El libro de los abrazos - Eduardo Galeano
El mundo
Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Co-lombia,
pudo subir al alto cielo.
A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde
arriba, la vida humana.
Y dijo que somos un mar de fueguitos.
-El mundo es eso -reveló- un montón de gente, un mar de
fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.
No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fue-gos
chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se
entera del viento, y gente de fue-go loco que llena el aire de chispas. Algunos
fuegos, fue-gos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con
tanta pasión que no se puede mirarlos sin par-padear, y quien se acerca se
enciende.
El origen del mundo
Hacía pocos años que había terminado la guerra de España
y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los
vencidos, un obrero anar-quista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo.
En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían
mala cara, se encogían de hom-bros o le daban la espalda. Con nadie se
entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por
las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin de-cir nada los reproches de
su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo un niño pequeño, le
recitaba el catecismo.
Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel
obrero maldito, me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo
contó: Él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la
condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.
- Pero
papá - le dijo Josep llorando - si Dios no existe, ¿Quién hizo el mundo?
- Tonto
- dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto -. Tonto. Al mundo lo hicimos
nosotros, los albañiles.
La función del arte /1
Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo
llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba mas allá de los altos médanos,
esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aque-llas
dunas de arena, después de mucho caminar, la mar estallo ante sus ojos. Y fue
tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor que el niño quedo mudo de
her-mosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando,
tarta-mudeando, pidió a su padre;
- ¡Ayúdame a mirar!
La uva y el vino
Un hombre de las viñas habló, en agonía, al oído de
Marcela. Antes de morir, le reveló su secreto:
- La uva – le susurró – está hecha de
vino.
Marcela Pérez-Silva me lo contó, y yo pensé: Si la uva
está hecha de vino, quizá nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos.
La pasión de decir /1
Marcela estuvo en las nieves del norte. En Oslo, una
noche conoció a una mujer que canta y cuenta. Entre canción y canción, esa
mujer cuenta buenas historias, y las cuenta vichando papelitos, como quien lee
la suerte de soslayo.
Esa mujer de Oslo, viste una falda inmensa, toda lle-na
de bolsillos. De los bolsillos va sacando papelitos, uno por uno, y en cada
papelito hay una buena historia para contar, una historia de fundación y
fundamento y en cada historia hay gente que quiere volver a vivir por arte de
brujería. Y así ella va resucitando a los olvidados y a los muertos: y de las
profundidades de esa falda van brotando los andares y los amares del bicho
humano, que viviendo, que diciendo va.
La pasión de decir /2
Ese hombre o mujer, está embarazado de mucha gen-te. La
gente se le sale por los poros. Así lo muestran en figuras de barro, los indios
de Nuevo México: el narra-dor, el que cuenta la memoria colectiva, está todo
brota-do de personitas.
La casa de las palabras
A la casa de las palabras, soñó Helena Villagra, acu-dían
los poetas. Las palabras, guardadas en viejos fras-cos de cristal, esperaban a
los poetas y se les ofrecían, locas de ganas de ser elegidas: ellas rogaban a
los poe-tas que las miraran, que las olieran, que las tocaran, que las
lamieran. Los poetas abrían los frascos, proba-ban palabras con el dedo y
entonces se relamían o frun-cían la naríz. Los poetas andaban en busca de
palabras que no conocían, y también buscaban palabras que co-nocían y habían perdido.
En la casa de las palabras había una mesa de los
co-lores. En grandes fuentes se ofrecían los colores y cada poeta se servía del
color que le hacía falta: amarillo li-món o amarillo sol, azul de mar o de
humo, rojo lacre, rojo sangre, rojo vino…
La función del lector /1
Cuando Lucía Peláez era muy niña, leyó una novela a
escondidas. La leyó a pedacitos, noche tras noche, ocul-tándola bajo la
almohada. Ella la había robado de la biblioteca de cedro donde el tío guardaba
sus libros pre-feridos.
Mucho caminó Lucía después, mientras pasaban los años. En
busca de fantasmas caminó por los farallones sobre el río Antioquía, y en busca
de gente caminó por las calles de las ciudades violentas.
Mucho caminó Lucía, y a lo largo de su viaje iba siem-pre
acompañada por los ecos de los ecos de aquellas lejanas voces que ella había
escuchado, con sus ojos, en la infancia.
Lucía no ha vuelto a leer ese libro. Ya no lo
reconoce-ría. Tanto lo ha crecido adentro que ahora es otro, ahora es suyo.
La función del lector /2
Era el medio siglo de la muerte de César Vallejo, y hubo
celebraciones. En España, Julio Vélez organizó conferencias, seminarios,
ediciones y una exposición que ofrecía imágenes del poeta, su tierra, su tiempo
y su gente.
Pero en esos días Julio Vélez conoció a José Manuel
Castañón; y entonces todo homanaje le resultó enano.
José Manuel Castañón había sido capitán en la gue-rra
española. Peleando por Franco había perdido una mano y había ganado algunas
medallas.
Una noche, poco después de la guerra, el capitán
des-cubrió por casualidad, un libro prohibido. Se asomó, leyó un verso, leyó
dos versos y ya no pudo desprenderse. El capitán Castañón, héroe del ejército
vencedor, pasó toda la noche en vela, atrapado, leyendo y releyendo a César
Vallejo, poeta de los vencidos. Y al amanecer de esa no-che, renunció al
ejército y se negó a cobrar ni una pese-ta más del gobierno de Franco.
Después, lo metieron preso: y se fue
al exilio.
Celebración de la voz humana /1
Los indios shuar, los llamados jíbaros, cortan la ca-beza
del vencido. La cortan y la reducen hasta que cabe en un puño, para que el
vencido no resucite. Pero el vencido no está del todo vencido hasta que le
cierran la boca. Por eso le cosen los labios con una fibra que jamás se pudre.
Celebración de la voz humana /2
Tenían las manos atadas o esposadas, y sin embargo los
dedos danzaban. Los presos estaban encapuchados: pero inclinándose alcanzaban a
ver algo, alguito, por abajo. Aunque hablar, estaba prohibido, ellos
conversa-ban con las manos.
Pinio Ungerfeld me enseñó el alfabeto de los dedos, que
en prisión aprendió sin profesor:
-Algunos teníamos mala letra -me dijo-. Otros eran unos
artistas de la caligrafía.
La dictadura uruguaya quería que cada uno fuera nada más
que uno, que cada uno fuera nadie; en cárceles y cuarteles y en todo el país,
la comunicación era delito.
Algunos presos pasaron más de diez años enterrados en
solitarios calabozos del tamaño de un ataúd, sin es-cuchar más voces que el
estrépito de las rejas o los pa-sos de las botas por los corredores. Fernández
Huidobro y Mauricio Rosencof, condenados a esa soledad, se sal-varon porque
pudieron hablarse, con golpecitos a través de la pared.
Así se contaban sueños y recuerdos, amores y des-amores:
discutían, se abrazaban, se peleaban; compar-tían certezas y bellezas y también
compartían dudas y culpas y preguntas de esas que no tienen respuestas.
Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de
decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla
por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos,
toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los
demás celebrada o perdonada.
Definición del arte
Portinari no está - decía Portinari. Por un instante
aso-maba la naríz, daba un portazo y desaparecía.
Eran los años treinta, años de cacería de rojos en
Bra-sil, y Portinari se había exiliado en Montevideo.
Iván Kmaid no era de esos años, ni de ese lugar; pero
mucho después, el se asomó por los agugeritos de la cortina del tiempo y me
contó lo que vio:
Cándido Portinari pintaba de la mañana a la noche, y de
noche también.
- Portinari no está - decía.
En aquel entonces, los intelectuales comunistas del
Uruguay iban a tomar posición ante el realismo socialis-ta y pedían la opinión
del prestigioso camarada.
- Sabemos
que usted no está, maestro - le dijeron, y le suplicaron:
- Pero, ¿no nos
permitiría un momento? Un momentito.
Y le plantearon el
asunto.
- Yo no sé - dijo
Portinari.
y dijo:
- Lo único que yo sé, es
esto: el arte es arte o es mier-da.
El lenguaje del arte
El Chinolope vendía diarios y lustraba zapatos en La
Habana. Para salir de pobre, se marchó a Nueva York.
Allá, alguien le regaló una vieja cámara de fotos. El
Chinolope nunca había tenido una cámara en las ma-nos, pero le dijeron que era
fácil:
- Tú miras por aquí y
aprietas allí.
Y se echó a las calles. Y a poco andar escuchó balazos y
se metió en una barbería y alzó la cámara y miró por aquí y apretó allí.
En la barbería habían acribillado al gangster Joe
Anastasia, que se estaba afeitando, y esa fue la primera foto de la vida
profesional de Chinolope.
Se la pagaron una fortuna. Esa foto era una hazaña. El
Chinolope había logrado fotografiar la muerte. La muerte estaba allí: no en el
muerto, ni en el matador. La muerte estaba en la cara del barbero que la vio.
La frontera del arte
Fue la batalla más larga de cuantas se pelearon en
Tuscatlán o en cualquier otra región de El Salvador. Empezó a la medianoche,
cuando las primeras grana-das cayeron sobre la loma, y duró toda la noche y
hasta la tarde del día siguiente. Los militares decían que Cinquera era
inexpugnable. Cuatro veces la habían asal-tado los guerrilleros, y cuatro veces
habían fracasado.
La quinta vez, cuando se alzó la bandera blanca en el
mástil de la comandancia, los tiros al aire empezaron los festejos.
Julio Ama, que peleaba y fotografiaba la guerra, an-daba
caminando por las calles. Llevaba su fusil en la mano y la cámara, también
cargada y lista para dispa-rar, colgada del cuello. Andaba Julio por las
calles, pol-vorientas, en busca de los hermanos gemelos. Esos ge-melos eran los
únicos sobrevivientes de una aldea exter-minada por el ejército. Tenían
dieciséis años. Les gusta-ba combatir junto a Julio: y en las entreguerras, él
les enseñaba a leer y a fotografiar. En el torbellino de esa batalla, Julio había
perdido a los gemelos, y ahora no los veía entre los vivos ni entre los
muertos.
Caminó a través del parque. En la esquina de la igle-sia,
se metió en un callejón. Y entonces, por fin, los en-contró. Uno de los gemelos
estaba sentado en el suelo, de espaldas contra un muro. Sobre sus rodillas,
yacía el otro, bañado en sangre; y a los pies, en cruz, estaban los dos
fusiles.
Julio se acercó, quizá dijo algo. El gemelo que vivía no
dijo nada, ni se movió: estaba allí, pero no estaba. Sus ojos, que no
pestañaban, miraban sin ver, perdidos en alguna parte, en ninguna parte: y en
esa cara sin lágri-mas estaba toda la guerra y estaba todo el dolor.
Julio dejó su fusil en el suelo y empuñó la cámara.
Corrió la película, calculó en un santiamén la luz y la distancia y puso en
foco la imagen. Los hermanos esta-ban en el centro del visor, inmóviles,
perfectamente re-cortados contra el muro recién mordido por las balas.
Julio iba a tomar la foto de su vida, pero el dedo no
quiso. Julio lo intentó, volvió a intentarlo, y el dedo no quiso. Entonces,
bajó la cámara, sin apretar el dispara-dor, y se retiró en silencio.
La cámara, una Minolta, murió en otra batalla, aho-gada
en lluvia, un año después.
La función del arte /2
El pastor Miguel Brun me contó que hace algunos años
estuvo con los indios del Chaco paraguayo. Él formaba parte de una misión
evangelizadora. Los misioneros vi-sitaron a un cacique que tenía prestigio de
muy sabio. El cacique, un gordo quieto y callado, escuchó sin pes-tañear la
propaganda religiosa que le leyeron en lengua de los indios. Cuando la lectura
terminó, los misioneros se quedaron esperando.
El cacique se tomó su tiempo. Después,
opinó:
-
Eso
rasca. Y rasca mucho, y rasca muy bien.
Y
sentenció:
-
Pero
rasca donde no pica.
Profecías /1
En el Perú, una maga me cubrió de rosas rojas y des-pués
me leyó la suerte. La maga me anunció:
- Dentro de un mes, recibirás una
distinción.
Yo me reí. Me reí por la infinita bondad de esa mujer
desconocida, que me regalaba flores y augurios de éxi-tos, y me reí por la
palabra distinción, que tiene no se qué de cómica, y porque me vino a la cabeza
un viejo amigo del barrio, que era muy bruto pero certero, y que solía decir,
sentenciando, levantando el dedito; “A la corta o a la larga, los escritores se
hamburguesan” Así que me reí; y la maga se rió de mi risa.
Un mes después, exactamente un mes después, reci-bí en
Montevideo un telegrama. En Chile, decía el tele-grama, me habían otorgado una
distinción. Era el pre-mio José Carrasco.
Celebración de la voz humana /3
José Carrasco era un periodista de la revista Análisis.
Una madrugada, en la primavera de 1986, lo arranca-ron de su casa. Pocas horas
antes había ocurrido el aten-tado contra el general Augusto Pinochet. Y pocos
días antes el dictador había dicho:
- A ciertos señores los tenemos en
engorde.
Al pie de un muro, en las orillas de Santiago, le
metie-ron 14 balazos en la cabeza. Fue al amanecer, y nadie se asomó.
El cuerpo estuvo allí, tirado, hasta
el mediodía.
Los vecinos nunca lavaron la sangre. El lugar se
con-virtió en santuario del pobrerío, siempre cubierto de ve-las y flores, y
José Carrasco se hizo ánima milagrera. En el muro, mordido por los tiros, se
leen las gracias por los favores recibidos.
A principios de 1988 viajé a Chile. Hacía 15 años que no
iba. Me recibió en el aeropuerto, Juan Pablo Cárde-nas, el director de
Análisis.
Condenado por agravios al poder, Cárdenas dormía en la
cárcel. Todas las noches, a las diez en punto, en-traba en prisión y salía con
el sol.
Crónica de la ciudad de Santiago
Santiago de Chile muestra, como otras ciudades
lati-noamericanas, una imagen resplandeciente. A menos de un dólar por día,
legiones de obreros le lustran la más-cara.
En los barrios altos, se vive como en Miami, se vive en
Miami, se miamiza la vida, ropa de plástico, comida de plástico, gente de
plástico, mientras los vídeos y las computadoras se convierten en las perfectas
contrase-ñas de la felicidad.
Pero cada vez son menos estos chilenos, y cada vez son
más los otros chilenos, los subchilenos: la economía los maldice, la policía
los corre y la cultura los niega.
Unos cuantos se hacen mendigos. Burlando las
pro-hibiciones, se las arreglan para asomar bajo el semáforo rojo o en
cualquier portal. Hay mendigos de todos los tamaños y colores, enteros y
mutilados, sinceros y si-mulados: algunos en la desesperación total, caminando
a la orilla de la locura, y otros luciendo caras retorcidas y manos tembleques
por obra de mucho ensayo, profe-sionales admirables, verdaderos artistas del
buen pedir.
En plena dictadura militar, el mejor de los mendigos
chilenos era uno que conmovía diciendo:
— Soy civil.
Neruda /1
Estuve en la Isla Negra, en
la casa que es, que fue, de Pablo Neruda.
Estaba prohibida la entrada. Una empalizada de ma-dera
rodeaba la casa. Allí la gente había grabado sus mensajes al poeta. No habían
dejado ni un pedacito de madera sin cubrir. Todos le hablaban como si estuviera
vivo. Con lápices o puntas de clavos, cada cual había encontrado su manera de
decirle; gracias.
Yo también encontré, sin
palabras, mi manera. Y en-tré sin entrar. Y en silencio estuvimos, conversando
vi-nos el poeta y yo, calladamente hablando de mares y amares y de alguna
pócima infalible contra la calvicie. Compartimos unos camarones al pil-pil y un
prodigioso pastel de jaibas y otras maravillas de esas que alegran el alma y la
barriga, que son como él sabe, dos nombres de la misma cosa.
Varias veces alzamos nuestros vasos de buen vino, y un
viento salado nos golpeaba la cara, y todo fue una ceremonia de maldición de la
dictadura, aquella lanza negra clavada en su costado, aquel dolor de la gran
puta, y todo fue también una ceremonia de celebración de la vida, bella y
efímera como los altares de flores y los amo-res de paso.
Neruda /2
Ocurrió en La Sebastiana, otra casa de Neruda, re-costada
en la montaña, sobre la bahía de Valparaíso. La casa estaba cerrada a cal y
canto, con tranca y candado y bajo siete llaves, habitada por nadie, desde
hacía mu-cho tiempo.
Ya los militares habían usurpado el poder, ya había
corrido la sangre por las calles, ya Neruda había muerto de cáncer o de pena.
Entonces unos ruidos raros, en el interior de la casa clausurada, llamaron la
atención de los vecinos. Alguien se asomó por la ventana, y vio los ojos brillantes
y las garras en ataque de un águila inex-plicable. El águila no podía estar
allí, no podía haber entrado, no tenía por donde, pero adentro estaba: y
aden-tro daba violentos aletazos.
Profecías /2
Helena soñó con las que habían guardado el fuego. Lo
habían guardado las viejas, las viejas muy pobres, en las cocinas de los
suburbios; y para ofrecerlos les basta-ba con soplarse, suavecito, la palma de
la mano.
Celebración de la fantasía
Fue a la entrada del pueblo
de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había desprendido de un grupo de
tu-ristas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de pie-dra, cuando un niño
del lugar, enclenque, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No
podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué
aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me
encontré rodeado de un enjambre de niños que exi-gían a grito pelado, que yo
les dibujara bichos en sus manitos cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero
que-mado; Había quien quería un cóndor, y quien una ser-piente, otros preferían
loritos o lechuzas, y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de
aquel alboroto, un desampa-radito que no alzaba más de un metro del suelo, me
mostró un reloj dibujado con tinta negra en la muñeca;
- Me
lo mandó un tío mío que vive en Lima -dijo. -¿Y anda bien? -le pregunté.
- Atrasa un poco -
reconoció.
El arte para los niños
Ella estaba sentada en una silla alta, ante un plato de
sopa, que le llegaba a la altura de los ojos. Tenía la naríz fruncida y los
dientes apretados y los brazos cruzados. La madre pidió auxilio:
-Cuéntale un cuento Onelio -pidió-, Cuéntale, tú que eres
escritor.
Y Onelio Jorge Cardoso, esgrimiendo una cucharada de
sopa, comenzó su relato:
- Había
una pajarita que no quería comer la comidita. La pajarita tenía el piquito
cerradito, y la mamita le decía “Te vas a quedar enanita, pajarita, si no comés
la comidi-ta” Pero la pajarita no hacía caso a la mamita y no abría su piquito…
Y
entonces la niña lo interrumpió:
-
Que
pajarita de mierdita – opinó.
El arte desde los niños
Mario Montenegro canta los cuentos que sus hijos le
cuentan.
Él se sienta en el suelo, con su guitarra, rodeado por un
círculo de hijos, y esos niños o conejos le cuentan la historia de los setenta
conejos que se subieron uno en-cima del otro para poder besar a la jirafa, o le
cuentan la historia del conejo azul que estaba solo en el cielo: una estrella
se llevó al conejo azul a pasear por el cielo, y visitaron la luna, que es un
gran país blanco y redondo y todo lleno de agujeros, y anduvieron girando por
el espacio, y brincaron sobre las nubes de algodón, y des-pués la estrella se
cansó y se volvió al país de las estre-llas, y el conejo se volvió al país de
los cone jos, y allí comió maíz y cagó y se fue a dormir y soñó que era un
conejo azul que estaba solo en medio del cielo.
Los sueños de Helena
Aquella noche hacían cola los sueños, queriendo ser
soñados, pero Helena no podía soñarlos a todos, no ha-bía manera. Uno de los
sueños, desconocido, se reco-mendaba:
- Suéñeme, que le conviene. Suéñeme, que le va a gus-tar.
Hacían la cola unos cuantos sueños nuevos, jamás soñados,
pero Helena reconocía el sueño bobo, que siem-pre volvía, ese pesado, y a otros
sueños cómicos o som-bríos que eran viejos conocidos de sus noches de mucho
volar.
Viaje al país de los sueños
Helena acudía, en carro de caballos, al país donde se
sueñan los sueños. A su lado, también sentada en el pescante, iba la perrita
Pepa Lumpen.
Pepa llevaba, bajo el brazo, una gallina que iba a
tra-bajar en su sueño.
Helena traía un inmenso baúl lleno de máscaras y trapos
de colores.
Estaba el camino muy lleno de gente. Todos marcha-ban
hacia el país de los sueños, y hacían mucho lío y metían mucho ruido ensayando
los sueños que iban a soñar, así que Pepa andaba refunfuñando, porque no la
dejaban concentrarse como es debido.
El país de los sueños
Era un inmenso campamento al aire
libre.
De la galera de los magos brotaban lechugas cantoras y
ajíes luminosos, y por todas partes había gente ofre-ciendo sueños en canje.
Había quien quería cambiar un sueño de viajes por un sueño de amores, y había
quien ofrecía un sueño para reír en trueque por un sueño para llorar un llanto
bien gustoso.
Un señor andaba por ahí buscando los pedacitos de un
sueño, desbaratado por culpa de alguien que se lo había llevado por delante: el
señor iba recogiendo los pedacitos y los pegaba y con ellos hacía un estandarte
de colores.
El aguatero de los sueños llevaba a agua a quienes
sentían sed mientras dormían. Llevaba el agua a la es-palda, en una vasija, y
la brindaba en altas copas.
Sobre una torre había una mujer, de túnica blanca,
peinándose la cabellera, que le llegaba a los pies. El pei-ne desprendía
sueños, con todos sus personajes: Los sueños salían del pelo y se iban al aire.
Los sueños olvidados
Helena soñó que se había dejado los sueños olvidados en
una isla.
Claribel Alegría recogía los sueños, los ataba con una
cinta y los guardaba bien guardados. Pero los niños de la casa descubrían el
escondite y querían ponerse los sueños de Helena, y Claribel enojada les decía;
- Eso no se toca.
Entonces Claribel llamaba a Helena por teléfono y le
preguntaba:
- ¿Qué hago con tus sueños?
El adiós de los sueños
Los sueños se marchaban de viaje. Helena iba hasta la
estación del ferrocarril. Desde el andén, les decía adiós con un pañuelo.
Celebración de la realidad
Si la tía de Dámaso Murúa hubiera contado su histo-ria a
García Márquez, quizá la Crónica de una muerte anunciada hubiera tenido otro
final.
Susana Contreras, que así se llama la tía de Dámaso, tuvo
en sus buenos tiempos el culo más incendiario de cuantos se hallan visto
llamear en el pueblo de Escuinapa, y en todas las comarcas del golfo de
California.
