El libro de los amores ridículos - Milan Kundera







Escritos entre 1959 y 1968, los relatos de El libro de los amores ridículos se cuentan entre los más divertidos, desvergonzados y sarcásticos de Milan Kundera. Nos presenta una serie de personajes hilarantes que buscan en las complicidades y el regocijo de la amistad, el amor y el sexo una escapatoria al mundo estricto y hostil que les rodea.








Primera parte

Nadie se va a reír





1

“Sírveme un poco más de slivovice”, me dijo Klara y yo no puse objeciones.

El pretexto esgrimido para abrir la botella no había sido nada fuera de lo corriente, pero bastaba: ese día yo había recibido una gratificación relativamente importante por la última parte de un estudio mío que se había publicado por entregas en una revista especializada en crítica de arte.

La propia publicación del estudio había tenido sus más y sus menos. El texto era pura agresividad y pura polémica. Por eso primero me lo rechazaron en la revista “Pensamiento Artístico”, cuya redacción es más formal y precavida, y por fin lo publicaron en la revista de la competencia, de menor tirada, cuyos redactores son más jóvenes e imprudentes.

El dinero me lo trajo el cartero a la Facultad, junto con una carta; una carta sin importancia; acababa de adquirir la sensación de estar muy por encima del resto de los mortales y por la mañana apenas la leí. Pero ahora, en casa, cuando el reloj se acercaba a la medianoche y el nivel del líquido en la botella se aproximaba al fondo, la cogí de la mesa para que nos sirviera de diversión.

“Estimado camarada y, si me permite ese trata­miento, colega”, empecé a leérsela a Klara. “Disculpe, por favor, que una persona como yo, con la que Ud. [11] no ha hablado en la vida, le escriba esta carta. Me di­rijo a Ud. para rogarle que tenga la amabilidad de leer el artículo adjunto. No le conozco a Ud. perso­nalmente, pero le aprecio como persona cuyos juicios, reflexiones y conclusiones me han llenado de asom­bro, porque su coincidencia con los resultados de mis propias investigaciones es tal que me he quedado completamente consternado...” y seguían una serie de elogios a las excelencias de mi obra y una petición: Si tendría la amabilidad de escribir un informe sobre su artículo, un juicio crítico para la revista “Pensamiento Artístico”, en la que desde hace ya más de medio año se lo rechazan y se niegan a prestarle atención. Le di­jeron que mi valoración sería decisiva, de modo que ahora me he convertido en su única esperanza como escritor, en la única lucecilla que le alumbra en la terrible oscuridad.

Nos reímos del señor Zaturecky, cuyo rimbomban­te apellido nos fascinaba; pero nos reímos de él sin ensañarnos, porque los elogios que me dirigía, espe­cialmente en combinación con la excelente botella de slivovice, me habían ablandado. Me habían ablanda­do de tal modo que en aquellos instantes inolvidables amaba a todo el mundo. Naturalmente, de todo el mundo a quien más amaba era a Klara, aunque sólo fuese porque estaba sentada frente a mí, mientras que el resto del mundo estaba oculto tras las paredes de mi buhardilla del barrio de Vrsovice. Y como en aquel momento no tenía nada con qué obsequiar al mundo, obsequiaba a Klara. Al menos con promesas.

Klara era una chica de veinte años y de buena fa­milia. ¡Qué digo de buena, de excelente familia! Su padre había sido director de un banco y, como repre­sentante de la alta burguesía, en el año cincuenta ha­bía sido obligado a trasladarse al pueblo de Celakovice, a buena distancia de Praga. Su hijita tenía malos antecedentes políticos y trabajaba de costurera en una [12] gran fábrica de la empresa de confección de Praga. Yo estaba sentado frente a ella y procuraba aumentar sus simpatías por mí hablándole irreflexivamente de las ventajas del trabajo que había prometido conseguirle con la ayuda de mis amigos. Le dije que era imposible que una chica tan guapa desperdiciase su belleza jun­to a una máquina de coser y decidí que era necesario que se hiciera modelo.

Klara no tuvo nada que objetar y pasamos la no­che en feliz coincidencia.

2

El hombre atraviesa el presente con los ojos venda­dos. Sólo puede intuir y adivinar lo que de verdad es­tá viviendo. Y después, cuando le quitan la venda de los ojos, puede mirar al pasado y comprobar qué es lo que ha vivido y cuál era su sentido.

Aquella noche pensé que estaba brindando por mis éxitos, sin tener la menor sospecha de que estaba celebrando la inauguración de mis fracasos.

Y como no tenía la menor sospecha, al día si­guiente me desperté de buen humor y, mientras Kla­ra seguía respirando feliz a mi lado, me puse a leer en la cama, con caprichosa indiferencia, el artículo que acompañaba a la carta.

Se titulaba “Mikolas Ales, el maestro del dibujo checo” y en verdad no valía la pena ni siquiera la me­dia hora de lectura distraída que le dediqué. Era una colección de trivialidades amontonadas sin el menor sentido de la interrelación y sin la menor pretensión de añadirles alguna idea propia.

Estaba clarísimo que se trataba de una tontería. Por lo demás el doctor Kalousek, redactor de “Pensamien- [13] to Artístico” (un hombre excepcional mente antipático), me lo confirmó ese mismo día por teléfono: “Oye, ¿te llegó el rollo de Zaturecky?... Deberías decírselo por escrito. Ya se lo rechazaron cinco redactores y sigue dan­do la lata; ahora se ha inventado que la única autori­dad en el tema eres tú. Dile en dos líneas que es una idiotez, tú sabes hacerlo, las frases venenosas se te dan muy bien; y así nos quedaremos todos en paz”.

Pero dentro de mí había algo que se rebelaba: ¿por qué tengo que ser precisamente yo el verdugo del señor Zaturecky? ¿Acaso me pagan a mí el sueldo de redactor por hacer ese trabajo? Además recordaba perfectamente que en “Pensamiento Artístico” habían rechazado mi estudio porque les dio miedo publicar­lo; en cambio, el nombre del señor Zaturecky estaba firmemente unido en el recuerdo a Klara, la botella de slivovice y una hermosa noche. Y finalmente —no voy a negarlo, es humano— podría contar con un solo dedo a las personas que me consideran “la única auto­ridad en el tema”: ¿por qué iba a tener que perder a esa única persona?

Terminé la conversación con Kalousek con alguna graciosa vaguedad que él podía considerar como pro­mesa, y yo como excusa, y colgué el teléfono, firme­mente decidido a no escribir nunca el informe sobre el trabajo del señor Zaturecky.

En lugar de eso saqué del cajón el papel de carta y le escribí al señor Zaturecky, evitando pronunciar ningún juicio sobre su trabajo y poniendo como dis­culpa que mis opiniones sobre la pintura del siglo die­cinueve eran consideradas por todo el mundo erróneas y extravagantes y que por eso una intercesión mía —en especial tratándose de la redacción de “Pensa­miento Artístico”— podía más perjudicarle que favo­recerle; al mismo tiempo, me dirigía al señor Zaturecky con una amistosa locuacidad de la que era im­posible no deducir mis simpatías hacia él. [14]

En cuanto eché la carta al correo, me olvidé del señor Zaturecky. Pero el señor Zaturecky no se olvidó de mí.

3

Un buen día, justo al terminar mi clase —doy cla­ses de Historia de la Pintura en la Universidad— lla­mó a la puerta del aula nuestra secretaria, la señora Marie, una mujer amable de cierta edad que de vez en cuando me hace una taza de café y dice que no es­toy cuando me llaman mujeres por teléfono y yo no quiero ponerme. Asomó la cabeza por la puerta del aula y me dijo que había un señor esperándome.

Los señores no me dan miedo, así que me despedí de los alumnos y salí al pasillo con buen ánimo. Allí me saludó con una inclinación de cabeza un hombre­cillo pequeño que llevaba un traje negro bastante usa­do y una camisa blanca. Me comunicó muy respetuo­samente que era Zaturecky.

Invité al visitante a pasar a una habitación que es­taba libre, le indiqué que se sentase en un sillón y, en tono jovial, empecé a conversar con él de todo un poco, del mal tiempo que hacía aquel verano, de las exposiciones que había en Praga. El señor Zaturecky asentía amablemente a cualquier tontería que yo dije­se, pero de inmediato trataba de relacionar cada uno de mis comentarios con su artículo sobre Mikolas Ales, y el artículo yacía de pronto entre nosotros, en su invisible sustancia, como un imán del que no era posible librarse.

—Nada me gustaría más que hacer un informe so­bre su trabajo —dije por fin—, pero ya le he explica­do en mi carta que no me consideran experto en el si-[15] glo diecinueve checo y que además estoy un poco en­frentado con la redacción de “Pensamiento Artístico” porque me tienen por un fanático modernista, de mo­do que una valoración positiva mía sólo podría perju­dicarle.

—Oh, es usted demasiado modesto —dijo el se­ñor Zaturecky—. ¡Un experto como usted! ¿Cómo puede valorar tan negativamente su posición? En la redacción me han dicho que todo dependerá exclusi­vamente de su valoración. Si usted se pone de parte de mi artículo, lo publicarán. Es usted mi única salva­ción. Se trata del producto de tres años de estudio y tres años de trabajo. Ahora todo está en sus manos.

¡Con qué ligereza y con qué defectuosos materia­les edifica el hombre sus excusas! No sabía qué res­ponderle al señor Zaturecky.

Eché una mirada a su cara y advertí que no sólo me miraban unas pequeñas e inocentes gafas anti­cuadas, sino también una poderosa y profunda arru­ga transversal en la frente. En aquel breve instante de clarividencia, un escalofrío me atravesó la espalda: esa arruga, reconcentrada y terca, no era sólo un indi­cio de los padecimientos del espíritu sufridos por su propietario ante los dibujos de Mikolas Ales, sino también el síntoma de una extraordinaria fuerza de voluntad. Perdí mi presencia de ánimo y no pude en­contrar una excusa adecuada. Sabía que no iba a escribir aquel informe, pero también sabía que no tenía fuerzas para responder con un no, cara a cara, a los ruegos de aquel hombrecillo.

De modo que empecé a sonreír y a hacer promesas vagas. El señor Zaturecky me dio las gracias y dijo que pronto volvería a verme. Me despedí de él con muchas sonrisas.

Y, en efecto, al cabo de un par de días volvió. Lo esquivé astutamente, pero al día siguiente me dijeron que había estado otra vez preguntando por mí en la [16] Facultad. Comprendí que la situación era crítica. Fui rápidamente en busca de la señora Marie para tomar las medidas necesarias.

—Por favor, Marie, si volviese a preguntar por mí ese señor, dígale que estoy de viaje de estudios en Alemania y que tardaré un mes en regresar. Y para su información: ya sabe que tengo todas mis clases los martes y los miércoles. Voy a cambiarlas, en secreto, a los jueves y los viernes. Los únicos que lo sabrán se­rán los alumnos. No se lo diga a nadie y deje el hora­rio de clases tal como está. Tengo que pasar a la clan­destinidad.

4

En efecto, el señor Zaturecky pronto volvió a la Facultad a preguntar por mí y se quedó desolado cuando mi secretaria le comunicó que me había ido repentinamente a Alemania.

—¡Pero eso no es posible! ¡El señor profesor ayu­dante tenía que escribir un informe sobre mi trabajo! ¿Cómo ha podido marcharse de ese modo?

—No lo sé —dijo la señora Marie—, de todos mo­dos dentro de un mes estará de regreso.

—Otro mes más... —se lamentó el señor Zatu­recky—. ¿Y no sabe su dirección en Alemania?

—No la sé —dijo la señora Marie.

Así que tuve un mes de tranquilidad.

Pero el mes pasó más rápido de lo que yo había pensado y el señor Zaturecky ya estaba de nuevo en el despacho.

—No, aún no ha regresado —le dijo la señora Ma­rie, y en cuanto me vio, un poco más tarde, me rogó:

—Ese hombrecillo suyo ha vuelto otra vez por [17] aquí, dígame usted, por Dios, qué tengo que decirle.

—Dígale, Marie, que me ha dado una hepatitis en Alemania y que estoy internado en el hospital de Iena.

—¡En el hospital! —exclamó el señor Zaturecky cuando Marie se lo comunicó algunos días más tarde—. ¡Eso no es posible! ¡El señor profesor ayu­dante tiene que escribir un informe sobre mi trabajo!

—Señor Zaturecky —le dijo la secretaria en tono de reproche—, el señor ayudante está gravemente en­fermo en el extranjero y usted no piensa más que en su informe.

El señor Zaturecky se encogió de hombros y se marchó, pero al cabo de catorce días ya estaba de vuelta en el despacho:

—Le he enviado al señor profesor ayudante una carta certificada al hospital, ¡y me la han devuelto!

—Ese hombrecillo suyo me va a volver loca —me dijo al día siguiente la señora Marie—. No se enfade conmigo. ¿Qué podía decirle? Le dije que ya había re­gresado. Tendrá que arreglárselas usted mismo.

No me enfadé con la señora Marie. Había hecho todo lo que podía. Y además yo no me sentía ni mu­cho menos derrotado. Sabía que nadie podría darme caza. Vivía totalmente en secreto. En secreto daba mis clases los jueves y los viernes y en secreto me agazapa­ba todos los martes y los miércoles en el portal de una casa que estaba enfrente de la Facultad y me divertía viendo al señor Zaturecky haciendo guardia delante de la Facultad y esperando a que yo saliese.

Tenía ganas de ponerme un sombrero hongo y una barba falsa. Me sentía como Sherlock Holmes, como Jack el enmascarado, como el Hombre Invisible que recorre la ciudad, me sentía como un niño.

Pero, un buen día, el señor Zaturecky se aburrió de hacer guardia y atacó frontalmente a la señora Marie.

—¿Cuándo da sus clases el camarada ayudante? [18]

—Ahí tiene el horario —dijo la señora Marie seña­lando la pared en la que había un gran tablón de anuncios cuadriculado donde, con ejemplar proliji­dad, estaban dibujadas las horas de clase de todos los profesores.

—Eso ya lo sé —respondió con decisión el señor Zaturecky—. El problema es que el camarada ayudan­te no da nunca clase ni el martes ni el miércoles. ¿Está dado de baja por enfermedad?

—No —respondió dubitativa la señora Marie.

Y entonces el hombrecillo se encaró con la señora Marie. Le reprochó el desorden que tenía en el horario de los profesores. Le preguntó irónicamente cómo era posible que no supiese dónde estaban en cada mo­mento los profesores. Le comunicó que iba a presentar una queja contra ella. Le gritó. Afirmó que iba a pre­sentar una queja contra el camarada ayudante por no dar las clases que tenía que dar. Le preguntó si el rec­tor estaba presente.

El rector, por desgracia, estaba presente.

El señor Zaturecky llamó a su puerta y entró. Al cabo de unos diez minutos regresó al despacho de la señora Marie y le pidió sin más rodeos mis señas.

—Vive en la ciudad de Litomysl, calle Skalnikova número 20 —dijo la señora Marie.

—¿Cómo en Litomysl?

—El señor ayudante tiene en Praga su domicilio provisional y no desea que le comunique a nadie su dirección...

—Haga el favor de darme las señas del domicilio del camarada ayudante en Praga —gritó el hombreci­llo con voz temblorosa.

La señora Marie perdió por completo la serenidad. Le dio la dirección de mi buhardilla, de mi pobre re­fugio, de la dulce cueva en la que debía ser cazado. [19]

5

Sí, mi residencia permanente está en Litomysl; tengo allí a mamá, a mis amigos y los recuerdos de papá; cuando puedo me voy de Praga y estudio y es­cribo en casa, en el pequeño piso de mamá. Así fue como mantuve formalmente mi residencia permanen­te en casa de mamá, y en Praga no fui capaz de conse­guir ni siquiera un apartamento adecuado, como Dios manda, y por eso vivía subalquilado en Vrsovice, en un altillo, en una buhardillita completamente independiente, cuya existencia procuraba en la medida de lo posible ocultar para que no se produjeran innecesa­rios encuentros de indeseados huéspedes con mis com­pañeras provisionales de piso o mis visitantes feme­ninas.

No puedo negar que éste era uno de los motivos por los cuales no gozaba en la casa del mejor renom­bre. Durante algunas de mis estancias en Litomysl les había prestado la habitación a amigos que la utiliza­ban para divertirse, y se divertían tanto que no permi­tían que nadie pegase ojo en el edificio durante toda la noche. Aquello indignaba a algunos de los habitan­tes del edificio, de modo que estaban empeñados en una guerra secreta contra mí, que se manifestaba de vez en cuando en los informes que emitía sobre mí el Comité de Vecinos y hasta en una queja presentada ante la Administración de viviendas.

En la época a la que me estoy refiriendo, a Klara le empezó a parecer complicado desplazarse desde Ce­lakovice para ir al trabajo, de modo que comenzó a pasar la noche en mi casa. Al principio lo hacía con timidez y excepcionalmente, luego colgó un vestido en el armario, después varios vestidos y, al cabo de poco tiempo, mis dos trajes se apretujaban en un rin- [20] cón y mi pequeña habitación se había convertido en un saloncito femenino.

Klara me gustaba; era hermosa; yo disfrutaba de que la gente nos mirase cuando íbamos juntos; tenía por lo menos trece años menos que yo, lo cual acre­centaba mi prestigio entre los alumnos; tenía, en una palabra, multitud de motivos para dedicarle todo tipo de atenciones. Pero no quería que se supiera que vivía conmigo. Tenía miedo de que se extendiesen por la casa las habladurías y los cotilleos; tenía miedo de que alguien empezara a meterse con mi viejo y amable ca­sero, que era discreto y no se ocupaba de mí; tenía miedo de que, un buen día, a disgusto y contra su vo­luntad, viniera a pedirme que para mantener su buen nombre echase a la señorita.

Por eso Klara tenía instrucciones estrictas de no abrirle la puerta a nadie.

Aquel día estaba sola en casa. Era un día soleado y la temperatura en la buhardilla era casi sofocante. Por eso estaba tumbada en la cama, desnuda, ocupa­da en mirar al techo.

Y en ese momento oyó que golpeaban a la puerta.

No era nada inquietante. En mí buhardilla no había timbre y, cuando venía alguien, tenía que gol­pear. De modo que Klara no dejó que el ruido la in­terrumpiese y siguió mirando el techo, sin la menor intención de dejar de hacerlo. Pero los golpes no se detenían; por el contrario, continuaban con serena e incomprensible persistencia. Klara se puso nerviosa; empezó a imaginarse que ante la puerta había un hombre que lenta y significativamente daba vuelta a la solapa de su chaqueta, un hombre que al final le echaría violentamente en cara que no le hubiese abierto, un hombre que le preguntaría qué estaba ocultando, qué escondía y si tenía registrado allí su domicilio. La invadió el sentimiento de culpa; despe­gó los ojos del techo y se puso a buscar rápidamente [21] el sitio donde había dejado la ropa. Pero los golpes eran tan insistentes que en medio de la confusión no encontró más que mi impermeable. Se lo puso y abrió la puerta.

Pero en lugar del rostro hosco del inspector se en­contró sólo con un pequeño hombrecillo que hacía una reverencia:

—¿Está en casa el señor ayudante?

—No, no está en casa...

—Qué pena —dijo el hombrecillo y pidió amable­mente disculpas por interrumpir—. Es que el señor ayudante debe escribir un informe sobre un trabajo mío. Me lo prometió y ya es muy urgente. Con su permiso, quisiera dejarle al menos un recado.

Klara le dio al hombrecillo papel y lápiz, y yo me enteré por la noche de que el destino del estudio so­bre Mikolas Ales estaba únicamente en mis manos y de que el señor Zaturecky aguardaba respetuosamente mi informe y procuraría localizarme una vez más en la Facultad.





6

Al día siguiente la señora Marie me contó cómo le había amenazado el señor Zaturecky, cómo había gri­tado y cómo había ido a quejarse de ella; la voz le temblaba y estaba a punto de llorar; me dio rabia. Comprendí perfectamente que la secretaria, que hasta ahora se había reído de mi juego al escondite (aunque apostaría el cuello que lo hacía más por amabilidad hacia mí que porque se divirtiera sinceramente), se sentía ahora maltratada y veía naturalmente en mí al causante de sus problemas. Y si a esto le añadía la violación del secreto de mi buhardilla, los diez minu- [22] tos de golpes a la puerta y el susto que había pasado Klara, la rabia se convirtió en un ataque de furia.

Y cuando estaba dando vueltas de un lado a otro por el despacho de la señora Marie, cuando me estaba mordiendo los labios, cuando estaba en plena ebulli­ción y pensando en la venganza, se abrió la puerta y apareció el señor Zaturecky.

Al verme brilló en su cara un resplandor de felici­dad. Hizo una reverencia y saludó.

Había llegado un poco antes de tiempo, un poco antes de que yo hubiera tenido oportunidad de medi­tar mi venganza.

Me preguntó si ayer había recibido su mensaje.

No le contesté.

Repitió la pregunta.

—Lo recibí —dije.

—¿Y hará el favor de escribirme ese informe?

Lo veía delante de mí, enfermizo, terco, lastime­ro; veía la arruga transversal que dibujaba en su frente la línea de su única pasión; observé aquella sencilla lí­nea y comprendí que era una recta determinada por dos puntos: mi informe y su artículo; que al margen del vicio de esta recta maniática no había en su vida más que ascetismo. Y en ese momento se me ocurrió una maldad salvadora.

—Espero que comprenda que, después de lo ocu­rrido ayer, no tengo nada de que hablar con usted — dije.

—No le comprendo.

—No finja. Ella me lo dijo todo. Es inútil que lo niegue.

—No le comprendo —repitió, pero esta vez con más decisión, el pequeño hombrecillo.

Puse un tono de voz jovial, casi amistoso:

—Mire usted, señor Zaturecky, yo no se lo repro­cho. A fin de cuentas yo también soy mujeriego y lo comprendo. Yo en su lugar también habría intentado [23] ligar con una chica tan guapa, si hubiera estado a so­las con ella en el piso y si llevara puesto un impermea­ble de hombre sin nada debajo.

—Esto es una ofensa —palideció el hombrecillo.

—No, señor Zaturecky, es la verdad.

—¿Se lo dijo esa dama?

—No tiene secretos para mí.

—¡Camarada ayudante, eso es una ofensa! Soy un hombre casado. ¡Tengo mujer! ¡Tengo hijos! —el hombrecillo dio un paso hacia delante, de modo que me vi obligado a retroceder.

—Peor aún, señor Zaturecky.

—¿Qué quiere decir con eso de peor aún?

—Me refiero a que para un mujeriego estar casado es un agravante.

—¡Eso tendrá que retirarlo! —dijo el señor Zatu­recky amenazante.

—Como usted quiera —acepté—. Estar casado no siempre es una circunstancia agravante para un muje­riego. Pero eso no tiene importancia. Ya le he dicho que no me enfado con usted y que le comprendo. Lo único que no puedo entender es cómo puede preten­der que una persona a la que le quiere quitar la mu­jer, le haga su informe.

—¡Camarada ayudante! ¡Quien le pide ese infor­me es el doctor Kalousek, redactor del “Pensamiento Artístico”, una revista de la Academia de Ciencias! ¡Y usted tiene que escribir ese informe!

—El informe o la mujer. No puede pedir las dos cosas.

—¡Cómo puede comportarse de ese modo, camarada! —me gritó el señor Zaturecky, indignado y de­sesperado.

Qué curioso, de pronto tuve la sensación de que el señor Zaturecky había pretendido realmente seducir a Klara. Me indigné y le grité:

—Pero ¿cómo puede atreverse usted a llamarme [24] la atención? Usted, que debería pedirme humilde­mente disculpas aquí mismo, delante de la señora se­cretaria.

Me volví de espaldas al señor Zaturecky, y él, con­fuso, salió trastabillando de la habitación.

—Bueno —respiré como si acabara de ganar un duro combate y le dije a la señora Marie—: Espero que ahora ya no pretenderá que le escriba ese informe.

La señora Marie sonrió y al cabo de un momento me preguntó tímidamente:

—¿Y por qué no quiere hacerle ese informe?

—Porque lo que ha escrito es una terrible estupidez.

—¿Y entonces por qué no pone en el informe que es una estupidez?

—¿Por qué se lo iba a escribir? ¿Para qué tengo que enemistarme con nadie?

La señora Marie me miró con una sonrisa toleran­te; y en ese momento se abrió la puerta y apareció el señor Zaturecky con el brazo extendido:

—¡No seré yo el que tenga que disculparse, será usted!

Lo dijo con voz temblorosa y volvió a desaparecer.







7

No lo recuerdo con exactitud, quizá fue ese mis­mo día, quizá unos días más tarde, cuando encontra­mos en mi buzón una carta en la que no figuraba la dirección. Dentro había un texto trabajosamente es­crito, con letra inexperta: ¡Estimada! Venga a verme el domingo para hablar de las ofensas a mi marido. Estaré en casa todo el día. Si no viene, me veré obli­gada a tomar medidas. Anna Zaturecka, Praga 3, Dalimilova 14. [25]

Klara estaba aterrorizada y empezó a decir algo acerca de que la culpa era mía. Hice un gesto despec­tivo y dije que el sentido de la vida consistía en diver­tirse viviendo y que, si la vida era demasiado holgaza­na para que eso fuera posible, no había más remedio que darle un empujoncito. Uno debe cabalgar perma­nentemente a lomos de las historias, esos potros rau­dos sin los cuales se arrastraría uno por el polvo como un peón aburrido. Cuando Klara me dijo que no te­nía la menor intención de cabalgar a lomos de ningu­na historia, le garanticé que jamás vería al señor Zatu­recky ni a la señora Zaturecka y que la historia sobre cuya montura había saltado yo, iba a dominarla tran­quilamente yo solo.

Por la mañana, cuando salíamos de casa, nos detu­vo el portero. El portero no es mi enemigo. Hace ya tiempo que lo soborné sabiamente con un billete de cincuenta coronas y desde entonces he vivido con la agradable convicción de que había aprendido a no en­terarse de nada que se refiriera a mí y no echaba leña al fuego que mis enemigos avivan en mi contra.

—Ayer hubo dos que preguntaron por usted —le dijo.

—¿Cómo eran?

—Uno bajito, con una tía.

—¿Cómo era la tía?

—Le sacaba dos cabezas. Muy enérgica. Una tía dura. No paraba de hacer preguntas —se dirigió a Klara—: Más que nada preguntaba por usted. Que quién era y que cómo se llamaba.

—Dios mío, ¿y qué le dijo? —se asustó Klara.

—¿Qué le iba a decir? Yo qué sé quién viene a ca­sa del señor ayudante. Le dije que todas las noches ve­nía una distinta.

—Estupendo —saqué del bolsillo un billete de diez coronas—. Siga diciendo lo mismo.

—No tengas miedo —le dije después a Klara—, [26] el domingo no irás a ninguna parte y nadie te encon­trará.

Y llegó el domingo, tras el domingo el lunes, el martes, el miércoles.

—Ya ves —le dije a Klara.

Pero después llegó el jueves. Les estaba contando a mis alumnos, en la habitual clase secreta, cómo los jóvenes fauvistas, apasionadamente y con generosa ca­maradería, liberaron el color de las ataduras descripti­vas del impresionismo, cuando de pronto abrió la puerta la señora Marie y me dijo al oído:

—Está aquí la mujer de ese Zaturecky.

—Pero si yo no estoy —le dije—, enséñele el ho­rario.

Pero la señora Marie hizo un gesto de negación con la cabeza:

—Ya se lo dije, pero ella se metió en su despacho y vio que había un impermeable en el perchero. Y ahora está sentada en el pasillo, esperando.

Los callejones sin salida son mi mejor fuente de inspiración. Le dije a mi alumno preferido:

—Tenga la amabilidad de hacerme un peque­ño favor. Vaya a mi despacho, póngase mi imper­meable y salga del edificio con él puesto. Habrá una mujer que intentará demostrarle que yo soy us­ted, pero su tarea consiste en negarlo a cualquier precio.

Mi alumno se fue y regresó al cabo de un cuarto de hora. Me comunicó que había cumplido el encar­go, que el campo estaba libre y la mujer fuera de la Facultad.

Por una vez había ganado la partida.

Pero luego llegó el viernes, y Klara volvió del tra­bajo casi temblando.

El amable señor, que recibe a las clientes en el dis­tinguido salón de la empresa de confección, abrió ese día de pronto la puerta trasera que conduce al taller [27] en el que junto con otras quince costureras trabaja mi Klara y gritó:

—¿Vive alguna de vosotras en el número cinco de la calle Pushkin?

Klara sabía perfectamente que se trataba de ella, porque Pushkin 5 es mi dirección. Pero, haciendo ga­la de prudencia, no respondió, porque sabía que vivía en mi casa ilegalmente y que nadie tenía por qué in­miscuirse en eso.

—Ya se lo decía yo —dijo el amable señor al ver que ninguna de las costureras respondía, y se marchó.

Al poco tiempo, Klara se enteró de que una mujer de voz severa que llamó por teléfono le había obliga­do a consultar las direcciones de las empleadas y había estado un cuarto de hora convenciéndolo de que en la empresa tenía que haber una mujer que viviese en Pushkin 5.

La sombra de la señora Zaturecka yacía sobre nues­tra idílica habitación.

—Pero ¿cómo ha podido averiguar dónde traba­jas? ¡Si en este edificio nadie sabe nada de ti! —ex­clamé.

Sí, estaba realmente convencido de que nadie sa­bía de nosotros. Vivía como un excéntrico que cree pasar desapercibido tras una elevada muralla, sin per­catarse de un único detalle: de que la muralla es de cristal transparente.

Sobornaba al portero para que no dijese que Klara vivía en mi casa, obligaba a Klara a tomar complica­das medidas para permanecer en secreto y pasar inad­vertida, mientras todo el mundo sabía que estaba allí. Bastó una imprudente conversación de Klara con la inquilina del segundo y ya se sabía hasta el sitio en donde trabajaba.

Sin que nosotros tuviésemos la menor sospecha, hacía tiempo que habíamos sido descubiertos. Lo único que seguía siendo un secreto para nuestros perse- [28] guidores era el nombre de Klara. Este secreto era el único y el último escondite que nos permitía seguir huyendo de la señora Zaturecka, que había iniciado su lucha con una tenacidad y un método que me ho­rrorizaban.

Comprendí que la cosa iba en serio; que el caballo de mi historia ya estaba cabalgando a toda marcha.

8

Aquello sucedió el viernes. Y cuando Klara llegó el sábado del trabajo, temblaba una vez más. Había ocurrido lo siguiente:

La señora Zaturecka fue con su marido a la empre­sa a la que había llamado por teléfono el día anterior y le pidió al director que les permitiese visitar el taller con su marido y examinar las caras de todas las costu­reras que estuviesen presentes. La petición le pareció ciertamente extraña al director, pero la cara que ponía la señora Zaturecka no era como para rechazar sus exi­gencias. Hablaba de un modo confuso de ofensas, de vidas destrozadas y de procedimientos judiciales. El señor Zaturecky estaba a su lado, ponía cara de dis­gusto y permanecía callado.

Así que fueron conducidos al taller. Las costureras levantaron con indiferencia la cabeza y Klara recono­ció al hombrecillo; se puso pálida y con llamativo disi­mulo continuó cosiendo.

—Adelante —le dijo con irónica amabilidad el di­rector al inmóvil dúo. La señora Zaturecka compren­dió que debía tomar la iniciativa e incitó a su marido:

—¡Vamos, mira!

El señor Zaturecky levantó la vista con el ceño fruncido y miró a su alrededor. [29]

—¿Es alguna de éstas? —le preguntó al oído la se­ñora Zaturecka.

Al parecer el señor Zaturecky no veía con la preci­sión suficiente, ni siquiera con gafas, como para abar­car con la mirada, en su conjunto, aquel gran espacio cubierto que, por lo demás, era bastante accidentado, estaba lleno de trastos apilados y de trajes colgados de barras horizontales, y en el que las inquietas costure­ras no estaban ordenadamente sentadas de cara a la puerta, sino cada cual a su aire: se volvían, cambiaban de silla, se levantaban y miraban involuntariamente hacia otro sitio. De modo que tuvo que recorrer el taller procurando que no se le escapase ninguna.

Cuando las mujeres se dieron cuenta de que es­taban siendo observadas por alguien, y además por alguien tan poco agraciado y para ellas tan poco apetecible, experimentaron en lo más profundo de su sensibilidad una vaga sensación de humillación y co­menzaron a rebelarse silenciosamente, riéndose y murmurando. Una de ellas, una joven gruesa y mal­hablada, le espetó:

—¡El tío anda buscando por toda Praga a la des­graciada que lo dejó preñado!

Sobre la pareja se desplomó la burla ruidosa y bas­ta de las mujeres, pero ambos se quedaron en medio de aquella burla, tímidos y tercos, con una especie de extraña dignidad.

—Madre —volvió a exclamar la chica malhablada dirigiéndose a la señora Zaturecka— ¡tiene que cuidar mejor al chiquillo! ¡Yo a un niño tan bonito como ése no lo dejaría ni salir de casa!

—Sigue mirando —le susurró la mujer a su mari­do, y él, temeroso y con el ceño fruncido, siguió avan­zando, paso a paso, como si recorriese el sendero de la vergüenza y el castigo, pero siguió con firmeza y sin dejar de lado ni una sola cara.

El director sonreía durante todo el tiempo con una [30] sonrisa neutra; conocía bien a las mujeres con las que trabajaba y sabía que no había nada que hacer con ellas; por eso fingió no oír el barullo que hacían y le preguntó al señor Zaturecky:

—¿Y qué aspecto debería tener esa mujer?

El señor Zaturecky se volvió hacia el director y len­tamente y en tono serio dijo:

—Era hermosa... era muy hermosa...

Mientras tanto Klara se encogía en un rincón del taller, diferenciándose por su intranquilidad, su cabe­za agachada y su febril actividad de todas las demás mujeres que se divertían con la escena. ¡Qué mal si­mulaba su insignificancia, tratando de pasar desaper­cibida! Y el señor Zaturecky ya estaba a un paso de ella y en unos segundos iba a mirarla a la cara.

—No es gran cosa recordar únicamente que era hermosa —le dijo el amable director al señor Zatu­recky—. Hay muchas mujeres hermosas. ¿Era alta o baja?

—Alta —dijo el señor Zaturecky.

—¿Era rubia o morena?

El señor Zaturecky se detuvo a reflexionar y dijo:

—Era rubia.

Esta parte de la historia podría servir de parábola sobre la fuerza de la belleza. El señor Zaturecky, cuando vio por primera vez a Klara en mi casa, se quedó tan deslumbrado que en realidad no la vio. La belleza formó ante ella una especie de cortina impe­netrable. Una cortina de luz tras la cual estaba escon­dida como si fuera un velo.

Es que Klara no es ni alta ni rubia. Fue la grande­za interior de la belleza, nada más, la que le dio, ante los ojos del señor Zaturecky, la apariencia de altura fí­sica. Y la luz que la belleza irradia le dio a su pelo apariencia dorada.

Así fue cómo, cuando el hombrecillo llegó por fin al rincón del taller en donde Klara se inclinaba ner- [31] viosa sobre una falda a medio coser, vestida con su bata marrón de trabajo, no la reconoció. No la reco­noció porque jamás la había visto.

9

Cuando Klara terminó de relatar este incidente, en forma entrecortada y con escasas dotes para expo­nerlo de un modo comprensible, dije:

—Ya lo ves, tenemos suerte.

Pero ella, llorosa, se encaró conmigo:

—De qué suerte me hablas; si no me cogieron hoy, me cogerán mañana.

—Me gustaría saber cómo.

—Vendrán a buscarme aquí, a tu casa.

—No dejaré entrar a nadie.

—¿Y si viene a buscarme la policía? ¿Y si te pre­sionan a ti y hacen que les digas quién soy? Habló de un proceso judicial, me va a acusar de ofensas a su marido.

—Haz el favor, si es de risa: no ha sido más que una broma y un chiste.

—Esta no es época de chistes, hoy todo se toma en serio; dirán que pretendía dañar su imagen y que lo hice a propósito. ¿Tú crees que, cuando lo vean, van a pensar que de verdad puede haberse metido con una mujer?

—Tienes razón, Klara —dije—, seguramente te encerrarán.

—No digas tonterías —dijo Klara—, tú sabes que la situación es grave, basta con que me hagan presen­tarme ante una comisión disciplinaria para que el asunto figure en mis antecedentes y no salga nunca más del taller. Además me gustaría saber qué pasa [32] con ese trabajo de modelo que me prometes, y no puedo dormir en tu casa porque me daría miedo pen­sar que van a venir a buscarme, hoy me vuelvo a Cela­kovice.

Esa fue una de las conversaciones.

Y ese mismo día por la tarde, después de la reu­nión del departamento, tuve otra.

El jefe del departamento, un canoso profesor de Historia del Arte, un hombre sabio, me invitó a pasar a su despacho.

—Espero que sepa que ese estudio suyo que acaba de publicar no le va a beneficiar mucho —me dijo.

—Sí, lo sé.

—Muchos profesores piensan que sus críticas se re­fieren a ellos y el rector cree que es un ataque a sus opiniones.

—¿Qué le vamos a hacer?

—Nada —dijo el profesor—, pero ya han pasado los tres años de su ayudantía y habrá un concurso para ocupar el puesto. Por supuesto, lo habitual es que la comisión se lo dé a los que ya han dado clases en la Facultad, ¿está usted seguro de que esa costumbre se vaya a confirmar en su caso? Pero no era de eso de lo que quería hablarle. Siempre ha jugado a favor de usted el haber dado honestamente sus clases, el ser popular entre sus alumnos y el haberles enseñado algo. Pero ahora ya no puede ni siquiera apoyarse en eso. El rector me ha comunicado que hace ya un tri­mestre que no da clases. Y sin ningún tipo de excusa. Sólo con eso ya sería suficiente para un despido inme­diato.

Le expliqué al profesor que no había dejado de dar ni una sola clase, que no se trataba más que de una broma y le conté toda la historia del señor Zaturecky y Klara.

—Bien, yo le creo —dijo el profesor—, pero ¿de qué sirve que yo le crea? Toda la Facultad habla hoy [33] de que no da sus clases y no hace nada. Ya ha discuti­do el caso el Comité de Empresa y ayer lo llevaron a la Junta de Gobierno.

—Pero ¿por qué no hablaron antes conmigo?

—¿De qué iban a hablar con usted? Lo tienen todo claro. Ahora lo único que están haciendo es exa­minar su anterior actuación en la Facultad y buscar re­laciones entre su pasado y su presente.

—¿Qué pueden encontrar de malo en mi pasado? ¡Usted mismo sabe cuánto me gusta mi trabajo! ¡Nunca he descuidado mis obligaciones! Tengo la conciencia limpia.

—La vida humana es muy ambigua —dijo el pro­fesor—: El pasado de cualquiera de nosotros puede ser perfectamente adaptado lo mismo como biografía de un hombre de Estado, amado por todos, que como biografía de un criminal. Fíjese bien en su propio ca­so. Nadie pone en duda que le gusta su trabajo. Pero no se le veía con demasiada frecuencia en las reunio­nes y, cuando alguna vez aparecía, solía quedarse ca­llado. Nadie sabía muy bien cuáles eran sus opiniones. Yo mismo recuerdo que en varias oportunidades, cuando se trataba de cosas serias, de pronto hacía us­ted una broma que producía incertidumbre. Natural­mente esa incertidumbre quedaba de inmediato ol­vidada, pero hoy, rescatada del pasado, adquiere de pronto un sentido preciso. Recuerde también cuántas veces ha ocultado usted su presencia cuando venían distintas mujeres a buscarlo a la Facultad. O su último trabajo, del que cualquiera puede afirmar, si le da la gana, que defiende posiciones sospechosas. Claro que todas estas son cuestiones aisladas; pero basta con la luz que sobre ellas arroja su delito actual para que de pronto se unan, formando un conjunto que pone de manifiesto cuál es su carácter y su ac­titud.

—Pero ¿de qué delito se trata? —exclamé—: Ex- [34] plicaré delante de todos cómo han ocurrido las cosas: si las personas son personas, tendrán que reírse.

—Como le parezca. Pero verá usted que, o las per­sonas no son personas, o usted no sabía cómo eran las personas. No se van a reír. Si usted les explica todo tal como ha ocurrido, se pondrá de manifiesto que no sólo no cumplió con sus obligaciones tal como las es­tablecía el horario, es decir que no hizo lo que tenía que hacer, sino que además ha dado clases ilegalmen­te, es decir que hizo lo que no tenía que hacer. Se pondrá de manifiesto que ha ofendido a un hombre que le había pedido ayuda. Se pondrá de manifiesto que su vida privada es desordenada, que en su casa vi­ve cierta joven sin estar dada de alta, lo cual tendrá una influencia muy perniciosa en la presidenta del Comité de Empresa. Todo este asunto será de domi­nio público y quién sabe qué nuevos cotilleos aparece­rán; lo que es seguro es que les vendrán muy bien a todos aquellos que se sienten molestos por las ideas que usted defiende, pero que sienten vergüenza de enfrentarse con usted por ese motivo.

Yo sabía que el profesor no pretendía ni asustar­me ni engañarme, pero lo consideraba un excéntrico y no quería aceptar su escepticismo. Yo mismo me había montado en aquel caballo y ahora no podía per­mitir que me arrancase las riendas de las manos y me llevase adonde él quisiera. Estaba dispuesto a luchar contra él.

Y el caballo no rehuía el combate. Cuando llegué a casa, me esperaba en el buzón una citación a la reu­nión del Comité de Vecinos. [35]



10

El Comité celebraba sus sesiones en una antigua tienda fuera de uso, alrededor de una mesa alargada. Un hombre canoso con gafitas y la barbilla hundida me indicó que tomara asiento. Le di las gracias, me senté y aquel mismo hombre tomó la palabra. Me co­municó que el Comité seguía mis pasos desde hacía tiempo, que sabía muy bien que llevaba una vida pri­vada desordenada y que eso no producía una buena impresión; que los inquilinos de mi edificio ya se ha­bían quejado más de una vez de que no podían dor­mir por el ruido que hacía en mi casa durante toda la noche; que aquello era suficiente para que el Comi­té de Vecinos se formara una idea apropiada de mí. Y que ahora, por si fuera poco, había acudido a ellos la camarada Zaturecka, la esposa de un trabajador científico. Que debía haber escrito hace ya medio año un informe sobre la obra científica de su marido y no lo había hecho, a pesar de que sabía que de mi infor­me dependía el futuro de la mencionada obra.

—¡De qué obra científica me hablan! —interrum­pí al hombre de la barbilla pequeña—: Es un pegote de ideas copiadas de libros de texto.

—Muy interesante, camarada —se mezcló ahora en la conversación una rubia de unos treinta años, vestida en plan moderno, en cuya cara se había que­dado pegada (probablemente para siempre) una son­risa radiante—. Permítame una pregunta: ¿cuál es su especialidad?

—La teoría del arte.

—¿Y la del camarada Zaturecky?

—No lo sé. Probablemente intenta algo parecido.

—Ya lo ven —la rubia se dirigió entusiasmada a los demás—, el camarada no ve en un trabajador de su mis­ma especialidad a un colega, sino a un competidor.

—Prosigo —dijo el hombre de la barbilla hun- [36] dida—, la camarada Zaturecka nos dijo que su esposo fue a verle a usted a su casa y que encontró en ella a una mujer. Según parece, esa mujer lo acusó ante usted de haber pretendido aprovecharse sexualmente de ella. Pero la camarada Zaturecka cuenta con docu­mentos que certifican que su marido no es capaz de semejante cosa. Quiere saber el nombre de la mujer que acusó a su marido y poner este asunto en manos de la comisión disciplinaria del Ayuntamiento, porque esta acusación infundada ha representado para su ma­rido un perjuicio material.

Hice un nuevo intento por quitarle a todo este ri­dículo lío su injustificado dramatismo:

—Camaradas —dije—, toda esta historia carece de sentido. Ese trabajo es tan flojo que ni yo ni nadie podría recomendar su publicación. Y si entre el señor Za­turecky y esa mujer se produjo algún malentendido, no creo que sea como para convocar una reunión.

—Por suerte no eres tú, camarada, quien decide cuándo tenemos que reunimos —me respondió el hom­bre de la barbilla hundida.

—Y eso que dices, que el artículo del camarada Za­turecky es malo, hemos de interpretarlo como una ven­ganza. La camarada Zaturecka nos ha facilitado la car­ta que le escribiste a su marido después de leer su tra­bajo.

—Sí. Pero en esa carta no digo una palabra acerca de la calidad del artículo.

—Es verdad. Pero dices que quieres ayudarle; de tu carta se desprende claramente que aprecias el tra­bajo del camarada Zaturecky. Y ahora dices que es un pegote. ¿Por qué no se lo escribiste ya en aquella car­ta? ¿Por qué no se lo dijiste cara a cara?

—El camarada tiene dos caras —dijo la rubia.

En ese momento intervino en la conversación una mujer mayor con el pelo ondulado de peluquería; no se anduvo con rodeos: [37]

—Lo que quisiéramos que nos dijeras, camarada, es el nombre de la mujer a la que el señor Zaturecky encontró en tu casa.

Comprendí que probablemente no sería capaz de hacer que todo aquel lío perdiera su absurda gravedad y que no me quedaba más que una posibilidad: ha­cerles perder la pista, alejarles de Klara, atraerlos hacia otro sitio, tal como la perdiz atrae al perro de caza alejándolo y ofreciendo su cuerpo a cambio de los cuerpos de sus pichones.

—Es una pena, pero no me acuerdo de su nombre —dije.

—¿Cómo no te vas a acordar del nombre de la mujer con la que vives? —preguntó la mujer del pelo ondulado.

—Se ve que el camarada tiene un comportamiento ejemplar para con las mujeres —dijo la rubia.

—Es posible que lo recordara, pero tendría que pensarlo. ¿Saben ustedes qué día fue la visita del se­ñor Zaturecky?

—Fue exactamente —el hombre de la barbilla hundida miró sus papeles— el miércoles catorce por la tarde.

—El miércoles... catorce... un momento... —apo­yé la cabeza en las palmas de las manos y me puse a pensar—: Ya me acuerdo. Era Helena —todos esta­ban pendientes de mis palabras.

—Helena ¿qué?

