del año
la distancia es sólo de setenta y cinco millones de kilómetros. -
Blandió un arma de
aspecto terrible. - Bueno, tengo que irme. Lleven esa estúpida nota, aunque no
sé de qué les servirá, a la aldea de Iopr, sobre la colina y hablen con el
señor Iii. Ése es el hombre a quien quieren ver. No al señor Ttt. Ttt es un
idiota, y voy a matarlo.
Ustedes, además, no
son de mi especialidad.
-
Especialidad,
especialidad - baló el capitán -. ¿Pero es necesario ser un especialista para
dar la bienvenida a hombres de la Tierra?
- No sea tonto, todo el
mundo lo sabe.
El señor Aaa desapareció. Apareció unos
instantes después en la puerta y se alejó velozmente calle abajo.
- ¡Adiós! - gritó.
Los cuatro viajeros no se movieron,
desconcertados. Finalmente dijo el capitán:
- Ya encontraremos
quien nos escuche.
-
Quizá
debiéramos irnos y volver - sugirió un hombre con voz melancólica -. Quizá
debiéramos elevarnos y descender de nuevo. Darles tiempo de organizar una
fiesta.
- Puede ser una buena
idea - murmuró fatigado el capitán.
En la aldea la gente salía
de las casas y entraba en ellas, saludándose, y llevaba máscaras doradas,
azules y rojas, máscaras de labios de plata y cejas de bronce, máscaras serias
o sonrientes, según el humor de sus dueños.
Los
cuatro hombres, sudorosos luego de la larga caminata, se detuvieron y le
preguntaron a una niñita dónde estaba la casa del señor Iii.
- Ahí - dijo la niña con un movimiento
de cabeza.
El
capitán puso una rodilla en tierra, solemnemente, cuidadosamente, y miró el
rostro joven y dulce.
- Oye, niña, quiero decirte algo.
La
sentó en su rodilla y tomó entre sus manazas las manos diminutas y morenas,
como si fuera a contarle un cuento de hadas preciso y minucioso.
-
Bien,
te voy a contar lo que pasa. Hace seis meses otro cohete vino a Marte. Traía a
un hombre llamado York y a su ayudante. No sabemos qué les pasó. Quizá se
destrozaron al descender. Vinieron en un cohete, como nosotros. Debes de
haberlo visto.
¡Un gran cohete! Por
lo tanto nosotros somos la Segunda Expedición. Y venimos directamente de la
Tierra...
La
niña soltó distraídamente una mano y se ajustó a la cara una inexpresiva
máscara dorada. Luego sacó de un bolsillo una araña de oro y la dejó caer. El
capitán seguía hablando. La araña subió dócilmente a la rodilla de la niña, que
la miraba sin expresión por las hendiduras de la máscara. El capitán zarandeó
suavemente a la niña y habló con una voz más firme:
- Somos de la Tierra,
¿me crees?
-
Sí
- respondió la niña mientras observaba cómo los dedos de los pies se le hundían
en la arena.
- Muy
bien. - El capitán le pellizcó un brazo, un poco porque estaba contento y un
poco porque quería que ella lo mirase. - Nosotros mismos hemos construido este
cohete. ¿Lo crees, no es cierto?
La
niña se metió un dedo en la nariz.
- Sí - dijo.
- Y... Sácate el dedo
de la nariz, niñita... Yo soy el capitán y...
-
Nadie
hasta hoy cruzó el espacio en un cohete - recitó la criatura con los ojos
cerrados.
- ¡Maravilloso! ¿Cómo
lo sabes?
- Oh, telepatía... -
respondió la niña limpiándose distraídamente el dedo en una pierna.
- Y bien, ¿eso no te
asombra? - gritó el capitán -. ¿No estás contenta?
- Será mejor que vayan
a ver en seguida al señor Iii - dijo la niña, y dejó caer su juguete
-. Al señor lii le
gustará mucho hablar con ustedes.
La
niña se alejó. La araña echó a correr obedientemente detrás de ella.
El
capitán, en cuclillas, se quedó mirándola, con las manos extendidas, la boca
abierta y los ojos húmedos.
Los
otros tres hombres, de pie sobre sus sombras, escupieron en la calle de piedra.
El
señor Iii abrió la puerta. Salía en ese momento para una conferencia, pero
podía concederles unos instantes si se decidían a entrar y le informaban brevemente
del objeto de la visita.
-
Un
minuto de atención - dijo el capitán, cansado, con los ojos enrojecidos -.
Venimos de la Tierra, en un cohete; somos cuatro: tripulación y capitán;
estamos exhaustos, hambrientos, y quisiéramos encontrar un sitio para dormir.
Nos gustaría que nos dieran la llave de la ciudad, o algo parecido, y que
alguien nos estrechara la mano y nos dijera: «¡Bravo!» y «¡Enhorabuena,
amigos!» Eso es todo.
El señor lii era alto, vaporoso, delgado, y llevaba unas
gafas de gruesos cristales azules sobre los ojos amarillos. Se inclinó sobre el
escritorio y se puso a estudiar unos papeles. De cuando en cuando alzaba la
vista y observaba con atención a sus visitantes.
- No
creo tener aquí los formularios - dijo revolviendo los cajones del escritorio
-. ¿Dónde los habré puesto? Deben de estar en alguna parte... ¡Ah, sí, aquí! -
Le alcanzó al capitán unos papeles. - Tendrá usted que firmar, por supuesto.
- ¿Tenemos que pasar
por tantas complicaciones? - preguntó el capitán.
El señor Iii le lanzó una mirada
vidriosa.
-
¿No
dice que viene de la Tierra? Pues tiene que firmar. El capitán escribió su
nombre.
- ¿Es necesario que
firmen también los tripulantes?
El señor Iii miró al capitán, luego a
los otros tres y estalló en una carcajada burlona.
-
¡Que
ellos firmen! ¡Ah, admirable! ¡Que ellos, oh, que ellos firmen! - Los ojos se
le llenaron de lágrimas. Se palmeó una rodilla y se dobló en dos sofocado por
la risa. Se apoyó en el escritorio. - ¡Que ellos firmen!
Los
cuatro hombres fruncieron el ceño.
- ¿Es tan gracioso?
-
¡Que
ellos firmen! - suspiró el señor Iii, debilitado por su hilaridad -. Tiene
gracia. Debo contárselo al señor Xxx.
Examinó
el formulario, riéndose aún a ratos.
-
Parece
que todo está bien. - Movió afirmativamente la cabeza. - Hasta su conformidad
para una posible eutanasia - cloqueó.
- ¿Conformidad para
qué?
- Cállese. Tengo algo
para usted. Aquí está. La llave.
El capitán se sonrojó.
- Es un gran honor...
- ¡No
es la llave de la ciudad, Imbécil! - ladró el señor Iii -. Es la de la casa.
Vaya por aquel pasillo, abra la puerta grande, entre y cierre bien. Puede pasar
allí la noche. Por la mañana le mandaré al señor Xxx.
El
capitán titubeó, tomó la llave y se quedó mirando fijamente las tablas del
piso. Sus hombres tampoco se movieron. Parecían secos, vacíos, como si hubiesen
perdido toda la pasión y la fiebre del viaje.
-
¿Qué
le pasa? - preguntó el señor Iii -. ¿Qué espera? ¿Qué quiere? - Se adelantó y
estudió de cerca el rostro del capitán. - ¡Váyase!
-
Me
figuro que no podría usted... - sugirió el capitán -, quiero decir... En fin...
Hemos trabajado mucho, hemos hecho un largo viaje y quizá pudiera usted
estrecharnos la mano y darnos la enhorabuena - añadió con voz apagada -. ¿No le
parece?
El
señor Iii le tendió rígidamente la mano y le sonrió con frialdad.
- ¡Enhorabuena! - y
apartándose dijo -: Ahora tengo que irme. Utilice esa llave.
Sin
fijarse más en ellos, como si se hubieran filtrado a través del piso, el señor
Iii anduvo de un lado a otro por la habitación, llenando con papeles una
cartera. Se entretuvo en la oficina otros cinco minutos, pero sin dirigir una
sola vez la palabra al solemne cuarteto inmóvil, cabizbajo, de piernas de
plomo, brazos colgantes y mirada apagada.
Al fin cruzó la puerta, absorto en la
contemplación de sus uñas...
Avanzaron
pesadamente por el pasillo, en la penumbra silenciosa de la tarde, hasta llegar
a una pulida puerta de plata. La abrieron con la llave, también de plata,
entraron, cerraron, y se volvieron.
Estaban
en un vasto aposento soleado. Sentados o de pie, en grupos, varios hombres y
mujeres conversaban junto a las mesas. Al oír el ruido de la puerta miraron a
los cuatro hombres de uniforme.
Un marciano se adelantó y los saludó
con una reverencia.
- Yo soy el señor Uuu.
- Y yo
soy el capitán Jonathan Williams, de la ciudad de Nueva York, de la Tierra -
dijo el capitán sin mucho entusiasmo.
Los
muros temblaron con los gritos y exclamaciones. Hombres y mujeres gritando de alegría,
derribando las mesas, tropezando unos con otros, corrieron hacia los terrestres
y, levantándolos en hombros, dieron seis vueltas completas a la sala, saltando,
gesticulando y cantando.
Los terrestres estaban tan sorprendidos que
durante un minuto se dejaron llevar por aquella marea de hombros antes de
estallar en risas y gritos.
- ¡Esto se parece más a
lo que esperábamos!
- ¡Esto es vida!
¡Bravo! ¡Bravo!
Se guiñaban alegremente los ojos,
alzaban los brazos, golpeaban el aire
- ¡Hip! ¡Hip! -
gritaban.
- ¡Hurra! - respondía
la muchedumbre.
Al fin los pusieron sobre una mesa. Los
gritos cesaron. El capitán estaba a punto de llorar:
- Gracias. Gracias.
Esto nos ha hecho mucho bien.
- Cuéntenos su historia
- sugirió el señor Uuu.
El
capitán carraspeó y habló, interrumpido por los ¡oh! y ¡ah! del auditorio.
Presentó a sus compañeros, y todos pronunciaron un discursito, azorados por el
estruendo de los aplausos.
El señor Uuu palmeó al capitán.
- Es agradable ver a otros de la
Tierra. Yo también soy de allí.
- ¿Qué ha dicho usted?
- Aquí somos muchos los
terrestres.
El
capitán lo miró fijamente.
- ¿Usted?
¿Terrestre? ¿Es posible? ¿Vino en un cohete? ¿Desde cuándo se viaja por el
espacio? - Parecía decepcionado. - ¿De qué... de qué país es usted?
- De Tuiereol. Vine
hace años en el espíritu de mi cuerpo.
-
Tuiereol.
- El capitán articuló dificultosamente la palabra. - No conozco ese país. ¿Qué
es eso del espíritu del cuerpo?
- También la señorita
Rrr es terrestre. ¿No es cierto, señorita Rrr?
La señorita Rrr asintió con una risa
extraña.
- También el señor Www,
el señor Qqq y el señor Vvv.
- Yo soy de Júpiter -
dijo uno pavoneándose.
- Yo de Saturno - dijo
otro. Los ojos le brillaban maliciosamente.
- Júpiter, Saturno -
murmuró el capitán, parpadeando.
Todos
callaron; los marcianos, ojerosos, de pupilas amarillas y brillantes, volvieron
a agruparse alrededor de las mesas de banquete, extrañamente vacías. El capitán
observó, por primera vez, que la habitación no tenía ventanas. La luz parecía
filtrarse por las paredes. No había más que una puerta.
-
Todo
esto es confuso. ¿Dónde diablo está Tuiereol? ¿Cerca de América? - dijo el
capitán.
- ¿Que es América?
- ¿No ha oído hablar
del continente americano y dice que es terrestre?
El señor Uuu se irguió enojado.
- La Tierra está
cubierta de mares, es sólo mar. No hay continentes. Yo soy de allí y lo
sé.
El
capitán se echó hacia atrás en su silla.
- Un momento, un
momento. Usted tiene cara de marciano, ojos amarillos, tez morena.
-
La
Tierra es sólo selvas - dijo orgullosamente la señorita Rrr -. Yo soy de Orri,
en la Tierra; una civilización donde todo es de plata.
El capitán miró sucesivamente al señor Uuu, al señor Www,
al señor Zzz, al señor Nnn, al señor Hhh y al señor Bbb, y vio que los ojos
amarillos se fundían y apagaban a la luz, y
- ¡Comprenden qué es
esto?
- ¿Qué, señor?
-
No
es una celebración - contestó agotado el capitán -. No es un banquete. Estas
gentes no son representantes del gobierno. Esta no es una surprise party.
Mírenles los ojos. Escúchenlos.
Retuvieron
el aliento. En la sala cerrada sólo había un suave movimiento de ojos blancos.
-
Ahora
entiendo - dijo el capitán con voz muy lejana - por qué todos nos daban
papelitos y nos pasaban de uno a otro, y por qué el señor Iii nos mostró un
pasillo y nos dio una llave para abrir una puerta y cerrar una puerta. Y aquí
estamos...
- ¿Dónde, capitán?
- En un manicomio.
Era
de noche. En la vasta sala silenciosa, tenuemente alumbrada por unas luces
ocultas en los muros transparentes, los cuatro terrestres, sentados alrededor
de una mesa de madera conversaban en voz baja, con los rostros juntos y
pálidos. Hombres y mujeres yacían desordenadamente por el suelo. En los
rincones oscuros había leves estremecimientos: hombres o mujeres solitarios que
movían las manos. Cada media hora uno de los terrestres intentaba abrir la
puerta de plata.
- No hay nada que
hacer. Estamos encerrados.
- ¿Creen realmente que
somos locos, capitán?
- No
hay duda. Por eso no se entusiasmaron al vernos. Se limitaron a tolerar lo que
entre ellos debe de ser un estado frecuente de psicosis. - Señaló las formas
oscuras que yacían alrededor. - Paranoicos todos. ¡Qué bienvenida! - Una
llamita se alzó y murió en los ojos del capitán. - Por un momento creí que nos
recibían como merecíamos. Gritos, cantos y discursos. Todo estuvo muy bien, ¿no
es cierto? Mientras duró.
- ¿Cuánto tiempo nos
van a tener aquí?
- Hasta que demostremos
que no somos psicópatas.
- Eso será fácil.
- Espero que sí.
- No parece estar muy
seguro
- No lo estoy. Mire
aquel rincón.
De
la boca de un hombre en cuclillas brotó una llama azul. La llama se transformó
en una mujercita desnuda, y susurrando y suspirando se abrió como una flor en
vapores de color cobalto.
El
capitán señaló otro rincón. Una mujer, de pie, se encerró en una columna de
cristal; luego fue una estatua dorada, después una vara de cedro pulido, y al
fin otra vez una mujer.
En
la sala oscurecida todos exhalaban pequeñas llamas violáceas móviles y
cambiantes, pues la noche era tiempo de transformaciones y aflicción.
- Magos, brujos -
susurró un terrestre.
-
No, alucinados.
Nos comunican su
demencia y vemos
así sus alucinaciones.
Telepatía.
Autosugestión y telepatía.
- ¿Y eso le preocupa,
capitán?
-
Sí.
Si esas alucinaciones pueden ser tan reales, tan contagiosas, tanto para
nosotros como para cualquier otra persona, no es raro que nos hayan tomado por
psicópatas. Si aquel hombre es capaz de crear mujercitas de fuego azul, y
aquella mujer puede transformarse en una columna, es muy natural que los marcianos
normales piensen que también nosotros hemos creado nuestro cohete.
- Oh - exclamaron sus
hombres en la oscuridad.
Las llamas azules brotaban
alrededor de los terrestres, brillaban un momento, y se desvanecían. Unos
diablillos de arena roja corrían entre los dientes de los hombres dormidos. Las
mujeres se transformaban en serpientes aceitosas. Había un olor de reptiles y
bestias.
Por
la mañana todos estaban de pie, frescos, contentos, y normales. No había llamas
ni demonios. El capitán y sus hombres se habían acercado a la puerta de plata,
con la esperanza de que se abriera.
El
señor Xxx llegó unas cuatro horas después. Los terrestres sospecharon que había
estado esperando del otro lado de la puerta, espiándolos por lo menos durante
tres horas.
Con un gesto les
pidió que lo acompañaran a una oficina pequeña.
Era
un hombre jovial, sonriente, si se lo juzgaba por su máscara. En ella estaban
pintadas no una sonrisa, sino tres.
Detrás de la máscara, su voz era la de
un psiquiatra no tan sonriente.
- Y bien, ¿qué pasa?
- Usted cree que
estamos locos, y no lo estamos - dijo el capitán.
-
Yo
no creo que todos estén locos - replicó el psiquiatra señalando con una varita
al capitán -. El único loco es usted. Los otros son alucinaciones secundarias.
El
capitán se palmeó una rodilla.
-
¡Ah,
es eso! ¡Ahora comprendo por qué se rió el señor Iii cuando sugerí que mis
hombres firmaran los papeles!
El
psiquiatra rió a través de su sonrisa tallada.
-
Sí,
ya me lo contó el señor Iii. Fue una broma excelente. ¿Qué estaba diciendo? Ah,
sí. Alucinaciones secundarias. A veces vienen a verme mujeres con culebras en
las orejas. Cuando las curo, las culebras se disipan.
- Nosotros
nos alegraremos de que nos cure. Siga.
El señor Xxx pareció sorprenderse
-
Es
raro. No son muchos los que quieren curarse. Le advierto a usted que el
tratamiento es muy severo.
- ¡Siga curándonos!
Pronto sabrá que estamos cuerdos.
