Los relatos de Mármara despliegan una mirada aguda,
inteligente y amable sobre los objetos, los espacios y las relaciones humanas,
tramando situaciones en las que el lector puede reconocerse de inmediato.
Fluyen con una naturalidad infrecuente y dichosa, e irradian un humor que
combina en justas proporciones la mordacidad y la compasión. Con este nuevo
libro, Inés Fernández Moreno confirma sus dotes de cuentista y encuentra su
lugar entre los grandes narradores argentinos.
'Sus cuentos tienen una inmediata vocación de
transparencia: dicen el mundo y las relaciones humanas con la levedad que
recomendaba Calvino. Uno ve a través de ellos el espectáculo cotidiano tocado
por una inteligencia amable.' Julio Ortega
I. En la periferia
Confesiones en un ascensor
ENTRÓ al ascensor justo cuando las puertas empezaban a cerrarse.
“Bienvenidos a la cabina”,
dijo una voz femenina salida vaya a saber de dónde. A falta de alternativas más
incitantes, pensó Clara, aquí tenemos el viaje en ascensor ascendido a vuelo
internacional.
El tipo que estaba adentro le
hizo un gesto de simpatía.
—Es la primera vez que voy a
una oficina en un piso tan alto —dijo ella, mientras buscaba en la botonera el
número 32. Tan alto como Groenlandia, pensó, para seguir con la pretensión del
gran viaje.
—Ni lo va a notar —respondió
él—. Estos ascensores son una flecha.
Error, pensó Clara, moviendo
apenas la cabeza. Debería haber dicho que eran “un avión”. Pero no, “flecha”
dijo, lo que sonaba bastante más primitivo.
Clara lo estudió con esas
miradas cortas y sesgadas con que se mira a la gente en un ascensor. Primitivo
no parecía, más bien empresario, o abogado, o funcionario. Con el pelo gris muy
corto y un buen perfume. Traje también impecable, sólo que a la altura de la
rodilla tenía un hilo negro, un hilo rematado en una pelusa como una araña.
Tuvo el impulso de quitársela, pero no iba a tocar a un desconocido; podía
decírselo en todo caso, pero tampoco. Que se quedara con su hilo y su pelusa.
Una pequeña venganza, aunque el tipo qué culpa tenía de que ella se hubiera
quedado sin trabajo y de que ésta fuera la primera entrevista que conseguía
después de meses y meses de páramo.
La luz de los ascensores suele
ser cruel. Así que optó por ignorar el espejo y miró más arriba, hacia el
techo, con la cara tensa y concentrada: que fuera evidente que sus pensamientos
estaban muy lejos de allí, tan lejos como para abolir aquellos segundos de
intimidad forzada. ¿Acaso un ascensor es un lugar para...?
Un sacudón detuvo su
pensamiento y el ascenso fulminante de la máquina. Se le hizo un vacío en los
oídos, las luces titilaron y bajaron de intensidad hasta dejarlos casi en
penumbras. De inmediato se oyó la voz femenina, tan animosa para dar la
bienvenida como las malas nuevas: “Cabina en emergencia, aguarde instrucciones,
por favor”.
—Ah, qué alegría —dijo él—, se
cortó la luz.
—¿Y qué hacemos ahora?
—preguntó ella, tratando de dominar el sobresalto de su corazón.
—No se preocupe, en estos
edificios todo está previsto. Deben tener su propio generador...
El hombre apretó el botón de alarma.
Esperaron en silencio, tal vez
el motor volviera a arrancar en segundos.
Pero no, estaban allí
suspendidos, inmóviles, conscientes uno del otro en un silencio húmedo al que
llegaban algunos ecos como de submarino.
—Qué pasa con el aire aquí...
—empezó a decir ella.
—La ventilación es normal,
esto no es hermético.
La voz del hombre la
tranquilizó, su aplomo. ¿Sería ingeniero?
—Claro, “parece” hermético —se
defendió ella—, es por el acero y por el tamaño, ¿cuánto tiene este ascensor?
—Aproximadamente un metro
veinte por uno cincuenta.
—Una jaula —dijo Clara, y
empezó a apretar de manera un poco estúpida todos los botones de la botonera.
—Una jaula, en el mejor de los
casos —agregó después, mientras pensaba en una ratonera, un tubo, un ataúd.
—No está tan mal, tenemos casi
dos metros de altura, o sea más de cuatro metros cúbicos de aire. Suficiente
para sobrevivir.
En ese momento una voz
estridente se hizo oír a través de la rejilla metálica junto a la botonera:
“Soy el encargado de seguridad del edificio”, dijo la voz, imponiendo con
semejante título cierta tranquilidad. Después de preguntarles cuántos eran y si
estaban bien, les aseguró que sólo había que tener paciencia y esperar a que
llegaran los bomberos. “¿Cómo se llama usted?”, lo interrumpió su compañero de
encierro. El otro le contestó que Rodríguez. “Ajá, Rodríguez”, dijo su hombre,
como si entonces sí lo tuviera bien agarrado, y a continuación empezó a pedir
precisiones. Una pregunta tras otra. Que si la “tracción”, el “motor trifásico”
o el “grupo impulsor”. Chino para ella, que estaba alerta, sobre todo, al juego
de jerarquías que se había establecido entre los dos hombres.
—¿Entonces no se puede hacer
nada?, forzar la puerta, saltar, algo —intervino ella.
—Nada —dijo el de seguridad—,
sólo esperar.
—Tiene razón —confirmó el
otro—, no hace falta correr ningún riesgo inútil.
La palabra “riesgo” le produjo
un nuevo sobresalto.
Se sintió presa de un
abominable ataque de feminidad, dispuesta sin pudor a que él asumiera el mando,
a que fuera el capitán de aquel barco inmóvil, más bien submarino, varado entre
el piso quince y el dieciséis de uno de los edificios más altos de Puerto
Madero.
—Parece un confesionario —dijo
ella cuando la voz del otro lado de la rejilla se apagó.
Él la miró de una manera muy
directa, o un instante más de lo debido le pareció, pero tal vez fuera sólo el
efecto de la penumbra.
—Esa rejilla —aclaró— me
recuerda las celosías de los confesionarios. —Se odió en silencio. Le pasaba
con frecuencia, dejar escapar pensamientos que después la obligaban a dar
explicaciones un poco absurdas.
—Me acuerdo muy bien —dijo
él—. Una reja de madera que se deslizaba para poder oír las confesiones. Eso
era en el caso de las mujeres. Nosotros, los varones, nos confesábamos frente a
frente —y, sin cambiar casi el tono, como si estuvieran en una reunión social,
agregó—: ¿Qué le parece si nos sentamos?
Sí, caballero. Parecía
razonable, no iban a estar dos horas parados en un ascensor.
Clara se deslizó hacia abajo y
se sentó muy derecha con la espalda contra la pared metálica.
Él hizo otro tanto sobre la
pared de enfrente. Los dos tuvieron que plegar un poco las piernas para caber.
—Ahora remamos —dijo ella, y
los dos estallaron en una risa que los igualó y que barrió en él esa solemnidad
como de ingeniero o de funcionario.
Pero la risa de ella se
transformó en una oleada de angustia.
—Tengo un poco de
claustrofobia —confesó.
—Relájese —le indicó él—.
Afloje los hombros, la cabeza...
Ella obedeció.
—Inspire profundamente por la
nariz, sin esfuerzo. Cuando no pueda más, sin brusquedad, pase de la
inspiración a la exhalación. Trate de regular la salida de aire, siempre con el
mismo ritmo y con el mismo volumen de aire.
Le mostró cómo. Era notable
cómo lo hacía, produciendo una espiración interminable y un sonido constante,
como si alguien hubiera abierto una garrafa de gas.
Aprovechando la penumbra, le
miró la boca y después las rodillas, tan cercanas a las de ella. Pensó que la
pelusa seguiría allí, pegada al pantalón, por más que no pudiera verla. Poco a
poco sintió que el pánico pasaba, como una ola que pierde fuerza y se deshace
en espuma.
—¿Se siente mejor?
Ella asintió.
—¿Siempre tuvo claustrofobia?
—No, es algo de los últimos
años.
Desde que supo, al fin,
después de tanto tiempo, cómo había sido lo de Ariel. Pero no iba a contarle
esa historia. Apenas se la podía contar a ella misma.
—La respiración profunda ayuda
mucho. Es una estrategia de las artes marciales. Otra es moverse con el
pensamiento.
—Pero el pánico puede ser más
fuerte. —O el tormento o la locura, agregó para ella.
—En situaciones extremas. Y
ése no es nuestro caso. ¿Tenía algo importante que hacer aquí?
—Una entrevista de trabajo. ¿Y
usted?
—Una cita con mis abogados.
“Abogados”, en plural, eso
sonaba importante. A continuación se imponía la seguidilla de preguntas idiotas
del tipo ¿usted qué hace?, ¿es ingeniero?, ¿tiene hijos? Pero se contuvo, como
con la pelusa.
Entonces apareció otra vez la
voz del tipo de seguridad. Les confirmó que todo estaba bajo control y les
comentó que el corte era en media ciudad.
—Habrá que esperar bastante
—dijo él—. Si el del confesionario tiene buena información —agregó con ironía.
—La voz del cura no era así de
estridente.
—Tiene razón, era un susurro.
—Un susurro medio viscoso
—dijo ella—. Discúlpeme, tal vez usted se confiesa, es practicante...
El hombre se rió.
—Yo peco, sí. Pero no me
confieso.
Se quedaron en silencio. Él
tampoco emprendía la cruzada de preguntas idiotas.
—La última vez que me confesé
tendría unos once años. Después hice algo inconfesable.
—¿Tan chico?
—¿No cree que ésos son los
verdaderos pecados? Los otros, con el tiempo, se vuelven más relativos.
—No, no lo creo. ¿Qué puede
haber hecho tan grave a esa edad?
—¿Quiere que le cuente?
Un ramalazo de pánico volvió a
atravesarla; en ese momento debería estar mostrando su carpeta al director de
una empresa, y en cambio estaba encerrada en un ascensor con un desconocido,
emprendiendo esa conversación rara.
Él metió la mano en un
bolsillo y sacó un paquete de pastillas. Le ofreció una.
El aire se llenó de olor a
menta.
—Sí, ¿por qué no? —dijo ella.
Él se quedó en silencio. Le
habría hecho un chiste, supuso ella, pura retórica para llenar la incomodidad
del silencio.
Sin embargo, después de un
momento, en un tono apagado, empezó a hablar.
—Mis padres eran personas muy
severas. Yo vivía cumpliendo reglas: horarios, estudios, deportes, descanso...
—Antes los padres eran más
estrictos —dijo ella, y se acordó de la pelea constante con sus padres cuando
empezó lo de Ariel.
—Sí, había una cuestión generacional,
pero ellos eran más duros. Todo era premios o castigos. Y después estaba Elsa.
Elsa era la mujer que me cuidaba y que ayudaba a mi madre con la casa.
Se interrumpió un momento y se
pasó la mano por la frente, como si pudiera tocar aquel recuerdo.
—No sé por qué le cuento eso.
—Porque estamos en un
ascensor, encerrados, una especie de purgatorio —le recordó ella.
—Usted es optimista. Podríamos
ser dos condenados —dijo él con una risa un poco cínica.
Primero la ayudaba a respirar
bien y después la asustaba. ¿Quién era ese tipo?
—¿Me da otra pastilla? —pidió
ella para ganar tiempo.
—Aunque los condenados no
hablan tanto —dijo él—. Salvo si piensan que pueden salvarse.
—No somos condenados. Y además
—agregó ella con una vocecita que quiso ser frívola—, usted y yo no nos vamos a
ver nunca más en la vida.
—Es probable —aprobó él.
Después lo dijo de un tirón:
—Un día robé un vuelto y ellos
creyeron que había sido Elsa. La echaron y yo no hice nada para impedirlo.
—Bueno, al menos no mató a
nadie. Me había asustado con tanto prólogo. Cuando uno es chico quiere algunas
cosas con demasiada fuerza.
—Pero Elsa me adoraba. Cuando
mis padres salían, me dejaba leer hasta tarde; me ordenaba los juguetes para
que no me castigaran; en las mañanas heladas me masajeaba los pies y me ponía
las medias adentro de la cama...
Clara se acordó del frío
cortante de las mañanas de otoño, cuando también ella era chica. Porque el
hombre de la pelusa, dedujo, el capitán de la cabina en emergencia y ella
debían tener edades semejantes. Alrededor de cincuenta.
—¿Y nunca más la vio?
—Después, de grande, alguna
vez la busqué.
—No es fácil encontrar a
alguien después de tantos años —dijo ella.
—Yo conocía gente, pensé que
podría rastrearla y encontrarla, pero fue imposible. Si alguna culpa tengo en
la vida es ésa.
—¿Sólo ésa?
—Sólo ésa —dijo él, y levantó
la cabeza con un gesto desafiante—. Además, un pecado contiene todos. ¿Qué le
parece? ¿Me absuelve?
—Sí, está perdonado —dijo ella
rápidamente.
Después miró el reloj.
—¿Sabe cuánto hace que estamos
encerrados?
—Unos cuarenta minutos.
—Parece una eternidad. Tengo
sed.
—Es el miedo, el miedo da sed.
Tome otra pastilla.
Se sintió agradecida. Si esto
le hubiera pasado sola habría sido un desastre.
Sería bueno tener un marido
como ése. Un ingeniero con respuestas. Pero ella siempre había elegido otro
tipo de hombres.
—Mejor volvamos a la infancia,
¿quiere?
Le contó su robo de infancia.
Unas correas para unos patines. Unas miserables correas, aunque la monja se lo
reprochó como si hubiera sido un pecado mortal.
—¿Ése fue su peor pecado?
—No, creo que el peor fue la
envidia —Lo dijo y se arrepintió al instante. Iba a confesar cosas que ni
siquiera tenían una forma exacta dentro de ella y que apenas tocaban el borde
de su conciencia la hacían sentir una miserable.
—Pecado por pecado —dijo él,
animándola a seguir.
—Mi prima Vivian —dijo ella.
Recordó su risa desbordante. Su facilidad para vivir.— Tal vez sea una mujer
perfecta, después de todo.
La luz titiló y la penumbra se
hizo más densa. Era como estar encerrado en la propia conciencia, pensó Clara.
—¿Pero?
—Tuvo un amante durante diez
años. Llevaba adelante una doble vida sin el menor esfuerzo. Ella me lo había
contado. Y yo...
—La delató.
—No. Pero me hubiera gustado.
—Tal vez usted no soportaba la
mentira.
—No, no era así de simple.
No quería decirlo, pero las
palabras se formaron y se dijeron pese a todo, con una claridad demoledora.
—Me hubiera gustado verla...
caer en la desdicha.
Clara se quedó aplastada.
Ella, que se había creído idealista y pura, había llegado a jugar con algunas
fantasías venenosas. Una carta anónima, una palabra ambigua, un gesto que
despertara las sospechas del marido. Se había regodeado en las escenas del
desastre.
—Sin embargo —le recordó él—,
no llegó a traicionarla. Y traicionar es tan fácil.
—Después él se enfermó.
—¿El marido o el amante?
—El marido.
—¿Y ella?
—Una viuda inconsolable,
durante un tiempo prudente.
Vivian, con su instinto de
vida, había salido indemne. Mientras que ella había arrastrado un muerto
durante treinta años.
—¿Se fue con el amante?
Clara negó con la cabeza.
—El amante —dijo— funcionaba
en forma solidaria con el marido. Caído uno, cayó el otro.
—El sufrimiento de los otros
es atractivo. Hasta puede ser afrodisíaco.
Clara se quedó callada y él
retrocedió algunas posiciones.
—Cuando era chica, ¿nunca le
arrancó las alas a una mosca?
—No.
—¿Nunca hizo reventar un
sapo?, ¿o le tiró una piedra a un gato?
—Tampoco.
—Sin embargo, todos somos
sádicos. Desde el circo romano en adelante —dijo él—. En ese morbo natural se
sostienen algunas prácticas.
“Prácticas”, vaya palabra
inesperada que había usado.
—Por más antecedentes que me
nombre, no me lo perdono.
—Yo sí —dijo él—. Yo la
perdono, usted también está absuelta. La ética, como le dije antes, es algo
relativo. Un tema de perspectivas, de puntos de vista. Usted piensa que
nosotros dos estamos atrapados aquí en este ascensor, de una manera casual,
absurda. Pero si lo mira de otra manera, todos estamos atrapados en el planeta
Tierra, tan colgados en el espacio como nosotros en esta cabina. Lo mismo con
el bien y el mal.
Por un instante Clara pensó
que estaba presa. Presa de él, más que del ascensor. Otra vez su corazón se
puso a retumbar.
En ese momento la luz parpadeó
y recobró su intensidad. Los dos se quedaron sorprendidos y mudos, como dos
actores a los que empujan a escena de golpe y no recuerdan bien qué deben hacer
o decir. Casi al mismo tiempo, con un chirrido áspero, el ascensor empezó a
moverse. Los dos se pararon con cautela.
—¿Nos están izando?
—¿O estamos bajando?
La voz del de seguridad
reapareció en el interfono. “Ya estamos listos”, dijo, “por razones técnicas
van a bajar a tracción la cabina hasta la planta baja”.
—Bueno, se acabó —dijo ella
con una sonrisa forzada—. Parece que ya estamos a salvo.
—Nunca corrimos ningún peligro
—dijo él sacudiéndose el traje. Entonces vio la pelusa negra en la rodilla y se
la quitó.
La vida iba a retomar ahora su
rutina. “Me quedé encerrada con un tipo en el ascensor”, iba a contarle ella a
sus amigas. “Y tuvimos una conversación.” Dios mío, pensó Clara, realmente
avergonzada, ¿por qué habría hablado tanto?
Él no parecía incómodo, pero
como si adivinara sus pensamientos le dijo:
—No se preocupe, lo que nos
contamos es secreto de confesionario.
A medida que llegaban a la
planta baja, empezaron a oírse voces.
—Mis abogados deben estar como
locos —dijo él.
Con una suavidad inesperada,
la cabina se apoyó al fin sobre su base y las puertas se abrieron.
“Capitán” fue la primera
palabra que Clara escuchó. Y después, otra vez, como para que no quedaran
dudas, “Capitán, por aquí”, “Capitán, lo esperan”.
Clara se quedó un instante
apoyada junto a la puerta del ascensor. Él la buscó con la mirada y, antes de
unirse al grupo de abogados, volvió a acercarse a ella:
—Que tenga mucha suerte —le
dijo, y después, en voz muy baja—: Recuerde que usted me absolvió.
“Gracias
por su visita”, soltó entonces la voz de la cabina con su lógica idiota.
Hombre en la taberna
SI hubieran estado juntos, habrían pedido cava. Pero pidió cerveza, y tomó más de lo debido empujado por la simpatía del tabernero, por las anchoas frescas y el pan con tomate que circulaban por la barra con el sabor añadido de otras historias: dónde se pescaban las anchoas más grandes del Mediterráneo, cuál era la mejor forma de aliñarlas, cómo se retiraba y se comía la espina central, frita en aceite de oliva.
Hubiera cedido a la modorra,
tirado al sol en alguna playa, como estaría ella, desentendida de cualquier
obligación de buen turista. Pero Pedro ya había hecho sus planes, ahora tenía
el Museo Picasso enfrente y no pensaba saltearlo, por más que Lila se riera de
sus mapas y sus itinerarios precisos.
De manera que pagó la cuenta y
cruzó al edificio de piedra con enormes puertas de madera —cinco palacios
tradicionales de la ciudad, decían, se habían fundido para crear el museo—. Lo
tranquilizó la advertencia de que sólo le quedaba una hora para la visita. Sacó
su entrada y se quedó un poco desorientado en el hall central hasta que un
guardián, con un gesto perentorio de la mano enguantada, le indicó por dónde
iniciar el recorrido. Obediente, entró detrás de una pareja a la primera sala.
Eran casi todos dibujos pequeños: retratos de trazos rápidos, esbozos de
naturalezas muertas, el estudio de una mano y de un pie. Aunque nunca había
tenido demasiada sensibilidad para las artes plásticas, Pedro no era partidario
de las visitas guiadas ni de los audífonos informativos. Se detenía con
aplicación frente a cada obra. Se entregaba con cierto orgullo a las
vacilaciones un poco absurdas que le provocaba la visita. ¿Cuánto tiempo era
necesario detenerse ante un cuadro? ¿Cuándo se daba por terminada la
contemplación? A veces miraba de reojo la manera en que los otros miraban,
intentaba escuchar los susurros que intercambiaban.
La pareja que lo precedía,
unos franceses, leía cada título antes de mirar la obra. Se inclinaban como
pájaros sobre el cartel, uno detrás del otro. ¿Había allí alguna clave? Pero
sobre todo, ¿qué tipo de emoción, de experiencia estética debía producir, por ejemplo,
un pie? Ese pie, esa mano. Le parecía evidente la dificultad del modelo, la
búsqueda virtuosa que expresaba el recorrido de las venas, las protuberancias
tiernas de la palma, la presencia de los huesos por debajo de la carne. Sí, se
veía allí al genio precoz trabajando su materia. Pero lo avergonzó reconocer
que lo que más lo impresionaba de aquellas imágenes era la simple aparición del
pie o de la mano separados del cuerpo por un corte preciso, la tarea de un
descuartizador, pensó. Cuando leyó en la pared que aquéllos eran trabajos de
Picasso niño, entre los diez y los doce años, se apuró a pasar a la sala
siguiente. Los franceses ya habían desaparecido de su vista hacía rato.
Una sucesión de telas y tablas
pequeñas hechas al óleo, al parecer escenas rurales, se alineaban a la misma
altura de la pared. Allí estaban ellos discutiendo con pasión, inclinados sobre
la última tabla. Cuando se retiraron, le pareció escuchar la palabra surprenant. Inclinado a su vez sobre la
tabla, Pedro vio un carromato con hierba y un buey que tiraba de ella. El
tamaño era muy reducido, apenas tendría unos veinte por veinte centímetros.
¿Sería eso lo sorprendente? Tal vez esa escala diminuta —una mancha oscura para
el buey, otra ocre para la carreta— no fuera deliberada, tal vez se tratara de
algo tan simple como tener a mano esas tablas y no otras. Un poco impaciente,
pasó a la sala contigua.
Según lee en la pared, son
obras de Picasso durante su estadía en Barcelona: el mar, la playa de la
Barceloneta, el parque de la Ciutadella, azoteas, algunas iglesias...
Antes de contemplar el primer
óleo, lo sobresalta una voz a su lado: “Eso no tiene nada que ver con lo que es
ahora”. Es un guardián de ojos azules un poco planos, pero de voz cordial.
“Aquello era entonces una zona industrial”, rememora el hombre. Pedro responde
con una sonrisa de cortesía y gira la cabeza hacia el óleo. Pero no consigue
completar el movimiento. El guardián se le ha acercado un poco más reclamando
su atención: “Estaba lleno de piedras y de ladrillos”, dice, como si se tratara
de una ignominia. Ahora se interpone entre Pedro y el cuadro de manera que le
impide verlo. “Cuando yo era chaval”, dice, “íbamos a hacer caminatas, pero
nunca a bañarnos...”. Pedro se desliza como un gato junto al guardián y avanza hacia
el cuadro siguiente, pero la voz se le adelanta: “Esta iglesia tampoco existe
ya. Sin embargo, yo la recuerdo, no era tan pequeña y tenía una capilla lateral
preciosa dedicada a Santa Rita”. Él vuelve a girar la cabeza hacia el guardián,
que ya le está indicando cómo mirar el próximo cuadro. “Aquí, fíjese el genio
del pintor: la luminosidad del mar, la soltura del trazo, y eso que era muy
joven todavía, no tendría más de catorce o quince años.” Pedro hace un nuevo
gesto de cortesía. Piensa que aquí terminan los comentarios. Pero el guardián
vuelve a la carga. “Ahora va a ver una perspectiva de la Ciutadella. Picasso
estaba todavía muy atado a lo académico...” Pedro da media vuelta y de una
zancada se planta frente a la pared opuesta de la sala. La maniobra fracasa: el
guardián, que lo marca de cerca, ya está a su lado. “Es que lo llevaba en la
sangre”, afirma. “¿Sabe usted que su padre era profesor de dibujo?” Pedro está
irritado, el hombre no lo deja hacer sus propias observaciones, lo tiene
atrapado, en su sala. Había que
escapar rápido de allí. Como si le hubiera leído el pensamiento, angustiado por
el inminente abandono, el guardián lo asalta: “En la otra sala verá usted a la
madre, Doña María, la cogió dormida, por eso es tan tierno ese retrato... y el
de la Tía Pepa, tenga en cuenta que lo pintó en quince minutos, fíjese en los
ojillos de la dama, qué arrogantes, pero la obra más importante allí es la
comunión de la hermana Lola, la blancura desafiante del vestido, el mantel del
altar...”. Pedro retrocede. “Luego están los desnudos...” Ahora el guardián se
ha desbocado, quiere aprovechar su presa al máximo. “El color de la piel dice
la edad del hombre... cuanto más gris, más viejo; el amarillo y el rosa, en
cambio, son los tonos de la piel joven... El de su derecha es un hombre muy
mayor, reclinado en una silla, pero lo importante... —los ojos azules se abren
y se aplanan más aún en un gesto de suspenso— ha tenido la delicadeza, Picasso,
de no pintar sus partes íntimas, por respeto a la vejez, ya verá usted...”
Pedro da varias cabezadas de asentimiento y despedida y ya pisa la sala
contigua, a salvo. El guardián, resignado, lo deja partir y mira con avidez
hacia la entrada de su sala donde dos mujeres acaban de aparecer.
Ofuscado por la persecución,
Pedro pasa de largo varias salas y se detiene al fin en una dedicada a grabados
y litografías. Una de ellas le llama la atención de inmediato. Un hombre y una
mujer están sentados a una mesa. Él tiene su brazo sobre los hombros de ella,
pero la cara está vuelta de costado. Ella tiene la barbilla apoyada en una mano
y mira al frente, con una expresión resignada y distante. Están juntos pero
irremediablemente separados. Se diría que sólo los une la melancolía. La mujer,
su cara alargada, le recuerda a Lila. ¿Estará todavía en la playa o se habrá
ido al hotel? En el último tiempo parecía cada vez más difícil hacer cosas
juntos. Se acerca al cuadro y lee el título:
La comida frugal.
La sala siguiente es la de los
desnudos. El primero es un hombre joven, sentado en una silla, con la cabeza
inclinada hacia abajo donde el sexo aparece dibujado con precisión. Tiene una
actitud de abandono, como desentendida de su desnudez. Cuando se enfrenta al
segundo desnudo, oye un suspiro. Una guardiana se pasea en redondo, con las
manos detrás de la espalda. Pedro intenta no mirarla. Se concentra en el
cuadro: la piel es más grisácea, en efecto, y el modelo no está de frente, sino
de perfil; en el lugar del sexo, sólo se ve una nube de vello púbico. Ése era
sin duda el hombre muy mayor objeto de la “delicadeza” de Picasso. “Disculpe,
¿tiene hora?” Era la guardiana. “Sí, claro”, contesta Pedro, alerta. “Son las
siete menos veinte.” Otra vez un suspiro, escalonado. “A veces se me hace
eterno” se disculpa ella. “¿Sabe cuántos años llevo aquí?” “Diez”, se contesta
a sí misma con voz grave, como si quisiera golpearse con la palabra. “Diez años
con estos guarros”, agrega en voz más baja, lanzando una mirada resentida a los
desnudos. “Hasta sueño con ellos. No sabe cuántas veces he pedido que me
cambien de sala, pero ni caso los muy puñeteros, las reglas son las reglas.”
Era una mujer robusta, los botones de la casaca parecían a punto de estallar a
la altura del pecho. “Pero no me haga usted caso”, agrega un poco arrepentida
de su arranque. “Hala, mire que le queda poco tiempo para el cierre y todavía
hay mucho para ver.” En su voz había un dejo de envidia, él era libre, podía ir
de sala en sala, mientras que ella se quedaba allí, tan atrapada en su recinto
como en aquel uniforme que le quedaba estrecho.
En la sala siguiente no había
guardián. Según leyó en el cartel, eran trabajos dedicados al pueblo de
Pallarès durante una estadía en que Picasso se reponía de la escarlatina, un
tiempo que se adivinaba libre y feliz: paisajes ligeros, gente de pueblo,
prados y colinas que pasaron veloces bajo sus ojos como un aire fresco. Una
imagen lo retiene: un árbol sobre una ladera, luchando contra el viento: más
que luchar, el árbol parece entregado felizmente al viento, como si quisiera
soltar sus raíces y abandonar aquel paisaje árido.
Unos pasos más allá, en la
sala doce, Picasso había regresado a Barcelona y se había sumergido en el
ambiente intelectual catalán. A las impresiones espontáneas de Pallarès, le
sucedían los retratos de personajes complejos. Un aire atormentado, un tono
verdoso, enfermizo, parecía rodearlos a todos. Pedro se reencontró allí con los
franceses. Estaban sentados en una butaca, con las piernas estiradas, tal vez
descansando, o sumidos en alguna reflexión. También ellos tenían un aire poco
saludable, unas caras afiladas y pálidas, unos pies demasiado grandes.
De Barcelona, Picasso saltó a
París. Pedro cayó de inmediato en la mirada inquietante de la Margot que espera, abrazada a sí misma,
incendiada de rojos. Se desprendió de ella para detenerse junto a la placidez
de El abrazo: un hombre y una mujer
en una calle, de noche, los cuerpos y las caras mezcladas, envueltos por el
círculo de un beso. Como en las cábalas infantiles, pensó que era necesario
elegir. Algo importante dependía de ello.
Margot o El abrazo. Pero París lo
llevó sin alternativa a las salas del cubismo. Época azul. Época rosa. Para él,
en cambio, Época Lila. ¿Cuántos años llevaban juntos? Diez años. Suspiró casi
tan fuerte como la guardiana de los desnudos. Mujer en un sillón, leyó. Cubismo pleno: había que reconstruir.
Encontrar las pistas, un ojo por aquí, la curva de una cadera por allá, el
triángulo de un pie. Entonces aparecía la mujer. Otra mujer. Una mujer
inesperada, pensó Pedro. Pero cuál era la verdadera. ¿La primera Lila? ¿O ésta
de los últimos años? ¿A cuál quería él? Había preguntas estúpidas, o
imposibles, para el caso daba igual.
Pasó distraídamente por varias
salas hasta llegar a Las Meninas.
Miró con detenimiento los bocetos preliminares. Admiró la tenacidad, la
búsqueda de variantes a lo largo de la serie. “Nunca conformarse con la primera
respuesta”, decía su profesor de filosofía de la secundaria. Aunque tal vez no
se tratara de una respuesta, como si
siempre hubiera un algo valioso y
cierto al final de las cosas, sino de cada cosa por separado, del valor
necesario para saltar de una en otra, y de la forma de sumarse entre sí,
subiendo y bajando, como las palabras de una oración.
Ahora sí: Las Meninas. El enigma y la trampa. Un pintor que pinta a otro
pintor que se pinta y que, a su vez, pinta un juego de miradas a través de un
espejo. Algo había leído sobre el tema. También estaba él, el espectador que
miraba la pintura del pintor que etcétera. Y por encima de ellos, el ojo de la
cámara que los miraba. Una arqueología de miradas superpuestas, y eso sin tener
en cuenta la acumulación de miradas pasadas ni de miradas futuras. Una tela
invisible, pero espesísima. A veces se le ocurrían pensamientos interesantes.
En algún tiempo Lila se lo decía y lo miraba de esa manera que a él le aflojaba
algo por dentro. Y él, ¿cuántas veces la habría mirado en su vida? ¿Cuántas
noches la había visto desnudarse frente a él?
En la sala siguiente, el museo
mostraba la proyección de Las Meninas
de Picasso sobre una reproducción del original de Velázquez: el conjunto, y
después una secuencia de distintos sectores y personajes. Pedro se acercó al
grupo de visitantes estacionados frente a la pantalla. Un disparo del
proyector, y la rubia Infanta Margarita se rompe y se transforma en una figura
dislocada; otro, y Velázquez con su paleta y sus pinceles se desarticula y se
multiplica en una geometría loca; ahora la enana corre la misma suerte y el
mastín elegante se vuelve perro-gato-conejo o escuerzo elemental... Pedro se
quedó mirando la proyección que se repetía una y otra vez. “La enana ha salido
favorecida”, escuchó entonces. ¿Había sido otro de sus pensamientos brillantes?
No, era una mujer a su lado. “Porque, dime, ¿qué diferencia hay ahora entre la
Infanta Margarita y ella, la enana?” La mujer bajó la voz. “Imagina a este
pobre ser comparándose toda la vida con la Infanta, esa carita perfecta, ese
pelo dorado. Qué abismo de injusticia.” Pedro la miró perplejo. “Y ahora, ahí
tienes: dos monstruos iguales.” La mujer se rió de una manera entrecortada y
silenciosa, como si se tratara de su propia revancha. “Lástima que ninguna de
las dos llegará a saberlo”, agregó, y se alejó rápidamente. ¿Quién era aquella
mujer? ¿Era rubia? ¿Morocha? Pedro se dio cuenta de que no había llegado a
percibir su rostro. Sin embargo, a la distancia, la figura de la mujer parecía
atractiva. Fue tras ella, pero la perdió de vista al llegar a uno de los
pasillos. Se asomó a una sala vacía, y después a otra. ¿Qué se habría hecho de
los franceses? Los pocos visitantes que ahora se cruza han empezado a
dispersarse y los guardianes pasan apurados, conectándose por sus interfonos.
Debe estar ya casi al final del recorrido: sala número veinte, la penúltima.
