Crónicas marcianas - Ray Bradbury (Parte 2)



Marte era una costa distante y los hombres cayeron en olas sobre ella. Cada ola era distinta y cada ola más fuerte. La primera ola trajo consigo a hombres acostumbrados a los espacios, el frío y la soledad; cazadores de lobos y pastores de ganado, flacos, con rostros descarnados por los años, ojos como cabezas de clavos y manos codiciosas y ásperas como guantes viejos. Marte no pudo contra ellos, pues venían de llanuras y praderas tan inmensas como los campos marcianos. Llegaron, poblaron el desierto y animaron a los que querían seguirlos. Pusieron cristales en los marcos vacíos de las ventanas, y luces detrás de los cristales.

Esos fueron los primeros hombres.
Nadie ignoraba quiénes serian las primeras mujeres.
Los segundos hombres debieran de haber salido de otros países, con oros idiomas y otras ideas. Pero los cohetes eran norteamericanos y los hombres eran norteamericanos y siguieron siéndolo, mientras Europa, Asia, Sudamérica, Australia contemplaban aquellos


fuegos de artificio que los dejaban atrás. Casi todos los países estaban hundidos en la guerra o en la idea de la guerra.
Los segundos hombres fueron, pues, también norteamericanos. Salieron de las viviendas colectivas y de los trenes subterráneos, y después de toda una vida de hacinamiento en los tubos, latas y cajas de Nueva York, hallaron paz y tranquilidad junto a los hombres de las regiones áridas, acostumbrados al silencio.
Y entre estos segundos hombres había algunos que tenían un brillo raro en los ojos y parecían encaminarse hacia Dios...


INTERMEDIO


Trajeron cinco mil metros cúbicos de madera de pino de Oregon para construir la décima ciudad, y veinticinco mil metros de abeto de California y levantaron a martillazos un pueblo limpio y claro, a orillas de los canales de piedra. En las noches de los domingos se iluminaban los vidrios rojos, azules y verdes de las iglesias, y desde la calle se oían los himnos numerados. «Cantaremos ahora el 79.» «Cantaremos ahora el 94». Y en ciertas casas se oía e duro repiqueteo de una máquina de escribir: el novelista estaba trabajando; o no se oía ningún ruido: el ex vagabundo estaba trabajando. Parecía a veces que un enorme terremoto hubiera arrancado de raíz una ciudad de lowa, y en un abrir y cerrar de ojos u ciclón fabuloso se hubiera llevado a Marte toda la ciudad, y la hubiera puesto allí sin una sacudida.



LOS MÚSICOS



Los niños daban largos paseos por el campo marciano. De cuando en cuando abrían las olorosas bolsas de papel y metían allí las narices, y respiraban el penetrante aroma del jamón y de los encurtidos con mayonesa y escuchaban el gorgoteo de la naranjada gaseosa en las botellas tibias. Balanceaban las bolsas de comestibles, repletas de cebollas verdes, acuosas y limpias, de olorosas salchichas, de roja salsa de tomate y de pan blanco, y se desafiaban mutuamente a desobedecer las órdenes severas de las madres. Corrían gritando:

- ¡El primero se lleva todo!
Paseaban en verano, en otoño o en invierno. En otoño era más divertido, pues imaginaban entonces que arrastraban los pies entre las hojas otoñales de la Tierra.
Los niños de ojos de ágata azul, con las mejillas hinchadas de caramelos, lanzándose
órdenes teñidas de cebolla, se desparramaban como canicas sobre las calzadas de mármol, a orillas de los canales.
Cuando llegaban a la ciudad muerta, a la ciudad prohibida, ya no era hora de gritar:
«¡El último que llegue es una mujer!» o «¡El primero que llegue hace de músico!». Las puertas de la ciudad abandonada estaban abiertas para ellos y creían oír unos tenues crujidos en el interior de las casas, como hojas de otoño. Avanzaban imponiéndose silencio, unidos codo con codo, agitando sus Palos, recordando que sus padres les habían dicho: «¡Allá no! ¡A ninguna de las ciudades viejas! Cuidado adónde vas. Recibirás la paliza más grande de tu vida cuando vuelvas a casa. ¡Te miraremos los zapatos!».


Allí, en la ciudad muerta, un montón de niños, con sus meriendas a medio devorar, se desafiaban los unos a los otros, con agudos cuchicheos.
- ¡Aquí no hay nada!
Y de pronto uno de ellos echaba a correr y entraba en la casa d piedra más próxima, cruzaba la sala y entraba en el dormitorio sin mirar alrededor comenzaba a dar puntapiés y a moverse con pasos arrastrados, y las hojas negras y quebradizas, finas como j rones de un cielo de medianoche, volaban por el aire. Detrás d ese niño corrían otros seis, y el primero hacía de músico, tocando los blancos huesos xilofónicos que yacían bajo los copos cenicientos. Una enorme calavera aparecía a veces rodando, con una bola de nieve, y los niños gritaban. Las costillas parecían patas de araña y lloraban como un arpa de sonidos apagados, y lo negros copos de la mortalidad volaban alrededor de la arrastrad danza de los niños. Se empujaban unos a otros y caían entre la hojas, en la muerte que había transformado a los muertos en copos y sequedad, en un juego de niños con estómagos donde goteaba la naranjada gaseosa.
Y salían de una casa para entrar en otra, y así visitaban diecisiete casas, recordando que los horrores de todas las ciudades negra serían eliminados por los bomberos, guerreros antisépticos arma dos de palas y cajones, apartando con las palas los andrajos d ébano y las barras de menta de los huesos, separando lenta y eficazmente lo terrible de lo normal. De modo que los niños tenía que jugar de prisa, ¡pues muy pronto llegarían los bomberos!
Luego los niños, de rostros luminosos de sudor, mordisqueaban el último emparedado. Y después de un puntapié final, de un último concierto de marimba, de una última arremetida al montón de hojas otoñales, volvían a sus casas.
Las madres les examinaban los zapatos en busca de copos negros, y una vez descubiertos, venían los baños calientes y las palizas paternas.

A fines de ese año, los bomberos habían rastrillado las hojas secas y los blancos xilófonos, y se había acabado la diversión.



EL DESIERTO



Oh, el día feliz al fin ha llegado...

Era la hora del crepúsculo y Janice y Leonora preparaban infatigablemente el equipaje, entonando canciones, comiendo algún bocado, y animándose mutuamente. Pero no miraban la ventana, donde se apretaba la noche, y las estrellas eran brillantes y frías.
- ¡Escucha! - dijo Janice.
Parecía un buque de vapor río abajo, pero era un cohete en el cielo. Y más allá... ¿el sonido de unos banjos? No, sólo los grillos de una noche de estío en este año 2003. Diez mil sonidos en la ciudad y la atmósfera. Janice, cabizbaja, escuchaba. Hacía mucho, mucho tiempo, en 1849, esta misma calle había hablado con voces de ventrílocuos, predicadores, adivinos, doctores, jugadores, reunidos todos en esta misma ciudad de

Independence, Missouri, esperando a que se tostase la tierra húmeda y la alta marea de la hierba creciese hasta sostener el peso de carros y carretas, los indiscriminados destinos, y los sueños.

Oh, el día feliz al fin ha llegado, y a Marte nos vamos, Señor, cinco mil mujeres en el cielo, una siembra abrileña, Señor.


-   Es una vieja canción de Wyoming - dijo Leonora -. Le cambias las palabras y sirve muy bien para 2003.
Janice alzó la cajita de píldoras alimenticias, imaginando las cargas que habían llevado aquellas carretas, de anchos ejes y elevados asientos. Por cada hombre; cada mujer,
¡increíbles tonelajes! Jamones, tocino, azúcar, sal, harina, fruta, galleta, ácido cítrico, agua, jengibre, pimienta... ¡una lista tan grande como el país!
Y ahora, aquí, unas píldoras que cabían en un reloj pulsera la alimentaban a una no desde Fort Laramie a Hangtown sino a lo largo de todo un desierto de estrellas.
Abrió de par en par las puertas del armario y casi lanzó un grito.
La oscuridad y la noche y el espacio que separaba los astros la miraban desde dentro. Años atrás su hermana la había encerrado en un armario, y en una fiesta, jugando al
escondite, había corrido por una cocina, hacia un vestíbulo largo y sombrío. Pero no era un vestíbulo. Era una escalera a oscuras, una boca de sombra. Había corrido en el aire, agitando los pies, gritando y cayendo. Cayendo en una negrura de medianoche. Un sótano. Tardó mucho, un latido, en caer. Y había estado ahogándose mucho, mucho tiempo, en aquel armario, sin luz, sin amigos, sin nadie que oyera sus voces. Apartada, encerrada en la oscuridad. Cayendo en la oscuridad. Chillando.
Los dos recuerdos.
Ahora, abiertas de par en par las puertas del armario (la oscuridad como una colgada mortaja de terciopelo que espera el roce de una mano temblorosa; la oscuridad como una pantera negra que respiraba allí dentro, que la miraba con ojos opacos) los dos recuerdos la asaltaron otra vez. El espacio y una caída. El espacio y el encierro. Los chillidos.
Habían trabajado sin descanso, empaquetando, apartando los ojos de la ventana y la terrible Vía Láctea y la inmensidad vacía. Pero el armario tan familiar, con su noche privada, les recordaba al fin su destino.

Así sería, allá fuera, entre los astros, en la noche, en el espantoso armario cerrado, chillando, sin que nadie oyera. Cayendo para siempre entre nubes de meteoros y cometas impíos. Cayendo por la abertura del ascensor. Cayendo por la boca de pesadilla de la carbonera, hacia la nada...
Janice gritó, y el grito se volvió sobre sí mismo, en su cabeza y su pecho. Gritó. Cerró de un golpe la puerta del armario. Se apoyó contra ella. Sintió que la oscuridad respiraba y se agolpaba detrás de la puerta, y la sostuvo firmemente, con los ojos húmedos. Se quedó así mucho tiempo, mirando trabajar a Leonora, hasta que terminaron los temblores. Y la histeria, así ignorada, fue escurriéndose poco a poco. En la habitación se oyó el tictac de un reloj pulsera, con un claro sonido de normalidad.
-   Noventa millones de kilómetros. - Janice se acercó al fin a la ventana como si fuese un pozo profundo. - No puedo creer que unos hombres, en Marte, esta noche, levanten ciudades, esperándonos.
-   Embarcaremos mañana, no hay más que creer. Janice extendió un camisón blanco como un fantasma.
-  Raro. Raro... casarse... en otro mundo.
-  Acostémonos.
-  ¡No! La llamada es a medianoche. No dormiría pensando cómo decirle a Will que iré a
Marte. Oh, Leonora, piénsalo, mi voz viajando noventa millones de kilómetros por el teléfono luz. Cambio de parecer tan rápidamente... Tengo miedo.
-  Nuestra última noche en la Tierra.
Ahora que lo sabían y lo aceptaban, el conocimiento las encontraba afuera. Se iban, y no volverían jamás. Dejaban la ciudad de Independence, en el Estado de Missouri, en el continente americano, rodeado por un océano, el Atlántico, y por otro, el Pacifico. Y ningún océano aparecería en los marbetes del equipaje. Habían escapado a este último conocimiento. Ahora se enfrentaban con él. Y se sentían aturdidas..


-  Nuestros hijos no serán americanos, ni siquiera terrestres. Seremos todos marcianos, hasta el fin de nuestros días.
-  ¡No quiero ir! - gritó Janice de pronto.
El pánico la invadió con hielo y fuego.
-   ¡Tengo miedo! ¡El espacio; la oscuridad, el cohete, los meteoros! ¡Nada alrededor! ¿Por qué he de ir?
Leonora la tomó, por los hombros y la apretó contra su cuerpo, acunándola.
-   Es un nuevo mundo. Como en los viejos días. Los hombres primero, y luego las mujeres.
-  ¡Por qué, por qué he de ir, dime!
-   Porque - dijo al fin Leonora, serenamente, sentándola en la cama - Will está allá arriba.
Era bueno oír ese nombre. Janice se tranquilizó.
-  Los hombres lo hacen todo tan difícil - dijo Leonora -. Antes cuando una mujer corría trescientos kilómetros detrás de un hombre llamaba la atención. Luego fueron mil kilómetros. Y ahora todo un universo. Pero eso no podrá detenernos, ¿no es verdad?
-  Temo parecer una tonta en el cohete.
-    Seré una tonta contigo. - Leonora se incorporó. - Bueno, recorramos la ciudad. Veamos todo una última vez.
Janice miró la ciudad.
-   Mañana de noche, todo seguirá aquí menos nosotras. La gente despertará, comerá, trabajará, dormirá, despertará otra vez, y nosotras no lo sabremos.
Leonora y Janice se movieron por el cuarto como si no pudiesen encontrar la puerta.
-  Vamos.
Abrieron la puerta, apagaron las luces, salieron, y cerraron.

En el cielo había muchas idas y venidas. Vastos movimientos florales, grandes silbidos y chirridos, descendentes tormentas de nieve. Helicópteros, copos blancos, que bajaban en silencio. Del este y el oeste y el norte y el sur llegaban las mujeres con los corazones guardados en las valijas, envueltos cuidadosamente en papel de seda. Chubascos de helicópteros cubrían el cielo nocturno. Los hoteles estaban llenos; se armaban camas en las casas privadas; ciudades de lona se alzaban en jardines y prados como flores raras y feas, y en la ciudad y el campo había una tibieza mayor que la del verano. La tibieza de los rostros rosados de las mujeres y las caras tostadas de los hombres que miraban el cielo. Más allá de las colinas los cohetes probaban sus fuegos, y el sonido de un órgano gigantesco estremecía los cristales y los huesos escondidos. En las mandíbulas, en los dedos de los pies y las manos se sentía el mismo temblor.

Leonora y Janice se sentaron en la cafetería entre mujeres extrañas.
-    Están muy lindas esta noche, pero parecen tristes - dijo el hombre detrás del mostrador.
-  Dos chocolates malteados.
Leonora sonrió por las dos. Janice parecía muda.
Miraron la bebida de chocolate como si fuese la rara pintura de un museo. La malta escasearía durante años, en Marte.
Janice buscó en su cartera, sacó lentamente un sobre, y lo puso en el mostrador de mármol.
- Es una carta de Will. Vino en el cohete correo hace dos días. Esto me decidió. No te lo dije. Quiero, que la veas ahora. Vámos, lee.
Leonora. sacudió el sobre, sacó la nota, y la leyó en voz alta.
« Querida Janice. Esta es nuestra casa si, decides venir a Marte. Will.»


Leonora golpeó otra vez el sobre y una, imagen en colores surgió en el dorso. Era la fotografía de una casa oscura, musgosa, antigua, de color castaño; una casa cómoda, con flores rojas y un cerco verde y fresco, y una enredadera velluda en el porche.

-  ¡Pero Janice!
-  ¿Qué?
-  ¡Es una fotografía de tu casa, aquí en la Tierra, aquí en la calle Elm!
-  No. Mira.
Y miraron otra vez, juntas, y a ambos lados de la oscura y cómoda casa, y detrás de ella, había un escenario qué no era terrestre. El suelo era de un raro color violeta, y la hierba de un rojizo pálido, y el cielo brillaba como un diamante gris, y un extraño árbol torcido crecía a un costado, como una vieja con cristales en la cabeza canosa.
-  Es la casa que Will construyó para mí - dijo Janice - en Marte. Ayuda mirarla. Todo el día de ayer, antes de decidirme, y cuando sentía más miedo, sacaba la fotografía y la miraba.
Las dos mujeres contemplaron la casa cómoda y oscura a noventa millones de kilómetros; familiar, pero extraña, vieja, pero nueva, con una, luz amarilla en la ventana del vestíbulo.
-  Ese hombre, Will - dijo Leonora moviendo, la cabeza -, sabe lo que hace.
Terminaron las bebidas. Afuera una multitud desconocida iba de un lado a otro, y la «nieve» caía persistentemente en el cielo de verano.

Compraron muchas cosas tontas para llevar: paquetes de caramelos de limón, lustrosas revistas femeninas; perfumes frágiles (que los oficiales del puerto decidieran, luego lo que era «carga esencial»), y caminaron por la ciudad, y, sin preocuparse por el dinero; alquilaron dos chaquetas ceñidas, dos máquinas que vencían la gravedad e imitaban el vuelo de las mariposas, y tocaron los delicados dispositivos y sintieron que flotaban como los blancos pétalos de un capullo.

- A cualquier parte - dijo Leonora -. A cualquier parte.
Dejaron que el viento las arrastrara, dejaron que el viento las llevara a través de la noche perfumada de manzanos, y la noche de cálidos preparativos, sobre la ciudad encantadora, sobre las casas de la infancia y otros días, sobre escuelas y calles, sobre los arroyos y granjas y prados tan familiares, donde los granos de trigo parecían monedas de oro. Flotaron como deben de flotar las hojas ante la amenaza de un viento incendiado, con murmullos de advertencia, y relámpagos de estío que estallan entre recogidas colinas. Vieron el polvo lechoso de los caminos por donde habían paseado en helicópteros a la luz de la luna, en grandes espirales de sonido que descendían a las grillas de frescas corrientes nocturnas, con jóvenes que ahora no estaban allí.
Flotaron en un inmenso suspiro sobre una ciudad ya remota, una ciudad que se hundía, detrás de ellas, en un río negro, y subía, ante ellas, en una marea de luces y color, intocable. Un sueño, ahora, ya manchado por la nostalgia, con temibles recuerdos que se alzaban demasiado pronto.
Flotando serenamente, remolineando, miraron en secreto un centenar de queridos amigos que dejaban atrás, gente a la luz de las lámparas y encuadrada por ventanas que parecían moverse con el viento. No hubo árbol en que no buscaran viejas confesiones de amor, grabadas allí y marchitas; no hubo acera que no recorrieran deslizándose como sobre campos de mica. Por primera vez advirtieron que la ciudad era hermosa, y que las luces solitarias y los antiguos ladrillos eran hermosos, y sintieron que los ojos se les agrandaban, ante aquella fiesta. Todo flotaba en un tiovivo nocturno, con entrecortadas ráfagas de música, y voces que llamaban y murmuraban desde casas hechizadas blancamente por la televisión.


Las dos mujeres pasaron como agujas, tejiendo con su perfume un árbol y el próximo. Tenían los ojos ya colmados, y sin embargo siguieron recogiendo todos los detalles, todas las sombras, todos los robles y álamos, todos los coches que pasaban, y los corazones.

Siento como si estuviese muerta; pensó Janice, en el cementerio, en una noche primaveral, y todo viviese, menos yo, y todos se movieran, dispuestos a continuar la vida sin mí. En otras primaveras, cuando era muy joven, pasaba por el cementerio y lloraba. Había muertos, y eso me parecía injusto. En noches tan suaves como ésta me sentía viva, y culpable. Y ahora, aquí, esta noche, siento que me han sacado del cementerio y me dejan pasear para que vea una vez más cómo es la vida. Cómo es una ciudad, y la gente, antes, que me cierren la puerta en la cara.
Dulcemente, dulcemente, como dos linternas de papel en el viento de la noche, las mujeres pasaron sobre sus vidas y los prados donde brillaban las ciudades de lona, y los camiones que correrían hasta el alba. Bajaron y subieron sobre todo durante mucho tiempo.

El reloj de los Tribunales daba sonoramente las doce menos cuarto cuando las dos mujeres descendieron de las estrellas, como telas de araña, frente a la casa de Janice. La ciudad dormía, y la casa las esperaba para que buscaran allí su sueño, que no estaba allí.

-  ¿Somos realmente nosotras? - preguntó Janice. - Janice Smith y Leonora Holmes en el año 2008?
-  Sí.
Janice se humedeció los labios, enderezándose.
-  Me gustaría que fuese otro año.
-    ¿1492? ¿1612? - Leonora suspiró y el viento en los árboles suspiró con ella, alejándose. - Siempre es el día de Colón, o el día de la roca de Plymouth, y maldita sea si sé qué deben hacer las mujeres.

-  Quedarse solteras.
-  O hacer lo que hacemos.
Abrieron la puerta de la casa tibia, mientras los sonidos de la ciudad morían para ellas. Cerraban la puerta, cuando sonó el teléfono.
- ¡La llamada! - gritó Janice, corriendo.
Leonora entró en la alcoba detrás de ella, y ya Janice había levantado el receptor y decía:
- ¡Hola! ¡Hola!
Y el operador de una lejana ciudad preparó el inmenso aparato que uniría dos mundos, y las dos mujeres esperaron, una sentada y pálida, la otra de pie, pero igualmente pálida, inclinada hacia ella.
Hubo una larga pausa, llena de astros y tiempo, una pausa de espera no muy distinta de los tres últimos años. Y ahora había llegado el momento, y le tocaba a Janice llamar a través de millones y millones de meteoros y cometas, alejándose del sol amarillo que podía disolver o quemar sus palabras, o chamuscar su sentido. La voz de Janice sería como una aguja de plata, a través de todo, en la noche enorme, con puntadas de conversación, reverberando sobre las lunas de Marte, y más allá. Y la voz alcanzaría al hombre en un cuarto de una ciudad de otro mundo, luego de cinco minutos. Y éste era su mensaje:
-  Hola, Will. Janice te habla. La muchacha tragó saliva.
-  Dicen que no tengo mucho tiempo. Un minuto. Cerró los ojos.
-   Quisiera hablarte despacio, pero me indicaron que hablara de prisa, y lo dijese todo de una vez. Así que..., esto quiero decirte: Lo he decidido, iré allá arriba. Saldré en el


cohete de mañana. Iré allá arriba contigo al fin y al cabo. Y te quiero, espero que me oigas. Te quiero. Ha pasado tanto tiempo...
¿Qué me dirá Will? ¿Qué me dirá en su minuto de tiempo?, se preguntó. Jugueteó con su reloj pulsera y el receptor del teléfono luz crujió en su oído y el espacio le habló con danzas y bailes eléctricos y audibles auroras.
-  ¿Contestó Will? - susurró Leonora.
-  Calla - dijo Janice doblándose sobre sí misma, como si sé sintiera enferma.
Y en seguida la voz de Will llegó del espacio..
-  ¡Lo oigo! - gritó Janice.
-  ¿Qué dice?
La voz llamó desde Marte y pasó por lugares donde no había amaneceres ni tardes, sino siempre la noche con un sol ardiente en la oscuridad. Y en alguna parte, entre Marte y la Tierra todo el mensaje se perdió, barrido quizá por la gravedad eléctrica de algún meteoro, o interferido por la lluvia de meteoritos de plata. De cualquier modo, desaparecieron las palabras pequeñas, las palabras poca importantes, y la voz de Will llegó diciendo solamente:.
-...amor...
Luego otra vez la inmensa noche, y el sonido de las estrellas que giraban en el cielo, y los soles que se susurraban a sí mismos, y el sonido del corazón de Janice, como otro mundo en el espacio.
- ¿Lo oíste? - preguntó Leonora.
Janice sólo pudo mover afirmativamente la cabeza.
- ¿Qué dijo, qué dijo? - gritó Leonora.
Pero Janice no podía decírselo a nadie; era demasiado hermoso para decirlo. Allí se quedó, escuchando una y otra vez esa única palabra, tal como la devolvía su memoria. Se quedó escuchando mientras Leonora le sacaba el teléfono y lo ponía otra, vez en la horquilla.

Luego se fueron a la cama y apagaron las luces y el viento nocturno sopló a través de los cuartos trayendo el aroma de largos viajes por la oscuridad y las estrellas. Y hablaron del día siguiente, y de los días que vendrían, que no serían días, sino días-noches de un tiempo intemporal. Las voces se apagaron al fin, hundiéndose en el sueño o el pensamiento, y Janice quedó sola.
¿Así fue hace un siglo, se preguntó, cuando las mujeres, la noche antes, se preparaban a dormir, o no se preparaban, en los pueblos del Este, y escuchaban el ruido de los caballos en la noche, y el crujido de las carretas, y el rumiar de los bueyes bajo los
árboles, y el llanto de los niños acostados antes de hora? ¿Y los ruidos de llegadas y partidas en los bosques profundos y los campos, y los herreros que trabajaban en sus rojos infiernos. en la medianoche? ¿Y el aroma de los jamones y tocinos preparados para el viaje, y la pesadez de las carretas como barcos repletos de víveres, con agua en los barriles para volcar y derramar en las praderas, y las histéricas gallinas en los canastos, y los perros que corrían adelantándose por el desierto y que volvían asustados con la imagen del espacio vacío en los ojos? ¿Es ahora como antes? A orillas del precipicio, en los bordes del acantilado de estrellas. Antes el olor del búfalo, y ahora el olor del cohete.
¿Es ahora como antes?
Y Janice decidió, mientras el sueño la invadía con sus propias visiones, que sí, de veras, sí irrevocablemente, así había sido siempre y así seguiría siendo.





UN CAMINO A TRAVÉS DEL AIRE


-  ¿Te enteraste?

-  ¿De qué?
-  ¡Los negros, los negros!
-  ¿Qué les pasa?
-  Se marchan, se van, ¿no lo sabes?
-  ¿Qué quieres decir? ¿Cómo pueden irse?
-  Pueden irse. Se irán. Se van ya.
-  ¿Una pareja?
-  Todos los que hay en el Sur.
-  No.
-  Sí.
-  Imposible. No lo creo. ¿Adónde? ¿A África?
Silencio.
-  A Marte.
-  ¿Quieres decir al planeta Marte?
-  Exactamente.
Las figuras de los hombres se alzaban en la sombra cálida del porche de la ferretería.
Uno de ellos dejó de encender una pipa. Otro escupió en el polvo ardiente y luminoso.
-  No pueden irse. No pueden hacerlo.
-  Pues sin embargo se van.
-  ¿Cómo lo sabes?
-  Lo dicen en todas partes. Hace un minuto lo dijo la radio.
Como una hilera de estatuas polvorientas, los hombres se animaron.
Samuel Teece, el propietario de la ferretería, rió nerviosamente.
-  Me pregunto qué le habrá pasado a Silly. Lo mandé con mi bicicleta hace ya una hora.

Todavía no ha vuelto de casa de la señora Bordman. ¿Creen ustedes que ese negro tonto se habrá ido a Marte pedaleando?
Los otros gruñeron.
-  Mejor será que me devuelva la bicicleta. No digo más, sí, señor. Por Dios, no permitiré que nadie me robe.
-  ¡Oigan!
Irritados, los hombres se volvieron, tropezando unos con otros.
Las aguas negras y cálidas descendían desde lo alto de la calle e inundaban el pueblo, como si se hubiera roto un dique. La marea negra corría entre las resplandecientes riberas blancas de las casas, entre los silencios de los árboles. Avanzaba espesamente, como una melaza de verano, sobre la canela polvorienta del camino; avanzaba lentamente, lentamente, y era hombres y mujeres y caballos y perros alborotados, y niños y niñas. Y de las bocas de la gente que formaba aquella marea, salía un sonido de río. Un río de verano que iba a alguna parte, sonoro e irrevocable. Y en ese caudal sombrío, lento y continuo, que atravesaba el blanco resplandor del verano, se veían unas vivas pinceladas de un blanco alerta: los ojos, los ojos de marfil que miraban adelante y a los lados, mientras el río, el largo e interminable río, entraba en un cauce nuevo. Con innumerables afluentes, con arroyos de animado color, se había formado una corriente madre que no dejaba de crecer. Y flotando entre las olas iban las cosas que se llevaba al río: relojes de pared con ruidosos carillones, relojes de cocina de sonoro tictac, gallinas enjauladas que protestaban cacareando, y bebés que lloriqueaban, y nadando entre los espesos remolinos iban mulas y gatos, colchones con los muelles al aire y las crines revueltas y enloquecidas, y cajas y canastos, y retratos de oscuros abuelos en marcos de roble... El río pasaba, y los hombres estaban ahí en el porche, como nerviosos perros de presa - era demasiado tarde para reparar el dique -, con las manos vacías.
Samuel Teece no quería creerlo.
- ¿Cómo diablos van a viajar? ¿Cómo van a llegar a Marte?