—¿Qué? Desgraciadamente lo ignoro. No se lo quise preguntar. En realidad, para serles franco, ni si­quiera estoy seguro de que se llamase Helena. Le puse ese nombre porque su marido era pelirrojo como Menelao. La conocí el martes por la noche en un bar y conseguí hablar con ella un momento cuando su Menelao se acercó a la barra a tomar un coñac. Al día si­guiente vino a verme y estuvo en casa toda la tarde. Pero tuve que dejarla sola dos horas porque tenía una [38] reunión en la Facultad. Cuando volví estaba disgusta­da porque había venido un hombrecillo a molestarla, creyó que yo estaba conchabado con él, se ofendió y ya no quiso saber nada de mí. Y ya lo ven, ni siquiera tuve tiempo de averiguar su verdadero nombre.

—Camarada, independientemente de que lo que dice sea cierto— dijo la rubia—, me parece incom­prensible que usted pueda educar a nuestra juventud. ¿Acaso nuestro modo de vida no le sirve de inspira­ción más que para beber y para aprovecharse de las mujeres? Puede estar seguro de que daremos nuestra opinión al respecto donde corresponda.

—El portero no dijo nada de ninguna Helena — intervino ahora la mujer mayor del pelo ondulado—. Pero nos informó de que hace ya un mes que tienes en tu casa, sin darla de alta, a una chica que trabaja en la empresa de confección. ¡No olvides, camarada, que estás en un piso subalquilado! ¿Te crees acaso que puede vivir alguien en tu piso, así por las buenas? ¿Piensas que nuestra casa es un burdel? Si no nos quieres decir su nombre, ya lo averiguará la policía.

11

Las cosas iban cada vez peor. Yo mismo empezaba a notar en la Facultad el ambiente de rechazo del que me había hablado el profesor. Hasta el momento no me habían convocado oficialmente, pero de vez en cuando oía alguna indirecta y de vez en cuando, por compasión, me hacía alguna confidencia la señora Marie, en cuyo despacho los profesores tomaban el café y hablaban sin preocuparse de que alguien pu­diera oírles. Dentro de un par de días debía reunirse la comisión encargada del concurso, que ahora se de- [39] dicaba a recoger todas las valoraciones posibles; me imaginaba lo que dirían los miembros de la comisión al leer el informe del Comité de Vecinos, un informe del que sólo sabía que era secreto y sobre el cual yo no tendría oportunidad de pronunciarme.

Hay momentos en la vida en los que uno tiene que batirse en retirada. En los que debe rendir las po­siciones menos importantes para salvar las más impor­tantes. Yo pensé que mi posición más importante, mi último reducto, era mi amor. Sí, en aquellos días de inquietud comencé de pronto a darme cuenta de que amaba a mi costurera y me sentía ligado a ella.

Ese día me encontré con ella junto al museo. No, en casa no. ¿Acaso aquella casa seguía siendo mi ho­gar? ¿Puede una habitación con las paredes de cristal ser un hogar? ¿Una habitación vigilada con prismáti­cos? ¿Una habitación en la que uno tiene que ocultar a la que ama con más precauciones que si se tratara de una mercancía de contrabando?

Mi casa ya no era mi casa. Teníamos la misma sen­sación que alguien que se ha internado en territorio ajeno y a cada momento puede ser capturado, nos po­nían nerviosos los pasos que se oían en el pasillo, está­bamos constantemente esperando a que alguien lla­mara con insistencia a la puerta. Klara había vuelto a vivir en Celakovice y, en aquella casa nuestra, que se nos había vuelto ajena, ya no teníamos ganas de ver­nos ni siquiera durante un rato. Por eso le había pedi­do a un amigo pintor que me prestara su estudio para pasar la noche. Aquel día me dejó la llave por prime­ra vez.

Así que nos encontramos bajo uno de los altos te­chos del barrio de Vinohrady, en una enorme habita­ción con una pequeña cama y una gran ventana incli­nada desde la que se veía toda la Praga nocturna en medio de un montón de cuadros apoyados contra la pared; en el desorden y la despreocupada suciedad del [40] estudio del pintor, volví de pronto a sentir la antigua sensación de despreocupada libertad. Me tumbé en la cama, introduje el sacacorchos en el corcho y abrí una botella de vino. Hablaba con alegría y despreocupa­ción, y disfrutaba pensando en la noche que me es­peraba.

Pero la angustia de la que yo me había liberado cayó por entero sobre Klara.

Ya mencioné que Klara había venido, sin el me­nor escrúpulo y hasta con la mayor naturalidad, a vivir a mi buhardilla. Pero ahora que nos encontrábamos por un momento en un estudio ajeno, se sentía incó­moda. Más que incómoda.

—Esto me resulta humillante —me dijo.

—¿Qué es lo que te humilla? —le pregunté.

—Que hayamos tenido que pedir un piso pres­tado.

—¿Y por qué te humilla que hayamos tenido que pedir un piso prestado?

—Porque tiene algo de humillante —respondió.

—Es que no podíamos hacer otra cosa.

—Ya —respondió—, pero en un piso prestado me siento como si fuera una golfa.

—Por Dios, ¿por qué ibas a tener que sentirte co­mo una golfa precisamente en un piso prestado?. Las golfas suelen desarrollar sus actividades en sus casas y no en casas prestadas...

Era inútil pretender atacar con razonamientos el firme muro de sentimientos irracionales con los que, al parecer, está modelada el alma de la mujer. Nues­tra conversación tuvo desde el comienzo mal cariz.

Le conté entonces a Klara lo que me había dicho el profesor, le conté lo que había sucedido en el Comité de Vecinos y traté de convencerla de que al final acabaríamos por triunfar.

Klara permaneció un rato en silencio y luego dijo que la culpa de todo la tenía yo. [41]

—¿Al menos podrás sacarme de ese taller de cos­tura?

Le dije que quizás ahora tuviera que tener un poco de paciencia.

—Ya ves —dijo Klara—, muchas promesas y al fi­nal no harás nada. Y yo sola nunca saldré de allí, aun­que otra persona quiera ayudarme, porque por culpa tuya tendré malos antecedentes.

Le di a Klara mi palabra de que lo que había ocu­rrido con el señor Zaturecky no le afectaría a ella.

—De todos modos no entiendo —dijo Klara— por qué no escribes ese informe. Si lo escribieras, en seguida se acabarían los problemas.

—Ya es tarde, Klara —le dije—. Si escribiese el informe dirían que lo hago para vengarme y se pon­drían aún más furiosos.

—¿Y por qué ibas a tener que hacer un informe negativo? ¡Hazlo positivo!

—Eso no puedo hacerlo, Klara. Es un artículo to­talmente infumable.

—¿Y qué? ¿Por qué de pronto te haces el sincero? ¿No era mentira cuando le escribiste a ese hombrecillo que en el «Pensamiento Artístico» no te hacían nin­gún caso? ¿Y no era mentira cuando le dijiste a ese hombrecillo que me había querido seducir? ¿Y no fue mentira cuando te inventaste a aquella Helena? Así que, si ya has mentido tanto, ¿qué más te da mentir una vez más y hacer un informe elogioso? Es la única forma de arreglarlo.

—Ya ves, Klara —dije—, tú crees que todas las mentiras son iguales y parece como si tuvieras razón. Pero no la tienes. Yo puedo inventar cualquier cosa, reírme de la gente, idear historias y gamberradas, pe­ro no tengo la sensación de ser un mentiroso ni me remuerde la conciencia; cuando digo esas mentiras, si quieres llamarlas así, soy yo mismo, tal como soy; al decir una de esas mentiras no estoy fingiendo, sino [42] que en realidad digo la verdad. Pero hay cosas sobre las cuales no puedo mentir. Hay cosas que he conse­guido comprender, cuyo sentido he descifrado, cosas a las que quiero y que tomo en serio. Y entonces no se puede bromear. Si mintiese sobre ellas, me aver­gonzaría de mí mismo y eso no puedo hacerlo, no me lo pidas porque no lo haré.

No nos entendíamos.

Pero yo amaba a Klara y estaba dispuesto a hacer todo lo necesario para que no tuviera nada que repro­charme. Al día siguiente le escribí una carta a la seño­ra Zaturecka. Le dije que la esperaba dentro de dos días en mi despacho.

12

Increíblemente metódica como siempre, la señora Zaturecka llamó a la puerta justo a la hora fijada. Abrí la puerta y la invité a entrar.

Por fin la veía. Era una mujer alta, muy alta, con una cara grande y delgada de campesina, desde la que miraban dos ojos color azul pálido.

—Póngase cómoda —le dije y ella se quitó torpe­mente una especie de abrigo largo y oscuro, entallado en la cintura y de una forma extraña, un abrigo que, quién sabe por qué, me recordaba una antigua capa militar.

No quería ser el primero en atacar; quería que fuese el adversario el primero en enseñar las cartas. La señora Zaturecka se sentó y, tras algunas frases, la in­vité a hablar.

—Ya sabe usted por qué le buscaba —dijo con voz seria y sin ninguna agresividad—. Mi marido siempre le ha apreciado a usted como especialista y [43] como persona honesta. Todo dependía de su informe. Pero usted no quiso hacérselo. Mi marido ha estado trabajando en ese artículo tres años. El ha tenido una vida mucho más difícil que la de usted. Era maestro, todos los días iba a dar clases a treinta kilómetros de Praga. Yo misma le obligué el año pasado a dejarlo para dedicarse únicamente a la ciencia.

—¿El señor Zaturecky no tiene trabajo? —pre­gunté.

—No.

—¿Y de qué viven?

—Por ahora tengo que hacerme cargo de todo yo sola. La ciencia es la gran pasión de mi marido. Si us­ted supiese todo lo que ha estudiado. Si supiese la cantidad de folios que ha escrito. El siempre dice que un científico de verdad tiene que escribir trescientas páginas para que le queden treinta buenas. Y enton­ces apareció esa mujer. Créame, yo lo conozco, él no sería capaz de hacer eso de lo que le acusa esa mujer, no me lo creo, ¡que lo diga delante de él y de mí! Yo conozco bien a las mujeres, puede que ella lo quiera a usted y usted no esté enamorado de ella. Puede que quiera darle celos. Pero debe usted creerme, ¡mi mari­do no se atrevería nunca!

Estaba oyendo a la señora Zaturecka y de pronto me sucedió algo curioso: ya no era consciente de que se trataba de la mujer por la cual iba a tener que dejar la Facultad, de que era la mujer por la cual se había ensombrecido mi relación con Klara, la mujer por la que había pasado tantos días de enfados y disgustos. De pronto, la relación entre ella y la historia en la que ahora ambos desempeñábamos un triste papel me pa­recía vaga, difusa, casual. De pronto comprendí que no fue más que una ilusión haber pensado que cabal­gamos nosotros mismos en nuestras propias historias y que dirigimos su marcha; que en realidad es posible que no sean, en absoluto, nuestras historias, que es [44] más probable que nos sean adjudicadas desde fuera; que no nos caracterizan; que no podemos responder de su extrañísima trayectoria; que nos raptan, dirigi­das desde otra parte por fuerzas extrañas.

Por lo demás, cuando miré a los ojos a la señora Zaturecka, me pareció que aquellos ojos no podían ver hasta el fin de los actos, me pareció que aquellos ojos no miraban; que no hacían más que nadar en medio del rostro; que estaban fijos.

—Puede que tenga razón, señora Zaturecka —dije en tono apaciguador—: Es posible que mi chica real­mente no dijera la verdad, pero ya sabe usted lo que pasa cuando un hombre es celoso; le creí y me falla­ron un poco los nervios. Eso le puede pasar a cual­quiera.

—Claro, por supuesto —dijo la señora Zaturecka y se notó que se había quitado un peso de encima—, qué bien que usted mismo lo reconozca. Temíamos que la creyese. Porque esa mujer podía haberle estro­peado la vida a mi marido. No me refiero a lo mal que le hacía quedar desde el punto de vista moral. Eso hubiéramos procurado soportarlo. Pero es que mi marido tiene todas sus esperanzas puestas en su infor­me. En la redacción le dijeron que todo depende de usted. Mi marido está convencido de que, si se publi­ca su artículo, por fin se le reconocerá como científico. Y ya que todo se ha aclarado, ¿le hará el favor de es­cribir el informe? ¿Podría hacerlo pronto?

Ahora había llegado el momento de la venganza, de darle satisfacción a la rabia acumulada; pero en aquel momento yo no sentía rabia alguna y lo que dije lo dije solamente porque no tenía más remedio que decirlo:

—Señora Zaturecka, eso del informe es complica­do. Le confesaré todo lo que ha ocurrido. A mí no me gusta decirle a la gente, cara a cara, cosas desagrada­bles. Esa es mi debilidad. He tratado de evitar al se- [45] ñor Zaturecky, pensando que adivinaría el motivo que tenía para hacerlo. Y es que su trabajo es muy flojo. Carece de valor científico. ¿Me cree?

—Es muy difícil que lo crea. Eso no puedo creerlo —dijo la señora Zaturecka.

—En primer lugar, el trabajo no es nada original. Entiéndame bien, un científico tiene que encontrar siempre algo nuevo; un científico no puede simple­mente copiar lo que ya se sabe, lo que escribieron otros.

—Estoy segura de que mi marido no copió ese tra­bajo.

—Señora Zaturecka, seguro que usted ha leído ese artículo.

Iba a seguir hablando pero la señora Zaturecka me interrumpió.

—No, no lo he leído.

Me quedé sorprendido.

—Entonces léalo.

—Veo muy mal —dijo la señora Zaturecka—, ha­ce ya cinco años que no he leído ni un renglón, pero no necesito leer para saber si mi marido es honesto. Eso es algo que no se aprende leyendo. Yo a mi mari­do le conozco como una madre a su hijo, lo sé todo de él. Y sé que todo lo que hace es honesto.

Tuve que pasar por lo peor. Le leí a la señora Za­turecka párrafos del artículo de su marido junto a los párrafos correspondientes de diversos autores de los que el señor Zaturecky había sacado sus ideas y la for­ma de expresarlas. Por supuesto no se trataba de un plagio consciente, sino más bien de una dependencia inintencionada con respecto a autores por los que sen­tía un enorme respeto. Pero cualquier persona que oyese los párrafos citados comprendería que el trabajo del señor Zaturecky no podía ser publicado por nin­guna revista científica seria.

No sé en qué medida la señora Zaturecka atendía [46] a mis explicaciones, en qué medida las seguía y las en­tendía, pero permanecía sentada humildemente en el sillón, humilde y obedientemente como un soldado que sabe que no puede abandonar su puesto. Tardamos al­rededor de media hora. La señora Zaturecka se levan­tó entonces del sillón, fijó en mí sus ojos traslúcidos y me pidió con voz inexpresiva que la disculpase; pero yo me di cuenta de que no había perdido la fe en su marido y que si a alguien le echaba en cara algo era a sí misma por no haber sido capaz de hacer frente a mi argumentación, que le parecía oscura e incompren­sible. Se puso su abrigo militar y yo comprendí que aquella mujer era un soldado, un triste soldado fati­gado por largas marchas, un soldado incapaz de com­prender el sentido de las órdenes recibidas, pero dis­puesto siempre a cumplirlas sin protestar, un soldado que ahora se aleja derrotado, pero sin mácula.

13

—Bueno, ahora ya no tienes nada que temer —le dije a Klara tras repetirle en el bar Dalmacia mi con­versación con la señora Zaturecka.

—Pero si yo no tenía nada que temer —respondió Klara con una confianza en sí misma que me llamó la atención.

—¿Cómo que no? ¡Si no hubiera sido por ti, ja­más hubiera citado a la señora Zaturecka!

—Has hecho bien en hablar con ella, porque lo que les habías hecho era lamentable. El doctor Kalou­sek dice que es algo que resulta incomprensible para una persona inteligente.

—¿Cuándo hablaste con Kalousek?

—Hablé —dijo Klara. [47]

—¿Y se lo contaste todo?

—¿Y qué? ¿Acaso es un secreto? Ahora sé perfec­tamente lo que eres tú.

—Hm.

—¿Quieres que te diga lo que eres?

—Hazme el favor.

—Un vulgar cínico.

—Eso te lo dijo Kalousek.

—¿Por qué me lo iba a decir Kalousek? ¿Crees que no lo puedo inventar yo misma? Tú estás convencido de que soy incapaz de darme cuenta de lo que haces. A ti te gusta tomarle el pelo a la gente. Al señor Za­turecky le prometiste que ibas a hacer el informe...

—¡Yo no le prometí que iba a hacer el informe!

—Da lo mismo. Y a mí me prometiste que me ibas a conseguir un trabajo. Yo te serví de excusa para el señor Zaturecky, y el señor Zaturecky te sirvió de excusa para mí. Pero, para que lo sepas, ese trabajo lo voy a conseguir.

—¿Con la ayuda de Kalousek? —dije tratando de ser mordaz.

—¡Con la tuya desde luego que no! No tienes ni idea de lo hundido que estás.

—¿Y tú, sí, la tienes?

—Sí, la tengo. El concurso no lo vas a ganar y po­drás darte por satisfecho si te aceptan como empleado en alguna galería. Pero tienes que darte cuenta de que la culpa es sólo tuya. Si te puedo dar un consejo, la próxima vez sé honesto y no mientas, porque nin­guna mujer respeta a un hombre que miente.

Después se puso de pie, me dio (probablemente por última vez) la mano, dio media vuelta y se marchó.

Pasó un rato antes de que cayera en la cuenta de que (a pesar del gélido silencio que me rodeaba) mi historia no pertenecía a la categoría de las historias trágicas, sino más bien a la de las cómicas.

Eso me proporcionó cierto consuelo.


























Segunda parte

La dorada manzana del eterno deseo



Martin

Martin sabe hacer lo que yo no sé. Detener a cual­quier mujer en cualquier calle. Tengo que decir que desde que conozco a Martin, y hace ya mucho tiempo que le conozco, he sacado de esta habilidad suya con­siderable provecho, porque no me gustan las mujeres en menor medida que a él, pero carezco de su desca­bellada osadía. En cambio, el error de Martin consistía en que la denominada detención de la mujer se con­vertía a veces para él en un virtuosismo, en un fin en sí mismo, con el que frecuentemente todo terminaba. Por eso solía decir, no sin cierta amargura, que parecía un delantero que le pasa generosamente balones segu­ros a su compañero de juego, para que éste meta lue­go goles fáciles y recoja una gloria fácil.

El lunes de aquella semana, por la tarde, después de trabajar, le estaba esperando en un café de la Plaza de Wenceslao mientras examinaba un grueso libro so­bre la antigua cultura etrusca. La Biblioteca Universi­taria había tardado varios meses en tramitar el présta­mo del libro desde Alemania y aquel día, cuando por fin me lo entregaron, me lo llevé como si fuera una reliquia, y en realidad me alegró bastante que Martin me hiciese esperar y me diese la oportunidad de hojear el ansiado libro en la mesa del café.

Cada vez que pienso en las viejas culturas de la Antigüedad, siento nostalgia. Quizá se trate, entre [51] otras cosas, de una nostálgica envidia por la desmaya­da y dulce lentitud de la historia de entonces: la épo­ca de la antigua cultura egipcia duró varios miles de años; la época de la antigüedad griega, casi un mile­nio. En este sentido, la vida individual de los seres humanos imita la historia de los seres humanos; al co­mienzo está sumergida en una inmóvil lentitud y lue­go, poco a poco, se va acelerando cada vez más. Mar­tin cumplió hace precisamente dos meses los cuarenta.

Empieza la historia

Fue él quien interrumpió mi meditación. Apare­ció de pronto junto a la puerta de cristal del café y se dirigió hacia mí, haciendo gestos y movimientos ex­presivos en dirección a una de las mesas, en la cual, junto a una taza de café, destacaba una mujer. Sin dejar de mirarla se sentó junto a mí y dijo:

—¿Qué te parece?

Me sentí avergonzado; estaba realmente tan con­centrado en mi grueso volumen que hasta entonces no me había fijado en la chica; tuve que reconocer que era guapa. Y en ese momento la chica irguió el pecho y llamó al señor de la pajarita negra para decirle que quería la cuenta.

—¡Paga tú también! —me ordenó Martin.

Pensábamos que íbamos a tener que correr tras la chica, pero por suerte se detuvo en el guardarropa. Había dejado allí la bolsa de la compra, y la encarga­da tuvo que sacarla de quién sabe dónde antes de po­nerla delante de la chica en el mostrador. La chica le dio a la encargada un par de monedas de diez cénti­mos y en ese momento Martin me arrancó de la mano mi libro alemán. [52]

—Mejor lo ponemos aquí —dijo con audaz natu­ralidad y metió cuidadosamente el libro en la bolsa de la chica.

La chica puso cara de sorpresa pero no supo qué decir.

—En la mano se lleva muy mal —añadió Martin y, al ver que la chica se disponía a cargar con la bolsa, me echó en cara que no sabía comportarme.

La joven era enfermera en el hospital de un pue­blo, al parecer estaba en Praga sólo de paso y tenía prisa por llegar a la estación de autobuses de Florenc. Bastó un breve paseo hasta la parada del tranvía para que nos dijéramos todo lo esencial y nos pusiéramos de acuerdo en que el sábado iríamos a B. a visitar a aquella simpática joven quien, como Martin apuntó significativamente, seguro que tendría alguna guapa compañera de trabajo.

El tranvía se aproximaba, le di la bolsa a la joven y ella se dispuso a sacar el libro; pero Martin lo impi­dió con un gesto galante; ya iremos el sábado a bus­carlo, así la señorita mientras tanto... La joven sonreía confusa, el tranvía se la llevaba y nosotros movíamos los brazos en señal de despedida.

No hay nada que hacer, el libro que yo había an­siado durante tanto tiempo estaba de pronto lejos de mí, en manos desconocidas; realmente era un fasti­dio; pero una especie de rapto se ocupó de proporcio­narme rápidamente alas con las que me elevé feliz­mente por encima de todo aquello.

Martin se puso inmediatamente a pensar en el modo de justificar su ausencia durante la tarde y la noche del sábado ante su jovencísima esposa (porque, en efecto, tiene una mujer muy joven; y lo que es peor: está enamorado de ella; y lo que es aún peor: le tiene miedo; y lo que es aún muchísimo peor: tiene miedo de perderla). [53]

Un registro con éxito

Pedí prestado para nuestra excursión un bonito Fiat, y el sábado a las dos de la tarde me detuve delante de la casa de Martin; Martin ya me estaba esperando y partimos. Era julio y hacía un calor ho­rrible.

Queríamos llegar a B. cuanto antes, pero al pasar por un pueblo vimos a dos chicos en bañador, con el pelo mojado, y detuve el coche. El lago estaba real­mente cerca, a pocos metros, al final del pueblo. Ya no duermo tan bien como antes, la noche anterior ha­bía estado dando vueltas en la cama hasta las tres de la mañana por quién sabe qué preocupaciones; necesi­taba refrescarme; Martin estaba de acuerdo.

Nos pusimos los bañadores y nos lanzamos al agua. Yo me sumergí y nadé rápidamente hasta la orilla opuesta. En cambio, Martin no hizo más que re­mojarse, se echó un poco de agua encima y volvió a salir. Cuando regresé nadando desde la otra orilla, me lo encontré en un estado de intensa concentración. Junto a la orilla alborotaba un grupo de niños, un po­co más allá jugaban al balón los jóvenes del pueblo, pero Martin estaba concentrado en la airosa figura de una chica que estaba a unos quince metros, de espal­das a nosotros, mirando el agua casi sin moverse.

—Mira —dijo Martin.

—Miro.

—Y ¿qué dices?

—¿Qué debería decir?

—¿No sabes lo que deberías decir?

—Tenemos que esperar a que se dé la vuelta —opiné. [54]

—No nos hace ninguna falta esperar a que se dé la vuelta. Lo que me enseña de este lado es más que suficiente.

—Como quieras —protesté—, pero por desgracia no tenemos tiempo de hacer nada.

—¡Por lo menos registrar, registrar! —dijo Martin y se dirigió a un chiquillo que se estaba poniendo unos pantalones cortos un poco más allá—: Niño, haz el favor, ¿sabes cómo se llama aquella chica? —y se­ñaló a la muchacha que, con extraña apatía, seguía en la misma posición.

—¿Aquélla?

—Sí, aquélla.

—Esa no es de por aquí —dijo el chiquillo.

Martin se dirigió a una niña de unos doce años que estaba tomando el sol justo al lado:

—Niña, ¿no sabes quién es aquella chica que está junto a la orilla?

La niñita se puso de pie obediente:

—¿Aquélla?

—Sí, aquélla.

—Esa es Manka...

—¿Manka? ¿Y qué más?

—Manka Panku... de Traplice...

Y la chica seguía junto al agua, de espaldas a no­sotros. Ahora se había agachado a buscar el gorro de baño y, cuando volvió a enderezarse, poniéndoselo en la cabeza, Martin ya estaba a mi lado y me decía:

—Es una tal Manka Panku, de Traplice. Podemos seguir viaje.

Ya estaba completamente tranquilo, contento y evidentemente no pensaba más que en lo que nos quedaba de viaje. [55]

Un poco de teoría

A esto le llama Martin registro. Parte de sus ricas experiencias, que le hicieron llegar a la conclusión de que no es tan difícil seducir a una chica como, si tene­mos unas elevadas exigencias cuantitativas en este sen­tido, conocer siempre a una cantidad suficiente de chicas a las que hasta ahora no hemos seducido.

Por eso afirma que es necesario siempre, en cual­quier sitio y en cualquier situación, llevar a cabo un amplio registro, es decir apuntar, en un libro de notas o en la memoria, los nombres de las mujeres que han llamado nuestra atención y con las que alguna vez po­dríamos contactar.

El contacto ya es un nivel más elevado de activi­dad e implica que establecemos con determinada mu­jer una relación, que la conocemos, que logramos te­ner acceso a ella.

Si uno disfruta mirando hacia atrás para vanaglo­riarse, pone el acento en los nombres de las mujeres amadas; pero si mira hacia delante, hacia el futuro, debe preocuparse, sobre todo, de tener a suficientes mujeres registradas y contactadas.

Por encima del contacto sólo existe ya un único ni­vel de actividad, el último, y quisiera señalar, para hacerle justicia a Martin, que aquellos que sólo persi­guen este último nivel son hombres míseros y primiti­vos que me recuerdan a los jugadores de fútbol de pueblo, que se precipitan irreflexivamente hacia la portería del adversario, olvidando que lo que conduce al gol (y a muchos goles más) no es la simple voluntad alocada de disparar, sino, ante todo, un juego preciso y honesto en el medio campo.

—¿Crees que irás alguna vez a Traplice? —le pre­gunté a Martin cuando volvimos a ponernos en mar­cha.

—Eso nunca se sabe... —dijo Martin. [56]

—En todo caso —dije esta vez yo—, el día empie­za bien.

El juego y la Necesidad

Llegamos al hospital de B. de muy buen humor. Eran casi las tres y media. Llamamos a nuestra enfer­mera desde el teléfono de recepción. Bajó al cabo de un rato con la gorra puesta y la bata blanca; noté que se ruborizaba y lo consideré un buen síntoma.

Martin tomó rápidamente la palabra y la chica nos comunicó que a las siete terminaba su turno y que de­bíamos esperarla a esa hora frente al hospital.

—¿Ya habló con la señorita compañera suya? —le preguntó Martin y la chica hizo un gesto afirmativo.

—Vendremos las dos.

—Bien —dijo Martin—, pero no podemos colocar aquí al amigo ante un hecho consumado que él desco­noce.

—Bueno —dijo la chica—, podemos ir a verla. Bozena está en Medicina Interna.

Atravesamos lentamente el patio del hospital y yo dije tímidamente:

—¿Aún tiene aquel libro grueso?

La enfermera asintió con un gesto y añadió que además estaba allí mismo, en el hospital. Se me quitó un peso de encima e insistí en que lo primero que de­bíamos hacer era ir a buscarlo.

Naturalmente a Martin le pareció incorrecto que diese tan descaradamente prioridad al libro en lugar de a la mujer que me iba a ser enseñada, pero yo no podía evitarlo.

Reconozco que lo pasé muy mal durante los días en los que el libro sobre la cultura de los etruscos es- [57] tuvo lejos de mi vista. Sólo gracias a una gran disciplina interior pude soportarlo sin rechistar, porque no que­ría, por ningún motivo, estropear el Juego, que repre­senta para mí un valor que desde pequeño he aprendi­do a respetar, supeditándole todos mis intereses perso­nales.

Mientras yo me reencontraba emocionado con mi libro, Martin continuaba la conversación con la enfer­mera y había logrado ya que la chica le prometiera pe­dirle prestada para la noche a un compañero suyo una casa de recreo junto al cercano lago Hoter. Todos está­bamos encantados, así que por fin nos encaminamos, cruzando el patio del hospital, hacia un pequeño edifi­cio verde en el que estaba la sección de Medicina In­terna.

En ese preciso momento se dirigían hacia nosotros una enfermera y un médico. El médico era un sujeto ridículo, altísimo y con las orejas muy separadas, que me llamó la atención, sobre todo porque en ese momen­to nuestra enfermera me dio un codazo: me reí. Des­pués de cruzarnos con ellos, Martin se volvió hacia mí:

—Vaya suerte que tienes. No te mereces una chica tan preciosa.

Me dio vergüenza reconocer que sólo había mira­do al médico alto, de modo que elogié la belleza de la chica. Por otra parte, no se trataba de una actitud hipócrita. Y es que confío más en el buen gusto de Martin que en el mío, porque sé que su buen gusto se basa en un interés mucho mayor que el mío. Apre­cio la objetividad y el orden en todo, también en las cuestiones amorosas, y por lo tanto me fío más de un conocedor que de un aficionado.

Alguien podría considerar una hipocresía el que me denomine aficionado, yo, un hombre divorciado que está relatando precisamente una de sus (al parecer nada infrecuentes) aventuras. Y sin embargo: soy un aficionado. Podría decirse que yo juego a algo que [58] Martin vive. A veces tengo la sensación de que mi vi­da poligámica no procede más que de la imitación de otros hombres; no niego que en esta imitación he ha­llado placer. Pero no puedo evitar la sensación de que en ese placer sigue habiendo algo completamente li­bre, lúdico y revocable, algo como lo que caracteriza por ejemplo las visitas a las galerías de arte o a los pai­sajes desconocidos y que no está en modo alguno so­metido al imperativo incondicional que intuía en la vida erótica de Martin. Era precisamente la presencia de ese imperativo incondicional lo que hacía crecer ante mis ojos la estatura de Martin. Me daba la impre­sión de que los juicios que él emitía sobre una mujer, los pronunciaba la Naturaleza misma, la mismísima Necesidad.

Un rayo de hogar

Cuando salimos del hospital, Martin subrayó lo bien que nos estaba yendo todo, y luego añadió:

—Claro que por la noche tendremos que darnos prisa. Quiero estar a las nueve en casa.

Me quedé de piedra:

—¿A las nueve? ¡Eso quiere decir salir de aquí a las ocho! ¡Entonces hemos hecho el viaje para nada! ¡Creí que teníamos toda la noche libre!

—¿Para qué quieres perder el tiempo?

—¿Pero qué sentido tiene hacer este viaje para una hora? ¿Qué pretendes conseguir de las siete a las ocho?

—Todo. Ya viste que conseguí una casa, así que todo puede ir rodado. Sólo dependerá de ti, de que actúes con suficiente decisión.

—¿Y me puedes decir por qué tienes que estar a las nueve en casa? [59]

—Se lo he prometido a Jirina. Ha cogido la cos­tumbre de jugar a las cartas todos los sábados antes de acostarse.

—¡Dios mío! —suspiré.

—Jirina ha vuelto a tener ayer problemas en la ofi­cina, ¿cómo voy a privarla de esta pequeña satisfac­ción de los sábados? Ya lo sabes: es la mejor mujer que jamás he tenido. Además —añadió—, tú tam­bién estarás contento de llegar a Praga con toda la no­che por delante.

Comprendí que era inútil protestar. Los temores de Martin con respecto a la tranquilidad de su mujer no podían ser acallados en modo alguno, y su fe en las infinitas posibilidades eróticas de cada hora y cada minuto era inconmovible.

—Vamos —dijo Martin—, ¡nos quedan tres horas hasta las siete! ¡No perdamos el tiempo!

El engaño

Tomamos por el amplio camino del parque local, que servía de paseo a los habitantes de la ciudad. Ob­servamos a las parejas de chicas que pasaban a nuestro lado o estaban sentadas en los bancos, pero no nos sa­tisfacieron sus cualidades.

Martin saludó a dos de ellas, les dio conversación y hasta concertó una cita, pero yo sabía que no lo ha­cía en serio. Era el denominado contacto de entrena­miento, que Martin ejercitaba de vez en cuando para no perder la forma.

Abandonamos el parque y nos internamos por las calles, que irradiaban el vacío y el aburrimiento pro­pios de una ciudad pequeña. [60]

—Vamos a beber algo, tengo sed —le dije a Martin.

Encontramos un edificio encima del cual había un cartel: CAFETERÍA. Entramos, pero no era más que un autoservicio; una sala con las paredes de azulejos que rezumaban frialdad; nos acercamos al mostrador, le pedimos a una señora desagradable dos vasos de agua coloreada y nos los llevamos a una mesa que estaba manchada de salsa y nos invitaba a marcharnos de allí cuanto antes.

—No lo tengas en cuenta —dijo Martin—, la feal­dad tiene en nuestro mundo su función positiva. Na­die quiere pasar mucho tiempo en ningún sitio, la gente se da prisa por irse de todas partes y así se logra el ritmo de vida deseado. Pero nosotros no nos dejare­mos provocar. Aquí, en la tranquilidad de este ho­rrendo local, podemos hablar de muchas cosas —le dio un sorbo a su limonada y me preguntó—: ¿Ya contactaste con la médica?

—Por supuesto —le dije.

—¿Y qué tal está? ¡Descríbemela con todo detalle!

Le describí a la médica. No me dio mucho trabajo a pesar de que la médica en cuestión no existía. Sí. Puede que eso me haga quedar mal, pero es así: me la inventé.

Juro que no lo hice por motivos espúreos, para quedar bien ante Martin, o para tomarle el pelo. Me inventé a la médica simplemente porque no fui capaz de hacer frente a la insistencia de Martin.

Las exigencias que tenía Martin con respecto a mi actividad eran inmensas. Martin estaba convencido de que yo conocía todos los días a mujeres nuevas. Me veía de un modo distinto a como yo era en realidad y, si le hubiese dicho la verdad, que en toda la sema­na no sólo no había conquistado a ninguna mujer nueva, sino que ni siquiera me había topado con nin­guna, me habría considerado un hipócrita.

Por eso me había visto obligado, hace cosa de una [61] semana, a fingir el registro de una médica. Martin se alegró y me incitó a contactarla. Y ahora controlaba mis progresos.

—¿Y a qué nivel está? ¿Está al nivel de... —cerró los ojos y se puso a cazar entre las tinieblas algún mo­delo comparable; entonces se acordó de una amiga común—: ...está al nivel de Marketa?

—Es muy superior —dije.

—No me digas —se asombró Martin.

—Está al nivel de tu Jirina.

Su propia mujer era para Martin el más elevado de los modelos. Martin se quedó muy feliz con mis noti­cias y se puso a soñar.

Un contacto con éxito

En ese momento entró en la sala una chica con pantalones de pana y anorak. Fue hasta el mostrador, esperó a que le sirvieran una limonada y fue a bebér­sela. Se detuvo junto a la mesa que estaba al lado de la nuestra, se llevó el vaso a los labios y se puso a be­berla sin sentarse.

Martin se volvió hacia ella:

—Señorita —dijo—, somos de fuera y tenemos una pregunta que hacerle...

La chica sonrió. Era bastante guapa.

—Tenemos mucho calor y no sabemos qué hacer.

—Vayan a bañarse.

—Ese es precisamente el problema. No sabemos dónde puede uno bañarse en este sitio.

—En este sitio no hay donde bañarse.

—¿Cómo es posible?

—Hay una piscina, pero está vacía desde hace un mes. [62]

—¿Y el río?

—Lo están dragando.

—Entonces, ¿adónde van a bañarse?

—Únicamente al lago de Hoter, pero está por lo menos a siete kilómetros.

—Eso no es nada, tenemos coche, basta con que nos guíe.

—Con que sea nuestra guía —dije.

—Y nuestro norte —añadió Martin.

—Nuestra estrella polar —dije yo.

—Con este calor será más bien una estrella tropi­cal —me corrigió Martin.

—Pues yo diría que la señorita es por lo menos de cinco estrellas.

—En todo caso es usted nuestra constelación y de­bería acompañarnos —dijo Martin.

La chica se había quedado confundida por nuestra charlatanería y al final dijo que estaría dispuesta a ir, pero que le quedaba algo por hacer y después tendría que pasar a buscar el bañador; que la esperásemos jus­to dentro de una hora en aquel mismo sitio.

Estábamos contentos. La veíamos alejarse, movien­do estupendamente el trasero y haciendo ondear sus rizos negros.

—Ves —dijo Martin—, la vida es breve. Tenemos que aprovechar cada minuto.

Elogio de la amistad

Volvimos al parque. Una vez más observamos las parejas de chicas sentadas en los bancos; incluso había casos en los que alguna de las muchachas era guapa; pero nunca era guapa también su vecina.

—Esto responde a una especie de curioso principio [63] —le dije a Martin—, la mujer fea espera lograr algo del esplendor de su amiga más guapa; la amiga gua­pa, a su vez, espera reflejarse con mayor esplendor si la fea le sirve de telón de fondo; de ahí se desprende que nuestra amistad se vea sometida a continuas prue­bas. Y yo aprecio precisamente que nunca dejemos la elección al desarrollo de los acontecimientos o, inclu­so, a la competición mutua; entre nosotros la elección siempre es cosa de amabilidad; nos ofrecemos la chica más bonita como dos señores pasados de moda que nunca pueden entrar a un sitio por la misma puerta, porque no están dispuestos a admitir que uno de ellos entre el primero.

—Sí —dijo Martin emocionado—. Eres un amigo estupendo. Ven, vamos a sentarnos un rato, me due­len los pies.

Así que nos sentamos agradablemente reclinados, con la cara expuesta a los rayos del sol, dejando que el mundo diese vueltas alrededor de nosotros sin pres­tarle atención.

La chica vestida de blanco

De pronto Martin se incorporó (movido eviden­temente por algún sensor secreto) y miró fijamen­te hacia el solitario camino del parque. Avanzaba hacia nosotros una chiquilla vestida de blanco. Ya a distancia, cuando aún no podían identificarse con seguridad ni las proporciones del cuerpo ni los rasgos de la cara, se notaba en ella un especial encanto, difí­cilmente discernible; una especie de pureza o de ter­nura.

Cuando la chiquilla estuvo ya bastante cerca de nosotros vimos que era muy joven, algo entre una ni- [64] ña y una jovencita, y aquello nos produjo de pronto un estado de absoluta excitación, de modo que Mar­tin se levantó de un salto del banco:

—Señorita, soy Milos Forman, director de cine; tiene que ayudarnos.

Extendió su mano y la chiquilla se la estrechó con una mirada infinitamente asombrada.

Martin hizo un movimiento con la cabeza señalán­dome a mí y dijo:

—Este es mi cameraman.

—Ondricek —dije dándole la mano a la muchacha.

La chiquilla hizo una reverencia.

—Nos encontramos en una situación embarazosa. Estoy buscando exteriores para mi película; tenía que esperarnos aquí nuestro asistente, que conoce bien el sitio, pero el asistente no ha llegado, así que estamos ahora pensando cómo hacer para orientarnos en esta ciudad y en sus alrededores. Aquí el camarada ca­meraman no para de estudiarlo en este grueso libro alemán, pero ahí, desgraciadamente, no va a encontrar nada.

La alusión al libro que no había podido leer en to­da la semana de pronto me irritó:

—Es una lástima que usted mismo no tenga ma­yor interés por este libro —ataqué a mi director—. Si durante la preparación de sus películas estudiase como corresponde y no dejase el estudio en manos de los cámaras, es posible que sus películas no fuesen tan su­perficiales y no hubiese en ellas tantas cosas absur­das... Perdone —me dirigí a la chiquilla pidiéndole disculpas—, no es nuestra intención darle a usted la lata con los problemas de nuestro trabajo; es que se trata de una película histórica que se va a referir a la cultura etrusca en Bohemia...

—Sí —dijo la chica.

—Es un libro muy interesante, fíjese —le entre­gué el libro a la chiquilla, que lo cogió con una espe- [65] cie de temor religioso y, al ver que ése era mi deseo, lo hojeó brevemente.

—Por aquí cerca tiene que estar el castillo de Pchacek —continué—, que era el centro de los etrus­cos checos... pero ¿cómo podríamos llegar hasta allí?

—Está muy cerca —dijo la chiquilla y se le ilumi­nó la cara porque su perfecto conocimiento del cami­no de Pchacek le había brindado un poco de tierra fir­me en medio de la oscura conversación que mantenía­mos con ella.

—¿Sí? ¿Conoce el sitio? —preguntó Martin fin­giendo un gran alivio.

—¡Por supuesto! —dijo la chiquilla—: ¡No está a más de una hora de camino!

—¿A pie? —preguntó Martin.

—Sí, a pie —dijo la chiquilla.

—Pero tenemos coche —dije yo.

—¿No le gustaría ser nuestro guía? —dijo Martin, pero yo no continué con el habitual ritual de chistes, porque tengo mayor instinto sicológico que Martin y me di cuenta de que ponernos a bromear nos habría perjudicado y que nuestra única arma en este caso era la más absoluta seriedad.

—Señorita, no quisiéramos abusar de su tiempo —dije—, pero si fuera tan amable de enseñarnos al­gunos sitios que estamos buscando, nos haría un gran favor, y le quedaríamos muy agradecidos.

—Claro que sí —dijo la chiquilla volviendo a ha­cer una inclinación con la cabeza—, yo encantada... Pero es que... —y hasta ese momento no nos había­mos dado cuenta de que llevaba en la mano una bolsa de malla y dentro de ella dos lechugas— tengo que llevarle la lechuga a mamá; pero está muy cerca de aquí y en seguida estaría de vuelta...

—Por supuesto que hay que llevarle a mamá la le­chuga a tiempo y en perfecto estado —dije—, aquí estaremos esperándole. [66]

—Sí. No tardaré más de diez minutos —dijo la chiquilla, volvió a hacernos otra inclinación de cabeza y se alejó con esforzada prisa.

—¡Vaya por dios! —dijo Martin y se sentó.

—Estupendo, ¿no?

—Desde luego. Por esto sí que soy capaz de sacri­ficar a nuestras dos enfermeras.

Los peligros del exceso de fe

Pero pasaron diez minutos, un cuarto de hora, y la chiquilla no regresaba.

—No temas —me consolaba Martin—. Si hay algo seguro es que volverá. Nuestra actuación fue total­mente convincente y la chiquilla estaba entusiasmada.

Yo también era de la misma opinión, de modo que seguimos esperando y nuestro deseo de volver a ver a aquella chiquilla de aspecto infantil aumentaba a cada minuto que pasaba. Mientras tanto se nos pasó la hora acordada para nuestro encuentro con la chica del pantalón de pana, pero estábamos tan concentra­dos en nuestra blanca jovencita que ni siquiera se nos ocurrió levantarnos.

Y el tiempo transcurría.

—Oye Martin, creo que ya no vendrá —dije por fin.

—¿Cómo te lo puedes explicar? Si esa chiquilla creía en nosotros como en Dios.

—Sí —dije—, y ésa fue nuestra desgracia. Nos creyó demasiado.

—¿Y qué? ¿Acaso querías que no nos creyese?

—Probablemente hubiera sido mejor. El exceso de fe es el peor aliado —aquella idea me entusiasmó; empecé a divagar—: Cuando crees en algo al pie de [67] la letra, terminas por exagerar las cosas ad absurdum. El verdadero partidario de determinada política nunca se toma en serio sus sofismas, sino tan sólo los objeti­vos prácticos que se ocultan tras estos sofismas. Las frases políticas y los sofismas no están, naturalmente, para que la gente se los crea; su función es más bien la de servir de disculpa compartida, establecida de co­mún acuerdo; los ingenuos que se los toman en serio terminan antes o después por descubrir las contradic­ciones que encierran, se rebelan y al final acaban ver­gonzosamente como herejes y traidores. No, el exceso de fe nunca trae nada bueno y no sólo a los sistemas políticos o religiosos; ni siquiera a un sistema como el que nosotros queríamos emplear para conquistar a la chiquilla.

—Me parece que ya no te entiendo —dijo Martin.

—Es bastante comprensible: para esta chiquilla éramos sólo dos señores serios e importantes.

—¿Y entonces por qué no nos hizo caso?

—Porque creía demasiado en nosotros. Le dio a su mamá la lechuga y en seguida se puso a hablarle de nosotros entusiasmada: de la película histórica, de los etruscos en Bohemia y la mamá...

—Ya, lo demás ya me lo imagino... —me inte­rrumpió Martin levantándose del banco.

La traición

Por lo demás, el sol ya se estaba poniendo lenta­mente sobre los tejados de la ciudad; había refrescado levemente y estábamos tristes. Fuimos por si acaso a mirar al autoservicio para ver si por algún error nos es­peraba la chica del pantalón de pana. Naturalmente no estaba. Eran las seis y media. Nos dirigimos hacia [68] el coche, con la repentina sensación de dos personas que han sido desterradas de una ciudad extraña y de sus placeres; decidimos que no nos quedaba otro re­medio que recluirnos en el espacio extraterritorial de nuestro propio coche.

—¡Pero bueno! —me gritó Martin en el coche—. ¡No pongas esa cara de entierro! ¡No hay ningún mo­tivo para eso! ¡Lo principal aún nos espera!

Tenía ganas de objetar que para lo principal ape­nas nos había quedado una hora, por culpa de Jirina y su partida de cartas, pero preferí callar.

—Además —prosiguió Martin—, el día ha sido provechoso: el registro de aquella chica de Traplice, el contacto de la señorita del pantalón de pana; ¡no ves que ya tenemos el terreno preparado, no ves que ya no hace falta más que pasar otra vez por aquí!

No protesté. En efecto, el registro y el contacto habían sido realizados estupendamente. Hasta ahí to­do era perfecto. Pero en ese momento me puse a pen­sar que, durante el último año, Martin, aparte de in­contables registros y contactos, no había llegado abso­lutamente a nada que valiese la pena.

Lo miré. Sus ojos relucían como siempre con el brillo del deseo; en aquel momento sentí que le tenía aprecio a Martin y que también le tenía aprecio a la enseña bajo la cual se pasaba la vida marchando: la enseña del eterno acoso a las mujeres.

Pasó el tiempo y Martin dijo:

—Son las siete.

Nos detuvimos a unos diez metros de la puerta del hospital, de modo que yo pudiese vigilar con toda se­guridad por el retrovisor a las personas que salían.

