En esta novela, sutil y luminosa, Hernán Rivera
Letelier hace un rescate del café como lugar emblemático de la literatura.
«Le dicen el escritor de epitafios, pero en verdad
es un ángel. Un ángel de café. Y como tal lleva una apacible vida bajo el toldo
de su café preferido, apacible hasta la tarde en que ve pasar a la niña gótica
que le ha de trastocar la existencia para siempre; una niña bella y delicada
como sus guantes negros, de encaje, sin dedos».
Los
ángeles con alas no existen, explica el escritor de epitafios, de tenerlas,
dice, necesitarían una musculatura colosal y no poseerían ni la gracia ni la
levedad con que se les pinta. Los ángeles, para él, son seres humanos
transfigurados y se reconocen porque son irresponsables como pájaros, lúcidos
como estrellas, adoradores de nubes y cazadores de crepúsculos. El ángel de
esta historia (apodado el escritor de epitafios) pasa sus días en el café
mirando pasar la gente y las nubes, hasta que aparece la niña gótica, un ángel
felino, que habla de la noche y de la muerte, y comienza su caída.
UN ángel se insinúa en cuanto
aparece alguien que dice estar enamorado de la muerte.
ALFONSO CALDERÓN
Ángeles de una sola línea
1
HE aquí que algo estremece de
súbito al Escritor de Epitafios, un soplo de aire o de luz, algo apenas
perceptible, apenas terrenal, pasa a través de su cuerpo haciéndolo sentir
liviano, ingrávido, etéreo (si tuviera que explicárselo a un gentil, diría que
es como si de pronto sus zapatos soltaran amarras), y ahí, en la mesa del café,
circundado de conversaciones prosaicas, mientras su té se enfría
irremediablemente, es invadido por una sensación que vuelve sus huesos
fosforescentes, que le convierte el mundo en un calidoscopio alucinante (como
si los ojos se le facetaran, le diría al gentil, se le hicieran giratorios y
vieran hacia todos lados a la vez, como los insectos). El universo resplandece
ante él con una intensidad nueva, cada objeto cobra una importancia cósmica —un
grano de azúcar es una montaña nevada y el azucarero de metal sobre la mesa, un
astro con luz propia—, y en la cotidiana luz de mediodía, transfigurado de
asombro, la eternidad se le manifiesta real y terriblemente bella. Una mujer se
acerca y le pregunta si puede sentarse. La estaba esperando, dice él,
atolondrado, y de inmediato se sorprende de lo que ha dicho. Ella comienza a
hablar; él, espiritualizado, la contempla en silencio, piensa que esa mujer
tiene un aura como de flor azul. Sus ojos marchitos denotan largas noches de
llanto. Tras un rato de conversación intrascendente, la oye contar la gran
congoja de su espíritu. Vean con qué consagración él la escucha, la atiende, la
considera; luego, de modo natural, sin rituales ni ceremonias —los ángeles
saben que los ritos no hacen sino impedir los milagros—, le habla con palabras
simples como guijarros pulidos, que para la mujer devienen en revelación
divina. Tras unos minutos, se despide: «Usted es un ángel», le dice, y se aleja
bajo el azogue reverberante del mediodía. Él se queda observándola por sobre el
marco de sus bifocales; su estela ya no es la de una flor triste, ahora ella
sabe que a través de las lágrimas se puede ver mejor a Dios. Lentamente
entonces retorna a su circunstancia: vuelve a ser hombre, parroquiano del café,
escritor de epitafios (el grano de azúcar deja de ser montaña y el astro con
luz propia, que llameaba sobre la mesa, vuelve a ser azucarero de metal). Bebe
un sorbo de su infusión, se acomoda los lentes, respira hondo. Nadie se ha
percatado del prodigio. Nadie se ha dado cuenta de su transfiguración. Con la
simplicidad de gestos que lo caracteriza, se toma una aspirina y torna a su
libretita de apuntes. La única evidencia de su fugaz estado de gracia es un
leve halo de azoramiento iluminando su cara y, debajo de la mesa, sus zapatos
desatados.
2
LE dicen el Escritor de Epitafios, pero en verdad es un ángel. Un
ángel de café. Y como tal lleva una apacible vida bajo el toldo de su café
preferido, apacible hasta la tarde en que ve pasar a la niña gótica que le ha
de trastocar la existencia para siempre; una niña bella y delicada como sus
guantes negros, de encaje, sin dedos.
Con su libreta de apuntes
dispuesta sobre la mesa, sus lentes bifocales a media nariz y su tacita de té
enfriándose —infusión que Alejandra, la mesera que lo atiende, le prepara en cuanto
lo ve llegar (el tinte color violín y medio terrón de azúcar)—, el Escritor de
Epitafios se pasa la mayor parte del día en la terraza del café del Centro, en
el centro de la ciudad. A veces solo, a veces en compañía de sus amigos, los
artistas.
Sentado invariablemente en el
mismo sitio y siempre en la misma postura —un brazo acodado en la mesa y la
mano sosteniendo la barbilla—, se le puede ver sumergido en la composición de
sus textos angélicos, o concentrado en sus arcanas reflexiones. O simplemente
observando el ir y venir de la gente con una unción sacramental, mientras toma
nota y bebe de su té con la parsimonia de un condenado a la eternidad. Uno de
sus axiomas recurrentes es que las personas, como los cometas, van dejando una
estela a su paso: estelas luminosas, estelas oscuras, estelas leves como velos,
recargadas como colas de pavo real. Estelas que nacen desde la expresión del
rostro de cada uno.
«El rostro de uno es el rastro
de uno», termina musitando con su voz pedregosa. Luego, agrega que el verso
pertenece a Jaime Cevallos, un poeta iquiqueño y traslúcido, y que el muy ángel
tuvo que haberlo escrito en una mesa de café.
Cuando, sorprendido en alguno
de sus momentos de reflexión —el codo apoyado en la mesa, la mano sosteniendo
la barbilla—, se le pregunta en qué está pensando, el Escritor de Epitafios
—con sarcasmo de creyente o piedad de incrédulo— responde que en el misterio
insondable de la existencia o no existencia de Dios. Para luego añadir, en un
ligero dejo contemplativo, que ambas alternativas le parecen igual de
sorprendentes y maravillosas.
Ante el reclamo irónico de sus
amigos, los artistas, de que un ángel no tiene derecho a dudar de la existencia
divina, él responde parsimonioso que los ángeles también dudan, queridos
feligreses. Ellos, igual que los humanos, tampoco han visto nunca a su Creador
cara a cara. Desde el último escalafón de la jerarquía celestial al que
pertenecen —después de serafines, querubines, potestades, principados,
virtudes, dominaciones, tronos y arcángeles—, lo único que les queda es la fe,
el menoscabado recurso de la fe. Tan igual como a los pobrecitos mortales.
«De ahí que solo se sabe de
ángeles caídos», dice con un leve rictus de abatimiento en el rostro, «nunca de
algún espécimen de las jerarquías superiores».
3
EN las tertulias del café con sus amigos, los artistas —el Pintor de
Desnudos, el Escultor de Locomotoras, el Fotógrafo de Cerros, el Actor de
Teatro Infantil y la Poetisa Erótica—, a veces alguien aledaño a la mesa mete
su cuchara para comentar que es la primera vez que sabe de un ángel que escribe
epitafios. Él deja su libretita de apuntes sobre la mesa, si es que la tiene en
la mano, bebe un sorbo de su té ya frío y, con sus lentes a media asta, retruca
con desaliento que en verdad el señor está equivocado, que la señorita o señora
está equivocada, él es todo lo contrario: apenas un indigente escritor de
epitafios que a veces las oficia de ángel.
De ángel sin alas, por
supuesto.
Para esa clase de oyentes
neófitos esto debe quedar claro desde el comienzo: los ángeles con alas no
existen. Si precisaran de alas, pontifica con natural parsimonia —nunca con
tono ni gravedad de científico—, requerirían también de colosales músculos para
moverlas, y estos a su vez entrañarían un esternón de ave monstruosa, entonces
sus figuras perderían la gracia y la levedad con que aparecen en los cuadros
medievales; además, como más allá de la atmósfera no hay aire, las alas se les
harían inservibles. De modo que si ángeles y demonios no precisaban de estas
extremidades avícolas para volar —los ángeles, alas de paloma; los demonios, de
murciélago—, el hombre tampoco las necesitaba. Si vivían pegados a la tierra no
era por falta de alas, sino únicamente por sobrepeso de equipaje: mucha pompa,
exceso de gravedad, abundancia de protocolo, demasiada conciencia de sí mismos.
«Mucha prosopopeya, amigo
mío».
A menudo, el Escritor de
Epitafios recuerda que de niño todo lo que volaba le era ángel: hojas de
diarios elevadas por el viento, bolsas de plástico, motas de algodón; todo le
era angélico, menos aquellas representaciones moldeadas en yeso que veía en
nichos y altares de iglesias; figuras palmípedas, amazacotadas, sin vuelo,
inexpresivas como las propias caras mofletudas de los curas.
«Más importante que el pájaro
es el vuelo», dice.
De ahí que, parafraseando a
Orígenes, el exegeta de Alejandría —cuando dijo que todo estaba lleno de
ángeles—, para él todo el aire es ángel. O, mejor aún, todo el cielo es el Gran
Ángel. Y cuando este ángel tutelar quiere entregar un mensaje, mitigar un
sufrimiento, interceder en una catástrofe, o simplemente ofrecer compañía,
alcanza con su hálito a un humano y lo transfigura en mensajero celestial. Pero
no a cualquier mortal. No, señor. Solo algunos privilegiados son dignos de ser
tocados por la gracia. Aunque las características de los elegidos no son nada
del otro mundo, sino más bien simples y sencillas. O por lo menos así lo
parecen. Y se larga a enumerarlas:
1. Irresponsables como los pájaros.
2. Lúcidos como las estrellas.
3. Idos como una flor.
4. Adoradores de nubes.
5. Cazadores de crepúsculos.
6. Atolondrados con el sexo
opuesto.
Además de lentos y despeinados, estos ejemplares prefieren el ocio al negocio, se pueden llevar días completos en la mesa de un café mirando pasar a la gente, o tarareando canciones pasadas de moda. Ellos van por el mundo acompasando la estridencia de la vida moderna y recordándonos el lento y primordial ritmo humano.
Otra de sus características,
dice el Escritor de Epitafios, es que buscan pasar inadvertidos como la luna en
el día. Y tienen pudor hasta de decir su nombre. Solo lo dan si es
estrictamente necesario. Nunca serán como aquellos que mandan a imprimir sus
nombres completos en primorosas tarjetitas ribeteadas en oro y van por la vida
sembrándolas alegremente.
«Ah, y jamás se toman en
serio. Los ángeles pueden volar, amigos míos, porque se toman con liviandad».
«Ergo, un ángel no sirve como
pisapapeles», le retruca irónico el Pintor de Desnudos.
Él no le hace caso y termina
diciendo que además de todo lo enumerado, estos especímenes suelen ir por los
sueños de las niñas en bicicleta y contra el tránsito (como le contó una vez
una niña que soñó con él).
«En definitiva», dice bebiendo
de su ecuménica tacita de té, «un ángel se ve igual que una persona normal,
solo que más intensamente».
4
LA primera vez que el Escritor de Epitafios vio a la niña gótica fue
por los primeros días de febrero, en un caluroso atardecer de cielos rojos.
Con su libreta de apuntes
abierta sobre la mesa, su taza de té en la mano y sus lentes bifocales a media
nariz, le estaba diciendo a sus amigos que desde la mesa de un café los ángeles
miran a la gente con la misma unción con que la gente vería pasar una bandada
de ángeles en Domingo de Ramos, cuando vio a la niña cruzar entre la
muchedumbre.
Era un lento velero oscuro.
Bella, pálida, ataviada de
negro, íngrima en la aglomeración, la niña gótica caminaba con una especie de
languidez altiva. Llevaba guantes de encaje, sin dedos, medias de redecillas,
bototos de caña alta y, a modo de mochila, un bolsón colegial de los antiguos.
Fue una visión que no duró más de diez segundos (el paseo bullía de gente),
tiempo suficiente, sin embargo, para que apreciara su extraña belleza y tomara
nota mentalmente de su visión.
«Es un ángel eclipsado»,
escribió en su libreta donde guarda sus «apuntes angélicos».
Además de leer, meditar, ver
pasar gente, el Escritor de Epitafios se entretiene en el café escribiendo
textos sobre ángeles, esto desde que comenzó a ser tocado por el Gran Ángel.
Sus amigos, los artistas, apóstatas incrédulos, lo estiman y admiran
sinceramente; por lo mismo, lo oyen con benevolencia, como se oiría a un cuerdo
de remate en la sobremesa de un asilo de locos.
El sexteto que conforman es
variopinto. Y más bien non sancto. El
Pintor de Desnudos, joven, alto, de melena al estilo del romanticismo, es un
donjuán impenitente, que tiene por costumbre fornicar con todas sus modelos.
Aparte de caballetes, paletas y telas, todo el mobiliario de su taller —una
casa de madera no muy lejos del café— consiste en un destartalado sillón de
cuero, ahíto de lamparones de óleo, acrílico, acuarela y otras manchas, si no
tan artísticas, más humanas. El sillón es famoso entre los amigos. Ellos
también usufructúan de él. Cada uno, excepto el Escritor de Epitafios, tiene
una copia feliz de la llave de su atelier, como lo llama la Poetisa Erótica.
Al Fotógrafo de Cerros, hosco
como los mismos cerros, le falta un ojo, cuestión que, según alega con una
convicción envidiable, no le es ningún infortunio; al contrario, le facilita en
gran medida su trabajo. Le dicen como le dicen porque su primera exposición
consistió en una veintena de cerros costinos que en conjunto formaban una
prehistórica manada de elefantes tornasolados. La gracia era que había retratado
el mismo cerro desde distintos ángulos, a distintas horas del día, con
distintas tonalidades de luz. Como corresponsal fotográfico de un diario
capitalino, su chaleco lleno de bolsillos y cremalleras lo lleva todo el tiempo
repleto de la parafernalia de su trabajo. Además de sudar como caballo de paco,
según lo joroban los amigos, se la pasa todo el tiempo acomodándose el parche
con que cubre la cuenca de su ojo izquierdo.
El Actor de Teatro Infantil,
el más joven del grupo, es un individuo con cuerpo de niño, afilados rasgos de
cuye y una sonrisita vitrificada en sus labios pálidos. En el café, además de
tomar solo leche pura, le encanta jugar a que el mantel de la mesa es su
vestido. «Si se raspa a un actor», lo suele joder el Pintor de Desnudos, «debajo
aparecerá inexorablemente una actriz». Él no dice nada, solo se lo queda
mirando con sus ojos blandos, saltones, eternamente humedecidos.
El Escultor de Locomotoras, un
arquitecto recién recibido, es el único casado. Aunque nunca nadie ha visto a
su mujer. Su gran obra es una gigantesca escultura hecha con piezas en desuso
de antiguas locomotoras a carbón, erigida en el patio central de la estación
del ferrocarril Antofagasta-Bolivia. De ahí su apodo. Además, tiene el pelo
duro y un gesto férreo en su rostro moreno. «Este tiene hasta cara de
locomotora», dicen los demás. Es el más adicto al café. «¡Un café doble!»,
truena con sorna, luego de que el Actor de Teatro Infantil pide su vasito de
leche pura, tibia y sin azúcar. Después repite a quien quiera oírlo, que el
café ideal, según un proverbio turco, debe ser negro como el diablo, caliente
como el infierno y suave como el amor.
La única mujer, y musa del
grupo, es la Poetisa Erótica, una cuarentona delgada y pequeña, de melena rubia
teñida, que, además de cursi y sentimental, es ninfómana —es un secreto a voces
que sus vibraciones vaginales han alcanzado a casi todo el grupo—. Amantísima
de las bellas letras, se pasa la vida pendiente de festivales y concursos de
poesía regionales, nacionales e internacionales, a los que envía sus poemarios
sicalípticos con una perseverancia de náufraga lanzando al mar sus botellas de
auxilio. El Actor de Teatro Infantil la ha apodado la Absoluta; y no porque sea
partidaria del absolutismo como posición política o religiosa, sino porque sus
réplicas a cualquier clase de observación o comentario son dos, siempre las
mismas: «absolutamente» o «en lo absoluto».
