A veces, el sueño es el camino que encuentran los vivos para evadirse del mundo, y en ocasiones los muertos se comunican con ellos para hacerles olvidar la tristeza y la soledad. Aunque distintos e independientes entre sí, los tres relatos que integran Sueño profundo cuentan la historia de tres mujeres sumidas en un estado de desgana e indolencia tras la muerte de algún ser cercano, y que deben aprender a enfrentarse de nuevo a la vida.
Terako, la protagonista del primer relato, Sueño profundo, sufre por el amor que siente por un hombre incapaz
de comprometerse, al tiempo que la inunda una intensa soledad tras la muerte de
su amiga Shiori. En lugar de intentar llenar el vacío, Terako sucumbe al sueño,
la indolencia y los recuerdos, hasta que una inesperada ayuda viene a
rescatarla del pozo insondable en el que ha caído. También Shibami, en La noche y los viajeros de la noche,
recuerda a Yoshihiro, su hermano muerto, y siente vivamente el dolor que la
ausencia de este produce aún en las dos mujeres que más le amaron. Para tratar
de superarlo, hablará con una de ellas y buscará a la otra y al hijo que
sospecha que tuvo con su hermano. Finalmente, en Una experiencia, Fumi-chan, hastiada y entregada a la bebida y al
sueño, escucha cada noche una extraña melodía en su cabeza antes de dormirse, y
rememora la rivalidad que mantuvo con otra mujer por culpa de un hombre que ya
nada significa en su vida.
Sueño profundo
¿Desde cuándo me duermo así cada vez que estoy sola?
El sueño me invade como la pleamar. Y no puedo resistirme. Es un sueño profundo, sin límites; ni el timbre del teléfono ni el ruido de los coches que pasan por la calle llegan a mis oídos. No siento dolor ni soledad. El mundo del sueño es cuanto existe.
Únicamente me siento sola en el instante de despertar. Al alzar los ojos al cielo ligeramente nublado, comprendo que ha transcurrido mucho tiempo desde que me dormí. Y pienso, confusa: «No tenía ninguna intención de dormir, pero he perdido el día durmiendo». Inmersa en un remordimiento pesado muy cercano a la humillación, siento cómo, de repente, un escalofrío me recorre la espalda.
¿Cuándo empecé a abandonarme al sueño? ¿Cuándo dejé de resistirme a él?… ¿He estado alguna vez completamente despierta, llena de vigor y energía? De eso hace ya demasiado tiempo, me parece la prehistoria. No guardo de aquella época más que imágenes borrosas, como si pertenecieran a un pasado remoto, helechos y dinosaurios coloreados en tonos crudos y brillantes reflejándose en mis pupilas.
Por más que duerma, a él, a mi novio, no obstante, sí lo oigo cuando llama. El timbre del teléfono suena de un modo inconfundible cuando es él, el señor Iwanaga, quien llama. No sé por qué, pero es así. Distinguiéndose de los diversos sonidos procedentes del exterior, el timbre del teléfono resuena dentro de mi cabeza con un alegre repiqueteo, como si llevara los cascos puestos. Y cuando me incorporo y tomo el auricular, él pronuncia mi nombre con aquella voz suya, tan profunda que me sobrecoge:
—¿Terako?
—Sí —respondo yo, y él se ríe un poco de mi voz hueca, y me dice siempre:
—Debías de estar durmiendo otra vez, ¿no es así?
Normalmente, él utiliza un tono más informal, y a mí me encanta que de pronto me hable así, y cada vez que lo oigo siento que el mundo se cierra de golpe. Me quedo ciega, como si hubieran bajado una puerta metálica. Saboreo el eco de su voz como si fuera eterno.
—Dormía, sí —digo yo, dueña al fin de mi consciencia.
La última vez que llamó fue por la tarde, y llovía.
El rugido de la lluvia torrencial y el cielo plomizo envolvían las calles y yo, de súbito, sentí lo extremadamente preciosa que era aquella llamada, mi único vínculo con el mundo exterior.
Cuando la voz empezó a anunciar el lugar y la hora de la cita, experimenté fastidio. Olvídate de esto, lo que quiero que digas es mi adorado: «Debías de estar durmiendo otra vez, ¿no es así?». ¡Otra vez! Finjo patalear mientras tomo nota. «Sí, a tal hora. Sí, allí».
Si alguien me asegurara que lo nuestro es auténtico amor, sentiría un alivio tan grande que me postraría a sus pies. Y si no lo fuera, si se tratase de algo pasajero, yo desearía seguir durmiendo como ahora y no querría volver a oír jamás el timbre del teléfono. Querría que me dejaran sola inmediatamente.
Exhausta por esta inseguridad, me dispuse a recibir el verano: hacía un año y medio que nos conocíamos.
«Ha muerto una amiga mía».
Hace dos meses perdí la ocasión de decir estas palabras. Si lo hubiera hecho, sé que él me hubiese escuchado con atención: ni yo misma comprendo por qué no lo hice.
Durante la noche, no consigo dejar de darle vueltas. ¿Se lo digo? ¿Se lo digo ya?
Mientras caminamos, busco las palabras.
Ha muerto una amiga mía. Tú no la conocías. Era mi mejor amiga, se llamaba Shiori. Al terminar la universidad, empezó a trabajar en algo muy extraño. Sí, en servicios, una especie de prostitución muy sofisticada. Era muy buena persona; cuando estudiábamos en la universidad, vivíamos las dos en el piso en el que todavía vivo. Fue magnífico. Divertidísimo. No le temíamos a nada, todos los días charlábamos de mil cosas distintas, pasábamos las noches en vela, nos emborrachábamos hasta rodar por el suelo. Y si, fuera, nos sucedía algo desagradable, al llegar a casa montábamos una juerga, nos lo tomábamos a broma y lo olvidábamos. ¡Era tan divertido! Solía hablarle de ti, ¿sabes? Bueno, lo que se dice hablar… Ya sabes, despotricaba contra ti o cantaba tus alabanzas, no hacíamos otra cosa. En fin, ya se sabe que un hombre y una mujer no pueden ser amigos, ¿verdad? Y que cuando la confianza llega a ser plena ya no es amor, ¿no es así? Pues con Shiori era distinto. Nosotras éramos amigas de verdad. Cuando el peso de la vida me oprimía, ¿sabes?, si estaba Shiori, ¿cómo te diría?, ese peso quedaba reducido a la mitad. Me sentía aliviada, ¿comprendes? Y no es porque ella hiciese nada especial. A pesar de que nos compenetrábamos mucho, nuestra relación no era en absoluto absorbente, me producía una cálida y agradable sensación de bienestar. Es fantástico tener a otra mujer por amiga, ¿sabes? Te tenía a ti, tenía a Shiori; durante aquella época sufrí muchísimo, pero todo era como un juego de niños: cuando miro hacia atrás, me parece una fiesta. Me pasaba el día llorando y riendo. Sí, Shiori era una gran persona y, cuando me escuchaba asintiendo, esbozaba siempre una sonrisa. Se le formaban hoyuelos en las mejillas, ¿sabes? Pero se suicidó. Ya hacía tiempo que había dejado nuestro piso y que vivía sola en un lujoso apartamento; ingirió un montón de somníferos y murió allí, acostada en una pequeña cama individual… ¿Por qué fue a morirse en esa cama teniendo, en su habitación de trabajo, una cama enorme, mullida, como las de los nobles medievales, con dosel y todo? Por más amigas que fuéramos, no logro entenderlo. Claro que sería muy propio de ella decir que, muriéndote en una cama grande, tienes más probabilidades de ir al cielo. Me enteré de la muerte de Shiori por una llamada de su madre, que había venido precipitadamente del pueblo. Era la primera vez que la veía, se parecía mucho a Shiori, me sentí muy conmovida. Ella me preguntó en qué trabajaba Shiori, pero yo no pude responderle.
Sí, en efecto, soy incapaz de contarlo. Cuanto más intento transmitirle mis pensamientos, más reducidas a polvo quedan las palabras y veo cómo ellas, mientras cabalgan en mis esfuerzos desesperados por comunicarme, desaparecen barridas por el viento. Y no hablo. Así no puedo transmitir nada. Porque, en definitiva, lo único correcto es: «Ha muerto una amiga mía». ¿Cómo voy a poder expresar la soledad que siento?
Lo pienso mientras andamos bajo el cielo de una noche de principios de verano. Al cruzar el gran paso elevado para peatones de delante de la estación, él dice:
—Mañana por la tarde tendría que ir a trabajar.
La hilera de coches brilla; los coches, uno tras otro, van desapareciendo tras la lejana curva. De súbito, siento que la noche se hace eterna y me pongo contenta. Olvido por completo a Shiori.
—Entonces, pasemos la noche en cualquier parte y vayámonos —digo cogiéndole alborozada la mano.
Y él, de perfil, esbozando una sonrisa, como siempre, contesta:
—Sí, claro.
Y yo me siento feliz. Me gusta la noche. Me gusta con locura. Durante la noche, cualquier cosa me pare ce posible; no tengo ni pizca de sueño.
A veces, cuando estaba con él, veía el «fin de la noche». Era una escena que, sola, yo nunca había presenciado.
Pero jamás mientras lo hacíamos. Mientras lo hacíamos no se abría ninguna fisura entre nosotros, nuestras mentes nunca vagaban erráticas. Él, mientras hace el amor, no dice una palabra; yo, bromeando, intentaba hacerle hablar, pero lo cierto es que me encantaba que permaneciese en silencio. No sé por qué, pero me daba la sensación de que, a través de él, dormía con la inmensidad de la noche. Cuando no hay palabras, me da la impresión de que a quien estoy abrazando es, más que a él, a su auténtico yo, sumergido en las profundidades. «¿Dormimos?». Hasta que nuestros cuerpos se separan, no pienso en nada. Me basta con cerrar los ojos y sentir su verdadero yo.
Sucede de madrugada.
No hay diferencia si estamos en un gran hotel o en una pensión de esas que hay detrás de las estaciones. De madrugada, tengo la sensación de oír el rumor de la lluvia y del viento, y me despierto de golpe.
Entonces siento unos deseos irreprimibles de mirar hacia fuera y abro la ventana. Un viento frío penetra en la habitación llena de aire caliente y se ven titilar las estrellas. O puede que empiece a lloviznar.
Me quedo mirando y cuando, de repente, dirijo la vista a un lado, veo que él, a quien suponía dormido, tiene los ojos muy abiertos. Y yo, no sé por qué, me quedo sin palabras y, muda, clavo la mirada en sus ojos. Él está acostado, no alcanza a ver fuera, pero su mirada es tan clara y transparente como si en ella se reflejaran los sonidos y las imágenes del exterior.
—¿Qué tiempo hace? —me pregunta en un tono muy calmado.
«Llueve», o bien: «Hace viento», o bien: «El cielo está despejado y se ven las estrellas», le respondo yo. Estoy tan sola que creo que voy a enloquecer. ¿Por qué me siento tan sola cuando estoy con él? Tal vez se deba a lo complejas que son las circunstancias en que los dos nos encontramos, o tal vez a que el único sentimiento que abrigo acerca de nuestra relación es que me gusta, o tal vez a que no tengo ninguna idea precisa sobre lo que quiero que hagamos.
Lo único que he tenido claro desde el principio es que este amor se sostiene en la soledad. Entre tinieblas desiertas que parecen brillar, yacemos los dos, mudos, sin lograr sustraernos al hechizo.
Esto es el «fin de la noche».
En la pequeña empresa donde yo trabajaba, estaba tan ocupada que no podía arañar ni un instante para verlo, así que me despedí sin pensármelo dos veces. Hace casi medio año que no hago nada. Durante el día estoy libre, de modo que lo paso a mi aire, haciendo la compra o la colada.
No es que ascendieran a mucho, pero yo tenía unos ahorros, y, además, él —que decía que yo había dejado el trabajo por su causa— ingresaba cada mes en mi cuenta cantidades de dinero astronómicas, así que yo podía vivir con holgura. Al principio, dudé pensando: «Soy casi una mantenida», pero mi filosofía de la vida consiste en recibir lo que se me ofrece, de modo que decidí aceptar el dinero. Total, que quizá me paso el día durmiendo porque no tengo otra cosa que hacer. No sé cuántas chicas como yo habrá en todo Japón, pero es posible que lo sean esas que te encuentras durante el día en los grandes almacenes con aire extrañamente lánguido, que ni parecen estudiantes universitarias ni personas que se dedican a una profesión liberal. Yo, que soy así, conozco muy bien este modo de andar con una mirada errática.
Una tarde despejada iba andando de este modo cuando me topé con un amigo.
—¡Hola! ¿Cómo estás? —le saludé.
Y me dirigí hacia él. Era un amigo de la universidad, un chico muy inteligente, simpático. Shiori había salido con él durante un corto lapso de tiempo. Habían vivido juntos unos meses.
—¡Muy bien! —contestó él sonriendo.
—¿Qué? ¿Trabajando?
La camisa negra y los pantalones de algodón que llevaba no eran el atuendo más corriente para ir a trabajar, y en sus manos vacías se veía sólo un sobre.
—Pues síii. Voy a llevar esto. Y tú, por lo que veo, sigues sin hacer nada, ¿eeeh?
Solía arrastrar la última sílaba de las palabras, lo que confería un tono afable a su manera de hablar. Bajo el cielo azul, él me sonreía.
—Sí, estoy libre. No hago nada —contesté.
—¡Qué lujo, mujer!
—Pues sí. Oye, vas a la estación, ¿verdad? Te acompaño hasta la esquina.
Echamos a andar.
Recortado por la hilera de edificios, el azul del cielo brillaba con una extraña nitidez; hacía rato que tenía la sensación de encontrarme en un país extranjero. Al mediodía, las calles y la luz del sol a veces me confunden la memoria y todo lo demás. En pleno verano, me sucede aún con mayor frecuencia. Me parece notar cómo se me van abrasando los brazos.
—¡Qué calor! —se queja.
—Sí, ¡qué calor!
—Oye. Me han dicho que ha muerto… Shiori. Me he enterado hace poco.
—Sí, sus padres vinieron del pueblo, fue espantoso. —Una respuesta extraña.
—Sí, me lo imagino. Trabajaba en algo un poco raro, ¿no?
—Sí. Cuando supe en qué trabajaba, pensé: «En este mundo hay todo tipo de trabajos».
—¿Murió por culpa de ese trabajo?
—No lo sé. Pero no lo creo.
—Sí, claro. Eso sólo debía de saberlo ella. Pero siempre tenía una sonrisa en los labios, era tan buena chica… No sé qué pudo hacerla sufrir tanto para impulsarla a morir.
—Ni yo.
Después enmudecimos y bajamos la ancha pendiente, despacio, hombro con hombro. Nos adelantaron varios coches; la brillante luz del sol nos daba de frente, cegándonos. Shiori con el pelo mojado, Shiori cortándose las uñas, ella de espaldas lavando algo, su rostro dormido bañado por el sol de la mañana… El chico que caminaba a mi lado compartía conmigo escenas que sólo podía haber presenciado quien hubiera vivido con ella. Esto se me hacía muy extraño.
—¿Y tú sigues siendo el pendón de siempre? —dijo de pronto con una sonrisa.
—¡Vaya manera de hablar! —contesté sonriendo a mi vez—. Pero sí. Él todavía no se ha separado.
—¡Intenta tener una relación un poco más seria, mujer! —lo dijo en un tono alegre, sin sombras, pero sentí cómo se me oprimía el corazón—. Claro que tú siempre has sido muy madura. Te gusta la gente mayor que tú, ¿verdad?
—Pues sí —afirmé con una sonrisa.
Sí, pese a que soy tan seria que casi me doy miedo a mí misma, tanto que, cuando imagino que este amor puede acabar, siento que me tiemblan las manos y los pies; pese a que mis sentimientos siguen ardiendo con sosiego; y pese a que, viendo los derroteros que ha tomado, no sería extraño que esta relación acabase en cualquier momento.
—¡Hasta pronto! Avísame si quedas con el resto del grupo —dijo al acercarnos a la boca del metro.
Alzó la mano y bajó las escaleras hacia los túneles en penumbra. Bajo aquel sol abrasador, lo seguí con la mirada, un poco triste por su marcha. Me asaltó una sensación de vacuidad, como si toda la alegría que albergaba mi corazón se hubiera ido tras él.
Shiori había irrumpido en mi apartamento justo después de romper con él. Ella recibía algo de dinero para su manutención y era una chica a quien le gustaba llevar una vida ordenada, pero, por una razón u otra, no quería vivir en un sitio fijo; además, cada vez que se mudaba, se desprendía de todo, fueran libros o regalos. «Odio acumular equipaje», decía. Se había ido del piso de su novio sólo con una almohada, un cubrecama de algodón y una bolsa de viaje. No era de esas personas que no soportan estar solas, pero rodaba de la casa de un amigo a la de otro: este parecía ser su pasatiempo favorito.
—¿Y por qué habéis roto?
—Pues… mira. La que vivía de gorra era yo. No tenía más remedio que marcharme.
Una respuesta ambigua.
—¿Y qué era lo que te gustaba de él? —le pregunté.
—Pues… tiene un modo de hablar muy dulce, ¿no? —dijo sonriendo y con un asomo de nostalgia—. Pero cuando me fui a vivir con él, me di perfecta cuenta de que no habla siempre así. Es mucho más divertido vivir contigo. Además, tú eres cariñosa siempre.
Y tras decir esto, volvió a sonreír. Mejillas blancas, pupilas claras: su cara risueña parecía una nube de azúcar. En aquella época, las dos íbamos todavía a la universidad y nuestros horarios coincidían, pero, a pesar de vernos tanto, jamás nos peleamos. Pronto Shiori se sintió en mi apartamento como en su propia casa, su presencia era tan natural que parecía haberse disuelto en el aire.
Es posible que a mí, en realidad, me gusten más las mujeres que los hombres. Cuando estaba con Shiori, y no lo digo en el sentido lésbico, a veces era eso lo que sentía en lo más hondo de mi corazón. Tan buena persona era ella y tanto nos divertíamos las dos. Shiori era blanca de piel, regordeta, con los ojos muy rasgados y el pecho abundante. No se la podía calificar de guapa y, además, su porte, reposado en exceso, le confería un aire maternal, de modo que su atractivo sexual era nulo. Era de pocas palabras, muy femenina: cada vez que pienso en ella, lo que me viene a la mente no es su aspecto, sino esa suave impronta que dejaba a su alrededor. Cuando ella aún estaba aquí, al mirar su sonrisa de pálida sombra y las arrugas que se le dibujaban en el rabillo del ojo, a veces, sin saber muy bien por qué, me daban ganas de hundir la cara en aquel pecho lleno y contárselo todo entre sollozos. Las cosas malas, las mentiras que había dicho yo, el futuro, lo cansada que estaba, lo que había soportado, las noches oscuras, las inseguridades, todo. Y acordarme de mi padre, de mi madre, de la luna de mi pueblo natal, del sonido del viento cruzando los campos.
Shiori era así.
Ese encuentro con aquel viejo amigo, pese a su brevedad, turbó mi mente. Envuelta en una luz que daba vértigo, volví sola a casa. Por la tarde, en mi apartamento, entra el sol a raudales. Bajo aquellos rayos deslumbrantes, mientras recogía la ropa tendida, me noté la cabeza embotada. De la camisa que rozaba mi mejilla me llegaba un agradable olor a ropa limpia.
Y me entró sueño. Mientras doblaba la ropa, con el sol bañándome la espalda como si fuera una ducha, expuesta al aire fresco de la refrigeración, empecé a amodorrarme. Una siesta que comienza de este modo siempre es agradable. Me da la sensación de que voy a tener sueños dorados. Me quité sólo la falda y me deslicé dentro de la cama. En los últimos tiempos no sueño. Me sumerjo de inmediato en las tinieblas más negras.
De repente, el timbre del teléfono irrumpe en mi sueño, la conciencia vuelve a mí. «Debe de ser él». Me levanto y miro el reloj: sólo han transcurrido diez minutos desde que me he dormido. Si hubiera llamado otra persona, yo seguiría durmiendo sin haberme enterado de nada. Si a una cosa tan nimia se la pudiera llamar fenómeno extrasensorial, yo sería una persona dotada de unos notables poderes paranormales.
—¿Terako? —dijo él cuando descolgué.
—Sí, soy yo.
—Debías de estar durmiendo, ¿no es así?
Su voz tenía un deje de contento. A mí, aquel eco siempre me había gustado y se me escapó una sonrisa.
—Estaba a punto de levantarme.
—Mentira. Oye, ¿te apetece salir a cenar esta noche?
—Sí, qué bien.
—Entonces a las siete y media en el lugar de costumbre.
—De acuerdo.
Colgué. La habitación seguía llena de luz y de silencio. Todos los objetos dejaban nítidas y oscuras improntas en el suelo; el tiempo se había detenido. Me quedé contemplándolas unos instantes y, como no me apetecía hacer nada, me volví a meter en la cama. Esta vez, antes de dormirme, pensé un poco en Shiori.
Aquel chico, el último novio de Shiori, me había preguntado si ella había muerto «por culpa de ese trabajo». Yo le había respondido que no, pero cuando le contesté, algo dentro de mí me dijo que, en un sentido lejano, aquello era exacto.
A Shiori le entusiasmaba aquel trabajo, estaba poseída por él. Por eso había dejado este apartamento. Hablando con propiedad, tal vez aquella fuera su vocación, algo que únicamente ella podía hacer. Por mediación de un amigo, había conseguido un trabajo de media jornada en un bar y allí la descubrió un reclutador de personal de una especie de club secreto, no, más bien de una red de prostitución bastante peculiar. Ella se limitaba a hacer el «sueño compartido». La primera vez que se lo oí decir, me quedé de piedra.
Su patrón le había proporcionado un apartamento y, abajo, en el sótano, Shiori tenía su lugar de trabajo. En aquella habitación de trabajo, tal como he dicho antes, había una cama enorme de aspecto muy confortable. Yo sólo la vi una vez. En aquel lugar, más que en un hotel, te sentías en el extranjero. Era un dormitorio de verdad, como los que yo sólo había visto en las películas. Y allí, varias veces por semana, Shiori dormía al lado de los clientes.
—¿Cómo? ¿Que no tienes relaciones sexuales con ellos? —le pregunté.
Esa noche, Shiori me había confesado que estaba tan absorbida por su trabajo que quería dejar mi apartamento y mudarse a la casa donde trabajaba.
—¡Qué dices! Para eso hay otros lugares. —Y me sonrió afablemente.
—Vaya, en este mundo hay trabajos de todo tipo. En fin, supongo que eso es la ley de la oferta y la demanda. —No pude retenerla. Además, no sé cómo, pero adivinaba que Shiori era ya esclava de su extraño trabajo—. Te echaré de menos —añadí.
—Mi apartamento es de lo más normal, ven a visitarme —dijo Shiori.
Aún no había empezado a preparar su equipaje, y yo aún no me había hecho a la idea de que se iba, tan acostumbrada estaba a su presencia. Las dos nos sentamos en el suelo, como siempre, y miramos un videoclip y después, entre comentarios acerca de lo buena que era la melodía o de lo horrible que nos parecía el look del cantante, llegó la madrugada. Con Shiori, el tiempo siempre se distorsionaba de una manera extraña. Esto se debía a que su rostro era muy dulce, pero sus ojos rasgados estaban cubiertos por un oscuro velo, como una luna azul.
Cuando Shiori estaba acostada en un futón, tendido al lado de mi cama, al apagar la luz, sus brazos blanquísimos se dibujaban con nítidos contornos a la luz de la luna. Después de que la habitación se quedara a oscuras, nuestra charla se prolongaba hasta la eternidad. Había sucedido muchas veces. Aquella noche, Shiori habló largo y tendido de su trabajo. Yo escuchaba cómo su fina voz fluía en la oscuridad como las notas de un instrumento musical.
—Yo ahora, ¿sabes?, por las noches no puedo dormir. Porque si la persona que descansa a mi lado se despertara durante la noche y me encontrara durmiendo a pierna suelta, ¡ya me dirás qué valor tendría mi trabajo! Eso no sería profesional, ¿entiendes? No puedes dejar que se sientan solos. Todas las personas que vienen, absolutamente todas, lo hacen recomendadas por alguien, todas son personas respetables. Y a todas las han herido de maneras muy sutiles, todas están exhaustas. Tan exhaustas que ni siquiera se dan cuenta de que lo están. Y todas estas personas, todas sin excepción, se despiertan durante la noche. Y en estos momentos es importante que, en medio de una luz suave, yo les sonría. Les ofrezco un vaso de agua helada. A veces quieren un café, o algo por el estilo, y yo voy a la cocina y se lo preparo, tal como me lo piden. Entonces, normalmente, se tranquilizan y vuelven a conciliar el sueño. Creo que lo único que quieren, todos ellos, es tener a alguien durmiendo a su lado. También hay mujeres, y extranjeros. Pero como soy una irresponsable, a veces acabo durmiéndome… Sí, sí. Cuando duermes al lado de una persona tan cansada, empiezas a acompasar tu respiración a la suya, y es una respiración tan profunda que, en fin…, es posible que acabes inhalando toda la negrura que hay en su corazón. A veces, mientras piensas que no debes dormirte, te amodorras y tienes unas pesadillas horribles. Surrealistas. Sueños donde estoy en un barco que se está hundiendo, sueños donde pierdo las monedas que he ido reuniendo poco a poco, sueños donde las tinieblas entran por la ventana y me atenazan la garganta…, y el corazón me da un vuelco y me despierto aterrada. Tengo miedo. Cuando miro a la persona que está echada a mi lado, pienso: «¡Ah! Lo que acabo de ver es la escena que hay en su corazón. ¡Qué visión tan desolada, angustiosa y salvaje!», y tengo miedo, no sé por qué.
Bañada por la luz de la luna, Shiori miraba hacia arriba. El blanco de sus ojos tenía un brillo tenue, y yo pensé: «Esta es la escena que se esconde en el corazón de Shiori», pero, no sé por qué, fui incapaz de formularlo en palabras. Pero así era. Estoy segura. Tan segura estoy que me entran ganas de llorar.
Estábamos ya a mediados de verano. Pero cuando él entró en el local de la cita con una camisa de manga corta, al verle los brazos desnudos pensé que algo no casaba y me sentí sobrecogida. Tal vez se debiera a que lo había conocido en pleno invierno, y yo siempre me lo imaginaba con jersey y abrigo. Cuando nos encontramos, siempre tengo la sensación de andar mientras sopla el viento del norte. Debo de estar loca. En el local, el aire acondicionado zumbaba a toda máquina, fuera hacía una sofocante noche tropical, y yo seguía teniendo la misma imagen.
—¿Vamos? —dijo él, extrañado de que, hasta que hubo llegado ante mí, yo me hubiese limitado a seguirlo con la vista.
Con todo, aún permanecí unos segundos mirándolo a los ojos, confusa.
—Sí, claro.
Me levanté. En el instante de encontrarnos, no sé por qué, siempre me siento confusa.
—¿Y qué has hecho hoy? —Él siempre me preguntaba eso, sin más.
—He estado en casa… ¡Ah, sí! Y a mediodía me he encontrado a un viejo amigo.
—¿A un hombre? ¿Era una cita? —preguntó sonriendo.
—Un chico joven —dije yo sonriendo a mi vez.
—¿Ah, sí?
Se había molestado. Concede mucha importancia a la pequeña diferencia de seis años que nos separa, tal vez porque mi aspecto es excepcionalmente infantil. Cuando salgo sin maquillar, a veces me toman por una estudiante de bachillerato. Desde que dejé la universidad, para mí no han pasado los años. Quizá sea por mi forma de vida.
—¿Estás libre esta noche? —pregunté.
Él me miró a los ojos con tristeza y contestó en tono de disculpa:
—Hoy tengo que ir a ver a unos parientes. Me voy después de cenar.
—¿A unos parientes? ¿Tuyos?
—No, de ella.
En los últimos tiempos, él ya no intenta ocultármelo. Quizá porque tengo demasiada intuición y, de todos modos, acabo enterándome. Él está casado.
Está casado con una mujer que vive envuelta en un silencio profundo, dormida, inconsciente, en el hospital.
La primera vez que quedamos era pleno invierno. Fuimos a la playa en coche. El domingo después de que yo hubiese dejado mi trabajo de media jornada, él me propuso una cita. Había sido mi jefe y yo sabía que estaba casado. Fue un día muy, muy largo. Ahora puedo sentir que, aquel día, ya había empezado a producirse en mí una gran transformación. En algún momento de aquel día, yo dejé atrás a la chica saludable que había sido. En realidad, nada cambió, pero, a lo largo de aquellas horas, la corriente de algún destino enorme y oscuro, irresistible, empezó a arrastrarnos a ambos. Y no me refiero simplemente a la energía sexual que nace del amor, sino a una corriente inmensa, terriblemente triste, contra la cual nada podía la unión de nuestras fuerzas.
Con todo, yo entonces todavía estaba contenta, llena de vida; ni siquiera nos habíamos besado y ya lo amaba más que a nada en el mundo. Él conducía el coche a lo largo de la línea de la costa: el mar era hermoso y yo sentía cómo, al compás de los destellos que titilaban en las olas, una gran energía se vertía resplandeciente dentro de mí, y yo era feliz.
Bajamos a la playa y caminamos un poco; pronto los zapatos se me llenaron de arena. La brisa marina era agradable, suave la luz del sol. Como sabía que hacía demasiado frío para que pudiéramos permanecer largo tiempo en el exterior, el rumor de las olas me parecía entrañable. Se me ocurrió de pronto: alcé los ojos, los clavé en los suyos y le pregunté, bromeando:
—¿Y cómo es su esposa, señor Iwanaga?
Él sonrió amargamente y dijo:
—Un vegetal.
Ya sé que es una falta de respeto, pero cada vez que me acuerdo de la pregunta y de la respuesta, no puedo contener la risa.
… «¿Y cómo es su esposa?». «Un vegetal».
Claro que entonces no pude reírme, sólo abrí mucho los ojos.
—¿Qué? —dije.
—Está ingresada, tuvo un accidente de tráfico. De eso hace un año. Por eso puedo salir con chicas los domingos.
Él había hablado en tono alegre; yo tiré de una de sus manos, que tenía embutidas en el bolsillo. Estaba caliente. Sorprendida, sólo atiné a decir:
—¿Lo dices en serio?
—¿Crees que te gastaría una broma de tan mal gusto?
—No, claro. —Envolví su mano entre las mías—. ¿Vas a verla? ¿Cuidas tú de ella? Debe de ser muy duro.
—Dejémoslo —dijo desviando la mirada—. Cuando un hombre casado se enamora, sea o no su mujer un vegetal, por lo habitual acude a las citas llevando una bonita carga encima.
—Otra broma de mal gusto —comenté, y acerqué su mano a mi mejilla.
Junto a mi oído, el viento se detuvo. Olía a invierno. A lo lejos, las nubes que brillaban sobre el mar se fundían con el cielo y mudaban a púrpura. A través de la palma de su mano me llegaba amortiguado el rumor de las olas.
—Vamos —dije—. Hace frío. Vayamos a tomar algo caliente.
Iba a soltarle, con toda naturalidad, la mano, pero él me la apretó con fuerza durante unos instantes. Cuando, sorprendida, alcé la mirada, en el color de sus pupilas, más oscuras que el mar y que permanecían clavadas en la eternidad, creí hallar la respuesta a todas las cosas.
Él, el presagio de nuestro gran amor. En aquel instante comprendí en toda su dimensión lo que existía entre ambos. Y entonces empecé a amarlo de verdad. En aquel instante, frente al mar, aquel sentimiento frívolo se transformó en auténtico amor.
Mientras cenábamos, era yo quien se preocupaba por la hora.
—¿No tendrías que irte ya?
Se lo pregunté tres veces. Me parecía extraño ir a visitar a unos parientes a las ocho pasadas.
—Si te digo que no hay problema, es que no lo hay, mujer —contestó. Hizo girar la mesa giratoria del restaurante chino con más fuerza de la necesaria y sonrió—. Come, come. Tú no te preocupes.
—Es que a esta velocidad no hay quien coma.
Viendo cómo la comida giraba ante mis ojos con la energía de un tiovivo, solté una risita. Más allá, el camarero ponía mala cara.
—No hay problema. Iré a su casa en coche y pasaré allí la noche. Ya les he dicho que tenía trabajo y que llegaría tarde. Son buena gente, sí, muy buena gente.
—Esa es una de las ventajas del matrimonio —dije—. Que puedes emparentar con buenas personas que antes te eran ajenas.
—Eso es una ironía, ¿no? —dijo él inquieto.
—No, no lo es.
La verdad es que no pretendía ser mordaz. Todo eso era para mí algo demasiado lejano, no lograba encontrarle ninguna conexión conmigo.
—¿Tu mujer también es…, era buena persona? —pregunté; por lo visto, las posibilidades de que recobrara la conciencia eran nulas.
—Sí, lo era. De buena familia, muy activa, de lágrima fácil. Aunque un poco atolondrada y conducía fatal, por eso tuvo el accidente. ¿Basta con esto?
—Sí.
A mí no me importaba en absoluto, pero él siempre intentaba eludir este tema por todos los medios. Yo bebía un licor que sabía a albaricoque. Estaba un poco ebria, pero no tenía ni pizca de sueño; por el contrario, al otro lado de la mesa, su imagen se me representaba con mayor nitidez. Yo lo sabía. Ninguno de nosotros ha nacido de las ramas de un árbol. Él tiene padres y, en cuanto a ella, los suyos deben de estar sumidos en la mayor tristeza. Tantas realidades derivadas de la desgracia que se ha cernido sobre ellos: el hospital, los cuidadores, los gastos médicos, el divorcio, el registro civil, la decisión de dejarla morir… Seguro que todo esto existe.
A veces me entran ganas de gritarle que soy consciente de todo esto. Y quiero formularlo en palabras. Sé que, si lo hiciera, él recibiría un fuerte impacto y tendría que pensar en muchas cosas.
Oye, tú quieres involucrarte al máximo en todo esto, ¿verdad? Tú quieres continuar al pie del cañón hasta el último momento y que ellos sigan dependiendo de ti, ¿no es así? Pero tú no haces esto por nadie en concreto. Lo haces sólo porque no te permites dejar de hacerlo. Tú siempre quieres dar lo mejor de ti mismo, desempeñas hasta el final el papel que más elegante te parece, y todo lo aderezas hábilmente con el amor por tu mujer. Además, sabes muy bien que, aunque piense que este asunto me es ajeno, estoy observando con atención lo bien que te estás portando, y también sabes que, en el fondo, no puedo mantenerme al margen porque soy demasiado buena persona y todo esto me afecta demasiado. Eres una persona terriblemente fría. Pero tú lo sabes, ¿verdad? Sabes que me gusta. Que me gusta con locura la manera que tienes de llevar las cosas… Sí, en efecto, es posible que yo, sin darme cuenta, haya acabado viéndome involucrada por completo en este asunto.
Pero en cuanto mis reflexiones llegaban a este punto, perdía las ganas de hablar. Así que los dos permanecíamos en la misma posición, sumergidos en la calma, sin que se levantara ola alguna. Ellos debían de hablar día y noche de ella, que se hallaba entre la vida y la muerte, ofreciéndose apoyo mutuo, y yo recibía los días, uno tras otro, en silencio, como una amante, y ella continuaba durmiendo. Y en estas:
«Nuestro amor no es real».
Esta frase, desde el principio, iba y venía dentro de mi cabeza. La sentía como un odioso presagio. Cuanto más cansado está él, más intenta mantenerme a mí alejada de la realidad. Nunca lo ha formulado claramente, así que debe de ser un deseo inconsciente, pero a él le gusta que yo permanezca siempre en mi habitación, sin trabajar, viviendo sumida en el silencio, y que, cuando quedamos, nos encontremos por las calles como si fuéramos la sombra de un sueño. Me cubre con bonitos vestidos y me pide que tanto mi llanto como mi risa sean silenciosos. No, la culpa no es únicamente suya. Yo he acabado haciendo mía la negrura del cansancio de su corazón, y me gusta actuar de este modo. Entre nosotros existe un espacio de soledad y nos amamos protegiéndolo con mimo. Por eso, todo va bien por ahora. De momento.
—¿Te parece bien que te lleve a casa? —preguntó cuando, tras salir del restaurante, nos dirigíamos al aparcamiento.
—Me encanta cómo hablas a veces, tan formal.
—No me cabe la menor duda.
Se rio. Yo también me reí.
—Aún es temprano, volveré a casa andando. Así se me despejará la cabeza del alcohol.
—¿Ah, sí? —añadió con un deje de tristeza.
En la penumbra, su rostro aparecía demacrado. Las hileras de coches estaban terriblemente silenciosas. Aquel pequeño aparcamiento parecía el fin del mundo. Siempre me siento un poco así en el momento de separarnos.
—Pareces muy viejo —bromeé.
Y él, mientras subía al coche, me dijo con expresión seria:
—Me siento tan cansado que ni siquiera sé dónde estoy. Pero es sólo cuestión de tiempo. Sé que hablar de esta manera es una grosería, te refieras a quien te refieras, pero yo, en estos momentos, soy incapaz de pensar en el futuro.
Aquello parecía un monólogo.
—Sí, ya lo sé. No importa —le respondí precipitadamente y cerré la puerta del coche. No quería oír nada más.
Cuando emprendí el camino de la noche, él me adelantó haciendo sonar el claxon. Agité la mano hacia él con una sonrisa, pero tuve la impresión de que sólo mi rostro sonriente permanecía en las tinieblas, como el gato de Cheshire.
Esté mi novio a mi lado o no lo esté, me encanta andar por la noche cuando estoy ebria. La luz de la luna inunda las calles y las sombras de los edificios se encadenan hasta el infinito. El ruido de mis pasos y el de los coches lejanos se superponen. A medianoche, sobre la ciudad, el cielo es extrañamente claro, cosa que, por una parte, me inquieta y, por otra, me tranquiliza.
Uno tras otro, mis pasos me conducían hacia casa, pero era consciente de que mi corazón no tenía ganas de volver. Sí, me dirijo al apartamento de Shiori. En noches como esta, siempre me pasaba por su habitación. No por la que usaba para trabajar, sino por el apartamento en que vivía. Sea porque estoy bebida, sea porque tengo demasiado sueño, puedo sentir que la frontera entre los recuerdos y la realidad se ha vuelto más y más incierta. En los últimos tiempos, estoy rara. Tengo la sensación de que, si subiera en el ascensor y entrara en su casa, la encontraría, sin duda.
Sí, después de una cita tan triste, tan falta de entusiasmo, yo solía visitar a Shiori.
En cualquier caso, el simple hecho de estar junto a él me provocaba una terrible sensación de soledad. ¿Por qué sería? Yo siempre estaba un poco triste, acosada por la añoranza de la luna que brillaba en la lejanía mientras me iba hundiendo eternamente en lo más hondo de la noche azul y me teñía de azul hasta la punta de las uñas.
Cuando estaba con él, me convertía en una mujer sin palabras.
Se lo había contado muchas veces a Shiori, pero ella jamás me había creído, a mí, que soy tan habladora; pero era cierto: cuando estaba con él, me limitaba a escuchar y a asentir con la cabeza. Cuando el ritmo de su discurso y el ritmo de mis movimientos de cabeza llegaron a una sincronización tan perfecta que ya casi rayaba en el territorio del arte, empezó a darme la impresión de que aquello se parecía mucho al «sueño compartido» de Shiori, e incluso se lo comenté en una ocasión.
—¿Por qué será? Cuando estoy con él, me siento como si estuviera en pleno invierno.
—¡Ah! ¡Ya, claro! —repuso Shiori.
—¿Y cómo puedes saberlo si no he acabado de explicártelo? —me enfadé.
—¡Vamos, mujer! Es que yo soy una profesional —dijo entonces Shiori entrecerrando los ojos—. ¿Sabes? Las personas como él creen que, fuera de las reglas establecidas, no existe nada.
—¿Nada?
—Por eso se siente tan inseguro. Si pensase que tú le perteneces, se encontraría en desventaja. Y por eso, de momento, tú no existes, estás en la reserva, te tiene con el botón de «pausa» apretado, formas parte de su stock de mercancías, eres un apéndice de su vida.
—Sí… Creo que entiendo lo que quieres decir, pero eso de que «no existo»… ¿Qué lugar ocupo entonces en su vida?
—Un lugar oscurísimo —dijo Shiori, y se rio.
Tenía muchas ganas de ver a Shiori. Pero, como a todas luces era imposible, empecé a vagar sin rumbo, dando un largo rodeo de vuelta a casa. Inexplicablemente, así me daba la impresión de que me acercaba a ella. El número de transeúntes decreció, la oscuridad se hizo más densa. La última vez que había visitado el apartamento de Shiori había sido dos semanas antes de su muerte: esa fue la última vez que la vi. También entonces me sentía desanimada y me pasé por allí, de repente, a medianoche. Shiori estaba en casa y me recibió contenta.
Al entrar, me llevé una sorpresa. Una enorme hamaca colgaba en mitad de la sala.
—¿Y eso para qué es? ¿Para poner cosas encima? —le pregunté, plantada en el recibidor, señalando la hamaca.
—Es que, ¿sabes?, cuando trabajo duermo en una cama muy blanda. Y allí tengo que estar con los ojos bien abiertos —contó con su voz de siempre, aguda, suave y fina—. Así que, en cuanto me meto en una cama, va y me desvelo, y entonces he pensado que tal vez en un sitio así, tan incómodo, pueda dormir.
¡Ah, claro! Al escucharla, lo encontré lógico. Pensé que todos los trabajos de este mundo debían de tener sus problemas específicos; entré en la habitación y me senté en el sofá.
—¿Quieres un té? ¿O prefieres tomar una copa?
Me sentí feliz al volver a ver sus movimientos pausados y la sonrisa de siempre flotando en sus labios. Y, al igual que cuando Shiori vivía conmigo, sentí cómo se escurría hacia el exterior el cansancio que, sin razones aparentes, se me había ido acumulando en el corazón.
—Una copa —contesté.
—Entonces te abriré una botella de ginebra.
Shiori sacó mucho hielo del frigorífico, cortó unas rodajas de limón, sacó el precinto de la botella de ginebra y lo trajo todo.
—¿De verdad no te ha importado abrirla? —le pregunté, medio hundida en el sofá, con el vaso en la mano.
—¡No, qué va! Yo apenas pruebo el alcohol —dijo Shiori tomándose un zumo de naranja.
La estancia estaba extrañamente silenciosa.
—¡Qué silencio! —comenté.
No estaba ebria en absoluto. Sentía una paz total. Nada me entristecía y, por lo tanto, nada tenía que decir.
—¿Te ha pasado algo? —quiso saber Shiori.
Su manera de preguntar era tan solícita como la actitud de un perro fiel.
—No, nada. —Me dio la impresión de que, en el momento de darla, mi respuesta cobraba un peso inmenso—. No, de verdad que no me pasa nada. Oye, ¿tú últimamente no ves la tele ni escuchas música?
Lo cierto era que, aquella noche, el apartamento de Shiori estaba sumido en un silencio absoluto. Aparte de nuestras voces, se había extinguido cualquier otro sonido, como un iglú en una noche en que se hubiera acumulado a su alrededor la nieve recién caída. La fina voz de Shiori destacaba aún más en aquel silencio.
—Pues no. ¿Te molesta el silencio? —preguntó.
—No, no. No me quejo. Además, estoy aquí de visita —dije—. Sólo que me daba la sensación de que a mis oídos les pasaba algo.
—Últimamente no soporto ningún ruido —repuso Shiori con la mirada perdida—. Pero dejémoslo. Dime, ¿estás sufriendo por culpa de Iwanaga? ¿Os habéis peleado por lo de su mujer? Yo he vivido contigo, así que me doy cuenta de cuando no estás bien.
—No, si estoy como siempre. No me pasa nada. Sólo que…
Me horrorizaron las palabras que iba a pronunciar. Estuve a punto de decir algo terrible.
«Es que estoy harta de esperar».
—¿Sólo que…?
—Sólo que… he dicho una mentira podrida. Y entonces hemos discutido un poco. Nada más. Todo sigue igual. No quiere hablar mucho de su mujer, pero por lo visto tiene problemas con los parientes, y va mucho al hospital. Pero esto a mí no me afecta. En absoluto.
—¿Ah, no? Entonces, perfecto —dijo Shiori sonriendo—. Yo quiero que sigáis siempre juntos. Es que es un amor que he visto nacer, ¿sabes?
—No nos separaremos. Tú tranquila —le dije.
Y, cosa extraña, conforme hablaba, fui recobrando rápidamente los ánimos y mi ansiedad acabó desapareciendo. No recuerdo de qué hablamos a continuación. Tan intrascendente debía de ser nuestra charla. Recuerdos de cuando vivíamos juntas, historias divertidas del trabajo, sobre cosméticos, sobre la televisión, en fin, cosas de este tipo… La hamaca flotando en el espacio, tras mi cabeza. La camisa blanca de Shiori, el agua hirviendo en la tetera roja, el vapor del té verde que tomábamos… Sí, esto es cuanto logro recordar.
—Bueno, me voy.
Me levanté.
—¿Por qué no te quedas a dormir aquí? —propuso Shiori.
Dudé, pero al imaginarme a mí, la invitada, durmiendo en la cama y a Shiori en la hamaca, se me quitaron las ganas y decidí regresar a casa.
—¿Te sientes mejor?
Cuando Shiori me lo preguntó, ya en el recibidor, por primera vez hablé en tono quejumbroso:
—Sí, no sé por qué, pero sí.
Shiori entrecerró los ojos.
—¿Quieres probar el «sueño compartido»? —preguntó en tono burlón.
—No, gracias.
Me reí y salí de su casa. La puerta se cerró y, cuando hube dado dos o tres pasos en dirección al ascensor, sentí de repente el violento impulso de retroceder. Quería ver de nuevo el rostro de Shiori, pero cuando me di la vuelta comprendí que, tras la puerta de hierro, ella ya había regresado a su tiempo y, como no tenía motivos para volver ni nada que decirle, monté en el ascensor…
Cuando me cansé de andar, estaba ya demasiado lejos de mi apartamento, así que, estúpida de mí, acabé volviendo en taxi. Y una vez en casa, fui absorbida por unas tinieblas negras sin un solo pensamiento y me sumí en un sueño profundo. Igual que si se hubiese apagado un interruptor. En este mundo, sólo existimos mi cama y yo.
De repente, me despertó el timbre del teléfono. El sol entraba a raudales por la ventana, la habitación estaba llena de luz. Cuando descolgué, su voz sonó extraña, un poco distinta a la habitual:
—¿Habías salido?
—No.
Miré el reloj: eran las dos de la tarde. Me sorprendió lo mucho que había dormido. La noche anterior, antes de las doce, ya estaba durmiendo.
—¿Estabas ahí de verdad? —preguntó, incrédulo, al otro lado del hilo.
—Sí, estaba durmiendo.
—He llamado varias veces y me ha extrañado que no te pusieras.
Parecía aún poco convencido. Yo estaba sorprendida. ¿Acaso empezaban a fallar los poderes paranormales que yo creía poseer? Dejar de oírlo a él cuando llamaba era algo que, estaba convencida, no ocurriría jamás, y que hubiera sucedido me provocaba una gran inseguridad. Sin embargo, le dije con voz alegre:
—¿Ah, sí? Pues he seguido durmiendo como si tal cosa.
—¡Vaya! En fin, como ayer apenas tuvimos tiempo de hablar, he pensado que podríamos vernos mañana.
De otras cosas, él suele hablar sin tapujos, pero jamás me propone abiertamente que pasemos la noche juntos o que hagamos el amor. No sé por qué, pero esta es otra de las cosas que me gustan de él.
—De acuerdo.
Jamás le digo que estoy ocupada si no lo estoy. Odio esas triquiñuelas, por más eficaces que sean. Siempre tengo un «de acuerdo» o un «vale» en la punta de la lengua. Creo que, a la larga, ir con la verdad por delante es lo que mejores resultados da.
—Entonces reservaré una habitación —dijo y colgó.
Volví a quedarme a solas en mi habitación; era bien entrada la tarde. Me sentía un poco mareada por haber dormido tanto.
Desde niña, siempre he tenido el sueño fácil. Otra cualidad que poseo, aparte de mi facultad de reconocer las llamadas de mi novio, es poder conciliar el sueño siempre que me lo propongo. Por las noches, mi madre trabajaba por gusto en un bar que regentaba una amiga suya. Mi padre era un oficinista normal y corriente, pero, haciendo gala de una tolerancia excepcional, no sólo permitía que mi madre trabajara allí, sino que él mismo solía frecuentar el local. Y yo, como era hija única, me quedaba a menudo sola en casa por las noches. La casa era demasiado grande para una niña y me acostumbré a dormirme en un visto y no visto.
Una vez se habían apagado las luces, los pensamientos que acudían a mi mente mientras contemplaba el techo oscuro eran demasiado dulces, estaban demasiado llenos de soledad, y yo los odiaba. No quería que empezara a gustarme la soledad. Y, por lo tanto, me dormía en un santiamén.
Ya de adulta, la primera vez que recordé vívidamente todo esto fue durante el viaje de regreso a Tokio, tras pasar nuestra primera noche juntos. Habíamos dormido en la provincia de Kanagawa, habíamos pasado el día siguiente haciendo turismo y, al atardecer, habíamos emprendido el camino de regreso. Yo sentía un pánico inexplicable a que acabase aquel día, estaba desesperada. En el coche, maldecía los semáforos en verde y, cada vez que nos retenía un semáforo en rojo, suspiraba con alivio y la alegría me colmaba el corazón. Me resultaba muy penoso regresar a Tokio y volver los dos a nuestras respectivas rutinas. Posiblemente se debiera a que era la primera vez que hacíamos el amor y, sobre todo, a que no había conseguido sacarme a su mujer de la cabeza durante todo el día. Jamás me había sentido tan nerviosa. Al imaginar el instante de volver a mi apartamento y quedarme sola, sentía que me carcomía por dentro.
Iba encogida, como si hubiera ido sumergiéndome hasta el fondo de la visión de las luces que se sucedían frente a mí. No sé por qué me sentía tan sola. Él había estado tan cariñoso como siempre, había bromeado y yo me había reído. Pero el miedo no desaparecía. Tenía la sensación de que estaba congelándome.
Sin embargo, en determinado momento, no sé por qué, ¡zas!, me dormí. La verdad es que no recuerdo en absoluto cuándo fue. «¡Ya hemos llegado!». Al instante siguiente él estaba sacudiéndome para que me despertara, y comprendí que nos hallábamos frente a mi casa.
«¡Caramba! ¡Qué cómodo! Así he salido ganando», pensé. Los instantes que debían de haber sido los más odiosos, los más tristes, se habían desvanecido en el vacío. «¡El sueño es mi aliado!», me dije, sorprendida, mientras agitaba la mano sonriendo en el momento de la despedida; una despedida que no resultó tan trágica como había imaginado.
Sin embargo… ¿no estaré erosionando mi vida? Últimamente, esto es lo que me viene a la cabeza en el momento de despertar. Me da un poco de miedo. No se trata sólo de que, al final, he acabado por dormir sin oír sus llamadas, sino que mi sueño es tan profundo que, en el instante de abrir los ojos, me parece haber vuelto de la muerte a la vida, tan profundo que a veces pienso que, si me contemplara desde fuera a mí misma durmiendo, quizá no vería más que un blanquísimo esqueleto. También me fascina a veces la idea de no despertar jamás, de ir pudriéndome y desaparecer en la eternidad. Tal vez esté poseída por el sueño. Igual que Shiori estaba poseída por su trabajo. Me da miedo pensarlo.
Él jamás me ha contado la situación con pelos y señales, pero en los últimos tiempos, cuando hacemos el amor, me doy perfecta cuenta de lo exhausto que está. Nunca me ha dado detalles concretos y, además, como no entiendo nada de medicina, tampoco lo sé muy bien, pero quizá la familia de ella desea mantenerla viva a toda costa y como, por lo visto, son «buena gente», seguro que le han propuesto a él que se separe. Y cada vez que él va al hospital y ve que su esposa continúa durmiendo, seguro que piensa: «Todavía está viva», y debe de partírsele el corazón, y quizá la postura de «no separarse hasta la muerte» sea la que más elegante le parezca. Y de mí no puede hablarle a nadie. Porque él mismo está tan exhausto que ni siquiera desearía casarse conmigo enseguida, aunque todo hubiera terminado, y, tal como decía Shiori, le inquieta pensar hasta cuándo soportaré yo esta situación. ¡Uf! En el fondo, siempre es lo mismo. Un círculo vicioso. Sí, de momento lo único que puedo hacer es no decir nada. Ahora sólo temo que él, que se encuentra sobre mi cabeza, se me desplome encima con todo su peso. Durante el año y medio que llevamos juntos, él ha ido envejeciendo deprisa sin que yo haya podido impedirlo. Quizá se deba a que yo también estoy cansada, pero mientras hacemos el amor, no hago más que pensar vagamente en esto y no siento mucho placer. Tengo la impresión de que la oscuridad de la estancia se filtra en mi corazón. Al otro lado de los finos visillos, la vista nocturna resplandece, tan lejana como un sueño. Cada vez que me vuelvo hacia un lado, miro hacia fuera. Pienso en el viento frío que, rugiendo, debe de barrer las calles.
Íbamos a dormirnos, el uno al lado del otro, cuando de repente me dijo:
—¿Cuántos años llevas viviendo sola, Terako?
—¿Quién? ¿Yo?
La pregunta había sido tan repentina que se me escapó un gritito. El suelo, tenuemente iluminado por las luces del exterior, daba vueltas en torno a esta pregunta y, por un instante, el pasado, el presente, todos mis recuerdos se confundieron.
«¿Qué ocurrirá? ¿Qué ocurre? ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué he estado haciendo hasta ahora?».
Por un instante, no pude recordar una sola cosa ocurrida antes de conocerlo a él.
—Pues sólo un año. Antes vivía con una amiga.
—¡Ah, sí! Ahora que lo dices, cuando llamaba, a veces se ponía otra chica. ¿Y qué ha sido de ella?
—Se casó. —Una extraña mentira—. Se fue y me dejó.
—¡Qué mala!, ¿eh? —dijo, y se rio.
Vi cómo temblaba su ancho pecho tendido sobre la cama.
—Si tu mujer lo supiera, ¿crees que se enfadaría?
Le hice esta pregunta de sopetón. Él, tras endurecer la expresión de su rostro, la distendió poco a poco en una sonrisa.
—No lo creo. Si ella estuviera consciente, las cosas no habrían llegado tan lejos, y, sobre todo, si ella conociera la situación en la que me encuentro y si te conociera a ti, seguro que no se enfadaría. Ella era así.
—¿Era buena?
—Sí, he tenido mucha suerte con las mujeres. Tú eres buena y ella también lo era… Pero ya no está en este mundo. Ya no.
Aquella afirmación categórica hecha con voz somnolienta me dio miedo y enmudecí. Además, no sé por qué, me estremecí de los pies a la cabeza. Mientras lo miraba, él empezó a respirar acompasadamente y se durmió, solo; y a mí, al contemplar sus párpados cerrados y oír su respiración profunda, empezó a darme la impresión de que podía asomarme a sus sueños de un momento a otro.
Su conciencia erraba sola por la noche, en algún lugar lejano.
«… empiezas a acompasar tu respiración a la suya —había dicho Shiori—. Es posible que acabes inhalando toda la negrura que hay en su corazón. A veces, mientras piensas que no debes dormirte, te amodorras y tienes unas pesadillas horribles».
Tenías toda la razón, Shiori. Últimamente tengo la sensación de entenderte. Al dormir a su lado como si fuera una sombra, quizás acabe haciendo mío su corazón como si absorbiera las tinieblas. Y, de este modo, si conociera los sueños de muchas personas, como tú los conocías, llegaría un momento en que sería imposible el retorno, el peso se volvería tan insoportable que la única escapatoria sería la muerte, ¿verdad?
Tal vez se debió a que había pensado en esto justo antes de zambullirme en el sueño, de golpe, tal como solía, pero aquella noche soñé con Shiori por primera vez tras su muerte. La vi con gran nitidez. Fue un sueño muy vivido, tan real como la vida misma.
Estoy en mi habitación y me despierto con un sobresalto.
Es de noche, Shiori está en el comedor contiguo a la habitación, sentada frente a la mesa redonda de madera, disponiendo unas flores en un jarrón. Lleva un jersey rosa que le he visto puesto a menudo, unos pantalones de color caqui y las zapatillas de siempre.
Me incorporo, confusa.
—¿Shiori? —digo con voz somnolienta.
—¿Estás despierta?
Shiori se vuelve hacia mí: la expresión seria de su perfil se transforma en una sonrisa dulce. Se le forman hoyuelos en las mejillas. No puedo evitar sonreír a mi vez.
—¿Sabes? Estaba soñando con el señor Iwanaga —digo—. Era todo tan real. Dormíamos juntos. Estábamos en la cama, el uno al lado del otro, y hablábamos de ti en el sueño.
—Pero ¿esto qué es? A mí no me metas en tus sueños. —Shiori habla de perfil tras soltar una risita inocente—. Oye, esto no hay manera de que me quede bien.
Shiori intenta embutir un montón de tulipanes blancos en el jarrón de cristal de encima de la mesa. Sin embargo, los tallos se desparraman en todas direcciones, es imposible juntarlos. Encima de la mesa todavía descansan varios tulipanes.
—¿Y si cortaras un poco los tallos? —le propongo.
—Pobrecitos, ¿no? —dice.
Y empieza de nuevo a lidiar con las flores. Yo no puedo permanecer allí mirándola, de modo que me levanto y me acerco. Como acabo de despertarme, me noto las manos y los pies pesados; el aire de la habitación es limpio.
—Déjame a mí. —Sostengo el jarrón, rozo los blancos dedos de Shiori. Las flores se dispersan en todas direcciones, a su aire—. Pues tienes razón. Se doblan.
—Terako, ¿no tenías un jarrón un poco más alto que este? Sí, mujer, uno negro, grande.
—Sí, me parece que sí… Espera, espera, ¡sí! ¡Ya me acuerdo! —digo—. Está en el armario, en la parte de arriba. Seguro.
—Ahora mismo traigo una silla.
Shiori corre a la habitación donde dormía yo antes, vuelve con una silla entre los brazos. Su sonrisa tiene algo de presuntuoso, y le digo sin pensar:
—Tú siempre estás sonriendo, ¿no?
—¿A qué viene esto, así de repente? Lo parece porque tengo los ojos rasgados. —Shiori estaba subida a la silla y yo le miraba la garganta desde abajo—. ¿Es aquí?
Yo miro la mano que se dispone a abrir el armario.
—Sí, en aquella caja larga de allí —señalo.
—Toma.
Abro la caja alargada que me ha dado Shiori y saco un gran jarrón negro con forma de cántaro. Lo lavo con agua, lo seco con un trapo, lo lleno de agua. En la noche, el sonido del agua resuena con fuerza.
—Aquí sí cabrán las flores.
¡Pum! Shiori baja de la silla, me sonríe y yo hago un gesto afirmativo con la cabeza. Shiori es más hábil que yo disponiendo las flores, así que yo le voy dando, uno a uno, los fragantes tulipanes blancos. Shiori los toma con delicadeza y los va metiendo en el jarrón…
Me desperté con un sobresalto.
—¿Qué? —grité.
Y me incorporé de un salto, desnuda.
Shiori no estaba.
Había sido demasiado vivido. Había aterrizado de repente en un lugar distinto del que estaba antes, y a mi lado había un hombre durmiendo. La noche era oscura, la habitación estaba sumida en las tinieblas, las luces de los coches que circulaban bajo la ventana iban pasando de largo, extraviadas.
Permanecí unos instantes mirando a mi alrededor; pronto volví a la realidad. El sueño había sido tan intenso que me dolía la cabeza, y todo cuanto había ante mis ojos me parecía falso. Lo único cierto era que me había reencontrado con Shiori después de tanto tiempo.
Comprendo. Por fin tengo la sensación de comprender realmente de qué se trataba. El «sueño compartido» era lo que yo necesitaba. Es lo que necesitan las personas que se encuentran en mi situación. Si Shiori durmiera a mi lado, seguro que habría tenido un sueño como el de ahora, poderoso y caliente. Unos colores, unos puntos de vista y unas sensaciones reales: una realidad distinta que fascina a quien la contempla… Me quedé mirando el cubrecama, atónita.
—¡Eh!
De repente, oí que me llamaban y tuve un sobresalto. Al volverme, vi que él me estaba mirando con los ojos abiertos de par en par. ¡Uf! Otra vez «el fin de la noche», pensé de inmediato.
—¿Qué te pasa? Te has puesto en pie de un salto. ¿Has tenido una pesadilla?
—No, qué va. Era un sueño agradable —dije—. Muy divertido. Estaba tan contenta que no quería despertarme. Es horroroso volver a un lugar como este. ¡Un fraude!
—Aún debes de estar medio dormida —rezongó él como si hablara para sí, y me cogió la mano.
En aquel instante sentí cómo los ojos se me anegaban en lágrimas. Calientes lagrimones empezaron a caer sobre el cubrecama. Él se sorprendió y me atrajo bajo las sábanas, y, aunque no tenía culpa alguna, me dijo:
—Ya veo… Debes de estar muy cansada. Lo siento, lo siento. Mira, esta semana no podremos volver a vernos, pero la próxima, ¿eh?, ¿qué te parecería ir a comer por ahí? Algo bueno. Sí, ¡ya está! ¿Verdad que la semana que viene hay fuegos artificiales? Pues podemos ir a verlos. ¿Qué?, ¿qué te parece?
Hablaba con vehemencia. Junto a mi oreja, su piel estaba caliente, yo podía oír los latidos de su corazón.
—Estará lleno de gente —dije sonriendo.
Aunque seguía derramando lágrimas, me sentía un poco más alegre.
—No hace falta que vayamos hasta la orilla del río. Con que nos acerquemos un poco, ya los veremos bien, ¿no crees? Y mira, también podríamos ir a comer anguila.
—Sí, qué bien.
—¿Conoces algún restaurante bueno?
—Pues… ¿qué te parece aquel grande de la calle principal?
—No, aquel no, fatal. Allí, aparte de anguila, sirven tenpura y vete a saber qué más. Esa no es la manera de hacer las cosas. ¿No había otro por los callejones de atrás?
—¡Ah, sí! Detrás del templo había uno pequeñito. Podríamos ir allí.
—Es fundamental que la anguila esté recién cogida.
—Sí, pero la consistencia del arroz y la salsa también tienen su importancia, ¿eh? Bueno, esto en el caso del unajū[1], claro.
—¡Desde luego! Si el arroz está demasiado hecho, es repugnante. ¿Sabes?, cuando era pequeño, la anguila me parecía el más delicioso de los manjares.
Hablamos sin parar sobre la anguila. Poco a poco, la conversación fue languideciendo y acabamos durmiéndonos los dos, casi a la vez. Fue aquel un sueño profundo y apacible, sin ninguna visión que lo enturbiara.
Su esposa debe de hallarse en el fondo de la noche más profunda.
¿Estará Shiori cerca? Seguro que son unas tinieblas terriblemente densas. ¿No habrá vagado mi corazón por allí alguna vez mientras dormía?…
Pensé eso justo antes de despertar. A continuación, las pesadas nubes, al otro lado de la ventana, invadieron mi campo visual y, cuando dirigí la vista a un lado, él ya no estaba. Miré el reloj y me asombré al ver que marcaba la una de la tarde. Estaba tan sorprendida que me levanté diciendo: «¡Oh, no! ¡Oh, no!». Sobre la mesita de noche había una nota.
Para no trabajar, duermes muy bien.
Parece que todas las mujeres que hay a mi alrededor estén dormidas.
Dormías tan a gusto que no he querido despertarte. He ampliado la reserva de la habitación hasta las dos, tómatelo con calma.
Yo tengo trabajo, así que me voy antes. Te llamaré.
Era una hermosa nota de nítidos caracteres que se perfilaban uno a uno como en las prácticas de caligrafía. «¿Es esta su letra?», pensé, y tuve la ilusión de que aquellas letras definían su silueta con más nitidez que su propio cuerpo, que yo había abrazado la noche anterior, y me quedé con la mirada clavada en aquella nota durante una eternidad.
Había dormido sólo con una camiseta puesta y, pese a que era verano, estaba yerta de frío. Las nubes brillaban plateadas cerniéndose sobre las calles lejanas. Miré las hileras de coches, a mis pies, y me vestí. No conseguía librarme del sopor. Me lavé la cara, me cepillé los dientes, pero no me despejé lo más mínimo: sólo sentía cómo el sueño se iba infiltrando gota a gota en mi mente.
Fui a la cafetería e intenté almorzar, pero mis brazos y mis piernas flotaban en el espacio de una manera lastimosa, y mi boca, mi estómago y mi mente no mantenían coordinación alguna. Envuelta en la pálida luz que penetraba por la ventana, infinidad de veces estuve a punto de cerrar los ojos; conté en sentido inverso las horas que había dormido. Las contara como las contase, eran más de diez. ¿Por qué no lograba desprenderme de aquel sopor?
«Normalmente, por más que duerma, por más sueño que tenga, a la media hora tengo ya la cabeza despejada…». Incluso mis reflexiones parecían no pertenecerme.
Tambaleante, tomé un taxi y volví a casa y, con la lavadora en marcha, me dejé caer en el sofá y me amodorré de nuevo.
Sin remedio.
Me di cuenta de que la cabeza se me iba hundiendo poco a poco en el respaldo del sofá. Me desperté con un sobresalto e intenté hojear una revista, pero me di cuenta de que leía una vez tras otra el mismo párrafo. «Como en clase, por las tardes, cuando daba cabezadas ante el libro de texto», pensé, y volví a cerrar los ojos. El cielo nublado de fuera fluía hacia el interior de la habitación e invadía mi encéfalo. Ni siquiera el zumbido de la lavadora lograba despertarme. Ya nada me importaba; dejé que la blusa y la falda se deslizaran hacia el suelo y me metí en la cama. El cubrecama era fresco y agradable, la almohada se hundía suavemente con la promesa de un dulce sueño.
Cuando ya empezaba a respirar profundamente, a punto de dormirme, sonó el teléfono. Sabía que era él, no me cabía la menor duda. El timbre repicó una vez tras otra, como si quisiera dar muestras de un amor paciente, pero fui incapaz de abrir los ojos. «Parece una maldición», me dije. A pesar de tener la conciencia clara, me era imposible levantarme, por más que lo intentara.
¿No sería una maldición de su mujer?
Esta duda cruzó mi mente por un instante, pero se desvaneció enseguida. Según lo que él contaba, su esposa jamás habría hecho una cosa así. Ella era una persona muy cariñosa. Yo tenía demasiado sueño, mis pensamientos iban y venían como si vagaran por el crepúsculo.
Mi enemigo, sin duda, era yo misma.
Me convencí de ello mientras se desvanecía mi conciencia. El sopor me iba inmovilizando, suave como el algodón, e iba absorbiendo toda mi vitalidad. Y fundido en negro.
Entre sueños, oí varias veces el timbre de sus llamadas.
Cuando volví a despertarme, la habitación estaba sumida en la penumbra. Alcé una mano y, viendo su silueta negra y borrosa, pensé vagamente: «Ya ha anochecido».
Como era lógico, el zumbido de la lavadora ya había cesado y la habitación estaba en silencio. Me dolía la cabeza, me notaba el cuerpo agarrotado, las articulaciones entumecidas. El reloj señalaba las cinco. Tenía un hambre canina. «Voy a comerme una naranja de la nevera. ¡Ah, sí! Y también hay flanes». Me levanté y me puse la ropa que había dejado tirada por el suelo.
Estaba todo tremendamente silencioso. Tanto como si yo fuera la única superviviente en este mundo.
Presa de una sensación extraña, difícil de describir, encendí la luz de la habitación y, al mirar hacia fuera… El joven repartidor estaba introduciendo periódicos en los buzones, no había ninguna luz en las casas del vecindario, hacia el este el cielo se pintaba de color naranja: entonces lo comprendí.
—Son las cinco de la mañana —dije en voz alta y seca.
Estaba aterrada. ¿Cuántas vueltas habrían dado las agujas del reloj? ¿Qué mes era? ¿Qué día? Frenética, salí del apartamento, bajé las escaleras y recogí el periódico del buzón. ¡Uf! ¡Qué alivio! Sólo había dormido una noche. Me tranquilicé. Pero lo cierto era que había dormido más de lo habitual. Me notaba el cuerpo destemplado. Sentía vértigo. El azul del amanecer se extendía sobre las calles, la luz de las farolas era transparente. Me daba pánico volver a mi habitación. Seguro que volvía a dormirme… Pero estaba tan desesperada que eso me importaba poco. Incluso tenía la sensación de que no tenía adonde ir.
Y encaminé mis pasos vacilantes hacia la calle.
El cielo aún estaba oscuro; el olor asfixiante del verano impregnaba el aire fresco. Había poca gente en la calle, unos que hacían deporte y corrían, otros que volvían a sus casas, que paseaban a sus perros, algún que otro anciano. En comparación con todos ellos, que tenían un objetivo, sólo yo, que recorría las calles como una autómata, con lo puesto, parecía un espectro errante al amanecer.
Sin otro lugar a donde ir, me encaminé hacia el parque. Era un parque muy pequeño, encajonado entre unos bloques de viviendas que había justo detrás de casa, y allí solíamos ir Shiori y yo tras pasar la noche en vela. No había más que un banco, un cuadro de arena y unos columpios. Me senté en el viejo banco de madera y apoyé la frente en mis manos, igual que un desempleado. Mi barriga rugía de hambre, pero no tenía la menor idea de qué podía hacer. ¿Qué diablos me había sucedido? Había llegado a un punto en que parecía incapaz de hacer nada por mi propia voluntad. Tenía tanto sueño, tanto, que no podía pensar.
Había niebla. Los colores de las figuras de los animales del cuadro de arena aparecían velados. Un húmedo olor a verde, un aroma a tierra inundaba el parque. Con la cabeza entre las manos, luchando contra el sueño, me quedé mirando el oscuro estampado de mi falda.
—¿Te encuentras mal?
Una voz femenina resonó junto a mi oído. Me sentí tan avergonzada que, por un instante, tuve la tentación de fingir que me encontraba mal, pero, pensando que la cosa podía ir a más y acabar volviéndose contra mí, rechacé la idea y alcé la cabeza. Sentada a mi lado, mirándome fijamente, había una chica con tejanos que, por la edad, debía de ser estudiante de bachillerato. Tenía unos ojos extraños, muy grandes, cristalinos, que parecían mirar al infinito.
—¡Oh, no! Estoy bien. Sólo tenía un poco de sueño —contesté.
—Es que no te veo muy buena cara —replicó ella con ansiedad.
—No, no. Estoy bien. Muchas gracias.
Sonreí, y ella me devolvió la sonrisa. Los árboles se mecían al viento entre susurros, ráfagas de frescor atravesaban el parque. Ella se quedó sentada a mi lado, así que yo perdí la ocasión de levantarme e irme, y permanecí allí sentada, también yo, con la vista clavada al frente. Había en aquella chica algo discordante con lo que la rodeaba. El pelo largo le caía sobre los hombros, era muy hermosa. Sin embargo, era difícil sustraerse a la impresión de que algo en ella no era normal, y me pregunté si la chica no estaría un poco loca. Sin embargo, por el simple hecho de estar con alguien, fui relajándome gradualmente. «Shiori y yo solíamos estar sentadas aquí, juntas, mirando los columpios», pensé. Nos pasábamos la noche mirando vídeos y, por la mañana, completamente desveladas, íbamos a un local de esos que están abiertos las veinticuatro horas a comprar té caliente y onigiri[2], y nos los comíamos aquí. Yo odiaba los onigiri de atún, a Shiori le encantaban…
—Ve enseguida a la estación.
Me lo dijo tan de improviso que me sobresaltó. Yo volvía a estar a punto de dormirme. Al dirigir la vista hacia la chica, vi que me miraba con expresión severa. Fruncía el entrecejo, y el tono de voz también era completamente distinto del de antes, más tajante y profundo.
—¿Cómo? ¿A la estación?
No supe qué responder. «En efecto, está loca…». Me asusté un poco. Ella se levantó, se puso frente a mí y clavó sus ojos en los míos. Tenía una mirada realmente extraña. Pese a tenerla fija en mí, parecía estar enfocando un punto lejano. Hipnotizada, fui incapaz de articular palabra. Ella prosiguió:
—Te compras un periódico y miras en las ofertas de empleo. Te buscas un trabajo, aunque sea por un corto período de tiempo. De modelo, de azafata de congresos, de lo que sea. Como administrativa no. Te dormirías. Un trabajo en el que debas estar de pie y mover los brazos y las piernas. Hazlo. Es que no puedo ni mirarte. Si sigues así, llegará un punto en que todo sea ya demasiado tarde. Y eso me da miedo.
No podía hacer otra cosa que permanecer en silencio, escuchándola. Aquella chica era, a todas luces, más joven que yo, pero, no sé por qué, parecía mucho mayor. Sus palabras me producían un extraño impacto en el corazón, tenían algo siniestro. Hablaba con muchísima seriedad, pero sin enojo. ¿Cómo lo diría? Me estaba aleccionando en un tono impaciente, lleno de desesperación.
—¿Por qué? —murmuré.
—No creo que volvamos a encontrarnos. Tú estás ahora muy cerca de mí, por eso hemos podido vernos —dijo—. De hecho, no es sólo que te haya aconsejado que trabajes. No se trata de eso, sino de que tu mente, ahora, está exhausta. Tú no eres la única persona que se encuentra así, hay muchas otras. Pero tengo la sensación de que eres la única que está así por mi causa… Sí, eso es lo que me parece… Lo siento. Perdóname. Sabes quién soy, ¿verdad? —Formuló esa pregunta como un conjuro, con los ojos clavados en los míos.
—Tú…
Mis palabras resonaron de tal modo que abrí los ojos sobresaltada. Ante mis ojos ya no había nada, sólo la fría niebla que flotaba envolviendo el parque y emborronando mi campo visual.
¿Había sido un sueño?
Poco convencida aún, me levanté tambaleante y salí del parque. Por un instante pensé en ir a la estación, pero no soy un alma tan dócil, siempre he tenido un carácter terco. Aunque hubiese sido un sueño, el simple hecho de haberlo tenido me irritaba, así que regresé a casa y me acosté de nuevo. Estaba desesperada.
Lo peor fue abrir los ojos.
El hambre, el dolor en todo el cuerpo, la sed… ¿Me habría convertido en una momia? La cabeza, como es lógico, la tenía despejada, pero notaba el cuerpo tan pesado que no podía incorporarme. Para colmo, estaba lloviendo.
Pese a ser mediodía, la habitación estaba sumida en unas tinieblas sin lustre; resonaba el fragor de la lluvia torrencial. Mientras permanecía echada oyendo la lluvia, sin ánimos siquiera de escuchar música, me acordé de Shiori en su habitación sin sonidos. De Shiori, que era incapaz de conciliar el sueño en una cama blanda y dormía balanceándose en la hamaca. Me había embargado una tristeza insoportable cuando sonó el teléfono. Sabía que no era él, pero reuní las fuerzas necesarias para levantarme y contesté.
Era una amiga de la universidad y me llamaba porque la empresa donde trabajaba iba a organizar una exposición, la semana siguiente, y quería proponerme que trabajara como azafata durante una semana. Yo recibía muy a menudo ofertas de este tipo.
Iba a rechazarlo, ya tenía las palabras en la punta de la lengua. Pero, no sé por qué, esta vez dije: «De acuerdo». Quizá me asustara aquella coincidencia. En el mismo momento en que acepté, sentí un arrepentimiento brutal, pero ya era demasiado tarde. Mi amiga, contenta, me estaba informando rápidamente del lugar donde podíamos quedar y del tipo de trabajo.
Qué remedio, tomé nota.
Todavía estaba medio dormida.
Madrugar, arreglarme y salir a la calle. Unas cosas tan sencillas como estas, a mí, que lo único que solía hacer era quedarme en casa esperando sus llamadas, me parecían de lo más duro. Después de sólo tres días de cursillo de formación y otros tres de trabajo, ya me encontraba al límite de mis fuerzas. Hiciera lo que hiciese, tenía siempre mucho sueño, tanto que parecía a punto de fundirme, y el hecho de mezclarme con chicas de mi edad, de aprender varias cosas a la vez y memorizar las explicaciones, de trabajar de pie, me resultaba tan duro como una pesadilla. Ni siquiera tenía tiempo de pensar. ¡Me arrepentía tanto de haber aceptado ese trabajo!
Sin embargo, durante aquel breve período de tiempo, me di cuenta de lo mucho que habían degenerado diversas cosas en mi interior sin que yo lo advirtiera. Siempre había odiado trabajar, menospreciaba los trabajillos eventuales, y ahora, en el fondo, no había cambiado nada, no…, quizás algo fundamental, ser capaz de dar un paso adelante, algo parecido a deseos y a esperanzas…, no sé cómo expresarlo…, pero estaba segura de que había arrojado todo eso fuera de mí sin advertirlo, y era lo mismo que también había tirado por la borda, sin darse cuenta, Shiori. No obstante, con un poco de suerte, posiblemente ella hubiese podido seguir viviendo, pero era demasiado débil para resistirlo. La corriente tenía fuerza suficiente para engullirla por entero.
Eso no significa que yo tuviera un objetivo. Era más cruel levantarme cada mañana a las siete, salir zumbando de casa y pasarme el día martirizando mi cuerpo y mi mente somnolientos, que la amargura de permanecer dormida en mi habitación. Estaba agotada, no podía ni hablar, y de cada tres veces que él llamaba, sólo podía responderle una, pero, quizá de puro cansancio, incluso eso había dejado de importarme. La posibilidad de volver a convertirme, pasados aquellos seis días, en una mujer durmiente me daba tanto pánico que, ante mis ojos, todo se oscurecía de repente; pero me esforzaba en alejar estos pensamientos. Ni siquiera tenía tiempo para pensar en él. Parece mentira. Y en estas, empecé a sentir cómo aquel sopor tan salvaje, incomprensible, iba escurriéndose despacio, muy despacio, fuera de mi cuerpo. Tenía las piernas abotagadas, ojeras bajo los ojos, la casa sucia. Trabajaba sin objetivos, ni siquiera necesitaba el dinero, y esto era muy duro.
Con todo, a mí me sostenía, mal que bien, aquel extraño sueño que había tenido en el parque al amanecer. A las siete de la mañana, cuando empezaban a sonar a la vez el despertador y el estéreo, me invadía la pereza, me moría de sueño, quería dejar el trabajo… Sin embargo, cada vez que lo pensaba, me acordaba de aquel amanecer y, no sé por qué, me daba la sensación de que, si abandonaba, traicionaría a aquella chica, y yo no podía hacer eso. Algo muy loable en una persona tan pusilánime e impaciente como yo. Pero aquellos ojos…, no, jamás podría olvidar aquellos ojos rebosantes de tristeza, tan lejanos.
Por cierto, a él también lo había conocido en el trabajo.
Era una especie de gabinete de diseño, en un vasto local que ocupaba la planta entera de un gran edificio y estaba compuesto por diversos departamentos, una empresa que no sé muy bien a qué se dedicaba ni de qué manera lo hacía, pero, a fin de cuentas, mi trabajo se limitaba a contestar al teléfono, pasar textos e introducir datos en el ordenador, hacer fotocopias, llevar recados. Había unas diez personas más haciendo tareas similares.
Yo tenía que trabajar allí sólo tres meses, sustituyendo a una prima mía que estaba en Estados Unidos de home stay, y hacía lo imposible por pasar por tonta. No es que yo sea el no va más de la perspicacia, pero sabía que, en un lugar como aquel, a la que te tomas tus responsabilidades en serio, acabas cargándote de trabajo y sales perdiendo, así que decidí esforzarme lo menos posible. Nada hay tan absurdo como deslomarte en un trabajo como aquel de «chica para todo». Trabajaba con la cabeza en otra parte, y mantenía sólo una tercera parte de mis circuitos abiertos. En consecuencia, me retrasaba, cometía errores, me equivocaba de columna al introducir los datos, enviaba faxes en blanco, y —aunque no lo tenía calculado— a la que empecé a cometer fallos de esta índole, a razón de uno cada tres días, la gente dejó de encargarme tareas complicadas y mi trabajo se simplificó muchísimo.
Sucedió un domingo.
En realidad, era día de descanso en la empresa y había acudido para corregir unos errores que había cometido el día anterior. Me encontraba sola en aquella enorme oficina silenciosa, introduciendo datos despacio, cuando, de repente, me asaltó una inseguridad absurda. Pensé que, tras hacerme la tonta durante dos meses, tal vez me había vuelto estúpida de verdad y sólo era capaz de trabajar a ese ritmo. Era una inseguridad sin base alguna, pero muy real. Y, conforme miraba la pantalla verde, esa inseguridad fue cobrando una intensidad creciente. Creía estar escondiendo mi talento, y, sin embargo, era muy posible que, en realidad, yo no sirviera en absoluto para un trabajo de oficina. «¡Imposible!», recapacité, pero la tentación de ponerme a prueba empezaba a ser irresistible. «Al parecer, no hay nadie en la oficina. ¡Adelante!», me dije. Si lo pienso bien, debo reconocer que yo era entonces muy joven. Y empecé a introducir datos con todo el vigor que mis dedos me permitían. Después de tanto tiempo, saboreé la sensación de ver cómo mis manos, si así lo quería, se movían de una manera rápida y precisa; rebosaba satisfacción. Enseguida tuve las correcciones hechas y, entonces, poseída por ese mismo ímpetu, decidí redactar unos documentos que tenía atrasados y empecé a aporrear el teclado mientras canturreaba. Era como si a una persona, después de haberla obligado a usar la mano izquierda, le permitieran finalmente usar la derecha. En cierto sentido, debía de haberse ido acumulando en mí un sentimiento de frustración, y me sentí feliz al contemplar las hermosas páginas impresas. Y las fotocopias: tampoco se tarda tanto en hacerlas si se trabaja de firme; llena de entusiasmo, incluso acabé realizando pequeñas tareas que correspondía hacer a otros.
A las dos horas ya había terminado: me levanté, dando un profundo suspiro, y lo vi a él sentado en silencio frente a la mesa del fondo de aquella luminosa oficina desierta. Me quedé de piedra. No había advertido su presencia. No era mi superior directo, pero sí pertenecía a un departamento donde yo había ayudado en múltiples ocasiones y conocía muy bien mi desatenta manera de trabajar. «¡Mal asunto!», me dije. El hombre sonreía con trazas de haber estado esperando con ganas el momento en que yo me diera cuenta de que él se encontraba allí.
—¡Oh! ¿Estaba usted aquí? —dije.
—Cuando quieres, lo haces muy bien… Bueno, esto no hace falta que te lo diga.
Y se desternilló de risa.
Después fuimos a tomar un té. A una cafetería pequeña que había justo enfrente de la oficina. Ya anochecía y, en el interior del local, aparte de nosotros, había varias parejas que disfrutaban del día festivo, todas ellas hablando en voz baja, casi entre susurros.
—Hace un rato, en comparación con tu ritmo habitual, parecía que fueras a cámara rápida. ¿Por qué no trabajas siempre así? —me preguntó.
Barajé varias posibles respuestas, pensando en cuál podría causarle una mejor impresión, pero finalmente no pude evitar contestar:
—Es que es un trabajo eventual.
—Ya entiendo —dijo, y volvió a soltar una risita.
No dejaban de sorprenderme la pureza del eco de su voz cuando hablaba casi en un susurro o la corrección de sus maneras. Hasta entonces no lo había observado con atención. Luego descubrí la alianza en su mano izquierda. Pero nos tomamos el té sin tocar esos temas. La verdad era que me sentía muy decepcionada de que estuviese casado.
En determinado momento, al cruzar y descruzar las piernas, golpeó de rebote una salsera de encima de la mesa con estrépito, y le dio mayor importancia de la que tenía:
—Lo siento. Lo siento mucho —repitió una vez tras otra.
Me es difícil resistirme a estas muestras de buenos modales. Tengo la impresión de que estas personas tan bien educadas jamás podrían hacerle nada malo a nadie. Yendo un poco más lejos, parece que sepan discernir a quién sí pueden hacérselo.
No estábamos particularmente tensos, pero apenas hablamos. Él tenía unos rasgos nobles y proporcionados, y su perfil me producía una extraña impresión; hablaba ahora de esto, ahora de lo otro. Yo lo escuchaba asintiendo. Y, mientras hacía movimientos afirmativos con la cabeza, intuí vagamente que aquel hombre desempeñaría un papel importante en mi vida. Quizá fuera porque, pese a estar anocheciendo, parecía de mañana. Dos personas todavía medio dormidas sentadas a una mesa, sin palabras: esta es la escena que me vino al pensamiento. E imaginé muchas cosas dulces que podían ocurrir entre nosotros a partir de ese momento, pero, no sé por qué, todo acababa remitiéndome a imágenes invernales. No veía más que una habitación blanca llena de vaho, y a los dos andando con el abrigo puesto, y una arboleda en invierno. Y eso era muy triste.
Aquella semana, que parecía eterna, acabó pasando. El último día volví a mi apartamento, me desnudé, arrojé al suelo el sobre con el dinero que había cobrado y empecé a reírme: entonces sonó el teléfono.
—Hola, soy Iwanaga.
Había echado de menos su voz.
—¡Cuánto tiempo!, ¿verdad?
—¿Estabas durmiendo?
—No. ¿Sabes?, ahora mismo me estaba riendo mientras miraba el sobre con el sueldo. ¡Estoy tan cansada!
—¿Cómo? ¿Has estado trabajando? ¡Mira que eres rara!
—Para pasar el rato.
Recogí la ropa dispersa por la habitación y pensé en lo mucho que me apetecía dormir aquella noche. Mi mente estaba clara, mi cuerpo exhausto. Esta vez, aunque durmiera un día y una noche enteros, no me asustaría.
—Pareces animada. Como cuando nos conocimos —añadió en tono alegre: incluso a él parecía habérsele contagiado mi estado de ánimo.
—Por cierto —le dije mientras hacía saltar trocitos de laca desconchada de las uñas—, a tu mujer la conociste en la época del instituto, ¿verdad? Ella entonces llevaba el pelo largo, ¿verdad?
—¿Cómo? ¿Acaso has adquirido poderes paranormales en el trabajo o qué? Sí, tenía dieciocho años —afirmó extrañado.
—Lo suponía.
Y, de repente, mis ojos se anegaron en llanto. Ni yo misma entendía aquellas lágrimas.
—Bueno, a lo que íbamos… —dijo él.
Y mientras él me decía el lugar donde nos encontraríamos para ver los fuegos artificiales y comer anguila, la mano con la que estaba tomando nota, y toda la estancia, brillaban con una luz clara y difusa, impregnada del calor de mis lágrimas.
En la ancha avenida que conducía a la orilla del río, la circulación de vehículos ya estaba interrumpida. El gentío llenaba la calle y se encaminaba al río, en dirección a los fuegos artificiales. Vestidos con yukata[3], con los niños a hombros, todo el mundo alzaba la vista al cielo entre risas y algazara y, al igual que en la festividad del Gion[4], todo el mundo avanzaba en el mismo sentido. Jamás había visto algo semejante y, no sé por qué, me sentí excitada. Los rostros expectantes vueltos hacia el cielo esperando a que empezaran los fuegos artificiales mostraban alegría.
—¡Caramba! Es imposible llegar hasta el río. ¡Mira! Todo está lleno de gente —dijo él, decepcionado, y alzó al cielo su perfil bañado en sudor.
—No importa. Algo alcanzaremos a ver desde aquí.
—Tal vez no —repuso—. Los fuegos sólo se verán desde los lugares altos.
—No importa. Los oiremos.
Al ponerme de puntillas, vi que se había formado una larga hilera de personas que cruzaba el puente y, en un extremo, se agolpaba una gran multitud. El cielo nocturno, de color índigo oscuro, era asombrosamente vasto. Los policías estaban plantados en la oscuridad y la muchedumbre avanzaba por el camino acordonado, pero nosotros nos detuvimos antes de alcanzar la cola de la hilera.
Lo importante no eran los fuegos artificiales, sino estar los dos juntos, aquella noche, en aquel lugar, alzando los dos la vista al cielo. Lo importante era estar los dos con los brazos entrelazados y el rostro vuelto en la misma dirección que la muchedumbre allí congregada, oyendo el estallido de los fuegos artificiales. Presa de la excitación que reinaba en el ambiente, el corazón me latía con fuerza. A partir de cierto momento, él empezó a sentir por los fuegos un interés real, y su perfil expectante, recortado sobre el cielo, parecía haber rejuvenecido de golpe. Tuve la sensación de que, sin advertirlo, la vitalidad había vuelto a mí. Aunque esto no sea más que la pequeña historia de una resurrección, la historia de las pequeñas olas que habían embestido mi corazón por la pérdida de una amiga y por mi cansancio de la vida cotidiana, pienso que el ser humano es fuerte. No recuerdo si esto me había ocurrido con anterioridad, pero cuando me enfrenté a las tinieblas de mi corazón, cuando me sentí herida en lo más hondo y me rompí en pedazos, exhausta, de improviso emergió de mi interior una fuerza inexplicable.
Nada había cambiado en mí, tampoco se había producido ningún cambio en nuestra situación, pero deseé estar con él mientras me azotaran estas pequeñas olas. Creo que ahora, de momento, ya ha pasado lo peor. No sé muy bien lo que esto significa, pero tengo esta impresión. Por eso, ahora, incluso sería posible que me enamorara de alguna otra persona…
Pero no lo creo. Lo que deseaba, en aquel momento, era recuperar el amor vivo que antes sentía por aquel hombre alto que estaba de pie a mi lado. Por aquel hombre al que adoraba. Deseaba mantenerlo sujeto con mis brazos delgados y mi débil voluntad. Deseaba intentar parar, a toda costa, con mi cuerpo incierto, la infinidad de cosas horrorosas que vendrían en el futuro, detenerlas todas, cada una de ellas.
¡Ah! Me siento como si acabara de despertar: es todo tan bello, tan límpido, que casi me asusta. Hermoso de verdad. La muchedumbre andando a través de la noche, la luz de los farolillos de papel dispuestos a lo largo de las arcadas, la línea de su frente, que levanta expectante hacia lo alto mientras aguarda el inicio de los fuegos artificiales, allí de pie, azotado por la fresca brisa.
Al pensarlo, todo parecía tan perfecto que, de improviso, se me saltaron las lágrimas. Barrí los alrededores con la mirada, todas las escenas que captaron mis ojos me eran preciosas. «¡Ah! ¡Qué bien haberme despertado aquí y ahora!», pensé. En aquella calle siempre atestada de coches se había abierto un gran vacío y, en el centro, estábamos los dos esperando a que empezaran los fuegos artificiales, y luego comeríamos anguila, y aquella noche podríamos finalmente dormir juntos: me sentí feliz al poder contemplarlo todo con un espíritu tan claro.
Parecía una plegaria.
… Que todos los sueños del mundo sean apacibles por igual.
Pronto se oyó retumbar un gran trueno en el cielo y, por detrás de un enorme edificio, medio asomaron, fugaces, los fuegos artificiales, que colorearon por un instante el cielo, como una filigrana.
—¡Oh! ¿Los has visto? ¡Se han visto sólo un segundo! —exclamó, preocupándose por mi baja estatura.
Pese a ello, me sacudió los hombros, alborozado como un niño.
—Sí, los he visto. ¡Qué bonitos son, tan pequeñitos! Parecen de encaje —dije.
El pequeño haz de luz que se extendió de pronto por el cielo transparente de la noche quedaba tan lejano que costaba creer que aquello fueran auténticos fuegos artificiales.
—¡Es verdad! Son como unos fuegos artificiales en miniatura —repuso él con la vista clavada en lo alto.
Uno tras otro, los cohetes fueron surcando el cielo, se alzaron vítores y, unos instantes después, sólo se oía retumbar el trueno de la explosión por los alrededores. La muchedumbre se encaminaba con alboroto hacia el río, la riada humana se hizo más densa, engulléndonos y adelantándonos deprisa, pero nosotros permanecimos allí, con la vista clavada en el cielo. Sentíamos un cariño especial por aquellos diminutos fuegos que asomaban intermitentemente por el flanco del edificio y, con los brazos entrelazados con fuerza, nos quedamos esperando una eternidad, con el corazón palpitante, a que estallaran los siguientes cohetes.
La noche y los viajeros de la noche
My dear Sarah,
It was spring when I went to see my brother off.
When we arrived at the airport his girlfriends who
were dressed in beautiful colors waited for him.
Oh, I was sorry, in these days he had many lady loves.
The sky was fair…
Cuando descubrí el borrador de aquella vieja carta en el fondo del cajón, me sentí tan sobrecogida por la nostalgia que la mano que limpiaba se detuvo por un instante. Y leí repetidas veces aquel viejo texto en inglés, en voz alta, como si se tratase de una narración.
Aquella carta iba dirigida a Sarah, una estudiante extranjera que había estado saliendo con mi hermano mayor, Yoshihiro —que murió el año pasado—, cuando él todavía iba al instituto. Muy poco después de que Sarah regresara a Boston, él había anunciado de repente: «Me gustaría vivir un tiempo en el extranjero», había seguido a Sarah sin pensárselo dos veces y, una vez allí, había hecho diversos trabajillos, se había divertido, y no había vuelto a casa hasta casi un año después…
Conforme leía la carta, fui recordando, una tras otra, diversas circunstancias de aquella época. Aquella carta era la respuesta a la que Sarah, preocupada por el hecho de que Yoshihiro se hubiera marchado tan súbitamente de Japón y de que apenas nos enviara noticias, me había escrito explicándome qué era de la vida de mi hermano. Yo estudiaba entonces bachillerato y jamás había imaginado que algún día me encontraría en esa situación, así que, con el corazón palpitante y diccionario en mano, me dispuse a escribir a aquella dulce y bonita american girl. Porque, en efecto, Sarah era una chica muy guapa con unos inteligentes ojos azules. Le encantaba todo lo japonés y siempre andaba detrás de mi hermano. La voz con que pronunciaba su nombre: «¡Yoshihiro! ¡Yoshihiro!», rebosaba de amor sincero.
Sarah.
—Lo que no entiendas del inglés, puedes preguntárselo a ella.
Mi hermano había abierto de golpe la puerta de mi habitación y me la había presentado de este modo tan informal. Volvían de un festival tradicional de verano en un santuario del vecindario y Sarah se había pasado un momento por casa. En aquel instante, yo estaba sentada frente al escritorio con un montón de deberes por hacer y decidí pedirle que me escribiera una redacción en inglés. Y es que Sarah parecía tan ansiosa por ayudar que me supo mal defraudarla. No miento. El inglés era la asignatura que mejor se me había dado siempre.
—Bueno, pues te la dejo una hora. Y luego la acompañaré a su casa —dijo mi hermano, y se fue a ver la televisión a la sala de estar.
—Perdona que te haya estropeado la cita, ¿eh? —me disculpé en mi torpe inglés.
Pero ella repuso:
—Ok! Ok! Pero si yo acabo en cinco minutos. Así, entretanto, tú puedes dedicarte a otras asignaturas, ¿no, Shibami?
Esto me dijo, o algo por el estilo, en un inglés fluido, con una preciosa voz, la rubia cabellera cayéndole sobre los hombros. Y sonrió.
—Bueno, pues el tema es «Mi vida cotidiana» y puedes escribir lo que quieras. Pero si usas frases demasiado complicadas, se darán cuenta de que no la he hecho yo; es mejor que sean de un nivel parecido al de estos ejemplos de aquí —le expliqué como pude.
—¿Ah, sí? Pues vamos a ver… ¿A qué hora te levantas? ¿Y qué tomas para desayunar? ¿Comida japonesa? ¿Comida occidental? —Y también—: ¿Qué haces por las tardes?
Entre una pregunta y otra, antes de que me diera cuenta, ella ya había terminado la redacción.
—¡Qué letra tan bonita! No puedo presentarla así. ¡Tendré que copiarla con esa letra tan horrible que tengo yo! —dije al mirar el cuaderno, y Sarah se rio a carcajadas.
Así, poco a poco, fuimos rompiendo el hielo y empezamos a charlar. Se oían los chirridos de los grillos; la noche era algo fresca. Sarah escribía acodada en una mesita baja que yo había colocado en el centro de mi habitación. Toda la estancia parecía haberse iluminado de repente, convirtiéndose en un mundo de prodigioso colorido. Azul y oro. La piel blanca, transparente. El agudo contorno de su barbilla cuando asentía con la cabeza, mirándome de frente.
«¡Los barcos negros!»[5], pensé. Era la primera vez que tenía un contacto tan estrecho con un extranjero, y ella había irrumpido en mi habitación de una manera tan inesperada… Transportada por el viento, se oía la música tradicional japonesa del festival. La noche era negra; una luna redonda flotaba, enorme, en el cielo lejano. Por la ventana abierta de par en par penetraba, a ráfagas, la brisa.
—¿Te gusta Japón?
—Sí, mucho. Y he hecho muchos amigos en la escuela. Y también están los amigos de Yoshihiro, claro. Creo que jamás podré olvidar este año.
—¿Qué es lo que te gusta de mi hermano?
—Yoshihiro es pura energía, me es imposible apartar los ojos de él. Y no me refiero a la simple energía física, lo que yo percibo es algo que emana de su interior, algo inagotable, muy intelectual. Sólo con estar a su lado, tengo la sensación de que voy a ir cambiando deprisa. Tengo la sensación de que puedo llegar muy lejos, de una manera muy natural.
—¿Qué estudias? ¿Volverás pronto a la Universidad de Boston?
—He venido a ampliar mis estudios de cultura japonesa. Y volveré a Boston dentro de un año. Seguro que echaré mucho de menos a Yoshihiro, pero a mis padres les encanta Japón y vienen muy a menudo, y Yoshihiro dice que le gustaría ir a América algún día, así que es muy posible que volvamos a vernos. Ahora dedico todo mi tiempo al japonés. Pero mis estudios, al fin y al cabo, no son más que un pasatiempo. Posiblemente no los deje en toda mi vida, pero lo que yo quiero es convertirme en una buena madre de familia, como la mía. En este sentido, me interesan mucho las mujeres japonesas. La verdad es que, en bastantes aspectos, simpatizo más con las japanese girls que con las chicas americanas. Es que hay muchas facetas en las que no soy nada americana, ¿sabes? Yo, más adelante, me casaré con un hombre de negocios, sí, con un hombre de negocios cosmopolita, como mi padre. Y formaré una familia estable y feliz.
—Mi hermano, cosmopolita sí podría llegar a serlo, pero me parece que lo de hombre de negocios no va con él.
—¡Ja, ja, ja! La verdad es que no. Lo despedirían enseguida. Él siempre va a la suya.
—Claro que aún está en bachillerato. Todavía está a tiempo de cambiar, ¿no? Ojalá algún día se interese por este tipo de trabajo. Y tú podrías encaminarlo un poco, ¿no?
Una idea pueril, más distante que un sueño. Sin embargo, Sarah, a su vez, era lo bastante infantil para poder soñarlo. Adoptaba una postura franca, sin temor al futuro. Se rio y habló como en sueños. Con la mirada que se tiene cuando el amor acaba de empezar, cuando no se repara más que en el ser amado, cuando no se le teme a nada. Con la mirada de quien cree que los sueños pueden cumplirse, que la realidad, si se le da un empujón, avanza.
—¡Oh, sí! Sería magnífico que fuera Yoshihiro. Así tendríamos un hogar en Japón y otro en Boston, e iríamos de un sitio a otro. ¡Sería tan, tan divertido! A mí me encanta Japón y, si a Yoshihiro le gustara Boston, pues sería como si tuviéramos dos patrias, ¿verdad? Y nuestros hijos crecerían escuchando los dos idiomas… Y viajaríamos toda la familia junta… ¡Oh! ¡Sería maravilloso!
Y, en el curso de un día cualquiera, cuando el recuerdo de Sarah ya pertenecía al pasado, cuando yo la había olvidado ya por completo y ni siquiera sabía qué había sido de ella, aquel día, de improviso, apareció su carta. Apretujada en un rincón del fondo del escritorio, en la sombra, detrás de un cajón que se me ocurrió sacar. Y cuando la extraje de allí y la desplegué con la punta de los dedos, preguntándome qué sería aquello, posiblemente empezó todo, como un viejo hechizo que se disipara, despacio, en el aire.
Querida Sarah:
Era primavera cuando fuimos a despedir a mi hermano.
Al llegar al aeropuerto, Yoshihiro y sus novias (¡oh!, lo siento, mi hermano tenía entonces muchas novias), vestidas todas ellas como flores, nos estaban esperando. El cielo era azul y nosotros armábamos jaleo, contagiados del humor exultante de Yoshihiro, muy excitado ante la perspectiva del viaje. ¡Estábamos tan contentos! Todos bendecíamos vuestro amor. Es curioso, pero Yoshihiro tiene la facultad de convencer a la gente sin que esta se dé cuenta. En fin, ¡qué voy a decirte a ti! Era precisamente la época en que florecen los cerezos, y recuerdo que los pétalos de flor de cerezo iban cayendo, aquí y allá, entre destellos.
Mi hermano apenas escribe, pero, por lo visto, está bien, ¿verdad? Espero que te diviertas. Ven a Japón alguna vez.
Espero con ilusión el día en que podré volver a verte.
Shibami.
Una vez, cuando aún era jovencita, mi hermano Yoshihiro, mi prima Marie y yo anduvimos por un camino al atardecer. La familia se había reunido con motivo de la celebración de una ceremonia budista, o algo por el estilo, y nosotros, aburridos, abandonamos a hurtadillas nuestros asientos y empezamos a vagar sin rumbo.
Estábamos en el malecón del río, cerca de la casa natal de mi padre, y era la hora en que la lejana orilla opuesta empezaba a sumirse en las tinieblas del crepúsculo. Poco después se reflejarían las luces de la ciudad en el río, y un aire transparente impregnado de índigo iría alzándose despacio, casi a ojos vista. El cielo conservaba aún una tenue claridad, las formas se confundían las unas con las otras, todo era hermoso.
No recuerdo de qué habíamos hablado hasta entonces, pero en ese momento mi hermano decía:
—Lo que pasa es que a ti te deja indiferente la parte sucia de la vida.
Posiblemente aludía a que yo había afirmado con énfasis que en el futuro quería ser una mujer de negocios o que, si no, me casaría con un hombre rico. Porque mi tía Reiko, que había hecho una buena boda casándose con un empresario rico, estaba guapísima enfundada en su vestido de luto, y porque su collar de perlas auténticas era precioso, y yo estaba segura de que estaría tan elegante como ella si pudiera gastar tanto dinero…
—Escúchame bien. A ti, cuando esto ocurra, se te habrá acumulado encima tanta porquería que ni los vestidos ni las perlas te parecerán tan bonitos como ahora. Puedes estar segura. El problema es la parte sucia de la vida. Uno nunca puede permanecer quieto en un lugar, ¿comprendes? Tiene que vivir siempre, siempre, mirando a lo lejos.
—¡Pero si tú estás siempre en casa! —repliqué.
—¡Qué bruja eres, niña! Me has entendido perfectamente. No me refiero al cuerpo. Además, nosotros ahora todavía somos niños; por eso estamos en casa. Pero, en el futuro, podremos llegar hasta donde queramos —aseguró mi hermano, y se rio.
Entonces Marie, abstraída, comentó:
—Pues, a mí, la verdad, me gustaría casarme con un hombre rico.
—Vuestro problema, chicas, es que no escucháis lo que os dicen. —Mi hermano sonrió con amargura.
—No. Te he oído muy bien, Yoshihiro, pero yo prefiero casarme con un hombre rico. Además, a mí no me gusta ir de aquí para allá, y tengo muchos amigos que no quiero dejar de ver. —Marie era tres años mayor que yo y, en aquella época, parecía ya muy adulta. Era capaz de expresar lo que pensaba siempre de una manera clara y directa—. A mí lo que me gustaría realmente es tener un gran amor.
—¡¿Qué?! —exclamó mi hermano.
—Pues claro. Es difícil empezar una vida distinta a la que uno lleva, ¿no? Enamorarse apasionadamente es la única solución. Además, me encanta la idea de acabar con el corazón destrozado. Luego, basta con agachar la cabeza y casarse. Total, los grandes amores siempre acaban mal —concluyó Marie.
—Sí, te entiendo —dije.
—¡Mira que sois raras! —concluyó mi hermano.
Marie sonrió.
—Lo principal es que tú te hagas millonario, Yoshihiro. Y cuando mi apasionada historia de amor termine, iré hacia ti. Más cómodo imposible y, como te conozco bien, puedo estar tranquila.
Ya entonces mi hermano debía de poseer algo que atraía a las mujeres. Y sin sonrojarse ante la burla de su guapísima prima mayor, sin azorarse lo más mínimo, replicó:
—Pues sí, muy cómodo. No está mal.
—Además, nuestros padres estarían contentos.
—¡Me encantaría que pudiéramos vivir contigo, Marie! ¡Sería tan divertido! —exclamé.
Marie asintió con la cabeza y sonrió.
—A partir de ahora, pasarán muchas cosas —dijo mi hermano como si hablara consigo mismo.
Todavía hoy me extraña. ¿Cómo es que mi hermano, desde tan joven, conocía tan a la perfección los más diversos aspectos de la vida? ¿Por qué me daba la impresión de que estaba haciendo planes continuamente y de que conocía esa manera de vivir que consiste en seguir siempre hacia delante sin detenerse jamás?
Caminamos a lo largo del malecón. El rugido de la corriente resonaba con tanta fuerza que, por el contrario, lo que se sentía era paz. A pesar de ello, los tres hablábamos casi a gritos, por lo cual cada una de aquellas frases pueriles, curiosamente, cobraba un significado mayor.
Todavía recuerdo muy bien aquella escena del crepúsculo, con el río avanzando siempre hacia delante. Ya hace un año que ha muerto mi hermano.
Este invierno ha nevado mucho. Y esta debe de ser la razón de que apenas salga por las noches. Prefiero quedarme en casa. Estoy estudiando en la universidad, pero, como es un hecho que voy a tener que repetir curso, no he de preparar los exámenes de recuperación. O sea, que me encuentro en un estado de pura vagancia y jolgorio, a pesar de lo cual he rechazado, sin ninguna razón en particular, todas las invitaciones que me han hecho para ir a esquiar o a los baños termales. Tal vez haya empezado a gustarme la sensación de estar sepultada en la nieve. Las calles de siempre, maquilladas de blanco, parecen salidas de un relato de ciencia ficción, y me atraen mucho. Todo se ha detenido; las horas se han ido acumulando, una tras otra, barridas por el viento.
Esta noche también nieva. Fuera, copo a copo, va amontonándose la nieve. Mis padres ya están dormidos, también el gato se ha dormido, no se oye ruido alguno en la casa. En un silencio tan absoluto, apenas se insinúan el zumbido lejano de la nevera de la cocina y el ronroneo de los coches que pasan por la avenida a medianoche.
Estaba concentrada en la lectura de un libro. Por eso al principio no me di cuenta, pero, de pronto, alcé la cabeza sorprendida al oír un repiqueteo en la ventana y vi una mano blanca que golpeaba rítmicamente el cristal. Era una escena capaz de hacer temblar de pánico el aire de la estancia, parecía sacada de un relato de fantasmas. Me quedé mirando la ventana, muda de asombro.
—¡Shibami!
La voz familiar de Marie, acompañada de una risita, me llegó desde el exterior, a través del cristal. Me levanté y me acerqué a la ventana. La abrí y, al mirar hacia abajo, vi a Marie cubierta de nieve, mirando hacia arriba, sonriendo.
—¡Uf! ¡Vaya susto me has dado!
Pese a mis palabras, seguía sin creer que Marie hubiera aparecido de una forma tan inesperada; me parecía estar soñando. Hasta hacía tres meses, ella había estado viviendo en casa.
—Pues yo quería asustarte aún más —dijo y se señaló los pies.
Fijé la vista en el espacio que la luz de la habitación robaba a las tinieblas y me di cuenta de que iba descalza. Solté un grito. Entre una cosa y otra, la ventisca había penetrado en la casa.
—¡Vamos, entra! Ve hacia la puerta principal.
Al oírlo, Marie hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y se dirigió hacia el jardín.
—Pero ¿qué diablos estás haciendo? —le pregunté mientras le tendía una toalla.
Y fui a poner más fuerte la calefacción. Cuando cruzó la puerta del recibidor, vi que Marie estaba empapada de pies a cabeza y que tenía las manos frías como el hielo.
Pero ella no especificó si tenía frío o calor, sólo dijo, con las mejillas como la grana:
—Nada en especial.
Luego se quitó los calcetines mojados, se sentó y acercó los pies descalzos a la estufa. El gato, que estaba muy encariñado con Marie, se deslizó por la puerta entreabierta y empezó a restregarse contra ella. Marie era una especie de pájaro enjaulado, no podía dar un paso más allá del recibidor sin avisar a sus padres. Quizás aquella noche, mientras miraba caer la nieve junto a la ventana, le habían entrado ganas de salir y, para hacerlo sin tener que pedirles permiso a sus padres, había salido por la ventana. Por fortuna, su habitación estaba en la planta baja… Lo comprendí mientras miraba cómo Marie acariciaba el gato. Luego se puso de pie.
—¿Quieres un café? —me preguntó.
Al dirigirle yo un gesto afirmativo, abrió la puerta y se encaminó a la cocina con pasos ligeros.
El gato permaneció hecho un ovillo en el lugar donde se había sentado Marie, por lo que cada vez me parecía más dudoso que ella hubiera estado allí unos instantes atrás. Sí, aunque vivieras con ella, siempre sucedía lo mismo con Marie. Andaba por la casa a paso rápido, casi con la misma naturalidad que un gato y, si la dejabas en paz, podía pasarse horas callada, abstraída, durmiendo. Sin trazas de que estuviera allí. Una presencia imperceptible.
En el pasado no era así.
El lunes, conversación inglesa; el martes, natación; el miércoles, ceremonia del té; el jueves, arreglo floral…, así era antes Marie. Una de esas personas que siempre están haciendo algo y que todo lo hacen bien. En aquella época, su mera presencia irradiaba brillo y esplendor. Jamás había sido una belleza excepcional, pero tenía una hermosa silueta, las piernas largas. Sus rasgos faciales, todos y cada uno de ellos, eran pequeños y bien formados, por lo que su rostro ofrecía siempre una sensación límpida. Y el hecho de que ahora su rostro parezca simplemente plácido no creo que se deba a que haya extraviado el rímele y el lápiz de labios, ni tampoco a que haya cumplido los veinticinco años.
Lo cierto es que Marie ha interrumpido cualquier contacto con el mundo exterior, está descansando. Porque, para ella, la vida no es más que sufrimiento.
—Toma, con leche.
Estaba sumida en estas reflexiones cuando Marie me alargó la taza sonriendo.
—Gracias.
Marie, tal como solía hacer antes, se tomó una taza de café negro, muy cargado, y volvió a sonreír.
—¿Vas a pasar la noche aquí? —le pregunté.
La habitación de Marie se había convertido en el cuarto de los huéspedes, pero muy pocos cambios se habían producido en la estancia. Marie, cuando la ocupaba, apenas leía, casi nunca salía, apenas escuchaba música: era como si viviéramos bajo el mismo techo con un huésped que ni siquiera estuviese a pensión completa.
—No, me vuelvo a casa. —Marie sacudió la cabeza—. Se armaría un revuelo, me iré antes de que se den cuenta. Sólo que me apetecía hablar con alguien y he pensado que, aunque fuera tan tarde, tú estarías aún levantada.
—Entonces te dejaré unos zapatos —dije—. ¿Y de qué querías hablar?
—De nada en particular. Ya me he quedado satisfecha.
Era medianoche y las dos habíamos bajado la voz sin darnos cuenta. Daba la sensación de que hasta podía oírse cómo la nieve iba cayendo despacio. Al otro lado de la ventana empañada, los copos de nieve danzaban blancos en la noche negra. Todo parecía brillar con una luz tenue.
—¡Vaya nevada! —comenté.
—Sí, esta noche se acumulará mucha nieve —dijo Marie como si le resultara indiferente.
Tampoco le preocupaba el frío que debía de haber sentido al venir andando, descalza sobre el asfalto, en la oscuridad. El pelo largo, los labios pequeños y carnosos: su perfil hojeando sin interés una revista nueva.
Acompañé a Marie hasta el portal.
Nevaba muy intensamente; se veía danzar la nieve ante nuestros ojos. Incluso el camino de delante de casa estaba semioculto por las tinieblas y la nieve.
—Oye —dijo Marie con una sonrisa—. Si mañana por la mañana te dijeran: «Marie murió ayer a altas horas de la noche», te asustarías, ¿verdad?
—¡Cállate! Estas cosas ni las menciones. Voy a estar levantada toda la noche, y sola —dije subiendo la voz.
Sin embargo, en realidad, esta era precisamente la escena que imaginaba desde hacía rato. Mi prima golpeando mi ventana, descalza, bajo la nieve, a altas horas de la noche.
—Por cierto, ayer soñé con Yoshihiro. Hace ya mucho tiempo que no me pasaba —añadió Marie mientras se ponía un par de guantes de un vivo color rojo que se había sacado del bolsillo y arrastraba mis zapatos, demasiado grandes para ella. En aquel aire tan frío que se clavaba en la piel, su voz clara resplandeció en la noche—. Pues, sí. Hace meses que no soñaba. Con Yoshihiro, quiero decir. En el sueño, aparecía de espaldas y llevaba aquella chaqueta negra. Yo andaba por la calle, cuando, de pronto, delante de mí, entre la multitud, veía una silueta de espaldas que me resultaba familiar. «¿Quién puede ser? ¿Quién?», me preguntaba y me disponía a seguirla. Conforme me iba acercando, más emocionada, más confundida me sentía. Tanto que casi me dolía el pecho. Ese alguien me era muy querido. No sabía muy bien por qué, pero sentía un gran amor hacia esa figura de espaldas. Tanto como para arrojarme sobre ella, abrazarla y estrujarla entre mis brazos. Me disponía ya a poner una mano sobre su hombro, cuando, de repente, me acordé de su nombre. «¡Yoshihiro!». Me despertó mi propio grito. Fue un grito tan fuerte que mi madre, que estaba en la habitación del fondo de la casa, me oyó, a mí, que estaba tendida en el sofá de la sala de estar, y se acercó preguntando si la había llamado. Le dije que había tenido un sueño espantoso, y así había sido: espantoso —añadió—: ¡Hasta luego!
Agitó la mano sonriendo y desapareció bajo la nieve.
Cuando Yoshihiro llamó de repente por teléfono anunciando que volvía a casa, por el tono de su voz adiviné que las cosas entre él y Sarah se habían estropeado. No sabía el motivo. Lo intuí.
—Aquí ya no tengo nada que hacer. Me vuelvo.
—¿Voy a buscarte al aeropuerto? —le pregunté.
Pensé lo divertido que sería saltarme las clases y acercarme al aeropuerto de Narita.
—Sí, si no tienes nada que hacer, ven. Y yo te invito a comer.
—No hace ninguna falta. Estoy libre. Por cierto, ¿le digo a alguien más que vaya? A alguna de las chicas que fueron a despedirte, por ejemplo.
Entonces, a través de los parásitos del teléfono, Yoshihiro dijo:
—No… Avisa a Marie.
Marie.
Por un instante, no relacioné el nombre que mi hermano acababa de pronunciar con mi prima Marie y me quedé vacilando.
—¿Marie? ¿Y qué…?
—Me ha escrito varias cartas y estuvo aquí una vez, medio año. Fuimos a cenar los tres, con Sarah. Así que avísala, ¿quieres?
Ya entonces intuí que Yoshihiro había empezado a enamorarse de Marie. De hecho, él no parecía querer ocultarlo, me la había mencionado con toda naturalidad.
Sí, entre Marie y Yoshihiro había existido siempre, desde niños, una fuerte atracción mutua, aunque nunca la hubiesen cultivado. Algo que debía de provocar que se enamoraran antes o después. Algo que se iría fortaleciendo con el paso de los años, con las sucesivas historias de amor de cada uno.
Llamé a Marie y le pregunté si quería ir conmigo a Narita. Me respondió que sí.
—Cuando viajé a Nueva York, pasé por Boston —me contó—. Por la noche salimos a cenar. Con Sarah, los tres. Sarah había cambiado mucho. Estaba más delgada, muy madura, callada, ni siquiera sonreía. Yoshihiro estaba tan alegre como siempre. Él, esté en Japón o en Boston, siempre es el mismo. Y también respecto a Sarah. Ella era la única que estaba distinta. Parecía exhausta. No sé por qué razón. Sólo puedo decirte que me dio la impresión de que las cosas ya no iban bien entre ellos… Esto me preocupó y, cuando volví a Japón, le escribí una carta a Yoshihiro. Pero él no me dijo más que lo de costumbre. Que Sarah estaba bien, que Sarah era una buena chica, que echaba de menos Japón, que le apetecía comer tarako[6]… «¡Qué buen chico es Yoshihiro!», pensé. Lo pensé de todo corazón. Él jamás hablaría mal de su chica a la otra, a la que, envuelta por el aire transparente de la noche de Boston, no apartaba sus ojos de él, a la que se sentía atraída por él. Estaba embriagada por aquel viaje, pero reflexioné. Sentí que mi corazón quedaba algo más limpio, y le escribí una postal disculpándome. ¡Yoshihiro es un gran chico!
Finalmente, le pedí a mi novio que nos llevara en coche, recogimos a Marie y fuimos a Narita.
Era un hermoso día de otoño, un poco fresco. Una tarde de aquellas en que los rayos de sol atraviesan transparentes las cristaleras y se reflejan en el vestíbulo del aeropuerto. El avión llegó con un poco de retraso y, cuando anunciaron su llegada, al fin los pasajeros empezaron a salir poco a poco.
Marie llevaba su largo pelo recogido en una apretada cola de caballo. Estaba tan agitada e intranquila como si la cinta del pelo le estrangulara el corazón.
—¿Qué pasa, Marie? —le dije.
—Eso mismo me pregunto yo —contestó ella.
Jersey azul, falda ceñida de color beis. Su figura se reflejaba en el blanco del suelo del vestíbulo, aislada, como una actriz principal, con su hermoso y noble perfil vuelto hacia la pantalla del monitor que parecía devorar con los ojos. Marie pertenecía más a aquel espacio que cualquiera de las muchas personas que habían acudido allí a recoger a alguien. Mi hermano seguía sin aparecer; a nuestro alrededor empezaron a sucederse escenas de reencuentros. Cada vez iban saliendo menos pasajeros, casi con cuentagotas. Tomé la mano de mi novio y comenté: «¡Cuánto tarda!», y así estuve observando, no la pantalla del monitor, ni siquiera la fila, sino a Marie. Miraba aquella hermosa figura de pie que parecía mantener distancias respecto a todo. Y cuando Yoshihiro apareció de repente empujando un enorme baúl, con el rostro un poco más cansado, más maduro, que el día de la despedida, Marie se le acercó, abriéndose paso entre la multitud, a una velocidad extraña, como si caminara en sueños.
—¡Eh! ¡Hola! —saludó mi hermano al vernos a todos, alzando una mano. Y añadió—: ¡Cuánto tiempo sin vernos, Marie!
Miraba a Marie de frente. Ella esbozó una débil sonrisa y, con una voz muy madura que jamás le había oído, contestó:
—¡Bienvenido, Yoshihiro!
Su voz grave llegó a nuestros oídos mezclada con el bullicio del vestíbulo.
—¡Anda! ¿Son novios esos dos? —saltó mi novio, que no sabía nada.
Y yo pensé que, ya que al parecer iban a serlo, mejor darlo por hecho, y asentí. Vi cómo Marie le decía a mi hermano que tenía muchísimas cosas que contarle. Y Yoshihiro asentía con la cabeza diciendo que sí, que sí, y al final le rodeó los hombros con el brazo.
—¿Anoche vino Marie? —me preguntó mi madre durante el desayuno.
—¿Cómo lo sabes? —me sorprendí.
—Anoche me levanté para ir al lavabo y me la encontré preparando café en la cocina, a oscuras. Yo estaba medio dormida, así que me olvidé de que ya no vivía aquí y le dije: «¿Todavía estás levantada, hija?». Ella asintió, sonriendo, y yo me quedé tan convencida que volví a mi habitación y me dormí otra vez. O sea, que no ha sido un sueño, ¿no?
—No. Se presentó de repente.
Los rayos de sol que se vertían del cielo despejado se reflejaban cegadores, con un brillo blanco y limpio, sobre la nieve acumulada en el exterior. Mirando la nieve me sentí extraña, irritable, como si todavía tuviera sueño. La televisión daba a todo volumen las noticias de la mañana e infundía vigor a toda la habitación. Ya hacía mucho que mi madre se había despedido de mi padre y ahora estaba tomando conmigo un desayuno tardío.
—Quizá las cosas no le vayan bien en su casa de allá —aventuró.
—¿Su casa de allá? Mamá, esa es la casa de Marie. Ella tiene unos padres de verdad.
Me reí. Comprendía muy bien lo que quería decir.
—Es que, mientras vivíamos juntas, cogí mucho cariño a Marie, ¿sabes?
Mi madre ya no hablaba de mi hermano. En cambio, durante todo este año, no ha hecho más que canalizarlo todo hacia Marie, mimándola, preocupándose por ella. A veces fantaseo con lo terrible que debe de ser parir un hijo, criarlo y, luego, perderlo. No puedo ni imaginármelo.
—Ya —asentí mordisqueando mi pan.
Cuando Marie vivía con nosotros, estaba siempre con mi madre y la ayudaba en las tareas domésticas, cargaba con la compra. Debía de ser una distracción para ella, que no tenía nada que hacer. Con todo, en las comidas decía siempre con una sonrisa: «¡Qué bueno está!», y cuando coincidíamos en la puerta del baño, me mostraba la palma de la mano diciendo: «Pasa tú primero, por favor», y a mí estas muestras de buena educación me impresionaban mucho.
Pero Marie no vivía en casa. Se limitaba a convivir con nosotros en armonía, como Oba-Q o Doraemon. Era un espectro, una visión.
Mientras vivió en casa, los únicos momentos en que yo percibí con toda su crudeza que Marie estaba «viva» era cuando lloraba. En la segunda mitad de su estancia, ocurría contadas veces, pero al principio, recién llegada a casa, cada vez que yo iba por la noche a la cocina a hacer café, me la encontraba en la habitación de los huéspedes llorando. Su quieto llanto se abría paso suavemente a través de las tinieblas y se filtraba en mi corazón, como la larga lluvia durante la estación de los monzones. Yo, en aquellos tiempos, estaba muy deprimida. Tenía una sensación de vacío constante, como si me encontrara en el fin del mundo. Además, en aquella época, cada vez que Marie se quedaba sola en casa, cuando nos marchábamos todos, ella se introducía a hurtadillas en la habitación de mi hermano, que permanecía igual que antes de su muerte. Y, al regresar a casa, cuando me daba cuenta de que Marie había desaparecido, corría preocupada al primer piso y, a través de la puerta entreabierta, la veía en la habitación, hecha un ovillo, llorando. Y en el baño también. Cuando me metía en el baño después de ella y nos cruzábamos por el pasillo, Marie, recién bañada, con la cara encendida desprendiendo vapor, pasaba por mi lado con los ojos enrojecidos por el llanto y la nariz húmeda. «¡A ver si habrá dejado el agua salada!», pensaba yo mientras me metía en el baño, y allí, inmersa en aquel vapor caliente, me embargaba una tristeza difícil de soportar.
¿Será verdad que las lágrimas curan?
Porque Marie fue dejando de llorar y volvió a su casa.
—Dile que la próxima vez venga a una hora en que podamos hablar. Díselo, ¿eh? Si la ves, claro.
—Si la veo, ya se lo diré —dije y me levanté.
Fui a la universidad y, después de entregar unos trabajos, se me ocurrió que ya iba siendo hora de limpiar mi taquilla; al entrar en la sala de las taquillas, encontré una nota dirigida a mí pegada con cinta adhesiva. La cogí y la leí. Era de mi amigo Ken’ichi.
Te devuelvo el dinero.
Llámame pasado mañana a mediodía.
Ken’ichi.
Se había largado después de pedirle dinero a todo el mundo y no había vuelto a aparecer por la universidad. Yo le había prestado un total de cincuenta mil yenes, pero no contaba con que me los devolviera. Mi hermano tenía un carácter parecido, así que podía adivinar, más o menos, por dónde me saldría. Por lo visto había logrado reunir un dineral, y todo el mundo estaba loco de furia, pero yo, aunque se había dado el caso de encontrarme ante un vestido que me gustaba y tener que decirme: «Si ahora tuviera aquellos cincuenta mil yenes…», pensaba que, en definitiva, así era como habían ido las cosas. Él era un buen chico, claro que esto no tenía nada que ver. Porque ¿cómo puede haber alguien que, además de ser un buen chico, pague sus deudas? Y ahora resultaba que iba a devolverme el dinero, ¿cómo era posible? Ladeando la cabeza, doblé la nota, me la metí en el bolsillo y crucé el patio, donde aún quedaba nieve.
—¡Eh, Shibami! —oí que me llamaban.
Al volverme, me encontré con Tanaka, de pie, justo detrás de mí. Había oído decir que él también le había prestado dinero a Ken’ichi, así que le pregunté:
—Oye, ¿te ha hablado Ken’ichi de devolverte el dinero?
—¡No! ¿Ese…? Y no es para reírse. Le dejé treinta mil yenes. Con este dinero, el tío se ha largado a Hawái con una chica. —Parecía muy enfadado.
—¿A Hawái?
—Sí, se había echado novia, una chica del instituto.
—¿Ah, sí? ¿Y ya ha vuelto?
—No lo sé.
—¿Ah, no?
«Seguro que sólo piensa devolver el dinero a los que le caen bien», me dije.
—¿Por qué? ¿Se ha puesto en contacto contigo? —quiso saber Tanaka.
—¡Oh, no, no! —negué.
No quería complicar las cosas precisamente ahora que Ken’ichi me había dicho que me devolvería el dinero.
—Por cierto, últimamente veo mucho a tu prima.
—¿Dónde? —pregunté.
Marie y Tanaka se conocían de vista.
—¿Dónde? Pues en ese local del cruce, el que está abierto hasta la madrugada, o si no, por la calle, o en Denny’s…, no sé, por aquella zona, por la noche, tarde.
—Por la noche, tarde. Ya.
Asentí con un movimiento de cabeza. Las escapadas nocturnas de Marie no se circunscribían a la de anoche. Y como carecía de la vitalidad suficiente para salir a divertirse, aquello debía de ser un vagabundeo de sonámbula.
A altas horas de la noche, bajo la nieve, cuando alzó la vista hacia mi ventana y la vio iluminada, ¿qué debió de pasarle por la cabeza? Fuera estaba tan oscuro que quizás el interior de la habitación le pareció extremadamente alegre, claro, blanco. Quizá lo encontró cálido y acogedor. Al pensarlo, me entristecí un poco. Tanaka y yo nos despedimos y partimos en distintas direcciones.
Después del trabajo, de camino a casa, me pasé por aquel local oscuro con la esperanza de ver a Marie. La iluminación del bar era escasa, pero lo más lúgubre eran los alrededores, porque el local estaba frente a un cementerio.
Marie estaba allí, con los codos hincados en una mesa.
—¡Marie! —la llamé, y me acerqué.
—¡Qué casualidad! ¡Justo ahora! —exclamó señalando una bolsa de papel que tenía en la silla de al lado.
—¿Justo ahora? ¿Por qué?
Tomé asiento frente a ella.
—Porque aquí dentro están tus zapatos.
—¿Ah, sí?
Sonreí.
—Sí.
Con una sonrisa, me tendió una bolsa de Isetan[7]. Seguro que dentro estaban mis viejos zapatos, secados con esmero, lustrados, metidos en una hermosa caja. Pensé que esta manera de actuar tan elegante era el reflejo de las costumbres de un pasado irremisiblemente perdido y la contemplé con ternura, como si mirara un alma en pena.
—Marie, ¿pensabas pasarte por casa?
—Sí, pero como no se veía luz en las ventanas, he decidido volver a la mía.
Tras pedir un gin-tonic, le transmití el recado de mi madre.
—Mamá dice que vayas durante el día. Dice que por la noche piensa que está soñando, que no vale la pena.
Marie se rio.
—Sí, estaba medio dormida. Empezó a decir cosas raras, así que le seguí la corriente.
—Eso me ha dicho.
Permanecimos un rato bebiendo en silencio. Marie estuvo mirando el flujo de coches al otro lado de la ventana con los ojos muy abiertos. Su expresión no era especialmente desdichada, pero a ella, de jovencita, no le gustaba la noche, era incapaz de aguantar en pie hasta tarde y, cuando íbamos a su casa o ella venía a la nuestra, nunca se acostaba más tarde de las diez. Al pensar en eso, me asaltó la sensación de que, pese a tratarse de mi prima, a la que conocía desde siempre, me encontraba ante una persona totalmente distinta que había adquirido maneras desconocidas.
—¿Sabías que Sarah estaba embarazada? —me dijo de repente.
—¡¿Cómo?! —Por un momento jugué en mi mente con las palabras «Sarah» y «embarazada». Cuando al fin comprendí, repuse—: No tenía ni idea.
—Sí, de repente acabo de acordarme de esto. En un lugar así, tan oscuro y con la música tan alta, te vienen a la cabeza sin más cosas que habías olvidado, ¿no? Además, desde hace rato… en aquella mesa hay sentada una chica con los ojos azules… Por eso se me ha ocurrido… ¿Qué habrá sido de Sarah?
—¿Era de mi hermano?
—Pues eso, ella decía que no lo sabía. —Marie se rio—. Sarah, durante mucho tiempo, estuvo jugando con dos barajas. Con un amigo de la infancia de Boston y con Yoshihiro. Sí, ya sabes, lo mismo que hacen estos chicos de provincias, que tienen una novia en la universidad y otra en el pueblo. Es muy frecuente, ¿no? Pues lo de Sarah era parecido, pero en un plano internacional. Por lo visto, Yoshihiro se enteró después de llegar a Boston. Y entonces…, como al fin y al cabo Yoshihiro era japonés, ¿no?, y sabía que acabaría por volver a Japón un día u otro…, intentó retirarse y dejarle al otro el campo libre. Pero Sarah lo retuvo. Al parecer, durante el último medio año, todo fue muy complicado, con los tres en juego. Yoshihiro odiaba las cosas turbias y probablemente intentó huir de todo aquello, pero estaba en el extranjero, no tenía escapatoria. Tampoco conocía a nadie más. Claro que tampoco debió de ser fácil para Sarah. Al llegar a Japón, había conocido a Yoshihiro y se había enamorado sinceramente de él. Por aquel entonces, cuando todavía no había nada entre Yoshihiro y yo, ella me hablaba a menudo de ello. De que tenía un novio formal en Boston, pero que estaba perdidamente enamorada de Yoshihiro. Que los dos eran de países distintos, que ahora ella estaba estudiando en Japón, pero que tendría que volver a casa pronto, de lo amarga que sería la separación… Del embarazo de Sarah, Yoshihiro decía que no sabía si era una superchería o si era verdad, pero que, suponiendo que fuera cierto, el niño debía de ser, casi con toda seguridad, del otro.
—No tenía ni idea —repetí. Pero, incluso mientras estaba pronunciando estas palabras, barajaba diferentes ideas.
Lo que yo no sabía, por supuesto, no era sólo lo del embarazo de Sarah. Tampoco sabía que ella tuviera un novio en Boston. Así que, aquel día, ¿Sarah no había hecho otra cosa que contarle a la hermana menor de su novio unos sueños que se circunscribían al período que permanecería en Japón? ¿Había pretendido fingirse una novia perfecta sólo conmigo, la ingenua hermana menor de su novio? Recordé el flequillo dorado, casi transparente, de Sarah mientras hacía los deberes. Sus ojos sin nubes. No, no era cierto. En aquel momento, Sarah era sincera. Su mirada decía que ella deseaba creer que todo iría bien… En todo caso, su novio de Boston debía de ser el hombre de negocios típico al que ella se había referido. ¿Se habría limitado mi hermano a torcer momentáneamente la vida de Sarah para, acto seguido, desaparecer?
Por más que pensara en ello, no hallaría una respuesta. Lo único que tenía claro era que Sarah, aquellos días, era una persona adulta. Más adulta que yo, más adulta que mi hermano y que Marie, tan adulta que era digna de compasión.
A mis ojos, ahora que estaba borracha, la oscuridad del local producía una sensación de soledad tan grande que me llenaba de estupor. Con todo, a mis ojos, la silueta de Marie se perfilaba con una nitidez mayor que, por ejemplo, la de aquella chica del bar de rostro sombrío que estaba charlando con unos clientes, o la de aquella otra chica tan hermosa de pelo largo que mantenía el rostro pegado al de su novio, o la de aquella mujer de facciones aniñadas que leía una revista junto a la ventana mientras fumaba un cigarrillo. «¿Por qué será?», pensaba yo, vagamente.
—Oye, ¿Sarah está ahora en Japón? —preguntó Marie.
—¿Sarah, aquí, otra vez? ¿Por qué? Ella sólo vino a estudiar, ¿no? Hace muchos años. Ni siquiera vino cuando murió Yoshihiro —contesté sorprendida.
Marie debió de entender que yo no le ocultaba, por preocupación, la llegada de Sarah. Relajó la expresión y dijo:
—Es que anoche recibí una llamada misteriosa.
—¿Qué tipo de llamada?
—Cuando descolgué y dije: «¿Sí?», oí un silencio. Como si se hubiesen quedado escuchando, ¿sabes? Y, de fondo, se oía a un hombre hablando en inglés. Claro que también podía tratarse de una broma y que lo que se oyera, por ejemplo, fueran las clases de conversación inglesa de la NHK[8]. Pero era un silencio tan denso…, no sé, como si fuera a hablar de un momento a otro y estuviese dudando. Por eso se me pasó por la cabeza que podía ser ella.
—Ya.
En ese momento, a decir verdad, me importaba muy poco Sarah. Más que nada, lo que yo sentía entonces era miedo al ver cómo Marie hablaba de las cosas que se referían a mi hermano, que había muerto hacía ya mucho tiempo, como si formaran parte de la vida cotidiana.
—Si me entero de algo, ya te lo diré.
—Sí, hazlo —me pidió Marie y sonrió.
Cuando nos separamos, Marie se despidió con un estentóreo «¡Hasta luego!», como si estuviéramos en pleno día, y se marchó a grandes zancadas. Me quedé un instante escuchando cómo sus pasos resonaban sobre el asfalto, y después también yo emprendí el camino de la noche.
Hace mucho tiempo, cuando yo aún iba al instituto, se armó un gran revuelo en mi familia a causa de una amante de mi padre, y mis padres abandonaron, los dos, la casa. Era pleno invierno.
No había sido más que una cana al aire, algo que sucede con frecuencia, pero mi madre, histérica, volvió a casa de sus padres, dejándonos solos a mi hermano y a mí, y mi padre partió en su busca. Al parecer, el asunto se embrolló, pero, en contra de lo que cabía esperar, nosotros no nos sentimos perdidos, o asustados, al vernos abandonados. Primero nos fuimos a casa de Marie. Y luego los tres decidimos aprovechar la ocasión: sacamos grandes sumas de dinero con la tarjeta de crédito y nos compramos todo lo que quisimos. Por la noche, estuvimos bebiendo hasta tarde. Marie, en aquella época, tenía dieciocho años y a mí me parecía ya una hermosa mujer adulta.
¡Sí! Aquella noche dormimos los tres juntos.
Había nevado, claro está, y hacía tanto, tantísimo frío que se te quitaban las ganas de ir al lavabo. Justo al otro lado de los cristales de la ventana, acechaba un aire tan gélido que parecía que fuera a helarse de un momento a otro con un crujido.
Pero aquella noche, en el interior de la habitación la temperatura era acogedora, y nosotros, borrachos y encima con el estómago lleno, dormimos vestidos bajo el kotatsu. Yoshihiro fue el primero en empezar a respirar profundamente. Marie también yacía adormilada. Yo, como tenía un sueño espantoso, estaba tendida en silencio y, entonces, mis ojos se encontraron con los de Marie. «¡Bueno! Podemos dormir aquí mismo», propuso Marie, y se incorporó de cintura para arriba y depositó un beso de buenas noches en la mejilla de mi hermano. Al ver que la miraba sorprendida, Marie me sonrió y me dio otro beso a mí de duración equitativa.
«¡Muchas gracias!», le dije. Marie me respondió con una sonrisa, luego se tendió con toda naturalidad y cerró los ojos. Aquella noche que se iba llenando de una nieve que caía sin ruido, yo me dormí mirando cómo la sombra de las largas pestañas de Marie se proyectaba sobre su piel blanca.
Nuestros padres acabaron volviendo a los cuatro días y, al descubrir la casa sumida en el caos y a nuestro pequeño grupo vestido con ropas nuevas y llamativas y sufriendo los efectos de la resaca, se encolerizaron con mi hermano mayor, el inductor de la catástrofe.
Pero Yoshihiro no se arredró. «Estábamos tan asustados pensando que os ibais a separar que no pudimos hacer otra cosa», dijo, haciéndolos llorar a ambos. ¡Fue divertidísimo!
Entonces la noche brillaba. Parecía muy larga, casi infinita. Al otro lado de los ojos de Yoshihiro, en los que siempre relucía un destello de travesura, se vislumbraba algo, un paisaje lejano.
Como un panorama.
Quizá fuera «el futuro» lo que veían mis ojos de niña. Algo que tenía mi hermano en aquella época y que no debía de morir jamás, algo que viajaba a través de la noche.
Sí, en la segunda mitad de su vida, mi hermano apenas estuvo en casa, y para mí se convirtió, a diferencia de cuando era niño, en una existencia ajena, equivalente a la de un desconocido.
Pero cuando hablo de esta forma con Marie, cuando en verano hace un calor sofocante y mi familia se queja, y subimos la intensidad del aire acondicionado, cuando de noche pasa un tifón, la existencia de mi hermano emerge con una punzada de nostalgia. Estuviera cerca o estuviera lejos, cuando aún vivía, ocurría lo mismo. En el momento más impensado, emergía su figura provocándote una sacudida en el pecho. Haciendo que te doliera el corazón.
A primera hora de la mañana sonó el teléfono.
El aparato está muy cerca de la puerta de mi habitación, así que me acerqué medio dormida y descolgué.
—¿Sí, diga? Casa de los Yamaoka.
Al pronunciar estas palabras, oí cómo una mujer lanzaba una pequeña exclamación de sorpresa al otro lado del hilo. Me pregunté si sería Sarah, tal como me había dicho Marie, e intenté relacionar aquella voz con el lejano recuerdo que yo tenía de Sarah, pero no logré llegar a ninguna conclusión. Tan pronto me parecía que podría ser su voz como lo contrario.
—¿Sarah? —pregunté.
Se produjo un silencio, indicio de que la comunicación se iba a cortar de un momento a otro. Un silencio que no afirmaba ni negaba nada.
Acababan de arrancarme del sueño y todavía no era capaz de pensar con claridad. Mis piernas vacilaban, ideas vagas se arremolinaban en mi mente.
Suponiendo que Sarah estuviese ahora en Japón y que, por una razón u otra, no pudiera hablar abiertamente, que sintiera que era ya demasiado tarde para dar su nombre… Suponiendo que lo único que quisiera fuese comprobar si nosotros, sus viejos amigos, todavía estábamos ahí…
Pero eso no eran más que conjeturas. El silencio no dice nada.
—¡Espera, Sarah! —exclamé en aquel mar de sueño, en inglés, con dificultad. La llamada no se cortó. Proseguí—: Soy Shibami. La hermana pequeña de Yoshihiro. Nos vimos varias veces, incluso intercambiamos algunas cartas.
»Tengo veintidós años.
»Tú también habrás cambiado mucho.
»Posiblemente ya no exista ningún lazo entre tú y yo, pero tú siempre estás presente en algún rincón de mi corazón.
»El otro día encontré el borrador de una carta dirigida a ti y aún recuerdo con nostalgia aquel día, cuando me hiciste los deberes. —Enmudecí.
Al otro lado del hilo se oyó un débil murmullo. Una especie de rumor de voces, como si fuera desfilando gente por detrás. Y se hizo de nuevo el silencio. Y, luego, un sollozo fue ganando intensidad, poco a poco, hasta llegar a mis oídos. Me quedé helada.
—¿Sarah?
Ella lloraba.
—Sorry… —dijo débilmente; sí, ya con toda seguridad, era la voz de Sarah.
—Sarah, ¿estás en Japón? —le pregunté, pensando: «¡Por fin podemos hablar!».
—Sí, pero no puedo verte.
—¿Has venido con algún hombre? ¿No puedes llamar desde la habitación? Ahora estás en un hotel, ¿verdad?
Sarah no respondió. Sólo lloraba. Dijo:
—Sólo quería saber si estabas bien. Al oír tu voz he sentido añoranza, he recordado cuando estaba en tu casa…, las cosas divertidas que me pasaron en Japón.
—Sarah, ¿eres feliz? —le pregunté.
—Sí, estoy casada. —Al otro lado del hilo, Sarah se rio por primera vez—. Estoy bien. No soy infeliz. Tranquila.
—Estupendo, pues.
Entonces Sarah me preguntó de improviso:
—Oye, Shibami. Yoshihiro, cuando murió, ¿estaba solo? Quiero decir, ¿tenía una novia de verdad? Sólo quería saber esto.
Comprendí que Sarah lo había adivinado todo. Cuando Marie fue a Boston, ya entonces, por los ojos de Marie, por la mirada de mi hermano. Yoshihiro miraba siempre a Marie con ojos maravillados. Como si así sosegara su espíritu en silencio, como si lo confirmara. Que ella estaba viva, y se movía, que estaba sonriendo ante sus ojos.
Seguro que Sarah se había dado cuenta de eso.
—Sí, estaba solo —dije. Usé toda mi maestría para mentir—. Salía con chicas, pero no tenía ninguna novia de verdad.
—¿No? Perdóname por preguntarte estas estupideces. Creo que al volver a Japón se ha desvanecido la tensión que sufría. Me ha encantado poder hablar contigo. Gracias a ti —dijo Sarah. Ya no la Sarah que no podía evitar llamar por teléfono y permanecer en silencio tras el auricular, ya no la Sarah que lloraba al sentirse herida, sino la Sarah sensata que yo había conocido—. Cuídate mucho. Tengo que volver a mi habitación.
—Sí, adiós —me despedí.
Estaba completamente despierta. El cielo, al otro lado de la ventana, presentaba una curiosa gradación de azules y nubes, y toda la estancia estaba llena de una claridad impregnada de soledad. Y pensando: «¡Qué tiempo tan raro!», añadí:
—Sarah, espero que seas feliz, muy feliz.
—Gracias, Shibami.
La llamada se cortó.
Me sentía de un humor extraño, como si hubiese desempeñado una tarea hasta el final, pero, a la vez, estaba terriblemente triste. Y me admiró una vez más lo asombrosa que era Marie, que había adivinado que Sarah estaba en Japón sólo por un silencio al otro lado del auricular. Marie lo había afirmado sin rastro de vacilación en sus ojos. Ella lo había comprendido. Sí, seguro que para la Marie de ahora, que vagaba entre los sueños y la realidad, algo tan simple como quién estaba al otro lado del hilo era tan evidente como si lo sostuviera en la palma de su mano.
Por la tarde llamé a Ken’ichi. Era el día en que había prometido devolverme el dinero.
—Hola.
—¡Ah, hola! Eres Shibami, ¿verdad?
—¿De verdad vas a devolverme lo que me debes?
—Sí, he ganado algo de dinero trabajando, así que voy a pagártelo todo sin dejarte a deber ni un solo yen.
—Dicen que con mi dinero te has ido a Hawái.
—¿A Hawái, dices? ¡Vaya tontería! Me fui a Atami, ¡a Atami!
—Pues todo el mundo dice que te has ido a Hawái.
—Seguro que han sumado lo que me dejaron entre todos y han calculado hasta dónde podría llegar con ese dinero. ¡Vaya hatajo de idiotas! A Tanaka no pienso devolvérselo.
—¿A Atami? ¿Y por qué allí?
—Luego te lo cuento. ¿Dónde nos vemos? Dime el lugar que prefieras.
—Pues en el vestíbulo del hotel K, a la una —propuse.
Tenía entendido que los padres de Sarah, cuando venían a Japón, se alojaban en el hotel K. «¡Por si acaso!», pensé. Poco antes había llamado a recepción preguntando por Sarah y me habían dicho que no se encontraba allí. Sin embargo, yo aún no había perdido las esperanzas.
—¡OK! —dijo Ken’ichi y colgó.
Los vestíbulos de los hoteles gigantescos, por más llenos que estén de gente, siempre parecen desiertos. Cuando entré, al parecer Ken’ichi aún no había llegado. Me hundí en un sofá y eché un vistazo a mi alrededor.
Sarah no estaba allí, pero el vestíbulo estaba abarrotado de extranjeros, en su mayoría trajeados hombres de negocios cuyo fluido inglés ascendía hasta el techo como si fuera música. Yo me sentía cada vez más aturdida.
Poco después vi a Ken’ichi al otro lado de la puerta transparente.
—Toma, el dinero.
De pie, ante mi asiento, me tendió un sobre. Lo tomé en silencio. Ni siquiera tenía por qué darle las gracias.
—¿Tienes un minuto?
—Sí, no tengo nada que hacer.
—Pues te invito a tomar un té.
Ken’ichi se sentó frente a mí.
Mientras tomábamos el té, me dijo sonriente:
—Es horroroso lo que puede llegar a inventarse la gente. A Hawái, ni más ni menos. Ya me gustaría ir, ya.
—Entonces, ¿en qué has empleado los casi doscientos mil yenes? Claro que, si no quieres, no me lo cuentes.
—No importa. He ido a pasar unos días a Atami. Eso sí, por todo lo alto, ¿eh? Me he alojado en uno de los mejores ryokan y, ya sabes, buenas comidas todos los días, paseos en coche… He estado dos semanas allí. ¡Mira qué piel tan fina!
—¿Con tu novia?
—Sí.
—Dicen que aún va al instituto —comenté riendo.
Entonces, Ken’ichi soltó una carcajada.
—¡¿Qué?! Pero si estudia una diplomatura. ¡Qué chismorreos, por favor! Me parece que no voy a aparecer por allí durante una buena temporada, a ver qué dicen entonces.
—Las habladurías son así. Como no devuelves el dinero, se van hinchando e hinchando. Pero ¿dos semanas en Atami? Aunque vayas con tu pareja, pocas cosas se podrán hacer allí, ¿no?
—¡Pero si es fantástico estar sin hacer nada! En cuanto te sales de la vida cotidiana, te diviertes, hagas lo que hagas… Los padres de mi novia acaban de separarse y ella, la pobre, está pasándolo fatal, así que decidí llevarla a alguna parte. Ir al extranjero es muy cansado y yo había oído decir que en los baños termales uno no se aburre jamás. Así que Atami era el sitio perfecto. Pues bien, el programa ya estaba hecho, pero yo no tenía dinero, ni un yen.
—Ya veo.
—Cuando una persona empieza a deprimirse, luego ya no hay manera de pararlo. La cosa empeora. Incluso a mí, que sólo estaba junto a ella, se me empezaba a contagiar su estado de ánimo y ya me sentía incluso un poco raro. ¡En fin! Se ve que en su casa había un ambientillo… No, si se comprende… Cuando quedamos, por ejemplo. Yo llego quince minutos tarde, como de costumbre. Y me la encuentro hecha polvo. Y, encima, llorando. Y ¿cómo te lo diría?… No es que ella y yo nos hubiésemos visto mucho, pero me entraron ganas de pasármelo bien… Vaya, no sé si ella tenía ganas, pero yo sí.
—Sí, te entiendo —dije, y me reí.
Ni Marie ni Yoshihiro habían imaginado lo mucho que disgustaría a los padres de ella su relación con él. Sin embargo, pensándolo bien, si hubiese estado en el lugar de sus padres, si tuviese una única hija a la que hubiera educado sin reparar en gastos —clases de piano, de conversación inglesa y esas cosas—, tampoco a mí me habría hecho ninguna gracia entregarla a un hombre tan mujeriego como era, a ojos vista, mi hermano. Yo presencié los dos períodos: aquel en que, sin que nadie supiese nada, el amor entre ambos fue haciéndose más profundo, y el otro, después de que se descubriera su relación y empezaran a presionarlos para que lo dejaran, cuando se veían a escondidas. La diferencia entre ambas atmósferas era tan grande como entre la luz y las tinieblas, pero dado que mi hermano era capaz de disfrutar de esa enorme diferencia y a Marie la embriagaba la emoción de hacer algo a espaldas de sus padres, ambos fueron muy felices.
El teléfono se corta a los dos timbrazos: esa es la señal de Marie para que mi hermano la llame.
Al oírlo, Yoshihiro se dirige hacia el teléfono. Sus pasos son dulces.
Mi hermano tuvo un accidente de tráfico y murió en Urgencias, y sucedió, casualmente, cuando iba a reunirse con Marie a escondidas de la familia. Mi padre es cirujano en un gran hospital, así que, si hubiese tenido conocimiento del paradero de mi hermano y lo hubiese hecho trasladar allí, quizá mi hermano se hubiera salvado.
¿Puede haber una historia que deje un regusto más amargo? Creo que Marie se deprimió después tanto porque él murió mientras ella estaba esperándolo. Marie lo aguardaba en una cafetería que hay delante de la estación. Un local lleno de luz que todo el mundo utiliza como lugar de encuentro. Se tomó un café tras otro, se comió dos pasteles, bebió una limonada, se tomó un helado… Esperó durante cinco horas. Y, luego, volvió cabizbaja a casa y se enteró de que su novio había muerto.
Ella me lo contó después:
—En la cafetería, era como si mi estómago se hubiese vuelto negrísimo. Como un agujero negro. Le echara lo que le echase, sin darme apenas cuenta, se lo tragaba todo, cualquier cantidad, cualquier cosa. Mi corazón sólo miraba hacia la puerta. Por más que intentara hojear una revista, mi mente no asimilaba una sola palabra. Mis ojos se limitaban a resbalar, inquietos, sobre la página. Sólo podía acordarme, amplificándolas, de las facetas malas que había descubierto hasta entonces en Yoshihiro. Conforme pasaba el tiempo, esta parte oscura se fue extendiendo despacio por todo mi cuerpo hasta cubrirme por entero. Así me sentía yo. Ya era de noche cuando volví a casa arrastrando este fardo negro, tan pesado que a duras penas podía sostenerme en pie. Cuando llegara a casa, me dormiría esperando su llamada, eso pensé. Alguna razón debía de tener para no acudir a la cita, y sólo la averiguaría hablando con él, eso pensé.
Me habló de su corazón, clausurado en una espera eterna.
—Bueno, yo me voy. —Ken’ichi se levantó.
—Estoy muy contenta de haber recuperado mi dinero. Parece un sueño.
—¡Qué cosas dices! —repuso Ken’ichi.
Y lo seguí, deslizándome entre los sofás, sobre la moqueta, en dirección a la salida. Mis ojos barrían el vestíbulo, tratando todavía de localizar a Sarah. Y entonces vi a una mujer rubia que se le parecía mucho; estaba de pie ante el mostrador de recepción, dándome la espalda. Por la ropa, el peinado y la altura podía ser ella.
Me dirigí a Ken’ichi:
—Perdona, pero acabo de ver a una conocida. ¡Hasta pronto!
—Si te enteras de algún chisme nuevo, cuéntamelo —dijo Ken’ichi y se marchó.
Me acerqué vacilante a aquella mujer con la intención de verle la cara. La moqueta era tan mullida que me provocaba una sensación extraña al pisarla, y yo tenía toda la atención puesta en la mujer del mostrador, así que no me di cuenta hasta que sentí un pequeño golpe en la cadera. Di un traspié, recobré el equilibrio. Al detenerme a mirar qué había sucedido, vi a un niño extranjero caído en el suelo. Le alargué las manos y lo levanté.
—Sorry! —me disculpé, y al devolverle la mirada al niño, que a su vez también me miraba, sentí en el pecho una conmoción tan fuerte que me asusté. Pelo castaño, ojos marrón oscuro. Despacio, fijé la vista, clavé los ojos en el niño.
«El hijo de Sarah. Y de mi hermano. No hay duda».
Dentro de mi corazón, me susurré estas palabras muchas veces.
En ningún otro lugar había visto unos ojos como aquellos. La luz valiente y poderosa que irradiaban, el mohín de la boca, la línea de los hombros, como si los recubriera una chaqueta demasiado grande…, esta visión me evocó un sinfín de recuerdos. «Quiero decírselo a Marie», pensé. Antes que a mi padre, incluso antes que a mi madre, ¡a Marie! Al fin logré hacer acopio de todas mis fuerzas y —ya que, sin duda, nunca volvería a verlo— dibujé para él la sonrisa más dulce que jamás le había dedicado a ningún amante.
—¿Estás bien? —le pregunté.
El asintió sonriendo, me dio la espalda y se fue andando a paso rápido. Y más allá…
Estaba Sarah.
Me di cuenta de que la mujer de la recepción, la que yo antes había confundido con Sarah, era otra persona. Porque Sarah había cambiado mucho. Pero la que estaba más allá sí era, con toda seguridad, la Sarah de aquellos días.
La Sarah que me había enseñado con paciencia a pronunciar la palabra refrigerator. La Sarah que aún conservaba trazos de la niñez. La Sarah un poco apocada, cándida.
La Sarah actual vestía un traje de color azul marino que le sentaba como un guante, y llevaba el pelo corto. Estaba de pie, erguida junto a un enorme baúl, y pegada a ella, una niña pequeña y rubia. El niño se dirigió hacia ellos y empezó a hablar animadamente con la niñita. Debían de ser hermanos. Y un robusto joven norteamericano se les acercó tras pagar la cuenta, y ahora, presumiblemente, se disculpaba por haberlos hecho esperar.
Y entonces Sarah me vio.
Sus cristalinas pupilas azules me contemplaron, primero con aire de extrañeza y, luego, llenas de angustia. Pestañeó una vez tras otra, como si quisiera cerciorarse de que era yo. Luego vi cómo las comisuras de sus labios se curvaban al esbozar una sonrisa.
Yo, por entonces, ya lo había comprendido todo. Que Sarah quería vernos a Marie y a mí, pero que no podía, ni tampoco hablarnos. Pero que, al venir a Japón, no había podido resistir la tentación de llamarnos por teléfono… El sufrimiento por el que habían tenido que pasar Sarah y aquel chico… Por eso, para mostrarle que lo comprendía todo, hice un fuerte movimiento afirmativo de cabeza y le di la espalda. Seguro que, acto seguido, ellos saldrían del hotel como una feliz familia norteamericana. Seguro que, mientras tanto, sólo Sarah se volvería hacia mí unas cuantas veces.
Poco después me volví para comprobar si habían desaparecido, y entonces sentí cómo las fuerzas me abandonaban y volví a hundirme en el sofá. La cabeza me daba vueltas. Mis dos manos aún conservaban el calor de las manitas del niño, que había tomado entre las mías. Y tuve la sensación de que algo estaba a punto de cambiar a partir de aquel momento, a partir de aquellas manos.
El vestíbulo que ellos acababan de dejar estaba desierto. Pensé que no quedaba absolutamente nada. Únicamente el tintineo interminable de las tazas que entrechocaban y el rozar de los zapatos sobre la alfombra.
Volví a casa exhausta.
Al abrir la puerta, encontré la casa silenciosa y a oscuras: mi madre debía de haber salido. Fui directa al lavabo, me lavé la cara con detenimiento y, frente al espejo, me juré no decirle jamás a nadie lo que acababa de ver. Más allá de los contornos de mi rostro —un rostro tan parecido al de Yoshihiro—, aquellos ojos castaños emergieron en la imagen que me devolvía el espejo. Lo había visto, era ya inevitable. No había sido algo casual. Yo había ido a propósito. Y eso me hacía sentir más exhausta todavía.
Me dirigí a mi cuarto con la intención de cambiarme de ropa y pasé por delante del salón.
—¿Shibami?
Me sobresalté al oír que una voz me llamaba y, al abrir la puerta, descubrí a Marie, echada, no sé por qué, en el sofá del salón, con la expresión somnolienta y los ojos entrecerrados, como cuando vivía en casa. Yo no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
—¿Cómo es que estás aquí? —pregunté.
—¿No me dijiste anoche que viniera a veros durante el día? Pues aquí estoy. Pero no había nadie y… —Marie bostezó.
—¿Y por qué no te has acostado en la habitación de los invitados? Dormir aquí debe de ser incomodísimo —le dije, porque estaba acostada hecha un ovillo, como los niños cuando hacen la siesta.
—Es que allí había demasiada luz.
Ahora que lo mencionaba, habíamos llevado las cortinas a la lavandería. Marie todavía tenía la voz pastosa, parecía hallarse en mitad de un sueño. Sus ojos, somnolientos, eran preciosos, como si miraran muy lejos.
—¡Vaya! Ya se ha nublado —dije, con la misma disposición de ánimo que si pronunciara palabras cariñosas, y me dirigí al otro lado del sofá donde ella estaba acostada y descorrí las cortinas.
De repente, la habitación se llenó de una claridad opaca. Alcé la mirada hacia el cielo nublado.
—Quizá llueva. O tal vez nieve —añadí.
En aquel instante, Marie se levantó de un brinco, sobresaltada. Me miró frunciendo el entrecejo. Tenía ojos de loca.
—¿Qué…? ¿Qué te pasa? —le pregunté, presa de una terrible inquietud.
Podía afirmarse incluso que en su rostro se traslucía mi ansiedad. Hacía tiempo que no mostraba un aspecto tan extraño.
—¡Espera un momento! —exclamó.
Y me palpó las manos, las mismas manos que aquel niño había tocado poco antes. Luego alzó la vista y me miró con aire ausente.
—¿Has visto a Yoshihiro? —preguntó con voz débil, tan tenue que, al principio, no entendí lo que me estaba diciendo.
Sorprendida, retiré las manos de inmediato, casi arrancándolas de entre las suyas.
—No. —A mí misma me extrañó mi respuesta.
—No, claro. Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Ya me dirás cómo podrías verlo! Es que acabo de despertarme y aún confundo el sueño que he tenido con la realidad —explicó Marie presionándose las sienes con las puntas de los dedos.
—Mi hermano murió hace tiempo —dije.
—Ya lo sé —repuso la Marie de siempre—. Es que estaba soñando. Hace un momento. Y en mi sueño, tú te encontrabas con Yoshihiro y hablabas con él. Estabais…, no sé, en un lugar con mucha luz, un vestíbulo o algo por el estilo.
Incapaz de decir otra cosa, musité:
—¿Ah, sí?
Y, en aquel instante, noté cómo algo iba anegando mi corazón.
—¡Oh! ¡Es verdad! Ha empezado a llover —dijo Marie alzando la vista hacia la ventana.
El cielo está oscuro. Oigo cómo el repiqueteo de los grandes goterones de lluvia recubre las calles. El cielo oscuro, gris y pesado, infinitamente pesado, se extiende a lo lejos. ¿Habrá abandonado ya el avión el aeropuerto? ¿O estará aún aquella familia, esas personas a las que jamás volveré a ver, hablando animadamente en la sala de embarque? En aquel cuadro de bullicio interminable y de luces reflejándose en el pavimento. El mismo decorado que el día en que fui a despedir a mi hermano. El mismo que cuando fui a recibirlo. Lo rememoré como si quisiera confirmarlo.
—Marie, seguro que esta noche nevará. ¿Quieres quedarte? Ya le pediré yo a mi madre que se lo diga a la tuya.
—Vale, de acuerdo.
Ella miraba la lluvia, dándome la espalda. Salí en silencio de la habitación y cerré la puerta.
Ya que me habían devuelto un dinero con el que no contaba, abrí el paraguas y salí de casa. En las tardes lluviosas, los grandes almacenes están singularmente llenos de luz, cálidos, y huelen a mojado. Me dirigí a la sección de libros y me compré un montón, luego me compré varios CD. Todas las secciones estaban vacías, silenciosas, con los artículos bien ordenados. Los clientes escaseaban y todos los dependientes parecían muy elegantes.
Aun así, todavía me quedaba dinero, de modo que, después de tomarme un té, fui a comprarme una camisa. Di con una que me encantó, y cuando exultante de alegría me encaminaba al ascensor, ya de regreso a casa, pasé por delante de la sección de ropa de cama. De repente recordé: «Esta noche Marie se queda a dormir».
Y decidí comprarle el pijama que estaba expuesto delante de todo, un pijama azul marino, acolchado, que tenía aspecto de abrigar una barbaridad. Con aquel pijama y un abrigo por encima de los hombros, incluso podría salir a vagar por las noches si se le ocurría hacerlo.
—¿Es para regalar? —me preguntó el dependiente.
—Sí.
Me adornó el paquete con un lazo rojo.
Pensé: «¡Claro! Se me ha ocurrido regalarle un pijama porque siempre me la imagino durmiendo con tan poca ropa que me produce escalofríos».
Poco después de morir mi hermano, Marie se escapó de casa.
Su fuga no fue en absoluto un acto de rebeldía por el hecho de que sus padres, que se habían opuesto desde un principio a sus relaciones con Yoshihiro, la hubieran obligado a faltar una semana al trabajo con el pretexto de que tenía apendicitis, ni siquiera fue un acto de rebeldía por la caprichosa petición que sus padres le habían hecho de que olvidara lo que había habido entre ambos. «Es que estaba exhausta. Sólo eso», dijo ella. Y creo que era cierto. Porque Marie ni siquiera reparaba en sus pobres padres; no reparaba en nada. Pero yo tenía miedo, me aterraba la posibilidad de tener que cargar con algo más que con mis lágrimas y con mi familia, hundida en la desesperación, y no fui a ver a Marie. Ni cuando supe que se había escapado de casa, ni siquiera entonces, tomé conciencia del peligro… No, no estaba en condiciones de darme cuenta.
Hasta una semana después de su desaparición, cuando su madre volvió a llamar muy angustiada, no me puse en marcha. Tenía una vaga idea de dónde podía estar Marie.
Se acercaba la primavera. Era una tarde cálida y soleada; el aire olía a flores. Cogí el tren sin ponerme la chaqueta.
Marie y Yoshihiro habían alquilado un apartamento de un solo ambiente en un barrio cercano para verse allí en secreto. «Si Marie está en alguna parte, es allí —pensé—. Y si me la encuentro muerta…». En el tren, no me podía quitar esta idea de la cabeza. Al otro lado de la ventanilla desfilaba el apacible paisaje primaveral, e incluso los rostros de las personas sentadas en el vagón parecían plácidos y relajados. «Y si no llego a tiempo y lo único que encuentro es un cadáver, ¿lo sentiré? —Una tenue luz cruzaba el traqueteante vagón del tren—. No, seguro que no lo sentiré. Total…». Así lo creía de verdad.
Le dije al portero que era hermana de la inquilina, le pedí una llave y subí en ascensor. Llamé al timbre, pero nadie me abrió. Introduje la llave en la cerradura, penetré en la habitación. Estaba oscuro, hacía frío. Todas las cortinas estaban corridas y la estancia estaba gélida; el frío me penetraba por las plantas de los pies, helándome hasta el tuétano de los huesos. Jamás en mi vida había tenido tanto miedo. Daba un paso, y otro paso, convencida de que iba a toparme con un cadáver. Pronto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y entonces descubrí a Marie aovillada bajo una manta. Dormía, respiraba acompasadamente. Su respiración era saludable, normal, no la de alguien que hubiese ingerido somníferos. La sacudí para despertarla. Marie bostezó y se restregó los ojos. Me sobresaltó ver sus brazos desnudos asomando por una camiseta de manga corta. Vi que, bajo la manta, sólo llevaba una camiseta y unas bragas, como si estuviera haciendo la siesta en plena canícula en algún lugar de veraneo.
—Marie, ¿has venido andando hasta aquí de esta manera? —pregunté.
—No —repuso, y señaló hacia el suelo.
El abrigo, el jersey, las medias…, toda su ropa estaba esparcida por el suelo.
Y Marie permanecía muda y abstraída, aparentemente en estado de shock.
—Marie, vámonos a casa —dije—. Le pediré a mi madre que llame a la tuya. Tú puedes quedarte en mi casa, a tu aire, en el cuarto de los invitados. Allí podrás estar sola, ni siquiera hace falta que abras la puerta.
Marie no respondió. La habitación estaba demasiado oscura y no pude ver la expresión de su rostro. Pero al tocar su piel helada, decidí apresurarme. La cubrí sólo con el abrigo, hice una bola con el resto de la ropa, la cogí y salimos del apartamento. Luego paré un taxi y nos dirigimos a casa. Por el camino, Marie se volvió varias veces. No sé qué esperaba ver a sus espaldas, pero clavaba unos ojos gélidos en el paisaje que íbamos dejando atrás.
La capacidad de persuasión de mi madre y la terquedad de Marie, que insistía en que, de momento, no quería volver a su casa, convencieron a sus padres. Acordaron que Marie se quedaría por un tiempo en nuestra casa, en la habitación de los huéspedes.
Yo sola me encargué de desalojar aquel apartamento cuya existencia sólo habíamos conocido mi hermano, Marie y yo. No es que contuviese gran cosa, pero saqué todos los muebles y rescindí el contrato Llevé todas esas gestiones en secreto, lo que me resultó muy fatigoso, pero decidí cobrarme las horas invertidas con la fianza que me iban a devolver. Sin embargo, como el período de alquiler había sido muy corto, yo había rescindido el contrato de repente y, encima, mi hermano había agujereado la pared para instalar unas estanterías, apenas me dieron nada.
Por otro lado, dado que mi hermano había muerto y Marie estaba instalada en casa, tampoco hubiera importado que los padres de ambos se hubiesen enterado de lo del apartamento. Pero yo odiaba la idea de que, por esta razón, Marie se viera obligada a recordar de nuevo la frialdad de aquella habitación.
Tal vez fuera un acto de expiación por pensar que, si me la hubiese encontrado muerta, no me habría apenado.
Regresé a casa justo a la hora de la cena. Marie estaba sentada a la mesa flanqueada por mi padre y mi madre, como si fuera su hija.
—¡Qué tarde llegas! ¡Anda, siéntate a cenar! —exclamó Marie con una sonrisa.
Mi padre, incapaz de esperar, ya había empezado a comer. La habitación estaba caldeada por el vapor. Mi madre llevó a la mesa una cazuela asiéndola fuertemente con los agarradores y dijo sonriente:
—¡Pollo al curry! El plato preferido de Marie.
Tras tomar asiento, le entregué a Marie el gran paquete adornado con el lazo.
—Toma, un regalo. Es que he tenido unos ingresos extra.
Mi padre, no sé por qué razón, aplaudió.
Marie sonrió entrecerrando los ojos.
—Parece que sea mi cumpleaños —dijo.
La lluvia se transformó en nieve y esta empezó a amontonarse en silencio. Marie dijo que pasaría la noche conmigo, en mi habitación, y yo propuse que nos acostásemos en el cuarto de los invitados y jugáramos con unos videojuegos, y así lo hicimos.
Marie estaba sentada en un futón, al lado del mío, muy abrigada con el pijama azul que le había regalado. El interior de la estancia estaba sumido en las tinieblas y, al otro lado de la ventana, sólo el mundo exterior, donde caía la nieve, aparecía blanco. La pantalla del televisor centelleaba sobre el futón: las noticias anunciaban que aquella noche caería una gran nevada sobre Tokio.
—Y mira que el año pasado no nevó, ¿eh? —comenté.
—¿Ah, no? Ni idea. Yo entonces no estaba mucho al caso. No lo recuerdo en absoluto. —Marie sonrió—. Fue un año extraño. Parece irreal. Espero que este no sea tan malo.
—No parece serlo, en efecto —sonreí yo.
—Pero ¿qué tipo de persona era? —preguntó. Se refería a mi hermano.
—No era un ser humano. Eso seguro.
Lo dije en todos los sentidos posibles. Mi hermano Yoshihiro no había sido más que un joven que dejaba una profunda huella, pero el hecho de que hubiera muerto tan repentinamente y de que hasta su muerte hubiese vivido con tanta intensidad dotaba su existencia de extraños significados.
—Cada vez que pienso en mi hermano, tengo una sensación extraña, una especie de deslumbramiento. Intento recordar su sonrisa, su voz, su cara mientras dormía. Y me pregunto si realmente estuvo aquí alguna vez. Y pienso que, en caso de que haya sido así, su existencia es algo irreemplazable, ¿sabes? Así es como lo siento.
—¿Tú también? —dijo Marie.
—Y también Sarah, seguro —añadí—. Todas las personas que se relacionaron con él.
Entre esas personas, ¿quién estaba en primer lugar? ¿Marie o Sarah? Por unos instantes, lo estuve considerando en serio. Me resultaba muy difícil diferenciar a la una de la otra. Las dos, de la mano de Yoshihiro, habían llegado a un punto que jamás hubieran podido imaginar.
—He pensado a menudo en eso durante este último año. En por qué estaba él aquí —contó Marie—. Desde aquel día en que me enamoré de él, en el aeropuerto, sin darme cuenta ya estaba aquí. Y luego ya nada me quedó, sólo el fondo de la noche que me instaba a seguir adelante. Poco a poco he descubierto a partir de qué punto debo volver a empezar, pero no tengo nada en las manos. ¿Qué ha sido Yoshihiro para mí? No, no tiene ningún sentido preguntármelo. Cuando llegué a esta conclusión, por fin hallé un poco de paz y pude dormir.
Evoqué vagamente la figura de Sarah, a quien acababa de ver, y la escena con su hijo, cuyo rostro me había hecho sentir tanta nostalgia que me había producido escalofríos. Y pensé en Marie, que durante aquel último año había vivido en la oscuridad y en el silencio, como una sombra, y también en mí, pues, cerca de ella, había pasado una época muy especial de mi vida.
Me escurrí bajo la cubierta del futón.
—Oye, Marie. Este último año ha sido extraño para las dos. En el curso de nuestras vidas, ha sido un espacio de tiempo aparte, con una velocidad distinta. Un espacio hermético, silencioso. Más adelante, cuando miremos hacia atrás, seguro que lo veremos teñido de unos colores propios, como un bloque compacto.
—Seguro.
Marie también se escurrió dentro del futón, se echó boca abajo, alargó los brazos mostrando las mangas del pijama y añadió:
—Es de un color azul marino como este. El color de la noche cerrada, donde se concentra todo: los ojos, los oídos, las palabras.
La nieve no cesaba de caer y, en un momento dado, mientras jugábamos con los videojuegos, el rostro vuelto hacia la pantalla, acabamos durmiéndonos.
Me desperté con un sobresalto y miré a mi lado: Marie dormía con el rostro iluminado por los rayos catódicos del televisor. Con una mano, aún mantenía agarrado el mando del videojuego, como un último acto de voluntad, y le asomaba medio cuerpo fuera del futón. Se oía su respiración acompasada, mezclada con la melodía del videojuego, que seguía sonando con el volumen bajo.
Su rostro dormido esbozaba una curiosa expresión. Aparecía triste y puro, como si acabara de llorar. Y no había cambiado lo más mínimo: así era hacía un año, así era también de niña.
La cubrí con el futón y apagué el televisor. La estancia se sumió en la oscuridad más absoluta mientras, al otro lado de la ventana, por supuesto, seguía cayendo la nieve, incesante. Por un resquicio de las cortinas penetraba el resplandor tenue y lechoso de la nieve.
Musité «Buenas noches», y me escurrí dentro del futón.
Una experiencia
En mi jardín, de madrugada, los árboles parecen brillar. Bañados por la luz de la calle, se dibujan con nitidez el reluciente color verde de las hojas y el castaño oscuro del tronco.
Lo he ido descubriendo en los últimos tiempos, desde que he empezado a beber más. Cada vez que miro este paisaje con ojos embriagados, su pureza, casi excesiva, me hace estremecer, y siento que nada importa, que da igual que lo haya perdido todo. No es abatimiento, tampoco desesperación; es una forma más natural de aceptar las cosas, un sentimiento suscitado por una emoción silenciosa y clara.
Cada noche, al dormirme, únicamente pienso en esto. Por supuesto, sé que bebo demasiado y que no debería hacerlo, y siempre, durante el día, decido que beberé menos por la noche, pero cuando esta llega, con el primer vaso de cerveza todo se acelera y ya me es imposible parar. «Si bebo un poco más, podré dormir bien», me digo, y acabo preparándome otro gin-tonic. Conforme avanza la noche, voy aumentando la proporción de ginebra, las bebidas son más fuertes. Y, mientras voy comiendo la mejor chuchería que ha dado la era Shōwa[9] —las palomitas con mantequilla y salsa de soja—, pienso: «Ya volvemos a estar en las mismas. Esta noche ya he vuelto a beber». Jamás bebo tanto como para sentirme culpable, pero sí es cierto que, a veces, me da un vuelco el corazón al descubrir, de repente, la botella vacía.
Y cuando me desplomo en la cama completamente borracha puedo oír, sólo entonces, aquella agradable melodía. Al principio me pregunté si era mi almohada la que estaba cantando. Porque me parecía que la almohada, que con tanta dulzura acogía en cualquier circunstancia mi mejilla, debía de tener una voz tan límpida como aquella. Sólo oía ese canto cuando permanecía con los ojos cerrados, así que creía que se trataba, simplemente, de un sueño. Porque en momentos así nunca estoy lo bastante lúcida como para albergar pensamientos profundos.
La voz es grave, dulce, y posee una reverberación ondulante que masajea las partes más endurecidas de mi corazón y las va ablandando. Se parece al rumor de las olas, y a la risa de todas las personas que he conocido hasta hoy —en tantos lugares, con las que he trabado amistad y de las que luego me he separado—, y a las palabras cariñosas que estas me han dirigido, y al maullido de un gato que perdí, y al conjunto de sonidos de un lugar lejano, que ya no existe, al que añoro, y a la fresca fragancia de la vegetación que olí en algún lugar, cierto día, durante un viaje, acompañada del susurro de los árboles junto a mi oído… y es que la voz es una combinación de todo esto.
Esta noche he vuelto a oírla.
Una melodía tenue, más sensual que la de los ángeles, y más real. Intento atraparla y aguzo el oído desesperadamente con la poca conciencia que me queda. Caigo dormida y la feliz melodía se funde también en mis sueños.
Hace tiempo, me enamoré de un hombre extraño con el que acabé manteniendo una curiosa relación triangular. Él era amigo del que es ahora mi novio, y era de ese tipo de hombres que despiertan pasiones locas en las mujeres. Visto desde el presente, no era más que un chico lleno de vitalidad, un poco peculiar, pero en aquella época yo también era muy joven y, como era de esperar, me enamoré de él. Apenas guardo ningún recuerdo de aquel hombre. A pesar de que me acosté con él en muchas, muchísimas ocasiones, como jamás tuvimos una cita en la que pudiéramos hablar con calma, frente a frente, a duras penas logro recordar su rostro. A la que sí recuerdo, vete a saber por qué, es a una horrible mujer que se llamaba Haru.
Ella y yo, al parecer, nos enamoramos de aquel hombre por la misma época y, a fuerza de coincidir en su casa, nos fuimos conociendo; tanto que, al final, parecía que viviésemos los tres juntos. Haru era tres años mayor que yo y hacía trabajos de media jornada; yo estudiaba en la universidad.
Nosotras, claro, nos odiábamos, nos insultábamos e, incluso, alguna vez habíamos llegado a las manos. En toda mi vida había tenido un trato tan íntimo y crudo con alguien, jamás había aborrecido tanto a una persona. Haru era el único impedimento que había en mi camino. Posiblemente, deseé su muerte muchas veces. Claro que ella debía de sentir lo mismo.
Al final, cierto día, harto de esa vida, aquel hombre huyó lejos y su fuga puso fin a nuestro amor y, de rebote, a la relación que se había establecido entre Haru y yo. Yo me quedé en el barrio; Haru, según oí decir, se fue a París.
Esto fue lo último que supe de ella.
Ni siquiera yo entendía por qué me había acordado, así, de repente, de Haru. No tenía ningún deseo especial de verla, ni siquiera sentía un gran interés en saber qué había sido de ella. Aquella época había estado tan repleta de pasiones violentas que, por el contrario, había acabado convirtiéndose en un espacio en blanco, en un período que no había dejado impronta alguna en mi memoria.
Seguro que, en París, aquella mujer se había pegado como una lapa a algún grupo de artistas, ejerciendo de auténtica gorrona, o, si no, con un poco de suerte, habría encontrado a algún viejo protector que se hiciera cargo de ella y se estaría dando la gran vida. Era de ese tipo de mujeres. Delgada como un clavo, desabrida, la voz grave y desagradable, vestida siempre de negro. Tenía los labios delgados e iba siempre con el entrecejo fruncido quejándose de todo, pero, al sonreír, su rostro adquiría un aire un poco más infantil.
Al recordar su sonrisa, no sé por qué, me duele el corazón.
Por cierto, y como es lógico cuando se ha bebido tanto antes de acostarse, despertar por las mañanas era un auténtico calvario.
Postrada por el alcohol, sentía como si tuviera el cuerpo entero, por dentro y por fuera, sumergido en un baño de vinazo caliente. Notaba la boca áspera y reseca y, por unos instantes, ni siquiera podía darme la vuelta.
Ponerme en pie y lavarme los dientes, o ducharme, era algo inimaginable. A duras penas creía que en el pasado hubiera sido capaz de hacerlo alguna vez sin esfuerzo.
Parecía que los lacerantes rayos del sol se me hincaran en la cabeza.
No soportaba enumerar todos aquellos síntomas; era tan larga la lista que me daban ganas de deshacerme en lágrimas. No sabía cómo iba a poder salvarme a mí misma.
Y eso sucedía todas las mañanas.
Aquel día, me decidí a escurrirme fuera de la cama y, asiéndome la cabeza para que no oscilara de derecha a izquierda, me preparé un té y me lo tomé.
¿Por qué me ocurrirá esto? Las noches se alargan como la goma y son infinitamente dulces. Y las mañanas son agudas y cortantes, inmisericordes. La luz del día parece apuntarme con algo. Algo duro, transparente, vigoroso. Lo detesto.
Todos mis pensamientos derivaban en desdicha y, como para rescatarme de ellos, sonó el teléfono. Un estrépito horrible. Su timbre me irritaba los oídos de tal forma que, mortificada, me esforcé en adoptar un tono lleno de vitalidad:
—¿Diga?
—¡Qué animada estás! —dijo Mizuo con voz alegre.
Mizuo es mi novio; él conocía al hombre del que he hablado antes, y también a Haru. Ellos se fueron; Mizuo y yo nos quedamos.
—¡Qué va! Tengo resaca y me duele la cabeza.
—¡Otra vez!
—Hoy no trabajas, ¿verdad? ¿Vendrás a verme?
—Sí, me paso dentro de un rato —contestó Mizuo, y cortó.
Mizuo posee una tienda de enseres domésticos, así que el día de fiesta lo tiene entre semana. Hasta hace poco, yo también trabajaba en una tienda parecida, pero el negocio quebró. Dentro de poco trabajaré en una filial que Mizuo abrirá en un barrio vecino; ahora estoy esperando que la inauguren. De esto ya hace seis meses.
A veces noto que Mizuo me mira como si observara un objeto. «Este floreado, mejor que no esté… Sin esto, quizá se le podría subir el precio… Esta raya es vulgar, pero capta el corazón de la gente», o algo parecido. En esos momentos su mirada es tan fría y penetrante que, cuando lo percibo, me quedo sin aliento, pero él parece estar observando incluso estas alteraciones que se producen en mi corazón como un único estampado.
Por la tarde, Mizuo me trajo un ramo de flores.
Comimos emparedados y ensalada en un ambiente plácido. Yo aún permanecía postrada en la cama y cada vez que le besaba me decía:
—¡Uf! ¡Qué peste a alcohol! No me extrañaría que me contagiaras tu resaca a través de las mucosas.
Y sonreía. Su sonrisa parecía exhalar un aroma a flores, en concreto a lirios blancos.
El invierno tocaba a su fin. A pesar de que en la habitación reinaba una atmósfera de felicidad, me daba la sensación de que, al otro lado de la ventana, era horriblemente seca. Como si el viento que cruzaba el cielo lo hiciera rechinar a su paso.
Pensé que debía de ser porque, dentro de la habitación, la atmósfera era demasiado dulce, demasiado cálida.
—¡Ah! Por cierto —dije yo. Fueron justamente aquella dulzura y aquella calidez las que me lo recordaron—. En los últimos tiempos, cuando estoy a punto de dormirme, siempre tengo el mismo sueño, y estoy un poco preocupada, quizá sea un principio de alucinaciones auditivas. Pero las alucinaciones no deben de ser tan agradables, supongo. ¿Crees que puedo haberme vuelto alcohólica, con lo que bebo? ¿El alcoholismo puede provocar esto?
—¡Qué dices! —se burló él—. Aun suponiendo que últimamente te sientas más dependiente, lo que pasa es que ahora tienes todo el día libre y acabas bebiendo sin darte cuenta. En cuanto vuelvas a trabajar, volverás a estar como antes. De todas formas, no te sentará mal hacer un poco el vago. Por cierto, ¿de qué tipo de sueño se trata?
—No sé si puede llamarse así. —Ya con nuevos ánimos, una vez hubieron amainado el dolor y las náuseas, intenté desesperadamente evocar aquella sensación de felicidad—: Pues… Borracha, me desplomo en la cama, ¿no? Y entonces siento como si algo fuera a absorberme, y me parece estar andando con los ojos cerrados por un lugar que me había sido muy querido y que echo de menos. Huele bien, me siento segura y, entonces, empieza a sonar débilmente siempre la misma canción. La voz es tan dulce que me hace saltar las lágrimas, aunque, de hecho, tal vez no sea una canción. Pero es una melodía tenue, lejana, un canto que da una felicidad absoluta. Siempre la misma melodía.
—¡Vaya! Esto es alarmante. Debes de ser alcohólica.
—¡¿Qué?!
Al ver cómo fruncía el entrecejo, asustada, Mizuo me dijo riendo:
—¡Es broma, mujer! En realidad, esta historia ya la había oído antes. Bueno, una que se le parecía. Esto significa que alguien quiere decirte algo.
—¿Alguien? ¿Y quién?
—¿Quién? Pues un muerto. ¿No se te ocurre quién podría ser? Algún conocido.
Reflexioné unos instantes, pero no se me ocurrió nadie. Negué con un movimiento de cabeza.
—Por lo visto, cuando los muertos quieren ponerse en contacto con alguien que les fue cercano en vida, lo hacen así. Cuando una persona está borracha o a punto de dormirse, es fácil sintonizar con ella de esta forma. Al menos, eso he oído decir.
De repente sentí un escalofrío y me cubrí con el edredón hasta los hombros.
—Oye, ¿tiene que ser necesariamente un conocido? —pregunté.
Que un muerto a quien no conocía me cantara al oído, por más felicidad que me reportase, no me hacía ninguna gracia.
—Pues claro… Oye, ¿y si fuera Haru?
Mizuo es una persona muy intuitiva. «¡Sí, eso debe de ser!», pensé de inmediato con un sobresalto. Era plausible. Pese a desconocer su paradero, últimamente, sin más, me había acordado de ella.
—Tendrías que comprobarlo.
—Sí, tienes razón… Preguntaré a los amigos.
Él asintió.
Mizuo, le digan lo que le digan, jamás contesta con una negación categórica. Sus padres debieron de educarlo bien. En cambio, no resulta fácil adivinar por qué le pusieron «Mizuo»[10] de nombre. En realidad, una vez, su madre, cuando era joven, se había visto obligada a abortar, y llamó así a Mizuo deseando que, aparte de la fortuna que le correspondía a él, disfrutara también de la parte de fortuna del «niño del agua»[11].
¿Acaso es normal poner este nombre a un niño?
La habitación estaba llena del olor dulzón de las rosas blancas que me había traído. «Si esta noche aún huele así, podré dormir aunque no beba», pensé. Volvimos a besarnos y nos abrazamos.
—Haru ha muerto.
Habían pronunciado estas palabras con tanta naturalidad que, aunque lo presentía, me sorprendió.
Mizuo me había dicho que un viejo conocido de aquel hombre, de Haru y también mío trabajaba actualmente en una cafetería que permanecía abierta toda la noche y allí me dirigí de inmediato, a toda prisa, en taxi, con la esperanza de que me dijera algo, pero gasté mi energía en vano. Habría bastado con llamar por teléfono. Lo miré fijamente a los ojos y me convencí de que no estaba bromeando. Embutido en su uniforme de camarero, al otro lado de la barra de aquella cafetería repleta de gente, secaba los platos con mirada sombría.
—¿En el extranjero? ¿Y de qué ha muerto? ¿De sida? —pregunté.
—A causa de la bebida. Alcoholismo —musitó él.
Y yo me horroricé ambas veces, por partida doble. Por un instante tuve la sensación de que mi cuerpo también estaba maldito.
—Murió completamente alcoholizada, en casa de su protector. Al parecer estuvo internada varias veces en un centro de desintoxicación alcohólica y, al final, acabó mal. Me lo ha dicho un amigo que acaba de volver de París. Él se enteró por una persona muy amiga de Haru.
—Ya…
Me bebí el café de un trago e hice un pequeño gesto afirmativo con la cabeza, como si quisiera cerciorarme de su sabor.
—Pero vosotras siempre andabais a la greña, ¿no es verdad? ¿Cómo es que ahora…?
—No voy a salirte con eso de que «incluso el encuentro más casual está predestinado»[12], pero no había sabido nada de ella desde entonces y, de repente, me he preguntado qué sería de ella. No sé, como yo ahora estoy con Mizuo y soy feliz…
—Sí, ya pasa.
En la época en que Haru, aquel hombre y yo vivíamos prácticamente juntos, este chico trabajaba de camarero en otro bar, y yo solía ir allí por las noches a desahogarme. Él siempre ha sido una persona a quien le traen sin cuidado los demás, de manera que es muy fácil hablar con él. Mientras mantenía los ojos clavados en su figura, que emergía de la sombría iluminación del local, recordé, como si formara un bloque, la atmósfera de aquellos días. Una atmósfera pesada, sin futuro, ardiente. No deseaba volver a experimentar jamás aquellas sensaciones, aunque lo cierto es que despertaron en mí una extraña nostalgia.
—En fin, que Haru ya no se encuentra en este mundo —dije.
Y mi viejo amigo, al otro lado de la barra, asintió.
Volví a mi casa y, sola, bebí a la memoria de Haru. Me daba la sensación de que aquella noche podía beber cuanto quisiera, así que empiné el codo sin perder el buen ánimo. Aquella noche incluso dejé de vislumbrar la torre Eiffel, que, cada vez que pensaba en Haru, emergía en mi memoria, borrosa, como si fuera una imagen de la televisión. En cambio, se me representó el corazón de Haru, el cual, una vez hubo perdido la vía de escape de la energía sobrante, se había ido sumergiendo en alcohol. Comprendía muy bien a Haru, quien, tras la marcha de aquel hombre, había sido incapaz de recuperarse. Porque nuestro amor por él era tan grande que le entregamos todo cuanto teníamos. Aquel hombre poseía un enorme atractivo, es verdad, aunque si las dos luchamos de aquella manera por él se debía, en el caso de Haru, a que yo estaba allí; y en mi caso, porque estaba allí Haru. No sé si a él todo eso lo divertía, o lo asfixiaba, pero tenía por costumbre llamar a una a su casa y luego dejarla allí para salir con la otra. Al final solía dejarnos a las dos, a Haru y a mí, en su casa y él no regresaba en toda la noche.
Soy torpe por naturaleza y, tanto en lo que se refiere a la cocina como a cualquier apaño o remiendo, a anudar un paquete con un cordel o a montar una caja de cartón, soy una nulidad. Haru, no obstante, era muy diestra, y siempre que nos encontrábamos en una de estas situaciones me insultaba: «¡Manazas!», «Ya me gustaría ver cómo son tus padres», me soltaba sin pensárselo un instante. Yo, por mi parte, observaba sin recato que Haru no tenía pecho, o que su gusto en el vestir era espantoso. Aquel hombre era una de esas personas que alaban lo que está bien, pero que, cuando algo está mal, lo dicen sin tapujos, y esto no hacía más que espolear nuestros complejos femeninos.
—¡Mira que cocinas requetemal! ¡Y no es broma! A la que vas más allá de meter algo en el microondas… ¡Ugh! ¡Qué pinta tan asquerosa tiene eso! —me dijo Haru una noche en que me vio cocinando happōsai[13].
Yo estaba de un mal humor espantoso porque, durante el día, aquel hombre se había citado con Haru a mis espaldas.
—Pues yo diría que una mujer que lleva encima unos trapos tan horrendos como esos no tiene derecho a decir nada. Y perdona, pero para ponerte este vestido negro de punto tendrías que tener un poco más de pecho, ¿sabes?
Haru empezó a golpearme fuertemente la espalda con los codos y yo, que estaba salteando las verduras, por poco acabo metiendo la mano dentro de la sartén.
—Pero ¡¿qué haces?! —le grité; y mi voz, alzándose entre el chisporroteo de las verduras y el vaho ardiente de la sartén, se convirtió en un alarido desgarrado.
—¿Y a ti qué más te da? —replicó Haru.
—Pues mira, en esto llevas razón —dije, y apagué el fuego.
Al quedarse la habitación en silencio, de pronto se hizo evidente el mutismo de ambas. Ya por entonces, ninguna de las dos tenía claro si era correcto, o normal, o anormal, que compartiésemos el único cuerpo de aquel hombre terrible, de aquel hombre un poco excéntrico que parecía menospreciar el mundo y vivía de un modo tan peculiar. Ni tampoco que, pese a no habérnoslo pedido jamás, estuviésemos siempre metidas en su casa y, encima, las dos juntas. Sólo que a mí me irritaba la voz fúnebre y la delgadez histérica de Haru. Me bastaba con verla vagar ante mis ojos para que me entraran ganas de retorcerle el pescuezo como a un pollo.
—¿Y por qué estamos actuando así? —dijo entonces Haru con un aire extrañamente abstraído—. No somos las únicas chicas a quienes les gusta él, pero sólo tú y yo nos comportamos así, y él ni siquiera está aquí.
—Así han ido las cosas.
—Me pones tan nerviosa que siento que voy a enloquecer.
—Mira, esto podría haberlo dicho yo. Pero, llegados a este punto, ya nada podemos hacer. —Tanto la manera de pensar de Haru, tan vulgar, como esa forma lúgubre que tenía de mirar las cosas… me asqueaban terriblemente, las odiaba—. ¿Y tú en qué estás pensando?
—¿De verdad quieres tenerlo a él? —dijo Haru como si me riñera.
—¡Sí! Lo quiero —contesté—. Por eso estoy aquí contigo. Con una imbécil de tu calibre…
¡Plas!
Al parecer, me había propasado, y, antes de que pudiera terminar, Haru me había soltado un bofetón que había sonado como un chasquido. Por unos instantes me quedé aturdida, sin comprender qué había sucedido, pero enseguida noté que mi mejilla derecha empezaba a arder.
—Me pones enferma. Yo me voy a casa. ¿Por qué no te acuestas tú con él? Si vuelve, claro —añadí, y me levanté.
Mientras cogía el bolso y me disponía a salir del recibidor, Haru mantuvo la vista clavada en mí. Sus ojos estaban muy abiertos y brillantes, y yo estaba segura de que iba a decir:
«¡Espera!».
Eso era lo que se leía en sus ojos. No un «perdón», sino un «no te vayas». Pero Haru no lo dijo, sin duda porque pensó que parecería raro que lo hiciera.
Su larga cabellera ocultaba a medias su cara pequeña y blanca, maquillada con mal gusto. Al contemplarla, así, desde lejos, me pareció que era una chica banal y bonita, y esto fue lo que estuve pensando mientras cerraba la puerta sin pronunciar palabra.
Sólo con imaginar que otras chicas a las que yo conocía pudieran acostarse con él, sentía ardores de estómago, y rabia, pero en el caso de Haru, exclusivamente en el caso de Haru, no me importaba tanto. En realidad, cuando dormíamos los tres juntos, había ocurrido alguna vez que ellos dos empezaran a hacerlo y yo no le había concedido mucha importancia. Si se hubiese tratado de otra chica, posiblemente la habría matado.
Y era porque, durante el tiempo que estuvimos jutas, acabé comprendiendo, más o menos, qué sentimientos despertaba ella en los hombres.
No me refiero a su interior.
Es muy posible que, como persona, Haru no fuera más que una neurótica, una mujer rara y desagradable, pero su apariencia tenía algo especial. Una difusa imagen de la feminidad… La suave sombra que se reflejaba en sus bragas, sus hombros estrechos asomando y ocultándose entre su larga cabellera, las extrañas cavidades de su clavícula, la remota, siempre inaccesible, curvatura del pecho; esta imagen, en conjunto, daba una sensación de vida y de movimiento inestables. Todo esto lo poseía Haru, sin duda.
Aquella noche, al otro lado de la ventana, se veía también el brillante susurro de los árboles del jardín. La hermosa escena aparecía afilada, recortada en extraños ángulos. Pero no eran filos inmisericordes: en los lugares bañados por la luz, ofrecían una sensación de dulzura.
Tal vez fuera porque estaba ebria.
Con la luz apagada, los objetos del interior de la habitación se perfilaban con mayor nitidez que cuando estaba encendida.
También podía oír claramente mi aliento y los latidos de mi corazón.
Luego, cuando me cubrí con el edredón y sepulté la cabeza en la almohada, lo oí, como era de esperar.
El eco de una voz clara, como la de los ángeles, una vaga melancolía: la música me llenaba desesperadamente el corazón de gozo. Fluía como el vaivén de las olas, ahora cerca, ahora lejos, llena de nostalgia… «Haru, ¿tienes algo que decirme?».
Intenté aguzar el oído en mi corazón, que, pese a estar cerrado, daba vueltas sin parar.
No había indicios de Haru, sólo aquella hermosa melodía lacerando mi pecho. Quizá más allá de estas bellas notas se encuentre la sonrisa de Haru. No, tal vez me esté gritando, con una voz llena de odio y desprecio, que mi felicidad y su muerte son lo mismo. En ambos casos, yo me moría por escucharlo.
Quería saber lo que ella quería decirme. Me concentré hasta que el entrecejo empezó a dolerme y, pronto, el cansancio se fundió con las olas de sueño que venían del más allá de la música. Le susurré unas palabras de renuncia a mi corazón. Como si fueran una plegaria:
«Lo siento, Haru. Pero no te entiendo. Lo siento. Buenas noches».
—Pues sí. Haru está muerta —dije.
Mizuo se limitó a abrir un poco más los ojos.
—¡Vaya! Así que era eso —comentó y dirigió una mirada al otro lado del ventanal.
El panorama nocturno era impresionante.
Notable, pues estábamos sólo en un decimocuarto piso.
Se me había ocurrido sugerirle que fuéramos a cenar a un lugar alto. «¿Lo alto tiene que ser el precio o el emplazamiento?», me había preguntado Mizuo. «Ambas cosas», había respondido yo riendo. Y habíamos acabado allí.
Al otro lado de la ventana estaba lleno de perlas que brillaban en la oscuridad: me sentí sobrecogida. La ristra de coches era un collar que bordeaba la noche.
—Mizuo, ¿por qué crees que se trata de Haru? —pregunté.
—Porque vosotras os llevabais bien —contestó Mizuo con naturalidad, y cortó un trozo de carne y se lo llevó a la boca.
Mi mano se detuvo un instante. Me habían entrado ganas de llorar.
—¿Qué crees tú que quiere decirme?
—Eso no lo sé.
—Ya, claro.
Volví los ojos a la comida. Quizá se tratara de algo sin importancia. O, quizá, de que las diversas imágenes del pesar que me mostraban mis días sumergidos en alcohol y a punto de caer en el siguiente estadio habían tomado, de pronto, la forma de Haru. También aquella noche llevaba vaciadas dos botellas de vino (a medias con Mizuo) y mi visión había empezado ya a emborronarse.
Si pudiera estar disfrutando —hasta que llegue la mañana y todo vuelva a empezar de nuevo— de la belleza de esta sensación que rezuma la escena nocturna que se proyecta hasta el infinito, aunque toda esa escena no sea más que un simple colorido…, entonces, de verdad que me sería indiferente este pesar que se esconde, siempre, en el corazón de las personas.
—¿Te gustaría ver a Haru ahora? —dijo Mizuo de repente.
—¿Qué estás diciendo? —pregunté con una voz un poco extraña.
Su pregunta me había sorprendido lo suficiente como para que las personas que había en el local se percataran y me echaran una ojeada rápida.
—Conozco a un hombre que puede hacer estas cosas —anunció Mizuo sonriendo.
—¡Uf! ¡Qué turbio es esto! —dije yo sonriendo a mi vez.
—¡Qué va! Es muy interesante, de verdad. Se trata de un enano. Lo conocí hace tiempo, cuando yo trabajaba en algo mucho más peligroso que lo de ahora. Este hombre consigue que hables con los muertos. Es una especie de hipnotismo, pero real.
—¿Y tú lo has hecho alguna vez? —le pregunté.
—Sí. Es que yo, una vez, maté a un hombre por equivocación.
El hecho de que Mizuo mencionara eso sin darle mayor importancia me indicó lo muy arrepentido que estaba.
—¿Fue en una pelea, o algo por el estilo?
—No, le presté un coche averiado. —Luego se desvió un poco del tema. Al parecer, no deseaba añadir nada más—. La cuestión es que me dejó muy mal sabor de boca, ¿sabes?, y se lo pedí… Nos encontramos, hablamos. No sé si sería una tomadura de pelo, pero sentí un gran alivio. Por cierto, hace un rato te lo decía en serio, lo de que Haru y tú os llevabais bien. Aquel hombre se interponía entre vosotras, seguro que por eso no acabasteis de congeniar. Ese tipo es ahora un mediocre que lleva una vida de inútil, pero en aquella época tenía su atractivo. Y las dos reaccionasteis igual, a las dos os deslumbró de la misma manera. Esto demuestra que os parecíais, ¿no crees? Al menos eso pensaba yo.
Mizuo, constaté una vez más, era frío como el agua helada, lo cual casaba con su nombre. Debía de soplar el viento. Debajo del ventanal, veía oscilar los árboles y otros objetos, que sin duda estaban inmóviles. Las luces de los coches discurrían por las calles, hundiéndose en un suave declive.
—Claro que a mí siempre me han gustado más las mujeres como tú. Chatillas, un poco torpes.
Había empleado el mismo tono que si hubiera dicho que un jarrón descascarillado también posee su atractivo, y eso a mí me gustó. A mí me gustaba su manera de decir las cosas, y es que, sí, en efecto, a mí me gustaba él.
—Pues vayamos a verle —dije—. Puede ser divertido.
—Claro —aseguró Mizuo bebiendo un sorbo de vino.
El lugar a donde me condujo Mizuo estaba en un sótano, era un bar con una simple barra, de esos que se encuentran en cualquier parte.
El hombre que se hallaba detrás de la barra era, efectivamente, un enano. Dejando aparte la desproporción de sus miembros, no producía ninguna impresión extraña. Me dirigió una mirada firme.
—¿Es tu novia? —le preguntó de repente a Mizuo.
—Sí, se llama Fumi-chan[14].
—Mucho gusto —dije con una ligera inclinación de cabeza.
—Este es mi amigo, Tanaka-kun «el Enano» —me dijo Mizuo.
Al oír estas palabras, el enano sonrió.
—Vamos, que si fuera extranjero me llamaría Smith[15] —añadió.
Lo envolvía un aire sospechoso, pero su inteligencia me hizo sentir que podía confiar en él. Abrió una pequeña puerta que había en la barra, salió y, a continuación, se dirigió a la entrada y cerró la pesada puerta con llave.
—Supongo que habréis venido a encontraros con un muerto —dijo Tanaka-kun.
—Sí. A ver si, para variar, trabajas un ratito —replicó Mizuo sonriendo.
—Últimamente no lo hago. Para eso se necesita fuerza física. Resulta caro —dijo Tanaka-kun y me miró—. ¿Cuánto tiempo hace que no os veis?
—Poco. Es una chica a quien no veo desde hace unos dos años. Luchábamos por el mismo hombre —contesté nerviosa—. ¿Podría beber algo?
—Sí, a mí también me apetece. Ponme una botella.
—Entonces esta noche reservo el bar para vosotros —dijo Tanaka-kun.
Se encaramó a una escalerilla de mano y cogió una botella de la estantería de arriba. Y con mano diestra empezó a preparar unos whiskies con agua.
—Ella, últimamente, bebe más de la cuenta —dijo Mizuo sonriendo—. Prepárale uno bien cargado.
—¡Vale!
Tanaka-kun sonrió, yo le devolví la sonrisa. Siempre lo pienso. Mizuo confía en mí y me trata como a una persona adulta. Esto me produce una seguridad extraordinaria. Tengan los años que tengan, siempre he pensado que las personas, en realidad, cambian según el modo como las tratan. Mizuo siempre ha sido muy hábil tratando a la gente. Brindamos.
—¿Y cómo es que quieres ver ahora a la mujer esa, con quien luchaste por un hombre? —dijo Tanaka-kun inclinando la cabeza.
Con la boca dormida debido a aquel whisky con agua demasiado cargado, contesté con franqueza:
—Porque, en el fondo, al parecer las dos nos caíamos bien. Por lo visto, las dos éramos medio lesbianas.
Tanaka-kun se rio a carcajadas y dijo:
—¡Qué simpática eres!
Mientras miraba distraídamente sus pequeños zapatos y la forma de sus manos diminutas, me pregunté qué le diría a Haru si pudiera verla. Pero no se me ocurría nada.
—Bueno, ¿empezamos? —propuso Tanaka-kun cuando hubimos acabado de tomar la copa.
Mizuo apenas hablaba. Seguramente debía de acordarse de cuando había estado allí la otra vez.
—¿Empezar, dices? —pregunté.
—Es fácil. No hace falta ninguna droga ni contar números. Si te estás callada con los ojos cerrados, llegarás a una habitación. Allí te entrevistarás con alguien. Pero debo advertirte algo: aunque te lo propongan, no debes atravesar jamás la puerta. Ya sabes lo que le sucedió a Mimi-nashi Hōichi[16]. Muchas personas han atravesado la puerta y no han conseguido volver. Así que, ¡ten cuidado!
Aterrada, enmudecí.
—Tranquila, mujer. Que tú eres muy capaz de controlar la situación —me dijo Mizuo, y se rio.
Yo asentí y cerré los ojos. Comprendí que Tanaka-kun había vuelto detrás de la barra. Y, en ese preciso instante, noté cómo todo mi cuerpo se helaba.
Me encontraba ya en aquella estancia.
Era una habitación extraña, muy angosta, con ventanucos de cristales esmerilados. Me senté en un viejo sofá rojo y, justo enfrente, sin mesa que mediara entre ambos, vi otro pequeño sofá de idéntica forma. Aquella estancia se parecía mucho a una de esas «casas del terror» que solía haber antes en los parques de atracciones. Aquellas salas en las que las paredes daban vueltas y, aunque tú no te movieras, ofrecían la ilusión óptica de que toda la casa estaba girando. También aquí la iluminación era oscura y yo me sentí deprimida. Había una puerta de madera.
«Sólo por tocarla, no me pasará nada», pensé, y alargué la mano hacia el pomo. Este era de un opaco color dorado, pequeño, frío al tacto. Al rodearlo con la palma de la mano, me transmitió una especie de vibración. Podría decirse que allí detrás había algo, una estancia silenciosa en el centro de una energía frenética que se retorcía en remolinos, o el ojo de un tifón, o un espacio sagrado a salvo del diablo, y que la puerta lo contenía. Todo mi cuerpo fue presa de una terrible agitación y comprendí que yo tenía un miedo instintivo al mundo que se hallaba detrás de aquella puerta.
Y comprendí a la perfección por qué algunas personas sentían deseos de abrirla. Y que, con toda probabilidad, Mizuo se había contado entre estas. Y que muchísimas personas habían salido de allí, perdiéndose para siempre…
¡Claro!
Me aparté de la puerta y volví a sentarme en el sofá. Ahora tenía la cabeza muy clara. Golpeé el suelo de madera con los pies, toqué la rugosa pared de color beis. Parecían muy reales. En aquella habitación reinaba una sensación opresiva, falta de naturalidad, como en la sala de espera desierta de una estación rural.
Y entonces sucedió.
La puerta se abrió de golpe y Haru entró, como si se deslizara, en la habitación.
Me sorprendí tanto que fui incapaz de articular palabra. Por un instante, vislumbré a sus espaldas una superficie uniforme de un pesado color gris y oí unos rugidos similares a los de una tormenta. Estos me asustaron mil veces más que la aparición de Haru, a quien, de hecho, esperaba.
—¡Cuánto tiempo sin vernos! —dijo Haru, y tensó los labios esbozando una pálida sonrisa.
Sentí miedo al pensar que aquella sonrisa podía verse succionada, de un momento a otro, por el pavoroso cuadro gris del otro lado de la habitación.
—¡Qué bien que hayamos podido vernos otra vez! —dije. Ahora mis palabras brotaban con fluidez—. Me alegro de que hayas comprendido que quería verte. Y es que a mí, en realidad, tú me gustabas mucho, ¿sabes? Y aquellos días estuvieron llenos de una tensión muy especial, y fueron muy divertidos. Y era porque tú estabas conmigo. Tú significabas mucho para mí, ¿sabes? Aprendí muchas cosas a tu lado. Había muchas cosas de las que hubiera querido hablarte y es una lástima que no pudiéramos hacerlo.
Por mi parte, no fui completamente sincera. Aquello era una especie de confesión. Como si le gritara mi amor a un barco que se estaba perdiendo en la distancia.
Pero Haru hizo un movimiento afirmativo de cabeza, el cuello tan delgado como de costumbre, siempre vestida de negro.
—Yo también —dijo—. ¡Mira! Es sólo un momento. ¡Mira!
Haru se levantó. Su larga cabellera me rozó la mano. Por un instante, su pelo me hizo cosquillas.
Mientras yo me cercioraba de que aquel tacto era real, Haru entreabrió la puerta.
Me puse a la defensiva.
«Aunque te lo propongan, no debes atravesar jamás la puerta».
Haru soltó una risita, lavando con dulzura las sospechas de mi corazón.
—¡Boba! Si sólo te he dicho que mires. ¡Mira! ¡Atención! Voy a sacar la cabeza, ¿ves?
Haru introdujo la cabeza en aquel mundo gris. Al instante, pese a no hacer el menor ruido, su cabellera empezó a flamear con una energía extraordinaria, en completo desorden. Haru habló mirando hacia arriba.
—Una vez, aquel día en que hubo una tormenta como esta, estábamos las dos juntas en su casa, ¿no lo recuerdas? La sensación era idéntica. Yo, ¿sabes?, he atravesado esta tormenta con los ojos cerrados. Sólo para verte un instante. Por él no habría venido. Porque es algo atroz llegar hasta aquí, ¿sabes?
—También lo ha sido para mí —dije—. Pero me daba la impresión de que tenía que verte.
—Eso era porque yo te había llamado. Llevaba ya cierto tiempo rondando cerca de ti.
Aquella Haru era mucho más adulta que la Haru que yo había conocido.
—¿Y por qué? —quise saber.
—No lo sé. Quizá porque, cuando estaba contigo, no me sentía sola. Entiéndeme, no es que en otros momentos lo hubiera estado, pero, cuando pensaba en ti, me daba la sensación de que a tu lado era donde menos sola me había encontrado jamás. Y también me daba la sensación de que, aquel día de tormenta, me habría gustado besarte.
Haru hablaba con el rostro carente de expresión.
—Me hace feliz que digas eso —dije.
Me embargaba una tristeza insoportable. El gris del exterior era demasiado pesado y, mientras miraba cómo la cabellera de Haru flameaba al viento sumida en un terrible caos, comprendí, de súbito, que el pasado quedaba muy lejos. Más lejos que la muerte, más lejos aún que la distancia insalvable que hay entre una persona y otra.
—¡Haru! —la llamé.
Haru esbozó una sonrisa, se atusó los cabellos, apoyó una mano en la puerta con gesto natural y, acto seguido, me dijo: «¡Hasta luego!». Me tocó la mano y desapareció tras la puerta. Y yo pensé en aquello. Pensé que era cierto que, ahora que lo mencionaba, aquel día de tormenta había sido el único día en que ella y yo nos habíamos hablado de aquel modo.
El batir de la puerta al cerrarse y la frialdad de las manos seguían allí, indelebles.
—¡Bienvenida! —dijo Tanaka-kun a voz en grito.
Lancé una mirada circular, insegura, y comprendí que había vuelto al bar.
—¡Oh! ¡Ha sido increíble! ¿Cuál es el truco? —dije.
—¡Vaya grosería! ¡Pero si todo ha sido real! —exclamó Tanaka-kun un poco ofendido.
—Es que este tipo es como un baku[17], ¿sabes? Un devorador de pesadillas, eso es lo que es —explicó Mizuo.
—Pues sí, justo. Has dado en el clavo —aseguró Tanaka-kun.
—Eso parece, en efecto. Me ha hecho muy feliz verla, ¿sabes? No sé, me siento como si me hubieran sacado una espina que tuviera clavada en el corazón.
Por unos instantes, me estuve cerciorando de que mi cuerpo y mi mente habían ido volviendo gradualmente a la realidad. Mi vista y mi respiración se habían vuelto claras, diáfanas, como si se hubiera disipado la niebla.
—Debes de sentirte como si hubieras hecho un tremendo esfuerzo físico. —Tanaka-kun depositó un vaso de agua con hielo sobre la barra, frente a mí—. Es porque acabas de volver de muy lejos.
Sí, aquel día de tormenta.
Estábamos a principios de otoño y se acercaba un tifón.
En aquella época, las relaciones entre Haru y yo habían llegado a un punto crítico y llevábamos una semana peleándonos sin cesar. Por aquel entonces, nuestro amor por él estaba a punto de acabar y las dos asistíamos impotentes a este hecho, lo que nos hacía sentir irritables e inseguras. Aquel hombre apenas aparecía por casa, pero ni siquiera eso nos importaba ya demasiado.
—Fuera hay unos truenos horrorosos —comenté.
Incapaz de volver a mi casa, no me quedaba otro remedio que hablar con Haru y acabé dirigiéndole la palabra sin pensar. Pero, inesperadamente, Haru replicó en un tono normal:
—¡Qué horror! Odio las tormentas.
Frunció el entrecejo. A mí aquella expresión de su rostro me parecía muy erótica, triste, y cuando la veía, me quedaba embelesada mirándola por un instante.
—¡Fumi-chan! ¡Ayúdame!
Brilló la cegadora luz de un relámpago y, acto seguido, se oyó retumbar un trueno, tan fuerte como si se hubiese estrellado contra algo. Era la primera vez que Haru me decía algo parecido y, cuando la miré, sorprendida, vi que me sonreía como si fuera una niña pequeña. Y lo comprendí. Que Haru también lo sabía. Que ahora que nuestro amor por aquel hombre estaba a punto de entrar en la última etapa, ella y yo pronto dejaríamos de vernos. Ella lo sabía.
—Está muy cerca —dije.
Y Haru repitió:
—¡Qué horror!
Y se apartó de la ventana, me rodeó e hizo amago de esconderse detrás de mi espalda.
«Debe de sentirse insegura por culpa de la tormenta», pensé.
—¡No me tomes el pelo! ¡Pero si tú no tienes miedo! —exclamé, incrédula, y me volví hacia ella.
—La verdad es que un poco de miedo sí que tengo —confesó Haru, y se rio.
Su risa se me contagió y me reí a mi vez. Entonces Haru dijo con la sorpresa pintándose en su rostro:
—Oye, oye. Parece que nos vamos compenetrando, vamos, aunque sólo sea un poco.
—Pues sí, tal vez —asentí.
La habitación parecía replegada sobre sí misma, y el retumbar de los truenos nos llegaba, una vez tras otra, desde la distancia. La atmósfera era densa y compacta, podía pensarse que incluso el aliento contenido estropeaba la perfección de aquel pequeño mundo. Algo precioso brillaba allí, en silencio. Enseguida llegaría a su fin. Se marchitaría, desaparecería. Y nosotros nos separaríamos. Esta certeza era lo único que volvía, una y otra vez.
—Supongo que él estará bien.
El perfil de Haru, iluminado por los destellos de los relámpagos, se veía pequeño y hermoso.
—Esperemos que sí.
Por eso quería que llegara la paz. Permanecer las dos en silencio, tranquilas.
—¿Crees que lleva paraguas?
—Lloviendo así, de poco le va a servir. Espero que no le caiga un rayo encima.
—Le cuadra, ¿verdad?, morir de esta forma.
—Espero que vuelva pronto.
—Ay, sí.
Estábamos sentadas la una al lado de la otra, apoyadas en la pared, abrazándonos las rodillas. Fue la primera y la última vez que hablamos así. El rugido de la lluvia interrumpía sin cesar nuestros pensamientos. Daba la sensación de que habíamos estado siempre así, la una junto a la otra, amigablemente, en aquella habitación. Que sólo habíamos fingido que nos llevábamos mal.
—Suena como si lloviera a mares, ¿verdad?
—Sí, hacía tiempo que no llovía tanto.
—¿Dónde debe de estar?
—¡Y qué más da! Mientras esté bien…
—Debe de estarlo.
—Sí, seguro que sí.
Haru, con su delgado mentón apoyado sobre las rodillas, asintió con un enérgico y elegante movimiento de cabeza.
Ya casi amanecía cuando Mizuo y yo salimos del bar de Tanaka-kun. Mientras caminábamos, le pregunté:
—Oye, ¿cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Pues casi dos horas. Mientras te esperaba, no he parado de beber y ahora estoy más borracho que una cuba. —La voz de Mizuo resonaba con fuerza en el callejón, donde no había ni un alma.
—¿Ah, sí? ¿Tanto tiempo? —me sorprendí.
Porque sólo había estado unos instantes junto a Haru. Pese a ello, sentía un gran alivio. La luz de la luna y las estrellas era brillante, y nítida, como no la había visto en años, y parecía que acabaran de lavarlas. Sólo el hecho de estar caminando ya me hacía feliz y, sin darme cuenta, apreté el paso. Haru, la melodía celestial, el médium enano, Haru…
—¡Y qué más da! Si te encuentras mejor… —dijo Mizuo y, de repente, me rodeó los hombros con un brazo—. Y ahora no pienses más.
Asentí en silencio.
¿Había sido fruto de la casualidad que empezara a beber tanto por las noches?
¿Se debía a que Haru se encontraba entonces, siempre, cerca de mí?
Aquella hermosa melodía, ¿era una llamada de Haru?
¿Adónde había ido yo hacía un rato?
¿Quién era aquel enano? ¿Cómo podía hacer aquello?
¿Era aquella, realmente, la Haru muerta?
¿O había sido una pura sugestión de mi mente?
Entonces, Haru se ha ido y yo me he quedado.
Más allá de todos los enigmas, la agradable brisa nocturna dragaba mi corazón.
—No sé por qué, pero me da la sensación de que a partir de mañana beberé menos. O quizás exagere… Pero no, lo creo de verdad.
—Seguro que ha llegado el momento —dijo Mizuo, y se rio.
Para él, ¿todo son «momentos»? Yo, estar conmigo…
Su extrema dulzura, ¿no será producto de su extrema frialdad?
No sé lo que me deparará el futuro. Y si, encima, lo amo todavía más, ¿no acabaré volviéndome transparente?
¿Qué será de nosotros en la nueva vida que empezaremos juntos?
Sin embargo…
Tenía la sensación de que la sonrisa de Mizuo me atravesaba el corazón, exactamente igual que esa noche hermosa y fría. No importaba que esa noche que estábamos pasando juntos —y también todo lo demás— acabase; me parecía que la noche y todo lo demás brillaban en la palma de mi mano con todo su valor. Como cuando estaba con Haru.
En cualquier caso, estaba segura de que no volvería a escuchar aquella melodía. Tan bella que me hacía estremecer. Lo comprendí. Y eso era lo único que me causaba una gran tristeza.
Aquella sensación de seguridad, aquella dulzura, aquella desesperación, aquella ternura… Cada vez que mire el verdor de los árboles del jardín iluminados por la luz de la calle, recordaré fugazmente aquella suave melodía y la perseguiré olfateando su aroma.
Y llegará un momento en que apenas la recordaré y, al final, la olvidaré.
Lo comprendí mientras caminaba junto a Mizuo, con su brazo alrededor de mis hombros.