Marte era una costa distante y los hombres cayeron en
olas sobre ella. Cada ola era distinta y cada ola más fuerte. La primera ola
trajo consigo a hombres acostumbrados a los espacios, el frío y la soledad;
cazadores de lobos y pastores de ganado, flacos, con rostros descarnados por
los años, ojos como cabezas de clavos y manos codiciosas y ásperas como guantes
viejos. Marte no pudo contra ellos, pues venían de llanuras y praderas tan
inmensas como los campos marcianos. Llegaron, poblaron el desierto y animaron a
los que querían seguirlos. Pusieron cristales en los marcos vacíos de las
ventanas, y luces detrás de los cristales.
Esos fueron los primeros hombres.
Nadie ignoraba quiénes serian las
primeras mujeres.
Los segundos hombres debieran de haber salido de otros
países, con oros idiomas y otras ideas. Pero los cohetes eran norteamericanos y
los hombres eran norteamericanos y siguieron siéndolo, mientras Europa, Asia,
Sudamérica, Australia contemplaban aquellos
fuegos de artificio que los dejaban atrás. Casi todos los
países estaban hundidos en la guerra o en la idea de la guerra.
Los
segundos hombres fueron, pues, también norteamericanos. Salieron de las
viviendas colectivas y de los trenes subterráneos, y después de toda una vida
de hacinamiento en los tubos, latas y cajas de Nueva York, hallaron paz y
tranquilidad junto a los hombres de las regiones áridas, acostumbrados al
silencio.
Y entre estos segundos hombres había algunos que tenían
un brillo raro en los ojos y parecían encaminarse hacia Dios...
INTERMEDIO
Trajeron cinco mil metros cúbicos de madera de pino de
Oregon para construir la décima ciudad, y veinticinco mil metros de abeto de
California y levantaron a martillazos un pueblo limpio y claro, a orillas de
los canales de piedra. En las noches de los domingos se iluminaban los vidrios
rojos, azules y verdes de las iglesias, y desde la calle se oían los himnos
numerados. «Cantaremos ahora el 79.» «Cantaremos ahora el 94». Y en ciertas
casas se oía e duro repiqueteo de una máquina de escribir: el novelista estaba
trabajando; o no se oía ningún ruido: el ex vagabundo estaba trabajando.
Parecía a veces que un enorme terremoto hubiera arrancado de raíz una ciudad de
lowa, y en un abrir y cerrar de ojos u ciclón fabuloso se hubiera llevado a
Marte toda la ciudad, y la hubiera puesto allí sin una sacudida.
LOS MÚSICOS
Los niños daban largos paseos por el campo marciano. De
cuando en cuando abrían las olorosas bolsas de papel y metían allí las narices,
y respiraban el penetrante aroma del jamón y de los encurtidos con mayonesa y
escuchaban el gorgoteo de la naranjada gaseosa en las botellas tibias.
Balanceaban las bolsas de comestibles, repletas de cebollas verdes, acuosas y
limpias, de olorosas salchichas, de roja salsa de tomate y de pan blanco, y se
desafiaban mutuamente a desobedecer las órdenes severas de las madres. Corrían
gritando:
- ¡El primero se lleva todo!
Paseaban
en verano, en otoño o en invierno. En otoño era más divertido, pues imaginaban
entonces que arrastraban los pies entre las hojas otoñales de la Tierra.
Los niños de ojos de ágata azul, con
las mejillas hinchadas de caramelos, lanzándose
órdenes teñidas de
cebolla, se desparramaban como canicas sobre las calzadas de mármol, a orillas
de los canales.
Cuando llegaban a la ciudad muerta, a
la ciudad prohibida, ya no era hora de gritar:
«¡El
último que llegue es una mujer!» o «¡El primero que llegue hace de músico!».
Las puertas de la ciudad abandonada estaban abiertas para ellos y creían oír
unos tenues crujidos en el interior de las casas, como hojas de otoño.
Avanzaban imponiéndose silencio, unidos codo con codo, agitando sus Palos,
recordando que sus padres les habían dicho: «¡Allá no! ¡A ninguna de las
ciudades viejas! Cuidado adónde vas. Recibirás la paliza más grande de tu vida
cuando vuelvas a casa. ¡Te miraremos los zapatos!».
Allí, en la ciudad muerta,
un montón de niños, con sus meriendas a medio devorar, se desafiaban los unos a
los otros, con agudos cuchicheos.
- ¡Aquí no hay nada!
Y
de pronto uno de ellos echaba a correr y entraba en la casa d piedra más
próxima, cruzaba la sala y entraba en el dormitorio sin mirar alrededor
comenzaba a dar puntapiés y a moverse con pasos arrastrados, y las hojas negras
y quebradizas, finas como j rones de un cielo de medianoche, volaban por el
aire. Detrás d ese niño corrían otros seis, y el primero hacía de músico,
tocando los blancos huesos xilofónicos que yacían bajo los copos cenicientos.
Una enorme calavera aparecía a veces rodando, con una bola de nieve, y los
niños gritaban. Las costillas parecían patas de araña y lloraban como un arpa
de sonidos apagados, y lo negros copos de la mortalidad volaban alrededor de la
arrastrad danza de los niños. Se empujaban unos a otros y caían entre la hojas,
en la muerte que había transformado a los muertos en copos y sequedad, en un
juego de niños con estómagos donde goteaba la naranjada gaseosa.
Y
salían de una casa para entrar en otra, y así visitaban diecisiete casas,
recordando que los horrores de todas las ciudades negra serían eliminados por
los bomberos, guerreros antisépticos arma dos de palas y cajones, apartando con
las palas los andrajos d ébano y las barras de menta de los huesos, separando
lenta y eficazmente lo terrible de lo normal. De modo que los niños tenía que
jugar de prisa, ¡pues muy pronto llegarían los bomberos!
Luego
los niños, de rostros luminosos de sudor, mordisqueaban el último emparedado. Y
después de un puntapié final, de un último concierto de marimba, de una última
arremetida al montón de hojas otoñales, volvían a sus casas.
Las madres les examinaban los zapatos en busca de copos
negros, y una vez descubiertos, venían los baños calientes y las palizas
paternas.
A fines de ese año, los bomberos habían rastrillado las
hojas secas y los blancos xilófonos, y se había acabado la diversión.
EL DESIERTO
Oh, el día feliz al fin ha llegado...
Era
la hora del crepúsculo y Janice y Leonora preparaban infatigablemente el
equipaje, entonando canciones, comiendo algún bocado, y animándose mutuamente.
Pero no miraban la ventana, donde se apretaba la noche, y las estrellas eran
brillantes y frías.
- ¡Escucha! - dijo Janice.
Parecía un buque de vapor río abajo, pero era un cohete
en el cielo. Y más allá... ¿el sonido de unos banjos? No, sólo los grillos de
una noche de estío en este año 2003. Diez mil sonidos en la ciudad y la
atmósfera. Janice, cabizbaja, escuchaba. Hacía mucho, mucho tiempo, en 1849,
esta misma calle había hablado con voces de ventrílocuos, predicadores,
adivinos, doctores, jugadores, reunidos todos en esta misma ciudad de
Independence,
Missouri, esperando a que se tostase la tierra húmeda y la alta marea de la
hierba creciese hasta sostener el peso de carros y carretas, los
indiscriminados destinos, y los sueños.
Oh,
el día feliz al fin ha llegado, y a Marte nos vamos, Señor, cinco mil mujeres
en el cielo, una siembra abrileña, Señor.
- Es
una vieja canción de Wyoming - dijo Leonora -. Le cambias las palabras y sirve
muy bien para 2003.
Janice
alzó la cajita de píldoras alimenticias, imaginando las cargas que habían
llevado aquellas carretas, de anchos ejes y elevados asientos. Por cada hombre;
cada mujer,
¡increíbles
tonelajes! Jamones, tocino, azúcar, sal, harina, fruta, galleta, ácido cítrico,
agua, jengibre, pimienta... ¡una lista tan grande como el país!
Y
ahora, aquí, unas píldoras que cabían en un reloj pulsera la alimentaban a una
no desde Fort Laramie a Hangtown sino a lo largo de todo un desierto de
estrellas.
Abrió
de par en par las puertas del armario y casi lanzó un grito.
La oscuridad y la
noche y el espacio que separaba los astros la miraban desde dentro. Años atrás
su hermana la había encerrado en un armario, y en una fiesta, jugando al
escondite, había
corrido por una cocina, hacia un vestíbulo largo y sombrío. Pero no era un
vestíbulo. Era una escalera a oscuras, una boca de sombra. Había corrido en el
aire, agitando los pies, gritando y cayendo. Cayendo en una negrura de
medianoche. Un sótano. Tardó mucho, un latido, en caer. Y había estado
ahogándose mucho, mucho tiempo, en aquel armario, sin luz, sin amigos, sin
nadie que oyera sus voces. Apartada, encerrada en la oscuridad. Cayendo en la
oscuridad. Chillando.
Los
dos recuerdos.
Ahora,
abiertas de par en par las puertas del armario (la oscuridad como una colgada
mortaja de terciopelo que espera el roce de una mano temblorosa; la oscuridad
como una pantera negra que respiraba allí dentro, que la miraba con ojos
opacos) los dos recuerdos la asaltaron otra vez. El espacio y una caída. El
espacio y el encierro. Los chillidos.
Habían trabajado sin descanso, empaquetando, apartando
los ojos de la ventana y la terrible Vía Láctea y la inmensidad vacía. Pero el
armario tan familiar, con su noche privada, les recordaba al fin su destino.
Así
sería, allá fuera, entre los astros, en la noche, en el espantoso armario
cerrado, chillando, sin que nadie oyera. Cayendo para siempre entre nubes de
meteoros y cometas impíos. Cayendo por la abertura del ascensor. Cayendo por la
boca de pesadilla de la carbonera, hacia la nada...
Janice
gritó, y el grito se volvió sobre sí mismo, en su cabeza y su pecho. Gritó.
Cerró de un golpe la puerta del armario. Se apoyó contra ella. Sintió que la
oscuridad respiraba y se agolpaba detrás de la puerta, y la sostuvo firmemente,
con los ojos húmedos. Se quedó así mucho tiempo, mirando trabajar a Leonora,
hasta que terminaron los temblores. Y la histeria, así ignorada, fue
escurriéndose poco a poco. En la habitación se oyó el tictac de un reloj
pulsera, con un claro sonido de normalidad.
-
Noventa
millones de kilómetros. - Janice se acercó al fin a la ventana como si fuese un
pozo profundo. - No puedo creer que unos hombres, en Marte, esta noche,
levanten ciudades, esperándonos.
-
Embarcaremos
mañana, no hay más que creer. Janice extendió un camisón blanco como un
fantasma.
- Raro. Raro...
casarse... en otro mundo.
- Acostémonos.
- ¡No! La llamada es a
medianoche. No dormiría pensando cómo decirle a Will que iré a
Marte. Oh, Leonora,
piénsalo, mi voz viajando noventa millones de kilómetros por el teléfono luz.
Cambio de parecer tan rápidamente... Tengo miedo.
- Nuestra última noche
en la Tierra.
Ahora que lo sabían y lo aceptaban, el conocimiento las
encontraba afuera. Se iban, y no volverían jamás. Dejaban la ciudad de
Independence, en el Estado de Missouri, en el continente americano, rodeado por
un océano, el Atlántico, y por otro, el Pacifico. Y ningún océano aparecería en
los marbetes del equipaje. Habían escapado a este último conocimiento. Ahora se
enfrentaban con él. Y se sentían aturdidas..
- Nuestros
hijos no serán americanos, ni siquiera terrestres. Seremos todos marcianos,
hasta el fin de nuestros días.
- ¡No quiero ir! -
gritó Janice de pronto.
El pánico la invadió con hielo y
fuego.
-
¡Tengo
miedo! ¡El espacio; la oscuridad, el cohete, los meteoros! ¡Nada alrededor!
¿Por qué he de ir?
Leonora
la tomó, por los hombros y la apretó contra su cuerpo, acunándola.
-
Es
un nuevo mundo. Como en los viejos días. Los hombres primero, y luego las
mujeres.
- ¡Por qué, por qué he
de ir, dime!
-
Porque
- dijo al fin Leonora, serenamente, sentándola en la cama - Will está allá
arriba.
Era
bueno oír ese nombre. Janice se tranquilizó.
-
Los
hombres lo hacen todo tan difícil - dijo Leonora -. Antes cuando una mujer
corría trescientos kilómetros detrás de un hombre llamaba la atención. Luego
fueron mil kilómetros. Y ahora todo un universo. Pero eso no podrá detenernos,
¿no es verdad?
- Temo parecer una
tonta en el cohete.
-
Seré
una tonta contigo. - Leonora se incorporó. - Bueno, recorramos la ciudad.
Veamos todo una última vez.
Janice
miró la ciudad.
-
Mañana
de noche, todo seguirá aquí menos nosotras. La gente despertará, comerá, trabajará,
dormirá, despertará otra vez, y nosotras no lo sabremos.
Leonora
y Janice se movieron por el cuarto como si no pudiesen encontrar la puerta.
- Vamos.
Abrieron la puerta, apagaron las
luces, salieron, y cerraron.
En el cielo había muchas idas y venidas. Vastos
movimientos florales, grandes silbidos y chirridos, descendentes tormentas de
nieve. Helicópteros, copos blancos, que bajaban en silencio. Del este y el
oeste y el norte y el sur llegaban las mujeres con los corazones guardados en
las valijas, envueltos cuidadosamente en papel de seda. Chubascos de
helicópteros cubrían el cielo nocturno. Los hoteles estaban llenos; se armaban
camas en las casas privadas; ciudades de lona se alzaban en jardines y prados
como flores raras y feas, y en la ciudad y el campo había una tibieza mayor que
la del verano. La tibieza de los rostros rosados de las mujeres y las caras
tostadas de los hombres que miraban el cielo. Más allá de las colinas los
cohetes probaban sus fuegos, y el sonido de un órgano gigantesco estremecía los
cristales y los huesos escondidos. En las mandíbulas, en los dedos de los pies
y las manos se sentía el mismo temblor.
Leonora y Janice se sentaron en la
cafetería entre mujeres extrañas.
-
Están
muy lindas esta noche, pero parecen tristes - dijo el hombre detrás del
mostrador.
- Dos chocolates
malteados.
Leonora sonrió por las dos. Janice
parecía muda.
Miraron la bebida de chocolate como si fuese
la rara pintura de un museo. La malta escasearía durante años, en Marte.
Janice buscó en su cartera, sacó lentamente
un sobre, y lo puso en el mostrador de mármol.
- Es una carta de Will. Vino en el cohete
correo hace dos días. Esto me decidió. No te lo dije. Quiero, que la veas
ahora. Vámos, lee.
Leonora. sacudió el sobre, sacó la
nota, y la leyó en voz alta.
« Querida Janice. Esta es nuestra casa
si, decides venir a Marte. Will.»
Leonora golpeó otra vez el
sobre y una, imagen en colores surgió en el dorso. Era la fotografía de una
casa oscura, musgosa, antigua, de color castaño; una casa cómoda, con flores
rojas y un cerco verde y fresco, y una enredadera velluda en el porche.
- ¡Pero Janice!
- ¿Qué?
- ¡Es una fotografía de
tu casa, aquí en la Tierra, aquí en la calle Elm!
- No. Mira.
Y
miraron otra vez, juntas, y a ambos lados de la oscura y cómoda casa, y detrás
de ella, había un escenario qué no era terrestre. El suelo era de un raro color
violeta, y la hierba de un rojizo pálido, y el cielo brillaba como un diamante
gris, y un extraño árbol torcido crecía a un costado, como una vieja con
cristales en la cabeza canosa.
-
Es
la casa que Will construyó para mí - dijo Janice - en Marte. Ayuda mirarla.
Todo el día de ayer, antes de decidirme, y cuando sentía más miedo, sacaba la
fotografía y la miraba.
Las
dos mujeres contemplaron la casa cómoda y oscura a noventa millones de
kilómetros; familiar, pero extraña, vieja, pero nueva, con una, luz amarilla en
la ventana del vestíbulo.
- Ese hombre, Will -
dijo Leonora moviendo, la cabeza -, sabe lo que hace.
Terminaron las bebidas. Afuera una multitud desconocida
iba de un lado a otro, y la «nieve» caía persistentemente en el cielo de
verano.
Compraron muchas cosas tontas para llevar: paquetes de
caramelos de limón, lustrosas revistas femeninas; perfumes frágiles (que los
oficiales del puerto decidieran, luego lo que era «carga esencial»), y
caminaron por la ciudad, y, sin preocuparse por el dinero; alquilaron dos
chaquetas ceñidas, dos máquinas que vencían la gravedad e imitaban el vuelo de
las mariposas, y tocaron los delicados dispositivos y sintieron que flotaban
como los blancos pétalos de un capullo.
- A cualquier parte - dijo Leonora -.
A cualquier parte.
Dejaron
que el viento las arrastrara, dejaron que el viento las llevara a través de la
noche perfumada de manzanos, y la noche de cálidos preparativos, sobre la
ciudad encantadora, sobre las casas de la infancia y otros días, sobre escuelas
y calles, sobre los arroyos y granjas y prados tan familiares, donde los granos
de trigo parecían monedas de oro. Flotaron como deben de flotar las hojas ante
la amenaza de un viento incendiado, con murmullos de advertencia, y relámpagos
de estío que estallan entre recogidas colinas. Vieron el polvo lechoso de los
caminos por donde habían paseado en helicópteros a la luz de la luna, en
grandes espirales de sonido que descendían a las grillas de frescas corrientes
nocturnas, con jóvenes que ahora no estaban allí.
Flotaron
en un inmenso suspiro sobre una ciudad ya remota, una ciudad que se hundía,
detrás de ellas, en un río negro, y subía, ante ellas, en una marea de luces y
color, intocable. Un sueño, ahora, ya manchado por la nostalgia, con temibles
recuerdos que se alzaban demasiado pronto.
Flotando serenamente, remolineando, miraron en secreto un
centenar de queridos amigos que dejaban atrás, gente a la luz de las lámparas y
encuadrada por ventanas que parecían moverse con el viento. No hubo árbol en
que no buscaran viejas confesiones de amor, grabadas allí y marchitas; no hubo
acera que no recorrieran deslizándose como sobre campos de mica. Por primera
vez advirtieron que la ciudad era hermosa, y que las luces solitarias y los
antiguos ladrillos eran hermosos, y sintieron que los ojos se les agrandaban,
ante aquella fiesta. Todo flotaba en un tiovivo nocturno, con entrecortadas
ráfagas de música, y voces que llamaban y murmuraban desde casas hechizadas
blancamente por la televisión.
Las dos mujeres pasaron como
agujas, tejiendo con su perfume un árbol y el próximo. Tenían los ojos ya
colmados, y sin embargo siguieron recogiendo todos los detalles, todas las
sombras, todos los robles y álamos, todos los coches que pasaban, y los corazones.
Siento
como si estuviese muerta; pensó Janice, en el cementerio, en una noche
primaveral, y todo viviese, menos yo, y todos se movieran, dispuestos a
continuar la vida sin mí. En otras primaveras, cuando era muy joven, pasaba por
el cementerio y lloraba. Había muertos, y eso me parecía injusto. En noches tan
suaves como ésta me sentía viva, y culpable. Y ahora, aquí, esta noche, siento
que me han sacado del cementerio y me dejan pasear para que vea una vez más
cómo es la vida. Cómo es una ciudad, y la gente, antes, que me cierren la
puerta en la cara.
Dulcemente, dulcemente, como dos linternas de papel en el
viento de la noche, las mujeres pasaron sobre sus vidas y los prados donde
brillaban las ciudades de lona, y los camiones que correrían hasta el alba.
Bajaron y subieron sobre todo durante mucho tiempo.
El reloj de los Tribunales daba sonoramente las doce
menos cuarto cuando las dos mujeres descendieron de las estrellas, como telas
de araña, frente a la casa de Janice. La ciudad dormía, y la casa las esperaba
para que buscaran allí su sueño, que no estaba allí.
-
¿Somos
realmente nosotras? - preguntó Janice. - Janice Smith y Leonora Holmes en el
año 2008?
- Sí.
Janice se humedeció los labios,
enderezándose.
- Me gustaría que fuese
otro año.
- ¿1492?
¿1612? - Leonora suspiró y el viento en los árboles suspiró con ella,
alejándose. - Siempre es el día de Colón, o el día de la roca de Plymouth, y
maldita sea si sé qué deben hacer las mujeres.
- Quedarse solteras.
- O hacer lo que
hacemos.
Abrieron
la puerta de la casa tibia, mientras los sonidos de la ciudad morían para
ellas. Cerraban la puerta, cuando sonó el teléfono.
- ¡La llamada! - gritó Janice,
corriendo.
Leonora
entró en la alcoba detrás de ella, y ya Janice había levantado el receptor y
decía:
- ¡Hola! ¡Hola!
Y
el operador de una lejana ciudad preparó el inmenso aparato que uniría dos
mundos, y las dos mujeres esperaron, una sentada y pálida, la otra de pie, pero
igualmente pálida, inclinada hacia ella.
Hubo
una larga pausa, llena de astros y tiempo, una pausa de espera no muy distinta
de los tres últimos años. Y ahora había llegado el momento, y le tocaba a
Janice llamar a través de millones y millones de meteoros y cometas, alejándose
del sol amarillo que podía disolver o quemar sus palabras, o chamuscar su
sentido. La voz de Janice sería como una aguja de plata, a través de todo, en
la noche enorme, con puntadas de conversación, reverberando sobre las lunas de
Marte, y más allá. Y la voz alcanzaría al hombre en un cuarto de una ciudad de
otro mundo, luego de cinco minutos. Y éste era su mensaje:
-
Hola,
Will. Janice te habla. La muchacha tragó saliva.
-
Dicen
que no tengo mucho tiempo. Un minuto. Cerró los ojos.
- Quisiera
hablarte despacio, pero me indicaron que hablara de prisa, y lo dijese todo de
una vez. Así que..., esto quiero decirte: Lo he decidido, iré allá arriba.
Saldré en el
cohete de mañana. Iré allá arriba contigo al fin y al
cabo. Y te quiero, espero que me oigas. Te quiero. Ha pasado tanto tiempo...
¿Qué
me dirá Will? ¿Qué me dirá en su minuto de tiempo?, se preguntó. Jugueteó con
su reloj pulsera y el receptor del teléfono luz crujió en su oído y el espacio
le habló con danzas y bailes eléctricos y audibles auroras.
- ¿Contestó Will? -
susurró Leonora.
- Calla - dijo Janice
doblándose sobre sí misma, como si sé sintiera enferma.
Y
en seguida la voz de Will llegó del espacio..
- ¡Lo oigo! - gritó
Janice.
- ¿Qué dice?
La
voz llamó desde Marte y pasó por lugares donde no había amaneceres ni tardes,
sino siempre la noche con un sol ardiente en la oscuridad. Y en alguna parte,
entre Marte y la Tierra todo el mensaje se perdió, barrido quizá por la
gravedad eléctrica de algún meteoro, o interferido por la lluvia de meteoritos
de plata. De cualquier modo, desaparecieron las palabras pequeñas, las palabras
poca importantes, y la voz de Will llegó diciendo solamente:.
-...amor...
Luego
otra vez la inmensa noche, y el sonido de las estrellas que giraban en el
cielo, y los soles que se susurraban a sí mismos, y el sonido del corazón de
Janice, como otro mundo en el espacio.
- ¿Lo oíste? - preguntó Leonora.
Janice sólo pudo mover afirmativamente
la cabeza.
- ¿Qué dijo, qué dijo? - gritó
Leonora.
Pero Janice no podía decírselo a nadie; era demasiado
hermoso para decirlo. Allí se quedó, escuchando una y otra vez esa única
palabra, tal como la devolvía su memoria. Se quedó escuchando mientras Leonora
le sacaba el teléfono y lo ponía otra, vez en la horquilla.
Luego
se fueron a la cama y apagaron las luces y el viento nocturno sopló a través de
los cuartos trayendo el aroma de largos viajes por la oscuridad y las
estrellas. Y hablaron del día siguiente, y de los días que vendrían, que no
serían días, sino días-noches de un tiempo intemporal. Las voces se apagaron al
fin, hundiéndose en el sueño o el pensamiento, y Janice quedó sola.
¿Así
fue hace un siglo, se preguntó, cuando las mujeres, la noche antes, se
preparaban a dormir, o no se preparaban, en los pueblos del Este, y escuchaban
el ruido de los caballos en la noche, y el crujido de las carretas, y el rumiar
de los bueyes bajo los
árboles, y el llanto
de los niños acostados antes de hora? ¿Y los ruidos de llegadas y partidas en
los bosques profundos y los campos, y los herreros que trabajaban en sus rojos
infiernos. en la medianoche? ¿Y el aroma de los jamones y tocinos preparados para
el viaje, y la pesadez de las carretas como barcos repletos de víveres, con
agua en los barriles para volcar y derramar en las praderas, y las histéricas
gallinas en los canastos, y los perros que corrían adelantándose por el
desierto y que volvían asustados con la imagen del espacio vacío en los ojos?
¿Es ahora como antes? A orillas del precipicio, en los bordes del acantilado de
estrellas. Antes el olor del búfalo, y ahora el olor del cohete.
¿Es ahora como antes?
Y Janice decidió, mientras el sueño la invadía con sus
propias visiones, que sí, de veras, sí irrevocablemente, así había sido siempre
y así seguiría siendo.
UN CAMINO A TRAVÉS
DEL AIRE
- ¿De qué?
- ¡Los negros, los
negros!
- ¿Qué les pasa?
- Se marchan, se van,
¿no lo sabes?
- ¿Qué quieres decir?
¿Cómo pueden irse?
- Pueden irse. Se irán.
Se van ya.
- ¿Una pareja?
- Todos los que hay en
el Sur.
- No.
- Sí.
- Imposible. No lo
creo. ¿Adónde? ¿A África?
Silencio.
- A Marte.
- ¿Quieres decir al
planeta Marte?
- Exactamente.
Las figuras de los hombres se alzaban
en la sombra cálida del porche de la ferretería.
Uno de ellos dejó de
encender una pipa. Otro escupió en el polvo ardiente y luminoso.
- No pueden irse. No
pueden hacerlo.
- Pues sin embargo se
van.
- ¿Cómo lo sabes?
- Lo dicen en todas
partes. Hace un minuto lo dijo la radio.
Como una hilera de estatuas
polvorientas, los hombres se animaron.
Samuel Teece, el propietario de la
ferretería, rió nerviosamente.
- Me
pregunto qué le habrá pasado a Silly. Lo mandé con mi bicicleta hace ya una
hora.
Todavía no ha vuelto
de casa de la señora Bordman. ¿Creen ustedes que ese negro tonto se habrá ido a
Marte pedaleando?
Los
otros gruñeron.
-
Mejor
será que me devuelva la bicicleta. No digo más, sí, señor. Por Dios, no
permitiré que nadie me robe.
- ¡Oigan!
Irritados, los hombres se volvieron,
tropezando unos con otros.
Las
aguas negras y cálidas descendían desde lo alto de la calle e inundaban el
pueblo, como si se hubiera roto un dique. La marea negra corría entre las
resplandecientes riberas blancas de las casas, entre los silencios de los
árboles. Avanzaba espesamente, como una melaza de verano, sobre la canela
polvorienta del camino; avanzaba lentamente, lentamente, y era hombres y
mujeres y caballos y perros alborotados, y niños y niñas. Y de las bocas de la
gente que formaba aquella marea, salía un sonido de río. Un río de verano que
iba a alguna parte, sonoro e irrevocable. Y en ese caudal sombrío, lento y
continuo, que atravesaba el blanco resplandor del verano, se veían unas vivas
pinceladas de un blanco alerta: los ojos, los ojos de marfil que miraban
adelante y a los lados, mientras el río, el largo e interminable río, entraba
en un cauce nuevo. Con innumerables afluentes, con arroyos de animado color, se
había formado una corriente madre que no dejaba de crecer. Y flotando entre las
olas iban las cosas que se llevaba al río: relojes de pared con ruidosos
carillones, relojes de cocina de sonoro tictac, gallinas enjauladas que
protestaban cacareando, y bebés que lloriqueaban, y nadando entre los espesos
remolinos iban mulas y gatos, colchones con los muelles al aire y las crines
revueltas y enloquecidas, y cajas y canastos, y retratos de oscuros abuelos en
marcos de roble... El río pasaba, y los hombres estaban ahí en el porche, como
nerviosos perros de presa - era demasiado tarde para reparar el dique -, con
las manos vacías.
Samuel Teece no quería creerlo.
- ¿Cómo diablos van a viajar? ¿Cómo
van a llegar a Marte?
- ¡Malditos aparatos!
Pero ¿de dónde los habrán sacado?
- Ahorraron dinero y
los construyeron.