El
Escritor de Epitafios, como además de ser el más viejo es el más viajado
—«Gracia o desgracia del exilio», dice lacónico—, se ha pasado media vida
sentado en terrazas de cafés, en distintas partes del mundo. «Viendo pasar la
gente y las nubes». En sus escasos momentos de locuacidad asegura enfático que
la gente de estela más brillante es la de Orbietto, un bello pueblito medieval
de Italia, fortificado en lo alto de una colina. Y que sin lugar a dudas las
nubes más luminosas y más bellamente cinceladas las ha visto en el cielo de
París. Cada vez que en la mesa hace esta última aseveración —un trazo de
nostalgia ablandándole la cara—, sus amigos ya saben lo que viene enseguida. Y
lo que viene enseguida es el recuerdo remoto de una tarde en París, cuando en
la terraza de un café de Montparnasse, un intempestivo chubasco hizo que la más
hermosa de las parisinas, estilando sensualmente su vestido delgadísimo,
llegara corriendo a guarecerse bajo el pequeño toldo de su mesa. Aunque no
cruzaron palabras, el Escritor de Epitafios dice que nunca supo quién embelesó
más a quién: si ella al sonreírle como a su ángel salvador, o él al quedársela
mirando como una fugaz aparición de gracia.
5
EN sus exiguos momentos de expansión, el Escritor de Epitafios suele
predicar que nadie pierde el tiempo en una mesa de café. Menos los ángeles. Y
que esto es desde siempre, desde la inauguración de los primeros cafés de
Europa, allá por el siglo diecisiete. Y aquí, indefectiblemente, comienza a
disertar sobre la importancia de los cafés para el mundo angélico.
Con sus lentes a media nariz,
saboreando su infusión de té, dice que en principio los ángeles eran asiduos a
las bulliciosas tabernas de comidas, pero que estas eran demasiado mundanas
para sus intenciones creativas y propósitos filosóficos. De modo que en cuanto
se inauguró el primer café en París, todos, en bandada, se mudaron sin pensarlo
dos veces. Asegura que en las pinturas de cafés del siglo diecinueve y
principios del siglo veinte, aparecen las figuras de varios de estos ángeles
—generalmente en segundo plano—, pero que ni los mismos artistas supieron nunca
que habían retratado a uno. Corrientemente, estos ángeles eran poetas, actores,
pintores, filósofos, arquitectos, bataclanas o cantantes de ópera. Que los
críticos de arte, dice, en especial los de literatura, no figuran en esta
jerarquía. Nunca han figurado.
Que el más saudoso y solitario
de los ángeles de café que ha existido —tan solitario que tuvo que inventarse
una serie de heterónimos para sentirse en compañía— es el poeta Fernando
Pessoa, a quien en la terraza del café A Brasileira, en Lisboa, le hicieron una
escultura en hierro que lo representa sentado en la misma mesa que solía usar
para escribir y ver pasar la gente.
Aquí, el Escritor de Epitafios
gusta de hacer un paréntesis y contar —más todavía si hay alguien nuevo en la
mesa— que Fernando Pessoa, igual que él, pasó su vida en habitaciones de
alquiler, y que para subsistir hacía traducciones comerciales en oficinas
portuarias. Después agrega que Pessoa no era el único ángel con un empleo
desangelado; que Franz Kafka, por ejemplo, se ganaba el pan en el Instituto de Seguros
contra Accidentes de Trabajo de Praga; que Paul Valéry las oficiaba de empleado
municipal, y que Constantino Kavafis era funcionario del Ministerio de Obras
Públicas en Egipto.
Tras quedarse un rato viendo
pasar la gente (solazándose en el tobillo delicadísimo de una muchacha,
adornado con una fina cadena de oro), bebe un sorbo de té y prosigue diciendo
que para los ángeles el café es el sitio social y democrático por antonomasia,
que allí cada cual va a hacer lo suyo. Acto seguido se lanza con un heterogéneo
listado de artistas ángeles y lo que cada uno de ellos iba a hacer a su café
favorito: Ezra Poud iba a jugar al ajedrez; Jacques Prévert, a leer sus poemas;
Apollinaire, a crear revistas; Maiakovski, a fomentar revoluciones; Tzara, a
lanzar manifiestos; César Vallejo, a velar un pan con dos cerillas; André
Breton, a decretar excomuniones, y Burroughs, a fumarse un porro.
«Sin embargo», termina con
ironía, «ángeles hay en la viña del Señor que van al café simplemente a tomarse
un café, como cualquier animal humano».
Para rematar la charla, el
Escritor de Epitafios gusta de contar un sueño soñado en los tiempos más duros
de su exilio. Mientras dormía en un estacionamiento de autos de ya no se
acuerda qué ciudad alemana, soñó que estaba en un café de Praga. Era una
lluviosa tarde sepia. En una mesa adyacente, también solo, veía a Franz Kafka,
lo reconocía por su aire de ratón entrampado. En un instante, el autor de La metamorfosis giraba su cabeza hacia
él y pronunciaba unas palabras. No obstante el tiempo transcurrido, el Escritor
de Epitafios aún espera el milagro de recordar, aunque no más sea una sola de
esas palabras que en el sueño le fueron espesas y luminosas como cucarachas
ardiendo.
6
LA segunda vez que el Escritor de Epitafios ve a la niña gótica es
un populoso viernes de ventolera, y también ocurre en horas de la tarde.
El cielo sobre el mar, como en
cada verano, se ve atosigado de una gradación de rojos, ocres y bermellones. Es
una puesta de sol que invita al lirismo. Y aunque desde el café solo se puede
observar un retazo de ese lienzo, los amigos, exaltados de poesía, se largan a
perpetrar comparaciones y metáforas. El Fotógrafo de Cerros dice que el
magnífico crepúsculo ante sus ojos es como el flash en colores de la Canon de
Dios. La Poetisa Erótica declama que, obscenos de tonalidades imposibles, esos
arreboles son el incendio de una catedral cósmica. El Escultor de Locomotoras,
que odia todo lo eclesiástico, masculla que tiene razón la Poetisa clitolírica;
pero dado esos fastuosos tonos púrpuras, se trataría de una catedral ardiendo
con obispos y cardenales dentro, cada uno ataviado con sus más ricos paramentos
litúrgicos.
En el momento en que el
Escritor de Epitafios, con su taza de té en la mano, está comparando la puesta
de sol con un dinamitazo de luz, se le aparece la oscura silueta de la niña
gótica en un ángulo de su vista. De la misma forma que un cuervo agrega belleza
a un vuelo de garzas blancas —como ha leído en un haikú—, siente que el
pincelazo negro de la niña embellece aún más el luminoso cuadro de la tarde.
La niña no viene sola. Aparece
junto a otros integrantes de la tribu gótica, varones y mujeres tan jóvenes y
extravagantes como ella. Con sus terciopelos y holanes fuera de época, las
niñas exteriorizan un aspecto romántico, muy similar al estilo renacentista.
Ellos, en cambio, con indumentarias de cuero, muñequeras y cinturones
remachados y mucha púa y cadenas colgantes, son una apología de la violencia.
Además, uno, el más fiero entre ellos, ostenta una especie de guante-manopla en
su mano derecha. Sus fachas inspiran recelo entre los transeúntes.
El grupo se detiene frente al
café a oír a un músico con aspecto de hindú. Volado y sin zapatos, recostado
junto a su tarrito de los óbolos, el artista callejero hace sonar un
instrumento parecido al laúd o al banyo, pero mucho más grande y como con
veinte cuerdas.
«Se llama sitär», dice el
Escritor de Epitafios, y agrega que fue en Europa donde vio por primera vez
aquel instrumento.
Mientras la música, delicada y
brillante, impregna el aire como de filudos cristales helados, el Escultor de
Locomotoras, sin quitar la vista de los jóvenes vestidos de negro, se larga a
discurrir didácticamente sobre la historia del movimiento gótico, tema del que
hacía poco había leído un artículo en una revista alternativa.
Dice que el tal movimiento
proviene de la caída de las utopías de paz y amor de la fallida revolución de
los sesenta. Y que lo mismo que el hippismo llegó por estos lados cuando en San
Francisco ya había sido oleado, velado y sepultado, la corriente gótica,
iniciada en la década de los ochenta en Inglaterra, en un club nocturno llamado
La Cueva del Murciélago, está recién prendiendo en esta parte del mundo. Que
todavía se ven muy pocos adeptos, y los pocos que se atreven a mostrarse en
público, como ahora mismo lo están comprobando, llaman ostensiblemente la
atención de la gente.
El Escritor de Epitafios se ha
desentendido por completo de sus amigos y se solaza viendo más de cerca a su niña gótica, observándola más tiempo
y con mayor detención. Ella es más alta y más bella que sus amigas.
Tras un rato de oír al músico,
los varones del grupo algo dicen a las niñas y luego siguen su camino. Ellas se
quedan. Sus fachas oscuras y silenciosas, su palidez extrema y su expresión de
almas en pena, contrastan fuertemente con las risas y los colores de la ropa de
verano de los transeúntes. De cerca, las niñas ya no parecen tan románticas
como se apreciaban de lejos. Además de su ropaje oscuro y sus bototos de caña
alta, y sus anacrónicos bolsones de colegio que usan de mochila, las tres
llevan ojeras, labios y uñas pintados de negro, piercings en los labios, en las narices, en los párpados, y la
mitad de la cara tatuada de extraños arabescos.
«Parecen los negativos de tres
albinas vestidas de primera comunión», dice el Fotógrafo de Cerros, continuando
con el juego de imágenes.
«Tienen el enigma de la noche
absoluta», recita grave la Poetisa Erótica.
El Escultor de Locomotoras las
mira sin decir nada. Acuciado por sus amigos, gruñe que le gustaría compararlas
con tres locomotoras antiguas, de esas negras, de fierro, pero sus apariencias
frágiles y sigilosas se lo impiden. Al final, por decir algo, dice que las
niñas le parecen tres penachos de humo negro.
«De locomotoras de carbón, por
supuesto».
Las niñas no hablan entre
ellas. A la vera del ruedo de gente, ostentan un aire de languidez rayano en lo
morboso. Sin embargo, la que atrae al Escritor de Epitafios destaca por su
porte y por la elegancia de sus movimientos. Es alta y delgada, tiene ojos
claros —casi transparentes—, y se ve que le dificulta sobremanera adquirir esa
lasitud de paloma enferma que despliegan sus amigas. Aparte de sus guantes
negros, de encaje, sin dedos, que a él le parecen de una sensualidad exquisita,
cada gesto de su cuerpo exhala un erotismo que por inconsciente resulta
doblemente inquietante. Él piensa que ella tiene más de gata que de paloma.
«Ella es un ángel felino»,
dice para sí.
7
COMO si de pronto hubiese descubierto que en lo sombrío subyace lo
bello, desde esa tarde el Escritor de Epitafios comienza a loar el delicado
aire de zombi de la niña, su juvenil aspecto de muerta en vida, sus atavíos de
luto delirante. En el café, ante sus amigos, los artistas, con su té
enfriándose y su libreta de apuntes cerrada sobre la mesa, no hace más que
hablar de ella y de sus preciosos guantes negros, de encaje, sin dedos.
El Fotógrafo de Cerros,
acusándolo con el brillo de su solo ojo, le recuerda, en tono de sermón
católico, que no se olvide que él es un señor de más de cincuenta años —su edad
exacta es uno de los enigmas del Escritor de Epitafios— y que la niña apenas
andará por los dieciséis.
Él bebe un sorbo de su taza y,
tras quedarse un rato escudriñando el paso de las nubes por sobre el marco de
sus bifocales, dice que todo ángel tiene más de cincuenta.
«Y dieciséis es la edad de las
hadas», acota entusiasmado el Actor de Teatro Infantil, riendo su ratonil
risita de dientes afilados.
«Además, si uno no es un
yogur, la fecha de nacimiento importa muy poco», dice con aire cínico el Pintor
de Desnudos.
Mirándolo de reojo, como
echándole en cara lo prosaico de lo que acaba de decir, la Poetisa Erótica
ordena su melena en un sensual gesto instintivo y susurra en tono declamatorio:
«Al final uno tiene la edad
del ser que ama».
El Escultor de Locomotoras,
siempre ensimismado, hace un esfuerzo y sentencia que para un hombre viejo,
igual que para un tren, es mejor gastarse que enmohecerse. El Escritor de
Epitafios acepta el calificativo de viejo y dice con desgano que el hombre se
da cuenta de su vejez cuando el esqueleto comienza a apurarlo pateándole el
trasero, haciéndole recordar que siempre ha estado ahí, al fondo de todo, como
símbolo irreversible de la muerte. Y el suyo ya ha comenzado a darle pataditas
hace rato. Pero que si a estas alturas de su vida aún es un ángel solitario,
sin pareja, no es por viejo, o porque le estén fallando las glándulas, no,
señor, es simplemente porque no ha hallado a la mujer indicada. Una que vuele.
Si no saben volar no le sirven, dice. Y esta muchacha se ve de lejos que vuela.
«Ella vuela, muchachos»,
remata jubiloso.
Ante la mirada de fiscal de
sus amigos, los artistas, el Escritor de Epitafios levanta un índice
admonitorio y los llama al orden: que no se equivoquen los malpensados, que lo
que la niña le inspira es solo erotismo, puro erotismo, y ellos deberían saber
que al erotismo le basta con la imaginación y algo de fantasía. En cambio, la
sexualidad es otra cosa; la sexualidad, como el teatro, requiere de un par de
actores y una mínima parafernalia. Además, él hace rato que lleva una vida de
asceta, con abstinencia absoluta.
Aquí, el Actor de Teatro
Infantil, jugando como siempre con el mantel de la mesa —simulando que es su
pollera—, salta presto para decir, mirando de reojo a la Poetisa Erótica, que
él sabe de alguien que lo puede curar de eso en un abrir y cerrar de ojos. El
Escritor de Epitafios, sin darse por aludido, apenas saboreando otro sorbo de
su té frío, dice que ya lo ha dicho el gran Victor Hugo: «Así como Dios es la
plenitud del cielo, el amor es la plenitud del hombre». Pero él ha huido
siempre del amor como de una peste.
La Poetisa Erótica, mirándolo
extasiada y queriendo subrayar lo del amor, mete su cucharita romántica para
decir que Victor Hugo tiene razón, absolutamente, pues el amor redime del
hastío y del cansancio de la vida.
«El poder del amor nos hace
oír colores, ver música y saborear formas», dice embriagada de lirismo.
«Eso es una enfermedad y se
llama sinestesia», interviene irónico el Fotógrafo de Cerros.
El Pintor de Desnudos deja su
cigarrillo en el cenicero, se echa complacientemente hacia atrás en la silla y
le espeta sarcástico que lo mejor es que le haga caso al Escultor de
Locomotoras: que en vez de dejarse oxidar como un viejo tren a carbón, comience
a desgastarse. «Ustedes, los nacidos en mitad del siglo veinte, no tienen de
qué lamentarse», dice. «Al contrario, deberían agradecer todos los días de su
vida al dios de la moda y al dios de la ciencia. Pues justo cuando los de su
generación entraban a la pubertad y, por consiguiente, al vicio del placer
solitario, la Mary Quant les inventó ese atuendo maravilloso que es la
minifalda, y las piernas al aire de las muchachas en las calles fue el más
lúbrico estímulo que los onanistas llegaron jamás a imaginar. A cartón seguido,
cuando comenzaban recién a tirar, a follar, a mojar el pincel, como decía mi
abuelo, llegó la revolución de las flores con su bacanal de amor libre, y, de
yapa, la excomulgada pastillita anticonceptiva, de modo que los lindos pudieron
dedicarse a fornicar a lo loco y sin ningún miramiento. Y ahora, para rematar
el cuadro, cuando ya comienzan a ponerse viejos y cada vez se les hace más
difícil vencer la fuerza de gravedad, a los muy hijos de los arcángeles les
inventan la pastillita azul».
«¡Eso es lo que se llama nacer
con una estrella en la frente!», remata eufórico el Escultor de Locomotoras.
El Escritor de Epitafios,
evitando sonreír, abre su astrosa libretita de apuntes y simula sumergirse en
ella. La Poetisa Erótica le pone una mano en la rodilla y, con el alacrán de
sus ojos verdes pataleando lascivamente —hace rato que le tiene ganas—, para
rematar la discusión le dice que no hay que temerle al amor, amigo mío. En lo
absoluto.
«Muchas veces se sufre más con
los pensamientos que con los sentimientos», sentencia con los ojos en blanco.
8
LA tercera vez que el Escritor de Epitafios ve a la niña gótica, le
resulta un desconcierto mayúsculo. Jamás hubiera imaginado que ocurriría lo que
ocurrió.
Ni cómo ocurrió.
Es una tediosa tarde de sábado,
de esas grises como barcos de guerra, y, sin previo aviso, sigilosa como la
noche cerniéndose sobre la ciudad, la niña aparece a su lado en la mesa del
café. Él se halla absorto en la corrección de un texto cuando la adolescente
surge de la nada, como los fantasmas.
