Estos relatos tempranos de Gabriel García Márquez fueron escritos y publicados entre 1947 y 1955, aunque, como libro, Ojos de perro azul no aparecería hasta 1974 cuando el escritor ya había publicado otros dos libros de relatos y cuatro novelas, de las que la última, Cien años de soledad, le proporcionaría su primer gran éxito internacional.
LA TERCERA RESIGNACIÓN
(1947)
Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que
ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de
un día a otro se hubiera desacostumbrado a él.
Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y
punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se
agrandaba cada vez más en espirales sucesivas, y le golpeaba por dentro
haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada,
desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su
estructura material de hombre firme; algo que «las otras veces» había
funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando la cabeza por dentro
con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética,
y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso
animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules,
moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar
entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba taladrando
el momento con su aguda punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo
sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su
cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No. El ruido
tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a
alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente
con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez
por su oído; que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos
que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huida del ruido
desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No permitiría que le estrujara más
sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las paredes interiores
del cráneo. Así era el ruido aquel: interminable como el golpear de la cabeza
de un niño contra un muro de concreto. Como todos los golpes duros dados contra
las cosas firmes de la naturaleza. Pero ya no le atormentaría más si pudiera
cercarlo, aislarlo. Ir cortando contra su propia sombra la figura variable. Y
agarrarlo. Apretarlo ahora sí definitivamente, arrojarlo con todas sus fuerzas
contra el pavimento y pisotearlo con ferocidad hasta cuando ya no pudiera
moverse verdaderamente, hasta cuando pudiera decir, jadeante, que había dado
muerte al ruido que lo atormentaba, que lo enloquecía y que ahora estaba tirado
en el suelo como cualquier cosa común convertido en un muerto integral.
Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y
eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos.
Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor
fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía
atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan
pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido habría tenido la impresión
de estar deshojando una flor de plomo.
Había sentido ese ruido «las otras veces» con la misma insistencia. Lo
había sentido, por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando —ante
la vista de un cadáver— se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y
se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. Él era verdaderamente
un cadáver y estaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el
tránsito de la muerte. La atmósfera se había endurecido en toda la casa como si
hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel bloque —en el que había
dejado los objetos como cuando era una atmósfera de aire— estaba él,
cuidadosamente colocado dentro del ataúd, de un cemento duro pero transparente.
Aquella vez, en su cabeza estaba también «ese ruido». Qué lejanas y qué frías
sentía las plantas de sus pies, allá, en el otro extremo del ataúd, donde
habían puesto una almohada, porque la caja le quedaría aún demasiado grande y
hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo
cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió
bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.
Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no
estaba muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda
facilidad. Al menos «espiritualmente». Pero no valía la pena. Era mejor dejarse
morir allí; morirse de muerte que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico
había dicho a su madre, secamente:
—Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo
—prosiguió—, haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su
muerte. Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo
sistema de autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos
espontáneos. Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también
normalmente. Es simplemente «una muerte viva». Una real y verdadera muerte…
Recordaba las palabras pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue
creación de su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre
tifoidea.
Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraones
embalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí
había empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía
distinguir, recordar, cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles
de su vida real. Por lo tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de
esa extraña «muerte viva». Es ilógica, paradojal, sencillamente contradictoria.
Y eso lo hacía sospechar ahora que, efectivamente, estaba muerto de verdad. Que
hacía dieciocho años que lo estaba.
Desde entonces —en el tiempo de su muerte tenía siete años— su madre le
mandó hacer un ataúd pequeño, de madera verde, un ataúd para un niño, pero el médico
ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto normal,
pues aquélla, pequeña, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un
muerto deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría
darse cuenta de la mejoría. En vista de aquella advertencia, su madre le hizo
construir un ataúd grande, para un cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a
los pies, con el fin de ajustarlo.
Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían
sacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento.
Había pasado así media vida. Dieciocho años (Ahora tenía veinticinco). Y había
llegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y el médico se
equivocaron en el cálculo e hicieron el ataúd medio metro más grande.
Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que era un gigante
semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó fue la barba poblada.
Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba arreglar para verlo decentemente
dentro de su ataúd. Esa barba le molestaba terriblemente en los días de calor.
¡Pero había algo que le preocupaba más que «ese ruido»! Eran los ratones.
Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le
produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales
asquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies.
Ya habían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a
comerse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos,
que subían a la caja por la pata de la mesa y lo estaban devorando. Cuando su
madre lo advirtiera, no quedaría ya de él sino los escombros, los huesos duros
y fríos. Lo que más horror le producía no era exactamente que se lo comieran
los ratones. Al fin y al cabo podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que
lo atormentaba era el terror innato que sentía hacía esos animalitos. Se le
erizaba la piel con sólo pensar en esos seres velludos que recorrían todo su
cuerpo, que penetraban por los pliegues de su piel y le rozaban los labios con
sus patas heladas. Uno de ellos subió hasta sus párpados y trató de roer su
córnea. Le vio grande, monstruoso, en su lucha desesperada por taladrarle la
retina. Creyó entonces una nueva muerte y se entregó, todo entero, a la
inminencia del vértigo.
Recordó que había llegado a la mayor edad. Tenía veinticinco años y eso
significaba que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias.
Pero cuando estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido.
La pasó muerto.
Su madre había tenido meticulosos cuidados durante el tiempo que duró la
transición de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene perfecta
del ataúd y de la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de
los jarrones y abría las ventanas todos los días para que penetrara el aire
fresco. ¡Con qué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo cuando,
después de medirlo, comprobaba que había crecido varios centímetros! Tenía la
maternal satisfacción de verlo vivo. Cuidó asimismo de evitar la presencia de
extraños en la casa. Al fin y al cabo era desagradable y misteriosa la
existencia de un muerto por largos años en una habitación familiar. Fue una
mujer abnegada. Pero muy pronto empezó a decaer su optimismo. En los últimos
años la vio mirar con tristeza la cinta métrica. Su niño no crecía ya más. En
los meses pasados no progresó el crecimiento un milímetro siquiera. Su madre
sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manera de advertir la presencia
de la vida en su muerto querido. Tenía el temor de que una mañana amaneciera
«realmente» muerto y tal vez por eso aquel día él pudo observar que se acercaba
a su caja discretamente, y olfateaba su cuerpo. Había caído en una crisis de
pesimismo. Últimamente descuidó las atenciones y ya ni siquiera tenía la
precaución de llevar la cinta métrica. Sabía que ya no crecería más.
Y él sabía que ahora estaba «realmente» muerto. Lo sabía por aquella
apacible tranquilidad con que su organismo se dejaba llevar. Todo había
cambiado intempestivamente. Los latidos imperceptibles que sólo él podía
percibir se habían desvanecido ahora de su pulso. Se sentía pesado, atraído por
una fuerza reclamadora y potente hacia la primitiva sustancia de la tierra. La
fuerza de gravedad parecía atraerlo ahora con un poder irrevocable. Estaba
pesado como un cadáver positivo, innegable. Pero estaba más descansado así. Ni
siquiera tenía que respirar para vivir su muerte.
Imaginariamente, sin tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus miembros.
Allí sobre una almohada dura, estaba su cabeza levemente vuelta hacia la
izquierda. Imaginó su boca entreabierta por la delgada orilla de frío que le
llenaba la garganta de granizo. Estaba tronchado como un árbol de veinticinco
años. Quizá trató de cerrar la boca. El pañuelo que había apretado a su quijada
estaba flojo. No pudo colocarse, componerse, tomar una «pose» siquiera para
parecer un muerto decente. Ya los músculos, los miembros, no acudían como
antes, puntuales al llamado de su sistema nervioso. Ya no era el de dieciocho
años atrás, un niño normal que podía moverse a gusto. Sintió sus brazos caídos,
tumbados para siempre, apretados contra las paredes acojinadas del ataúd. Su
vientre duro como una corteza de nogal. Y más allá las piernas íntegras,
exactas, complementando su perfecta anatomía de adulto. Su cuerpo reposaba con
pesadez pero apaciblemente, sin malestar alguno, como si el mundo se hubiera
detenido de repente y nadie interrumpiera el silencio; como si todos los pulmones
de la tierra hubieran dejado de respirar para no interrumpir la liviana quietud
del aire. Se sentía feliz como un niño bocarriba sobre la hierba fresca y
apretada contemplando una nube alta que se aleja por el cielo de la tarde. Era
feliz aunque sabía que estaba muerto, que reposaba para siempre en la caja
recubierta de seda artificial. Tenía una gran lucidez. No era como antes,
después de su primera muerte, en que se sintió embotado, bruto. Las cuatro
bujías que habían puesto en derredor suyo y que eran renovadas cada tres meses,
empezaban a agotarse nuevamente; precisamente cuando iban a ser indispensables.
Sintió la vecindad de la frescura en las violetas húmedas que su madre había
llevado a quella mañana. La sintió en las azucenas, en las rosas. Pero toda
aquella terrible realidad no le causaba ninguna inquietud; al contrario, era
feliz allí, solo con su soledad. ¿Sentiría miedo después?
Quién sabe. Era duro pensar en el momento en que el martillo golpeara los
clavos sobre la madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza segura de
volver a ser árbol. Su cuerpo, atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo
de la tierra, quedaría ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blando, y allá
arriba, sobre cuatro metros cúbicos, se irían apagando los últimos golpes de
los sepultureros. No. Allí tampoco sentiría miedo. Eso sería la prolongación de
su muerte, la prolongación más natural de su nuevo estado.
No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo, su médula se habría
enfriado para siempre y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano
de sus huesos. ¡Qué bien se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día
—sin embargo— sentirá que se derrumba su armadura sólida; y cuando trate de
citar, de repasar cada uno de sus miembros, no los encontrará. Sentirá que no
tiene forma exacta definida, y sabrá resignadamente que ha perdido su perfecta
anatomía de veinticinco años y que se ha convertido en un puñado de polvo sin
forma, sin definición geométrica.
En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera
nostalgia; nostalgia de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver
imaginario, abstracto, armado únicamente en el recuerdo borroso de sus
parientes. Sabrá entonces que va a subir por los vasos capilares de un manzano
y a despertarse mordido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá
entonces —y eso sí le entristecía— que ha perdido su unidad; que ya no es
—siquiera— un muerto ordinario, un cadáver común.
La última noche la había pasado feliz, en la solitaria compañía de su
propio cadáver.
Pero al nuevo día, al penetrar los primeros rayos de sol tibio por la
ventana abierta, sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento.
Quieto, rígido. Dejó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo:
allí estaba el «olor». Durante la noche la cadaverina había empezado a hacer
sus efectos. Su organismo había empezado a descomponerse, a pudrirse, como el
cuerpo de todos los muertos. El «olor» era, indudablemente, un olor
inconfundible a carne manida, que desaparecía y reaparecía después más
penetrante. Su cuerpo se había descompuesto con el calor de la noche anterior.
Sí. Se estaba pudriendo. Dentro de pocas horas vendría su madre a cambiar las
flores y desde el umbral la azotaría el tufo de la carne descompuesta. Entonces
sí lo llevarían a dormir su segunda muerte entre los otros muertos.
Pero de pronto el miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Qué
palabra tan honda, tan significativa ! Ahora tenía miedo, un miedo «físico»,
verdadero. ¿A qué se debía? Él lo comprendía perfectamente y se le estremecía
la carne: probablemente no estaba muerto. Lo habían metido allí, en esa caja
que ahora sentía perfectamente, blanda, acolchonada, terriblemente cómoda; y el
fantasma del miedo le abrió la ventana de la realidad: ¡Lo iban a enterrar
vivo!
No podía estar muerto, porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida que
giraba en torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que
penetraba por la ventana abierta y se confundía con el otro «olor». Se daba
perfecta cuenta del lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se había
quedado en el rincón y seguía cantando, creyendo que aún duraba la madrugada.
Todo le negaba su muerte. Todo menos el «olor». Pero, ¿cómo podía saber que
ese olor era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar el
agua de los jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el ratón que
el gato había arrastrado hasta su pieza se descompuso con el calor. No. El
«olor» no podía ser de su cuerpo.
Hacía unos momentos estaba feliz con su muerte, porque creía estar muerto.
Porque un muerto puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un vivo no
puede resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no respondían
a su llamado. No podía expresarse y era eso lo que le causaba terror; el mayor
terror de su vida y de su muerte. Lo enterrarían vivo. Podría sentir. Darse
cuenta del momento en que clavaran la caja. Sentiría el vacío del cuerpo
suspendido en hombros de los amigos, mientras su angustia y su desesperación se
irían agrandando a cada paso de la procesión.
Inútilmente tratará de levantarse, de llamar con todas sus fuerzas
desfallecidas, de golpear por dentro del ataúd oscuro y estrecho para que
supieran que aún vivía, que iban a enterrarlo vivo. Sería inútil; allí tampoco
responderían sus miembros al urgente y último llamado de su sistema nervioso.
Oyó ruidos en la pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una
pesadilla toda esa vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se
puso triste y quizá tuvo disgusto por ello. Hubiera querido que todas las
vajillas de la tierra se quebraran de un solo golpe, allí a su lado, para
despertar por una causa exterior, ya que su voluntad había fracasado.
Pero no. No era un sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño no
habría fallado el último intento de volver a la realidad. Él no despertaría ya
más. Sentía la blandura del ataúd y el «olor» había vuelto ahora con mayor
fuerza; con tanta fuerza que ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera
querido ver allí a sus parientes antes de que comenzara a deshacerse y el
espectáculo de la carne putrefacta les produjera asco. Los vecinos huirían
espantados del féretro con un pañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso no. Era
mejor que lo enterraran. Era preferible salir de “eso” cuanto antes. Él mismo
quería ahora deshacerse de su propio cadáver. Ahora sabía que estaba
verdaderamente muerto o al menos inapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De
todos modos persistía el «olor».
Resignado oiría las últimas oraciones, los últimos latinajos mal
respondidos por los acólitos. El frío lleno de polvo y de huesos del cementerio
penetrará hasta sus huesos y tal vez disipe un poco ese «olor». Tal vez —¡quién
sabe!— la inminencia del momento le haga salir de ese letargo. Cuando se sienta
nadando en su propio sudor, en una agua viscosa, espesa, como estuvo nadando
antes de nacer en el útero de su madre. Tal vez entonces esté vivo.
Pero estará ya tan resignado a morir, que acaso
muera de resignación.
LA OTRA COSTILLA DE LA
MUERTE
(1948)
Sin saber por qué, despertó sobresaltado. Un acre olor a violeta y a
formaldehído venía, robusto y ancho, desde la otra habitación a confundirse con
el aroma de flores recién abiertas que mandaba el jardín amaneciente. Trató de
serenarse, de recobrar ese ánimo que bruscamente había perdido en el sueño.
Debía de ser ya la madrugada porque afuera, en el huerto, había empezado a
cantar el chorro entre las legumbres y el cielo era azul por la ventana
abierta. Repasó la sombría habitación tratando de explicarse aquel despertar
brusco, inesperado. Tenía la impresión, la certidumbre física de que alguien
había entrado mientras él dormía. Sin embargo estaba solo, y la puerta, cerrada
por dentro, no daba muestra alguna de violencia. Sobre el aire de la ventana
despertaba un lucero. Quedó quieto un momento como tratando de aflojar la
tensión nerviosa que lo había empujado hacia la superficie del sueño, y
cerrando los ojos, bocarriba, empezó a buscar nuevamente el hilo de la
serenidad. La sangre, arracimada, se le desgajó en la garganta en tanto que más
allá, en el pecho, se le desesperaba el corazón robustamente, marcando un ritmo
acentuado y ligero como si viniera de una carrera desbocada. Repasó mentalmente
los minutos anteriores. Tal vez tuvo un sueño extraño. Pudo ser una pesadilla.
No. No había nada de particular, ningún motivo de sobresalto en «eso».