- No sabía nada.
-
Parece
que estos negros guardaron el secreto, y los armaron ellos mismos... Quizás en
África.
-
¿Y
pueden hacerlo? - preguntó Samuel Teece, paseándose por el porche -. ¿No hay
una ley?
- No es lo mismo que si
declarasen la guerra - dijo el viejo en voz baja.
- ¿De dónde van a
partir esos malditos conspiradores? - exclamó.
-
Los
negros del pueblo están citados en el lago Loon. Los cohetes estarán allí a la
una; los recogerán y los llevarán a Marte.
-
¡Telefoneen
al gobernador, llamen a la milicia! - gritó Teece - ¡No pueden irse sin
avisarnos!
- Ahí viene su mujer,
Teece.
Los hombres se volvieron otra vez.
Calle
abajo, en la luz ardiente y sin viento, apareció primero una mujer blanca y
luego otra, y todas traían unas caras de asombro, y todas susurraban como
papeles viejos. Algunas lloraban, otras estaban serias. Todas venían en busca
de sus maridos. Empujaban las puertas de vaivén y desaparecían en las tabernas.
Entraban en los almacenes frescos y silenciosos. Se metían en las droguerías y
en los garajes. Y una de ellas, la señora Clara Teece, se detuvo al pie del
porche de la ferretería, en el polvo de la calle, y miró parpadeando a su tieso
y enfurecido marido mientras el caudaloso río negro fluía detrás.
- Es
Lucinda, Sam. ¡Tienes que venir a casa!
- ¡No me moveré por una
condenada negra!
- Se va. ¿Qué haré sin
ella?
- Te las arreglarás. Yo
no voy a pedirle de rodillas que se quede.
- Pero es casi de la
familia - gimoteó la señora Teece.
- ¡No grites!
Lloriqueando así en público por culpa de una maldita...
La
mujer sollozó débilmente y Teece se calló.
-
Me
cansé de decirle: «Lucinda, quédate y te subiré el sueldo - comenzó a recitar
la señora Teece secándose los ojos -. Tendrás dos noches libres por semana, si
quieres». Pero estaba realmente decidida. Nunca la vi así. Y entonces le dije:
«¿No me quieres, Lucinda?». Y ella me dijo que sí, pero que tenía que irse pues
así eran las cosas. Limpió la casa, preparó el almuerzo, lo sirvió, y luego
apareció en la puerta de la sala, y allí estaba con dos paquetes en el suelo,
junto a ella, uno a cada lado, y me dio la mano y me dijo: «Adiós, señora Teece».
Y se fue. Allá quedó el almuerzo sobre la mesa, y todos tan aturdidos que ni
siquiera lo probamos. Todavía estará allí. La última vez que lo miré, ya estaba
casi frío.
Teece
tuvo ganas de pegarle.
- Maldición, señora
Teece, váyase a casa. ¡Qué espectáculo está dando!
- Pero, Sam...
Teece
entró a grandes trancos en la cálida oscuridad de la tienda. Un instante
después reapareció con un revólver plateado en la mano.
La señora Teece se había ido.
El
río fluía oscuramente entre los edificios, susurrando, crujiendo, con un
constante y apagado ruido de pasos, con un movimiento decidido y tranquilo, sin
risas, sin gestos, como una corriente interminable, firme y decidida.
Teece se sentó en el borde de la silla
de madera.
- Si alguno de ellos se atreve a
reírse, ¡por Cristo que lo mato!
Los hombres esperaron.
-
Parece
que tendrás que cosechar tus propios nabos, Sam Teece - rió el viejo
Quartermain entre
dientes.
- También puedo
acertarle a algún blanco - replicó Teece sin mirar al viejo.
El viejo volvió la cabeza y cerró la
boca.
-
¡Un
momento! - Samuel Teece saltó del porche, alargó un brazo y agarró las riendas
de un caballo montado por un negro -: ¡Tú, Belter, bájate!
- Sí, señor.
Belter desmontó.
Teece lo miró de arriba abajo.
- ¿Qué crees que estás
haciendo?
- Mire, señor Teece...
-
Supongo
que piensas irte... ¿Cómo dice esa canción? «Camino arriba, a través del aire»,
¿no es así?
- Sí, señor.
El negro esperó.
- ¿Recuerdas que me
debes cincuenta dólares, Belter?
- Sí, señor.
- ¿Y quieres escaparte?
¡Te mataré a latigazos!
- Con toda esa
agitación, se me había olvidado, señor.
-
Se
le había olvidado... - Teece echó un guiño malicioso a los hombres que estaban
en el porche -. Maldito seas, muchacho, ¿sabes lo que vas a hacer?
- No, señor.
- Pues
vas a trabajar hasta pagarme esos cincuenta dólares, o no me llamo Samuel W
Teece.
Y
se volvió con una confiada sonrisa hacia los hombres sentados a la sombra.
Belter
miró el río que corría por la calle, el río oscuro que pasaba y pasaba entre
las tiendas, el río oscuro que se deslizaba sobre ruedas, caballos y zapatos
polvorientos, el río oscuro del que había sido arrebatado. Se estremeció.
- Déjeme ir, señor
Teece. Le mandaré el dinero desde allá arriba, ¡se lo prometo!
-
Escucha,
Belter - dijo Teece tomando al negro por los tirantes, como si fueran dos
cuerdas de arpa, jugando con ellos de vez en cuando, mirando el cielo con aire
de desprecio y burla, y alzando un dedo huesudo, que apuntaba directamente a Dios
-. Belter, ¿sabes lo que te espera allá arriba?
- Sólo sé lo que me han
dicho.
-
¡Sólo
lo que le han dicho! ¡Cristo! ¿Han oído? ¡Sólo lo que le han dicho! - Hamacó al
negro, sosteniéndolo por los tirantes, ociosamente, distraídamente, sacudiendo
un dedo bajo la cara negra -. Subirás y subirás como un petardo en la noche del
cuatro de julio, y luego, ¡pum! Y allá estarás tú, unas pocas cenizas
desparramadas en el espacio. Esos chiflados hombres de ciencia, no saben nada,
¡los matarán a todos!
- No me importa.
-
Me
alegro. Porque ¿sabes qué hay allá, en ese planeta Marte? ¡Monstruos de ojos
saltones y ensangrentados como hongos! ¡No los viste en esas revistas de
cuentos del futuro que compras en la droguería por una moneda? Eh, ¿no los
viste? Bueno, ¡esos monstruos se te echarán encima y te devorarán hasta los
tuétanos!
- No me importa, no me
importa nada.
Belter miraba a los que desfilaban por la
calle alejándose. El sudor le brillaba sobre la frente oscura. Parecía a punto
de desmayarse.
-
Y
además allá arriba hace frío. No hay aire. Caerás, retorciéndote como un
pescado, boqueando, y te ahogarás y te ahogarás hasta morir. ¿Te gusta eso?
- Hay
muchas cosas que no me gustan, señor. Por favor, señor, déjeme in Se me hace
tarde.
- Te
dejaré ir cuando esté dispuesto a dejarte in Seguiremos charlando amablemente y
ya te diré cuándo puedes irte. Ya lo sabes. Quieres viajar, ¿no es cierto? Muy
bien, señor camino a través del aire, ¡largo para casa!, ¡y a trabajar hasta
que me pagues los cincuenta dólares! ¡Te llevará dos meses!
- Pero si me quedo a
trabajar perderé el cohete, señor.
Teece puso una cara triste.
- ¿No es una lástima?
- Le doy mi caballo,
señor.
- El caballo no es un
pago legal. No, no te vas hasta que tenga mi dinero.
Teece
rió entre dientes satisfecho y feliz.
Un
grupo de gente negra se había reunido a escucharlos. Belter, cabizbajo,
temblaba
de pies a cabeza y un
viejo dio un paso adelante.
Teece le echó una breve mirada.
- ¿Qué pasa?
- ¿Cuánto le debe este
hombre, señor?
- Nada que te interese.
El viejo miró a Belter.
- ¿Cuánto, hijo?
- Cincuenta dólares.
El viejo abrió las negras manos y miró
a la gente de alrededor.
- Sois veinticinco. Que
cada uno dé dos dólares. Pronto, no es momento de discutir.
- ¡Eh, un momento! -
exclamó Teece poniéndose tieso, y erguido, muy erguido.
Aparecieron
los dólares. El viejo los metió dentro de su sombrero y se los dio a Belter.
- Hijo - comentó -, no
perderás el cohete.
Belter miró sonriendo dentro
del sombrero.
- No, señor, me parece
que no.
- ¡Devuélveles ese
dinero! - gritó Teece.
Belter se inclinó respetuosamente,
tendiéndole el dinero. Teece no se movió. Belter depositó el dinero en el
polvo, a los pies de Teece.
- Ahí está su dinero, señor - dijo -.
Muchísimas gracias.
Sonriendo, montó en el caballo, lo hizo
avanzar y le dio las gracias al viejo, que cabalgó con él hasta que se alejaron
y desaparecieron.
- Hijo de perra -
murmuraba Teece mirando ciegamente al sol -. Hijo de perra.
- Recoge el dinero,
Samuel - dijo alguien desde el porche.
Escenas similares se repetían a lo largo del
camino. Niños blancos, descalzos, traían corriendo las noticias.
-
Los
que tienen, ayudan a los que no tienen. ¡Y así todos pueden irse! Vimos a un
rico que le daba a otro diez dólares, cinco dólares, dieciséis dólares,
montones de dólares, ¡en todas partes, todos!
Los
blancos sentían un gusto amargo en la boca; cerraban los ojos hinchados como si
el viento, la arena y el calor les hubiera golpeado las caras.
Samuel
Teece estaba furioso. Subió al porche y contempló el enjambre en marcha.
Sacudió el revólver. De pronto, no pudo más y se puso a gritarle a cualquiera,
a cualquier negro que levantase los ojos hacia él.
-
¡Pum!
¡Otro cohete estalla en el espacio! - gritó para que todos pudieran oírlo. Las
oscuras cabezas seguían impasibles, pero los ojos blancos miraban a un lado y a
otro -. ¡Crac! ¡Caen todos los cohetes! ¡Gritos! ¡Muertes! ¡Pum! ¡Dios
Todopoderoso, cuánto me alegra estar aquí, pisando tierra firme! Como dice el
viejo chiste, cuanto más firme, menos tierra. ¡Ja, ja!
Los caballos pasaban levantando el polvo de la calle. Los
carros traqueteaban sobre muelles rotos.
- ¡Pum!
- La voz de Teece clamaba solitaria en medio del calor, como si quisiera
atemorizar al polvo o al deslumbrante cielo soleado -. ¡Pam! ¡Negros por todo
el espacio!
¡Despedidos fuera de
los cohetes como pececitos golpeados por un meteoro! ¡Dios Santo! El espacio
está inundado de meteoros, ¿no lo sabíais? ¡Claro que si! Y los gruesos
perdigones entran en los cohetes de lata, y los cohetes caen como patos o
estallan en pedazos como pipas de yeso, o latas de sardinas en aceite y bacalao
negro! ¡Pum! ¡Pam! ¡Pum! ¡Golpeándose como ristras de pimientos verdes! Diez
mil muertos por aquí. Diez mil muertos por allá. Flotan en el espacio,
alrededor y alrededor de la Tierra, siempre y para siempre, helados y muy lejos
¡Señor! ¿Me oís vosotros ahí?
Silencio.
El río era ancho y espeso. Había entrado en todas las chozas de la plantación
durante una hora, y se había llevado todos los objetos de valor, y arrastraba
ahora los relojes, las tablas de lavar, las piezas de seda y las varillas de
las cortinas hacia algún mar oscuro y lejano.
La
marea descendió. Eran las dos de la tarde. Vino la marea baja. El río se secó,
el pueblo calló, y una capa de polvo cubrió las tiendas, los hombres sentados y
los árboles altos y calientes.
Silencio.
Los
hombres sentados en el porche escucharon atentamente. No oyeron nada y
extendieron la imaginación y los pensamientos hacia los prados cercanos donde
en las primeras horas del día habían resonado los ecos familiares. Aquí y allá,
con la obstinada persistencia de la costumbre, había habido voces que cantaban,
risas dulces bajo las ramas de las mimosas, risas cristalinas a orillas del
arroyo, figuras que se movían e inclinaban en los campos, y bajo la sombra
fresca y verde de la parra, bromas y gritos de alegría.
Y ahora, como si un huracán se hubiera
llevado los ruidos de la Tierra, no había nada.
Puertas esqueléticas
colgaban de los goznes de cuero, y los neumáticos de los columpios pendían en
la tarde apacible. No había nadie en las orillas rocosas del río, donde antes
se reunían las lavanderas, y en los huertos abandonados el sol calentaba los
licores ocultos de las sandías. Las arañas comenzaron a tejer nuevas telas en
las chozas abandonadas, y el polvo entró en motas doradas por los techos
agujereados. Aquí y allá, una débil hoguera, olvidada en las últimas prisas,
crecía de pronto, alimentándose con los huesos secos de una desordenada cabaña.
El ligero crepitar de las llamas se elevaba en el aire tranquilo.
Los
hombres seguían sentados en el porche de la ferretería, sin parpadear, con las
gargantas resecas.
-
No
comprendo por qué se van ahora. Las cosas mejoran, es indudable. Todos los días
tienen nuevos derechos. En fin, ¿qué quieren? Han quitado el impuesto electoral
y hay cada vez más estados que aprueban leyes contra el linchamiento y la
discriminación.
¿Qué más quieren?
Ganan casi tanto dinero como los blancos, y sin embargo se van. En el extremo
de la calle desierta, apareció una bicicleta.
- ¡Teece, mira, ahí
viene Silly!
La
bicicleta se detuvo frente al porche. La montaba un negrito de diecisiete años,
todo brazos y pies y piernas largas, y cabeza redonda de sandía. Miró a Samuel
Teece y sonrió.
- Ah, has vuelto. No
tenías la conciencia tranquila - dijo Teece.
- No, señor. Sólo vengo
a traerle la bicicleta.
- ¿Qué pasó? ¿No cabía
en el cohete?
- No es eso, señor.
-
¡No
me digas lo que es! ¡Fuera de aquí! ¡No permitiré que me robes! - Dio un
empellón al muchacho. La bicicleta cayó -. Métete dentro y empieza a limpiar
los bronces.
- ¿Cómo dice? -
preguntó Silly abriendo los ojos.
- Señor Teece...
- Y hay que arreglar
una caja de martillos...
- Señor Teece...
Teece lo miró furiosamente.
- ¡Todavía estás ahí!
-
Señor
Teece, si usted me diera permiso para no trabajar hoy.. - dijo el muchacho como
disculpándose.
- Ni tampoco mañana, ni
pasado mañana, ni todos los demás días - dijo Teece.
- Temo que así sea,
señor.
-
Haces
bien en temerlo. Ven aquí. - Hizo que el muchacho atravesase el porche y sacó
un papel de un escritorio -. ¿Te acuerdas de esto?
- Señor..
- Es tu contrato. Tú
mismo lo firmaste. Esta cruz es tuya, ¿no es así? Contesta.
- Yo no firmé eso,
señor Teece. Cualquiera puede hacer una cruz.
El muchacho temblaba.
-
Escúchame,
Silly: «Contrato. Trabajaré con el señor Samuel Teece durante dos años a partir
del quince de julio del año dos mil uno, y si decido irme le avisaré con cuatro
semanas de anticipación y seguiré trabajando hasta que otro ocupe mi puesto».
Ya lo oyes. - Y Teece golpeaba el papel, con los ojos brillantes -. ¿Buscas
dificultades? Bien, llevaremos el asunto a la justicia.
-
No
puedo, señor - gimió el muchacho, y unas lágrimas le rodaron por la cara -. Si
no voy hoy, no iré nunca.
- Comprendo
lo que sientes, Silly. Sí, muchacho, te compadezco. Pero te trataremos bien y
te daremos buena comida, muchacho. Ahora, entras, te pones a trabajar, y
olvidas todas esas tonterías, ¿eh, Silly? Claro que sí.
Teece
sonrió con una mueca y palmeó el hombro del negrito.
Silly
se volvió y miró a los hombres que estaban sentados en el porche. Apenas podía
ver ahora, cegado por las lágrimas.
- Quizá... Quizás
alguno de esos señores...
Los hombres alzaron lentamente la cabeza en
las sombras calurosas, inquietas, y miraron primero al muchacho y después a
Teece.
-
¿Acaso
estás pensando que un hombre blanco va a ocupar tu puesto, muchacho? - preguntó
Teece fríamente.
El
viejo Quartermain sacó las manos rojas de encima de las rodillas, contempló
pensativo el horizonte y dijo:
- Teece, ¿sirvo yo?
- ¿Qué?
- Tomo el puesto de
Silly.
Todos callaron. Teece se balanceó en
el aire.
- Abuelo - dijo en tono
de advertencia.
- Deja que el muchacho
se vaya. Yo limpiaré los bronces.
- ¿Lo haría usted, lo
haría usted, de veras?
Silly corrió hacia el viejo, riéndose,
con lágrimas en las mejillas, incrédulo.
- Claro que sí.
- Abuelo - dijo Teece
-, no te metas.
- Teece, déjalo ir.
Teece se adelantó y tomó al muchacho
por el brazo.
- Es mío. Lo encerraré
en el cuarto del fondo hasta la noche.
- ¡No, señor Teece!
El muchacho se echó a
llorar, con los ojos apretados, y el llanto llenó al aire del porche. En el
extremo de la calle apareció un Ford destartalado con una última carga de gente
de color.
- Ahí viene mi familia,
señor Teece. ¡Por favor! ¡Por favor, señor Teece!
- Teece - dijo un
hombre del porche, levantándose -, déjalo ir.
- Opino lo mismo, Teece
- dijo otro incorporándose también.
- Y yo - dijo un
tercero.
- ¿Qué pretendes,
Teece? - Todos los hombres hablaban ahora -. Suéltalo.
- Déjalo ir.
Teece metió la mano en un bolsillo, buscando
el arma. Vio las caras de los otros hombres y sacó la mano vacía.
- ¿Conque esas tenemos?
- Así es - dijo uno.
Teece
soltó al muchacho.
-
Muy
bien, vete. - Señaló la trastienda con un movimiento del brazo -. Pero supongo
que no me dejarás tus cachivaches estorbando en mi tienda.
- No, señor.
- Saca todo lo que
tienes en esa choza del fondo. Quémalo.
Silly sacudió la cabeza.
- Me llevaré mis cosas.
- No van a permitir que
las metas en ese cohete maldito.
- Me las llevaré -
insistió el muchacho.
Entró de prisa en la ferretería. Se oyeron los ruidos de
una escoba y de unos trastos que cambiaban de sitio, y un momento después Silly
reapareció con las manos cargadas de trompos y canicas, de viejas cometas
polvorientas y otros tesoros reunidos durante años. El viejo Ford llegó justo
entonces frente al porche y Silly subió y cerró de un golpe la portezuela.
Teece estaba de pie en el porche con una sonrisa amarga.
- ¿Qué vas a hacer allá
arriba?
- Empezaré de nuevo -
contestó Silly -. Tendré mi propia ferretería.
- ¡Maldito seas!
¡Aprendiste a hacer el trabajo sólo para escapar y aprovecharte!
-
No,
señor. Nunca pensé que esto ocurriría algún día. Pero ha ocurrido. Ahora no
puedo olvidar lo que aprendí, señor Teece.
- Supongo que habréis
bautizado los cohetes...
Los negros miraron el reloj del coche.
- Sí, señor.
-
Como
Elías y el Carro, El Gran Vehículo y El Pequeño Vehículo. Fe, Esperanza y
Caridad, y otros
nombres parecidos.
- Bautizamos las naves,
señor Teece.
-
Dios,
Hijo y Espíritu Santo, supongo. Dime, muchacho, ¿no hay ninguno llamado Primera
Iglesia Baptista?
- Tenemos que
marcharnos, señor Teece.
Teece se echó a reír.
- Tendréis uno llamado
Swing low y otro llamado Sweet Chariot. El coche arrancó.
- ¡Adiós, señor Teece!
- Alguno se llamará
Roll Dem Bones.
- Adiós, señor.
- Y otro Over Jordan
¡Ja! Bueno, cárgate ese cohete a la espalda, muchacho, vuela con
él, revienta con él,
¡ya ves cuánto me importa!
El
coche se alejó balanceándose en el polvo. El muchacho se incorporó, se volvió,
acercó las manos a la boca, y gritó por última vez:
- ¡Señor
Teece! ¡Señor Teece! ¿Qué va a hacer ahora por las noches? ¿Qué va a hacer por
las noches, señor Teece?
-
¿Qué
diablos quiso decir? - murmuró Teece pensativo -. ¿Qué voy a hacer por las
noches?
Miró
cómo el polvo volvía a posarse en el camino, y de pronto comprendió.
Recordó
las noches en que unos hombres de mirada torva, sentados en los dos asientos de
un automóvil, con las rodillas muy salientes, y entre ellas los fusiles más
salientes aún, llegaban a su casa como un cargamento de sifones bajo los
árboles nocturnos del estío. Tocaban la bocina y él salía dando un portazo, con
un arma en la mano, riéndose por dentro y el corazón latiéndole de prisa, como
el corazón de un niño de diez años. Se alejaban por la sombría y cálida
carretera. El lazo de cuerda de cáñamo estaba enrollado en el piso del coche, y
las cajas de balas abultaban en todos los bolsillos. ¡Cuántas noches a lo largo
de los años, cuántas noches en las que el viento embestía el coche, les echaba
el pelo sobre los ojos torvos y rugía mientras buscaban un árbol grande y
robusto y llamaban a la puerta de una cabaña!
-
¡Conque
eso quería decir el hijo de perra! - Teece dio un salto hacia la luz del sol,
¡Vuelve, bastardo! ¿Qué voy a hacer por las noches? Insolente, asqueroso hijo
de...
Era
una buena pregunta. Se sintió débil, enfermo. Sí, ¿qué iba a hacer por las
noches?
Ahora que se habían marchado, ¿qué iba a
hacer? Sacó el arma del bolsillo y verificó la carga.
- ¿Qué estás tramando,
Sam? - preguntó uno.
- Matar a ese hijo de
perra.
- No te acalores - le
dijo el viejo Quartermain.
Pero Samuel Teece estaba ya en la trastienda
de la ferretería. Un momento después apareció en la calle en un coche abierto.
- ¿Quién
viene conmigo?
- Me gustaría dar un
paseo - contestó el viejo poniéndose de pie. - ¿Alguno más?
Nadie
contestó.
El
viejo subió al coche, cerró de golpe la portezuela y se alejaron envueltos en
un
torbellino
de polvo. No se hablaron mientras se precipitaban por el camino, bajo el cielo
brillante. En los campos secos reverberaba el calor.
- ¿Qué camino tomaron?
- preguntó Teece. deteniendo el coche en una encrucijada.
El
viejo entornó los ojos.
- Derecho, adelante, me
parece.
Continuaron. Bajo los árboles del estío el
coche era un sonido solitario. La carretera estaba desierta, y mientras se adelantaban
advirtieron algo nuevo.
Teece aminoró la marcha y miró por la
ventanilla, los ojos amarillos de furia.
- Maldita sea, abuelo,
¿viste lo que han hecho?
- ¿Qué? - dijo el viejo
mirando el camino.
En bultos cuidadosamente alineados, a lo largo de la
carretera, a poca distancia unos de otros, había unos viejos patines de ruedas,
unas chucherías envueltas en trapos, unos zapatos rotos, una rueda de carro,
pilas de pantalones, chaquetas y sombreros pasados de moda, unos adornos de
cristal que en otro tiempo tintinearon en el viento, unas latas de geranios,
bandejas de frutas de cera, cajas de zapatos con dinero del Sur, tablas de
lavar, cuerdas, pastillas de jabón, el triciclo de alguien, las tijeras de
podar de algún otro, un camión de juguete, una caja de sorpresas, un vidrio
deslustrado de la iglesia baptista, viejas ruedas de automóviles, colchones,
almohadones, mecedoras, tarros de cold cream, espejos de mano. No los habían
tirado, no; los habían depositado con cuidado y orden en el borde polvoriento
de la carretera, como si todos los habitantes de una ciudad hubiesen caminado
hasta allí con las manos llenas de cosas, y a la señal de una enorme trompeta
de bronce, lo hubieran dejado todo en el polvo, antes de elevarse directamente
hacia el azul del cielo.
- No
querían quemar nada - dijo Teece, furioso -. No, no quisieron quemar sus cosas
como yo dije. Tenían que traerlas y dejarlas en la carretera, para poder verlas
juntas por
última vez. Esos
negros se creen muy listos.
Teece
avanzó kilómetro tras kilómetro evitando los bultos, aplastando paquetes de
papel de periódico, rompiendo cajas, espejos, sillas.
- Aquí, maldición, ¡y
aquí!
Un
neumático delantero murió con un silbido. El automóvil se desvió de la
carretera y cayó en una zanja, arrojando a Teece contra el parabrisas.
- ¡Hijos de perra!
Teece se sacudió el
polvo y salió del automóvil, casi llorando de rabia. Miró la carretera
silenciosa y desierta.
- No los alcanzaremos nunca, nunca.
Los
paquetes se amontonaban hasta el horizonte, cuidadosamente agrupados, como
reliquias abandonadas al cálido viento de las últimas horas de la tarde.
Teece
y el viejo llegaron a la ferretería una hora después, arrastrando las piernas.
Los hombres estaban aún allí, escuchando y examinando el cielo. En el mismo
instante en que Teece se sentaba y se sacaba los zapatos, alguien gritó.
- ¡Miren!
- Antes me muero - dijo
Teece.
En
los algodonales, el viento sopló ociosamente entre los copos blancos. En campos
más lejanos, maduraban las sandías, intactas, rayadas e inmóviles como gatos
tendidos al sol.
Pero
los demás miraron. Y vieron que unos husos dorados se elevaban a lo lejos, en
el cielo, con una estela de llamas, y desaparecían.
Los hombres del porche se sentaron, se miraron unos a
otros, miraron los rollos de cuerda amarilla ordenados en los estantes,
observaron las cajas de balas relucientes y vieron en las sombras las pistolas
plateadas y los largos caños negros de los fusiles. Uno de ellos se llevó una
brizna de paja a la boca. Otro dibujó una figura en el polvo.
Y
Samuel Teece levantó con aire triunfal un zapato vacío, lo dio vuelta, lo miró
bien, y dijo:
- ¿Lo notaron ustedes? ¡Hasta el
último momento, por Dios, me llamó «señor»!
LA ELECCIÓN DE LOS NOMBRES
Llegaron a las extrañas tierras azules y les pusieron sus
nombres: ensenada Hinkston, cantera Lusting, río Black, bosque Driscoll,
montaña de los Peregrinos, ciudad Wilder, nombres todos de gente y de las
hazañas de gente. En el lugar donde los marcianos mataron a los primeros
terrestres, había un pueblo Rojo, en recuerdo de la sangre de esos hombres. El
lugar donde fue destruida la segunda expedición se llamaba Segunda
Tentativa. En todos
los sitios donde los hombres de los cohetes quemaban el suelo con calderos
ardientes, quedaban como cenizas los nombres. Y, naturalmente, había una colina
Spender y una ciudad Nathaniel York...
Los antiguos nombres marcianos eran nombres de agua, de
aire y de colinas. Nombres de nieves que descendían por los canales de piedra
hacia los mares vacíos. Nombres de hechiceros sepultados en ataúdes herméticos
y torres y obeliscos. Y los cohetes golpearon como martillos esos nombres,
rompieron los mármoles, destruyeron los mojones de arcilla que nombraban a los
pueblos antiguos, y levantaron entre los escombros grandes pilones con los
nuevos nombres: Pueblo Hierro, Pueblo Acero,
Ciudad Aluminio, Aldea Eléctrica, Pueblo Maíz, Villa
Cereal, Detroit II, y otros nombres mecánicos, y otros nombres de metales
terrestres.
Y
después de construir y bautizar los pueblos, construyeron y bautizaron los
cementerios: colina Verde, pueblo Musgo, colina Bota, y los primeros muertos
bajaron a las sepulturas...
Y
cuando todo estuvo perfectamente catalogado, cuando se eliminó la enfermedad y
la incertidumbre, y se inauguraron las ciudades y se suprimió la soledad, los
sofisticados llegaron de la Tierra. Llegaron en grupos, de vacaciones, para
comprar recuerdos de Marte, sacar fotografías o conocer el ambiente; llegaron
para estudiar y aplicar leyes sociológicas; llegaron con estrellas e insignias
y normas y reglamentos, trayendo consigo parte del papeleo que había invadido
la Tierra como una mala hierba, y que ahora crecía en Marte casi con la misma
abundancia. Comenzaron a organizar la vida de las gentes, sus bibliotecas, sus
escuelas; comenzaron a empujar a las mismas personas que habían venido a Marte
escapando de las escuelas, los reglamentos y los empujones.