El texto trata de un ángel
vendedor de números de lotería que entra al café y se encamina directo hacia la
mesa donde una mujer joven ríe con sus amigas. Al ofrecerle un número a la
muchacha, esta le pregunta si le trae la suerte. «Más que eso, mi dama»,
responde el ángel, «lo que le traigo es la felicidad». La mujer escoge un
boleto y el ángel respira aliviado. Justo en ese momento aparece la casera que
vende los boletos en ese café, en sus manos lleva el número que esa semana
ganará el premio mayor y que la joven le rechaza amablemente, pues recién
nomás, señora linda, acabo de comprar uno. El ángel, en la puerta, sonríe
satisfecho. Su misión está cumplida: ella es una muchacha buena que no ha
venido a este mundo a sufrir los inconvenientes de tener mucho dinero.
Esta vez la niña gótica viene
enfundada en un vestido largo, de terciopelo negro, mangas englobadas y ribetes
de color púrpura, que le da un inquietante toque medieval. Además de un rosario
rojo que le sangra en el pecho, lleva una ristra de piercings en sus párpados negros, uno en la nariz, tres en cada
labio —labios negros— y el más grande en la lengua. Su cara luce una palidez de
cadáver de teatro.
Sin embargo, por entre el
tizne de sus párpados de muerta, la mirada de sus ojos claros asoma profunda y
bella. Lo mismo que las líneas y el vigor de su cuerpo adolescente emergen
innegables por debajo de su ropaje y sus ornamentos réprobos. Además de su
belleza crepuscular, la niña posee una sensualidad que se le escapa a raudales
en cada uno de sus gestos.
«¿Usted es el señor
escritor?», la oye preguntar ceremoniosa.
Él responde con un leve
movimiento de cabeza, mientras piensa que su voz es dueña también de un hermoso
tono oscuro.
Con toda la lentitud del
mundo, sin sentarse, ella se quita su bolsón mochila, lo apoya en una silla,
desabrocha las dos hebillas de bronce, saca de su interior una hoja de cuaderno
doblada en forma de cruz y se la pasa. Y mientras con la misma parsimonia
comienza a repetir toda la operación a la inversa, hasta ponerse el bolso de
nuevo a la espalda, le dice lacónica:
«Es mi primer poema».
El Escritor de Epitafios, aún
estupefacto, sin dejar de observarla, espera pacientemente a que termine su
afán con el bolso. Luego, le ofrece asiento. Tras dudarlo un segundo, la niña
gótica se sienta. Lo hace levemente, en la punta de la silla. Mientras él
despliega el origami hecho en una hoja de cuaderno universitario, cuadriculado,
no puede dejar de mirar de soslayo sus delicados guantes negros, de encaje, sin
dedos. Parece capturado por su hechizo. Desde las demás mesas, los parroquianos
los observan sin ningún escrúpulo. Después de estirar el papel sobre la mesa,
el Escritor de Epitafios se acomoda sus lentes bifocales, carraspea por
costumbre, y lee en voz baja solo para él y para ella:
Véndame los ojos
amo la noche
mi corazón es negro
empújame hacia la noche
todo es falso
sufro
el mundo siente la muerte
los pájaros vuelan los ojos desorbitados
eres sombrío como un cielo negro.
Al terminar la lectura, sin decir nada, con la misma parsimonia de la niña, se da a la tarea de plegar de nuevo el papel siguiendo una a una las marcas de los dobleces, y se lo devuelve. Luego, bebe un sorbo de su taza de té y se la queda mirando en silencio.
«¿Qué le parece?», pregunta
ella, adelantando un poco la cabeza en una leve señal de interés.
«Magistral», dice él.
Y sin quitar los ojos de sus
ojos claros, agrega:
«Siempre me ha gustado cómo
escribe Georges Bataille».
La niña no hace ningún gesto.
Solo se pone de pie y se acomoda el bolsón a la espalda.
«Era solo para saber si
sabía», murmura con un dejo de altivez.
«Cualquier tarde le traigo uno
mío».
Y se va.
El Escritor de Epitafios queda
encantado con su atrevimiento.
9
HE ahí al Escritor de
Epitafios yendo a la plaza a lustrarse los zapatos. En la calle su figura de
ángel desgarbado es inconfundible. Véanlo caminar bajo el sol con sus bluyines
desteñidos, su impertérrita chaqueta de cuero negra y su libreta de apuntes
bajo el brazo. Sus deslavadas camisas psicodélicas son el más claro vestigio de
su época de hippie. En verdad, él es un ángel anacrónico, irredento, atrapado
para siempre en la década de la revolución de las flores. El anciano
lustrabotas, rodeado de betunes y anilinas, lo saluda respetuosamente preguntándole
por su salud. Al responderle él que su salud va bien, que muchas gracias, el
viejo añade su consabido: «Eso es lo mejor, amigo mío, lo demás es de yapa». El
Escritor de Epitafios suele decir que este anciano con rostro de boxeador
jubilado —pelo duro, cejas caídas y nariz quebrada—, que aún peina un marchito
jopo a lo James Dean, le ha enseñado una lección de humanidad indesmentible:
cuando se le pregunta a alguien por su salud, lo mínimo por hacer es esperar a
oír su respuesta. A veces él sospecha que este viejo, con su mirada huidiza y
la piel de sus manos manchada con todos los colores de calzado que en el mundo
existen, también las oficia de ángel, un ángel que se anuncia con olor a pasta
de zapatos. Es que él lo sabe: no todo el tiempo los ángeles se anuncian por
medio de un resplandor divino, también pueden hacerlo de manera coloquial y
cotidiana: con un aroma de cocoa, por ejemplo, con una canción pasada de moda o
con el fanal amarillo de una ampolleta de cuarenta watts saliendo de una ventana
en una noche de intemperie. Tampoco hay que esperar a que el ángel posea
botticellianas facciones de doncel asexuado: perfectamente puede aparecer con
un rostro viejo y deslucido —como el del anciano lustrabotas—, pero esplendente
de una humanidad piadosa y conciliadora. Además, el mensaje no siempre viene
cargado de sabiduría, a veces solo consiste en regalar un instante de silencio
u oír con genuina atención lo que la persona visitada tiene que decir. Incluso
más: no siempre el ángel tutelar transfigura a alguien para entregar un mensaje
o mitigar un sufrimiento o interceder en una catástrofe; también puede que haya
amanecido de buen humor y quiera tocar a alguien solo porque sí, gratuitamente,
como de pasada, de la misma forma que a veces en la calle se le toca la cabeza
a un niño de cara sucia, o se palmotea el lomo a un perro de color barquillo. O
como cuando se deja caer la única moneda en el tarro de un pordiosero solo
porque su ladeada gorra de almirante resulta graciosa. Y esto puede suceder en
cualquier momento y lugar, tal vez en el instante jubiloso en que se dobla una
esquina y la brisa le da a uno de lleno en la cara. O como le ocurre ahora
mismo al Escritor de Epitafios que, al pasar por debajo del Odeón, con sus
zapatos relucientes, es embargado por esa especie de iluminación súbita
—prodigio, milagro, sospecha de inmortalidad, aliento de salvación— que algunos
llaman epifanía y que no es sino ese instante de gracia en que el mundo se
siente con sensibilidad de ángel, y todo parece nuevo y sorprendente: la simple
aldaba de una casa en demolición puede revestirse de un sentido profundo,
religioso, cósmico; y, al revés, el gran misterio del cosmos se puede volver
simple como la herrumbrosa aldaba de esa puerta que nadie ha tocado en mucho
tiempo. Todo eso en un brevísimo instante de luz.
10
LA niña gótica sigue apareciendo por el café regularmente. Los
primeros días solo por breves momentos —entregarle un poema, preguntarle por un
libro, saludarlo—; después, poco a poco, se va quedando por más tiempo. Sus
encuentros son siempre al atardecer. Ella no sale a la calle mientras en el
cielo quede una raspa de la luz cruda del día.
El crepúsculo es su señal de
salida.
De modo que él comienza a
juntarse solo en las mañanas con sus amigos, los artistas. Por las tardes,
escribiendo o corrigiendo sus textos angélicos, espera a la niña que abandona
un rato a sus compañeros de tribu para visitar el café.
Aparece en su mesa. Él nunca
la ve venir. Solo siente de pronto su silencio cubriéndolo como una sombra. Atolondrado
como un adolescente, deja entonces su tacita de té, o su libreta de apuntes, se
acomoda sus lentes y se pone de pie para saludarla. Ella, sin manifestar
ninguna clase de efusión, se sienta sin pedir nada. Ni siquiera un vaso de
agua. Al principio tampoco conversa mucho, nada más se limita a escuchar y a
responder con monosílabos. Sin embargo, le gusta que él le hable de poesía. Y
lo trata siempre de «señor escritor». Sin embargo, de a poco comienza a sacar
la voz, a pronunciar frases más largas, a exponer y discutir cosas relativas a
su «universo gótico». Pero siempre en un tonito melancólico. Casi agónico. Si
alguien cercano a la mesa parara la oreja a su charla, tendría la impresión de
que él conversa en colores y ella en blanco y negro.
Él le habla de ángeles y
pájaros.
Ella, de oscuridad y muerte.
Él le cuenta que el color
favorito de los ángeles es el amarillo Van Gogh.
Ella le confiesa su amor por
el color de la noche.
Él trata de convertirla a la
luz.
Ella, de enamorarlo de la
sombra.
Después de un tiempo, la niña
comienza a hablarle de su «poesía oscura». Le lee versos escritos en su
cuaderno cuadriculado —de tapas negras, por supuesto—. Son versos de metáforas
foscas, lúgubres, sangrientas; versos en donde la luna, «la calavera de la noche»,
es del color del hueso; endechas de estrofas de un romanticismo mortuorio, en
donde la hablante lírica siente que el miedo y la soledad son sublimes, y pide
a los poderes de la noche convertirla en la espina de la rosa, en la sangre de
la herida, en el aroma del veneno.
Sus lecturas las hace sin
levantar la vista del cuaderno, con voz opaca y tono luctuoso. Sus creaciones
las firma con el seudónimo de Lilith.
Al transcurrir de los días, el
Escritor de Epitafios siente que la presencia de la niña le es cada vez más
imprescindible. Las tardes no tienen sentido sin el influjo de su silencio, sin
el clima melancólico de su mirada, sin el revolotear de sus finos guantes
negros, de encaje, sin dedos. Aunque intuye que el vértigo de su atracción es
el de un abismo mortal, adora su voz oscura, sus gestos lentos, el aura de
misterio que la envuelve y eleva (porque ella vuela).
Él es más bien atolondrado con
el sexo opuesto, siempre lo ha sido. En verdad, la mayoría de las
características que, según predica a sus amigos, deben de tener los elegidos
para ser tocados por la gracia angélica, son suyas propias: él es irresponsable
como los pájaros, él prefiere el ocio al negocio, él es sentimental y distraído
hasta el ridículo. Pero, por sobre todo, irremediablemente atolondrado con las
mujeres.
En su relación con la niña, el
Escritor de Epitafios se siente caminando al borde de un precipicio. Y por más
que trata de convencerse de que su embeleso por ella es meramente
contemplativo, pura delectación estética, reverencia espiritual ante lo bello
—ella tiene la belleza de una mariposa negra—, su caída la ve inminente.
A su lado se siente un ángel
desvalido.
Y eso es él. Un pobre ángel
con su corazón a la intemperie, un ángel solitario, de camisas arrugadas, de
botones sueltos, de calcetines cambiados; un ángel que por las noches deja su
dentadura en un vasito de agua, y al otro día, luego de lavarla con
bicarbonato, se la ajusta al cielo de la boca con una ternura infinita. A veces
no sabe si el que despierta por las mañanas en su cama es un ángel o un
pordiosero. Parafraseando a Sartre cuando dice que los pobres solitarios son
ricos desafortunados, él dice que los hombres solitarios son ángeles que han
tenido mala suerte.
«¡Ah, si los humanos supieran
cuánto son envidiados por los ángeles!», dice a veces en el café, como hablando
solo, mientras mira pasar la gente y las nubes.
11
ENTRE los parroquianos del café, la historia del Escritor de
Epitafios discurre con una leve pátina de leyenda. De un día para otro su
figura irredenta apareció en la ciudad, después de veinticinco años de exilio.
Se dice que antes de salir del país fue torturado hasta casi la muerte, que
entre las barbaridades sufridas hubo dos simulacros de fusilamiento y uno de
castración (después de que a dos de sus compañeros de encierro los castraran de
verdad), y que lo tuvieron once días en un tambor de aceite vacío, de donde
salió completamente tullido. Después de un tiempo de sufrir todo eso y muchos
otros horrores, fingiendo locura, logró que los militares lo liberaran. Atado y
amordazado dentro de un saco de papas, fue tirado en un basural en las afueras
de la ciudad. Sin embargo, algunos de sus compañeros de encierro aseguran que
el hombre enloqueció de verdad, que fue en las mazmorras donde comenzó a creerse
ángel, y que eso atizaba aún más la saña de sus torturadores.
Los que conocen mejor su
historia cuentan que en el exilio pasó frío, sufrió hambre y miserias extremas.
Que en los inviernos de las ciudades europeas estuvo varias veces a punto de
morir congelado durmiendo en los estacionamientos de automóviles. Que en
Londres tuvo que acudir al infame recurso de vender su sangre para sobrevivir.
Que en París se llenó de piojos conviviendo con los clochards bajo los puentes del Sena. Que en Bélgica se casó y
separó en el lapso de seis meses (su mujer, una traductora dueña de un pequeño
departamento, resultó una arpía que lo trataba como a un pelele). Que en Roma
vivió un buen tiempo alimentándose de comida para perros y gatos, y que en un
país nórdico, donde el frío es eterno y la noche dura meses, tuvo dos intentos
de suicidio. Sin embargo, él nunca habla del tema.
«Mi exilio no fue dorado», es
lo más que dice.
Lo único que se sabe a ciencia
cierta es que de joven, unos meses antes del golpe de Estado, logró publicar un
libro de cuentos titulado La extrema
juventud, tomo que, por supuesto, jamás volvió a reeditarse y que solo se
halla en algunas bibliotecas de la región. Entre los estudiosos de la
literatura local se dice que el golpe truncó su «promisoria carrera en el arte
de las bellas letras». En la ciudad, con el regreso de la democracia, algunos
profesores de lenguaje que lo conocieron de aquellos tiempos comenzaron a
estudiar su libro en las aulas de los colegios. Luego, al regresar al país, un
periodista de la vieja guardia le hizo un par de reportajes que lo revistieron
de un vago aire legendario, algo que terminó convirtiéndolo, entre estudiantes
y aspirantes a literatos, en una especie de «escritor de culto», como le llaman
ahora.
Su apodo se lo colgaron sus
amigos, los artistas, una tarde en que un parroquiano del café, a quien se le
había muerto un hijo durante el sueño, le pidió que le escribiera «alguna
cosita para grabarla en la lápida». El hombre, encantado con el epitafio, echó
a correr la bulla y él comenzó a ser requerido constantemente, hasta llegar a
hacerse una pequeña fama fúnebre. Incluso hasta se dio el trabajo de estudiar e
investigar el tema.
Los primeros que escribieron
epitafios en las tumbas, dice, fueron los egipcios. No en vano era un pueblo
que veneraba a sus muertos y que se preocupaba seriamente de la vida en el Más
Allá; de ahí el trabajo de momificarlos y de construir esos formidables
monumentos fúnebres que eran las pirámides. A veces, hablando del tema, dice
con sarcasmo que eso de que «no hay muerto malo» debe venir de aquellos
tiempos, a contar por la excesiva exaltación de virtudes que se puede leer en
las tumbas de todas las épocas. «Más mentiroso que un epitafio» es una frase
acuñada por él y que suele lanzar sobre la mesa en el café.
Aunque al principio se
resistió a aceptarlo, el mote le cayó encima, explícito y fatal, como una losa
de mármol. Y lo poquísimo que cobra por epitafio, o por nota necrológica —que
también comenzaron a encargarle—, le sirve para solventar sus pequeños vicios
de animal solitario: el té, los libros y la mermelada de moras (dejó de fumar
en el exilio para no atormentar más aún su vida por falta de cigarrillos). La
pensión que recibe del gobierno como exonerado político apenas le alcanza para no
morirse de hambre. Además, exhibe otras particularidades que no pasan
inadvertidas entre la gente: no usa corbata ni reloj ni pulseras ni cadenitas
al cuello. Ninguna cosa que signifique ataduras. Nada que me ate a nada, dice.
Apenas los cordones de los zapatos. También abjura de los teléfonos móviles.
