Contenido:
1) Botella al mar
2) Fin de etapa
3) Segundo viaje
4) Satarsa
5) La escuela de noche
6) Deshoras
7) Pesadillas
8) Diario para un cuento
Botella al mar
Epílogo a un cuento
Querida
Glenda, esta carta no le será enviada por las vías ordinarias porque nada entre
nosotros puede ser enviado así, entrar en los ritos sociales de los sobres y el
correo. Será más bien como si la pusiera en una botella y la dejara caer a las
aguas de la bahía de San Francisco en cuyo borde se alza la casa desde donde le
escribo; como si la atara al cuello de una de las gaviotas que pasan como
latigazos de sombra frente a mi ventana y oscurecen por un instante el teclado
de esta máquina. Pero una carta de todos modos dirigida a usted, a Glenda
Jackson en alguna parte del mundo que probablemente seguirá siendo Londres;
como muchas cartas, como muchos relatos, también hay mensajes que son botellas
al mar y entran en esos lentos, prodigiosos sea-changes que Shakespeare
cinceló en La tempestad y que amigos inconsolables inscribirían tanto
tiempo después en la lápida bajo la cual duerme el corazón de Percy Bysshe Shelley
en el cementerio de Cayo Sextio, en Roma.
Es
así, pienso, que se operan las comunicaciones profundas, lentas botellas
errando en lentos mares, tal como lentamente se abrirá camino esta carta que la
busca a usted con su verdadero nombre, no ya la Glenda Garson que también era
usted pero que el pudor y el cariño cambiaron sin cambiarla, exactamente como
usted cambia sin cambiar de una película a otra. Le escribo a esa mujer que
respira bajo tantas máscaras, incluso la que yo le inventé para no ofenderla, y
le escribo porque también usted se ha comunicado ahora conmigo debajo de mis
máscaras de escritor; por eso nos hemos ganado el derecho de hablarnos así,
ahora que sin la más mínima posibilidad imaginable acaba de llegarme su
respuesta, su propia botella al mar rompiéndose en las rocas de esta bahía para
llenarme de una delicia en la que por debajo late algo como el miedo, un miedo
que no acalla la delicia, que la vuelve pánica, la sitúa fuera de toda carne y
de todo tiempo como usted y yo sin duda lo hemos querido cada uno a su manera.
No
es fácil escribirle esto porque usted no sabe nada de Glenda Garson, pero a la
vez las cosas ocurren como si yo tuviera que explicarle inútilmente algo que de
algún modo es la razón de su respuesta; todo ocurre como en planos diferentes,
en una duplicación que vuelve absurdo cualquier procedimiento ordinario de
contacto; estamos escribiendo o actuando para terceros, no para nosotros, y por
eso esta carta toma la forma de un texto que será leído por terceros y acaso
jamás por usted, o tal vez por usted, pero sólo en algún lejano día, de la
misma manera que su respuesta ya ha sido conocida por terceros mientras que yo
acabo de recibirla hace apenas tres días y por un mero azar de viaje. Creo que
si las cosas ocurren así, de nada serviría intentar un contacto directo; creo
que la única posibilidad de decirle esto es dirigiéndolo una vez más a quienes
van a leerlo como literatura, un relato dentro de otro, una coda a algo que
parecía destinado a terminar con ese perfecto cierre definitivo que para mí
deben tener los buenos relatos. Y si rompo la norma, si a mi manera le estoy
escribiendo este mensaje, usted que acaso no lo leerá jamás es la que me está
obligando, la que tal vez me está pidiendo que se lo escriba.
Conozca,
entonces, lo que no podía conocer y sin embargo conoce. Hace exactamente dos
semanas que Guillermo Schavelzon, mi editor en México, me entregó los primeros
ejemplares de un libro de cuentos que escribí a lo largo de estos últimos
tiempos y que lleva el título de uno de ellos, Queremos tanto a Glenda. Cuentos
en español, por supuesto, y que sólo serán traducidos a otras lenguas en los
años próximos, cuentos que esta semana empiezan apenas a circular en México y
que usted no ha podido leer en Londres, donde por lo demás casi no se me lee y
mucho menos en español. Tengo que hablarle de uno de ellos sintiendo al mismo
tiempo, y en eso reside el ambiguo horror que anda por todo esto, lo inútil de
hacerlo porque usted, de una manera que sólo el relato mismo puede insinuar, lo
conoce ya; contra todas las razones, contra la razón misma, la respuesta que
acabo de recibir me lo prueba y me obliga a hacer lo que estoy haciendo frente
al absurdo, si esto es absurdo, Glenda, y yo creo que no lo es aunque ni usted
ni yo podamos saber lo que es.
Usted
recordará entonces, aunque no puede recordar algo que nunca ha leído, algo
cuyas páginas tienen todavía la humedad de la tinta de imprenta, que en ese
relato se habla de un grupo de amigos de Buenos Aires que comparten desde una
furtiva fraternidad de club el cariño y la admiración que sienten por usted,
por esa actriz que el relato llama Glenda Garson pero cuya carrera teatral y
cinematográfica está indicada con la claridad suficiente para que cualquiera
que lo merezca pueda reconocerla. El relato es muy simple: los amigos quieren
tanto a Glenda que no pueden tolerar el escándalo de que algunas de sus
películas estén por debajo de la perfección que todo gran amor postula y
necesita, y que la mediocridad de ciertos directores enturbie lo que sin duda
usted había buscado mientras los filmaba. Como toda narración que propone una
catarsis, que culmina en un sacrificio lustral, éste se permite transgredir la
verosimilitud en busca de una verdad más honda y más última; así el club hace
lo necesario para apropiarse de las copias de las películas menos perfectas, y
las modifica allí donde una mera supresión o un cambio apenas perceptible en el
montaje repararán las imperdonables torpezas originales. Supongo que usted como
ellos, no se preocupa por las despreciables imposibilidades prácticas de una
operación que el relato describe sin detalles farragosos; simplemente la
fidelidad y el dinero hacen lo suyo, y un día el club puede dar por terminada
la tarea y entrar en el séptimo día de la felicidad. Sobre todo de la felicidad
porque en ese momento usted anuncia su retiro del teatro y del cine,
clausurando y perfeccionando sin saberlo una labor que la reiteración y el
tiempo hubieran terminado por mancillar.
Sin
saberlo... Ah, yo soy el autor del cuento, Glenda, pero ahora
ya no puedo afirmar lo que me parecía tan claro al escribirlo. Ahora me ha
llegado su respuesta, y algo que nada tiene que ver con la razón me obliga a
reconocer que el retiro de Glenda Garson tenía algo de extraño, casi de forzado,
así al término justo de la tarea del ignoto y lejano club. Pero sigo contándole
el cuento aunque ahora su final me parezca horrible puesto que tengo que
contárselo a usted, y es imposible no hacerlo puesto que está en el cuento,
puesto que todos lo están sabiendo en México desde hace diez días y sobre todo
porque usted también lo sabe. Simplemente, un año más tarde Glenda Garson
decide retornar al cine, y los amigos del club leen la noticia con la
abrumadora certidumbre de que ya no les será posible repetir un proceso que
sienten clausurado, definitivo. Sólo les queda una manera de defender la
perfección, el ápice de la dicha tan duramente alcanzada: Glenda Garson no
alcanzará a filmar la película anunciada, el club hará lo necesario y para
siempre.
Todo
esto, usted lo ve, es un cuento dentro de un libro, con algunos ribetes de
fantástico o de insólito, y coincide con la atmósfera de los otros relatos de
ese volumen que mi editor me entregó la víspera de mi partida de México. Que el
libro lleve ese título se debe simplemente a que ninguno de los otros cuentos
tenía para mí esa resonancia un poco nostálgica y enamorada que su nombre y su
imagen despiertan en mi vida desde que una tarde, en el Aldwych Theater de
Londres, la vi fustigar con el sedoso látigo de sus cabellos el torso desnudo
del marqués de Sade; imposible saber, cuando elegí ese título para el libro,
que de alguna manera estaba separando el relato del resto y poniendo toda su
carga en la cubierta, tal como ahora en su última película que acabo de ver
hace tres días aquí en San Francisco, alguien ha elegido un título, Hopscotch,
alguien que sabe que esa palabra se traduce por Rayuela en español.
Las botellas han llegado a destino, Glenda, pero el mar en el que derivaron no
es el mar de los navios y de los albatros.
Todo
se dio en un segundo, pensé irónicamente que había venido a San Francisco para
hacer un cursillo con estudiantes de Berkeley y que íbamos a divertirnos ante
la coincidencia del título de esa película y el de la novela que sería uno de
los temas de trabajo. Entonces, Glenda, vi la fotografía de la protagonista y
por primera vez fue el miedo. Haber llegado de México trayendo un libro que se
anuncia con su nombre, y encontrar su nombre en una película que se anuncia con
el título de uno de mis libros, valía ya como una bonita jugada del azar que
tantas veces me ha hecho jugadas así; pero eso no era todo, eso no era nada
hasta que la botella se hizo pedazos en la oscuridad de la sala y conocí la
respuesta, digo respuesta porque no puedo ni quiero creer que sea una venganza.
No
es una venganza sino un llamado al margen de todo lo admisible, una invitación
a un viaje que sólo puede cumplirse en territorios fuera de todo territorio. La
película, desde ya puedo decir que despreciable, se basa en una novela de
espionaje que nada tiene que ver con usted o conmigo, Glenda, y precisamente
por eso sentí que detrás de esa trama más bien estúpida y cómodamente vulgar se
agazapaba otra cosa, impensablemente otra cosa puesto que usted no podía
tener nada que decirme y a la vez sí, porque ahora usted era Glenda Jackson y
si había aceptado filmar una película con ese título yo no podía dejar de
sentir que lo había hecho desde Glenda Garson, desde los umbrales de esa
historia en la que yo la había llamado así. Y que la película no tuviera nada
que ver con eso, que fuera una comedia de espionaje apenas divertida, me
forzaba a pensar en lo obvio, en esas cifras o escrituras secretas que en una
página de cualquier periódico o libro previamente convenidos remiten a las
palabras que transmitirán el mensaje para quien conozca la clave. Y era así,
Glenda, era exactamente así. ¿Necesito probárselo cuando la autora del mensaje
está más allá de toda prueba? Si lo digo es para los terceros que van a leer mi
relato y ver su película, para lectores y espectadores que serán los ingenuos
puentes de nuestros mensajes: un cuento que acaba de editarse, una película que
acaba de salir, y ahora esta carta que casi indeciblemente los contiene y los
clausura.
Abreviaré
un resumen que poco nos interesa ya. En la película usted ama a un espía que se
ha puesto a escribir un libro llamado Hopscotch a fin de denunciar los
sucios tráficos de la CIA, del FBI y del KGB, amables oficinas para las que ha
trabajado y que ahora se esfuerzan por eliminarlo. Con una lealtad que se
alimenta de ternura usted lo ayudará a fraguar el accidente que ha de darlo por
muerto frente a sus enemigos; la paz y la seguridad los esperan luego en algún
rincón del mundo. Su amigo publica Hopscotch, que aunque no es mi novela
deberá llamarse obligadamente Rayuela cuando algún editor de
best-sellers la publique en español. Una imagen hacia el final de la película
muestra ejemplares del libro en una vitrina, tal como la edición de mi novela
debió estar en algunas vitrinas norteamericanas cuando Pantheon Books la editó
hace años. En el cuento que acaba de salir en México yo la maté simbólicamente,
Glenda Jackson, y en esta película usted colabora en la eliminación igualmente
simbólica del autor de Hopscotch. Usted, como siempre, es joven y bella
en la película, y su amigo es viejo y escritor como yo. Con mis compañeros del
club entendí que sólo en la desaparición de Glenda Garson se fijaría para
siempre la perfección de nuestro amor; usted supo también que su amor exigía la
desaparición para cumplirse a salvo. Ahora, al término de esto que he escrito
con el vago horror de algo igualmente vago, sé de sobra que en su mensaje no
hay venganza sino una incalculablemente hermosa simetría, que el personaje de
mi relato acaba de reunirse con el personaje de su película porque usted lo ha
querido así, porque sólo ese doble simulacro de muerte por amor podía
acercarlos. Allí, en ese territorio fuera de toda brújula usted y yo estamos
mirándonos, Glenda, mientras yo aquí termino esta carta y usted en algún lado,
pienso que en Londres, se maquilla para entrar en escena o estudia el papel
para su próxima película.
Berkeley, California, 29 de septiembre de 1980.
Fin de etapa
A Sheridan LeFanu, por ciertas casas.
A Antoni Taulé, por ciertas mesas.
A Antoni Taulé, por ciertas mesas.
Tal
vez se detuvo ahí porque el sol ya estaba alto y el mecánico placer de manejar
el auto en las primeras horas de la mañana cedía paso a la modorra, a la sed.
Para Diana ese pueblo de nombre anodino era otra pequeña marca en el mapa de la
provincia, lejos de la ciudad en la que dormiría esa noche, y la plaza que las
copas de los plátanos protegían del calor de la carretera se daba como un
paréntesis en el que entró con un suspiro de alivio, frenando al lado del café
donde las mesas desbordaban bajo los árboles.
El
camarero le trajo un anisado con hielo y le preguntó si más tarde querría
almorzar, sin apuro porque servían hasta las dos. Diana dijo que daría una
vuelta por el pueblo y que volvería. «No hay mucho que ver», le informó el
camarero. Le hubiera gustado contestarle que tampoco ella tenía muchas ganas de
mirar, pero en cambio pidió aceitunas negras y bebió casi bruscamente del alto
vaso donde se irisaba el anisado. Sentía en la piel una frescura de sombra,
algunos parroquianos jugaban a las cartas, dos chicos con un perro, una vieja
en el puesto de periódicos, todo como fuera del tiempo, estirándose en la
calina del verano. Como fuera del tiempo, lo había pensado mirando la mano de
uno de los jugadores que mantenía largamente la carta en el aire antes de
dejarla caer en la mesa con un latigazo de triunfo. Eso que ella ya no se
sentía con ánimo de hacer, prolongar cualquier cosa bella, sentirse vivir de
veras en esa dilación deliciosa que alguna vez la había sostenido en el temblor
del tiempo. «Curioso que vivir pueda volverse una pura aceptación», pensó
mirando al perro que jadeaba en el suelo, «incluso esta aceptación de no
aceptar nada, de irme casi antes de llegar, de matar todo lo que todavía no es
capaz de matarme». Dejaba el cigarrillo entre los labios, sabiendo que
terminaría por quemárselos y que tendría que arrancarlo y aplastarlo como lo
había hecho con esos años en que había perdido todas las razones para llenar el
presente con algo más que cigarrillos, la chequera cómoda y el auto servicial.
«Perdido», repitió, «tan bonito tema de Duke Ellington y ni siquiera me lo
acuerdo, dos veces perdido, muchacha, y también perdida la muchacha, a los
cuarenta ya es solamente una manera de llorar dentro de una palabra».
Sentirse
de golpe tan idiota exigía pagar y darse una vuelta por el pueblo, ir al
encuentro de cosas que ya no vendrían solas al deseo y a la imaginación. Ver
las cosas como quien es visto por ellas, allí esa tienda de antigüedades sin
interés, ahora la fachada vetusta del museo de bellas artes. Anunciaban una
exposición individual, ninguna idea del pintor de nombre poco pronunciable.
Diana compró un billete y entró en la primera sala de una módica casa de piezas
corridas, penosamente transformada por ediles de provincia. Le habían dado un
folleto que contenía vagas referencias a una carrera artística sobre todo
regional, fragmentos de críticas, los elogios típicos; lo abandonó sobre una
consola y miró los cuadros, en el primer momento pensó que eran fotografías y
le llamó la atención el tamaño, poco frecuente ver ampliaciones tan grandes en
color. Se interesó de veras cuando reconoció la materia, la perfección
maniática del detalle; de golpe fue a la inversa, una impresión de estar viendo
cuadros basados en fotografías, algo que iba y venía entre los dos, y aunque
las salas estaban bien iluminadas la indecisión duraba frente a esas telas que
acaso eran pinturas de fotografías o resultados de una obsesión realista que
llevaba al pintor hasta un límite peligroso o ambiguo.
En
la primera sala había cuatro o cinco pinturas que volvían sobre el tema de una
mesa desnuda o con un mínimo de objetos, violentamente iluminada por una luz
solar rasante. En algunas telas se sumaba una silla, en otras la mesa no tenía
otra compañía que su sombra alargada en el piso azotado por la luz lateral.
Cuando entró en la segunda sala vio algo nuevo, una figura humana en una
pintura que unía un interior con una amplia salida hacia jardines poco
precisos; la figura, de espaldas, se había alejado ya de la casa donde la mesa
inevitable se repetía en primer plano, equidistante entre el personaje pintado
y Diana. No costaba mucho comprender o imaginar que la casa era siempre la
misma, ahora se agregaba la larga galería verdosa de otro cuadro donde la
silueta de espaldas miraba hacia una puerta-ventana distante. Curiosamente la
silueta del personaje era menos intensa que las mesas vacías, tenía algo de
visitante ocasional que se paseara sin demasiada razón por una vasta casa
abandonada. Y luego había el silencio, no sólo porque Diana parecía ser la sola
presencia en el pequeño museo, sino porque de las pinturas emanaba una soledad
que la oscura silueta masculina no hacía más que ahondar. «Hay algo en la luz»,
pensó Diana, «esa luz que entra como una materia sólida y aplasta las cosas».
Pero también el color estaba lleno de silencio, los fondos profundamente
negros, la brutalidad de los contrastes que daba a las sombras una calidad de
paños fúnebres, de lentas colgaduras de catafalco.
Al
entrar en la segunda sala descubrió sorprendida que además de otra serie de
cuadros con mesas desnudas y el personaje de espaldas, había algunas telas con
temas diferentes, un teléfono solitario, un par de figuras. Las miraba, por
supuesto, pero un poco como si no las viera, la secuencia de la casa con las
mesas solitarias tenía tanta fuerza que el resto de las pinturas se convertía
en un aderezo suplementario, casi como si fueran cuadros de adorno colgando en
las paredes de la casa pintada y no en el museo. Le hizo gracia descubrirse tan
hipnotizable, sentir el placer un poco amodorrado de ceder a la imaginación, a
los fáciles demonios del calor de mediodía. Volvió a la primera sala porque no
estaba segura de acordarse bien de una de las pinturas que había visto,
descubrió que en la mesa que creía desnuda había un jarro con pinceles. En
cambio, la mesa vacía estaba en el cuadro colgado en la pared opuesta, y Diana
se quedó un momento buscando conocer mejor el fondo de la tela, la puerta
abierta tras de la cual se adivinaba otra estancia, parte de una chimenea o de
una segunda puerta. Cada vez se le hacía más evidente que todas las
habitaciones correspondían a una misma casa, como la hipertrofia de un
autorretrato en el que el artista hubiera tenido la elegancia de abstraerse, a
menos que estuviera representado en la silueta negra (con una larga capa en uno
de los cuadros), dando obstinadamente la espalda al otro visitante, a la
intrusa que había pagado para entrar a su vez en la casa y pasearse por las
piezas desnudas.
Volvió
a la segunda sala y fue hacia la puerta entornada que comunicaba con la
siguiente. Una voz amable y un poco cohibida la hizo volverse; un guardián
uniformado —con ese calor, el pobre—, venía a decirle que el museo cerraba a
mediodía pero que volvería a abrirse a las tres y media.
—¿Queda
mucho por ver? —preguntó Diana, que bruscamente sentía el cansancio de los
museos, la náusea de los ojos que han comido demasiadas imágenes.
—No,
la última sala, señorita. Hay un solo cuadro ahí, dicen que el artista quiso
que estuviera solo. ¿Quiere verlo antes de irse? Yo puedo esperar un momento.
Era
idiota no aceptar, Diana lo sabía cuando dijo que no y los dos cambiaron una
broma sobre los almuerzos que se enfrían si no se llega a tiempo. «No tendrá
que pagar otro billete si vuelve», dijo el guardián, «ahora ya la conozco». En
la calle, enceguecida por la luz cenital, se preguntó qué diablos le pasaba,
era absurdo haberse interesado hasta ese punto por el hiperrealismo o lo que
fuera de ese pintor ignoto, y de golpe dejar caer el último cuadro que acaso
era el mejor. Pero no, el artista había querido aislarlo de los otros y eso
indicaba acaso que era muy diferente, otra manera u otro tiempo de trabajo,
para qué romper así una secuencia que duraba en ella como un todo, incluyéndola
en un ámbito sin resquicios. Mejor no haber entrado en la última sala, no haber
cedido a la obsesión del turista concienzudo, a la triste manía de querer
abarcar los museos hasta el final.
Vio
a la distancia el café de la plaza y pensó que era la hora de comer; no tenía
apetito pero siempre había sido así cuando viajaba con Orlando, para Orlando el
mediodía era el instante crucial, la ceremonia del almuerzo sacralizando de
alguna manera el tránsito de la mañana a la tarde, y desde luego Orlando se
hubiera negado a seguir andando por el pueblo cuando el café estaba ahí a dos
pasos. Pero Diana no tenía hambre y pensar en Orlando le dolía cada vez menos;
echar a andar alejándose del café no era desobedecer o traicionar rituales.
Podía seguir acordándose sin sumisión de tantas cosas, abandonarse al azar de
la marcha y a una vaga evocación de algún otro verano con Orlando en las
montañas, de una playa que acaso volvía para exorcizar la brasa del sol en la
espalda y la nuca, Orlando en esa playa batida por el viento y la sal mientras
Diana se iba perdiendo en las callejas sin nombres y sin gentes, al ras de los
muros de piedra gris, mirando distraídamente algún raro portal abierto, una
sospecha de patios interiores, de brocales con agua fresca, glicinas, gatos
adormecidos en las lajas. Una vez más el sentimiento de no recorrer un pueblo
sino de ser recorrida por él, los adoquines de la calzada resbalando hacia
atrás como en una cinta móvil, ese estar ahí mientras las cosas fluyen y se
pierden a la espalda, una vida o un pueblo anónimo. Ahora venía una pequeña
plaza con dos bancos raquíticos, otra calleja abriéndose hacia los campos
linderos, jardines con empalizadas no demasiado convencidas, la soledad
totalmente mediodía, su crueldad de matador de sombras, de paralizador del
tiempo. El jardín un poco abandonado no tenía árboles, dejaba que los ojos
corrieran libremente hasta la ancha puerta abierta de la vieja casa. Sin
creerlo y a la vez sin negarlo Diana entrevió en la penumbra una galería
idéntica a la de uno de los cuadros del museo, se sintió como abordando el
cuadro desde el otro lado, fuera de la casa en vez de estar incluida como
espectadora en sus estancias. Si algo había de extraño en ese momento era la
falta de extrañeza en un reconocimiento que la llevaba a entrar sin
vacilaciones en el jardín y acercarse a la puerta de la casa, por qué no al fin
y al cabo si había pagado su billete, si no había nadie que se opusiera a su
presencia en el jardín, su paso por la doble puerta abierta, recorrer la
galería abriéndose a la primera sala vacía donde la ventana dejaba entrar la
cólera amarilla de la luz aplastándose en el muro lateral, recortando una mesa
vacía y una única silla.
Ni
temor ni sorpresa, incluso el fácil recurso de apelar a la casualidad había
resbalado por Diana sin encontrar asidero, para qué envilecerse con hipótesis o
explicaciones cuando ya otra puerta se abría a la izquierda y en una habitación
de altas chimeneas la mesa inevitable se desdoblaba en una larga sombra
minuciosa. Diana miró sin interés el pequeño mantel blanco y los tres vasos,
las repeticiones se volvían monótonas, el embate de la luz tajeando la
penumbra. Lo único diferente era la puerta del fondo, que estuviera cerrada en
vez de entornada introducía algo inesperado en un recorrido que se cumplía tan
dócilmente. Deteniéndose apenas, se dijo que la puerta estaba cerrada
simplemente porque ella no había entrado en la última sala del museo, y que
mirar detrás de esa puerta sería como volver allá para completar la visita.
Todo demasiado geométrico al fin y al cabo, todo impensable y a la vez como
previsto, tener miedo o asombrarse parecía tan incongruente como ponerse a
silbar o preguntar a gritos si había alguien en la casa. Ni siquiera una
excepción en la única diferencia, la puerta cedió a su mano y fue otra vez lo
de antes, el chorro de luz amarilla estrellándose en una pared, la mesa que
parecía más desnuda que las otras, su proyección alargada y grotesca como si
alguien le hubiera arrancado violentamente una carpeta negra para tirarla al suelo,
y por qué no verla de otra manera, como un rígido cuerpo a cuatro patas que
acabara de ser despojado de sus ropas ahí caídas en una mancha negruzca.
Bastaba mirar las paredes y la ventana para encontrar el mismo teatro vacío,
esta vez ni siquiera otra puerta que prolongara la casa hacia nuevas estancias.
Aunque había visto la silla junto a la mesa, no la había incluido en su primer
reconocimiento pero ahora la sumaba a lo ya sabido, tantas mesas con o sin
sillas en tantas habitaciones semejantes. Vagamente decepcionada se acercó a la
mesa y se sentó, se puso a fumar un cigarrillo, a jugar con el humo que trepaba
en el chorro de luz horizontal, dibujándose a sí mismo como si quisiera
oponerse a esa voluntad de vacío de todas las piezas, de todos los cuadros, del
mismo modo que la breve risa en algún lugar a espaldas de Diana cortó por un
instante el silencio aunque acaso sólo fuera un breve llamado de pájaro allí
fuera, un juego de maderas resecas, inútil, por supuesto, volver a mirar en la
habitación precedente donde los tres vasos sobre la mesa lanzaban sus débiles
sombras contra la pared, inútil apurar el paso, huir sin pánico pero sin mirar
atrás.
En
la calleja un chico le preguntó la hora y Diana pensó que debería apresurarse
si quería almorzar, pero el camarero estaba como esperándola bajo los plátanos
y le hizo un gesto de bienvenida señalándole el lugar más fresco. Comer no
tenía sentido pero en el mundo de Diana casi siempre se había comido así, ya
porque Orlando decía que era hora de hacerlo o porque no quedaba más remedio
entre dos ocupaciones. Pidió un plato y vino blanco, esperó demasiado para un
lugar tan vacío; ya antes de tomar el café y pagar sabía que iba a volver al
museo, que lo peor en ella la obligaba a revisar eso que hubiera sido preferible
asumir sin análisis, casi sin curiosidad, y que si no lo hacía iba a lamentarlo
al final de la etapa cuando todo se volviera usual como siempre, los museos y
los hoteles y el recuento del pasado. Y aunque en el fondo nada quedara en
claro, su inteligencia se tendería en ella como una perra satisfecha apenas
verificara la total simetría de las cosas, que el cuadro colgado en la última
sala del museo representaba obedientemente la última habitación de la casa;
incluso el resto podría entrar también en el orden si hablaba con el guardián
para llenar los huecos, al fin y al cabo había tantos artistas que copiaban
exactamente sus modelos, tantas mesas de este mundo habían acabado en el Louvre
o en el Metropolitan duplicando realidades vueltas polvo y olvido.
Cruzó
sin apuro las dos primeras salas (había una pareja en la segunda, hablándose en
voz baja aunque hasta ese momento fueran los únicos visitantes de la tarde).
Diana se detuvo ante dos o tres de los cuadros, y por primera vez el ángulo de
la luz entró también en ella como una imposibilidad que no había querido
reconocer en la casa vacía. Vio que la pareja retrocedía hacia la salida, y
esperó a quedarse sola antes de ir hacia la puerta de la última sala. El cuadro
estaba en la pared de la izquierda, había que avanzar hasta el centro para ver
bien la representación de la mesa y de la silla donde se sentaba una mujer. Al
igual que el personaje de espaldas en algunos de los otros cuadros, la mujer
vestía de negro pero tenía la cara vuelta de tres cuartos, y el pelo castaño le
caía hasta los hombros del lado invisible del perfil. No había nada que la
distinguiera demasiado de lo anterior, se integraba a la pintura como el hombre
que se paseaba en otras telas, era parte de una secuencia, una figura más dentro
de la misma voluntad estética. Y a la vez había algo allí que acaso explicaba
que el cuadro estuviera solo en la última sala, de las semejanzas aparentes
surgía ahora otro sentimiento, una progresiva convicción de que esa mujer no
sólo se diferenciaba del otro personaje por el sexo sino por su actitud, el
brazo izquierdo colgando a lo largo del cuerpo, la leve inclinación del torso
que descargaba su peso sobre el codo invisible apoyado en la mesa, estaban
diciéndole otra cosa a Diana, le estaban mostrando un abandono que iba más allá
del ensimismamiento o la modorra. Esa mujer estaba muerta, su pelo y su brazo
colgando, su inmovilidad inexplicablemente más intensa que la fijación de las
cosas y los seres en los otros cuadros: la muerte ahí como una culminación del
silencio, de la soledad de la casa y sus personajes, de cada una de las mesas y
las sombras y las galerías.
Sin
saber cómo se vio otra vez en la calle, en la plaza, subió al auto y salió a la
carretera hirviente. Había acelerado a fondo pero poco a poco fue bajando la
velocidad y sólo empezó a pensar cuando el cigarrillo le quemó los labios, era
absurdo pensar cuando había tantas casetes con la música que Orlando había
amado y olvidado y que ella solía escuchar de a ratos, aceptando atormentarse con
la invasión de recuerdos preferibles a la soledad, a la vaga imagen del asiento
vacío a su lado. La ciudad estaba a una hora de distancia, como todo parecía
estar a horas o a siglos de distancia, el olvido por ejemplo o el gran baño
caliente que se daría en el hotel, los whiskys en el bar, el diario de la tarde.