Era por lo tanto inevitable que algunas de esas personas
replicaran también con empujones...
USHER II
USHER II
- «Durante
todo un día de otoño, triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes colgaban
opresivas y bajas en los cielos, yo había estado cruzando, montado a caballo,
una región singularmente lóbrega, y de pronto, cuando ya se cerraban las
sombras de la noche, me encontré delante de la melancólica Casa Usher..»
El
señor William Stendahl dejó de recitar. Allí, sobre una colina baja y negra,
estaba la Casa, y la piedra angular tenía una inscripción: 2005 A.D.
-
Ya
está terminada - dijo el señor Bigelow, el arquitecto -. Aquí tiene la llave,
señor
Stendahl.
Las
dos figuras se alzaban inmóviles en la tranquila tarde otoñal. Los planos
azules crujían sobre la hierba de color de cuervo.
-
La
Casa Usher - dijo el señor Stendahl con satisfacción -. Proyectada, construida,
comprada, pagada. ¿El señor Poe no estaría encantado?
El
señor Bigelow entornó los ojos.
- ¿Era esto lo que
quería, señor?
- ¡Sí!
- ¿El color está bien?
¿Es desolado y terrible?
- ¡Muy desolado, muy
terrible!
- ¿Las paredes son...
lívidas?
- ¡Asombrosamente
lívidas!
- ¿La laguna es
bastante negra y siniestra?
- Increíblemente negra
y siniestra.
-
Y
los juncos, no sé si sabe usted, señor Stendahl, que los hemos teñido, ¿tienen
ahora el color gris y ébano apropiado?
- ¡Son horribles!
El señor Bigelow consultó sus planos
arquitectónicos.
-
La
Casa, la laguna, el suelo, señor Stendahl, <<enfrían y acongojan el
corazón, entristecen el pensamiento»?
- Señor Bigelow, vale
lo que cuesta, hasta el último centavo. Dios mío, ¡qué hermosa
es!
- Gracias.
He tenido que trabajar a ciegas. Por fortuna, tenía usted sus propios cohetes,
o no hubiésemos podido traer la mayor parte del equipo. Ya habrá observado
usted el permanente crepúsculo, el invariable mes de octubre, la tierra desnuda,
estéril, muerta. Hemos trabajado mucho. Matamos todo. Diez mil toneladas de DDT
No ha quedado una rana, una víbora, ni siquiera una mosca marciana. Crepúsculo
permanente, señor Stendahl, estoy orgulloso. Unas máquinas ocultas oscurecen el
sol. Todo es siempre adecuadamente «siniestro».
Stendahl
respiró la tristeza, la opresión, los vapores pestilentes, toda la «atmósfera»
tan delicadamente concebida y adaptada. ¡Y la Casa! ¡Ese horror tambaleante, la
laguna maléfica, los hongos, la extendida putrefacción! ¿Quién podía adivinar
si era o no de material plástico?
Stendahl
miró el cielo de otoño. En algún sitio, allá arriba, más allá, muy lejos,
estaba el sol. En algún sitio era abril en Marte, un mes amarillo de cielo
azul. En algún sitio, allá arriba, descendían las naves con una estela de
llamas, dispuestas a civilizar un planeta maravillosamente muerto. Pero el
fragor de los cohetes no llegaba a este mundo sombrío y silencioso, a este
antiguo mundo otoñal y a prueba de ruidos.
-
Ahora
que mi tarea ha terminado - dijo el señor Bigelow, intranquilo -, ¿puedo
preguntarle qué va a hacer usted con todo esto?
- ¿Con Usher? ¿No lo ha
adivinado?
- No.
- ¿El nombre de Usher
no significa nada para usted?
- Nada.
- Bueno, ¿y este
nombre: Edgar Allan Poe?
El señor Bigelow meneó la cabeza.
- Por
supuesto - gruñó delicadamente el señor Stendahl, con desaliento y desprecio a
la vez -. ¿Cómo pude pensar que conoce al bendito señor Poe? Murió hace mucho
tiempo, antes que Lincoln. Quemaron todos sus libros en la Gran Hoguera. Hace
ya treinta años...
- Ali - dijo
juiciosamente el señor Bigelow -. ¡Uno de aquellos!
-
Sí,
Bigelow, uno de aquellos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y Hawthorne y Ambrose
Bierce, y todos los cuentos
de miedo, de fantasía y de horror, y con ellos los cuentos del futuro.
Implacablemente. Se dictó una ley. Oh, no era casi nada al principio. Mil
novecientos cincuenta y mil novecientos sesenta. Primero censuraron las
revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas,
siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios
religiosos, los intereses profesionales.
Siempre había una
minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la
oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de las
sombras de ellos mismos.
- Ya.
-
Tenían
miedo de la palabra «política», que entre los elementos más reaccionarios acabó
por ser sinónimo de comunismo, de modo que pronunciar esa palabra podía
costarle a uno la vida. Y apretando un tornillo aquí y una tuerca allá,
presionando, sacudiendo, tironeando, el arte y la literatura fueron muy pronto
como una gran pasta de caramelo, retorcida y aplastada, sin consistencia y sin
sabor. Poco después las cámaras cinematográficas se detuvieron, los teatros
quedaron a oscuras, y de las imprentas que antes inundaban el mundo con un
Niágara de material de lectura, brotó una materia inofensiva e insípida, como
de un cuentagotas. ¡Oh, hasta el «entretenimiento» era extremista, se lo
aseguro!
- ¿De veras?
- Así
es. El hombre, decían, ha de afrontar la realidad. ¡Ha de afrontar el Aquí y el
Ahora! Todo lo demás tiene que desaparecer. ¡Las hermosas mentiras literarias,
las ilusiones de la fantasía, han de ser derribadas en pleno vuelo! Y las
alinearon contra la
pared de una biblioteca un domingo por la mañana, hace
treinta años. Alinearon a Santa Claus, y al jinete sin Cabeza, y a Blanca
Nieves y Pulgarcito, y a Mi Madre la Oca... Oh,
¡qué lamentos!, y
quemaron los castillos de papel y los sapos encantados y a los viejos reyes, y
a todos los que «fueron eternamente felices», pues estaba demostrado que nadie
fue eternamente feliz, y el «había una vez» se convirtió en «no hay más». Y las
cenizas del fantasma Rickshaw se confundieron con los escombros del país de Oz,
e hicieron unos paquetes con los huesos de Ozma y Glinda la Buena, y
destrozaron a Polícromo en un espectroscopio y sirvieron a Jack Cabeza de
Calabaza con un poco de merengue en el baile de los biólogos. La Bella
Durmiente despertó con el beso de un hombre de ciencia y expiró con el fatal
pinchazo de su jeringa. Hicieron que Alicia bebiera algo de una botella que la
devolvió a un tamaño donde no podía seguir gritando «más curioso y más curioso»
y rompieron el Espejo de un martillazo y acabaron con el Rey Rojo y la Ostra.
El
señor Stendahl apretó los puños, jadeante, el rostro enrojecido. ¡Oh Dios, no
había pasado tanto tiempo!
En
cuanto al señor Bigelow, la larga explosión del señor Stendahl lo había dejado
estupefacto. Al fin parpadeó y dijo:
- Lo siento. No sé de
qué me habla usted. Sólo nombres para mí. He oído decir que la
Gran Hoguera fue una
cosa buena.
- ¡Fuera! - gritó
Stendahl -. ¡Su trabajo ha terminado, y ahora déjeme solo, idiota!
El señor Bigelow llamó a los
carpinteros y se alejó.
El señor Stendahl se quedó solo ante
la Casa.
- Oídme
todos - les dijo a los invisibles cohetes -. Vine a Marte para alejarme de
vosotros, gente de Mente Limpia, pero llegáis en enjambres cada vez más
espesos, como moscas a la carroña. Pues bien, ha llegado mi hora. Os daré una
buena lección por lo que le hicisteis al señor Poe en la Tierra. ¡Desde hoy,
cuidado! ¡La Casa Usher está abierta!
Y
alzó al cielo un puño amenazante.
El
hombre salió del cohete con aire despreocupado. Le echó una mirada a la Casa, y
una expresión de irritación y disgusto le ensombreció los ojos grises. Cruzó el
foso y se acercó al hombrecito que esperaba allí.
- ¿Usted es Stendahl?
- Yo soy Garrett,
inspector de Climas Morales.
-
¿De
modo que al fin llegaron a Marte, ustedes los del Clima Moral? Me estaba
preguntando cuándo aparecerían.
-
Llegamos
la semana pasada. Muy pronto todo será aquí limpio y ordenado como en la Tierra
- dijo Garrett, y sacudió irritado una tarjeta de identidad, señalando la Casa
-. ¿Por qué no me dice que es esto, Stendahl?
- Un castillo
encantado, si le parece.
- No me gusta,
Stendahl, no me gusta. El sonido de esa palabra encantado.
-
No
es nada complicado. En el año de gracia dos mil cinco, he construido un
santuario mecánico: murciélagos de cobre que vuelvan en rayos electrónicos,
ratas de bronce que corretean por sótanos de material plástico, esqueletos
robots que bailan, vampiros robots, arlequines, lobos, fantasmas blancos,
productos todos de la química y el ingenio del hombre.
-
Lo
que me temía - dijo Garrett sonriendo pacíficamente -. Tendremos que echar
abajo la casa, señor Stendahl.
- Sabía que vendrían
ustedes, tan pronto como se enteraran.
- Hubiera
venido antes, pero en Climas Morales queríamos estar seguros de las intenciones
de usted. Los desmanteladores y la brigada de incendios, podemos tenerlos aquí
a la hora de la cena. Y a medianoche no quedará de su Casa ni los cimientos.
Señor Stendahl, me parece usted un poco bobo. Gastar en una tontería dinero
ganado con trabajo. Por lo menos le ha costado a usted tres millones de
dólares...
- Cuatro
millones. Pero en mi juventud, señor Garrett, heredé veinticinco millones. Me
puedo permitir este gasto. Es una lástima, sin embargo, haber terminado la Casa
no hace más de una hora y que ya se precipiten sobre ella usted y sus
desmanteladores ¿No podría dejarme disfrutar de mi juguete durante digamos,
veinticuatro horas?
-
Ya
conoce usted la ley. Es muy estricta. Nada de libros, nada de Casas, nada que
pueda sugerir de alguna manera fantasmas, vampiros, hadas y otras criaturas de
la imaginación.
- ¡Pronto quemarán a
los Babbitt!
-
Usted
nos dio mucho que hacer, señor Stendahl. Consta en nuestros registros. Hace
veinte años. En la Tierra. Usted y su biblioteca.
-
Sí,
yo y mi biblioteca. Y unos pocos más como yo. Oh, ya nadie se acordaba de Poe,
de Oz y de los otros. Pero yo tenía mi pequeño refugio. Unos pocos ciudadanos
conservamos nuestras bibliotecas hasta que llegaron ustedes, con antorchas e
incineradores, y destrozaron y quemaron mis cincuenta mil libros. Un día
atravesaron también con un palo el corazón del día de Todos los Muertos, y les
dijeron a los productores de cine que si querían hacer algo se limitasen a
repetir y a repetir, una y otra vez, a Ernest Hemingway. ¡Dios santo, cuántas
veces he visto Por quién doblan las campanas! Treinta versiones diferentes.
Todas realistas. ¡Oh, el realismo! ¡Oh el aquí, oh el ahora, oh el infierno!
- Es inútil amargarse.
- Señor Garrett, usted
tiene que presentar un informe completo, ¿no es así?
- Sí.
-
Aunque
sólo sea por curiosidad, entre y mire un rato. No tardaremos más de un minuto.
- Muy
bien. Guíeme. Y nada de trampas. Estoy armado.
La
puerta de la Casa Usher se abrió rechinando, y dejó escapar un viento de
humedad, y se oyeron unos gemidos y unos suspiros muy hondos, como si grandes
fuelles subterráneos respiraran en lejanas catacumbas.
Una
rata corrió por el suelo de piedra. Garrett, gritando, le dio un puntapié. La
rata rodó, y de su piel de nailon brotó una increíble horda de moscas
metálicas.
- ¡Asombroso! - Garrett se inclinó y
miró.
Una
vieja bruja estaba sentada en un nicho y barajaba con temblorosas manos de cera
un mazo anaranjado y azul de naipes de Tarot. Sacudió la cabeza, y le siseó a
Garrett a través de la boca desdentada, golpeando los naipes grasientos con las
puntas de los dedos.
- ¡La muerte! - gritó.
- A esto, precisamente,
me refería - dijo Garrett -. ¡Deplorable!
- Permitiré que usted
mismo la queme.
-
¿De
veras? - dijo Garrett satisfecho. En seguida frunció el entrecejo -. He de
reconocer que se lo toma usted muy bien.
-
Me
basta haber podido crear este sitio. Poder decir que lo hice. Decir que he
creado un ambiente medieval en un mundo moderno e incrédulo.
- Yo mismo no puedo
dejar de admirar el genio inventivo de usted, señor.
Garrett
miró una niebla que pasaba, susurrando y susurrando, y que parecía una hermosa
y vaporosa mujer. En el fondo de un pasillo húmedo giraron unas ruedas, y como
hilos de caramelo lanzados por una máquina centrífuga, las neblinas flotaron
murmurando en los aposentos silenciosos.
Un
gorila brotó de la nada. - ¡Cuidado! - gritó Garrett.
Stendahl golpeó levemente el pecho
negro del gorila.
- No tema. Un robot. Cobre y
otros materiales, como la bruja. ¿Ve? - Tocó la piel descubriendo unos tubos de
metal.
- Sí.
- Garrett alargó tímidamente una mano -. Pero ¿por qué? ¿Por qué todo esto,
señor Stendahl? ¿Qué lo obsesiona?
-
La
burocracia, señor Garrett. Ahora no puedo explicárselo. Pero el gobierno lo
sabrá muy pronto. - Y Stendahl hizo una seña al gorila -. Bien. Ahora.
El
gorila mató al señor Garrett.
- ¿Estamos listos,
Pikes?
Pikes, inclinado sobre la mesa, alzó
los ojos.
- Sí, señor.
- Ha hecho usted un
espléndido trabajo.
-
Bueno,
para eso me pagan, señor - dijo Pikes suavemente mientras levantaba el párpado
de plástico del robot y ajustaba con precisión el ojo de vidrio a los músculos
de goma - Ya está.
- La vera efigie del
señor Garrett.
Pikes señaló la mesa rodante donde
yacía el cadáver del verdadero señor Garrett.
- ¿Qué hacemos con él,
señor?
-
Quémelo,
Pikes. No necesitamos dos Garrett, ¿no es cierto? Pikes arrastró la mesa hasta
el incinerador de ladrillo.
- Adiós - dijo, metió
dentro al señor Garrett y cerró la puerta.
- Adiós.
Stendahl miró al robot.
- ¿Recuerda las
instrucciones, Garrett?
-
Sí,
señor. - El robot se sentó en la mesa muy tieso -. Vuelvo a Climas Morales.
Redactaré un informe
complementario. Demoren intervención cuarenta y ocho horas.
Continúo
investigando.
- Bien,
Garrett. Adiós.
El robot corrió hacia el cohete de
Garrett, entró, y se fue volando.
Stendahl se volvió.
-
Bueno,
Pikes, ahora enviaremos las últimas invitaciones para esta noche. Creo que nos
divertiremos, ¿no es cierto?
-
Teniendo
en cuenta que hemos esperado veinte años, ¡será toda una fiesta! - Se guiñaron
los ojos.
Las
siete. Stendahl miró su reloj. Era casi la hora. Hizo girar la copa de jerez en
la mano, y luego se sentó, tranquilamente. Sobre él, entre las vigas de roble,
los murciélagos, de delicados huesos de cobre ocultos bajo la carne de caucho,
chillaban y lo miraban parpadeando. Stendahl levantó la copa hacia ellos.
- Por nuestro éxito -
dijo.
Y
reclinándose en el sofá cerró los ojos y consideró otra vez el asunto. Con qué
placer recordaría esta noche cuando fuera viejo. El gobierno antiséptico pagaba
al fin sus conflagraciones y sus terrores literarios. Oh, cómo habían crecido
en él la furia y el odio a lo largo de los años. Oh, cómo el plan había cobrado
forma lentamente en su mente aletargada, hasta el día en que había conocido a
Pikes, tres años atrás.
Ah, sí, Pikes. Pikes, corroído por una amargura profunda,
como un oscuro pozo de ácido verde. ¿Quién era Pikes? El más grande de todos.
Pikes, el hombre de diez mil caras, una furia, una humareda, una niebla azul,
una lluvia blanca, un murciélago, una gárgola, un monstruo, ¡eso era Pikes!
¿Superior a Lon Chaney, padre? Stendahl, que había visto a Lon Chaney noche
tras noche, en películas viejas, muy viejas, meditó unos instantes. Sí,
superior a Chaney. ¿Superior a aquella otra vieja momia? ¿Cómo se llamaba?
¿Karloff? Muy superior. ¿Lugosi? La comparación era odiosa. No, no había más
que un Pikes. Y le habían prohibido todas sus fantasías. No había lugar para él
en la Tierra, ni gente que pudiera admirarlo. ¡Ni siquiera podía representar
ante un espejo, ante sí mismo!
¡Pobre, imposible y
derrotado Pikes! ¡Qué habrás sentido, Pikes, aquella noche en que arrancaron
tus películas de las cámaras, como si les sacaran las entrañas, tus propias
entrañas, para arrojarlas luego en rollos y pilas a las llamas de un horno!
¿Habrás sufrido tanto como yo cuando destruyeron mis cincuenta mil libros sin
una disculpa? Sí, sí.
Stendahl sintió que
una furia insensata le helaba las manos. Cómo no iba a ser natural que en
incontables medias noches conversaran consumiendo interminables cafeteras, y
que de esas conversaciones y de ese fermento amargo saliera... la Casa Usher.
Se oyeron las
campanadas de una gran iglesia. Llegaban los invitados. Stendahl, sonriendo,
fue a recibirlos.
Adultos
sin memoria, los robots esperaban. Vestidos de seda verde como los charcos de
los bosques, envueltos en sedas del color de las ranas y los helechos, ellos
esperaban. Envueltos en pieles amarillas, como el sol y la arena, los robots
esperaban.
Aceitados,
con huesos de tubos de bronce sumergidos en gelatina. En cajas de madera, en
ataúdes fabricados para los que no estaban vivos ni muertos, los metrónomos
esperaban que los pusieran en marcha. Un olor de lubricación y bronces
torneados. Un silencio de cementerio. Sexuados, pero sin sexo, los robots.
Nominados, pero sin nombre, con todas las características humanas menos la
humanidad, en una muerte que ni siquiera era muerte, ya que nunca había sido
vida, los robots miraban fijamente las tapas cerradas de sus cajas, esas cajas
en las que alguien había grabado las letras E.O.B. Y de pronto rechinaron los
clavos. De pronto se levantaron las tapas, hubo sombras en las cajas, y una
mano apretó una lata de aceite. Se oyó el leve tictac de un reloj, luego otro y
otro, hasta que el sótano se convirtió en una inmensa y ronroneante relojería.
Los párpados de goma se abrieron y descubrieron los ojos de mármol; las narices
palpitaron; los robots se levantaron vestidos con una velluda piel de mono, o
una piel blanca de conejo; Tweedledum detrás de Tweediedee, la Tortuga y el
Ratón, cadáveres de ahogados en un mar de sal y algas, ahorcados de rostros
violáceos y ojos desorbitados y viscosos, seres de hielo y de ardientes
oropeles, enanos de arcilla y gnomos de pimienta, Tik-Tok, Ruggedo, Santa Claus
precedido por un torbellino de nieve, Barba Azul con patillas de acetileno, y
nubes sulfurosas con lenguas de fuego verde, y por último un dragón gigantesco
y escamoso que llevaba un horno en el vientre cruzó la puerta con un grito, un
rugido, un silencio, un torrente, una ráfaga. Diez mil tapas cayeron. La
relojería invadió Usher. La noche estaba encantada.
Una
cálida brisa pasó sobre el paisaje. Los invitados llegaron en cohetes que
abrasaban el cielo y transformaban el otoño en primavera.
Los
hombres vestidos de etiqueta salieron de los cohetes, y detrás de ellos
salieron las mujeres con peinados muy altos y complicados.
- ¡Así que esto es
Usher!
- ¿Pero dónde está la
puerta?
En
ese momento apareció Stendahl. Las mujeres reían y parloteaban. El señor
Stendahl levantó una mano imponiendo silencio. Se volvió, miró una alta ventana
de castillo y llamó:
- Rapunzel, Rapunzel, suéltale el
pelo.
Y
allá arriba, una hermosa doncella se inclinó sobre el viento de la noche, y se
soltó el cabello dorado. Y el cabello flotó y se retorció y fue una escalera, y
los invitados subieron riendo, y entraron en la Casa.
¡Muy
eminentes sociólogos! ¡Inteligentes psicólogos! ¡Tremendamente importantes
políticos, bacteriáóogos y neurólogos! Allí estaban, entre paredes húmedas.
- ¡Bienvenidos!
El
señor Tyron, el señor Owen, el señor Dunne, el señor Lang, el señor Steffen, el
señor Fletcher, y dos docenas más.
- Pasen, pasen.
La señorita Gibbs, la
señorita Pope, la señorita Churchill, la señorita Blunt, la señorita Drummond y
una veintena de otras resplandecientes mujeres.
Personas
eminentes, sí, eminentes todas ellas, miembros de la Sociedad de Represión de
la Fantasía, enemigos de la fiesta de Todos los Muertos y del día de Guy
Fawkes, cazadores de murciélagos, incendiarios de libros, portadores de
antorchas; ciudadanos pacíficos y limpios, ciudadanos que habían, todos ellos,
esperado a que los hombres toscos llegaran a Marte, enterraran a los marcianos,
limpiaran las ciudades, construyeran pueblos, repararan las carreteras y
suprimieran todos los peligros. Después, cuando ya todo estaba tranquilo,
vinieron ellos, los aguafiestas, gentes con ojos de color de yodo y sangre de
mercuriocromo a imponer sus Climas Morales, a repartir bondad. ¡Y ésos eran los
amigos de Stendahl! Sí, con cuidado, con mucho cuidado, los había buscado, uno
por uno, y en el último año pasado en la Tierra se había hecho amigo de todos
ellos.
- ¡Bienvenidos a las
antesalas de la Muerte! - les gritó.
- Hola, Stendahl, ¿qué
es esto?
-
Ya
lo verán, Que se desvista todo el mundo. Entren en estos cuartos y cámbiense de
ropa. Los hombres aquí, las mujeres allá.
Los
invitados, un poco intranquilos, no se movieron.
-
No
sé si debemos quedarnos - dijo la señorita Pope -. No me gusta el aspecto de
todo esto. Es casi... una blasfemia.
- ¡Qué tontería! Es un
baile de disfraz.
- Parece algo ilegal -
gruñó el señor Steffens.
Stendahl se echó a reír.
- Vamos, vamos, diviértanse. Mañana
todo esto será una ruina. Entren en los cuartos.
La Casa resplandeció, de vida y color. Los arlequines corrían
con gorros de cascabeles; los ratones blancos bailaban unas cuadrillas al
compás de una música que unos enanos tocaban con arcos diminutos en violines
diminutos; en las vigas chamuscadas ondeaban los banderines, nubes de
murciélagos volaban entre unas gárgolas, y de las bocas de las gárgolas salía
un vino fresco, puro y espumante. Un arroyo serpenteaba por las siete salas del
baile de máscaras. Los invitados lo probaban y descubrían que era jerez. Los
invitados salían de los cuartos transformados en personajes de otra época, con
los rostros cubiertos por antifaces, perdiendo al ponerse las máscaras todo
derecho a querellarse con la fantasía y el terror. Las mujeres vestidas de rojo
se reían desplazándose por los salones. Los hombres las cortejaban bailando. Y
en las paredes había sombras, aun donde no había cuerpos, y aquí y allá había
espejos que no reflejaban ninguna imagen.
- ¡Todos nosotros vampiros! - rió el
señor Fletcher -. ¡Muertos!
Las
siete salas eran de distinto color: una azul, una morada, una verde, una
anaranjada, una blanca, una violeta, y la última amortajada en terciopelo
negro. En esta sala negra un reloj de ébano daba sonoramente la hora. Y los
invitados, ya casi borrachos, corrían por las salas entre fantásticos robots,
entre ratones y Sombrereros
Locos, gnomos y
gigantes, Gatos Negros y Reinas Blancas, y bajo los pies de los bailarines el
suelo latía pesadamente como un oculto corazón delator.
- Señor Stendahl.
Un
murmullo.
- Señor Stendahl.
Un monstruo, con el rostro de la
Muerte, se detuvo junto a Stendahl. Era Pikes.
- Quiero hablar con
usted.
- ¿Qué pasa?
Pikes extendió una mano esquelética con unas
cuantas ruedas, tuercas, tornillos y pernos calcinados o fundidos a medias.
Stendahl los contempló largamente.
Luego llevó a Pikes a un pasillo.
- ¿Garrett? - susurró.
- Ha mandado a un
robot. Cuando limpié el horno, encontré esto.
Pikes
y Stendahl miraron las fatídicas piezas.
-
Esto
significa que la policía llegará en cualquier momento - dijo Pikes -. Y
arruinarán nuestros planes.
Stendahl
observó a los bailarines; un torbellino de gente amarilla, anaranjada y azul.
La música barría los salones neblinosos.
-
No
sé. Tendría que haber adivinado que Garrett no vendría en persona. No es tan
tonto. Pero, espere...
- ¿Qué pasa?
-
Nada.
No pasa nada. Garrett nos envió un robot. Bien, pero nosotros le enviamos
otro... Si no lo examina con cuidado, no notará la diferencia.
- ¡Por supuesto!
-
La
próxima vez vendrá él mismo, pues pensará que no hay peligro. Es posible que se
presente en cualquier momento, ¡en persona! ¡Más vino, Pikes!
Se
oyó un enorme tañido.
- Apuesto a que es él.
Hágalo pasar.
Rapunzel se soltó el cabello dorado.
- ¿El señor Stendahl?
- ¿El señor Garrett?
¿El verdadero señor Garrett?
Garrett examinó las paredes húmedas y
a la gente que daba vueltas.
- El
mismo. He creído conveniente una inspección personal. No se puede confiar en
los robots, menos aún en los ajenos. Antes de salir para aquí he citado a los
desmanteladores. Llegarán dentro de una hora, preparados para echar abajo esta
horrible guarida.
Stendahl
se inclinó ceremoniosamente.
- Gracias por
advertírmelo. Mientras tanto, podría usted divertirse. ¿Un poco de vino?
- No, gracias. ¿Qué
pasa aquí? ¿A qué extremos puede llegar un hombre?
- Véalo usted mismo,
señor Garrett.
- El crimen - dijo
Garrett.
- El más repugnante.
Una mujer chilló. La señorita Pope llegó
corriendo, con la cara blanca como un queso.
-
¡Ha
ocurrido algo horrible! ¡Un mono ha estrangulado a la señorita Blunt y la ha
metido en una chimenea!
Stendahl
y Garrett se volvieron y vieron una larga cabellera amarilla desparramada al
pie de la chimenea. Garrett dio un grito.
-
¡Horroroso!
- sollozaba la señorita Pope. De pronto dejó de llorar. Parpadeó y miró -.
¡Señorita Blunt!
- Sí, aquí estoy - dijo
la señorita Blunt.
- ¡Pero si acabo de ver
cómo la metían en la chimenea!
- No - dijo la señorita
Blunt riéndose -. Era un robot. Un perfecto facsímil.
- Pero, pero...
-
No
llore, querida. Estoy perfectamente bien. Voy a verme a mí misma. ¡Pues sí,
aquí estoy! En la chimenea, como usted dijo. Tiene gracia, ¿eh?
Y
la señorita Blunt se fue, riéndose.
- ¿Quiere un vaso de
vino, Garrett?
-
Creo
que sí. Este asunto me ha puesto los nervios de punta. Dios mío, qué lugar.
Merece verdaderamente
que lo echemos abajo. Durante un momento creí...
Garrett bebió. Otro alarido. El piso se abrió mágicamente
y cuatro conejos blancos descendieron por una escalera llevando en hombros al
señor Steffens. Y allá fue el señor Steffens, al fondo de un foso, y allá lo
dejaron amordazado y atado, bajo la cuchilla de
acero de un gran péndulo
oscilante que ahora descendía y descendía, acercándose cada vez más al cuerpo
ultrajado del señor Steffens.
-
¿Soy
yo el que está ahí abajo? - preguntó el señor Steffens apareciendo al lado de
Garrett. Se inclinó sobre el pozo -. Qué extraño, qué curioso es verse morir.
El
péndulo dio un golpe final.