Hace muchos años, Susana se casó con uno de los numerosos
galanes que sucumbieron a sus meneos. En la noche de bodas, el marido descubrió
que ella no era virgen. Entonces se despidió de la ardiente Susana como si
contagiara la peste, dio un portazo y se marchó para siempre.
El despechado se metió a beber en las cantinas, don-de
los invitados de la fiesta estaban siguiendo la juerga. Abrazado a sus
amigotes, el se puso a mascullar renco-res y a proferir amenazas, pero nadie se
tomaba en serio su tormento cruel.
Con benevolencia lo escuchaban, mientras él se tra-gaba a
lo macho las lágrimas que a borbotones pujaban por salir, pero después le
decían que chocolate por la noticia, que claro que Susana no era virgen, que
todo el pueblo lo sabía menos él, y que al fin y al cabo ése era
un detalle que no tenía la menor importancia,
y que no seas pendejo, mano, que nomás se vive una vez. Él in-sistía, y en
lugar de gestos de solidaridad recibía boste-zos.
Y así fue avanzando la noche, a los tumbos, en triste
bebedera cada vez más solitaria, hacia el amanecer. Uno tras otro los invitados
se fueron yendo a dormir. El alba encontró al ofendido sentado en la calle,
completamente solo y bastante fatigado de tanto quejarse sin que nadie le
llevara el apunte.
Ya el hombre estaba
aburriéndose de su propia trage-dia, y las primeras luces le desvanecieron las
ganas de sufrir y de vengarse. A media mañana se dio un buen baño y se tomó un
café bien caliente y al mediodía volvió arrepentido, a los brazos de la
repudiada.
Volvió desfilando, a paso de
gran ceremonia, desde la otra punta de la calle principal. Iba cargando un
enorme ramo de rosas, y encabezaba una larga procesión de amigos, parientes y
público en general. La orquesta de serenatas cerraba la marcha. La orquesta
sonaba a todo dar, tocando para Susana, a modo de desagravio, La negra
consentida y Vereda tropical. Con esas musiquitas, tiempo atrás, él se le había
declarado.
El arte y la realidad /1
Fernando Birri iba a filmar el cuento del ángel, de
García Márquez, y me llevó a ver los escenarios. En la costa cubana, Fernando
había fundado un pueblito de cartón y lo había llenado de gallinas, de
cangrejos gi-gantes y de actores. Él iba a hacer el papel principal, el papel
del ángel desplumado que cae a tierra y queda encerrado en el gallinero.
Marcial, un pescador de por allí, había sido
solemne-mente designado Alcalde Mayor de aquel pueblo de pelí-cula. Después de
la formal bienvenida, Marcial nos acom-pañó.
Fernando quería mostrarme una obra maestra del
envejecimiento artificial: una jaula destartalada, lepro-sa, mordida por el
óxido y la mugre antigua. Esa iba a ser la prisión del ángel, después de su
fuga del gallinero. Pero en lugar de aquel escracho sabiamente arruinado por
los especialistas, encontramos una jaula limpia y bien plantada, con sus
barrotes perfectamente alinea-dos y recién pintados de color oro. Marcial se
hinchó de orgullo al mostrarnos ésta preciosidad. Fernando, mi-tad atónito,
mitad furioso, casi se lo come crudo:
- ¿Qué es esto, Marcial? ¿Qué es esto?
Marcial tragó saliva, se puso colorado, agachó la ca-beza
y se rascó la barriga. Entonces confesó:
- Yo no podía permitirlo. Yo no podía permitir que
me-tieran en aquella jaula cochina a un hombre bueno como usted.
El arte y la realidad /2
Eraclio Zepeda hizo el papel de Pancho Villa en Méxi-co
insurgente, la película de Paul Leduc, y lo hizo tan bien que desde entonces
hay quien cree que Eraclio Zepeda es el nombre de Pancho Villa para trabajar en
cine.
Estaban en plena filmación de esa película, en un
pueblito cualquiera, y la gente participaba en todo lo que ocurría, de muy
natural manera, sin que el director tuviera arte ni parte. Hacía medio siglo
que Pancho Villa había muerto, pero a nadie le sorprendió que se apare-ciera
por allí. Una noche, después de una intensa jorna-da de trabajo, unas cuantas
mujeres se reunieron ante la casa donde Eraclio dormía, y le pidieron que
interce-diera por los presos. A la mañana siguiente, bien tem-pranito, él fue a
hablar con el alcalde.
- Tenía que venir el general Villa, para que se hiciera
justicia -comentó la gente.
La realidad es una loca de remate
Dígame una cosa. Dígame si el marxismo prohíbe co-mer
vidrio. Quiero saber.
Fue a mediados de 1970, en el oriente de Cuba. El hombre
estaba ahí, plantado en la puerta, esperando. Me disculpé, le dije que poco
entendía yo de marxismo, algo nomás, alguito, y que mejor consultaba a un
espe-cialista en La Habana.
- Ya
me llevaron a La Habana- me dijo- Allá me vieron los médicos. Y me vio el
comandante. Fidel me preguntó: “Oye, ¿y lo tuyo no será ignorancia?”
Por comer vidrio, le habían quitado el carnet de la
Juventud Comunista.
- Aquí, en Baracoa, me
hicieron el proceso.
Trígimo Suárez era miliciano ejemplar, machetero de
avanzada y obrero de vanguardia, de esos que trabajan veinte horas y cobran
ocho, siempre el primero en acudir a voltear caña o tirar tiros, pero tenía
pasión por el vidrio:
-No es vicio -me explicó- Es
necesidad.
Cuando Trígimo era movilizado por cosecha o guerra, la
madre le llenaba la mochila de comida: le ponía algu-nas botellas vacías, para
el almuerzo y la cena y para los postres, tubos de luz en desuso. También le
ponía unas cuantas lámparas quemadas, para las meriendas.
Trígimo me llevó a la casa, en el reparto Camilo
Cienfuegos, de Baracoa. Mientras charlábamos, yo be-bía café y él comía
lámparas. Después de acabar con el vidrio, chupaba goloso, los filamentos.
- El vidrio me llama. Yo amo el vidrio como amo a la
revolución.
Trígimo afirmaba que no había ninguna sombra en su
pasado. Él nunca había comido vidrio ajeno, salvo una vez, una sola vez, cuando
estando muy loco de ham-bre le había devorado los anteojos a un compañero de
trabajo.
Crónica de la ciudad de La Habana
Los padres habían huido al norte. En aquel tiempo, la
revolución y él estaban recién nacidos. Un cuarto de si-glo después, Nelson
Valdés viajó de Los Angeles a La Habana, para conocer su país.
Cada mediodía, Nelson tomaba el ómnibus, la gua-gua 68,
en la puerta del hotel, y se iba a leer libros sobre Cuba. Leyendo pasaba las
tardes en la biblioteca José Martí, hasta que caía la noche.
Aquel mediodía, la guagua 68 pegó un frenazo en una
bocacalle. Hubo gritos de protesta, por el tremendo sacudón, hasta que los
pasajeros vieron el motivo del frenazo: una mujer muy rumbosa, que había
cruzado la calle.
—Me disculpan, caballeros —dijo el conductor de la guagua
68, y se bajó. Entonces todos los pasajeros aplau-dieron y le desearon buena
suerte.
El conductor caminó balanceándose, sin apuro, y los
pasajeros lo vieron acercarse a la muy salsosa, que es-taba en la esquina,
recostada a la pared, lamiendo un helado. Desde la guagua 68, los pasajeros
seguían el ir y venir de aquella lengüita que besaba el helado mientras
el
conductor hablaba y hablaba sin respuesta, hasta que de pronto ella se rió, y
le regaló una mirada. El conduc-tor alzó el pulgar y todos los pasajeros le
dedicaron una cerrada ovación.
Pero cuando el conductor entró en la heladería, pro-dujo
cierta inquietud general. Y cuando al rato salió con un helado en cada mano,
cundió el pánico en las masas.
Le tocaron la bocina. Alguien se afirmó en la bocina con
alma y vida, y sonó la bocina como alarma de robos o sirena de incendios; pero
el conductor, sordo, como si nada, seguía pegado a la muy sabrosa.
Entonces avanzó, desde los asientos de atrás de la guagua
68, una mujer que parecía una gran bala de cañón y tenía cara de mandar. Sin
decir palabra, se sen-tó en el asiento del conductor y puso el motor en
mar-cha. La guagua 68 continuó su recorrido, parando en sus paradas habituales,
hasta que la mujer llegó a su propia parada y se bajó. Otro pasajero ocupó su
lugar, durante un buen tramo, de parada en parada, y des-pués otro, y otro, y
así siguió la guagua 68 hasta el final.
Nelson Valdés fue el último en bajar. Se había olvida-do
de la biblioteca.
La diplomacia en América Latina
What is this? -preguntaban los
turistas.
Balmaceda sonreía, disculpándose, y negaba con la cabeza.
Él llevaba, como todos, guirnaldas de flores en el pescuezo, anteojos de sol y
camisa con palmeras, pero estaba todo empapado de sudor por culpa de un
paque-te muy pesado.
Parecía condenado a carga perpetua. Había intentado
abandonar el enorme bulto en el baño de un hotel de Manila y en el mostrador de
la aduana de Papeete; ha-bía intentado arrojarlo por la borda del barco y había
intentado olvidarlo en varios frondosos parajes de las islas del archipiélago
de Tahití. Pero siempre había al-guien que lo alcanzaba corriendo:
- ¡Señor, señor, que se ha dejado
algo!
Esta triste historia había empezado cuando el dicta-dor
Marcos invitó al dictador Pinochet a visitar las Fili-pinas. Entonces la
cancillería chilena había enviado un busto en bronce del general O’Higgins
desde Santiago a Manila.
Pinochet iba a inaugurar esa efigie del prócer nacio-nal
en una plaza central de la ciudad. Pero Marcos, asus-tado por las furias de su
pueblo, canceló súbitamente la invitación. Pinochet tuvo que volverse a Chile
sin aterri-zar. Entonces el funcionario Balmaceda recibió categó-ricas
instrucciones en la embajada chilena en Manila. Por teléfono, le ordenaron
desde Santiago:
- Basta de papelones. Deshágase de ese busto como pueda.
Si vuelve a Chile con él, pierde el empleo.
Crónica de la ciudad de Quito
En las manifestaciones de izquierda, desfila a la
cabe-za. Suele asistir a los actos culturales, aunque lo abu-rren, porque sabe
que después hay farra. Le gusta el ron, sin hielo ni agua, pero que sea cubano.
Respeta los semáforos. Camina Quito de punta a pun-ta, al
derecho y al revés, recorriendo amigos y enemigos. En las subidas, prefiere el
ómnibus, y se cuela sin pagar boleto. Algunos choferes le tiran la bronca:
cuando se baja, le gritan tuerto de mierda.
Se llama Choco y es buscabronca y enamorado. Pelea hasta
con cuatro a la vez; y en las noches de luna llena, se escapa a buscar novias.
Después cuenta, alborotado, las locas aventuras que viene de vivir. Mishy no le
en-tiende los detalles, aunque le capta el sentido general.
Una vez, hace años, se lo llevaron muy fuera de Qui-to.
La comida no alcanzaba, y resolvieron dejarlo en el lejano pueblo donde había
nacido. Pero volvió. Al mes, volvió. Llegó a la puerta de su casa y se quedó
ahí tirado, sin fuerza para celebrarlo moviendo el rabo, ni para anun-ciarlo
ladrando. Había andado por muchas montañas y avenidas y llegó en las últimas,
hecho una piltrafa, los huesos a la vista, el pellejo sucio de sangre seca.
Desde entonces odia los sombreros, los uniformes y las motocicletas.
El Estado en América Latina
Hace ya unos años, añares, que el coronel Amen me lo
contó.
Resulta que a un soldado le llegó la orden de cambiar de
cuartel. Por un año lo mandaron a otro destino, en algún cuartel de frontera,
porque el Superior Gobierno de Uruguay había contraído una de sus periódicas
fie-bres de guerra al contrabando.
Al irse, el soldado le dejó su mujer y otras
pertenen-cias al mejor amigo, para que se las tuviera en custodia.
Al año volvió. Y se encontró con que el mejor amigo,
también soldado, no le quería entregar la mujer. No ha-bía problema en devolver
las demás cosas: pero la mu-jer, no. El litigio iba a resolverse mediante el
veredicto del cuchillo, en duelo criollo, cuando el coronel Amen paró la mano.
-
Que
se expliquen -exigió.
-
Esa
mujer es mía -dijo el ausentado.
- ¿De él? Habrá sido.
Pero ya no es -dijo el otro.
-
Razones
-dijo el coronel- Quiero razones.
Y el usurpador razonó:
- Pero coronel, ¿cómo se la voy a devolver? ¡Con lo que
ha sufrido la pobre! Si viera como la trataba este ani-mal… La trataba,
coronel… ¡como si fuera del Estado!
La burocracia /1
En tiempos de la dictadura militar, a mediados de 1973,
un preso político uruguayo, Juan José Noueched, sufrió una sanción de cinco
días: cinco días sin visita ni recreo, cinco días sin nada, por violación del
reglamen-to. Desde el punto de vista del capitán que le aplicó la sanción, el
reglamento no dejaba lugar a dudas. El re-glamento establecía claramente que
los presos debían caminar en fila y con ambas manos en la espalda. Noueched
había sido castigado por poner una sola mano en la espalda.
Noueched era manco.
Había caído preso en dos etapas. Primero había caído su
brazo. Después él. El brazo cayó en Montevideo. Noueched venía escapando a todo
correr cuando el poli-cía que lo perseguía alcanzó a pegarle un manotón, le
gritó: ¡Dese preso! y se quedó con el brazo en la mano. El resto de Noueched
cayó un año y medio después, en Paysandú.
En la cárcel, Noueched quiso recuperar su brazo per-dido:
-Haga
una solicitud - le dijeron. Él explicó que no tenía lápiz:
-Haga
una solicitud de lápiz -le dijeron. Entonces tuvo lápiz, pero no tenía papel:
-Haga una solicitud de papel - le dijeron.
Cuando por fin tuvo lápiz y papel, formuló su solici-tud
de brazo.
Al tiempo le contestaron. Que no. No se podía: el bra-zo
estaba en otro expediente. A él lo había procesado la justicia militar. Al
brazo, la justicia civil.
La burocracia /2
El Tito Sclavo pudo ver y transcribir algunos partes
oficiales de la cárcel llamada Libertad, en los años de la dictadura uruguaya.
Son actas de castigo: se condena a calabozo solitario a los presos que han
cometido el deli-to de dibujar pájaros, o parejas, o mujeres embaraza-das, o
que han sido sorprendidos usando una toalla es-tampada en flores. Un preso,
cuya cabeza estaba, como todas, rapada a cero, fue castigado por entrar por
entrar despeinado al comedor. Otro, por sacar la cabeza por abajo de la puerta,
aunque bajo la puerta había un milí-metro de luz. Hubo calabozo solitario para
un preso que pretendió familiarizarse con un perro de guerra, y para otro que
insultó a un perro integrante de las Fuerzas Ar-madas. Otro fue sancionado
porque ladró como un perro sin razón justificada.
La burocracia /3
Sixto Martínez cumplió el servicio militar en un cuar-tel
de Sevilla.
En medio del patio de ese cuartel, había un banquito.
Junto al banquito, un soldado hacía guardia. Nadie sa-bía porqué se hacía la
guardia del banquito. La guardia se hacía porque se hacía, noche y día, todas
las noches, todos los días, y de generación en generación los oficia-les
transmitían la orden y los soldados obedecían. Nadie nunca dudó, nadie nunca
preguntó. Si así se había he-cho, por algo sería.
Y así siguió siendo hasta que alguien, no sé que gene-ral
o coronel, quiso conocer la orden original. Hubo que revolver a fondo los
archivos. Y después de mucho hur-gar, se supo. Hacía treinta y un años, dos
meses y cua-tro días, un oficial había mandado montar guardia jun-to al
banquito, que estaba recién pintado, para que a nadie se le ocurriera sentarse
sobre pintura fresca.
Sucedidos /1
En los fogones de Paysandú, el Mellado Iturria cuenta los
sucedidos. Los sucedidos sucedieron alguna vez, o casi sucedieron, o no
sucedieron nunca, pero lo bueno que tienen es que suceden cada vez que se
cuentan. Este es el triste sucedido del bagrecito del arroyo negro.
Tenía bigotes de púas, era bizco y de ojos saltones.
Nunca el Mellado había visto un pescado tan feo. El bagre venía pegado a sus
talones desde la orilla del arroyo, y el Mellado no conseguía espantarlo.
Cuando llegó a las casas, con el bagre como sombra, ya se había resigna-do.
Con el tiempo, le fue tomando cariño. El Mellado nunca
había tenido un amigo sin patas. Desde el amanecer, el bagre lo acompañaba a
ordeñar y a recorrer campo. A la caída de la tarde, tomaban mate juntos; y el
bagre le escuchaba las confidencias.
Los perros, celosos, lo miraban con rencor; la cocine-ra,
con malas intenciones. El Mellado pensó ponerle nombre, para tener cómo
llamarlo y para hacerlo respe-tar, pero no conocía ningún nombre de pescado, y
po-nerle Sinforoso o Hermenegildo podía caerle mal a Dios.
No le quitaba un ojo de encima. El bagre tenía una
notoria tendencia a las diabluras. Aprovechaba cualquier descuido y se iba a
espantar a las gallinas o a provocar a los perros:
-Comportesé - le decía el Mellado.
Una mañana de mucho calor, que andaban las lagar-tijas
con sombrilla y el bagrecito abanicándose a todo dar con las aletas, el Mellado
tuvo la idea fatal:
-Vamos
a bañarnos al arroyo - propuso. Y allá fueron.
El bagre se ahogó.
Sucedidos /2
Antaño, don Verídico sembró casas y gentes en tormo al
boliche El Resorte para que el boliche no se quedara solo. Este sucedido
sucedió, dicen que dicen en el pue-blo por él nacido.
Y dicen que dicen que había allí un tesoro, escondido en
la casa de un viejito calandraca.
Una vez por mes, el viejito, que estaba en las últimas,
se levantaba de la cama y se iba a cobrar la jubilación.
Aprovechando la ausencia, unos ladrones, venidos de
Montevideo, le invadieron la casa.
Los ladrones buscaron y rebuscaron el tesoro en cada
recoveco. Lo único que encontraron fue un baúl de ma-dera, tapado de cobijas,
en un rincón del sótano. El tre-mendo candado que lo defendía resistió, invicto
el ata-que de las ganzúas.
Así que se llevaron el baúl. Y cuando por fin consi-guieron
abrirlo, ya lejos de allí, descubrieron que el baúl estaba lleno de cartas.
Eran las cartas de amor que el viejito había recibido todo a lo largo de su
larga vida.
Los ladrones iban a quemar las cartas. Se discutió.
Finalmente decidieron devolverlas. Y de a una. Una por semana. Desde entonces,
al mediodía de cada lunes, el viejito se sentaba en la loma.
Allá esperaba que apareciera el cartero en el camino. No
bien veía asomar el caballo, gordo de alforjas, por entre los árboles, el
viejito se echaba a correr. El carte-ro, que ya sabía, le traía su carta en la
mano.
Y hasta san Pedro escuchaba los latidos de ese cora-zón
loco de la alegría de recibir palabras de mujer.
Sucedidos /3
Qué es la verdad? La verdad
es una mentira contada por Fernando Silva.
Fernando cuenta con todo el cuerpo, y no sólo con
palabras, y puede convertirse en otra gente o en bicho volador o en lo que sea,
y lo hace de tal manera que después uno escucha, pongamos por caso el pájaro
clarinero cantando en una rama, y uno piensa: Ese pá-jaro está imitando a
Fernando cuando Fernando imita al pájaro clarinero.
Él cuenta sucedidos de la gentecita linda del pueblo, la
gente recién creada, que huele a barro todavía; y tam-bién cuenta los sucedidos
de algunos tipos estrafalarios que él conoció, como aquel espejero que hacía
espejos y en ellos se metía y se perdía, o aquel apagador de volca-nes que el
diablo dejó tuerto, por venganza escupiéndole un ojo. Los sucedidos suceden en
lugares donde Fer-nando estuvo: el hotel que abría sólo para fantasmas, la
mansión aquella donde las brujas se murieron de abu-rrimiento o la casa de
Ticuantepe, que era tan sombrosa y fresca que te daba ganas de tener, allí una
novia espe-rando.
Además Fernando trabaja de médico. Prefiere las hier-bas
a las pastillas y cura la úlcera con cardosanto y huevo de paloma; pero a las
hierbas prefiere la propia mano. Porque él cura tocando. Y contando, que es
otra manera de tocar.
Nochebuena
Fernando Silva dirige el hospital de niños en Mana-gua.
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy
tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empeza-ban los fuegos artificiales a
iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban
para festejar.
Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo
queda en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos
pasos de algodón; se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba
atrás. En la penumbra lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando
reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o
quizá pedían permiso.
Fernando
se acercó y el niño lo rozó con la mano: -Decile a… -susurró el niño-. Decile a
alguien, que yo
estoy aquí.
Los nadies
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los
nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena
suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve
ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena
suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano
izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de
escoba. Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los
ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos,
rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que
no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino
folklore.
Que
no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la
historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan
menos que la bala que los mata.
El hambre /1
A la salida de San Salvador, y yendo hacia Guazapa, Berta
Navarro encontró una campesina desalojada por la guerra, una de las miles y
miles de campesinas des-alojadas por la guerra. En nada se distinguía ella de
las muchas otras, ni de los muchos otros, mujeres y hom-bres caídos desde el
hambre hasta el hambre y media. Pero esa campesina esmirriada y fea estaba de
pie en medio de la desolación, sin nada de carne entre los hue-sos y la piel, y
en la mano tenía un pajarito esmirriado y feo. El pajarito estaba muerto y ella
le arrancaba muy lentamente las plumas.
Crónica de la ciudad de Caracas
—¡Necesito
que alguien me oiga! —gritaba. —¡Siempre me dicen que venga mañana! —gritaba.
Arrojó la camisa. Después las medias y los zapatos. José Manuel Pereira estaba
parado en la cornisa del
piso 18 de un
edificio de Caracas.
Los policías quisieron atraparlo y no
pudieron.
Una psicóloga le habló desde la ventana más próxi-ma.
Después, un sacerdote le llevó la
palabra de Dios.
—¡No
quiero más promesas! —gritaba José Manuel. Desde los ventanales del restorán de
la Torre Sur, se
lo
veía parado en la cornisa, con las manos pegadas a la pared. Era la hora del
almuerzo, y éste fue el tema de conversación en todas las mesas.