Seguía pensando en aquella enseña. Y también en que, con cada año que pasaba, lo que cada vez impor­taba menos de aquel acoso a las mujeres eran las mu­jeres, y lo que cada vez importaba más era el acoso en sí. Siempre que se trate de antemano de una persecu- [69] ción vana, es posible perseguir diariamente a cual­quier cantidad de mujeres y convertir así este acoso en un acoso absoluto.

Llevábamos cinco minutos esperando. Las chicas no aparecían.

Aquello no me intranquilizaba en lo más mínimo. Al fin y al cabo, daba absolutamente lo mismo que viniesen o no. Aunque viniesen, ¿íbamos a poder en una sola hora ir con ellas hasta una casa de recreo ale­jada, entrar en confianza, hacerles el amor y a las ocho despedirnos amablemente y marcharnos? No, en el momento en que Martin limitó nuestras disponibi­lidades de tiempo a las ocho de la tarde, desplazó (co­mo tantas otras veces) toda esta aventura al terreno del juego; jugábamos a engañarnos a nosotros mis­mos.

Pasaron diez minutos. Por la puerta no salía na­die.

Martin estaba indignado y casi gritaba:

—Les doy otros cinco minutos. ¡No esperaré más!

Martin ya no es joven, seguí reflexionando. Ama con total fidelidad a su mujer. Vive de hecho en el más ordenado de los matrimonios. Esa es la realidad. Y por encima de esa realidad (y al mismo tiempo que ella) continúa la juventud de Martin, inquieta, alegre y extraviada, una juventud convertida sólo en un jue­go, incapaz de traspasar ya los límites de su campo de juego, de llegar hasta la vida misma y convertirse en realidad. Y como Martin es un ciego caballero de la Necesidad, transformó sin darse cuenta sus aventuras en un inofensivo Juego: sigue poniendo en ellas todo el entusiasmo de su alma.

Bien, me dije. Martin es prisionero de su propio engaño, pero ¿y yo? ¿Y yo? ¿Por qué le ayudo yo en este ridículo juego? ¿Por qué yo, sabiendo que todo esto es un engaño, finjo igual que él? ¿No resulto así aún más ridículo que Martin? ¿Por qué tengo que po- [70] ner en este momento cara de estar ante una aventura amorosa, sabiendo que lo más que me espera es una hora absolutamente inútil con unas chicas extrañas e indiferentes?

En ese momento vi por el espejo a dos mujeres jó­venes que aparecieron por la puerta del hospital. Des­de lejos se notaba ya el brillo del maquillaje y el car­mín; iban vestidas con llamativa elegancia y su retraso estaba evidentemente relacionado con su cuidado as­pecto. Miraron a su alrededor y se dirigieron hacia nuestro coche.

—Martin, no hay nada que hacer —dije ocultando la presencia de las chicas—. Ya pasó el cuarto de ho­ra. Vamos —y apreté el acelerador.

La contricción

Salimos de B., dejamos atrás las últimas casas y entramos en un paisaje de prados y bosquecillos, so­bre cuyas cumbres caía un sol enorme.

Íbamos en silencio.

Yo pensaba en Judas Iscariote, de quien un inge­nioso autor dice que traicionó a Jesús precisamente porque creía ilimitadamente en él: estaba impaciente por ver el milagro con el que Jesús pondría en eviden­cia ante todos los judíos su poder divino; por eso lo entregó, para provocarlo y hacerlo actuar de una vez: lo traicionó porque deseaba acelerar su triunfo.

Vaya, me dije, yo en cambio he traicionado a Mar­tin precisamente porque había dejado de creer en él (y en su poder divino como mujeriego); soy una vergon­zosa mezcla de Judas Iscariote y Tomás, a quien llama­ban «el incrédulo». Sentí cómo mi culpabilidad hacía crecer dentro de mí mis sentimientos hacia Martin y có- [71] mo su enseña del eterno acoso (a la que se oía flamear sobre nosotros) me ponía nostálgico hasta hacerme llo­rar. Empecé a echarme en cara mi precipitada actuación. ¿Acaso yo mismo seré capaz de despedirme con mayor facilidad de esos ademanes que para mí signifi­can la juventud? ¿Y podré entonces hacer al menos otra cosa que imitarlos y tratar de encontrar para esta nada razonable actividad un sitio seguro en mi razo­nable vida? ¿Qué importa si todo es un juego vano? ¿Qué importa si lo sé? ¿Acaso dejaré de jugar sólo porque sea vano?

La dorada manzana del eterno deseo

Estaba sentado a mi lado y lentamente se iba disi­pando su malhumor.

—Oye —me dijo—, esa médica ¿es verdadera­mente de tanta categoría?

—Ya te lo dije. Está al nivel de tu Jirina.

Martin me hizo más preguntas. Tuve que volver a describírsela. Después dijo:

—A lo mejor después me la podrías pasar, ¿no?

Intenté que resultara creíble:

—Puede que sea difícil. Le molestaría que seas amigo mío. Es de principios firmes...

—Es de principios firmes... —dijo Martin con tris­teza y se veía que le daba pena.

No quería hacerlo sufrir.

—A no ser que ocultase que te conozco —dije—. Podrías hacerte pasar por otra persona.

—¡Magnífico! Por ejemplo por Forman, como hoy.

—Los directores de cine no le gustan. Prefiere más bien a los deportistas. [72]

—¿Por qué no? —dijo Martin—. Todo es posible —y al cabo de un momento ya estábamos en pleno debate.

El plan estaba cada vez más claro y al cabo de un rato ya se balanceaba ante nosotros, en medio de la niebla que comenzaba a caer, como una manzana hermosa, madura, esplendorosa.

Permítanme que con cierto énfasis la denomine la manzana dorada del eterno deseo.

















Tercera parte

El falso autoestop






1

La manecilla del nivel de la gasolina cayó de pron­to a cero y el joven conductor del coupé afirmó que era cabreante lo que tragaba aquel coche.

—A ver si nos vamos a quedar otra vez sin gasoli­na —dijo la chica (que tenía unos veintidós años) y le recordó al conductor unos cuantos sitios del mapa del país en los que ya les había sucedido lo mismo.

El joven respondió que él no tenía motivo alguno para preocuparse porque todo lo que le sucedía estan­do con ella adquiría el encanto de la aventura. La chi­ca protestó; siempre que se les había acabado la gaso­lina en medio de la carretera, la aventura había sido sólo para ella, porque el joven se había escondido y ella había tenido que utilizar sus encantos: hacer autoestop a algún coche, pedir que la llevasen hasta la gasolinera más próxima, volver a parar otro coche y regresar con el bidón. El joven le preguntó si los conductores que la habían llevado habían sido tan de­sagradables como para que ella hablase de su misión como de una humillación. Ella respondió (con pueril coquetería) que a veces habían sido muy agradables, pero que no había podido sacar provecho alguno por­que iba cargada con el bidón y había tenido además que despedirse de ellos antes de que le diera tiempo de nada.

—Miserable —le dijo el joven. [77]

La chica afirmó que la miserable no era ella, sino precisamente él; ¡quién sabe cuántas chicas le hacen autoestop en la carretera cuando conduce solo! El jo­ven cogió a la chica del hombro y le dio un suave beso en la frente. Sabía que ella lo quería y que tenía celos de él. Claro que ser celoso no es una cualidad muy agradable, pero, si no se emplea en exceso (si va uni­da a la humildad), presenta, además de su natural in­comodidad, cierto aspecto enternecedor. Al menos eso era lo que el joven creía. Como no tenía más que veintiocho años, le parecía que era muy mayor y que había aprendido ya todo lo que un hombre puede sa­ber de las mujeres. Lo que más apreciaba de la chica que estaba sentada a su lado era precisamente aquello que hasta entonces había encontrado con menor fre­cuencia en las mujeres: su pureza.

La manecilla ya estaba a cero cuando el joven vio a la derecha un cartel que indicaba (con un dibujo en negro de un surtidor) que la gasolinera estaba a qui­nientos metros. La chica apenas tuvo tiempo de afir­mar que se había quitado un peso de encima, cuando el joven ya estaba poniendo el intermitente de la iz­quierda y entrando en la explanada en la que estaban los surtidores. Pero tuvo que detenerse a un lado por­que, junto al surtidor, había un voluminoso camión con un gran depósito de metal que mediante una gruesa manguera llenaba de gasolina el depósito del surtidor.

—Vamos a tener que esperar un buen rato —le dijo el joven a la chica y salió del coche—. ¿Va a tar­dar mucho? —le preguntó a un hombre vestido con un mono azul.

—Un minuto —respondió el hombre.

Y el joven dijo:

—Ya veremos lo que dura un minuto.

Iba a volver al coche a sentarse pero vio que la chi­ca salía por la otra puerta. [78]

—Voy a aprovechar para ir a hacer una cosa —Dijo ella.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó el joven intencio­nadamente, porque quería ver la cara que iba a po­ner.

Hacía ya un año que la conocía y la chica aún era capaz de avergonzarse delante de él, y a él le encanta­ban esos instantes en los que ella sentía vergüenza; en primer lugar porque la diferenciaban de las mujeres con las que él se había relacionado antes de conocerla, en segundo lugar porque sabía que en este mundo to­do es pasajero, y eso hacía que hasta la vergüenza de su chica fuera algo preciado para él.

2

A la chica realmente le desagradaban las ocasiones en las que tenía que pedirle (el joven conducía con frecuencia muchas horas sin parar) que se detuviese un momento junto a un bosquecillo. Siempre le daba rabia cuando él le preguntaba con fingido asombro por el motivo de la parada. Ella sabía que la vergüen­za que sentía era ridícula y pasada de moda. En el tra­bajo había podido comprobar muchas veces que la gente se reía de su susceptibilidad y que la provoca­ban a propósito. Sentía siempre vergüenza anticipada sólo de pensar que iba a darle vergüenza. Con fre­cuencia deseaba poder sentirse libre dentro de su cuerpo, despreocupada y sin angustias, como lo hacía la mayoría de las mujeres a su alrededor. Hasta había llegado a inventarse un sistema especial de convenci­miento pedagógico: se decía que cada persona recibía al nacer uno de los millones de cuerpos que estaban preparados, como si le adjudicasen una de los millo- [79] nes de habitaciones de un inmenso hotel; que aquel cuerpo era, por tanto, casual e impersonal; que era una cosa prestada y hecha en serie. Lo repetía una y otra vez, en distintas versiones, pero nunca era capaz de sentir de ese modo. Aquel dualismo del cuerpo y el alma le era ajeno. Ella misma era excesivamente su propio cuerpo, y por eso siempre lo sentía con an­gustia.

Con esa misma angustia se había aproximado tam­bién al joven a quien había conocido hacía un año y con el que era feliz quizá precisamente porque nunca separaba su cuerpo de su alma y con él podía vivir por entero. En aquella indivisión residía su felicidad, sólo que tras la felicidad siempre se agazapaba la sospecha, y la chica estaba llena de sospechas. Con frecuencia pensaba que las otras mujeres (las que no se angustia­ban) eran más seductoras y atractivas, y que el joven, que no ocultaba que conocía bien a aquel tipo de mu­jeres, se le iría alguna vez con alguna de ellas. (Es cierto que el joven afirmaba que ya estaba harto de ese tipo de mujeres para el resto de su vida, pero la chica sabía que él era mucho más joven de lo que pensaba. ) Ella quería que fuese suyo por completo y ser ella por completo de él, pero con frecuencia le pa­recía que cuanto más trataba de dárselo todo, más le negaba algo: lo que da precisamente el amor carente de profundidad y superficial, lo que da el flirt. Sufría por no saber ser, además de seria, ligera.

Pero esta vez no sufría ni pensaba en nada de eso. Se sentía a gusto. Era su primer día de vacaciones (ca­torce días de vacaciones en los que durante todo el año había centrado su deseo), el cielo estaba azul (to­do el año había estado preguntándose horrorizada si el cielo estaría verdaderamente azul) y él estaba con ella. A su «¿qué vas a hacer?» respondió ruborizándo­se y se alejó del coche sin decir palabra. Dejó a su la­do la estación de servicio que estaba al borde de la ca- [80] rretera, completamente solitaria, en medio del cam­po; a unos cien metros de allí (en la misma dirección en la que iban) empezaba el bosque. Se dirigió hacia él, se escondió tras un arbusto y disfrutó durante todo ese tiempo de una sensación de satisfacción. (Es que hasta la alegría que produce la presencia del hombre a quien se ama se siente mejor a solas. Si la presencia de él fuera continua, sólo estaría presente en su cons­tante transcurrir. Detenerla sólo es posible en los ratos de soledad. )

Después salió del bosque y se dirigió hacia la ca­rretera; desde allí se veía la estación de servicio; el camión cisterna ya se había ido; el coche se había aproximado a la roja torrecilla del surtidor. La chica se puso a andar carretera adelante, mirando a ratos si ya venía. Luego lo vio, se detuvo y empezó a hacerle señas, tal como se las hacen los autoestopistas a los co­ches desconocidos. El coche frenó y se detuvo justo al lado de la chica. El joven se agachó hacia la ventani­lla, la bajó, sonrió y preguntó:

—¿Adonde va, señorita?

—¿Va hacia Bystrica? —preguntó la chica y sonrió con coquetería.

—Pase, siéntese —el joven abrió la puerta. La chi­ca se sentó y el coche se puso en marcha.

3

El joven siempre disfrutaba cuando su chica estaba alegre; no ocurría con frecuencia: tenía un trabajo bastante complicado, en un ambiente desagradable, con muchas horas extras; en casa, su madre estaba en­ferma, solía estar cansada; tampoco destacaba por la firmeza de sus nervios ni por su seguridad en sí mis- [81] ma, era víctima fácil de la angustia y el miedo. Por eso era capaz de recibir cualquier manifestación de alegría de ella con la ternura y el cuidado de un padre adoptivo. Le sonrió y dijo:

—Hoy estoy de suerte. Hace ya cinco años que conduzco pero nunca he llevado a una autoestopista tan guapa.

La chica le estaba agradecida al joven por cada una de las zalamerías que le hacía; tenía ganas de disfrutar un rato de aquella cálida sensación y por eso le dijo:

—Parece que sabe mentir muy bien.

—¿Tengo cara de mentiroso?

—Tiene cara de disfrutar mintiendo a las mujeres—dijo la chica y en su voz había un resto involuntario de la vieja angustia, porque creía realmente que a su joven le gustaba mentirles a las mujeres.

El joven ya se había sentido molesto algunas veces por los celos de la chica, pero esta vez podía pasarlos fácilmente por alto, porque la frase no iba dirigida a él, sino a un conductor desconocido. Por eso le res­pondió sin más:

—¿Eso le molesta?

—Si saliese con usted, me importaría —dijo la chica y había en ello un sutil mensaje al joven; pero el final de la frase iba dirigido ya al desconocido conductor—: Pero como a usted no le conozco, no me molesta.

—Las mujeres siempre encuentran muchos más defectos en su propio hombre que en los demás —ahora se trataba de un sutil mensaje pedagógico del joven a la chica—, pero ya que no tenemos nada que ver, podríamos entendernos bien.

La chica no tenía intención de entender el mensaje pedagógico subyacente y por eso se dirigió exclusiva­mente al conductor desconocido:

—¿Y qué, si dentro de un momento nos vamos a separar? [82]

—¿Por qué?

—Porque en Bystrica me bajo.

—¿Y qué pasaría si yo me bajase con usted?

Al oír estas palabras la chica miró al joven y com­probó que tenía exactamente el aspecto que ella se imaginaba en sus más amargas horas de celos; se ho­rrorizó al ver con qué coquetería la halagaba (a ella, a una autoestopista desconocida) y lo bien que le sen­taba. Por eso le contestó en plan provocador:

—¿Y qué iba a hacer usted conmigo?

—Con una mujer tan guapa no necesitaría pensar demasiado qué hacer —dijo el joven, y en ese mo­mento hablaba ya más para su chica que para la autoestopista.

Pero la chica sintió como si, al hacerle decir aque­lla frase halagadora, lo hubiera cogido por sorpresa, como si con un astuto truco lo hubiera obligado a confesar; tuvo un breve e intenso ataque de odio y dijo:

—¿No le parece que exagera?

El joven miró a su chica; aquella cara altiva estaba llena de tensión; sintió lástima por la chica y añoró su mirada habitual, familiar (de la que solía decir que era infantil y sencilla); se acercó a ella, pasó el brazo por su hombro y le susurró el nombre con que solía llamarla y con el que ahora pretendía acabar el juego.

Pero la chica le apartó y dijo:

—¡Me parece que va demasiado rápido!

El joven, al ser rechazado, dijo:

—Perdone señorita —y se puso a mirar fijamente la carretera. [83]

4

Pero el dolor de los celos abandonó a la chica tan rápido como la había atacado. Al fin y al cabo era sensata y sabía que sólo se trataba de un juego; inclu­so le pareció un poco ridículo haber rechazado al jo­ven sólo por la rabia que le producían los celos; no quería que él lo notase. Por suerte las mujeres tienen una habilidad mágica para modificar ex post el senti­do de sus actos. De modo que utilizó esta habilidad y decidió que no lo había rechazado porque le hubie­ra dado rabia, sino para poder continuar con un juego que, por caprichoso, era tan adecuado para el primer día de vacaciones.

De manera que volvió a ser una autoestopista que acaba de rechazar a un conductor atrevido sólo para hacer la conquista más lenta y más excitante. Se volvió hacia el joven y le dijo con voz melosa:

—¡No era mi intención ofenderle!

—Perdone, no volveré a tocarla —dijo el joven.

Estaba enfadado con la chica por no haberle hecho caso y haberse negado a volver a ser ella misma cuan­do tanto lo deseaba; y como la chica seguía con su máscara, el joven le traspasó su enfado a la desconoci­da autoestopista que ella representaba; y así descubrió de pronto el carácter de su papel: abandonó la galan­tería con la que había pretendido halagar indirecta­mente a su chica y empezó a hacer de hombre duro que al dirigirse a las mujeres pone de relieve más bien los aspectos bastos de la masculinidad: la voluntad, el sarcasmo, la confianza en sí mismo.

Este papel era contradictorio con las atenciones que habitualmente le dedicaba el joven a la chica. Es verdad que antes de conocerla se comportaba con las mujeres de un modo más bien brusco que delicado, pero nunca había llegado a parecer un hombre demo­níacamente duro porque no sobresalía ni por su fuer- [84] za de voluntad ni por su falta de miramientos. Pero si nunca lo había parecido, tanto más había deseado en otros tiempos parecerlo. Se trata seguramente de un deseo bastante ingenuo, pero qué se le va a hacer: los deseos infantiles salvan todos los obstáculos que les pone el espíritu maduro y con frecuencia perduran más que él, hasta la última vejez. Y aquel deseo in­fantil aprovechó rápidamente la oportunidad de asu­mir el papel que se le ofrecía.

A la chica le venía muy bien el distanciamiento sarcástico del joven: la liberaba de sí misma. Ella mis­ma era, ante todo, celos. En el momento en que dejó de ver a su lado al joven galante que trataba de sedu­cirla y vio su cara inaccesible, sus celos se acallaron. La chica podía olvidarse de sí misma y entregarse a su papel.

¿Su papel? ¿Cuál? Era un papel de literatura bara­ta. Una autoestopista había parado un coche, no para que la llevase, sino para seducir al hombre que iba en el coche; era una seductora experimentada que domi­naba estupendamente sus encantos. La chica se com­penetró con aquel estúpido personaje de novela con una facilidad que a ella misma la dejó, acto seguido, sorprendida y encantada.

Y así iban en coche y charlaban; un conductor desconocido y una autoestopista desconocida.

5

No había nada que el joven hubiera echado tanto en falta en su vida como la despreocupación. La carre­tera de su vida había sido diseñada con despiadada se­veridad: su empleo no acababa con las ocho horas de trabajo diario, invadía también el resto de su tiempo [85] con el aburrimiento obligado de las reuniones y del es­tudio en casa; invadía también, a través de la atención que le prestaban sus innumerables compañeros y com­pañeras, el escasísimo tiempo de su vida privada, que! nunca permanecía en secreto y que por lo demás se ha­bía convertido ya un par de veces en objeto de coti­lleos y de debate público. Ni siquiera las dos semanas de vacaciones le brindaban una sensación de liberación y de aventura; hasta aquí llegaba la sombra gris de la severa planificación; la escasez de casas de veraneo en nuestro país le había obligado a reservar con medio año de antelación la habitación en los montes Tatra, para i lo cual había necesitado una recomendación del Co­mité de su empresa, cuya omnipresente alma no le perdía así la pista ni por un momento.

Ya se había hecho a la idea de todo aquello pero, de vez en cuando, tenía la horrible sensación de que le obligaban a ir por una carretera en la que todos le veían y de la que no podía desviarse. Ahora mismo volvía a tener esa sensación; un extraño cortocircuito hizo que identificase la carretera imaginaria con la ca­rretera verdadera por la que iba y eso le sugirió de pronto la idea de hacer una locura.

—¿A dónde dijo que quería ir?

—A Banska Bystrica —respondió.

—¿Y qué va a hacer allí?

—He quedado con una persona.

—¿Con quién?

—Con un señor.

El coche se aproximaba a un cruce de caminos im­portante; el conductor disminuyó la velocidad para poder leer las señales que indicaban la dirección; lue­go dobló a la derecha.

—¿Y qué pasaría si no llegase a su cita?

—Sería culpa suya y tendría que ocuparse de mí.

—Seguramente no se ha dado cuenta de que he doblado hacia Nove Zamky. [86]

—¿De verdad? ¡Se ha vuelto loco!

—No tenga miedo, yo me ocuparé de usted —dijo el joven.

De pronto el juego había adquirido un nivel supe­rior. El coche no sólo se alejaba de su objetivo imagi­nario en Banska Bystrica, sino también del objetivo real hacia el que había partido por la mañana: los Ta­tra y la habitación reservada. De pronto la vida de fic­ción atacaba a la vida sin ficción. El joven se alejaba de sí mismo y de la severa ruta de la que hasta ahora nunca se había desviado.

—¡Pero si había dicho que iba a los Pequeños Ta­tra! —se asombró la chica.

—Señorita, yo voy a donde quiero. Soy un hom­bre libre y hago lo que quiero y lo que me da la gana.

6

Cuando llegaron a Nove Zamky, empezaba a ha­cerse de noche.

El joven nunca había estado allí y tardó un rato en orientarse. Detuvo varias veces el coche para pregun­tar a los viandantes dónde estaba el hotel. Había va­rias calles en obras, de modo que, aunque el hotel es­taba muy cerca (según afirmaban todas las personas a las que les había preguntado), el camino daba tantas vueltas y tenía tantos desvíos que tardaron casi un cuarto de hora en aparcar el coche. El hotel no tenía un aspecto muy agradable, pero era el único hotel de la ciudad y el joven ya no tenía ganas de seguir con­duciendo. Así que le dijo a la chica:

—Espere —y bajó del coche.

Al bajar del coche volvió naturalmente a ser él [87] mismo. Y le pareció un fastidio encontrarse por la noche en un sitio completamente distinto del que ha­bía planeado; y resultaba aún más fastidioso porque nadie le había obligado y ni siquiera él mismo lo ha­bía pretendido. Se echaba en cara la locura que había cometido, pero al final acabó por restarle importan­cia: la habitación de los Tatra podía esperar hasta el día siguiente y no está mal celebrar el primer día de vacaciones con algo inesperado.

Atravesó el restaurante —lleno de humo, repleto, ruidoso— y preguntó por la recepción. Le indicaron que siguiese hasta la escalera, donde, tras una puerta de cristal, estaba sentada una rubia de aspecto anti­cuado bajo un tablero lleno de llaves: le costó trabajo obtener la llave de la única habitación libre.

La chica, al quedarse sola, también prescindió de su papel. Pero le fastidiaba encontrarse en una ciudad extraña. Estaba tan entregada al joven que no dudaba de nada de lo que él hacía y dejaba en sus manos, con toda confianza, las horas de su vida. Pero en cambio volvió a pensar que quizá, tal como ella ahora, otras mujeres con las que se encontraba en sus viajes de tra­bajo esperarían al joven en su coche. Pero, curiosa­mente, aquella imagen ahora no le produjo dolor; la chica sonrió inmediatamente al pensar lo hermoso que era que esa mujer extraña fuese ahora ella; aque­lla mujer extraña, irresponsable e indecente, una de aquellas de las que había tenido tantos celos; le pare­cía que les había ganado la mano a todas; que había descubierto el modo de apoderarse de sus armas; de darle al joven lo que hasta entonces no había sabido darle: ligereza, inmoralidad e informalidad; sintió una particular sensación de satisfacción por ser capaz de convertirse ella misma en todas las demás mujeres y de ocupar y devorar así (ella sola, la única) a su amado.

El joven abrió la puerta del coche y condujo a la [88] chica al restaurante. En medio del ruido, la suciedad y el humo, descubrió una única mesa libre en un rincón.

7

—Bueno ¿y ahora cómo se va a ocupar de mí?

—¿Qué aperitivo prefiere?

La chica no era muy aficionada a beber; como mu­cho bebía vino y le gustaba el vermouth. Pero esta vez, adrede, dijo:

—Vodka.

—Estupendo —dijo el joven—. Espero que no se me emborrache.

—¿Y si me emborrachara? —dijo la chica.

El joven no le respondió y llamó al camarero y pi­dió dos vodkas y, para cenar, solomillo. El camarero trajo, al cabo de un rato, una bandeja con dos vasitos y la puso sobre la mesa.

El joven levantó el vaso y dijo:

—¡A su salud!

—-¿No se le ocurre un brindis más ingenioso?

Había algo en el juego de la chica que empezaba a irritar al joven; ahora, cuando estaban sentados cara a cara, comprendió que no sólo eran las palabras las que hacían de ella otra persona diferente, sino que estaba cambiada por entero, sus gestos y su mí­mica, y que se parecía con una fidelidad que lle­gaba a ser desagradable a ese modelo de mujer que él conocía tan bien y que le producía un ligero re­chazo.

Y por eso (con el vaso en la mano levantada) mo­dificó su brindis:

—Bien, entonces no brindaré por usted, sino por [89] su especie, en la que se conjuga con tanto acierto lo mejor del animal y lo peor del hombre.

—¿Cuando habla de esa especie se refiere a todas las mujeres? —preguntó la chica.

—No, me refiero sólo a las que se parecen a usted.

—De todos modos no me parece muy gracioso comparar a una mujer con un animal.

—Bueno —el joven seguía con el vaso levanta­do—, entonces no brindo por su especie, sino por su alma, ¿le parece bien? Por su alma que se enciende cuando desciende de la cabeza al vientre y que se apa­ga cuando vuelve a subir a la cabeza.

La chica levantó su vaso:

—Bien, entonces por mi alma que desciende hasta el vientre.

—Rectifico otra vez —dijo el joven—: mejor por su vientre, al cual desciende su alma.

—Por mi vientre —dijo la chica y fue como si su vientre (ahora que lo habían mencionado) respondiera a la llamada: sentía cada milímetro de su piel.

El camarero trajo el solomillo y el joven pidió más vodka con sifón (esta vez brindaron por los pechos de la chica) y la conversación continuó con un extraño to­no frívolo. El joven estaba cada vez más irritado por lo bien que la chica sabía ser esa mujer lasciva; si lo sabe hacer tan bien, es que realmente lo es; está claro que no ha penetrado ningún alma extraña dentro de ella; está jugando a ser ella misma; quizá sea esa otra parte de su ser que otras veces permanece encerrada y a la que ahora, con la excusa del juego, le ha abierto la jaula; es posible que la chica crea que al jugar se está negando a sí misma, pero ¿no sucede precisamente lo contrario? ¿No es en el juego donde se convierte de verdad en sí misma? ¿No se libera al jugar? No, la que está sentada frente a él no es una mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; es su propia chica, nadie más que ella. La miraba y sentía hacia ella un desagrado cada vez mayor. [90]

Pero no se trataba únicamente de desagrado. Cuanto más se alejaba la chica de él síquicamente, más la deseaba físicamente; la extrañeza del alma par­ticularizaba el cuerpo de la chica; incluso era ella la que lo convertía de verdad en cuerpo; era como si has­ta entonces aquel cuerpo no hubiera existido para el joven más que en el limbo de la compasión, la ternu­ra, los cuidados, el amor y la emoción; como si hubie­se estado perdido en aquel limbo (¡sí, como si el cuer­po hubiese estado perdido!). El joven tenía la sensa­ción de ver hoy por primera vez el cuerpo de la chica.

Cuando terminó de tomar el tercer vodka con so­da, la chica se levantó y dijo con coquetería:

—Perdone.

El joven dijo:

—¿Puedo preguntarle a dónde va, señorita?

—A mear, si no le importa —dijo la chica y se ale­jó por entre las" mesas hacia una cortina de terciopelo.

8

Estaba contenta de haber dejado estupefacto al jo­ven con aquella palabra que —a pesar de su inocen­cia— nunca le había oído decir: le parecía que nada reflejaba mejor al tipo de mujer a la que jugaba que la coquetería con la que había puesto el énfasis en la mencionada palabra; sí, estaba completamente satis­fecha; aquel juego le entusiasmaba; le hacía sentir lo que nunca había sentido: por ejemplo aquella sensa­ción de despreocupada irresponsabilidad.

Ella, que siempre había tenido miedo de cada pa­so que tenía que dar, de pronto se sentía completa­mente suelta. Aquella vida ajena dentro de la que se encontraba era una vida sin vergüenza, sin determina- [91] ciones biográficas, sin pasado y sin futuro, sin atadu­ras; era una vida excepcionalmente libre. La chica, siendo autoestopista, podía hacerlo todo: todo le esta­ba permitido; decir cualquier cosa, hacer cualquier co­sa, sentir cualquier cosa.

Atravesaba la sala y se daba cuenta de que la mira­ban desde todas las mesas; esa también era una sensa­ción nueva, hasta entonces desconocida: la impúdica satisfacción del propio cuerpo. Hasta ahora nunca ha­bía sido capaz de librarse por completo de aquella ni­ña de catorce años que se avergüenza de sus pechos y que siente como una desagradable impudicia que le sobresalgan del cuerpo y sean visibles. Aunque siem­pre se había sentido orgullosa de ser guapa y bien he­cha, aquel orgullo era inmediatamente corregido por la vergüenza: intuía correctamente que la belleza fe­menina funciona, ante todo, como incitación sexual y eso le desagradaba; ansiaba que su cuerpo sólo se diri­giese al hombre que amaba; cuando los hombres le miraban los pechos en la calle, le parecía que con ello arrasaban una parte de su más secreta intimidad, que sólo le pertenecía a ella y a su amante. Pero ahora era una autoestopista, una mujer sin destino; se había vis­to privada de las tiernas ataduras de su amor y había empezado a tomar intensa conciencia de su cuerpo; lo sentía con tanta mayor excitación cuanto más extraños eran los ojos que la observaban.

Cuando pasaba junto a la última mesa, un indivi­duo medio borracho, deseando jactarse de ser un hombre de mundo, le dijo en francés:

—Combien, mademoiselle?

La chica lo entendió. Irguió el cuerpo, sintiendo cada uno de los movimientos de sus caderas; desapa­reció tras la cortina. [92]

9

Todo aquello era un juego raro. La rareza consis­tía, por ejemplo, en que el joven, aunque había asu­mido estupendamente la función de conductor desco­nocido, no dejaba de ver en la autoestopista descono­cida a su chica. Y eso era precisamente lo más doloro­so; veía a su chica seducir a un hombre desconocido y disfrutaba del amargo privilegio de estar presente; veía de cerca el aspecto que tiene y lo que dice cuando lo engaña (cuando lo engañaba, cuando lo va a enga­ñar); tenía el paradójico honor de ser él mismo objeto de su infidelidad.

Lo peor era que la adoraba más de lo que la ama­ba; siempre le había parecido que su ser sólo era real dentro de los límites de la fidelidad y la pureza y que más allá de esos límites simplemente no exis­tía; que más allá de aquellos límites habría dejado de ser ella misma, tal como el agua deja de ser agua más allá del límite de la ebullición. Ahora, al verla traspo­ner con natural elegancia aquel horrible límite, se lle­naba de rabia.

La chica volvió del servicio y se quejó:

—Uno de aquellos me dijo: Combien, mademoi­selle?

—No se asombre —dijo el joven—, tiene usted aspecto de furcia.

—¿Sabe que no me molesta en absoluto?

—¡Debía haberse ido con ese señor!

—Ya le tengo a usted.

—Puede irse con él después. ¿Por qué no se po­nen de acuerdo?

—No me gusta.

—Pero no tiene usted inconveniente en estar una misma noche con varios hombres.

—Si son guapos ¿por qué no?

—¿Los prefiere uno tras otro o al mismo tiempo? [93]

—De las dos maneras.

La conversación era una suma de barbaridades ca­da vez mayores; la chica estaba un poco espantada, pero no podía protestar. También el juego encierra falta de libertad para el hombre, también el juego es una trampa para el jugador; si aquello no fuera un juego, si estuvieran sentadas frente a frente dos perso­nas extrañas, la autoestopista se hubiera podido ofen­der hace tiempo y hubiera podido marcharse; pero el juego no tiene escapatoria; el equipo no puede huir del campo antes de que finalice el juego, las piezas de ajedrez no pueden escaparse del tablero, los límites del campo de juego no pueden traspasarse. La chica sabía que tenía que aceptar cualquier juego, precisa­mente porque era un juego. Sabía que cuanto más exagerado fuera, más sería un juego y más obediente iba a tener que ser al jugar. Y era inútil invocar la ra­zón y advertir al alma alocada que debía mantener las distancias con respecto al juego y no tomárselo en se­rio. Precisamente porque se trataba sólo de un juego, el alma no tenía miedo, no se resistía y caía en él co­mo alucinada.

El joven llamó al camarero y pagó la cuenta. Lue­go se levantó y le dijo a la chica:

—Podemos ir.

—¿A dónde? —fingió asombro la chica.

—No preguntes y camina —dijo el joven.

—¿Con quién se cree que está hablando?

—Con una furcia —dijo el joven.

10

Iban por una escalera mal iluminada: en el des­cansillo, antes del primer piso, había un grupo de [94] hombres medio borrachos delante de la puerta del re­trete. El joven abrazó a la chica por la espalda, de tal modo que su mano apretaba el pecho de ella. Los hombres que estaban junto al retrete lo vieron y em­pezaron a dar gritos. La chica intentó soltarse pero el joven le gritó:

—¡Aguanta!

Los hombres aprobaron su actitud con zafia solida­ridad y le dirigieron a la chica unas cuantas groserías. El joven llegó con la chica al primer piso y abrió la puerta de la habitación. Encendió la luz.

Era una habitación estrecha con dos camas, una mesilla, una silla y un lavabo. El joven cerró la puerta y se volvió hacia la chica. Estaba frente a él con un gesto de suficiencia y una mirada descaradamente sen­sual. El joven la miraba y trataba de descubrir, tras la expresión lasciva, los familiares rasgos de la chica, a los que amaba con ternura. Era como si mirase dos imágenes metidas en un mismo visor, dos imágenes puestas una encima de otra y que se trasparentasen la una a través de la otra. Aquellas dos imágenes que se trasparentaban le decían que en la chica había de to­do, que su alma era terriblemente amorfa, que cabía en ella la fidelidad y la infidelidad, la traición y la inocencia, la coquetería y el recato; aquella mezcla brutal le parecía asquerosa como la variedad de un ba­surero. Las dos imágenes seguían trasparentándose la una a través de la otra y el joven pensaba en que la chica sólo se diferenciaba de las demás superficial­mente, pero que en sus extensas profundidades era igual a otras mujeres, llena de todos los pensamien­tos, las sensaciones, los vicios posibles, dándoles así la razón a sus dudas y a sus celos secretos; que lo que parece un perfil que marca sus límites como individuo es sólo una falacia que engaña al otro, a quien la mi­ra, a él. Le parecía que aquella chica, tal como él la quería, no era más que un producto de su deseo, de [95] su capacidad de abstracción, de su confianza, y que la chica real estaba ahora ante él y era desesperadamente extraña, desesperadamente ambigua. La odiaba.

—¿Qué estás esperando? Desnúdate —dijo.

La chica inclinó con coquetería la cabeza y dijo:

—¿Para qué?

El tono con que lo dijo le resultó muy familiar, le pareció que hace ya mucho tiempo se lo había oído a otra mujer, pero ya no sabía a cuál. Tenía ganas de humillarla. No a la autoestopista, sino a su propia chica. El juego se había confundido con la vida. Jugar a humillar a la autoestopista no era más que una excusa para humillar a la chica. El joven olvidó que estaba jugando. Sencillamente odiaba a la mujer que estaba delante de él. La miró fijamente y sacó de la cartera un billete de cincuenta coronas. Se lo dio a la chica:

—¿Es suficiente?

La chica cogió las cincuenta coronas y dijo:

—No me valora demasiado.

El joven dijo:

—No vales más.

La chica se abrazó al joven:

—¡No debes portarte así conmigo! ¡Conmigo tie­nes que portarte de otra manera, tienes que poner al­go de tu parte!

Lo abrazaba y trataba de llegar con su boca a la de él. El joven le puso los dedos en la boca y la apartó suavemente. Dijo:

—Sólo beso a las mujeres cuando las quiero.

—¿Y a mí no me quieres?

—No.

—¿Y a quién quieres?

—¿A ti qué te importa? ¡Desnúdate! [96]

11

Nunca se había desnudado así. La timidez, el sen­timiento interior de pánico, el alocamiento, todo lo que siempre había sentido al desnudarse delante del joven (cuando no la tapaba la oscuridad), todo aque­llo había desaparecido. Ahora estaba frente a él con­fiada, descarada, iluminada y sorprendida al descubrir de pronto los hasta entonces desconocidos gestos del desnudo lento y excitante. Percibía sus miradas, iba dejando a un lado, con mimo, cada una de sus pren­das y saboreaba los distintos estadios de la desnudez. Pero de pronto se encontró ante él totalmente desnu­da y en ese momento se dijo que el juego había ter­minado; que al quitarse la ropa se ha quitado tam­bién el disfraz y que ahora está desnuda, lo cual signi­fica que ahora vuelve a ser ella misma y que el joven ahora tiene que acercarse a ella y hacer un gesto con el que lo borre todo, tras el cual sólo vendrá ya el más íntimo acto amoroso. Así que se quedó desnuda de­lante del joven y en ese momento dejó de jugar; esta­ba perpleja y en su cara apareció una sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa.

Pero el joven no se acercó a ella y no borró el jue­go. No percibió la sonrisa que le era familiar; sólo veía ante sí el hermoso cuerpo extraño de su propia chica, a la que odiaba. El odio limpió su sensualidad de cualquier resto de sentimientos. Ella quiso acercar­se pero él le dijo:

—Quédate donde estás, quiero verte bien.

Lo único que ahora deseaba era comportarse con ella como con una furcia de alquiler. Sólo que el jo­ven nunca había tenido una furcia de alquiler y las únicas imágenes de que disponía al respecto prove­nían de la literatura y de lo que había oído contar. Se remitió por lo tanto a aquellas imágenes y lo primero que vio en ellas fue a una mujer en ropa interior ne- [97] gra (con medias negras) bailando sobre la reluciente tapa de un piano. En la pequeña habitación del hotel no había piano, lo único que había era una mesilla junto a la pared, pequeña, cubierta con un mantel de lino. Le ordenó a la chica que se subiera a ella. La chi­ca hizo un gesto de súplica pero el joven dijo:

—Ya has cobrado.

Al ver en la mirada del joven su irreductible obse­sión, trató de continuar con el juego, aunque ya no podía ni sabía hacerlo. Con lágrimas en los ojos se su­bió a la mesa. Apenas medía un metro de lado y una de las patas era un poquito más corta; la chica, de pie sobre la mesa, tenía sensación de inestabilidad.

Pero el joven estaba satisfecho con la figura desnu­da que se elevaba por encima de él y cuya avergonza­da inseguridad no hacía más que incrementar su auto­ritarismo. Deseaba ver aquel cuerpo en todas las pos­turas y desde todos los ángulos, del mismo modo en que se imaginaba que lo habían visto y lo verían tam­bién otros hombres. Era grosero y lascivo. Le decía pa­labras que ella nunca le había oído decir. La chica te­nía ganas de rebelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él le gritó que no tenía derecho a tra­tarlo con tanta confianza. Y así por fin, confusa y llo­rosa, le obedeció; se inclinaba y se agachaba según los deseos del joven, saludaba y movía las caderas como si estuviera bailando un twist; en ese momento, al ha­cer un movimiento un poco más brusco, el mantel se deslizó bajo sus piernas y estuvo a punto de caerse. El joven la sostuvo y la arrastró a la cama.

La penetró. Ella se alegró de pensar que al menos ahora se acabaría aquel desgraciado juego y que volve­rían a ser ellos mismos, tal como eran, tal como se querían. Trató de unir su boca a la de él. Pero el jo­ven se lo impidió y le repitió que sólo besaba a una mujer cuando la quería. Se echó a llorar. Pero ni si­quiera del llanto pudo disfrutar, porque el furioso [98] apasionamiento del joven iba ganándose gradualmen­te su cuerpo, que hizo callar a los lamentos de su al­ma. Pronto hubo en la cama dos cuerpos perfecta­mente fundidos, sensuales y ajenos. Aquello era pre­cisamente lo que toda su vida la había espantado y lo que había tratado cuidadosamente de evitar: acostarse con alguien sin sentimientos y sin amor. Sabía que había atravesado la frontera prohibida, pero ahora, después de cruzarla, ya se movía sin protestar y con plena participación; sólo en algún rincón lejano de su conciencia se horrorizaba al comprobar que nunca ha­bía sentido tal placer y tanto placer como precisamen­te esta vez —más allá de aquella frontera.





12

Luego todo terminó. El joven se levantó de enci­ma de la chica y llevó la mano al largo cable que col­gaba sobre la cama; apagó la luz. No deseaba ver la cara de la chica. Sabía que el juego había terminado, pero no tenía ganas de volver a la relación habitual con ella; le daba miedo aquel regreso. Estaba ahora acostado en la oscuridad junto a ella, acostado de mo­do que sus cuerpos no se tocaran.

Al cabo de un rato oyó un suave gemido; la mano de la chica rozó tímida, infantilmente, la suya: la ro­zó, se retiró, volvió a rozarla y luego se oyó una voz suplicante, que gemía, lo llamaba por un apelativo familiar y decía:

—Yo soy yo, yo soy yo...

El joven callaba, no se movía y advertía la triste falta de contenido de la afirmación de la chica, en la que lo desconocido era definido por sí mismo, por lo desconocido. [99]

Y la chica pasó en seguida de los gemidos a un ruidoso llanto y volvió a repetir aquella emotiva tau­tología incontables veces:

—Yo soy yo, yo soy yo, yo soy yo...

El joven empezó a llamar en su ayuda a la compa­sión (tuvo que llamarla de lejos, porque por allí cerca no se encontraba), para acallar a la chica. Todavía te­nían por delante trece días de vacaciones. [100]









Cuarta parte

Symposion






PRIMER ACTO

La sala de guardia

La sala de guardia de los médicos (en una sección cualquiera de un hospital cualquiera de una ciudad cualquiera) reunió a cinco personajes y entretejió su actuación y sus discursos en una insignificante, y por eso tanto más alegre, historia.

Están aquí el doctor Havel y la enfermera Alzbeta (ambos tienen ese día guardia nocturna) y están tam­bién otros médicos (los ha hecho venir hasta aquí una excusa de escasa entidad, acompañar, con un par de botellas de vino, a los dos que están de servicio): el calvo médico jefe de esa misma sección y una doctora de otra sección, de la que todo el hospital sabe que sale con el médico jefe.

(Naturalmente, el médico jefe está casado y acaba de pronunciar hace un momento su frase predilecta con la que pretende poner en evidencia, no sólo su sa­gacidad, sino también sus intenciones: «Estimados co­legas, la mayor desgracia posible es un matrimonio fe­liz: no le queda a uno la menor esperanza de divor­ciarse». )

Además de los cuatro mencionados hay un quin­to, pero ése en realidad no está aquí, ya que por ser el más joven acaba de ser enviado a por una nueva bo­tella. Hay también una ventana, cuya importancia consiste en que está abierta y a través de ella penetran ininterrumpidamente en la habitación, desde el exte- [103] rior en penumbras, el perfumado verano y la luna. Y hay, finalmente, buen humor, que se pone de mani­fiesto en la amable charlatanería de todos los presen­tes y en particular en la del médico jefe, que escucha su propia charla con oídos enamorados.

Será al avanzar la velada (y es entonces cuando co­mienza nuestra historia) cuando se registre cierta ten­sión: Alzbeta ha bebido más de lo que le corresponde a una enfermera que está de guardia y además empe­zó a comportarse respecto a Havel con una incitadora coquetería que a éste le desagradó y provocó su invec­tiva de advertencia.

La advertencia de Havel

—Querida Alzbeta, no consigo entenderla. A dia­rio anda usted metida en heridas infectadas, pincha arrugados culos de viejecitos, pone enemas, retira bacinillas. El destino le ha otorgado una envidiable oportunidad de comprender la corporalidad humana en toda su vanidad metafísica. Pero su vitalidad es in­corregible. Su encarnizada voluntad de ser cuerpo, y nada más que cuerpo, es inamovible. ¡Sus pechos son capaces de restregarse contra un hombre que esté a cinco metros de usted! Ya me da vueltas la cabeza de los eternos círculos que describe al andar su incansable trasero. ¡Diablos, aléjese de mí! ¡Esas tetas suyas están en todas partes, como Dios! ¡Hace ya diez minutos que debería haber ido a poner inyecciones! [104]

El doctor Havel es como la muerte. Arrampla con todo

Cuando la enfermera Alzbeta (notoriamente ofen­dida) salió de la sala de guardia, condenada a pinchar dos culos de ancianitos, el médico jefe dijo:

—Dígame una cosa, Havel, ¿por qué rechaza us­ted tan encarnizadamente a Alzbeta?

El doctor Havel dio un sorbo a su vaso de vino y respondió:

—Jefe, no me lo tome a mal. No se trata de que no sea guapa y esté ya entrada en años. Créame que he tenido mujeres aún más feas y mucho mayores.

—En efecto, eso es de dominio público: es usted como la muerte; arrampla con todo, ¿por qué no acepta a Alzbeta?

—Seguramente —dijo Havel— porque manifiesta su deseo de una forma tan expresiva que parece una orden. Dice usted que con las mujeres soy como la muerte. Pero es que ni siquiera a la muerte le gusta que le den órdenes.