- No, gracias. ¿Qué
pasa aquí? ¿A qué extremos puede llegar un hombre?
- Véalo usted mismo,
señor Garrett.
- El crimen - dijo
Garrett.
- El más repugnante.
Una mujer chilló. La señorita Pope
llegó corriendo, con la cara blanca como un queso.
-
¡Ha
ocurrido algo horrible! ¡Un mono ha estrangulado a la señorita Blunt y la ha
metido en una chimenea!
Stendahl
y Garrett se volvieron y vieron una larga cabellera amarilla desparramada al
pie de la chimenea. Garrett dio un grito.
-
¡Horroroso!
- sollozaba la señorita Pope. De pronto dejó de llorar. Parpadeó y miró -.
¡Señorita Blunt!
- Sí, aquí estoy - dijo
la señorita Blunt.
- ¡Pero si acabo de ver
cómo la metían en la chimenea!
- No - dijo la señorita
Blunt riéndose -. Era un robot. Un perfecto facsímil.
- Pero, pero...
-
No
llore, querida. Estoy perfectamente bien. Voy a verme a mí misma. ¡Pues sí,
aquí estoy! En la chimenea, como usted dijo. Tiene gracia, ¿eh?
Y
la señorita Blunt se fue, riéndose.
- ¿Quiere un vaso de
vino, Garrett?
-
Creo que sí. Este asunto me ha puesto los
nervios de punta. Dios mío, qué lugar.
Merece verdaderamente
que lo echemos abajo. Durante un momento creí...
Garrett
bebió. Otro alarido. El piso se abrió mágicamente y cuatro conejos blancos
descendieron por una escalera llevando en hombros al señor Steffens. Y allá fue
el señor Steffens, al fondo de un foso, y allá lo dejaron amordazado y atado,
bajo la cuchilla de acero de un gran péndulo oscilante que ahora descendía y
descendía, acercándose cada vez más al cuerpo ultrajado del señor Steffens.
-
¿Soy
yo el que está ahí abajo? - preguntó el señor Steffens apareciendo al lado de
Garrett. Se inclinó sobre el pozo -. Qué extraño, qué curioso es verse morir.
El
péndulo dio un golpe final.
- Qué realismo - dijo
Steffens alejándose.
- Otro vaso de vino,
señor Garrett.
- Sí, por favor.
- Esto no durará.
Pronto llegarán los desmanteladores.
- Gracias a Dios.
Y por tercera vez, un grito.
- ¿Ahora qué? - dijo
Garrett, receloso.
- Ahora me toca a mí -
dijo la señorita Drummond -. Miren.
Y poco después una segunda señorita Drummond
chillaba dentro de un ataúd mientras la metían debajo del suelo, en una tierra
húmeda.
-
Pero
cómo, yo recuerdo esto - jadeó el investigador de Climas Morales -. Estaba en
los viejos libros prohibidos. El enterramiento prematuro. Y lo demás. La fosa,
el péndulo, y el mono, la chimenea y los asesinatos de la calle Morgue. ¡Sí!
¡En uno de los libros que quemé!
- Otro trago, Garrett.
No mueva la copa.
- ¡Dios mío, qué
imaginación!
Y en seguida vieron morir a
otros cinco. Uno en la boca de un dragón, los otros arrojados a las aguas
negras de una laguna, donde se hundieron y desaparecieron.
- ¿Por qué no? ¿Qué
importa? Pronto vamos a destruir este infierno. Es usted horrible,
Stendahl.
- Venga por aquí.
Y Stendahl llevó abajo a Garrett, a través de
numerosos pasillos, y otra vez más abajo por escaleras de caracol, hacia el
interior de la tierra, hacia las catacumbas.
- ¿Qué quiere
mostrarme? - preguntó Garrett.
- Su propia muerte.
- ¿La muerte de mi doble?
- Sí. Y otra cosa.
- ¿Qué?
- El Amontillado - dijo
Stendahl adelantándose y alzando una linterna deslumbrante.
Unos
esqueletos se asomaban levantando las tapas de los ataúdes. Garrett, con un
gesto de repugnancia,
se llevó una mano a la nariz.
- ¿El qué?
- ¿No ha oído hablar
usted del Amontillado?
- No.
- ¿No reconoce usted
eso? - Stendahl le señaló una celda.
- ¿Tendría que
reconocerlo?
Stendahl sonrió y sacó de entre los
pliegues de su capa una paleta de albañil.
- ¿Y esto?
- ¿Qué es?
- Venga.
Entraron en la celda y Stendahl
encadenó a Garrett, que estaba casi borracho.
- Por
Dios, ¿qué hace usted? - gritó Garrett sacudiendo las cadenas.
-
Me
siento irónico. No interrumpa a un hombre que se siente irónico. No sea
descortés. Ya está.
- ¡Me ha encadenado!
- Es cierto.
- Pero ¿qué pretende?
- Dejarlo en esta
celda.
- Usted bromea.
- Una broma muy
graciosa.
- ¿Dónde está mi doble?
¿No vamos a ver cómo lo matan?
- No hay doble.
- Pero ¿y los otros?
-
Los
otros están muertos. Los que usted vio matar eran los verdaderos. Los dobles,
los robots, miraban solamente.
Garrett
calló.
-
Ahora
usted debe decir: «¡Por amor de Dios, Montresor!» - continuó Stendahl -. Y yo
contestaré: «¡Sí, por amor de Dios!». ¿No quiere usted decirlo? Vamos. Dígalo.
- Imbécil.
- ¿Tengo que
repetírselo? Dígalo. Diga: «¡Por amor de Dios. Montresor!».
Garrett se sentía más despejado.
- No lo diré, idiota.
Sáqueme de aquí.
- Póngase eso - dijo
Stendahl. tirándole algo que campanilleaba y tintineaba.
- ¿Qué es?
- Un gorro de
cascabeles. Póngaselo y quizá lo deje salir.
- ¡Stendahl!
- Le he dicho que se lo
ponga.
Garrett obedeció. Los
cascabeles repicaron.
- ¿No
siente usted como si esto hubiera sucedido antes? - Preguntó Stendahl, y
comenzó a trabajar con la paleta, un mortero y unos ladrillos.
- ¿Qué hace?
- Estoy amurallándolo.
Ya hay una hilera. Ahora va otra.
- ¡Usted está loco!
- No lo discuto.
Stendahl mojó un ladrillo en el mortero,
cantando entre dientes. Ahora había golpes y gritos y llantos en la celda cada
vez más oscura. La pared crecía lentamente.
- Un poco más de ruido,
por favor - dijo Stendahl -. Representemos bien la escena.
- ¡Déjenme salir!
¡Déjeme salir!
Sólo faltaba un ladrillo. Los gritos
eran ahora continuos.
-
¿Garrett?
- llamó Stendahl. en voz baja. Garrett calló -. ¿Sabe usted por qué le hago
esto? Porque quemó los libros del señor Poe sin haberlo leído. Le bastó la
opinión de los demás. Si hubiera leído los libros, habría adivinado lo que yo
le iba a hacer, cuando bajamos hace un momento. La ignorancia es fatal, señor
Garrett.
Garrett
no replicó.
-
Quiero
que esto sea perfecto - dijo Stendahl levantando la linterna para que la luz
cayera sobre la encogida figura de Garrett -. Agite suavemente los cascabeles.
- Los cascabeles tintinearon -. Ahora diga usted: «¡Por amor de Dios,
Montresor!»; es posible que lo deje salir.
La
luz de la linterna alumbró la cara de Garrett. Garrett titubeó y luego dijo
grotescamente:
- Por amor de Dios,
Montresor.
- Ah -
exclamó Stendahl con los ojos cerrados. Colocó el último ladrillo y lo aseguró
con una capa de cemento -. Requiescat in pace, querido amigo.
Salió
de prisa de la catacumba.
El
sonido de un reloj de medianoche hizo que todo se detuviera en las siete salas
de la Casa.
Apareció
la Muerte Roja.
Stendahl
se volvió un momento en el umbral y luego echó a correr fuera de la Casa, más
allá del foso, donde esperaba un helicóptero.
- ¿Listo, Pikes?
- Listo.
- ¡Vamos allá!
Miraron
la Casa, sonriendo. Las paredes empezaron a abrirse por el medio, como en un
terremoto, y mientras Stendahl observaba la magnífica escena, oyó a Pikes que
recitaba detrás de él en un tono bajo y cadencioso:
-
«Cuando vi que las enormes paredes se hundían, sentí un vértigo... Se oyó un
largo ruido tumultuoso, como la voz de innumerables cataratas, y la laguna
profunda y oscura que había a mis pies se cerró triste y silenciosamente sobre
las ruinas de la casa Usher.»
El helicóptero se elevó sobre las
aguas hirvientes del lago y voló hacia el oeste.
LOS VIEJOS
¿Y no era natural que al fin llegaran los viejos a Marte,
siguiendo los pasos de los ruidosos exploradores, de la gente sofisticada y
aromática, de los viajeros profesionales y de los conferenciantes románticos en
busca de nuevos temas?
Pues sí, los viejos secos y crujientes, los que se
pasaban el tiempo escuchándose los corazones, tomándose el pulso y llevándose
cucharadas de jarabe a la boca torcida, los
tercera, las pasas de
uva, las momias, llegaron al fin a Marte...
EL MARCIANO
Las montañas azules se
alzaban en la lluvia y la lluvia caía en los largos canales, y el viejo La
Farge y su mujer salieron de la casa a mirar.
- La primera lluvia de
la estación - señaló La Farge.
- Qué bien - dijo la
mujer.
- Bienvenida, de veras.
Cerraron
la puerta. Dentro se calentaron las manos junto a las llamas. Se estremecieron.
A lo lejos, a través de la ventana, vieron que la lluvia centelleaba en los
costados del cohete que los había traído de la Tierra.
- Sólo falta una cosa -
dijo La Farge mirándose las manos.
- ¿Qué? - preguntó su
mujer.
- Me gustaría haber
traído a Tom con nosotros.
- Oh, por favor, Lafe.
- Sí, no empezaré otra
vez. Perdona.
-
Hemos
venido a disfrutar en paz nuestra vejez, no a pensar en Tom. Murió hace tanto
tiempo... Tratemos de olvidarnos de Tom y de todas las cosas de la Tierra.
La
Farge se calentó otra vez las manos, con los ojos clavados en el fuego.
-
Tienes
razón. No hablaré de eso nunca más. Pero echo de menos aquellos domingos,
cuando íbamos en automóvil a Green Lawn Park, a poner unas flores en su tumba.
Era casi nuestra única salida.
La
lluvia azul caía sobre la casa.
A
las nueve se fueron a la cama y se tendieron en silencio, tomados de la mano,
él de cincuenta y cinco años, y ella de sesenta en la lluviosa oscuridad.
- ¿Anna? - llamó La
Farge suavemente.
- ¿Qué?
- ¿Has oído algo?
Los dos escucharon la lluvia y el
viento.
- Nada - dijo ella.
- Alguien silbaba.
- No lo he oído.
- De todos modos voy a
ver.
La Farge se levantó, se puso una bata, atravesó la casa y
llegó a la puerta de la calle. La abrió titubeando, y la lluvia fría le cayó en
la cara. En la puerta del patio había una figura. Un rayo agrietó el cielo; una
ola de color blanco iluminó un rostro que miraba fijamente a La Farge.
- ¿Quién está ahí? -
llamó La Farge, temblando. No hubo respuesta.
- ¿Quién es? ¿Qué quiere?
Silencio.
La
Farge se sintió débil, cansado, entumecido.
- ¿Quién eres? - gritó,
Anna se le acercó y lo tomó por el brazo.
- ¿Por qué gritas?
- Hay un chico ahí
fuera en el patio y no me contesta - dijo La Farge, estremeciéndose -
. Se parece a Tom.
- Ven a acostarte,
estás soñando.
Y
La Farge abrió un poco más la puerta para que también ella pudiera ver. Soplaba
un viento frío y la lluvia fina caía sobre el patio, y la figura inmóvil los
miraba con ojos distantes. La vieja se adelantó hacia el umbral.
- ¡Vete! - gritó
agitando una mano -. ¡Vete!
-
¿No
se parece a Tom? - preguntó La Farge. La figura no se movió.
-
Tengo
miedo - dijo la vieja -. Echa el cerrojo y ven a la cama. Deja eso, déjalo. Y
se fue, gimiendo, hacia el dormitorio.
El
viejo se quedó, y el viento le mojó las manos con una lluvia fría.
-
Tom
- llamó La Farge en voz baja -. Tom, si eres tú, si por un azar eres tú, no
cerraré con llave. Si sientes frío y quieres calentarte, entra más tarde y
acuéstate junto a la chimenea; hay allí unas alfombras de piel.
Cerró
la puerta, pero sin echar el cerrojo.
La
mujer sintió que La Farge se metía en la cama y se estremeció.
- Qué noche horrible.
Me siento tan vieja... - dijo sollozando.
- Bueno, bueno - la
calmó él, abrazándola -. Duerme.
Al cabo de un rato la mujer se durmió.
Y
entonces La Farge alcanzó a oír que la puerta se abría, casi en silencio,
dejaba entrar el viento y la lluvia, y se cerraba otra vez. Luego oyó unos
pasos blandos que se acercaban a la chimenea, y una respiración muy suave.
- Tom - dijo.
Un rayo estalló en el cielo y abrió en
dos la oscuridad.
A la mañana siguiente, el sol
calentaba.
El señor La Farge abrió la puerta de la sala y miró
rápidamente alrededor. No había nadie sobre la alfombra. La Farge suspiró:
- Estoy envejeciendo.
Salía
de la casa hacia el canal, en busca de un balde de agua clara, cuando casi
derribó a Tom, que ya traía un balde Reno.
- Buenos días, papá.
El
viejo se tambaleó.
- Buenos días, Tom.
El chico, descalzo, cruzó de prisa el cuarto,
dejó el balde en el suelo y se volvió sonriendo.
- ¡Qué día más hermoso!
- Sí - dijo La Farge,
estupefacto.
El chico actuaba con
naturalidad. Se inclinó sobre el balde y comenzó a lavarse la cara. La Farge
dio un paso adelante.
-
Tom,
¿cómo viniste aquí? ¿Estás vivo? El chico alzó la mirada.
- ¿No tendría que
estarlo?
-
Pero,
Tom... Green Lawn Park todos los domingos, las flores y... La Farge tuvo que
sentarse. El chico se le acercó y le tomó la mano. La mano de Tom era cálida y
firme.
- ¿Estás realmente
aquí? ¿No es un sueño?
- Tú quieres que esté
aquí, ¿no? - El chico parecía preocupado.
- Sí, sí, Tom.
- Entonces, ¿por qué me
preguntas? Acéptame...
- Pero tu madre.., la
impresión...
-
No
te preocupes. Estuve a vuestro lado, cantando, toda la noche, y me aceptaréis,
especialmente ella. Espera a que venga y lo verás.
Tom se echó a reír sacudiendo la cabeza de rizado pelo
cobrizo. Tenía ojos muy azules y claros.
- Buenos días. Lafe,
Tom. ¡Qué hermoso día!
Tom
se volvió hacia su padre y se le rió en la cara.
- ¿Ves?
Almorzaron
muy bien, los tres, a la sombra de detrás de la casa. La señora La Farge
descorchó una vieja botella de vino de girasol, que había apartado en otro
tiempo, y todos bebieron un poco. El señor La Farge nunca la había visto tan
contenta. Si Tom la preocupaba, no lo demostró. Para ella era algo
completamente natural. La Farge comenzó a pensar también que era natural.
Mientras
mamá lavaba los platos, La Farge se inclinó hacia su hijo y le preguntó con
aire de confidencia:
- ¿Cuántos años tienes,
hijo?
- ¿No lo sabes?
Catorce, por supuesto.
- ¿Quién eres,
realmente? No es posible que seas Tom, pero eres alguien. ¿Quién?
Atemorizado,
el chico se llevó las manos a la cara.
- No preguntes.
-
Puedes
decírmelo - dijo el hombre -. Lo comprenderé. Eres un marciano, ¿no es cierto?
He oído historias de los marcianos, pero nada definido. Dicen que son muy raros
y que cuando andan entre nosotros parecen terrestres. Hay algo en ti... Eres
Tom y no eres Tom.
-
¿Por
qué no me aceptas y callas? - gritó el chico hundiendo la cara entre las manos
-. No dudes, por favor, ¡no dudes de mi!
Se
levantó de la mesa y echó a correr.
- ¡Tom, vuelve!
El chico corrió a lo largo
del canal, hacia el pueblo lejano.
-
¿Adónde
va Tom? - preguntó Anna que regresaba a buscar el resto de los platos.
Miró atentamente a su
marido -. ¿Le has dicho algo desagradable?
-
Anna
- dijo el señor La Farge tomándole una mano -. Anna, ¿te acuerdas de Green Lawn
Park, del mercado, de Tom enfermo de neumonía?
La
mujer se echó a reír.
- ¿Qué dices?
- No importa - contestó
La Farge en voz baja.
A lo lejos, el polvo
se posaba a orillas del canal por donde había pasado Tom. Tom volvió a las
cinco de la tarde, cuando el sol se ponía. Miró indeciso a su padre. - ¿Me vas
a preguntar algo? - quiso saber.
- Nada de preguntas -
dijo La Farge.
El
chico sonrió con una sonrisa blanca.
- Estupendo.
- ¿Dónde has estado?
-
Cerca
del pueblo. Casi no vuelvo. He estado a punto de caer en una... - el chico
buscaba la palabra exacta -, en una trampa.
- ¿Cómo en una trampa?
-
Pasaba
al lado de una casita de chapas de zinc, cerca del canal y de pronto pensé que
me perdía y que no volvería a veros. No sé cómo explicártelo, no encuentro
cómo, ni siquiera yo mismo lo sé. Es raro, pero prefiero no hablar de eso
ahora.
- No hablemos entonces.
Lávate las manos, es hora de cenar.
El chico corrió a lavarse.
Unos
diez minutos más tarde, una lancha se acercó por la serena superficie de las
aguas. Un hombre alto y flaco, de pelo negro, la impulsaba con una pértiga,
moviendo lentamente los brazos.
- Buenas tardes,
hermano La Farge - dijo deteniéndose.
- Buenas tardes, Saul.
¿Qué se cuenta por aquí?
- Esta
noche, muchas cosas. ¿Conoces a un tal Nomland que vive al borde del canal en
una casa de chapas?
La
Farge se enderezó.
- Sí.
- ¿Sabías que era un
granuja?
- Se dijo que salió de
la Tierra porque había matado a un hombre.
Saul se apoyó en la pértiga mojada y
miró a La Farge.
- ¿Recuerdas el nombre
del muerto?
- Gillings, ¿no?
-
Sí,
Gillings. Pues bien, hace unas dos horas el señor Nomland llegó al pueblo
gritando que había visto a Gillings, vivo, aquí, en Marte, hoy, esta misma
tarde. Nomland quería esconderse en la cárcel, pero no lo dejaron. De modo que
volvió a su casa y veinte minutos después, dicen, se pegó un tiro. Vengo ahora
de allí.
- Bueno, bueno - dijo
La Farge.
- Ocurren unas cosas...
- dijo Saul -. En fin, buenas noches, La Farge.
- Buenas noches.
La lancha se alejó por las serenas
aguas del canal.
- La cena está lista - llamó la mujer.
El señor La Farge se sentó a la mesa y
cuchillo en mano miró a Tom.
- Tom, ¿qué has hecho
esta tarde?
- Nada - contestó Tom
con la boca llena -. ¿Por qué?
- Quería saber, nada
más - dijo el viejo poniéndose la servilleta.
A las siete, aquella misma tarde, la
señora La Farge dijo que quería ir al pueblo.
- Hace
tres meses que no voy. Tom se negó.
- El pueblo me da miedo
- dijo -. La gente. No quiero ir.
-
Pero
cómo - dijo Anna -, qué palabras son ésas para tamaño grandullón. No te haré
caso. Vendrás con nosotros. Yo lo digo.
- Pero Anna, si el
chico no quiere... - farfulló La Farge.
Pero
era inútil discutir. Anna los empujó a la lancha y remontaron el canal bajo las
estrellas nocturnas. Tom estaba tendido de espaldas, con los ojos cerrados; era
imposible saber si dormía o no. El viejo lo miraba fijamente. ¿Qué criatura es
ésta, pensaba, tan necesitada de cariño como nosotros? ¿Quién es y qué es esta
criatura que sale de la soledad, se acerca a gentes extrañas y asumiendo la voz
y la cara del recuerdo se queda al fin entre nosotros, aceptada y feliz? ¿De
qué montaña procede, de qué caverna, de qué raza, aún viva en este mundo cuando
los cohetes Regaron de la Tierra? El viejo meneó la cabeza. Era imposible
saberlo. Por ahora aquello era Tom.
El
viejo miró con aprensión el pueblo lejano, y pensó otra vez en Tom y en Anna.
Quizá nos equivoquemos al retener a Tom, se dijo a sí mismo, pues de todo esto
no saldrá otra cosa que preocupaciones y penas, pero cómo renunciar a lo que
hemos deseado tanto aunque se quede sólo un día y desaparezca, haciendo el
vacío más vacío, y las noches más oscuras y las noches lluviosas más húmedas.
Quitamos esto sería como quitarnos la comida de la boca.
Y
miró al chico, que dormitaba pacíficamente en el fondo de la lancha. El chico
se quejó, como en una pesadilla.
- La gente. Cambiar y
cambiar. La trampa.
- Calma, calma - dijo
La Farge acariciándole el pelo rizado.
Tom
se calló.
La
Farge ayudó a Anna y a Tom a salir de la lancha.
- ¡Aquí estamos!
Anna sonrió a las luces,
escuchó la música de los bares, los pianos, los gramófonos, observó a la gente
que paseaba tomada del brazo por las calles animadas.
-
Antes
no hablabas así - dijo Anna -. Siempre te gustaron las noches de sábado en el
pueblo.
- No te apartes de mí -
le susurró Tom a La Farge -. No quiero caer en una trampa.
Anna
alcanzó a oírlo.
- ¡Deja de decir esas
cosas! Vamos.
La Farge advirtió que Tom le había
tomado la mano.
-
Aquí
estoy, Tom - dijo apretando la mano del chico. Miró a la muchedumbre que iba y
venía y sintió, también, cierta inquietud -. No nos quedaremos mucho tiempo.
- No digas tonterías,
no nos iremos antes de las once - dijo Anna.
Cruzaron
una calle y tropezaron con tres borrachos. Hubo un momento de confusión, una
separación, una media vuelta, y La Farge miró consternado alrededor. Tom no
estaba entre ellos.
-
¿Adónde
ha ido? - preguntó Anna, irritada -. Aprovecha cualquier ocasión para
escaparse. ¡Tom!
El
señor La Farge corrió entre la muchedumbre, pero Tom había desaparecido.
-
Ya
volverá. Estará en la lancha cuando nos vayamos - afirmó Anna, guiando a su
marido hacia el cinematógrafo.
De
pronto, hubo una conmoción en la muchedumbre, y un hombre y una mujer pasaron
corriendo junto a La Farge. La Farge los reconoció. Eran Joe Spaulding y su
mujer. Antes de que pudiera hablarles, ya habían desaparecido.
Sin
dejar de mirar ansiosamente hacia la calle, compró las entradas y entró de mala
gana en la poco acogedora oscuridad.
A
las once, Tom no estaba en el embarcadero. La señora La Farge se puso muy
pálida.
- No te
preocupes. Yo lo encontraré. Espera aquí - dijo La Farge.
- Date prisa.
La voz de Anna murió en la superficie
rizada del agua.
La
Farge caminó por las calles nocturnas, con las manos en los bolsillos. Las
luces de alrededor se iban apagando, una a una.
Unas
pocas gentes se asomaban todavía a las ventanas pues la noche era calurosa,
aunque unas nubes de tormenta pasaban de vez en cuando por el cielo estrellado.
Mientras caminaba, La
Farge pensaba en el chico, en sus constantes alusiones a una trampa, en el
miedo que tenía a las muchedumbres y las ciudades. Esto no tiene sentido,
reflexionó con cansancio. Tal vez el chico se ha ido para siempre, tal vez no
ha existido nunca. La Farge dobló por una determinada callejuela, observando
los números.
- Hola, La Farge.
Un hombre estaba sentado en el umbral
de una puerta, fumando una pipa.
- Hola, Mike.
- ¿Has peleado con tu
mujer? ¿Estás calmándote con una caminata?
- No, paseo nada más.
-
Parece
que se te hubiera perdido algo. A propósito. Esta noche encontraron a alguien.
¿Conoces a Joe Spaulding? ¿Te acuerdas de su hija Lavinia?
- Sí.
La Farge se sintió traspasado de frío. Todo
era como un sueño repetido. Ya sabía qué palabras vendrían ahora.
-
Lavinia
volvió a casa esta noche - dijo Mike, y arrojó una bocanada de humo -.
¿Recuerdas que se perdió hace cerca de un mes en los fondos del mar muerto?
Encontraron un
cadáver que podría ser el suyo y desde entonces la familia Spaulding no ha
estado bien. Spaulding iba de un lado a otro diciendo que Lavinia no había
muerto, que aquel cadáver no era ella. Parece que tenía razón. Lavinia apareció
esta noche.
La
Farge sintió que le faltaba el aire, que el corazón le golpeaba el pecho.
- ¿Dónde?
- En
la calle principal. Los Spaulding estaban comprando entradas para una función y
de pronto vieron a Lavinia entre la gente. Qué impresión la de ellos,
imagínate. Al principio
Lavinia no los
reconoció; pero la siguieron calle abajo y le hablaron y entonces ella recobró
la memoria.
- ¿La has visto?
-
No,
pero la he oído cantar. ¿Recuerdas con qué gracia cantaba Las bonitas orillas
del lago Lomond? La oí hace un rato allá en la casa gorjeando para su padre. Es
muy agradable oírla. Una muchacha encantadora. Era lamentable que se hubiera
muerto. Ahora que ha regresado, todo es distinto. Pero oye, qué te pasa, no te
veo muy bien.
Entra y te serviré un
whisky.
- No, gracias, Mike.
La Farge se alejó calle abajo. Oyó que
Mike le daba las buenas noches y no contestó.
Tenía la mirada fija
en una casa de dos plantas con el techo de cristal donde serpenteaba una planta
marciana de flores rojas. En la parte trasera de la casa, sobre el jardín,
había un retorcido balcón de hierro. Las ventanas estaban iluminadas. Era muy
tarde, y La Farge seguía pensando: «¿Cómo se sentirá Anna si no vuelvo con Tom?
¿Cómo recibirá este segundo golpe, esta segunda muerte? ¿Se acordará de la
primera y a la vez de este sueño y de esta desaparición repentina? Oh Dios,
tengo que encontrar a Tom, ¿o qué va a ser de Anna? Pobre Ana, me está
esperando en el embarcadero». La Farge se detuvo y levantó la cabeza. En alguna
parte, allá arriba, unas voces daban las buenas noches a otras voces muy
dulces. Las puertas se abrían y cerraban, se apagaban las luces y continuaba
oyéndose un canto suave. Un momento después una hermosa muchacha, de no más de
dieciocho años, se asomó al balcón.
La
Farge la llamó a través del viento que comenzaba a levantarse. La muchacha se
volvió y miró hacia abajo.
- ¿Quién está ahí?
-
Yo
- dijo el viejo La Farge, y notando que esta respuesta era tonta y rara, se
calló y los labios se le movieron en silencio.
¿Qué
podía decir? ¿«Tom, hijo mío, soy tu padre»? ¿Cómo le hablaría? La muchacha
pensaría que estaba loco y llamaría a la familia.
La
figura se inclinó hacia delante, asomándose a la luz ventosa.
- Sé quién eres - dijo
en voz baja -. Por favor, vete. No hay nada que pueda hacer por
ti.
- ¡Tienes que volver! -
Las palabras se le escaparon a La Farge.
La figura iluminada por la luz de la luna se
retiró a la sombra, donde no tenía identidad, donde no era más que una voz.
- Ya no soy tu hijo. No
teníamos que haber venido al pueblo.
- ¡Anna espera en el
embarcadero!
-
Lo
siento - dijo la voz tranquila -. Pero ¿qué puedo hacer? Soy feliz aquí; me
quieren tanto como vosotros. Soy lo que soy y tomo lo que puedo. Ahora es
demasiado tarde. Me han atrapado.
- Pero, y Anna...
Piensa qué golpe será para ella.
- Los pensamientos son
demasiado fuertes en esta casa; es como estar en la cárcel.
No puedo cambiar otra
vez.
-
Eres
Tom, eras Tom, ¿verdad? ¡No estarás bromeando con un viejo! ¡No serás realmente
Lavinia Spaulding!
-
No
soy nadie; soy sólo yo mismo. Dondequiera que esté soy algo, y ahora soy algo
que no puedes impedir.