-  En cohetes - dijo el viejo Quartermain.

-  ¡Malditos aparatos! Pero ¿de dónde los habrán sacado?
-  Ahorraron dinero y los construyeron.
-  No sabía nada.
-   Parece que estos negros guardaron el secreto, y los armaron ellos mismos... Quizás en África.
-  ¿Y pueden hacerlo? - preguntó Samuel Teece, paseándose por el porche -. ¿No hay una ley?
-  No es lo mismo que si declarasen la guerra - dijo el viejo en voz baja.
-  ¿De dónde van a partir esos malditos conspiradores? - exclamó.
-  Los negros del pueblo están citados en el lago Loon. Los cohetes estarán allí a la una; los recogerán y los llevarán a Marte.
-   ¡Telefoneen al gobernador, llamen a la milicia! - gritó Teece - ¡No pueden irse sin avisarnos!
-  Ahí viene su mujer, Teece.
Los hombres se volvieron otra vez.
Calle abajo, en la luz ardiente y sin viento, apareció primero una mujer blanca y luego otra, y todas traían unas caras de asombro, y todas susurraban como papeles viejos. Algunas lloraban, otras estaban serias. Todas venían en busca de sus maridos. Empujaban las puertas de vaivén y desaparecían en las tabernas. Entraban en los almacenes frescos y silenciosos. Se metían en las droguerías y en los garajes. Y una de ellas, la señora Clara Teece, se detuvo al pie del porche de la ferretería, en el polvo de la calle, y miró parpadeando a su tieso y enfurecido marido mientras el caudaloso río negro fluía detrás.
-  Es Lucinda, Sam. ¡Tienes que venir a casa!
-  ¡No me moveré por una condenada negra!
-  Se va. ¿Qué haré sin ella?
-  Te las arreglarás. Yo no voy a pedirle de rodillas que se quede.
-  Pero es casi de la familia - gimoteó la señora Teece.
-  ¡No grites! Lloriqueando así en público por culpa de una maldita...
La mujer sollozó débilmente y Teece se calló.
-   Me cansé de decirle: «Lucinda, quédate y te subiré el sueldo - comenzó a recitar la señora Teece secándose los ojos -. Tendrás dos noches libres por semana, si quieres». Pero estaba realmente decidida. Nunca la vi así. Y entonces le dije: «¿No me quieres, Lucinda?». Y ella me dijo que sí, pero que tenía que irse pues así eran las cosas. Limpió la casa, preparó el almuerzo, lo sirvió, y luego apareció en la puerta de la sala, y allí estaba con dos paquetes en el suelo, junto a ella, uno a cada lado, y me dio la mano y me dijo: «Adiós, señora Teece». Y se fue. Allá quedó el almuerzo sobre la mesa, y todos tan aturdidos que ni siquiera lo probamos. Todavía estará allí. La última vez que lo miré, ya estaba casi frío.
Teece tuvo ganas de pegarle.
-  Maldición, señora Teece, váyase a casa. ¡Qué espectáculo está dando!
-  Pero, Sam...
Teece entró a grandes trancos en la cálida oscuridad de la tienda. Un instante después reapareció con un revólver plateado en la mano.
La señora Teece se había ido.
El río fluía oscuramente entre los edificios, susurrando, crujiendo, con un constante y apagado ruido de pasos, con un movimiento decidido y tranquilo, sin risas, sin gestos, como una corriente interminable, firme y decidida.
Teece se sentó en el borde de la silla de madera.
- Si alguno de ellos se atreve a reírse, ¡por Cristo que lo mato!
Los hombres esperaron.


El río pasaba lentamente en el somnoliento mediodía.

-    Parece que tendrás que cosechar tus propios nabos, Sam Teece - rió el viejo
Quartermain entre dientes.
-  También puedo acertarle a algún blanco - replicó Teece sin mirar al viejo.
El viejo volvió la cabeza y cerró la boca.
-  ¡Un momento! - Samuel Teece saltó del porche, alargó un brazo y agarró las riendas de un caballo montado por un negro -: ¡Tú, Belter, bájate!
-  Sí, señor.
Belter desmontó.
Teece lo miró de arriba abajo.
-  ¿Qué crees que estás haciendo?
-  Mire, señor Teece...
-   Supongo que piensas irte... ¿Cómo dice esa canción? «Camino arriba, a través del aire», ¿no es así?
-  Sí, señor.
El negro esperó.
-  ¿Recuerdas que me debes cincuenta dólares, Belter?
-  Sí, señor.
-  ¿Y quieres escaparte? ¡Te mataré a latigazos!
-  Con toda esa agitación, se me había olvidado, señor.
-  Se le había olvidado... - Teece echó un guiño malicioso a los hombres que estaban en el porche -. Maldito seas, muchacho, ¿sabes lo que vas a hacer?
-  No, señor.
-  Pues vas a trabajar hasta pagarme esos cincuenta dólares, o no me llamo Samuel W Teece.

Y se volvió con una confiada sonrisa hacia los hombres sentados a la sombra.
Belter miró el río que corría por la calle, el río oscuro que pasaba y pasaba entre las tiendas, el río oscuro que se deslizaba sobre ruedas, caballos y zapatos polvorientos, el río oscuro del que había sido arrebatado. Se estremeció.
-  Déjeme ir, señor Teece. Le mandaré el dinero desde allá arriba, ¡se lo prometo!
-   Escucha, Belter - dijo Teece tomando al negro por los tirantes, como si fueran dos cuerdas de arpa, jugando con ellos de vez en cuando, mirando el cielo con aire de desprecio y burla, y alzando un dedo huesudo, que apuntaba directamente a Dios -. Belter, ¿sabes lo que te espera allá arriba?
-  Sólo sé lo que me han dicho.
-  ¡Sólo lo que le han dicho! ¡Cristo! ¿Han oído? ¡Sólo lo que le han dicho! - Hamacó al negro, sosteniéndolo por los tirantes, ociosamente, distraídamente, sacudiendo un dedo bajo la cara negra -. Subirás y subirás como un petardo en la noche del cuatro de julio, y luego, ¡pum! Y allá estarás tú, unas pocas cenizas desparramadas en el espacio. Esos chiflados hombres de ciencia, no saben nada, ¡los matarán a todos!
-  No me importa.
-   Me alegro. Porque ¿sabes qué hay allá, en ese planeta Marte? ¡Monstruos de ojos saltones y ensangrentados como hongos! ¡No los viste en esas revistas de cuentos del futuro que compras en la droguería por una moneda? Eh, ¿no los viste? Bueno, ¡esos monstruos se te echarán encima y te devorarán hasta los tuétanos!
-  No me importa, no me importa nada.
Belter miraba a los que desfilaban por la calle alejándose. El sudor le brillaba sobre la frente oscura. Parecía a punto de desmayarse.
-   Y además allá arriba hace frío. No hay aire. Caerás, retorciéndote como un pescado, boqueando, y te ahogarás y te ahogarás hasta morir. ¿Te gusta eso?
-  Hay muchas cosas que no me gustan, señor. Por favor, señor, déjeme in Se me hace tarde.


-  Te dejaré ir cuando esté dispuesto a dejarte in Seguiremos charlando amablemente y ya te diré cuándo puedes irte. Ya lo sabes. Quieres viajar, ¿no es cierto? Muy bien, señor camino a través del aire, ¡largo para casa!, ¡y a trabajar hasta que me pagues los cincuenta dólares! ¡Te llevará dos meses!

-  Pero si me quedo a trabajar perderé el cohete, señor.
Teece puso una cara triste.
-  ¿No es una lástima?
-  Le doy mi caballo, señor.
-  El caballo no es un pago legal. No, no te vas hasta que tenga mi dinero.
Teece rió entre dientes satisfecho y feliz.
Un grupo de gente negra se había reunido a escucharlos. Belter, cabizbajo, temblaba
de pies a cabeza y un viejo dio un paso adelante.
Teece le echó una breve mirada.
-  ¿Qué pasa?
-  ¿Cuánto le debe este hombre, señor?
-  Nada que te interese.
El viejo miró a Belter.
-  ¿Cuánto, hijo?
-  Cincuenta dólares.
El viejo abrió las negras manos y miró a la gente de alrededor.
-  Sois veinticinco. Que cada uno dé dos dólares. Pronto, no es momento de discutir.
-  ¡Eh, un momento! - exclamó Teece poniéndose tieso, y erguido, muy erguido.
Aparecieron los dólares. El viejo los metió dentro de su sombrero y se los dio a Belter.
-  Hijo - comentó -, no perderás el cohete.
Belter miró sonriendo dentro del sombrero.

-  No, señor, me parece que no.
-  ¡Devuélveles ese dinero! - gritó Teece.
Belter se inclinó respetuosamente, tendiéndole el dinero. Teece no se movió. Belter depositó el dinero en el polvo, a los pies de Teece.
- Ahí está su dinero, señor - dijo -. Muchísimas gracias.
Sonriendo, montó en el caballo, lo hizo avanzar y le dio las gracias al viejo, que cabalgó con él hasta que se alejaron y desaparecieron.
-  Hijo de perra - murmuraba Teece mirando ciegamente al sol -. Hijo de perra.
-  Recoge el dinero, Samuel - dijo alguien desde el porche.
Escenas similares se repetían a lo largo del camino. Niños blancos, descalzos, traían corriendo las noticias.
-  Los que tienen, ayudan a los que no tienen. ¡Y así todos pueden irse! Vimos a un rico que le daba a otro diez dólares, cinco dólares, dieciséis dólares, montones de dólares, ¡en todas partes, todos!
Los blancos sentían un gusto amargo en la boca; cerraban los ojos hinchados como si el viento, la arena y el calor les hubiera golpeado las caras.
Samuel Teece estaba furioso. Subió al porche y contempló el enjambre en marcha. Sacudió el revólver. De pronto, no pudo más y se puso a gritarle a cualquiera, a cualquier negro que levantase los ojos hacia él.
-   ¡Pum! ¡Otro cohete estalla en el espacio! - gritó para que todos pudieran oírlo. Las oscuras cabezas seguían impasibles, pero los ojos blancos miraban a un lado y a otro -. ¡Crac! ¡Caen todos los cohetes! ¡Gritos! ¡Muertes! ¡Pum! ¡Dios Todopoderoso, cuánto me alegra estar aquí, pisando tierra firme! Como dice el viejo chiste, cuanto más firme, menos tierra. ¡Ja, ja!
Los caballos pasaban levantando el polvo de la calle. Los carros traqueteaban sobre muelles rotos.


-   ¡Pum! - La voz de Teece clamaba solitaria en medio del calor, como si quisiera atemorizar al polvo o al deslumbrante cielo soleado -. ¡Pam! ¡Negros por todo el espacio!
¡Despedidos fuera de los cohetes como pececitos golpeados por un meteoro! ¡Dios Santo! El espacio está inundado de meteoros, ¿no lo sabíais? ¡Claro que si! Y los gruesos perdigones entran en los cohetes de lata, y los cohetes caen como patos o estallan en pedazos como pipas de yeso, o latas de sardinas en aceite y bacalao negro! ¡Pum! ¡Pam! ¡Pum! ¡Golpeándose como ristras de pimientos verdes! Diez mil muertos por aquí. Diez mil muertos por allá. Flotan en el espacio, alrededor y alrededor de la Tierra, siempre y para siempre, helados y muy lejos ¡Señor! ¿Me oís vosotros ahí?
Silencio. El río era ancho y espeso. Había entrado en todas las chozas de la plantación durante una hora, y se había llevado todos los objetos de valor, y arrastraba ahora los relojes, las tablas de lavar, las piezas de seda y las varillas de las cortinas hacia algún mar oscuro y lejano.
La marea descendió. Eran las dos de la tarde. Vino la marea baja. El río se secó, el pueblo calló, y una capa de polvo cubrió las tiendas, los hombres sentados y los árboles altos y calientes.
Silencio.
Los hombres sentados en el porche escucharon atentamente. No oyeron nada y extendieron la imaginación y los pensamientos hacia los prados cercanos donde en las primeras horas del día habían resonado los ecos familiares. Aquí y allá, con la obstinada persistencia de la costumbre, había habido voces que cantaban, risas dulces bajo las ramas de las mimosas, risas cristalinas a orillas del arroyo, figuras que se movían e inclinaban en los campos, y bajo la sombra fresca y verde de la parra, bromas y gritos de alegría.
Y ahora, como si un huracán se hubiera llevado los ruidos de la Tierra, no había nada.

Puertas esqueléticas colgaban de los goznes de cuero, y los neumáticos de los columpios pendían en la tarde apacible. No había nadie en las orillas rocosas del río, donde antes se reunían las lavanderas, y en los huertos abandonados el sol calentaba los licores ocultos de las sandías. Las arañas comenzaron a tejer nuevas telas en las chozas abandonadas, y el polvo entró en motas doradas por los techos agujereados. Aquí y allá, una débil hoguera, olvidada en las últimas prisas, crecía de pronto, alimentándose con los huesos secos de una desordenada cabaña. El ligero crepitar de las llamas se elevaba en el aire tranquilo.
Los hombres seguían sentados en el porche de la ferretería, sin parpadear, con las gargantas resecas.
-   No comprendo por qué se van ahora. Las cosas mejoran, es indudable. Todos los días tienen nuevos derechos. En fin, ¿qué quieren? Han quitado el impuesto electoral y hay cada vez más estados que aprueban leyes contra el linchamiento y la discriminación.
¿Qué más quieren? Ganan casi tanto dinero como los blancos, y sin embargo se van. En el extremo de la calle desierta, apareció una bicicleta.
-  ¡Teece, mira, ahí viene Silly!
La bicicleta se detuvo frente al porche. La montaba un negrito de diecisiete años, todo brazos y pies y piernas largas, y cabeza redonda de sandía. Miró a Samuel Teece y sonrió.
-  Ah, has vuelto. No tenías la conciencia tranquila - dijo Teece.
-  No, señor. Sólo vengo a traerle la bicicleta.
-  ¿Qué pasó? ¿No cabía en el cohete?
-  No es eso, señor.
-    ¡No me digas lo que es! ¡Fuera de aquí! ¡No permitiré que me robes! - Dio un empellón al muchacho. La bicicleta cayó -. Métete dentro y empieza a limpiar los bronces.
-  ¿Cómo dice? - preguntó Silly abriendo los ojos.


-   Ya me oíste. Hay que desembalar unos fusiles y acaba de llegar un cajón de clavos de Natchez...
-  Señor Teece...
-  Y hay que arreglar una caja de martillos...
-  Señor Teece...
Teece lo miró furiosamente.
-  ¡Todavía estás ahí!
-   Señor Teece, si usted me diera permiso para no trabajar hoy.. - dijo el muchacho como disculpándose.
-  Ni tampoco mañana, ni pasado mañana, ni todos los demás días - dijo Teece.
-  Temo que así sea, señor.
-  Haces bien en temerlo. Ven aquí. - Hizo que el muchacho atravesase el porche y sacó un papel de un escritorio -. ¿Te acuerdas de esto?
-  Señor..
-  Es tu contrato. Tú mismo lo firmaste. Esta cruz es tuya, ¿no es así? Contesta.
-  Yo no firmé eso, señor Teece. Cualquiera puede hacer una cruz.
El muchacho temblaba.
-  Escúchame, Silly: «Contrato. Trabajaré con el señor Samuel Teece durante dos años a partir del quince de julio del año dos mil uno, y si decido irme le avisaré con cuatro semanas de anticipación y seguiré trabajando hasta que otro ocupe mi puesto». Ya lo oyes. - Y Teece golpeaba el papel, con los ojos brillantes -. ¿Buscas dificultades? Bien, llevaremos el asunto a la justicia.
-   No puedo, señor - gimió el muchacho, y unas lágrimas le rodaron por la cara -. Si no voy hoy, no iré nunca.
-   Comprendo lo que sientes, Silly. Sí, muchacho, te compadezco. Pero te trataremos bien y te daremos buena comida, muchacho. Ahora, entras, te pones a trabajar, y olvidas todas esas tonterías, ¿eh, Silly? Claro que sí.

Teece sonrió con una mueca y palmeó el hombro del negrito.
Silly se volvió y miró a los hombres que estaban sentados en el porche. Apenas podía ver ahora, cegado por las lágrimas.
-  Quizá... Quizás alguno de esos señores...
Los hombres alzaron lentamente la cabeza en las sombras calurosas, inquietas, y miraron primero al muchacho y después a Teece.
-   ¿Acaso estás pensando que un hombre blanco va a ocupar tu puesto, muchacho? - preguntó Teece fríamente.
El viejo Quartermain sacó las manos rojas de encima de las rodillas, contempló pensativo el horizonte y dijo:
-  Teece, ¿sirvo yo?
-  ¿Qué?
-  Tomo el puesto de Silly.
Todos callaron. Teece se balanceó en el aire.
-  Abuelo - dijo en tono de advertencia.
-  Deja que el muchacho se vaya. Yo limpiaré los bronces.
-  ¿Lo haría usted, lo haría usted, de veras?
Silly corrió hacia el viejo, riéndose, con lágrimas en las mejillas, incrédulo.
-  Claro que sí.
-  Abuelo - dijo Teece -, no te metas.
-  Teece, déjalo ir.
Teece se adelantó y tomó al muchacho por el brazo.
-  Es mío. Lo encerraré en el cuarto del fondo hasta la noche.
-  ¡No, señor Teece!


El muchacho se echó a llorar, con los ojos apretados, y el llanto llenó al aire del porche. En el extremo de la calle apareció un Ford destartalado con una última carga de gente de color.

-  Ahí viene mi familia, señor Teece. ¡Por favor! ¡Por favor, señor Teece!
-  Teece - dijo un hombre del porche, levantándose -, déjalo ir.
-  Opino lo mismo, Teece - dijo otro incorporándose también.
-  Y yo - dijo un tercero.
-  ¿Qué pretendes, Teece? - Todos los hombres hablaban ahora -. Suéltalo.
-  Déjalo ir.
Teece metió la mano en un bolsillo, buscando el arma. Vio las caras de los otros hombres y sacó la mano vacía.
- ¿Conque esas tenemos?
-  Así es - dijo uno.
Teece soltó al muchacho.
-   Muy bien, vete. - Señaló la trastienda con un movimiento del brazo -. Pero supongo que no me dejarás tus cachivaches estorbando en mi tienda.
-  No, señor.
-  Saca todo lo que tienes en esa choza del fondo. Quémalo.
Silly sacudió la cabeza.
-  Me llevaré mis cosas.
-  No van a permitir que las metas en ese cohete maldito.
-  Me las llevaré - insistió el muchacho.
Entró de prisa en la ferretería. Se oyeron los ruidos de una escoba y de unos trastos que cambiaban de sitio, y un momento después Silly reapareció con las manos cargadas de trompos y canicas, de viejas cometas polvorientas y otros tesoros reunidos durante años. El viejo Ford llegó justo entonces frente al porche y Silly subió y cerró de un golpe la portezuela. Teece estaba de pie en el porche con una sonrisa amarga.

-  ¿Qué vas a hacer allá arriba?
-  Empezaré de nuevo - contestó Silly -. Tendré mi propia ferretería.
-  ¡Maldito seas! ¡Aprendiste a hacer el trabajo sólo para escapar y aprovecharte!
-   No, señor. Nunca pensé que esto ocurriría algún día. Pero ha ocurrido. Ahora no puedo olvidar lo que aprendí, señor Teece.
-  Supongo que habréis bautizado los cohetes...
Los negros miraron el reloj del coche.
-  Sí, señor.
-   Como Elías y el Carro, El Gran Vehículo y El Pequeño Vehículo. Fe, Esperanza y
Caridad, y otros nombres parecidos.
-  Bautizamos las naves, señor Teece.
-   Dios, Hijo y Espíritu Santo, supongo. Dime, muchacho, ¿no hay ninguno llamado Primera Iglesia Baptista?
-  Tenemos que marcharnos, señor Teece.
Teece se echó a reír.
-  Tendréis uno llamado Swing low y otro llamado Sweet Chariot. El coche arrancó.
-  ¡Adiós, señor Teece!
-  Alguno se llamará Roll Dem Bones.
-  Adiós, señor.
-  Y otro Over Jordan ¡Ja! Bueno, cárgate ese cohete a la espalda, muchacho, vuela con
él, revienta con él, ¡ya ves cuánto me importa!
El coche se alejó balanceándose en el polvo. El muchacho se incorporó, se volvió, acercó las manos a la boca, y gritó por última vez:
-   ¡Señor Teece! ¡Señor Teece! ¿Qué va a hacer ahora por las noches? ¿Qué va a hacer por las noches, señor Teece?


Silencio. El automóvil se alejó por el camino y desapareció.

-   ¿Qué diablos quiso decir? - murmuró Teece pensativo -. ¿Qué voy a hacer por las noches?
Miró cómo el polvo volvía a posarse en el camino, y de pronto comprendió.
Recordó las noches en que unos hombres de mirada torva, sentados en los dos asientos de un automóvil, con las rodillas muy salientes, y entre ellas los fusiles más salientes aún, llegaban a su casa como un cargamento de sifones bajo los árboles nocturnos del estío. Tocaban la bocina y él salía dando un portazo, con un arma en la mano, riéndose por dentro y el corazón latiéndole de prisa, como el corazón de un niño de diez años. Se alejaban por la sombría y cálida carretera. El lazo de cuerda de cáñamo estaba enrollado en el piso del coche, y las cajas de balas abultaban en todos los bolsillos. ¡Cuántas noches a lo largo de los años, cuántas noches en las que el viento embestía el coche, les echaba el pelo sobre los ojos torvos y rugía mientras buscaban un árbol grande y robusto y llamaban a la puerta de una cabaña!
-   ¡Conque eso quería decir el hijo de perra! - Teece dio un salto hacia la luz del sol, ¡Vuelve, bastardo! ¿Qué voy a hacer por las noches? Insolente, asqueroso hijo de...
Era una buena pregunta. Se sintió débil, enfermo. Sí, ¿qué iba a hacer por las noches?
Ahora que se habían marchado, ¿qué iba a hacer? Sacó el arma del bolsillo y verificó la carga.
-  ¿Qué estás tramando, Sam? - preguntó uno.
-  Matar a ese hijo de perra.
-  No te acalores - le dijo el viejo Quartermain.
Pero Samuel Teece estaba ya en la trastienda de la ferretería. Un momento después apareció en la calle en un coche abierto.
-  ¿Quién viene conmigo?
-  Me gustaría dar un paseo - contestó el viejo poniéndose de pie. - ¿Alguno más?
Nadie contestó.
El viejo subió al coche, cerró de golpe la portezuela y se alejaron envueltos en un
torbellino de polvo. No se hablaron mientras se precipitaban por el camino, bajo el cielo brillante. En los campos secos reverberaba el calor.
-  ¿Qué camino tomaron? - preguntó Teece. deteniendo el coche en una encrucijada.
El viejo entornó los ojos.
-  Derecho, adelante, me parece.
Continuaron. Bajo los árboles del estío el coche era un sonido solitario. La carretera estaba desierta, y mientras se adelantaban advirtieron algo nuevo.
Teece aminoró la marcha y miró por la ventanilla, los ojos amarillos de furia.
-  Maldita sea, abuelo, ¿viste lo que han hecho?
-  ¿Qué? - dijo el viejo mirando el camino.
En bultos cuidadosamente alineados, a lo largo de la carretera, a poca distancia unos de otros, había unos viejos patines de ruedas, unas chucherías envueltas en trapos, unos zapatos rotos, una rueda de carro, pilas de pantalones, chaquetas y sombreros pasados de moda, unos adornos de cristal que en otro tiempo tintinearon en el viento, unas latas de geranios, bandejas de frutas de cera, cajas de zapatos con dinero del Sur, tablas de lavar, cuerdas, pastillas de jabón, el triciclo de alguien, las tijeras de podar de algún otro, un camión de juguete, una caja de sorpresas, un vidrio deslustrado de la iglesia baptista, viejas ruedas de automóviles, colchones, almohadones, mecedoras, tarros de cold cream, espejos de mano. No los habían tirado, no; los habían depositado con cuidado y orden en el borde polvoriento de la carretera, como si todos los habitantes de una ciudad hubiesen caminado hasta allí con las manos llenas de cosas, y a la señal de una enorme trompeta de bronce, lo hubieran dejado todo en el polvo, antes de elevarse directamente hacia el azul del cielo.


-   No querían quemar nada - dijo Teece, furioso -. No, no quisieron quemar sus cosas como yo dije. Tenían que traerlas y dejarlas en la carretera, para poder verlas juntas por
última vez. Esos negros se creen muy listos.
Teece avanzó kilómetro tras kilómetro evitando los bultos, aplastando paquetes de papel de periódico, rompiendo cajas, espejos, sillas.
-  Aquí, maldición, ¡y aquí!
Un neumático delantero murió con un silbido. El automóvil se desvió de la carretera y cayó en una zanja, arrojando a Teece contra el parabrisas.
- ¡Hijos de perra!
Teece se sacudió el polvo y salió del automóvil, casi llorando de rabia. Miró la carretera silenciosa y desierta.
- No los alcanzaremos nunca, nunca.
Los paquetes se amontonaban hasta el horizonte, cuidadosamente agrupados, como reliquias abandonadas al cálido viento de las últimas horas de la tarde.
Teece y el viejo llegaron a la ferretería una hora después, arrastrando las piernas. Los hombres estaban aún allí, escuchando y examinando el cielo. En el mismo instante en que Teece se sentaba y se sacaba los zapatos, alguien gritó.
-  ¡Miren!
-  Antes me muero - dijo Teece.
En los algodonales, el viento sopló ociosamente entre los copos blancos. En campos más lejanos, maduraban las sandías, intactas, rayadas e inmóviles como gatos tendidos al sol.
Pero los demás miraron. Y vieron que unos husos dorados se elevaban a lo lejos, en el cielo, con una estela de llamas, y desaparecían.
Los hombres del porche se sentaron, se miraron unos a otros, miraron los rollos de cuerda amarilla ordenados en los estantes, observaron las cajas de balas relucientes y vieron en las sombras las pistolas plateadas y los largos caños negros de los fusiles. Uno de ellos se llevó una brizna de paja a la boca. Otro dibujó una figura en el polvo.

Y Samuel Teece levantó con aire triunfal un zapato vacío, lo dio vuelta, lo miró bien, y dijo:
- ¿Lo notaron ustedes? ¡Hasta el último momento, por Dios, me llamó «señor»!



LA ELECCIÓN DE LOS NOMBRES



Llegaron a las extrañas tierras azules y les pusieron sus nombres: ensenada Hinkston, cantera Lusting, río Black, bosque Driscoll, montaña de los Peregrinos, ciudad Wilder, nombres todos de gente y de las hazañas de gente. En el lugar donde los marcianos mataron a los primeros terrestres, había un pueblo Rojo, en recuerdo de la sangre de esos hombres. El lugar donde fue destruida la segunda expedición se llamaba Segunda
Tentativa. En todos los sitios donde los hombres de los cohetes quemaban el suelo con calderos ardientes, quedaban como cenizas los nombres. Y, naturalmente, había una colina Spender y una ciudad Nathaniel York...
Los antiguos nombres marcianos eran nombres de agua, de aire y de colinas. Nombres de nieves que descendían por los canales de piedra hacia los mares vacíos. Nombres de hechiceros sepultados en ataúdes herméticos y torres y obeliscos. Y los cohetes golpearon como martillos esos nombres, rompieron los mármoles, destruyeron los mojones de arcilla que nombraban a los pueblos antiguos, y levantaron entre los escombros grandes pilones con los nuevos nombres: Pueblo Hierro, Pueblo Acero,


Ciudad Aluminio, Aldea Eléctrica, Pueblo Maíz, Villa Cereal, Detroit II, y otros nombres mecánicos, y otros nombres de metales terrestres.
Y después de construir y bautizar los pueblos, construyeron y bautizaron los cementerios: colina Verde, pueblo Musgo, colina Bota, y los primeros muertos bajaron a las sepulturas...
Y cuando todo estuvo perfectamente catalogado, cuando se eliminó la enfermedad y la incertidumbre, y se inauguraron las ciudades y se suprimió la soledad, los sofisticados llegaron de la Tierra. Llegaron en grupos, de vacaciones, para comprar recuerdos de Marte, sacar fotografías o conocer el ambiente; llegaron para estudiar y aplicar leyes sociológicas; llegaron con estrellas e insignias y normas y reglamentos, trayendo consigo parte del papeleo que había invadido la Tierra como una mala hierba, y que ahora crecía en Marte casi con la misma abundancia. Comenzaron a organizar la vida de las gentes, sus bibliotecas, sus escuelas; comenzaron a empujar a las mismas personas que habían venido a Marte escapando de las escuelas, los reglamentos y los empujones.
Era por lo tanto inevitable que algunas de esas personas replicaran también con empujones...


