Habrá quienes crean en los números y el azar, en la analogía de los nombres
o en el juego de las casualidades, pero también habrá otros escépticos que sin
buscar su suerte la encuentran, y cuando ésta les descubre su destino,
pareciera que una nueva vida comenzara. Al menos así empieza la historia de
Claudio, cuando, sin solicitarlo, pudo reconocer imágenes propias en los restos
del café.
Con esta conmovedora novela, el autor de La tregua despliega su madurez narrativa en La borra del café, al tender un puente entre una y otra obra donde
transitan los grandes temas del hombre, acaso los más sencillos y ordinarios,
que acompañan las preguntas de siempre al despertar de cada mañana.
Las mudanzas
Mi familia siempre se estaba mudando. Al menos, desde que tengo memoria. No
obstante, quiero aclarar que las mudanzas no se debían a desalojos por falta de
pago, sino a otros motivos, quizá más absurdos pero menos vergonzantes.
Confieso que para mí ese renovado trajín de abrir y cerrar cajones, baúles,
grandes cajas, maletas, significaba una diversión. Todo volvía a acomodarse en
los armarios, en los estantes, en los placards,
en las gavetas, aunque buena parte de las cosas (no siempre las mismas)
permanecían en los cofres y baúles. La nueva casa (nunca éramos propietarios
sino inquilinos) adquiría en pocos días el aspecto de morada casi definitiva, o
por lo menos de albergue estable, y pienso que eso era lo que mis padres
sinceramente creían, pero antes de que transcurriera un año mi madre y/o mi
padre, nunca ambos a la vez, empezaban a sembrar comentarios (al comienzo
sutiles, pero luego cada vez más explícitos) que en el fondo eran propuestas de
un nuevo cambio. Por lo general, las razones invocadas por mi padre eran la
falta de sol, la humedad de las paredes, los corredores muy angostos, el
alboroto exterior, los vecinos que fisgoneaban, etcétera. Las aducidas por mi
madre eran más variadas, pero normalmente figuraban en la nómina motivos como
exceso de sol, sequedad en el ambiente, espacios interiores demasiado amplios,
incomunicación con los vecinos, calles sin movimiento, etcétera. Por otra
parte, a mi padre le gustaba la tranquilidad de los barrios periféricos, en
tanto que mi madre prefería la agitación del Centro.
No teman. No les voy a contar toda la historia de mis casas, sino a partir de aquellas en que me pasaron cosas
importantes (o, como dijo el poeta, en un arranque de genial cursilería, «cosas
chicas para el mundo / pero grandes para mí»). Nací en una casa (planta alta)
de Justicia y Nueva Palmira, en la cual, como excepción, vivimos tres años.
Tengo pocos recuerdos, salvo que había una claraboya particularmente ruidosa
cuando se la abría o cerraba, algo que no acontecía con frecuencia ya que la
manija, situada en la pared del patio, era durísima y sólo podía funcionar
mediante el esfuerzo mancomunado de dos personas suficientemente robustas.
Además, los días de lluvia la dichosa manija propinaba unas terribles patadas
de corriente eléctrica, de modo que aquella claraboya sólo podía abrirse o
cerrarse en tiempo seco.
Luego, sin abandonar el barrio, nos trasladamos a Inca y Lima. Allí lo más
recordable era el inodoro, pues cuando alguien tiraba de la cadena, el agua, en
lugar de cumplir su función higiénica en el water,
salía torrencialmente del remoto tanque empapando no sólo al infortunado
usuario sino todo el piso de baldosas verdes. Después nos fuimos a Joaquín
Requena y Miguelete, donde había más ruido callejero pero el inodoro funcionaba
bien y no era imprescindible hacer las necesidades con impermeable y sombrero.
De esa casa, bastante más modesta que las anteriores, sólo merece ser evocada
una vitrola, en la que mi madre, cuando mi padre estaba ausente, ponía un disco
con clases de gimnasia que siempre arrancaba con una voz muy castiza:
«¡Atención! ¡Lisssssto! ¡Empeceeemos!». Y mi madre, obediente, empezaba. Yo,
que ya andaba por los cinco y medio, la admiraba mucho cuando se tendía en el
suelo y levantaba las piernas o se ponía en cuclillas y estiraba los brazos,
ocasiones en que solía desmoronarse hacia un costado, pero yo creía que eso
también era ordenado por el gallego del disco. (Debo aclarar que sólo pude
identificar el acento de aquel animador muchos años después, concretamente una
tarde en que hallé aquella reliquia de 78 rpm en un baúl y la volví a escuchar
en un tocadiscos.) De todas maneras, la aplaudía con ganas, y ella, cuando
terminaba la lección oral, en reconocimiento a mi comprensión y estímulo, me
alzaba en brazos y me daba un beso, más sonoro pero menos agradable que otros
ósculos maternales, ya que, como era previsible después de tanta calistenia,
estaba espantosamente sudada.
La siguiente vivienda (más modesta aún) estaba en Hocquart y Juan Paullier.
Quedaba a sólo cuatro cuadras de la anterior de modo que no fue fácil conseguir
un camión que aceptara encargarse de una mudanza de tan corto recorrido, algo
que a mi padre, con toda razón, le parecía absurdo, ya que las faenas de carga
y descarga eran las mismas que si la distancia fuera de quince kilómetros. Por
fin apareció un camionero que, gracias a una buena propina, se avino a un
desplazamiento tan poco tradicional, pero su malhumor y el de sus dos
colaboradores fue tan notorio, que a nadie le sorprendió que un ropero perdiera
todas sus patas menos una, y un espejo se escindiera en dos lunas: una
menguante y otra creciente. En el nuevo domicilio estábamos un poco apretados y
casi siempre comíamos en la cocina. Lo mejor de la casa era la azotea, que
virtualmente se comunicaba con la del vecino, y donde había un perro enorme,
que a mí me parecía feroz y que se convirtió en mi primer enemigo. Para peor,
las pocas veces que yo subía, el pobre animal gruñía casi por compromiso, pero
no bien advertí que estaba sujeto con una cadena, yo también, en el primer
signo de cobardía de que tengo memoria, decidí gruñirle, y aunque mi alarde
resultaba apenas una caricatura, debo admitir que no contribuyó a que mejoraran
nuestras ya deterioradas relaciones.
Hubo más casas en aquellos tiempos. Siempre por los mismos barrios:
Nicaragua y Cufré, Constitución y Goes, Porongos y Pedernal. A esas alturas,
los cambios de domicilio ya obedecían a una obsesión corporativa. Las mudanzas
habían pasado de la categoría de pesadilla a la de ensueño. Cada vez que una
nueva vivienda aparecía en el horizonte, pasaba a ser, con sus luces y sus
sombras, una utopía, y cuando por fin traspasábamos el nuevo umbral, aquello
era como entrar en el Elíseo. Por supuesto, la fase celestial caducaba muy
pronto, verbigracia cuando un trozo del cielo raso caía sobre nuestros cappelleti alla carusso o una
disciplinada vanguardia de cucarachas invadía la cocina a paso redoblado en
medio de los histéricos alaridos de mi madre. Sin embargo, el hecho de que un
mito se desvaneciera en la niebla de nuestras frustraciones, no impedía que
todos empezáramos a colaborar en un nuevo borrador de utopía.
Primeros auxilios
Lo cierto es que la primera casa relevante fue, al menos para mí y no
siempre por buenas razones, la de la calle Capurro. En primer término, allí
nació mi hermana; en segundo, mi viejo cambió de trabajo y ello redundó en un
considerable aumento en sus entradas; en tercero y último, me enfermé de cierto
cuidado y el médico prohibió que concurriera al colegio. La convalecencia fue
interminable, pero pasados los primeros meses mi viejo contrató a una maestra
particular que, tres veces por semana, dedicaba cuatro horas diarias a mi
(deformada) formación.
Se llamaba Antonia Vico. Recuerdo el apellido porque rimaba con abanico, y éste era un artefacto que
ella llevaba en las cuatro estaciones. Aunque siempre estaba acalorada, mi
madre nunca le ofrecía el ventilador, pues en mi condición de eterno
convaleciente una mera corriente de aire podía provocarme una recaída, o, en el
más leve de los casos, una serie de treinta y dos estornudos. Me consta que era
delgada, con piel muy blanca y unos ojos oscuros que me dedicaban dos tipos de
miradas: una, dulce y comprensiva, cuando mis padres estaban presentes, y otra,
inquisidora y severa, cuando nos dejaban solos. En resumidas cuentas, no fue un
amor a primera vista.
En general, cuando un niño cualquiera goza de una maestra privada para su
exclusivo desgaste, la tendencia natural es a recibir la lección del lunes y
luego darle una lectura rápida para así quedar bien cuando llegue el repaso del
miércoles. Yo en cambio hacía todo lo contrario: estudiaba el lunes la lección
que ella iba a impartirme el miércoles, lo cual provocaba en la pobre muchacha
una gran frustración, una suerte de vacío pedagógico, y acaso el temor de que
si mis padres se enteraban de que yo avanzaba en mis conocimientos sin que su
aporte didascálico fuera imprescindible, decidieran prescindir de tan fútiles
servicios. Sin embargo, yo podía ser perverso pero no delator, de modo que
nunca comenté con mis padres mis retorcidas tretas de alumno. Mi objetivo no
era que Antonia se quedara sin trabajo, sino más bien que tomara conciencia de
con quién se las veía. De modo que así seguimos: yo anticipándome a su lección,
ella aprendiendo a respetarme. Como me sabía cada tema al dedillo, y detectaba
de inmediato cualquier desvío u omisión de su parte, a veces parecía que era yo
quien tomaba la lección y ella la que pasaba apuros.
Sólo seis meses después de una inflexible aplicación de esa técnica, o sea
cuando al fin estimé que mi honorabilidad estaba a salvo, decidí permitirle que
nuestra relación retomara un ritmo más normal y en consecuencia acepté que me
dictara la lección antes de yo aprenderla. De más está decir que me lo agradeció
en el alma y a partir de ese reajuste empezó a mirarme con ojos dulces y
comprensivos, aun cuando mis padres no estaban presentes. Tengo la impresión de
que hasta llegó a amarme. Y a esta altura ya no vale la pena ocultarlo: creo
que también la amé un poquito, tal vez porque aquella mirada dulce, que ahora
disfrutaba en exclusividad, me derretía por dentro. En ese entonces yo sólo
tenía ocho años, pero lo que más tarde sería reconocido como mi vocación
estética me llevó a mirarle las piernas y las encontré hermosas, bien
torneadas, seductoras. Quizá no era sólo vocación estética. A esta altura
pienso que mi primera y precoz exteriorización erótica se concentró en las
ojeadas clandestinas que dediqué a aquellas piernas graciosas y cabales.
Incluso soñé con ellas, pero aun en la ocasión onírica no iba más allá de las
miradas de admiración y asombro. Imágenes posteriores me recuerdan que Antonia
poseía lindos pechos y labios prometedores, pero a los ocho años mi éxtasis
tempranero quedaba anclado en sus piernas y no me permitía distraerme en otras
franjas de interés.
Aquel naufragio
Fue precisamente en la casa de la calle Capurro que empecé a sentirme
integrante de una familia mayor. Dos primos, que me llevaban un par de años,
vinieron de Cerro Largo a radicarse en Montevideo, y al principio vivían con el
abuelo Javier, padre de mi madre. Más tarde, los padres vinieron también a la
Capital y se instalaron todos en Capurro, a cinco cuadras de casa. Mi prima
Rosalba, que me llevaba tres años, vivía en Canelones, pero venía a menudo a
visitarnos con su madre, la tía Joaquina, que por cierto no gozaba de las
simpatías de mi padre. «No soporto a tu hermana», le decía frecuentemente a mi
madre. «Es bruta, brutísima, y además necia.» Ella sólo alegaba: «Pero es mi
hermana», e increíblemente este argumento era el único que derrotaba a mi
viejo. Por otra parte, el abuelo Vincenzo, padre de mi padre, venía a menudo de
Buenos Aires, donde tenía un almacén, y siempre paraba en casa. A las abuelas
las veía menos. A la madre de mi madre, porque siempre estaba enferma, y en
consecuencia nunca salía a la calle ni había que importunarla con visitas; y a
la madre de mi padre, porque vivía en Buenos Aires y cuando el abuelo Vincenzo
viajaba a Montevideo, ella se quedaba atendiendo el almacén de Caballito.
El abuelo Vincenzo era tan divertido como el abuelo Javier, pero en otro
estilo. Una vez me contó cómo se había salvado de un naufragio famoso. Le
pregunté si se había librado porque sabía nadar. «No, cómo se te ocurre.
Siempre he tenido más afinidad con las aves que con los peces. Pero la verdad
es que tampoco sé volar.» Su carcajada florentina resonaba en el patio como un
carillón. «¿Y entonces cómo te salvaste?» «Muy sencillo: perdí el barco en
Génova. Llegué al puerto media hora después de su partida asquerosamente
puntual. Traté de conseguir una lancha que me llevara hasta el vapor (aún
estaba a la vista). Para mi suerte fracasé en el intento. Cuando diez días
después me enteré de que el buque se había hundido en pleno Atlántico, no se me
ocurrió nada menos egoísta que celebrarlo con una damajuana de Chianti. Ya sé
que está mal, que debía haber pensado en los otros; hoy no lo habría hecho así,
pero en aquella época era muy joven y aún no había aprendido a ser hipócrita.»
Y aquí otra carcajada. Yo en cambio no me reía. Enseguida me di cuenta que el
abuelo no había leído Corazón, el
libro de Edmondo de Amicis que era mi Biblia, ya que, de haberlo leído, no
habría tenido una actitud tan mezquina, y si de todos modos hubiera decidido
empinarse la damajuana de vino, lo habría hecho con tristeza y hasta llorando
un poco por los que se ahogaron. Pero no, al abuelo todavía le duraba el
regocijo de haber escapado a la muerte casi por milagro, aunque ni siquiera eso
lo había reconciliado con el cura de su parroquia, pues toda su vida fue un
ateo militante y arremetió contra Dios como si éste fuera un mero organizador
de descarrilamientos y naufragios.
Un parque para nosotros
La casa de la calle Capurro tenía un olor extraño. Según mi padre, olía a
jazmines; según mi madre, a ratones. Es probable que ese conflicto haya
desorganizado mi capacidad olfativa por varios lustros, durante los cuales no
podía distinguir entre el perfume a violetas y el olor a azafrán, o entre la
emanación de la cebolla y el vaho de las inhalaciones.
En conexión con esa casa tengo además dos recuerdos fundamentales: uno, el
Parque Capurro, y otro, la cancha de fútbol del Club Lito, que quedaba a tres
cuadras. En aquella época, el Parque Capurro era como una escenografía montada
para una película de bandidos, con rocas artificiales, semicavernas, caminitos
tortuosos y con yuyos, una maravilla en fin. No me dejaban ir solo, pero sí con
mis primos o con el hijo de un vecino, que era de mi edad. El Parque estaba
casi siempre desierto, de modo que se convertía en nuestro campo de
operaciones. A veces, cuando recorríamos aquellos laberintos, nos encontrábamos
con algún bichicome borracho, o
simplemente dormido, pero eran inofensivos y estaban acostumbrados a nuestras
correrías. Ellos y nosotros coexistíamos en ese paisaje casi lunar, y su
presencia agregaba un cierto sabor de riesgo (aunque sabíamos que no
arriesgábamos nada) a nuestros juegos, que por lo general consistían en
encarnizadas luchas cuerpo a cuerpo, entre dos bandos, o más bien bandas: una
integrada por mi primo Daniel y el vecino, y otra, por mi primo Fernando y yo.
A veces también participaban otros botijas del barrio, pero de todos modos
nosotros llevábamos la voz cantante. (No hay que olvidar que si bien Daniel se
ilustraba en Conan Doyle, Fernando, Norberto y yo habíamos perfeccionado
nuestra piratería en la escuela de Sandokán.) En mi condición de convaleciente,
tenía prohibidos semejantes excesos, gracias a los cuales sudaba demasiado, de
modo que antes de regresar a casa había que tomar ciertas medidas precautorias.
Como antes de la contienda dejábamos nuestras camisas sobre las rocas, cuando
la lucha llegaba a su fin, nos lavábamos en una fuente con agua sospechosamente
verdosa, nos secábamos al sol, y luego nos volvíamos a poner las camisas, que
no mostraban ninguna señal de las refriegas. Cuando volvíamos a casa, muy
peinados y rozagantes, mi madre me preguntaba: «No habrás corrido, ¿verdad?».
Para corroborar mi respuesta negativa, alguno de mis primos ratificaba: «No,
tía, mientras nosotros jugábamos, Claudio estuvo sentado en un banco, tomando
el solcito».
El dirigible dandy
Así como el Parque Capurro tenía para nosotros un atractivo singular, la
playa contigua, en cambio, era más bien asquerosa. La escasa arena, siempre
sucia, llena de desperdicios y envases desechables, era mancillada aún más, ola
tras ola, por otras basuras y despojos, provenientes tal vez de las diversas
embarcaciones ancladas en la bahía.
Sólo en una ocasión la Playa Capurro, por lo general tan despreciada, se
llenó de gente y bicicletas. Fue cuando vino el dirigible. El Graf Zeppelin. Aquella suerte de
butifarra plateada, inmóvil en el espacio, a todo el mundo adulto le resultó
admirable, casi mágica; para nosotros, en cambio, era algo normal. Más aún: el
estupor de los mayores nos parecía bobalicón. Verlos a todos con la boca
abierta, mirando hacia arriba, nos provocaba una risa tan contagiosa, que de a
poco se fue transformando en una carcajada generacional. Los padres, tíos,
abuelos, se sintieron tan agraviados por nuestras risas, que los sopapos y
pellizcos empezaron a llover sobre nuestras frágiles anatomías. Una injusticia
histórica que nunca olvidaremos.
No obstante, el Graf Zeppelin fue
causa indirecta de un cambio importante en nuestras vidas. Nuestro interés por
aquel globo achatado e insípido duró exactamente diez minutos. Cuando empezaron
nuestros primeros bostezos, nos fuimos replegando, sin saber aún hacia dónde
encaminar nuestras expectativas. Los mayores seguían boquiabiertos,
hipnotizados por aquel mamarracho hermético, instalado en el espacio abierto.
De pronto nos dimos cuenta de que en esa jornada no existíamos, estábamos al margen del mundo, por lo menos del
mundo autorizado a asombrarse. De modo que cuando mi primo Daniel dijo: «¡Somos
libres!», todos fuimos conscientes de que se había convertido no sólo en
nuestro portavoz sino también en nuestro líder.
Por diversos senderos empezamos a retroceder hacia el Parque, sin apuro y
sin llamar la atención, no fuera que alguno de aquellos mayores, tan turulatos,
saliera de pronto de su embeleso y diera la voz de alerta. No fue necesario que
conviniéramos cuál iba a ser nuestro punto de encuentro. Sabíamos que nos
íbamos a reunir en un pequeño claro entre las rocas, donde confluían tres o
cuatro caminitos y siempre había sido la zona neutral de nuestros juegos,
contiendas y desafíos. Allí nos encontramos, pues, y esta vez fue además
paraninfo de deliberaciones.
Aquella circunstancial indiferencia de los adultos, unida a la no buscada y
sorpresiva pero evidente libertad de que gozábamos desde la última media hora,
nos obligaba a un decisivo reajuste. No teníamos ganas de jugar ni de entablar
sudorosas trifulcas de engaña pichanga. Era como si alguien, al despojarnos
repentinamente de nuestra escafandra de inocencia, nos hubiera dejado desnudos
frente a un nuevo y desconocido compromiso.
Por cierto que el destino, o como se llame, nos reservaba para esa misma
jornada una puesta a punto de la responsabilidad recién estrenada. Empezamos a
caminar en silencio por uno de los senderos que llevaban a las cuevas. Ibamos
tan absortos que casi tropezamos con un cuerpo tendido. La mueca instalada en
el rostro y cierta rigidez de los miembros, eran signos demasiado evidentes. No
era preciso llamar a un forense para comprender que se trataba de un muerto.
«Fíjense, es Dandy», dijo mi primo Fernando. Ese era el nombre que se daba
a sí mismo un conocido bichicome,
decano del Parque, que generalmente hacía de las cuevas su dormitorio estable.
Y el mote no era tan absurdo como podía parecer, ya que, pese a sus zapatos
astrosos, a su pantalón harapiento, a su camisa mugrienta y a su gabardina en
jirones, nunca lo habíamos visto sin corbata (incluso tenía dos: una a rayas
negras y rojas, y otra azul con herraduras marrones). «Tenés razón, es Dandy»,
dijo Daniel. Mi vecino Norberto se acercó al cuerpo del bichicome, pero Daniel
lo detuvo. «No lo toques», dijo, «¿no ves que si encuentran nuestras huellas
digitales van a pensar que fuimos nosotros?» Norberto retrocedió obediente, no
sólo como reconocimiento de que Daniel era ahora el líder, sino también de su
cultura detectivesca, obtenida, según nos constaba a todos, en su frecuentación
de Sherlock Holmes. Eso también revelaba una apreciable distancia entre Daniel
y los demás. Mientras nosotros estábamos aún en Edmondo de Amicis o Salgari, él
frecuentaba rigurosamente a Conan Doyle. «Recuerden la hora en que lo
descubrimos» dijo Daniel. «Las tres y diez.»
Luego tomó un diario que alguien había dejado sobre unas piedras, lo arrimó
al cuerpo del Dandy y presionó una y otra vez con su zapato. La última vez lo
hizo con más fuerza y entonces apareció una mancha de sangre, reseca y bastante
extendida. Con el mismo mecanismo, desplazó luego hacia arriba la mugrienta
camisa, dejando al descubierto una herida considerable, producida al parecer
por algún instrumento cortante. A la vista de ese desastre, sentí que los ojos
se me nublaban y que estaba a punto de desmayarme, pero haciendo (literalmente)
de tripas corazón, me repuse a medias y alcancé a decir una frase tan memorable
como ésta: «¿Y la gabardina?». Daniel me consagró una de esas miradas
tiernamente menospreciativas que Holmes solía dedicar al doctor Watson, y sólo
dijo: «¿La gabardina? Seguramente se la ha llevado el asesino». Eso ya fue
demasiado. Ante el simple sonido de la palabra asesino sentí que me desmayaba, y esta vez fue de veras. Luego,
cuando fui recuperando el conocimiento, sentí que Fernando me estaba pasando un
pañuelo húmedo por el rostro, y pensé en qué lo habría humedecido. Pero en ese
instante me encontré con la mirada entre admonitoria y burlona de Daniel, quien
además me decía: «Ah flojón». Entonces sentí que la sangre me subía al rostro
en oleadas, y ahí sí me repuse del todo.
Por supuesto nos juramentamos para mantener en total secreto nuestro
«macabro hallazgo» (así al menos lo calificó Daniel, quien, como criminólogo en
cierne, era apasionado lector de la crónica roja en la prensa diaria).
Aprovechando que los mayores seguían arrobados en la contemplación del
dirigible, volvimos por atajos separados a la playa y allí nos quedamos,
simulando una fascinación que estábamos lejos de sentir, pero creando de ese
modo una coartada colectiva que nos desvinculaba de aquel cadáver que quedaba
atrás, allá en nuestro ex punto de encuentro. Y digo ex, debido a que, por
razones obvias, nunca más volvimos a citarnos allí.
A medida que fue cayendo la tarde, la multitud de curiosos se fue
dispersando. Sólo entonces los adultos recordaron que existíamos. Recuerdo que
mi madre, todavía emocionada, me puso un brazo sobre los hombros y me comentó:
«¡Qué hermosura! ¿Te gustó?». Yo me mostré entusiasmado por la butifarra aérea
y así emprendimos el regreso a casa, pausada y normalmente, como si nada
hubiera pasado, como si de ahora en adelante no existiera un cadáver en
nuestras vidas.
Curiosamente, la prensa ignoró totalmente el asesinato del Dandy. Todos los
días revisábamos los diarios y escuchábamos los noticieros de radio, esperando
siempre el titular temido: Asesinato en
el Parque Capurro. Y los subtítulos de rigor: Se sospecha de varios menores. Aprovechando la conmoción despertada por
el Graf Zeppelin, un bichicome, apodado El Dandy, es ultimado al atardecer.
Diez días después del descubrimiento, nos reunimos los cuatro en el patio
trasero de mi casa y resolvimos que esa incertidumbre debía concluir. Teníamos
que volver al Parque para saber qué había pasado con el cuerpo del Dandy.
Estuvimos de acuerdo en que era imprudente una excursión colectiva. Sólo uno de
nosotros debía dirigirse al «claro del bosque» a fin de realizar una inspección
ocular. Era lógico que lo tiráramos a la suerte. «Dios decidirá», dijo mi
vecino Norberto, que iba diariamente al catecismo y era el favorito del padre
Ricardo. Su meta prioritaria en la vida era llegar a ser monaguillo de ese
cura. Nosotros teníamos por entonces otros ideales. Como era previsible, Daniel
quería llegar a ser detective; Fernando, mecánico (cuando era más chico, decía
«macaneador», pero era una errata); yo, golero de la selección, algo así como
un sobrino putativo de Mazzali. Bueno, efectivamente Dios decidió. Me eligió a
mí. Ese mismo día resolví ser ateo. Y hasta hoy me mantengo. Fue un trauma muy
duro. No sé qué habría pasado si el sorteo hubiera señalado a Norberto o a
Fernando o a Daniel. Tal vez ello habría confirmado mi fe en el Señor y hoy
sería párroco, o al menos obispo. Pero no fue así y tuve que hacerme cargo de
mi ateísmo y de la inspección ocular.
Al día siguiente partí hacia el peligro. Los otros tres quedaron en la
esquina de Capurro y Húsares, a la espera de mis noticias. Me dirigí hacia «el
lugar del hecho» (así lo denominaba Daniel) con todo el coraje de que disponía,
que por cierto no era demasiado. Si no caminaba rápido, no era por mala
voluntad, sino porque las piernas me temblaban, totalmente al margen de mi
voluntad de cruzado. El temblor sólo se interrumpía cuando subía o bajaba
escalones, pero no bien volvía a caminar aquella trepidación recomenzaba.
Recuerdo que era una fresca mañana de otoño, pero yo sudaba como en enero.
Por fin llegué al «claro del bosque». Al principio no lo podía creer, pero
el Dandy no estaba. Extrañamente, su ausencia me calmó. El temblor cesó como por
encanto. Y hasta tuve ánimo para recorrer los caminitos que llegaban al claro
y, más aún, en un alarde de arrojo inconcebible, me asomé a la cueva que el
Dandy había usado durante años como refugio. Tampoco allí había rastros del bichicome. Apenas una botella (vacía) de
alcohol de quemar.
Es claro que volví sacando pecho. Cuando Daniel, Fernando y Norberto vieron
que regresaba, corrieron a mi encuentro, ansiosos. Durante unos minutos los
hice sufrir, pero después sus caras de susto me dieron lástima. «El occiso no
está», dije, para que se dieran cuenta de que yo también tenía mis lecturas. La
noticia cayó como un balde de agua fría. «¿Habrás revisado bien?» inquirió
Daniel. Le devolví aquella mirada, entre admonitoria y burlona, que me había
dedicado cuando mi desvanecimiento, y agregué: «Revisé todo. Fijate que hasta
me metí en la cueva del Dandy». «¿Te metiste en la cueva?» preguntó Norberto
con un dejo de admiración. «Sí, claro» confirmé sin dar mayor importancia a mi
notable audacia, «y sólo había esta botella.» La botella fue pasando de mano en
mano y luego volvió lógicamente a las mías. Sin que nadie lo decidiera de un
modo explícito, pasé a ser su custodio oficial. Todos la tomábamos por el
cuello y usando mi pañuelo, ya que el resto de la botella podía tener huellas
digitales que no fueran las nuestras y las del propio Dandy.
Sin
embargo, de poco sirvieron tantas precauciones. No sólo no se individualizó al
criminal, sino que tampoco la prensa mencionó el caso. En varios de nuestros
encuentros deliberamos sobre las distintas posibilidades. ¿Estaría realmente
muerto cuando lo descubrimos el día del dirigible? La respuesta unánime era que
indudablemente aquello era un cadáver. Además, si no estaba muerto ¿por qué
nunca más lo habíamos visto en sus recorridos habituales? Ah, pero si era un
cadáver, ¿quién se lo había llevado? ¿Por qué la prensa nunca había hecho
referencia a aquel asesinato o lo que fuera? Un elemento adicional, a tener en
cuenta, era que después de aquella jornada festivo-luctuosa habían desaparecido
del barrio los otros bichicomes. ¿Y
eso por qué? ¿Se enteraron del crimen y tuvieron miedo? Lo único que quedó
claro es que nosotros sí tuvimos miedo y, salvo aquel día en que llevé a cabo
mi inspección ocular, nunca más volvimos al «claro del bosque». Al cabo de unos
meses dejamos de hablar de aquel tema que nos excitaba pero también nos
ensombrecía. Sin embargo, la postrera mueca del Dandy siguió apareciendo,
durante varios meses, en mis pesadillas, hasta que por fin se retiró también de
ese territorio. Dos o tres años más tarde, escuché por única vez en la radio un
tango que incluía esta estrofa: «Y a veces cuando me aburro / recuerdo al
Dandy, aquel vago / que en un miércoles aciago / cagó fuego allá en Capurro».
Anoté enseguida aquellos versos, para que no se me olvidaran, pero sentí que
otra vez me invadía, no el miedo de aquel otoño, pero sí un rescoldo de aquel
miedo. Quizá por eso no llamé a la radio para preguntar el título del tango y
el nombre del tanguero. No lo comenté con nadie y nunca más escuché aquella
letra, que después de todo no era muy brillante. Sin embargo, al día siguiente
consulté una de esas tablas que traen algunas agendas para averiguar qué día de
la semana correspondió a un día cualquiera del pasado. ¡Y el día del Graf Zeppelin era un miércoles! Así y
todo, el autor del tango no especificaba que había sido un crimen: «cagó fuego»
es sinónimo lunfardo de «crepar, morir», pero puede ser una muerte natural.
¿Muerte natural con semejante herida en el costado y con toda la sangre
derramada? El episodio podría dar lugar a todo un ensayo sobre «Tango y
desinformación». Salvo que el autor fuera el asesino (¿por qué no?) y la letra
una coartada, una suerte de deliberada bruma sobre aquella muerte. Ya sé,
Daniel habría dicho: «Como es obvio, el asesino suele volver al lugar del
crimen, y ese tango (está clarísimo) es un simple regreso». Pero no tuve ánimo
para hablarlo con nadie, y aun si lo hubiera tenido, tampoco habría podido, ya
que Daniel, precisamente en ese año, viajaba con sus viejos por Estados Unidos.
Pro y contra de la osadía
Ya dije que en Capurro había otro paisaje fundamental: la cancha de fútbol
del Club Lito. Era una institución modesta (creo que integraba una división que
entonces se llamaba Intermedia), pero todo el barrio la apoyaba. Por otra
parte, más de una vez cedía gratuitamente la cancha a equipos más modestos aún,
que ni siquiera tenían campo de juego. En esos casos (tales partidos solían
jugarse los domingos por la mañana) no se cobraba entrada. A veces íbamos con
el viejo, que era un tibio hincha de Defensor, aunque nunca acumulaba
suficiente entusiasmo como para trasladarse al Parque Rodó. La cancha de Lito,
en cambio, quedaba ahí cerquita y él se divertía con las chambonadas de
aquellos cuadritos que se enfrentaban en las soleadas mañanas de domingo.
Todavía recuerdo a un arquerito casi adolescente que tenía una manía.
Cuando los tiros de los delanteros rivales eran fuertes y esquinados, se
mandaba tremendas palomas y despejes de puño y era muy aplaudido por los
cuarenta espectadores. Pero cuando el balón venía por lo alto, entonces se daba
el lujo de estirar su camiseta hacia adelante y recibía la pelota en el hueco
improvisado. Ese alarde era para él la gloria, porque dejaba en ridículo a los
del otro equipo y además divertía a los mirones. Una vez sin embargo no tuvo
suerte. Quizá se debió a que la pelota había alcanzado en esa ocasión una mayor
altura y en consecuencia cayó con fuerza inusitada. Lo cierto fue que cuando el
golerito estiró como siempre su camiseta para recibir la globa, la potencia que
ésta traía venció irremediablemente aquella ostentación, se le coló entre las
piernas y rodó sin apuro por el césped hasta cruzar la línea de gol. Los
delanteros del cuadro contrario festejaron aquella conquista con saltos y
risotadas. Algunos se apretaban la barriga de tanto reírse. Avergonzados, los
compañeros del guardameta se retiraron silenciosamente hacia el centro de la
cancha. Ninguno de ellos se acercó a consolarlo. Lo dejaron solo. De pronto mi
viejo me tomó del brazo y dijo: «Mirá», señalando hacia la valla vencida. Miré,
pues, y ahí estaba el pobre muchacho, llorando desconsoladamente junto a uno de
los postes. No podíamos entrar en la cancha para animarlo. Además, el partido
se había reiniciado. El se secó las lágrimas con el puño cerrado y se colocó
nuevamente en su puesto. Pero toda su gallardía, su vocación de espectáculo, se
habían esfumado. Esa misma mañana le metieron tres goles más: uno directo de
córner, otro de penal y el último como resultado de un dribbling ominoso que le hizo el entreala en la boca del arco. Por
supuesto, fue su último partido. Quien lo sustituyó el domingo siguiente era
bastante bruto, pero no tanto como para no advertir que le estaba
terminantemente prohibido embolsar la pelota en la camiseta.