El mayor éxito del médico jefe

—Puede que le comprenda —respondió el médico jefe—. Cuando tenía yo algunos años menos, conocía a una chica que iba con todo el mundo y, como era guapa, decidí ligármela. Pues imagínese que me re­chazó. Iba con mis colegas, con los chóferes, con el encargado de la calefacción, con el cocinero, hasta con el que llevaba los cadáveres; con todos menos conmi­go. ¿Se lo puede imaginar?

—Claro que sí —dijo la doctora.

—Para que usted lo sepa —se enfadó el médico [105] jefe, que delante de la gente trataba a su amante de usted—, hacía entonces un par de años que había aca­bado la carrera y era un fenómeno. Estaba convencido de que todas las mujeres podían ser conquistadas y conseguía demostrarlo con mujeres bastante difíci­les de conquistar. Y miren ustedes por donde, en el caso de esa chica, tan fácil de conquistar, fracasé.

—Conociéndole, diría que tiene usted alguna teo­ría para explicarlo —dijo el doctor Havel.

—La tengo —respondió el médico jefe—. El ero­tismo no es sólo un deseo del cuerpo, sino también, en la misma medida, un deseo del honor. La pareja que hemos logrado, la persona a la que le importamos y que nos ama, es nuestro espejo, la medida de lo que somos y lo que significamos. En el erotismo buscamos la imagen de nuestro propio significado e importan­cia. Sólo que para mi putita la cosa estaba complica­da. Ella iba con cualquiera, así que había tantos espe­jos que la imagen que reflejaba era completamente confusa y ambigua. Y además, cuando uno va con cualquiera, deja de creer que una cosa tan corriente como hacer el amor pueda tener para él un verdadero significado. Así que se busca la significación precisa­mente en el lado opuesto. El único que podía darle a aquella putita la medida clara de su valor humano era el que la deseaba pero al que ella misma rechaza­ba. Y como naturalmente quería confirmarse ante sí misma como la más hermosa y la mejor, eligió con gran precisión y muchas exigencias al único que iba a honrar con su rechazo. Cuando finalmente optó por mí, comprendí que era un extraordinario honor y has­ta hoy lo considero mi mayor éxito erótico.

—Tiene usted una envidiable habilidad para transformar el agua en vino —dijo la doctora.

—¿Le ha molestado que no la considerase a usted mi mayor éxito? —dijo el médico jefe—. Entiénda­me. Aunque usted sea una mujer virtuosa, no soy pa- [106] ra usted (y no sabe cuánto lo lamento) ni el primero ni el último, en cambio para aquella putita sí lo fui. Pueden ustedes creer que nunca me ha olvidado y que hasta el día de hoy sigue recordando con nostalgia que me rechazó. De todos modos esta historia la con­té sólo como analogía al rechazo de Alzbeta por Havel.

Elogio de la libertad

—¡Por Dios, jefe —gimió Havel—, no pretenderá decir que busco en Alzbeta la imagen de mi significa­do humano!

—Por supuesto que no —dijo la doctora en plan sarcástico—. Ya hemos oído su explicación de que la actitud provocativa de Alzbeta le produce la impre­sión de que le estuvieran dando una orden y que quiere conservar la ilusión de que a las mujeres las eli­ge usted.

—Sabe una cosa, doctora, ya que hablamos de eso, no es exactamente así —reflexionó Havel—. Cuando dije que me molestaba que Alzbeta me pro­vocase no fue más que un intento de frase ingeniosa. En realidad he aceptado a mujeres mucho más provo­cativas que ella y sus provocaciones me venían muy bien porque aceleraban agradablemente el desarrollo de los acontecimientos.

—Entonces ¿por qué diablos no acepta a Alzbeta? —gritó el médico jefe.

—Jefe, su pregunta no es tan estúpida como pensé en un primer momento, porque veo que en realidad es difícil de responder. Si he de ser sincero, no sé por qué no acepto a Alzbeta. He aceptado a mujeres mu­cho más horrendas, más viejas y más provocativas. De [107] ello se deduce que debería necesariamente aceptarla a ella. Cualquier experto en estadísticas llegaría a esa conclusión. Todos los ordenadores lo determinarían así. Y ya lo ven, quizás es precisamente por eso por lo que no la acepto. Puede que haya pretendido resis­tirme a la necesidad. Ponerle una zancadilla a la cau­salidad. Reventar la calculabilidad de la marcha del mundo mediante el capricho de la arbitrariedad.

—¿Y por qué tuvo que elegir precisamente a Alz­beta? —gritó el médico jefe.

—Precisamente porque no había ningún motivo. Si hubiera algún motivo, podría encontrarse de ante­mano y mi actitud podría determinarse de antemano. Precisamente en esa falta de motivo consiste esa pe­queña parcelita de libertad que nos es dada y que tenemos que tratar encarnizadamente de atrapar para que en este mundo de férreas leyes quede un poco de desorden humano. Queridos colegas, viva la liber­tad —dijo Havel y levantó con tristeza el vaso para brindar.

Hasta dónde llega la responsabilidad del hombre

En este momento apareció en la habitación una nueva botella que atrajo toda la atención de los médi­cos presentes. El alto y encantador joven que la tenía en su mano junto a la puerta era el médico Flajsman, que estaba de prácticas en esa sección. La apoyó (con lentitud) sobre la mesa, buscó (durante mucho tiem­po) el sacacorchos, después lo colocó (pausadamente) sobre el cuello de la botella y lo introdujo (poco a po­co) en el corcho que a continuación (pensativamente) extrajo. Todos estos paréntesis ponen de manifiesto la lentitud de Flajsman que, sin embargo, más que de [108] torpeza era síntoma de la parsimoniosa autosatisfac­ción con la que el joven médico observaba calculado­ramente su propio interior, sin prestar atención a los insignificantes detalles del mundo que le rodeaba.

El doctor Havel afirmó:

—Todo lo que hemos estado diciendo eran tonte­rías. No soy yo el que rechaza a Alzbeta, es Alzbeta la que me rechaza a mí. Por desgracia. Se ve que está loca por Flajsman.

—¿Por mí?

Flajsman levantó la vista de la botella, después de­volvió, dando grandes zancadas, el sacacorchos a su si­tio, regresó a la mesa y sirvió el vino.

—Eso sí que es bueno —dijo el médico jefe su­mándose a Havel—. Lo sabe todo el mundo menos usted. Desde que apareció usted en nuestra sección, no hay quien la aguante. Hace ya dos meses.

Flajsman miró (largamente) al médico jefe y dijo:

—De verdad que no sé nada de eso —y luego añadió—: Ni me importa.

—¿Y qué hay de todas sus frases delicadas? ¿Qué hay de todas esas chorradas suyas sobre el respeto por las mujeres? —dijo Havel fingiendo gran severidad—. Hace usted sufrir a Alzbeta y no le importa.

—Las mujeres me dan lástima y nunca podría ha­cerles daño a sabiendas —dijo Flajsman—. Pero no me interesa lo que pueda hacer inintencionadamente, porque eso está fuera de mi campo de influencia y, por lo tanto, fuera de mi responsabilidad.

Después, entró en la habitación Alzbeta. Al pare­cer había llegado a la conclusión de que lo mejor era olvidar la ofensa y comportarse como si nada hubiera ocurrido: por eso se comportaba con una excepcional falta de naturalidad. El médico jefe le puso una silla y le sirvió un vaso de vino:

—Beba, Alzbeta y olvide todas las ofensas. [109]

—Claro —Alzbeta le dedicó una gran sonrisa y se bebió el vino.

Y el médico jefe volvió a dirigirse a Flajsman para divertir a sus colegas.

—Si las personas sólo fueran responsables de lo que hacen conscientemente, los idiotas estarían de an­temano libres de cualquier culpa. Lo que pasa, queri­do Flajsman, es que las personas tienen la obligación de saber. Las personas son responsables de su ignoran­cia. La ignorancia es culpable. Y por eso no hay nada que le libre a usted de sus culpas y yo afirmo que es usted, con respecto a las mujeres, un guarro, aunque usted lo niegue.

Elogio del amor platónico

—¿Qué, ya le consiguió a la señorita Klara ese pi­so que le había prometido? —atacó Havel a Flajsman, recordándole sus vanos intentos por conquistar a cierta chica (que todos los presentes conocían).

—No lo conseguí, pero lo conseguiré.

—Da la casualidad de que Flajsman se porta con las mujeres como un caballero. El colega Flajsman no les toma el pelo a las mujeres —dijo la doctora en de­fensa del joven médico.

—No soporto la violencia contra las mujeres por­que siento lástima por ellas —repitió el médico.

—Pero Klara no traga —le dijo Alzbeta a Flajs­man y se echó a reír muy inoportunamente, de modo que el médico jefe se vio obligado a hacer otra vez uso de la palabra:

—Que trague o que no trague, Alzbeta, no es ni mucho menos tan importante como usted cree. Como es sabido, cuando Abelardo fue castrado, Eloísa y él [110] siguieron siendo fíeles amantes y su amor es inmortal. George Sand vivió siete años con Chopin intacta como la Virgen, ¡y no pretenderá usted compararse con aquel amor! Y no quisiera, en relación con tan eleva­dos personajes, citar el caso de aquella putita que me concedió el mayor honor al rechazarme. Tome buena nota, mi querida Alzbeta, de que el amor tiene una relación mucho menos estrecha de lo que la gente cree con eso en lo que usted piensa permanentemente. ¡No dudará usted de que Klara ama a Flajsman! Es amable con él, pero no traga. A usted eso le parece ilógico, pero el amor es precisamente aquello que es ilógico.

—¿Qué tiene de ilógico? —volvió a reírse inopor­tunamente Alzbeta—: Klara quiere un piso. Por eso es amable con Flajsman. Pero no quiere acostarse con él, porque seguramente se acuesta con otro. Pero ése no puede conseguirle el piso.

En ese momento Flajsman levantó la vista y dijo:

—¡Qué insoportable! Ni que estuviera en plena pubertad. ¿Y si no lo hace porque le da vergüenza? ¿No se le ha ocurrido pensarlo? ¿Y si tiene alguna en­fermedad que no quiere confesarme? ¿Una cicatriz de alguna operación que la afea? Las mujeres pueden ser muy vergonzosas. Pero eso usted, Alzbeta, no puede entenderlo.

—También puede ser —el médico jefe le echó una mano a Flajsman— que, al ver a Flajsman, Klara se quede tan petrificada por la angustia que le produ­ce el amor que sea incapaz de acostarse con él. ¿Es us­ted capaz de imaginarse, Alzbeta, amando tanto a al­guien que precisamente por eso no fuese capaz de acostarse con él?

Alzbeta declaró que no. [111]

Una señal

A estas alturas podemos dejar por un momento de seguir la conversación (que continúa ininterrumpida­mente con las mismas naderías) y referirnos a que du­rante todo ese tiempo Flajsman trataba de mirar a los ojos a la doctora, porque le gustaba perdidamente desde el momento en que (hacía cosa de un mes) la vio por primera vez. Estaba deslumbrado por la ma­jestuosidad de sus treinta años. Hasta entonces sólo la conocía de pasada y la de hoy era su primera oportu­nidad de pasar un poco más de tiempo con ella en una misma habitación. Le parecía que ella le devolvía a veces sus miradas y aquello lo excitaba.

Después de una de aquellas miradas recíprocas la doctora se levantó repentinamente, se acercó a la ven­tana y dijo:

—Fuera está precioso. Hay luna llena... —y volvió a echarle a Flajsman una breve mirada.

Flajsman no carecía de sentido para situaciones co­mo ésa y de inmediato comprendió que se trataba de una señal —de una señal que iba dirigida a él. En ese momento sintió que el pecho se le ensanchaba. Y es que su pecho era un instrumento digno del taller de Stradivarius. Solía sentir en él de vez en cuando el elevado ensanchamiento que acabamos de mencionar y cada vez que eso le ocurría tenía la seguridad de que aquel ensanchamiento era irreversible como una pro­fecía, que anuncia la llegada de algo grande e inédito, superando sus mejores sueños.

Esta vez el ensanchamiento le dejó, por una parte, extasiado y, por otra (en aquel rincón de la mente al que el éxtasis ya no llegaba), asombrado: ¿cómo es posible que su deseo tenga tanta fuerza que a su lla­mada la realidad venga corriendo humildemente, preparada para acontecer? Asombrado de su fuerza, aguardaba el momento en que la conversación se hi- [112] ciese más apasionada y los participantes dejasen de fi­jarse en él. En cuanto se produjo, desapareció de la habitación.

Un hermoso joven con una mano sobre la otra

La sección en la que tenía lugar este simposio im­provisado estaba en la planta baja de un bonito pabe­llón que se levantaba (al lado de otros pabellones) junto al parque del hospital. A este parque llegó aho­ra Flajsman. Se apoyó en el alto tronco de un platane­ro, encendió un cigarrillo y miró hacia el cielo: era una noche de verano, los aromas flotaban en el aire y del cielo negro colgaba una luna redonda.

Trató de imaginar los acontecimientos que iban a producirse: la doctora, que hace un momento le ha dado a entender que saliese, esperará a que el calvo esté más ocupado en hablar que en desconfiar de ella, y entonces probablemente dirá discretamente que una pequeña necesidad íntima la obliga a alejarse por un momento de la reunión.

¿Y qué sucederá después? Después ya no tenía in­tención de imaginarse nada. Su pecho que se ensan­chaba le anunciaba aventuras y eso le bastaba. Creía en su felicidad, creía en su buena estrella para el amor y creía en la doctora. Disfrutando de su confianza en sí mismo (una confianza en sí mismo siempre un tan­to asombrada) se entregaba placenteramente a la pasi­vidad. Siempre se había visto a sí mismo como a un hombre atractivo, conquistado, amado, y le agradaba esperar la aventura, por así decirlo, con una mano so­bre la otra. Estaba convencido de que precisamente aquella postura incitaba a las mujeres y al destino.

Quizá valdría la pena referirse en esta ocasión a [113] que Flajsman, con mucha frecuencia, cuando no in­mediatamente (y con autocomplacencia), se veía, lo cual lo desdoblaba permanentemente y hacía que su soledad fuese bastante entretenida. Esta vez, por ejemplo, no sólo estaba apoyado en el platanero y fu­maba, sino que al mismo tiempo se observaba a sí mismo complacido, de pie (hermoso y adolescente), apoyado contra el platanero y fumando despreocupa­damente. Disfrutó durante un buen rato de esa visión hasta que por fin oyó unos pasos suaves que venían del pabellón e iban hacia él. No quiso girarse. Aspiró una bocanada más del cigarrillo, echó el humo y miró al cielo. Cuando los pasos se acercaron justo hasta donde estaba, dijo con voz tierna, convincente: —Sabía que iba a venir.

La meada

—No era tan difícil adivinarlo —le respondió el mé­dico jefe—, porque siempre prefiero mear en la natu­raleza y no en esos desagradables aparatos civilizados. Aquí el dorado chorrillo me une con rapidez, de un modo asombroso, al barro, la hierba y la tierra. Por­que, Flajsman, polvo soy y en polvo ahora, al menos en parte, me convierto. Mear en la naturaleza es una ceremonia religiosa mediante la cual le prometemos a la tierra que alguna vez regresaremos a ella por entero.

Como Flajsman seguía en silencio, el médico jefe le preguntó:

—Y usted ¿qué? ¿Salió a contemplar la luna? —y como Flajsman permanecía empecinadamente en si­lencio, el médico jefe dijo—: Es usted, Flajsman, un gran lunático. Y es precisamente por eso por lo que le aprecio. [114]

Flajsman interpretó las palabras del médico jefe como una burla y, procurando serenarse, dijo casi sin abrir la boca:

—Deje en paz a la luna. Yo también vine a mear.

—Querido Flajsman —dijo el médico jefe enter­necido—, esto lo interpreto como una extraordinaria manifestación de afecto hacia un jefe ya entrado en años.

Los dos estaban bajo el platanero llevando a cabo un acto que el médico jefe, con sostenido patetismo y renovadas imágenes, denominaba servicio religioso. [115]





SEGUNDO ACTO

Un hermoso joven sarcástico

Después volvieron juntos por el largo corredor y el jefe cogió amistosamente al médico del hombro. El médico no dudaba de que el calvo celoso había descu­bierto la señal de la doctora y ahora se estaba burlan­do de él con sus manifestaciones de amistad. Claro que no podía hacer que el jefe le quitase la mano del hombro, pero eso no hacía más que acrecentar la furia que se acumulaba dentro de él. Lo único que lo con­solaba era que no sólo estaba lleno de furia, sino que también de inmediato se veía en ese estado furioso y estaba contento con aquel joven que regresaba a la sa­la de guardia y, para sorpresa de todos, estaba de pronto totalmente cambiado: agudamente sarcástico, agresivamente gracioso, casi demoníaco.

Cuando los dos entraron realmente en la habita­ción, Alzbeta estaba de pie en medio de la sala, mo­viendo terriblemente la cintura y emitiendo como acompañamiento una especie de sonido, como si estu­viese cantando a media voz. El doctor Havel bajó la mirada y la doctora, para que los dos recién llegados no se asustasen, explicó:

—Alzbeta está bailando.

—Está un poco borracha —añadió Havel.

Alzbeta no dejaba de mover las caderas y de des­cribir círculos con el pecho alrededor de la cabeza ga­cha de Havel, quien permanecía sentado. [116]

—¿Dónde aprendió ese baile tan hermoso? —pre­guntó el médico jefe.

Flajsman, inflado de sarcasmo, emitió una risa for­zada:

—¡Jajajá! ¡Un baile hermoso! ¡Jajajá!

—Lo vi en Viena en un striptease —le respondió Alzbeta al médico jefe.

—Pero bueno —se escandalizó el médico jefe con ternura —¿desde cuándo van nuestras enfermeras al striptease?

—No creo que esté prohibido, jefe —Alzbeta tra­zó con el pecho un círculo a su alrededor.

La bilis ascendía continuamente por el cuerpo de Flajsman y trataba de salirle por la boca. Por eso dijo Flajsman:

—Lo que usted necesita es bromuro y no striptea­se. ¡Es como para temer que nos viole!

—Usted no tiene nada que temer. Los niñatos no me van —Alzbeta le dio un corte y siguió moviendo los pechos alrededor de Havel.

—¿Y le gustó el striptease? —siguió preguntándo­le paternalmente el médico jefe.

—Me gustó —respondió Alzbeta—; había una sueca con unos pechos enormes, pero yo tengo unos pechos más bonitos (al decir esto se acarició los pe­chos) y había también una chica que hacía como si se bañara en un montón de espuma dentro de una bañe­ra de papel, y había una mulata y ésa se masturbaba delante de todo el público, eso era lo mejor de todo...

—Jajá —dijo Flajsman, en la cúspide del sarcasmo diabólico—, ¡la masturbación es justamente lo que le va a usted! [117]

Una pena en forma de trasero

Alzbeta seguía bailando, pero su público era pro­bablemente mucho peor que el público del striptease de Viena: Havel tenía la cabeza gacha, la doctora mi­raba con gesto burlón, Flajsman con rechazo y el mé­dico jefe con paternal comprensión. Y el trasero de Alzbeta, cubierto por la tela blanca de la bata de en­fermera, daba vueltas mientras tanto por la habitación como un hermoso y redondo sol, pero era un sol apa­gado y muerto (envuelto en un sudario blanco), un sol condenado por las miradas indiferentes y descon­certadas de los médicos presentes a una penosa inu­tilidad.

Hubo un momento en que pareció que Alzbeta iba a empezar a quitarse de verdad la ropa, así que el médico jefe dijo con voz angustiada:

—¡Pero, Alzbeta, no pretenderá hacernos aquí una demostración de lo que vio en Viena!

—¡No tema, jefe! ¡Al menos verá lo que es una mujer desnuda, una mujer de verdad! —exclamó Alz­beta y después se giró nuevamente hacia Havel, ame­nazándolo con los pechos—: ¿Qué te pasa? ¡Ni que estuvieras en un entierro! ¡Levanta esa cabeza! ¿Es que se te ha muerto alguien? ¿Se te ha muerto al­guien? ¡Mírame! ¡No ves que estoy viva! ¡No me estoy muriendo! ¡Yo todavía sigo viva! ¡Yo estoy viva! —y cuando decía esto su trasero ya no era un trasero, sino la pena misma, una pena maravillosamente torneada, bailando por la habitación.

—Sería mejor que parase, Alzbeta —dijo Havel mirando hacia al suelo.

—¿Parar? —dijo Alzbeta— ¡Si estoy bailando para ti! ¡Y ahora te voy a hacer un striptease! ¡Un gran striptease! —y se desató el delantal de la espalda y lo lanzó con un gesto de baile sobre el escritorio.

El médico jefe volvió a hacerse oír con voz temerosa: [118]

—Querida Alzbeta, sería precioso que nos hiciera un striptease, pero en otra parte. Ya sabe que éste es un lugar de trabajo.

El gran striptease

—¡Señor médico jefe, yo sé lo que puedo hacer! —respondió Alzbeta.

Ahora tenía puesto su uniforme azul pálido de cuello blanco y no cesaba de contonearse.

Después se llevó las manos a la cintura y fue desli­zándolas a lo largo del cuerpo hasta elevarlas por enci­ma de la cabeza; luego pasó la mano derecha hacia arriba por el brazo izquierdo, que permanecía levan­tado, y luego la mano izquierda por el brazo derecho, haciendo entonces con ambas manos un movimiento elegante en dirección a Flajsman, como si le lanzase la blusa. Flajsman se asustó y dio un salto.

—Niñato, se te ha caído al suelo —le gritó.

Después volvió a llevarse las manos a la cintura y esta vez las deslizó hacia abajo, a lo largo de las pier­nas; cuando estaba ya completamente agachada, le­vantó primero la pierna derecha y después la izquier­da; después miró al médico jefe e hizo un movimien­to brusco con el brazo derecho, como si le lanzase una falda imaginaria. El médico jefe estiró en ese momen­to el brazo, extendiendo los dedos y cerrando inme­diatamente el puño. Luego apoyó esa mano sobre la rodilla y con la otra mano le envió un beso a Alzbeta.

Tras contonearse y bailar un rato mas, Alzbeta se puso de puntillas, dobló los brazos y se llevó las manos a la espalda; después volvió a llevar con mo­vimientos rítmicos las manos hacia delante e hizo nuevamente un suave gesto con el brazo, esta vez en [119] dirección a Havel, el cual movió también impercepti­blemente la mano, sin saber a qué atenerse.

Entonces Alzbeta se irguió y empezó a pasear con un gesto altivo por la habitación; se detuvo junto a cada uno de sus cuatro espectadores, elevando ante cada uno de ellos la simbólica desnudez de sus pe­chos. Finalmente se detuvo frente a Havel, volvió a mover las caderas e, inclinándose levemente, deslizó las manos por los costados hacia abajo y una vez más (como hacía un momento) levantó primero una pier­na y después la otra y entonces se incorporó triunfan­te, alzando la mano derecha como si sostuviera con el pulgar y el índice unas bragas invisibles. Con aquella mano volvió a hacer un lento movimiento en direc­ción a Havel.

Después, erguida en toda la magnificencia de su ficticia desnudez, ya no miraba a nadie, ni siquiera a Havel, observando hacia abajo, con los ojos entrea­biertos y la cabeza ladeada, su propio cuerpo que se contoneaba.

Entonces, de pronto, su orgullosa postura se que­bró y Alzbeta se sentó en las rodillas del doctor Havel; bostezando, le dijo:

—Estoy cansada —alargó el brazo hacia el vaso de Havel y dio un trago.

—Doctor —le dijo a Havel—, ¿tienes algún esti­mulante? ¡Yo no pienso dormir!

—Siendo para usted, lo que haga falta —dijo Ha­vel, levantó a Alzbeta de sus rodillas, la sentó en una silla y fue hacia el botiquín. Encontró un somnífero poderoso y le dio dos pastillas a Alzbeta.

—¿Esto me despertará? —le preguntó.

—Como que me llamo Havel —dijo Havel. [120]

Las palabras de despedida de Alzbeta

Después de tomarse las dos pastillas, Alzbeta in­tentó volver a sentarse en las rodillas de Havel, pero Havel separó las piernas y Alzbeta cayó al suelo.

A Havel le dio lástima, en ese mismo momento, lo que había hecho, porque en realidad no tenía la menor intención de dejar caer a Alzbeta de aquella forma humillante, y si había separado las piernas ha­bía sido más bien por un movimiento involuntario debido al desagrado que le producía tocar con sus piernas el trasero de Alzbeta.

Así que trató de levantarla, pero Alzbeta perma­necía, con dolida terquedad, aferrada con todo su peso al suelo.

En ese momento Flajsman se incorporó y le dijo:

—Está borracha y debería ir a dormir.

Alzbeta lo miró desde el suelo con inmenso des­precio y (saboreando el patetismo masoquista de su ser-en-la-tierra) le dijo:

—Salvaje. Estúpido —y una vez más—: Estúpido.

Havel volvió a tratar de levantarla, pero ella se le zafó con rabia y empezó a lloriquear. Nadie sabía qué decir, de modo que los lloriqueos resonaban en la ha­bitación silenciosa como un violín solista. Al cabo de un rato a la doctora se le ocurrió empezar a silbar sua­vemente. Alzbeta se levantó bruscamente, se dirigió hacia la puerta y, en el momento en que cogió el pes­tillo, se volvió hacia la habitación y dijo:

—Salvajes. Salvajes. Si supieran. No saben nada. No saben nada. [121]

El médico jefe acusa a Flajsman

Cuando ella salió, se produjo un silencio que el médico jefe fue el primero en romper:

—Ya ve, Flajsman. Dice que le dan lástima las mujeres. Pero si le dan lástima, ¿por qué no le da lás­tima Alzbeta?

—¿Yo qué tengo que ver con ella? —se defendió Flajsman.

—No se haga el que no sabe. Ya se lo dijimos hace un momento. Está loca por usted.

—¿Y yo tengo la culpa? —preguntó Flajsman.

—No la tiene —dijo el médico jefe—, pero tiene la culpa de ser brusco con ella y de hacerla sufrir. Du­rante toda la noche lo único que le importaba era lo que usted hacía, si usted la miraba, si le sonreía, si le decía algo bonito. Y recuerde lo que usted le ha dicho.

—No le dije nada que fuera tan terrible —se de­fendió Flajsman, pero su voz sonaba notablemente in­segura.

—¿Nada que fuera tan terrible? —rió el médico jefe—: Se burló usted de su forma de bailar, aunque bailaba sólo para usted, le aconsejó que tomara abro muro, le dijo que lo único que le iba a ella era la mas­turbación. ¡Nada que fuera tan terrible! Cuando esta­ba haciendo striptease dejó caer su falda.

—¿Qué falda? —se defendió Flajsman.

—La falda —dijo el médico jefe—. Y no se haga el estúpido. Al final la mandó a dormir, a pesar de que un momento antes se había tomado una pastilla contra el cansancio.

—Pero si perseguía a Havel y no a mí —seguía de­fendiéndose Flajsman.

—Déjese de comedias —dijo el médico jefe con severidad—. ¿Qué podía hacer si usted no le hacía ca­so? Le provocaba. Y lo único que quería era que usted [122] tuviera un poco de celos. Vaya caballerosidad la suya.

—No lo haga sufrir más, jefe —dijo la doctora—. Es cruel, pero en cambio es joven.

—Es un ángel castigador —dijo Havel.

Papeles mitológicos

—Sí, es verdad —dijo la doctora—, fíjense en él: un arcángel hermoso, malvado.

—Somos un grupo mitológico —comentó adormi­lado el médico jefe—, porque tú eres Diana. Frígida, deportiva, maligna.

—Y usted es un sátiro. Envejecido, lascivo, charla­tán —dijo a su vez la doctora—. Y Havel es Don Juan. No es viejo, pero está envejeciendo.

—Qué va. Havel es la muerte —reiteró el médico jefe su antigua tesis.



El fin de los donjuanes

—Si me corresponde a mí decidir si soy Don Juan o la muerte, debo inclinarme, aunque a disgusto, por la opinión del jefe —dijo Havel y dio un buen trago—. Don Juan era un conquistador. Un conquis­tador con mayúsculas. El Gran Conquistador. Pero, por favor, ¿cómo puede uno pretender ser conquista­dor en un territorio en el que nadie se resiste, donde todo es posible y todo está permitido? La era de los donjuanes ha terminado. El descendiente actual de Don Juan ya no conquista, sólo colecciona. El perso­naje del Gran Conquistador ha sido reemplazado por [123] el del Gran Coleccionista, pero el Coleccionista ya no es, en absoluto, Don Juan. Don Juan fue un persona­je de tragedia. Cargaba con una culpa. Pecaba alegre­mente y se reía de Dios. Era un blasfemo y acabó en el infierno.

»Don Juan llevaba sobre sus espaldas una carga que el Gran Coleccionista ni siquiera puede imaginar, porque en su mundo toda carga ha perdido su peso. Las rocas se han convertido en plumas. En el mundo del Conquistador una mirada tenía el mismo peso que en el imperio del Coleccionista tienen diez años del más intenso amor físico.

»Don Juan era un señor, mientras que el Coleccio­nista es un esclavo. Don Juan transgredía alegremente las conversaciones y las leyes. El Gran Coleccionista no hace más que cumplir, con el sudor de su frente, las convenciones y la ley, porque el coleccionismo se ha convertido en algo de buena educación, en algo bien visto y casi en una obligación. Si soy culpable de algo, es de no aceptar a Alzbeta.

»E1 Gran Coleccionista no tiene nada en común con la tragedia ni con el drama. El erotismo, que solía servir de señuelo a las catástrofes, se ha convertido gracias a él en algo similar a los desayunos y las cenas, a la filatelia, al ping-pong, cuando no a viajar en tranvía o a salir de compras. El lo ha introducido en el ciclo de lo cotidiano. Lo ha convertido en la tramo­ya y las tablas de una escena sobre la cual el verdadero drama aún debe hacer su aparición. Cuidado, amigo —exclamó patéticamente Havel—, mis amores (si es que puedo llamarlos así) son el suelo de un escenario sobre el cual no se representa obra alguna.

»Querida doctora y querido jefe. Ustedes han planteado la contradicción entre Don Juan y la muer­te. De ese modo, por pura casualidad, por descuido, han llegado a la esencia de la cuestión. Miren. Don Juan lucha contra lo imposible. Y eso es precisamente [124] muy humano. En cambio, en el imperio del Gran Co­leccionista, no hay nada imposible, porque es el im­perio de la muerte. El Gran Coleccionista es la muerte que ha venido a buscar la tragedia, el drama, el amor. La muerte que ha venido a buscar a Don Juan. En el fuego infernal al que lo envió el Comendador, Don Juan está vivo. Pero, en el mundo del Gran Coleccio­nista, donde las pasiones y los sentimientos flotan por el aire como plumas, en ese mundo está muerto para siempre.

»Qué va, querida doctora —dijo Havel con tris­teza—, ¿qué tendré que ver yo con Don Juan? ¿Qué no daría yo por ver al Comendador y sentir en el alma el terrible peso de su maldición y sentir dentro de mí crecer la grandeza de la tragedia? Qué va, doctora, yo soy en el mejor de los casos un personaje de comedia, y ni siquiera eso es por mérito propio, sino por mérito de Don Juan precisamente, porque sólo con su trágica alegría como telón histórico de fondo es posible perci­bir, más o menos, la cómica tristeza de mi existencia de mujeriego, que sin este punto de comparación no sería más que gris trivialidad y aburrido telón de fondo.





Nuevas señales

Havel, fatigado por el largo discurso (durante el cual el médico jefe cabeceó de sueño en dos oportuni­dades), se quedó callado. Tras dejar pasar un segun­do, que estuvo cargado de emoción, habló la doctora:

—No sospechaba, doctor, que supiese hablar con tanta hilación. Se ha descrito usted mismo como un personaje de comedia, como una existencia gris, un aburrimiento y un cero a la izquierda. Por desgracia [125] el modo en que ha hablado ha sido excesivamente re­finado. Esa es su maldita astucia: decir que es un mendigo, pero hacerlo con palabras tan majestuosas como para parecer más bien un rey que un mendigo. Es usted un tramposo, Havel. Orgulloso incluso en los momentos en los que se denigra a sí mismo. Es usted un tramposo descarado.

Flajsman se echó a reír, porque para satisfacción suya creyó encontrar en las palabras de la doctora des­precio por Havel. Estimulado por las burlas de la doc­tora y por su propia risa, se acercó a la ventana y dijo significativamente:

—¡Qué noche!

—Sí —dijo la doctora—, una noche preciosa. ¡Y Havel quiere hacerse pasar por la muerte! ¿Se ha fija­do acaso, Havel, en lo hermosa que está la noche?

—De ninguna manera —dijo Flajsman—, a Havel le da lo mismo una mujer que otra, una noche que otra, le da lo mismo el invierno que el verano. El doc­tor Havel se niega a hacer distinciones entre detalles de segundo orden.

—Ha dado en el blanco —dijo Havel.

Flajsman llegó a la conclusión de que esta vez su encuentro con la doctora iba a salir bien: el médico je­fe ya había bebido mucho y parecía que el sueño, que le había atacado en los últimos minutos, le había he­cho bajar considerablemente la guardia; por eso, pro­curando pasar desapercibido, dijo:

—¡Uy, mi vejiga! —y, echándole una mirada a la doctora, salió de la habitación.

Gas

Mientras recorría el pasillo recordaba con satis­facción la forma en que la doctora había estado toda [126] la noche burlándose de los dos hombres, del médico jefe y de Havel, al cual, muy apropiadamente, acaba­ba de llamar tramposo, y estaba asombrado viendo cómo se repetía una vez más lo que siempre le asom­braba precisamente por la regularidad con que se re­petía: gusta a las mujeres, le dan preferencia ante hombres más experimentados que él, lo cual, en el ca­so de la doctora, que es evidentemente una mujer ex­cepcionalmente exigente, inteligente y un poco (agra­dablemente) engreída, es un gran éxito, nuevo e inesperado.

Con semejante estado de ánimo atravesaba Flajs­man el largo corredor en dirección a la salida. Cuando ya estaba casi a la altura de la puerta de salida que conducía al jardín, sintió de pronto un olor a gas. Se detuvo a investigar de dónde provenía. El olor era más intenso en las proximidades de la puerta que conducía a la habitación de las enfermeras. Flajsman se dio cuenta, de pronto, de que estaba muy asus­tado.

Lo primero que se le ocurrió fue correr a toda velo­cidad en sentido contrario y llamar al médico jefe y a Havel, pero finalmente tomó la decisión de intentar abrir él mismo la puerta (quizá porque supuso que es­taría cerrada con llave o incluso atrancada). Pero para su asombro la puerta se abrió. En la habitación estaba encendida una gran lámpara de techo que iluminaba un gran cuerpo desnudo de mujer tendido en el sofá. Flajsman echó una mirada a la habitación y se lanzó hacia la cocinilla. Cerró la llave del gas, que estaba abierta. Después corrió hacia la ventana y la abrió de par en par. [127]

Nota entre paréntesis

(Es posible afirmar que Flajsman actuó con rapi­dez y bastante presencia de ánimo. Sin embargo hubo una cosa que no fue capaz de registrar con frialdad. Se pasó todo un segundo miranda con asombro el cuerpo desnudo de Alzbeta, pero el susto le llenaba hasta tal punto que no fue capaz de ver a través de aquel velo lo que ahora nosotros, desde una perspecti­va conveniente, podemos saborear plenamente:

Aquel cuerpo era maravilloso. Yacía boca arriba, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un costado y con un hombro igualmente inclinado hacia el otro, de modo que los dos hermosos pechos se apretaban uno contra otro y sus formas destacaban plenamente. Una de las piernas de Alzbeta estaba estirada y la otra levemente doblada en la rodilla, de modo que podía apreciarse tanto la estupenda rotundidad de los mus­los como el color negro extraordinariamente intenso del pubis. )

Una llamada de socorro

Después de abrir de par en par la ventana y la puerta, Flajsman salió al pasillo y empezó a gritar. Todo lo que sucedió a partir de entonces se produjo con la rapidez rutinaria: la respiración artificial, la lla­mada telefónica al departamento de Medicina Inter­na, la camilla para transportar a la enfermera, el tras­lado al médico de guardia de Medicina Interna, otra respiración artificial, la reanimación, la transfusión de sangre y, finalmente, una profunda expiración con la cual la vida de Alzbeta demostró hallarse sin duda fuera de todo peligro. [128]





TERCER ACTO

Lo que dijo cada uno

Cuando los cuatro médicos salieron de la sección de Medicina Interna y se detuvieron en el patio, te­nían cara de agotados.

El médico jefe dijo:

—La pequeña Alzbeta nos ha estropeado el sym­posion.

La doctora dijo:

—Las mujeres insatisfechas siempre traen mala suerte.

Havel dijo:

—Es curioso. Hizo falta que intentara suicidarse para que nos diéramos cuenta de que tiene un cuerpo tan hermoso.

Al oír esas palabras, Flajsman miró (largamente) a Havel y dijo:

—Ya no tengo ganas ni de borrachera ni de inge­niosidades. Buenas noches —y se dirigió hacia la sali­da del hospital.

La teoría de Flajsman

Las frases de sus colegas le parecían a Flajsman as­querosas. Veía en ellas la insensibilidad propia de la [129] gente que se está haciendo vieja, la crueldad de una edad que se elevaba ante su juventud como una ba­rrera hostil. Por eso se alegró de haberse quedado solo y de poder ir dando un paseo para experimentar y sa­borear plenamente su excitación: con placentero ho­rror se repetía una y otra vez que Alzbeta había esta­do a punto de morir y que el culpable de aquella muerte era él.

Sabía, por supuesto, que el suicidio no suele tener una sola causa, sino, por lo general, todo un cúmulo de motivos, pero no podía ocultarse a sí mismo que una de las causas (y probablemente la decisiva) era él mismo, debido, por una parte, al mero hecho de su existencia y, por otra, a su comportamiento del día de hoy.

Ahora se acusaba a sí mismo de un modo patético. Se llamaba egoísta orgulloso que no se fija más que en sus éxitos amorosos. Se burlaba de que hubiera si­do capaz de dejarse cegar por el interés que la doctora había manifestado por él. Se echaba en cara que Alz­beta se hubiera transformado para él en una simple cosa, en un recipiente en el que había derramado su rabia porque el celoso médico jefe le había estropeado su cita nocturna. ¿Con qué derecho, con qué derecho se ha comportado así con una persona inocente?

Claro que el joven médico no era un espíritu pri­mitivo; cada uno de sus estados de ánimo llevaba im­plícita la dialéctica de la aseveración y la objeción, así que también en esa ocasión al acusador interno le res­pondió el defensor interno: Por supuesto que los sar­casmos que le había dirigido a Alzbeta estaban fuera de lugar, pero difícilmente hubieran tenido conse­cuencias tan trágicas de no ser porque Alzbeta le ama­ba. Pero ¿qué puede hacer Flajsman si alguien se ena­mora de él? ¿Acaso se convierte automáticamente en responsable de sus actos?

Se detuvo en este interrogante y le pareció que era [130] la clave de todo el secreto de la existencia humana. Se detuvo incluso en su camino y con total seriedad se respondió: no, no tenía razón cuando intentaba con­vencer hoy al médico jefe de que no era responsable de lo que hacía inintencionadamente. ¿Acaso puede reducirse a sí mismo exclusivamente a lo consciente y deliberado? Lo que hace inconscientemente también forma parte de la esfera de su personalidad y ¿quién sino él iba a responder de ello? Sí, es culpable de que Alzbeta le amase; es culpable de haberlo ignorado; es culpable de no haberle dado importancia; es culpa­ble. Ha estado a punto de matar a una persona.

La teoría del médico jefe

Mientras Flajsman se sumergía en sus reflexiones autocontemplativas, el médico jefe, Havel y la doctora volvieron a la sala de guardia y, ciertamente, ya no te­nían ganas de seguir bebiendo; permanecieron un ra­to en silencio y luego Havel suspiró:

—¿Qué cable se le habrá cruzado a Alzbeta?

—Nada de sentimentalismos, doctor —dijo el mé­dico jefe—. Cuando alguien hace una tontería como ésta, me niego a adoptar una postura emocional. Además, si usted no se hubiera cerrado en banda y hubiera hecho hace ya mucho tiempo lo mismo que no siente reparo alguno en hacer con todas las demás, esto no hubiera sucedido.

—Muchas gracias por haberme convertido en el causante del suicidio —dijo Havel.

—Hablemos con precisión —respondió el médico jefe—, no se trató de un suicidio, sino de una mani­festación de protesta realizada mediante un suicidio, preparado de tal manera que la catástrofe no se pro- [131] dujera. Querido doctor, cuando alguien quiere suici­darse, lo primero que hace es cerrar la puerta con llave. Y no sólo eso, además tapona bien todas las rendijas para que la presencia del gas se note lo más tarde posible. Pero Alzbeta no trataba de conseguir la muerte, trataba de conseguirlo a usted.

»Quién sabe cuántas semanas llevaba deseando que llegase este día, porque le tocaba hacer guardia junto con usted y desde que empezó la noche se dedi­có a usted sin el menor recato. Pero usted se había emperrado en no hacerle caso. Y cuanto más se empe­rraba, más bebía ella y más llamativos eran los medios que empleaba: no paraba de hablar, bailaba, quería hacer striptease.

»Ya ve, al fin y al cabo parece que todo esto tiene algo enternecedor. Como no podía atraer la atención de sus ojos ni la de sus oídos, lo apostó todo a su olfa­to y abrió la llave del gas. Antes de abrirla, se desnu­dó. Sabía que tenía un cuerpo hermoso y quería obli­garle a que lo viese. Recuerde cómo decía desde la puerta: Si ustedes supiesen. No saben nada. No saben nada. Así que ahora ya lo sabe, Alzbeta tiene una ca­ra horrible, pero un cuerpo hermoso. Usted mismo lo ha reconocido. Ya ve que sus cálculos no fueron tan equivocados. Es posible que ahora, por fin, se deje us­ted convencer.

—Puede —dijo Havel encogiéndose de hombros.

—Seguro —dijo el médico jefe.



La teoría de Havel

—Lo que usted dice, jefe, es convincente, pero co­mete usted un error: sobrevalora mi papel en esta his­toria. Aquí no se trataba de mí. No era yo el que se [132] negaba a acostarse con Alzbeta. Con Alzbeta no que­ría acostarse nadie.

»Hoy, cuando me preguntó por qué no quería aceptar a Alzbeta, le dije no se qué despropósitos acerca de la belleza del libre albedrío y de que quería conservar mi libertad. Pero no eran más que frases ocurrentes para disimular la verdad, que es precisa­mente la contraria y no muy elogiosa para mí: rechacé a Alzbeta precisamente porque no sé ser libre. Y es que no acostarse con Alzbeta se ha puesto de moda. Nadie se acuesta con ella y, si alguien se acostase, no lo reconocería, porque todos se reirían de él. La moda es una terrible servidumbre y yo me sometí a ella co­mo un esclavo. Y como Alzbeta es una mujer madu­ra, aquello le tenía sorbido el seso. Y es probable que lo que más le sorbiera el seso fuera precisamente mi rechazo, porque ya se sabe que yo arramplo con todo. Pero a mí me importaba más la moda que el seso de Alzbeta.

»Y tiene usted razón, jefe: ella sabe que tiene un cuerpo hermoso y por eso estaba convencida de que toda aquella situación era un absurdo total y una in­justicia y por eso protestaba. Recuerde cómo se pasó la noche haciendo permanente referencia a su cuerpo. Cuando hablaba de la sueca que hacía striptease en Viena, se acariciaba los pechos y decía que eran más bonitos que los de la sueca. Además recuerde que sus pechos y su trasero llenaron hoy esta habitación como si fueran una multitud de manifestantes. ¡De verdad, jefe, fue una manifestación!

»¡Y acuérdese de su striptease, acuérdese de cómo lo sentía! ¡Ha sido el striptease más triste que he visto en mi vida! Se desnudaba apasionadamente y al mis­mo tiempo seguía metida dentro de la odiada funda de su uniforme de enfermera. Se desnudaba y no po­día desnudarse. Y a pesar de que sabía que no iba a desnudarse, se desnudaba porque quería trasmitirnos [133] su triste e irrealizable deseo de desnudarse. Jefe, no se estaba desnudando, estaba cantando sobre su des­nudez, sobre la imposibilidad de desnudarse, sobre la imposibilidad de amar, ¡sobre la imposibilidad de vi­vir! Pero nosotros no queríamos oírla, estábamos con la cabeza gacha, sin tomar parte.

—¡Es usted un putañero romántico! ¿Cómo puede creer que de verdad pretendía morir?— le gritó el mé­dico jefe a Havel.

—Recuerde —dijo Havel— cuando me dijo mien­tras bailaba: ¡Todavía estoy viva! ¡Todavía sigo estan­do viva! ¿Se acuerda? Desde que empezó a bailar, ya sabía lo que iba a hacer.

—¿Y por qué quería morir desnuda, eh? ¿Qué ex­plicación tiene para eso?

—Quería llegar a los brazos de la muerte como se llega a los brazos de un amante. Por eso se desnudó, se peinó, se pintó...

—¡Y por eso dejó la puerta sin llave, claro! ¡No trate de convencerse de que quería morir de verdad!

—Es posible que no supiera exactamente lo que quería hacer. ¿Acaso usted sabe lo que quiere? ¿Quién de nosotros lo sabe? Quería y no quería. Que­ría sinceramente morir y al mismo tiempo (con la mis­ma sinceridad) quería retener ese momento en que estaba en medio del acto que la conduciría a la muer­te y sentía que aquel acto la engrandecía. Por supues­to que no deseaba que la viéramos cuando estuviese ya completamente marrón, maloliente y deformada. Quería que la viésemos en toda su gloria, partiendo en su hermoso e inmaculado cuerpo a acostarse con la muerte. Quería que, al menos en ese momento esen­cial, le envidiáramos a la muerte su cuerpo y lo deseá­ramos para nosotros. [134]

La teoría de la doctora

—Estimados amigos —dijo la doctora, que hasta entonces había estado oyendo atentamente a los dos médicos—, en la medida en que como mujer puedo apreciarlo, los dos han hablado de un modo lógico. Sus teorías son, en sí mismas, convincentes y encierran un sorprendente conocimiento de la vida. Sólo tienen un pequeño defecto. No contienen ni un gramo de ver­dad. Porque Alzbeta no pretendía suicidarse. Ni de ver­dad ni para llamar la atención. De ninguna manera.