Abajo,
en la calle, se había juntado una multitud. Pasaron seis horas.
Al final, la gente estaba harta.
—¡Que se decida! —decía la gente.— ¡Que se tire de una
vez! —pensaba la gente.
Los bomberos le arrimaron una cuerda. Al principio, él no
hizo caso. Pero finalmente estiró una mano, y lue-go la otra, y agarrado a la
cuerda se deslizó hasta el piso 16. Entonces intentó meterse por una ventana
abierta y resbaló y cayó al vacío. Al pegar contra el piso, el cuerpo hizo un
ruido de bomba que estalla.
Entonces la gente se fue, y se fueron los vendedores de
helados y los vendedores de salchichas y los vende-dores de cerveza y de
refrescos en lata.
Avisos
Se vende:
- Una
negra medio bozal, de nación cabinda, en la can-tidad de 430 pesos. Tiene
principios de coser y planchar.
- Sanguijuelas
recién venidas de Europa, de la mejor calidad, a cuatro, cinco y seis vintenes
cada una.
- Un
coche, en quinientos patacones, o se cambia por una negra.
- Una
negra, de edad de trece a catorce años, sin vi-cios, de nación bangala.
- Un
mulatillo de edad de once años, con principios de sastre.
- Escencia de
zarzaparrilla, a dos pesos el frasquito.
- Una
primeriza con pocos días de parida. No tiene cria-tura, pero tiene abundante y
buena leche.
- Un
león, manso como un perro, que come de todo, y también una cómoda y una caja de
caoba.
- Una
criada sin vicios ni enfermedades, de nación con-ga, de edad como de dieciocho
años, y asimismo un pia-no y otros muebles, a precios cómodos.
(De los diarios uruguayos de
1840, veintisiete años después de la abolición de la esclavitud.)
Crónica de la ciudad de Río
En lo alto de la noche de Río de Janeiro, luminoso,
generoso, el Cristo del Corcovado extiende sus brazos. Bajo esos brazos
encuentran amparo los nietos de los esclavos.
Una mujer descalza mira al Cristo, desde muy abajo, y
señalándole el fulgor, muy tristemente dice:
- Ya no
va a estar. Me han dicho que lo van a sacar de aquí.
- No
te preocupes -le asegura una vecina-. No te pre-ocupes: Él vuelve.
A muchos mata la policía, y a muchos más la econo-mía. En
la ciudad violenta, resuenan balazos y también tambores: los tambores, ansiosos
de consuelo y de ven-ganza, llaman a los dioses africanos. Cristo sólo no
al-canza.
Los numeritos y la gente
Dónde se cobra el Ingreso per Cápita? A más de un muerto
de hambre le gustaría saberlo.
En nuestras tierras, los numeritos tienen mejor suer-te
que las personas. ¿A cuántos le va bien cuando a la economía le va bien? ¿A
cuántos desarrolla el desarro-llo?
En Cuba, la revolución triunfó en el año más próspe-ro de
toda la historia económica de la Isla.
En América Central, las estadísticas sonreían y reían
mientras más desesperada y jodida estaba la gente. En las décadas del 50, del
60, del 70, años tormentosos, tiempos turbulentos, América Central lucía los
índices de crecimiento económico más altos del mundo y el ma-yor desarrollo
regional de la historia humana.
En Colombia, los ríos de sangre se cruzan con los ríos de
oro. Esplendores de la economía, años de plata fácil: en plena euforia, el país
produce cocaína, café y críme-nes en cantidades locas.
El hambre /2
Un sistema de desvínculo: El buey solo bien se lame. El
prójimo no es tu hermano, ni tu amante. El prójimo es un competidor, un
enemigo, un obstáculo a saltar o una cosa para usar. El sistema, que no da de
comer, tampoco da de amar: a muchos los condena al hambre de pan y a muchos más
condena al hambre de abrazos.
Crónica de la ciudad de Nueva York
Es la madrugada y estoy lejos del hotel, bien al sur de
la isla de Manhattan. Tomo un taxi. Doy la dirección en perfecto inglés, quizá
dictado por el fantasma de mi ta-tarabuelo de Liverpool. El chofer me contesta
en perfec-to castellano de Guayaquil.
A poco andar el chofer me cuenta su vida. Se lanza a
hablar y no para. Habla sin mirarme, con la vista clava-da en el río de luces
de los automóviles en la avenida. Me habla de los asaltos que ha sufrido, y de
las veces que lo han querido matar, y de la locura del tránsito de esta ciudad
de Nueva York, y me habla del vértigo, com-pre, compre, úselo, tírelo, sea
comprado, sea usado, sea tirado, y aquí la cosa es abrirse paso a pecho limpio,
que aplastas o te aplastan, te pasan por encima, y él está en esto desde que
era niño, así como ve, desde que era niño chico recién llegado del Ecuador y me
dice que ahora se le fue la mujer.
La mujer se le fue después de doce años de matrimo-nio.
No es culpa de ella, dice. Entro y acabo, dice. Ella nunca gozó, dice.
Dice que es por culpa de la próstata.
Dicen las paredes /1
En el sector infantil
de la Feria del libro, en Bogotá:
El locóptero es muy
veloz, pero muy lento.
En la rambla de
Montevideo, ante el río-mar:
Un hombre alado
prefiere la noche.
A la salida de
Santiago de Cuba:
Como gasto paredes
recordándote.
Y en las alturas de
Valparaíso:
Yo nos amo.
Amares
Nos amábamos rodando por el espacio y éramos una bolita
de carne sabrosa y salsosa, una sola bolita calien-te que resplandecía y echaba
jugosos aromas y vapores mientras daba vueltas y vueltas por el sueño de Helena
y por el espacio infinito y rodando caía, suavemente caía, hasta que iba a
parar al fondo de una gran ensalada. Allí se quedaba, aquella bolita que éramos
ella y yo; y desde el fondo de la ensalada vislumbrábamos el cielo. Nos
asomábamos a duras penas a través del tupido fo-llaje, de las lechugas, los
ramajes de apio y el bosque del perejil, y alcanzábamos a ver algunas estrellas
que an-daban navegando en lo más lejos de la noche.
Teología /1
El catecismo me enseñó, en la infancia, a hacer el bien
por conveniencia y a no hacer el mal por miedo. Dios me ofrecía castigos y
recompensas, me amenazaba con el infierno y me prometía el cielo: y yo prometía
y creía.
Han pasado los años. Yo ya no temo ni creo. Y en todo
caso, pienso, si merezco ser asado a la parrilla, a eterno fuego lento, que así
sea. Así me salvaré del purgatorio, que estará lleno de horribles turistas de
clase media; y al fin y al cabo se hará justicia.
Sinceramente: merecer, merezco. Nunca he matado a nadie,
es verdad, pero ha sido por falta de coraje o de tiempo, y no por falta de
ganas. No voy a misa los do-mingos, ni en fiestas de guardar. He codiciado a
casi todas las mujeres de mis prójimos, salvo a las feas, y por tanto he
violado, al menos en intención, la propiedad privada que Dios en persona
sacralizó en las tablas de Moisés: No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni a
su toro, ni a su asno… Y por si fuera poco, con premedita-ción y alevosía he
cometido el acto del amor sin el noble propósito de reproducir la mano de obra.
Yo bien sé que el pecado carnal está mal visto en el alto
cielo; pero sospecho que Dios condena lo que igno-ra.
Teología /2
El Dios de los cristianos, Dios de mi infancia, no hace
el amor. Quizás, es el único dios que nunca ha hecho el amor, entre todos los
dioses de todas las religiones de la historia humana. Cada vez que lo pienso
siento pena por él. Y entonces le perdono que haya sido mi superpapá
castigador, jefe de policía del universo, y pienso que al fin y al cabo, Dios
también supo ser mi amigo en aque-llos viejos tiempos, cuando yo creía en él y
creía que el creía en mi. Entonces paro la oreja, a la hora de los ru-mores
mágicos, entre la caída del sol y la caída de la noche, y me parece escuchar
sus melancólicas confi-dencias.
Teología /3
Fe de erratas: donde el antiguo testamento dice lo que
dice, debe decir lo que quizá me ha confesado su princi-pal protagonista:
Lástima que Adán fuera tan bruto. Lástima que Eva fuera
tan sorda. Y lástima que yo no supe hacerme en-tender.
Adán y Eva eran los primeros seres humanos que de mi mano
nacían, y reconozco que tenían ciertos defectos de estructura, armado y
terminación. Ellos no estaban preparados para escuchar, ni para pensar. Y yo…
bueno, quizá yo no estaba preparado parta hablar. Antes de Adán y Eva, nunca
había hablado con nadie. Yo había pronun-ciado bellas frases, como “Hágase la
luz”, pero siempre en soledad. Así que aquella tarde, cuando me encontré con
Adán y Eva a la hora de la brisa, no fui muy elocuen-te. Me faltaba práctica.
Lo primero que sentí fue asombro. Ellos acababan de robar
la fruta del árbol prohibido, en el centro del paraí-so. Adán había puesto cara
de general que viene de en-tregar la espada y Eva miraba al suelo, como
contando hormigas. Pero los dos estaban increíblemente jóvenes y bellos y
radiantes. Me sorprendieron. Yo los había hecho: pero no sabía que el barro
podía ser luminoso.
Después, lo reconozco, sentí envidia. Como nadie pue-de
darme órdenes, ignoro la dignidad de la desobedien-cia. Tampoco puedo conocer
la osadía del amor, que exi-
ge
dos. En homenaje al principio de autoridad, me aguanté las ganas de
felicitarlos por haberse hecho súbitamente sabios en pasiones humanas.
Entonces, vinieron los equívocos. Ellos entendieron
caí-da donde yo hablé de vuelo. Creyeron que un pecado merece castigo si es
original. Dije que peca quien desama: entendieron que peca quien ama. Donde
anuncié pradera de fiesta, ellos entendieron valle de lágrimas. Dije que el
dolor era la sal que daba gustito a la aventura humana: entendieron que los
estaba condenando al otorgarle la gloria de ser mortales y loquitos.
Entendieron todo al re-vés. Y se lo creyeron.
Últimamente ando con problemas de insomnio. Desde hace
algunos milenios, me cuesta dormir. Y dormir me gusta, me gusta mucho, porque
cuando duermo, sueño. Entonces me hago amante o amanta, me quemo en el fue-go
fugaz de los amores de paso, soy cómico de la legua, pescador de alta mar o
gitana adivinadora de la suerte: del árbol prohibido devoro hasta las hojas y
bebo y bailo hasta rodar por los sueños…
Cuando despierto, estoy solo. No tengo con quien ju-gar,
porque los ángeles me toman tan en serio, ni tengo a quien desear. Estoy
condenado a desearme a mí mismo. De estrella en estrella ando vagando,
aburriéndome en el universo vacío. Me siento muy cansado, me siento muy solo.
Yo estoy solo, yo soy solo, solo por toda eternidad.
La noche /1
No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los
párpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una mujer atravesada en
la garganta.
El diagnóstico y la terapéutica
El amor es una enfermedad de las más jodidas y
con-tagiosas. A los enfermos, cualquiera nos reconoce. Hon-das ojeras delatan
que jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los abrazos, y padecemos
fiebres devastadoras y sentimos una irresistible necesidad de decir
estupideces.
El amor se puede provocar, dejando caer un puñadito de
polvo de quereme, como al descuido, en el café o en la sopa o en el trago. Se
puede provocar, pero no se puede impedir. No lo impide el agua bendita, ni lo
impide el polvo de hostia; tampoco el diente de ajo sirve para nada. El amor es
sordo al Verbo divino y al conjuro de las bru-jas. No hay decreto del gobierno
que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo, aunque las vivanderas prego-nen,
en los mercados, infalibles brebajes con garantía y todo.
La noche /2
Arránqueme, señora, las
ropas y las dudas. Desnú-deme, desdúdeme.
Los llamares
La luna llama a la mar y la mar llama al humilde
cho-rrito de agua, que en busca de la mar corre y corre des-de donde sea, por
muy lejos que sea, y corriendo crece y arremete y no hay montaña que le pare la
pechada. El sol llama a la parra, que queriendo sol se estira y sube. El primer
aire de la mañana llama a los olores de la ciudad que despierta, aroma de pan
recién dorado, aro-ma de café recién molido, y los aromas al aire entran y del
aire se apoderan. La noche llama a las flores del camalote, y a medianoche en
punto estallan en el río esos blancos fulgores que abren la negrura y se meten
en ella y la rompen y se la comen.
La noche /3
Yo me duermo a la orilla de
una mujer: yo me duermo a la orilla de un abismo.
La pequeña muerte
No nos da risa el amor cuando llega a lo más hondo de su
viaje, a lo más alto de su vuelo: en lo más hondo, en lo más alto, nos arranca
gemidos y quejidos, voces de dolor, aunque sea jubiloso dolor, lo que
pensándolo bien nada tiene de raro, porque nacer es una alegría que duele.
Pequeña muerte, llaman en Francia a la culminación del abrazo, que rompiéndonos
nos junta y perdiéndonos nos encuentra y acabándonos nos empieza. Pequeña
muer-te, la llaman; pero grande, muy grande ha e ser, si ma-tándonos nos nace.
La noche /4
Me desprendo del
abrazo, salgo a la calle.
En el cielo, ya clareando, se dibuja, finita, la luna. La
luna tiene dos noches de edad.
Yo, una.
El devorador devorado
El pulpo tiene los ojos del pescador que lo atraviesa. Es
de tierra el hombre que será comido por la tierra que le da de comer. Come el
hijo a la madre y la tierra come al cielo cada vez que recibe a la lluvia de
sus pechos. la flor se cierra, glotona, sobre el pico de pájaro hambrien-to de
sus mieles.
No hay esperado que no sea esperador ni amante que no sea
boca y bocado, devorador devorado: los amantes se comen entre sí de cabo a
rabo, de punta a punta, todos toditos, todopoderosos, todoposeídos, sin que
que-de sobrando la punta de una oreja ni un dedo del pie.
Dicen las paredes /2
En Buenos Aires, en el puente de La
Boca:
Todos prometen y nadie cumple. Vote
por nadie.
En Caracas, en tiempos de
crisis, a la entrada de unos de los barrios más pobres:
Bienvenida, clase media.
En Bogotá, a la vuelta de la
Universidad Nacional:
Dios vive.
Y debajo, con otra letra:
De puro milagro.
Y también en Bogotá:
¡Proletarios de todos los países,
uníos!
Y debajo, con otra letra:
(Último aviso.)
La vida profesional /1
A
fines de 1987, Héctor Abad Gómez, denunció que la vida de un hombre no vale más
que ocho dólares. Cuan-do su artículo se publicó, en un diario de Medellín, ya
él había sido asesinado. Héctor Abad Gómez era el presi-dente de la comisión de
Derechos Humanos.
En Colombia es raro morir de
enfermedad.
- ¿Cómo quiere el cadáver, su merced?
El matador recibe la mitad a cuenta. Carga la pistola y
se persigna. Pide a Dios que lo ayude en su trabajo.
Después, si no le falla la puntería, cobra la otra
mi-tad. Y en la iglesia, de rodillas agradece el favor divino.
Crónica de la ciudad de Bogotá
Cuando el telón caía, al fin de cada noche, Patricia
Ariza, marcada para morir, cerraba los ojos. En silencio agradecía los aplausos
del público y también agradecía otro día de vida burlando a la muerte.
Patricia estaba en la lista de los condenados, por
pen-sar en rojo y en rojo vivir; y las sentencias se iban cum-pliendo,
implacablemente, una tras otra.
Hasta sin casa quedó. Una bomba podía volar el edifi-cio:
los vecinos, obedientes a la ley del miedo, le exigie-ron que se fuera.
Ella andaba con chaleco antibalas por las calles de
Bogotá. No había más remedio; pero el chaleco era triste y feo. Un día,
Patricia le cosió unas cuantas lentejuelas, y otro día le bordó unas flores de
colores, flores bajando como en lluvia sobre los pechos, y así el chaleco
alegra-do y alindado, y mal que bien pudo acostumbrarse a llevarlo siempre
puesto, y ya ni en el escenario se lo sa-caba.
Cuando Patricia viajó fuera
de Colombia, para actuar en teatros europeos, ofreció su chaleco antibalas a un
campesino llamado Julio Cañón.
A Julio Cañón, alcalde del
pueblo de Vistahermosa, ya le habían matado a toda la familia, a modo de
adver-tencia, pero él se negó a usar ese chaleco florido:
- Yo no me pongo cosas de mujeres
-dijo.
Con una tijera, Patricia le arrancó los brillitos y los
colores, y entonces el hombre aceptó.
Esa noche lo acribillaron. Con el
chaleco puesto.
Elogio del arte de la oratoria
En el poder, hay división de trabajo, el ejército, las
bandas armadas y los asesinos sueltos se ocupan de las contradicciones sociales
y la lucha de clases. los civiles tienen a su cargo los discursos.
En Bogotá hay varias fábricas de discursos, aunque sólo
una de las empresas, la Fábrica Nacional de Dis-cursos, tiene teléfono
registrado en la guía. Estas plan-tas industriales han discurseado las campañas
de nu-merosos candidatos a la presidencia, en Colombia y en los países vecinos,
y habitualmente producen discursos a medida para interpelar ministros,
inaugurar escuelas o cárceles, celebrar bodas o cumpleaños o bautismos,
conmemorar próceres de la historia patria y elogiar di-funtos que dejan vacíos
imposibles de llenar:
- Yo, el menos indicado quizá…
La vida profesional /2
Tienen el mismo nombre, el
mismo apellido. Ocupan la misma casa y calzan los mismos zapatos.
Duermen en la misma
almohada, junto a la misma mujer. Cada mañana, el espejo le devuelve la misma
cara.
Pero él y él son la misma persona:
- Y
yo, ¿qué tengo que ver? -dice él, hablando de él, mientras se encoge de
hombros.
- Yo cumplo órdenes
-dice o dice:
- Para eso me pagan.
O dice:
- Si no lo hago yo, lo
hace otro.
Que
es como decir:
- Yo soy otro.
Ante el odio de la víctima, el verdugo siente estupor, y
hasta una cierta sensación de injusticia: al fin y al cabo, él es un
funcionario, un simple funcionario que cumple su horario y su tarea. Terminada
la agotadora jornada de trabajo, el torturador se lava las manos.
Ahmadou Gherab, que peleó por la independencia de
Argelia, me lo contó.
Ahmadou fue torturado por un oficial francés duran-te
varios meses. Y cada día, a las seis en punto de la tarde, el torturador se
secaba el sudor de la frente, desenchufaba la picana eléctrica y guardaba los
demás instrumentos de trabajo.
Entonces se sentaba junto al torturado y le hablaba de
sus problemas familiares y del ascenso que no llega y lo cara que está la vida.
El torturador hablaba de su mujer insufrible y del hijo recién nacido, que no
lo había dejado pegar un ojo toda la noche: hablaba contra Orán, esta ciudad de
mierda. y contra el hijo de puta del coro-nel que…
Ahmadou, ensangrentado, temblando de dolor, ardien-do en
fiebres, no decía nada.
La vida profesional /3
Los banqueros de la gran
banquería del mundo, que practican el terrorismo de dinero, pueden más que los
reyes y los mariscales y más que el propio Papa de Roma. Ellos jamás se
ensucian las manos. No matan a nadie, se limitan a aplaudir el espectáculo.
Sus funcionarios, los tecnócratas internacionales, mandan
en muchos países: ellos no son presidentes, ni ministros, ni han sido votados
en ninguna elección, pero deciden el nivel de los salarios y del gasto público,
las inversiones y las desinversiones, los precios, los impues-tos, los
intereses, los subsidios, la hora de salida del sol y la frescura de las
lluvias.
No se ocupan, en cambio, de
las cárceles, ni de las cámaras de tormentos, ni de los campos de
concentra-ción, ni de los centros de exterminio, aunque en esos lugares ocurren
las inevitables consecuencias de sus actos.
Los tecnócratas reivindican
el privilegio de la irres-ponsabilidad:
- Somos neutrales -dicen.
Mapamundi /1
El sistema:
Con una mano roba lo que con la otra presta. Sus
víctimas:
Cuanto
más pagan, más deben. Cuanto más reciben, menos tienen. Cuanto más venden,
menos cobran.
Mapamundi /2
Al sur, la represión. Al norte, la
depresión.
No son pocos los intelectuales del norte que se casan con
las revoluciones del sur por el puro placer de enviu-dar. Prestigiosamente
lloran, lloran a cántaros, lloran a mares, la muerte de cada ilusión; y nunca
demoran de-masiado en descubrir que el socialismo es el camino más largo para
llegar del capitalismo al capitalismo.
La moda del norte, moda universal, celebra el arte
neutral y aplaude a la víbora que se muerde la cola y la encuentra sabrosa. La
cultura y la política se han con-vertido en artículos de consumo. Los
presidentes se eli-gen por televisión, como los jabones, y los poetas cum-plen
una función decorativa. No hay más magia que la magia del mercado, ni más
héroes que los banqueros.
La democracia es un lujo del norte. Al sur se le permi-te
el espectáculo, que eso no se le niega a nadie. Y a nadie molesta mucho, al fin
y al cabo, que la política sea democrática, siempre y cuando la economía no lo
sea.
Cuando cae el telón, una vez depositados los votos en las
urnas, la realidad impone la ley del dinero. Así lo quiere el orden natural de
las cosas. En el sur del mun-do, enseña el sistema, la violencia y el hambre no
perte-necen a la historia, sino a la naturaleza, y la justicia y la libertad
han sido condenadas a odiarse entre sí.
La desmemoria /1
Estoy leyendo una novela de Louise
Erdrich.
A cierta altura, un
bisabuelo encuentra a su bisnieto. El bisabuelo está completamente chocho (sus
pensa-mientos tienen el color del agua) y sonríe con la misma beatífica sonrisa
de su bisnieto recién nacido. El bis-abuelo es feliz porque ha perdido la
memoria que tenía. El bisnieto es feliz porque no tiene, todavía, ninguna
memoria.
He aquí, pienso, la felicidad
perfecta. Yo no la quiero.
La desmemoria /2
El miedo seca la boca, moja las manos y mutila. El miedo
de saber nos condena a la ignorancia; el miedo de hacer, nos reduce a la
impotencia. La dictadura militar, miedo de escuchar, miedo de decir, nos
convirtió en sor-domudos. Ahora la democracia, que tiene miedo de re-cordar,
nos enferma de amnesia: pero no se necesita ser Sigmund Freud para saber que no
hay alfombra que no pueda ocultar la basura de la memoria.
El miedo
Una mañana, nos regalaron un conejo de indias. Lle-gó a
casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula.
Volví a casa al anochecer y
lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes,
tem-blando del susto de la libertad.