Un espacio propio
De todas las casas que hasta entonces habíamos ocupado, la de Capurro fue
la primera que significó un mundo
para mí, un espacio propio. Lo cierto es que hasta allí no había disfrutado de
una habitación privada. Sin ser exactamente un altillo, estaba varios escalones
más arriba que las otras piezas y tenía una ventana que daba al fondo de los
vecinos (Norberto y sus padres). Allí había varios árboles, con sus
correspondientes pájaros. El más cercano era una higuera, que en verano me
proporcionaba sombra y también higos, cuya ingestión clandestina me produjo más
de una diarrea. En realidad, no los hurtaba, ya que tenía autorización de
Norberto (no la de sus padres, claro) para el consumo indiscriminado. La razón
última de tanta generosidad era tal vez que a él los higos le repugnaban
profundamente. Por otra parte, aquella enorme y hospitalaria higuera era
nuestro puente: a través de sus ramas acogedoras yo ingresaba al territorio de
Norberto, o él se introducía en mi cuarto; sin perjuicio de todas las veces que
nos quedábamos en el árbol. Este tenía dos conjunciones de gruesas ramas, construidas
por el Señor (la interpretación era del neófito Norberto y no mía) a la medida
de nuestras escuálidas asentaderas. Allí hablábamos del mundo y sus
alrededores. Especialmente de fútbol. Ambos éramos (y seguimos siendo, epa)
hinchas de Nacional, a diferencia de Daniel, que era de Peñarol, y Fernando,
que era de Wanderers y en consecuencia, para los otros tres, adversario de poca
monta.
Sin embargo, aunque predominante, el fútbol no era el único tema. También
intercambiábamos impresiones sobre nuestros padres, hacia los cuales sentíamos
una mezcla de devoción y de resentimiento, fundado este último en los límites
(territoriales, lúdicos, verbales) que nos imponían y a pesar de que casi a
diario vulnerábamos deliberadamente esas fronteras, mereciendo así, cuando nos
descubrían, las bofetadas maternas de rigor (las paternas sólo nos alcanzaban
en circunstancias particularmente graves). Por supuesto, en los últimos tiempos
discurríamos infatigablemente sobre el Dandy, su muerte (ni siquiera entre
nosotros dos nos atrevíamos a calificarla de «asesinato») y la misteriosa
desaparición del cuerpo. Ese sí que era «cuerpo del delito», dijo cierta vez
Norberto, haciendo gala de una osadía que francamente me sorprendió. En otras
ocasiones, mucho menos frecuentes, hablábamos de temas escolares,
particularmente de aquellos que nos resultaban impenetrables, como por ejemplo
las ecuaciones de tercer grado o la partenogénesis en los pulgones.
Quiero aclarar que a esa altura ya no recibía clases de mi bienamada
Antonia Vico, sino de un señor llamado Humberto Fosco, cuyas piernas (a casa
venía de pantalones, pero una vez lo vi de bermudas en Pocitos), peludas y
flaquísimas, jamás habrían podido competir con las de mi maestra, que
últimamente había reaparecido en mis sueños y ensueños, y (debo dejar
constancia de ello) ya no sólo con sus benditas piernas. Antonia Vico no había
sido despedida. Yo no lo habría permitido, claro. Simplemente le sucedió una
catástrofe: se casó. Le oí decir a mamá que el novio era «un muchacho muy apuesto»,
pero semanas más tarde Antonia lo trajo a que lo conociéramos, y francamente me
pareció un flaco sin ninguna gracia. Ella advirtió que yo lo miraba con ojos
rencorosos, y entonces, para mejorar el clima, le dijo al ahora marido,
apoyando su mano en mi hombro: «Mirá, Amílcar, éste fue mi mejor alumno». (Para
colmo, se llamaba Amílcar. Algo insoportable.) El señor Fosco fue convocado
entonces: debía prepararme para el ingreso a Secundaria.
La casa tenía un paisaje y también tenía un tacto. Los apagones no eran tan
frecuentes como lo fueron años más tarde, pero de vez en cuando el barrio
entero se sumía en las tinieblas. Mis padres usaban sus linternas, pero a mí me
gustaba andar a tientas, sólo guiado por mis manos o en todo caso por mis pies
descalzos. Tocar la casa, palpar sus paredes, sus puertas, sus ventanas, sus
pestillos, contar sus escalones, abrir sus armarios, todo eso era mi forma de
poseerla. Para mis padres siempre fue una casa meramente alquilada, pero yo no
tenía demasiado claro el linde entre locación y propiedad, de modo que para mí
la casa de Capurro fue mi casa.
Tenía asimismo un olor peculiar. Y no me refiero al de la cocina, que
lógicamente variaba con los pucheros, churrascos, guisos y tucos en los que mi
madre era experta. No, el olor a que me refiero era el de la casa en sí; el que
exhalaban por ejemplo las baldosas blancas y negras del patio interior, o los
escalones de mármol del zaguán, o las tablas del parquet, o la humedad de una
de las paredes, o el que venía de la higuera cuando yo dejaba mi ventana
abierta. Todos esos olores formaban un olor promedio, que era la fragancia
general de la vivienda. Cuando llegaba de la calle y abría la puerta, la casa
me recibía con su olor propio, y para mí era como recuperar la patria.
Soñar en colores
Si se exceptúa al Dandy, el personaje más relevante que Claudio conoció en
Capurro fue el ciego Mateo Recarte. En esa época tenía veintitrés años y se
hablaba mucho de él en todo el barrio. Se le tenía por estudioso e inteligente,
y, a pesar de su carencia, por amable y bienhumorado. Tenía una hermana, dos o
tres años menor, de la que también se hablaba bastante, aunque por otras
razones.
María Eugenia era de una belleza singular. No se parecía a ninguna actriz o
modelo famosas. Cuatro años atrás había sido elegida Miss Soriano, pero luego
no quiso volver a competir en esos certámenes, por considerarlos demasiado
frívolos. Todos pensaban que, de haberlo querido, ya figurarían en su palmarés
los galardones de Miss Uruguay, Miss Mundo, Miss Universo y hasta Miss Galaxia,
cuando los hubiera. Sus curvas eran perfectas, su estatura la ideal, su rostro
podía haber sido elegido por Filippino Lippi para una de sus vírgenes. Su
atractivo era tan intimidante que ninguno de los muchachones capurrenses se
había atrevido a cortejarla, algo que no impidió que, años más tarde, cuando
María Eugenia se casó con un «extranjero» (montevideano, pero del Cordón), la
considerasen poco menos que una perjura.
Pero todo eso vino mucho después. Cuando Claudio trabó conocimiento con los
hermanos Recarte, tendría diez u once años y a nadie le parecía mal que, cuando
llegaba a la casa, María Eugenia le acariciase el cabello siempre revuelto o lo
besase, a la europea, en las dos mejillas, algo que luego servía para que Norberto,
Fernando y Daniel se burlaran, de puro envidiosos, y lo llamaran socarronamente
«el novio de Miss Soriano». El no se inmutaba y sólo les decía: «Ojalá».
Aurora, la madre de Claudio, enviaba a veces a los Recarte, algún postre
especial o alguna tarta de manzanas, y por lo general usaba a Claudio como
recadero, y éste, tras el intercambio ritual de sonrisas y besos con María
Eugenia, se quedaba a conversar con Mateo. El ciego tenía para Claudio un
atractivo especial. Le alucinaba imaginar cómo Mateo lograba comunicarse con el
mundo. Llevaba a cabo sus encuestas con tal inocencia que el ciego aceptaba
preguntas que, de haber venido de un adulto, le habrían fastidiado o le habrían
parecido menospreciativas.
En uno de esos diálogos, el chico le preguntó si siempre había sido ciego,
y Mateo le aclaró que no, sólo desde los diez años, a consecuencia de unos
irreversibles desprendimientos de retina. «Así que antes veías los colores»,
confirmaba Claudio con euforia. «Por supuesto.» «¿Y ese recuerdo te ayuda a
imaginar lo que te rodea?» «Sí y no. También los recuerdos se van borrando. A
veces recuerdo el recuerdo del color, pero no el color mismo. ¿Vos te acordás
de todo lo que aconteció cuando tenías seis años? ¿No te pasa que a veces
recordás algo que ocurrió, pero no como evocación directa de tu memoria, sino
porque el episodio viene siendo repetidamente narrado, a través de los años,
por tu madre o por tu padre? Al final, asumís tu papel como protagonista de esa
historia contada, pero no desde el interior de ese protagonismo que alguna vez
tuviste.»
A Claudio esa explicación lo superaba. Se le figuraba enigmática pero
fascinante. Entonces agregaba: «¿Y soñás a veces?». «Sí, sueño a menudo.» «¿Y
en los sueños, ves?» «Bueno, no sé si veo o creo que veo.» «¿Y soñás en
colores?» «No siempre, pero en alguna ocasión. Lo que ocurre es que cuando
despierto, tengo conciencia de que soñé con colores, pero no te sabría decir
cuál es el rojo, el amarillo o el verde. Además, no siempre sueño que veo o
creo que veo. Lo más frecuente es que intervengan en mis sueños los sentidos
que aún poseo. O sea, sueño que palpo cosas, saboreo cosas, oigo cosas, huelo
cosas.»
Otras veces le preguntaba sobre sus modos de comunicación con el mundo, ya
no cuando dormía sino en plena vigilia. «No es tan distinto», respondía
pacientemente Mateo, «también en esa situación mis cuatro sentidos válidos
suplen y ayudan al otro, el que me falta. Es como si multiplicaran su
eficacia.»
Normalmente, el ciego quería que Claudio le contara detalles de sus juegos,
de su entorno familiar. Pero el muchacho no comprendía cómo a su amigo le podía
interesar algo tan rutinario como la vida diaria de alguien que podía verlo
todo y en consecuencia no necesitaba imaginarlo, cuando justamente ahí residía
el encanto de la ceguera inteligente. Lo único que le parecía verdaderamente
lamentable en la existencia de Mateo, era que no podía contemplar la belleza de
su hermana.
Claudio soñaba casi todas las noches. Pero fue a partir de esa extraña
conversación con Mateo, que empezó a soñar en blanco y negro. Y bien, se
conformaba, no siempre el mejor cine está en tecnicolor.
Los de la Garza
La casa de Capurro tenía asimismo claves y misterios. Por ejemplo, yo
advertía que a veces, por lo común a la hora de la siesta, cuando mi padre se
acercaba a mi madre y empezaba a cercarla con caricias, besos y abrazos
furtivos, en ciertas ocasiones mi madre sonreía, le devolvía algún beso y luego
ambos se encerraban por un rato largo en el dormitorio. Pero otras veces,
cuando mi padre empezaba con sus arrumacos, mi madre se ponía seria y
simplemente le decía: «Hoy no puedo, viejo. Vinieron los de Galarza». Para mí
esa respuesta era un enigma, porque yo había estado toda la mañana en casa y
nadie había venido: ni los de Galarza ni los de ninguna otra familia. Además,
yo no conocía a nadie que se llamara así. Sólo varios años después supe que
Galarza era el nombre de un jefe colorado,
durante los años de guerra civil, y según la leyenda, cuando sus hombres
pasaban por algún poblado, los derramamientos de sangre eran inevitables. O sea
que lo que mi madre le avisaba a mi padre (en clave, claro, debido a mi
indiscreta presencia) era que estaba con la regla y en consecuencia no se
hallaba en disponibilidad erótica.
El otro misterio era una suerte de puertatrampa, situada en una de las
habitaciones interiores. Alguna vez le oí decir a mi madre que ese cuadrado de
madera era la entrada al sótano. Yo tenía prohibido intentar abrirla; veda que
se podían haber ahorrado, ya que los sótanos siempre me produjeron un miedo
irracional y no sólo nunca me propuse abrirla sino que jamás, cuando entraba en
ese cuarto, me arriesgué a pisar aquel terrible cuadrado de tablones.
Entre los recuerdos más lindos de Capurro están mis despertares, del que
normalmente se encargaban los inquilinos de la higuera. Cuando mamá me gritaba
desde la cocina para que me levantara y acudiera a desayunar, ya hacía un buen
rato que los pájaros se habían encargado de despabilarme. Algunos habían
perdido el miedo y hasta la prudencia y se introducían en la pieza y hasta se
acercaban a mi cama, sabedores de que siempre les reservaba un desayuno de
miguitas. Y había un visitante adicional, del que por supuesto nunca informé a
mi madre: un ratón minúsculo, un minerito, que casi siempre, cuando yo abría
los ojos, estaba junto a mi cama esperando los trocitos de queso, restos de la
ración que me correspondía en la dieta especial para subsanar mi déficit de
proteínas. Es obvio que el minerito y yo tuvimos en ese período un repunte
proteínico nada despreciable.
Safari al centro
Por su ubicación tan particular en el plano de la ciudad, Capurro, más que
un barrio, es un bolsón barrial, con un extremo en el nacimiento de la calle
que da nombre al barrio, o sea en la avenida Agraciada (donde está la mansión
en que vivía el presidente, y luego dictador, Gabriel Terra, y donde doblaban
las vías del tranvía 22) y otro en el Parque. Aunque era cierto que su
influencia se extendía más allá, casi hasta el arroyo Miguelete, en realidad el
barrio propiamente dicho llegaba hasta el destino final del tranvía. Eso era
muy corriente en aquellos tiempos. A diferencia de los autobuses, los tranvías
abreviaban o ampliaban los barrios. El autobús podía cambiar de ruta, ir hoy
por aquí y mañana por allá. Pero el tranvía, con la fijeza de sus rieles y de
su trole, tenía un destino y un recorrido estables, predeterminados. Además,
para un niño siempre era admirable ver cómo el conductor aceleraba o frenaba
aquella mole de fierros viejos, sobre todo cuando permitía que una de las
manijas diera vueltas y vueltas, en sentido contrario, como si ella misma
decidiera tales movimientos. Por otra parte, los asientos de esterilla eran
bastante duros, pero transmitían una sensación de seguridad. Y una virtud
adicional: los tranvías nunca volcaban, como sí lo hacían los autos, los taxis,
los camiones, las jardineras, y también, aunque menos frecuentemente, los autobuses.
Sí, Capurro era un bolsón barrial, casi una republiquita. Por algo la
tendencia de sus habitantes era quedarse allí, expatriarse lo menos posible de
aquel entorno familiar donde cada esquina, cada almacén, cada bar, eran como
habitaciones de la casa.
Debido tal vez a ese clima doméstico, que afectaba tanto a adultos como a
niños, Claudio y su barrita de amigos vivían enclaustrados en el bolsón. Ah,
pero a veces salían, y era como ir al extranjero. Claudio hacía ese viaje
generalmente con su padre, y entonces se quedaban toda la tarde en el Centro.
Al viejo siempre le gustaron los cafés y allí se encontraba con amigos de
antes y de mucho antes. Los de mucho antes eran por lo general más pobres que
los de antes. Pero con unos y con otros el viejo se palmeaba o abrazaba y se
hacían bromas y recorrían episodios que para Claudio eran historia nueva.
Sobre el suicidio de Brum, por ejemplo, que era un hecho reciente, se
hablaba en voz baja, «porque nunca se sabe quiénes son los de aquella mesa», y
casi nunca coincidían. Unos decían que había hecho mal; otros, que no tenía
otra salida. «El pobre pensó que con ese gesto el pueblo se iba a levantar»,
decía Rosas, obrero de algún Frigorífico. «¿De qué pueblo me estás hablando?»,
replicaba un escéptico Menéndez, funcionario de Aduanas. «Este pueblo no se
levanta con nada ni con nadie.» «Ajá», decía el otro, amoscado, «parecería que
vos sí te levantaste.» «No jodas», replicaba Rosas, «yo tampoco me levanto con
nada. Por eso te lo digo. Con fundamento.»
Otras veces el tema estrella era el fútbol. Alvarez, el mayor de todos, un
veteranísimo, había presenciado nada menos que el gol que Piendibeni le hizo al
«divino Zamora», y con eso se sentía realizado para el resto de sus días (que
seguramente no iban a ser muchos), tal como si hubiera sido testigo directo de
la toma de la Bastilla o de la caída del Palacio de Invierno.
Otros admiraban a Petrone. «Pero eso fue ayer», protestaba Alvarez,
minimizando el recuerdo cercano. «En cambio el gol de Piendibeni a Zamora, eso
es historia patria, che, sólo comparable a la victoria de Artigas en Las
Piedras, otra derrota española ¿no?» El hincha de Petrone no se daba por
vencido: «Ultimamente está muy duro para hacer moñas. Te juro que yo lo he
visto tirar como veinte tiros al arco en un solo partido, de los que dieciocho
iban a las nubes, pero, eso sí, los dos restantes, o sea los que habían
embocado el arco, eran goles. Inatajables, porque todavía tira como un cañón.
¿O te olvidaste de que es el Artillero?» «Sí, mucho Artillero, pero
Piendibeni…», insistía el fanático. «Y no te olvides de sus méritos
extrafutbolísticos. En el 24, cuando se organizó un clásico Uruguay-Argentina
en homenaje al príncipe heredero Umberto de Saboya que visitaba el Río de la
Plata, Piendibeni se negó a jugar porque sus principios republicanos le
impedían homenajear a una monarquía, aunque fuese italiana. ¿Qué te parece?»
«¿Que qué me parece? Que mi abuelito fue un gran republicano y nunca pateó una
globa, eso me parece. Alguien me dijo que Petrone tiene una mano bárbara para
los cannelloni alia Rossini, pero yo
no te lo voy a anotar como virtud deportiva. Hay que ser serio, che.» Etcétera,
etcétera.
Luego, ya sin los amigos, caminaban por Dieciocho, entraban en librerías,
donde el viejo siempre compraba un par de libros. Tenía el vicio de leer.
Además, cuando había que comprar calzoncillos o corbatas para él, o alguna
tricota para Claudio, se metían en London
París. Desde que se había casado, el viejo sólo compraba en esa tienda,
«porque allí hay de todo». A Claudio lo deslumbraba la cantidad de gente que
había en los comercios y en las calles. Por otra parte, los chiquilines que
veía en el Centro le parecían más libres, más sueltos que los de Capurro. Es
claro que siempre había alguno que se excedía en la soltura y se ligaba un
tirón de pelo. Esa agresión Claudio la sentía como propia y hasta hacía una
mueca de dolor, ya que él conocía esas torturitas. Mamá era experta en
crueldades menores.
Además en la calle había perros, muchos perros, admirablemente educados, ya
que esperaban la señal del «varita» para cruzar la calle en la esquina con esos
otros peatones, los humanos. En lo único que se parecían a los canes de Capurro
era en su tratamiento de los árboles. Como Claudio había aprendido en el
Diccionario de la Academia que el perro es un «mamífero carnicero, doméstico,
de tamaño, forma y pelaje muy diversos, según las razas, pero siempre con la
cola más o menos enroscada a la izquierda y de menor longitud que las patas
posteriores, una de las cuales abre el macho para orinar», se entretenía en
diferenciar a los machos de las hembras mediante la comprobación de esa
calistenia congénita. De más está decir que se consideraba un especialista en
la materia. Los gatos, en cambio, lo desconcertaban, y como sobre ellos el
Diccionario no decía ni pío (es decir, ni miau), había renunciado a distinguir
los gatos de las gatas, ya que ni siquiera había conseguido diferenciar el
maullido masculino del femenino.
Regresaban tarde, a tiempo todavía para la cena, y mamá pedía que le
describieran pormenorizadamente el safari. «Que te lo cuente él», decía el
viejo, agotado por la caminata, y entonces Claudio, fresco como una lechuga, lo
contaba todo, con una minuciosidad, un regocijo y un énfasis, que parecían
inspirados en Carlitos Solé, cuando transmitía los partidos del Estadio
Centenario, cuyo campo de fútbol había dividido previamente en cuadros
numerados, de modo que uno podía seguir el juego como si se tratara de una
partida de Capablanca versus
Alekhine.
Malas noticias
Una tarde en que habíamos quedado solos en la casa, el viejo me llamó desde
la cocina. Sin estudio y sin juegos, me sentía un poco aburrido, pero cinco
minutos después se me había acabado el aburrimiento. Como todas las tardes, el
viejo estaba sentado y tomaba mate. «Sentate», me ordenó. Me acomodé en el
banco que me tenía destinado y empecé a preguntarme cuál sería el motivo de
aquel llamado tan ceremonioso. ¿Qué habría hecho yo para que el viejo estuviera
tan serio?
«Claudio», empezó, y eso me preocupó más aún, ya que el viejo rara vez me
llamaba por mi nombre. Normalmente sólo me decía botija. «Tengo una mala noticia.» Tragué saliva y mi rodilla
derecha empezó a temblar. «Ya no sos un chiquilín y creo que hay que decirte
las cosas, aun las más tristes.» Me resultó sorprendente que mi padre, nada
menos que mi padre, me expulsara sin más trámite de la infancia. Cualquiera
podía darse cuenta de que yo era un niño, sin que importara demasiado la fecha
de nacimiento que figuraba en mi cédula de identidad.
Y estalló la noticia: «Aunque no lo parezca, tu madre está muy enferma».
Antes de captar la gravedad de la mala nueva, inevitablemente detecté otra
novedad: comúnmente él decía mamá y
no tu madre. De todos modos, mi rodilla derecha dejó de temblar. Ya no estaba
para esas frivolidades. Durante un rato contuve el aliento. No como un
ejercicio de la voluntad; sencillamente, no podía respirar. Sentía que mis
pulmones reventaban de aire, pero no conseguía expelerlo. Al fin lo logré y
pude preguntar: «¿Se va a morir?». Y el viejo, en tono bajo y con los ojos
repentinamente llorosos: «Sí, se va a morir». Junté fuerzas para inquirir si
ella lo sabía. «No, sólo sabe que está muy enferma. Cree que puede curarse. Eso
es, por otra parte, lo que le decimos el médico y yo.»
Sentí frío, un frío estúpido y absurdo, pues estábamos en pleno otoño, que
es entre nosotros la estación más plácida, pero al menos me sirvió para
comprobar que mis primeras lágrimas calientes bajaban por las mejillas heladas.
Algo tenía que hacer, de modo que abandoné mi banco y me acerqué al viejo. El
dejó por fin el mate sobre la mesa y me abrazó larga, estrechamente. Otra
primicia, ya que el viejo no era un sentimental y pocas veces me había
abrazado.
Durante el abrazo yo sentía sus sollozos, pero recuerdo que no seguían el
mismo ritmo que los míos. También recuerdo que el yesquero que él tenía en el
bolsillo de la camisa me hacía daño en un hombro, pero por supuesto no dije
nada. Cuando se apartó, vi que tenía en la mano un pañuelo blanquísimo, como recién
comprado, y con él se secó los ojos, luego secó los míos, y hasta me lo puso en
la nariz para que me sonara, igual que cuando yo tenía tres o cuatro años. «Una
cosa te pido», dijo, «y es que ella no se dé cuenta de que vos sabés que está
tan grave. Tratala como siempre, aunque te cueste.»
Dos horas más tarde, cuando mamá regresó con Elena, mi hermanita, el viejo
y yo habíamos recuperado la serenidad, o más bien la máscara de la serenidad.
Sin embargo, quizá porque ahora sabía la verdad, percibí por primera vez que
mamá estaba pálida, demacrada, con los ojos cansados. Me acerqué y la besé. «¿Y
eso?» preguntó, sorprendida. «Eso es porque te estuvimos extrañando.» Sonrió
débilmente, sin creérselo. Pensé que no era un buen actor. Allá en el fondo del
patio, vi que el viejo se replegaba en la sombra. En ese momento, no sé por
qué, tomé conciencia de que hacía muchos meses que mamá no le mencionaba al
viejo que habían venido los de Galarza. Deduje que estarían de viaje.
La niña de la higuera (1)
En cuanto pude subí a mi altillo. Necesitaba estar solo para reflexionar
sobre la situación. Permanecí un buen rato, desconcertado, sentado en la cama y
mirando (sin ver) la higuera. Huérfano, pensé, voy a ser un huérfano. Una
sensación extraña, de pena y abandono (no es nada sencillo quedarse sin madre a
los doce años), pero también de asunción de una condición nueva. Ninguno de mis
amigos era huérfano. Yo iba a ser el primero. También mi hermana iba a ser
huérfana, pero era muy pequeña y apenas lo advertiría. Estuve llorando un rato,
pero no sabría decir si era por la anunciada desaparición de mamá o por mi
inminente orfandad.
Entonces alguien dijo: «¿Qué te pasa? ¿Por qué llorás?», y me sentí
espiado, agredido en mi intimidad. Desde la higuera me contemplaba una
chiquilina desconocida. Le pregunté quién era y me dijo que era Rita, prima de
Norberto. Tendría uno o dos años más que yo. Lentamente se fue moviendo por las
ramas hasta que llegó a mi ventana y desembarcó en mi cuarto. Por entre mis
lágrimas pude ver que era bastante linda, que tenía una mirada dulce y que su
relojito pulsera marcaba las tres y diez.
Me puso una mano en el hombro y volvió a preguntar qué me pasaba. «Mi mamá
se va a morir», dije, con más angustia de la que en realidad sentía. «Todos nos
vamos a morir», sentenció Rita. «Pero ella se va a morir muy pronto.» Y
agregué: «Es un secreto. Nadie lo sabe. No vayas a contárselo a Norberto,
porque entonces se entera todo el barrio, empezando por el cura». «Podés estar
tranquilo. No lo diré a nadie. Fijate que ni siquiera tengo confesor.» Este
último detalle me infundió confianza.
Se sentó a mi lado, en la cama. «No tengas vergüenza de llorar. Hace bien.
Elimina toxinas. Por eso las mujeres vivimos más que los hombres. Porque
lloramos más.» Su sabiduría me dejó pasmado. Sin embargo saqué cuentas: el
viejo no lloraba casi nunca y mamá sí, y sin embargo ella, a pesar de todas las
toxinas que había eliminado, se iba a morir antes que él. De esta deducción no
le dije nada a Rita, nada más que para no desanimarla.
Entonces me pasó su mano (suave, de dedos finos y un poco fríos) por la
mejilla todavía húmeda, y luego esa misma mano presionó levemente hasta que mi
cabeza quedó apoyada sobre su pecho. Me sentí confortado y confortable. Una
extraña paz (no estática sino activa) comenzó a invadirme. Aquella mano
tranquilizadora me acarició las sienes, los labios, el mentón. A esa altura yo
ya estaba en la gloria y la pena casi se me había esfumado, pero comprendí
vagamente que la congoja había sido después de todo una buena inversión, de
modo que seguí transmitiendo pesadumbre.
Rita tuvo entonces un gesto que puso punto final, ahora sí, a mi infancia:
me besó. En la mejilla, junto a la comisura de los labios, y se demoró un
poquito en aquel contacto. Tengo la impresión de que ése fue mi primer borrador
de felicidad. «Me gustás, Claudio», dijo. «Norberto habla muy bien de vos. Sos
su mejor amigo.» «¿Vos también vas a ser mi amiga?» «Claro, ya lo soy. Lástima
que me voy mañana.» O sea, el infierno tras el paraíso. «¿A dónde te vas?» «A
Córdoba, en Argentina. Vivo allí.» «¿Y no vas a volver?» «No lo creo.» Entonces
yo también la besé en la mejilla, cerca de los labios, y ella sonrió,
buenísima. Creo que le gustó. Sentí una agitación nueva, una euforia casi heroica.
No era todavía, por razones obvias, una excitación sexual, digamos que era una
emoción pre erótica. De todos modos, mucho más intensa que la que en otros
tiempos me provocara Antonia.
Rita se puso de pie, se acercó a la ventana, y moviéndose rápidamente entre
las ramas de la higuera, regresó al patio de Norberto. Desde allí abajo me
saludó con la mano. Yo sólo la miré, desolado.
Adiós y nunca
El que se va se
lleva su memoria,
su modo de ser
río, de ser aire,
de ser adiós y
nunca.
ROSARIO
CASTELLANOS
La etapa terminal de mamá duró seis meses, en realidad dos más de los
pronosticados por el médico. Nunca supe cuál había sido el mal ni quise
averiguarlo. Durante el velorio, oí que alguien hablaba de células tumorales,
pero eso para mí no significaba nada. Lo cierto es que se fue apagando
lentamente. Al principio se empeñaba en desempeñar algunas tareas de la casa,
las más livianas, pero luego pasaba largas horas en la cama, sin leer ni
escuchar la radio. Generalmente permanecía con los ojos cerrados, pero no
dormía. Elenita se acercaba a la cama en puntas de pie, pero ella de todos
modos advertía su presencia y le hacía preguntas, que mi hermana, impresionada
por aquella quietud, respondía sólo con monosílabos. Luego le decía: «Ahora dejame,
Elenita, que mamá está cansada».
También yo me acercaba y ella me miraba muy triste, pero rara vez lloraba.
Me decía cosas más o menos intrascendentes, como por ejemplo: «Tenés que ayudar
a tu padre. A él le cuesta mucho ocuparse de la casa. Ayudalo hasta que yo me
cure ¿eh?». O también: «No descuides el estudio. Eso es lo más importante». Era
su forma de hacernos creer que no sabía que el final estaba cerca. Durante esos
últimos seis meses jugamos todos una partida de engaño contra engaño. La hipocresía
piadosa.
A menudo venían a acompañar a mamá la prima Rosalba y la tía Joaquina, pero
la cansaban con su cháchara y sus chismes, tanto que el viejo habló con ellas y
con el resto de la parentela para pedirles que no se quedaran mucho tiempo, ya
que después de cada visita mamá quedaba exhausta y el médico había indicado que
la dejaran tranquila. La tía Joaquina lo tomó como una agresión del viejo
(nunca se habían llevado bien) y tanto ella como mi prima Rosalba dejaron de
venir.
También llegaba a veces el abuelo Javier (el viejo no se atrevía a
limitarle las visitas a su hija) y con la sana intención de animarla le contaba
chistes (tenía una colección interminable) pero sólo conseguía que la enferma
se sonriera con desgano, como una última muestra de amor filial. Mamá murió un
domingo, a las tres y diez de la tarde. Ya hacía como una semana que no
hablaba, y cuando abría los ojos, uno no sabía si miraba algo o a alguien, o
simplemente nos informaba que aún existía. Antes de morir, no pronunció ninguna
de esas frases dignas de ser recordadas por los deudos ni dio ningún consejo
final y perentorio. Simplemente dejó de respirar.
Era el segundo cadáver de mi historia. El primero había sido el Dandy.
Curiosamente, cuando Norberto, Daniel y Fernando se aparecieron por el velorio,
surgió el nombre del Dandy, al que hacía un buen tiempo que (así fuera a modo
de exorcismo) no mencionábamos. Lo cierto era que el rostro de mamá en el
féretro era muy distinto al del Dandy allá en el Parque. Mamá tenía una
expresión tranquila, como de descanso final y bienvenido, en tanto que el Dandy
había terminado con una mueca de angustia. El viejo le pidió a su hermano, el
tío Edmundo, que se ocupara de funeraria, velatorio y sepelio, y él se encerró
en la cocina a tomar mate. No quiso ver a nadie.
Elenita andaba por la casa como una almita en pena, así que me la llevé al
altillo y le estuve hablando de temas serios, aunque no siempre relacionados
con la muerte. A sus ocho años, estaba totalmente desconcertada ante esa imagen
de mamá inmóvil, sorda y muda. «Elenita», le dije mientras la acariciaba, «eso
es la muerte: la quietud total, la sordera total, la mudez total. Y no pensar.
Ni soñar.» «¿Y sentir dolor?», preguntó en medio de un puchero que me conmovió.
«No, tampoco sentir dolor.» En un primer momento, aquello pareció conformarla,
pero de pronto vio la higuera. «Ves, Claudio, la higuera no se mueve, no oye,
no habla, no piensa, no sueña, no siente dolor, pero está viva ¿no? A lo mejor
mamita está como la higuera.» Siempre he sido un mal perdedor, así que le dije:
«No, Elenita, la higuera no es una persona. Sigue otras leyes». Eso de las
leyes, como no pudo entenderlo, la impresionó bastante, así que por suerte se
calló.
Juliska habla castellano
Aunque jamás habría osado curiosear en ninguna de sus páginas, yo sabía que
el viejo escribía casi diariamente en unos cuadernos, en cuyas tapas había
siempre una etiqueta: Borradores.
¿Qué anotaría allí? Nunca lo supe, pero a partir de la enfermedad de mamá, el
viejo suspendió esa tarea y guardó aquellos cuadernos bajo llave.
