Proyectar una luz sobre los problemas más serios y a la vez no pronunciar una sola frase seria, estar fascinado por la realidad del mundo contemporáneo y a la vez evitar todo realismo, así es La fiesta de la insignificancia. Quien conozca los libros anteriores de Kundera sabe que no son en absoluto inesperadas en él las ganas de incorporar en una novela algo «no serio». En La inmortalidad, Goethe y Hemingway pasean juntos durante muchos capítulos, charlan y se lo pasan bien. Y en La lentitud, Vera, la esposa del autor, dice a su marido: «Tú me has dicho muchas veces que un día escribirías una novela en la que no habría ninguna palabra seria… Te lo advierto: ve con cuidado: tus enemigos acechan». Pero, en lugar de ir con cuidado, Kundera realiza por fin plenamente en esta novela su viejo sueño estético, que así puede verse como un sorprendente resumen de toda su obra. Menudo resumen. Menudo epílogo. Menuda risa inspirada en nuestra época, que es cómica porque ha perdido todo su sentido del humor. ¿Qué puede aún decirse? Nada. ¡Lean!
Primera parte
Los protagonistas se presentan
Alain medita sobre
el ombligo
Era el mes de junio, el sol asomaba entre las nubes y Alain pasaba
lentamente por una calle de París. Observaba a las jovencitas que, todas ellas,
enseñaban el ombligo entre el borde del pantalón de cintura baja y la camiseta
muy corta. Estaba arrobado; arrobado e incluso trastornado: como si el poder de
seducción de las jovencitas ya no se concentrara en sus muslos, ni en sus
nalgas, ni en sus pechos, sino en ese hoyito redondo situado en mitad de su
cuerpo.
Eso le incitó a reflexionar: si un hombre (o una época) ve el centro de la
seducción femenina en los muslos, ¿cómo describir y definir la particularidad
de semejante orientación erótica? Improvisó una respuesta: la longitud de los
muslos es la imagen metafórica del camino, largo y fascinante (por eso los
muslos deben ser largos), que conduce hacia la consumación erótica; en efecto,
se dijo Alain, incluso en pleno coito, la longitud de los muslos brinda a la
mujer la magia romántica de lo inaccesible.
Si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en las
nalgas, ¿cómo describir y definir la particularidad de esa orientación erótica?
Improvisó una respuesta: brutalidad; gozo; el camino más corto hacia la meta;
meta tanto más excitante por ser doble.
Si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en los
pechos, ¿cómo describir y definir la particularidad de esa orientación erótica?
Improvisó una respuesta: santificación de la mujer; la Virgen María amamantando
a Jesús; el sexo masculino arrodillado ante la noble misión del sexo femenino.
Pero ¿cómo definir el erotismo de un hombre (o de una época) que ve la
seducción femenina concentrada en mitad del cuerpo, en el ombligo?
Ramón pasea
por el Jardin du
Luxembourg
Más o menos mientras Alain reflexionaba acerca de las distintas fuentes de
seducción femenina, Ramón se encontraba en las proximidades del museo situado
cerca del Jardin du Luxembourg, donde, desde hacía ya un mes, se exponía la
obra de Chagall. Él quería ir a verla, pero sabía de antemano que nunca se
animaría a convertirse por las buenas en parte de esa interminable cola que se
arrastraba lentamente hacia la caja; observó a la gente, sus rostros
paralizados por el aburrimiento, imaginó las salas en las que sus cuerpos y su
parloteo taparían los cuadros, y no tardó más de un minuto en dar media vuelta
y encaminarse parque a través por una alameda.
Allí, la atmósfera era más agradable; el género humano parecía escasear y
estar más a sus anchas: algunos corrían, no por ir deprisa, sino por gusto;
otros paseaban tomando helados; otros aún, discípulos de una escuela asiática,
hacían en el césped lentos y extraños movimientos; más allá, en un inmenso
círculo, estaban las dos grandes estatuas blancas de las reinas de Francia y,
aún más allá, en el césped entre los árboles, en todas las direcciones,
esculturas de poetas, pintores, sabios; se detuvo delante de un adolescente
bronceado que, seductor, desnudo debajo de su pantalón corto, le ofreció
máscaras que reproducían las caras de Balzac, Berlioz, Hugo o Dumas. Ramón no pudo
evitar sonreír y siguió su paseo por ese jardín de los genios, quienes,
rodeados por la amable indiferencia de los paseantes, debían de sentirse
agradablemente libres; nadie se detenía para observar sus rostros o leer las
inscripciones en los pedestales. Ramón inhalaba esa indiferencia como una calma
consoladora. Poco a poco, apareció en su cara una larga sonrisa casi feliz.
No habrá cáncer
Aproximadamente en el mismo momento en que Ramón renunciaba a la exposición
de Chagall y elegía pasear por el parque, D’Ardelo subía la escalera que lleva
a la consulta de su médico. Aquel día, faltaban tres semanas para su
cumpleaños. Desde hacía ya muchos años, había empezado a odiar los cumpleaños.
Por culpa de las cifras que les encasquetaban. Aun así, no conseguía ignorarlos
porque, en él, era más fuerte el placer de ser festejado que la vergüenza de
envejecer. Y aún más desde que, esta vez, la visita al médico añadía un nuevo
matiz a la fiesta. Era el día en que le comunicarían el resultado de todos los
exámenes que le darían a conocer si los sospechosos síntomas descubiertos en su
cuerpo se debían, o no, a un cáncer. Entró en la sala de espera y se dijo por
lo bajo, con voz temblorosa, que dentro de tres semanas celebraría a la vez su
nacimiento tan lejano y su muerte tan cercana; que celebraría una doble fiesta.
Pero, en cuanto vio la cara risueña del médico, comprendió que la muerte se
había dado de baja. El médico le apretó fraternalmente la mano. Con lágrimas en
los ojos, D’Ardelo no pudo pronunciar palabra.
La consulta del médico estaba en la Avenue de l’Observatoire, a unos
doscientos metros del Jardin du Luxembourg. Como D’Ardelo vivía en una
callecita al otro lado del parque, decidió volver a atravesarlo. El paseo entre
los árboles le devolvió un buen humor casi juguetón, sobre todo cuando rodeó el
gran círculo formado por las estatuas de las antiguas reinas de Francia, todas
ellas esculpidas en mármol blanco, de pie en poses solemnes que le parecieron
divertidas, casi alegres, como si con ello esas damas quisieran saludar la
buena nueva que él acababa de recibir. Sin poder dominarse, él las saludó dos o
tres veces con la mano y soltó una carcajada.
El secreto encanto
de una grave
enfermedad
Fue ahí, cerca de las grandes damas de Francia, donde Ramón se encontró con
D’Ardelo, quien, el año anterior, era aún su colega en una institución cuyo
nombre a nadie le importa aquí. Se detuvieron uno frente al otro y, tras los
saludos habituales, D’Ardelo, en un tono extrañamente exaltado, empezó a
contar:
—Amigo, ¿conoces a La Franck? Hace dos días falleció su amado.
Hizo una pausa y en la memoria de Ramón apareció el hermoso rostro de una
mujer célebre a la que sólo había visto en fotos.
—Una agonía muy dolorosa —siguió D’Ardelo—. Lo vivió todo con él. ¡Ella ha
sufrido muchísimo!
Cautivado, Ramón miraba esa cara alegre que le contaba una historia
fúnebre.
—Imagínate, en la noche del mismo día en que ella lo había tenido moribundo
entre sus brazos, estaba cenando conmigo y unos amigos y, no te lo vas a creer,
¡estaba casi alegre! ¡Cuánto la admiré entonces! ¡Qué fortaleza! ¡Eso es apego
a la vida! ¡Reía con los ojos todavía rojos de llorar! ¡Y eso que todos
sabíamos cuánto lo había querido! ¡Debió de sufrir muchísimo! ¡Esta mujer es
una fuerza de la naturaleza!
Tal como ocurriera un cuarto de hora antes en el consultorio del médico,
unas lágrimas brillaron en los ojos de D’Ardelo. El caso es que, al hablar de
la fuerza moral de La Franck, él pensaba en sí mismo. ¿Acaso no había vivido él
también todo un mes en presencia de la muerte? ¿No había estado también su
fuerza de carácter sometida a una dura prueba? Aunque ya fuera un mero
recuerdo, el cáncer permanecía en él alumbrado por una frágil luz que,
misteriosamente, le encandilaba. Pero consiguió dominar sus sentimientos y pasó
a un tono más prosaico:
—Por cierto, si no me equivoco, tú conocías a alguien que sabe organizar
cócteles, que se encarga de la comida y lo demás, ¿no?
—Sí, es verdad —dijo Ramón.
—Es que voy a organizar una pequeña fiesta por mi cumpleaños.
Después de los comentarios exaltados sobre la célebre Franck, el tono
ligero de la última frase le permitió a Ramón una leve sonrisa.
—Veo que tu vida es alegre.
Curioso; esa frase no le gustó a D’Ardelo.
Como si su tono demasiado ligero anulara la extraña belleza de su buen
humor, mágicamente marcado por el pathos
de la muerte cuyo recuerdo seguía muy vivo en él:
—Sí, no está mal —dijo, y, tras una pausa, añadió—, aunque…
Hizo otra pausa y añadió:
—Sabes, acabo de ir al médico.
El desconcierto en el rostro de su interlocutor le gustó; prolongó el
silencio de tal manera que Ramón ya no pudo sino preguntar:
—Entonces, ¿hay problemas?
—Los hay.
D’Ardelo calló y, de nuevo, Ramón no pudo sino volver a preguntar:
—¿Qué te ha dicho el médico?
En ese mismo instante D’Ardelo vio en los ojos de Ramón su propia cara como
en un espejo: la cara de un hombre ya mayor, pero todavía guapo, marcado por
una tristeza que lo hacía aún más atractivo; se dijo entonces que ese hombre
guapo y triste pronto celebraría su cumpleaños y la idea que había surgido en
él antes de su visita al médico volvió a cruzarle por la cabeza, la magnífica
idea de una doble fiesta que celebrara a la vez el nacimiento y la muerte.
Siguió observándose en los ojos de Ramón y, luego, con voz queda y suave, dijo:
—Cáncer…
Ramón tartamudeó algo y, torpe, fraternalmente, rozó con su mano el brazo
de D’Ardelo.
—Pero hoy eso tiene tratamiento…
—Demasiado tarde. Pero olvida lo que acabo de decirte, no lo cuentes a
nadie; vale más que pienses en mi cóctel. ¡Hay que seguir adelante! —dijo
D’Ardelo y, antes de continuar su camino, alzó la mano a modo de saludo, y ese
gesto discreto, casi tímido, tenía tal inesperado encanto que Ramón se
emocionó.
Mentira
inexplicable, inexplicable risa
El encuentro de los dos antiguos colegas terminó con ese hermoso gesto.
Pero no puedo evitar una pregunta: ¿por qué había mentido D’Ardelo?
El propio D’Ardelo se lo preguntó a sí mismo inmediatamente después y
tampoco él supo darse una respuesta. No, no se avergonzaba de haber mentido. Le
intrigaba más bien ser incapaz de entender el motivo de esa mentira.
Normalmente, si se miente es para engañar a alguien y obtener a cambio una
ventaja cualquiera. Pero ¿qué podía sacar él inventando un cáncer?
Curiosamente, al pensar en el sinsentido de su mentira, no pudo evitar echarse
a reír. Pero también esa risa era incomprensible. ¿Por qué se reía? ¿Acaso le
parecía cómico su comportamiento? No. Por otra parte, el sentido de la comicidad
no era lo suyo. Simplemente, sin saber por qué, le encantaba su cáncer
imaginario. Siguió caminando sin dejar de reír. Reía y le encantaba su buen
humor.
Ramón visita a
Charles
Una hora después de su encuentro con D’Ardelo, Ramón ya estaba en casa de
Charles.
—Te traigo de regalo un cóctel —dijo.
—¡Estupendo! Este año vamos a necesitarlo —dijo Charles invitando a su
amigo a sentarse ante una mesa baja frente a él.
—Un regalo para ti. Y también para Calibán. Por cierto, ¿dónde anda?
—¿Dónde quieres que esté? En casa, con su mujer.
—Pero ojalá que para los cócteles siga contigo.
—Claro. Los teatros siguen sin hacerle caso.
Ramón vio de pronto, encima de la mesa, un libro bastante grueso. Se
inclinó y no pudo ocultar su sorpresa:
—Las memorias de Nikita Jrushchov.
¿Y eso?
—Me lo dio nuestro maestro.
—¿Y qué pudo parecerle interesante a nuestro maestro?
—Ha subrayado para mí unos cuantos párrafos. Lo que leí me pareció bastante
divertido.
—¿Divertido?
—La historia de las veinticuatro perdices.
—¿Qué?
—Sí, la historia de las veinticuatro perdices. ¿No la conoces? Pues, ¡por
ahí empezó el gran cambio del mundo!
—¿El gran cambio del mundo? ¿Nada menos?
—Nada menos. Pero, dime, ¿de qué cóctel se trata y en casa de quién?
Ramón se lo explicó y Charles preguntó:
—¿Y quién es el tal D’Ardelo? ¿Un gilipollas como todos mis clientes?
—Claro.
—Su tontería… ¿de qué tipo es?
—¿De qué tipo es su tontería…? —repitió Ramón, pensativo—. ¿Conoces a
Quaquelique?
La lección de
Ramón
sobre lo brillante
y lo insignificante
—Mi viejo amigo Quaquelique —siguió Ramón— es uno de los mujeriegos más
importantes que he conocido. Una vez asistí a una fiesta en la que estaban los
dos, D’Ardelo y él. No se conocían. Se encontraron por pura casualidad en el
mismo salón atiborrado de gente y D’Ardelo probablemente ni se había percatado
de la presencia de mi amigo. Había allí mujeres muy bellas, y D’Ardelo andaba
loco. Haría lo imposible para que ellas se interesaran por él. Y aquella noche
estuvo brillante como nunca.
—¿Provocador?
—Todo lo contrario. Incluso sus bromas siempre son moralistas, optimistas,
correctas, pero las envuelve en una enrevesada elegancia y las enreda de tal
manera que resultan tan difíciles de entender que, aunque llamen la atención,
no provocan reacción inmediata alguna. Hay que esperar tres o cuatro segundos
hasta que él mismo se eche a reír, luego esperar unos segundos más a que los
demás entiendan lo que ha querido decir y se unan educadamente a él. Y, cuando
todo el mundo se suma a las risas, te ruego que aprecies ese refinamiento, él
se pone serio otra vez; como desinteresado, de vuelta de todo, observa a la
gente y, secreta, vanidosamente, se deleita con esa risa. La actitud de
Quaquelique es radicalmente distinta. No es que sea silencioso. Pero, cuando
está rodeado de gente, habla siempre con un hilo de voz que silba más que
habla, aunque nada de lo que dice llama la atención.
Charles se ríe.
—No te rías. No es fácil hablar sin llamar la atención. Estar siempre
presente gracias a la palabra y no obstante permanecer inoído, ¡eso requiere virtuosismo!
—El sentido de semejante virtuosismo se me escapa.