-
No
estás seguro en el pueblo. Estarás mejor en el canal, donde nadie puede hacerte
daño - suplicó el viejo.
- Es
cierto. - La voz titubeó -. Pero he de pensar en ellos. ¿Qué sentirían mañana
al despertar cuando vieran que me fui de nuevo, y esta vez para siempre?
Además, la
madre sabe lo que soy; lo ha adivinado como tú. Creo que
todos lo adivinaron, aunque no hicieron preguntas. Cuando no se puede tener la
realidad, bastan los sueños. No soy quizá la muchacha muerta, pero soy algo
casi mejor, el ideal que ellos imaginaron. Tendría que elegir entre dos
víctimas: ellos o tu mujer.
- Ellos son cinco, lo soportarían
mejor que nosotros.
-
¡Por
favor! - dijo la voz -. Estoy cansada. La voz del viejo se endureció.
-
Tienes
que venir. No puedo permitir que Anna sufra otra vez. Eres nuestro hijo. Eres
mi hijo, y nos perteneces.
La
sombra tembló.
- ¡No, por favor!
- No perteneces a esta
casa ni a esta gente.
- No. No.
-
Tom,
Tom, hijo mío, óyeme. Vuelve. Baja por la parra. Ven, Anna te espera; tendrás
un hogar, y todo lo que quieras.
El
viejo alzaba los ojos esperando el milagro.
Las
sombras se movieron, la parra crujió levemente.
Y
al fin la voz dijo:
- Bueno, papá.
- ¡Tom!
La ágil figura de un niño se deslizó por la
parra a la luz de las lunas. La Farge abrió los brazos para recibirlo.
Una habitación se iluminó arriba, y en
una ventana enrejada dijo una voz:
- ¿Quién anda ahí?
- Date
prisa, hijo mío.
Más
luces, más voces:
-
¡Alto
o hago fuego! ¿No te ha pasado nada, Vinny? El ruido de pasos precipitados.
El
hombre y el chico corrieron por el jardín.
Sonó
un disparo. La bala dio en la pared en el momento en que cerraban el portón.
-
Tom,
vete por ahí. Yo iré por aquí para despistarlos. Corre al canal. Allí estaré
dentro de diez minutos.
Se
separaron. La luna se ocultó detrás de una nube. El viejo corrió en la
oscuridad.
- Anna, ¡aquí estoy!
La vieja, temblando, lo ayudó a salvar
a la lancha.
- ¿Dónde está Tom?
- Llegará en un minuto
- jadeó La Farge.
Se
volvieron y miraron las calles del pueblo dormido. Aún había alguna gente: un
policía, un sereno, el piloto de un cohete, varios hombres solitarios que
regresaban de alguna cita nocturna, dos parejas que salían de un bar riéndose.
Una música sonaba débilmente en alguna parte.
- ¿Por qué no viene? -
preguntó la vieja.
- Ya vendrá, ya vendrá.
Pero
La Farge estaba inquieto. ¿Y si el niño hubiera sido atrapado otra vez, de
algún modo, en alguna parte, mientras corría hacia el embarcadero, por las
calles de medianoche, entre las casas oscuras? Era un trayecto muy largo, aun
para un chico; sin embargo ya tenía que haber llegado.
Y entonces, lejos, en la avenida
iluminada por las lunas alguien corrió.
La Farge gritó y calló en seguida, pues allá lejos resonaron
también unas voces y otros pasos apresurados. Las ventanas se iluminaron una a
una. La figura solitaria cruzó rápidamente la plaza, acercándose al
embarcadero. No era Tom; no era más que una forma que corría, una forma con un
rostro de plata que resplandecía a la luz de las
lámparas, agrupadas en la plaza. Y a medida que se
acercaba, la forma se hizo más y más familiar, y cuando llegó al embarcadero ya
era Tom. Anna le tendió los brazos. La
Farge se apresuró a
desanudar las amarras.
Pero ya era demasiado tarde. Un
hombre, otro, una mujer, otros dos hombres y
Spaulding aparecieron
en la avenida y atravesaron de prisa la plaza silenciosa. Luego se detuvieron,
perplejos. Miraron asombrados alrededor, como si quisieran volverse atrás. Todo
les parecía ahora una pesadilla, una verdadera locura. Pero se acercaron,
titubeando, deteniéndose y adelantándose.
Era
ya demasiado tarde. La noche, la aventura, todo había terminado. La Farge
retorció la amarra entre los dedos. Se sintió desalentado y solo. La gente
alzaba y bajaba los pies a la luz de la luna, acercándose rápidamente, con los
ojos muy abiertos, hasta que todos, los diez llegaron al embarcadero. Se
detuvieron, lanzaron unas miradas aturdidas a la lancha, y gritaron.
- ¡No se mueva, La Farge!
Spaulding tenía un arma.
Todo
era evidente ahora. Tom atraviesa rápidamente las calles iluminadas por las
lunas, solo, cruzándose con la gente. Un policía descubre la figura veloz. El
policía gira sobre sí mismo, ve el rostro, pronuncia un nombre y echa a correr.
¡Alto! Había reconocido a un criminal. Y en todo el trayecto, la misma escena:
hombres aquí, mujeres allá, serenos, pilotos de cohete. La fugitiva figura era
todo para ellos, todas las identidades, todas las personas, todos los nombres.
¿Cuántos nombres diferentes se habían pronunciado en los últimos cinco minutos?
¿Cuántas caras diferentes, ninguna verdadera, se habían formado en la cara de
Tom?
Y en todo el trayecto el perseguido y los perseguidores,
el sueño y los soñadores, la presa y los perros de presa. En todo el trayecto
la revelación repentina, el destello de unos ojos familiares, el grito de un
viejo, viejo nombre, los recuerdos de otros tiempos, la muchedumbre cada vez
mayor. Todos lanzándose hacia delante mientras, como una imagen reflejada en
diez mil espejos, diez mil ojos, el sueño fugitivo viene y va, con una cara
distinta para todos, los que le preceden, los que vienen detrás, los que
todavía no se han encontrado con él, los aún invisibles.
Y
ahora todos estaban allí, al lado de la lancha, reclamando sus sueños. «Del
mismo modo - pensó La Farge -, nosotros queremos que sea Tom, y no Lavinia, no
William, ni Roger, ni ningún otro. Pero todo ha terminado. Esto ha ido
demasiado lejos.»
- ¡Salgan todos de la lancha! - les
ordenó Spaulding.
Tom saltó al embarcadero. Spaulding lo
tomó por la muñeca.
- Tú vienes a casa
conmigo. Lo sé todo.
- Espere - dijo el
policía -. Es mi prisionero. Se llama Dexten Lo buscan por asesinato.
- ¡No! - sollozó una
mujer -. ¡Es mi marido! ¡Creo que puedo reconocer a mi marido!
Otras voces se opusieron. El
grupo se acercó. La señora La Farge se puso delante de Tom.
- Es mi hijo. Nadie
puede acusarlo. ¡Ya nos íbamos a casa!
Tom,
mientras tanto, temblaba y se sacudía con violencia. Parecía enfermo. El grupo
se cerró, exigiendo, alargando las manos, aferrándose a Tom.
Tom gritó.
Y ante los ojos de todos, comenzó a
transformarse. Fue Tom, y James, y un tal
Switchman, y un tal
Butterfield; fue el alcalde del pueblo, y una muchacha, Judith; y un marido,
William; y una esposa, Clarisse. Como cera fundida, tomaba la forma de todos
los pensamientos. La gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom chilló,
estirando las manos, y el rostro se le deshizo muchas veces.
- ¡Tom! - gritó La
Farge.
- ¡Alicia! - llamó
alguien.
- ¡William!
Le retorcieron las manos y
lo arrastraron de un lado a otro, hasta que al fin, con un último grito de
terror, Tom cayó al suelo.
Quedó
tendido sobre las piedras, como una cera fundida que se enfría lentamente, un
rostro que era todos los rostros, un ojo azul, el otro amarillo; el pelo
castaño, rojo, rubio, negro, una ceja espesa, la otra fina, una mano muy
grande, la otra pequeña.
Nadie se movió. Se
llevaron las manos a la boca. Se agacharon junto a él. - Está muerto - dijo al
fin una voz.
Empezó a llover.
La
lluvia cayó sobre la gente, y todos alzaron los ojos. Lentamente, y después más
de prisa, se volvieron, dieron unos pasos, y echaron a correr, dispersándose.
Un minuto después, la plaza estaba desierta. Sólo quedaron el señor La Farge y
su mujer, horrorizados, cabizbajos, tomados de la mano.
La
lluvia cayó sobre el rostro irreconocible. Anna no dijo nada, pero empezó a
llorar.
- Vamos a casa, Anna. No hay nada que
podamos hacer - dijo el viejo.
Subieron
a la lancha y se alejaron por el canal, en la oscuridad. Entraron en la casa,
encendieron la chimenea y se calentaron las manos. Se acostaron, y juntos,
helados y encogidos, escucharon la lluvia que caía otra vez sobre el techo.
- ¡Escucha! - dijo La
Farge a medianoche -. ¿Has oído algo?
- Nada, nada.
- Voy a mirar, de todos
modos.
Atravesó
a tientas el cuarto oscuro, y esperó algún tiempo al lado de la puerta de la
calle.
Al fin abrió y miró afuera.
La lluvia caía desde el cielo negro, sobre el patio
desierto, sobre el canal y entre las montañas azules.
La Farge esperó cinco minutos y después, suavemente, con
las manos húmedas, entró en la casa, cerró la puerta y echó el cerrojo.
LA TIENDA DE EQUIPAJES
Cuando aquella noche el dueño de la tienda de equipajes
escuchó la noticia, transmitida directamente desde la Tierra en una onda de luz
- sonido, le pareció algo muy remoto.
Una guerra iba a estallar en la
Tierra.
El dueño de la tienda de equipajes se
asomó a la puerta y miró el cielo.
Sí, allá estaba la Tierra, en el cielo nocturno,
descendiendo como el sol detrás de las colinas. Las palabras de la radio y
aquella estrella verde eran lo mismo.
- No lo creo - dijo el
dueño de la tienda.
-
Porque
usted no está allá - dijo el padre Peregrine, que se había detenido para
entretener la velada.
- ¿Qué quiere decir,
padre?
- En
mi infancia era lo mismo - explicó el padre Peregrine -. Nos decían que había
estallado una guerra en China y no lo creíamos. China estaba demasiado lejos. Y
moría demasiada gente. Imposible. No lo creíamos ni al ver las películas.
Bueno, así es ahora. La Tierra es China. Está tan lejos que parece irreal. No
está aquí. No se puede tocar. No se puede ver. Es sólo una luz verde. ¿En esa
luz viven dos billones de personas? ¡Increíble! ¿Una guerra! No oímos las
explosiones.
- Ya
las oiremos - dijo el dueño de la tienda -. No puedo olvidarme de todos los que
iban a venir a Marte en esta semana. ¿Cuántos eran? Unos cien mil en un mes,
más o menos. ¿Qué hará esa gente si estalla la guerra?
- Supongo que volverán.
Los necesitarán en la Tierra.
-
Bueno
- dijo el dueño -. Será mejor que sacuda el polvo de las maletas. Sospecho que
en cualquier momento habrá aquí un tropel de clientes.
-
¿Cree
usted que si es ésta la Gran Guerra de la que tanto se ha hablado las gentes de
Marte volverán a la Tierra?
-
Es
curioso, padre; pero sí, creo que volverán, todos. Ya sé que hemos venido
huyendo de muchas cosas: la política, la bomba atómica, la guerra, los grupos
de presión, los prejuicios, las leyes; ya lo sé. Pero nuestro hogar está aún
allá abajo. Espere y verá. Cuando la primera bomba atómica caiga en los Estados
Unidos, la gente de aquí arriba comenzará a pensar. No han vivido aquí bastante
tiempo. No más de un par de años. Si hubieran pasado aquí cuarenta años, todo
sería distinto; pero allá abajo están sus parientes, y los pueblos donde
nacieron. Yo ya no puedo creer en la Tierra; apenas puedo imaginármela. Pero yo
soy viejo. No cuento. Podría quedarme aquí.
- Lo dudo.
- Sí, tiene usted
razón.
De pie, en el porche, contemplaron las
estrellas. Al fin el padre Peregrine sacó algún dinero del bolsillo y se lo dio
al propietario.
- Ahora que lo pienso, mejor
que me dé una maleta nueva. La que tengo está muy estropeada...
FUERA DE TEMPORADA
Sam Parkhill, armado de una escoba,
barría hacia fuera la arena azul de Marte.
-
Y
bien - dijo -. Mira eso. - Y señaló con la mano -. Mira ese letrero: Salchichas
calientes de Sam. Es hermoso, ¿no es cierto, Elma?
- Sí, Sam - dijo Elma.
-
Dios,
¡qué cambio! ¡Si los muchachos de la cuarta expedición me vieran ahora! Es
bueno tener un negocio mientras todos los demás andan todavía armas al hombro.
Ganaremos millones,
Elma, ¡millones!
Elma
lo miró largamente, en silencio.
-
¿Qué
fue del capitán Wilder? - preguntó al fin -. El que mató a aquel hombre que
quería acabar con todos los terrestres, ¿cómo se llamaba?
- Spender.
Un chiflado, un extravagante... ¿El capitán Wilder? Me dijeron que partió para
Júpiter. Sí, se lo quitaron de encima con un ascenso. Me parece que Marte lo
dejó un poco trastornado también. Quisquilloso, ¿comprendes? Volverá de Júpiter
y Plutón dentro de unos veinte años... Si tiene suerte. Eso es lo que ha
conseguido abriendo la boca. Y mientras él se muere de frío, ¡mírame, mira este
sitio!
Dos
carreteras muertas desembocaban en aquella encrucijada, perdiéndose luego en la
oscuridad de la noche. Allí había construido Sam Parkhill. una casa de chapas
de aluminio de brillo enceguecedor, sacudidas ahora por la música del fonógrafo
automático.
Sam
Parkhill se inclinó y enderezó los vidrios rotos que bordeaban el sendero.
Había sacado los vidrios de unos viejos edificios marcianos de las colinas.
- ¡Las
mejores salchichas de dos mundos! ¡El primer hombre en Marte con un quiosco de
salchichas calientes! ¡Las mejores salchichas, los mejores pimientos y la mejor
mostaza! No dirás que no soy un hombre emprendedor. Aquí las carreteras, allá
la ciudad
muerta y las minas. Los
camiones de la colonia terrestre Ciento Uno pasarán por aquí las veinticuatro
horas del día. ¿No he elegido bien el sitio?
Elma se miraba las uñas.
- Tú crees que esos
diez mil nuevos cohetes llegarán a Marte? - dijo al fin.
- Dentro de un mes -
afirmó Parkhill -. ¿Por qué pones esa cara?
-
No
confío en los terrestres. Creeré cuando vea llegar esos diez mil cohetes, con
esos cien mil mexicanos y chinos a bordo.
- Clientes - dijo
Parkhill con aire soñador -. Cien mil individuos hambrientos.
-
Si
antes no estalla una guerra atómica - dijo Elma lentamente, alzando los ojos al
cielo -. Desconfío de las bombas atómicas. Hay tantas en la Tierra que no se
sabe qué puede pasar.
- Ah - dijo Sam, y
siguió barriendo.
Alcanzó a ver de
reojo un resplandor azul. Algo flotaba gentilmente detrás de Sam. - Sam - dijo
la voz de Elma -, un amigo tuyo viene a verte.
Sam se volvió
rápidamente y vio la máscara que parecía flotar en el viento. - ¡Otra vez aquí!
- Sam blandió la escoba como un arma.
La
máscara asintió. Era de cristal tallado, de color celeste, y se alzaba sobre un
cuello delgado y unas ropas ondulantes y sueltas de fina seda amarilla. Dos
manos de plata trenzada surgieron de las ropas. De la boca de la máscara salió
una música suave, y las sedas, la máscara y las manos subieron y bajaron.
-
Señor
Parkhill, he venido a conversar otra vez con usted - dijo la voz detrás de la
máscara.
-
¡Ya
le dije que no quiero verlo por aquí! - gritó Sam -. Váyase, o le contagiaré la
Enfermedad.
- Ya
tuve la Enfermedad - dijo la voz -. Fui uno de los pocos sobrevivientes. Estuve
enfermo mucho tiempo.
-
Váyase,
escóndase en las colinas. Allá está su casa, allá ha vivido siempre. ¿Por qué
viene a molestarme? Y así, de pronto. Dos veces en un día.
- No tenemos malas
intenciones.
-
Yo
sí - dijo Sam, enojado -. No me gustan los desconocidos. No me gustan los
marcianos. Nunca vi ninguno hasta hoy. Y no es natural. Se esconden durante
años y de pronto se meten conmigo. Déjenme en paz.
- Es algo importante -
dijo la máscara azul.
- Si se trata del
terreno, es mío. He construido este quiosco con mis propias manos.
- En cierto sentido se
trata del terreno.
-
Mire
- dijo Sam -. Soy de Nueva York. Una ciudad de diez millones de hombres.
Ustedes, los
marcianos, son sólo un par de docenas. No tienen ciudades, andan vagando por
las colinas, no tienen jefes, ni leyes, y ahora me vienen a hablar del terreno.
Pues bien, los viejos deben dar paso a los jóvenes. Es la ley del más fuerte.
Desde esta mañana, desde que usted se fue, llevo un arma conmigo, y cargada.
-
Nosotros
los marcianos somos telepáticos - dijo la fría máscara azul -. Estamos en
contacto con un pueblo terrestre del otro lado del mar muerto. ¿Ha oído usted
la radio?
- Se me ha estropeado
el aparato.
- Entonces no sabe. Hay
grandes noticias. De la Tierra...
Una mano de plata se movió
ligeramente, y en ella apareció un tubo de bronce.
- Permítame que le
enseñe esto.
- Un arma - gritó Sam
Parkhill.
En un instante se llevó la mano a la cadera,
sacó el arma, e hizo fuego contra la neblina, la ropa de seda y la máscara
azul.
La máscara flotó todavía un
momento. Luego, como la tienda de un circo pequeño que ha aflojado las estacas
y se va doblando en pliegues sucesivos, las sedas susurraron, la
máscara descendió, y las
manos de plata tintinearon en el sendero de piedra. La máscara descansó sobre
un pequeño montón de ropa y de huesos blancos y silenciosos.
Sam jadeaba.
Elma se inclinó sobre el marciano.
-
Esto
no es un arma - dijo agachándose y levantando el tubo de bronce -. El marciano
te iba a mostrar un mensaje. Está todo escrito con letras serpentinas, todas
azules. Yo no lo entiendo. ¿Y tú?
-
No,
esa escritura marciana con figuras nunca fue nada. Tíralo - replicó Sam mirando
alrededor -. Es posible que haya otros. Hay que ocultar el cadáver. Trae una
pala.
- ¿Qué vas a hacer?
- Enterrarlo, por
supuesto.
- No debías haberlo
matado.
- Fue un error.
¡Pronto!
Elma le alcanzó la pala en silencio.
A las ocho, Sam, con rostro preocupado,
barría otra vez el frente del quiosco. Elma estaba de pie en el umbral
iluminado cruzada de brazos.
-
Lamento
lo que pasó - dijo Sam. Miró a Elma y en seguida volvió los ojos -. Fue sólo la
fatalidad, ¿no es cierto?
- Sí - dijo ella.
- Me trastornó verle
sacar el arma.
- ¿Qué arma?
-
Bueno,
¡yo creía que era un arma! Lo siento. Lo siento. ¿Cuántas veces tengo que
decirlo?
Elma
se llevó un dedo a los labios.
- Calla...
-
No
me importa - bufó Sam -. Me apoya la compañía Colonias Terrestres, Sociedad
Anónima. Los
marcianos no se atreverán a...
- Mira - dijo Elma.
Sam miró el fondo del mar muerto. La escoba
se le cayó de las manos. La recogió, temblando, abrió la boca y un hilo de
saliva le flotó en el aire.
- ¡Elma, Elma, Elma! -
dijo.
- Allá vienen - dijo
Elma.
Sobre el fondo antiguo del mar, doce
embarcaciones marcianas de velas azules flotaban como fantasmas azules, como
columnas de humo azul.
- ¡Barcos de arena!
Pero ya no hay más, Elma, ya no hay más barcos de arena.
- Ésos parecen barcos
de arena - dijo Elma.
-
Las
autoridades los confiscaron. Los desarmaron y los subastaron. En todo este
maldito territorio no hay más que un barco de arena, el mío, y sólo yo sé
manejarlo.
- No sólo tú - dijo
Elma señalando el fondo del mar.
- Vamos, ¡salgamos de
aquí!
- ¿Por qué? - preguntó
Elma lentamente, fascinada por las naves marcianas.
- ¡Me van a matar!
¡Vamos al camión, rápido!
Elma no se movió.
Sam
tuvo que arrastrarla al otro lado del quiosco, donde estaban las dos máquinas:
el camión que había usado regularmente hasta hacía un mes y el viejo barco
marciano para andar por la arena, que había comprado sonriendo en una subasta y
que en las últimas tres semanas había utilizado para transportar mercancías
sobre el vítreo fondo del mar.
Miró el camión y
recordó. El motor estaba en el suelo y desde hacía dos días intentaba
repararlo.
- Me parece que ese
camión no está en condiciones - dijo Elma.
- El barco de arena.
¡Sube!
- ¿Y dejaré que me
lleves en un barco de arena? Oh, no.
Sam
la empujó dentro del barco, saltó detrás de ella, y empuñando la caña del
timón, soltó la vela azul al viento del anochecer.
Las
estrellas brillaban, y los azules barcos marcianos se deslizaban por las arenas
susurrantes. El barco de Sam no se movía. Recordó el ancla de arena y la
arrancó de un tirón.
- ¡Allá vamos!
El
viento empujó la nave sobre el antiguo fondo del mar, sobre cristales
enterrados hacía mucho tiempo, y las columnas, los muelles desiertos de mármol
y bronce, las ciudades muertas ajedrezadas y blancas, y las laderas purpúreas
desfilaron y se alejaron. Las siluetas de los barcos marcianos se
empequeñecieron, y luego empezaron a seguir a Sam.
-
¡Muy
pronto sabrán de mil - gritó Sam -. Informaré a la Compañía Cohete. Me
protegerán. No, no me dormiré, te lo aseguro.
-
Si
hubiesen querido - dijo Elma con cansancio - habrían podido detenerte. No se
han molestado, nada más.
Sam
se echó a reír.
-
No
digas tonterías. ¿Por qué iban a dejarme escapar? No, no fueron bastante
rápidos, eso es todo.
- ¿No? - dijo Elma
señalando detrás de ellos con un movimiento de cabeza.
Sam no se volvió. Sintió que soplaba un viento frío.
Temió darse cuenta. Sintió que en el banco detrás de él había algo, algo tan
leve como el aliento de un hombre en una mañana fría, algo tan azul como un
humo de leña en el crepúsculo, algo que parecía un antiguo encaje blanco, una
nevada, la helada escarcha del invierno en los juncos quebradizos.
Una
delgada lámina de cristal se rompió de pronto. Una risa. Después, silencio. Sam
se volvió.
La
figura estaba sentada, inmóvil, en el banco del timón. Era una joven de muñecas
transparentes como cristales de hielo, y de ojos claros como las lunas,
grandes, tranquilos y blancos. El viento sopló y el cuerpo de ella tembló como
una imagen en el agua, y las sedas se extendieron alrededor como jirones de
lluvia azul.
- Vuelva - dijo la
joven.
-
No.
- Sam se estremeció, con el leve y delicado estremecimiento de una avispa
suspendida en el aire, asustada, indecisa entre el miedo y el odio -. ¡Salga
del barco!
-
Este
barco no es suyo - dijo la visión -. Es tan viejo como el mundo. Navegaba en
los mares de arena hace diez mil años, cuando desaparecieron las aguas y los
muelles quedaron desiertos; y vino usted y lo robó. Vuelva al cruce de la
carretera, queremos hablar con usted. Ha ocurrido algo.
-
¡Fuera
del barco! - dijo Sam sacando el arma de la funda con un crujido de cuero. Sam
apuntó con cuidado -. Salte antes de que cuente tres o...
-
¡No
dispare! - gritó la muchacha -. No le haré daño. Ni tampoco los otros. Venimos
en paz.
- Uno - dijo Sam.
- ¡Sam! - dijo Elma.
- Escúcheme - dijo la
muchacha.
- Dos - dijo Sam
firmemente, con el dedo en el gatillo.
- ¡Sam! - gritó Elma.
- Tres - dijo Sam.
- Nosotros sólo... -
dijo la muchacha.
Sam hizo fuego.
A la luz del sol se funde la
nieve, los cristales se evaporan transformándose en nubes, en nada. A la luz
del fuego los vapores danzan y se desvanecen. En el cráter del volcán,
las cosas frágiles estallan y se volatilizan. La joven
marciana, ante el disparo, ante el calor, ante el impacto, se dobló como una
bufanda de seda y se fundió como una figurita de cristal. Lo que quedó de ella
- hielo, nieve, humo - se lo llevó el viento. El banco del timón estaba vacío.
Sam guardó el arma, sin mirar a su
mujer.
Susurrante, la nave continuó el viaje
sobre las arenas del color de las lunas.
- Sam - dijo Elma al
cabo de un rato -, para el barco.
-
Oh,
no, no - respondió Sam muy pálido -. No me dejarás ahora, después de tanto tiempo.
Elma
miró la mano que empuñaba el arma.
- Creo que serías
capaz. Sí, creo que serías capaz.
Sam, empuñando el timón, sacudió la
cabeza.
- Es una locura, Elma.
Dentro de un minuto estaremos en la ciudad, ¡y a salvo!
- Sí - dijo Elma
tendiéndose en el fondo del barco.
- Elma, óyeme.
- Nada tengo que oír.
- ¡Elma!
Pasaban
ante una blanca ciudad ajedrezada, y Sam, despechado, furioso, disparó seis
veces contra las torres de cristal. La ciudad se deshizo en una lluvia de
antiguos cristales y astillas de cuarzo, y cayó disolviéndose en escamas de
jabón. Desapareció. Sam, riéndose, hizo fuego una vez más, y una última torre,
una última figura de ajedrez, se incendió, ardió, y en cenizas azules subió a
las estrellas.
- ¡Les enseñaré! ¡Les
enseñaré a todos!
- Sigue, Sam, sigue
enseñándonos - dijo Elma tendida en la sombra.
- ¡Ahí
viene otra ciudad! - Sam volvió a cargar el arma -. Verás cómo la arreglo.
Los
fantasmales barcos azules se alzaron detrás de ellos, acercándose. Aunque al
principio Sam no los vio, oía un silbido continuo, un viento que chillaba como
una hoja de acero en la arena. Era el ruido de las proas afiladas de los barcos
de desplegados gallardetes rojos y azules. Se abrían camino en el fondo del
mar. Y en los barcos de color azul claro había unas imágenes de color azul
oscuro: hombres enmascarados, hombres con rostros de plata, hombres con ojos
como estrellas azules, hombres con orejas talladas en oro, hombres con mejillas
de estaño y labios adornados de rubíes, hombres de brazos cruzados, hombres que
seguían a Sam, marcianos.
Uno, dos, tres, contó
Sam. Los barcos marcianos se acercaban. - Elma, Elma, no puedo con todos.
Elma no respondió ni se movió.
Sam
disparó su arma ocho veces. Uno de los barcos se deshizo. La vela, el casco de
esmeralda, la quilla de bronce, la caña del timón, blanca como la luna, y los
hombres enmascarados y azules se hundieron en la arena con una llama anaranjada
y humeante.
Pero otros barcos se acercaron.
- Son demasiados, Elma - gritó Sam -.
Me van a matar..
Echó
el ancla. Era inútil seguir. La vela aleteó, cayó y se plegó sobre sí misma,
con un suspiro. El barco se detuvo. El viento se detuvo. El viaje se detuvo.
Marte no se movió mientras las majestuosas naves marcianas giraban titubeando
alrededor de Sam.
- Terrestre - llamó una
voz desde un asiento alto, en alguna parte.
Una
máscara plateada se animó. Unos labios de rubíes centellearon.
- ¡No he hecho nada!
Sam observó las caras de alrededor. Un centenar de caras.
No quedaban muchos marcianos en Marte, cien, ciento cincuenta, y casi todos
estaban ahora allí, en el fondo seco del mar, en sus barcos resucitados, no muy
lejos de sus ajedrezadas ciudades muertas. Una de ellas acababa de caer en
pedazos, como una copa de cristal derribada por una piedra. Las máscaras
plateadas destellaban.
- Fue
todo un error - alegó Sam irguiéndose en el barco. Elma yacía encogida como una
muerta en el fondo de la cala -. Vine a Marte como un honrado y emprendedor
hombre de negocios. Con los materiales de un viejo cohete, hice en el cruce de
las carreteras... ya conocen el sitio, el quiosco más hermoso que hayan visto
jamás.