Sólo al día siguiente del entierro, papá dejó su fortaleza de la cocina y
se reintegró a la vida familiar. Ya hacía unos seis meses que se había
incorporado a la misma una yugoeslava cuarentona, llamada Juliska (se pronuncia
Yuliska), que se encargaba, con un denuedo digno de mejor causa, de todos los
quehaceres domésticos. A Elenita y a mí nos trataba con bastante severidad y un
rudimentario castellano, cuya confusión de géneros derivaba en un involuntario
efecto humorístico. Sus caballitos de batalla eran frases como ésta: «Qué diría
madre suya si lo viera con el camiso sucio». Pero madre mía ya no estaba.
Juliska formaba parte de una migración de mujeres eslavas, que, huyendo de
la miseria y otras bagatelas, llegaban en los años treinta en barco a
Montevideo. Una vez en tierra, se sentaban en la acera para allí ser elegidas
por señoras montevideanas que las contrataban para el servicio doméstico.
Durante el viaje aprendían rudimentos de castellano, más bien palabras sueltas,
que usaban después de un modo caótico, pero sin la menor timidez. En vista de
la enfermedad de mamá, una vecina se había ofrecido para ir al puerto y allí
había elegido a Juliska, que resultó, después de todo, una buena elección.
Tenía un aspecto de campesina, sana y fuerte, y se peinaba con unos rodetes que
luego sujetaba (nunca supe cómo) sobre la nuca.
En sus últimas semanas a mamá le habían molestado los ruidos, de modo que
el estado normal de la casa era el silencio. Este siguió vigente durante largas
semanas tras la muerte de mamá. Todos hablábamos lentamente y en voz baja. Era
un silencio compacto, inexpugnable. Una suerte de luto oral, que llegó a
resultarme asfixiante. A veces Elenita subía a mi cuarto en las alturas,
cerrábamos la puerta que comunicaba con el resto de la casa y entonces, con una
sensación de alivio, hablábamos como antes.
Lo curioso era que nadie había impuesto aquel silencio (salvo mamá, en sus
últimos tiempos) y sin embargo todos lo acatábamos. Eso fue así hasta una tarde
(nublada, fría) en que llegó el viejo de su trabajo, nos reunió a todos en la
cocina (que era algo así como su despacho) y nos comunicó: «Basta de susurros.
Desde hoy, en esta casa, todos hablaremos como personas normales». Juliska fue
la primera en acatar gozosamente la orden: «¡Qué buen noticio!», dijo a los
gritos. «Ya estaba aburrido de tanta silencia.» En ese instante, las nubes se
movieron allá arriba y el sol invadió el patio.
Durante los seis meses de luto oral yo había salvado mi examen de ingreso a
Secundaria (como era de esperar, las felicitaciones no fueron para mí sino para
el señor Fosco) y ya concurría regularmente al Liceo Miranda, de la calle
Sierra. Era algo mayor (un año, o algo menos) que casi todos mis compañeros de
clase, debido a que, en mi larga convalecencia, había perdido todo un período
de clases. No obstante, la diferencia no se notaba, ya que en ese tiempo era
bastante menudo.
Así y todo integré, confieso que con pobres resultados, el equipo de
basquetbol, pero en cambio participé con éxito en la jornada inaugural de la
Plaza de Deportes, la que quedaba frente a la Iglesia de la Aguada. Corrí en
400 metros llanos y le gané por varios metros al Conejo Alonso, que era el atleta número uno del Liceo y el favorito
de las chiquilinas. Al final de la carrera, ellas no se acercaron para
felicitarme sino que lo rodearon a él para consolarlo. Fue mi primer diploma de
injusticia social. De cualquier manera, el Conejo
no me perdonó esa afrenta, así que el año siguiente, en aras de la paz universal,
dejé que me ganara (sólo por media cabeza, eh) en los 800 llanos. Desde
entonces fuimos buenos amigos y en varias ocasiones permití que me copiara en
las pruebas escritas, particularmente en las de Matemáticas.
Cuando me encontraba con Norberto (que iba a la Sagrada Familia), con
Daniel (inscripto en el Elbio Fernández) o con Fernando (alumno del Liceo
Francés), no hablábamos de estudios sino de fútbol. A veces íbamos todos al
Estadio y el tema nos duraba para toda la semana. Pero una vez que Norberto
trepó por la higuera y se introdujo en mi habitación, consideré que era el
momento de preguntarle por su prima. «¿Qué prima?» «Rita.» «Yo no tengo ninguna
prima» «¿Cómo? ¿No tenés una prima Rita que vive en Córdoba?» «Te digo que no.
¿De dónde sacaste ese disparate? ¡No tengo primas! Ni siquiera primos, así que
no me inventes uno, mañana o pasado.»
Ya no recuerdo qué agregué para justificar mi interés, pero el tema quedó
ahí, sin otra explicación, con la higuera como testigo implicado. ¿Quién podía
saber mejor que yo que Rita era una chiquilina de carne y hueso? Yo no había
soñado su presencia en mi altillo. Además me había besado y los fantasmas no
besan. ¿O sí?
Fiesta en el barrio
Lo que me temía: el viejo empezó a hablar de una nueva mudanza. Es cierto
que la casa de Capurro, sin mamá, no era la misma. Pero, así y todo, era mi casa. ¿Dónde encontrar otra
habitación con una higuera que llegara a mi ventana? Capurro era mi barrio. Allí estaban mis amigos, el
Parque, la cancha de Lito. Sólo Juliska me apoyaba: «¿Para qué mudanzo? Esta
barria es bien linda. ¿Dónde van y consiguen un caso como esto? Grande, barato,
cinco piezos». Pero el viejo quería irse. Decía que cada rincón de la casa le
recordaba a mamá y él quería terminar de una vez por todas con aquel duelo
enfermizo. Me impresionó que dijera enfermizo. Quería vivir de nuevo, agregó.
«Además, no sólo quiero cambiar de casa sino también de barrio.» Yo le
preguntaba, sin mayor esperanza, ya que estaba verdaderamente tozudo: «¿Y no
vas a extrañar la cocina y el mate?». «El mate lo llevo conmigo y cocina hay en
todas partes.» Sólo cuando me convencí de que la cosa iba en serio, di comienzo
a mis adioses. Al barrio, a la calle, a los amigos. Para empezar, el sábado fui
a la cancha de Lito. Jugaba el equipo local contra Fénix, su vecino. Todo un
clásico. La misma gente que jugaba noche a noche al truco en los bares,
compartiendo cervezas o grapas con limón, y festejando los aciertos y las
metidas de pata con grandes risotadas, allí en la cancha se odiaban con unción
y perseverancia y hasta podían llegar a las trompadas. Como suele suceder en
estos casos, nunca faltaba un apartador que por lo general recibía alguna piña
perdida y a pesar de ello les recordaba cuanto tenían en común. A regañadientes
los rivales se daban la mano y la paz reinaba por lo menos hasta el segundo
tiempo.
Esa tarde el Lito batió ajustadamente al Fénix, mediante dos jugadas
excepcionales. Primero fue el «gol antológico» (así lo definió el cronista
deportivo de El Diario, único órgano
de prensa que se ocupaba con cierto detalle de las divisiones inferiores)
conseguido por el Nato, que eludió a siete u ocho adversarios y, enfrentado al
golero, emitió un zurdazo descomunal que dio en el palo, haciéndolo temblar, y
luego, con el arquero ya totalmente descolocado, introdujo con suavidad («con
vaselina» dijo el cronista de marras) la globa junto al poste izquierdo. Sólo
un minuto después llegó un contraataque del Fénix, y el Lobizón derribó,
hachazo mediante, al centreforward de ellos, en medio del área penal y en las
mismas narices del árbitro, quien no tuvo más remedio que pitar con solvencia y
señalar de inmediato el punto fatídico. El artillero del Fénix, un infalible en
la ejecución de la pena máxima, mandó el balón en forma impecable hacia un
ángulo del arco, pero el golerito litense, una reciente promoción de la
cantera, voló hacia aquel proyectil envenenado y lo bajó hasta su garganta, en
medio de ese griterío tan peculiar que suele estallar a continuación del
pánico. Como faltaban apenas siete minutos para el final, la hinchada del Lito
invadió la cancha y hubo que esperar un cuarto de hora para que se pudiera
jugar ese brevísimo resto. Menos mal que los hombres del Lito llevaron a cabo
una impresionante retención de pelota, ya que el golerito recién estrenado,
como consecuencia de la incontenible efusión de los hinchas, había quedado
rengo y medio tuerto, condiciones que no suelen ser las ideales para un
guardameta. En cualquier partido normal, el entrenador lo habría reemplazado
por el suplente, pero ese domingo el Lito no tenía entrenador (su mujer estaba
de parto primerizo) ni golero suplente (en realidad, el atajapenales era el
suplente, ya que el titular había caído con rubeola, dolencia que entonces
estaba de moda). De modo que el único recurso era lograr que los codiciosos
delanteros del Fénix no llegaran hasta el arco del Lito. Y no llegaron.
La algarabía barrial duró hasta la madrugada y en los bares de la calle
Capurro y alrededores, hubo un consumo extraordinario de caña, vino tinto y
hasta sidra, gracias a varias vueltas de las que se hizo cargo un platudo socio
fundador del club victorioso.
Como broche de oro, a eso de la medianoche hizo su aparición el entrenador
primerizo, ya bien borrachito, que en mitad de la calle abrió los brazos y
gritó entre risas, hipos y estertores: «¡Fue varón, muchachos, fue varón!».
Frente a esa lotería de felicidades, al platudo socio fundador no le quedó otra
alternativa que pagar otra vuelta, esta vez de champán.
Considerada asimismo como mi personal despedida del Lito, aquella jornada
no estuvo nada mal. Esta vez había ido a la cancha sin el viejo, que aún no
estaba maduro para nuevas emociones, y volví tardísimo a casa. Ya hacía una
semana que tenía llave propia, de modo que pude entrar discretamente y
escabullirme en silencio hasta mi habitáculo. Por otra parte el champán (yo
también había ligado dos copas) se me había subido al jopo y me hacía ver dos
escalones por cada uno de la escalera, de manera que si no me derrumbé en la
subida fue porque Dios y/o Lito son grandes.
Solamente Juliska detectó al día siguiente mi calaverada: «Llegar noche
usted tardísima», me susurró mientras preparaba el desayuno. El viejo, que ya
estaba con su mate, la oyó (mamá siempre decía que el viejo tenía «un oído de
tísico») y dibujó una sonrisa condescendiente, a los costados de la bombilla.
«Me imagino que habrá ganado el Lito. Qué escándalo.» Me dolía un poco la
cabeza, pero le conté sumariamente las peripecias del partido (el gol del
triunfo, el penal atajado) y de la celebración, exceptuando naturalmente mis
libaciones. Creo que disfrutó con el relato. Aunque su adhesión intelectual era
para Defensor, su corazón barrial todavía era del Lito.
El parque estaba desierto
Después salí a la calle. Todavía era temprano, y tras la farra de la
víspera, todo el mundo dormía la mona en las casas. Además, era domingo. Yo
quería despedirme del Parque. Soplaba un aire fresco, que terminó de
despejarme. Cada vez que me acordaba del champán, me venía un amago de náusea,
pero al cabo de tres o cuatro cuadras empecé a sentirme mejor.
También el Parque estaba desierto. Desde el «episodio» del Dandy y mi
posterior pesquisa individual no había vuelto, pero yo tenía que despedirme. Y
despedirme a solas, sin los otros. El Parque había sido, desde que nos habíamos
instalado en Capurro, un lugar muy importante para mí. Cuántas corridas,
cuántas batallas. Nuestros escondites tradicionales estaban ahora llenos de
hojas secas, y allí donde quedaba algo de musgo se veían algunas gotitas que
podían ser de rocío o de alguna llovizna tempranera. De pronto se introdujo por
entre las hojas de los árboles un sol intermitente. Fue en ese momento, frente
a esa belleza inesperada, que sentí un nudo en la garganta: y ya no eran
efectos del champán.
Tuve conciencia de que algo terminaba, que con esa llave que el viejo me
había confiado días atrás, también estaba clausurando mi infancia. Me senté
sobre un leve montículo con pastito. Estaba húmedo y la sensación del frío me
traspasó los pantalones, todavía cortos, pero no me levanté. Me puse
insoportablemente cursi (ahora lo veo así, pero no aquel domingo) y sentí que
esa humedad o las gotitas del musgo eran como las lágrimas del Parque, eran su
estilo peculiar de despedirme. El Parque y mi infancia se fundieron en una
imagen que también era gusto, olor, tacto, sonidos. Unos cuantos gorriones
recorrían sus propias rutas, que no siempre coincidían con las que habían sido
nuestras. Se detenían, me miraban, a veces llegaban hasta mis zapatillas
verdes, pero no se intimidaban. También había abejas, pero éstas siempre me
preocuparon, debido a que una vez sufrí sus picaduras y estuve tres días con la
cara hecha un globo. La única defensa era quedarme inmóvil. Anduvieron por mi
antebrazo, que se puso erizado, y tras una prolija inspección se alejaron en
busca de terrenos más propicios. Sólo entonces me moví y los gorriones huyeron,
espantados. Seguramente hasta ese momento habían creído que yo era un árbol,
pero todos los días (aun en el mundo gorrional) se aprende algo nuevo.
Durante otra media hora el Parque y yo lloramos nuestros adioses: él, con
su rocío que se iba evaporando, yo con unas pocas lágrimas que rápidamente se
secaron. De pronto tuve conciencia de que me estaba sintiendo como un personaje
de De Amicis y ahí acabó el sortilegio. Yo no era personaje de nadie. Caminé
hasta la calle y ya era otro, es decir yo mismo.
Estaba cerca de casa cuando me encontré con Fernando. Le conté que el viejo
quería mudarse y que pronto dejaríamos el barrio. Su respuesta me tomó de
sorpresa: «También nosotros nos vamos. Es probable que volvamos a Melo». «¿Y
los liceos?» «No sé. Nada está decidido. Puede ser que nos dejen con un tío de
la vieja.» «¿Y Daniel qué dice?» «Daniel quiere quedarse y yo también, pero vos
sabés cómo son estas cosas. Los que deciden son ellos.»
Ya junto a mi casa apareció Daniel, que precisamente había ido a buscarme.
El, que siempre lucía tan seguro con su erudición detectivesca, ahora estaba
gris y compungido. Para ellos también Capurro había sido un hogar ampliado.
«¿Cómo haremos para comunicarnos, para encontrarnos?», preguntó Fernando. «Ya
lo arreglaremos», dije. Pero nunca lo arreglamos. Y cuando dejamos Capurro y el
Parque y la cancha de Lito y el «episodio» del Dandy, también dejamos allí
nuestra amistad. Sólo varios años después me encontré con Daniel y todo fue
distinto. Ambos medíamos como veinte centímetros más, él usaba anteojos y yo
tenía bigotes; se había peleado con Fernando y hacía ya mucho tiempo que no se
hablaban. Yo había dejado los estudios y él (que ya no leía novelas policíacas)
seguía Notariado. Sus padres se habían divorciado. Fernando era árbitro de
fútbol. Y, lo más curioso, ni ellos ni yo habíamos vuelto a Capurro, ni
siquiera para un rescate de recuerdos. Como si hubiéramos congelado las
nostalgias y no nos atreviéramos a cotejarlas con las nuevas realidades.
Pero todo eso fue después, mucho después. En aquella mañana de domingo los
tres estábamos convencidos de que aquel mundo peculiar que habíamos creado y
disfrutado, nos seguiría cobijando y relacionando. A Fernando y Daniel también
les habían confiado, como a mí, las llaves de su casa, justamente las casas que
íbamos a dejar, esas que pronto cerrarían sus puertas para abandonarnos a la
buena (o a la mala) de Dios.
Hasta la vista
Despedirse de Mateo fue para Claudio casi más difícil que despedirse del
Parque. El ciego le hablaba siempre como si él tuviera cinco años más; quizá
porque sólo podía guiarse por su voz, por sus preguntas acuciosas, por su
curiosidad movilizadora. El mero hecho de que el diálogo circulase por un nivel
más elevado que el de sus conversaciones familiares o el de la convivencia
barrial, hacía que Claudio tensara su atención y aun, en una inesperada
consecuencia física, estirase el pescuezo, como si ese afán le ayudara a
comprender más y captar mejor lo que el ciego le decía.
Era indudable que Mateo poseía una formación y una información culturales
poco frecuentes en un muchacho de su edad. Sus padres disfrutaban de una
posición económica relativamente buena (tenían productivos campos en Durazno,
atendidos por dos sobrinos muy eficaces, que les aseguraban una renta estable)
y estaban en condiciones de proporcionarle todos los elementos e instrumentos
culturales que él les reclamaba. Leía en Braille a una velocidad increíble,
tenía un excelente equipo discográfico y un aparato de radio con un notable
alcance en onda corta. Hablaba inglés y francés y se entretenía en apuntalar
esos conocimientos escuchando los boletines informativos de la BBC y la onda
corta francesa.
«¿Así que nos abandonás?» El tono algo melancólico de Mateo no era fingido.
Se había acostumbrado a las frecuentes pláticas con aquel chico despierto y por
eso mismo vulnerable. Le habría gustado seguir transmitiéndole dudas y
certezas, a fin de crearle defensas para los años próximos, cuyo desarrollo él
no veía (mejor dicho, no imaginaba) con claridad.
«¿Y a dónde te llevan?» «A Punta Carretas. Junto a la Penitenciaría.» «No
la mires demasiado, eh. Esos mundos cerrados y a la vez prohibidos, suelen
tener un poder de atracción. Ahí en Punta Carretas tenés en cambio el faro.
Mejor dedicate a él, así algún día me contás qué es lo que ilumina y cómo lo
ilumina. Los ciegos, como no vemos los muros (apenas los tocamos), descubrimos,
o tal vez inventamos, otra dimensión de la libertad, tenemos más tiempo que los
videntes para pensar en ella. Nuestras nostalgias no son neutras. Por ejemplo
ahora, frente a lo que me contás sobre tu nuevo barrio, no tengo ganas de
imaginar los muros de la cárcel, pero sí me gustaría ver (ya no simplemente
imaginar) la intermitente luz del faro.»
Mientras hablaba, Mateo movía las manos, a veces se oprimía los dedos.
Claudio, sin la menor noción de lo inoportuno, le preguntó por qué movía tanto
las manos. «María Eugenia suele preguntarme lo mismo y no sé contestarle con
propiedad. A veces lo hago conscientemente y otras no. Acaso sea un modo
extraño de ubicarme en el ambiente, de situarme en el aire. ¿Quedo muy ridículo
cuando muevo las manos?» «No, no te lo dije por eso», aclaró con énfasis el
chico, que se había puesto colorado como un tomate. «Simplemente, me llamó la
atención, porque lo percibí como un lenguaje que no siempre entendía.» «¿Ves?
Ahora el matiz de tu voz me indica que los cachetes se te han coloreado.»
Claudio se puso más rojo aún. «No te avergüences de ninguna pregunta, si es
sincera. Generalmente son las respuestas las más acreedoras de vergüenza,
porque en ellas es más común que aparezca la doblez: que pienses algo pero
digas lo contrario. Ese es otro de nuestros escasos privilegios: creo que los
ciegos detectamos mejor la hipocresía. El hipócrita puede disimular su doblez
con un gesto, una mirada, un guiño, y así rodearse de un aura falsa de
sinceridad frente al interlocutor desvalido. Pero a nosotros sólo nos llega del
hipócrita la voz, la voz sin maquillaje, tal como es, con su mentira a la
intemperie.»
Claudio quedó en silencio, con la cabeza baja y los puños crispados.
Después dijo: «¿Alguna vez notaste que yo te mentía o no te decía toda la
verdad?». Mateo soltó la risa. «No te preocupes. Sos un chiquilín franco,
limpio, de buena fe. Por eso me gusta hablar contigo.» Claudio levantó la
cabeza y aflojó los puños, pero su amigo agregó: «Una sola vez me pareció, no
que me mentías sino que no me decías toda la verdad. Fue aquella tarde que me
contaste lo del Dandy, cuando lo encontraron en el Parque. ¿Estaba realmente
dormido?».
A Claudio la voz se le puso ronca: «No. Estaba muerto. Si no te lo dije no
fue porque desconfiara de vos, sino porque los cuatro habíamos jurado no
hablarlo con nadie». «Está bien, pero entonces ¿por qué lo hablaste conmigo?»
«Porque sabía que no lo ibas a comentar.» «Uy, qué complicado. Y sin embargo no
me dijiste toda la verdad.» «No, y estuve mal.» «Tal vez lo mejor habría sido
que no me contaras nada. Las verdades a medias son sobre todo mentiras a
medias. Pero no te preocupes. Ya pasó. Y además no se lo dije a nadie.»
La luz eléctrica hizo en ese instante su ritual guiñada de las ocho. «¿Son
las ocho, verdad?», dijo Mateo, y Claudio optó por no asombrarse. Simplemente
dijo: «Sí, y por eso tengo que irme. En realidad no vine exactamente a
despedirme. Es sólo un adiós por ahora. Más de una vez vendré a verte».
«Hasta la vista, entonces», dijo Mateo, como burlándose de sí mismo.
Incompatibilidades
En realidad, un nuevo cambio que tuvo el viejo en su trabajo (lo nombraron
administrador de un buen hotel de Pocitos) había decidido nuestro próximo
destino. Nos mudamos a Punta Carretas, calle Ariosto, al costado de la cárcel.
Precisamente esa vecindad poco esplendorosa abarataba el alquiler. Por otra
parte era una casa amplia, de modo que el viejo, a fin de equilibrar el
presupuesto, decidió subarrendar una de las habitaciones que daban a la calle y
que se prestaba para esos fines, ya que tenía balcón y un bañito particular.
Después de haber comparecido varios postulantes, con los que el viejo no
llegó a un acuerdo, la subinquilina resultó una estudiante avanzada de
Arquitectura. Se llamaba Natalia, era chilena y tenía un novio («o algo así»,
definió la lengua viperina de Juliska), compañero de Facultad, que venía a
estudiar con ella casi todos los días.
Desde el pique, Juliska y Natalia no se llevaron bien, y como la yugoeslava
dejó bien claro que no se ocuparía del aseo de la habitación y el bañito de la
chilena ni tampoco le cocinaría, cuando Natalia venía a la cocina (a la que
tenía pleno derecho), a prepararse algún plato, Juliska se retiraba a su pieza
de servicio y allí se confinaba hasta que la otra le dejaba el campo libre.
Ante ese conflicto, el viejo se mantenía ajeno y neutral, pero Juliska trataba
de involucrarme y diariamente me venía con chismes sobre Natalia. «No es
decenta. No es decenta. Ese novio no es novio sino macha. Verá usted ella sale
embarazado.» La forma de hablar de Juliska, con esa confusión sistemática de
géneros, que para el viejo, para mi hermana y para mí constituía algo así como
un dialecto incorporado al habla familiar, a Natalia la hacía doblarse de risa
y pocas veces podía ocultarlo. Después, cuando llegaba el novio, Enrique, o
Quique como ella lo llamaba, Natalia imitaba a la yugo y las carcajadas del
otro llegaban hasta la cárcel. Y aunque Juliska no atribuía esos festejos a la
parodia de su habla (en el fondo consideraba que su castellano era de
Academia), tampoco la hacían feliz esas risotadas, que según ella eran
«bastardos y soezos».
El buen trato
Del otro lado de la cárcel, exactamente sobre la calle Solano García,
vivían mi abuelo Javier y mi abuela Dolores, la enferma permanente. Su
vivienda, bastante modesta, quedaba entre los fondos de la iglesia (Nuestra
Señora del Sagrado Corazón) y el local que había ocupado la ya célebre
carbonería El Buen Trato, donde se
fraguó y llevó a cabo la fuga de Rosigna, Moretti y otros presos, gracias al
túnel que se cavó desde la carbonería.
Me divertía visitar a los abuelos. En los fondos de la iglesia había un
amplio patio cerrado. Un muro de ladrillos lo separaba de la calle, y un alto
tejido de alambre, de la casa de los abuelos. Allí los curas se recogían las
sotanas, y los domingos, después de la misa de once, jugaban al fútbol con la
muchachada del barrio, que concurría a la iglesia a confesarse y comulgar, no
tanto para consustanciarse con el cuerpo de Cristo como para jugar al fútbol
con sus confesores y guías espirituales, que además (detalle no despreciable)
eran los dueños de la pelota.
A la vista de aquellos partidos, yo pensaba que a su vez los confesores
tendrían que confesarse, ya que matizaban el juego con palabrotas nada
evangélicas y hasta llegaban a propinarle algún moquete al blasfemo que se
atrevía a contener los avances eclesiales con un foul demasiado brusco. Los curas ganaban siempre, como
correspondía, pero los muchachos gozaban viéndolos tan eufóricos y arbitrarios.
De vez en cuando, uno de los más osados le decía al cura-zaguero de turno:
«Acuérdese, padre, de que hay que poner la otra mejilla», y el padre respondía,
sudoroso: «La otra mejilla sí, cretino, pero no la otra pierna. Si me das otra
patada, te expulso y te mando a rezar diez padrenuestros y veinte avemarías».
No obstante, lo que más me divertía era la versión del abuelo (sobrepuesta
a la de la abuela) sobre la fuga de los anarquistas. «Tu abuela, que tiene buen
oído y padece de insomnio, escuchaba por las noches unos ruidos extraños en el
local vecino, y siempre me decía: Esos no son carboneros ni nada que se le
parezca. Yo le replicaba: He sido testigo de que venden carbón. Y ella: Como si
vendieran lechugas. Esos tipos tienen una maquinita y por las noches fabrican
billetes. Ya lo vas a ver. Mantuvo su tesis empecinadamente. Cuando venía un
camión por la calle del fondo y los de El
Buen Trato cargaban bolsas y más bolsas, tu abuela decía: ¿No te parece una
carbonería un poco extraña? En vez de traer carbón, se lo llevan. Esas bolsas
deben estar llenas de billetes falsos, esos que fabrican por las noches con una
maquinita que no me deja dormir. Yo le decía que no, que esas bolsas eran para
el reparto del carbón a domicilio. Y ella: Es la primera carbonería que reparte
los domingos. ¿Te fijaste que el camión viene sólo los domingos? Bueno, después
todo se aclaró. Las bolsas no contenían billetes falsos sino tierra verdadera,
la que extraían para hacer el túnel.»
El abuelo me había contado la historia una y otra vez, claro que siempre
con algún cambio. Creo que al final se hacía un enredo con la realidad, la
versión de la abuela y lo que su propia imaginación añadía. Lo cierto es que el
día de la fuga él los había visto salir por el fondo de la carbonería y subirse
a un auto que los aguardaba en la calle de atrás, o sea Joaquín Núñez, un poco
más adelante de donde estacionaba el camión de los domingos. Le había
sorprendido que aquellos hombres salieran corriendo y sin bolsas, pero los
escapados tenían sus razones para tanta prisa.
La abuela no cejó en su teoría de los billetes falsos. «Serían presos»
admitía, «no tengo por qué negarlo, pero habrán escapado con la plata que
falsificaron en todos estos meses. Ya estarán seguramente en París, disfrutando
de la vida en el Folies-Bergere, pagando todo con la plata que fabricaron aquí
al lado.» Para la abuela, París y el Folies-Bergere eran el summum, el no va
más, de manera que no podía imaginar un destino más glorioso para los ex
presidiarios que frecuentar aquel paraíso terrenal. «Después de pasar tanto
tiempo en chirona, me figuro cómo desearían esos pobres ver unas piernas de
mujer. Y si eran de francesas, muchísimo mejor.» Y llenando de nostalgia sus
ojos de miope: «Cuando yo era muy jovencita, mi tía Clorinda, que era un poco
loca pero muy entusiasta, siempre dijo que yo tenía piernas de francesa. Y no
sólo ella. El espejo también lo decía».
La enfermedad de la abuela era una extraña y penosa forma de reumatismo,
que como es obvio no le afectaba la lengua, ya que hablaba y hablaba sin parar.
El tema de la carbonería alimentó su verborragia por todo un lustro. Cuando el
abuelo le traía la prensa diaria, con las noticias de la evasión y los
posteriores enfrentamientos entre fugados y policía, ella se refugiaba en el
sarcasmo: «Javier, vos siempre me has dicho que la prensa miente, calumnia,
deforma los hechos. ¿Cómo entonces podés creer ahora esas paparruchas? Dicen
todo eso porque les da vergüenza reconocer que los tipos están en París,
gozando con el cancán y pagando con francos igualitos a los legales de Francia.
Mirá, si no estuviera tan tullida, me habría ido con ellos. Esos sí que son
gente de iniciativa, y no como vos, que siempre has sido un sedentario, fiel a
tu destino de estaca». El abuelo callaba, sobrio, aunque yo me daba cuenta de
lo que estaba pensando: después de todo, era lógico que su mujer, que sólo iba
del sofá a la cama y viceversa, suspirara por un destino de nómada.
No obstante, y a su estilo, se querían, de eso estoy seguro. Y el abuelo
habría dado diez años de vida para que ella se curara y pudiera salir y
divertirse, si no en el Folies-Bergere, al menos en el corso de Dieciocho.
Gente que pasa
Desde Punta Carretas, al viejo le quedaba relativamente cerca su nuevo
trabajo, pero a mí no me ocurría lo mismo con el Liceo Miranda. Tenía que tomar
dos líneas de autobús, o un autobús y un tranvía, de modo que, salvo cuando
llovía o estaba muy ventoso, prefería regresar a pie. Tomaba por Sierra,
Jackson, Bulevar España, 21 de Setiembre, Ellauri hasta la Penitenciaría, que
era (lagarto lagarto) mi destino final.
Hasta entonces había vivido más o menos confinado en Capurro, y quizá por
eso disfrutaba bastante con la larga travesía, que no siempre seguía el mismo
itinerario, ya que había días que incluía un trecho por Dieciocho. En tales
ocasiones, me detenía un buen rato en alguna esquina, dedicado exclusivamente a
observar el paso de la gente. Con sus urgencias o su sangre de horchata,
constituía para mí una novedad, un descubrimiento. A medida que iban
flanqueando mi concurrida soledad, tomaba notas mentales de sus peculiaridades
y obsesiones. Las mujeres, seducidas por las vidrieras y sus modas al día, se
detenían fascinadas, seguramente aprendiendo de memoria talles, colores,
modelos, precios. Luego salían disparadas, porque siempre llegaban tarde a
alguna parte. Los hombres, más definidos u obcecados, cuando iban a comprar
algo, entraban directamente en la tienda o la papelería, perdiéndose así el
disfrute de los escaparates, en cuya oferta no desperdiciaban tiempo.
También abundaban los estudiantes, de ambos sexos, especialmente cuando me
acercaba a la Universidad. Por lo común circulaban en grupos, con los muchachos
asediando a las chicas, y éstas, tomadas del brazo para sentirse fuertes,
devolviendo los piropos colectivos y los guiños individuales con quites de
ironía y cuchicheos apócrifos. Los transeúntes adultos a veces se miraban, molestos
ante esa lección de provechosa frivolidad, cada uno solidario con el fastidio
del otro y confiando en no encontrarse de pronto con un hijo o una hija propios
entre aquella tropilla de inconfortables, tan ruidosos como jocundos.
Desde mi mirador en una esquina cualquiera (generalmente elegía la de
Dieciocho y Gaboto) fui aprendiendo detalles y matices de la conducta humana, y
tal visión panorámica llegó a convertirse, para mi inexperiente naturaleza, en
un ejercicio apasionante. Por esa época leía bastantes libros, particularmente
novelas. Ya hacía tiempo que había abandonado a De Amicis, Verne y Salgari, y
ahora me dedicaba a establecer las diferencias más elementales entre los
personajes de Victor Hugo, Dickens o Dostoievsky, y los grises montevideanos
que tenía a la vista.
Durante cierto lapso tuve la obsesión de efectuar cotejos imaginarios entre
los mendigos de la literatura y los de la vida real, pero los pordioseros no
abundaban en Montevideo. Por fin descubrí uno, al que le faltaban las piernas,
y una tarde me entretuve en calcular cuánto, aproximadamente, había recaudado
en esas pocas horas. Lo multipliqué primero por dos, puesto que mendigaba en
doble horario, y luego por treinta, para llegar al ingreso mensual, y llegué a
la sorprendente conclusión de que ganaba mucho más que mi padre como
administrador de un buen hotel. Esa misma noche se lo comenté al viejo y, para
mi asombro, no se murió de envidia. Simplemente comentó: «La diferencia
sustancial entre tu mendigo y yo no reside en lo que percibimos diaria o
mensualmente sino más bien en que por lo menos yo tengo mis piernas: con
várices y juanetes, pero las tengo. ¿Te parece poco?». No, no me parecía poco.
Pero mi mendigo ni siquiera me servía para compararlo con los de Victor Hugo.