Índice en alto, pontifica que ese bicho es el más dañino de todos. Tampoco
maneja chequeras ni tarjetas de crédito.
«Simplemente aspiro a ser
libre como un pájaro».
Después, en un dejo de
melancolía, razona que su lado humano es más afortunado que su lado angélico,
pues si en algo el hombre supera al ángel, es precisamente porque aspira a la
libertad.
Y si por todas esas
extravagancias el Escritor de Epitafios es considerado un rara avis, desde su
amistad con la niña gótica esto se hizo mucho más ostensible. Cada vez se le ve
más distraído, cada vez conversa menos con sus amigos y, lo más grave, ya ni
siquiera mira pasar la gente con la unción de antes. Su simpleza de gestos mudó
en ensimismamiento.
Pareciera haber perdido vuelo.
Sentado hondamente en su mesa,
se lleva el tiempo pensando en ella, evocándola, añorándola. (Por esos días fue
que descubrió que la niña era rubia: observando la raíz de su pelo negro se dio
cuenta de que era tan dorada como negra era la raíz de la melena teñida de la
Poetisa Erótica). Su mente se desborda al imaginarla en sus dominios. La ve
despertando en lo mortuorio de su lecho, la blancura lunar de su cuerpo
arrollada en las finas sábanas negras, sus lánguidos movimientos resolviéndose
en inquietantes poses sensuales. Mientras afuera el verano arde por los cuatro
costados, en la atmósfera decadente de su cuarto la ve abrir sus párpados
sombreados, estirar una mano lánguida para encender su estéreo y quedarse
absorta en una música de sonidos desolados y vocalizaciones agónicas, pensando
deleitosamente en la muerte.
En la pared, sobre su
cabecera, imagina una cruz roja invertida. Una cruz como un avión en llamas
apuntando directo al abismo de sus sueños.
Seguramente, ella delira cada
noche con un sol negro.
12
DESDE hace un par de años, el Escritor de Epitafios vive en una
vieja pensión de jubilados, a pocas cuadras del Cementerio General, rodeado de
florerías, marmolerías y capillas funerarias. La calle se llama Covadonga y es
uno de los barrios más antiguos de la ciudad. Allí alquila una pieza de adobe,
de cielo alto, con una ventana de barrotes hacia la calle y otra lateral, más
pequeña, que da a una entrada de servicio y al muro de división con la casa de
al lado.
Es una habitación exigua, de
paredes desconchadas y poca luz. Aparte de la estantería de su biblioteca,
armada de tablones sin cepillar y ladrillos de construcción, no hay más
amoblado que un catre de fierro forjado, un viejo sofá de color ciruela, un
refrigerador y una mesa con dos sillas. La gran ventaja de la habitación —que
la hace más onerosa que las demás— es que cuenta con baño privado y una puerta
independiente a la calle.
El Escritor de Epitafios vive
solo. Su única compañía es un gato llamado Kots, palabra que en ruso significa
gato y que aprendió, por los tiempos de la Unidad Popular, de una novia que
estuvo haciendo un curso en la Unión Soviética. Mientras ella era una comunista
militante, él era un hippie acérrimo.
Aunque perfectamente el gato
podría llamarse Joaquín Sabina, dice a sus amigos, pues tiene gran parecido con
ese ángel español que para él es el mejor poeta cancioneril del mundo. Además
de parecerse en lo físico, dice, ambos son igual de farolientos y noctámbulos.
Y es que Kots es un gato de callejón, canalla, arrogante, que entra y sale a su
antojo por la ventana lateral, que él le deja siempre abierta.
Nunca, ni de niño, el Escritor
de Epitafios había tenido ninguna clase de mascotas: ni perros, ni gatos, ni
loros. Nada que respirara. Dice que es como tener esclavos. Siempre se acuerda
de cuando en quinto de preparatoria, el profesor dio la tarea de escribir una
composición sobre el perro de cada uno, y él escribió algo entre poema y prosa
que tituló «Al perro que nunca tuve», cuya última línea, a propósito de su
exilio, había resultado premonitoria: Lo
habría llamado Loa. Hubiera sido libre y elástico como el río. No amaestrado.
Jamás lo hubiera humillado enseñándole a andar en dos patas ni a saludar como
la gente. Con su luna en el cielo, su gato en el techo y su hueso en la tierra,
qué vida de perro le hubiese regalado. Un palmotear de lomo y un menear de cola
habría sido todo nuestro protocolo; un palmotear cariñoso y un menear alegre
—de vez en cuando, mordisco y coscorrón—. Después, toda la calle para sus patas
errantes. Después, toda la vida para mis patas de perro.
Con Kots se habían hecho
amigos desde la primera vez que se vieron, a una semana de haber llegado él a
la pensión. Era de noche. Él acababa de llegar del café. Hacía calor. Al abrir la
ventana lateral lo vio: el gato estaba sentado señorialmente sobre la pared
divisoria de la casa, aureolado por una magnífica luna llena. Lo que en verdad
lo maravilló fue su idéntica postura a la del gato del famoso póster del cabaré
Le Chat Noir, del francés Théophile Alexandre Steinlen (él se había traído el
afiche de París y lo tenía en la pared, sobre su vieja máquina de escribir).
Tras contemplar al animal largamente, con la unción que se contemplaría una
escultura griega, abrió una lata de sardinas y se la dejó en el marco de la
ventana.
A la fecha ya iban a ser dos
años de esta especie de adopción. Aunque en verdad todavía no está muy seguro
de quién adoptó a quién: si él a un gato hambriento y descachalandrado, o el
gato a un pobre ángel huérfano que por las noches se moría de soledad. Pero en
ambos casos se trata de una adopción sin normas, reglas ni estatutos; sin
horarios, deberes ni restricciones por ninguna de las dos partes. De otra
manera, ni él ni el gato lo hubiesen soportado. Él no iba a gastar un peso en
comprar vacunas para gato, comida para gato ni esas bandejas especiales para
deposiciones de gato. Por su parte, el gato podía estar seguro de que en ningún
caso él se iba a sentir su propietario, ni lo humillaría poniéndole collares o
cintitas. Y, por supuesto, su virilidad estaba a salvo: ni por travesura
pensaría en esterilizarlo, como se hacía con los gatos de departamento.
De ese mismo y liberal modo,
dice el Escritor de Epitafios, le gustaría tener relaciones con una
representante del sexo opuesto. Sin embargo, aún no tropezaba con la mujer de
sus sueños. Una que volara. Pues referente a las mujeres, piensa igual que el
poeta Oliverio Girondo (nombre y apellido innegablemente de gato, o de ángel de
café): le importa un pito que tengan senos de magnolia o de higos secos; le da
igual que amanezcan con un aliento afrodisíaco o de insecticida; puede
perfectamente soportar una nariz de coliflor o un cutis de lija; todo eso
siempre y cuando vuelen.
Ahora, tras conocer a Kots,
está seguro de que los gatos también vuelan. De alguna manera siente que el
enigma de los gatos es ese: su vuelo.
Y este gato es enigmático como
un asterisco.
Si existiesen ángeles gatos,
Kots sería uno de ellos, indudablemente. Y hasta se siente parecido a él en más
de un aspecto: ambos son solitarios, ambos carecen de pedigrí, ambos poseen un
insurgente espíritu libertario. Ellos dos nunca serían gregarios. Aunque tiene
que aceptar que Kots es más canalla. Mientras más lo conoce, más insurrecto y
conspirador lo encuentra.
«Los gatos y las mujeres hacen
lo que les place», le oyó decir una vez a la Poetisa Erótica, sonriendo
gatunamente.
13
DE modo que aquel atardecer de finales de marzo, cuando la niña
gótica visita por primera vez el cuchitril del Escritor de Epitafios, lo que
más llama su atención, aparte de lo estrecho de la pieza, es la figura de Kots
recortada en la ventana lateral.
Ella ama a los gatos.
¿Había leído el señor escritor
el cuento de Edgar Allan Poe sobre un gato negro?, pregunta como al desgaire mientras
va hasta la ventana y acaricia a contrapelo el lomo del animal y este, para
sorpresa del dueño de casa, se deja hacer flemáticamente.
Sí, lo había leído.
¿Sabía el señor escritor que
la aspirina era tóxica para los gatos?
No, no lo sabía. Pero sí sabía
otras cosas sobre el tema gatuno, tal vez un tanto más poéticas y, por lo
mismo, inútiles. ¿Como por ejemplo? Como por ejemplo que para el pueblo celta,
los ojos del gato representaban las puertas que conducían hacia el reino de las
hadas.
Ella, hada vestida de negro,
parece maravillarse. Pero haciendo honor a su oscuro laconismo, guarda
silencio.
Luego, él le cuenta una
anécdota que tiene que ver con epitafios y gatos. A la muerte de Tom Kitten, el
gato del presidente John Kennedy («Kitten
significa gato en árabe»), apareció publicada una nota necrológica en un diario
de Washington en la que se leía:
Contrariamente a los humanos en su posición, Kitten no escribió sus memorias ni
buscó sacar provecho de su estancia en la Casa Blanca.
Después le ofrece té.
Mientras prepara la infusión,
ella pregunta por el caballero del póster pegado junto al de Los Beatles. Es
César Vallejo, dice él, poeta, gato y ángel peruano. ¿No se lo habían enseñado
en el colegio?
No, por lo menos ella no lo
recordaba.
¿Y en qué curso iba, si se
podía saber?
La niña no parece muy
entusiasmada con el cauce que toma la conversación y, tras decir que ha
repetido el tercero medio, se dedica a revisar y a hojear algunos libros.
Después de un silencio
prolongado, la niña dice que ella es lectora de H. P. Lovecraft, de Lautréamont
y de Edgar Allan Poe. Como toda gótica que se precie, le gusta la literatura de
miedo. Lo mismo que en cine. Ella ama las películas de terror, sobre todo esas
antiguas, llenas de aullidos, telarañas y tenebrosidades.
En un tonito zumbón, él
pregunta si se refiere a esas películas, en blanco y negro, con criptas
húmedas, paisajes escarpados, castillos con heroínas encerradas y, por
supuesto, los infaltables vampiros, muertos vivientes y hombres lobos.
«Exacto», dice la niña.
«En cambio, a mí me gustan las
películas de amor», dice él, sonriendo blandamente.
La niña se fija en la
destartalada máquina de escribir y le pregunta atónita si todavía escribe con
«eso». No comprende que a estas alturas de la modernidad un escritor no tenga
un procesador de textos.
Tal vez los computadores, dice
él, puedan servir y hasta ser indispensables para hacer novelas, pero no se
precisan para escribir poemas o cuentos cortos.
«¿Ni epitafios?», pregunta
ella sin mirarlo.
«Ni epitafios».
Cuando la niña, sin ninguna
inflexión de burla o curiosidad en la voz, le pregunta por qué le llaman o se
hace llamar el Escritor de Epitafios, él dice, en el mismo tono displicente:
«Muy simple, pues, niña,
porque he escrito algunos».
«¿Y es muy difícil escribirlos?».
«Depende mucho del muerto. Si
uno lo conoce es mucho más fácil. Si es que estamos hablando de epitafios
sinceros».
«¿Entonces son más sinceros
los autoepitafios, esos que se escriben en vida?».
Él no está seguro si son más
sinceros, pero sí más entretenidos. Sin ninguna duda. Había algunos memorables
por su irreverencia.
«¿Se sabe alguno?», pregunta
ella.
Él piensa un poco y dice que
el que dejó escrito Molière es un buen ejemplo:
«Aquí yace Molière, el rey de
los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien».
O el de Groucho Marx:
«Disculpe que no me levante».
Sin embargo, en lo personal, a
él le gusta el que dejó escrito el actor que por años le prestó la voz a Bugs
Bunny, el conejo de la suerte. No podía haber escrito otra cosa:
«Eso es todo, amigos».
Después se pone a servir el
té.
Antes de sentarse a la mesa,
el Escritor de Epitafios va hasta su pequeño equipo musical, acomodado en un
rincón de la biblioteca, y pone un disco de Los Beatles. Mientras toman el té,
casi no hablan. A ninguno de los dos parece incomodarle el silencio. Él, a
ratos, colgado de la música, se la queda viendo largamente, como sorprendido de
que aquella niña esté sentada ahí, en su mesa. Ella, con sus labios y sus
párpados negros, y una figura de cuervo dibujada en la mejilla, parece mirarlo
sin verlo, como abstraída en su propio universo.
En un momento, Kots salta de
la ventana, atraviesa toda la habitación con paso perezoso —la cola alzada como
la pértiga de un funámbulo—, hasta terminar sentando en el destartalado sofá
color ciruela. Desde allí parece contemplarlos como una esfinge.
Afuera ya es de noche.
Después del té, en un momento
de la sobremesa, en medio de un silencio prolongado más de la cuenta —subrayado
por la suave melodía de Yesterday—,
sus miradas se encuentran y se quedan fijas un momento. Conturbada, ella baja
la vista. Luego, hace un mohín incomprensible y toma su bolso del espaldar de
la silla. Ya tiene que irse. «Muchas gracias por todo», musita. Cuando él le
pregunta dónde vive, se limita a decir, sin dar más señas:
«Para el lado sur».
Antes de salir, como
excusándose de su poco educada respuesta, dice que de todas maneras ahora no va
para la casa. Tiene que juntarse con sus amigos en los extramuros del
cementerio. Y desde la puerta, como acordándose de súbito, dice que debe
conseguirse urgente una tipografía gótica.
«Quiero tatuarme la palabra
miedo en la frente».
Él sonríe con desgano.
«Nosotros, en los años
sesenta, lo único que queríamos era pintarnos el signo de la paz. Además de
llevar todos los colores del arco iris en nuestra vestimenta».
Ella dice, sin inmutarse:
«En mi
caso, hasta el corazón me gustaría teñírmelo de negro».
14
DESDE aquella vez, la niña gótica comienza a visitarlo
periódicamente. En ocasiones, luego de verse en el café, se van caminando las
nueve cuadras y media que lo distancian de la pensión.
Hacen todo el trayecto en
silencio.
A veces, la niña aparece en el
cuartucho por su cuenta, a altas horas de la noche. La dueña de la pensión, una
mujer con aires de beata, a quien una malformación de la cadera la hace cojear
ostensiblemente, y que es dueña de una dislalia exasperante, no ve con buenos
ojos que una menor de edad llegue a visitar en su pieza —«y a esas horas de la
noche, por Dios santo»— a uno de sus inquilinos más tranquilos y quitados de
bulla. Sobre todo una niñita tan réproba para vestirse.
Para la matrona, toda moda que
va más allá del vestido floreado y la chalequina de lana tejida a moñitos que
ella usa, huele a satanismo.
En estas esporádicas visitas
—cada tres o cuatro días, aunque a veces se pierde por semanas enteras—, la
niña gótica se porta cada vez de manera distinta. Su estado de ánimo se puede
adivinar por la forma en que llega vestida. Cuando aparece orlada al estilo
romántico renacentista, con sus largos vestidos de holanes y terciopelos, su
ánimo es más bien leve y crepuscular. Cuando llega ataviada al estilo
vampírico, con capa roja o un abrigo negro hasta los pies, manchado de sangre
—él no sabe si es sangre de verdad— y luciendo un maquillaje de película de
terror, entonces casi no habla, se queda muy poco tiempo y todo lo que hace es
sentarse en el sofá con la vista perdida y el cigarrillo consumiéndose entre
los dedos. En cambio, cuando se aparece luciendo accesorios de aspecto
sadomasoquistas: pantalones de cuero, anillos plateados, collar de perro al
cuello —con una larga cadena que arrastra por el suelo— y heridas como de
cuchillo aún frescas en muñecas y brazos, aunque su aspecto es de una fiereza
que inspira prevención, se vuelve más efusiva e impetuosa que de costumbre.
Algunas noches —sobre todo
cuando viste estilo renacentista— llega directo a jugar con Kots. Aunque el
verbo jugar resulta exagerado, pues todo lo que hace es mirar fijamente sus
ojos de ópalo, rozarle los bigotes con la palma de las manos y acariciar su
pelaje eléctrico. Todo en el más absoluto silencio. En verdad, son escasas las
veces que la niña llega con ánimos de entablar conversación, sobre todo de
índole personal. Aunque él le ha contado algo de su vida, ella es reacia a
hablar de la suya. Lo más íntimo que una noche había dejado deslizar fue que
era hija de padres separados. Cuando la conversación roza lo personal se
incomoda y mira la hora. O se pone a hojear algún libro de los estantes. O se
apresura a sacar su cuaderno y a leerle algunos versos nuevos, versos de
factoría tenebrosa que, según le contó una vez, escribe en la penumbra de las
iglesias vacías, o acurrucada contra un nicho al interior del Cementerio
General. Aquellas veces, tras oír su lectura, él se queda viéndola por sobre
sus bifocales y, con el afán de incitarla, de sacarla de su apagada inercia, le
habla sobre el proceso creador. Le dice, por ejemplo, que mientras más
inspirado se escribe, más se necesita corregir lo escrito, pulir, cambiar,
extirpar, apretar tuercas, pues las musas, mi querida niña, no saben técnica.