USHER II



-  «Durante todo un día de otoño, triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes colgaban opresivas y bajas en los cielos, yo había estado cruzando, montado a caballo, una región singularmente lóbrega, y de pronto, cuando ya se cerraban las sombras de la noche, me encontré delante de la melancólica Casa Usher..»

El señor William Stendahl dejó de recitar. Allí, sobre una colina baja y negra, estaba la Casa, y la piedra angular tenía una inscripción: 2005 A.D.
-   Ya está terminada - dijo el señor Bigelow, el arquitecto -. Aquí tiene la llave, señor
Stendahl.
Las dos figuras se alzaban inmóviles en la tranquila tarde otoñal. Los planos azules crujían sobre la hierba de color de cuervo.
-   La Casa Usher - dijo el señor Stendahl con satisfacción -. Proyectada, construida, comprada, pagada. ¿El señor Poe no estaría encantado?
El señor Bigelow entornó los ojos.
-  ¿Era esto lo que quería, señor?
-  ¡Sí!
-  ¿El color está bien? ¿Es desolado y terrible?
-  ¡Muy desolado, muy terrible!
-  ¿Las paredes son... lívidas?
-  ¡Asombrosamente lívidas!

-  ¿La laguna es bastante negra y siniestra?
-  Increíblemente negra y siniestra.
-   Y los juncos, no sé si sabe usted, señor Stendahl, que los hemos teñido, ¿tienen ahora el color gris y ébano apropiado?
-  ¡Son horribles!
El señor Bigelow consultó sus planos arquitectónicos.
-   La Casa, la laguna, el suelo, señor Stendahl, <<enfrían y acongojan el corazón, entristecen el pensamiento»?
-  Señor Bigelow, vale lo que cuesta, hasta el último centavo. Dios mío, ¡qué hermosa
es!


-  Gracias. He tenido que trabajar a ciegas. Por fortuna, tenía usted sus propios cohetes, o no hubiésemos podido traer la mayor parte del equipo. Ya habrá observado usted el permanente crepúsculo, el invariable mes de octubre, la tierra desnuda, estéril, muerta. Hemos trabajado mucho. Matamos todo. Diez mil toneladas de DDT No ha quedado una rana, una víbora, ni siquiera una mosca marciana. Crepúsculo permanente, señor Stendahl, estoy orgulloso. Unas máquinas ocultas oscurecen el sol. Todo es siempre adecuadamente «siniestro».

Stendahl respiró la tristeza, la opresión, los vapores pestilentes, toda la «atmósfera» tan delicadamente concebida y adaptada. ¡Y la Casa! ¡Ese horror tambaleante, la laguna maléfica, los hongos, la extendida putrefacción! ¿Quién podía adivinar si era o no de material plástico?
Stendahl miró el cielo de otoño. En algún sitio, allá arriba, más allá, muy lejos, estaba el sol. En algún sitio era abril en Marte, un mes amarillo de cielo azul. En algún sitio, allá arriba, descendían las naves con una estela de llamas, dispuestas a civilizar un planeta maravillosamente muerto. Pero el fragor de los cohetes no llegaba a este mundo sombrío y silencioso, a este antiguo mundo otoñal y a prueba de ruidos.
-    Ahora que mi tarea ha terminado - dijo el señor Bigelow, intranquilo -, ¿puedo preguntarle qué va a hacer usted con todo esto?
-  ¿Con Usher? ¿No lo ha adivinado?
-  No.
-  ¿El nombre de Usher no significa nada para usted?
-  Nada.
-  Bueno, ¿y este nombre: Edgar Allan Poe?
El señor Bigelow meneó la cabeza.
-   Por supuesto - gruñó delicadamente el señor Stendahl, con desaliento y desprecio a la vez -. ¿Cómo pude pensar que conoce al bendito señor Poe? Murió hace mucho tiempo, antes que Lincoln. Quemaron todos sus libros en la Gran Hoguera. Hace ya treinta años...

-  Ali - dijo juiciosamente el señor Bigelow -. ¡Uno de aquellos!
-   Sí, Bigelow, uno de aquellos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y Hawthorne y Ambrose
Bierce, y todos los cuentos de miedo, de fantasía y de horror, y con ellos los cuentos del futuro. Implacablemente. Se dictó una ley. Oh, no era casi nada al principio. Mil novecientos cincuenta y mil novecientos sesenta. Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales.
Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de las sombras de ellos mismos.
-  Ya.
-   Tenían miedo de la palabra «política», que entre los elementos más reaccionarios acabó por ser sinónimo de comunismo, de modo que pronunciar esa palabra podía costarle a uno la vida. Y apretando un tornillo aquí y una tuerca allá, presionando, sacudiendo, tironeando, el arte y la literatura fueron muy pronto como una gran pasta de caramelo, retorcida y aplastada, sin consistencia y sin sabor. Poco después las cámaras cinematográficas se detuvieron, los teatros quedaron a oscuras, y de las imprentas que antes inundaban el mundo con un Niágara de material de lectura, brotó una materia inofensiva e insípida, como de un cuentagotas. ¡Oh, hasta el «entretenimiento» era extremista, se lo aseguro!
-  ¿De veras?
-   Así es. El hombre, decían, ha de afrontar la realidad. ¡Ha de afrontar el Aquí y el Ahora! Todo lo demás tiene que desaparecer. ¡Las hermosas mentiras literarias, las ilusiones de la fantasía, han de ser derribadas en pleno vuelo! Y las alinearon contra la


pared de una biblioteca un domingo por la mañana, hace treinta años. Alinearon a Santa Claus, y al jinete sin Cabeza, y a Blanca Nieves y Pulgarcito, y a Mi Madre la Oca... Oh,
¡qué lamentos!, y quemaron los castillos de papel y los sapos encantados y a los viejos reyes, y a todos los que «fueron eternamente felices», pues estaba demostrado que nadie fue eternamente feliz, y el «había una vez» se convirtió en «no hay más». Y las cenizas del fantasma Rickshaw se confundieron con los escombros del país de Oz, e hicieron unos paquetes con los huesos de Ozma y Glinda la Buena, y destrozaron a Polícromo en un espectroscopio y sirvieron a Jack Cabeza de Calabaza con un poco de merengue en el baile de los biólogos. La Bella Durmiente despertó con el beso de un hombre de ciencia y expiró con el fatal pinchazo de su jeringa. Hicieron que Alicia bebiera algo de una botella que la devolvió a un tamaño donde no podía seguir gritando «más curioso y más curioso» y rompieron el Espejo de un martillazo y acabaron con el Rey Rojo y la Ostra.
El señor Stendahl apretó los puños, jadeante, el rostro enrojecido. ¡Oh Dios, no había pasado tanto tiempo!
En cuanto al señor Bigelow, la larga explosión del señor Stendahl lo había dejado estupefacto. Al fin parpadeó y dijo:
-  Lo siento. No sé de qué me habla usted. Sólo nombres para mí. He oído decir que la
Gran Hoguera fue una cosa buena.
-  ¡Fuera! - gritó Stendahl -. ¡Su trabajo ha terminado, y ahora déjeme solo, idiota!
El señor Bigelow llamó a los carpinteros y se alejó.
El señor Stendahl se quedó solo ante la Casa.
-   Oídme todos - les dijo a los invisibles cohetes -. Vine a Marte para alejarme de vosotros, gente de Mente Limpia, pero llegáis en enjambres cada vez más espesos, como moscas a la carroña. Pues bien, ha llegado mi hora. Os daré una buena lección por lo que le hicisteis al señor Poe en la Tierra. ¡Desde hoy, cuidado! ¡La Casa Usher está abierta!

Y alzó al cielo un puño amenazante.
El hombre salió del cohete con aire despreocupado. Le echó una mirada a la Casa, y una expresión de irritación y disgusto le ensombreció los ojos grises. Cruzó el foso y se acercó al hombrecito que esperaba allí.
-  ¿Usted es Stendahl?
-  Yo soy Garrett, inspector de Climas Morales.
-   ¿De modo que al fin llegaron a Marte, ustedes los del Clima Moral? Me estaba preguntando cuándo aparecerían.
-  Llegamos la semana pasada. Muy pronto todo será aquí limpio y ordenado como en la Tierra - dijo Garrett, y sacudió irritado una tarjeta de identidad, señalando la Casa -. ¿Por qué no me dice que es esto, Stendahl?
-  Un castillo encantado, si le parece.
-  No me gusta, Stendahl, no me gusta. El sonido de esa palabra encantado.
-  No es nada complicado. En el año de gracia dos mil cinco, he construido un santuario mecánico: murciélagos de cobre que vuelvan en rayos electrónicos, ratas de bronce que corretean por sótanos de material plástico, esqueletos robots que bailan, vampiros robots, arlequines, lobos, fantasmas blancos, productos todos de la química y el ingenio del hombre.
-  Lo que me temía - dijo Garrett sonriendo pacíficamente -. Tendremos que echar abajo la casa, señor Stendahl.
-  Sabía que vendrían ustedes, tan pronto como se enteraran.
-    Hubiera venido antes, pero en Climas Morales queríamos estar seguros de las intenciones de usted. Los desmanteladores y la brigada de incendios, podemos tenerlos aquí a la hora de la cena. Y a medianoche no quedará de su Casa ni los cimientos. Señor Stendahl, me parece usted un poco bobo. Gastar en una tontería dinero ganado con trabajo. Por lo menos le ha costado a usted tres millones de dólares...


-   Cuatro millones. Pero en mi juventud, señor Garrett, heredé veinticinco millones. Me puedo permitir este gasto. Es una lástima, sin embargo, haber terminado la Casa no hace más de una hora y que ya se precipiten sobre ella usted y sus desmanteladores ¿No podría dejarme disfrutar de mi juguete durante digamos, veinticuatro horas?

-   Ya conoce usted la ley. Es muy estricta. Nada de libros, nada de Casas, nada que pueda sugerir de alguna manera fantasmas, vampiros, hadas y otras criaturas de la imaginación.
-  ¡Pronto quemarán a los Babbitt!
-   Usted nos dio mucho que hacer, señor Stendahl. Consta en nuestros registros. Hace veinte años. En la Tierra. Usted y su biblioteca.
-  Sí, yo y mi biblioteca. Y unos pocos más como yo. Oh, ya nadie se acordaba de Poe, de Oz y de los otros. Pero yo tenía mi pequeño refugio. Unos pocos ciudadanos conservamos nuestras bibliotecas hasta que llegaron ustedes, con antorchas e incineradores, y destrozaron y quemaron mis cincuenta mil libros. Un día atravesaron también con un palo el corazón del día de Todos los Muertos, y les dijeron a los productores de cine que si querían hacer algo se limitasen a repetir y a repetir, una y otra vez, a Ernest Hemingway. ¡Dios santo, cuántas veces he visto Por quién doblan las campanas! Treinta versiones diferentes. Todas realistas. ¡Oh, el realismo! ¡Oh el aquí, oh el ahora, oh el infierno!
-  Es inútil amargarse.
-  Señor Garrett, usted tiene que presentar un informe completo, ¿no es así?
-  Sí.
-   Aunque sólo sea por curiosidad, entre y mire un rato. No tardaremos más de un minuto.
-  Muy bien. Guíeme. Y nada de trampas. Estoy armado.

La puerta de la Casa Usher se abrió rechinando, y dejó escapar un viento de humedad, y se oyeron unos gemidos y unos suspiros muy hondos, como si grandes fuelles subterráneos respiraran en lejanas catacumbas.
Una rata corrió por el suelo de piedra. Garrett, gritando, le dio un puntapié. La rata rodó, y de su piel de nailon brotó una increíble horda de moscas metálicas.
- ¡Asombroso! - Garrett se inclinó y miró.
Una vieja bruja estaba sentada en un nicho y barajaba con temblorosas manos de cera un mazo anaranjado y azul de naipes de Tarot. Sacudió la cabeza, y le siseó a Garrett a través de la boca desdentada, golpeando los naipes grasientos con las puntas de los dedos.
-  ¡La muerte! - gritó.
-  A esto, precisamente, me refería - dijo Garrett -. ¡Deplorable!
-  Permitiré que usted mismo la queme.
-    ¿De veras? - dijo Garrett satisfecho. En seguida frunció el entrecejo -. He de reconocer que se lo toma usted muy bien.
-   Me basta haber podido crear este sitio. Poder decir que lo hice. Decir que he creado un ambiente medieval en un mundo moderno e incrédulo.
-  Yo mismo no puedo dejar de admirar el genio inventivo de usted, señor.
Garrett miró una niebla que pasaba, susurrando y susurrando, y que parecía una hermosa y vaporosa mujer. En el fondo de un pasillo húmedo giraron unas ruedas, y como hilos de caramelo lanzados por una máquina centrífuga, las neblinas flotaron murmurando en los aposentos silenciosos.
Un gorila brotó de la nada. - ¡Cuidado! - gritó Garrett.

Stendahl golpeó levemente el pecho negro del gorila.
- No tema. Un robot. Cobre y otros materiales, como la bruja. ¿Ve? - Tocó la piel descubriendo unos tubos de metal.


-   Sí. - Garrett alargó tímidamente una mano -. Pero ¿por qué? ¿Por qué todo esto, señor Stendahl? ¿Qué lo obsesiona?
-   La burocracia, señor Garrett. Ahora no puedo explicárselo. Pero el gobierno lo sabrá muy pronto. - Y Stendahl hizo una seña al gorila -. Bien. Ahora.
El gorila mató al señor Garrett.
-  ¿Estamos listos, Pikes?
Pikes, inclinado sobre la mesa, alzó los ojos.
-  Sí, señor.
-  Ha hecho usted un espléndido trabajo.
-   Bueno, para eso me pagan, señor - dijo Pikes suavemente mientras levantaba el párpado de plástico del robot y ajustaba con precisión el ojo de vidrio a los músculos de goma - Ya está.
-  La vera efigie del señor Garrett.
Pikes señaló la mesa rodante donde yacía el cadáver del verdadero señor Garrett.
-  ¿Qué hacemos con él, señor?
-  Quémelo, Pikes. No necesitamos dos Garrett, ¿no es cierto? Pikes arrastró la mesa hasta el incinerador de ladrillo.
-  Adiós - dijo, metió dentro al señor Garrett y cerró la puerta.
-  Adiós.
Stendahl miró al robot.
-  ¿Recuerda las instrucciones, Garrett?
-   Sí, señor. - El robot se sentó en la mesa muy tieso -. Vuelvo a Climas Morales.
Redactaré un informe complementario. Demoren intervención cuarenta y ocho horas.
Continúo investigando.
-  Bien, Garrett. Adiós.

El robot corrió hacia el cohete de Garrett, entró, y se fue volando.
Stendahl se volvió.
-   Bueno, Pikes, ahora enviaremos las últimas invitaciones para esta noche. Creo que nos divertiremos, ¿no es cierto?
-   Teniendo en cuenta que hemos esperado veinte años, ¡será toda una fiesta! - Se guiñaron los ojos.
Las siete. Stendahl miró su reloj. Era casi la hora. Hizo girar la copa de jerez en la mano, y luego se sentó, tranquilamente. Sobre él, entre las vigas de roble, los murciélagos, de delicados huesos de cobre ocultos bajo la carne de caucho, chillaban y lo miraban parpadeando. Stendahl levantó la copa hacia ellos.
-  Por nuestro éxito - dijo.
Y reclinándose en el sofá cerró los ojos y consideró otra vez el asunto. Con qué placer recordaría esta noche cuando fuera viejo. El gobierno antiséptico pagaba al fin sus conflagraciones y sus terrores literarios. Oh, cómo habían crecido en él la furia y el odio a lo largo de los años. Oh, cómo el plan había cobrado forma lentamente en su mente aletargada, hasta el día en que había conocido a Pikes, tres años atrás.
Ah, sí, Pikes. Pikes, corroído por una amargura profunda, como un oscuro pozo de ácido verde. ¿Quién era Pikes? El más grande de todos. Pikes, el hombre de diez mil caras, una furia, una humareda, una niebla azul, una lluvia blanca, un murciélago, una gárgola, un monstruo, ¡eso era Pikes! ¿Superior a Lon Chaney, padre? Stendahl, que había visto a Lon Chaney noche tras noche, en películas viejas, muy viejas, meditó unos instantes. Sí, superior a Chaney. ¿Superior a aquella otra vieja momia? ¿Cómo se llamaba? ¿Karloff? Muy superior. ¿Lugosi? La comparación era odiosa. No, no había más que un Pikes. Y le habían prohibido todas sus fantasías. No había lugar para él en la Tierra, ni gente que pudiera admirarlo. ¡Ni siquiera podía representar ante un espejo, ante sí mismo!


¡Pobre, imposible y derrotado Pikes! ¡Qué habrás sentido, Pikes, aquella noche en que arrancaron tus películas de las cámaras, como si les sacaran las entrañas, tus propias entrañas, para arrojarlas luego en rollos y pilas a las llamas de un horno! ¿Habrás sufrido tanto como yo cuando destruyeron mis cincuenta mil libros sin una disculpa? Sí, sí.

Stendahl sintió que una furia insensata le helaba las manos. Cómo no iba a ser natural que en incontables medias noches conversaran consumiendo interminables cafeteras, y que de esas conversaciones y de ese fermento amargo saliera... la Casa Usher.
Se oyeron las campanadas de una gran iglesia. Llegaban los invitados. Stendahl, sonriendo, fue a recibirlos.
Adultos sin memoria, los robots esperaban. Vestidos de seda verde como los charcos de los bosques, envueltos en sedas del color de las ranas y los helechos, ellos esperaban. Envueltos en pieles amarillas, como el sol y la arena, los robots esperaban.
Aceitados, con huesos de tubos de bronce sumergidos en gelatina. En cajas de madera, en ataúdes fabricados para los que no estaban vivos ni muertos, los metrónomos esperaban que los pusieran en marcha. Un olor de lubricación y bronces torneados. Un silencio de cementerio. Sexuados, pero sin sexo, los robots. Nominados, pero sin nombre, con todas las características humanas menos la humanidad, en una muerte que ni siquiera era muerte, ya que nunca había sido vida, los robots miraban fijamente las tapas cerradas de sus cajas, esas cajas en las que alguien había grabado las letras E.O.B. Y de pronto rechinaron los clavos. De pronto se levantaron las tapas, hubo sombras en las cajas, y una mano apretó una lata de aceite. Se oyó el leve tictac de un reloj, luego otro y otro, hasta que el sótano se convirtió en una inmensa y ronroneante relojería. Los párpados de goma se abrieron y descubrieron los ojos de mármol; las narices palpitaron; los robots se levantaron vestidos con una velluda piel de mono, o una piel blanca de conejo; Tweedledum detrás de Tweediedee, la Tortuga y el Ratón, cadáveres de ahogados en un mar de sal y algas, ahorcados de rostros violáceos y ojos desorbitados y viscosos, seres de hielo y de ardientes oropeles, enanos de arcilla y gnomos de pimienta, Tik-Tok, Ruggedo, Santa Claus precedido por un torbellino de nieve, Barba Azul con patillas de acetileno, y nubes sulfurosas con lenguas de fuego verde, y por último un dragón gigantesco y escamoso que llevaba un horno en el vientre cruzó la puerta con un grito, un rugido, un silencio, un torrente, una ráfaga. Diez mil tapas cayeron. La relojería invadió Usher. La noche estaba encantada.

Una cálida brisa pasó sobre el paisaje. Los invitados llegaron en cohetes que abrasaban el cielo y transformaban el otoño en primavera.
Los hombres vestidos de etiqueta salieron de los cohetes, y detrás de ellos salieron las mujeres con peinados muy altos y complicados.
-  ¡Así que esto es Usher!
-  ¿Pero dónde está la puerta?
En ese momento apareció Stendahl. Las mujeres reían y parloteaban. El señor Stendahl levantó una mano imponiendo silencio. Se volvió, miró una alta ventana de castillo y llamó:
- Rapunzel, Rapunzel, suéltale el pelo.
Y allá arriba, una hermosa doncella se inclinó sobre el viento de la noche, y se soltó el cabello dorado. Y el cabello flotó y se retorció y fue una escalera, y los invitados subieron riendo, y entraron en la Casa.
¡Muy eminentes sociólogos! ¡Inteligentes psicólogos! ¡Tremendamente importantes políticos, bacteriáóogos y neurólogos! Allí estaban, entre paredes húmedas.
- ¡Bienvenidos!
El señor Tyron, el señor Owen, el señor Dunne, el señor Lang, el señor Steffen, el señor Fletcher, y dos docenas más.
- Pasen, pasen.


La señorita Gibbs, la señorita Pope, la señorita Churchill, la señorita Blunt, la señorita Drummond y una veintena de otras resplandecientes mujeres.
Personas eminentes, sí, eminentes todas ellas, miembros de la Sociedad de Represión de la Fantasía, enemigos de la fiesta de Todos los Muertos y del día de Guy Fawkes, cazadores de murciélagos, incendiarios de libros, portadores de antorchas; ciudadanos pacíficos y limpios, ciudadanos que habían, todos ellos, esperado a que los hombres toscos llegaran a Marte, enterraran a los marcianos, limpiaran las ciudades, construyeran pueblos, repararan las carreteras y suprimieran todos los peligros. Después, cuando ya todo estaba tranquilo, vinieron ellos, los aguafiestas, gentes con ojos de color de yodo y sangre de mercuriocromo a imponer sus Climas Morales, a repartir bondad. ¡Y ésos eran los amigos de Stendahl! Sí, con cuidado, con mucho cuidado, los había buscado, uno por uno, y en el último año pasado en la Tierra se había hecho amigo de todos ellos.
-  ¡Bienvenidos a las antesalas de la Muerte! - les gritó.
-  Hola, Stendahl, ¿qué es esto?
-  Ya lo verán, Que se desvista todo el mundo. Entren en estos cuartos y cámbiense de ropa. Los hombres aquí, las mujeres allá.
Los invitados, un poco intranquilos, no se movieron.
-  No sé si debemos quedarnos - dijo la señorita Pope -. No me gusta el aspecto de todo esto. Es casi... una blasfemia.
-  ¡Qué tontería! Es un baile de disfraz.
-  Parece algo ilegal - gruñó el señor Steffens.
Stendahl se echó a reír.
- Vamos, vamos, diviértanse. Mañana todo esto será una ruina. Entren en los cuartos.
La Casa resplandeció, de vida y color. Los arlequines corrían con gorros de cascabeles; los ratones blancos bailaban unas cuadrillas al compás de una música que unos enanos tocaban con arcos diminutos en violines diminutos; en las vigas chamuscadas ondeaban los banderines, nubes de murciélagos volaban entre unas gárgolas, y de las bocas de las gárgolas salía un vino fresco, puro y espumante. Un arroyo serpenteaba por las siete salas del baile de máscaras. Los invitados lo probaban y descubrían que era jerez. Los invitados salían de los cuartos transformados en personajes de otra época, con los rostros cubiertos por antifaces, perdiendo al ponerse las máscaras todo derecho a querellarse con la fantasía y el terror. Las mujeres vestidas de rojo se reían desplazándose por los salones. Los hombres las cortejaban bailando. Y en las paredes había sombras, aun donde no había cuerpos, y aquí y allá había espejos que no reflejaban ninguna imagen.

- ¡Todos nosotros vampiros! - rió el señor Fletcher -. ¡Muertos!
Las siete salas eran de distinto color: una azul, una morada, una verde, una anaranjada, una blanca, una violeta, y la última amortajada en terciopelo negro. En esta sala negra un reloj de ébano daba sonoramente la hora. Y los invitados, ya casi borrachos, corrían por las salas entre fantásticos robots, entre ratones y Sombrereros
Locos, gnomos y gigantes, Gatos Negros y Reinas Blancas, y bajo los pies de los bailarines el suelo latía pesadamente como un oculto corazón delator.
-  Señor Stendahl.
Un murmullo.
-  Señor Stendahl.
Un monstruo, con el rostro de la Muerte, se detuvo junto a Stendahl. Era Pikes.
-  Quiero hablar con usted.
-  ¿Qué pasa?
Pikes extendió una mano esquelética con unas cuantas ruedas, tuercas, tornillos y pernos calcinados o fundidos a medias.
Stendahl los contempló largamente. Luego llevó a Pikes a un pasillo.
- ¿Garrett? - susurró.


Pikes asintió.

-  Ha mandado a un robot. Cuando limpié el horno, encontré esto.
Pikes y Stendahl miraron las fatídicas piezas.
-   Esto significa que la policía llegará en cualquier momento - dijo Pikes -. Y arruinarán nuestros planes.
Stendahl observó a los bailarines; un torbellino de gente amarilla, anaranjada y azul. La música barría los salones neblinosos.
-   No sé. Tendría que haber adivinado que Garrett no vendría en persona. No es tan tonto. Pero, espere...
-  ¿Qué pasa?
-   Nada. No pasa nada. Garrett nos envió un robot. Bien, pero nosotros le enviamos otro... Si no lo examina con cuidado, no notará la diferencia.
-  ¡Por supuesto!
-  La próxima vez vendrá él mismo, pues pensará que no hay peligro. Es posible que se presente en cualquier momento, ¡en persona! ¡Más vino, Pikes!
Se oyó un enorme tañido.
-  Apuesto a que es él. Hágalo pasar.
Rapunzel se soltó el cabello dorado.
-  ¿El señor Stendahl?
-  ¿El señor Garrett? ¿El verdadero señor Garrett?
Garrett examinó las paredes húmedas y a la gente que daba vueltas.
-  El mismo. He creído conveniente una inspección personal. No se puede confiar en los robots, menos aún en los ajenos. Antes de salir para aquí he citado a los desmanteladores. Llegarán dentro de una hora, preparados para echar abajo esta horrible guarida.