Evidentemente, éramos un país tan joven, tan poco desarrollado, que ni siquiera
teníamos Corte de los Milagros. Se presume que más adelante iremos
desarrollándonos, para así generar nuestra mendicidad vernácula.
Alguna que otra tarde cambiaba mi itinerario y venía por Agraciada,
Rondeau, hasta la plaza Cagancha, lugar éste que para mí era inseparable de una
imagen única, que siempre estuvo colgada en mi memoria. Durante los juegos de
Amsterdam, 1928, cuando Uruguay fue por segunda vez campeón olímpico de fútbol,
todo el país estuvo pendiente de esos partidos. El día en que Uruguay enfrentó
a Italia, el viejo me llevó a la plaza Cagancha. Allí, en los pizarrones del
diario Imparcial iban apareciendo los
más importantes pormenores del juego: «Avanza Uruguay», «Italia cede córner»,
«Gol italiano», «Gran reacción del equipo uruguayo», etcétera. Llovía a
cántaros y centenares de paraguas formaban una suerte de techo sobre la plaza
repleta. Yo era entonces un niño (cinco o seis años), pero no he olvidado mi
sensación de insignificancia bajo aquel extraño cobertizo así como mi constante
vigilancia para que las goteras de los paraguas no cayeran sobre mis zapatos,
precaución totalmente inútil ya que de todas maneras estaban empapados. Al final
ganó Uruguay 3 a 2. Yo en cambio gané un resfrío que cuarenta y ocho horas más
tarde se transformó en gripe.
Pero eso fue en 1928. Ahora, la calle tenía atractivos menos folclóricos.
Por ejemplo, las mujeres. Particularmente cuando llegaba la primavera. Con los
primeros calores empezaban a perder trapos como si fueran escamas: primero los
abrigos e impermeables, luego los sacos y pulóveres, después cambiaban las
mangas largas por las cortas, y por último se quedaban sin mangas y sin medias
(¡qué festival de piernas!) y hasta había quienes lucían una zona de sus lindas
espalditas.
La repentina aparición de la piel (fresca, nuevecita, muy clara al
comienzo, más oscura a medida que avanzaba la temporada de playas) me conmovía
profundamente. Lo peculiar era que, más que las estudiantes, casi adolescentes,
me atraían las pulcras empleaditas de uniforme que al mediodía dejaban por una
hora sus puestos en los comercios de la Avenida para acomodarse en un café o en
algún banco de la plaza de los Treinta y Tres, donde, mientras conversaban,
consumían la merienda que habían traído de sus casas. En sus gestos y
cuchicheos se diferenciaban de los modales estudiantiles, entre otras razones
porque sus grupitos no eran mixtos (en las tiendas empleaban más mujeres que hombres).
Nunca me atreví a abordarlas o a preguntarles algo (hay que considerar que
me llevaban por lo menos diez años y que yo no me distinguía por mi coraje)
pero disfrutaba contemplándolas. Creo que además las admiraba porque trabajaban
y cobraban un sueldo, dos detalles que aún faltaban en mi ficha personal. Por
otra parte, mi interés no se dirigía a ninguna en particular, sino que más bien
me atraían como colectivo.
Tengo la impresión de que esos regresos callejeros desde el Liceo hasta mi
casa significaban para mí algo así como el descubrimiento de la libertad. Poco
descubrimiento y magra libertad. Pero algo es algo. Podía demorar dos horas, o
cuatro, en mi safari cotidiano. Nadie me pedía cuentas por las eventuales
tardanzas, ni siquiera Juliska. De todos modos el viejo volvía mucho más tarde
y yo lo esperaba para cenar. Juliska solía cocinarnos platos de su tierra y le
habíamos tomado el gusto a aquella cocina exótica. Casi por compromiso, el
viejo me preguntaba por mis estudios, y yo le respondía, también por
compromiso, con datos sumarísimos y evitando aquellas referencias que podían
provocarle no exactamente preocupación sino más bien la obligación de
preocuparse.
Ni Natalia, ni mucho menos Quique, comían nunca con nosotros. Recuerdo una
rara excepción: un fin de año en que no estaba Juliska (había ido a recibir el
1939 con sus únicos parientes, que vivían en Las Piedras), Natalia hizo unos
ñoquis exquisitos, Quique trajo el postre y el vino, el viejo puso el champán
de rigor y los cinco lo pasamos francamente bien. Sólo al final el viejo
propuso un brindis por el recuerdo de mamá, y con ese motivo Elenita lloró un
poco antes de irse a la cama, dispuesta a enfrentar su primer sueño del nuevo
año.
Alguna que otra tarde me dejaba caer por el hotel que administraba el
viejo. Quedaba a dos cuadras de la Rambla y tenía un jardín con árboles
bastante añosos. Allí el viejo se convertía en otro: locuaz, eficiente,
moderadamente autoritario. Sabía manejar a los huéspedes, por lo común
porteños. Era obvio que el personal lo respetaba y hasta se diría que lo
estimaba. A mí, como hijo del jefe, también me llegaba parte de ese beneficio,
y los camareros, las mucamas y la telefonista me trataban con la simpatía y la
condescendencia a que se hacían acreedores mis recién cumplidos quince años.
Algún fin de semana me quedaba allí, leyendo entre los árboles, en
particular junto a una araucaria que era mi favorita. El aire salitroso que
subía de la costa, mezclado con la fragancia de los pinos viejos, me
proporcionaban una extraña sensación de bienestar. Aprovechaba para respirar a
pleno pulmón. En ciertas ocasiones dejaba el libro a un lado y me quedaba
inmóvil, tan sólo escuchando a los pájaros y las bocinas que dialogaban allá en
la Rambla.
Yo hacía buenas migas con el más joven de los camareros, un tal Rosendo,
que se especializaba en dedicar inocentes diabluras a más de un cliente. Había,
por ejemplo, un militar argentino, septuagenario y en retiro, sordo como una
tapia. Se levantaba muy temprano y bajaba a desayunar al comedor. Rosendo
concurría a atenderlo con una franca sonrisa y sistemáticamente el general
preguntaba cómo estaba el tiempo. «Milanesas con papas fritas», respondía el
guasón, y el otro, muy conforme, anunciaba: «Entonces voy a buscar una
bufanda». Y si el sordo pedía: «Por favor, muchacho, dígale a la mucama que
esta noche me ponga una almohada adicional», Rosendo preguntaba con toda
seriedad: «¿Cómo la quiere, mi general? ¿De remolachas o de espárragos?». «La
que sea más suave», decía el otro, agradecido, y le alcanzaba una buena
propina, que Rosendo pescaba al vuelo, sin el menor remordimiento. Por
supuesto, mi viejo jamás se enteraba de semejantes improvisaciones. Varias
veces fui testigo de esos diálogos estrafalarios y puedo asegurar que el
desempeño actoral de Rosendo era de una pulcritud verdaderamente profesional.
De ahí que no me sorprendiera cuando, un año más tarde, lo vi integrando un
elenco de teatro aficionado.
Las iniciales
En el jardín del hotel encontré una tarde, grabadas con un cuchillo o un
cortaplumas en el tronco de un pino, las letras A y A, metidas en un corazón
torpemente diseñado, y me puse a imaginar acerca de aquellas iniciales y la
remota pareja que nombraban. El trazo parecía antiguo, como si incontables
lluvias lo hubieran lavado y vuelto a lavar.
Antes de ser hotel, aquel viejo edificio había sido una muy confortable
residencia de gente acomodada. Quizá las iniciales provenían de esa época. Se
me ocurrió que la primera A correspondía a un Arsenio y la segunda a una
Azucena. Elegí que fuera un amor clandestino, o por lo menos censurado, digamos
entre primos hermanos, o tal vez Arsenio podría haber sido el hijo menor de la
familia y Azucena una sirvientita adolescente y tierna, que finalmente habría
quedado embarazada y en consecuencia fue despedida, pese a la desesperación de
Arsenio, quien seguramente aún no habría profundizado en la existencia de las
clases sociales. También podía ser que Arsenio fuera el chófer y Azucena la
niña de la casa, claro que en esa situación no habría quedado encinta, ya que
el chófer sí sabría de clases sociales (y métodos anticonceptivos) y sería
consciente de a qué penalidades se exponía por presunta violación de una menor
de pro.
Cabía asimismo la posibilidad de que la inicial repetida significara un
colmo de soledades, una suerte de espejo empañado, o sea Arsenio más Arsenio, o
Azucena más Azucena, es decir el trazado de alguien que reclamaba compañía pero
sólo hallaba la de sí mismo, o de sí misma, de ahí que inventara un idilio como
un borrador de sentimiento, con un placer tan hedonista y no obstante tan
angustioso como suelen ser los placeres solitarios. «A» era además el arranque
del alfabeto, el origen, la identidad primera. La duplicación venía a
constituir una insistencia, una obsesión, o acaso la nostalgia de un origen
contiguo, de una identidad paralela en quien confiar, hasta el punto de meterla
en el mismo corazón, elíptica manera de designar un solo mundo, ¿tal vez un
solo amor?
Como puede verse, estaba indigestado de lecturas románticas y también de
simbología. Lo primero, como fruto de mi cóctel de novelas, y lo segundo, como
resultado de mis conversaciones con un compañero de clase, un tal Perico,
absolutamente invadido por el psicoanálisis (su tío era todo un tríptico:
médico, psiquiatra y psicoanalista) y que no se conformaba con los símbolos más
o menos popularizados por Freud y seguidores, sino que constantemente
incorporaba otros de su propia cosecha. Confieso que su insistencia me aburría
un poco, pero es probable que me dejara algún sedimento, y yo no hallaba nada
mejor que aplicarlo a las desprevenidas iniciales del pino viejo.
Perico
tenía asimismo otras aptitudes. Verbigracia, sabía leer las líneas de la mano y
reconocer agüeros y presagios en la borra del café. Una tarde nos habíamos
encontrado en el Tupí frente al Solís, y como vio que yo estaba terminando mi
café, me pidió el pocillo y, cumpliendo con el precepto, lo dio vuelta. Examinó
atentamente la borra. «No tomes muy en serio mi cafetomancia», dijo, sonriendo.
«Ni yo mismo la tomo en serio. Simplemente me atraen los enigmas, las
adivinaciones.» Siguió un rato más contemplando aquello, que para mí no
significaba nada. «¿Sabes qué veo? Una mujer y un árbol.» Asumí mansamente el
augurio, ya que a mi vez interpreté que, en todo caso, se trataría de Rita y de
la higuera.
Mi segundo graf
La Segunda Guerra Mundial llevaba pocos meses de andadura cuando tuvo
lugar, en aguas del Atlántico, un duro combate entre tres barcos británicos (el
Ajax, el Acchiles, el Exeter) y el
acorazado alemán Graf Spee, que vino a dar con sus hierros maltrechos al puerto
de Montevideo.
El inopinado arribo de aquel temible Taschenkreuzer sacudió las rutinas de
la ciudad. Era nuestro primer contacto directo con la guerra. Esa tarde, muchos
comercios decidieron cerrar temprano sus oficinas, no sólo para que el personal
pudiera ir a curiosear al puerto, sino también porque patrones y gerentes no
querían perderse aquella visita fuera de serie. Además, muchos se proponían
fotografiar al invulnerable-vulnerado. «En la literatura que vendrá», opinó en
clase nuestro profesor del ramo, «no faltará ocasión de usarlo como eficaz
señuelo erótico.» «¿Erótico?», preguntamos como una masa coral bien afinada.
«Naturalmente. ¡Cuánto os falta aprender, hijos míos! ¿Nadie se ha fijado,
desde el célebre velero bergantín hasta este polvorín náutico, en la simbología
fálica de los diez cañones por banda?»
Ahí capitulamos y nos fuimos todos a ver la novedad. En el puerto había una
multitud. Estuvimos un buen rato viendo cómo una poderosa lancha a motor
transportaba oficiales y marineros desde el buque a tierra firme, y viceversa.
Curiosamente, la viceversa era siempre más liviana. Después, tal vez debido a
las presiones y los vaivenes de la gente, nos fuimos disgregando. Pasé más de
dos horas en la contemplación de aquel trasiego. Lamenté no tener unos
prismáticos para examinar qué cara y qué expresión tenían esos muchachos que
virtualmente empezaban la vida con una derrota. Desde lejos me parecía que
algunos mostraban señales de alivio, pero no podría asegurarlo.
Con tanto movimiento, con tantas idas y venidas, el acorazado
descorazonado, humillado e inmóvil, pero todavía imponente, era una presencia
dramática, un aviso mortuorio de la guerra lejana que de pronto se instalaba
aquí, a nuestro lado. «¿Y si les da por bombardear la ciudad?», preguntó un
optimista. «¿Y para qué cree usted que tenemos la fortaleza del Cerro?»,
retrucó un gracioso que no tuvo el menor eco.
Pero no nos bombardearon. La gente, en vista de que aquello se había vuelto
un poco monótono, empezó a dispersarse. En este ámbito, todo se convierte
rápidamente en costumbre. Hasta los acorazados alemanes. Un gordo de boina, que
pude identificar como periodista, se acercó, lápiz y libreta en mano, a un larguirucho
con aura profesoral. «Doctor, ¿puedo hacerle una preguntita? ¿Cómo definiría
usted poéticamente a ese acorazado de bolsillo?» El interpelado no se inmutó:
«Yo diría que es el único Moby Dick que pueden llegar a crear los alemanes». El
periodista quedó desconcertado, pero no se atrevió a preguntar quién era ese
Moby Dick.
Mientras caminaba por Rincón hacia la plaza Matriz, pensé que éste era mi
segundo Graf. Mediaban ocho años entre el Zeppelin y el Spee, entre el Graf del
aire y el Graf del agua. Sólo me faltaba conocer un Graf del fuego.
No sospechaba que, casi de inmediato, el Graf del agua se convertiría en
Graf del fuego. Justamente cuando cruzaba la plaza, sonó el estruendo. Toda la
Ciudad Vieja pareció estremecerse y hasta me pareció que la mole del hotel
Nogaró se encogía de miedo. El capitán alemán había decidido el sacrificio del
barco, como un anticipo de su propia inmolación, días más tarde, en un hotel de
Buenos Aires, tras envolverse, no precisamente en la enseña nazi sino en la
antigua bandera imperial.
Poco después, los marinos alemanes enterraron a sus muertos, infausto saldo
de la batalla contra los ingleses. Previamente, y en medio del desconcierto del
público, llevaron a cabo su desfile por las calles de Montevideo, mientras
cantaban Ich hatte einen Kameraden,
la tradicional canción alemana por el compañero caído. (Para sorpresa de tirios
y troyanos, a la ceremonia en el cementerio del Norte asistió, en atuendo de
gala, nada menos que el ministro británico, Eugen Millington Drake.)
Desde una esquina los vi pasar. A mi lado, un hombre joven, con acento
extranjero, dijo: «Parece mentira. Tienen caras de ángeles, pero yo los
conozco». Me dijo que era judío, que sus padres habían sido exterminados en un
campo de concentración, antes aun de que estallara la guerra. El se había
salvado gracias a un cura, amigo de su padre.
«Detrás de esos ojos azules y esas mejillas candorosas, son capaces de
albergar un odio que no puede medirse.» Le dije que no todos serían iguales,
que no podía ser que esos casi niños fueran asesinos en potencia. «Nadie es
asesino en potencia, lo sé. Pero un loco, un alucinado, puede contagiarles su
alucinación y su demencia. El más peligroso de sus atributos es cierta
recóndita vocación de raza reina. Los mejores la descubren en sí mismos (porque
todos la tienen) y la desmantelan, la liquidan, la extirpan como si fuera un
tumor. Pero los otros, que en el fondo son los más ineptos, los más estúpidos,
los más necios, la alimentan con delectación, porque sólo así se sienten seguros.»
Los muchachos terminaron su desfile. El hombre que tan duramente los
juzgaba, se despidió con un gesto y cruzó la avenida. Yo me metí en un café.
Demasiados acontecimientos para una sola tarde. Después de todo, mi segundo
Graf era más sórdido que el primero. De aquel otro, lejano, sólo quedaba el
cadáver del Dandy. De éste de ahora, una vislumbre colectiva y macabra.
En esas tensas horas circuló un rumor: los alemanes habían metido armas en
los féretros. Años después me enteré de que esa misma noche varios muchachos
uruguayos habían penetrado en el cementerio y literalmente violado las tumbas
recién cerradas, a fin de verificar si los ataúdes contenían efectivamente
armas. Pero sólo hallaron cadáveres flamantes.
Pobre pecador
De mi grupito de amigos de Capurro, el único al que seguía viendo
esporádicamente era Norberto. En uno de esos encuentros le pregunté por mi
querida higuera y si él seguía utilizándola para pasar a la que había sido mi
habitación. «Estás loco», dijo. «Ahora las inquilinas son unas viejas
insoportables, tres hermanas solteronas y/o viudas, da lo mismo, que han
llenado tu ex altillo de trastos desvencijados y malolientes, paquetes de
viejos periódicos, y además cerraron la ventana con dos candados, como si
temieran que yo les fuera a robar semejantes porquerías. La pobre higuera está
desconsolada y una de sus ramas se arrima cuando puede a la que era tu ventana,
como buscándote.» Le agradecí a Norberto esa licencia poética: en el fondo no
dejaba de gustarme que la higuera me echara de menos.
Según Norberto, el barrio había cambiado mucho. El Parque padecía un
ominoso abandono municipal y en las cercanías de la zona se habían instalado
varias fábricas y plantas industriales, con las que el paisaje humano se había
modificado y el barrio había perdido su intimidad colectiva. La cancha del Lito
tenía el césped sin cortar, aquello era un yuyal, pero eso sí, habían abierto
dos o tres nuevos bares para atender la demanda de los parroquianos recién
incorporados.
Norberto me confió asimismo una crisis muy personal. Se había alejado del
padre Ricardo, sencillamente porque éste «le había hecho una salvajada».
Resulta que un sábado de noche Norberto había concurrido, con varios de sus
nuevos amigos, a un prostíbulo del Pantanoso y la experiencia le había dejado
un mal sabor. Una semana después, al confesarse con el padre Ricardo, le confió
su pecado. (Como bien dice mi abuela Dolores, cada cardumen tiene su pescador.)
El cura, además de asignarle como penitencia una tonelada de padrenuestros y
avemarías (el pobre confeso estuvo como dos horas reza que te reza), fue y se
lo contó al padre de Norberto, quien tomó dos medidas radicales e inmediatas:
le retiró la llave y le propinó dos soberanas bofetadas que le desacomodaron la
mandíbula durante varias horas. Le explicó, además, que la primera bofetada era
por lo del prostíbulo («todavía es muy temprano para eso»), pero la segunda era
por haber sido tan estúpido como para contárselo nada menos que al padre
Ricardo, que «como es público y notorio, es un chismoso sexual de primer
orden».
Para Norberto, mucho más grave que la golpiza paterna, había sido la
dolorosa revelación de que, al menos para el padre Ricardo, el secreto de
confesión era papel mojado. Tomó entonces una decisión. El domingo siguiente
fue a la iglesia, se metió a prepo en el confesionario, y una vez que estuvo
seguro de que tras la rejilla se hallaba su enemigo, le desarrajó todo un
florilegio de reproches, palabrotas incluidas, durante varios y trascendentales
minutos, que fueron para el apabullado sacerdote un anticipo de las
chamusquinas del cercano infierno. La catilinaria concluyó con una estentórea
exhortación: «Y ahora, cura batidor y mala leche, vaya y cuéntele a mi viejo
que lo he mandado a la mierda». Pero el padre Ricardo se quedó contrito y en el
molde.
Hoy estreno hoy
Los domingos Juliska tenía libre y normalmente iba a Las Piedras a ver a
sus familiares. Nunca los conocimos y, vistas las dificultades lingüísticas de
la yugo, tampoco supimos a ciencia cierta si eran primos o primas, sobrinos o
sobrinas. Por otra parte, los domingos el viejo se llevaba con él a Elenita,
que en el hotel se había hecho amiga de una chica de su edad (la hija del
maitre) con la que se adoraban. En cuanto a Natalia y el Quique, si el tiempo
les era propicio, se iban el día entero a alguna playa. De modo que en los
domingos estivales la casa quedaba exclusivamente para mi uso personal, algo
que no encerraba ningún especial significado, salvo que constituía para mí otra
variante de la libertad, por cierto muy distinta a la callejera.
Ese domingo había ido a la feria de Tristán Narvaja. Nunca compraba nada
(la verdad es que no tenía con qué) pero me gustaba meterme entre la gente,
escuchar las agrias o pintorescas discusiones, hojear libros de segunda (o
décima) mano.
Al mediodía regresé a casa, dispuesto a almorzar a solas. Juliska, cuando
se ausentaba, nos dejaba algún sabroso plato en la heladera. Fui directamente a
la cocina, pero allí me esperaba una sorpresa. Natalia, de pie junto a una
hornalla encendida de la cocina a gas, movía lentamente, en una olla y de modo
circular, una larga cuchara de madera. Llevaba puesto un camisón corto, de una
gasa transparente, o sea que se le veía, o se le adivinaba, todo. Además estaba
descalza, lo que acentuaba la impresión de desnudez.
«Perdón» dije, sobresaltado, «pensé que no había nadie en casa.» «No te
preocupes», dijo ella, divertida con mi asombro, «yo también pensé que estaba
sola.» Entonces hizo un simple gesto, pero intuí que era el comienzo de algo:
apagó el fuego. Yo seguía inmóvil en el umbral de la cocina. Vino hacia mí y
tuve la impresión de que acudía en mi ayuda. «Estamos solos, Claudito, ¿te das
cuenta?» Claro que me daba cuenta. «Es el día libre de la Yugular (así llamaban
ella y el Quique a la yugoeslava), tu padre y Elenita regresarán a la noche.
Quique tuvo que ir a Paysandú por no sé qué lío familiar.» Yo asentía,
desbordado por tanta buena noticia.
Me tomó del brazo y me llevó hasta su cuarto. Cerró las cortinas. Me miró
gravemente. «Claudito, ¿nunca has estado con una mujer, verdad?» (Me fijé, como
un estúpido, en que decía mujier, porque era chilena.) «¿Estado?», balbuceé.
«No te hagas el zonzo, bien sabes lo que quiero decir.» «No, nunca he estado.»
«¿Quieres que te enseñe?» Mi timidez tenía un límite, así que dije: «Quiero».
Me desabrochó los dos primeros botones de la camisa y metió su mano por debajo
de la misma, me acarició un hombro y la nuca, atrajo mi cabeza y me dio un beso
rápido en los labios. Luego se apartó y se quitó el camisón transparente.
Natalia tenía veinticinco años, y a mí, desde la óptica de mis dieciséis,
me había parecido hasta ese momento una simpática veterana (todo es relativo),
pero cuando se quedó desnuda, con sus finas piernas de bailarina, su poblado
pubis pelirrojo y sus pechitos desafiantes, se convirtió de pronto en alguien
sin edad: una nereida, una diosa de juventud, una sirena sin cola, qué sé yo.
Es claro que todo ese catálogo lo pensé mucho después, ya que en ese instante
crucial de mi vida no estaba para reminiscencias grecolatinas.
«¿Y qué? ¿Te vas a quedar así? ¿O quieres que te quite los pantalones? Son
las tres y diez. ¿Vamos a aprovechar o no el tiempo que nos queda?» Cuando por
fin quedé yo también en cueros (lo más trabajoso fue desabrocharme los zapatos
y quitarme los calcetines), mi erección era tan notoria que si ella no se rió,
creo que fue por temor a desalentarme o a que me volviera la timidez, pero me
di cuenta de que sus ojos sí reían.
La verdad es que a esa altura nada me habría desalentado. Luego, ya en la
cama, ella dio comienzo, tierna, morosamente, a la lección número uno. Tengo la
impresión de que fui un alumno aprovechado y que ella quedó contenta con mi
rápido aprendizaje. «Como bautizo, te aseguro que ha sido excelente, Claudito.
Vas a hacer felices a tus mujeres, ya lo verás.»
Por ahora el feliz era yo; tanto, que diez minutos más tarde le pedí,
bastante más seguro de mí mismo, que me impartiera la lección número dos. «¿Ahora
mismo?» «Ahora mismo.» «No sabía que te habías apuntado a un curso intensivo.
Está bien, pero será la última, eh. No te olvides que yo soy del Quique. El es
mi hombre.» «¿Y esto que hicimos?» «Esto que hicimos fue ante todo un acto de
solidaridad. En Chile somos muy solidarios. Y solidarias. Hace tiempo que
sentía que necesitabas esto. Para tu formación ¿entiendes? Y hoy se dio la
ocasión. Dios nos dejó solitos. A Dios también le gusta que pequemos, siempre
que lo hagamos con alegría. Así nos puede perdonar alegremente. Además hay
pecados horribles y pecados lindísimos. El nuestro fue lindísimo, ¿no te
parece?» Le pregunté si era católica. «Por supuesto, pero católica por la
libre, digamos free lance. Me
entiendo directamente con Dios, sin necesidad de los curas intermediarios, que
te cobran su comisión en limosnas y avemarías.»
El segundo pecado fue todavía más estupendo que el primero. Ya tenía más
práctica. Después me quedé mirándola con ojos tiernos y ella se puso seria: «Ah
no, Claudito, no te me enamores, eh. Me lo tienes que prometer. Seré tu amiga,
eso sí». Pregunté, tratando de sostenerle la mirada: «¿A vos no te gustó?».
«Claro que sí. Me gustó porque me gustás. De lo contrario, no lo habría hecho.
Pero no lo olvides: yo quiero al Quique.» «¿Y te acostás con él?» «Pues claro
que me acuesto. Cuando dos se quieren, y pueden, se acuestan. Y ahora vístete y
vete a tu cuarto, que si llega a aparecer la Yugular (no lo creo, todavía es
temprano) seguro que me denuncia como corruptora de menores.»
Cuando estuve en mi cama, después de tanta excitación, me vino un repentino
aflojamiento, y al poco rato me dormí. Lo último que pensé fue: menos mal que,
a diferencia de Norberto, no tengo a ningún cura confesor a quien contarle mi
desliz. A propósito, el pobre padre Ricardo, ¿vivirá sin deslices?
Después de todo, pienso que Natalia le debe haber contado al Quique nuestra
comunión. Más aún: hasta presumo que ella lo hizo todo con su visto bueno. Y lo
pienso así, porque a partir de aquel día para mí memorable, el Quique me
dedicaba a menudo unas sonrisas que eran un extraño cóctel de complicidad,
sobrentendidos y paternalismo burlón, más un ingrediente adicional que más o
menos significaba: «Ah, pero no te olvides, pibe, que yo soy el dueño de ese
cuerpito». Infortunadamente, no lo olvidaba.
Poco a poco me fui acostumbrando a la relación meramente amistosa con
Natalia. Así y todo, frecuentemente soñaba con ella y, claro, las sábanas
sufrían las consecuencias. La marcación de Juliska era implacable. «Usted dejar
sábanos mucho sucio con porquerrío. Una conseja: mejor usted vaya de putos.»
Ahí me apresuraba a rectificarla: «Vamos, Juliska, querrá decir de putas».
«Usted saber.»
Juliska tenía su pizca de razón. Y sin embargo no me atraía ir de putas. El
estreno con Natalia había sido tan glorioso que no quería borrarlo con
cualquier remedo. Además, la cuota semanal que me pasaba el viejo no alcanzaba
para excesos. Y por último: los menores de edad no eran bienvenidos en esos
«antros».
Conviene recordar que la masturbación era considerada (por padres, médicos,
sacerdotes, sociólogos, etcétera) como un vicio de espantosas consecuencias:
provocaba tuberculosis, impotencia, hijos subnormales, y ainda mais. Pero ¿qué otro remedio? Los mismos padres, doctores,
curas, psicólogos, que condenaban duramente aquella práctica, se habían
masturbado concienzudamente en sus lejanas adolescencias, sin que por ello se
hubieran vuelto tísicos o impotentes. Esa era también la tesis de Perico, mi
cumplido asesor en psicoanálisis y simbología, quien sin embargo agregaba: «De
todas maneras, yo prefiero los burdeles. Tienen una notoria ventaja sobre el
placer solitario y es que uno puede conversar y hacer amistades. Conozco
algunas putas que son como hermanas para mí, o por lo menos tías. Incluso las
analizo, y ellas locas de la vida. No interpretes mal. Ya sé que son locas y mujeres de la vida, pero locas de la
vida (una expresión que acaso tenga su origen en su oficio milenario) incluye
un elemento de alegría, de disfrute. Una cosa he aprendido con ellas: como es
fácil que su oficio corporal se les vuelva rutina, su goce mayor pasa a ser el
del espíritu. Cuando se divierten con una buena broma, o festejan una ironía
creativa o reciben una muestra de amistad desinteresada o las abarcás en un piropo
original, en sus ojos se trasluce que ése es su goce preferido: el orgasmo
espiritual. Y bien que lo agradecen. A veces después, cuando uno entra en
materia, ni siquiera te cobran. Pero yo igual les pago, no faltaba más».
Espaldarazo
La primera huelga de mi vida me dejó cicatrices. En general, no me
preocupaban mucho los conflictos de la Enseñanza. Pero la FEUU había decretado
dos días de huelga, los de Secundaria adhirieron y yo ni siquiera había
preguntado el motivo. Simplemente pensé que, ya que no iba al Liceo, podía
aprovechar para devolverle a Perico un montón de libros que me había prestado
en los últimos meses. Perico vivía a pocas cuadras del Miranda, así que coloqué
varios Freud, Jung y Adler en el portafolio que llevaba diariamente al Liceo,
puse otros más en una bolsa, tomé un ómnibus, luego otro, y me bajé a la altura
del Legislativo.
Lentamente (los libros pesan) me dirigí hacia la calle Sierra. A lo lejos
distinguí la figura inconfundible de Tomasito Robles, conocido como el Campeón
(había ganado varias competencias atléticas para menores). Me hizo una seña y
empezó a acercarse. El Campeón era buen atleta pero mal estudiante. Me llevaba
dos años y sin embargo repetía cuarto y estaba en mi clase. Pasaba por
comunista y era un eficaz organizador de paros, huelgas, protestas,
manifiestos, etc.
Lo esperé, cargado con los libros, pero cuando estuvo por fin frente a mí,
me gritó «¡Carnero! ¡Rompehuelgas!», y, sin decir agua va, me encajó tremendo
piñazo en el pómulo derecho, que se me puso enseguida como un farol. Mientras
me agachaba para dejar en el suelo mi carga libresca y tratar de defenderme,
alcancé a gritarle: «Pero, Campeón, ¿qué te pasa? ¿Estás loco? ¡Yo no soy
carnero!». «¿Ah, no? ¿Y a dónde vas con todo eso? ¿No vas a clase?» «No,
Campeón, voy a devolverle unos libros a Perico, que me los prestó y vive aquí
cerca.» Y le mostré mi carga para que viera que no eran libros de texto.
Tomasito se puso rojo. «Perdoname, Flaco», dijo casi llorando. Y volvía a
repetir: «Perdoname, Flaco. ¿Cómo pude hacerte eso con lo mucho que te quiero y
con todo lo que me soplás en clase? Perdoname, Flaco. De veras perdoname». Lo
perdoné, claro, a pesar de que el pómulo derecho seguía haciendo señales como
el faro del Cerro.
A toda costa quiso invitarme con un imperial y fuimos a una cervecería
alemana que quedaba a espaldas del Palacio. Allí, como muestra de confianza, me
contó su historia. El padre le pegaba a la madre diariamente. «¿Y ella qué
hace?» «Llora, sólo eso.» «¿Y vos?» «Yo lo agarro al viejo de un brazo y trato
de apartarlo, pero acaba golpeándome a mí también y tirándome al suelo.» «Pero,
Tomasito, con ese lomo que Dios te ha dado…» «El viejo es mucho más grandote
que yo. Y además no puedo ni quiero pegarle, sólo pretendo que no le dé la
biaba a la vieja.» «¿Y por qué le pega?» «Dice que la vieja tuvo un amante (él
dice «un querido») hace como veinte años y hasta sospecha (esto sólo lo suelta
cuando viene borracho) que él no es mi padre. ¡Qué no va a ser! Si nos
parecemos, no diré como dos gotas de agua, pero sí como dos gotas de grapa. Por
eso me cuesta tanto estudiar. Te imaginarás que con ese ambiente no puedo
concentrarme.»
Pagó las cervezas y me propuso (ya se había convencido de que yo no era un
carnero) que nos acercáramos al Liceo. Antes pasamos por lo de Perico y le dejé
los libros, ahora con un motivo adicional: no despertar más sospechas
infundadas. Perico miró mi pómulo con estupor, pero no dijo nada.
Frente al Liceo había como doscientos estudiantes que gritaban consignas y
arrojaban alguna que otra piedra (una de ellas rompió un vidrio y pensé qué
corriente de aire iba a entrar por allí en invierno). El tránsito estaba
cortado y podía escucharse un buen concierto para bocina y orquesta. Ahí fue
cuando aparecieron los coraceros con sus caballos y la sana intención de
disolvernos. Todos corrieron como gacelas de Walt Disney, pero yo debo haberlo
hecho como tortuga de Samaniego, ya que en la huida me ligué un sablazo en la
espalda, además de un rasgón en la camisa. A Perico y a Tomasito los perdí de
vista, así que decidí emprender el regreso al hogar dulce hogar, y allí llegué
con un lastimoso aspecto de veterano de la Guerra Grande.