—El silencio llama la atención. Puede impresionar. Darte un aire
enigmático. O sospechoso. Y eso es precisamente lo que Quaquelique quiere
evitar. Como durante la fiesta de la que te hablo. Había una mujer muy hermosa
que fascinaba a D’Ardelo. De vez en cuando, Quaquelique se dirigía a ella con
un comentario del todo trivial, sin interés, nulo, pero tanto más agradable por
cuanto no exigía respuesta inteligente alguna, ninguna agudeza. Al cabo de un
rato, compruebo que Quaquelique ya no está. Intrigado, me pongo a observar a la
mujer. D’Ardelo suelta una de sus frases ingeniosas, sigue el silencio de unos
cinco segundos, luego suelta una carcajada y, tras otros tres segundos, los
demás le imitan. En este instante, protegida por la cortina de la risa, la
mujer se aleja hacia la salida. D’Ardelo, adulado por el eco que sus palabras
han provocado, sigue con sus exhibiciones verbales. Algo más tarde, se da
cuenta de que la hermosa mujer ya no está. Y no puede explicarse su
desaparición porque lo ignora todo de la existencia de un tal Quaquelique. No
ha entendido nada, y aún hoy no entiende nada acerca del valor de la
insignificancia. Ésta es mi respuesta a tu pregunta acerca del tipo de tontería
que define a D’Ardelo.
—La inutilidad de ser brillante. Sí, lo entiendo.
—Es algo más que inutilidad. La nocividad. Cuando un tipo brillante intenta
seducir a una mujer, ésta tiene la impresión de entrar en una competición. Ella
también se siente obligada a deslumbrar. A no entregarse sin resistencia.
Mientras que la insignificancia la libera. La descarga de precauciones. No
exige ninguna agudeza. La despreocupa y, por tanto, la hace más fácilmente
accesible. Pero dejémoslo. Con D’Ardelo no tratarás con un ser insignificante,
sino con un Narciso. Y cuidado con el sentido exacto de esa palabra: un Narciso
no es un orgulloso. El orgulloso desprecia a los demás. Los subestima. El
Narciso los sobrestima porque observa su propia imagen en los ojos de los demás
y desea embellecerla. De modo que cuida muy amablemente todos esos espejos. Eso
es lo que cuenta para vosotros dos: D’Ardelo es amable. Para mí, por supuesto,
es ante todo un esnob. Pero incluso entre él y yo algo ha cambiado. Me enteré
de que estaba gravemente enfermo. Y, a partir de ese momento, lo veo de otra
manera.
—¿Enfermo?, ¿de qué?
—Cáncer. Me sorprendió hasta qué punto eso me entristeció. Tal vez esté
viviendo sus últimos meses.
Tras una pausa, siguió:
—Me conmovió la manera en que me habló… muy lacónico, casi púdico…, sin
exhibir pathos alguno, sin
narcisismo. Y, de pronto, quizá por primera vez, sentí por ese cretino
auténtica simpatía…, una auténtica simpatía…
Segunda
parte
El teatro de marionetas
Las veinticuatro
perdices
Después de sus largas y agotadoras jornadas, a Stalin le gustaba permanecer
un rato más con sus colaboradores y relajarse contándoles anécdotas de su vida.
Por ejemplo ésta:
Un día él decide ir de caza. Se pone una vieja parka, se calza unos
esquíes, coge un fusil de caza y recorre trece kilómetros. De pronto, ante él,
ve unas perdices en las ramas de un árbol. Se detiene y las cuenta. Hay
veinticuatro. ¡Vaya mala pata! Sólo se ha llevado doce cartuchos. Dispara, mata
a doce, luego da media vuelta, recorre otra vez los trece kilómetros hasta su
casa y coge otra docena de cartuchos. Recorre una vez más los trece kilómetros
hasta las perdices, que siguen en las ramas del mismo árbol. Y por fin las mata
todas…
—¿Te ha gustado? —pregunta Charles a Calibán, que se ríe:
—Si me lo hubiera contado el propio Stalin, ¡lo habría aplaudido! Pero ¿de
dónde has sacado esa historia?
—Nuestro maestro me regaló un libro, Las
memorias de Jrushchov, publicado en Francia hace mucho, mucho tiempo. En él
Jrushchov cuenta la historia de las perdices tal como Stalin la había contado a
su gente. Pero, según narra Jrushchov, nadie reaccionó como tú. Nadie se rió. A
todos sin excepción les pareció absurdo lo que Stalin les había contado y
aborrecieron esa mentira. Aun así, callaron todos y sólo Jrushchov tuvo el
valor de decirle a Stalin lo que pensaba. ¡Escucha esto!
Charles abrió el libro y leyó lentamente en voz alta:
—¿Cómo? ¿Quieres decir realmente que las perdices no se fueron y se
quedaron en las ramas del árbol? —preguntó Jrushchov.
—Así es —contestó Stalin—, no se movieron de su sitio.
Pero la historia no se acaba aquí, pues debes saber que al final de su
jornada de trabajo todos se reunían en el baño, un gran espacio que también
servía de retrete. Imagínate. En una pared, una larga hilera de urinarios y, en
la pared de enfrente, los lavabos. Urinarios de cerámica en forma de concha,
muy emperifollados y adornados con motivos florales. Cada miembro del clan de
Stalin tenía su propio urinario creado y firmado por un artista distinto. Sólo
Stalin no lo tenía.
—¿Y dónde meaba Stalin?
—En un reservado solitario, al otro lado del edificio; y como meaba solo,
nunca con sus colaboradores, éstos se sentían divinamente libres en sus
urinarios y se atrevían a decir por fin en voz alta todo aquello que se veían
obligados a callar en presencia del jefe. Y así fue el día en que Stalin les
contó la historia de las veinticuatro perdices. Y te cito otra vez al propio
Jrushchov:
«… al lavarnos las manos en el baño escupimos de desprecio. ¡Él mentía!
¡Mentía! A nadie le cupo la menor duda».
—¿Y quién era el tal Jrushchov?
—Unos años después de la muerte de Stalin se convirtió en el jefe supremo
del imperio soviético.
Tras una pausa, dijo Calibán:
—Lo que me parece increíble en toda esa historia es que nadie entendiera
que lo de Stalin era una broma.
—Claro —dijo Charles y volvió a dejar el libro encima de la mesa—, porque
todos a su alrededor habían olvidado ya qué es una broma. Y, a mi entender, eso
anunciaba ya la llegada de un nuevo gran periodo de la Historia.
Charles sueña con
una obra
para el teatro de
marionetas
En mi vocabulario de descreído, una sola palabra es sagrada: la amistad.
Quiero a los cuatro compañeros a quienes os he presentado, Alain, Ramón,
Charles y Calibán. Por simpatía hacia ellos un día le llevé a Charles el libro
de Jrushchov, para que se divirtieran todos.
Los cuatro conocían ya la historia de las perdices, incluido su espléndido
final en el baño, cuando un día Calibán se lamentó con Alain:
—Me encontré con tu amiga Madeleine. Le conté la historia de las perdices,
¡y se la tomó como una anécdota incomprensible sobre un cazador! Tal vez había
oído nombrar vagamente a Stalin, pero no entendía por qué un cazador debía
llevar ese apellido…
—Es que ella tiene tan sólo veinte años —dijo amablemente Alain para
defender a su amiga.
—Si no me equivoco —intervino Charles—, tu Madeleine nació unos cuarenta
años después de la muerte de Stalin. Yo mismo nací diecisiete años después de
que muriera. Y tú, Ramón, cuando murió Stalin —luego de una breve pausa dijo
con cierta reserva—: ¡Dios mío!, ya habías nacido…
—Me da vergüenza, pero es verdad.
—Si no me equivoco —siguió Charles dirigiéndose a Ramón—, tu abuelo firmó
con otros intelectuales una petición de apoyo a Stalin, el gran héroe del
progreso.
—Sí —admitió Ramón.
—Imagino que tu padre ya se mostraba algo escéptico con respecto a él y tu
generación aún más; en cambio, para la mía ya se había convertido en el más
criminal de todos los criminales.
—Sí, así es —dijo Ramón—. La gente se va encontrando en la vida, discute,
se pelea, sin darse cuenta de que se interpelan de lejos los unos a los otros,
cada cual desde un observatorio situado en distinto lugar en el tiempo.
Después de una pausa, Charles dijo:
—El tiempo corre. Gracias a él, primero vivimos, lo cual quiere decir que
ya hemos sido acusados y juzgados por la gente. Luego morimos y permanecemos
aún unos años entre los que nos han conocido, pero muy pronto se produce otro
cambio: los muertos pasan a ser muertos viejos, de los que ya nadie se acuerda
y que desaparecen en la nada; tan sólo unos cuantos, muy, muy pocos, imprimen
su nombre en la memoria de la gente, pero, ya sin testigos fehacientes, sin un
solo recuerdo real, pasan a ser marionetas… Amigos, me fascina la historia que
cuenta Jrushchov en sus memorias y no puedo quitarme las ganas de inventar a
partir de ella una obra para el teatro de marionetas.
—¿Teatro de marionetas? ¿No te gustaría más la Comédie Frangaise? —se burló Calibán.
—No —contestó Charles—, porque sería un engaño si esa historia de Stalin y
Jrushchov la representaran seres humanos. Nadie tiene el derecho de simular la
restitución de una existencia humana que ha dejado de ser. Nadie tiene el
derecho de crear a un hombre a partir de una marioneta.
La rebelión en el
baño
—Me fascinan esos camaradas de Stalin —siguió Charles—. ¡Me los imagino en
el baño manifestando a gritos su indignación! ¡Habían esperado tanto tiempo el
hermoso momento de poder decir al fin en voz alta todo lo que pensaban! Pero
había algo que no podían sospechar: ¡que Stalin los observaba y él también
esperaba ese momento con la misma impaciencia! También para él era motivo de
gozo el momento en que toda su tropa se dirigía al baño. ¡Amigos, es como si lo
viera! De puntillas, discretamente se desliza por un largo pasillo, luego
arrima la oreja a la puerta del baño y escucha. Los héroes del Politburó
gritan, patean, maldicen; él los oye y se ríe: «¡Ha mentido! ¡Ha mentido!»,
aúlla Jrushchov con su voz estentórea, y Stalin, con el oído pegado a la
puerta, ¡es como si lo viera!, saborea la indignación moral de su camarada, ríe
como un loco y ni siquiera intenta bajar el volumen de su risa, porque los que
están dentro del baño, que también gritan como locos, no pueden oírlo en medio
de tanto barullo.
—Sí, ¡ya nos lo has contado! —dijo Alain.
—Sí, ya lo sé. Pero lo más importante es lo que todavía no os he dicho, o
sea, el verdadero motivo por el que a Stalin le encantaba repetirse y contar
una y otra vez la misma historia de las veinticuatro perdices, siempre a su
mismo pequeño público. Y aquí es donde sitúo la intriga principal de mi obra
para marionetas.
—¿Y cuál era ese motivo?
—Kalinin.
—¿Qué? —preguntó Calibán.
—Kalinin.
—Jamás he oído ese nombre.
Aunque más joven que Calibán, Alain, que era más culto, sí lo conocía.
—Seguramente era el nombre con el que rebautizaron una célebre ciudad
alemana en la que Immanuel Kant vivió toda la vida y que hoy se llama
Kaliningrado.
En ese mismo instante se oyó desde la calle un poderoso e impaciente
bocinazo.
—Tengo que irme —dijo Alain—. Madeleine me está esperando. ¡Hasta la vista!
Madeleine le esperaba en la calle subida a una moto. Era la de Alain, pero
la compartían.
En otra ocasión,
Charles da a sus amigos
una charla sobre
Kalinin
y la capital de
Prusia
—Desde sus orígenes, la célebre ciudad de Prusia se llamó Kónigsberg, o sea
«la montaña del rey». Sólo después de la última guerra pasó a llamarse
Kaliningrado. En ruso, «Grad» quiere
decir «ciudad». Así pues, la ciudad de Kalinin. Al siglo al que tuvimos la
fortuna de sobrevivir le volvía loco rebautizarlo todo. Tsaritsyn se rebautizó
como Stalingrado, luego Stalingrado como Volgogrado. San Petersburgo se
rebautizó como Petrogrado, luego Petrogrado pasó a ser Leningrado y, al fin,
Leningrado volvió a ser San Petersburgo. Chemnitz se rebautizó como
Karl-Marx-Stadt y luego Karl-Marx-Stadt como Chemnitz. Se rebautizó Kónigsberg
como Kaliningrado…, pero ¡ojo!, Kaliningrado permaneció y permanecerá para siempre
como Kaliningrado. La gloria de Kalinin superará todas las demás glorias.
—Pero ¿quién era Kalinin? —preguntó Calibán.
—Un hombre —continuó Charles— sin poder real alguno, un pobre e inocente
pelele, quien, sin embargo, fue durante mucho tiempo presidente del soviet
supremo, o sea, desde el punto de vista del protocolo, el más alto
representante del Estado. Vi una vez una foto suya: un viejo militante obrero
con una barbita puntiaguda, enfundado en una chaqueta mal tallada. Ya por
entonces Kalinin era viejo, y su próstata hinchada le obligaba a mear con
frecuencia. La pulsión urinaria era siempre tan fuerte y repentina que le
obligaba a correr hasta el primer urinario que encontrara, aunque estuviera en
un almuerzo oficial o en pleno discurso ante una numerosa audiencia. Había
adquirido ya una gran destreza. Todo el mundo en Rusia recuerda aún hoy una
gran fiesta que tuvo lugar durante la inauguración de un nuevo teatro de ópera
en una ciudad de Ucrania durante la que Kalinin pronunció un larguísimo discurso
solemne. Se veía obligado a interrumpirlo cada dos por tres y, cada vez que se
alejaba del atril, la orquesta empezaba a tocar música folclórica y unas bellas
y rubias bailarinas ucranianas saltaban al escenario y se ponían a bailar. Al
regresar al estrado, Kalinin siempre era recibido con grandes aplausos; cuando
volvía a abandonarlo, los aplausos redoblaban su fuerza para saludar el regreso
de las rubias bailarinas; y, a medida que se aceleraba la frecuencia de sus
idas y venidas, más largos, más fuertes y más cordiales eran los aplausos, de
tal manera que la celebración oficial se había convertido en un alegre,
enloquecido, orgiástico clamor como jamás había conocido el Estado soviético.
»Pero, cuando Kalinin se encontraba en su reducido círculo de camaradas, a
nadie se le ocurría aplaudir su orina. Stalin iba contando sus anécdotas, pero
Kalinin era demasiado disciplinado para atreverse a molestarlo con sus idas y
venidas al baño. Tanto más cuanto que Stalin, mientras hablaba, lo clavaba con
la mirada al tiempo que él iba palideciendo hasta terminar en una mueca. Eso
animaba a Stalin a alargar aún más la narración, a añadirle descripciones y
digresiones, y a postergar el desenlace hasta que, de repente, la cara tensa
frente a él se relajaba, la mueca desaparecía, se le distendía la expresión y
una aureola de paz rodeaba su cabeza; sólo entonces, cuando sabía que Kalinin
había perdido una vez más su gran batalla, Stalin pasaba rápido al desenlace,
se levantaba de la mesa y con una sonrisa amistosa y alegre, ponía fin a la
sesión. Todos los demás también se levantaban y miraban con malicia a su
compañero, que se colocaba detrás de la mesa, o detrás de una silla, para
ocultar su pantalón mojado.
A los amigos de Charles les encantaba imaginar esa escena. Sólo después de
una pausa, Calibán se animó a interrumpir aquel animado silencio:
—En todo caso, eso no explica en absoluto por qué Stalin dio el nombre del
pobre prostático a la ciudad alemana donde vivió toda su vida el célebre… el
célebre…
—Immanuel Kant —apuntó Alain.
Alain descubre la
desconocida ternura
de Stalin
Cuando, al cabo de una semana, Alain volvió a ver a sus amigos en un bistró
(o en casa de Charles, ya no me acuerdo), enseguida interrumpió su
conversación:
—Quiero deciros que, para mí, es absolutamente admisible que Stalin diera
el nombre de Kalinin a la célebre ciudad de Kant. Ignoro qué explicaciones
habréis podido encontrar a este asunto, pero yo sólo le veo una: Stalin debía
de sentir por Kalinin una ternura excepcional.