La doctora estuvo un momento saboreando el efecto de sus palabras y después continuó:

—Estimados amigos, se nota que tienen ustedes mala conciencia. Cuando volvimos de Medicina Inter­na, evitaron pasar por la habitación de Alzbeta. No querían ni verla. En cambio yo la examiné detallada­mente mientras ustedes le hacían la respiración artifi­cial a Alzbeta. Había un cazo puesto al fuego. Alzbe­ta se estaba haciendo un café y se quedó dormida. El agua se salió por fuera y apagó el fuego.

Los dos médicos fueron a toda prisa con la doctora hasta la habitación de Alzbeta y, en efecto, encima de la cocinilla había un cacito en el que hasta quedaba un poco de agua.

—Pero entonces, ¿por qué estaba desnuda? —se asombró el médico jefe.

—Fíjense —la doctora señaló hacia tres de los án­gulos de la habitación: en el suelo, bajo la ventana, yacía el vestido azul pálido, de un pequeño armario con medicinas colgaba un sostén y en la esquina opuesta, en el suelo, había unas bragas blancas—, Alzbeta lanzó cada una de sus prendas hacia un lado distinto, lo cual demuestra que quiso hacer, aunque fuese para sí misma, el striptease que usted, el cauto médico jefe, le impidió realizar. [135]

»A1 desnudarse, probablemente se sintió cansada. Eso no le venía bien, porque no había renunciado en absoluto a sus planes para esta noche. Sabía que todos nosotros nos iríamos y que Havel se quedaría solo. Ese fue el motivo de que pidiera un estimulante. De mo­do que se propuso hacerse un café y puso un cazo con agua a calentar. Después volvió a ver su cuerpo y eso la excitó. Estimados señores, Alzbeta tenía con respec­to a ustedes una ventaja. Al mirarse no veía su propia cabeza. Así que era absolutamente hermosa. Se excitó y se tendió en la cama. Pero seguramente el sueño lle­gó antes que el placer.

—Seguro —se acordó Havel—, ¡si yo le di pasti­llas para dormir!

—Eso sí que es de su estilo —dijo la doctora—. ¿Todavía le queda alguna duda?

—Sí —dijo Havel—. Recuerde lo que decía: ¡Aún no me he muerto! ¡Todavía estoy viva!. ¡Todavía sigo estando viva! Y sus últimas palabras: las dijo con un patetismo como si fueran sus palabras de despedida: Si ustedes supiesen. No saben nada. No saben nada.

—Pero, Havel —dijo la doctora—, no sabe que el noventa y nueve por ciento de lo que la gente dice son chorradas. ¿O es que usted mismo no habla la mayoría de las veces sólo por hablar?

Los médicos se quedaron un rato más de charla y después salieron los tres del pabellón; el médico jefe y la doctora le dieron la mano a Havel y se mar­charon.

Los perfumes flotaban en el aire de la noche

Flajsman llegó por fin a la calle de un barrio de las afueras en la que vivía con su familia en una [136] casa con jardín. Abrió la verja pero no llegó hasta la puerta de la casa sino que se sentó en un banco sobre el cual se abrían las rosas que su mamá cuidaba con esmero.

En la noche de verano flotaban los perfumes de las flores y palabras como «culpable», «egoísmo», «ama­do» y «muerte» subían por el pecho de Flajsman y lo llenaban de un elevado sentimiento de placer, de modo que sentía como si le hubieran crecido alas en la espalda.

En medio de aquella avalancha de melancólica fe­licidad se dio cuenta de que era amado como nunca lo había sido hasta entonces. Claro, algunas mujeres ya le habían manifestado su aprecio, pero ahora tiene que ser gélidamente veraz consigo mismo: ¿siempre había sido amor? ¿No se había hecho a veces excesivas ilusiones? ¿No había exagerado las cosas? Por ejemplo Klara, ¿acaso lo suyo no tenía más de conveniencia que de enamoramiento? ¿No le importaba más el piso que le estaba buscando que él mismo? A la luz de la actitud de Alzbeta, todo palidecía.

En el aire flotaban las palabras altisonantes y Flajs­man pensaba en que lo único que puede dar la medi­da del amor es la muerte. Al final del verdadero amor está la muerte y sólo un amor que termina en muerte es amor.

En el aire flotaban los perfumes y Flajsman se ha­cía una pregunta: ¿lo amará alguna vez alguien tanto como esa mujer carente de belleza? ¿Pero qué es la belleza o la falta de belleza en comparación con el amor? ¿Qué es la fealdad del rostro en comparación con un sentimiento en cuya grandeza se refleja lo ab­soluto?

(¿Lo absoluto? Sí. Era un muchacho que acababa de ser arrojado al mundo de la madurez, lleno de in­seguridades. Cualquiera que fuera el ímpetu que po­nía en perseguir a las chicas, buscaba ante todo un re- [137] gazo consolador, infinito e inmenso, que lo salvase de la endiablada relatividad del mundo que acababa de descubrir. ) [138]





CUARTO ACTO

El regreso de la doctora

Hacía ya un rato que el doctor Havel estaba tum­bado en la cama, cubierto con una delgada manta de lana, cuando oyó unos golpes en la ventana. A la luz de la luna vio la cara de la doctora y preguntó:

—¿Qué pasa?

—¡Déjeme pasar! —dijo la doctora y se dirigió apresuradamente hacía la puerta del edificio.

Havel se abrochó los botones desabrochados de la camisa y salió de la habitación suspirando.

En cuanto abrió la puerta del pabellón, la doctora entró sin dar demasiadas explicaciones y hasta que no se sentó en un sillón de la sala de guardia, frente a Havel, no empezó a explicar que ni siquiera había po­dido llegar hasta su casa; es ahora cuando se da cuen­ta, dijo, de lo excitada que está; le hubiera sido impo­sible dormir y le ruega a Havel que le dé un poco más de conversación para calmarla.

Havel no se creyó ni una palabra de lo que le con­taba la doctora y era tan maleducado (o tan descuida­do) que se notaba en su expresión.

Por eso la doctora le dijo:

—Claro que usted no me cree, porque está con­vencido de que no he venido más que a acostarme con usted.

El doctor hizo un gesto de negación pero la docto­ra prosiguió: [139]

—Es usted un Don Juan engreído. Naturalmente. Las mujeres, en cuanto le ven, no piensan en otra cosa. Y usted, aburrido y agobiado, cumple con su triste misión.

Havel volvió a hacer un gesto de rechazo, pero la doctora, después de encender un cigarrillo y echar ele­gantemente el humo, continuó:

—Pobre Don Juan, no tema, no he venido a mo­lestarle. No es usted ni mucho menos como la muer­te. Esas no son más que frases ingeniosas de nuestro querido médico jefe. No arrampla usted con todo, porque no todas le permiten arramplar. Le garantizo que yo, por ejemplo, soy completamente inmune a sus encantos.

—¿Eso es lo que vino a decirme?

—Entre otras cosas. Vine a consolarle, a decirle que no es como la muerte. Que yo no dejaría que se me llevara a mí.

La moralidad de Havel

—Es muy amable —dijo Havel—. Es muy amable por no dejar que arrample con usted y por haber veni­do a decírmelo. Y es verdad que no soy como la muerte. No sólo no acepto a Alzbeta, sino que ni si­quiera a usted estaría dispuesto a aceptarla.

—Oh —se asombró la doctora.

—Con eso no quiero decir que no me guste, más bien al contrario.

—Ah, bueno —dijo la doctora.

—Sí, me gusta mucho.

—Entonces, ¿por qué no me aceptaría a mí? ¿Por­que no me intereso por usted?

—No, creo que no tiene nada que ver con eso. [140]

—Entonces, ¿por qué?

—Porque sale con el jefe.

-¿Y qué?

—El jefe tiene celos. Al jefe le molestaría.

—¿Tiene usted problemas morales? —rió la doc­tora.

—¿Sabe una cosa? —dijo Havel—, he tenido a lo largo de mi vida bastantes aventuras con las mujeres y eso me ha enseñado a valorar la amistad entre dos hombres. Este tipo de relación, que no está salpicada por la estupidez del erotismo, es el único valor perdu­rable que he encontrado en la vida.

—¿Al médico jefe lo considera un amigo?

—El médico jefe ha hecho mucho por mí.

—Y por mí mucho más —objetó la doctora.

—Es posible —dijo Havel—, pero de todos modos no se trata de gratitud. Simplemente le tengo cariño. Es un tío excelente. Y le tiene a usted mucho apego. Si yo tratase de seducirla, tendría que considerarme a mí mismo un canalla.

Ataque al médico jefe

—No pensé —dijo la doctora— que iba a oírle a usted semejante oda a la amistad. Adquiere usted, doctor, un aspecto que es nuevo y completamente inesperado para mí. No sólo no carece, como era de prever, de sentimientos, sino que además se los dedi­ca (y eso es enternecedor) a un hombre viejo, canoso, medio calvo, que ya no llama la atención más que por su comicidad. ¿Se fijó en él hoy? ¿En su forma de pa­vonearse permanentemente? Siempre está intentando demostrar una serie de cosas sin que nadie le crea.

»En primer lugar pretende demostrar que es inge- [141] nioso. ¿Se fijó? No paró de hablar, de divertir a los presentes, de decir cosas graciosas, el doctor Havel es como la muerte, de inventar paradojas sobre la des­gracia del matrimonio feliz (¡como si no se lo hubiera oído ya cincuenta veces!), de tomarle el pelo a Flajs­man (¡como si para eso hiciera falta ser ingenioso!).

»En segundo lugar trata de demostrar que es un buen amigo. Por supuesto, en realidad, no quiere a nadie que tenga pelos en la cabeza, pero eso hace que se esfuerce aún más. Le dijo cosas agradables a usted, me las dijo a mí, estuvo paternalmente tierno con Alzbeta e incluso a Flajsman sólo le tomó el pelo con cuidado para que no se diese cuenta.

»Y en tercer lugar y ante todo, trata de demostrar que es un fenómeno. Trata desesperadamente de ocultar su aspecto actual mediante la facha que tuvo en otros tiempos, que desgraciadamente ya no tiene y que ninguno de nosotros recuerda. Tiene que ha­berse fijado con qué rapidez colocó la historia de la putita que lo rechazó, sólo para tener la oportunidad de recordar su irresistible rostro juvenil y para tapar con él su lamentable calvicie.

Defensa del médico jefe

—Todo lo que está diciendo es casi cierto, doctora —respondió Havel—. Pero todo eso no hace más que darme buenos motivos para querer al jefe, porque todo eso me toca más de cerca de lo que usted supo­ne. ¿Por qué iba a reírme de una calvicie que a mí también me espera? ¿Por qué iba a reírme de los esforzados intentos del jefe por no ser quien es?

»Una persona mayor, o bien se resigna a ser quien es, ese lamentable resto de sí misma, o no se resigna. [142]

Pero ¿qué puede hacer si no se resigna? No puede ha­cer otra cosa que aparentar que no es quien es. No puede hacer otra cosa que crear, en una trabajosa fic­ción, todo lo que ya no existe, lo que ha perdido; de­be inventar, crear y mostrar su alegría, su vitalidad, su camaradería. Tiene que recrear su imagen juvenil y tratar de confundirse con ella y transformarse en ella. En esa comedia del jefe me veo a mí mismo, a mi propio futuro. Esto, claro, si tengo fuerzas suficientes para resistirme a la rendición, que es con seguridad un mal peor que esa triste comedia.

»Es posible que usted haya acertado al analizar al jefe. Pero yo así le quiero aún más y nunca sería capaz de hacerle daño, de lo cual se desprende que jamás podría tener algo que ver con usted.

La respuesta de la doctora

—Estimado doctor —respondió la doctora—, en­tre nosotros hay menos contradicciones de lo que us­ted cree. Yo también le quiero. A mí también me da lástima, igual que a usted. Y tengo más motivos para estarle agradecida que usted. De no ser por él no ten­dría aquí un puesto tan bueno. (Eso usted ya lo sabe, ¡eso lo saben todos perfectamente!) ¿Usted cree que yo le tomo el pelo, que hablo mal de él, que tengo otros amantes? ¡Todos disfrutarían yendo a contárse­lo! No quiero hacerle daño a él ni hacérmelo a mí misma y por eso estoy más atada de lo que usted pue­da imaginar. Estoy atada por completo. Pero estoy contenta de que nosotros dos nos hayamos entendido. Porque usted es la única persona con la que puedo permitirme serle infiel. Porque usted le aprecia de verdad y jamás le haría daño. Usted será estrictamente [143] discreto. En usted puedo confiar. Con usted puedo hacer el amor... — y se le sentó a Havel en las rodillas y empezó a desabrocharle los botones.

¿Qué hizo el doctor Havel?

¡Vaya pregunta! [144]




QUINTO ACTO

Un rapto de nobleza

Tras la noche llegó la madrugada, y Flajsman salió al jardín a cortar un ramo de rosas. Después tomó el tranvía hasta el hospital.

Alzbeta estaba en una habitación individual en el departamento de Medicina Interna. Flajsman se sentó junto a su cama, colocó el ramo de rosas en la mesilla de noche y le cogió la mano para medirle el pulso.

—¿Qué tal, ya está mejor? —preguntó después.

—Bastante mejor —dijo Alzbeta.

Y Flajsman dijo con sentimiento:

—No debía haber hecho esa tontería, chiquilla.

—Claro —dijo Alzbeta—, es que me quedé dor­mida. Puse agua a hervir para el café y me quedé dormida como una idiota.

Flajsman se quedó alelado mirando a Alzbeta, porque no esperaba semejante nobleza de espíritu. ¡Alzbeta no quería que los remordimientos lo hiciesen sufrir, no quería que su amor lo hiciese sufrir, oculta­ba su amor!

Le acarició la mejilla y, en un rapto de sentimen­talismo, empezó a tutearla:

—Lo sé todo. No hace falta que mientas. Pero te agradezco la mentira.

Se daba cuenta de que semejante nobleza de espíri­tu, semejante capacidad de sacrificio y semejante delica­deza no podría encontrarlas en ninguna otra mujer y [145] sintió unas terribles ganas de sucumbir a la avalancha de excitación y pedirle que fuese su mujer. Pero en el último momento se contuvo (siempre hay tiempo para una petición de matrimonio) y sólo le dijo esto:

—Alzbeta, Alzbeta, chiquilla. Estas rosas las traje para ti.

Alzbeta se quedó embobada mirando a Flajsman y dijo:

—¿Para mí?

—Sí, para ti. Porque estoy feliz de estar contigo. Porque estoy feliz de que existas. Alzbeta. Puede que te quiera. Puede que te quiera mucho. Pero quizá por eso mismo será mejor que nos quedemos tal como es­tamos. Puede que un hombre y una mujer estén más cerca el uno del otro cuando no viven juntos y cuando simplemente saben que existen y que están agradeci­dos por existir y por saber el uno del otro. Y sólo con esto les basta para ser felices. Te agradezco, Alzbeta, te agradezco que existas.

Alzbeta no entendía nada, pero por su rostro se extendía una sonrisa beatífica, una sonrisa boba llena de indeterminada felicidad y de imprecisa esperanza.

Flajsman se levantó, cogió a Alzbeta del hombro (como señal de un amor discreto y callado), dio media vuelta y se marchó.









La inseguridad de todas las cosas

—Es posible que nuestra bella colega, que hoy re­luce de juventud, haya dado realmente la mejor expli­cación de los hechos —les dijo el médico jefe a la doc­tora y a Havel cuando se encontraron los tres en la sección—. Alzbeta puso agua para el café y se quedó dormida. Al menos eso es lo que dice. [146]

—Ya lo ve —dijo la doctora.

—No veo nada —respondió el médico jefe—. A fin de cuentas nunca se sabe qué ha pasado. El cazo del agua podía estar de antes. Si Alzbeta pretendía suicidarse no tenía razón alguna para quitarlo.

—¡Pero si lo dice ella misma! —protestó la doc­tora.

—Una vez que ha montado convenientemente el espectáculo y que nos ha asustado convenientemente, ¿por qué no iba a echarle la culpa al cazo del agua? No olvide que en nuestro país a los suicidas los man­dan a curarse al manicomio. Y ése es un sitio al que nadie va de buena gana.

—Le ha tomado usted el gusto a lo del suicidio, jefe —dijo la doctora.

Y el médico jefe se echó a reír:

—¡Me gustaría, por una vez, que Havel tuviera un buen cargo de conciencia!

El acto de contricción de Havel

La mala conciencia de Havel oyó en la frase del médico jefe un reproche cifrado, a través del cual el cielo le enviaba una reprimenda secreta y dijo:

—El jefe tiene razón. No es seguro que haya sido un intento de suicidio, pero es posible que lo fuese. Además, si he de ser sincero, no se lo echaría en cara a Alzbeta. ¡Díganme ustedes si existe en la vida algún valor que nos haga pensar que el suicidio está esen­cialmente fuera de lugar! ¿El amor? ¿O la amistad? Les garantizo que la amistad no es menos frágil que el amor y que sobre esa base nada puede construirse. ¿O al menos la autoestima? Si al menos lo fuese la autoestima. Jefe —dijo ahora Havel casi apasionada- [147] mente y aquello sonó como un acto de contricción—, jefe, le juro que no me quiero nada.

—Estimados señores —dijo la doctora con una sonrisa—, si ello sirve para que el mundo les parezca más hermoso y si contribuye a la salvación en sus al­mas, no hay problema, nos ponemos de acuerdo en que Alzbeta quería realmente suicidarse. ¿Están de acuerdo?

Happy end

—Tonterías —el médico jefe hizo un gesto de rechazo—, olvídenlo ya. ¡Havel, está usted ensucian­do con sus palabras el aire de esta hermosa mañana! Soy quince años mayor que usted. Me persigue la des­gracia porque mi matrimonio es feliz y nunca podré divorciarme. Y soy infeliz en el amor porque la mujer a la que amo es por desgracia esta doctora. Y, sin em­bargo, soy feliz en este mundo, ¡y no pretenda pasar­se de listo!

—Así me gusta, así me gusta —le dijo la doctora al médico jefe con inusitada ternura y le cogió la mano—: ¡Yo también soy feliz en este mundo!

En ese momento se sumó al trío de médicos Flajs­man y dijo:

—Estuve con Alzbeta. Es una mujer increíblemen­te honesta. Lo ha negado todo. Quiere cargar ella con toda la culpa.

—Ya lo ven —rió el médico jefe—, ¡y aquí Havel tratando de arrastrarnos a todos al suicidio!

—Claro —dijo la doctora y se acercó a la ventana—. Vamos a tener otro día hermoso. El cielo está tan azul. ¿Qué le parece, Flajsman?

Hace apenas un rato Flajsman casi se echaba en [148] cara que se había aprovechado de la situación y lo ha­bía resuelto todo con sólo un ramo de rosas y algunas palabras bonitas, pero ahora estaba contento de no haberse precipitado en exceso. Había oído la señal de la doctora y la había entendido perfectamente. El hilo de la aventura volvía a anudarse en el mismo sitio en donde se había cortado el día anterior, cuando el gas estropeó su encuentro con la doctora. No pudo evitar sonreírle a la doctora, aunque fuera delante de la cara del celoso médico jefe.

La historia continúa por lo tanto, allí donde ayer terminó, pero a Flajsman le da la impresión de que ahora él interviene con muchos más años y mayor fuerza. Deja atrás un amor grande como la muerte. Se le ensanchó el pecho y fue el ensanchamiento más grande y hermoso que jamás hubiera experimentado. Porque lo que tan felizmente se lo ensanchaba era la muerte; una muerte que le había sido regalada, una hermosa y fortalecedora muerte.














Quinta parte

Que los muertos viejos dejen sitio

a los muertos jóvenes






1

Volvía a casa por una calle de la pequeña ciudad checa en la que vivía desde hacía ya varios años, resig­nado a soportar una vida no demasiado movida, el co­tilleo de los vecinos y la monótona grosería que lo ro­deaba en su trabajo, y le prestaba tan poca atención a todo (tal como suele hacerse cuando se recorre un camino que se ha recorrido cien veces) que por poco pasa a su lado sin verla. En cambio ella lo reconoció de lejos y, mientras se acercaba a él, lo miraba con una ligera sonrisa que, justo en el último momento, cuando ya casi se habían cruzado, hizo funcionar el sistema de señales de su memoria y lo arrancó de su somnolencia.

—¡No la había reconocido! —se disculpó, pero fue una disculpa tonta porque de un salto habían ido a parar a un tema del que hubiera sido mejor no ha­blar: no se veían desde hacía quince años y durante aquel período ambos habían envejecido.

—¿Tanto he cambiado? —le preguntó ella y él le respondió que no y, aunque era mentira, no era del todo mentira, porque aquella ligera sonrisa (que ex­presaba recatada y moderadamente una especie de eterna capacidad de entusiasmo) llegaba hasta aquí atravesando una distancia de muchos años sin haber cambiado para nada y lo dejaba confuso: le recordaba con tal precisión el aspecto que había tenido esta mu- [153] jer que tuvo que hacer cierto esfuerzo para no percibir la sonrisa y verla a ella tal como era en este momento: era ya casi una mujer vieja.

Le preguntó a dónde iba y qué planes tenía, pero ella le respondió que había venido a hacer unos trámi­tes y que ahora no le quedaba más que esperar que llegara el tren que por la noche la llevaría a Praga. El manifestó su alegría por el inesperado encuentro y, como coincidieron (con toda razón) en que los dos ca­fés locales están abarrotados y sucios, la invitó a su apartamento, que no está lejos de aquí y donde hay café, té —y sobre todo limpieza y tranquilidad.

2

Para ella había sido, desde el comienzo, un mal día. Su marido (hace veinticinco años vivieron allí, de recién casados, durante un breve período tras el cual se fueron a Praga, donde hace diez años él murió) fue enterrado, por un extravagante deseo expresado en su testamento, en el cementerio local. De modo que pa­gó la tumba diez años por adelantado y hace unos días se llevó un susto al acordarse de que había pasado el plazo y había olvidado renovar el alquiler. Lo pri­mero que se le ocurrió fue enviar una carta a la admi­nistración del cementerio, pero pensó en lo intermi­nable e inútil que era la correspondencia con las insti­tuciones y decidió ir personalmente.

Conocía de memoria el camino hasta la tumba del marido, pero hoy había tenido de pronto la sensación de estar por primera vez en este cementerio. No podía encontrar la tumba y le pareció que se había perdido. Tardó un rato en comprender: allí donde solía estar la losa de granito gris con el nombre de su marido en [154] letras de oro, exactamente en el mismo sitio (recono­ció sin lugar a dudas las dos tumbas vecinas), había ahora una losa de mármol negro con un nombre com­pletamente distinto en letras doradas.

Enfadada, se dirigió a la administración del ce­menterio. Allí le dijeron que, al expirar el plazo de alquiler, las tumbas se liquidan automáticamente. Les reprochó que no le hubieran advertido previamente que debía prolongar el alquiler y le respondieron que tenían poco sitio en el cementerio y que los muertos viejos debieran dejar sitio a los muertos jóvenes. Aque­llo la indignó y les dijo que no sabían una palabra de humanidad y respeto por las personas, pero compren­dió que la conversación era inútil. Del mismo modo en que no había podido impedir la muerte de su ma­rido, ahora se encontraba igualmente desarmada ante su segunda muerte, esa muerte de «muerto viejo» que ya no puede existir ni siquiera como muerto.

Regresó a la ciudad y su pena empezó rápidamen­te a mezclarse con la temerosa preocupación por la ne­cesidad de explicarle a su hijo la desaparición de la tumba del padre y de justificar ante él su olvido. Fi­nalmente se sintió cansada: no sabía qué hacer duran­te todo el tiempo que le quedaba hasta la salida del tren, porque ya no conocía a nadie en este sitio y tam­poco había nada que diese motivo a un paseo senti­mental, porque la ciudad había cambiado demasiado a lo largo de estos años, y los lugares que en otros tiempos le resultaban familiares la miraban ahora con un aspecto completamente ajeno. Por eso aceptó agra­decida la invitación de un antiguo (semiolvidado) amigo con el que de pronto se encontró: así podría la­varse las manos en el cuarto de baño y sentarse des­pués en un sillón mullido (le dolían las piernas), echarle un vistazo a la habitación y oír cómo, tras la cortina que separaba la cocinilla de la habitación, hierve el agua para el café. [155]

3

No hace mucho que cumplió treinta y cinco años y fue precisamente entonces cuando comprobó de pronto que en la nuca le había raleado visiblemente el pelo. No era aún del todo una calva, pero era ya perfectamente posible imaginársela (bajo el pelo ya se veía la piel) y, sobre todo, era ya una calva segura y próxima. Por supuesto es ridículo hacer del pelo que va raleando un problema vital, pero era consciente de que la calva cambiaría su cara y que, por lo tanto, la vida de uno de sus aspectos (evidentemente el mejor) estaba llegando a su fin.

Y fue entonces cuando se le ocurrió plantearse cuál había sido el balance de este aspecto suyo (con pelo) que desaparecía, cuáles habían sido realmente las vivencias y las satisfacciones que había tenido aquel aspecto, y se quedó paralizado al darse cuenta de que había disfrutado bastante poco; al pensar en aquello sintió que se ruborizaba; sí, le daba vergüen­za: porque vivir en este mundo tanto tiempo y que a uno le pasen tan pocas cosas es vergonzoso.

¿A qué se refería realmente cuando se decía que le habían pasado tan pocas cosas? ¿Se refería a los via­jes, al trabajo, a la actuación pública, al deporte, a las mujeres? Se refería, claro está, a todo eso, pero sobre todo a las mujeres, porque era lamentable que su vida hubiese sido pobre en otros aspectos, pero la culpa no era suya: él no tenía la culpa de que su profesión fue­ra aburrida y sin futuro; no tenía la culpa de carecer del dinero y el curriculum político necesarios para via­jar; finalmente, tampoco tenía la culpa de haberse lastimado el menisco a los veinte años y haber tenido [156] que renunciar a los deportes que le gustaban. En cam­bio el reino de las mujeres era para él un reino de re­lativa libertad y por eso no tenía excusas en este senti­do; ahí había podido demostrar su riqueza; las muje­res se convirtieron para él en el único criterio adecua­do para medir la densidad de su vida.

Pero la mala suerte fue que precisamente lo de las mujeres no funcionaba nada bien: hasta los veinticin­co (aunque era guapo) le atenazó el temor; después se enamoró, se casó y se pasó siete años tratando de convencerse de que en una sola mujer se podía encon­trar la infinitud del erotismo; después se divorció, la apología de la monogamia (y la ilusión de lo infinito) se difuminó y en su lugar llegaron la audacia y el agradable gusto por las mujeres (por la variada finitud de la cantidad), desgraciadamente muy limitados por su mala situación financiera (tenía que pagarle a su anterior mujer alimentos por un hijo al que no podía ver más que una o dos veces al año) y por las condicio­nes de vida de una ciudad pequeña en la cual la cu­riosidad de los vecinos es tan inmensa como ínfima la posibilidad de elección de mujeres.

Y el tiempo corría ya a toda prisa y de pronto se encontró en el cuarto de baño, frente al espejo oval que está encima del lavabo, sosteniendo con la mano derecha un espejito redondo por encima de la cabeza y observando de reojo la incipiente calva; aquella vi­sión le familiarizó de repente (sin preparación alguna) con la trivial constatación de que lo perdido perdido está. El malhumor se hizo crónico y hasta se le pasó por la cabeza la idea de suicidarse. Naturalmente (y es menester subrayarlo para que no veamos en él a un histérico o un idiota) era consciente de la comicidad de semejante idea y sabía que nunca la llevaría a cabo (se reía para sus adentros de su carta de despedida: No he podido resignarme a la calvicie. ¡Adiós!), pero ya es bastante que semejante idea, por platónica que [157] fuera, se le hubiera ocurrido. Intentemos compren­derle: se manifestaba poco más o menos como en el corredor de maratón se manifiesta un insuperable de­seo de abandonar la carrera cuando, a la mitad del re­corrido, comprueba que va perdiendo vergonzosa­mente (y, por si fuera poco, debido a sus propios erro­res, por su propia culpa). El también creía que tenía perdida la carrera y ya no tenía ganas de seguir co­rriendo.

Y ahora se inclinó ante la mesilla y colocó una taza frente al sofá (en el que después se sentó) y otra frente al cómodo sillón en el que estaba sentada la vi­sitante y se dijo que había una especial mala idea en que a esta mujer, de la que en otros tiempos había es­tado enamorado hasta las cejas y a la que había deja­do escapar (por sus propios errores, por su propia cul­pa), se la encontrase precisamente en este estado de ánimo y en esta época, cuando ya nada puede arreglarse.

4

A ella le habría resultado difícil adivinar que él la veía como la que se le escapó; ella seguía recordando la noche que habían pasado juntos, recordaba el as­pecto que entonces tenía él (tenía veinte años, no sa­bía vestirse, se ponía colorado y a ella le divertía su cara de adolescente), y también se recordaba a sí mis­ma (tenía entonces casi cuarenta años, y una especie de ansia de belleza la hacía caer en brazos de hombres a los que no conocía, pero, al mismo tiempo, la hacía huir de ellos; siempre había pensado que su vida de­bía ser como un hermoso baile y temía convertir las infidelidades en una fea costumbre). [158]

Sí, se había impuesto la belleza igual que la gente se impone imperativos morales; si hubiera visto feal­dad en su vida, se habría desesperado. Y como ahora se daba cuenta de que, al cabo de quince años, tenía que parecerle vieja a su anfitrión (con todas las fealda­des que eso comporta), sentía la necesidad de desple­gar ante su rostro un imaginario abanico y por eso hacía caer sobre él una lluvia de preguntas apresura­das: le preguntó cómo había venido a parar a esta ciudad; le preguntó por su trabajo; elogió la comodi­dad de su apartamento, la vista de los techos de la ciudad desde la ventana (dijo que no era que la vista tuviera nada especial, pero que había en ella soltura y espacio); nombró a los autores de algunas reproduc­ciones enmarcadas de pintores impresionistas (no era nada difícil: en las casas de los intelectuales pobres de Bohemia encuentra uno siempre las mismas reproduc­ciones baratas), después incluso se levantó de la mesa sin terminar el café y se inclinó sobre un pequeño es­critorio encima del cual había un portarretratos con varias fotografías (no se le escapó el detalle de que no había entre ellas ninguna fotografía de mujer joven) y le preguntó si el rostro de la anciana en una de ellas pertenecía a su madre (asintió).

Después él también le preguntó qué quiso decir cuando se encontraron al mencionar que había venido a hacer «algunos trámites». Ella no tenía la menor gana de hablar del cementerio (aquí en el quinto piso tenía la sensación de estar no sólo por encima de los tejados, sino también agradablemente por encima de su vida); cuando él insistió, reconoció finalmente (de un modo muy conciso, porque la desvergüenza propia de la sinceridad apresurada nunca había sido su estilo) que había vivido en esta ciudad hacía muchos años, que aquí está enterrado su marido (silenció la desapa­rición de la tumba) y que hace ya diez años viene siempre con su hijo el día de difuntos. [159]

5

—¿Todos los años?

Esa noticia lo entristeció y volvió a pensar que la cosa tenía mala idea; si se la hubiese encontrado hace seis años, cuando vino a vivir a esta ciudad, todo hu­biera podido salvarse: la vejez aún no la habría marca­do tanto, su aspecto no hubiera sido tan diferente de la imagen de la mujer a la que había amado quince años antes; hubiera tenido fuerzas para salvar la dife­rencia y percibir ambas imágenes (la pasada y la pre­sente) como una sola. Pero ahora se habían distancia­do irremisiblemente.

Ella había terminado de tomar el café, estaba ha­blando y él trataba de determinar con precisión las di­mensiones de la transformación por culpa de la cual se le escapaba por segunda vez: la cara con arrugas (en vano pretendía negarlo una capa de maquillaje); el cuello marchito (en vano pretendía ocultarlo un cuello alto); las mejillas flojas; el pelo (¡pero eso era casi her­moso!) canoso; pero lo que más le llamó la atención fueron las manos (éstas por desgracia no pueden ta­parse ni con maquillajes ni con pinturas): se notaban en ellas nudos de venas azuladas, así que de pronto eran unas manos masculinas.

La pena se mezclaba en él con la rabia y tenía ganas de regar con alcohol el retraso de este encuen­tro; le preguntó si quería tomar un coñac (tenía en el armario una botella empezada); le respondió que no, que no quería, pero él se acordó de que hacía años tampoco bebía apenas, quizá para que el alcohol no le hiciese perder la elegante placidez de su comporta­miento. Y cuando vio el delicado movimiento de ma- [160] no con el que rechazó el ofrecimiento del coñac, se dio cuenta de que aquel encanto de la elegancia, aquella gracia, aquella amabilidad que lo habían con­quistado, seguían siendo las mismas, aunque ocultas tras la máscara de la vejez, siempre igualmente seduc­toras, aunque encarceladas.

Al pasársele por la cabeza la idea de que estaba encarcelada por la vejez sintió por ella una pena in­mensa, y esa pena se la hizo más próxima (a esta mu­jer, antes tan deslumbrante, en cuya presencia siem­pre se le trababa la lengua) y le entraron ganas de charlar largo rato con ella como un amigo con una amiga, en azulado humor de melancólica resignación. Y en efecto se puso a hablar (e incluso durante un ra­to ciertamente largo) hasta llegar a las ideas pesimistas que últimamente solían visitarlo. Naturalmente pasó por alto la incipiente calva (por lo demás igual que ella no había hablado de la desaparición de la tum­ba); pero, como contrapartida, la visión de la calva se había transustanciado en sentencias cuasifilosóficas acerca de que el tiempo corre más aprisa de lo que el hombre es capaz de vivir, de que la vida es horrible porque todo en ella está marcado por el inevitable fi­nal, y en otras sentencias parecidas, a las cuales espe­raba encontrar respuesta aprobatoria por parte de su invitada; pero no la encontró.

—No me gusta ese tipo de frases —dijo casi con violencia—: Lo que está diciendo no son más que su­perficialidades.

6

No le gustaban las frases sobre el envejecimiento y la muerte porque contenían una fealdad física que la molestaba. Le repitió varias veces a su anfitrión, casi [161] excitada, que sus opiniones eran superficiales; porque el hombre, dijo, es algo más que un cuerpo que se va estropeando, porque lo esencial es, claro, la obra que el hombre realiza, lo que el hombre deja aquí para los demás. No era ésta una opinión reciente; ya había re­currido a ella cuando se enamoró, hacía treinta años, del que luego sería su marido, doce años mayor que ella; nunca había dejado de apreciarlo sinceramente (a pesar de sus infidelidades, de las que por lo demás él, o no sabía, o no quería saber) y había tratado de con­vencerse a sí misma de que el intelecto y la relevancia del marido compensaban plenamente la carga de sus años.

—¡Pero de qué obra me habla! ¡Cuál es la obra que dejamos! —protestó con una amarga sonrisa su anfitrión.

No quería apoyarse en su marido muerto, aunque creía firmemente en el valor duradero de todo lo que él había hecho; por eso dijo únicamente que cada per­sona lleva a cabo en este mundo alguna obra, por mo­desta que sea, y que en ella, y sólo en ella, reside su valor; después se puso a hablar de su trabajo en un centro cultural de la periferia de Praga, de las confe­rencias y sesiones de poesía que organiza, habló (con un énfasis que a él le pareció exagerado) de «la cara de agradecimiento» del público; e inmediatamente después se extendió en explicaciones acerca de lo her­moso que es tener un hijo y ver cómo los rasgos de ella (su hijo se le parece) se convierten en la cara de un hombre; qué hermoso es darle todo lo que una madre le puede dar a un hijo y desaparecer luego si­lenciosamente detrás de su vida.

No era casual que hablase del hijo, porque el hijo había estado todo el día apareciendo en su mente y echándole en cara su fracaso matutino en el cemente­rio; era curioso: jamás había dejado que un hombre le impusiese su voluntad, pero su propio hijo le había [162] puesto el yugo sin que se enterase. Si el fracaso de hoy en el cementerio la había excitado tanto era sobre to­do porque se sentía culpable ante él y temía sus repro­ches. Claro que hacía mucho tiempo que intuía que, si el hijo vigilaba con tanto celo que ella honrase el recuerdo del padre (¡era él quien insistía todos los días de difuntos para que fueran al cementerio!), no era tanto por amor al padre muerto como más bien por­que deseaba aterrorizar a la madre, recluirla dentro de los límites propios de la viudez; porque era así, aun­que él nunca lo había formulado, y ella trataba (sin éxito) de no saberlo: le daba asco la idea de que la madre pudiera aún tener una vida sexual, le repugna­ba todo lo que quedaba en ella (al menos como posi­bilidad y oportunidad) de sexual; y como la imagen de lo sexual siempre va unida a la imagen de la juven­tud, le repugnaba todo lo que en ella había aún de joven; ya no era un niño y la juventud de la madre (unida a la agresividad de los cuidados maternos) le obstaculizaba desagradablemente su relación con la juventud de las chicas que empezaban a interesarle; quería tener una madre vieja, sólo así podía soportar su amor y sólo así podía quererla. Y ella, pese a que a veces se daba cuenta de que de ese modo la estaba arrastrando hacia la tumba, acabó por obedecerle, ca­pituló bajo su presión e incluso idealizó su capitula­ción, convenciéndose de que la belleza de su vida consiste precisamente en ese silencioso desaparecer tras otra vida. En nombre de esta idealización (sin la cual las arrugas de la cara le hubieran quemado mu­cho más), discutía ahora tan apasionadamente con su anfitrión.

Pero el anfitrión se inclinó de pronto hacia ella por encima de la mesilla que les separaba, le acarició la mano y dijo:

—Disculpe mi charlatanería. Ya sabe que siempre he sido un tonto. [163]

7

No estaba enfadado, al contrario, la visitante no había hecho más que confirmar su identidad durante la discusión; en su protesta contra las frases pesimistas (¿acaso no era ante todo una protesta contra la feal­dad y el mal gusto?) la reconocía tal como la había co­nocido y de ese modo su mente estaba cada vez más llena del antiguo aspecto de ella y de su antigua histo­ria común y lo único que deseaba era que nada inte­rrumpiese aquel ambiente azul, tan propicio a la con­versación (por eso le acarició la mano y dijo que era un tonto), para poder hablarle de lo que en ese mo­mento le parecía lo más importante: su historia co­mún, estaba convencido de que habían vivido juntos algo muy especial, algo que ella desconocía y para lo que él mismo tendrá que esforzarse si quiere encon­trar las palabras precisas.

Ya ni siquiera recuerda cómo la conoció, segura­mente apareció alguna vez en compañía de sus amigos de la Facultad, pero del cafetín praguense en el que estuvieron solos por primera vez se acuerda perfecta­mente: estaba sentado frente a ella en un silloncito de terciopelo, angustiado y silencioso, pero al mismo tiempo totalmente embriagado por las tenues señales con las que ponía de manifiesto su simpatía hacia él. Después había estado tratando de imaginar (aunque no se atrevía a creer que lo que imaginaba pudiese convertirse en realidad) qué aspecto tendría si la besa­se, la desnudase y le hiciese el amor, pero no lo conse­guía. Sí, era curioso: mil veces intentó imaginársela haciendo el amor, pero fue en vano: la cara de ella se­guía mirándolo con su sonrisa tranquila y suave y él [164] era incapaz (ni con el mayor esfuerzo de su imagina­ción) de ver cómo se torcía en el gesto de la exaltación amorosa. Ella escapaba por completo a su capacidad imaginativa.

Y aquélla fue una situación que jamás volvió a re­petirse en toda su vida: aquella vez había estado cara a cara con lo inimaginable. Evidentemente estaba pa­sando por ese breve período (el período paradisíaco) en que la imaginación está aún poco provista de expe­riencias, aún no ha caído en la rutina, conoce poco y sabe poco, de modo que aún existe lo inimaginable; y cuando lo inimaginable debe convertirse en realidad (sin la mediación de lo imaginable, sin el puente de las imágenes), el hombre se ve sorprendido y cae presa del vértigo. Cayó en efecto presa de ese vértigo cuan­do, al cabo de varios encuentros, durante los cuales no se atrevió a hacer nada, ella empezó a preguntarle, con elocuente curiosidad, por su habitación en la resi­dencia de estudiantes hasta que prácticamente le obli­gó a invitarla.

La habitación de la residencia, en la que vivía con un compañero que, a cambio de un vaso de ron, le prometió no volver hasta la medianoche, se parecía poco a su apartamento actual: dos camas de hierro, dos sillas, un armario, una lámpara chillona sin pan­talla, un terrible desorden. Ordenó la habitación, y a las siete (formaba parte de su delicadeza llegar pun­tualmente) ella llamó a la puerta. Era el mes de sep­tiembre y apenas comenzaba lentamente a oscurecer. Se sentaron en el borde de la cama de hierro y empe­zaron a besarse. Se iba haciendo cada vez más oscuro y él no quería encender la luz porque estaba contento de no ser visto y tenía la esperanza de que la oscuri­dad ocultase su nerviosismo cuando tuviese que des­nudarse delante de ella. (Se las apañaba más o menos para desabrocharle las blusas a las mujeres, pero se desnudaba delante de ellas con avergonzado apresura- [165] miento.) Pero esta vez tardó mucho tiempo en atre­verse a desabrocharle el primer botón (pensaba que debía existir algún sistema acertado y elegante para empezar a desnudar a alguien que sólo conocerían los hombres experimentados y tenía miedo de que se no­tase su inexperiencia), de modo que al final ella mis­ma se levantó y le preguntó con una sonrisa:

—¿No sería mejor que me quitase esta armadu­ra?... —y empezó a desnudarse; pero estaba oscuro y él no veía más que las sombras de los movimientos de ambos.

Se desnudó también, apresuradamente, y no ob­tuvo cierta seguridad en sí mismo hasta que (gracias a la paciencia de ella) empezaron a hacer el amor. La miraba a la cara, pero en la penumbra se le escapaba por completo su expresión y ni siquiera distinguía sus rasgos. Lamentaba que estuviese oscuro, pero le pare­cía imposible en aquel momento levantarse de encima de ella para ir hasta la puerta y encender la luz, así que seguía forzando la vista: pero no la reconocía; le parecía que estaba haciendo el amor con otra persona distinta, con alguien que fingía ser ella o con alguien que carecía de concreción y de individualidad.

Después ella se sentó encima de él (tampoco lo­graba ver más que su sombra erguida) y moviendo las caderas dijo algo con voz amortiguada, en un susurro, sin que se supiese si se lo decía a él o a sí misma. No reconoció las palabras y le preguntó qué había dicho. Volvió a susurrar algo y ni siquiera después, cuando volvió a abrazarla contra su cuerpo, pudo entender lo que decía. [166]

8

Oía a su anfitrión y estaba cada vez más interesada por unos detalles que había olvidado hacía mucho tiempo: por ejemplo, que entonces solía llevar un tra­je de verano color azul pálido con el que, al parecer, tenía un aspecto angelical e intangible (sí, se acordaba de aquel traje), que solía llevar en el pelo una peineta grande de hueso que, al parecer, le daba un distingui­do aire anticuado, que en la cafetería siempre pedía té con ron (su único vicio alcohólico), y todo aquello la transportaba agradablemente lejos del cementerio, de la tumba desaparecida, de los pies cansados, del centro cultural y hasta de los reproches de los ojos del hijo. Mira, se dijo de pronto, como quiera que sea yo ahora, si una parte de mi juventud sigue viviendo en este hombre, no he vivido en vano; y de inmediato se percató de que aquélla era una nueva confirmación de sus opiniones: el valor de una persona reside en aque­llo que va más allá de ella, en lo que está fuera de ella, en lo que hay de ella en los demás y para los demás.

Oía lo que le decía y no protestaba cuando a veces le acariciaba la mano; aquellas caricias se confundían con la atmósfera acariciante de la conversación y po­seían una indefinición que la desarmaba (¿a quién iban dirigidas? ¿a aquella de la cual se hablaba o a aquella a la cual se hablaba?); además, aquel que la acariciaba le gustaba; incluso pensó que le gustaba más que aquel jovencito de hace quince años, cuya adolescencia, si mal no recuerda, resultaba un tanto complicada.

Cuando él llegó en su relato al punto en que la sombra de ella se movía erguida encima de él mien­tras trataba en vano de entender sus susurros, se calló por un momento y ella (ilusa, como si él conociese aquellas palabras y quisiera recordárselas al cabo de [167] los años como un secreto olvidado) le preguntó en voz baja:

—¿Y qué fue lo que dije?

9

—No lo sé —respondió.

No lo sabía; aquella vez no sólo había escapado a sus imágenes, sino también a sus sensaciones; escapó a su vista y a su oído. Cuando encendió la luz en la pequeña habitación de la residencia, ya estaba vesti­da, todo en ella había vuelto a ser suave, deslumbran­te, perfecto, y él buscaba inútilmente la relación entre su cara iluminada y la cara que hacía un momento ha­bía intuido en la oscuridad. Aún no habían acabado de despedirse aquel día y ya la recordaba; trataba de imaginar el aspecto que tenía un rato antes su cara (que no había visto) y su cuerpo (que no había visto) mientras hacían el amor. Pero no lo conseguía; seguía escapando a su capacidad de imaginación.

Se hizo el propósito de hacerle el amor, la pró­xima vez, con la luz encendida. Pero ya no hubo próxima vez. A partir de entonces, con habilidad y tacto, ella procuró evitarlo y él cayó en la inseguridad y la desesperanza: es cierto que habían hecho el amor muy bien, suponía, pero también sabía que antes ha­bía estado imposible, y le daba vergüenza: interpretó su comportamiento esquivo de ahora como una con­dena y ya no se atrevió a hacer esfuerzo alguno por conquistarla.

—¿Me dirá por qué me esquivaba?

—Por favor —dijo con su voz más tierna—, hace ya tanto tiempo, qué sé yo... —y como él seguía in­sistiendo, dijo—: No debería volver constantemente al pasado. Ya es suficiente con que tengamos que de- [168] dicarle tanto tiempo en contra de nuestra voluntad.

Lo había dicho sólo para evitar que él siguiera in­sistiendo (y es posible que la última frase, pronuncia­da con un leve suspiro, se relacionase con la visita ma­tutina al cementerio), pero él interpretó su afirmación de otra manera: como si pretendiera, brusca e inten­cionadamente, dejar claro (algo tan evidente) que no hay dos mujeres (la de entonces y la actual), sino una sola, siempre la misma y que aquella mujer, que ha­cía quince años se le escapó, está ahora aquí, está al alcance de la mano.