Una noche, en que no se hallaba precisamente de muy buen humor, le dijo que en
arte, jovencita, habría que seguir al pie de la letra el consejo aquel de que
el último toque de una obra artística sería quemarla.
Hay veces en que la niña,
pasando por alto el saludo, sin fijarse siquiera en el gato, llega a la pieza,
abre su bolsón, saca sus discos de rock gótico y los pone en el pequeño equipo.
Luego, se sienta en el sofá de color ciruela y, fumando un cigarrillo tras
otro, se queda transportada oyendo esa música de sonidos deprimentes (mucho
peor de lo que él había imaginado) interpretada por grupos de nombres tan
sombríos como Lacrimosa o Jezebel, y cuyas letras, sin excepción, son
recurrentes obsesiones hacia la muerte, la oscuridad y la locura.
Con un libro en las manos, o
sumido en su libreta de apuntes, él oye esos sones melancólicos pensando con
nostalgia en el ritmo y en la alegría explosiva de la música de los sesenta.
¡Qué música incomparable aquella, plena de amor, pasión y adhesión a la
humanidad!
Solo en una que otra velada la
niña llega de buen ánimo. En tales ocasiones se queda hasta pasada la
medianoche y terminan encajonados en largas conversaciones, diálogos en que
cada uno trata de defender el movimiento que les ha tocado vivir.
Él aboga por la luz y los
colores. Ella, por la noche y su misterio. En un tono siempre displicente, ella
dice que los góticos buscan la luz en la oscuridad («la sombra es la luz de lo
que no se ve»), que son amantes de lo oscuro y que a la mayoría les gustaría
aislarse en su cuarto y no salir a la calle sino hasta que el mundo los olvide
por completo. Sienten pasión por lo oculto y lo sobrenatural y buscan la
belleza en lo terrible.
«Una cicatriz también tiene
belleza», repite con los ojos fijos en un punto invisible.
Que si los jóvenes de los
sesenta, dice convencida, habían hecho la revolución pensando en cambiar el
mundo, en transformar la sociedad; ellos, los góticos, no albergaban ninguna
esperanza de cambiar nada. Y no porque no quisieran, sino simplemente porque la
sociedad en que viven está muerta. Muerta y podrida hace rato. Por eso ellos
visten de negro.
«Llevamos luto por ella», dice
convencida.
Él termina mirándola en silencio.
Desde que conoció a «este ángel nocturno», jamás la ha visto sonreír. En una de
sus últimas discusiones, mientras le daba de comer a Kots, él le dijo que si
algo había aprendido con los años era que a veces en la lucha entre uno y el
mundo había que estar de parte del mundo.
Ella se paró y se fue.
15
HE ahí al Escritor de
Epitafios llegando al café y sumiéndose sin más trámites en sus textos
angélicos. Un ángel es lo menos ceremonioso que hay, repite siempre. «Un ángel
es un estado de ánimo», anotó una vez en su libretita roñosa, en cuyas páginas
manchadas de té hay retratos de ángeles de índole y ánimo muy diversos. Hay
ángeles simples como un as de oros, cuyo placer máximo es roncear cubos de
hielo y bailar solos al amanecer. Hay ángeles de una humildad tan humana, que
sus más trascendentales mensajes no han pasado nunca de «calma y buena letra,
muchacho». Hay ángeles artistas del spray que, luego de orinar a la intemperie,
miran hacia ambos lados de la noche, alzan la mano y, a la carrera, alegremente,
escriben un grafiti en la cal de la luna. Hay ángeles que trabajan en pistas de
circos pobres: hacen equilibrios en la cuerda floja, saltan aros de fuego y
comen vidrios de ampolletas; aunque naturalmente lo que mejor hacen es volar en
el trapecio («cada noche, en el instante de su vuelo, lloran»). Hay ángeles
callejeros que hacen de estatuas vivientes. Otros las ofician de mimos. Los
primeros reciben los óbolos en el estuche de sus liras célicas; si un niño deja
caer una bolita de vidrio, baten las alas en cámara lenta y una dulce brisa
inunda el paseo; si una joven pone una flor, pulsan su lira y es como si todas
las campanas del mundo sonaran al unísono; cuando un anciano deposita migas de
pan, el cielo se llena de palomas blancas; y si alguien, al ver solo ofrendas
líricas en su estuche, tiene la piedad de echarle una moneda, ellos bajan del
pedestal, guardan el arpa y dejan un cartelito: «Me fui a tomar un té». Los que
ofician de mimo, de frac y tonguito, se divierten como locos imitando el modo de
andar de los paseantes, la manera de comer helado, la forma de enojarse, todo
en un estilo que el propio Marcel Marceau envidiaría. Y cuando entre la
multitud ven venir a la anciana de sombrero lila, a quien deben resguardar ese
día, se instalan a su lado y, alegres de guiños y mohínes, la acompañan
remedando su elegante modo de fumar. Casi al llegar a la esquina la detienen un
momento, le obsequian una flor y, tras una gentil reverencia de caballero
antiguo, la dejan seguir su camino. Misión cumplida: el automóvil que venía
directamente a atropellarla acaba de pasar raudo calle abajo. Pero he aquí que
de un tiempo a esta parte, de las constelaciones de su libreta están surgiendo
ángeles cada vez más concupiscentes: ángeles de aspecto desamparado que, mimetizándose
en los azulejos de los mingitorios públicos, se masturban impúdicamente en
nombre de alguna mariposa negra; ángeles que en inhóspitas tardes de domingo,
en vez de traspasar puertas de iglesias o sinagogas, entran a salones de
apuestas hípicas, o a locales de sauna, o a otros no muy santos lugares
citadinos; ángeles lúbricos que en el balneario, desde las mesas del café Beira
Mar, contemplando el salto luminoso de las muchachas lanzándose al agua, viendo
a estas jóvenes bañistas fulgurar en su vuelo fugaz, piensan en el acrobático
copular de las libélulas en el aire y se imaginan, con dos pares de alas
transparentes, acoplándose a ellas en pleno vuelo.
16
LOS sucesos que terminan trastocando la vida del Escritor de
Epitafios se desencadenan a casi tres meses de haber conocido a la niña gótica.
Para ser más preciso, comienzan en los primeros días de abril, en pleno Domingo
de Ramos.
Mientras en las calles
céntricas se celebra la solemne procesión en recuerdo de la entrada triunfante
de Jesús en Jerusalén, la niña gótica no llega al café. Por la noche, pasadas
las doce, se aparece en la pensión.
Viene más oscura que de
costumbre.
El Escritor de Epitafios, ya a
punto de acostarse, piensa que la niña se ha ido volviendo cada vez más
nihilista, ya ni siquiera luce ese halo de romanticismo medieval que a él tanto
le atrae. Como todas las chicas goths,
cada vez quiere parecer más repulsiva y perversa, representar el tópico de lo
chocante, ser y parecer rebelde, incomprendida, postergada por la sociedad.
Luego de entrar sin saludarlo
—apenas mirándolo de reojo—, la niña se sienta en el sofá a fumar y a acariciar
a Kots, siempre a contrapelo —al gato, al parecer, le deleita restregarse en
sus bototos de caña alta—. En un instante se para y pone un disco. El grupo se
llama Silentium. De pie junto al estéreo parece transportarse por lo
melancólico de la música.
Sus ojos se ven como velados.
Después se sienta a la mesa.
Allí, tal si hubiese caído en trance, con una voz que no parece la suya, se
pone a balbucir incoherencias. Habla de comer frutas podridas, de oler flores
marchitas. «Si fuera posible, flores de cementerio», dice. De afilarse los
colmillos, de beber su propia sangre, de hacerse tatuar dos alas de murciélago
en la espalda, de irse una noche por las calles de las putas coleccionando
preservativos usados para confeccionarse con ellos un rosario.
A él le parece percibir que la
niña está bajo los efectos de alguna droga dura, y lo mejor que se le ocurre es
prepararle una taza de té.
Luego de servirle a ella en la
mesa, él, con una taza en la mano, sin platillo, se sienta en el sofá. Desde
allí se la queda contemplando como fascinado. Ella, sin reparar en su té, con
el gato en la falda, comienza a balbucir que ya tiene que irse... de verdad...
sus amigos góticos la esperan... están preparando una serie de rituales para
estos días de Semana Santa... Ahora mismo debe juntarse con ellos en el
cementerio... encaramarse por el murallón norte... por el lado donde están los
nichos de los muertos de tuberculosis... ya es hora de marcharse... De verdad.
De súbito, como alguien que
sufriera de trastorno bipolar, parece salir del trance y cambia totalmente de
ánimo y de tema. Se para de un salto, va hacia el equipo y le baja el volumen;
luego, escarba dentro de su bolso, saca su cuaderno de tapas negras, se acerca
al sofá y, de pie ante él, dice que le va a leer algo. Un poema de Georges
Bataille. Con voz pausada y una entonación lúgubre, comienza a declamar:
Eres el horror de la noche
te amo como se agoniza
eres frágil como la muerte
te amo como se delira
sabes que mi cabeza muere
eres la inmensidad del terror
eres bello como matar
Mi locura y mi miedo
tienen grandes ojos muertos
la fijeza de la fiebre
lo que mira en esos ojos
es la nada del universo
mis ojos son ciegos cielos
en mi impenetrable noche
está gritando lo imposible
todo se desploma.
Atónito y boquiabierto, él no sabe si es más bello y terrible el poema, o más bella y terrible la niña recitándolo ahí, de pie ante él, recortada por el fanal de la ampolleta que, tras su cabeza, la nimba de una halo amarillo.
Al terminar de leer le
pregunta si le gustó. Sin esperar respuesta se inclina hasta casi rozarle la
cara y se lo queda mirando con sus ojos claros, casi transparentes (en su expresión
hay una mezcla de madurez sexual e inocencia infantil que a él lo perturba
hasta el trastorno). Luego, acerca sus labios y, sin abrazarlo, sin tocarlo, lo
besa largamente en la boca.
Mientras la niña gótica lo
besa, el Escritor de Epitafios se queda estático. Más que el beso mismo, que le
sabe a metal quirúrgico (por el piercing),
es el viboreo sabio y voluptuoso de su lengua lo que lo sorprende y confunde.
Ni siquiera puede desprenderse de la taza; al contrario, tomándola con ambas
manos se aferra a ella por todos lados. «Como el mar a una isla», recuerda en
su confusión haber leído por ahí.
Cuando ella despega su boca,
retorna a sentarse a la mesa y se queda en el mismo estado crepuscular del
principio. Él, con el corazón fuera de control, se para a servirse otra taza de
té. En tanto espera a que se recaliente el agua, aún atolondrado, dice, solo
por decir algo (es como si el silencio lo acuchillara por la espalda), que si
ella sabe que en el Japón a la ceremonia del té la llaman chanoyu, y que constituye todo un ritual en el que la degustación
del matcha, como le llaman al té
verde, es interpretado como una vía hacia la purificación del alma.
No obtiene ninguna respuesta.
Aún de espaldas, intuyendo que
a ella le interesa un cuesco, sigue diciendo, solo por parecer sereno, que la
ceremonia contempla unas reglas de etiqueta y decoro que la convierten en una
experiencia llena de armonía y belleza, y que lo que se busca con ello es
llegar a un estado de absoluta tranquilidad mental.
Cuando acaba de hacer el té y
gira, ella está junto a la puerta, con su bolso a la espalda y una mano en el
picaporte. Con sus ojos de sonámbula lo mira brevemente, luego abre y se va sin
decir nada.
17
EL LUNES Santo comienza con un suceso premonitorio para el Escritor de
Epitafios. A eso del mediodía, a pocos metros de la terraza del café, un jote
cae muerto desde el cielo. Como si en pleno vuelo hubiese sido fulminado por un
ataque de muerte súbita, el ave se vino a tierra en picada y sus vísceras
quedaron regadas en las baldosas del paseo público. En su caída pasó a llevar a
una señora de crucifijo y rosario (según se supo, venía de la catedral), la que
fue trasladada a una clínica con traumatismo encéfalo craneano.
«¿No sería el propio ángel de
la guarda de la pobre mujer que enloqueció de súbito y se suicidó a lo
kamikaze?», dice sardónico el Pintor de Desnudos.
El Escritor de Epitafios —solo
se hallan los dos en el café— guarda silencio.
Aunque el episodio parece
insólito, para los antiguos residentes de la ciudad no reviste ninguna
extrañeza: estas aves han constituido un insoluble problema municipal,
arrastrado por muchos años. Sucede que los jotes siempre han señoreado en la
Plaza de Armas y sus alrededores, y parecen como afincados a perpetuidad. Se
han tomado el Reloj de los Ingleses, la cúpula del Odeón, los ramajes de los
árboles y las cornisas y entretechos de cada uno de los edificios circundantes.
Por las tardes, las torres góticas de la catedral se recortan contra el cielo
ribeteadas de estas aves profanas. Hasta la misma cruz de la torre central,
para horror de los feligreses, se transforma en una espantosa cruz de jotes,
acurrucados unos junto a otros, como viudos con frío.
Todo lo ensucian y mancillan
estas bestezuelas carroñeras. Nadie está libre de ser signado por su
inmundicia. Se ha reclamado hasta el cansancio a las autoridades municipales, y
cada autoridad, en cada uno de sus períodos edilicios, ha buscado la manera de
limpiar el centro urbano de estos pajarracos, de exterminarlos de una vez por
todas.
Pero nada ha dado resultados.
Hubo particularmente un
alcalde que hizo lo imposible por extirparlos del centro de la ciudad. Por
consejo de «expertos en la materia», compró sensores que, según le aseveraron,
emitían un ruido que solo los jotes podían oír, y que era tan intenso que los
espantaría de una vez y para siempre del lugar.
Pero no resultó.
Le dijeron que instalara palos
atravesados en las afueras de la ciudad, y que los jotes se irían solos a
instalarse en ellos, pues eran aves que gustaban de vivir encaramadas. Él mandó
construir decenas de estos palos de gallineros gigantes.
Pero no resultó.
Lo convencieron de que
revistiera de tablas con clavos las cornisas de los edificios alrededor de la
plaza, y todos los lugares en donde los jotes acostumbraban a posarse. Lo hizo.
Pero, al parecer, los bichos tenían vocación de faquires.
Y no resultó.
Al final, el alcalde se cansó
de los consejos de los peritos en el asunto y los mandó a todos a la punta del
cerro. Por iniciativa propia, y a través de todos los medios informativos
locales, ofreció un millón de pesos al ciudadano que encontrara la solución al
problema. Pero tampoco resultó. Las ideas que llegaron parecían venir todas
remitidas desde la casa de orates.
Incluso alguna vez, un 28 de
diciembre —hay personas que aún recuerdan aquello—, se anunció que un
trompetista hipnotizador, llegado de un país extranjero, había ofrecido sus
servicios gratuitos para erradicar los jotes de la plaza. Por la mañana se
instalaría en los altos del Odeón, se pondría a tocar su trompeta y, sin dejar
de soplar, se subiría a un camión abierto y se iría hacia las afueras de la
ciudad con los jotes siguiéndolo en una inmunda y silenciosa bandada oscura.
Por supuesto que no faltaron los incautos —era una broma de inocentes— que
esperaron toda la mañana a que apareciera el hipnotizador de jotes y su
trompeta de Hamelin.
Por la tarde de aquel lunes,
la niña gótica llegó al café más sombría y extraña que de costumbre. El
Escritor de Epitafios, sus bifocales a media nariz y su taza de té ya fría, la
esperaba componiendo un pequeño texto que se le había ocurrido la tarde
anterior, al ver a la Poetisa Erótica llegar con un ordenador portátil. La idea
era simple: cada vez que un poeta, en vez de un cuaderno o una servilleta de
papel, acomodaba sobre la mesa de un café un computador, los ángeles
abandonaban el local para siempre.
Cuando se acerca la mesera, la
niña no quiere pedir nada. Solo viene por un ratito. Tras un silencio que se
percibe denso, él pregunta si ocurre algo. Ella dice que es mejor que no se
junten más en el café. Algunos de sus amigos —góticos industriales— están
molestos porque la ven mucho en su compañía y no paran de molestarla.
«Esos locos son violentos»,
dice la niña, «y pueden tomar represalias en su contra».