Detrás
de una vitrina, hay una sucesión de vasijas de aire intemporal. Tanto podrían
ser egipcias como de un ceramista contemporáneo. ¿Se habría equivocado? No
recordaba haber visto nunca esas cerámicas de Picasso. Junto a ellas, un
guardián sentado en una silla. El primero que aparece sentado: tal vez sea por
sus años. Está en una postura rígida y tiene un bigote relamido que le
atraviesa la cara de lado a lado, como si se la sostuviera. Pedro pensó en
preguntarle por la sala veintiuno, pero se contuvo, el hombre estaba
adormecido, él mismo, se diría, ganado por la quietud de la piedra o la
cerámica. Salió de la sala casi en puntas de pie y desembocó en un nuevo
pasillo. Ya no quedaban visitantes, sólo el ojo de la cámara, desde lo alto,
atento a sus movimientos. Las galerías laterales estaban clausuradas. Sin
embargo, todavía quedaba una pequeña salita frente a él. Supuso que era la
veintiuno y entró esperando encontrar algo así como un sentido final. El broche
de oro, por así decir, teniendo en cuenta el orden y la astucia del itinerario
propuesto. Pero la salita estaba vacía. Sólo se veía al fondo una puerta de
madera —una puerta pequeña, un poco discordante—. Pedro miró con atención todos
los rincones esperando encontrar alguna instrucción, pero no vio nada. De
manera que la abrió y desembocó sobre la calle Montcada, ahora oscurecida.
Debía haber dado por error con alguna salida de servicio o de emergencia, y no
con la sala veintiuno. Para reponerse vaya a saber de qué desconcierto —un poco
de decepción y otro de alivio— volvió a entrar en la taberna vecina. El lugar
estaba tan lleno como a la tarde, un cuadro móvil y ruidoso, similar al que
había dejado. Se abrió paso hasta la barra y se ubicó en el mismo sitio donde
había estado la primera vez, junto a las canillas cromadas de cerveza. Pensó en
pedir una cava, como si estuviera con Lila. Como si todo fuera igual que antes.
Pero después, ganado por una vaga superstición, pidió una copa de vino tinto.
El tabernero se inclinó hacia él con la misma simpatía y solicitud que la
primera vez y volvió a sugerirle las anchoas, una especialidad de la casa. A
continuación le habló de sus orígenes en el Mediterráneo, de la mejor manera de
aliñarlas y de la suprema exquisitez: la espina central, frita en aceite de
oliva.
Filtro de amor
SOÑAR con Liniers no es algo que me suceda todos los días, ni tampoco conocer un personaje como el que resultó ser mi vecino.
La mudanza fue al día
siguiente de aquel sueño, unos días antes del 25 de Mayo. Me acuerdo porque
había visto en televisión varios programas dedicados a la Semana Patria. Volví
a recordar la inteligencia avanzada de Moreno, su discutido envenenamiento, su
enfrentamiento con Liniers. Vi otra vez en pinturas y medallones, esas caras
desgarbadas —tal vez resultado de los malos pintores o de la moda de la época—,
aquel aire patibulario de nuestros próceres que anunciaba un mal final. Me
llamó la atención, sobre todo, el perfil de Liniers, y tal vez por eso apareció
en mi sueño, transmutado en anfitrión de una fiesta fellinesca, en una especie
de club de barrio, donde se mezclaban protagonistas de distintas épocas de mi
vida.
Por eso, cuando vi al nuevo
vecino bajarse del auto, me quedé atónita: era parecido a Liniers. Llegó al
mismo tiempo que el camión de la mudanza. Lo pude observar desde una distancia
bastante cercana porque yo estaba entrando a casa, luchando con la llave que
nunca termina de calzar bien. Vi después, por la ventana, cómo bajaban los
muebles, el colchón de dos plazas, unas sillas de cuero blanco, una mesa
redonda, una alfombra enrollada. Todo parecía nuevo, sin ese aire miserable que
revelan las cosas fuera de su lugar de rutina.
Así que, desde el primer día,
él fue para mí Liniers.
Dos días después volvimos a
coincidir en la puerta: él guardaba una valija en el baúl del auto y yo sacaba
al perro a dar una vuelta a la manzana. Justo entonces pasó una moto con escape
libre atronando el aire tranquilo del barrio.
Los dos pusimos la misma cara.
Que era una de las pocas desventajas del barrio, le dije, las motitos. Él me
comentó que cada día toleraba menos los lugares ruidosos, la música obligada en
todos los bares, los televisores siempre encendidos, el chirrido del subte,
sobre todo el de la línea C. Yo fui coincidiendo con él en todos los puntos,
sólo me abstuve de contarle lo de los tapones para los oídos porque Liniers,
pese a su perfil de prócer, era un hombre atractivo.
La vez siguiente nos
encontramos en la calle cuando pasaba el camión de compra de usados, una
especie de botellero modernizado. Como los circos de pueblo, iba pregonando por
un altoparlante: “Compro señora compro, muebles viejos, calefones,
heladeras...”. Nos miramos y sonreímos. Parece que a usted y a mí nos atacan
los ruidos, dijo él. Fuimos caminando juntos hasta la esquina de Pampa hablando
del barrio y de viejos proveedores como el afilador o el mimbrero.
Ahí nomás me contó la primera
historia que me hechizó, la del quitapenas de Guatemala Antigua, donde había
vivido un tiempo. “Quitapenas, bálsamos, consuelos”, ése era el pregón del
indio que vendía por monedas las tradicionales muñequitas de la buena suerte,
minúsculas y tejidas de lanas de colores. Había que confesarles una pena (una
por muñeca) y dejarlas bajo la almohada —como los niños los dientes— para que
ellas, durante la noche, se las llevaran. Un trabajo colosal, siendo tan
pequeñas, pensé. Él, Liniers, me las mostraría algún día. Y pasando sin más del
realismo mágico al realismo doméstico, me preguntó por el estado de mi tanque
de agua. Yo, desde que me había separado del ingeniero, no había oído hablar
nunca más de tanques, ni de relés ni de bobinados, así que me quedé
desconcertada. Me dijo que él se especializaba en eso —tanques y filtros— que
la contaminación del agua era un problema gravísimo, mucho más que los ruidos,
y que si yo no tenía inconveniente me haría una visita para controlar el mío.
Yo seguía bajo el efecto de las muñequitas quitapenas, así que le di mi
teléfono fijo, el celular y el mail.
Pasaron varios días y aunque
me ejercito en no tejer fantasías —sé lo dañino que es para las mujeres solas—,
en fortalecer una vida independiente, sin hombres, pero llena de teóricos
intereses, me descubrí como cualquier idiota esperando el llamado de Liniers.
No hubo que esperar mucho.
Liniers llamó y quedamos en que vendría la mañana del sábado a mirar el estado
del tanque. Me pasé un rato más largo que el habitual pensando qué me ponía. Al
final opté por el previsible jean y las zapatillas blancas. Ya que íbamos a
subir a la terraza más alta de la casa, mejor que estuviera cómoda.
Liniers llegó con el pelo
húmedo, en jogging y con un MP3 que apagó en cuanto le abrí la puerta. Me contó
que iba a correr todas las mañanas, una hora, y que ése era su momento
preferido del día, cuando se le ocurrían las mejores ideas.
Apenas entró y le mostré mi
casa, empezó a elogiarla. A través de sus ojos pude reconocer otra vez aquellos
espacios generosos, la luz del Norte, el jardín salvaje pero hospitalario...
Subimos al primer piso y
trepamos después por la escalera caracol hasta la terraza superior, a la altura
de las copas de los árboles. Hacía años que no subía hasta allí y la
expedición, seguida por Liniers y su mirada que renovaba la mía, me pareció una
aventura —como si estuviéramos subiendo una montaña o explorando una isla
desconocida— por más que no dejara de registrar las canaletas de desagüe caídas
y la hilera de hormigas diligentes que entraban y salían por debajo de las
tejas para seguir carcomiendo las maderas del techo, transformándolas en ese
fino y misterioso polvillo que yo encontraba cada tanto al pie de la escalera.
Liniers levantó la tapa del
tanque y los dos nos asomamos. Sentí un vértigo, no sé si por la cercanía de él
o por la resonancia de nuestras palabras contra la superficie del agua.
Soñé esa noche que, desnudos,
nos sumergíamos en el tanque, como si fuera un jacuzzi. Me desperté en el peor
momento, o sea en el mejor, cuando él se acercaba a mí para abrazarme mientras
me recordaba las amenazas que me acechaban, parásitos, arenillas y líquenes
adheridos a las paredes, producto de años de no haber hecho la limpieza correspondiente.
Esa misma mañana contraté una limpieza total con la empresita de Liniers. El
día que vinieron, él y dos operarios, Liniers se sentó conmigo a tomar café y
me contó que, a los veinte, había completado el itinerario soñado de la década
de los sesenta (había recorrido toda Latinoamérica), después se había ido a
Europa, a España, y había recalado en el sur, donde consiguió trabajo en los
buques desnatadores de la Costa del Sol. Allí pasó casi un año, y me hizo una
lista exhaustiva de todo lo que aquellos buques recogían y filtraban para
mantener limpias las playas, gracias a un sistema bastante elemental de enormes
coladores y filtros adosados a la proa. El Mediterráneo era, salvando las
distancias, más o menos como mi tanque de agua, polucionado a un lado y otro de
la costa con todo tipo de materiales. Más que los detergentes, el aceite de
oliva hacía estragos, y después, los desechos de la construcción. Cada tanto
aparecían restos humanos. También encontraron en una ocasión un alijo de marihuana
abandonado a su suerte. Después de varias peripecias, Liniers terminó
llevándose buena parte de aquella carga, con lo que sobrevivió otro año en
España sin trabajar y en estado de ensoñación permanente.
Yo, por mí, hubiera contratado
una segunda y hasta una tercera limpieza de tanque. Los hombres con los que
había tropezado en el último tiempo eran un actuario, un empleado
administrativo y el dueño de una veterinaria, con lo que Liniers era por mucho
el hombre más interesante de los que había conocido en los últimos diez años.
Él mismo vino en mi ayuda
cuando me aseguró que además de la limpieza del tanque era imprescindible tener
un filtro de agua. Y me propuso volver para hacerme una serie de
demostraciones.
Unos días después tuve la
suerte de encontrármelo en el supermercado del barrio. Recorrimos las góndolas
juntos, como una pareja bien avenida, e intercambiamos algunos comentarios
sobre distintos productos; él recomendaba la ricota en lugar del queso blanco,
yo sugerí pasas rubias en lugar de moscatel. En fin, me pareció además que el
contenido de mi carrito y el del suyo eran complementarios. Yo, milanesas de
soja; él, arroz yamaní. Yo, un pedazo de queso gruyère; él, un Trapiche Malbec;
y así.
Cuando llegué a casa, un poco
asustada por mis fantasías de comedia romántica, me propuse dar marcha atrás,
olvidar a Liniers. Debía ser un hombre de la misma edad que yo, o sea, de
alrededor de cincuenta, y a esa edad los hombres prefieren a una mujer de
treinta o de cuarenta. No los culpo.
Sin embargo, el día que vino a
casa con el equipo de pruebas para el agua, me contó que había discutido con la
representante de la empresa, una mujer
demasiado joven. La gente joven era superficial y soberbia, y él apreciaba
cada vez más a la gente madura. Hay poco de qué hablar con una mujer de
treinta, remató.
A continuación, para mostrarme
las diferencias entre el agua filtrada y la común y corriente, empezó a sacar
una serie de pequeños goteros y a combinar esos líquidos en distintos vasos con
alimentos que me iba pidiendo: azúcar, un saquito de té, etc. Yo aproveché para
observarlo, porque en Liniers había algo desconcertante. Concentrado en sus
frasquitos, con la cara alzada hacia la luz, me pareció ver en él dos perfiles,
como las máscaras de la tragedia y la comedia: por momentos parecía bondadoso y
hasta infantil, y por momentos sus rasgos adquirían cierta crueldad. Cuando
terminó sus pases de mago, fue evidente que el agua filtrada no tenía olor a
cloro, no coloreaba los reactivos, no tenía residuos, era sin duda agua bendita,
mientras que la que salía de mi canilla era una asquerosidad.
Compré el filtro de agua.
Desde entonces cada vez que tomaba un vaso, lo hacía con cierta unción, bebía el agua más que tomarla.
Seguí viendo a Liniers con
frecuencia. Ayudaban la primavera que se resistía a terminar, las ventanas
abiertas, mi joven jacarandá que daba sus primeras flores azules. Y aunque cada
vez que nos veíamos circulaba entre nosotros una corriente de atracción, él
mantenía siempre cierta reticencia. En lo que sí era generoso era en sus
historias. Una parte de mí se dejaba fascinar y otra tejía dudas. ¿Podía haber
vivido en Guatemala, en España, y antes en Chile, y después en Canadá, como me
aseguró, en un aserradero que exportaba maderas a Europa? ¿Cómo había aparecido,
en el paisaje chato de un barrio que daba pequeños comerciantes, veterinarios y
contadores, un aventurero como él?
Pese a mis dudas, les hablé a
algunas de mis amigas acerca de Liniers, les di incluso las mejores
recomendaciones, porque él necesitaba vender los cien filtros de agua que le
habían quedado como remanente de su pelea con la empresa y me había pedido
ayuda.
Una tarde vino a casa a
traerme unos repuestos del filtro y nos quedamos conversando hasta bastante
tarde. Lo invité a tomar un vino y como era un tinto chileno, me contó algunas
historias de su vida allí donde había trabajado con un equipo técnico de los
Carabineros dedicado al mantenimiento de fronteras. Uno de sus compañeros había
caído muerto de un síncope en un paraje desolado de Las Cuevas, entre los
mojones que delimitaban los dos territorios, y eso había generado un problema
burocrático. ¿Dónde había muerto aquel hombre? Para cortar el nudo gordiano, él
tuvo que trasladar el cadáver sentado, como si estuviera vivo, hasta un pueblo
kolla donde al fin se hicieron cargo unos primos lejanos. También me habló de
las montañas, de los colores de las nubes a esas alturas y de los
imperceptibles cambios atmosféricos que anuncian una tormenta. Hubo varios
rescates, poblados de detalles. Y la desdichada historia de la mujer bipolar
que atendía la taberna de Las Cuevas... Yo quedé suspendida en las nubes de la
alta cordillera cuando al fin, al despedirse, me besó en la mejilla, cerca de
la boca, y tuvo un instante de vacilación, hasta que se separó de mí y me dijo
que pasaría a la mañana siguiente a buscar la lista: le había prometido más
contactos, un listado exhaustivo de posibles compradoras para sus filtros.
A la semana siguiente tuve que
viajar a Córdoba a dar un seminario y como me propusieron varias charlas en
colegios secundarios, me quedé casi diez días más de lo previsto.
Cuando volví, el jacarandá
había perdido sus flores y de Liniers no había noticias. Durante varios días
estuve a la expectativa, pero la puerta de su casa se veía desolada y se
acumulaban volantes y algunas facturas que el viento arremolinaba en el umbral.
Una mañana vi aparecer al pibe de los diarios que tocó el timbre varias veces,
inútilmente. Cuando vino hasta mi puerta a cobrarme, me comentó que Liniers se
había mudado. Había desaparecido con el mismo misterio y rapidez con que había
aparecido.
Sin embargo, el filtro de agua
seguía funcionando perfectamente. Y los de mis amigas que habían seguido mis
pasos también. ¿En qué consistía entonces la estafa? En todo caso, Liniers era
un vendedor excepcional, un sherezade masculino imposible de resistir.
Volví a mi vida rutinaria,
empecé a considerar con mejores ojos a aquel veterinario que me rondaba y traté
de olvidarme de Liniers. Unos meses más tarde, me encontré por la calle con
Lucrecia, una psicóloga, amiga de una amiga, a la que veía muy de vez en
cuando. Normalmente nos hubiéramos saludado apenas con una cabezada, un gesto
con la mano, pero esta vez Lucrecia se encaminó directo a mí, interesada en
comentarme y recibir a su vez noticias de Liniers, a quien había conocido a
través de aquella amiga común. Traté de zafar: no quería ser testigo de su
entusiasmo, comparar sombras con sombras. De todas maneras no pude evitar que
me hablara de él.
Liniers era un personaje
resbaladizo. Pero él debía saber que yo sabía, y que lo dejaba jugar y lucirse
con sus floreos. Al menos eso me gustaba creer para que hubiera entre nosotros
algo exclusivo, aunque más no fuera un respeto de espadachines.
Por eso me dolió que hubiera
reservado para Lucrecia lo que debía ser la perla de sus invenciones, la muerte
insólita de su padre con cuyo cadáver había convivido días y días, sin saberlo,
y siendo un niño.
Un
tipo muy especial, había dicho Lucrecia. Un hombre que ha sufrido mucho. Opté
por el silencio y, a través del relato de Lucrecia, vi a Liniers viviendo en el
campo, feliz, hasta que una noche lo había despertado un estruendo. Su madre lo
había tranquilizado, le había dicho que sólo se trataba de una tormenta de
campo. Bastante tiempo después se descubrió que el padre se había pegado un
tiro de escopeta en su estudio, hecho que la madre ocultó casi un mes. Si no
fuera porque el resto de la familia intervino y obligó a abrir la puerta
atrancada, vaya a saber cuánto tiempo más hubiera durado aquel horror. Lucrecia
me hizo jurar que no repetiría la historia. Tal vez se lo había confesado a
ella, porque sabía que era psicóloga. No quise escuchar más, pero antes de
despedirnos Lucrecia me dijo que, en el negocio de los terrenos para cultivar
bosques, a Liniers empezaba a irle bastante bien. Había conseguido varios
inversionistas. Ella misma lo estaba pensando porque las maderas y el papel
daban una rentabilidad segura. Yo le dije que sí, que había escuchado decir que
las papeleras eran el negocio del futuro y mientras me despedía y volvía a
jurarle no contar nada, pensé que dentro de poco el problema, para mí y al
menos para una docena de mujeres, iba a ser conseguir los repuestos del filtro
de agua.
No es que Pepe no apriete
LA chica se pasa la valija de una mano a la otra.
—¿Falta mucho, mamá?
—Dentro de media hora
llegamos. ¿Querés ir un rato a la plaza?
La chica hace que no con la
cabeza.
—Quiero ir a tomar la leche.
—Sabés que todavía no podemos.
—Sí, pero igual —dice.
—Dame la valija —pide la
madre.
La chica hace otra vez que no
con la cabeza concienzudamente.
Le gusta llevarla, aunque sea
pesada y cada tanto la tenga que pasar de una mano a la otra. Es su valija.
Todo lo que está allí adentro es de ella. La cartuchera, los dos manuales y los
cuatro cuadernos forrados con papel araña azul y verde. Forrados como le gusta
a ella, piensa con orgullo, porque su madre lo hace apurada, marcando con una
uña los dobleces —todo lo hace apurada, su madre—. Ella, en cambio, lo hace con
regla, cuida que todos los rebordes tengan el mismo ancho y en las esquinas, lo
más difícil, corta el papel sobrante con tijera. Recién cuando el forro está
tan tirante que casi no se diferencia del libro, le pega la etiqueta con su
nombre.
La madre se detiene a mirar
una vidriera y ella apoya la valija en el suelo entre las piernas. Nada en el
mundo es tan de ella como lo que lleva allí dentro. Si pudiera, llevaría
también su ropa, al menos su ropa preferida, la falda tableada a cuadros, la
blusa con botones de perla...
Piensa en su cartuchera de
cuero y se sopla el flequillo —cada vez que está nerviosa se sopla el
flequillo—. Puede sentir el olor que sale de allí, ver el sacapuntas, la
escuadra de color rosa, la lapicera fuente, el osito de peluche en miniatura
que le regaló su abuela Irene y el tesoro de los tesoros: la fresa que sacó de
uno de los cajones de Norberto y que le ha mostrado en secreto a Laura, su
compañera de banco. Es una fresa-diamante. ¿Una joya?, preguntó Laura. Sí,
afirmó Alicia: eso decía en la cajita: “fresa-diamante”. También sabe, porque
se lo dijo la maestra, que “fresa” es como llaman los españoles a las
frutillas. Y pensándolo bien, se parecen. Esa piedra áspera tiene granitos como
una frutilla. Si él se enterara, la mata. Su madre y él siempre discuten porque
ella tocó esto o aquello. Cuando se mudaron, fue lo primero que él dijo: Cuando
yo no estoy, nadie entra al consultorio y nadie contesta el teléfono, ¿está
claro? Na-die, había repetido
separando la palabra en sílabas y mirando alternativamente a su madre y a ella.
La primera vez, cuando la
encontró sacando gasas de un tambor metálico, Norberto la sacudió fuerte de un
brazo, como si con eso ella fuera a soltar, además de las gasas, la confesión
de todas las otras cosas que había tocado. Después, a la noche, oyó cómo la
madre la defendía. Qué querés, la chica no tiene un cuarto, no tiene dónde
jugar. No tiene dónde jugar, se había
burlado él, llevala a la plaza, o si no, se acabó.
Pero ese sillón giratorio que
sube y baja pisando un pedal, esa bandeja móvil llena de herramientas, el
aspirador de saliva, la canillita con su vaso plástico, el torno amenazante con
su cable enrollado... En la plaza no hay nada que se le compare. Sin embargo,
lo que en Alicia produce la mayor fascinación es el armario con sus cajones
alargados y chatos donde se ordenan de mayor a menor las fresas, las pinzas,
las espátulas, las cajitas de cemento de distintos colores que Norberto mezcla
en unos recipientes minúsculos como las tazas de té de un juego para muñecas. A
veces, cuando está simpático con ella, la asusta con la dentadura que tiene
sobre el armario. Le dice que es de un muerto. Pero ella sabe que no, su madre
le ha explicado que son de porcelana, una imitación.
—¿Y si vamos al cine, mamá?
—Hoy no —dice la madre.
Cada tanto, en lugar de dar
vueltas por el barrio o de sentarse en la plaza, van al cine y ella toma la
merienda en la oscuridad. Eso es extraordinario, pero no sucede muchas veces.
—Además, seguís castigada
—agrega la madre.
Pese a que le ha prometido no
volver a tocar nada besándose los dedos en cruz sobre la boca, no lo puede
cumplir, es irresistible. La última vez, cuando la descubrió frente al espejo
del baño metiéndose el espejito en la boca, Norberto le pegó un cachetazo. La
próxima va a ser peor, le advirtió. Pero Alicia no se arrepiente: nunca en su
vida se había visto las muelas de esa manera, el paladar, la campanilla. Esa
noche casi no pudo dormir pensando en todos los recovecos del cuerpo que tiene
adentro y no puede ver.
La madre ha entrado en una
zapatería y se ha probado un par de sandalias plateadas. Cuando camina frente
al espejo, con esos tacos tan altos, se le marcan los músculos de las piernas,
como si fuera una bailarina clásica. Después han entrado a un almacén a comprar
café y a una mercería donde su madre le compró una hebilla. A cada entrada,
Alicia resopla.
Hace seis meses que están en
la nueva casa, desde que empezaron las clases. Este año, al menos, lo vas a
terminar en el mismo colegio, dijo su madre. Hace seis meses entonces que sale
a las cuatro de la tarde y que su madre la busca y esperan hasta las cinco
antes de volver a casa. Una hora por día. Si terminara de saberse bien la regla
del tres, Alicia podría calcular cuántas horas han estado dando vueltas por el
barrio en los últimos seis meses. ¿Más de cien horas? Cuando al fin llegaban, a
su madre se le acababa de golpe toda la paciencia. Alicia la veía ir y venir
con una rapidez y un ímpetu desproporcionados para aquel departamento tan
pequeño. Le preparaba la leche en la cocina y mientras ella la tomaba, le
arreglaba su cuarto en la salita de espera. Le hacía la cama en el diván duro
de cuero, ponía sus dos muñecas encima y sus libros de cuentos sobre las
revistas manoseadas de la mesita baja. A ella le hubiera gustado tener cortinas
con flores y en la pared un afiche de Bambi, como el que tenía Laura en su
cuarto. Pero tenía uno que decía “Fluordent”, con una muela enorme como una
montaña recorrida por líneas azules y rojas. Tampoco había ventana en su
cuarto, sólo una puerta con vidrios esmerilados que daba al consultorio. Su
madre hacía lo mismo con el cuartito chico —el escritorio lo llamaban ellos—
donde dormía con Norberto, en un diván que se transformaba en cama doble, igual
de duro que el de la sala de espera. La madre entraba al baño y lo limpiaba,
después volvía a la cocina y al lavaderito, y otra vez al escritorio donde
doblaba y ordenaba la ropa. En eso no había problemas, porque la ropa de ellas
era muy poca y entraba en algunas de las cajas donde venían los vasitos de
plástico, las servilletas y las bandejas descartables. En el armario se
guardaban sólo las batas de Norberto, unas batas verde clarito, que a ella, no
sabía bien por qué, le daban un poco de asco. El problema era con la comida.
Había una heladera que parecía un cajón de fruta y dos hornallas donde se podía
cocinar muy poco. Norberto no quería que el consultorio se llenara de olores de
repollo, por ejemplo, o de papas fritas. Así que, por lo general, él traía la
comida hecha del restaurante de la esquina. Por suerte tenían los fines de
semana y algunas noches de libertad que era cuando Norberto se iba a visitar a
su familia, en Ituzaingó.
—Pobre Norberto —dice a veces
la madre—, tiene que viajar demasiado.
También los oye discutir,
Alicia, por lo de Ituzaingó. Su madre no quiere que vaya tanto. Que Elena esto,
que Rosita aquello, dice él. No me hables más de Elena, dice ella, ni de
Rosita. Me aburre, siempre lo mismo. Después hay un silencio largo, algunos
susurros y Alicia ya no puede oír de qué hablan.
—¿Y por qué nosotros no vamos
también a Ituzaingó y listo? —había preguntado ella.
—Es lejos —decía la madre—. Y
además no hay chicos para vos, es toda gente grande.
—¿Quiénes son Elena y Rosita?
—Tías —decía la madre.
Alicia suspira. “Tía” le
parece una palabra mágica como abracadabra. Ella sólo tiene una abuela vieja a
la que le tiemblan las manos. En cambio Laura tiene dos tías que la llevan al
Zoológico, le hacen regalos, le cuentan secretos de familia. Alicia casi
cambiaría su fresa-diamante por una tía.
Cuando se quedaban solas, sí
que lo pasaban bien. El consultorio iba perdiendo minuto a minuto su aspecto
impecable. Se despertaban tarde y se quedaban hasta el mediodía en camisón,
escuchaban la radio, hacían panqueques de dulce de leche, ella desparramaba
todas las piezas de sus rompecabezas en el suelo, la madre colgaba toallas en
las manijas de las puertas, hablaba por teléfono con sus amigas, se ponía
ruleros, se pintaba las uñas y después se daba un larguísima ducha cantando
tangos a viva voz. Al final, cuando el agua según ella empezaba a ponerse fría,
cantaba esa canción que a Alicia le daba risa: Y no es que Pepe no apriete, sino que sabe apretar...
Apenas su madre hacía correr
el agua, Alicia podía entrar en puntas de pie al consultorio, encender la
lámpara de luz azul que la hacía ver estrellas de colores, abrir frascos y
marearse con esos olores misteriosos, meter sus muñecas en el autoclave como si
fuera una casita y abrir todos los cajones. Se reservaba para el final el de
las fresas, de dos pisos, como si fuera una caja de bombones. Cuando escuchaba Y no es que Pepe no apriete..., ponía
todo en orden y cerraba la puerta sin hacer ruido. Aunque cada vez se repetía
que no lo iba a volver a hacer, sabía que sí, que iba a volver a hacerlo, cada
fin de semana, y también sabía que una fresa era demasiado poco. Si sacara
otra, de la bandeja de abajo, ¿se daría cuenta Norberto?
El domingo a la noche,
mientras ella terminaba sus deberes, la madre limpiaba y ordenaba el
departamento. Parecía un cambio de decorado, como Alicia había visto en el
teatro una vez que fue con el colegio: desde arriba bajaban una cortina pintada
con otro paisaje y entonces los personajes ya no estaban en su casa sino en el
bosque o en un barco navegando por el mar.
—Estoy cansada, mamá, ¿ya
podemos ir?
—Falta. Vení, vamos a
sentarnos un rato en el banco.
Alicia se sienta y hunde la
cara entre las manos.
—¿No te vas a dormir, no? ¿Te
canto algo?
—El tango de los cinco
hermanos.
—Ése te pone triste.
—Entonces la canción de Pepe.
La madre canta. Canta la letra
y le pone música con sonidos que inventa
—chu chu chu, mm mm mm, ay ay ay— y cosas así.
Después de un rato la madre
mira su reloj.
—Las cinco menos diez —dice—.
Si nos vamos caminando despacito por Ibarguren, llegamos a tiempo.
Por el camino ven a un chico
que camina con zancos y casi al mismo tiempo un gatito que maúlla bajo un
árbol.
—¿Podemos llevarlo a casa
mamá?
—¿Al chico de los zancos o al
gatito?
La chica se ríe, su madre era
chistosa a veces.
Por fin llegan a su casa y llaman
el ascensor. El ascensor siempre tarda en venir.
Cuando se detiene en la planta
baja, al abrirse la puerta, ven salir a un hombre con un traje marrón clarito y
con cara de afligido.
—El último paciente —le
susurra la madre al oído.
Al entrar, Norberto casi no
las saluda, está con sus guantes de látex, inclinado sobre un molde de yeso.
Alicia toma un vaso de leche
tibia y no llega a comerse las vainillas. Está tan cansada que empieza a
dormirse sentada en el banco de la cocina.
Se despabila con el timbrazo
agudo del portero eléctrico.
Norberto aparece junto a ella
y se acerca extrañado a atender. ¿Quién podría ser a esa hora? Tal vez sea
equivocado, dice, mientras le hace gestos a su madre de mantenerse callada.
Su madre se para junto a él,
expectante. Alicia se sopla el flequillo.
—¿Pero qué hacés aquí?
—exclama Norberto con la voz chillona que pone cuando la reta.
Alicia ve que su madre se pone
pálida.
—No, no, nadie me avisó...
Claro, hiciste bien —dice—, qué barbaridad...
Norberto levanta la mano y le
hace a la madre un gesto rápido, como si girara una llave, que Alicia no
alcanza a entender.
—No, ningún problema, es sólo
que tengo una urgencia, pero me esperás y ya está. Bajo a abrirte...
En cuanto cuelga, le susurra a
su madre: Elena.
Después todo empieza a pasar
muy rápido. Norberto la mira, y la apunta con el dedo como si la culpara.
—Hoy te arreglamos la caries,
preparala —le dice a su madre, y sale con las llaves en la mano.
Su madre la empuja hacia el
consultorio.
—Pero si no tengo nada...
—Obedeceme —la interrumpe su
madre, mientras la sienta en el sillón—. Y ni una palabra más —agrega con un
tono de voz que la deja clavada al asiento.
Después le pone el babero con
los brochecitos metálicos y la aspiradora de saliva que la termina de enmudecer
con su gorgoteo. No entiende qué está pasando. Con un ramalazo de miedo piensa
en la fresa robada. Escucha a su madre corriendo por el departamento. Su
taconeo apurado, puertas que se abren y se cierran, el silbido mudo de la ropa
que se descuelga, el tintineo de algunos platos y vasos que se guardan y
después, agitada, a través de la puerta abierta del consultorio, la ve sentarse
con el tapado puesto sobre el diván de la salita de espera, poner a sus dos
muñecas sobre la falda y desde allí rogarle moviendo apenas los labios, después
te explico, Alicia, después....
Lo demás, con el sopor de la
anestesia, recién lo puede recordar más tarde, sobre el tren que las lleva a
Virreyes donde vive su abuela. Aquella mujer de cola de caballo y de cara
afilada que subió con Norberto. La manera de moverse por el departamento, como
si fuera la dueña, abriendo la puerta de la cocina, la del baño y la del
escritorio. Sus gestos de impaciencia desde la puerta del consultorio y
Norberto que le clava una aguja con anestesia y le dice terminamos prontito, y
después tu mamá y vos se pueden ir, ¿eh? Entonces un embotamiento empieza a
subirle por la cara hasta la frente, se siente tan mareada que el sonido
discordante del torno repercutiendo en su cabeza, la cara desencajada de la madre,
la mujer que está ahora parada junto a ella con los brazos cruzados, le parecen
formar parte de un sueño. Hasta que al fin Norberto le hace tomar agua del
vasito y escupir y secarse con el babero. Me la trae en unos días señora, dice,
y su madre hace que sí con la cabeza y le da la mano, hasta la próxima doctor,
y saluda también a la mujer que sigue allí de brazos cruzados esperando que
ellas se vayan, así que se meten rápido en el ascensor con las muñecas y la
valija y llegan en silencio hasta la calle donde todavía hay luz y ha empezado
a caer una llovizna tenue. Después el taxi y la estación. ¿Todo eso porque ella
robó una fresa?
Protegida por el traqueteo del
tren y la mano de su madre en la suya, Alicia quiere hablarle, decirle, jurarle
que la fresa-diamante, que ella nunca más, pero no puede, tiene la cara
hinchada e insensible, y las palabras se le resisten en una boca que todavía no
siente suya. Mira en cambio la valija que está sobre su falda y la aprieta
fuerte pensando que, una vez más, su madre la va a cambiar de colegio.
Truhanes
¿TE acordás del primer velorio al que fuimos?
Era una tía lo suficientemente
lejana como para que el programa resultara un gran entretenimiento, sin una
gota de pena. Nuestros ojos descarados habían recolectado todos los detalles,
sobre todo los más truculentos. Hablamos meses y meses del color anaranjado de
la muerta, de aquel dedo índice que por alguna imprevisión había quedado rígido
y un poco levantado como si quisiera advertir algo a los que se acercaban, de
los agujeros de la nariz que se habían revelado profundos y llenos de misterio,
y de aquel extraordinario pelo en la barbilla, un pelo negro, tan vivo y
lustroso que contradecía a la propia muerte. Tocamos la puntillas ásperas que
bordeaban como un cerco de ligustrina el cajón, leímos todas las cintas moradas
de las coronas, tocamos también las flores, armadas con alambres y rodeadas de
penachos puntiagudos como las puntillas. No nos perdimos ni un detalle.
Lamentamos cuando cerraron la puerta de la capilla ardiente para soldar el
cajón. ¿Te acordás? La sola frase “soldar el cajón” que se repetían unos a
otros en un susurro nos dejó sin aliento. Pero nadie pudo impedirnos que
aspiráramos hasta marearnos aquel olor a metal derretido que de a poco fue invadiendo
la sala.
Después fuimos a otros
velorios pero ninguno fue como aquél.