Menos mal que en casa solo estaba Juliska, que abrió tremendos ojos al
comprobar mi estado. «Pero usted mucho jodida. Deje ponerle una hiela.»
Envolvió unos cubos de hielo en un pañuelo y me los aplicó en el pómulo
palpitante. Luego me trajo una camisa limpia y me pasó una pomada para
contusiones en el sitio donde había recibido aquel espaldarazo tan poco
académico.
El viejo llegó tarde y yo ya estaba en la cama. Pero a la mañana siguiente,
cuando desayunábamos, levantó por un instante la vista del diario y me
preguntó: «¿Qué te pasó en la cara? ¿Te volvió a picar una abeja?». «Sí, debe
haber sido una abeja.» «No sé. Por la hinchazón más bien parece que haya sido
una avispa. O una de esas hormigas gigantes.» «Puede ser», dije con la
convicción profesional de un entomólogo.
La niña de la higuera (2)
Cada uno tiene sus manías. La mía era dibujar esferas de reloj. A menudo,
en la clase, mientras el profe de Filosofía se explayaba sobre la fenomenología
del espíritu, de Hegel, y el tedio cundía en la clase de cuarto, otros
diseñaban gallitos, patos, estrellas de cinco o seis puntas y sobre todo mujeres
desnudas, pero yo dibujaba esferas de reloj, siempre con números romanos. A la
hora de situar las agujas, mi hora preferida era las 3 y 10, hora clave en mi
breve trayectoria. A las 3 y 10 habíamos descubierto el cadáver del Dandy; a
las 3 y 10 había muerto mamá; a las 3 y 10 Rita había invadido mi altillo de
Capurro; en otras 3 y 10 había sido mi estreno, con Natalia.
Nunca fui supersticioso, y sin embargo, todos los días, cuando llegaba esa
hora, me ponía tenso, alerta, como si algo inesperado pudiera sobrevenir. Casi
nunca pasaba nada, u ocurría algo intrascendente (sonaba una bocina lejana,
alguien llamaba a la puerta de calle, empezaban a ladrar los perros del barrio)
que para mí adquiría una forzada trascendencia. Si estaba durmiendo la siesta,
a esa hora me despertaba sobresaltado, o, si seguía durmiendo, ingresaba de
pronto en un ensueño singular o en una pesadilla atroz. En cambio, las 3 y 10
de la madrugada no tenían ninguna importancia: las decisivas eran las de la
tarde.
Terminé el Liceo sin mayores contratiempos. Con resultados nada brillantes
en asignaturas de ciencias (salvo Matemáticas, que me sedujo desde el comienzo)
y más que buenos en Literatura, Historia, Dibujo. Mi proyecto era dedicarme a
la pintura, en vez de inscribirme en Preparatorios. «Está bien», dijo el viejo,
«pero entonces tendrás que trabajar. No creo que como futuro pintor te ganes el
puchero.» Habló con varios amigos y poco después ingresé, como simple pinche,
en Dominó S. A., conocida agencia de publicidad. Dos meses después empecé a
colaborar en la reproducción casi mecánica de diseños ajenos y, de vez en
cuando, en diseños propios, por cierto sencillitos y nada pretenciosos.
Es decir que a los diecisiete años tenía para mis gastos: libros, cine,
algún baile, y sobre todo papel de dibujo, crayolas, acuarelas, pinceles, para
mis bocetos privados, entre los cuales abundaban, como era previsible, los
relojes.
Una tarde tomaba un cortado en el Sportman y saqué del portafolio un bloc y
varios lápices. Mientras pensaba en un croquis que me habían encargado en la
agencia para el lunes, mi lápiz empezó, casi independientemente de mi voluntad,
a dibujar una esfera de reloj. Ya había esbozado los doce números romanos,
cuando alguien, a mi lado, dijo «Claudio».
Antes aún de mirar al dueño (o más bien dueña) de la voz, supe que era
Rita. Me tomó la cara con las dos manos y me besó en la mejilla, junto a la
comisura de los labios. Un beso que llegaba desde el pasado. No podía creerlo.
Los ojos verdes se le habían oscurecido, el pelo castaño le colgaba hasta los
hombros, en los brazos desnudos había una región de pecas que me parecieron un
detalle poco menos que maravilloso. Seguía delgada, pero su atractivo (ahora,
toda una mujer) se había consolidado, sin perder un aura de fragilidad que la
conectaba con la Rita que, años atrás (¿cuántos eran?) se había deslizado desde
la higuera de Norberto a mi altillo de Capurro.
Al principio nos atropellamos haciéndonos preguntas. Sí, seguía viviendo en
Córdoba. Trabajaba como azafata en una compañía aérea, de modo que viajaba
constantemente, dentro de Argentina y también en vuelos especiales al exterior.
Sus padres residían en Santa Fe, y ella vivía con una hermana mayor, casada,
arquitecta, con la que se llevaba bien. Eso fue algo de lo poco que le extraje,
ya que su bombardeo de interrogantes casi no me permitía formular las mías,
pero al fin se dio, y me dio, un respiro, y pude hacer la pregunta del millón:
«¿Lo has visto a Norberto?». «¿A Norberto?» «Sí, tu primo de Capurro.» Por un
instante vaciló y luego estalló en una carcajada. «Norberto no es mi primo.
Simplemente aquel día usé su nombre como introducción, para inspirarte
confianza.» No quedé convencido. «¿Y cómo entraste en el altillo a través de la
higuera de Norberto?» Suspiró y quedó más linda. «La historia es a la vez
simple y compleja. Estaba parando por unos días en casa de amigos de mi
hermana, vecinos a su vez de Norberto, y ellos hablaron con preocupación de la
enfermedad y la inminente muerte de tu madre y asimismo de vos y de tu hermanita,
y me entraron unas tremendas ganas, no de consolarte sino de acompañarte, de
tocarte, de transmitirte cariño, que es lo que en esos momentos se necesita. No
sé si te acordás que el patio de Norberto terminaba en un corredorcito que
lindaba con la casa de mis amigos. Pues bien, ese corredorcito tenía unos
ladrillos salientes por los que resultaba bastante fácil subir o bajar. Por esa
ruta llegué a la higuera y por la misma ruta me fui.» «¿Y si algún familiar de
Norberto te sorprendía?» «Bah, travesuras de niña. Eso suele aceptarse, aunque
a veces te ligues un moquete. Probablemente ahora no podría esgrimir una excusa
semejante. Pero lo cierto es que nadie me vio. Sólo vos.» En el fondo yo quería
convencerme, así que respiré aliviado, como si hubiera contenido el aliento
durante todos esos años.
«¿Ya asimilaste la muerte de tu madre?» «Y sí, ¿qué más remedio?» «La
muerte no es tan grave, Claudio.» «¿Vos cómo te la imaginás?» «Yo la concibo
como un sueño repetido, pero no un sueño circular, sino una repetición en
espiral. Cada vez que volvés a pasar por un mismo episodio, lo ves a más
distancia, y eso te hace comprenderlo mejor.» Esa interpretación me
sobrepasaba, así que cambié de tema. «¿Y esta vez dónde estás viviendo?» «En
pleno Centro: Mercedes y Ejido.» «¿Puedo verte allí?» Lo pensó un momento, con
los labios apretados y la mirada distante. Luego dijo: «Vení mañana. Estaré
sola. Aquí te anoto la dirección: Mercedes 1352». «¿Es un apartamento?» «No, es
una casa. Muy linda, ya la verás.»
Vio mi reloj dibujado, al que todavía le faltaban las agujas. «¿Puedo
terminarlo?» preguntó. Colocó un libro delante del papel, para que yo no viera
lo que estaba haciendo. Después lo dio vuelta y me lo dio. «Vení a verme
mañana, a la hora que aquí te dibujé. Pero ahora guardalo. Después lo mirás.»
Salimos del café, caminamos una cuadra pero no alcanzamos a cruzar
Dieciocho. Con tantas emociones, no me había dado cuenta de que el cielo se
había encapotado, de modo que me sorprendí cuando empezó a llover, y siguió
cada vez con más fuerza. Corrimos unos metros, pero aquello era un diluvio. Ya
no era posible regresar al café, así que nos metimos en una entrada de
apartamentos, que estaba más oscura aún que la calle. Como el agua entraba
también allí, nos metimos más adentro. No había nadie. Ella me tomó la mano, se
la llevó a los labios mojados por la lluvia y me la besó varias veces. La
oscuridad de adentro y la inclemencia de afuera nos protegían del mundo, de
modo que la abracé, tan tiernamente como puede hacerlo alguien que ha cultivado
una ausencia durante años.
Nos besamos y nos besamos, nos acariciamos y nos volvimos a acariciar. Me
sentía en la gloria y era inevitable que pensara en la jornada siguiente, en la
casa de la calle Mercedes. Ya no importaba si seguía lloviendo o si había
escampado. Tuvimos otra vez noción de que el mundo existía cuando alguien, con
voz seca y conteniendo su indignación, dijo en mi nuca: «Con su permiso,
jóvenes», para que le permitiéramos llegar al ascensor. Balbuceamos perdón y
sólo entonces vimos el sol de la calle. Rita miró su reloj pulsera y casi
gritó: «Se me hizo tarde. Tengo que llegar». «¿A dónde?» pregunté,
desconcertado y ansioso. «Tengo que llegar», repitió. «Mañana nos vemos. No te
olvides. Chau.» Y me dio un último, fugacísimo beso, antes de salir corriendo
por Dieciocho en dirección a la plaza.
Regresé a casa caminando. Quería repasar a solas, morosamente, todo el
encuentro. De modo que Rita seguía existiendo. ¿Y si yo me fuera a Córdoba?
¿Por qué no? ¿O tendría novio, marido o algo así? ¿Cómo no se lo pregunté?
Cuando llegué a la calle Ariosto, saludé sumariamente a Elenita y a Juliska y
me metí en mi cuarto, que infortunadamente no tenía higuera, ni siquiera
ventana.
Extraje cuidadosamente del portafolio el papel con la esfera del reloj. Las
agujas dibujadas por Rita señalaban (¿qué otra cosa podía ser?) las tres y
diez. Había sin embargo un detalle adicional: la aguja del minutero, que
apuntaba al II romano, era la figura de un hombrecito desnudo, en tanto que la del
horario, que apuntaba al III romano, era una mujercita, igualmente en cueros.
El hombrecito-minutero estaba a punto de cubrir a la mujercita-horario.
¡Nuestra cita de mañana! exclamé, radiante, con euforia de minutero.
Al día siguiente, antes de las 3 y 10, estaba en Mercedes y Ejido. A medida
que me acercaba, me había ido inundando un temor, que al final era casi pánico.
Pronto mis recelos tuvieron confirmación: el número 1352 no existía.
Durante todo un mes, fui diariamente al Sportman, a la misma hora que el
día del aguacero, pero Rita no reapareció. Seis meses después, compré una caja
nueva de pasteles y pinté un cuadro: era una esfera de reloj con números
romanos, con el hombrecito-minutero y la mujercita-horario que señalaban las 3
y 10. Lo titulé La hora del amor y lo
subtitulé: «Homenaje a Rita». Obtuve el tercer premio en el Primer Salón de
Pintura al Pastel, pero la homenajeada no respondió a mi llamada de amor indio.
En la agencia fui felicitado, y mi jefe, muy orgulloso «de tener entre el
personal de la agencia a un artista laureado» [sic], me aumentó el sueldo y
empezó a encomendarme tareas más creativas y de una mayor responsabilidad.
Bienvenida Sonia
Cuando mamá murió, el viejo tenía treinta y siete años; cuando volvió a
casarse, cuarenta y tres. Siempre pensé que lo haría: el viejo es un hombre
para estar casado. A los pocos meses de la muerte de mamá, cuando todavía
estábamos en Capurro y él decidió cambiar no sólo de casa sino también de
barrio, nos había anunciado que quería acabar de una vez por todas con aquel
duelo; «quería vivir de nuevo».
Ignoro si él la eligió a Sonia o Sonia lo eligió a él. El viejo siempre
tuvo un carácter muy peculiar y su gusto por las mujeres abarcaba una franja
exigente y angosta. A mi futura madrastra la conoció en su zona de operaciones:
el hotel de Pocitos. Por razones profesionales se habían visto con frecuencia
en los dos últimos años. Sonia trabajaba en una agencia turística y venía a
menudo al hotel a concertar con el viejo los detalles de las próximas
excursiones de argentinos o brasileños, que permanecían unos días en Montevideo
y luego seguían hacia Piriápolis o Punta del Este. Durante los días en que los
turistas se alojaban en el hotel, Sonia venía diariamente con el fin de
verificar si todo estaba en orden o si por el contrario había alguna queja.
Asimismo les servía de guía en sight
seeing, playas, casinos o, menos frecuentemente, en los escasos museos.
Era unos diez años menor que el viejo y se me ocurre que él la fue
conquistando con su eficiencia y don de gentes, antes que con su presencia de
galán maduro. Reconozco que Sonia tenía un extraño atractivo: rostro anguloso,
con pómulos fuertes y una boca grande de sonrisa fácil, ojos muy negros,
pescuezo delgado, piernas de buen implante, cabello con un mechón
prematuramente canoso, y una simpatía, nada estridente ni invasora, que sólo
empezaba a captarse a partir del cuarto o quinto encuentro.
La mañana en que el viejo, siempre inclinado a emitir sus grandes
comunicados en la cocina, me informó que se casaba, advertí que en él se estaba
operando un cambio. Ya no leía el diario durante el desayuno, se le veía más
animado, averiguaba detalles sobre mi trabajo, le hacía bromas a Juliska.
Me preguntó qué me parecía. Yo la conocía a Sonia y nos caíamos bien. «Me
alegro», dije. «Ojalá tengas suerte.» Se sintió obligado a darme explicaciones.
«No será lo mismo que con tu madre. Nos casamos muy jóvenes y eso es
irrepetible. Pero si me caso de nuevo es porque la primera vez no me fue mal,
¿no te parece?»
El aval de Elenita fue mucho más reticente. Recién llegada a la
adolescencia, se sentía aún muy apegada al recuerdo de mamá, a la que cada día
idealizaba más. Esa misma noche hablé largamente con ella, tratando de que
comprendiera que el viejo «era aún un hombre joven». «¿Joven?» preguntó
azorada. «¿Joven a los cuarenta y tres años?» Agregué que era bueno que una
mujer como Sonia se incorporara a la familia. «Ya está Juliska», dijo, sabiendo
perfectamente que el argumento no servía. Al menos me prometió que haría el
esfuerzo de tratar bien a Sonia. «Acordate de que este cambio es muy importante
para el viejo.» «Está bien», claudicó, «pero no voy a llamarla mamá.»
La nueva situación produjo cambios en la distribución doméstica de
espacios. Como Natalia y Quique se habían recibido y habían empezado a trabajar
profesionalmente, alquilaron un apartamento y Natalia nos dejó. Juliska lo
festejó como si se tratara de la retirada final de las tropas turcas, cuando
Nicolás I las despojó de buena parte del sanyaq
de Novi Pazar. (Con las vibrantes lecciones que me daba Juliska mientras
guisaba, llegué a saber más de Montenegro que de Paysandú.)
El último día que Natalia pasó en casa, fui a una florería y le traje un
ramo de rosas rojas, en reminiscencia de glorias pasadas. Ella se conmovió con
el gesto y, también en reminiscencia de las mismas glorias, me besó en la boca.
El viejo compró un nuevo juego de dormitorio y se instaló con Sonia en la
habitación del frente; yo pasé a la que había ocupado el viejo; Elenita, a la
mía. Sólo Juliska permaneció firme en su reducto del fondo. Había aceptado a la
nueva dueña de casa con paciencia montenegrina. En realidad ignoro si los
montenegrinos son pacientes, pero ella (que me había enseñado que Montenegro en
servocroata se llama Crna Gora) había nacido en las llanuras de Zeta y una vez
me había mostrado una foto en sepia donde una Juliska niña aparecía sonriente a
orillas del lago Skadar. Su visto bueno se concretaba a veces en un comentario
alusivo, digamos: «Señor papá hacer bien nueva matrimonia. Hombra necesite
mujero».
Al casamiento (ceremonia sólo civil y privadísima, pero con un cóctel en
una confitería del Cordón) sólo concurrieron el tío Edmundo, los abuelos de
Buenos Aires, dos o tres antiguos amigos del viejo (entre ellos, el devoto de
Piendibeni), los padres de Sonia que bajaron desde Tacuarembó, mi ex vecino
Norberto (el viejo había incluido en la lista a Daniel y Fernando, pero no los
invité porque estaban enemistados y no quise ponerlos en una situación embarazosa),
Natalia y Quique. También asistió Juliska, que estaba muy folclórica con un
atuendo de su tierra y que fue la estrella de la noche gracias a su castellano
básico. Al abuelo Javier fue el viejo personalmente a darle la noticia y a
invitarlo, pero él se disculpó («tengo que cuidar a Dolores, que, desde que
cerró la carbonería, está muy alicaída»). No obstante, la abuela, cuando se
enteró, se animó bastante y dos días después llegó a decirme: «Que no me oiga
Javier, pero tu padre siempre fue un putañero y es evidente que no le importa
manchar la memoria de nuestra hija. Te aconsejo que a esa pelandusca (se llama
Sonia ¿no?) no le dirijas la palabra. Es lo menos que podés hacer en homenaje a
tu santa madre». El abuelo Javier, en cambio (claro que a espaldas de su mujer)
aprobaba con entusiasmo la decisión del viejo. Aunque con la gramática bien
puesta, vino a decirme lo mismo que Juliska: «El hombre necesita a la mujer».
La abuela llevó su empecinado desacuerdo a simular una grave crisis de salud,
con la vana esperanza de que la odiada boda se pospusiera, pero el abuelo, que
la conocía de memoria, ni siquiera nos avisó ni llamó al médico. Le dio una
aspirina, y ella, resignada por fin a lo inevitable, se mejoró en veinticuatro
horas.
El ingreso de Sonia en la casa de la calle Ariosto modificó sustancialmente
el ritmo y el estilo de vida. Como era buena cocinera, le enseñó nuevos y
exquisitos platos (españoles, franceses, italianos) a Juliska, y, en una hábil
táctica para ganarse su apoyo incondicional, aprendió puntualmente los platos
de la yugo. De manera que pasamos a disfrutar de una cocina verdaderamente
internacional. Como consecuencia directa de esa mejora, aumenté en sólo tres
meses nada menos que cinco kilos, que por cierto no me vinieron mal, ya que
estaba demasiado flaco.
Ciertos días yo me llevaba a casa algún trabajo de la Agencia, en vez de
hacerlo en las oficinas, y Sonia llegaba a veces más temprano que de costumbre.
En esas ocasiones venía a conversar conmigo. Su encuesta era recurrente:
«Contame cómo era tu mamá. Para comprender y ayudar a Sergio, necesito saber
cómo era tu madre». Entonces le contaba anécdotas, le describía rasgos y
hábitos de mamá, y ella todo lo absorbía. Como una esponja. Yo podía haber
falseado datos o impresiones, inventado episodios, pero, aunque tuve la
tentación, hacerlo me pareció una canallada, de modo que me atuve a hechos y
características reales. Extrañamente, con sus interrogatorios Sonia me obligó,
sin que ésa fuera su intención, a reconstruir para mí mismo la imagen de mamá,
y creo que la comprendí mejor, la quise retroactivamente más.
Las tres y diez
Mientras tanto, yo seguía pintando. Además de mis tradicionales relojes,
había empezado a hacer retratos, por cierto nada realistas, de Natalia (antes
de que nos dejara), de Juliska, de Elenita, de Sonia. Aún no me había atrevido
con mamá (nunca quise basarme en fotografías) ni con Rita, aunque en este
último caso no tenía demasiado claras mis razones. Me gustaba especialmente el
retrato de Juliska, a pesar de que la modelo ocasional había dictaminado: «No
ser ése. Yo más lindo».
Por fin conseguí que una galería del Centro aceptara exhibir mis óleos y
pasteles, dentro de un ciclo denominado «Jóvenes plásticos de Uruguay». La
muestra se tituló Relojes y mujeres y el cuadro central era una nueva versión,
esta vez al óleo, de La hora del amor. Homenaje a Rita. Con el pastel original,
que había estado colgado en mi antiguo cuarto, ocurrió un accidente. Se aflojó
el clavo, y el cuadro, al caer, golpeó fuertemente contra el piso. No le había
puesto fijador para que no perdiera colorido, de modo que la figura del reloj
se convirtió en un polvillo policromo, amontonado en la parte inferior, entre
el vidrio y el marco. Sólo quedaron incólumes la manecilla horaria y el número
IX.
En la versión al óleo introduje modificaciones. Ahora el
hombrecito-minutero ostentaba un sexo visible y bien dispuesto mientras que la
mujercita-horario lucía una pechitos evidentes, inspirados tal vez en los
inolvidables de Natalia. Con tales incorporaciones, el reloj había mejorado su
atractivo erótico, pero sólo eso. Así y todo le coloqué una tarjetita que decía
Adquirido. No quería ceder a un
comprador anónimo aquella invocación más o menos desesperada.
Hubo críticas favorables, que destacaron «la juventud y la originalidad del
pintor», aunque un señor escéptico escribió que, a esta altura de su vida y de
la historia del arte, ese «erotismo de los relojes» le inspiraba más lástima
que admiración. Es probable que no todos leyeran su simpática diatriba, ya que,
al cabo de las dos semanas de la muestra, había vendido dos mujeres y cuatro
relojes, sin contar con que cada una de las mujeres llevaba su relojito a
cuestas. Lo cierto es que mis relojes, grandes o pequeños, señalaban las más
diversas horas, pero el público se interesó particularmente por el que marcaba
las 3 y 1O.
El surco del deseo
Ya había cumplido mis veintiún años cuando empecé una relación estable con
una muchacha estupenda. No sabría decir si éramos novios «o algo así», como
calificaba Juliska a las que, según ella, eran uniones irregulares. Casi nunca
nos veíamos en casa, porque Mariana, que estudiaba Veterinaria, compartía un
apartamento en la Aguada con Ofelia, una compañera de estudios, y ésta se iba todos
los fines de semana a Maldonado, donde vivía su familia, de manera que el
apartamento quedaba a nuestra entera disposición.
A Mariana la conocí en un baile del Club Banco Comercial. Bailamos toda la
noche. La primera afinidad fueron los tangos, algo infrecuente entre los
jóvenes, pero como entre cada tango y el siguiente transcurría a veces un
cuarto de hora, nos sentábamos, tomábamos unos tragos y nos contábamos las
respectivas historias, que no eran, vale reconocerlo, demasiado apasionantes.
En realidad, no sé qué tramos se dejó ella en el tintero, pero sí sé que yo
omití mencionarle al Dandy, mi iniciación con Natalia y mis encuentros con
Rita.
Otra zona de exploración mutua fue más importante. Es virtualmente
imposible que, después de varios tangos, dos cuerpos no empiecen a conocerse.
En esa sabiduría, en ese desarrollo del contacto se diferencia el tango de
otros pasos de baile que mantienen a los bailarines alejados entre sí o sólo
les permiten roces fugaces que no hacen historia. El abrazo del tango es sobre
todo comunicación, y si hubiera que adjetivarla diría comunicación erótica, un
prólogo del cuerpo-a-cuerpo que luego vendrá, o no, pero que en ese tramo
figura en los bailarines como proyecto verosímil. Y cuanto mejor se lleve en el
baile la pareja, cuanto mejor se amolde un cuerpo al otro, cuanto mejor se
correspondan el hueso del uno con la tierna carne de la otra, más patente se
hará la condición erótica de una danza que empezó siendo bailada por rameras y cafishos del novecientos y que sigue
siendo bailada por el cafisho y la
ramera que unos y otras llevamos dormidos en algún rincón de las respectivas
almitas y que despiertan alborozados y vibrantes cuando empiezan a sonar los
acordes de El choclo o Rodríguez Peña.
Así, los sucesivos tangos de aquella noche, que no fue mágica sino muy
terrestre, permitieron que mi cuerpo y el de Mariana se conocieran y desearan,
se complementaran y necesitaran. Cuando, tres días después, nos despojamos de
todo ropaje y nos vimos tal cual éramos, el desnudo textual nos trajo pocas
novedades. Desde el quinto tango nos sabíamos de memoria. Algún detalle nuevo
(un lunar, siete pecas, el color de los vellos fundamentales) era poco menos
que subsidiario y no modificaba la imagen primera, la esencial, la que la disponibilidad
sensitiva de cada cuerpo había transmitido a los archivos de la imaginación. La
memoria del cuerpo no cae nunca en minucias. Cada cuerpo recuerda del otro lo
que le da placer, no aquello que lo disminuye. Es una memoria entrañable, más,
mucho más generosa que el tacto ya desgastado de las manos, harto contaminadas
de rutina cotidiana. El pecho que toca pechos, la cintura que siente cintura,
el sexo que roza sexo, toda esa sabrosa red de contactos, aunque se verifique a
través de sedas, casimires, algodones, hilos o telas más bastas, aprenden
rápida y definitivamente la geografía del otro territorio, que llegará, o no, a
ser amado, pero que por lo pronto es fervorosamente deseado. Después de todo,
el germen del amor tendrá mejor pronóstico si se lo siembra en el surco del
deseo. ¿Dónde habré leído esto? A lo mejor es mío. Lo anoto para el tema de un
cuadro (sin relojes): El surco del deseo.
Tal vez suene demasiado literario. Pero no. Debe mostrar a una pareja que baila
tango. Sólo eso. El surco del deseo.
Nada más. Que el público imagine.
Ya queda dicho: entre Mariana y yo la primera alianza fue la de los
cuerpos. El suyo era sin duda una de las siete maravillas de mi mundo. El mío
era por lo menos un manojo de sensaciones nuevas. Los recorrimos, disfrutándolos,
confirmando palmo a palmo la información veraz que transmitiera el tango.
Durante varios encuentros seguimos fascinados por esa comunión. No había
pregunta de un cuerpo que no supiera o no pudiera responder el otro.
¡Hablábamos tan poco! Creo que teníamos miedo de que la palabra, al invadir
nuestro espacio, nos trajera querellas, fracturas, desconfianzas. ¡Y el
silencio era tan sabroso, era tan rico el tacto!
Así hasta que las palabras, otras y lejanas palabras, irrumpieron. Una
noche llegué a mi casa y Juliska me esperaba con un sobre color crema. «Llegara
con mucha perfuma», observó la yugo con toda la sonrisa de su boca campesina.
El sobre llevaba estampillas brasileñas y no había remitente. Esperé hasta
llegar a mi cuarto y allí lo abrí. Contenía una postal de Bahía: «Te felicito
por la exposición. Me gustó tu aporte a mis agujas de las 3 y 10. No te
enjuiciaré por plagio. ¿Has pensado en otra variante de la misma hora? ¿Qué
ella sea el minutero y él el horario? Sería una buena innovación. Te regalo la
idea. O mejor te la cambio por un retrato. Eso sí, píntame con un relojito
pulsera que marque las 3 y 10. Ah, y gracias por el homenaje. Besos y besos de
mi boca débil en tu boca fuerte, todos de tu Rita».
Mujer del acá
La nuca inmóvil de Mariana, a pocos centímetros de mis ojos de insomnio,
tenía un aura de serenidad, aún desconocida en mi escasa experiencia de mujeres
dormidas. Lo escribió Lichtenberg (mi lectura más reciente): «Toda nuestra
historia no es más que la historia del hombre despierto; en la historia del
hombre dormido aún no ha pensado nadie». Pensaré en la historia de la mujer
dormida.
Habíamos hecho y deshecho el amor con una nueva, transformadora avidez, que
no era sólo física; lo habíamos hecho con una dimensión del sentimiento que era
distinta a la convocada por la conjura y la fascinación del tango. Era como si
hubiéramos alcanzado otra región del goce, menos vibrante quizá pero más
duradera. De pronto me sentí candorosamente hombre. No como antónimo de la
mujer sino como sinónimo de ser humano.
Alargué mi brazo hasta su brazo y lo recorrí lentamente, de arriba a abajo,
para no olvidarlo. Ella apenas se movió y ronroneó mi nombre, en realidad no
dijo Claudio con todas sus letras sino tan sólo las vocales, como si las
consonantes se le hubieran quedado enredadas en el sueño. Eso me dio cierta
seguridad, ya que siempre existe la posibilidad de que una mujer dormida
pronuncie otro nombre, aunque ese nombre pertenezca al pasado. Es claro que si
todavía comparece en sus sueños, ello implica que puede regresar a su vigilia.
Afortunadamente, como Mariana dijo el mío, mi mano se sintió autorizada a
moverse hasta su pecho izquierdo, mi escala predilecta. Allí se quedó, como en
un hogar que por fin acogiese al hijo pródigo. Los labios de Mariana besaron el
aire cálido. Todavía dormida, se abrazó a mí y me retuvo y cuando por fin
decidió despertarse se halló con la noticia de que yo estaba en ella, dentro de
ella.
En realidad, esta nueva época había empezado una semana después de haber
recibido la postal bahiana de Rita. Durante varios días me sentí destemplado,
no acudí a encontrarme con Mariana, ni siquiera le telefoneé. Previamente tenía
que ver claro en mí mismo. ¿Así que Rita había estado en Montevideo, había
concurrido a la exposición y sin embargo no me había buscado? Conocía mi
dirección, mi teléfono, mi café de rutina, mi trabajo, pero no había hecho nada
por verme. Su recuerdo me seguía conmoviendo, pero ¿podía esclavizarme,
sabiendo que, tal como había sido antes, como era ahora y como seguramente
sería después, Rita era sólo una presencia huidiza, una suerte de meta
inalcanzable? Yo no quería anularme ni sumirme en la frustración. Quería
realizarme, tanto en mi vida amorosa en particular como en la vida en general.
Mi infancia y mi adolescencia todavía hacían destellos, pero yo era ahora
un adulto, alguien que, ya que no confiaba en el Más Allá, debía insertarse en
el Más Acá, gozar y sufrir en él, pagando el destino al contado y no como
cuotas de un seguro de sobrevida. Cada vez el presente me conquistaba más. El
pasado era una colección de presentes sellados; el futuro, una serie de
presentes a emitir. La historia toda era un larguísimo, interminable presente.
También lo era mi propia historia. El resto era sin duda incertidumbre, vacío.
¿Dónde estaba mamá? ¿Dónde estaba el Dandy? ¿Dónde mi abuela Dolores, muerta
hacía sólo dos meses, todavía preguntando, obsesionada, si los anarquistas de
la carbonería habían regresado clandestinamente de París para fabricar más
francos franceses porque la primera edición la habían consumido íntegramente en
el Folies-Bergere? Seguramente todos ellos se habían esfumado, instalado para
siempre en la Nada. La Nada eso era la muerte y no aquel sueño, repetido y en
espiral, que proponía Rita. El Más Acá, en cambio, era Mariana, y entre una
Rita que oscilaba entre fugas y apariciones, y una Mariana que permanecía junto
a mí y me hacía feliz, me decidí naturalmente por Mariana, aun a sabiendas de
que Rita seguiría acechándome y vigilándome en cualquier recoveco de mis días y
noches por venir.
Fue a
partir de esa elección que cambió mi relación con Mariana. Coincidentemente, mi
ausencia de varios días la había hecho concentrarse en sí misma y medirse y
medirme. Y había decidido jugarse por lo nuestro. Dos ex novios habían quedado
en la cuneta. Me lo dijo sin llorar, con sus oscuros ojos bien abiertos. De
modo que cuando volví a ella, y le narré asimismo cuánto había pesado Rita en
mis vacilaciones (hasta entonces nunca se la había mencionado) y le dije que me
quedaba definitivamente con ella, el hecho de que eligiéramos, ella a mí, yo a
ella, cada uno a solas y en libertad, significó un pacto espontáneo, sin
papeles ni testigos, y cuando por fin nos abrazamos, por primera vez más acá y
más allá del tango que nos había juntado, sabíamos que esto iba a ser
perdurable, es decir todo lo perdurable que admite lo transitorio.
¿Para qué hablar?
(Fragmento de los Borradores del viejo)
¿Por qué seré tan callado? Cuanto más hablan los que me rodean, menos ganas
tengo de decir algo. Tal vez sea éste el sentido de estos Borradores, que he
retomado después de seis años. Decir algo. No sé con quién hablar de Aurora. A
veces pienso que Claudio comprendería, pero el muchacho está en otra cosa.
Sonia está bien. Se las ingenia para acompañarme y no quiero herirla. Es cierto
que no hablo mucho con ella. Mi cuerpo sí habla con el suyo y quizá es
suficiente. ¿Lo será? Confieso que me mantiene vivo, me destedia el tedio. Ni
siquiera le he dicho que su vientre es una delicia. Se lo diré. Me lo prometo.