La sorpresa jovial que descubrió en la cara de sus amigos no sólo le
encantó sino que incluso le inspiró.
—Sí, ya sé, ya sé… La palabra ternura no le pega demasiado a la reputación
de Stalin, el Lucifer del siglo, ya lo sé, su vida estuvo repleta de
conspiraciones, traiciones, guerras, encarcelamientos, asesinatos, masacres. No
lo pongo en duda, muy al contrario, quiero incluso recalcarlo para que aflore
con mayor claridad que, frente al inmenso fardo de crueldades con las que él
debía cargar y vivir, era imposible que dispusiera de un bagaje igualmente
inmenso de compasión. ¡Se habría superado cualquier capacidad humana! Para
vivir su vida tal como era, no podía sino anestesiar y luego olvidar del todo
su facultad de apiadarse. Pero, ante Kalinin, en las pequeñas pausas lejos de
las masacres, en sus dulces momentos de un descanso parlanchín, todo cambiaba:
se enfrentaba a un dolor totalmente distinto, un pequeño dolor, un dolor
concreto, individual, comprensible. Miraba a su compañero que sufría y, con una
suave extrañeza, sentía despertar en él un débil, modesto sentimiento casi
desconocido, en todo caso olvidado: el afecto por un hombre que sufre. En su
vida feroz, ese momento era como un descanso. La ternura aumentaba en el
corazón de Stalin al mismo ritmo que la presión de la orina en la vejiga de
Kalinin. Redescubrir un sentimiento que había dejado de sentir desde hacía
mucho tiempo era para él de una inexpresable belleza.
»Ahí es donde —siguió Alain— encuentro la única explicación posible al
hecho curioso de rebautizar Kónigsberg como Kaliningrado. Esto ocurrió treinta
años antes de que yo naciera, y no obstante puedo imaginar la situación: una
vez terminada la guerra, los rusos añadieron a su imperio una célebre ciudad
alemana y se vieron obligados a rusificarla imponiéndole un nuevo nombre, ¡y no
un nombre cualquiera! La acción de rebautizar debe, pues, apoyarse en un nombre
célebre en todo el planeta, cuyo destello acalle a todos los enemigos. ¡A los
rusos les sobran nombres de ésos! ¡Catalina la Grande, Pushkin, Chaikovski,
Tolstói! ¡Por no hablar de los generales que vencieron a Hitler y que, en
aquella época, fueron adulados por todas partes! ¿Cómo comprender, pues, que
Stalin eligiera el nombre de alguien tan nulo? ¿Que tomara una decisión tan
evidentemente tonta? A eso sólo pueden atribuirse motivos íntimos y secretos. Y
los conocemos: ha pensado con ternura en el hombre que sufrió por él, ante sus
ojos, y quiere agradecerle su fidelidad, darle una alegría por su entrega. Si
no me equivoco, Ramón, corrígeme si quieres, durante ese breve momento de la
Historia, Stalin es el hombre de Estado más poderoso del mundo, y lo sabe.
Siente la maliciosa satisfacción de ser, entre todos los presidentes y los
reyes, el único en poder mandar a la mierda la seriedad de los grandes gestos
políticos cínicamente calculados, el único que puede permitirse tomar una
decisión absolutamente personal, caprichosa, irracional, espléndidamente
extraña, soberbiamente absurda.
En la mesa había una botella de vino tinto abierta. El vaso de Alain estaba
ya vacío; él volvió a llenarlo y siguió:
—Al contarla ahora ante vosotros, encuentro en esa historia un sentido cada
vez más profundo. Se tomó otro trago y siguió:
—Padecer por no ensuciar el pantalón… Ser mártir de la propia limpieza…
Luchar contra la orina que da señales de vida, que avanza, que amenaza, que
ataca, que mata… ¿Habrá otro heroísmo más prosaico y más humano? Me importan un
bledo los llamados grandes hombres cuyos nombres coronan nuestras calles. Se
volvieron célebres gracias a su ambición, su vanidad, sus mentiras, su
crueldad. Kalinin es el único cuyo nombre permanecerá en la memoria como
recuerdo de un sufrimiento que cualquier ser humano ha conocido, como recuerdo
de una lucha desesperada que no causó daño a nadie sino a sí mismo.
Alain terminó su discurso y todos se sintieron emocionados.
Tras un silencio, Ramón dijo:
—Tienes toda la razón, Alain. Después de mi muerte, quiero poder
despertarme cada diez años para comprobar si Kaliningrado sigue siendo
Kaliningrado. Mientras éste sea el caso, podré sentir una pizca de solidaridad
con la humanidad y, reconciliado con ella, volver a mi tumba.
Tercera
parte
Alain y Charles piensan con frecuencia
en sus madres
La primera vez que
se sintió atraído
por el misterio
del ombligo
fue cuando vio a
su madre por última vez
Paseando lentamente hacia su casa, Alain observaba a las jovencitas que,
sin excepción, iban enseñando el ombligo entre el borde del pantalón de cintura
baja y la camiseta muy corta. Como si el poder de seducción de las jovencitas
ya no se concentrara en sus muslos, ni en sus nalgas, ni en sus pechos, sino en
ese hoyito redondo situado en mitad de su cuerpo.
¿Me estoy repitiendo? ¿Empiezo acaso este capítulo con las mismas palabras
que empleé al principio de esta novela? Lo sé. Pero, aunque ya haya hablado de
la pasión de Alain por el enigma del ombligo, me niego a ocultar que ese enigma
le preocupa en todo momento, al igual que ustedes también andan preocupados
durante meses, cuando no años, por los mismos problemas (sin duda bastante
menores que el que obsesiona a Alain). Así pues, mientras deambulaba por las
calles, él iba pensando con frecuencia en el ombligo, sin temor a repetirse, e
incluso con una extraña obstinación; y es que el ombligo le remitía a un lejano
recuerdo: el recuerdo del último encuentro con su madre.
Tenía entonces diez años. Estaban solos su padre y él de vacaciones en una
casa alquilada con jardín y piscina. Era la primera vez que ella iba a verles
tras una ausencia de muchos años. Se encerraron ella y su anterior marido en la
casa. La atmósfera era asfixiante a un kilómetro a la redonda. ¿Cuánto tiempo
se quedó? Probablemente no más de una o dos horas, durante las que Alain
intentó entretenerse solo en la piscina. Acababa de salir del agua cuando su
madre se detuvo para decirle adiós. Estaba sola. ¿Qué se habrán dicho? Él lo
ignora. Sólo recuerda que ella se sentó en una silla del jardín y que él, con
el slip de baño todavía mojado,
estaba de pie frente a ella. Ha olvidado lo que se dijeron, aunque retiene en
su memoria, grabado con precisión, un instante, un instante concreto: sentada
en su silla, ella miró intensamente el ombligo de su hijo. Él aún siente esa
mirada en su vientre. Una mirada difícil de comprender; le parecía que
expresaba una inexplicable mezcla de compasión y desprecio; los labios de su
madre habían adquirido la forma de una sonrisa (una sonrisa de compasión y de
desprecio), luego, sin levantarse de la silla, se había inclinado sobre él y,
con el dedo índice, había tocado su ombligo. Enseguida, ella se había
levantado, lo había abrazado (¿lo había abrazado realmente? Probablemente, pero
de eso él no está muy seguro) y se había ido. Nunca más volvió a verla.
Una mujer sale de
su coche
Un coche pequeño avanza por la calzada a lo largo de un río. El aire frío
de la mañana hace aún más huérfano ese paisaje sin encanto, en algún lugar
entre la periferia de una ciudad y el campo, allá donde escasean las viviendas
y ya no se encuentran peatones. El coche se detiene encima del arcén; sale de
él una mujer joven, bastante guapa. Es extraño: ha empujado la puerta con un
gesto tan negligente que el coche seguramente no ha quedado bien cerrado. ¿Qué
significa esa negligencia tan improbable en tiempos de robos? ¿Será tan
distraída?
No, no da la impresión de ser distraída, al contrario, su cara revela más
bien determinación. Esa mujer sabe lo que quiere. Esa mujer es toda ella
voluntad. Camina unos cien metros por la carretera hacia un puente sobre el
río, un puente bastante alto, estrecho, prohibido a los coches. Ella empieza a
cruzarlo hacia la otra orilla. Mira varias veces a su alrededor, no como una
mujer a quien alguien esperara, sino para cerciorarse de que nadie la espera.
En medio del puente, se detiene. A primera vista, parece que dude, pero no se
trata de duda, de falta de determinación, muy al contrario, es el momento en
que su concentración se intensifica y su voluntad se obstina aún más. ¿Su
voluntad? Para ser más exacto: su odio. Sí, ese instante de aparente duda es de
hecho una llamada a su odio, para que éste permanezca en ella, la sostenga, no
la abandone un solo instante.
Pasa las piernas por encima de la barandilla y se tira al vacío. Al final
de la caída la tensa superficie del agua la golpea brutalmente; aún paralizada
por el frío, tras largos segundos ella levanta la cabeza y, como es buena
nadadora, todas sus reacciones automáticas se rebelan contra su voluntad de
morir. Sumerge de nuevo la cabeza, se esfuerza por aspirar el agua y bloquear
la respiración. En ese instante, oye un grito. Un grito que le llega del otro
lado del río. Alguien la ha visto. Comprende que no será fácil morir y que su
peor enemigo no será su propio e incontrolable reflejo de buena nadadora, sino
alguien con quien ella no contaba. Se verá obligada a luchar. A luchar para
salvar su muerte.
Ella mata
Ella mira en la dirección del grito. Alguien se ha tirado al río.
Reflexiona: ¿quién será más rápido, ella en su determinación de permanecer bajo
el agua, de aspirar agua, de ahogarse, o el que se acerca? Cuando ella esté a
punto de ahogarse, con agua en los pulmones, y por tanto debilitada, ¿no será
una presa aún más fácil para su salvador? Él la arrastrará hasta la orilla, la
dejará tendida en el suelo, extraerá el agua de sus pulmones, le hará el boca a
boca, llamará a los bomberos, a la policía, y la salvarán y ridiculizarán para
siempre.
—¡Deténgase, deténgase! —grita el hombre.
Todo ha cambiado: en lugar de hundirse en el agua, levanta la cabeza y
respira profundamente para concentrar sus fuerzas. Él ya se encuentra ante
ella. Es un joven, un adolescente que querrá hacerse famoso, ver su foto en los
periódicos y que repite sin parar: «¡Deténgase, deténgase!». Él estira ya la
mano hacia ella, y ella, en lugar de esquivarla la agarra, la aprieta y la
empuja hacia el fondo del río. Grita una vez más «¡Deténgase!», como si fuera
la única palabra que supiera decir. Pero ya no volverá a decirla; ella le ha
agarrado el brazo, lo empuja hacia el fondo, luego se estira de espalda cuan
larga es sobre el adolescente para que su cabeza permanezca hundida en el agua.
Él se defiende, se sacude, ya ha aspirado agua, intenta golpear a la mujer,
pero ella permanece firme, estirada encima de él, de tal manera que él ya no
puede sacar la cabeza para respirar y, tras largos, muy largos segundos, deja
de agitarse. Ella lo mantiene así un poco más, podría incluso decirse que,
cansada y temblorosa, descansa encima de él; luego, segura de que el hombre al
que mantiene debajo ya no se moverá, lo suelta y se vuelve hacia la orilla de
donde ha venido para no conservar dentro de sí ni la sombra de lo que acaba de
ocurrir.
Pero ¿cómo? ¿Acaso ha olvidado su propósito? ¿Por qué no se ahoga si el que
ha intentado robarle la muerte ya no vive? ¿Por qué, una vez libre, ya no
quiere morir?
La vida que casualmente ha reencontrado ha sido como un golpe que hubiera
quebrantado su propósito; ya sin fuerzas para concentrar su energía en su
propia muerte, tiembla; despojada repentinamente de toda voluntad, de todo
vigor, nada como una autómata hacia el lugar donde había abandonado el coche.
Ella vuelve a casa
Poco a poco siente que el agua ya no es profunda, apoya los pies en el
fondo, se pone de pie; pierde los zapatos en el fango, carece de fuerza para
buscarlos; sale del agua descalza y sube hacia la carretera.
Al redescubrir el mundo, éste le muestra su cara más inhóspita y enseguida
es presa de la angustia: ¡las llaves del coche! ¿Dónde estarán? Su falda no
lleva bolsillos. Si uno va hacia la muerte, no le preocupa lo que ha dejado en
el camino. Cuando salió del coche, el porvenir había dejado de existir. Ella no
tenía nada que ocultar. En cambio ahora, de repente, hay que ocultarlo todo. No
hay que dejar huellas. La angustia es más y más acuciante: ¿dónde estarán las
llaves?, ¿cómo llegaré a casa?
Se acerca al coche, tira de la puerta que, ante su asombro, se abre. Las
llaves la esperan abandonadas en el salpicadero. Se sienta al volante y apoya
los pies descalzos y mojados en los pedales. Sigue temblando. También tiembla
de frío. El agua sucia del río se escurre de la blusa y de la falda empapadas.
Le da la vuelta a la llave y se va.
El que quiso imponerle la vida ha muerto ahogado. Y aquél a quien ella
había querido matar en su vientre sigue vivo. La idea del suicidio ha quedado
anulada para siempre. Sin repeticiones. El joven ha muerto, el feto vive, y
ella hará cualquier cosa para que nadie descubra lo que ha pasado. Tiembla y su
voluntad se despierta; ya no piensa sino en su porvenir inmediato: ¿cómo salir
del coche sin que nadie la vea? ¿Cómo pasar desapercibida, con su vestido
empapado, delante de la garita del portero?
En ese instante Alain sintió un golpe violento en el hombro:
—¡Ve con cuidado, imbécil!
Se volvió y a su lado en la acera vio a una joven que le adelantaba con
paso acelerado y enérgico.
—Perdón —le lanzó (en un tono más bien bajo).
—¡Gilipollas! —le contestó la joven (en un tono de voz alto) sin mirar
atrás.
Los perdonazos
A solas en su estudio, Alain comprobó que seguía doliéndole el hombro y se
dijo que la mujer que, dos días antes, le había empujado con tanta eficacia lo
había hecho adrede. No conseguía olvidar la voz estridente que le había llamado
«imbécil» y seguía oyéndose suplicar «Perdón», a lo que ella respondió
«¡Gilipollas!». ¡Una vez más había pedido perdón sin motivo! ¿Por qué siempre
ese estúpido reflejo de pedir perdón? No podía quitarse de encima ese recuerdo
y sintió la necesidad de hablar con alguien. Llamó a Madeleine. No estaba en
París, su móvil estaba apagado. Marcó entonces el número de Charles y, en
cuanto oyó su voz, se disculpó:
—No te enfades. Estoy de muy mal humor. Necesito hablar con alguien.
—Pues me vienes al pelo, yo también estoy de muy mal humor. Pero tú, ¿por
qué?
—Porque estoy cabreado conmigo mismo. ¿Por qué será que aprovecho cualquier
ocasión para sentirme culpable?
—Eso no es grave.
—Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso. La vida es
una lucha de todos contra todos. Es sabido. Pero ¿cómo puede darse esa lucha en
una sociedad más o menos civilizada? No deberíamos tirarnos unos contra otros a
primera vista. En cambio, intentamos proyectar en los demás el oprobio de la
culpabilidad. Vencerá el que consiga hacer que el otro se sienta culpable.
Perderá el que confiese su culpa. Vas por la calle inmerso en tus pensamientos.