¿A qué viene todo esto? No es
que sea mi tema preferido. Pero tengo que contarte lo de Otilio. Su muerte y
todo lo que vino después. Se murió de una cirrosis galopante. Lo único capaz de
galopar en él, ya que el resto de sus movimientos —voluntarios o vegetativos—
se habían vuelto como en cámara lenta. Lo dejamos de ver durante mucho tiempo
—nunca fue un tío muy querido— pero en los últimos años lo encontré dos veces
por la calle. No me acerqué ni lo saludé, todo lo contrario: una vez me escondí
detrás de un árbol y otra me metí adentro de un negocio para que él no me
viera. Daba un pasito, y después otro, y otro, con aire aterrado, como si a
cada instante estuviera por desplomarse. Y al final se desplomó, aunque no
fuera tan viejo.
La semana pasada fue su
velorio y me reencontré con toda la familia. Ante todo, con sus nombres. Esos
nombres absurdos que tienen —y de los que están orgullosos— empezando por
Otilio, pasando por Musia y Hesperia y terminando por Acasto, al que todos
llaman Acaso por su carácter dubitativo. De ahí les debe venir ese amor por las
letras que pulula en la familia en sus más variadas modalidades, su propensión
a la fantasía, por no decir extravagancia o locura.
Vos y yo siempre fuimos las
más sensatas, opusimos una dosis saludable de racionalidad a los disparates de
la familia. Como decía papá: “Cada cuerdo, con su loco”. A nosotras nos tocó
más de uno, pero el principio, como el de Arquímedes, igual se cumple.
Allí estaba Hesperia,
rebosante de gordura, devota furiosa del Scrabble y de todos los crucigramas y
juegos de letras que se hayan inventado. Musia, profesora de castellano que
escribía poesías un poco rancias —poesía mustia— pero cada tanto con algún chispazo
de imaginación. El propio Otilio, cronista obsesivo de las cuestiones
familiares, coleccionista de citas y de recortes. Acasto, estudioso de las
lenguas indoeuropeas. Qué conjunto.
De manera que una vez que
todos se fueron acostumbrando a esa situación inusual de rodear un féretro,
cuando las lamentaciones, esos comentarios más o menos absurdos sobre la
expresión del muerto (que siempre es terrorífica por más que se empeñen en
encontrarla natural, “como si durmiera”), cuando las anécdotas y las supuestas
virtudes del desaparecido se fueron agotando, la conversación empezó a tomar
otros cauces. La ocasión fue un festín: para nuestra familia tan letrada caían,
como uvas o cerezas, unas palabras exquisitas. La tía Hesperia dijo que el de
la cochería era un “truhán” porque no había traído a tiempo los pies para las
coronas, aunque los había cobrado como un ítem en el rubro “varios”. Hacía años
que nadie oía semejante palabra, así que se habló largo tiempo de ella, se
hicieron especulaciones acerca de cuántas veces figuraría en El Quijote, e incluso en toda la
picaresca española.
Musia, regocijada, nos
preguntó si adivinábamos cómo se llamaba el portero de la cochería, un hombre
que estaba apostado en la puerta y que desalentaba desde el umbral toda idea de
seguir viviendo, tan pálido y desgarbado era. Se llama “lacayo”, nos informó,
dando un saltito en la silla. ¿Existiría el verbo “lacayear”?, se preguntó a
continuación. Con la “y griega” hay pocas palabras para el Scrabble, la “ye” es
un problema, aclaró. Un disparate dijeron todos. ¿Alguien diría acaso que
existe el verbo “yuyuscar”?, saltó ella. Y, sin embargo, existe, dijo con aire
triunfal. Después, en lugar de rezar el rosario como en un velorio normal, y
para zaherir a la pobre Hesperia, se pasaron un buen rato enumerando palabras
que contuvieran la “ye”. También se comentó el nombre del ataúd —modelo
“imperial”—, que habían elegido nuestras primas, su color —entre marrón y
negro— para el que no existía una vocablo exacto, la existencia de féretros
temáticos y también la última moda americana de animación de velorios, sea con
poesía, sea con obritas teatrales que dramatizaban algunos momentos de la vida
del difunto. Hasta que llegó el lacayo y anunció que iban a proceder al
traslado del extinto.
La palabra “extinto” produjo
su efecto, pero hubo que abocarse al traslado y el grupito se disolvió. Magda,
la mujer de Otilio, asumió el mando. Dicho sea de paso, se la veía bastante
rozagante pese a que declaró primero que se sentía “denodada” y después
“decapitada”, en un esfuerzo loco por ponerse a la altura de las
circunstancias, ya que en la familia siempre se la consideró una ignorante.
Bueno, me estoy yendo por las
rámulas, como decía papá.
La cuestión empezó aquella
tarde en el velorio, pero con los días se fue trasladando a otros campos
contiguos: la bóveda familiar, las cremaciones o reducciones, las sepulturas y
las urnas, que es donde vos aparecés en escena.
Resultó que la bóveda estaba
llena, desbordante de cajones remotamente familiares y entonces no había lugar
para Otilio.
Se tomaron algunas decisiones
transitorias —dejarlo a Otilio en un depósito— y después hubo una reunión para
resolver la cuestión de fondo. Fue en lo de Hesperia. Tendrías que verla,
siempre fue gorda, pero ahora es obesa, casi no puede moverse de su casa.
Mantuvimos unos diálogos terribles donde circularon otras palabras y
precisiones, como la etimología de “inhumar” y “exhumar”, o la diferencia entre
“nicho” y “sepultura” que hasta ahora ignoraba. Para matizar la conversación
Hesperia se tiraba cada tanto unos pedos larguísimos, como si necesitara
desinflarse un poco para poder seguir respirando. En cada oportunidad, yo
levantaba la cabeza y miraba a mis primas, pero nadie se daba por enterado. Al
parecer era algo habitual. Es el estrés, me aclaró Magda después de una buena
media hora. Yo, como había que decidir a quién guardaban y a quién tiraban o
reducían, aclaré que era partidaria de la cremación, no estar en ninguna parte
o en todas al mismo tiempo, que cualquier comercio con los huesos me parecía
asqueroso. Hesperia declaró que la aterraba la idea de que la quemaran. ¿Quién
podía asegurarle a ella que eso no dolería? Ella quería estar en la bóveda
cuando le llegara el turno y, por sus dimensiones, tendría que ocupar un lugar
doble. Yo voy a hacer un crucero en primavera, dijo Musia de golpe. Todos la
miramos. Disculpen, explicó, fue pura metonimia, lo de la “cremación” me
recordó lo del “crucero” que tengo reservado para octubre. (Lo dijo haciendo un
gestito con los dedos índice y pulgar, como si tomara entre ellos la porción
“cr” común de ambas palabras.) Podría recordarte una “crucifixión”, apuntó
Magda con mirada trágica. Bueno, si hay que elegir entre “cremación” o
“crucero”, intervino Acasto, en principio yo voto por crucero. Y digo en
principio porque...
Antes de que empezara con la
cadena de dudas, todos lo interrumpieron y alguien propuso al fin lo razonable:
consultar con el cementerio a ver qué soluciones proponían ellos, los
especialistas. Lo tiraron a suertes y me tocó a mí. Yo tenía que hablar con
Albertina Papardelli de Frontis, la Directora, a quien durante los días que
siguieron sólo podía mencionar como la Directora del Zoológico. No por hacerme
la chistosa, sino por algún mecanismo que escapaba a mi control: cada vez que
iba a decir “del Cementerio”, me saltaban las palabra “del Zoológico”. Y si lo
pensás, no está tan mal. ¿Acaso no son unos pobres animalitos los que descansan
allí en distintas escalas de degradación? Papardelli fue muy clara: o se
reducían animalitos o se los pasaba a tierra. La clave era si los candidatos a
la reducción estaban a punto o no, esto dependía de la “consunción”, dijo ella.
A todos se les hizo agua la boca con esta palabreja. Había que abrir las tapas
y mirar el punto de cocción de cada uno de ellos, lo ideal era que estuvieran
bien peladitos. Ahora vamos a los bifes: ¿quién iba a tomarse semejante
trabajo? Adivinaste: Montoto.
Entonces la lógica indicaba
deshacerse de algún cajón de los más antiguos. Por ejemplo, el de Nemesio. El
hipotético Nemesio, porque las letras del registro están un poco borroneadas.
Podría ser Nastasio. En todo caso, nadie nunca había oído hablar de él. Ésa es
la verdadera muerte, pensé yo. Cuando nadie recuerda nada de vos. No queda ni
una foto, ni una carta, ni un pelo. Nemesio o Nastasio pertenecía de factum al olvido universal. Sin
embargo fue bien zorro, tuvo la precaución de ubicarse debajo de todos los
otros. Así que de allí no lo sacaban ni a garrotazos.
Hubo nuevas reuniones, hasta
que la Directora del Zoológico nos emplazó, no se podía seguir postergando la
decisión.
Voy a ahorrarte los detalles,
sabés lo fantasiosos que son todos en la familia. Al final, aunque yo estuve en
furioso desacuerdo, las otras partes coincidieron en que el cajón que había que
remover para hacerle lugar a Otilio era el tuyo. Porque era el que estaba más
arriba. No tuve más remedio que aceptar. Aunque estaba indignada. No se puede
perturbar la paz de los sepulcros. De manera que, si me apoyás, puedo iniciar
una contraofensiva. Ir al cementerio y hacer mis propias movidas: si ellos
sacan tu cajón, yo puedo a mi vez sacar el del marido de Hesperia —que al fin y
al cabo es un pariente político— y hacerles jaque mate. También puedo juntar
los huesos de los dos hermanitos muertos de difteria en una misma urna, o
reducir a los abuelos, ya sea que estén pelados o carnosos. Pero ¿vale la pena
ese esfuerzo? Pienso que a vos te dará igual. Incluso es probable que prefieras
estar sola en un nicho —en la cuarta fila que es lo que se consiguió—, que
estar apretada en la bóveda con ese conjunto de locos.
De
todas maneras el tema me inquieta. Supongo que estás de acuerdo conmigo. Pero
si no es así, hacémelo saber de alguna manera. Yo voy a estar atenta a todas
las señales. El golpeteo de una puerta. Los clasificados de los diarios. Los
sueños. En fin, vos verás de qué medios disponés para comunicarte. Porque si
ellos son una banda de truhanes, yo bien puedo comportarme como una bribona.
En la periferia
YO lo repito ahora tal como me lo contó, o como recuerdo que me lo contó. Ella, que hasta entonces sólo había sido depositaria, testigo mudo, dijo que entonces tomó partido. Se había hecho responsable. Tal vez hasta había sido soberbia con su piedad. Por eso necesitaba hablar con alguien.
Guardó durante doce años el
par de zapatos y la cartera. Congeló aquella historia durante todo ese tiempo.
Pero ahora había llegado al final, o a uno de los finales posibles, dijo,
porque quién puede afirmar cómo son las cosas de verdad y, menos aún, cuándo
terminan. Creyó, sobre todo, que se la iba a sacar de encima haciendo lo que
hizo en Buenos Aires, pero había sido por lo menos ingenua, si no estúpida, no
había podido desligarse, más bien todo lo contrario: ahora la historia era más
de ella que nunca, le pertenecía, dijo, como le pertenece a uno la infancia.
Cuando cayó la dictadura pensó
enseguida en la posibilidad del regreso, entonces también sería el momento de
deshacerse de ese paquete que había llevado por Europa como una piedra atada a
la espalda, como una joroba más que se agregaba a las deformidades que nos
provocaba el país. Pero eso del “momento” era un engaño de la razón. Otra cosa
era el instinto, vencer la resistencia acumulada por el miedo, ese sedimento de
plomo; así que no lo hizo ese año, pasaron cinco más antes del primer viaje y
ella siguió trasladando aquello como lo había hecho por toda Europa a través de
sus muchas mudanzas, hasta que al fin, ya más estable, lo había escondido en lo
alto de un placard en su departamento madrileño de la calle Ferrán. Los zapatos
y la cartera de la desconocida, de Rosita, como la habían llamado sus
compañeros y como desde entonces se acostumbró a pensarla ella. Porque el
documento que podría haberle revelado su verdadero nombre, el que estaba
adentro de la cartera, junto con la billetera, una bolsita de maquillaje, un
ejemplar viejo de El Descamisado, una
libreta de tapas verdes con la mayoría de las hojas arrancadas, dos biromes Bic
con la tinta endurecida, el documento metido en el único compartimento con cierre
de aquella cartera, nunca lo había abierto. Primero por miedo, dijo, y después
por algo que no podía o no quería terminar de explicarse, una suerte de
juramento o de obstinado tributo. Ese gesto natural de abrirlo para ver quién
era la chica que sangraba en la sala de urgencias del Hospital Rivadavia quedó
detenido en el tiempo, hasta doce años después, cuando volvió a Buenos Aires y
decidió por fin buscar a la familia y devolverlo junto con el resto de sus
cosas. Esas otras cosas que sí había mirado muchas veces, dijo. Había imaginado
gestos, reconstruido secuencias: Rosita arrancando las hojas de la libreta,
anotando citas con una birome, consignas, o tal vez imaginando nombres para el
chico, pasándose brillo por los labios en esa paradoja entre la muerte y la
coquetería. ¿Hasta cuándo persistía el deseo de estar linda? Al menos
presentable, como decían las abuelas, la ropa interior limpia, los zapatos
lustrados, esas prendas de la dignidad anteriores a toda coquetería. ¿Cuándo se
perdía la vergüenza? ¿Recordaría ella, extrañaría su bolsita de maquillaje, los
gestos banales de la vida cuando todavía se parecía a la vida? El lápiz negro y
el brillo labial eran de buena marca. La cartera y los zapatos también: unos
mocasines de gamuza suave y un bolso de cuero negro, de esos blandos y enormes
como se usaban entonces para transportar libros, ropa, folletos, armas. Además
de la revista, el maquillaje, la billetera, había sueltos en el fondo, como un
residuo de su vida, algunos boletos de la línea 39 y la 167, unas hebras de
tabaco, un polvillo ocre. Eso era todo lo que había quedado de ella, dijo. En
cuanto la vio, una noche helada en Buenos Aires, pudo entender por qué el
sobrenombre. Era una rubia con cara de ángel, una chica de Barrio Norte que uno
podía imaginarse casada con un polista y pariendo hijos pero nunca volanteando
o armando caños. Ella había visto a la chica una sola vez, esa vez del
hospital. Sin embargo sabía algunos fragmentos de la historia por Goyo, su
amigo el psiquiatra, del que se había enamorado de forma fulminante durante un
fin de semana que pasaron en Escobar, en la casa quinta de los padres de él.
Aunque no estaba adentro, él hacía tareas de apoyo, en la periferia, como
decían entonces. Por él entró en la historia, y porque los que no militaban
arrastraban una culpa que podía ser más letal que la militancia misma.
A Goyo lo habían llamado para
atender al Puma (ya entonces no le decían más el Puma, habían empezado a
decirle Juan Carlos, llamarlo el Puma parecía una burla, postrado como estaba
en una silla de ruedas). El Puma era un cuadro importante, uno de los más
audaces, hasta que en Ezeiza un balazo de Guardia de Hierro le había dado en la
columna. Todos desearon que lo hubiera matado. Pero en cambio le lesionó la
médula y lo dejó parapléjico. El grupo lo sostuvo, pese a su constante
depresión, y a que cada vez se volvía más difícil y peligroso trasladarlo.
Rosita era la compañera (tal vez todos estuvieran un poco enamorados de Rosita,
dijo ella, como los ladrones de Tuñón, por la forma tierna que tenían de
nombrarla). Aunque estuviera semiparalizado, parece que el Puma podía hacer el
amor, o había podido alguna vez, porque unos dos años después del accidente,
Rosita se declaró embarazada. El Puma estuvo desesperado desde el primer día de
su parálisis, pero cuando supo lo del hijo fue mucho peor. Se puso como loco.
Quería matarse lo antes posible, antes de que a Rosita le creciera la panza,
antes de que ninguna idea o sentimiento de padre viniera a tentarlo, a untarlo
con su hipócrita promesa de vida. Fue entonces cuando lo llamaron a Goyo, dijo
ella, para que hablara con el Puma y tratara de disuadirlo. No llegaron a tener
muchas reuniones, sólo cuatro o cinco. Después cambiaron de idea, pensaron que
si el Puma quería matarse había que ayudarlo. Era la decisión de un tipo libre
y entero. Su muerte iba a ser inteligente, digna, infinitamente mejor que las
de cientos de compañeros a los que estaban torturando y asesinando.
Así que pasaron de la atención
psiquiátrica a buscarle un lugar para el suicidio. Le pidieron a Goyo la casa
de Escobar. Lo dejaron solo, al Puma, con los fierros. Pero falló dos veces.
Tal vez las manos ya no le respondían. Hay que tener fuerza y precisión para
gatillar una 45. O tal vez se acobardaba en el último instante. Ella, que había
tenido en aquella casa de Escobar sus primeros encuentros con Goyo, pasó unos
días de pesadilla imaginando cómo, en qué momento, en qué rincón de la casa la
bala salía disparada y su recuerdo romántico quedaba destrozado, como la cabeza
del Puma. Cuando por seguridad empezaron a buscar otro lugar, Goyo le pidió que
los ayudara y, aunque no la mencionó, seguro que pensaba en su casita de
Chascomús. Pero ella iba a decir que no. Que ya había hecho muchas cosas por la
Orga. Había prestado su oficina para reuniones, una cochera para que cambiaran
chapas de coches robados, había escondido gente dos veces. La idea de que
alguien se matara en su casa de infancia le resultaba intolerable. Pero no fue
necesario, porque la noche antes de dejar Escobar, sucedió. El Puma pudo. No
supieron los detalles, sólo que se ocuparon de dejar todo como estaba, ni una
mancha, ni un rasguño en la pared.
Por un tiempo los dejaron
tranquilos.
Dos meses después, una noche
en que ella dormía en lo de Goyo, los despertó el portero eléctrico. Era uno al
que le decían Tape, y otro del que ella no recordaba el nombre. La tenían a
Rosita en el auto, con la cintura envuelta en un toallón en medio de una
hemorragia que no sabían cómo parar. Alguien tenía que llevarla al hospital y
no podían ser los compañeros. Tenía que ser alguien de afuera, y si era una
mujer como ella, limpia de sospecha, mejor; podría decir que la había asistido
en la calle, que la había encontrado así. Fue entonces cuando la conoció, en la
penumbra del auto y después bajo la luz plana de la guardia. Era muy joven y
tenía un aspecto vulnerable, el pelo fino y ensortijado recogido con una
hebilla blanca, un pulóver grueso tejido a mano y una pulsera de plata con un
dije, una tijerita, me aclaró. A ella ese detalle la había conmovido porque la
pulsera de dijes era algo que había deseado cuando era chica, algo un poco
kitsch, de niña mimada: cada año se regalaba un dije o una esclava de oro, y
eso era crecer, la suma de esos objetos de oro o de plata, como trofeos. Casi
no hablaron mientras estuvieron juntas, la chica se abrazaba con fuerza para
contener el temblor que la recorría cada tanto, pero se mantenía firme en su
silencio y en la ausencia de la mirada. Sólo cuando la pasaron a la camilla y
se la llevaban, Rosita la miró y movió los labios, le decía gracias, o se
despedía o murmuraba algún mensaje último, a ella que abrazaba perpleja los
zapatos y la cartera de la chica, tenga usted sus cosas, había dicho la
enfermera, hasta que se despierte de la anestesia, y ella, como una autómata,
había abierto los brazos, recogido esas pertenencias. La vio desaparecer por
una puerta, y entonces también le vio los pies, blancos y pequeños, con las
uñas pintadas de rojo, otro detalle incongruente que, como la tijerita, quedaron
grabados en su memoria. Le dijeron que si quería tener noticias volviera al día
siguiente, cosa que hizo.
Pero cuando preguntó por la
chica, la que había llegado la noche anterior desangrándose, nadie sabía nada.
Las enfermeras, apuradas, se la sacaban de encima con evasivas. El que
registraba las entradas le dijo que esa noche a él no le tocaba guardia y que
en el libro no figuraba. Entonces se le acercó el tipo con los termos de café y
sin que ella se lo pidiera le sirvió uno. Tenga, disimule, le dijo, a la chica
que usted busca, la rubia, se la llevaron los milicos a las cinco de la mañana.
Ese mismo día Goyo viajó al
Uruguay —y después a Brasil y después a Suecia, donde le perdió el rastro—.
Sólo quedó ella con los zapatos y la cartera metidos adentro de una bolsa. Los
miró sin saber qué hacer, tal vez dejarlos abandonados como esos zapatos
impares, patéticos, que se encuentran al borde de una ruta. Pero no, a ella le
habían tocado y tal vez fueran el único testimonio de la chica ensangrentada, de
su silencio y su temblor. Así que se quedó con las cosas de Rosita, con su
documento y con su historia. Y cuando se fue a España, aunque no fuera lo más
sensato, decidió meter todo en la misma valija.
Doce años pasaron. Cada tanto
volvía a mirar aquellas cosas, los zapatos y la cartera, con el cuero que se
iba gastando o resecando, como cualquier cuerpo que ya no estuviera vivo.
La segunda parte de la
historia empieza cuando ella volvió a Buenos Aires.
Después de un tiempo, cuando
se aquietaron las emociones del regreso, una mañana se sentó en la cama y, como
un ritual largamente postergado, abrió el documento de Rosita. Las hojas
estaban apenas un poco pegadas por la humedad: allí estaba ella, una imagen
artificial, inexpresiva, como son las fotos de carnet, pero suficiente para
reconocerla: Rosita, con el pelo aplastado por una vincha y la cara infantil
sin una gota de maquillaje, anclada para siempre en los dieciocho años. Pero no
se llamaba Rosita, sino Emilia, tenía un apellido altisonante de esos que figuran
en los libros de historia, y vivía en la calle Quintana.
Por ahí empezó la búsqueda,
por la guía telefónica. Con respuestas temerosas, llenas de suspicacias al
principio, confirmó que la familia seguía viviendo en la misma dirección. Habló
con Martina, una tía, y ella fue el eslabón para llegar a la madre: Delia,
apellido italiano, casada con el altisonante. Le dijo por teléfono que quería
hablarle de Emilia, que tenía algunos “efectos personales” para devolverle. Se
sintió como un policía, usando esas palabras contaminadas: individuo, efectos
personales, el lugar del hecho...
Llegó una tarde hasta el
edificio de la calle Quintana. Subió hasta el quinto piso en un ascensor lento
y lleno de quejidos, entró a un living alfombrado, de muebles oscuros y con un
olor leve a eucaliptus. Y allí, en esa casa que no conocía, tuvo esa impresión
brumosa de lo que ya se ha vivido al ir pisando los mismos lugares que Rosita o
Emilia, repitiendo sus movimientos, como lo había hecho antes cuando miraba su
libreta de hojas arrancadas o abría el cierre de su bolsita de maquillaje. La
atendió una vieja mucama o ama de llaves. “La señora la quiere atender en el
cuarto de la niña Emilia”, le dijo. Y a la mitad del pasillo que llevaba a los
cuartos, vacilando, sin saber en verdad si le correspondía hacer ese
comentario, se volvió y le hizo una advertencia, “la señora Delia está
delicada”, dijo.
Entró en el cuarto.
Almohadones de raso, cortinado y cubrecamas de flores, afiches de Los Beatles y
de Joan Baez en las paredes, estanterías con fotos, recuerdos, muñequitos...
todo quieto, brillante, recién repasado. Delia la esperaba sentada a contraluz
sobre la cama. El mismo pelo fino y ensortijado que la hija, pero ya blanco y
escaso. La cara demacrada, pero los ojos vivos como de quien sigue esperando.
“Usted parece una buena
persona”, le dijo apenas la vio. “Lo sé porque a mí ya me han engañado muchas
veces”, agregó.
Entonces ella, sin palabras,
le dio los zapatos y la cartera.
Delia los abrazó unos
instantes. Después dejó la cartera sobre la cama y puso los zapatos en el piso.
Las dos los miraron de una forma parecida, como si desde allí pudieran dibujar
o materializar por un momento el cuerpo de Emilia. Por fin Delia se levantó y
fue hasta el placard, abrió la puerta y tiró de uno de los cajones de abajo: un
botinero donde había otros zapatos, zapatillas, sandalias. Y entre ellos, un
espacio vacío. Delia los puso allí, los acarició y cerró el cajón. “Todo está
como cuando ella se fue”, le había dicho, como si hiciera falta aclararlo.
Aunque sabía, había agregado con presteza, que Emilia no volvería más. Ella iba
a empezar a hablar, a contarle, pero Delia la detuvo. Le dijo que la había
buscado durante diez años. Todas fueron mentiras, pistas que no conducían a
nada. Había caído en manos de un falso informante. Sabía, por otros casos, que
existían esos canallas, que no había que escucharlos, pero le habían dado una
prueba irresistible.
Fue hasta la mesa de luz y
abrió el cajón. Sacó algo de allí. Después abrió el hueco flaco de la mano y
ella pudo ver una vez más aquella pulsera de plata con el dije: la tijerita. Se
la habían regalado cuando cumplió diez años, dijo Delia, y Emilia nunca más se
la sacó. Decía que le traía suerte. Con ese anzuelo la habían ido despojando, y
le habían quebrado las esperanzas. Después se resignó. Le dijo que a Emilia ya
no la esperaba más, o mejor dicho que la esperaba, pero de otra manera. Había
sonreído, con una sombra de felicidad: un nieto, o una nieta. La misma Emilia
le había dicho que estaba embarazada la última vez que se había comunicado con
ellos. Según calculaba, ese nieto debía tener doce o trece años. Vivía
esperando ese encuentro, como muchas abuelas. Después abrió otra hoja del
placard y le mostró más cosas. Regalos que había ido comprando para él o para
ella. Para cuando llegara el momento y que él o ella supiera cómo lo había
esperado, con qué lenta y confiada acumulación de amor.
Cuando al fin se quedó
callada, dispuesta a escucharla, ella no tuvo coraje para decirle lo que sabía.
Y a los tropezones inventó otra historia, llena de huecos y contradicciones,
donde Emilia apenas había recalado en su casa una noche y después se había ido,
con otra ropa, otra identidad, y a ella le habían quedado esos zapatos y esa
cartera con el documento que nunca nadie había ido a reclamar. Poco tiempo
después, ella misma se había ido del país. Así habían sido las cosas. O podrían
haber sido así, y mucho más inexplicables o caóticas porque el horror trituraba
entonces todas las reglas aprendidas. Quedaron en volver a verse, en volver a
hablar alguna vez. Después ella se fue, dejándola a Delia flotando en aquel
limbo de espera.
Había
cambiado aquella cartera con su documento por el peso de dudas y culpas
indiscernibles. Por eso me lo contó a mí cuando estuvo en Buenos Aires. Y
cuatro años después, cuando murió Delia y cesó la espera, se lo contó al
abogado de la familia. Para que se supiera la verdad, o al menos lo que ella
creía que era una parte de la verdad.
Pensamiento lateral
ESTABAN terminando de desayunar cuando empezó la discusión. Palabras mansas al principio, y de a poco más filosas, con ese estilo refinado que sus padres dominaban como dos artistas. Cecilia subió el volumen de su MP3 para no oírlos. Algunas palabras se le colaban cada tanto: “paciencia” —pedía su padre—, “agotada” —se quejaba su madre—, que tu m’aimais encore... —decía Carla Bruni.
Por fin su madre miró la hora,
se puso el abrigo y salió apurada.
Desde que su padre estaba en
casa, sin trabajo, era así. Los desayunos eran tensos, imprevisibles.
Mientras Cecilia se preparaba
para salir con la bici, el padre levantó las tazas del desayuno. Después empezó
a canturrear y salió al jardín. Le encantaba trabajar en el jardín. Perseguía a
las hormigas con una obsesión desmedida, podaba las plantas de manera un poco
salvaje. Pero, sobre todo, le gustaba regar. Apuntaba el chorro hacia arriba y
apretaba la manguera para que una fina lluvia mojara las plantas desde las
hojas más altas hacia las más bajas, después hacía eses y remolinos. Jugaba con
los dibujos del sol y del agua, como un chico.
Cuando la vio pasar a Ceci por
la vereda, movió un poco la manguera a través del cerco para salpicarla. La
chica pegó un grito, y el padre se disculpó exageradamente.
Conserva el buen humor, pensó
ella.
Cecilia tenía dieciocho años,
la cara redonda y fresca, como recién salida de la infancia, y era, por
supuesto, una chica moderna. Sabía cómo había que tener el pelo cortado, qué
ropa y qué colores usar, qué aros, qué mochila. Pero también tenía intuición y
audacia para romper con las reglas de la tribu, y sabía qué decir cuando algo
no le gustaba.
Iba pedaleando sin esfuerzo en
el aire frío de la mañana. Sin los auriculares, podía sentir el momento exacto
en que engranaban los cambios —clac, clac— cada vez que disminuía o que
aumentaba la velocidad, y también en su mochila, contra la espalda, el peso del
llavero. Las llaves de un reino. Porque desde que había conseguido el trabajo
en la productora, ella era la encargada de abrir la oficina. Manipulaba las dos
llaves de la reja de entrada con orgullo de abadesa. Recogía la
correspondencia, abría la segunda puerta, encendía las luces del tablero
principal y después las computadoras, ponía agua a calentar, abría las
ventanas, pequeñas rutinas de las que era dueña absoluta porque los demás
llegaban recién al mediodía. Salvo la Momia, que había aparecido un mes atrás.
Pensó en él con impaciencia.
¿Por qué tan viejo?, había
preguntado. En esa oficina eran todos jóvenes, vendían música para jóvenes y
escribían notas y catálogos para jóvenes.
Calvetti se va a ocupar de la
parte fiscal, le había dicho Javier. Va a venir a la mañana cuatro horas, sólo
le tenés que abrir la puerta a las diez. Además, había agregado, no es tan
viejo.
Durante esas dos horas que
compartían, casi no se hablaban. Apenas algún comentario trivial, qué lindo
día, hay café hecho, te dejaron un mensaje y cosas así. Ella evitaba hacerlo.
Poco a poco los demás le dieron la razón. Calvetti, además de ese apellido
ridículo, tenía mal aliento y una mirada muerta vaya a saber desde cuánto
tiempo atrás. Tal vez ésa fuera la razón secreta de sus corbatas llamativas,
tan discordantes en esa oficina como un traje de astronauta.
También Cecilia era bastante
nueva en la empresa, haría apenas cinco o seis meses que estaba allí.
Cuando le habían dicho que sí,
que el puesto era de ella, había dado saltos de alegría por toda la casa. El
sueldo era bastante bueno por tratarse de unas pocas horas y el lugar era justo
para ella: la productora de una de sus bandas preferidas.
No se iba a olvidar nunca de
la cara que puso su padre cuando se lo anunció. Un poco de incredulidad, un
poco de emoción, pero sobre todo, de alivio.
Su hermano Bruno todavía no se
las arreglaba solo, había que ayudarlo a sostener su independencia y hacía
pedidos extra con una frecuencia desesperante. Ella tenía sólo dieciocho años,
la universidad era cara, y los recitales, y la ropa, y cada salida con sus
amigas. Así que ya no tendría que soportar la mirada de vaca sacrificada que
ponía su madre cada vez que le pedía plata.
Al principio estuvo bastante
nerviosa, tenía que ordenar pedidos y entregas, chequear las tarjetas de
crédito y las fechas de vencimiento, hablar por teléfono con proveedores y
exigirles plazos. ¿Y si se equivocaba? Pero después del primer mes de
entrenamiento, empezó a moverse más segura. A sentir ese placer un poco maligno
de dominar un sistema, de que aquellos números, aquellas listas dependieran de
ella, de atender el teléfono con autoridad y de dar respuestas precisas. Hasta
le quedaban algunos huecos para chatear con sus amigas.
Aquella mañana, la Momia llegó
más temprano que de costumbre. Serían sólo las nueve y media cuando tocó el
timbre. Ella estaba con Poli en el Messenger. Llegó la momia, tecleó,
perame un toqe.
Calvetti se sentó donde lo
hacía siempre, en la mesa de atrás, a sólo unos cincuenta centímetros de ella,
espalda contra espalda.
¿tás de vuelta?, tecleó Poli. Sip, dijo Ceci. ¿ké me decís de las trolas?
Vera y Lu se habían sacado
fotos un poco locas y las habían colgado de su página. Más que “un poco locas”.
Vera salía en ropa interior, en pose provocativa. Mostrando el ort, decía Poli. Lu lo mismo, y se metía entre las
tetas un chupetín gigante. ¿De dónde
habrán sacado el chupetín? ké naba, Ce, ké desubicada. Pensamiento lateral Po,
desps tesplico interrumpió ella. Tenía que empezar ya con la tanda de las
suscripciones de agosto. Y además, no sabía bien qué pensar de esas fotos.
Se puso los auriculares y la
Bruni empezó a balancearla con Raphaël:
Quatre consonnes et trois voyelles, c’est le prénom de Raphaël, je le murmure a
son oreille et chaque lettre m’émerveille, c’est le tréma qui m’ensorcèle, dans
le prénom de Raphaël...
De pronto escuchó muy cerca el
carraspeo agónico de la Momia. ¿Me hablaste? No, no, cantaba, dijo ella y se
sumergió en el trabajo.
Cuando empezaba a pasar cifras
a las planillas del Excel, se abstraía totalmente. Ella y el reflejo de la
pantalla formaban algo único, un huevo luminoso. Cada tanto se acariciaba con
el índice un arito plateado que llevaba en la nariz, cada tanto acercaba la
cara a la pantalla, como para impedir que algo se le escapara. Y así habrá
pasado una hora o tal vez más hasta que algo impreciso, una sombra, una
vibración del aire, la trajo de regreso bruscamente, como si hubiera cesado la
hipnosis. Se levantó del sillón y fue hacia la cocina. Le pareció que la Momia,
detrás de ella, se sobresaltaba. Y entonces, al pasar a su lado, con el rabillo
del ojo, percibió en la pantalla de él una imagen que supo monstruosa. No pudo
recomponerla de inmediato, como si su mente se resistiera a hacerlo, pero en la
cocina, mientras se servía café, lo tuvo claro: eran unos globos enormes,
tetas, o tal vez glúteos, y un miembro igualmente enorme y oscuro moviéndose
entre ellos. La Momia estaba bajando material porno. Se le aflojaron las
rodillas. Ella sola con aquel tipo. Abrió la canilla de la pileta para
disimular, guardó las tacitas limpias en el armario, y después se concentró en
la imagen de Jim Morrison que la invitaba desde el afiche con los brazos
abiertos: Come on baby, light my fire,
come on baby... the time to hesitate is through... Por fin levantó el tubo
del teléfono de la cocina y marcó el número de Javier. En voz baja, le contó.