-
Permítame
que examine sus papeles. Quiero saber si están en orden antes de iniciar el
tratamiento. - Y el señor Xxx examinó el contenido de una carpeta. - Sí. Los
casos como el suyo necesitan un tratamiento especial. Las personas de aquella
sala son casos muy simples. Pero cuando se llega como usted, debo advertírselo,
a alucinaciones primarias, secundarias, auditivas, olfativas y labiales, y a
fantasías táctiles y ópticas, el asunto es grave. Es necesario recurrir a la
eutanasia.
El
capitán se puso en pie de un salto y rugió:
-
Mire,
¡ya hemos aguantado bastante! ¡Sométanos a sus pruebas, verifique los reflejos,
auscúltenos, exorcícenos, pregúntenos!
- Hable libremente.
El capitán habló, furioso, durante una
hora. El psiquiatra escuchó.
- Increíble. Nunca oí
fantasía onírica más detallada.
- ¡No diga estupideces!
¡Le enseñaremos nuestro cohete! - gritó el capitán.
- Me gustaría verlo.
¿Puede usted manifestarlo en esa habitación?
- Por supuesto. Está en
ese fichero, en la letra C.
El señor Xxx examinó atentamente el fichero,
emitió un sonido de desaprobación, y lo cerró solemnemente.
- ¿Por qué me ha
engañado usted? El cohete no está aquí.
- Claro que no, idiota.
Ha sido una broma. ¿Bromea un loco?
-
Tiene
usted unas bromas muy raras. Bueno, salgamos. Quiero ver su cohete. Era
mediodía. Cuando llegaron al cohete hacía mucho calor.
- Ajá.
El psiquiatra se
acercó a la nave y la golpeó. El metal resonó suavemente.
- Entre.
El señor Xxx desapareció en el
interior del cohete.
-
Esto
es exasperante - dijo el capitán, mordisqueando un cigarro -. Volvería gustoso
a la Tierra y les aconsejaría no ocuparse más de Marte. ¡Qué gentes más
desconfiadas!
- Me parece que aquí
hay muchos locos, capitán. Por eso dudan tanto quizá.
- Sí, pero es muy
irritante.
El psiquiatra salió de la nave después de
hurgar, golpear, escuchar, oler y gustar durante media hora.
-
Y
bien, ¿está usted convencido? - gritó el capitán como si el señor Xxx fuera
sordo. El psiquiatra cerró los ojos y se rascó la nariz.
-
Nunca
conocí ejemplo más increíble de alucinación sensorial y sugestión hipnótica.
He examinado el
«cohete», como lo llama usted. - Golpeó la coraza. - Lo oigo. Fantasía
auditiva. - Inspiró. - Lo huelo. Alucinación olfativa inducida por telepatía
sensorial. - Acercó sus labios al cohete. - Lo gusto. Fantasía labial.
El
psiquiatra estrechó la mano del capitán:
-
¿Me
permite que lo felicite? ¡Es usted un genio psicópata! Ha hecho usted un
trabajo completo. La tarea de proyectar una imaginaria vida psicópata en la
mente de otra persona por medio de la telepatía, y evitar que las alucinaciones
se vayan debilitando sensorialmente, es casi imposible. Las gentes de mi
pabellón se concentran habitualmente en fantasías visuales, o cuando más en
fantasías visuales y auditivas combinadas. ¡Usted ha logrado una síntesis
total! ¡Su demencia es hermosísimamente completa!
El
capitán palideció:
- ¿Mi
demencia?
-
Sí.
Qué demencia más hermosa. Metal, caucho, gravitadores, comida, ropa,
combustible, armas, escaleras, tuercas, cucharas. He comprobado que en su nave
hay diez mil artículos distintos. Nunca había visto tal complejidad. Hay hasta
sombras debajo de las literas y debajo de todo. ¡Qué poder de concentración! Y
todo, no importan cuándo o cómo se pruebe, tiene olor, solidez, gusto, sonido.
Permítame que lo abrace. - El psiquiatra abrazó al capitán. - Consignaré todo
esto en lo que será mi mejor monografía.
El mes que viene
hablaré en la Academia Marciana. Mírese. Ha cambiado usted hasta el color de
sus ojos, del amarillo al azul, y la tez de morena a sonrosada. ¡Y su ropa, y
sus manos de cinco dedos en vez de seis! ¡Metamorfosis biológica a través del
desequilibrio psicológico! Y sus tres amigos...
El
señor Xxx sacó un arma pequeña:
-
Es
usted incurable, por supuesto. ¡Pobre hombre admirable! Muerto será más feliz.
¿Quiere usted confiarme su última voluntad?
- ¡Quieto por Dios! ¡No
haga fuego!
-
Pobre
criatura. Lo sacaré de esa miseria que lo llevó a imaginar este cohete y estos
tres hombres. Será interesantísimo ver cómo sus amigos y su cohete se disipan
en cuanto yo lo mate. Con lo que observe hoy escribiré un excelente informe
sobre la disolución de las imágenes neuróticas.
- ¡Soy de la Tierra! Me
llamo Jonathan Williams y estos...
- Sí, ya lo sé - dijo
suavemente el señor Xxx, y disparó su arma.
El capitán cayó con
una bala en el corazón. Los otros tres se pusieron a gritar. El señor Xxx los
miró sorprendido.
-
¿Siguen
ustedes existiendo? ¡Soberbio! Alucinaciones que persisten en el tiempo y en el
espacio. - Apuntó hacia ellos. - Bien, los disolveré con el miedo.
- ¡No! - gritaron los
tres hombres.
- Petición
auditiva, aun muerto el paciente - observó el señor Xxx mientras los hacía caer
con sus disparos.
Quedaron
tendidos en la arena, intactos, inmóviles. El señor Xxx los tocó con la punta
del pie y luego golpeó la coraza del cohete.
-
¡Persiste!
¡Persisten! - exclamó y disparó de nuevo su arma, varias veces, contra los
cadáveres. Dio un paso atrás. La máscara sonriente se le cayó de la cara.
- Alucinaciones -
murmuró aturdidamente -. Gusto. Vista. Olor. Tacto. Sonido.
El
rostro del menudo psiquiatra cambió lentamente. Se le aflojaron las mandíbulas.
Soltó el arma. Miró alrededor con ojos apagados y ausentes. Extendió las manos
como un ciego, y palpó los cadáveres, sintiendo que la saliva le llenaba la
boca.
Movió, débilmente las manos,
desorbitado, babeando.
-
¡Váyanse!
- les gritó a los cadáveres -. ¡Váyase! - le gritó al cohete. Se examinó las
manos temblorosas.
-
Contaminado
- susurró -. Víctima de una transferencia. Telepatía. Hipnosis. Ahora soy yo el
loco. Contaminado. Alucinaciones en todas sus formas. - Se detuvo y con manos
entumecidas buscó a su alrededor el arma. - Hay sólo una cura, sólo una manera
de que se vayan, de que desaparezcan.
Se
oyó un disparo.
Los
cuatro cadáveres yacían al sol; el señor Xxx cayó junto a ellos
El
cohete, reclinado en la colina soleada, no desapareció.
Cuando
en el ocaso del día la gente del pueblo encontró el cohete, se preguntó qué
sería aquello. Nadie lo sabía; por lo tanto fue vendido a un chatarrero, que se
lo llevó para desmontarlo y venderlo como hierro viejo.
Aquella
noche llovió continuamente. El día siguiente fue bueno y caluroso.
EL CONTRIBUYENTE
Quería ir a Marte en el cohete. Bajó a la pista en las
primeras horas de la mañana y a través de los alambres les dijo a gritos a los
hombres uniformados que quería ir a Marte.
Les
dijo que pagaba impuestos, que se llamaba Pritchard y que tenía el derecho de
ir a Marte. ¿No había nacido allí mismo en Ohio? ¿No era un buen ciudadano?
Entonces, ¿por qué no podía ir a Marte? Los amenazó con los puños y les dijo
que quería irse de la Tierra; todas las gentes con sentido común querían irse
de la Tierra. Antes que pasaran dos años iba a estallar una gran guerra
atómica, y él no quería estar en la Tierra en ese entonces. Él y otros miles
como él, todos los que tuvieran un poco de sentido común, se irían a Marte. Ya
lo iban a ver. Escaparían de las guerras, la censura, el estatismo, el servicio
militar, el control gubernamental de esto o aquello, del arte y de la ciencia.
¡Que se quedaran otros! Les ofrecía la mano derecha, el corazón, la cabeza, por
la oportunidad de ir a Marte. ¿Qué había que hacer, qué había que firmar, a
quién había que conocer para embarcar en un cohete?
Los
hombres de uniforme se rieron de él a través de los alambres. No quería ir a
Marte, le dijeron. ¿No sabía que las dos primeras expediciones habían fracasado
y que probablemente todos sus hombres habían muerto?
No
podían demostrarlo, no podían estar seguros, dijo Pritchard, agarrándose a los
alambres. Era posible que allá arriba hubiera un país de leche y miel, y que el
capitán York y el capitán Williams no hubieran querido regresar. ¿Le abrirían
el portón para dejarlo subir al Tercer Cohete Expedicionario, o lo rompería él
mismo a puntapiés?
Le dijeron que se callara.
Vio a los hombres que iban hacia el
cohete.
- ¡Espérenme! - les gritó -. ¡No me dejen en este mundo
terrible! ¡Quiero irme! ¡Va a haber una guerra atómica! ¡No me dejen en la
Tierra!
Lo sacaron de allí a
rastras. Cerraron de un golpe la portezuela del coche policial y se lo llevaron
al alba con la cara pegada a la ventanilla trasera. Poco antes que la sirena
del automóvil comenzara a sonar, al acercarse una curva, vio el fuego rojo, y oyó
el ruido terrible y sintió la trepidación con que el cohete plateado se elevó
abandonándolo en una ordinaria mañana de lunes en el ordinario planeta Tierra.
LA TERCERA EXPEDICIÓN
La nave vino del espacio. Vino de las estrellas, y las
velocidades negras, y los movimientos brillantes, y los silenciosos abismos del
espacio. Era una nave nueva, con fuego en las entrañas y hombres en las celdas
de metal, y se movía en un silencio limpio, vehemente y cálido. Llevaba
diecisiete hombres, incluyendo un capitán. En la pista de Ohio la muchedumbre
había gritado agitando las manos a la luz del sol, y el cohete había florecido
en ardientes capullos de color y había escapado alejándose en el espacio ¡en el
tercer viaje a Marte!
Ahora
estaba desacelerando con una eficiencia metálica en las atmósferas superiores
de Marte. Era todavía hermoso y fuerte. Había avanzado como un pálido leviatán
marino por las aguas de medianoche del espacio; había dejado atrás la luna
antigua y se había precipitado al interior de una nada que seguía a otra nada.
Los hombres de la tripulación se habían golpeado, enfermado y curado,
alternadamente. Uno había muerto, pero los dieciséis sobrevivientes, con los
ojos claros y las caras apretadas contra las ventanas de gruesos vidrios,
observaban ahora cómo Marte oscilaba subiendo debajo de ellos.
- ¡Marte! - exclamó el
navegante Lustig.
- ¡El viejo y simpático
Marte! - dijo Samuel Hinkston, arqueólogo.
- Bien - dijo el
capitán John Black.
El
cohete se posó en un prado verde. Afuera, en el prado, había un ciervo de
hierro. Más allá, se alzaba una alta casa victoriana, silenciosa a la luz del
sol, toda cubierta de volutas y molduras rococó, con ventanas de vidrios
coloreados: azules y rosas y verdes y amarillos. En el porche crecían unos
geranios, y una vieja hamaca colgaba del techo y se balanceaba, hacia atrás,
hacia delante, hacia atrás, hacia delante, mecida por la brisa. La casa estaba
coronada por una cúpula, con ventanas de vidrios rectangulares y un techo de
caperuza. Por la ventana se podía ver una pieza de música titulada Hermoso
Ohio, en un atril.
Alrededor
del cohete y en las cuatro direcciones se extendía el pueblo, verde y tranquilo
bajo el cielo primaveral de Marte. Había casas blancas y de ladrillos rojos, y
álamos altos que se
movían en el viento, y arces y castaños, todos altos. En el campanario de la
iglesia dormían unas campanas doradas.
Los
hombres del cohete miraron fuera y vieron todo esto. Luego se miraron unos a
otros y miraron otra vez fuera, pálidos, tomándose de los codos, como si no
pudieran respirar.
- Demonios - dijo
Lustig en voz baja, frotándose torpemente los ojos -. Demonios.
- No puede ser - dijo
Samuel Hinkston.
Se oyó la voz del químico.
- Atmósfera enrarecida,
señor, pero segura. Hay suficiente oxígeno.
- Entonces saldremos -
dijo Lustig.
- Esperen - replicó el
capitán John Black -. ¿Qué es esto en realidad?
- Es un pueblo, con
aire enrarecido, pero respirable, señor.
-
Y
es un pueblo idéntico a los pueblos de la Tierra - dijo Hinkston el arqueólogo
-.
Increíble. No puede
ser, pero es.
-
¿Cree
usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y evolucionen de
la misma manera, Hinkston?
- Nunca lo hubiera
pensado, capitán.
El capitán se acercó a la ventana.
-
Miren.
Geranios. Una planta de cultivo. Esa variedad específica se conoce en la Tierra
sólo desde hace cincuenta años. Piensen cómo evolucionan las plantas, durante
miles de años. Y luego díganme si es lógico que los marcianos tengan: primero,
ventanas con vidrios emplomados; segundo, cúpulas; tercero, columpios en los
Porches; cuarto, un instrumento que parece un piano y que probablemente es un
piano; y quinto, si miran ustedes detenidamente por la lente telescópica, ¿es
lógico que un compositor marciano haya compuesto una pieza de música titulada,
aunque parezca mentira, Hermoso Ohio?
¡Esto querría decir
que hay un río Ohio en Marte!
- ¡El capitán Williams,
por supuesto! - exclamó Hinkston.
- ¿Qué?
-
El
capitán Williams y su tripulación de tres hombres. O Nathaniel York y su
compañero. ¡Eso lo explicaría todo!
- Eso
no explicaría nada. Según parece, el cohete de York estalló el día que llegó a
Marte, y York y su compañero murieron. En cuanto a Williams y sus tres hombres,
el cohete fue destruido al día siguiente de haber llegado. Al menos las
pulsaciones de los transmisores cesaron entonces. Si hubieran sobrevivido, se
habrían comunicado con nosotros. De todos modos, desde la expedición de York
sólo ha pasado un año, y el capitán Williams y sus hombres llegaron aquí en el
mes de agosto. Suponiendo que estén vivos, ¿hubieran podido construir un pueblo
como éste y envejecerlo en tan poco tiempo, aun con la ayuda de una brillante
raza marciana? Miren el pueblo; está ahí desde hace por lo menos setenta años.
Miren la madera de ese porche; miren esos árboles, ¡todos centenarios! No, esto
no es obra de York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta. Y no saldré de la
nave antes de aclararlo.
-
Además
- dijo Lustig -, Williams y sus hombres, y también York, descendieron en el
lado opuesto de Marte. Nosotros hemos tenido la precaución de descender en este
lado.
- Excelente argumento.
Como es posible que una tribu marciana hostil haya matado a
York y a Williams,
nos ordenaron que descendiéramos en una región alejada, para evitar otro
desastre. Estamos por lo tanto, o así parece, en un lugar que Williams y York
no conocieron.
- Maldita sea - dijo
Hinkston -. Yo quiero ir al pueblo, capitán, con el permiso de usted.
Es posible que en
todos los planetas de nuestro sistema solar haya pautas similares de ideas,
diagramas de civilización. ¡Quizás estemos en el umbral del descubrimiento
psicológico y metafísico más importante de nuestra época!
- Yo quisiera esperar
un rato - dijo el capitán John Black.
-
Es
posible, señor, que estemos en presencia de un fenómeno que demuestra por
primera vez, y plenamente, la existencia de Dios, señor.
- Muchos buenos
creyentes no han necesitado esa prueba, señor Hinkston.
-
Yo
soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que un pueblo como éste no puede
existir sin intervención divina. ¡Esos detalles! No sé si reír o llorar.
- No haga ni una cosa
ni otra, por lo menos hasta saber con qué nos enfrentamos.
-
¿Con
qué nos enfrentamos? - dijo Lustig -. Con nada, capitán. Es un pueblo
agradable, verde y tranquilo, un poco anticuado como el pueblo donde nací. Me
gusta el aspecto que tiene.
- ¿Cuándo nació usted,
Lustig?
- En mil novecientos
cincuenta.
- ¿Y usted, Hinkston?
-
Hinkston,
Lustig, yo podría ser el padre de cualquiera de ustedes. Tengo ochenta años
cumplidos. Nací en mil novecientos veinte, en Illinois, y con la ayuda de Dios
y de la ciencia, que en los últimos cincuenta años ha logrado rejuvenecer a los
viejos, aquí estoy, en Marte, no más cansado que los demás, pero infinitamente
más receloso. Este pueblo, quizá pacífico y acogedor, se parece tanto a Green
Bluff, Illinois, que me espanta. Se parece demasiado a Green Bluff. - Y
volviéndose hacia el radiotelegrafista, añadió -: Comuníquese con la Tierra.
Dígales que hemos llegado. Nada más. Dígales que mañana enviaremos un informe
completo.
- Bien, capitán.
El capitán acercó al ojo de buey una cara que
tenía que haber sido la de un octogenario, pero que parecía la de un hombre de
unos cuarenta años.
-
Le
diré lo que vamos a hacer, Lustig. Usted, Hinkston y yo daremos una vuelta por
el pueblo. Los demás se quedan a bordo. Si Ocurre algo, se irán en seguida. Es
mejor perder tres hombres que toda una nave. Si ocurre algo malo, nuestra
tripulación puede avisar al próximo cohete. Creo que será el del capitán
Wilder, que saldrá en la próxima
Navidad. Si en Marte
hay algo hostil queremos que el próximo cohete venga bien armado.