Tampoco ella es muy locuaz. Después de todo, ¿para qué hablar cuando hacemos el
amor? Con Aurora la fiesta era distinta. En primer término, era fiesta. Ella no
sólo gozaba, también se divertía. Nuestro acto era alegre. No está mal reír en
pleno orgasmo. Echo de menos la fiesta. Ahí reside el secreto. Aurora no era
callada, y yo tampoco lo era en tiempos de Aurora. Me provocaba con preguntas.
Me hacía pensar. Sonia, en cambio, cuando habla, ya brinda las respuestas.
Respuestas a preguntas que yo no he formulado. Aurora era insegura. Sonia es
segurísima. Yo estoy seguro de mi inseguridad. Qué lío. Hoy estuve haciendo
cálculos sexuales. La verdad es que he pasado por pocas mujeres. ¿Por
fidelidad? ¿Por pereza? No sé. Sólo conté ocho. A mis casi cincuenta, no es una
marca como para el Guinness. De las otras, es decir de las ilegales, cinco
fueron tan sólo breves escalas. No me dejaron rastros. La que sí me dejó algo
fue aquella Rosario. Tal vez no supe retenerla. De otras recuerdo sus pechos,
su sexo, sus piernas. De Rosario, sus ojos. Más que sus ojos, su mirada. Miraba
como queriendo decir algo y no diciéndolo. Nunca la vi llorar. A veces le decía
cosas duras, poco menos que agraviantes, para ver si lloraba. Pero ella sólo me
miraba, profundamente pero sin lágrimas. ¿He sido alguna vez feliz? Antes de
Aurora, perdí a Rosario. La pobre Aurora se apagó sola. Y ahora está Sonia, que
sabe acompañarme. La duda es si somos una pareja. Creo que sí, pero no debería
dudar. Me parece.
¿Por qué me habré mudado tantas veces? Pasé por más casas que por mujeres.
Estos Borradores los escribo y los
guardo aquí, en el hotel. No son para nadie, ni siquiera para mí. No me son
indispensables. Podría vivir sin escribirlos. En realidad, esto no es escribir.
Apenas es decir algo sobre el papel.
El hotel. Es el mejor trabajo que he tenido. Sólo por el privilegio de ver
los pinos desde mi despacho, sólo por eso valdría la pena. Además me llevo bien
con la gente: empleados, turistas. Por lo general, me he llevado mejor con mis
lejanos que con mis cercanos. Con todo, mi más cercano sigue siendo Claudio. No
sé si vale como pintor. La verdad es que lo que hace no me gusta demasiado. Se
ha puesto un poco pesado con eso de los relojes eróticos. Prefiero que sea buena
gente (lo es) antes que buen pintor.
El pino mayor mueve su copa. Qué elegancia. Me acompaña bien, como Sonia.
Un gallo canta lejanísimo, y luego otro, más cercano. A menudo me vienen ganas
de responderles. Pero sólo sé emitir cacareos humanos, no tangos de gallo.
Las constancias del viudo
Como antes, como cuando vivía la abuela Dolores, seguí consagrando las
mañanas de los domingos (salvo cuando voy a la feria) al abuelo Javier. Pero
esta vez fui con Mariana. Tenía el pálpito de que iban a sintonizar. Y
sintonizaron. A Javier se le iluminaron los ojos, casi siempre abatidos,
entornados. Le tocó la mejilla con una sola mano, como si quisiera confirmar
con el tacto lo que mal distinguían sus ojos miopes. «Qué linda», dijo, exultante.
«Y qué estupendo ser jóvenes para quererse. Ya me olvidé de cómo era ser joven,
pero no de cómo quise y de cómo me quisieron.» «¿Dolores?», pregunté,
imprudente. «Dolores y Eugenia, Pastora, Isabel, etcétera.» «Caramba abuelo,
todo un harén», comentó Mariana. «No te asombres, muchacha linda, ni te
sorprendas si un día este nieto mío quiere a una o a otra. Es bueno tener un
corazón grande, donde quepan muchos amores.» «¿Y yo, abuelo, tengo permiso para
agrandar mi corazón?» «Ah no, chiquilina, ahí no hago concesiones. Soy
insobornablemente machista.»
Se quedó un rato pensativo. «Ah, me olvidaba, también quise a una Rita.»
«¿Y qué pasó?», pregunté, sorprendido y casi retroactivamente celoso. «Pasó
sencillamente que se esfumó. Era linda y seductora. La verdad es que ésa no se
me entregó. Sólo desapareció. Y no creo que la tratara mal. Por lo general,
ninguna tuvo quejas de mí. Un día, o más bien una noche, la magia terminaba,
pero quedábamos amigos. Hasta hubo una, Pastora, que acabó siendo amiga de Dolores.»
«Parece que las Ritas son escurridizas», insistió Mariana, sin mirarme.
Como era de esperar, el abuelo no desperdició la ocasión de contarle a
Mariana todos y cada uno de los pormenores de la célebre fuga y de la teoría de
la abuela Dolores. En su nueva versión, corregida y aumentada, Javier narraba
que los fugitivos, antes de subir al auto, habían cantado la Internacional. «¿Pero cómo?» pregunté,
«¿no eran anarquistas?» «Tenés razón. Entonces habrán cantado el himno. O algún
bolero. Pero cantaron.» Mariana se divertía de lo lindo, y como afortunadamente
el abuelo no era nada necio, él también se burlaba de su propio embuste.
El patio trasero de la Iglesia estaba desierto. «Los curas ya no juegan al
fútbol», nos informó Javier, «y, como era previsible, ha disminuido
considerablemente la feligresía juvenil de los domingos. Mi teoría es que los
curas se fueron poniendo viejos y al final de los partidos acababan asmáticos,
rengos, taquicárdicos.»
Me preguntó por mi padre. «Decile a Sergio que venga a verme y que traiga a
Sonia, así la conozco. Ahora no está Dolores, que la odiaba sin ningún motivo,
así que tiene cancha libre. Dolores siempre buscaba (y lo peor: encontraba) un
tema obsesivo: la carbonería, Sonia, y tantos otros. Y no piensen que fue cosa de
estos últimos años. En otros tiempos tenía una fijación con el presidente
Batlle. Cuando veía en los diarios una foto de don Pepe, la rompía en
pedacitos. Fíjense, un político tan notable. Ella decía que era blanca, pero
tampoco le gustaba Herrera. Sólo elogiaba a Saravia, que era su dios y su
profeta. Ah, pero reconozco que de jóvenes lo pasábamos bien. Pero ¿quién no lo
pasa bien cuando joven? Entonces uno no se da cuenta (sólo lo advierte muchos
años después, cuando empiezan los achaques y las manías) pero la juventud es
una maravilla. A ver si ustedes dos no esperan a ser viejos para darse cuenta
¿eh? La maravilla es lo que tienen ahora, no lo que recordarán más tarde, entre
la neblina de la memoria llorosa. Ya ven, les mencioné hace unos minutos varias
mujeres de mi vida, y sin embargo, si bien tengo presentes los nombres, no me
acuerdo de los rostros.» Y agregó con un resto de picardía: «Lo que conservo
son recuerdos parciales. Por ejemplo, los pechos de Eugenia, el sexo de
Isabel». «¿Y de Rita?» preguntó Mariana. «¿De Rita? Sólo la estela que dejó en
su fuga.
Pies en polvo rosa
En realidad, Claudio no se llamaba sólo así, sino Claudio Alberto Dionisio
Fermín Nepomuceno Umberto (sin hache). El hábito de semejante ferrocarril de
nombres venía de familia, probablemente de una tradición con arraigo en el
centro de Italia, digamos Umbria o Toscana, ya que su padre se llamaba Sergio
Virgilio Mauricio Rómulo Vittorio Umberto, y su abuelo, el del almacén de
Buenos Aires, Vincenzo Carlo Mario Umberto Leonel Giovanni. Y así, no sucesiva
sino retroactivamente. Como se observará, el nombre Umberto es el único que se
repite, la identidad constante, algo así como la marca de fábrica.
Para Claudio aquella retahíla de nombres era una pesadilla y a menudo le
había significado una incomodidad, especialmente cuando debía tramitar o
conseguir un documento cualquiera. Recordaba con particular vergüenza una de
esas humillantes gestiones. Meses antes de cumplir sus dieciocho años había
concurrido a una oficina de la Corte Electoral a fin de iniciar el trámite
correspondiente a su Credencial Cívica, para así estar en condiciones de votar
por primera vez (a instancias de su padre lo haría por una lista batllista) en
el siguiente noviembre. A cada postulante se le había asignado un número y a él
le correspondió el 21. Cuando por fin le tocó el turno y se enfrentó a un
veterano, de gesto cansado y guardapolvo gris, que debía llenar en cada caso
más de veinte formularios con los datos correspondientes, él extrajo de su bolsillo
el certificado de nacimiento, en el que muy apretadamente había entrado su
sexteto de nombres. Aquel grisáceo especialista en rutinas leyó detenidamente
la línea donde constaba Claudio Alberto Dionisio Fermín Nepomuceno Umberto
Emilio. Preguntó en tono neutro si Umberto se escribía sin hache, y ante la
respuesta afirmativa, y sin que ningún gesto extemporáneo hiciera patente su
tormenta interior, dijo en voz alta: «Las personas que tienen asignados los
números 22, 23 y 24, hoy no serán atendidas y deben presentarse el próximo
lunes». Hubo algunos murmullos y hasta un amaguito de protesta, apagado el
cual, el funcionario de guardapolvo gris comenzó a llenar el primero de los
veintitrés formularios.
Una noche en que, después del amor, se quedaron Mariana y Claudio, todavía
desnudos, en la cama de ella, empezaron, como lo hacían frecuentemente, a
contarse cosas (siempre les quedaba alguna peripecia inédita), y él, como
máxima prueba de confianza, le confesó su procesión de nombres. Mariana, que
tenía la risa fácil, empezó con mohínes de asombro y concluyó en carcajadas de
repetición. Por cierto que Claudio no se agravió ante esa singular acogida a su
larguísima identidad; más bien se dedicó a un disfrute inesperado, que era ver
y admirar cómo el lindo cuerpo desnudo de la muchacha se sacudía y
contorsionaba a consecuencia de las risas en cadena. El nombre que más le
divertía era Nepomuceno y, a partir de aquella jornada, cada vez que, por
alguna razón, importante o nimia, discutían, ella de pronto decía «Nepomuceno»
y el nombre clave les devolvía la alegría de estar juntos. «Y vos ¿cómo te
llamás? ¿Mariana y qué más?» «Mariana y punto», dijo ella. Y así, cada vez que
ella lo llamaba Nepomuceno, él replicaba «Mariana y punto».
Claudio seguía pintando. Mariana posó durante horas, pero en cada sesión se
quitaba el reloj pulsera. Claudio percibía que aquel gesto era un
rito-anti-Rita. Como habían convenido que Mariana sólo viera el retrato cuando
él diera la última pincelada, Claudio estuvo tentado de incluir en el óleo el
relojito que la propia modelo descartaba, pero tuvo miedo a las consecuencias y
abandonó la idea. Cuando al fin Mariana fue autorizada a mirar el cuadro y se
sintió muy orgullosa del resultado, dijo: «Qué suerte, Nepomuceno, que no
colocaste un relojito. No lo habría soportado». Claudio no mencionó sus
desechadas tentaciones. Sólo dijo: «Mariana y punto: creo que este humilde
artista merece un premio».
Media hora más tarde, ya cobrado el premio en especie, preguntó: «¿Me
dejarás que la próxima vez te pinte desnuda o preferís que elija otra modelo?».
«¡Pero Claudio!», gritó ella, olvidada esta vez de Nepomuceno, y se cubrió con
la sábana rosada. (Claudio odiaba ese color, pero reconocía que la cama y las
sábanas eran de ella y no suyas.) El movimiento fue tan rápido, que los pies,
muy blancos y delicados, quedaron allá abajo como un único saldo de desnudez
que sobresalía de la sábana rosa. Sólo ahí él se dio cuenta cabal de lo
hermosos que eran y fue precisamente en ese instante que nació el tema de su próximo
cuadro: Pies en polvo rosa.
Voces lejanas
«Yo también dejé de estudiar», dijo Norberto. «Trabajo en el Ministerio de
Hacienda y no me va mal. Hace un mes que me aumentaron el sueldo. Me casé hace
ya un año con Maruja, a lo mejor te acordás de ella, también era de Capurro.»
La recordaba muy vagamente, ya que era dos o tres años menor que nosotros y
entre niños ésa era mucha diferencia.
Lo había encontrado a la salida de la Agencia, al mediodía de un lunes.
Hacía como dos años que no nos veíamos, así que decidimos allí mismo almorzar
juntos. Estábamos en plena Ciudad Vieja, así que fuimos a La Bolsa, que quedaba a pocos metros, es decir en Piedras, entre
Zabala y Misiones. Más que un restorán, aquélla era la simpática cantina de
unos gallegos (trabajaba allí toda la familia), buena gente, alegre y
trabajadora. Yo iba a menudo a almorzar allí, a la salida de la Agencia, y
algunos de ellos, como Manolo, que servía de mozo, e Inma, la cajera (sólo un
tiempo después me enteré de que ese nombre casi impronunciable era un apócope
de Inmaculada), me trataban con una confianza casi familiar. Tenían una manera
de manejar el idioma que me encantaba. Por ejemplo, si llegados a los postres,
dos comensales pedían cada uno «un flan doble», Manolo ordenaba a la cocina:
«¡Dos flandobles!», y a mí me sonaba como dos mandobles. Una vez que pedí sopa
y al primer intento comprobé que la cuchara tenía un importante agujero por el
que la sopa volvía a su plato de origen, llamé a Manolo y le mostré el
estropicio. El levantó la cuchara a la altura de sus ojos y al verificar la
existencia del orificio por mí denunciado, exclamó con auténtica consternación:
«¡Me cajo en Dios, qué buraco!»
Pues allí fuimos con Norberto, que se asombró al comprobar con qué gestos
amistosos me recibía Manolo y qué alegre saludo me dedicaba Inma desde la Caja.
No había mucho para elegir, así que pedimos melón con jamón y milanesa con
ensalada. Durante el jamón con melón, Norberto me habló de Maruja y de su
loable propósito de tener hijos (por lo menos dos) en un plazo relativamente
breve. «Si Dios quiere», agregó, cauteloso. «Así después nos quedamos
tranquilos y los pibes crecen juntos. A mí nunca me gustó ser hijo único. Ni
por las ventajas ni por las desventajas.» Al parecer, Maruja estaba de acuerdo:
ella también era hija única y había sufrido esa condición. «Vos tuviste suerte.
Tenés una hermana. Se llama Elenita ¿no?» Sí, Elenita. Le informé que ya estaba
en el Liceo y hasta tenía novio. Me lo había dicho en secreto porque no se
atrevía a confesárselo al viejo ni mucho menos a Sonia, con quien las
relaciones habían mejorado pero de ningún modo eran las ideales. Además, había
agregado, él es paraguayo y no sé cómo le caerá al viejo que yo esté liada con
un extranjero. Yo la había animado: un paraguayo no es un extranjero, acordate
que nada menos que Artigas eligió ese país para exiliarse. La referencia
histórica le levantó el ánimo, a tal punto que dos días después se lo dijo al
viejo. Y qué te dijo, le pregunté. ¿Qué qué me dijo? Que si los uruguayos eran
tan feos como para que yo hubiera tenido que elegir a un paraguas. Lo peor fue
que lo llamara paraguas. Y ella le había respondido: Para que veas, papá, no
fui yo quien lo elegí. Fue él quien me eligió. El viejo tuvo que reconocer que,
después de todo, el paraguas tenía buen gusto.
Norberto se rió con el cuento, pero insistió: «¿Ves la ventaja de no ser
hijo único? Tu hermana te toma de confidente y busca tu apoyo. Yo no tuve a
nadie a quien apoyar ni mucho menos alguien que me apoyara».
Ya en plena milanesa con ensalada, me puso al tanto de su hobby actual: era radioaficionado. Un
tío suyo lo era, y además tenía plata. Le había regalado un transmisor-receptor
de considerable alcance, así que en los últimos tiempos se pasaba horas enteras
con los auriculares puestos e intercambiando mensajes con tipos de Venezuela,
Puerto Rico o Santa Cruz de Tenerife. El entusiasmo le había llevado a tomar
clases de inglés, y aunque todavía no lo hablaba con soltura, le alcanzaba para
comunicarse con Liverpool, Ottawa o Boston.
«Como te podrás imaginar, en onda corta, así como el castellano que se
habla no es el de Cervantes, tampoco el inglés es el de Shakespeare. Con saber decir Hullo, What’s the weather like, It looks like rain, What a pity, es
más que suficiente. Además vos sabés que (padre Ricardo aparte) yo siempre
tuve inclinaciones religiosas, de modo que espero que algún día, mientras voy
moviendo el dial, suene de pronto una voz grave y protectora, que diga (en
castellano, claro, Dios habla en inglés sólo a los protestantes): Dios llamando
a Norberto. Cambio. El problema es qué le contesto», concluyó Norberto,
fingiéndose compungido, ya que era evidente que se estaba burlando de sí mismo
y de su antigua religiosidad.
Tras pedir y consumir «dos flandobles», Norberto me comprometió a que fuese
a su casa. «Por dos razones. La primera es que conozcas (o reconozcas) a
Maruja. La segunda, que veas mi equipo de radio. Vení con Mariana, claro.»
A la semana siguiente fui con Mariana. Yo no habría reconocido a Maruja,
pero en cambio la reconoció Mariana, ya que, para sorpresa de Norberto y mía,
habían sido compañeras en no sé qué colegio de monjas. «Este Montevideo es una
aldea», dijimos todos, tan concertadamente como si interpretáramos el cuarteto
vocal de Rigoletto.
Mientras ellas repasaban sus recuerdos monjiles, Norberto me llevó a su
sancta sanctorum. El aparataje era impresionante. Se puso los auriculares y me
colocó otros a mí. Empezó a recorrer el espinel hertziano. Línea a línea del
dial iban apareciendo voces extrañas e idiomas imposibles, pero asimismo un
tucumano que clamaba por una limeña, y un carioca que anunciaba tener una mala
noticia para un bogotano. Se llamaban con letras y números en clave, por
ejemplo CX1BT (y enseguida aclaraban: CX1-batería-tierra). Aquello era
agobiante. Las voces del universo estaban allí. No me extrañaba que Norberto
acariciara la esperanza de escuchar la voz del Señor, ya que aquel aparato
parecía tener un alcance ilimitado. Había voces que llegaban, qué duda cabía,
de las galaxias, donde quizá Dios fuera a descansar todos los domingos
(costumbre adquirida desde la Creación) así como nosotros vamos a Portezuelo o
a La Paloma.
Norberto se levantó y me hizo señas de que iba a buscar a las mujeres para
que ellas también disfrutaran de aquel vocerío, que a menudo se mezclaba con
extraños pitidos a lo manisero, o también con estentóreos tableteos, que tanto
podían ser truenos como ametralladoras o simples carcajadas de Mandinga.
Me quedé escuchando, a esa altura fascinado por la banda sonora del
universo. Una voz atiplada, pero castiza, de Bogotá, había establecido contacto
intermitente, entre «cambio» y «cambio», con otra, de acento inocultablemente
caribeño, quizá de Maracaibo, y entre una y otra fueron repasando y comentando
los resultados de baseball de la
última jornada. Como aquello me aburría soberanamente, moví el dial. Entonces
sonó en mis auriculares: «Rita llamando a Claudio. Cambio». No podía creerlo.
Pero pasaron dos minutos y volvió a sonar: «Rita llamando a Claudio. Cambio».
Sentí que Norberto me quitaba los auriculares. Había entrado con Maruja y
Mariana y no me había dado cuenta. Norberto me preguntó qué me pasaba. «Estás
pálido», dijo Mariana. «No sé, no sé, tal vez me haya mareado con tantas voces.»
«Tengo la impresión de que te desmayaste», dijo Maruja. «Puede ser», admití,
«pero mareado o desmayado o dormido, seguí escuchando voces y voces, mensajes y
mensajes.» «No creo que te hayas desmayado», dijo Maruja. «Tenías los ojos bien
abiertos.» Mariana rió: «Como si hubieras visto un fantasma».
No siempre es así
Por fin conocí al Paraguas. Es de una tal timidez, que yo, a su lado, me
sentía Ricardo Corazón de León. Tiene, sin embargo, una mirada franca y una
risa espontánea y contagiosa. Como todos los paraguayos que conozco, es de tez
aindiada y, además del castellano, habla (y sobre todo canta) en guaraní. Hay
que insistirle mucho para que cante, y nunca lo hace si hay más de tres o
cuatro personas dispuestas a escucharlo. Su voz es agradable y además el
guaraní parece una lengua creada especialmente para ser cantada. Como era
natural, Elenita lo miraba embelesada.
A veces van ambos al hotel, creo que para que el viejo se vaya habituando a
la presencia del muchacho. El viejo nunca fue puritano, pero no se atreve a
hacerle ciertas recomendaciones a su hija. Demasiado sabe que entre Elenita y
Sonia no hay suficiente confianza, así que decidió pedirme que le transmita a
Elenita algunas normas elementales en el rubro sexualidad. En realidad, le aterra
la mera posibilidad de que el Paraguas la deje preñada. De manera que no tuve
más remedio que tratar con ella el espinoso tema. Menuda sorpresa. El Paraguas
será tímido pero nada estúpido. Sabe tomar sus precauciones. «Tate tranqui,
Claudio», me dijo Elenita antes aun de que yo entrara en materia. «Y decile a
papá que no se preocupe. Todavía no le vamos a dar nietos.» Aquel diálogo me
provocó una reflexión profunda: ¡Cómo cambian los tiempos! Dije aquel tópico
junto a los pinos, pero en voz baja y algo avergonzado. Me sentí tan ridículo
como la tía Joaquina.
A partir de aquella prueba fehaciente de madurez precoz, resolví no
referirme más al Paraguas (ni siquiera mentalmente) con ese mote, sino con su
nombre, que para mi vergüenza era breve y único: José. A la vista de José y
Elena, que se paseaban por el jardín del hotel, muy abrazaditos, me pregunté
dónde llevarían a cabo sus pecados. El tímido vivía en una pensión de la Unión,
con otros compatriotas, y allí no permitían visitas clandestinas, y menos de
menores. Bah, ya se arreglarán.
De paso comprobé que en los árboles habían grabado más iniciales, sólo que
ahora los presuntos amadores prescindían del consabido corazón. Entre las
nuevas duplas, había una que, por razones obvias, me llamó la atención: C y R.
Con un gesto brusco decidí espantar aquella eventualidad como si se tratara de
una nube de mosquitos. Además, pensé, si lo hubiera grabado Rita, jamás habría
puesto C y R, sino R y C, de eso estoy seguro.
Hacía tiempo que no estaba solo entre esos pinos tan acogedores. La soledad
me duró poco. Apareció Sonia y se sentó en uno de los venerables bancos de
plaza que el viejo había adquirido en un remate y que sin duda armonizaban con
el contorno. «Decime un poco», empezó Sonia, «hace tiempo que quiero preguntarte
algo. Si Mariana y vos se llevan tan bien como parece, ¿por qué no se casan?»
No sé bien por qué la pregunta me indignó y estuve a punto de decirle que no se
metiera en mi vida, que no era mi madre, etcétera. Ella se dio cuenta de que mi
procesión iba por dentro, y balbuceó: «Perdoname». De modo que silencié mi
sarta de reproches. Y no me arrepentí, porque Sonia no es mala gente y además
le ha hecho bien al viejo.
Es cierto que sus maneras de amor (descarto la posibilidad de que éste no
exista) son para mí un enigma. Nunca los he visto acariciarse, ni mucho menos
besarse en público, ni siquiera cuando estamos en familia, pero no creo que esa
discreción sea un colmo de pudor sino más bien un estilo. Por otra parte, su
relación es jovial y yo diría (aunque jamás osaría comentario con nadie en
estos términos) que se llevan administrativamente bien. Otra vez me siento
ridículo como la tía Joaquina.
«Hasta ahora no hemos barajado esa posibilidad», le respondí finalmente a
Sonia. «Después de todo, ¿no te parece que el matrimonio es apenas un trámite y
que significa muy poco para una pareja que hace vida en común?» Sonia levantó
la cabeza. No sé si miraba a lo lejos o dentro de sí misma. Luego dijo: «No
siempre es así».
Otra vez Mateo
Desde que estuviera con Norberto y Maruja, y repasaran juntos sus recuerdos
de Capurro, a Claudio le había aparecido en sueños varias veces el barrio de su
infancia, y en particular un personaje: el ciego Mateo. Se despertaba con un
sentimiento de culpa. Sabía que un tiempo después de que él fuera a darle su
«adiós por ahora», Mateo se había ido de Capurro. Más aún: se había casado.
Varias veces había tratado de averiguar sus señas actuales, y había fracasado,
pero ahora se recriminaba no haber insistido. No podía ser que alguien, sin
salir de Montevideo, se esfumara sin dejar rastro.
Le telefoneó a Norberto, y éste, a pesar de no haber tenido relación con
los Recarte, le consiguió el número de María Eugenia. Así que la llamó, y ella
pareció muy contenta ante la evidencia de que Claudio no los hubiera olvidado,
y por supuesto le dio la dirección y el teléfono de su hermano. «Mejor no le
telefonees. Andá simplemente a verlo, así le das esa buena sorpresa. ¿Por qué
no vas el domingo a la tarde?»
Fue el domingo a la tarde. Sin ser lujosa, era una linda casa de dos
plantas, en Punta Gorda, frente a la costa. Le abrió la puerta una mujer joven,
agraciada y simpática. «¿Usted es Claudio, verdad? Yo soy Luisa, la mujer de
Mateo. Mi cuñada me avisó que usted vendría. Pero Mateo no sabe nada. Venga
conmigo.»
El la siguió como si fuera a introducirlo en el pasado. Estaba lleno de
expectativas pero también con un poco de inquietud. Pensó que ahora ya no era
un niño y que Mateo debía tener unos treinta y tres años. ¿Cómo sería esta
nueva relación, de adulto a adulto?
Luisa abrió una puerta y entraron en un ambiente luminoso, con un amplio
ventanal que daba al mar. De espaldas al paisaje estaba Mateo, en una mecedora,
escuchando la radio. A Claudio le pareció que no había cambiado mucho, aunque a
primera vista podía detectar algunos cabellos de menos y algunos kilos, no
muchos, de más.
«Apagá la radio», dijo Luisa, «que te traigo una visita importante. A ver
si adivinás quién es.»
Mateo rió con ganas. «Vení, Claudio, quiero darte un abrazo». Luisa y
Claudio se miraron, desconcertados. Entonces él se acercó a Claudio y lo abrazó
con fuerza y con afecto.
«Por favor, no atribuyan este inesperado reconocimiento a mi famosa
intuición de ciego, eh. Resulta que mi hermana, famoso estómago resfriado del
ancestral Capurro, no pudo contenerse y me llamó hace una media hora. De todas
maneras, se lo agradezco, así pude preparar el ánimo para recibir a tan excelso
personaje.» «Ah, traidora», dijo Luisa. «No se puede con mi cuñadita.»
Evidentemente Mateo estaba contento. Cuando Claudio empezó a hablar, lo
interrumpió: «¡Qué increíble tu voz de ahora! Es como si la melodía que antes
escuchaba en un violín, ahora la escuchara en un violoncelo. Ah, pero todo
tiene sus limitaciones. Todavía no puedo imaginarte con un cuerpo y una
presencia de hombre».
Luisa asistía divertida al reencuentro. Salió un momento y volvió con
varias copas, bebidas y una cubetera de hielo.
«¿Qué me contás de mi nuevo estado? ¿Te fijaste en esos dientes de conejo,
tan simpáticos, que tiene mi mujer? Por eso yo le digo que, además de vidente,
es bi-dente. ¿Y vos? ¿Seguiste
estudiando? ¿Tenés novia? ¿Cómo está tu padre? Alguien me dijo que dirige un
hotel y que se volvió a casar. ¿Y tu hermanita?»
Acribillado por las preguntas, Claudio fue desmenuzando las respuestas, que
por supuesto provocaban nuevas preguntas. Su amigo estaba radiante, pero
Claudio no cayó en la arrogancia de atribuirlo tan sólo a su visita.
Sencillamente, Mateo era feliz.
Así y todo, le era difícil reconocerlo en esa euforia. Algún reducto de su
memoria echaba de menos la antigua serenidad, el inteligente sosiego del otro
Mateo Recarte, el de Capurro.
Cuando Luisa los dejó solos, el ciego quedó unos instantes en silencio y
luego dijo: «Presumo que te debe extrañar verme tan locuaz y casi alborozado.
Yo mismo a veces no me reconozco. ¿Sabés lo que pasa? A partir de mi encuentro
con Luisa, todo ha cambiado. Desde mi condición de ciego un poco estúpido,
nunca me atreví a imaginar una vida como la que ahora llevo. ¿Quién osaría
cargar con un ciego como marido? ¿Otra ciega? Quizá, pero nunca la encontré.
Una vez se me acercó una, de nombre Rita, pero luego resultó que no era ciega,
y no me gustó el engaño. Con Luisa nos enamoramos a través de la filosofía, las
matemáticas, la literatura, la cultura en general. Vos dirás que todo ese
cargamento no alcanza para quererse. Y tendrás razón. Pero sin ese cargamento
no nos habríamos conocido y reconocido, no nos habríamos metido de cabeza en el
amor. Mis viejos y mi hermana me dicen que Luisa es linda y no preciso que me
lo confirmen. Lo sé. Una trayectoria singular ¿no te parece? De la abstracción
de las matemáticas al amor concreto de los cuerpos. Te aseguro que la amo con
mis cuatro sentidos y no me hace falta el quinto. En todo caso, nuestro quinto
sentido es el buen humor. ¿Qué más queremos? Después de todo, mis manos no son
ciegas. La conocen bien».
«Qué hermosa casa tenés», dijo Claudio. «Sí, me gusta estar frente al mar.
No veo tu faro, pero oigo las olas. A veces me quedo largos ratos junto al
ventanal. Es una maravilla escuchar las olas. Parecen todas iguales y sin
embargo cada una trae un sonido distinto y seguramente también un mensaje
distinto. ¡Pensar que hablo tres lenguas y sin embargo no entiendo a las olas!
¡Cuánto nos falta para alfabetizarnos! Me conformo diciéndome que después de
todo no es tan importante. El sonido del mar es una música, y ¿a quién se le
ocurre entender el idioma musical de Brahms, de Bach o de Schoenberg? Ellos no
compusieron para que los entendiéramos sino para que los disfrutáramos. Las
olas son mi Verklarte Nacht.»
Claudio estuvo allí dos horas. Luisa lo invitó a cenar, pero él había
quedado en encontrarse en un cine, con Mariana. «La tenés que traer», dijo
Luisa, que de pronto había decidido tutearlo. Se despidió de Mateo, con otro
abrazo, y Luisa lo acompañó hasta la puerta. El la miró con admiración. «No
sabés cómo me alegro de que Mateo esté tan bien y tan contento.» «Sí»,
corroboró ella, sonriendo. «Estamos muy bien y muy contentos.» Claudio atrapó
aquel plural, antes de que se desvaneciera en el aire salitroso.
Un milagro
Aquel día que estuvimos en su casa, y cuando ya nos íbamos, Norberto me
llamó aparte y me entregó una hoja doblada. «Para que lo leas después. Es un
cuentito. No sé si tiene algún valor. Tal vez sea fruto de mis desgastes y
desajustes religiosos.» No lo leí esa noche en mi casa sino mucho después en la
de Mariana. Se titula «Un milagro»:
Un santo milagroso. Eso
era. Las beatas del pueblo juraban que lo habían visto sudar, sangrar y llorar.
Desde la capital una agencia turística organizaba excursiones para mostrar al
Santo. Para unos se trataba de san Miguel; para otros, de santo Domingo o de
san Bartolomé y no faltó quien afirmara que se trataba de un san Sebastián;
algo extraño, ya que le faltaban las flechas. Y como la propia Iglesia no se
ponía de acuerdo, la feligresía optó por llamarle el Santo y nada más. De todas
maneras, el párroco estaba encantado con el aluvión limosnero.
Marcela no vino en
excursión. Ella y sus padres vivían desde siempre en el pueblo, o sea que
conocía al Santo desde niña. Su imagen había estado presente desde sus primeros
sueños infantiles. Ahora tenía diecisiete años y era la más linda en varias
leguas a la redonda.
También el Santo era
apuesto y cuando Marcela iba a la capilla y se arrodillaba frente al altarcito
lateral en que el Santo moraba, su devoción tenía sutiles trazos de amor
humano. Una mañana de lunes, cuando el templo estaba desierto, la muchacha se
acercó al Santo, lo miró largamente y esta vez su suspiro fue profundo. Luego
se arrimó y comenzó a besar minuciosamente aquellos dolidos pies de yeso. Luego
acompañó sus besos con caricias en las piernas descascaradas.