Caminando hacia ti, viene una chica que, como si estuviera sola en el mundo,
sin mirar a los lados, camina recto hacia delante. Chocáis. Éste es el momento
de la verdad. ¿Quién insultará al otro, y quién pedirá perdón? Esa situación me
sirve de ejemplo: en realidad, los dos son a la vez el embestido y el que
embiste. No obstante, los hay que, inmediata y espontáneamente, se consideran
los causantes del choque y, por tanto, culpables. Y los hay también que siempre
se consideran, inmediata y espontáneamente, las víctimas del choque y, por
tanto, en su derecho de acusar en el acto al otro y de hacer que lo castiguen.
Tú, en esa situación, ¿pedirías perdón o acusarías?
—Sin duda alguna, yo pediría perdón.
—¡Ay, pobre, de modo que tú también perteneces a la legión de los
perdonazos! Crees que podrás ablandar al otro con tus disculpas.
—Claro que sí.
—Pues te equivocas. El que pide perdón se declara culpable. Y si te
declaras culpable, animas al otro a seguir insultándote y a denunciarte
públicamente hasta la muerte. Éstas son las consecuencias fatales del que pide
perdón el primero.
—Es cierto. No hay que pedir perdón. Sin embargo, yo preferiría un mundo en
el que todos, sin excepción, pidiéramos perdón y, por las buenas, inútil y
exageradamente, todos cargáramos con las disculpas…
—Lo dices en un tono de voz tan triste —se sorprendió Alain.
—Desde hace dos horas sólo pienso en mi madre.
—¿Qué ocurre?
Los ángeles
—Está enferma. Temo que sea grave. Acaba de llamarme.
—¿Desde Tarbes?
—Sí.
—¿Está sola?
—Su hermano está con ella. Pero es aún mayor que ella. Me dan ganas de
coger enseguida el coche e ir a verla, pero es imposible. Esta noche tengo un
compromiso al que no puedo faltar. Un trabajito de lo más tonto. Pero mañana sí
iré…
—Es curioso. Pienso a menudo en tu madre.
—Te gustaría. Es divertida. Ahora camina bastante mal, pero nos divertimos
mucho.
—De ella heredaste tu inclinación por bromear, ¿no?
—Tal vez.
—¡Qué raro!
—¿Por qué?
—Según lo que siempre me has contado, la imaginaba como salida de los
versos de Francis Jammes. Rodeada de animales heridos y viejos campesinos.
Entre burros y ángeles.
—Sí —dijo Charles—, es así.
Luego, al cabo de unos segundos:
—¿Y por qué has mencionado los ángeles?
—¿Te sorprende?
—En mi obra de teatro… —hizo una pausa y siguió—: sabes, mi obra para
marionetas no es más que una broma, una tontería, no la escribo, tan sólo la
imagino, pero ¿qué hacer si no hay nada que me divierta? El caso es que en el
último acto de esa obra imagino a un ángel.
—¿Y por qué un ángel?
—No lo sé.
—¿Y cómo termina la obra?
—De momento sólo sé que al final habrá un ángel.
—¿Qué significa un ángel para ti?
—No soy una autoridad en teología. Imagino al ángel ante todo según la
frase que suele decirse cuando se quiere dar las gracias a alguien por su
bondad: «Es usted un ángel». La gente se lo dice a menudo a mi madre. Por eso
me he sorprendido cuando tú me has dicho que la veías acompañada de burros y
ángeles. Ella es así.
—La teología tampoco es mi fuerte. Recuerdo simplemente que unos ángeles
fueron arrojados del cielo.
—Sí. Los ángeles arrojados del cielo —repitió Charles.
—Además, ¿qué sabemos de los ángeles? Que tienen la cintura fina…
—En efecto, es difícil imaginarse un ángel barrigudo.
—… y que tienen alas. Y son blancos. Blancos. Oye, Charles, si no me
equivoco, el ángel no tiene sexo. Ésta tal vez sea la clave de su blancura.
—Tal vez.
—Y de su bondad.
—Tal vez.
Y, después de un silencio, siguió Alain:
—¿Tendrá el ángel un ombligo?
—¿Por qué?
—Si el ángel no tiene sexo, no nació de un vientre de mujer.
—Claro que no.
—Así que no tiene ombligo.
—En efecto, no tiene ombligo…
Alain evocó a la joven que, al lado de la piscina de una residencia de
verano, había tocado con el índice el ombligo de su hijo de diez años y le dijo
a Charles:
—¡Qué raro! Desde hace algún tiempo, yo tampoco dejo de imaginar a mi
madre…, en todas las situaciones posibles e imposibles…
¡Dejémoslo
ahí, amigo! Tengo que prepararme para ese jodido cóctel.
Cuarta parte
Todos andan en busca del buen humor
Calibán
La primera profesión de Calibán, la que entonces había dado sentido a su
vida, fue la de actor; llevaba esa profesión inscrita negro sobre blanco en sus
papeles y es gracias a su calidad de actor sin contrato por lo que desde hace
tiempo percibe el subsidio del paro. La última vez que se le había visto en un
escenario encarnaba al salvaje Calibán de La
tempestad de Shakespeare. Con la piel embadurnada de una pomada oscura y
tocado con una peluca negra, aullaba y brincaba como un loco. Su interpretación
había gustado tanto a sus amigos que decidieron llamarlo por el nombre que se
la recordaba. De eso hacía ya mucho tiempo. Desde entonces, los teatros dudaron
en contratarlo y su subsidio disminuyó de año en año como, de hecho, el de
miles de actores, bailarines, cantantes que están en el paro.
Fue entonces cuando Charles, que se ganaba la vida organizando cócteles
para particulares, lo había contratado como camarero. Así fue como Calibán pudo
ganar unas perras y, además, al seguir siendo un actor en busca de su misión
perdida, vio en ello la oportunidad de poder cambiar a veces de identidad. Al
tener ideas estéticas un tanto simples (¿acaso no era también simple su santo
patrón, el Calibán de Shakespeare?), creía que la proeza de un actor era tanto
más relevante cuanto más alejado de su vida real estuviera el personaje que
interpretara. Por eso insistió en acompañar a Charles, no como francés, sino
como un extranjero que sólo supiera hablar un idioma que nadie conociera a su
alrededor. Cuando tuvo que adjudicarse un nuevo país de origen, eligió
Pakistán, tal vez debido al color de su piel ligeramente bronceada. ¿Por qué
no? Nada más fácil que elegir un país de origen. Lo difícil es inventarle una
lengua.
¡Intenten hablar improvisando una lengua ficticia aunque sólo sea durante
treinta segundos! Repetirán, turnándolas, las mismas sílabas y muy pronto se
descubrirá la impostura de su bisbiseo. Inventar una lengua inexistente
presupone otorgarle una credibilidad acústica; crear una fonética particular y
no pronunciar una «a» o una «o» como las pronunciaría un francés; y decidir en
qué sílaba de las palabras cae regularmente el acento. Se recomienda
igualmente, para otorgar naturalidad a la palabra, imaginar una construcción
gramatical por detrás de esos sonidos absurdos, así como detectar qué palabra
es un verbo y cuál un sustantivo. Y, entre dos amigos, importa determinar el
papel del segundo, o sea del francés, por tanto de Charles: aunque no sepa
hablar pakistaní, debe saber al menos unas cuantas palabras para que puedan, en
caso de urgencia, entenderse acerca de lo esencial sin pronunciar ni una sola
palabra en francés.
Había sido difícil, pero divertido. Por desgracia, ni siquiera la broma más
encantadora escapa a la ley del envejecimiento. Aunque los dos amigos se habían
divertido en los primeros cócteles, Calibán empezó pronto a sospechar que toda
esa laboriosa mistificación no servía de nada, pues los invitados pronto se
desinteresaban de él y, al ser su lengua incomprensible, no lo escuchaban y
recurrían a simples gestos para señalarle lo que querían beber o comer. Se
había convertido en un actor sin público.
Las chaquetas
blancas
y la joven
portuguesa
Llegaron al piso de D’Ardelo dos horas antes de que empezara el cóctel.
—Es mi asistente, señora. Es pakistaní. Lo siento, no sabe una palabra de
francés —dijo Charles, y Calibán se inclinó ceremoniosamente ante la señora
D’Ardelo pronunciando frases incomprensibles.
La indiferencia delicadamente displicente con la que lo ignoró el ama de
casa afianzó en Calibán el sentimiento de inutilidad de su lengua
laboriosamente inventada, y empezó a invadirle un sentimiento de melancolía.
Por fortuna, tras esa decepción, un pequeño placer lo consoló enseguida: la
sirvienta, a quien la señora D’Ardelo ordenó que se pusiera al servicio de esos
dos señores, no podía quitar la vista de un ser tan exótico. Ella se dirigió a
él varias veces, pero, cuando comprendió que él sólo sabía su propia lengua, se
sintió al principio confusa y luego extrañamente relajada. El caso es que ella
era portuguesa. Así pues, dado que Calibán se dirigía a ella en pakistaní, ella
tenía una ocasión única de dejar de lado el francés, idioma que a ella no le
gustaba, y de recurrir, ella también, a su propia lengua. La comunicación en
dos lenguas incomprensibles para los dos los acercó el uno al otro.
Poco después, una camioneta se detuvo frente a la casa y dos empleados
empezaron a subir lo que Charles les había encargado, botellas de vino y de whisky, jamón, salami, pastitas, y lo
dejaron todo en la cocina. Ayudados por la sirvienta, Charles y Calibán
cubrieron con un inmenso mantel una larga mesa en el salón y dispusieron en
ella platos, bandejas, vasos y botellas. Entonces, al acercarse la hora del
cóctel, se retiraron a una habitación que la señora D’Ardelo les había
asignado. Sacaron de una maleta dos chaquetas blancas y se vistieron. No
necesitaban espejo. Se miraron el uno al otro y no pudieron evitar una risita.
Ése siempre ha sido para ellos un breve instante de placer. Olvidaban incluso
que trabajaban por necesidad, para ganarse la vida; al verse enfundados en su
disfraz blanco, tenían la sensación de divertirse.
Luego Charles se alejó hacia el salón, dejando a Calibán la tarea de
arreglar las últimas bandejas. Una jovencita, segura de sí misma, entró en la
cocina y se volvió hacia la sirvienta:
—¡No puedes salir al salón ni una sola vez! Si nuestros invitados te
vieran, saldrían huyendo.
Y fijando la mirada en los labios de la portuguesa, soltó una carcajada:
—¿De dónde has sacado ese color? ¡Pareces un pájaro africano! ¡Un loro de
Bububurundi! —y abandonó la cocina riendo.
Con los ojos humedecidos, la portuguesa se dirigió a Calibán (en
portugués):
—La señora es amable, ¡pero su hija! ¡Qué mala es! Ha dicho eso porque
usted le gusta. ¡En presencia de hombres, siempre es malvada conmigo! ¡Le
encanta humillarme delante de los hombres!
Al no poder responderle, Calibán le acarició el pelo. Ella alzó los ojos
hacia él y dijo (en francés):
—Mire, ¿es realmente tan feo el color de mis labios?
Ella inclinaba la cabeza de un lado a otro para que pudiera apreciar toda
la longitud de sus labios.
—No —le dijo (en pakistaní)—, el color de sus labios le sienta muy bien…
Enfundado en su chaqueta blanca, Calibán le parecía a la sirvienta aún más
sublime, aún más inverosímil, y le dijo (en portugués):
—Me alegro tanto de que esté aquí.
Él, animado por su elocuencia, contestó:
—Y no sólo sus labios, sino su rostro, su cuerpo, todo en usted, tal como
la veo ante mí, es bello, muy bello…
—¡Oh, cuánto me alegro de que esté usted aquí! —contestó la sirvienta (en
portugués).
La foto colgada de
la pared
No sólo para Calibán, que ya no le ve ninguna gracia a su mistificación,
sino también para todos mis personajes, esa velada se ha teñido de tristeza:
para Charles, que se había sincerado con Alain acerca del temor que sentía por
su madre enferma; y también para Alain, conmovido por ese amor filial que él
mismo nunca había conocido; conmovido también por la imagen de una vieja
campesina que pertenecía a un mundo que le era desconocido pero por el que,
precisamente por eso, sentía nostalgia. Por desgracia, cuando él quiso
prolongar la conversación, Charles tuvo que colgar porque tenía prisa. Fue
cuando Alain cogió su móvil y llamó a Madeleine. Pero el teléfono sonó y sonó;
en vano. Como tantas veces en momentos similares, dirigió su mirada a una foto
en la pared. No tenía fotos en su estudio, salvo ésa: la cara de una mujer
joven, su madre.
Unos meses después del nacimiento de Alain, ella abandonó a su marido,
quien, por discreción, nunca dijo nada malo de ella. Era un hombre fino y
tranquilo. El niño no alcanzaba a comprender cómo una mujer pudo abandonar a un
hombre fino y tranquilo y aún menos comprendía cómo pudo ella abandonar a su
hijo que (era muy consciente de ello), también desde la infancia (si no desde
su concepción), era un ser fino y tranquilo.
—¿Dónde vive ella? —le había preguntado a su padre.
—Probablemente en América.
—¿Qué quiere decir «probablemente»?
—No tengo su dirección.
—Pero es su deber dártela.
—Ella no tiene deber alguno para conmigo.
—¿Y para conmigo? ¿Acaso no quiere tener noticias mías? ¿No quiere saber lo
que hago? ¿No quiere saber que pienso en ella?
Un día el padre ya no pudo controlarse:
—Ya que insistes, te lo digo: tu madre nunca quiso que nacieras. Nunca
quiso que corretearas por aquí, que te hundieras en ese sofá en el que te
encuentras tan bien. Ella no quería saber de ti. ¿Lo entiendes al fin?
El padre no era un hombre agresivo. No obstante, pese a su reserva, no
había podido ocultar su desacuerdo sagrado con una mujer que quería impedir que
viniera al mundo un ser humano.
He contado ya la última vez que Alain se encontró con su madre cerca de la
piscina de una casa alquilada para el verano. Tenía por entonces diez años.
Tenía dieciséis cuando falleció su padre. Pocos días después del funeral,
arrancó de un álbum familiar la foto de su madre, la hizo enmarcar, luego la
colgó de la pared. ¿Por qué no había en su estudio ninguna foto de su padre? No
lo sé. ¿Es acaso ilógico? Seguramente. ¿Injusto? Sin duda. Pero es así, en las
paredes de su estudio había una única foto: la de su madre. Con la que, de vez
en cuando, hablaba:
De cómo se pare a
un hijo perdonazos
—¿Por qué no has abortado? ¿Te lo ha impedido él?
Una voz se dirige a él desde la foto:
—Nunca lo sabrás. Todo lo que inventas sobre mí no son sino cuentos de
hadas. Pero me gustan tus cuentos de hadas. Incluso cuando me has convertido en
una asesina que ha ahogado a un joven en un río. Me gustaba todo. Sigue, Alain.
Cuenta. ¡Imagina! Te escucho.
Y Alain imaginó: imaginó a su padre encima del cuerpo de su madre. Antes
del coito, ella le había avisado: «No he tomado la píldora, ¡ve con cuidado!».
Él la tranquilizó. Ella se entrega sin desconfianza, pero cuando percibe en el
rostro del hombre que el gozo se acerca, que ya viene, que crece, ella se pone
a gritar: «Cuidado. ¡No, no, no quiero! ¡No quiero!», pero la cara del hombre
se pone cada vez más roja, roja y repugnante, ella rechaza ese cuerpo que pesa,
que la aprieta contra él, ella se debate, pero él la abraza aún más fuerte y
entonces ella comprende que en él no hay la ceguera de la excitación, sino una
voluntad, una voluntad fría y premeditada, mientras en ella lo que hay es más
que la voluntad, es odio, un odio tanto más feroz cuanto que ha perdido la
batalla.