Admitirán ustedes que
es una construcción excelente. - Sam se rió y miró alrededor -. Y entonces
llegó aquel marciano. Ya sé que era amigo de ustedes. Su muerte fue un
accidente, puedo asegurarlo. Yo sólo quería tener un quiosco de salchichas. El
único en todo el planeta. El primero y el más importante. ¿Entienden? Yo iba a
servir allí las mejores salchichas calientes, con pimientos, cebollas y
naranjada.
Las
inmóviles máscaras de plata ardían a la luz de las lunas. Unos ojos amarillos
brillaban sobre Sam. Sam sintió que el estómago se le encogía, se le retorcía,
se le endurecía como una piedra. Dejó caer el arma en la arena.
- Me entrego.
- Recoja el arma,
terrestre - dijeron los marcianos a coro.
- ¿Qué?
Una mano enjoyada se movió en la proa
de un brazo azul.
- El arma. Recójala.
Guárdela.
Sam,
asombrado, la recogió.
- Ahora - dijo la voz -
haga girar el barco y regrese al quiosco.
- ¿Ahora?
-
Ahora
- repitió la voz -. No le haremos daño. Usted huyó antes de que pudiéramos
explicárselo. Venga.
Los grandes barcos giraron como villanos de luna. Las
velas aletearon en el viento con un ruido de aplausos leves, y las máscaras se
movieron y brillaron, encendiendo las sombras.
-
¡Elma!
- Sam avanzó, tambaleándose por el barco -. Levántate - tartamudeó -.
Regresamos, Elma. No
me van a hacer daño, no me van a matar. Levántate, querida, levántate.
- ¿Qué? ¿Qué pasa?
El
viento arrastraba otra vez la nave. Elma parpadeó y lentamente, como en un
sueño, se incorporó y se dejó caer en un banco, como un saco de piedras.
La
arena se deslió bajo la quilla de bronce. Media hora después los barcos se
detenían en la encrucijada, y todos bajaron a la orilla.
El
jefe de los marcianos miró a Sam y a Elma con una máscara de bronce pulido y
ojos que eran sólo agujeros de un insondable y oscuro azul, y del agujero de la
boca le salieron unas palabras que flotaron en el viento.
-
Prepare
el quiosco - dijo la voz. Una mano enguantada en diamantes se agitó en el aire
-. Prepare la comida, prepare los vinos raros, porque esta noche es la gran
noche.
- ¿Quieren decir - le
preguntó Sam - que puedo quedarme?
- Sí.
- ¿No me odian,
entonces?
La máscara era rígida, y tallada y
fría y ciega.
- Prepare esa casa de
comidas - dijo la voz -. Y tome esto.
- ¿Qué es?
Sam contempló parpadeando el rollo de papel
de plata que le ofrecía el marciano, y donde bailaban unos jeroglíficos con
figuras de serpiente.
-
El
acta de concesión del territorio entre las montañas de plata y las colinas
azules, entre el mar muerto y los valles lejanos de ópalo y de esmeralda - dijo
el jefe.
- ¿Es mío? - preguntó
Sam, incrédulo.
- Suyo.
- ¿Cien mil kilómetros
cuadrados de territorio?
- Suyo.
Elma, sentada en el suelo, con los ojos
cerrados, apoyaba la cabeza en el quiosco de aluminio.
-
Pero
¿por qué?... ¿por qué me dan todo esto? - preguntó Sam tratando de ver en las
hendiduras metálicas de los ojos.
- Eso no es todo. Tome.
Aparecieron otros seis rollos de papel. Se
leyeron los nombres; se designaron los territorios.
-
Pero
¡es la mitad de Marte! ¡Soy dueño de la mitad de Marte! - Sam apretaba los
rollos en sus puños. Riendo como un loco agitó los papeles delante de Elma -. Elma,
¿has oído?
- He oído - dijo Elma
observando el cielo.
- Gracias, oh, gracias
- le dijo Sam. a la máscara de bronce.
- Esta noche es la
noche - dijo la máscara -. Tiene que estar preparado.
-
Me
prepararé. ¿Qué es...? ¿Una sorpresa? ¿Vienen los cohetes de la Tierra antes de
lo que pensábamos? ¿Un mes antes? ¿Los diez mil cohetes con los colonos, los
mineros, los obreros y sus mujeres? ¿Los cien mil hombres? ¿No te parece
magnífico, Elma?
¿Ves?, ya te lo había
dicho, ya te lo había dicho. Ese pueblo no va a tener siempre mil habitantes.
Vendrán cincuenta mil, y al mes siguiente cien mil, y a fin de año cinco
millones. ¡Y yo dueño del único quiosco de salchichas calientes en una
concurrida carretera que lleva a las minas!
La
máscara flotó en el viento.
- Nos vamos. Prepárese.
El territorio es suyo.
A la luz de las lunas, en el viento, como pétalos
metálicos de alguna flor antigua, como plumas azules, como inmensas y
silenciosas mariposas de cobalto, las viejas naves giraron y se deslizaron
sobre las arenas, y las máscaras brillaron y resplandecieron hasta que el
último reflejo, el último color azul, se perdió entre las colinas.
-
Elma,
¿por qué lo habrán hecho? ¿Por qué no me mataron? ¿No saben nada? ¿Qué les
pasa? ¿Tú lo entiendes, Elma? - le preguntaba Sam sacudiéndole un hombro -.
¡Soy dueño de medio Marte!
- Elma miraba el cielo
nocturno, esperando.
-
Ven
- le dijo Sam -. Hay que arreglar la casa, cocinar todas las salchichas,
calentar el pan, freír los pimientos, pelar y cortar las cebollas, preparar las
salsas, poner las servilletas, barrer y limpiar. ¡Ja! - Dio unos pasos de
baile, entrechocando los talones -. Oh, muchacho, qué feliz me siento, sí,
señor, qué feliz me siento - cantó con voz desafinada -. ¡Es mi día de suerte!
Corriendo
de un lado a otro, coció las salchichas, cortó el pan, peló las cebollas.
-
Piénsalo,
el marciano habló de una sorpresa. Eso sólo puede significar una cosa,
Elma: cien mil
personas llegan antes de lo esperado, esta misma noche, ¡entre todas las
noches! ¡Nos van a inundar! Trabajaremos horas y horas durante días y días. Y
todos esos turistas alrededor, mirando cosas. ¡Elma! ¡Piensa en el dinero!
Salió
de la casa y examinó el cielo. No vio nada.
-
Dentro
de un minuto quizá - dijo aspirando con satisfacción el aire frío, levantando
los brazos, golpeándose el pecho -. ¡Ah!
Elma
no hablaba. Pelaba tranquilamente unas patatas, con los ojos fijos en el cielo
nocturno.
- Sam - dijo media hora
después -. Allá está, mira.
Sam miró y vio. La
Tierra.
Se elevaba sobre las colinas, llena y
verde, como una piedra finamente tallada.
- La buena y vieja Tierra - suspiró
Parkhill cariñosamente -. La vieja y maravillosa
Tierra. Mándame tus
hambrientos desfallecidos. Algo... algo, ¿cómo dice el poema?
Mándame tus hambrientos, vieja Tierra. Aquí está San
Parkhill con las salchichas preparadas, los pimientos en la sartén y todo
limpio como un espejo. Vamos, Tierra,
¡mándame tus cohetes!
Salió
y contempló su quiosco. Allí estaba, perfecto como un huevo recién puesto en el
antiguo fondo del mar, el único núcleo de luz y calor en cien kilómetros
cuadrados de tierra desolada, como un corazón solitario en un enorme cuerpo
sombrío. Sam se sintió triste de orgullo, mirando el quiosco con ojos húmedos.
-
Uno
se siente humilde - dijo entre el olor de las salchichas, los panes calientes y
la mantequilla -. ¡Vengan! - dijo, invitando a las estrellas del cielo -.
¿Quién será el primer cliente?
- Sam - dijo Elma.
La Tierra cambió en el cielo negro.
Una
parte pareció volar en innumerables pedazos, como un gigantesco rompecabezas.
Luego ardió durante un minuto con un resplandor siniestro, tres veces mayor que
el normal, y se fue apagando.
- ¿Qué ha sido eso? -
preguntó Sam mirando el fuego verde en el cielo.
- La Tierra - dijo Elma
juntando las manos.
- No puede ser la
Tierra. No es la Tierra. No, no es la Tierra. No puede ser.
-
¿Quieres
decir que no podía ser la Tierra? - dijo Elma mirándolo -. No, ya no es la
Tierra. ¿Es eso lo que quieres decir?
- No es la Tierra, no;
no podía ser - gimió Sam.
Y se quedó allí inmóvil, con los
brazos colgantes, la boca abierta, la mirada apagada.
- Sam - llamó Elma. Por
primera vez, después de muchos días, le brillaban los ojos -.
¿Sam?
Sam contemplaba el cielo.
-
Bueno
- dijo Elma. Miró alrededor unos instantes, en silencio, y luego, de pronto, se
echó una servilleta al brazo -. Enciende las luces, ¡que suene la música, que
se abran las puertas! Dentro de un millón de años vendrá otra hornada de
clientes. Hay que estar preparado, sí, señor.
Sam
no se movió.
- Qué
lugar magnífico para un quiosco de salchichas - dijo Elma mientras sacaba un
mondadientes y se lo ponía en la boca -. Te voy a contar un secreto, Sam -
murmuró inclinándose hacia él -. Me parece que estamos fuera de temporada.
LOS OBSERVADORES
Aquella noche todos salieron de sus casas y miraron al
cielo. Dejaron las cenas, dejaron de lavarse o de vestirse para la función, y
salieron a los porches, ahora no tan nuevos, y observaron el astro verde, la
Tierra. Fue un movimiento involuntario; todos lo hicieron, para comprender
mejor las noticias que habían oído en la radio un momento antes. Allá estaba la
Tierra y allá la guerra inminente, y allá los cientos de Infles de madres o
abuelas, padres o hermanos, tías o tíos, primas o primos. De pie, en los
porches, trataban de creer en la existencia de la Tierra, tanto como en otro
tiempo habían tratado de creer en la existencia de Marte. El problema se había
invertido. En la práctica era como si la Tierra estuviese muerta; la habían
abandonado hacía ya tres o cuatro años. El espacio era un anestésico; cien
millones de kilómetros de espacio lo insensibilizaban a uno, dormían la
memoria, despoblaban la Tierra, borraban el pasado y permitían que los hombres
de Marte continuaran trabajando. Pero ahora, esta noche, se levantaban los
muertos, la Tierra volvía a poblarse, la memoria despertaba, miles de nombres
venían a
los labios. ¿Qué haría
fulano esa noche en la Tierra? ¿Y zutano o mengano? Las gentes de los porches
se miraban de reojo.
A las nueve, la Tierra pareció estallar,
encenderse y arder. Las gentes de los porches extendieron las manos como para
apagar el incendio.
Esperaron. A medianoche, el fuego se
extinguió. La Tierra seguía allí. Un suspiro surgió de los porches como una
brisa otoñal.
- No tenemos noticias
de Harry.
- Está bien.
- Tendríamos que
enviarle un mensaje a mamá.
- Está bien.
- Tendríamos que
enviarle un mensaje a mamá.
- Está bien.
- ¿Crees que estará
bien?
- No te preocupes.
- ¿Crees que no le
pasará nada?
- Claro que no. Vamos a
acostarnos.
Pero nadie se movió. Llevaron las cenas atrasadas a los
prados nocturnos, las sirvieron en mesas plegables, y comieron lentamente hasta
las dos de la mañana. El mensaje luminoso de la radio flameó en la Tierra y
todos leyeron las luces del código Morse, como una luciérnaga lejana.
CONTINENTE AUSTRALIANO
ATOMIZADO EN PREMATURA
EXPLOSIÓN
DEPÓSITO BOMBAS
ATÓMICAS.
LOS
ÁNGELES, LONDRES, BOMBARDEADAS. VUELVAN. VUELVAN. VUELVAN.
Se levantaron de las mesas.
VUELVAN. VUELVAN. VUELVAN.
- ¿Has tenido noticias
de Ted este año?
-
Y...
ya sabes, con un franqueo de cinco dólares por carta no escribo mucho a mi
hermana.
VUELVAN.
- ¿Qué será de Jane?
¿Te acuerdas de mi hermanita Jane?
VUELVAN.
A las tres, en la helada madrugada, el
dueño de la tienda de equipajes alzó los brazos.
Calle abajo venía
mucha gente.
- No he cerrado a propósito. ¿Qué
desea, señor?
Al amanecer, las maletas habían
desaparecido de los estantes.
LOS PUEBLOS SILENCIOSOS
A orillas del seco mar marciano se alzaba un pequeño
pueblo blanco, silencioso y desierto. No había nadie en las calles. Unas luces
solitarias brillaban todo el día en los edificios. Las puertas de las tiendas
estaban abiertas de par en par, como si la gente hubiera salido rápidamente sin
cerrar con llave. Las revistas traídas de la Tierra hacía ya un mes en el
cohete plateado, aleteaban al viento, intactas, ennegreciéndose en los estantes
de alambre frente a las droguerías.
El pueblo estaba muerto; las camas vacías y heladas. Sólo
se oía el zumbido de las líneas eléctricas y de las dinamos automáticas,
todavía vivas. El agua desbordaba en
bañeras olvidadas, corría por habitaciones y porches, y
nutría las flores descuidadas de los jardines. En los teatros a oscuras, las
gomas de mascar que aún conservaban las marcas de los dientes se endurecían
debajo de los asientos.
Más
allá del pueblo había una pista de cohetes. Allí donde la última nave se había
elevado entre llamaradas hacia la Tierra, se podía respirar aún el olor
penetrante del suelo calcinado. Si se ponía una moneda en el telescopio y se
apuntaba hacia el cielo, quizá pudieran verse las peripecias de la guerra
terrestre. Quizá pudiera verse cómo estallaba Nueva York. Quizá pudiera verse
la ciudad de Londres, cubierta por una nueva especie de niebla. Quizá pudiera
comprenderse, entonces, por qué habían abandonado este pueblecito marciano. La
evacuación, ¿había sido muy rápida? Bastaba entrar en una tienda cualquiera y
apretar la tecla de la caja registradora. Los cajones asomaban tintineando con
monedas brillantes. La guerra terrestre era sin duda algo terrible...
Por
las desiertas avenidas del pueblo, silbando suavemente y empujando a puntapiés,
con profunda atención, una lata vacía, avanzó un hombre alto y flaco. Los ojos
le brillaban con una mirada oscura, mansa y solitaria. Movía las manos huesudas
dentro de los bolsillos, repletos de monedas nuevas. De vez en cuando tiraba
alguna al suelo, riendo entre dientes, y seguía caminando, regando todo con
monedas brillantes.
Se
llamaba Walter Gripp. En las lejanas colinas azules tenía un lavadero de oro y
una cabaña, y cada dos semanas bajaba al pueblo y buscaba una mujer callada e
inteligente con quien pudiera casarse. Durante varios años había vuelto a la
cabaña decepcionado y solo. ¡Y la semana anterior había encontrado el pueblo en
este estado!
Se
había sorprendido tanto que había entrado rápidamente en una tienda de
comestibles y había pedido un sándwich triple de carne.
- ¡Voy! - gritó con una servilleta en
un brazo.
Se movió con rapidez, sacando de algún sitio unos
embutidos y unas rodajas de pan de la víspera, quitó el polvo de una mesa, se
invitó a sí mismo a sentarse, y comió hasta que tuvo que buscar una droguería
donde pidió bicarbonato. El droguero, el propio Walter Gripp, se lo sirvió en
seguida, con una cortesía asombrosa.
Luego
se metió en los jeans todo el dinero que pudo encontrar, cargó un cochecito de
niño con billetes de diez dólares y se fue traqueteando por las calles del
pueblo. Al llegar a los suburbios comprendió que estaba haciendo tonterías. No
necesitaba dinero. Llevó los billetes de diez dólares a donde los había
encontrado, sacó un dólar de su propia billetera - el precio de los sándwiches
- lo metió en la caja registradora, añadiendo como propina una moneda de
veintiocho centavos.
Aquella
noche disfrutó de un baño turco caliente, un sabroso bistec adornado de setas
delicadas, un jerez seco importado, y fresas con vino. Luego se puso un traje
de franela azul y un sombrero de fieltro que se le balanceaba de un modo
extraño en la cima de la afilada cabeza. Metió una moneda en un fonógrafo automático,
que tocó Aquella mi vieja pandilla, y echó otras veinte monedas en otros veinte
fonógrafos del pueblo. Las calles solitarias y la noche se llenaron de la
música triste de Aquella mi vieja pandilla, mientras alto, delgado y solo,
Walter Gripp se paseaba con las manos frías en los bolsillos acompañado por el
leve crujido de un par de zapatos nuevos.
Pero
todo esto había ocurrido la semana anterior. Ahora dormía en una cómoda casa de
la avenida Marte, se levantaba a las nueve, se bañaba y recorría perezosamente
el pueblo en busca de unos huevos con jamón. Todas las mañanas congelaba una
tonelada de carne, verduras y tartas de crema de limón; cantidad suficiente
para diez años, hasta que los cohetes volvieran de la Tierra, si volvían.
Ahora,
esta noche, se paseaba arriba y abajo mirando las hermosas y sonrosadas mujeres
de cera de los coloridos escaparates. Por primera vez comprendió qué muerto
estaba el pueblo. Se sirvió un vaso de cerveza y sollozó en voz baja.
- Bueno - dijo -, estoy realmente
solo.
Entró en el Teatro Elite
para proyectarse una película y distraer su soledad. En el teatro vacío y
hueco, parecido a una tumba, unos espectros grises y negros se arrastraron por
la vasta pantalla. Estremeciéndose, huyó de aquel lugar fantasmagórico.
Atravesaba
de prisa una calle lateral, ya decidido a volver a casa, cuando de pronto oyó
el campanilleo de un teléfono. Escuchó.
-
En
una casa está sonando un teléfono - se dijo. Apresuró el paso.
- Alguien tendría que
contestar ese teléfono - musitó.
Se sentó ociosamente en el borde de la
acera para sacarse una piedra del zapato.
-
¡Alguien!
- gritó de pronto, incorporándose de un salto -. ¡Yo! Dios mío, ¿qué me ocurre?
Miró
alrededor. ¿Qué casa? Aquélla.
Corrió
por el césped, subió las escaleras, entró en la casa, bajó a un vestíbulo
oscuro. Arrebató el auricular.
- ¡Hola!
Buzzzzzzzzz.
- ¡Hola! ¡Hola!
Habían
colgado.
-
¡Hola!
- gritó, y golpeó el teléfono -. ¡Idiota, estúpido! - se gritó a sí mismo -.
¡Sentado en la acera, como un condenado idiota! - Sacudió el aparato -. ¡Suena,
suena otra vez! ¡Vamos!
No
había pensado que en Marte pudiera haber otros hombres. No había visto a nadie
en toda la semana y había imaginado que los otros pueblos estaban tan desiertos
como
éste.
Ahora, mirando el horrible aparato telefónico, negro y
pequeño, se estremeció de pies a cabeza. Una vasta red unía todos los pueblos
de Marte. ¿De cuál de las treinta ciudades había venido la llamada?
No
lo sabía.
Esperó.
Fue a tientas hasta la cocina, descongeló unas frambuesas, y comió
desconsoladamente.
-
No
había nadie en el otro extremo de la línea - murmuró -. Un poste cayó en alguna
parte y el teléfono sonó solo.
Pero ¿no había oído un clic? Alguien había
colgado, muy lejos. Durante el resto de la - noche no se movió del vestíbulo.
- No por el teléfono -
se dijo a sí mismo -. No tengo otra cosa que hacer.
- Escuchó el tictac de
su reloj.
-
Ella
no volverá a telefonear - dijo -. No llamará nunca más a un número que no
contesta. ¡Quizás en este momento marca otros números de otras casas del
pueblo! Y aquí estoy yo sentado... ¡Un minuto! - Se rió -. ¿Por qué estoy
diciendo «ella»? - Parpadeó -. Lo mismo podía haber sido «él»...
El
corazón le latió más lentamente. Se sentía decepcionado y decaído. Le hubiera
gustado tanto que fuera «ella»...
Salió
de la casa y se detuvo en medio de la calle a la débil luz del alba.
Escuchó.
Ningún sonido. Ni pájaros, ni coches. Sólo el corazón que le golpeaba el pecho:
un latido, una pausa, y otra vez un latido. Escuchaba con tanta atención que le
dolía la cara. El viento soplaba gentilmente, oh, tan gentilmente sacudiéndole
los faldones de la chaqueta.
- Calla... - susurró -.
Escucha.
Se balanceó moviéndose en un círculo lento,
volviendo la cabeza de una casa silenciosa a otra.
Telefoneará a otros números y luego a
otros, pensó. Ha de ser una mujer. ¿Por qué?
Sólo una mujer podría
estar llamando y llamando. Un hombre no. Un hombre es más
independiente. ¿He telefoneado yo a alguien? No. Ni se me
ha ocurrido. Ha de ser una mujer. ¡Tiene que ser una mujer, por Dios!
Escucha.
Lejos, bajo las estrellas, sonó un
teléfono.
Walter
Gripp echó a correr. Se detuvo y escuchó. La campanilla sonaba débilmente. Corrió
unos pasos más. La llamada era ahora más clara. Se precipitó por una
callejuela. ¡Más aún! Pasó delante de seis casas, y otras seis. ¡Más y más
clara! Eligió una casa. La puerta estaba cerrada con llave.
El teléfono sonaba dentro.
- ¡Maldita sea!
Gripp sacudió el
picaporte. El teléfono chilló.
Gripp lanzó una silla
del porche contra la ventana del vestíbulo y saltó detrás de la silla. Antes de
que Gripp lo tocara, el teléfono dejó de sonar.
Walter
Gripp recorrió la casa, destrozó los espejos, arrancó los cortinajes y pateó el
horno de la cocina. Al fin, agotado, tomó la delgada guía telefónica de Marte.
Cincuenta mil nombres.
Comenzó
por el primero. Amelia Ames. Llamó a su número, en Nueva Chicago, a ciento
cincuenta kilómetros, del otro lado del mar muerto.
No contestaron.
El
segundo abonado vivía en Nueva York, a ocho mil kilómetros, más allá de las
montañas azules.
No contestaron.
Llamó al tercero, al cuarto, al quinto, al sexto, al
séptimo y al octavo, con dedos temblorosos, que sostenían apenas el receptor.
- ¿Hola? - contestó una
voz de mujer.
- ¡Hola! ¡Hola! – le
gritó Walter.
-
Aquí
el contestador automático - recitó la misma voz -. La señorita Helen Arasumian
no está en casa. ¿Quiere usted dejar un mensaje para que ella lo llame? ¿Hola?
Aquí el contestador automático. La señorita Helen Arasumian no está en casa.
¿Quiere usted dejar un mensaje...?
Walter
Gripp colgó el auricular.
Se
quedó sentado, torciendo la boca.
Un
instante después llamaba al mismo número.
- Cuando vuelva la
señorita Helen Arasumian, dígale que se vaya al diablo.
Llamó a las centrales telefónicas de Empalme
Marte, Nueva Boston, Arcacia y Ciudad
Roosevelt, pues era
lógico que la gente llamara desde esos lugares. Se comunicó luego con los
ayuntamientos y las otras oficinas públicas de los pueblos. Telefoneó a los
mejores hoteles. A las mujeres les gustaba el lujo.
De
pronto dejó de llamar y batió las palmas, echándose a reír. ¡Por supuesto!
Buscó en la guía telefónica y llamó al mayor salón de belleza de la ciudad de
Nueva Texas. ¡Sólo en uno de esos diamantinos y aterciopelados salones podía
entretenerse una mujer! Allí estaría, con una capa de barro sobre la cara o
sentada bajo un secador.
El teléfono sonó. Alguien en el otro
extremo de la línea levantó el auricular.
- ¿Hola? - dijo una voz
de mujer.
- Si es una grabación -
anunció Walter Gripp - iré ahí y haré pedazos el lugar.
-
No
es una grabación - dijo la voz -. ¡Hola! ¡Hola! ¡Oh, hay alguien vivo! ¿Dónde
está usted?
La
mujer gritó, deleitada.
Walter
Gripp casi tuvo un colapso.
-
¡Usted!
- dijo tambaleándose con los ojos extraviados -. Dios santo, qué suerte,
¿cómo se llama?
- Genevieve
Selsor. - La mujer sollozó en el receptor -. ¡Oh, me siento tan contenta al
escucharlo, quienquiera que usted sea!
- Walter Gripp.
- ¡Walter, hola,
Walter!
- Hola, Genevieve.
- ¡Walter! Qué nombre
tan bonito. Walter, Walter.
- Gracias.
- ¿Dónde estás, Walter?
La
voz de mujer era tan dulce, tan amable y delicada... Walter apretó el auricular
contra la oreja para que ella pudiera murmurarle dulcemente en el oído. Sintió
que se le aflojaban las piernas. Le ardían las mejillas.
- Estoy en el pueblo
Marlin...
Un
zumbido.
- ¿Hola? - dijo Gripp.
Un zumbido.
Sacudió la horquilla. Nada.
En
alguna parte el viento había derribado un poste. Genevieve Selsor había llegado
y había desaparecido con idéntica rapidez.
Gripp
llamó de nuevo, pero la línea estaba muerta. - De todos modos ya sé dónde
encontrarla.
Salió corriendo de la casa. Sacó del garaje del
desconocido, marcha atrás, el coche - escarabajo. El sol se elevaba en el cielo
cuando cargó en el asiento de atrás la comida que había en la casa, y partió
carretera abajo a ciento veinte kilómetros por hora, hacia la ciudad de Nueva
Texas. «Mil quinientos kilómetros - pensó -. Genevieve Selsor, no te muevas,
¡muy pronto tendrás noticias mías!»
Fuera
del pueblo tocó la bocina en todas las vueltas del camino. A la puesta del sol,
después de una jornada agotadora en el volante, se detuvo al borde del camino,
se sacó los zapatos, se tumbó en el asiento y deslizó el sombrero gris sobre
los ojos fatigados. Sopló el viento, y las estrellas brillaron suavemente sobre
él en el nuevo crepúsculo. Alrededor se elevaban las milenarias montañas de
Marte. La luz estelar se reflejó en las torres de un pueblecito marciano que se
alzaba en las colinas azules, no más grande que un juego de ajedrez.
Entre
dormido y despierto, Gripp murmuraba: Genevieve. Genevieve. Oh, Genevieve,
dulce Genevieve, cantó suavemente, los años vendrán, los años se irán, pero
Genevieve, dulce Genevieve... Tenía una sensación de calor. Oía aún la voz
fresca y dulce que susurraba, cantando: ¡Hola, oh hola! ¡Walter! No es una
grabación. ¿Dónde estás,
Walter? ¿Dónde estás?
Suspiró
y alargó una mano hacia Genevieve a la luz de la luna. Los largos y oscuros
cabellos flotaban en el viento. Eran muy hermosos. Y los labios, como rojas
pastillas de menta. Y las mejillas, como rosas recién cortadas. Y el cuerpo,
como una neblina clara y suave. Y la tibia y dulce voz le cantaba una vez más
la vieja y triste canción: Oh, Genevieve, dulce Genevieve, los años vendrán,
los años se irán...
Se quedó dormido.
Llegó a Nueva Texas a medianoche.
Se detuvo, frente al Salón de Belleza
Deluxe, gritando.
Genevieve aparecería
- en seguida, toda perfumes, toda risas. No salió nadie.
- Estará dormida - Gripp se acercó a la
puerta -. ¡Aquí estoy! - llamó -. ¡Hola, Genevieve!
El pueblo dormía en el silencio del doble
claro de luna. En alguna parte el viento sacudió un toldo.
Walter empujó la puerta de vidrio y
entró en el salón.
- ¡Eh! - dijo con una risa inquieta -. No te escondas.
¡Sé que estás ahí! Escudriñó todos los compartimientos.
Encontró un pañuelo minúsculo en el suelo. El
perfume era tan dulce que Gripp trastabilló.
- Genevieve - dijo.
Recorrió en coche las calles, pero no
vio a nadie.
- Si es una broma...
Aminoró
la velocidad.
-
Espera
un momento. La charla se cortó bruscamente. Quizás ella fue a Marlin mientras
yo venía a Nueva Texas. Habrá tomado la antigua carretera marítima. Nos
desencontramos en el camino. ¿Cómo iba a saber que yo vendría a buscarla? No se
lo dije. Y cuando la línea se cortó, ¡tuvo tanto miedo que corrió a Marlin a
buscarme! Y mientras, ¡yo aquí, Señor, qué tonto soy!
Golpeó
la bocina y salió disparado del pueblo.