El río del Olvido
La primera vez que fui a Galicia, mis amigos me lleva-ron
al río del Olvido. Mis amigos me dijeron que los le-gionarios romanos, en los
antiguos tiempos imperiales, habían querido invadir estas tierras, pero de aquí
no habían pasado: paralizados por el pánico, se habían de-tenido a la orilla de
este río. Y no lo habían atravesado nunca, porque quien cruza el río del Olvido
llega a la otra orilla sin saber quién es ni de dónde viene.
Yo estaba empezando mi exilio en España, y pensé: si
bastan las aguas de un río para borrar la memoria. ¿qué pasará conmigo, resto
de naufragio, que atravesé todo un mar?
Pero yo había estado recorriendo los pueblecitos de
Pontevedra y Orense, y había descubierto tabernas y cafés que se llamaban
Uruguay o Venezuela o Mi Buenos Aires Querido y cantinas que ofrecían
parrilladas o arepas, y por todas partes había banderines de Peñarol y Nacional
y Boca Juniors, y todo eso era de los gallegos que habían regresado de América
y sentían, ahora, la nostalgia al revés. Ellos se habían marchado de sus
al-deas, exiliados como yo, aunque los hubiera corrido la economía y no la
policía, y al cabo de muchos años esta-ban de vuelta en su tierra de origen, y
nunca habían olvidado nada. Y ahora tenían dos memorias y tenían dos patrias.
La desmemoria /3
En las islas francesas del Caribe, los textos de
histo-ria enseñan que Napoleón fue el más admirable guerre-ro de occidente. En
esas islas, Napoleón restableció la esclavitud en 1802. A sangre y fuego obligó
a que los negros libres volvieran a ser esclavos de las plantacio-nes. De eso,
nada dicen los textos. Los negros son los nietos de Napoleón, no sus víctimas.
La desmemoria /4
Chicago está llena de
fábricas. Hay fábricas hasta en pleno centro de la ciudad, en torno al edificio
más alto del mundo. Chicago está llena de fábricas, Chicago está llena de
obreros.
Al llegar al barrio de
Heymarket, pido a mis amigos que me muestren el lugar donde fueron ahorcados,
en 1.886, aquellos obreros que el mundo entero saluda cada primero de Mayo.
- Ha
de ser por aquí - me dicen. Pero nadie sabe. Ninguna estatua se ha erigido en
memoria de los már-
tires de Chicago en la ciudad de Chicago. Ni
estatua, ni monolito, ni placa de bronce, ni nada.
El primero de Mayo es el
único día verdaderamente universal de la humanidad entera, el único día donde
coinciden todas las historias y todas las geografías, to-das las lenguas y las
religiones y las culturas del mun-do; pero en los Estados Unidos, el primero de
Mayo es un día cualquiera. Ese día, la gente trabaja normalmen-te, y nadie o
casi nadie, recuerda que los derechos de la clase obrera no han brotado de la
oreja de una cabra, ni de la mano de Dios o del amo.
Tras la inútil exploración
de Heymarket, mis amigos me llevan a conocer la mejor librería de la ciudad. Y
allí, por pura curiosidad, descubro un viejo cartel que está como esperándome,
metido entre muchos otros carteles de cine y música rock.
El cartel reproduce un
proverbio del África: Hasta que los leones tengan sus propios historiadores,
las historias de cacería seguirán glorificando al cazador.
Celebración de la subjetividad
Yo ya llevaba un buen rato escribiendo Memoria del fuego,
y cuanto más escribía más adentro me metía en las historias que contaba. Ya me
estaba costando dis-tinguir el pasado del presente: lo que había sido estaba
siendo, y estaba siendo a mi alrededor, y escribir era mi manera de golpear y
de abrazar. Sin embargo, se supo-ne que los libros de historia no son
subjetivos.
Se lo comenté a don José Coronel Urtecho: en este libro
que estoy escribiendo, al revés y al derecho, a luz y a trasluz, se mire como
se mire, se me notan a simple vista mis broncas y mis amores.
Y a orillas del río San Juan, el viejo poeta me dijo que
a los fanáticos de la objetividad no hay que hacerles ni puto caso:
- No te preocupés -me dijo-. Así debe ser. Los que ha-cen
de la objetividad una religión, mienten. Ellos no quie-ren ser objetivos,
mentira: quieren ser objetos, para sal-varse del dolor humano.
88
Celebración de las bodas de la razón y el corazón
Para qué escribe uno, si no es para juntar sus peda-zos?
Desde que entramos en la escuela o la iglesia, la educación nos descuartiza:
nos enseña a divorciar el alma del cuerpo y la razón del corazón.
Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pesca-dores
de la costa colombiana, que inventaron la palabra sentipensante para definir el
lenguaje que dice la ver-dad.
Divorcios
Un sistema de desvínculos:
para que los callados no se hagan preguntones, para que los opinados no se
vuel-van opinadores. Para que no se junten los solos ni junte el alma sus
pedazos.
El sistema divorcia la
emoción y el pensamiento, como divorcia el sexo y el amor, la vida íntima y la
vida públi-ca, el pasado y el presente. Si el pasado no tiene nada que decir al
presente, la historia puede quedarse dormi-da, sin molestar, en el ropero donde
el sistema guarda sus viejos disfraces.
El sistema nos vacía la
memoria, o nos llena la memo-ria de basura, y así nos enseña a repetir la
historia en lugar de hacerla. Las tragedias se repiten como farsas, anunciaba
la célebre profecía. Pero entre nosotros, es peor; las tragedias se repiten como
tragedias.
Celebración de las contradicciones /1
Como trágica letanía se
repite a sí misma la memoria boba. la memoria viva, en cambio, nace cada día,
por-que ella es desde lo que fue.
Aufheben
era al verbo que Hegel prefería, entre todos los verbos de la lengua alemana.
Aufheben significa, a la vez, conservar y anular; y así rinde homenaje a la
histo-ria humana, que muriendo nace y rompiendo crea.
Celebración de las contradicciones /2
Desatar las voces,
desensoñar los sueños: escribo queriendo revelar lo maravilloso, y descubro lo
real ma-ravilloso en el exacto centro de lo real horroroso de Amé-rica.
En estas tierras, la cabeza
del Dios Eleggúa lleva la muerte en la nuca y la vida en la cara. Cada promesa
es una amenaza; cada pérdida un encuentro.
De los miedos nacen los
corajes; y de las dudas las certezas. Los sueños anuncian otra realidad posible
y los delirios otra razón.
Al fin y al cabo, somos lo
que hacemos para cambiar lo que somos. La identidad no es una pieza de museo,
quietecita en la vitrina, sino la siempre asombrosa sín-tesis de las
contradicciones nuestras de cada día.
En esa fe, fugitiva, creo.
Me resulta la única fe digna de confianza, por lo mucho que se parece al bicho
hu-mano, jodido pero sagrado, y a la loca aventura de vivir en el mundo.
En
su guerra contra la revolución sandinista, el go-bierno de los Estados Unidos
coincidía, paradógicamente con el Partido Comunista de Nicaragua. Y paradójicas
habían sido, al fin y al cabo, las barricadas sandinistas durante la dictadura
de Somoza: las barricadas que ce-rraban la calle, abrían el camino.
En
Chile no hay indios; sólo hay chilenos -dicen los carteles del gobierno.
Crónica de la ciudad de México
Medio siglo después del
nacimiento de Superman en Nueva York, Superbarrio anda por las calles y las
azo-teas de la ciudad de México. El prestigioso norteameri-cano de acero,
símbolo universal del poder, vive en una ciudad llamada Metrópoli. Superbarrio,
cualunque mexi-cano de carne y hueso, héroe del pobrerío, vive en un suburbio
llamado Nezahualcóyotl.
Superbarrio tiene barriga y
piernas chuecas. Usa máscara roja y capa amarilla. No lucha contra momias,
fantasmas ni vampiros. En una punta de la ciudad en-frenta a la policía y salva
del desalojo a unos muertos de hambre; en la otra punta, al mismo tiempo,
encabeza una manifestación por los derechos de la mujer o contra el
envenenamiento del aire; y en el centro, mientras tan-to, invade el Congreso
Nacional y lanza una arenga de-nunciando las cochinadas del gobierno.
Contrasímbolos
Por arte de alquimia o
diablura popular, los símbolos se desenemigan y el veneno se convierte en pan.
En La Habana, a un paso de la Casa de las Américas, hay un raro monumento: un
par de zapatos de bronce en lo alto del gran pedestal.
Los solitarios zapatos, pertenecían
al servicial Tomás Estrada Palma. El pueblo en furia volteó su estatua y eso
fue lo único que quedó.
Mientras
el siglo nacía, Estrada Palma había sido el primer presidente de Cuba, bajo la
ocupación colonial de los Estados Unidos.
Al fin y al cabo, somos lo
que hacemos para cambiar lo que somos. La identidad no es una pieza de museo,
quietecita en la vitrina, sino la siempre asombrosa sín-tesis de las
contradicciones nuestras de cada día.
En esa fe, fugitiva, creo.
Me resulta la única fe digna de confianza, por lo mucho que se parece al bicho
hu-mano, jodido pero sagrado, y a la loca aventura de vivir en el mundo.
Paradojas
Si la contradicción es el pulmón de la historia, la
pa-radoja ha de ser, se me ocurre, el espejo que la historia usa para tomarnos
el pelo.
Ni el propio hijo de Dios se
salvó de la paradoja. Él eligió para nacer, un desierto subtropical donde jamás
ha nevado, pero la nieve se convirtió en un símbolo uni-versal de la navidad
desde que Europa decidió europear a Jesús. Y para más inri, el nacimiento de
Jesús es, hoy por hoy, el negocio que más dinero da a los mercaderes que Jesús
había expulsado del templo.
Napoleón Bonaparte, el más
francés de los franceses, no era francés. No era ruso José Stalin, el más rusos
de los rusos; y el más alemán de los alemanes, Adolfo Hitler había nacido en
Austria. Margherita Sarfatti, la mujer más amada por el antisemita Mussolini,
era judía. José Carlos Mariátegui, el más marxista de los marxistas
la-tinoamericanos, creía fervorosamente en Dios. El Che Guevara había sido
declarado completamente inepto para la vida militar por el ejército argentino.
De manos de un escultor llamado
Aleijadinho, que era el más feo de los brasileños, nacieron las más altas hermosuras del Brasil. Los negros norteamericanos, los más
oprimidos, crearon el jazz, que es la más libre de las músicas. En el encierro
de la cárcel fue concebido Don Quijote, el más andante de los caballeros. Y
para colmo de paradojas, Don Quijote nunca dijo su frase más céle-bre. Nunca
dijo, ladran sancho, señal que cabalgamos.
“Te noto nerviosa”, dice el
histérico. “Te odio”, dice la enamorada. “No habrá devaluación” dice, en
vísperas de devaluación, el ministro de Economía. “Los militares res-petan la
Constitución”, dice en vísperas del golpe de es-tado el ministro de Defensa.
El sistema /1
Los
funcionarios no funcionan. Los políticos hablan pero no dicen. Los votantes
votan pero no eligen.
Los
medios de información desinforman. Los centros de enseñanza enseñan a ignorar.
Los jueces condenan a las victimas.
Los
militares están en guerra contra sus compatriotas. Los policías no combaten los
crímenes, porque están
ocupados en
cometerlos.
Las bancarrotas se
socializan, las ganancias se priva-tizan.
Es
más libre el dinero que la gente. La gente está al servicio de las cosas.
Elogio del sentido común
Al amanecer de un día de
fines de 1985, las radios colombianas informaron:
- La ciudad de Armero ha sido borrada
del mapa.
El volcán vecino la mató.
Nadie pudo correr más rápi-do que la avalancha de lodo hirviente: una ola
grande como el cielo y caliente como el infierno atropelló a la ciudad, echando
humo y rugiendo furias de mala bes-tia, y se tragó a treinta mil personas y a
todo lo demás.
El volcán venía avisando
desde hacía un año. Un año entero estuvo echando fuego, y cuando ya no podía
es-perar más, descargó sobre la ciudad un bombardeo de truenos y una lluvia de
ceniza, para que escucharan los sordos y vieran los ciegos tanta advertencia.
Pero el al-calde decía que el Superior Gobierno decía que no hay motivos de
alarma, y el cura decía que el obispo decía que Dios se está ocupando del
asunto, y los geólogos y los vulcanólogos decían que todo está bajo control y
fue-ra de peligro.
La ciudad de Armero murió de
civilización. No había cumplido todavía un siglo de vida. No tenía himno ni
escudo.
Los indios /1
Viniendo
desde Temuco, me adormezco en el viaje. Súbitamente, me despiertan los fulgores
del paisaje.
El de Repocura aparece y resplandece ante mis ojos, como
si alguien hubiera descorrido, de repente, el telón de otro mundo.
Pero estas tierras ya no
son, como antes, de todos y de nadie. Un decreto de la dictadura de Pinochet ha
roto las comunidades obligando a los indios a la soledad. Ellos insiten, sin
embargo, en juntar sus pobrezas, y todavía trabajan juntos, callan juntos,
dicen juntos:
- Ustedes
llevan quince años de dictadura chilena - explican a mis amigos chilenos-.
Nosotros llevamos cin-co siglos.
Nos sentamos en círculo.
Estamos reunidos en un centro médico que no tiene, ni jamás tuvo, médico ni
practicante, ni enfermero, ni nada.
- Una
es para morir, no más- dice una de las mujeres. Los indios, culpables de ser
incapaces de propiedad
privada, no existen.
Los indios /2
El lenguaje como traición; les gritan verdugos. En el
Ecuador, los verdugos llaman verdugos a sus víctimas:
- ¡Indios verdugos! -les gritan.
De cada tres ecuatorianos, uno es indio. Los otros dos le
cobran, cada día la derrota histórica.
- Somos
los vencidos. Nos ganaron la guerra. Nosotros perdimos por creerles. Por eso,
-me dice Miguel, nacido en lo hondo de la selva Amazónica.
Los tratan como a los negros en Sudáfrica: los indios no
pueden entrar a los hoteles ni a los restaurantes.
- En la
escuela me metían palo cuando hablaba nues-tra lengua -me cuenta Lucho, nacido
al sur de la sierra.
- Mi
padre me prohibía hablar quichua. Es por tu bien, me decía –recuerda Rosa, la
mujer de Lucho.
Rosa y Lucho viven en Quito. Están acostumbrados a
escuchar:
-
Indio
de mierda.
Los indios son tontos, vagos, borrachos. Pero el siste-ma
que los desprecia, desprecia lo que ignora, porque ignora lo que teme. Tras la
máscara del desprecio, aso-ma el pánico: estas voces antiguas, porfiadamente
vi-vas, ¿qué dicen? ¿Qué dicen cuando hablan? ¿Qué di-cen cuando callan?
Las tradiciones futuras
Hay un único lugar donde ayer y hoy se encuentran y se
reconocen y se abrazan, y ese lugar es mañana.
Suenan muy futuras ciertas
voces del pasado ameri-cano muy pasado. Las antiguas voces, pongamos por caso,
que todavía nos dicen que somos hijos de la tierra, y que la madre no se vende
ni se alquila. Mientras llueven pájaros muertos sobre la ciudad de México, y se
con-vierten los ríos en cloacas, los mares en basureros y las selvas en
desiertos, esas voces porfiadamente vivas nos anuncian otro mundo que no es
este mundo envenenador del agua del suelo, el aire y el alma.
También nos anuncian otro
mundo posible las voces antiguas que nos hablan de comunidad. La comunidad, el
modo comunitario de producción y de vida, es la más remota tradición de las
Américas, la más americana de todas; pertenece a los primeros tiempos y a las
primeras gentes, pero también pertenece a los tiempos que vienen y presiente un
nuevo Nuevo Mundo. Porque nada hay menos foráneo que el socialismo en estas
tierras nues-tras. Foráneo es, en cambio, el capitalismo; como la vi-ruela,
como la gripe, vino de afuera.
El reino de las cucarachas
Cuando yo visité a Cedric
Belfrage en Cuernavaca, ya la ciudad de los Angeles contenía dieciséis millones
de persomóviles, gente con ruedas en lugar de piernas, así que no se parecía
mucho a la ciudad que él había cono-cido cuando llegó a Hollywood en la época
del cine mudo, y ni siquiera se parecía a la ciudad que Cedric todavía amaba
cuando el senador Mc. Carthy lo expulsó duran-te la cacería de brujas.
Desde la expulsión, Cedric
vive en Cuernavaca. Algu-nos amigos, sobrevivientes de los viejos tiempos, apare-cen
de vez en cuando en su casa amplia y luminosa, y también aparece, de vez en
cuando, una misteriosa ma-riposa blanca que bebe tequila.
Yo venía de Los Angeles y
había estado en el barrio donde Cedric vivía, pero él no me preguntó por Los
An-geles. Los Angeles no le interesaba. En cambio, me pre-guntó por mis días en
Canadá, y nos pusimos a hablar de la lluvia ácida. los gases venenosos de las
fábricas, devueltos a la tierra desde las nubes, ya habían exter-minado catorce
mil lagos en Canadá. Ya no había vida ninguna, ni plantas, ni peces, en esos
catorce mil lagos. Yo había visto una pequeña parte de esa catástrofe.
El viejo Cedric me miró con
sus grandes ojos transpa-rentes y simuló arrodillarse ante quienes van a reinar
sobre la tierra:
- Los
seres humanos hemos abdicado el planeta -pro-clamó- en favor de las cucarachas.
Entonces arrimó la
botella y llenó los vasos:
Un
traguito, mientras se pueda
Los indios /3
Jean-Marie Simon lo supo en Guatemala. Ocurrió a fines de
1983, en una aldea llamada Tabil, en el sur del Quiché.
Los militares venían
cumpliendo su campaña de ani-quilación de las comunidades indígenas. Habían
borra-do del mapa a cuatrocientas aldeas en menos de tres años. Quemaban
plantíos, mataban indios: quemaban hasta la raíz, mataban hasta los niños. Vamos
a dejar-los sin semilla, anunciaba el coronel Horacio Maldonado Shadd.
Y
así llegaron, una tarde, a la aldea de Tabil. Venían arrastrando cinco
prisioneros, atados de pies
y manos y desfigurados por los golpes. Los cinco eran de
la aldea, allí nacidos, allí vividos, allí multiplicados, pero el oficial dijo
que esos eran cubanos enemigos de la pa-tria: la comunidad debía resolver qué
castigo merecían, y ejecutar el castigo. Por si resolvían fusilarlos, les
deja-ba las armas ya cargadas. Y dijo que les daba plazo has-ta mañana al
mediodía.
En asamblea, los indios discutieron:
- Estos hombres son nuestros
hermanos. Estos hom-bres son inocentes. Si no los matamos, los soldados nos
matan.
La noche entera pasaron
discutiendo. Los prisione-ros, en el centro de la reunión, escuchaban.
Llegó el amanecer y todos
estaban como al principio. No habían llegado a ninguna decisión y se sentían
cada vez más confusos.
Entonces pidieron ayuda a
los dioses: a los dioses mayas y a los dioses cristianos.
En vano esperaron la
respuesta. Ningún dios dijo nada. Todos los dioses estaban mudos.
Mientras tanto, los soldados
esperaban, en algún monte de los alrededores.
La gente de Tabil veía cómo
el sol se iba alzando, im-placable, hacia lo alto del cielo. Los prisioneros,
de pie, callaban.
Poco antes del mediodía, los
soldados escucharon los balazos.
Los indios /4
En la isla de Vancouver,
cuanta Ruth Benedict, los indios celebraban torneos para medir la grandeza de
los príncipes. Los rivales competían destruyendo sus bie-nes. Arrojaban al
fuego sus canoas, su aceite de pesca-do y sus huevos de salmón; y desde un alto
promontorio echaban a la mar sus mantas y sus vasijas.
Vencía el que se despojaba de todo.
La cultura del terror /1
La Sociedad Antropológica de
París los clasificaba como a insectos: el color de la piel de los indios
huitotos co-rrespondía a los números 29 y 30 de su escala cromática.
La Peruvian Amazon Company
los cazaba como a fie-ras: los indios huitotos eran la mano de obra esclava que
daba caucho al mercado mundial. Cuando los in-dios huían de las plantaciones y
la empresa los atrapa-ba, los envolvía en una bandera del Perú empapada en
querosén y los quemaba vivos.
Michael Taussig ha estudiado
la cultura del terror que la civilización capitalista aplicaba en la selva
amazónica a principios del siglo veinte. La tortura no era un méto-do para
arrancar información, sino una ceremonia de confirmación del poder. En un largo
y solemne ritual, a los indios rebeldes les cortaban la lengua y después los
torturaban para obligarlos a hablar.
La cultura del terror /2
La
extorsión, el insulto, la amenaza, el coscorrón, la bofetada, la paliza,
el azote,
el
cuarto oscuro, la ducha helada,
el
ayuno obligatorio, la comida obligatoria, la prohibición de salir,
la
prohibición de decir lo que se piensa, la prohibición de hacer lo que se siente
y la humillación pública
son
algunos de los métodos de penitencia y tortura tra-dicionales en la vida de
familia. Para castigo de la des-obediencia y escarmiento de la libertad, la
tradición fa-miliar perpetúa una cultura del terror que humilla a la mujer,
enseña a los hijos a mentir y contagia la peste del miedo.
-
Los
derechos humanos tendrían que empezar por casa
–
me comenta, en Chile, Andrés Domínguez.
La cultura del terror /3
Sobre la niña ejemplar:
Una niña juega con dos
muñecas y las regaña para que se queden quietas. Ella también parece una
muñeca, por lo linda y buena que es y porque a nadie molesta.
(Del libro Adelante, de J.H.
Figueira, que fue texto de enseñanza en las escuelas del Uruguay hasta hace
pocos años.)
La cultura del terror /4
Fue en un colegio de curas,
en Sevilla. Un niño de nueve años, o diez, estaba confesando sus pecados por
vez primera. El niño confesó que había robado carame-los, o que había mentido a
la mamá, o que había copia-do al vecino de pupitre, o quizá confesó que se
había masturbado pensando en la prima. Entonces, desde la oscuridad del
confesionario emergió la mano del cura, que blandía una cruz de bronce. El cura
obligó al niño a besar a Jesús crucificado, y mientras le golpeaba la boca con
la cruz, le decía:
- Tú lo mataste, tú lo mataste…
Julio Vélez era aquel niño
andaluz arrodillado. Han pasado muchos años. El nunca pudo arrancarse eso de la
memoria.
La cultura del terror /5
A Ramona Caraballo la
regalaron no bien supo cami-nar.
Allá por 1950, siendo una niña todavía, ella estaba de
esclavita en una casa de Montevideo. Hacía todo, a cam-bio de nada.