- También lo estamos
nosotros. Disponemos de un verdadero arsenal.
-
Entonces,
dígale a los hombres que se queden al pie del cañón. Vamos, Lustig, Hinkston.
Los
tres hombres salieron juntos por las rampas de la nave.
Era un hermoso día de primavera. Un petirrojo posado en
un manzano en flor cantaba continuamente. Cuando el viento rozaba las ramas
verdes, caía una lluvia de pétalos de nieve, y el aroma de los capullos flotaba
en el aire. En alguna parte del pueblo alguien tocaba el piano, y la música iba
y venía e iba, dulcemente, lánguidamente. La canción era
Hermosa soñadora. En
alguna otra parte, en un gramófono, chirriante y apagado, siseaba un disco de
Vagando al anochecer, cantado por Harry Lauder.
Los tres hombres estaban fuera del cohete. jadearon
aspirando el aire enrarecido, y luego echaron a andar, lentamente, como para no
fatigarse.
Ahora
el disco del gramófono cantaba: Oh, dame una noche de junio,
la luz de la luna y tú.
Lustig se echó a temblar. Samuel
Hinkston hizo lo mismo.
El cielo estaba sereno y tranquilo, y en
alguna parte corría un arroyo, a la sombra de un barranco con árboles. En
alguna parte trotó un caballo, y traqueteó una carreta.
-
Señor
- dijo Samuel Hinkston -, tiene que ser, no puede ser de otro modo, ¡los viajes
a Marte empezaron antes de la Primera Guerra Mundial!
- No.
-
¿De
qué otro modo puede usted explicar esas casas, el ciervo de hierro, los pianos,
la música? - Y Hinkston tomó persuasivamente de un codo al capitán y lo miró a
los ojos -.
Si usted admite que
en mil novecientos cinco había gente que odiaba la guerra, y que uniéndose en
secreto con algunos hombres de ciencia construyeron un cohete y vinieron a
Marte...
- No, no, Hinkston.
-
¿Por
qué no? El mundo era muy distinto en mil novecientos cinco. Era fácil guardar
un secreto.
- Pero algo tan
complicado como un cohete no, no se puede ocultar.
- Y
vinieron a vivir aquí, y naturalmente, las casas que construyeron fueron
similares a las casas de la Tierra, pues junto con ellos trajeron la
civilización terrestre.
-
En
paz y tranquilidad, sí. Quizás hicieron unos pocos viajes, bastantes como para
traer aquí a la gente de un pueblo pequeño, y luego no volvieron a viajar, pues
no querían que los descubrieran. Por eso este pueblo parece tan anticuado. No
veo aquí nada posterior a mil novecientos veintisiete, ¿no es cierto? - Es
posible, también, que los viajes en cohete sean aún más antiguos de lo que
pensamos. Quizá comenzaron hace siglos en alguna parte del mundo, y las pocas
personas que vinieron a Marte y viajaron de vez en cuando a la Tierra supieron
guardar el secreto.
- Tal como usted lo
dice, parece razonable.
-
Lo
es. Tenemos la prueba ante nosotros; sólo nos falta encontrar a alguien y
verificarlo.
La
hierba verde y espesa apagaba el sonido de las botas. En el aire había un olor
a césped recién cortado. A pesar de sí mismo, el capitán John Black se sintió
inundado por una gran paz. Durante los últimos treinta años no había estado
nunca en un pueblo pequeño, y el zumbido de las abejas primaverales lo acunaba
y tranquilizaba, y el aspecto fresco de las cosas era como un bálsamo para él.
Los
tres hombres entraron en el porche y fueron hacia la puerta de tela de alambre.
Los pasos resonaron en las tablas del piso. En el interior de la casa se veía
una araña de cristal, una cortina de abalorios que colgaba a la entrada del
vestíbulo, y en una pared, sobre un cómodo sillón Morris, un cuadro de Maxfield
Parrish. La casa olía a desván, a vieja, e infinitamente cómoda. Se alcanzaba a
oír el tintineo de unos trozos de hielo en una jarra de limonada. Hacía mucho
calor, y en la cocina distante alguien preparaba un almuerzo frío. Alguien
tarareaba entre dientes, con una voz dulce y aguda.
El
capitán John Black hizo sonar la campanilla.
Unas pisadas leves y rápidas se acercaron por el
vestíbulo, y una señora de unos cuarenta años, de cara bondadosa, vestida a la
moda que se podía esperar en 1909, asomó la cabeza y los miró.
- ¿Puedo ayudarlos? -
preguntó.
- Disculpe - dijo el
capitán, indeciso -, pero buscamos... es decir, deseábamos...
La mujer lo miró con ojos oscuros y
perplejos.
- Si venden algo...
-
No,
espere. ¿Qué pueblo es éste? La mujer lo miró de arriba abajo.
-
¿Cómo
qué pueblo es éste? ¿Cómo pueden estar en un pueblo y no saber cómo se llama?
El
capitán tenía el aspecto de querer ir a sentarse debajo de un árbol, a la
sombra.
-
Somos
forasteros. Queremos saber cómo llegó este pueblo aquí y cómo usted llegó aquí.
- ¿Son ustedes del
censo?
- No.
-
Todo
el mundo sabe - dijo la mujer - que este pueblo fue construido en mil
ochocientos sesenta y ocho. ¿Se trata de un juego?.
- No, no es un juego -
exclamó el capitán -. Venimos de la Tierra.
- ¿Quiere decir de debajo
de la tierra?
-
No.
Venimos del tercer planeta, la Tierra, en una nave. Y hemos descendido aquí, en
el cuarto planeta, Marte...
-
Esto
- explicó la mujer como si le hablara a un niño - es Green Bluff, Illinois, en
el continente americano, entre el océano Pacífico y el océano Atlántico, en un
lugar llamado el mundo y a veces la Tierra. Ahora, váyanse. Adiós.
La mujer trotó vestíbulo abajo, pasando los
dedos por entre las cortinas de abalorios. Los tres hombres se miraron.
- Propongo que rompamos
la puerta de alambre - dijo Lustig.
- No
podemos hacerlo. Es propiedad privada. ¡Dios santo! Fueron a sentarse en el
escalón del porche.
- Se le ha ocurrido
pensar, Hinkston, que quizá nos salimos de la trayectoria, de alguna manera, y
por accidente descendimos en la Tierra?
- ¿Y cómo lo hicimos?
- No lo sé, no lo sé.
Déjeme pensar, por Dios.
- Comprobamos cada
kilómetro de la trayectoria - dijo Hinkston -. Nuestros cronómetros dijeron tantos
kilómetros. Dejamos atrás la Luna y salimos al espacio, y aquí estamos. Estoy
seguro de que estamos en Marte.
-
¿Y
si por accidente nos hubiésemos perdido en las dimensiones del espacio y el
tiempo, y hubiéramos aterrizado en una Tierra de hace treinta o cuarenta años?
- ¡Oh, por favor,
Lustig!
Lustig se acercó a la puerta, hizo
sonar la campanilla y gritó a las habitaciones frescas
y oscuras:
- ¿En qué año estamos?
-
En
mil novecientos veintiséis, por supuesto - contestó la mujer, sentada en una
mecedora, tomando un sorbo de limonada.
Lustig
se volvió muy excitado.
-
¿Lo
oyeron? Mil novecientos veintiséis. ¡Hemos retrocedido en el tiempo! ¡Estamos
en la Tierra!
Lustig se sentó, y los tres hombres se
abandonaron al asombro y al terror, acariciándose de vez en cuando las
rodillas.
-
Nunca esperé nada semejante - dijo el capitán
-. Confieso que tengo un susto de todos los diablos. ¿Cómo puede ocurrir un
cosa así? ojalá hubiéramos traído a Einstein con nosotros.
- ¿Nos creerá alguien
en este pueblo? - preguntó Hinkston - ¿Estaremos jugando con algo peligroso? Me
refiero al tiempo. ¿No tendríamos que elevarnos simplemente y volver a la
Tierra?
- No. No hasta probar
en otra casa.
Pasaron
por delante de tres casas hasta un pequeño cottage blanco, debajo de un roble.
- Me gusta ser lógico Y
quisiera atenerme a la lógica - dijo el capitán -. Y no creo que hayamos puesto
el dedo en la llaga. Admitamos, Hinkston, como usted sugirió antes, que se
viaje en cohete desde hace muchos años. Y que los terrestres, después de vivir aquí
algunos años, comenzaron a sentir nostalgias de la Tierra. Primero una leve
neurosis, después una psicosis, y por fin la amenaza de la locura. ¿Qué haría
usted, como psiquiatra, frente a un problema de esas dimensiones?
Hinkston
reflexionó.
-
Bueno,
pienso que reordenaría la civilización de Marte, de modo que se pareciera, cada
día más, a la de la Tierra. Si fuese posible reproducir las plantas, las
carreteras, los lagos, y aun los océanos, los reproduciría. Luego, mediante una
vasta hipnosis colectiva, convencería a todos en un pueblo de este tamaño que
esto era realmente la Tierra, y no Marte.
- Bien pensado,
Hinkston. Creo que estamos en la pista correcta. La mujer de aquella casa
piensa que vive en la Tierra. Ese pensamiento protege su cordura. Ella y los
demás de este pueblo son los sujetos del mayor experimento en migración e
hipnosis que hayamos podido encontrar.
- ¡Eso es! - exclamó
Lustig.
- Tiene razón - dijo
Hinkston.
El capitán suspiró.
- Bien. Hemos llegado a alguna parte.
Me siento mejor. Todo es un poco más lógico.
Ese asunto de las
dimensiones, de ir hacia atrás y hacia delante viajando por el tiempo,
me revuelve el, estómago.
Pero de esta manera... - El capitán sonrió -: Bien, bien, parece que seremos
bastante populares aquí.
-
¿Cree
usted? - dijo Lustig -. Al fin y al cabo, esta gente vino para huir de la
Tierra, como los Peregrinos. Quizá vernos no los haga demasiado felices. Quizás
intenten echarnos o matamos.
- Tenemos mejores
armas. Ahora a la casa siguiente. ¡Andando!
Apenas habían cruzado el césped de la acera,
cuando Lustig se detuvo y miró a lo largo de la calle que atravesaba el pueblo
en la soñadora paz de la tarde.
- Señor - dijo.
- ¿Qué pasa, Lustig?
- Capitán, capitán, lo
que veo...
Lustig
se echó a llorar. Alzó unos dedos que se le retorcían y temblaban, y en su cara
hubo asombro, incredulidad y dicha. Parecía como si en cualquier momento fuese
a enloquecer de alegría. Miró calle abajo y empezó a correr, tropezando
torpemente, cayéndose y levantándose, y corriendo otra vez.
- ¡Miren! ¡Miren!
- ¡No dejen que se
vaya! - El capitán echó también a correr.
Lustig
se alejaba rápidamente, gritando. Cruzó uno de los jardines que bordeaban la
calle sombreada y entró de un salto en el porche de una gran casa verde con un
gallo de hierro en el tejado.
Gritaba
y lloraba golpeando la puerta cuando Hinkston y el capitán llegaron corriendo
detrás de él. Todos jadeaban y resoplaban, extenuados por la carrera y el aire
enrarecido.
- ¡Abuelo! ¡Abuela! - gritaba Lustig.
Dos ancianos, un hombre y una mujer,
estaban de pie en el porche.
- ¡David!
- exclamaron con voz aflautada y se apresuraron a abrazarlo y a palmearle la
espalda, moviéndose alrededor -. ¡Oh, David, David, han pasado tantos años!
¡Cuánto has crecido, muchacho! Oh, David, muchacho, ¿cómo te encuentras?
- ¡Abuelo! ¡Abuela! -
sollozaba David Lustig -. ¡Qué buena cara tenéis!
Retrocedió, los hizo girar, los besó, los abrazó, lloró
sobre ellos Y volvió a retroceder mirándolos con ojos parpadeantes. El sol
brillaba en el cielo, el viento soplaba, el césped era verde, las puertas de
tela de alambre estaban abiertas de par en par.
- Entra, muchacho,
entra. Hay té helado, mucho té.
-
Estoy
con unos amigos. - Lustig se dio vuelta e hizo señas al capitán, excitado,
riéndose -. Capitán, suban.
-
¿Cómo
están ustedes? - dijeron los viejos -. Pasen. Los amigos de David son también
nuestros amigos. ¡No se queden ahí!
La
sala de la vieja casa era muy fresca, y se oía el sonoro tictac de un reloj de
abuelo, alto y largo, de molduras de bronce. Había almohadones blandos sobre
largos divanes y paredes cubiertas de libros y una gruesa alfombra de arabescos
rosados, y las manos sudorosas sostenían los vasos de té, helado y fresco en
las bocas sedientas.
- Salud. - La abuela se
llevó el vaso a los dientes de porcelana.
- ¿Desde cuándo estáis
aquí, abuela? - preguntó Lustig.
- Desde que nos morimos
- replicó la mujer.
El capitán John Black puso el vaso en
la mesa.
- ¿Desde cuándo?
- Ah, sí. - Lustig
asintió -. Murieron hace treinta años.
- ¡Y usted ahí tan
tranquilo! - gritó el capitán.
- Silencio.
- La vieja guiñó un ojo brillante -. ¿Quién es usted para discutir lo que pasa?
Aquí estamos. ¿Qué es la vida, de todos modos? ¿Quién decide por qué, para qué
o dónde? Sólo sabemos que estamos aquí, vivos otra vez, y no hacemos preguntas.
Una, segunda oportunidad. - Se inclinó y mostró una muñeca delgada -. Toque. -
El capitán
tocó -. Sólida, ¿eh? - El capitán asintió -. Bueno,
entonces - concluyó con aire de triunfo -, ¿para qué hacer preguntas?
-
Bueno
- replicó el capitán -, nunca imaginamos que encontraríamos una cosa como ésta
en Marte.
-
Pues
la han encontrado. Me atrevería a decirle que hay muchas cosas en todos los
planetas que le revelarían los infinitos designios de Dios.
- ¿Esto es el cielo? -
preguntó Hinkston.
- Tonterías, no. Es un
mundo y tenemos aquí una segunda oportunidad. Nadie nos dijo por qué. Pero
tampoco nadie nos dijo por qué estábamos en la Tierra. Me refiero a la otra
Tierra,
esa de donde vienen ustedes. ¿Cómo sabemos que no había todavía otra además de
ésa?
- Buena pregunta - dijo
el capitán.
Lustig no dejaba de
sonreír mirando a sus abuelos. - Qué alegría veros, qué alegría.
El capitán se incorporó y se palmeó
una pierna con aire de descuido.
- Tenemos que irnos.
Muchas gracias por las bebidas.
- Volverán, por
supuesto - dijeron los viejos -. Vengan esta noche a cenar.
- Trataremos de venir,
gracias. Hay mucho que hacer. Mis hombres me esperan en el cohete y..
Se
interrumpió. Se volvió hacia la puerta, sobresaltado.
Muy
lejos a la luz del sol había un sonido de voces y grandes gritos de bienvenida.
- ¿Qué pasa? - preguntó
Hinkston.
- Pronto lo sabremos.
El capitán John Black cruzó
abruptamente la puerta, corrió por la hierba verde y salió a la calle del
pueblo marciano.
Se detuvo mirando el cohete. Las portezuelas
estaban abiertas y la tripulación salía y saludaba, y se mezclaba con la
muchedumbre que se había reunido, hablando, riendo, estrechando manos. La gente
bailaba alrededor. La gente se arremolinaba. El cohete yacía vacío y
abandonado.
Una banda de música rompió a tocar a la luz
del sol, lanzando una alegre melodía desde tubas y trompetas que apuntaban al
cielo. Hubo un redoble de tambores y un chillido de gaitas. Niñas de cabellos
de oro saltaban sobre la hierba. Niños gritaban: «¡Hurra!». Hombres gordos
repartían cigarros. El alcalde del pueblo pronunció un discurso. Luego, los
miembros de la tripulación, dando un brazo a una madre, y el otro a un padre o
una hermana, se fueron muy animados calle abajo y entraron en casas pequeñas y
en grandes mansiones.
Las puertas se cerraron de golpe.
El calor creció en el claro cielo de
primavera, y todo quedó en silencio. La banda de música desapareció detrás de
una esquina, alejándose del cohete, que brillaba y centelleaba a la luz del
sol.
- ¡Deténganse! - gritó
el capitán Black. - ¡Lo han abandonado! - dijo el capitán -. ¡Han abandonado la
nave! ¡Les arrancaría la piel! ¡Tenían órdenes precisas!
-
Capitán,
no sea duro con ellos - dijo Lustig -. Se han encontrado con parientes y
amigos.
- ¡No es una excusa!
- Piense en lo que
habrán sentido con todas esas caras familiares alrededor de la nave
- dijo Lustig.
- Tenían órdenes,
maldita sea.
- ¿Qué hubiera sentido
usted, capitán?
- Hubiera cumplido las
órdenes... - comenzó a decir el capitán, y se quedó boquiabierto. Por la acera,
bajo el sol de Marte, venía caminando un joven de unos veintiséis años,
alto, sonriente, de
ojos asombrosamente claros y azules.
- ¿Qué? - El capitán
Black se tambaleó.
El joven llegó corriendo, le tomó la
mano y le palmeó la espalda.
- ¡John, bandido!
- Eres tú - dijo el
capitán John Black.
- ¡Claro que soy yo!
¿Quién creías que era?
- ¡Edward!
El capitán, reteniendo la mano del
joven desconocido, se volvió a Lustig y a Hinkston.
-
Éste
es mi hermano Edward. Ed, te presento a mis hombres: Lustig, Hinkston. ¡Mi
hermano!