Stendahl se inclinó ceremoniosamente.
-  Gracias por advertírmelo. Mientras tanto, podría usted divertirse. ¿Un poco de vino?
-  No, gracias. ¿Qué pasa aquí? ¿A qué extremos puede llegar un hombre?
-  Véalo usted mismo, señor Garrett.
-  El crimen - dijo Garrett.
-  El más repugnante.
Una mujer chilló. La señorita Pope llegó corriendo, con la cara blanca como un queso.
-   ¡Ha ocurrido algo horrible! ¡Un mono ha estrangulado a la señorita Blunt y la ha metido en una chimenea!
Stendahl y Garrett se volvieron y vieron una larga cabellera amarilla desparramada al pie de la chimenea. Garrett dio un grito.
-   ¡Horroroso! - sollozaba la señorita Pope. De pronto dejó de llorar. Parpadeó y miró -. ¡Señorita Blunt!
-  Sí, aquí estoy - dijo la señorita Blunt.
-  ¡Pero si acabo de ver cómo la metían en la chimenea!
-  No - dijo la señorita Blunt riéndose -. Era un robot. Un perfecto facsímil.
-  Pero, pero...
-  No llore, querida. Estoy perfectamente bien. Voy a verme a mí misma. ¡Pues sí, aquí estoy! En la chimenea, como usted dijo. Tiene gracia, ¿eh?
Y la señorita Blunt se fue, riéndose.
-  ¿Quiere un vaso de vino, Garrett?
-   Creo que sí. Este asunto me ha puesto los nervios de punta. Dios mío, qué lugar.
Merece verdaderamente que lo echemos abajo. Durante un momento creí...
Garrett bebió. Otro alarido. El piso se abrió mágicamente y cuatro conejos blancos descendieron por una escalera llevando en hombros al señor Steffens. Y allá fue el señor Steffens, al fondo de un foso, y allá lo dejaron amordazado y atado, bajo la cuchilla de


acero de un gran péndulo oscilante que ahora descendía y descendía, acercándose cada vez más al cuerpo ultrajado del señor Steffens.
-   ¿Soy yo el que está ahí abajo? - preguntó el señor Steffens apareciendo al lado de Garrett. Se inclinó sobre el pozo -. Qué extraño, qué curioso es verse morir.
El péndulo dio un golpe final.
-  No, gracias. ¿Qué pasa aquí? ¿A qué extremos puede llegar un hombre?
-  Véalo usted mismo, señor Garrett.
-  El crimen - dijo Garrett.
-  El más repugnante.
Una mujer chilló. La señorita Pope llegó corriendo, con la cara blanca como un queso.
-   ¡Ha ocurrido algo horrible! ¡Un mono ha estrangulado a la señorita Blunt y la ha metido en una chimenea!
Stendahl y Garrett se volvieron y vieron una larga cabellera amarilla desparramada al pie de la chimenea. Garrett dio un grito.
-   ¡Horroroso! - sollozaba la señorita Pope. De pronto dejó de llorar. Parpadeó y miró -. ¡Señorita Blunt!
-  Sí, aquí estoy - dijo la señorita Blunt.
-  ¡Pero si acabo de ver cómo la metían en la chimenea!
-  No - dijo la señorita Blunt riéndose -. Era un robot. Un perfecto facsímil.
-  Pero, pero...
-  No llore, querida. Estoy perfectamente bien. Voy a verme a mí misma. ¡Pues sí, aquí estoy! En la chimenea, como usted dijo. Tiene gracia, ¿eh?
Y la señorita Blunt se fue, riéndose.
-  ¿Quiere un vaso de vino, Garrett?
-   Creo que sí. Este asunto me ha puesto los nervios de punta. Dios mío, qué lugar.

Merece verdaderamente que lo echemos abajo. Durante un momento creí...
Garrett bebió. Otro alarido. El piso se abrió mágicamente y cuatro conejos blancos descendieron por una escalera llevando en hombros al señor Steffens. Y allá fue el señor Steffens, al fondo de un foso, y allá lo dejaron amordazado y atado, bajo la cuchilla de acero de un gran péndulo oscilante que ahora descendía y descendía, acercándose cada vez más al cuerpo ultrajado del señor Steffens.
-   ¿Soy yo el que está ahí abajo? - preguntó el señor Steffens apareciendo al lado de Garrett. Se inclinó sobre el pozo -. Qué extraño, qué curioso es verse morir.
El péndulo dio un golpe final.
-  Qué realismo - dijo Steffens alejándose.
-  Otro vaso de vino, señor Garrett.
-  Sí, por favor.
-  Esto no durará. Pronto llegarán los desmanteladores.
-  Gracias a Dios.
Y por tercera vez, un grito.
-  ¿Ahora qué? - dijo Garrett, receloso.
-  Ahora me toca a mí - dijo la señorita Drummond -. Miren.
Y poco después una segunda señorita Drummond chillaba dentro de un ataúd mientras la metían debajo del suelo, en una tierra húmeda.
-   Pero cómo, yo recuerdo esto - jadeó el investigador de Climas Morales -. Estaba en los viejos libros prohibidos. El enterramiento prematuro. Y lo demás. La fosa, el péndulo, y el mono, la chimenea y los asesinatos de la calle Morgue. ¡Sí! ¡En uno de los libros que quemé!
-  Otro trago, Garrett. No mueva la copa.
-  ¡Dios mío, qué imaginación!


Y en seguida vieron morir a otros cinco. Uno en la boca de un dragón, los otros arrojados a las aguas negras de una laguna, donde se hundieron y desaparecieron.


-  ¿Le gustaría ver lo que hemos proyectado para usted? - preguntó StendahI.

-  ¿Por qué no? ¿Qué importa? Pronto vamos a destruir este infierno. Es usted horrible,
Stendahl.
-  Venga por aquí.
Y Stendahl llevó abajo a Garrett, a través de numerosos pasillos, y otra vez más abajo por escaleras de caracol, hacia el interior de la tierra, hacia las catacumbas.
-  ¿Qué quiere mostrarme? - preguntó Garrett.
-  Su propia muerte.
-  ¿La muerte de mi doble?
-  Sí. Y otra cosa.
-  ¿Qué?
-  El Amontillado - dijo Stendahl adelantándose y alzando una linterna deslumbrante.
Unos esqueletos se asomaban levantando las tapas de los ataúdes. Garrett, con un
gesto de repugnancia, se llevó una mano a la nariz.
-  ¿El qué?
-  ¿No ha oído hablar usted del Amontillado?
-  No.
-  ¿No reconoce usted eso? - Stendahl le señaló una celda.
-  ¿Tendría que reconocerlo?
Stendahl sonrió y sacó de entre los pliegues de su capa una paleta de albañil.
-  ¿Y esto?
-  ¿Qué es?
-  Venga.
Entraron en la celda y Stendahl encadenó a Garrett, que estaba casi borracho.
-  Por Dios, ¿qué hace usted? - gritó Garrett sacudiendo las cadenas.

-    Me siento irónico. No interrumpa a un hombre que se siente irónico. No sea descortés. Ya está.
-  ¡Me ha encadenado!
-  Es cierto.
-  Pero ¿qué pretende?
-  Dejarlo en esta celda.
-  Usted bromea.
-  Una broma muy graciosa.
-  ¿Dónde está mi doble? ¿No vamos a ver cómo lo matan?
-  No hay doble.
-  Pero ¿y los otros?
-  Los otros están muertos. Los que usted vio matar eran los verdaderos. Los dobles, los robots, miraban solamente.
Garrett calló.
-   Ahora usted debe decir: «¡Por amor de Dios, Montresor!» - continuó Stendahl -. Y yo contestaré: «¡Sí, por amor de Dios!». ¿No quiere usted decirlo? Vamos. Dígalo.
-  Imbécil.
-  ¿Tengo que repetírselo? Dígalo. Diga: «¡Por amor de Dios. Montresor!».
Garrett se sentía más despejado.
-  No lo diré, idiota. Sáqueme de aquí.
-  Póngase eso - dijo Stendahl. tirándole algo que campanilleaba y tintineaba.
-  ¿Qué es?
-  Un gorro de cascabeles. Póngaselo y quizá lo deje salir.
-  ¡Stendahl!
-  Le he dicho que se lo ponga.


Garrett obedeció. Los cascabeles repicaron.


-    ¿No siente usted como si esto hubiera sucedido antes? - Preguntó Stendahl, y comenzó a trabajar con la paleta, un mortero y unos ladrillos.
-  ¿Qué hace?
-  Estoy amurallándolo. Ya hay una hilera. Ahora va otra.
-  ¡Usted está loco!
-  No lo discuto.
Stendahl mojó un ladrillo en el mortero, cantando entre dientes. Ahora había golpes y gritos y llantos en la celda cada vez más oscura. La pared crecía lentamente.
-  Un poco más de ruido, por favor - dijo Stendahl -. Representemos bien la escena.
-  ¡Déjenme salir! ¡Déjeme salir!
Sólo faltaba un ladrillo. Los gritos eran ahora continuos.
-  ¿Garrett? - llamó Stendahl. en voz baja. Garrett calló -. ¿Sabe usted por qué le hago esto? Porque quemó los libros del señor Poe sin haberlo leído. Le bastó la opinión de los demás. Si hubiera leído los libros, habría adivinado lo que yo le iba a hacer, cuando bajamos hace un momento. La ignorancia es fatal, señor Garrett.
Garrett no replicó.
-   Quiero que esto sea perfecto - dijo Stendahl levantando la linterna para que la luz cayera sobre la encogida figura de Garrett -. Agite suavemente los cascabeles. - Los cascabeles tintinearon -. Ahora diga usted: «¡Por amor de Dios, Montresor!»; es posible que lo deje salir.
La luz de la linterna alumbró la cara de Garrett. Garrett titubeó y luego dijo grotescamente:
-  Por amor de Dios, Montresor.
-  Ah - exclamó Stendahl con los ojos cerrados. Colocó el último ladrillo y lo aseguró con una capa de cemento -. Requiescat in pace, querido amigo.

Salió de prisa de la catacumba.
El sonido de un reloj de medianoche hizo que todo se detuviera en las siete salas de la Casa.
Apareció la Muerte Roja.
Stendahl se volvió un momento en el umbral y luego echó a correr fuera de la Casa, más allá del foso, donde esperaba un helicóptero.
-  ¿Listo, Pikes?
-  Listo.
-  ¡Vamos allá!
Miraron la Casa, sonriendo. Las paredes empezaron a abrirse por el medio, como en un terremoto, y mientras Stendahl observaba la magnífica escena, oyó a Pikes que recitaba detrás de él en un tono bajo y cadencioso:
- «Cuando vi que las enormes paredes se hundían, sentí un vértigo... Se oyó un largo ruido tumultuoso, como la voz de innumerables cataratas, y la laguna profunda y oscura que había a mis pies se cerró triste y silenciosamente sobre las ruinas de la casa Usher.»
El helicóptero se elevó sobre las aguas hirvientes del lago y voló hacia el oeste.



LOS VIEJOS



¿Y no era natural que al fin llegaran los viejos a Marte, siguiendo los pasos de los ruidosos exploradores, de la gente sofisticada y aromática, de los viajeros profesionales y de los conferenciantes románticos en busca de nuevos temas?

Pues sí, los viejos secos y crujientes, los que se pasaban el tiempo escuchándose los corazones, tomándose el pulso y llevándose cucharadas de jarabe a la boca torcida, los


que en noviembre iban en autobús a California y en abril embarcaban para Italia en

tercera, las pasas de uva, las momias, llegaron al fin a Marte...



EL MARCIANO



Las montañas azules se alzaban en la lluvia y la lluvia caía en los largos canales, y el viejo La Farge y su mujer salieron de la casa a mirar.
-  La primera lluvia de la estación - señaló La Farge.
-  Qué bien - dijo la mujer.
-  Bienvenida, de veras.
Cerraron la puerta. Dentro se calentaron las manos junto a las llamas. Se estremecieron. A lo lejos, a través de la ventana, vieron que la lluvia centelleaba en los costados del cohete que los había traído de la Tierra.
-  Sólo falta una cosa - dijo La Farge mirándose las manos.
-  ¿Qué? - preguntó su mujer.
-  Me gustaría haber traído a Tom con nosotros.
-  Oh, por favor, Lafe.
-  Sí, no empezaré otra vez. Perdona.
-  Hemos venido a disfrutar en paz nuestra vejez, no a pensar en Tom. Murió hace tanto tiempo... Tratemos de olvidarnos de Tom y de todas las cosas de la Tierra.
La Farge se calentó otra vez las manos, con los ojos clavados en el fuego.
-  Tienes razón. No hablaré de eso nunca más. Pero echo de menos aquellos domingos, cuando íbamos en automóvil a Green Lawn Park, a poner unas flores en su tumba. Era casi nuestra única salida.
La lluvia azul caía sobre la casa.
A las nueve se fueron a la cama y se tendieron en silencio, tomados de la mano, él de cincuenta y cinco años, y ella de sesenta en la lluviosa oscuridad.
-  ¿Anna? - llamó La Farge suavemente.
-  ¿Qué?
-  ¿Has oído algo?
Los dos escucharon la lluvia y el viento.
-  Nada - dijo ella.
-  Alguien silbaba.
-  No lo he oído.
-  De todos modos voy a ver.
La Farge se levantó, se puso una bata, atravesó la casa y llegó a la puerta de la calle. La abrió titubeando, y la lluvia fría le cayó en la cara. En la puerta del patio había una figura. Un rayo agrietó el cielo; una ola de color blanco iluminó un rostro que miraba fijamente a La Farge.

- ¿Quién está ahí? - llamó La Farge, temblando. No hubo respuesta.
-  ¿Quién es? ¿Qué quiere?
Silencio.
La Farge se sintió débil, cansado, entumecido.
-  ¿Quién eres? - gritó, Anna se le acercó y lo tomó por el brazo.
-  ¿Por qué gritas?
-  Hay un chico ahí fuera en el patio y no me contesta - dijo La Farge, estremeciéndose -
. Se parece a Tom.
-  Ven a acostarte, estás soñando.


- Pero mira, ahí está.

Y La Farge abrió un poco más la puerta para que también ella pudiera ver. Soplaba un viento frío y la lluvia fina caía sobre el patio, y la figura inmóvil los miraba con ojos distantes. La vieja se adelantó hacia el umbral.
-  ¡Vete! - gritó agitando una mano -. ¡Vete!
-  ¿No se parece a Tom? - preguntó La Farge. La figura no se movió.
-  Tengo miedo - dijo la vieja -. Echa el cerrojo y ven a la cama. Deja eso, déjalo. Y se fue, gimiendo, hacia el dormitorio.
El viejo se quedó, y el viento le mojó las manos con una lluvia fría.
-  Tom - llamó La Farge en voz baja -. Tom, si eres tú, si por un azar eres tú, no cerraré con llave. Si sientes frío y quieres calentarte, entra más tarde y acuéstate junto a la chimenea; hay allí unas alfombras de piel.
Cerró la puerta, pero sin echar el cerrojo.
La mujer sintió que La Farge se metía en la cama y se estremeció.
-  Qué noche horrible. Me siento tan vieja... - dijo sollozando.
-  Bueno, bueno - la calmó él, abrazándola -. Duerme.
Al cabo de un rato la mujer se durmió.
Y entonces La Farge alcanzó a oír que la puerta se abría, casi en silencio, dejaba entrar el viento y la lluvia, y se cerraba otra vez. Luego oyó unos pasos blandos que se acercaban a la chimenea, y una respiración muy suave.
- Tom - dijo.
Un rayo estalló en el cielo y abrió en dos la oscuridad.
A la mañana siguiente, el sol calentaba.
El señor La Farge abrió la puerta de la sala y miró rápidamente alrededor. No había nadie sobre la alfombra. La Farge suspiró:

- Estoy envejeciendo.
Salía de la casa hacia el canal, en busca de un balde de agua clara, cuando casi derribó a Tom, que ya traía un balde Reno.
-  Buenos días, papá.
El viejo se tambaleó.
-  Buenos días, Tom.
El chico, descalzo, cruzó de prisa el cuarto, dejó el balde en el suelo y se volvió sonriendo.
-  ¡Qué día más hermoso!
-  Sí - dijo La Farge, estupefacto.
El chico actuaba con naturalidad. Se inclinó sobre el balde y comenzó a lavarse la cara. La Farge dio un paso adelante.
-  Tom, ¿cómo viniste aquí? ¿Estás vivo? El chico alzó la mirada.
-  ¿No tendría que estarlo?
-   Pero, Tom... Green Lawn Park todos los domingos, las flores y... La Farge tuvo que sentarse. El chico se le acercó y le tomó la mano. La mano de Tom era cálida y firme.
-  ¿Estás realmente aquí? ¿No es un sueño?
-  Tú quieres que esté aquí, ¿no? - El chico parecía preocupado.
-  Sí, sí, Tom.
-  Entonces, ¿por qué me preguntas? Acéptame...
-  Pero tu madre.., la impresión...
-   No te preocupes. Estuve a vuestro lado, cantando, toda la noche, y me aceptaréis, especialmente ella. Espera a que venga y lo verás.
Tom se echó a reír sacudiendo la cabeza de rizado pelo cobrizo. Tenía ojos muy azules y claros.


La madre salió del dormitorio recogiéndose el pelo.

-  Buenos días. Lafe, Tom. ¡Qué hermoso día!
Tom se volvió hacia su padre y se le rió en la cara.
-  ¿Ves?
Almorzaron muy bien, los tres, a la sombra de detrás de la casa. La señora La Farge descorchó una vieja botella de vino de girasol, que había apartado en otro tiempo, y todos bebieron un poco. El señor La Farge nunca la había visto tan contenta. Si Tom la preocupaba, no lo demostró. Para ella era algo completamente natural. La Farge comenzó a pensar también que era natural.
Mientras mamá lavaba los platos, La Farge se inclinó hacia su hijo y le preguntó con aire de confidencia:
-  ¿Cuántos años tienes, hijo?
-  ¿No lo sabes? Catorce, por supuesto.
-  ¿Quién eres, realmente? No es posible que seas Tom, pero eres alguien. ¿Quién?
Atemorizado, el chico se llevó las manos a la cara.
-  No preguntes.
-   Puedes decírmelo - dijo el hombre -. Lo comprenderé. Eres un marciano, ¿no es cierto? He oído historias de los marcianos, pero nada definido. Dicen que son muy raros y que cuando andan entre nosotros parecen terrestres. Hay algo en ti... Eres Tom y no eres Tom.
-  ¿Por qué no me aceptas y callas? - gritó el chico hundiendo la cara entre las manos -. No dudes, por favor, ¡no dudes de mi!
Se levantó de la mesa y echó a correr.
-  ¡Tom, vuelve!
El chico corrió a lo largo del canal, hacia el pueblo lejano.

-   ¿Adónde va Tom? - preguntó Anna que regresaba a buscar el resto de los platos.
Miró atentamente a su marido -. ¿Le has dicho algo desagradable?
-   Anna - dijo el señor La Farge tomándole una mano -. Anna, ¿te acuerdas de Green Lawn Park, del mercado, de Tom enfermo de neumonía?
La mujer se echó a reír.
-  ¿Qué dices?
-  No importa - contestó La Farge en voz baja.
A lo lejos, el polvo se posaba a orillas del canal por donde había pasado Tom. Tom volvió a las cinco de la tarde, cuando el sol se ponía. Miró indeciso a su padre. - ¿Me vas a preguntar algo? - quiso saber.
-  Nada de preguntas - dijo La Farge.
El chico sonrió con una sonrisa blanca.
-  Estupendo.
-  ¿Dónde has estado?
-   Cerca del pueblo. Casi no vuelvo. He estado a punto de caer en una... - el chico buscaba la palabra exacta -, en una trampa.
-  ¿Cómo en una trampa?
-   Pasaba al lado de una casita de chapas de zinc, cerca del canal y de pronto pensé que me perdía y que no volvería a veros. No sé cómo explicártelo, no encuentro cómo, ni siquiera yo mismo lo sé. Es raro, pero prefiero no hablar de eso ahora.
-  No hablemos entonces. Lávate las manos, es hora de cenar.
El chico corrió a lavarse.
Unos diez minutos más tarde, una lancha se acercó por la serena superficie de las aguas. Un hombre alto y flaco, de pelo negro, la impulsaba con una pértiga, moviendo lentamente los brazos.
-  Buenas tardes, hermano La Farge - dijo deteniéndose.
-  Buenas tardes, Saul. ¿Qué se cuenta por aquí?


-   Esta noche, muchas cosas. ¿Conoces a un tal Nomland que vive al borde del canal en una casa de chapas?
La Farge se enderezó.
-  Sí.
-  ¿Sabías que era un granuja?
-  Se dijo que salió de la Tierra porque había matado a un hombre.
Saul se apoyó en la pértiga mojada y miró a La Farge.
-  ¿Recuerdas el nombre del muerto?
-  Gillings, ¿no?
-  Sí, Gillings. Pues bien, hace unas dos horas el señor Nomland llegó al pueblo gritando que había visto a Gillings, vivo, aquí, en Marte, hoy, esta misma tarde. Nomland quería esconderse en la cárcel, pero no lo dejaron. De modo que volvió a su casa y veinte minutos después, dicen, se pegó un tiro. Vengo ahora de allí.
-  Bueno, bueno - dijo La Farge.
-  Ocurren unas cosas... - dijo Saul -. En fin, buenas noches, La Farge.
-  Buenas noches.
La lancha se alejó por las serenas aguas del canal.
- La cena está lista - llamó la mujer.
El señor La Farge se sentó a la mesa y cuchillo en mano miró a Tom.
-  Tom, ¿qué has hecho esta tarde?
-  Nada - contestó Tom con la boca llena -. ¿Por qué?
-  Quería saber, nada más - dijo el viejo poniéndose la servilleta.
A las siete, aquella misma tarde, la señora La Farge dijo que quería ir al pueblo.
-  Hace tres meses que no voy. Tom se negó.

-  El pueblo me da miedo - dijo -. La gente. No quiero ir.
-   Pero cómo - dijo Anna -, qué palabras son ésas para tamaño grandullón. No te haré caso. Vendrás con nosotros. Yo lo digo.
-  Pero Anna, si el chico no quiere... - farfulló La Farge.
Pero era inútil discutir. Anna los empujó a la lancha y remontaron el canal bajo las estrellas nocturnas. Tom estaba tendido de espaldas, con los ojos cerrados; era imposible saber si dormía o no. El viejo lo miraba fijamente. ¿Qué criatura es ésta, pensaba, tan necesitada de cariño como nosotros? ¿Quién es y qué es esta criatura que sale de la soledad, se acerca a gentes extrañas y asumiendo la voz y la cara del recuerdo se queda al fin entre nosotros, aceptada y feliz? ¿De qué montaña procede, de qué caverna, de qué raza, aún viva en este mundo cuando los cohetes Regaron de la Tierra? El viejo meneó la cabeza. Era imposible saberlo. Por ahora aquello era Tom.
El viejo miró con aprensión el pueblo lejano, y pensó otra vez en Tom y en Anna. Quizá nos equivoquemos al retener a Tom, se dijo a sí mismo, pues de todo esto no saldrá otra cosa que preocupaciones y penas, pero cómo renunciar a lo que hemos deseado tanto aunque se quede sólo un día y desaparezca, haciendo el vacío más vacío, y las noches más oscuras y las noches lluviosas más húmedas. Quitamos esto sería como quitarnos la comida de la boca.
Y miró al chico, que dormitaba pacíficamente en el fondo de la lancha. El chico se quejó, como en una pesadilla.
-  La gente. Cambiar y cambiar. La trampa.
-  Calma, calma - dijo La Farge acariciándole el pelo rizado.
Tom se calló.
La Farge ayudó a Anna y a Tom a salir de la lancha.
-  ¡Aquí estamos!
Anna sonrió a las luces, escuchó la música de los bares, los pianos, los gramófonos, observó a la gente que paseaba tomada del brazo por las calles animadas.


-  Quiero volver a casa - dijo Tom.

-  Antes no hablabas así - dijo Anna -. Siempre te gustaron las noches de sábado en el pueblo.
-  No te apartes de mí - le susurró Tom a La Farge -. No quiero caer en una trampa.
Anna alcanzó a oírlo.
-  ¡Deja de decir esas cosas! Vamos.
La Farge advirtió que Tom le había tomado la mano.
-  Aquí estoy, Tom - dijo apretando la mano del chico. Miró a la muchedumbre que iba y venía y sintió, también, cierta inquietud -. No nos quedaremos mucho tiempo.
-  No digas tonterías, no nos iremos antes de las once - dijo Anna.
Cruzaron una calle y tropezaron con tres borrachos. Hubo un momento de confusión, una separación, una media vuelta, y La Farge miró consternado alrededor. Tom no estaba entre ellos.
-    ¿Adónde ha ido? - preguntó Anna, irritada -. Aprovecha cualquier ocasión para escaparse. ¡Tom!
El señor La Farge corrió entre la muchedumbre, pero Tom había desaparecido.
-   Ya volverá. Estará en la lancha cuando nos vayamos - afirmó Anna, guiando a su marido hacia el cinematógrafo.
De pronto, hubo una conmoción en la muchedumbre, y un hombre y una mujer pasaron corriendo junto a La Farge. La Farge los reconoció. Eran Joe Spaulding y su mujer. Antes de que pudiera hablarles, ya habían desaparecido.
Sin dejar de mirar ansiosamente hacia la calle, compró las entradas y entró de mala gana en la poco acogedora oscuridad.
A las once, Tom no estaba en el embarcadero. La señora La Farge se puso muy pálida.
-  No te preocupes. Yo lo encontraré. Espera aquí - dijo La Farge.

-  Date prisa.
La voz de Anna murió en la superficie rizada del agua.
La Farge caminó por las calles nocturnas, con las manos en los bolsillos. Las luces de alrededor se iban apagando, una a una.
Unas pocas gentes se asomaban todavía a las ventanas pues la noche era calurosa, aunque unas nubes de tormenta pasaban de vez en cuando por el cielo estrellado.
Mientras caminaba, La Farge pensaba en el chico, en sus constantes alusiones a una trampa, en el miedo que tenía a las muchedumbres y las ciudades. Esto no tiene sentido, reflexionó con cansancio. Tal vez el chico se ha ido para siempre, tal vez no ha existido nunca. La Farge dobló por una determinada callejuela, observando los números.
- Hola, La Farge.
Un hombre estaba sentado en el umbral de una puerta, fumando una pipa.
-  Hola, Mike.
-  ¿Has peleado con tu mujer? ¿Estás calmándote con una caminata?
-  No, paseo nada más.
-  Parece que se te hubiera perdido algo. A propósito. Esta noche encontraron a alguien. ¿Conoces a Joe Spaulding? ¿Te acuerdas de su hija Lavinia?
-  Sí.
La Farge se sintió traspasado de frío. Todo era como un sueño repetido. Ya sabía qué palabras vendrían ahora.
-   Lavinia volvió a casa esta noche - dijo Mike, y arrojó una bocanada de humo -. ¿Recuerdas que se perdió hace cerca de un mes en los fondos del mar muerto?
Encontraron un cadáver que podría ser el suyo y desde entonces la familia Spaulding no ha estado bien. Spaulding iba de un lado a otro diciendo que Lavinia no había muerto, que aquel cadáver no era ella. Parece que tenía razón. Lavinia apareció esta noche.
La Farge sintió que le faltaba el aire, que el corazón le golpeaba el pecho.
-  ¿Dónde?


-   En la calle principal. Los Spaulding estaban comprando entradas para una función y de pronto vieron a Lavinia entre la gente. Qué impresión la de ellos, imagínate. Al principio
Lavinia no los reconoció; pero la siguieron calle abajo y le hablaron y entonces ella recobró la memoria.
-  ¿La has visto?
-  No, pero la he oído cantar. ¿Recuerdas con qué gracia cantaba Las bonitas orillas del lago Lomond? La oí hace un rato allá en la casa gorjeando para su padre. Es muy agradable oírla. Una muchacha encantadora. Era lamentable que se hubiera muerto. Ahora que ha regresado, todo es distinto. Pero oye, qué te pasa, no te veo muy bien.
Entra y te serviré un whisky.
-  No, gracias, Mike.
La Farge se alejó calle abajo. Oyó que Mike le daba las buenas noches y no contestó.
Tenía la mirada fija en una casa de dos plantas con el techo de cristal donde serpenteaba una planta marciana de flores rojas. En la parte trasera de la casa, sobre el jardín, había un retorcido balcón de hierro. Las ventanas estaban iluminadas. Era muy tarde, y La Farge seguía pensando: «¿Cómo se sentirá Anna si no vuelvo con Tom? ¿Cómo recibirá este segundo golpe, esta segunda muerte? ¿Se acordará de la primera y a la vez de este sueño y de esta desaparición repentina? Oh Dios, tengo que encontrar a Tom, ¿o qué va a ser de Anna? Pobre Ana, me está esperando en el embarcadero». La Farge se detuvo y levantó la cabeza. En alguna parte, allá arriba, unas voces daban las buenas noches a otras voces muy dulces. Las puertas se abrían y cerraban, se apagaban las luces y continuaba oyéndose un canto suave. Un momento después una hermosa muchacha, de no más de dieciocho años, se asomó al balcón.
La Farge la llamó a través del viento que comenzaba a levantarse. La muchacha se volvió y miró hacia abajo.