Todo simétrico como siempre para ella, una nueva etapa dándose como réplica de
la anterior, el hotel que completaría un número par de hoteles o abriría el
impar que la etapa siguiente colmaría; como las camas, los surtidores de nafta,
las catedrales o las semanas. Y lo mismo hubiera debido ocurrir en el museo
donde la repetición se había dado maniáticamente, cosa por cosa, mesa por mesa,
hasta la ruptura final insoportable, la excepción que había hecho estallar en
un segundo ese perfecto acuerdo de algo que ya no entraba en nada, ni en la
razón ni en la locura. Porque lo peor era buscar algo razonable en eso que
desde el principio había tenido algo de delirio, de repetición idiota, y a la
vez sentir como una náusea que sólo su cumplimiento total le hubiera devuelto
una conformidad razonable, hubiera puesto esa locura del buen lado de su vida,
lo hubiera alineado con las otras simetrías, con las otras etapas. Pero
entonces no podía ser, algo había escapado ahí y no se podía seguir adelante y
aceptarlo, todo su cuerpo se tendía hacia atrás como resistiendo al avance, si
algo quedaba por hacer era dar media vuelta y regresar, convencerse con todas
las pruebas de la razón de que eso era idiota, que la casa no existía o que sí,
que la casa estaba ahí pero que en el museo sólo había una muestra de dibujos
abstractos o de pinturas históricas, algo que ella no se había molestado en
ver. La fuga era una sucia manera de aceptar lo inaceptable, de infringir demasiado
tarde la única vida imaginable, la pálida aquiescencia cotidiana a la salida
del sol o a las noticias de la radio. Vio llegar un refugio vacío a la derecha,
viró en redondo y entró de nuevo en la carretera, corriendo a fondo hasta que
las primeras granjas en torno al pueblo volvieron a su encuentro. Dejó atrás la
plaza, recordaba que tomando a la izquierda llegaría a un término donde
podía dejar el auto, siguió a pie por la primera calleja vacía, oyó cantar
una cigarra en lo alto de un plátano, el jardín abandonado estaba ahí, la gran
puerta seguía abierta.
Para
qué demorarse en las dos primeras habitaciones donde la luz rasante no había
perdido intensidad, verificar que las mesas seguían ahí, que tal vez ella misma
había cerrado la puerta de la tercera estancia al salir. Sabía que bastaba
empujarla, entrar sin obstáculos y ver de lleno la mesa y la silla. Sentarse
otra vez para fumar un cigarrillo (la ceniza del otro se acumulaba prolijamente
en un ángulo de la mesa, la colilla había debido tirarla en la calle),
apoyándose de lado para evitar el embate directo de la luz de la ventana. Buscó
el encendedor en el bolso, miró la primera voluta del humo que se enroscaba en
la luz. Si la leve risa había sido al fin y al cabo un canto de pájaro, afuera
no cantaba ningún pájaro ahora. Pero le quedaban muchos cigarrillos por
fumar, podía apoyarse en la mesa y dejar que su mirada se perdiera en la
oscuridad de la pared del fondo. Podía irse cuando quisiera, por supuesto, y
también podía quedarse; acaso sería hermoso ver si la luz del sol iba
subiendo por la pared, alargando más y
más la sombra de su cuerpo, de la mesa y de la silla o si seguiría así sin cambiar
nada, la luz inmóvil como todo el resto, como ella y como el humo inmóviles.
Segundo viaje
El
que me presentó a Ciclón Molina fue el petiso Juárez una noche después de las
peleas, al poco tiempo Juárez se fue a Córdoba por un trabajo pero yo seguí
encontrándome cada tanto con Ciclón en ese café de Maipú al quinientos que ya
no está más, casi siempre los sábados después del box. Posiblemente hablamos de
Mario Pradás desde la primera vez, Juárez había sido uno de los hinchas más
rabiosos de Mario, aunque no más que Ciclón porque Ciclón fue sparring de Mario
cuando se preparaba para el viaje a Estados Unidos y se acordaba de tantas
cosas de Mario, la forma en que pegaba, sus famosas agachadas hasta el suelo,
su hermosa izquierda, su coraje tranquilo. Todos habíamos seguido la carrera de
Mario, era raro que nos encontráramos después del box en el café sin que alguien
se acordara en cualquier momento de Mario, y siempre entonces había un silencio
en la mesa, los muchachos pitaban callados, y después venían los recuentos, las
precisiones, a veces las polémicas sobre fechas, adversarios y performances.
Ahí Ciclón tenía más para decir que los otros porque había sido sparring de
Mario Pradás y también lo había tratado como amigo, nunca se le olvidaba que
Mario le había conseguido la primera preliminar en el Luna Park en una época en
que el ring estaba más lleno de candidatos que un ascensor de ministerio.
—La
perdí por puntos —decía en esos casos Ciclón, y todos nos reíamos, parecía
cómico que hubiera pagado tan mal el favor que le hacía Mario. Pero Ciclón no
se enojaba con nosotros, sobre todo conmigo después que Juárez le dijo
que yo no me perdía pelea y que era una enciclopedia en eso de campeones
mundiales desde los tiempos de Jack Johnson. Tal vez por eso a Ciclón le
gustaba encontrarme solo en el café los sábados a la noche, hablábamos largo
sobre cosas del deporte. Le gustaba enterarse de los tiempos de Firpo, para él
todo eso era mitología y lo saboreaba como un chico, Gibbons y Tunney,
Carpentier, yo le iba contando de a pedazos con ese gusto de sacar recuerdos a
flote, todo lo que no le podía interesar a mi señora ni a mi nena, te darás
cuenta. Y había otra cosa y es que Ciclón seguía peleando en preliminares,
ganaba o perdía más o menos parejo, sin escalar posiciones, era de los que el
público conocía sin encariñarse, una que otra voz alentándolo apenas en la modorra
de las peleas de relleno. No había nada que hacer y él lo sabía, no era un
pegador, le faltaba técnica en un tiempo en que había tantos livianos que se
las sabían todas; sin decírselo, claro, yo lo llamaba el boxeador decente, el
tipo que se ganaba unos pesos peleando lo mejor posible, sin cambiar demasiado
de ánimo cuando ganaba o perdía; como los pianistas de bar o los partiquinos,
fíjate, haciendo lo suyo como distraído, nunca lo noté cambiado después de una
pelea, llegaba al café si no estaba muy golpeado, nos tomábamos unas cervezas y
él esperaba y recibía los comentarios con una sonrisa mansa, me daba su versión
de la cosa desde el ring, a veces tan diferente de la mía desde abajo, nos
alegrábamos o nos quedábamos callados según los casos, las cervezas eran
festejo o linimento, lindo el pibe Ciclón, lindo amigo. A él justamente le
tenía que pasar, por qué, es una de esas cosas que uno cree y no cree, eso que
a lo mejor le pasó a Ciclón y que él mismo no entendió nunca, eso que empezó
sin aviso después de una pelea perdida por puntos y una empatada justo justo,
en el otoño de un año que no me acuerdo bien, hace ya tanto.
Lo
que sé es que antes de que empezara eso habíamos vuelto a hablar de Mario
Pradás, y Ciclón me ganaba lejos cuando hablábamos de Mario, de él sí sabía más
que nadie y eso que no había podido acompañarlo a Estados Unidos para la pelea
por el campeonato mundial, el entrenador había elegido solamente a un sparring
porque allá sobraban y le tocó a Jóse Catalano, pero lo mismo Ciclón estaba al tanto
de todo por otros amigos y por los diarios, cada pelea ganada por Mario hasta
la noche del campeonato y lo que pasó después, eso que ninguno de nosotros
podía olvidar pero que para Ciclón era todavía peor, una especie de lastimadura
que se le sentía en la voz y en los ojos cuando se acordaba.
—Tony
Giardello —decía—. Tony Giardello, hijo de puta.
Nunca
lo había oído insultar a los que le habían ganado a él, en todo caso no los
insultaba así, como si le hubieran ofendido a la madre. Que Giardello hubiera
podido con Mario Pradás no le entraba en la cabeza, y por la forma en que se
había informado de la pelea, de cada detalle que había juntado leyendo y
escuchando a otros, se sentía que en el fondo no aceptaba la derrota, le
buscaba sin decirlo alguna explicación que la cambiara en su memoria, y sobre
todo que cambiara lo otro, lo que había pasado después cuando Mario no alcanzó
a reponerse de un nocaut que le había dado vuelta la vida en diez segundos para
meterlo en un descenso insalvable, en dos o tres peleas mal ganadas o empatadas
contra tipos que antes no le hubieran aguantado cuatro vueltas, y al final el
abandono y la muerte en pocos meses, su muerte de perro después de una crisis
que ni los médicos entendieron, allá por Mendoza donde no había ni hinchas ni
amigos.
—Tony
Giardello —decía Ciclón mirando la cerveza—. Qué hijo de puta.
Una
sola vez me animé a decirle que nadie había dudado de la forma en que Giardello
le había ganado a Mario, y que la mejor prueba era que después de dos años
seguía siendo campeón mundial y que había defendido tres veces más el título.
Ciclón escuchó sin decir nada, pero nunca repetí el comentario y tengo que
decir que tampoco él insistió en el insulto, como si se diera cuenta. Se me
mezcla un poco el tiempo, debió ser para entonces que vino la pelea —de
semifondo por falta de cosa mejor esa noche— con el zurdo Aguinaga, y que
Ciclón después de boxear como siempre los primeros tres rounds salió en el
cuarto como si anduviera en bicicleta y en cuarenta segundos lo dejó al zurdo
colgando de las sogas. Esa noche pensé que lo encontraría en el café pero
seguro que se fue a festejar con otros amigos o a su bulín (estaba casado con
una piba de Lujan y la quería mucho), de modo que me quedé sin comentarios.
Claro que después de eso no podía extrañarme que los del Luna Park le armaran
una pelea de fondo con Rogelio Coggio, que venía con mucha fama de Santa Fe, y
aunque me temía lo peor para Ciclón fui a hinchar por él y te juro que casi no
pude creer lo que pasó, quiero decir que al principio no pasó nada y Coggio la
tenía ganada desde lejos a partir de la cuarta vuelta, lo del zurdo me empezaba
a parecer una pura casualidad cuando Ciclón empezó a atacar casi sin guardia
desde el vamos, de golpe Coggio se le colgó como de una percha, la gente de pie
no entendía nada y ya Ciclón de un uno-dos lo sentaba por ocho segundos y casi
enseguida lo dormía con un gancho que se habrá oído hasta en la plaza de Mayo.
Te la debo, como se decía entonces.
Esa
noche Ciclón llegó al café con la barra de adulones que siempre se apilan a los
ganadores, pero después de festejar un rato y hacerse fotos con ellos vino a mi
mesa y se sentó como queriendo que lo dejaran tranquilo. No se lo veía cansado
aunque Coggio le había dejado una ceja a la miseria, pero lo que más me extrañó
fue que me miraba distinto, casi como preguntándome o preguntándose algo; por
momentos se frotaba la muñeca derecha y me volvía a mirar medio raro. Yo qué te
voy a decir, estaba tan asombrado después de lo que había visto que más bien
esperaba que él hablara, aunque al final tuve que darle mi versión de la cosa y
creo que Ciclón se dio bien cuenta de que yo no terminaba de creerlo, el zurdo
y Coggio en menos de dos meses y en esa forma, me faltaban las palabras.
Me
acuerdo, el café se iba quedando vacío aunque el patrón nos dejaba a nosotros
lo que se nos daba la gana después de bajar la metálica. Ciclón bebió otra
cerveza casi de un trago y se frotó de nuevo la muñeca resentida.
—Debe
ser Alesio —dijo—, uno no se da bien cuenta pero seguro son los consejos de
Alesio.
Lo
decía como tapando un agujero, sin convicción. Yo no estaba al tanto de que
había cambiado de entrenador y claro, me pareció que de ahí podía venir la
cosa, pero hoy que vuelvo a pensarlo siento que tampoco estaba convencido.
Claro que alguien como Alesio podía hacer mucho por Ciclón, pero esa pegada de
nocaut no podía aparecer por milagro. Ciclón se miraba las manos, se frotaba la
muñeca.
—No
sé lo que me pasa —dijo como si le diera vergüenza—. Me pasa de golpe, las dos
veces fue igual, viejo.
—Te
estás entrenando fenómeno —le dije—, se ve clarito la diferencia.
—Ponele,
pero así de repente... ¿Es brujo, Alesio?
—Vos
seguí dándole —le dije por bromear y para sacarlo de esa especie de ausencia en
que lo notaba—, para mí que ya no te ataja nadie, Ciclón.
Y
así nomás era, después de la pelea con el Gato Fernández a nadie le quedó duda
de que el camino estaba abierto, el mismo camino de Mario Pradás dos años
antes, un barco, dos o tres peleas de apronte, el desafío por el campeonato del
mundo. Fueron tiempos jodidos para mí, hubiera dado cualquier cosa por
acompañarlo a Ciclón pero no me podía mover de Buenos Aires, estuve con él lo
más posible, nos veíamos bastante en el café aunque ahora Alesio lo cuidaba y
le medía la cerveza y otras cosas. La última vez fue después de la pelea con el
Gato; no se me olvida que Ciclón me buscó entre el gentío del café y me pidió
que fuéramos a caminar un rato por el puerto. Se metió en el auto y le negó a
Alesio que viniera con nosotros, nos bajamos en uno de los docks y dimos una
vuelta mirando los barcos. Desde el vamos yo había tenido como una idea de que
Ciclón quería decirme algo; le hablé de la pelea, de cómo el Gato se había
jugado hasta el final, era de nuevo como llenar agujeros porque Ciclón me
miraba sin escuchar mucho, asintiendo y callándose, el Gato, sí, nada fácil el
Gato.
—Al
principio me diste un julepe —le dije—. A vos te lleva un rato calentarte, y es
peligroso.
—Ya
lo sé, carajo. Alesio se pone hecho una fiera cada vez, se piensa que lo hago a
propósito o de puro compadre.
—Es
malo, che, por ahí te pueden madrugar. Y ahora...
—Sí
—dijo Ciclón, sentándose en un rollo de soga—, ahora es Tony Giardello.
—Así
nomás es, compadre.
—Qué
querés, Alesio tiene razón, vos también tenés razón. No pueden entender, te das
cuenta. Yo mismo no lo entiendo, por qué tengo que esperar.
—¿Esperar
qué?
—Qué
sé yo, que venga —dijo Ciclón y desvió la cara. No me lo vas a creer pero
aunque de alguna manera no me agarró tan de sorpresa, lo mismo me quedé medio
cortado, pero Ciclón no me dio tiempo a salir del paso, me miraba fijo en los
ojos como queriendo decidirse.
—Vos
te das cuenta —dijo—. Ni a Alesio ni a nadie les puedo hablar mucho porque les
tendría que romper la cara, no me gusta que me tomen por loco.
Repetí
el viejo gesto que se hace cuando no podes hacer otra cosa, le puse la mano en
el hombro y se lo apreté.
—No
entiendo un carajo —le dije—, pero te agradezco, Ciclón.
—Al
menos vos y yo podemos hablar —dijo Ciclón. Como la noche de Coggio, te
acordás. Vos te diste cuenta, vos me dijiste: «Seguí así».
—Bueno,
no sé de qué me habré dado cuenta, solamente que estaba bien que fuera así y te
lo dije, no habré sido el único.
Me
miró como para hacerme sentir que no era solamente eso, después se puso a reír.
Nos reímos los dos, aflojando los nervios.
—Dame
un faso —dijo Ciclón—, por una vez que Alesio no me está vigilando como a un
nene.
Fumamos
de cara al río, al viento húmedo de esa medianoche de verano.
—Ya
ves, es así—dijo Ciclón como si ahora le costara menos hablar—. Yo no puedo
hacer nada, tengo que pelear esperando hasta que llega ese momento. En una de
ésas me van a noquear en frío, te juro que me da miedo.
—Te
lleva tiempo calentarte, es eso.
—No
—dijo Ciclón—, vos sabes muy bien que no es eso. Dame otro faso.
Esperé
sin saber qué, y él fumaba mirando el río, el cansancio de la pelea se le
estaba cayendo encima de a poco, habría que volver al centro. Me costaba cada
palabra, te juro, pero después de eso tenía que preguntarle, no nos podíamos
quedar así porque iba a ser peor, Ciclón me había traído al puerto para decirme
algo y no podíamos quedarnos así, ves.
—No
te sigo muy bien —le dije—, pero a lo mejor pensé igual que vos, porque de otra
manera no se entiende lo que pasa.
—Lo
que pasa lo sabes —dijo Ciclón—. Qué querés que piense, decímelo vos.
—No
sé —me costó decirle.
—Siempre
es igual, empieza en un descanso, no me doy cuenta de nada, Alesio que me grita
qué sé yo en la oreja, viene la campana y cuando salgo es como si apenas
empezara, no te puedo explicar pero es tan diferente. Si no fuera que el otro
es el mismo, el zurdo o el Gato, creería que estoy soñando o algo así, después
no sé bien lo que pasa, dura tan poco.
—Para
el otro, querés decir —intercalé en broma.
—Sí,
pero también yo, cuando me levantan el brazo ya no siento nada, estoy de vuelta
y no entiendo, me tengo que convencer de a poco.
—Ponele
—dije sin saber qué decir—, ponele que es algo así, andá a saber. La cosa es
que sigas hasta el final, no hay que hacerse mala sangre buscando
explicaciones. Yo en el fondo creo que lo que te pone así es lo que vos querés,
y está muy bien, no hay que seguir dándole vueltas.
—Sí
—dijo Ciclón—, debe ser eso, lo que yo quiero.
—Aunque
no estés convencido.
—Ni
vos tampoco, porque no te animas a creerlo.
—Dejá
eso, Ciclón. Lo que vos querés es noquearlo a Tony Giardello, eso está claro,
me parece.
—Está
claro, pero...
—Y
a mí se me hace que no querés hacerlo solamente por vos.
—Ahá.
—Y
entonces te sentís mejor, algo así.
Caminábamos
de vuelta al auto. Me pareció que Ciclón aceptaba con su silencio eso que nos
había estado atando la lengua todo el tiempo. Después de todo era otra manera
de decirlo sin caer en una de miedo, si me seguís un poco. Ciclón me dejó en la
parada del colectivo; manejaba despacio, medio dormido en el volante. Capaz que
le pasaba algo antes de llegar a su casa; me quedé inquieto, pero al otro día
vi las fotos de un reportaje que le habían hecho por la mañana. Se hablaba de
proyectos, claro, del viaje al norte, de la gran noche acercándose despacio.
Ya
te dije que no pude acompañarlo a Ciclón, pero con la barra juntábamos
informaciones y no nos perdíamos detalle. Igual había sido cuando el viaje de
Mario Pradás, primero las noticias sobre el entrenamiento en New Jersey, la pelea
con Grossmann, el descanso en Miami, una postal de Mario al Gráfico hablando
de la pesca de tiburones o algo así, después la pelea con Atkins, el contrato
por el mundial, la crítica yanqui cada vez más entusiasta y al final (fíjate si
no es triste, digo al final y es tan cierto, carajo) la noche con Giardello,
nosotros colgados de la radio, cinco vueltas parejas, la sexta de Mario, la
séptima empatada, casi a la salida de la octava la voz del locutor como
ahogándose, repitiendo la cuenta de los segundos, gritando que Mario se
levantaba, volvía a caer, la nueva cuenta hasta el fin, Mario nocaut, después
las fotos que eran como vivir de nuevo tanta desgracia, Mario en su rincón y
Giardello poniéndole un guante en la cabeza, el final, te digo, el final de
todo eso que habíamos soñado con Mario, desde Mario. Cómo me iba a extrañar que
más de un periodista porteño hablara del viaje de Ciclón con sobreentendidos de
revancha simbólica, así la llamaban. El campeón seguía allá esperando
contendientes y acabando con todos, era como si Ciclón pisara las huellas del
otro viaje y tuviera que pasar por las mismas cosas, las barreras que los
yanquis le alzaban a cualquiera que buscara el camino del campeonato,
cuantimás, si no era del país. Cada vez que leía esos artículos pensaba que si
Ciclón hubiera estado conmigo los habríamos comentado nomás que mirándonos,
entendiéndolos de una manera tan diferente de los otros. Pero Ciclón también
estaría pensando en eso sin necesidad de leer los diarios, cada día que pasaba
tenía que ser para él como una repetición de algo que le apretaría el estómago,
sin querer hablarle a nadie como había hablado conmigo y eso que no habíamos
hablado gran cosa. Cuando en el cuarto round se sacó de encima la primera
mosca, un tal Doc Pinter, le mandé un telegrama de alegría y él me contestó con
otro: Seguimos, un abrazo. Después vino la pelea con Tommy Bard, que le
había aguantado los quince rounds a Giardello el año antes, Ciclón lo noqueó en
el séptimo, no te hablo del delirio en Buenos Aires, vos eras muy pibe y no te
podes acordar, hubo gente que no fue al trabajo, se armaron líos en las
fábricas, yo creo que no quedó cerveza en ninguna parte. La hinchada estaba tan
segura que la nueva pelea la daban por descontada, y tenían razón porque Gunner
Williams le aguantó apenas cuatro vueltas a Ciclón. Ahora empezaba lo peor, la
espera desesperante hasta el doce de abril, la última semana nos juntaba cada
noche en el café de Maipú con diarios y fotos y pronósticos, pero el día de la
pelea me quedé solo en casa, ya habría tiempo para festejar con la barra, ahora
Ciclón y yo teníamos que estar mano a mano desde la radio, desde algo que me
cerraba la garganta y me obligaba a beber y a fumar y a decirle cosas idiotas a
Ciclón, hablándole desde el sillón, desde la cocina, dando vueltas como un
perro y pensando en lo que acaso estaría pensando Ciclón mientras le vendaban
las manos, mientras anunciaban los pesos, mientras un locutor repetía tantas
cosas que sabíamos de memoria, el recuerdo de Mario Pradás volviendo para todos
desde otra noche que no se podía repetir, que nunca habíamos aceptado y que
queríamos borrar como se borran a trago limpio las cosas más amargas.
Vos
sabes muy bien lo que pasó, para qué te voy a contar, las tres primeras vueltas
de Giardello más veloz y técnico que nunca, la cuarta con Ciclón aceptándole la
pelea mano a mano y poniéndolo en apuros al final del round, la quinta con todo
el estadio de pie y el locutor que no alcanzaba a decir lo que estaba pasando
en el centro del ring, imposible seguir el cambio de golpes más que gritando
palabras sueltas, y casi en la mitad del round el directo de Giardello, Ciclón
desviándose a un lado sin ver llegar el gancho que lo mandó de espaldas por
toda la cuenta, la voz del locutor llorando y gritando, el ruido de un vaso
estrellándose en la pared antes de que la botella me hiciera pedazos el frente
de la radio, Ciclón nocaut, el segundo viaje idéntico al primero, las pastillas
para dormir, qué sé yo, las cuatro de la mañana en un banco de alguna plaza. La
puta madre, viejo.
Seguro,
no hay nada que comentar, vos dirás que es la ley del ring y otras mierdas,
total no lo conociste a Ciclón y por qué te vas a hacer mala sangre. Aquí
lloramos, sabes, fuimos tantos que lloramos solos o con la barra, y muchos
pensaron y dijeron que en el fondo había sido mejor porque Ciclón no habría
aceptado nunca la derrota y era mejor que acabara así, ocho horas de coma en el
hospital y se acabó. Me acuerdo, en una revista escribieron que él había sido
el único que no se había enterado de nada, mirá si no es bonito, hijos de puta.
No te cuento del entierro cuando lo trajeron, después de Gardel fue lo más
grande que se vio en Buenos Aires. Yo me abrí de la barra del café porque me
sentía mejor solo, pasó no sé cuánto tiempo antes de encontrarme con Alesio en
las carreras por pura casualidad. Alesio estaba en pleno trabajo con Carlos
Vigo, ya sabes la carrera que hizo ese pibe, pero cuando fuimos a tomarnos una
cerveza se acordó de lo amigo que yo había sido de Ciclón y me lo dijo, me lo
dijo de una manera rara, mirándome como si no supiera muy bien si tenía que
decirlo o si lo estaba diciendo porque después quería decirme otra cosa, algo
que lo trabajaba desde adentro. Alesio tenía fama de callado, y yo pensando de
nuevo en Ciclón prefería fumar un faso atrás de otro y pedir más cerveza, dejar
que pasara el tiempo sintiendo que estaba al lado de alguien que había sido un
buen amigo de Ciclón y había hecho todo lo que podía por él.
—Te
quiso mucho —le dije en un momento, porque lo sentía y era justo decírselo
aunque él lo supiera—. Siempre que me hablaba de vos antes del viaje era como
si fueras su padre. Me acuerdo una noche que salimos juntos, por ahí me pidió
un faso y después me dijo: «Ahora que no está Alesio, que me cuida como si
fuera un nene».
Alesio
bajó la cabeza, se quedó pensando.
—Ya
sé —me dijo—, era un pibe derecho, nunca tuve problemas con él, por ahí se me
escapaba un rato pero volvía callado, siempre me daba la razón y eso que soy un
chinche, todos lo dicen.
—Ciclón,
carajo.
Nunca
me voy a olvidar cuando Alesio levantó la cara y me miró como si de golpe
hubiera decidido algo, como si un momento largamente esperado hubiera llegado
para él.
—No
me importa lo que pienses —dijo marcando cada palabra con su acento donde
Italia no había muerto del todo—. A vos te lo cuento porque fuiste su amigo.
Una sola cosa te pido, si crees que estoy piantado ándate sin contestar, yo sé
que de todos modos nunca vas a decir nada.
Me
quedé mirándolo, y de golpe fue de nuevo una noche en el puerto, un viento
húmedo que nos mojaba la cara a Ciclón y a mí.
—Lo
llevaron al hospital, sabes, y lo trepanaron porque el médico dijo que era muy
grave pero que se podía salvar. Fijate que no era solamente la piña sino el
golpe de la nuca, la forma en que pegó en la lona, yo lo vi tan claro y oí el
ruido, a pesar de los gritos oí el ruido, viejo. —¿Vos crees de veras que se
hubiera salvado? —Qué sé yo, al fin y al cabo he visto nocauts peores en mi
vida. La cosa es que a las dos de la mañana ya lo habían operado y yo estaba en
el pasillo esperando, no nos dejaban verlo, éramos dos o tres argentinos y
algunos yanquis, poco a poco me fui quedando solo con uno que otro del
hospital. Como a las cinco un tipo me vino a buscar, yo no pesco mucho inglés pero
le entendí que ya no había nada que hacer. Estaba como asustado, era un
enfermero viejo, un negro. Cuando vi a Ciclón...
Creí
que no iba a hablar más, le temblaba la boca, bebió volcándose cerveza en la
camisa.
—Nunca
vi una cosa igual, hermano. Era como si lo hubieran estado torturando, como si
alguien hubiera querido vengarse de no sé qué. No te puedo explicar, estaba
como hueco, como si lo hubieran chupado, como si le faltara toda la sangre,
perdona lo que te digo pero no sé cómo decirlo, era como si él mismo hubiera
querido salirse de él, arrancarse de él, comprendes. Como una vejiga
desinflada, un muñeco roto, te das cuenta, pero roto por quién, para qué.
Bueno, ándate si querés, no me dejes seguir hablando.
Cuando
le puse la mano en el hombro me acordé que también con Ciclón la noche del
puerto, también la mano en el hombro de Ciclón.
—Como
quieras —le dije—. Ni vos ni yo podemos entender, qué sé yo, a lo mejor sí pero
no lo creeríamos. Lo que yo sé es que no fue Giardello el que mató a Ciclón,
Giardello puede dormir tranquilo porque no fue él, Alesio.
Por
supuesto no comprendía, como tampoco vos por la cara que estás poniendo.
—Esas
cosas pasan —dijo Alesio—. Claro que Giardello no tuvo la culpa, che, no
necesitas decírmelo.
—Ya sé, pero vos me has confiado
eso que viste, y es justo que te lo agradezca. Te lo agradezco tanto que
te voy a decir algo más antes de irme. Por más lástima que nos dé Ciclón, debe
haber otro que la merezca más que él, Alesio. Créeme, hay otro al que yo le
tengo doblemente lástima, pero para qué seguir, no te parece, ni Alesio
entendió ni vos tampoco ahora. Y yo, bueno, qué sé yo lo que entendí, te lo
cuento por si en una de ésas, nunca se sabe, la verdad que no sé por qué te lo
cuento, a lo mejor porque ya estoy viejo y hablo demasiado.
Satarsa
Adán y raza, azar y nada.
Cosas
así para encontrar el rumbo, como ahora lo de atar a la rata, otro palindroma
pedestre y pegajoso, Lozano ha sido siempre un maniático de esos juegos que no
parece ver como tal puesto que todo se le da a la manera de un espejo que
miente y al mismo tiempo dice la verdad, le dice la verdad a Lozano porque le
muestra su oreja derecha, pero a la vez le miente porque Laura y cualquiera que
lo mire verá la oreja derecha como la oreja izquierda de Lozano, aunque
simultáneamente la definan como su oreja derecha; simplemente la ven a la
izquierda, cosa que ningún espejo puede hacer, incapaz de esa corrección
mental, y por eso el espejo le dice a Lozano una verdad y una mentira, y eso lo
lleva desde hace mucho a pensar como delante de un espejo; si atar a la rata no
da más que eso las variantes merecen reflexión, y entonces Lozano mira el suelo
y deja que las palabras jueguen solas mientras que él las espera como los
cazadores de Calagasta esperan a las ratas gigantes para cazarlas vivas.
Puede
seguir así durante horas, aunque en este momento la cuestión concreta de las
ratas no le deja demasiado tiempo para perderse en las posibles variantes. Que
todo eso sea casi deliberadamente insano no le extraña, a veces se encoge de
hombros como si quisiera sacarse de encima algo que no consigue explicar, con
Laura se ha habituado a hablar de la cuestión de las ratas como si fuera la
cosa más normal y en realidad lo es, por qué no va a ser normal cazar ratas
gigantes en Calagasta, salir con el pardo Illa y con Yarará a cazar ratas. Esa
misma tarde tendrán que acercarse de nuevo a las colinas del norte porque
pronto habrá un nuevo embarque de ratas y hay que aprovecharlo al máximo, la
gente de Calagasta lo sabe y anda a las batidas por el monte aunque sin
acercarse a las colinas, y las ratas también lo saben, por supuesto, y cada vez
es más difícil campearlas y sobre todo capturarlas vivas.