John
y Edward se daban la mano y se apretaban los brazos. Al fin se abrazaron.
- ¡Ed!
- John, sinvergüenza!
-
Tienes
muy buena cara, Ed, pero ¿cómo? No has cambiado nada en todo este tiempo.
Moriste, recuerdo, cuando tenías veintiséis años y yo diecinueve. ¡Dios mío!
Hace tanto tiempo, y aquí estás. Señor, ¿qué pasa aquí?
- Mamá está
esperándonos - dijo Edward Black sonriendo.
- ¿Mamá?
- Y papá también.
- ¿Papá?
El capitán casi cayó al suelo como si lo
hubieran golpeado con un arma poderosa. Echó a caminar rígidamente, con pasos
desmañados.
- ¿Papá y mamá vivos?
¿Dónde están?
- En la vieja casa de
Oak Knoll Avenue.
- ¡En
la vieja casa! - El capitán miraba fijamente con un deleitado asombro -. ¿Han
oído ustedes, Lustig, Hinkston?
Hinkston se había ido. Había visto su propia
casa en el fondo de la calle y corría hacia ella. Lustig se reía.
- ¿Ve usted, capitán,
qué les ha ocurrido a los del cohete? No han podido evitarlo.
-
Sí,
sí. - El capitán cerró los ojos -. Cuando vuelva a mirar habrás desaparecido. -
Parpadeó -. Todavía
estás aquí. Oh, Dios, ¡pero qué buen aspecto tienes, Ed!
- Vamos, nos espera el
almuerzo. Ya he avisado a mamá.
Lustig dijo:
- Señor, estaré en casa
de mis abuelos si me necesita.
- ¿Qué? Ah, muy bien,
Lustig. Nos veremos más tarde.
Edward
tomó de un brazo al capitán.
- Ahí está la casa. ¿La
recuerdas?
- ¡Claro que la
recuerdo! Vamos. A ver quién llega primero al porche.
Corrieron. Los árboles rugieron sobre la
cabeza del capitán Black; el suelo rugió bajo sus pies. Delante de él, en un
asombroso sueño real, veía la figura dorada de Edward
Black
y la vieja casa, que se precipitaba hacia ellos, con las puertas de tela de
alambre abiertas de par en par.
- ¡Te he ganado! -
exclamó Edward.
-
Soy
un hombre viejo - jadeó el capitán - y tú eres joven todavía. Además siempre me
ganabas, me acuerdo muy bien.
En
el umbral, mamá, sonrosada, rolliza y alegre. Detrás, papá, con canas amarillas
y la pipa en la mano.
- ¡Mamá! ¡Papá!
El capitán subió las escaleras
corriendo como un niño.
Fue una hermosa y larga tarde de primavera. Después de
una prolongada sobremesa se sentaron en la sala y el capitán les habló del
cohete, y ellos asintieron y mamá no había cambiado nada y papá cortó con los
dientes la punta de un cigarro y lo encendió
pensativamente como acostumbraba antes. A la noche
comieron un gran pavo y el tiempo fue pasando. Cuando los huesos quedaron tan
limpios como palillos de tambor, el capitán se echó hacia atrás en su silla y
suspiró satisfecho. La noche estaba en todos los árboles y coloreaba el cielo,
y las lámparas eran aureolas de luz rosada en la casa tranquila. De todas las
otras casas, a lo largo de la calle, venían sonidos de músicas, de pianos, y de
puertas que se cerraban.
Mamá
puso un disco en el gramófono y bailó con el capitán John Black. Llevaba el
mismo perfume de aquel verano, cuando ella y papá murieron en el accidente de
tren. El capitán la sintió muy real entre los brazos, mientras bailaban con
pasos ligeros.
- No todos los días se
vuelve a vivir - dijo ella.
-
Me
despertaré por la mañana - replicó el capitán -, y me encontraré en el cohete,
en el espacio, y todo esto habrá desaparecido.
-
No,
no pienses eso - lloró ella dulcemente -. No dudes. Dios es bueno con nosotros.
Seamos felices.
- Perdón, mamá.
El disco terminó con un siseo
circular.
-
Estás
cansado, hijo mío - le dijo papá señalándolo con la pipa -. Tu antiguo
dormitorio te espera; con la cama de bronce y, todas tus cosas.
- Pero tendría que
llamar a mis hombres.
- ¿Por qué?
-
¿Por
qué? Bueno, no lo sé. En realidad, creo que no hay ninguna razón. No, ninguna.
Estarán comiendo o en cama. Una buena noche de descanso no les hará daño.
- Buenas noches, hijo.
- Mamá le besó la mejilla -. Qué bueno es tenerte en casa.
- Es bueno estar en
casa.
El capitán dejó aquel país de humo de cigarros y perfume
y libros y luz suave y subió las escaleras charlando, charlando con Edward.
Edward abrió una puerta, y allí estaba la cama de bronce amarillo, y los viejos
banderines de la universidad, y un muy gastado abrigo de castor que el capitán
acarició cariñosamente, en silencio.
-
No
puedo más, de veras - murmuró -. Estoy entumecido y cansado. Hoy han ocurrido
demasiadas cosas. Me siento como si hubiera pasado cuarenta y ocho horas bajo
una lluvia torrencial, sin paraguas ni impermeable. Estoy empapado hasta los
huesos de emoción.
Edward
estiró con una mano las sábanas de nieve y ahuecó las almohadas. Levantó un
poco la ventana y el aroma nocturno del jazmín entró flotando en la habitación.
Había luna y sonidos de músicas y voces distantes.
- De modo que esto es
Marte - dijo el capitán, desnudándose.
- Así es.
Edward
se desvistió con movimientos perezosos y lentos, sacándose la camisa por la
cabeza y descubriendo unos hombros dorados y un cuello fuerte y musculoso.
Habían
apagado las luces, y ahora estaban en cama, uno al lado del otro, como ¿hacía
cuántos años? El aroma de jazmín que empujaba las cortinas de encaje hacia el
aire oscuro del dormitorio acunó y alimentó al capitán. Entre los árboles, sobre
el césped, alguien había dado cuerda a un gramófono portátil que ahora
susurraba una canción:
Siempre.
Se acordó de Marilyn.
- ¿Está Marilyn aquí?
Edward, estirado allí a la luz de la
luna, esperó unos instantes y luego contestó:
-
Sí.
No está en el pueblo, pero volverá por la mañana. El capitán cerró los ojos:
- Tengo muchas ganas de
verla.
En la habitación rectangular y
silenciosa, sólo se oía la respiración d los dos hombres.
- Buenas noches, Ed.
- Buenas noches, John.
El
capitán permaneció tendido y en paz, abandonándose a sus propios pensamientos.
Por primera vez consiguió hacer a un lado las tensiones del día, y ahora podía
pensar lógicamente. Todo había sido emocionante: las bandas de música, las
caras familiares. Pero ahora...
«¿Cómo? - se preguntó -. ¿Cómo se hizo
todo esto? ¿Y por qué? ¿Con qué propósito?
¿Por la mera bondad
de alguna intervención divina? ¿Entonces Dios se preocupa realmente por sus
criaturas? ¿Cómo y por qué y para qué?»
Consideró
las distintas teorías que habían adelantado Hinkston y Lustig en el primer
calor de la tarde. Dejó que otras muchas teorías nuevas le bajaran a través de
la mente como perezosos guijarros que giraban echando alrededor unas luces
mortecinas. Mamá.
Papá. Edward. Tierra.
Marte. Marcianos.
«¿Quién
había vivido aquí hacía mil años en Marte? ¿Marcianos? ¿O había sido siempre
como ahora?»
Marcianos. El capitán repitió la
palabra ociosamente, interiormente.
Casi
se echó a reír en voz alta. De pronto se le había ocurrido la más ridícula de
las teorías. Se estremeció. Por supuesto, no tenía ningún sentido. Era muy
improbable. Estúpida. «Olvídala. Es ridícula.»
»Sin
embargo - pensó -, supongamos... Supongamos que Marte esté habitado por
marcianos que vieron llegar nuestra nave y nos vieron dentro y nos odiaron.
Supongamos ahora, sólo como algo terrible, que quisieran destruir a esos
invasores indeseables, y del modo más inteligente, tomándonos desprevenidos.
Bien, ¿qué arma podrían usar los marcianos contra las armas atómicas de los
terrestres?
»La respuesta era
interesante. Telepatía, hipnosis, memoria e imaginación.
»Supongamos
que ninguna de estas casas sea real, que esta cama no sea real sino un invento
de mi propia imaginación, materializada por los poderes telepáticos e
hipnóticos de los marcianos - pensó el capitán John Black -. Supongamos que
estas casas tengan realmente otra forma, una forma marciana, y que conociendo
mis deseos y mis anhelos, estos marcianos hayan hecho que se parezcan a mi
viejo pueblo y mi vieja casa, para que yo no sospeche. ¿Qué mejor modo de
engañar a un hombre que utilizar a sus padres como cebo?
»Y
este pueblo, tan antiguo, del año mil novecientos veintiséis, muy anterior al
nacimiento de mis hombres... Yo tenía seis años entonces, y había discos de
Harry Lauder, y cortinas de abalorios, y Hermoso Ohio, y cuadros de Maxfield
Parrish que colgaban todavía de las paredes, y arquitectura de principios de
siglo. ¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi
mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de
construir el pueblo, sacándolo de mi mente, ¡lo poblaron con las gentes más
queridas, sacándolas de las mentes de los tripulantes!
»Y
supongamos que esa pareja que duerme en la habitación contigua no sea mi padre
y mi madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de mantenerme
todo el tiempo en un sueño hipnótico.
»¿Y aquella banda de música? ¡Qué plan más sorprendente y
admirable! Primero, engañar a Lustig, después a Hinkston, y después reunir una
muchedumbre; y todos los hombres del cohete, como es natural, desobedecen las
órdenes y abandonan la nave al ver a madres, tías,. tíos y novias, muertos hace
diez, veinte años. ¿Qué más natural? ¿Qué más inocente? ¿Qué más sencillo? Un
hombre no hace muchas preguntas cuando su madre vuelve de pronto a la vida.
Está demasiado contento. Y aquí estamos todos esta noche, en distintas casas,
distintas camas, sin armas que nos protejan. Y el cohete vacío a la luz de la
luna. ¿Y no sería espantoso Y terrible descubrir que todo esto es parte de un
inteligente plan de los marcianos para dividirnos y vencernos, y matarnos? En
algún momento de esta noche, quizá, mi hermano, que está en esta cama, cambiará
de forma,
se fundirá y se transformará en otra cosa, en una cosa
terrible, un marciano. Sería tan fácil para él volverse en la cama y clavarme
un cuchillo en el corazón... Y en todas esas casas, a lo largo de la calle, una
docena de otros hermanos o padres fundiéndose de pronto y sacando cuchillos, se
abalanzarán sobre los confiados y dormidos terrestres.»
Le
temblaban las manos bajo las mantas. Tenía el cuerpo helado. De pronto la
teoría no fue una teoría. De pronto tuvo mucho miedo.
Se incorporó en la cama y escuchó.
Todo estaba en silencio. La música había cesado.
El viento había
muerto. Su hermano dormía junto a él.
Levantó
con mucho cuidado las mantas y salió de la cama. Había dado unos pocos pasos
por el cuarto cuando oyó la voz de su hermano.
- ¿Adónde vas?
- ¿Qué?
La voz de su hermano sonó otra vez
fríamente:
- He dicho que adónde
piensas que vas.
- A beber un trago de
agua.
- Pero no tienes sed.
- Sí, sí, tengo sed.
- No, no tienes sed.
El capitán John Black
echó a correr por el cuarto. Gritó, gritó dos veces. Nunca llegó a la puerta.
A la mañana siguiente, la banda de música tocó una marcha
fúnebre. De todas las casas de la calle salieron solemnes y reducidos cortejos
nevando largos cajones, y por la calle soleada, llorando, marcharon las
abuelas, las madres, las hermanas, los hermanos, los tíos y los padres, y
caminaron hasta el cementerio, donde había fosas nuevas recién abiertas y
nuevas lápidas instaladas. Dieciséis fosas en total, y dieciséis lápidas.
El
alcalde pronunció un discurso breve y triste, con una cara que a veces parecía
la cara del alcalde y a veces alguna otra cosa.
El
padre y la madre del capitán John Black estaban allí, con el hermano Edward,
llorando, y sus caras antes familiares, se fundieron y transformaron en alguna
otra cosa.
El
abuelo y la abuela de Lustig estaban allí, sollozando, y sus caras brillantes,
con ese brillo que tienen las cosas en los días de calor, se derritieron como
la cera.
Bajaron
los ataúdes. Alguien habló de «la inesperada muerte durante la noche de
dieciséis hombres dignos...».
La tierra golpeó las tapas de los
cajones.
La banda de música volvió de prisa al pueblo, con paso
marcial, tocando Columbia, la perla del océano, y ya nadie trabajó ese día.
AUNQUE SIGA BRILLANDO LA LUNA
Cuando por primera vez salieron del coche al aire de la
noche, hacía tanto frío que Spender empezó a juntar la seca leña marciana y
preparó una pequeña hoguera. No habló de celebraciones; recogió la leña, la
encendió, y miró cómo ardía.
En
el resplandor que iluminaba el aire enrarecido de aquel seco mar de Marte, miró
por encima del hombro y vio el cohete que los había traído a todos, al capitán
Wilder y a Cheroke y Hathaway y Sam Parkhill y a él mismo, a través de un
oscuro y silencioso espacio estrellado hasta este mundo irreal y muerto.
Jeff Spender esperaba a que empezara el ruido. Miraba a
los otros y esperaba el momento en que se pusieran a saltar alrededor y gritar.
Ocurriría tan pronto como dejaran de sentirse aturdidos por ser los primeros
hombres en Marte. Ninguno decía nada, pero
muchos de ellos esperaban quizá que las otras
expediciones hubieran fracasado y que ésta, la cuarta, fuese la primera. No
eran malintencionados, y sin embargo lo pensaban.
Allí, de pie,
pensaban en la fama y el honor, mientras los pulmones se les iban acostumbrando
a la atmósfera enrarecida, casi intoxicante cuando uno se movía con demasiada
rapidez.
Gibbs se acercó a la hoguera recién
encendida.
- ¿Por qué no
utilizamos el fuego químico de la nave en lugar de esa leña?
- ¿Qué más da? -
respondió Spender sin alzar la mirada.
No
estaría bien hacer ruido, en esa primera noche de Marte, introducir un aparato
extraño, brillante y tonto como una estufa Sería una suerte de blasfemia
importada. Ya habría tiempo para eso; ya habría tiempo para tirar latas de
leche condensada a los nobles canales marcianos; ya habría tiempo para que las
hojas del New York Times volaran arrastrándose por los solitarios y grises
fondos de los mares de Marte; ya habría tiempo para dejar pieles de plátano y
papeles grasientos en las estriadas, delicadas ruinas de las ciudades de este
antiguo valle. Habría tiempo de sobra para eso. Y Spender se estremeció por
dentro al pensarlo.
Alimentó
la hoguera moviendo las manos sobre ella como en una ofrenda a un gigante
muerto. Habían descendido en la inmensa tumba de una civilización desaparecida.
El más simple respeto exigía que pasaran en silencio esa primera noche.
-
Esto
no es mi idea de una fiesta. - Gibbs se volvió hacia el capitán Wilder -.
Capitán, creo que podríamos repartir nuestras raciones de ginebra y carne y
animarnos un poco.
El
capitán Wilder volvió los ojos hacia una ciudad muerta a casi dos kilómetros de
distancia.
- Todos
estamos cansados - dijo con aire ausente, como si estuviese pensando en la
ciudad y hubiera olvidado a los tripulantes -. Tal vez mañana por la noche. Hoy
podemos estar satisfechos de haber recorrido todo ese espacio sin que algún
meteoro atravesara las mamparas y sin perder un solo hombre.
Los
tripulantes caminaban de aquí para allá. Eran veinte; apoyaban un brazo sobre
el hombro de algún otro o se ajustaban los cinturones. Spender los observaba.
No estaban contentos; habían arriesgado sus vidas en una gran aventura, y ahora
querían emborracharse y gritar, disparar sus armas de fuego y mostrar así qué
hombres admirables eran, hombres que habían abierto un agujero en el espacio y
habían venido a Marte montados todo el tiempo en un cohete.
Pero
nadie gritaba.
El
capitán dio una orden en voz baja. Uno de los hombres corrió a la nave y volvió
con unas latas de comida que se abrieron y Sirvieron sin mucho ruido. Los
hombres de la tripulación comenzaron a hablar. El capitán se sentó en el suelo
y contó para ellos la larga travesía. Ya lo sabían todo, pero era agradable
oírlo ahora como algo superado y felizmente concluido. No querían hablar del
viaje de vuelta. Cuando alguien lo nombró, los demás le dijeron que se callara.
Las cucharas se movían al doble claro de luna; la comida sabía bien y el vino
todavía mejor.
Hubo
una pincelada de fuego en el cielo nocturno y un instante después el cohete
auxiliar descendió más allá del campamento Spender observó cómo se abría la
portezuela, y cómo Hathaway, el médico-geólogo (todos los tripulantes tenían
dos especialidades, para ganar espacio en el cohete), salía y se acercaba
lentamente al capitán.
- ¿Y bien? - dijo el
capitán Wilder.
Hathaway
clavó la mirada en las ciudades que centelleaban a lo lejos de la luz de las
estrellas.
- Esa ciudad de ahí, capitán, está muerta y ha estado
muerta durante muchos miles de años. Lo mismo se aplica a esas otras tres
también en las colinas. Pero una quinta ciudad, señor, a tres cientos
kilómetros de aquí...
- Hace una semana
estaba aún habitada.
Spender
se incorporó.
- Marcianos - dijo
Hathaway.