De pronto sintió que algo
humedecía su brazo. Al comienzo no quiso creerlo, pero era así. Un milagro
inédito, después de todo. Porque aquello no era llanto ni sangre ni sudor. Era
otra cosa.
«¿Qué te parece?» le pregunté a Mariana. «No sé. Me ha dejado algo confusa.
Tengo la impresión de que transcurre en una línea fronteriza. Pero es una
frontera que no aparece muy frecuentemente en la literatura: la que separa la
religión del erotismo.»
Con un levantamiento de cejas, inquirió mi propia opinión. «A mí me gustó,
tal vez porque ocurre justamente en esa frontera. El Santo se humaniza. En esa
última línea, deja de ser de yeso para ser de carne.» «¿Y qué le vas a decir a
Norberto?» «Pues eso.»
El capital es otra cosa
Por entonces empecé a frecuentar al tío Edmundo, hermano del viejo. Siempre
me había caído bien, pero en verdad nos conocíamos poco. Sólo venía a vernos en
los velorios (cuando murió mamá) o en las bodas (la del viejo con Sonia). Sin
embargo, se llevaba bien con su hermano y a menudo se telefoneaban. Pero a
Edmundo le costaba hacer visitas. Su mujer, la tía Adela, que había sido muy
cariñosa conmigo allá en mi infancia, cuando vivíamos en Constitución y Goes,
había muerto a consecuencia de un error médico, o tal vez de mala información:
una enfermera algo inexperta le dio una inyección de no-sé-qué y resultó que
ella era alérgica al no-sé-qué. Para el tío eso fue un sacudón inesperado.
Ambos eran bastante jóvenes, aunque a mí me parecían dos veteranos. De modo que
Edmundo se sintió como un corredor de fondo que se quedara exhausto a mitad de
carrera.
Le costó años sobreponerse a esa ausencia y quizá por eso se metió de lleno
en la vida sindical (era bancario), leyó como un obseso, se formó toda una
cultura política, se rehizo en fin. Cuando estuve vacilando entre seguir
estudiando o no, él, como buen autodidacto, me decía que no sólo en la
Universidad puede uno «desasnarse», también es posible alfabetizarse por
impulso propio, por vocación, y «entonces verás que la cultura que vas
adquiriendo, te sirva o no para ganar dinero, ya no es una tortura sino un
disfrute».
Al fin había decidido no matricularme y me dediqué de lleno a la pintura.
Asimismo (al principio por imitar a Edmundo y luego por iniciativa propia)
empecé a leer con delectación pero con más rigor que antes. El me guiaba en el
rubro política, pero empecé además a leer novelas, poesía, cuentos, y sentía
que eso me servía también como pintor. La militancia de Edmundo era sólo
sindical, pero sabía de todo. Sin un orden estricto, en su mejor estilo
coloquial, me fue arrimando conocimientos.
Una vez le pregunté cómo, con esas inquietudes, no militaba en un partido,
y me respondió que muchas veces había pensado hacerlo, pero se sentía más a
gusto en el trabajo sindical. Era un hombre de clase media, con todos los
prejuicios y condicionamientos que ello implica, pero su actividad en el
sindicato bancario, donde llegó a asumir responsabilidades específicas, le
ponía frecuentemente en contacto con obreros, y él entendía que eso lo
enriquecía, no sólo política o socialmente, sino sobre todo como ser humano.
«Son unos tipos formidables», me decía, «quizá más elementales, más primitivos
que muchos de nosotros, pero en aquellos problemas ante los cuales normalmente
tenemos dudas, ellos en cambio lo tienen muy claro y por lo general no se equivocan.»
Ahí soltaba la risa, que siempre era franca, para agregar: «Mirá que frente
a la clase trabajadora no tengo complejo de inferioridad, más bien creo que, si
por un lado aprendemos de ellos, igualmente ellos aprenden un poco de nosotros,
aunque menos. El trabajo físico te va dando una sabiduría esencial, que
probablemente viene de tocar la realidad con las manos, en tanto que el manejo
de cifras y planillas te va encerrando en una cueva de abstracciones. Hasta la
riqueza, esa que aparece en las grandes cuentas particulares, sobre todo en las
de moneda extranjera, es abstracta. Un saldo de nueve o diez cifras ocupa una
sola línea, igual que el saldo (éste de tres o cuatro cifras) en la cuenta del
pequeño ahorrista. En un Banco la riqueza no son hectáreas y hectáreas de
campo, miles de cabezas de ganado, grandes mansiones en Punta del Este, oscuras
barracas de la calle Paraguay. En un Banco la riqueza son números, y los
números suelen ser flacos, a veces esqueléticos como el uno o el siete, e
incluso la gordura del seis o del ocho (papada y panza) tienen distinto
significado si están a la izquierda o a la derecha de la coma decisiva».
Y así seguía, enredándose con sus propias metáforas contables, hasta que
por último exclamaba: «¡Qué locura! No me tomes en serio. Mirá que el capital
es otra cosa».
Juliska se pone triste
Nunca había visto llorar a Juliska. La yugo siempre tuvo una excepcional
vitalidad, una gran energía disponible y una extraña disposición a disfrutar
cuando trabajaba, característica ésta que causaba estupor y desconcierto entre
los montevideanos (que por lo general no practican ese tipo de hedonismo) a
medida que la fueron conociendo dentro y fuera de casa.
Pero esta vez la encontré llorando, en el patio, y estaba tan recluida en
su tristeza que no se percató de que yo había entrado en la casa, normalmente
sin gente a esa hora de la tarde. Le puse una mano en el hombro y la pobre dio
tremendo respingo, sorprendida y sobre todo avergonzada de que alguien se asomara
de modo inesperado a su intimidad.
«¿Qué ocurre, Juliska? ¿Te duele algo?» Juliska estalló en sollozos aún más
desconsolados. De pronto se contuvo y me consagró una mirada que convocaba la
compasión. «¿Me da permisa para darle una abraza?» «Pero, Juliska, por favor.»
Y la abracé, un gesto que provocó un nuevo raudal de llanto.
Volví a preguntarle qué ocurría, si le dolía algo. «¡El almo me duele! ¡Eso
es la que me duele!» En esta ocasión, extrañamente, su humor involuntario no me
hizo gracia. Verdad que era imposible reírse de aquella congoja desenfrenada.
«¿Tuviste alguna mala noticia de tu país?» Juliska negaba con la cabeza. «Toda
es muy raro. Nunca tení antes esta tristeza.»
Le traje una silla, hice que se sentara, le alcancé un vaso de agua. Ya no
sabía qué hacer. Me di cuenta de que tenía que solucionar con urgencia este
problema, porque de lo contrario yo mismo iba a empezar a llorar y eso me iba a
desprestigiar ante Juliska, uno de cuyos dogmas había sido siempre: «Las
hombras no lagriman».
Por fortuna, su confidencia empezó antes que mi llanto. Reconocía que
estaba desorientada. Que yo no fuera a pensar que se hallaba a disgusto entre
nosotros. «Son como familio mío», repetía como un sonsonete. Pero de pronto
(esa misma tarde, no sabía por qué) le había entrado una nostalgia terrible de
su tierra. Quiso recordar el gusto de sus frutas silvestres, el olor del campo
cuando anochecía, el rostro de su madre, el canto del ruiseñor, las ondas
verdiazules del lago Skadar, el firmamento como un techo. Morriña clásica,
diagnostiqué. «Aquí también hay cielo», sentí la necesidad de aclararle. «Ah
sí», balbuceó, «pero demasiados estrellos. No parece techa. Parece teatra.»
Le pregunté si lo que quería era volver a su país. «¿Volver? De ninguna
moda. Si volver, yo extrañar mucho Uruguay, todos ustedas tan buenísimas
conmiga, extrañar playos, mi familio en Las Piedras.» «¿Y entonces?» «No
preocuparse, sobre todo no decir nada a señor papá ni a señora Sonia ni a niña
Elenita. Yo soy un poquito loca, ¿usted comprender? Mañana estar contentísima.
Conocer mis ataques de tristeza. Nostalgia de Crna Gora, comonó, pero no por
eso viajar a Crna Gora, para no sentir en Crna Gora nostalgia de Montevideo.
¿Usted comprender?»
Yo
comprender, pero hasta por ahí nomás. De todos modos, percibí con asombro que
su castellano estaba mejorando. Evidentemente, en su caso la tristeza estaba
cumpliendo una función docente. De pronto se me encendió una lamparita. Le
pregunté cuántos años tenía. Me tomó una mano y con su dedo índice dibujó en mi
palma un 52. Sentí un gran alivio. Qué suerte. Ya no la perderíamos. Saboreé en
mi fuero interno la revelación. Juliska no estaba loca sino menopáusica. Pero,
naturalmente, es posible, digo yo, me imagino, que la menopausia del exilio sea
más penosa que la de entrecasa.
Préterito imperfecto
Y la muerte está
dentro de la vida.
FERNANDO PESSOA
Podrá parecer increíble, pero la congoja casi profesional de Juliska me
dejó averiado por unos cuantos días. Ella, en cambio se repuso en menos de
veinticuatro horas. A la mañana siguiente a su desconsuelo, preparó el desayuno
en la cocina mientras cantaba, no precisamente una tonada de su lejana tierra,
como era lo previsible después de tanta nostalgia, sino un tango (por la
melodía, adiviné que era Viejo rincón)
que uno de sus parientes de Las Piedras le había traducido al servocroata. Me
sobrevino un ataque de curiosidad: ¿cómo sonaría en aquella remota lengua el
consabido «callejón de turbios caferatas / que fueron taitas del bandoneón»?
Pero me contuve y me limité a elogiarle el café con leche y las tostadas.
Sin embargo, no me pude librar de una pesadumbre brumosa, encapotada.
Habíamos pasado unos días muy fríos y lluviosos, con esas aborrecibles ventolinas
que en invierno nos hacen olvidar qué acogedora y disfrutable ciudad puede ser
Montevideo en cualquiera de las otras estaciones.
Por otra parte, Mariana se había ido con Ofelia a Maldonado. Ni siquiera
tenía ganas de pintar. En la Agencia me limitaba a hacer lo indispensable, sin
aportar nada original. Hasta mis viejos relojes eróticos me aburrían.
Cuando iba al hotel, como hacía tanto frío y generalmente llovía, no podía
quedarme en el jardín, donde la vecindad de los árboles abuelos me
tranquilizaba y a la vez me estimulaba. Una tarde me metí en una de las
habitaciones sin huéspedes (¿quién iba a venir a Montevideo con este invierno
de mierda?) de la segunda planta. Había una mecedora, la ubiqué frente a la
ventana y allí me quedé como dos horas. Solo. En silencio.
Sin proponérmelo especialmente, y con un inesperado manejo de mi propio
caos, empecé a desgranar mi pretérito imperfecto, o sea mi pasado no perfecto,
rudimentario, timorato, inmaduro, deficitario, chapucero, distorsionado,
vulnerable, quebradizo, negligente, etcétera. ¿Qué había hecho hasta ahora? El
mundo se consumía y despedazaba en una guerra estúpida. Millones de muertos y
yo ¿qué hacía? ¿Qué hacía en esta mecedora contemplando la desolación del
invierno desde mi propia desolación?
Estaba algo así como cautivo de mi infancia en Capurro y sin embargo no
había vuelto allí. Era un exiliado de Capurro. Ahora bien, aquel bolsón
barrial, ¿estaba constituido primordialmente por el Parque, la cancha del Lito,
la higuera en mi ventana, o era mucho más las gentes que allí había
frecuentado, las que todavía recordaba y acaso más aún las que había olvidado?
¿Capurro era la resonante campana del tranvía 22 y los malabarismos del
motorman, la expectativa del paso nivel cercano a Uruguayana, o eran mis conversaciones
con Mateo y sobre todo los brazos acogedores de mi madre, que dos por tres me
transmitían un soplo de ternura que ya no tengo? ¿Quién era o había sido o
seguiría siendo la niña de la higuera, aquella Rita que se había deslizado en
mi cuarto y en el café Sportman y en aquel zaguán sombrío de Dieciocho y que
siempre me dejaba tembloroso y frustrado?
De algo estaba seguro: no quería saber más de Rita, pero la incógnita era
si Rita no querría saber más de mí. Ojalá, pensé, mientras me balanceaba en la
mecedora y en la incertidumbre. Mi amor por Mariana estaba intacto, más aún, se
había consolidado, en mí y en ella. Pero lo sentía amenazado. Tampoco era ése
un descubrimiento original. ¿Qué o quién no estaba amenazado en este ámbito y
en este tiempo? Ni siquiera era cuestión de ámbito o de tiempo. Siempre se vive
y se vivió bajo amenaza. La muerte está dentro de la vida, anunció alguien.
Nunca pude entender cómo Norberto podía repetir como un loro (ahora ya no, por
suerte) las gastadas lecciones del padre Ricardo, cuando éste lo llenaba de
pavor hablándole del infierno. (Por si las moscas, nunca le hablaba del paraíso
aquel cretino.) He llegado a pensar que, después de todo, la conciencia es
simultáneamente nuestro cielo y nuestro infierno. El famoso Juicio Final lo
llevamos aquí, en el pecho. Todas las noches, sin ser conscientes de ello,
enfrentamos un Juicio Final. Y es de acuerdo a su dictamen que podemos dormir
tranquilos o revolcarnos en pesadillas. Ni Salomón ni psicoanalista. Somos juez
y parte, fiscal y defensor, qué más remedio. Si nosotros mismos no sabemos
condenarnos o absolvernos ¿quién será capaz de hacerlo? ¿Quién tiene tantos y
tan recónditos elementos de juicio sobre nosotros mismos como nosotros mismos?
¿Acaso no sabemos, desde el inicio y sin la menor vacilación, cuándo somos
culpables y cuándo inocentes?
Pensé en el viejo, en el abuelo Javier, en Sonia, en Elenita, en José, en
el tío Edmundo, y por supuesto en Mariana. Pero de Mariana tenía un
conocimiento, una erudición casi milimétrica. En cambio, me faltaba saber tanto
de todos los demás. Y el tiempo iba pasando y yo lo perdía, lo perdíamos todos.
¿Cómo querernos más? ¿Cómo saltar las vallas de la indiferencia? No quiero
esperar a los velorios para valorar a mi gente cercana. Es cierto: la muerte
está dentro de la vida. Pero la podemos mandar de vacaciones ¿no? Trabaja
tanto, que bien se las merece. Y no la echemos de menos, de todos modos
volverá, y cuando vuelva nos tocará en el hombro.
La antigua más nueva
Los cuerpos, felices y agradecidos, yacían inmóviles tras la unión repetida
y profunda. La respiración acompasada transmitía una doble sensación de
plenitud. Solamente las manos se buscaron. Ya no iban en busca de las zonas
erógenas, que tanto placer habían brindado. Era el instante del sosiego, de la
serenidad.
Dijo Mariana: «Debo ser antigua». La mano de Claudio se movió,
interrogante. «Sí, debo ser antigua porque en el sexo no quiero experimentos,
vanguardismos, postura insólitas, extravagancias, aberraciones. Para mí no hay
nada más lindo que tenerte adentro y que allí trabajes, osciles, te derrames.
Debo ser antigua ¿no te parece?»
Claudio siguió mirando una mancha de humedad que siempre lo fascinaba, pero
afirmó: «Me gustan las antiguas». «¿En plural?», preguntó ella. «No, en
singular. Me gusta Mariana, la antigua más nueva que conozco.» «Y Rita ¿es
antigua?» «No sé a ciencia cierta qué es Rita, pero estoy seguro de que no es
antigua.» «Y vos ¿qué sos?» «Yo soy un cachivache.»
Desde la calle subió la sirena de una ambulancia. Quedaron en silencio
hasta que el alarido se apagó en la lejanía. «¿Sabés qué me preguntó Sonia,
hace ya un tiempo? Que si nos llevábamos tan bien como parecía ¿por qué no nos
casábamos?» «Un poco meterete la señora ¿no?» «Eso me pareció, aunque no se lo
dije, claro. Se dio cuenta de que la pregunta me había caído mal y se apuró a
retroceder, pero me dejó pensando.» «¿Pensando? No me digas que querés
casarte.» «Sólo dije que me dejó pensando.» «Ah.» «¿A vos qué te parece?» «No
me parece nada. Nunca se me había ocurrido. Decime un poco ¿no estamos bien
así?» «Estamos.» «¿Y entonces?» «La verdad es que desde que la preguntita de
Sonia me movió la calavera, empecé a imaginar cómo sería nuestra vida cotidiana
si tuviéramos un apartamento que fuera todo el tiempo para nosotros y no sólo
los fines de semana, cuando Ofelia se va a Maldonado.» «Si tenemos con qué
pagarlo, podemos tener el apartamento sin la obligación de pasar por el
Juzgado.»
Ahora venía de la calle un griterío de mujeres. «Son las viejas de enfrente.
Siempre se trenzan al caer la tarde. Son mi ángelus particular.» Los dos rieron
y hubo un aflojamiento. «¿Y si lo dejáramos al azar?», preguntó Claudio.
«¿Tirarlo a cara o cruz?» «No tan simple. Algo más entretenido. Mudarnos,
comprar algunos muebles, todo eso requiere dinero ¿no? Yo digo ir una vez, sólo
una vez y con poca plata, al Casino. Si perdemos ese poco, seguimos como ahora.
Si ganamos lo suficiente, casorio y mudanza.» «Está bien. Pero vas solo, eh. El
juego y yo no nos llevamos bien. Ya te lo dije. Debo ser antigua.»
Primer subsuelo
(Fragmento de los Borradores del viejo)
¿Por qué escribir estos Borradores? Cuando los años se suman, uno empieza a
tener noción de que el tiempo se escapa, y tal vez por eso alimente el
autoengaño de que escribir sobre lo cotidiano puede ser una forma, todo lo
primitiva que se quiera, de frenar ese descalabro. No se lo frena, por
supuesto. Nada ni nadie es capaz de sujetar al tiempo.
No obstante, hay tantos hechos e imágenes que desfilan ante nosotros
(paisajes, noticias, júbilos, rostros, lecturas, sorpresas, desgracias,
riesgos, fastos, muchedumbres) y en algún sentido nos cambian la vida, así sea
en milésimas del rumbo prefijado. Días o meses o años después, es probable que
lamentemos no haber tomado nota de esos lances y vicisitudes.
La verdad es que nunca he creído en los diarios íntimos. Creo que en muy
contadas ocasiones uno llega a tocar apenas la propia hondura en santiamenes
que pueden ser maravillosos o escalofriantes. Pero ello tal vez ocurra tres o
cuatro veces a lo largo de una existencia. De modo que no es cuestión de
simular que uno alcanza diariamente esa profundidad, cuando en el mejor de los
casos, apenas llega al primer subsuelo.
Después de todo, no es poca cosa tratar de ser honesto en la transmisión de
lo que se ve, se toca, se gusta, se huele, se oye. Quisiera que estos Borradores fueran algo así como un
cuaderno de bitácora, pero de los sentidos, y destinado a incluir asimismo las
eventuales reflexiones que provoquen tales apreciaciones y tanteos en el
vestíbulo de la intimidad.
Hoy, en el hotel, mantuve dos conversaciones algo inquietantes. La primera
fue con un norteamericano, oriundo de Iowa. Pensé que sería subgerente o tercer
vicepresidente de alguna empresa de mediana envergadura. Si fuera de alto
rango, no vendría a este hotel. De todos modos, me preguntó si podía
conseguirle call girls, y le dije que
no, que ese servicio sólo se prestaba en hoteles de cuatro o cinco estrellas.
Dijo qué lástima, ya que este país realmente le agradaba. Le pregunté por qué y
me dijo que porque no tenía negros, y en consecuencia había la seguridad de que
cualquier cali girl sería garantizadamente blanca. Le aclaré que en el país
había más o menos un dos por ciento de negros. Festejó ruidosamente ese
porcentaje porque «un dos por ciento no es nada, se les puede aplastar en
cualquier momento». Le pregunté a qué se dedicaba. Para mi sorpresa, no era
subgerente ni tercer vicepresidente, sino profesor de Filología Hispánica y
acababa de publicar un libro sobre El
tema del ruiseñor en el romancero español. Me aclaró que le entusiasmaba la
literatura clásica española (la verdad es que habla muy bien el castellano) y
en particular España, entre otras cosas porque tampoco tenía negros. En uso de
su año sabático, recorre varias capitales latinoamericanas, en busca de
elementos para su work in progress,
que versará sobre variaciones de la terminología erótica y pornográfica desde
el Río Grande hasta la Patagonia. Cuando me preguntó dónde podría encontrar las
más nítidas variantes uruguayas sobre el tema de marras, le recomendé el Cerro
y Punta del Este, dato que anotó cuidadosamente en una enorme agenda.
El otro encuentro fue con un militar uruguayo de baja graduación (debía ser
un teniente) que venía a atender a un colega argentino de similar rango. Como
el huésped había salido, decidió esperarlo y lo hice pasar a mi despacho. Le
pregunté si conocía al argentino. «Sí, claro, nos hemos visto muchas veces. Me
gusta hablar con él. Siempre aprendo algo. Los argentinos tienen más claro el
panorama. Y cuando digo esto me refiero a todos, desde los generales hasta los
cabos. Aquí no. A nuestros oficiales veteranos les inyectaron el virus de la
burocracia, que puede llegar a generar un tumor acomodaticio y hasta un crecimiento
descontrolado e irreversible de células democráticas. Este país se está
descomponiendo y antes de que sea tarde habrá que recomponerlo a tiros. El
marxismo es una infección ¿no lo sabía?»
Por un momento pensé que el teniente podía ser el buen enlace de una
clientela que auguraba fructuosas posibilidades, pero así y todo le contesté
que no, que no lo sabía.
No va más
Concurrió al Parque Hotel con una preocupación y una curiosidad sólo
comparables a las que debe haber sentido David Livingstone cuando, invitado por
el rey Makolo, llegó al Zambeze. Aquel conglomerado de tapetes verdes, ruedas
de fortuna, cúmulos de fichas, croupier
abaritonado, ídem mezzosoprano, señoras de pro, ex millonarios, hidalgos en
harapos, futuros ministros, brujos en martingalas, suertudos exultantes,
suicidas en potencia, todo eso constituía para Claudio, que nunca había hollado
el parquet de un casino, una jungla sorprendente y reveladora.
Al entrar había adquirido una modesta colección de fichas, equivalente a la
mitad de la inversión que se había fijado como tope. No obstante, no se
apresuró a apostar. Merodeó por varias mesas de ruleta y se arrimó al punto y banca, pero enseguida advirtió que en ese sector se requería un
olfato, una idoneidad y un virtuosismo, de los que él no disponía.
Decidió que la ruleta (con cuyas normas estaba bastante familiarizado,
gracias a incontables películas sobre Las Vegas y Montecarlo) estaba más a su
alcance, no sólo por sus reglas, fácilmente asimilables, sino también por su
entramado de puro azar, al que todos los jugadores concurrían en igualdad de
condiciones. En la ruleta no había trampas ni privilegios. Se convenció
rápidamente de que era el más democrático de los juegos.
Se acercó a una mesa y por sobre el hombro de un jugador, empezó a tomar
notas mentales de las distintas posibilidades y también a reconocer en sí mismo
sus propias preferencias. Aquí y allá había algunos tipos que también tomaban
notas, pero no mentales, sino en ajadas libretas donde dejaban constancia de
los números que iban siendo cantados, a fin de poder luego calcular las
frecuencias y desentrañar los ciclos que iba creando la imponderable rueda de
fortuna. Claudio observó que los anotadores eran todos hombres. Las mujeres no
tomaban notas; simplemente jugaban, y jugaban fuerte.
Entre los que apuntaban, situado en un punto equidistante de dos mesas,
había un individuo, ya mayor, con un traje que probablemente en sus buenos
tiempos había sido de etiqueta pero que ahora, a la altura de codos y rodillas,
estaba brilloso y desgastado. Además, uno de los bolsillos del saco concluía en
un desprolijo remiendo. Al tipo le brillaba la calva, bordeada por flecos
canosos, y sus ojos miopes, a través de unas gafas que desde hacía tiempo
reclamaban un ajuste óptico, ojeaban y hojeaban un cuadernillo de folios
cuadriculados y tapas grises que habían sido blancas. No sólo llevaba la cuenta
de esas dos mesas; también anotaba los resultados de varias más. Cuando, debido
a su renquera, no llegaba a tiempo para comprobar el destino de la bola de
marfil o para escuchar el pregón del croupier,
obtenía ese dato preguntando a alguno de los jugadores, que en la mayoría de
los casos lo trataban con indulgencia y familiaridad.
Por fin Claudio se decidió a apostar. El último número cantado había sido
el 5. Decidió confiarse al mero azar y descartar cualquier rumor sobre
tendencias. Su primera jugada (la primera jugada de su vida) fue cautelosa para
la segunda docena. Negro el 15. Lleno
de optimismo trasladó las fichas a la última calle. Colorado el 34. Depositó varias fichas a caballo entre el 8 y el
11. Negro el 8. Tenía razón el tío.
Cuando él le había informado sobre su plan, Edmundo le había animado: «Muy
bien. Si vas a jugar sólo una vez, seguramente vas a ganar. El azar siempre
deja ganar al debutante, así éste se engolosina y luego puede ser llevado
mansamente a la bancarrota. Así que tené cuidado».
Recogió las fichas ganadas y las iba a colocar sobre el 11, arriesgando por
primera vez a un pleno, cuando alguien dijo por sobre su hombro: «Hola,
Claudio. Parece que te va bien». Mientras se dio vuelta para ver quién era el
importuno, la voz del azar dijo No va más
y un muchachón que estaba al otro lado de la mesa parodió: Rien ne va plus, haciéndose acreedor a una mirada fulminante del funcionario.
Claudio advirtió entonces que se había quedado con las fichas en la mano. Negro el 11, pronunció la Voz.
Todavía puteaba en silencio, cuando por fin reconoció al otro. A primera
vista no supo quién era, pero luego, un gesto de la boca y cierto brillo en los
ojos, le revelaron que aquel gordo era su primo Fernando, a quien no veía desde
los lejanos tiempos de Capurro. Estaba como hinchado, la nariz se le había
puesto grande y oscura, las cejas eran unos pelitos sueltos y llevaba una barba
de tres o cuatro días.
Claudio decidió abandonar la mesa (después de todo, iba ganando),
convencido de que la aparición del primo le había interrumpido la buena racha.
Sólo una hora de casino y ya tenía supersticiones. Estuvieron de acuerdo en
tomar un trago, a fin de celebrar el encuentro. Y así, con los whiskies en
ristre, se sintieron más cómodos, casi como en un café de Capurro y Dragones.
Después de las preguntas consabidas (¿cuánto hace que no nos vemos?, ¿te
acordás del Lito?, ¿seguís en Montevideo o volviste a Melo?, ¿te casaste?, ¿y
vos?), Claudio le preguntó si seguía trabajando como árbitro de fútbol. «¡Estás
loco! ¿Quién te lo dijo? ¿Daniel? Aquél lo pregona para desprestigiarme. Sólo
en dos ocasiones arbitré partidos y fue en la Liga Universitaria.» «Pero che,
el de árbitro no es oficio deleznable.» «Ya sé, ya sé, pero Daniel lo dice para
joderme. ¿Sabés que estamos peleados? Años que no nos hablamos. Parece mentira
que dos hermanos ¿no?»
Le preguntó si sabía dónde estaba Daniel. «Creo que anda por Canadá. Se la
pasa viajando. ¿No te mandó postales? Le manda postales a todo el mundo, menos
a mí, por supuesto.» «Pero vos también viajaste.» «Sí viajé. Pero al final me
aburría como una ostra. Como una ostra aburrida ¿entendés? Porque me imagino
que habrá ostras divertidas como un chimpancé. Como un chimpancé gozador,
claro. ¿Vos viste alguna vez en Villa Dolores cómo fornican los chimpancés?
Gozan como turcos. O sea que me aburrí. Y eso que era la Europa de pre guerra,
eh. Pero las gordas de Rubens y los flacos del Greco, las odaliscas y los
obeliscos, la Torre Eiffel y la de Pisa, me tenían acalambrado. No sirvo para
tanta cultura. Me produce gases. Yo soy de la generación del mate, la grapa y
la milanesa.»
Fernando se quedó unos instantes con la mirada perdida. Luego bajó la voz y
dijo: «¿Vos sabés por qué nos peleamos con Daniel? Nosotros andábamos siempre
juntos. Hicimos juntos cientos de barrabasadas. Pero como decía mi viejo
profesor de francés: cherchélafam. Había una piba, media busconcita ella, que
cuando estábamos juntos pasaba moviendo el culo (que, dicho sea de paso, era
una gloria) y, claro, nos enamoramos a dúo. Graso error, como decía el
Conserva. Por separado, cada uno creía que era el preferido. Daniel y yo
empezamos a odiarnos. Y cada vez que ella pasaba, creando como siempre
problemas de nalgotráfico, nos odiábamos más. Hasta que una tardecita de
febrero, justo cuando cunde ese calorcito que a todos solivianta, la mina pasó,
meneando como de costumbre el culopoema, pero esa vez dándole el brazo a un
pendejo, cuyo mayor atractivo era la posesión de un Renault de bolsillo, donde los dichosos deben haber pasado las de
Caín (por más que el fratricida nunca haya tenido automóvil) para echarse el
polvo de rigor. Recuerdo que, a la vista de aquel doble preadulterio, Daniel y
yo nos miramos, estupefactos. Pero la revelación había llegado tarde: ya no
podíamos dejar de odiarnos. Y así hasta hoy». Como en ese instante Fernando
tuvo que callarse para tomar aliento, Claudio aprovechó para preguntarle en qué
trabajaba. «Hago periodismo. Y me gusta ¿sabés? Me dedico a información
general, pero los que me entusiasman son los hechos de sangre. El dire sabe mi
preferencia, y siempre que hay alguno, allí me envía, y yo se lo agradezco.
Tendrías que ver mis estupendas descripciones del occiso, aunque yo prefiero
las de la occisa, particularmente cuando la encuentran en bolas. Te podrás
imaginar que no lo escribo así, sino que lo expreso muy correctamente: "La
infortunada joven se hallaba totalmente desarropada." El dire dice que mi
estilo es el que mejor se adapta a la sangre y al crimen, y yo creo
modestamente que tiene razón.» La jerga de Fernando pensó Claudio parecía una
caricatura del léxico que empleaba Daniel, allá en Capurro, cuando se nutría de
Sir Arthur Conan Doyle.
De pronto Fernando miró su reloj y dijo que se le había hecho tarde, que
debía irse. «¿Te vas sin jugar?», preguntó Claudio. «No, ya jugué. Ultimamente
no tengo mucha suerte. Hoy dejé aquí medio sueldo.» «¿Tenés comisión sobre los
hechos de sangre?» «Por desgracia, no. Estoy a sueldo, así que me pagan lo
mismo por describir un doble crimen pasional que por cubrir un seminario sobre
la triquinosis. Y me voy corriendo, porque hoy tengo la reconstrucción del
crimen de la peluquera. Aquí te dejo mi tarjeta, para que algún día me llames y
me cuentes en qué andás, porque hoy me hiciste hablar como un loro y vos en
cambio estuviste más callado que la hache.»
Libre ya de Fernando, Claudio se acercó a la barra, le preguntó al barman si
tenía café a la turca y el otro dijo que sí. Cuando se lo trajeron lo sorbió
lentamente. Nunca lo había probado, pero recordó que su jefe en la Agencia
solía tomar uno a media mañana. En verdad le repugnó, pero apuró heroicamente
aquella porquería, nada más que para no hacer un papelón ante el barman, que
había quedado muy impresionado cuando él había pedido un producto tan elitista.
Cuando el barman vio que había concluido, se acercó sonriendo y le preguntó si
sabía leer la borra. «El café a la turca es el mejor para leer el poso, aunque
los griegos sostienen que el suyo es el más apropiado por ser más grueso y sus
granos más grandes.» «Léalo, si quiere», dijo Claudio. El hombre dio vuelta el
pocillo y pareció fascinado por lo que veía. «Hay un árbol», dijo, «y también
una mujer.» «Gracias», dijo Claudio, desganado, pero le dejó una buena propina.
Dueño otra vez de su tiempo, Claudio se arrimó a la misma mesa en que había
estado jugando. Como en la vez anterior, empezó apostando a segunda docena,
pero salió la tercera. Puso fichas a caballo entre el 28 y el 31, y salió el
27. Iba a comprar más fichas (la otra mitad autorizada por su propio plan),
cuando el veterano que había visto antes, el del traje de etiqueta ruinoso, se
le acercó, le tocó el brazo y le preguntó: «¿Quiere un consejo de experto?».
Claudio vaciló, no quería involucrarse en proyectos ajenos y además temía que
aquel tipo le pidiera dinero o algo así. «No le pido nada. Es un consejo
gratis.» El siguió sin responder. «Juegue al 3 y al 10.»