Un día llegó la abuela, a
visitarla. Ramona no la cono-cía, o no la recordaba. La abuela llegó desde el
campo, muy apurada porque tenía que volverse enseguida al pueblo. Entró, pegó
tremenda paliza a su nieta y se fue.
Ramona quedó llorando y sangrando.
La abuela le había dicho,
mientras alzaba el reben-que:
- No te pego por lo que
hiciste. Te pego por lo que vas a hacer.
La cultura del terror /6
Pedro Algorta, abogado, me mostró el gordo expedien-te
del asesinato de dos mujeres. El doble crimen había sido a cuchillo, a fines de
1982, en un suburbio de Mon-tevideo.
La acusada, Alma Di Agosto, había confesado. Lleva-ba
presa más de un año; y parecía condenada a pudrir-se de por vida en la cárcel.
Según es costumbre, los
policías la habían violado y la habían torturado. Al cabo de un mes de
continuas palizas, le habían arrancado varias confesiones. Las con-fesiones de
Alma Di Agosto no se parecían mucho entre sí, como si ella hubiera cometido el
mismo asesinato de muy diversas maneras. En cada confesión había perso-najes
diferentes, pintorescos fantasmas sin nombre ni domicilio, porque la picana
eléctrica convierte a cual-quiera en un fecundo novelista; y en todos los casos
la autora demostraba tener la agilidad de una atleta olím-pica, los músculos de
una fuerzuda de feria y la destre-za de una matadora profesional. Pero lo que
más sor-prendía era el lujo de detalles: en cada confesión, la acu-sada
describía con precisión milimétrica ropas, gestos, escenarios, situaciones,
objetos…
Alma Di Agosto era ciega.
Sus vecinos, que la conocían
y la querían, estaban convencidos de que ella era culpable:
-
¿Por
qué? –preguntó el abogado.
-
Porque
lo dicen los diarios.
-
Pero
los diarios mienten – dijo el abogado.
- Es
que también lo dice la radio – explicaron los veci-nos-. ¡Y la tele!
La televisión /1
Era una piojera de los
suburbios, lo más barato que había en Santa Fe y en toda la República
Argentina, un destartalado galpón que se caía a pedazos, pero Fernan-do Birri
no se perdía ninguna de las películas o ceremo-nias que se celebraban en la
oscuridad de aquel gran-dioso templo de su infancia.
En ese cine, el cine Doré,
Fernando vio una vez unos episodios sobre los misterios del Antiguo Egipto.
Había un faraón, sentado en su trono ante un estanque. Pare-cía dormido el
faraón, pero con un dedo se enroscaba la barba. En eso, abría los ojos y hacía
una señal. Enton-ces el mago del reino pronunciaba un conjuro y las aguas del
estanque se alborotaban y se incendiaban. Cuando se apagaban las llamas y se
serenaban las aguas, el fa-raón se inclinaba sobre el estanque. Allí en las
aguas transparentes, él veía todo lo que en ese momento esta-ba ocurriendo en
Egipto y en el mundo.
Medio siglo después,
evocando el faraón de su infan-cia, Fernando tuvo una certeza: aquel estanque
mágico, donde se veía todo lo que pasaba lejos, era un televisor.
La televisión /2
La televisión, ¿muestra lo que ocurre?
En nuestros países, la
televisión muestra lo que ella quiere que ocurra; y nada ocurre si la
televisión no lo muestra.
La televisión, esa última
luz que te salva de la soledad y de la noche, es la realidad. Porque la vida es
un espec-táculo: a los que se portan bien, el sistema les promete un cómodo
asiento.
La cultura del espectáculo
Fuera de la pantalla, el
mundo es una sombra indig-na de confianza.
Antes de la televisión,
antes del cine, ya era así. Cuando Búfalo Bill agarraba algún indio distraído y
conseguía matarlo, rápidamente procedía a arrancarle el cuero ca-belludo y los
plumajes y demás trofeos y de un galope llegaba desde el Lejano Oeste a los
teatros de Nueva York, donde él mismo representaba la heroica gesta que
aca-baba de protagonizar. Entonces, cuando se abría el te-lón y Búfalo Bill
alzaba su cuchillo ensangrentado en el escenario, a la luz de las candilejas,
entonces ocurría, por primera vez ocurría, de veras ocurría, la verdad.
La televisión /3
La tele dispara imágenes que
reproducen el sistema y voces que le hacen eco; y no hay rincón del mundo que
ella no alcance. El planeta entero es un vasto suburbio de Dallas. Nosotros
comemos emociones importadas como si fueran salchichas en lata, mientras los
jóvenes hijos de la televisión, entrenados para contemplar la vida en lugar de
hacerla, se encogen de hombros.
En América latina, la
libertad de expresión consiste en el derecho al pataleo en alguna radio y en
periódicos de escaso tiraje. A los libros, ya no es necesario que los prohíba
la policía: los prohíbe el precio.
La dignidad del arte
Yo escribo para quienes no
pueden leerme. Los de abajo, los que esperan desde hace siglos en la cola de la
historia, no saben leer o no tienen con qué.
Cuando me viene el desánimo,
me hace bien recordar una lección de dignidad del arte que recibí hace años en
un teatro de Asís, en Italia. Habíamos ido con Helena a ver un espectáculo de
pantomima, y no había nadie. Ella y yo éramos los únicos espectadores. Cuando
se apagó la luz, se nos sumaron el acomodador y el boletero. Y sin embargo, los
actores, más numerosos que el público, trabajaron aquella noche como si
estuvieran viviendo la gloria de un estreno a sala repleta. Hicieron su tarea
entregándose enteros, con todo, con alma y vida; y fue una maravilla.
Nuestros aplausos retumbaron
en la soledad de la sala. Nosotros aplaudimos hasta despellejarnos las manos.
La televisión /4
Me lo contó maría Rosa
Mateo, una de las figuras más populares de la televisión española. Una mujer le
había escrito una carta, desde algún pueblito perdido, pidién-dole que por
favor le dijera la verdad;
- Cuando yo la miro, ¿usted me mira?
Rosa María me lo contó, y me
dijo que no sabía que contestar.
La televisión /5
En los veranos, la
televisión uruguaya dedica largos programas a Punta del Este.
Más interesadas en las cosas
que en la gente, las cá-maras llegan al éxtasis cuando exhiben las casas de los
ricos en vacaciones. Estas mansiones ostentosas se pa-recen a los mausoleos de
mármol y bronce en el cemen-terio de La Recoleta, que es la Punta del Este de
des-pués.
Por la pantalla desfilan los
elegidos y sus símbolos de poder. El sistema, que edifica la pirámide social
eligien-do al revés, recompensa a poca gente. He aquí a los pre-miados; son los
usureros de buenas uñas y los merca-deres de buenos dientes, los políticos de
creciente nariz y los doctores de espaldas de goma.
La televisión se propone
adular a los que mandan en el Río de La Plata, pero sin quererlo, cumple una
ejem-plar función educativa: nos muestra las altas cumbres y en ella delata la
tilinguería y el mal gusto de los triun-fantes cazadores de dinero.
Debajo de la aparente
estupidez, hay verdadera estu-pidez.
Celebración de la desconfianza
El primer día de clase, el
profesor trajo un frasco enor-me:
- Esto
está lleno de perfume -dijo a Miguel Brun y a los demás alumnos-. Quiero medir
la percepción de cada uno de ustedes. A medida que vayan sintiendo el olor,
levan-ten la mano.
Y destapó el frasco. Al
ratito nomás, ya había dos manos levantadas. Y luego cinco, diez, treinta,
todas las manos levantadas.
- ¿Me
permite abrir la ventana, profesor? -suplicó una alumna, mareada de tanto olor
a perfume, y varias vo-ces le hicieron eco. El fuerte aroma que pesaba en el
aire, ya se había hecho insoportable para todos.
Entonces el profesor mostró
el frasco a los alumnos, uno por uno. El frasco estaba lleno de agua.
La cultura del terror /7
El
colonialismo visible te mutila sin disimulo: te prohíbe decir, te prohíbe
hacer, te prohíbe ser. El colo-nialismo invisible, en cambio, te convence de
que la ser-vidumbre es tu destino y la impotencia tu naturaleza: te convence de
que no se puede decir, no se puede hacer, no se puede ser.
La alineación /1
Allá
en los años mozos, fui cajero de banco. Recuerdo, entre los clientes a un
fabricante de cami-
sas. El gerente del banco le renovaba los préstamos por
pura piedad. El pobre camisero vivía en perpetua zozo-bra. Sus camisas no
estaban mal, pero nadie las com-praba.
Una noche, el camisero fue
visitado por un ángel. Al amanecer, cuando despertó, estaba iluminado. Se
levantó de un salto.
Lo primero que hizo fue
cambiar el nombre de su empresa, que pasó a llamarse Uruguay Sociedad Anóni-ma,
patriótico título cuyas siglas son: U.S.A. Lo segun-do que hizo fue pegar en
los cuellos de sus camisas una etiqueta que decía, y no mentía: Made in U.S.A.
Lo terce-ro que hizo fue vender camisas a lo loco. Y lo cuarto que hizo fue
pagar lo que debía y ganar mucho dinero.
La alineación /2
Creen los que mandan que
mejor es quien mejor co-pia. La cultura oficial exalta las virtudes del mono y
del papagayo. La alineación en América latina: un espectá-culo de circo.
Importación, impostación: nuestras ciu-dades están llenas de arcos de triunfos,
obeliscos y partenones. Bolivia no tiene mar, pero tiene almirantes disfrazados
de lord Nelson. Lima no tiene lluvia, pero tiene techos a dos aguas y
canaletas. En Managua, una de las ciudades más calientes del mundo, condenada
al hervor perpetuo, hay mansiones que ostentan soberbias estufas de leña, y en
las fiestas de Somoza las damas de sociedad lucían estolas de zorro plateado.
La alineación /3
Alaistair Reid escribe en
The New Yorker, pero va poco a Nueva York.
Él prefiere vivir en una
perdida playa de la República Dominicana. En esa playa había desembarcado
Cristó-bal Colón, algunos siglos antes, en una de sus excursio-nes al Japón, y
desde aquellos tiempos nada ha cambia-do.
De vez en cuando el cartero
asoma entre los árboles. El cartero viene doblado bajo la carga. Don Alaistair
re-cibe montañas de correspondencia. Desde los Estados Unidos lo bombardean las
ofertas comerciales, folletos, catálogos, lujuriosas tentaciones de la
civilización del consumo exhortando a comprar.
Una vez, entre el mucho
papelerío, llegó la propagan-da de una máquina de remar. Don Alaistair la
mostró a sus vecinos, los pescadores.
-
¿Bajo
techo? ¿Se usa bajo techo?
Los pescadores no lo
podían creer:
- ¿Sin
agua? ¿Se rema sin agua?
No lo podían creer, no lo podían
entender:
- ¿Y sin peces? ¿Y sin sol? ¿Y sin
cielo?
Los pescadores le dijeron a
don Alaistair que ellos se levantaban cada noche, mucho antes del alba, y se
me-tían mar adentro y echaban sus redes mientras el sol se alzaba en el
horizonte, y que esa era su vida, y que esa vida les gustaba, pero que remar
era la única parte jodida de todo el asunto:
-
Remar
es lo único que odiamos -dijeron los pescado-
res.
Entonces don Alaistair les
explicó que la máquina de remar servía para hacer gimnasia.
-
¿Para
hacer qué?
-
Gimnasia.
-
¡Ah!
Y gimnasia, ¿qué es?
Dicen las paredes /3
En Montevideo, en el Brazo Oriental:
Estamos aquí sentados,
mirando cómo nos matan los sueños.
Y en la escollera, frente al
puerto montevideano del Buceo:
Mojarra viejo: no se puede vivir con
miedo toda la vida.
En letras rojas, a lo largo
de toda una cuadra de la avenida Colón, en Quito:
¿Y si entre todos le damos
una patada a esta gran bur-buja gris?
Nombres /1
A la casa de los nombres
acudían, queriendo llamar-se, las personas y los bichos y las cosas. Los
nombres tintineaban, ofreciéndose: prometían buenos sones y ecos largos. La
casa estaba siempre llena de personas y bi-chos y cosas probándose nombres.
Helena soñó con la casa de los nombres y allí descubrió a la perrita Pepa
Lumpen, que andaba en busca de un nombre más pre-sentable.
Nombres /2
Arturo Alape me cuenta que
Manuel Marulanda Vélez, el famoso guerrillero colombiano no se llamaba así.
Hace cuarenta años, cuando se alzó, él se llamaba Pedro An-tonio Marín. Por
entonces, Marulanda era otro: negro de piel, grandote de tamaño, albañil de
oficio y zurdo de ideas. Cuando los policías golpearon a Marulanda hasta
matarlo, sus compañeros se reunieron en asamblea y decidieron que Marulanda no
se podía acabar. Por una-nimidad le dieron el nombre a Marín, que desde
enton-ces lo lleva.
También el mexicano Pancho
Villa llevaba el nombre de un amigo que le mató la policía.
Nombres /3
Me firmo Galeano, que es mi
apellido materno, desde los tiempos en que comencé a escribir. Eso ocurrió
cuan-do yo tenía diecinueve años, o quizá apenas unos días, porque llamarme así
fue una manera de nacer de nuevo.
Antes, cuando era un
chiquilín y publicaba dibujos, los firmaba Gius, por la difícil pronunciación
española de mi apellido paterno (Hughes se llamaba mi tatara-buelo galés, que a
los quince años se hechó a la mar en el puerto de Liverpool y llegó al Caribe,
a Santo Domin-go, y tiempo después a Río de Janeiro, y finalmente a Montevideo.
Allí arrojo su anillo de masón al arroyo Miguelete, y en los campos de Paysandú
clavó las pri-meras alambradas y se hizo dueño de tierras y de gen-tes, y hace
más de un siglo murió, mientras traducía al inglés el Martín Fierro).
A lo largo de los años he
escuchado las más diversas versiones sobre ese asuntito de mi nombre elegido.
La versión más necia, me ofende a la inteligencia, me atri-buye una intención
anti-imperialista. La versión más cómica supone fines de conspiración o
contrabando. Y la versión más jodida me convierte en la oveja roja de mi
familia: me inventa un padre enemigo y oligárquico, en lugar del padre real que
tengo, que es un tipo macanu-do, que siempre se ha ganado la vida con su
trabajo o con la buena suerte que tiene en la quiniela.
El pintor japonés Hokusai
cambió de nombre sesenta veces por celebrar sus sesenta nacimientos. En el
Uru-guay, país formal, lo hubieran enjaulado por loco o ale-voso simulador de
identidad.
La máquina de retroceder
A principios del siglo veinte, el Uruguay era un país del
siglo veintiuno. A fines del siglo veinte, el Uruguay es un país del siglo
diecinueve.
En el reino del
aburrimiento, las buenas costumbres prohíben todo lo que la rutina no impone.
Los hombres sueñan con jubilarse y las mujeres sueñan con casarse. Los jóvenes,
culpables del delito de ser jóvenes, sufren pena de soledad o destierro, a
menos que puedan pro-bar que son viejos.
La pálida
Mis certezas desayunan
dudas. Y hay días en que me siento extranjero en Montevideo y en cualquier otra
par-te. En esos días, días sin sol, noches sin luna, ningún lugar es mi lugar y
no consigo reconocerme en nada, ni en nadie. Las palabras no se parecen a lo
que nombran y ni siquiera se parecen a su propio sonido. Entonces no estoy
donde estoy. Dejo mi cuerpo y me voy, lejos, a nin-guna parte, y no quiero
estar con nadie, ni siquiera con-migo, y no tengo, ni quiero tener, nombre
ninguno en-tonces pierdo las ganas de llamarme o ser llamado.
La mala racha
Mientras
dura la mala racha, pierdo todo. Se me caen las cosas de los bolsillos y de la
memoria: pierdo llaves, lapiceras, dinero, documentos, nombres, caras,
palabras. Yo no sé si será gualicho de alguien que me quiere mal y me piensa
peor, o pura casualidad, pero a veces el bajón demora en irse y yo ando de
pérdida en pérdida, pierdo lo que encuentro, no encuentro lo que busco, y
siento mucho miedo de que se me caiga la vida en alguna dis-traccion.
Onetti
Yo no tenía ni veinte años y
andaba jugando a la galli-na ciega en las noches del mundo.
Quería pintar, y no podía.
Quería escribir, y no sabía. A veces escribía algún cuento, y a veces se lo
llevaba a Juan Carlos Onetti.
Él estaba siempre en cama,
por pereza, por tristeza, rodeado de pirámides de puchos, tras una muralla de
botellas vacías. Yo me sentía en la obligación de emitir frases
inteligentísimas. El maestro Onetti miraba al te-cho y no abría la boca más que
para bostezar, fumar y beber, lenta sueñera, pitadas lentas, tragos lentos, y
quizá mascullaba algún fruto de sus prolongadas medi-taciones sobre la
situación nacional e internacional:
-La cosa se jodió -decía- el
día que los milicos y las mujeres aprendieron a leer.
Sentado a su orilla, yo
esperaba que él me dijera que aquellos cuentitos míos eran indudablemente
geniales, pero él callaba y a lo sumo gruñía o me estimulaba así:
-Mirá, pibe. Si Bethoven hubiera
nacido en Tacuarembó, hubiera llegado a ser director de la banda del pueblo.
Arguedas
Yo estaba regresando a
Montevideo, al cabo de un viaje. De dónde venía, no recuerdo, pero sí recuerdo
que en el avión había leído El zorro de arriba y el zorro de abajo, la novela
final de José María Arguedas. Arguedas había empezado a escribir ese adiós a la
vida el día que decidió matarse, y la novela era su largo y desesperado
testa-mento. Yo la leí y le creí, desde la primera página le creí; aunque no
conocía a ese hombre, le creí como si fuera mi siempre amigo.
En El zorro, Arguedas había
dedicado a Onetti el más alto elogio que un escritor puede brindar a otro
escritor; había escrito que estaba en Santiago de Chile, pero que en realidad
quería estar en Montevideo, para encontrar-se con Onetti y apretarle la mano
con que escribe.
En casa de Onetti, se lo
comenté. Él no sabía. La no-vela, recién publicada, no había llegado todavía a
Mon-tevideo. Se lo comenté, y Onetti quedó callado. Hacía bien poco que
Arguedas se había partido la cabeza de un balazo.
Los dos estuvimos mucho
tiempo, minutos o años, en silencio. Después yo dije algo, pregunté algo, y
Onetti no contestó. Entonces alcé los ojos y le vi aquel tajo de hu-medad que
le atravesaba la cara.
Celebración del silencio /1
Hacía años que no veía a
Fernando Rodríguez. El viento del exilio, que tanto separa, nos juntó. Lo
encontré como siempre, destartalado y rezongón.
-Estás igualito -le dije.
Me dijo que todavía le
quedaban algunos años, no muchos:
-No hay que pasar de los
setenta, porque entonces te enviciás y ya no querés morirte.
Esa tarde, nos dejamos
caminar, sin rumbo, entre la mar y las vías del tren, allá en Callela de la
costa. Íba-mos lentos, callando juntos, y cerquita de la estación nos sentamos
a tomar un café. Entonces Fernando co-mentó algo sobre el aljibe donde los
militares tenían preso a Raúl Sendic, el tupamaro, y juntos evocamos a Raúl y a
su manera de ser.
Fernando me preguntó:
- ¿Leíste lo que publicaron los
diarios, cuando cayó?
Los diarios habían informado
que él había salido de su escondrijo pistola en mano, abriendo fuego y
gritan-do; “¡yo soy Rufo y no me entrego!”
-
Sí
-le dije-. Lo leí.
-
Ah.
¿Y lo creíste?
-
No.
-
Yo
tampoco -dijo Fernando-. Ese cae callado.
Celebración del silencio /2
El cantor Braulio López, que es la mitad del dúo Los
Olimareños, llegó a Barcelona, llegó al exilio. Traía rota una mano.
Braulio había estado preso,
en la cárcel de Villa Devo-to, por andar con tres libros; una biografía de José
Artigas, unos poemas de Antonio Machado y El principito, de Saint Exupéry.
Cuando ya estaban por liberarlo, un guardián había entrado en su celda y había
preguntado;
-¿Vos sos el guitarrero?
Y le había pisado la mano izquierda
con la bota.
Le ofrecí una entrevista. Esa historia podía interesar a
la revista Triunfo. Pero Braulio se rascó la cabeza, pen-só un rato y dijo:
-No.
Y me explicó:
- Esto de la mano se va a
componer, tarde o temprano. Y entonces yo voy a volver a cantar. ¿Entendés? Yo
no quiero desconfiar de los aplausos.
Celebración de la voz humana /4
Manfred Max-Neef, que vivió
en el Uruguay hace más de veinte años, me comentó lo que más recordaba: que los
perros ladraban sentados y que la gente tenía pala-bra.
Después, la dictadura
militar restableció el orden, obligando a los uruguayos a mentir o callar. Yo
no sé si los perros ladraban parados; pero tener palabra era no tener nada.
El sistema /2
Tiempo de los camaleones:
nadie ha enseñado tanto a la humanidad como estos humildes animalitos.
Se considera culto a quien
bien oculta, se rinde culto a la cultura del disfraz. Se habla el doble
lenguaje de los artistas del disimulo. Doble lenguaje, doble contabili-dad,
doble moral: una moral para decir, otra moral para hacer. La moral para hacer
se llama realismo.
La ley de la realidad es la
ley del poder. Para que la realidad no sea irreal, nos dicen los que mandan, la
moral ha de ser inmoral.
Celebración de las bodas de la palabra y el acto
Leo un artículo de un
escritor de teatro, Arkadi Rajkin, publicado en una revista de Moscú. El poder
burocráti-co, dice el autor, hace que jamás se encuentren los ac-tos, las
palabras y los pensamientos: los actos quedan en el lugar de trabajo, las
palabras en las reuniones y los pensamientos en la almohada.
Buena parte de la fuerza del
Che Guevara, pienso, esa misteriosa energía que va mucho más allá de su muerte
y de sus errores, viene de un hecho muy simple: él fue un raro tipo que decía
lo que pensaba y hacía lo que decía.
El sistema /3
Quien no se hace el vivo, va muerto. Estás obligado a ser
jodedor o jodido, mentidor o mentido. Tiempo del qué me importa, el qué le vas
a hacer, el no te metás, el sálvese quien pueda. Tiempo de los tramposos: la
pro-ducción no rinde, la creación no sirve, el trabajo no vale.
En el río de la Plata,
llamamos bobo al corazón. Y no porque se enamora; lo llamamos bobo por lo mucho
que trabaja.