- ¿Y dónde están ahora?
-
Muertos
- continuó Hathaway -. Entré en una casa. Creí que estaba vacía desde hacía
siglos, como esas otras ciudades y esas otras casas. Dios mío, cuántos
cadáveres. Era como caminar en una pila de hojas de otoño. Ramas secas y
cenizas de papel de diario, nada más. Y recientes. Esos cadáveres no tienen más
de diez días.
- ¿Visitó alguna otra
ciudad? ¿Encontró alguna cosa viva?
-
Nada
en absoluto. Así que fui a inspeccionar las otras ciudades. De estas cinco
ciudades, cuatro han estado vacías durante miles de años. No sé qué puede
haberles sucedido a las gentes del lugar. Pero en la quinta ciudad no había más
que eso: cadáveres, miles de cadáveres.
- ¿De qué murieron? -
preguntó Spender acercándose.
- No lo creerá usted.
- Diga, ¿qué los mató?
- La varicela - dijo
Hathaway.
- ¡Dios mío, no!
- Sí.
Lo he comprobado. La varicela. Atacó a los marcianos como nunca ha atacado a
los terrestres. Supongo que tenían otro metabolismo. Los quemó hasta
ennegrecerlos, y los secó hasta transformarlos en copos quebradizos. Y sin
embargo, fue varicela. Así que las tres expediciones, la de York, la del
capitán Williams y la del capitán Black tienen que haber llegado a Marte. ¡Sabe
Dios qué ha sido de ellos! Pero por lo menos sabemos qué les hicieron ellos
involuntariamente a los marcianos.
- ¿No vio otras señales
de vida?
-
Es
posible que algunos marcianos, si fueron listos, hayan huido a las montañas.
Pero quedan muy pocos, y nunca serán un problema, puedo asegurarlo. Este
planeta está acabado.
Spender
se volvió y sentándose junto al fuego miró largo rato el movimiento de las
llamas. «¡Varicela!, Señor, ¡parecía increíble! Una raza se desarrolla durante
un millón de años, se civiliza, levanta ciudades como esas de ahí, hace todo lo
que puede por ennoblecerse y embellecerse, y luego muere. Parte de esa raza
muere lentamente, dentro del ciclo de su propia existencia, con dignidad. ¡Pero
el resto! ¿Ha muerto el resto de los marcianos de una enfermedad de nombre
adecuado o de nombre terrorífico o de nombre majestuoso? ¡No, por todos los
santos, no! ¡Tenía que ser varicela, una enfermedad infantil, una enfermedad
que en la Tierra no mata ni a los niños! No, eso no está bien, no es justo. ¡Es
como decir que los griegos murieron de paperas, o los orgullosos romanos, de
pie de atleta en sus hermosas colinas! ¡Si por lo menos les hubiéramos dado
tiempo de preparar sus mortajas, de tenderse, de arreglarse, de encontrar
alguna otra razón para morir..! ¡No esta sucia y estúpida varicela! ¡No
concuerda con esta arquitectura, no concuerda con todo este mundo!»
- Bueno, Hathaway, coma
usted algo.
- Gracias, capitán.
Y en seguida todo se olvidó. Los
hombres hablaron entre ellos.
Spender
los miraba fijamente, con el plato de comida entre las llanos. El suelo se enfriaba.
Las estrellas se acercaban, brillantes.
Cuando
alguien hablaba en un tono demasiado alto, el capitán replicaba en voz baja, y
todos hablaban también quedamente, imitándolo.
El aire olía a limpio y nuevo. Spender no se movió
durante un largo rato, disfrutando del aire. Había en él muchas cosas que no
podía identificar: flores, elementos químicos, polvos, vientos.
- ¿Y
aquella vez, en Nueva York, cuando conseguí aquella rubia? ¿Cómo se llamaba?
¡Ah, si! ¡Ginnie! - gritó Biggs -. ¡Ginnie!
Spender
se endureció por dentro. Le temblaban las manos. Los ojos se le movieron detrás
de las escasas y delgadas pestañas.
- Y Ginnie me dijo... -
siguió diciendo Biggs.
Los otros rugieron.
- ¡Y le solté un tortazo! - gritó
Biggs alzando una botella.
Spender dejó el plato en el suelo. Escuchó el
viento fresco que le susurraba en los oídos. Miró los blancos y helados
edificios marcianos a orillas del mar seco.
-
¡Qué
mujer, qué mujer! - Biggs se vació la botella en la boca abierta -. ¡Nunca hubo
otra igual!
El
olor del cuerpo sudoroso de Biggs flotaba en el aire. Spender dejó que el fuego
muriera.
-
¡Eh,
anima un poco ese fuego, Spender! - dijo Biggs echándole una breve ojeada y
volviendo en seguida a la botella -. Bueno, una noche Ginnie y yo...
Un
hombre llamado Schoenke exhibió un acordeón y zapateó, al compás de la música,
levantando polvo alrededor.
- ¡Ajuuu! ¡Vivaaa!
- ¡Huii! - rugieron los
otros.
Tiraron
al suelo los platos vacíos. Tres de ellos se pusieron en fila y levantaron las
piernas como coristas, bromeando a gritos. Los otros aplaudieron y aullaron
pidiendo algo más. Cheroke se, quitó la camisa y mostró el pecho desnudo,
sudando mientras giraba como un torbellino. La luz de las lunas le brillaba en
el pelo corto y en las mejillas jóvenes y bien afeitadas.
En el fondo del mar, el viento movió unos tenues vapores,
y lo grandes rostros de piedra de las montañas miraron el cohete plateado y el
pequeño fuego.
El
ruido aumentaba. Otros hombres se unieron a los saltos. Alguien tocó una
armónica: algún otro sopló en un peine envuelto en papel de seda. Se abrieron y
se bebieron veinte botellas más.
Biggs se movía de un lado a otro
sacudiendo los brazos, dirigiendo a los bailarines.
- ¡Vamos, señor! - le gritó Cheroke al
capitán, gimoteando una canción.
El
capitán tuvo que unirse a la danza. No quería hacerlo. Estaba muy serio.
Spender lo observaba y pensaba: ¡Pobre hombre, qué noche está pasando! No saben
qué hacen Antes de venir a Marte tenían que haberlos metido en un programa de
adiestramiento para que aprendieran a mirar y a caminar y a estar tranquilos
unos pocos días.
- ¡Basta! - imploró el capitán, y se
sentó diciendo que estaba agotado.
Spender
observó al capitán. El pecho no se le movía subiendo y bajando con rapidez.
Tampoco tenía la cara sudorosa.
Acordeón, armónica,
vino, gritos bailes canciones, rondas, ruido de cacerolas, risas. Biggs se
acercó tambaleándose a la orilla del canal marciano. Llevaba seis botellas
vacías
y las fue tirando una a una a las profundas aguas azules del canal. Las
botellas se hundieron en el agua con un sonido hueco y ahogado.
-
Yo
te bautizo, yo te bautizo, yo te bautizo... - tartamudeó Biggs con una voz
pastosa -, yo te bautizo Biggs, Biggs, canal Biggs...
Spender
se incorporó, saltó sobre la hoguera, y antes que los otros alcanzaran a
moverse, dio un golpe a Biggs en los dientes y otro golpe en una oreja. Biggs
se dobló y cayó en las aguas del canal. Luego Spender esperó en silencio a que
Biggs volviese a la orilla de piedra. Cuando Biggs apareció ya los demás
sujetaban a Spender.
- ¡Eh, Spender! ¿Qué
mosca te ha picado? - le preguntaban.
Biggs salió del agua chorreando. Al ver que
los otros sujetaban a Spender, dijo:
- Bueno - y dio un paso
adelante.
- Basta - dijo el
capitán Wilder.
-
Bueno,
Biggs, vaya y cámbiese de ropa. Y ustedes, ¡adelante con la fiesta! Spender,
venga conmigo.
Siguieron
la fiesta. Wilder se alejó y se volvió hacia Spender.
- ¿Podría explicarme
qué ha pasado? - le preguntó.
Spender miraba hacia el canal.
-
No
lo sé. Sentía vergüenza... Por Biggs, por todos nosotros, por ese ruido...
Señor,
¡que espectáculo!
- El viaje ha sido
largo. Necesitan un poco de diversión.
- ¿Y el respeto,
capitán? ¿No entienden lo que es correcto?
-
Usted
está cansado, Spender, y ve las cosas de otra manera. Le pondré una multa de
cincuenta dólares.
-
Está
bien, capitán. Pensé en ellos. En ellos que nos miran mientras hacemos el
ridículo.
- ¿Ellos?
- Los marcianos,
muertos o vivos.
-
Muertos,
la mayoría al menos - dijo el capitán -. ¿Usted cree que saben que estamos
aquí?
- ¿Acaso lo más viejo
no se entera siempre de la llegada de lo nuevo?
- Quizás. Habla como si
creyera en los espíritus.
-
Creo
en las obras, y hay muchas obras en Marte. Hay calles y casas, e imagino que
también habrá libros, y grandes canales, y relojes, y cuadras, si no para
caballos quizá para animales domésticos de doce patas, ¿quién sabe? En todas
partes veo cosas usadas. Cosas que fueron tocadas y manejadas durante siglos.
»Si usted me pregunta si creo en el espíritu de las cosas
usadas, le diré que sí. Ahí están todas esas cosas que sirvieron algún día para
algo. Nunca podremos utilizarlas sin sentirnos incómodos. Y esas montañas, por
ejemplo, tienen nombres... Nunca nos serán familiares; las bautizaremos de
nuevo, pero sus verdaderos nombres son los antiguos. La gente que vio cambiar
estas montañas las conocía por sus antiguos nombres. Los nombres con que
bautizaremos las montañas y los canales resbalarán sobre ellos como agua sobre
el lomo de un pato. Por mucho que nos acerquemos a Marte, jamás lo
alcanzaremos. Y nos pondremos furiosos, ¿y sabe usted qué haremos entonces? Lo
destrozaremos, le arrancaremos la piel y lo transformaremos a nuestra imagen y
semejanza.
-
No
arruinaremos este planeta - dijo el capitán -. Es demasiado grande y demasiado
hermoso.
-
¿Cree
usted que no? Nosotros, los habitantes de la Tierra, tenernos un talento
especial para arruinar las cosas grandes y hermosas. No pusimos quioscos de
salchichas calientes en el templo egipcio de Karnak sólo porque quedaba a
trasmano y el negocio no podía dar grandes utilidades. Y Egipto es una pequeña
parte de la Tierra. Pero aquí todo es antiguo y diferente. Nos instalaremos en
alguna parte y lo estropearemos todo. Llamaremos al canal, canal Rockefeller; a
la montaña, pico del rey Jorge, y al mar, mar de Dupont; y habrá ciudades
llamadas Roosevelt, Lincoln y Coolidge, y esos nombres nunca tendrán sentido,
pues ya existen los nombres adecuados para estos lugares.
-
Ésa
será la tarea de ustedes, los arqueólogos: encontrar los viejos nombres.
Nosotros los usaremos.
-
Unos
pocos hombres contra todos los intereses comerciales... - Spender miró las
montañas de hierro -. Ellos saben que estamos aquí esta noche, escupiendo en el
vino de ellos, y puedo imaginar cómo nos odian.
El
capitán meneó la cabeza.
- No
hay odio aquí. - Escuchó el sonido del viento -. Por el aspecto de estas
ciudades, parece que eran seres graciosos, hermosos y sabios. Aceptaron lo que
traía el destino.
Admitieron resignados la muerte de la raza y no se
lanzaron en el último momento a una guerra desesperada que hubiese destruido
sus ciudades. Las que hemos visto hasta ahora están intactas. Es probable que
no nos Presten atención; como si fuésemos niños que juegan en un jardín,
conociendo y comprendiendo a los niños por lo que son. Y, además, quizá Marte
nos haga mejores.
»¿Observó
usted, Spender, la rara tranquilidad de los hombres hasta que Biggs los obligó
a animarse? Parecían humildes y asustados. El espectáculo que nos rodea no
puede ponernos contentos. Ante él, parecemos niños, niños de pantalón corto,
orgullosos y divertidos, alborotando con cohetes y átomos de juguete. Pero
algún día la Tierra será como Marte es ahora. La vida en Marte nos devolverá la
cordura; será como una lección práctica de civilización. Aprenderemos de Marte.
Y ahora, tranquilícese. Volvamos con los demás y simulemos alegría. La multa de
cincuenta dólares queda en pie.
La
fiesta no prosperaba. El viento, que venía del mar muerto, se movió alrededor
de los tripulantes, y alrededor del capitán y de Jeff Spender que se acercaban
al grupo. El viento tiró del polvo y el cohete brillante y tiró del acordeón, y
el polvo se metió en la armónica desafinada y en los ojos de los hombres, y el
viento cantó con un sonido agudo. Y así como había llegado, el viento murió.
Pero también la fiesta había muerto.
Las figuras tiesas de los
expedicionarios se alzaban contra el cielo frío y oscuro.
-
¡Vamos,
señores, vamos! - gritó Biggs saltando de la nave con un uniforme limpio y
evitando mirar a Spender. Su voz resonó como en un anfiteatro vacío. Una voz
solitaria -. ¡Vamos!
Nadie
se movió.
- ¡Vamos, Whitie, tu
armónica!
Whitie sopló un acorde
extraño y desafinado. Sacudió la armónica y se la guardó en un bolsillo.
- ¿Qué clase de fiesta es ésta? -
inquirió Biggs.
Alguien apretó un acordeón. El acordeón gimió
como un animal moribundo. Eso fue todo.
- Muy bien; mi botella y yo
celebraremos nuestra propia fiesta.
En cuclillas, apoyado en el cohete,
Biggs bebió empinando la botella.
Spender, inmóvil, lo observó largo rato.
Luego los dedos le subieron lentamente a lo largo de la pierna temblorosa y
palparon el estuche del arma.
-
Los
que quieran, pueden venir conmigo a la ciudad - anunció el capitán -. Dejaremos
un centinela aquí en el cohete e iremos armados por si acaso.
Los
hombres se consultaron. Catorce querían ir. Biggs se incluyó entre ellos,
riendo y agitando la botella. Los otros seis se quedaron en el campamento.
- ¡Allá vamos! - gritó
Biggs.
El
grupo avanzó en silencio. Llegaron al límite de la ciudad dormida y muerta. A
la luz de las lunas mellizas, las sombras de los expedicionarios eran dobles.
Parecía que nadie respiraba. Pasaron así varios minutos. Esperaban a que algo
se moviera de pronto en la ciudad muerta, una forma gris que se levantaría
inesperadamente entre las ruinas, un fantasma ancestral que cruzaría galopando
el fondo vacío del mar en un antiguo corcel acorazado, de imposible progenie,
de increíble descendencia.
Los ojos y la mente de Spender poblaron las calles. Unas
siluetas se movían como vapores azules por las avenidas empedradas y había
débiles murmullos, y unos extraños animales se escurrían por las arenas de
color gris rojizo. Alguien saludaba desde las ventanas (moviendo lentamente la
mano como si estuviese sumergido en un agua intemporal), a unas sombras que se
arrastraban en el espacio bajo las torres plateadas por las lunas. Una música
sonaba en algún oído interior, y Spender imaginó las formas de los instrumentos
que evocaban esa música. Era un país encantado.
- ¡Eh!
- gritó Biggs, muy erguido, con las manos alrededor de la boca abierta -. ¡Eh!
¡Vosotros, los del pueblo!
- ¡Biggs! - advirtió el
capitán.
Biggs se calló.
Avanzaron
por una avenida embaldosada. Ahora todos hablaban en voz baja, pues era como
entrar en una vasta biblioteca al aire libre o en un mausoleo habitado por el
viento y sobre el que brillaban las estrellas. El capitán habló sin levantar la
voz. Se preguntó adónde habían ido los marcianos, qué habían sido y quiénes
eran sus reyes, y cómo habían muerto. Se preguntó en voz alta cómo habían
construido esta ciudad para que soportara el peso de los siglos, y si alguna
vez habrían visitado la Tierra. ¿Serían ellos los antepasados de los hombres
que habían aparecido en la Tierra diez mil años atrás? ¿Y habrían amado y
odiado con amores y odios similares a los. terrestres, y habrían cometido las
mismas tonterías cuando hicieron tonterías?
- Lord Byron - dijo Jeff
Spender.
El
capitán se volvió y lo miró.
- ¿Lord qué?
-
Lord
Byron, un poeta del siglo diecinueve. Hace mucho tiempo escribió un poema que
parece inspirado por esta ciudad y por cómo los marcianos tienen que sentirse
si aún son capaces de sentir. Pudo haberlo escrito el último poeta marciano.
Los
expedicionarios continuaban inmóviles, de pie sobre sus sombras.
- ¿Qué dice el poema,
Spender? - preguntó el capitán.
Spender cambió de posición, extendió la mano como
recordando, entornó los ojos un momento, y en seguida se puso a recitar con voz
lenta y apagada, y los hombres escucharon todo lo que decía:
Así
que nunca más pasearemos tan tarde de noche,
aunque el corazón siga
enamorado, y aunque siga brillando la luna
La ciudad inmóvil era alta y
gris. Los rostros de los hombres estaban vueltos hacia la luz.
Pues
la espada gasta la vaina, y el alma gasta el pecho,
y el corazón tiene
que pararse a tomar aliento, y el amor mismo ha de descansar.
Aunque la noche fue
hecha para amar, y el día vuelve demasiado pronto, nunca más pasearemos
a la luz de la luna.
Los terrestres estaban de pie, en silencio, en el centro
de la ciudad. Era una noche clara. No se oía ningún sonido, excepto el viento.
Debajo de ellos se extendía una plaza enlosada que imitaba formas de animales y
seres antiguos. Los hombres contemplaron los dibujos.