-  ¿Quién está ahí?
-   Yo - dijo el viejo La Farge, y notando que esta respuesta era tonta y rara, se calló y los labios se le movieron en silencio.
¿Qué podía decir? ¿«Tom, hijo mío, soy tu padre»? ¿Cómo le hablaría? La muchacha pensaría que estaba loco y llamaría a la familia.
La figura se inclinó hacia delante, asomándose a la luz ventosa.
-  Sé quién eres - dijo en voz baja -. Por favor, vete. No hay nada que pueda hacer por
ti.
-  ¡Tienes que volver! - Las palabras se le escaparon a La Farge.
La figura iluminada por la luz de la luna se retiró a la sombra, donde no tenía identidad, donde no era más que una voz.
-  Ya no soy tu hijo. No teníamos que haber venido al pueblo.
-  ¡Anna espera en el embarcadero!
-  Lo siento - dijo la voz tranquila -. Pero ¿qué puedo hacer? Soy feliz aquí; me quieren tanto como vosotros. Soy lo que soy y tomo lo que puedo. Ahora es demasiado tarde. Me han atrapado.
-  Pero, y Anna... Piensa qué golpe será para ella.
-  Los pensamientos son demasiado fuertes en esta casa; es como estar en la cárcel.
No puedo cambiar otra vez.
-    Eres Tom, eras Tom, ¿verdad? ¡No estarás bromeando con un viejo! ¡No serás realmente Lavinia Spaulding!
-   No soy nadie; soy sólo yo mismo. Dondequiera que esté soy algo, y ahora soy algo que no puedes impedir.
-  No estás seguro en el pueblo. Estarás mejor en el canal, donde nadie puede hacerte daño - suplicó el viejo.
-   Es cierto. - La voz titubeó -. Pero he de pensar en ellos. ¿Qué sentirían mañana al despertar cuando vieran que me fui de nuevo, y esta vez para siempre? Además, la


madre sabe lo que soy; lo ha adivinado como tú. Creo que todos lo adivinaron, aunque no hicieron preguntas. Cuando no se puede tener la realidad, bastan los sueños. No soy quizá la muchacha muerta, pero soy algo casi mejor, el ideal que ellos imaginaron. Tendría que elegir entre dos víctimas: ellos o tu mujer.

- Ellos son cinco, lo soportarían mejor que nosotros.
-  ¡Por favor! - dijo la voz -. Estoy cansada. La voz del viejo se endureció.
-   Tienes que venir. No puedo permitir que Anna sufra otra vez. Eres nuestro hijo. Eres mi hijo, y nos perteneces.
La sombra tembló.
-  ¡No, por favor!
-  No perteneces a esta casa ni a esta gente.
-  No. No.
-   Tom, Tom, hijo mío, óyeme. Vuelve. Baja por la parra. Ven, Anna te espera; tendrás un hogar, y todo lo que quieras.
El viejo alzaba los ojos esperando el milagro.
Las sombras se movieron, la parra crujió levemente.
Y al fin la voz dijo:
-  Bueno, papá.
-  ¡Tom!
La ágil figura de un niño se deslizó por la parra a la luz de las lunas. La Farge abrió los brazos para recibirlo.
Una habitación se iluminó arriba, y en una ventana enrejada dijo una voz:
-  ¿Quién anda ahí?
-  Date prisa, hijo mío.

Más luces, más voces:
-  ¡Alto o hago fuego! ¿No te ha pasado nada, Vinny? El ruido de pasos precipitados.
El hombre y el chico corrieron por el jardín.
Sonó un disparo. La bala dio en la pared en el momento en que cerraban el portón.
-  Tom, vete por ahí. Yo iré por aquí para despistarlos. Corre al canal. Allí estaré dentro de diez minutos.
Se separaron. La luna se ocultó detrás de una nube. El viejo corrió en la oscuridad.
-  Anna, ¡aquí estoy!
La vieja, temblando, lo ayudó a salvar a la lancha.
-  ¿Dónde está Tom?
-  Llegará en un minuto - jadeó La Farge.
Se volvieron y miraron las calles del pueblo dormido. Aún había alguna gente: un policía, un sereno, el piloto de un cohete, varios hombres solitarios que regresaban de alguna cita nocturna, dos parejas que salían de un bar riéndose. Una música sonaba débilmente en alguna parte.
-  ¿Por qué no viene? - preguntó la vieja.
-  Ya vendrá, ya vendrá.
Pero La Farge estaba inquieto. ¿Y si el niño hubiera sido atrapado otra vez, de algún modo, en alguna parte, mientras corría hacia el embarcadero, por las calles de medianoche, entre las casas oscuras? Era un trayecto muy largo, aun para un chico; sin embargo ya tenía que haber llegado.
Y entonces, lejos, en la avenida iluminada por las lunas alguien corrió.
La Farge gritó y calló en seguida, pues allá lejos resonaron también unas voces y otros pasos apresurados. Las ventanas se iluminaron una a una. La figura solitaria cruzó rápidamente la plaza, acercándose al embarcadero. No era Tom; no era más que una forma que corría, una forma con un rostro de plata que resplandecía a la luz de las


lámparas, agrupadas en la plaza. Y a medida que se acercaba, la forma se hizo más y más familiar, y cuando llegó al embarcadero ya era Tom. Anna le tendió los brazos. La
Farge se apresuró a desanudar las amarras.
Pero ya era demasiado tarde. Un hombre, otro, una mujer, otros dos hombres y
Spaulding aparecieron en la avenida y atravesaron de prisa la plaza silenciosa. Luego se detuvieron, perplejos. Miraron asombrados alrededor, como si quisieran volverse atrás. Todo les parecía ahora una pesadilla, una verdadera locura. Pero se acercaron, titubeando, deteniéndose y adelantándose.
Era ya demasiado tarde. La noche, la aventura, todo había terminado. La Farge retorció la amarra entre los dedos. Se sintió desalentado y solo. La gente alzaba y bajaba los pies a la luz de la luna, acercándose rápidamente, con los ojos muy abiertos, hasta que todos, los diez llegaron al embarcadero. Se detuvieron, lanzaron unas miradas aturdidas a la lancha, y gritaron.
- ¡No se mueva, La Farge!
Spaulding tenía un arma.
Todo era evidente ahora. Tom atraviesa rápidamente las calles iluminadas por las lunas, solo, cruzándose con la gente. Un policía descubre la figura veloz. El policía gira sobre sí mismo, ve el rostro, pronuncia un nombre y echa a correr. ¡Alto! Había reconocido a un criminal. Y en todo el trayecto, la misma escena: hombres aquí, mujeres allá, serenos, pilotos de cohete. La fugitiva figura era todo para ellos, todas las identidades, todas las personas, todos los nombres. ¿Cuántos nombres diferentes se habían pronunciado en los últimos cinco minutos? ¿Cuántas caras diferentes, ninguna verdadera, se habían formado en la cara de Tom?
Y en todo el trayecto el perseguido y los perseguidores, el sueño y los soñadores, la presa y los perros de presa. En todo el trayecto la revelación repentina, el destello de unos ojos familiares, el grito de un viejo, viejo nombre, los recuerdos de otros tiempos, la muchedumbre cada vez mayor. Todos lanzándose hacia delante mientras, como una imagen reflejada en diez mil espejos, diez mil ojos, el sueño fugitivo viene y va, con una cara distinta para todos, los que le preceden, los que vienen detrás, los que todavía no se han encontrado con él, los aún invisibles.

Y ahora todos estaban allí, al lado de la lancha, reclamando sus sueños. «Del mismo modo - pensó La Farge -, nosotros queremos que sea Tom, y no Lavinia, no William, ni Roger, ni ningún otro. Pero todo ha terminado. Esto ha ido demasiado lejos.»
- ¡Salgan todos de la lancha! - les ordenó Spaulding.
Tom saltó al embarcadero. Spaulding lo tomó por la muñeca.
-  Tú vienes a casa conmigo. Lo sé todo.
-  Espere - dijo el policía -. Es mi prisionero. Se llama Dexten Lo buscan por asesinato.
-  ¡No! - sollozó una mujer -. ¡Es mi marido! ¡Creo que puedo reconocer a mi marido!
Otras voces se opusieron. El grupo se acercó. La señora La Farge se puso delante de Tom.

-  Es mi hijo. Nadie puede acusarlo. ¡Ya nos íbamos a casa!
Tom, mientras tanto, temblaba y se sacudía con violencia. Parecía enfermo. El grupo se cerró, exigiendo, alargando las manos, aferrándose a Tom.
Tom gritó.
Y ante los ojos de todos, comenzó a transformarse. Fue Tom, y James, y un tal
Switchman, y un tal Butterfield; fue el alcalde del pueblo, y una muchacha, Judith; y un marido, William; y una esposa, Clarisse. Como cera fundida, tomaba la forma de todos los pensamientos. La gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom chilló, estirando las manos, y el rostro se le deshizo muchas veces.
-  ¡Tom! - gritó La Farge.
-  ¡Alicia! - llamó alguien.
-  ¡William!


Le retorcieron las manos y lo arrastraron de un lado a otro, hasta que al fin, con un último grito de terror, Tom cayó al suelo.
Quedó tendido sobre las piedras, como una cera fundida que se enfría lentamente, un rostro que era todos los rostros, un ojo azul, el otro amarillo; el pelo castaño, rojo, rubio, negro, una ceja espesa, la otra fina, una mano muy grande, la otra pequeña.
Nadie se movió. Se llevaron las manos a la boca. Se agacharon junto a él. - Está muerto - dijo al fin una voz.
Empezó a llover.
La lluvia cayó sobre la gente, y todos alzaron los ojos. Lentamente, y después más de prisa, se volvieron, dieron unos pasos, y echaron a correr, dispersándose. Un minuto después, la plaza estaba desierta. Sólo quedaron el señor La Farge y su mujer, horrorizados, cabizbajos, tomados de la mano.
La lluvia cayó sobre el rostro irreconocible. Anna no dijo nada, pero empezó a llorar.

- Vamos a casa, Anna. No hay nada que podamos hacer - dijo el viejo.
Subieron a la lancha y se alejaron por el canal, en la oscuridad. Entraron en la casa, encendieron la chimenea y se calentaron las manos. Se acostaron, y juntos, helados y encogidos, escucharon la lluvia que caía otra vez sobre el techo.
-  ¡Escucha! - dijo La Farge a medianoche -. ¿Has oído algo?
-  Nada, nada.
-  Voy a mirar, de todos modos.
Atravesó a tientas el cuarto oscuro, y esperó algún tiempo al lado de la puerta de la calle.
Al fin abrió y miró afuera.
La lluvia caía desde el cielo negro, sobre el patio desierto, sobre el canal y entre las montañas azules.

La Farge esperó cinco minutos y después, suavemente, con las manos húmedas, entró en la casa, cerró la puerta y echó el cerrojo.



LA TIENDA DE EQUIPAJES



Cuando aquella noche el dueño de la tienda de equipajes escuchó la noticia, transmitida directamente desde la Tierra en una onda de luz - sonido, le pareció algo muy remoto.

Una guerra iba a estallar en la Tierra.
El dueño de la tienda de equipajes se asomó a la puerta y miró el cielo.
Sí, allá estaba la Tierra, en el cielo nocturno, descendiendo como el sol detrás de las colinas. Las palabras de la radio y aquella estrella verde eran lo mismo.

-  No lo creo - dijo el dueño de la tienda.
-   Porque usted no está allá - dijo el padre Peregrine, que se había detenido para entretener la velada.
-  ¿Qué quiere decir, padre?
-   En mi infancia era lo mismo - explicó el padre Peregrine -. Nos decían que había estallado una guerra en China y no lo creíamos. China estaba demasiado lejos. Y moría demasiada gente. Imposible. No lo creíamos ni al ver las películas. Bueno, así es ahora. La Tierra es China. Está tan lejos que parece irreal. No está aquí. No se puede tocar. No se puede ver. Es sólo una luz verde. ¿En esa luz viven dos billones de personas? ¡Increíble! ¿Una guerra! No oímos las explosiones.


-   Ya las oiremos - dijo el dueño de la tienda -. No puedo olvidarme de todos los que iban a venir a Marte en esta semana. ¿Cuántos eran? Unos cien mil en un mes, más o menos. ¿Qué hará esa gente si estalla la guerra?

-  Supongo que volverán. Los necesitarán en la Tierra.
-  Bueno - dijo el dueño -. Será mejor que sacuda el polvo de las maletas. Sospecho que en cualquier momento habrá aquí un tropel de clientes.
-   ¿Cree usted que si es ésta la Gran Guerra de la que tanto se ha hablado las gentes de Marte volverán a la Tierra?
-    Es curioso, padre; pero sí, creo que volverán, todos. Ya sé que hemos venido huyendo de muchas cosas: la política, la bomba atómica, la guerra, los grupos de presión, los prejuicios, las leyes; ya lo sé. Pero nuestro hogar está aún allá abajo. Espere y verá. Cuando la primera bomba atómica caiga en los Estados Unidos, la gente de aquí arriba comenzará a pensar. No han vivido aquí bastante tiempo. No más de un par de años. Si hubieran pasado aquí cuarenta años, todo sería distinto; pero allá abajo están sus parientes, y los pueblos donde nacieron. Yo ya no puedo creer en la Tierra; apenas puedo imaginármela. Pero yo soy viejo. No cuento. Podría quedarme aquí.
-  Lo dudo.
-  Sí, tiene usted razón.
De pie, en el porche, contemplaron las estrellas. Al fin el padre Peregrine sacó algún dinero del bolsillo y se lo dio al propietario.
- Ahora que lo pienso, mejor que me dé una maleta nueva. La que tengo está muy estropeada...



FUERA DE TEMPORADA



Sam Parkhill, armado de una escoba, barría hacia fuera la arena azul de Marte.

-   Y bien - dijo -. Mira eso. - Y señaló con la mano -. Mira ese letrero: Salchichas calientes de Sam. Es hermoso, ¿no es cierto, Elma?
-  Sí, Sam - dijo Elma.
-   Dios, ¡qué cambio! ¡Si los muchachos de la cuarta expedición me vieran ahora! Es bueno tener un negocio mientras todos los demás andan todavía armas al hombro.
Ganaremos millones, Elma, ¡millones!
Elma lo miró largamente, en silencio.
-   ¿Qué fue del capitán Wilder? - preguntó al fin -. El que mató a aquel hombre que quería acabar con todos los terrestres, ¿cómo se llamaba?
-   Spender. Un chiflado, un extravagante... ¿El capitán Wilder? Me dijeron que partió para Júpiter. Sí, se lo quitaron de encima con un ascenso. Me parece que Marte lo dejó un poco trastornado también. Quisquilloso, ¿comprendes? Volverá de Júpiter y Plutón dentro de unos veinte años... Si tiene suerte. Eso es lo que ha conseguido abriendo la boca. Y mientras él se muere de frío, ¡mírame, mira este sitio!

Dos carreteras muertas desembocaban en aquella encrucijada, perdiéndose luego en la oscuridad de la noche. Allí había construido Sam Parkhill. una casa de chapas de aluminio de brillo enceguecedor, sacudidas ahora por la música del fonógrafo automático.
Sam Parkhill se inclinó y enderezó los vidrios rotos que bordeaban el sendero. Había sacado los vidrios de unos viejos edificios marcianos de las colinas.
-  ¡Las mejores salchichas de dos mundos! ¡El primer hombre en Marte con un quiosco de salchichas calientes! ¡Las mejores salchichas, los mejores pimientos y la mejor mostaza! No dirás que no soy un hombre emprendedor. Aquí las carreteras, allá la ciudad


muerta y las minas. Los camiones de la colonia terrestre Ciento Uno pasarán por aquí las veinticuatro horas del día. ¿No he elegido bien el sitio?
Elma se miraba las uñas.
-  Tú crees que esos diez mil nuevos cohetes llegarán a Marte? - dijo al fin.
-  Dentro de un mes - afirmó Parkhill -. ¿Por qué pones esa cara?
-  No confío en los terrestres. Creeré cuando vea llegar esos diez mil cohetes, con esos cien mil mexicanos y chinos a bordo.
-  Clientes - dijo Parkhill con aire soñador -. Cien mil individuos hambrientos.
-   Si antes no estalla una guerra atómica - dijo Elma lentamente, alzando los ojos al cielo -. Desconfío de las bombas atómicas. Hay tantas en la Tierra que no se sabe qué puede pasar.
-  Ah - dijo Sam, y siguió barriendo.
Alcanzó a ver de reojo un resplandor azul. Algo flotaba gentilmente detrás de Sam. - Sam - dijo la voz de Elma -, un amigo tuyo viene a verte.
Sam se volvió rápidamente y vio la máscara que parecía flotar en el viento. - ¡Otra vez aquí! - Sam blandió la escoba como un arma.
La máscara asintió. Era de cristal tallado, de color celeste, y se alzaba sobre un cuello delgado y unas ropas ondulantes y sueltas de fina seda amarilla. Dos manos de plata trenzada surgieron de las ropas. De la boca de la máscara salió una música suave, y las sedas, la máscara y las manos subieron y bajaron.
-   Señor Parkhill, he venido a conversar otra vez con usted - dijo la voz detrás de la máscara.
-   ¡Ya le dije que no quiero verlo por aquí! - gritó Sam -. Váyase, o le contagiaré la
Enfermedad.
-   Ya tuve la Enfermedad - dijo la voz -. Fui uno de los pocos sobrevivientes. Estuve enfermo mucho tiempo.

-  Váyase, escóndase en las colinas. Allá está su casa, allá ha vivido siempre. ¿Por qué viene a molestarme? Y así, de pronto. Dos veces en un día.
-  No tenemos malas intenciones.
-   Yo sí - dijo Sam, enojado -. No me gustan los desconocidos. No me gustan los marcianos. Nunca vi ninguno hasta hoy. Y no es natural. Se esconden durante años y de pronto se meten conmigo. Déjenme en paz.
-  Es algo importante - dijo la máscara azul.
-  Si se trata del terreno, es mío. He construido este quiosco con mis propias manos.
-  En cierto sentido se trata del terreno.
-   Mire - dijo Sam -. Soy de Nueva York. Una ciudad de diez millones de hombres.
Ustedes, los marcianos, son sólo un par de docenas. No tienen ciudades, andan vagando por las colinas, no tienen jefes, ni leyes, y ahora me vienen a hablar del terreno. Pues bien, los viejos deben dar paso a los jóvenes. Es la ley del más fuerte. Desde esta mañana, desde que usted se fue, llevo un arma conmigo, y cargada.
-   Nosotros los marcianos somos telepáticos - dijo la fría máscara azul -. Estamos en contacto con un pueblo terrestre del otro lado del mar muerto. ¿Ha oído usted la radio?
-  Se me ha estropeado el aparato.
-  Entonces no sabe. Hay grandes noticias. De la Tierra...
Una mano de plata se movió ligeramente, y en ella apareció un tubo de bronce.
-  Permítame que le enseñe esto.
-  Un arma - gritó Sam Parkhill.
En un instante se llevó la mano a la cadera, sacó el arma, e hizo fuego contra la neblina, la ropa de seda y la máscara azul.
La máscara flotó todavía un momento. Luego, como la tienda de un circo pequeño que ha aflojado las estacas y se va doblando en pliegues sucesivos, las sedas susurraron, la


máscara descendió, y las manos de plata tintinearon en el sendero de piedra. La máscara descansó sobre un pequeño montón de ropa y de huesos blancos y silenciosos.
Sam jadeaba.
Elma se inclinó sobre el marciano.
-  Esto no es un arma - dijo agachándose y levantando el tubo de bronce -. El marciano te iba a mostrar un mensaje. Está todo escrito con letras serpentinas, todas azules. Yo no lo entiendo. ¿Y tú?
-   No, esa escritura marciana con figuras nunca fue nada. Tíralo - replicó Sam mirando alrededor -. Es posible que haya otros. Hay que ocultar el cadáver. Trae una pala.
-  ¿Qué vas a hacer?
-  Enterrarlo, por supuesto.
-  No debías haberlo matado.
-  Fue un error. ¡Pronto!
Elma le alcanzó la pala en silencio.
A las ocho, Sam, con rostro preocupado, barría otra vez el frente del quiosco. Elma estaba de pie en el umbral iluminado cruzada de brazos.
-  Lamento lo que pasó - dijo Sam. Miró a Elma y en seguida volvió los ojos -. Fue sólo la fatalidad, ¿no es cierto?
-  Sí - dijo ella.
-  Me trastornó verle sacar el arma.
-  ¿Qué arma?
-   Bueno, ¡yo creía que era un arma! Lo siento. Lo siento. ¿Cuántas veces tengo que decirlo?
Elma se llevó un dedo a los labios.
-  Calla...

-   No me importa - bufó Sam -. Me apoya la compañía Colonias Terrestres, Sociedad
Anónima. Los marcianos no se atreverán a...
-  Mira - dijo Elma.
Sam miró el fondo del mar muerto. La escoba se le cayó de las manos. La recogió, temblando, abrió la boca y un hilo de saliva le flotó en el aire.
-  ¡Elma, Elma, Elma! - dijo.
-  Allá vienen - dijo Elma.
Sobre el fondo antiguo del mar, doce embarcaciones marcianas de velas azules flotaban como fantasmas azules, como columnas de humo azul.
-  ¡Barcos de arena! Pero ya no hay más, Elma, ya no hay más barcos de arena.
-  Ésos parecen barcos de arena - dijo Elma.
-   Las autoridades los confiscaron. Los desarmaron y los subastaron. En todo este maldito territorio no hay más que un barco de arena, el mío, y sólo yo sé manejarlo.
-  No sólo tú - dijo Elma señalando el fondo del mar.
-  Vamos, ¡salgamos de aquí!
-  ¿Por qué? - preguntó Elma lentamente, fascinada por las naves marcianas.
-  ¡Me van a matar! ¡Vamos al camión, rápido!
Elma no se movió.
Sam tuvo que arrastrarla al otro lado del quiosco, donde estaban las dos máquinas: el camión que había usado regularmente hasta hacía un mes y el viejo barco marciano para andar por la arena, que había comprado sonriendo en una subasta y que en las últimas tres semanas había utilizado para transportar mercancías sobre el vítreo fondo del mar.
Miró el camión y recordó. El motor estaba en el suelo y desde hacía dos días intentaba repararlo.
-  Me parece que ese camión no está en condiciones - dijo Elma.
-  El barco de arena. ¡Sube!
-  ¿Y dejaré que me lleves en un barco de arena? Oh, no.


- Sube. Sé manejarlo.

Sam la empujó dentro del barco, saltó detrás de ella, y empuñando la caña del timón, soltó la vela azul al viento del anochecer.
Las estrellas brillaban, y los azules barcos marcianos se deslizaban por las arenas susurrantes. El barco de Sam no se movía. Recordó el ancla de arena y la arrancó de un tirón.
- ¡Allá vamos!
El viento empujó la nave sobre el antiguo fondo del mar, sobre cristales enterrados hacía mucho tiempo, y las columnas, los muelles desiertos de mármol y bronce, las ciudades muertas ajedrezadas y blancas, y las laderas purpúreas desfilaron y se alejaron. Las siluetas de los barcos marcianos se empequeñecieron, y luego empezaron a seguir a Sam.
-    ¡Muy pronto sabrán de mil - gritó Sam -. Informaré a la Compañía Cohete. Me protegerán. No, no me dormiré, te lo aseguro.
-  Si hubiesen querido - dijo Elma con cansancio - habrían podido detenerte. No se han molestado, nada más.
Sam se echó a reír.
-  No digas tonterías. ¿Por qué iban a dejarme escapar? No, no fueron bastante rápidos, eso es todo.
-  ¿No? - dijo Elma señalando detrás de ellos con un movimiento de cabeza.
Sam no se volvió. Sintió que soplaba un viento frío. Temió darse cuenta. Sintió que en el banco detrás de él había algo, algo tan leve como el aliento de un hombre en una mañana fría, algo tan azul como un humo de leña en el crepúsculo, algo que parecía un antiguo encaje blanco, una nevada, la helada escarcha del invierno en los juncos quebradizos.

Una delgada lámina de cristal se rompió de pronto. Una risa. Después, silencio. Sam se volvió.
La figura estaba sentada, inmóvil, en el banco del timón. Era una joven de muñecas transparentes como cristales de hielo, y de ojos claros como las lunas, grandes, tranquilos y blancos. El viento sopló y el cuerpo de ella tembló como una imagen en el agua, y las sedas se extendieron alrededor como jirones de lluvia azul.
-  Vuelva - dijo la joven.
-   No. - Sam se estremeció, con el leve y delicado estremecimiento de una avispa suspendida en el aire, asustada, indecisa entre el miedo y el odio -. ¡Salga del barco!
-  Este barco no es suyo - dijo la visión -. Es tan viejo como el mundo. Navegaba en los mares de arena hace diez mil años, cuando desaparecieron las aguas y los muelles quedaron desiertos; y vino usted y lo robó. Vuelva al cruce de la carretera, queremos hablar con usted. Ha ocurrido algo.
-   ¡Fuera del barco! - dijo Sam sacando el arma de la funda con un crujido de cuero. Sam apuntó con cuidado -. Salte antes de que cuente tres o...
-  ¡No dispare! - gritó la muchacha -. No le haré daño. Ni tampoco los otros. Venimos en paz.
-  Uno - dijo Sam.
-  ¡Sam! - dijo Elma.
-  Escúcheme - dijo la muchacha.
-  Dos - dijo Sam firmemente, con el dedo en el gatillo.
-  ¡Sam! - gritó Elma.
-  Tres - dijo Sam.
-  Nosotros sólo... - dijo la muchacha.


Sam hizo fuego.
A la luz del sol se funde la nieve, los cristales se evaporan transformándose en nubes, en nada. A la luz del fuego los vapores danzan y se desvanecen. En el cráter del volcán,


las cosas frágiles estallan y se volatilizan. La joven marciana, ante el disparo, ante el calor, ante el impacto, se dobló como una bufanda de seda y se fundió como una figurita de cristal. Lo que quedó de ella - hielo, nieve, humo - se lo llevó el viento. El banco del timón estaba vacío.

Sam guardó el arma, sin mirar a su mujer.
Susurrante, la nave continuó el viaje sobre las arenas del color de las lunas.
-  Sam - dijo Elma al cabo de un rato -, para el barco.
-   Oh, no, no - respondió Sam muy pálido -. No me dejarás ahora, después de tanto tiempo.
Elma miró la mano que empuñaba el arma.
-  Creo que serías capaz. Sí, creo que serías capaz.
Sam, empuñando el timón, sacudió la cabeza.
-  Es una locura, Elma. Dentro de un minuto estaremos en la ciudad, ¡y a salvo!
-  Sí - dijo Elma tendiéndose en el fondo del barco.
-  Elma, óyeme.
-  Nada tengo que oír.
-  ¡Elma!
Pasaban ante una blanca ciudad ajedrezada, y Sam, despechado, furioso, disparó seis veces contra las torres de cristal. La ciudad se deshizo en una lluvia de antiguos cristales y astillas de cuarzo, y cayó disolviéndose en escamas de jabón. Desapareció. Sam, riéndose, hizo fuego una vez más, y una última torre, una última figura de ajedrez, se incendió, ardió, y en cenizas azules subió a las estrellas.
-  ¡Les enseñaré! ¡Les enseñaré a todos!
-  Sigue, Sam, sigue enseñándonos - dijo Elma tendida en la sombra.
-  ¡Ahí viene otra ciudad! - Sam volvió a cargar el arma -. Verás cómo la arreglo.