Elogio de la iniciativa privada
Jesús te mira. Vayas donde vayas, sus ojos te siguen. La
tecnología moderna ayuda al hijo de Dios a cum-plir sus funciones de vigilancia
universal. Tres capas de plástico polarizado, que bloquean sucesivamente el
paso
de la luz, le
facilitan la tarea.
Allá por 1961 o 1962, una de
estas imágenes de ojos corredizos llamó la atención a un periodista. Julio
Tacovilla iba caminando por una calle cualquiera de Buenos Aires, cuando se
sintió observado. Desde una vidriera, Jesús le había clavado los ojos.
Retrocedió y la mirada de Jesús retrocedió con él. Se detuvo y la mirada se
detuvo. Avanzó y la mirada avanzó.
Esta señal divina, le cambió la vida y lo sacó de pobre.
Poco después, Tacovilla voló a Port-au-Prince, y por medio de la embajada de su
país en Haití consiguió una audiencia con el presidente vitalicio Papa Doc
Duvalier.
Llevaba
un gran cuadro bajo el brazo: -Tengo algo que mostrarle, Excelencia -dijo.
Era
un retrato del dictador. Los ojos se movían. -Papa Doc te mira -explicó
Tacovilla.
Papa Doc asintió con la cabeza.
-No está mal -dijo, yendo y
viniendo ante su propia imágen-. ¿Cuántos puede hacer?
-¿Cuánto
puede pagar? -Le pago lo que sea.
Y así Haití se llenó de
miradas vigilantes y el inquieto periodista se llenó de dinero.
El crimen perfecto
En Londres es así: los
radiadores devuelven calor a cambio de las monedas que reciben. Y en pleno
invierno estaban unos exiliados latinoamericanos tiritando de frío, sin una
sola moneda para poner a funcionar la calefac-ción de su apartamento.
Tenían los ojos clavados en
el radiador, sin parpa-dear. Parecían devotos ante el tótem, en actitud de
ado-ración; pero eran unos pobres náufragos meditando la manera de acabar con
el imperio británico. Si ponían monedas de lata o cartón, el radiador
funcionaría, pero el recaudador encontraría, luego, las pruebas de la infa-mia.
¿Qué hacer?, se preguntaban
los exiliados. El frío los hacía temblar como malaria. Y en eso, uno de ellos
lan-zó un grito salvaje, que sacudió los cimientos de la civi-lización
occidental. Y así nació la moneda de hielo, in-ventada por un pobre hombre
helado.
De inmediato, pusieron manos
a la obra. Hicieron moldes de cera, que reproducían las monedas británi-cas a
la perfección; después llenaron de agua los moldes y los metieron en el
congelador.
Las monedas de hielo no
dejaban huellas, porque las evaporaba el calor.
Y
así, aquel apartamento de Londres se convirtió en una playa del mar caribe.
El exilio
La dictadura militar me
negaba el pasaporte, como a muchos miles de uruguayos, y yo estaba condenado a
pena de trámite perpetuo en el Departamento de Ex-tranjeros de la policía de
Barcelona.
¿Profesión? Escritor, escribí, de
formularios.
Aquel día, yo no daba más. Estaba harto de las colas de
horas en la calle y harto de los burócratas a quienes ni siquiera podía verles
la cara:
-
Esos
formularios no sirven.
-
Me
los dieron aquí.
-
¿Cuándo?
-
La
semana pasada.
-
Ahora
hay formularios nuevos.
-
¿Me
los puede dar?
-
No
tengo.
-
¿Y
dónde los consigo?
-
No
sé. Que pase el siguiente.
Y después faltaban unos
timbres, y en ningún estan-co vendían esos timbres que faltaban, y yo había
llevado dos fotos y eran tres, y las máquinas de sacar fotos fun-cionaban con
monedas de veinticinco y ese día no había una sola moneda de veinticinco en
toda la ciudad de Barcelona.
Ya estaba anocheciendo cuando por fin subí al tren, hacia
mi casa de Calella de la Costa. Yo estaba reventa-do. Apenas me senté, me quedé
dormido.
Me despertó un golpecito en el hombro. Abrí los ojos y vi
a un tipo estrafalario, vestido con un pijama en hara-pos:
- ¡Pasaporte!…
El loco había cortado en
pedacitos una cochina hoja de periódico, y estaba repartiendo los trocitos, de
vagón en vagón, entre los pasajeros del tren:
- ¡Pasaporte! ¡Pasaporte!…
La civilización del consumo
A veces, al fin de la
temporada, cuando los turistas se iban a Calella, se escuchaban aullidos desde
el monte. Eran los clamores de los perros atados a los árboles.
Los turistas usaban a los
perros, para alivio de la so-ledad, mientras duraban las vacaciones; y después,
a la hora de partir, los ataban monte adentro, para que no los siguieran.
Crónica de la ciudad de Buenos Aires
A mediados de 1984 viajé al Río de La
Plata.
Hacía once años que faltaba
de Montevideo; hacía ocho años que faltaba de Buenos Aires. De Montevideo me había
marchado porque no me gusta estar preso; de Buenos Aires, porque no me gusta
estar muerto.
Pero ya en 1.984 la
dictadura militar argentina se había ido, dejando a su paso un imborrable
rastro de sangre y mugre, y la dictadura militar uruguaya se estaba yendo.
Yo acababa de llegar a
Buenos Aires. No había avisa-do a los amigos. Quería que los encuentros
ocurrieran sin hacerlos.
Un periodista de la
televisión holandesa, que me ha-bía acompañado en el viaje, me estaba
entrevistando fren-te a la puerta de la que había sido mi casa. El periodista
me preguntó qué se había hecho de un cuadro que yo tenía en mi casa, la pintura
de un puerto para llegar y no para marcharse, un puerto para decir hola y no
adiós, y yo empecé a contestarle con la mirada clavada en el ojo rojo de la
cámara.
Le dije que no sabía adónde
había ido a parar ese cuadro, ni adónde había ido a parar su autor, el negro
Emilio, Emilio Casablanca; el cuadro y Emilio se me habían perdido en la niebla,
como tantas gentes y cosas tragadas por aquellos años de terror y lejanía.
Mientras yo hablaba, advertí
que una sombra venía caminando por detrás de la cámara y se quedaba a un
costado esperando. Cuando terminé, y el ojo rojo de la cámara se apagó, moví la
cabeza y lo vi. En aquella ciu-dad de trece millones de habitantes, el negro
Emilio ha-bía llegado hasta esa esquina, por pura casualidad o como se llame
eso, y estaba en aquel preciso lugar en el instante preciso. Nos abrazamos
bailando, y después de mucho abrazo Emilio me contó que hacía dos semanas que
venía soñando que volvía, noche tras noche, y que no lo podía creer.
Y no lo creyó. Esa noche me
llamó por teléfono al ho-tel y me preguntó si yo no era sueño o borrachera.
La querencia /1
En Buenos Aires busqué el
café que era mi café, y no lo encontré. Busqué el restorán donde yo comía
caracú en inmensas fuentes a cualquier hora del día o de la noche, y tampoco
estaba. Donde había estado mi canti-na preferida, el Bachín, había un montón de
escombros. Habían arrasado el Bachín, y con el Bachín habían ma-tado el mercado
donde yo siempre iba a comprar frutas y flores o por la pura fiesta de la nariz
y los ojos. Alguien me dijo que el Bachín se había mudado, y que ahora tenía
otro lugar y otro nombre.
Una noche fui. Me detuve
ante la puerta de ese nuevo Bachín que ya no se llamaba así, dudando, que sí,
que no, preguntándome si entrar no sería traición, cuando una súbita explosión
ocurrió en el momento exacto que abrí la puerta: saltaron los fusibles de la
electricidad y todo quedó completamente a oscuras. Yo me di vuelta y me alejé
caminando despacito.
Y así anduve un tiempo,
doliendo olvidos, buscando lugares y personas que no encontré, o no supe
encon-trar; y finalmente crucé el río, el río-mar, y entré en el Uruguay.
Los generales uruguayos tenían todo el poder, ya casi
yéndose, ya casi en los adioses de los tiempos del terror; yo entré cruzando
los dedos. Y tuve suerte.
Y caminando las calles de la
ciudad donde nací, la fui reconociendo, y sentí que volvía sin haberme ido;
Mon-tevideo, que duerme su eterna siesta sobre las suaves colinas de la costa,
indiferente al viento que la golpea y la llama: Montevideo, aburrida y
entrañable, que en el verano huele a pan y en invierno a humo. Y supe que yo
andaba queriendo querencia, y que había llegado la hora del fin del exilio.
Después de mucha mar, nada el sal-món en busca de su río, y lo encuentra y lo remonta,
guiado por el olor de las aguas, hasta el arroyo de su origen.
Entonces, cuando volvía a
Callela para decirle adiós, adiós a España, adiós y gracias, tuve un infarto.
La querencia /2
Cuando llega la sequía, y se
lleva las aguas del río Uruguay, la gente de Pueblo Federación regresa a su
perdida querencia. Las aguas al irse, desnudan un pai-saje de la luna; y ellos
vuelven.
Ellos viven ahora en un
pueblo que también se llama Pueblo Federación, como se llamaba su viejo pueblo
antes de que lo inundara la represa Salto Grande y quedara hundido bajo las
aguas. Del viejo pueblo ya no asoma ni la cruz de lo alto de la torre de la
iglesia; y el pueblo nuevo es mucho más cómodo y mucho más lindo. Pero ellos
vuelven al pueblo viejo que la sequía les devuelve mientras dura.
Ellos vuelven y ocupan las
casas que fueron sus ca-sas y que ahora son ruinas de guerra. Allí, donde la
abue-la murió y donde ocurrieron el primer gol y el primer beso, ellos hacen
fuego para el mate y para el asado, mientras los perros escarban la tierra en
busca de los huesos que habían escondido.
El tiempo
La otra noche, me cuenta
Alejandra Adoum, la madre de Alina se estaba preparando para salir. Alina la
mira-ba, mientras la madre, sentada ante el espejo, se pinta-ba los labios, se
dibujaba las cejas y se empolvaba la cara. Después la madre se probó un
vestido, y otro, y se puso un collar de coral negro, y una peineta en el pelo,
y toda ella irradiaba una luz limpia y perfumada. Alina no le quitaba los ojos
de encima.
-
Cómo
me gustaría tener tu edad -dijo Alina.
- En
cambio yo… sonrió la madre- Yo daría cualquier cosa por tener cuatro años como
tú.
Aquella noche, al regreso,
la madre la encontró des-pierta. Alina se abrazó fuerte a sus piernas.
-Me das mucha pena,
mamá - dijo sollozando.
Resurrecciones /1
Infarto agudo al miocardio,
zarpazo de la muerte al centro del pecho. Pasé dos semanas hundido en una cama
de hospital, en Barcelona. Entonces sacrifiqué mi destartalada agenda Porky 2,
que ya la pobre no daba más, y como quien no quiere la cosa, el cambio de
libre-ta se convirtió en un repaso de los años transcurridos desde el
sacrificio de la Porky 1. Mientras pasaba en limpio nombres y direcciones y
teléfonos a la agenda nueva, yo iba pasando en limpio también el entrevero de
los tiempos y las gentes que venía de vivir, un torbellino de alegrías y
lastimaduras, todas muy, siempre muy, y eso fue un largo duelo de los muertos
que muertos ha-bían quedado en la zona muerta de mi corazón, y una larga, más
larga celebración de los vivos que me encen-dían la sangre y me crecían el
corazón sobrevivido. Y nada tenía de malo, y nada tenía de raro, que se me
hubiera roto el corazón de tanto usarlo.
La casa
1984 había sido un año de mierda. Antes del infarto, me
habían operado la espalda; y Helena había perdido un niño a medio hacer. Cuando
Helena perdió el niño, se nos secó el rosal de la terraza. Las demás plantas
también murieron, todas, unas tras otras, a pesar de que las regábamos cada
día.
La casa parecía maldita. Y
sin embargo, Nani y Alfredo Ahuerma habían estado allí, por unos días, y al
irse ha-bían escrito en el espejo:
En esta casa fuimos felices
Y
también nosotros habíamos encontrado la alegría en esa casa ahora jodida por la
mala racha, y la alegría había sabido ser más poderosa que la duda y mejor que
la memoria, así que esa casa entristecida, esa casa ba-rata y fea, en un barrio
barato y feo, era sagrada.
La pérdida
Helena soñó que estaba en su
infancia, y no veía nada. Manoteando en la oscuridad, ella pedía ayuda, pedía
luz a gritos, pero nadie encendía las lámparas. En aquella negrura, no podía
ubicar sus cosas, que estaban despa-rramadas por toda la casa y por toda la
ciudad, y ella buscaba lo suyo a tientas en la cerrazón y también bus-caba
algodón o trapos o lo que fuera, porque estaba per-diendo sangre a chorros
entre las piernas, mucha san-gre, cada vez más sangre, y aunque ella no veía
nada, sentía aquel río rojo y espeso que se desprendía de su cuerpo y se perdía
en las tinieblas.
El exorcismo
Rosario, la hechicera
andaluza, llevaba muchos años peleando contra los demonios. El peor de los
satanases había sido su suegro. Este malvado había muerto acos-tado en la cama,
la noche que exclamó: ¡Me cago en dios! y el crucifijo de bronce se desprendió
de la pared y le partió el cráneo.
Rosario se ofreció a desdiablarnos. Nos tiró a la basu-ra
nuestra bella máscara mexicana de Lucifer y despa-rramó una humareda de ruda,
mejorana y laurel bendi-to. Después clavó en la puerta una herradura con las
puntas hacia afuera, colgó algunos ajos y derramó, aquí y allá puñaditos de sal
y montones de fe.
- Al mal tiempo, buena cara y a las
hambres, guitarrazos
-dijo.
Y dijo que ahora nos tocaba a nosotros, porque la suer-te
no ayuda si uno no la ayuda a ayudar.
Los adioses
Llevábamos nueve años en la
costa catalana y ya nos íbamos, faltaban dos o tres días para el fin del
exilio, cuando la playa amaneció toda cubierta de nieve. El sol encendía la
nieve y alzaba, a la orilla de la mar, un gran fuego blanco que hacía llorar
los ojos.
Era muy raro que nevara en
la playa. Yo nunca lo había visto, y sólo algún viejo vecino del pueblo
recorda-ba algo parecido, de tiempos remotos.
Se veía muy contenta la mar,
lamiendo aquel inmen-so helado, y esa alegría de la mar y esa blancura
radian-te fueron mis últimas imágenes de Calella de la costa.
Yo quise responder a
despedida tan bella, pero no se me ocurrió nada. Nada que hacer, nada que
decir. Nun-ca he sido bueno para los adioses.
Los sueños del fin del exilio /1
Helena soñó que quería
cerrar la valija y no podía, y hacía fuerza con las manos, y apoyaba las rodillas
sobre la valija, y se sentaba encima, y se paraba encima, y no había caso. La
valija, que no se dejaba cerrar, chorreaba cosas y misterios.
Los sueños del fin del exilio /2
Helena volvía a Buenos
Aires, pero no sabía en qué idioma hablar ni con qué dinero pagar. Parada en la
es-quina de Pueyrredon y Las Heras esperaba que pasara el 60, que no venía, que
nunca vendría.
Los sueños del fin del exilio /3
Se le habían roto los
cristales de los anteojos y se le habían perdido las llaves. Ella buscaba las
llaves por toda la ciudad a tientas, en cuatro patas, y cuando por fin las
encontraba, las llaves le decían que no servían para abrir sus puertas.
Andares /1
Alberto, el padre de Helena,
se despertó de pronto. La barriga se le partía de dolor. Era medianoche y no
había comido nada pesado. Mientras tanto, lejos de allí, Helena estaba pariendo
a Mariana, la pulguita.
Años después, a Helena se le
resecó la boca y se le llagaron los labios mientras su padre sufría una fiebre
que por poco lo mata, y ella decía palabras del delirio de él, aunque ella
estaba en Montevideo y él en Buenos Aires, y ella nada sabía; y al mismo
tiempo, al otro lado de la mar, en su casa de las afueras de Barcelona, Pilar,
la amiga de Helena, despertaba aturdida por un inexpli-cable dolor de cabeza y
decía, sin saber por qué, pero sin ninguna duda:
- Algo le está pasando a Melena. Algo
le está pasando.
Andares /2
No fue en viento errante, de esos que vagabundean sin ton
ni son, sino un señor ventarrón certeramente disparado desde la lejana costa
caliente hasta la ciudad de Medellín, a través de las montañas y los países. El
viento llegó a la casa de Jenny y la atravesó de punta a punta: súbitamente se
abrió la puerta del frente, como pateada por un borracho, y poquito después se
abrió la puerta del fondo, de la misma violenta manera.
Entonces Jenny supo.
Restablecida la calma, hasta el aire dudaba, el aire lastimado; pero ella supo.
Y la la-vandera, que vivía lejos, en el pueblo La Pintada, tam-bién supo:
estaba enjuagando ropa con agua llovida, esa misma medianoche, cuando sintió
que había alguien detrás;
- Yo la vi, niña. Se lo puedo jurar.
La noticia llegó a Medellín
por telegrama, tempranito en la mañana, pero ya no era necesaria: que anoche, a
medianoche, ha muerto Paula López, madre de Jenny, amiga muy amiga de la
lavandera, en la lejana ciudad de Guayaquil.
La última cerveza de Caldwell
Era el atardecer de un domingo de abril. Al cabo de una
semana de mucho trabajo, yo estaba bebiendo cer-veza en una taberna de
Amsterdam. Estaba con Annelies, que me había ayudado con santa paciencia en mis
vuel-tas y revueltas por Holanda.
Yo me sentía bien pero, no sé por qué tirando a triste. Y
me puse a hablar de las novelas de Erskine Cawdell. Eso empezó con un chiste
bobo. Como me daban ver-güenza mis incesantes viajes al baño entre cerveza y
cerveza, se me ocurrió decir que el camino de la cerveza conduce al baño como
el camino del tabaco conduce al cenicero, y me sentí de lo más ingenioso. Pero
Annelies, que no había leído El camino del tabaco, ni siquiera son-rió.
Entonces, le expliqué el chiste, que es lo peor que uno puede hacer en
cualquier circunstancia, y fue así que me lancé a hablar de Cawdell y de sus
esperpentos
del sur de los Estados Unidos; y ya no pude parar. Hacía
más de veinte años que yo no hablaba de él. Yo
no
hablaba de Cawdell desde los tiempos en que me en-contraba con Horacio Petit,
en los cafés y en las canti-nas de Montevideo, y con él andábamos vinos y
novelas.
Ahora, mientras hablaba,
mientras me brotaba de la boca aquel torrente imparable, yo veía a Caldwell, lo
veía bajo su deshilachado sombrero de paja, meciéndose en una veranda, feliz
por los ataques de la liga de moral y los críticos literarios, mascando tabaco
y rumiando nue-vas cochinadas y desventuras para sus miserables per-sonajes.
Y la tarde se hizo noche. Yo no sé cuánto tiempo pasé
hablando de Cadwell y bebiendo cerveza.
A la mañana siguiente, leí la noticia en los diarios: El
novelista Eskine Cawdell, murió ayer en su casa del sur de los Estados Unidos.
Andares /3
Helena
soñó que hablaba por teléfono con Pilar y An-tonio, y eran tantas las ganas de
darles un abrazo que conseguía traerlos desde España por el tubo. Pilar y
Antonio se deslizaban por el teléfono como si fuera un tobogán, y se dejaban
caer, tan campantes, en nuestra casa de Montevideo.
Dicen las paredes /4
En pleno centro de Medellín:
La letra con sangre entra.
Y abajo, firmado:
Sicario alfabetizador.
En la ciudad uruguaya de Melo:
Ayude a la policía: Tortúrese.
En un muro de Masatepe, en
Nicaragua, poco des-pués de la caída de la Dictadura de Somoza:
Se morirán de nostalgia, pero no
volverán.
Envidias del alto cielo
Creen los Mayas que al
principio de la historia, cuan-do los dioses nos dieron nacimiento, nosotros lo
huma-nos éramos capaces de ver más allá del horizonte. En-tonces estábamos
recién fundados, y los dioses nos arro-jaron polvo a los ojos para que no
fuéramos tan podero-sos.
Yo pensé en esa envidia de
los dioses, cuando supe que había muerto mi amigo René Zavaleta. René, que
tenía una inteligencia deslumbrante, fue fulminado por un cáncer al cerebro.
De cáncer de garganta, había
muerto, medio siglo antes, Enrico Caruso.
Noticias
Los monos confunden al gato
Félix con Tarzán, Popeye devora sus latas infalibles, Berta Singerman gime
ver-sos en el teatro Solís, la gran tijera de Geniol corta los resfríos, de un
momento a otro Mussolini va a invadir Etiopía, se concentra la flota británica
en el canal de Suez.
Página tras página, día tras
día, el año 1935 va desfi-lando a los ojos de Pepe Barrientos, en la Biblioteca
Na-cional. El Pepe está buscando no sé qué dato en la co-lección del diario
Uruguay, el estreno de un tango o el bautismo de una calle o algo así, y todo
el tiempo siente que esta no es la primera vez, siente que ya ha visto lo que
ahora está viendo, que ya ha pasado por aquí, antes ha pasado por aquí, por
estas páginas, el cine Ariel es-trena una de Gingers Rogers, en el Artigas
baila y canta la pequeña Shirley Temple, una franela mojada en Untisal cura el
dolor de garganta, arde un navío a ciento cin-cuenta millas de estas costas de
Montevideo, una baila-rina de dudosa reputación amanece asesinada, Mussolini
produce su ultimátum. ¡Guerra! ¡Ya viene la guerra!, cla-ma un título enorme.
Sí, el Pepe lo ha visto. Sí, sí; esa foto, el arquero en plena paloma
atravesando la página, el pelotazo del vasco Cea doblándole las manos, esas
letras; quizás en la infancia, piensa. Se sorprendió de tan largo viaje de la
memoria: en 1935, hace más de medio siglo, él tenía seis años. Y entonces, de pronto,
el miedo lo toca, las uñas heladas del miedo le rozan la nuca, y él tiene la
certeza de que debe irse, y tiene la certeza de que va a quedarse.