De
la garganta de Biggs salió un ronco ruido. Con la mirada turbia, se llevó las
manos a la boca; cerró los ojos, se dobló hacia delante, y un líquido espeso le
llenó la boca, se derramó, y cayó ruidosamente sobre las losas del patio,
cubriendo los dibujos. Biggs repitió esto dos veces. Un penetrante olor a vino
invadió el aire fresco de la noche.
Nadie se movió para auxiliar a Biggs,
que siguió vomitando.
Spender lo miró durante un
momento; luego se volvió y echó a andar por las avenidas de la ciudad, solo, a
la luz de las lunas. Ni una sola vez se volvió a mirar a los hombres agrupados
en la plaza.
Los
expedicionarios volvieron a las cuatro de la mañana. Se tendieron sobre unas
mantas y cerraron los ojos, respirando el aire apacible. El capitán Wilder,
sentado cerca del fuego, lo alimentaba de vez en cuando con ramas secas.
Dos horas después McCIure abrió los
ojos.
- ¿No duerme, capitán?
El capitán sonrió vagamente.
- Espero
a Spender. McCIure reflexionó.
-
¿Sabe,
señor? No creo que vuelva. No sé por qué, pero tengo esa impresión. Nunca
volverá.
McCIure
se envolvió en sus mantas y se durmió otra vez. El fuego crepitó y se apagó.
Pasó
una semana, y Spender aún no había vuelto. El capitán envió unos hombres a
buscarlo, pero regresaron diciendo que no sabían adónde podría haber ido. Ya
volvería cuando se le pasara el berrinche. Era un cabeza dura, dijeron. ¡Que se
fuera al diablo!
El
capitán no decía nada, pero anotaba todo en el cuaderno de bitácora...
Una
mañana que podía haber sido la de un miércoles, la de un jueves o la de
cualquier otro día en Marte, Biggs estaba sentado a orillas del canal, de cara
al sol, con los pies colgando en el agua fresca.
Un
hombre se acercó caminando a lo largo de la orilla. La sombra del hombre cayó
sobre Biggs. Biggs alzó los ojos.
- ¡Bueno, que me
condenen! - exclamó.
- Soy
el último marciano - dijo el hombre sacando un arma de fuego.
- ¿Qué dices? -
preguntó Biggs.
- Voy a matarte.
- Basta. ¿Qué broma es
ésa, Spender?
- Levántate y recíbela
en el estómago.
- Por amor de Dios,
aparta esa arma.
Spender apretó el gatillo sólo una
vez. Se oyó un leve zumbido Durante unos instantes
Biggs permaneció
sentado a orillas del agua; luego se inclinó hacia delante y cayó. El cadáver
flotó con lenta indiferencia bajo las lentas corrientes del canal. Se oyó un
hueco gorgoteo, y luego nada.
Spender
guardó el arma y se alejó en silencio. El sol brillaba sobre Marte, le
calentaba el dorso de las manos y se le deslizaba por las mandíbulas apretadas.
No corrió; caminó como si nada hubiera cambiado excepto la luz del día. Bajó
hasta el cohete. Algunos de los hombres tomaban un desayuno recién preparado
bajo un albergue construido por
Cookie.
- Ahí viene el ermitaño
- dijo alguien.
- ¡Hola, Spender! ¿De
dónde sales?
Los cuatro hombres sentados a la mesa
observaron al hombre que los miraba en silencio.
-
Tú
y tus condenadas ruinas - rió Cookie, revolviendo una sustancia negra en una
olla -. Pareces un perro en un campo de huesos.
-
Es
posible - dijo Spender -. He estado averiguando cosas. ¿Qué dirían si les
contase que encontré a un marciano rondando por ahí?
Los
cuatro hombres bajaron los tenedores.
- ¿De veras? ¿Dónde?
- No
importa dónde. Permitan que les haga una pregunta: ¿Cómo se sentirían si fuesen
marcianos y viniera alguien y se pusiera a devastar el planeta?
- Yo
sé muy bien cómo me sentiría - respondió Cheroke -. Llevo en mis venas sangre
cherokee. Mi abuelo me contó muchas cosas del territorio de Oklahoma. Si hay
algún marciano por los alrededores, yo estoy con él.
- ¿Y qué dicen los
demás? - preguntó Spender, cauteloso.
Ninguno contestó. El silencio era bastante
elocuente. Agarra lo que puedas, lo que encuentras es tuyo; si el contrario te
ofrece la otra mejilla, abofetéalo sin miedo, etcétera.
- Bueno - les dijo
Spender -; he encontrado un marciano.
Los
hombres lo miraron entornando los ojos.
-
Allá
arriba, en una ciudad muerta. No esperaba verlo. Ni siquiera intenté buscarlo.
Ignoro lo que hacía
allí. He vivido cerca de una semana en la ciudad de un valle pequeño,
aprendiendo a leer los libros antiguos y contemplando las viejas obras de arte.
Y un día vi a este marciano. Estuvo allí un momento y luego desapareció. No
volvió hasta el día siguiente. Yo estaba allí, estudiando la vieja escritura, y
el marciano reaparecía una y otra vez, siempre más cerca. Hasta que un día en
que aprendí a descifrar el idioma marciano, asombrosamente simple y además hay
pictografías que ayudan, el marciano apareció ante mí y dijo: «Dame tus botas».
Le di mis botas y dijo: «Dame tu uniforme y todo tu equipo». Se los di y me
pidió mi revólver, y entonces dijo: «Ahora acompáñame y mira lo que pasa». Y el
marciano vino al campamento, y ahora está aquí.
- No veo a ningún
marciano - dijo Cheroke.
- Lo siento mucho.
Spender
sacó su arma, y se oyó un zumbido apagado. La primera bala alcanzó al hombre de
la izquierda, la segunda y la tercera a los que estaban a la derecha y en el
centro de la mesa. Cookie, de cara al fuego, se volvió horrorizado y recibió la
cuarta bala.
Cayó
de espaldas sobre las llamas y se quedó allí mientras las ropas le empezaban a
arder.
El
cohete yacía a la luz del sol. Tres de los hombres estaban sentados, inmóviles,
con las manos sobre la mesa. El desayuno se enfriaba ante ellos. Cheroke miraba
a Spender, aturdido e incrédulo.
-
Puedes
venir conmigo - dijo Spender. Cheroke no contestó.
- Puedes estar a mi
lado en este asunto.
Spender
esperó.
Al
fin, Cheroke pudo hablar.
- Tú los mataste -
dijo, atreviéndose a mirar a los hombres.
- Se lo merecían.
- ¡Estás loco!
- Quizá. Pero puedes
venir conmigo.
-
¿Ir
contigo? ¿Para qué? - exclamó Cheroke, pálido, con ojos húmedos -. ¡Vete, fuera
de aquí!
El
rostro de Spender se endureció.
- De todos ellos, creí
que tú entenderías.
- ¡Fuera de aquí!
Cheroke echó mano a su arma.
Spender disparó por última vez y
Cheroke dejó de moverse.
Spender
se tambaleó. Se pasó la mano por el rostro sudoroso, miró el cohete y de pronto
se echó a temblar, de pies a cabeza. La reacción física fue tan abrumadora que
estuvo a punto de caer. Parecía haber despertado de un estado de hipnosis, de
una pesadilla. Se sentó y se concentró unos momentos, y le dijo al temblor que
se fuera.
- ¡Basta! ¡Basta! - le ordenó a su cuerpo. Se le
estremecían y sacudían todos los músculos -. ¡Basta! - se dijo otra vez, y
exprimió mentalmente el cuerpo hasta que todo el temblor le salió afuera. Las
manos, inmóviles, reposaban ahora en las tranquilas rodillas.
Se levantó, y con
movimientos precisos se ató a la espalda una caja de provisiones. La mano le
tembló otra vez.
- ¡No! - dijo con firmeza, y el
temblor desapareció.
Luego,
caminando rígidamente, Spender se alejó, solitario, entre las rojas y tórridas
colinas.
El
sol subía ardiendo por el cielo. Una hora más tarde el capitán salió del cohete
en busca de unos huevos con jamón. Iba a saludar a los cuatro hombres sentados
a la mesa, cuando de pronto se detuvo. Había en el aire un tenue olor a humo de
arma. El cocinero yacía tendido de espaldas sobre la hoguera, y el desayuno
parecía helado.
Un
instante después, Parkhill y otros dos bajaron del cohete. El capitán los
detuvo, fascinado por el silencio de los hombres y la manera en que estaban
sentados a la mesa.
- Llamen a los hombres, a todos -
dijo.
Parkhill echó a correr a lo largo del
canal.
El
capitán tocó a Cheroke. Cheroke se volvió lentamente y cayó de la silla. La luz
del sol le ardió sobre el pelo corto y los pómulos salientes.
Llegaron los hombres.
- ¿Quién falta?
- Todavía Spender,
señor. Encontramos a Biggs flotando en el canal.
- ¡Spender!
El capitán miró las colinas que se alzaban a
la luz. El sol le descubrió los dientes, la boca torcida en una mueca.
- Maldita sea - dijo
con cansancio -. ¿Por qué no vino a hablar conmigo?
-
¿Por
qué no conmigo? - exclamó Parkhill, con los ojos brillantes -. ¡Le hubiera
metido una bala en el maldito cerebro, eso hubiera hecho, lo juro por Dios!
El capitán Wilder hizo una seña a dos de los
hombres.
- Traigan palas - les
dijo.
Cavaron
las fosas fatigados por el calor. Mientras el capitán volvía las páginas de la
Biblia, un viento cálido sopló desde el fondo del mar vacío, lanzando nubes de
polvo a las caras de los hombres. El capitán cerró su libro, y alguien empezó a
echar lentas corrientes de arena sobre los cuerpos amortajados.
Volvieron
al cohete, probaron los mecanismos de los rifles, se echaron a la espalda
pesados paquetes de granadas, y observaron si las armas salían con facilidad de
las fundas. Cada uno de ellos exploraría cierto sector de las colinas. El
capitán los dirigía sin levantar la voz, sin un ademán, con las manos colgando
a los costados.
- En marcha - dijo.
Spender
vio que una tenue nube de polvo se levantaba en distintos lugares del valle y
supo que la persecución había comenzado Dejó a un lado el fino libro de plata
que estaba leyendo, sentado cómodamente en una piedra plana. Las páginas del
libro, delgadas como gasas, eran de plata, pintadas a mano en negro y oro. Era
una obra de filosofía, de por lo menos diez mil años de antigüedad, que había
encontrado en un pueblo marciano del valle. Abandonaba el libro de mala gana.
Durante
unos instantes pensó: «¿Para qué? Me quedaré aquí leyendo hasta que vengan y
terminen conmigo».
Después
de matar a los seis hombres había sentido un confuso aturdimiento, luego
náuseas, y por fin una extraña paz. Pero ahora, mientras contemplaba las
estelas de polvo de sus perseguidores, también la paz se desvanecía, y volvía a
sentir aquel resentimiento.
Bebió de la cantimplora un poco de agua fresca. Luego se
levantó, se estiró, bostezó, y escuchó el maravilloso silencio del valle. Qué
hermoso sería si él y algunos de sus amigos terrestres pudieran instalarse
aquí, pasar aquí la vida, sin ruidos ni preocupaciones.
Llevó el libro consigo en
una mano y la pistola cargada en la otra. Un arroyo corría rápidamente sobre un
lecho de rocas y piedras blancas, y allí se desnudó y se metió en el agua un
rato. Luego se vistió, sin darse prisa y recogió el arma.
El
tiroteo comenzó aproximadamente a las tres de la tarde, cuando Spender estaba
arriba en las colinas. Lo siguieron a través de tres pequeños pueblos
marcianos. Más arriba de los pueblos, esparcidas como guijarros, había unas
quintas en donde antiguas familias marcianas habían encontrado un prado o un
arroyo, habían construido una piscina de mosaicos, una biblioteca y un patio
con un surtidor. Spender nadó media hora en una piscina de agua de lluvia,
esperando a sus perseguidores.
Cuando
abandonaba la casa, sonaron los primeros disparos. A pocos metros de distancia,
el azulejo de un muro saltó hecho trizas. Echó a correr, avanzó por entre unos
riscos, se volvió, disparó el arma, y un hombre rodó por el polvo.
Lo
envolverían en una red, en un círculo. Spender lo sabía. Lo rodearían,
estrecharían el cerco y lo atraparían. ¿Por qué no utilizaban las granadas? Una
orden del capitán
Wilder, y empezaría
el bombardeo.
«Pero
soy un buen hombre y no quieren destrozarme - pensó Spender -. Así opina el
capitán. Me quiere con un solo agujero. ¿No es raro? Quiere que mi muerte sea
limpia. Y no una porquería. ¿Por qué? Porque me comprende. Y por ese motivo
está decidido a arriesgar la vida de unos cuantos buenos muchachos que me
agujerearán limpiamente la cabeza. ¿No es así?»
Sonó
una ráfaga de nueve o diez disparos. Unos trozos de roca saltaron alrededor.
Spender hacía fuego con mano firme, a veces mientras leía el libro de plata.
El capitán, rifle en mano, corrió bajo la ardiente luz
del sol. Spender lo siguió con la mirada de la pistola, pero no disparó. En
cambio se volvió e hizo saltar de un tiro el borde superior de la roca donde
White estaba apostado. Se oyó un grito de furia.
De
pronto, el capitán se detuvo. Llevaba un pañuelo blanco en la mano. Les dijo
algo a sus hombres, y soltando el rifle, subió Por la falda de la colina.
Spender estaba allí tendido. Se puso de Pie con el arma en la mano.
El capitán se acercó y se sentó en una piedra
calcinada por el sol sin mirar una sola vez a Spender.
Poco después metió la mano en el
bolsillo de la camisa, buscando algo. Los dedos de
Spender se crisparon
sobre el arma.
- ¿Un cigarrillo? -
preguntó el capitán.
- Gracias - respondió
Spender tomando uno.
- ¿Fuego?
- Tengo.
Echaron una o dos bocanadas en
silencio.
- Hace calor - dijo el
capitán.
- Así es.
- ¿Se encuentra cómodo
aquí arriba?
- Mucho.
- ¿Cuánto tiempo cree
que podrá resistir?
- El que me lleve matar
a doce hombres, poco más o menos.
-
¿Por
qué no nos mató a todos esta mañana, cuando se le presentó la ocasión? Hubiera
sido fácil, usted lo sabe.
-
Lo
sé. Sentí náuseas. Cuando uno quiere hacer algo terrible se miente a sí mismo.
Se dice uno que todos los demás están equivocados. Bueno, en cuanto empecé a
disparar contra ellos, comprendí que sólo eran unos necios y que no debía
matarlos. Pero ya era demasiado tarde. No pude continuar, entonces subí hasta
aquí con la esperanza de volver a creer en la mentira, de enfurecerme y empezar
de nuevo.
- ¿Ya está resuelto?
- No mucho. Bastante.
Tranquilamente Spender dejó el arma en
el suelo.
-
Porque
he visto que los marcianos tenían algo que nosotros nunca soñamos tener. Se
detuvieron donde nosotros debíamos habernos detenido hace un siglo. He paseado
por sus ciudades y comprendo a esta gente y me gustaría llamarlos mis
antepasados.
El
capitán señaló con un movimiento de cabeza un grupo de edificios.
- Es magnífico ese
pueblo.
-
No
es sólo eso. Sí, sus ciudades son hermosas. Los marcianos sabían cómo unir el
arte y la vida. El arte fue siempre algo extraño entre nosotros. Lo guardamos
en el cuarto del loco de la familia, o lo tomamos en dosis dominicales, tal vez
mezclado con religión. Bueno, estos marcianos tenían arte, y religión y todo.
- Usted cree que habían
llegado al fondo de las cosas, ¿no es así? - Estoy seguro.
- Y por eso empezó a
masacrarnos.
-
Cuando
yo era pequeño mis padres me llevaron a la ciudad de México. Siempre recordaré
el comportamiento de mi padre, vulgar y fatuo. A mi madre no le gustaba tampoco
aquella gente porque eran morenos y no se bañaban a menudo. Mi hermana ni les
hablaba. Sólo a mí me gustaban realmente. Y puedo imaginarme a mi madre y mi
padre aquí en Marte haciendo otra vez lo mismo...
»Para el norteamericano común, lo que es raro no es
bueno. si las cañerías no son como en Chicago, todo es un desatino. ¡Cada vez
que lo pienso! ¡Oh, Dios mío, cada vez que lo pienso! Y luego... la guerra.
Usted oyó los discursos en el Congreso antes de que partiéramos. Si todo
marchaba bien, esperaban establecer en Marte tres laboratorios de
investigaciones atómicas y varios depósitos de bombas. Dicho de otro modo:
Marte se acabó, todas estas maravillas desaparecerán. ¿Cómo reaccionaría usted
si un marciano vomitase un licor rancio en el piso de la Casa Blanca?
El
capitán no decía nada, pero escuchaba.
-
Luego
vendrán los otros grandes intereses. Los hombres de las minas, los hombres del
turismo - continuó Spender -. ¿Recuerda usted lo que pasó en México cuando Cortés
y sus magníficos amigos llegaron de España? Toda una civilización destruida por
unos voraces y virtuosos fanáticos. La historia nunca perdonará a Cortés.
- Hoy usted tampoco se
ha comportado muy bien, Spender - observó el capitán.
-
¿Qué
podía hacer? ¿Discutir con usted? Estoy solo contra todos los granujas
codiciosos y opresores que habitan la Tierra. Vendrán a arrojar aquí sus
cochinas bombas atómicas, en busca de bases para nuevas guerras. ¿No les basta
haber arruinado un planeta y tienen que arruinar otro más? ¿Por qué han de
ensuciar una casa que no es suya? Esos fatuos charlatanes. Cuando llegué aquí
no Sólo me sentí libre de toda esa supuesta cultura, sino también de la moral y
las normas y las costumbres terrestres. Mis coordenadas son distintas, pensé.