—Tiene razón, el presente es más importante —dijo él en un tono significativo y miró muy fija­mente a su cara, que sonreía con la boca entreabierta, en la que resplandecía una hilera de dientes; en ese momento pasó por su cabeza un recuerdo: aquella vez, en la pequeña habitación de la residencia, ella cogió sus dedos y se los llevó a la boca, los mordió con tanta fuerza que le dolió, pero mientras tanto él pal­pó todo el interior de su boca; hasta ahora recuerda que, a un lado, arriba, en la parte de atrás, le falta­ban todos los dientes (aquello no le produjo entonces rechazo alguno, por el contrario, aquel pequeño de­fecto formaba parte de su edad, que lo atraía y lo ex­citaba). Pero ahora, mirando hacia la rendija que se abría entre los dientes y la comisura de la boca, vio que los dientes eran llamativamente blancos y que no faltaba ninguno, y aquello lo dejó helado: volvían a despegarse las dos imágenes, pero él no quería permi­tirlo, quería volver a unirlas por la fuerza, violenta­mente, en una sola, y por eso dijo—: ¿De verdad no quiere un coñac? —y cuando ella, con una sonrisa en­cantadora y las cejas levemente levantadas movió en señal de negación la cabeza, pasó al otro lado de la cortina, sacó la botella de coñac, se la llevó a los labios y bebió de ella con prisa.

Después pensó que ella podía descubrir por su [169] aliento lo que había hecho y por eso cogió dos copas y la botella y las llevó a la habitación. Ella volvió a ha­cer un gesto de negación con la cabeza.

—Al menos simbólicamente —dijo y sirvió dos co­pas. Después chocó su copa con la de ella—: ¡Que ya no vuelva a hablar de usted más que en presente!

El bebió su copa, ella mojó los labios, él se sentó junto a ella en el borde del sillón y la cogió de las manos.

10

Ella no imaginaba, cuando fue a su apartamento, que pudiera producirse una caricia como ésta, y al principio se asustó; era como si aquella caricia llegase antes de que hubiera tenido ocasión de prepararse (hacía ya tiempo que había perdido ese estar perma­nentemente preparada que practican las mujeres ma­duras); (quizá podríamos encontrar en este susto algo en común con el susto que se lleva una chica jovencita cuando la besan por primera vez, porque, si la chica aún no está preparada y ella ya no lo estaba, estos «aún» y «ya» tienen un misterioso parentesco, como el que suelen tener las rarezas de la vejez y la infancia). Luego la trasladó del sillón al sofá, la abrazó, la acari­ció por todo el cuerpo y ella se sintió en sus brazos blanda e informe (sí, blanda: porque de su cuerpo ha­cía tiempo que había desaparecido la soberana sensua­lidad, que otorga inmediatamente a los músculos el ritmo de la tensión y la distensión, así como la activi­dad de cientos de suaves movimientos).

Pero el instante de susto pronto se diluyó en sus caricias y, lejos como estaba de la hermosa mujer ma­dura que había sido, regresaba hacia ella con inmensa [170] velocidad, hacia su percepción de sí misma, hacia su conciencia, y encontraba la antigua seguridad de una mujer que sabe de erotismo, y como era una seguri­dad que no había saboreado desde hacía tiempo, la sentía ahora con mayor intensidad que nunca; su cuerpo, hace un rato aún sorprendido, asustado, pasi­vo, blando, revivía, le respondía al anfitrión con sus propias caricias y ella sentía la precisión y la sabiduría de aquellas caricias y eso la deleitaba; aquellas cari­cias, la manera de apoyar la cara en su cuerpo, los sua­ves movimientos con los que su pecho respondía a los abrazos de él, todo aquello no lo encontraba como si fuera simplemente algo aprendido, algo que sabe y ahora con fría satisfacción ejecuta, sino como algo esencial, con lo que se fundía con alegría y entusias­mo, como si fuera su tierra firme natal (¡ay, la tierra firme de la belleza!), de la que había sido expulsada y a la que ahora regresaba triunfalmente.

Su hijo estaba ahora infinitamente lejos; cuando el anfitrión la abrazó, lo había visto, es verdad, lla­mándole la atención desde un rincón de su mente, pero luego desapareció rápidamente y no quedaron en todos aquellos alrededores más que ella y el hombre que la acariciaba y la abrazaba. Pero, cuando él colocó su boca sobre la de ella y trató de abrirle los labios con la lengua, todo se volvió repentinamente del revés: volvió en sí. Apretó con fuerza los dientes (sentía aquella materia extraña y amarga que se apretaba con­tra su paladar y le daba la sensación de que le llenaba toda la boca) y no se entregó; después le apartó suave­mente y dijo:

—No. De verdad, por favor, mejor no.

Como seguía insistiendo, lo cogió por las muñecas y le reiteró su rechazo; después le dijo (le costaba tra­bajo hablar, pero sabía que tenía que hablar si quería que le hiciese caso) que era tarde para hacer el amor; le recordó su edad; si hacen el amor, le parecerá fea [171] y eso sería desesperante para ella, porque lo que le ha dicho sobre ellos dos ha sido para ella enormemente hermoso e importante; su cuerpo es mortal y se estro­pea, pero ahora ella sabe que ha quedado de ese cuer­po algo inmaterial, algo parecido a un rayo de luz que sigue alumbrando aun cuando la estrella ya está apa­gada; qué importa que envejezca si dentro de alguien se conserva intacta su juventud.

—Me ha levantado un monumento dentro de us­ted mismo. No podemos permitir que se destruya. Entiéndame —se resistía—: No puede. No, no puede.

11

El le aseguró que seguía siendo hermosa, que en realidad nada había cambiado, que las personas si­guen siendo las mismas, pero sabía que la engañaba y que era ella la que tenía razón: conocía perfecta­mente su hipersensibilidad hacia lo físico, el creciente rechazo que le producían los defectos externos del cuerpo femenino, que en los últimos años lo había llevado a buscar a mujeres cada vez más jóvenes y, por tanto, como advertía amargamente, cada vez más va­cías y tontas; sí, no cabe duda: si la fuerza a hacer el amor, aquello terminará en repugnancia y esa repug­nancia salpicará de barro no sólo el momento presen­te, sino también la imagen de la mujer a la que amó hace mucho tiempo, una imagen que conserva en su memoria como una joya.

Sabía todo eso, pero todo eso no eran más que pensamientos y los pensamientos nada pueden contra el deseo, que sólo sabía una cosa: la mujer cuya inac­cesibilidad e inimaginabilidad le habían hecho sufrir [172] durante quince años, esa mujer está aquí, por fin puede verla a plena luz, por fin puede leer en su cuer­po actual su cuerpo de entonces, en su rostro actual su rostro de entonces. Por fin puede leer su (inimagi­nable) gesticulación amorosa y su espasmo amoroso. La cogió por los hombros y la miró a los ojos: —No se me resista. No tiene sentido que se resista.

12

Pero ella movía la cabeza en señal de negativa por­que sabía que sí tenía sentido que se resistiera, porque conoce a los hombres, su actitud con respecto al cuerpo femenino, porque sabe que ni el más encen­dido idealismo puede en el amor quitarle a la superfi­cie del cuerpo su terrible validez; seguía teniendo, eso sí, una figura bastante aceptable que había conserva­do sus proporciones originales y, cuando se vestía, te­nía un aspecto bastante juvenil, pero sabía que, en cuanto se desnude quedarán a la vista las arrugas de su cuello y se descubrirá la larga cicatriz que le ha de­jado la operación de estómago que sufrió hace diez años.

Y a medida que volvía a tomar conciencia de su aspecto físico actual, del que se había alejado poco antes, ascendían desde la llanura de la calle hasta la ventana de esta habitación (hasta ahora le había pare­cido suficientemente elevada, por encima de su vida) las angustias de la mañana de hoy, llenaban la habita­ción, se posaban en los cristales de los cuadros, en el sillón, la mesa, la taza de café que había bebido, y aquella procesión estaba comandada por la cara del hijo; al verla se puso colorada y huyó hacia algún sitio en las profundidades de ella misma: qué ingenua, es- [173] tuvo a punto de pretender salirse de la senda que él le había trazado y que hasta había recorrido sonriendo y pronunciando discursos entusiásticos, estuvo a pun­to de pretender huir (al menos por un momento), pero ahora tiene que regresar obediente y reconocer que es la única senda que le corresponde. La cara del hijo era tan sarcástica que sentía, avergonzada, que ante él se volvía cada vez menor, hasta convertirse, humillada, en una simple cicatriz en su propio estó­mago.

El anfitrión la tenía cogida por los hombros y le repetía una vez más:

—No tiene sentido que se resista —y ella volvía la cabeza hacía uno y otro lado, pero lo hacía de una manera completamente mecánica, porque ante sus ojos no estaba el anfitrión, estaban sus propios rasgos juveniles en la cara del hijo-enemigo al que odiaba tanto más cuanto más pequeña y humillada se sentía. Le oyó echándole en cara la tumba desaparecida y en ese momento saltó ilógicamente del caos de la memo­ria una frase que ella le arrojó con rabia a la cara:

—¡Los viejos muertos deben dejar sitio a los muer­tos jóvenes, muchacho!

13

No le cabía ni la menor duda de que aquello ter­minaría realmente en repugnancia, ahora mismo, al mirarla (con una mirada indagadora y penetrante), ya se producía cierta repugnancia, pero lo curioso era que aquello no le molestaba, por el contrario, le exci­taba y le motivaba, como si desease aquella repugnan­cia: el deseo de coito se iba aproximando dentro de él al deseo de repugnancia; el deseo de leer en su [174] cuerpo lo que durante tanto tiempo no le había sido permitido conocer se mezclaba con el deseo de degra­dar de inmediato lo que leyese.

¿De dónde provenía aquello? Tuviese o no con­ciencia de ello, el hecho es que se le presentaba una oportunidad única: su visitante representaba para él todo lo que no había obtenido, lo que se le había es­capado, lo que se le había pasado, todo lo que con su ausencia hacía insoportable su edad actual con los cabellos que raleaban y aquel balance tristemente po­bre; y él, teniendo conciencia de ello o sólo intuyén­dolo vagamente, podía ahora restar importancia y co­lorido a aquellas satisfacciones de las que se había pri­vado (porque era precisamente ese terrible colorido lo que hacía tan tristemente descolorida su vida), podía descubrir que eran insignificantes, que no eran más que apariencias y desaparición, que no eran más que polvo disfrazado, podía vengarse de ellas, humillarlas, destruirlas.

—No se resista —repitió tratando de atraerla hacia sí.

14

Seguía viendo ante sus ojos la sarcástica cara del hijo y ahora, cuando el anfitrión la atrajo con fuerza hacia sí, dijo:

—Por favor, déjeme, un momento —y se soltó; no quería interrumpir lo que se le pasaba por la cabe­za: los muertos viejos deben dejar sitio a los muertos jóvenes y los monumentos no sirven para nada, su monumento, al que este hombre había rendido culto en su mente durante quince años, tampoco servía pa­ra nada, el monumento a su marido tampoco servía [175] para nada, sí, muchacho, ningún monumento sirve para nada, le decía para sus adentros al hijo y veía con vengativa satisfacción cómo su cara se contraía y grita­ba: «¡Nunca has hablado de ese modo, madre!».

Claro, sabía que nunca había hablado de ese modo, pero este momento estaba lleno de una luz bajo la cual todo se volvía completamente distinto:

No hay razón para dar prioridad a los monumen­tos ante la vida; su propio monumento sólo tiene en este momento una significación: puede utilizarlo en provecho de su despreciado cuerpo; el hombre que es­tá sentado a su lado le gusta, es joven y probablemen­te (con casi total seguridad) es el último hombre que le gusta y que puede tener; y eso es lo único impor­tante; si luego ella le repugna y él derriba su monu­mento, da lo mismo, porque el monumento está fue­ra de ella, igual que la mente de él y su memoria es­tán fuera de ella, y todo lo que está fuera de ella da lo mismo. «¡Nunca has hablado de ese modo, ma­dre!», oyó el grito del hijo, pero no le prestó atención. Sonrió.

—Tiene razón, ¿para qué me iba a resistir? —dijo en voz baja y se levantó.

Después empezó a quitarse lentamente el vestido. Aún faltaba mucho para que se hiciera de noche. Esta vez la habitación estaba completamente iluminada. [176]











Sexta parte

El doctor Havel al cabo de veinte años





1

Cuando el doctor Havel se iba al balneario para someterse a tratamiento, su hermosa mujer tenía lá­grimas en los ojos. Las tenía, por una parte, por com­pasión (Havel padecía desde hacía algún tiempo ata­ques de vesícula y ella, hasta entonces, nunca lo había visto sufrir), pero las tenía también porque las tres se­manas de separación que le esperaban habían desper­tado en ella dolorosos celos. ¿Cómo? ¿Acaso podía una actriz como ella, admirada y hermosa, tantos años más joven, tener celos de un señor mayor, que en los últimos meses no salía de casa sin llevar en el bolsillo el frasco de tabletas contra los dolores que le atacaban a traición?

Era así, y no se sabe por qué le ocurría. Tampoco lo sabía muy bien el doctor Havel, porque también a él le había dado ella la impresión de ser una mujer que dominaba la situación sin que nada pudiera afec­tarla; precisamente por eso le encantó cuando, hace unos años, la conoció más de cerca y descubrió su sen­cillez, su apego al hogar y su inseguridad; fue curioso: incluso después de casarse, la actriz tampoco tomó pa­ta nada en cuenta la superioridad que le daba su ju­ventud; estaba hechizada por el amor y por el terrible prestigio erótico de su marido, de modo que seguía pareciéndole huidizo e inalcanzable y, aunque él, con infinita paciencia (y total sinceridad), le explicaba a [179] diario que no había ni habría jamás ninguna otra que la aventajase, tenía dolorosos y salvajes celos de él; só­lo su natural nobleza le permitía mantener tapada la olla en la que se cocía aquel feo sentimiento, que así hervía con mayor rapidez y la hacía sufrir aún más.

Havel se daba cuenta de todo, a veces se enterne­cía, a veces se enfadaba, a veces todo aquello le fatiga­ba, pero como quería a su mujer, hacía todo lo posi­ble por aliviar sus sufrimientos. También en esta oca­sión procuró ayudarla: exageraba tremendamente sus dolores y la gravedad de su estado de salud, porque sabía que el temor que le producía la enfermedad de él era para ella reconfortante y placentero, mientras que el miedo que le producía su salud (llena de infi­delidades y misterios) la destrozaba; con frecuencia; hablaba de la doctora Frantiska, que iba a atenderle en el balneario; la actriz la conocía y la imagen de su aspecto, totalmente bondadoso y totalmente alejado de cualquier idea lujuriosa, la consolaba.

Cuando el doctor Havel se sentó por fin en el autobús, mirando los ojos llorosos de la hermosa mu­jer que estaba en el andén, sintió, a decir verdad, un alivio, porque su amor no sólo era dulce, sino tam­bién difícil. Pero cuando llegó al balneario no se sin­tió muy bien. Después de tomar las aguas minerales con las que debía regar su aparato digestivo tres veces al día, tenía dolores, se sentía cansado y, cuando se topaba en el paseo con algunas mujeres guapas, com­probaba asustado que se sentía viejo y no tenía ganas de conquistarlas. La única mujer de la que podía dis­frutar en cantidades ilimitadas era la buena de Fran­tiska, que le ponía inyecciones, le medía la tensión, le palpaba el estómago y le suministraba información sobre la vida en el balneario y sobre sus dos hijos, en particular sobre el chico que, decía, se parecía a su madre.

En semejante estado de ánimo recibió carta de su [180] mujer. ¡Ay Dios, esta vez su nobleza no había vigila­do bien la tapadera de la olla en la que hervían los celos; era una carta llena de quejas y lamentaciones: no quiere echarle nada en cara, pero no puede dormir por las noches; sabe bien que lo importuna con su amor y se imagina lo feliz que estará ahora sin ella pudiendo tomarse un respiro; sí, ha comprendido que le resulta pesada; y sabe también que es demasiado débil para cambiar su destino, siempre atravesado por multitud de mujeres; sí, lo sabe, no protesta, pero llora y no puede dormir...

Cuando el doctor Havel leyó esta colección de ge­midos, recordó los tres años que había pasado en vano tratando esforzadamente de convencer a su mujer de que era un mujeriego regenerado y un amante esposo; sintió un cansancio y una desesperación enorme. Fu­rioso, arrugó la carta y la tiró a la papelera.

2

Curiosamente al día siguiente se sintió algo mejor; la vesícula ya no le dolía en absoluto y algunas de las mujeres a las que vio recorrer por la mañana el paseo, despertaron en él un ligero pero sensible deseo. Pero esta pequeña ganancia quedó devaluada por una constatación mucho peor: aquellas mujeres pasaban a su lado sin hacerle el menor caso; se confundía para ellas con otros sorbedores de agua en una misma acha­cosa procesión.

—Ves, la cosa mejora —dijo la doctora Frantiska cuando le palpó por la tarde—. Lo único que tienes que hacer es observar bien tu régimen. Por suerte las pacientes con las que te encuentras en el paseo son demasiado viejas y están demasiado enfermas como [181] para intranquilizarte y eso es lo mejor que puede pa­sarte, porque necesitas reposo.

Havel se metió la camisa por dentro del pantalón; estaba de pie ante un pequeño espejo que colgaba en un rincón encima del lavabo y observaba con disgusto su cara. Después dijo con mucha tristeza:

—No tienes razón. Me fijé perfectamente en que junto a una mayoría de ancianas también recorre el paseo una minoría de mujeres bastante guapas. Lo malo es que ni siquiera me han mirado.

—Aunque creyese todo lo que dices, eso no me lo creería —le sonrió la médica, y el doctor Havel, apar­tando los ojos de la triste visión que le ofrecía el espe­jo, observó sus ojos confiados, fíeles; sentía un gran agradecimiento hacia ella, aunque sabía que a través de ella no hablaba más que la confianza en la tradi­ción, la confianza en el papel que le había visto de­sempeñar, con leve desaprobación (pero amorosamen­te) durante años.

Después alguien llamó a la puerta. Cuando Fran­tiska la entreabrió, se vio la cabeza de un hombre jo­ven que saludaba con una inclinación.

—¡Ah, es usted! ¡Me había olvidado por comple­to! —hizo pasar al joven al consultorio y le explicó a Havel—: Hace ya dos días que te está buscando el re­dactor de la revista del balneario.

El joven empezó a pedir excusas por importunar al señor doctor en situación tan delicada empleando toda su verborrea y tratando (por desgracia de un mo­do forzado y desagradable) de encontrar un tono gra­cioso: el señor doctor no debía enfadarse con la señora doctora por haberle traicionado, porque el redactor hubiera dado igualmente con él, aunque fuera en la bañera del agua carbonatada; y tampoco debía enfa­darse el señor doctor con él por su atrevimiento, por­que ésta es una cualidad indispensable para la profe­sión periodística y sin ella no se ganaría la vida. Des- [182] pues se puso a hablar de la revista ilustrada que edita una vez al mes el balneario y explicó que en cada nú­mero suele haber una conversación con algún paciente importante que esté tomando las aguas en esos días; le puso como ejemplo varios nombres, uno de los cua­les pertenecía a un miembro del Gobierno, otro a una cantante y otro a un jugador de hockey.

—Ya ves —dijo Frantiska—, las mujeres guapas no manifestaron interés por ti en el paseo, pero en cambio llamas la atención de los periodistas.

—Es una terrible decadencia —dijo Havel; de to­dos modos le agradó haber despertado aquel interés, le sonrió al redactor y rechazó su oferta con una insin­ceridad enternecedoramente visible—: Yo no soy miembro del Gobierno, ni jugador de hockey y aún menos cantante famoso. No quiero despreciar mis in­vestigaciones científicas, pero eso les interesa más a los especialistas que al público en general.

—Pero si yo no quiero hacerle una entrevista a us­ted, eso ni siquiera se me pasó por la cabeza —res­pondió el joven con inmediata sinceridad—. Quisiera hacérsela a su mujer. He oído que iba a venir a visitar­le al balneario.

—En ese caso está mejor informado que yo -dijo Havel con bastante frialdad; volvió a acercarse al espe­jo y se miró la cara, que no le gustó.

Se abrochó el último botón de la camisa y perma­neció en silencio mientras el joven redactor se queda­ba perplejo y perdía rápidamente el proclamado atre­vimiento periodístico; le pidió disculpas a la médica, le pidió disculpas al doctor y se alegró de poder mar­charse. [183]

3

El redactor era más alocado que tonto. No tenía el menor aprecio por la revista del balneario, pero siendo como era el único miembro de la redacción, no tenía más remedio que hacer todo lo posible para re­llenar las veinticuatro páginas con las indispensables fotografías y palabras. En verano era menos difícil, porque el balneario estaba repleto de huéspedes im­portantes, las orquestas se turnaban para dar concier­tos en el paseo y no faltaban las pequeñas noticias sensacionalistas. En cambio, en los meses de frío, el paseo se llenaba de mujeres de pueblo y de aburri­miento, de manera que no podía dejar escapar ningu­na oportunidad. Ayer, cuando oyó en algún sitio que estaba aquí tomando las aguas el marido de una actriz conocida, precisamente la que sale en la nueva pelícu­la de detectives que estas semanas entretiene con bastante éxito a los aburridos huéspedes del balnea­rio, olfateó e inmediatamente se lanzó en su bús­queda.

Pero ahora le daba vergüenza.

Siempre se había sentido inseguro y por eso siem­pre dependía servilmente de las personas con las que se relacionaba y en cuyas opiniones y miradas trataba de averiguar con temor cómo era y cuánto valía. Aho­ra había llegado a la conclusión de que era considera­do miserable, tonto, molesto y llevaba aquella carga aún con mayor dificultad ya que el hombre que había pronunciado esa condena le había resultado simpático a primera vista. Por eso, perseguido por la incerti­dumbre, volvió a llamar ese mismo día por teléfono a la doctora para preguntarle quién era en realidad el marido de aquella actriz y enterarse de que no sólo era un médico de renombre, sino además un hombre muy famoso; ¿es que el redactor nunca había oído ha­blar de él? [184]

El redactor reconoció que no y la médica dijo con bondadosa comprensión:

—Claro, es que usted es un crío. La especialidad en la que Havel ha descollado, afortunadamente no la conoce.

Al enterarse por medio de ulteriores preguntas a otras personas, de que la mencionada especialidad era la experiencia erótica, en la que al parecer Havel no tenía adversario en su patria, sintió vergüenza por ha­ber sido considerado inexperto y por haberlo confir­mado al reconocer que no había oído hablar de Ha­vel. Y como siempre había soñado con ser algún día un experto como aquel hombre, le fastidiaba haberse comportado como un bobo antipático precisamente ante él, su maestro; repasó en su memoria su charlata­nería, sus chistecillos estúpidos, su falta de tacto y coincidió humildemente con la justicia del castigo que el maestro le había impuesto con su silencioso rechazo y su ausente mirada al espejo.

La ciudad donde está el balneario y en la que tie­ne lugar esta historia no es grande y la gente suele en­contrarse varias veces al día, queriendo o sin querer. Así pues no le fue difícil al redactor ver al hombre en quien pensaba. Era media tarde y bajo las columnas del paseo daba vueltas lentamente una multitud de enfermos de la vesícula. El doctor Havel sorbía de un cuenco de porcelana su agua maloliente y ponía bas­tante mala cara. El joven redactor se acercó a él y em­pezó a disculparse de un modo confuso. No había te­nido la menor idea —dijo— de que el marido de la conocida actriz era precisamente él, el doctor Havel y no otro Havel; en Bohemia hay muchos Havel — dijo— y desgraciadamente el redactor no había rela­cionado al marido de la actriz con el célebre doctor del que por supuesto el redactor había oído hablar hace mucho tiempo y no sólo en tanto que médico de renombre, sino —si puede permitirse decirlo —tam- [185] bién como protagonista de las más diversas historias y anécdotas.

No hay motivos para ocultar que al doctor Havel, en su mal humor, le agradó oír las palabras del joven y en particular las referidas a su fama, de la que Havel sabía perfectamente que estaba sometida a las leyes del envejecimiento y la desaparición, como el propio ser humano.

—No tiene por qué disculparse —le dijo al joven y, al ver su perplejidad, lo cogió suavemente del bra­zo haciendo que le acompañara en su recorrido por el paseo—. No vale la pena hablar de eso —lo consoló, pero él mismo comentaba con agrado sus disculpas y hasta preguntó varias veces—: ¿Así que ha oído usted hablar de mí? —poniendo siempre una sonrisa de fe­licidad.

—Sí —asentía con empeño el redactor—. Pero no me imaginaba que fuera usted así.

—¿Y cómo me imaginaba? —preguntó el doctor Havel con sincero interés y, al ver que el redactor bal­buceaba algo sin saber qué decir, afirmó con nostal­gia—: Ya sé. A diferencia de nosotros mismos, los personajes de las historias, las leyendas o las anécdotas están hechos de un material que no sufre los deterio­ros de la vejez. No, no quiero decir con eso que las leyendas y las anécdotas sean inmortales; naturalmen­te ellas también envejecen y junto con ellas envejecen también sus personajes, pero envejecen de tal modo que su aspecto no varía ni se deteriora, sino que va palideciendo lentamente, se vuelve transparente hasta confundirse finalmente con la pureza del espacio. Así se difuminará alguna vez el señor Cohen, el de las anécdotas judías, y también Havel el Coleccionista, pero lo mismo sucederá con Moisés y con Palas Atenea o con san Francisco de Asís; sin embargo tenga en cuenta que junto con san Francisco también palidece­rán lentamente los pájaros que se posan sobre sus [186] hombros y el chucho que se frota contra su pierna y hasta el olivo que le da sombra, que todo su paisaje se volverá transparente junto con él y que junto a él se irá convirtiendo lentamente en un reconfortante azul celeste, mientras nosotros, querido amigo, desa­parecemos ante un colorido paisaje de fondo que nos hace burla y a la vista de una vivificante juventud que nos hace burla.

Las palabras de Havel dejaron al joven confuso y entusiasmado y los dos siguieron paseando durante lar­go rato mientras oscurecía la tarde. Al despedirse, Ha­vel afirmó que ya estaba cansado de guardar dieta y que al día siguiente le gustaría cenar como una perso­na; le preguntó al redactor si quería hacerle compañía.

Por supuesto quería.

4

—No se lo diga a la doctora —dijo Havel tras sen­tarse a la mesa frente al redactor y coger la carta—, pero tengo una concepción particular del régimen: evito estrictamente todas las comidas que no me gustan.

Después le preguntó al joven si quería tomar un aperitivo. El redactor no estaba acostumbrado a to­mar aperitivo antes de comer y, como no se le ocurría otra cosa, dijo:

—Un vodka.

El doctor Havel puso cara de disgusto:

—El vodka huele a alma rusa.

—Es verdad —dijo el redactor y a partir de ese mo­mento se encontró perdido.

Se sentía como un estudiante haciendo la reválida. No trataba de decir lo que pensaba y de hacer lo que quería, sino que procuraba que los miembros del tri- [187] bunal estuviesen contentos; trataba de adivinar sus pensamientos, sus manías, sus gustos; deseaba ser digno de ellos. No hubiera admitido por nada del mundo que sus cenas solían ser elementales y malas y que no tenía la menor idea del tipo de vino que co­rrespondía a cada tipo de carne. Y el doctor Havel le torturaba sin darse cuenta al consultar permanen­temente con él antes de elegir la entrada, el primer plato, el vino y el queso.

Tras comprobar que en la asignatura de gastrono­mía el tribunal le había restado muchos puntos, intentó compensar la pérdida incrementando su apli­cación, y ya en el descanso entre la entrada y el primer plato se puso a mirar llamativamente a las mujeres presentes en el restaurante; después trató de demos­trar con algunos comentarios su interés y sus conoci­mientos. Pero le volvió a salir mal. Cuando afirmó, refiriéndose a una dama pelirroja sentada dos mesas más allá, que sería seguramente muy buena amante, Havel le preguntó, sin mala intención, qué motivos tenía para decirlo. El redactor respondió de una ma­nera vaga y, cuando el doctor le preguntó por sus ex­periencias con las pelirrojas, se lió diciendo mentiras poco creíbles y finalmente se calló.

En cambio el doctor Havel se encontraba a gusto y relajado en compañía de la admiración que expresa­ban los ojos del redactor. Pidió una botella de vino tinto para acompañar la carne y el joven, azuzado por el vino, hizo un nuevo intento de merecer las simpa­tías del maestro; empezó a hablarle de una chica a la que había descubierto hacía poco tiempo y a la que trata de conquistar desde hace varias semanas, dijo, con grandes posibilidades de éxito. Su exposición no fue demasiado amplia y la artificial sonrisa que cubría su cara y pretendía con premeditada ambigüedad de­cir lo que no había sido dicho, no era capaz de expre­sar más que una disimulada inseguridad. Havel lo [188] percibía perfectamente y por eso, movido por la com­pasión, le preguntó al redactor por las más diversas ca­racterísticas físicas de la mencionada chica, a fin de permitirle tratar de su tema preferido el mayor tiem­po posible para que pudiese hablar con mayor soltura. Pero el joven volvió a fallar de una forma increíble: sus respuestas eran notoriamente inconcretas; resultó que no era capaz de describir con suficiente precisión ni la arquitectura general del cuerpo de la chica ni sus diversos detalles y menos aún su forma de pensar. De modo que el doctor Havel terminó por ponerse a ha­blar él mismo y, embriagado por lo placentero de la noche y por el vino, envolvió al redactor en un inge­nioso monólogo en el que se mezclaban sus propios recuerdos con historias y ocurrencias.

El redactor daba sorbos a su copa, escuchaba y ex­perimentaba una sensación ambigua: en primer lugar era desgraciado: percibía su insignificancia y su idio­tez, se sentía como un fallido aprendiz frente a un maestro infalible y le daba vergüenza abrir la boca; pero al mismo tiempo también estaba feliz: se sentía halagado porque el maestro estuviese sentado frente a él, charlando con él como un amigo y confiándole las más diversas ocurrencias, valiosas y atrevidas.

Havel ya llevaba demasiado tiempo hablando cuando el joven sintió deseos de abrir al menos la bo­ca, de aportar algo, de contribuir, de demostrar su ca­pacidad de colaboración; por eso volvió a hablar de su chica y le pidió amistosamente a Havel que mañana le echase una mirada; que le dijese su parecer desde la perspectiva de su experiencia; en otras palabras que se la (sí, empleó caprichosamente esa palabra) recep­cionase.

¿Cómo se le ocurrió? ¿Fue sólo una idea impreme­ditada, producto del vino y del ardiente deseo de de­cir algo?

Por más espontánea que fuera la idea, lo cierto es [189] que el redactor perseguía con ella al menos un triple beneficio:

— la conspiración para la evaluación conjunta y secreta (la recepción) establecerá entre él y el maestro un lazo de confianza, reafirmará la camaradería, serán compinches, tal como anhela el redactor;

— si el maestro manifiesta su aprobación (y el jo­ven esperaba que lo hiciera porque estaba considera­blemente entusiasmado con la mencionada chica) eso implicará un reconocimiento para el joven por su vista y su buen gusto, de modo que a los ojos del maestro pasará de aprendiz a oficial y también para él mismo será más importante de lo que era;

— y finalmente: también la chica significará para el joven más de lo que significaba y el placer que ex­perimentaba en su presencia dejará de ser un placer ficticio y se volverá real (porque el joven era conscien­te a veces de que el mundo en que vive es un laberin­to de valores cuya importancia intuye apenas vaga­mente y que, por lo tanto, sólo pueden dejar de ser valores aparentes y convertirse en valores reales cuan­do hayan sido confirmados).

5

Cuando el doctor Havel se despertó al día siguiente, sintió que, tras la cena de la noche anterior, le dolía un poco la vesícula; y al mirar el reloj, comprobó que den­tro de media hora tenía que estar en la sala de curas y que por lo tanto debía darse prisa, que era lo que me­nos le gustaba hacer en la vida; al peinarse vio en el es­pejo una cara que no le gustó. El día empezaba mal.

Ni siquiera tuvo tiempo de desayunar (también lo consideró un mal presagio, porque era partidario de [190] llevar un tren de vida regular) y se dio prisa por llegar al edificio del balneario. Había un pasillo largo con muchas puertas y a una de ellas se asomó una rubia guapa con bata blanca; le recriminó disgustada su re­traso y lo hizo pasar. El doctor Havel se estaba desnu­dando en la cabina, tapado por una cortina, cuando oyó:

—¡Vamos, rápido! —la voz de la masajista era cada vez menos amable y a Havel le resultaba ofensiva y le producía deseos de venganza (¡cuidado, a lo largo de los años el doctor Havel se había acostumbrado a vengarse de las mujeres de una sola manera!).

Se quitó entonces los calzoncillos, metió la barriga hacia adentro, hinchó el pecho y se dispuso a salir de la cabina; pero disgustado por semejante falta de dig­nidad, que en otros le resultaba ridícula, volvió a sol­tar la barriga cómodamente y con una indiferencia que, a su juicio, era la única actitud digna de él, avanzó hacia la gran bañera y se sumergió en el agua templada.

La masajista, absolutamente indiferente hacia su pecho y su barriga, daba vueltas entretanto a varios grifos en un gran panel y cuando el doctor Havel se estiró, acostado en el fondo de la bañera, cogió su pierna derecha y colocó junto a la planta del pie la boquilla de una manguera de la que salía un fuerte chorro. El doctor Havel, que tenía cosquillas, dio un tirón a la pierna y la masajista tuvo que llamarle la atención.

Seguramente no hubiera sido difícil sacar a la ru­bia de su fría descortesía con algún chiste, una histo­ria o una pregunta graciosa, pero Havel estaba dema­siado irritado y ofendido como para eso. Se dijo que la rubia era digna de castigo y no merecía que le faci­litase las cosas. En el momento en que le pasaba la manguera por las partes blandas y él se tapaba con las manos el miembro para que no le hiciese daño el [191] fuerte chorro de agua, le preguntó qué plan tenía para la noche. Sin mirarlo le preguntó para qué que­ría saberlo. Havel le explicó que vivía solo en una ha­bitación individual y que quería que fuese aquella no­che a visitarle.

—Me parece que se confunde usted —dijo la ru­bia y le indicó que se pusiese boca abajo.

Y así estaba el doctor Havel acostado boca abajo en el fondo de la bañera, levantando la barbilla para poder respirar. Sentía el fuerte chorro que le masajea­ba los muslos y estaba contento por haberle hablado a la masajista tal como correspondía. El doctor Havel castigaba desde hacía mucho tiempo a las mujeres re­beldes o caprichosas llevándoselas a la cama fríamen­te, sin la menor ternura, casi sin hablar y despidién­dolas con el mismo tono gélido. Pero al cabo de un rato cayó en la cuenta de que efectivamente le había hablado a la masajista con la adecuada frialdad, pero que a la cama no se la había llevado y seguramente no se la llevaría. Comprendió que había sido rechaza­do y que aquélla era una nueva ofensa. Por eso se ale­gró cuando se vio ya en la cabina frotándose con la toalla.

Después salió aprisa del edificio y fue rápidamente hasta la cartelera del cine Tiempo; allí había tres foto­grafías expuestas y en una de ellas estaba su mujer arrodillada junto a un cadáver, horrorizada. El doctor Havel miró aquel rostro tierno, retorcido por el pánico y sintió un inmenso amor y una inmensa nostalgia. Tardó mucho en ser capaz de alejarse de la cartelera. Decidió que iría a ver a Frantiska. [192]

6

—Hazme el favor, pide línea para una llamada in­terurbana, tengo que hablar con mi mujer —le dijo en cuanto ella despidió al paciente y le invitó a pasar al consultorio.

—¿Pasa algo?

—Sí —dijo Havel—, ¡la extraño!

Frantiska le miró desconfiada, marcó el número de la centralita y pidió el número que Havel le dictó. Después colgó el aparato y dijo:

—¿Tú la extrañas?

—¿Y por qué no la iba a extrañar? —se enfadó Havel—. Eres igual que mi mujer. Veis en mí a al­guien que hace ya mucho tiempo que no soy. Soy hu­milde, estoy abandonado, estoy triste. Me pesan los años. Y te digo que no es nada agradable.

—Deberías tener hijos —le respondió la docto­ra—. No pensarías tanto en ti mismo. A mí también me pesan los años pero no pienso todo el tiempo en eso. Cuando veo a mi hijo que va dejando de ser un niño y se convierte en un muchacho, pienso en cómo será cuando sea un hombre y no me lamento por el paso del tiempo. Imagínate lo que me dijo ayer: ¿Pa­ra qué sirven los médicos si todas las personas se mue­ren? ¿Qué te parece? ¿Qué le habrías contestado?

Por suerte el doctor Havel no tuvo que contestar, porque en ese momento sonó el teléfono. Levantó el auricular y en cuanto oyó la voz de su mujer empezó a decirle que estaba triste, que no tenía con quien ha­blar, a quien mirar, que ya no aguantaba solo.

En el auricular se oía una vocecita fina, al comien­zo desconfiada, casi llorosa, que empezó a caldearse ligeramente bajo la presión de las palabras del ma­rido.

—¡Por favor, ven a verme, ven a verme en cuanto puedas! —dijo Havel y oyó a su mujer contestar que [193] le gustaría pero que tenía función casi todos los días.

—Casi todos los días no es todos los días —dijo Havel y oyó que su mujer tenía libre el día siguiente, pero que no sabía si valía la pena ir sólo por un día.

—¿Cómo puedes decir eso? ¿Acaso no sabes la ri­queza que representa un día en esta vida tan breve?

—¿De verdad no estás enfadado conmigo? —pre­guntó una vocecita fina por el auricular.

—¿Por qué me iba a enfadar? —se enfadó Havel.

—Por esa carta. Tú estás con dolores y yo te doy la lata con una carta estúpida como ésa, llena de celos.

El doctor Havel cubrió el aparato de ternura y su mujer afirmó (con voz ya completamente recuperada) que vendría mañana.

—De todos modos te envidio —dijo Frantiska cuando Havel colgó el teléfono—. Lo tienes todo. Chicas a cada paso y además un matrimonio feliz.

Havel miró a su amiga que hablaba de envidia pero que de pura bondad seguramente era por com­pleto incapaz de envidiar a nadie y le dio lástima, porque sabía que la satisfacción que dan los hijos no puede reemplazar a otras satisfacciones y que además una satisfacción que tiene la obligación de cubrir el puesto de otras satisfacciones se convierte rápidamente en una satisfacción demasiado cansada.

Luego se fue a comer, después de comer durmió la siesta y al despertar se acordó de que el joven redac­tor le esperaba en el café para enseñarle a su chica. Así que se vistió y salió. Al bajar por las escaleras del sanatorio vio en el vestíbulo, junto al guardarropa, a una mujer alta parecida a un hermoso caballo de ca­rreras. Ay, eso no debía haber ocurrido; ese tipo de mujeres siempre le habían gustado endiabladamente a Havel. La encargada del guardarropa le estaba dan­do a la mujer alta su abrigo y el doctor Havel se apro­ximó rápidamente para ayudarla a ponérselo. La mu- [194] jer parecida a un caballo le dio las gracias con indife­rencia y Havel dijo:

—¿Puedo hacer algo más por usted? —le sonrió, pero ella le respondió que no sin sonreír y abandonó rápidamente el edificio.

Havel sintió como si le hubieran dado una bofeta­da y en su renovado estado de orfandad se dirigió al café.

7

El redactor llevaba ya un buen rato sentado con su chica (había elegido un sitio desde el cual se veía la puerta) y era absolutamente incapaz de centrarse en la conversación que en otras oportunidades fluía ale­gre e incansable entre ellos. Aguardaba nervioso la llegada de Havel. Hoy había intentado por primera vez mirar a la chica con ojo crítico y mientras ella le contaba quién sabe qué (por fortuna no dejaba, en efecto, de contarle quién sabe qué, de modo que la inquietud del joven no se notaba), había descubierto algunos pequeños defectos en su belleza; aquello lo había intranquilizado mucho, aunque de inmediato se convenció de que aquellos pequeños defectos en realidad hacían que su belleza fuese más interesante y eran precisamente los que lograban que todo su ser fuese para él algo tiernamente familiar.

Y es que el joven quería a la chica.

Pero si la quería, ¿por qué había aceptado una ocu­rrencia tan humillante para ella como ésta de recepcio­narla en colaboración con el pervertido doctor? Y si le damos una especie de absolución, aceptando que aquello no era para él más que un juego infantil, ¿cómo es que un simple juego lo ponía tan nervioso e intranquilo? [195]

No era un juego. El joven realmente no sabía có­mo era su chica, no era capaz de emitir un juicio so­bre su belleza y su atractivo.

¿Acaso era tan ingenuo y absolutamente inexperto que no diferenciaba una chica guapa de una fea?

No, el joven no era tan inexperto, había entabla­do ya relaciones con un par de mujeres y había tenido con ellas más de un lío, pero siempre se había fijado mucho más en sí mismo que en ellas. Fíjense por ejemplo en este curioso detalle: el joven recuerda per­fectamente la ropa que llevaba con cada una de esas mujeres, sabe que en tal o cual ocasión llevaba unos pantalones excesivamente anchos y que sufría sabien­do que le quedaban mal, sabe que en otra ocasión tenía puesto un suéter blanco con el que se sentía co­mo un elegante deportista, pero no tiene la menor idea de cómo iban vestidas sus amigas.

Sí, es curioso: en el transcurso de sus breves rela­ciones llevaba a cabo ante el espejo prolongados y de­tallados estudios de sí mismo, mientras que a sus compañeras femeninas sólo las percibía de forma glo­bal, en conjunto; era mucho más importante para él la forma en que lo veían los ojos de su acompañante que la impresión que su acompañante le causaba a él. Esto no significa que no le importara que la chica con la que salía fuera guapa o no. Le importaba. Por­que no sólo era visto por los ojos de su acompañante, sino que los dos juntos eran vistos y valorados por los ojos de otros (los ojos del mundo), y a él le importaba mucho que el mundo estuviese satisfecho de su chica, porque sabía que, al valorarla a ella, se valoraba su elección, su buen gusto, su nivel, se le valoraba, por tanto, a él mismo. Pero precisamente por tratarse de la valoración de otros, no confiaba demasiado en sus propios ojos, sino que hasta ahora le había bastado con prestar oído a la voz de la opinión general e iden­tificarse con ella. [196]

Pero ¿cómo se podía comparar la voz de la opi­nión general con la voz de un maestro y un experto? El redactor miraba impaciente hacia la puerta y, cuan­do por fin vio a Havel entrar por la puerta de cristal, puso cara de sorpresa y le dijo a la chica que por pura casualidad acababa de entrar un hombre excepcional al que quería hacerle, dentro de unos días, una entre­vista para su revista. Se levantó a saludar a Havel y lo condujo hasta la mesa. La chica, tras una breve inte­rrupción para las presentaciones, volvió pronto a en­contrar el hilo de su ininterrumpido parloteo y conti­nuó hablando.

El doctor Havel, rechazado diez minutos antes por la mujer parecida a un caballo de carreras, miraba a la chiquilla habladora y se hundía cada vez más en su mal humor. La chiquilla no era una belleza, pero era bastante simpática y no cabe duda de que el doctor Havel (del que se decía que era como la muerte y arramplaba con todo), la habría aceptado en cualquier momento y además muy a gusto. Tenía varios rasgos que presentaban una particular ambigüedad estética: tenía sobre la nariz un pequeño rosetón de pecas do­radas, lo cual podía ser visto como un defecto en la blancura de la piel pero también, por el contrario, co­mo un encanto natural; era muy frágil, lo cual podía interpretarse como una insuficiente adecuación a las proporciones femeninas ideales pero también, por el contrario, como la excitante finura de una mujer que sigue siendo niña; era enormemente habladora, lo cual podía ser interpretado como molesta charlatane­ría pero también, por el contrario, como una venta­josa cualidad que le permitía a su acompañante dedi­carse sin ser advertido a sus propios pensamientos, siempre a cubierto bajo la bóveda de sus palabras.

El redactor observaba en secreto y angustiado la cara del doctor y como le parecía que estaba peligrosa­mente (y para sus esperanzas negativamente) recon- [197] centrada, llamó al camarero y pidió tres coñacs. La chica dijo que no bebería y después se dejó convencer al cabo de una larga discusión acerca de que podía y debía beber, y el doctor Havel advertía consternado que aquel ser estéticamente ambiguo, que manifesta­ba con un río de palabras toda la simplicidad de su vida interior, habría sido con toda probabilidad su tercer fracaso del día, porque él, el doctor Havel, otrora poderoso como la muerte, ya no es el que era.

El camarero trajo después el coñac, los tres levan­taron sus copas para el brindis y el doctor Havel miró a los ojos azules de la chica como a los ojos adversos de alguien que no le pertenecería. Al comprender plenamente que aquellos ojos eran sus enemigos, les retribuyó su enemistad y de pronto vio ante sí a un ser estéticamente unívoco: una chiquilla enfermiza, con la cara manchada por la suciedad de las pecas, in­soportablemente charlatana.

Pese a que esa transformación reconfortara a Havel y a que también lo reconfortaran los ojos del joven, que pendían de él con angustiada incertidumbre, eran dos alegrías demasiado pequeñas en compara­ción con la profundidad del malhumor que le tras­pasaba. Havel pensó que no debía prolongar aquel encuentro que no le proporcionaba felicidad alguna; por eso tomó rápidamente la palabra, les dijo al joven y la chiquilla un par de frases ingeniosas, expresó luego su satisfacción por haber podido pasar con ellos un rato agradable, aseguró que tenía prisa y se des­pidió.

Cuando Havel había llegado ya a la puerta de cris­tal, el joven se llevó la mano a la frente y le dijo a la muchacha que había olvidado por completo fijar con el doctor la fecha para la entrevista. Salió apresu­radamente del café y alcanzó a Havel en la calle.

—Bueno, ¿qué le parece? —preguntó.

Havel miró largamente a los ojos del joven, cuya [198] rendida impaciencia le producía una sensación de ca­lidez.

En cambio al redactor el silencio de Havel lo dejó congelado, de modo que empezó a retroceder ya por adelantado:

—Ya sé que no es una belleza...

Havel dijo:

—No, no es una belleza.

El redactor agachó la cabeza:

—Habla un poco de más. ¡Pero aparte de eso es agradable!

—Sí, es una chica realmente agradable —dijo Havel—, pero agradable también puede serlo un pe­rro, un canario o un patito que pasea por el patio. De lo que se trata en la vida no es, querido amigo, de conquistar la mayor cantidad posible de mujeres, por­que ése es un éxito demasiado superficial. Se trata más bien de cultivar las exigencias que uno mismo se plantea, porque en ellas se refleja la medida de su propio valor. Recuerda, amigo, que el buen pescador devuelve los peces pequeños al agua.