Por
todas esas cosas a Lozano no le parece nada absurdo que la gente de Calagasta
viva ahora casi exclusivamente de la captura de las ratas gigantes, y es en el
momento en que prepara unos lazos de cuero muy delgado y que le salta el
palindroma de atar a la rata y se queda con un lazo quieto en la mano, mirando
a Laura que cocina canturreando, y piensa que el palindroma miente y dice la
verdad como todo espejo, claro que hay que atar a la rata porque es la única
manera de mantenerla viva hasta enjaularla(s) y dárselas a Porsena que estiba
las jaulas en el camión que cada jueves sale para la costa donde espera el
barco. Pero también es una mentira porque nadie ha atado jamás una rata gigante
como no sea metafóricamente, sujetándola del cuello con una horquilla y
enlazándola hasta meterla en la jaula, siempre con las manos bien lejos de la
boca sanguinolenta y de las garras como vidrios manoteando el aire. Nadie atará
nunca a una rata, y menos desde la última luna en que Illa, Yarará y los otros
han sentido que las ratas desplegaban nuevas estrategias, se volvían aún más
peligrosas por invisibles y agazapadas en refugios que antes no empleaban, y
que cazarlas se va a volver cada vez más difícil ahora que las ratas los
conocen y hasta los desafían.
—Todavía
tres o cuatro meses —le dice Lozano a Laura, que está poniendo los platos en la
mesa bajo el alero del rancho—. Después podremos cruzar al otro lado, las cosas
parecen más tranquilas.
—Puede
ser —dice Laura—, en todo caso mejor no pensar, cuántas veces nos ha ocurrido
equivocarnos.
—Sí.
Pero no nos vamos a quedar siempre aquí cazando ratas.
—Es
mejor que pasar al otro lado a destiempo y que las ratas seamos nosotros para
ellos.
Lozano
ríe, anuda otro lazo. Es cierto que no están tan mal, Porsena paga al contado
las ratas y todo el mundo vive de eso, mientras sea posible cazarlas habrá
comida en Calagasta, la compañía danesa que manda los barcos a la costa
necesita cada vez más ratas para Copenhague, Porsena cree saber que las usan
para experiencias de genética en los laboratorios. Por lo menos que sirvan para
eso, dice a veces Laura.
Desde
la cuna que Lozano ha fabricado con un cajón de cerveza viene la primera
protesta de Laurita. El cronómetro, la llama Lozano, el lloriqueo en el segundo
exacto en que Laura está terminando de preparar la comida y se ocupa del
biberón. Casi no necesitan un reloj con Laurita, les da la hora mejor que el
bip-bip de la radio, dice riéndose Laura que ahora la levanta en brazos y le
muestra el biberón, Laurita sonriente y ojos verdes, el muñón golpeando en la
palma de la mano izquierda como en un remedo de tambor, el diminuto antebrazo
rosado que termina en una lisa semiesfera de piel; el doctor Fuentes (que no es
doctor pero da igual en Calagasta) ha hecho un trabajo perfecto y no hay casi
huella de cicatriz, como si Laurita no hubiera tenido nunca una mano ahí, la
mano que le comieron las ratas cuando la gente de Calagasta empezó a cazarlas a
cambio de la plata que pagaban los daneses y las ratas se replegaron hasta que
un día fue el contraataque, la rabiosa invasión nocturna seguida de fugas
vertiginosas, la guerra abierta, y mucha gente renunció a cazarlas para solamente
defenderse con trampas y escopetas, y buena parte volvió a cultivar la mandioca
o a trabajar en otros pueblos de la montaña. Pero otros siguieron cazándolas,
Porsena pagaba al contado y el camión salía cada jueves hacia la costa, Lozano
fue el primero en decirle que seguiría cazando ratas, se lo dijo ahí mismo en
el rancho mientras Porsena miraba la rata que Lozano había matado a patadas
mientras Laura corría con Laurita a lo del doctor Fuentes y ya no se podía
hacer nada, solamente cortar lo que quedaba colgando y conseguir esa cicatriz
perfecta para que Laurita inventara su tamborcito, su silencioso juego.
Al
pando Illa no le molesta que Lozano juegue tanto con las palabras, quién no es
loco a su manera, piensa el pardo, pero le gusta menos que Lozano se deje
llevar demasiado y por ahí quiera que las cosas se ajusten a sus juegos, que él
y Yarará y Laura lo sigan por ese camino como en tantas otras cosas lo han
seguido en esos años desde la fuga por las quebradas del norte después de las
masacres. En esos años, piensa Illa, ya ni sabemos si fueron semanas o años,
todo era verde y continuo, la selva con su tiempo propio, sin soles ni
estrellas, y después las quebradas, un tiempo rojizo, tiempo de piedra y torrentes
y hambre, sobre todo hambre, querer contar los días o las semanas era como
tener todavía más hambre, entonces habían seguido los cuatro, primero los cinco
pero Ríos se mató en un despeñadero y Laura estuvo a punto de morirse de frío
en la montaña, ya que estaba de seis meses y se cansaba pronto, tuvieron que
quedarse vaya a saber cuánto abrigándola con fuegos de pasto seco hasta que
pudo caminar, a veces el pardo Illa vuelve a ver a Lozano llevando a Laura en
brazos y Laura no queriendo, diciendo que ya está bien, que puede caminar, y
seguir hacia el norte, hasta la noche en que los cuatro vieron las lucecitas de
Calagasta y supieron que por el momento todo iría bien, que esa noche comerían
en algún rancho aunque después los denunciaran y llegara el primer helicóptero
a matarlos. Pero no los denunciaron, ahí ni siquiera conocían las posibles
razones para denunciarlos, ahí todo el mundo se moría de hambre como ellos
hasta que alguien descubrió a las ratas gigantes cerca de las colinas y Porsena
tuvo la idea de mandar una muestra a la costa.
—Atar
a la rata no es más que atar a la rata —dice Lozano—. No tiene ninguna fuerza
porque no te enseña nada nuevo y porque además nadie puede atar a una rata. Te
quedas como al principio, esa es la joda con los palindromas.
—Ajá
—dice el pardo Illa.
—Pero
si lo pensás en plural todo cambia. Atar a las ratas no es lo mismo que atar a
la rata.
—No
parece muy diferente.
—Porque
ya no vale como palindroma —dice Lozano—. Nomás que ponerlo en plural y todo
cambia, te nace una cosa nueva, ya no es el espejo o es un espejo diferente que
te muestra algo que no conocías.
—¿Qué
tiene de nuevo?
—Tiene
que atar a las ratas te da Satarsa la rata.
—¿Satarsa?
—Es
un nombre, pero todos los nombres aislan y definen. Ahora sabes que hay una
rata que se llama Satarsa. Todas tendrán nombres, seguro, pero ahora hay una
que se llama Satarsa.
—¿Y
qué ganas con saberlo?
—Tampoco
sé, pero sigo. Anoche pensé en dar vuelta el asunto, desatar en vez de atar. Y
en cuanto pensé en desatarlas vi la palabra al revés y daba sal, rata, sed.
Cosas nuevas, fíjate, la sal y la sed.
—No
tan nuevas —dice Yarará que escucha de lejos—, aparte de que siempre andan
juntas.
—Ponele
—dice Lozano—, pero muestran un camino, a lo mejor es la única manera de acabar
con ellas.
—No
las acabemos tan pronto —se ríe Illa—, de qué vamos a vivir si se acaban.
Laura
trae el primer mate y espera, apoyándose un poco en el hombro de Lozano. El
pardo Illa vuelve a pensar que Lozano juega demasiado con las palabras, que en
una de ésas se va a bandear del todo, que todo se va a ir al diablo.
Lozano
también lo piensa mientras prepara los lazos de cuero, y cuando se queda solo
con Laura y Laurita les habla de eso, les habla a las dos como si Laurita
pudiera comprender y a Laura le gusta que incluya a su hija, que estén los tres
más juntos mientras Lozano les habla de Satarsa o de cómo salar el agua para
acabar con las ratas.
—Para
atarlas de veras —se ríe Lozano—. Fijate si no es curioso, el primer palindroma
que conocí en mi vida también hablaba de atar a alguien, no se sabe a quién,
pero a lo mejor ya era Satarsa. Lo leí en un cuento donde había muchos
palindromas pero solamente me acuerdo de ése.
—Me
lo dijiste una vez en Mendoza, creo, se me ha borrado.
—Atale,
demoníaco Caín, o me delata —dice cadenciosamente Lozano, casi salmodiando para
Laurita que se ríe en la cuna y juega con su ponchito blanco.
Laura
asiente, es cierto que ya están queriendo atar a alguien en ese palindroma,
pero para atarlo tienen que pedírselo nada menos que a Caín. Tratándolo de
demoníaco por si fuera poco.
—Bah —dice Lozano—,
la convención de siempre, la buena conciencia arrastrándose en la historia
desde el vamos, Abel el bueno y Caín el malo como en las viejas películas de
cowboys.
—El
muchacho y el villano —se acuerda Laura casi nostálgica.
—Claro
que si el inventor de ese palindroma se hubiera llamado Baudelaire, lo de
demoníaco no sería negativo, sino todo lo contrario. ¿Te acordás?
—Un
poco —dice Laura—. Raza de Abel, duerme, bebe y come, Dios te sonríe complacido.
—Raza
de Caín, repta y muere miserablemente en el fango.
—Sí,
y en una parte dice algo como raza de Abel, tu carroña abonará el suelo
humeante, y después dice raza de Caín, arrastra a tu familia desesperada a lo
largo de los caminos, algo así.
—Hasta
que las ratas devoren a tus hijos —dice Lozano casi sin voz.
Laura
hunde la cara en las manos, hace ya tanto que ha aprendido a llorar en
silencio, sabe que Lozano no va a tratar de consolarla, Laurita sí, que
encuentra divertido el gesto y se ríe hasta que Laura baja las manos y le hace
una mueca cómplice. Ya va siendo la hora del mate.
Yarará
piensa que el pardo Illa tiene razón y que en una de esas la chifladura de
Lozano va a acabar con esa tregua en la que por lo menos están a salvo, por lo
menos viven con la gente de Calagasta y se quedan ahí porque no se puede hacer
otra cosa, esperando que el tiempo aplaste un poco los recuerdos del otro lado
y que también los del otro lado se vayan olvidando de que no pudieron
atraparlos, de que en algún lugar perdido están vivos y por eso culpables, por
eso la cabeza a precio, incluso la del pobre Ruiz despeñado de un barranco hace
tanto tiempo.
—Es
cuestión de no seguirle la corriente —piensa Illa en voz alta—. Yo no sé, para
mí siempre es el jefe, tiene eso, comprendes, no sé qué, pero lo tiene y a mí
me basta.
—Lo
jodió la educación —dice Yarará—. Se la pasa pensando o leyendo, eso es malo.
—Puede.
Yo no sé si es eso, Laura también fue a la facultad y ya ves, no se le nota. No
me parece que sea la educación, lo que lo pone loco es que estemos embretados
en este aujero, y lo que pasó con Laurita, pobre gurisa.
—Vengarse
—dice Yarará—. Lo que quiere es vengarse.
—Todos
queremos vengarnos, unos de los milicos y otros de las ratas, es difícil
guardar la cabeza fresca.
A
Illa se le ocurre que la locura de Lozano no cambia nada, que las ratas siguen
ahí y que es difícil cazarlas, que la gente de Calagasta no se anima a ir
demasiado lejos porque se acuerdan de los cuentos, del esqueleto del viejo
Millán o de la mano de Laurita. Pero también ellos están locos, y sobre todo
Porsena con el camión y las jaulas, y los de la costa y los daneses están
todavía más locos gastando plata en ratas para vaya a saber qué. Eso no puede
durar mucho, hay chifladuras que se cortan de golpe y entonces será de nuevo el
hambre, la mandioca cuando haya, los chicos muriéndose con las barrigas
hinchadas. Por eso mejor estar locos, al fin y al cabo.
—Mejor
estar locos —dice Illa, y Yarará lo mira sorprendido y después se ríe,
asiente casi.
—Cuestión
de no seguirle el tren cuando la empieza con Satarsa y la sal y esas cosas,
total no cambia nada, él es siempre el mejor cazador.
—Ochenta
y dos ratas —dice Illa—. Le batió el récord a Juan López, que andaba en las
setenta y ocho.
—No
me hagas pasar calor —dice Yarará—, yo con mis treinta y cinco apenas.
—Ya
ves —dice Illa—, ya ves que él siempre es el jefe, por donde lo busques.
Nunca
se sabe bien cómo llegan las noticias, de golpe hay alguien que sabe algo en el
almacén del turco Adab, casi nunca indica la fuente, pero la gente vive tan
aislada que las noticias llegan como una bocanada del viento del oeste, el
único capaz de traer un poco de fresco y a veces de lluvia. Tan raro como las
noticias, tan breve como el agua que acaso salvará los cultivos siempre
amarillos, siempre enfermos. Una noticia ayuda a seguir tirando, aunque sea
mala.
Laura
se entera por la mujer de Abad, vuelve al rancho y la dice en voz baja como si
Laurita pudiera comprender, le alcanza otro mate a Lozano que lo chupa
despacio, mirando el suelo donde un bicho negro progresa despacio hacia el
fogón. Alargando apenas la pierna aplasta al bicho y termina el mate, lo
devuelve a Laura sin mirarla, de mano a mano como tantas veces, como tantas
cosas.
—Habrá
que irse —dice Lozano—. Si es cierto, estarán muy pronto aquí.
—¿Y
adonde?
—No
sé, y aquí nadie lo sabrá tampoco, viven como si fueran los primeros o los
últimos hombres. A la costa en el camión, supongo, Porsena estará de acuerdo.
—Parece
un chiste —dice Yarará, que arma un cigarrillo con lentos movimientos de
alfarero—. Irnos con las jaulas de las ratas, date cuenta. ¿Y después?
—Después
no es problema —dice Lozano—. Pero hace falta plata para ese después. La costa
no es Calagasta, habrá que pagar para que nos abran camino al norte.
—Pagar
—dice Yarará—. A eso habremos llegado, tener que cambiar ratas por la libertad.
—Peor
son ellos que cambian la libertad por ratas —dice Lozano.
Desde
su rincón donde se obstina en remendar una bota irremediable, Illa se ríe como
si tosiera. Otro juego de palabras, pero hay veces en que Lozano da en el
blanco y entonces casi parece que tuviera razón con su manía de andar
dando vuelta los guantes, de verlo todo desde la otra punta. La cabala del
pobre, ha dicho alguna vez Lozano.
—La
cuestión es la gurisa —dice Yarará—. No nos podemos meter en el monte con ella.
—Seguro
—dice Lozano—, pero en la costa se puede encontrar algún pesquero que nos deje
más arriba, es cuestión de suerte y de plata.
Laura
le tiende un mate y espera, pero ninguno dice nada.
—Yo
pienso que ustedes dos deberían irse ahora —dice Laura sin mirar a nadie—.
Lozano y yo veremos, no hay por qué demorarse más, váyanse ya por la montaña.
Yarará
enciende un cigarrillo y se llena la cara de humo. No es bueno el tabaco de
Calagasta, hace llorar los ojos y le da tos a todo el mundo.
—¿Alguna
vez encontraste una mujer más loca? —le dice a Illa.
—No,
che. Claro que a lo mejor quiere librarse de nosotros.
—Váyanse
a la mierda —dice Laura dándoles la espalda, negándose a llorar.
—Se
puede conseguir suficiente plata —dice Lozano—. Si cazamos bastantes ratas.
—Si
cazamos.
—Se
puede —insiste Lozano—. Es cosa de empezar hoy mismo, irnos a buscarlas.
Porsena nos dará la plata y nos dejará viajar en el camión.
—De
acuerdo —dice Yarará—, pero del dicho al hecho ya se sabe.
Laura
espera, mira los labios de Lozano como si así pudiera no verle los ojos
clavados en una distancia vacía.
—Habrá
que ir hasta las cuevas —dice Lozano—. No decirle nada a nadie, llevar todas
las jaulas en la carreta del tape Guzmán. Si decimos algo nos van a salir con
lo del viejo Millán y no van a querer que vayamos, ya sabes que nos aprecian.
Pero el viejo tampoco les dijo nada esa vez y fue por su cuenta.
—Mal
ejemplo —dice Yarará.
—Porque
iba solo, porque le fue mal, por lo que quieras. Nosotros somos tres y no somos
viejos. Si las acorralamos en la cueva, porque yo creo que es una sola cueva y
no muchas, las fumigamos hasta hacerlas salir. Laura nos va a cortar esa piel
de vaca para envolvernos bien las piernas arriba de las botas. Y con la plata
podemos seguir al norte.
—Por
las dudas llevamos todos los cartuchos —le dice Illa a Laura—. Si tu marido
tiene razón habrá ratas de sobra para llenar diez jaulas, y las otras que se
pudran a tiro limpio, carajo.
—El
viejo Millán también llevaba la escopeta —dice Yarará—. Pero claro, era viejo y
estaba solo.
Saca
el cuchillo y lo prueba en un dedo, va a descolgar la piel de vaca y empieza a
cortarla en tiras regulares. Lo va a hacer mejor que Laura, las mujeres no
saben manejar cuchillos.
El
zaino tira siempre hacia la izquierda, aunque el tobiano aguanta y la carreta
sigue abriendo una vaga huella, derecho al norte en los pastizales; Yarará
tiende más las riendas, le grita al zaino que sacude la cabeza como
protestando. Ya casi no hay luz cuando llegan al pie del farallón, pero de
lejos han visto la entrada de la cueva dibujándose en la piedra blanca; dos o
tres ratas los han olido y se esconden en la cueva mientras ellos bajan las
jaulas de alambre y las disponen en semicírculo cerca de la entrada. El pardo
Illa corta pasto seco a machetazos, bajan estopa y kerosene de la carreta y
Lozano va hasta la cueva, se da cuenta de que puede entrar agachando apenas la
cabeza. Los otros le gritan que no sea loco, que se quede afuera; ya la linterna
recorre las paredes buscando el túnel más profundo por el que no se puede
pasar, el agujero negro y moviente de puntos rojos que el haz de luz agita y
revuelve.
—¿Qué
haces ahí? —le llega la voz de Yarará—. ¡Salí, carajo!
—Satarsa
—dice Lozano en voz baja, hablándole al agujero desde donde lo miran los ojos
en torbellino—. Salí vos, Satarsa, salí rey de las ratas, vos y yo solos, vos y
yo y Laurita, hijo de puta.
—¡Lozano!
—Ya
voy, nene —dice despacio Lozano. Elige un par de ojos más adelantados, los
mantiene bajo el haz de luz, saca el revólver y tira. Un remolino de chispas
rojas y de golpe nada, capaz que ni siquiera le dio. Ahora solamente el humo,
salir de la cueva y ayudar a Illa que amontona el pasto y la estopa, el viento
los ayuda; Yarará acerca un fósforo y los tres esperan al lado de las jaulas;
Illa ha dejado un pasaje bien marcado para que las ratas puedan escapar de la
trampa sin quemarse, para enfrentarlas justo delante de las jaulas abiertas.
—¿Y
a esto le tenían miedo los de Calagasta? —dice Yarará—. Capaz que el viejo
Millán se murió de otra cosa y se lo comieron ya fiambre.
—No
te fíes dice Illa.
Una
rata salta afuera y la horquilla de Lozano la atrapa por el cuello, el lazo la
levanta en el aire y la tira en la jaula; a Yarará se le escapa la que sigue,
pero ahora salen de a cuatro o cinco, se oyen los chillidos en la cueva y
apenas tienen tiempo de atrapar a una cuando ya cinco o seis resbalan como
víboras buscando evitar las jaulas y perderse en el pastizal. Un río de ratas
sale como un vómito rojizo, allí donde se clavan las horquillas hay una presa,
las jaulas se van llenando de una masa convulsa, las sienten contra las
piernas, siguen saliendo montadas las unas sobre las otras, destrozándose a
dentelladas para escapar al calor del último trecho, desbandándose en la
oscuridad. Lozano, como siempre, es el más rápido, ya ha llenado una jaula y va
por la mitad de la otra, Illa suelta un grito ahogado y levanta una pierna,
hunde la bota en una masa moviente, la rata no quiere soltar y Yarará con su
horquilla la atrapa y la enlaza, Illa putea y mira la piel de vaca como si la
rata estuviera todavía mordiendo. Las más enormes salen al final, ya no parecen
ratas y es difícil hundirles la horquilla en el pescuezo y levantarlas en el
aire; el lazo de Yarará se rompe y una rata escapa arrastrando el pedazo de
cuero, pero Lozano grita que no importa, que apenas falta una jaula, entre Illa
y él la llenan y la cierran a golpes de horquilla, empujan los pasadores, con
ganchos de alambre las alzan y las suben a la carreta y los caballos se
espantan y Yarará tiene que sujetarlos por el bocado, hablarles mientras los
otros trepan al pescante. Ya es noche cerrada y el fuego empieza a apagarse.
Los
caballos huelen las ratas y al principio hay que darles rienda, se largan al
galope como queriendo hacer pedazos la carreta, Yarará tiene que sofrenarlos y
hasta Illa ayuda, cuatro manos en las riendas hasta que el galope se rompe y
vuelven a un trote intermitente, la carreta se desvía y las ruedas se enredan
en piedras y malezas, atrás las ratas chillan y se destrozan, de las jaulas
viene ya el olor a sebo, a mierda líquida, los caballos lo huelen y relinchan
defendiéndose del bocado, queriendo zafarse y escapar, Lozano junta las manos
con las de los otros en las riendas y ajustan poco a poco la marcha, coronan el
monte pelado y ven asomar el valle, Calagasta con tres o cuatro luces apenas,
la noche sin estrellas, a la izquierda la lucecita del rancho en medio del
campo como hueco, alzándose y bajando con las sacudidas de la carreta, apenas
quinientos metros, perdiéndose de golpe cuando la carreta entra en la maleza
dónele el sendero es puro latigazo de espinas contra las caras, la huella
apenas visible que los caballos encuentran mejor que las seis manos aflojando poco
a poco las riendas, las ratas aullando y revolcándose a cada sacudida, los
caballos resignados, pero tirando como si quisieran llegar ya, estar ya ahí
donde los van a soltar de ese olor y esos chillidos para dejarlos irse al monte
y encontrarse con su noche, dejar atrás eso que los sigue y los acosa y los
enloquece.
—Te
vas volando a buscar a Porsena —le dice Lozano a Yarará—, que venga en seguida
a contarlas y a darnos la plata, hay que arreglar para salir de madrugada con
el camión.
El
primer tiro parece casi en broma, débil y aislado, Yarará no ha tenido tiempo
de contestarle a Lozano cuando la ráfaga, llega con un ruido de caña
seca rompiéndose en mil pedazos contra el suelo, una crepitación apenas más
fuerte que los chillidos de las jaulas, un golpe de costado y la carreta
desviándose a la maleza, el zaino a la izquierda queriendo arrancarse a los
tirones y doblando las manos, Lozano y Yarará saltando al mismo tiempo, Illa
del otro lado, aplastándose en la maleza mientras la carreta sigue con las ratas
aullando y se para a los tres metros, el zaino pateando en el suelo, todavía
sostenido a medias por el eje de la carreta, el tobiano relinchando y
debatiéndose sin poder moverse.
—Córtate
por ahí —le dice Lozano a Yarará.
—Pa
qué mierda —dice Yarará—. Llegaron antes, ya no vale la pena.
Illa
se les reúne, alza el revólver y mira la maleza como buscando un claro. No se
ve la luz del rancho, pero saben que está ahí, justo detrás de la maleza, a
cien metros. Oyen las voces, una que manda a gritos, el silencio y la nueva
ráfaga, los chicotazos en la maleza, otra buscándolos más abajo a puro azar,
les sobran balas a los hijos de puta, van a tirar hasta cansarse. Protegidos
por la carreta y las jaulas, por el caballo muerto y el otro que se debate como
una pared moviente, relinchando hasta que Yarará le apunta a la cabeza y lo
liquida, pobre tobiano tan guapo, tan amigo, la masa resbalando a lo largo del
timón y apoyándose en las arcas del zaino, que todavía se sacude de tanto en
tanto, las ratas delatándolos con chillidos que rompen la noche, ya nadie las
hará callar, hay que abrirse hacia la izquierda, nadar brazada a brazada en la
maleza espinosa, echando hacia adelante las escopetas y apoyándose para ganar
medio metro, alejarse de la carreta donde ahora se concentra el fuego, donde
las ratas aúllan y claman como si entendieran, como vengándose, no se puede
atar a las ratas, piensa Illa, tenías razón mi jefe, me cago en tus jueguitos,
pero tenías razón, puta que te parió con tu Satarsa, cuánta razón tenías, conchetumadre.
Aprovechar
que la maleza se adelgaza, que hay diez metros en que es casi pasto, un hueco
que se puede franquear revolcándose de lado, las viejas técnicas, rodar y rodar
hasta meterse en otro pastizal tupido, levantar bruscamente la cabeza para abarcarlo
todo en un segundo y esconderse de nuevo, la lucecita del rancho y las siluetas
moviéndose, el reflejo instantáneo de un fusil, la voz del que da órdenes a
gritos, la balacera contra la carreta que grita y aúlla en la maleza. Lozano no
mira de lado ni hacia atrás, ahí hay solamente silencio, hay Illa y Yarará
muertos o acaso como él resbalando todavía entre las matas y buscando un
refugio, abriendo picada con el ariete del cuerpo, quemándose la cara contra
las espinas, ciegos y ensangrentados topos alejándose de las ratas, porque
ahora sí son las ratas, Lozano las está viendo antes de sumirse de nuevo en la
maleza, de la carreta llegan los chillidos cada vez más rabiosos pero las otras
ratas no están ahí, las otras ratas le cierran el camino entre la maleza y el
rancho, y aunque la luz sigue encendida en el rancho, Lozano sabe ya que Laura
y Laurita no están ahí, o están ahí pero ya no son Laura y Laurita ahora que
las ratas han llegado al rancho y han tenido todo el tiempo que necesitaban
para hacer lo que habrán hecho, para esperarlo como lo están esperando entre el
rancho y la carreta, tirando una ráfaga tras otra, mandando y obedeciendo y
tirando ahora que ya no tiene sentido llegar al rancho, y sin embargo otro
metro, otro revolcón que le llena las manos de espinas hirvientes, la cabeza
asomándose para mirar, para ver a Satarsa, saber que ése que grita
instrucciones es Satarsa y todos los otros son Satarsa y enderezarse y tirar la
inútil andanada de perdigones contra Satarsa, que bruscamente gira hacia él y
se tapa la cara con las manos y cae hacia atrás, alcanzado por los perdigones
que le han llegado a los ojos, le han reventado la boca, y Lozano tirando el
otro cartucho contra el que vuelve la ametralladora hacia él y el blando
estampido de la escopeta ahogado por la crepitación de la ráfaga, las malezas
aplastándose bajo el peso de Lozano que cae de boca entre las espinas que se le
hunden en la cara, en los ojos abiertos.
La escuela de noche
De
Nito ya no sé nada ni quiero saber. Han pasado tantos años y cosas, a lo mejor
todavía esta allá o se murió o anda afuera. Más vale no pensar en él, solamente
que a veces sueño con los años treinta en Buenos Aires, los tiempos de la
escuela normal y claro, de golpe Nito y yo la noche en que nos metimos en la
escuela, después no me acuerdo mucho de los sueños, pero algo queda siempre de
Nito como flotando en el aire, hago lo que puedo para olvidarme, mejor que se
vaya borrando de nuevo hasta otro sueño, aunque no hay nada que hacerle, cada
tanto es así, cada tanto todo vuelve como ahora.
La
idea de meterse de noche en la escuela anormal (lo decíamos por jorobar y por
otras razones más sólidas) la tuvo Nito, y me acuerdo muy bien que fue en La
Perla del Once y tomándonos un cinzano con bitter. Mi primer comentario
consistió en decirle que estaba más loco que una gallina, pesealokual —así
escribíamos entonces, desortografiando el idioma por algún deseo de venganza
que también tendría que ver con la escuela—, Nito siguió con su idea y dale
conque la escuela de noche, sería tan macanudo meternos a explorar, pero qué
vas a explorar si la tenemos más que manyada, Nito, y, sin embargo, me gustaba
la idea, se la discutía por puro pelearlo, lo iba dejando acumular puntos poco
a poco.
En
algún momento empecé a aflojar con elegancia, porque también a mí la escuela no
me parecía tan manyada, aunque lleváramos allí seis años y medio de yugo,
cuatro para recibirnos de maestros y casi tres para el profesorado en letras,
aguantándonos materias tan increíbles como Sistema Nervioso, Dietética y
Literatura Española, esta última la más increíble, porque en el tercer
trimestre no habíamos salido ni saldríamos del Conde Lucanor. A lo mejor por
eso, por la forma en que perdíamos el tiempo, la escuela nos parecía medio rara
a Nito y a mí, nos daba la impresión de faltarle algo que nos hubiera gustado
conocer mejor. No sé, creo que también había otra cosa, por lo menos para mí la
escuela no era tan normal como pretendía su nombre, sé que Nito pensaba lo
mismo y me lo había dicho a la hora de la primera alianza, en los remotos días
de un primer año lleno de timidez, cuadernos y compases. Ya no hablábamos de
eso después de tantos años, pero esa mañana en La Perla sentí como si el
proyecto de Nito viniera de ahí y que por eso me iba ganando poco a poco; como
si antes de acabar el año y darle para siempre la espalda a la escuela
tuviéramos que arreglar todavía una cuenta con ella, acabar de entender cosas
que se nos habían escapado, esa incomodidad que Nito y yo sentíamos de a ratos
en los patios o las escaleras y yo sobre todo cada mañana cuando veía las rejas
de la entrada, un leve apretón en el estómago desde el primer día al franquear
esa reja pinchuda, tras de la cual se abría el peristilo solemne y empezaban
los corredores con su color amarillento y la doble escalera.
—Hablando
de reja, la cosa es esperar hasta medianoche —había dicho Nito— y treparse ahí
donde me tengo vistos dos pinchos doblados, con poner un poncho basta y sobra.