Condujo
durante toda la noche.
¿Y
si no está esperándome en Marlin?, pensó. No. Ella tenía que estar en Marlin. Y
él correría hacia ella, la abrazaría y hasta la besaría, en la boca, una vez.
Genevieve,
dulce Genevieve, silbó y lanzó el coche a ciento cincuenta kilómetros por hora.
Al
amanecer, Marlin estaba tranquilo. Unas luces amarillas brillaban aún en
algunas tiendas, y un fonógrafo automático que había sonado continuamente
durante cien horas calló al fin con un chasquido eléctrico. El silencio era
ahora total. El sol calentaba las calles y el cielo helado y vacío.
Walter entró en la calle principal con los faros todavía
encendidos y dio un doble bocinazo: seis veces en una esquina, otras seis en la
siguiente. Estaba pálido, fatigado; las manos le resbalaban sobre el volante
húmedo.
- ¡Genevieve! - gritó
en la calle desierta.
Se abrió la puerta de
un salón de belleza. Walter detuvo el coche. - ¡Genevieve!
Corrió
atravesando la calle. Genevieve Selsor lo esperaba en el umbral. Sostenía en
los brazos una caja de bombones de chocolate. Los dedos que acariciaban la caja
eran rollizos y pálidos. Salió del umbral y la luz reveló una cara redonda, con
ojos como huevos enormes, hundidos en una masa blanca de miga de pan. Las
piernas eran grandes y redondas como tocones de árbol. Caminaba con paso
desmañado. El pelo, de indefinido color parduzco, parecía haber sido hecho y
rehecho como un nido de pájaros. No tenía labios, y como compensación llevaba
estampadas en la cara unas grandes rayas rojas y grasientas, que tan pronto se
abrían en una deleitada sonrisa, como se cerraban en una expresión de repentina
alarma. Las cejas depiladas eran como finas antenas.
Walter se detuvo.
Dejó de sonreír. Se quedó mirándola. La caja de bombones cayó a la acera.
- ¿Eres tú Genevieve
Selsor? - preguntó Walter. Le zumbaban los oídos.
- ¿Eres tú Walter
Griff?
- Gripp.
- Gripp - se corrigió
ella.
- ¿Cómo estás? - preguntó
Walter con una voz ahogada.
Genevieve le estrechó
la mano. - ¿Cómo estás?
Tenía los dedos untados de chocolate.
- Bueno - dijo Walter
Gripp.
- ¿Qué? - preguntó
Genevieve Selsor.
- He dicho «bueno» -
dijo Walter.
- Oh.
Eran las ocho de la noche.
Habían pasado el día en el campo y Walter preparó para la cena un filete de
lomo que a ella no le gustó, primero porque estaba crudo, y luego porque estaba
demasiado asado o quemado, o algo similar. Walter se rió y dijo:
- Vamos a ver una película.
Ella
dijo que le parecía bien y apoyó los dedos sucios de chocolate en el brazo de
Walter. Pero sólo quería ver esa película de Clark Gable, de hacía cincuenta
años.
-
¿No
te parece verdaderamente estupendo? - preguntaba con una risita -. ¿No te
parece estupendo? - La película terminó -. Pásala otra vez - ordenó ella.
- ¿Otra vez? - preguntó
él.
-
Otra
vez - dijo ella. Y cuando Walter volvió a la butaca, Genevieve se apretó contra
él, acariciándole el cuerpo torpemente con manos como zarpas -. No eres
exactamente lo que yo esperaba, pero eres simpático - admitió.
- Gracias - dijo él,
tragando saliva.
- ¡Oh, ese Gable! -
dijo Genevieve pellizcándole una pierna.
Después
de la película fueron de compras por las calles silenciosas. Genevieve rompió
un escaparate donde había varios vestidos y se puso el más ostentoso. Se volcó
un frasco de perfume en la cabeza y pareció un perro mojado.
- ¿Cuántos
años tienes? - le preguntó Walter. Genevieve, chorreando perfume, lo arrastró
por la calle.
- Adivina.
- Oh, treinta.
- Pues
bien - anunció ella muy tiesa -, sólo tengo veintisiete. Mira. ¡otra tienda de
dulces! Francamente, desde que estalló la guerra llevo una vida bien regalada.
Nunca me gustó mi familia. Eran todos unos tontos. Se fueron a la Tierra hace
dos meses. Yo iba a embarcar en el último cohete, pero preferí quedarme, ¿sabes
por qué?
- ¿Por qué?
-
Porque
todos se metían conmigo. Por eso me quedé; para echarme perfume encima el día
entero y beber diez mil cervezas y comer dulces y bombones sin que la gente me
esté diciendo: «¡Oh, cuidado, eso tiene muchas calorías!». Y aquí estoy.
Walter
cerró los ojos.
- Y aquí estás.
- Se ha hecho tarde -
dijo Genevieve mirándolo.
- Sí.
- Estoy cansada.
- Es curioso; yo estoy
muy despejado.
- Oh - dijo ella.
- Seguiría en pie toda
la noche. En Mikes hay un buen disco. Ven, lo pondré para ti.
- Estoy cansada.
Genevieve lo miró con ojos astutos y
brillantes.
- Qué raro. Yo en
cambio estoy muy despierto - dijo Walter.
- Ven conmigo al salón
de belleza. Quiero enseñarte algo.
Genevieve lo hizo pasar por la puerta
de vidrio, y lo empujó hasta una caja blanca.
- Cuando vine de Nueva
Texas traje esto - dijo desatando una cinta rosada -. Pensé:
Soy la única dama en
Marte y allá está el único hombre y... bueno. - Levantó la tapa de la caja y
desdobló unos crujientes y rosados papeles de seda -. Mira.
Walter
Gripp miró.
- ¿Qué es? - preguntó
estremeciéndose.
- ¿No lo ves, tonto?
Todo encajes, todo blanco, todo hermoso y lo demás.
- No, no sé qué es.
- ¡Un traje de novia, tonto!
- ¿De veras? -
tartamudeó Walter.
Cerró
los ojos. La voz de Genevieve era suave, fresca y dulce como en el teléfono,
pero cuando abría los ojos y la miraba...
Dio un paso atrás.
- Qué bonito.
- ¿No es cierto?
- Genevieve. - Walter
miró hacia la puerta.
- ¿Qué?
- Tengo que decirte una
cosa.
Genevieve se le acercó. Una espesa nube de
perfume le envolvía la cara redonda y blanca.
- ¿Qué?
- Lo que tengo que
decirte es...
- ¿Qué?
- ¡Adiós!
Y antes que Genevieve gritara, Walter Gripp
ya estaba fuera del salón y se había metido en el coche.
Genevieve corrió detrás y se detuvo en el
borde de la acera. Walter puso el motor en marcha.
- ¡Walter Griff,
vuelve! - gimió Genevieve agitando los brazos.
- Gripp - corrigió él.
- ¡Gripp! - gritó ella.
El coche echó a correr por la calle silenciosa,
indiferente a los gritos y pataleos de la mujer. El humo del tubo de escape
movió el vestido blanco que Genevieve apretaba contra las manos regordetas, y
las estrellas brillaron, y el coche se alejó en el desierto, perdiéndose en la
oscuridad.
Walter
Gripp viajó sin detenerse durante tres noches y tres días. Una vez le pareció
que lo seguía otro coche, y sudando, estremeciéndose, tomó un camino lateral, y
atravesando el solitario mundo marciano, dejó atrás las ciudades muertas y
siguió y siguió una semana y un día más, hasta que hubo quince mil kilómetros
entre él y la ciudad de Marlin. Entonces se detuvo en un pueblo pequeño llamado
Holtville Springs, donde había unas tiendas diminutas que él podía iluminar de
noche y unos restaurantes donde se sen taba a esperar la comida. Y desde
entonces vivió allí con dos gran: des congeladoras, provisiones para cien años,
cigarros para diez mil días y una buena cama con un mullido colchón.
Y si de vez en cuando, a lo largo de
los años, suena el teléfono, él no contesta.
LOS LARGOS AÑOS
Cada vez que el viento se levantaba en el cielo, el señor
Hathaway y su reducida familia se quedaban en la casa de piedra y se calentaban
las manos al fuego de leña. El viento agitaba las aguas del canal y casi barría
las estrellas del cielo, pero el señor Hathaway conversaba tranquilamente con
su mujer, y su mujer replicaba, y luego hablaba con sus dos hijas y su hijo de
los días pasados en la Tierra, y todos le contestaban adecuadamente.
La
Gran Guerra tenía ya veinte años. El planeta Marte era una tumba. Hathaway y su
familia, en las largas noches marcianas, se preguntaban a, menudo, en silencio,
si la Tierra sería todavía la misma.
Esa noche se había desatado sobre los cementerios de
Marte una de esas polvorientas tormentas marcianas, y había soplado sobre las
antiguas ciudades, y había arrancado las
paredes de material plástico del pueblo norteamericano
más reciente, un pueblo abandonado y que ya se fundía con la arena.
La
tormenta amainó. Hathaway salió de la casa a mirar la Tierra, verde y brillante
en el cielo ventoso, y alzó una mano como para ajustar una lámpara floja en el
techo de una habitación oscura. Miró más allá de los fondos del mar. «No hay
nada vivo en todo este mundo - pensó -. Sólo yo, y ellos», y volvió los ojos a
la casa de piedra.
¿Qué
ocurriría en la Tierra? El telescopio de treinta pulgadas no mostraba ningún
cambio. «Bueno - pensó-, si me cuido quizá viva veinte años más. Alguien puede
venir, por los mares muertos o cruzando el espacio en un cohete sobre una
pequeña estela de fuego rojo.»
Miró dentro de la casa y llamó:
- Voy a dar un paseo.
- Muy bien - dijo la
mujer.
Hathaway caminó en silencio entre las
ruinas.
-
«Made
in New York» - leyó, al pasar, en un trozo de metal -. Y todos estos materiales
terrestres durarán menos que las viejas ciudades marcianas.
Y
miró el pueblo que ya tenía cincuenta siglos, intacto entre las montañas
azules.
Llegó
a un cementerio escondido, una hilera de lápidas hexagonales en una colina
batida por el viento solitario. Inmóvil, cabizbajo, se quedó mirando las cuatro
sepulturas con toscas cruces de madera, y unos nombres. No derramó una lágrima.
Tenía los ojos secos desde hacía mucho tiempo.
-
¿Me
perdonáis lo que hice? - preguntó a las cruces -. Yo estaba muy solo. Lo
comprendéis, ¿verdad?
Volvió
a la casa de piedra y una vez más, antes de entrar, escudriñó el cielo oscuro.
- Sigue
esperando, esperando y mirando - dijo -, y quizás una noche...
En el cielo había una minúscula llama
roja.
Hathaway se alejó de la luz que salía
de la casa.
- Mira
de nuevo - murmuró. La llamita roja seguía allí.
- Anoche no estaba -
murmuró otra vez.
Tropezó, cayó, se levantó, corrió hacia los
fondos de la casa, hizo girar el telescopio, y apuntó al cielo.
Un poco más tarde, luego de un examen
asombrado y minucioso apareció en el umbral de la casa. La esposa, las dos
hijas y el hijo volvieron las cabezas y lo miraron.
Al fin Hathaway consiguió decir:
-
Tengo
buenas noticias. He mirado al cielo. Viene un cohete a llevarnos a todos de
vuelta a casa. Llegará mañana temprano.
Escondió
la cabeza entre las manos y se echó a llorar dulcemente.
A
las tres de la mañana quemó los restos de Nueva Nueva York.
Caminó
con una antorcha por la ciudad de material plástico, 3 tocó las paredes con la
llama, aquí y allá. La ciudad floreció en volúmenes de calor y luz. Dos
kilómetros cuadrados de iluminación podrían verla desde el espacio. Le
indicaría al cohete que allí abajo estaba Hathaway, y la familia de Hathaway.
Volvió
a la casa con un dolor punzante en el corazón.
-
Mirad.
- Alzó a la luz una botella polvorienta -. Un vino reservado justo para esta
noche. Ya sabía yo que un día alguien daría con nosotros. ¡Bebamos
celebrándolo!
Llenó
cinco copas.
-
Ha
pasado mucho tiempo - dijo mirando con aire grave el vino de la copa -.
¿Recordáis el día en que estalló la guerra? Hace veinte años y siete meses. Llamaron
desde la Tierra a todos los cohetes de Marte. Y tú y yo y los chicos estábamos
en las montañas, dedicados a tareas arqueológicas, investigando la técnica
quirúrgica marciana.
Casi reventamos los
caballos, ¿os acordáis? Pero Regamos al pueblo con una semana
de retraso. Todos se habían ido América había sido
destruida. Los cohetes partieron sin esperar a los rezagados, ¿os acordáis, os
acordáis? Y al final fuimos los únicos que se quedaron. Señor, Señor, cómo pasa
el tiempo. Yo no hubiera podido resistirlo sin vosotros. Sin vosotros me
hubiera matado. Pero con vosotros valía la pena esperan
Brindemos
por nosotros - añadió levantando la copa -. Y por nuestra larga espera.
Hathaway bebió.
La esposa y las dos hijas y el hijo se
llevaron la copa a los labios.
El vino les corrió a los cuatro por
las barbillas.
Por
la mañana, los últimos restos del pueblo volaban como grandes copos blandos y
negros cruzando el fondo del mar. El fuego se había apagado, pero no había sido
inútil: el punto rojo había crecido en el cielo.
Un
rico aroma de pan de jengibre salía de la casa de piedra. Cuando Hathaway
entró, la esposa ordenaba sobre la mesa las hornadas de pan fresco. Las dos
hijas barrían gentilmente el desnudo suelo de piedra con tiesas escobas, y el
hijo lustraba los cubiertos de plata.
- Les prepararemos un
gran desayuno - rió Hathaway -. ¡Poneos los mejores trajes! Salió de la casa y
caminó rápidamente hacia el vasto cobertizo de metal. Dentro
estaban la cámara
refrigeradora y el generador eléctrico que había reparado a lo largo de los
años con dedos delgados, eficientes y nerviosos, así como había arreglado los
relojes, los teléfonos y las cintas grabadoras. El cobertizo estaba abarrotado
de artefactos construidos por Hathaway; algunos eran mecanismos absurdos, y ni
él mismo, ahora que los tenía delante, sabía cómo funcionaban.
Sacó
de la cámara refrigeradora unas cajas de cartón acanalado con habas y fresas de
veinte años atrás. «Lázaro, levántate», pensó, y extrajo un pollo frío.
Cuando llegó el cohete, en el
aire flotaban olores de cocina.
Hathaway
corrió como un chico, cuesta abajo. Sintió de pronto un dolor agudo en el
pecho; se detuvo y se sentó jadeando en una peña. En seguida continuó
corriendo.
Esperó
de pie bajo la atmósfera abrasadora del ardiente cohete. Se abrió una
portezuela. Un hombre se asomó.
Hathaway se protegió los ojos con las
manos, y al fin dijo:
- ¡Capitán Wilder!
-
¿Quién
es? - preguntó el capitán Wilder. Saltó fuera del cohete y se quedó mirando al
viejo. Le tendió la mano -. ¡Dios santo, si es Hathaway!
- El mismo.
Se miraron las caras.
- Hathaway, uno de mis
viejos tripulantes, de la cuarta expedición.
- Ha pasado mucho
tiempo, capitán.
- Demasiado. ¡Qué
alegría volver a verlo!
- Soy viejo - dijo
simplemente Hathaway.
- Yo tampoco soy joven.
He estado veinte años en Júpiter, Saturno y Neptuno.
- Oí decir que los
ascendieron para que no se metiese en la política colonial de Marte. - El viejo
miró alrededor -. Ha estado fuera tanto tiempo que no sabrá lo que ha pasado...
-
Me
lo imagino - replicó Wilder -. Dimos dos vueltas a Marte y sólo encontramos a
un hombre, un tal Walter Gripp, a unos quince mil kilómetros de aquí. Le
preguntamos si quería venir con nosotros, pero dijo que no. Cuando lo vimos por
última vez estaba en medio de la carretera, sentado en una mecedora, fumando
una pipa, saludándonos con la mano. Marte está bien muerto; no queda vivo ni un
solo marciano. ¿Qué pasa en la
Tierra?
- Sabe
usted tanto como yo. De vez en cuando capto las radios de la Tierra, muy
débilmente. Pero siempre hablan en alguna lengua extranjera. Y de ellas no
conozco más que el latín. Sólo llegan unas pocas palabras. Creo que la mayor
parte de la Tierra está en ruinas, pero la guerra sigue. ¿Regresará usted,
capitán?
- Sí.
Tenemos mucha curiosidad, por supuesto. La radio no llegaba hasta nosotros.
Queremos ver la Tierra, pase lo que pase.
- ¿Nos llevarán a
todos?
El capitán lo miró.
-
Ah,
sí, su mujer, la recuerdo. Hace veinticinco años, ¿verdad? Cuando fundaron el
primer pueblo usted dejó el servicio y trajo a su mujer. Y también había
hijos...
- Un hijo y dos hijas.
- Sí, ya me acuerdo.
¿Están aquí?
-
Allá
arriba, en la casa. Nos está esperando a todos un buen desayuno. ¿Quieren
venir?
_Por
supuesto, nos sentiremos muy honrados, señor Hathaway. - El capitán Wilder se
volvió hacia el cohete -: ¡Abandonen la nave!
Hathaway,
el capitán Wilder y los veinte tripulantes subieron por la colina, aspirando
profundamente el aire enrarecido y fresco de la mañana. El sol se levantaba en
el cielo y era un buen día.
- ¿Se acuerda usted de
Spender, capitán?
- Nunca lo he olvidado.
-
Una
vez al año camino hasta la tumba de Spender. Parece que al fin todo fue como él
pensaba. No quería que viniéramos. Imagino que estará contento, ahora que nos
vamos todos.
- ¿Y qué fue de... cómo
se llamaba... Parkhill, Sam Parkhill?
- Abrió un quiosco de
salchichas.
- Muy propio de él.
- Y una
semana después volvió a la Tierra, a alistarse en el ejército. - Hathaway se
llevó una mano al costado, sentándose bruscamente en un peñasco -. Perdóneme.
La excitación. Volver a verlo después de tantos años... Tengo que descansar.
El
corazón le golpeaba el pecho. Contó los latidos. Mal asunto.
-
Hay
un médico a bordo - dijo Wilder -. Excúseme, Hathaway, ya sé que usted también
lo es, pero sería bueno que él lo examinara y...
Llamaron
al médico.
- No es nada - insistió
Hathaway -. La espera, la excitación. - Apenas podía respirar.
Tenía los labios
azules -. Usted sabe - dijo cuando el médico le puso el estetoscopio -, es como
si hubiera vivido esperando este día. Y ahora que han llegado para llevarme
otra vez a la Tierra, me siento ya satisfecho, y quisiera acostarme y olvidarme
de todo.
- Tome. - El médico le
dio una píldora amarilla -. Es mejor que descanse.
- Tonterías. Déjeme
estar sentado un momento. Me alegra verlos, oír al fin otras voces.
- ¿Le hace efecto la
píldora?
- Mucho. ¡Vamos!
Siguieron
caminando, colina arriba. - Alice,¡mira quién está aquí!
Hathaway frunció el
ceño y se asomó al interior de la casa. - ¿Has oído, Alice?
Primero apareció la esposa. Después salieron
las dos hijas, graciosas y altas, y las siguió el hijo, todavía más alto.
- Alice, ¿te acuerdas del capitán
Wilder?
Alice titubeó, miró a su marido, como
pidiéndole instrucciones y en seguida sonrió:
- Claro, ¡el capitán
Wilder!
-
Recuerdo
que cenamos juntos la víspera de mi partida para Júpiter, señora Hathaway.
Alice
le estrechó vigorosamente la mano.
- Mis
hijas, Marguerite y Susan. Mi hijo John - dijo -. Os acordáis del capitán, ¿no
es cierto?
El capitán Wilder husmeó el aire.
- ¿Huele a pan de
jengibre? - preguntó.
- ¿Quieren probarlo?
Todos
se movieron. Sacaron de prisa unas mesas plegables, pusieron sobre ellas unos
cubiertos y unas finas servilletas de seda y sirvieron unos platos humeantes.
El capitán Wilder, de pie, inmóvil, miraba a la señora Hathaway y a las dos
hijas que iban en silencio de un lado a otro. Les miraba las caras y seguía
todos los movimientos de aquellas manos jóvenes y todas las expresiones de
aquellos rostros tersos. Se sentó en una silla que le trajo el hijo.
- ¿Cuántos años tienes,
John? - le preguntó.
- Veintitrés - replicó
el - hijo.
Wilder movió torpemente los cubiertos. Se
había puesto pálido. El hombre que estaba junto a él le dijo en voz baja:
-
No
puede ser, capitán. John fue a buscar más sillas.
- ¿Qué dice,
Williamson?
-
Yo
tengo cuarenta y tres. Fui a la escuela con John Hathaway, hace ya veinte años.
John dice que tiene veintitrés años, y representa esa edad. Pero no puede ser.
Tendría que tener, por lo menos, cuarenta y dos. ¿Qué significa esto, capitán?
- No sé.
- Pero ¿qué le pasa,
capitán?
- No me siento bien.
Las hijas las vi hace unos veinte años. Tampoco han cambiado.
No
tienen una arruga. ¿Quiere usted hacerme un favor? Quiero que me averigüe una
cosa, Williamson. Le diré adónde debe ir y dónde debe mirar. Cuando acabe el
desayuno, escabúllase. No tardará más de diez minutos. El sitio no está lejos.
Lo he visto desde el cohete cuando bajábamos.
-
¡Eh!
¿De qué hablan con tanta seriedad? - les preguntó la señora Hathaway mientras
les servía en los tazones unas rápidas cucharadas de sopa -. Sonrían, estamos
todos juntos, el viaje ha terminado, ¡ya casi están en casa!
-
Sí
- dijo el capitán riéndose. -. Por cierto, ¡se la ve muy bien y muy joven,
señora
Hathaway!
- ¡Ah, los hombres!
La
señora Hathaway se alejó como llevada por una corriente de aire, con la cara
encendida, tersa como una manzana, sin arrugas y de buen color. Respondía a las
bromas con una risa cristalina, servía limpiamente la ensalada, sin detenerse
una sola vez a tomar aliento. Y el hijo huesudo y las hijas curvilíneas se
mostraban brillantemente ingeniosos, como el padre, hablando de los largos años
y de sus vidas solitarias, mientras el padre asentía con orgullo.
Williamson se alejó en silencio,
colina abajo.
- ¿Adónde va? -
preguntó Hathaway.
-
A
examinar el cohete - respondió Wilder -. Pero, como le iba diciendo, Hathaway,
no hay nada en Júpiter, absolutamente nada para el hombre. En Saturno y Plutón,
tampoco.
Wilder
habló mecánicamente, sin atender a lo que decía, pensando sólo en Williamson
que en ese momento corría colina abajo, y que muy pronto estaría de vuelta.
- Gracias.
Marguerite Hathaway le estaba
sirviendo agua. Impulsivamente, Wilder le tocó el brazo.
La muchacha no se
inmutó. La carne era firme y tibia.
Al otro lado de la mesa, Hathaway se interrumpía a veces,
se tocaba el pecho con un gesto de dolor, seguía escuchando los murmullos, que
de pronto eran una charla ruidosa, y de vez en cuando miraba preocupado a
Wilder, a quien no parecía gustarle el pan de jengibre.
Williamson
regresó. Se sentó y se puso a picotear la comida hasta que el capitán le
susurró de costado:
- ¿Bien?
- Lo encontré, capitán.
- ¿Y?
Williamson estaba pálido. No dejaba de mirar
a la gente que se reía. Las hijas sonreían gravemente, y el hijo contaba un
chiste.
- He estado en el
cementerio - dijo Williamson.
- ¿Las cuatro cruces
están allí?
-
Las
cuatro cruces están allí, señor. Se pueden leer los nombres. Los he apuntado
para estar seguro. – Y Williamson leyó en un papel blanco -: «Alice,
Marguerite, Susan y John Hathaway. Muertos a causa de un virus desconocido.
Julio de dos mil siete».
Wilder
cerró los ojos.
- Gracias, Williamson.
- Hace diecinueve años,
capitán. - La mano de Williamson temblaba.
- Sí.
- Entonces, ¿quiénes
son éstos?
- No lo sé.
- ¿Qué vamos a hacer?
- Tampoco lo sé.
- ¿Se lo diremos a los
otros?
- Más tarde. Siga
comiendo como si no pasara nada.
- No tengo mucho
apetito, señor.
La comida terminó con un vino traído
del cohete. Hathaway se puso de pie.
- Brindo
por todos ustedes. Es bueno estar otra vez entre amigos. Y brindo también por
mi mujer y mis hijos. Sin ellos no hubiera sobrevivido. Sólo gracias a sus
cariñosos cuidados he podido esperar la llegada de ustedes.
Alzó
la copa hacia su familia. Los cuatro lo miraron azorados y bajaron los ojos
cuando los otros comenzaron a beber.
Hathaway
apuró el vino. En seguida, sin un grito, cayó de bruces sobre la mesa y resbaló
hasta el suelo. Algunos de los hombres lo ayudaron a acostarse. El médico se
inclinó sobre él y escuchó. Wilder tocó el hombro del médico. El médico alzó
los ojos y meneó la cabeza. Wilder se arrodilló y tomó la mano del viejo.
- ¿Wilder? - La voz de
Hathaway apenas se oía -. He estropeado el desayuno.
- No diga disparates.
- Despídame de Alice y
mis hijos.
- Espere un momento.
Los llamaré.
-
No,
no - jadeó Hathaway -. No comprenderían. No quiero que comprendan. ¡No los
llame!
Wilder
no se movió.
Hathaway
estaba muerto.
Wilder
esperó un largo rato. Luego se levantó y se alejó del grupo de hombres
aturdidos que rodeaban a Hathaway. Buscó a Alice, la miró a la cara, y le dijo:
- ¿Sabe usted qué acaba
de ocurrir?
- ¿Le ha pasado algo a
mi marido?
- Ha muerto. El corazón
- contestó Wilder observándola.
- Lo lamento - dijo
ella.
- ¿Cómo se siente?
- Hathaway
no quería que nos sintiéramos mal. Nos dijo que esto ocurriría en cualquier
momento y no quería que lloráramos. No nos enseñó a llorar. No quería que
supiéramos hacerlo. Según él, nada peor puede ocurrirle a un hombre que saber
cómo estar solo, y cómo estar triste, y ponerse a llorar. Por eso no sabemos lo
que es llorar o estar tristes.
Wilder echó una ojeada a las
manos de la mujer, las manos blandas y tibias, las uñas bien cuidadas y las
delgadas muñecas. Miró el cuello esbelto y terso y los ojos inteligentes y por
último dijo:
- El señor Hathaway los
hizo a ustedes muy bien.
-
Le
hubiera gustado oír eso. Estaba tan orgulloso de nosotros... Al cabo de un
tiempo hasta olvidó que nos había hecho. Al final nos aceptaba y nos quería
como si fuéramos de veras su mujer y sus hijos. Y en cierto sentido lo somos.
- Ustedes lo ayudaron mucho.
-
Sí,
conversamos con él durante años interminables. Le gustaba tanto hablar.. Le
gustaba la casa de piedra y el fuego de la chimenea. Hubiéramos podido vivir en
una de las casas comunes del pueblo, pero a él le gustaba esto, donde podía ser
primitivo si quería, o moderno si quería. Me hablaba muchas veces del
laboratorio y de las cosas que hacía. Instaló toda una red de alambres y
altavoces en esa colonia muerta de ahí abajo. Cuando apretaba un botón el
pueblo se iluminaba y se llenaba de ruidos, como si vivieran en él diez mil
personas. Se oían aviones, coches y la charla de la gente. Hathaway se sentaba,
encendía un cigarro y nos hablaba y los ruidos del pueblo llegaban hasta
nosotros, y de vez en cuando sonaba un teléfono, y una voz grabada le hacía una
pregunta sobre ciencia o cirugía, y el señor Hathaway contestaba. Con el
teléfono, nosotros, los ruidos del pueblo y el cigarro, Hathaway era feliz.
Pero hubo una cosa que no pudo conseguir: que envejeciéramos. Él envejecía día
tras día, y nosotros no cambiábamos. Creo que no le importaba. Creo que nos
quería así.
-
Lo
enterraremos en el cementerio de las cuatro cruces. Pienso que le hubiera
gustado a Hathaway.
Alice
tocó levemente la muñeca del capitán Wilder.
- Estoy
segura.
El
capitán dio unas órdenes. La familia siguió al reducido cortejo colina abajo.
Dos hombres llevaron a Hathaway en una parihuela cubierta. El cortejo dejó
atrás la casa de piedra y el cobertizo donde Hathaway, años atrás, había
comenzado sus trabajos. Wilder se detuvo junto a la puerta del taller.