No es la primera vez que Alain imaginaba ese coito; ese coito lo
hipnotizaba y le inducía a suponer que cada ser humano es el calco del segundo
durante el que ha sido concebido. Se levantó delante del espejo y observó su
cara para hallar en ella las huellas del doble odio simultáneo que lo había
engendrado: el odio del hombre y el odio de la mujer en el momento del orgasmo
del hombre; el odio del hombre tranquilo y físicamente fuerte acoplado al odio
de la mujer valiente y físicamente débil.
Se dijo que el fruto de ese doble odio sólo podía haber sido un perdonazos:
él era tranquilo y fino como su padre; y seguirá siendo un intruso tal como lo
había visto su madre. El que es a la vez un intruso y un tranquilo está
condenado, según una lógica implacable, a pedir perdón toda su vida.
Miró el rostro colgado en la pared y, una vez más, vio a la mujer que,
vencida, entra en el coche con su vestido mojado, se desliza sin ser vista por
delante de la garita del portero, sube la escalera y entra descalza en el
apartamento en el que permanecerá hasta que el intruso salga de su cuerpo,
antes de abandonarlos a los dos unos meses más tarde.
Ramón llega al
cóctel
de muy mal humor
Pese al sentimiento de compasión que había sentido al final de su encuentro
en el Jardin du Luxembourg, Ramón no podía evitar que D’Ardelo perteneciera al
tipo de gente que le caía mal. Aun cuando tuvieran los dos algo en común: la
pasión por deslumbrar a los demás; sorprenderlos con una reflexión divertida; o
conquistar a una mujer en sus mismísimas narices. Ramón, no obstante, no era un
Narciso. Le gustaba el éxito siempre y cuando no suscitara envidias; le
complacía ser admirado, pero rehuía a los admiradores. Su discreción había
pasado a ser afán de soledad tras sentirse herido en su vida privada, y ante
todo desde el año anterior, cuando fue a engrosar al funesto cortejo de los
jubilados; sus comentarios inconformistas, que antaño le habían rejuvenecido,
ahora lo convertían, pese a su aspecto engañoso, en un personaje inactual,
fuera de nuestro tiempo y, por tanto, viejo.
De hecho, había decidido boicotear el cóctel al que su antiguo colega (aún
sin jubilar) le había invitado y sólo cambió de parecer en el último momento,
cuando Charles y Calibán le juraron que sólo su presencia podría hacerles
llevadero su cometido de servir, cada vez más aburrido. Aun así, llegó muy
tarde, mucho después de que uno de los invitados pronunciara un discurso a la
mayor gloria del anfitrión. El apartamento estaba a tope. Al no conocer a
nadie, Ramón se dirigió a la mesa tras la que sus dos amigos servían bebidas.
Para ahuyentar el mal humor, les dirigió unas palabras que querían imitar el
balbuceo pakistaní. Calibán le contestó con la auténtica versión de ese
balbuceo.
Todavía de mal humor, paseaba entre desconocidos con un vaso en la mano
cuando le atrajo la leve agitación de un grupo de personas vueltas hacia la
puerta de entrada. Apareció una mujer, longuilínea, hermosa, en la cincuentena.
Con la cabeza inclinada hacia atrás, deslizó varias veces la mano bajo el
cabello, elevándolo y dejándolo caer con gracia, y brindó a unos y otros la
voluptuosa expresión trágica de su rostro: ninguno de los invitados la había
visto nunca, pero todos la reconocían por las fotos: La Franck. Se detuvo ante
la mesa del bufé, se inclinó y le señaló a Calibán, con grave concentración,
distintos canapés que le apetecían.
Su plato se llenó enseguida y Ramón pensó en lo que D’Ardelo le había
contado en el jardin du Luxembourg: ella acababa de perder a su compañero, al
que había amado tan apasionadamente que, gracias a un mágico decreto de los cielos,
su tristeza en el momento de la muerte se transustanció en euforia y su deseo
de vida se centuplicó. Él la observaba: según se metía canapés en la boca, al
masticar sus enérgicos movimientos le agitaban la cara.
Cuando la hija de D’Ardelo (Ramón la conocía de vista) avistó a la célebre
longuilínea, su boca se detuvo (ella también masticaba algo) y sus piernas
empezaron a correr:
—¡Querida!
Quiso abrazarla, pero se lo impidió el plato que la célebre dama llevaba
apoyado en el vientre.
—Querida —repitió mientras La Franck amasaba en la boca un gran trozo de
pan con salami. Al no poder engullirlo entero, se ayudó con la lengua para
empujar el bocado entre las molares y la mejilla; luego, no sin esfuerzo,
intentó decir algo a la joven, que no entendió nada.
Ramón avanzó dos pasos para observarlas de cerca. La joven D’Ardelo engulló
lo que ella misma llevaba en la boca y declaró con voz sonora:
—¡Lo sé todo! ¡Lo sé todo! Pero jamás la dejaremos sola. ¡Jamás!
La Franck, con los ojos fijos en el vacío (Ramón entendió que ella no sabía
quién era la que le hablaba), trasladó parte del bocado al centro de su boca,
lo masticó, tragó la mitad y dijo:
—El ser humano no es sino soledad.
—¡Oh, cuán bien hallado! —exclamó la joven D’Ardelo.
—Una soledad rodeada de soledades —añadió La Franck, tras lo cual engulló
el resto, dio media vuelta y se fue a otra parte.
Sin que Ramón se diera cuenta, una leve sonrisa divertida se esbozó en su
rostro.
Alain coloca una
botella de Armagnac
encima del armario
Más o menos al mismo tiempo en que esa ligera sonrisa iluminaba
inopinadamente la cara de Ramón, el timbre de un teléfono interrumpió las
reflexiones de Alain acerca de la génesis de un perdonazos. Supo enseguida que
era Madeleine. No es fácil comprender cómo podían esos dos hablarse siempre
tanto tiempo y con tanto gusto cuando compartían tan pocos intereses comunes.
Cuando Ramón explicó su teoría acerca de los observatorios, situados cada uno
en un punto diferente de la Historia, desde los que la gente se habla sin poder
comprenderse, enseguida Alain recordó a su amiga, ya que, gracias a ella,
también él sabía que incluso el diálogo entre auténticos enamorados, si sus
fechas de nacimiento están demasiado alejadas, no es sino una mezcla de dos
monólogos que el otro sólo comprende en parte. Por eso, por ejemplo, nunca
sabía si Madeleine deformaba los nombres de hombres célebres de antaño porque
jamás había oído hablar de ellos o si los parodiaba adrede con el fin de hacer
partícipe a los demás de que no sentía el menor interés por lo que hubiera
ocurrido antes de su propia existencia. A Alain eso no le molestaba. Le
divertía estar con ella tal cual era, e incluso se sentía aún más contento
después, cuando se reencontraba en la soledad de su estudio, donde había
colgado reproducciones de cuadros del Bosco, de Gauguin (y de quién sabe qué
otros), que delimitaban para él su mundo íntimo.
Siempre había tenido la vaga idea de que, si hubiera nacido unos sesenta
años antes, habría sido artista. Una idea realmente vaga, porque no sabía qué
quería decir la palabra artista hoy en día. ¿Un pintor convertido en un
decorador de escaparates? ¿Un poeta? ¿Existirán todavía los poetas? En las
últimas semanas, lo que le había alegrado era tomar parte en la fantasía de
Charles, en su obra para marionetas, en ese sinsentido que lo tenía cautivado
precisamente porque no tenía sentido alguno.
A sabiendas de que jamás podría ganarse la vida haciendo lo que le habría
gustado hacer (pero ¿sabía acaso lo que le habría gustado hacer?), había
elegido, una vez terminados los estudios, un empleo en el que debía hacer valer
no tanto su originalidad, sus ideas o su talento, como su inteligencia, o sea,
esa capacidad aritméticamente medible que no se distingue entre distintos
individuos sino cuantitativamente —unos más, otros menos—, siendo que Alain era
más bien de los que tenían más; así pues, estaba bien remunerado y podía de vez
en cuando comprarse una botella de Armagnac. Unos días antes, se había comprado
una y descubierto en la etiqueta un número correspondiente al año de su propio
nacimiento. Se dijo que la abriría el día de su cumpleaños para celebrar con
los amigos su gloria, la gloria del eximio poeta que, gracias a su humilde
veneración de la poesía, había jurado no volver a escribir un solo verso más.
Contento y casi alegre después de su larga charla con Madeleine, se subió a
una silla con la botella de Armagnac, que dejó en lo alto de un armario (muy
alto). Luego se sentó en el suelo y, apoyado contra la pared, fijó en ella la
mirada, que lentamente la fue transfigurando en una reina.
Llamada de
Quaquelique
al buen humor
Mientras Alain miraba la botella en lo alto del armario, Ramón no dejaba de
reprocharse por estar donde no quería estar: toda aquella gente le disgustaba y
él intentaba ante todo evitar un encuentro con D’Ardelo; en aquel mismo
instante, lo veía a pocos metros de él, frente a La Franck, a la que intentaba
seducir con su elocuencia; para alejarse, Ramón se refugió una vez más cerca de
la larga mesa en la que Calibán servía vino de Burdeos en los vasos de tres
invitados; por sus gestos y muecas, intentaba darles a entender que ese vino
era de una rara calidad. Conocedores de los buenos modales, los señores alzaron
sus vasos, los calentaron durante un buen rato entre sus manos, luego conservaron
un buen trago en la boca, exhibieron el uno ante el otro sus rostros, que
expresaban primero una gran concentración, luego una sorprendida admiración, y
terminaron por proclamar en voz alta su más alta aprobación. Todo esto no duró
más de un minuto, justo hasta que esa fiesta del paladar quedara brutalmente
interrumpida por su conversación, y Ramón, que los observaba, tuvo la impresión
de asistir a un funeral en el que tres sepultureros inhumaban el gusto sublime
del vino arrojando sobre su ataúd la tierra y el polvo de su palabrería; una
vez más asomó a su rostro una sonrisa distraída mientras, en ese mismo
instante, una voz muy débil, apenas audible, más un silbido que una palabra, se
deslizó a su espalda:
—Ramón, ¿qué haces aquí?
Se volvió y exclamó:
—¡Quaquelique! ¿Qué haces tú aquí?
—Ando buscando a una nueva amiguita —contestó mientras su rostro pequeño,
pero soberbiamente carente de interés, se iluminaba.
—Querido —dijo Ramón—, sigues siendo el mismo, tal como te conocí.
—Ya sabes, no hay nada peor que aburrirse. Por eso voy cambiando de
amiguitas. Sin eso, ¡no hay buen humor!
—¡Ah, el buen humor! —exclamó Ramón, como iluminado por esas dos palabras—.
¡Sí, tú lo has dicho! ¡El buen humor! ¡De eso se trata y de nada más! ¡Ah, qué
placer verte! Hace unos días les hablé de ti a unos amigos, oh, mi Quaqui, mi
querido Quaqueli, tendría que contarte tantas cosas…
En ese instante, Ramón vio a pocos pasos de él el rostro encantador de una
mujer joven a quien él conocía; eso le fascinó, como si esos dos encuentros
fortuitos, mágicamente vinculados por el mismo lapso de tiempo, le cargaran de
energía; en su cabeza, el eco de las palabras «buen humor» sonaban como una
llamada.
—Perdóname —le dijo a Quaquelique—, seguimos más adelante, ahora…,
entiéndeme…
Quaquelique sonrió.
—¡Pues claro que te entiendo! ¡Anda, anda!
—Encantado de volver a verte, Julie —dijo Ramón a la joven—. Hacía mil años
que no te veía.
—Culpa tuya —contestó ella mirándolo con impertinencia a los ojos.
—Hasta este mismo instante, no sabía qué motivo poco razonable me había
traído a esta fiesta siniestra. Ahora sí lo sé.
—Y, de pronto, la fiesta siniestra ha dejado de serlo —rió Julie.
—La has desiniestrado tú —dijo
Ramón riendo él también—. Pero ¿qué te ha traído a ti aquí?
Señaló a un grupo que rodeaba a una vieja (muy vieja) celebridad
universitaria.
—Él siempre tiene algo que decir —luego, con una sonrisa prometedora—:
estoy impaciente por volver a verte más tarde esta noche…
De excelente humor, Ramón entrevió detrás de la larga mesa a Charles,
curiosamente ausente, la mirada fija en algún lugar por arriba. Esa extraña
posición le intrigó y luego se dijo: Qué bueno es no tener que ocuparse de lo
que ocurre allá arriba, qué bueno es estar presente aquí abajo, y miró a Julie,
que ya se marchaba; los movimientos de su trasero le hacían guiños, le
incitaban.
Quinta
parte
Una plumita planea bajo el techo
Una plumita planea
bajo el techo
«Charles, curiosamente ausente, la mirada fija en algún lugar por arriba…».
Éstas son las palabras que escribí en el último párrafo del capítulo anterior.
Pero ¿qué observaba Charles allá arriba?
Un minúsculo objeto tembloroso bajo el techo; una diminuta plumita blanca
que, lentamente, planeaba, descendía, subía. Detrás de la larga mesa cubierta
de platos, botellas y vasos, Charles permanecía de pie, inmóvil, la cabeza
ligeramente inclinada hacia atrás, mientras los invitados, uno tras otro,
intrigados por su postura, empezaban a seguirle la mirada.
Mientras observaba el vagabundeo de la plumita, Charles se sintió
angustiado; le asaltó la idea de que el ángel en el que había estado pensado en
las últimas semanas le avisaba así de que andaba por ahí, en algún lugar, muy
cerca. Tal vez, enfurruñado, antes de que lo echaran del cielo, ya se le habría
escapado de un ala esa minúscula pluma, apenas visible, como una huella de su
ansiedad, como un recuerdo de la vida feliz compartida con las estrellas, como
una tarjeta de visita que debía dar razón de su llegada y anunciar el final que
se acerca.
Pero Charles aún no estaba preparado para afrontar el final; él habría
querido aplazar ese final. La imagen de su madre enferma surgió ante él y su
corazón se encogió.
Entretanto, la plumita seguía ahí, ascendía y descendía mientras, al otro
lado del salón, La Franck, ella también, miraba hacia el techo. Alzó la mano
levantando el índice para que la plumita pudiera aterrizar en él. Pero la
plumita evitó el dedo de La Franck y siguió vagando.
El final de una
ensoñación
Por encima de la mano alzada de La Franck, la plumita seguía con su
vagabundeo, e imagino a unos veinte hombres agrupados alrededor de una gran
mesa dirigiendo su mirada hacia arriba, aun cuando no haya plumita alguna; se
sienten más confundidos y nerviosos en la medida en que ignoran que lo que les
espanta no se encuentra ni delante (como un enemigo al que pudieran eliminar),
ni debajo (como una trampa que la policía secreta pudiera desbaratar), sino
que, en algún lugar por encima de ellos, planea una amenaza invisible,
incorpórea, inexplicable, inasible, impunible, maliciosamente misteriosa.
Algunos se levantan de su silla sin saber adonde quieren ir.
Sentado en un extremo de la gran mesa, impasible, veo a Stalin que
refunfuña:
—¡Calmaos, cobardes! ¿De qué tenéis miedo? —Y con un tono de voz más alto—:
¡Sentaos, que todavía no se ha levantado la sesión!
Cerca de la ventana, Molotov dice en voz baja:
—Iósif, algo se está preparando. Cuentan que van a cargarse tus estatuas.
—Luego, ante la mirada burlona de Stalin, bajo el peso de su silencio,
dócilmente, baja la cabeza y vuelve a sentarse a la mesa.