Aquellos números le golpearon en el pecho. Fue como si todos sus relojes
eróticos sonaran a la vez. Alcanzó a balbucear que a él le gustaban las parejas
negras. «Haga lo que quiera, Claudio. Usted es dueño de su suerte. Además, yo
tengo que irme. Pero acuérdese de estos números: 3 y 10. Algún día me lo va a
agradecer.» «Pero usted cómo sabe mi nombre, cómo se llama.» «Digamos que soy
un parroquiano del Sportman, pero eso no es lo fundamental.» No le tendió la
mano. Sólo le dedicó una inclinación de cabeza y se alejó renqueando.
Claudio quedó tan confuso que tuvo que sentarse en una de las butacas
laterales. De pronto se encontró diciendo en voz alta: «¿Y por qué no?». Fue a
la Caja, compró más fichas con el resto del dinero y se situó en la mesa de
siempre. Puso varias fichas en el 3 y otras tantas en el 10. Colorado el 3. Toda la ganancia fue al
10. Negro el 10. Dejó todo en ese
número y el 10 repitió. Entonces pasó toda la ganancia al 3. Rojo el 3. Recogió todas sus fichas y se
alejó de la mesa, pero no tanto como para no escuchar los anuncios del
croupier. Fueron saliendo el 4, el 0, el 36, el 18, el 27, el 9, el 31. Nada
del 3 ni del 10.
Se arrimó nuevamente a la mesa de sus hazañas. Apostó fuerte al 10. Negro el 10. Hubo murmullos entre los
jugadores. Dejó la apuesta más la ganancia. Repitió el 10. Algunos dejaron de
apostar, nada más que para seguir su serie de aciertos. Cuando no jugaba, la
Voz cantaba otros números. Cuando jugaba al 3 o al 10, seguía ganando.
Se dio cuenta de que su objetivo estaba más que cumplido. Sólo como un
gesto final, casi una despedida, sabiendo que su ciclo había concluido, apostó
al 3 y al 10 simultáneamente. La Voz cantó el 17. Dejó una buena propina,
cambió una tonelada de fichas en la Caja, repartió en todos los bolsillos los
billetes y billetes cobrados, salió sin prisa, subió al primer taxi (hoy podía
permitirse ese lujo) y le dio al chófer la dirección de Mariana.
Toda esa guita
Cuando llegó Claudio, Mariana estaba radiante porque ella y Ofelia habían
salvado un examen que era una pesadilla. Las dos muchachas se abrazaban y
abrazaban a Claudio. Ofelia trajo de la cocina una botella de clarete y una
bandeja con sandwiches. «Te estábamos esperando», dijo Mariana. «Y menos mal
que llegaste ahora, porque Ofelia se va dentro de un rato a Maldonado para
darle la buena noticia a los viejos.» Y agregó enseguida: «Y al novio. ¿Sabías
que tiene novio?». Más abrazos y enhorabuenas. «Contá, contá», dijo Claudio. El
cuento de Ofelia fue muy breve: «Es medio pajuerano, pero novio al fin». «No lo
desacredites», dijo Mariana. Y le aclaró a Claudio: «Hijo de estancieros ¿qué
te parece?». «Sí, pero disidente», aclaró Ofelia. «¿Cómo es eso?», preguntó
Claudio, muerto de risa. «Hasta ahora no sabía que existieran estancieros
disidentes. Me imagino que habrán fundado un sindicato.» «Pues ya lo ves. Se
pasa defendiendo los intereses de los peones, que están muy asustados ante las
imprevisibles derivaciones de esa reivindicación.»
De pronto Mariana se acordó de la misión de Claudio y le preguntó cómo le
había ido. «Relativamente bien.» «Menos mal», dijo ella, pero Ofelia los
interrumpió: «Me voy, me voy, nos vemos el lunes». Cuando quedaron solos,
Mariana volvió a preguntar: «¿Qué quiere decir relativamente bien?». Entonces
Claudio empezó a vaciarlo todo sobre la mesa: la billetera, el portafolio, los
incontables bolsillos. La montaña de dinero era descomunal.
Mariana se quedó sin aliento y sólo atinó a exclamar, con una voz extraña,
mucho más aguda que la habitual: «¿A quién robaste? ¡Claudio Alberto Dionisio
Fermín Nepomuceno Umberto sin hache! ¿A quién robaste? ¡Mirá que yo soy
antigua, no lo olvides! ¡No me seducen los delincuentes! Ni siquiera Robin
Hood». Claudio se reía a borbotones y ella se iba poniendo pálida. Por fin tuvo
miedo de que le pasara algo, así que la tomó por los brazos, la sacudió un poco
y le dijo, casi le gritó: «No seas boba. ¿No ves que lo gané a la ruleta?».
Entonces la pobre se aflojó del todo, alcanzó a preguntar quedamente:
«¿Toda esa guita?», y se desmayó. Claudio se asustó, le dio dos cachetadas
(demasiado tiernas), fue corriendo al botiquín, le hizo oler amoníaco. Sólo
cuando al fin ella abrió los ojos, él le respondió sonriendo: «Sí, toda esa
guita».
Mariana fue al baño y se mojó la cara. Cuando volvió junto a Claudio, ya el
susto se le había convertido en alegría. «¡Qué jornada la de hoy! Primero el
examen, luego esta barbaridad». Miraba el dinero y no lo podía creer. «¿Y
cuánto es?», se atrevió a preguntar. «No lo sé», dijo Claudio. «Todavía no he
tenido tiempo de contarlo. Pero creo que no sólo nos alcanza para mudarnos,
sino para una buena entrega en la compra de un apartamento. El resto lo pagamos
en cuotas.» «Te noto de lo más inmobiliario», dijo Mariana.
Fue entonces que le salió de lo más hondo un tremendo suspiro. Después miró
a Claudio. «Ya veo que nos casamos. Sonia podrá dormir tranquila.» «Olvidate de
Sonia. Nos casamos sólo si vos lo querés.» «Esperate», dijo ella. «Voy a
ensayar mi respuesta ante el juez: Sí, quiero.»
Pusieron en orden los billetes, los fueron metiendo en unos sobres que
encontró Mariana, y luego los depositaron, como si se tratara de un
inexpugnable cofre fort, en un simple
estante del placard. «Mientras venía en taxi desde el Parque Hotel», dijo
Claudio, «estuve pensando en que lo mejor será que mañana depositemos todo esto
en una cuenta a tu nombre. Digo a tu nombre porque, como sabés, la Agencia me
manda dentro de unos días a Quito y no tengo idea de cuánto estaré ausente.
Mientras tanto, vas viendo apartamentos, y si encontrás alguno que nos sirva y
esté dentro de nuestras flamantes posibilidades, dejás una seña y concretamos
la cosa a mi vuelta. ¿Te parece bien?» «Ya no me acordaba de tu viaje. ¡Qué
lata!»
Estaban tan sobrecogidos, inquietos y hasta asustados, que esa noche ni
cenaron ni hicieron el amor. Se durmieron abrazados, como dos criaturas
indefensas, agobiadas por su buena suerte.
Ese poco equilibrio
El 9 de agosto de 1945, o sea el día en que el azar (encarnado en aquel
patriarca, tan venido a menos, que me aconsejara en el Casino) había decidido
protegernos y graciosamente nos había permitido especular sobre un techo
propio, justamente ese día los norteamericanos lanzaron sobre Nagasaki su
segunda y descomunal bomba A, que despojó de sus vidas y de sus techos a
decenas o acaso cientos de miles de seres humanos.
Mariana y yo sólo nos enteramos al día siguiente. No sé por qué la bomba de
Nagasaki me afectó más que la de Hiroshima. Tal vez porque no sólo representó
el horror sino su continuidad. En el noticiero especificaron que la potencia
del artefacto había sido de 12,5 kilotoneladas, agregando que una kilotonelada
equivalía a mil toneladas de TNT. Yo no tenía idea de cuánto significaba ese
desorbitado poder de destrucción, pero debía ser considerable, a juzgar por las
fervorosas hipérboles de los comentaristas.
Ahora bien, como los que arrojaron la bomba no eran alemanes ni franceses
ni rusos, sino norteamericanos, los locutores se pasaron el día celebrando el
acontecimiento y alabando los formidables adelantos de las técnicas bélicas de
las fuerzas democráticas. Por otra parte, los cientos de miles de víctimas no
eran blancuzcos sino amarillentos, así que tampoco había que preocuparse demasiado.
A mí aquello me parecía un horror. No podía entender que la gente oscilara
tan irresponsablemente entre el alboroto y el alborozo. Pronosticaban que con
esto se acababa la guerra y lo decían tan jubilosamente como si hasta ayer
hubiésemos sido nosotros los diariamente bombardeados. No es que yo les tuviera
especial simpatía a los japoneses, pero me parecía algo atroz que miles de
civiles murieran calcinados. Con qué rapidez los norteamericanos habían
aprendido de los nazis el sistema de los hornos crematorios. De Auschwitz a
Hiroshima, sin escalas.
La dejé a Mariana con su propia angustia y, sin pasar siquiera por la calle
Ariosto, me fui a ver al tío Edmundo. Sólo él podía explicarme esta locura.
Llegué a su casa casi corriendo y empujé la puerta. Sólo a la noche pasaba
llave. Estaba en el patio, tomando mate, aprovechando el solcito de las once de
un día de agosto excepcionalmente cálido. Pensé (pero me arrepentí enseguida de
mi frivolidad) que la bomba, con su enorme llamarada allá lejos, nos había
calentado el invierno acá cerca.
«Sentate», me dijo, y me señaló un sillón de mimbre. El sabía a qué venía.
«No tengo explicación», dijo. «¿Quién puede explicar semejante ferocidad? La
única interpretación es que el hombre puede ser infinitamente cruel con su
semejante. Puede ser cruel sin conocer al prójimo, sin haberle visto el rostro
ni haber sostenido su mirada. Puede ser cruel por decisión soberana y autónoma.
Como si ese prójimo no fuera un espejo. Cuando destruye el espejo, se destruye
a sí mismo. La decisión de arrojar estas bombas es una decisión asesina, pero
también suicida. Todavía es prematuro. Hasta ahora sólo ha llegado la imagen
grotesca y alucinante del hongo atómico. Pero algún día llegarán las imágenes
humanas e inhumanas de este hecho demencial. Es posible que el presidente
Truman sea un hombre duro, pertinaz, inclemente, pero me atrevería a augurar
que nunca más, hasta el día de su muerte, podrá dormir tranquilo. Y aun los
pilotos encargados de estas misiones, ¿podrán resistir durante mucho tiempo la
incandescente tentación del suicidio?»
Le dio una última chupada al mate y lo dejó sobre un banquito, junto al
termo. «¿Y nosotros?», pregunté. Edmundo sonrió, alicaído. «Nada. No podemos
hacer nada. Como no sea conservar la cordura. Que ya es bastante.»
Le comuniqué entonces el resultado de mi aventura en el Parque Hotel. Se le
animaron los ojos. «¡Al fin una buena noticia!» Le dije que con esa cantidad de
dinero Mariana y yo pensábamos comprarnos un apartamento y tal vez casarnos,
pero que las últimas noticias me habían alterado a tal punto que ya no sabía
qué hacer. «Tres días atrás fue lo de Hiroshima y, no sé por qué, tal vez
porque entonces no tenía ni un cobre, me impresionó menos que esto de ahora.
¿No podría darle a ese dinero un destino más humano, más solidario, que el de
solucionar un problema tan personal, y por eso mismo tan egoísta, como el de la
vivienda, y no la vivienda de cualquiera, sino mi vivienda? No sé si puedo
llamar a esto mala conciencia, ya que Truman no me consultó para arrojar las
bombas, pero la verdad es que me siento incómodo conmigo mismo. Y por otra
parte no quiero perjudicar a Mariana. Todo un lío.»
«Mirá, Claudio, una cosa es tener mala conciencia y otra cosa es
fabricársela. Me parece bien que tengas esa inquietud, pero ¿qué vas a hacer?
¿Pensás con ese dinero organizar un comando para ajusticiar a Truman? ¿O vas a
construir un hospital para las víctimas de Hiroshima y Nagasaki? Como nunca
tuviste nada, te parece que ese dinero que de pronto te cayó en las manos es
una fortuna. Pero fijate que ni siquiera te alcanza, por sí solo, para que
compres una vivienda, aunque por supuesto será una buena ayuda. Que pienses en
tener tu casa, no es un rasgo de egoísmo, sino un sentimiento muy natural, muy
humano. Hace ya mucho que nos compramos con Adela esta casa vieja, pero linda,
con patio y parral. No por eso me considero un potentado. Mes a mes fuimos
pagando el préstamo del Banco. Es un rasgo positivo de este país, al menos
hasta ahora. Buena parte de los simples empleados, de los obreros, tienen una
vivienda que pagaron metro a metro, jornal a jornal. Pensábamos disfrutarla los
dos pero ahora, cuando ya se acabó la deuda, Adela no está. La vivienda no es
sólo un bien inmobiliario, es también una forma de consolidación espiritual. Ya
verás, cuando la tengas, que volver a tu casa, todas las noches, te dará un
poco de confianza, no mucha, pero un poco, en medio de este mundo tan poco
confiable.»
«¿Y Nagasaki?» «Ah, Nagasaki. Recuerdo que, cuando tenía aproximadamente tu
edad, un poco menos tal vez, el estudiante Princip mató en Sarajevo al
archiduque austríaco Francisco Fernando y a su mujer, desencadenando así, con
sólo un par de balazos, la Primera Guerra Mundial. Aquel suceso hizo que me
sintiera vacío, ausente, distanciado. Del mundo, de la historia, del futuro.
Tuve la sensación de que las decisiones trascendentales serían inevitablemente
tomadas por otros, que yo siempre estaría al margen y que mi única posibilidad
(no olvides que entonces me dedicaba al atletismo) era correr por el andarivel
que otros me adjudicaran. Después pasan los años y uno aprende que las cosas no
son tan inamovibles, que siempre queda un segmento de decisión del que uno es
responsable y de cuyo compromiso no te podés librar tan fácilmente. Cuando por
fin llegás a la conclusión de que el
mundo es enorme pero que tu mundo
es chiquito, ahí empezás a recuperar el equilibrio, bah, ese poquito de
equilibrio que nos tocó en el reparto y que no hay que dilapidar.»
Mi Nagasaki
Antes de viajar a Quito, me había propuesto pintar mi Nagasaki. La noticia
me había conmovido demasiado como para dejar que la desmemoria la volatilizara.
Por otra parte, a medida que pasaban los días, los pormenores del horror nos
invadían, nos cercaban. Era como si Alguien nos dijera, también ustedes pueden
sucumbir, en rigor ya están sucumbiendo, sólo que son otras bombas las que los
calcinan.
Un ejercicio tan masivo y programado del odio, como el que había tenido
lugar el 6 y el 9 de agosto, acabó por abrumarme. Alimenté en mí mismo un tal
rechazo del odio, que estuve a punto de caer en un pecado colateral: odiar al
odio. Cuando escuchaba a los comentaristas de radio, o leía a los periodistas,
que exaltaban aquellas masacres «porque habían evitado millones de otras muertes»,
me parecía que una nueva doctrina, la hipocresía científico-técnica, acababa de
nacer.
Estuve días y días haciendo bosquejos, pero no daba con las imágenes
adecuadas, con los rostros y cuerpos que no aparecieran como meras
reproducciones de la documentación fotográfica que nos llegaba y abrumaba a
diario. Entonces quise representar la hecatombe en abstracto, sólo con colores,
líneas, luces, cerrazones, sin presencia ni ausencia de seres humanos, sólo
como estado atroz del ánimo, como si el alma humana, y no pobres ciudades,
hubiera sido víctima de este apocalipsis. Pero el pincel y la espátula se me
caían de impotencia y todos y cada uno de los colores me parecían inocentes,
inexpresivos, pusilánimes.
Una tarde vino Norberto a buscarme con su flamante camioneta. Estaba tan
orgulloso de su adquisición que quiso mostrármela y se ofreció a llevarme a
donde yo quisiera. No estaba yo para paseos. Le hablé de mi tema obsesivo:
Nagasaki. «Ah, la otra bomba», comentó Norberto, ya que para él, como para todo
el mundo, había una bomba titular, la de Hiroshima. La de Nagasaki era
simplemente «la otra bomba», la consecutiva en el sistema preferencial de
suplentes.
Le hablé de mis problemas para encontrar una expresión artística, adecuada
a esa miseria. «¿Miseria dijiste? Tengo la solución a tu problema.» Y
arrancamos. Prácticamente atravesamos la ciudad. Yo estaba ensimismado, así que
no sabía bien por dónde íbamos. De pronto Norberto frenó. Estábamos frente a un
enorme, monstruoso basural. El hedor era insoportable. Tipos andrajosos,
mugrientos, mujeres desgreñadas, niños y adolescentes en pingajos, hurgaban
entre inmundicias y cochambre, entre escoria y cenizas, buscando algo, no se
sabía qué. Cuando advirtieron nuestra presencia, levantaron por un instante sus
cabezas y nos miraron sin prevención, sin odio. Nos miraron sin nada. Enseguida
volvieron a su bazofia, a su hedor, a su roña, a su trabajo.
«Aquí tenés tu Nagasaki», dijo Norberto.
Frittattine ai quatro sapori
Es probable que Norberto tuviera razón: ése era mi Nagasaki, mi modesto,
intrascendente, rudimentario Nagasaki. Pero tampoco pude llevarlo a la tela. Mi
visión del horror no estaba aún madura para el óleo. Sólo me sentí
artificialmente (no visceralmente) identificado con el tema. La asunción de
aquella doméstica Corte de los Milagros (recordé que años atrás la había
buscado, sin hallarla, para cotejarla nada menos que con la de Victor Hugo)
sirvió, sin embargo, para que me sintiera estúpido y presuntuoso. Comprendía
ahora que aun en la vehemencia de mis planteos ante el tío Edmundo, había una
suerte de desproporción, de grandilocuencia, como si inconscientemente hubiese
pretendido inflar un desasosiego, verosímil ante una catástrofe remota, para
convertirlo en un drama personal.
En medio de esa inestabilidad del ánimo, no me vino mal la inminencia del
viaje. En Quito se iba a celebrar un seminario internacional sobre diseño
gráfico y publicitario, y los capos de la Agencia entendieron que yo era el
tipo idóneo para absorber las nuevas ideas que allí circularían: «Sos joven,
tenés una incipiente pero fructífera carrera como plástico y conocer un poco de
mundo no te vendrá mal». Curiosamente, aunque liberales en cuanto a abrir
perspectivas profesionales al personal, eran más bien roñosos en la bagatela
práctica, de modo que no compraron el billete aéreo en una línea regular, sino
en una compañía más o menos furtiva, que de vez en cuando organizaba vuelos
especiales entre Buenos Aires y Quito.
Como la partida estaba prevista para el lunes, viajé a Buenos Aires el
viernes anterior, así podía quedarme un par de días con los abuelos italianos.
Mariana no fue a despedirme a Carrasco, porque dijo que las despedidas, las
bodas y los desfiles militares siempre la hacían llorar (yo podía entender lo de
las bodas y las despedidas, pero eso de llorar en los desfiles militares
excedía mi capacidad de comprensión), de modo que sólo estuvieron en el
aeropuerto el viejo y Sonia, Elenita y José, y hasta Juliska, que tenía una
curiosidad casi infantil por asistir al despegue de aviones.
La verdad es que yo no estaba en condiciones de tomarle el pelo a Juliska,
pues tampoco había viajado en avión ni siquiera salido del país (Juliska al
menos conocía Crna Gora). De manera que mi excursión a Quito se había convertido
en mi versión, personal e intransferible, de una de mis viejas lecturas
juliovernianas: Cinco semanas en globo.
Cuando, junto con los otros pasajeros, empecé a caminar hacia el avión de
Pluna, sonó allá arriba, en la terraza, la voz inconfundible de nuestra yugo:
«¡Buen viaje!». Ya no cabían dudas sobre la arrolladora mejoría de su idioma de
adopción.
El abuelo Vincenzo (en realidad, Vincenzo Carlo Mario Umberto Leonel
Giovanni), aquel que se había salvado del naufragio porque perdió el barco, y
la abuela Rossana, me recibieron como a un hijo pródigo. Su homenaje más
sentido fue brindarme lo que mejor sabían hacer: minestrone, fegato alia salvia, frittatine ai quattro sapori, peperoni
aiia carmen, crostini ariecchino, tagiiateiie aiia genovese. Si Juliska me
hubiera visto relamerme con aquellos sabores tan poco servocroatas, habría
sufrido la gran decepción de su vida. Pero la verdad es que todo estaba
exquisito. Me hice la promesa de que mi dieta ecuatoriana sería frugalísima,
pero mientras tanto tragué y tragué —como dijera el clásico (¿quién fue?)— sin
prisa y sin pausa.
En las sobremesas tuve que responder como pude a exhaustivos cuestionarios
de la abuela Rossana sobre su nueva nuera (cuando la boda habían conocido a
Sonia, pero muy superficialmente), sobre cómo se llevaba con su hijo Sergio,
sobre el novio paraguayo de Elenita, sobre Mariana, si nos íbamos a casar y
cuándo sería eso (por supuesto vendrían a mi casamiento). También preguntaron
por su otro hijo, mi tío Edmundo, pero con cierto desaliento porque nunca les
escribía. «Es un poco raro», murmuró la abuela. «Desde la muerte de Adela ha
cambiado bastante.» «La quería mucho, debe ser por eso», trató de disculparlo
el abuelo. Conmigo no era nada raro sino muy comunicativo, pero allí no lo dije
porque no quise herirlos. Recordé que una vez le había preguntado a Edmundo
cómo se llevaba con los padres, y me había dicho: «Los quiero, claro, siempre
los quise, pero nunca pude comunicarme con ellos. Sergio los lleva mejor». La
verdad era que los abuelos eran macanudos para un fin de semana, pero vivir
siempre con ellos no debía ser fácil. Su afecto (por otra parte, innegable) era
demasiado absorbente.
El domingo telefoneé a Mariana. Antes aun de que oyera mi voz, ya sonaba en
mi auricular su jubiloso: «¡Nepomuceno!». Confieso que tanta intuición me
conmovió. «La cama te extraña, yo te extraño, todos te echamos de menos.
Además, ayer estuve viendo apartamentos y creo que encontré uno. Y está a
nuestro alcance ruletero. Creo que mañana dejaré una seña. Te comunico que la
idea de casarnos se me está volviendo atractiva. Además, puedo trabajar. Ya
prácticamente lo he decidido, porque si espero a recibirme de veterinaria,
cuando dé el último examen en este país ya no van a quedar vacas ni perros ni
caballos ni gente. Uy, tengo tantas cosas para hablar con vos. Y mucho cuidado
con las quiteñas, que tienen sangre de india y de conquistador, y eso da una
mezcla terriblemente excitante. Y por favor, no les enseñes a bailar tango, que
ya te conozco ¿eh?»
Que yo recuerde, nunca había estado tan parlanchina. Me vinieron unas ganas
locas de abrazarla, de besarla, de tenerla conmigo. ¿Para qué habría aceptado
viajar a Quito? La llamada me salió un platal, ya que cuando ella se calló, yo
a mi vez me puse baboso y le dije una colección de zalamerías, totalmente
extrañas a mi proverbial sobriedad amatoria.
La borra del café
Al aeropuerto sólo lo acompañó el abuelo Vincenzo, porque era lunes y la
abuela Rossana tuvo que quedar a cargo del almacén de Caballito. Vincenzo opinaba
que era mucho mejor viajar en barco y sobre todo —agregaba riendo— llegar tarde
al puerto y perder así el buque destinado a hundirse en pleno Atlántico. «Sí,
claro», asentía Claudio, «pero reconocé que ir en barco de Buenos Aires a Quito
es casi una misión imposible.»
No fue fácil encontrar el mostrador que admitía a los pasajeros de mi
vuelo. Preguntaron en Informaciones, pero ni siquiera conocían el nombre de
Aleph Airlines. Por fin, cuando Claudio ya se estaba poniendo nervioso, vieron
que en uno de los mostradores había un cartón donde habían escrito con una
caligrafía muy rudimentaria: Aleph (especial a Quito). No había cola, a pesar
de que no faltaba mucho para la hora de partida anotada en el billete. De todas
maneras se acercaron y la empleada que atendía les dijo que efectivamente era
ahí donde el pasajero debía presentarse. «Lo que pasa es que el vuelo está
demorado una hora», dijo la mujer, «pero de todos modos puede despachar su
equipaje.» Claudio no iba muy cargado, ya que presumiblemente el seminario de
Quito no duraría más de una semana.
Ya que debían esperar una hora, se instalaron en la cafetería y pidieron
dos capuchinos con medias lunas. El abuelo Vincenzo estaba muy impresionado con
que Claudio concurriera a un seminario internacional. «Vas a conocer a gente
muy importante.» Le recomendó que estableciera conexiones que seguramente le
iban a servir de mucho en el futuro. «En este mundo de hoy quien no tenga
conexiones no progresa. Fijate en mi caso. Me estanqué en lo que tengo, el
almacencito que vos conocés, y nunca pude dar un salto hacia adelante, y todo
porque no tuve ni tengo conexiones. Sono troppo
bizzoso como para establecer vínculos útiles.»
No habían transcurrido ni veinte minutos cuando los altavoces anunciaron la
próxima partida del vuelo especial 9131 de Aleph Airlines, y sólo tres minutos
después informaron que era el último llamado para ese mismo vuelo. Fueron casi
corriendo hasta la puerta 7 y allí estaba colocado el mismo cartón con el
garabateado nombre de la compañía. En total serían diez o doce pasajeros. «Vas
a viajar cómodo», dijo el abuelo, y abrazó a Claudio.
El avión parecía bastante confortable. Acomodó su maletín de mano y se
abrochó el cinturón de seguridad. El despegue fue tranquilo. A Claudio se le
habían sumado varios cansancios. Los preparativos del viaje en Montevideo, su
última noche con Mariana, la despedida en Carrasco, las suculentas comidas con
los abuelos, los interrogatorios de Rossana, la conversación telefónica con
Mariana, los problemas para ubicar el mostrador de la compañía aérea, todo ello
se le había acumulado y ahora que ya estaba en el aire, los ojos se le
cerraban. Nagasaki yacía, convertida en cenizas, en un recodo del pasado
remoto.
Cuando abrió los ojos, sintió que una mano se posaba en su brazo. Yo
conozco esa mano, pensó, antes de mirar hacia la izquierda. Era Rita, claro.
«Claudio», dijo. «Qué sorpresa encontrarte en mi vuelo.» Sólo entonces él se
fijó en su uniforme de azafata. «¿Te acordás que te dije, aquella vez en el
Sportman, que estaba trabajando de azafata en una compañía aérea? Pues es
ésta.»
Claudio guardó silencio. La mano de Rita bajó hasta su propia mano, la
trajo hasta sus labios y la besó, igual que en el pasado. El entonces dijo:
«Los tiempos han cambiado, Rita. Ya no soy el mismo». «¿Estás seguro?» La mano
de Rita hizo un avance más íntimo y apremiante. «Estamos casi solos, Claudio.
Los otros pasajeros, que son unos pocos, están en la parte trasera del avión.»
Rita levantó el posabrazo que establecía una mínima frontera entre los dos
asientos y arrimó su cuerpo al de Claudio. Con la otra mano le tomó la barbilla
y acercó su cara. Entonces lo besó en la comisura de los labios. Era su
contraseña. Después lo besó largamente en la boca. A esa altura, a Claudio ya
le resultaba insoportable su erección, un reflejo físico que por otra parte no
deseaba. Pero el cuerpo tiene sus propias leyes.
Entonces, por el servicio de radiofonía, se oyó la voz del comandante: «Les
habla el comandante Iginio Mendoza. Bienvenidos al vuelo especial 9131 de Aleph
Airlines. Informamos a los señores pasajeros que dentro de 3 horas y 10 minutos
tomaremos tierra en el aeropuerto de Mictlán. En el transcurso de este vuelo
les será servido un refrigerio».
Claudio escuchó aquel mensaje y se le acabó la erección. Apartó con un
ademán brusco la mano itinerante de Rita, separó «su boca fuerte de aquella
boca débil», y preguntó en voz alta: «¿Qué aeropuerto dijo?». Rita se acomodó
el pelo y sonrió levemente antes de responder: «Mictlán». «¿No íbamos a Quito?»
«Ibamos, sí. Ahora vamos a Mictlán.»
El se puso tenso. «¿Y eso dónde queda? ¿En qué país?» La otra mano de Rita,
la que ahora reposaba en su brazo, se volvió insoportablemente fría: «Ya lo
verás, Claudio, ya lo verás».
«¿Puedo hacerte una pregunta?», dijo Claudio. «Sí, claro. Yo no soy como la
Esfinge. Yo respondo.» «¿Vos conociste al Dandy, verdad?» «Sí, lo conocí. Allá
en tu famoso Parque Capurro. Todo un caballero. Eso sí, venido a menos.»
Claudio advirtió por primera vez que tenía la boca seca. Rita dijo: «¿Algo
más?».
Claudio cerró los ojos y la pregunta siguió sonando en su cabeza como un
disco rayado. Todavía vibraba, taladrante, aquel perentorio ¿algo más?, ¿algo
más?, cuando tuvo una oscura conciencia de que se estaba durmiendo. Dormido y
todo, miró por la ventanilla y tuvo la impresión de que el avión volaba en
espiral, más bien sobrevolaba una y otra vez los mismos lugares pero éstos
siempre aparecían como más lejanos, más lejanos. En medio de una neblina
violácea, oyó la voz de Rita, en el café Sportman, diciéndole que ella concebía
la muerte como un sueño repetido, pero no en círculo sino en espiral. Cada vez
que volvés a pasar por un mismo episodio, decía, lo ves a más distancia, y eso
te hace comprenderlo mejor. Pero el avión, y él mismo, pasaban y volvían a
pasar sobre los mismos episodios, y no los comprendía mejor. Allá abajo estaban
el Dandy, semioculto por la butifarra plateada que era el Graf Zeppelin, y el viejo dándole la mala noticia en la cocina, y
el rostro de su madre metido en el féretro, y la higuera fraternal llena de
pájaros, y el ciego Mateo avanzando con su bastón blanco por la calle Capurro,
y el árbol del Hotel con su colección de iniciales, y los pechos vibrantes de
Natalia, y Sonia preguntándole por qué no se casaba, y el tío Edmundo con su
mate, su patio y su parral, y Juliska llorando sin consuelo. Y cuando el avión
sobrevolaba su vida por vigésima vez, entonces se produjo en su pecho y en su
cabeza un crispamiento o un fragor o una voladura y repentinamente se vio
frente a un espejo que copiaba su propio rostro. Comprobó que éste se había
convertido en una máscara trémula, pálida, angustiada. Luego el espejo se alejó
lentamente para así reflejar el busto entero, y en el hombro derecho se apoyó
una mano delgada, casi esquelética, que sin embargo era la de Rita. No pudo
tolerar aquella imagen y sin vacilar rompió el espejo con su frente. Por suerte
del otro lado estaba el cuerpo desnudo de Mariana, y él logró apoyar sus brazos
en aquellas caderas espléndidas, prójimas, tibias, y también logró acercar sus
ojos a aquel ombligo único, de tango y de fruición, de trabajo y de holganza,
de juego y desafío, de consuelo y amor, y miró por él como quien espía por el
ojo de una cerradura. Y por aquel carnal, maravilloso orificio pudo al fin ver
el mundo, las calles y las praderas del mundo, un mundo con Nagasaki pero sin
Rita, ya era algo. Y cuando el ojo de la cerradura volvió a ser ombligo de
Mariana, apoyó su frente contra él y apenas murmuró:
«Mariana y punto».
Despertó cuando otra vez alguien tocó su brazo. Una azafata. Pero no era
Rita. «¿Va a tomar el refrigerio, señor?». Dijo que sí con la cabeza, y ella le
desenganchó la mesita y depositó allí la bandeja con el café, los sándwiches y
el jugo de naranja. «Se ha lastimado en la frente», dijo la azafata, solícita.
«Enseguida le traigo una curitas.»
Había empezado a tomar el jugo, cuando se oyó la voz informativa: «Les
habla el comandante Arnaldo Peralta. Comunicamos a los señores pasajeros que
dentro de cuarenta y cinco minutos aterrizaremos en el aeropuerto de Quito».
Cuando la
azafata volvió con la curitas, le preguntó si podía llamar a su compañera. «Se
llama Rita», aclaró. La muchacha lo miró sorprendida. Luego dijo: «Usted
perdone, señor, pero aquí no hay ninguna azafata que se llame así. Mi compañera
es aquella gordita, pero su nombre es Teresa». Él dijo que evidentemente estaba
confundido. Comió los dos sándwiches con un hambre casi adolescente. Todavía le
quedaba una duda: ¿en qué momento habría empezado a soñar? Y también una
certeza: de ahora en adelante, nadie iba a hallar vestigios de Rita en la borra
del café.