El joven empezó a pedir disculpas y afirmó que él mismo tenía ya considerables dudas con respecto a la chica, como lo demuestra el haberle pedido su opi­nión a Havel.

—No es nada —dijo Havel—, no se preocupe por eso.

Pero el joven continuó con sus disculpas y sus ex­cusas y señaló que en otoño había escasez de mujeres guapas en el balneario y que por eso uno tiene que conformarse con lo que haya.

—En eso no estoy de acuerdo con usted —lo re­chazó Havel—. He visto a algunas mujeres excepcio­nalmente atractivas. Y le diré una cosa. Existe cierta apariencia externa agradable que la estética provincia­na considera, erróneamente, bella. Pero aparte de eso existe también la verdadera belleza erótica de la mu- [199] jer. Saber reconocerla a simple vista no es, natural­mente, nada fácil. Es un arte. —Después le dio la mano al joven y se alejó.

8

El redactor cayó en una terrible depresión: com­prendió que era un idiota incorregible, perdido en el inconmensurable (sí, le parecía inconmensurable e in­finito) desierto de su propia juventud; se dio cuenta de que había merecido la reprobación del doctor Ha­vel; y no le cabía la menor duda de que su chica era vulgar, insignificante y fea. Cuando volvió a sentarse junto a ella en el café, le pareció que todos los clien­tes, y hasta los dos camareros que iban de mesa en mesa, lo sabían y se compadecían maliciosamente de él. Pidió la cuenta y le explicó a la chica que tenía un trabajo pendiente que no podía postergar y que debía marcharse ya. La chiquilla se puso triste y al joven se le encogió el corazón: pese a saber que como buen pescador la estaba devolviendo al agua, en lo más pro­fundo de su alma (secreta y vergonzantemente) seguía queriéndola.

Tampoco la mañana siguiente trajo luz alguna a su fúnebre humor y, cuando vio al doctor Havel atra­vesando la plaza del balneario en dirección a donde él estaba, acompañado por una elegante mujer, sintió una envidia casi dolorosa: aquella dama era casi es­candalosamente hermosa y el humor del doctor Ha­vel, que enseguida le saludó con un alegre gesto, casi escandalosamente eufórico, de tal manera que el re­dactor, ante su luminosa presencia, se sintió aún más desgraciado.

—Es el redactor de la revista local; se ha hecho [200] amigo mío sólo para conocerte a ti —dijo Havel pre­sentándole a la hermosa mujer.

Cuando se dio cuenta de que estaba ante él la mu­jer a la que conocía de verla en el cine, su inseguridad se hizo aún mayor; Havel le obligó a pasear con ellos y el redactor, como no sabía qué decir, empezó a ex­poner su proyecto periodístico y lo amplió con una nueva ocurrencia: podía hacer para la revista una en­trevista con los dos esposos juntos.

—Pero querido amigo —le reprochó Havel—, las conversaciones que hemos mantenido han sido agra­dables y, gracias a usted, incluso interesantes, pero ¿para qué íbamos a publicarlas en una revista destina­da a enfermos de vesícula y propietarios de úlceras de duodeno?

—Ya me imagino cómo habrán sido esas conversa­ciones —sonrió la señora Havlova.

—Hemos estado hablando de mujeres —dijo el doctor Havel—. Encontré para este tema en el redac­tor a un excelente compañero de debates, al luminoso amigo de mis desapacibles días.

La señora Havlova se dirigió al joven:

—¿No le aburrió?

El redactor estaba encantado de que el doctor le hubiese llamado su luminoso amigo y su envidia em­pezó nuevamente a mezclarse con una agradecida en­trega; afirmó que más bien había sido él quien proba­blemente había aburrido al doctor; es perfectamente consciente de su inexperiencia y de lo poco interesante que resulta, y hasta de su insignificancia, añadió.

—Ay, querido —rió la actriz—, ¡la de faroles que te habrás tenido que echar!

—No es verdad —defendió el redactor al doctor Havel—. Es que usted no sabe, estimada señora, lo que es una ciudad pequeña, lo que es vivir aquí, en el quinto pino.

—¡Pero si es precioso! —protestó la actriz. [201]

—Claro, para usted que ha venido a pasar un rato. Pero yo vivo aquí y aquí me quedaré. Siempre la misma gente, todos piensan lo mismo y lo que piensan no son más que superficialidades y tonterías. Quiéralo o no, tengo que llevarme bien con ellos y ni siquiera me doy cuenta de que poco a poco me voy adaptando a ellos. ¡Me horroriza pensar que puedo convertirme en uno de ellos! ¡Me horroriza pensar en llegar a ver el mundo con la misma miopía que ellos!

El redactor hablaba con creciente ímpetu y a la ac­triz le parecía oír en sus palabras el soplo de la eterna protesta de la juventud; aquello despertó su interés, aquello la entusiasmó y dijo:

—¡No debe adaptarse! ¡No debe!

—No debo —asintió el joven—. El doctor ayer me abrió los ojos. Cueste lo que cueste tengo que salir del círculo vicioso de este ambiente. Del círculo vicioso de esta pequeñez, de esta medianía. Salir —repitió el joven—, salir.

—Estuvimos hablando —le explicó Havel a su mujer— de que la sensibilidad vulgar de provincias crea un falso ideal de belleza que es esencialmente no erótico y hasta antierótico, mientras el verdadero en­canto erótico explosivo no es percibido por esta sensi­bilidad. Pasan a nuestro lado mujeres capaces de arrastrar a un hombre a las más vertiginosas aventuras de los sentidos y nadie las ve.

—Así es —confirmó el joven.

—Nadie las ve —prosiguió el doctor —porque no responden a las normas de los modistos locales; y es que el encanto erótico se manifiesta más en la defor­mación que en la regularidad, más en la exageración que en la proporcionalidad, más en lo original que en lo que está hecho en serie, por bonito que quede.

—Sí —asintió el joven.

—Conoces a Frantiska —le dijo Havel a su mujer.

—La conozco —dijo la actriz. [202]

—Y ya sabes cuántos de mis amigos darían toda su fortuna por pasar una noche con ella. Me apuesto la cabeza a que en esta ciudad nadie le presta aten­ción. Dígame usted, que ya conoce a la doctora, ¿al­guna vez se ha fijado en lo extraordinaria que es?

—¡No, de verdad que no! —dijo el joven—. ¡Nunca se me había ocurrido fijarme en ella como mujer!

—Claro —dijo Havel—. Le pareció poco delgada. Echó en falta las pecas y la charlatanería.

—Sí —dijo el joven compungido—, ayer ya se dio usted cuenta de lo estúpido que soy.

—¿Pero se ha fijado alguna vez en su forma de andar? —continuó Havel—. ¿Se ha dado cuenta de que cuando anda es como si sus piernas hablasen? Amigo redactor, si oyese usted lo que dicen esas pier­nas, se pondría colorado, a pesar de que sé que es us­ted, por lo demás, un avezado seductor.

9

—Le tomas el pelo a la pobre gente —le dijo la actriz a su marido cuando se despidieron del redactor.

—Ya sabes que eso es en mí síntoma de buen hu­mor. Y te juro que es la primera vez que lo tengo des­de que estoy aquí.

Esta vez el doctor Havel no mentía; cuando vio, poco antes del mediodía, que el autobús llegaba a la estación, cuando vio a su mujer sentada tras el cristal y la vio luego sonreír en la escalerilla, se sintió feliz, y como los días anteriores habían dejado intactas sus reservas de alegría, manifestó durante todo el día una satisfacción casi alocada. Recorrieron juntos el paseo, mordisquearon obleas dulces, visitaron a Frantiska [203] para recibir información fresca sobre las más recientes frases de su hijo, dieron con el redactor el paseo des­crito en el capítulo anterior y se rieron de los pacientes que paseaban por las calles por motivos de salud. Con tal motivo, el doctor Havel se dio cuenta de que algu­nos viandantes miraban fijamente a la actriz; se giró y comprobó que se detenían y seguían mirándolos.

—Te han descubierto —dijo Havel—. Aquí la gente no tiene nada que hacer y asiste apasionada­mente al cine.

—¿Te molesta? —le preguntó la actriz, para quien la popularidad que le daba su profesión era algo de lo que de algún modo se sentía culpable, por­que anhelaba, como todos los verdaderos enamora­dos, un amor callado y oculto.

—Al contrario —dijo Havel y se rió.

Después se entretuvo durante largo rato jugando al infantil juego de adivinar quién reconocería a la ac­triz y quién no, apostando con ella cuántas personas la reconocerían en la próxima calle. Y se volvían los abuelos, las campesinas, los niños y hasta las pocas mujeres guapas que había en aquella época en el bal­neario.

Havel, que había pasado los últimos días en una humillante invisibilidad, estaba agradablemente com­placido por la atención que despertaban y deseaba que los rayos de interés cayesen también, en la mayor medida posible, sobre él; por eso rodeaba a la actriz por la cintura, se inclinaba hacia ella, le susurraba al oído las más diversas palabras tiernas o lascivas, de modo que ella también, como recompensa, se apreta­ba contra él y elevaba hacia él sus alegres ojos. Y bajo tantas miradas, Havel sentía que era otra vez visible, que sus borrosos rasgos se hacían expresivos y notorios y se sentía otra vez orgullosamente satisfecho de su cuerpo, de su manera de andar, de su ser.

Mientras vagaban así por la calle principal, enlaza- [204] dos como dos amantes mirando los escaparates, Havel vio en una tienda de artículos de caza a la masajista rubia que tan mal le había tratado ayer; la tienda es­taba vacía y ella charlaba con la vendedora.

—Ven —le dijo a su sorprendida mujer—, eres la mejor persona del mundo; quiero hacerte un regalo —y la cogió de la mano y la condujo a la tienda.

Las dos mujeres que estaban de charla se callaron; la masajista miró largamente a la actriz, después bre­vemente a Havel, otra vez más a la actriz y otra vez a Havel; Havel registró aquello con satisfacción, pero sin dedicarle ni una mirada examinó rápidamente la mercancía expuesta; vio cornamentas, bolsos, escope­tas, prismáticos, bastones, bozales para perros.

—¿Qué desea? —le preguntó la dependienta.

—Un momento —dijo Havel; por fin vio bajo el cristal del mostrador unos silbatos negros; le indicó que le enseñara uno.

La vendedora se lo dio, Havel se llevó el silbato a la boca, silbó, después lo examinó desde todos los án­gulos y volvió a silbar suavemente.

—Estupendo —lo elogió a la dependienta y puso ante ella el billete de cinco coronas que le había sido solicitado. El silbato se lo entregó a su mujer.

La actriz vio en el regalo el adorado infantilismo de su marido, su gamberrismo, su sentido para lo ab­surdo y le dio las gracias con una mirada hermosa, ena­morada. Pero a Havel le pareció poco:

—¿Ese es todo tu agradecimiento por un regalo tan bonito? —le susurró.

Entonces la actriz le besó. Las dos mujeres no les quitaron los ojos de encima ni siquiera mientras salían ya de la tienda.

Y volvieron a vagar por las calles y el parque, mor­disqueando obleas, tocando el silbato, sentándose en un banco y apostando cuántas personas se volverían para mirarlos. Por la noche, cuando entraban en el [205] restaurante, casi chocaron con la mujer parecida a un caballo de carreras. Los miró sorprendida, largamente a la actriz, brevemente a Havel, otra vez a la actriz y cuando volvió a mirar a Havel le hizo involuntaria­mente una inclinación con la cabeza. Havel también inclinó la cabeza y después, inclinándose hasta el oído de su mujer, le preguntó en voz muy baja si le quería. La actriz lo miró con cara de enamorada y le hizo una caricia en la mejilla.

Después se sentaron a la mesa, comieron con mo­deración (porque la actriz vigilaba atentamente el ré­gimen de Havel), bebieron vino tinto (porque era lo único que Havel podía beber) y la señora Havlova se sintió enternecida. Se inclinó hacia su marido, le co­gió la mano y le dijo que aquél era uno de los días más bonitos de su vida; le confesó que se había que­dado muy triste al marcharse él; le volvió a pedir per­dón por aquella carta alocada, llena de celos y le dio las gracias por haberla llamado para que viniese; le dijo que hubiera valido la pena venir a verlo aunque sólo fuera por un minuto; después empezó a contarle que la vida con él era para ella una vida llena de in­tranquilidad e inseguridad, que era como si Havel es­tuviera eternamente escapándosele, pero que precisa­mente por eso cada día era para ella una vivencia nue­va, un nuevo enamoramiento, un nuevo regalo.

Después fueron a la habitación de Havel, que sólo tenía una cama de una plaza, y la alegría de la actriz pronto llegó a su culminación.

10

Dos días más tarde el doctor Havel volvió de nue­vo a someterse al masaje denominado subacuático y [206] volvió a llegar un poco tarde porque, a decir verdad, jamás llegaba a tiempo a ninguna parte. Y de nuevo estaba allí la masajista rubia, sólo que esta vez no le puso mala cara, sino que por el contrario le sonrió y le llamó doctor, de lo cual Havel dedujo que había ido a la oficina a leer su ficha o había preguntado por él. El doctor Havel registró aquel interés con satisfac­ción y empezó a desnudarse tras la cortina de la cabi­na. Cuando la masajista le comunicó que la bañera es­taba llena, salió confiado con la barriga por delante y se sumergió con satisfacción en el agua.

La masajista abrió uno de los grifos del panel y le preguntó si su mujer estaba aún en el balneario. Ha­vel manifestó que no y la masajista le preguntó si su mujer iba a volver a actuar en alguna película tan bo­nita como la anterior. Havel manifestó que sí y la ma­sajista le levantó la pierna derecha. Cuando el chorro de agua le hizo cosquillas en la planta del pie, la ma­sajista sonrió y dijo que parecía que el doctor tenía un cuerpecito muy sensible. Después siguieron hablando y Havel comentó que el balneario era un aburrimien­to. La masajista sonrió con picardía y dijo que estaba segura de que el doctor sabía ingeniárselas para no aburrirse. Y cuando se inclinó profundamente hacia él para pasarle la boquilla de la manguera por el pe­cho y Havel elogió sus senos, cuya mitad superior veía perfectamente desde su situación, la masajista respon­dió que seguramente el doctor ya los habría visto más bonitos.

Todo aquello hizo pensar a Havel que, evidente­mente, la breve presencia de su mujer le había trans­formado por completo a los ojos de aquella encanta­dora y musculosa chica, que de pronto le había hecho adquirir gracia y encanto y, lo que era aún más im­portante, que el cuerpo de él era indudablemente para ella una oportunidad para entrar secretamente en confianza con la conocida actriz, para ponerse a la al- [207] tura de aquella mujer famosa a la que todos se queda­ban mirando; Havel comprendió que de pronto todo le estaba permitido, todo de antemano calladamente prometido.

Pero, tal como suele suceder, cuando uno está contento, disfruta rechazando altanero las oportuni­dades que se le ofrecen, para reafirmarse en su placen­tera satisfacción. A Havel le bastaba por completo con que la muchacha rubia hubiera perdido su poco ama­ble inaccesibilidad, con que pusiera voz dulce y ojos humildes, con que, de esa forma, se le estuviera ofre­ciendo indirectamente —y ya no la deseaba en abso­luto.

Después tuvo que ponerse boca abajo sacando la barbilla del agua y dejando que el fuerte chorro reco­rriese de nuevo su cuerpo desde la nuca hasta los talo­nes. Esta postura le parecía una postura religiosa de humildad y agradecimiento: pensaba en su mujer, en lo hermosa que era, en cuánto la amaba y ella lo ama­ba a él, y en que era su buena estrella, que le hacía ganar el favor de la casualidad y de las muchachas musculosas.

Y cuando el masaje terminó y él se incorporó en la bañera para salir de ella, la masajista rociada de su­dor le pareció tan sana y jugosamente hermosa y sus ojos tan obedientemente entregados que sintió el de­seo de inclinarse hacia el sitio donde, a la distancia, intuía la presencia de su mujer. Le pareció que el cuerpo de la masajista estaba allí de pie sobre la gran mano de la actriz y que aquella mano se lo entregaba como un mensaje de amor, como un amoroso regalo. Y de pronto le pareció que era una descortesía hacia su pro­pia mujer rechazar aquel regalo, rechazar aquella tier­na atención. Por eso le sonrió a la sudorosa chica y le dijo que había decidido dedicarle la noche de hoy y que la esperaría a las siete junto a la fuente. La chica aceptó y el doctor Havel se cubrió con una gran toalla. [208]

Tras vestirse y peinarse, comprobó que estaba de un humor excelente. Tenía ganas de charlar y se detu­vo en el consultorio de Frantiska, a la cual también le vino bien su visita porque también ella estaba de ex­celente humor. Frantiska le contó mil cosas, pero a cada rato volvía al tema que habían tocado en su últi­mo encuentro: hablaba de su edad y sugería, con fra­ses inconexas, que no hay que rendirse ante el paso de los años, que los años que se tienen no siempre son una desventaja y que es maravilloso sentir que uno ha comprobado que puede medirse con los más jóvenes.

—Y los hijos tampoco lo son todo —dijo sin venir a cuento—, no, no es que no quiera a mis hijos —precisó—, tú sabes cuánto los quiero, pero no son lo único en el mundo...

Las reflexiones de Frantiska no se apartaron ni por un momento de una abstracta vaguedad y a un incau­to le hubieran parecido mera charlatanería. Pero Ha­vel no era un incauto y percibió el contenido que se ocultaba tras la charlatanería. Llegó a la conclusión de que su propia felicidad no era más que un eslabón de una cadena de felicidades y, como su corazón deseaba el bien a los demás, su excelente humor se multiplicó por dos.

11

Sí, el doctor Havel había adivinado: el redactor había ido en busca de la doctora el mismo día en que su maestro se la había elogiado. Al cabo de unas cuantas frases había descubierto dentro de sí una sor­prendente audacia y le había dicho que le gustaba y que quería salir con ella. La doctora había tartamu­deado asustada que era mayor que él y que tenía [209] hijos. Eso había hecho que el redactor ganase confian­za y que le sobrase locuacidad: afirmó que la doctora tenía una belleza oculta, que es más importante que el aspecto vulgar de quienes suelen considerarse gua­pos; elogió su manera de andar y dijo que parecían hablar sus piernas al andar.

Y dos días más tarde, aquella misma noche en que el doctor Havel llegaba contento a la fuente junto a la que, ya a distancia, vio a su rubia musculosa, el redactor paseaba nervioso por su estrecha buhardilla; estaba casi seguro de tener éxito, pero precisamente por eso temía aún más que algún error o alguna ca­sualidad se lo estropease; a cada rato abría la puerta para mirar por la escalera hacia abajo; por fin la vio.

El cuidado con que la señora Frantiska se había vestido y arreglado la distanciaba un tanto del aspecto cotidiano de la mujer con pantalones blancos y bata blanca; al tembloroso joven le parecía que el encanto erótico de ella, hasta ahora sólo intuido, se hallaba ahora ante él casi desvergonzadamente al desnudo, y eso hizo que se apoderara de él una respetuosa timi­dez; para superarla abrazó a la médica con la puerta aún abierta y empezó a besarla furiosamente. Aquello la asustó por lo imprevisto y le pidió que la dejase sentarse. La soltó pero inmediatamente se sentó juntó a sus piernas y, de rodillas, se puso a besarle las me­dias. Ella colocó su mano en la cabeza del joven y tra­tó de apartarlo con suavidad.

Fijémonos en lo que ella le decía. En primer lugar repitió varias veces: «Tiene que ser bueno, tiene que ser bueno, prométame que será bueno». Cuando el joven le dijo: «Sí, sí, seré bueno», mientras seguía avanzando con su boca por la áspera superficie, ella le dijo: «No, no, eso no, eso no», y cuando avanzó hasta llegar aún más arriba, empezó de pronto a tutearlo y afirmó: «Eres un salvaje, ah, eres un salvaje».

Con aquella afirmación todo quedaba resuelto. El [210] joven ya no encontró resistencia alguna. Estaba exta­siado; extasiado ante sí mismo, extasiado por la rapi­dez de su éxito, extasiado ante el doctor Havel, cuyo genio se hallaba allí con él y se introducía en él, exta­siado ante la desnudez de la mujer que yacía debajo de él en amoroso abrazo. Ansiaba ser un maestro, an­siaba ser un virtuoso, ansiaba demostrar sensualidad y agresividad. Se levantaba ligeramente por encima de la doctora, observaba con mirada salvaje su cuerpo ya­ciente y balbuceaba:

—Eres hermosa, eres preciosa, eres preciosa...

La médica se cubrió el vientre con las dos manos y dijo:

—No te rías de mí...

—¡Qué locuras dices, no me río de ti, eres pre­ciosa!

—No me mires —lo atrajo hacia sí para que no la viera—: Ya he tenido dos hijos, ¿sabes?

—¿Dos hijos? —el joven no entendía.

—Se me nota, no debes mirarme.

Aquello frenó un poco al joven en su impulso ini­cial y le costó trabajo volver a recuperar el adecuado entusiasmo; para hacerlo más fácil trató de fortalecer con palabras la embriaguez de la situación, que se le escapaba, y le susurró al oído a la médica lo hermoso que era que estuviera allí con él desnuda, completa­mente desnuda.

—Eres amable, eres muy amable —le dijo la mé­dica.

El joven se irguió repitiendo sus palabras sobre la desnudez de la médica y le preguntó si también era excitante para ella estar allí desnuda con él.

—Eres un chiquillo —dijo la médica—, claro que es excitante —Pero al cabo de un momento añadió que ya la habían visto desnuda tantos médicos que ni siquiera le llamaba la atención—. Más médicos que amantes —rió y comenzó a hablar de lo difíciles que [211] habían sido sus partos—. Pero valió la pena —dijo por fin—, tengo dos hijos preciosos. ¡Preciosos, pre­ciosos!

El entusiasmo trabajosamente logrado por el re­dactor volvió a desaparecer, tenía incluso la impresión de estar con la doctora en la cafetería, charlando y to­mando una taza de té; aquello lo puso furioso; volvió a hacerle el amor con movimientos agresivos, tratando una vez más de atraerla hacia imágenes más sensuales:

—La última vez que fui a verte, ¿sabías que íba­mos a hacer el amor?

—¿Y tú?

—Yo quería —dijo el redactor—, \quería tremen­damente! —y puso en la palabra «quería» una inmen­sa pasión.

—Eres como mi hijo —rió junto a su oído la médica—, también lo quiere todo. Yo siempre le pre­gunto: ¿Y no quieres también un reloj con un surti­dor de agua?

Y así hicieron el amor; la señora Frantiska quedó encantada con la conversación.

Cuando después se sentaron en el sofá, desnudos y cansados, la médica le acarició el pelo al redactor y dijo:

—Tienes la cabecita como él.

—¿Quién?

—Mi hijo.

—Siempre estás pensando en tu hijo —dijo el re­dactor en una tímida protesta.

—Ya sabes —dijo ella con orgullo—, es el niño de su mamá, el niño de su mamá.

Después ella se levantó y se vistió. Y de pronto tuvo en aquella habitación de soltero la sensación de que era joven, de que era una chica jovencita y se sin­tió enloquecidamente bien. Al salir abrazó al redactor y los ojos los tenía húmedos de agradecimiento. [212]

12

Tras la hermosa noche llegó para Havel un hermo­so día. Durante el desayuno cambió algunas palabras significativas con la mujer parecida a un caballo de ca­rreras y a las diez, al volver de las curas, lo esperaba en la habitación una afectuosa carta de su mujer. Des­pués se fue a recorrer el paseo junto a la multitud de pacientes; llevaba junto a la boca el cuenco de porce­lana e irradiaba satisfacción. Las mujeres, que antes pa­saban por su lado sin mirarlo, fijaban ahora la vista en él, así que las saludaba con ligeras inclinaciones. Al ver al redactor le hizo con alegría un gesto de bienvenida:

—¡Visité hoy por la mañana a la doctora y a juz­gar por ciertos síntomas que no se le pueden escapar a un buen psicólogo, me parece que ha tenido usted éxito!

No había nada que el joven deseara tanto como contárselo todo a su maestro, pero el desarrollo de los acontecimientos de la noche anterior le había dejado un tanto confuso: no estaba seguro de si había sido una noche tan cautivadora como debía haber sido y por eso no sabía si una exposición precisa y verdadera le elevaría o le humillaría a los ojos de Havel; dudaba acerca de lo que debía contarle y lo que no.

Pero ahora, al ver el rostro de Havel radiante de felicidad y desvergüenza, no pudo hacer otra cosa que responderle en un tono similar, alegre y desvergonza­do, elogiando con palabras de entusiasmo a la mujer que Havel le había recomendado. Le contó cuánto le había gustado al verla por primera vez con ojos no provincianos, le contó lo rápido que había aceptado ir a visitarle y la extraordinaria velocidad con la que se había apoderado de ella. [213]

Al plantearle el doctor Havel preguntas y subpre­guntas para llegar a todos los matices de la materia analizada, el joven no pudo evitar acercarse cada vez más en sus respuestas a la realidad, hasta que por fin mencionó que, aunque estaba completamente satisfe­cho con todo, se había quedado, pese a todo, un tan­to perplejo por la conversación que mantuvo con él la médica mientras hacían el amor.

El doctor Havel se interesó mucho por aquello y convenció al redactor de que le repitiera detallada­mente el diálogo, interrumpiendo su relato con gritos de entusiasmo: «¡Excelente! ¡Eso es magnífico!», «¡Es la eterna madraza!» y «¡Amigo, qué envidia me da!».

En ese momento se detuvo ante los dos hombres la mujer parecida a un caballo de carreras. El doctor Havel le hizo una inclinación y la mujer le dio la mano:

—No se enfade conmigo —se disculpó ella—, lle­go con un poco de retraso.

—No es nada —dijo Havel—, lo estoy pasando es­tupendamente aquí con mi amigo. Tendrá que dis­culpar que acabemos nuestra conversación.

Y sin soltarle la mano a la alta mujer, se dirigió al redactor:

—Querido amigo, lo que me ha contado supera todas mis previsiones. Comprenda usted que la mera diversión del cuerpo, si se queda exclusivamente ence­rrada en su mudez, es siempre fastidiosamente igual, una mujer se parece en ella a la otra y todas caen en el olvido. ¡Pero si nos lanzamos a las alegrías del amor, es para recordarlas! ¡Para que sus puntos lumi­nosos unan en una línea radiante nuestra juventud con nuestra vejez! ¡Para mantener nuestra memoria en una llama eterna! Y debe creerme, amigo, tan sólo una palabra, dicha en esta escena, la más corriente que existe, es capaz de iluminarla de tal modo que re­sulte inolvidable. Dicen de mí que soy un coleccionis­ta de mujeres. En realidad soy mucho más un colec- [214] cionista de palabras. ¡Créame que jamás olvidará la noche de ayer y considérese afortunado!

Después le hizo con la cabeza un gesto de despe­dida y, cogiendo de la mano a la mujer parecida a un caballo, se alejó lentamente con ella por el paseo del balneario.














Séptima parte

Eduard y Dios





1

La historia de Eduard podemos iniciarla conve­nientemente en la casa de campo de su hermano ma­yor. El hermano estaba tumbado en el sofá y le decía a Eduard:

—Habla con esa tía, tranquilamente. Es una ca­brona, pero creo que hasta la gente como ésa debe te­ner conciencia. Precisamente por la cabronada que me hizo a mí, ahora puede que se alegre si tú le das una oportunidad de expiar sus antiguas culpas haciéndote un favor.

El hermano de Eduard siempre había sido igual: un buenazo y un holgazán. Seguramente habría esta­do así, como ahora, tumbado en el sofá, cuando hacía muchos años (Eduard era entonces un crío) se quedó holgazaneando y durmiendo el día de la muerte de Sta­lin; al día siguiente llegó a la Facultad sin enterarse y se encontró a una de sus compañeras de estudios, Ce­chackova, de pie en medio del vestíbulo, llamativamen­te inmóvil, como un monumento al dolor; dio tres vuel­tas alrededor de ella y empezó a reírse a carcajadas. La chica, ofendida, afirmó que la risa de su compañero de clase era una provocación política y el hermano tu­vo que dejar la universidad e irse a trabajar al pueblo, donde más tarde consiguió un piso, un perro, una es­posa, dos hijos y hasta una casa de campo.

Era precisamente en aquella casa de campo donde [219] estaba ahora tumbado en el sofá hablándole a Eduard:

—Le llamábamos el látigo de la clase obrera. Pero a ti no tiene por qué importarte. Hoy ya es una mujer mayor y como siempre le han gustado los chicos jóve­nes, te echará una mano.

Eduard era entonces muy joven. Había terminado la carrera de Pedagogía (la que no terminó su herma­no) y buscaba trabajo. Atendiendo a los consejos de su hermano llamó al día siguiente a la puerta del des­pacho de la directora. Vio entonces a una mujer alta y huesuda, de pelo aceitoso y negro como una gitana, ojos negros y vello negro bajo la nariz. Su fealdad le hizo perder el temor que por su juventud seguía des­pertando en él la belleza femenina, de manera que pudo hablar con soltura, amabilidad y hasta con ga­lantería. La directora acogió con evidente satisfacción el tono en que le hablaba y afirmó varias veces con sensible exaltación:

—Necesitamos a gente joven.

Prometió aceptar su petición.

2

Y así se convirtió Eduard en maestro de una pe­queña ciudad checa. Aquello no le producía ni pena ni satisfacción. Siempre había procurado diferenciar lo serio de lo no serio, y a su carrera pedagógica la in­cluía en la categoría de lo no serio. No se trata de que la enseñanza no fuera para él seria en sí misma o con respecto a su manutención (en este sentido, por el contrario, le importaba mucho, porque sabía que era su único medio de subsistencia), pero no la considera­ba seria en relación con su esencia. No la había elegi- [220] do. Se la habían elegido la demanda social, el curricu­lum, las notas del bachillerato, los exámenes de ingre­so. La maquinaria compuesta por todas esas fuerzas lo había depositado al salir del Instituto (como una grúa deposita un fardo sobre un camión) en la Facultad de Pedagogía. Fue a aquella Facultad a disgusto (había quedado señalada por el fracaso de su hermano) pero al final se resignó. Comprendió, sin embargo, que su trabajo iba a ser una de las casualidades de su vida. Que iba a estar pegado a él como una barba falsa, que produce risa.

Pero cuando las obligaciones no son algo serio (producen risa), lo serio es quizás aquello que no es obligatorio: Eduard encontró pronto en su nuevo lu­gar de trabajo a una chica joven que le pareció hermo­sa y a la que empezó a dedicarse con una seriedad casi verdadera. Se llamaba Alice y, como tuvo ocasión de comprobar en las primeras citas, era, para desgracia suya, considerablemente casta y decente.

Intentó muchas veces en sus paseos vespertinos pa­sarle el brazo por la espalda de manera que su mano tocara desde atrás el borde de su pecho derecho, pero siempre le cogía la mano y se la hacía quitar. Un día, tras repetir nuevamente aquel intento y hacerle quitar ella (nuevamente) la mano, la chica se detuvo y le preguntó:

—¿Tú crees en Dios?

Eduard percibió con sus finos oídos la oculta in­tensidad de aquella pregunta y olvidó inmediatamen­te el pecho.

—¿Crees? —repitió Alice la pregunta y Eduard no se atrevía a contestar.

No le reprochemos su falta de valor para la sinceri­dad; se sentía abandonado en su nuevo lugar de resi­dencia y Alice le gustaba demasiado como para que estuviera dispuesto a perderla nada más que por una sola pregunta. [221]

—¿Y tú? —le preguntó para ganar tiempo.

—Yo sí —dijo Alice y volvió a insistir para que le diese una respuesta.

Hasta entonces nunca se le había ocurrido creer en Dios. Pero comprendió que ahora no podía reconocer­lo, que, por el contrario, debía aprovechar la oportu­nidad y construir con la fe en Dios un bonito caballo de madera dentro de cuyas entrañas, siguiendo el an­tiguo ejemplo, pudiera deslizarse sin ser visto hasta las profundidades de la chica. Pero Eduard no era capaz de decirle a Alice, así sin más, sí, creo en Dios; no era un hombre sin escrúpulos y le daba vergüenza mentir; le molestaba la grosería de una mentira directa; si la mentira era imprescindible, quería que lo hiciese que­dar en una situación que se pareciese lo más posible a la verdad. Por eso respondió con voz excepcional­mente pensativa:

—Ni siquiera sé qué decirte, Alice. Claro, creo en Dios. Pero... —hizo una pausa y Alice lo miró sor­prendida—. Pero quiero ser totalmente sincero conti­go. ¿Puedo ser sincero contigo?

—Tienes que ser sincero —dijo Alice—. Si no, no tendría sentido que estuviéramos juntos.

—¿De verdad?

—De verdad —dijo Alice.

—A veces me invaden ciertas dudas —dijo Eduard en voz baja—. A veces dudo que de verdad exista.

—¡Pero cómo puedes dudarlo! —casi gritó Alice.

Eduard permaneció en silencio y al cabo de un momento de reflexión se le ocurrió una conocida idea:

—Cuando veo tanta maldad a mi alrededor, me pregunto con frecuencia si es posible que haya un Dios que permita todo eso.

Aquello sonaba tan triste que Alice le cogió la mano:

—Sí, es verdad que el mundo está lleno de mal­dad. Eso lo sé muy bien. Pero precisamente por eso [222] tienes que creer en Dios. Sin él todo ese sufrimiento sería gratuito. Nada tendría sentido. Y yo sería inca­paz de vivir.

—Puede que tengas razón —dijo Eduard pensati­vo, y el domingo fue a misa con ella.

Mojó los dedos en la pila y se santiguó. Después empezó la misa y se cantó, y él cantó con los demás una canción religiosa cuya melodía le resultaba fami­liar y cuya letra desconocía. Por eso, en lugar de las palabras correspondientes, recurrió a diversas vocales, entonando siempre una fracción de segundo después que los demás, porque tampoco conocía la melodía más que de una forma vaga. En cambio, cuando com­probaba que el tono era correcto, hacía sonar su voz con toda su fuerza, así que por primera vez en su vida pudo comprobar que tenía una hermosa voz de bajo. Después todos empezaron a rezar el padre nuestro y algunas señoras mayores se arrodillaron. No pudo re­sistir la tentación y él también se arrodilló en el suelo de piedra. Hacía la señal de la cruz con potentes mo­vimientos de brazos y experimentaba la fabulosa sen­sación de poder hacer algo que no había hecho en la vida, que no podía hacer ni en clase ni en la calle, en ningún sitio. Se sentía maravillosamente libre.

Cuando todo terminó Alice lo miró con ojos ra­diantes:

—¿Todavía puedes decir que dudas de él?

—No —dijo Eduard.

Y Alice dijo:

—Me gustaría enseñarte a amarle como yo le amo.

Estaban de pie en las amplias escaleras por las que se salía de la iglesia y el alma de Eduard estaba llena de risa. Por desgracia en ese preciso momento pasó por allí la directora del colegio y los vio. [223]

3

Era un desastre. Hemos de recordar (para aquellos a quienes se les escapen las circunstancias históricas del relato) que, si bien a la gente no le estaba prohibido ir a la iglesia, la visita no estaba exenta de cierto peligro.

No es difícil entenderlo. Quienes han participado en eso a lo que se llama revolución, alimentan en su interior un gran orgullo que se denomina: estar del lado bueno del frente. Cuando han pasado ya diez o doce años desde entonces (como sucedía, aproximada­mente, en el momento en que tenía lugar nuestra his­toria), la línea del frente comienza a diluirse y, con ella, también el lado bueno. No es de extrañarse que los partidarios de la revolución se sientan engañados y busquen por eso rápidamente frentes de recambio; gracias a la religión pueden entonces (como ateos con­tra creyentes) volver gloriosamente a estar del lado bueno, conservando así el acostumbrado y preciado patetismo de su superioridad.

Pero, a decir verdad, a los otros también les vino bien el frente de recambio y no anticipamos excesiva­mente los acontecimientos al confesar que entre éstos se contaba precisamente Alice. Así como la directora quería estar del lado bueno, Alice quería estar del lado contrario. Durante la revolución al papá de Alice le habían nacionalizado la tienda y Alice odiaba a quienes le habían hecho eso. Pero ¿cómo podía mani­festarlo? ¿Debía coger un cuchillo e ir a vengar a su padre? Eso no suele hacerse en Bohemia. Pero Alice tenía un modo mejor de manifestar su posición con­traria: empezó a creer en Dios.

Así Dios venía en ayuda de ambos bandos (que ya casi estaban a punto de perder los motivos vivos de sus banderías) y gracias a El Eduard se encontró entre dos fuegos. [224]

Cuando el lunes por la mañana la directora se acercó a Eduard en la sala de profesores, se sentía muy inseguro. Ya no podía invocar la atmósfera amistosa de su primera conversación porque desde entonces (por culpa de su ingenuidad o de su despreocupación) no había seguido con sus conversaciones galantes. Por eso la directora podía con todo derecho dirigirse a él con una sonrisa demostrativamente fría:

—Ayer nos vimos, ¿no es verdad?

—Sí, nos vimos —dijo Eduard.

La directora prosiguió:

—No comprendo cómo un hombre joven puede ir a la iglesia.

Eduard se encogió de hombros sin saber qué decir y la directora hizo con la cabeza un gesto de perple­jidad:

—¡Un hombre joven!

—Fui a mirar el interior barroco del edificio —dijo Eduard a modo de disculpa.

—Ajá —dijo la directora irónicamente—, no sabía que se interesase tanto por el arte.

Esta conversación no le resultó a Eduard nada agradable. Se acordó de cuando su hermano había dado tres vueltas alrededor de su compañera de curso y se había reído a carcajadas. Le pareció que se repetía la historia familiar y sintió miedo. El sábado llamó por teléfono a Alice para disculparse porque estaba constipado y no podía ir a la iglesia.

—Parece que eres muy delicado —le reprochó des­pués del domingo Alice y a Eduard le dio la impre­sión de que no había afecto en sus palabras.

Por eso empezó a contarle (de una forma oscura y confusa, porque le daba vergüenza reconocer su mie­do y las verdaderas causas de éste) las injusticias que se cometían con él en el colegio, le habló de la horri­ble directora que lo perseguía sin motivo. Quería dar­le lástima y que lo compadeciera, pero Alice dijo: [225]

—En cambio mi jefa es estupenda —y empezó a contarle, entre risitas, historias de su trabajo.

Eduard oía su alegre voz y estaba cada vez más en­tristecido.

4

¡Señoras y señores, aquéllas fueron semanas de pa­decimientos! Eduard sentía por Alice un deseo endia­blado. El cuerpo de ella lo excitaba y precisamente ese cuerpo le era totalmente inaccesible. También eran fuente de padecimiento los escenarios en los que te­nían lugar sus encuentros; o bien vagaban una o dos horas por las calles en penumbras o iban al cine; lo reiterativo y las ínfimas posibilidades eróticas de am­bas variantes (otras no había) hicieron pensar a Eduard que quizás alcanzaría éxitos más significativos con Alice si pudiese encontrarse con ella en otro am­biente. Por eso le propuso una vez, con cara de ino­cencia, ir el sábado y el domingo a visitar a su herma­no que tenía una casa de campo en un valle boscoso, junto a un río. Le describió con entusiasmo las ino­centes bellezas naturales, pero Alice (en todo lo de­más ingenua y confiada) adivinó astutamente sus in­tenciones y las rechazó de plano. Y es que no era Ali­ce quien lo rechazaba. Era el mismísimo (eternamente vigilante y despierto) Dios de Alice.

Aquel Dios había sido creado a partir de una úni­ca idea (carecía de otros deseos o pensamientos): pro­hibía las relaciones extramatrimoniales. Era, por lo tanto, un Dios bastante ridículo, pero no nos riamos por ello de Alice. De los diez mandamientos que Moisés transmitió a la humanidad, nueve no corrían en su alma el menor peligro, porque Alice no tenía [226] ganas de matar, ni de no honrar a su padre, ni de de­sear a la mujer de su prójimo; sólo había un manda­miento que ella sintiera como problemático y, por tanto, como un inconveniente real y una tarea; era aquel famoso sexto no fornicar. Si quería realizar de algún modo su fe religiosa, demostrándola y ponién­dola a prueba, tenía que apoyarse precisamente en es­te único mandamiento, con lo cual convertía para sí a aquel Dios oscuro, difuminado, abstracto, en un Dios completamente definido, comprensible y concre­to: el Dios de la no fornicación.

Díganme, por favor, ¿dónde comienza la fornica­ción? Cada mujer determina aquí la frontera según unos criterios totalmente misteriosos. Alice no tenía inconveniente alguno en permitir que Eduard la besa­se y, tras muchos y muchos intentos, finalmente se re­signó a que le acariciase los pechos, pero en medio de su cuerpo, pongamos por caso al nivel del ombligo, trazó una línea precisa que no admitía compromisos, más allá de la cual se extendía el territorio de las pro­hibiciones divinas, el territorio del rechazo de Moisés y de la ira del Señor.

Eduard empezó a leer la Biblia y a estudiar la lite­ratura teológica básica; decidió luchar contra Alice con sus propias armas.

—Alice —le dijo más tarde—, si amamos a Dios, nada nos está prohibido. Si deseamos algo es porque él lo permite. Lo único que quería Jesucristo es que todos nos rigiéramos por el amor.

—Sí —dijo Alice—, pero por uno distinto del que tú piensas.

—Amor no hay más que uno —dijo Eduard.

—Eso te vendría muy bien —dijo Alice—, pero Dios estableció determinados mandamientos y por ellos hemos de regirnos.

—Claro, el Dios del Antiguo Testamento —dijo Eduard—, pero no el Dios de los cristianos. [227]

—¿Qué dices? Si no hay más que un solo Dios —respondió Alice.

—Sí —dijo Eduard—, pero los judíos del Antiguo Testamento lo interpretaron de una manera y nosotros de otra. Antes de la llegada de Cristo, el hombre tenía que respetar ante todo cierto sistema de manda­mientos y leyes. Su vida interior ya no era tan impor­tante. Pero para Cristo las diversas prohibiciones y es­tipulaciones eran algo externo. Para él lo principal era la forma de ser del hombre en su interior. Si el hom­bre se rige por su vida interior, fervorosa y llena de fe, todo lo que haga estará bien y complacerá a Dios. Por eso dijo san Pablo todas las cosas son limpias a los limpios.

—Habría que saber si tú eres precisamente uno de esos limpios —dijo Alice.

—Y san Agustín —continuó Eduard— dijo: Ama a Dios y haz lo que te plazca. ¿Lo entiendes, Alice? ¡Ama a Dios y haz lo que te plazca!

—Pero es que lo que te place a ti nunca me place a mí —respondió Alice y Eduard comprendió que su ataque teológico había fracasado por esta vez; por eso dijo:

—Tú no me quieres.

—Te quiero —dijo Alice con tremenda concre­ción—. Y por eso no quiero que hagamos algo que no debemos hacer.

Como ya dijimos, fueron semanas de padecimien­tos. Y los padecimientos eran aún mayores porque el deseo que Eduard sentía por Alice no era ni mucho menos sólo el deseo de un cuerpo por otro cuerpo; al contrario, cuanto más lo rechazaba el cuerpo, más nostálgico y dolido se volvía y más deseaba su cora­zón; pero ni el cuerpo ni el corazón de ella querían saber una palabra de eso, los dos eran igualmente fríos, estaban igualmente encerrados en sí mismos, sa­tisfechos y autosuficientes. [228]

Lo que a Eduard más le irritaba de Alice era preci­samente esa impasible mesura de todas sus manifesta­ciones. Aunque era, por lo demás, un joven bastante sensato, empezó a sentir la necesidad de realizar al­gún acto extremado para sacar a Alice de su impasibi­lidad. Y como era demasiado arriesgado provocarla con actos extremados, blasfemos o cínicos (a los que se hubiera sentido más atraído por su naturaleza), tu­vo que elegir actos extremados precisamente de signo contrario (y por lo tanto mucho más dificultosos) que partieran de la propia postura de Alice, pero magnifi­cándola hasta tal punto que se sintiera avergonzada. Para decirlo de una forma más comprensible: Eduard empezó a exagerar su religiosidad. No dejaba de ir ni una sola vez a la iglesia (el deseo que sentía por Alice era mayor que el miedo a los problemas) y se compor­taba con extravagante humildad: aprovechaba cada oportunidad para arrodillarse en el suelo mientras Ali­ce rezaba y se santiguaba de pie, porque tenía miedo de estropearse las medias.

Un día le echó en cara a ella su escaso fervor reli­gioso. Le recordó las palabras de Jesús: «No todos los que me dicen Señor, Señor, entrarán en el reino de los cielos». Le echó en cara que su fe era formal, exter­na, vacía. Le echó en cara su comodidad. Le echó en cara que estaba demasiado satisfecha de sí misma. Le echó en cara que no se fijaba en quienes la rodeaban, sólo en sí misma.

Y mientras le hablaba de ese modo (Alice se había visto sorprendida por su ataque y se defendía a duras penas) se encontró de frente con una cruz; una vieja cruz de metal en mal estado, con un Cristo de lata oxidada, en la esquina de la calle. Sacó, ceremoniosa­mente, su mano de debajo del brazo de Alice, se de­tuvo y (como protesta contra su corazón indiferente y como señal de ataque en su nueva ofensiva) se santi­guó con terca aparatosidad. No tuvo ni tiempo de re- [229] gistrar el efecto que aquello le había hecho a Alice porque en ese momento vio al otro lado de la calle a la conserje del colegio. Lo estaba observando. Eduard comprendió que estaba perdido.

5

Sus suposiciones se confirmaron cuando la conserje lo detuvo dos días más tarde en el pasillo y le comuni­có en voz muy alta que debía presentarse al día si­guiente a las doce en el despacho de la directora:

—Tenemos que hablar contigo, camarada.

Eduard estaba angustiado. Por la tarde se encontró con Alice para vagar, como de costumbre, una o dos • horas por las calles, pero Eduard no siguió con su fer­vor religioso. Estaba deprimido y tenía ganas de con­fesarle a Alice lo que le había ocurrido; pero no se atrevió porque sabía que para salvar aquel empleo al que no amaba (pero que le era indispensable) estaba dispuesto a la mañana siguiente a traicionar a Dios, sin dudarlo ni un momento. Por eso prefirió no decir ni una palabra de la citación, con lo cual tampoco ob­tuvo consuelo sintiéndose totalmente abandonado.