Y para hacerle comprender
mejor la situación en que se ha involucrado, le cuenta algunas cosas sobre las
clases de góticos que existen. Las más conocidas son tres: los románticos, los
vampíricos y los industriales. Los románticos son jóvenes tranquilos y espirituales
que anhelan la soledad sobre todas las cosas, visten ropas delicadas, les gusta
la lectura y escriben poemas. Los vampíricos usan los cementerios para
practicar rituales, allí se drogan, tienen sexo y hacen pactos sangrientos;
algunos usan colmillos de ortodoncia, beben sangre, y por las noches duermen en
ataúdes; algunos se cuelgan de cabeza en los árboles, como los murciélagos. Por
último, están los industriales, estos llevan cadenas y collares con púas,
consumen drogas duras, beben alcohol a destajo y siempre están listos y
dispuestos para la acción, haya o no motivos.
«Esos son los peligrosos»,
remata. «Por eso he querido prevenirlo».
Antes de irse, la niña dice
que hará lo posible por ir a verlo esa noche a su casa. Sin embargo, no
aparece. El Escritor de Epitafios la espera con la luz encendida hasta las tres
de la mañana.
18
EL martes, la niña gótica tampoco se presenta en el café. Ni por la
noche va a su casa. El miércoles, el Escritor de Epitafios, acompañado de dos
de sus amigos —la Poetisa Erótica y el Actor de Teatro Infantil—, la espera en
el café hasta que se va el último parroquiano. La Poetisa Erótica le ha contado
cuatro tazas de té. Cuando abandona el local y se despide de sus amigos, ya es
noche cerrada. Echa a caminar por Prat hacia arriba.
La ciudad ha encendido sus
luces.
En el cielo, por detrás del
frontón de cerros como vaciados en cemento, asoma la luna de Semana Santa, más
luminosa que todos los letreros luminosos del paseo. A la altura del edificio
Caracol se extraña de no ver a los grupos de góticos que a esas horas
acostumbran a juntarse en sus afueras. Siempre que los ve reunidos con sus
abrigos oscuros, largos hasta el suelo, los compara con un concilio de curas
antiguos, esos de estoicas sotanas negras, como la que luce la escultura del
Padre Hurtado erigida una cuadra más arriba.
Como siempre lo hace, al
llegar a Matta gira hasta Bolívar y ahí sube hasta 14 de Febrero, la calle más
oscura del centro. Ese es su recorrido acostumbrado. Casi al llegar al castillo
de la esquina de Bolívar con avenida Argentina, se da cuenta de que lo vienen
siguiendo. Son dos muchachos de negro. Al llegar a la plazoleta del sector
—ocupada siempre por ebrios y pordioseros— es alcanzado por sus perseguidores.
En el mismo instante aparecen otros dos góticos cortándole el paso. Por su
aspecto y por lo que le ha dicho la niña, son de los denominados industriales,
aunque uno de ellos tiene más trazas de vampírico.
El más industrial de todos, el
que ostenta más tatuajes, púas y remaches, se le para enfrente y le pone un
puño a la altura de la cara —lleva una manopla con cinco calaveras negras en
relieve—. Con expresión dura le dice que no lo quieren ver más conversando con
la Lilith. Que deje de huevearla. Que esto es solo una advertencia. La próxima
vez va a correr sangre.
«Sabemos dónde vives, viejo
culiao».
Tras darle un empellón —que lo
hace caer de bruces sobre uno de los escaños de la plazoleta— se van calle
arriba, como rumbo al cementerio. Él no atina a hacer ni a decir nada. Aunque
entiende que cualquier cosa que hubiese dicho o hecho habría sido
contraproducente. Ellos eran cuatro, y más jóvenes y robustos que él.
Cuando llega a su habitación
se da cuenta de lo alterado que está. Tirado en el sillón, le cuesta un buen
rato relajarse, recuperar su aire circunspecto. Por una manchita de sangre en
el pantalón se descubre una peladura en la rodilla, seguramente causada al caer
sobre el escaño de cemento. Se la limpia con alcohol y se pone un parche
curita; es el primer parche que ocupa de las decenas de tiras que, por
solidaridad, le compra a un desastrado ángel que pasa vendiéndolas por el café.
Después se prepara un té.
Es pasada la medianoche cuando
la niña gótica golpea los vidrios de la ventana. Él, a punto de conciliar el
sueño, acababa de dejar sobre el velador una antología de César Vallejo releída
por enésima vez. Como acostumbra a dormir desnudo, se enrolla una toalla a la
cintura y abre.
Abre y vuelve a la cama.
La niña entra sin saludar.
Viene con el pelo y el abrigo largo llenos de tierra, y trae huellas como de
sangre seca en la frente.
Un aura enferma parece
rodearla.
En un dejo de desmayo se deja
caer en el sofá, queda con la mirada colgando de un punto en el aire, parece
una muerta en vida. Su tétrica facha la hace aparecer más tenebrosa de lo
habitual. El pelo, tijereteado atrozmente, pegado al cráneo como con engrudo, y
sus lentes de contacto de color amarillo, la vuelven un ser repelente,
andrógino.
Muchas veces, el Escritor de
Epitafios ha pensado a la niña como un ángel extraviado, «un ángel eclipsado»,
como escribió una vez en su libreta de apuntes, pero ángel al fin y al cabo.
Tal vez, un ángel primerizo, un ángel temblando como una alondra ante la
inminencia de su primer vuelo, de su primera transfiguración. Ahora, al verla
ahí, con su aspecto de muerta desenterrada, la niña le parece un ángel
nihilista buscando transgredir lo bello, infringir lo religioso, quebrantar lo
familiar.
Aquí, el Escritor de Epitafios
cae en la cuenta de que la niña jamás ha hablado de ella. Más aún: en el tiempo
que la conoce, ni siquiera le ha dicho su nombre. Está seguro de que Lilith,
como la llamó el gótico industrial, es un apodo, un seudónimo para sus poemas.
Hasta ahora, él la ha llamado, simplemente,
niña, o niña gótica. Ella, por su
parte, lo trata todo el tiempo de señor
escritor. Jamás ha llegado a tutearlo.
Mientras divaga en torno a
esto, contemplándola tendida en el sofá como un jirón de la noche, aparece la
silueta de Kots enmarcada en la ventana. Siempre llega a esas horas de sus excursiones
eróticas. Tras regodearse un rato posando en un escorzo egipcio, el felino
entra a la habitación y va directo a restregarse en los bototos de la niña.
Ella comienza a murmurar algo ininteligible. Él, desde la cama, aprovecha para
preguntarle de dónde viene.
No obtiene respuesta.
Sin embargo, no hay necesidad
de preguntar: su ropa sucia de tierra indica a todas luces que viene del
cementerio.
19
EL ESCRITOR de Epitafios nunca tuvo claro si lo que sucedió esa
noche realmente lo vivió o fue un sueño, una alucinación.
Recuerda vagamente que, desde
su cama, vio de pronto que la niña se sentaba en el sofá con el rostro
escondido entre las manos, luego giraba la cabeza hacía él, despacio, y se lo
quedaba mirando como en estado de embobamiento. Después, lentamente, sin decir
nada —parecía una zombi— se levantó y caminó hasta la silla donde había dejado
su bolsón de cuero, sacó un disco y fue hasta el equipo. Luego, volvió al
bolsón, sacó una vela, la encendió y la asentó sobre la mesa. Siempre como dormida,
se dirigió hasta el interruptor, apagó la luz, caminó de vuelta hasta el sofá y
se tendió de espaldas, con las manos sobre el pecho, como los muertos.
El disco que comenzó a sonar
era de The Cure. Él ya reconocía algunos temas e intérpretes de la música que
oía la niña. Cuando comenzaron los acordes de Prayers for Rain, que tenía una duración de más de seis minutos
—él nunca en su vida había oído una canción más triste y opresiva como esa—, la
niña pareció resucitar, se sentó de nuevo en el sofá, y de nuevo se lo quedó
mirando.
Sus ojos amarillos fulguraban
en la penumbra como los de Kots.
Pasado un rato se paró y
caminó hasta la cama. Aunque él no había dejado de contemplarla ni un minuto,
al verla ahí, de pie ante su lecho, mirándolo con sus ojos de gata, le resultó
inquietante. Con la formalidad con que se inicia un ritual sagrado, iluminada
por la luz de la vela —que daba a su silueta un aspecto fantasmagórico—, la
niña comenzó a desvestirse al compás de la enfermiza lentitud del tema que
inundaba la habitación.
La música sonaba como un
espeso suero de sones oscuros.
De un modo que inspiraba miedo
y deseo, se quitó sus guantes de encaje, negros, sin dedos, que quedaron
desinflados sobre la colcha. Luego, se quitó su abrigo largo, lleno de tierra,
y lo dejó sobre el respaldo de la cama. Desabrochó, desabotonó y desanudó su
medieval vestido de terciopelo, que fue cayendo al suelo livianamente, como un
montón se sombras.
Por un momento, dado lo
tétrico de la situación —luz de vela, música oscura, niña gótica—, la fértil
imaginación del Escritor de Epitafios lo hizo pensar que la piel de la niña iba
a aparecer cubierta por una repugnante secreción pegajosa, que sus senos
podridos caerían a pedazos y una exudación fosforescente emanaría de su
desnudez de súcubo. Pero a medida que ella se desnudaba no emergía sino la
blancura sonámbula de su piel joven. Cuando se quitó el sostén rojo, también de
encaje, sus pechos breves encandilaron la penumbra con dos ramalazos de luz
blanca. Al perder su última prenda, su desnudez fue en la habitación como la
brillante luna de Semana Santa. Él estaba deslumbrado: ella que amaba la
oscuridad, llevaba la luz por dentro; ella que adoraba la muerte, irradiaba
vida por todos los flancos.
Cuando con paso de pantera
narcotizada la niña subió a la cama y lo montó a horcajadas, su cuerpo joven
ardía de fiebre. Y no solo su aliento no exhalaba un hedor de catacumba, como
había imaginado, sino que bajo su maquillaje fúnebre, detrás de las muecas que
congestionaban su rostro, su belleza limpia, casi infantil, emergía como el
reflejo de un vuelo en una charca de agua sucia.
A caballo sobre su cuerpo, la
niña era un animalito mudo que suspiraba y gemía mientras lo besaba y lo lamía
y lo mordía con furor de posesa; su lengua, mariposa convulsa, bajaba por su
cuello, por su pecho, por su vientre, copando y desbordando todo su cuerpo; el piercing de su lengua era una picana
que le hacía retorcer de placer su corazón de ángel viejo.
El Escritor de Epitafios iba
de asombro en asombro. La niña era una verdadera valquiria, una amante que no
tenía nada que aprender de mujeres experimentadas, cuestión que terminó de
demostrar, sin lugar a dudas, cuando en un arrebato de ardor comenzó a
galoparlo sabiamente; primero a un ritmo lento, acompasado, luego a galope
tendido, frenético, desbocado, galope que a él parecía llevarlo por un páramo
poblado de mariposas negras y fuegos fatuos. Cuando en medio de su estertor, él
le preguntó extrañado que qué carajo tenía en su sexo, ella respondió entre
sollozos que era un piercing prendido
en el clítoris.
«Un Banbell circular, igual al de la lengua», dijo.
El clímax fue portentoso. Si
en su imaginación de escritor empírico se había figurado que en ese instante se
iba a sentir cayendo en un abismo de tinieblas, en un acantilado nebuloso de
vapores y pestilencias sulfúricos, se equivocó. En realidad fue como si ambos
—dos ángeles locos— se hubiesen ido en picada hacia lo alto, siempre hacia lo
alto, acoplados en un lúbrico vuelo invertido.
Después se quedaron
crucificados uno en brazos del otro, ella como una muerta joven y lasciva, él
como un viejo ángel consumido, embocado aún a la estrella encendida de su sexo.
Ambos con sus cuerpos brillantes de sudor. Pasados unos minutos se dieron
cuenta de que la música había cesado, que la llama de la vela parecía yerta y
que un silencio oscuro pesaba sobre ellos, un silencio oscuro y brillante como
carbón de piedra.
Ninguno de los dos decía nada.
Al final fue ella la que sacó
la voz. En un tono pausado, sin dramatismo, mirando hacia el cielo raso, le
preguntó que si esa noche le tuviera que escribir su epitafio, qué le
escribiría. Él, disimulando su inquietud, mirando también hacia arriba, le dijo
que aún era muy joven para andar pensando en eso.
Ella insistió.
Tras meditarlo un momento, él
dijo que sería un epitafio parecido a uno inscripto en una tumba egipcia, que
según los estudiosos del tema tendría una antigüedad cercana a los tres mil
años: Hoy la muerte está frente a mí /
como la curación frente a un enfermo, / como el salir al aire libre después de
una enfermedad. / Hoy la muerte está frente a mí, / como el perfume de la mirra.
Ella se quedó absorta
repitiendo mentalmente las palabras. Después, a cuento de nada, se puso a
contarle que sus amigos estaban preparando un ritual en el cementerio, un gran
ritual que se llevaría a cabo la noche del viernes. Cuando él quiso inquirir
más detalles, ella lo besó en la frente y, sin decir más nada, se levantó y
comenzó a vestirse con la misma languidez con que se había desnudado. Mientras
se vestía, extrajo del bolsón su teléfono móvil y pidió un radiotaxi. Solo
entonces él supo que vivía en los Jardines del Sur, el barrio de la gente más
pudiente de la ciudad.
Cuando se fue, en la cama,
sobre la colcha azul, yacían olvidados, como dos mariposas muertas, sus guantes
negros, de encaje, sin dedos.
20
EL jueves, el Escritor de Epitafios no va al café por la mañana. Se
aparece por la tarde. Y como no encuentra a ninguno de sus amigos artistas, se
pasa el tiempo bebiendo té y mirando pasar gente. No puede escribir. Lo
ocurrido la noche anterior lo tiene aún en estado de sonambulismo. No sabe qué
va a pasar ahora con su vida en relación a la niña gótica. Requiere urgente una
señal para seguir viviendo.
Sobreviviendo.
Ahora sí necesita desesperadamente
aferrarse a su taza de té, aferrarse por todos lados, como el mar a una isla.
Si en astrología existía el
arte de leer el futuro en las volutas de humo, en el vuelo de los pájaros, o en
las figuras que van conformando las nubes, al Escritor de Epitafios le da por
desentrañar su destino en el fluir de la muchedumbre. Se le ocurre que tal vez
podría predecirlo en el color de la vestimenta de la gente: si se veía mucho
verde, aún había esperanza; si campeaba el amarillo, la cosa iría mucho mejor,
pues se suponía que el amarillo era señal de alegría y buena ventura; si
aparecía el negro, bueno. Piensa en otra serie de variantes: por ejemplo, si
pasaba una monja o un cojo, el porvenir se avizoraría funesto, pues, según el
folclor, la monja y el cojo son signos de mala suerte. Lo mismo, si aparecía
una señora con sombrero de flores de fieltro. En cambio, si atinaba a pasar una
colorina, o un curco, había que alegrarse, pues cada uno de ellos era signo de
buen augurio, especialmente el curco. Al final termina riendo solo y con el
ánimo más desabollado. Él nunca ha creído en esas paparruchadas de gitanas
pobres.
En lo que sí cree es en la
premonición de los sueños. Los sueños, para él, son una especie de revelación
en clave. Y justamente la noche de ayer había tenido uno de esos sueños
presagiosos, tanto así que fue la razón de que esa mañana no se levantara para
venir al café. Él siempre estaba diciendo a sus amigos, los artistas, que
querer contar un sueño es como pretender llevar a la hoja en blanco la obra que
brilla perfecta en la mente, en el trasvasije de la cabeza a la escritura se
perdía gran parte de la magia, del misterio, del encantamiento. En el afán de
contar un sueño es lo mismo: da la impresión de que las palabras no alcanzan,
se hacen inservibles, lo ensucian. De modo que el sueño de la noche anterior
solo puede contarse de esta manera, aunque haya sido mucho más terrible:
Él era un niño, y una noche,
al irse a la cama, en un arrebato de pereza infantil le pidió a su ángel
custodio que, por favor, apagara la luz. Cuando, al instante, reparó en lo
fatal de su petición, ya era tarde: junto con apagarse la luz de la habitación,
se apagaron las luces de la casa, las luces de la calle, las luces de la
ciudad; se apagaron las luces de colores de los avisos luminosos, la luz
salvadora de los faros en los puertos; se apagó la luna, se apagó la Cruz del
Sur, se apagaron las Tres Marías, se apagaron las constelaciones todas, y el
universo entero, madre mía, se quedó sumido en la más sorda de las tinieblas.