—Facilísimo
—había dicho yo—, justo entonces aparece la cana en la esquina o alguna vieja
de enfrente pega el primer alarido.
—Vas
demasiado al cine, Toto. ¿Cuándo viste a alguien por ahí a esa hora? El músculo
duerme, viejo.
De
a poco me iba dejando tentar, seguro que era idiota y que no pasaría nada ni
afuera ni adentro, la escuela sería la misma escuela de la mañana, un poco
frankenstein en la oscuridad si querés, pero nada más, qué podía haber ahí de
noche aparte de bancos y pizarrones y algún gato buscando lauchas, que eso sí
había. Pero Nito dale con lo del poncho y la linterna, hay que decir que nos
aburríamos bastante en esa época en que a tantas chicas las encerraban todavía
bajo doble llave marca papá y mamá, tiempos bastantes austeros a la fuerza, no
nos gustaban demasiado los bailes ni el fútbol, leíamos como locos de día pero
a la noche vagábamos los dos —a veces con Fernández López, que murió tan joven—
y nos conocíamos Buenos Aires y los libros de Castelnuovo y los cafés del bajo
y el dock sur, al fin y al cabo no parecía tan ilógico que también quisiéramos
entrar en la escuela de noche, sería completar algo incompleto, algo para
guardar en secreto y por la mañana mirar a los muchachos y sobrarlos, pobres
tipos cumpliendo el horario y el Conde Lucanor de ocho a mediodía.
Nito
estaba decidido, si yo no quería acompañarlo saltaría solo un sábado a la
noche, me explicó que había elegido el sábado porque si algo no andaba bien y
se quedaba encerrado tendría tiempo para encontrar alguna otra salida. Hacía
años que la idea lo rondaba, quizá desde el primer día cuando la escuela era
todavía un mundo desconocido y los pibes de primer año nos quedábamos en los
patios de abajo, cerca del aula como pollitos. Poco a poco habíamos ido
avanzando por corredores y escaleras hasta hacernos una idea de la enorme caja
de zapatos amarilla con sus columnas, sus mármoles y ese olor a jabón mezclado
con el ruido de los recreos y el ronroneo de las horas de clase, pero la
familiaridad no nos había quitado del todo eso que la escuela tenía de
territorio diferente, a pesar de la costumbre, los compañeros, las matemáticas.
Nito se acordaba de pesadillas donde cosas instantáneamente borradas por un
despertar violento habían sucedido en galenas de la escuela, en el aula de
tercer año, en las escaleras de mármol; siempre de noche, claro, siempre él
solo en la escuela petrificada por la noche, y eso Nito no alcanzaba a
olvidarlo por la mañana, entre cientos de muchachos y de ruidos. Yo, en cambio,
nunca había soñado con la escuela, pero lo mismo me descubría pensando cómo
sería con luna llena, los patios de abajo, las galerías altas, imaginaba una
claridad de mercurio en los patios vacíos, la sombra implacable de las
columnas. A veces lo descubría a Nito en algún recreo, apartado de los otros y
mirando hacia lo alto donde las barandillas de las galerías dejaban ver cuerpos
truncos, cabezas y torsos pasando de un lado a otro, más abajo pantalones y
zapatos que no siempre parecían pertenecer al mismo alumno. Si me tocaba subir
solo la gran escalera de mármol, cuando todos estaban en clase, me sentía como
abandonado, trepaba o bajaba de a dos los peldaños, y creo que por eso mismo
volvía a pedir permiso unos días después para salir de clase y repetir algún
itinerario con el aire del que va a buscar una caja de tiza o el cuarto de
baño. Era como en el cine, la delicia de un suspenso idiota, y por eso creo que
me defendí tan mal del proyecto de Nito, de su idea de ir a hacerle frente a la
escuela; meternos allí de noche no se me hubiera ocurrido nunca, pero Nito
había pensado por los dos y estaba bien, merecíamos ese segundo cinzano que no
tomamos porque no teníamos bastante plata.
Los
preparativos fueron simples, conseguí una linterna y Nito me esperó en el Once
con el bulto de un poncho bajo el brazo; empezaba a hacer calor ese fin de
semana, pero no había mucha gente en la plaza, doblamos por Urquiza casi sin
hablar, y cuando estuvimos en la cuadra de la escuela miré atrás y Nito tenía
razón, ni un gato que nos viera. Solamente entonces me di cuenta de que había
luna, no lo habíamos buscado pero no sé si nos gustó, aunque tenía su lado
bueno para recorrer las galerías sin usar la linterna.
Dimos
la vuelta a la manzana para estar bien seguros, hablando del director que vivía
en la casa pegada a la escuela y que comunicaba por un pasillo en los altos
para que pudiera llegar directamente a su despacho. Los porteros no vivían allí
y estábamos seguros de que no había ningún sereno, qué hubiera podido cuidar en
la escuela en la que nada era valioso, el esqueleto medio roto, los mapas a
jirones, la secretaría con dos o tres máquinas de escribir que parecían
pterodáctilos. A Nito se le ocurrió que podía haber algo valioso en el despacho
del director, ya una vez lo habíamos visto cerrar con llave al irse a dictar su
clase de matemáticas, y eso con la escuela repleta de gente o a lo mejor
precisamente por eso. Ni a Nito ni a mí ni a nadie le gustaba el director, más conocido
por el Rengo; que fuera severo y nos zampara amonestaciones y expulsiones por
cualquier cosa era menos una razón que algo en su cara de pájaro embalsamado,
su manera de llegar sin que nadie lo viera y asomarse a una clase como si la
condena estuviera pronunciada de antemano. Uno o dos profesores amigos (el de
música, que nos contaba cuentos verdes, el de sistema nervioso que se daba cuenta
de la idiotez de enseñar eso en un profesorado en letras) nos habían dicho que
el Rengo no solamente era un solterón convicto y confeso, sino que enarbolaba
una misoginia agresiva, razón por la cual en la escuela no habíamos tenido ni
una sola profesora. Pero justamente ese año el ministerio debía haberle hecho
comprender que todo tenía su límite, porque nos mandaron a la señorita Maggi
que les enseñaba química orgánica a los del profesorado en ciencias. La pobre
llegaba siempre a la escuela con un aire medio asustado, Nito y yo nos
imaginábamos la cara del Rengo cuando se la encontraba en la sala de
profesores. La pobre señorita Maggi entre cientos de varones, enseñando la
fórmula de la glicerina a los reos de séptimo ciencias.
—Ahora
—dijo Nito.
Casi
meto la mano en un pincho, pero pude saltar bien, la primera cosa era agacharse
por si a alguien le daba por mirar desde las ventanas de la casa de enfrente, y
arrastrarse hasta encontrar una protección ilustre, el basamento del busto de
Van Gelderen, holandés y fundador de la escuela. Cuando llegamos al peristilo
estábamos un poco sacudidos por el escalamiento y nos dio un ataque de risa
nerviosa. Nito dejó el poncho disimulado al pie de una columna, y tomamos a la
derecha siguiendo el pasillo que llevaba al primer codo de donde nacía la
escalera. El olor a escuela se multiplicaba con el calor, era raro ver las
aulas cerradas y fuimos a tantear una de las puertas; por supuesto, los
gallegos porteros no las habían cerrado con llave y entramos un momento en el aula
donde seis años antes habíamos empezado los estudios.
—Yo
me sentaba ahí.
—Y
yo detrás, no me acuerdo si ahí o más a la derecha.
—Mirá,
se dejaron un globo terráqueo.
—¿Te
acordás de Gazzano, que nunca encontraba el África?
Daban
ganas de usar las tizas y dejar dibujos en el pizarrón, pero Nito sintió que no
había venido para jugar, o que jugar era una manera de no admitir que el
silencio nos envolvía demasiado, como un eco de música, reverberando apenas en
la caja de la escalera; también oímos una frenada de tranvía, después nada. Se
podía subir sin necesidad de la linterna, el mármol parecía estar recibiendo
directamente la luz de la luna, aunque el piso alto la aislara de ella. Nito se
paró a mitad de la escalera para convidarme con un cigarrillo y encender otro;
siempre elegía los momentos más absurdos para empezar a fumar.
Desde
arriba miramos el patio de la planta baja, cuadrado como casi todo en la
escuela, incluidos los cursos. Seguimos por el corredor que lo circundaba,
entramos en una o dos aulas y llegamos al primer codo donde estaba el
laboratorio; ése sí los gallegos lo habían cerrado con llave, como si alguien
pudiera venir a robarse las probetas rajadas y el microscopio del tiempo de
Galileo. Desde el segundo corredor vimos que la luz de la luna caía de lleno
sobre el corredor opuesto donde estaba la secretaría, la sala de profesores y
el despacho del Rengo. El primero en tirarme al suelo fui yo, y Nito un segundo
después porque habíamos visto al mismo tiempo las luces en la sala de profesores.
—La puta madre, hay alguien ahí. —Rajemos, Nito.
—Esperá,
a lo mejor se les quedó prendida a los gallegos. No sé cuánto tiempo pasó, pero
ahora nos dábamos cuenta de que la música venía de ahí, parecía tan lejana como
en la escalera, pero la sentíamos venir del corredor de enfrente, una música
como de orquesta de cámara con todos los instrumentos en sordina. Era tan
impensable que nos olvidamos del miedo o él de nosotros, de golpe había como
una razón para estar ahí y no el puro romanticismo de Nito. Nos miramos sin
hablar, y él empezó a moverse gateando y pegado a la barandilla hasta llegar al
codo del tercer corredor. El olor a pis de las letrinas contiguas había sido
como siempre más fuerte que los esfuerzos combinados de los gallegos y la
acaroína. Cuando nos arrastramos hasta quedar al lado de las puertas de nuestra
aula, Nito se volvió y me hizo seña de que me acercara más: —¿Vamos a ver?
Asentí,
puesto que ser loco parecía lo único razonable en ese momento, y seguimos a
gatas, cada vez más delatados por la luna. Casi no me sorprendí cuando Nito se
enderezó, fatalista, a menos de cinco metros del último corredor donde las
puertas apenas entornadas de la secretaría y la sala de profesores dejaban
pasar la luz. La música había subido bruscamente, o era la menor distancia;
oímos rumor de voces, risas, unos vasos
entrechocándose. Al primero
que vimos fue a
Raguzzi, uno de séptimo ciencias, campeón de atletismo y gran hijo de puta, de
esos que se abrían paso a fuerza de músculos y compadradas. Nos daba la
espalda, casi pegado a la puerta, pero de golpe se apartó y la luz vino como un
látigo cortado por sombras movientes, un ritmo de machicha y dos parejas que
pasaban bailando. Gómez, que yo no conocía mucho, bailaba con una mina de
verde, y el otro podía ser Kurchin, de quinto letras, un chiquito con cara de
chancho y anteojos, que se prendía a un hembrón de pelo renegrido con traje
largo y collares de perlas. Todo eso sucedía ahí, lo estábamos viendo y oyendo,
pero naturalmente no podía ser, casi no podía ser que sintiéramos una mano que
se apoyaba despacito en nuestros hombros, sin forzar.
—Ushtedes
no shon invitados —dijo el gallego Manolo—, pero ya que eshtán vayan entrando y
no she hagan los locos.
El
doble empujón nos tiró casi contra otra pareja que bailaba, frenamos en seco y
por primera vez vimos el grupo entero, unos ocho o diez, la victrola con el
petiso Larrañaga ocupándose de los discos, la mesa convertida en bar, las luces
bajas, las caras que empezaban a reconocernos sin sorpresa, todos debían pensar
que habíamos sido invitados, y hasta Larrañaga nos hizo un gesto de bienvenida.
Como siempre Nito fue el más rápido, en tres pasos estuvo contra una de las
paredes laterales y yo me le apilé, pegados como cucarachas contra la pared
empezamos a ver de veras, a aceptar eso que estaba pasando ahí. Con las luces y
la gente la sala de profesores parecía el doble de grande, había cortinas
verdes que yo nunca había sospechado cuando de mañana pasaba por el corredor y
le echaba una ojeada a la sala para ver si ya había llegado Migoya, nuestro
terror en la clase de lógica. Todo tenía un aire como de club, de cosa
organizada para los sábados a la noche, los vasos y los ceniceros, la victrola
y las lámparas que sólo alumbraban lo necesario, abriendo zonas de penumbra que
agrandaban la sala.
Vaya
a saber cuánto tardé en aplicar a lo que nos estaba pasando un poco de esa
lógica que nos enseñaba Migoya, pero Nito era siempre el más rápido, una ojeada
le había bastado para identificar a los condiscípulos y al profesor Iriarte,
darse cuenta de que las mujeres eran muchachos disfrazados, Perrone y Macías y
otro de séptima ciencias, no se acordaba del nombre. Había dos o tres con
antifaces, uno de ellos vestido de hawaiana y gustándole a juzgar por los
contoneos que le hacía a Iriarte. El gallego Fernando se ocupaba del bar, casi
todo el mundo tenía vasos en las manos, ahora venía un tango por la orquesta de
Lomuto, se armaban parejas, los muchachos sobrantes se ponían a bailar entre
ellos, y no me sorprendió demasiado que Nito me agarrara de la cintura y me
empujara hacia el medio.
—Si
nos quedamos parados aquí se va a armar —me dijo—. No me pises los pies,
desgraciado.
—No
sé bailar —le dije, aunque él bailaba peor que yo. Estábamos en la mitad del
tango y Nito miraba de cuando en cuando hacia la puerta entornada, me había ido
llevando despacio para aprovechar la primera de cambio, pero se dio cuenta de
que el gallego Manolo estaba todavía ahí, volvimos al centro y hasta intentamos
cambiar chistes con Kurchin y Gómez que bailaban juntos. Nadie se dio cuenta de
que se estaba abriendo la doble puerta que comunicaba con la antesala del
despacho del Rengo, pero el petiso Larrañaga paró el disco en seco y nos
quedamos mirando, sentí que el brazo de Nito temblaba en mi cintura antes de
soltarme de golpe.
Soy
tan lento para todo, ya Nito se había dado cuenta cuando empecé a descubrir que
las dos mujeres paradas en las puertas y teniéndose de la mano eran el Rengo y
la señorita Maggi. El disfraz del Rengo era tan exagerado que dos o tres
aplaudieron tímidamente, pero después solamente hubo un silencio de sopa
enfriada, algo como un hueco en el tiempo. Yo había visto travestís en los
cabarets del bajo, pero una cosa así nunca, la peluca pelirroja, las pestañas
de cinco centímetros, los senos de goma temblando bajo una blusa salmón, la
pollera de pliegues y los tacos como zancos. Llevaba los brazos llenos de
pulseras, y eran brazos depilados y blanqueados, los anillos parecían pasearse
por sus dedos ondulantes, ahora había soltado la mano de la señorita Maggi y
con un gesto de una infinita mariconería se inclinaba para presentarla y darle
paso. Nito se estaba preguntando por qué la señorita Maggi seguía pareciéndose
a ella misma a pesar de la peluca rubia, el pelo estirado hacia atrás, la
silueta apretada en un largo traje blanco. La cara estaba apenas maquillada,
tal vez las cejas un poco más dibujadas, pero era la cara de la señorita Maggi
y no el pastel de frutas del Rengo con el rimmel y el rouge y el flequillo
pelirrojo. Los dos avanzaron saludando con una cierta frialdad casi
condescendiente, el Rengo nos echó una ojeada acaso sorprendida, pero que
pareció cambiarse por una aceptación distraída, como si ya alguien lo hubiera
prevenido.
—No
se dio cuenta, che —le dije a Nito lo más bajo que pude. —Tu abuela —dijo
Nito—, vos te crees que no ve que estamos vestidos como reos en este ambiente.
Tenía
razón, nos habíamos puesto pantalones viejos por lo de la reja, yo
estaba en mangas de camisa y Nito tenía un pull-over liviano con una manga más
bien perforada en un codo. Pero el Rengo ya estaba pidiendo que le dieran una
copita no demasiado fuerte, se la pedía al gallego Fernando con unos gestos de
puta caprichosa mientras la señorita Maggi reclamaba un whisky más seco que la
voz con que se lo pedía al gallego. Empezaba otro tango y todo el mundo se
largó a bailar, nosotros los primeros de puro pánico y los recién llegados
junto con los demás, la señorita Maggi manejando al Rengo a puro juego de
cintura. Nito hubiera querido acercarse a Kurchin para tratar de sacarle algo,
con Kurchin teníamos más trato que con los otros, pero era difícil en ese
momento en que las parejas se cruzaban sin rozarse y nunca quedaba espacio
libre por mucho tiempo. Las puertas que daban a la sala de espera del Rengo
seguían abiertas, y cuando nos acercamos en una de las vueltas, Nito vio que
también la puerta del despacho estaba abierta y que adentro había gente
hablando y bebiendo. De lejos reconocimos a Fiori, un pesado de sexto letras,
disfrazado de militar, y a lo mejor esa morocha de pelo caído en la cara y
caderas sinuosas era Moreira, uno de quinto letras que tenía fama de lo que te
dije.
Fiori
vino hacia nosotros antes de que pudiéramos esquivarnos, con el uniforme
parecía mucho mayor y Nito creyó verle canas en el pelo bien planchado, seguro
que se había puesto talco para tener más pinta.
—Nuevos,
eh —dijo Fiori—. ¿Ya pasaron por oftalmología?
La
respuesta debíamos tenerla escrita en la cara y Fiori se nos quedó mirando un
momento, nos sentíamos cada vez más como reclutas delante de un teniente
compadrón.
—Por
allá —dijo Fiori, mostrando con la mandíbula una puerta lateral entornada—. En
la próxima reunión me traen el comprobante.
—Sí
señor —dijo Nito, empujándome a lo bruto. Me hubiera gustado reprocharle el sí
señor tan lacayo, pero Moreira (ahora sí, ahora seguro que era Moreira) se nos
apiló antes de que llegáramos a la puerta y me agarró de la mano.
—Vení
a bailar a la otra pieza, rubio, aquí son tan aburridos.
—Después
—dijo Nito por mí—. Volvemos enseguida.
—Ay,
todos me dejan sola esta noche.
Pasé
el primero, deslizándome no sé por qué en vez de abrir del todo la puerta. Pero
los porqués nos faltaban a esa altura, Nito que me seguía callado miraba el
largo zaguán en penumbras y era otra vez cualquiera de las pesadillas que tenía
con la escuela, ahí donde nunca había un porqué, donde solamente se podía
seguir adelante, y el único porqué posible era una orden de Fiori, ese cretino
vestido de milico que de golpe se sumaba a todo lo otro y nos daba una orden,
valía como una orden pura que debíamos obedecer, un oficial mandando y andá a
pedir razones. Pero esto no era una pesadilla, yo estaba a su lado y las
pesadillas no se sueñan de a dos.
—Rajemos,
Nito —le dije en la mitad del zaguán—. Tiene que haber una salida, esto no
puede ser.
—Sí,
pero espera, me trinca que nos están espiando.
—No
hay nadie, Nito.
—Por
eso mismo, huevón.
—Pero
Nito, espera un poco, parémonos aquí. Yo tengo que entender lo que pasa, no te
das cuenta de que...
—Mirá
—dijo Nito, y era cierto, la puerta por donde habíamos pasado estaba ahora
abierta de par en par y el uniforme de Fiori se recortaba clarito. No había
ninguna razón para obedecer a Fiori, bastaba volver y apartarlo de un empujón
como tantas veces nos empujábamos por broma o en serio en los recreos. Tampoco
había ninguna razón para seguir adelante hasta ver dos puertas cerradas, una
lateral y otra de frente, y que Nito se metiera por una y se diera cuenta
demasiado tarde de que yo no estaba con él, que estúpidamente había elegido la
otra puerta por error o por pura bronca. Imposible dar media vuelta y salir a
buscarme, la luz violeta del salón y las caras mirándolo lo fijaban de golpe en
eso que abarcó de una sola ojeada, el salón con el enorme acuario en el centro
alzando su cubo transparente hasta el cielo raso, dejando apenas lugar para los
que pegados a los cristales miraban el agua verdosa, los peces resbalando
lentamente, todo en un silencio que era como otro acuario exterior, un
petrificado presente con hombres y mujeres (que eran hombres que eran mujeres)
pegándose a los cristales, y Nito diciéndose ahora, ahora volver atrás, Toto
imbécil dónde te metiste, huevón, queriendo dar media vuelta y escaparse, pero
de qué si no pasaba nada, si se iba quedando inmóvil como ellos y viéndolos
mirar los peces y reconociendo a Mutis,
a la Chancha Delucía, a otros de sexto letras, preguntándose por qué
eran ellos y no otros, como ya se había preguntado por qué tipos como Raguzzi y
Fiori y Moreira, por qué justamente los que no eran nuestros amigos por la
mañana, los extraños y los mierdas, por qué ellos y no Láinez o Delich o
cualquiera de los compañeros de charlas o vagancias o proyectos, por qué
entonces Toto y él entre esos otros aunque fuera culpa de ellos por meterse de
noche en la escuela y esa culpa los juntara con todos esos que de día no
aguantaban, los peores hijos de puta de la escuela, sin hablar del Rengo y del
chupamedias de Iriarte y hasta de la señorita Maggi también ahí, quién lo
hubiera dicho pero también ella, ella la única mujer de veras entre tantos
maricones y desgraciados.
Entonces
ladró un perro, no era un ladrido fuerte pero rompió el silencio y todos se
volvieron hacia el fondo invisible del salón, Nito vio que de la bruma violeta
salía Caletti, uno de quinto ciencias, con los brazos en alto venía desde el
fondo como resbalando entre los otros, sosteniendo en alto un perrito blanco
que volvía a ladrar debatiéndose, las patas atadas con una cinta roja y de la
cinta colgando algo como un pedazo de plomo, algo que lo sumergió lentamente en
el acuario donde Caletti lo había tirado de un solo envión, Nito vio al perro
bajando poco a poco entre convulsiones, tratando de liberar las patas y volver
a la superficie, lo vio empezar a ahogarse con la boca abierta y echando
burbujas, pero antes de que se ahogara los peces ya estaban mordiéndolo,
arrancándole jirones de piel, tiñendo de rojo el agua, la nube cada vez más
espesa en torno al perro que todavía se agitaba entre la masa hirviente de
peces y de sangre.
Todo
eso yo no podía verlo porque detrás de la puerta que creo se cerró sola no
había más que negro, me quedé paralizado sin saber qué hacer, detrás no se oía
nada, entonces Nito, dónde estaba Nito. Dar un paso adelante en esa oscuridad o
quedarme ahí clavado era el mismo espanto, de golpe sentir el olor, un olor a
desinfectante, a hospital, a operación de apendicitis, casi sin darme cuenta de
que los ojos se iban acostumbrando a la tiniebla y que no era tiniebla, ahí en
el fondo había una o dos lucecitas, una verde y después una amarilla, la
silueta de un armario y de un sillón, otra silueta que se desplazaba vagamente
avanzando desde otro fondo más profundo.
—Venga,
m'hijito —dijo la voz—. Venga hasta aquí, no tenga miedo.
No
sé cómo pude moverme, el aire y el suelo eran como una misma alfombra
esponjosa, el sillón con palancas cromadas y los aparatos de cristal y las
lucecitas; la peluca rubia y planchada y el vestido blanco de la señorita Maggi
fosforecían vagamente. Una mano me tomó por el hombro y me empujó hacia
adelante, la otra mano se apoyó en mi nuca y me obligó a sentarme en el sillón,
sentí en la frente el frío de un vidrio mientras la señorita Maggi me ajustaba
la cabeza entre dos soportes. Casi contra los ojos vi brillar una esfera
blanquecina con un pequeño punto rojo en el medio, y sentí el roce de las
rodillas de la señorita Maggi que se sentaba en el sillón del lado opuesto de
la armazón de cristales. Empezó a manipular palancas y ruedas, me ajustó
todavía más la cabeza, la luz iba cambiando al verde y volvía al blanco, el
punto rojo crecía y se desplazaba de un lado a otro, con lo que me quedaba de
visión hacia arriba alcanzaba a ver como un halo el pelo rubio de la señorita
Maggi, teníamos las caras apenas separadas por el cristal con las luces y algún
tubo por donde ella debía estar mirándome.
—Quedate
quietito y fijate bien en el punto rojo —dijo la señorita Maggi—. ¿Lo ves bien?
—Sí,
pero...
—No
hablés, quedate quieto, así. Ahora decime cuándo dejas de ver el punto rojo.
Qué
sé yo si lo veía o no, me quedé callado mientras ella seguía mirando por el
otro lado, de golpe me daba cuenta de que además de la luz central estaba
viendo los ojos de la señorita Maggi detrás del cristal del aparato, tenía ojos
castaños y por encima seguía ondulando el reflejo incierto de la peluca rubia.
Pasó un momento interminablemente corto, se oía como un jadeo, pensé que era
yo, pensé cualquier cosa mientras las luces cambiaban poco a poco, se iban
concentrando en un triángulo rojizo con bordes violeta, pero a lo mejor no era
yo el que respiraba haciendo ruido.
—¿Todavía
ves la luz roja?
—No,
no la veo, pero me parece que...
—No
te muevas, no hablés. Mira bien, ahora.
Un
aliento me llegaba desde el otro lado, un perfume caliente a bocanadas, el
triángulo empezaba a convertirse en una serie de rayas paralelas, blancas y
azules, me dolía el mentón apresado en el soporte de goma, hubiera querido
levantar la cabeza y librarme de esa jaula en la que me sentía amarrado, la
caricia entre los muslos me llegó como desde lejos, la mano que me subía entre
las piernas y buscaba uno a uno los botones del pantalón, entraba dos dedos,
terminaba de desabotonarme y buscaba algo que no se dejaba agarrar, reducido a
una nada lastimosa hasta que los dedos lo envolvieron y suavemente lo sacaron
fuera del pantalón, acariciándolo despacio mientras las luces se volvían más y
más blancas y el centro rojo asomaba de nuevo. Debí tratar de zafarme porque
sentí el dolor en lo alto de la cabeza y el mentón, era imposible salir de la
jaula ajustada o tal vez cerrada por detrás, el perfume volvía con el jadeo,
las luces bailaban en mis ojos, todo iba y volvía como la mano de la señorita
Maggi llenándome de un lento abandono interminable.
—Dejate
ir —la voz llegaba desde el jadeo, era el jadeo mismo hablándome—, gozá,
chiquito, tenes que darme aunque sea unas gotas para los análisis, ahora, así,
así.
Sentí
el roce de un recipiente allí donde todo era placer y fuga, la mano sostuvo y
corrió y apretó blandamente, casi no me di cuenta de que delante de los ojos no
había más que el cristal oscuro y que el tiempo pasaba, ahora la señorita Maggi
estaba detrás de mí y me soltaba las correas de la cabeza. Un latigazo de luz
amarilla golpeándome mientras me enderezaba y me abrochaba, una puerta del
fondo y la señorita Maggi mostrándome la salida, mirándome sin expresión, una
cara lisa y saciada, la peluca violentamente iluminada por la luz amarilla.
Otro se le hubiera tirado encima ahí nomás, la hubiera abrazado ahora que no
había ninguna razón para no abrazarla o besarla o pegarle, otro como Fiori o
Raguzzi, pero tal vez nadie lo hubiera hecho y la puerta se le hubiera cerrado
como a mí a la espalda con un golpe seco, dejándome en otro pasadizo que giraba
a la distancia y se perdía en su propia curva, en una soledad donde faltaba
Nito, donde sentí la ausencia de Nito como algo insoportable y corrí hacia el
codo, y cuando vi la única puerta me tiré contra ella y estaba cerrada con
llave, la golpeé y oí mi golpe como un grito, me apoyé contra la puerta
resbalando poco a poco hasta quedar de rodillas, a lo mejor era debilidad, el
mareo después de la señorita Maggi. Del otro lado de la puerta me llegaron la
gritería y las risas.
Porque
ahí se reía y se gritaba fuerte, alguien había empujado a Nito para hacerlo
avanzar entre el acuario y la pared de la izquierda por donde todos se movían
buscando la salida, Caletti mostrando el camino con los brazos en alto como
había mostrado al perro al entrar, y los otros siguiéndolo entre chillidos y
empujones, Nito con alguien atrás que también lo empujaba tratándolo de dormido
y de fiaca, no había terminado de pasar la puerta cuando ya el juego empezaba,
reconoció al Rengo que entraba por otro lado con los ojos vendados y sostenido
por el gallego Fernando y Raguzzi que lo cuidaban de un tropezón o un golpe,
los demás ya se estaban escondiendo detrás de los sillones, en un armario,
debajo de una cama, Kurchin se había trepado a una silla y de ahí a lo alto de
una estantería, mientras los otros se desparramaban en el enorme salón y
esperaban los movimientos del Rengo para evadirlo en puntas de pie o llamándolo
con voces en falsete para engañarlo, el Rengo se contoneaba y soltaba grititos
con los brazos tendidos buscando atrapar a alguno, Nito tuvo que huir hacia una
pared y luego esconderse detrás de una mesa con floreros y libros, y cuando el
Rengo alcanzó al petiso Larrañaga con un chillido de triunfo, los demás
salieron aplaudiendo de los escondites, y el Rengo se sacó la venda y se la
puso a Larrañaga, lo hacía duramente y apretándole los ojos, aunque el petiso
protestaba, condenándolo a ser el que tenía que buscarlos, la gallina ciega
atada con la misma despiadada fuerza con que habían atado las patas del perrito
blanco. Y otra vez dispersarse entre risas y cuchicheos, el profesor Iriarte dando
saltos, Fiori buscando donde esconderse sin perder la calma compadrona, Raguzzi
sacando pecho y gritando a dos metros del petiso Larrañaga que se abalanzaba
para no encontrar más que el aire, Raguzzi de un salto fuera de su alcance
gritándole ¡Me Tarzan, you Jane, boludo!, el
petiso perplejo dando vueltas y buscando en el vacío, la señorita Maggi que
reaparecía para abrazarse con el Rengo y reírse de Larrañaga, los dos con
grititos de miedo cuando el petiso se tiró hacia ellos y se escaparon por un
pelo de sus manos tendidas, Nito saltando hacia atrás y viendo cómo el petiso
agarraba por el pelo a Kurchin que se había descuidado, el alarido de Kurchin y
Larrañaga sacándose la venda pero sin soltar la presa, los aplausos y los
gritos, de golpe silencio porque el Rengo alzaba una mano y Fiori a su lado se
plantaba en posición de firme y daba una orden que nadie entendió pero era
igual, el uniforme de Fiori como la orden misma, nadie se movía, ni siquiera
Kurchin con los ojos llenos de lágrimas, porque Larrañaga casi le arrancaba el
pelo, lo mantenía ahí sin soltarlo.