Javier la tranquilizó, mucha gente se metía en páginas porno, a veces se
tropieza por casualidad, dijo. Pero tenían que saber un poco más. Una cosa era
una página, una imagen aislada, y otra sexo on line. Llamalo, dijo Javier,
decile que tengo que pasarle unos datos. Después fijate en el chat y me volvés
a hablar.
Cecilia siguió las
instrucciones con valentía. Mientras la Momia hablaba con Javier desde la
cocina, se acercó a su computadora, tapó la webcam para que nadie la viera y
movió el mouse. En instantes apareció el diálogo interrumpido. Eran las
promesas, los pedidos y las exclamaciones más soeces que ella hubiera podido
imaginar. ¿Y ahora qué pasa papito?, no
te veo, tecleaba alguien del otro lado, alguien que ahora balanceaba el
pubis frente a la cámara. Ceci soltó el mouse con asco y se metió en el baño
con su móvil para llamar a Javier. Es sexo on line, Javi. El viejo se estaba
masturbando a mis espaldas. Javier se quedó callado un instante. Pero qué
pelotudo, dijo como para sí mismo. Y después de un silencio, le pidió que
agarrara su mochila y se fuera. Y que no volviera hasta que él le avisara.
Cuando salió del baño la Momia
estaba en la cocina, se estaría preparando un mate, como todas las mañanas.
Pensó con alivio que nunca le había aceptado uno.
Recogió su mochila, su MP3, y
antes de cerrar la puerta lanzó tras de sí un anuncio breve: ¡Tengo que salir
un rato!
Se subió a la bici y pedaleó
con fuerza para alejarse lo más rápido posible. Pero apenas una cuadra después
se sintió sin fuerzas. Se bajó y empezó a caminar llevando la bici del
manubrio. Las rodillas le temblaban un poco. Le daba rabia admitirlo, pero
tenía ganas de llorar. Como una nena, la nena de papá que al primer obstáculo
de la vida se desmorona como un flancito. Es que no le había pasado algo, pensó. No era una cosa, sino
varias cosas distintas y eso la confundía. Por ejemplo, la reacción de Javier.
Javier no se había impresionado demasiado, tal vez le preocupaba que ella fuera
menor de edad. La Momia podía ser un jugador inocente o un pervertido que la
atacara por la espalda. Y eso ya sería responsabilidad de la productora.
Cruzó la calle distraída y un
bocinazo le taladró el oído.
El corazón le dio un vuelco:
podían arrepentirse de haber tomado a una pendeja. Alguien más grande hubiera
manejado de otra manera la situación, hubiera enfrentado al tipo sin crearle un
problema a la empresa. Ni al propio Calvetti. Empezó a imaginar el diálogo
entre Javier y el Gerente. Ahora las cosas ya no tenían marcha atrás. Se detuvo
en el bar de Echeverría y Crámer. Estacionó la bici y se sentó en una de las
mesitas de la vereda. Tenía la boca seca.
Llamó al mozo y pidió una
Coca-Cola.
Pensó en esas corbatas
brillantes, en esos ojos pálidos de la Momia, después saltó a su amiga Lu y
aquel chupetín enorme cuando sonó su celular.
Era Javier. Ya estaba todo
resuelto, dijo. Al tipo lo rajaban. Estaban mandándole un telegrama en ese
mismo momento.
—¿Estás ahí?
—Sí, claro.
—¿Estás bien?
—Sí, claro, sólo que... no
sé...
Cecilia se apretó el arito de
la nariz hasta que le dolió.
—¿No se puede arreglar de otra
manera?
—¿De qué otra manera?
Un chico pasó por la vereda
haciendo eses con su triciclo.
—¿Estás ahí Ceci? —volvió a
preguntar Javier.
—Sí, disculpame —dijo ella—,
estoy un poco rara.
Se apoyó la lata de Coca-Cola
contra la frente, le hacía bien ese frío.
—Ya hablé con Gerencia —dijo
Javi—, vos quedate tranquila. Tomate un día o dos, por las dudas que al chabón
se le ocurra algo y después volvés.
¿Qué se le podía ocurrir al
chabón? Matarla. Un tipo que se queda sin trabajo, a su edad, por culpa de
ella. ¿Quién lo vuelve a tomar?
Marcó otra vez el teléfono de
Javi. Pero cortó. Terminó la Coca-Cola y se quedó un rato con los ojos
cerrados. Por culpa tuya, volvió a machacarle una vocecita por dentro.
El chico del triciclo volvió a
pasar cerca de ella y casi choca contra su silla. Entonces se acordó del
instante exacto en que había aprendido a andar en bicicleta. Era un día de
calor, debía ser enero. Ella avanzaba mirando fijamente un punto, como le había
dicho su padre, y de pronto se dio cuenta de que él ya no la sostenía del
asiento, su padre la había soltado y ella avanzaba sola entre los árboles,
manteniendo la velocidad y el equilibrio. Sentía el viento contra la cara, el
aroma penetrante de los tilos. La sensación de volar y el tiempo detenido en
aquel vértigo y aquella felicidad.
Ceci pagó, se subió a la bici
y volvió a su casa. No tardó mucho en llegar porque a la vuelta había muchas
calles en bajada.
Cuando entró al living su
padre dormitaba en el sillón. Se quedó parada frente a él, mirándolo. Tenía la
cabeza apoyada contra una mano, en una pose forzada, y un rayo de luz iluminaba
su mejilla encanecida. Hacía días que no se afeitaba. De pronto abrió los ojos.
Enderezó la cabeza y se quedó un instante callado. Después, con una voz
cautelosa, como si temiera romper algo, le preguntó:
—Qué hay nena, ¿todo bien?
—Sí,
todo bien —dijo Ceci, y subió corriendo a su cuarto.
Encerrada afuera
SALIÓ al balcón porque había viento y la ropa se estaba por volar. Pero la idea era salir y volver a entrar, no quedarse encerrada allí. Se detiene incrédula ante la puerta hermética. ¿Fue culpa de ella, la imprevisora, o una derrota más de ser argentina? Acostumbrados al golpe seco, al empujón complementario, a la puteada para que los mecanismos se avengan a funcionar, ¿quién podía esperar una puerta corrediza tan corrediza, un deslizarse tan insensible e idiota que en menos de un segundo la encerrara en su propia casa? Lo de su propia casa era una manera de decir, trampas del lenguaje, piensa ella, y se desploma con rabia sobre la única sillita de mimbre que hay en el balcón. Su propia casa nunca le hubiera hecho esto.
Habrán pasado apenas diez
minutos y ya se siente abrumada. Calculó las alternativas más sensatas de la
espera hasta que él volviera. Llegó a una primera conclusión: tiene por lo
menos para una hora más. Llegó a una segunda conclusión: que la primera podía
estar totalmente equivocada.
Teje y desteje ahora
alternativas infinitas, disparatadas. Las espanta como a moscas, pero no puede
evitarlas. Tampoco puede dejar de mirar con fijeza el marco de la puerta ni de
palparlo cada tanto como si fuera a descubrir algún truco capaz de revertir el
mecanismo: abrir lo que antes se cerró. Pero no hay secreto. El marco es liso,
la realidad inexpugnable.
Sentada como un presidiario
contra la pared, se pregunta si fue un puro alarde de eficiencia o si hubo, en
aquel cerrarse, alguna intención maligna. Puede imaginar una voz —falsa y
melosa— invitándola a reflexionar sobre las diferencias entre argentinos y
españoles. Sutiles pero abismales. ¿A quién se le ocurre una puerta de balcón
que se abre sólo desde adentro? A ellos se les ocurre. ¿Cuál es la lógica? Si
el balcón está en un noveno piso y da al pulmón de la manzana, ¿de quién se
protegen?, ¿del hombre araña?, ¿de los ilegales? “Ilegales no”, había dicho la
abogada levantando un dedito, “irregulares”. Qué afortunada. Podría ser una
magrebí ahogándose a metros de la deseada costa de España. Pero es apenas una
irregular encerrada en un balcón. No debería quejarse. Ni siquiera hace frío,
al menos no todavía.
Era lógico que le sucediera
algo así. Hace meses que viene luchando contra los pomos de las puertas,
canillas, llaves y mecanismos en general: empujar en lugar de tirar, girar la
llave a la derecha en lugar de a la izquierda, levantar en lugar de presionar,
cosas que ya había aprendido y en las que ya no era necesario pensar,
automatismos.
El tiempo pasa con lentitud
sideral. Pero no lo suficiente como para ponerse a la par de su otra vida, en
el otro hemisferio.
Se para y se sienta. Camina
desde la puerta corrediza hasta la baranda del balcón. Se asoma hacia afuera,
pero no mucho, para no dejarse atrapar por el vértigo. Golpea inútilmente el
vidrio, como si alguien pudiera abrirle, salta, da unos grititos ridículos de
indignación, se agarra la cabeza. La desesperación va y viene, como las ráfagas
de viento.
Intenta ahora no caer en el
ejercicio masoquista del “si no hubiera hecho esto, si no hubiera hecho
aquello”. No poder torcer la realidad es, en efecto, uno de los mayores dolores
de la existencia. Ella salió a proteger su ropa y también la sillita de mimbre
que acababa de traer de un contenedor. Debería dejar de mirar la basura, dice
siempre él. Pero gracias a ella tienen un tablón con dos caballetes como mesa,
una mesita de luz que pintó de azul y dos sillas de mimbre. Una de cal y otra
de arena. Ahora toca la de arena. Está pagando, literalmente, el derecho de
piso. Dos meses de depósito, un mes adelantado y varias horas de encierro en el
balcón. Tal vez la puerta, con buena intención, le quiere advertir que no
deberían alquilar ese departamento. Que es un poco caro para ellos, para lo
incierto de su situación. Lo que los animó a correr el riesgo precisamente fue
ese balcón terraza. Esa pasión argentina. ¿Cómo descender, si no, de la
infinita llanura a la estrechez del metro cuadrado? Los animó la visión lejana
pero prometedora del mar. Poesía. Hipocresía. La decisión de aferrarse con uñas
y dientes a una forma de vivir.
Pataditas en la pared no. Más
civilizado es esperar tranquila. Porque él tiene que llegar en algún momento.
Además fue culpa de ella. Los errores se pagan. Porque ella se encerró. Fue viendo
cómo se quedaba encerrada desde ese lugar del cerebro donde uno asiste a todas
sus desgracias, a todo acontecer. Unas décimas o centésimas de segundo antes
del hecho consumado, uno contempla la propia torpeza, las infinitas trampas de
la mente en complicidad con el cuerpo: caídas, pérdidas, errores,
malentendidos; la cosa va desde tirar una cucharita a la basura al vaciar un plato,
hasta incorporarse a la autopista distraído sin ver el camión enorme que de
forma irrefrenable te aplasta en un segundo. Estuvo encerrada en un balcón ocho
horas, dirá su epitafio.
Cierra los ojos con fuerza y
vuelve a abrirlos. Sigue allí, testigo de otro paso en falso de la enrevesada
coreografía que los ha llevado desde las callecitas de Villa Urquiza a ese
barrio marbellí, a fundar una interesante paradoja: está encerrada afuera. O
sea, podría estar libre adentro. Pero ¿qué es adentro y qué es afuera? ¿Acaso
no lo sabe? Afuera, el espacio que va desde la puerta acristalada hasta los
barrotes horizontales del balcón, no más de tres metros. ¿Y más allá? Las
montañas. Y al otro lado, el mar. ¿Y detrás de las montañas y más allá del mar?
Un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. Tres millones de kilómetros
cuadrados ricos en tierras fértiles, en minerales, en climas y paisajes, adonde
por ahora no puede volver. Por ahora debe seguir dando vueltas a la noria sobre
seis áridos metros cuadrados de baldosas. A ver cómo organiza su tiempo, qué
hace. ¿Gimnasia? Tiene frío, el viento es cada vez más penetrante.
Mira, como un absurdo
Robinson, los pocos objetos que la rodean: la sillita de mimbre, su helecho
testigo (en él ha depositado una cierta confianza: si vive, se ha dicho, tal
vez ella también pueda hacerlo en esta ciudad), una reposera (tumbona) rota,
una sombrilla cerrada con el parante oxidado, un poco de ropa, una lata con un
resto de pintura bordó. Podría pintarse la cara de bordó, acostarse boca abajo
sobre la reposera y sumergir la cabeza en el helecho, tirar pintura por la
ventana, clavarse el parante oxidado en el pecho. Pero hace lo más razonable,
se sienta en la silla de mimbre y dobla la ropa que descolgó. Con papeles o sin
papeles, en cualquier lugar del mundo, una mujer lava y tiende su ropa de la
misma manera.
Y ahora qué. Mira alrededor.
Enfrente y bastante alejados, hay dos edificios recién construidos. Entre ambos
se abre un enorme espacio destinado a dos piscinas. Se ven dos fosas gigantescas
de formas caprichosas. (La palabra fosa le produce un escalofrío. Allí van a
enterrar agua.) Lo más notorio es el efecto del viento, el contraste entre las
plantas y los toldos agitándose contra las moles blancas de los edificios.
Algunos geranios de tallos altos se mecen apenas. Los helechos, en cambio, y
las cenefas de los toldos, se mueven con más gracia, ondulan, establecen un
sistema de señales, una clave que le envía mensajes. Boluda, dicen, bo-lu-da.
O, mejor dicho, gi-li-po-llas, ya que ondulan en español, una sílaba más para
atormentarla.
Se sienta contra los barrotes
del balcón, de espaldas al vacío. Los oídos le zumban un poco. Cuando alguien
está alerta, esperando que se abra una puerta, empieza a oír mucho más. ¿Y si
grita? Una vergüenza empezar a los gritos. Una mujer grande, hacer tamaña
estupidez. Una sudaca, ignorante. Y sin papeles. En mi país no hacen puertas de
balcones herméticas por fuera. De mi caserón de Villa Urquiza se puede entrar y
salir cuantas veces se quiera al jardín, sin caer en ninguna trampa. Una casa
fiel incapaz de atacar a sus dueños. No se imagina cómo le pasé el plumero alto
antes de irme, meticulosa, por todos los techos y todos los ángulos. Moldura
por moldura. No crea. No era por las telas de araña. Eran caricias, una
despedida.
¿Qué tal cantar? Un tango no,
a quién se le ocurre. Mejor Barquito de
papel, de Serrat, que le gusta tanto. De paso salta un poco, se quita el
frío. Barquito de papel, entona con
sentimiento, con el mentón alzado, rompiendo con esfuerzo la quietud que la
circunda. Cuesta sacar la voz a la intemperie, exponerla. Como el graznido de
las gaviotas, su voz destemplada le lastima algo adentro. Aventurero audaz, lará, lará. La letra le falla a los dos
segundos. Tanta cara ceñuda de “quién está desafinando” a lo largo de la vida
que al final se ha acostumbrado a no cantar. No sabe ni una letra completa. Sin
embargo, insiste: Barquito de papel...
Tiene una súbita iluminación: sin nombre,
sin patrón ¡y sin bandera! ¿Y qué más, por dios, qué más? Se clausura la
memoria. Se jura a sí misma, una vez que salga de ese ridículo encierro,
aprender algunas letras de memoria. Son un equipaje de supervivencia. Como una
cantimplora con agua en el desierto o un pedazo de pan y queso, hay que tener
en la cabeza una canción completa.
Vale, pasemos de cantar. ¿Y
hablar en voz alta? ¿Hacerse una entrevista, comentar minuto a minuto el
encierro? Sería poco emocionante su caso, sin sol abrasador sobre la piel
llagada, ni tiburones al acecho, a lo sumo cuenta con el chillido desagradable
de las gaviotas, que —según ha leído— se han vuelto voraces en la ciudad,
carroñeras. Da unos golpecitos rítmicos a la baranda del balcón. Ya está, puede
recordar las estaciones de tren de la línea Mitre: Retiro, Tres de Febrero,
Lisandro de la Torre, Ministro Carranza, Lacroze, Coghlan, Belgrano R, Drago,
Urquiza, Marbella. Si te gustan los viajes apacibles, sacá un boleto en tren
Buenos Aires-Marbella. Podés mirar por la ventanilla, ir viendo cómo cambia el
paisaje: de a poco el Tercer Mundo queda atrás, las villas miseria, los pibes
descalzos, los sapos muertos. Si no querés enterarte, vení en avión. Llegás a
Málaga, seguís todo recto en dirección Cádiz, y en cuanto entrás a Marbella hay
una gasolinera, doblás a la izquierda, vas a ver un edificio blanco, como una
proa apuntando al mar, es ahí, noveno piso. Mirá hacia arriba, ¿ves una figura
de mujer de pulóver verde agitando los brazos desesperadamente? Soy yo.
El
cielo se ha oscurecido y ella ha visto cómo lo hace. Con qué lenta indiferencia.
Qué importa que haya una mujer allí, desgreñada por el viento, contraída por el
frío, sentada contra una pared, con la cabeza vuelta dramáticamente hacia una
puerta cerrada. Hace ya tiempo que ha abandonado sus ejercicios y su posición
de espaldas contra los barrotes del balcón. No soportaba más saber que detrás
de ella se abría el vacío. Y así está, un poco aletargada por el desaliento
cuando se desencadena el final. Porque las cosas, tarde o temprano, suceden.
Sólo hay que sentarse a esperar. Ve una sombra. Oye un ruido. ¿La estarán
engañando una vez más sus oídos, sus ojos cansados de tanto observar los
cambios de la luz? No. Esta vez sí: es él quien aparece frente al cristal, con
la maleta en la mano, el rostro cansado de quien regresa de un viaje. Él deja
la maleta en el suelo y abre de inmediato la puerta. ¿Pero por qué la mira así?
¿Qué cree? ¿Que ella se iba a tirar por el balcón? No. Es sólo que aunque él
abra la puerta corrediza —de una manera tan fácil, tan simple, piensa ella
maravillada— de qué sirve que salga de allí. No son ganas lo que le faltan.
Saldría del balcón, saldría del salón. Tomaría el primer tren de Marbella a
Buenos Aires. Llegaría a Urquiza. Abriría la puerta de su casa, girando la
llave a la derecha y dando un empujoncito seco hacia adentro, porque sería un
día de lluvia y la madera con la humedad se hincha un poco, correría hasta su
cuarto y allí se quedaría durante los próximos veinte años, encerrada adentro,
pero con la ventana abierta para respirar aquel aire de infancia cargado con
olor a ozono y a tierra mojada y a jazmines. Pero todavía no puede hacerlo. Hay
que tener paciencia. Hay que seguir esperando hasta que le salgan los papeles.
Perversiones
Somos un par de poseídos, una pareja de bailarines demoníacos.
JEAN LUC NANCY
Que vuelva a pintar, le digo, aunque le tiemblen las manos.
Así se quedaría contenta en
casa, y yo estaría más tranquila. Estoy cansada de llevarla siempre a la
rastra. Me da pena y me da culpa y me da rabia. Son demasiadas cosas que me
atan como para poder decir no. Entonces termino accediendo a sus pedidos, por
más que sepa que me va a arruinar cada programa.
Este verano, por ejemplo, yo
estaba tan contenta de poder ir al mar. Era por pocos días, pero a mí el mar se
me mete adentro, con sólo mirarlo me da alegría. En mala hora la llevé. Porque
ella cree que puede, y su inocencia me conmueve y a veces hasta me convence.
Después se ve que no, que no puede, pero ya es tarde, ahí es cuando estoy
perdida, ya se me aguó la fiesta. ¿Qué le pasó esta vez? Le subió la presión.
Según el que la atendió en la guardia, fue por el agua fría y salada. La sal,
así como no conviene en las comidas, parece que tampoco es buena en contacto
con el cuerpo. De manera que de ahora en adelante, que se olvide de los baños
de mar, dijo. Ese día, la pobre lloró. Como lloran los viejos: una o dos
lágrimas tan escuálidas que ni llegan a atravesar las mejillas. Cuidado, le
dije, mirá que eso también es agua salada. El chiste era malo pero yo quería
consolarla. Y a falta del mar está el río. Del mar yo me río, le dije. Otro
chiste malo, pero esa vez al menos sonrió. Con cuidado, acompañada, la vieja se
puede meter en el río, chapotear, incluso meter la cabeza debajo del chorro
frío del embalse, como hacíamos cuando ella también era joven y nos íbamos de
vacaciones a Córdoba.
Y así estoy, siempre vacilando
entre la pena, la culpa y la irritación. Últimamente va ganando la rabia.
¿Por qué no volvés a pintar?,
le repito. Y ella que no, que me acuerde de la estampilla y la señorita
Gipietro. Insiste con esa historia ridícula de la infancia. Ya se sabe que en
la vejez la memoria se vuelve inmanejable, caprichosa.
Al principio fueron sólo
algunos episodios. Se olvidaba las llaves, se dejaba la billetera en el
mostrador de una tienda o perdía plata, cosas que le pasan a cualquiera a
partir de cierta edad. Pero la cosa fue
in crescendo. A la tercera vez que hubo que llamar al cerrajero de urgencia
—gastamos fortunas en aperturas nocturnas, en Trabex y en pasadores nuevos—, la
convencí de que era imprescindible darle un juego de llaves al portero. A ese
hombre lo detesto, decía ella. ¿Cómo le voy a dar las llaves de mi casa? Si le
pregunto de dónde le viene la bronca, no lo sabe muy bien. El hombre no es mala
persona. El hombre es callado, un poco hosco, hay que encontrarle la vuelta.
Pero a ella no le gusta su aspecto. Parece un mono, dice. Monos parecemos casi
todos, digo yo. Sería bueno aprender algunas cosas de ellos, no hay más que ver
Animal Planet o el canal de la National Geographic, esos documentales donde se
ve cómo viven en comunidad, cómo se ayudan entre ellos: “paciencia”,
“altruismo”, “compasión”, dice el locutor. El chimpancé solitario está perdido.
Si uno vive en un edificio, le digo, y no tiene familia que se ocupe de uno, hay
que trabar buenas relaciones con el portero, con algún vecino, hay que ser más
razonable, tragarse las broncas y las opiniones personales.
Después de los olvidos empezó
con el vértigo y los mareos. Cada tanto las cosas se mueven a su alrededor y
claro, así no podemos salir a caminar, a tomar un cafecito, a mirar vidrieras.
Todo es provocado, dijo el médico, por los otolitos. Después nos mostró una
lámina donde se veía el oído por dentro y se regodeó con esas palabras
curiosas: el vestíbulo, el utrículo, el sáculo, la cóclea. Las decía sobre todo
para él mismo, para darse un gusto personal. Era irritante ver cómo las
silabeaba, cómo se quedaba suspendido, con los ojos brillantes cada vez que
terminaba de decirlas, como si hubiera tocado un instrumento, el violín por
ejemplo, y no quisiera perderse las últimas vibraciones que había dejado en el
aire. Ella le pidió que no siguiera. Por más que uno llegara a entender aquel
complejo mecanismo de cámaras, recámaras y huesecitos vibradores, ¿en qué
cambiaban las cosas? Le dijo que escucharlo le daba más vértigo, terror de
tener esas palabras dentro del cuerpo. Que mejor era no entender tanto (y en
eso estuve de acuerdo con ella), mejor concentrarse en esos ejercicios tan
aburridos que hay que hacer tres veces por día. Mirar fijo un punto de
referencia y mover los ojos hacia arriba, hacia un lado y hacia el otro, como
dibujando un triángulo. Fue entonces cuando, después de buscarlos durante
horas, sacó a relucir sus viejos pinceles, eligió uno y con témpera roja pintó
tres marcas en la pared, como guía para los ejercicios. Después de un mes de
hacerlos, las cosas mejoraron un poco y pudimos volver a salir.
Al cine vamos igual, aunque la
vieja no entienda algunas películas. Las policiales o las de espionaje son casi
imposibles para ella. No identifica bien a los actores, ni los tiempos en que
suceden las cosas: ¿éste es el mismo que sale al principio?, ¿o es otro?, ¿pero
cómo...?, ¿ella no estaba muerta?, ¿esto pasa ahora, o están yendo hacia
atrás?, ¿el hombre es real o ella lo está imaginando? Y así, hasta que alguien
nos chista de mala manera. Las películas modernas, ya se sabe, abusan de
ciertos recursos y hay que tener los reflejos muy rápidos para asociar y
entender. No se queja de eso. Aunque no siga paso a paso la trama, la mezcla de
imágenes en movimiento, de música y de climas es más que suficiente para
entretenerse. En Cuba, una vez que fuimos, hace muchos años, nos asombrábamos
de cómo miraban cine los cubanos. Entraban a la sala en cualquier momento, como
si fuera un espectáculo continuado. No pretendían entender. Tampoco tenían el
menor problema en hacerse comentarios en voz alta, de una punta a la otra del
cine. A que el tío la mata... Que no, que no... pérate chico, se va a
escapar... Ahora va a llegar el otro, el grandote mandibulón... te lo dije,
caballero, ése es el asesino... Las conjeturas no cesaban hasta que encendían
las luces.
En una época jugábamos a las
cartas, dos o tres veces por semana. Y teníamos muy buena suerte, siempre
volvíamos con algo de dinero. Pero ya no la puedo llevar a ninguna mesa. Me ha
hecho perder plata con sus jugadas absurdas. Se olvidó de lo que era “blufear”.
“Pasa” cuando tiene que “ver”. “Ve” cuando apenas tiene una pareja. Y la
canasta la aburre. Así que eso de las cartas es asunto terminado. A veces tengo
la impresión de ir con ella recorriendo una gran mansión, cerrando las puertas
y las ventanas, una tras otra, como en “Casa tomada”, ese cuento tan famoso.
Las cartas no, zas, otra puerta que se cierra. Así será hasta que uno clausure
todas las puertas, salga de la casa, se quede al descampado, a cielo abierto y
se vaya caminando hasta perderse en la niebla como en aquella película que
vimos, creo que de Fellini.
En otra época también
tejíamos. Lo mismo. Los dedos se van poniendo como garfios, los nietos aceptan
por lástima esos pulóveres desparejos, torcidos, y después no se los vemos
puestos jamás. Una bufanda o una mantita para bebé pueden correr mejor suerte.
Pero hace tanto que no nacen bebés en la familia. Zas, otra puerta que se
cerró. Lo que más le gustaba era dibujar y pintar. No era genial, pero lo hacía
bien. Sobre todo las acuarelas, los paisajes cordobeses tenían una frescura y
una imaginación que todo el mundo le alababa. Si hubieras seguido pintando, le
digo, ahora podrías entretenerte. De eso se trata, dice ella con rabia, de entretenerse. “Hacer menos molesto y
más llevadero algo”, como dice el diccionario. ¿Y sabés qué es ese algo tan
poco llevadero y molesto, no? ¿Y si es al revés? ¿Y si hay que concentrarse en
el algo en lugar de entretenerse?
Cuando empieza con estas especulaciones, no le hago caso. Aunque haya perdido
precisión, insisto (los pinceles necesitan una mano firme, un movimiento fino),
puede hacer una pintura más libre, concentrarse en el color, en las formas.
Cuanto más la pinchaba yo, más detalles recordaba ella de la historia de la
Gipietro. Me parece que en el último tramo de vida cada experiencia pasada
empieza a adoptar algo así como su forma final. Termina de dibujarse. Algunas
van perdiendo color, se desvanecen; otras, que tal vez no considerábamos
importantes, anécdotas del montón, se muestran reveladoras, anticipos que la
vida nos mostró y que no supimos entender entonces. Eso pasó con aquella
anécdota un poco ridícula de cuando estábamos en quinto grado. Era una de las
únicas chicas que no necesitaba calcar, miraba un paisaje, la casita de Tucumán
o una batalla, y las trasladaba directamente al papel. Era muy buena con los
animales, con pocos trazos conseguía mostrarlos en movimiento. Una vez dibujó
la batalla de Cancha Rayada y puso en primer plano a San Martín sobre su
caballo blanco, con las patas levantadas, desafiante. Toda la clase se quedó
admirada hasta que llegó la maestra y sacudió la cabeza. ¿Qué era lo que estaba
mal? El problema no era el caballo, dijo, era el prócer. Ése no era el rostro
de San Martín. El caballo podía ser cualquier caballo, pero el Libertador era
único, y como tal había que respetarlo. Nos quedamos con la boca abierta. Era
algo así como la bandera nacional que no se puede arrugar ni guardar de
cualquier manera. Entonces la maestra —la señorita Gipietro—, hizo algo
increíble, abrió la cartera y de su billetera sacó una estampilla con la cara
de San Martín, unas rojas y anaranjadas que ustedes no recordarán porque ahora
ya no existen, estampillas de 10 y de 20 centavos. Bueno, sacó la estampilla,
le pasó la lengua y se la pegó en el lugar donde estaba dibujada la cara del
jinete. Ahora sí, dijo. Ella sintió algo extraño en ese momento, miedo del
dibujo, con esa cabeza decapitada y reinjertada en un cuerpo ajeno, y desde ese
día dejó de dibujar en la escuela, empezó a calcar como todos los demás. Mucho
después, de grande, decidió ir a un taller y retomar su afición. Aquel dibujo,
el injertado, estuvo en un tiempo guardado entre las fotos. Cada vez que lo
encontrábamos nos reíamos hasta que un día se puso seria y me dijo que ella se
sentía así, como con otra cabeza pegada con saliva. Después no lo vimos más. A
veces nos pasamos una tarde entera mirando los álbumes. Por suerte, en los
últimos años, fue tomando la precaución de anotar atrás el año, y los nombres
de los que aparecen. Ah sí, éste era Menganito o Zutanito, ésta era la casa de
Córdoba o una vacación en el mar. Es un reaseguro contra el olvido, pero ilusorio,
porque el epígrafe es hueco, pura escenografía. “Córdoba 1935, con Gerardo”, o
“Rambla de Mar del Plata con Pupé, 1942” o “Asado en lo de Marité, 1925”. No
hay recuerdo más allá de las palabras. Al menos algunos rostros de amigos, de
amores están presentes, confirmando que uno ha tenido una vida. Pero el pasado
ya no sirve para nada. El tema es hoy y qué se puede hacer para vivir cada día
arrastrando a una vieja, en un forcejeo constante contra el cuerpo, si no es la
artritis son las cataratas, o las arterias, o los dientes o los juanetes, o
todo eso junto. Ojalá mis amantes hubieran tenido tantas atenciones con mi
cuerpo, dice a veces, cuando vamos a hacer algún estudio médico. Ninguno
demostró tanta curiosidad, dice, mientras colecciona radiografías, ecografías,
tomografías, calciuremias, análisis de sangre, de orina, potenciales evocados.
Podríamos hacer un álbum, sugiere después. Se llamaría “Perversiones”. Tiene
ese tipo de ideas, se obsesiona durante semanas con cosas así. Yo estoy harta
de escucharla. De seguirle la corriente y de sostener esta parodia. A veces
pienso que lo mejor va a ser terminar con ella. Romper con esta esclavitud, con
esta torpeza de siameses. Ella y yo esposadas como el policía y el delincuente.
¿Pero quién es el policía? ¿Y quién el delincuente? ¿Ella, la vieja? O yo, que
estoy igual que a los veinte, los treinta o los cuarenta. Da igual.
Si
finalmente me animo y lo hago, voy a dejar todo escrito dentro de un sobre,
para que no culpen a nadie. Habrá sido una decisión libre y soberana entre la
vieja y yo. Faltaría encontrar esos frasquitos que vengo acumulando desde hace
unos meses. Sé que los puse en un lugar raro adonde a nadie se le ocurriría
buscarlos. Tal vez el mismo donde escondí el dibujo con la estampilla de San
Martín. Sólo tengo que esperar un momento de lucidez extrema, de los muchos que
todavía tengo, para recordar dónde.
Gato virtual
—LAS reuniones en lo de Medori son aburridas.
Levanté los hombros y empecé a
buscar con la mirada a algún mozo.
—Tal vez sean los sillones
—dijo Charly—. Esos sillones antiguos, de respaldo alto, en los que te hundís
sin remedio. Una vez que te atrapan, zas. Sobreviene la modorra, la apatía.
Yo ya había elegido mi presa
—un chico alto y flaco que parecía moverse con bastante presteza— y le había
asestado una mirada fija, casi malvada.
—¿Pero me estás escuchando?
—Te escucho —le contesté con
paciencia. Lo conozco a Charly, empieza las historias por la punta más
inesperada. Y es un poco ceremonioso, siempre dándole vueltas a las palabras.—
No me habrás traído acá, después de meses de no verte —le dije— para hablarme
de los sillones de Medori.
Los ojos del chico estuvieron
a punto de caer en mi trampa, pero a último momento su mirada saltó de la mesa
de los vecinos al mostrador y quedó enganchada con los de la chica que atendía
el bar.
—Creo que me enamoré de ella
cuando la vi con el gato.
—Ah, un nuevo amor.
Charly sacudió la cabeza.
Lo sabía. Íbamos a hablar de
amores muertos.
—Era hermosa —dijo Charly—.
Aunque no sé en realidad si era hermosa. Porque vaya a saber qué significa que
una mujer sea “hermosa”.
Yo había conseguido al fin
acertar con la mirada errática del mozo. Clac. Ahora sí, prendido a mis ojos,
el chico venía derecho hacia nuestra mesa.
—¿Qué es para vos una mujer
hermosa?
Levanté un poco los hombros,
aunque sabía bien qué era una mujer hermosa. A veces es tan fácil saberlo.
Pedimos el plato del día y un
Trapiche Malbec.
Ella, Rita, había llegado con
otro hombre, dijo Charly. Sonreía todo el tiempo. Después, observándola mejor,
se dio cuenta de que no sonreía, parecía
que sonreía, era más bien una intención de sonrisa.
—Como las estatuas griegas
—dije.
De todas maneras, dijo Charly,
ella era una mujer que inducía a la sonrisa, como los sillones de Medori a la
indolencia.
Le había llamado la atención,
sin embargo, que estuviera mal vestida.
Una pollera larga, dijo, con
una especie de sobrefalda que le hacía las caderas demasiado anchas. Firmes
eran, sí, de acuerdo, pero no excesivas, según llegó a saber después. Y zapatos
sin taco, adornados con hilos plateados.
—Son modas —protesté, pensando
en la pollera—. Pero ¿hilos plateados?
—Sí, como una tela de araña
—dijo él—. Debí haberme dado cuenta entonces, los signos siempre están a la
vista.