Los fantasmales barcos azules se alzaron detrás de ellos, acercándose. Aunque al principio Sam no los vio, oía un silbido continuo, un viento que chillaba como una hoja de acero en la arena. Era el ruido de las proas afiladas de los barcos de desplegados gallardetes rojos y azules. Se abrían camino en el fondo del mar. Y en los barcos de color azul claro había unas imágenes de color azul oscuro: hombres enmascarados, hombres con rostros de plata, hombres con ojos como estrellas azules, hombres con orejas talladas en oro, hombres con mejillas de estaño y labios adornados de rubíes, hombres de brazos cruzados, hombres que seguían a Sam, marcianos.
Uno, dos, tres, contó Sam. Los barcos marcianos se acercaban. - Elma, Elma, no puedo con todos.
Elma no respondió ni se movió.
Sam disparó su arma ocho veces. Uno de los barcos se deshizo. La vela, el casco de esmeralda, la quilla de bronce, la caña del timón, blanca como la luna, y los hombres enmascarados y azules se hundieron en la arena con una llama anaranjada y humeante.
Pero otros barcos se acercaron.
- Son demasiados, Elma - gritó Sam -. Me van a matar..
Echó el ancla. Era inútil seguir. La vela aleteó, cayó y se plegó sobre sí misma, con un suspiro. El barco se detuvo. El viento se detuvo. El viaje se detuvo. Marte no se movió mientras las majestuosas naves marcianas giraban titubeando alrededor de Sam.
-  Terrestre - llamó una voz desde un asiento alto, en alguna parte.
Una máscara plateada se animó. Unos labios de rubíes centellearon.
-  ¡No he hecho nada!
Sam observó las caras de alrededor. Un centenar de caras. No quedaban muchos marcianos en Marte, cien, ciento cincuenta, y casi todos estaban ahora allí, en el fondo seco del mar, en sus barcos resucitados, no muy lejos de sus ajedrezadas ciudades muertas. Una de ellas acababa de caer en pedazos, como una copa de cristal derribada por una piedra. Las máscaras plateadas destellaban.


-   Fue todo un error - alegó Sam irguiéndose en el barco. Elma yacía encogida como una muerta en el fondo de la cala -. Vine a Marte como un honrado y emprendedor hombre de negocios. Con los materiales de un viejo cohete, hice en el cruce de las carreteras... ya conocen el sitio, el quiosco más hermoso que hayan visto jamás.

Admitirán ustedes que es una construcción excelente. - Sam se rió y miró alrededor -. Y entonces llegó aquel marciano. Ya sé que era amigo de ustedes. Su muerte fue un accidente, puedo asegurarlo. Yo sólo quería tener un quiosco de salchichas. El único en todo el planeta. El primero y el más importante. ¿Entienden? Yo iba a servir allí las mejores salchichas calientes, con pimientos, cebollas y naranjada.
Las inmóviles máscaras de plata ardían a la luz de las lunas. Unos ojos amarillos brillaban sobre Sam. Sam sintió que el estómago se le encogía, se le retorcía, se le endurecía como una piedra. Dejó caer el arma en la arena.
-  Me entrego.
-  Recoja el arma, terrestre - dijeron los marcianos a coro.
-  ¿Qué?
Una mano enjoyada se movió en la proa de un brazo azul.
-  El arma. Recójala. Guárdela.
Sam, asombrado, la recogió.
-  Ahora - dijo la voz - haga girar el barco y regrese al quiosco.
-  ¿Ahora?
-   Ahora - repitió la voz -. No le haremos daño. Usted huyó antes de que pudiéramos explicárselo. Venga.
Los grandes barcos giraron como villanos de luna. Las velas aletearon en el viento con un ruido de aplausos leves, y las máscaras se movieron y brillaron, encendiendo las sombras.

-    ¡Elma! - Sam avanzó, tambaleándose por el barco -. Levántate - tartamudeó -.
Regresamos, Elma. No me van a hacer daño, no me van a matar. Levántate, querida, levántate.
-  ¿Qué? ¿Qué pasa?
El viento arrastraba otra vez la nave. Elma parpadeó y lentamente, como en un sueño, se incorporó y se dejó caer en un banco, como un saco de piedras.
La arena se deslió bajo la quilla de bronce. Media hora después los barcos se detenían en la encrucijada, y todos bajaron a la orilla.
El jefe de los marcianos miró a Sam y a Elma con una máscara de bronce pulido y ojos que eran sólo agujeros de un insondable y oscuro azul, y del agujero de la boca le salieron unas palabras que flotaron en el viento.
-   Prepare el quiosco - dijo la voz. Una mano enguantada en diamantes se agitó en el aire -. Prepare la comida, prepare los vinos raros, porque esta noche es la gran noche.
-  ¿Quieren decir - le preguntó Sam - que puedo quedarme?
-  Sí.
-  ¿No me odian, entonces?
La máscara era rígida, y tallada y fría y ciega.
-  Prepare esa casa de comidas - dijo la voz -. Y tome esto.
-  ¿Qué es?
Sam contempló parpadeando el rollo de papel de plata que le ofrecía el marciano, y donde bailaban unos jeroglíficos con figuras de serpiente.
-   El acta de concesión del territorio entre las montañas de plata y las colinas azules, entre el mar muerto y los valles lejanos de ópalo y de esmeralda - dijo el jefe.
-  ¿Es mío? - preguntó Sam, incrédulo.
-  Suyo.
-  ¿Cien mil kilómetros cuadrados de territorio?
-  Suyo.


- ¿Has oído, Elma?

Elma, sentada en el suelo, con los ojos cerrados, apoyaba la cabeza en el quiosco de aluminio.
-  Pero ¿por qué?... ¿por qué me dan todo esto? - preguntó Sam tratando de ver en las hendiduras metálicas de los ojos.
-  Eso no es todo. Tome.
Aparecieron otros seis rollos de papel. Se leyeron los nombres; se designaron los territorios.
-   Pero ¡es la mitad de Marte! ¡Soy dueño de la mitad de Marte! - Sam apretaba los rollos en sus puños. Riendo como un loco agitó los papeles delante de Elma -. Elma, ¿has oído?
-  He oído - dijo Elma observando el cielo.
-  Gracias, oh, gracias - le dijo Sam. a la máscara de bronce.
-  Esta noche es la noche - dijo la máscara -. Tiene que estar preparado.
-  Me prepararé. ¿Qué es...? ¿Una sorpresa? ¿Vienen los cohetes de la Tierra antes de lo que pensábamos? ¿Un mes antes? ¿Los diez mil cohetes con los colonos, los mineros, los obreros y sus mujeres? ¿Los cien mil hombres? ¿No te parece magnífico, Elma?
¿Ves?, ya te lo había dicho, ya te lo había dicho. Ese pueblo no va a tener siempre mil habitantes. Vendrán cincuenta mil, y al mes siguiente cien mil, y a fin de año cinco millones. ¡Y yo dueño del único quiosco de salchichas calientes en una concurrida carretera que lleva a las minas!
La máscara flotó en el viento.
-  Nos vamos. Prepárese. El territorio es suyo.
A la luz de las lunas, en el viento, como pétalos metálicos de alguna flor antigua, como plumas azules, como inmensas y silenciosas mariposas de cobalto, las viejas naves giraron y se deslizaron sobre las arenas, y las máscaras brillaron y resplandecieron hasta que el último reflejo, el último color azul, se perdió entre las colinas.

-  Elma, ¿por qué lo habrán hecho? ¿Por qué no me mataron? ¿No saben nada? ¿Qué les pasa? ¿Tú lo entiendes, Elma? - le preguntaba Sam sacudiéndole un hombro -. ¡Soy dueño de medio Marte!
-  Elma miraba el cielo nocturno, esperando.
-  Ven - le dijo Sam -. Hay que arreglar la casa, cocinar todas las salchichas, calentar el pan, freír los pimientos, pelar y cortar las cebollas, preparar las salsas, poner las servilletas, barrer y limpiar. ¡Ja! - Dio unos pasos de baile, entrechocando los talones -. Oh, muchacho, qué feliz me siento, sí, señor, qué feliz me siento - cantó con voz desafinada -. ¡Es mi día de suerte!
Corriendo de un lado a otro, coció las salchichas, cortó el pan, peló las cebollas.
-   Piénsalo, el marciano habló de una sorpresa. Eso sólo puede significar una cosa,
Elma: cien mil personas llegan antes de lo esperado, esta misma noche, ¡entre todas las noches! ¡Nos van a inundar! Trabajaremos horas y horas durante días y días. Y todos esos turistas alrededor, mirando cosas. ¡Elma! ¡Piensa en el dinero!
Salió de la casa y examinó el cielo. No vio nada.
-  Dentro de un minuto quizá - dijo aspirando con satisfacción el aire frío, levantando los brazos, golpeándose el pecho -. ¡Ah!
Elma no hablaba. Pelaba tranquilamente unas patatas, con los ojos fijos en el cielo nocturno.
-  Sam - dijo media hora después -. Allá está, mira.
Sam miró y vio. La Tierra.
Se elevaba sobre las colinas, llena y verde, como una piedra finamente tallada.
- La buena y vieja Tierra - suspiró Parkhill cariñosamente -. La vieja y maravillosa
Tierra. Mándame tus hambrientos desfallecidos. Algo... algo, ¿cómo dice el poema?


Mándame tus hambrientos, vieja Tierra. Aquí está San Parkhill con las salchichas preparadas, los pimientos en la sartén y todo limpio como un espejo. Vamos, Tierra,
¡mándame tus cohetes!
Salió y contempló su quiosco. Allí estaba, perfecto como un huevo recién puesto en el antiguo fondo del mar, el único núcleo de luz y calor en cien kilómetros cuadrados de tierra desolada, como un corazón solitario en un enorme cuerpo sombrío. Sam se sintió triste de orgullo, mirando el quiosco con ojos húmedos.
-   Uno se siente humilde - dijo entre el olor de las salchichas, los panes calientes y la mantequilla -. ¡Vengan! - dijo, invitando a las estrellas del cielo -. ¿Quién será el primer cliente?
-  Sam - dijo Elma.
La Tierra cambió en el cielo negro.
Una parte pareció volar en innumerables pedazos, como un gigantesco rompecabezas. Luego ardió durante un minuto con un resplandor siniestro, tres veces mayor que el normal, y se fue apagando.
-  ¿Qué ha sido eso? - preguntó Sam mirando el fuego verde en el cielo.
-  La Tierra - dijo Elma juntando las manos.
-  No puede ser la Tierra. No es la Tierra. No, no es la Tierra. No puede ser.
-   ¿Quieres decir que no podía ser la Tierra? - dijo Elma mirándolo -. No, ya no es la Tierra. ¿Es eso lo que quieres decir?
-  No es la Tierra, no; no podía ser - gimió Sam.
Y se quedó allí inmóvil, con los brazos colgantes, la boca abierta, la mirada apagada.
-  Sam - llamó Elma. Por primera vez, después de muchos días, le brillaban los ojos -.
¿Sam?
Sam contemplaba el cielo.

-   Bueno - dijo Elma. Miró alrededor unos instantes, en silencio, y luego, de pronto, se echó una servilleta al brazo -. Enciende las luces, ¡que suene la música, que se abran las puertas! Dentro de un millón de años vendrá otra hornada de clientes. Hay que estar preparado, sí, señor.
Sam no se movió.
-   Qué lugar magnífico para un quiosco de salchichas - dijo Elma mientras sacaba un mondadientes y se lo ponía en la boca -. Te voy a contar un secreto, Sam - murmuró inclinándose hacia él -. Me parece que estamos fuera de temporada.



LOS OBSERVADORES



Aquella noche todos salieron de sus casas y miraron al cielo. Dejaron las cenas, dejaron de lavarse o de vestirse para la función, y salieron a los porches, ahora no tan nuevos, y observaron el astro verde, la Tierra. Fue un movimiento involuntario; todos lo hicieron, para comprender mejor las noticias que habían oído en la radio un momento antes. Allá estaba la Tierra y allá la guerra inminente, y allá los cientos de Infles de madres o abuelas, padres o hermanos, tías o tíos, primas o primos. De pie, en los porches, trataban de creer en la existencia de la Tierra, tanto como en otro tiempo habían tratado de creer en la existencia de Marte. El problema se había invertido. En la práctica era como si la Tierra estuviese muerta; la habían abandonado hacía ya tres o cuatro años. El espacio era un anestésico; cien millones de kilómetros de espacio lo insensibilizaban a uno, dormían la memoria, despoblaban la Tierra, borraban el pasado y permitían que los hombres de Marte continuaran trabajando. Pero ahora, esta noche, se levantaban los muertos, la Tierra volvía a poblarse, la memoria despertaba, miles de nombres venían a


los labios. ¿Qué haría fulano esa noche en la Tierra? ¿Y zutano o mengano? Las gentes de los porches se miraban de reojo.
A las nueve, la Tierra pareció estallar, encenderse y arder. Las gentes de los porches extendieron las manos como para apagar el incendio.
Esperaron. A medianoche, el fuego se extinguió. La Tierra seguía allí. Un suspiro surgió de los porches como una brisa otoñal.
-  No tenemos noticias de Harry.
-  Está bien.
-  Tendríamos que enviarle un mensaje a mamá.
-  Está bien.
-  Tendríamos que enviarle un mensaje a mamá.
-  Está bien.
-  ¿Crees que estará bien?
-  No te preocupes.
-  ¿Crees que no le pasará nada?
-  Claro que no. Vamos a acostarnos.
Pero nadie se movió. Llevaron las cenas atrasadas a los prados nocturnos, las sirvieron en mesas plegables, y comieron lentamente hasta las dos de la mañana. El mensaje luminoso de la radio flameó en la Tierra y todos leyeron las luces del código Morse, como una luciérnaga lejana.

CONTINENTE    AUSTRALIANO   ATOMIZADO   EN   PREMATURA   EXPLOSIÓN

DEPÓSITO BOMBAS ATÓMICAS.
LOS ÁNGELES, LONDRES, BOMBARDEADAS. VUELVAN. VUELVAN. VUELVAN.

Se levantaron de las mesas.
VUELVAN. VUELVAN. VUELVAN.

-  ¿Has tenido noticias de Ted este año?

-   Y... ya sabes, con un franqueo de cinco dólares por carta no escribo mucho a mi hermana.
VUELVAN.
-  ¿Qué será de Jane? ¿Te acuerdas de mi hermanita Jane?
VUELVAN.
A las tres, en la helada madrugada, el dueño de la tienda de equipajes alzó los brazos.
Calle abajo venía mucha gente.
- No he cerrado a propósito. ¿Qué desea, señor?
Al amanecer, las maletas habían desaparecido de los estantes.



LOS PUEBLOS SILENCIOSOS



A orillas del seco mar marciano se alzaba un pequeño pueblo blanco, silencioso y desierto. No había nadie en las calles. Unas luces solitarias brillaban todo el día en los edificios. Las puertas de las tiendas estaban abiertas de par en par, como si la gente hubiera salido rápidamente sin cerrar con llave. Las revistas traídas de la Tierra hacía ya un mes en el cohete plateado, aleteaban al viento, intactas, ennegreciéndose en los estantes de alambre frente a las droguerías.

El pueblo estaba muerto; las camas vacías y heladas. Sólo se oía el zumbido de las líneas eléctricas y de las dinamos automáticas, todavía vivas. El agua desbordaba en


bañeras olvidadas, corría por habitaciones y porches, y nutría las flores descuidadas de los jardines. En los teatros a oscuras, las gomas de mascar que aún conservaban las marcas de los dientes se endurecían debajo de los asientos.

Más allá del pueblo había una pista de cohetes. Allí donde la última nave se había elevado entre llamaradas hacia la Tierra, se podía respirar aún el olor penetrante del suelo calcinado. Si se ponía una moneda en el telescopio y se apuntaba hacia el cielo, quizá pudieran verse las peripecias de la guerra terrestre. Quizá pudiera verse cómo estallaba Nueva York. Quizá pudiera verse la ciudad de Londres, cubierta por una nueva especie de niebla. Quizá pudiera comprenderse, entonces, por qué habían abandonado este pueblecito marciano. La evacuación, ¿había sido muy rápida? Bastaba entrar en una tienda cualquiera y apretar la tecla de la caja registradora. Los cajones asomaban tintineando con monedas brillantes. La guerra terrestre era sin duda algo terrible...
Por las desiertas avenidas del pueblo, silbando suavemente y empujando a puntapiés, con profunda atención, una lata vacía, avanzó un hombre alto y flaco. Los ojos le brillaban con una mirada oscura, mansa y solitaria. Movía las manos huesudas dentro de los bolsillos, repletos de monedas nuevas. De vez en cuando tiraba alguna al suelo, riendo entre dientes, y seguía caminando, regando todo con monedas brillantes.
Se llamaba Walter Gripp. En las lejanas colinas azules tenía un lavadero de oro y una cabaña, y cada dos semanas bajaba al pueblo y buscaba una mujer callada e inteligente con quien pudiera casarse. Durante varios años había vuelto a la cabaña decepcionado y solo. ¡Y la semana anterior había encontrado el pueblo en este estado!
Se había sorprendido tanto que había entrado rápidamente en una tienda de comestibles y había pedido un sándwich triple de carne.
- ¡Voy! - gritó con una servilleta en un brazo.
Se movió con rapidez, sacando de algún sitio unos embutidos y unas rodajas de pan de la víspera, quitó el polvo de una mesa, se invitó a sí mismo a sentarse, y comió hasta que tuvo que buscar una droguería donde pidió bicarbonato. El droguero, el propio Walter Gripp, se lo sirvió en seguida, con una cortesía asombrosa.

Luego se metió en los jeans todo el dinero que pudo encontrar, cargó un cochecito de niño con billetes de diez dólares y se fue traqueteando por las calles del pueblo. Al llegar a los suburbios comprendió que estaba haciendo tonterías. No necesitaba dinero. Llevó los billetes de diez dólares a donde los había encontrado, sacó un dólar de su propia billetera - el precio de los sándwiches - lo metió en la caja registradora, añadiendo como propina una moneda de veintiocho centavos.
Aquella noche disfrutó de un baño turco caliente, un sabroso bistec adornado de setas delicadas, un jerez seco importado, y fresas con vino. Luego se puso un traje de franela azul y un sombrero de fieltro que se le balanceaba de un modo extraño en la cima de la afilada cabeza. Metió una moneda en un fonógrafo automático, que tocó Aquella mi vieja pandilla, y echó otras veinte monedas en otros veinte fonógrafos del pueblo. Las calles solitarias y la noche se llenaron de la música triste de Aquella mi vieja pandilla, mientras alto, delgado y solo, Walter Gripp se paseaba con las manos frías en los bolsillos acompañado por el leve crujido de un par de zapatos nuevos.
Pero todo esto había ocurrido la semana anterior. Ahora dormía en una cómoda casa de la avenida Marte, se levantaba a las nueve, se bañaba y recorría perezosamente el pueblo en busca de unos huevos con jamón. Todas las mañanas congelaba una tonelada de carne, verduras y tartas de crema de limón; cantidad suficiente para diez años, hasta que los cohetes volvieran de la Tierra, si volvían.
Ahora, esta noche, se paseaba arriba y abajo mirando las hermosas y sonrosadas mujeres de cera de los coloridos escaparates. Por primera vez comprendió qué muerto estaba el pueblo. Se sirvió un vaso de cerveza y sollozó en voz baja.
- Bueno - dijo -, estoy realmente solo.


Entró en el Teatro Elite para proyectarse una película y distraer su soledad. En el teatro vacío y hueco, parecido a una tumba, unos espectros grises y negros se arrastraron por la vasta pantalla. Estremeciéndose, huyó de aquel lugar fantasmagórico.

Atravesaba de prisa una calle lateral, ya decidido a volver a casa, cuando de pronto oyó el campanilleo de un teléfono. Escuchó.
-  En una casa está sonando un teléfono - se dijo. Apresuró el paso.
-  Alguien tendría que contestar ese teléfono - musitó.
Se sentó ociosamente en el borde de la acera para sacarse una piedra del zapato.
-   ¡Alguien! - gritó de pronto, incorporándose de un salto -. ¡Yo! Dios mío, ¿qué me ocurre?
Miró alrededor. ¿Qué casa? Aquélla.
Corrió por el césped, subió las escaleras, entró en la casa, bajó a un vestíbulo oscuro. Arrebató el auricular.
-  ¡Hola!
Buzzzzzzzzz.
-  ¡Hola! ¡Hola!
Habían colgado.
-  ¡Hola! - gritó, y golpeó el teléfono -. ¡Idiota, estúpido! - se gritó a sí mismo -. ¡Sentado en la acera, como un condenado idiota! - Sacudió el aparato -. ¡Suena, suena otra vez! ¡Vamos!
No había pensado que en Marte pudiera haber otros hombres. No había visto a nadie en toda la semana y había imaginado que los otros pueblos estaban tan desiertos como
éste.
Ahora, mirando el horrible aparato telefónico, negro y pequeño, se estremeció de pies a cabeza. Una vasta red unía todos los pueblos de Marte. ¿De cuál de las treinta ciudades había venido la llamada?

No lo sabía.
Esperó. Fue a tientas hasta la cocina, descongeló unas frambuesas, y comió desconsoladamente.
-   No había nadie en el otro extremo de la línea - murmuró -. Un poste cayó en alguna parte y el teléfono sonó solo.
Pero ¿no había oído un clic? Alguien había colgado, muy lejos. Durante el resto de la - noche no se movió del vestíbulo.
-  No por el teléfono - se dijo a sí mismo -. No tengo otra cosa que hacer.
-  Escuchó el tictac de su reloj.
-   Ella no volverá a telefonear - dijo -. No llamará nunca más a un número que no contesta. ¡Quizás en este momento marca otros números de otras casas del pueblo! Y aquí estoy yo sentado... ¡Un minuto! - Se rió -. ¿Por qué estoy diciendo «ella»? - Parpadeó -. Lo mismo podía haber sido «él»...
El corazón le latió más lentamente. Se sentía decepcionado y decaído. Le hubiera gustado tanto que fuera «ella»...
Salió de la casa y se detuvo en medio de la calle a la débil luz del alba.
Escuchó. Ningún sonido. Ni pájaros, ni coches. Sólo el corazón que le golpeaba el pecho: un latido, una pausa, y otra vez un latido. Escuchaba con tanta atención que le dolía la cara. El viento soplaba gentilmente, oh, tan gentilmente sacudiéndole los faldones de la chaqueta.
-  Calla... - susurró -. Escucha.
Se balanceó moviéndose en un círculo lento, volviendo la cabeza de una casa silenciosa a otra.
Telefoneará a otros números y luego a otros, pensó. Ha de ser una mujer. ¿Por qué?
Sólo una mujer podría estar llamando y llamando. Un hombre no. Un hombre es más


independiente. ¿He telefoneado yo a alguien? No. Ni se me ha ocurrido. Ha de ser una mujer. ¡Tiene que ser una mujer, por Dios!
Escucha.
Lejos, bajo las estrellas, sonó un teléfono.
Walter Gripp echó a correr. Se detuvo y escuchó. La campanilla sonaba débilmente. Corrió unos pasos más. La llamada era ahora más clara. Se precipitó por una callejuela. ¡Más aún! Pasó delante de seis casas, y otras seis. ¡Más y más clara! Eligió una casa. La puerta estaba cerrada con llave.
El teléfono sonaba dentro.
- ¡Maldita sea!
Gripp sacudió el picaporte. El teléfono chilló.
Gripp lanzó una silla del porche contra la ventana del vestíbulo y saltó detrás de la silla. Antes de que Gripp lo tocara, el teléfono dejó de sonar.
Walter Gripp recorrió la casa, destrozó los espejos, arrancó los cortinajes y pateó el horno de la cocina. Al fin, agotado, tomó la delgada guía telefónica de Marte. Cincuenta mil nombres.
Comenzó por el primero. Amelia Ames. Llamó a su número, en Nueva Chicago, a ciento cincuenta kilómetros, del otro lado del mar muerto.
No contestaron.
El segundo abonado vivía en Nueva York, a ocho mil kilómetros, más allá de las montañas azules.
No contestaron.
Llamó al tercero, al cuarto, al quinto, al sexto, al séptimo y al octavo, con dedos temblorosos, que sostenían apenas el receptor.

-  ¿Hola? - contestó una voz de mujer.
-  ¡Hola! ¡Hola! – le gritó Walter.
-   Aquí el contestador automático - recitó la misma voz -. La señorita Helen Arasumian no está en casa. ¿Quiere usted dejar un mensaje para que ella lo llame? ¿Hola? Aquí el contestador automático. La señorita Helen Arasumian no está en casa. ¿Quiere usted dejar un mensaje...?
Walter Gripp colgó el auricular.
Se quedó sentado, torciendo la boca.
Un instante después llamaba al mismo número.
-  Cuando vuelva la señorita Helen Arasumian, dígale que se vaya al diablo.
Llamó a las centrales telefónicas de Empalme Marte, Nueva Boston, Arcacia y Ciudad
Roosevelt, pues era lógico que la gente llamara desde esos lugares. Se comunicó luego con los ayuntamientos y las otras oficinas públicas de los pueblos. Telefoneó a los mejores hoteles. A las mujeres les gustaba el lujo.
De pronto dejó de llamar y batió las palmas, echándose a reír. ¡Por supuesto! Buscó en la guía telefónica y llamó al mayor salón de belleza de la ciudad de Nueva Texas. ¡Sólo en uno de esos diamantinos y aterciopelados salones podía entretenerse una mujer! Allí estaría, con una capa de barro sobre la cara o sentada bajo un secador.
El teléfono sonó. Alguien en el otro extremo de la línea levantó el auricular.
-  ¿Hola? - dijo una voz de mujer.
-  Si es una grabación - anunció Walter Gripp - iré ahí y haré pedazos el lugar.
-   No es una grabación - dijo la voz -. ¡Hola! ¡Hola! ¡Oh, hay alguien vivo! ¿Dónde está usted?
La mujer gritó, deleitada.
Walter Gripp casi tuvo un colapso.
-   ¡Usted! - dijo tambaleándose con los ojos extraviados -. Dios santo, qué suerte,
¿cómo se llama?


-   Genevieve Selsor. - La mujer sollozó en el receptor -. ¡Oh, me siento tan contenta al escucharlo, quienquiera que usted sea!
-  Walter Gripp.
-  ¡Walter, hola, Walter!
-  Hola, Genevieve.
-  ¡Walter! Qué nombre tan bonito. Walter, Walter.
-  Gracias.
-  ¿Dónde estás, Walter?
La voz de mujer era tan dulce, tan amable y delicada... Walter apretó el auricular contra la oreja para que ella pudiera murmurarle dulcemente en el oído. Sintió que se le aflojaban las piernas. Le ardían las mejillas.
-  Estoy en el pueblo Marlin...
Un zumbido.
-  ¿Hola? - dijo Gripp.
Un zumbido.
Sacudió la horquilla. Nada.
En alguna parte el viento había derribado un poste. Genevieve Selsor había llegado y había desaparecido con idéntica rapidez.
Gripp llamó de nuevo, pero la línea estaba muerta. - De todos modos ya sé dónde encontrarla.

Salió corriendo de la casa. Sacó del garaje del desconocido, marcha atrás, el coche - escarabajo. El sol se elevaba en el cielo cuando cargó en el asiento de atrás la comida que había en la casa, y partió carretera abajo a ciento veinte kilómetros por hora, hacia la ciudad de Nueva Texas. «Mil quinientos kilómetros - pensó -. Genevieve Selsor, no te muevas, ¡muy pronto tendrás noticias mías!»