¿Cómo
sería, se preguntó, vivir en un planeta con una mujer y tres hijos, verlos
morir y quedarse a solas con el viento y el silencio? ¿Qué se podría hacer?
Enterrarlos bajo unas cruces, volver al taller y con inteligencia, memoria,
habilidad manual e ingenio recomponer, pedazo a pedazo, esas cosas que eran una
mujer, un hijo, dos hijas. Con toda una ciudad allá abajo, en la que podía
encontrar lo que quisiera, un hombre inteligente podía hacer cualquier cosa.
El
ruido de los pasos se apagaba en la arena. Cuando llegaron al cementerio, dos
de los hombres cavaban ya una tumba. Volvieron al cohete en las últimas horas
de la tarde.
Williamson señaló la casa con un
movimiento de cabeza.
- ¿Qué vamos a hacer
con ellos?
- No lo sé - dijo el
capitán.
- ¿Los va a parar?
El capitán pareció un poco
sorprendido.
- ¿Parar? No lo había
pensado.
- No los llevaremos.
- No, sería inútil.
-
¿Es
decir que los vamos a dejar aquí, así, como son? El capitán le alcanzó un arma
a Williamson.
- Si usted puede hacer
algo... yo no sería capaz.
Cinco minutos después,
Williamson volvió de la casa de piedra con el rostro transpirado.
- Tome,
el arma. Ahora entiendo lo que quería decir. Entré en la casa con el arma. Una
de las hijas me sonrió. Y también los demás. La mujer me ofreció una taza de
té. ¡Dios, sería un asesinato!
Wilder
asintió.
-
Nunca
habrá nada tan maravilloso como ellos. Fueron construidos para durar: diez,
cincuenta, doscientos años. Sí, tienen derecho... tienen derecho a vivir, tanto
como usted o yo o cualquiera de nosotros. - Sacudió la pipa -. Bueno, ahora a
bordo. Nos vamos. Este pueblo está muerto. Nada hacemos aquí.
Oscurecía.
Se levantaba un viento helado. Los hombres ya estaban a bordo. El capitán
titubeó.
- No me diga que va a
volver a decirles... adiós - dijo Williamson.
El capitán lo miró fríamente.
- No es asunto suyo.
Wilder
subió a la casa en el viento del crepúsculo. Los hombres del cohete vieron que
la sombra del capitán se detenía en el umbral de la casa. Vieron la sombra de
una mujer. Vieron que el capitán le estrechaba la mano.
Un momento después, Wilder volvió
corriendo al cohete.
De
noche, cuando el viento barre el fondo del mar muerto y el cementerio hexagonal
con cuatro cruces viejas y una nueva, una luz brilla aún en la baja casa de
piedra, y en esa casa, mientras ruge el viento y giran los torbellinos de arena
y las estrellas frías titilan en el cielo, cuatro figuras, una mujer, dos hijas
y un hijo atienden el fuego sin ningún motivo y conversan y ríen.
Noche tras noche, año tras año, la mujer, sin ningún
motivo, sale de la casa y mira largamente el cielo con las manos en alto, mira
la Tierra, la luz verde y brillante, sin saber por qué mira, y después entra y
echa al fuego un trozo de leña, y el viento sigue soplando y el mar muerto
sigue muerto.
VENDRÁN LLUVIAS SUAVES
La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete,
hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se
levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y
repitiendo llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las
siete y nueve!
En
la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio
interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos,
dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
- Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis - dijo
una voz desde el techo de la cocina - en la ciudad de Allendale, California. -
Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara - Hoy es el
cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita.
Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y
electricidad.
En
algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas
magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al
trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno! Pero las puertas no golpearon, las
alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía
afuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: Lluvia,
lluvia, aléjate... zapatones, impermeables, hoy.. Y la lluvia resonó
golpeteando la casa vacía.
Afuera, el garaje tocó unas
campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha.
Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.
A
las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras.
Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua
caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los
llevó al océano distante. Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y
emergieron secos y relucientes.
Las nueve y cuarto, cantó el reloj, la
hora de la limpieza.
De
las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las
habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal.
Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando
las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores
misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se
apagaron. La casa estaba limpia.
Las
diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de
escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en
ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la
redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en
fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó
las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste,
donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra,
salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que
regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas
flores. Un poco más lejos - las imágenes grabadas en la madera en un instante
titánico -, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una
pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada
para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de
pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa
de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en
cascadas.
Hasta
este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había
preguntado. «¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?", y como los
zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado
herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que
bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier
sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba
y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
La
casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales,
atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos
e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el
porche.
La
puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo
grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la
casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados,
irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues
ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los
paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El
polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas
mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los
llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que
aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El
perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas,
hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más
que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de
la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de
jarabe de arce.
El perro, tendido ante la
puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó
a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una
hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una voz.
Los
regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la
descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas
por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En
el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió
por la chimenea.
Las dos y treinta y cinco.
Unas
mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon
sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron
martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie
tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron
como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños
resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules,
antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal.
Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas
películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las
paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él
corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y
tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de
huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles
oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el
murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el
pasto almidonado por el viento. De pronto las paredes se disolvieron en
llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo
interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los
manantiales.
Era la hora de los niños.
Las cinco. La bañera se llenó de agua
clara y caliente.
Las
seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como
manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de
metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante,
con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las
nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las
noches eran frescas aquí.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde
el techo de la biblioteca.
-
Señora
McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche? La casa estaba en
silencio.
- Ya que no indica lo
que prefiere - dijo la voz al fin -, elegiré un poema cualquiera.
Una
suave música se alzó como fondo de la voz.
- Sara Teasdale. Su
autor favorito, me parece...
Vendrán lluvias suaves y olores de la
tierra,
y golondrinas que girarán con
brillante sonido;
y ranas que cantarán
de noche en los estanques y ciruelos de tembloroso blanco,
y petirrojos que vestirán
plumas de fuego y silbarán en los alambres de las cercas;
a nadie le interesará que haya
terminado.
A nadie le importará,
ni a los pájaros ni a los árboles, si la humanidad se destruye totalmente;
y la
misma primavera, al despertarse al alba apenas sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en
el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban
entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.
A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida
de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de
solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas
envolvieron el cuarto.
- ¡Fuego! - gritó una voz.
Las
luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el
solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina,
lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
- ¡Fuego, fuego, fuego!
La
casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor
había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una
facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y
subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las
paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las
paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero
era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se
detuvo. La lluvia dejó de caen La reserva del tanque de agua que durante muchos
días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El
fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos
y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y
encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después
el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de
las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De
los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas
de grifo brotó un líquido verde.
El
fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con un serpiente muerta. Y
fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego
con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero
el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el
desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el
director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y
palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el
esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los
nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los
capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro!
¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales,
tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred,
como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como
voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron
apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas
calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.
En el cuarto de los niños
ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando
saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones
de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante...
Murieron
otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros
indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una
segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de
la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil
cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora,
uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad;
cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente
fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas! Y en la llameante
biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación,
hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los
alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El
fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas
y de humo.
En
la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos
desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de
tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego
y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El
derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al
sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas
grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un
desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de
humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas
se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y
repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de
escombros humeantes:
- Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es
cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es...
EL PICNIC DE UN MILLÓN DE AÑOS
De algún modo mamá tuvo la idea de que
quizás a todos les gustaría ir de pesca. Pero
Timothy sabía que no
eran palabras de mamá. Las palabras eran de papá, y las dijo mamá en vez de él.
Papá restregó los pies en un montón de
guijarros marcianos y se mostró de acuerdo.
Siguió
un alboroto y un griterío; el campamento quedó reducido rápidamente a cápsulas
y cajas. Mamá se puso un pantalón de viaje y una blusa, y papá llenó la pipa
con dedos temblorosos, mirando fijamente el cielo marciano, y los tres chicos
se apilaron gritando en la lancha de motor, y ninguno de ellos, excepto
Timothy, se ocupó de mamá y de papá.
Papá
apretó un botón. El motor emitió un zumbido que se elevó en el aire. El agua se
agitó detrás, la lancha se precipitó hacia delante, y la familia gritó:
- ¡Hurra!
Timothy,
sentado a popa, puso dos deditos sobre los velludos dedos de papá y miró cómo
se retorcía el canal y cómo se alejaban del lugar en ruinas adonde habían
llegado en el pequeño cohete, directamente desde la Tierra.
Recordaba aún la noche anterior a la partida, las prisas
y los afanes, el cohete que papá había encontrado en alguna parte, de algún
modo, y aquella idea de pasar unas vacaciones en Marte. Marte estaba demasiado
lejos para ir de vacaciones, pero Timothy
pensó en sus hermanos menores y no dijo nada. Habían
llegado a Marte, y ahora iban a pescan Así decían al menos.
La
lancha remontaba el canal. La mirada de papá era muy extraña, y Timothy no la
podía entender. Era una mirada brillante, y quizá también aliviada; le arrugaba
la cara en una mueca de risa más que de preocupación o de tristeza.
El cohete, ya casi
frío, desapareció detrás de una curva. - ¿Durará mucho el paseo? - preguntó
Robert.
La mano le saltaba
como un cangrejito sobre el agua violeta. Papá suspiró:
- Un millón de años.
- ¡Zas! - dijo Robert.
- Mirad, chicos. - Mamá
extendió un brazo largo y suave -. Una ciudad muerta.
Los
chicos miraron con una expectación fervorosa, y la ciudad muerta estaba allí,
muerta sólo para ellos, adormilada en el cálido silencio estival puesto allí
por algún marciano hacedor de climas.
Y papá miró la ciudad como si le gustase
que estuviera muerta.
Eran
unas pocas piedras rosadas, dormidas sobre unas dunas; unas columnas caídas, un
templo solitario, y más allá otra vez las extensiones de arena. Nada más, un
desierto blanco a lo largo del canal, y encima un desierto azul.
De
repente un pájaro atravesó el espacio, como una piedra lanzada a un lago
celeste; golpeó, se hundió y desapareció.
Papá lo miró con ojos asustados.
- Creí que era un cohete.
Timothy observó el profundo océano del cielo, tratando de
ver la Tierra en llamas, las ciudades en ruinas y los hombres que no dejaban de
matarse unos a otros. Pero no vio nada. La guerra era algo tan apartado y
lejano como el duelo a muerte de dos moscas bajo la nave de una enorme catedral
silenciosa; e igualmente absurda.
William
Thomas se enjugó la frente y sintió en el brazo la mano de Timothy, como una
tarántula joven, arrobada.
- ¿Qué tal, Timmy?
- Muy bien, papá.
Timothy
no alcanzaba a imaginar qué estaba funcionando ahora dentro de ese vasto
mecanismo adulto que tenía al lado. Era un hombre de gran nariz aguileña,
tostado y despellejado por el sol, de brillantes ojos azules, como las bolitas
de ágata con que había jugado en la Tierra en las vacaciones de verano, y de
piernas largas y gruesas como columnas envueltas en pantalones holgados.
- ¿Qué miras, papá?
-
Estoy
buscando lógica terrestre, sentido común, gobierno honesto, paz y
responsabilidad.
- ¿Todas esas cosas
están allá arriba?
-
No.
No las he encontrado. Ya no están ahí. Y nunca volverán a estarlo. Quizá nunca
lo estuvieron.
- ¿Eh?
- Mira el pez - dijo
papá señalando el agua.
Se
oyó un clamor de voces de soprano. Los tres chicos doblaron los cuellos
delgados sobre el canal, sacudiendo la lancha, diciendo «¡oh!» y «¡ah!».
Un anillado pez de plata nadaba junto a
ellos. De pronto onduló y se cerró como un iris, devorando unos trocitos de
comida.
Papá miró el pez y dijo con voz grave
y serena:
-
Es
como la guerra. La guerra avanza nadando, ve un poco de comida, y se contrae.
Un momento después... ya no hay Tierra.
- William - dijo mamá.
Inmóviles, en silencio, miraron pasar
las aguas del canal, frescas, veloces y cristalinas.
Sólo se oía el
zumbido del motor, el deslizamiento del agua, el sol que dilataba el aire.
- ¿Cuándo veremos a los
marcianos? - preguntó Michael.
- Quizá muy pronto -
dijo papá -. Esta noche tal vez.
- Oh, pero los
marcianos son una raza muerta - dijo mamá.
- No, no es cierto. Yo
os enseñaré algunos marcianos - replicó papá.
Timothy
frunció las cejas, pero no dijo nada. Todo era muy raro ahora. Las vacaciones y
la pesca y las miradas que se cruzaba la gente.
Los
otros dos chicos ya estaban buscando marcianos, y protegiéndose los ojos con
las manitas examinaban los pétreos bordes del canal a dos metros por encima del
agua.
- Pero ¿cómo son los marcianos? -
preguntó Michael.
Papá se rió de un
modo extraño y Timothy vio que un pulso le latía en la mejilla. - Lo sabrás
cuando los veas.
La
madre era esbelta y suave, con una trenza de pelo de oro rizado en lo alto de
la cabeza, como una tiara, y ojos morados, con reflejos de ámbar, del color de
las aguas profundas del canal cuando la corriente se deslizaba a la sombra. Se
le podían ver los pensamientos nadando como peces en los ojos; unos brillantes,
otros sombríos, unos rápidos y fugaces, otros lentos y pacíficos; y a veces,
como cuando miraba la Tierra, los ojos eran sólo color y nada más. Estaba
sentada a proa, con una mano en el borde de la lancha y la otra sobre los
oscuros pantalones azules; una línea de piel tostada por el sol le asomaba bajo
la blusa, abierta como una flor blanca.
Miró hacia delante, y, como no pudo ver con claridad,
miró hacia atrás, hacia su marido, y reflejado en sus ojos vio entonces lo que
había delante. Y como él añadía algo de sí mismo a ese reflejo, una resuelta
firmeza, la mujer se tranquilizó y la aceptó, y se volvió otra. vez,
comprendiendo de pronto dónde tenía que buscar.
Timothy
miraba también. Pero sólo veía un canal recto, como una línea de lápiz violeta
que cruzaba un valle amplio y poco profundo; las colinas antiguas y bajas se
extendían hasta el borde del cielo. Y el canal continuaba, atravesando unas
ciudades que habrían sonado como escarabajos dentro de una calavera si alguien
las hubiese sacudido. Eran cien o doscientas ciudades que dormían envueltas en
los sueños de los tibios días del verano y en los sueños de las noches frías de
invierno...
La
familia había viajado millones de kilómetros para esto: una excursión de pesca.
Pero en el cohete tenían un arma. Era una excursión, pero ¿para qué habían
escondido tanta comida cerca del cohete? Vacaciones. Pero detrás del velo de
las vacaciones no había caras dulces y risueñas, sino algo duro y huesudo y
quizá terrible. Timothy no podía levantar ese velo, y los otros dos chicos
estaban ocupados ahora, pues sólo tenían diez, y ocho años.
Robert
apoyó la barbilla en forma de V en el hueco de las manos y observó con ojos muy
abiertos las orillas del canal.
- No veo marcianos todavía.
Papá
había traído una radio atómica de pulsera. Funcionaba según un anticuado
principio: se aplicaba contra los huesos del oído y vibraba cantando o
hablando. Papá la escuchaba con un rostro que parecía una ciudad marciana en
ruinas: pálido, enjuto y seco, casi muerto.
Luego pasó el aparato
de radio a mamá. Mamá escuchó con la boca abierta. - ¿Qué...? - empezó a
preguntar Timothy, pero no terminó lo que quería decir.
En ese momento se oyeron dos titánicas
explosiones que los sacudieron hasta los tuétanos, seguidas de una media docena
de débiles temblores.
Alzando bruscamente la
cabeza, papá aumentó en seguida la velocidad de la lancha. La lancha saltó y se
torció y voló. Esto acabó con los temores de Robert, y Michael, dando
gritos de miedo y sorprendida alegría, se abrazó a las
piernas de mamá y miró el agua que le pasaba por debajo de la nariz en un
alborotado torrente.
Papá
desvió la lancha, aminoró la velocidad, y llevó la embarcación por un canal
estrecho hasta debajo de un antiguo y ruinoso muelle de piedra que olía a carne
de crustáceo. La lancha golpeó el muelle, y todos fueron despedidos hacia
delante, pero nadie se lastimó, y papá se inclinó en seguida sobre la borda
para ver si los rizos del agua borraban la estela de la lancha. Las ondas del
canal se entrecruzaron, golpearon las piedras, retrocedieron encontrándose otra
vez, se detuvieron, moteadas por el sol. Desaparecieron.
Papá escuchó. Todos escucharon.
La
respiración de papá resonaba como si unos puños golpearan las húmedas y frías
piedras del muelle. En la sombra, los ojos de gato de mamá observaban a papá
buscando algún indicio de lo que iba a pasar ahora.
Papá se tranquilizó y suspiró,
riéndose de sí mismo.
- Era el cohete, por
supuesto. Estoy cada vez más nervioso. El cohete.
- ¿Qué ha pasado, papá,
qué ha pasado? - preguntó Michael.
-
Nada,
que hemos volado el cohete - dijo Timothy tratando de hablar en un tono
indiferente -. He oído antes ese ruido, en la Tierra. El cohete estalló.
- ¿Por qué volamos el
cohete? - preguntó Michael -. ¿Eh, papá?
- Es parte del juego,
tonto - dijo Timothy.
La palabra entusiasmó a Michael y a
Robert.
- ¡Un juego!
-
Papá
lo arregló para que estallara. Así nadie puede saber dónde estamos. Por si
vienen a buscarnos, ¿entiendes?
- ¡Qué
bien! ¡Un secreto!
-
Asustado
por mi propio cohete - le dijo papá a mamá -. Estoy muy nervioso. Es tonto
pensar en otros cohetes. Quizás uno... Si Edward y su mujer consiguieron salir
de la Tierra.
Se
llevó otra vez el diminuto aparato de radio a la oreja. Dos minutos después,
dejó caer la mano como quien deja caer un trapo.
-
Por
fin se acabó - le dijo a mamá -. La radio acaba de perder la onda atómica. Ya
no hay más estaciones en el mundo. Sólo quedaban dos en estos últimos años.
Todas callaron ahora, y así - seguirán probablemente.
- ¿Por cuánto tiempo,
papá? - preguntó Robert.
-
Quizá
vuestros bisnietos vuelvan a oírlas - contestó papá, y tuvo una sensación de
terror, derrota y resignación que alcanzó a los niños.
Finalmente
papá guió otra vez la lancha hacia el canal y continuaron el paseo.
Se
hacía tarde. El sol descendía. Una hilera de ciudades muertas se extendía
delante de ellos a lo largo del canal.
Papá
les habló a sus hijos muy serenamente y en voz baja. Muchas veces, en otros
tiempos, se había mostrado inaccesible y severo, pero ahora les hablaba
acariciándoles la cabeza. Los niños lo notaron.
- Mike, elige una
ciudad.
- ¿Qué papá?
- Elige una ciudad.
Cualquiera.
- Bueno - dijo Michael
-. ¿Cómo la elijo?
-
Elije
la que más te guste. Y vosotros, Robert, Tim, elegid también la que más os
guste.
- Yo quiero una ciudad
con marcianos - dijo Michael.
- La tendrás - dijo
papá -. Te lo prometo. Hablaba con los chicos, pero miraba a mamá. En veinte
minutos pasaron ante seis ciudades. Papá no volvió a hablar de explosiones.
Prefería,
aparentemente, divertirse con sus hijos, verlos reír, a cualquier otra cosa.
A Michael le gustó la
primera ciudad, pero los demás no le hicieron caso, pues no confiaban en
juicios apresurados. La segunda ciudad no le gustó a nadie. Era un campamento
terrestre de casas de madera que ya estaba convirtiéndose en serrín. La tercera
le gustó a Timothy porque era grande. La cuarta y la quinta eran demasiado
pequeñas, y la sexta provocó la admiración de todos, incluso de mamá, que se
sumó a los «¡ah!» y «¡oh!» y a los «¡mirad eso!».
Era
una ciudad de cincuenta o sesenta enormes estructuras, en pie todavía; había
polvo en las calles de piedra, uno o dos surtidores latían aún en las plazas.
Lo único vivo: unos chorros de agua a la luz de la tarde.
- Ésta es la ciudad - dijeron todos.
Papá guió la lancha hacia un muelle y
desembarcó de un salto.
- Ya estamos. Esto es
nuestro. Aquí viviremos desde ahora.
-
¿Desde
ahora? - exclamó Michael, incrédulo, poniéndose de pie. Miró la ciudad y se
volvió parpadeando hacia el lugar donde había estado el cohete -. ¿Y el cohete?
¿Y
Minnesota?
-
Aquí
- dijo papá, y tocó con el aparatito de radio la cabeza rubia de Michael -.
Escucha.
Michael
escuchó.
- Nada - dijo.
-
Eso
es. Nada. Nada, para siempre. No más Minneapolis, no más cohetes, no más
Tierra.
Michael
meditó unos instantes en la fatal revelación y rompió en unos sollozos
entrecortados.
- Espera, Mike - le
dijo papá en seguida -. Te doy mucho más a cambio.
Michael, intrigado, contuvo
las lágrimas, aunque dispuesto a continuar si la nueva revelación de papá era
tan desconcertante como la primera.
- Te doy esta ciudad,
Mike. Es tuya.
- ¿Mía?
-
Sí,
de los tres: tuya y de Robert y de Timothy. Exclusivamente vuestra. Timothy
saltó de la lancha.
- ¡Todo es nuestro,
todo!
Continuaba
jugando con papá, y jugaba a fondo y bien. Más tarde, cuando todo concluyera y
se aclarara, podría separarse de los demás y llorar a solas diez minutos. Pero
ahora era todavía un juego, una excursión familiar, y los otros dos chicos
tenían que seguir jugando.
Mike y Robert saltaron de la lancha y
ayudaron a mamá.
-
Cuidado
con vuestra hermana - dijo papá, y nadie supo, hasta más tarde, lo que quería
decir.
Entraron
en la vasta ciudad de piedra rosada, hablándose en voz baja, pues las ciudades muertas
invitan a hablar en voz baja, y observaron la puesta del sol.
-
Dentro
de unos cinco días - dijo papá - volveré al lugar donde estaba el cohete y
recogeré la comida escondida en las ruinas y la traeré aquí. Después buscaré a
Bert Edwards, su mujer y sus hijas.
- ¿Hijas? - preguntó
Timothy -. ¿Cuántas?
- Cuatro.
- Ya veo que eso nos
traerá preocupaciones - dijo mamá meneando la cabeza.
-
Chicas
- dijo Michael, y torció la cara como una vieja y pétrea imagen marciana -.
Chicas.
- ¿También vienen en
cohete?
- Sí.
Si consiguen llegar. Los cohetes familiares se construyen para ir a la Luna, no
a Marte. Nosotros tuvimos suerte.
- ¿Dónde
conseguiste el cohete? - susurró Timothy mientras los otros dos chicos corrían
adelantándose.
-
Lo
guardé durante veinte años, Tim. Lo escondí, esperando no tener que usarlo.
Supongo que tenía que habérselo entregado al gobierno, para la guerra, pero
pensaba constantemente en Marte...
- Y en un picnic.
-
Eso
es. Esto queda entre nosotros. Cuando vi que todo acababa en la Tierra, y
después de haber esperado hasta el último momento, embarqué a la familia.
También Bert Edwards tenía escondido un cohete, pero nos pareció mejor no
partir juntos, por si alguien intentaba derribarnos a tiros.
- ¿Por qué volaste el
cohete, papá?
-
Para
que nunca podamos volver. Y de este modo, además, si alguno de aquellos
malvados viene a Marte, no sabrá que estamos aquí.
- ¿Por eso miras
siempre el cielo?
-
Sí,
es una tontería. No nos seguirán nunca. No tienen con qué seguirnos. Me
preocupo demasiado, eso es todo.
Michael
volvió corriendo.
- ¿Esta ciudad es de
veras nuestra, papá?
- Todo el planeta es
nuestro, hijos. Todo el bendito planeta.
Allí
estaban, el Rey de la Colina, el Señor de las Ruinas, el Dueño de Todo, los
monarcas y presidentes irrevocables, tratando de comprender qué significaba ser
dueños de un mundo, y qué grande era realmente un mundo.
La noche cayó rápidamente en la delgada atmósfera, y papá
los dejó en la plaza, junto al surtidor intermitente, llegó hasta la
embarcación, y volvió con un paquete de papeles en las manos.
Amontonó
los papeles en un viejo patio y los encendió. Todos se agacharon alrededor de
las llamas calentándose y riéndose, y Timothy vio que cuando el fuego las
alcanzaba, las letritas saltaban como animales asustados. Los papeles
crepitaron como la piel de un hombre viejo, y la hoguera envolvió innumerables
palabras:
«TÍTULOS
DEL GOBIERNO; Gráficas comerciales e industriales, 1999; Prejuicios religiosos,
ensayo: La ciencia de la logística; Problemas de la Unidad Americana; Informe
sobre reservas, 3 de julio de 1998; Resumen de la guerra...»
Papá
había insistido en traer estos papeles, con este propósito. Los fue arrojando
al fuego, uno a uno, con aire de satisfacción y explicó a los chicos qué
significaba todo eso.
-
Ya
es hora de que os diga unas pocas cosas. No fue justo, me parece, que os las
haya ocultado. No sé si entenderéis, pero tengo que decirlo, aunque sólo
entendáis una parte.
Arrojó
una hoja al fuego.
-
Estoy
quemando toda una manera de vivir, de la misma forma que otra manera de vivir
se quema ahora en la Tierra. Perdonadme si os hablo como un político, pero al
fin y al cabo soy un ex gobernador; un gobernador honesto, por eso me odiaron.
La vida en la Tierra nunca fue nada bueno. La ciencia se nos adelantó
demasiado, con demasiada rapidez, y la gente se extravió en una maraña
mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas: artefactos, helicópteros,
cohetes; dando importancia a lo que no tenía importancia, preocupándose por las
máquinas más que por el modo de dominar las máquinas. Las guerras crecieron y
crecieron y por último acabaron con la Tierra. Por eso han callado las radios.
Por eso hemos huido...
»Hemos tenido suerte. No quedan más cohetes. Ya es hora
de que sepáis que esto no es una excursión de pesca. He ido demorando el
momento de decirlo. La Tierra ya no existe; ya no habrá viajes
interplanetarios, durante muchos siglos, quizá nunca. Aquella manera de vivir
fracasó, y se estranguló con sus propias manos. Sois jóvenes. Os repetiré estas
palabras, todos los días, hasta que entren en vosotros.
-
Estamos
solos. Nosotros y algunos más que llegarán dentro de unos días. Somos bastantes
para empezar de nuevo. Bastantes para volver la espalda a la Tierra y emprender
un nuevo camino...
Las
llamas se elevaron subrayando lo que decía papá. Y luego todos los papeles
desaparecieron, menos uno. Todas las leyes de la Tierra fueron unos pequeños
montículos de ceniza caliente que pronto se llevaría el viento.
Timothy
miró el papel que papá arrojaba al fuego. Era un mapa del mundo. El mapa se
arrugó y retorció entre las llamas, y desapareció como una mariposa negra y
ardiente.
Timothy volvió la
cabeza.
-
Ahora,
os voy a mostrar los marcianos. Venid todos. Ven, Alice - dijo papá tomando a
mamá de la mano.
Michael
lloraba ruidosamente, y papá lo alzó en brazos y todos caminaron por entre las
ruinas, hacia el canal.
El
canal. Por donde mañana, o pasado mañana, vendrían en bote las futuras esposas,
unas niñitas sonrientes, acompañadas de sus padres.
La
noche cayó envolviéndolos, y aparecieron las estrellas. Pero Timothy no
encontraba la Tierra en el cielo. Se había puesto. Era algo que hacía pensar.
Un
pájaro nocturno gritó entre las ruinas.
-
Vuestra
madre y yo procuraremos instruiros - dijo papá -. Tal vez fracasemos, pero
espero que no. Hemos visto muchas cosas y hemos aprendido mucho. Este viaje lo
planeamos hace varios años, antes de que naciérais. Creo que aunque no hubiese
estallado la guerra habríamos venido a Marte y habríamos organizado aquí nuestra
vida.
La
civilización terrestre no hubiese podido envenenar a Marte en menos de un
siglo. Ahora, por supuesto...
Llegaron
al canal. Era largo y recto y fresco, y reflejaba la noche.
-
Siempre
quise ver un marciano - dijo Michael -. ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste.
-
Ahí
están - dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del
canal.
Los
marcianos estaban allí. Timothy se estremeció.
Los
marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y
Robert y papá y mamá.
Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada
silenciosa desde el agua ondulada...
FIN
FIN