—¿Y si te hubieras dado cuenta
qué? A veces uno elige sufrir.
Como para confirmarlo, Charly
se apretó los nudillos hasta arrancarles un crujido alarmante.
—¿Y lo del gato? —pregunté—.
¿Dijiste algo de un gato o yo soñé?
—No, lo del gato es importante
—dijo—. Empezó con el siamés de la casa, el de Medori. Tendrías que haber visto
cómo lo alzó, con qué autoridad. El gato se dejó arrastrar, y después levantar
desde el suelo, entregado, sin reservas. Y después cómo lo acarició. Tenía unas
manos grandes, de dedos finos pero palma fuerte. No le rascó la cabeza con un
dedo, o detrás de las orejas; le pasaba la mano entera, abierta, por toda la
cabeza, de un lado al otro, como si le dijera yo a vos te conozco bien, vos me
pertenecés. No pude dejar de imaginar cómo sería ser acariciado así, con esa certidumbre.
—Hay mujeres así —asentí.
—Unos días después, me la
volví a encontrar en el banco. La reconocí enseguida. La misma sonrisa
universal y sus manos fuertes apretando un maletín. Tampoco esa vez estaba muy
bien vestida, no mal, pero con un
toque de rareza o de extravagancia. Tenía una chaqueta con unas mangas muy
anchas y con un doblez que se abrochaba aquí, en el codo.
Charly se quedó pensando un
momento.
—Tenía algún parentesco, la
chaqueta —agregó—, con aquella pollera de capas de la primera vez.
Estuve a punto de decirle que
debería haber sido modisto, no abogado. Pero me callé y preparé con mucha
aplicación una tostada con roquefort.
—A partir de aquel encuentro,
empezamos a salir. Poco tiempo después pensábamos en vivir juntos. Los tres:
Rita, yo y su gato Cortés.
Dios, iba a ser terrible
aquello. Estuve a punto de decirle que no siguiera, pero justo entonces
llegaron la comida y el Malbec.
Ella adoraba a su gato, pero
Charly, además de tenerles un poco de aprensión, lo que se cuidó bien de
disimular, les tenía alergia.
—Se me irritaban los ojos, me
picaba la cara, estornudaba. Pero lo aguantaba con tal de estar con ella.
Cortés era un gato de la
calle, bien alimentado, altanero, lo que se dice un gato soberbio. Y un
soberbio hijo de puta.
—Desde el principio se planteó
entre nosotros una guerra de esas que se llaman “sordas”. Al principio, cuando
llegaba, corría y me mordía los tobillos, después saltaba y se prendía de las
cortinas y se balanceaba desde allí como un mono. Estaba loco de celos. Recién
cuando nos encerrábamos en el cuarto, Cortés se resignaba.
Estuve a punto de decir
aquella estupidez de que lo Cortés no quita la valiente, pero me callé.
—Una vez que entré en la
intimidad de Rita me enamoré hasta el caracú. Ella era siempre más de lo que me
imaginaba. No “más”. No era la cantidad lo asombroso, sino...
Charly se quedó sin palabras y
yo aproveché para reiniciar la persecución del mozo que se había olvidado de
traer la sal.
—En la cama —retomó Charly—,
nada de gritos, nada de arañazos en la espalda, nada de esa pasión
prefabricada.
—Sexo puro, malditamente
inocente —dije.
—Nunca conocí una mujer igual,
con una total aceptación de sus deseos. Yo me sentía por primera vez en la vida
bien administrado.
—¿Administrado?
—Quiero decir que ella usaba
toda mi capacidad amorosa. Hasta la última gota. Y tenía orgasmos múltiples
como sus faldas.
Los dos nos quedamos callados
mirando nuestras copas vacías.
—¿Pensás que exagero? Hacer el
amor con ella es lo más extraordinario que me pasó nunca.
Charly decía la verdad y me
apuré a servirle otra copa de Malbec.
—¿Y cómo era la casa?
—pregunté por rescatarlo de la melancolía.
—Ah, curiosa —dijo Charly—. El
mismo gusto por las cosas superpuestas, acolchadas, recamadas. Nada terminaba
donde vos suponías que terminaba. Para meterse en la cama había que retirar
como una docena de almohadas y almohaditas. Tenía una planta de jazmín doble,
una mesa de dos pisos, funda en el inodoro, una cortina de baño con
bolsillos... Hasta me confesó que tenía algo que se llama útero bicorne: no
uno, dos úteros.
—Una mujer previsora —dije
yo—. Con recursos extra.
—Sí. Con ella me sentía a
salvo. Ahora estoy perdido.
—¿Tendrá que ver con las siete
vidas del gato? —dije, haciéndome el chistoso.
—No fue el caso de Cortés
—dijo Charly con una sonrisita cruel—. Cortés, pese a todas las previsiones de
Rita, se enfermó. Tenía no sé qué en la próstata.
—¿Los gatos tienen próstata?
—me escandalicé.
—Próstata, hígado, riñones,
tienen todo. Yo lo veía languidecer con alegría y cuando llegué una tarde a su
departamento y la encontré a Rita llorando, me imaginé lo que había pasado.
Aunque no fue como vos ni nadie lo hubiera imaginado. Cortés se tiró por el
balcón. Yo digo que se tiró, ella decía que se había caído de debilidad porque
hacía días y días que no comía.
—Así terminan los triángulos
amorosos —dije—. Alguno tiene que darse el porrazo.
—Al fin tenía el terreno
libre. Pero me servía de poco. Rita estaba triste y yo no sabía cómo
consolarla.
—Necesitaba otro gato —dije,
mientras trataba de recordar en qué animales transformaba Circe a los
compañeros de Ulises. ¿Cerdos?
—Sí, pensé lo mismo. Por eso,
pese a todo, se lo prometí. Un gato que íbamos a tener, pero un poco más
adelante. Un gato virtual.
—Nunca es bueno sustituir a
alguien tan rápido. Eso no funciona.
—Pero la idea, la idea del
gato —subrayó Charly— la consolaba.
Como era de esperar, Rita no
tardó en recuperarse. Apenas hablaba de Cortés y estaba muy cariñosa con
Charly. Cariñosa de una manera nueva, dijo Charly, como si quisiera compensarlo
por algo.
—Muchas veces caminábamos por
el Botánico. Era como meterse en un cuento fantástico, decía ella. Además
estaba lleno de gatos que conocía muy bien. Los de pelaje liso, los manchados,
los de color azafrán, los atigrados; me explicó por qué les brillan los ojos de
noche, por qué les gusta meterse en un cajón de ropa o refregarse entre tus
piernas.
—Ya sé, te contó que en la
Antigüedad eran animales sagrados —lo interrumpí un poco irritado—. Que pueden
ver espíritus o fantasmas.
—Pueden ver lo que nosotros no
vemos —dijo Charly.
Nos habíamos terminado la
botella de Malbec. Podríamos haber pedido otra. Pero no tuve ánimo para
reiniciar la cacería del mozo.
—Era un poco disparatado —dijo
él—. Pero hablábamos bastante del futuro gato. Le buscábamos nombres, por
ejemplo Ámbar, Mus, Catón. Hasta que pasamos del gato virtual a un gato real.
Ahí cometí el error: cuando encontré uno. Un cachorro gris y desvalido que
estaba como esperándome en la escalinata de Tribunales.
Charly se calló. Me pareció que
se le enturbiaban los ojos.
—¿Pedimos café? —dije para
ganar tiempo.
Hizo que sí con la cabeza.
—No puedo entenderlo. Con la
llegada del gato todo se desbarrancó. Y el gato era buenísimo, tranquilo, comía
bien, no ensuciaba, no se hacía las uñas en el sofá. Pero Rita no se entendía
con él. Desde el primer día se reveló entre los dos alguna incompatibilidad
secreta. Este gato tiene un ojo desviado, decía. Los bigotes sin brillo. Al
final se le había metido en la cabeza que el gato la espiaba. ¿Te das cuenta
qué locura? Y cuanto menos lo quería a él, más se alejaba de mí. Yo y Lilo —así
lo llamamos al gato— caímos en desgracia, pasamos a ser una carga. Fue un
cambio inexplicable.
—Eran más felices con el gato
virtual —dije por decir algo.
Charly me miró resentido.
—Mejor te ahorro la agonía
—dijo—, ya sabés cómo es.
Aunque conocía la respuesta,
se lo pregunté:
—¿Y el gato?
—Me lo quedé yo. Aunque a
veces me pregunto si no debería echarlo de mi vida, como hizo ella conmigo,
abandonarlo en el Botánico.
Por
Rita no le pregunté, no pude. Sabía lo que había pasado. No porque fuera
suspicaz: con sus sobrefaldas y su útero bicorne y sus repuestos para todo,
cualquiera, menos Charly, podía suponer que tenía otro hombre. Siempre los
tenía. Nos quedamos los dos en silencio, los dos moviendo tontamente algo sobre
la mesa, una cucharita, una servilleta. El chico tardó una eternidad en traer
la cuenta. Es probable que durante esos minutos, elásticos como los de un
sueño, los dos estuviéramos recordando a Rita, su atisbo de sonrisa, sus
pestañas rojizas, su olor a bosque cuando hacíamos el amor.
Cubanitos con dulce de leche
LAS buenas noticias también llegan por teléfono, ya sé. Las banalidades de todos los días. Pero “comprá un kilo de pescado” o “se murió tu madre”, al robot idiota le da igual. ¿Que qué esperaba? ¿Los acordes iniciales de la marcha fúnebre? Podría ser. Sentémonos aquí y te cuento. Mirá quiénes están enfrente: el borracho lituano y su novia gorda. Toman sol como cualquiera. Como cualquiera no, tenés razón. ¿Qué hacen? Parece que ella le busca algo en el bolsillo. No. Más abajo del bolsillo busca. Ahora encuentra. Y él la deja hacer, como si nada. ¿Cambiamos de banco? Vale, no miremos y ya está. Fijate en los que pasan. Qué perfecta hipocresía, los guiris. No es exhibicionismo, de acuerdo, ese banco es la casa de ellos, al fin y al cabo. Una de las casas. Banco en el Paseo Marítimo frente al Mediterráneo. Ahora él se fuma un cigarrito. Brisa suave, sol acariciador, sexo acariciado. La famosa calidad de vida de la Costa del Sol llega hasta los más humildes. Lo que acabamos de ver me lleva de cabeza a los cubanitos con dulce de leche. Todo tiene que ver con todo, como dice un refrán porteño: sexo, muerte, cubanitos. Fui a Buenos Aires porque soy la única hija y a ella tenían que hacerle un cateterismo. Sin embargo, el tema dominante no fue la insuficiencia arterial, el infarto probable, el paro cardiorrespiratorio, la muerte, no, eso se daba por hecho, eso era inminente. El tema principal fueron los cubanitos con dulce de leche; en segundo lugar, Lidia, la chica con cara de ternero degollado que iba a su casa a limpiar, y, por último, el milagro del crucifijo, la muerte burlada. Y eso que no te cuento lo de la plaqueta que llevé en el pecho de acá para allá, días y días. Una joya familiar para vender y pagar los probables baipás, cambiar brillantes por tubitos para las arterias. Son demasiadas cosas, así que voy a ir por orden.
Apenas deshice la valija, me
dijo que en Buenos Aires habían desaparecido los cubanitos con dulce de leche.
Que ella se iba a morir, dijo, sin volver a probarlos. No le creí. Yo me fui
hace dos años, en dos años las cosas no pueden cambiar tanto. Que
desaparecieran los dólares, los ahorros de la gente (y antes la gente, pero
otra gente, silenciosamente, sin cacerolazos ni asambleas populares), sí, pero
¿los cubanitos? Era como si desapareciera mi viejo Colegio Nacional o la plaza
Rodríguez Peña, era inaceptable. No hay, chica, no hay, repetía ella irritada.
Y cuando Lidia que limpiaba los vidrios se acercó y dijo con timidez que en
Isidro Casanova donde ella vivía sí que había, la fulminó con la mirada. Qué va
a haber, dijo. Y que mejor se subiera al banquito para limpiar la banderola. Al
día siguiente salí a la calle con un ojo en el cielo límpido de la patria, en
los paraísos y los jacarandás, en la cara de malhumor de los porteros, en el
estilo ganador —o derrotado— de nuestros varones, en los canillitas, el
colectivo sesenta, las veredas rotas y los chicos que pedían, esas cosas que te
hacen saber que estás allá y no acá, y otro, otro ojo atento a cuanta
confitería apareciera a mi paso. Tenía la convicción de desbaratar en una
mañana la tesis de ella, de volver blandiendo el cubanito en su cara para que
viera.
¿Me estás escuchando? Ah, ellos.
¿Otra vez van a empezar? No, ella se levanta y se va un poco más lejos, a otro
banco, a mirar el mar. ¿Será muy distinto lo que le pasa a ella de lo que nos
pasa a vos o a mí? Ese vacío que provoca mirar el mar, inevitable y gradual,
como si entrara en tu pensamiento y lo disolviera todo.
Pero nada de eso. Quiero
decir, nada de los cubanitos. Ni rastros. ¿Y? ¿Qué te dije?, dijo ella
triunfal, cerraron la fábrica y no me lo discutas más.
A la noche cuando salí con mis
amigos y les comenté, todos estuvieron de acuerdo. No podían haberse
extinguido. Había que ir a buscarlos a las estaciones de trenes, a la salida de
la cancha o del Zoológico, donde también están los pochocleros y las manzanitas
acarameladas, cómo iban a desaparecer si hasta el afilador y el vendedor de
plumeros seguían existiendo en Buenos Aires. Incluso ahora, con la pobreza,
había vuelto la tracción a sangre, yo misma lo vi en Almagro, un día en que fui
a la editorial, un carro tirado con caballos pero con ruedas de camión, artes
de cartonero. Terminamos en un recuento de viejos proveedores, sodero, hielero,
pavero y Pepe hizo su numerito de siempre cantó si su piloto no es Aguamar, no es un piloto le puedo asegurar.
Esos temas recurrentes de nuestra edad, todos ávidos por retomar el hilo de la
memoria. No te impacientes. Sí, es como vos decís, todavía caigo en sus
trampas, más de cincuenta años y me embarco en esa ridiculez de rastrear
cubanitos. Pero en algo ella tenía razón, mejor hablar de cubanitos que de
enfermedades, además estaba en Buenos Aires de paso, podía perder el tiempo
como cualquier turista. Así que me pasé días entrando a las confiterías,
atisbando las esquinas y las salidas de los colegios para ver si descubría a
algún cubanitero. Recordé el pregón célebre del vendedor de Caballito: Cómo gusta cómo excita con el dulce en la
puntita. Y, sin embargo, alfajorcitos de maicena sí, pañuelos de dulce de
leche, inefables tortitas negras y panes de leche también, pero los cubanitos o
habían regresado a Cuba o habían quedado sepultados en el pasado como el gofio,
las torrijas, los caramelos Ophyr de envase
art déco y tantas otras cosas. Un dato más para confirmar que éstos eran
otros tiempos, que la ciudad había sido ocupada por un ejército de gente joven:
los dependientes de las tiendas, los empleados de banco, los ejecutivos, los
mozos, todos tenían entre veinte y treinta años. Pelo gris se veía poco. O
estaban en las cimas del poder o estaban retirados, como los cubanitos. Los
taxis eran la excepción, ahí te podías topar cada tanto con algún coetáneo,
incluso con ancianos a los que todos tratan de evitar, su catramina, su
lentitud sideral.
¿Y? ¿Encontró?, me preguntaba
Lidia cada vez que me veía. Ella estaba decididamente de mi lado, del lado de
los creyentes. Tomaba tres colectivos para llegar a trabajar a lo de mi madre
unas pocas horas. Lidia conocía bien la fauna de los vendedores ambulantes.
¿Los barquillos? Claro, son parecidos, es la misma masa. Te acordás el ruido
que hacían, crac, crac, crac. Cuando estaban húmedos no, eran como un chicle.
Bueno, así pasó la primera semana. Después vino la pelea por Lidia. No quiero
una mujer extraña metida en casa. Chez
moi, decía, porque me hablaba en francés para que Lidia no entendiera. Avec ses yeux de chien, decía. Yo le
dije que no era una extraña, que era una buena chica, llena de voluntad y de
paciencia. Que después de los ochenta y en su estado era peligroso estar sola,
que necesitaba una chica joven y fuerte que la asistiera. No quiero que nadie
me cuide, dijo, y menos esa villera. Eso me lo dijo en castellano porque vaya a
saber cómo se dice “villera” en francés. No quería que tocara sus cosas, ni
escuchar su tos, decía que le tenía terror a la aspiradora, que debía ser la
primera vez en su vida que veía una, que limpiaba la biblioteca y dejaba los
libros del revés, que le llevaba la taza de té con un plato que no era del
mismo juego, que no aguantaba ese olor pestilente de la lavandina en toda la
casa. Sobre todo, que no quería que fuera Lidia la que la encontrara muerta. Al
final aceptó que fuera dos veces por semana, total, dijo, no va a venir más que
una. Siempre les pasa algo en la villa, que la inundación, que la prima, que el
hospital, nunca podés contar con esa gente. Decile dos y va a venir cuando se
le cante. Así que suprimimos la lavandina y Lidia empezó a venir menos. En
lenguaje mudo yo le pedía que le tuviera paciencia, le agradecía que siguiera
yendo, es una persona mayor decía ella, como si eso lo perdonara todo. Una de
esas mañanas Lidia se me acercó y me dio un paquetito. Algo empezó a
explicarme, pero entre la vergüenza y la tos no conseguí entenderle nada. Eran
dos cubanitos con dulce de leche. Yo los dejé sin decir una palabra en la mesa
de luz de mi madre. Cuando los descubrió, se puso a inspeccionar cada cilindro envuelto
en papel celofán como si fuera un insecto rarísimo. ¿Te imaginás cómo los
habrán hecho, no? Una asquerosidad, dijo, como si lo estuviera viendo. Algún
gordo en camiseta con un tacho de dulce lleno de moscas soplando por una punta
para que el dulce llegue hasta la otra punta. Yo ya estaba harta. Había dejado
todo aquí, en España, marido, hijos, trabajo, porque ella se podía morir. Le
iban a hacer un análisis peligroso. Tenían que meterle desde la ingle al
corazón un tubito y después también a ella soplarle por allí un líquido blanco,
rellenarle las arterias de punta a punta, para poder mirar después en su
interior.
Unos pocos días antes del
análisis, sucedió el segundo episodio relevante de mi estadía: el del Cristo
volador.
¿Se fue la pareja feliz? Sí,
allí van. Se encontraron con el resto de la banda. Son todos del Este, los
nuevos pobres de Europa. Pero nunca se meten con uno, siempre saludan. A mí, al
menos, me saludan, reconocimiento entre emigrantes, debe ser.
Bueno, sigo. El crucifijo es
de madera oscura y tiene un Cristo de bronce que siempre estuvo bien amarrado a
su cruz, nunca había resucitado, no al menos hasta esa mañana en que amaneció
desclavado, boca arriba, a los pies de la cama de mi madre. Un milagro, dedujo
ella. Cómo pudo, si no, haber volado hasta ahí, desde la pared lateral donde
estaba colgando hasta los pies de la cama. Por lógica tendría que haber caído
en forma vertical y directa al piso. En cambio, así, era evidente que había
hecho una especie de elipse, una curva intencional. Yo me acordé de que Lidia
había limpiado la pared el día anterior. Seguramente descolgó el Cristo, dije,
y se olvidó de volver a colgarlo. Que podía ser, dijo a regañadientes, pero
como no estaba convencida hubo que llamar por teléfono a Lidia, tomarle examen,
qué idea peregrina esa de descolgar los cuadros, le dijo. Lidia juró y perjuró
que ella los había colgado otra vez, sobre todo el crucifijo, que no podía
equivocarse porque le había rezado, le había hecho una promesa, y después le
había besado la frente y los pies varias veces, para que se la cumpliera.
¿Ves?, dijo mi madre cuando cortó, es un milagro. ¿Vos no estudiaste la ley de
gravedad, chica? ¿El nombre de Newton no te dice nada? Entonces sacó un
centímetro del costurero y empezó a tomar medidas, desde los pies de la cama
hasta la pared lateral, desde el clavo del crucifijo al piso, medidas
horizontales y verticales de la posible parábola, y anotó las cifras en un
cuaderno. También dibujó un plano del cuarto, de las posiciones de todos los
objetos implicados: la cama, la ventana, la pared, el Cristo, los cuadros
paganos que lo rodeaban, etcétera. Y se fue con el cuaderno a ver al cura del
Patrocinio de San José. Ahora decime, si era un milagro, ¿cómo había que
interpretarlo? ¿Significaba “no temas, yo te protejo”, o “te veo dentro de poco
en el cielo”? Eso no lo sabía, pero lo que era seguro era que Dios había tomado
cartas en el asunto. Ella, que en su vida fue creyente. El cura se la sacó de
encima con excusas. Se lavó las manos como Pilatos, dijo mi madre, un gallego
bruto. Lidia, que estaba esa mañana, asintió. Es un mensaje, dijo en voz
bajísima. Por primera vez ella la miró con interés. Es algo que él nos quiere
dar a entender, dijo Lidia.
Por fin llegó el día de los
análisis y todo resultó mejor de lo esperado, la inminencia de muerte se
desvaneció y el descenso del Cristo sobre su cama quedó aclarado de forma
favorable. Con la plata ahorrada de la eventual operación, mi madre decidió
pintar el living. Hubo que desmontar la biblioteca. Yo estornudando y Lidia
tosiendo, hicimos cajas y cajas de libros y adornos. La Enciclopedia Larousse
hubo que meterla en la parte más alta del placard. Eran cajas demasiado
pesadas. Que las subiera Lidia, dijo mi madre, que para eso era joven y fuerte.
Allí, entre los libros polvorientos que metimos en el cuartito del fondo, entre
susurros, Lidia y yo hicimos nuestro último acuerdo. Me juró que la iba a
cuidar, que yo volviera tranquila a España, que ella entendía ese carácter tan
“especial” de mi madre. Que en cuanto apareciera el menor síntoma, con las
tarjetas que yo le había dejado, me iba a llamar para avisarme. Le di un beso y
un abrazo. Y le dije que se cuidara de esa tos. Una santa Lidia. No, si no
lloro. No quiero llorar más.
Lo de la plaqueta te lo cuento
otro día. ¿No sabés qué es? Una especie de prendedor chato, con brillantes: se
usaban en la época de nuestras abuelas. Al final me dieron mil doscientos
dólares. Como te dije, no hubo que gastarlos, sólo una parte en la pintura. Así
que hoy, después de que me enteré, intenté convencerla de que pagara el
entierro y la lápida, como pedía la familia. Me dijo que ella tenía que pensar
en su propio entierro. Que no era por egoísmo, que ella también estaba muy
impresionada por la noticia. Tanto que hasta se había comido aquellos cubanitos
verdes y gomosos. En memoria de Lidia. Así que no pensaba pagar el entierro,
pero que la lápida sí, se la iba a pagar siempre y cuando fuera una lápida
discreta.
¿Aquella tos? No sabemos.
Dijeron poco y nada. O sida, o pobreza, o todo eso junto.
En todo caso, algo que el
milagro del Cristo no pudo resolver.
Mirá
los lituanos, bajaron a la playa. Mirá como caminan por la orilla, no parecen
borrachos no, todos en hilera, como gaviotas.
Carne de exportación*
A Rolando Daniel Epstein y AlbertoTeszkiewicz
Lomo, ojo de bife, vacío, chuletones, unos cincuenta kilos de carne de primera repartidos en Coral Gables. Cortes seleccionados para que los coman casi crudos y bañados en salsa barbecue, como les gusta a ellos. Daniel gira por Collins Street y siente un pinchazo de bronca. Creen que saben preparar la carne mejor que los argentinos, con sus parrillas de juguete llenas de manivelas, en sus jardines sin hormigas y sin olor. “De eso estás viviendo”, le dice siempre Vera, así que mejor se calla. Pero no puede impedir que le lleguen, desde tantos veranos y tantos lugares de la infancia, el olor y el sonido de las ramitas que crepitan, la felicidad de juntarlas en el pasto húmedo; si entrecierra los ojos, hasta puede ver la fina columna de humo que se levanta de la pila que han armado con sus primos. Para eso es necesario un jardín generoso, un jardín con algo de bosque, no esos canteros presuntuosos, esos céspedes cortados al rape, como si fuera la cabeza de un marine. Se merecen su charcoal, piensa, y otra vez recuerda el sentido común de Vera. “Hay que adaptarse, dejar atrás las nostalgias inútiles.” Como prueba de su capacidad de adaptación, ella le ha regalado ese pantalón, el que lleva puesto, un pantalón de carpintero americano con por lo menos diez bolsillos de distintos tamaños donde nunca sabrá qué guardar. Es raro que Vera todavía no haya dado señales de vida, no le haya mandado aunque sea un mensaje, en función de esa amorosa preocupación con que suele agobiarlo. Daniel se remueve en el asiento, sabe que tiene que tomar una decisión. Debería irse a vivir con ella. O dejarla: jugarse por ese sueño inconfesable en el que todavía espera a una mujer extraordinaria. ¿De dónde le vendría a él esa idea? A los cuarenta años y con poca plata, casi pelado, ¿sigue esperando a la princesa de Kapurthala? La princesa de Kapurthala le iba a llegar marchita y en harapos. Daniel saca de la guantera su libreta de pedidos y la apoya sobre el tablero. Mientras espera el cambio de luces confirma que ya pasó por La Estancia y Chikito Way, levantó el pedido de Johnny Meat y Che chorizo. Sólo le falta El Danzón, el minimarket de Mariel y Omar. Le caen simpáticos los cubanos, algunos cubanos, pero ponerle El Danzón a un minimarket, qué idea, como el tipo que le puso Socorro Ramírez a una heladería en honor a su mujer, una mulata tremenda que sólo despierta ideas obscenas: cuerpo de chocolate, baños de crema de maní, siropes tibio y, cada tanto, una frutita abrillantada... Empieza a imaginar algunos dulzores sutiles cuando lo detiene el semáforo de la avenida. Daniel saca la cabeza por la ventanilla y se mira de refilón en el espejo retrovisor. Se sobresalta. Cada vez que su imagen aparece de improviso, le pasa lo mismo. ¿Quién es ese hombre con poco pelo, con bolsas bajo los ojos? Mirándolo bien, un hombre cada vez más parecido a su padre. También su padre, llegado el caso, hubiera sido capaz de ponerle Esther Sidelnik a una heladería. Sin embargo, a los cubanos de Miami, por más que desafiaran las leyes elementales del marketing, les iba bien. ¿Y a los argentinos? Los argentinos casi siempre en la montaña rusa, como él. Una crisis lo emboca y lo deja en la lona, otra impensadamente lo levanta y le deja algunos dólares en el bolsillo. Lo suficiente como para emprender una vez más la aventura. Ahora Miami, con la empresita de carnes argentinas, en realidad uruguayas, transitoriamente uruguayas hasta que se termine el rebrote de aftosa, que va a ser muy pronto, cuestión de días según sus contactos en la Argentina, rebrote que se declaró justo cuando él y su socio arrancaban con el proyecto. No termina de saber qué pensar de él, si es un desdichado perseguido por la mala suerte, un butz o un tipo que a la larga va a sorprender a todos, empezando por él mismo. Cada vez que piensa en esto, recuerda la cara de su bobe. Cómo lo miraba cuando era chico, con una expresión de esas que en las novelas policiales llaman “indescifrables”.
Daniel entra por Camino Way y
aminora la velocidad hasta llegar a la entrada de El Danzón. El aparcamiento
está casi vacío. Avanza hasta el tinglado del fondo, donde algunos pocos autos
se protegen del sol feroz de la mañana, y en una sola y suave maniobra
estaciona. Uno de los placeres de vivir en Miami es la Savannah Diesel que
compraron con su socio, un modelo inteligente, pequeños zumbidos y ronroneos
que te confirman a cada instante que allí las cosas funcionan.
Daniel baja, se despereza y
después va hacia la parte trasera. Abre la cámara refrigerada, entra de un
salto y camina hasta donde se apilan las cajas para Omar. Otra cosa de la que
está contento es de los envases que diseñaron, la etiqueta ovalada y la
ilustración elegante de una estancia argentina. Nadie podía dudar de que era un
gourmet cuando se llevaba un paquete de Southamerican Beef, un pedazo de mítica
pampa argentina. Aquellas carnicerías de pueblo, recordó. Con el mármol siempre
manchado de sangre y moscas revoloteando alrededor. Cómo había cambiado, cómo
se había sofisticado —y pervertido— el mercado, piensa, cuando de pronto
escucha un clac y se queda en la oscuridad. Clac hace también su corazón, por
más que sabe que no hay más que ir hasta la puerta que se ha cerrado a
traición, buscar a tientas la palanca interna, porque todo está pensado,
contemplado, previsto, sobre todo que un pobre sudamericano deje la puerta
entreabierta sin tener en cuenta el probable declive, el peso de la misma, la
predilección de las cosas por volver a su posición o estado normal, porque
nadie quiere cambiar: todo, seres y cosas quieren seguir siendo lo que eran y
estando en donde estaban. En el caso de la puerta, eso significa: cerrada. Pero
no es la puerta quien decide, piensa Daniel, es el hombre, el ingeniero que ha
diseñado esa camioneta, y se desliza con las manos contra las paredes frías de
la cámara hacia la puerta, donde ve, a la altura de su cabeza, la lucecita roja
del termostato, un resplandor que gana fuerza de a poco, a medida que sus ojos
se acostumbran a la nueva situación: dos grados centígrados para que las carnes
—también la suya sumada ahora a las del bovino rioplatense— se mantengan frías
en su centro, piensa, mientras un estremecimiento le recorre el espinazo. Su
mano encuentra la palanca, la gira hacia abajo y, en cuanto lo hace, sabe que
está perdido: la palanca se mueve flojamente, como si fuera de juguete: ningún
mecanismo responde a su mando. Repite el movimiento, la sacude, tira hacia
delante y hacia atrás, se resiste a aceptar lo que es evidente, la palanca está
rota. Se palpa el cuerpo, ¿qué espera encontrar?, ¿un martillo, una tenaza?
Está casi desnudo con su musculosa y el pantalón de los bolsillos inútiles,
liso como un pez. Además, recapacita, mientras vuelve a sacudir la manija, no
es que se haya soltado o aflojado alguna pieza que él pueda ajustar, es algo
que va por dentro, algo inaccesible. Daniel se desliza hasta el suelo y se
agarra la cabeza. “Anda como un Mercedes”, le había dicho el dueño anterior, un
tipo que distribuía pescado, pero minga de que la manija interior estuviera
fallada. Daniel lo maldice, yanqui estafador, hijo de mil putas, recuerda sus
cachetes rosados y saludables, su cuello de toro, jura que si vuelve a
encontrarlo lo estrangula. En un instante pasa de la furia a la impotencia.
Pero se levanta al fin, no hay que desesperar, hay que mantener la calma,
pensar en el después, cuando esto sea una anécdota divertida, dentro de unos
días. Porque va a salir de allí muy pronto, aunque por ahora sólo pasen por su
cabeza las posibilidades más macabras. Sabe que el teléfono móvil está
adelante, sobre el tablero, donde suele dejarlo, qué error, sólo queda patear
la puerta, gritar, confiar en su buena suerte, esperar a que alguien de los dos
o tres autos que ha visto estacionados en el parking pueda escucharlo. Se lanza
contra la puerta y la golpea frenéticamente con los puños y con los pies. Lo
importante es mantener la sangre fría, a dos grados. ¿Cuánto tardaría su carne
en enfriarse hasta la hipotermia?, ¿cuánto se resiste en ese estado?, ¿cómo era
la muerte por congelamiento? Tiene que administrar sus fuerzas, nada de golpear
histéricamente: respirar hondo y patear cada cinco, tres, dos minutos, entre
tanto, caminar en forma constante alrededor de la caja para mantener el calor.
¿Quién podría imaginar que le ha pasado algo? Nadie. ¿Cuándo empezaría alguien
a preocuparse por su ausencia? Repasa el improbable contenido de ese “alguien”
en Miami. No más de dos o tres personas. Mientras mantiene el ritmo de caminata
y golpes en la puerta, hace las más locas especulaciones. La mente se le nubla
un poco y las agujas del reloj lo confunden. La larga era para las horas, la
corta para los minutos, segundero no tiene. Debe haber arremetido contra la
puerta unas veinte veces. Se da un golpecito en la frente contra la pared como
si eso fuera a acomodarle las ideas. ¿Habrá pasado media hora, una hora? De
pronto ve a su tío abuelo Gregorio, el del daguerrotipo, levantando los hombros
como si le pidiera perdón. Porque él es el culpable y lo sabe. El idiota de la
familia, el que originó la saga de la que él puede resultar el último y triste
eslabón. Una injuria del destino, venir a morir asfixiado después de haber
escapado a los pogroms y a los campos de concentración. Recuerda los camiones
de reparto de los frigoríficos porteños, tan espaciosos y aireados, aquella
medias reses colgando de sus ganchos, ni siquiera va a morir, él, cuerpo a
cuerpo con las vaquitas argentinas, “como abrazao a una res”, piensa y se ríe
mientras le castañetean los dientes, sino congelado con una pila de paquetitos
presumidos como cajas de bombones. Siente un hormigueo en el estómago, como si
una araña le caminara por dentro. Atrapada, la araña, como él en el camión.
Fenómenos de cajas chinas, piensa y vuelve a ver a Gregorio, al valeroso y
tonto de Gregorio cruzando el Moldava con las monedas de toda la familia
cosidas en el forro del sobretodo. Enseguida mostró la hilacha, Gregorio, en
cuanto el barquero lo miró supo que era un pusilánime y ahí nomás, sin esperar
siquiera a llegar a la mitad del río, le arrancó casi toda su fortuna, apenas
le quedó, escondido debajo de una suela, un billete para la mitad del pasaje
que lo traería a América. A Nueva York, lo traería. Toda la familia dependiendo
de él, piensa Daniel. Si Gregorio hubiera desembarcado en Nueva York, otro
gallo cantaría, él sería hoy un comerciante próspero, no tendría problemas de
papeles, estaría en un yate en Miami tomando sol, no encerrado en esa caja
refrigerada. En cambio le tocó Argentina. La dictadura militar, la tablita, las
devaluaciones, el corralito. Sin contar con la adversidad cotidiana, las
pequeñas estafas, lo que no hay, lo que no se puede, lo que no funciona. ¿Quién
podía resistir semejante cóctel? No entendió, Gregorio, el peso de su
responsabilidad. El tamaño de su estupidez, cosa que mirando bien el
daguerrotipo saltaba a la vista, en esos hombros encogidos, esa barbita rala.