Fuera del pueblo tocó la bocina en todas las vueltas del camino. A la puesta del sol, después de una jornada agotadora en el volante, se detuvo al borde del camino, se sacó los zapatos, se tumbó en el asiento y deslizó el sombrero gris sobre los ojos fatigados. Sopló el viento, y las estrellas brillaron suavemente sobre él en el nuevo crepúsculo. Alrededor se elevaban las milenarias montañas de Marte. La luz estelar se reflejó en las torres de un pueblecito marciano que se alzaba en las colinas azules, no más grande que un juego de ajedrez.
Entre dormido y despierto, Gripp murmuraba: Genevieve. Genevieve. Oh, Genevieve, dulce Genevieve, cantó suavemente, los años vendrán, los años se irán, pero Genevieve, dulce Genevieve... Tenía una sensación de calor. Oía aún la voz fresca y dulce que susurraba, cantando: ¡Hola, oh hola! ¡Walter! No es una grabación. ¿Dónde estás,
Walter? ¿Dónde estás?
Suspiró y alargó una mano hacia Genevieve a la luz de la luna. Los largos y oscuros cabellos flotaban en el viento. Eran muy hermosos. Y los labios, como rojas pastillas de menta. Y las mejillas, como rosas recién cortadas. Y el cuerpo, como una neblina clara y suave. Y la tibia y dulce voz le cantaba una vez más la vieja y triste canción: Oh, Genevieve, dulce Genevieve, los años vendrán, los años se irán...
Se quedó dormido.
Llegó a Nueva Texas a medianoche.
Se detuvo, frente al Salón de Belleza Deluxe, gritando.
Genevieve aparecería - en seguida, toda perfumes, toda risas. No salió nadie.
- Estará dormida - Gripp se acercó a la puerta -. ¡Aquí estoy! - llamó -. ¡Hola, Genevieve!
El pueblo dormía en el silencio del doble claro de luna. En alguna parte el viento sacudió un toldo.
Walter empujó la puerta de vidrio y entró en el salón.


- ¡Eh! - dijo con una risa inquieta -. No te escondas. ¡Sé que estás ahí! Escudriñó todos los compartimientos.
Encontró un pañuelo minúsculo en el suelo. El perfume era tan dulce que Gripp trastabilló.
- Genevieve - dijo.
Recorrió en coche las calles, pero no vio a nadie.
-  Si es una broma...
Aminoró la velocidad.
-    Espera un momento. La charla se cortó bruscamente. Quizás ella fue a Marlin mientras yo venía a Nueva Texas. Habrá tomado la antigua carretera marítima. Nos desencontramos en el camino. ¿Cómo iba a saber que yo vendría a buscarla? No se lo dije. Y cuando la línea se cortó, ¡tuvo tanto miedo que corrió a Marlin a buscarme! Y mientras, ¡yo aquí, Señor, qué tonto soy!
Golpeó la bocina y salió disparado del pueblo.
Condujo durante toda la noche.
¿Y si no está esperándome en Marlin?, pensó. No. Ella tenía que estar en Marlin. Y él correría hacia ella, la abrazaría y hasta la besaría, en la boca, una vez.
Genevieve, dulce Genevieve, silbó y lanzó el coche a ciento cincuenta kilómetros por hora.
Al amanecer, Marlin estaba tranquilo. Unas luces amarillas brillaban aún en algunas tiendas, y un fonógrafo automático que había sonado continuamente durante cien horas calló al fin con un chasquido eléctrico. El silencio era ahora total. El sol calentaba las calles y el cielo helado y vacío.
Walter entró en la calle principal con los faros todavía encendidos y dio un doble bocinazo: seis veces en una esquina, otras seis en la siguiente. Estaba pálido, fatigado; las manos le resbalaban sobre el volante húmedo.

-  ¡Genevieve! - gritó en la calle desierta.
Se abrió la puerta de un salón de belleza. Walter detuvo el coche. - ¡Genevieve!
Corrió atravesando la calle. Genevieve Selsor lo esperaba en el umbral. Sostenía en los brazos una caja de bombones de chocolate. Los dedos que acariciaban la caja eran rollizos y pálidos. Salió del umbral y la luz reveló una cara redonda, con ojos como huevos enormes, hundidos en una masa blanca de miga de pan. Las piernas eran grandes y redondas como tocones de árbol. Caminaba con paso desmañado. El pelo, de indefinido color parduzco, parecía haber sido hecho y rehecho como un nido de pájaros. No tenía labios, y como compensación llevaba estampadas en la cara unas grandes rayas rojas y grasientas, que tan pronto se abrían en una deleitada sonrisa, como se cerraban en una expresión de repentina alarma. Las cejas depiladas eran como finas antenas.
Walter se detuvo. Dejó de sonreír. Se quedó mirándola. La caja de bombones cayó a la acera.
-  ¿Eres tú Genevieve Selsor? - preguntó Walter. Le zumbaban los oídos.
-  ¿Eres tú Walter Griff?
-  Gripp.
-  Gripp - se corrigió ella.
-  ¿Cómo estás? - preguntó Walter con una voz ahogada.
Genevieve le estrechó la mano. - ¿Cómo estás?
Tenía los dedos untados de chocolate.
-  Bueno - dijo Walter Gripp.
-  ¿Qué? - preguntó Genevieve Selsor.
-  He dicho «bueno» - dijo Walter.
-  Oh.


Eran las ocho de la noche. Habían pasado el día en el campo y Walter preparó para la cena un filete de lomo que a ella no le gustó, primero porque estaba crudo, y luego porque estaba demasiado asado o quemado, o algo similar. Walter se rió y dijo:

- Vamos a ver una película.
Ella dijo que le parecía bien y apoyó los dedos sucios de chocolate en el brazo de Walter. Pero sólo quería ver esa película de Clark Gable, de hacía cincuenta años.
-   ¿No te parece verdaderamente estupendo? - preguntaba con una risita -. ¿No te parece estupendo? - La película terminó -. Pásala otra vez - ordenó ella.
-  ¿Otra vez? - preguntó él.
-  Otra vez - dijo ella. Y cuando Walter volvió a la butaca, Genevieve se apretó contra él, acariciándole el cuerpo torpemente con manos como zarpas -. No eres exactamente lo que yo esperaba, pero eres simpático - admitió.
-  Gracias - dijo él, tragando saliva.
-  ¡Oh, ese Gable! - dijo Genevieve pellizcándole una pierna.
Después de la película fueron de compras por las calles silenciosas. Genevieve rompió un escaparate donde había varios vestidos y se puso el más ostentoso. Se volcó un frasco de perfume en la cabeza y pareció un perro mojado.
-  ¿Cuántos años tienes? - le preguntó Walter. Genevieve, chorreando perfume, lo arrastró por la calle.

-  Adivina.
-  Oh, treinta.
-   Pues bien - anunció ella muy tiesa -, sólo tengo veintisiete. Mira. ¡otra tienda de dulces! Francamente, desde que estalló la guerra llevo una vida bien regalada. Nunca me gustó mi familia. Eran todos unos tontos. Se fueron a la Tierra hace dos meses. Yo iba a embarcar en el último cohete, pero preferí quedarme, ¿sabes por qué?

-  ¿Por qué?
-   Porque todos se metían conmigo. Por eso me quedé; para echarme perfume encima el día entero y beber diez mil cervezas y comer dulces y bombones sin que la gente me esté diciendo: «¡Oh, cuidado, eso tiene muchas calorías!». Y aquí estoy.
Walter cerró los ojos.
-  Y aquí estás.
-  Se ha hecho tarde - dijo Genevieve mirándolo.
-  Sí.
-  Estoy cansada.
-  Es curioso; yo estoy muy despejado.
-  Oh - dijo ella.
-  Seguiría en pie toda la noche. En Mikes hay un buen disco. Ven, lo pondré para ti.
-  Estoy cansada.
Genevieve lo miró con ojos astutos y brillantes.
-  Qué raro. Yo en cambio estoy muy despierto - dijo Walter.
-  Ven conmigo al salón de belleza. Quiero enseñarte algo.
Genevieve lo hizo pasar por la puerta de vidrio, y lo empujó hasta una caja blanca.
-  Cuando vine de Nueva Texas traje esto - dijo desatando una cinta rosada -. Pensé:
Soy la única dama en Marte y allá está el único hombre y... bueno. - Levantó la tapa de la caja y desdobló unos crujientes y rosados papeles de seda -. Mira.
Walter Gripp miró.
-  ¿Qué es? - preguntó estremeciéndose.
-  ¿No lo ves, tonto? Todo encajes, todo blanco, todo hermoso y lo demás.
-  No, no sé qué es.
-  ¡Un traje de novia, tonto!
-  ¿De veras? - tartamudeó Walter.


Cerró los ojos. La voz de Genevieve era suave, fresca y dulce como en el teléfono, pero cuando abría los ojos y la miraba...
Dio un paso atrás.
-  Qué bonito.
-  ¿No es cierto?
-  Genevieve. - Walter miró hacia la puerta.
-  ¿Qué?
-  Tengo que decirte una cosa.
Genevieve se le acercó. Una espesa nube de perfume le envolvía la cara redonda y blanca.
-  ¿Qué?
-  Lo que tengo que decirte es...
-  ¿Qué?
-  ¡Adiós!
Y antes que Genevieve gritara, Walter Gripp ya estaba fuera del salón y se había metido en el coche.
Genevieve corrió detrás y se detuvo en el borde de la acera. Walter puso el motor en marcha.
-  ¡Walter Griff, vuelve! - gimió Genevieve agitando los brazos.
-  Gripp - corrigió él.
-  ¡Gripp! - gritó ella.
El coche echó a correr por la calle silenciosa, indiferente a los gritos y pataleos de la mujer. El humo del tubo de escape movió el vestido blanco que Genevieve apretaba contra las manos regordetas, y las estrellas brillaron, y el coche se alejó en el desierto, perdiéndose en la oscuridad.

Walter Gripp viajó sin detenerse durante tres noches y tres días. Una vez le pareció que lo seguía otro coche, y sudando, estremeciéndose, tomó un camino lateral, y atravesando el solitario mundo marciano, dejó atrás las ciudades muertas y siguió y siguió una semana y un día más, hasta que hubo quince mil kilómetros entre él y la ciudad de Marlin. Entonces se detuvo en un pueblo pequeño llamado Holtville Springs, donde había unas tiendas diminutas que él podía iluminar de noche y unos restaurantes donde se sen taba a esperar la comida. Y desde entonces vivió allí con dos gran: des congeladoras, provisiones para cien años, cigarros para diez mil días y una buena cama con un mullido colchón.
Y si de vez en cuando, a lo largo de los años, suena el teléfono, él no contesta.



LOS LARGOS AÑOS



Cada vez que el viento se levantaba en el cielo, el señor Hathaway y su reducida familia se quedaban en la casa de piedra y se calentaban las manos al fuego de leña. El viento agitaba las aguas del canal y casi barría las estrellas del cielo, pero el señor Hathaway conversaba tranquilamente con su mujer, y su mujer replicaba, y luego hablaba con sus dos hijas y su hijo de los días pasados en la Tierra, y todos le contestaban adecuadamente.

La Gran Guerra tenía ya veinte años. El planeta Marte era una tumba. Hathaway y su familia, en las largas noches marcianas, se preguntaban a, menudo, en silencio, si la Tierra sería todavía la misma.
Esa noche se había desatado sobre los cementerios de Marte una de esas polvorientas tormentas marcianas, y había soplado sobre las antiguas ciudades, y había arrancado las


paredes de material plástico del pueblo norteamericano más reciente, un pueblo abandonado y que ya se fundía con la arena.
La tormenta amainó. Hathaway salió de la casa a mirar la Tierra, verde y brillante en el cielo ventoso, y alzó una mano como para ajustar una lámpara floja en el techo de una habitación oscura. Miró más allá de los fondos del mar. «No hay nada vivo en todo este mundo - pensó -. Sólo yo, y ellos», y volvió los ojos a la casa de piedra.
¿Qué ocurriría en la Tierra? El telescopio de treinta pulgadas no mostraba ningún cambio. «Bueno - pensó-, si me cuido quizá viva veinte años más. Alguien puede venir, por los mares muertos o cruzando el espacio en un cohete sobre una pequeña estela de fuego rojo.»
Miró dentro de la casa y llamó:
-  Voy a dar un paseo.
-  Muy bien - dijo la mujer.
Hathaway caminó en silencio entre las ruinas.
-  «Made in New York» - leyó, al pasar, en un trozo de metal -. Y todos estos materiales terrestres durarán menos que las viejas ciudades marcianas.
Y miró el pueblo que ya tenía cincuenta siglos, intacto entre las montañas azules.
Llegó a un cementerio escondido, una hilera de lápidas hexagonales en una colina batida por el viento solitario. Inmóvil, cabizbajo, se quedó mirando las cuatro sepulturas con toscas cruces de madera, y unos nombres. No derramó una lágrima. Tenía los ojos secos desde hacía mucho tiempo.
-    ¿Me perdonáis lo que hice? - preguntó a las cruces -. Yo estaba muy solo. Lo comprendéis, ¿verdad?
Volvió a la casa de piedra y una vez más, antes de entrar, escudriñó el cielo oscuro.
-  Sigue esperando, esperando y mirando - dijo -, y quizás una noche...

En el cielo había una minúscula llama roja.
Hathaway se alejó de la luz que salía de la casa.
-  Mira de nuevo - murmuró. La llamita roja seguía allí.

-  Anoche no estaba - murmuró otra vez.
Tropezó, cayó, se levantó, corrió hacia los fondos de la casa, hizo girar el telescopio, y apuntó al cielo.
Un poco más tarde, luego de un examen asombrado y minucioso apareció en el umbral de la casa. La esposa, las dos hijas y el hijo volvieron las cabezas y lo miraron.
Al fin Hathaway consiguió decir:
-   Tengo buenas noticias. He mirado al cielo. Viene un cohete a llevarnos a todos de vuelta a casa. Llegará mañana temprano.
Escondió la cabeza entre las manos y se echó a llorar dulcemente.
A las tres de la mañana quemó los restos de Nueva Nueva York.
Caminó con una antorcha por la ciudad de material plástico, 3 tocó las paredes con la llama, aquí y allá. La ciudad floreció en volúmenes de calor y luz. Dos kilómetros cuadrados de iluminación podrían verla desde el espacio. Le indicaría al cohete que allí abajo estaba Hathaway, y la familia de Hathaway.
Volvió a la casa con un dolor punzante en el corazón.
-   Mirad. - Alzó a la luz una botella polvorienta -. Un vino reservado justo para esta noche. Ya sabía yo que un día alguien daría con nosotros. ¡Bebamos celebrándolo!
Llenó cinco copas.
-    Ha pasado mucho tiempo - dijo mirando con aire grave el vino de la copa -. ¿Recordáis el día en que estalló la guerra? Hace veinte años y siete meses. Llamaron desde la Tierra a todos los cohetes de Marte. Y tú y yo y los chicos estábamos en las montañas, dedicados a tareas arqueológicas, investigando la técnica quirúrgica marciana.
Casi reventamos los caballos, ¿os acordáis? Pero Regamos al pueblo con una semana


de retraso. Todos se habían ido América había sido destruida. Los cohetes partieron sin esperar a los rezagados, ¿os acordáis, os acordáis? Y al final fuimos los únicos que se quedaron. Señor, Señor, cómo pasa el tiempo. Yo no hubiera podido resistirlo sin vosotros. Sin vosotros me hubiera matado. Pero con vosotros valía la pena esperan

Brindemos por nosotros - añadió levantando la copa -. Y por nuestra larga espera. Hathaway bebió.
La esposa y las dos hijas y el hijo se llevaron la copa a los labios.
El vino les corrió a los cuatro por las barbillas.
Por la mañana, los últimos restos del pueblo volaban como grandes copos blandos y negros cruzando el fondo del mar. El fuego se había apagado, pero no había sido inútil: el punto rojo había crecido en el cielo.
Un rico aroma de pan de jengibre salía de la casa de piedra. Cuando Hathaway entró, la esposa ordenaba sobre la mesa las hornadas de pan fresco. Las dos hijas barrían gentilmente el desnudo suelo de piedra con tiesas escobas, y el hijo lustraba los cubiertos de plata.
- Les prepararemos un gran desayuno - rió Hathaway -. ¡Poneos los mejores trajes! Salió de la casa y caminó rápidamente hacia el vasto cobertizo de metal. Dentro
estaban la cámara refrigeradora y el generador eléctrico que había reparado a lo largo de los años con dedos delgados, eficientes y nerviosos, así como había arreglado los relojes, los teléfonos y las cintas grabadoras. El cobertizo estaba abarrotado de artefactos construidos por Hathaway; algunos eran mecanismos absurdos, y ni él mismo, ahora que los tenía delante, sabía cómo funcionaban.
Sacó de la cámara refrigeradora unas cajas de cartón acanalado con habas y fresas de veinte años atrás. «Lázaro, levántate», pensó, y extrajo un pollo frío.
Cuando llegó el cohete, en el aire flotaban olores de cocina.
Hathaway corrió como un chico, cuesta abajo. Sintió de pronto un dolor agudo en el pecho; se detuvo y se sentó jadeando en una peña. En seguida continuó corriendo.
Esperó de pie bajo la atmósfera abrasadora del ardiente cohete. Se abrió una portezuela. Un hombre se asomó.
Hathaway se protegió los ojos con las manos, y al fin dijo:
-  ¡Capitán Wilder!
-  ¿Quién es? - preguntó el capitán Wilder. Saltó fuera del cohete y se quedó mirando al viejo. Le tendió la mano -. ¡Dios santo, si es Hathaway!
-  El mismo.
Se miraron las caras.
-  Hathaway, uno de mis viejos tripulantes, de la cuarta expedición.
-  Ha pasado mucho tiempo, capitán.
-  Demasiado. ¡Qué alegría volver a verlo!
-  Soy viejo - dijo simplemente Hathaway.
-  Yo tampoco soy joven. He estado veinte años en Júpiter, Saturno y Neptuno.
-  Oí decir que los ascendieron para que no se metiese en la política colonial de Marte. - El viejo miró alrededor -. Ha estado fuera tanto tiempo que no sabrá lo que ha pasado...
-   Me lo imagino - replicó Wilder -. Dimos dos vueltas a Marte y sólo encontramos a un hombre, un tal Walter Gripp, a unos quince mil kilómetros de aquí. Le preguntamos si quería venir con nosotros, pero dijo que no. Cuando lo vimos por última vez estaba en medio de la carretera, sentado en una mecedora, fumando una pipa, saludándonos con la mano. Marte está bien muerto; no queda vivo ni un solo marciano. ¿Qué pasa en la
Tierra?
-   Sabe usted tanto como yo. De vez en cuando capto las radios de la Tierra, muy débilmente. Pero siempre hablan en alguna lengua extranjera. Y de ellas no conozco más que el latín. Sólo llegan unas pocas palabras. Creo que la mayor parte de la Tierra está en ruinas, pero la guerra sigue. ¿Regresará usted, capitán?


-   Sí. Tenemos mucha curiosidad, por supuesto. La radio no llegaba hasta nosotros. Queremos ver la Tierra, pase lo que pase.
-  ¿Nos llevarán a todos?
El capitán lo miró.
-   Ah, sí, su mujer, la recuerdo. Hace veinticinco años, ¿verdad? Cuando fundaron el primer pueblo usted dejó el servicio y trajo a su mujer. Y también había hijos...
-  Un hijo y dos hijas.
-  Sí, ya me acuerdo. ¿Están aquí?
-   Allá arriba, en la casa. Nos está esperando a todos un buen desayuno. ¿Quieren venir?
_Por supuesto, nos sentiremos muy honrados, señor Hathaway. - El capitán Wilder se volvió hacia el cohete -: ¡Abandonen la nave!
Hathaway, el capitán Wilder y los veinte tripulantes subieron por la colina, aspirando profundamente el aire enrarecido y fresco de la mañana. El sol se levantaba en el cielo y era un buen día.
-  ¿Se acuerda usted de Spender, capitán?
-  Nunca lo he olvidado.
-  Una vez al año camino hasta la tumba de Spender. Parece que al fin todo fue como él pensaba. No quería que viniéramos. Imagino que estará contento, ahora que nos vamos todos.
-  ¿Y qué fue de... cómo se llamaba... Parkhill, Sam Parkhill?
-  Abrió un quiosco de salchichas.
-  Muy propio de él.
-   Y una semana después volvió a la Tierra, a alistarse en el ejército. - Hathaway se llevó una mano al costado, sentándose bruscamente en un peñasco -. Perdóneme. La excitación. Volver a verlo después de tantos años... Tengo que descansar.

El corazón le golpeaba el pecho. Contó los latidos. Mal asunto.
-  Hay un médico a bordo - dijo Wilder -. Excúseme, Hathaway, ya sé que usted también lo es, pero sería bueno que él lo examinara y...
Llamaron al médico.
-  No es nada - insistió Hathaway -. La espera, la excitación. - Apenas podía respirar.
Tenía los labios azules -. Usted sabe - dijo cuando el médico le puso el estetoscopio -, es como si hubiera vivido esperando este día. Y ahora que han llegado para llevarme otra vez a la Tierra, me siento ya satisfecho, y quisiera acostarme y olvidarme de todo.
-  Tome. - El médico le dio una píldora amarilla -. Es mejor que descanse.
-  Tonterías. Déjeme estar sentado un momento. Me alegra verlos, oír al fin otras voces.
-  ¿Le hace efecto la píldora?
-  Mucho. ¡Vamos!
Siguieron caminando, colina arriba. - Alice,¡mira quién está aquí!

Hathaway frunció el ceño y se asomó al interior de la casa. - ¿Has oído, Alice?
Primero apareció la esposa. Después salieron las dos hijas, graciosas y altas, y las siguió el hijo, todavía más alto.
- Alice, ¿te acuerdas del capitán Wilder?
Alice titubeó, miró a su marido, como pidiéndole instrucciones y en seguida sonrió:
-  Claro, ¡el capitán Wilder!
-    Recuerdo que cenamos juntos la víspera de mi partida para Júpiter, señora Hathaway.
Alice le estrechó vigorosamente la mano.
-   Mis hijas, Marguerite y Susan. Mi hijo John - dijo -. Os acordáis del capitán, ¿no es cierto?


Se dieron la mano entre risas y mucha charla.

El capitán Wilder husmeó el aire.
-  ¿Huele a pan de jengibre? - preguntó.
-  ¿Quieren probarlo?
Todos se movieron. Sacaron de prisa unas mesas plegables, pusieron sobre ellas unos cubiertos y unas finas servilletas de seda y sirvieron unos platos humeantes. El capitán Wilder, de pie, inmóvil, miraba a la señora Hathaway y a las dos hijas que iban en silencio de un lado a otro. Les miraba las caras y seguía todos los movimientos de aquellas manos jóvenes y todas las expresiones de aquellos rostros tersos. Se sentó en una silla que le trajo el hijo.
-  ¿Cuántos años tienes, John? - le preguntó.
-  Veintitrés - replicó el - hijo.
Wilder movió torpemente los cubiertos. Se había puesto pálido. El hombre que estaba junto a él le dijo en voz baja:
-  No puede ser, capitán. John fue a buscar más sillas.
-  ¿Qué dice, Williamson?
-   Yo tengo cuarenta y tres. Fui a la escuela con John Hathaway, hace ya veinte años. John dice que tiene veintitrés años, y representa esa edad. Pero no puede ser. Tendría que tener, por lo menos, cuarenta y dos. ¿Qué significa esto, capitán?
-  No sé.
-  Pero ¿qué le pasa, capitán?
-  No me siento bien. Las hijas las vi hace unos veinte años. Tampoco han cambiado.
No tienen una arruga. ¿Quiere usted hacerme un favor? Quiero que me averigüe una cosa, Williamson. Le diré adónde debe ir y dónde debe mirar. Cuando acabe el desayuno, escabúllase. No tardará más de diez minutos. El sitio no está lejos. Lo he visto desde el cohete cuando bajábamos.

-  ¡Eh! ¿De qué hablan con tanta seriedad? - les preguntó la señora Hathaway mientras les servía en los tazones unas rápidas cucharadas de sopa -. Sonrían, estamos todos juntos, el viaje ha terminado, ¡ya casi están en casa!
-   Sí - dijo el capitán riéndose. -. Por cierto, ¡se la ve muy bien y muy joven, señora
Hathaway!
-  ¡Ah, los hombres!
La señora Hathaway se alejó como llevada por una corriente de aire, con la cara encendida, tersa como una manzana, sin arrugas y de buen color. Respondía a las bromas con una risa cristalina, servía limpiamente la ensalada, sin detenerse una sola vez a tomar aliento. Y el hijo huesudo y las hijas curvilíneas se mostraban brillantemente ingeniosos, como el padre, hablando de los largos años y de sus vidas solitarias, mientras el padre asentía con orgullo.
Williamson se alejó en silencio, colina abajo.
-  ¿Adónde va? - preguntó Hathaway.
-   A examinar el cohete - respondió Wilder -. Pero, como le iba diciendo, Hathaway, no hay nada en Júpiter, absolutamente nada para el hombre. En Saturno y Plutón, tampoco.
Wilder habló mecánicamente, sin atender a lo que decía, pensando sólo en Williamson que en ese momento corría colina abajo, y que muy pronto estaría de vuelta.
-  Gracias.
Marguerite Hathaway le estaba sirviendo agua. Impulsivamente, Wilder le tocó el brazo.
La muchacha no se inmutó. La carne era firme y tibia.
Al otro lado de la mesa, Hathaway se interrumpía a veces, se tocaba el pecho con un gesto de dolor, seguía escuchando los murmullos, que de pronto eran una charla ruidosa, y de vez en cuando miraba preocupado a Wilder, a quien no parecía gustarle el pan de jengibre.


Williamson regresó. Se sentó y se puso a picotear la comida hasta que el capitán le susurró de costado:
-  ¿Bien?
-  Lo encontré, capitán.
-  ¿Y?
Williamson estaba pálido. No dejaba de mirar a la gente que se reía. Las hijas sonreían gravemente, y el hijo contaba un chiste.
-  He estado en el cementerio - dijo Williamson.
-  ¿Las cuatro cruces están allí?
-   Las cuatro cruces están allí, señor. Se pueden leer los nombres. Los he apuntado para estar seguro. – Y Williamson leyó en un papel blanco -: «Alice, Marguerite, Susan y John Hathaway. Muertos a causa de un virus desconocido. Julio de dos mil siete».
Wilder cerró los ojos.
-  Gracias, Williamson.
-  Hace diecinueve años, capitán. - La mano de Williamson temblaba.
-  Sí.
-  Entonces, ¿quiénes son éstos?
-  No lo sé.
-  ¿Qué vamos a hacer?
-  Tampoco lo sé.
-  ¿Se lo diremos a los otros?
-  Más tarde. Siga comiendo como si no pasara nada.
-  No tengo mucho apetito, señor.
La comida terminó con un vino traído del cohete. Hathaway se puso de pie.
-  Brindo por todos ustedes. Es bueno estar otra vez entre amigos. Y brindo también por mi mujer y mis hijos. Sin ellos no hubiera sobrevivido. Sólo gracias a sus cariñosos cuidados he podido esperar la llegada de ustedes.

Alzó la copa hacia su familia. Los cuatro lo miraron azorados y bajaron los ojos cuando los otros comenzaron a beber.
Hathaway apuró el vino. En seguida, sin un grito, cayó de bruces sobre la mesa y resbaló hasta el suelo. Algunos de los hombres lo ayudaron a acostarse. El médico se inclinó sobre él y escuchó. Wilder tocó el hombro del médico. El médico alzó los ojos y meneó la cabeza. Wilder se arrodilló y tomó la mano del viejo.
-  ¿Wilder? - La voz de Hathaway apenas se oía -. He estropeado el desayuno.
-  No diga disparates.
-  Despídame de Alice y mis hijos.
-  Espere un momento. Los llamaré.
-   No, no - jadeó Hathaway -. No comprenderían. No quiero que comprendan. ¡No los llame!
Wilder no se movió.
Hathaway estaba muerto.
Wilder esperó un largo rato. Luego se levantó y se alejó del grupo de hombres aturdidos que rodeaban a Hathaway. Buscó a Alice, la miró a la cara, y le dijo:
-  ¿Sabe usted qué acaba de ocurrir?
-  ¿Le ha pasado algo a mi marido?
-  Ha muerto. El corazón - contestó Wilder observándola.
-  Lo lamento - dijo ella.
-  ¿Cómo se siente?
-  Hathaway no quería que nos sintiéramos mal. Nos dijo que esto ocurriría en cualquier momento y no quería que lloráramos. No nos enseñó a llorar. No quería que supiéramos hacerlo. Según él, nada peor puede ocurrirle a un hombre que saber cómo estar solo, y cómo estar triste, y ponerse a llorar. Por eso no sabemos lo que es llorar o estar tristes.