—Tusa
—mandó el Rengo—. Ahora tusa y caricatusa. Ponelo.
Larrañaga
no entendía, pero Fiori le mostró a Kurchin con un gesto seco, y entonces el
petiso le tiró del pelo obligándolo a agacharse cada vez más, ya los otros se
iban poniendo en fila, las mujeres con grititos y recogiéndose las polleras,
Perrone el primero y después el profesor Iriarte, Moreira haciéndose la
remilgada, Caletti y la Chancha Delucía, una fila que llegaba hasta el fondo del
salón y Larrañaga sujetando a Kurchin agachado y soltándolo de golpe cuando el
Rengo hizo un gesto y Fiori ordenó «¡Saltar sin pegar!», Perrone en punta y
detrás toda la fila, empezaron a saltar apoyando las manos en la espalda de
Kurchin arqueado como un chanchito, saltaban al rango pero gritando «¡Tusa!»,
gritando «¡Caricatusa!» cada vez que pasaban por encima de Kurchin y rehacían
la fila del otro lado, daban la vuelta al salón y empezaban de nuevo, Nito casi
al final saltando lo más liviano que podía para no aplastar a Kurchin, después
Macías dejándose caer como una bolsa, oyendo al Rengo que chillaba «¡Saltar y
pegar!», y toda la fila pasó de nuevo por encima de Kurchin, pero ahora
buscando patearlo y golpearlo a la vez que saltaban, ya habían roto la fila y
rodeaban a Kurchin, con las manos abiertas le pegaban en la cabeza, la espalda,
Nito había alzado el brazo cuando vio a Raguzzi que soltaba la primera patada
en las nalgas de Kurchin que se contrajo y gritó, Perrone y Mutis le pateaban
las piernas mientras las mujeres se ensañaban con el lomo de Kurchin, que
aullaba y quería enderezarse y escapar, pero Fiori se acercaba y lo retenía por
el pescuezo gritando «¡Tusa, caricatusa, pegar y pegar!», algunas manos ya eran
puños cayendo sobre los flancos y la cabeza de Kurchin, que clamaba pidiendo
perdón sin poder zafarse de Fiori, de la lluvia de patadas y trompadas que lo
cercaban. Cuando el Rengo y la señorita Maggi gritaron una orden al mismo
tiempo, Fiori soltó a Kurchin que cayó de costado, sangrándole la boca, del
fondo del salón vino corriendo el gallego Manolo y lo levantó como sí fuera una
bolsa, se lo llevó mientras todos aplaudían rabiosamente y Fiori se acercaba al
Rengo y a la señorita Maggi como consultándolos.
Nito
había retrocedido hasta quedar en el borde del círculo que empezaba a romperse
sin ganas, como queriendo seguir el juego o empezar otros, desde ahí vio cómo
el Rengo mostraba con el dedo al profesor Iriarte, y a Fiori que se le acercaba
y le hablaba, después una orden seca y todos empezaron a formarse en cuadro, de
a cuatro en fondo, las mujeres atrás y Raguzzi como adalid del pelotón, mirando
furioso a Nito que tardaba en encontrar un lugar cualquiera en la segunda fila.
Todo esto lo vi yo clarito mientras el gallego Fernando me traía de un brazo
después de haberme encontrado detrás de la puerta cerrada y abrirla para
hacerme entrar de un empellón, vi cómo el Rengo y la señorita Maggi se
instalaban en un sofá contra la pared, los otros que completaban el cuadro con
Fiori y Raguzzi al frente, con Nito pálido entre los de la segunda fila, y el
profesor Iriarte que se dirigía al cuadro como en una clase, después de un
saludo ceremonioso al Rengo y a la señorita Maggi, yo perdiéndome como podía
entre las locas del fondo que me miraban riéndose y cuchicheando hasta que el
profesor Iriarte carraspeó y se hizo un silencio que duró no sé hasta cuándo.
—Se
procederá a enunciar el decálogo —dijo el profesor Iriarte—. Primera profesión
de fe.
Yo
lo miraba a Nito como si todavía él pudiera ayudarme, con una estúpida
esperanza de que me mostrara una salida, una puerta cualquiera para escaparnos,
pero Nito no parecía darse cuenta de que yo estaba ahí detrás, miraba fijamente
el aire como todos, inmóvil como todos ahora.
Monótonamente,
casi sílaba a sílaba, el cuadro enunció:
__Del
orden emana la fuerza, y de la fuerza emana el orden.
—¡Corolario!
—mandó Iriarte.
—Obedece
para mandar, y manda para obedecer —recitó el cuadro.
Era
inútil esperar que Nito se diera vuelta, hasta creo haber visto que sus labios
se movían como si se hicieran el eco de lo que recitaban los otros. Me apoyé en
la pared, un panel de madera que crujió, y una de las locas, creo que Moreira,
me miró alarmada. «Segunda profesión de fe», estaba ordenando Iriarte cuando
sentí que eso no era un panel sino una puerta, y que cedía poco a poco mientras
yo me iba dejando resbalar en un mareo casi agradable. «Ay, pero qué te pasa,
precioso», alcanzó a cuchichear Moreira y ya el cuadro enunciaba una frase que
no comprendí, girando de lado pasé al otro lado y cerré la puerta, sentí la
presión de las manos de Moreira y Macías que buscaban abrirla y bajé el
pestillo que brillaba maravillosamente en la penumbra, empecé a correr por una
galería, un codo, dos piezas vacías y a oscuras, con al final otro pasillo que
llevaba directamente al corredor sobre el patio en el lado opuesto a la sala de
profesores. De todo eso me acuerdo poco, yo no era más que mi propia fuga, algo
que corría en la sombra tratando de no hacer ruido, resbalando sobre las baldosas
hasta llegar a la escalera de mármol, bajarla de a tres peldaños y sentirme
impulsado por esa casi caída hasta las columnas del peristilo donde estaba el
poncho y también los brazos abiertos del gallego Manolo cerrándome el paso. Ya
lo dije, me acuerdo poco de todo eso, tal vez le hundí la cabeza en pleno
estómago o lo barajé de una patada en la barriga, el poncho se me enredó en uno
de los pinchos de la reja, pero lo mismo trepé y salté, en la vereda había un
gris de amanecer y un viejo andando despacio, el gris sucio del alba y el viejo
que se quedó mirándome con una cara de pescado, la boca abierta para un grito
que no alcanzó a gritar.
Todo
ese domingo no me moví de casa, por suerte me conocían en la familia y nadie
hizo preguntas que no hubiera contestado, a mediodía llamé por teléfono a casa
de Nito, pero la madre me dijo que no estaba, por la tarde supe que Nito había
vuelto pero que ya andaba otra vez afuera, y cuando llamé a las diez de la
noche, un hermano me dijo que no sabía dónde estaba. Me asombró que no hubiera
venido a buscarme, y cuando el lunes llegué a la escuela me asombró todavía más
encontrármelo en la entrada, él que batía todas las marcas en materia de
llegadas tarde. Estaba hablando con Delich, pero se separó de él y vino a encontrarme,
me estiró la mano y yo se la apreté aunque era raro, era tan raro que nos
diéramos la mano al llegar a la escuela. Pero qué importaba si ya lo otro me
venía a borbotones, en los cinco minutos que faltaban para la campana teníamos
que decirnos tantas cosas, pero entonces vos qué hiciste, cómo te escapaste, a
mí me atajó el gallego y entonces, sí, ya sé, estaba diciéndome Nito, no te
excites tanto, Toto, déjame hablar un poco a mí. Che, pero es que... Sí, claro,
no es para menos. ¿Para menos, Nito, pero vos me estás cachando o qué? Ahora
mismo tenemos que subir y denunciarlo al Rengo. Espera, espera, no te calentés
así, Toto.
Eso
seguía, como dos monólogos cada uno por su lado, de alguna manera yo empezaba a
darme cuenta de que algo no andaba, de que Nito estaba como en otra cosa. Pasó
Moreira y saludó con una guiñada de ojos, de lejos vi a la Chancha Delucía que
entraba corriendo, a Raguzzi con su saco deportivo, todos los hijos de puta
iban llegando mezclados con los amigos, con Llanes y Alermi que también decían
qué tal, viste cómo ganó River, qué te había dicho, pibe, y Nito mirándome y
repitiendo aquí no, ahora no, Toto, a la salida hablamos en el café. Pero mirá,
mirá, Nito, miralo a Kurchin con la cabeza vendada, yo no me puedo
quedar callado, subamos juntos, Nito, o voy solo, te juro que voy solo ahora
mismo. No, dijo Nito, y había como otra voz en esa sola palabra, no vas a subir
ahora, Toto, primero vamos a hablar vos y yo.
Era
él, claro, pero fue como si de repente no lo conociera. Me había dicho que no
como podía habérmelo dicho Fiori, que ahora llegaba silbando, de civil por
supuesto, y saludaba con una sonrisa sobradora que nunca le había conocido
antes. Me pareció como si todo se condensara de golpe en eso, en el no de Nito,
en la sonrisa inimaginable de Fiori; era de nuevo el miedo de esa fuga en la
noche, de las escaleras más voladas que bajadas, de los brazos abiertos del
gallego Manolo entre las columnas.
—¿Y
por qué no voy a subir? —dije absurdamente—. ¿Por qué no lo voy a denunciar al
Rengo, a Iriarte, a todos?
—Porque
es peligroso —dijo Nito—. Aquí no podemos hablar ahora, pero en el café te
explico. Yo me quedé más que vos, sabes.
—Pero
al final también te escapaste —dije como desde una esperanza, buscándolo como
si no lo tuviera ahí delante mío.
—No,
no tuve que escaparme, Toto. Por eso te digo que te calles ahora.
—¿Y
por qué tengo que hacerte caso? —grité, creo que a punto de llorar, de pegarle,
de abrazarlo.
—Porque
te conviene —dijo la otra voz de Nito—. Porque no sos tan idiota para no darte
cuenta de que si abrís la boca te va a costar caro. Ahora no podes comprender y
hay que entrar a clase. Pero te lo repito, si decís una sola palabra te vas a
arrepentir toda la vida, si es que estás vivo.
Jugaba,
claro, no podía ser que me estuviera diciendo eso, pero era la voz, la forma en
que me lo decía, ese convencimiento y esa boca apretada. Como Raguzzi, como
Fiori, ese convencimiento y esa boca apretada. Nunca sabré de qué hablaron los
profesores ese día, todo el tiempo sentía en la espalda los ojos de Nito
clavados en mí. Y Nito tampoco seguía las clases, qué le importaban las clases
ahora, esas cortinas de humo del Rengo y de la señorita Maggi para que lo otro,
lo que importaba de veras, se fuera cumpliendo poco a poco, así como poco a poco
se habían ido enunciando para él las profesiones de fe del decálogo, una tras
otra, todo eso que iría naciendo alguna vez de la obediencia al decálogo, del
cumplimiento futuro del decálogo, todo eso que había aprendido y prometido y
jurado esa noche y que alguna vez se cumpliría para el bien de la patria cuando
llegara la hora y el Rengo y la señorita Maggi dieran la orden de que empezara
a cumplirse.
Deshoras
Ya
no tenía ninguna razón especial para acordarme de todo eso, y aunque me gustaba
escribir por temporadas y algunos amigos aprobaban mis versos o mis relatos, me
ocurría preguntarme a veces si esos recuerdos de la infancia merecían ser
escritos si no nacían de la ingenua tendencia a creer que las cosas habían sido
más de veras cuando las ponía en palabras para fijarlas a mi manera, para
tenerlas ahí como las corbatas en el armario o el cuerpo de Felisa por la
noche, algo que no se podría vivir de nuevo pero que se hacía más presente como
si en el mero recuerdo se abriera paso una tercera dimensión, una casi siempre
amarga pero tan deseada contigüidad. Nunca supe bien por qué, pero una y otra
vez volvía a cosas que otros habían aprendido a olvidar para no arrastrarse en
la vida con tanto tiempo sobre los hombros. Estaba seguro de que entre mis amigos
había pocos que recordaran a sus compañeros de infancia como yo recordaba a
Doro, aunque cuando escribía sobre Doro no era casi nunca él quien me llevaba a
escribir sino otra cosa, algo en que Doro era solamente el pretexto para la
imagen de su hermana mayor, la imagen de Sara en aquel entonces en que Doro y
yo jugábamos en el patio o dibujábamos en la sala de la casa de Doro.
Tan
inseparables habíamos sido en esos tiempos del sexto grado, de los doce o trece
años, que no era capaz de sentirme escribiendo separadamente sobre Doro,
aceptarme desde fuera de la página y escribiendo sobre Doro. Verlo era verme
simultáneamente como Aníbal con Doro, y no hubiera podido recordar nada de Doro
si al mismo tiempo no hubiera sentido que Aníbal estaba también ahí en ese
momento, que era Aníbal el que había pateado aquella pelota que rompió un
vidrio de la casa de Doro una tarde de verano, el susto y las ganas de
esconderse o de negar, la aparición de Sara tratándolos de bandidos y
mandándolos a jugar al potrero de la esquina. Y con todo eso venía también
Bánfield, claro, porque todo había pasado allí, ni Doro ni Aníbal hubieran
podido imaginarse en otro pueblo que en Bánfield donde las casas y los potreros
eran entonces más grandes que el mundo.
Un
pueblo, Bánfield, con sus calles de tierra y la estación del Ferrocarril Sud,
sus baldíos que en verano hervían de langostas multicolores a la hora de la
siesta, y que de noche se agazapaba como temeroso en torno a los pocos faroles
de las esquinas, con una que otra pitada de los vigilantes a caballo y el halo
vertiginoso de los insectos voladores en torno a cada farol. A tan poca
distancia las casas de Doro y de Aníbal que la calle era para ellos como un
corredor más, algo que seguía manteniéndolos unidos de día o de noche, en el
potrero jugando al fútbol en plena siesta o bajo la luz del farol de la esquina
mirando cómo los sapos y los escuerzos hacían rueda para comerse a los insectos
borrachos de dar vueltas en torno a la luz amarilla. Y el verano, siempre, el
verano de las vacaciones, la libertad de los juegos, el tiempo solamente de
ellos, para ellos, sin horario ni campana para entrar a clase, el olor del
verano en el aire caliente de las tardes y las noches, en las caras sudadas
después de ganar o perder o pelearse o correr, de reírse y a veces de llorar
pero siempre juntos, siempre libres, dueños de su mundo de barriletes y pelotas
y esquinas y veredas.
De
Sara le quedaban pocas imágenes, pero cada una se recortaba como un vitral a la
hora del sol más alto, con azules y rojos y verdes penetrando el espacio hasta
hacerle daño, a veces Aníbal veía sobre todo su pelo rubio cayéndole sobre los
hombros como una caricia que él hubiera querido sentir contra su cara, a veces
su piel tan blanca porque Sara no salía casi nunca al sol, absorbida por los
trabajos de la casa, la madre enferma y Doro que volvía cada tarde con la ropa
sucia, lastimadas las rodillas, las zapatillas embarradas. Nunca supo la edad
de Sara en ese entonces, solamente que ya era una señorita, una joven madre de
su hermano que se volvía más niño cuando ella le hablaba, cuando le pasaba la
mano por la cabeza antes de mandarlo a comprar algo o pedirles a los dos que no
gritaran tanto en el patio. Aníbal la saludaba tímido, dándole la mano, y Sara
se la apretaba amablemente, casi sin mirarlo pero aceptándolo como esa otra
mitad de Doro que casi diariamente venía a la casa para leer o jugar. A las
cinco los llamaba para darles café con leche y bizcochos, siempre en la mesita
del patio o en la sala sombría; Aníbal sólo había visto dos o tres veces a la
madre de Doro, dulcemente desde su sillón de ruedas les decía su hola chicos,
su tengan cuidado con los autos, aunque había tan pocos autos en Bánfield y
ellos sonreían seguros de sus esquives en la calle, de su invulnerabilidad de
jugadores de fútbol y corredores. Doro no hablaba nunca de su madre, casi
siempre en la cama o escuchando radio en el salón, la casa era el patio y Sara,
a veces algún tío de visita que les preguntaba lo que habían estudiado en la
escuela y les regalaba cincuenta centavos. Y para Aníbal siempre era verano, de
los inviernos no tenía casi recuerdos, su casa se volvía un encierro gris y
neblinoso donde sólo los libros contaban, la familia en sus cosas y las cosas
fijas en sus huecos, las gallinas que él tenía que cuidar, las enfermedades con
largas dietas y té y solamente a veces Doro, porque a Doro no le gustaba
quedarse mucho en una casa donde no los dejaban jugar como en la suya.
Fue
a lo largo de una bronquitis de quince días que Aníbal empezó a sentir la
ausencia de Sara, cuando Doro venía a visitarlo le preguntaba por ella y Doro
le contestaba distraído que estaba bien, lo único que le interesaba era si esa
semana iban a poder jugar de nuevo en la calle. Aníbal hubiera querido saber
más de Sara pero no se animaba a preguntar mucho, a Doro le hubiera parecido
estúpido que se preocupara por alguien que no jugaba como ellos, que estaba tan
lejos de todo lo que ellos hacían y pensaban. Cuando pudo volver a la casa de
Doro, todavía un poco débil, Sara le dio la mano y le preguntó cómo andaba, no
tenía que jugar a la pelota para no cansarse, mejor que dibujaran o leyeran en
la sala; su voz era grave, hablaba como siempre le hablaba a Doro,
afectuosamente pero lejos, la hermana mayor atenta y casi severa. Antes de
dormirse esa noche, Aníbal sintió que algo le subía a los ojos, que la almohada
se le volvía Sara, una necesidad de apretarla en los brazos y llorar con la
cara pegada a Sara, al pelo de Sara, queriendo que ella estuviera ahí y le
trajera los remedios y mirara el termómetro sentada a los pies de la cama.
Cuando su madre vino por la mañana para frotarle el pecho con algo que olía a
alcohol y a mentol, Aníbal cerró los ojos y fue la mano de Sara alzándole el
camisón, acariciándolo livianamente, curándolo.
Era
de nuevo el verano, el patio de la casa de Doro, las vacaciones con novelas y
figuritas, con la filatelia y la colección de jugadores de fútbol que pegaban
en un álbum. Esa tarde hablaban de pantalones largos, ya no faltaba mucho para
ponérselos, quién iba a entrar en la secundaria con pantalones cortos. Sara los
llamó para el café con leche y a Aníbal le pareció que había escuchado lo que
decían y que en su boca había como un resto de sonrisa, a lo mejor se divertía
oyéndolos hablar de esas cosas y se burlaba un poco. Doro le había dicho que ya
tenía novio, un señor grande que la visitaba los sábados pero que él no había
visto todavía. Aníbal lo imaginaba como alguien que le traía bombones a Sara y
hablaba con ella en la sala, igual que el novio de su prima Lola, en pocos días
se había curado de la bronquitis y ya podía jugar de nuevo en el potrero con
Doro y los otros amigos. Pero de noche era triste y a la vez tan hermoso, solo
en su cuarto antes de dormirse se decía que Sara no estaba ahí, que nunca
entraría a verlo ni sano ni enfermo, justo a esa hora en que él la sentía tan
cerca, la miraba con los ojos cerrados sin que la voz de Doro o los gritos de
los otros chicos se mezclaran con esa presencia de Sara sola ahí para él, junto
a él, y el llanto volvía como un deseo de entrega, de ser Doro en las manos de
Sara, de que el pelo de Sara le rozara la frente y su voz le dijera buenas
noches, que Sara le subiera la sábana antes de irse.
Se
animó a preguntarle a Doro como de paso quién lo cuidaba cuando estaba enfermo,
porque Doro había tenido una infección intestinal y había pasado cinco días en
la cama. Se lo preguntó como si fuera natural que Doro le dijera que su madre
lo había atendido, sabiendo que no podía ser y que entonces Sara, los remedios
y las otras cosas. Doro le contestó que su hermana le hacía todo, cambió de
tema y se puso a hablar de cine. Pero Aníbal quería saber más, si Sara lo había
cuidado desde que era chico, y claro que lo había cuidado porque su mamá
llevaba ocho años casi inválida y Sara se ocupaba de los dos. Pero entonces,
¿ella te bañaba cuando eras chico? Seguro, ¿por qué me preguntas esas pavadas?
Por nada, por saber nomás, debe ser tan raro tener una hermana grande que te
baña. No tiene nada de raro, che. ¿Y cuando te enfermabas de chico ella te
cuidaba y te hacía todo? Sí, claro. ¿Y a vos no te daba vergüenza que tu
hermana te viera y te hiciera todo? No, qué vergüenza me iba a dar, yo era
chico entonces. ¿Y ahora? Bueno, ahora igual, por qué me va a dar vergüenza cuando
estoy enfermo.
Por
qué, claro. A la hora en que cerrando los ojos imaginaba a Sara entrando de
noche en su cuarto, acercándose a su cama, era como un deseo de que ella le
preguntara cómo estaba, le pusiera la mano en la frente y después bajara las
sábanas para verle la lastimadura en la pantorrilla, le cambiara la venda
tratándolo de tonto por haberse cortado con un vidrio. La sentía levantándole
el camisón y mirándolo desnudo, tocándole el vientre para ver si estaba
inflamado, tapándolo de nuevo para que se durmiera. Abrazado a la almohada se
sentía de pronto tan solo, y cuando abría los ojos en el cuarto ya vacío de
Sara era como una marea de congoja y de delicia porque nadie, nadie podía saber
de su amor, ni siquiera Sara, nadie podía comprender esa pena y ese deseo de
morir por Sara, de salvarla de un tigre o de un incendio y morir por ella, y
que ella se lo agradeciera y lo besara llorando. Y cuando sus manos bajaban y
empezaba a acariciarse como Doro, como todos los chicos, Sara no entraba en sus
imágenes, era la hija del almacenero o la prima Yolanda, eso no podía suceder
con Sara que venía a cuidarlo de noche como lo cuidaba a Doro, con ella no
había más que esa delicia de imaginarla inclinándose sobre él y acariciándolo y
el amor era eso, aunque Aníbal ya supiera lo que podía ser el amor y se lo
imaginara con Yolanda, todo lo que él le haría alguna vez a Yolanda o a la
chica del almacenero.
El
día del zanjón fue casi al final del verano, después de jugar en el potrero se
habían separado de la barra y por un camino que solamente ellos conocían y que
llamaban el camino de Sandokan se perdieron en la maleza espinosa donde una vez
habían encontrado un perro ahorcado en un árbol y habían huido de puro susto.
Arañándose las manos se abrieron paso hasta lo más tupido, hundiendo la cara en
el ramaje colgante de los sauces hasta llegar al borde del zanjón de aguas
turbias donde siempre habían esperado pescar mojarritas y nunca habían sacado
nada. Les gustaba sentarse al borde y fumar los cigarrillos que Doro hacía con
chala de maíz, hablando de las novelas de Salgari y planeando viajes y cosas.
Pero ese día no tuvieron suerte, a Aníbal se le enganchó un zapato en una raíz
y se fue para adelante, se agarró de Doro y los dos resbalaron en el talud del
zanjón y se hundieron hasta la cintura, no había peligro pero fue como si,
manotearon desesperados hasta sujetarse de la ramazón de un sauce, se
arrastraron trepando y puteando hasta lo alto, el barro se les había metido por
todas partes, les chorreaba dentro de las camisas y los pantalones y olía a
podrido, a rata muerta.
Volvieron
casi sin hablar y se metieron por el fondo del jardín en la casa de Doro,
esperando que no hubiera nadie en el patio y pudieran lavarse a escondidas.
Sara colgaba ropa cerca del gallinero y los vio venir, Doro como con miedo y
Aníbal detrás, muerto de vergüenza y queriendo de veras morirse, estar a mil
leguas de Sara en ese momento en que ella los miraba apretando los labios, en
un silencio que los clavaba ridículos y confundidos bajo el sol del patio.
—Era
lo único que faltaba —dijo solamente Sara, dirigiéndose a Doro pero tan para
Aníbal balbuceando las primeras palabras de una confesión, era culpa suya, se
le había enganchado un zapato y entonces, Doro no tuvo la culpa de que, lo que
había pasado era que todo estaba tan refaloso.
—Vayan
a bañarse ahora mismo —dijo Sara como si no lo hubiera oído—. Sáquense los zapatos
antes de entrar y después se lavan la ropa en la pileta del gallinero.
En
el baño se miraron y Doro fue el primero en reírse pero era una risa sin
convicción, se desnudaron y abrieron la ducha, bajo el agua podían empezar a
reírse de veras, a pelearse por el jabón, a mirarse de arriba abajo y a hacerse
cosquillas. Un río de barro corría hasta el desagüe y se diluía poco a poco, el
jabón empezaba a dar espuma, se divertían tanto que en el primer momento no se
dieron cuenta de que la puerta se había abierto y que Sara estaba ahí
mirándolos, acercándose a Doro para sacarle el jabón de la mano y frotárselo en
la espalda todavía embarrada. Aníbal no supo qué hacer, parado en la bañadera
se puso las manos en la barriga, después se dio vuelta de golpe para que Sara
no lo viera y fue todavía peor, de tres cuartos y con el agua corriéndole por
la cara, cambiando de lado y otra vez de espaldas, hasta que Sara le alcanzó el
jabón con un lávate mejor las orejas, tenés barro por todas partes.
Esa
noche no pudo ver a Sara como las otras noches, aunque apretaba los párpados lo
único que veía era a Doro y a él en la bañadera, a Sara acercándose para
inspeccionarlos de arriba abajo y después saliendo del baño con la ropa sucia
en los brazos, generosamente yendo ella misma a la pileta para lavarles las
cosas y gritándoles que se envolvieran en las toallas de baño hasta que todo
estuviera seco, dándoles el café con leche sin decir nada, ni enojada ni
amable, instalando la tabla de planchar bajo las glicinas y poco a poco secando
los pantalones y las camisas. Cómo no había podido decirle algo al final cuando
los mandó a vestirse, decirle solamente gracias, Sara, qué buena es, gracias de
veras, Sara. No había podido decir ni eso y Doro tampoco, habían ido a vestirse
callados y después la filatelia y las figuritas de aviones sin que Sara
apareciera de nuevo, siempre cuidando a su madre al anochecer, preparando la
cena y a veces tarareando un tango entre el ruido de los platos y las
cacerolas, ausente como ahora bajo los párpados que ya no le servían para
hacerla venir, para que supiera cuánto la quería, qué ganas de morirse de veras
después de haberla visto mirándolos en la ducha.
Debió
ser en las últimas vacaciones antes de entrar en el colegio nacional, sin Doro
porque Doro iría a la escuela normal, pero los dos se habían prometido seguir
viéndose todos los días aunque fueran a escuelas diferentes, qué importaba si
por la tarde seguirían jugando como siempre, sin saber que no, que algún día de
febrero o marzo jugarían por última vez en el patio de la casa de Doro porque
la familia de Aníbal se mudaba a Buenos Aires y solamente podrían verse los
fines de semana, amargos de rabia por un cambio que no querían admitir, por una
separación que los grandes les imponían como tantas cosas, sin preocuparse por
ellos, sin consultarlos.
Todo
de golpe iba rápido, cambiaba como ellos con los primeros pantalones largos, cuando
Doro le dijo que Sara se iba a casar a principios de marzo, se lo dijo como
algo sin importancia y Aníbal ni siquiera hizo un comentario, pasaron días
antes de que se animara a preguntarle a Doro si Sara iba a seguir viviendo con
él después de casada, pero sos idiota vos, cómo se van a quedar aquí, el tipo
tiene mucha guita y se la va a llevar a Buenos Aires, tiene otra casa en Tandil
y yo me voy a quedar con mi mamá y tía Faustina que la va a cuidar.
Ese
sábado último de las vacaciones vio llegar al novio en su auto, lo vio de azul
y gordo, con lentes, bajándose del auto con un paquetito de masas y un ramo de
azucenas. En su casa lo llamaban para que empezara a embalar sus cosas, la
mudanza era el lunes y todavía no había hecho nada. Hubiera querido ir a la
casa de Doro sin saber por qué, estar solamente ahí, pero su madre lo obligó a
empaquetar sus libros, el globo terráqueo, las colecciones de bichos. Le habían
dicho que tendría una pieza grande para él solo con vista a la calle, le habían
dicho que podría ir al colegio a pie. Todo era nuevo, todo iba a empezar de
otra manera, todo giraba lentamente, y ahora Sara estaría sentada en la sala
con el gordo del traje azul, tomando el té con las masas que él había
traído, tan lejos del patio, tan lejos de Doro y él, sin nunca más llamarlos
para el café con leche debajo de las glicinas.
El
primer fin de semana en Buenos Aires (era cierto, tenía una pieza grande para
él solo, el barrio estaba lleno de negocios, había un cine a dos cuadras), tomó
el tren y volvió a Bánfield para ver a Doro. Conoció a la tía Faustina, que no
les dio nada cuando terminaron de jugar en el patio, se fueron a caminar por el
barrio y Aníbal tardó un rato en preguntarle por Sara. Bueno, se había casado
por civil y ya estaban en la casa de Tandil para la luna de miel, Sara iba a
venir cada quince días a ver a su madre. ¿Y no la extrañas? Sí, pero qué
querés. Claro, ahora está casada. Doro se distraía, empezaba a cambiar de tema
y Aníbal no encontraba la manera de que siguiera hablándole de Sara, a lo mejor
pidiéndole que le contara el casamiento y Doro riéndose, yo qué sé, habrá sido
como siempre, del civil se fueron al hotel y entonces vino la noche de bodas,
se acostaron y entonces el tipo. Aníbal escuchaba mirando las verjas y los balcones,
no quería que Doro le viera la cara y Doro se daba cuenta, seguro que vos no
sabes lo que pasa la noche de bodas. No jodas, claro que sé. Lo sabes pero la
primera vez es diferente, a mí me contó Ramírez, a él se lo dijo el hermano que
es abogado y se casó el año pasado, le explicó todo. Había un banco vacío en la
plaza, Doro había comprado cigarrillos y le seguía contando y fumando,
Aníbal asentía, tragaba el humo que empezaba a marearlo, no necesitaba cerrar
los ojos para ver contra el fondo del follaje el cuerpo de Sara que nunca había
imaginado como un cuerpo, ver la noche de bodas desde las palabras del hermano
de Ramírez, desde la voz de Doro que le seguía contando.