Porque tuvo más de una oportunidad, Gregorio. Pudo haber bajado en un puerto
brasilero. Pudo incluso haberse quedado en Montevideo. Serían pobres pero
humildes, él no se habría envenenado con la soberbia argentina. Y eso que había
estado dos días en Montevideo, donde el barco tenía que cargar y descargar
mercadería. Contaban incluso que, caminando por una callecita del centro,
Gregorio se había asomado a una ventana donde un sastre trabajaba. Der harbl is shlejt gueneit, le había
dicho al ver el esfuerzo que hacía el hombre por coser una manga. El sastre
uruguayo, que también era paisano, lo entendió y lo desafió: ya que le parecía
mal cosida, si se creía tan bueno, que se sentara en su lugar y la pegara él.
Gregorio lo hizo y, como había aprendido el oficio de su padre desde muy chico,
hilvanó primero y después cosió la manga con puntadas finas y la dejó perfecta,
el hombro calzado sin una sola arruga. Allí mismo el uruguayo le ofreció
trabajo. Y Gregorio volvió a equivocarse cuando le dijo que no, de puro
fatalista, porque su pasaje, que al principio creyó que era para Nueva York,
era para Buenos Aires y él quería llegar hasta el extremo que le había señalado
su suerte.
Y por esa suma de errores, que
después se propagaron y multiplicaron en otros, él, Daniel Sidelnik, estaba
ahora allí, como el último de los Buendía nacido con cola de chancho, cansado
de patear contra una puerta cerrada. Odió a Gregorio y a su tía Ethel que
habían arrastrado al resto de la familia, incluyendo a su abuelo Julio, y
puesto así el ancla en la Argentina, odió a sus tíos David y José y a sus
mediocres fábricas textiles y a sus hijos pretenciosos, sus primos mayores que
habían adoptado con pasión el tango, el mate, el billar, el peronismo, y
después las pastas italianas y la tarantela porque a su vez varios de sus hijos
se habían mezclado con sangre italiana. Sintió la cara húmeda, serían lágrimas,
las últimas tal vez de su vida. “No llorés”,
vein nisht, le decía su bobe, y supo entonces con exactitud cómo lo miraba.
Carne sacrificada, pensó, y estas dos palabras cayeron sobre él con peso
bíblico. Entonces le pareció escuchar los primeros acordes de Eight days a week. Tardó en
reconocerlos: era la llamada musical de su celular. ¿Pero cómo podía escucharlo
desde allí, si su teléfono estaba adelante, en la cabina? El sonido cesó unos
segundos y después, con la misma alegría inconsistente, volvió a arrancar.
Provenía de algún lugar cercano, muy cercano. Parecía salir de su propio cuerpo.
¿La primera alucinación? Se palpó de arriba a abajo y entonces, temblando,
descubrió, en uno de los diez bolsillos del pantalón ridículo, en el más bajo y
estrecho, casi junto a la pantorrilla, algo increíble, milagroso: ¡su teléfono
móvil! Tardó en sacarlo de allí y, cuando al fin lo hizo, pudo leer en la
pantalla luminosa el mensaje enternecedor de Vera: “No te olvides que te
quiero”. Pese al frío que ya le había dormido los pies, sintió un arrebato de
calor y con un dedo entumecido pero que vagamente percibió divino, adánico,
marcó el número de El Danzón. ¿Yeahh?, dijo la voz chillona de Mayito, la
empleada. Daniel quiso hablar pero una mezcla de voz y sollozo le atravesó la
garganta y la empleada, impaciente, cortó. Daniel volvió a marcar, y otra vez
apareció la voz de Mayito, un poco entrecortada por la mala cobertura: ¡Diga!
¡Omar, Omar!, gritó Daniel. ¿Dónde tás chico? Atrás, llámalo a Omar. ¿Que Omar
te llame para atrás? ¿Call back? ¡No!, yo atrás, yo para atrás, en el garage,
¿o debía decir parking, aparcadero, palenque? ¿Qué tú dices, chico? ¡Que la
concha de tu madre!, que lo llamés a Omar, perra, aulló Daniel. Concha viene
nomás los sábados... pééérate que te pongo a Omar, dijo Mayito tratando de
calmarlo.
El silencio redobló su pavor.
A ver si esta esperanza fallida era el último de los tormentos. Pero un
instante después apareció la voz redonda y alegre de Omar. ¿Daniel, eres tú?
¡Sí, Omar, sí!, estoy atrás... ¿Atrasado? ¡No!, atrás, atrás de tu negocio, de
tu mercadito, tu “marketa”, aquí en la camioneta, la Van, la “troca”, estoy
encerrado, ENCERRADO, bendijo al fin la palabra, igual en Cuba que en la
Argentina que en España que en el resto del mundo donde los españoles habían
desembarcado y depositado su precioso idioma.
Se quedó sin aliento,
derrumbado, hasta que al fin la puerta de la camioneta se abrió. El relumbrón
de la luz lo encegueció primero, después, poco a poco, vio aparecer la cara
sonriente de Omar, y la de Mayito asomada detrás. Y más atrás todavía imaginó a
Vera que lo abrazaría por la noche, y a su bobe que lo recriminaba: a ver
cuándo te dejás de dar vueltas, Daniel, cuándo encontrás una buena chica de la
colectividad y te casás. Sí, tenía razón su bobe, debería casarse con Vera.
Pero todavía necesitaba recuperar el aire, entrar en calor, pensarlo un poco
más. Tal vez, pensó, hasta debería volver a la Argentina. Y entonces, detrás de
su bobe, le pareció ver otra vez a Gregorio, con sus hombritos mezquinos y su
barba rala, que le guiñaba un ojo y se desvanecía después.
* Cuento ganador del premio
Hucha de Oro, otorgado por FUNCAS (España) en 2007.
II. Mármara
Mármara
A Estela
La primera vez que fui a El Escorial era bien entrado el otoño. Debería describir el paisaje. El trabajo paciente del otoño sobre los verdes: la diversidad de rojos y marrones y dorados de las hojas; los árboles desguarnecidos pero altos, principescos; la limpidez del aire con esa calidad misteriosa de apagar los sonidos.
No es por pereza que no lo
haga. Sino que en aquel viaje, lo importante para mí fue el encuentro con Mara.
Yo vivía en aquella época en
una ciudad costera y desabrida del sur de España. Parte de mi familia y todos
mis amigos habían quedado lejos. Pablo, mi marido, trabajaba todo el día, mi
hija estudiaba en otra ciudad y yo estaba un poco a la deriva, saltando de
trabajo en trabajo ocasional, como habiendo perdido mi lugar entre las cosas.
De manera que Mara, a quien
había conocido cuando éramos jóvenes y con quien habíamos compartido la
adolescencia, se me presentaba como una posibilidad de amistad preciosa en
España.
Después de intercambiar los
primeros mails, ella fue quien tomó la iniciativa.
—Hola, Reina —me dijo una
mañana—, no puede ser que estés en España y todavía no hayas venido a
visitarme.
Le dije que lo pensaría, que
tal vez más adelante, que tenía poco dinero...
Y entonces Mara me dio el
primer consejo.
—Siempre es mejor ahora,
Reina, el tiempo es muy guarro, así que vente ya mismo. Cogés el autobús y por
quince euros atravesás Castilla como el Quijote, hasta Madrid.
Aunque usaba un léxico muy
español, alternaba el tú con el vos y no había perdido el acento porteño ni el
tono zumbón que yo le había conocido y que revelaba, como la punta de un
iceberg, todo su humor. No sé si fue por lo de “Reina”, un modismo que arrastraba
del interior —y que producía un instante de ilusión—, por lo de los quince
euros o por la determinación que emanaba de su voz, pero en pocos minutos me
encontré sin excusas, desarmada, y prometiéndole una visita cuanto antes.
Casi no la reconocí en la estación
de autobuses adonde me fue a buscar. Hacía más de veinte años que no la veía,
pero no fue sólo por el desgaste natural del tiempo, sino porque yo había
conocido a una Mara distinta, morocha, flaca y alta, y la que veía ahora era
una rubia de altura mediana y más bien robusta. Era otra Mara.
—Tú estas igual —me dijo, y
pensé que, en algún sentido, no mentía. Aunque también a mí me había pasado el
tiempo, podría decirse que los años se me habían acumulado respetando un orden
o una organización previa.
Nos dimos un abrazo emocionado
y largo, como si en su transcurso fuéramos repasando todos los sobreentendidos
de nuestra generación y nuestro grupo, desde las frivolidades de la Galería del
Este hasta el obligado pasaje por el terror.
—Éste es Silver —me presentó
cuando llegamos al estacionamiento—. Va a ser difícil que encuentres en España
otro coche tan mayor como él. Y tan fiel.
Era un Citroën plateado que la
acompañaba desde hacía diez años y que Mara se resistía a cambiar.
—Yo envejecí mucho más que él,
por eso no me reconociste.
—Es que estás casi rubia —dije
a modo de disculpa, mientras acomodábamos mi valijita en el baúl, lleno de
planos enrollados y de bolsas de supermercado.
—Está todo calculado —dijo
Mara.
La estrategia consistía en ir
haciéndose claritos a medida que encanecía, de manera que en un año más iba a
transformarse en una rubia completa.
—No veas lo que eso significa
para una morocha chaqueña como yo —dijo, y lanzó una de esas risas
entrecortadas parecida a la onomatopeya “hi, hi, hi”, un poco incongruentes con
su cuerpo y su estilo, y tal vez por eso tan contagiosa.
La altura que yo recordaba no
era real —sólo medía 1,68—, sino más bien efecto de lo espigada que había sido,
de lo largos que tenía los brazos y las piernas, de aquel pelo ultra lacio que
sólo se alcanzaba con la toca y de una convicción que ella cultivaba. “Yo
quería ser alta y lo fui”, dijo con orgullo. Su contundencia era también una
decisión filosófica. Detestaba las dietas, esa idea de “mantener la silueta” le
parecía abominable, ella prefería “entretenerla”, dijo, y se entregaba con un
regocijo infantil a darse todos los gustos. Por el mismo motivo, seguía fumando
desaprensivamente (iba dejando un rastro de cenizas por donde pasaba) cuando en
nuestra generación casi todos habían dejado de hacerlo.
Mara tenía una voluntad tenaz,
como me fui dando cuenta después, y mantenía con la realidad un enfrentamiento
amistoso, como de buen deportista. Debía —y muchas veces podía— resistir y
torcer los movimientos supuestamente inexorables de los acontecimientos.
En aquel primer encuentro, y a
la media hora de subirnos en su auto rumbo al Escorial, descubrí que me faltaba
la billetera. Cuando uno viaja, se vuelve un ser más vulnerable. Me dolió la
evidencia de que me habían elegido en cuanto bajé del autobús —una presa fácil—
con esa cara desolada de quien teme que nadie lo vaya a recibir. Me habrían
metido la mano en la cartera mientras trataba de descubrir entre la gente a
Mara, o tal vez un minuto después, cuando nos vimos y nos abrazamos. Nuestras
emociones eran el campo de trabajo de los chorros. Una zancadilla depravada.
Por lo demás, un delito de rutina en las estaciones de trenes y autobuses de
las grandes ciudades. Aquella era la Estación del Sur de Madrid, tan sórdida
como muchas otras que conocí en España, uno de esos lugares de los que uno
quiere irse lo más rápido posible. Porque el autobús es el medio de transporte
más barato, el de los trayectos cortos y los horizontes domésticos. Poco y nada
se respira allí de la alegría del viaje. Flota más bien un aire de desdicha y
precariedad: cualquier estación de autobuses es el puerto natural para los
rezagados, borrachos, vagabundos o chorros, como la basura que deja la marea en
las orillas...
Nos habremos pasado una buena
media hora lamentando el robo, recordando otros casos, diciendo las cosas
previsibles e inútiles que se dicen cuando se nos revela ese otro mundo
marginal y agazapado, un mundo al que no atendemos, concentrados como estamos
en nuestros esfuerzos de hormiga. Y tal vez sea ese hecho, más que el despojo,
lo que provoca la sensación de desamparo, de estar culo al viento, como diría
un porteño. Tal vez uno sólo sea capaz de moverse en encuadres pequeños,
artificiales, algunos más, otros menos, según la tolerancia o capacidad de cada
cual. “Conozco todo el sur”, decía con orgullo una tía vieja que vivía en
Olavarría. No se refería al Cono Sur, ni tampoco a la Patagonia, ni siquiera al
sur de la provincia de Buenos Aires —a las localidades que se extienden más
abajo del río Colorado—, sino sólo a las más cercanas a su pueblo, como Tres
Arroyos, Coronel Dorrego o Bahía Blanca.
Así estábamos, digo, Mara y
yo, consolándonos con el argumento de que no llevaba demasiado dinero en la
billetera perdida, aunque tenía todas las tarjetas, cuando sonó mi móvil. Una
voz joven preguntó por mi nombre. “Disculpe”, tanteó con prudencia, “¿pero a
usted le falta algo?”. Una vez pasada esta prueba, declaró que ella había
encontrado la billetera tirada en un baño de la Estación del Sur. Al abrirla,
ya sin dinero, vio el documento de identidad de una argentina. Ella y su novio
también eran argentinos, qué casualidad, de Mar del Plata, por eso llamaron
enseguida al número que figuraba en la tarjeta. Se llamaban Teresita y Sergio
Martínez. Vivían en las afueras de Madrid, en Móstoles, y trabajaban de
camareros como cientos de argentinos en aquella época en España. Nos dieron una
cita en un bar, en la esquina de su casa, para que fuéramos a buscarla.
Yo tenía vivo el recuerdo de
la inseguridad de Buenos Aires, los secuestros exprés, los llamados engañosos
desde las cárceles y todo tipo de historias y artimañas, así que el llamado me
pareció inquietante, pero Mara no tuvo ni sombra de dudas.
—Estás en España, Reina, y
aquí la gente es buena y honrada. Salvo los chorizos, los asesinos, los fachas
—agregó después, atajando mi previsible protesta.
—Pero ellos son argentinos
—dije.
—Marplatenses —corrigió Mara—.
Y aquí, no sé si notaste, los argentinos mejoran un poco. Por la cercanía de la
madre. La madre patria —me aclaró enseguida, advirtiendo que entre el viaje y
el robo yo había quedado un poco entontecida.
El único peligro, me confesó,
era perderse. Las carreteras la mareaban un poco pero al final siempre
encontraba el camino.
En suma, había que ir a encontrarlos
y recuperar la billetera. Entonces, pese a que ya habíamos recorridos unos
treinta kilómetros hacia El Escorial, Mara dio la media vuelta silbando y
retomamos la carretera hacia Madrid.
—¿Ves? —me dijo—, Silver nunca
protesta, siempre está bien dispuesto. —Y le dio una palmadita en el tablero,
como si fuera su caballo.
Cuando llegamos al punto de
encuentro, identificamos enseguida a los argentinos. ¿La manera de vestir? ¿Una
cierta precariedad? ¿Un tipo físico de una belleza media? ¿Por qué a la distancia
y sin haber intercambiado una sola palabra
se veía que eran argentinos? Los invitamos a una cerveza, charlamos un rato
sobre la desventura de los papeles, el tema obligado, agradecimos la devolución
de la billetera y nos despedimos. Mara, con su estilo expansivo, les dejó sus
teléfonos y los invitó a visitarla cuando pasaran por El Escorial.
Durante todo el viaje de
regreso fui acunando la billetera, sintiendo su dulce peso sobre mi falda. Es
curioso por qué caminos inesperados uno puede llegar a sentirse dichoso, en
este caso, al comprobar que sólo nos ha tocado una mínima porción de la
catástrofe.
Después de ese incidente, el
resto de mis días en El Escorial se deslizaron ingrávidos y placenteros, fuera
del tiempo en algún sentido, como una tregua a todos los problemas que me
planteaba por entonces mi vida en España. El departamento de Mara, donde había
instalado también su estudio de arquitecta, era un dúplex amplio, un segundo y
tercer piso que daba a las montañas. En el balcón, donde trabajaba un largo
rato todas las mañanas, Mara tenía una serie de macetas, frascos y potecitos
con todo tipo de plantas, muchas desconocidas para mí. ¿Por españolas o por
montañesas?, preguntaba yo. Mara, que además de ser arquitecta casi se había
recibido de ingeniera agrónoma, me dio largas explicaciones al respecto. Yo la
escuchaba con atención, no tanto porque me interesara aquella sabiduría
botánica, sino porque me gustaban las descripciones y aquel despliegue de
palabras preciosas que uno llegaría a pronunciar muy pocas veces en la vida,
como estambre y sépalos, o completamente desconocidas como acícula, estolón o corimbo.
Por su parte, las plantitas, pequeñas y hasta minúsculas, alineadas sobre el
alféizar del balcón, producían una especie de vértigo al enfrentarse al paisaje
que se desplegaba por detrás, como si dijeran: “La belleza de esas montañas es
también la de esta hojita, y la de este gajo, y sólo es posible porque este
gajo y esta hojita están verdes y saludables”.
Adentro reinaba una mezcla de
caos y orden que me parecía una condición privilegiada, caos de la vida
múltiple que le insuflaba Mara y que ofrecía al visitante (en este caso, yo)
todas las libertades para moverse a su aire. Las casas muy organizadas no
admiten otros movimientos que los previstos, no quedan huecos por donde colar
otras costumbres, otras maneras de hacer las cosas. Vivir en lo de Mara, en
cambio, era fácil: usar los baños, prepararse las tostadas, colgar la ropa en
un placard o tirarse en un sillón a leer el diario.
Aunque vivía con un hijo
adolescente, Mara tenía costumbres de persona sola. Por ejemplo, no ponía la
mesa para comer. Se preparaba una bandeja y comía en la sala frente a la tele.
Le gustaba ver esos programas del corazón y de chimentos que hacen en España,
con una pasión y una crueldad como no he visto iguales: le sacaban el cuero a
tiras a quien fuera, igual que atormentaban al toro, lo azuzaban, le clavaban
banderillas, le asestaban por fin la puntilla y después, no contentos con esto,
le cortaban el rabo y las orejas.
—Para compensar —dijo Mara—,
cada tanto me leo un ensayo bien morrocotudo.
Últimamente estaba interesada
en el magnetismo y en ciertas creencias esotéricas.
Me mostró algunos de esos
libros, no recuerdo los títulos, pero no se trataba de best sellers ligeros
sino más bien de cruzas extrañas como psicomagia, magnetismo y religiones,
física cuántica y humanismo. Cosas así.
Mara tampoco dormía en su
cuarto. En principio porque, un año atrás, había decidido pintarlo y nunca le
llegaba el momento de hacerlo. Al menos eso decía. Después entendí que lo de
dormir en el salón iba más con ella, le daba un aire de transitoriedad a su
estar allí que le gustaba, como si fuera una adolescente de visita en casa de
una amiga. Tal vez fuera sobre todo una forma de engañar a la soledad, la
ausencia de un hombre que la acompañara. De manera que la mesa del comedor,
rodeada de espejos, funcionaba más bien como un tocador, siempre había un
cepillo de pelo, limas para uñas, una cartera en uso... y su cuarto se había
transformado en un cuarto de vestir. Sobre la cama se acumulaban perchas, ropa,
bolsos. Era un desorden que no provocaba angustia, uno sentía que todos esos
objetos estaban controlados y mantenían entre sí un acuerdo singular y secreto.
El cuarto que me tocó en suerte
era el de los collares, un hobby de Mara. Yo estaba encantada de dormir allí
entre las cajas que contenían cuentas de colores de distintos pesos y tamaños.
También había percheritos donde se exhibían algunas piezas terminadas. Todas
estaban armadas con piedras de bijouterie, pero con un diseño y una presencia
que les daba un aire de piezas únicas y hasta un poco extravagantes. Era como
estar en la cueva de Alí Babá. Me sentí retrotraída a la infancia, cuando
dormía en el cuarto de mi tía Eugenia, que también se dedicaba a la confección
de sombreros y bijouterie. Estar allí, en el corazón de ese impulso artesanal
femenino, me producía una calma y un bienestar profundos.
Frente al espejo, Mara me hizo
probar varios collares.
—Para ti, ésta es la altura
—dictaminó— adonde tiene que llegar el collar. Y me apoyó el dedo en un punto
preciso del esternón.
Lo decisivo de un collar,
decía Mara, era el largo: si caía entre las clavículas, más arriba o más abajo,
aquél sería el foco de atención y no, por ejemplo, las arrugas del cuello.
Después me aconsejó un corte
de pelo.
—Una cara es un espacio
—dijo—. No te podés cambiar la nariz de lugar, ni la boca. Pero el pelo sí, el
pelo es la parte móvil, y hay que saber usarlo, como los collares.
Mara sabía muy bien qué quería
de las cosas y cómo. Y a todo le imponía su singularidad.
¿Qué hicimos durante cinco
días? Sólo turismo interior, pese a que habíamos planificado paseos aquí y
allá. Tomamos helados, nos limamos las uñas, miramos fotos, hablamos de
nuestras madres, maridos y hermanas, de las novelas que habíamos leído,
dormimos siestas, nos paseamos por el pueblo, recogimos setas del bosque del
Príncipe, todo esto sin que ella dejara de trabajar. Mara se había
especializado en viviendas rurales; así, decía, se seguía sintiendo en el
campo, igual que en el Chaco aunque aquello fuera Castilla. Tenía en aquel
momento dos o tres casas en refacción, en localidades cercanas, y una parte del
trabajo era visitar las obras cada mañana. Yo la acompañaba, callada y
observadora, como un chico que admira los poderes de los adultos. En el caso de
Mara, su destreza para manejarse en ese mundo rudo de la construcción. Tenía
capacidad de mando. Se enfrentaba al capataz de la obra, al carpintero, al
herrero, a los hombretones de los gremios con una fortaleza y unas decisiones
que no admitían discusión. En una de las casas que visitamos se había caído
parte de una pared debido a la decisión inconsulta de romper en cierto lugar
para que el fontanero tendiera una cañería. La vi enfrentar furiosa a dos
hombres, los vi a ellos agachar la cabeza y pedir disculpas, “disculpe
arquitecta”, decían. Mara se fue indignada de la obra, no sin antes negociar
con los responsables un plan detallado de reconstrucción. Su trabajo de
arquitecta experimentada consistía, más que en diseñar, en enderezar entuertos,
me dijo, como el Quijote. Cuando le hice notar que mencionaba mucho al Quijote,
me explicó que desde que vivía en España era su libro de cabecera.
—Además de todo lo que me
divierto —dijo—, es la mejor manera de entenderlos.
El último día en El Escorial
conocí a Salvadora, la mucama colombiana y medio ciega que Mara tenía desde
hacía muchos años y a la que conservaba por piedad. Salvadora hacía las cosas
más o menos de memoria y Mara iba detrás corrigiendo sus errores, igual que con
sus obreros. Toda la mañana estuvimos circulando en trencito por la casa. Ella
iba detrás de Salvadora y yo detrás de Mara, registrando con curiosidad las
costumbres diversas de las amas de casa. Por ejemplo, Mara no tenía trapo
rejilla o estropajo, como lo llamaban los españoles, herramienta que a mi modo
de ver es imprescindible.
—La esponja no seca como un
trapo —decía yo.
—Es que detesto los
estropajos, Reina, con semejante nombre.
Ella era partidaria de las
esponjitas. Y como había leído que era el lugar de la casa donde se concentraba
la mayor cantidad de bacterias, guardaba en la alacena muchas de repuesto y las
cambiaba sin cesar. Otra decisión casera drástica consistía en tener sólo
toallas blancas, con lo que siempre parecían impolutas. Ésa sí me pareció una
idea que valía la pena adoptar. Otra, una astucia de arquitecta, eran los diez
centímetros cruciales que se ganaban si uno elegía una cama de 1,90 de largo en
lugar de una de 2 metros, decisión contraindicada sólo en caso de compartir la
vida con alguien de más de 1,86 de altura.
Yo, que era por naturaleza
vacilante y me sentía llevada y traída por el vendaval de las circunstancias,
me quedaba admirada por estas pequeñeces. En todas leía la determinación con
que algunas personas saben manejar sus vidas, elegir ciudades para vivir, gente
para rodearse, proyectos para participar, casas, colores, muebles, ropa,
estropajos o esponjitas.
Cuando Salvadora se fue, Mara
se tiró en el sofá y decidió que aquél, como muchos de los días en que venía
Salvadora, era un día perdido.
—¿Por casualidad, Reina, vos
no jugás al Scrabble? —me preguntó inesperadamente.
A mí se me iluminaron los ojos
porque yo había jugado mucho tiempo al Scrabble cuando era chica, con mi abuela
y mi padre y mis tíos. Era uno de los recuerdos felices de mi infancia. Una
oportunidad en que se suspendía todo conflicto o discusión pendientes, para
comulgar en aquel regocijo que provocaba en todos la manipulación de las
palabras. El ñú y el ox de las gallinas, la gaya ciencia y el gay saber, el holán y el brin circulaban como el pan y me
dejaban incrédula y boquiabierta. ¿Qué era la cornucopia? ¿Y el brécol?
¿Y la babirusa? Siempre había a mano
un viejo diccionario mamotrético, un Larousse de hojas otoñales y olor dulzón
que pasaba como un tótem de mano en mano y donde se confirmaba la existencia de
tales palabras. Por otra parte, la familia se tomaba unas libertades extremas y
disparatadas como permitir todo tipo de enclíticos en cualquier verbo por lo
que se aceptaban locuras como tendréselas
o lloveréte, y para más datos se
buscaba un ejemplo: un hombre podría mantener este diálogo con una planchadora:
“¿Me tendrá las camisas planchadas a las siete? Sí, tendréselas”. Una divinidad responsable de lluvias y tormentas
bien podía prometerle a su amada: “Lloveréte
gotas dulcísimas para perfumar tu jardín”. Y así.
Entonces Mara, entusiasmada
(ella misma había jugado durante años con un primo escritor y con unas primas
lesbianas y cultísimas), empezó a revolver los roperos hasta encontrar su
Scrabble. Era uno de los modelos antiguos, aquellos de tablero de cartón duro y
fichas de madera. Nos preparamos una jarra de café y jugamos todo el resto de
la tarde.
En las primeras partidas
sobrellevamos esos arduos finales donde sólo se trata de ubicar unas miserables
consonantes en los huecos que va dejando el tablero, pero en las últimas, por
cansancio, aflojamos con el reglamento y las dábamos por liquidadas apenas se
ponían pesadas.
—¿Ves? —dijo Mara—, mantener
las buenas intenciones, en cualquier aspecto de la vida, es igual de difícil.
Ella había traído a su padre
con Alzheimer de la Argentina y se había hecho el firme propósito de tenerlo en
su casa y hacerle lo más felices posible esos últimos años de vida. Pero no
pudo tolerarlo. A los pocos meses, lo internó en un geriátrico. “Un geriátrico
español”, dijo Mara afligida. La torturaba la idea de que su padre no
entendiera bien a los que lo rodeaban, que sumara a su caos mental ese otro
idioma abrupto que puede resultar el español a un argentino.
Mientras jugábamos, hablábamos
en voz baja. Repasábamos esos momentos determinantes, nudos alrededor de los
que se teje la trama de una vida: la muerte del hermano, del que conservaba un
zapatito de bebé como un amuleto en un estante de la biblioteca, una amenaza de
cáncer a los treinta años, la entrada y la salida de la militancia, los grandes
amores, su primer hijo, la decisión de venir a España, la muerte de la hermana
y del padre... Empatábamos en hijos y en muertos. En el Scrabble, ella empezó
ganándome, y de a poco empecé a llevarle la delantera.
Me fui del Escorial con una
buena cantidad de gajos y consejos de Mara para conseguir trasplantarme a
España.
Sin embargo, en cuanto abrí la
puerta de mi casa, todo me pareció
más desolado que nunca. Entre los pocos muebles dispersos que tenía, no había
ningún lazo, ninguna armonía.
Cerraba los ojos y recordaba
el salón de Mara: allí había un fondo común, un sedimento, como si todos los
objetos correspondieran a un mismo sistema, a un universo autónomo y vivo. En
mi salón estaban aislados uno del otro, discordantes, todo provenía del azar.
Como la mesa formada por un tablón ancho y pesado (encontrado en una obra en la
que había intervenido mi marido), una hermosa madera pero sostenida por dos
caballetes cromados demasiado livianos (un préstamo de una amiga). Cada vez que
uno apoyaba allí una taza o un libro sentía la vacilación del conjunto. Una
mesa como una balsa. Un sofá que era un colchón. Un conjunto variopinto de tres
sillas y un banquito. Una computadora llena de virus que alguien había
desechado. Etcétera. Pero un balcón que daba al mar que era un balcón que daba
al mar. Eso me consolaba.
Al día siguiente de mi
regreso, Mara me llamó. Y desde entonces, lo hizo casi todos los días.
Eran conversaciones largas,
entretenidas, en las que ella vencía mis reticencias. Siempre me resultó
trabajoso sostener el entusiasmo, o la voluntad al menos, que requiere una
conversación larga. A veces el mecanismo se atasca por completo y enmudezco,
otras veces fluye como el agua, no sé de qué depende. Pero Mara era una persona
que promovía la comunicación, encadenaba una idea con otra con espontaneidad y
sin prejuicios. Creaba casi de la nada un oleaje que producía choques
inesperados, como sucedía en la organización de su casa. Tal vez todo se
tratara de que no tenía miedo, se lanzaba a las conversaciones igual que lo
hacía por las carreteras, confiada en que el camino siempre la llevaría a algún
lugar interesante.
“Qué pena no poder jugar al
Scrabble”, nos lamentábamos. Estar en El Escorial, tomar el té junto al fuego,
comer chocolate y jugar mientras afuera nevaba... eso era la felicidad, como en
una lámina navideña de Norman Rockwell.
Empezamos a planificar un
nuevo encuentro, pero las cosas se complicaron.
A mí me había llegado el
encargo de traducir la tesis de un arquitecto francés —las reformas
urbanísticas del Barón Haussmann y sus repercusiones sociales— que me mantenía
atada a la computadora y sumergida en dilemas obsesivos, como la traducción
precisa —o eliminación lisa y llana— de la partícula or que el autor prodigaba línea tras línea. A Mara, por su parte,
le habían tocado por sorteo unos trabajos de perito en el Ayuntamiento que la
alejaban de sus obras y la tenían sumergida en una maraña de papeles y de
trámites.
—Verificación de planos,
causas probables de un derrumbe, límites entre parcelas, un tedio, Reina, que
ni veas. Así que mejor hablemos de amores. En episodios, como las telenovelas,
así se lucen más.
Cualquiera sabe que después de
los cincuenta años las posibilidades amorosas se van reduciendo, en cantidad y
en materialidad. Por lo tanto eran amores más bien imaginarios, exiguos, como
tal vez sean todos los amores. Y era preciso dosificarlos.
—Son amores más para ser
hablados, o dibujados, que para ser vividos —sintetizó Mara.
En los últimos dos años ella
había tenido dos historias, de las cuales una seguía vigente: la del Futurible.
La anterior era la del hombre de las mesas, el Estratega.
El Futurible vivía en Buenos
Aires, siempre a punto de separarse, y viajaba cada dos meses a España donde
mantenía con ella un coqueteo verbal. El coqueteo, según iba yo entendiendo,
estaba vinculado sobre todo al campo, hablaban de la soja, del maíz, de la cría
y engorde de ganado, mientras se calibraban de reojo.
Mara era la hija de un
chacarero de mediana importancia. De allí probablemente su capacidad de mando.
Desde muy chica —sólo tendría cinco o seis años— todas las mañanas, como una
princesa, ella le decía a un peón: “¡Eustaquio, el petiso!”. Y Eustaquio le
traía ensillado el petiso, el petiso de la niña, para que ella diera su paseo
desde la casa hasta la tranquera de entrada del campo. Uno de los motivos por
los que me sentía tan bien con ella era ése. Ella mandaba y yo la dejaba hacer.
Me gustaba plegarme a su fortaleza. Como en el cuarto de los collares, me
dejaba flotar en una suerte de infancia, en una entrega confiada y
placentera...
El Futurible era un hombre más
que maduro, alto y agradable, con unos ojos verdes un poco empañados que le daban
un aspecto de alma sensible, aunque Mara temía que aquello fuera casual, un
mero efecto de la edad, el avance de una catarata. Pero uno de sus atractivos
más ciertos era que tenía campo en la Argentina. Ella podía soñar así con un
regreso al país, y a la infancia. Después de la violencia y el exilio, de años
de sacrificios y de trabajo, podría volver a esa zona muelle del pasado. En
lugar de un padre chacarero, tendría un marido estanciero, y terminaría la
última etapa de su vida como la primera, en la quietud de la llanura, sin más
sobresalto que el paso de las estaciones. El Futurible la veía cada vez que
visitaba España, a través de amigos comunes; sus avances eran exiguos, pero de
todas maneras avances que Mara medía con avaricia. En el último viaje, en lugar
de los almuerzos y charlas casuales en casa de amigos, el Futurible la había
invitado a cenar y le había confesado sus desavenencias conyugales. Ése había
sido un gran paso. Aunque a ciertas alturas no se puede perder demasiado
tiempo, ella había decidido tener paciencia. Era un hombre un poco rudo, de
esos que manejan verdades de a puño, para quienes las mujeres tienen ese aura
de incomprensibles, de animal esquivo, como si las mujeres y los hombres no
fueran igualmente contradictorios, admirables o risibles. Pero a ella le
gustaba que él fuera un poco bruto. Los hombres demasiado sutiles eran más
difíciles en la convivencia. Más que un marido imaginaba una especie de
socioamante para vivir en el campo.
Se regodeaba entonces
repasando los avances que habían hecho a lo largo del último año, como si
fueran materias aprobadas en vistas a terminar una carrera y recordaba cada
encuentro como una adolescente, con la misma pasión por los detalles.
—Ésta es la edad de la
paradoja, Reina. Porque las edades no se acaban, se acumulan. Tenemos
cincuenta, veinte, quince, diez, treinta... En total, más de cien.