Así que sigue. Podría
cambiar de diario o de año, o simplemente podría echarse a caminar hacia la
puerta de salida, pero sigue. El Pepe sigue, llamado, no puede irse, no puede
detenerse, y gana Peñarol, con Gestido de gran figura, y ya se ha firmado la
paz entre Paraguay y Bolivia pero no termina de resolverse el problema de los
prisioneros, y una tormenta hunde barcos en al canal de Mancha, y cae el
asesino de la bailarina, que resultó ser su amante y que llevaba ocho
centésimos en el bolsi-llo en el momento de su detención, y el remedio de Himrod
está garantizado contra el asma, y súbitamente la mano de Pepe, que acaba de
volver la página, se paraliza, y una foto le golpea la cara; una foto a seis
columnas, el camión volcado y reventado, la inmensa foto del camión, un
enjambre de curiosos mirando al fotógrafo, mirando al Pepe que mira a los
curiosos, que no los ve: el Pepe con los ojos ciegos de lágrimas ante la foto
del camión donde muere su padre, aplastado por un choque espec-tacular que
conmueve al barrio de La Teja, en Montevi-deo, al mediodía del 18 de setiembre
de 1935.
La muerte
Ni diez personas iban a los
últimos recitales del poeta Blas de Otero. Pero cuando Blas de Otero murió,
mu-chos miles de personas acudieron al homenaje fúnebre que se le hizo en una
plaza de toros de Madrid. Él no se enteró.
Llorar
Fue en la selva, en la
amazonia ecuatoriana. Los in-dios shuar estaban llorando a una abuela
moribunda. Lloraban sentados, a la orilla de su agonía. Un testigo, venido de
otros mundos, preguntó:
-
¿Por
qué lloran delante de ella, si todavía está viva?
Y contestaron los que
lloraban:
-
Para
que sepa que la queremos mucho.
Celebración de la risa
José Luis Castro, el
carpintero del barrio, tiene muy buena mano. La madera que sabe que él la
quiere, se deja hacer.
El padre de José Luis había
venido al Río de La Plata desde una aldea de Pontevedra. Recuerda el hijo al
pa-dre, el rostro encendido bajo el sombrero panamá, la corbata de seda en el
cuello del pijama celeste, y siem-pre, siempre contando historias desopilantes.
Donde él estaba, recuerda el hijo, ocurría la risa. De todas partes acudían a reírse,
cuando él contaba, y se agolpaba el gentío. En los velorios había que levantar
el ataúd, para que cupieran todos -y así el muerto se ponía de pie para
escuchar con el debido respeto aquellas cosas dichas con tanta gracia.
Y de todo lo que José Luis
aprendió de su padre, eso fue lo principal:
- Lo importante es reír -le enseñó el
viejo-. Y reír juntos.
Dicen las paredes /5
En la Facultad de Ciencias Económicas, en Montevi-deo:
La droga produce amnesia y otras cosas que no re-cuerdo.
En Santiago de Chile a orillas del río
Mapocho:
Bienaventurados los
borrachos, porque ellos verán a Dios dos veces.
En Buenos Aires, en el barrio de
Flores:
Una novia sin tetas más que novia es
un amigo.
El vendedor de risas
Estoy en la playa de Malibú,
en el espigón donde hace medio siglo el detective Philip Marlowe encontró
algunos de sus cadáveres.
Jack Miles me señala una
linda casa, a lo lejos, a lo alto: allí vivía el hombre que abastecía de risas
a Holliwood. Hace diez años, Jack pasó un tiempo en esa casa, cuando el
abastecedor de risas decidió marcharse para siempre.
La casa estaba toda tapizada
de risas. Aquel hombre se había pasado la vida recogiendo risas. Grabador en
mano, había recorrido los Estados Unidos de cabo a rabo, al revés y al derecho,
en busca de risas, y había logrado reunir la mayor colección del mundo. Había
registrado la alegría de los niños jugando y el alborozo gastadito de la gente
ya vivida.
Tenía risas del norte y del
sur, del este y del oeste. Según se le pidiera, podía proporcionar risas de
celebra-ción o risas de dolor o de pánico, risas enamoradas, ate-rradoras
carcajadas de espectros y risotadas de locos y borrachos y criminales.
Entre sus miles y miles de
grabaciones, tenía risas para creer y risas para desconfiar, risas de negros,
de mulatos y de blancos, risas de pobres y de ricos y de mediopelos.
Vendiendo risas, risas para
cine, radio y televisión, se había hecho rico. Pero él era un hombre más bien
me-lancólico y tenía una mujer que de una mirada quitaba a cualquiera las ganas
de reír.
Ella y él se fueron de su
casa de la playa Malibú, y nun-ca más volvieron. Se fueron huyendo de los
mexicanos, porque en California hay cada vez más mexicanos que comen comida
picante y tienen la maldita costumbre de reír a las carcajadas. Ahora ellos
viven en la isla de Tasmania, que es por allá por Australia, pero más lejos.
Yo, mutilado capilar
Los peluqueros me humillan cobrándome la mitad. Hace unos
veinte años, el espejo delató los primeros claros bajo la melena encubridora.
Hoy me provoca es-tremecimientos de horror el luminoso reflejo de mi calva
en vidrieras y
ventanas y ventanillas.
Cada pelo que pierdo, cada
uno de los últimos cabe-llos, es un compañero que cae, y que antes de caer ha
tenido nombre, o por lo menos número.
Me consuelo recordando la
frase de un amigo piado-so:
- Si el pelo fuera
importante, estaría dentro de la cabe-za, y no afuera.
También me consuelo
comprobando que en todos es-tos años se me ha caído pelo pero ninguna idea, lo
que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí.
Celebración del nacer incesante
Miguel Mármol sirvió otra
vuelta de ron Matusalén y me dijo que estaba conmemorando, bebemorando, los
cincuenta y cinco años de su fusilamiento. En 1932, un pelotón de soldados
había acabado con él por órden del dictador Martínez.
- De
edad, ya llevo ochenta y dos -dijo Miguelito- pero yo no me doy cuenta. Tengo
muchas novias. Me lo recetó el médico.
Me contó que tenía la costumbre de despertarse antes del
amanecer, y que no bien abría los ojos se ponía a cantar, a bailar y a
zapatear, y que a los vecinos de aba-jo no les gustaba nada.
Yo había ido a llevarle el
tomo final de Memoria del fuego. La historia de Miguelito funciona como eje de
ese libro: la historia de sus once muertes y sus once resurrecciones, todo a lo
largo de una vida peleona. Desde que nació por primera vez en Ilopango, en El
Salvador, Miguelito es la más certera metáfora de América latina. Como él,
América latina ha muerto y ha nacido muchas veces. Como él, sigue naciendo.
- Pero
de eso -me dijo- más vale no hablar. Los católi-cos me dicen que todo ha sido
por la pura providencia. Y los comunistas, mis camaradas, me dicen que ha sido
por la pura coincidencia.
Le propuse que formuláramos
juntos el marxismo mágico: mitad razón, mitad pasión y una tercera mitad de
misterio.
-
No
sería mala idea -me dijo.
El parto
Tres días de parto y el hijo no salía:
- Tá
trancado. El negrito tá trancado - dijo el hombre. Él venía de un rancho
perdido en los campos.
Y el médico fue.
Maletín en mano, bajo el sol
del mediodía, el médico anduvo hacia la lejanía, hacia la soledad, donde todo
parece cosa del jodido destino; y llegó y vió.
Después se lo contó a Gloria Galván:
- La mujer estaba en las
últimas, pero todavía jadea-ba y sudaba y tenía los ojos muy abiertos. A mí me
falta-ba experiencia en cosas así. Yo temblaba, estaba sin un criterio. Y en
eso, cuando corrí la cobija, ví un brazo chiquitito asomando entre las piernas
abiertas de la mujer.
El médico se dio cuenta de
que el hombre había esta-do tirando. El bracito estaba despellejado y sin vida,
un colgajo sucio de sangre seca, y el médico pensó: No hay nada que hacer.
Y sin embargo, quién sabe
por qué, lo acarició. Rozó con el dedo índice aquella cosa inerte y al llegar a
la manito, súbitamente la manito se cerró y le apretó el dedo con alma y vida.
Entonces el médico pidió que
le hirvieran agua y se arremangó la camisa.
Resurrecciones /2
Eran tiempos de dictadura militar en
el Brasil.
Los generales lo dejaron
entrar para que muriera en su tierra. Darcy Ribeiro llegó del exilio y una
ambulan-cia, que lo esperaba al pie del avión, lo llevo directamen-te al
hospital.
Darcy sabía que tenía
cáncer, y que el cáncer le había devorado por lo menos un pulmón, pero estaba
alegre de la alegría de estar en su tierra y sentirla tan siempre-viva y
bailandera.
El hermano de Darcy llegó
desde el pueblo de Montes Claros. Venía a despedirse. Sentado junto a Darcy en
el hospital, se miraba los pies. Estaba lloroso y sombrío y Darcy trataba de
levantarle el ánimo. Así que el médico cirujano tomó a Darcy por el brazo y se
lo llevó a cami-nar por el comedor:
- No quisiera desanimarlo -
dijo -, pero creo que debe prepararse para lo peor. Si su hermano sale vivo,
será un milagro.
Darcy no pudo aguantarse la
risa, y el médico no en-tendió.
Al día siguiente, lo
operaron. Darcy despertó con un pulmón menos. Como tiene tantos, ni se dió
cuenta.
Resurrecciones /3
Estuve en Saint-Pierre, en los restos de Saint-Pierre.
Ella había sido la ciudad más bella del mar Caribe, has-ta que un volcán
carbonizó a sus treinta mil habitantes.
Trágica profecía de un mundo al revés: los que esta-ban a
salvo fueron condenados, y el condenado fue el único que se salvó. Ludger
Sylbaris, preso por vagabun-do, emergió con vida, muy quemado pero con vida,
tres días después de la catástrofe; solo las gruesas paredes de la cárcel
habían podido resistir la tromba ardiente del volcán.
- ¡Helo aquí! ¡El verdadero,
el auténtico! ¡El que escapó del infierno! ¡Un milagro de Dios! ¡Mírenlo bien,
señoras y señores! ¡Y que se cubran los ojos las personas sensi-bles!
Sylbaris pasó a ser la gran
atracción del circo de Barnum en sus andanzas por el mundo. Él tenía más éxito
que la mujer barbuda y el niño de dos cabezas. Abría los brazos y giraba
lentamente sobre sí mismo, mostrando su cuerpo en llaga viva, y el público se
estre-mecía de horror y de placer.
Los tres hermanos
En Nicaragua, en los años de
la guerra contra Somoza, Sofía Montenegro dormía mal.
Sus hermanos eran el tema de
las pesadillas más fre-cuentes. Ella soñaba con una emboscada y una lluvia de
balas, en pesadillas que ocurrían en paisajes de nin-guna parte o allá por la
subidita que va a Tiscapa. Des-pués de la última ráfaga, un hermano de Sofía,
teniente coronel de la dictadura, arrancaba los pañuelos que cu-brían las caras
de sus víctimas: y entre los muertos es-taba el otro hermano.
Junto a ese hermano, el que
caía en el sueño, milita-ba Sofía en el Frente Sandinista. El hermano enemigo,
el teniente coronel, había bombardeado la ciudad de Estelí y había torturado
prisioneros. Pero en los sueños de Sofía, los dos hermanos, el militar y el
guerrillero, tenían sus ojos: los dos eran iguales a ella, los dos eran ella.
Las dos cabezas
Quizás Omar Cabezas se llama
así porque está usan-do su segunda cabeza. Y quizás por eso ha llegado hasta el
final en el áspero camino de la revolución de Nicara-gua; y por eso ha llegado
vivo hasta el final.
Omar era niño y estaba
jugando a la guerra de las pedradas, en la ciudad de León. Llovían los
proyectiles, entre una y otra esquina de una calle cualquiera, cuan-do Omar vio
venir una tremenda piedra que su enemigo le había arrojado, vio clarita la
trayectoria de la piedra en el aire y corrió: él quería correr para el otro
lado, escapar, salvarse, pero no pudo evitar que su cabeza se lanzara al
encuentro de aquella piedra que le estaba destinada y su cabeza llegó al lugar
exacto y en el mo-mento exacto para ser golpeada y rota por la piedra que caía.
Así Omar perdió aquella
cabeza suya que buscaba la perdición. Desde entonces usa otra, un poco menos
loca.
Resurrecciones /4
Peca el que miente, dice
Ernesto Cardenal, porque roba verdad a las palabras.
Allá por 1524, fray
Bobadilla hizo una gran hoguera en la aldea de Managua y arrojó a las llamas
los libros indígenas. Esos libros estaban hechos de piel de vena-do, en
imágenes pintadas con dos colores: el rojo y el negro.
Hacía siglos que a Nicaragua
la venían mintiendo, cuando el general Sandino eligió esos colores, sin saber
que eran los colores de las cenizas de la memoria nacio-nal.
La maromera
Luz Marina Acosta era muy niña cuando descubrió el circo
Firuliche.
El circo Firuliche emergió
una noche, mágico barco de luces, desde las profundidades del lago de
Nicara-gua. Eran clarines guerreros las cornetas de cartón de los payasos y
altas banderas los harapos que flameaban anunciando la mayor fiesta del mundo.
La carpa estaba toda llena de remiendos, y también los leones, leones
jubiladitos; pero la carpa era un castillo y los leones eran los reyes de la
selva: y era la reina de los cielos aquella rechoncha señora, fulgurante de
lentejuelas, que se ba-lanceaba a un metro del suelo.
Entonces Luz Marina decidió hacerse maromera Y saltó de
verdad, desde muy alto, y en su primera acro-bacia a los seis años de edad, se
rompió las costillas.
Y así fue, después, la vida.
En la guerra, larga guerra contra la dictadura de Somoza, y en los amores;
siempre volando, siempre rompiéndose las costillas.
Porque quien entra al circo Firuliche,
no sale nunca.
Las flores
El escritor brasileño Nelson
Rodrigues estaba conde-nado a la Soledad. Tenía cara de sapo y lengua de
ser-piente, y a su prestigio de feo y fama de venenoso suma-ba la notoriedad de
su contagiosa mala suerte: la gente de su alrededor moría por bala, miseria o
desdicha fatal.
Un día, Nelson conoció a
Eleonora. Ese día, el día del descubrimiento, cuando por primera vez vio a esa
mu-jer, una violenta alegría lo atropelló y lo dejó bobo. En-tonces quiso decir
alguna de sus frases brillantes, pero se le aflojaron las piernas y se le
enredó la lengua y no pudo más que tartamudear ruiditos.
La bombardeó con flores. Le
enviaba flores a su apar-tamento, en lo más alto de un alto edificio de Río de
Janeiro. Cada día le enviaba un gran ramo de flores, flores siempre diferentes,
sin repetir jamás los colores ni los aromas, y abajo esperaba: desde abajo veía
el balcón de Eleonora y desde el balcón ella arrojaba las flores a la calle, cada
día, y los automóviles las aplastaban.
Y así fue durante cincuenta
días. Hasta que un día, un mediodía, las flores que Nelson envió no cayeron a
la calle y no fueron pisoteadas por los automóviles.
Ese mediodía él subió hasta
el piso último, tocó el timbre y la puerta se abrió.
Las hormigas
Tracey Hill era niña en un pueblo de Connecticut, y
practicaba entretenimientos propios de su edad, como cualquier otro tierno
angelito de Dios en el estado de Conecticut o en cualquier otro lugar de este
planeta.
Un día, junto a los
compañeritos de la escuela, Tracey se puso a echar fósforos encendidos en un
hormiguero. Todos disfrutaron mucho de este sano esparcimiento infantil: pero a
Tracey la impresionó algo que los demás no vieron, o hicieron como que no
veían, pero que a ella la paralizó, y le dejó para siempre, una señal en la
me-moria: ante el fuego, ante el peligro, las hormigas se se-paraban en
parejas, y de a dos, bien juntas, bien pegaditas, esperaban la muerte.
La abuela
La abuela Bertha Jensen murió
maldiciendo.
Ella había vivido toda su
vida en puntas de pie, como pidiendo perdón por molestar, consagrada al
servicio de su marido y de su prole de cinco hijos, esposa ejemplar, madre
abnegada, silencioso ejemplo de virtud: jamás una queja había salido de sus
labios, ni mucho menos una palabrota.
Cuando la enfermedad la
derribó, llamó al marido, lo sentó ante la cama y empezó. Nadie sospechaba que
ella conocía aquel vocabulario de marinero borracho. La ago-nía fue larga.
Durante más de un mes, la abuela vomitó desde la cama un incesante chorro de
insultos y blasfe-mias de los bajos fondos. Hasta la voz le había cambia-do.
Ella, que nunca había fumado ni bebido nada que no fuera agua o leche, puteaba
con voz ronquita. Y así, puteando, murió: y hubo un alivio general en la
familia y en el vecindario.
Murió donde había nacido, en
el pueblo de Dragor, frente al mar, en Dinamarca. Se llamaba Inge. Tenía una
linda cara de gitana. Le gustaba vestir de rojo y navegar al sol.
El abuelo
Un hombre que se llama
Armando, nacido en un pue-blo que se llama Salitre, en la costa del Ecuador, me
regaló la historia de su abuelo.
Los tataranietos se turnaban
haciéndole la guardia. En la puerta le habían puesto candado y cadena. Don
Segundo Hidalgo decía que ahí le venían los achaques:
- Tengo reuma de gato castrado -se
quejaba.
A los cien años cumplidos,
don Segundo aprovecha-ba cualquier descuido, montaba en pelo y se escapaba a
buscar novias por ahí. Nadie sabía tanto de mujeres y de caballos.
Él había poblado esa aldea
de Salitre, y la comarca, y la región, desde que fue padre por primera vez, a
los trece años.
El abuelo confesaba
trescientas mujeres, aunque todo el mundo sabía que habían sido más de
cuatrocientas. Pero una, una que se llamaba Blanquita, había sido la más mujer
de todas.
Hacía treinta años que había
muerto Blanquita, y él la convocaba todavía, a la hora del crepúsculo.
Arman-do, el nieto, el que me regaló esta historia, se escondía y espiaba la
ceremonia secreta. En el balcón, iluminado por la última luz, el abuelo abría una talquera de otros
tiempos, una caja redonda de aquellas con ángeles rosaditos en la tapa, y se
llevaba el algodón a la nariz:
-Creo que te conozco
-murmuraba, aspirando el leve perfume de aquel polvo-. Creo que te conozco.
Y muy suavemente se
balanceaba, dormitando mur-mullos en la mecedora.
Al atardecer de cada día, el
abuelo cumplía su home-naje a la más amada. Y una vez por semana, la
traicio-naba. Le era infiel con una gorda que cocinaba recetas complicadísimas
por televisión. El abuelo, dueño del primer y único televisor del pueblo de Salitre,
jamás se perdía ese programa.
Se bañaba y se afeitaba y se
vestía de punta en blan-co, como para una fiesta, el mejor sombrero, los
botines de charol, el chaleco de botones dorados, la corbata de seda, y se
sentaba bien pegado a la pantalla.
Mientras la gorda batía sus
cremas y alzaba el cucha-rón, explicando las claves de algún sabor único,
exclusi-vo, incomparable, el abuelo le hacía guiñadas y le lanza-ba furtivos
besos. La libreta de ahorros del banco aso-maba en el bolsillo de arriba del traje.
El abuelo ponía la libreta, así, insinuadita, como al descuido, para que la
gorda viera que él no era un pobre pelagatos.
Fuga
Uno de estos días, Maité
Piñero, recién venida de El Salvador me trajo la noticia:
- Murió
Un avión enemigo fue más
rápido que él. Cuando el ataque cesó, sus compañeros lo enterraron. Lo
enterra-ron al anochecer. Todos se daban la espalda entre sí, nadie mostraba la
cara.
Fuga había llegado tres o
cuatro años antes, y había llegado para quedarse. Al alba había llegado, en los
días de la gran lluvia, y se había plantado en medio del cam-pamento, bajo la
lluvia, y la lluvia lo acribillaba y él se-guía allí.
Y seguía allí, todavía,
cuando el diluvio cesó; un bu-rro, o la estatua de un burro, ya muy apaleado y
destar-talado, que con su único ojo miraba de manera impasi-ble y para siempre.
Los guerrilleros lo echaron. Lo insul-taron, lo patearon, lo empujaron: y no
hubo caso.
Así que se quedó. Lo
llamaron Fuga, porque era el más veloz para escapar, en el desparramo de los
bombardeos. Lo mandaban lejos, en difíciles misiones de
lle-va y trae, y siempre volvía. Los muchachos se movían noche y día, de un
lado a otro, a través de las montañas quemadas de San Miguel, y él los
encontraba siempre. Y cuando el ejército los cercaba, Fuga se las arreglaba
para pasar, como si nada, por los campos minados, y como si nada, atravesaba
las filas enemigas con sus alforjas car-gadas de café y tortillas y cigarrillos
y balas.
- No nos traiciones, Fuga - le pedían.
Y él los miraba, sin
parpadear, con su ojo solo.
El burrito conocía todo.
Conocía las bases de opera-ciones y los escondrijos de armas y de víveres, los
sen-deros y los atajos, el cruce elegido para la próxima em-boscada; y también
conocía a los amigos de la guerrilla de cada una de las aldeas. Y algo más,
mucho más, todo lo demás conocía Fuga: él era el dueño de las confiden-cias.
Porque el burrito sabía escuchar las penas y las dudas y las secretas
bandidencias de cada uno; y hasta los machos más machos, hombres de hierro
callado, se daban permiso para llorar con él.
Celebración de la amistad /1
En los suburbios de La
Habana, llaman al amigo mi tierra o mi sangre.
En Caracas, el amigo es mi
pana o mi llave; pana por panadería, la fuente
del
buen pan para las hambres del alma; y llave por… -Llave por llave - me dice
Mario Benedetti.
Y me cuenta que cuando vivía
en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves ajenas en
su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo
salvaron.
Celebración de la amistad /2
Juan Gelman me contó que una
señora se había bati-do a paraguazos, en una avenida de París, contra toda una
brigada de obreros municipales. Los obreros esta-ban cazando palomas cuando
ella emergió de un increí-ble Ford a bigotes, un coche de museo, de aquellos
que arrancaban a manivela; y blandiendo su paraguas, se lanzó al ataque.
A mandobles se abrió paso, y
su paraguas justiciero rompió las redes donde las palomas habían sido
atrapa-das. Entonces, mientras las palomas huían en blanco alboroto, la señora
la emprendió a paraguazos contra los obreros.
Los obreros no atinaron más
que a protegerse, como pudieron, con los brazos, y balbuceaban protestas que
ella no oía: más respeto, señora, haga el favor, estamos trabajando, son
órdenes superiores, señora, por qué no le pega al alcalde, cálmese señora, qué
bicho la picó, se ha vuelto loca esta mujer…
Cuando a la indignada señora
se le cansó el brazo, y se apoyó en una pared para tomar aliento, los obreros
exigieron una explicación.
Después de un largo silencio, ella
dijo:
- Mi hijo murió.
Los obreros dijeron que lo
lamentaban mucho, pero que ellos no tenían la culpa. También dijeron que esa
mañana había mucho que hacer, usted comprenda…
- Mi hijo murió -repitió ella.
Y los obreros: que sí, que sí,
pero que ellos se estaban ganando el pan, que hay millones de palomas sueltas
por todo París, que las jodidas palomas son la ruina de esta ciudad…
- Cretinos -los fulminó la señora.
Y lejos de los obreros, lejos de todo,
dijo:
- Mi hijo murió y se convirtió en
paloma.
Los obreros callaron y
estuvieron un largo rato pen-sando. Y por fin señalando a las palomas que
andaban por los cielos y los tejados y las aceras propusieron:
- Señora:
¿porqué no se lleva a su hijo y nos deja traba-jar en paz?
Ella se enderezó el
sombrero negro.
-
¡Ah,
no! ¡Eso sí que no!
Miró a través de los
obreros, como si fueran de vidrio, y muy serenamente dijo:
- Yo no sé cuál de las
palomas es mi hijo. Y si supiera, tampoco me lo llevaría. Porque, ¿qué derecho
tengo yo a separarlo de sus amigos?
Gelman
El poeta Juan Gelman escribe
alzándose sobre sus propias ruinas, sobre su polvo y su basura.
Los militares argentinos
cuyas atrocidades hubieran provocado a Hitler un incurable complejo de
inferiori-dad, le pegaron donde más duele. En 1976, le secues-traron a los
hijos. Se los llevaron en lugar de él. A la hija, Nora, la torturaron y la
soltaron. Al hijo, Marcelo, y su compañera, que estaba embarazada, los
asesinaron y los desaparecieron.
En lugar de él; se llevaron
a los hijos porque él no estaba.
¿Cómo se hace para
sobrevivir a una tragedia así? Digo; para sobrevivir sin que se te apague el
alma. Mu-chas veces me lo he preguntado, en estos años. Muchas veces me he
imaginado esa horrible sensación de vida usurpada, esa pesadilla del padre que
siente que está robando al hijo el aire que respira, el padre que en me-dio de
la noche despierta bañado en sudor: Yo no te maté, yo no te maté. Y me he
preguntado: Si Dios existe, ¿por qué pasa de largo? ¿No será ateo, Dios?
El arte y el tiempo
¿Quiénes son mis
contemporáneos? -se pregunta Juan Gelman.
Juan dice que a veces se cruza con hombres que hue-len a
miedo, en Buenos Aires, Paris o donde sea, y sien-te que esos hombres no son
sus contemporáneos. Pero hay un chino que hace miles de años escribió un poema,
acerca de un pastor de cabras que está lejísimos de la mujer amada y sin
embargo puede escuchar, en medio de la noche, en medio de la nieve, el rumor
del peine en su pelo: y leyendo ese remoto poema, Juan comprueba que sí, que
ellos sí, que ese poeta, ese pastor y esa mujer son sus contemporáneos.
Profesión de fe
Sí, sí, por lastimado y
jodido que uno esté, siempre puede uno encontrar contemporáneos en cualquier
lu-gar del tiempo y compatriotas en cualquier lugar del mundo. Y cada vez que
eso ocurre, y mientras eso dura, uno tiene la suerte de sentir que es algo en la
infinita soledad del universo: algo más que una ridícula mota de polvo, algo
más que un fugaz momentito.
Cortázar
Con un solo brazo nos abraza
a los dos. El brazo era larguísimo, como antes, pero todo el resto se había
re-ducido mucho, y por eso Helena lo soñaba con descon-fianza, entre creyendo y
no creyendo. Julio Cortázar ex-plicaba que había podido resucitar gracias a una
má-quina japonesa, que era una máquina muy buena pero que todavía estaba en
fase de experimentación, y que por error la máquina lo había dejado enano.
Julio contaba que las
emociones de los vivos llegan a los muertos como si fueran cartas, y que él
había queri-do volver a la vida por la mucha pena que le daba la pena que su
muerte nos había dado. Además, decía, es-tar muerto es una cosa que aburre.
Julio decía que an-daba con ganas de escribir algún cuento sobre eso.
Crónica de la ciudad de Montevideo
Julio César Puppo, llamado
El Hachero, y Alfredo Gravina, se encontraron al anochecer, en un café del
barrio de Villa Dolores. Así, por casualidad, descubrie-ron que eran vecinos:
-
Tan
cerquita y sin saberlo.
Se ofrecieron una
copa, y otra.
-
Se
te ve muy bien.
-
No
te vayas a creer.
Y pasaron unas pocas horas y
unas muchas copas hablando del tiempo loco y de lo cara que está la vida, de
los amigos perdidos y los lugares que ya no están, me-morias de los años mozos:
-
¿Te
acordás?
-
Si
me acordaré.
Cuando por fin el café cerró
sus puertas, Gravina acompañó al Hachero hasta la puerta de su casa. Pero
después el Hachero quiso retribuir:
-
Te
acompaño.
-
No
te molestes.
-
Faltaba
más.
Y en ese vaivén se pasaron
toda la noche. A veces se detenían, a causa de algún súbito recuerdo o porque
la estabilidad dejaba bastante que desear, pero enseguida volvían al ir y venir
de esquina a esquina, de la casa de uno a la casa del otro, de una a otra
puerta, como traí-dos y llevados por un péndulo invisible, queriéndose sin
decirlo y abrazándose sin tocarse.
La alambrada
A la medianoche de la noche
más helada del año lle-gó, súbita, violenta, la orden de formar. Aquella era la
noche más helada de ese año y de muchos años, y una niebla enemiga enmascaraba
todo.
A los gritos, a los culatazos, los presos fueron puestos
de cara contra el cerco de alambre que rodeaba las ba-rracas. Desde las
torretas, los reflectores atravesaban la niebla y lentamente recorrían la larga
hilera de unifor-mes grises, manos crispadas y cabezas rapadas a cero.
Darse vuelta estaba prohibido. Los presos escucha-ron
ruidos de botas en carrera y los metálicos sonidos del montaje de las
ametralladoras. Después, silencio.
En esos días, había corrido el rumor
en la prisión:
- Nos van a matar a todos.
Mario Dufort era uno de esos
presos, y estaba sudan-do hielo. Tenía los brazos abiertos, como todos, con las
manos agarrando la alambrada: como él estaba tamblando, la alambrada estaba
temblando. Tiemblo de frío, se dijo a sí mismo, y se lo repitió; y no se lo
creyó.
Y tuvo vergüenza de su
miedo. Se sintió abochornado por aquel espectáculo que estaba dando ante sus
com-pañeros. Y soltó las manos.
Pero la alambrada siguió
temblando. Sacudida por las manos de todos los demás, la alambrada siguió tem-blando.
Y entonces, Mario entendió.
El cielo y el infierno
Llegué a Bluefields, en la
costa de Nicaragua, al día siguiente de un ataque de la contra. Había muchos
muer-tos y heridos. Yo estaba en el hospital cuando uno de los sobrevivientes
del tiroteo, un muchacho, despertó de la anestesia: despertó sin brazos, miró
al médico y le pidió:
- Máteme.
Me quedé con un nudo en el estómago.
Esa noche, noche atroz, el
aire hervía de calor. Yo me eché en una terraza, solo, cara al cielo. No lejos
de allí, sonaba fuerte la música. A pesar de la guerra, a pesar de todo, el
pueblo de Bluefields estaba celebrando la fiesta tradicional del Palo de Mayo.
El gentío bailaba, jubiloso, en torno del árbol ceremonial. Pero yo, tendido en
la terraza, no quería escuchar la música ni quería escu-char nada. Y en eso
estaba, espantando sonidos y triste-zas y mosquitos, con los ojos clavados en
la alta noche, cuando un niño de Bluefields, que yo no conocía, se echó a mi
lado y se puso a mirar el cielo, como yo, en silencio.
Entonces cayó una estrella
fugaz. Yo podía haber pe-dido un deseo; pero ni se me ocurrió.
Y el niño me explicó:
- ¿Sabés por qué se caen las
estrellas? Es culpa de Dios. Es Dios, que las pega mal. Él pega las estrellas
con agua de arroz.
Amanecí bailando.
Crónica de la ciudad de Managua
El comandante Tomás Borge me
invitó a cenar. Yo no lo conocía. Tenía fama de ser el más duro de todos, el
más temido. Había otra gente en la cena, linda gente; él habló poco o nada. Me
miraba, me medía.
La segunda vez, cenamos
solos. Tomás estaba más abierto; contestó suelto mis preguntas sobre los viejos
tiempos de la fundación del Frente Sandinista. Y a me-dianoche, como quien no
quiere la cosa, me dijo:
- Ahora, contame una película.
Me defendí. Le expliqué que
yo vivía en Calella, un pueblo chico, donde poco cine llegaba, películas
viejas…
- Contame
-insitió, ordenó-. Cualquier película, cual-quiera, aunque no sea nueva.
Entonces conté una cómica.
La conté, la actué; inten-té resumir, pero él exigía detalles. Y cuando
terminé:
-
Ahora,
otra.
Conté una de gangsters, que terminaba
mal.
- Otra.
Conté una de vaqueros.
- Otra.
Conté, inventándola de cabo a rabo,
una de amor.
Creo que estaba amaneciendo
cuando me di por ven-cido, supliqué clemencia y me fui a dormir.
Me lo encontré a la semana. Tomás se
disculpó:
- Te
exprimí, la otra noche. Es que a mí me gusta mu-cho el cine, me gusta con
locura, y nunca puedo ir.
Le dije que cualquiera podía entenderlo. Él era minis-tro
del Interior de Nicaragua, en plena guerra; el enemi-go no daba tregua y no
había tiempo para el cine, ni lujos así.
- No,
no -me corrigió-. Tiempo, tengo, El tiempo… uno se hace el tiempo, si quiere.
No es problema de tiempo. Antes, cuando estaba clandestino, disfrazado, me las
arreglaba para ir al cine. Pero ahora…
No pregunté. Hubo
silencio, y siguió:
- No
puedo ir al cine porque… porque yo, en el cine, lloro.
-
Ah
- le dije-. Yo también.
- Claro
-me dijo-. Enseguida me di cuenta. La primera vez que te vi, pensé: “Este tipo
llora en el cine”.
El desafío
No lograron convertirnos en
ellos – me escribió el Ca-cho El Kadri.
Corrían ya los últimos
tiempos de las dictaduras mili-tares en Argentina y Uruguay. Habíamos comido
miedo al desayuno, miedo al almuerzo y a la cena, miedo; pero no habían logrado
convertirnos en ellos.
Celebración del coraje /1
Gabriel Caro, colombiano,
que peleó en Nicaragua, me cuenta que a su lado cayó un suizo, destrozado por
una ráfaga de ametralladora; y nadie sabía cómo se llamaba. Esto ocurrió en el
Frente Sur, un par de noches al norte del río San Juan, poco antes de la
derrota de la dictadu-ra de Somoza. Nadie sabía nada de aquel calladito
mili-ciano rubio que se había ido tan lejos para morir por Nicaragua, por la
revolución, por la luna. El suizo cayó gritando algo que nadie entendió:
- ¡Viva Bakunin!
Y mientras escucho a Gabriel
contándome la historia del suizo, se me enciende la memoria. Hace años, en
Montevideo, Carlos Bonavita me habló de un tío de él, o tío abuelo, que
redactaba partes de batalla en tiempos de las guerras gauchas en las praderas
del Uruguay. Andaba ese tío o tío abuelo contando muertos a la orilla del río
donde una batalla, no sé qué batalla, había ocu-rrido. Por el color de las
vinchas, reconocía los bandos. Y en eso, dio vuelta un cadáver y quedó
paralizado. Era un soldado de pocos años, era un ángel de ojos tristes. Sobre
el pelo negro, rojo de sangre, la vincha, blanca, decía: Por la patria y por
ella. La bala había entrado en la palabra ella.
Celebración del coraje /2
Le pregunté si había visto
un fusilamiento. Sí, había visto.
El chino Heras había visto
fusilar un coronel, a fines de 1960, en el cuartel de la cabaña. Muchos
verdugos habían actuado en la dictadura de Batista, malas bes-tias al servicio
del dolor y de la muerte; ese coronel era uno de los muy, uno de los más.
Estábamos en mi habitación,
en rueda de amigos, en un hotel de La Habana. El chino contó que el coronel no
había querido que le vendaran los ojos, y su última vo-luntad no había sido un
cigarrillo; el coronel pidió que lo dejaran dirigir su propio fusilamiento.
El coronel gritó: ¡Preparen!
y gritó: ¡Apunten! Cuando iba a gritar: ¡Fuego!, a uno de los soldados se le
trabó el cerrojo del arma. Entonces el coronel interrumpió la ce-remonia.
- Calma
-dijo, ante la doble fila de hombres que de-bían matarlo. Ellos estaban tan
cerca que casi los podía tocar.
-
Calma
-dijo-. No se pongan nerviosos.
Y mandó nuevamente preparar
armas, y mandó apun-tar, y cuando todo estuvo bien en orden, mandó dispa-rar. Y
cayó.
El Chino contó esta muerte
del coronel, y nos queda-mos callados. Éramos unos cuantos en la habitación, y
todos nos quedamos callados.
Echada como una gata sobre
la cama, había una muchacha vestida de rojo. No le recuerdo el nombre. Le
recuerdo las piernas. Ella tampoco dijo nada.
Transcurrieron dos o tres
botellas de ron y al final todo el mundo se fue a dormir. Ella también se fue.
An-tes de irse, desde la puerta entreabierta, miró al chino, le sonrió y le
agradeció:
-Gracias -le dijo-. Yo no
conocía los detalles. Gracias por contármelo.
Después
supimos que aquel coronel era su padre. Una muerte digna es siempre una buena
historia para
contar, aunque sea la muerte digna de un hijo de puta.
Pero yo quise escribirla, y no pude. Pasó el tiempo y la olvidé.
De la muchacha, nunca más supe.
Celebración del coraje /3
Sergio Vuscovic me cuenta
los últimos días de José Tohá.
-
Se
suicidó – dijo el general Pinochet.
- El
gobierno no puede garantizar la inmortalidad de nadie –escribió un periodista
de la prensa oficial.
- Estaba
flaco por los nervios –declaró el general Leigh. Los generales chilenos lo
odiaban. Tohá había sido
ministro de Defensa del gobierno de Allende, y les
cono-cía los secretos.
Lo tenían en un campo de
concentración, en la isla de Dawson, al sur del sur.
Los prisioneros estaban
condenados a trabajos forza-dos. Bajo la lluvia, meditos en el barro o la
nieve, los prisioneros cargaban piedras, alzaban muros, coloca-ban tuberías,
clavaban postes y tendían alambradas de púas.
Tohá, que medía uno noventa,
estaba pesando cin-cuenta kilos. En los interrogatorios, se desmayaba. Lo
interrogaban atado a una silla, con los ojos vendados.
Cuando despertaba, no tenía fuerza para hablar, pero
susurraba:
-
Óigame,
oficial.
Susurraba:
-
Arriba
los pobres del mundo.
Ya llevaba algún tiempo
tumbado en la barraca, cuan-do un día se levantó.
Hacía mucho frío, como
siempre, pero había sol. Al-guien le consiguió un café bien caliente y el negro
Jorquera silbó, para él, un tango de Gardel, uno de aque-llos viejos tangos que
tanto le gustaban.
Las piernas le temblaban, ya
a cada paso se le dobla-ban las rodillas, pero Tohá bailó ese tango. Lo bailó
con una escoba, iguales de flacos los dos, la escoba y él, él estrujando el
palo de la escoba contra su cara de hidal-go caballero, muy cerraditos los
ojos, muy sintiendo, hasta que en una vuelta quebrada cayó al suelo y ya no
pudo levantarse.
Nunca más lo vieron.
Celebración del coraje /4
La derecha mezquina y la
izquierda puritana han de-dicado buena parte de sus fervores a discutir si
Salva-dor Allende se suicidó o no se suicidó.
Allende había anunciado que
no saldría vivo del pala-cio presidencial. En América Latina, es tradición:
todos lo dicen. Después, cuando ocurre el golpe de Estado, se toman el primer
avión.
Habían pasado muchas horas
de bombas y fuego y Allende seguía combatiendo entre los escombros. En-tonces
llamó a sus colaboradores más íntimos, que re-sistían con él, y les dijo:
- Bajen ustedes, que yo ya voy.
Ellos le creyeron y se
fueron, y Allende quedó solo en el palacio en llamas.
¿Qué importa de quién fue el
dedo que disparó la bala final?
Un músculo secreto
En el mediodía de la
memoria, un mediodía del exilio. Yo estaba escribiendo, o leyendo, o
aburriéndome, en mi casa de la costa de Barcelona, cuando sonó el teléfo-no y
el teléfono me trajo, asombroso, la voz de Fico.
Hacía más de dos años que
Fico estaba preso. Había salido en libertad el día anterior. El avión lo había
traído de la celda de Buenos Aires al aeropuerto de Londres. Desde el
aeropuerto me llamaba para pedirme que fue-ra, venite en el primer avión, tengo
mucho que contarte, tanta cosa que hablar, pero una cosa quiero decirte des-de
ya, quiero que sepas:
- No me arrepiento de nada.
Y esa misma noche nos encontramos en
Londres.
Al día siguiente, lo
acompañé al dentista. No había remedio. Las descargas eléctricas en las cámaras
de tor-tura le habían aflojado los dientes de arriba, y había que dar esos
dientes por perdidos.
Fico Vogelius era el
empresario que había financiado la revista Crisis, y no había puesto solamente
dinero, sino que había puesto alma y vida en aquella aventura, y me había dado
plena libertad para hacer la revista como yo quisiera. Mientras duró, tres años y pico, cuarenta
números, Crisis supo ser un porfiado acto de fe en la palabra solidaria y
creadora, la que no es ni simula ser neutral, la voz humana que no es eco ni
suena por so-nar.
Por ese delito, por el imperdonable delito de Crisis, la dictadura
militar argentina había secuestrado a Fico, lo había encarcelado y torturado; y
él había salvado la vida por un pelo, gracias a que en pleno secuestro había
al-canzado a gritar su nombre.
La revista había caído sin agacharse, y nosotros está-bamos
orgullosos de ella. Fico decidió que Crisis debía resucitar. Y estaba en eso,
otra vez dispuesto a quemar tiempo y dinero, cuando supo que tenía cáncer.
Consultó a varios médicos,
en varios países. Unos le daban vida hasta octubre, otros hasta noviembre. De
noviembre no pasa, sentenciaron todos. Él andaba ca-davérico, tambaleándose de
operación en operación; pero un brillo de desafío le encendía los ojos.
Crisis reapareció en abril
del 86. Y al día siguiente del renacimiento de Crisis, medio año más allá de
todos los pronósticos, Fico se dejó morir.
Otro músculo secreto
En los últimos años, la
Abuela se llevaba muy mal con su cuerpo. Su cuerpo, cuerpo de arañita cansada,
se negaba a seguirla.
- Menos mal que la mente viaja sin
boleto –decía.
Yo estaba lejos, en el
exilio. En Montevideo, la Abuela sintió que había llegado la hora de morir.
Antes de mo-rir, quiso visitar mi casa. Con cuerpo y todo.
Llegó en avión, acompañada
por mi tía Emma. Viajó entre nubes, entre olas, convencida de que iba en barco;
y cuando el avión atravesó una tormenta, creyó que an-daba en carruaje, a los
tumbos, sobre el empedrado.
Estuvo un mes en casa. Comía
papillas de bebé y ro-baba caramelos. En plena noche se despertaba y quería
jugar al ajedrez o se peleaba con mi abuelo muerto ha-cía cuarenta años. A
veces intentaba alguna fuga hacia la playa, pero se le enredaban las piernas
antes de llegar a la escalera.
Al final dijo:
- Ahora, ya me puedo morir.
Me dijo que no iba a morirse
en España. Quería evi-tarme líos burocráticos, el traslado del cuerpo y todo
eso: dijo que ella bien sabía que yo odiaba los trámites.
Y se volvió a Montevideo.
Visitó a toda la familia, casa por casa, pariente por pariente, para que todos
vieran que había regresado de lo más bien, y que el viaje no tenía la culpa.
Entonces, a la semana de llegar, se acos-tó y se murió.
Los hijos echaron sus
cenizas bajo el árbol que ella había elegido.
A veces, la Abuela viene a
verme en sueños. Yo cami-no al borde de un río y ella es un pez que me acompaña
deslizándose, suave, suave, por las aguas.
La fiesta
Estaba suave el sol, el aire
limpio y el cielo sin nubes. Hundida en la arena, humeaba la olla de barro. En
el camino de la mar a la boca, los camarones pasaban por las manos de Zé
Fernando, maestro de ceremonias, que los bañaba en agua bendita y sal y
cebollas y ajo.
Había buen vino. Sentados en
rueda, los amigos com-partíamos el vino y los camarones y la mar que se abría,
libre y luminosa, a nuestros pies.
Mientras ocurría, esa
alegría estaba siendo ya recor-dada por la memoria y soñada por el sueño. Ella
no iba a terminarse nunca, y nosotros tampoco, porque somos todos mortales
hasta el primer beso y el segundo vaso, y eso lo sabe cualquiera, por poco que
sepa.
Las huellas digitales
Yo nací y crecí bajo las
estrellas de la Cruz del Sur. Vaya donde vaya, ellas me persiguen. Bajo la cruz
del sur, cruz de fulgores, yo voy viviendo las estaciones de mi suerte.
No tengo ningún dios. Si lo
tuviera, le pediría que no me deje llegar a la muerte: no todavía. Mucho me
falta andar. Hay lunas a las que todavía no ladré y soles en los que todavía no
me incendié. Todavía no me sumergí en todos los mares de este mundo, que dicen
que son siete, ni en todos los ríos del Paraíso, que dicen que son cuatro.
En Montevideo, hay un niño que
explica:
- Yo no quiero morirme nunca,
porque quiero jugar siem-pre.
El aire y el viento
Por los caminos voy, como el
burrito de San Fernan-do, un poquito a pie y otro poquito andando.
A veces me reconozco en los
demás. Me reconozco en los que quedarán, en los amigos abrigos, locos lindos de
la justicia y bichos voladores de la belleza y demás va-gos como seguirán las
estrellas de la noche y las olas de la mar. Entonces, cuando me reconozco en
ellos, yo soy aire aprendiendo a saberme continuado en el viento.
Me parece que fue Vallejo,
César Vallejo, quien dijo que a veces el viento cambia de aire.
Cuando yo ya no esté, el
viento estará, seguirá estan-do.
La ventolera
Silba el viento dentro de mí.
Estoy
desnudo. Dueño de nada, dueño de nadie, ni siquiera dueño de mis certezas, soy
mi cara en el viento, a contraviento, y soy el viento que me golpea la cara.