Wilder echó una ojeada a las manos de la mujer, las manos blandas y tibias, las uñas bien cuidadas y las delgadas muñecas. Miró el cuello esbelto y terso y los ojos inteligentes y por último dijo:

-  El señor Hathaway los hizo a ustedes muy bien.
-  Le hubiera gustado oír eso. Estaba tan orgulloso de nosotros... Al cabo de un tiempo hasta olvidó que nos había hecho. Al final nos aceptaba y nos quería como si fuéramos de veras su mujer y sus hijos. Y en cierto sentido lo somos.
-  Ustedes lo ayudaron mucho.
-   Sí, conversamos con él durante años interminables. Le gustaba tanto hablar.. Le gustaba la casa de piedra y el fuego de la chimenea. Hubiéramos podido vivir en una de las casas comunes del pueblo, pero a él le gustaba esto, donde podía ser primitivo si quería, o moderno si quería. Me hablaba muchas veces del laboratorio y de las cosas que hacía. Instaló toda una red de alambres y altavoces en esa colonia muerta de ahí abajo. Cuando apretaba un botón el pueblo se iluminaba y se llenaba de ruidos, como si vivieran en él diez mil personas. Se oían aviones, coches y la charla de la gente. Hathaway se sentaba, encendía un cigarro y nos hablaba y los ruidos del pueblo llegaban hasta nosotros, y de vez en cuando sonaba un teléfono, y una voz grabada le hacía una pregunta sobre ciencia o cirugía, y el señor Hathaway contestaba. Con el teléfono, nosotros, los ruidos del pueblo y el cigarro, Hathaway era feliz. Pero hubo una cosa que no pudo conseguir: que envejeciéramos. Él envejecía día tras día, y nosotros no cambiábamos. Creo que no le importaba. Creo que nos quería así.
-  Lo enterraremos en el cementerio de las cuatro cruces. Pienso que le hubiera gustado a Hathaway.
Alice tocó levemente la muñeca del capitán Wilder.
-  Estoy segura.

El capitán dio unas órdenes. La familia siguió al reducido cortejo colina abajo. Dos hombres llevaron a Hathaway en una parihuela cubierta. El cortejo dejó atrás la casa de piedra y el cobertizo donde Hathaway, años atrás, había comenzado sus trabajos. Wilder se detuvo junto a la puerta del taller.
¿Cómo sería, se preguntó, vivir en un planeta con una mujer y tres hijos, verlos morir y quedarse a solas con el viento y el silencio? ¿Qué se podría hacer? Enterrarlos bajo unas cruces, volver al taller y con inteligencia, memoria, habilidad manual e ingenio recomponer, pedazo a pedazo, esas cosas que eran una mujer, un hijo, dos hijas. Con toda una ciudad allá abajo, en la que podía encontrar lo que quisiera, un hombre inteligente podía hacer cualquier cosa.
El ruido de los pasos se apagaba en la arena. Cuando llegaron al cementerio, dos de los hombres cavaban ya una tumba. Volvieron al cohete en las últimas horas de la tarde.
Williamson señaló la casa con un movimiento de cabeza.
-  ¿Qué vamos a hacer con ellos?
-  No lo sé - dijo el capitán.
-  ¿Los va a parar?
El capitán pareció un poco sorprendido.
-  ¿Parar? No lo había pensado.
-  No los llevaremos.
-  No, sería inútil.
-  ¿Es decir que los vamos a dejar aquí, así, como son? El capitán le alcanzó un arma a Williamson.
-  Si usted puede hacer algo... yo no sería capaz.
Cinco minutos después, Williamson volvió de la casa de piedra con el rostro transpirado.


-  Tome, el arma. Ahora entiendo lo que quería decir. Entré en la casa con el arma. Una de las hijas me sonrió. Y también los demás. La mujer me ofreció una taza de té. ¡Dios, sería un asesinato!

Wilder asintió.
-   Nunca habrá nada tan maravilloso como ellos. Fueron construidos para durar: diez, cincuenta, doscientos años. Sí, tienen derecho... tienen derecho a vivir, tanto como usted o yo o cualquiera de nosotros. - Sacudió la pipa -. Bueno, ahora a bordo. Nos vamos. Este pueblo está muerto. Nada hacemos aquí.
Oscurecía. Se levantaba un viento helado. Los hombres ya estaban a bordo. El capitán titubeó.
-  No me diga que va a volver a decirles... adiós - dijo Williamson.
El capitán lo miró fríamente.
- No es asunto suyo.
Wilder subió a la casa en el viento del crepúsculo. Los hombres del cohete vieron que la sombra del capitán se detenía en el umbral de la casa. Vieron la sombra de una mujer. Vieron que el capitán le estrechaba la mano.
Un momento después, Wilder volvió corriendo al cohete.
De noche, cuando el viento barre el fondo del mar muerto y el cementerio hexagonal con cuatro cruces viejas y una nueva, una luz brilla aún en la baja casa de piedra, y en esa casa, mientras ruge el viento y giran los torbellinos de arena y las estrellas frías titilan en el cielo, cuatro figuras, una mujer, dos hijas y un hijo atienden el fuego sin ningún motivo y conversan y ríen.
Noche tras noche, año tras año, la mujer, sin ningún motivo, sale de la casa y mira largamente el cielo con las manos en alto, mira la Tierra, la luz verde y brillante, sin saber por qué mira, y después entra y echa al fuego un trozo de leña, y el viento sigue soplando y el mar muerto sigue muerto.



VENDRÁN LLUVIAS SUAVES



La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!

En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
- Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis - dijo una voz desde el techo de la cocina - en la ciudad de Allendale, California. - Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara - Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.

En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno! Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía afuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: Lluvia, lluvia, aléjate... zapatones, impermeables, hoy.. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía.


Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante. Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
Las nueve y cuarto, cantó el reloj, la hora de la limpieza.
De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos - las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico -, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.

Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado. «¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?", y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el porche.
La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce.


El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.

Las dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
Las dos y treinta y cinco.
Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento. De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.

Era la hora de los niños.
Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
-  Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche? La casa estaba en silencio.
-  Ya que no indica lo que prefiere - dijo la voz al fin -, elegiré un poema cualquiera.
Una suave música se alzó como fondo de la voz.
-  Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece...

Vendrán lluvias suaves y olores de la tierra,

y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques y ciruelos de tembloroso blanco,
y petirrojos que vestirán plumas de fuego y silbarán en los alambres de las cercas;


y nadie sabrá nada de la guerra,

a nadie le interesará que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles, si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba apenas sabrá que hemos desaparecido.

El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.

A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
- ¡Fuego! - gritó una voz.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
- ¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.

Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caen La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con un serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.


En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante...

Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas! Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:

- Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es...



EL PICNIC DE UN MILLÓN DE AÑOS



De algún modo mamá tuvo la idea de que quizás a todos les gustaría ir de pesca. Pero

Timothy sabía que no eran palabras de mamá. Las palabras eran de papá, y las dijo mamá en vez de él.
Papá restregó los pies en un montón de guijarros marcianos y se mostró de acuerdo.
Siguió un alboroto y un griterío; el campamento quedó reducido rápidamente a cápsulas y cajas. Mamá se puso un pantalón de viaje y una blusa, y papá llenó la pipa con dedos temblorosos, mirando fijamente el cielo marciano, y los tres chicos se apilaron gritando en la lancha de motor, y ninguno de ellos, excepto Timothy, se ocupó de mamá y de papá.

Papá apretó un botón. El motor emitió un zumbido que se elevó en el aire. El agua se agitó detrás, la lancha se precipitó hacia delante, y la familia gritó:
- ¡Hurra!
Timothy, sentado a popa, puso dos deditos sobre los velludos dedos de papá y miró cómo se retorcía el canal y cómo se alejaban del lugar en ruinas adonde habían llegado en el pequeño cohete, directamente desde la Tierra.
Recordaba aún la noche anterior a la partida, las prisas y los afanes, el cohete que papá había encontrado en alguna parte, de algún modo, y aquella idea de pasar unas vacaciones en Marte. Marte estaba demasiado lejos para ir de vacaciones, pero Timothy


pensó en sus hermanos menores y no dijo nada. Habían llegado a Marte, y ahora iban a pescan Así decían al menos.
La lancha remontaba el canal. La mirada de papá era muy extraña, y Timothy no la podía entender. Era una mirada brillante, y quizá también aliviada; le arrugaba la cara en una mueca de risa más que de preocupación o de tristeza.
El cohete, ya casi frío, desapareció detrás de una curva. - ¿Durará mucho el paseo? - preguntó Robert.
La mano le saltaba como un cangrejito sobre el agua violeta. Papá suspiró:
-  Un millón de años.
-  ¡Zas! - dijo Robert.
-  Mirad, chicos. - Mamá extendió un brazo largo y suave -. Una ciudad muerta.
Los chicos miraron con una expectación fervorosa, y la ciudad muerta estaba allí, muerta sólo para ellos, adormilada en el cálido silencio estival puesto allí por algún marciano hacedor de climas.
Y papá miró la ciudad como si le gustase que estuviera muerta.
Eran unas pocas piedras rosadas, dormidas sobre unas dunas; unas columnas caídas, un templo solitario, y más allá otra vez las extensiones de arena. Nada más, un desierto blanco a lo largo del canal, y encima un desierto azul.
De repente un pájaro atravesó el espacio, como una piedra lanzada a un lago celeste; golpeó, se hundió y desapareció.
Papá lo miró con ojos asustados.
- Creí que era un cohete.
Timothy observó el profundo océano del cielo, tratando de ver la Tierra en llamas, las ciudades en ruinas y los hombres que no dejaban de matarse unos a otros. Pero no vio nada. La guerra era algo tan apartado y lejano como el duelo a muerte de dos moscas bajo la nave de una enorme catedral silenciosa; e igualmente absurda.

William Thomas se enjugó la frente y sintió en el brazo la mano de Timothy, como una tarántula joven, arrobada.
-  ¿Qué tal, Timmy?
-  Muy bien, papá.
Timothy no alcanzaba a imaginar qué estaba funcionando ahora dentro de ese vasto mecanismo adulto que tenía al lado. Era un hombre de gran nariz aguileña, tostado y despellejado por el sol, de brillantes ojos azules, como las bolitas de ágata con que había jugado en la Tierra en las vacaciones de verano, y de piernas largas y gruesas como columnas envueltas en pantalones holgados.
-  ¿Qué miras, papá?
-     Estoy buscando lógica terrestre, sentido común, gobierno honesto, paz y responsabilidad.
-  ¿Todas esas cosas están allá arriba?
-   No. No las he encontrado. Ya no están ahí. Y nunca volverán a estarlo. Quizá nunca lo estuvieron.
-  ¿Eh?
-  Mira el pez - dijo papá señalando el agua.
Se oyó un clamor de voces de soprano. Los tres chicos doblaron los cuellos delgados sobre el canal, sacudiendo la lancha, diciendo «¡oh!» y «¡ah!».
Un anillado pez de plata nadaba junto a ellos. De pronto onduló y se cerró como un iris, devorando unos trocitos de comida.
Papá miró el pez y dijo con voz grave y serena:
-   Es como la guerra. La guerra avanza nadando, ve un poco de comida, y se contrae. Un momento después... ya no hay Tierra.
-  William - dijo mamá.


- Perdona - dijo papá.

Inmóviles, en silencio, miraron pasar las aguas del canal, frescas, veloces y cristalinas.
Sólo se oía el zumbido del motor, el deslizamiento del agua, el sol que dilataba el aire.
-  ¿Cuándo veremos a los marcianos? - preguntó Michael.
-  Quizá muy pronto - dijo papá -. Esta noche tal vez.
-  Oh, pero los marcianos son una raza muerta - dijo mamá.
-  No, no es cierto. Yo os enseñaré algunos marcianos - replicó papá.
Timothy frunció las cejas, pero no dijo nada. Todo era muy raro ahora. Las vacaciones y la pesca y las miradas que se cruzaba la gente.
Los otros dos chicos ya estaban buscando marcianos, y protegiéndose los ojos con las manitas examinaban los pétreos bordes del canal a dos metros por encima del agua.
- Pero ¿cómo son los marcianos? - preguntó Michael.
Papá se rió de un modo extraño y Timothy vio que un pulso le latía en la mejilla. - Lo sabrás cuando los veas.
La madre era esbelta y suave, con una trenza de pelo de oro rizado en lo alto de la cabeza, como una tiara, y ojos morados, con reflejos de ámbar, del color de las aguas profundas del canal cuando la corriente se deslizaba a la sombra. Se le podían ver los pensamientos nadando como peces en los ojos; unos brillantes, otros sombríos, unos rápidos y fugaces, otros lentos y pacíficos; y a veces, como cuando miraba la Tierra, los ojos eran sólo color y nada más. Estaba sentada a proa, con una mano en el borde de la lancha y la otra sobre los oscuros pantalones azules; una línea de piel tostada por el sol le asomaba bajo la blusa, abierta como una flor blanca.
Miró hacia delante, y, como no pudo ver con claridad, miró hacia atrás, hacia su marido, y reflejado en sus ojos vio entonces lo que había delante. Y como él añadía algo de sí mismo a ese reflejo, una resuelta firmeza, la mujer se tranquilizó y la aceptó, y se volvió otra. vez, comprendiendo de pronto dónde tenía que buscar.

Timothy miraba también. Pero sólo veía un canal recto, como una línea de lápiz violeta que cruzaba un valle amplio y poco profundo; las colinas antiguas y bajas se extendían hasta el borde del cielo. Y el canal continuaba, atravesando unas ciudades que habrían sonado como escarabajos dentro de una calavera si alguien las hubiese sacudido. Eran cien o doscientas ciudades que dormían envueltas en los sueños de los tibios días del verano y en los sueños de las noches frías de invierno...
La familia había viajado millones de kilómetros para esto: una excursión de pesca. Pero en el cohete tenían un arma. Era una excursión, pero ¿para qué habían escondido tanta comida cerca del cohete? Vacaciones. Pero detrás del velo de las vacaciones no había caras dulces y risueñas, sino algo duro y huesudo y quizá terrible. Timothy no podía levantar ese velo, y los otros dos chicos estaban ocupados ahora, pues sólo tenían diez, y ocho años.
Robert apoyó la barbilla en forma de V en el hueco de las manos y observó con ojos muy abiertos las orillas del canal.
- No veo marcianos todavía.
Papá había traído una radio atómica de pulsera. Funcionaba según un anticuado principio: se aplicaba contra los huesos del oído y vibraba cantando o hablando. Papá la escuchaba con un rostro que parecía una ciudad marciana en ruinas: pálido, enjuto y seco, casi muerto.
Luego pasó el aparato de radio a mamá. Mamá escuchó con la boca abierta. - ¿Qué...? - empezó a preguntar Timothy, pero no terminó lo que quería decir.
En ese momento se oyeron dos titánicas explosiones que los sacudieron hasta los tuétanos, seguidas de una media docena de débiles temblores.
Alzando bruscamente la cabeza, papá aumentó en seguida la velocidad de la lancha. La lancha saltó y se torció y voló. Esto acabó con los temores de Robert, y Michael, dando


gritos de miedo y sorprendida alegría, se abrazó a las piernas de mamá y miró el agua que le pasaba por debajo de la nariz en un alborotado torrente.
Papá desvió la lancha, aminoró la velocidad, y llevó la embarcación por un canal estrecho hasta debajo de un antiguo y ruinoso muelle de piedra que olía a carne de crustáceo. La lancha golpeó el muelle, y todos fueron despedidos hacia delante, pero nadie se lastimó, y papá se inclinó en seguida sobre la borda para ver si los rizos del agua borraban la estela de la lancha. Las ondas del canal se entrecruzaron, golpearon las piedras, retrocedieron encontrándose otra vez, se detuvieron, moteadas por el sol. Desaparecieron.
Papá escuchó. Todos escucharon.
La respiración de papá resonaba como si unos puños golpearan las húmedas y frías piedras del muelle. En la sombra, los ojos de gato de mamá observaban a papá buscando algún indicio de lo que iba a pasar ahora.
Papá se tranquilizó y suspiró, riéndose de sí mismo.
-  Era el cohete, por supuesto. Estoy cada vez más nervioso. El cohete.
-  ¿Qué ha pasado, papá, qué ha pasado? - preguntó Michael.
-   Nada, que hemos volado el cohete - dijo Timothy tratando de hablar en un tono indiferente -. He oído antes ese ruido, en la Tierra. El cohete estalló.
-  ¿Por qué volamos el cohete? - preguntó Michael -. ¿Eh, papá?
-  Es parte del juego, tonto - dijo Timothy.
La palabra entusiasmó a Michael y a Robert.
-  ¡Un juego!
-   Papá lo arregló para que estallara. Así nadie puede saber dónde estamos. Por si vienen a buscarnos, ¿entiendes?
-  ¡Qué bien! ¡Un secreto!

-  Asustado por mi propio cohete - le dijo papá a mamá -. Estoy muy nervioso. Es tonto pensar en otros cohetes. Quizás uno... Si Edward y su mujer consiguieron salir de la Tierra.
Se llevó otra vez el diminuto aparato de radio a la oreja. Dos minutos después, dejó caer la mano como quien deja caer un trapo.
-  Por fin se acabó - le dijo a mamá -. La radio acaba de perder la onda atómica. Ya no hay más estaciones en el mundo. Sólo quedaban dos en estos últimos años. Todas callaron ahora, y así - seguirán probablemente.
-  ¿Por cuánto tiempo, papá? - preguntó Robert.
-   Quizá vuestros bisnietos vuelvan a oírlas - contestó papá, y tuvo una sensación de terror, derrota y resignación que alcanzó a los niños.
Finalmente papá guió otra vez la lancha hacia el canal y continuaron el paseo.
Se hacía tarde. El sol descendía. Una hilera de ciudades muertas se extendía delante de ellos a lo largo del canal.
Papá les habló a sus hijos muy serenamente y en voz baja. Muchas veces, en otros tiempos, se había mostrado inaccesible y severo, pero ahora les hablaba acariciándoles la cabeza. Los niños lo notaron.
-  Mike, elige una ciudad.
-  ¿Qué papá?
-  Elige una ciudad. Cualquiera.
-  Bueno - dijo Michael -. ¿Cómo la elijo?
-   Elije la que más te guste. Y vosotros, Robert, Tim, elegid también la que más os guste.
-  Yo quiero una ciudad con marcianos - dijo Michael.
-  La tendrás - dijo papá -. Te lo prometo. Hablaba con los chicos, pero miraba a mamá. En veinte minutos pasaron ante seis ciudades. Papá no volvió a hablar de explosiones.


Prefería, aparentemente, divertirse con sus hijos, verlos reír, a cualquier otra cosa.


A Michael le gustó la primera ciudad, pero los demás no le hicieron caso, pues no confiaban en juicios apresurados. La segunda ciudad no le gustó a nadie. Era un campamento terrestre de casas de madera que ya estaba convirtiéndose en serrín. La tercera le gustó a Timothy porque era grande. La cuarta y la quinta eran demasiado pequeñas, y la sexta provocó la admiración de todos, incluso de mamá, que se sumó a los «¡ah!» y «¡oh!» y a los «¡mirad eso!».

Era una ciudad de cincuenta o sesenta enormes estructuras, en pie todavía; había polvo en las calles de piedra, uno o dos surtidores latían aún en las plazas. Lo único vivo: unos chorros de agua a la luz de la tarde.
- Ésta es la ciudad - dijeron todos.
Papá guió la lancha hacia un muelle y desembarcó de un salto.
-  Ya estamos. Esto es nuestro. Aquí viviremos desde ahora.
-   ¿Desde ahora? - exclamó Michael, incrédulo, poniéndose de pie. Miró la ciudad y se volvió parpadeando hacia el lugar donde había estado el cohete -. ¿Y el cohete? ¿Y
Minnesota?
-   Aquí - dijo papá, y tocó con el aparatito de radio la cabeza rubia de Michael -. Escucha.
Michael escuchó.
-  Nada - dijo.
-   Eso es. Nada. Nada, para siempre. No más Minneapolis, no más cohetes, no más Tierra.
Michael meditó unos instantes en la fatal revelación y rompió en unos sollozos entrecortados.
-  Espera, Mike - le dijo papá en seguida -. Te doy mucho más a cambio.
Michael, intrigado, contuvo las lágrimas, aunque dispuesto a continuar si la nueva revelación de papá era tan desconcertante como la primera.

-  Te doy esta ciudad, Mike. Es tuya.
-  ¿Mía?
-  Sí, de los tres: tuya y de Robert y de Timothy. Exclusivamente vuestra. Timothy saltó de la lancha.
-  ¡Todo es nuestro, todo!
Continuaba jugando con papá, y jugaba a fondo y bien. Más tarde, cuando todo concluyera y se aclarara, podría separarse de los demás y llorar a solas diez minutos. Pero ahora era todavía un juego, una excursión familiar, y los otros dos chicos tenían que seguir jugando.
Mike y Robert saltaron de la lancha y ayudaron a mamá.
-   Cuidado con vuestra hermana - dijo papá, y nadie supo, hasta más tarde, lo que quería decir.
Entraron en la vasta ciudad de piedra rosada, hablándose en voz baja, pues las ciudades muertas invitan a hablar en voz baja, y observaron la puesta del sol.
-   Dentro de unos cinco días - dijo papá - volveré al lugar donde estaba el cohete y recogeré la comida escondida en las ruinas y la traeré aquí. Después buscaré a Bert Edwards, su mujer y sus hijas.
-  ¿Hijas? - preguntó Timothy -. ¿Cuántas?
-  Cuatro.
-  Ya veo que eso nos traerá preocupaciones - dijo mamá meneando la cabeza.
-   Chicas - dijo Michael, y torció la cara como una vieja y pétrea imagen marciana -.
Chicas.
-  ¿También vienen en cohete?
-   Sí. Si consiguen llegar. Los cohetes familiares se construyen para ir a la Luna, no a Marte. Nosotros tuvimos suerte.


-    ¿Dónde conseguiste el cohete? - susurró Timothy mientras los otros dos chicos corrían adelantándose.
-   Lo guardé durante veinte años, Tim. Lo escondí, esperando no tener que usarlo. Supongo que tenía que habérselo entregado al gobierno, para la guerra, pero pensaba constantemente en Marte...
-  Y en un picnic.
-   Eso es. Esto queda entre nosotros. Cuando vi que todo acababa en la Tierra, y después de haber esperado hasta el último momento, embarqué a la familia. También Bert Edwards tenía escondido un cohete, pero nos pareció mejor no partir juntos, por si alguien intentaba derribarnos a tiros.
-  ¿Por qué volaste el cohete, papá?
-   Para que nunca podamos volver. Y de este modo, además, si alguno de aquellos malvados viene a Marte, no sabrá que estamos aquí.
-  ¿Por eso miras siempre el cielo?
-    Sí, es una tontería. No nos seguirán nunca. No tienen con qué seguirnos. Me preocupo demasiado, eso es todo.
Michael volvió corriendo.
-  ¿Esta ciudad es de veras nuestra, papá?
-  Todo el planeta es nuestro, hijos. Todo el bendito planeta.
Allí estaban, el Rey de la Colina, el Señor de las Ruinas, el Dueño de Todo, los monarcas y presidentes irrevocables, tratando de comprender qué significaba ser dueños de un mundo, y qué grande era realmente un mundo.
La noche cayó rápidamente en la delgada atmósfera, y papá los dejó en la plaza, junto al surtidor intermitente, llegó hasta la embarcación, y volvió con un paquete de papeles en las manos.

Amontonó los papeles en un viejo patio y los encendió. Todos se agacharon alrededor de las llamas calentándose y riéndose, y Timothy vio que cuando el fuego las alcanzaba, las letritas saltaban como animales asustados. Los papeles crepitaron como la piel de un hombre viejo, y la hoguera envolvió innumerables palabras:
«TÍTULOS DEL GOBIERNO; Gráficas comerciales e industriales, 1999; Prejuicios religiosos, ensayo: La ciencia de la logística; Problemas de la Unidad Americana; Informe sobre reservas, 3 de julio de 1998; Resumen de la guerra...»
Papá había insistido en traer estos papeles, con este propósito. Los fue arrojando al fuego, uno a uno, con aire de satisfacción y explicó a los chicos qué significaba todo eso.
-   Ya es hora de que os diga unas pocas cosas. No fue justo, me parece, que os las haya ocultado. No sé si entenderéis, pero tengo que decirlo, aunque sólo entendáis una parte.
Arrojó una hoja al fuego.
-   Estoy quemando toda una manera de vivir, de la misma forma que otra manera de vivir se quema ahora en la Tierra. Perdonadme si os hablo como un político, pero al fin y al cabo soy un ex gobernador; un gobernador honesto, por eso me odiaron. La vida en la Tierra nunca fue nada bueno. La ciencia se nos adelantó demasiado, con demasiada rapidez, y la gente se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas: artefactos, helicópteros, cohetes; dando importancia a lo que no tenía importancia, preocupándose por las máquinas más que por el modo de dominar las máquinas. Las guerras crecieron y crecieron y por último acabaron con la Tierra. Por eso han callado las radios. Por eso hemos huido...
»Hemos tenido suerte. No quedan más cohetes. Ya es hora de que sepáis que esto no es una excursión de pesca. He ido demorando el momento de decirlo. La Tierra ya no existe; ya no habrá viajes interplanetarios, durante muchos siglos, quizá nunca. Aquella manera de vivir fracasó, y se estranguló con sus propias manos. Sois jóvenes. Os repetiré estas palabras, todos los días, hasta que entren en vosotros.


Hizo una pausa y alimentó el fuego con otros papeles.

-   Estamos solos. Nosotros y algunos más que llegarán dentro de unos días. Somos bastantes para empezar de nuevo. Bastantes para volver la espalda a la Tierra y emprender un nuevo camino...
Las llamas se elevaron subrayando lo que decía papá. Y luego todos los papeles desaparecieron, menos uno. Todas las leyes de la Tierra fueron unos pequeños montículos de ceniza caliente que pronto se llevaría el viento.
Timothy miró el papel que papá arrojaba al fuego. Era un mapa del mundo. El mapa se arrugó y retorció entre las llamas, y desapareció como una mariposa negra y ardiente.
Timothy volvió la cabeza.
-  Ahora, os voy a mostrar los marcianos. Venid todos. Ven, Alice - dijo papá tomando a mamá de la mano.
Michael lloraba ruidosamente, y papá lo alzó en brazos y todos caminaron por entre las ruinas, hacia el canal.
El canal. Por donde mañana, o pasado mañana, vendrían en bote las futuras esposas, unas niñitas sonrientes, acompañadas de sus padres.
La noche cayó envolviéndolos, y aparecieron las estrellas. Pero Timothy no encontraba la Tierra en el cielo. Se había puesto. Era algo que hacía pensar.
Un pájaro nocturno gritó entre las ruinas.
-   Vuestra madre y yo procuraremos instruiros - dijo papá -. Tal vez fracasemos, pero espero que no. Hemos visto muchas cosas y hemos aprendido mucho. Este viaje lo planeamos hace varios años, antes de que naciérais. Creo que aunque no hubiese estallado la guerra habríamos venido a Marte y habríamos organizado aquí nuestra vida.
La civilización terrestre no hubiese podido envenenar a Marte en menos de un siglo. Ahora, por supuesto...

Llegaron al canal. Era largo y recto y fresco, y reflejaba la noche.
-    Siempre quise ver un marciano - dijo Michael -. ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste.
-   Ahí están - dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del canal.
Los marcianos estaban allí. Timothy se estremeció.
Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá.
Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada silenciosa desde el agua ondulada... 


FIN