Lo único que tengo que hacer es matarlos Y luego vivir mi propia vida.
- Pero no le salió bien
- dijo el capitán.
-
No.
A la hora del desayuno, después de mi quinto asesinato, descubrí que a pesar de
todo no soy un hombre totalmente nuevo, totalmente marciano. No pude
desprenderme con tanta facilidad de todo lo que aprendí en la Tierra. Pero
ahora me siento tranquilo otra vez. Los mataré a todos. Eso retrasará el viaje
del próximo cohete unos cinco años. Este cohete es el único que tienen. En la
Tierra esperarán un año, dos años. Sin noticias de nosotros, temerán construir
una nueva nave. Antes lanzarán al espacio un centenar de modelos
experimentales, para evitar otro, fracaso.
- Sí, así sería.
- Por
otra parte, un buen informe suyo, si usted vuelve, acelerará la invasión del
planeta. Con un poco de suerte viviré hasta los sesenta años. Las expediciones
que lleguen a Marte, aquí me encontrarán. Vendrá una sola nave cada vez,
aproximadamente
una por año, con una tripulación no mayor de veinte
hombres. Me haré amigo de ellos y les explicaré que nuestro cohete estalló
cierto día. Proyecto volarlo en cuanto termine mi tarea de esta semana. Los
mataré a todos. Marte seguirá intacto durante el próximo medio siglo. Tal vez
los terrestres renuncien al fin. ¿Recuerda cómo se cansaron de construir
zepelines que caían en llamas uno tras otro?
- Lo ha previsto todo -
admitió el capitán.
- Sí, señor.
-
Pero
nosotros somos muchos. Dentro de una hora cerraremos el cerco. Dentro de una
hora morirá.
-
He
encontrado algunos pasajes subterráneos y un refugio que ustedes jamás
descubrirán. Viviré allí algún tiempo, y cuando ustedes se descuiden, saldré y
los iré cazando, uno a uno.
El
capitán inclinó la cabeza.
-
Cuénteme
algo de esa civilización - dijo señalando con la mano las ciudades de la
montaña.
-
Sabían
cómo vivir con la naturaleza, y cómo entenderla. No trataron de ser sólo
hombres y no animales. Cuando apareció, Darwin cometimos ese error. Lo
recibimos con los brazos abiertos y también a Huxley y a Freud, deshaciéndonos
en sonrisas. Después descubrimos que no era posible conciliar las teorías de
Darwin con nuestras religiones, o por lo menos así pensamos. Fuimos unos
estúpidos. Quisimos derribar a Darwin, Huxley y a Freud. pero eran
inconmovibles. Y entonces, como unos idiotas, intentamos destruir la religión.
»Lo conseguimos bastante bien. Perdimos nuestra fe y
empezamos a preguntarnos para qué vivíamos. Si el arte no era más que la
derivación de un deseo frustrado, si la religión no era más que un engaño,
¿para qué la vida? La fe había explicado siempre todas las cosas. Luego todo se
fue por el vertedero, junto con Freud y Darwin. Fuimos y somos todavía un
pueblo extraviado.
- ¿Y estos marcianos
encontraron el camino? - preguntó el capitán.
-
Sí.
En Marte aprendieron a combinar ciencia y religión para que funcionaran juntas,
y se enriquecieran así mutuamente, sin contradecirse.
- Una solución ideal.
- Así es. Me gustaría
mostrarle cómo lo hicieron.
- Mis hombres me
esperan.
- Media hora bastará.
Avíseles, capitán.
El
capitán titubeaba. Al fin se levantó y lanzó una orden a los que estaban al pie
de la colina.
Spender lo llevó a una aldea marciana
de edificios de mármol.
Pulido
y fresco, decorados con frisos de hermosos animales: felinos de patas blancas,
símbolos solares de patas amarillas, estatuas de criaturas que parecían toros,
estatuas de hombres y mujeres, y de perros enormes delicadamente cincelados.
- He aquí la respuesta,
capitán.
- No entiendo.
-
Los
marcianos descubrieron el secreto de la vida entre los animales. El animal no
discute su vida, vive. No tiene otra razón de Vivir que la vida. Ama la vida y
disfruta de la vida. Observe la estatuaria; cómo los símbolos animales se
repiten una y otra vez.
- Parece algo pagano.
-
Al
contrario, son símbolos divinos, símbolos de vida. También en Marte el hombre
había llegado a ser demasiado humano, y no bastante animal. Los hombres de
Marte comprendieron que si querían sobrevivir tenían que dejar de preguntarse
de una vez por todas: «¿Para qué vivir?» La respuesta era la vida misma. La
vida era la propagación de más vida, y vivir la mejor vida posible. Los
marcianos comprendieron que se preguntaban
«¿Para qué vivir?» en
la culminación de algún período de guerra y desesperanza, cuando
no había respuestas. Pero cuando la civilización se
tranquiliza y calla, y la guerra termina, la pregunta se convierte en insensata
de un modo nuevo. La vida es buena entonces, y las discusiones son inútiles.
- Me parece que los
marcianos eran bastante ingenuos.
-
Sólo
cuando les convenía. Renunciaron a empeñarse en destruirlo todo, humillarlo
todo. Combinaron religión, arte y ciencia, pues en verdad la ciencia no es más
que la investigación de un milagro inexplicable, y el arte, la interpretación
de ese milagro. No permitieron que la ciencia aplastara la belleza. Se trata
simplemente de una cuestión de grados. Un hombre de la Tierra piensa: «En ese
cuadro no hay realmente color. Un físico puede probar que el color es sólo una
forma de la materia, un reflejo de la luz, no la realidad misma». Un marciano,
mucho más inteligente, diría: «Este cuadro es hermoso. Nació de la mano y la
mente de un hombre inspirado. El tema y los colores vienen de la vida. Es una
cosa buena».
Hubo
una pausa. Sentado al sol de las primeras horas de la tarde, el capitán miraba
con curiosidad el pueblo fresco y silencioso.
- Me gustaría vivir
aquí - dijo.
- Puede hacerlo, si
quiere.
- ¿Me está invitando?
- ¿Acaso
alguno de sus hombres comprendería verdaderamente todo esto? Son cínicos
profesionales, y para ellos es demasiado tarde. ¿Por qué quiere volver junto a
ellos? ¿Para vivir con el rebaño? ¿Para comprarse un giróscopo, como cualquiera
de sus vecinos? ¿Para oír música con una libreta de notas y no con las
entrañas? Ahí abajo, en uno de los patios, hay un cilindro de música marciana
de cincuenta mil años de antigüedad. Todavía se oye. Es una música
incomparable. Usted podría escucharla. Hay también libros. Yo ya los leo.
Podría usted descansar y leerlos.
- Parece maravilloso,
Spender.
- Pero usted no va a
quedarse.
- No. Gracias, sin
embargo.
- Y seguramente no me
dejarán tranquilo. Tendré que matarlos a todos.
- Es usted optimista.
-
He
encontrado un motivo para luchar y vivir. Eso me hace más peligroso. He
encontrado algo que es para mí como una religión. Como aprender a respirar otra
vez. Sentir en la piel la caricia del sol, dejar que el sol trabaje en uno,
escuchar música, leer un libro. ¿Qué me ofrece en cambio la civilización de
usted?
El
capitán cambió de postura. Meneó la cabeza.
- Lamento mucho todo
esto, lo lamento de veras.
-
También
yo. Creo que será mejor que lo lleve de vuelta y que empiece a preparar el
ataque.
- Sí.
- Capitán, yo no voy a
matarlo. Cuando todo haya terminado, usted seguirá con vida.
- ¿Cómo?
- Desde un principio
decidí no tocarlo.
- Pero...
- Lo voy a librar de
los demás. Cuando hayan muerto, quizá cambie usted de opinión.
-
No
- dijo el capitán -. Llevo en mis venas demasiada sangre terrestre. No dejaré
de perseguirlo.
- Aun cuando pueda
quedarse aquí.
-
Es
curioso, pero sí, aun así. No sé por qué, no me lo he preguntado. Bueno, nos
separamos aquí. - Habían vuelto al sitio en donde se habían encontrado -.
¿Quiere usted acompañarme sin resistirse, Spender? Es mi última oferta.
- No,
gracias. - Spender extendió una mano -. Espere un momento. Si usted gana,
hágame un favor. Trate de postergar la destrucción de este planeta, al menos
durante
- Se lo prometo.
-
Y
por último, si le sirve de algo, recuérdeme como un neurótico que enloqueció un
día de verano y que nunca recobró la razón Así será más fácil para usted.
- Así lo haré. Adiós,
Spender. Buena suerte.
-
Es
usted un hombre raro - comentó Spender, mientras el capitán bajaba por el
sendero, azotado por el viento caluroso.
El
capitán se reunió con sus hombres cubiertos de polvo. Miró el sol con los ojos
entornados, respirando con dificultad.
-
¿Hay
algo para beber? - preguntó. Alguien le puso en las manos una botella fresca -.
Gracias. - Bebió y se enjugó los labios -. Bueno - prosiguió -. Anden con
cuidado.
Disponemos de un
tiempo ilimitado y no quiero perder más hombres. Hay que matarlo. No quiso
bajar. Si es posible, mátenlo de un solo tiro. No lo hagan pedazos. Terminen
pronto.
- Voy a meterle una
bala en el maldito cerebro - dijo Sam Parkhill.
- No, tiren al pecho -
dijo el capitán. Recordó el rostro fuerte y resuelto de Spender.
- El cochino cerebro...
- continuó Parkhill.
El capitán le alargó la botella con un
movimiento brusco.
-
Ya
oyó lo que dije. Tiren al pecho. Parkhill murmuró algo entre dientes.
- Vamos - dijo el
capitán.
Volvieron a desplegarse, lentamente al
principio, luego de prisa por las cálidas laderas.
De pronto se
encontraban en frescas cavernas que olían a musgo; de pronto en lugares
abiertos y rocosos, que olían a sol sobre piedra.
«Odio la astucia cuando uno no se siente realmente
astuto, ni quiere serlo - pensaba el capitán -. No puedo enorgullecerme de ir
espiando por ahí y jactarme de que llevo a cabo grandes planes. Odio pensar que
estoy cumpliendo con mi deber cuando no estoy seguro de que sea así. Al fin y
al cabo, ¿quiénes somos nosotros? La mayoría siempre tiene razón, ¿no es así?
Siempre, siempre. Jamás se equivoca, ni un breve e insignificante momento. En
diez millones de años jamás se equivocó. ¿Qué es esa mayoría y quiénes la
forman? ¿Qué piensa? ¿Cómo emprendió este camino? ¿Cambiará alguna vez? ¿Y por
qué demonios he caído en esta putrefacta mayoría? No me siento a gusto. ¿Será
claustrofobia, temor a las muchedumbres, o sentido común? ¿Es posible que un
hombre tenga razón, aunque el resto del mundo opine que ellos tienen razón? No
lo pensemos. Sometámonos, animémonos, y apretemos el gatillo. ¡Vaya, y vaya!»
Los hombres corrían y se agachaban,
corrían y se agazapaban en las sombras.
Mostraban los
dientes, fatigados por el aire enrarecido, un aire que no había sido hecho para
correr. El aire era tenue y tenían que descansar cinco minutos cada vez,
jadeando, mientras unas manchas negras les bailaban delante de los ojos.
Devoraban el aire delgado, nunca satisfechos, y cerraban con fuerza los
párpados. Al fin se incorporaban, y alzando los fusiles desgarraban el aire
enrarecido del verano con agujeros de sonido y calor.
Spender, inmóvil, sólo hacía fuego de
cuando en cuando.
- ¡Voy a saltarle los cochinos sesos!
- aulló Parkhill, echando a correr por la ladera.
El
capitán levantó el fusil y apuntó a Sam Parkhill. En seguida bajó el arma, y la
contempló horrorizado.
-
¿Qué iba a hacer? - se preguntó mirando la mano inerte. Había estado a punto de
matar a Parkhill por la espalda -. Dios mío - murmuró.
Vio que Parkhill seguía corriendo y se
arrojaba al suelo, poniéndose a salvo.
Una red de hombres que corrían estaban envolviendo a
Spender. En la cima, detrás de dos rocas, Spender yacía agotado por la
atmósfera enrarecida y con grandes manchas de
sudor bajo los brazos. El capitán vio las dos rocas.
Había entre ellas un intersticio de unos diez centímetros que mostraba el pecho
de Spender.
- ¡Eh! - gritó Parkhill -. ¡Sal de
ahí! ¡Tengo una bala para tu cabeza!
El
capitán Wilder esperaba. «¡Vamos, Spender! - se decía -. Escápate como me
dijiste antes. Sólo tienes unos minutos. Escápate. Dijiste que lo harías.
Escóndete en esos subterráneos que has encontrado y quédate allí meses, años,
leyendo tus hermosos libros y bañándote en las piscinas de los templos. Vete,
muchacho. Vete antes de que sea tarde.»
Spender no cambió de postura.
- ¿Qué le pasará? - se preguntó el
capitán.
Tomó
el fusil y observó a los hombres que corrían escondiéndose. Miró las torres del
inmaculado pueblo marciano, como piezas de ajedrez finamente cinceladas, caídas
en la tarde. Vio las rocas, y entre ellas el pecho de Spender.
Parkhill se había lanzado al ataque,
gritando con furia.
-
No,
Parkhill - dijo el capitán -. No puedo permitírselo. Ni usted ni ninguno de los
otros. No. Ninguno de ustedes. Yo solo.
Levantó
el fusil y apuntó.
«¿No
me estoy ensuciando las manos? - pensó -. ¿Está bien que sea yo quien lo haga?
Sí, lo está. Sé lo que hago y por qué. Sólo yo puedo hacerlo, y no sé si
después podré seguir con vida.»
Le
hizo una seña a Spender con la cabeza.
-
Vete
- dijo en un susurro que nadie oyó -. Te doy treinta segundos más. Treinta
segundos...
El reloj le latía en la muñeca. El capitán lo miraba. Los
hombres corrían agazapados. Spender no se movía. El reloj latió mucho tiempo
con mucho ruido, en los oídos del capitán.
- ¡Vete! ¡Vete,
Spender! ¡Rápido!
El rifle apuntaba. El
capitán tomó aliento. - ¡Spender! - murmuró.
Y apretó el gatillo.
Una débil polvareda asomó entre las rocas y
se elevó a la luz del sol. Eso fue todo. Los ecos del estampido se
desvanecieron.
El capitán Wilder se
incorporó y llamó a sus hombres. - Está muerto.
Los otros no lo creyeron.
Desde donde estaban no se podía ver aquella
fisura entre las rocas. Vieron correr al capitán colina arriba, solo, y
pensaron o que era un valiente o que había enloquecido.
Unos minutos después, los hombres subieron
detrás del capitán. Se juntaron alrededor del cadáver y uno de ellos dijo:
- ¿En el pecho?
El capitán bajó los ojos.
-
En
el pecho - contestó. Bajo el cuerpo de Spender las rocas habían cambiado de color
-. ¿Por qué habrá esperado? ¿Por qué no escapó como decía? ¿Por qué se dejó
matar?
- ¿Quién sabe? - dijo
uno.
Spender
yacía con las manos crispadas: una sobre el rifle, la otra sobre el libro de
plata que brillaba al sol.
«¿Seré
yo el culpable? - pensó el capitán -. ¿Por qué no quise ceder? ¿Aborrecía
Spender la idea de matarme? ¿Acaso soy distinto de los otros? Pensó que podía
confiar en mí. ¿Hay otra respuesta?»
Ninguna. Se agachó al lado del cuerpo
silencioso.
«Tengo que cumplir mi parte
- se dijo -. No puedo abandonarlo. Si se reconocía en mí, y por eso no pudo
matarme, qué tarea difícil me espera. Así es, sí, así es. Soy Spender ahora.
Sin embargo, yo pienso antes de abrir fuego. No mato. Trato de entenderme con
la gente. No pudo matarme porque yo era él mismo, aunque con ciertas
diferencias.»
El capitán sintió el calor del sol en
la nuca. Se oyó decir a sí mismo:
-
Si
por lo menos hubiera hablado conmigo antes de matar.. Habríamos encontrado una
solución.
- ¿Qué solución? -
preguntó Parkhill -. No hay solución posible con esa gente.
El zumbido del calor cubría la tierra,
salía de las rocas, bajaba del cielo.
-
Tiene
razón - dijo el capitán -. Tal vez Spender y yo hubiéramos podido entendernos.
Pero Spender y usted y todos los demás, no, nunca. Es mejor que haya muerto.
Pásenme esa cantimplora.
El
mismo capitán sugirió el sarcófago vacío. Habían encontrado Un antiguo
cementerio marciano. Pusieron a Spender en el cajón de plata, con ceras y vinos
de diez mil años de antigüedad, y le cruzaron las manos sobre el pecho. Lo
último que vieron de él fue un rostro tranquilo.
Permanecieron
un momento en la antigua cripta.
-
Creo
que sería bueno para ustedes que pensaran en Spender de vez en cuando - dijo el
capitán.
Salieron
de la cripta y cerraron la puerta de mármol.
A
la tarde siguiente, Parkhill se dedicó a hacer ejercicios de tiro al blanco en
una de las ciudades muertas, rompiendo los cristales de las ventanas y volando
las puntas de las frágiles torres.
El
capitán lo sorprendió y le hizo saltar los dientes de un puñetazo.