La historia del Futurible se
nos agotó cuando yo llegaba a las últimas páginas de la traducción. Había
superado las angustias por el or y
por los soit y me encontraba más bien
sumergida en dudas de estilo. ¿Debía simplificar y poner al derecho el orden de
aquellas frases enroscadas de la sintaxis francesa que —se suponía— reflejaban
la complejidad del pensamiento, o respetarlas tal cual?
—Simplificá, Reina, que no es
literatura. Y los arquitectos son bastante rústicos.
Después del consejo, me
anunció la siguiente historia.
—Y este amor que te voy a
contar ahora, es uno para ser dibujado, ya verás.
Antes del Futurible, había
tenido un romance trunco con un ingeniero de caminos.
Ella lo llamaba el Estratega,
por cómo lo había conocido.
Mara iba a desayunar a una
cafetería en las afueras del pueblo. Allí se sentía, dijo, como “dispuesta al
viaje”, no sólo porque estaba al borde de la carretera, sino también porque,
cada tanto, aparecía alguna cara nueva, gente de paso.
El primer día que lo vio le
pareció un tipo agradable, elegante incluso, de unos cincuenta y pico de años,
tal vez sesenta muy bien llevados. Pero también observó, esa primera vez, que
tenía algo solemne, algo de director de orquesta. Una forma un poco marcial de
dar vuelta las páginas del diario, como si quisiera evitar que el diario se
arrugara o que quedaran desalineados sus pliegos. Fue así, apenas una ráfaga.
De puro aburrida, y también por espíritu profesional, Mara calculó que estaban
a unos seis metros de distancia, sentados en mesas ubicadas en los extremos de
una diagonal virtual, él apuntando al Este y ella al Oeste. Y se hubiera
olvidado para siempre del personaje a no ser porque tres días después, desde la
mesa que ella ocupaba habitualmente, lo vio entrar otra vez en su cafetería (a
esa hora, casi vacía). Le pareció que él le dirigía una mirada fugaz,
fugacísima, antes de sentarse. El hombre eligió una mesa que mantenía con ella
la misma diagonal que en el primer encuentro, pero esta vez no en la última
mesa del fondo al Oeste, sino en la penúltima. “Como si hubiera avanzado un
casillero”, dijo Mara, y prometió escanearme y mandarme el dibujo. Sería una
pura casualidad. Sin embargo, esa vez lo miró un poco más. El mismo aire
decidido para pasar de una hoja a la otra del diario. Dedos largos y un anillo
con una piedra azul en el dedo anular. Pidió un carajillo. Se lo tomó en dos o
tres tragos, con la misma decisión. “La tercera vez que me lo encontré,
adiviná”, me desafió Mara.
A estas alturas ya me había
mandado por mail un dibujo de la disposición de las mesas del bar, como un
tablero de la Batalla Naval. Así que yo lo imprimí y le contesté con otro
dibujo: supuse que el tipo había elegido una mesa en la misma diagonal, pero
más cercana que la elegida la segunda vez.
Había acertado. El ingeniero
de caminos tenía una cuadrícula de seducción bien definida. Había avanzado a un
segundo casillero. Y, entre página y página del diario, le había echado unas
miradas como flechas. Ya había pasado un mes. En el cuarto encuentro ella
decidió hacer su movida. No se sentó en la mesa de siempre, rompió la diagonal
en la que se habían desplazado hasta entonces, sólo para comprobar que los
movimientos de él no eran casuales. El Estratega dudó un instante cuando entró,
notando el cambio, pero de inmediato reaccionó y se avino a crear una nueva
diagonal.
“De ajedrez sé poco y nada”,
me aclaró Mara, “yo actué intuitivamente”. Para ilustrarlo, me mandó una serie de
dibujos donde había seguido paso a paso los cambios. Un poco avergonzada, y tal
vez influida por las lecturas esotéricas de aquel momento, pensó que algo
misterioso se había trazado allí. En los meses siguientes vivió en una
constante agitación, como si estuviera enamorada. Las movidas se transformaron
en lo único importante de su vida, dibujos azarosos que entre los dos trazaban
en aquel espacio de la cafetería y en los que intentaba encontrar cierta lógica
para seguir avanzando. ¿Avanzando hacia dónde? “Hacia la cama, guapa”, la había
cortado en seco su amiga Pelines, la antropóloga. También le comentó que
aquello era un baile nupcial. Que así cortejaban los machos de ciertas especies
a sus hembras. La expectativa de Mara creció. Si era cierto que ambos estaban
repitiendo alguna conducta animal, primitiva, allí tendría que haber un
encuentro fulminante, un sexo desatado...
Hasta el día en que los dos
quedaron finalmente en dos mesas vecinas, no enfrentadas, contiguas. Pudo
olerlo. Confió en su perfil. Se dejó mirar. Supo por largos minutos que él la
miraba, pero no giró la cabeza. Podía aún estirar el cortejo. Pero no mucho
más. La vez siguiente él entró a la cafetería y la enfrentó. Como pasa tantas
veces, fue el principio del desastre.
La voz, para empezar, no
estaba mal, tampoco las cosas que dijo ni que hizo. Las dos primeras salidas
fueron bastante auspiciosas. El desastre se produjo cuando él la invitó a su
casa. Acostumbrada a leer en los espacios, en la circulación, en los muebles y
su disposición, en los adornos, como en un mapa secreto, Mara quedó espantada.
Una hilera de medallas antiguas sobre la repisa de la chimenea, me dijo, fue el
detalle final que había acabado con toda posibilidad de relación. El tipo era
sin duda un fascista, un solitario con algunas tendencias perversas. De manera
que la historia tuvo una corta duración, por más que él insistió, le hizo
buenos regalos y la llamó durante casi un año.
Unos meses después de aquella
primera visita al Escorial, por distintas circunstancias familiares, me quedé
sola unos días. Había terminado la traducción y Mara había viajado a Dubai por
un posible contrato de trabajo, por lo que sus llamados se habían espaciado.
Esto coincidió con la llegada de un temporal que nos castigó con lluvias
torrenciales y un viento arremolinado durante días y días. En la región se
hablaba de “la gota fría”, fenómeno que sonaba amenazante y misterioso, como si
se tratara de un asesino serial imprevisible. De manera que, salvo alguna
mañana en que corría hasta el supermercado de la esquina para aprovisionarme,
no salí nunca de casa. Me mantenía melancólica y clausurada tomando té,
comiendo avellanas y queso, leyendo novelas y navegando sin rumbo por Internet.
Las pocas veces que el teléfono sonaba, cuando lo atendía, mi propia voz me
sobresaltaba. Como si descubriera que, al fin y al cabo, no estaba sola sino
conviviendo con alguien.
Fue así como una tarde
encontré una página —cruzadas.com— donde, al parecer, se podía jugar al
Scrabble on line. Excitada por la novedad, le mandé de inmediato un mail a Mara
para que investigara. Otra de sus virtudes era llevarse bien con las máquinas y
entender rápidamente los códigos y sistemas del mundo virtual.
Cuando
volvió de su viaje, empezamos a jugar.
En la página de cruzadas.com,
también era posible chatear y entrar al diccionario de la Real Academia para
confirmar la existencia de palabras o buscar a ciegas cualquier disparate
inducido por el azar de las letras que a cada uno le tocaran en suerte. En
pocos días aprendimos las reglas y Mara, con su sociabilidad indomable, empezó
a jugar no sólo conmigo sino con otros jugadores de la larga lista de
hispanohablantes que participaban del sitio.
Y yo la seguí.
Tuvimos desde entonces mucho
más para comentar que nuestras propias partidas: las estrategias caprichosas de
algunos jugadores, la aparición de palabras latinoamericanas preciosas como jojolotes, guaicas, cojedeños o cocorota y, sobre todo, la elección de
algunos nicks y las personalidades que sugerían. Había anodinos (tal vez la mayoría);
infantiles —Pelín, Ositopanda—;
románticos —Nomeolvides, Arcoiris,
varias Alondras—; insensibles —Jonettver, Cañuti—; patoteros —Mirakegano, varias Faraonas—; tecnológicos, literarios, diversas cruzas entre todas
estas categorías, y, por último, los inclasificables y las curiosidades —Chispamenguada, Memimomamu,
Bestiaencadenas—. En cuanto a nosotras: Mara era Mármara y yo era Garamond.
Fuimos conformando un universo
de personajes que sufrían las más arbitrarias distorsiones. Para ser honesta,
yo era responsable de la mayoría. En gran parte, porque no avanzaba como Mara
en los chats y me guiaba por los pocos datos que intercambiaba con los
jugadores. A menor información, mayor era la distorsión. Un caso notable fue el
de Señor X. Yo venía jugando con él
varias partidas. Éramos muy parejos. Cada vez que él ganaba, yo le ponía en el
chat —como indicaba la cortesía— ¡te
felicito! Al principio, imitando a los jugadores más expresivos que
repetían vocales y signos como
hooooola!!!!! Bieeeen!!!!!, y abusaban del ajjj, jjajjja, jeeejjj y sus variantes —que a Mara y a mí nos
revolvían el estómago— para imitar risas y complicidades. Yo también procedí
así —con varios signos de admiración— para ser generosa y no mostrar el encono
que en realidad me despertaba su habitual scrabble traicionero de la última
mano. Cuando vi que él se limitaba a un
bien escueto cada vez que yo ganaba, empecé a tomarle inquina. “¿Viste qué
miserable Señor X?”, le comentaba a
Mara. “¿Cómo bien solamente, cuando
le gané por más de cien puntos de diferencia?” Pero él nunca se movía de ese bien condescendiente. Un día abandonó
una partida por la mitad y unos diez días después reapareció con un disculpe, me caí. Me arrepentí de mis
rencores. Era evidente que Señor X
era un hombre mayor —por eso me trataba de usted—, se había caído y era
probable que ya tuviera desde antes problemas de movilidad. Me lo imaginé
enyesado, en silla de ruedas, con la amargura del hombre enfermo y reducido al
juego como única compañía. Empecé a ser indulgente con él: le dejaba
tripliques, no mezquinaba mis vocales, no especulaba ferozmente con la
estrategia de hacer sólo scrabbles... volví a jugar con la gozosa inocencia de
cuando era chica. Por lo tanto empecé a perder, pero pensando en el pobre Señor X caído en desgracia, no me
importó.
Poco después supe por Mara que Señor X estaba muy lejos de ser un
anciano enfermo. Era un gerente de mediana edad, una de esas hienas financieras
que jugaba Scrabble para mantener la agilidad intelectual, y eso de “me caí” se
refería al sistema, significaba “me colgué” o “me quedé sin red”. Su estilo
escueto provenía de algo mucho peor que la soberbia que yo había imaginado.
Ese tipo de malentendidos era
una constante. Porque yo quería jugar con entidades jugadoras, no me interesaba
enterarme de sus vidas, de sus miserias, no quería sus confidencias, conocer
sus gustos y preferencias, ni sus fotos, las de sus hijos, novios o mascotas.
Otra cosa era la especulación, el trabajo imaginativo a partir de fragmentos
que, muchas veces, podían llevar al disparate. (Cuando más tarde el sistema
incorporó las fichas personales de los jugadores, con fotos y fechas de
cumpleaños, me horroricé. Pero algunos tuvieron la decencia de no poner su
foto, sino un paisaje, un animal, un símbolo.)
—Mirá, Reina —me dijo Mara un
día—, lo que pasa es que tú estás como en un submarino. Cuando salgas a la
superficie, otro gallo cantará.
Era cierto. Yo estaba
sumergida en mi casa, en mis traducciones, en mis lecturas o en el Scrabble.
Avanzaba en cámara lenta en aquel mundo estancado, como si me faltara oxígeno,
y lo que sucedía afuera me llegaba enturbiado o deformado.
En cambio Mara se regodeaba
con toda esa humanidad: “Alondrasola”,
me decía, “es gorda, tiene que adelgazar quince kilos y cree que el marido la
está engañando con una vecina; Morpheus
es insomne y tiene una fábrica de colchones en el Tigre; Ku-no es profesora de braille para ciegos y se enamoró de un
alumno con el que tiene dos hijos videntes;
Bolasinmanija es ecuatoriano y vende equipamiento para gimnasios; Nicopepe es gay y una vez tuvo una
aventura amorosa con el diseñador Pablo Hierro...”. Y así coleccionaba
personajes a los que les contaba parte de su vida y lograba torrentes de
confidencias.
Mientras yo me hundía en la
anestesia del juego y en las historias envolventes de Mara, en mi vida familiar
se iban gestando cambios definitivos. Un día nos encontramos con la necesidad y
la decisión del regreso y yo me desperté de golpe. ¿Cuándo iba a volver a
Europa? Ahora que Buenos Aires aparecía como un horizonte próximo, la
conciencia de estar viviendo en España, tan cerca de tantos destinos, me
despertó un ansia un poco estúpida de turismo, como si ignorara los verdaderos
motivos de nuestra emigración. Yo estaba allí, en el corazón de la dorada
Europa, hundida en un sillón jugando al Scrabble en lugar de haberme lanzado a
tal o a cual cosa. Con cada ejemplo que esbozaba me metía en un berenjenal de
angustias y autocríticas, justas o injustas, pero casi siempre tan irreales
como las especulaciones sobre Señor X.
¿Cómo era que no había ido a Praga, ni a Lisboa, ni tomado aquella oferta de
viaje a Estambul, ni siquiera viajado a las capitales más cercanas? Tampoco
había intentado venderme más audazmente como periodista a las revistas
femeninas. O a cualquier diario local. ¿Cómo no había llamado a mis contactos
en Madrid y en Barcelona? ¿Por qué no había insistido con otras agencias de
publicidad? Me había dormido un año completo, con el agravante de que yo no era
Blancanieves ni tenía a la vista príncipe alguno que viniera a ofrecerme el
mundo. Recordé mis dieciocho años en Francia, cuando terminé la beca que me
había llevado por un año allí. Las cadenas de clips de oficina que armaba
tirada en la cama, cada uno un eslabón de angustia o de impotencia porque ya entonces
no podía decidir si quedarme o volver a la Argentina.
Casi cuarenta años más tarde
volvía a encontrarme en una disyuntiva similar.
Por fin, de todas aquellas
cosas que había postergado por falta de dinero, de oportunidades o de agallas,
decidí hacer una: ir a conocer el pueblo de mi abuelo en Cantabria. La casa que
había sido de su padre, mi bisabuelo, todavía existía.
Aunque hubiera visto fotos y
escuchado el testimonio en vivo de mi padre y mis tíos, la historia siempre me
había sonado a leyenda. Tampoco tenía ninguna certeza acerca de qué podría
traer de bueno el conocimiento de los orígenes. Seguir una huella, la marca
exigua de esa huella en el vasto universo, ¿afirmaría el sentido de nuestra
existencia?, ¿aplacaría el miedo?, ¿sería un consuelo? Aunque no tenía la
respuesta, me pareció que no podía abandonar España sin tocar aquello con mis
propios ojos. Aunque fuera sólo para confirmar que era un mito, que nada en uno
cambiaba, mejoraba o se ahondaba con la visión de lugares que ya nada guardarían
de la vida de nuestros antepasados.
Así que hablé por teléfono al
ayuntamiento del pueblo, me presenté como nieta de mi abuelo y sin transición,
con generosidad y confianza, me invitaron a pasar por allí cuando quisiera.
Podía contar con un hotel y dos días de estadía.
—Vamos con vos, Reina —me dijo
Mara, en cuanto se enteró.
Ella podía tomarse dos o tres
días libres, le encantaba manejar y adoraba los paisajes rurales. Por su parte,
Silver languidecía encerrado en la cochera y estaba necesitando un cambio de
aire, “mover las tabas”, me dijo Mara, y el teléfono vibró con sus “hi-hi-hi”.
Yo sólo tenía que viajar hasta
El Escorial y después iríamos hacia el norte por carreteras secundarias, sin
apuro, porque, como yo ya sabía, a ella le gustaba perderse.
Acepté de inmediato. La idea
me gustaba doblemente, por hacer un viaje con una amiga como ella y porque me
ayudaría a sobrellevar el rol formal de nieta al que yo le temía. Mara, con su
afabilidad y su curiosidad por la gente, era la acompañante perfecta. Desde
entonces, a lo largo de todo el trayecto, yo pasé a ser La Nietísima.
Aunque no tengo buena memoria,
recuerdo con bastante detalle aquel viaje.
Mara conducía silbando tangos
y milongas. Yo iba releyendo un libro de mi abuelo, en particular aquellos párrafos
donde hablaba de sus recuerdos del pueblo, de las impresiones que iba a
confrontar casi cien años después con las mías. Pese a su larga vida como
argentino, él había conservado siempre la impronta profunda de su lengua de
infancia. Me había quedado grabado, de esas lecturas, el ritmo y la nostalgia
de un poema llamado “Infancia”, plagado de palabras que yo desconocía por
completo. Ponía una cruz en cada una de ellas: trentes, broza, quimas, escajos y bardas.
Hacía un calor tremendo, de
esos que resecan Castilla hasta la médula. Silver no estaba a la altura de los
autos del Primer Mundo que nos pasaban como postes por la carretera. Era un
modelo viejo y a último momento se habían estropeado no sé qué circuitos del
aire acondicionado, así que viajábamos con las ventanillas abiertas, tomando
litros de Solán de Cabras, un agua exquisita que Mara compraba por docenas, y
repitiendo cada cinco minutos la frase inútil: “Qué calor, qué calor”.
Aun así, Mara hizo un largo
rodeo para mostrarme algunos lugares de las cercanías que ella consideraba
particularmente bellos. Y lo eran: árboles altísimos, verdes profundos,
corrientes de agua, senderos y sierras que eran recorridas por grupos de
caminantes con su mochila al hombro.
Más adelante sucedió lo de La
Felicidad y el sapo, cuando bordeábamos las sierras de Guadarrama hacia el
norte en busca de algunos parajes cercanos a La Granja.
Dimos por el camino con
nombres tan poéticos, tan llenos de paisaje en sí mismos como Cerezo de Abajo,
Campáspero o Aguilafuente. Siguiendo los impulsos erráticos de Mara, nos
dejamos perder de nombre en nombre hasta que un cartel deteriorado nos anunció
un pueblito, apenas un caserío, que se llamaba ni más ni menos que La
Felicidad. Nos miramos sorprendidas y evocamos al unísono la máxima obvia:
“Piérdete y hallarás la felicidad”.
Había que detenerse allí.
Nos instalamos bajo un árbol
frondoso, comimos unos bocadillos y tomamos un Rioja que llevábamos en el
morral. “Somos como dos pastoras perdidas en el tiempo”, dijo Mara. Y de
pronto, vimos el sapo. ¿Qué podía hacer allí un sapo? No se veía agua por
ninguna parte, sin embargo allí estaba, estático, plantado a pocos metros, sin
molestarse en absoluto por nuestra presencia. Sin duda, aquel territorio debía
pertenecerle más que a nosotras. Pese a ello, echamos una siestita acunadas por
el canto de los pájaros y el balido lejano de algunas ovejas. Cuando Mara se
despertó estaba sobresaltada. Había tenido un sueño extraño. El sapo se le
subía a la cabeza y por más que ella quería echarlo, seguía prendido a su pelo
como si fuera un murciélago. “Todavía siento sus patas húmedas aquí”, dijo, y
se señaló la coronilla.
La media hora siguiente Mara
estuvo abstraída y yo aproveché para mirar el mapa. Propuse entrar a
Escarabajosa, un pequeño pueblo segoviano, sólo por el nombre y también a
Cogeces del Monte. Pero estábamos un poco retrasadas. Si queríamos llegar
durante el día, había que dejar pasar las ciudades y los pueblos que se
anunciaban a lo largo de la ruta, sentir ese instante de infundada nostalgia
cuando el nombre aparece tachado por una raya roja, un destino que descartamos
con la sospecha de que será para siempre.
Lo que nunca pasaba de largo
era la naturaleza, que se nos metía por la ventanilla invocada por la voz de
Mara. Ella iba mencionando todas las especies que veía —encinas, robles,
alcornoques, chopos— y otro tanto con los cultivos —alfalfa, trigo, vid—.
Dejaba caer sus nombres con un gesto generoso de la mano, como si los
acariciara, como si al nombrarlos ella misma los fuera creando.
Algunas ciudades, como
Palencia, quedarían señaladas de forma arbitraria por ciertas anécdotas. Allí
había estado internada la mujer de un abogado amigo, una fotógrafa que se había
vuelto adicta a la heroína. En lugar de recordarla por sus monumentos o sus
tradiciones, Palencia pasaba a ser la ciudad de la heroína y la historia
trágica de aquella mujer. Otro tanto con Cuéllar, de la que no recordaríamos ni
el arte mudéjar ni las Fiestas de San Miguel, sino una borrachera histórica de
Mara y Gema en una cata de vinos, ocasión en que su amiga catalana había
vomitado encima del mismísimo alcalde. Siguiendo este mapa personalísimo de
España, cuando llegamos al País Vasco tampoco entramos a Bilbao. Nos
contentamos con admirar desde lejos el verde brillante de sus montañas y sus
bosques.
Pero sí nos detuvimos en el
Parque de Cabárceno, en el valle del Pisueña, donde había animales en libertad
y la tierra era de un marrón rojizo como yo nunca había visto antes. Según me
explicó Mara, se debía al hierro. El parque mismo se había montado en una
antigua mina.
Nos sacamos decenas de fotos
que muy pocas veces he vuelto a mirar. Nos habíamos apostado en lo alto de una
meseta y desde allí veíamos a los elefantes, empequeñecidos por la distancia y
del color de la herrumbre, mimetizados con la naturaleza por su color, y con
una manera lenta y nebulosa de desplazarse que los hacía parecer un espejismo.
Llegamos al anochecer al hotel
de Bárcena que nos habían reservado. Estaba un poco retirado del pueblo y tenía
un aire amigable de refugio montañés.
Estábamos agotadas, no tanto
por el viaje sino más bien por el calor de todo el día.
Pedimos tomate y jamón en el
cuarto, y mientras comíamos recordamos algunos hoteles que habíamos conocido en
otros viajes. Mara recordaba uno en una ciudad de Alemania por el detalle
kitsch de dejar sobre la cama el camisón extendido, pero con la cintura
fruncida imitando la figura humana. La idea no sería tanto funcional —la de
ahorrarle movimientos al huésped—, sino estética. Yo recordé un viaje que
habíamos hecho con mi padre en que atravesábamos Francia hacia Italia y la
sucesión de hoteles tétricos que conocimos a los que llamábamos de la cadena de
Boris (por Boris Karloff), caserones o castilletes medio desfondados, de
cuartos enormes con pisos crujientes, puertas clausuradas y, sobre todo,
paredes empapeladas con motivos oscuros de flores, donde siempre parecía
esconderse algún misterio. Ya no quedan hoteles así.
Los dos días que siguieron nos
dedicamos a cumplir un programa exhaustivo de visitas al pueblo y sus
alrededores en el que nos hicieron de guías dos chicas que trabajaban en el
Ayuntamiento, especialistas en el patrimonio de Cantabria.
El pueblo me produjo cierta
decepción. No era fácil distinguirlo de acuerdo con cierta imagen previa que
uno tiene de lo que debe ser un pueblo. Estaba plantado alrededor de un cruce
de carreteras —a Santoña, Laredo y Santander— llamado El Crucero, por lo que no
tenía una unidad evidente, resultaba deshilvanado, con caseríos dispersos a uno
y otro lado de las carreteras.
El paisaje, sin embargo, era
uniforme y balsámico: prados verdes, colinas suaves, un paisaje sosegado, como
abandonado en el tiempo. Sin embargo, no era así. La especulación inmobiliaria,
según nos explicaron, avanzaba implacable en la comarca, un sitio ideal para
construir viviendas para quienes trabajaban en Santander, a sólo una hora de
viaje de allí.
Pese a la sencillez y la
simpatía de nuestras guías, yo estaba incómoda. Tenía el sentimiento difuso de
ser una impostora. Impostada la pertenencia, impostada la emoción que debía
exhibir para justificar aquel viaje y aquellos trabajos que se tomaban de
guiarme y mostrarme la ermita, la cueva, la fuente, la casa montañesa, los
lugares pintorescos o simples que aparecían en la poesía de mi abuelo.
“Estás chalada, Reina”, me
decía Mara que, para mi alivio, se dedicaba a rellenar mis tartamudeos con
entusiasmo, a darme codazos, a proveer información arquitectónica suplementaria
y a aconsejar, también a las chicas del Ayuntamiento, cómo organizar mejor
nuestros paseos.
Esta impresión de desencaje,
de error, se fue intensificando con las horas. Empecé a percibir las señales en
la iglesia. El joven cura nos mostró uno de sus tesoros: la custodia, un
artefacto de plata con forma de atril en cuyo centro, como un sol, descansaría
la hostia. Las señoras devotas lo habían enriquecido con sus propias joyas, lo
que creaba un engendro extraño: los pendientes, cadenitas o anillos donados no
se percibían a primera vista sino que se iban descubriendo como pequeños
parásitos adheridos a las filigranas de plata de la estructura. (¿Habría allí
alguna joya familiar?) También los bancos de la iglesia habían sido donados por
los más ricos del pueblo, entre ellos, tal vez, mi bisabuelo. (¿Algo de aquella
madera me pertenecía?) En la sacristía, además de admirar la custodia,
descubrimos entre bambalinas a la
verdadera Virgen. Despojada de su manto bordado de perlas, se reducía a una
percha, una cabeza montada en un palito, como un títere. La capa redonda,
recamada de bordados y de perlas con que luego la cubrían, constituía toda su
solemnidad; el ícono era esa vestidura y lo demás, superchería. Hasta el
teléfono móvil del curita nos sorprendió sonando en medio de las platerías y
los dorados y el aroma de incienso con una versión electrónica y chapucera del
avemaría.
El clímax de aquel sentimiento
de extrañeza se produjo con la aparición de la escultura de mi abuelo. La misma
que aparecerá después en todas las fotos. Fue así.
Una mañana nos invitaron a una
reunión en el Ayuntamiento para hablar del país. Nadie podía entender lo que
había pasado con la Argentina. La vieja idea de un país próspero que los había
salvado del hambre durante el franquismo era como un muro. Nuestra riqueza era
inconmovible, fraguada en el hambre y la necesidad extremas de la España de
entonces. ¿Estábamos arruinados? ¡Imposible! Ganadas por la convicción de
ellos, también nosotras sentimos un vértigo de incredulidad y una emoción
esperanzada que nos apretaba la garganta. ¿Y qué era o había sido el peronismo?
Con la ayuda de Mara fuimos sorteando los escollos y nos vimos lanzadas a
arduas explicaciones, sociales y políticas, que a duras penas podíamos creer
nosotras mismas. Aquello era otro aspecto de la farsa. Sólo eran verdaderas las
colinas claras de Cantabria, el perfume agreste que lo bañaba todo. Después de
esa reunión de la que salimos acaloradas, y un poco avergonzadas, nos llevaron
a un salón para conocer el busto de mi abuelo: una escultura de madera que era
un orgullo local ya que era obra del artista más prestigioso de la región.
Cuando me enfrenté a ella, me quedé muda. No se le parecía en absoluto. Tal vez
algo en la forma alargada de la cabeza, o en la amplitud de la frente. Pero
lejano y esquivo. La boca, sobre todo, sensual y en exceso dibujada, y los ojos
entrecerrados, me provocaron un cierto horror. Como esperaban mi comentario
caluroso tuve que recurrir rápido a alguna mentira. Me sorprendía, dije, una
imagen de él de cuando era tan joven. Yo sólo lo había conocido por fotos, dije,
y como hombre mayor. Me explicaron que el escultor también había trabajado
sobre la base de algunos retratos, lo que explicaba la distorsión. Estábamos
ante otro Señor X.
Nos sacamos como diez fotos
con el extraño, yo siempre a su lado, en el centro de la escena, y todos los
demás alrededor, fraguando para la posteridad aquella incongruencia de nuestro
parentesco.
La última mañana, antes de
irnos, nos invitaron por fin a visitar la casa que había sido de mis
bisabuelos, indianos enriquecidos que la habían construido a su regreso de
Buenos Aires: una casa señorial de dos plantas con su escalinata, su par de
miradores y su piedra sillar en los muros.
Los dueños actuales, una mujer
mayor y su hijo, muy afables, nos invitaron a pasear por el jardín, pero se
excusaron de mostrar el interior ya que estaban haciendo arreglos. Acepté las
excusas un poco decepcionada porque había leído una descripción detallada en el
libro de mi abuelo, y me había despertado curiosidad esa mezcla de casa entre
lo urbano y lo rural, donde convivían la matanza del cerdo en el sótano con las
tertulias de salón, los clásicos en la biblioteca y el grano y la lana en el
desván.
Así que me paseé con cierta
indiferencia por los fondos adonde en otro tiempo llegaba el agua (el pueblo
también tenía su cucharada de mar,
decía en el libro) y se festejaba desde el júbilo de la pleamar al fango de la
marisma (cuando las pejinas, que
primero pensé que era el nombre de algún tipo de pescado, pero que resultaron
ser las humildes pobladoras de las costas, salían a recoger cámbaros y muergos, éstos sí, moluscos y crustáceos propios de la canal).
Estábamos casi en las
despedidas, cuando nos detuvimos bajo una enorme magnolia que nos mareaba con
su perfume. Y entonces ocurrió el momento epifánico que justificaba y hacía
estallar por fin aquel viaje de sentido. Fue cuando el dueño de casa, al ver la
admiración de Mara por la magnolia, señaló unas ramas y nos ofreció con toda
naturalidad: “¿Queréis unas quimas?”.
Quimas, dijo, y esa palabra, como la magdalena de Proust, produjo su efecto
de eternidad. Ante nuestros ojos, cargada del peso de las magnolias, de la
blancura porosa de sus pétalos y de aquel perfume intenso, femenino, se
revelaba la quima. Como los escajos y
las bardas y los trentes, todas ellas no eran palabras sino cosas, cosas terrenas,
cántabras, palpables, tan reales bajo mis sentidos como lo habrían sido cien
años atrás para mi abuelo. Y después, como la pleamar que era el regocijo de la
casa, fueron sumándose y creciendo otras realidades como la fuente del Espino,
la torre de la iglesia y aquel coro de
hermanas de la familia vecina (la de aquella casa, me dijeron, señalándola
con un dedo y pude ver un techo, unos muros, un jardín...) con quienes él
habría jugado junto a la carretera: Soledad, Ascensión, María José, Consuelo y
blanca y rubia Inés con la que yo compartía el nombre. Las palabras y las cosas
se abrazaron amorosamente ante mí, como si fuera por primera vez. Ésa era la
huella que, sin saberlo, yo había seguido, y había encontrado.
El viaje a Cantabria removió
en Mara la curiosidad por sus propios orígenes.
Teníamos muy presentes a los
cientos de argentinos que habían emigrado en los últimos años y los que
luchaban por hacerlo, arrastrando gestiones interminables en todos los
consulados del país.
Si bien Mara se sentía
chaqueña hasta el tuétano, tenía dos abuelas alemanas de las que debía haber
heredado su “desorden organizado”, su buena mano para la artesanía y las
plantas, su formato consistente y vaya a saber qué otros rasgos que ahora no
alcanzaba a discernir. Ésa sería la tan mentada eternidad, coincidimos, esos
genes que se arrastran inopinadamente contra todo orgullo individual. Pero
también tenía, por el lado del padre, un abuelo italiano.
Mientras regresábamos, Mara me
contó los caminos truncos que había seguido tras los documentos de aquel
abuelo. Nunca los consiguió, por más diligentes que se habían mostrado todos en
el pueblo: el cura del lugar había interrumpido la misa para atender a la
recién llegada, el alcalde había hecho lo mismo con su almuerzo para ir a
remover papeles, y muchos viejos del lugar le habían contado anécdotas confusas
y contradictorias. La descripción de unos ojos o de un lunar, de un tic o de un
oficio, el cambio de un acento o una vocal en el apellido la reenviaban a otra
rama parental desconocida. Sintió que se hundía en unas arenas movedizas donde
todos eran parientes y al final uno podía ser cualquiera. Entonces tramamos
entre las dos una fábula que yo prometí escribir: la de una vieja que inventaba
y condimentaba historias a discreción para contentar a los que iban al pueblo
en busca de sus orígenes. ¿Quién la contaba? Tal vez el cura del lugar a un
periodista, mientras tapeaban en una taberna. Sí, un cura era perfecto, decía
Mara, sobre todo si estaba un poco achispado por el alcohol, sobre todo si era,
como los curas más agudos, un poco ateo. Durante el viaje nos divertimos
imaginando lo que aquella mujer inventaría, echando mano de los tíos, primos o
abuelos propios o de cualquier conocido para darles color a los parientes
añorados. ¿Y cómo se llamaría el cuento? “Ser otro”, dijo Mara sin la menor
vacilación.
En el último tramo del regreso
nos quedamos en silencio, agotadas por tanta conversación y por el calor
acumulado durante el día. Hasta que inesperadamente, con un suave bufido,
Silver empezó a echar aire frío. Algo en el circuito se había restablecido.
—Silver... ¡querido! —se
emocionó Mara.
Reavivada por el frescor,
empezó a silbar viejas tonadas francesas, dedicadas a Silver.
—Él también tiene nostalgias
de su tierra —me dijo.
Entramos en El Escorial
tarareando a dúo Bajo los cielos de París.
Cuando Mara volvió al Escorial
y yo al sur, la vida estancada de mis últimos meses empezó a removerse. El
regreso a Buenos Aires me obligaba a hacer trámites, a planificar el traslado,
a ir desprendiéndome de aquel proyecto de vida española que en algún momento
pareció definitivo. Había sufrido nostalgia durante años y llorado días y
noches en todas las circunstancias imaginables: en la playa, en las calles, en
los autobuses, en los cines, en las tabernas, en las procesiones, en las
fiestas flamencas... Y ahora que el regreso estaba cerca, la idea de abandonar
España también me lastimaba. Estaba irritada conmigo misma, cansada de mis
cavilaciones, de dar vueltas estériles sobre los mismos temas.
Habrán pasado unas dos
semanas, cuando una mañana Mara me contó que estaba jugando con Huarpe, un mendocino que se había ido a
vivir a Málaga en la década del ochenta. Le pregunté si era dentista, como
tantos argentinos llegados al sur por aquella misma época. “Es un dios”, me
dijo Mara: como Hunuc Huar. Eso es lo
que él le contaba en los chats, además de historias fabulosas de los araucanos,
de los incas, de San Rafael, de los vinos.