Iba en un tren —ahora puedo recordarlo— a través de un paisaje —este sueño
lo he tenido frecuentemente— de naturalezas muertas, sembrado de árboles
artificiales, falsos, frutecidos de navajas, tijeras y otros diversos —ahora
recuerdo que debo hacerme arreglar el cabello— instrumentos de barbería. Este sueño
lo había tenido frecuentemente pero nunca le produjo ese sobresalto. Detrás de
un árbol estaba su hermano, el otro, su gemelo, el que había sido enterrado
aquella tarde, gesticulando —esto me ha sucedido alguna vez en la vida real—
para que hiciera detener el tren. Convencido de la inutilidad de su mensaje
comenzó a correr detrás del vagón hasta cuando se derrumbó, jadeante, con la
boca llena de espuma. Ciertamente era su sueño absurdo, irracional, pero que no
motivaba en modo alguno ese despertar desasosegado. Cerró los ojos nuevamente
con las sienes golpeadas aún por la corriente de sangre que le subía firme como
un puño cerrado. El tren penetró a una geografía árida, estéril, aburrida, y un
dolor que sintió en la pierna izquierda le hizo desviar la atención del
paisaje. Observó que tenía —no debo seguir usando estos zapatos apretados— un
tumor en el dedo central del pie. De manera natural, y como si estuviera
acostumbrado a ello, sacó del bolsillo un destornillador con el que extrajo la
cabeza del tumor. La depositó cuidadosamente en una cajita azul —¿se ven los
colores en el sueño?— y por la cicatriz vio asomarse el extremo de un cordón
grasiento y amarillo. Sin alterarse, como si hubiera esperado la presencia de
ese cordón, tiró de él lentamente, con cuidadosa exactitud. Fue una cinta
larga, larguísima, que surgía espontáneamente, sin molestias ni dolor. Un
segundo después levantó la vista y vio que el vagón había sido desocupado y que
sólo, en otro compartimiento del tren, estaba su hermano vestido de mujer
frente a un espejo, tratando de extraerse el ojo izquierdo con unas tijeras.
En efecto, le disgustaba aquel sueño, pero no podía explicarse por qué le
alteraba la circulación si las veces anteriores, cuando las pesadillas eran
horripilantes, había logrado mantener la serenidad. Sintió las manos frías. El
olor a violetas y formaldehído persistía y se tornaba desagradable, casi
agresivo. Con los ojos cerrados, tratando de quebrar el tono alzado de la
respiración, intentó buscar un tema trivial para hundirse otra vez en el sueño
que se había interrumpido minutos antes. Podía pensar, por ejemplo, que dentro
de tres horas tengo que ir a la agencia funeraria a cancelar los gastos. En el
rincón un grillo trasnochado levantó su cascabel y llenó la habitación con su
garganta aguda, cortante. La tensión nerviosa empezó a ceder lenta pero
eficazmente y advirtió, otra vez, la flojedad, la laxitud de los músculos; se
sintió tumbado sobre la colcha blanda y espesa mientras el cuerpo, liviano,
ingrávido, traspasado por una dulce sensación de beatitud y cansancio iba
perdiendo conciencia de su propia estructura material, de esa sustancia
terrena, pesada, que lo definía, que lo situaba en una zona inconfundible y
exacta de la escala zoológica, y soportaba en su difícil arquitectura toda una
suma de sistemas, de órganos definidos geométricamente que le elevaban a la
arbitraria jerarquía de los animales racionales. Los párpados, dóciles ahora,
caían sobre la córnea con la misma naturalidad con que los brazos y las piernas
se confundían en un conjunto de miembros que, lentamente, fueron perdiendo
independencia; como si todo el organismo se hubiera revuelto en un solo órgano
grande, total, y él —el hombre— hubiera dejado sus raíces mortales para
penetrar en otras raíces más hondas y firmes, en las raíces eternas de un sueño
integral y definitivo. Oyó que afuera, del otro lado del mundo, el canto del
grillo se iba debilitando hasta desaparecer de sus sentidos que se habían
vuelto hacia adentro, sumergiéndolo a él en una nueva y descomplicada noción de
tiempo y espacio; borrando la presencia de ese mundo material, físico y
doloroso, lleno de insectos y de acres olores de violetas y formaldehídos.
Apaciblemente, envuelto en el tibio clima de serenidad codiciada sintió la
liviandad de su muerte artificial y diaria. Se hundió en una amable geografía,
en un mundo fácil, ideal; un mundo como diseñado por un niño, sin ecuaciones
algebraicas, sin despedidas amorosas y sin fuerzas de gravedad.
No podía precisar cuánto tiempo estuvo así, entre esa noble superficie de
sueños y realidades; pero sí recordaba que bruscamente, como si le hubiera sido
cortada la garganta por una cuchillada, dio un salto en el lecho y sintió que
su hermano gemelo, su hermano muerto, estaba sentado al borde de la cama.
Otra vez, como antes, el corazón fue un puño que le vino a la boca y lo
empujó a saltar. La luz naciente, el grillo que seguía moliendo la soledad con
su organillo destemplado, el aire fresco que subía del universo del jardín,
todo contribuyó a hacerlo volver nuevamente al mundo real; pero esta vez podía
comprender a qué se debía su sobresalto. Durante los breves minutos de
somnolencia, y —ahora me doy cuenta— durante toda la noche en que creyó tener
un sueño apacible, sencillo, sin pensamientos, su memoria había
estado fija en una sola imagen, constante, invariable; en una imagen autónoma
que se imponía a su pensamiento a pesar de la voluntad y de la resistencia del
pensamiento mismo. Sí. Casi sin que él lo advirtiera «ese» pensamiento se había
ido apoderando de él, llenándolo, habitándolo entero, convirtiéndose en un
telón de fondo que permanecía fijo detrás de los otros pensamientos,
constituyendo el soporte, la vértebra definitiva en el drama mental de su día y
de su noche. La idea del cadáver de su hermano gemelo se le había clavado en
todo el centro de la vida. Y ahora, cuando ya lo había dejado allá, en su
parcela de tierra, con los párpados estremecidos de lluvia, ahora tenía
miedo de él.
Nunca creyó que el golpe sería tan fuerte. Por la ventana entreabierta
volvió a entrar el olor confundido ya con otro olor a tierra húmeda, a huesos
sumergidos, y su olfato le salió al encuentro regocijado, con una tremenda
alegría de hombre bestial. Habían pasado ya muchas horas desde el momento en
que lovio retorcerse como un perro malherido debajo de las
sábanas, aullando, mordiendo ese grito último que le llenaba la garganta de
sal; tratando de romper con las uñas el dolor que se le trepaba
por la espalda hasta las raíces del tumor. No podía olvidar sus
maceteros de animal agonizante, rebelde ante la verdad que se le
había parado enfrente, que se había amarrado a su cuerpo con
tenacidad, con una constancia imperturbable, definitivamente como la muerte
misma. Él lo vio como en los últimos momentos de su
agonía bárbara. Cuando se rompió las uñas contra las paredes,
rasguñando ese último pedazo de vida que se le iba por entre los dedos, que se le
desangraba, mientras la gangrena se le metía por el costado como
una mujer implacable. Después lo vio tumbarse sobre el lecho
revuelto, con un mínimo de cansancio resignado, sudoroso, cuando los dientes
llenos de espuma le tiraron al mundo una sonrisa horrible, monstruosa, y la
muerte empezó a correrle por los huesos como un río de cenizas.
Fue entonces cuando pensé en el tumor que había dejado de dolerle en el
vientre. Lo imaginé redondo —ahora sintió él la misma sensación—, hinchado como
un sol interior, insoportable como un insecto amarillo que alargaba sus
filamentos viciosos hacia el fondo de los intestinos. (Sintió que las vísceras
se le desajustaron como ante la inminencia de una necesidad fisiológica) Tal
vez yo tenga alguna vez un tumor como el suyo. Al principio será una esfera
pequeña pero creciente que se irá ramificando, agrandándose dentro de mi
vientre como un feto. Probablemente lo sienta cuando empiece a moverse, a
desplazarse hacia adentro con una furia de niño sonámbulo, transitando por mis
intestinos, ciego —se llevó las manos al estómago para contener el dolor
agudo—, con las manos ansiosas tendidas hacia la sombra, buscando la matriz
tibia, el útero hospitalario que no ha de encontrar nunca; en tanto que sus
cien patas de animal fantástico se irán enredando en un largo y amarillo cordón
umbilical. Sí. Quizás yo —¡el estómago!—, como este hermano que acaba de morir,
tenga un tumor en la raíz de las vísceras. El olor que había mandado el jardín
regresaba ahora fuerte, repugnante, envuelto en una tufarada nauseabunda. El
tiempo parecía haberse detenido al borde de la madrugada. Contra el cristal el
lucero estaba cuajado, en tanto que la pieza vecina, en donde toda la noche
anterior estuvo el cadáver, seguía empujando su fuerte mensaje de formaldehído.
Era, ciertamente, un olor distinto al del jardín. Éste era un olor más
angustioso, más específico que ese confundido olor de las flores desiguales. Un
olor que siempre, después de conocido, relacionó con los cadáveres. Era el olor
glacial y exuberante que le dejó el aldehído fórmico de los anfiteatros. Pensó
en el laboratorio. Recordó las vísceras conservadas en alcohol absoluto; en las
aves disecadas. A un conejo saturado de formol se le vuelve dura la carne, se
deshidrata y pierde su dócil elasticidad hasta convertirse en un conejo
perpetuo, eternizado. Formaldehído. ¿De dónde saldrá ese olor? La única
manera de contener la podredumbre. Si los hombres tuviéramos
formol entre las venas seríamos como las piezas anatómicas
sumergidas en alcohol absoluto.
Oyó, allá afuera, el golpeteo de la lluvia creciente que se venía
martillando los cristales de la ventana entreabierta. Un aire fresco,
regocijado y nuevo entró cargado de humedad. El frío de las manos se
intensificó haciéndole sentir la presencia del formol en las arterias; como si
la humedad del patio hubiese entrado hasta sus huesos. Humedad. «Allá» hay
mucha humedad. Pensó con cierto disgusto en las noches de invierno en que la
lluvia traspasará la hierba y la humedad irá a dormir sobre el costado de su
hermano, a circularle por el cuerpo como una corriente concreta. Le parecía que
los muertos tuvieran necesidad de otro sistema circulatorio que los fuera
precipitando hacia otra muerte irremediable y última. En ese momento deseaba
que no lloviera más, que el verano fuera una estación eterna y dominante. Por
lo que estaba pensando le disgustaba la persistencia de ese tableteo húmedo
sobre los cristales. Quería que la arcilla de los cementerios fuera seca,
siempre seca, porque lo inquietaba pensar que pasados quince días, cuando la
humedad empiece a correrle por el tuétano, ya no habrá otro hombre igual,
exactamente igual a él debajo de la tierra.
Sí. Ellos eran dos hermanos gemelos, exactos, que a primera
vista nadie podía diferenciar. Antes, cuando estuvieron los dos viviendo sus
vidas separadas no eran sino dos hermanos gemelos, simples y
apartados como dos hombres diferentes. Espiritualmente no había
ningún factor común entre ellos. Pero ahora, cuando la rigidez, la terrible
realidad que se le trepaba por la espalda como un animal invertebrado, algo se
había disuelto en su atmósfera integral, algo que se pronunciaba como un vacío,
como si a su costado se hubiera abierto un precipicio, o como si, bruscamente,
le hubiera sido cercenada de un hachazo la mitad de su cuerpo; no de ese cuerpo
exacto, anatómico, sometido a una perfecta definición geométrica; no de ese
cuerpo físico que ahora sentía miedo, sino de otro cuerpo que venía más allá
del suyo, que había estado con él hundido en la noche líquida del vientre
materno y se remontaba con él por las ramas de una genealogía antigua; que
estuvo con él en la sangre de sus cuatro pares de bisabuelos y vino desde el
atrás, desde el principio del mundo, sosteniendo con su peso, con su misteriosa
presencia, todo el equilibrio universal. Podía ser que él estuviera con la
sangre de Isaac y Rebeca, que fuera su otro hermano el que nació trabado en su
calcañal y que vino dando tumbos de generación en generación, noche a noche, de
beso en beso, de amor en amor, descendiendo por arterias y testículos hasta
llegar, como en un viaje nocturno, a la matriz de su madre reciente. El
misterioso itinerario ancestral se le presentaba ahora doloroso y verdadero,
ahora que había sido roto el equilibrio y la ecuación resuelta definitivamente.
Sabía que algo faltaba a su armonía personal, a su integridad formal y
cotidiana: ¡Jacob se había libertado irremediablemente de sus tobillos!
Durante los días en que su hermano estuvo enfermo no tuvo esta sensación
porque el rostro demacrado, transfigurado por la fiebre y el dolor, con la
barba crecida, se había diferenciado altamente del suyo.
Pero una vez que estuvo inmóvil, tendido sobre su muerte total se llamó a
un barbero para que «arreglara» el cadáver. Él estuvo presente, pegado contra
el muro, cuando llegó el hombre vestido de blanco y armado con el limpio
instrumental de su profesión… Con la precisión de un maestro cubrió de espuma
la barba del muerto —la boca espumosa. Así lo vi antes de morir— y, lentamente,
como quien va revelando un secreto tremendo, empezó a rasurarlo. Fue entonces
cuando lo asaltó «esa» idea horrible. A medida que, al paso de la navaja, iba
surgiendo el rostro pálido y terroso del hermano gemelo, él iba sintiendo que
aquel cadáver no era una cosa extraña a él, sino que estaba
fabricado de su misma sustancia terrena, que era su propia repetición… Sentía
la extraña sensación de que sus parientes habían extraído del espejo la imagen
suya, la que él veía reflejada en el cristal cuando se afeitaba. Ahora que esa
imagen respondía a cada uno de sus movimientos había tomado independencia. Él
la había visto afeitarse otras veces, todas las mañanas. Pero asistía a la
dramática experiencia de que otro hombre estuviera quitándole la barba a la
imagen de su espejo, prescindiendo de su propia presencia física. Tuvo la
certeza, la seguridad de que si en aquel momento se hubiera acercado a un
cristal lo habría encontrado en blanco aunque la física no tuviera una
explicación exacta para aquel fenómeno. ¡Era la conciencia del desdoblamiento!
¡Su doble era un cadáver! Desesperado, tratando de reaccionar,
palpó el muro firme que le subió por el tacto como una corriente de seguridad.
El barbero terminó su labor y con la punta de las tijeras cerró los párpados
del cadáver. La noche le quedó temblando adentro, en la irrevocable soledad del
cuerpo desgajado. Así eran exactos. Dos hermanos idénticos, inquietamente
repetidos.
Fue entonces, al observar lo íntimamente ligadas que estaban esas dos
naturalezas, cuando se le ocurrió que algo extraordinario, inesperado, iba a
acontecer. Imaginó que la separación de los dos cuerpos en el espacio no era
más que aparente cuando, en realidad, ambos tenían una naturaleza única, total.
Tal vez cuando llegue hasta el muerto la descomposición orgánica, él, el vivo,
empiece a podrirse también dentro del mundo animado.
Oyó que la lluvia empezó a gotear con mayor fuerza sobre los cristales y
que el grillo reventó su cuerda de repente. Sus manos estaban ahora
intensamente frías con una larga frialdad deshumanizada. El olor a
formaldehído, acentuado, le hizo pensar en la posibilidad de traerse a la
podredumbre que le estaba comunicando su hermano gemelo desde allá, desde su
helado hueco de tierra. ¡Eso es absurdo! ¡Tal vez el fenómeno sea inverso!: la
influencia debía ejercerla él que permanecía con vida, con su energía, con su
célula vital. Quizás —en este plano— tanto él como su hermano permanezcan
intactos, sosteniendo un equilibrio entre la vida y la muerte para defenderse
de la putrefacción. ¿Pero quién podía asegurarlo? ¿No era posible asimismo que
el hermano sepultado continuara incorruptible en tanto que la podredumbre
invadía al vivo con sus pulpos azules?
Pensó que la última hipótesis era la más probable y
se resignó a esperar la llegada de su hora tremenda. La carne se le había
puesto suave, adiposa, y creyó sentir que una sustancia azul lo cubría por
entero. Olfateó hacia abajo la llegada de sus propios olores corporales, pero
sólo el formol de la pieza vecina le agitó las membranas olfativas con un
estremecimiento helado, inconfundible. Nada le preocupó después. En su rincón
el grillo trató de reiniciar la cantilena mientras una gota gruesa y exacta
empezó a colarse por el cielo raso en todo el centro de la habitación. La oyó
caer sin sorpresa porque sabía que en ese sitio la madera estaba envejecida,
pero se imaginó aquella gota formada por una agua fresca, buena y amiga que
venía del cielo, de una vida mejor, más ancha y menos llena de fenómenos
idiotas como el amor o como la digestión y la gemelidad. Tal vez esa gota iba a
llenar la habitación dentro de una hora o dentro de mil años y a disolver esa
armadura mortal, esa sustancia vana que tal vez —¿por qué no?— dentro de breves
instantes no sería ya sino una pastosa mezcla de albúmina y de suero. Ahora
todo era igual. Entre él y su tumba sólo se interponía su propia muerte.