LOS COLONIZADORES
Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían,
porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los Peregrinos, o
porque no se sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía una razón
diferente. Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas;
venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo,
enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos, con sueños
nobles o sin sueños. El dedo del gobierno señalaba desde letreros a cuatro
colores, en innumerables ciudades: HAY TRABAJO PARA USTED EN EL CIELO. ¡VISITE
MARTE!
Y los hombres se lanzaban al espacio. Al principio sólo unos pocos, unas
docenas, porque casi todos se sentían enfermos aun antes que el cohete dejara
la Tierra. Y a esta enfermedad la llamaban la soledad, porque cuando uno ve que
su casa se reduce hasta tener el tamaño de un puño, de una nuez, de una cabeza
de alfiler, y luego desaparece detrás de una estela de fuego, uno siente que
nunca ha nacido, que no hay ciudades, que uno no está en ninguna parte, y sólo
hay espacio alrededor, sin nada familiar, sólo otros hombres extraños. Y cuando
los estados de Illinois, lowa, Missouri o Montana desaparecen en un mar de
nubes, y más aún, cuando los Estados Unidos son sólo una isla envuelta en
nieblas y todo el planeta parece una pelota embarrada lanzada a lo lejos,
entonces uno se siente verdaderamente solo, errando por las llanuras del espacio,
en busca de un mundo que es imposible imaginar.
No
era raro, por lo tanto, que los primeros hombres fueran pocos. Crecieron y
crecieron en número hasta superar a los hombres que ya se encontraban en Marte.
Los números eran alentadores.
Pero los primeros solitarios no
tuvieron ese consuelo.
Crónicas marcianas - Ray Bradbury (Parte 2)
LA MAÑANA VERDE
Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al
sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras
se nevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día
no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en
las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los
brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado,
yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a
otra.
Se
llamaba Benjamin Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera
verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que
aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas
por el verano, los
árboles pararían los
vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra,
fruta, o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y
columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los
árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil
susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y
el sonido invita dulcemente a dormir.
Benjamin
Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del
sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y
escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de
las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y
echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto
brillante.
En
las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente
entre las apretadas colinas, Benjamin Driscoll se levantaría y acabaría en unos
pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y
empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando
semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante,
silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la
mañana.
- Necesitas aire - le dijo al fuego
nocturno.
El
fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en
la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos
y tibios.
-
Todos
necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto...
Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No
satisface.
Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había
crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones. o
plantar más árboles.
-
Para
eso estoy aquí - se dijo. El fuego le respondió con un chasquido -. En las
escuelas nos contaban la historia de Johnny Appleseed, que anduvo por toda
América plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto
robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No
pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones.
Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!
Recordó
su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se
dijo:
- ¿Qué haré yo en este
mundo? ¿Habrá trabajo para mí?
Luego se había
desmayado.
Volvió en sí,
tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.
- ¿Qué me ha pasado?
-
El
aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a
la Tierra.
- ¡No!
Se
sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces
debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el
profundo vacío.
- Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo
que quedarme!
Le
dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire
- pensaba -. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia
los campos y colinas marcianos. y cuando se le aclararon los ojos vio en
seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra
desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una
sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las
colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un
árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la
respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el
pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie.
Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y
árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en
Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo
suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin
habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres,
grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué
ocurriría entonces?
Quién
sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie
porque los helechos, las flores, los arbustos Y los árboles viejos habían
muerto de cansancio.
- ¡Permítanme levantarme! - gritó -.
¡Quiero ver al coordinador!
Habló
con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana.
Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta
ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos
volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones
hidropónicas.
-
Entretanto,
ésta será su tarea - dijo el coordinador -. Le entregaremos todas nuestras
semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además,
estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus
plantaciones no contarán con muchas simpatías.
- ¿Pero me dejarán
trabajar?
Lo
dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños,
llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.
Eso
había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás
hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco,
parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su
campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra,
estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso
valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las
lluvias.
Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las
nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan
imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas,
que la escarcha de la noche iba empapando, y pensó en la tierra del valle,
negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el
hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de
larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme,
dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.
El fuego tembló sobre las
cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire
tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.
«Esta noche - pensó
-. Y extendió la mano para sentir la lluvia. Esta noche.» Lo despertó un golpe
muy leve en la frente.
El
agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo,
nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.
La lluvia.
Fresca,
dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elixir mágico que sabía
a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le
movía en la lengua como raro jerez liviano.
Se
incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas
más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta
convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se
dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso
esmalte y se precipitó a tierra. Diez billones de diamantes titubearon un
momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y
agua.
Calado
hasta los huesos, Benjamin Driscoll se reía y se reía mientras el agua le
golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el
pequeño campamento, y era la una de la mañana.
Llovió
sin cesar durante dos horas Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y
más brillantes que nunca.
El
señor Benjamin Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se
cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.
El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió
pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.
No
se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable
y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.
Era una mañana verde.
Los
árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un
árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y
retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes,
enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y
macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes,
árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles,
olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos,
estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y
extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.
-
¡Imposible! - exclamó el señor Driscoll. Pero el valle y la mañana eran verdes.
¿Y el aire?
De
todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el
aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se lo podía ver,
brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y
verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un
instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente
se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con
mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y
cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.
Benjamin
Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se
desmayó.
Antes que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles
habían subido hacia el sol amarillo.
Los cohetes incendiaron las rocosas praderas,
transformaron la piedra en lava, la pradera en carbón, el agua en vapor, la
arena y la sílice en un vidrio verde que reflejaba y multiplicaba la invasión,
como espejos hechos trizas. Los cohetes vinieron como langostas y se posaron
como enjambres envueltos en rosadas flores de humo. Y de los cohetes salieron
de prisa los hombres armados de martillos, con las bocas orladas de clavos como
animales feroces de dientes de acero, y dispuestos a dar a aquel mundo extraño
una forma familiar, dispuestos a derribar todo lo insólito, escupieron los
clavos en las manos activas, levantaron a martillazos las casas de madera,
clavaron rápidamente los techos que suprimirían el imponente cielo estrellado e
instalaron unas persianas verdes que ocultarían la noche. Y cuando los
carpinteros terminaron su trabajo, llegaron las mujeres con tiestos de flores y
telas de algodón y cacerolas, y el ruido de las vajillas, cubrió el silencio de
Marte, que esperaba detrás de puertas y ventanas.
En seis meses surgieron doce pueblos en el planeta
desierto, con una luminosa algarabía de tubos de neón y amarillos bulbos
eléctricos. En total, unas noventa mil personas llegaron a Marte, y otras más
en la Tierra preparaban las maletas...
ENCUENTRO NOCTURNO
Antes de subir hacia las colinas azules, Tomás Gómez se
detuvo en la solitaria estación de gasolina.
- Aquí se sentirá usted bastante solo
- le dijo al viejo.
El viejo pasó un trapo por el
parabrisas de la camioneta.
- No me quejo.
- ¿Le gusta Marte?
- Muchísimo.
Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar
nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas
de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo.
Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil
demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine
a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo
necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los
otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un
sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta
estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en
una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para
vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.
-
Ha
dado usted en el clavo - dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante.
Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias
y ahora tenía dos días libres y iba a una fiesta.
- Ya
nada me sorprende - prosiguió el viejo -. Miro y observo, nada más. Si uno no
acepta a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro;
el suelo, el aire los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen
que andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de un modo gracioso.
Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese
el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento
como si me hubiera encogido y todo lo demás se
hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un
viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un
juguete que me regalaron en
Navidad, hace setenta
años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o
de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin
aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como
es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está
en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.
Tomás se alejó por la antigua
carretera, riendo entre dientes.
Era un largo camino que se internaba en la oscuridad y
las colinas. Tomás, con una sola mano en el volante, sacaba con la otra, de
cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había viajado toda una
hora sin encontrar en el camino ningún otro automóvil, ninguna luz. La
carretera solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se oía el zumbido del
motor. Marte era un mundo silencioso, pero aquella noche el silencio era mayor
que nunca. Los desiertos y los mares secos giraban a su paso y las cintas de
las montañas se alzaban contra las estrellas.
Esta noche había en el aire un olor a
tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo?
El olor del polvo,
los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una
cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y
un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae
calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy
viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año
Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su
olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche
casi se podía tocar el tiempo.
La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás
sintió unas punzadas en la nuca y se sentó rígidamente, con la mirada fija en
el camino.
Entraba
en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la
noche. Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas.
Deshabitados desde hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.
Puso en marcha el motor, recorrió algo
más de un kilómetro y se detuvo nuevamente.
Dejó la camioneta y
echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde
donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termos y se sirvió una taza de
café. Un pájaro nocturno pasó volando. La noche era hermosa y apacible.
Unos
cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la
antigua carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina, y luego un murmullo.
Tomás se volvió lentamente, con la
taza de café en la mano derecha.
Y asomó en las colinas una extraña
aparición.
Era
una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa
que saltaba suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que
parpadeaban sobre su cuerpo, indistintos, innumerables, y rubíes que
centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se posaron en la antigua
carretera, como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina
un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un
pozo.
Tomás levantó una mano y pensó
automáticamente:
¡Hola!, aunque no movió los labios.
Era un marciano. Pero Tomás habla nadado en la
Tierra en ríos azules
mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas
extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa.
No llevaba armas de
fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el
pecho.
También
el marciano tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en
el aire frío de la noche.
Tomás dio el primer paso.
- ¡Hola! - contesto el
marciano en su propio idioma. No se entendieron.
- ¿Has dicho hola? -
dijeron los dos.
- ¿Qué has dicho? -
preguntaron, cada uno en su lengua.
Los dos fruncieron el ceño.
- ¿Quién eres? - dijo
Tomás en inglés.
- ¿Qué haces aquí -
dijo el otro en marciano.
- ¿A dónde vas? -
dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.
- Yo soy Tomás Gómez.
- Yo soy Muhe Ca.
No entendieron las palabras, pero se
señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el marciano sé echó a
reír.
- ¡Espera!
Tomás sintió que le rozaban la cabeza,
aunque ninguna mano lo había tocado.
- Ya está - dijo el
marciano en inglés -. Así es mejor.
- ¡Qué pronto has aprendido
mi idioma!
- No es nada.
Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron
el humeante café que Tomás tenía en la mano.
-
¿Algo
distinto? - dijo el marciano mirándolo y mirando el café, y tal vez
refiriéndose a ambos.
- ¿Puedo ofrecerte una
taza? - dijo Tomás.
- Por favor.
El marciano descendió de su máquina.
Tomás sacó otra taza, la
llenó de café y se la ofreció.
La mano de Tomás y la mano del
marciano se confundieron, como manos de niebla.
- ¡Dios mío! - gritó
Tomás, y soltó la taza.
- ¡En nombre de los
Dioses! - dijo el marciano en su propio idioma.
- ¿Viste
lo que pasó? - murmuraron ambos, helados por el terror. El marciano se inclinó
para tocar la taza, pero no pudo tocarla.
- ¡Señor! - dijo Tomás.
-
Realmente...
- comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un
cuchillo de su cinturón.
- ¡Eh! - gritó Tomás.
- Has entendido mal.
¡Tómalo!
El
marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a
través de la carne. Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y
retrocedió, estremeciéndose.
Miró luego al marciano que se
perfilaba contra el cielo.
- ¡Las estrellas! -
dijo.
- ¡Las estrellas! -
respondió el marciano mirando a Tomás.
Las
estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían
dentro de su carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente
membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el
estómago y en el pecho del marciano, y le brillaban como joyas en los brazos.
- ¡Eres transparente! -
dijo Tomás.
- ¡Y tú también! -
replicó el marciano retrocediendo.
Tomás se tocó el
cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó. El marciano se
tocó la nariz y los labios.
-
Yo
tengo carne - murmuró -. Yo estoy vivo. Tomás miró fijamente al fío.
- Y si yo soy real, tú
debes de estar muerto.
- ¡Un espectro!
- ¡Un fantasma!
Se
señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros
como dagas, como trozos de hielo, corno luciérnagas, y se tocaron otra vez y se
descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el
otro, ah, si, ese otro, era sólo un prisma espectral que reflejaba la acumulada
luz de unos mundos distantes.
Estoy borracho, pensó
Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no. Se miraron un tiempo, de pie,
inmóviles, en la antigua carretera.
- ¿De dónde eres? -
preguntó al fin el marciano.
- De la Tierra.
- ¿Qué es eso?
Tomás señaló el firmamento.
- ¿Cuándo llegaste?
- Hace más de un año,
¿no recuerdas?
- No.
-
Y
todos vosotros estabais muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi
totalmente ¿no lo sabes?
- No. No es cierto.
-
Sí.
Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas.
Muertos. Millares de muertos.
- Eso es ridículo.
¡Estamos vivos!
- Escúchame. Marte ha
sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.
- ¿Yo?
¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. Voy a una fiesta en el canal, cerca
de las montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?
Tomás
miró hacia donde le indicaba el marciano y vio las ruinas.
- Pero cómo, esa ciudad
está muerta desde hace miles de años.
El marciano se echó a reír.
- ¡Muerta! dormí allí
anoche.
-
Y
Yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato y es un montón de
escombros. ¿No ves las columnas rotas?
- ¿Rotas? Las veo
perfectamente a la luz de la luna. Intactas.
- Hay polvo en las
calles - dijo Tomás.
- ¡Las calles están
limpias!
- Los canales están
vacíos.
- ¡Los canales están
llenos de vino de lavándula!
- Está muerta.
- ¡Está viva! -
protestó el marciano riéndose cada vez más -. Oh, estás muy equivocado
¿No ves las luces de
la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres hermosas
esbeltas como barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con flores de
fuego en las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las calles.
Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos, beberemos,
haremos el amor. ¿No las ves?
-
Tu
ciudad está muerta como un lagarto seco. Pregúntaselo a cualquiera de nuestro
grupo. Voy a la Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la
carretera de Illinois. No puedes ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros
cuadrados de madera de Oregon, y dos docenas de toneladas de buenos clavos de
acero, y levantamos a martillazos los dos pueblos más bonitos que hayas podido
ver. Esta noche festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par
de cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y
whisky...
El
marciano estaba inquieto.
- ¿Dónde está todo eso?
- Allá están los
cohetes. ¿Los ves?
- No.
- ¡Maldita sea! ¡Ahí
están! Esos aparatos largos y plateados.
- No.
Tomás se echó a reír.
- ¡Estás ciego!
- Veo perfectamente.
¡Eres tú el que no ve!
- Pero ves la nueva
ciudad, ¿no es cierto?
- Yo veo un océano, y
la marea baja.
- Señor, esa agua se
evaporó hace cuarenta siglos.
- ¡Vamos, vamos! ¡Basta
ya!
- Es cierto, te lo
aseguro.
El marciano se puso muy serio.
-
Dime
otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blanca, las
barcas muy finas, las luces de la fiesta... ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y
escucha...
Oigo los cantos. ¡No
están tan lejos! Tomás escuchó y sacudió la cabeza.
- No.
- Y yo, en cambio, no
puedo ver lo que tú me describes - dijo el marciano.
Volvieron a estremecerse. Sintieron
frío.
- ¿Podría ser?
- ¿Qué?
- ¿Dijiste que «del
cielo»?
- De la Tierra.
- La
Tierra, un nombre, nada - dijo el marciano - Pero... al subir por el camino
hace una hora... sentí...
Se
llevó una mano a la nuca.
- ¿Frío?
- Sí.
- ¿Y ahora?
-
Vuelvo
a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino...
- dijo el marciano -. Una sensación extraña... El camino, la luz... Durante
unos instante creí ser el único sobreviviente de este mundo.
-
Lo
mismo me pasó a mí - dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy
íntimo de algo secreto y apasionante.
El
marciano meditó unos instantes con los ojos cerrados.
- Sólo hay una
explicación. El tiempo. Sí. Eres una sombra del pasado.
- No. Tú, tú eres del
pasado - dijo el hombre de la Tierra.
-
¡Qué
seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al
futuro? ¿En qué año estamos?
- En el año dos mil
dos.
- ¿Qué significa eso
para mí?
Tomás reflexionó y se encogió de
hombros.
- Nada.
-
Es
como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos
que nada. Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas...
-
¡Pero
las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo,
que tú estás muerto.
-
Todo
en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta
sed. No, no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la
vida y la muerte. Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que
pasan.
¿Ruinas dijiste?
-
¿Quién
desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede
enfrentarse con el pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las columnas se han
desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales, secos y las doncellas
muertas y las flores marchitas? - El marciano calló y miró hacia la ciudad
lejana. - Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no
importa lo que digas.
Y
a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las
mujeres de la Tierra.
- Jamás nos pondremos
de acuerdo - dijo.
-
Admitamos
nuestro desacuerdo - dijo el marciano -. ¿Qué importa quién es el pasado o el
futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro
de diez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia
civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No
preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de
la fiesta, y los pájaros.
Tomás
tendió la mano. El marciano lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron
atravesándose.
- ¿Volveremos a
encontrarnos?
- ¡Quién sabe! Tal vez
otra noche.
- Me gustaría ir
contigo a la fiesta.
-
Y
a mí me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres,
y oír todo lo que sucedió.
- Adiós - dijo Tomás.
- Buenas noches.
El marciano voló serenamente
hacia las colinas en su vehículo de metal verde. El terrestre se metió en su
camioneta y partió en silencio en dirección contraria.
-
¡Dios
mío! ¡Qué pesadillas! - suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en
los cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la
fiesta.
-
¡Qué
extraña visión! - se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el
festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en
las canciones.
La
noche era oscura. Las lunas se habían puesto. La luz de las estrellas
parpadeaba sobre la carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un
ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin nada, durante toda la noche oscura y
fresca.Crónicas marcianas - Ray Bradbury (Parte 2)