Cuando todos han vuelto a ocupar sus lugares, Stalin dice:
—¡Eso se llama el fin de una ensoñación! Todas las ensoñaciones acaban un
día. Es tan inesperado como inevitable. ¿Acaso no lo sabéis, ignorantes?
Todos callan, sólo Kalinin, que no consigue controlarse, proclama en voz
alta:
—Pase lo que pase, ¡Kaliningrado siempre será Kaliningrado!
—Como debe ser. Me alegra saber que el nombre de Kant permanecerá para
siempre vinculado al tuyo —contesta Stalin, cada vez más divertido—. Porque,
como sabes, Kant se lo merece plenamente.
Y su risa, solitaria y alegre, vagabundea largo tiempo en la gran sala.
Lamento de Ramón
por el fin de las
bromas
El eco lejano de la risa de Stalin vibró débilmente en el salón. Charles,
detrás de la larga mesa de bebidas, seguía con la mirada fija en la plumita por
encima del índice erguido de La Franck, y Ramón, en medio de todas esas cabezas
que miraban hacia arriba, se alegraba de que hubiera llegado el momento en el
que podría irse con Julie, sin que le vieran, discretamente. La buscó a diestro
y siniestro, pero no estaba. Él seguía oyendo su voz; sus últimas palabras, que
sonaban como una invitación. Seguía viendo cómo se alejaba su soberbio trasero
enviándole señales. ¿Y si hubiera ido al baño? ¿O al tocador? Se metió por un
pasillo y esperó ante la puerta. Salieron muchas señoras, lo miraron
suspicaces, pero ella no apareció. Estaba claro. Se había ido. Ella le había
despistado. De golpe, él ya sólo deseó abandonar a esa gente lúgubre,
abandonarla sin perder un minuto más, en el acto, y se dirigió hacia la puerta.
Pero unos pasos más allá, apareció Calibán ante él llevando una bandeja.
—¡Por Dios, Ramón, qué triste estás! Tómate enseguida un whisky.
¿Cómo hacerle un feo a un amigo? Por otra parte, ese encuentro repentino le
pareció de un interés irresistible: ya que todos esos tontos, como
hipnotizados, seguían de espaldas mirando arriba, hacia el mismo lugar absurdo,
al fin él podría quedarse con Calibán, abajo, en tierra, en total intimidad,
como en una isla de libertad. Se detuvieron y Calibán, como para decir algo
gracioso, pronunció una frase en pakistaní.
Ramón contestó (en francés):
—Te felicito, amigo, por tu espléndido alarde lingüístico. Pero en lugar de
alegrarme, has vuelto a hundirme en mi tristeza.
Tomó un vaso de whisky de la
bandeja, lo bebió, lo devolvió a la bandeja, tomó un segundo y se lo quedó en
la mano:
—Charles y tú habéis inventado la farsa de la lengua pakistaní para
divertiros durante los cócteles mundanos en los que no sois más que lacayos de
los esnobs. El placer de la mistificación debía protegeros. Ésa fue de hecho
nuestra estrategia, la de todos nosotros. Comprendimos desde hace mucho que ya
no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huida
hacia delante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en serio. Pero me
doy cuenta de que nuestras gracias ya perdieron todo su poder. Te esfuerzas por
hablar pakistaní para alegrarte. Pero es en vano. Sólo sientes cansancio y
tedio.
Ramón hizo una pausa y vio que Calibán ponía su índice en los labios:
—¿Qué pasa?
Calibán hizo un movimiento de cabeza señalando a un hombre, bajo, calvo, a
dos o tres metros de ellos, el único que no tenía la mirada fija en el techo,
sino más bien en ellos.
—¿Y? —preguntó Ramón.
—¡No hables francés! Nos está escuchando —murmuró Calibán.
—Pero ¿qué es lo que te preocupa?
—¡Te lo ruego, no hables francés! Desde hace una hora tengo la impresión de
que me vigila.
Al comprender que la angustia de su amigo era real, Ramón pronunció unas
improbables palabras en pakistaní.
Calibán no reaccionó y, después, algo más calmado:
—Ahora mira a otra parte —dijo y añadió—: Ya se va.
Confuso, Ramón tomó su whisky,
volvió a dejar el vaso en la bandeja y cogió otro automáticamente (el tercero
ya). Luego, le dijo serio:
—Te lo juro, no imaginaba ni de lejos esa posibilidad. Pero ¡en efecto! Si
un esclavo de la verdad descubre que eres francés, pues, claro, ¡terminarías
siendo sospechoso! ¡Pensará que, sin duda, alguna razón poco clara tendrás para
ocultar tu identidad! ¡Avisará a la policía! ¡Te interrogarán! Explicarás que
tu pakistaní era una broma. Se reirán: ¡vaya coartada más tonta! Seguro que
preparabas un golpe. ¡Te pondrán las esposas!
Vio reaparecer la angustia en la cara de Calibán:
—¡No, no, olvida lo que acabo de decirte! Digo tonterías. ¡Exagero! —Luego,
bajando la voz, añadió—: Sin embargo, te comprendo. Las bromas se han vuelto
peligrosas. ¡Por Dios, tú debes de saberlo! Acuérdate de la historia de las
perdices que Stalin contaba a sus amigos. ¡Y acuérdate de Jrushchov, que
aullaba en el baño! ¡Él, el gran héroe de la verdad, escupiendo de desprecio!
Era una escena profética. Anunciaba realmente un tiempo nuevo. ¡El crepúsculo
de las bromas! ¡La era de la posbroma!
Una nubecilla de tristeza pasaba una vez más por encima de la cabeza de
Ramón cuando, en su imaginación, reaparecieron, en el espacio de tres segundos,
Julie y su trasero que ya se iban; rápidamente apuró el vaso, volvió a dejarlo,
tomó otro (el cuarto) y exclamó:
—Querido amigo, una sola cosa me hace falta: ¡el buen humor!
Calibán miró una vez más a su alrededor; el hombrecito calvo se había ido;
eso le calmó; sonrió.
Y Ramón continuó:
—¡Ah, el buen humor! ¿Nunca has leído a Hegel? Claro que no. No sabes
siquiera quién es. Pero nuestro maestro, que nos ha inventado a todos, me
obligó antaño a estudiarlo. En su reflexión sobre lo cómico, Hegel dice que el
verdadero humor es impensable sin el infinito buen humor, escúchalo bien, eso
es lo que dice literalmente: «infinito buen humor»; «unendliche Wohlgemutheit!». No la burla, no la sátira, no el
sarcasmo. Sólo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de
ti la eterna estupidez de los hombres, y reírte de ella.
Después de una pausa, con el vaso en la mano, dijo lentamente:
—Sí, pero ¿cómo encontrar el buen humor? Ramón bebió y dejó el vaso vacío
encima de la bandeja. Calibán le dedicó una sonrisa de despedida, dio media
vuelta y se fue. Ramón levantó el brazo hacia el amigo que se alejaba y gritó:
—¿Cómo encontrar el buen humor?
Se va La Franck
Ramón tan sólo oyó por respuesta gritos, risas, aplausos. Volvió la cabeza
hacia el otro lado del salón, allí donde la plumita por fin había aterrizado en
el índice erguido de La Franck, que levantaba la mano lo más alto posible, como
un director de orquesta dirigiendo los últimos compases de una gran sinfonía.
Luego el público, excitado, se fue calmando lentamente y La Franck, con la
mano siempre en alto, declamó con voz estentórea (pese al trozo de pastel que
tenía en la boca):
—El cielo me señala que mi vida será aún mejor que antes. ¡La vida es más
fuerte que la muerte, porque la vida se alimenta de la muerte!
Calló, miró a su público y tragó el resto del pastel.
La gente a su alrededor la aplaudía y D’Ardelo se acercó a La Franck como
si quisiera abrazarla solemnemente en nombre de todos. Pero ella no lo vio y,
con la mano alzada hacia el techo, la plumita todavía entre el pulgar y el
índice, se dirigió lentamente hacia la salida, dando delicados saltitos.
Se va Ramón
Maravillado, Ramón contemplaba la escena y sentía la risa renacer en su
cuerpo. ¿La risa? ¿Le habrá distinguido el buen humor hegeliano por fin desde
arriba y habrá decidido acogerlo en su seno? ¿No era una señal para captar esa
risa, para guardarla el mayor tiempo posible?
Su mirada furtiva cayó sobre D’Ardelo. Durante toda la velada lo había
evitado. ¿Debería, por cortesía, despedirse de él? ¡No! ¡No estropearía el gran
momento único de su buen humor! Había que salir lo más rápido posible.
Alegre y completamente borracho, bajó la escalera, saltó a la calle y buscó
un taxi. De vez en cuando se le escapaba una carcajada.
El árbol de Eva
Ramón buscaba un taxi mientras Alain estaba sentado cabizbajo en el suelo
de su estudio apoyado en la pared; tal vez se haya dormido. Una voz femenina lo
despertó:
«Me gusta todo lo que me has contado, me gusta todo lo que inventas, no
tengo nada que añadir. Salvo, quizá, lo del ombligo. Para ti el modelo de mujer
sin ombligo es un ángel. Para mí, es Eva, la primera mujer. No nació de vientre
alguno, y sí de un capricho, de un capricho del creador. De ella, de su vulva,
de la vulva de una mujer sin ombligo, es de donde procede el primer cordón
umbilical. Si creyera en la Biblia, de ella también salieron otros cordones, un
hombrecito o una mujercita atada a cada uno de ellos. Los cuerpos de los
hombres permanecían sin continuidad, del todo inútiles, mientras que del sexo
de cada mujer salía otro cordón que en su extremo llevaba a otra mujer o a otro
hombre, y todo ello, repetido millones y millones de veces, se convirtió en un
inmenso árbol, un árbol formado por una infinidad de cuerpos, un árbol cuyas
ramas alcanzan el cielo. E imagina que ese árbol gigantesco está arraigado en
la vulva de una única mujer, de la primera mujer, de la pobre Eva sin ombligo.
»Cuando yo me quedé embarazada, me sentía como parte de ese árbol, colgada
de uno de esos cordones, y a ti, que todavía eras no nato, te imaginaba
planeando en el vacío, atado a un cordón salido de mi cuerpo, y a partir de ese
momento soñé con un asesino que, allá abajo, degüella a la mujer sin ombligo,
imaginé su cuerpo que agoniza, muere, se descompone, de tal manera que ese
inmenso árbol que creció en ella, convertido de pronto en un árbol sin raíces,
sin fundamento, empieza a caer, vi la infinidad de ramas descender como un
inmensa lluvia gigantesca y, entiéndeme bien, no he soñado con el fin de la
historia de la humanidad, el fin de la abolición del porvenir, no, no, lo que
deseé es la total desaparición de los hombres con su futuro y su pasado, con su
comienzo y su final, con toda la duración de su existencia, con toda su
memoria, con Nerón y Napoleón, con Buda y Jesús, deseé la total aniquilación
del árbol arraigado en el pequeño vientre sin ombligo de una primera mujer
idiota que no sabía lo que hacía y cuántos horrores iba a costarnos su coito
miserable, que sin duda tampoco le aportó el más mínimo placer…».
La voz de la madre calló, Ramón detuvo un taxi, y Alain, apoyado en la
pared, volvió a adormecerse.
Sexta
parte
La caída de los ángeles
Adiós a Mariana
Cuando los últimos invitados se fueron, Charles y Calibán devolvieron sus
chaquetas blancas a las maletas y volvieron a ser personas normales. La
portuguesa les ayudó con tristeza a recoger los platos, los cubiertos, las
botellas y a dejarlo todo en un rincón de la cocina para que los empleados lo
recogieran al día siguiente. Con la mejor intención de serles útil, ella se
situaba siempre cerca, de tal manera que los dos amigos, cansados de seguir
intercambiando ridículas palabras sin sentido, no pudieron encontrar un segundo
de tregua, un único instante para intercambiarse una sola idea sensata en
francés.
Sin su chaqueta blanca, Calibán le pareció a la portuguesa un dios bajado
del cielo para convertirse en un hombre cualquiera, con el que incluso una
pobre sirvienta podía hablar sin obstáculos.
—¿Usted realmente no entiende nada de lo que le digo? —preguntó ella (en
francés).
Calibán respondió algo (en pakistaní), muy lentamente, articulando con sumo
cuidado cada sílaba, la mirada hundida en la suya.
Ella lo escuchó con atención como si, pronunciada al ralentí, esa lengua
hubiera podido hacerse más comprensible. Pero tuvo que confesar su derrota:
—Ni siquiera hablando tan despacio entiendo nada —dijo con tristeza.
Luego, dirigiéndose a Charles:
—¿Podría decirle usted algo en su lengua?
—Sólo las frases más simples y relacionadas con la cocina.
—Lo sé —suspiró ella.
—¿Le gusta? —preguntó Charles.
—Sí —dijo poniéndose roja.
—¿Qué puedo hacer por usted? ¿Debería yo decirle que él le gusta?
—No —respondió ella negando con violencia con la cabeza—. Dígale, dígale…
—reflexionó—. Dígale que debe de sentirse muy solo aquí, en Francia. Muy solo.
Quería decirle que, si necesita algo, una ayuda, o incluso si necesita comer…,
yo podría…
—¿Cómo se llama usted?
—Mariana.
—Mariana, es usted un ángel. Un ángel que surge en medio de mi viaje.
—Yo no soy un ángel.
De pronto inquieto, Charles pensó: «Yo también deseo que no lo sea. Porque
sólo veo el ángel hacia el final. Y quisiera posponer el final tanto como sea
posible».
Al pensar en su madre, olvidó lo que Mariana le había pedido; ella se lo
recordó suplicando:
—Le pedí, señor, que le dijera…
—¡Ah, sí! —dijo Charles, y lanzó en dirección de Calibán un montón de
sonidos absurdos.
Éste se acercó a la portuguesa. La besó en la boca, pero la chica tenía los
labios muy apretados y su beso fue de una intransigente castidad. Luego, ella
salió corriendo.
Ese pudor los dejó nostálgicos. En silencio, bajaron la escalera y se
sentaron en el coche.
—¡Calibán, despierta! Ella no es para ti.
—Ya lo sé, pero déjame lamentarlo. Está llena de bondad y yo también
quisiera hacer algo bueno por ella.
—Pero tú no puedes hacer nada bueno por ella. Con tu presencia sólo podrías
hacerle daño —dijo Charles, y arrancó.
—Lo sé. Pero no puedo evitarlo. Me ha puesto nostálgico. Nostálgico de la
castidad.
—¿Qué? ¿De la castidad?
—Sí. A pesar de mi estúpida fama de marido infiel, ¡siento una insalvable
nostalgia de la castidad! —Y añadió—: ¡Vamos a visitar a Alain!
—Ya debe de estar durmiendo.
—Lo despertamos. Tengo ganas de beber. Contigo y con él. Brindar a la mayor
gloria de la castidad.
La botella de
Armagnac
en su orgullosa
altura
Se oyó en la calle el sonido largo y agresivo de una bocina. Alain abrió la
ventana. Abajo, Calibán dio un portazo al coche y gritó:
—¡Somos nosotros! ¿Podemos subir?
—Sí, subid.
Desde la escalera, Calibán voceó:
—¿Tienes algo de beber?
—No te reconozco. ¡Nunca fuiste un bebedor! —dijo Alain abriendo la puerta
de su estudio.
—¡Hoy es una excepción! ¡Quiero brindar por la castidad! —dijo Calibán
entrando en el estudio seguido de Charles.
Después de tres segundos de duda, Alain sacó su lado bonachón:
—Si quieres realmente brindar por la castidad, caes bien, la ocasión
soñada… —y señaló el armario donde imperaba la botella.