Ese
día no se animó a pedirle la dirección de Sara en Buenos Aires, lo dejó para otra
visita porque tenía miedo de Doro en ese momento, pero la otra visita no llegó
nunca, el colegio empezó y los nuevos amigos, Buenos Aires se tragó poco a poco
a Aníbal cargado de libros de matemáticas y tantos cines en el centro y la
cancha de River y los primeros paseos de noche con Beto, que era un porteño de
veras. También a Doro le estaría pasando lo mismo en La Plata, cada tanto
Aníbal pensaba en mandarle unas líneas porque Doro no tenía teléfono, después
venía Beto o había que preparar algún trabajo práctico, fueron meses, el primer
año, vacaciones en Saladillo, de Sara no iba quedando más que alguna imagen
aislada, una ráfaga de Sara cuando algo en María o en Felisa le recordaba por
un momento a Sara. Un día del segundo año la vio nítidamente al salir de un
sueño y le dolió con un dolor amargo y quemante, al fin y al cabo no había
estado tan enamorado de ella, total antes era un chico y Sara nunca le había
prestado atención como ahora Felisa o la rubia de la farmacia, nunca había ido
a un baile con él como su prima Beba o Felisa para festejar la entrada a cuarto
año, nunca lo había dejado acariciarle el pelo como María, ir a bailar a San
Isidro y perderse a medianoche entre los árboles de la costa, besar a Felisa en
la boca entre protestas y risas, apoyarla contra un tronco y acariciarle el
pecho, bajar hasta perder la mano en ese calor huyente y después de otro baile
y mucho cine encontrar un refugio en el fondo del jardín de Felisa y resbalar
con ella hasta el suelo, sentir en la boca su sabor salado y dejarse buscar por
una mano que lo guió, por supuesto no le iba a decir que era la primera vez,
que había tenido miedo, ya estaba en primer año de ingeniería y no le podía
decir eso a Felisa y después ya no hizo falta porque todo se aprendía tan rápido
con Felisa y algunas veces con su prima Beba.
Nunca
más supo de Doro y no le importó, también se había olvidado de Beto que
enseñaba historia en algún pueblo de provincia, los juegos se habían ido dando
sin sorpresa y como a todo el mundo, Aníbal aceptaba sin aceptar, algo que
debía ser la
vida aceptaba por él, un diploma, una hepatitis grave, un viaje al Brasil, un
proyecto importante en un estudio con dos o tres socios. Estaba despidiéndose
de uno de ellos en la puerta antes de ir a tomar una cerveza después del
trabajo cuando vio venir a Sara por la vereda de enfrente. Bruscamente recordó
que la noche antes había soñado con Sara y que era siempre el patio de la casa
de Doro aunque no pasaba nada, aunque Sara solamente estaba ahí colgando ropa o
llamándolos para el café con leche, y el sueño se acababa así casi sin haber
empezado. Tal vez porque no pasaba nada las imágenes eran de una precisión
cortante bajo el sol del verano de Bánfield que en el sueño no era el mismo que
el de Buenos Aires; tal vez también por eso o por falta de algo mejor había
rememorado a Sara después de tantos años de olvido (pero no había sido olvido,
se lo repitió hoscamente a lo largo del día), y verla venir ahora por la calle,
verla ahí vestida de blanco, idéntica a entonces con el pelo azotándole los
hombros a cada paso en un juego de luces doradas, encadenándose a las imágenes
del sueño en una continuidad que no le extrañó, que tenía algo de necesario y
previsible, cruzar la calle y enfrentarla, decirle quién era y que ella lo mirara
sorprendida, no lo reconociera y de golpe sí, de golpe sonriera y le tendiera
la mano, se la apretara de veras y siguiera sonriéndole.
—Qué
increíble —dijo Sara—. Cómo te iba a reconocer después de tantos años.
—Usted
sí, claro —dijo Aníbal—. Pero ya ve, yo la reconocí enseguida.
—Lógico
—dijo lógicamente Sara—. Si ni siquiera te habías puesto pantalones largos. Yo
también habré cambiado tanto, lo que pasa es que sos mejor fisonomista.
Dudó
un segundo antes de comprender que era idiota seguir tratándola de usted.
—No,
no has cambiado, ni siquiera el peinado. Sos la misma.
—Fisonomista
pero un poco miope —dijo ella con la antigua voz donde la bondad y la burla se
enredaban.
El
sol les daba en la cara, no se podía hablar entre el tráfico y la gente. Sara
dijo que no tenía apuro y que le gustaría tomar algo en un café. Fumaron el
primer cigarrillo, el de las preguntas generales y los rodeos, Doro era maestro
en Adrogué, la mamá se había muerto como un pajarito mientras leía el diario,
él estaba asociado con otros muchachos ingenieros, les iba bien aunque la
crisis, claro. En el segundo cigarrillo Aníbal dejó caer la pregunta que le
quemaba los labios. —¿Y tu marido?
Sara
dejó salir el humo por la nariz, lo miró despacio en los ojos. —Bebe —dijo.
No
había ni amargura ni lástima, era una simple información y después otra vez
Sara en Bánfield antes de todo eso, antes de la distancia y el olvido y el
sueño de la noche anterior, exactamente como en el patio de la casa de Doro y
aceptándole el segundo whisky, como siempre casi sin hablar, dejándolo a él que
siguiera, que le contara porque él tenía mucho más para contarle, los años
habían estado tan llenos de cosas para él, ella era como si no hubiese vivido
mucho y no valía la pena decir por qué. Tal vez porque acababa de decirlo con
una sola palabra.
Imposible
saber en qué momento todo dejó de ser difícil, juego de preguntas y respuestas,
Aníbal había tendido la mano sobre el mantel y la mano de Sara no rehuyó su
peso, la dejó estar mientras él agachaba la cabeza porque no podía mirarla en
la cara, mientras le hablaba a borbotones del patio, de Doro, le contaba las
noches en su cuarto, el termómetro, el llanto contra la almohada. Se lo decía
con una voz lisa y monótona, amontonando momentos y episodios pero todo era lo
mismo, me enamoré tanto de vos, me enamoré tanto y no te lo podía decir, vos
venías de noche y me cuidabas, vos eras la mamá joven que yo no tenía, vos me
tomabas la temperatura y me acariciabas para que me durmiera, vos nos dabas el
café con leche en el patio, te acordás, vos nos retabas cuando hacíamos
pavadas, yo hubiera querido que me hablaras solamente a mí de tantas cosas pero
vos me mirabas desde tan arriba, me sonreías desde tan lejos, había un inmenso
vidrio entre los dos y vos no pedías hacer nada para romperlo, por eso de noche
yo te llamaba y vos venías a cuidarme, a estar conmigo, a quererme como yo te
quería, acariciándome la cabeza, haciéndome lo que le hacías a Doro, todo lo
que siempre le habías hecho a Doro, pero yo no era Doro y solamente una vez,
Sara, solamente una vez y fue horrible y no me olvidaré nunca porque hubiera
querido morirme y no pude o no supe, claro que no quería morirme pero eso era
el amor, querer morirme porque vos me habías mirado todo entero como a un
chico, habías entrado en el baño y me habías mirado a mí que te quería, y me
habías mirado como siempre lo habías mirado a Doro, vos ya de novia, vos que
ibas a casarte y yo ahí mientras me dabas el jabón y me mandabas que me lavara
hasta las orejas, me mirabas desnudo como a un chico que era y no te importaba
nada de mí, ni siquiera me veías porque solamente veías a un chico y te ibas
como si nunca me hubieras visto, como si yo no estuviera ahí sin saber cómo
ponerme mientras me estabas mirando.
—Me
acuerdo muy bien —dijo Sara—. Me acuerdo tan bien como vos, Aníbal.
—Sí,
pero no es lo mismo.
—Quién
sabe si no es lo mismo. Vos no podías darte cuenta entonces, pero yo había
sentido que me querías de esa manera y que te hacía sufrir, y por eso yo tenía
que tratarte igual que a Doro. Eras un chico pero a veces me daba tanta pena
que fueras un chico, me parecía injusto, algo así. Si hubieras tenido cinco
años más... Te lo voy a decir porque ahora puedo y porque es justo, aquella
tarde entré a propósito en el baño, no tenía ninguna necesidad de ir a ver si
se estaban lavando, entré porque era una manera de acabar con eso, de curarte
de tu sueño, de que te dieras cuenta que vos no podrías verme nunca así
mientras que yo tenía el derecho de mirarte por todos lados como se mira a un
chico. Por eso, Aníbal, para que te curaras de una vez y dejaras de mirarme
como me mirabas pensando que yo no lo sabía. Y ahora sí otro whisky, ahora que
los dos somos grandes.
Del anochecer a la noche
cerrada, por caminos de palabras que iban y venían, de manos que se encontraban
un instante sobre el mantel antes de una risa y otros cigarrillos, quedaría un
viaje en taxi, algún lugar que ella o él conocían, una habitación, todo como
fundido en una sola imagen instantánea resolviéndose en una blancura de sábanas
y la casi inmediata, furiosa convulsión de los cuerpos en un interminable
encuentro, en las pausas rotas y rehechas y violadas y cada vez menos creíbles,
en cada nueva implosión que los segaba y los sumía y los quemaba hasta el
sopor, hasta la última brasa de los cigarrillos del alba. Cuando apagué la
lámpara del escritorio y miré el fondo del vaso vacío, todo era todavía pura
negación de las nueve de la noche, de la fatiga a la vuelta de otro día de
trabajo. ¿Para qué seguir escribiendo si las palabras llevaban ya una hora
resbalando sobre esa negación, tendiéndose en el papel como lo que eran, meros
dibujos privados de todo sostén? Hasta algún momento habían corrido cabalgando
la realidad, llenándose de sol y verano, palabras patio de Bánfield, palabras
Doro y juegos y zanjón, colmena rumorosa de una memoria fiel. Sólo que al
llegar a un tiempo que ya no era Sara ni Bánfield el recuento se había vuelto
cotidiano, presente utilitario sin recuerdos ni sueños, la pura vida sin más y
sin menos. Había querido seguir y que también las palabras aceptaran seguir
adelante hasta llegar al hoy nuestro de cada día, a cualquiera de las lentas
jornadas en el estudio de ingeniería, pero entonces me había acordado del sueño
de la noche anterior, de ese sueño de nuevo con Sara, de la vuelta de Sara
desde tan lejos y atrás, y no había podido quedarme en este presente en el que
una vez más saldría por la tarde del estudio y me iría a beber una cerveza al
café de la esquina, las palabras habían vuelto a llenarse de vida y aunque
mentían, aunque nada era cierto, había seguido escribiéndolas porque nombraban
a Sara, a Sara viniendo por la calle, tan hermoso seguir adelante aunque fuera
absurdo, escribir que había cruzado la calle con las palabras que me llevarían
a encontrar a Sara y dejarme conocer, la única manera de reunirme por fin con
ella y decirle la verdad, llegar hasta su mano y besarla, escuchar su voz y
verle el pelo azotándole los hombros, irme con ella hacia una noche que las
palabras irían llenando de sábanas y caricias, pero cómo seguir ya, cómo
empezar desde esa noche una vida con Sara cuando ahí al lado se oía la voz de
Felisa que entraba con los chicos y venía a decirme que la cena estaba pronta,
que fuéramos enseguida a comer porque ya era tarde y los chicos querían ver al
pato Donald en la televisión de las diez y veinte.
Pesadillas
Esperar,
lo decían todos, hay que esperar porque nunca se sabe en casos así, también el
doctor Raimondi, hay que esperar, a veces se da una reacción y más a la edad de
Mecha, hay que esperar, señor Botto, sí doctor pero ya van dos semanas y no se
despierta, dos semanas que está como muerta, doctor, ya lo sé, señora Luisa, es
un estado de coma clásico, no se puede hacer más que esperar. Lauro también
esperaba, cada vez que volvía de la facultad se quedaba un momento en la calle
antes de abrir la puerta, pensaba hoy sí, hoy la voy a encontrar despierta,
habrá abierto los ojos y le estará hablando a mamá, no puede ser que dure
tanto, no puede ser que se vaya a morir a los veinte años, seguro que está
sentada en la cama y hablando con mamá, pero había que seguir esperando,
siempre igual m'hijito, el doctor va a volver a la tarde, todos dicen que no se
puede hacer nada. Venga a comer algo, amigo, su madre se va a quedar con Mecha,
usted tiene que alimentarse, no se olvide de los exámenes, de paso vemos el
noticioso. Pero todo era de paso allí donde lo único que duraba sin cambio, lo
único exactamente igual día tras día era Mecha, el peso del cuerpo de Mecha en
esa cama, Mecha flaquita y liviana, bailarina de rock y tenista, ahí aplastada
y aplastando a todos desde hacía semanas, un proceso viral complejo, estado
comatoso, señor Botto, imposible pronosticar, señora Luisa, nomás que
sostenerla y darle todas las chances, a esa edad hay tanta fuerza, tanto
deseo de vivir. Pero es que ella no puede ayudar, doctor, no comprende nada,
está como, ah perdón Dios mío, ya ni sé lo que digo.
Lauro
tampoco lo creía del todo, era como un chiste de Mecha que siempre le había
hecho los peores chistes, vestida de fantasma en la escalera, escondiéndole un
plumero en el fondo de la cama, riéndose tanto los dos, inventándose trampas,
jugando a seguir siendo chicos. Proceso viral complejo, el brusco apagón una
tarde después de la fiebre y los dolores, de golpe el silencio, la piel
cenicienta, la respiración lejana y tranquila. Única cosa tranquila allí donde
médicos y aparatos y análisis y consultas hasta que poco a poco la mala broma
de Mecha había sido más fuerte, dominándolos a todos de hora en hora, los gritos
desesperados de doña Luisa cediendo después a un llanto casi escondido, a una
angustia de cocina y de cuarto de baño, las imprecaciones paternas divididas
por la hora de los noticiosos y el vistazo al diario, la incrédula rabia de
Lauro interrumpida por los viajes a la facultad, las clases, las reuniones, esa
bocanada de esperanza cada vez que volvía del centro, me la vas a pagar, Mecha,
esas cosas no se hacen, desgraciada, te la voy a cobrar, vas a ver. La única
tranquila aparte de la enfermera tejiendo, al perro lo habían mandado a casa de
un tío, el doctor Raimondi ya no venía con los colegas, pasaba al anochecer y
casi no se quedaba, también él parecía sentir el peso del cuerpo de Mecha que
los aplastaba un poco más cada día, los acostumbraba a esperar, a lo único que
podía hacerse.
Lo
de la pesadilla empezó la misma tarde en que doña Luisa no encontraba el
termómetro y la enfermera, sorprendida, se fue a buscar otro a la farmacia de
la esquina. Estaba hablando de eso porque un termómetro no se pierde así nomás
cuando se lo está utilizando tres veces al día, se acostumbraban a hablarse en
voz alta al lado de la cama de Mecha, los susurros del comienzo no tenían razón
de ser porque Mecha era incapaz de escuchar, el doctor Raimondi estaba seguro
de que el estado de coma la aislaba de toda sensibilidad, se podía decir
cualquier cosa sin que nada cambiara en la expresión indiferente de Mecha.
Todavía hablaban del termómetro cuando se oyeron los tiros en la esquina, a lo
mejor más lejos, por el lado de Gaona. Se miraron, la enfermera se encogió de
hombros porque los tiros no eran una novedad en el barrio ni en ninguna parte,
y doña Luisa iba a decir algo más sobre el termómetro cuando vieron pasar el
temblor por las manos de Mecha. Duró un segundo pero las dos se dieron cuenta y
doña Luisa gritó y la enfermera le tapó la boca, el señor Botto vino de la sala
y los tres vieron cómo el temblor se repetía en todo el cuerpo de Mecha, una
rápida serpiente corriendo del cuello hasta los pies, un moverse de los ojos bajo
los párpados, la leve crispación que alteraba las facciones, como una voluntad
de hablar, de quejarse, el pulso más rápido, el lento regreso a la inmovilidad.
Teléfono, Raimondi, en el fondo nada nuevo, acaso un poco más de esperanza
aunque Raimondi no quiso decirlo, santa Virgen, que sea cierto, que se
despierte mi hija, que se termine este calvario, Dios mío. Pero no se
terminaba, volvió a empezar una hora más tarde, después más seguido, era como
si Mecha estuviera soñando y que su sueño fuera penoso y desesperante, la
pesadilla volviendo y volviendo sin que pudiera rechazarla, estar a su lado y
mirarla y hablarle sin que nada de lo de fuera le llegara, invadida por esa
otra cosa que de alguna manera continuaba la larga pesadilla de todos ellos ahí
sin comunicación posible, sálvala, Dios mío, no la dejes así, y Lauro que
volvía de una clase y se quedaba también al lado de la cama, una mano en el
hombro de su madre que rezaba.
Por
la noche hubo otra consulta, trajeron un nuevo aparato con ventosas y electrodos
que se fijaban en la cabeza y las piernas, dos médicos amigos de Raimondi
discutieron largo en la sala, habrá que seguir esperando, señor Botto, el
cuadro no ha cambiado, sería imprudente pensar en un síntoma favorable. Pero es
que está soñando, doctor, tiene pesadillas, usted mismo la vio, va a volver a
empezar, ella siente algo y sufre tanto, doctor. Todo es vegetativo, señora
Luisa, no hay conciencia, le aseguro, hay que esperar y no impresionarse por
eso, su hija no sufre, ya sé que es penoso, va a ser mejor que la deje sola con
la enfermera hasta que haya una evolución, trate de descansar, señora, tome las
pastillas que le di.
Lauro
veló junto a Mecha hasta medianoche, de a ratos leyendo apuntes para los
exámenes. Cuando se oyeron las sirenas pensó que hubiera tenido que telefonear
al número que le había dado Lucero, pero no debía hacerlo desde la casa y no
era cuestión de salir a la calle justo después de las sirenas. Veía moverse
lentamente los dedos de la mano izquierda de Mecha, otra vez los ojos parecían
girar bajo los párpados. La enfermera le aconsejó que se fuera de la pieza, no
había nada que hacer, solamente esperar. «Pero es que está soñando», dijo
Lauro, «está soñando otra vez, mírela». Duraba como las sirenas ahí afuera, las
manos parecían buscar algo, los dedos tratando de encontrar un asidero en la
sábana. Ahora doña Luisa estaba ahí de nuevo, no podía dormir. ¿Por qué —la
enfermera casi enojada— no había tomado las pastillas del doctor Raimondi? «No
las encuentro», dijo doña Luisa como perdida, «estaban en la mesa de luz pero
no las encuentro». La enfermera fue a buscarlas, Lauro y su madre se miraron,
Mecha movía apenas los dedos y ellos sentían que la pesadilla seguía ahí, que
se prolongaba interminablemente como negándose a alcanzar ese punto en que una
especie de piedad, de lástima final la despertaría como a todos para rescatarla
del espanto. Pero seguía soñando, de un momento a otro los dedos empezarían a
moverse otra vez «No las veo por ninguna parte, señora», dijo la enfermera.
«Estamos todos tan perdidos, uno ya no sabe adonde van a parar las cosas en
esta casa».
Lauro
volvió tarde la noche siguiente, y el señor Botto le hizo una pregunta casi
evasiva sin dejar de mirar el televisor, en pleno comentario de la Copa. «Una
reunión con amigos», dijo Lauro buscando con qué hacerse un sandwich. «Ese gol
fue una belleza», dijo el señor Botto, «menos mal que retransmiten el partido
para ver mejor esas jugadas campeonas». Lauro no parecía interesado en el gol,
comía mirando al suelo. «Vos sabrás lo que haces, muchacho», dijo el señor
Botto sin sacar los ojos de la pelota, «pero ándate con cuidado». Lauro alzó la
vista y lo miró casi sorprendido, primera vez que su padre se dejaba ir a un
comentario tan personal. «No se haga problema, viejo», le dijo levantándose
para cortar todo diálogo.
La
enfermera había bajado la luz del velador y apenas se veía a Mecha. En el sofá,
doña Luisa se quitó las manos de la cara y Lauro la besó en la frente.
—Sigue
lo mismo —dijo doña Luisa—. Sigue todo el tiempo así, hijo. Fijate, fijate cómo
le tiembla la boca, pobrecita, qué estará viendo, Dios mío, cómo puede ser que
esto dure y dure, que esto...
—Mamá.
—Pero
es que no puede ser, Lauro, nadie se da cuenta como yo, nadie comprende que
está todo el tiempo con una pesadilla y que no se despierta...
—Yo
lo sé, mamá, yo también me doy cuenta. Si se pudiera hacer algo, Raimondi lo
habría hecho. Vos no la podés ayudar quedándote aquí, tenés que irte a dormir,
tomar un calmante y dormir.
La
ayudó a levantarse y la acompañó hasta la puerta. «¿Qué fue eso, Lauro?»,
deteniéndose bruscamente. «Nada, mamá, unos tiros lejos, ya sabés». Pero qué
sabía en realidad doña Luisa, para qué hablar más. Ahora sí, ya era tarde,
después de dejarla en su dormitorio tendría que bajar hasta el almacén y desde
ahí llamarlo a Lucero.
No
encontró la campera azul que le gustaba ponerse de noche, anduvo mirando en los
armarios del pasillo por si su madre la hubiera colgado ahí, al final se puso
un saco cualquiera porque hacía fresco. Antes de salir entró un momento en la
pieza de Mecha, casi antes de verla en la penumbra sintió la pesadilla, el
temblor de las manos, la habitante secreta resbalando bajo la piel. Las sirenas
afuera otra vez, no debería salir hasta más tarde, pero entonces el almacén
estaría cerrado y no podría telefonear. Bajo los párpados los ojos de Mecha
giraban como si buscaran abrirse paso, mirarlo, volver de su lado. Le acarició
la frente con un dedo, tenía miedo de tocarla, de contribuir a la pesadilla con
cualquier estímulo de fuera. Los ojos seguían girando en las órbitas y Lauro se
apartó, no sabía por qué pero tenía cada vez más miedo, la idea de que Mecha
pudiera alzar los párpados y mirarlo lo hizo echarse atrás. Si su padre se
había ido a dormir podría telefonear desde la sala bajando la voz, pero el
señor Botto seguía escuchando los comentarios del partido. «Sí, de eso hablan
mucho», pensó Lauro. Se levantaría temprano para telefonearle a Lucero antes de
ir a la facultad. De lejos vio a la enfermera que salía de su dormitorio
llevando algo que brillaba, una jeringa de inyecciones o una cuchara.
Hasta
el tiempo se mezclaba o se perdía en ese esperar continuo, con noches en vela o
días de sueño para compensar, los parientes o amigos que llegaban en cualquier
momento y se turnaban para distraer a doña Luisa o jugar al dominó con el señor
Botto, una enfermera suplente porque la otra había tenido que irse por una
semana de Buenos Aires, las tazas de café que nadie encontraba porque andaban
desparramadas en todas las piezas, Lauro dándose una vuelta cuando podía y
yéndose en cualquier momento, Raimondi que ya ni tocaba el timbre antes de
entrar para la rutina de siempre, no se nota ningún cambio negativo, señor
Botto, es un proceso en el que no se puede hacer más que sostenerla, le estoy
reforzando la alimentación por sonda, hay que esperar. Pero es que sueña todo
el tiempo, doctor, mírela, ya casi no descansa. No es eso, señora Luisa, usted
se imagina que está soñando pero son reacciones físicas, es difícil explicarle
porque en estos casos hay otros factores, en fin, no crea que tiene conciencia
de eso que parece un sueño, a lo mejor por ahí es buen síntoma tanta vitalidad
y esos reflejos, créame que la estoy siguiendo de cerca, usted es la que tiene
que descansar, señora Luisa, venga que le tome la presión.
A
Lauro se le hacía cada vez más difícil volver a su casa con el viaje desde el
centro y todo lo que pasaba en la facultad, pero más por su madre que por Mecha
se aparecía a cualquier hora y se quedaba un rato, se enteraba de lo de
siempre, charlaba con los viejos, les inventaba temas de conversación para
sacarlos un poco del agujero. Cada vez que se acercaba a la cama de Mecha era
la misma sensación de contacto imposible, Mecha tan cerca y como llamándolo,
los vagos signos de los dedos y esa mirada desde adentro, buscando salir, algo
que seguía y seguía, un mensaje de prisionero a través de paredes de piel, su
llamada insoportablemente inútil. Por momentos lo ganaba la histeria, la
seguridad de que Mecha lo reconocía más que a su madre o a la enfermera, que la
pesadilla alcanzaba su peor instante cuando él estaba ahí mirándola, que era
mejor irse enseguida puesto que no podía hacer nada, que hablarle era inútil,
estúpida, querida, dejate de joder, querés, abrí de una vez los ojos y acabala
con ese chiste barato, Mecha idiota, hermanita, hermanita, hasta cuándo nos vas
a estar tomando el pelo, loca de mierda, pajarraca, manda esa comedia al diablo
y vení que tengo tanto que contarte, hermanita, no sabes nada de lo que pasa pero
lo mismo te lo voy a contar, Mecha, porque no entendés nada te lo voy a contar.
Todo pensado como en ráfagas de miedo, de querer aferrarse a Mecha, ni una
palabra en voz alta porque la enfermera o doña Luisa no dejaban nunca sola a
Mecha, y él ahí necesitando hablarle de tantas cosas, como Mecha a lo mejor
estaba hablándole desde su lado, desde los ojos cerrados y los dedos que
dibujaban letras inútiles en las sábanas.
Era
jueves, no porque supieran ya en qué día estaban ni les importara pero la
enfermera lo había mencionado mientras tomaban café en la cocina, el señor
Botto se acordó de que había un noticioso especial, y doña Luisa que su hermana
de Rosario había telefoneado para decir que vendría el jueves o el viernes.
Seguro que los exámenes ya empezaban para Lauro, había salido a las ocho sin
despedirse, dejando un papelito en la sala, no estaba seguro de volver para la
cena, que no lo esperaran por las dudas. No vino para la cena, la enfermera
consiguió por una vez que doña Luisa se fuera temprano a descansar, el señor
Botto se había asomado a la ventana de la sala después del telejuego, se oían
ráfagas de ametralladora por el lado de Plaza Irlanda, de pronto la calma, casi
demasiada, ni siquiera un patrullero, mejor irse a dormir, esa mujer que había
contestado a todas las preguntas del telejuego de las diez era un fenómeno, lo
que sabía de historia antigua, casi como si estuviera viviendo en la época de
Julio César, al final la cultura daba más plata que ser martillero público.
Nadie se enteró de que la puerta no iba a abrirse en toda la noche, que Lauro
no estaba de vuelta en su pieza, por la mañana pensaron que descansaba todavía
después de algún examen o que estudiaba antes del desayuno, solamente a las
diez se dieron cuenta de que no estaba. «No te hagas problema», dijo el señor
Botto, «seguro que se quedó festejando algo con los amigos». Para doña Luisa
era la hora de ayudarla a la enfermera a lavar y cambiar a Mecha, el agua
templada y la colonia, algodones y sábanas, ya mediodía y Lauro, pero es raro,
Eduardo, cómo no telefoneó por lo menos, nunca hizo eso, la vez de la fiesta de
fin de curso llamó a las nueve, te acordás, tenía miedo de que nos
preocupáramos y eso que era más chico. «El pibe andará loco con los exámenes»,
dijo el señor Botto, «vas a ver que llega de un momento a otro, siempre aparece
para el noticioso de la una». Pero Lauro no estaba a la una, perdiéndose las
noticias deportivas y el flash sobre otro atentado subversivo frustrado por la
rápida intervención de las fuerzas del orden, nada nuevo, temperatura en
paulatino descenso, lluvias en la zona cordillerana.
Era
más de las siete cuando la enfermera vino a buscar a doña Luisa que seguía
telefoneando a los conocidos, el señor Botto esperaba que un comisario amigo lo
llamara para ver si se había sabido algo, a cada minuto le pedía a doña Luisa
que dejara la línea libre pero ella seguía buscando en el carnet y llamando a
gente conocida, capaz que Lauro se había quedado en casa del tío Fernando o
estaba de vuelta en la facultad para otro examen. «Dejá quieto el teléfono, por
favor», pidió una vez más el señor Botto, «no te das cuenta de que a lo mejor
el pibe está llamando justamente ahora y todo el tiempo le da ocupado, qué
querés que haga desde un teléfono público, cuando no están rotos hay que
dejarle el turno a los demás». La enfermera insistía y doña Luisa fue a ver a
Mecha, de repente había empezado a mover la cabeza, cada tanto la giraba
lentamente a un lado y al otro, había que arreglarle el pelo que le caía por la
frente. Avisar en seguida al doctor Raimondi, difícil ubicarlo a fin de tarde
pero a las nueve su mujer telefoneó para decir que llegaría enseguida. «Va a
ser difícil que pase», dijo la enfermera que volvía de la farmacia con una caja
de inyecciones, «cerraron todo el barrio no se sabe por qué, oigan las
sirenas». Apartándose apenas de Mecha que seguía moviendo la cabeza como en una
lenta negativa obstinada, doña Luisa llamó al señor Botto, no, nadie sabía
nada, seguro que el pibe tampoco podía pasar pero a Raimondi lo dejarían por la
chapa de médico.
—No
es eso, Eduardo, no es eso, seguro que le ha ocurrido algo, no puede ser que a
esta hora sigamos sin saber nada, Lauro siempre...
—Mirá,
Luisa —dijo el señor Botto—, fijate cómo mueve, la mano y también el brazo,
primera vez que mueve el brazo, Luisa, a lo mejor...
—Pero
si es peor que antes, Eduardo, no te das cuenta de que sigue con las
alucinaciones, que se está como defendiendo de... Hágale algo, Rosa, no la deje
así, yo voy a llamar a los Romero que a lo mejor tienen noticias, la chica
estudiaba con Lauro, por favor póngale una inyección, Rosa, ya vuelvo, o mejor
llamá vos, Eduardo, preguntales, andá en seguida.
En
la sala el señor Botto empezó a discar y se paró, colgó el tubo. Capaz que
justamente Lauro, qué iban a saber los Romero de Lauro, mejor esperar otro
poco. Raimondi no llegaba, lo habrían atajado en la esquina, estaría dando
explicaciones, Rosa no podía darle otra inyección a Mecha, era un calmante
demasiado fuerte, mejor esperar hasta que llegara el doctor. Inclinada sobre
Mecha, apartándole el pelo que le tapaba los ojos inútiles, doña Luisa empezó a
tambalearse, Rosa tuvo el tiempo justo para acercarle una silla, ayudarla a
sentarse como un peso muerto. La sirena crecía viniendo del lado de Gaona cuando
Mecha abrió los párpados, los ojos velados por la tela que se había ido
depositando durante semanas se fijaron en un punto del cielo raso, derivaron
lentamente hasta la cara de doña Luisa que gritaba, que se apretaba el pecho
con las manos y gritaba. Rosa luchó por alejarla, llamando desesperada al señor
Botto que ahora llegaba y se quedaba inmóvil a los pies de la cama mirando a
Mecha, todo como concentrado en los ojos de Mecha que pasaban poco a poco de
doña Luisa al señor Botto, de la enfermera al cielo raso, las manos de Mecha
subiendo lentamente por la cintura, resbalando para juntarse en lo alto, el
cuerpo estremeciéndose en un espasmo porque acaso sus oídos escuchaban ahora la
multiplicación de las sirenas, los golpes en la puerta que hacían temblar la
casa, los gritos de mando y el crujido de la madera astillándose después de la
ráfaga de ametralladora, los alaridos de doña Luisa, el envión de los cuerpos
entrando en montón, todo como a tiempo para el despertar de Mecha, todo tan a
tiempo para que terminara la pesadilla y Mecha pudiera volver por fin a la
realidad, a la hermosa vida.
Diario para un cuento
2
de febrero. 1982.
A
veces, cuando me va ganando como una cosquilla de cuento, ese sigiloso y
creciente emplazamiento que me acerca poco a poco y rezongando a esta Olympia
Traveller de Luxe (de luxe no tiene nada la pobre, pero en cambio ha traveleado
por los siete profundos mares azules aguantándose cuanto golpe directo o
indirecto puede recibir una portátil metida en una valija entre pantalones, botellas
de ron y libros), así a veces, cuando
cae la noche y pongo una hoja en blanco en el rodillo y enciendo un Gitane y me
trato de estúpido, (¿para qué un cuento,
al fin y al cabo, por qué no abrir un libro de otro cuentista, o escuchar uno
de mis discos?), pero a veces, cuando ya no puedo hacer otra cosa que empezar
un cuento como quisiera empezar éste, justamente entonces me gustaría ser
Adolfo Bioy Casares.
Quisiera
ser Bioy porque siempre lo admiré como escritor y lo estimé como persona,
aunque nuestras timideces respectivas no ayudaron a que llegáramos a ser
amigos, aparte de otras razones de peso, entre ellas un océano temprana y
literalmente tendido entre los dos. Sacando la cuenta lo mejor posible creo que
Bioy y yo sólo nos hemos visto tres veces en esta vida. La primera en un
banquete de la Cámara Argentina del Libro, al que tuve que asistir porque en
los años cuarenta yo era el gerente de esa asociación, y en cuanto a él vaya a
saber por qué, y en el curso del cual nos presentamos por encima de una fuente
de ravioles, nos sonreímos con simpatía, y nuestra conversación se redujo a que
en algún momento él me pidió que le pasara el salero. La segunda vez Bioy vino
a mi casa en París y me sacó unas fotos cuya razón de ser se me escapa aunque
no así el buen rato que pasamos hablando de Conrad, creo. La última vez fue
simétrica y en Buenos Aires, yo fui a cenar a su casa y esa noche hablamos
sobre todo de vampiros. Desde luego en ninguna de las tres ocasiones hablamos
de Anabel, pero no es por eso que ahora quisiera ser Bioy sino porque me
gustaría tanto poder escribir sobre Anabel como lo hubiera hecho él si la
hubiera conocido y si hubiera escrito un cuento sobre ella. En ese caso Bioy
hubiera hablado de Anabel como yo seré incapaz de hacerlo, mostrándola desde
cerca y hondo y a la vez guardando esa distancia, ese desasimiento que decide
poner (no puedo pensar que no sea una decisión) entre algunos de sus personajes
y el narrador. A mí me va a ser imposible, y no porque haya conocido a Anabel
puesto que cuando invento personajes tampoco consigo distanciarme de ellos
aunque a veces me parezca tan necesario como al pintor que se aleja del
caballete para abrazar mejor la totalidad de su imagen y saber dónde debe dar
las pinceladas definitorias. Me será imposible porque siento que Anabel me va a
invadir de entrada como cuando la conocí en Buenos Aires al final de los años
cuarenta, y aunque ella sería incapaz de imaginar este cuento —si vive, si
todavía anda por ahí, vieja como yo—, lo mismo va a hacer todo lo necesario
para impedirme que lo escriba como me hubiera gustado, quiero decir un poco
como hubiera sabido escribirlo Bioy si hubiera conocido a Anabel.
3 de
febrero
¿Por
eso estas notas evasivas, estas vueltas del perro alrededor del tronco? Si Bioy
pudiera leerlas se divertiría bastante, y nomás que para hacerme rabiar uniría
en una cita literaria las referencias de tiempo, lugar y nombre que según él la
justificarían. Y así, en su perfecto inglés,
It was
many and many years ago.
In a
kingdom by the sea,
That a
maiden there lived whom you may know
By the
name of Annabel Lee.
—Bueno
—hubiera dicho yo—, empecemos porque era una república y no un reino en ese
tiempo, pero además Anabel escribía su nombre con una sola ene, sin contar que many
and many years ago había dejado de ser una maiden, no por culpa de
Edgar Allan Poe sino de un viajante de comercio de Trenque Lauquen que la
desfloró a los trece años. Sin hablar de que además se llamaba Flores y no Lee,
y que hubiera dicho desvirgar en vez de la otra palabra de la que desde luego
no tenía idea.
4
de febrero
Curioso
que ayer no pude seguir escribiendo (me refiero a la historia del viajante de
comercio), quizá precisamente porque sentí la tentación de hacerlo y ahí nomás
Anabel, su manera de contármelo. ¿Cómo hablar de Anabel sin imitarla, es decir
sin falsearla? Sé que es inútil, que si entro en esto tendré que someterme a su
ley, y que me falta el juego de piernas y la noción de distancia de Bioy para
mantenerme lejos y marcar puntos sin dar demasiado la cara. Por eso juego
estúpidamente con la idea de escribir todo lo que no es de veras el cuento (de
escribir todo lo que no sería Anabel, claro), y por eso el lujo de Poe y las
vueltas en redondo, como ahora las ganas de traducir ese fragmento de Jacques
Derrida que encontré anoche en La venté en peinture y que no
tiene absolutamente nada que ver con todo esto pero que se le aplica lo mismo
en una inexplicable relación analógica, como esas piedras semipreciosas cuyas
facetas revelan paisajes identificables, castillos o ciudades o montañas
reconocibles. El fragmento es de difícil comprensión, como se acostumbra chez
Derrida, y lo traduzco un poco a la que te criaste (pero él también escribe
así, sólo que parece que lo criaron mejor):
«no
(me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro
objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Y sin
embargo amo: no, es todavía demasiado, es todavía interesarse sin duda en la
existencia. No amo pero me complazco en eso que no me interesa, por lo menos en
eso que es igual que ame o no. Ese placer que tomo, no lo tomo, antes bien lo
devolvería, yo devuelvo lo que tomo, recibo lo que devuelvo, no tomo lo que
recibo. Y sin embargo me lo doy. ¿Puedo decir que me lo doy? Es tan universalmente
subjetivo —en la pretensión de mi juicio y del sentido común— que sólo puede
venir de un puro afuera. Inasimilable. En último término, este placer que me
doy o al cual más bien me doy, por el cual me doy, ni siquiera lo experimento,
si experimentar quiere decir sentir: fenomenalmente, empíricamente, en el
espacio y en el tiempo de mi existencia interesada o interesante. Placer cuya
experiencia es imposible. No lo tomo, no lo recibo, no lo devuelvo, no lo doy,
no me lo doy jamás porque yo (yo, sujeto existente) no tengo jamás
acceso a lo bello en tanto que tal. En tanto que existo no tengo jamás placer
puro».
Derrida
está hablando de alguien que enfrenta algo que le parece bello, y de ahí sale
todo eso; yo enfrento una nada, que es este cuento no escrito, un hueco de
cuento, un embudo de cuento, y de una manera que me sería imposible comprender
siento que eso es Anabel, quiero decir que hay Anabel aunque no haya cuento. Y
el placer reside en eso, aunque no sea un placer y se parezca a algo como una
sed de sal, como un deseo de renunciar a toda escritura mientras escribo (entre
tantas otras cosas porque no soy Bioy y no conseguiré nunca hablar de Anabel
como creo que debería hacerlo).
Por
la noche
Releo
el pasaje de Derrida, verifico que no tiene nada que ver con mi estado de ánimo
e incluso mis intenciones; la analogía existe de otra manera, parecería estar
entre la noción de belleza que propone ese pasaje y mi sentimiento de Anabel;
en los dos casos hay un rechazo a todo acceso, a todo puente, y si el que habla
en el pasaje de Derrida no tiene jamás ingreso en lo bello en tanto que tal, yo
que hablo en mi nombre (error que no hubiera cometido nunca Bioy), sé
penosamente que jamás tuve y jamás tendré acceso a Anabel como Anabel, y que
escribir ahora un cuento sobre ella, un cuento de alguna manera de ella,
es imposible. Y así al final de la analogía vuelvo a sentir su principio, la
iniciación del pasaje de Derrida que leí anoche y me cayó como una prolongación
exasperante de lo que estaba sintiendo aquí frente a la Olympia, frente a la
ausencia del cuento, frente a la nostalgia de la eficacia de Bioy. Justo al
principio: «No (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía,
ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por
nada». El mismo enfrentamiento desesperado contra una nada desplegándose en una
serie de subnadas, de negativas del discurso; porque hoy, después de tantos
años, no me queda ni Anabel, ni la existencia de Anabel, ni mi existencia con
relación a la suya, ni el puro objeto de Anabel, ni mi puro sujeto de entonces
frente a Anabel en la pieza de la calle Reconquista, ni ningún interés de
ninguna naturaleza por nada, puesto que todo eso se fue consumando many and
many years ago. en un país que es hoy mi fantasma o yo el suyo, en un
tiempo que hoy es como la ceniza de estos Gitanes acumulándose día a día hasta
que madame Perrin venga a limpiarme el departamento.
6 de
febrero
Esta
foto de Anabel, puesta como señalador en nada menos que una novela de Onetti y
que reapareció por mera acción de la gravedad en una mudanza de hace dos años,
sacar una brazada de libros viejos de la estantería y ver asomar la foto,
tardar en reconocer a Anabel.
Creo
que se le parece bastante aunque le extraño el peinado, cuando vino por primera
vez a mi oficina llevaba el pelo recogido, me acuerdo por puro coágulo de
sensaciones que yo estaba metido hasta las orejas en la traducción de una
patente industrial. De todos los trabajos que me tocaba aceptar, y en realidad
tenía que aceptarlos todos mientras fueran traducciones, los peores eran las
patentes, había que pasarse horas trasvasando la explicación detallada de un
perfeccionamiento en una máquina eléctrica de coser o en las turbinas de los
barcos, y desde luego yo no entendía absolutamente nada de la explicación y
casi nada del vocabulario técnico, de modo que avanzaba palabra a palabra
cuidando de no saltarme un renglón pero sin la menor idea de lo que podía ser
un árbol helicoidal hidrovibrante que respondía magnéticamente a los tensores
1, 1' y 1" (dibujo 14). Seguro que Anabel había golpeado en la puerta y no
la oí, cuando levanté los ojos estaba al lado de mi escritorio y lo que más se
veía de ella era la cartera de hule brillante y unos zapatos que no tenían nada
que ver con las once de la mañana de un día hábil en Buenos Aires.
Por
la tarde
¿Estoy
escribiendo el cuento o siguen los aprontes para probablemente nada? Viejísima,
nebulosa madeja con tantas puntas, puedo tirar de cualquiera sin saber lo que
va a dar; la de esta mañana tenía un aire cronológico, la primera visita de
Anabel. Seguir o no seguir esas hebras: me aburre lo consecutivo pero tampoco
me gustan los flashbacks gratuitos que complican tanto cuento y tanta película.
Si vienen por su cuenta, de acuerdo; al fin y al cabo quién sabe lo que es
realmente el tiempo; pero nunca decidirlos como plan de trabajo. De la foto de
Anabel tendría que haber hablado después de otras cosas que le dieran más
sentido, aunque tal vez por algo asomó así, como ahora el recuerdo del papel
que una tarde encontré clavado con un alfiler en la puerta de la oficina, ya
nos conocíamos bien y aunque profesionalmente el mensaje podía perjudicarme
ante los clientes respetables, me hizo una gracia infinita leer no estás, desgraciado, vuelvo a la tarde (las
comas las agrego yo, y no debería hacerlo pero ésa es la educación). Al final
ni siquiera vino, porque a la tarde empezaba su trabajo del que nunca tuve una
idea detallada pero que en conjunto era lo que los diarios llamaban el ejercicio
de la prostitución. Ese ejercicio cambiaba bastante rápidamente para Anabel en
la época en que alcancé a hacerme una idea de su vida, casi no pasaba una
semana sin que por ahí me soltara una mañana no nos vemos porque en el Fénix
necesitan una copera por una semana y pagan bien, o me dijera entre dos
suspiros y una mala palabra que el yiro andaba flojo y que iba a tener que
meterse unos días en lo de la Chempe para poder pagar la pieza a fin de mes.
La
verdad es que nada parecía durarle a Anabel (y a las otras chicas), ni siquiera
la correspondencia con los marineros, me había bastado un poco de práctica en
el oficio para calcular que el promedio en casi todos los casos era de dos o
tres cartas, cuatro con suerte, y verificar que el marinero se cansaba o se
olvidaba pronto de ellas o viceversa, aparte de que mis traducciones debían de
carecer de suficiente libido o arrastre sentimental y los marineros por su lado
no eran lo que se llama hombres de pluma, de modo que todo se acababa rápido.
Qué mal estoy explicando todo esto, también a mí me cansa escribir, echar
palabras como perros buscando a Anabel, creyendo por momento que van a
traérmela tal como era, tal como éramos many and many years ago.
8
de febrero
Lo
que es peor, me cansa releer para encontrar una hilación, y además esto no es
el cuento, de manera que entonces Anabel entró aquella mañana en mi oficina de
San Martín casi esquina Corrientes, y me acuerdo más de la cartera de hule y
los zapatos con plataforma de corcho que de su cara ese día (es cierto que las
caras de la primera vez no tienen nada que ver con la que está esperando en el
tiempo y la costumbre). Yo trabajaba en el viejo escritorio que había heredado
un año antes junto con toda la vejez de la oficina y que todavía no me sentía
con ánimos de renovar, y estaba llegando a una parte especialmente abstrusa de
la patente, avanzando frase a frase rodeado de diccionarios técnicos y una
sensación de estarlos estafando a Marval y O'Donnell que me pagaban las
traducciones. Anabel fue como la entrada trastornante de una gata siamesa en
una sala de computadoras, y se hubiera dicho que lo sabía porque me miró casi
con lástima antes de decirme que su amiga Marucha le había dado mi dirección.
Le pedí que se sentara, y por puro chiqué seguí traduciendo una frase en la que
una calandria de calibre intermedio establecía una misteriosa confraternidad
con un cárter antimagnético blindado X2. Entonces ella sacó un cigarrillo
rubio y yo uno negro, y aunque me bastaba el nombre de Marucha para que todo
estuviera claro, lo mismo la dejé hablar.
9 de
febrero
Resistencia
a construir un diálogo que tendría más de invención que de otra cosa. Me
acuerdo sobre todo de los clisés de Anabel, de su manera de decirme «joven» o
«señor» alternadamente, de decir «una suposición», o dejar caer un «ah, si le
cuento». De fumar también por clisé, soltando el humo de un solo golpe casi
antes de haberlo absorbido. Me traía una carta de un tal William, fechada en
Tampico un mes antes, que le traduje en voz alta antes de ponérsela por escrito
como me lo pidió en seguida. «Por si se me olvida algo», dijo Anabel, sacando
cinco pesos para pagarme. Le dije que no valía la pena, mi ex socio había
fijado esa tarifa absurda en los tiempos en que trabajaba solo y había empezado
a traducirles a las minas del bajo las cartas de sus marineros y lo que ellas
les contestaban. Yo le había dicho: «¿Por qué les cobra tan poco? O más o nada
seria mejor, total no es su trabajo, usted lo hace por bondad». Me explicó que
ya estaba demasiado viejo como para resistir al deseo de acostarse de cuando en
cuando con alguna de ellas, y que por eso aceptaba traducirles las cartas para
tenerlas más a tiro, pero que si no les hubiera cobrado ese precio simbólico se
habrían convertido todas en unas madame de Sévigné y eso ni hablar. Después mi
socio se fue del país y yo heredé la mercadería, manteniéndola dentro de las
mismas líneas por inercia. Todo iba muy bien, Marucha y las otras (había cuatro
entonces) me juraron que no le pasarían el santo a ninguna más, y el promedio
era de dos por mes, con carta a leerles en español y carta a escribirles en
inglés (más raramente en francés). Entonces por lo visto a Marucha se le olvidó
el juramento, y balanceando su absurda cartera de hule reluciente entró Anabel.
10
de febrero
Esos
tiempos: el peronismo ensordeciéndome a puro altoparlante en el centro, el
gallego portero llegando a mi oficina con una foto de Evita y pidiéndome de
manera nada amable que tuviera la amabilidad de fijarla en la pared (traía las
cuatro chinches para que no hubiera pretextos). Walter Gieseking daba una serie
de admirables recitales en el Colón, y José María Gatica caía como una bolsa de
papas en un ring de Estados Unidos. En mis ratos libres yo traducía Vida y
cartas de John Keats, de Lord Houghton; en los todavía más libres pasaba
buenos ratos en La Fragata, casi enfrente de mi oficina, con amigos abogados a
quienes también les gustaba el Demaría bien batido. A veces Susana…
Es
que no es fácil seguir, me voy hundiendo en recuerdos y a la vez queriendo
huirles, exorcizarlos escribiéndolos (pero entonces hay que asumirlos de lleno
y ésa es la cosa). Pretender contar desde la niebla, desde cosas deshilachadas
por el tiempo (y qué irrisión ver con tanta claridad la cartera negra de
Anabel, oír nítidamente su «gracias, joven», cuando le terminé la carta para
William y le di el vuelto de diez pesos). Sólo ahora sé de veras lo que pasa, y
es que nunca supe gran cosa de lo que había pasado, quiero decir las razones
profundas de ese tango barato que empezó con Anabel, desde Anabel. Cómo
entender de veras esa anécdota de milonga en la que había una muerte de por
medio y nada menos que un frasco de veneno, no era a un traductor público con
oficina y chapa de bronce en la puerta a quien Anabel le iba a decir toda la
verdad, suponiendo que la supiera. Como con tantas otras cosas en ese tiempo,
me manejé entre abstracciones, y ahora al final del camino me pregunto cómo
pude vivir en esa superficie bajo la cual resbalaban y se mordían las criaturas
de la noche porteña, los grandes peces de ese río turbio que yo y tantos otros
ignorábamos. Absurdo que ahora quiera contar algo que no fui capaz de conocer
bien mientras estaba sucediendo, como en una parodia de Proust pretendo entrar
en el recuerdo como no entré en la vida para al fin vivirla de veras. Pienso
que lo hago por Anabel, finalmente quisiera escribir un cuento capaz de
mostrármela de nuevo, algo en que ella misma se viera como no creo que se haya
visto en ese entonces, porque también Anabel se movía en el aire espeso y sucio
de un Buenos Aires que la contenía y a la vez la rechazaba como a una sobra
marginal, lumpen de puerto y pieza de mala muerte dando a un corredor al que
daban tantas piezas de tantos otros lumpens, donde se oían tantos tangos al
mismo tiempo mezclándose con broncas, quejidos, a veces risas, claro que a
veces risas cuando Anabel y Marucha se contaban chistes o porquerías entre dos
mates o una cerveza nunca lo bastante fría. Poder arrancar a Anabel de esa
imagen confusa y manchada que me queda de ella, como a veces las cartas de
William le llegaban confusas y manchadas y ella me las ponía en la mano como si
me alcanzara un pañuelo sucio.
11
de febrero
Entonces
esa mañana me enteré de que el carguero de William había estado una semana en
Buenos Aires y que ahora llegaba la primera carta de William desde Tampico
acompañando el clásico paquete con los regalos prometidos, slips de nilón, una
pulsera fosforescente y un frasquito de perfume. Nunca había muchas diferencias
en las cartas de los amigos de las chicas y sus regalos, ellas pedían sobre
todo ropas de nilón que en esa época era difícil conseguir en Buenos Aires, y
ellos mandaban los regalos con mensajes casi siempre románticos en los que por
ahí irrumpían referencias tan concretas que se me hacía difícil traducírselas
en voz alta a las chicas que, por supuesto, me dictaban cartas o me daban
borradores llenos de nostalgias, noches de baile y pedidos de medias cristal y
blusas color tango. Con Anabel era lo mismo, apenas acabé de traducirle la carta
de William se puso a dictarme la respuesta, pero yo conocía esa clientela y le
pedí que me indicara solamente los temas, de la redacción me ocuparía más
tarde. Anabel se me quedó mirando, sorprendida.
—Es
el sentimiento —dijo—. Tiene que poner mucho sentimiento.
—Por
supuesto, quédese tranquila y dígame lo que tengo que contestar.
Fue
el nimio catálogo de siempre, acuse de recibo, ella estaba bien pero cansada,
cuándo volvía William, que le escribiera por lo menos una postal desde cada
puerto, que le dijera a un tal Perry que no se olvidara de mandar la foto que
les había sacado juntos en la costanera. Ah, y que le dijera que lo de la Dolly
seguía igual.
—Si
no me explica un poco esto... —empecé.
—Dígale
nomás así, que lo de la Dolly sigue lo mismo. Y al final dígale, bueno, ya
sabe, que sea con sentimiento, si me entiende.
—Claro,
no se preocupe.
Quedó
en pasar al otro día y cuando vino firmó la carta después de mirarla un
momento, se la veía capaz de entender bastantes palabras, se detenía algo en
uno que otro párrafo, después firmó y me mostró un papelito donde William había
puesto fechas y puertos. Decidimos que lo mejor era mandarle la carta a
Oakland, y ya para entonces se había roto el hielo y Anabel me aceptaba el
primer cigarrillo y me miraba escribir el sobre, apoyada en el borde del
escritorio y canturreando alguna cosa. Una semana después me trajo un borrador
para que yo le escribiera urgente a William, parecía ansiosa y me pidió que le
hiciera enseguida la carta, pero yo estaba tapado de partidas de nacimiento
italianas y le prometí escribirla esa tarde, firmarla por ella y despacharla al
salir de la oficina. Me miró como dudando, pero después dijo bueno y se fue. A
la mañana siguiente se apareció a las once y media para estar segura de que yo
había mandado la carta. Fue entonces cuando la besé por primera vez y quedamos
en que iría a su casa al salir del trabajo.
12
de febrero
No
era que me gustaran particularmente las chicas del bajo en ese entonces, me
movía en el cómodo pequeño mundo de una relación estable con alguien a quien
llamaré Susana y calificaré de kinesióloga, solamente que a veces ese mundo me
resultaba demasiado pequeño y demasiado confortable, entonces había como una
urgencia de sumersión, una vuelta a tiempos adolescentes con caminatas
solitarias por los barrios del sur, copas y elecciones caprichosas, breves
interludios quizá más estéticos que eróticos, un poco como la escritura de este
párrafo que releo y que debería tachar pero que guardaré porque así ocurrían
las cosas, eso que he llamado sumersión, ese encanallamiento objetivamente
innecesario puesto que Susana, puesto que T. S. Eliot, puesto que Wilhelm
Backhaus, y sin embargo, sin embargo.
13
de febrero
Ayer
me encabroné contra mí mismo, es divertido pensarlo ahora. De todas maneras lo
sabía desde el comienzo, Anabel no me dejará escribir el cuento porque en
primer lugar no será un cuento y luego porque Anabel hará (como lo hizo
entonces sin saberlo, pobrecita), todo lo que pueda por dejarme solo delante de
un espejo. Me basta releer este diario para sentir que ella no es más que una
catalizadora que busca arrastrarme al fondo mismo de cada página que por eso no
escribo, al centro del espejo donde hubiera querido verla a ella y en cambio
aparece un traductor público nacional debidamente diplomado, con su Susana
previsible y hasta cacofónica, sususana, por qué no la habré llamado Amalia o
Berta. Problemas de escritura, no cualquier nombre se presta a... (¿Vas a
seguir?).
Por
la noche
De
la pieza de Anabel en Reconquista al quinientos preferiría no acordarme, sobre
todo quizá porque sin que ella pudiese saberlo esa pieza quedaba muy cerca de
mi departamento en un piso doce y con ventanas dando a una espléndida vista del
río color de león. Me acuerdo (increíble que me acuerde de cosas así) que al
citarme con ella estuve tentado de decirle que mejor viniera a mi bulín donde
tendríamos whisky bien helado y una cama como a mí me gustan, y que me contuvo
la idea de que Fermín el portero con más ojos que Argos la viera entrar o salir
del ascensor y mi crédito con él se viniese abajo, él que saludaba casi
conmovido a Susana cuando nos veía salir o llegar juntos, él que sabía
distinguir en materia de maquillajes, tacos de zapatos y carteras. Me arrepentí
apenas empecé a subir la escalera, y estuve a punto de dar media vuelta cuando
salí al corredor al que daban no sé cuántas piezas, victrolas y perfumes. Pero
ya Anabel me estaba sonriendo desde la puerta de su cuarto, y además había
whisky aunque no estuviera helado, había las obligatorias muñecas pero también
una reproducción de un cuadro de Quinquela Martín. La ceremonia se cumplió sin
apuro, bebimos sentados en el sofá y Anabel quiso saber cuándo había conocido a
Marucha y se interesó por mi antiguo socio del que las otras minas le habían hablado.
Cuando le puse una mano en el muslo y la besé en la oreja, me sonrió con
naturalidad y se levantó para retirar el cobertor rosa de la cama. Su sonrisa
al despedirnos, cuando dejé unos billetes debajo de un cenicero, siguió siendo
la misma, una aceptación desapegada que me conmovió por lo sincera, otros
hubieran dicho que por lo profesional. Sé que me fui sin hablarle como había
pensado hacerlo de su última carta a William, qué me importaban los líos al fin
y al cabo, también yo podía sonreírle como ella me había sonreído, también yo
era un profesional.
16
de febrero
Inocencia
de Anabel, como ese dibujo que hizo un día en mi oficina mientras yo la tenía
esperando por culpa de una traducción urgente, y que debe andar perdido dentro
de algún libro hasta que tal vez asome como su foto en una mudanza o una
relectura. Dibujo con casitas suburbanas y dos o tres gallinas picoteando en la
vereda. ¿Pero quién habla de inocencia? Fácil tildar a Anabel por esa
ignorancia que la llevaba como resbalando de una cosa a otra; de golpe, debajo,
tangible tantas veces en la mirada o en las decisiones, la entrevisión de algo
que se me escapaba, de eso que la misma Anabel llamaba un poco dramáticamente
«la vida», y que para mí era un territorio vedado que sólo la imaginación o
Roberto Arlt podían darme vicariamente. (Me estoy acordando de Hardoy, un
abogado amigo, que a veces se metía en turbios episodios suburbanos por mera
nostalgia de algo que en el fondo sabía imposible, y de donde volvía sin haber
participado de veras, mero testigo como yo testigo de Anabel. Sí, los
verdaderos inocentes éramos los de corbata y tres idiomas; en todo caso Hardoy
como buen abogado apreciaba su función de testigo presencial, la veía casi como
una misión. Pero no es él sino yo quien quisiera escribir este cuento sobre
Anabel).
1 7 de
febrero
No
le llamaré intimidad, para eso hubiera tenido que ser capaz de darle a Anabel
lo que ella me daba tan naturalmente, hacerla subir a mi casa por ejemplo,
crear una paridad aceptable aunque siguiera teniendo con ella una relación
tarifada entre cliente regular y mujer de la vida. En ese entonces no pensé
como lo estoy pensando ahora que Anabel no me reprochó nunca que la mantuviera
estrictamente al borde; debía parecerle la ley del juego, algo que no excluía
una amistad suficiente como para llenar con risas y bromas los huecos fuera de
la cama, que son siempre los peores. Mi vida la tenía perfectamente sin cuidado
a Anabel, sus raras preguntas eran del género de: «¿Vos tuviste un perrito de
chico?», o: «¿Siempre te cortaste el pelo tan corto?» Yo ya estaba bastante al
tanto de lo de la Dolly y de Marucha, de cualquier cosa en la vida de Anabel,
mientras ella seguía sin saber y sin importársele que yo tuviera una hermana o
un primo, barítono este último. A Marucha la conocía de antes por lo de las
cartas, y a veces en el café de Cochabamba me encontraba con ella y con Anabel
para tomar cerveza (importada). Por una de las cartas a William me había
enterado de las broncas entre Marucha y la Dolly, pero lo que llamaré el asunto
del frasquito no se puso serio hasta bastante después, al principio era para
reírse de tanta inocencia (¿he hablado de la inocencia de Anabel? Me aburre
releer este diario que me está ayudando cada vez menos a escribir el cuento),
porque Anabel que era carne y uña con Marucha le había contado a William que la
Dolly le seguía sacando los mejores puntos a Marucha, tipos de guita y hasta
uno que era hijo de un comisario como en el tango, le hacía la vida imposible
en lo de la Chempe y visiblemente aprovechaba que a Marucha se le estaba
cayendo un poco el pelo, que tenía problemas de incisivos y que en la cama,
etcétera. Todo eso Marucha se lo lloraba a Anabel, a mí menos porque tal vez no
me tenía tanta confianza, yo era el traductor y gracias, dice que sos fenómeno,
me confiaba Anabel, vos le interpretas todo tan bien, el cocinero de ese buque
francés hasta le manda más regalitos que antes, Marucha piensa que debe ser por
el sentimiento que ponés.
—¿Y
a vos no te mandan más?
—No,
che. Seguro que de puro celos escribís angosto.
Decía
cosas así, y nos reíamos tanto. Incluso riéndose me contó lo del frasquito que
ya una o dos veces había aparecido en el temario para las cartas a William sin
que yo hiciera preguntas porque dejarla venir sola era uno de mis placeres. Me
acuerdo que me lo contó en su pieza mientras abríamos una botella de whisky
después de habernos ganado el derecho al trago.
—Te
juro, me quedé dura. Siempre me pareció un poco plantado, a lo mejor porque no
le entiendo mucho la parla y eso que al final él siempre se hace entender.
Claro, no lo conoces, si le vieras esos ojos que tiene, como un gato amarillo,
le queda bien porque es un tipo de pinta, cuando sale se pone unos trajes que
si te cuento, aquí nunca se ven géneros así, sintéticos me entendés.
—¿Pero
qué te dijo?
—Que
cuando vuelva me va a traer un frasquito. Me lo dibujó en la servilleta y
arriba puso una calavera y dos huesos cruzados. ¿Me seguís ahora?
—Te
sigo, pero no entiendo por qué. ¿Vos le hablaste de la Dolly?
—Claro,
la noche que él me vino a buscar cuando llegó el barco, Marucha estaba conmigo,
lloraba y devolvía la comida, yo tuve que agarrarla para que no saliera ahí
nomás a cortarle la cara a la Dolly. Fue justo cuando supo que la Dolly le
había sacado al viejo de los jueves, andá a saber lo que esa hija de puta le
dijo de Marucha, a lo mejor lo del pelo que en una de ésas era algo contagioso.
Con William le dimos femé y la acostamos en esta misma cama, se quedó dormida y
así pudimos salir a bailar. Yo le conté todo lo de la Dolly, seguro que
entendió porque eso sí, me entiende todo, me clava los ojos amarillos y
solamente le tengo que repetir algunas cosas.
—Espera
un poco, mejor nos tomamos otro scotch esta tarde todo ha sido doble —le
dije dándole un chirlo, y nos reímos porque ya el primero había estado bien
cargadito—. ¿Y vos qué hiciste?
—¿Te
crees que soy tan paparula? Que no, claro, le rompí la servilleta a pedacitos
para que comprendiera. Pero él dale con el frasquito, que me lo iba a mandar
para que Marucha se lo pusiera en un copetín. In a drink, dijo. Me
dibujó a un cana en otra servilleta y después lo tachó con una cruz, eso quería
decir que no sospecharían de nada.
—Perfecto
—dije yo—, ese yanqui se cree que aquí los médicos forenses son unos felipones.
Hiciste bien, nena, cuantimás que el frasquito ese iba a pasar por tus manos.
—Eso.
(No
me acuerdo, cómo podría acordarme de ese diálogo. Pero fue así, lo
escribo escuchándolo, o lo invento copiándolo, o lo copio inventándolo.
Preguntarse de paso si no será eso la literatura).
19
de febrero
Pero
a veces no es así sino algo mucho más sutil. A veces se entra en un sistema de
paralelas, de simetrías, y a lo mejor por eso hay momentos y frases y sucesos
que se fijan para siempre en una memoria que no tiene demasiados méritos (la
mía en todo caso) puesto que olvida tanta cosa más importante.
No,
no siempre hay invención o copia. Anoche pensé que tenía que seguir escribiendo
todo esto sobre Anabel, que a lo mejor me llevaría al cuento como verdad
última, y de golpe fue otra vez la pieza de Reconquista, el calor de febrero o
marzo, el riojano con los discos de Alberto Castillo al otro lado del corredor,
ese tipo no acababa nunca de despedirse de su famosa pampa, hasta Anabel
empezaba a hincharse y eso que ella para la música, adióóós pááámpa mííía, y
Anabel sentada desnuda en la cama y acordándose de su pampa allá por Trenque
Lauquen. Tanto lío que arma ése por la pampa, Anabel despectiva encendiendo un
cigarrillo, tanto joder por una mierda llena de vacas. Pero Anabel, yo te creía
más patriótica, hijita. Una pura mierda aburrida, che, yo creo que si no vengo
a Buenos Aires me tiro a un zanjón. Poco a poco los recuerdos confirmatorios y
de golpe, como si le hiciese falta contármelo, la historia del viajante de comercio,
casi no había empezado cuando sentí que eso yo ya lo sabía, que eso ya me lo
habían contado. La fui dejando hablar como a ella le hacía falta hablarme (a
veces el frasquito, ahora el viajante), pero dé alguna manera yo no estaba ahí
con ella, lo que me estaba contando me venía de otras voces y otros ámbitos con
perdón de Capote,
me venía de un comedor en el hotel del polvoriento Bolívar, ese pueblo
pampeano donde había vivido dos años ya tan lejanos, de esa tertulia de amigos
y gente de paso donde se hablaba de todo pero sobre todo de mujeres, de eso que
entonces los muchachos llamábamos los elementos y que tanto escaseaban en la
vida de los solteros pueblerinos.
Qué
claro me acuerdo de aquella noche de verano, con la sobremesa y el café con
grapa al pelado Rosatti le volvían cosas de otros tiempos, era un hombre que
apreciábamos por el humor y la generosidad, el mismo hombre que después de un
cuento más bien subido de Flores Díez o del pesado Salas, se largaba a
contarnos de una china ya no muy joven que él visitaba en su rancho por el lado
de Casbas donde ella vivía de unas gallinas y una pensión de viuda, criando en
la miseria a una hija de trece años.
Rosatti
vendía autos nuevos y usados, se llegaba hasta el rancho de la viuda cuando le
caía bien en algunas de sus giras, llevaba algunos regalos y se acostaba con la
viuda hasta el otro día. Ella estaba encariñada, le cebaba buenos mates, le
freía empanadas y según Rosatti no estaba nada mal en la cama. A la Chola la
mandaban a dormir al galponcito donde en otros tiempos el finado guardaba un
sulky ya vendido; era una chica callada, de ojos escapadizos, que se perdía de
vista apenas llegaba Rosatti y a la hora de cenar se sentaba con la cabeza
gacha y casi no hablaba. A veces él le llevaba un juguete o caramelos, que ella
recibía con un «gracias, don» casi a la fuerza. La tarde en que Rosatti se
apareció con más regalos que de costumbre porque esa mañana había vendido un
Plymouth y estaba contento, la viuda agarró por el hombro a la Chola y le dijo
que aprendiera a darle bien las gracias a don Carlos, que no fuera tan chucara.
Rosatti, riéndose, la disculpó porque le conocía el carácter, pero en ese
segundo de confusión de la chica la vio por primera vez, le vio los ojos
renegridos y los catorce años que empezaban a levantarle la blusita de algodón.
Esa noche en la cama sintió las diferencias y la viuda debió sentirlas también
porque lloró y le dijo que él ya no la quería como antes, que seguro iba a
olvidarse de ella que ya no le rendía como al principio. Los detalles del
arreglo no los supimos nunca, en algún momento la viuda fue a buscar a la Chola
y la trajo al rancho a los tirones. Ella misma le arrancó la ropa mientras
Rosatti la esperaba en la cama, y como la chica gritaba y se debatía
desesperada, la madre le sujetó las piernas y la mantuvo así hasta el final. Me
acuerdo que Rosatti bajó un poco la cabeza y dijo, entre avergonzado y
desafiante: «Cómo lloraba...». Ninguno de nosotros hizo el menor comentario, el
silencio espeso duró hasta que el pesado Salas soltó una de las suyas y todos,
y sobre todo Rosatti, empezamos a hablar de otras cosas.
Tampoco
yo le hice el menor comentario a Anabel. ¿Qué le podía decir? ¿Que ya conocía
cada detalle, salvo que había por lo menos veinte años entre las dos historias,
y que el viajante de comercio de Trenque Lauquen no había sido el mismo hombre,
ni Anabel la misma mujer? ¿Que todo era siempre más o menos así con las Anabel
de este mundo, salvo que a veces se llamaban Chola?
23
de febrero
Los
clientes de Anabel, vagas referencias con algún nombre o alguna anécdota.
Encuentros casuales en los cafés del bajo, fijación de una cara, una voz. Por
supuesto nada de eso me importaba, supongo que en ese tipo de relaciones
compartidas nadie se siente un cliente como los otros, pero además yo podía
saberme seguro de mis privilegios, primero por lo de las cartas y también por
mí mismo, algo que le gustaba a Anabel y me daba, creo, más espacio que a los
otros, tardes enteras en la pieza, el cine, la milonga y algo que a lo mejor era
cariño, en todo caso ganas de reírse por cualquier cosa, generosidad nada
mentida en la manera que tenía Anabel de buscar y dar el goce. Imposible que
fuera así con los otros, los clientes, y por eso no me importaban (la idea era
que no me importaba Anabel, pero por qué me acuerdo hoy de todo esto), aunque
en el fondo hubiera preferido ser el único, vivir así con Anabel y del otro
lado con Susana, claro. Pero Anabel tenía que ganarse la vida y de cuando en
cuando me llegaba algún indicio concreto, como cruzarme en la esquina con el
gordo —nunca supe ni pregunté su nombre, ella le llamaba el gordo a secas—, y
quedarme viéndolo entrar en la casa, imaginarlo rehaciendo mi propio itinerario
de esa tarde, peldaño a peldaño hasta la galería y la pieza de Anabel y todo el
resto. Me acuerdo que me fui a beber un whisky a La Fragata y que me leí todas
las noticias del extranjero de La Razón, pero por debajo lo sentía al
gordo con Anabel, era idiota pero lo sentía como si estuviera en mi propia
cama, usándola sin derecho.
A
lo mejor por eso no fui muy amable con Anabel cuando se me apareció en la
oficina unos días después. A todas mis dientas epistolares (vuelve a salir la
palabra de una manera bastante curiosa, eh Sigmund?) les conocía los caprichos
y los humores a la hora de darme o dictarme una carta, y me quedé impasible
cuando Anabel casi me gritó escribile ahora mismo a William que me traiga el
frasquito, esa perra hija de puta no merece vivir. Du calme, le dije
(entendía bastante bien el francés), qué es eso de ponerse así antes del vermú.
Pero Anabel estaba enfurecida y el prólogo a la carta fue que la Dolly le había
vuelto a sacar un punto con auto a Marucha y andaba diciendo en lo de la Chempe
que lo había hecho para salvarlo de la sífilis. Encendí un cigarrillo como
bandera de capitulación y escribí la carta donde absurdamente había que hablar
a la vez del frasquito y de unas sandalias plateadas treinta y seis y medio
(máximo treinta y siete). Tuve que calcular la conversión a cinco o cinco y
medio para no crearle problemas a William, y la carta resultó muy corta y
práctica, sin nada del sentimiento que habitualmente reclamaba Anabel aunque
ahora lo hiciera cada vez menos por razones obvias. (¿Cómo imaginaba lo que yo
podía decirle a William en las despedidas? Ya no me exigía que le leyera las
cartas, se iba enseguida pidiéndome que la despachara, no podía saber que yo
seguía fiel a su estilo y que le hablaba de nostalgia y cariño a William, no
por exceso de bondad sino porque había que prever las respuestas y los regalos,
y eso en el fondo debía ser el barómetro más seguro para Anabel).
Esa
tarde lo pensé despacio y antes de despachar la carta agregué una hoja separada
en la que me presentaba sucintamente a William como el traductor de Anabel, y
le pedía que viniera a verme apenas desembarcara y sobre todo antes de verse
con Anabel. Cuando lo vi entrar dos semanas después, lo de los ojos amarillos
me impresionó más que el aire entre agresivo y cortado del marinero en tierra.
No hablamos mucho en el aire, le dije que estaba al tanto de la cuestión del
frasquito pero que las cosas no eran tan tremendas como Anabel las pensaba.
Virtuosamente me mostré preocupado por la seguridad de Anabel que, en caso de
que las papas quemaran, no podría mandarse mudar en un barco como él iba a
hacerlo tres días más tarde.
—Bueno,
ella me lo pidió —dijo William sin alterarse—. A mí me da pena Marucha, y es la
mejor manera de que todo se arregle.
De
creerle, el contenido del frasquito no dejaba la menor huella, y eso
curiosamente parecía suprimir toda noción de culpabilidad en William. Sentí el
peligro y empecé mi trabajo sin forzar la mano. En el fondo los líos con la
Dolly no estaban ni mejor ni peor que en su último viaje, claro que Marucha se
sentía cada vez más harta y eso caía sobre la pobre Anabel. Yo me interesaba
por el asunto porque era el traductor de todas esas chicas y las conocía bien,
etcétera. Saqué el whisky después de colgar un cartel de ausente y
cerrar con llave la oficina, y empecé a beber y a fumar con William. Lo medí
desde la primera vuelta, primario y sensiblero y peligroso. Que yo fuera el
traductor de las frases sentimentales de Anabel parecía darme un prestigio casi
confesional, en el segundo whisky supe que estaba enamorado de veras de Anabel
y que quería sacarla de la vida, llevársela a los States en un par de años
cuando arreglara, dijo, unos asuntos pendientes. Imposible no ponerme de su
lado, aprobar caballerescamente sus intenciones y apoyarme en ellas para
insistir en que lo del frasquito era la peor cosa que podía hacerle a Anabel.
Empezó a verlo por ese lado pero no me ocultó que Anabel no le perdonaría que
le fallara, que lo trataría de flojo y de hijo de puta, y ésas eran cosas que
él no le podía aceptar ni siquiera a Anabel.
Usando
como ejemplo el acto de echarle más whisky en el vaso, sugerí el plan en el que
me tendría por aliado. El frasquito por supuesto se lo daría a Anabel, pero
lleno de té o de coca-cola; por mi parte yo lo tendría al tanto de las
novedades con el sistema de las hojitas separadas, para que las cartas de
Anabel guardaran todo lo que era de ellos dos solamente, y seguro que
entretanto lo de la Dolly y Marucha se arreglaba por cansancio. Si no era así
—en algo había que ceder frente a esos ojos amarillos que se iban poniendo cada
vez más fijos—, yo le escribiría para que mandara o trajera el frasquito de
veras, y en cuanto a Anabel estaba seguro de que comprendería llegado el caso
si yo me declaraba responsable del engaño para bien de todos, etcétera.
—O.K.
—dijo William. Era la primera vez que lo decía, y me pareció menos idiota que
cuando se lo escuchaba a mis amigos. Nos dimos la mano en la puerta, me miró
amarillo y largo, y dijo: «Gracias por las cartas». Lo dijo en plural, o sea
que pensaba en las cartas de Anabel y no en la sola hoja separada. ¿Por qué esa
gratitud tenía que hacerme sentir tan mal, por qué una vez a solas me tomé otro
whisky antes de cerrar la oficina y salir a almorzar?
26
de febrero
Escritores
que aprecio han sabido ironizar amablemente sobre el lenguaje de alguien como
Anabel. Me divierten mucho, claro, pero en el fondo esas facilidades de la
cultura me parecen un poco canallas, yo también podría repetir tantas frases de
Anabel o del gallego portero, y hasta por ahí me pasará hacerlo si al final
escribo el cuento, no hay nada más fácil. Pero en esos tiempos me dedicaba más
bien a comparar mentalmente el habla de Anabel y de Susana, que las desnudaba
tanto más profundamente que mis manos, revelaba lo abierto y lo cerrado en
ellas, lo estrecho y lo ancho, el tamaño de sus sombras en la vida. Nunca le oí
la palabra «democracia» a Anabel, que sin embargo la escuchaba o leía veinte
veces por día, y en cambio Susana la usaba con cualquier motivo y siempre con
la misma cómoda buena conciencia de propietaria. En materias íntimas Susana
podía aludir a su sexo, mientras que Anabel decía la concha o la parpaiola,
palabra esta última que siempre me ha fascinado por lo que tiene de ola y de
párpado. Y así estoy desde hace diez minutos porque no me decido a seguir con
lo que falta (y que no es mucho y no responde demasiado a lo que vagamente
esperaba escribir), o sea que en toda esa semana no supe nada de Anabel como
era previsible, puesto que estaría todo el tiempo con William, pero un fin de
mañana se me apareció con evidentemente parte de los regalos de nilón que le
había traído William, y una cartera nueva de piel de no sé qué de Alaska, que
en esa temporada hacía subir el calor con sólo mirarla. Vino para contarme que
William acababa de irse, lo que no era noticia para mí, y que le había traído
la cosa (curiosamente evitaba llamarla frasquito) que ya estaba en manos de
Marucha.
No
tenía ninguna razón para inquietarme ahora, pero era bueno hacerse el
preocupado, saber si Marucha tenía clara conciencia de la barbaridad que eso
significaba, etcétera, y Anabel me explicó que le había hecho jurar por su
santa madre y la virgen de Lujan que solamente si la Dolly volvía a, etcétera.
De paso le interesó saber lo que yo opinaba de la cartera y las medias cristal,
y nos citamos en su casa para la otra semana, porque ella andaba bastante
ocupada después de tanto full-time con William. Ya se iba, cuando se acordó:
—Él
es tan bueno, sabes. ¿Te das cuenta esta cartera lo que le habrá costado? Yo no
le quería decir nada de vos, pero él me hablaba todo el tiempo de las cartas,
dice que vos le transmitís propiamente el sentimiento.
—Ah
—comenté, sin saber demasiado por qué la cosa me caía un poco atravesada.
—Mirála,
tiene doble cierre de seguridad y todo. Al final le dije que vos me conocías
bien y que por eso me interpretabas las cartas, total a él qué le importa si ni
siquiera te ha visto.
—Claro,
qué le puede importar —alcancé a decir.
—Me
prometió que en el otro viaje me trae un tocadiscos de esos con radio y todo,
ahora sí que le ponemos la tapa al riojano de adiós pampa mía si vos me compras
discos de Canaro y D'Arienzo.
No
había terminado de irse cuando me telefoneó Susana, que por lo visto acababa de
entrar en uno de sus ataques de nomadismo y me invitaba a irme con ella en su
auto a Necochea. Acepté para el fin de semana, y me quedaron tres días en que
no hice más que pensar, sintiendo poco a poco cómo me subía algo raro hasta la
boca del estómago (¿tiene boca el estómago?). Lo primero: William no le había
hablado a Anabel de sus planes de casamiento, era casi obvio que la patinada
involuntaria de Anabel le había caído como una patada en la cabeza (y que lo
hubiera disimulado era lo más inquietante). O sea que.
Inútil
decirme que a esa altura me estaba dejando llevar por deducciones tipo Dickson
Carr o Ellery Queen, y que al fin y al cabo a un tipo como William no tenía por
qué quitarle el sueño que yo fuera uno más entre los clientes de Anabel. Pero a
la vez sentía que no era así, que precisamente un tipo como William podía haber
reaccionado de otra manera, con esa mezcla de sensiblería y zarpazo que yo le
había calado desde el vamos. Porque además ahora venía lo segundo: Enterado de
que yo hacía algo más que traducirle las cartas a Anabel, ¿por qué no había
subido a decírmelo, de buenas o de malas? No me podía olvidar que me había
tenido confianza y hasta admiración, que de alguna manera se había confesado
con alguien que entretanto se meaba de risa de tanta ingenuidad, y eso William
tenía que haberlo sentido y cómo en ese momento en que Anabel se había
deschavado. Era tan fácil imaginarlo a William acostándola de una trompada y
viniendo directamente a mi oficina para hacer lo mismo conmigo. Pero ni lo uno
ni lo otro, y eso...
Y
eso qué. Me lo dije como quien se toma un Ecuanil, al fin y al cabo su barco ya
andaba lejos y todo quedaba en hipótesis; el tiempo y las olas de Necochea las
borrarían de a poco, y además Susana estaba leyendo a Aldous Huxley, lo que
daría materia para temas más bien diferentes, enhorabuena. Yo también me compré
nuevos libros en el camino a casa, me acuerdo que algo de Borges y/o de Bioy.
27 de
febrero
Aunque
ya casi nadie se acuerda, a mí me sigue conmoviendo la forma en que Spandrell
espera y recibe la muerte en Contrapunto. En los años cuarenta ese
episodio no podía tocar tan de lleno a los lectores argentinos; hoy sí, pero
justamente cuando ya no lo recuerdan. Yo le sigo siendo fiel a Spandrell (nunca
releí la novela ni la tengo aquí a mano), y aunque se me hayan borrado los
detalles me parece ver de nuevo la escena en que escucha la grabación de su
cuarteto preferido de Beethoven, sabiendo que el comando fascista se acerca a
su casa para asesinarlo, y dando a esa elección final un peso que vuelve aún
más despreciables a sus asesinos. También a Susana le había conmovido ese
episodio, aunque sus razones no me parecieron exactamente las mías y acaso las
de Huxley; todavía estábamos discutiendo en la terraza del hotel cuando pasó un
diariero y le compré La Razón y en la página ocho vi policía investiga
muerte misteriosa, vi una foto irreconocible de la Dolly, pero su nombre
completo y sus actividades notoriamente públicas, transportada de urgencia al
hospital Ramos Mejía sucumbió dos horas más tarde a la acción de un poderoso
tóxico. Nos volvemos esta noche, le dije a Susana, total aquí no hace más que
lloviznar. Se puso frenética, la oí tratarme de déspota. Se vengó, pensaba
dejándola hablar, sintiendo el calambre que me subía de las ingles hasta el
estómago, se vengó el muy hijo de puta, lo que estará gozando en su barco, otra
que té o coca-cola, y esa imbécil de Marucha que va a cantar todo en diez
minutos. Como ráfagas de miedo entre cada frase enfurecida de Susana, el whisky
doble, el calambre, la valija, puta si va a cantar, se va a venir con todo
apenas le aplaudan la cara.
Pero
Marucha no cantó, a la tarde siguiente había un papelito de Anabel debajo de la
puerta de la oficina, nos vemos a las siete en el café del Negro, estaba muy
tranquila y con la cartera de piel, ni se le había ocurrido pensar que Marucha
podía meterla en un lío. Lo jurado jurado, ponele la firma, me lo decía con una
calma que me hubiera parecido admirable si no hubiese tenido tantas ganas de
agarrarla a bife limpio. La confesión de Marucha llenaba media página del
diario, y eso precisamente era lo que estaba leyendo Anabel cuando llegué al
café. El periodista no iba más allá de las generalidades propias del oficio, la
mujer declaró haberse procurado un veneno de efecto fulminante que vertió en
una copa de licor, o sea en el cinzano que la Dolly bebía de a litros. La
rivalidad entre ambas mujeres había alcanzado su punto culminante, agregaba el
concienzudo notero, y su trágico desenlace, etcétera.
No
me parece raro haber olvidado casi todos los detalles de ese encuentro con
Anabel. La veo sonreírme, eso sí, la oigo decirme que los abogados probarían
que Marucha era una víctima y que saldría en menos de un año; lo que me queda
de esa tarde es sobre todo un sentimiento de absurdo total, algo imposible de
decir aquí, haberme dado cuenta de que en ese momento Anabel era como un ángel
flotando por encima de la realidad, segura de que Marucha había tenido razón (y
era cierto, pero no en esa forma) y que a nadie le iba a pasar nada grave. Me
hablaba de todo eso y era como si me estuviera contando una radionovela, ajena
a ella misma y sobre todo a mí, a las cartas, sobre todo a las cartas que me
embarcaban derecho viejo con William y con ella. Me lo decía desde la
radionovela, desde esa distancia incalculable entre ella y yo, entre su mundo y
mi terror que buscaba cigarrillos y otro whisky, y claro, claro que sí, Marucha
es de ley, claro que no va a cantar.
Porque
si de algo estaba seguro en ese momento era de que no podía decirle nada al
ángel. Cómo mierda hacerle entender que William no se iba a conformar con eso
ahora, que seguramente escribiría para perfeccionar su venganza, para
denunciarla a Anabel y de paso meterme en el ajo por encubridor. Se me hubiera
quedado mirando como perdida, a lo mejor me hubiera mostrado la cartera como
una prueba de buena fe, él me la regaló, cómo te vas a imaginar que haga una
cosa así, todo el catálogo.
No
sé de qué hablamos después, me volví a mi departamento a pensar, y al otro día
arreglé con un colega para que se hiciera cargo de la oficina por un par de
meses; aunque Anabel no conocía mi departamento me mudé por las dudas a uno que
justamente alquilaba Susana en Belgrano y no me moví de ese salubre barrio para
evitar un encuentro casual con Anabel en el centro. Hardoy, que tenía toda mi
confianza, se dedicó con deleite a espiarla, bañándose en la atmósfera de eso
que él llamaba los bajos fondos. Tantas precauciones resultaron inútiles, pero
entretanto me sirvieron para dormir un poco mejor, leer un montón de libros y
descubrir nuevas facetas y hasta encantos inesperados en Susana, convencida la
pobre de que yo estaba haciendo una cura de reposo y paseándome por todas
partes en su auto. Un mes y medio después llegó el barco de William, y
esa misma noche supe por Hardoy que Anabel se había encontrado con él y que se
habían pasado hasta las tres de la mañana bailando en una milonga de Palermo.
Lo único lógico hubiera debido ser el alivio, pero no creo haberlo sentido, fue
más bien como que Dickson Carr y Ellery Queen eran una pura mierda y la
inteligencia todavía peor que la mierda comparada con esa milonga en la que el
ángel se había encontrado con el otro ángel (per modo di dire, claro),
para de paso entre tango y tango escupirme en plena cara, ellos de su lado
escupiéndome sin verme, sin saber de mí y sobre todo importándoseles un carajo
de mí, como el que escupe en una baldosa sin siquiera mirarla. Su ley y su
mundo de ángeles, con Marucha y de algún modo también con la Dolly, y yo de
este otro lado con el calambre y el valium y Susana, con Hardoy que me seguía
hablando de la milonga sin darse cuenta de que yo había sacado el pañuelo, de
que mientras lo escuchaba y le agradecía su amistosa vigilancia me estaba
pasando el pañuelo para secarme de alguna manera la escupida en plena cara.
28
de febrero
Quedan algunos detalles
menores: cuando volví a la oficina tenía todo pensado para explicarle
convincentemente mi ausencia a Anabel; conocía de sobra su falta de curiosidad,
me aceptaría cualquier cosa y ya andaría con alguna nueva carta para traducir,
a menos que entretanto hubiera conseguido otro traductor. Pero Anabel no vino
nunca más a mi oficina, por ahí era una promesa que le había hecho a William
con juramento y virgen de Lujan, o nomás que se había ofendido de veras por mi
ausencia, o que la Chempe la tenía demasiado ocupada. Al principio creo que la
esperé vagamente, no sé si me hubiera gustado verla entrar, pero en el fondo me
ofendía que me estuviera borrando tan fácilmente, quién le iba a traducir las
cartas como yo, quién podía conocer a William o a ella mejor que yo. Dos o tres
veces, en la mitad de una patente o una partida de nacimiento me quedé con las
manos en el aire, esperando que la puerta se abriera y entrara Anabel con
zapatos nuevos, pero después llamaban educadamente y era una factura consular o
un testamento. Por mi parte seguí evitando los lugares donde hubiera podido
encontrármela por la tarde o la noche. Hardoy tampoco la vio más, y en esos
meses se me dio el juego de venirme a Europa por un tiempo, y al final me fui
quedando, me fui aquerenciando hasta ahora, hasta el pelo canoso, esta diabetes
que me acorrala en el departamento, estos recuerdos. La verdad me hubiera
gustado escribirlos, hacer un cuento sobre Anabel y esos tiempos, a lo mejor me
hubieran ayudado a sentirme mejor después de escribirlo, a dejar todo en orden,
pero ya no creo que vaya a hacerlo, hay este cuaderno lleno de jirones sueltos,
estas ganas de ponerme a completarlos, de llenar los huecos y contar otras
cosas de Anabel, pero lo que apenas alcanzo a
decirme es que me gustaría tanto escribir ese cuento sobre Anabel y al final es
una página más en el cuaderno, un día más sin empezar el cuento. Lo malo es que
no termino de convencerme de que nunca podré hacerlo porque entre otras cosas
no soy capaz de escribir sobre Anabel, no me vale de nada ir juntando
pedazos, que en definitiva no son de Anabel sino de mí, casi como si Anabel
estuviera queriendo escribir un cuento y se acordara de mí, de cómo no la llevé
nunca a mi casa, de los dos meses en que el pánico me sacó de su vida, de todo
eso que ahora vuelve, aunque seguramente a Anabel le importó muy poco y
solamente yo me acuerdo de algo que es tan poco pero que vuelve y vuelve desde
allá, desde lo que acaso hubiera tenido que ser de otra
manera, como yo y como casi todo allá y aquí. Ahora que lo pienso, cuánta razón
tiene Derrida cuando dice, cuando me dice: No (me) queda casi nada: ni la cosa,
ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún
interés de ninguna naturaleza por nada. Ningún interés, de veras, porque buscar
a Anabel en el fondo del tiempo es siempre caerme de nuevo en mí mismo, y es
tan triste escribir sobre mí mismo aunque quiera seguir imaginándome que
escribo sobre Anabel.