Huarpe tenía esa veta telúrica que a Mara la seducía. De estanciera con el
Futurible podía pasar a imaginarse con toda facilidad dueña de viñedos en San
Rafael. Por curiosidad, también yo empecé a jugar con él. Me contó, como a
ella, que era argentino e intercambiamos algunos lugares comunes sobre el tema,
pero nuestra comunicación se mantenía sobria y dentro de los carriles propios
del juego. Mientras a mí me hablaba del clima de Mendoza, o de la altura de la
cordillera, a Mara le contaba teorías sobre el erotismo entre los araucanos. Se
mandaron fotos —él era mucho más joven y además casado— y después mensajes de
texto que se volvieron cada vez más íntimos.
Mara me hablaba alarmada.
—¿Qué voy a hacer, Reina, con
este chico? Es que vamos como un tren.
Como el Futurible estaba
lejos, enrollado en su siempre postergado divorcio, Huarpe, en las antípodas de cualquier futuro, ganó posiciones.
Un día le anunció que viajaba
a Londres y que estaría en Madrid unas pocas horas entre vuelo y vuelo. Se
citaron en el aeropuerto.
Mara estuvo una semana haciendo
preparativos. Me pidió que me ocupara del Scrabble, porque ella no podía
concentrarse y no hacía más que perder, así que yo entraría a la página con su
código secreto y jugaría por ella.
Cuando lo hice, me encontré
con una lista de más de diez partidas abiertas.
Pero lo más difícil de
sostener no fue el juego, sino los chats. Yo caía en medio de conversaciones
empezadas tiempo atrás, basadas en sobreentendidos que desconocía. Así que me
lo pasaba llamándola para que me aclarara a qué se refería Babirusa con eso de la “muestra cangrejal” y quién era Desquite que ahora estaba mejorando y
sólo le quedaban unas pequeñas cicatrices en los antebrazos, y qué debía
contestarle a Maryzielo a quien le
entraba agua por la cumbrera a causa probable de la limahoya y si Chinchudo era un descarado como a mí me
parecía o era normal que la llamara “mi zorra”. Descubrí como por el ojo de la
cerradura que ella llevaba adelante un doble juego con sus oponentes. Había
inventado unas cuantas historias, como el personaje de nuestro cuento. Sólo así
podía explicarme comentarios como “espero que tu fábrica no se haya resentido
con la caída de tensión del otro día” o “diles a tus hermanos que ya no te
controlen tanto”. A Babirusa,
probablemente le había dicho que era bióloga. Después me lo confesó, era un
juego solitario y también un experimento, quería saber si al menos por un
instante era posible ser otro, sentir un soplo de la emoción de otra vida.
Por fin se produjo el
encuentro entre Mara y Huarpe que,
contrariamente a la previsible decepción, resultó explosivo. Mara lo había
buscado en Barajas, confundida por las multitudes que iban y venían en tiempo
de vacaciones, corriendo por los pasillos y llamándolo a ciegas y a los gritos
desde distintos puntos del hall de arribos, porque su móvil se había quedado
sin batería.
Estuvieron a punto de
desencontrarse, pero al fin se descubrieron y se abrazaron.
Después habían bajado al
estacionamiento donde sin preámbulos se habían sacado la ropa y, desnudos sobre
los asientos delanteros de Silver, chocando con el volante y enredándose en los
cinturones de seguridad, habían tenido un encuentro furioso y torpe: dos o tres
veces habían repetido la difícil maniobra en aquel espacio reducido hasta que
al fin, sudoroso y agotado, él tuvo que salir corriendo para no perder la
conexión con Londres.
Mara quedó trastornada, lo que
le había sucedido, dijo, a sus años, no era sólo extraordinario sino hasta
peligroso. A tal punto había quedado conmovida que ella, que era experta en dar
consejos, empezó a pedirlos. Todos la animamos a seguir adelante.
Empezó a planificar un segundo
encuentro. Como tenía que ver unos terrenos en la Costa del Sol, podría
visitarme un día y después seguir hasta Málaga a encontrarse con él.
En el mes que habrá
transcurrido entre el primer encuentro y el segundo, pasaron dos cosas. Una fue
un llamado de la policía que estaba en busca de Teresita y Sergio Martínez, los
dos argentinos que habían recuperado mi billetera y que estaban implicados en
un caso de contrabando. Habían encontrado en la agenda de ella el teléfono de
Mara y querían saber cómo y cuándo los había conocido. Mara me previno que
podrían llamarme también a mí para confirmar nuestra historia y la descripción
de los dos chicos.
La segunda fue que Mara se
creó otro nick para jugar al Scrabble. Que estaba jugando mal, me dijo un día,
estaba tonta y distraída. Se sentía, dijo, como blanda por dentro. No era sólo
el nuevo amor, algo más misterioso le estaba sucediendo. Entonces ingresó en un
ranking inferior como Volátil21 y
así, con menos exigencia, recuperó las ganas de jugar. En cuanto a su nick
habitual, con el que había alcanzado un puntaje muy alto, se lo reservaba para
momentos más inspirados. Recuerdo haber pensado que tampoco se sentiría con
fuerza ni ganas de llevar adelante aquella red de historias, reales y falsas,
tejidas como Mármara.
Por fin Mara emprendió su
viaje al sur. Pasó por casa y estuvo apenas una tarde y una noche. Se la veía
rejuvenecida, había adelgazado, estaba más rubia que nunca, irradiaba vitalidad.
Como también estaban Pablo y mi hija, no tuvimos muchas oportunidades de hablar
a solas. Me dejó otra vez a cargo de sus partidas iniciadas, esta vez con los
dos nicks, me dio varios consejos para los últimos meses en España y, a la
noche, vimos juntas De-Lovely, la
vida de Cole Porter. Tarareamos las canciones y hasta lloramos al unísono
cuando él canta So in love.
A la mañana siguiente, Mara se
fue muy temprano. Me quedaron de ella las melodías de Porter en el aire y su
pelo rubio en el sofá azul donde había dormido, enrollados o adheridos al
tapizado con una persistencia notable. Descubrí algunos hasta el último día en
que hubo que devolverlo, día inolvidable porque Pablo casi se asfixia entre el
cuerpo enorme de aquel sofá y el fondo del ascensor, ya que habíamos tenido que
entrarlo a presión para poder bajarlo nueve pisos hasta la planta baja.
De manera que por varios días
jugué como Mármara y también como Volátil21, tratando de adaptarme a sus
distintas personalidades. Mármara era
reflexiva, lenta en sus movidas y solía usar verbos como gauchear, emponchar, yerbear y otras palabras nuestras —entenado, puestero, achura, cardal—
que me hacían casi sentir el olor recio del campo argentino. Volátil21, en cambio, no respetaba
ninguna estrategia y hasta cometía errores inesperados en la conjugación de
algunos verbos.
Cuando Mara volvió a su pueblo
tuvo que retomar tanto trabajo acumulado que me pidió que la sustituyera por un
tiempo más. Había pasado unos días maravillosos con Huarpe, pero el último había pasado algo que la tenía incómoda y
rencorosa. No era que él estuviera casado, algo que supo desde el primer día,
era más bien una cuestión de sensibilidad, me dijo ella, pero no quiso entrar
en detalles.
La relación se enfrió pero
seguían comunicados.
Mara retomó sus partidas, las
de Volátil 21, y me pidió que
siguiera con las pocas que había abierto como Mármara, una de ellas con el mismísimo Huarpe.
Hasta último momento, en medio
de cajas y valijas, seguí jugando. Para mí y para ella.
Incluso en el aeropuerto,
mientras esperaba el vuelo retrasado que me llevaría a Buenos Aires. Lo hice de
manera frenética. Lloré de furia minutos antes de embarcar cuando un jugador
escribió uh en medio del tablero.
Mientras me reía y lloraba, sabiendo que lo hacía por tantas cosas, pensé que a
lo largo de esa adicción que compartíamos con Mara —a veces me repugnaba y
otras, más condescendiente, la aceptaba— también había conocido el mundo. La
humanidad. Almas generosas, y miserables, distraídos, ingenuos, desconfiados,
obtusos, todas las calidades humanas se transparentaban en movimientos
minúsculos. ¿O no era una falta de elegancia absoluta haber escrito uh, una palabra de cinco puntos, un
obstáculo mezquino donde hay un magnífico campo abierto para el Scrabble?
Al día siguiente de llegar
tenía un mail largo y emotivo de Mara. Me daba la bienvenida a Buenos Aires, a
mi casa, a mis amigos, a mis objetos guardados en cajas húmedas y a los que
había repartido aquí y allá y que pronto recuperaría, como mi añorado
diccionario de María Moliner. No hacía falta que dijera todo lo que me iba a
extrañar, ni yo a ella. Las dos lo sabíamos, y también que nos iríamos alejando
lentamente porque la amistad a tanta distancia, sin su comidilla diaria —y
poderosa— de banalidades, se va resecando. En una nota final Mara me decía que
estaba a maltraer con el juego. Algo le estaba sucediendo con las palabras. Le
costaba arrastrar y alinear las letras sobre el tablero y se equivocaba muchas
veces. “Tengo una especie de dislexia tardía”, dijo. Lo advertí en aquel mail:
había escrito dos veces la palabra “amiga” como “agmia”. No estaba estresada ni
tenía ninguna nueva preocupación más que el enfriamiento de su relación con Huarpe, cuyo motivo me contaría con
detalle en algún día de impudor, pero que era una estupidez. O parecía una
estupidez. Pero yo la entendería, porque, me lo adelantaba, el desencadenante
había sido una palabra, una palabra inaceptable que él le había dicho en la
intimidad.
¿Tal vez la descarga hormonal
poderosa e inesperada a sus años había desequilibrado alguna química en su
cerebro? Tenía que hacerse un chequeo general, admitió, que venía postergando
desde hacía muchos meses.
Mi regreso a Buenos Aires fue
un momento de felicidad. A los pocos días de estar entre mis cosas y mi gente,
me resultaba incomprensible aquella decisión de habernos ido, casi cuatro años
atrás. Una especie de enajenación, de locura inducida por la desesperación de
las pérdidas, un estado colectivo de desesperanza...
Diez días después recibí un
llamado de Mara.
“¿Te acordás del sapo?” Aquel
sapo que ella había soñado trepado a su cabeza en nuestra siesta dichosa. “Era
un anuncio”, me dijo. “Lo tengo de verdad en la cabeza.” Ya lo tenía entonces,
cuando dormitábamos en La Felicidad, y empezaba a crecer. “Viste Reina: siempre
hay anuncios, sólo que uno no los puede entender”, agregó. Me quedé muda hasta
que fui asimilando la noticia: le habían descubierto un tumor cerebral. Tenía
toda la apariencia de ser benigno, pero no lo podían confirmar hasta no hacer
la biopsia. Por eso estaba jugando tan mal en los últimos tiempos. Estaba
exaltada, casi contenta Mara, por haber encontrado una justificación a sus
errores, a sus olvidos, una razón que lo explicaba todo. ¿Pero no tenía miedo?
No, peor era pensarlo, dijo, que vivirlo. En realidad, no era para tanto. Uno
hacía lo que había que hacer, como siempre. “Hacés la cola como en cualquier
trámite. Seguís las instrucciones. Firmás donde te dicen. Volvés al día
siguiente.” Con la misma naturalidad y el mismo empeño: construir una casa,
emigrar, ordenar un placard, jugar al Scrabble o empezar a morirse.
En los dos meses siguientes,
sin que me lo pidiera, jugué sus partidas. Las de Volátil21 las terminé en pocos días, pero las de Mármara las estiré lo más que pude.
Cada vez que llegaba una invitación, yo la aceptaba y abría una nueva partida
en su nombre.
De manera que cuando Mara se
murió, Mármara estaba activa, con
seis partidas en juego. Yo me esforzaba también por mantener vivos los diálogos
con varios de sus amigos de la red, trataba de imitar el estilo espontáneo de
Mara, su humor campechano, su arte para dar consejos balsámicos.
Por otro lado, evitaba hablar
a España, hacer contacto con amigos comunes, enterarme de detalles dolorosos:
operaciones, estertores, marchas y contramarchas, errores de los médicos...
Quería ser libre para administrar su muerte como quisiera. Nadie puede morir
tan rápido, tan entero y de una sola vez. El cuerpo tiene una manera gradual de
morir. Y también las personas, pensé. Así que seguía jugando con obstinación
las partidas de Mármara, miraba las
fotos de Cantabria y releía nuestros mails para mantener fresca su presencia.
Me iba afianzando en aquella sustitución, podía adivinar algunas de sus
reacciones, mantener diálogos, y hasta seguir ciertos consejos que ella sin
duda me daría. Habíamos hablado tanto en el último año, que retomar la huella
de Mara no requería casi esfuerzo. ¿Cómo podía ser que Nube pusiera la palabra
sudados? ¿Que un pelmazo como
Bolasinmanija descubriera el verbo
afirolar? Seguíamos riéndonos.
Tuve que resolver sobre la
marcha situaciones imprevistas:
Alondrasola anunció que pasaría por El Escorial y proponía encontrarse
conmigo; Señor X me ofrecía
presupuestar los arreglos de unas oficinas de su empresa; Morpheus me preguntaba si podía llamarme por teléfono cualquier
noche de ésas (noches argentinas y madrugadas españolas) para charlar durante
sus insomnios. Con distintas mentiras fui evadiendo estos avances, hasta que
pasó lo inevitable. Apareció Huarpe.
“No termino de entenderte,
pero quiero evitar lugares comunes”, decía. “Te propongo empezar de cero, sin
reclamos. Jugar como la primera vez.”
“Vale”, contesté yo sin
pensarlo demasiado, y empezamos una partida silenciosa. Duró varios días. Yo
avanzaba con cautela, tratando de ser lo más neutral posible. Pero él no: él
mostraba sus intenciones. Cómo, si no, se explica que pusiera las palabras nostalgia, erré, rompas, desatino, perro y
exilio, a escasa distancia entre jugada y jugada, haciendo casi imposible
no leer allí mensajes de amante despechado: romper con él era un desatino, yo
lo exiliaba como a un perro etc. Me hubiera gustado responderle de idéntica
manera, pero las letras no eran tan dóciles como yo hubiera querido y mis
palabras —pechar, bebió, aderezo, tusen—
eran tontas, inocentes. Sólo se me dio
boludeo, aunque no era ése el tono con que me hubiera gustado detener su
avance. Sobre el final pude escribir
tacto que me pareció una forma cortés de detenerlo, pero él remató con cobardía —por añadidura hizo un
scrabble usando la a libre de mi tacto—, con lo que parecía subrayar la
acusación.
Pensé que estaba trastornada,
que de la misma manera en que lo hacía con
Huarpe, podía inventar una sintaxis y deducir mensajes caprichosos en
cualquier otra partida, al fin y al cabo siempre se establecía un diálogo con
el otro jugador. Las palabras que cada uno armaba con sus letras siempre eran
singulares. La sucesión y la combinación con las del oponente también,
fenómenos únicos que podían ser interpretados. Yo misma había observado los
distintos dibujos que se formaban sobre el tablero. Había partidas soñadoras,
de palabras largas sembradas generosamente aquí y allá, donde el tablero
parecía echarse a volar. Otras miserables, intrincadas, un laberinto de
obstáculos del que más bien uno quería huir. Estas elucubraciones me llevaron a
revisar mis viejas partidas con Mara. Trataba de encontrar alguna guía, alguno
de sus preciosos consejos, tal vez estuvieran allí atrapados y sólo se tratara
de saber verlos, como había sucedido con el sapo y su sueño.
Después Huarpe me invitó a una segunda partida.
Así como en la primera
expresaba su decepción, su nostalgia, en la segunda fue pura seducción. No le
importaba ganar o perder, sino forzar sus letras en la dirección que él quería
darles. Ah, donaire, cor, pungid, yaz,
gocéis, melar, bulle, la mayoría de sus palabras conducían por caminos
directos o laberínticos al terreno amoroso. Yo, en cambio, me esmeraba en el
sentido contrario para disuadirlo. Con lo cual, desde el punto de vista del
juego, nuestras partidas eran desastrosas: en lugar de hacer el promedio
habitual de cuatrocientos puntos cada uno, apenas si llegábamos a doscientos.
Después de unos días, Huarpe cambió de táctica y me preguntó
directamente:
“¿Por qué no contestas mis
mensajes?”
“Porque estoy en Buenos
Aires”, le contesté.
“¿En Buenos Aires?, ¿y por
qué?”, me respondió al instante, con dos filas de signos de admiración y de
pregunta. Le dije que por cuestiones familiares.
“Te advertí, cielo, que lo
nuestro tenía mucho de química y de destino. Yo también viajo a Buenos Aires en
unos días...” Tuve un momento de pánico y con una reacción instintiva,
infantil, apagué la computadora de golpe. ¿Como había llegado hasta ese punto y
cómo iba a salir de aquel atolladero?
Durante la semana siguiente no
abrí la computadora ni jugué al Scrabble. Me dediqué a reorganizar mi casa y
mis actividades. Recuperé libros y muebles prestados. Decidí hacer algunas
compras y arreglos domésticos. Hice decenas de llamadas telefónicas. Fui y
volví por la ciudad frenéticamente, incluso hasta barrios poco habituales para
mí, como Pompeya y Floresta, como si tomara posesión de ella nuevamente.
Cuando por fin volví a abrir
la página de Scrabble, me encontré un largo y comprometido mensaje de Huarpe. Arrancaba así: “Mi cielo. Es
así. No te sientas mal. Necesito volver a decirte, a jurarte que aquellos días,
aquellas caricias fueron únicas... Y cuanto más persistente es ella conmigo,
más dolorosa es la diferencia, y más simple, cielo, entender, la primera vez, cuando
tu cuerpo...”.
Cuando llegué a la palabra
“cuerpo”, borré el mensaje, con la mirada más allá de la pantalla y los dientes
apretados, aunque fue inevitable que me alcanzaran algunas palabras o
fragmentos que, como esquirlas, me lastimaban en algún lugar indiscernible: boca, te asustaste, pechos, feliz, húmedos,
traición, salir adelante...
No podía y no quería leer ese
mensaje, me había excedido.
Furiosa conmigo misma, le
escribí de inmediato.
Le dije que acababa de borrar
su carta, casi sin leerla, que yo no era quien él creía que era, era una amiga
de Mara y las explicaciones se las daría personalmente, en Buenos Aires. Le
pedía una cita y que no me volviera a escribir hasta entonces.
La respuesta me llegó puntual
al día siguiente: “jueves 20, 20 horas en el Dandy”.
Lo reconocí en cuanto entró,
siempre sucede, el aire de buscar a alguien desconocido es evidente. Tuve
tiempo de mirarlo con bastante atención antes de presentarme. Huarpe era alto, de aspecto atlético,
como dicen las novelas policiales. Estaba vestido con una campera y un jean. No
podría decir que fuera guapo. Tenía un mentón demasiado brutal, los ojos
empequeñecidos por unos anteojos de aumento y se movía con torpeza. Después de
unos instantes, le hice un gesto con la mano y se acercó.
—¿Sos la amiga de Mara? Yo soy Huarpe.
—Sí, claro —le dije—, yo soy Garamond.
Se quedó parado frente a mí,
inmóvil, casi podía oír la rueda de su pensamiento. Se sentó. Más que sentarse,
se dejó caer sobre la silla frente a la mía.
—Ya intuía yo que aquellas jugadas
no eran de Mara —dijo—. Algo en la manera de arrancar, de moverse por el
tablero... Uno siempre sabe mucho más de lo que cree que sabe. —Lo dijo casi
para sí mismo.
Después disparó la pregunta
mortal:
—¿Y Mara?
Había decidido ser muy
racional, muy sincera, pero cuando escuché el nombre de Mara pronunciado por
él, algo se derritió dentro de mí. No tuve que mencionar la palabra muerte. Él
fue poniendo las palabras y yo los gestos, los asentimientos, las lágrimas. Por
un momento Huarpe me miró espantado. Pudo
haber pensado que todo era un fraude. La incredulidad suele ser la primera
reacción ante la muerte, y tal vez lo siga siendo siempre. Hubo después muchos
silencios, mechados cada tanto por algunas preguntas: quería precisiones. Y
también hubo resentimiento, desconfianza. Por qué no se lo había dicho antes.
Tal vez él hubiera llegado a tiempo para despedirse. Le pedí perdón y le
expliqué todo lo que pude, hasta donde yo misma me lo podía explicar. Mientras
lo hacía, sentí que también yo iba aceptando la muerte de Mara. Que ella estaba
terminando de morirse allí mismo, entre nuestras manos. Por más que yo pudiera
recordarla después con tanta precisión como si estuviera viva: su voz, su
manera de decirme Reina, su risa infantil, sus manos eficientes, la vitalidad
que la empujaban hacia las rutas y hacia los otros.
No sé cómo fue que nos
despedimos Huarpe y yo, pero sí que
cada uno salió de ese encuentro a los tumbos, como después de haber viajado en
un barco en medio de una tormenta. Sé que en algún momento nos abrazamos y
tengo todavía un papel con sus datos reales, su nombre y apellido, su
dirección. Yo le di los míos. Y también una de las fotos de Mara en el
zoológico de Cabárceno, con los elefantes color herrumbre de fondo.
Ahora, después de dos años, a veces
sueño con ella. Me despierto de golpe tratando de recordar, pero por más que me
apure las imágenes se vuelven impalpables, se desvanecen como sucede en los
sueños.
Hace pocos días conseguí
retenerla un poco más. Estoy casi segura de que me dijo “no vayas, Reina, no
vayas”. Pero es ella la que no está, la que no viene.
Me da
tristeza y me da rabia. Sólo quiero que reaparezca otra noche. Que me explique
adónde no debo ir. Tengo la certeza de que me está dando un consejo precioso.
Como tantos que me dio. De esos que de verdad ayudan a vivir.
Ser otro
A casi todo el mundo le interesa saber de dónde viene. Como si eso pudiera aclararles algo acerca de hacia dónde van. O, al menos, acerca de cómo deben ir. Por eso esta historia va a interesarle. No voy a decirle el nombre del pueblo porque los hechos son recientes. Además, da igual si sucedió en Cantabria, en Asturias o en el País Vasco. Es una aldea prendida a la falda de una montaña, como tantas otras. Cuando usted va subiendo por la carretera puede ver cómo el suelo se vuelve cada vez más ceniciento, mordido en todas las estaciones por ráfagas violentas y caprichosas. Sin embargo, las vacas pastan. Desde lejos parecen irreales, figuras planas con la cabeza inmóvil inclinada hacia el suelo. ¿No quiere probar este vino blanco? Todavía es joven, un poco áspero tal vez, pero va muy bien con la carne del centollo. Las vacas, le decía, parecen irreales, casi una cortesía de la naturaleza para colorear el paisaje. Después aparece un puñado de casas del mismo color de la montaña, de la misma rudeza que el viento. Ésa es la sabiduría, o la resignación, como usted quiera verlo, de esos pueblos. Se pliegan a la naturaleza sin contradicción. No desean mucho más que respirar junto a ella, que mantener esa calma animal que las ciudades han perdido. Tampoco le voy a decir el nombre de ella, la vieja que dio origen a esta historia (y a la torre nueva de la iglesia). Pero pongamos que se llamaba Consuelo —algún nombre tenemos que darle, a ella, precisamente, que repartió tantos—. Y esto sí se lo digo con precisión: tenía entonces ciento dos años. Era la más vieja del lugar.
El pueblo estaba llamado a un
destino simple como todos los de la comarca: bodas, nacimientos, muertes,
cosechas, sequías... La vida y la muerte haciendo lo suyo sin mayores
sobresaltos. Hasta que se desató la ola emigratoria de los argentinos.
Latinoamérica —de donde yo también vine, hace mucho tiempo atrás— siempre
estuvo hundida, son pobres desde hace siglos. Pero la Argentina era otra cosa,
o quería ser otra cosa. Hasta que empezó a ser lo mismo. Y entonces ellos
empezaron a llegar.
¿Quiere otra copa? Mire que no
le sentará mal. Sobre todo si la acompaña con estos boquerones.
Resultó entonces que el pueblo
del que le hablo, junto con otros de la comarca, había sido la cuna de muchos
emigrantes. Fernández y Morenos, López y Gutiérrez, Riveras o Garnicas...
Cientos de españoles, empujados llanamente por el hambre, se subieron a los
barcos para no volver a ver su tierra más que en sueños, en el relato de otros
como ellos, en sabores o en olores que, años después, súbitamente, los
sorprendían en la nueva tierra y les traían, como un ramalazo, la certidumbre
de que también ellos habían tenido infancia.
Pero si no volvieron a su
tierra, sí sembraron nostalgia. Y cuando los nietos o los bisnietos argentinos
empezaron a venir a España, quisieron conocerla. Pisar ese suelo que había sido
tan ingrato, visitar la ermita o el molino, descubrir las caras ceñudas de esos
otros hermanos, tíos o primos de sus abuelos, saber al fin qué era la solana o
la herrada, sentir la humedad glacial de aquellos inviernos, probar las
ciruelas claudias, calzar abarcas, beber agua de la fuente en una boina
campesina... ¿me entiende usted? Producir para sus abuelos y bisabuelos —y para
ellos mismos— un pequeño milagro de eternidad. Tal vez yo idealizo, tal vez a
muchos todo esto les importara un bledo y sólo buscaran una fe de bautismo, un
papel amarillo y carcomido que los ayudara a demostrar que también ellos tenían
derecho a un poco de prosperidad. Sin embargo, no sucedió así con los que
pasaron en estos últimos años por la región. Todos iban a parar al pueblo del
que le hablo. Y a Consuelo. Porque, me olvidaba de decirle —estoy viejo y
distraído—, ella había sido la comadrona de la comarca. Y también su madre lo
fue. Súmele a esto dos terremotos y los destrozos de la Guerra Civil. Como ve,
Consuelo era la autoridad incontestable, la última voz capaz de rescatar de una
muerte definitiva a quienes ya estaban muertos y enterrados desde hacía
décadas. De manera que si no lo sabía ella, no lo sabía nadie. Ésta era —podría
decirse— su condición natural. Pero ella la llevó más lejos. La cumplió con
locura, o con descaro, ya verá usted, yo mismo no podría decir hasta qué punto
fue extravagancia lo suyo, el puro gusto de la invención o tal vez una forma de
sabiduría. Porque mire cómo sucedieron las cosas.
Llegó al pueblo una parejita
de recién casados. Ella, unos ojos azules de asombro permanente. Se llamaba
Mariana. Él, prendido de sus ojos, muy alto y flexible, como adelgazado de
tanto amor. Ella quería saber si aquél era el pueblo de su abuelo y el de los
padres de su abuelo. Traía una foto pequeña y borrosa de dos viejos con una
chorrera de niños alrededor sentados en el banco de una plaza. Podría haber
sido tomada en cualquier lugar del mundo. Un suburbio de Bombay o de Buenos
Aires, o en la plaza del pueblo. Piense además que los pueblos, por inmutables
que parezcan, a veces cambian. Un río que se ha secado, una nueva carretera que
los divide de Norte a Sur, la mudanza de un cementerio, el capricho de alguien
que se volvió rico, y zas, el relato familiar ya no se ajusta a lo que
encuentra el extranjero.
El apellido de la muchacha, no
me lo olvido, era Carrió. Yo nunca lo había escuchado y, según supe después,
Consuelo tampoco. Sin embargo, en cuanto la joven de los ojos azules lanzó su
pregunta, Consuelo le tomó las manos y entrecerrando los ojos dijo para sí:
“Carrió... Carrió...”, se acercó más al fuego, como si su calor pudiera también
avivar sus recuerdos, y después de unos instantes sacudió la cabeza de arriba
abajo, dando señal de que había encontrado en su venerable memoria la imagen
correspondiente. La muchacha casi no respiraba por temor de que aquel hilo
frágil de recuerdo pudiera cortarse. “Felipe Carrió”, dijo al fin Consuelo. Era
ayudante del boticario. Silencioso y buena persona hasta el día en que conoció
a Gloria, la hija del molinero. “Suspiró por ella durante un año.” Hasta que
Gloria conoció a Antonio Colinas y se casó con él. “Ésa fue su perdición”, dijo
Consuelo. Felipe se volvió distraído y dejado, confundía la belladona con la
valeriana, no limpiaba el mortero con el cuidado de antes, y un día casi mata
al sacristán con una receta equivocada. Tuvo que irse de la botica y del
pueblo. Se mudó a una comarca vecina donde, según parece, tuvo mejor fortuna.
Entró a trabajar con un tendero ambicioso que viajaba con frecuencia a América
y allí le perdieron el rastro. A estas alturas la joven de los ojos azules
estaba hechizada (ni reparó en algunas incongruencias de la historia, en
algunos saltos del tiempo) y yo estallaba de indignación. ¿Por qué, me pregunta
usted? Pues porque la historia del tal Carrió yo me la conocía muy bien y,
aunque con algunos retoques aquí y allá, era la de Avelino Muñoz, un tío de
Consuelo que también había emigrado a América.
Cuando la pareja se fue, los
dos conmovidos hasta las lágrimas, la encaré a Consuelo. ¿Qué locura era ésa?
Ella pegó un suspiro tan fuerte como para apagar el fuego que ardía en su brasero
y me dijo que no había podido tolerar esa mirada sedienta de saber. Que no
había hecho ningún mal a nadie, sólo le había dado o prestado a aquella joven
un poco de historia. Qué importaba si no era la de su bisabuelo Carrió y era en
cambio la de Avelino. Era su propia historia al final de cuentas, y ella era
dueña y señora de administrarla como quisiera. Me pareció un capricho de
anciana y me guardé entonces mis reparos. Aquella jovencita, por
agradecimiento, hizo una donación para ayudar a reconstruir la torre de la
iglesia, derruida y negra desde hacía años, siempre a la espera de unos fondos
prometidos por el Ayuntamiento.
¿Nunca probó angulas? Es
cierto, no tienen un aspecto muy agradable, pero pruébelas y después me cuenta.
Así pasó la primera vez. De la
siguiente ya no fui testigo, pero me lo contó Francisca, la hermana menor de
Consuelo. Esa vez tomó la historia de Federico, un jardinero humildísimo a
quien un conde del lugar le había regalado parte de su ropa. Se hizo célebre
los últimos años de su vida porque se paseaba por el pueblo con unos chalecos
blancos de piqué que vaya a saber quién le almidonaba, unos gemelos de oro y
unos levitones que le quedaban enormes. Al pobre de Federico, que en el pueblo
rebautizaron como Fede-rico, Consuelo lo hizo tío bisabuelo de un joven de
apellido Vázquez que quería conocer a alguno de sus antepasados. Después fueron
apareciendo otros, y casi todos caían en sus manos. O mejor dicho, en su lengua
y en la red de falsas historias que ella les servía. Usaba a su antojo a
cualquier personaje que había conocido en la región. Gente simple por lo
general, pero ella se apañaba para darles alguna personalidad. Pasiones,
manías, algún rasgo físico singular, aunque más no fuera una verruga en medio
de la frente. ¿No preferirías acaso tener un tío o un abuelo como los que yo
cuento, que uno de esos que se desvanecen al minuto de ser enterrados? ¿Cómo
los va a recordar si no esta gente? Cuando se le acabaron los conocidos, empezó
lisa y llanamente a inventar. ¡Y qué bien lo hacía! Según me dijo una vez con
orgullo, era porque su padre, Alonso Muñoz, además de carpintero, era un hombre
con imaginación. De niña le hacía descubrir en las vetas de la madera, o en las
orlas de la viruta que se acumulaba en el suelo, animales extraordinarios. Y
nunca tallaba las patas de una silla de la misma manera. De él le venía
entonces el don de la invención. Y con esa excusa ella le daba rienda suelta a
la propia.
A unos Hernández les endilgó
un bisabuelo que estudió magia por correspondencia y que se fue del pueblo
detrás de un circo. Otro se llevó de pariente a un tarambana que perdió en
apuestas su casita y su huerta. Pero como tenía una facilidad pasmosa para
hacer cuentas, logró recuperarlas trabajando de contador. A unos Diéguez les contó
que un bisabuelo, llamado Alcibíades, le pedía al alcalde que lo encerrara en
el calabozo cada vez que soplaba el viento del Este, un viento feroz que lo
llenaba de ira hasta sentirse capaz de matar a cualquiera. Pero sobre todo a su
mujer que, a decir verdad, era bastante mandona y ponzoñosa. La mujercita del
joven Diéguez se fue de allí inquieta, echando miradas de reojo a su marido,
como quien sospecha, como usted y yo, que aquí sobre la Tierra los únicos
inmortales son los genes.
Consuelo se envaneció con sus
inventos. Cuando yo me cabreaba, ella insistía con eso de que no hacía daño. Al
fin y al cabo, decía, las historias de la gente se parecen tanto: quién no
tiene en la familia un jugador, un inútil, un gracioso, un Don Juan, una mujer
hacendosa, otra ligerita de cascos... Que uno podría ser otro cualquiera,
decía. Y otro, uno. Y así, hasta llegar a Adán.
En el pueblo ya nadie se
escandalizaba. Porque a un agradecido se sumaba otro y con las donaciones la
torre de la iglesia se iba volviendo más alta y más blanca. Al final todos eran
cómplices. Hasta el mismo cura que llegó a interrumpir la misa para atender a
unos visitantes. Y esto se lo digo con vergüenza, porque a ese cura lo conozco
demasiado bien. Pero las cosas duran lo que duran. Y Consuelo ya había abusado
de su larga vida.
Cuando agonizaba, yo estuve a
su lado. En medio de su sueño, cada tanto, se reía. Usted puede imaginarse por
qué. Yo sonreía apenas, porque como viejo cura que soy, también tenía mi
secreto sobre ella. Y es que Consuelo no era hija de quien creía, de Alonso el
carpintero, el hombre que leía en las vetas de la madera, sino de Lamberto Gil,
que había sido siempre ladino y que a la hora en que los franquistas entraron
al pueblo a sangre y fuego resultó un redomado traidor hijo de puta.
Una
verdad amarga, tiene razón. Como el licor de endrinas que hacen en la comarca.
Ahora vendría bien un pulpito, ¿o unas sardinas? Si no las prueba, usted no
habrá conocido España.