Resignado, oyó la gota, gruesa, pesada, exacta, que golpeaba en el otro mundo,
en el mundo equivocado y absurdo de los animales racionales.
EVA ESTÁ DENTRO DE SU GATO
(1948)
De pronto notó que se le había derrumbado su belleza, que llegó a dolerle
físicamente como un tumor o como un cáncer. Todavía recordaba el peso de ese
privilegio que llevó sobre su cuerpo durante la adolescencia y que ahora había
dejado caer —¡quién sabe dónde!— con un cansancio resignado, con un último
gesto de animal decadente. Era imposible seguir soportando esa carga por más
tiempo. Había que dejar en cualquier parte ese inútil adjetivo de su
personalidad; ese pedazo de su propio nombre que a la fuerza de acentuarse
había llegado a sobrar. Sí; había que abandonar la belleza en cualquier parte;
a la vuelta de una esquina; en un rincón suburbano. O dejarla olvidada en el
ropero de un restaurante de segunda clase como un viejo abrigo inservible.
Estaba cansada de ser el centro de todas las atenciones, de vivir asediada por
los ojos largos de los hombres. En la noche, cuando clavaba en sus párpados los
alfileres del insomnio, hubiera deseado ser mujer ordinaria, sin atractivos.
Dentro de las cuatro paredes de su habitación todo le era hostil. Desesperada,
sentía prolongarse la vigilia por debajo de su piel, por su cabeza, empujando
la fiebre hacia arriba, hacia la raíz de su cabello. Era como si sus arterias
se hubieran poblado de unos insectos diminutos y calientes que con la cercanía
de la madrugada, diariamente, se despertaban y recorrían con sus patas
movedizas, en una desgarradora aventura subcutánea, ese pedazo de barro
frutecido donde se había localizado su belleza anatómica. En vano luchaba por
ahuyentar aquellos animales terribles. No podía. Eran parte de su propio
organismo. Habían estado allí, vivos, desde mucho antes de su existencia
física. Venían desde el corazón de su padre que los había alimentado
dolorosamente en sus noches de soledad desesperada. O tal vez habían
desembocado a sus arterias por el cordón que la llevó atada a su madre desde el
principio del mundo. Era indudable que esos insectos no habían nacido
espontáneamente dentro de su cuerpo. Ella sabía que venían de atrás, que todos
los que llevaron su apellido tuvieron que soportarlos, que tuvieron que
sufrirlos como ella cuando el insomnio se hacía invencible hasta la madrugada.
Eran esos insectos los mismos que pintaban ese gesto amargo, esa tristeza
inconsolable en el rostro de sus antepasados. Ella los había visto mirar desde
su apagada existencia, desde su retrato, antiguo, víctimas de esa misma
angustia. Todavía recordaba el rostro inquietante de la bisabuela que desde su
lienzo envejecido pedía un minuto de descanso, un segundo de paz a esos insectos
que allá, en los canales de su sangre, seguían martirizándola y embelleciéndola
despiadadamente. No; esos insectos no eran suyos. Venían transmitiéndose de
generación a generación sosteniendo con su diminuta armadura todo el prestigio
de una casta selecta; dolorosamente selecta. Esos insectos habían nacido en el
vientre de la primera madre que tuvo una hija bella. Pero era necesario,
urgente, detener esa herencia. Alguien tenía que renunciar a seguir
transmitiendo esa belleza artificial. De nada valía a las mujeres de su estirpe
admirarse de sí mismas al regresar del espejo, si durante las noches esos
animales hacían su labor lenta y eficaz, sin descanso, con una constancia de
siglos. Ya no era una belleza, era una enfermedad que había que detener, que
había que cortar en forma enérgica y radical.
Todavía recordaba las horas interminables en aquel lecho sembrado de agujas
calientes. Aquellas noches en que ella trataba de empujar el tiempo para que
con la llegada del día esas bestias dejaran de doler. ¿De qué servía una
belleza así? Noche a noche, hundida en su desesperación, pensaba que más le
hubiera valido ser una mujer vulgar, o ser hombre; pero no tener esa virtud
inútil, alimentada por insectos de remotos orígenes que le estaban precipitando
la llegada irrevocable de la muerte. Tal vez sería feliz si tuviera el mismo
desgarbo, esa misma fealdad desolada de su amiga checoslovaca que tenía nombre
de perro. Más le hubiera valido ser fea, para tener un sueño apacible como el
de cualquier cristiano.
Maldijo a sus antepasados. Ellos tenían la culpa de su vigilia. Ellos, que
habían transmitido esa belleza invariable, exacta, como si después de muertas
las madres sacudieran y renovaran las cabezas para injertarlas en los troncos
de las hijas. Era como si la misma cabeza, una cabeza sola, hubiera venido
transmitiéndose, con unas mismas orejas, con igual nariz, con idéntica boca,
con su pesada inteligencia, en todas las mujeres, quienes tenían que recibirla
irremediablemente como un doloroso patrimonio de belleza. Era allí, en la
transmisión de la cabeza, donde venía ese microbio eterno que a través de las
generaciones se había acentuado, había tomado personalidad, fuerza, hasta
convertirse en un ser invencible, en una enfermedad incurable que al llegar a
ella, después de haber pasado por un complicado proceso de censuración, ya ni
podía soportarse y era amarga y dolorosa… Exactamente como un tumor o como un
cáncer.
En esas horas de desvelo era cuando se acordaba de las cosas desagradables
a su fina sensibilidad. Recordaba esos objetos que constituían el universo
sentimental donde se habían cultivado, como en un caldo químico, aquellos
microbios desesperantes. En esas noches, con los redondos ojos abiertos y
asombrados, soportaba el peso de la oscuridad que caía sobre sus sienes como un
plomo derretido. En derredor suyo dormían todas las cosas. Y desde su rincón,
ella trataba de repasar, para distraer su sueño, sus recuerdos infantiles.
Pero siempre esa recordación terminaba con un terror por lo desconocido.
Siempre su pensamiento, después de vagar por los oscuros rincones de la casa,
se encontraba frente a frente con el miedo. Entonces empezaba la lucha. La
verdadera lucha contra tres enemigos inconmovibles. No podría —no, no podría
jamás— sacudir el miedo de su cabeza. Tenía que soportarlo apretado a su
garganta. Y todo por vivir en ese caserón antiguo, por dormir sola en aquel
rincón, apartada del resto del mundo.
Siempre su pensamiento se iba por los húmedos pasadizos oscuros sacudiendo
de los retratos el polvo seco cubierto de telarañas. Ese polvo inquietante y
tremendo que caía de arriba, desde ese sitio en que se estaban deshaciendo los
huesos de sus antepasados. Invariablemente se acordaba de «el niño». Allá lo
imaginaba, sonámbulo, debajo de la hierba, en el patio, junto al naranjo, con
un puñado de tierra mojada dentro de la boca. Le parecía verlo en su fondo
arcilloso, cavando hacia arriba con las uñas, con los dientes, huyéndole al
frío que le mordía la espalda; buscando la salida al patio por ese pequeño túnel
donde lo habían metido con los caracoles. En el invierno lo oía llorar con su
llanto chiquito, sucio de barro, traspasado por la lluvia. Lo imaginaba
completo. Tal como lo habían dejado cinco años atrás, en aquel hueco lleno de
agua. No podía pensar que se hubiera descompuesto. Al contrario, debía ser
bellísimo navegando en esa agua espesa como en un viaje sin salida. O lo veía
vivo, pero asustado, miedoso de sentirse solo, enterrado en un patio tan
sombrío. Ella misma se había opuesto a que lo dejaran allí, debajo del naranjo,
tan cercano a la casa. Le tenía miedo. Sabía que en las noches en que la
persiguiera la vigilia él lo adivinaría. Regresaría por los anchos corredores a
pedirle que lo acompañara, a pedirle que lo defendiera de esos otros insectos
que se estaban comiendo la raíz de sus violetas. Volvería a que lo dejara
dormir a su lado como cuando era vivo. Ella tenía miedo de sentirlo de nuevo a
su lado después de haber saltado el muro de la muerte. Tenía miedo de robar
esas manos que «el niño» traería siempre cerradas para calentar su pedacito de
hielo. Ella quería, después de que lo vio convertido en cemento, como la
estatua del miedo tumbada sobre el lino, quería que se lo llevaran lejos para
no recordarlo en la noche. Y sin embargo lo habían dejado allí, donde ahora
estaba imperturbable, astroso, alimentando su sangre con el barro de las
lombrices. Y ella tenía que resignarse a verlo regresar desde su fondo de
tinieblas. Porque siempre invariablemente, cuando se desvelaba se ponía a
pensar en «el niño» que debía estar llamándola desde su pedazo de tierra para
que lo ayudara a fugarse de esa muerte absurda.
Pero ahora, en su nueva vida intemporal, e inespacial, estaba más
tranquila. Sabía que allá, fuera de su mundo, todo seguiría marchando con el
mismo ritmo de antes; que su habitación debía de estar aún sumida en la
madrugada y que sus cosas, sus muebles, sus trece libros favoritos, permanecían
en su puesto. Y que en su lecho, desocupado, apenas empezaba a desvanecerse el
aroma corpóreo que ocupaba ahora su vacío de mujer entera. Pero, ¿cómo pudo
suceder «eso»? ¿Cómo ella, después de ser una mujer bella, con la sangre
poblada de insectos, perseguida por el miedo en la noche total, había dejado la
pesadilla inmensa, insomne, para ingresar ahora a un mundo extraño,
desconocido, en donde habían sido eliminadas todas las dimensiones? Recordó.
Aquella noche —la de su tránsito— hacía más frío que de costumbre y ella estaba
sola en la casa, martirizada por el insomnio. Nadie perturbaba el silencio, y el
olor que subía del jardín era un olor a miedo. El sudor brotaba de su cuerpo
como si la sangre de sus arterias se estuviera derramando con su carga de
insectos. Deseaba que alguien pasara por la calle, alguien que gritara, que
rompiera aquella atmósfera detenida. Que se moviera algo en la naturaleza, que
volviera la tierra a girar alrededor del Sol. Pero fue inútil. Ni siquiera
despertarían esos hombres imbéciles que se habían quedado dormidos debajo de su
oreja, dentro de la almohada. Ella también estaba inmóvil. Las paredes manaban
un fuerte olor a pintura fresca, ese olor espeso, grande, que no se siente con
el olfato sino con el estómago. Y sobre la mesa el reloj único, golpeando el
silencio con su máquina mortal. «¡El tiempo… oh, el tiempo…!», suspiró ella
recordando a la muerte. Y allá, en el patio, debajo del naranjo, seguía
llorando «el niño» con su llanto chiquito desde el otro mundo.
Acudió a todas sus creencias. ¿Por qué no amanecía en aquel momento o se
moría de una vez? Nunca creyó que la belleza fuera a costarle tantos
sacrificios. En aquel momento —como de costumbre— seguía doliéndole por encima
del miedo. Y por debajo del miedo seguían martirizándola esos implacables
insectos. La muerte se le había apretado a la vida como una araña que la mordía
rabiosamente, dispuesta a hacerla sucumbir. Pero estaba demorando el último
instante. Sus manos, esas manos que los hombres apretaban imbécilmente, con
manifiesta nerviosidad animal, estaban inmóviles, paralizadas por el miedo, por
ese terror irracional que venía de adentro, sin ningún motivo, sólo por saberse
abandonada en aquella casa antigua. Trató de reaccionar y no pudo. El miedo la
había absorbido totalmente y continuaba allí, fijo, tenaz, casi corpóreo; como
si fuera una persona invisible que se había propuesto no salir de su
habitación. Y lo que más la intranquilizaba era que ese miedo no tuviera
justificación alguna, que fuera un miedo único, sin razón; un miedo porque sí.
La saliva se había vuelto espesa en su lengua. Era mortificante entre sus dientes
esa goma dura que se le pegaba al paladar y fluía sin que ella pudiera
contenerla. Era un deseo distinto a la sed. Un deseo superior que estaba
experimentando por primera vez en su vida. Por un momento se olvidó de su
belleza, de su insomnio y de su miedo irracional. Se desconoció a sí misma. Por
un instante creyó que habían salido los microbios de su cuerpo. Sentía que se
habían venido pegados a su saliva. Sí; todo eso estaba muy bien. Bien que los
insectos la hubieran despoblado y que ahora pudiera dormir, pero era necesario
encontrar un medio para disolver aquella resina que le embotaba la lengua. Si
pudiera llegar hasta la despensa y… ¿Pero en qué estaba pensando? Tuvo un golpe
de sorpresa. Nunca había sentido «ese deseo». La urgencia de la acidez la había
debilitado, volviendo inútil la disciplina que había seguido fielmente durante
tantos años, desde el día en que sepultaron a «el niño». Era una tontería, pero
sentía asco de comerse una naranja. Sabía que «el niño» había subido hasta los
azahares y que las frutas del próximo otoño estarían hinchadas de su carne,
refrescadas con la tremenda frescura de su muerte. No. No podía comerlas. Sabía
que debajo de cada naranjo, en todo el mundo, había un niño enterrado que
endulzaba las frutas con la cal de sus huesos. Sin embargo ahora tenía que
comerse una naranja. Era el único remedio para esa goma que la estaba ahogando.
Era una tontería pensar que «el niño» estaba dentro de una fruta. Aprovecharía
ese momento en que la belleza había dejado de dolerle para llegar hasta la
despensa. Pero… ¿no era raro aquello? Era la primera vez en su vida que sentía
verdaderos deseos de comerse una naranja. Se puso alegre, alegre. ¡Ah, qué
placer! ¡Comerse una naranja! No sabía por qué, pero nunca tuvo un deseo más
imperativo. Se levantaría, feliz de ser otra vez una mujer normal; cantando
alegremente llegaría hasta la despensa, cantando alegremente, como una mujer
nueva, recién nacida. Llegaría inclusive hasta el patio y…
Su recuerdo se tronchaba de pronto. Recordaba que había tratado de
levantarse y que ya no estaba en su cama, que había desaparecido su cuerpo, que
no estaban allí sus trece libros favoritos y que ella no era ya ella. Ahora
estaba incorpórea, flotando, vagando sobre una nada absoluta, convertida en un
punto amorfo, pequeñísimo, sin dirección. No podía precisar lo sucedido. Estaba
confundida. Sólo tenía la sensación de que alguien la había empujado al vacío
desde lo alto de un precipicio. Y nada más. Pero ahora no sentía ninguna
reacción. Se sentía convertida en un ser abstracto, imaginario. Se sentía
convertida en una mujer incorpórea; algo como si de pronto hubiera ingresado en
ese alto y desconocido mundo de los espíritus puros.
Volvió a tener miedo. Pero era un miedo distinto al del momento anterior.
Ya no era el miedo al llanto de «el niño». Era un terror por lo extraño, por lo
misterioso y desconocido de su nuevo mundo. ¡Y pensar que después todo eso
había sucedido tan inocentemente, con tanta ingenuidad de su parte! ¿Qué iba a
decir a su madre cuando al llegar a la casa se iba a enterar de lo acontecido?
Empezó a pensar en la alarma que se produciría en los vecinos cuando abrieran
la puerta de su habitación y descubrieran que el lecho estaba vacío, que las
cerraduras no habían sido tocadas, que nadie había podido entrar o salir y que,
sin embargo, ella no estaba allí. Imaginó el gesto desesperado de su madre
buscándola por toda la habitación, haciendo conjeturas, preguntándose a sí
misma «qué habría sido de esa niña». La escena se le presentaba clara. Acudirían
los vecinos y empezarían a tejer comentarios —algunos maliciosos— sobre su
desaparición. Cada cual pensaría según su propio y particular modo de pensar.
Cada cual trataría de dar la explicación más lógica, la más aceptable al menos,
en tanto que su madre correría por los pasadizos del caserón, desesperada,
llamándola por su nombre.
Y ella estaría allí. Contemplaría el momento, detalle a detalle, desde su
rincón, desde el techo, desde las hendiduras del muro, desde cualquier parte;
desde el ángulo más propicio, escudada en su estado incorpóreo, en su
inespacialidad. La intranquilizaba pensarlo. Ahora se daba cuenta de su error.
No podría dar ninguna explicación, aclarar nada, consolar a nadie. Ningún ser
vivo podría ser informado de su transformación. Ahora —quizás la única vez que
los necesitaba— no tendría una boca, unos brazos, para que todos supieran que
ella estaba allí, en su rincón, separada del mundo tridimensional por una
distancia insalvable. En su nueva vida estaba aislada, totalmente impedida de
captar sensaciones. Pero a cada momento algo vibraba en ella, un
estremecimiento que la recorría, inundándola, la hacía saber de ese otro
universo físico que se movía fuera de su mundo. No oía, no veía, pero sabía de
ese sonido y de esa visión. Y allá, en la altura de su mundo superior, empezó a
saber que un ambiente de angustia la rodeaba…
Hacía apenas un segundo —de acuerdo con nuestro mundo temporal— que se
había realizado el tránsito, de manera que sólo ahora empezaba ella a conocer
las modalidades, las características de su nuevo mundo. En torno suyo giraba
una oscuridad absoluta, radical. ¿Hasta cuándo durarían esas tinieblas?
¿Tendría que acostumbrarse a ellas eternamente? Su angustia aumentó de concentración
al saberse hundida en esa niebla espesa, impenetrable: ¿estaría en el limbo? Se
estremeció. Recordó todo lo que había oído decir alguna vez sobre el limbo. Si
en verdad estaba allí, a su lado flotaban otros espíritus puros de niños que
murieron sin bautismo, que habían estado muriendo durante mil años. Trató de
buscar en la sombra la vecindad de esos seres que debían de ser mucho más
puros, mucho más simples que ella. Aislados por completo del mundo físico,
condenados a una vida sonámbula y eterna. Tal vez estaba «el niño» persiguiendo
una salida para llegar hasta su cuerpo.
Pero no. ¿Por qué tendría que estar en el limbo? ¿Acaso había muerto? No.
Simplemente fue un cambio de estado, un tránsito normal del mundo físico a un
mundo más fácil, descomplicado, en el que habían sido eliminadas todas las
dimensiones.
Ahora no tenía que sufrir esos insectos subcutáneos. Su belleza se había
derrumbado. Ahora, en esa situación elemental, podía ser feliz. Aunque… —¡oh!—
no completamente feliz porque ahora su más grande deseo, el deseo de comerse
una naranja, se había hecho irrealizable. Era por lo único que hubiera querido
estar todavía en su primera vida. Para poder satisfacer la urgencia de la
acidez que persistía aún después del tránsito. Trató de orientarse a fin de
llegar hasta la despensa y sentir, siquiera, la fresca y agria compañía de las
naranjas. Fue entonces cuando descubrió una nueva modalidad de su mundo: estaba
en todas partes de la casa, en el patio, en el techo, hasta en el propio
naranjo de «el niño». Estaba en todo el mundo físico más allá. Y sin embargo no
estaba en ninguna parte. De nuevo se intranquilizó. Había perdido el control
sobre sí misma. Ahora estaba sometida a una voluntad superior, era un ser
inútil, absurdo, inservible. Sin saber por qué empezó a ponerse triste. Casi
comenzó a sentir nostalgia por su belleza: por esa belleza que ella había
desperdiciado tontamente.
Pero una idea suprema la reanimó. ¿No había oído decir acaso que los
espíritus puros pueden penetrar a voluntad en cualquier cuerpo? Después de
todo, ¿qué perdía con intentarlo? Trató de recordar cuál de los habitantes de
la casa podría ser sometido a la prueba. Si lograba realizar su propósito
quedaría satisfecha: podría comerse la naranja. Recordó. A esa hora la gente del
servicio no acostumbraba estar allí. Su madre no había llegado todavía. Pero la
necesidad de comerse una naranja, unida ahora a la curiosidad de verse
encarnada en un cuerpo distinto al suyo, la obligaba a actuar cuanto antes.
Pero no había allí nadie en quien encarnarse. Era una razón desoladora: no
había nadie en la casa. Tendría que vivir eternamente aislada del mundo
exterior, en su mundo adimensional, sin poder comerse la primera naranja. Y
todo por una tontería. Hubiera sido mejor seguir soportando unos años más esa
belleza hostil y no anularse para siempre, inutilizarse como una bestia
vencida. Pero ya era demasiado tarde.
Iba a retirarse, decepcionada, a una región distante del universo, a una
comarca donde pudiera olvidarse de todos sus pasados deseos terrenos. Pero algo
la hizo desistir bruscamente. En su comarca desconocida se abrió la promesa de
un futuro mejor. Sí, había alguien en la casa en quien podría reencarnarse: ¡en
el gato! Vaciló luego. Era difícil resignarse a vivir dentro de un animal.
Tendría una piel suave, blanca, y habría en sus músculos concentrada una gran
energía para el salto. En la noche sentiría brillar sus ojos en la sombra como
dos brasas verdes. Y tendría unos dientes blancos, agudos, para sonreírle a su
madre desde su corazón felino con una ancha y buena sonrisa animal. ¡Pero no…!
No podía ser. Se imaginó de pronto metida dentro del cuerpo del gato,
recorriendo otra vez los pasadizos de la casa, manejando cuatro patas incómodas
y aquella cola se movería suelta, sin ritmo, ajena a su voluntad. ¿Cómo sería
la vida desde esos ojos verdes y luminosos? En la noche se iría a maullarle al
cielo para que no derramara su cemento enlunado sobre el rostro de «el niño»
que estaría bocarriba bebiéndose el rocío. Tal vez en su situación de gato
también sienta miedo. Y tal vez, al fin de todo no podría comerse la naranja
con esa boca carnívora. Un frío venido de allí mismo, nacido en la propia raíz
de su espíritu, tembló en su recuerdo. No, no era posible encarnarse en el
gato. Tenía miedo de sentir un día en su paladar, en su garganta, en todo su
organismo cuadrúpedo, el deseo irrevocable de comerse un ratón. Probablemente
cuando su espíritu empiece a poblar el cuerpo del gato ya no sentiría deseos de
comerse una naranja, sino el repugnante y vivo deseo de comerse un ratón. Se
estremeció al imaginarlo preso entre sus dientes después de la cacería. Lo
sintió debatirse en sus últimos intentos de fuga, tratando de liberarse para
llegar otra vez hasta su cueva. No. Todo menos eso. Era preferible seguir allí
eternamente, en ese mundo lejano y misterioso de los espíritus puros.
Pero era difícil resignarse a vivir olvidada para siempre. ¿Por qué tenía
que sentir deseos de comerse un ratón? ¿Quién primaría en esa síntesis de mujer
y gato? ¿Primaría el instinto animal primitivo, del cuerpo, o la voluntad pura
de mujer? La respuesta fue clara, cristalina. Nada había que temer. Se
encarnaría en el gato y se comería su deseada naranja. Además sería un ser
extraño, un gato con inteligencia de mujer bella. Volvería a ser el centro de
todas las atenciones… Fue entonces, por primera vez, cuando comprendió que por
sobre todas sus virtudes estaba imperando su vanidad de mujer metafísica.
Como un insecto cuando pone en guardia sus antenas, así orientó ella su
energía por toda la casa en busca del gato. A esa hora debía de estar aún sobre
la estufa soñando que despertará con un tallo de valeriana entre los dientes.
Pero no estaba allí. Volvió a buscarlo, pero ya no encontró la estufa. La
cocina no era la misma. Los rincones de la casa le eran extraños; ya no eran
aquellos oscuros rincones llenos de telaraña. El gato no estaba en ninguna
parte. Buscó por los tejados, en los árboles, en los canales, debajo de la
cama, en la despensa. Todo lo encontró confundido. Donde creyó encontrar, otra
vez, los retratos de sus antepasados, no encontró sino un frasco con arsénico.
De allí en adelante encontró arsénico por toda la casa, pero el gato había
desaparecido. La casa no era ya la misma de antes. ¿Qué había sido de sus cosas?
¿Por qué sus trece libros favoritos estaban cubiertos ahora de una espesa capa
de arsénico? Recordó el naranjo del patio. Lo buscó y trató de encontrar otra
vez «el niño» en su hueco de agua. Pero no estaba el naranjo en su sitio, y «el
niño» no era ya sino un puño de arsénico con ceniza bajo una pesada plataforma
de concreto. Ahora sí dormía definitivamente. Todo era distinto. Y la casa
tenía un fuerte olor arsenical que golpeaba el olfato como desde el fondo de
una droguería.
Sólo entonces comprendió ella que habían pasado ya tres mil años desde el
día en que tuvo deseos de comerse la primer naranja.
AMARGURA PARA TRES SONÁMBULOS
(1949)
Ahora la teníamos allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos
dijo, antes de que trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a madera reciente, sus
zapatos sin peso para el barro—, que no podía acostumbrarse a aquella vida
lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad de cal y
canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo —y había pasado mucho
tiempo antes de que lo recordáramos— que ella también había tenido una
infancia. Quizá no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola sentada en el
rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre los labios, tal vez
aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto
sensible a la frescura anticipada de la lluvia, y que soportó siempre de perfil
a su cuerpo, una sombra inesperada.
Todo eso —y mucho más— lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos
cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo
supimos, cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a
dar gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada uno por su nombre, hablando
entre lágrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella; nos pusimos a cantar y a
batir palmas, como si nuestra gritería pudiera soldar los cristales esparcidos.
Sólo entonces pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus
gritos se parecieran en algo a una revelación; como si tuvieran mucho de árbol
recordado y río profundo, cuando se incorporó, se inclinó un poco hacia adelante,
y todavía sin cubrirse la cara con el delantal, todavía sin sonarse la nariz, y
todavía con lágrimas, nos dijo: «No volveré a sonreír».
Salimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos
comunes. Tal vez pensamos que no sería lo mejor encender las luces de la casa.
Ella deseaba estar sola —quizás—, sentada en el rincón sombrío, tejiéndose la
trenza final, que parecía ser lo único que sobreviviría de su tránsito hacia la
bestia.
Afuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos
sentamos a pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos haber dicho
que estábamos haciendo lo que habíamos hecho todos los días de nuestras vidas.
Sin embargo, aquella noche era distinto: ella había dicho que no volvería a
sonreír, y nosotros, que tanto la conocíamos, teníamos la certidumbre de que la
pesadilla se había vuelto verdad. Sentados en un triángulo la imaginábamos allá
adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes
que medían el ritmo, marcado y minucioso, en que se iba convirtiendo en polvo:
«Si por lo menos tuviéramos valor para desear su muerte», pensábamos a coro.
Pero la queríamos así, fea y glacial, como una mezquina contribución a nuestros
ocultos defectos.
Éramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin
embargo, la mayor de la casa. Esa misma noche habría podido estar allí, sentada
con nosotros, sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos
sanos. Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de
un buen burgués o concubina de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en
una sola dimensión, como la línea recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes
no pudieran conocerse de perfil. Desde varios años atrás ya lo sabíamos todo.
Ni siquiera nos sorprendimos una mañana, después de levantados, cuando la
encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura actitud
estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos, que había caído desde la ventana
del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí, tiesa y
concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que
conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al
vacío. La levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al
principio. Al contrario, tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad,
como un muerto tibio que no hubiera empezado a endurecerse.
Tenía los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a
sedimento sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la
hubiéramos puesto frente a un espejo. Nos miró a todos con una apagada
expresión sin sexo, que nos dio —teniéndola ya entre mis brazos— la medida de
su ausencia. Alguien nos dijo que estaba muerta; y se quedó después sonriendo
con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las noches cuando transitaba
despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó hasta el patio. Dijo que
había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante, agudo, que
parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se
había puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al
piso de cemento.
Sabíamos, sin embargo, que no podía recordar ninguna oración, como supimos
después que había perdido la noción del tiempo cuando dijo que se había dormido
sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando desde afuera, y
que estaba completamente dormida cuando alguien, cogiéndola por los hombros,
apartó la pared y la puso a ella de cara al sol.
Aquella noche sabíamos, sentados en el patio, que no volvería a sonreír.
Quizá nos dolió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y
voluntarioso vivir arrinconado. Nos dolía hondamente, como nos dolía el día que
la vimos sentarse en el rincón, adonde ahora estaba; y le oímos decir que no
volvería a deambular por la casa. Al principio no pudimos creerle. La habíamos
visto durante meses enteros transitando por los cuartos a cualquier hora, con la
cabeza dura y los hombros caídos, sin detenerse, sin fatigarse nunca. De noche
oíamos su rumor corporal, denso, moviéndose entre las oscuridades, y quizás nos
quedamos muchas veces, despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar,
siguiéndola con el oído por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto el
grillo dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida
transparencia y que había atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo.
No supimos, en realidad, lo que quería decirnos, pero todos pudimos comprobar
que tenía la ropa mojada, pegada al cuerpo, como si acabara de salir de un
estanque. Sin pretender explicarnos el fenómeno, resolvimos acabar con los
insectos de la casa: destruir los objetos que la obsesionaban. Hicimos limpiar
las paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si hubiéramos
limpiado de pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oímos
caminar, ni la oímos hablar de grillos, hasta el día en que, después de la
última comida, se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento, todavía
sin dejar de mirarnos, y nos dijo: «Me quedaré aquí, sentada», y nos
estremecimos, porque pudimos ver que había empezado a parecerse a algo que era
ya casi completamente como la muerte.
De eso hacía ya mucho tiempo y hasta nos habíamos acostumbrado a verla
allí, sentada, con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto
en su soledad y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad
natural de estar presente. Por eso ahora sabíamos que no volvería a sonreír;
porque lo había dicho en la misma forma convencida y segura en que una vez nos
dijo que no volvería a caminar. Era como si tuviéramos la certidumbre de que
más tarde nos diría: «No volveré a ver» o quizá: «No volveré a oír», y supiéramos
que era lo suficientemente humana para ir eliminando a voluntad sus funciones
vitales, y que, espontáneamente, se iría acabando sentido a sentido, hasta el
día en que la encontráramos recostada a la pared como si se hubiera dormido por
primera vez en su vida. Quizás faltaba mucho tiempo para eso, pero los tres,
sentados en el patio, habríamos deseado aquella noche sentir su llanto afilado
y repentino de cristal roto, al menos para hacernos la ilusión de que habría
nacido una niña dentro de la casa. Para creer que había nacido nueva.
DIÁLOGO DEL ESPEJO
(1949)
El hombre de la estancia anterior, después de haber dormido largas horas
como un santo, olvidado de las preocupaciones y desasosiegos de la madrugada
reciente, despertó cuando el día era alto y el rumor de la ciudad invadía
—total— el aire de la habitación entreabierta. Debió pensar —de no habitarlo
otro estado de alma— en la espesa preocupación de la muerte, en su miedo
redondo, en el pedazo de barro —arcilla de sí mismo— que tendría su hermano
debajo de la lengua. Pero el sol regocijado que clarificaba el jardín le desvió
la atención hacia otra vida más ordinaria, más terrenal y acaso menos verdadera
que su tremenda existencia interior. Hacía su vida de hombre corriente, de
animal cotidiano, que le hizo recordar —sin contar para ello con su sistema
nervioso, con su hígado alterable— la irremediable imposibilidad de dormir como
un burgués. Pensó —y había allí, por cierto, algo de matemática burguesa— en el
trabalenguas de cifras, en los rompecabezas financieros de la oficina.
Las ocho y doce. Definitivamente llegaré tarde. Paseó la yema de los dedos
por la mejilla. La piel áspera, sembrada de troncos retoñados, le dejó la
impresión del pelo duro por las antenas digitales. Después, con la palma de la
mano entreabierta, se palpó el rostro distraído, cuidadosamente, con la serena
tranquilidad del cirujano que conoce el núcleo del tumor; y de la superficie
blanda fue surgiendo hacia adentro la dura sustancia de una verdad que, en
ocasiones, le había blanqueado la angustia. Allí, bajo las yemas —y después de
las yemas, hueso contra hueso— su irrevocable condición anatómica había
sepultado un orden de compuestos, un apretado universo de tejidos, de mundos
menores, que lo venían soportando, levantando su armadura carnal hacia una
altura menos duradera que la natural y última posición de sus huesos.
Sí. Contra la almohada, hundida la cabeza en la blanda materia, tumbando el
cuerpo sobre el reposo de sus órganos, la vida tenía un sabor horizontal, un
mejor acomodamiento a sus propios principios. Sabía que, con el esfuerzo mínimo
de cerrar los párpados, esa larga, fatigante tarea que le aguardaba empezaría a
resolverse en un clima descomplicado, sin compromisos con el tiempo ni con el
espacio: sin necesidad de que, al realizarla, esa aventura química que
constituía su cuerpo sufriera el más ligero menoscabo. Por el contrario, así,
con los párpados cerrados, había una economía total de recursos vitales, una
ausencia absoluta de orgánicos desgastes. Su cuerpo, hundido en el agua de los
sueños, podría moverse, vivir, evolucionar hacia otras formas existenciales en
las que su mundo real tendría, para su necesidad íntima, una idéntica densidad
de emociones —si no mayor— con las que la necesidad de vivir quedaría
completamente satisfecha sin detrimento de su integridad física. Sería
—entonces— mucho más fácil la tarea de convivir con los seres y las cosas,
actuando, sin embargo, en igual forma que en el mundo real. Las tareas de
rasurarse, de tomar el ómnibus, de resolver las ecuaciones de la oficina,
serían simples y descomplicadas en su sueño, y le produciría, a la postre, la
misma satisfacción interior.
Sí. Era mejor hacerlo en esa forma artificial, como lo estaba haciendo ya;
buscando en la habitación iluminada el rumbo del espejo. Como lo hubiera
seguido haciendo si, en aquel instante, una pesada máquina, brutal y absurda,
no hubiera deshecho la tibia sustancia de su sueño incipiente. Ahora,
regresando al mundo convencional, el problema revestía ciertamente mayores
caracteres de gravedad. Sin embargo, la curiosa teoría que acababa de
inspirarle su molicie, lo había desviado hacia una comarca de comprensión, y
desde adentro de su hombre sintió el desplazamiento de la boca hacia los lados,
en un gesto que debió ser una sonrisa involuntaria. Fastidiado —en el fondo
continuaba sonriendo. «Tener que afeitarme cuando debo estar sobre los libros
en veinte minutos. Baño ocho, rápidamente cinco, desayuno siete. Salchichas
viejas desagradables. Almacén de Mabel salsamentaria, tornillos, drogas,
licores; eso es como una caja de qué sé yo quién; se me olvidó la palabra. (El
ómnibus se daña los martes y demora siete.) Pendora. No: Peldora. No es así. Total
media hora. No hay tiempo. Se me olvidó la palabra, una caja donde hay de todo.
Perdona. Empieza con pe».
Con la bata puesta, ya frente al lavabo, un rostro somnoliento, desgreñado
y sin afeitar, le echó una mirada aburrida desde el espejo. Un ligero sobresalto
le subió, como un hilillo frío, al descubrir en aquella imagen a su propio
hermano muerto cuando acababa de levantarse. El mismo rostro cansado, la misma
mirada que no terminaba aún de despertar.
Un nuevo movimiento envió al espejo una cantidad de luz destinada a
conducir un gesto agradable, pero el regreso simultáneo de aquella luz le trajo
—contrariando sus propósitos— una mueca grotesca. Agua. El chorro caliente se
ha abierto torrencial, exuberante y la oleada de vapor blanco y espeso está interpuesta
entre él y el cristal. Así —aprovechando la interrupción con un rápido
movimiento— logra ponerse de acuerdo con su propio tiempo y con el tiempo
interior del azogue.
Sobre la cinta de cuero se levantó llenando de cortantes orillas, de
helados metales; y la nube —desvanecida ya— le mostró de nuevo la otra cara,
turbia de complicaciones físicas, de leyes matemáticas, en las que la geometría
intentaba una nueva manera de volumen, una forma concreta de la luz. Allí,
frente a él, estaba el rostro, con pulso, con latidos de su propia presencia,
transfigurado en un gesto, que era simultáneamente una seriedad sonriente y
burlona, asomada al otro cristal húmedo que había dejado la condensación del
vapor.
Sonrió. (Sonrió) Mostró —a sí mismo— la lengua. (Mostró —al de la realidad—
la lengua). El del espejo la tenía pastosa, amarilla: «Andas mal del estómago»,
diagnosticó (gesto sin palabras) con una mueca. Volvió a sonreír (Volvió a
sonreír.) Pero ahora él pudo observar que había algo de estúpido, de artificial
y de falso en esa sonrisa que se le devolvía. Se alisó el cabello () (Se alisó
el cabello) con la mano derecha (izquierda), para, inmediatamente, volver la
mirada avergonzado (y desaparecer). Extrañaba su propia conducta de pararse
frente al espejo a hacer gestos, como un cretino. Sin embargo, pensó que todo
el mundo observaba frente al espejo idéntica conducta y su indignación fue
entonces mayor, ante la certeza de que, siendo todo el mundo cretino, él no
estaba sino rindiéndole tributo a la vulgaridad. Ocho y diecisiete.
Sabía que era necesario apresurarse si no quería ser despedido de la
agencia. De esa agencia que se había convertido, desde hacía algún tiempo, en
el sitio de partida de sus propios funerales diarios.
El jabón, al contacto con la brocha, había levantado ya una blancura azul
liviana que lo recuperaba de sus preocupaciones. Era el momento en que la pasta
jabonosa se subía por el cuerpo, por la red de las arterias, y le facilitaba el
funcionamiento de toda la maquinaria vital… Así, regresado a la normalidad, le
pareció más cómodo buscar en el cerebro saponificado la palabra con que quería
comparar el almacén de Mabel. Peldora. La cacharrería de Mabel. Peldora. La
salsamentaria o droguería. O todo a la vez: Pendora.
Sobre la jabonería hervía la espuma suficiente. Pero siguió frotando la
brocha, casi con pasión. El espectáculo pueril de las burbujas le daba una
clara alegría de niño grande que se le trepara al corazón, pesada y dura, como
un licor barato. Un nuevo esfuerzo en persecución de la sílaba habría sido
entonces suficiente para que la palabra reventara, madura y brutal; para que
saliera a flote en aquella agua espesa, turbia, de su esquiva memoria. Pero
esta vez, como las anteriores, las piececillas dispersas, desarmadas de un
mismo sistema, no ajustarían con exactitud para lograr la totalidad orgánica y
él se dispuso a desistir para siempre de la palabra: ¡Pendora!
Y era ya tiempo de que desistiera de aquella búsqueda inútil, porque —ambos
alzaron la vista y se encontraron en los ojos— su hermano gemelo, con la brocha
espumeante, había empezado a cubrirse el mentón de frescura blancurazul,
dejando correr la mano izquierda —él lo imitó con la derecha— con suavidad y
precisión, hasta cubrir la zona abrupta. Desvió la vista y la geometría de las
manecillas se le presentó empeñada en la solución de un nuevo teorema de
angustia: ocho y dieciocho. Lo estaba haciendo muy lentamente. Así que, con el
firme propósito de terminar pronto, afirmó la navaja de cuerno obediente a la
movilidad del meñique.
Calculando que en tres minutos estaría terminado el trabajo, levantó el
brazo derecho (izquierdo) hasta la altura de la oreja derecha (izquierda),
haciendo de paso la observación de que nada debía resultar tan difícil como
afeitarse en la forma en que lo estaba haciendo la imagen del espejo. Había
derivado de allí toda una serie de cálculos complicadísimos con el propósito de
averiguar la velocidad de la luz que, casi simultáneamente,
realizaba el viaje de ida y regreso para reproducir cada movimiento. Pero el
esteta que lo habitaba, tras una lucha aproximadamente igual a la raíz cuadrada
de la velocidad que hubiera podido averiguar, venció al matemático, y el
pensamiento del artista se fue hacia los movimientos de la hoja que
verdeazulblanqueaba con los diferentes golpes de luz. Rápidamente —y el
matemático y esteta estaban ahora en paz— bajó el filo por la mejilla derecha
(izquierda) hasta el meridiano del labio, y observó con satisfacción que la
mejilla izquierda de la imagen aparecía limpia entre sus bordes de espuma.
De todos sus sentidos ninguno le merecía tanta desconfianza como el del
olfato. Pero, aun por encima de sus cinco sentidos y aun cuando aquella fiesta
no fuera más que un optimismo de su pituitaria, la necesidad de terminar cuanto
antes era, en aquel momento, la más urgente necesidad de sus cinco sentidos.
Con precisión y ligereza —el matemático y el artista se mostraron los dientes—
subió la hoja de adelante (atrás) hacia atrás (adelante) hasta la comisura
(derecha) izquierda, mientras con la mano izquierda (derecha) se alisaba la
piel, facilitando así el paso de la orilla metálica, de adelante (atrás) hacia
(adelante) atrás, y de arriba (arriba) hacia abajo, terminando —ambos
jadeantes— el trabajo simultáneo.
Pero, ya al finalizar, y cuando daba los últimos toques a la mejilla
izquierda con la mano derecha, alcanzó a ver su propio codo contra el espejo.
Lo vio, grande, extraño, desconocido, y observó con sobresalto que, por encima
del codo, otros ojos igualmente grandes e igualmente desconocidos, buscaban
desorbitados la dirección del acero. Alguien está tratando de ahorcar a mi
hermano. Un brazo poderoso. ¡Sangre! Siempre sucede lo mismo cuando lo hago de
prisa.
Buscó, en su rostro, el sitio correspondiente; pero su dedo quedó limpio y
no denunció el tacto solución alguna de continuidad. Se sobresaltó. No había
heridas en su piel, pero allá, en el espejo, el otro estaba sangrando
ligeramente. Y en su interior volvió a ser verdad el fastidio de que se
repitieran las inquietudes de la noche anterior. De que ahora, frente al
espejo, fuera a tener otra vez la sensación, la conciencia del desdoblamiento.
Pero allí estaba ya el mentón (redondo: caras iguales). Esos pelos en el
hoyuelo necesitan una navaja en punta.
Creyó observar que una nube de desconcierto velaba el gesto apresurado de
su imagen. ¿Sería posible que, debido a la gran rapidez con que se estaba
rasurando —y el matemático se adueñó por entero de la situación—, la velocidad
de la luz no alcance a cubrir la distancia para registrar todos los
movimientos? ¿Podría él, en su premura, adelantarse a la imagen del espejo y
terminar la tarea un movimiento antes que ella? ¿O sería posible —y el artista,
tras una breve lucha, logró desalojar al matemático— que la imagen hubiera
tomado vida propia y resuelto —por vivir en un tiempo descomplicado—, terminar
con mayor lentitud que su sujeto externo?
Visiblemente preocupado abrió el grifo del agua caliente y sintió la subida
del vapor tibio y espeso, mientras el chapoteo de su rostro entre el agua nueva
le llenaba los oídos de un rumor gutural. Sobre la piel, la amable aspereza de
la toalla recién lavada le hizo respirar una honda satisfacción de animal
higiénico. ¡Pandora! Ésa es la palabra: Pandora.
Miró la toalla con sorpresa y cerró los ojos, desconcertado, mientras allá,
en el espejo, un rostro igual al suyo lo contemplaba con unos grandes ojos
estúpidos y el rostro cruzado por un hilo cárdeno.
Abrió los ojos y sonrió (sonrió). Ya nada le importaba. El almacén de Mabel
es una caja de Pandora.
El olor caliente de los riñones en salsa le agasajó
el olfato, ahora con mayor urgencia. Y sintió satisfacción —con positiva
satisfacción— que dentro de su alma un perro grande se había puesto a menear la
cola.
OJOS DE PERRO AZUL
(1950)
Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego,
cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el
hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo
quien la miraba por primera vez. Encendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero
y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equilibrándolo sobre una de las
patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches,
parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo
nada más que eso: mirarnos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio
en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre
el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches.
Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: «Ojos de perro
azul». Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: «Eso. Ya no lo
olvidaremos nunca». Salió de la órbita, suspirando: «Ojos de perro azul. He
escrito eso por todas partes».
La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del
espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz matemática. La vi
seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras
abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando
acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo
hacia el velador, diciendo: «Temo que alguien sueñe con esta habitación y me
revuelva mis cosas», y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que
había estado calentando antes de sentarse al espejo. Y dijo: «No sientes el
frío». Y yo le dije: «A veces». Y ella me dijo: «Debes sentirlo ahora». Y
entonces comprendí por qué no había podido estar sólo en el asiento. Era el
frío lo que me daba la certeza de mi soledad. «Ahora lo siento», dije. «Y es
raro, porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la sábana». Ella no
respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y volví girar el asiento
para quedar de espalda a ella. Sin verla, sabía lo que estaba haciendo. Sabía
que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo mis espaldas que habían
tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la
mirada de ella que también había tenido el tiempo justo para llegar hasta el
fondo y regresar —antes de que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda
vuelta— hasta los labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera
vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa que era
como otro espejo ciego donde yo no la veía a ella —sentada a mis espaldas—,
pero imaginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un
espejo. «Te veo», le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera levantado los
ojos y me hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la
cara vuelta hacia la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y
quedarse con los ojos quietos en su corpiño, sin hablar. Y yo volví a decirle:
«Te veo». Y ella volvió a levantar los ojos desde su corpiño. «Es imposible»,
dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño:
«Porque tienes la cara vuelta hacia la pared». Entonces yo hice girar el
asiento. Tenía el cigarrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al
espejo ella estaba otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas
sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose y con el rostro
sombreado por sus propios dedos. «Creo que me voy a enfriar», dijo. «Ésta debe
ser una ciudad helada». Volvió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo
se volvió repentinamente triste. «Haz algo contra eso», dije. Y ella empezó a
desvestirse, pieza por pieza, empezando por arriba; por el corpiño. Le dije:
«Voy a voltearme contra la pared». Ella dijo: «No. De todos modos me verás como
me viste cuando estaba de espaldas». Y no había acabado de decirlo cuando ya
estaba desvestida casi por completo, con la llama lamiéndole la larga piel de
cobre. «Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de
hondos agujeros, como si te hubieran hecho a palos». Y antes de que yo cayera
en la cuenta de que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez,
ella se quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador y dijo: «A veces
creo que soy metálica». Guardó silencio un instante. La posición de las manos
sobre la llama varió levemente. Yo dije: «A veces, en otros sueños he creído
que no eres sino una estatuilla de bronce en el rincón de algún museo. Tal vez
por eso sientes frío». Y ella dijo: «A veces, cuando me duermo sobre el
corazón, siento que el cuerpo se me vuelve hueco y la piel como una lámina.
Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si alguien me
estuviera llamando con los nudillos en el vientre y siento mi propio sonido de
cobre en la cama. Es como si fuera así como tú dices: de metal laminado». Se
acercó más al velador. «Me habría gustado oírte», dije. Y ella dijo: «Si alguna
vez nos encontramos pon el oído en mis costillas, cuando me duerma sobre el
lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas alguna
vez». La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que durante años no había
hecho nada distinto de eso. Su vida estaba dedicada a encontrarme en la
realidad, a través de esa frase identificadora: «Ojos de perro azul». Y en la
calle iba diciendo, en voz alta, que era una manera de decirle a la única
persona que habría podido entenderle:
«Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: Ojos de
perro azul». Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes
de ordenar el pedido: «Ojos de perro azul». Pero los mozos le hacían una
respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus
sueños. Después escribía en las servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz
de las mesas: «Ojos de perro azul». Y en los cristales empañados de los
hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el índice:
«Ojos de perro azul». Dijo que una vez llegó a una droguería y advirtió el
mismo olor que había sentido en su habitación una noche después de haber soñado
conmigo. «Debe estar cerca», pensó, viendo el embaldosado limpio y nuevo de la
droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo: «Siempre sueño con un
hombre que me dice: “Ojos de perro azul”». Y dijo que el vendedor le había
mirado a los ojos y le dijo: «En realidad, señorita, usted tiene los ojos así».
Y ella le dijo: «Necesito encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo».
Y el vendedor se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella
siguió viendo el embaldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y
se arrodilló y escribió sobre el embaldosado, a grandes letras rojas, con la
barrita de carmín para labios: «Ojos de perro azul». El vendedor regresó de
donde estaba. Le dijo: «Señorita, usted ha manchado el embaldosado». Le entregó
un trapo húmedo, diciendo: «Límpielo». Y ella dijo, todavía junto al velador, que
pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo «Ojos de perro
azul», hasta cuando la gente se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.
Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo
equilibrio en la silla. «Yo trato de acordarme todos los días la frase con que
debo encontrarte», dije. «Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo
siempre he dicho lo mismo y siempre he olvidado al despertar cuáles son las
palabras con que puedo encontrarte». Y ella dijo: «Tú mismo las inventaste
desde el primer día». Y yo le dije: «Las inventé porque te vi los ojos de
ceniza. Pero nunca las recuerdo a la mañana siguiente». Y ella, con los puños
cerrados junto al velador, respiró hondo: «Si por lo menos pudiera recordar ahora
en qué ciudad lo he estado escribiendo».
Sus dientes apretados relumbraron sobre la llama. «Me gustaría tocarte
ahora», dije. Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre;
levantó la mirada ardiendo, asándose también como ella, como sus manos; y yo
sentí que me vio, en el rincón, donde seguía sentado, meciéndome en el
asiento. «Nunca me habías dicho eso», dijo. «Ahora lo digo y es verdad», dije.
Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había
desaparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: «No
sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito». Y yo le dije: «Por lo mismo
que yo no podré recordar mañana las palabras». Y ella dijo, triste: «No. Es
que a veces creo que eso también lo he soñado». Me puse en pie y caminé hacia
el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo seguía caminando, con los
cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el
cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la
llama, antes de que yo tuviera el tiempo de encender el fósforo: «En alguna
ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas
palabras: “Ojos de perro azul”», dije. «Si mañana las recordara iría a
buscarte». Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida en los
labios. «Ojos de perro azul», suspiró recordando, con el cigarrillo caído sobre
la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el cigarrillo
entre los dedos, y exclamó: «Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor». Y
lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho
realmente sino como si lo hubiera escrito en un papel y hubiera acercado el
papel a la llama mientras yo leía: «Estoy entrando», y ella hubiera seguido
con el papelito entre el pulgar y el índice, dándole vueltas, mientras se iba
consumiendo y yo acababa de leer: «…en calor», antes de que el papelito se
consumiera por completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en
un liviano polvo de ceniza: «Así es mejor», dije. «A veces me da miedo verte
así. Temblando junto al velador».
Nos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos,
alguien dejaba caer afuera un cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos
ido comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las cosas, a los
acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el
caer de una cucharita en la madrugada.
Ahora, junto al velador, me estaba mirando. Yo recordaba que antes también
me había mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento
sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos
cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pregunté por primera vez: «¿Quién
es usted?» Y ella me dijo: «No lo recuerdo». Yo le dije: «Pero creo que nos
hemos visto antes». Y ella dijo, indiferente: «Creo que alguna vez soñé con
usted, con este mismo cuarto». Y yo le dije: «Eso es. Ya empiezo a recordarlo».
Y ella dijo: «Qué curioso. Es cierto que nos hemos encontrado en otros
sueños».
Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador
cuando me quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de
cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando,
maleable. «Me gustaría tocarte», volví a decir. Y ella dijo: «Lo echarías todo
a perder». Yo dije: «Ahora no importa. Bastará con que demos vuelta a la
almohada para que volvamos a encontrarnos». Y tendí la mano por encima del
velador. Ella no se movió. «Lo echarías todo a perder», volvió a decir, antes
de que yo pudiera tocarla. «Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador,
despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo». Pero yo
insistí: «No importa». Y ella dijo: «Si diéramos vuelta a la almohada
volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvidado».
Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás, calentándose las manos
sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a
mis espaldas: «Cuando despierto a media noche, me quedo dando vueltas en la
cama, con los hilos de la almohada ardiéndome en la rodilla y repitiendo hasta
el amanecer: Ojos de perro azul».
Entonces yo me quedé con la cara contra la pared. «Ya está amaneciendo»,
dije sin mirarla. «Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace mucho
rato». Yo me dirigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí
otra vez su voz igual, invariable: «No abras esa puerta», dijo. «El corredor
está lleno de sueños difíciles». Y yo le dije: «¿Cómo lo sabes?» Y ella me
dijo: «Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí
que estaba dormida sobre el corazón». Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un
poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor a tierra
vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía
la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: «Creo que no hay ningún
corredor aquí afuera. Siento el olor del campo». Y ella, un poco lejana ya, me
dijo: «Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer
soñando con el campo». Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: «Es
esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en el campo y nunca ha podido
salir de la ciudad». Yo recordaba haber visto la mujer en algún sueño anterior,
pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de media hora debía bajar
al desayuno. Y dije: «De todos modos, tengo que salir de aquí para despertar».
Afuera el viento aleteó un instante, se quedó quieto después y se oyó la
respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento
del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. «Mañana te reconoceré por eso»,
dije. «Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las
paredes: “Ojos de perro azul”». Y ella, con una sonrisa triste —que era ya una
sonrisa de entrega a lo imposible, a lo inalcanzable—, dijo: «Sin embargo no
recordarás nada durante el día». Y volvió a poner las manos sobre el velador,
con el semblante oscurecido por una niebla amarga: «Eres el único hombre que,
al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado».
LA MUJER QUE LLEGABA A LAS SEIS
(1950)
La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante
de José. Acababan de dar las seis y el hombre sabía que sólo a las seis y
media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y
regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta
campanada cuando una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó
sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender,
apretado entre los labios.
—Hola, reina —dijo José cuando la vio sentarse—. Luego caminó hacia el otro
extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada.
Siempre que entraba alguien al restaurante José hacía lo mismo. Hasta con la
mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y
rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló
desde el otro extremo del mostrador.
—¿Qué quieres hoy? —dijo.
—Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero —dijo la mujer—. Estaba
sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador,
con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que
José advirtiera el cigarrillo sin encender.
—No me había dado cuenta —dijo José.
—Todavía no te has dado cuenta de nada —dijo la mujer.
El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros
y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con los
fósforos. La mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos
rústicas y velludas del hombre. José vio el abundante cabello de la mujer,
empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima
del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer
levantó la cabeza, ya con la brasa entre los labios.
—Estás hermosa hoy, reina —dijo José.
—Déjate de tonterías —dijo la mujer—. No creas que eso me va a servir para
pagarte.
—No quise decir eso, reina —dijo José—. Apuesto a que hoy te hizo daño el
almuerzo.
La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos,
todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la
calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión
melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.
—Te voy a preparar un buen bistec —dijo José.
—Todavía no tengo plata —dijo la mujer.
—Hace tres meses que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno —dijo
José.
—Hoy es distinto —dijo la mujer, sombríamente, todavía mirando hacia la
calle.
—Todos los días son iguales —dijo José—. Todos los días el reloj marca las
seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te
preparo algo bueno. La única diferencia es ésa, que hoy no dices que tienes un
hambre de perro, sino que el día es distinto.
—Y es verdad —dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba al otro
lado del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos,
tres segundos. Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres
minutos. —Es verdad, José. Hoy es distinto —dijo. Expulsó el humo y siguió
hablando con palabras cortas, apasionadas. —Hoy no vine a las seis, por eso es
distinto, José —.
El hombre miró el reloj.
—Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto.
—No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis —dijo la mujer—. Vine a las
seis menos cuarto.
—Acaban de dar las seis, reina —dijo José—. Cuando tú entraste acababan de
darlas.
—Tengo un cuarto de hora de estar aquí —dijo la mujer.
José se dirigió hacia donde ella estaba. Acercó a la mujer su enorme cara
congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.
—Sóplame aquí —dijo.
La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda;
embellecida por una nube de tristeza y cansancio.
—Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no
bebo.
—Eso se lo vas a decir a otro —dijo—, a mí no. Te apuesto a que por lo
menos se han tomado un litro entre dos.
—Me tomé dos tragos con un amigo —dijo la mujer.
—Ah; entonces ahora me explico —dijo José.
—Nada tienes que explicarte —dijo la mujer—. Tengo un cuarto de hora de
estar aquí.
El hombre se encogió de hombros.
—Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí —dijo—.
Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.
—Sí importan, José —dijo la mujer. Y estiró los brazos por encima del
mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono—. Y
no es que yo lo quiera: es que hace un cuarto de hora que estoy aquí. —Volvió a
mirar el reloj y rectificó—: Qué digo, ya tengo veinte minutos.
—Está bien, reina —dijo el hombre—. Un día entero con su noche te regalaría
yo para verte contenta.
Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador,
removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba
en su papel.
—Quiero verte contenta —repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia
donde estaba la mujer—: ¿Tú sabes que te quiero mucho?
La mujer lo miró con frialdad.
—¿Síiii…? Qué descubrimiento, José. ¿Crees que me quedaría contigo por un
millón de pesos?
—No he querido decir eso, reina —dijo José—. Vuelvo a apostar a que te hizo
daño el almuerzo.
—No te lo digo por eso —dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente—.
Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya por un millón de pesos.
José se ruborizó. Le dio la espalda a la mujer y se puso a sacudir el polvo
en las botellas del armario. Habló sin volver la cara.
—Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec
y te vayas a acostar.
—No tengo hambre —dijo la mujer. Se quedó mirando otra vez la calle, viendo
los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un
silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el
trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la calle
y habló con la voz apagada, tierna, diferente.
—¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
—Es verdad —dijo José, en seco, sin mirarla.
—¿A pesar de lo que te dije? —dijo la mujer.
—¿Qué me dijiste? —dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía
sin mirarla.
—Lo del millón de pesos —dijo la mujer.
—Ya lo había olvidado —dijo José.
—Entonces, ¿me quieres? —dijo la mujer.
—Sí —dijo José.
Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los
armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de
humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía,
mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara en puntillas:
—¿Aunque no me acueste contigo? —dijo.
Y sólo entonces José volvió a mirarla:
—Te quiero tanto que no me acostaría contigo —dijo. Luego caminó hacia
donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos apoyados
en el mostrador, delante de ella; mirándola a los ojos, dijo: —Te quiero tanto
que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.
En el primer instante la mujer pareció perpleja. Después miró al hombre con
atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después rió,
estrepitosamente.
—Estás celoso, José. Qué rico, ¡estás celoso!
José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como
le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los
secretos. Dijo:
—Esta tarde no entiendes nada, reina. —Y se limpió el sudor con el trapo.
Dijo:— La mala vida te está embruteciendo.
Pero ahora la mujer había cambiado de expresión.
—Entonces no —dijo—. Y volvió a mirarlo a los ojos, con un extraño
esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante:
—Entonces, no estás celoso.
—En cierto modo, sí —dijo José—. Pero no es como tú dices.
Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, secándose la garganta con el
trapo.
—¿Entonces? —dijo la mujer.
—Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso —dijo
José.
—¿Qué? —dijo la mujer.
—Eso de irte con un hombre distinto todos los días —dijo José.
—¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? —dijo la mujer.
—Para que no se fuera, no —dijo José—. Lo mataría porque se fue
contigo.
—Es lo mismo —dijo la mujer.
La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz
baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi pegada al rostro saludable y
pacífico del hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las
palabras.
—Todo eso es verdad —dijo José.
—Entonces —dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo
del hombre. Con la otra arrojó la colilla— … entonces, ¿tú eres capaz de matar
a un hombre?
—Por lo que te dije, sí —dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi
dramática.
La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de
burla.
—Qué horror, José. Qué horror —dijo, todavía riendo—- José matando a un
hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón que nunca
me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando,
hay un asesino! ¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!
José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez,
cuando la mujer se echó a reír se sintió defraudado.
—Estás borracha, tonta —dijo—. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de
comer nada.
Pero la mujer ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria,
pensativa, apoyada en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la
nevera y cerrarla otra vez, sin extraer nada de ella. Lo vio moverse después
hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente,
como al principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y
suave de cuando dijo: «¿Es verdad que me quieres, Pepillo?»
—José —dijo.
El hombre no la miró.
—¡José!
—Vete a dormir —dijo José—… Y métete un baño antes de acostarte para que se
te serene la borrachera.
—En serio, José —dijo la mujer—. No estoy borracha.
—Entonces te has vuelto bruta —dijo José.
—Ven acá, tengo que hablar contigo —dijo la mujer.
El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.
—¡Acércate!
El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia
adelante, lo asió fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente
ternura.
—Repíteme lo que me dijiste al principio —dijo.
—¿Qué? —dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada, asido por el
cabello.
—Que matarías a un hombre que se acostara conmigo —dijo la mujer.
—Mataría a un hombre que se hubiera acostado contigo, reina. Es verdad
—dijo José.
La mujer lo soltó.
—¿Entonces me defenderías si yo lo matara? —dijo, afirmativamente,
empujando con un movimiento de brutal coquetería la enorme cabeza de cerdo de
José. El hombre no respondió nada; sonrió.
—Contéstame, José —dijo la mujer—. ¿Me defenderías si yo lo matara?
—Eso depende —dijo José—. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.
—A nadie le cree más la policía que a ti —dijo la mujer.
José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por
encima del mostrador.
—Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira
—dijo.
—No se saca nada con eso —dijo José.
—Por lo mismo —dijo la mujer—. La policía lo sabe y te cree cualquier cosa
sin preguntártelo dos veces.
José se puso a dar golpecitos en el mostrador, frente a ella, sin saber qué
decir. La mujer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó
el tono de la voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que
llegaran los primeros parroquianos.
—¿Por mí dirías una mentira, José? —dijo—. En serio.
Y entonces José se volvió a mirarla, bruscamente, a fondo, como si una idea
tremenda se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un
oído, giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando
apenas un cálido vestigio de pavor.
—¿En qué lío te has metido, reina? —dijo José. Se inclinó hacia adelante,
los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte
y un poco amoniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión que
ejercía el mostrador contra el estómago del hombre.
—Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? —dijo.
La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado.
—En nada —dijo—. Sólo estaba hablando por entretenerme.
Luego volvió a mirarlo.
—¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?
—Nunca he pensado matar a nadie —dijo José desconcertado.
—No, hombre —dijo la mujer—. Digo que a nadie que se acueste conmigo.
—¡Ah! —dijo José—. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que
no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso
te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.
—Gracias, José. Pero no es por eso. Es que ya no podré
acostarme con nadie.
—Ya vuelves a enredar las cosas —dijo José. Empezaba a parecer impaciente.
—No enredo nada —dijo la mujer. Se estiró en el asiento y José vio sus
senos aplanados y tristes debajo del corpiño.
—Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca. Te prometo
que no volveré a acostarme con nadie.
—¿Y de dónde te salió esa fiebre? —dijo José.
—Lo resolví hace un rato —dijo la mujer—. Sólo hace un momento que me di
cuenta de que eso es una porquería.
José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella.
Habló sin mirarla.
Dijo:
—Claro que como tú lo haces es una porquería. Hace tiempo que debiste darte
cuenta.
—Hace tiempo me estaba dando cuenta —dijo la mujer—, pero sólo hace un rato
acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.
José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio
concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en
la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dorado por una
prematura harina otoñal.
—¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre
porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han
estado con ella?
—No hay para qué ir tan lejos —dijo José, conmovido, con un hilo de lástima
en la voz.
—¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve
vistiéndose, porque se acuerda de que ha estado revolcándose con él toda la
tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?
—Eso pasa, reina —dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el
mostrador—. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.
Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta,
apasionada.
—¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de
vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a…?
—Eso no lo hace ningún hombre decente —dijo José.
—¿Pero, y si lo hace? —dijo la mujer, con exasperante ansiedad—. ¿Si el
hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto
asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con todo eso es
dándole una cuchillada por debajo?
—Eso es una barbaridad —dijo José—. Por fortuna no hay hombre que haga lo
que tú dices.
—Bueno —dijo la mujer, ahora completamente exasperada—. ¿Y si lo hace?
Suponte que lo hace.
—De todos modos no es para tanto —dijo José. Seguía limpiando el mostrador,
sin cambiar de lugar, ahora menos atento a la conversación.
La mujer golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.
—Eres un salvaje, José —dijo—. No entiendes nada. —Lo agarró con fuerza por
la manga—. Anda, di que sí debía matarlo la mujer.
—Está bien —dijo José, con un sesgo conciliatorio—. Todo será como tú
dices.
—¿Eso no es defensa propia? —dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.
José le echó entonces una mirada tibia y complaciente. —Casi, casi —dijo. Y
le guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y
un pavoroso compromiso de complicidad. Pero la mujer siguió seria; lo soltó.
—¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? —dijo.
—Depende —dijo José.
—¿Depende de qué? —dijo la mujer.
—Depende de la mujer —dijo José.
—Suponte que es una mujer que quieres mucho —dijo la mujer—. No para estar
con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.
—Bueno, como tú quieras, reina —dijo José, laxo, fastidiado.
Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis
y media. Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a
llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor
fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La mujer
permanecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de
declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como podría ver a un
hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló
de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.
—¡José!
El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No
la miró para escucharla; apenas para verla, para saber que estaba ahí,
esperando una mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidaridad.
Apenas una mirada de juguete.
—Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada —dijo la mujer.
—Sí —dijo José—. Lo que no me has dicho es para dónde.
—Por ahí —dijo la mujer—. Para donde no haya hombres que quieran acostarse
con una.
José volvió a sonreír.
—¿En serio te vas? —preguntó, como dándose cuenta de la vida, modificando
repentinamente la expresión del rostro.
—Eso depende de ti —dijo la mujer—. Si sabes decir a qué hora vine, mañana
me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?
José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer
se inclinó hacia donde él estaba.
—Si algún día vuelvo por aquí, me pondré celosa cuando encuentre otra mujer
hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.
—Si vuelves por aquí debes traerme algo.
—Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo
—dijo ella.
José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la
mujer, como si estuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también
sonrió, ahora con un gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se
alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.
—¿Qué? —dijo José, sin mirarla.
—¿Verdad que a cualquiera que te pregunte a qué hora vine le dirás que a
las seis menos cuarto? —dijo la mujer.
—¿Para qué? —dijo José, todavía sin mirarla y ahora como si apenas la
hubiera oído.
—Eso no importa —dijo la mujer—. La cosa es que lo hagas.
José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante
y caminó hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en
punto.
—Está bien, reina —dijo distraídamente—. Como tú quieras. Siempre hago las
cosas como tú quieras.
—Bueno —dijo la mujer—. Entonces, prepárame el bistec.
El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la
mesa. Luego encendió la estufa.
—Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina —dijo.
—Gracias, Pepillo —dijo la mujer.
Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo
extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del
mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente.
No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al
lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a
espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada,
reconcentrada, hasta cuando volvió a levantar la cabeza, pestañeando, como si
regresara de una muerte momentánea. Entonces vio al hombre que estaba junto a
la estufa, iluminado por el alegre fuego ascendente.
—Pepillo.
—¡Ah!
—¿En qué piensas? —dijo la mujer.
—Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda
—dijo José.
—Claro que sí —dijo la mujer—. Pero lo que quiero que me digas es si me
darás todo lo que te pidiera de despedida.
José la miró desde la estufa.
—¿Hasta cuándo te lo voy a decir? —dijo—. ¿Quieres algo más que el mejor
bistec?
—Sí —dijo la mujer.
—¿Qué? —dijo José.
—Quiero otro cuarto de hora.
José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al
parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalmente a la
carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.
—En serio que no entiendo, reina —dijo.
—No seas tonto, José —dijo la mujer—. Acuérdate que estoy aquí desde las
cinco y media.
NABO, EL NEGRO QUE HIZO ESPERAR A LOS ÁNGELES
(1951)
Nabo estaba de bruces sobre la hierba muerta. Sentía el olor a establo
orinado, estregándose en el cuerpo. Sentía en la piel gris y brillante el
rescoldo tibio de los últimos caballos, pero no sentía la piel. Nabo no sentía
nada. Era como si se hubiera quedado dormido con el último golpe de la
herradura en la frente y ahora no tuviera más que ese solo sentido. Un doble
sentido que le indicaba a la vez el olor a establo húmedo y el innumerable
cositeo de los insectos invisibles en la hierba. Abrió los párpados. Volvió a
cerrarlos y permaneció quieto después, estirado, duro, como había estado toda
la tarde, sintiéndose crecer sin tiempo, hasta cuando alguien dijo a sus
espaldas: «Anda, Nabo. Ya dormiste bastante». Se volteó y no vio los caballos,
pero la puerta estaba cerrada. Nabo debió imaginar que las bestias estaban en
algún lugar de la oscuridad, a pesar de que no oía su impaciente cocear.
Imaginaba que quien le hablaba lo hacía desde afuera de la caballeriza, porque
la puerta estaba cerrada por dentro y la tranca corrida. Otra vez dijo la voz a
sus espaldas: «Es cierto, Nabo, ya dormiste bastante. Tienes como tres días de
estar durmiendo…» Sólo entonces Nabo abrió los ojos por completo y recordó:
«Estoy aquí porque me pateó un caballo».
No sabía en qué hora estaba viviendo. Ahora los días habían quedado atrás.
Era como si alguien hubiera pasado una esponja húmeda sobre aquellos remotos
sábados en la noche en que iba a la plaza del pueblo. Se olvidó de la camisa
blanca. Se olvidó de que tenía un sombrero verde, de paja verde, y un pantalón
oscuro. Se olvidó de que no tenía zapatos. Nabo iba a la plaza los sábados en
la noche; se sentaba en un rincón, callado, pero no para oír la música sino
para ver al negro. Todos los sábados lo veía. El negro usaba anteojos de carey
amarrados a las orejas y tocaba el saxofón en uno de los atriles posteriores.
Nabo veía al negro, pero el negro no veía a Nabo. Por lo menos, si alguien
hubiera visto seguido que Nabo iba a la plaza los sábados por la noche para ver
al negro y le hubiera preguntado —no ahora, porque no podría recordarlo— si el
negro lo había visto alguna vez, Nabo habría dicho que no. Era lo único que
hacía después de cepillar los caballos: ver al negro.
Un sábado el negro no estuvo en su puesto de la banda. Nabo debió pensar al
principio que no volvería a tocar en los conciertos populares, a pesar de que
el atril estaba allí. Aunque precisamente por eso, porque el atril, fue por lo
que más tarde pensó que el negro volvería el sábado siguiente. Pero el sábado
siguiente no volvió ni estaba el atril en su puesto.
Nabo se volteó sobre un costado y vio al hombre que le hablaba. Al
principio no lo reconoció, borrado por la oscuridad de la caballeriza. El
hombre estaba sentado en una saliente del entablado, hablando y dándose
golpecitos en las rodillas. «Me pateó un caballo», volvió a decir Nabo,
tratando de reconocer al hombre. «Es verdad —dijo el hombre—. Ahora los
caballos no están aquí y te estamos esperando en el coro». Nabo sacudió la
cabeza. Todavía no había empezado a pensar. Pero ya creía haber visto al hombre
en alguna parte. El hombre decía que a Nabo lo estaban esperando en el coro.
Nabo no entendía, pero tampoco extrañaba que alguien le dijera eso, porque
todos los días, mientras cepillaba los caballos, inventaba canciones para
distraerlos. Después cantaba en la sala para distraer a la niña muda, con las
mismas canciones de los caballos. Pero la niña estaba en otro mundo, en el
mundo de la sala, sentada, con los ojos fijos en la pared. Si cuando cantaba
alguien le hubiera dicho que lo llevaría a un coro, no se habría sorprendido.
Ahora se sorprendía menos porque no entendía. Estaba fatigado, embotado, bruto.
«Quiero saber dónde están los caballos», dijo. Y el hombre dijo: «Ya te dije
que los caballos no están aquí; sólo nos interesaba traer una voz como la
tuya». Y quizás, boca abajo sobre la hierba, Nabo oía, pero no podía
diferenciar el dolor que había dejado la herradura en la frente, de las otras
sensaciones desordenadas. Volvió la cabeza en la hierba y se quedó dormido.
Nabo fue todavía durante dos o tres semanas a la plaza, a pesar de que el negro
ya no estaba en la banda. Tal vez alguien le habría respondido si Nabo hubiera
preguntado qué había sucedido con el negro. Pero no lo preguntó, sino que
siguió asistiendo a los conciertos hasta cuando otro hombre, con otro saxófono,
vino a ocupar el puesto del negro. Entonces Nabo se convenció de que el negro
no volvería más y resolvió no volver él mismo a la plaza. Cuando despertó creía
haber dormido muy poco tiempo. Todavía le ardía en la nariz el olor a hierba
húmeda. Todavía permanecía la oscuridad, delante de sus ojos, rodeándolo. Pero
todavía el hombre estaba en el rincón. La voz oscura y pacífica del hombre que
se golpeaba las rodillas, diciendo: «Te estamos esperando, Nabo. Tienes como
dos años de estar durmiendo y no has querido levantarte». Entonces Nabo volvió
a cerrar los ojos. Los abrió luego. Se quedó mirando hacia el rincón y vio otra
vez al hombre, desorientado, perplejo. Sólo entonces lo reconoció.
Si los de la casa hubiéramos sabido qué hacía Nabo en la plaza los sábados
en la noche habríamos pensado que cuando dejó de ir lo hizo porque ya tenía
música en la casa. Esto fue cuando llevamos la ortofónica para distraer a la
niña. Cuando se necesitaba una persona que le diera cuerda durante todo el día,
parecía lo más natural que esa persona fuera Nabo. Podría hacerlo cuando no
tuviera que atender a los caballos. La niña permanecía sentada, oyendo los
discos. A veces, cuando la música estaba sonando, la niña bajaba del asiento,
todavía sin dejar de mirar la pared, babeando, y se arrastraba hasta el
comedor. Nabo levantaba la aguja y empezaba a cantar. Al principio, cuando
llegó a la casa y le preguntamos qué sabía hacer, Nabo dijo que sabía cantar.
Pero eso no le interesaba a nadie. Lo que se necesitaba era un muchacho que
cepillara los caballos. Nabo se quedó, pero siguió cantando, como si lo
hubiéramos aceptado para que cantara y eso de cepillar los caballos no fuera
sino una distracción que hacía más liviano el trabajo. Eso duró más de un año,
hasta cuando los de la casa nos acostumbramos a la idea de que la niña no
podría caminar, no reconocería a nadie, no dejaría de ser la niña muerta y sola
que oía la ortofónica, mirando la pared fríamente, hasta cuando la levantábamos
del asiento y la conducíamos al cuarto. Entonces dejó de dolernos; pero Nabo
siguió fiel, puntual, dándole cuerda a la ortofónica. Eso fue por los días en
que Nabo no había dejado de asistir a la plaza los sábados en la noche. Un día,
cuando el muchacho estaba en la caballeriza, alguien dijo junto a la
ortofónica: «Nabo». Estábamos en el corredor, sin preocuparnos de lo que nadie
hubiera podido decir. Pero cuando oímos por segunda vez «Nabo», levantamos la
cabeza y preguntamos: ¿Quién está con la niña? Y alguien dijo: «No he visto
entrar a nadie». Y otro dijo: «Estoy seguro de haber oído una voz que dijo:
¡Nabo!» Pero cuando fuimos a ver sólo encontramos a la niña en el suelo,
recostada contra la pared…
Nabo regresó temprano y se acostó. Fue el sábado siguiente que no volvió a
la plaza porque el negro ya había sido reemplazado y tres semanas después, un
lunes, la ortofónica empezó a sonar mientras Nabo se encontraba en la
caballeriza. Nadie se preocupó al principio. Sólo después, cuando vimos venir
al negrito, cantando y chorreando todavía el agua de los caballos, le dijimos:
«¿Por dónde saliste?». Él dijo: «Por la puerta. Estaba en la caballeriza desde
el mediodía». «La ortofónica está sonando. ¿No la oyes?», le dijimos. Y Nabo
dijo que sí. Y nosotros le dijimos: «¿Quién le dio cuerda?» Y él, encogiéndose
de hombros: «La niña. Hace tiempo es ella la que le da cuerda».
Así estuvieron las cosas hasta el día en que lo encontramos de bruces en la
hierba, encerrado en la caballeriza y con la orilla de la herradura incrustada
en la frente. Cuando lo levantamos por los hombros, Nabo dijo: «Estoy aquí
porque me pateó un caballo». Pero nadie se interesó por lo que él pudiera
decir. Nos interesaban los ojos fríos y muertos y la boca llena de espumarajos
verdes. Pasó toda la noche llorando, ardido por la fiebre, delirando, hablando
del peine que se perdió en los yerbales de la caballeriza. Esto fue el primer
día. Al siguiente, cuando abrió los ojos y dijo: «Tengo sed» y le llevamos agua
y se la bebió toda de un sorbo y pidió un poco más dos veces; le preguntamos
cómo se sentía y él dijo: «Me siento como si me hubiera pateado un caballo». Y
siguió hablando durante todo el día y toda la noche. Y finalmente se sentó en
la cama, señaló hacia arriba, con el índice, y dijo que el galope de los
caballos no lo había dejado dormir en toda la noche. Pero desde la noche
anterior no tenía fiebre. Ya no deliraba, pero siguió hablando hasta cuando le
introdujeron un pañuelo en la boca. Entonces Nabo empezó a cantar por detrás
del pañuelo: a decir que oía, junto a la oreja, la respiración de los caballos,
buscando el agua por encima de la puerta cerrada. Cuando le quitamos el pañuelo
para que comiera algo, se volteó contra la pared y todos creímos que se había
dormido, y hasta es posible, que se hubiera dormido un poco. Pero cuando
despertó ya no estaba en la cama. Tenía los pies atados y las manos atadas a un
horcón del cuarto. Amarrado, Nabo empezó a cantar.
Cuando lo reconoció Nabo le dijo al hombre: «Yo lo he visto antes». Y el
hombre dijo: «Todos los sábados me veías en la plaza»; y Nabo dijo: «Es verdad,
pero yo creía que yo lo veía a usted y usted no me veía». Y el hombre dijo:
«Nunca te vi, pero después, cuando dejé de ir, sentí como si alguien hubiera
dejado de verme los sábados»; y Nabo dijo: «Usted no volvió más pero yo seguí
yendo durante tres o cuatro semanas». Y el hombre, todavía sin moverse, dándose
golpecitos en las rodillas, «Yo no podía volver a la plaza, a pesar de que era
lo único que valía la pena». Nabo trató de incorporarse, sacudió la cabeza en
la hierba y siguió oyendo la fría voz obstinada, hasta cuando ya no tuvo tiempo
ni siquiera para saber que otra vez se estaba quedando dormido. Siempre, desde
cuando lo pateó el caballo, le sucedía eso. Y siempre oía la voz «Te estamos
esperando, Nabo. Ya no hay manera de medir el tiempo que llevas de estar
dormido».
Cuatro semanas después de que el negro volvió a la banda, Nabo le estaba
peinando la cola a uno de los caballos. Nunca lo había hecho. Simplemente los
cepillaba y se ponía a cantar mientras tanto. Pero el miércoles había ido al
mercado y había visto un peine y se había dicho: «Este peine para peinarle la
cola a los caballos». Entonces fue cuando sucedió lo del caballo que le dio la
patada y lo dejó atolondrado para toda la vida, diez, o quince años antes.
Alguien dijo en la casa: «Era preferible que se hubiera muerto aquel día y no
que siguiera así, rematado, hablando disparates para toda la vida». Pero nadie
había vuelto a verlo desde el día en que lo encerramos. Sólo sabíamos que
estaba allí, encerrado en el cuarto, y que desde entonces la niña no había
vuelto a mover la ortofónica. Pero en la casa apenas teníamos interés en
saberlo. Lo habíamos encerrado como si fuera un caballo, como si la patada le
hubiera comunicado la torpeza y se le hubiera incrustado en la frente toda la
estupidez de los caballos: la animalidad. Y lo dejamos aislado en cuatro
paredes, como si hubiéramos resuelto que se muriera de encierro porque no
habíamos tenido la suficiente sangre fría para matarlo de otra manera. Así
pasaron catorce años, hasta cuando uno de los niños creció y dijo que tenía
deseos de verle la cara. Y abrió la puerta.
Nabo volvió a mirar al hombre. «Me pateó un caballo», dijo. Y el hombre
dijo: «Hace siglos que estás diciendo eso y mientras tanto, te estamos
aguardando en el coro». Nabo volvió a sacudir la cabeza, volvió a hundir la
frente herida en la hierba y creyó recordar, de pronto, cómo habían sucedido
las cosas. «Era la primera vez que le peinaba la cola a un caballo», dijo. Y el
hombre dijo: «Nosotros lo quisimos así, para que vinieras a cantar en el coro».
Y Nabo dijo: «No he debido comprar el peine». Y el hombre dijo: «De todos modos
lo habrías encontrado. Nosotros habíamos resuelto que encontraras el peine y le
peinaras la cola a los caballos». Y Nabo dijo: «Nunca me había parado detrás».
Y el hombre, todavía tranquilo, todavía sin parecer impaciente: «Pero te
paraste y el caballo te pateó. Era la única manera de que vinieras al coro». Y
la conversación, implacable, diaria, continuó hasta cuando alguien dijo en la
casa: «Hacía como quince años que nadie abría esa puerta». La niña —no había
crecido. Había pasado de los treinta años y empezaba a entristecer en los
párpados— estaba sentada, mirando la pared, cuando abrieron la puerta. Ella
volteó el rostro, olfateando, hacia el otro lado. Y cuando cerraron la puerta,
volvieron a decir: «Nabo está tranquilo. Ya no se mueve adentro. Un día de esos
se morirá y no lo sabremos sino por el olor». Y alguien dijo: «Lo sabremos por
la comida. Nunca ha dejado de comer. Está bien así, encerrado, sin que nadie lo
moleste. Por el lado de atrás le entra buena luz». Y las cosas se quedaron de
ese modo; sólo que la niña siguió mirando hacia la puerta, olfateando el vaho
caliente que se filtraba por la hendidura. Estuvo así hasta la madrugada,
cuando oímos un ruido metálico en la sala y recordamos que era el mismo ruido
que se oía quince años atrás, cuando Nabo le daba cuerda a la ortofónica. Nos
levantamos, encendimos la lámpara y oímos los primeros compases de la canción
olvidada; de la canción triste que se había muerto en los discos desde hacía
tanto tiempo. El ruido siguió sonando cada vez más forzado, hasta cuando se oyó
un golpe seco, en el instante en que llegamos a la sala y sentimos que todavía
el disco seguía sonando y vimos a la niña en el rincón junto a la ortofónica,
mirando a la pared y con la manivela levantada, desprendida de la caja sonora.
No nos movimos. La niña no se movió sino que siguió allí, quieta, endurecida,
mirando la pared y con la manivela levantada. Nosotros no dijimos nada, sino que
regresamos al cuarto, recordando que alguien nos había dicho alguna vez que la
niña sabía darle cuerda a la ortofónica. Pensándolo nos quedamos sin dormir,
oyendo la musiquita gastada del disco que seguía girando con el exceso de la
cuerda rota.
El día anterior, cuando abrieron la puerta, olía adentro a desperdicios
biológicos, a cuerpo muerto. El que había abierto gritó: «¡Nabo! ¡Nabo!» Pero
nadie respondió desde adentro. Junto a la hendija estaba el plato vacío. Tres
veces al día se introducía el plato por debajo de la puerta y tres veces el
plato volvía a salir, sin comida. Por eso sabíamos que Nabo estaba vivo. Pero
nada más que por eso.
Ya no se movía adentro, ya no cantaba. Y debió ser después que cerraron la
puerta cuando Nabo dijo al hombre: «No puedo ir al coro». Y el hombre preguntó:
«¿Por qué?» Y Nabo dijo: «Porque no tengo zapatos». Y el hombre, levantando los
pies, dijo: «Eso no importa. Aquí nadie usa zapatos». Y Nabo vio la planta
amarilla y dura de los pies descalzos que el hombre tenía levantados. «Hace una
eternidad que estoy aquí», dijo el hombre. «Hace apenas un momento que me pateó
el caballo» —dijo Nabo—. «Ahora me echaré un poco de agua en la cabeza y los
llevaré a dar una vuelta». Y el hombre dijo: «Ya los caballos no necesitan de ti.
Ya no hay caballos. Eres tú quien debe venir con nosotros». Y Nabo dijo: «Los
caballos deberían estar aquí». Se incorporó un poco, hundió las manos entre la
hierba mientras el hombre decía: «Hace quince años que no tienen quien los
cuide». Pero Nabo rasguñaba el suelo debajo de la hierba, diciendo: «Todavía
debe estar el peine por aquí». Y el hombre decía: «La caballeriza la
clausuraron hace quince años. Ahora está llena de escombros». Y Nabo decía: «No
hay escombros que se formen en una tarde. Hasta que no encuentre el peine no me
moveré de aquí».
Al día siguiente, después de que volvieron a asegurar la puerta, fue cuando
volvieron a oírse los trabajosos movimientos interiores. Nadie se movió
después. Nadie volvió a decir nada cuando se oyeron los primeros crujidos y la
puerta empezó a ceder, presionada por una fuerza descomunal. Se oía, adentro,
como el jadeo de una bestia acorralada. Finalmente se oyó el chasquido de los
goznes oxidados al romperse, cuando Nabo volvió a sacudir la cabeza. «Mientras
no encuentre el peine no iré al coro —dijo—. Debe estar por aquí». Y escarbó la
hierba, rompiéndola, arañando el suelo, hasta cuando el hombre dijo: «Está
bien, Nabo. Si lo único que esperas para venir al coro es encontrar el peine,
anda a buscarlo». Se inclinó hacia adelante, oscurecido el rostro por una
paciente soberbia. Apoyó las manos contra la talanquera y dijo: «Anda, Nabo. Yo
me encargaré de que nadie pueda detenerte».
Y entonces la puerta cedió y el enorme negro bestial, con la áspera
cicatriz marcada en la frente —a pesar de que habían transcurrido quince años—
salió atropellándose por encima de los muebles, tropezando con las cosas,
levantados y amenazantes los puños, que aún tenían la cuerda con que lo
amarraron quince años antes —cuando era un muchachito negro que cuidaba los
caballos—, vociferando por los corredores, después de haber empujado con el
hombro la puerta de una tempestad, y pasó —antes de llegar al patio— junto a la
niña, que permanecía sentada todavía con la manivela de la ortofónica en la
mano desde la noche anterior —ella al ver la negra fuerza desencadenada,
recordó algo que en un tiempo debió ser palabra— y llegó al patio —antes de
encontrar la caballeriza—, después de haberse llevado con el hombro el espejo
de la sala, pero sin ver a la niña —ni junto a la ortofónica ni el espejo— y se
puso de cara al sol, con los ojos cerrados, ciego —cuando todavía no cesaba
adentro el estrépito de los espejos rotos—, y corrió sin dirección como un
caballo vendado, buscando instintivamente la puerta de la caballeriza que
quince años de encierro habían borrado de su memoria pero no de sus instintos
—desde aquel remoto día en que le peinó la cola al caballo y quedó atolondrado
para toda la vida—, y dejando atrás la catástrofe, la disolución, el caos, como
un toro vendado en un cuarto lleno de lámparas, hasta cuando llegó al patio de
atrás —todavía sin encontrar la caballeriza—, y escarbó el suelo con esa
furiosa tempestuosidad con que se había llevado el espejo, pensando quizás que
al escarbar la hierba se levantaría de nuevo el olor a orín de yegua, antes de
llegar por completo a las puertas de la caballeriza —y ahora más fuerte él
mismo que su propia fuerza turbulenta— y empujarla antes de tiempo y caer
adentro, de bruces, agonizante quizás, pero todavía ofuscado por esa feroz
animalidad que medio segundo antes no le permitió oír a la niña que levantó la
manivela, cuando lo vio pasar, y recordó babeando, pero sin moverse de la
silla, sin mover la boca sino haciendo girar la manivela de la ortofónica en el
aire, recordó la única palabra que había aprendido a decir en su vida y la
gritó desde la sala: «¡Nabo! ¡Nabo!»
ALGUIEN DESORDENA ESTAS ROSAS
(1952)
Como es domingo y ha dejado de llover, pienso llevar un ramo de rosas a mi
tumba. Rosas rojas y blancas, de las que ella cultiva para hacer altares y
coronas. La mañana estuvo entristecida por este invierno taciturno y
sobrecogedor que me ha puesto a recordar la colina donde la gente del pueblo
abandona sus muertos. Es un sitio pelado, sin árboles, barrido apenas por las
migajas providenciales que regresan después de que el viento ha pasado. Ahora
que dejó de llover y que el sol de mediodía debe haber endurecido el jabón de
la cuesta, podría llegar hasta el túmulo en cuyo fondo reposa mi cuerpo de
niño, ahora confundido, desmenuzado entre caracoles y raíces.
Ella está prosternada frente a sus santos. Permanece abstraída desde cuando
dejé de moverme en la habitación, después de haber fracasado en el primer
intento de llegar hasta el altar para coger las rosas más encendidas y frescas.
Tal vez hoy hubiera podido hacerlo; pero la lamparita pestañeó, y ella,
recobrada del éxtasis, levantó la cabeza y miró hacia el rincón donde está la
silla. Debió pensar: «Es otra vez el viento», porque es verdad que algo crujió
junto al altar y la habitación onduló un instante, como si hubiera sido
removido el nivel de los recuerdos estancados en ella desde hace tanto tiempo.
Entonces comprendí que debía aguardar una nueva ocasión para coger las rosas,
porque ella continuaba despierta, mirando la silla, y habría podido sentir
junto a su rostro el rumor de mis manos. Ahora debo esperar a que ella abandone
la habitación, dentro de un momento, y vaya a la pieza vecina a dormir la
siesta medida e invariable del domingo. Es posible que entonces pueda yo salir
con las rosas para estar de regreso antes de que ella vuelva a esta habitación
y se quede mirando la silla.
El domingo pasado fue más difícil. Tuve que esperar casi dos horas a que
ella cayera en el éxtasis. Parecía intranquila, preocupada, como si la hubiera
atormentado la certidumbre de que súbitamente su soledad en la casa se había
vuelto menos intensa. Dio varias vueltas por el cuarto con el ramo de rosas,
antes de abandonarlo en el altar. Luego salió al pasadizo, miró adentro y se
dirigió a la pieza vecina. Yo sabía que estaba buscando la lámpara. Y después,
cuando volvió a pasar frente a la puerta y la vi en la claridad del corredor
con el saquito oscuro y las medias rosadas, me pareció que era todavía igual a
la niña que hace cuarenta años se inclinó sobre mi cama, en este mismo cuarto,
y dijo: «Ahora que le han puesto los palillos, tiene los ojos abiertos y
duros». Era igual, como si no hubiera transcurrido el tiempo desde aquella
remota tarde de agosto en que las mujeres la trajeron al cuarto y le mostraron
el cadáver y le dijeron: «Llora. Era como un hermano tuyo»; y ella se recostó contra
la pared, llorando, obedeciendo, todavía ensopada por la lluvia.
Desde hace tres o cuatro domingos estoy tratando de llegar hasta las rosas,
pero ella ha permanecido vigilante frente al altar; vigilando las rosas con una
sobresaltada diligencia que no le había conocido en los veinte años que lleva
de vivir en la casa. El domingo pasado, cuando salió a buscar la lámpara, logré
componer un ramo con las mejores rosas. En ningún momento he estado más cerca
de realizar mi deseo. Pero cuando me disponía a regresar a la silla oí de nuevo
las pisadas en el pasadizo, ordené brevemente las rosas en el altar; y entonces
la vi aparecer en el vano de la puerta con la lámpara en alto.
Tenía puesto el saquito oscuro y las medías rosadas, pero había en su
rostro algo como la fosforescencia de una revelación. No parecía entonces la
mujer que desde hace veinte años cultiva rosas en el huerto, sino la misma niña
que en aquella tarde de agosto trajeron a la pieza vecina para que se cambiara
de ropa y que regresaba ahora con una lámpara, gorda y envejecida, cuarenta
años después.
Mis zapatos tienen todavía la dura costra de barro que se les formó aquella
tarde, a pesar de que permanecieron secándose durante veinte años junto al
fogón apagado. Un día fui a buscarlos. Esto fue después que clausuraron las
puertas, descolgaron del umbral el pan y el ramo de sábila, y se llevaron los
muebles. Todos los muebles, menos la silla del rincón que me ha servido para
estar durante todo este tiempo. Yo sabía que los zapatos habían sido puestos a
secar y que ni siquiera se acordaron de ellos cuando abandonaron la casa. Por
eso fui a buscarlos.
Ella volvió muchos años después. Había transcurrido tanto tiempo, que el
olor a almizcle del cuarto se había confundido con el olor del polvo, con el seco
y minúsculo tufo de los insectos. Yo estaba solo en la casa, sentado en el
rincón, esperando. Y había aprendido a distinguir el rumor de la madera en
descomposición, el aleteo del aire volviéndose viejo en las alcobas cerradas.
Entonces fue cuando ella vino. Se había parado en la puerta con una maleta en
la mano, un sombrero verde y el mismo saquito de algodón que no se ha quitado
desde entonces. Era todavía una muchacha. No había empezado a engordar, ni los
tobillos le abultaban bajo las medias, como ahora. Yo estaba cubierto de polvo
y telaraña cuando ella abrió la puerta y en alguna parte de la habitación
guardó silencio el grillo que había estado cantando durante veinte años. Pero a
pesar de eso, a pesar de la telaraña y el polvo, del brusco arrepentimiento del
grillo y de la nueva edad de la recién llegada, yo reconocí en ella a la niña
que en aquella tormentosa tarde de agosto me acompañó a coger nidos en el
establo. Así como estaba, parada en la puerta con la maleta en la mano y el
sombrero verde, parecía como si de pronto fuera a ponerse a gritar, a decir lo
mismo que dijo cuando me encontraron bocarriba entre la hierba del establo
todavía aferrado al travesaño de la escalera rota. Cuando ella abrió la puerta
por completo, los goznes crujieron y el polvillo del techo se derrumbó a
golpes, como si alguien se hubiera puesto a martillar en el caballete; entonces
ella vaciló en el marco de claridad, introduciendo después medio cuerpo en la
habitación, y dijo con la voz de quien está llamando a una persona dormida:
«¡Niño! ¡Niño!» Y yo permanecí quieto en la silla, rígido, con los pies
estirados.
Creía que sólo venía a ver el cuarto, pero siguió viviendo en la casa.
Aireó la habitación y fue como si hubiera abierto la maleta y de ella hubiera
salido su antiguo olor a almizcle. Los otros se llevaron los muebles y la ropa
en los baúles. Ella sólo se había llevado los olores del cuarto; y veinte años
después los trajo de nuevo, los colocó en su lugar y reconstruyó el altarcillo;
igual que antes. Su sola presencia bastó para restaurar lo que la implacable
laboriosidad del tiempo había destruido. Desde entonces come y duerme en la
pieza de al lado, pero se pasa los días en ésta, conversando en silencio con
los santos. Durante la tarde se sienta en el mecedor, junto a la puerta, y
zurce la ropa mientras atiende a quienes vienen a comprarle flores. Ella se
mece siempre mientras zurce la ropa. Y cuando viene alguien por un ramo de
rosas, guarda la moneda en la esquina del pañuelo que se anuda a la cintura y
dice invariablemente: «Coge las de la derecha, que las de la izquierda son para
los santos».
Así ha estado en el mecedor durante veinte años, zurciendo sus cositas,
meciéndose, mirando hacia la silla, como si por ahora no cuidara del niño que
compartió con ella las tardes de la infancia, sino del nieto inválido que está
aquí, sentado en el rincón desde cuando la abuela tenía cinco años.
Es posible que ahora, cuando vuelva a bajar la cabeza, pueda acercarme a
las rosas. Si logro hacerlo iré hasta la colina, las pondré sobre el túmulo y
regresaré a mi silla, a esperar el día en que ella no vuelva al cuarto y cesen
los ruidos en las piezas de al lado.
Este día habrá una transformación en todo esto,
porque yo tendré que salir otra vez de la casa para avisarle a alguien que la
mujer de las rosas, la que vive sola en la casa arruinada, está necesitando
cuatro hombres que la conduzcan a la colina. Entonces quedaré definitivamente
solo en el cuarto. Pero en cambio ella estará satisfecha. Porque ese día sabrá
que no era el viento invisible lo que todos los domingos llegaba a su altar y
le desordenaba las rosas.