—Alain, necesito llamar por teléfono —dijo Charles y, para hacerlo sin
testigos, se refugió en el vestíbulo y cerró la puerta tras él.
Calibán contemplaba la botella encima del armario.
—¡Armagnac!
—La puse allá arriba para que se imponga como una reina en su trono —dijo
Alain.
—¿De qué añada es? —Calibán intentó leer la etiqueta y dijo, con
admiración—: ¡No! ¡Es imposible!
—¡Ábrela! —le ordenó Alain.
Calibán acercó una silla y subió. Pero, incluso subido a la silla, apenas
conseguía tocar la parte baja de la botella, inaccesible en su orgullosa
altura.
El mundo según
Schopenhauer
Rodeado de los mismos camaradas al final de la misma gran mesa, Stalin se
vuelve hacia Kalinin:
—Créeme, amigo, yo también estoy seguro de que la ciudad del célebre
Immanuel Kant seguirá siendo para siempre Kaliningrado. Como padrino de su
ciudad natal, ¿podrías explicarnos cuál fue la idea más importante de Kant?
Kalinin no tenía ni idea. De modo que, según su vieja costumbre, aburrido
de su ignorancia, Stalin contestó por él:
—La idea más importante de Kant, camaradas, es la «cosa en sí», que en
alemán es: «Dingan sich». Kant
pensaba que, detrás de nuestras representaciones, hay una cosa objetiva, una «Ding», que no podemos conocer, pero que
no obstante es real. Pero esta idea es falsa. No hay nada real detrás de
nuestras representaciones, ninguna «cosa en sí misma», ninguna «Ding an sich».
Todos escuchan desconcertados y Stalin prosigue:
—Schopenhauer estuvo más cerca de la verdad. ¿Cuál fue, camaradas, la gran
idea de Schopenhauer?
Todos evitan la mirada burlona del examinador que, según su célebre
costumbre, termina por contestarse a sí mismo:
—La gran idea de Schopenhauer, camaradas, es la de que el mundo no es más
que representación y voluntad. Eso significa que, tras el mundo tal como lo
vemos, no hay nada objetivo, ninguna «Ding
an sich» y que, para hacer que exista esa representación, para hacerla
real, debe haber una voluntad; una enorme voluntad que la impondrá.
Zhdánov protesta tímidamente:
—¡Iósif, el mundo como representación! Toda la vida nos has obligado a
afirmar que era una mentira de la filosofía idealista de la clase burguesa.
—¿Cuál es, camarada Zhdánov —contestó Stalin—, la primera propiedad de una
voluntad?
Zhdánov calla y Stalin responde:
—Su libertad. Puede afirmar lo que quiera. Dejémoslo. La verdadera pregunta
es ésta: hay tantas representaciones del mundo como hay personas en nuestro
planeta; eso crea inevitablemente el caos; ¿cómo poner orden a ese caos? La
respuesta es clara: imponiendo a todo el mundo una única representación. Y sólo
se puede imponer gracias a una única voluntad, una única, inmensa voluntad, una
voluntad por encima de todas las demás voluntades. Esto es lo que he hecho
mientras las fuerzas me lo han permitido. ¡Y os aseguro que, bajo el dominio de
una gran voluntad, la gente termina por creer cualquier cosa! ¡Oh, camaradas,
cualquier cosa!
Y Stalin rió, con felicidad en la voz.
Al acordarse de la historia de las perdices, mira con malicia a sus
colaboradores y, en particular, a Jrushchov, bajito y rechoncho, que en aquel
instante tiene las mejillas enrojecidas y que se atreve, una vez más, a
mostrarse valiente:
—No obstante, camarada Stalin, aunque entonces se creyeran cualquier cosa
que proviniera de ti, hoy ya han dejado de creerte del todo.
Un puñetazo en la
mesa
que repercutirá en
todas partes
—Lo has entendido todo —responde Stalin—: han dejado de creerme. Porque mi
voluntad se ha cansado. Mi pobre voluntad, que invertí totalmente en aquella
ensoñación que el mundo entero tomó en serio. Sacrifiqué por ella todas mis
fuerzas, me sacrifiqué yo mismo. Y os pido que me contestéis, camaradas: ¿por
quién me he sacrificado?
Confundidos, los camaradas ni siquiera intentan abrir la boca. Stalin se
contesta a sí mismo:
—Me he sacrificado, camaradas, por la humanidad.
Como aliviados, todos aprueban ese discurso. Kaganóvich incluso se pone a
aplaudir.
—Pero ¿qué es la humanidad? No es nada objetivo, no es sino mi propia representación
subjetiva, a saber: es lo que he podido ver a mi alrededor con mis propios
ojos. ¿Y qué vi todo el tiempo con mis propios ojos, camaradas? ¡Os he visto a
vosotros! ¡Recordad el baño donde os encerrabais para arremeter contra mi
historia de las veinticuatro perdices! Me divertía mucho en el pasillo oyéndoos
aullar, pero al mismo tiempo me decía: ¿habré gastado todas mis fuerzas para
semejantes gilipollas? ¿Habré vivido para ellos? ¿Para esos miserables? ¿Para
estúpidos tan exageradamente ordinarios? ¿Para esos Sócrates de alcantarilla?
Y, al pensar en vosotros, sentía que flaqueaba mi voluntad, que se cansaba, se
hartaba, y la ensoñación, nuestra hermosa ensoñación, al dejar de sostenerla mi
voluntad, se ha desmoronado como una inmensa construcción cuyos pilares se han
derrumbado.
Y, para ilustrar ese derrumbe, Stalin deja caer su puño sobre la mesa, que
tiembla.
La caída de los
ángeles
El puñetazo de Stalin retumba largo tiempo por encima de sus cabezas.
Brézhnev mira por la ventana y no consigue dominarse. Lo que ve es increíble:
un ángel cuelga por encima de los tejados, con las alas desplegadas. Se levanta
y exclama:
—¡Un ángel, un ángel!
Los demás también se levantan:
—¿Un ángel? ¡No lo veo!
—¡Sí, allá arriba!
—¡Dios mío, otro más! ¡Se cae! —suspira Beria.
—¡Idiotas! Muchos serán los que veréis caer —resopla Stalin.
—Un ángel, ¡es una señal! —proclama Jrushchov.
—¿Una señal? Pero ¿de qué será esa señal? —suspira Brézhnev, paralizado por
el miedo.
El viejo Armagnac
se derrama en el
parquet
En efecto, ¿qué indica esa caída? ¿Una utopía asesinada tras la cual ya no
habrá otras? ¿Una época de la que ya no quedará huella? ¿Libros y cuadros
arrojados al vacío? ¿Una Europa que ya no será Europa? ¿Bromas de las que ya
nadie reirá?
Alain no se hacía estas preguntas, asustado de ver a Calibán que, agarrando
con una mano la botella, acababa de caer de la silla al suelo. Se inclinó sobre
su cuerpo, que yacía de espaldas sin moverse. Tan sólo el viejo (¡viejisísimo!)
Armagnac iba desparramándose desde la botella rota por el parquet.
Un desconocido
se despide de su
amante
En aquel mismo instante, en la otra punta de París, una hermosa mujer se
despertaba en su cama. Ella también había oído un sonido fuerte y breve como un
puñetazo en una mesa; detrás de sus ojos cerrados, seguían vivos algunos
recuerdos de sueños; en el duermevela, recordaba que habían sido sueños
eróticos; los detalles concretos ya se habían desvanecido, pero ella se sentía
de buen humor, porque, sin ser fascinantes ni inolvidables, esos sueños eran
sin duda placenteros.
Y, de pronto, oyó: «Ha sido muy bonito»; sólo entonces, al abrir los ojos,
vio a un hombre cerca de la puerta a punto de salir. La voz llegaba desde
arriba, débil, delicada, frágil, similar a la silueta misma de su portador. ¿Lo
conocía ella? Claro que sí, se acordaba vagamente: un cóctel en casa de
D’Ardelo, donde también se encontraba el viejo Ramón, que está enamorado de
ella; para huir de él, ella se había dejado acompañar por un desconocido;
recordaba que era muy amable, tan discreto y casi invisible que era incluso
incapaz de evocar el momento en que se habían separado. Pero, Dios mío, ¿se
habían separado?
—Realmente muy bonito, Julie —repitió él desde la puerta y ella se dijo,
ligeramente sorprendida, que sin duda ese hombre había pasado la noche en la
misma cama que ella.
La mala señal
Quaquelique alzó la mano para un último saludo, luego bajó a la calle, se
sentó en su modesto coche mientras en un estudio en la otra punta de París,
Calibán, ayudado por Alain, se levantaba del suelo.
—¿Todo bien?
—Todo bien. Todo en orden, salvo el Armagnac… Ya no queda nada. ¡Perdóname,
Alain!
—Soy yo el perdonazos —dice Alain—, es culpa mía si te he dejado subir a
esa vieja silla estropeada. —Y preocupado—: Pero, amigo, ¡cojeas!
—Un poco, pero no es nada grave.
En ese momento, Charles volvió a entrar apagando su móvil. Vio a Calibán
que, extrañamente encorvado, seguía con la botella rota en la mano.
—¿Qué ha pasado?
—He roto la botella —le anunció Calibán—. Ya no queda Armagnac. Mala señal.
—Sí, muy mala señal. Tengo que salir sin más tardar hacia Tarbes —dijo
Charles—. Mi madre está agonizando.
Stalin y Kalinin
se evaden
Que caiga un ángel es sin duda una señal. En la sala del Kremlin, todos
tienen miedo, con los ojos fijos en las ventanas. Stalin sonríe y, aprovechando
que nadie lo mira, se aleja hacia una discreta portezuela en un rincón de la
sala. La abre y se encuentra en un cuchitril. Se quita la chaqueta del uniforme
oficial y se enfunda una parka, vieja y desgastada, luego coge una larga
escopeta de caza. Disfrazado de cazador de perdices, vuelve a la sala y se
dirige hacia la gran puerta que se abre al pasillo. Todo el mundo mantiene la
mirada fija en las ventanas y nadie lo ve. En el último momento, cuando está a
punto de poner la mano encima del picaporte de la puerta, se detiene un segundo
como si quisiera echar una última mirada traviesa a sus camaradas. En ese
preciso instante, su mirada se cruza con la de Jrushchov, que se pone a gritar:
—¡Es él! ¿Lo veis con ese traje? ¡Hará creer a todo el mundo que es un
simple cazador! ¡Nos dejará a todos metidos en el lío! ¡Pero el culpable es él!
¡Nosotros no somos más que víctimas! ¡Sus víctimas!
Stalin ya se encuentra lejos en el pasillo, mientras Jrushchov da puñetazos
en la pared, en la mesa, patalea en el suelo con sus enormes botas ucranianas
mal enceradas. Incita a los demás a que también se indignen y al poco todos
gritan, vociferan, patalean, saltan, dan puñetazos a la pared y en la mesa,
martillean el suelo con las sillas, hasta el punto de que la sala retumba con
un ruido infernal. Es un guirigay como cuando, antaño, durante las pausas, se
reunían todos en el baño delante de los urinarios coloreados y adornados de
florecillas de cerámica.
Están
todos allí, como antaño; sólo Kalinin se ha alejado discretamente. Ahuyentado
por unas terribles ganas de orinar, vaga por los pasillos del Kremlin; sin
embargo, incapaz de encontrar donde mear, termina por salir corriendo a la
calle.
Séptima parte
La fiesta de la insignificancia
Diálogo en la moto
Al día siguiente, hacia las once de la mañana, Alain se había citado con
sus amigos Ramón y Calibán delante del museo próximo al Jardin du Luxembourg.
Antes de salir de su estudio, se volvió para decir adiós a su madre en la foto.
Luego, salió a la calle y se dirigió hacia su moto, aparcada no muy lejos del
estudio. Al subir en ella, tuvo la vaga sensación de sentir en la espalda la
presencia de un cuerpo. Como si Madeleine le acompañara y apenas le rozara.
Esa ilusión le conmovió; le pareció que expresaba el amor que él sentía por
su amiga, y arrancó.
Luego oyó una voz a su espalda:
—Querría seguir hablando contigo.
No, no era Madeleine. Reconoció la voz de su madre.
Había un atasco en la calle y él oyó tras de sí:
—Quiero estar segura de que entre tú y yo no hay ningún malentendido, que
nos entendemos bien tú y yo…
Se vio obligado a frenar. Un peatón que se había metido por el medio y
atravesaba la calle se volvió hacia él con gestos amenazadores.
—Te seré sincera. Desde siempre me ha horrorizado la idea de arrojar al
mundo a alguien que no lo ha pedido.
—Lo sé —dijo Alain.
—Mira a tu alrededor: nadie de los que te rodean está aquí por su voluntad.
Es evidente que lo que acabo de decirte es la más trivial de todas las
verdades. Es hasta tal punto trivial, y a tal punto esencial, que ya ni se la
ve ni se la oye.
Él siguió su camino entre un camión y un coche que desde hacía unos minutos
lo iban apretando a cada lado.
—Todo el mundo habla de los derechos humanos. ¡Menuda engañifa! Tu
existencia no se asienta sobre ningún derecho. Esos caballeros de los derechos
humanos incluso te prohíben poner fin a tu vida por tu propia voluntad.
En un cruce se encendió la luz roja de un semáforo. Alain se detuvo. Los
peatones a los dos lados de la calle se pusieron en marcha hacia la acera de
enfrente.
Y siguió hablándole la madre:
—¡Míralos, míralos a todos! Al menos la mitad de los que ves son feos.
¿También forma parte de los derechos humanos ser feo? ¿Sabes tú lo que
significa cargar con tu fealdad toda la vida? Tampoco has elegido tu sexo. Ni
el color de tus ojos. Ni tu siglo. Ni tu país. Ni tu madre. Nada de lo que
realmente cuenta. Los derechos de los que puede disponer el ser humano sólo se
refieren a nimiedades por las que carece de sentido luchar unos contra otros o
escribir solemnes declaraciones.
Alain seguía adelante y la voz de su madre se suavizó:
—Existes tal como eres porque he sido débil. Por mi culpa. Te ruego que me
perdones.
Él callaba, pero dijo al fin con voz apacible:
—¿De qué te sientes culpable? ¿De no haber tenido la fuerza de impedir mi
nacimiento? ¿O de no haberte reconciliado con mi vida que, por otra parte,
tampoco está tan mal?
Tras un silencio, ella contestó:
—Tal vez tengas razón. Por eso soy doblemente culpable.
—Yo soy quien debe pedir perdón —dijo Alain—. Caí en tu vida como una
boñiga. Te he expulsado a América.
—¡Déjate de disculpas! ¿Qué sabes tú de mi vida, tontito mío? ¿Puedo
llamarte tonto? Sí, no te enfades, pero a mí me parece que eres tonto. ¿Y sabes
cuál es el origen de tu idiotez? ¡Tu bondad! ¡Tu ridícula bondad!
Llegaron al Jardín du Luxembourg. Aparcó la moto.
—No protestes, y déjame pedir perdón —dijo—. Soy un perdonazos. Así es como
me habéis fabricado, tú y él. Y, como perdonazos, disfruto cuando nos pedimos
mutuamente perdón tú y yo. ¿No es acaso hermoso pedir perdón el uno al otro?
Una vez aparcada la moto, se dirigieron hacia el museo al fondo del jardín:
—Créeme —dijo él—, estoy de acuerdo contigo en todo lo que acabas de
decirme. En todo. ¿No es acaso bonito estar de acuerdo tú y yo? ¿No es acaso
bella nuestra alianza?
—¡Alain! ¡Alain! —una voz de hombre interrumpió su conversación:
—¡Me miras como si nunca me hubieras visto!
Ramón discute con
Alain
sobre la época de
los ombligos
Sí, era Ramón el que llamaba.
—Esta mañana la mujer de Calibán me ha llamado —le dijo a Alain—. Me ha
hablado de vuestra juerga de anoche. Lo sé todo. Charles se ha ido a Tarbes. Su
madre está agonizando.
—¡Dios mío! —exclamó Alain—. ¿Y Calibán? Cuando estuvo en mi casa se cayó
de una silla.
—Me lo ha dicho ella. Y al parecer no ha sido poca cosa. Según ella, le
cuesta caminar. Le duele. Ahora está durmiendo. Él quería ir con nosotros a ver
la exposición de Chagall. No la verá. Yo tampoco, por otra parte. No soporto
hacer colas. ¡Mira!
Hizo un gesto en dirección a la multitud que avanzaba lentamente hacia la
entrada del museo.
—Tampoco es tan larga —dijo Alain.
—Quizá no sea tan larga, pero es repulsiva.
—¿Cuántas veces has llegado ya hasta aquí y te has vuelto a ir?
—Tres veces. De manera que, en realidad, ya no vengo aquí para ver a
Chagall, sino para comprobar que de una semana a otra las colas son cada vez
más largas, y por tanto el planeta está cada vez más poblado. ¡Míralos! ¿Crees realmente
que, de repente, se han puesto todos a admirar a Chagall? Están dispuestos a ir
a cualquier parte, a hacer lo que sea, tan sólo para matar el tiempo con el que
no saben qué hacer. No conocen nada, de modo que se dejan llevar. Son
magníficamente llevables. Perdóname, pero estoy de mal humor. Ayer bebí mucho.
Decididamente bebí demasiado.
—Entonces, ¿qué quieres hacer?
—¡Paseemos por el parque! Hace buen tiempo. Sí, sé que el domingo hay más
gente. Pero no importa. ¡Mira qué sol!
Alain no protestó. En efecto, la atmósfera en el parque era apacible.
Algunos corrían, otros paseaban, en el césped un círculo de personas hacía
gestos extraños y lentos, otros comían helados, otros aún, al otro lado de unas
alambradas, jugaban al tenis…
—Aquí —dijo Ramón— me siento mejor. Ya sé que la uniformidad está en todas
partes. Pero en este parque, dispone al menos de una gran variedad de
uniformes. Así puedes conservar aún la ilusión de tu individualidad.
—La ilusión de la individualidad… ¡Curioso! Hace unos minutos he sostenido
una extraña conversación.
—¿Conversación? ¿Con quién?
—Y luego, está el ombligo…
—¿Qué ombligo?
—¿No te había hablado ya de eso? Desde hace algún tiempo, pienso mucho en
el ombligo…
Como si lo hubiera montado un director de teatro invisible, pasaron por
delante de ellos dos jovencitas exhibiendo el ombligo con elegancia.
Ramón se limitó a decir:
—En efecto.
Y Alain siguió en lo suyo:
—Hoy en día se ha puesto de moda pasear así con el ombligo al aire. Dura
como mínimo hace diez años.
—Pasará como todas las modas.
—¡Pero no olvides que la moda del ombligo inauguró el nuevo milenio! Como
si, en esa fecha simbólica, alguien hubiera levantado una cortina que, durante
siglos, nos hubiera impedido ver lo esencial: ¡que la individualidad es una
ilusión!
—Sí, sin duda, pero ¿qué relación ves con el ombligo?
—En el cuerpo erótico de la mujer, algunos lugares son excelsos: siempre
creí que eran tres: los muslos, las nalgas, los pechos.
Ramón reflexionó y dijo:
—Por qué no…
—Y luego un día comprendí que hay que añadirles un cuarto lugar: el
ombligo.
Tras un instante de reflexión, Ramón reconoció:
—Sí, tal vez.
Y Alain continuó:
—Los muslos, los pechos, las nalgas adquieren en cada mujer una forma
distinta. Estos tres lugares excelsos no son pues tan sólo excitantes, expresan
al mismo tiempo la individualidad de una mujer. No puedes equivocarte acerca de
las nalgas de la mujer a la que amas. Reconocerías entre cien las nalgas
amadas. Pero no puedes identificar a la mujer a la que amas por su ombligo. Todos
los ombligos son iguales.
Al menos unos veinte niños pasaron riendo y gritando al lado de los dos
amigos.
Alain prosiguió:
—Cada uno de esos cuatro lugares excelsos representa un mensaje erótico. Y
me pregunto acerca del mensaje erótico que nos transmite el ombligo. —Y tras
una pausa—: Algo salta a la vista: contrariamente a los muslos, a las nalgas y
a los pechos, el ombligo no dice nada de la mujer que lo tiene, habla de algo
que no es esa mujer.
—¿Qué dice, entonces?
—Habla del feto.
—Del feto, por supuesto —aprobó Ramón.
Y Alain continuó:
—Antaño, el amor era la celebración de lo individual, de lo inimitable, la
gloria de lo único, de lo que no admite repetición. Pero el ombligo no sólo no
se rebela contra la repetición, ¡es una llamada a las repeticiones! De modo que
en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo. Bajo este signo,
seremos todos soldados del sexo, con la mirada fija no sobre la mujer amada,
sino sobre el mismo agujerito en medio del vientre que representa el único
sentido, la única meta, el único porvenir de todo deseo erótico.
De pronto, un encuentro inesperado interrumpió la conversación. D’Ardelo se
acercaba a ellos por la misma alameda.
Llega D’Ardelo
Él también había bebido demasiado, había dormido mal y ahora salía a airearse
paseando por el Jardin du Luxembourg. La visión de Ramón, de entrada, le
incomodó. Lo había invitado a su cóctel sólo por educación, porque le había
encontrado a dos amables sirvientes para su fiesta. Y, como ese jubilado ya
había perdido toda importancia para él, D’Ardelo ni siquiera había intentado
encontrar un segundo para acogerlo en su cóctel y darle la bienvenida. Al
sentirse ahora culpable, abrió los brazos y exclamó:
—¡Amigo Ramón!
Ramón recordaba haberse escabullido del cóctel sin decirle siquiera a su
antiguo colega un simple adiós. Pero el estruendoso saludo de D’Ardelo alivió
su mala conciencia; él también abrió los brazos exclamando: «¡Qué tal, querido
amigo!», le presentó a Alain y le invitó cordialmente a unirse a ellos.
D’Ardelo recordaba que había sido en ese mismo parque donde se le había
ocurrido de golpe inventar la extraña mentira acerca de su enfermedad mortal. Y
ahora, ¿qué iba a hacer? No podía contradecirse; no tenía más remedio que
seguir estando gravemente enfermo; por otra parte, no le parecía tan pesado,
pues había comprendido muy pronto que no había motivo para contener su buen
humor, ya que las chácharas ligeras y alegres convierten al hombre trágicamente
enfermo en un ser aún más atractivo y admirable.
Se puso, pues, a charlar en un tono despreocupado y distraído con Ramón y
su amigo sobre ese parque que formaba parte de su paisaje más íntimo, de su
«mundo», como repitió en varias ocasiones; les hablaba de todas esas estatuas
de poetas, pintores, ministros, reyes. «Y es que», les dijo, «¡la Francia del
pasado sigue estando viva!». Luego, con una amable y jovial ironía, les señaló
las estatuas blancas de las grandes damas de Francia, reinas, princesas,
regentes, alzadas en toda su grandeza de los pies a la cabeza cada una en su
pedestal; alejadas una de otra unos diez o quince metros, formaban un gran
círculo que rodeaba, en un nivel inferior, un hermoso estanque.
Más allá, en medio de un gran griterío, se reunían varios grupos de niños
que acudían de todas partes.
—¡Ah, los niños! ¿Oís cómo ríen? —sonrió D’Ardelo—. Hoy se celebra una
fiesta, ya no recuerdo cuál. Una fiesta para niños.
De repente, prestó atención:
—Pero ¿qué ocurre allí?
Llegan un cazador
y un meón
Desde la Avenue de l’Observatoire, un hombre de unos cincuenta años,
bigotudo, vestido con una vieja parka usada y llevando al hombro una larga
escopeta de caza, corre por el paseo principal en dirección al círculo de las
grandes damas de mármol. Va gesticulando y gritando. Los paseantes a su
alrededor se detienen y lo miran con sorpresa y simpatía. Sí, con simpatía,
porque el rostro del viejo bigotudo tiene algo apacible, lo cual refresca el
aire del jardín gracias a un idílico soplo de tiempos pasados. Evoca la imagen
de un mujeriego, de un seductor pueblerino, de un aventurero tanto más amable
cuanto que ya es mayor y amansado. Subyugada por su encanto campechano, por su
bondad viril, por su aspecto folclórico, la multitud le dirige unas sonrisas a
las que, encantado, responde con cortesía.
Sin dejar de correr, alza la mano en dirección a una estatua. Todo el mundo
sigue su gesto y se encuentra con otro hombre, ya muy mayor, de una lamentable
delgadez, con una barbita puntiaguda, que, como queriendo protegerse de miradas
indiscretas, se oculta detrás del enorme pedestal de una gran dama de mármol.
—A ver, a ver —dice el cazador y, ajustando su escopeta al hombro, dispara
en dirección de la estatua. Se trata de María de Médicis, reina de Francia,
célebre por su cara de vieja fea, gorda y arrogante. El disparo le arranca la
nariz de tal manera que parece aún más vieja, más fea, más gorda y más
arrogante, mientras el viejo que se había escondido detrás del pedestal de la
estatua sale corriendo, asustado, y, para huir de las miradas indiscretas,
termina por agazaparse detrás de la reina Valentina de Milán, duquesa de
Orleans (ésa sí, mucho más guapa).
Al principio, la gente se siente confusa ante ese disparo inesperado y por
la cara sin nariz de María de Médicis; sin saber cómo reaccionar, miran a un
lado y a otro, a la espera de una señal que les ilumine: ¿cómo interpretar el
comportamiento del cazador?, ¿hay que condenarlo o tomarlo por un gracioso?,
¿deben silbarle o aplaudirlo?
Como si adivinara su apuro, el cazador exclama:
—¡Prohibido mear en el parque más célebre de Francia!
Luego, mirando a su pequeño público, suelta una carcajada y su risa es tan
alegre, tan libre, tan inocente, tan rústica, tan fraternal, tan contagiosa que
la gente a su alrededor, como aliviada, también se echa a reír.
El viejo de la barbita puntiaguda sale de detrás de la estatua de Valentina
de Milán abrochándose la bragueta; su cara expresa la felicidad del alivio.
El buen humor se apodera de la cara de Ramón.
—¿No te recuerda algo ese cazador? —le pregunta a Alain.
—Sí, claro, a Charles.
—Sí. Charles está con nosotros. Se trata del último acto de su obra de
teatro.
La fiesta de la
insignificancia
Entretanto, unos cincuenta niños aparecen entre el gentío y se sitúan en
semicírculo, como una coral. Alain da unos pasos hacia ellos, con curiosidad
por ver qué está pasando, y D’Ardelo le dice a Ramón:
—Ya ves, la animación aquí es estupenda. ¡Estos dos tipos son perfectos!
Seguro que son actores en paro. ¡Mira, no necesitan siquiera las tablas de un
teatro! Les bastan las alamedas del parque. No se rinden. Quieren estar
activos. ¡Luchan por vivir! —Entonces recuerda su grave enfermedad y, para
recordarle su trágica suerte, añade en voz más baja—: Yo también lucho.
—Lo sé, amigo mío, y admiro tu valor —dice Ramón. Luego, deseando ayudarlo
en su desgracia, añade—: Desde hace tiempo, D’Ardelo, quiero hablarte de cierto
asunto. Del valor de la insignificancia. En otros tiempos, pensaba sobre todo
en tus relaciones con las mujeres. Quería entonces hablarte de Quaquelique. Un
gran amigo. Tú no lo conoces. Lo sé. Dejémoslo correr. Ahora en cambio, veo la
insignificancia bajo una luz totalmente distinta a la de entonces, bajo una luz
más fuerte, más reveladora. La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la
existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente
incluso cuando no se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en
las peores desgracias. Se necesita con frecuencia mucho valor para reconocerla
en condiciones tan dramáticas y para llamarla por su nombre. Pero no se trata
tan sólo de reconocerla, hay que amar la insignificancia, hay que aprender a
amarla. Aquí en este parque, ante nosotros, mira, amigo mío, está presente con
toda su evidencia, toda su inocencia, toda su belleza. Sí, su belleza. Como has
dicho tú mismo: la animación es perfecta, y totalmente inútil, los niños que
ríen, sin saber por qué, ¿acaso no es hermoso? Respira, D’Ardelo amigo mío,
respira esta insignificancia que nos rodea, es la clave de la sabiduría, es la
clave del buen humor.
En aquel instante, a pocos metros delante de ellos, el hombre bigotudo coge
por los hombros al anciano de la barbita y se dirige con solemnidad a la gente
que les rodea:
—¡Camaradas! Mi viejo amigo acaba de jurarme por su honor que no volverá a
mearse nunca más en las grandes damas de Francia.
Una vez más, suelta una carcajada, la gente aplaude, grita, y la madre de
Alain le dice:
—Alain, soy feliz aquí contigo. —Después su voz se transforma en una risa
ligera, queda y suave.
—¿Te ríes? —pregunta Alain, pues le parece que oye reír a su madre por
primera vez.
—Sí.
—Yo también soy feliz —dice Alain conmovido.
D’Ardelo, en cambio, no dice nada, y Ramón comprende que su elogio de la
insignificancia no ha debido de gustarle a ese hombre tan amigo de la seriedad
de las grandes verdades; decide acercársele de otra manera.
—Ya os vi ayer a La Franck y a ti. Hacíais muy buena pareja.
Ramón observa la cara de D’Ardelo y comprueba que, esta vez sí, sus
palabras son mucho mejor recibidas. Ese acierto le inspira la idea de convertir
una mentira absurda, aunque deslumbrante, en todo un regalo, el regalo que se
le brinda a alguien a quien le queda poco de tiempo de vida.
—¡Pero ve con cuidado, porque basta con miraros para que todo quede claro!
—¿Claro? ¿Que quede claro el qué? —pregunta D’Ardelo con un placer apenas
disimulado.
—Claro que sois amantes. No, no le niegues, lo he entendido todo. Y no te
preocupes, ¡nadie más discreto que yo!
D’Ardelo hunde su mirada en los ojos de Ramón, donde, como en un espejo, se
refleja la imagen de un hombre trágicamente enfermo y no obstante feliz, amigo
de una mujer célebre a la que jamás ha tocado, pero de la que, de golpe, pasa a
ser el amante secreto.
—Amigo, querido amigo —dice abrazando a Ramón. Y se va con los ojos
húmedos, contento y feliz.
La coral de los niños está ya dispuesta formando un semicírculo perfecto, y
el director, un niño de diez años en esmoquin, la batuta en ristre, se prepara
para dar la señal que dé comienzo al concierto. Pero debe aún esperar un poco
porque, en aquel mismo instante, irrumpe ruidosamente una pequeña calesa,
pintada de rojo y amarillo, llevada por dos ponis. El bigotudo, enfundado en su
vieja parka usada, levanta bien alto su larga escopeta de caza. El cochero,
otro crío, obedece y detiene el carruaje. El bigotudo y el viejo de la barbita
puntiaguda suben, se sientan y saludan por última vez al público que,
encantado, agita los brazos, mientras la coral de los niños entona La Marsellesa.
La calesa
arranca y se aleja lentamente por una larga alameda del Jardin du Luxembourg
hacia las calles de París.