En la habitación le aguardaban cuatro jueces: la directora, la conserje, un colega de Eduard (pequeñito y con gafas) y un señor desconocido (canoso) al que los demás llamaban camarada inspector. La directora le pidió a Eduard que se sentara y luego le dijo que le habían invitado para mantener una conversación totalmente amistosa y extraoficial, porque todos esta­ban preocupados por la forma en que Eduard se com­portaba en su vida extraescolar. Al decir esto miró al inspector y éste hizo un gesto de aprobación con la ca­beza; luego volvió la vista al maestro de gafitas, que [230] había estado durante todo ese tiempo mirándole aten­tamente y que ahora, en cuanto advirtió su mirada, inició inmediatamente un discurso; queremos educar, dijo, a una juventud sana y sin prejuicios, y somos plenamente responsables de ella, porque le servimos (nosotros, los maestros) de ejemplo; por eso no pode­mos tolerar en nuestras aulas la presencia de santurro­nes; desarrolló esta idea durante mucho tiempo y fi­nalmente afirmó que la conducta de Eduard era una vergüenza para todo el colegio.

Hacía tan sólo unos minutos, Eduard estaba con­vencido de que iba a abjurar del Dios que reciente­mente había adquirido, confesando que lo de ir a la iglesia y santiguarse en público no era más que una pantomima. Pero ahora, de cara ante la situación real, sintió que no podía hacerlo; no era posible decirle a estas cuatro personas, tan serias y llenas de preocupa­ción, que no se habían preocupado más que por un malentendido, por una especie de estupidez; com­prendía que con ello, involuntariamente, se estaría riendo de su seriedad; y también era consciente de que lo único que esperaban ahora de él eran excusas y disculpas y que estaban preparados de antemano a rechazarlas; comprendió (de pronto, no había tiempo para prolongadas reflexiones) que lo más importante en este momento era parecerse lo más posible a la ver­dad o, para ser más precisos, parecerse a la imagen que se habían hecho de él; para conseguir modificar hasta cierto punto esa imagen tenía que hacerles, también hasta cierto punto, el juego. Por eso dijo:

—Camaradas, ¿puedo hablar con sinceridad?

—Claro —dijo la directora—. Para eso está aquí.

—¿Y no se van a enfadar?

—Hable, hable —dijo la directora.

—Bien, se lo confesaré —dijo Eduard—. Yo creo de verdad en Dios.

Miró a sus jueces y le pareció que todos habían [231] suspirado de satisfacción; la conserje fue la única en atacar:

—¿En la época actual, camarada? ¿En la época ac­tual?

Eduard prosiguió:

—Sabía que se iban a enfadar si les decía la verdad. Pero no sé mentir. No pretendan que les mienta.

La directora dijo (con suavidad):

—Nadie pretende que usted mienta. Hace bien en decir la verdad. Pero, dígame, ¿cómo puede creer en Dios un hombre joven como usted?

—¡Hoy, cuando somos capaces de volar hasta la luna! —se enfadó el maestro.

—No puedo evitarlo —dijo Eduard—. Yo no quiero creer en él. De verdad. No quiero.

—¿Cómo es posible que crea si no quiere? —tomó parte en la conversación (en un tono extraordinaria­mente amable) el señor canoso.

—No quiero creer pero creo —repitió Eduard en voz baja su confesión.

El maestro se rió:

—¡Pero eso es una contradicción!

—Camaradas, es tal como se lo digo —afirmó Eduard—. Sé perfectamente que la fe en Dios nos aleja de la realidad. ¿Adónde iría a parar el socialismo si to­dos creyesen que el mundo está en manos de Dios? Na­die haría nada y todos confiarían únicamente en Dios.

—Precisamente —asintió la directora.

—Nadie ha demostrado aún que Dios exista —afirmó el maestro de gafitas.

Eduard continuó:

—La historia de la humanidad se diferencia de la prehistoria porque la gente se ha apoderado de su propio destino y ya no necesita a Dios.

—La fe en Dios conduce al fatalismo —dijo la di­rectora. [232]

—La fe en Dios pertenece a la Edad Media —dijo Eduard, y después volvió a decir algo la directora y dijo algo el maestro y dijo algo Eduard y algo el ins­pector y todos se complementaban armónicamente hasta que por fin el maestro explotó, interrumpiendo a Eduard:

—¿Y entonces por qué te santiguas en la calle si sabes todo eso?

Eduard lo miró con una mirada inmensamente triste y dijo:

—Porque creo en Dios.

—¡Pero eso es una contradicción! —repitió satisfe­cho el maestro.

—Sí —reconoció Eduard—. Lo es. Es una contra­dicción entre el saber y la fe. El saber es una cosa y la fe otra. Yo reconozco que la fe en Dios nos condu­ce al oscurantismo. Reconozco que sería mejor que no existiese. Pero es que yo, aquí dentro... —señaló con un dedo su corazón— siento que existe. Por favor, ca­maradas, se lo digo tal como es, es mejor que lo con­fiese porque no quiero ser un hipócrita, quiero que ustedes sepan, de verdad, cómo soy —y agachó la ca­beza.

La inteligencia del maestro no era de mayor esta­tura que su cuerpo; no sabía que hasta para el más se­vero de los revolucionarios la violencia no es más que un mal necesario, mientras que el verdadero bien de la revolución es la reeducación. El, que había adoptado las convicciones revolucionarias de un día para el otro, no gozaba de las simpatías de la direc­tora y no se percataba de que Eduard, quien se ha­bía puesto a disposición de sus jueces como un com­plejo pero maleable objeto de reeducación, tenía un valor mil veces superior al suyo. Y como no se per­cataba de ello, atacó ahora salvajemente a Eduard, afirmando que las personas que son incapaces de romper con las creencias medievales forman parte de [233] la Edad Media y deben abandonar la escuela actual.

La directora esperó a que terminara de hablar para expresar su recriminación:

—No me gusta que corten cabezas. El camarada ha sido sincero y nos ha contado las cosas como son. Debemos valorar su actitud —después se dirigió a Eduard—: Claro que los camaradas tienen razón en decir que los santurrones no pueden educar a nuestra juventud. Díganos usted mismo qué es lo que pro­pone.

—No sé qué hacer, camaradas —dijo Eduard ape­sadumbrado.

—Yo opino lo siguiente —dijo el inspector—. La lucha entre lo viejo y lo nuevo no sólo tiene lugar en­tre las clases, sino también en el interior de cada per­sona. Una lucha como ésa es la que se desarrolla en el interior del camarada. La razón le dice una cosa, pero el sentimiento le hace retroceder. Tienen ustedes que ayudar al camarada para que su razón triunfe.

La directora hizo un gesto de asentimiento. Des­pués dijo:

—Yo misma me haré cargo de él.

6

De manera que Eduard había alejado el peligro más inminente; el futuro de su carrera pedagógica estaba ahora exclusivamente en manos de la directora y él lo constataba con cierta satisfacción: se acordaba del comentario que le había hecho una vez su herma­no acerca de que a la directora siempre le habían gus­tado los chicos jóvenes y, con toda la inestabilidad de su joven confianza en sí mismo (unas veces acallada, otras exagerada), tomó la decisión de ganarle la par- [234] tida a la que le dominaba conquistándola como hombre.

Cuando, como habían acordado, fue a visitarla unos días más tarde a su despacho de directora, inten­tó adoptar un tono ligero y utilizar todas las oportuni­dades de introducir en la conversación algún detalle íntimo, un ligero piropo, o para, con discreta ambi­güedad, subrayar su condición de hombre en manos de una mujer. Pero no le fue permitido establecer él mismo el tono de la conversación. La directora le ha­bló con amabilidad pero de una forma absolutamente distante; le preguntó qué leía y después citó ella mis­ma los títulos de algunos libros y le recomendó que los leyese, porque evidentemente pretendía iniciar un trabajo a largo plazo para modificar su forma de pen­sar. Aquel breve encuentro terminó con una invita­ción a visitarla a su casa.

El distanciamiento de la directora hizo que la con­fianza de Eduard en sí mismo se desinflara, de modo que entró en su apartamento con humildad y sin la intención de dominarla con su encanto varonil. Ella le invitó a sentarse en el sillón y adoptó un tono muy amistoso; le preguntó qué quería tomar: ¿café? Dijo que no. ¿Entonces algún licor? Se quedó casi per­plejo:

—Si tiene coñac... —y en seguida tuvo miedo de haber cometido un atrevimiento.

Pero la directora dijo amablemente:

—No, coñac no, sólo tengo un poco de vino —y trajo una botella semivacía, cuyo contenido llegó justo para llenar dos copas.

Después le dijo que Eduard no debía ver en ella a una inquisidora; todo el mundo tiene naturalmente derecho en su vida a creer en lo que considere correc­to. Claro que otra cosa es (añadió de inmediato) si, en tal caso, vale o no vale para maestro; por eso tuvieron (aunque a disgusto) que convencer a Eduard para ha- [235] blar con él y quedaron muy contentos (al menos ella y el inspector) de que hablase abiertamente y no ocul­tase nada. Dijo que después había estado hablando largo rato de Eduard con el inspector y que habían decidido que al cabo de medio año volverían a reunir­se con él; hasta entonces la directora debía ayudarle con su influencia. Y volvió a subrayar que sólo pre­tendía ayudarle amistosamente y que no era un inqui­sidor ni un policía. Recordó al maestro que había ata­cado tan violentamente a Eduard y dijo:

—Ese no sabe ni lo que dice y por eso está dis­puesto a mandar a los demás a la hoguera. Y la con­serje también va diciendo por todas partes que estuvo usted terco y atrevido y que no dio su brazo a torcer. No hay manera de convencerla de que no hay que ex­pulsarle del colegio. Yo no estoy de acuerdo con ella, por supuesto, pero tampoco hay que extrañarse. A mí tampoco me gustaría que a mis hijos les diera clase al­guien que se santigua públicamente en la calle.

De esta manera la directora le expuso a Eduard, en un único chorro de palabras, tanto las atracti­vas posibilidades de su caridad como las amenaza­doras posibilidades de su severidad y después, para demostrar que el encuentro era realmente amistoso, cambió de tema: empezó a hablar de libros, condujo a Eduard a la biblioteca, se derritió al hablar de El alma encantada, de Rolland, y se enfadó con él por no haberlo leído. Más tarde le preguntó qué tal le iba en el colegio y tras recibir una respuesta convencional se puso a hablar de ella misma durante mucho tiem­po: dijo que estaba agradecida por el trabajo que le había deparado el destino, que le gustaba su trabajo en el colegio porque al educar a los niños estaba en realidad en permanente contacto con el futuro; y que sólo el futuro puede, a fin de cuentas, justificar todo el sufrimiento que, dijo, podemos ver («sí, hay que reconocerlo») a nuestro alrededor. [236]

—Si no supiera que vivo para algo más que para mi propia vida, creo que sería absolutamente incapaz de vivir.

Aquellas palabras sonaban de pronto con mucha veracidad y no quedaba claro si la directora pretendía con ellas confesarse o iniciar la esperada polémica ideológica sobre el sentido de la vida; Eduard decidió que era mejor interpretarlas en un sentido íntimo y por eso preguntó en voz baja y discreta:

—¿Y su propia vida?

—¿Mi vida? —repitió ella.

En su cara apareció una amarga sonrisa y en ese momento Eduard casi sintió pena. Era enternecedora­mente horrenda: el pelo negro ensombrecía su cara alargada y huesuda y el vello negro que tenía bajo la nariz adquiría la expresividad de un bigote. De pron­to se imaginó toda la tristeza de su vida; percibía sus rasgos agitanados, que evidenciaban su sensualidad, y percibía su fealdad, que evidenciaba la imposibilidad de que esa sensualidad se realizase; se la imaginaba transformándose apasionadamente en una estatua vi­viente del dolor ante la muerte de Stalin, asistiendo apasionadamente a cientos de miles de reuniones, lu­chando apasionadamente contra el pobre Jesús, y comprendió que todos aquellos no eran más que tris­tes cauces de recambio para su deseo, que no podía discurrir por donde quería. Eduard era joven y su compasión aún no estaba gastada. Miraba a la directo­ra con comprensión. Ella en cambio, como si se aver­gonzase por su silencio inintencionado, le dio a su voz una ágil entonación y continuó:

—Pero eso, Eduard, no tiene la menor importan­cia. El hombre no vive sólo para sí mismo. Vive siem­pre para algo —lo miró más fijamente a los ojos—: Lo que importa es para qué se vive. ¿Para algo real o para algo inventado? Dios es una hermosa invención. Pero el futuro de la gente, Eduard, eso es la realidad. Y yo [237] siempre he vivido para eso, a eso se lo he sacrificado todo.

Incluso frases como éstas las decía con tal convic­ción íntima que Eduard no dejaba de sentir aquella comprensión humanitaria que se había despertado dentro de él hacía un momento; le pareció ridículo es­tar mintiendo a otra persona (a su prójimo) así, cara a cara, y pensó que aquel momento de intimidad en la conversación le ofrecía la oportunidad de deshacerse finalmente de ese indigno (y además difícil) papel de creyente.

—Pero si yo estoy completamente de acuerdo con usted —respondió con rapidez—, yo también prefiero la realidad. Lo de mi religión no se lo tome tan en serio.

Inmediatamente se dio cuenta de que no hay que dejarse llevar por un sentimiento alocado. La directora lo miró y dijo con notable frialdad:

—No finja. Me gustaba cuando era sincero. Ahora está tratando de hacerse pasar por lo que no es.

No, a Eduard no le estaba permitido quitarse el ropaje religioso que se había puesto; se resignó rá­pidamente a ello y procuró corregir la mala impre­sión:

—Pero no, no pretendía aparentar. Por supuesto que creo en Dios, eso nunca lo negaré. Lo único que quería decir es que también creo en el futuro de la humanidad, en el progreso y en todo eso. Si no creye­se en eso, ¿para qué serviría todo mi trabajo como maestro, para qué iban a nacer los niños y para qué íbamos a vivir? Pero estaba pensando precisamente en que también la voluntad divina quiere que la socie­dad vaya cada vez mejor. Estaba pensando que uno puede creer en Dios y en el comunismo, que se pue­den unir las dos cosas.

—No —sonrió la directora con maternal autorita­rismo—, esas dos cosas no se pueden unir. [238]

—Ya sé —dijo Eduard con tristeza—. No se enfa­de conmigo.

—No me enfado. Es usted joven y defiende con terquedad sus convicciones. Nadie podrá comprender­le mejor que yo. Yo también he sido joven como us­ted. Yo sé lo que es la juventud. Y su juventud me gusta. Me es usted simpático.

Por fin había llegado la oportunidad. Ni antes ni después, sino precisamente ahora, exactamente en el momento preciso. (No lo había determinado él, más bien podía decirse que aquel momento lo había utili­zado a él para poder realizarse. ) Cuando la directora dijo que le era simpático, respondió sin excesiva ex­presividad:

—Usted a mí también.

—¿De verdad?

—De verdad.

—No me diga. Una mujer vieja como yo... —pro­testó la directora.

—Eso no es cierto —tuvo que decir Eduard.

—Sí que lo es —dijo la directora.

—No es usted vieja en absoluto —tuvo que decir con gesto decidido.

—¿Usted cree?

—Da la casualidad de que me gusta mucho.

—No mienta. Ya sabe que no debe mentir.

—No miento. Es guapa.

—¿Guapa? —la directora puso cara de incredu­lidad.

—Sí, guapa —dijo Eduard, y como se asustó de lo descaradamente increíble que era su afirmación, trató en seguida de buscar algo en qué apoyarla—: Morena. Eso me gusta mucho.

—¿A usted le gustan las morenas? —le preguntó la directora.

—Mucho —dijo Eduard.

—¿Y por qué no vino a verme desde que está en [239] el colegio? Tenía la sensación de que trataba de esqui­varme.

—Me daba vergüenza —dijo Eduard—. Todos hubieran dicho que le estaba haciendo la pelota. Na­die hubiera creído que venía a verla sólo porque me gusta.

—Pero ahora ya no tiene por qué avergonzarse —dijo la directora—. Ahora se ha tomado la decisión de que tiene que venir a verme de vez en cuando.

Lo miró a los ojos con sus grandes pupilas castañas (reconozcamos que, de por sí, eran hermosas) y al des­pedirse le acarició suavemente la mano, de modo que aquel incauto salió de casa con una eufórica sensación de triunfo.

7

Eduard estaba seguro de que aquel desagradable asunto se había resuelto a su favor y el domingo si­guiente fue con Alice a la iglesia con descarada des­preocupación; y no sólo eso, fue nuevamente con ple­na confianza en sí mismo porque (aunque ello nos produzca una compasiva sonrisa) recordaba el trans­curso de su visita a la directora como una radiante prueba de su atractivo masculino.

Además, ese mismo domingo en la iglesia se dio cuenta de que Alice había sufrido cierto cambio: en cuanto se encontraron le dio el brazo y hasta en la iglesia se mantuvo cogida a él; en lugar de comportar­se con humildad y sin llamar la atención, como otras veces, ahora miraba hacia todas partes saludando con sonrientes inclinaciones de cabeza por lo menos a diez conocidos.

Aquello era curioso y Eduard no lo entendía. [240]

Cuando volvieron a pasear juntos, dos días más tarde, por las calles oscuras, Eduard comprobó asom­brado que los besos de ella, antes tan desagradable­mente concretos, se habían vuelto más húmedos, cálidos y fervientes. Al detenerse junto a ella un momento bajo una farola comprobó que lo miraban dos ojos enamorados.

—Para que sepas, yo te quiero —le dijo de repen­te Alice y en seguida le tapó la boca con la mano:

—no, no, no digas nada, me da vergüenza, no quiero oír nada.

Y avanzaron un trecho más y volvieron a detenerse y Alice dijo:

—Ahora lo entiendo todo. Ahora entiendo por qué me echabas en cara que soy demasiado cómoda en mi fe.

Pero Eduard no entendía nada y por eso tampoco nada decía; después de avanzar otro trecho, Alice dijo:

—Y tú no me dijiste nada. ¿Por qué no me dijiste nada?

—¿Y qué tenía que decirte?

—Tú siempre eres igual —dijo ella con silencioso entusiasmo—. Otros se estarían vanagloriando, pero tú callas. Pero precisamente por eso te quiero.

Eduard empezó a intuir de qué hablaba, pero pre­guntó:

—¿De qué hablas?

—De lo que te pasó.

—¿Y quién te lo contó?

—¡Por favor! Lo sabe todo el mundo. Te convoca­ron, te amenazaron y tú te reíste en su cara. No te re­tractaste. Todos te admiran.

—Pero si yo no le dije nada a nadie.

—No seas ingenuo. Una cosa como ésa en seguida se sabe. No fue ninguna tontería. ¿Crees que hoy es po­sible encontrar a alguien que tenga un poco de coraje? [241]

Eduard sabía que en una ciudad pequeña cual­quier acontecimiento se convierte rápidamente en le­yenda, pero no suponía que sus nimias historias, cuyo significado nunca había sobrevalorado, tuvieran tal capacidad de crear leyenda; no era suficientemente consciente de lo bien que les había venido a sus com­patriotas a quienes, como es sabido, les gustan preci­samente los mártires, porque son ellos quienes les per­miten reafirmarse placenteramente en su dulce inacti­vidad al confirmarles que la vida no ofrece más que una disyuntiva: ser aniquilado o ser obediente. Nadie dudaba de que Eduard iba a ser aniquilado, y se lo fueron contando unos a otros con admiración y satis­facción hasta que ahora Eduard, por intermedio de Alice, se encontró con una hermosísima imagen de su propia crucifixión. Se lo tomó con sangre fría y dijo:

—Pero si es natural que no haya abjurado de nada. Es lo que hubiera hecho cualquiera.

—¿Cualquiera? —saltó Alice—. ¡Mira a tu alrede­dor y verás lo que hacen todos! ¡Los muy cobardes! ¡Renegarían de su propia madre!

Eduard callaba y Alice callaba. Iban cogidos de la mano. Alice dijo después de un susurro:

—Sería capaz de hacer cualquier cosa por ti.

Hasta entonces nadie le había dicho a Eduard semejante frase; semejante frase era un regalo inespe­rado. Claro que Eduard sabía que era un regalo inme­recido, pero se dijo que si el destino le negaba los re­galos merecidos, tenía pleno derecho a quedarse con los inmerecidos, por eso dijo:

—ya nadie puede hacer nada por mí.

—¿Por qué?

—Me echarán del colegio y ninguno de los que hoy hablan de mí como si yo fuera un héroe será ca­paz de mover un dedo. Sólo hay una cosa segura. Que me quedaré completamente solo.

—no te quedarás —Alice negaba con la cabeza. [242]

—Me quedaré.

—¡No te quedarás! —gritaba casi Alice.

—Todos reniegan de mí.

—Yo nunca renegaré —dijo Alice.

—Renegarás —dijo Eduard con tristeza.

—No renegaré —dijo Alice.

—No, Alice —dijo Eduard—, tú no me quieres. Tú nunca me has querido.

—Eso no es verdad —susurró Alice, y Eduard ad­virtió con satisfacción que tenía los ojos mojados.

—No me quieres, Alice, eso se siente. Tú siempre has sido totalmente fría conmigo. No es así cómo se comporta una mujer enamorada. Eso lo sé muy bien. Y ahora sientes compasión por mí, porque sabes que quieren hundirme. Pero no me quieres y no me gusta que pretendas convencerte a ti misma.

Seguían andando, callaban y se cogían de la mano. Alice lloraba en silencio y después se detuvo de pronto y dijo lloriqueando:

—No, eso no es verdad, no debes creerlo, eso no es verdad.

—Sí lo es —dijo Eduard y, como Alice no dejaba de llorar, le propuso que fueran el sábado al campo.

En el hermoso valle junto al río está la casa de campo del hermano en la que podrán estar a solas. Alice tenía la cara mojada por las lágrimas y asintió sin decir palabra.

8

Eso fue el martes, y el jueves, cuando Eduard fue invitado nuevamente al apartamento de la directora, entró alegre y confiado, porque no tenía la menor duda de que el encanto de su ser iba a diluir la histo- [243] ria de la iglesia convirtiéndola en una mera nubecilla de humo, en una mera nada. Pero así es cómo suele suceder en la vida: el hombre cree que desempeña su papel en determinada obra y no sabe que mientras tanto han cambiado el decorado en el escenario sin que lo note y sin darse cuenta se encuentra en medio de una representación completamente distinta.

Estaba sentado de nuevo en el sillón frente a la di­rectora; entre los dos había una mesilla y encima de ella una botella de coñac flanqueada por dos copas. Y precisamente esa botella de coñac era aquel nuevo decorado por el cual un hombre perspicaz, de espíritu sensato, advertiría de inmediato que la historia de la iglesia ya no es, en absoluto, lo que está en juego.

Pero el inocente Eduard estaba hasta tal punto en­cantado consigo mismo que al comienzo no se perca­taba de nada en absoluto. Participó alegremente en la conversación inicial (indeterminada y genérica en su contenido), bebió la copa que le fue ofrecida y se aburrió sin malicia alguna. Al cabo de media hora o de una hora, la directora pasó disimuladamente a ha­blar de temas más personales; empezó a hablar de sí misma para que sus palabras la hicieran aparecer ante Eduard tal como ella lo deseaba: una mujer sensata de mediana edad, no demasiado feliz, pero que acepta con dignidad su sino, una mujer que no se queja de nada y que incluso está satisfecha de no haberse casa­do, porque sólo así puede saborear el maduro sabor de su independencia y la alegría que le produce la in­timidad que le otorga su hermoso apartamento en el que se siente a gusto y en el que seguramente tampo­co Eduard está a disgusto.

—No, estoy encantado —dijo Eduard, y lo dijo con angustia porque precisamente en ese momento había dejado de estar encantado.

La botella de coñac (que de forma tan incauta ha­bía solicitado durante su anterior visita y que ahora [244] aparecía en la mesa con amenazadora complacencia), las cuatro paredes del apartamento (delimitando un ámbito que parecía cada vez más estrecho, cada vez más cerrado), el monólogo de la directora (centrado en temas cada vez más personales), su mirada (peli­grosamente fija), todo aquello hizo que por fin empe­zase a notar el cambio de representación; comprendió que se encontraba en una situación cuya evolución es­taba irrevocablemente prefijada; se dio cuenta de que su situación en el colegio no corría peligro por el desa­grado que él pudiera producirle a la directora, sino precisamente por lo contrario: por el desagrado físico que a él le produce esa mujer flaca que tiene vello bajo la nariz y le incita a beber. La angustia le atena­zaba la garganta.

Obedeció a la directora y bebió, pero su angustia era ahora tan fuerte que el alcohol no le hacía efecto alguno. En cambio la directora, después de beberse dos copas, había abandonado por completo su habi­tual sobriedad y sus palabras adquirían una exaltación casi amenazante.

—Hay una cosa que le envidio —decía—, que sea tan joven. Usted aún no puede saber lo que es un de­sengaño, lo que es una desilusión. Usted aún ve el mundo lleno de esperanza y de belleza.

Se inclinó por encima de la mesa hacia Eduard y, nostálgicamente silenciosa (con una sonrisa in­móvil y forzada), fijó en él sus ojos terriblemen­te grandes, mientras Eduard se decía que, si no conseguía emborracharse un poco, esta noche iba a terminar para él con un vergonzoso fracaso; por eso se sirvió otra copa de coñac y la bebió con ra­pidez.

Y la directora seguía:

—¡Pero yo quiero verle así! ¡Como usted! —y des­pués se levantó del sillón, sacó pecho y dijo—: ¿Ver­dad que no soy una pesada? ¿Verdad que no? —y dio [245] la vuelta a la mesa y cogió a Eduard de la mano—: ¿Verdad que no?

—No —dijo Eduard.

—Venga, vamos a bailar —dijo, soltó la mano de Eduard, se lanzó hacia el botón de la radio y le dio vuelta hasta encontrar una especie de música bailable.

Después se quedó de pie, con una sonrisa, delante de Eduard.

Eduard se levantó, cogió a la directora y empezó a conducirla por la habitación al ritmo de la música. La directora a ratos apoyaba tiernamente la cabeza sobre su hombro, después la levantaba bruscamente para mirarle a los ojos, al cabo de un rato volvía a can­turrear en voz baja la melodía que estaba sonando.

Eduard se sentía tan incómodo que interrumpió varias veces el baile para beber. No había nada que deseara más que terminar con la ridiculez de aquel bailoteo interminable, pero tampoco había nada que le diera más miedo, porque la ridiculez de lo que ven­dría después del baile parecía aún más insoportable. Por eso siguió conduciendo a la canturreante señora por la estrecha habitación, observando ininterrumpi­damente (y atentamente) el ansiado efecto del alco­hol. Cuando por fin le pareció que el alcohol le había oscurecido un tanto la mente, apretó con la mano de­recha a la directora contra su cuerpo y le puso la mano izquierda sobre un pecho.

Sí, hizo precisamente aquello en lo que había estado pensando con horror durante toda la noche; hubiera dado quién sabe qué para no tener que hacerlo y, si lo hizo, créanselo, fue sólo porque realmente tuvo que hacerlo: la situación en la que se encontraba desde el comienzo de la noche era tan im­parable que resultaba posible, eso sí, hacer que trans­curriese más despacio, pero era imposible detenerla de ninguna manera, de modo que al poner la mano sobre el pecho de la directora, Eduard no hacía más [246] que someterse a las órdenes de una necesidad irre­versible.

Pero los efectos de su actuación superaron todas las previsiones. Como si hubiera oído una mágica voz de mando, la directora empezó a retorcerse en sus brazos e inmediatamente apoyó su peludo labio supe­rior sobre la boca de él. Después lo arrastró hacia el sofá y, retorciéndose salvajemente y respirando ruido­samente, le mordió el labio y hasta la punta de la len­gua, lo cual le produjo a Eduard un fuerte dolor. Después se soltó de sus brazos, dijo: «¡Espera!» y co­rrió al cuarto de baño.

Eduard se lamió un dedo y comprobó que la len­gua le sangraba un poco. El mordisco le dolía tanto que la trabajosa borrachera había desaparecido y la angustia volvía a atenazarle la garganta pensando en lo que le esperaba. En el cuarto de baño se oía el rui­do del agua al caer, acompañado por un poderoso chapoteo. Cogió la botella de coñac, se la llevó a la boca y dio un buen trago.

Pero en ese momento apareció por la puerta la di­rectora con un camisón de nylon transparente (ador­nado en el pecho con gran cantidad de encaje) y avan­zó lentamente hacia Eduard. Lo abrazó. Después se separó de él y le dijo con un reproche:

—¿Por qué estás vestido?

Eduard se quitó la chaqueta y al mirar a la directo­ra (tenía fijos en él sus grandes ojos) fue incapaz de pensar en otra cosa que en su cuerpo que, con proba­bilidad, iba a sabotear su decidida voluntad. Con la intención de estimular de algún modo su cuerpo, dijo con voz insegura:

—Desnúdese del todo.

Con un brusco movimiento, entusiastamente obe­diente, se quitó el camisón, dejando al desnudo una figura delgada, blanca, en cuyo centro el tupido color negro sobresalía en conmovedora orfandad. Se [247] aproximaba lentamente hacia él y Eduard comproba­ba horrorizado lo que de todos modos ya sabía: su cuerpo estaba completamente agarrotado por la an­gustia.

Ya sé, señores, que con el paso de los años han ido acostumbrándose a alguna ocasional desobedien­cia de su propio cuerpo y que eso no les saca en abso­luto de quicio. Pero comprendan, ¡Eduard era joven! Los sabotajes de su cuerpo le hacían caer siempre en un pánico increíble y aquello era para él una vergüen­za inexplicable, tanto si le ocurría en presencia de un rostro hermoso como si le sucedía ante uno tan horri­ble y cómico como era el de la directora. Y la directo­ra estaba ya a un paso y él, asustado y sin saber qué hacer, dijo de pronto, sin siquiera darse cuenta (fue más bien el producto de una inspiración que el de una astuta reflexión):

—¡No, no, no por Dios! ¡No, eso es pecado, eso sería pecado! —y se apartó de un salto.

La directora seguía aproximándose a él y murmu­raba con voz profunda:

—¡No es pecado! ¡El pecado no existe!

Eduard retrocedió hasta detrás de la mesilla junto a la que habían estado sentados hacía un momento:

—¡No, yo no puedo hacerlo, no puedo hacerlo!

La directora apartó el sillón que se interponía en su camino y siguió avanzando hacia Eduard, sin qui­tarle sus grandes ojos negros de encima:

—¡El pecado no existe! ¡El pecado no existe!

Eduard sorteó la mesilla y tras él ya no quedaba más que el sofá; la directora estaba a sólo un paso de él. Ahora ya no tenía a dónde escapar y fue quizás la propia desesperación la que le aconsejó en ese instan­te, en que ya no había salida, que le ordenase:

—¡Arrodíllate!

Lo miró sin comprender, pero cuando él volvió a repetir con voz firme (aunque desesperada): [248]

—¡Arrodíllate! —cayó entusiasmada ante él y se abrazó a sus piernas.

—¡Quita las manos de ahí! —le gritó—. Júntalas!

Volvió a mirarlo sin comprender.

—¡Júntalas! ¿Has oído?

Juntó las manos.

—Reza —le ordenó.

Tenía las manos juntas y lo miraba, entregada.

—Reza para que Dios nos perdone —le chilló.

Tenía las manos juntas, le miraba con sus grandes ojos y Eduard no sólo había obtenido una ventajosa prórroga, sino que al mirarla desde arriba empezó a perder la angustiosa sensación de que no era más que una presa y adquirió confianza en sí mismo. Se alejó de ella para verla por entero y volvió a ordenarle:

—¡Reza!

Como permanecía en silencio, gritó:

—¡Y en voz alta!

Y en efecto: aquella señora arrodillada, flaca, des­nuda, empezó a recitar:

—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino...

Al recitar las palabras de la oración, miraba hacia arriba, hacia él, como si fuera el mismo Dios. La ob­servaba con creciente placer: estaba arrodillada ante él la directora, humillada por un subordinado; estaba ante él una revolucionaria desnuda, humillada por una oración; estaba ante él una mujer que rezaba, hu­millada por su desnudez.

Esta triple imagen de la humillación le embriagó y de pronto sucedió algo inesperado: su cuerpo renun­ciaba a la resistencia pasiva: ¡Eduard estaba excitado!

En el momento en que la directora dijo «y no nos hagas caer en la tentación» se quitó rápidamente toda la ropa. Cuando dijo «Amén», la levantó bruscamente del suelo y la arrastró al sofá. [249]

9

Eso fue el jueves, y el sábado Eduard se fue con Alice al campo a ver a su hermano. El hermano les re­cibió afectuosamente y les dejó la llave de la casa de campo, que no estaba lejos.

Los dos enamorados se marcharon y pasaron toda la tarde recorriendo bosques y prados. Se besaron y Eduard comprobó con manos satisfechas que la línea imaginaria que pasaba por el ombligo y dividía la es­fera de la inocencia de la esfera de la fornicación, ha­bía perdido su valor. Al principio tuvo ganas de con­firmar con palabras este acontecimiento tanto tiempo esperado, pero después se asustó y comprendió que debía callar.

Al parecer, su deducción fue del todo correcta; la inesperada transformación de Alice se había produci­do independientemente de las muchas semanas que él había dedicado a convencerla, independientemente de su argumentación, independientemente de cual­quier tipo de deducción lógica; por el contrario, se basaba exclusivamente en la noticia sobre el martirio de Eduard, y por tanto en un error, e incluso había sido deducida de ese error de forma totalmente ilógi­ca; porque, reflexionemos: ¿por qué iba a tener como resultado la fidelidad de Eduard como mártir de la fe el que Alice, por su parte, fuera infiel a la ley divina? Si Eduard no había traicionado a Dios ante la Comi­sión Investigadora, ¿por qué iba a tener ella que trai­cionarlo ahora ante Eduard?

En semejante situación, cualquier reflexión pro­nunciada en voz alta podía descubrirle a Alice la falta de lógica de su actitud. Y por eso Eduard permanecía sensatamente en silencio, lo cual por otra parte no lla- [250] maba en absoluto la atención, porque Alice hablaba ya bastante, estaba alegre y nada hacía suponer que la transformación que se había producido en su alma fuera dramática o dolorosa.

Cuando oscureció, llegaron a la casa de campo, encendieron la luz, después hicieron la cama, se besa­ron y Alice le pidió entonces a Eduard que apagase la luz. Pero por la ventana seguía penetrando el resplan­dor de las estrellas, de modo que Eduard, a petición de Alice, tuvo que cerrar también las contraventanas. En completa oscuridad Alice se desnudó y se le en­tregó.

Tantas semanas había pasado Eduard anhelando que llegase este momento y, curiosamente, ahora, cuando por fin llegaba, no tenía en absoluto la sensa­ción de que fuese tan importante como lo indicaba todo el tiempo que había estado esperándolo; le pare­ció tan sencillo y normal que durante el acto amoroso estuvo casi distraído, intentando en vano alejar los pensamientos que le venían a la cabeza: se acordaba [ de aquellas largas semanas inútiles en las que Alice le había hecho sufrir con su frialdad, se acordaba de to­dos los problemas que le había causado en el colegio, de manera que, en lugar de gratitud por su entrega, empezó a sentir dentro de sí una especie de enfado y de deseo de venganza. Le irritaba pensar en la facili­dad con la que traicionaba ahora a su Dios de la no fornicación, al que antes adoraba con tanto fanatis­mo; le irritaba que nada fuera capaz de hacerla salir de su mesura, ningún deseo, ningún acontecimiento, ningún cambio; le irritaba que lo viviese todo sin con­tradicciones internas, confiada y con facilidad. Y cuando aquella irritación se apoderó por completo de él, trató de hacerle el amor con furia y con rabia, para lograr que emitiese algún sonido, algún gemido, al­guna palabra, algún quejido, pero no lo consiguió. La muchachita seguía en silencio y a pesar de todos los es- [251] fuerzos de él el acto amoroso terminó igualmente en silencio y sin dramatismo.

Después ella se acurrucó sobre su pecho y se dur­mió rápidamente, mientras Eduard permaneció mu­cho tiempo en vela, advirtiendo que no sentía satis­facción alguna. Trataba de imaginarse a Alice (pero no su aspecto físico, sino, de ser posible, todo su ser en conjunto) y de pronto se le ocurrió que la veía bo­rrosa.

Detengámonos en esta palabra: Alice, tal como Eduard la había visto hasta ahora, era, pese a su inge­nuidad, un ser firme y claro: la clara sencillez de su aspecto parecía corresponder sencillamente a la sim­plicidad de su fe, y la sencillez de su destino parecía ser la justificación de su actitud. Eduard hasta ahora la había encontrado uniforme y articulada; podía reír­se de ella, podía maldecirla, podía asediarla con sus astucias, pero se veía obligado (sin pretenderlo) a res­petarla.

Ahora, en cambio, la imprevista trampa de la no­ticia falsa había desarmado la articulación de su ser y Eduard tenía la impresión de que sus opiniones no eran en realidad más que algo que estaba adherido a su destino y su destino algo adherido a su cuerpo, la veía como una combinación casual de cuerpo, ideas y transcurso vital, como una combinación inorgánica, arbitraria e inestable. Se imaginaba a Alice (respiraba profundamente apoyada en su hombro) y veía a su cuerpo por una parte y a sus ideas por otra; el cuerpo le gustaba, las ideas le parecían ridículas y en conjun­to aquello no formaba ser alguno; la veía como una raya absorbida por un papel secante: sin perfil, sin forma.

El cuerpo le gustaba de verdad. Cuando Alice se levantó por la mañana, la obligó a permanecer desnu­da y ella, aunque ayer mismo había insistido con ter­quedad en cerrar las contraventanas, porque hasta el [252] suave resplandor de las estrellas la molestaba, ahora se había olvidado por completo de su vergüenza. Eduard la observaba (brincaba alegremente buscando el pa­quete del té y las galletas para el desayuno) y Alice, cuando lo miró, después de un rato, advirtió que esta­ba pensativo. Le preguntó qué le pasaba. Eduard le respondió que después del desayuno tenía que ir a vi­sitar a su hermano.

El hermano le preguntó a Eduard qué tal le iba en el colegio. Eduard dijo que bastante bien y el herma­no dijo:

—Esa Cechackova es una cabrona, pero hace ya mucho tiempo que la perdoné. La perdoné porque no sabía lo que hacía. Quería perjudicarme y en lugar de eso me ayudó a vivir estupendamente. Como agricul­tor gano más y el contacto con la naturaleza me de­fiende del escepticismo que sufren los habitantes de las ciudades.

—En realidad esa tía también me ha traído cierta felicidad —dijo Eduard y le contó a su hermano cómo se había enamorado de Alice, cómo había fingido creer en Dios, cómo le habían juzgado, cómo había intentado reeducarlo la Cechackova y cómo Alice se le había entregado por ser un mártir.

Lo único que no contó fue cómo había obligado a la directora a rezar el padrenuestro, porque vio un gesto de desaprobación en los ojos de su hermano. Se calló y su hermano dijo:

—Puede que tenga más de un defecto, pero hay uno que no tengo. Nunca he fingido lo que no soy, a todo el mundo le he dicho a la cara lo que pensaba.

Eduard le tenía cariño a su hermano y su reproba­ción le dolía; trató de justificarse y empezaron a dis­cutir. Al fin, Eduard dijo:

—Hermano, sé que eres un hombre recto y que estás orgulloso de eso. Pero plantéate una pregunta: ¿Por qué hay que decir la verdad? ¿Qué es lo que nos [253] ata a ella? ¿Y por qué creemos en realidad que la ve­racidad es una virtud? Imagínate que te topas con un loco que dice que es un pescado y que todos somos pescados. ¿Vas a discutir con él? ¿Te vas a desnudar delante de él para enseñarle que no tienes aletas? ¿Le vas a decir a la cara lo que piensas? ¿Dime?

El hermano permaneció en silencio y Eduard con­tinuó:

—Si no le dijeses más que la verdad, lo que real­mente piensas de él, establecerías un diálogo en serio con un loco y tú mismo te convertirías en un loco. Y así es como funciona el mundo que nos rodea. Si insistiese en decirle la verdad a la cara, eso significaría que me lo tomo en serio. Y tomarse en serio algo tan poco serio significa perder la seriedad. Yo, hermano, tengo que mentir si no quiero tomarme en serio a los locos y convertirme yo mismo en uno de los locos.

10

El domingo por la tarde los dos enamorados regre­saron a la ciudad; estaban solos en el compartimento (la muchachita estaba otra vez charlando alegremente) y Eduard se acordaba de cómo había deseado encon­trar en su relación voluntaria con Alice algo serio en la vida, ya que sus obligaciones no se lo ofrecían, y advertía apenado (el tren golpeteaba idílicamente contra las uniones de los rieles) que la historia de amor que había vivido con Alice no tenía consisten­cia, estaba hecha de casualidad y errores, carecía de toda seriedad y de todo sentido; oía las palabras de Alice, veía sus gestos (le apretaba la mano) y se le ocurrió pensar que eran signos desprovistos de signifi­cado, monedas sin coberturas, pesas de papel a las [254] que no podía dar más valor que Dios a la oración de la directora desnuda; y de pronto le pareció que todas las personas con las que se había encontrado en su nuevo lugar de trabajo eran sólo rayas absorbidas por un papel secante, seres con posturas intercambiables, seres sin una esencia firme; pero lo que es peor, lo que es mucho peor (siguió pensando), él mismo no es más que una sombra de todas esas gentes hechas de sombras, no ha empleado su inteligencia más que en adaptarse a ellas, en imitarlas, y aunque las imitara riéndose para sus adentros, sin tomárselo en serio, aunque al hacerlo procurara burlarse de ellas en secre­to (justificando así su adaptación), eso no cambia en nada las cosas, porque una imitación malintencionada sigue siendo una imitación y una sombra que se bur­la sigue siendo una sombra, subordinada y derivada, pobre y simple.

Aquello era humillante, aquello era terriblemente humillante. El tren golpeteaba idílicamente contra las uniones de los rieles (la muchachita seguía parlotean­do) y Eduard dijo:

—Alice ¿eres feliz?

—Sí —dijo Alice.

—Yo estoy desesperado —dijo Eduard.

—¿Te has vuelto loco? —dijo Alice.

—No debimos haberlo hecho. No tenía que haber sucedido.

—¿Qué se te ha metido en la cabeza? ¡Si eras tú el que quería!

—Sí, quería —dijo Eduard—. Pero ese fue mi gran error y Dios nunca me lo perdonará. Ha sido un pecado, Alice.

—¿Pero qué te pasa? —dijo la muchachita con tranquilidad—. ¡Si eras tú el que siempre decía que lo que quiere Dios es ante todo amor!

Cuando Eduard oyó que Alice se apoderaba tran­quilamente, ex post, del sofisma teológico con el que [255] tiempo atrás se había lanzado él, con tan poco éxito, al campo de batalla, se enfureció:

—Sólo te lo decía para ponerte a prueba. ¡Ahora me he dado cuenta de cómo sabes serle fiel a Dios! ¡Pero el que es capaz de traicionar a Dios, es capaz de traicionar con mucha mayor facilidad a otra persona!

Alice seguía sin encontrar respuestas, pero era me­jor que no las encontrara porque lo único que conse­guía era excitar aún más la vengativa rabia de Eduard. Eduard seguía y seguía hablando y habló (utilizó in­cluso las palabras repugnancia y repugnancia física) hasta obtener por fin de aquel rostro sereno y tierno, suspiros, lágrimas y quejidos.

—Adiós —le dijo en la estación y la dejó llorando.

Hasta varias horas después, en casa, cuando ya ha­bía desaparecido aquella extraña rabia, no se dio ple­namente cuenta de lo que había hecho; se imaginó el cuerpo de ella, que aquella misma mañana había brincado desnudo ante él y, al darse cuenta de que aquel cuerpo hermoso se iba porque él mismo lo ha­bía echado voluntariamente, se llamó idiota y tuvo ganas de darse de bofetadas.

Pero lo pasado pasado estaba y ya no tenía arreglo.

Además, hemos de decir, para ser sinceros, que, aunque la idea de aquél hermoso cuerpo que desapa­recía le produjo a Eduard ciertos sufrimientos, bastan­te pronto se rehizo de aquella pérdida. La escasez de relaciones amorosas que hasta hacía un tiempo le ha­bía hecho padecer y le había producido nostalgia, era la escasez transitoria de quien cambia de residencia. Eduard ya no sufría esta escasez. Una vez a la semana visitaba a la directora (la costumbre había liberado a su cuerpo de la angustia inicial) y estaba dispuesto a seguir visitándola hasta que su situación en el colegio quedase del todo aclarada. Además procuraba dar ca­za, con creciente éxito, a bastantes más mujeres y chi­cas. Como resultado de ello, empezó a apreciar mu- [256] cho más los ratos en que estaba solo y se aficionó a los paseos solitarios que, a veces, combinaba (hagan el favor de prestar atención, por última vez, a esto) con visitas a la iglesia.

No, no teman, Eduard no se hizo creyente. Mi re­lato no pretende coronarse con tan forzada paradoja. Pero Eduard, aunque está casi seguro de que Dios no existe, se entretiene, con placer y nostalgia, en imagi­nárselo.

Dios es pura esencia, en tanto que Eduard no ha encontrado (y desde la historia de Alice y de la direc­tora ha pasado ya una buena cantidad de años) nada esencial ni en sus amores, ni en su colegio, ni en sus ideas. Es demasiado perspicaz para aceptar que ve esencialidad en lo inesencial, pero es demasiado débil para no seguir anhelando secretamente la esencia­lidad.

¡Ay, señoras y señores, triste vive el hombre cuan­do no puede tomar en serio a nada y a nadie!

Y por eso Eduard anhelaba a Dios, porque sólo Dios está exento de la dispersante obligación de apa­recer y puede simplemente ser; porque únicamente él representa (él solo, único e inexistente) la contraparti­da esencial de este inesencial (pero por ello tanto más existente) mundo.

Y así Eduard se sienta de vez en cuando en la igle­sia y mira pensativo hacia la cúpula. Despidámonos de él precisamente en uno de esos momentos: es por la tarde, la iglesia está silenciosa y vacía. Eduard está sentado en un banco de madera y le da lástima que Dios no exista. Y precisamente en ese momento su lástima es tan grande que de las profundidades de ella surge de pronto el verdadero, vivificante rostro de Dios. ¡Mírenlo! ¡Sí! ¡Eduard sonríe! Sonríe y su sonri­sa es feliz...

Consérvenlo, por favor, en su memoria con esta sonrisa.

FIN.