Alejandra, la mesera que lo
atiende, lo alerta de que ya es hora de cerrar. El Escritor de Epitafios ha
estado completamente absorto en sus pensamientos. Al salir echa a caminar
lentamente calle arriba. Antes de llegar al edificio Caracol recuerda a los góticos
del día anterior y quiere cambiar de camino. Pero desiste enseguida y hace el
mismo recorrido de siempre. Unos mocosos del carajo no le van a hacer modificar
sus costumbres.
En su domicilio se halla con
una sorpresa que casi lo voltea de la impresión. Reunidos junto a la puerta de
su pieza están la casera, los arrendatarios, algunos vecinos de la cuadra y un
enjambre de niños en estado de excitación. El cuadro es macabro. En su puerta
de madera, clavado como una cruz invertida, degollado y sangrante —y lo que
resulta más horroroso, aún vivo y boqueando—, está su gato Kots.
Algunas vecinas despavoridas
le dicen haber visto a unos jóvenes vestidos de negro, con los pelos parados y
cadenas colgando por todas partes, y que seguramente ellos fueron los autores.
La dueña de la pensión,
encrespada de cólera, en una sola parrafada dislálica le dice que seguramente
la niñita de negro que acostumbra a visitarlo por las noches tiene mucho que
ver en el asunto, que la pensión es una pensión decente, que ella y su familia
son gente que profesan la fe católica y no están dispuestos a soportar esa
clase de atentados satánicos en su casa, que todos esos mocosos vestidos de
oscuro son unos maleantes adoradores del diablo, y no entiende cómo un adulto
serio como él, y además culto, se involucra con esa clase de delincuentes
juveniles, que está realmente decepcionada de su conducta, ella y los demás
inquilinos, pues en el último tiempo ha recibido varios reclamos de parte de
ellos por la clase de música que se oye en su habitación. Por lo tanto, lo
siente mucho, señor escritor, pero aunque le duela en el alma, va a tener que
pedirle que desocupe la pieza, que tiene plazo hasta fin de mes, ni un día más,
y que entienda que, más que por ella misma, lo tiene que hacer por la tranquilidad
de sus «viejitos» —así llama ella a sus arrendatarios.
Esa noche, el Escritor de
Epitafios casi no durmió. Luego de desclavar a Kots y limpiar la sangre
chorreada en la puerta —y la apozada en el suelo—, puso al animal en una bolsa
de basura y se fue a enterrarlo en el sitio baldío, cerca de la línea férrea.
Después esperó hasta altas horas de la madrugada a ver si la niña gótica se
aparecía y podía explicarle lo sucedido. Pero la niña no llegó y, al final, se
quedó dormido echado en el sofá. Unos minutos antes, mientras se preparaba una
taza de té, había llorado como un niño por la muerte de Kots, y se durmió
pensando en lo viejo que estaba; nunca imaginó verse llorando por un animal.
Y menos por un gato de
callejón.
Al día siguiente, en el café,
sus amigos, los artistas, están consternados. Aunque lo sienten por el gato, lo
que les preocupa es que su ángel amigo se haya quedado sin tener donde vivir.
Hecho que él aún no parece asimilar del todo. Había que buscarle urgente otra
pieza de alquiler. Con lo difícil que era dar con una buena pensión en la
ciudad.
El Fotógrafo de Cerros señala
que la doña de la pensión no puede ser tan mala leche, sobre todo si se declara
tan religiosa y anda con el rosario para arriba y para abajo. El Pintor de
Desnudos dice que la vieja lunanca tiene que estar celosa; que seguramente está
enamorada del Escritor de Epitafios y lo ha sorprendido en alguna escena
comprometedora con la niña gótica.
«Esas brujas siempre tienen un
agujerito por donde miran a sus arrendatarios», dice.
La Poetisa Erótica ironiza
entonces que el caballero ángel debió haber sido más cuidadoso en sus lances
con su hada negra.
«Tal vez el amor sea ciego»,
conjetura. «Pero las vecinas, en absoluto».
21
HE ahí al Escritor de
Epitafios tendido en su cama deshecha, marchita, de percudidas sábanas sin
viento; helo ahí a la deriva de sus cavilaciones, sin brújula ni Cruz del Sur
que lo guíen, sintiéndose un ángel perdido, náufrago en sus abstracciones,
escudriñando las viejas manchas en el cielo raso en busca de una señal
salvadora. En esas mismas manchas en las que alguna vez vio ángeles
arborescentes, ángeles licuados, ángeles como relámpagos de magnesio, ahora
insomne, las manos entrelazadas en la nuca, transfigurado en un desdichado
ángel psíquico, solo ve explosiones atómicas, trozos de mapamundis y
triangulares cráneos de vacas. Nada que se parezca a un ángel. Desmoralizado,
mustio, llevado por la marea de la desesperanza, le pide a la noche que le
devuelva la presencia de la niña, que le reintegre su voz de luto, sus poemas
umbríos, el vuelo de mariposa de sus finos guantes negros, de encaje, sin
dedos. Que le devuelva la luna eclipsada de sus ojos transparentes. Entonces,
embargado ya por el desaliento final, su espíritu muriendo de hipotermia, vislumbra
de pronto en la esquina izquierda del techo una figura semiangélica, algo que
emerge de una mancha redonda, como un huevo negro, una figura situada entre el
ángel y la bestia. Tras contemplarla un rato resuelve que se trata de un ángel
con complejo de cuervo, uno de esos pobrecitos ángeles que, tras mirar a los
lados con discreción, le croan tiernamente a la noche. El Escritor de Epitafios
se siente reflejado como en un espejo: él es aquel embrión de ángel croante,
pero no emergiendo de la mancha, sino devorado por ella. Así se siente esta
noche, a completa merced del abismo, arrastrado por la oscuridad, abandonado en
su cama sin rumbo, sin astrolabio ni rosa de los vientos que lo guíen a puerto
alguno. Siente sus huesos como pedernales, sus articulaciones tullidas, su
corazón anquilosado. Él, que soñó ser un ángel pura sangre, un ángel de vuelo
voltaico, un ángel Nijinsky cuyo fino esqueleto de cristal se doblara al viento
como un junco, helo ahí llorando en su cama solitaria, en su noche solitaria,
sintiéndose un ángel caído, expulsado del coro celestial, un pobre ángel
desafinado, destemplado, chirriante como la puerta oxidada de un mausoleo. Él,
que en sus momentos más sublimes llegó a sentirse un ángel Stradivarius. Ni más
ni menos.
22
LA tarde del Viernes Santo la niña tampoco apareció en el café. Por
la mañana, el Escritor de Epitafios comenta a sus amigos, los artistas, lo que
había dicho de las ceremonias que los góticos planeaban llevar a cabo en el
cementerio durante estos últimos días de Semana Santa. Les dice que esperará
hasta esta noche a ver si aparece por la pensión. Si no se presenta, mañana les
va a pedir que lo acompañen al cementerio.
Tiene un mal presentimiento.
Esa noche, en su habitación,
tendido en el sofá, no puede encontrar sosiego. Intenta releer algún libro,
prueba oír radio, mira por la ventana. Todo en vano: la inquietud lo consume.
Entretanto se toma varias tazas de té. Pasada la medianoche no puede soportar
la ansiedad y decide ir a recorrer las inmediaciones del camposanto. No sabe de
qué servirá, pero algo tiene que hacer, de lo contrario va a estallar en
pedazos.
Cuando sale a la noche, la
calle está desierta. En el cielo, la luna llena parece de ópera. No se demora
nada en llegar a la explanada del cementerio. Las puertas de la entrada
principal a esas horas, por supuesto, están cerradas. Rodea el muro del lado
norte, el sector por donde, según le ha oído decir a la niña, los góticos
ingresan al camposanto. Siente deseos de treparse y echar un vistazo al
interior. Pero no se anima. Hasta que le parece oír risas y música provenientes
del otro lado y eso lo decide. Se encarama a duras penas sobre el grueso
murallón de adobe, asoma la cabeza y escudriña un rato en la oscuridad.
No entrevé nada extraño.
La paz en el recinto es
ultraterrena.
Envalentonado por la quietud
del lugar, siente la tentación de traspasar el muro y recorrer el camposanto,
pero un perro negro, que de pronto comienza a ladrarle con furia inusitada —él
no sabe de dónde apareció—, lo hace reaccionar al desatino que significa estar
ahí solo y a esas horas de la noche. Desciende de un salto. Ya en tierra,
avergonzado de sí mismo, se sacude las manos y echa a caminar de vuelta a su
cuchitril.
Son las dos de la mañana
cuando se tiende de nuevo en el sofá. Tiene la ropa llena de tierra y las
rodillas rasmilladas. Inquieto, sin poder ni querer dormir, espera que ella en
algún momento golpee el vidrio de la ventana, como acostumbra hacer cuando
llega tarde. Se queda transpuesto. Sin saber claramente si la imagina o la
sueña, ve a la niña gótica en su casa, a la hora del crepúsculo, sin vestirse y
sin abrir todavía ninguna ventana —influenciado tal vez por la iconografía
truculenta de las películas góticas, imagina su casa umbrosa, vacía y llena de
ecos—. Después de haber merendado solo una manzana demasiado madura para
cualquier mortal y aspirado con deleite el aroma de un ramo de flores
marchitas, la ve desnuda frente al espejo empalideciendo su rostro con cremas,
pintando sus ojeras de muerta, ennegreciendo sus labios, dibujándose
terroríficos arabescos en las mejillas, incrustándose uno a uno sus piercings: en las cejas, en los
párpados, en la nariz, en los labios, en el mentón; la ve transformándose en
ese ser tenebroso que tanto le gusta representar. La ve vestirse, lenta,
acompasadamente, como en un ritual pagano; la ve ponerse su ropa interior roja,
su oscura blusa de holán, su largo vestido de bruja de cuento; la ve calzándose
sus bototos de milico y, al final, en un delicado escorzo de danza, ciñéndose esos
preciosos guantes negros, de encaje, sin dedos.
Convertida ya en una especie
de muñequita macabra, mientras el crepúsculo se carboniza en el horizonte, la
ve espiando detrás de sus cortinas de color sangre y luego salir a la calle
sigilosa —sombra en la sombra— e internarse en el reino de la noche. En los
extramuros de la necrópolis la esperan los de su tribu. Aquella es una noche de
culto a la Muerte, de adoración a la Señora de los Panteones. Atrás queda el
día, el color, la vulgaridad de la luz, del mundo regido por el sol. Ahora
reina la noche, la oscuridad, lo negro. ¡Bienvenido a los esotéricos y ciegos
círculos de lo gótico! Su sueño entonces se torna pesadilla: ve a la niña como
víctima propiciatoria de un ritual satánico, la ve sacrificada bajo la luz de
una luna podrida, desnuda sobre la losa de una tumba, degollada y sangrante,
igual que su gato Kots.
Despierta
sobresaltado y sudoroso. Su cuerpo tirita de fiebre.
23
LA mañana del Sábado Santo, sus amigos, los artistas, esperan al
Escritor de Epitafios en el café con un dato inquietante. El Fotógrafo de
Cerros, como corresponsal del diario capitalino, ha llegado con la noticia —aún
no publicada en ningún medio— de que por la noche se halló a una niña muerta al
interior del Cementerio General.
Y, al parecer, es una niña
gótica.
El Escritor de Epitafios queda
en silencio. Tratando de parecer sereno, pregunta si ya fue identificado el
cadáver. El Fotógrafo de Cerros niega con la cabeza. Según los datos que él
maneja, la policía se halla abocada en la investigación y se niega a entregar
más antecedentes.
Tras beber de un envión la
mitad de su taza de té, sin siquiera dejarlo enfriar, cosa que jamás hace, el
Escritor de Epitafios cuenta su desaforada incursión nocturna por los
alrededores del cementerio. Dice que esta noche está decidido a intentarlo de
nuevo, pero ahora pretende recorrerlo por dentro. Sin mirar a ninguno de sus
amigos, pregunta si alguno se atrevería a acompañarlo.
Todos responden
afirmativamente.
Por la tarde, al ponerse el
sol, se juntan en el café. Nadie habla mucho. Solo se fuma. El Pintor de
Desnudos cuenta algunos chascarros para alivianar la tensión reinante. Allí
están hasta que comienzan a cerrar el local. Entonces, sin rituales ni
ceremonias, sin nada que indique lo peregrino de la aventura que se aprestan a
iniciar —solo al Actor de Teatro Infantil se le ocurrió llegar premunido de una
linterna—, los amigos piden la cuenta y emprenden su expedición hacia los
recintos de la Muerte.
Son las diez de la noche.
El Cementerio General brilla
fantasmagórico bajo la luna. Inaugurado a principios del año 1874, el recinto
había sido construido en las afueras de la ciudad; sin embargo, con el
transcurso de los años, sus más de sesenta mil metros cuadrados quedaron
enquistados en el centro mismo de la urbe. Erigido a los pies de los cerros,
poco a poco los muertos fueron subiendo por los faldeos, trepando metro a metro
en lo escarpado del terreno —tal vez para quedar más cerca del cielo—, y ahora
sus territorios constan de tres niveles: plan bajo, plan medio y plan alto.
Como aún es temprano para
tomar por asalto el camposanto —se supone que los góticos comienzan sus
rituales a medianoche—, nada más llegar frente a la explanada, tras un rápido
conciliábulo, los expedicionarios deciden pasar un rato al Quita Penas, clásico
boliche instalado en las inmediaciones de todo cementerio que se precie. En
este caso, el local está ubicado estratégicamente en la esquina de 14 de
Febrero y Méndez, justo frente a la entrada principal del camposanto. Por ahí
van y vuelven todos los cortejos fúnebres. Además, insinúa histriónico el Actor
de Teatro Infantil, el ancestral temor a la Muerte no los dejaría emprender
esta aventura por sus territorios —por lo menos a él— sin antes hacerse
propicio a los dioses del Más Allá mediante la libación de unas cuantas
cervezas heladas. O de unos buenos vasos de vino tinto, acota el Pintor de
Desnudos. Menos el Escritor de Epitafios —que no ha dicho una palabra durante
el trayecto—, todos aceptan de buena gana. La Poetisa Erótica dice entusiasmada
que siempre ha soñado con entrar a uno de esos tugurios con olor a vino barato
y ebrios de sobacos rancios.
Ninguno de ellos lo conoce por
dentro.
Al traspasar el cortinaje de
huinchas de plástico, de color verde, de las mismas que se usan en las
carnicerías de barrio para protegerse de las moscas, se dan cuenta de que el
famoso Quita Penas es un bolichito más que miserable.
«La expresión de mala muerte le viene de cajón», dice por lo bajo el Escultor
de Locomotoras.
El sucucho no tiene más de
quince metros cuadrados, consta solo de tres mesas arrejuntadas y un minúsculo
mostrador a la derecha de la puerta. La pareja de cincuentones que lo atienden
parecen ser los dueños y, según el Pintor de Desnudos, tienen todas las trazas
de ser un matrimonio a la antigua, de esos a los que solo la muerte separa.
Entusiasmados por la melena
rubia de la Poetisa Erótica, los pocos borrachos que a esas horas pernoctan
aburridos estallan en aplausos al verla entrar. Luego, entre risas y tallas al
«parche de pirata» del Fotógrafo de Cerros, les hacen un lugar en la mesa del
fondo. Apretujados junto a una pequeña ventana con vista a la necrópolis, tras
pedir dos botellas de vino y brindar con los demás parroquianos, la
conversación de los amigos deriva naturalmente en los peludos temas de
ultratumba, conversación a la que los borrachos, animados por lo abiertos que
se muestran los recién llegados, se entrometen alegremente, sin ninguna clase
de escrúpulos. Uno de ellos, al que le falta una oreja y chispea saliva al
hablar, se toma traposamente la palabra y dice que él sabe la historia de un
antiguo crimen pasional. A ciencia y paciencia de los amigos, el borracho, al
que los demás llaman el Taza, se pone entonces a contar el caso del enano dueño
de una sastrería, cerca del cine Astor, que al sorprender una noche a su esposa
—una bella mujer holandesa— fornicando en el suelo del dormitorio con su
amante, no halló nada mejor que traspasarlos a ambos con la barreta con que
atrancaba la puerta. «Los dejó ensartados como un anticucho», ríe a carcajadas
el borracho. Y termina contando muy serio que los cadáveres fueron hallados
solo después de tres días, y que los bomberos de la época, al no poder extraer
la barreta chupada en sus cuerpos, al final cortaron lo que sobraba del fierro
y los sepultaron juntos, en el mismo ataúd, uno encima del otro, como en una
macabra fornicación eterna.
Después de otras narraciones
de crímenes, penadurías de ánimas y muertos enterrados vivos, el tema, como era
de esperar, desvió su cauce naturalmente hacia los epitafios. Al respecto,
luego de ser presentado por su apodo —y de ser recibido clamorosamente por los
contertulios—, el Escritor de Epitafios es obligado por sus amigos a contar
algunas de las historias que ya les ha narrado antes a ellos. Al final remata
con una anécdota sobre Alfred Hitchcock que, según acota circunspecto, corría
como un rumor cierto en el ambiente cinematográfico de Hollywood: se comentaba
que el famoso director de cine había dejado escrito un epitafio que, al morir,
nadie se atrevió a poner en su tumba:
Esto les pasa a los niños que
se portan mal.
Uno de los borrachos, el más ilustrado de todos, mesando filosóficamente su desgreñada barba colorina, dice que él ya tiene previsto, como última voluntad, que no escriban nada en su tumba. Ni siquiera su nombre.
«Porque yo y ustedes, amigos
míos», dice hipando solemnemente, «además de no ser nada, y venir de la nada,
vamos derechito a la nada».
El Escritor de Epitafios le da
su bendición y dice que es muy sabio lo que dice el amigo aquí presente, pues
los patanes que aspiran a tener un bonito epitafio son aquellos que,
acongojados por la ingratitud y el olvido de la gente, se gastan la vida
pensando en la posteridad.
Tocado del tufillo filosófico
que ya empaña la atmósfera del tugurio, el Fotógrafo de Cerros se acomoda el
parche en el ojo y dice que, a propósito de posteridad y eternidad, él conoce a
varios que hacen penitencia por alcanzar la Vida Eterna, y resulta que los
domingos por la tarde no saben qué hacer de aburrimiento.
Es pasada la medianoche cuando
los amigos salen del Quita Penas. Luego de despedirse de los parroquianos —no
sin antes dejarles pagada una botella de vino blanco, que es lo que ellos están
tomando—, continúan su expedición hacia la Ciudad de los Muertos. A instancias
del Escritor de Epitafios se van directamente hacia el extremo norte. Ya en el
lugar, iluminados por la linterna del Actor de Teatro Infantil, los varones se
encaraman a duras penas sobre el muro y luego, entre todos, alzan caballerosamente
a la mujer. Al asomarse hacia el interior y sentir el silencio de las tumbas,
la Poetisa Erótica, visiblemente pasada de copas, abre los brazos y,
transfigurada por la luz sonámbula de la luna, declama a viva voz:
«He aquí la paz absoluta».
Bajar hacia el interior les
resulta más complicado. Usando cada saliente de los nichos como escalones,
descienden pisando angelitos, despedazando vírgenes, despegando azulejos y
triturando floreros de loza. Una vez con los pies en tierra, sobrecogidos y recelosos,
muy juntos unos de otros, se internan por los silenciosos pasadizos de la
necrópolis.
La atmósfera les resulta densa
y pesada como una lápida. El corazón de cada uno se retuerce bajo el pecho como
un enterrado vivo. Ungidos por la dolorosa luna del Sábado Santo, los
expedicionarios recorren y revisan algunas de las estrechas callejuelas. Pero
es en vano. No hallan ningún vestigio de la niña. No obstante, descubren con
estupor que por la noche la Ciudad de los Muertos bulle de una oculta y
misteriosa vida; ven y oyen cosas que jamás se imaginaron que sucediera en
aquellos ámbitos de la muerte. Además de sus propias pisadas, que resuenan en
la acústica de las tumbas con un eco tétrico, oyen claramente el aterrador roer
de las ratas al interior de los ataúdes; oyen el chirriar de las puertas
mohosas de los panteones antiguos, como si alguien las abriera y cerrara como
jugando; oyen por sobre sus cabezas el arrullo fúnebre de las palomas de
mausoleo que, según la Poetisa Erótica, son buchonas de silencio y mármol, y
tienen las patas peludas de posarse sobre la muerte. Apoyados a los pies de un
angelote de cemento, al que le falta una de sus alas y que pulsa un arpa
quebrada, ven a una pareja de amantes vagabundos haciendo el amor
frenéticamente, sin siquiera amedrentarse ante su presencia. Un poco más al
centro del recinto, el corazón le da un vuelco a cada uno: una alta y
delgadísima muchacha gótica —de las llamadas vampíricas— aparece ante ellos
saltando de nicho en nicho como una macabra bailarina de ballet. Luego de la
primera impresión, logran calmarse y, alcanzándola, le preguntan si conoce a
Lilith, pero la niña está tan drogada que no entiende ni puede expresar
palabra. Entonces descubren que la joven no está sola: dos de sus amigos
góticos cuelgan de los pies desde la cornisa de un mausoleo como murciélagos
humanos. Como parecen dormir plácidamente, no se atreven a interrumpirlos por
miedo a que despierten de golpe y se rompan la cabeza en el suelo. Al seguir su
búsqueda sorprenden, dos pasajes más adentro, a una anciana de rostro afilado
como las ratas que, por las tumbas, mientras balbucea una oración
ininteligible, guarda puñados de tierra en una bolsa de plástico. «Seguramente
para hacer maleficios y trabajitos de brujería», dice la Poetisa Erótica. Sin
embargo, lo que conmueve hasta casi el llanto a los amigos es una mujer a la
que encuentran durmiendo plácidamente junto a una sepultura cuidada y adornada
con esmero. La señora, de ademanes finos, cubierta por una manta azul y con una
expresión perturbada en el rostro, les cuenta que todos los fines de semana se
viene a dormir con su hija adolescente, muerta hace poco tiempo en un accidente
automovilístico. Al preguntarle por la niña que buscan, dice que no sabe ni
quiere saber nada de los góticos. «Son unos demonios que no respetan el sueño
de los que aquí duermen», dice compungida. Los amigos la dejan sola y prosiguen
su búsqueda en el plan bajo, donde se hallan los muertos más antiguos. Allí,
junto a una vetusta sepultura construida de pino Oregón en forma de pirámide,
donde hay escritas solo tres palabras:
silencio, polvo, olvido, se detienen a descansar un rato.
Acuerdan que ya es hora de
irse.
Sentados sobre un nicho se dan
cuenta de pronto de que en esa parte es más audible el bisbiseo que han estado
oyendo resonar todo el tiempo en sus oídos, un luctuoso susurro que colma toda
la atmósfera del camposanto.
El Escritor de Epitafios dice,
circunspecto, que ese murmullo sordo es el eterno rezo de los muertos rogando a
Dios por nosotros, los pobrecitos vivos.
24
DURANTE el Domingo de Resurrección comienza a circular en la ciudad
la noticia de la niña hallada muerta al interior del Cementerio General. Aunque
la occisa aún no ha sido identificada (según los periodistas, se espera con
expectación los informes del Servicio Médico Legal), los diarios y las radios
locales dan a conocer el hecho con referencias y pormenores que rayan en lo
morboso. Se conjetura que la muchacha ha sido sacrificada en un ritual
satánico, uno de aquellos rituales con alcohol, drogas y sexo que, de un tiempo
a esta parte, se vienen llevando a cabo al interior del camposanto. Las reseñas
de la crónica roja agregan con sensacionalismo que la policía ha descubierto
que los vigilantes nocturnos del cementerio tienen tratos con los góticos, que
a cambio de botellas de vino, o de unos gramos de marihuana, o por dinero, les
ceden algunos sepulcros para que realicen sus ritos sin ningún problema. En la
investigación sale a la luz que estos cuidadores corruptos, además de estar
coaligados con estas tribus satánicas, utilizan las sepulturas para esconder a
delincuentes que huyen de la policía. Incluso —esto es lo que más impacta a la
opinión pública— se ha descubierto que mantienen algunos mausoleos dispuestos
especialmente para arrendárselos a las parejas de enamorados de las poblaciones
aledañas al camposanto. Estos mausoleos acondicionados como macabros moteles de
la muerte son arrendados por horas y cuentan con cochambrosos colchones de
espuma, pequeñas lámparas a pilas y hasta radiocasetes. Y que los fines de
semana se dan el lujo de tener licor para ofrecer a sus clientes.
El lunes por la mañana, los
diarios locales publican la identidad de la muchacha muerta. Se trata de una
joven de dieciocho años, estudiante de Psicología, oriunda de la ciudad de
Copiapó.
Pasado el mediodía, una de las
amigas de la niña gótica llega al café. Busca hablar con el Escritor de
Epitafios. Le dice que Lilith está bien. O relativamente bien. Que luego de un
intento de suicidio, su madre se la ha llevado a la capital para internarla por
un tiempo en una clínica psiquiátrica.
Él no dice nada.
Antes de irse, la niña abre su
mochila y le entrega un papel doblado en forma de cruz.
«Me dejó esto para usted».
Desde esa vez, el Escritor de
Epitafios se ve más ido que nunca. Absorto en su mesa del café, estático, da la
impresión de que su mente se le hubiese solidificado en un solo pensamiento. O
en un solo recuerdo. Después, al correr de los días, deja de hablar. O habla lo
mínimo. Todo lo que hace es escribir. Escribe de manera febril, sin alzar la
cabeza de su libreta de apuntes. Las pocas veces que habla, sus palabras suenan
ajenas, extrañas, esotéricas. Tras beber un sorbo de té helado, se queda
mirando hacia el cielo, tal si estuviese tratando de descifrar cosas tan
imposibles como la trama de la luz. Luego, se le oye decir frases insólitas,
rotundas, misteriosas, frases que a la Poetisa Erótica le encantan y anda
repitiendo a propósito de nada, como por ejemplo: «Quien ha volado mucho no
puede ver más que cruces en el horizonte».
Una mañana, tras una semana de
no emitir palabras, deja a todos pensativos cuando, después de oír las
campanadas del reloj de la plaza, se pone a hablar como para sí mismo. Dice que
el hombre que ha cumplido su misión en este mundo, es aquel que una tarde, al
contemplar su retrato de joven, ve las facciones de su hijo, y al mirarse en el
espejo por la noche atisba las facciones de su padre. Luego, agrega meditabundo
que él nunca tuvo hijos y jamás conoció a su padre.
«He ahí la triste soledad del
ángel», dictamina nostálgico.
Hasta que una nublada tarde de
junio decide no hablar más. Con sus lentes a media asta y su té enfriándose
irremediablemente, se sume para siempre en las páginas de su libreta de
apuntes. Sus últimas palabras son para justificar el voto de silencio en que ha
decidido macerarse. Dice haber llegado a la conclusión de que el lenguaje de
los ángeles es gnómico; es decir, está hecho a base de aforismos; lenguaje que
posee una inmediatez entre el pensamiento y la palabra. Bocados de oro, dice
que les llamaban en la era medieval. Y explica que el aforismo se sitúa entre
lo poético y lo filosófico, y que no son breves como parecen ser, sino todo lo
contrario: son inconmensurables; tanto, que perfectamente puede reconcentrarse
en sí mismo absorbiéndolo todo como un agujero negro.
«O explotar en un big-bang y
dar origen a una nueva galaxia de pensamientos».
«¿Y Dios?», pregunta el Actor
de Teatro Infantil, mirándolo con grave elocuencia.
«¿Y Dios qué?».
«¿Cómo habla?».
Aquí, la Poetisa Erótica se
entromete con un entusiasmo poco disimulado y, con los ojos piadosamente en
blanco, lanza una frase aprendida hace poco:
«Dios no habla, cariño, pero
todo habla de Dios. Absolutamente».
«Le estoy preguntando a él»,
dice el Actor de Teatro Infantil.
El Escritor de Epitafios toma
su taza de té con ambas manos, mira por sobre la montura de sus lentes
bifocales y, cuando parece que va a contestar, baja la mirada y se queda
contemplando absorto el interior de la taza.
Un halo de santidad parece rodearlo.
Tras un momento que parece
interminable, como rezando una oración recién aprendida, se larga una parrafada
espigada, quizás de qué texto teológico-filosófico-lingüístico, que será lo
último que sus amigos le oirán decir:
«Dios no habla. Dios es palabra
pura, tan pura que no habla. O si habla, no dice nada, porque nada hay que
decir si no habla. Su palabra no tiene significado, porque el significado lo
crea al pronunciarlo. Crea en cada fonación un objeto cuya realidad trasluce
una palabra que no llegó a decir nada, porque nada había antes de ella».
Y se queda en silencio.
Cuando una hora más tarde sus
amigos, los artistas, se retiran, él se mantiene en silencio. Todo aquel día y
los siguientes continúa guardando silencio. Nadie, nunca más, puede arrancarle
una palabra de su boca. Y se aísla en una mesa. Lo único que hace es escribir.
Da la impresión de que ha convertido su libreta de apuntes —quizás cuántas
libretas ha llenado— en una cápsula para incomunicarse con el mundo; una
cápsula con espacio propio, con tiempo propio, con clima propio.
El silencio es su escafandra.
«Un silencio absoluto», dice
la Poetisa Erótica, mirándolo tristemente desde dos mesas más allá.
Un día, alguien llegó al café
con el rumor de que vieron al Escritor de Epitafios en una tienda preguntando
por sábanas negras.
25
HE aquí la historia del Escritor de Epitafios y la niña gótica —o
del ángel de café y la niña gótica—, historia que, dirán algunos entendidos,
debió terminar en la página anterior. Pero el narrador soy yo. Y yo soy el que
soy (y no tengo necesidad de ponerlo con mayúsculas). Y porque siempre me han
gustado los finales sentimentales, cursis, folletinescos (la sal y el agua en
la historia del mundo), les estoy regalando este segundo final. Un final, por
lo demás, digno del estilo del Escritor de Epitafios:
Han pasado dos años desde los
hechos narrados —tiempo suficiente para que la niña gótica hubiese terminado
por ahí muerta de sobredosis, o internada en una clínica psiquiátrica o, ya
rehabilitada, estudiando una carrera de arte en alguna universidad—. Es verano.
El paseo Prat, como siempre, es un nervioso río de gente. Las mesas del café
del Centro están repletas. A la sombra de los toldos, los amigos artistas no se
deciden si el mediodía es un pájaro de oro o una jaula de fuego. El Fotógrafo
de Cerros, con su chaleco lleno de bolsillos y cremalleras, cargando toda la
parafernalia de fotógrafo corresponsal de diario capitalino, acaba de sentarse
a la mesa. El Escultor de Locomotoras, luego de pedir otra taza de café, se
pone a contar que una mañana el Escritor de Epitafios le dijo que el feo
edificio de la esquina se le había transfigurado de pronto en el monte Sinaí, y
que el quiosco de diarios empotrado en su frontis, llameante de revistas
satinadas, era la zarza ardiente.
«Pobrecito», dice la Poetisa
Erótica, mirando con devoción hacia la mesa más arrinconada de la terraza.
Allí, con sus lentes a media nariz y su tacita de té irremisiblemente fría (el
tinte color violín y medio terrón de azúcar), el Escritor de Epitafios está
concentrado en su ajada libretita de apuntes. Su chaqueta de cuero negra brilla
al sol como la goma caliente de una cámara de neumático.
Una paloma color de acero se
posa a sus pies.
El Pintor de Desnudos cuenta
que a él una vez le dijo algo que, ahora, cada vez que observa el vuelo de las
aves, se le viene a la memoria: que los pájaros eran los únicos seres que nunca
fueron desterrados del Paraíso, y ahí estaban, habitando el cielo como siempre
lo habitaron, desde el quinto día de la Creación.
Un chinchinero comienza su
batahola de bombo y chinchín frente al café. En esos mismos momentos, desde el
pasaje López, aparece el Cara de Muela recolectando monedas para su almuerzo.
Christian, el mesero que ahora atiende a los artistas, se les acerca a decirles
que miren hacia la mesa de su amigo.
Todos vuelven la cabeza al
unísono.
Alguien se ha parado junto al
Escritor de Epitafios, por detrás, como para sorprenderlo. Es una muchacha que
luce falda gitana, blusa estampada de florecillas naranjas y un paramento de
aretes, collares y pulseras. Aunque la joven parece como transportada de la
década de los sesenta, los amigos artistas la reconocen enseguida.
Es la niña gótica. O ex
gótica.
Sonriente, la muchacha toca la
espalda del Escritor de Epitafios. Este deja su taza de té sobre la mesa, gira
con parsimonia y alza la vista por sobre sus lentes bifocales.
Se queda perplejo.
Se acomoda los lentes. Cierra
su libreta. No sabe qué hacer con las manos.
Se siente como un ángel
averiado flotando a la deriva.
Ella
lo mira y su sonrisa se le apaga de golpe: el Escritor de Epitafios, ahí, solo,
arrinconado como un ángel huérfano, tiene los párpados, los labios y las uñas
pintados de negro. En la frente —lo que más le duele a la niña— lleva un
tatuaje escrito en letras góticas: