La cupula - Stephen King (Parte 1)


Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chesters Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino.
De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chesters Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar.
El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias.
A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde?



ALGUNOS (AUNQUE NO TODOS) DE LOS QUE ESTABAN EN CHESTER´S MILL EL DÍA DE LA CÚPULA:



FUNCIONARIOS MUNICIPALES
Andy Sanders, primer concejal
Jim Rennie, segundo concejal
Andrea Grinnell, tercera concejala
PERSONAL DEL SWEETBRIAR ROSE
Rose Twitchell, propietaria
Dale Barbara, cocinero
Anson Wheeler, lavaplatos
Angie McCain, camarera
Dodee Sanders, camarera
DEPARTAMENTO DE POLICÍA
Howard «Duke» Perkins, jefe de policía
Peter Randolph, ayudante del jefe de policía
Marty Arsenault, agente de policía
Freddy Denton, agente de policía
George Frederick, agente de policía
Rupert Libby, agente de policía
Toby Whelan, agente de policía
Jackie Wettington, agente de policía
Linda Everett, agente de policía
Stacey Moggin, agente de policía/secretaria
Junior Rennie, ayudante especial
Georgia Roux, ayudante especial
Frank DeLesseps, ayudante especial
Melvin Searles, ayudante especial
Carter Thibodeau, ayudante especial
SERVICIOS RELIGIOSOS
Reverendo Lester Coggins, Iglesia del Santo Cristo Redentor
Reverenda Piper Libby, Primera Iglesia Congregacional
PERSONAL MÉDICO
Ron Haskell, médico
Rusty Everett, auxiliar médico
Ginny Tomlinson, enfermera
Dougie Twitchell, enfermero
Gina Buffalino, enfermera voluntaria
Harriet Bigelow, enfermera voluntaria
NIÑOS DEL PUEBLO
Joe McClatchcy «el Espantapájaros»
Norrie Calvert
Benny Drake
Judy y Janelle Everett
Ollie y Rory Dinsmore
VECINOS DIGNOS DE SER MENCIONADOS
Tommy y Willow Anderson, propietarios/encargados del bar de carretera Dipper’s
Stewart y Fernald Bowie, propietarios/encargados de la Funeraria Bowie
Joe Boxer, dentista
Romeo Burpee, propietario/encargado de Almacenes Burpee’s
Phil Bushey, chef de dudosa reputación
Samantha Bushey, su mujer
Jack Cale, gerente del supermercado
Ernie Calvert, gerente del supermercado (jubilado)
Johnny Carver, encargado de la tienda 24 horas
Alden Dinsmore, ganadero de vacuno lechero
Roger Killian, criador de pollos
Lissa Jamieson, bibliotecaria del pueblo
Claire McClatchey, madre de Joe «el Espantapájaros»
Alva Drake, madre de Benny
«Stubby» Norman, anticuario
Brenda Perkins, mujer del sheriff Perkins
Julia Shumway, propietaria/directora del periódico local
Tony Guay, reportero de deportes
Pete Freeman, fotógrafo de prensa
Sam Verdreaux «el Desharrapado», borracho del pueblo
FORASTEROS
Alice y Aidan Appleton, huérfanos de la Cúpula («Cupuérfanos»)
Thurston Marshall, hombre de letras con conocimientos médicos
Carolyn Sturges, estudiante de posgrado
PERROS DIGNOS DE SER MENCIONADOS
Horace, corgi de Julia Sumway
Clover, pastor alemán de Piper Libby
Audrey, golden retriever de los Everett



LA AVIONETA Y LA MARMOTA

 1


A dos mil pies de altura, donde Claudette Sanders disfrutaba de su clase de vuelo, la pequeña localidad de Chester’s Mills relucía bajo la luz de la mañana como algo recién hecho y servido. Los coches avanzaban lentamente a lo largo de Main Street entre destellos de sol. El campanario de la iglesia de la Congregación parecía lo bastante afilado para perforar el inmaculado cielo. El sol recorría la superficie del arroyo Prestile mientras el Seneca V lo sobrevolaba: avioneta y agua cruzando la ciudad a lo largo del mismo curso diagonal.
—¡Chuck, me parece que veo a dos niños junto al Puente de la Paz! ¡Pescando! —Se sentía tan feliz que se rió.
Las clases de vuelo habían sido cortesía de su marido, que era primer concejal del pueblo. Pese a ser de la opinión de que si Dios hubiese querido que el hombre volara le habría dado alas, Andy era un hombre sumamente maleable, y al final Claudette se había salido con la suya. Había disfrutado de la experiencia desde el primer momento. Pero aquello no era mero disfrute; aquello era euforia. Ese día, por primera vez, había comprendido de verdad qué hacía que volar fuera algo tan extraordinario. Qué lo hacía tan genial.
Chuck Thompson, su instructor, movió la palanca con suavidad y después señaló el tablero de mandos.
—No lo dudo —dijo—, pero hay que volar cara arriba, Claudie, ¿vale?
—Perdón, perdón.
—No pasa nada. —Llevaba años enseñando a volar y le gustaban los alumnos como Claudie, esos que estaban ansiosos por aprender algo nuevo. A Andy Sanders eso podría costarle una fortuna dentro de poco; a su mujer le encantaba el Seneca y había expresado su deseo de tener uno igual que aquel pero nuevo. Un aparato como ese debía de costar alrededor de un millón de dólares. Aunque no era lo que se dice una consentida, no se podía negar que Claudie Sanders tenía unos gustos bastante caros que Andy, un hombre afortunado, parecía satisfacer sin problemas.
A Chuck también le gustaban los días como ese: visibilidad ilimitada, nada de viento, condiciones perfectas para una clase. Aun así, el Seneca se sacudió un poco cuando su alumna se pasó corrigiendo la posición.
—Cuidado, ten siempre en mente pensamientos alegres. Ponte a ciento veinte. Sigamos por la carretera 119. Y desciende hasta novecientos.
Eso hizo ella, dejando el Seneca una vez más en perfecto equilibrio. Chuck se relajó.
Pasaron por encima de Coches de Ocasión Jim Rennie y luego dejaron atrás el pueblo. A ambos lados de la 119 había campos y árboles llenos de color. La sombra cruciforme del Seneca aceleraba sobre el asfalto, un ala oscura rozó brevemente a una hormiga humana con una mochila a la espalda. La hormiga humana miró hacia arriba y saludó. Chuck le devolvió el saludo, aunque sabía que aquel tipo no podía verlo.
—¡Joder, hace un día espléndido! —exclamó Claudie.
Chuck se rió.
Solo les quedaban cuarenta segundos de vida.
 2


La marmota avanzaba bamboleándose por el arcén de la carretera 119, avanzaba en dirección a Chester’s Mills, aunque el pueblo quedaba todavía a kilómetro y medio de distancia e incluso Coches de Ocasión Jim Rennie no era más que una serie de titilantes destellos de luz solar dispuestos en filas allí donde la carretera torcía hacia la izquierda. La marmota había planeado (en la medida en que pueda decirse que una marmota haya planeado nada) volver a internarse en la vegetación mucho antes de llegar tan lejos, pero por el momento el arcén le parecía bien. Se había alejado de su madriguera más de lo que había sido su primera intención, pero el sol le calentaba el lomo y los aromas que percibía su nariz eran frescos y formaban en su cerebro unas representaciones rudimentarias que no llegaban a ser imágenes.
Se detuvo y se irguió un instante sobre las patas traseras. Ya no veía tan bien como antes, pero sí lo suficiente para distinguir a un humano que caminaba en dirección a ella por el arcén contrario.
La marmota decidió que avanzaría todavía un poco más. A veces los humanos dejaban tras de sí cosas buenas para comer.
Era un animal viejo, y gordo. En sus tiempos había saqueado más de uno y más de dos cubos de la basura, y conocía el camino hasta el vertedero de Chester’s Mills tan bien como los tres túneles de su madriguera; en el vertedero siempre había cosas ricas que comer. Avanzaba con el complacido bamboleo de los ancianos, vigilando al humano que caminaba por el otro lado de la carretera.
El hombre se detuvo. La marmota se dio cuenta de que la había visto. A su derecha, justo delante de ella, había un abedul caído. Se escondería ahí debajo, esperaría a que el hombre pasara y luego buscaría algo suculento que…
Los pensamientos de la marmota llegaron hasta ahí, y pudo dar tres pasitos bamboleantes más a pesar de que había quedado partida por la mitad. Después se desplomó en el borde de la carretera. La sangre salía a chorros y borbotones; las tripas se desparramaron sobre la tierra; las patas traseras dieron dos rápidas sacudidas, después quedaron inmóviles.
Lo último que pensó antes de esa oscuridad que a todos nos llega, a marmotas y humanos por igual, fue: ¿Qué ha pasado?
 3

Todas las agujas del panel de mandos cayeron inertes.
—¿Qué narices…? —dijo Claudie Sanders.
Se volvió hacia Chuck. Tenía los ojos muy abiertos, pero en ellos no había pánico, solo desconcierto. No había tiempo para el pánico.
Chuck ni siquiera llegó a ver el panel de mandos. Vio el morro del Seneca arrugándose hacia él. Después vio cómo se desintegraban las dos hélices.
No hubo tiempo de ver más. No hubo tiempo de nada. El Seneca explotó por encima de la carretera 119 y se precipitó sobre los campos como una lluvia de fuego. También llovieron pedazos de cuerpos. Un antebrazo humeante (de Claudette) aterrizó con un golpetazo junto a la marmota tan limpiamente seccionada.
Era 21 de octubre.



BARBIE




 1


Barbie empezó a sentirse mejor en cuanto pasó por delante del Food City y dejó atrás el centro. Al ver el cartel que decía ESTÁ SALIENDO DEL PUEBLO DE CHESTER’S MILL ¡VUELVA MUY PRONTO!, se sintió aún mejor. Se alegraba de estar ya en marcha, y no solo porque en Mills le hubiesen dado una paliza. Lo que le animaba era simplemente el hecho de poner tierra de por medio. Había estado por lo menos dos semanas paseándose por ahí bajo su propia nube negra antes de que lo apalearan en el aparcamiento del Dipper’s.
—En el fondo no soy más que un trotamundos —dijo, y se echó a reír—. Un trotamundos camino de Big Sky, Montana. —Joder, y ¿por qué no? ¡Montana! O Wyoming. La jodida Rapid City, en Dakota del Sur. Cualquier lugar menos ese pueblo.
Oyó un motor que se acercaba, se volvió —caminando hacia atrás— y levantó el pulgar. Lo que vio fue una bonita combinación: una furgoneta Ford vieja y sucia con una joven rubia y atractiva al volante. Rubio ceniza, su rubio favorito. Barbie le dedicó su sonrisa más seductora. La chica que conducía la furgoneta le correspondió con una de las suyas y, madre de Dios, si tenía más de diecinueve años Barbie habría sido capaz de tragarse el cheque de su última paga del Sweetbriar Rose. Demasiado joven para un caballero de treinta veranos, sin duda, pero perfectamente legal, como habrían dicho en los días de su campechana juventud en Iowa.
La furgoneta disminuyó la marcha, él echó a andar hacia ella… y entonces el vehículo volvió a acelerar. La chica le dedicó una mirada fugaz cuando lo pasó de largo. Su rostro aún sonreía, pero había en él arrepentimiento. «Se me ha ido la olla por un momento —decía esa sonrisa—, pero la sensatez ha vuelto a imponerse».
Barbie creyó que la conocía de algo, pero era imposible decirlo con seguridad; los domingos por la mañana el Sweetbriar era siempre una casa de locos. Sin embargo, le parecía haberla visto allí con un tipo mayor, seguramente su padre, los dos con la cara semienterrada en una sección dominical del Times. De haber podido hablar con ella mientras pasaba de largo, Barbie le habría dicho: «Si te fiabas de mí para que te preparase una salchicha con huevos, bien podrías haberte fiado para llevarme unos kilómetros en el asiento del copiloto».
Pero, claro, no tuvo oportunidad, así que se limitó a levantar la mano en un breve saludo que daba a entender «ningún problema». Las luces de freno de la furgoneta parpadearon, como si la chica lo hubiera reconsiderado. Después se apagaron y aceleró.
Durante los días siguientes, cuando las cosas empezaron a ir de mal en peor en Chester’s Mills, Barbie reviviría una y otra vez ese pequeño instante bajo el cálido sol de octubre. Pensaría en ese segundo parpadeo de duda de las luces de freno… como si la chica al final lo hubiera reconocido. Es el cocinero del Sweetbriar Rose, estoy casi segura. Quizá debería…
Sin embargo, ese «quizá» era un abismo por el que se habían precipitado hombres mejores que él. Si ella de verdad lo hubiera reconsiderado, todo habría cambiado a partir de entonces en la vida de Barbie. Porque ella había conseguido escapar; él jamás volvió a ver ni a la rubia atractiva, ni la vieja furgoneta Ford F-150. Debió de cruzar los límites de Chester’s Mills unos minutos (o incluso segundos) antes de que la frontera se cerrara de golpe. Si él hubiera ido con ella, estaría fuera sano y salvo.
A menos, claro está, pensaría más tarde, cuando no había manera de conciliar el sueño, que hubiese perdido demasiado tiempo recogiéndome. En tal caso, aun así, yo no estaría aquí. Y ella tampoco. Porque el límite de velocidad en ese tramo de la 119 es de ochenta kilómetros por hora. Y a ochenta kilómetros por hora…
En ese punto siempre pensaba en la avioneta.
 2


La avioneta lo sobrevoló justo después de que él pasara por Coches de Ocasión Jim Rennie, un lugar por el que Barbie no sentía ningún aprecio. No es que hubiera comprado allí una tartana (hacía más de un año que no tenía coche, el último lo había vendido en Punta Gorda, Florida). Era solo que Jim Rennie Jr. fue uno de los tíos de aquella noche en el aparcamiento del Dipper’s. Un chico que tenía algo que demostrar, y lo que no pudiera demostrar por sí solo lo demostraría formando parte de un grupo. Así era como hacían negocios los Jim Junior del mundo, por lo que Barbie había podido comprobar.
Sin embargo, eso había quedado atrás. Coches de Ocasión Jim Rennie, Jim Junior, el Sweetbriar Rose (¡Las almejas rebozadas son nuestra especialidad! Siempre enteras. Nunca en trozos), Angie McCain, Andy Sanders. Todo, incluido el Dipper’s. Nuestras estupendas palizas servidas en el aparcamiento, especialidad de la casa. Todo había quedado atrás. Y ¿qué tenía delante? Pues las puertas de América. Adiós, pueblucho de Maine; hola, Big Sky.
Qué diablos, tal vez bajara otra vez hacia el sur. Por muy bonito que fuera ese día en concreto, el invierno acechaba a solo una o dos páginas del calendario. El sur tenía buena pinta. Nunca había estado en Muscle Shoals, y le gustaba cómo sonaba. «Piélagos de Músculo» era pura poesía, joder, y la idea de ir allí lo ilusionó tanto que, cuando oyó el ruido de la avioneta, miró al cielo y, lleno de entusiasmo, le dedicó un gran saludo al viejo estilo. Esperó un movimiento de alabeo en respuesta, pero no lo hubo, y eso que el Seneca volaba a velocidad de tortuga y a muy poca altitud. Barbie supuso que serían turistas disfrutando de las vistas —era un día ideal para ellos, con los árboles encendidos— o tal vez fuera algún chaval sacándose la licencia de vuelo, demasiado preocupado por no cagarla para molestarse en contestar a terrícolas como Dale Barbara. Sin embargo, les deseó un buen día. Tanto si eran turistas como si era un chaval a seis semanas aún de su primer vuelo en solitario, Barbie les deseó un buen día. Era una mañana agradable, y cada paso que lo alejaba de Chester’s Mills la hacía aún mejor. En Mills había demasiados gilipollas y, además, viajar era bueno para el alma.
A lo mejor habría que mudarse por ley en octubre, pensó. Nuevo lema nacional: EN OCTUBRE, TODOS DE MUDANZA. Te tomas un permiso en agosto para recoger los bártulos, en septiembre avisas con la debida semana de antelación, y luego…
Se detuvo. No muy lejos, al otro lado de la carretera, había una marmota. Una marmota gorda de cojones. Y lustrosa y atrevida, además. En lugar de escabullirse entre la hierba alta, seguía avanzando. La copa de un abedul caído ocupaba la mitad del arcén, y Barbie apostó a que la marmota correría a esconderse allí y aguardaría a que el malvado Dos Piernas pasara de largo. Si no, se cruzarían cual dos trotamundos: el de cuatro patas rumbo al norte, y el de dos, rumbo al sur. Barbie deseó que fuera eso lo que pasase. Sería chulo.
Esos pensamientos pasaron por su mente en cuestión de segundos; la sombra de la avioneta seguía estando entre la marmota y él, una cruz negra que recorría la carretera. Entonces sucedieron dos cosas de forma casi simultánea.
La primera fue la marmota. Estaba entera y de pronto quedó partida en dos. Las dos partes se sacudían y sangraban. Barbie se detuvo, boquiabierto, la mandíbula inferior colgaba inerte de su articulación. Era como si hubiera caído la hoja de una guillotina invisible. Y entonces fue cuando, justo encima de la marmota cercenada, la avioneta explotó.
 3


Barbie miró hacia arriba. Del cielo caía una versión aplastada al estilo Mundo Bizarro de la bonita avioneta que lo había sobrevolado unos segundos antes. Retorcidos pétalos de fuego color naranja y rojo pendían en el aire por encima del aparato, una flor que todavía se estaba abriendo, una rosa Tragedia Americana. El humo salía en torbellinos de la avioneta mientras se desplomaba.
Algo se estrelló en la carretera, hizo saltar por los aires trozos de asfalto y giró sin control hacia la hierba alta que crecía a la izquierda. Una hélice.
Si hubiese rebotado hacia mí…

Por un momento, Barbie se vio seccionado por la mitad —igual que la desafortunada marmota— y se volvió para echar a correr.
Algo cayó con un ruido sordo delante de él. Gritó. Pero no era la otra hélice; era una pierna de hombre enfundada en un pantalón vaquero. No se veía sangre, pero la costura lateral se había abierto y dejaba al descubierto carne blanca y pelo negro e hirsuto.
No había ningún pie.
A Barbie le parecía que corría a cámara lenta. Vio uno de sus propios pies, calzado en una vieja bota de trabajo llena de rozaduras, dar un paso y caer en el suelo. Después desapareció tras él mientras su otro pie avanzaba. Todo despacio, muy despacio. Como si viera la repetición de una jugada de béisbol en la que un tipo intenta robar la segunda base.
Detrás de él sonó un tremendo ruido hueco, seguido por el estallido de una explosión secundaria, seguido por una embestida de calor que lo alcanzó de pies a cabeza y lo empujó como una mano abrasadora. Después, todos sus pensamientos se esfumaron y en su lugar no quedó más que la cruda necesidad corporal de sobrevivir.
Dale Barbara corrió para salvar la vida.
 4


Unos cien metros más adelante, la gran mano abrasadora se convirtió en una mano fantasma, aunque el olor a gas ardiendo —además de un hedor más dulce que debía de ser una mezcla de plástico fundido y carne chamuscada— era intenso y le llegaba en una brisa ligera. Barbie corrió otros sesenta metros, después se detuvo y dio media vuelta. Estaba sin aliento. No creía que fuera por haber corrido; no fumaba, estaba en forma (bueno… más o menos, las costillas del lado derecho todavía le dolían a causa de la paliza en el aparcamiento del Dipper’s). Pensó que debía de ser por el terror y la confusión. Podrían haberlo matado los restos de la avioneta que caían del cielo —no solo la hélice fuera de control—, o podría haber muerto quemado. Que no sucediera había sido pura suerte.
Entonces vio algo que lo dejó sin respiración. Se enderezó y miró otra vez hacia el lugar del accidente. La carretera estaba cubierta de escombros; realmente era un milagro que nada le hubiera golpeado y, como poco, herido. A la derecha se veía un ala retorcida, la otra sobresalía entre las altas hierbas de la izquierda, no muy lejos de donde había ido a parar la hélice descontrolada. Además de la pierna enfundada en un pantalón vaquero azul, vio una mano y un brazo seccionados. La mano parecía estar señalando una cabeza, como diciendo «Eso es mío». Una cabeza de mujer, a juzgar por la melena. Los cables eléctricos que había junto a la carretera estaban cortados. Yacían chispeando y retorciéndose sobre el arcén.
Más allá de la cabeza y del brazo se veía el cilindro retorcido del fuselaje de la avioneta. Barbie leyó NJ3. Si antes llevaba algo más escrito, había quedado arrancado.
Sin embargo, nada de eso era lo que lo había dejado anonadado y sin respiración. La rosa Tragedia ya había desaparecido, pero el fuego seguía ardiendo en el cielo. Combustible en llamas, sin duda. Pero…
Pero caía por el aire en una capa delgada. Al otro lado y a través de ella, Barbie podía ver el paisaje de Maine: todavía apacible, sin reaccionar aún, pero con cierto movimiento a pesar de todo. Temblaba como tiembla el aire sobre un incinerador o sobre un bidón con fuego. Era como si alguien hubiese derramado gasolina en un panel de cristal y luego la hubiera prendido.
Casi hipnotizado —al menos así era como se sentía—, Barbie empezó a caminar de regreso hacia el lugar del accidente.
 5


Su primer impulso fue cubrir los restos de los cadáveres, pero había demasiados. Entonces vio otra pierna (esta con pantalones verdes de sport) y un torso femenino enredado en una mata de enebro. Podía quitarse la camisa y echarla por encima de la cabeza de la mujer, pero ¿y después de eso? Bueno, llevaba otras dos camisas en la mochila…
Entonces llegó un coche procedente de Motton, la primera ciudad en dirección hacia el sur. Uno de esos pequeños todoterreno ligeros, y venía deprisa. Alguien que había oído el impacto o visto la explosión. Ayuda. Gracias a Dios, ayuda. Caminando con un pie a cada lado de la línea blanca y a bastante distancia del fuego que seguía cayendo del cielo de aquella forma tan extraña, como agua deslizándose por el cristal de una ventana, Barbie alzó los brazos por encima de la cabeza y los cruzó formando grandes X.
El conductor tocó el claxon una vez para indicarle que lo había visto y después pisó el freno y dejó unos doce metros de goma en el asfalto. El hombre casi había salido del coche antes de que el pequeño Toyota verde se detuviera; un tipo alto y larguirucho, con una melena canosa que asomaba por debajo de una gorra de béisbol de los Sea Dogs. Corrió hacia un lado de la carretera para esquivar la cascada de fuego.
—¿Qué ha pasado? —gritó—. ¿Qué coño es…?
Se golpeó contra algo. Fuerte. No había nada, pero Barbie vio que la nariz de aquel tipo se aplastaba hacia un lado y se rompía. Cayó de espaldas y luego logró sentarse con cierto esfuerzo. Miró a Barbie con ojos aturdidos e interrogantes mientras la sangre manaba de su nariz y su boca y se derramaba sobre la pechera de su camisa de trabajo. Barbie le correspondió con esa misma mirada.


 JUNIOR Y ANGIE




 1


Los dos niños que estaban pescando cerca del Puente de la Paz no miraron hacia arriba cuando la avioneta pasó volando por encima de ellos, pero Junior Rennie sí lo hizo. Estaba una manzana más abajo, en Prestile Street, y reconoció el sonido. Era el Seneca V de Chuck Thompson. Levantó la mirada, vio la avioneta y agachó la cabeza enseguida: la reluciente luz del sol que se filtraba entre los árboles le atravesó los ojos con un relámpago de agonía. Otro dolor de cabeza. Últimamente los padecía muy a menudo. A veces la medicación podía con ellos. Otras, sobre todo en los últimos tres o cuatro meses, no lo conseguía.
Migrañas, decía el doctor Haskell. Lo único que sabía Junior era que le dolía como si se acabara el mundo y que la luz intensa lo empeoraba, sobre todo cuando la migraña estaba incubándose. A veces pensaba en las hormigas que Frank DeLesseps y él habían achicharrado cuando eran niños. Cogían una lupa y enfocaban los rayos de sol sobre ellas mientras entraban y salían del hormiguero. El resultado era un estofado de hormigas. La diferencia era que ahora, cuando empezaba a incubar uno de sus dolores de cabeza, su cerebro era el hormiguero y sus ojos se convertían en dos lupas.
Tenía veintiún años. ¿De verdad debía resignarse a convivir con aquello hasta que cumpliera los cuarenta y cinco, que era cuando el doctor Haskell le había dicho que las migrañas a lo mejor remitían?
Puede. Pero esa mañana no iba a detenerlo un dolor de cabeza. Podría haberlo detenido el hecho de ver el 4Runner de Henry McCain o el Prius de LaDonna McCain en el camino de entrada; en ese caso a lo mejor habría dado media vuelta, habría vuelto a su casa, se habría tomado otro Imitrex y se habría acostado en su habitación con las persianas bajadas y un paño frío en la frente. Y quizá habría sentido que el dolor empezaba a disminuir a medida que la migraña descarrilaba, aunque probablemente no. En cuanto esas arañas negras conseguían meter una pata…
Volvió a levantar la mirada, esta vez entrecerrando los ojos para que no le molestara esa luz odiosa, pero el Seneca ya no estaba, incluso el rumor del motor (también exasperante, todos los sonidos eran exasperantes cuando se presentaba una de esas malas putas) se había desvanecido. Chuck Thompson con algún aspirante a héroe o heroína del aire. Y aunque Junior no tenía nada contra Chuck —apenas lo conocía—, de repente deseó con una ferocidad infantil que su alumno la cagara pero bien y estrellara la avioneta.
Preferiblemente en mitad del concesionario de coches usados de su padre.
Otro latigazo de dolor restalló dentro de su cabeza, pero aun así subió los peldaños de la entrada de los McCain. Había que hacerlo. Hacía ya mucho que había que hacerlo, joder. Angie merecía que le dieran una lección.
Pero con una lección pequeña vale. No pierdas el control.
Le respondió, como si la hubiera invocado, la voz de su madre. Esa voz pagada de sí misma a más no poder. Junior siempre ha sido un niño con muy mal carácter, pero ahora lo controla muchísimo más. ¿A que sí, Junior?
Bueno. Vale. Lo había conseguido. El fútbol americano le había ayudado, pero ya no tenía el fútbol. Ya ni siquiera tenía la universidad. Solo tenía migrañas. Y hacían que se sintiera como un hijoputa miserable.
No pierdas el control.
No. Pero pensaba hablar con ella con dolor de cabeza o sin él.
Y, como solía decirse, a lo mejor tendría que dejar que su mano hablara por él. ¿Quién sabe? Si con eso Angie se sentía peor, tal vez él conseguía sentirse mejor.
Junior llamó al timbre.
 2


Angie McCain acababa de salir de la ducha. Se puso un albornoz, se anudó el cinturón y después se envolvió el pelo mojado con una toalla.
—¡Ya va! —gritó mientras bajaba casi al trote la escalera hacia la planta baja.
Sonreía un poco. Era Frankie, estaba prácticamente segura de que sería Frankie. Las cosas por fin empezaban a arreglarse. El cabrón del pinche (guapo pero aun así cabrón) se había marchado de la ciudad o iba a marcharse, y los padres de ella no estaban. Bastaba juntar esos dos datos para captar la señal divina de que las cosas empezaban a arreglarse. Frankie y ella podrían dejar atrás toda la mierda y volver a estar juntos.
Sabía exactamente cómo tenía que hacerlo: primero abriría la puerta y luego se abriría el albornoz. Allí mismo, a plena luz del día de ese sábado por la mañana, donde cualquiera que pasara podría verla. Primero se aseguraría de que fuera Frankie, claro. No tenía la menor intención de exhibirse ante el viejo y seboso señor Wicker si llamaba a la puerta con un paquete o una carta certificada, aunque aún faltaba por lo menos media hora para el reparto del correo.
No, era Frankie. Estaba segura.
Mientras abría la puerta, su suave sonrisa se ensanchaba en un gesto risueño de bienvenida, quizá no muy afortunado, pues tenía los dientes bastante apiñados y del tamaño de pastillas de chicle gigantes. Ya tenía la mano en el nudo del albornoz. Pero no lo desató. Porque no era Frankie. Era Junior, y parecía muy enfadado…
Le había visto antes esa expresión lúgubre —muchas veces, de hecho—, pero nunca tan lúgubre desde octavo, cuando Junior le rompió el brazo al hijo de los Dupree. Ese mariquita se había atrevido a mover su culito en pompa hasta la cancha de baloncesto de la plaza del pueblo y había preguntado si podía jugar. Angie suponía que el rostro de Junior había exhibido esa misma expresión tempestuosa aquella noche en el aparcamiento del Dipper’s, pero, claro, ella no había estado allí, solo se lo habían contado. Todo el mundo en Mills se había enterado. El jefe Perkins la había llamado para hablar con ella, ese Barbie de las narices estaba allí, y al final también aquello se había sabido.
—¿Junior? Junior, ¿qué…?
Entonces Junior la abofeteó, y ahí, en gran medida, todo pensamiento cesó.
 3


A esa primera no le puso muchas ganas porque estaba en el umbral y no tenía bastante espacio para coger impulso; solo había podido echar el brazo atrás a medias. Tal vez no le habría pegado (al menos no para empezar) si no le hubiera recibido con esa sonrisa —Dios, pero qué dientes, ya en el colegio le daban grima— y si no lo hubiera llamado Junior.
Claro que en el pueblo todo el mundo lo llamaba Junior, incluso él pensaba en sí mismo como en Junior, pero no se había dado cuenta de lo mucho que lo detestaba, de que lo detestaba tanto que prefería ahogarse en una papilla de gusanos antes que oír cómo salía de entre las espeluznantes lápidas que tenía por dientes esa puta que tantos problemas le había causado. Su sonido le perforó la cabeza igual que el resplandor del sol cuando levantó la vista para mirar la avioneta.
Para ser una bofetada dada a medias, no había estado mal. Angie se tambaleó hacia atrás, se dio contra el poste del pie de la escalera y la toalla se le cayó de la cabeza. Unas greñas de pelo mojado color castaño se le quedaron pegadas en las mejillas; parecía Medusa. La sonrisa había sido reemplazada por una expresión de asombro y perplejidad, y Junior vio que le caía un hilillo de sangre de la comisura de la boca. Eso estaba bien. Más que bien. Esa puta se merecía sangrar por lo que había hecho. Tantos problemas, no solo para él, sino también para Frankie y Mel y Carter…
La voz de su madre en su cabeza: No pierdas el control, cielo. Estaba muerta y ni aun así dejaba de darle consejos. Dale una lección, pero pequeña.
Y realmente podría haberse limitado a eso, pero entonces a ella se le abrió el albornoz y Junior vio que iba desnuda. Vio esa mata de pelo oscuro encima del folladero, ese puto folladero piojoso que no daba más que problemas, joder, si te parabas a pensarlo esos folladeros eran los culpables de todos los putos problemas del mundo, y la cabeza le latía, le palpitaba, le martilleaba, se le aplastaba, se le hacía pedazos. Era como si en cualquier momento fuese a producirse una explosión termonuclear. Un pequeño y perfecto hongo atómico saldría disparado de cada oreja justo antes de que explotara todo lo que tenía por encima del cuello, y Junior Rennie, que no sabía que tenía un tumor cerebral —el viejo y decrépito doctor Haskell ni siquiera había considerado tal posibilidad en un joven recién salido de la adolescencia que, por lo demás, estaba completamente sano—, se volvió loco. No fue una buena mañana para Claudette Sanders ni para Chuck Thompson; a decir verdad, en Chester’s Mills no fue una buena mañana para nadie.
Sin embargo, a pocos les fue tan mal como a la ex novia de Frank DeLesseps.
 4


Ella tuvo dos pensamientos medio coherentes cuando se apoyó en el poste de la escalera y vio los ojos desorbitados de Junior y cómo se mordía la lengua: la mordía con tanta fuerza que hundía los dientes en ella.
Está loco. Tengo que llamar a la policía antes de que me haga daño de verdad.
Se volvió para correr del recibidor a la cocina, donde descolgaría el auricular del teléfono de pared, aporrearía el 911 y luego simplemente chillaría. Dio dos pasos, pero entonces tropezó con la toalla con la que se había envuelto el pelo. Enseguida recuperó el equilibrio —había sido animadora en el instituto y todavía conservaba ciertas habilidades—, pero ya era demasiado tarde. Su cabeza de pronto tiró de ella hacia atrás, y Angie vio volar sus pies por delante de ella. Junior la había agarrado del pelo.
Tiró de ella hasta tenerla contra su cuerpo. Estaba ardiendo, como si tuviera muchísima fiebre. Angie sentía el acelerado latido de su corazón: un-dos, un-dos, huyendo.
—¡Zorra mentirosa! —le gritó al oído, clavándole una punzada de dolor hasta lo más profundo de su cabeza.
También ella chilló, pero su propia voz le pareció tenue e intrascendente en comparación con la de él. Entonces Junior le rodeó la cintura con los brazos y ella se sintió propulsada por el vestíbulo a una velocidad frenética; tan solo los dedos de los pies rozaban la moqueta. Le cruzó por la mente algo así como el emblema del capó de un coche en plena fuga, y de pronto estaban en la cocina, inundada por la brillante luz del sol.
Junior volvió a gritar. Esta vez no de furia, sino de dolor.
 5


La luz lo estaba matando, le freía los sesos, que aullaban de dolor, pero no dejó que eso lo detuviera. Ya era demasiado tarde para eso.
Corrió con ella sin aminorar el paso hacia la mesa de formica de la cocina. El mueble la golpeó en el estómago, se desplazó y chocó contra la pared. El azucarero, el salero y el pimentero salieron volando. La respiración de Angie dejó escapar un gran estertor. Asiéndola por la cintura con una mano y de las greñas mojadas con la otra, Junior la hizo girar y la lanzó contra el frigorífico. Angie se estrelló contra él con estrépito y casi todos los imanes cayeron al suelo. Estaba aturdida y pálida como la cera. Ahora, además del labio inferior le sangraba la nariz. La sangre relucía sobre su piel blanca. Junior vio que su mirada se desplazaba hacia el banco de carnicero de la encimera, lleno de cuchillos, y, cuando Angie intentó levantarse, él le clavó un rodillazo en toda la cara. Sonó un crujido sordo, como si a alguien se le hubiese caído una pieza de porcelana —una fuente, tal vez— en la habitación de al lado.
Esto es lo que tendría que haberle hecho a Dale Barbara, pensó Junior, y retrocedió unos pasos al tiempo que se apretaba las sienes palpitantes con las manos. De sus ojos brotaban lágrimas que descendían por las mejillas. Se había mordido la lengua con fuerza —la sangre se deslizaba por la barbilla y goteaba en el suelo—, pero él ni siquiera lo notó. El dolor de cabeza era demasiado intenso.
Angie estaba tirada boca abajo entre los imanes de la nevera. En el más grande ponía LO QUE HOY ENTRA POR LA BOCA MAÑANA ASOMA POR EL CULO.
Junior pensó que Angie se había desmayado, pero de repente se estremeció de pies a cabeza. Los dedos le temblaban como si estuviera preparándose para tocar algo complejo al piano. (El único instrumento que esta zorra ha tocado en su vida es la flauta de carne, pensó). Entonces empezó a sacudir las piernas arriba y abajo, y los brazos no tardaron en hacer lo mismo. De pronto parecía que Angie intentaba alejarse de él a nado. Joder, estaba sufriendo una maldita convulsión.
—¡Basta ya! —gritó Junior. Después, cuando la vio evacuar—: ¡Basta ya! ¡Deja de hacer eso, zorra!
Se arrodilló, puso una rodilla a cada lado de su cabeza, que se meneaba arriba y abajo. Su frente golpeaba las baldosas del suelo una y otra vez, como esos moros de mierda cuando saludan a Alá.
—¡Basta ya! ¡Para de una puta vez!
Angie empezó a proferir un gruñido. Sonó sorprendentemente fuerte. Madre de Dios, ¿y si la oía alguien? ¿Y si lo pillaban allí? Eso no sería como explicarle a su padre por qué había dejado los estudios (algo que Junior, por el momento, todavía no había encontrado el valor de hacer). Esta vez sería peor que ver su paga mensual reducida al setenta y cinco por ciento a causa de esa maldita pelea con el cocinero, la pelea que había instigado esa zorra inútil. Esta vez, Big Jim Rennie no podría convencer al jefe Perkins y a los tocacojones del pueblo. Esta vez podía acabar…
De pronto le vino a la cabeza la imagen de los inquietantes muros verdes de la Prisión Estatal de Shawshank. No podía acabar allí, tenía toda la vida por delante. Pero acabaría allí. Aunque ahora le cerrara la boca, acabaría allí. Porque Angie hablaría tarde o temprano. Y su cara —que tenía mucha peor pinta que la de Barbie después de la pelea en el aparcamiento— hablaría por ella.
A menos que la hiciera callar del todo.
Junior la agarró del pelo y la ayudó a aporrearse la cabeza contra las baldosas. Esperaba que perdiera el conocimiento, porque así él podría terminar de… bueno, lo que fuera…, pero el ataque no hacía más que empeorar. Angie empezó a golpear el frigorífico con los pies y el resto de los imanes cayeron a modo de ducha.
Junior le soltó el pelo y la agarró del cuello:
—Lo siento, Ange —dijo—, no tendría que haber sido así.
Pero no lo sentía. Lo único que sentía era miedo y dolor, y estaba convencido de que Angie, en aquella cocina horriblemente luminosa, nunca dejaría de oponer resistencia. Se le estaban cansando los dedos. ¿Quién hubiera pensado que estrangular a una persona sería tan difícil?
En algún lugar, muy lejos, hacia el sur, se oyó una detonación. Como si alguien hubiese disparado una escopeta muy grande. Junior no le prestó atención. Lo que hizo fue redoblar la presión y, por fin, la resistencia de Angie empezó a remitir. En algún lugar, mucho más cerca —en la casa, en ese mismo suelo—, se oyó algo así como una campanilla. Alzó la mirada, tenía los ojos muy abiertos, creyó que era el timbre de la puerta. Alguien había oído el alboroto y allí estaba la poli. La cabeza le explotaba, le parecía que se había dislocado todos los dedos, y para nada. Una imagen terrible pasó fugazmente por su cabeza: Junior Rennie entrando escoltado en el juzgado del condado de Castle, con la chaqueta de algún policía encima de la cabeza, para comparecer ante el juez.
Entonces reconoció el sonido. Era el mismo que emitía su ordenador cuando se iba la electricidad y tenía que cambiar a la alimentación de batería.
Bing… Bing… Bing…
«¿Servicio de habitaciones? Mándeme una habitación más grande», pensó, y luego siguió estrangulando. Angie ya había dejado de moverse, pero él siguió durante un minuto más, con la cabeza vuelta hacia un lado para intentar no oler la peste que soltaba su mierda. ¡Qué típico de ella dejar un regalo de despedida tan repugnante! ¡Igual que todas! ¡Mujeres! ¡Las mujeres y sus folladeros! ¡No eran más que hormigueros cubiertos de pelo! ¡Y ellas que decían que el problema eran los hombres…!
 6


Estaba inclinado sobre su cuerpo ensangrentado, cagado e indudablemente muerto, preguntándose qué hacer a continuación, cuando oyó otra lejana detonación procedente del sur. No era una escopeta; demasiado fuerte. Una explosión. Igual al final resultaba que la lujosa avionetita de Chuck Thompson se había estrellado… No era imposible; en un día en el que te propones a gritarle a alguien —a cantarles las cuarenta, nada más que eso— y ella va y te obliga a matarla, cualquier cosa era posible.
Empezó a oír el aullido de una sirena de la policía. Junior estaba seguro de que era por él. Alguien había mirado por la ventana y lo había visto estrangulándola. Eso lo hizo reaccionar. Se encaminó hacia el recibidor y llegó hasta la toalla que se le había caído de la cabeza con la primera bofetada. Entonces se detuvo. Vendrían por allí, precisamente por allí. Aparcarían delante, y con esas nuevas y resplandecientes luces LED lanzarían dardos de dolor a la masa de alaridos en que se había convertido su pobre cerebro…
Se volvió y corrió otra vez hacia la cocina. Miró abajo antes de pasar por encima del cadáver de Angie, no pudo evitarlo. Cuando iban a primero, a veces Frank y él le tiraban de las trenzas y ella les sacaba la lengua y ponía ojos bizcos. Esta vez sus ojos sobresalían de las cuencas como dos canicas y tenía la boca llena de sangre.
¿Le he hecho yo esto? ¿De verdad he sido yo?

Sí. Había sido él. Y esa mirada fugaz le bastó para entender por qué. Esos dientes, joder. Esas hachas descomunales.
Una segunda sirena se unió a la primera, y luego una tercera, pero se alejaban. Gracias a Dios, se alejaban. Se dirigían al sur por Main Street, hacia el lugar donde habían sonado las detonaciones.
Pero Junior no se entretuvo. Se escabulló con paso furtivo por el patio trasero de los McCain sin darse cuenta de que, para cualquiera que casualmente estuviera mirando, aquello era como gritar que era culpable de algo (nadie miraba). Al otro lado de las tomateras de LaDonna había una alta valla de tablones con una puerta. Tenía un candado, pero colgaba abierto del picaporte. En todos los años que había rondado por allí cuando aún estaba creciendo, Junior jamás lo había visto cerrado.
Abrió la puerta. Al otro lado había matorrales y un sendero que conducía hasta el sordo rumor del arroyo Prestile. Una vez, cuando tenía trece años, Junior había espiado a Frank y a Angie mientras se besaban en ese sendero: ella le rodeaba el cuello con los brazos, y la mano de él le cubría un pecho. Comprendió entonces que su infancia casi había terminado.
Se inclinó y vomitó en la corriente. Los destellos del sol reflejados en el agua eran maliciosos, terribles. Entonces su visión se aclaró lo suficiente para ver el Puente de la Paz a su derecha. Los niños ya no estaban allí pescando, pero vio un par de coches de la policía que bajaban a toda velocidad por la cuesta de la plaza.
La alarma de la ciudad se había disparado. El generador del ayuntamiento se había puesto en marcha, como se suponía que debía hacer en caso de apagón, permitiendo que la alarma transmitiera su mensaje de desastre a altos decibelios. Junior gimió y se tapó los oídos.
En realidad, el Puente de la Paz no era más que una pasarela peatonal cubierta que ya estaba destartalada y combada. Su verdadero nombre era Paso de Alvin Chester; se había convertido en el Puente de la Paz en 1969, cuando unos niños (en aquel momento habían corrido por el pueblo rumores sobre la identidad de los autores) habían pintado en un lado un gran símbolo de la paz de color azul. Allí seguía, pero ya no era más que un fantasma desvaído. El Puente de la Paz había estado clausurado durante los últimos diez años. Ambas entradas estaban cerradas por sendas X de cinta policial de PROHIBIDO EL PASO, pero aún se usaba, por supuesto. Dos o tres noches por semana, miembros de la Brigada Tocacojones del jefe Perkins enfocaban sus linternas allí dentro, siempre desde uno u otro lado, nunca desde ambos. No querían trincar a los chavales que iban allí a beber y a darse el lote, solo asustarlos. Todos los años, en la asamblea municipal, alguien proponía la demolición del Puente de la Paz, alguien proponía su restauración, y ambas propuestas quedaban siempre aplazadas. El pueblo, por lo visto, tenía un deseo secreto, y ese deseo secreto era que el Puente de la Paz se quedara tal como estaba.
Ese día, Junior Rennie se alegró de ello.
Se arrastró a lo largo de la orilla norte del Prestile hasta que estuvo debajo del puente —las sirenas de la policía ya casi no se oían, la alarma de la ciudad bramaba más fuerte que nunca— y trepó hasta Strout Lane. Miró en ambas direcciones, después pasó corriendo junto al cartel que decía SIN SALIDA, PUENTE CERRADO. Se agachó para pasar bajo la cruz de cinta amarilla e internarse en las sombras. El sol se abría camino a través de los agujeros del techo y dejaba caer monedas de luz sobre los gastados tablones de madera del suelo; después del resplandor de aquella cocina infernal, aquello era una oscuridad maravillosa. Las palomas zureaban entre las vigas. Esparcidas a lo largo de las paredes de madera había latas de cerveza y botellas de Allen’s Coffee Flavored Brandy.
No lograré salir de esta. No sé si hay restos de mí debajo de sus uñas, no recuerdo si me ha agarrado o no, pero está mi sangre. Y mis huellas dactilares. Solo tengo dos opciones: huir o entregarme.
No, existía una tercera. Podía matarse.
Tenía que llegar a casa. Tenía que correr las cortinas de su habitación y convertirla en una cueva. Tomarse otro Imitrex, tumbarse, quizá dormir un poco. A lo mejor después sería capaz de pensar. ¿Y si iban a buscarlo mientras estaba dormido? Bueno, eso le ahorraría el problema de tener que escoger entre la Puerta #1, la Puerta #2 o la Puerta #3.
Junior cruzó la plaza principal del pueblo como si no pasara nada. Cuando alguien —un viejo al que solo reconoció vagamente— le cogió del brazo y le preguntó: «¿Qué ha pasado, Junior? ¿Qué sucede?», Junior se limitó a sacudir la cabeza, se quitó de encima la mano del viejo y siguió andando.
Detrás de él, la alarma de la ciudad bramaba como si fuera el fin del mundo.


 CARRETERAS Y CAMINOS




 1


En Chester’s Mills había un periódico semanal que se llamaba Democrat. Lo cual era información engañosa, ya que su titularidad y dirección —dos cargos que ostentaba la formidable Julia Shumway— eran republicanas hasta la médula. La cabecera tenía más o menos este aspecto:
 EL DEMOCRAT DE CHESTER’S MILL

Fund. 1890
Para servir a «¡El pequeño pueblo que parece una bota!»

Pero ese lema también era información engañosa. Chester’s Mills no parecía una bota; parecía un calcetín de deporte de niño tan mugriento que podía tenerse solo en pie. Aunque limitaba por el sudoeste con Castle Rock (el talón del calcetín), mucho más grande y más próspero, en realidad Mills estaba rodeado por cuatro localidades mayores en superficie pero menores en población: Motton al sur y el sudeste; Harlow al este y el nordeste; el municipio no incorporado TR-90 al norte; y Tarker’s Mills al oeste. A Chester’s y Tarker’s a veces se los conocía como los Mills Gemelos, y entre ambos —en los días en que los mills, las fábricas textiles del centro y el oeste de Maine, funcionaban a toda máquina— habían convertido el arroyo Prestile en un sumidero contaminado y sin peces que cambiaba de color casi a diario y según el lugar. En aquella época se podía salir en canoa en las verdes aguas vivas de Tarker’s y llegar a un amarillo brillante cuando se cruzaba Chester’s Mills de camino a Motton. Es más, si la canoa era de madera, probablemente acababa despintada por debajo de la línea de flotación.
Sin embargo, la última de esas rentables fábricas de contaminación cerró en 1979. Los extraños colores abandonaron el Prestile y los peces volvieron, aunque todavía era motivo de debate si eran o no aptos para el consumo humano. (El Democrat votaba «¡Afirmativo!»).
La población variaba según la temporada. Entre el día de los Caídos —el último lunes de mayo— y el día del Trabajo —el primer lunes de septiembre—, era de casi quince mil personas. El resto del año descendía poco más o menos a dos mil, según el balance de nacimientos y defunciones del Catherine Russell, que estaba considerado el mejor hospital al norte de Lewiston.
Si se les preguntara a los veraneantes cuántas carreteras entraban y salían de Mills, la mayoría diría que dos: la 117, que iba hacia Norway-South Paris, y la 119, que cruzaba el centro de Castle Rock de camino a Lewiston.
Los que residían allí desde hacía unos diez años podrían indicar al menos ocho carreteras más, todas de asfalto y de doble carril: desde Black Ridge Road y Deep Cut Road, que llegaban a Harlow, hasta Pretty Valley Road (sí, tan bonita como prometía su nombre, «el Valle Hermoso»), que serpenteaba en dirección norte hacia el municipio de TR-90.
Los que residían allí desde hacía treinta años o más, si les dieran tiempo para meditar sobre ello (tal vez en la trastienda de Brownie’s, donde todavía había una estufa de leña), podrían indicar una decena más, tanto con nombres sagrados (God Creek Road, «el Arroyo de Dios») como profanos (Little Bitch Road, «la Pequeña Zorra», que en los mapas locales aparecía marcada solo por un número).
El habitante de más edad que residía en Chester’s Mills el día que más tarde se conocería como el día de la Cúpula era Clayton Brassey. También era el habitante más anciano del condado de Castle y, por ende, poseedor del Bastón del Boston Post. Por desgracia, ya no recordaba qué era un Bastón del Boston Post, ni siquiera quién era él exactamente. A veces confundía a su tataranieta Nell con su mujer, que llevaba cuarenta años muerta, y hacía tres años que el Democrat había dejado de publicar la entrevista anual con el «habitante de más edad». (En la última ocasión, cuando le preguntaron por el secreto de su longevidad, Clayton había respondido: «¿Dónde puñetas está mi cena?»). La senilidad había empezado a acechar poco después de su centésimo cumpleaños; ese 21 de octubre cumplía ciento cinco. Antaño había sido un buen ebanista especializado en tocadores, pasamanos y molduras. Últimamente, entre sus especialidades se contaba el comer postres de gelatina sin acabar sorbiéndola por la nariz y, de vez en cuando, llegar al lavabo antes de soltar media docena de guijarros entreverados de sangre en su silla con orinal.
Sin embargo, en sus buenos tiempos —pongamos alrededor de los ochenta y cinco años—, podría haber recitado casi todas las carreteras que llegaban hasta Chester’s Mills y que salían de allí, y el total habría sido de treinta y cuatro. La mayoría eran de tierra, muchas habían caído en el olvido, y casi todas las olvidadas serpenteaban a través del espeso embrollo de bosque reforestado que era propiedad de las madereras Diamond Match, Continental Paper Company y American Timber.
Y poco antes del mediodía en el día de la Cúpula, todas esas vías quedaron cortadas de golpe.
 2


En la mayoría de las carreteras no sucedió nada tan espectacular como la explosión del Seneca V y el posterior accidente del camión maderero, pero sí hubo problemas. Claro que los hubo. Si el equivalente a una muralla de piedra invisible se levanta de repente alrededor de todo un pueblo, es inevitable que haya problemas.
Exactamente en el mismo instante en que la marmota quedó partida en dos mitades, un espantapájaros hizo lo mismo en el campo de calabazas de Eddie Chalmers, no muy lejos de Pretty Valley Road. El espantapájaros se alzaba justo en la línea que separaba Mills de TR-90. A Eddie siempre le había divertido esa ubicación dividida y le llamaba el Espantapájaros Sin Una Patria; señor ESUP, para abreviar. Una mitad del señor ESUP cayó en Mills; la otra cayó «en el TR», como habrían dicho los lugareños.
Segundos más tarde, un bandada de cuervos que iba directa a las calabazas de Eddie (a los cuervos nunca les había asustado el señor ESUP) se estrellaron contra algo en un lugar donde nunca antes había habido nada. La mayoría se partieron el cuello y cayeron formando montones negros sobre Pretty Valley Road y los campos adyacentes. Por todas partes, a ambos lados de la Cúpula, había pájaros que chocaban y caían muertos; sus cuerpos serían uno de los indicadores con los que finalmente se delineó la nueva barrera.
En God Creek Road, Bob Roux había estado recogiendo patatas. Volvía a casa a la hora de la comida (más conocida en esa zona como «armuerzo»), sentado a horcajadas en su viejo tractor Deere y escuchando música en su iPod recién estrenado, regalo de su mujer por el que acabaría siendo su último cumpleaños. Su casa se hallaba a tan solo ochocientos metros del campo en el que había estado cavando, pero, por desgracia para él, el campo estaba en Motton y la casa en Chester’s Mills. Chocó contra la barrera a veinticinco kilómetros por hora mientras escuchaba a James Blunt cantar «You’re Beautiful». Apenas tenía que coger el volante, pues veía toda la carretera hasta su casa y no había nada en ella. Así que cuando el tractor chocó y se quedó clavado y la cosechadora de patatas que llevaba atrás se levantó en el aire y volvió a caer con fuerza, Bob salió disparado por encima del motor y chocó directamente contra la Cúpula. Su iPod explotó en el amplio bolsillo delantero de su peto, pero él no llegó a darse cuenta. Se partió el cuello y se fracturó el cráneo contra la nada con la que se había estrellado, y murió en el suelo poco después a causa de una enorme rueda de su tractor, que seguía girando. Ya se sabe, nada funciona como un Deere.
 3


Lo cierto es que Motton Road no cruzaba Motton en ningún momento; su recorrido quedaba dentro de los límites municipales de Chester’s Mills. Allí había nuevos hogares residenciales, un área a la que más o menos desde 1975 llamaban Eastchester. Los propietarios eran gente de treinta y cuarenta y tantos que iban todos los días a trabajar a Lewiston-Auburn, donde cobraban un buen sueldo, casi todos en empleos de oficina. Todas esas casas estaban en Mills, pero muchos de sus patios traseros quedaban en Motton. Eso le sucedía a la casa de Jack y Myra Evans, en el 379 de Motton Road. Myra tenía un huerto en la parte de atrás y, aunque la mayoría de sus frutos ya habían sido recolectados, todavía quedaban algunos zapallos gordotes más allá de las últimas calabazas (bastante podridas). Myra trataba de alcanzar uno cuando cayó la Cúpula y, aunque sus rodillas seguían en Chester’s Mills, en ese momento se había estirado para llegar hasta un zapallo que crecía unos treinta centímetros más allá del límite municipal de Motton.
No gritó porque no sintió dolor, al menos al principio. Fue demasiado rápido, repentino y limpio para que sintiera nada.
Jack Evans estaba en la cocina, batiendo unos huevos para una frittata de mediodía. Sonaba LCD Soundsystem, «North American Scum», y Jack estaba cantando cuando una voz muy débil pronunció su nombre detrás de él. Al principio no reconoció la voz de la que era su mujer desde hacía catorce años; sonaba como la voz de una niña. Pero al volverse vio que sí era Myra. Estaba de pie en el umbral, sosteniéndose el brazo derecho delante del torso. Había dejado pisadas de barro en el suelo, lo cual no era propio de ella. Normalmente se quitaba los zapatos del jardín en la entrada. La mano izquierda, cubierta por un guante de jardinero muy sucio, acunaba la derecha contra el pecho, y algo rojo se deslizaba entre los dedos embarrados. Al principio Jack pensó: Zumo de arándanos, pero solo un segundo. Era sangre. Jack soltó el cuenco que tenía en las manos. Se hizo añicos en el suelo.
Myra volvió a pronunciar su nombre con la misma voz infantil, débil y temblorosa.
—¿Qué ha pasado? Myra, ¿qué te ha pasado?
—He tenido un accidente —dijo, y le enseñó la mano derecha.
Ni llevaba un guante de jardinero embarrado a juego con el de la izquierda, ni había mano derecha. Únicamente un muñón chorreante. Myra lo miró con una débil sonrisa y dijo «Ups». Se le pusieron los ojos en blanco. La entrepierna de sus tejanos de jardinería se oscureció cuando se le escapó la orina. Entonces se le aflojaron también las rodillas y se desplomó. La sangre que manaba de su muñeca en carne viva —un corte transversal propio de una clase de anatomía— se mezcló con los huevos batidos derramados por el suelo.
Cuando Jack se arrodilló junto a ella, un trozo del cuenco se le clavó profundamente en la rodilla. Él apenas se dio cuenta, pero cojearía de esa pierna el resto de su vida. Asió el brazo de Myra y lo apretó. El tremendo chorro de sangre que manaba de su muñeca disminuyó pero no cesó. Se quitó el cinturón y lo ató alrededor del final del antebrazo. Eso funcionó, pero no pudo apretar fuerte el cinturón; los agujeros quedaban mucho más allá de la hebilla.
—Dios mío —dijo a la cocina vacía—. Dios mío.
Se dio cuenta de que todo estaba más oscuro que un momento antes. Se había ido la luz. Oyó el ordenador, en el estudio, profiriendo su llamada de socorro. LCD Soundsystem seguía sin problemas, porque el pequeño aparato de música de la encimera iba a pilas. A Jack ya no le importaba; había perdido el gusto por el tecno.
Había tanta sangre… Tanta…
Su mente dejó de preguntarse cómo había perdido la mano. Tenía preocupaciones más apremiantes. No podía soltar el torniquete del cinturón para ir a buscar el teléfono; la hemorragia empezaría otra vez, y puede que Myra estuviera ya a punto de desangrarse. Tendría que llevarla con él. Intentó arrastrarla tirando de su camiseta, pero primero se le salió de los pantalones y luego el cuello empezó a ahogarla. Jack oyó cómo su respiración se volvía áspera. Así que se envolvió una mano con la larga melena castaña de su mujer y la arrastró hasta el teléfono al estilo de un cavernícola.
Era un teléfono móvil y funcionaba. Marcó el 911 y el 911 comunicaba.
—¡No puede ser! —gritó a la cocina vacía, donde las luces se habían apagado (aunque el grupo seguía sonando en el aparato de música)—. ¡El 911 no puede estar comunicando, joder!
Apretó el botón de rellamada.
Comunicaba.
Se sentó en el suelo de la cocina con la espalda apoyada contra la encimera; apretaba el torniquete con todas sus fuerzas, miraba la sangre y el huevo batido del suelo, marcaba periódicamente el botón de rellamada del teléfono y escuchaba siempre el mismo pi-pi-pi estúpido. Algo explotó no muy lejos de allí, pero él apenas oía nada aparte de la música, que estaba a todo volumen (ni siquiera oyó la explosión del Seneca). Quería apagarla, pero para llegar al equipo de música habría tenido que levantar a Myra. Levantarla o soltar el cinturón durante dos o tres segundos. No quería hacer ninguna de las dos cosas. Así que se quedó allí sentado y «North American Scum» dio paso a «Someone Great», y «Someone Great» dio paso a «All My Friends», y después de unas cuantas canciones más, el CD, titulado Sound of Silver, terminó. Cuando lo hizo, cuando se impuso el silencio, salvo por las sirenas de la policía a lo lejos y las incesantes protestas del ordenador allí al lado, Jack se dio cuenta de que su mujer ya no respiraba.
Pero si yo iba a hacer la comida…, pensó. Una comida rica, con la que no te avergonzaras de haber invitado a Martha Stewart.
Sentado con la espalda contra la encimera, aguantando aún el cinturón (abrir otra vez los dedos resultaría sumamente doloroso) mientras la parte inferior de la pernera derecha de sus propios pantalones se oscurecía a causa de la sangre de la herida de su rodilla, Jack Evans acunó la cabeza de su mujer contra su pecho y se echó a llorar.
 4


No muy lejos de allí, en una carretera abandonada que cruzaba el bosque y de la que ni siquiera el viejo Clay Brassey se habría acordado, una cierva estaba pastando tiernos brotes en las lindes de la ciénaga del Prestile. En ese momento, su cuello estirado cruzó el límite municipal de Motton y, al caer la Cúpula, su cabeza rodó por el suelo. Fue un tajo tan limpio como podría haberlo hecho la cuchilla de una guillotina.
 5


Hemos recorrido la forma de calcetín que tiene Chester’s Mills y hemos llegado otra vez a la carretera 119. Además, gracias a la magia de la narración, no ha transcurrido ni un instante desde que el sesentón del Toyota ha chocado de cara contra algo invisible pero muy duro y se ha roto la nariz. Está sentado y mira a Dale Barbara con total desconcierto. Una gaviota, seguramente en su recorrido diario desde el suculento bufet del vertedero de Motton hacia el no tan suculento basurero de Chester’s Mills, cae como una piedra y se estampa a un metro escaso de la gorra de béisbol de los Sea Dogs del sesentón, que la recoge, la sacude y vuelve a ponérsela.
Los dos hombres miran hacia arriba, de donde ha caído el pájaro, y ven otra cosa incomprensible en un día que resultará estar lleno de ellas.
 6


Lo primero que pensó Barbie fue que estaba viendo una imagen fantasma de la avioneta que había estallado, igual que cuando te disparan un flash muy cerca de la cara a veces ves un gran punto azul flotante. Solo que aquello no era un punto, no era azul y, en lugar de flotar y desplazarse hacia donde Barbie dirigía la mirada —en este caso, hacia su nuevo conocido—, el borrón que pendía en el aire seguía exactamente donde estaba.
Sea Dogs miraba hacia arriba y se frotaba los ojos. Parecía haberse olvidado de que tenía la nariz rota, los labios hinchados y de que le sangraba la frente. Se puso de pie y estiró el cuello de una manera tan brusca que estuvo a punto de perder el equilibrio.
—¿Qué es eso? —dijo—. Pero ¿qué demonios es eso, hombre?
Un gran borrón negro —con forma de llama de vela, si se esforzaba uno por usar la imaginación— manchaba el cielo azul.
—¿Es… una nube? —preguntó Sea Dogs. Su tono dubitativo daba a entender que sabía que no lo era.
Barbie respondió:
—Creo… —La verdad es que no quería oírse decir eso—. Creo que ahí es donde se ha estrellado la avioneta.
—Pero ¿qué dices? —espetó Sea Dogs.
Sin embargo, antes de que Barbie pudiera responder, un zanate de buen tamaño que descendía en picado a unos quince metros de altura no chocó con nada, al menos nada que ellos pudieran ver, pero cayó no muy lejos de la gaviota.
—¿Has visto eso? —dijo Sea Dogs.
Barbie asintió y después señaló hacia la parcela de paja ardiendo que había a su izquierda. Tanto esa como las dos o tres parcelas que quedaban a la derecha de la carretera despedían densas columnas de humo negro que se unían al que ascendía desde los fragmentos del Seneca desmembrado, pero el fuego no llegaba muy lejos; el día anterior había llovido mucho y la paja todavía estaba húmeda. Una suerte, ya que de lo contrario las llamas se habrían propagado velozmente por la maleza en ambas direcciones.
—¿Has visto esto? —preguntó Barbie a Sea Dogs.
—Joder, si no lo veo… —dijo Sea Dogs después de recorrer la escena con la mirada.
El fuego había consumido una parcela de tierra de más de cinco metros cuadrados y había avanzado hasta casi alcanzar el punto donde Barbie y él se encontraban uno frente al otro. Allí se dispersaba —al oeste, hacia el borde de la carretera; al este, hacia la hectárea y media de pasto de un pequeño granjero de ganado lechero—, pero no de forma irregular, no como suelen propagarse los incendios por la maleza, con llamas que se adelantan un poco más en un punto y otras que se quedan algo retrasadas en otros lugares, sino que seguía una línea que parecía trazada con regla.
Otra gaviota llegó volando hacia ellos, esta vez en dirección a Motton en lugar de hacia Mills.
—Cuidado —advirtió Sea Dogs—. Ojo con el pájaro.
—A lo mejor no le pasa nada —dijo Barbie, mirando arriba y protegiéndose los ojos del sol—. A lo mejor lo que sea que los detiene solo lo hace si vienen del sur.
—A juzgar por esa avioneta que se ha estrellado, lo dudo —dijo Sea Dogs. Hablaba con la voz reflexiva propia de un hombre completamente perplejo.
La gaviota chocó contra la barrera y cayó justo encima del trozo más grande de la avioneta en llamas.
—Los para en ambas direcciones —dijo Sea Dogs. Hablaba con la voz de un hombre que ha visto confirmarse algo en lo que creía pero que no podía demostrar—. Es algo así como un campo de fuerza, como en una película de Star Trick.
—Trek —dijo Barbie.
—¿Eh?
—Oh, mierda —dijo Barbie. Miraba por encima del hombro de Sea Dogs.
—¿Eh? —Sea Dogs miró por encima de su hombro—. ¡Joder!
Se acercaba un camión maderero. Grande, con una carga de troncos enormes que sobrepasaba de largo el límite de peso permitido. También iba a mucha más velocidad de la permitida. Barbie intentó calcular la capacidad de freno de semejante mastodonte pero no fue capaz de imaginarlo.
Sea Dogs echó a correr hacia su Toyota; lo había dejado sobre la línea blanca discontinua de la carretera. El tío que iba al volante del camión maderero —quizá iba hasta arriba de pastillas, quizá se había metido cristal, quizá simplemente era joven, con mucha prisa y sensación de inmortalidad— lo vio y se abalanzó sobre el claxon. No pensaba frenar.
—¡No me jodas! —gritó Sea Dogs mientras se lanzaba al volante.
Puso el motor en marcha y sacó el Toyota de la carretera marcha atrás y con la puerta del conductor abierta y dando bandazos. El pequeño todoterreno quedó encajado en la cuneta con el morro cuadrado apuntando hacia el cielo. Sea Dogs salió un instante después. Tropezó, cayó sobre una rodilla y luego echó a correr hacia el campo.
Barbie, pensando en la avioneta y en los pájaros —pensando en ese extraño borrón negro que podría haber sido el punto donde había impactado la avioneta—, corrió también hacia los pastos, esprintando a través de aquellas llamas bajas y poco entusiastas, levantando ráfagas de ceniza negra. Vio una zapatilla de hombre —era demasiado grande para ser de mujer— con el pie del hombre aún dentro.
El piloto, pensó. Y luego: Tengo que dejar de correr de un lado para otro.
—¡FRENA DE UNA VEZ, IMBÉCIL! —gritó Sea Dogs al camión maderero con voz débil y aterrorizada, aunque ya era demasiado tarde para esa clase de instrucciones.
Barbie, volviendo la mirada por encima del hombro (imposible no hacerlo), pensó que a lo mejor el cowboy de la madera intentaba frenar en el último momento. Seguramente había visto la avioneta siniestrada. En cualquier caso, no fue suficiente. Se estrelló contra la Cúpula por el lado de Motton a cien por hora o un poco más, arrastrando tras de sí las casi dieciocho toneladas de troncos de su carga. La cabina se desintegró al detenerse en seco. El tráiler sobrecargado, prisionero de la física, siguió avanzando. Los depósitos de combustible quedaron encajados bajo los troncos, se resquebrajaron y empezaron a lanzar chispas. Cuando explotaron, la carga ya estaba volando por los aires y dando vueltas por encima del lugar que había ocupado la cabina, convertida ahora en un acordeón de metal. Los troncos salieron disparados hacia delante y hacia arriba, chocaron contra la barrera invisible y rebotaron en todas direcciones. Llamas y un humo negro subieron en una densa columna. Se produjo un tremendo ruido sordo que rodó por la mañana como una gran roca. Entonces una tromba de troncos cayó en el lado de Motton, sobre la carretera y los campos colindantes, como si fueran gigantescos palillos chinos. Uno golpeó el techo del todoterreno de Sea Dogs y lo aplastó de tal manera que el parabrisas se esparció sobre el capó en una lluvia de pedacitos de diamante. Otro aterrizó justo delante de Sea Dogs.
Barbie dejó de correr y se quedó mirando.
Sea Dogs se puso de pie, se cayó, agarró el tronco que casi lo había aplastado y volvió a levantarse. Se balanceaba y tenía los ojos desorbitados. Barbie echó a andar en dirección a él y, tras dar una docena de pasos, se topó con algo que parecía una pared de ladrillo. Se tambaleó hacia atrás y sintió que un reguero cálido le manaba de la nariz y le empapaba los labios. Se limpió la sangre con la palma de la mano, la miró con incredulidad y luego se limpió la mano en la camisa.
Empezaron a llegar coches desde ambas direcciones: Motton y Chester’s Mills. Tres personas, de momento todavía se veían pequeñas, acudían corriendo por los pastos desde una granja que había al otro lado. Algunos coches tocaban el claxon, como si de alguna forma eso fuese a resolver todos los problemas. El primer vehículo que llegó por el lado de Motton se detuvo en el arcén. Dos mujeres bajaron y miraron boquiabiertas la columna de humo y fuego, protegiéndose los ojos con la mano.
 7


—Joder —dijo Sea Dogs. Hablaba con una voz débil, sin aliento.
Se acercó a Barbie por el campo, trazando una prudente diagonal en dirección este para alejarse de la pira ardiente.
Barbie pensó que el camionero tal vez llevaba sobrecarga y viajaba a demasiada velocidad, pero al menos había tenido un funeral vikingo.
—¿Has visto dónde ha caído ese tronco? Casi me mata. Aplastado como un insecto.
—¿Tienes un teléfono móvil? —Barbie tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima del violento incendio del camión maderero.
—En el coche —respondió Sea Dogs—. Si quieres, intentaré encontrarlo.
—No, espera —dijo Barbie.
Sintió un alivio repentino al darse cuenta de que todo aquello podía ser un sueño, uno de esos sueños irracionales en los que ir en bicicleta por debajo del agua o hablar sobre tu vida sexual en un idioma que nunca has estudiado parece normal.
La primera persona que llegó a su lado de la barrera fue un tipo gordinflón que conducía una vieja furgoneta GMC. Barbie lo reconoció del Sweetbriar Rose: Ernie Calvert, al antiguo gerente del Food City, ya jubilado. Ernie miraba atónito y con los ojos como platos el amasijo en llamas de la carretera, pero tenía el móvil en la mano y estaba ametrallándolo con palabras. Barbie apenas lo oía a causa del rugido del camión maderero en llamas, pero captó un «Parece muy grave» y supuso que estaba hablando con la policía. O con los bomberos. Si eran los bomberos, Barbie esperaba que fueran los de Castle Rock. El pequeño y curioso parque de bomberos de Chester’s Mills tenía dos camiones, pero Barbie comprendió que, si se presentaban allí, lo más que podrían hacer sería apagar el fuego de la hierba, que de todas formas no tardaría en extinguirse por sí solo. El camión maderero en llamas estaba cerca, pero no creía que lograran llegar hasta él.
Es un sueño, se dijo. Si te lo repites una y otra vez, serás capaz de hacer algo.
A las dos mujeres del lado de Motton se les había unido una docena de hombres; también se protegían los ojos. Había coches aparcados en ambos arcenes. La gente salía de los coches y se unía a la muchedumbre. Lo mismo sucedía en el lado de Barbie. Era como si un par de mercadillos, ambos repletos de atractivas gangas, hubieran abierto para retarse en aquel lugar: uno, en el lado del límite municipal de Motton; el otro, en el de Chester’s Mills.
Llegó el trío de la granja: un hombre y dos hijos adolescentes. Los chicos corrían con agilidad, el hombre tenía la cara roja y resollaba.
—¡Hostia puta! —dijo el mayor de los chavales, y el padre le dio una colleja.
El chico no pareció darse cuenta. Tenía los ojos como platos. El más joven tendió la mano y, cuando el mayor la tomó, se echó a llorar.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó el granjero a Barbie dando una profunda y sonora inspiración entre «pasado» y «aquí».
Barbie no le hizo caso. Avanzó despacio hacia Sea Dogs con la mano derecha extendida en un gesto de «¡Alto!». Sin decir nada, Sea Dogs hizo lo mismo. Al acercarse al lugar en el que sabía que estaba la barrera —solo había que fijarse en ese peculiar borde rectilíneo de tierra quemada—, Barbie fue más despacio. Ya se había dado un golpe en la cara, no quería repetir.
De repente le embargó una sensación horripilante. Se le puso la carne de gallina, desde los tobillos hasta la nuca, donde el vello intentó erizarse. Los huevos le vibraban como si fueran diapasones, y por un momento notó un sabor agrio y metálico en la boca.
A metro y medio de él —metro y medio y acercándose—, los ojos de Sea Dogs, ya muy abiertos, se abrieron aún más.
—¿Has sentido eso?
—Sí —dijo Barbie—, pero ya ha pasado. ¿Y ahí?
—También —confirmó Sea Dogs.
Sus manos extendidas no se tocaban. Barbie volvió a pensar en un panel de cristal; en cuando colocas la mano sobre la de un amigo que está al otro lado y los dedos están juntos pero sin tocarse.
—Dios santo, ¿qué significa esto? —susurró Sea Dogs.
Barbie no tenía respuesta. Antes de que pudiera decir nada, Ernie Calvert le dio una palmada en la espalda.
—He llamado a la policía —dijo—. Ya vienen, pero en el parque de bomberos no contesta nadie. Me ha salido una grabación diciéndome que llame a Castle Rock.
—Vale, pues hágalo —dijo Barbie. A unos seis metros de allí cayó entonces otro pájaro que desapareció entre los pastos de la granja. Al verlo, una nueva idea cruzó la mente de Barbie, suscitada seguramente por el tiempo que había pasado en la otra punta del mundo con un arma a cuestas—. Pero antes creo que sería mejor que llamara a la base de la Guardia Nacional del Aire en Bangor.
Ernie lo miró boquiabierto.
—¿A la Guardia?
—Son los únicos que pueden instaurar una zona de exclusión aérea sobre Chester’s Mills —dijo Barbie—. Y me parece que más vale que lo hagan enseguida.


 QUÉ MONTÓN DE PÁJAROS MUERTOS




 1


El jefe de policía de Mills no oyó ninguna de las explosiones, y eso que estaba en la calle, rastrillando las hojas del césped de su casa, en Morin Street. Había colocado la radio portátil encima del capó del Honda de su mujer para escuchar la retransmisión de música sacra de la WCIK (distintivo de la emisora Christ is King, Cristo Rey, conocida por los más jóvenes del pueblo como Radio Jesús). Además, ya no oía como antes. ¿Y quién con sesenta y siete años?
Sin embargo, sí oyó la primera sirena que atravesó el día; sus oídos eran sensibles a ese sonido como los de una madre al llanto de sus hijos. Howard Perkins sabía incluso qué coche era y quién lo conducía. Solo las unidades Tres y Cuatro seguían llevando esas viejas carracas, pero Johnny Trent se había ido con la Tres hasta Castle Rock para acompañar a los bomberos a aquel condenado simulacro. Lo llamaban «Incendio controlado», aunque de lo que se trataba, en realidad, era de unos cuantos hombres creciditos pasándoselo en grande. De manera que tenía que ser la unidad Cuatro, uno de los dos Dodge que aún conservaban, y lo conduciría Henry Morrison.
Dejó de rastrillar y se irguió; ladeó la cabeza. El sonido de la sirena había empezado a desvanecerse, así que volvió a empuñar el rastrillo. Brenda salió al porche. En Mills casi todo el mundo lo llamaba Duke —el apodo era un vestigio de sus años de instituto, cuando no se perdía ninguna de las películas de John Wayne que proyectaban en el Star—, pero Brenda había dejado de llamarlo así poco después de que se casaran y había adoptado su otro apodo. El que él detestaba.
—Howie, se ha ido la luz. Y se han oído unas explosiones.
Howie. Siempre Howie. Howie como el del cómic de Here’s Howie y como el pato Howard y el puñetero Howard Hughes. Intentaba tomárselo como un buen cristiano —qué narices, se lo tomaba como un buen cristiano—, pero a veces se preguntaba si ese apodo no sería el responsable, al menos en parte, de que tuviera que cargar con ese aparatito dentro del pecho.
—¿Qué?
Su mujer puso los ojos en blanco, caminó hasta la radio que estaba sobre el capó de su coche y apretó el botón de encendido, con lo que silenció al Coro Norman Luboff en mitad de «What a Friend We Have in Jesus».
—¿Cuántas veces te he dicho que no dejes este cacharro en el capó de mi coche? Me lo rayarás y su valor en la reventa bajará.
—Lo siento, Bren. ¿Qué decías?
—¡Que se ha ido la luz! Y que ha explotado algo. Por eso seguramente ha salido Johnny Trent.
—Henry —repuso él—. Johnny está en Rock, con los bomberos.
—Bueno, quien sea…
Empezó a sonar otra sirena, esta vez una de las más nuevas, a las que Duke Perkins llamaba Piolines. Debía de ser la Dos, Jackie Wettington. Tenía que ser Jackie, mientras Randolph vigilaba el fuerte meciéndose en su silla, con los pies plantados encima de la mesa, leyendo el Democrat. O sentado en el cagadero. Peter Randolph era un buen agente, y podía ser todo lo duro que hiciera falta, pero a Duke no le caía bien. En parte porque estaba claro que era un hombre de Jim Rennie y en parte porque a veces Randolph era más duro de lo que hacía falta, pero sobre todo porque creía que era un vago, y Duke Perkins no soportaba a los policías vagos.
Brenda lo miraba con unos ojos enormes. Llevaba cuarenta y tres años siendo la mujer de un policía y sabía que dos explosiones, dos sirenas y el corte del suministro eléctrico no sumaban nada bueno. Si Howie conseguía acabar de rastrillar el césped ese fin de semana —o si llegaba a ver a sus adorados Twin Mills Wildcats enfrentarse al equipo de fútbol americano de Castle Rock—, ella se llevaría una buena sorpresa.
—Será mejor que vayas —dijo—. Algo se ha venido abajo. Solo espero que no haya muerto nadie.
Duke Perkins se sacó el teléfono móvil del cinturón. Llevaba colgado ese condenado trasto de la mañana a la noche, como una sanguijuela, pero tenía que admitir que resultaba útil. No marcó ningún número, se limitó a mirarlo, esperando a que sonara.
Pero entonces empezó a aullar otra sirena Piolín: la unidad Uno. Incluso Randolph se había puesto en marcha. Y eso significaba que pasaba algo muy grave. Duke creyó que el teléfono ya no sonaría; se disponía a colgarlo de nuevo en el cinturón cuando sonó. Era Stacey Moggin.
—¡¿Stacey?! —Sabía que no hacía falta que gritara a aquel puñetero cacharro, Brenda se lo había dicho cientos de veces, pero por lo visto no podía evitarlo—. ¿Qué estás haciendo en comisaría un sábado por la ma…?
—No estoy allí, estoy en casa. Peter me ha llamado y me ha dicho que le diga que se ha ido a la 119 y que es grave. Ha dicho… que una avioneta y un camión maderero han chocado. —Hablaba con voz insegura—. No entiendo cómo ha podido suceder, pero…
Una avioneta. Cielos. Cinco minutos antes, o puede que un poco más, mientras estaba rastrillando las hojas y cantando «How Great Thou Art» a coro con la radio…
—Stacey, ¿ha sido Chuck Thompson? He visto su nuevo Piper sobrevolando la ciudad. Bastante bajo.
—No lo sé, jefe, yo le he contado todo lo que me ha dicho Peter.
Brenda, que no era tonta, ya estaba apartando su Honda para que él pudiera sacar marcha atrás el coche patrulla verde bosque de jefe de policía. Había dejado la radio portátil junto al pequeño montón de hojas rastrilladas.
—Bien, Stace. ¿También estáis sin luz en tu lado de la ciudad?
—Sí, y sin teléfono. Le llamo desde el móvil. Seguramente es grave, ¿verdad?
—Espero que no. ¿Puedes ir a cubrir comisaría? Apuesto a que se ha quedado vacía y abierta.
—Tardo cinco minutos. Localíceme en la unidad base.
—Recibido.
Mientras Brenda volvía por el camino de entrada se disparó la alarma de la ciudad; sus agudos y sus graves siempre conseguían que a Duke Perkins se le encogiera el estómago. Aun así, se tomó su tiempo para rodear a Brenda con un brazo. Ella nunca olvidaría que se tomó su tiempo para hacerlo.
—No te preocupes, Brennie. Está programada para dispararse en caso de corte eléctrico general. Parará dentro de tres minutos. O cuatro. Ya no me acuerdo.
—Ya lo sé, pero aun así la odio. Ese idiota de Andy Sanders la puso en marcha el 11 de septiembre, ¿no te acuerdas? Como si nosotros fuésemos a ser las siguientes víctimas de los atentados suicidas.
Duke asintió. Sí, Andy Sanders era un idiota. Por desgracia, también era el primer concejal, el alegre pelele Mortimer Snerd sentado en el regazo de Big Jim Rennie.
—Cariño, tengo que irme.
—Ya lo sé. —Pero lo siguió hasta el coche—. ¿Qué ha sido? ¿Lo sabes ya?
—Stacey me ha dicho que un camión y una avioneta han chocado en la 119.
Brenda intentó sonreír.
—Es una broma, ¿verdad?
—No si la avioneta ha tenido problemas con el motor y ha intentado aterrizar en la carretera —dijo Duke.
La débil sonrisa desapareció del rostro de Brenda, y su mano derecha cerrada en un puño fue a descansar entre sus pechos, un lenguaje corporal que él conocía bien. Duke se sentó al volante y, aunque el coche patrulla era relativamente nuevo, se acomodó en la forma que su trasero ya había dejado en el asiento. Duke Perkins no era un peso ligero.
—¡En tu día libre! —exclamó Brenda—. ¡Es una verdadera pena! ¡Y cuando podrías jubilarte con la pensión completa!
—Pues van a tener que aguantarme con mi ropa de los sábados —dijo él, y le sonrió. Esa sonrisa le costó trabajo. Tenía la sensación de que iba a ser un día largo—. «Tal como soy, Señor, tal como soy». Déjame uno o dos sándwiches en la nevera, ¿quieres?
—Solo uno. Estás cogiendo demasiados kilos. Hasta el doctor Haskell te lo ha dicho, y él nunca regaña a nadie.
—Pues uno. —Puso marcha atrás… y luego volvió a poner punto muerto.
Se asomó por la ventanilla y Brenda comprendió que quería un beso. Le dio un largo beso de despedida mientras la alarma de la ciudad resonaba en el frío aire de octubre, y él le acarició el cuello mientras sus bocas estaban unidas, algo que a ella siempre le había hecho vibrar y que él ya casi nunca hacía.
Su caricia, allí, al sol… Brenda tampoco olvidó eso jamás.
Mientras él se alejaba por el camino de entrada, ella le gritó algo. Él solo lo entendió en parte. Estaba claro: tenía que ir al otorrino. Que le pusieran un audífono si hacía falta. Aunque seguramente eso sería lo último que Randolph y Big Jim necesitarían para darle la patada a su viejo culo.
Duke frenó y volvió a asomarse.
—¿Que tenga cuidado con mi qué?
—¡Con tu marcapasos! —repitió Brenda, casi a gritos. Riendo. Exasperada. Sintiendo aún la mano de él en su cuello, una piel que había sido suave y firme (así lo sentía ella) hasta ayer. O quizá anteayer, cuando todavía escuchaban a KC y la Sunshine Band en lugar de Radio Jesús.
—¡Ah, tranquila! —repuso él, y arrancó.
Cuando Brenda volvió a verlo, estaba muerto.
 2


Billy y Wanda Debec no llegaron a oír la doble explosión porque estaban en la carretera 117 y porque estaban discutiendo. La pelea empezó de forma muy simple cuando Wanda comentó que hacía un día bonito y Billy contestó que le dolía la cabeza y que no sabía por qué tenían que ir al mercadillo de los sábados de Oxford Hills, donde seguro que no encontrarían más que las mismas baratijas manoseadas de siempre.
Wanda le dijo que no le dolería la cabeza si no se hubiera pimplado una docena de cervezas la noche anterior.
Billy le preguntó si había contado las latas del cubo de reciclaje (por muy mamado que fuera, Billy bebía en casa y siempre tiraba las latas al cubo del reciclaje; esas cosas, junto con su trabajo de electricista, hacían que se sintiera orgulloso).
Ella dijo que sí, que claro que las había contado. Es más…
Cuando llegaron a Patel’s Market, en Castle Rock, ya habían pasado del «Bebes demasiado, Billy» y del «Y tú eres demasiado pesada, Wanda» al «Ya me dijo mi madre que no me casara contigo» y al «¿Por qué tienes que estar siempre jodiendo?». Durante los últimos dos de los cuatro años que llevaban casados, aquello se había convertido en un intercambio bastante manido, pero esa mañana Billy, de pronto, sintió que ya no podía más. Sin poner el intermitente y sin aminorar, entró en el amplio aparcamiento recalentado del mercadillo y luego volvió a salir a la 117 sin mirar siquiera una vez por el espejo retrovisor, y mucho menos por encima del hombro. En la carretera, detrás de ellos, Nora Robichaud tocó el claxon. Su mejor amiga, Elsa Andrews, chasqueó la lengua. Las dos mujeres, ambas enfermeras retiradas, intercambiaron una mirada pero ni una sola palabra. Eran amigas desde hacía demasiado tiempo para que necesitaran palabras en semejantes situaciones.
Mientras tanto, Wanda le preguntó a Billy a dónde creía que iba.
Billy dijo que volvía a casa a echarse una siesta. Que podía ir sola a ese mercadillo de mierda.
Wanda comentó que casi había chocado con esas dos ancianas (las susodichas ancianas habían quedado ya muy atrás; Nora Robichaud era de la opinión de que, a falta de alguna razón condenadamente buena, ir a más de sesenta kilómetros por hora era cosa del demonio).
Billy comentó que Wanda ya se parecía a su madre y decía las mismas cosas que ella.
Wanda le pidió que aclarara qué quería decir con eso.
Billy dijo que tanto la madre como la hija tenían el culo gordo y lengua viperina.
Wanda le dijo a Billy que era peor que una resaca.
Billy le dijo a Wanda que era fea.
Fue un intercambio de sentimientos exhaustivo y justo y, cuando cruzaron de Castle Rock a Motton, directos hacia una barrera invisible que había aparecido no mucho después de que Wanda iniciara esa animada discusión diciendo que hacía un día bonito, Billy había superado los cien por hora, que era casi la máxima velocidad que podía alcanzar el pequeño Chevy de mierda de Wanda.
—¿Qué es ese humo? —preguntó ella de pronto, señalando al nordeste, hacia la 119.
—No sé —repuso él—. ¿Será que mi suegra se ha tirado un pedo? —Le hizo tanta gracia que se echó a reír.
Wanda Debec por fin se dio cuenta de que estaba harta. Eso le hizo ver el mundo y su futuro con una claridad casi mágica. Estaba volviéndose hacia él con las palabras «Quiero el divorcio» en la punta de la lengua cuando llegaron al límite municipal de Motton y Chester’s Mills y se estrellaron contra la barrera. El Chevy de mierda estaba equipado con airbags, pero el de Billy no se abrió y el de Wanda lo hizo a medias. A Billy, el volante le aplastó el pecho, la columna de dirección le destrozó el corazón y murió casi en el acto.
La cabeza de Wanda impactó contra el salpicadero, y el repentino y catastrófico desplazamiento del bloque del motor del Chevy le rompió una pierna (la izquierda) y un brazo (el derecho). No sintió ningún dolor, solo se dio cuenta de que el claxon aullaba, de que el coche de pronto estaba cruzado en mitad de la carretera y con la parte de delante aplastada, casi plana, y de que lo veía todo de color rojo.
Cuando Nora Robichaud y Elsa Andrews tomaron la curva hacia el sur (habían conversado animadamente sobre el humo que desde hacía varios minutos veían ascender por el nordeste y se felicitaban por haber tomado esa otra carretera menos concurrida), Wanda Debec se estaba arrastrando sobre los codos a lo largo de la línea blanca. Tenía la cara empapada en sangre, tapada casi por completo. Un trozo del parabrisas destrozado le había arrancado la mitad del cuero cabelludo; un gran colgajo de piel le pendía sobre la mejilla izquierda como si fuera un moflete fuera de sitio.
Nora y Elsa se miraron horrorizadas.
—¡Mierda, mierda! —exclamó Nora, incapaz de decir nada más.
En cuanto el coche se detuvo, Elsa bajó y corrió hacia aquella mujer tan malherida. Para ser una señora mayor (acababa de cumplir los setenta), Elsa era extraordinariamente rápida.
Nora dejó el coche en punto muerto y fue a reunirse con su amiga. Juntas ayudaron a Wanda a llegar hasta el Mercedes de Nora, viejo pero en perfecto estado. El color de la chaqueta de Wanda había pasado de marrón a un ruano embarrado, y parecía que hubiera sumergido las manos en pintura roja.
—¿'stá Billy? —preguntó, y Nora vio que a la pobre se le habían saltado la mayoría de los dientes. Tres de ellos estaban pegados a la parte delantera de su chaqueta ensangrentada—. ¿'onde 'stá? ¿'stá bien? ¿Q’ha pasa’o?
—Billy está bien y tú también —dijo Nora, y después le preguntó a Elsa con la mirada.
Elsa asintió y corrió hacia el Chevy, casi oculto por el vapor que salía de su radiador reventado. Una mirada por la puerta abierta del lado del pasajero, que colgaba de una sola bisagra, bastó para decirle a Elsa, que había sido enfermera durante casi cuarenta años (último superior: Dr. Ron Haskell, siendo «Dr.» la abreviatura de «Don Retrasado»), que Billy no estaba ni mucho menos bien. Aquella joven con la mitad del pelo colgando a un lado de la cabeza ya era viuda.
Elsa regresó al Mercedes y se sentó en el asiento de atrás, junto a la joven, que se había quedado medio inconsciente.
—Está muerto, y como no nos lleves al Cathy Russell rapidito rapidito, ella no tardará en estarlo —le dijo a Nora.
—Pues agárrate bien —replicó Nora, y pisó a fondo.
El motor del Mercedes era potente y arrancó con una sacudida hacia delante. Nora viró brusca y hábilmente para rodear el Chevrolet de los Debec y chocó contra la barrera invisible cuando aún estaba acelerando. Por primera vez en veinte años no había pensado en abrocharse el cinturón; atravesó el parabrisas y se partió el cuello contra la barrera invisible, igual que Bob Roux. La joven salió disparada entre los envolventes asientos delanteros del Mercedes, cruzó el parabrisas destrozado y aterrizó boca abajo y con las piernas extendidas sobre el capó. Iba descalza. Los mocasines (comprados la última vez que fue al mercadillo de Oxford Hills) se le habían caído en el primer accidente.
Elsa Andrews se golpeó contra la parte de atrás del asiento del conductor y luego rebotó, aturdida pero ilesa. Al principio, su puerta parecía atascada, pero consiguió abrirla poniendo el hombro contra ella y embistiendo. Salió y contempló los restos desparramados de los dos accidentes. Los charcos de sangre. El Chevy de mierda hecho papilla, del que seguía saliendo un poco de vapor.
—¿Qué ha pasado? —preguntó. Esa había sido también la pregunta de Wanda, aunque Elsa no lo recordaba. Estaba de pie en medio de un amasijo de cromo y cristales ensangrentados. Se llevó el dorso de la mano izquierda a la frente, como si quisiera comprobar si tenía fiebre—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Nora? ¿Norita? ¿Dónde estás, cariño?
Entonces vio a su amiga y profirió un grito de pena y horror. Un cuervo que miraba desde lo alto de un pino, al otro lado de la barrera, el de Mills, soltó un graznido, un grito que sonó como una risa insultante.
Las piernas de Elsa se tornaron de goma. Retrocedió hasta que su trasero topó con el morro arrugado del Mercedes.
—Norita —dijo—. Ay, cariño. —Algo le hizo cosquillas en la nuca. No estaba segura, pero pensó que probablemente era un mechón de pelo de la chica herida. Solo que a esas alturas, claro está, era la chica muerta.
Y la pobre y dulce Nora, con la que a veces había compartido ilícitos traguitos de ginebra o vodka en la lavandería del Cathy Russell, las dos riendo como dos niñas que están de campamento… Los ojos de Nora estaban abiertos, miraban hacia arriba, al brillante sol de mediodía, y su cabeza estaba torcida en un feo ángulo, como si hubiera muerto intentando mirar atrás por encima del hombro para asegurarse de que Elsa estaba bien.
Elsa, que sí estaba bien —solo se había llevado «un buen susto», como ellas solían decir de algunos afortunados supervivientes en sus días en el servicio de urgencias—, se echó a llorar. Se dejó resbalar por el lateral del coche (rasgándose el abrigo con una arista metálica) y se sentó en el asfalto de la 117. Seguía allí sentada y seguía llorando cuando Barbie y su nuevo amigo, el de la gorra de los Sea Dogs, llegaron hasta ella.
 3


Sea Dogs resultó ser Paul Gendron, un vendedor de coches del norte del estado que se había retirado y se había ido a vivir a la granja de sus difuntos padres, en Motton, dos años antes. Barbie se enteró de eso y de muchísimas cosas más sobre Gendron desde que salieron del lugar del accidente de la 119 y hasta que descubrieron otro choque —no tan espectacular pero horrible de todos modos— donde la carretera 117 entraba en Mills. Barbie habría estado más que encantado de estrecharle la mano a Gendron, pero tendrían que dejar esas cortesías para más adelante, para cuando descubrieran dónde terminaba la barrera invisible.
Ernie Calvert había llamado a la Guardia Nacional del Aire en Bangor, pero lo habían puesto en espera antes de que hubiera tenido ocasión de explicar por qué llamaba. Entretanto, las sirenas que se aproximaban anunciaban la inminente llegada de los representantes locales de la ley.
—No esperen que vengan los bomberos —dijo el granjero que había llegado corriendo con sus hijos a través del campo. Se llamaba Alden Dinsmore, y todavía estaba intentando recuperar el aliento—. Se han ido a Castle Rock, a quemar una casa para practicar. Podrían haber practicado un montón aquí mis… —Entonces vio que su hijo pequeño se acercaba al lugar donde la huella sanguinolenta de la mano de Barbie parecía estar secándose en el vacío, en el aire soleado—. ¡Rory, no te acerques ahí!
Rory, que se moría de curiosidad, no le hizo caso. Alargó un brazo y dio unos golpecitos en el aire, justo a la derecha de la huella de la mano de Barbie. Sin embargo, antes de eso, Barbie vio que la carne de gallina recorría el brazo del chico por debajo de las irregulares mangas cortadas de su sudadera de los Wildcats. Ahí había algo, algo que arremetía cuando te acercabas. El único lugar en el que Barbie había sentido algo parecido había sido cerca del gran generador eléctrico de Avon, Florida, adonde una vez llevó a una chica para darse el lote.
El sonido que hizo el puño del niño fue como el que hacían unos nudillos contra el lateral de una fuente de Pyrex. Acalló el murmullo de la pequeña muchedumbre de espectadores que habían estado viendo arder los restos del camión maderero (y, en algunos casos, haciendo fotografías con los teléfonos móviles).
—Joder, si no lo veo… —dijo alguien.
Alden Dinsmore apartó a su hijo de ahí tirando del cuello rasgado de la sudadera y luego le soltó una colleja como la que había recibido poco antes su hijo mayor.
—¡Ni se te vuelva a ocurrir! —gritó el hombre, zarandeando al niño—. ¡Ni se te ocurra! ¡Ni siquiera sabes qué es eso!
—¡Pa, es como una pared de cristal! Es…
Dinsmore lo zarandeó un poco más. Seguía resollando, y Barbie temió por su corazón.
—¡Ni se te vuelva a ocurrir! —repitió el hombre, y empujó al chico hacia su hermano mayor—. Vigila a este idiota, Ollie.
—Sí, señor —dijo Ollie, y le dedicó a su hermano una sonrisa de suficiencia.
Barbie miró hacia Mills y vio que se acercaban las luces intermitentes de un coche patrulla, pero muy por delante de él —como si escoltara a los polis en virtud de una autoridad superior— iba un gran vehículo negro que parecía algo así como un ataúd con ruedas: el Hummer de Big Jim Rennie. Cuando lo vio, los golpes y las magulladuras que tenía Barbie desde lo del aparcamiento del Dipper’s, y que ya estaban empezando a curarse, volvieron a dolerle.
Rennie Senior no había estado allí, claro, pero su hijo había sido el principal instigador, y Big Jim se había encargado de cuidar de Junior. Si eso significaba hacerle la vida imposible en Mills a cierto pinche itinerante —lo bastante imposible para que el pinche en cuestión decidiera levantar el campamento y largarse del pueblo—, mejor que mejor.
Barbie no quería estar allí cuando llegara Big Jim. Y menos aún con la policía presente. El jefe Perkins lo había tratado bien, pero el otro tipo —Randolph— había mirado a Dale Barbara como si fuese una mierda de perro pegada a un zapato elegante.
Barbie se volvió hacia Sea Dogs y dijo:
—¿Qué te parece si hacemos una pequeña excursión, tú por tu lado y yo por el mío, y vemos hasta dónde llega esta cosa?
—¿Y escaparnos de aquí antes de que llegue aquel charlatán? —Gendron también había visto el Hummer—. Amigo, tú sí que sabes. ¿Al oeste o al este?
 4


Se dirigieron hacia el oeste, hacia la carretera 117, y no encontraron el final de la barrera, pero vieron las maravillas que había obrado al caer. Las ramas de los árboles se habían partido y habían creado senderos a cielo abierto donde antes no los había. Había tocones partidos por la mitad y encontraron cadáveres plumíferos por todas partes.
—Qué montón de pájaros muertos —dijo Gendron. Se recolocó la gorra en la cabeza con manos un poco temblorosas. Tenía la cara pálida—. Nunca había visto tantos.
—¿Estás bien? —preguntó Barbie.
—¿Físicamente? Sí, creo que sí. Psicológicamente me siento como si hubiera perdido la chaveta. ¿Y tú?
—Lo mismo —repuso Barbie.
A algo más de tres kilómetros de la 119 se encontraron con God Creek Road y el cadáver de Bob Roux tirado junto a su tractor, todavía en marcha. Barbie se acercó instintivamente al hombre caído y, una vez más, chocó contra la barrera… aunque en esta ocasión se acordó en el último segundo y frenó a tiempo para impedir que volviera a sangrarle la nariz.
Gendron se arrodilló y tocó el cuello grotescamente ladeado del granjero.
—Muerto.
—¿Qué es esa cosa rota que hay a su alrededor, esas piezas blancas?
Gendron cogió el trozo de mayor tamaño.
—Creo que es uno de esos trastos para escuchar música grabada del ordenador. Ha debido de romperse cuando se ha dado contra… —Gesticuló señalando hacia delante—. Contra eso.
Empezó a oírse un alarido procedente del pueblo, más crudo y más fuerte de cómo había sonado la alarma.
Gendron miró hacia allí un instante.
—La sirena de los bomberos —dijo—. Para lo que va a servir…
—Vienen desde Castle Rock —dijo Barbie—. Los oigo.
—¿Sí? Pues entonces tienes mejor oído que yo. Vuelve a decirme cómo te llamabas, amigo.
—Dale Barbara. Barbie para los amigos.
—Bueno, Barbie, y ¿ahora qué?
—Seguimos caminando, supongo. No podemos hacer nada por este tipo.
—No, ni siquiera puedo llamar a nadie —dijo Gendron con tristeza—. Me he dejado el teléfono. Supongo que tú no tienes móvil…
Barbie sí tenía, pero lo había dejado en el apartamento que había desocupado, junto con algunos calcetines, camisas, vaqueros y calzoncillos. Se había marchado con lo puesto, nada más que con la ropa que llevaba a la espalda, porque en Chester’s Mills no había nada que quisiera llevarse consigo. Salvo algunos buenos recuerdos, y para eso no necesitaba maleta, ni siquiera mochila.
Explicarle todo eso a un desconocido era demasiado complicado, así que se limitó a negar con la cabeza.
Había una vieja manta sobre el asiento del Deere. Gendron apagó el tractor, se hizo con la manta y cubrió el cadáver.
—Espero que estuviera escuchando algo que le gustara cuando sucedió —dijo.
—Sí —repuso Barbie.
—Vamos. Encontremos el final de esto, sea lo que sea. Quiero estrecharte la mano. A lo mejor hasta me emociono y te doy un abrazo.
 5


Poco después de descubrir el cadáver de Roux —ya estaban muy cerca del accidente de la 117, aunque ninguno de los dos lo sabía—, llegaron a un pequeño riachuelo. Los dos se quedaron quietos un momento, cada uno a su lado de la barrera, mirando con asombro y en silencio.
Al cabo, Gendron dijo:
—Dios bendito.
—¿Qué se ve desde tu lado? —preguntó Barbie.
Lo único que podía ver desde el suyo era el agua que se alzaba y caía hacia el subsuelo. Era como si la corriente se hubiese encontrado con una presa invisible.
—No sé cómo describirlo. Nunca había visto nada igual. —Gendron hizo una pausa, se rascó las dos mejillas y dejó caer la mandíbula de tal manera que su cara, larga ya de por sí, se pareció un poco a la del hombre que grita en ese cuadro de Edvard Munch—. Bueno, sí. Una vez. Parecido. Cuando le llevé a mi hija un par de pececitos de colores por su sexto cumpleaños. O a lo mejor ese año cumplía siete. Los llevé a casa desde la tienda de animales en una bolsa de plástico, y eso es lo que parece: agua en el fondo de una bolsa de plástico. Solo que esto es plano en lugar de abombado. El agua se amontona contra esa… cosa, y luego se derrama hacia izquierda y derecha por tu lado.
—¿No pasa ni una gota?
Gendron se agachó con las manos en las rodillas y echó una mirada.
—Sí, parece que algo lo atraviesa. Pero no mucho, solo unas gotitas. Y nada de la porquería que arrastra el agua. Ya sabes, palitos, hojas y esas cosas.
Siguieron avanzando, Gendron por su lado y Barbie por el suyo. De momento, ninguno de los dos pensaba en términos de dentro y fuera. No se les había ocurrido que tal vez la barrera no tenía final.
 6


Entonces llegaron a la carretera 117, donde había tenido lugar otro horrible accidente: dos coches y al menos dos personas de las que Barbie podía decir con seguridad que estaban muertas. Había otra, o eso le pareció, desplomada al volante de un viejo Chevrolet prácticamente hecho papilla. Pero esta vez había también una superviviente: estaba sentada con la cabeza gacha junto a un Mercedes-Benz destrozado. Paul Gendron corrió hacia ella mientras Barbie no podía hacer más que quedarse allí quieto mirando. La mujer vio a Gendron e intentó levantarse.
—No, señora, ni lo intente. No le conviene hacer eso —dijo él.
—Creo que estoy bien —repuso la mujer—. Solo… ya sabe, me he llevado un buen susto. —Por alguna razón, eso le hizo reír, aunque tenía el rostro abotargado por las lágrimas.
En ese momento apareció otro coche, una tartana conducida por un viejo que encabezaba un desfile de otros tres o cuatro conductores a todas luces impacientes. El viejo vio el accidente y se detuvo. Los coches de detrás hicieron lo mismo.
Elsa Andrews ya se había puesto de pie y tenía la cabeza lo bastante clara para poder formular la que acabaría siendo la pregunta del día:
—¿Contra qué hemos chocado? No ha sido el otro coche, Nora lo ha rodeado.
Gendron respondió con total sinceridad.
—No lo sé, señora.
—Pregúntale si tiene un teléfono móvil —dijo Barbie. Después se dirigió al grupo de espectadores—. ¡Oigan! ¿Alguien tiene un teléfono móvil?
—Yo sí, chico —dijo una mujer, pero, antes de que pudiera decir más, todos oyeron un zup-zup-zup que se acercaba. Era un helicóptero.
Barbie y Gendron cruzaron una mirada de espanto.
El helicóptero era azul y blanco, y volaba bajo. Se dirigía hacia la columna de humo que señalizaba el emplazamiento del camión maderero accidentado en la 119, pero el aire estaba perfectamente despejado, con ese efecto casi de lupa que parecen tener los mejores días del norte de Nueva Inglaterra, y Barbie leyó con facilidad el gran 13 azul que llevaba pintado en el costado. También vio el ojo del logo de la CBS. Era un helicóptero de la tele, venido desde Portland. Barbie pensó que debía de estar por la zona y era un día perfecto para conseguir jugosas imágenes del accidente para las noticias de las seis.
—Oh, no —gimió Gendron, protegiéndose los ojos del sol. Luego gritó—: ¡Alejaos de ahí, idiotas! ¡Alejaos!
Barbie se le unió.
—¡No! ¡Dejadlo! ¡Marchaos!
Era inútil, desde luego. Y, lo que era aún más inútil, hacía grandes gestos con los brazos para que se alejaran.
Elsa miraba a Barbie y a Gendron sin comprender nada.
El helicóptero bajó hasta la altura de las copas de los árboles y permaneció allí, suspendido.
—No creo que pase nada —dijo Gendron con alivio—. Seguramente la gente de allá también ha intentado alejarlos. El piloto debe de haber visto…
Pero entonces el helicóptero viró hacia el norte con la intención de acercarse a los pastos de Alden Dinsmore desde una perspectiva diferente y chocó contra la barrera. Barbie vio cómo se desprendía uno de los rotores. El helicóptero se inclinó, cayó y viró bruscamente, todo a la vez. Entonces explotó y se precipitó en una lluvia de vivo fuego sobre la carretera y los campos del otro lado de la barrera.
El lado de Gendron.
El exterior.
 7


Junior Rennie se coló como un ladrón en la casa en la que había crecido. O como un fantasma. No había nadie, por supuesto; su padre debía de haberse ido ya a su gigantesco concesionario de coches usados de la carretera 119 —al cual Frank, amigo de Junior, a veces llamaba el Sagrado Templo del Compre Sin Entrada—, y Francine Rennie llevaba los últimos cuatro años sin salir del cementerio de Pleasant Ridge. La alarma de la ciudad había dejado de sonar y las sirenas de la policía se habían alejado hacia algún lugar del sur. La casa estaba felizmente tranquila.
Se tomó dos Imitrex, después se quitó la ropa y se metió en la ducha. Cuando salió, vio que la camisa y los pantalones estaban manchados de sangre. En esos momentos no podía ocuparse de ello. Envió la ropa debajo de la cama de una patada, corrió las cortinas, se arrastró hasta el catre y se tapó hasta la cabeza con la colcha, como hacía cuando era pequeño y tenía miedo de los monstruos del armario. Se quedó allí temblando, la cabeza le tañía como si dentro tuviera todas las campanas del infierno.
Estaba dormitando cuando la sirena de los bomberos empezó a sonar y lo sobresaltó. Se puso a temblar otra vez, pero ya no le dolía tanto la cabeza. Dormiría un poco y luego pensaría qué haría. Matarse seguía pareciendo la mejor opción con diferencia. Porque lo atraparían. Ni siquiera podía volver a limpiarlo todo, no le daría tiempo de limpiar antes de que Henry o LaDonna McCain regresaran de hacer sus recados del sábado. Podía huir —tal vez—, pero no hasta que la cabeza dejara de dolerle. Y, desde luego, tendría que ponerse algo de ropa. No podía empezar una vida de fugitivo en pelota picada.
En conjunto, seguramente matarse sería lo mejor. Pero entonces ese puto cocinero ganaría. Y, si se paraba a pensarlo en serio, todo aquello era culpa del puto cocinero.
La sirena de los bomberos dejó de sonar en algún momento. Junior se quedó dormido, tapado con la colcha hasta la cabeza. Cuando despertó, eran las nueve de la noche. Ya no le dolía la cabeza.
Y la casa seguía vacía.



DE TRES PARES DE CAJONES


 1


Cuando Big Jim Rennie detuvo de un frenazo su Hummer H3 Alpha (color: Perla Negra; accesorios: todos los imaginables), iba unos buenos tres minutos por delante de la policía local, que era justo como a él le gustaba. Siempre por delante de la competencia, ese era el lema de Rennie.
Ernie Calvert seguía al teléfono, pero levantó una mano en un saludo algo torpe. Tenía todo el pelo alborotado y estaba tan alterado que casi parecía un loco.
—¡Eh, Big Jim, los tengo al aparato!
—¿A quiénes? —preguntó Rennie sin hacerle demasiado caso.
Estaba mirando la pira del camión maderero, que seguía ardiendo, y los restos de lo que sin duda era una avioneta. Aquello era un desastre, un desastre que podía dejarle un ojo morado al pueblo, sobre todo porque los dos nuevos y flamantes camiones de bomberos estaban en Castle Rock. En un simulacro al que él había dado el visto bueno… aunque era la firma de Andy Sanders la que figuraba en el impreso del permiso, porque Andy era el primer concejal. Eso estaba bien. Rennie creía mucho en lo que llamaba Coeficiente de Protegibilidad, y ser el segundo concejal era un excelente ejemplo de ese coeficiente en acción: tenías todo el poder (al menos cuando el primer concejal era un zopenco, como Sanders), pero rara vez tenías que cargar con la culpa cuando algo salía mal.
Y lo de allí delante era lo que Rennie —que había entregado su corazón a Jesús a la edad de dieciséis años y no decía palabrotas— llamaba «un lío de tres pares de cajones». Habría que tomar medidas. Habría que imponer orden, y no podía contar con ese vejestorio imbécil de Howard Perkins para conseguirlo. Puede que Perkins fuera un jefe de policía perfectamente capaz veinte años atrás, pero ya habían cambiado de siglo.
El ceño de Rennie se acentuó mientras estudiaba la escena. Demasiados curiosos. Claro que siempre había demasiados en situaciones como esa; a la gente le encantaba la sangre y la destrucción. Algunos parecían estar jugando a un juego de lo más extraño: ver hasta dónde eran capaces de inclinarse, o algo así.
Qué raro.
—¡Ustedes, apártense de ahí! —gritó. Tenía buena voz para dar órdenes, fuerte y segura—. ¡Aparten!
Ernie Calvert —otro idiota, el pueblo estaba lleno de idiotas, Rennie suponía que como todos los pueblos— le tiró de la manga. Parecía más nervioso que nunca.
—He conseguido hablar con la GNA, Big Jim, y…
—¿Con quién? ¿La qué? ¿De qué me hablas?
—¡La Guardia Nacional del Aire!
De mal en peor. Gente que jugaba a saber a qué, y aquel imbécil llamando a la…
—Ernie, por el amor de Dios, ¿por qué tenías que llamar a la Guardia Nacional?
—Porque me ha dicho… ese hombre ha dicho que… —Pero Ernie no recordaba exactamente qué era lo que Barbie había dicho, así que se lo saltó—. Bueno, de todas formas, el coronel de la GNA ha escuchado lo que le he explicado y después me ha puesto en contacto con la oficina de Portland de Seguridad Nacional. ¡Me ha pasado directamente!
Rennie se dio una palmada en las mejillas con las dos manos, algo que solía hacer cuando estaba exasperado. En esos momentos parecía un Jack Benny de ojos fríos. Como el cómico, la verdad es que Big Jim de vez en cuando contaba chistes (siempre chistes inocentes). Tenía un repertorio de chistes porque vendía coches y porque sabía que se suponía que los políticos contaban chistes, sobre todo cuando se acercaban las elecciones. Así que había acumulado un pequeño stock rotativo de lo que él llamaba «gracietas» (como en «¿Queréis oír una gracieta, chicos?»). Los memorizaba igual que un turista en un país extranjero se queda con frases como «¿Dónde está el lavabo?» o «¿Hay un hotel con internet en este pueblo?».
Sin embargo, esta vez no estaba para chistes.
—¡Seguridad Nacional! Pero, por todos los puñeteros del demonio, ¿por qué? —«puñetero» era, con diferencia, el reniego preferido de Rennie.
—Porque ese joven ha dicho que hay algo que obstruye la carretera. ¡Y lo hay, Jim! ¡Hay algo que no se ve! ¡La gente puede apoyarse en ello! ¿Lo ves? Lo están haciendo ahora mismo. Y… si le lanzas una piedra, ¡rebota! ¡Mira! —Ernie cogió una piedra y la lanzó. Rennie no se molestó en mirar hacia dónde iba; supuso que si le hubiera dado a alguno de aquellos mirones habrían soltado un grito—. El camión ha chocado con eso… sea lo que sea… ¡y la avioneta también! Y ese tipo me ha dicho que…
—Frena. ¿De qué tipo estamos hablando exactamente?
—Es un tío joven —dijo Rory Dinsmore—. Cocina en el Sweetbriar Rose. Si le pides una hamburguesa al punto, te la hace al punto. Mi padre dice que es muy difícil que te la sirvan al punto, porque nadie sabe cómo cocinarlas, pero ese tío sí. —Su rostro se iluminó con una sonrisa sumamente dulce—. Yo sé cómo se llama.
—Cierra el pico, Rory —le advirtió su hermano.
El rostro del señor Rennie se había ensombrecido. Por lo que Ollie Dinsmore sabía, ese era el aspecto que tenían los profesores justo antes de abofetearte con una semana de castigo.
Rory, sin embargo, no hizo ni caso.
—¡Tiene nombre de chica! Se llama Baaarbara.
Cuando ya creía que no volvería a ver a ese puñetero, va y vuelve a aparecer, pensó Rennie. Ese inútil de las narices que no vale para nada.
Se volvió hacia Ernie Calvert. La policía ya casi había llegado, pero Rennie pensó que aún tenía tiempo para poner fin a esa última locura provocada por Barbara. No lo veía por allí. Tampoco lo esperaba, la verdad. Era muy típico de Barbara remover el guiso, montar una buena y salir huyendo.
—Ernie —dijo—, te han informado mal.
Alden Dinsmore dio un paso al frente.
—Señor Rennie, no veo cómo puede decir eso cuando no sabe de qué información se trata.
Rennie sonrió. Bueno, en todo caso estiró los labios.
—Conozco a Dale Barbara, Alden. Esa es la información que tengo. —Se volvió otra vez hacia Ernie Calvert—. Ahora, si no te importa…
—Chis —dijo Calvert, levantando una mano—. Tengo a alguien.
A Big Jim Rennie no le gustaba que le mandasen callar, y menos aún un tendero retirado. Le quitó el teléfono de la mano como si Ernie fuese un ayudante que lo había estado sujetando solamente para eso.
Por el móvil, una voz dijo:
—¿Con quién hablo? —Menos de cuatro palabras, pero bastaron para decirle a Rennie que se enfrentaba a un burocrático hijo de la Gran Bretaña. El Señor era testigo de que se las había visto con suficientes de ellos en sus tres décadas en el ayuntamiento, y que los federales eran los peores.
—James Rennie al habla, segundo concejal de Chester’s Mills. ¿Quién es usted, señor?
—Donald Wozniak, Seguridad Nacional. Parece que tienen un problema en la carretera 119. Se ha producido algún tipo de interceptación.
¿Interceptación? ¡¿Interceptación?! ¿Qué clase de jerga federal era esa?
—Le han informado mal, señor —dijo Rennie—. Lo que tenemos es una avioneta (una avioneta civil, una avioneta local) que ha intentado aterrizar en la carretera y ha colisionado con un camión. La situación está completamente controlada. No requerimos la ayuda de Seguridad Nacional.
—Señor Rennie —dijo el granjero—, eso no es lo que ha pasado.
Rennie agitó una mano en su dirección, luego echó a andar hacia el primer coche patrulla, del que estaba bajando Hank Morrison. Un tipo grande, algo así como de un metro noventa y cinco, pero básicamente inútil. Y detrás de él, la chica del buen par de peras. Wettington, así se llamaba, y ella peor que inútil: una lengua insolente y una cabeza hueca. Sin embargo, detrás de la mujer llegaba Peter Randolph. Randolph era el ayudante del jefe, y un hombre muy del gusto de Rennie. Un hombre capaz de poner las cosas en su sitio. Si Randolph hubiera sido el oficial de guardia la noche que Junior se buscó problemas en ese estúpido bar que era un agujero del demonio, Big Jim dudaba de que esa mañana el señor Dale Barbara siguiera causando problemas en la ciudad. De hecho, el señor Barbara estaría ya entre rejas en The Rock. Lo cual a Rennie le parecería la mar de bien.
Entretanto, el hombre de Seguridad Nacional —¿cómo tenían el cuajo de llamarse a sí mismos «agentes»?— seguía cotorreando sin parar.
Rennie lo interrumpió.
—Gracias por su interés, señor Wozner, pero ya nos hemos hecho cargo. —Apretó el botón de colgar sin antes despedirse. Después volvió a endosarle el teléfono a Ernie Calvert.
—Jim, no creo que eso haya sido muy sensato.
Rennie no le hizo caso, observó cómo Randolph aparcaba detrás del coche patrulla de esa Wettington; las luces del techo lanzaban destellos. Pensó en acercarse para saludarlo, pero desechó la idea antes de que se hubiera formado del todo en su mente. Que se acercara Randolph. Así era como se suponía que tenían que funcionar las cosas. Y así acabarían funcionando, por Dios que sí.
 2


—Big Jim —dijo Randolph—. ¿Qué ha pasado aquí?
—Me parece que es evidente —repuso Big Jim—. La avioneta de Chuck Thompson ha tenido una pequeña discusión con un camión maderero. Parece que la pelea ha acabado en tablas. —Entonces oyó las sirenas que venían desde Castle Rock. Casi seguro que serían los bomberos (Rennie esperaba que llegaran con los dos camiones nuevos… y espantosamente caros; todo iría mucho mejor si al final nadie se daba cuenta de que los nuevos camiones no estaban en la ciudad cuando se había organizado aquel lío de tres pares de cajones). Las ambulancias y la policía tampoco tardarían en llegar.
—Eso no es lo que ha pasado —dijo Alden Dinsmore con tozudez—. Yo estaba en el jardín lateral y he visto cómo la avioneta simplemente…
—Más vale que hagamos retroceder a toda esa gente, ¿no te parece? —preguntó Rennie a Randolph, señalando hacia los mirones.
Había unos cuantos en el lado del camión, prudentemente alejados de las llamas, y bastantes más en el lado de Mills. Aquello empezaba a parecer una convención.
Randolph se dirigió a Morrison y a Wettington.
—Hank —dijo, y señaló a los espectadores del lado de Mills.
Alguien había empezado a revolver entre los restos esparcidos de la avioneta de Thompson. Se oían gritos de horror a medida que descubrían pedazos de los cadáveres.
—Vale —dijo Morrison, y se puso en marcha.
Randolph señaló a Wettington los espectadores del lado del camión maderero.
—Jackie, ocúpate de… —Se quedó a media frase.
Los groupies del desastre del lado sur del accidente estaban de pie en los pastos para las vacas que había a un lado de la carretera y metidos en la maleza hasta las rodillas al otro. Todos miraban boquiabiertos, lo cual les confería una expresión de estúpido interés con la que Rennie estaba muy familiarizado; la veía en algún que otro rostro todos los días, y en masa todos los meses de marzo, durante la asamblea municipal. Solo que esa gente no estaba mirando el camión en llamas. Y Peter Randolph, que no era ningún tonto (no es que fuera brillante, ni de lejos, pero por lo menos sabía cuál era la mano que le daba de comer), estaba mirando hacia el mismo sitio que todos los demás, con esa misma expresión de asombro y la mandíbula desencajada. Igual que Jackie Wettington.
Era el humo lo que todos miraban. El humo que ascendía desde el camión incendiado.
Era oscuro y oleoso. La gente que estaba situada de cara al viento tendría que estar medio asfixiada, sobre todo con la ligera brisa que llegaba del sur. Pero no les pasaba nada. Y entonces Rennie vio por qué. Costaba de creer, pero lo estaba viendo, no había duda. El humo se desplazaba hacia el norte, al menos al principio, pero entonces torcía en un ángulo muy pronunciado, casi recto, y ascendía verticalmente en una columna, como si fuera una chimenea. Al subir, además, dejaba un residuo marrón oscuro. Una mancha alargada que parecía flotar en el aire.
Jim Rennie sacudió la cabeza para que esa imagen desapareciera, pero seguía allí cuando dejó de hacerlo.
—¿Qué es eso? —preguntó Randolph. El asombro le había suavizado la voz.
Dinsmore, el granjero, se colocó delante de él.
—Ese tipo —señaló a Ernie Calvert— tenía a Seguridad Nacional al teléfono, y este tipo —señaló a Rennie con un gesto teatral de tribunal, pero a Rennie no le importó lo más mínimo— le ha quitado el teléfono ¡y ha colgado! No tendría que haberlo hecho, Pete. Porque no ha habido ninguna colisión. La avioneta no estaba ni mucho menos cerca del suelo. Yo lo he visto. Estaba cubriendo las plantas por si llegan las heladas y lo he visto todo.
—Yo también lo he visto… —empezó a decir Rory, y esta vez fue su hermano Ollie el que le dio una colleja. Rory se puso a lloriquear.
Alden Dinsmore dijo:
—Se ha estrellado contra algo. Contra lo mismo que el camión. Está ahí, se puede tocar. Ese joven, el cocinero, ha dicho que deberían decretar una zona de exclusión aérea, y llevaba razón. Pero el señor Rennie —señalaba de nuevo a Rennie, como si se creyera un puñetero Perry Mason en lugar de un tipo que se ganaba el pan colocando ventosas en las tetas a las vacas— no ha querido ni hablar con ellos. Ha colgado así y punto.
Rennie no se rebajó a negarlo.
—Estás perdiendo el tiempo —le dijo a Randolph. Acercándose un poco más y hablando apenas en un susurro, añadió—: El jefe está al llegar. Te aconsejo que aceleres y controles el lugar de los hechos antes de que lo tengas aquí. —Dirigió al granjero una mirada fría y breve—. Ya interrogarás más tarde a los testigos.
Sin embargo, fue Alden Dinsmore, exasperante hasta la desesperación, quien dijo la última palabra.
—Ese tal Barber tenía razón. Él tenía razón y Rennie se equivoca.
Rennie apuntó mentalmente tomar medidas contra Alden Dinsmore en un futuro. Tarde o temprano los granjeros acudían a los concejales con el sombrero en la mano —en busca de una exención, una recalificación de terrenos, cualquier cosa—, y cuando el señor Dinsmore se viera en una de esas encontraría poco consuelo, si Rennie tenía algo que decir al respecto. Y normalmente así era.
—¡Que controles el lugar de los hechos! —le dijo a Randolph.
—Jackie, aparta de ahí a esa gente —dijo el ayudante del jefe de policía señalando hacia los mirones que contemplaban el desastre desde el lado del camión maderero—. Establece un perímetro.
—Señor, me parece que esa gente en realidad está en Motton…
—No me importa, apártalos de ahí. —Randolph miró por encima del hombro a Duke Perkins, que estaba saliendo del coche patrulla del jefe de policía, un coche que Randolph suspiraba por ver en el camino de entrada de su casa. Y allí lo vería algún día, con la ayuda de Big Jim Rennie. Dentro de otros tres años, como mucho—. Los del departamento de policía de Castle Rock te lo agradecerán cuando lleguen, créeme.
—Pero ¿y…? —Señaló la mancha de humo, que seguía extendiéndose. Vistos a través de ella, los árboles, llenos de los colores de octubre, parecían de un gris oscuro y uniforme, y el cielo era de una malsana tonalidad azul amarillenta.
—No te acerques a eso —dijo Randolph, y después se fue a ayudar a Hank Morrison a establecer el perímetro del lado de Chester’s Mills, aunque antes tenía que poner a Perk al tanto de todo.
Jackie se aproximó a la gente que estaba junto al camión maderero. La muchedumbre crecía a medida que los que llegaban daban parte por el móvil. Algunos habían apagado a pisotones algún pequeño fuego de los matorrales, lo cual estaba bien, pero luego se habían quedado merodeando, mirando como embobados. La agente recurrió a los gestos propios de quien espanta el ganado, los mismos de los que se valía Hank en el lado de Mills, y entonó su mismo mantra:
—Váyanse, señores, esto ya se ha acabado, aquí no hay nada que ver, nada que no hayan visto ya, despejen la calzada para permitir el paso de los camiones de bomberos y la policía, váyanse, despejen la zona, márchense a casa, váy…
Había chocado contra algo. Rennie no tenía ni idea de con qué, pero sí vio el resultado. El borde del sombrero de la agente fue lo primero que se topó con aquello. Se dobló y le cayó por la espalda. Un instante después sus insolentes peras —un par de puñeteros proyectiles, es lo que eran— quedaron aplastadas. Luego se le torció la nariz, que expulsó un chorro de sangre que salpicó sobre algo… y empezó a resbalar en goterones, como la pintura en una pared.
La agente cayó sobre su almohadillado trasero con expresión de asombro.
El granjero de las narices metió entonces su cuchara:
—¿Lo ve? ¿Qué le había dicho?
Randolph y Morrison no lo habían visto. Perkins tampoco; los tres estaban conversando junto al capó del coche del jefe. A Rennie se le pasó por la cabeza la fugaz idea de acercarse a Wettington, pero ya lo estaban haciendo otros y, además, seguía demasiado cerca de aquello con lo que había chocado, fuera lo que fuese. Así que lo que hizo fue correr hacia los hombres, semblante adusto, barriga dura, proyectando la autoridad de quien sabe cómo poner las cosas en su sitio. De camino le dedicó una mirada fulminante al granjero Dinsmore.
—Jefe —dijo, metiéndose entre Morrison y Randolph.
—Big Jim —dijo Perkins, asintiendo—. Veo que no has perdido ni un momento.
Seguramente era una pulla, pero Rennie, pez viejo, no mordió el anzuelo.
—Me temo que aquí pasa algo más de lo que parece a primera vista. Creo que será mejor que alguien se ponga en contacto con Seguridad Nacional. —Hizo una pausa y adoptó una expresión apropiadamente grave—. No diré que esto sea cosa de los terroristas… pero tampoco diré lo contrario.
 3


Duke Perkins miraba más allá de Big Jim. Ernie Calvert y Johnny Carver, que trabajaba en Gasolina & Alimentación Mills, estaban ayudando a Jackie a levantarse. La mujer parecía aturdida y le sangraba la nariz, pero por lo demás estaba bien. Sin embargo, había algo en todo aquello que le daba mala espina. Desde luego, los accidentes en los que se producían víctimas mortales transmitían hasta cierto punto esa sensación, pero allí había algo más que no cuadraba.
Para empezar, la avioneta no había intentado aterrizar. Había demasiados fragmentos y estaban diseminados en un área demasiado extensa. Y los curiosos. También en ellos se percibía algo extraño. Randolph no se había dado cuenta, pero Duke Perkins sí. Deberían haber formado un gran grupo diseminado. Era lo que hacían siempre, como para ofrecerse consuelo al encontrarse frente a la muerte. En cambio esos no habían formado un solo grupo, sino dos, y el del otro lado del cartel que marcaba el límite municipal de Motton estaba tremendamente cerca del camión, que seguía ardiendo. No es que hubiera peligro, por lo que juzgó… pero ¿por qué no se movían hacia aquí?
Los primeros camiones de bomberos doblaron a toda velocidad la curva que había al sur. Eran tres. Duke se alegró de ver que el segundo de la fila llevaba CUERPO DE BOMBEROS DE CHESTER’S MILL CAMIÓN N.º 2 escrito en letras doradas en el lateral. La muchedumbre retrocedió un poco más hacia la espesa maleza para dejarles sitio. Duke volvió a prestarle atención a Rennie.
—¿Qué ha pasado aquí? ¿Lo sabes?
Rennie abrió la boca para contestar, pero, antes de que pudiera decir nada, Ernie Calvert le quitó la palabra.
—Hay una barrera que cruza la carretera. No se ve, pero está ahí, jefe. El camión se ha estrellado contra ella. La avioneta también.
—¡Es cierto, maldita sea! —exclamó Dinsmore.
—La agente Wettington también ha chocado con ella —dijo Johnny Carver—. Por suerte, iba más despacio. —Rodeaba a Jackie con un brazo; parecía aturdida.
Duke se fijó en que la sangre de la agente había manchado la manga de la chaqueta de LA GASOLINERA DE MILL ME PONE A TODO GAS que llevaba Carver.
Otro camión de bomberos llegó al lado de Motton. Los dos primeros habían bloqueado la carretera formando una V. Los bomberos bajaban en tropel y desplegaban las mangueras. Duke oyó el alarido de una ambulancia que venía de Castle Rock. ¿Y la nuestra?, se preguntó. ¿Había ido también a aquel condenado y estúpido simulacro? Quería pensar que no. ¿Quién en su sano juicio llevaría una ambulancia a una casa vacía en llamas?
—Parece que hay una barrera invisible… —empezó a decir Rennie.
—Sí, de eso ya me he enterado —dijo Duke—. No sé lo que significa, pero me he enterado.
Dejó a Rennie y se acercó a su agente herida; no vio el color rojo oscuro que tiñó las mejillas del segundo concejal tras su desplante.
—Jackie… ¿Estás bien? —preguntó Duke, agarrándola del hombro con dulzura.
—Sí. —Se tocó la nariz; el flujo de sangre empezaba a disminuir—. ¿Cree que está rota? No me parece que me la haya roto.
—No está rota, pero se te va a inflamar. Aunque creo que para el Baile de la Cosecha ya estarás bien.
La agente le ofreció una débil sonrisa.
—Jefe —dijo Rennie—, creo en serio que deberíamos llamar a alguien para informar de esto. Si no a Seguridad Nacional… pensándolo bien parece un poco exagerado… al menos sí a la policía del estado.
Duke lo apartó de en medio. Fue un gesto amable pero inequívoco. Casi un empujón. Rennie cerró los puños con fuerza y luego volvió a abrir las manos. Se había construido una vida en la que él era de los que empujan y no de los que se dejan empujar, pero eso no cambiaba el hecho de que únicamente los idiotas usaban los puños. Solo había que ver a su propio hijo. Bueno, daba igual, había que tomar nota de los desprecios y corregirlos, por lo general más tarde… pero a veces más tarde era mejor.
Más dulce.
—¡Peter! —Duke llamaba a Randolph—. ¡Dales un toque a los del centro de salud y pregúntales dónde narices está nuestra ambulancia! ¡Quiero verla aquí!
—Eso puede hacerlo Morrison —dijo Randolph. Había sacado la cámara de fotos de su coche y se disponía a hacer algunas fotografías del lugar de los hechos.
—Puedes hacerlo tú, ¡y ahora mismo!
—Jefe, no creo que Jackie esté tan hecha polvo, y no hay nadie más que…
—Cuando quiera tu opinión te la pediré, Peter.
Randolph iba a lanzarle una miradita cuando vio la expresión de Duke. Tiró la cámara al asiento delantero de su coche y cogió el móvil.
—¿Qué ha sido, Jackie? —preguntó Duke.
—No lo sé. Primero he sentido un hormigueo, como cuando tocas sin querer las clavijas de un enchufe al enchufarlo. Y luego eso se ha pasado y me he dado contra… Dios, no sé contra qué me he dado.
Un «Ahhh» se alzó entre los espectadores. Los bomberos habían apuntado las mangueras hacia el camión maderero en llamas, pero parte del chorro rebotaba al otro lado del camión. Se estrellaba contra algo y salpicaba hacia atrás, creando un arco iris en el aire. Duke no había visto nada parecido en su vida… salvo, quizá, en el túnel de lavado, mirando el impacto de los chorros a presión contra el parabrisas.
Entonces vio un arco iris también en el lado de Mills: pequeño. Una de las espectadoras, Lissa Jamieson, la bibliotecaria del pueblo, se acercó caminando.
—¡Lissa, aparta de ahí! —gritó Duke.
Ella no le hizo caso. Era como si estuviese hipnotizada. Se quedó a pocos centímetros de donde el chorro de agua a presión chocaba contra nada más que el aire y rebotaba hacia atrás, y extendió las manos. Duke vio unas gotitas de vapor reluciendo en su pelo, que llevaba recogido en un moño en la nuca. El pequeño arco iris se rompió y luego volvió a formarse detrás de ella.
—¡No es más que vapor! —exclamó la chica; parecía extasiada—. Allí toda esa agua, ¡y aquí no hay más que vapor! Como el de un humidificador.
Peter Randolph alzó el teléfono móvil y sacudió la cabeza.
—Tengo señal, pero no consigo comunicar. Supongo que todos estos curiosos —dibujó un gran arco con el brazo— tienen las líneas colapsadas.
Duke no sabía si eso era posible, pero era cierto que allí casi todo el mundo estaba cotorreando o sacando fotos con un móvil. Excepto Lissa, mejor dicho, que seguía en su papel de ninfa de los bosques.
—Ve por ella —le dijo Duke a Randolph—. Apártala de ahí antes de que decida sacar sus cristales mágicos o algo así.
La cara de Randolph daba a entender que esos encargos quedaban muy por debajo de su rango salarial, pero se ocupó de ello. Duke soltó una carcajada. Fue breve pero auténtica.
—Por el amor de Dios, ¿qué ves ahí que te haga reír? —preguntó Rennie.
Más policías del condado de Castle iban llegando del lado de Motton. Si Perkins no se andaba con cuidado, los de Rock acabarían controlando aquello. Y llevándose todo el dichoso mérito.
Duke dejó de reír, aunque seguía sonriendo. Sin ningún reparo.
—Esto es un lío de tres pares de cajones —dijo—. ¿No es eso lo que dices tú, Big Jim? Y, por lo que he podido comprobar, a veces reírse es la única forma de enfrentarse a un lío de cajones.
—¡No tengo ni idea de a qué te refieres! —repuso Rennie, casi gritando.
Los chicos de Dinsmore se apartaron de él y se colocaron al lado de su padre.
—Ya lo sé —contestó Duke con suavidad—. Y no pasa nada. Lo único que tienes que entender por ahora es que yo soy el principal representante y defensor de la ley en el lugar de los hechos, al menos hasta que llegue el sheriff del condado, y que tú eres un concejal de la ciudad. Aquí no tienes autoridad oficial, así que me gustaría que te retiraras.
Duke señaló hacia el lugar donde el agente Henry Morrison estaba colocando cinta amarilla alrededor de dos grandes fragmentos del fuselaje de la avioneta, y alzó la voz:
—¡Me gustaría que todo el mundo se retirara y nos dejara hacer nuestro trabajo! Sigan al concejal Rennie. Él los llevará hasta el otro lado de la cinta amarilla.
—Eso no me ha gustado nada, Duke —dijo Rennie.
—Que Dios te bendiga, pero me importa un carajo —dijo Duke—. Sal de mi lugar de los hechos, Big Jim. Y ve con cuidado y rodea la cinta. Que Henry no tenga que colocarla dos veces.
—Jefe Perkins, quiero que recuerdes cómo me has hablado hoy. Porque yo lo recordaré.
Rennie caminó ofendido hacia la cinta. Los demás espectadores lo siguieron, la mayoría de ellos mirando por encima del hombro cómo el agua chocaba contra la barrera manchada de diesel y formaba una línea mojada en la carretera. Un par de ellos, los más listos (Ernie Calvert, por ejemplo), ya se habían dado cuenta de que esa línea marcaba con exactitud la frontera entre Motton y Chester’s Mills.
Rennie sintió la infantil tentación de romper con el pecho la cinta que tan bien había colocado Hank Morrison, pero se contuvo. Sin embargo, lo que no pensaba hacer era dar toda la vuelta y acabar con un montón de bardanas enganchadas en sus pantalones de sport de Land’s End. Le habían costado sesenta dólares. Pasó por debajo sosteniendo la cinta con una mano. Su barriga le impedía agacharse mucho.
Detrás de él, Duke se acercó despacio al lugar donde Jackie se había dado el golpe. Extendió una mano, como un ciego que anda a tientas por una habitación que no conoce.
Ahí era donde se había caído… y ahí…
Sintió el hormigueo que ella le había descrito, pero, en lugar de pasar, se intensificó hasta convertirse en un dolor abrasador por debajo de la clavícula izquierda. Le dio tiempo de recordar lo último que Brenda le había dicho —«Ten cuidado con tu marcapasos»— y entonces le explotó en el pecho con fuerza suficiente para abrirle la sudadera de los Wildcats que se había puesto esa mañana en honor al partido de la tarde. Sangre, jirones de algodón y trozos de carne salpicaron la barrera.
La muchedumbre soltó un «Ahhh».
Duke intentó pronunciar el nombre de su mujer y no lo consiguió, pero mentalmente vio su rostro con claridad. Sonrió.
Después, oscuridad.
 4


El chaval era Benny Drake, catorce años, y un Razor. Los Razors eran un club de skate pequeño pero entregado al que las fuerzas del orden locales miraban con reprobación pero sin llegar a proscribirlos, y eso a pesar de los llamamientos de los concejales Rennie y Sanders pidiendo tal medida (en la asamblea municipal del marzo anterior, ese mismo dúo dinámico había conseguido desestimar un punto del presupuesto que habría sufragado una zona segura para practicar skate en la plaza del pueblo, detrás del quiosco de música).
El adulto era Eric «Rusty» Everett, treinta y siete años, auxiliar médico que trabajaba con el doctor Ron Haskell, en quien Rusty a menudo pensaba como en el Mago de Oz. Porque, habría explicado Rusty (si hubiese tenido a alguien más, aparte de a su mujer, a quien poder confesarle semejante deslealtad), muchas veces se queda detrás de la cortina mientras yo hago todo el trabajo.
En esos momentos estaba comprobando cuándo se había puesto la última vacuna del tétanos el joven señorito Drake. Otoño de 2009, muy bien. Sobre todo teniendo en cuenta que el joven señorito Drake se había dado un batacazo mientras rodaba sobre el cemento y se había hecho una buena raja en la pantorrilla. No era un desastre total, pero sí mucho peor que una simple quemadura por el restregón con el asfalto.
—Ha vuelto la luz, tío —informó el joven señorito Drake.
—Es el generador, tío —dijo Rusty—. Suministra al hospital y también al centro de salud. Brutal, ¿eh?
—Un clásico —convino el joven señorito Drake.
Por un momento, adulto y adolescente miraron sin decir nada el tajo de quince centímetros de la pantorrilla de Benny Drake. Limpio de suciedad y sangre, el corte tenía un aspecto desgarrado pero ya no era lo que se dice horrible. La alarma de la ciudad había dejado de sonar, pero a lo lejos aún se oían sirenas. Entonces oyeron la de los bomberos y los dos pegaron un bote.
La ambulancia va a echar humo, pensó Rusty. Como que sí. Twitch y Everett vuelven al ataque. Será mejor que me dé prisa con esto.
Solo que la cara del chico estaba bastante blanca, y a Rusty le pareció verle lágrimas en los ojos.
—¿Tienes miedo? —preguntó.
—Un poco —dijo Benny Drake—. Mi madre me va a castigar.
—¿Eso es lo que te da miedo? —Porque él creía que a Benny Drake ya lo habían castigado unas cuantas veces. Como que a menudo, tío.
—Bueno… ¿cuánto va a dolerme?
Rusty había estado escondiendo la jeringuilla. En ese momento le inyectó tres centímetros cúbicos de xilocaína y epinefrina (un compuesto insensibilizador al que él llamaba novocaína). Se tomó su tiempo para anestesiar la herida y no hacerle al chico más daño del estrictamente necesario.
—Así, más o menos.
—Uau —dijo Benny—. Dese prisa, doctor. Código azul.
Rusty se rió.
—¿Has conseguido hacer un full pipe antes del batacazo? —como skater retirado hacía tiempo, sentía sincera curiosidad.
—Solo un half pipe, ¡pero ha sido la bomba! —dijo Benny, y se le iluminó la cara—. ¿Tú cuántos puntos crees? A Norrie Calvert le pusieron doce cuando se la pegó en Oxford el verano pasado.
—No tantos —dijo Rusty. Conocía a Norrie, una minigótica cuya mayor aspiración parecía ser matarse con un skate antes de dar a luz a su primer ilegítimo. Presionó cerca de la herida con la aguja de la jeringuilla—. ¿Notas esto?
—Sí, tío, del todo. ¿No has oído algo así como un tiro ahí fuera? —Benny señaló vagamente hacia el sur mientras se sentaba en la camilla, en calzoncillos y sangrando sobre el papel que la cubría.
—Pues no —dijo Rusty.
En realidad había oído dos: no tiros sino, mucho se temía, explosiones. Tenía que acabar enseguida con aquello, y ¿dónde estaba el Mago? Según Ginny, haciendo la ronda. Lo cual seguramente significaba que se estaba echando una siesta en la sala de médicos del Cathy Russell. Allí era donde el Mago de Oz hacía casi todas sus rondas últimamente.
—¿Lo sientes ahora? —Rusty volvió a apretar con la aguja—. No mires, mirar es trampa.
—No, tío, nada. La estás cagando conmigo.
—Que no. Estás dormido. —En más de un sentido, pensó Rusty—. Vale, allá vamos. Túmbate, relájate y disfruta del vuelo con Aerolíneas Cathy Russell. —Frotó la herida con solución salina aséptica, desbridó y luego cortó con su fiel escalpelo n.º 10—. Seis puntos con mi mejor nailon cuatro-cero.
—Genial —dijo el chico. Después—: Creo que a lo mejor devuelvo.
Rusty le pasó una palangana para vómitos, conocida en esas circunstancias como el plato de la pota.
—Vomita aquí. Si te desmayas, te quedas solo.
Benny no se desmayó. Tampoco devolvió. Rusty estaba aplicando unas gasas estériles sobre la herida cuando se oyeron unos golpes suaves en la puerta, a los que siguió la cabeza de Ginny Tomlinson.
—¿Puedo hablar contigo un momento?
—Por mí no os preocupéis —dijo Benny—. Yo aquí estoy súper bien.
Menudo sinvergüenza.
—¿En el pasillo, Rusty? —dijo Ginny. Ni siquiera miró al chico.
—Ahora mismo vuelvo, Benny. Quédate ahí sentado y tómatelo con calma.
—Rollo chill-out. No hay problema.
Rusty siguió a Ginny al pasillo.
—¿Toca ambulancia? —preguntó.
Detrás de Ginny, en la soleada sala de espera, la madre de Benny leía muy seria un libro de bolsillo con portada romántico-salvaje.
Ginny asintió.
—En la 119, en el límite municipal de Tarker´s. Hay otro accidente en el otro límite municipal, el de Motton, pero me han dicho que en ese todos los implicados son MA. —Muertos en el Acto—. Choque camión-avioneta. La avioneta intentaba aterrizar.
—¿Me tomas el pelo?
Alva Drake miró en derredor, frunció el ceño y regresó a su libro de bolsillo. Al menos a mirarlo mientras se preguntaba si su marido la apoyaría en su decisión de castigar a Benny hasta que cumpliera los dieciocho.
—No es ninguna tomadura de pelo, es lo que ha pasado —dijo Ginny—. También me están llegando avisos de otras colisiones…
—Qué raro.
—… pero el tío del límite municipal de Tarker’s sigue vivo. Un camión de reparto que ha volcado, creo. Andando, que es gerundio. Twitch te espera.
—¿Acabas tú con el crío?
—Sí. Anda vete.
—¿Y el doctor Rayburn?
—Tenía pacientes en el Stephens Memorial. —Ese era el hospital de Norway-South Paris—. Va de camino, Rusty. Ve para allá.
Antes de salir se detuvo para decirle a la señora Drake que Benny estaba bien. Alva no pareció alegrarse demasiado de la noticia, pero le dio las gracias. Dougie Twitchell —Twitch— estaba sentado en el parachoques de la anticuada ambulancia que Jim Rennie y demás concejales seguían sin reemplazar; fumaba un cigarrillo y tomaba un poco el sol. Llevaba un walkie-talkie de radioaficionado que no dejaba de parlotear: voces que saltaban como palomitas de maíz y chocando unas contra otras.
—Tira esa papeleta para el sorteo de un cáncer de pulmón y pongámonos en marcha —dijo Rusty—. Sabes a dónde hay que ir, ¿verdad?
Twitch tiró la colilla. A pesar de su apodo —Twitch, «tic nervioso»—, era el enfermero más calmado que Rusty había conocido, y eso era mucho decir.
—Sé lo mismo que te ha dicho Gin-Gin: límite municipal Tarker’s-Chester’s, ¿no?
—Sí. Un camión volcado.
—Sí, bueno, pues los planes han cambiado. Tenemos que ir en la otra dirección. —Señaló al horizonte sur, donde se alzaba una espesa columna de humo negro—. ¿Nunca has deseado ver un accidente aéreo?
—Ya lo he visto —dijo Rusty—. En el servicio militar. Dos tipos. Podrías haber untado en una rebanada lo que quedó de ellos. Ya tuve bastante con eso, vaquero. Ginny dice que allí están todos muertos, así que ¿por qué…?
—Puede que sí, puede que no —dijo Twitch—, pero ahora también ha caído Perkins, y a lo mejor él no está muerto.
—¿El jefe Perkins?
—El mismísimo. Me parece que si el marcapasos ha explotado y le ha abierto el pecho, que es lo que afirma Peter Randolph, el pronóstico no es bueno, pero es el jefe de la policía. Líder intrépido.
—Twitch. Colega. Un marcapasos no puede explotar. Es completamente imposible.
—Entonces a lo mejor sigue vivo y podemos hacer una buena acción —repuso Twitch. Mientras rodeaba el capó de la ambulancia, sacó el paquete de tabaco.
—No vas a fumar en la ambulancia —dijo Rusty.
Twitch lo miró con tristeza.
—A menos que compartas, claro.
Twitch suspiró y le pasó el paquete.
—Ah, Marlboro —dijo Rusty—. Los que más me gusta gorronear.
—Me parto contigo —dijo Twitch.
 5


Cruzaron a toda velocidad el semáforo del centro del pueblo en el que la 117 desembocaba en la 119; con la sirena aullando, los dos fumando como posesos (con las ventanillas bajadas, que era el Procedimiento Operativo Estándar) y escuchando la cháchara de la radio. Rusty no pillaba gran cosa, pero había algo que tenía claro: le iba a tocar trabajar hasta muy pasadas las cuatro.
—Tío, no sé qué ha ocurrido —dijo Twitch—, pero esto es lo que hay: vamos a ver un auténtico accidente aéreo. Bueno, el después del accidente, cierto, pero no se puede tener todo.
—Twitch, eres un puto chacal.
Había mucho tráfico, sobre todo en dirección sur. Puede que algunos de esos tipos estuvieran realmente de camino a los recados que tuvieran que hacer, pero Rusty tenía la sensación de que la mayoría eran moscas humanas atraídas por el olor de la sangre. Twitch adelantó a cuatro de una vez sin ningún problema; el carril en dirección norte de la 119 estaba extrañamente vacío.
—¡Mira! —dijo Twitch, señalando—. ¡Un helicóptero de la tele! ¡Saldremos en las noticias de las seis, Gran Rusty! Heroicos enfermeros luchan para…
Pero ahí terminó el vuelo imaginario de Dougie Twitchell. Por delante de ellos —en el lugar del accidente, supuso Rusty—, el helicóptero hizo un quiebro. Por un instante Rusty pudo leer el número 13 en un lateral y vio el ojo de la CBS. Después explotó y derramó una lluvia de fuego desde el cielo sin nubes de primera hora de la tarde.
—¡Dios mío, lo siento! —exclamó Twitch—. ¡No lo decía en serio! —Y después, como un niño, destrozándole el corazón a Rusty aun a pesar de estar conmocionado—: ¡Lo retiro!
 6


—Tengo que volver —dijo Gendron. Se quitó la gorra de los Sea Dogs y se limpió con ella el rostro ensangrentado, mugriento, pálido. La nariz se le había hinchado tanto que parecía el pulgar de un gigante. Sus ojos espiaban desde unos círculos oscuros—. Lo siento, pero me duele un huevo la napia y… bueno, ya no soy tan joven como antes. Además… —Alzó los brazos y los dejó caer. Estaban uno frente al otro; Barbie le habría dado un abrazo y una buena palmada en la espalda si hubiera sido posible.
—Estás hecho polvo, ¿eh? —preguntó.
Gendron respondió con una risotada.
—Ese helicóptero ha sido lo que me faltaba. —Y los dos miraron hacia la nueva columna de humo.
Barbie y Gendron habían seguido camino desde el accidente de la 117 después de asegurarse de que los testigos ya estaban pidiendo ayuda para Elsa Andrews, la única superviviente. Al menos ella no parecía muy malherida, aunque estaba claramente destrozada por la muerte de su amiga.
—Pues vuelve. Despacio. Tómate tu tiempo. Descansa cuando lo necesites.
—¿Tú sigues?
—Sí.
—¿Todavía crees que encontrarás el final de esto?
Barbie guardó silencio un momento. Al principio estaba seguro, pero a esas alturas…
—Eso espero —dijo.
—Bien, pues buena suerte. —Gendron se tocó la visera de la gorra a modo de despedida y luego se la recolocó—. Espero estrecharte la mano antes de que acabe el día.
—Yo también —dijo Barbie. Se detuvo. Había estado pensando—. ¿Puedes hacer algo por mí, si consigues recuperar tu móvil?
—Claro.
—Llama a la base del Ejército de Fort Benning. Pregunta por el oficial de enlace y dile que necesitas ponerte en contacto con el coronel James O. Cox. Dile que es urgente, que le llamas de parte del capitán Dale Barbara. ¿Te acordarás?
—Dale Barbara. Ese eres tú. James Cox, ese es él. Lo tengo.
—Si consigues hablar con él… no estoy seguro de que lo consigas, pero si lo haces… explícale lo que está pasando. Dile que, si nadie se ha puesto en contacto con Seguridad Nacional, él es el indicado. ¿Podrás hacerlo?
Gendron asintió.
—Si puedo, lo haré. Buena suerte, soldado.
Barbie podría haber seguido con su vida sin que volvieran a llamarlo así, pero levantó un dedo para tocarse la frente. Después continuó andando en busca de lo que ya no creía que fuese a encontrar.
 7


En el bosque dio con un camino que corría más o menos paralelo a la barrera. Estaba abandonado e invadido por la maleza, pero era mucho mejor que abrirse paso entre los matorrales. De vez en cuando se desviaba hacia el oeste y palpaba la muralla que separaba Chester’s Mills del mundo exterior. Siempre estaba ahí.
Barbie se detuvo en cuanto llegó al lugar donde la 119 cruzaba hacia la localidad hermana de Chester’s Mills, Tarker’s Mills. Algún buen samaritano se había llevado al conductor del camión de reparto volcado al otro lado de la barrera, pero el camión seguía allí, bloqueando la carretera como un enorme animal muerto. Las puertas traseras se habían abierto a causa del impacto. El asfalto estaba cubierto de pastelitos Devil Dogs, Ho Hos, Ring Dings, Twinkies y galletitas de mantequilla de cacahuete. Un joven con una camiseta de George Strait estaba sentado en el tocón de un árbol comiendo una de esas galletas. Tenía un teléfono móvil en la mano. Miró a Barbie.
—Eh. ¿Vienes de…? —Señaló vagamente hacia detrás de Barbie. Parecía cansado, asustado y desilusionado.
—Del otro lado de la ciudad —dijo Barbie—. Sí.
—¿Hay barrera invisible por todas partes? ¿La frontera está cerrada?
—Sí.
El joven asintió y apretó un botón del móvil.
—¿Dusty? ¿Ya estás ahí? —Escuchó, luego dijo—: Vale. —Cortó la llamada—. Mi amigo Dusty y yo hemos empezado a caminar al este de aquí. Nos hemos separado. Él ha ido hacia el sur. Estamos en contacto por teléfono. Bueno, cuando podemos comunicar. Ahora está donde se ha estrellado el helicóptero. Dice que no para de llegar gente.
Barbie estaba seguro de que así era.
—¿Esta cosa no tiene ninguna brecha por tu lado?
El joven sacudió la cabeza. No dijo más, tampoco hacía falta. Podían haber pasado por alto alguna brecha, Barbie sabía que era posible, agujeros del tamaño de una ventana o una puerta, pero lo dudaba.
Pensó que estaban incomunicados.
 TODOS APOYAMOS AL EQUIPO


 1


Barbie volvió caminando por la carretera 119 hasta el centro de la ciudad, una distancia de unos cinco kilómetros. Cuando llegó, eran las seis de la tarde. Main Street estaba casi desierta, pero con el rugido de los generadores parecía viva; decenas de ellos, a juzgar por el ruido. El semáforo de la intersección de la 119 y la 117 estaba apagado, pero el Sweetbriar Rose tenía luz y estaba muy concurrido. Barbie echó una ojeada por el gran ventanal de la fachada y vio que todas las mesas estaban ocupadas, pero al entrar no oyó que nadie hablara de los grandes temas habituales: política, los Red Sox, la economía local, los Patriots, coches y camionetas adquiridos recientemente, los Celtics, el precio de la gasolina, los Bruins, herramientas eléctricas adquiridas recientemente, los Twin Mills Wildcats. Ni tampoco las habituales risas.
En la barra había un televisor, y todo el mundo lo estaba mirando. Barbie, con esa sensación de incredulidad y de desorientación propia de cualquiera que se halle en el lugar de un desastre de grandes proporciones, vio que Anderson Cooper, de la CNN, se encontraba en la 119 con la mole del camión maderero accidentado aún humeante al fondo.
La mismísima Rose estaba sirviendo las mesas y de vez en cuando volvía rauda a la barra para sacar un pedido. Unos dispersos mechones rizados escapaban de su redecilla y pendían alrededor de su rostro. Parecía cansada y agobiada. En teoría, la barra era territorio de Angie McCain desde las cuatro de la tarde hasta la hora de cerrar, pero Barbie no la veía por ninguna parte. A lo mejor la barrera, al caer, la había pillado fuera de la ciudad. En tal caso, era probable que no volviera a ponerse detrás de la barra en una buena temporada.
Anson Wheeler —a quien Rosie solía llamar simplemente «el chico», aunque el tipo debía de tener por lo menos veinticinco años— estaba cocinando, y Barbie se estremeció al pensar lo que haría Anse con cualquier cosa más complicada que unas salchichas con judías, el especial de la noche del sábado en el Sweetbriar Rose. ¡Pobre de aquel o aquella que pidiera un «desayuno de cena» y tuviera que vérselas con los huevos fritos atómicos de Anson! De todas formas, menos mal que estaba allí, porque, además de que faltaba Angie, tampoco se veía a Dodee Sanders por ninguna parte. Aunque esa pánfila no necesitaba ningún desastre para no ir a trabajar. No es que fuera una vaga, pero se distraía con facilidad. Y en cuanto a capacidad intelectual… Joder, ¿cómo decirlo? Su padre —Andy Sanders, primer concejal de Mills— nunca sería candidato a entrar en Mensa, pero Dodee conseguía que pareciera un Albert Einstein.
En la televisión, los helicópteros aterrizaban detrás de Anderson Cooper, le alborotaban su estupendo pelo blanco y casi ahogaban su voz. Parecían aparatos modelo Pave Low. Barbie había volado en unos cuantos de esos la temporada que había pasado en Iraq. Entonces entró en escena un oficial del ejército que cubrió el micro de Cooper con una mano enguantada y le dijo algo al oído al reportero.
Los comensales que estaban reunidos en el Sweetbriar Rose murmuraron entre sí. Barbie comprendía su inquietud. También él la sentía. Cuando un hombre de uniforme cubría el micro de un famoso reportero de la tele sin siquiera un «Con su permiso», es que había llegado el Fin de los Días.
El tipo del ejército —un coronel, pero no el coronel de Barbie; ver a Cox habría acabado de redondear su sensación de desorientación mental— terminó con lo que tenía que decir. Su guante produjo un aerodinámico fuuup cuando lo retiró del micro. Se alejó, su cara era un muro impasible. Barbie reconocía esa expresión: un cabezahueca del ejército.
Cooper estaba diciendo:
«Los medios de comunicación hemos sido informados de que debemos retirarnos unos ochocientos metros, hasta un lugar llamado Almacén de Carretera Raymond’s». Los clientes volvieron a murmurar al oír eso. Todos conocían el Almacén Raymond’s de Motton, en el escaparate había un cartel donde ponía CERVEZA FRÍA SANDWICHES CALIENTES CEBO FRESCO. «Esta zona en la que estamos, a menos de noventa metros de lo que denominamos la barrera a falta de un término mejor, ha sido declarada área de seguridad nacional. Retomaremos la cobertura tan pronto como nos sea posible, pero ahora mismo devuelvo la conexión a Wolf, en Washington».
El comunicado que aparecía en la banda roja bajo las imágenes del lugar de los hechos decía ÚLTIMA HORA. AUMENTA EL MISTERIO DE LA CIUDAD DE MAINE INCOMUNICADA. Y en la esquina superior derecha, en rojo, la palabra GRAVE del Aviso de Amenaza parpadeaba como el neón de una taberna. Beba cerveza Grave, pensó Barbie, y casi se rió por lo bajo.
Wolf Blitzer ocupó el lugar de Anderson Cooper. Rose estaba prendada de Blitzer, y las tardes de entre semana nunca dejaba que se sintonizara nada que no fuera el programa The Situation Room; ella lo llamaba «mi Wolfie». Esa tarde, Wolfie llevaba corbata, pero mal anudada, y Barbie pensó que el resto de su atuendo parecía sospechosamente ropa de estar por casa.
«Para recapitular la historia —dijo el Wolfie de Rose—, esta tarde, más o menos sobre la una…».
—Ha sido antes de eso, bastante antes —dijo alguien.
—¿Es verdad lo de Myra Evans? —preguntó otro—. ¿De verdad ha muerto?
—Sí —respondió Fernald Bowie. El director de las únicas pompas fúnebres de la ciudad, Stewart Bowie, era el hermano mayor de Fern. Fern a veces lo ayudaba, cuando estaba sobrio, y esa tarde parecía sobrio. Sobrio por la conmoción—. Y ahora calla la boca y déjame oír eso.
También Barbie quería oírlo, porque Wolfie justamente estaba abordando la pregunta que más le preocupaba y estaba diciendo lo que Barbie quería oír: que el espacio aéreo de Chester’s Mills había sido declarado zona de exclusión aérea. De hecho, todo el oeste de Maine y el este de New Hampshire, desde Lewiston-Auburn hasta North Conway, era zona de exclusión aérea. El presidente estaba siendo informado y, por primera vez en nueve años, el color del indicador de Aviso de Amenaza Nacional había superado el naranja.
Julia Shumway, propietaria y directora del Democrat, fulminó a Barbie con la mirada cuando pasó frente a su mesa. Después, apareció en su rostro esa sonrisita fría y hermética que era su especialidad, casi su marca de fábrica.
—Parece que Chester’s Mills no quiere dejarle marchar, señor Barbara.
—Eso parece —convino Barbie. No le sorprendió que supiera que había querido marcharse (y por qué). Había pasado suficiente tiempo en Mills para darse cuenta de que Julia Shumway sabía todo lo que valía la pena saber.
Rose lo vio mientras servía unas salchichas con judías (además de una reliquia humeante que en el pasado tal vez había sido una costilla de cerdo) a un grupo de seis personas apiñadas alrededor de una mesa para cuatro. Se quedó inmóvil, con un plato en cada mano, dos más en el brazo y los ojos muy abiertos. Después sonrió. Fue una sonrisa llena de franca felicidad y alivio, y a Barbie le levantó el ánimo.
Esto es lo que uno siente al volver a casa, pensó. Claro que sí, joder.
—¡Caray, lo último que esperaba era volver a verte, Dale Barbara!
—¿Todavía tienes mi delantal? —preguntó Barbie. Con cierta timidez. Al fin y al cabo, Rose lo había adoptado (a él, que iba por la vida dando tumbos con unas cuantas referencias garabateadas en la mochila), y le había dado trabajo. Le había dicho que comprendía perfectamente por qué sentía que tenía que largarse de la ciudad (el padre de Junior Rennie no era un tipo al que uno quisiera como enemigo), pero, aun así, Barbie albergaba la sensación de que la había dejado en la estacada.
Rose depositó su cargamento de platos donde encontró un hueco y corrió hacia Barbie. Era una mujer bajita y regordeta y tuvo que ponerse de puntillas para abrazarlo, pero lo consiguió.
—¡Madre mía, cómo me alegro de verte! —susurró.
Barbie la abrazó y le dio un beso en lo alto de la cabeza.
—Big Jim y Junior no se alegrarán —repuso, pero al menos ninguno de los Rennie estaba allí, y tenía que dar las gracias por ello. Barbie era consciente de que en ese momento había cobrado más interés para los vecinos de Mills allí congregados que el hecho de ver su pueblo en la televisión nacional.
—¡A Big Jim Rennie que le den! —dijo la mujer. Barbie se echó a reír, le encantaba la intrepidez de Rose pero agradecía su discreción: seguía hablando en susurros—. ¡Pensaba que te habías marchado!
—Casi lo consigo, pero se me ha hecho tarde.
—¿Has visto… eso?
—Sí. Luego te cuento. —La soltó, pero sin dejar de tocarla hasta que tuvo todo el brazo estirado y pensó: Si tuvieras diez años menos, Rose… o incluso cinco…—. Entonces, ¿puedo volver a ponerme el delantal?
La mujer se enjugó las comisuras de los dos ojos y asintió.
—Por favor, póntelo otra vez. Saca a Anson de ahí antes de que nos mate a todos.
Barbie hizo el gesto de «a la orden», luego rodeó la barra, entró en la cocina y sacó a Anson Wheeler de allí; le dijo que se ocupara de los pedidos y de limpiar todo aquello y que luego ayudara a Rose en el salón. Anson se apartó de la parrilla con un suspiro de alivio. Antes de salir a la barra, tomó la mano derecha de Barbie entre las suyas.
—Gracias a Dios, tío. Nunca había visto tanto ajetreo. Estaba perdido.
—No te preocupes. Esto será como lo de los panes y los peces.
Anson, que no era ningún estudioso de la Biblia, se quedó igual.
—¿Eh?
—Déjalo.
La campana que había en el rincón de la ventanilla de servir sonó.
—¡Pedido! —exclamó Rose.
Barbie empuñó una espátula y luego recogió la nota con el pedido —la parrilla estaba hecha un desastre, siempre pasaba lo mismo cuando Anson se lanzaba a esas catastróficas transformaciones inducidas por calor a las que llamaba cocinar—, después se puso el delantal por la cabeza, se lo ató a la espalda y abrió el armario que había sobre el fregadero. Estaba lleno de gorras de béisbol que los currantes de la parrilla del Sweetbriar Rose utilizaban como gorro de cocinero. Escogió una de los Sea Dogs en honor a Paul Gendron (que Barbie esperaba que en esos momentos estuviese con sus seres queridos), se la puso del revés e hizo crujir los nudillos.
Después cogió la primera nota y se puso a trabajar.
 2


A eso de las nueve y cuarto, más de una hora después de su hora de cierre habitual los sábados por la noche, Rose echó a los últimos clientes. Barbie cerró con llave y dio la vuelta al cartel de ABIERTO a CERRADO. Observó a los últimos cuatro o cinco que cruzaban la calle en dirección a la plaza del pueblo, donde había por lo menos unas cincuenta personas reunidas y charlando. Todos miraban hacia el sur, donde una gran luz blanca formaba una burbuja por encima de la carretera 119. A Barbie le pareció que no eran luces de la televisión; eran del ejército de Estados Unidos y establecían un perímetro de seguridad. ¿Cómo se aseguraba un perímetro de noche? Pues apostando centinelas e iluminando la zona muerta, evidentemente.
La zona muerta. No le gustaba cómo sonaba eso.
Main Street, por otro lado, estaba extrañamente oscura. Se veían luces brillantes en algunos de los edificios —donde había generadores en marcha— y luces de emergencia, más tenues, en Almacenes Burpee’s, en la gasolinera, en Libros Nuevos y Usados Mills, en el Food City que había al pie de Main Street Hill y en media docena de establecimientos más, pero las farolas estaban apagadas y en las ventanas de la mayoría de los segundos pisos de Main Street, donde había apartamentos, se veía el resplandor de las velas.
Rose se sentó a la mesa del centro del salón a fumar un cigarrillo (en los locales públicos no estaba permitido fumar, pero Barbie no la delataría). Se quitó la redecilla del pelo y le dirigió una sonrisa lánguida mientras él se sentaba frente a ella. Detrás, Anson, con su melena larga hasta los hombros liberada ya de su gorra de los Red Sox, limpiaba la barra.
—Y yo que pensaba que el Cuatro de Julio era horroroso. Esto ha sido peor —dijo Rose—. Si no hubieras aparecido, habría acabado acurrucada en un rincón llamando a gritos a mi mamá.
—Pasó una rubia en una F-150 —dijo Barbie; sonrió al recordarlo—. Le faltó poco para llevarme. Si me hubiera recogido, a lo mejor ahora estaría fuera. Por otro lado, podría haberme pasado lo mismo que a Chuck Thompson y a la mujer que iba con él en la avioneta. —El nombre de Thompson había aparecido en las noticias de la CNN; la mujer no había sido identificada.
Pero Rose sabía quién era.
—Claudette Sanders. Estoy casi segura de que era ella. Dodee me dijo ayer que su madre tenía hoy clase.
En la mesa, entre ambos, había un plato de patatas fritas. Barbie había alargado el brazo para coger una. Entonces se detuvo. De repente ya no quería más patatas fritas. No quería más de nada. El charco rojo que había a un lado del plato parecía más sangre que kétchup.
—O sea que por eso no ha venido Dodee.
Rose se encogió de hombros.
—Tal vez. No puedo asegurarlo. No he tenido noticias de ella. Tampoco es que lo esperase, con los teléfonos cortados.
Barbie dio por sentado que se refería a los teléfonos fijos, pero desde la cocina había oído a la gente quejarse de los problemas que tenían para conseguir línea por el móvil. La mayoría pensaba que era porque todo el mundo intentaba llamar a la vez y estaban colapsando la banda. Otros creían que el influjo de la gente de la tele —seguramente cientos, a esas horas, cargados con Nokias, Motorolas, iPhones y BlackBerries— era el causante del problema. Barbie tenía sospechas más oscuras; a fin de cuentas, aquello era una situación de seguridad nacional en una época en la que el país entero sufría de paranoia terrorista. Algunas llamadas sí conseguían conectar, pero cada vez eran menos, a medida que avanzaba la noche.
—Por supuesto —dijo Rose—, también puede ser que a Dodee se le haya metido en esa cabeza llena de aire que debe mandar a paseo el trabajo e irse al centro comercial de Auburn.
—¿Sabe el señor Sanders que era Claudette quien volaba en la avioneta?
—No estoy segura, pero me sorprendería muchísimo que a estas alturas no lo supiera. —Y cantó, con voz débil pero melodiosa—: «Esta es una ciudad pequeña, ya sabes lo que quiero decir».
Barbie sonrió un poco y cantó el siguiente verso:
—«Solo una ciudad pequeña, cariño, y aquí todos apoyamos al equipo». —Era una antigua canción de James McMurtry que el verano anterior había gozado de dos nuevos y misteriosos meses de popularidad en un par de emisoras de música country de Maine. No en la WCIK, por supuesto; James McMurtry no era la clase de artista que promocionaba Radio Jesús.
Rose señaló las patatas fritas.
—¿Vas a comer más?
—Pues no. Se me ha quitado el hambre.
Barbie no sentía un gran aprecio por el eternamente sonriente Andy Sanders ni por Dodee la Boba, que casi con seguridad había ayudado a su buena amiga Angie a difundir el rumor que había acabado causándole el lío del Dipper’s, pero la idea de que esos trozos de cadáver (su cabeza no dejaba de recordarle la pierna enfundada en un pantalón verde) hubieran pertenecido a la madre de Dodee… la esposa del primer concejal…
—A mí también —dijo Rose, y apagó el cigarrillo en el kétchup. Hizo pfisss, y durante unos terribles instantes Barbie pensó que iba a vomitar.
Apartó la cabeza y miró por la ventana hacia Main Street, aunque no había nada que ver. Desde allí todo se veía oscuro.
—El presidente hablará a medianoche —anunció Anson desde la barra.
Detrás de él sonaba el grave y constante gemido del lavavajillas. A Barbie se le ocurrió que ese viejo y enorme Hobart tal vez estuviera haciendo su último servicio, al menos por una temporada. Tendría que convencer a Rosie de eso. A ella no le haría gracia, pero vería que tenía razón. Era una mujer inteligente y práctica.
La madre de Dodee Sanders. Joder. ¿Qué probabilidades hay?

Se dio cuenta de que en realidad existían bastantes probabilidades. Si no hubiese sido la señora Sanders, podría haber sido cualquier otro al que conocía. «Esta es una ciudad pequeña, cariño, y aquí todos apoyamos al equipo».
—Nada de presidentes para mí esta noche —dijo Rose—. Tendrá que decir él solo el «Dios bendiga a América». Las cinco de la madrugada llegan enseguida. —Los domingos el Sweetbriar Rose no abría hasta las siete de la mañana, pero había que hacer preparativos. Siempre había preparativos. Y los domingos eso incluía rollitos de canela—. Vosotros quedaos levantados para verlo si queréis, chicos. Solo aseguraos de dejar esto bien cerrado cuando os marchéis. La puerta de delante y la de atrás. —Se dispuso a levantarse.
—Rose, tenemos que hablar de mañana —dijo Barbie.
—A la mier… coles, mañana será otro día. Déjalo correr por ahora, Barbie. Cada cosa a su tiempo. —Pero debió de ver algo en su cara, porque volvió a sentarse—. Está bien, ¿a qué viene esa cara tan seria?
—¿Cuándo compraste propano por última vez?
—La semana pasada. Estamos casi a tope. ¿Eso es todo lo que te preocupa?
No era todo, era más bien donde empezaban sus preocupaciones. Barbie hizo cálculos. El Sweetbriar Rose tenía dos depósitos adosados. Cada uno con capacidad para mil doscientos o mil trescientos litros, no recordaba exactamente cuántos. Lo comprobaría por la mañana, pero si Rose estaba en lo cierto, disponía de más de dos mil doscientos litros. Eso estaba bien. Un poco de suerte en un día que había sido espectacularmente desafortunado para todo el pueblo. Sin embargo, no había manera de saber cuánta mala suerte tenían aún por delante. Y dos mil doscientos litros de propano no durarían siempre.
—¿A qué ritmo se consume? —le preguntó—. ¿Alguna idea?
—¿Por qué importa eso?
—Porque ahora mismo tu generador está suministrando corriente a todo esto. Las luces, las estufas, las neveras, las bombas. Incluso la calefacción, si es que esta noche hace tanto frío como para encenderla. El generador come propano para hacer todo eso.
Se quedaron callados un momento, escuchando el rugido constante del Honda casi nuevo que estaba detrás del restaurante.
Anson Wheeler se les acercó y se sentó.
—El generador traga siete litros y medio de propano cada hora a un sesenta por ciento de utilización —dijo.
—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó Barbie.
—Lo he leído en la etiqueta. Si todo funciona con propano, que es como estamos más o menos desde este mediodía, cuando se ha ido la luz, seguramente el generador se habrá tragado unos once litros cada hora. Puede que un poco más.
La respuesta de Rose fue inmediata.
—Anse, apaga todas las luces menos las de la cocina. Ahora mismo. Y baja el termostato de la calefacción a diez grados. —Lo pensó un momento—. No, apágalo.
Barbie sonrió y alzó los pulgares. Rose lo había pillado. No todo el mundo en Mills lo habría hecho. No todo el mundo en Mills querría hacerlo.
—Vale. —Pero Anson titubeó—. ¿No creéis que mañana por la mañana ya… como mucho mañana por la tarde…?
—El presidente de Estados Unidos va a dar un discurso por la tele —dijo Barbie—. A medianoche. ¿Tú qué crees, Anse?
—Creo que será mejor que apague las luces —respondió.
—Y el termostato, que no se te olvide —añadió Rose. Mientras el chico corría a hacerlo, ella le dijo a Barbie—: Haré lo mismo en mi casa cuando suba. —Viuda desde hacía diez años o más, Rose vivía encima de su restaurante.
Barbie asintió. Le había dado la vuelta a uno de los manteles individuales de papel («¿Has visitado estos 20 monumentos de Maine?») y estaba haciendo cálculos en el reverso. Entre cien y ciento diez litros de propano consumidos desde que había aparecido la barrera. Eso les dejaba unos dos mil ciento cincuenta litros. Si Rose podía recortar su consumo hasta noventa y cinco litros al día, teóricamente podría aguantar unas tres semanas. Si recortaba hasta setenta y cinco —lo que seguramente conseguiría cerrando entre el desayuno y la comida, y lo mismo entre la comida y la cena—, podría alargarlo hasta casi un mes.
Lo cual no está nada mal, pensó. Porque si este pueblo no vuelve a estar abierto dentro de un mes, de todas formas ya no quedará nada que cocinar.
—¿En qué piensas? —preguntó Rose—. Y ¿de qué van todos esos números? No tengo ni idea de lo que significan.
—Porque los estás mirando al revés —dijo Barbie, y se dio cuenta de que eso podría aplicarse a todos los del pueblo. Nadie querría mirar al derecho esos números.
Rose giró hacia ella el improvisado bloc de notas de Barbie. Repasó los cálculos en silencio. Después alzó la cabeza y miró a Barbie, alarmada. En ese momento, Anson apagó casi todas las luces y los dos se quedaron mirándose en una penumbra que resultaba, al menos para Barbie, horriblemente convincente. Podían acabar metidos en serios problemas.
—¿Veintiocho días? —preguntó Rose—. ¿Crees que tenemos que planificar para cuatro semanas?
—No sé si tenemos que planificar o no, pero cuando estuve en Iraq alguien me dio un ejemplar del Pequeño libro rojo del presidente Mao. Lo llevaba siempre en el bolsillo y lo leí de principio a fin. Casi todo lo que dice tiene más sentido que lo que sueltan nuestros políticos en sus días de mayor cordura. Una cosa que se me quedó grabada fue esto: «Desea que haga sol, pero construye diques». Creo que eso es lo que debemos…, quiero decir debes…
—Debemos —repitió ella, y le tocó la mano. Él volvió la suya y se la apretó.
—Vale, debemos. Creo que eso es lo que debemos planificar. Lo cual significa cerrar entre comidas, restringir el uso de los hornos (nada de rollitos de canela, aunque a mí me gustan tanto como a los demás) y nada de lavavajillas. Es viejo y nada eficiente en el consumo de energía. Ya sé que a Dodee y a Anson no les entusiasmará la idea de lavar los platos a mano…
—No creo que podamos contar con que Dodee vuelva pronto, a lo mejor no vuelve. Ahora que ha muerto su madre… —Rose suspiró—. Casi deseo que esa chica se haya ido de verdad al centro comercial de Auburn. Aunque supongo que mañana saldrá en los periódicos.
—Quizá. —Barbie no tenía ni idea de cuánta información saldría de Chester’s Mills o entraría en el pueblo si la situación no se resolvía pronto y con alguna explicación racional. Seguramente no mucha. Pensó que el legendario Cono del Silencio del Súper Agente 86 se activaría enseguida, si es que no lo había hecho ya.
Anson regresó a la mesa a la que estaban sentados Barbie y Rose. Se había puesto la chaqueta.
—¿Me puedo ir ya, Rose?
—Claro —repuso ella—. ¿Mañana a las seis?
—¿No es un poco tarde? —Sonrió y añadió—: No es que me queje.
—Abriremos tarde. —Dudó un momento—. Y cerraremos entre las comidas.
—¿De verdad? Genial. —Su mirada se volvió hacia Barbie—. ¿Tienes dónde dormir esta noche? Porque puedes quedarte en mi casa. Sada se ha ido a Derry a visitar a sus viejos. —Sada era la mujer de Anson.
Lo cierto es que Barbie sí tenía donde dormir, casi enfrente, justo al otro lado de la calle.
—Gracias, pero volveré a mi apartamento. Lo tengo pagado hasta final de mes, así que ¿por qué no? Le dejé las llaves a Petra Searles en el Drugstore de Sanders antes de marcharme esta mañana, pero todavía llevo una copia en el llavero.
—Vale. Hasta mañana, Rose. ¿Estarás aquí, Barbie?
—No me lo perdería por nada.
La sonrisa de Anson se ensanchó.
—Fantástico.
Cuando se hubo ido, Rose se frotó los ojos, después miró a Barbie muy seria.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto? Siendo optimistas.
—No tengo un cálculo optimista porque no sé lo que está pasando. Ni cuándo dejará de pasar.
—Barbie —dijo Rose, muy bajito—, me estás asustando.
—Me estoy asustando yo solo. A los dos nos irá bien dormir un poco. Todo tendrá mejor aspecto por la mañana.
—Después de esta conversación, seguramente necesitaré un Ambien para poder dormir —dijo ella—, cansada como estoy. Pero gracias a Dios que has vuelto.
Barbie recordó lo que había estado pensando sobre las provisiones.
—Otra cosa. Si el Food City está abierto mañana…
—Siempre abre los domingos. De diez a seis.
—Ya, si mañana abre, tienes que ir a comprar.
—Pero el proveedor de Sysco hace el reparto los… —Se interrumpió y se lo quedó mirando con desaliento—. Los martes, pero no podemos contar con eso, ¿verdad? Claro que no.
—No —dijo Barbie—. Aunque lo que ha pasado se arregle de repente, el ejército es capaz de poner el pueblo en cuarentena, al menos durante una temporada.
—¿Qué compro?
—De todo, pero sobre todo carne. Carne, carne, carne. Si es que abren el súper. No estoy seguro de que lo hagan. A lo mejor Jim Rennie convence a quien sea que esté ahora al frente…
—Jack Cale. Él se hizo cargo cuando Ernie Calvert se jubiló el año pasado.
—Bueno, a lo mejor Rennie lo convence para que cierre hasta nuevo aviso. O consigue que el jefe Perkins ordene que cierren.
—¿No lo sabes? —preguntó Rose, y vio su cara de incomprensión—: No lo sabes. Duke Perkins está muerto, Barbie. Murió allí. —Señaló hacia el sur.
Barbie la miró perplejo. Anson se había olvidado de apagar el televisor y, tras ellos, el Wolfie de Rose volvía a contarle al mundo que una fuerza inexplicada había dejado incomunicada a una pequeña ciudad del oeste de Maine, que la zona había sido acordonada por las fuerzas del ejército, que el Estado Mayor se estaba reuniendo en Washington, que el presidente se dirigiría al país a medianoche, pero que mientras tanto él pedía al pueblo estadounidense que uniera sus oraciones a las suyas por la gente de Chester’s Mills.
 3


—¿Papá? ¿Papá?
Junior Rennie estaba en lo alto de la escalera, la cabeza ladeada, aguzando el oído. No hubo respuesta, y el televisor estaba apagado. A esas horas su padre siempre había vuelto del trabajo y estaba frente al televisor. Las noches de los sábados renunciaba a la CNN y a la FOX News por Animal Planet o el Canal de Historia. Pero esa noche no. Junior se llevó el reloj al oído para asegurarse de que funcionaba. Funcionaba, y la hora parecía la correcta, porque fuera estaba oscuro.
Se le ocurrió algo terrible: Big Jim tal vez estaba con el jefe Perkins. En ese mismo instante ambos podían estar discutiendo sobre cómo arrestar a Junior armando el menor alboroto posible. Y ¿por qué habían esperado tanto? Para poder hacerlo desaparecer del pueblo al amparo de la oscuridad. Se lo llevarían a la cárcel del condado, que estaba en Castle Rock. Luego un juicio. ¿Y luego?
Luego Shawshank. Después de pasar unos cuantos años allí, seguramente lo llamaría Shank, como los demás asesinos, ladrones y sodomitas.
—Qué estupidez —susurró, pero ¿lo era?
Se había despertado pensando que matar a Angie no había sido nada más que un sueño, tenía que haber sido un sueño, porque él nunca mataría a nadie. Dar una paliza, puede, pero ¿matar? Ridículo. Él era… era… bueno… ¡una persona normal y corriente!
Entonces miró la ropa de debajo de la cama, vio la sangre y todo regresó a su memoria. La toalla cayéndosele del pelo. Su felpudo, que de algún modo le había provocado. El complicado crujido que brotó de detrás de su cara cuando le dio con la rodilla. La lluvia de los imanes de la nevera y cómo se había sacudido ella.
Pero no fui yo. Fue…

—Fue el dolor de cabeza.
Sí. Cierto. Pero ¿quién se lo iba a creer? Le iría mejor si dijera que había sido el mayordomo.
—¿Papá?
Nada. No estaba allí. Y tampoco en la comisaría, conspirando en su contra. Su padre no. No le haría eso. Su padre siempre decía que la familia era lo primero.
Pero ¿de verdad la familia era lo primero? Desde luego, eso era lo que «decía» —a fin de cuentas, era cristiano y copropietario de la WCIK—, pero Junior estaba convencido de que, para su padre, Coches de Ocasión Jim Rennie tal vez estaba por delante de la familia, y que ser el primer concejal de la ciudad tal vez estaba por delante del Sagrado Templo del Compre Sin Entrada.
Junior podía ocupar —era posible— el tercer lugar.
Se dio cuenta (por primera vez en su vida; fue un verdadero fogonazo de introspección) de que solo estaba lanzando suposiciones. De que a lo mejor en realidad no conocía a su padre en absoluto.
Volvió a su habitación y encendió la luz del techo. Emitió una extraña luz vacilante y de brillo creciente que al poco se atenuó. Por un momento Junior pensó que a sus ojos les pasaba algo. Después se dio cuenta de que oía funcionar el generador de la parte de atrás. Y no solo el de ellos. El pueblo entero se había quedado sin luz. Sintió una oleada de alivio. Un apagón eléctrico general lo explicaba todo. Significaba que era muy probable que su padre estuviera en la sala de plenos del ayuntamiento discutiendo el asunto con esos otros dos idiotas, Sanders y Grinnell. Quizá clavando chinchetas en el gran mapa del pueblo, imitando a George Patton. Gritándoles a los de la compañía eléctrica de Western Maine y diciéndoles que eran un hatajo de puñeteros gandules.
Junior cogió su ropa ensangrentada, sacó todas las mierdas que llevaba en los vaqueros —cartera, calderilla, llaves, peine, una pastilla de más para el dolor de cabeza— y las redistribuyó en los bolsillos de sus pantalones limpios. Bajó corriendo al piso de abajo, metió las prendas inculpatorias en la lavadora, puso el programa de agua caliente y enseguida cambió de idea porque recordó algo que le había dicho su madre cuando no tenía más de diez años: para las manchas de sangre, agua fría. Mientras giraba la rueda del mando a LAVADO EN FRÍO/ACLARADO EN FRÍO, Junior se preguntó sin querer si por aquel entonces su padre habría descubierto ya su hobby de tirarse a secretarias o si todavía se guardaba su puñetero pene en casa.
Puso en marcha la lavadora y meditó qué hacer a continuación. Como ya no le dolía la cabeza, descubrió que era capaz de pensar.
Decidió que, después de todo, tendría que volver a casa de Angie. No quería ir —Dios todopoderoso, era lo último que quería hacer—, pero seguramente tendría que volver al lugar de los hechos para investigar. Pasarse por allí y ver cuántos coches de la policía había. También si había llegado o no la furgoneta de los forenses del condado de Castle. Los forenses eran la clave. Lo sabía de ver CSI. Había visto esa gran furgoneta azul y blanca cuando visitaba los juzgados del condado con su padre. Si estaba en casa de los McCain…
Huiré.
Sí. Lo más rápido y lejos que pudiera. Sin embargo, antes de eso volvería a casa y le haría una visita a la caja fuerte del estudio de su padre. Su padre creía que Junior no sabía la combinación de la caja, pero sí la sabía. Igual que conocía la contraseña del ordenador de Big Jim, y por eso conocía también la afición de su padre a ver lo que Junior y Frank DeLesseps llamaban sexo Oreo: dos tías negras, un tío blanco. En esa caja fuerte había un montón de dinero. Miles de dólares.
¿Y si ves la furgoneta y vuelves y te lo encuentras aquí?

Entonces, primero el dinero. El dinero ya mismo.
Fue al estudio y por un momento creyó ver a su padre sentado en el sillón de respaldo alto desde donde veía las noticias y los documentales de naturaleza. Se había quedado dormido o… ¿y si le había dado un ataque al corazón? Big Jim había tenido algunos problemas cardíacos durante los últimos tres años, sobre todo arritmias. Cuando le sucedía, se iba al Cathy Russell y bien Doc Haskell, bien Doc Rayburn le daban un chute de algo y lo devolvían a la normalidad. A Haskell le habría parecido bien seguir haciendo eso mismo siempre, pero Rayburn (a quien su padre llamaba «un puñetero con demasiados estudios») había insistido en que Big Jim fuese a ver a un cardiólogo del CMG de Lewiston. El cardiólogo le había dicho que necesitaba un tratamiento para terminar con esa irregularidad de los latidos de una vez por todas. Big Jim (a quien le aterrorizaban los hospitales) le replicó que tenía que hablar más con Dios, y que a eso se le llamaba tratamiento «de oración». De momento había seguido tomando las pastillas y durante los últimos meses se había encontrado mejor, pero ahora… quizá…
—¿Papá?
No hubo respuesta. Junior accionó el interruptor de la luz. La bombilla del techo produjo ese mismo resplandor vacilante, pera disipó la sombra que Junior había tomado por la coronilla de su padre. No es que se hubiese sentido lo que se dice destrozado si a su padre se le hubieran obstruido los conductos, pero en conjunto se alegraba de que no hubiese sucedido esa noche. Llegaba un momento en que tantas complicaciones podían resultar demasiadas.
De todas formas, se acercó a la pared de la caja fuerte con largos y silenciosos pasos propios de un precavido dibujo animado, atento por si unos faros destellaban de pronto a través de la ventana anunciando el regreso de su padre. Apartó el cuadro que cubría la caja (Jesús pronunciando el Sermón de la Montaña) e introdujo la combinación. Tuvo que hacerlo dos veces antes de conseguir girar la manija porque le temblaban las manos.
La caja fuerte estaba llena de dinero en metálico y unos fajos de hojas como de pergamino con las palabras TÍTULOS AL PORTADOR. Junior soltó un silbido grave. La última vez que la había abierto —para birlar cincuenta dólares para la Feria de Fryeburg del año anterior— había mucho dinero, pero ni mucho menos tanto como esta vez. Y nada de TÍTULOS AL PORTADOR. Pensó en la placa que tenía su padre en el escritorio del concesionario: ¿APROBARÍA JESÚS ESTE TRATO? Aun a pesar de su angustia y su miedo, Junior encontró tiempo para preguntarse si Jesús aprobaría los tratos que su padre debía de haber estado cerrando bajo mano últimamente.
—A mí qué me importan sus asuntos, tengo que ocuparme de los míos —dijo en voz baja.
Sacó quinientos dólares en billetes de cincuenta y de veinte, se dispuso a cerrar la caja, lo pensó mejor y añadió también algunos de cien. Dada la obscena superabundancia de efectivo que había allí, a lo mejor su padre ni siquiera lo echaba en falta. Y en caso de que sí, cabía la posibilidad de que comprendiera por qué Junior se lo había llevado. Y a lo mejor lo aprobaba. Como decía siempre Big Jim: «El Señor ayuda a quien se ayuda a sí mismo».
Con ese espíritu, Junior se ayudó con otros cuatrocientos más. Después cerró la caja, giró la rueda de la combinación y volvió a colgar a Jesús en la pared. Sacó una chaqueta del armario del recibidor y salió mientras el generador seguía rugiendo y la Maytag bañaba en espuma la sangre de Angie de su ropa.
 4


En casa de los McCain no había nadie.
¡Nadie, joder!
Junior avanzaba furtivamente por el otro lado de la calle, bajo una moderada llovizna de hojas de arce, preguntándose si podía creer lo que estaba viendo: la casa a oscuras, ni el 4Runner de Henry McCain ni el Prius de LaDonna estaban allí. Parecía demasiado bueno para ser cierto; más que demasiado bueno.
A lo mejor estaban en la plaza del pueblo. Esa noche había mucha gente allí. Seguramente discutían sobre el apagón eléctrico, aunque Junior no recordaba ninguna reunión de esas características por un corte de luz; normalmente la mayoría de la gente se iba a su casa y se acostaba, convencidos de que —a menos que hubiera habido una tormenta de campeonato— la luz habría vuelto cuando se levantaran para desayunar.
A lo mejor ese fallo eléctrico lo había causado algún accidente espectacular, ese tipo de cosas de las que en la tele informaban interrumpiendo la programación habitual con las noticias. Junior recordaba vagamente a un viejo que le había preguntado qué estaba pasando no mucho después de que Angie sufriera su propio accidente. En cualquier caso, había tenido la precaución de no hablar con nadie de camino hasta allí. Había recorrido Main Street con la cabeza gacha y el cuello de la chaqueta levantado (de hecho, casi había chocado con Anson Wheeler cuando Anse salía del Sweetbriar Rose). Las farolas estaban apagadas y eso le había ayudado a preservar el anonimato. Otro regalo de los dioses.
Y ahora eso. Un tercer regalo. Uno gigantesco. ¿De verdad era posible que todavía no hubieran descubierto el cadáver de Angie? ¿No estaría contemplando una trampa?
Junior podía imaginarse al sheriff del condado de Castle o a un detective de la policía del estado diciendo: «Solo tenemos que escondernos y esperar, chicos. El asesino siempre regresa al escenario del crimen. Es un hecho bien sabido».
Chorradas de la tele. Aun así, mientras cruzaba la calle (impulsado, eso le parecía, por una fuerza ajena a él), Junior contaba con que en cualquier momento unos focos se encenderían y lo dejarían clavado como una mariposa en un trozo de cartón; contaba con que alguien gritaría, seguramente por un megáfono: «¡Quédate donde estás y pon las manos en alto!».
No sucedió nada.
Cuando llegó al pie del camino de entrada de los McCain con el corazón revoloteando en su pecho y la sangre afluyendo a sus sienes (sin embargo, no le dolía la cabeza, y eso estaba bien, era una buena señal), la casa permanecía a oscuras y en silencio. Ni siquiera se oía el rumor de ningún generador, aunque en casa de los Grinnell, allí al lado, había uno.
Junior miró hacia atrás por encima del hombro y vio una enorme burbuja de luz blanca que se alzaba sobre los árboles. Había algo en el extremo sur del pueblo, o puede que en Motton. ¿La fuente del accidente que los había dejado sin electricidad? Probablemente.
Fue hacia la puerta trasera. Si no había vuelto nadie desde el accidente de Angie, la principal seguiría abierta, pero no quería entrar por delante. Lo haría si no tenía más remedio, pero a lo mejor no hacía falta. A fin de cuentas, estaba en racha.
El pomo de la puerta giró.
Junior asomó la cabeza por la cocina y enseguida olió la sangre: un olor como a almidón en spray, solo que rancio. Dijo:
—¡Eh! ¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
Estaba casi seguro de que no había nadie, pero si lo había, si por una descabellada casualidad Henry o LaDonna habían dejado el coche en la plaza y habían vuelto a pie (y por lo que fuera no habían visto a su hija muerta en el suelo de la cocina), él gritaría. ¡Sí! Gritaría y «descubriría el cadáver». Eso no evitaría la temida furgoneta de los forenses, pero le permitiría ganar algo de tiempo.
—¿Hola? ¿Señor McCain? ¿Señora McCain? —Y entonces, en un destello de inspiración—: ¿Angie? ¿Estás en casa?
¿La habría llamado así si la hubiera matado? ¡Claro que no! Pero entonces una idea terrorífica se le pasó por la cabeza: ¿y si respondía? ¿Y si respondía desde donde estaba tirada en el suelo? ¿Y si respondía a través de una bocanada de sangre?
—Estate tranquilo —masculló.
Sí, tenía que tranquilizarse, pero era difícil. Sobre todo a oscuras. Además, en la Biblia siempre sucedían cosas así. En la Biblia, la gente a veces regresaba a la vida como los zombis en La noche de los muertos vivientes.
—¿Hay alguien en casa?
Nanay. Rien de rien.
Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, pero no lo suficiente. Necesitaba algo de luz. Debería haber cogido una linterna de casa, pero era fácil olvidar cosas así cuando estabas acostumbrado a darle simplemente al interruptor. Junior atravesó la cocina pasando por encima del cadáver de Angie y abrió la primera de las dos puertas que había al otro lado. Era una despensa. A duras penas distinguió las estanterías llenas de frascos y latas de alimentos. Probó a abrir la otra puerta y tuvo suerte. Era el cuarto de la lavadora. Y, a menos que estuviera equivocado en cuanto a la forma del objeto que había sobre la estantería que quedaba justo a su derecha, seguía en racha.
No se equivocaba. Era una linterna, y potente. Tendría que ir con cuidado al alumbrar en la cocina —bajar las persianas sería una gran idea—, pero en el cuarto de la lavadora podía encenderla sin reparo todo lo que quisiera. Allí dentro estaba a salvo.
Detergente en polvo. Lejía. Suavizante. Un cubo y una mopa. Bien. Sin generador solo habría agua fría, pero seguramente habría bastante agua del grifo para llenar un cubo, y luego, por supuesto, también estaban los depósitos de los diferentes lavabos. Y agua fría era lo que él quería. Fría para la sangre.
Limpiaría como la endiablada ama de casa que había sido su madre, siempre con la exhortación de su marido en mente: «Casa limpia, manos limpias, corazón limpio». Limpiaría toda la sangre. Después frotaría todo lo que recordara haber tocado y todo lo que pudiera haber tocado aun sin recordarlo. Pero antes…
El cadáver. Tenía que hacer algo con el cadáver.
Junior decidió que la despensa bastaría por el momento. La llevó hasta allí arrastrándola de los brazos y luego los soltó: flump. Después de eso se puso manos a la obra. Cantaba a media voz mientras, primero, recolocaba los imanes en la nevera y, luego, bajaba las persianas. Había conseguido llenar el cubo casi hasta el borde antes de que el grifo empezase a escupir. Otro extra.
Seguía frotando, con el trabajo bastante avanzado ya pero lejos aún de haber acabado, cuando oyó que llamaban a la puerta de entrada.
Junior levantó la mirada, los ojos como platos, los labios tensos en una horrorizada sonrisa desprovista de humor.
—¿Angie? —Era una chica, y sollozaba—. Angie, ¿estás ahí? —Más golpes en la puerta, y entonces se abrió. Por lo visto su buena racha había terminado—. Angie, por favor, tienes que estar aquí. He visto tu coche en el garaje…
Mierda. ¡El garaje! ¡No se le había ocurrido mirar en el puto garaje!
—¿Angie? —Más sollozos. La conocía. Ay, Dios, ¿era esa imbécil de Dodee Sanders? Sí que lo era—. ¡Angie, me han dicho que mi madre está muerta! ¡La señorita Shumway dice que está muerta!
Junior esperó que primero subiera arriba, a mirar en la habitación de Angie, pero lo que hizo la chica fue avanzar por el pasillo en dirección a la cocina, moviéndose despacio y a tientas en la oscuridad.
—¿Angie? ¿Estás en la cocina? Me ha parecido ver luz.
A Junior empezaba a dolerle otra vez la cabeza, y todo por culpa de esa hijaputa fumada y metomentodo. Lo que sucediera a partir de ese momento… también sería culpa de ella.
 5


Dodee Sanders seguía algo colocada y un poco borracha; tenía resaca; su madre estaba muerta; avanzaba a tientas en la oscuridad por el recibidor de la casa de su mejor amiga; tropezó con algo que resbaló bajo su pie y le faltó poco para caerse de culo. Se agarró a la barandilla de la escalera, se hizo daño al doblarse dos dedos hacia atrás y gritó. Comprendía más o menos que todo eso le estaba pasando a ella, pero al mismo tiempo le resultaba imposible creerlo. Se sentía como si hubiese ido a parar a una dimensión paralela, como en una película de ciencia ficción.
Se agachó para ver qué era lo que había estado a punto de tirarla al suelo. Parecía una toalla. Algún idiota se había dejado una toalla en el suelo del recibidor. Después creyó oír a alguien moviéndose en la oscuridad, al fondo. En la cocina.
—¿Angie? ¿Eres tú?
Nada. Seguía teniendo la sensación de que allí había alguien, pero a lo mejor no.
—¿Angie? —Avanzó de nuevo arrastrando los pies y apretándose contra un costado la mano derecha, que le palpitaba (se le iban a hinchar los dedos, creía que ya se le estaban hinchando). Iba con la mano izquierda levantada por delante de ella, tentando el aire oscuro—. ¡Angie, por favor, tienes que estar en casa! Mi madre está muerta, no es ninguna broma, me lo ha dicho la señorita Shumway y ella no gasta bromas, ¡te necesito!
El día había empezado muy bien. Dodee se había levantado temprano (bueno… a las diez; temprano para ella) y sin ninguna intención de saltarse el trabajo. Entonces la había llamado Samantha Bushey para decirle que se había comprado unas Bratz nuevas en eBay y para preguntarle si quería ir a su casa a ayudarla a torturarlas. La tortura de Bratz era algo a lo que se habían aficionado en el instituto —las compraban en mercadillos, luego las colgaban, les clavaban clavos en sus estúpidas cabecitas, las regaban con líquido de mechero y les prendían fuego— y Dodee sabía que con los años tenían que haberlo dejado, porque ya eran adultas, o casi. Eso era cosa de crías. Si te parabas a pensarlo también era un poco espeluznante. Pero el caso era que Sammy tenía su propia casa en Motton Road —una caravana, pero desde que su marido se había largado en primavera la tenía toda para ella sola— y Little Walter dormía prácticamente todo el día. Además, Sammy solía tener una hierba cojonuda. Dodee suponía que la conseguía de los tipos con los que se montaba la fiesta. Su caravana era un lugar muy popular los fines de semana, pero el caso era que Dodee había jurado dejar la hierba. Nunca más, no desde todo aquel lío con el cocinero. «Nunca más» había durado algo más de una semana, hasta que llamó Sammy.
—Tú puedes quedarte con Jade y Yasmin —intentó convencerla Sammy—. Además, tengo una ya sabes qué buenísima. —Siempre decía eso, como si cualquiera que las estuviera escuchando no supiese de qué hablaba—. Además, podemos ya sabes qué.
Dodee también sabía qué era ese «ya sabes qué» y sintió un pequeño cosquilleo Ahí Abajo (en su ya sabes qué), aunque también eso eran cosas de crías, y también tendrían que haber dejado de hacerlo mucho tiempo atrás.
—Creo que no, Sam. Tengo que estar en el trabajo a las dos y…
—Yasmin te espera —dijo Sammy—. Y ya sabes que odias a esa zorra.
Bueno, eso era cierto. En opinión de Dodee, Yasmin era la más zorra de las Bratz. Y faltaban casi cuatro horas para las dos. Además, ¿y qué si llegaba un poco tarde? ¿Iba a despedirla Rose? ¿Quién más querría trabajar en ese sitio de mierda?
—Vale, pero solo un rato. Y solo porque odio a Yasmin.
Sammy soltó una risilla.
—Pero no pienso liarme con ya sabes qué. Con ninguno de los dos ya sabes qué.
—Como quieras —dijo Sammy—. Date prisa.
Así que Dodee había cogido el coche y, claro, había descubierto que torturar Bratz no tenía ninguna gracia si no ibas un poco fumada, así que fumó un poco, y Sammy también. Colaboraron para hacerle a Yasmin la cirugía plástica con un producto desatascador, lo cual fue bastante tronchante. Después Sammy quiso enseñarle la blusa monísima que se había comprado en Deb y, aunque Sam había echado un poco de tripa, a Dodee le seguía pareciendo que estaba estupenda, a lo mejor porque iban un poco colocadas —puestísimas, de hecho—, y como Little Walter seguía dormido (su padre había insistido en ponerle al niño ese nombre por no sé qué viejo bluesman, y todo eso de que durmiera tanto, bueno, a Dodee se le había metido en la cabeza que Little Walter era retrasado, lo cual no sería de extrañar, dada la cantidad de maría que había fumado Sam cuando estaba embarazada), acabaron metiéndose en la cama de Sammy y haciendo un poco del ya sabes qué de siempre. Después se quedaron dormidas y, cuando Dodee se despertó, Little Walter estaba berreando —la madre que lo parió, que alguien llame a los de la tele— y pasaban de las cinco. La verdad es que ya era demasiado tarde para ir a trabajar y, además, Sam había sacado una botella de Johnnie Walker etiqueta negra y se habían tomado un trago, dos tragos, tres tragos, cuatro, y Sammy decidió que quería ver qué pasaba si metías a una Baby Bratz en el microondas, solo que se había ido la luz.
Dodee se había arrastrado para volver al pueblo a casi cien kilómetros por hora, todavía colocada y paranoica, mirando continuamente por el espejo retrovisor por si venía la poli, convencida de que si la paraban sería esa zorra pelirroja de Jackie Wettington. O de que su padre se habría tomado un descanso en la tienda y sabría por el aliento que había bebido. O de que su madre estaría en casa, tan agotada después de su estúpida clase de vuelo que habría decidido no ir al Eastern Star Bingo.
Por favor, Dios, rezó. Por favor, sácame de esta y nunca volveré a ya sabes qué. Ninguno de los dos ya sabes qué. Nunca más en esta vida.
Dios escuchó sus súplicas. En su casa no había nadie. Allí también se había ido la luz, pero, alterada como estaba, Dodee ni se dio cuenta. Se arrastró escalera arriba, hasta su habitación, se desprendió de los pantalones y la blusa y se tumbó en la cama. Solo unos minutos, se dijo. Después metería en la lavadora la ropa, que olía a maría, y ella se metería en la ducha. Olía al perfume de Sammy, ese que debía de comprar en bidones de cinco litros en Burpee’s.
Pero no pudo poner el despertador porque no había luz y, cuando la despertaron los golpes en la puerta, ya estaba oscuro. Cogió la bata y bajó; de pronto estaba segura de que sería esa poli pelirroja de las tetas gordas, dispuesta a llevársela arrestada por conducir borracha. A lo mejor también por merendar rajita. Dodee no creía que ese ya sabes qué en concreto fuese ilegal, pero no estaba del todo segura.
No era Jackie Wettington. Era Julia Shumway, la directora/redactora del Democrat. Llevaba una linterna en la mano. Alumbró con ella la cara de Dodee —que seguramente estaba hinchada a causa del sueño, con los ojos rojos y el pelo enmarañado— y después la bajó otra vez. La luz que rebotaba en el suelo bastaba para iluminar el rostro de Julia, y Dodee vio tanta lástima en él que se sintió confusa y asustada.
—Pobre niña —dijo Julia—. No lo sabes, ¿verdad?
—¿Que no sé el qué? —había preguntado Dodee. Fue más o menos entonces cuando había empezado esa sensación de un universo paralelo—. ¡¿Que no sé el qué?!
Y Julia Shumway se lo contó.
 6


—¿Angie? ¡Angie, por favor!
Avanzaba a tientas por el pasillo. Le palpitaba la mano. Le palpitaba la cabeza. Podría haber salido a buscar a su padre —la señorita Shumway se había ofrecido a llevarla, empezando por Funeraria Bowie—, pero se le heló la sangre solo con pensar en ese sitio. Además, era a Angie a quien quería ver. Angie, que la abrazaría fuerte y sin ningún interés en ya sabes qué. Angie, que era su mejor amiga.
Una sombra salió de la cocina y se movió deprisa hacia ella.
—¡Estás aquí, gracias a Dios! —Gimoteó con más fuerza y corrió con los brazos extendidos hacia aquella figura—. ¡Oh, es horrible! ¡Es un castigo por haber sido mala, y sé que lo soy!
La figura oscura también extendió los brazos, pero no envolvieron a Dodee en un abrazo. En lugar de eso, las manos que había al final de esos brazos se cerraron alrededor de su cuello.


EL BIEN DEL PUEBLO, EL BIEN DE LA GENTE


 1


Andy Sanders estaba, efectivamente, en la Funeraria Bowie. Había ido a pie, cargando con un gran peso: desconcierto, pena, un corazón roto.
Estaba sentado en el Salón del Recuerdo I; su única compañía ocupaba el ataúd que había al frente de la habitación. Gertrude Evans, de ochenta y siete años (o puede que ochenta y ocho), había muerto de fallo cardíaco congestivo hacía dos días. Andy había enviado una nota de pésame, aunque sabía Dios quién acabaría recibiéndola; el marido de Gert había muerto hacía una década. No importaba. Cuando moría uno de sus electores, él siempre enviaba una nota de pésame escrita a mano en papel de carta color crema con un membrete que decía DEL DESPACHO DEL PRIMER CONCEJAL. Creía que era parte de su deber.
A Big Jim no se le podía molestar con esas cosas. Big Jim estaba demasiado ocupado llevando lo que él llamaba «nuestro negocio», con lo cual se refería a Chester’s Mills. A decir verdad, lo llevaba como si fuera su propio ferrocarril privado, pero Andy nunca se lo había tomado a mal; sabía que Big Jim era listo. Andy sabía algo más: sin Andrew DeLois Sanders, a Big Jim ni siquiera le habrían nombrado recogedor de perros callejeros. Big Jim sabía vender coches usados prometiendo tratos que te hacían saltar las lágrimas, una financiación más que buena y regalos como aspiradores coreanos baratos, pero aquella vez que intentó conseguir la concesión de Toyota, la compañía se decidió por Will Freeman. Dadas sus cifras de ventas y su emplazamiento en la 119, Big Jim no entendía cómo los de Toyota podían ser tan estúpidos.
Andy sí. Tal vez no era el oso más listo de aquellos bosques, pero sabía que Big Jim no era cálido. Era un hombre duro (algunos —por ejemplo, los que se habían dado un batacazo con aquella financiación más que buena— habrían dicho que cruel), y era persuasivo, pero también era frío. Andy, por el contrario, tenía calidez para dar y tomar. Cuando se paseaba por el pueblo en época de elecciones, Andy le decía a la gente que Big Jim y él eran como Zipi y Zape o el Gordo y el Flaco, o la mantequilla de cacahuete y la mermelada, y que Chester’s Mills no sería lo mismo sin ellos dos trabajando en equipo (junto con cualquier otra tercera persona que resultara estar por allí para subirse al carro; en esos momentos, la hermana de Rose Twitchell, Andrea Grinnell). Andy siempre había disfrutado mucho de su asociación con Big Jim. Por la cuestión económica, sí, sobre todo durante los últimos dos o tres años, pero también por su corazón. Big Jim sabía cómo conseguir que se hicieran las cosas y por qué había que hacerlas. «Tenemos una larga tarea por delante —diría él—. Lo hacemos por el pueblo. Por la gente. Por su bien». Y eso estaba bien. Hacer el bien estaba bien.
Pero en ese momento… esa noche…
—Esas clases de vuelo no me hicieron ninguna gracia desde el principio —dijo, y se echó a llorar otra vez.
No tardó en sollozar sin contenerse, pero no importaba, porque Brenda Perkins ya se había ido llorando en silencio después de ver los restos de su marido, y los hermanos Bowie estaban en el piso de abajo. Tenían mucho trabajo que hacer (Andy comprendía, vagamente, que había sucedido algo muy malo). Fern Bowie se había ido a comer algo al Sweetbriar Rose y, al verlo regresar, Andy pensó que lo echaría de allí, pero Fern recorrió el pasillo sin asomarse siquiera a mirar a Andy, que estaba sentado con las manos entre las rodillas, la corbata suelta y el pelo alborotado.
Fern bajó a lo que su hermano Stewart y él llamaban «el taller». (¡Horrible, horrible!). Duke Perkins estaba allí abajo. Y el bueno de Chuck Thompson, maldito sea, que a lo mejor no había convencido a su mujer para que se apuntara a esas clases pero seguro que tampoco le había dicho que las dejara. Quizá abajo también había otros.
Claudette seguro.
Andy profirió un gemido lloroso y apretó las manos con fuerza. No podía vivir sin ella; imposible vivir sin ella. Y no solo porque la amara más que a su propia vida. Era Claudette (junto con las regulares inyecciones de dinero no declaradas y cada vez mayores de Jim Rennie) la que sacaba el Drugstore adelante; si hubiera dependido solo de Andy, lo habría llevado a la quiebra antes del cambio de siglo. Su especialidad era la gente, no las cuentas ni los libros de contabilidad. Su mujer era la especialista en números. O, mejor dicho, lo había sido.
Mientras el pretérito pluscuamperfecto resonaba en su mente, Andy volvió a gemir.
Claudette y Big Jim habían colaborado incluso para maquillar la contabilidad municipal aquella vez en que el estado les hizo una auditoría. Se suponía que tenía que ser una auditoría sorpresa, pero Big Jim se había enterado con antelación. No mucha; solo la suficiente para que ellos dos se pusieran a trabajar con ese programa de ordenador que Claudette llamaba Don Limpio. Lo llamaban así porque siempre sacaba números limpios. De la auditoría habían salido bien parados en lugar de ir a la cárcel (lo cual no habría sido justo, ya que gran parte de lo que hacían —casi todo, en realidad— lo hacían por el bien del pueblo).
La verdad sobre Claudette Sanders era esta: había sido un Jim Rennie más guapo, un Jim Rennie más amable, con el que Andy podía acostarse y a quien podía contarle sus secretos, y la vida sin ella era impensable.
Andy empezó a llorar de nuevo, y fue entonces cuando Big Jim en persona le puso una mano en el hombro y apretó. No lo había oído entrar, pero no se sobresaltó. Casi había esperado esa mano, pues su propietario casi siempre aparecía cuando Andy más lo necesitaba.
—He pensado que te encontraría aquí —dijo Big Jim—. Andy, amigo, yo… lo siento mucho.
Andy se levantó con torpeza, echó los brazos alrededor de la mole de Big Jim y sollozó en su chaqueta.
—¡Le dije que esas clases eran peligrosas! ¡Le dije que Chuck Thompson era un gilipollas, igual que su padre!
Big Jim le acarició la espalda con mano tranquilizadora.
—Ya lo sé. Pero ahora está en un lugar mejor, Andy. Esta noche ha cenado con Jesucristo; ¡carne asada, guisantes frescos y puré de patata con salsa de carne! Visto así, ¿no es fantástico? Tienes que aferrarte a eso. ¿Crees que deberíamos rezar?
—¡Sí! —Andy sollozó—. ¡Sí, Big Jim! ¡Reza conmigo!
Los dos se arrodillaron y Big Jim rezó un buen rato y con ganas por el alma de Claudette Sanders. (Por debajo de ellos, en el taller, Stewart Bowie los oyó, miró al techo y comentó: «Ese hombre saca mierda por abajo y por arriba»).
Después de cuatro o cinco minutos de «ahora vemos por un espejo, de forma confusa» y «cuando yo era niño, hablaba como niño» (Andy no acababa de ver la relevancia de este último versículo, pero no le importaba; solo estar allí con Big Jim, arrodillados los dos, ya era reconfortante), Rennie terminó —«AlabadoseaDiosamén»— y ayudó a Andy a ponerse en pie.
Cara a cara y pecho contra pecho, Big Jim agarró a Andy de los brazos y lo miró a los ojos.
—Bueno, socio —dijo. Siempre llamaba «socio» a Andy cuando la situación era grave—. ¿Estás listo para ir a trabajar?
Andy se lo quedó mirando con cara de tonto.
Big Jim asintió como si Andy hubiese exteriorizado una protesta razonable (dadas las circunstancias).
—Sé que es duro. No es justo. Es un momento poco apropiado para pedírtelo. Y estarías en tu derecho… Dios sabe que sí… si arremetieras contra mí como un puñetero. Pero a veces tenemos que anteponer el bienestar de los demás… ¿No es cierto?
—Por el bien del pueblo —dijo Andy. Por primera vez desde que le habían informado de lo de Claudie, veía un resquicio de luz.
Big Jim asintió. Su rostro era solemne, pero le brillaban los ojos. Andy pensó algo extraño: Parece diez años más joven.
—Eso es. Somos custodios, socio. Custodios del bien común. No siempre es fácil, pero nunca es innecesario. He enviado a esa Wettington a buscar a Andrea. Le he dicho que la lleve a la sala de plenos. Esposada, si hace falta. —Big Jim rió—. Estará allí, y Pete Randolph está haciendo una lista con todos los agentes que están disponibles en el pueblo. No son suficientes. Tenemos que hacernos cargo de esto, socio. Si esta situación se prolonga, la autoridad será clave. Así que ¿qué me dices? ¿Puedes arreglarte para mí?
Andy asintió. Pensó que le ayudaría a no pensar en aquello. Aunque no lo consiguiera, tenía que largarse de allí. Mirar el ataúd de Gert Evans estaba empezando a ponerle los pelos de punta. Las lágrimas silenciosas de la viuda del jefe también le habían puesto los pelos de punta. Además, no sería tan duro. Lo único que tenía que hacer era sentarse allí, a la mesa de la sala de plenos, y alzar la mano cuando Big Jim alzara la suya. Andrea Grinnell, que nunca parecía del todo despierta, haría lo mismo. Si había que adoptar medidas de emergencia de algún tipo, Big Jim se ocuparía de que así fuera. Big Jim se encargaría de todo.
—Vamos —repuso Andy.
Big Jim le dio unas palmadas en la espalda, pasó un brazo alrededor de los flacos hombros de Andy y lo sacó del Salón del Recuerdo I. Era un brazo pesado. Rollizo. Pero le hizo bien.
En ningún momento pensó en su hija. En su dolor, Andy Sanders se había olvidado de ella por completo.
 2


Julia Shumway caminaba despacio por Commonwealth Street, hogar de los habitantes más acaudalados de la ciudad, en dirección a Main Street. Felizmente divorciada desde hacía diez años, vivía encima de las oficinas del Democrat con Horace, su viejo corgi galés. Le había puesto ese nombre por el gran señor Greeley, que era recordado por una única agudeza —«Vaya al Oeste, joven, vaya al Oeste»—, pero cuyo verdadero mérito, a juicio de Julia, había sido su trabajo como director de periódico. Si Julia pudiera hacer un trabajo la mitad de bueno que el de Greeley en el Tribune de Nueva York, se consideraría una triunfadora.
Desde luego, su Horace siempre la había considerado una triunfadora, lo cual, en opinión de Julia, lo convertía en el perro más guapo sobre la faz de la Tierra. Lo sacaría a pasear en cuanto llegara a casa, y después se haría aún más maravillosa a sus ojos esparciendo unos trocitos del bistec de la noche anterior sobre su pienso. Eso los haría sentirse bien a los dos, y ella quería sentirse bien —por algo, por cualquier cosa— porque estaba preocupada.
No era una sensación nueva. Había vivido en Mills durante sus cuarenta y tres años y, en los últimos diez, cada vez le gustaba menos lo que veía en su pueblo natal. Le preocupaba la inexplicable precariedad del alcantarillado y de la planta de tratamiento de residuos a pesar de todo el dinero que se había destinado a ellos; le preocupaba el cierre inminente de Cloud Top, la estación de esquí del pueblo; le preocupaba que James Rennie estuviera robando de las arcas municipales más aún de lo que ella sospechaba (y sospechaba que llevaba décadas robando una barbaridad). Y, desde luego, le preocupaba ese nuevo asunto, que casi le parecía demasiado inmenso para poder comprenderlo. Cada vez que intentaba abarcarlo en su totalidad, su mente se centraba en algún punto que era minúsculo pero concreto: su creciente incapacidad para efectuar llamadas con el móvil, por ejemplo. Además, ella tampoco había recibido ninguna, lo cual era inquietante. No estaba pensando en los preocupados amigos y familiares de fuera del pueblo que estarían intentando ponerse en contacto con ella; tendría que haber recibido una avalancha de llamadas de otros periódicos: el Sun de Lewiston, el Press Herald de Portland, quizá incluso el New York Times.
¿Todo el mundo en Mills estaba teniendo esos mismos problemas?
Debería acercarse al límite municipal y verlo por sí misma. Si no podía usar el teléfono para darle un toque a Pete Freeman, su mejor fotógrafo, podía hacer algunas fotos ella misma con lo que llamaba su Nikon de Emergencias. Por lo visto habían decretado una especie de zona de cuarentena en el lado de la barrera que daba a Motton y a Tarker’s Mills —probablemente también en las demás localidades—, pero seguro que por su lado podría acercarse bastante. Tal vez le advirtieran que no avanzara más, pero si la barrera era tan impermeable como había oído decir, no pasarían de advertencias.
—A palabras necias, oídos sordos —dijo.
Absolutamente cierto. Si hubiera permitido que las palabras la hirieran, Jim Rennie podría haberla mandando a la UCI cuando ella escribió aquel artículo sobre esa auditoría de chiste que les había hecho el estado hacía tres años. Por supuesto, Big Jim había soltado un sinfín de bravatas sobre que iba a denunciar al periódico, pero todo había quedado en palabras; Julia incluso se había planteado brevemente sacar un editorial sobre el tema, más que nada porque tenía un titular fantástico: LA DESAPARECIDA DENUNCIA POR DIFAMACIÓN.
Así que, sí, estaba preocupada. Formaba parte de su trabajo. Lo que no era normal era que le preocupara su propio comportamiento, y de pronto, de pie en la esquina de Main y Comm, le preocupó. En lugar de torcer a la izquierda por Main, miró atrás, hacia el camino por el que había venido. Y habló en el tenue murmullo que normalmente reservaba para Horace.
—No debería haber dejado sola a esa chica.
No lo habría hecho si hubiera ido en coche. Pero había ido a pie, y además… Dodee había sido de lo más insistente. Y allí olía a algo. ¿Hachís? Quizá. No es que Julia tuviera fuertes objeciones al respecto. Ella también había fumado lo suyo a lo largo de los años. Y a lo mejor calmaba a la chica. Embotaría el filo de su dolor cuando estaba más afilado que nunca y era probable que se cortara con él.
—No se preocupe por mí —había dicho Dodee—, saldré a buscar a mi padre. Pero antes tengo que vestirme. —Y señaló la bata que llevaba puesta.
—Esperaré —había respondido Julia… aunque no quería esperar.
Tenía una larga noche por delante, empezando por sus obligaciones con su perro. A esas horas, Horace debía de estar a punto de reventar, porque se había saltado el paseo de las cinco en punto, y estaría hambriento. Cuando se hubiera ocupado de todo eso, tendría que acercarse hasta lo que la gente llamaba la barrera. Verla por sí misma. Fotografiar lo que hubiera que fotografiar.
Y eso no era todo. También tendría que sacar alguna edición especial del Democrat. Era importante para ella, y creía que podía ser importante para al pueblo. Desde luego, todo eso podía dejarlo para el día siguiente, pero Julia tenía el presentimiento —en parte en la cabeza, en parte en el corazón— de que no lo haría.
Aun así… No tendría que haber dejado sola a Dodee Sanders. Le había parecido que estaba bastante entera, pero eso podía ser la conmoción y la negación camufladas en forma de calma. Y el chocolate, por supuesto. Aunque había hablado con coherencia.
—No tiene por qué esperar. No quiero que espere.
—No sé si estar sola es lo más sensato ahora mismo, cariño.
—Iré a casa de Angie —dijo Dodee, y pareció animarse un poco al pensarlo, aunque le seguían cayendo lágrimas por las mejillas—. Ella me acompañará a buscar a mi padre. —Asintió—. Angie es con quien quiero estar.
En opinión de Julia, la chica de los McCain solo tenía un poquito más de sentido común que aquella, que había heredado la belleza de su madre y, por desgracia, el cerebro de su padre. Sin embargo, Angie era una amiga, y si alguna vez hubo una amiga que necesitara a otra amiga, fue Dodee Sanders esa noche.
—Podría acompañarte… —Aunque no quería. Era consciente de que, aun en ese estado de crudo luto en el que estaba, la chica seguramente se daba cuenta de ello.
—No. Son solo unas calles.
—Bueno…
—Señorita Shumway… ¿está segura de verdad? ¿Está segura de que mi madre…?
Muy a su pesar, Julia asintió. Había recibido la confirmación del número de cola de la avioneta a través de Ernie Calvert. El hombre también le había dado otra cosa, algo que en realidad debería haber entregado a la policía. Julia habría insistido en que Ernie se lo llevara a ellos de no ser por la aciaga noticia de que Duke Perkins había muerto y que esa rata incompetente de Randolph estaba al mando.
Lo que le había dado Ernie era el carnet de conducir de Claudette manchado de sangre. Julia lo tenía en el bolsillo mientras estaba de pie en la entrada de los Sanders, y en su bolsillo se había quedado. Se lo daría a Andy o a esa chica pálida y con el pelo revuelto cuando llegara el momento adecuado… pero ese no era el momento.
—Gracias —había dicho Dodee con un tono de voz tristemente formal—. Ahora váyase, por favor. No quiero ser grosera, pero… —No terminó la frase, solo cerró la puerta.
Y ¿qué había hecho Julia Shumway? Obedecer la orden de una chica de veinte años conmocionada por el dolor y que podría haber estado demasiado fumada para ser del todo responsable de sí misma. Sin embargo, por duro que fuese, esa noche tenía otras responsabilidades. Horace, para empezar. Y el periódico. Puede que la gente se riera de las granulosas fotos en blanco y negro de Pete Freeman y de la exhaustiva cobertura que hacía el Democrat de fiestas locales como el baile de la Noche Encantada de la Escuela de Secundaria de Mills, podían decir que su única utilidad práctica era como forro de la caja del gato… pero lo necesitaban, sobre todo cuando sucedía algo malo. Julia se ocuparía de que lo tuvieran al día siguiente aunque eso significara pasar toda la noche en vela. Lo cual, dado que sus dos reporteros habituales se habían ido a pasar el fin de semana fuera del pueblo, era más que probable.
Se dio cuenta de que el reto realmente la atraía, y el rostro desconsolado de Dodee Sanders empezó a borrarse de su mente.
 3


Horace le lanzó una mirada de reproche cuando la vio entrar, pero no había manchas de humedad en la alfombra ni ninguna sorpresita marrón bajo la silla del recibidor, un lugar mágico que él parecía creer invisible a los ojos humanos. Julia le puso la correa, lo sacó y esperó pacientemente mientras meaba en su alcantarilla preferida, tambaleándose mientras lo hacía; Horace tenía quince años, muchos para un corgi. Mientras él caminaba, ella miraba fijamente la blanca burbuja de luz en el horizonte sur. Le parecía una imagen sacada de una película de ciencia ficción de Steven Spielberg. Era más grande que nunca, y podía oír el zup-zup-zup de los helicópteros, tenue pero constante. Incluso vio la silueta de uno, acelerando a través de ese alto arco de fulgor. Pero, por Dios, ¿cuántos focos habían colocado? Era como si North Motton se hubiese convertido en una zona de aterrizaje en Iraq.
Horace empezó a caminar en círculos perezosos, olisqueaba en busca del lugar perfecto para terminar con el ritual de eliminación de la noche haciendo esa danza canina siempre tan popular, el Baile de la Caca. Julia aprovechó la oportunidad para probar otra vez suerte con el teléfono móvil. Como demasiadas veces ya esa noche, solo consiguió la habitual serie de tonos… y luego nada más que silencio.
Tendré que sacar el periódico en fotocopias. Lo que significa setecientos cincuenta ejemplares, máximo.
Hacía veinte años que el Democrat no se imprimía allí. Hasta 2002, Julia había llevado la maqueta a la rotativa de View Printing, en Castle Rock, y desde entonces ya ni siquiera tenía que hacer eso. Enviaba las páginas por correo electrónico el martes por la noche y View Printing entregaba los periódicos terminados y perfectamente empaquetados en plástico antes de las siete en punto de la mañana siguiente. Para Julia, que había crecido viéndoselas con las correcciones a boli y un ejemplar escrito a máquina que se enviaba «por correo» cuando lo terminaban, aquello era algo mágico. Y, como todo lo mágico, no demasiado fiable.
Esa noche, su desconfianza estaba justificada. Tal vez consiguiera enviar las compaginadas a View Printing, pero nadie podría entregar los periódicos impresos a la mañana siguiente. Supuso que por la mañana ya nadie lograría acercarse a menos de ocho kilómetros de las fronteras de Mills. Ninguna de sus fronteras. Por suerte para ella, en la antigua rotativa había un precioso y enorme generador, su fotocopiadora era un monstruo y ella tenía más de quinientas resmas de papel almacenadas en la parte de atrás. Si conseguía que Pete Freeman la ayudara…, o Tony Guay, que cubría la sección de deportes…
Horace, mientras tanto, por fin había encontrado la posición. Cuando hubo terminado, ella se puso manos a la obra con una bolsita verde en la que ponía CacaCan, preguntándose qué habría pensado Horace Greeley de un mundo en el que la sociedad no solo esperaba que recogieras mierdas de perro de la cuneta, sino que era una responsabilidad legal. Pensó que se habría pegado un tiro.
En cuanto la bolsita estuvo llena y cerrada con un nudo, volvió a probar suerte con el teléfono.
Nada.
Se llevó a Horace a casa y le dio de comer.
 4


El móvil sonó cuando se estaba abrochando los botones del abrigo para acercarse en coche hasta la barrera. Llevaba la cámara al hombro, casi se le cayó al rebuscar en el bolsillo. Miró la pantalla y vio las palabras NÚMERO PRIVADO.
—¿Diga? —contestó, y su voz debió de transmitir algo, porque Horace (que esperaba junto a la puerta, más que dispuesto a salir de expedición nocturna ahora que había descargado y comido) levantó las orejas y la buscó con la mirada.
—¿Señora Shumway? —Una voz de hombre. Brusca. Con tono oficial.
—Señorita Shumway. ¿Con quién hablo?
—Con el coronel James Cox, señorita Shumway. Ejército de Estados Unidos.
—Y ¿a qué debo el honor de esta llamada? —Ella misma notó el sarcasmo de su voz y no le gustó (no era profesional), pero tenía miedo, y el sarcasmo había sido siempre su respuesta ante el miedo.
—Necesito ponerme en contacto con un hombre que se llama Dale Barbara. ¿Conoce a ese hombre?
Por supuesto que lo conocía. Y le había sorprendido verlo en el Sweetbriar esa misma tarde. Estaba loco quedándose en el pueblo. Además, ¿no le había dicho Rose el día anterior que se había despedido? La historia de Dale Barbara era una de los cientos de historias que Julia conocía pero no había publicado. Cuando diriges el periódico de una población pequeña, tienes cuidado de no abrir muchas cajas de los truenos. Eliges muy bien tus guerras. Y, de todas formas, ella dudaba mucho que los rumores sobre Barbara y la buena amiga de Dodee, Angie, fueran ciertos. Para empezar, creía que Barbara tenía mejor gusto.
—¿Señorita Shumway? —Cortante. Oficial. Una voz del exterior. Julia podía enfadarse con el dueño de esa voz solo por eso—. ¿Sigue ahí?
—Sigo aquí. Sí, conozco a Dale Barbara. Trabaja de cocinero en el restaurante de Main Street. ¿Por qué?
—No tiene teléfono móvil, por lo que parece, en el restaurante no contestan…
—Está cerrado…
—… y las líneas fijas no funcionan, claro está.
—En este pueblo nada parece funcionar muy bien esta noche, coronel Cox. Tampoco los móviles. Pero veo que no ha tenido usted ningún problema para ponerse en contacto conmigo, lo cual me lleva a preguntarme si no serán sus muchachos los responsables de ello. —Su furia, nacida del miedo, como su sarcasmo, la sorprendió—. ¿Qué es lo que han hecho? ¿Qué es lo que ha hecho su gente?
—Nada. Por lo que yo sé, nada.
Se quedó tan perpleja que no se le ocurrió qué contestar. Lo cual no era propio de la Julia Shumway que conocían los más antiguos habitantes de Mills.
—Los móviles, sí —dijo el coronel—. Las llamadas a y desde Chester’s Mills han quedado bastante restringidas. En interés de la seguridad nacional. Y, con el debido respeto, usted en nuestra situación habría hecho lo mismo.
—Lo dudo.
—¿De verdad? —parecía interesado, no molesto—. ¿En una situación para la que no hay precedentes en toda la historia mundial, y que induce a pensar en una tecnología que está mucho más allá de lo que ni nosotros ni nadie puede llegar a comprender?
De nuevo se encontró atascada y sin respuesta.
—Necesito hablar con el capitán Barbara —dijo el hombre, regresando al guión original.
En cierta forma, a Julia le había sorprendido esa digresión tan apartada del mensaje principal.
—¿Cómo que «capitán» Barbara?
—Está retirado. ¿Puede dar con él? Llévese el teléfono móvil. Le daré un número al que puede llamar. Tendrá línea.
—¿Por qué yo, coronel Cox? ¿Por qué no ha llamado a la comisaría de policía? ¿O a alguno de los concejales de la ciudad? Creo que los tres están aquí.
—Ni siquiera lo he intentado. Crecí en una ciudad pequeña, señorita Shumway…
—Bravo por usted.
—… y, según mi experiencia, los políticos municipales saben un poco, los policías municipales saben mucho, y el director del periódico local lo sabe todo.
Eso la hizo reír aun a su pesar.
—¿Por qué molestarse en llamar cuando pueden verse cara a cara? Conmigo como acompañante, por supuesto. Iba de camino a mi lado de la barrera… de hecho estaba saliendo cuando usted ha llamado. Iré a buscar a Barbie…
—Todavía se hace llamar así, ¿eh? —Cox parecía desconcertado.
—Iré a buscarlo y lo traeré conmigo. Podemos organizar una mini rueda de prensa.
—No estoy en Maine. Estoy en Washington, D. C., con los jefes del Estado Mayor.
—¿Se supone que eso debe impresionarme? —Aunque sí lo había conseguido, un poco.
—Señorita Shumway, estoy muy ocupado, y seguramente usted también. Así que, con el fin de resolver este asunto…
—¿Cree usted que es posible?
—Déjelo ya —dijo el hombre—. Es indudable que usted es más reportera que directora de periódico, y estoy seguro de que hacer preguntas es algo que le sale de forma natural, pero aquí el tiempo es un factor importante. ¿Puede hacer lo que le pido?
—Puedo. Pero, si quiere hablar con él, tendrá que aguantarme también a mí. Saldremos por la 119 y le llamaremos desde allí.
—No —dijo él.
—Muy bien —repuso ella en tono amable—. Ha sido muy agradable hablar con usted, coronel C…
—Déjeme terminar. Su lado de la carretera 119 está completamente HEPMI. Eso significa…
—«Hecho Una Puta Mierda», conozco la expresión, coronel, solía leer a Tom Clancy. ¿Qué quiere decir exactamente con eso respecto de la 119?
—Quiero decir que parece, y perdone la vulgaridad, parece la inauguración de un burdel con barra libre. La mitad de sus vecinos han aparcado los coches y las camionetas a ambos lados de la carretera y en los pastos de no sé qué granjero de ganado lechero.
Julia dejó la cámara en el suelo, sacó un bloc de notas del bolsillo de su abrigo y garabateó «Cor. James O. Cox» y «Parece inauguración de burdel c. barra libre». Después añadió «¿Granja Dinsmore?». Sí, seguramente el coronel se refería a las tierras de Alden Dinsmore.
—Está bien —dijo—, ¿qué sugiere?
—Bueno, no puedo evitar que venga, en eso tiene usted toda la razón. —Suspiró, un sonido que parecía dar a entender que el mundo era injusto—. Y no puedo evitar que mañana publique lo que quiera en su periódico, aunque no sé si importa, ya que nadie de fuera de Chester’s Mills lo va a leer.
Julia dejó de sonreír.
—¿Le importaría explicarme eso?
—Pues la verdad es que sí, ya lo descubrirá por sí misma. Sugiero que, si quiere ver la barrera, aunque en realidad no pueda verla, como estoy seguro de que ya le habrán contado, lleve al capitán Barbara al lugar en que la Carretera Municipal Número Tres está cortada. ¿Conoce la Carretera Municipal Número Tres?
Por un momento creyó que no. Después se dio cuenta de a cuál se refería y se echó a reír.
—¿He dicho algo gracioso, señorita Shumway?
—En Mills, la gente la llama Little Bitch o «la Pequeña Zorra». En época de barrizales es una auténtica porquería.
—Muy pintoresco.
—Si lo he pillado, no habrá multitudes en Little Bitch.
—Ahora mismo, ni un alma.
—Está bien. —Se guardó el bloc en el bolsillo y recogió la cámara. Horace seguía aguardando pacientemente junto a la puerta.
—Bueno. ¿Cuándo puedo esperar su llamada? ¿O, mejor dicho, la llamada de Barbie con su móvil?
Julia consultó el reloj y vio que acababan de dar las diez. Por el amor de Dios, ¿cómo se había hecho tan tarde tan pronto?
—Estaremos allí a eso de las diez y media, suponiendo que logre encontrarlo. Creo que sí.
—Eso está bien. Dígale que Ken le envía un saludo. Es una…
—Una broma, sí, ya lo pillo. ¿Habrá alguien esperándonos?
Se produjo una pausa. Cuando el coronel volvió a hablar, ella percibió su renuencia.
—Habrá luces, y una guardia, y soldados montando un control de carretera, pero han recibido instrucciones de que no hablen con los vecinos.
—¿De que no hablen con…? ¿Por qué? Por el amor de Dios, ¿por qué?
—Si esta situación no se resuelve, señorita Shumway, comprenderá enseguida todas esas cosas. La mayoría las comprenderá por sí misma… parece usted una mujer muy inteligente.
—¡Pues muchísimas gracias pero que le den, coronel! —espetó, molesta. En la puerta, Horace irguió las orejas.
Cox rió, una carcajada en absoluto ofendida.
—Sí, señorita, la recibo alto y claro. ¿A las diez y media?
Estuvo tentada de decirle que no, pero por supuesto que no iba a hacerlo.
—A las diez y media. Suponiendo que logre pescarlo. ¿Le puedo llamar yo?
—O usted o él, pero es con él con quien tengo que hablar. Estaré esperando con una mano sobre el teléfono.
—Pues deme el número mágico. —Sujetó el teléfono contra la oreja y volvió a rebuscar el bloc de notas. Por supuesto, siempre volvía a necesitarlo cuando ya lo había guardado; era uno de los grandes misterios de la vida de los reporteros, como lo era ella en ese momento. Otra vez. El número que le dio la asustó más que nada de lo que le había dicho. El prefijo era 000.
—Una cosa más, señorita Shumway. ¿Lleva marcapasos? ¿Audífonos? ¿Algo de esas características?
—No. ¿Por qué?
Pensó que el coronel a lo mejor volvía a negarse a responder, pero no lo hizo.
—Cuando se está cerca de la Cúpula, se produce una especie de interferencia. No es perjudicial para la mayoría de la gente, solo se siente como una descarga eléctrica de bajo voltaje que desaparece pasados uno o dos segundos, pero hace estragos con los aparatos eléctricos. Algunos aparatos se paran (la mayoría de teléfonos móviles, por ejemplo, si se acercan a menos de metro y medio aproximadamente) y otros explotan. Si lleva una grabadora, no funcionará. Si lleva un iPod o algo sofisticado, como una BlackBerry, es probable que explote.
—¿Ha explotado el marcapasos del jefe Perkins? ¿Ha sido eso lo que lo ha matado?
—A las diez y media. Lleve a Barbie y no se olvide de decirle que Ken le envía un saludo.
Cortó la comunicación, dejando a Julia de pie junto a su perro, en silencio. Intentó llamar a su hermana a Lewiston. Sonaron los tonos de marcado… luego nada. Silencio absoluto, igual que antes.
La Cúpula, pensó. Ahora, al final, no lo ha llamado la barrera; lo ha llamado la Cúpula.
 5


Barbie se había quitado la camisa y estaba sentado en la cama desatándose las zapatillas cuando oyó los golpes en la puerta a la que se llegaba subiendo un tramo exterior de escaleras ubicado en un lateral del Drugstore de Sanders. Esos golpes no eran bien recibidos. Se había pasado casi todo el día caminando, después se había puesto un delantal y había cocinado durante casi toda la tarde. Estaba molido.
¿Y si era Junior con unos cuantos amigos dispuestos a darle una fiesta de bienvenida? Podría decirse que era improbable, incluso un pensamiento paranoico, pero el día había sido un festival de improbabilidades. Además, Junior, Frank DeLesseps y el resto de su pequeña banda eran de los pocos a quienes no había visto esa tarde en el Sweetbriar. Suponía que debían de estar en la 119 o en la 117, fisgoneando, pero a lo mejor alguien les había dicho que Barbie se encontraba de vuelta en la ciudad y habían hecho planes para esa misma noche. Para ese mismo momento.
Volvieron a llamar. Barbie se levantó y puso una mano en la tele portátil. No era una gran arma, pero algo de daño haría si se la tiraba al primero que intentara colarse por la puerta. Había una barra de armario de madera, pero las tres habitaciones eran pequeñas y la barra era demasiado larga para manejarla con eficacia. También tenía su navaja del ejército suizo, pero no iba a cortar a nadie. No, a menos que tuv…
—¿Barbara? —Era una voz de mujer—. ¿Barbie? ¿Estás ahí?
Apartó la mano de la tele y cruzó la cocina americana.
—¿Quién es? —Pero mientras lo preguntaba reconoció la voz.
—Julia Shumway. Traigo un mensaje de alguien que quiere hablar contigo. Me ha dicho que te diga que Ken te envía un saludo.
Barbie abrió la puerta y la dejó pasar.
 6


En la sala de plenos revestida de pino del sótano del ayuntamiento de Chester’s Mills, el rugido del generador de la parte de atrás (un viejo Kelvinator) no era más que un débil zumbido. La mesa del centro de la sala era de hermoso arce rojo, pulido hasta conseguir un brillo intenso, de tres metros y medio de largo. Esa noche, la mayoría de las sillas que había alrededor estaban vacías. Los cuatro asistentes a lo que Big Jim había bautizado como Reunión de Valoración del Estado de Emergencia se agrupaban a un extremo. Big Jim, aunque no era más que el segundo concejal, ocupaba la cabecera de la mesa. Detrás de él había un mapa en el que se veía la forma de calcetín de deporte que tenía el pueblo.
Los presentes eran los concejales y Peter Randolph, jefe de policía en funciones. El único que tenía el aspecto de estar del todo despierto era Rennie. Randolph parecía aturdido y asustado. Andy Sanders estaba, por supuesto, conmocionado por su pérdida. Y Andrea Grinnell —una versión canosa y obesa de su hermana pequeña, Rose— simplemente parecía atontada. Eso no era nuevo.
Hacía cuatro o cinco años, una mañana de enero, Andrea resbaló en el hielo que había en el camino de entrada de su casa cuando iba hacia el buzón. Se dio un golpe lo bastante fuerte para fracturarse dos vértebras de la espalda (seguramente tener entre treinta y cuarenta kilos de sobrepeso no la ayudó). El doctor Haskell le prescribió un nuevo fármaco milagroso, OxyContin, para aliviarle lo que sin duda debía de ser un dolor insoportable. Y desde entonces seguía administrándoselo. Gracias a su buen amigo Andy, que llevaba el Drugstore de la localidad, Big Jim sabía que Andrea había empezado con cuarenta miligramos diarios y había ido subiendo las dosis hasta la friolera de cuatrocientos miligramos. Aquello era información útil.
Big Jim dijo:
—A causa de la enorme pérdida de Andy, esta reunión la presidiré yo, si nadie tiene inconveniente. Todos lo sentimos mucho, Andy.
—Por supuesto que sí, señor —dijo Randolph.
—Gracias —repuso Andy y, cuando Andrea apoyó brevemente su mano sobre la de él, los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez.
—Bien, todos nos hemos hecho una idea de lo que ha sucedido aquí —dijo Big Jim—, aunque en el pueblo nadie lo comprende todavía…
—Seguro que fuera del pueblo tampoco lo entiende nadie —dijo Andrea.
Big Jim se limitó a no hacerle caso.
—… y las autoridades militares no han creído oportuno ponerse en contacto con los funcionarios municipales electos.
—Hay problemas con los teléfonos, señor —dijo Randolph. Solía tutear a todos los que estaban allí (de hecho, consideraba a Big Jim un amigo), pero en esa sala le parecía más sensato ceñirse al «señor» y «señora». Así lo hacía Perkins, y al menos en eso el viejo seguramente había estado acertado.
Big Jim movió una mano como si espantara una mosca pesada.
—Alguien podría haberse acercado al lado de Motton o Tarker’s y haber pedido que vinieran a buscarme, a buscarnos, pero nadie ha creído oportuno hacerlo.
—Señor, la situación sigue siendo muy… hummm… incierta.
—Seguro que sí, seguro que sí. Y seguramente por eso nadie nos ha puesto al corriente todavía. Podría ser, oh, sí, y rezo por que esa sea la explicación. Espero que todos hayáis estado rezando.
Todos asintieron con diligencia.
—Pero ahora mismo… —Big Jim miró en derredor con seriedad. Se sentía serio. Pero también se sentía pletórico. Y dispuesto. No le pareció imposible que su fotografía ocupara la portada de la revista Time antes de final de año. Un desastre (sobre todo un desastre desencadenado por los terroristas) no siempre era algo del todo malo. Solo había que ver lo que había hecho por Rudy Giuliani—. Ahora mismo, dama y caballeros, creo que debemos enfrentarnos a la posibilidad muy real de haber quedado abandonados a nuestra suerte.
Andrea se tapó la boca con la mano. Sus ojos brillaban, ya fuera por miedo o por el exceso de medicación. Seguramente ambas cosas.
—¡Eso no puede ser, Jim!
—Esperemos lo mejor pero preparémonos para lo peor, eso es lo que dice siempre Claudette. —Andy habló en un tono de meditación profunda—. Decía. Esta mañana me ha preparado un buen desayuno. Huevos revueltos y un taco de queso que había sobrado. ¡Madre mía!
Las lágrimas, que habían remitido, empezaron a manar de nuevo. Andrea volvió a ofrecerle la mano. Esta vez Andy se la cogió. Andy y Andrea, pensó Big Jim, y una ligera sonrisa le arrugó la mitad inferior de su rostro rollizo. Los mellizos Papanatas.
—Esperemos lo mejor pero planifiquemos para lo peor —dijo—. Qué buen consejo es ese. El peor de los casos, en nuestra situación, podría suponer días aislados del mundo exterior. O una semana. Puede que incluso un mes. —En realidad no creía que tanto, pero se darían más prisa en hacer lo que él quería si los asustaba.
Andrea repitió:
—¡Eso no puede ser!
—No lo sabemos —repuso Big Jim. Al menos esa era la pura verdad—. ¿Cómo vamos a saberlo?
—Tal vez deberíamos cerrar el Food City —dijo Randolph—. Al menos por el momento. Si no lo hacemos, es probable que se llene como antes de una tormenta de nieve.
Rennie estaba molesto. Tenía un orden del día y ese punto aparecía en él, pero no era el primero.
—O tal vez no sea buena idea —dijo Randolph, leyendo la cara del segundo concejal.
—La verdad, Pete, es que no creo que sea buena idea —dijo Big Jim—. Es el mismo principio por el que nunca se cierra un banco cuando la divisa escasea. Eso solo provocaría una avalancha.
—¿Estamos hablando de cerrar también los bancos? —preguntó Andy—. ¿Qué haremos con los cajeros automáticos? Hay uno en Brownie’s, en la gasolinera, en mi Drugstore, claro… —Parecía perdido, pero entonces se animó—. Creo que incluso he visto uno en el centro de salud, aunque de ese no estoy del todo seguro…
Rennie se preguntó por un instante si Andrea no le habría dado al hombre alguna de sus pastillas.
—Solo era una metáfora, Andy. —Mantenía un tono de voz comedido y amable. Eso era exactamente lo que podía esperarse cuando la gente se apartaba del orden del día—. En una situación como esta, la comida es dinero, por decirlo de algún modo. Lo que estoy diciendo es que debería abrir como de costumbre. Eso mantendrá a la gente tranquila.
—Ah —dijo Randolph. Eso lo había entendido—. Ya lo capto.
—Pero tendrás que hablar con el gerente del supermercado… ¿Cómo se llama? ¿Cade?
—Cale —dijo Randolph—. Jack Cale.
—También con Johnny Carver de la gasolinera, y… ¿quién narices lleva Brownie’s desde que murió Dil Brown?
—Velma Winter —dijo Andrea—. Es de fuera, pero es muy maja.
Rennie se sintió satisfecho al ver que Randolph anotaba todos los nombres en su cuaderno de bolsillo.
—Diles a esas tres personas que la venta de cerveza y licor queda suspendida hasta nuevo aviso. —Su rostro se contrajo en una expresión de placer bastante terrorífica—. Y el Dipper’s queda cerrado.
—A un montón de gente no le va a gustar nada que se cierre el grifo del alcohol —dijo Randolph—. Gente como Sam Verdreaux. —Verdreaux era el fracasado más notorio del pueblo, un ejemplo perfecto (en opinión de Big Jim) de por qué nunca debería haberse revocado la Ley Seca.
—Sam y los de su calaña tendrán que aguantarse una vez que sus provisiones actuales de cerveza y brandy de café se hayan agotado. No podemos tener a la mitad de la ciudad emborrachándose como si fuese Fin de Año.
—¿Por qué no? —preguntó Andrea—. Agotarán las provisiones y así se acabará todo.
—¿Y si entretanto les da por organizar disturbios?
Andrea guardó silencio. No veía ningún motivo para que la gente se pusiera a organizar disturbios —no, si tenían comida—, pero discutir con Jim Rennie, según había descubierto, solía ser improductivo y siempre era agotador.
—Enviaré a un par de chicos para que hablen con ellos —dijo Randolph.
—Ve a hablar con Tommy y Willow Anderson personalmente. —Los Anderson llevaban el Dipper’s—. Pueden resultar problemáticos. —Bajó la voz—. Extremistas.
Randolph asintió.
—Extremistas izquierdosos. Tienen una foto del Tío Barack encima de la barra.
—Justamente eso. —Y, no hacía falta decirlo, Duke Perkins dejaba que esos dos puñeteros hippies siguieran con sus bailecitos y su rock-and-roll a todo volumen y sus bebidas alcohólicas hasta la una de la madrugada. Los protegía. Y mira la de problemas que eso les ha supuesto a mi hijo y sus amigos. Se volvió hacia Andy Sanders—. Tú, además, tienes que guardar bajo llave todos los fármacos para los que se necesite receta. Bueno, los sprays nasales, los ansiolíticos y esas cosas, no. Ya sabes a cuáles me refiero.
—Todo lo que la gente pueda usar para drogarse —dijo Andy— ya está guardado bajo llave. —Parecía incómodo con el giro que había dado la conversación.
Rennie sabía por qué, pero en ese preciso momento no le preocupaban sus diversas tentativas comerciales; tenían asuntos más acuciantes.
—Mejor tomar medidas adicionales, por si acaso.
Andrea parecía alarmada. Andy le dio unas palmaditas en la mano.
—No te preocupes —dijo—, tenemos suficiente para ocuparnos de los que lo necesitan de verdad.
Andrea le sonrió.
—Lo primordial es que este pueblo se mantenga sobrio hasta que termine la crisis —dijo Jim—. ¿Estamos de acuerdo? A ver esas manos.
Las manos se alzaron.
—Bien —dijo Rennie—, ¿puedo regresar al punto por el que quería empezar? —Miró a Randolph, que extendió las manos en un gesto que decía a la vez «Adelante» y «Lo siento»—. Tenemos que reconocer que es probable que la gente se asuste. Y cuando la gente se asusta, puede convertirse en demonios, con o sin copas de más.
Andrea miró la consola que había a la derecha de Big Jim: interruptores que controlaban el televisor, la radio AM/FM y el sistema de grabación integrado, una innovación que Big Jim detestaba.
—¿Eso no debería estar encendido?
—No veo la necesidad.
El puñetero sistema de grabación (reminiscencias de Richard Nixon) había sido idea de un medicucho entrometido llamado Eric Everett, un grano en el pompis de treinta y tantos años al que en el pueblo conocían como «Rusty». Everett había soltado esa idiotez del sistema de grabación en la asamblea municipal de hacía dos años, presentándolo como un gran salto adelante. La propuesta resultó una sorpresa que no fue bien recibida por Rennie, quien rara vez se veía sorprendido, y menos por foráneos de la política.
Big Jim había objetado que el coste sería prohibitivo. Esa táctica solía funcionar con los ahorrativos yanquis, pero esa vez no coló. Everett había presentado un presupuesto, proporcionado seguramente por Duke Perkins, en el que se recogía que el gobierno federal pagaría el ochenta por ciento. No Sé Qué Ayuda Para Desastres; una reliquia de los años de libre dispendio de Clinton. Rennie se había visto acorralado.
No era algo que sucediera a menudo, y no le gustaba, pero llevaba en política muchos más años que los que Eric «Rusty» Everett llevaba haciendo cosquillas en las próstatas, y sabía que existía una gran diferencia entre perder una batalla y perder la guerra.
—O, al menos, ¿no debería alguien estar tomando notas? —preguntó Andrea con timidez.
—Creo que será mejor que hablemos todo esto de manera informal, por el momento —dijo Big Jim—. Solo entre nosotros cuatro.
—Bueno… si tú lo dices…
—Dos pueden guardar un secreto si uno de ellos está muerto —dijo Andy en tono soñador.
—Así es, amigo —dijo Rennie, como si aquello tuviera algún sentido. Después se volvió de nuevo hacia Randolph—. Yo diría que nuestra principal preocupación… nuestra principal responsabilidad para con este pueblo… es mantener el orden durante toda la crisis. Lo cual nos lleva a la policía.
—¡Exacto, joder! —dijo Randolph con finura.
—Bueno, estoy seguro de que el jefe Perkins nos está mirando ahora desde el Cielo…
—Con mi mujer —dijo Andy—. Con Claudie. —Profirió un graznido mezclado con mocos del que Big Jim podría haber prescindido. Aun así, le dio unas palmaditas en la mano que tenía libre.
—Eso es, Andy, los dos juntos, bañándose en la gloria de Jesús.
—Pero nosotros, aquí en la Tierra… Pete, ¿de qué efectivos puedes disponer?
Big Jim ya conocía la respuesta. Conocía las respuestas a casi todas las preguntas que él mismo formulaba. Así la vida era más sencilla. La policía de Chester’s Mills tenía en nómina a dieciocho agentes, doce a tiempo completo y seis a media jornada (estos últimos de más de sesenta años, lo cual hacía que su servicio resultase fascinantemente barato). De esos dieciocho, estaba bastante seguro de que cinco de los de tiempo completo se encontraban fuera de la ciudad: o habían ido con sus mujeres y sus familias a ver el partido de fútbol americano que jugaba ese día el equipo del instituto, o habían asistido al simulacro de incendio de Castle Rock. Un sexto, el jefe Perkins, estaba muerto. Y aunque Rennie jamás hablaría mal de un difunto, estaba convencido de que al pueblo le iría mucho mejor con Perkins en el Cielo que allí abajo, intentando controlar un lío de tres pares de cajones que sobrepasaba sus limitadas capacidades.
—Les diré una cosa, amigos —dijo Randolph—, no tenemos mucho. Están Henry Morrison y Jackie Wettington, que respondieron conmigo al Código Tres inicial. También tenemos a Rupe Libby, Fred Denton y George Frederick… aunque está tan mal del asma que no sé si servirá de mucho. Tenía pensado pedir la jubilación anticipada a finales de este año.
—El bueno de George, pobre —dijo Andy—. Sobrevive a duras penas gracias al inhalador.
—Y, como saben, Marty Arsenault y Toby Whelan no están para muchos trotes en la actualidad. La única de media jornada a la que definiría como capaz es Linda Everett. Entre ese maldito simulacro de los bomberos y el partido de fútbol, esto no podría haber sucedido en peor momento.
—¿Linda Everett? —preguntó Andrea, algo interesada—. ¿La mujer de Rusty?
—¡Buf! —Big Jim solía decir «buf» cuando se enfadaba—. No es más que una guardia de tráfico con ínfulas.
—Sí, señor —dijo Randolph—, pero el año pasado se sacó el permiso en el campo de tiro del condado, en The Rock, y tiene arma de mano. No hay motivo para que no pueda llevarla encima y salir a patrullar. A lo mejor no a tiempo completo, los Everett tienen dos niñas, pero seguro que puede arrimar el hombro. A fin de cuentas, esto es una crisis.
—Sin duda, sin duda.
Pero que le partiera un rayo si tenía que aguantar a Everett asomando por ahí como un muñeco de resorte cada vez que se diera la vuelta. En pocas palabras: no quería ver a la mujer de ese puñetero en su primer equipo. Para empezar, todavía era demasiado joven, poco más de treinta años, y guapa como el demonio. Estaba convencido de que sería una mala influencia para los demás hombres. Las mujeres guapas siempre lo eran. Ya tenían bastante con esa Wettington y sus peras proyectil.
—Bueno —dijo Randolph—, eso solo son ocho de dieciocho.
—Te olvidas de contarte a ti mismo —dijo Andrea.
Randolph se dio un golpe en la frente con la base de la mano, como si intentara poner en marcha su cerebro.
—Ah, sí. Es verdad. Nueve.
—No basta —dijo Rennie—. Necesitamos reforzar los efectivos. Solo temporalmente, ya sabéis, hasta que esta situación se solucione.
—¿En quién estaba pensando, señor? —preguntó Randolph.
—En mi chico, para empezar.
—¿Junior? —Andrea enarcó las cejas—. Ni siquiera tiene edad suficiente para votar… ¿o sí?
Big Jim visualizó por un momento el cerebro de Andrea: quince por ciento de páginas web de compras favoritas, ochenta por ciento de receptores de estupefacientes, dos por ciento de memoria y tres por ciento de verdaderos procesos mentales. Aun así, era el material con el que tenía que trabajar. Además, recordó, la estupidez de los compañeros de trabajo le hace a uno la vida más fácil.
—De hecho tiene veintiún años. Veintidós en noviembre. Y, ya sea por suerte o por la gracia de Dios, ha vuelto de la universidad este fin de semana.
Peter Randolph sabía que Junior Rennie había vuelto de la universidad para siempre; lo había visto escrito en el bloc de notas que el difunto jefe de policía tenía junto al teléfono del despacho, aunque no tenía ni idea de cómo Duke había conseguido esa información ni de por qué la había creído lo bastante importante como para anotarla. También había escrito otra cosa: «¿Problemas de conducta?».
De todas formas, seguramente no era momento de compartir esa información con Big Jim.
Rennie seguía hablando, esta vez en el tono entusiasta propio de un presentador de concurso anunciando un premio especialmente jugoso en la Ronda Final.
—Y Junior tiene tres amigos que también serían adecuados: Frank DeLesseps, Melvin Searles y Carter Thibodeau.
Andrea parecía de nuevo algo inquieta.
—Hummm… ¿Esos chicos no son… los jóvenes… que participaron en ese altercado del Dipper’s…?
Big Jim le lanzó una sonrisa de ferocidad tan cordial que Andrea se encogió en su asiento.
—Ese asunto se ha exagerado mucho. Y lo desencadenó el alcohol, como la mayoría de los problemas. Además, el instigador fue ese tal Barbara. Por eso no se presentaron cargos. Así quedaron en paz. ¿O me equivoco, Pete?
—De ninguna manera —dijo Randolph, aunque se le veía muy incómodo.
—Todos esos chicos tienen como mínimo veintiún años, y me parece que Carter Thibodeau tiene incluso veintitrés.
Thibodeau tenía veintitrés, en efecto, y en los últimos tiempos había estado trabajando a media jornada como mecánico en Gasolina & Alimentación Mills. Lo habían despedido de dos trabajos anteriores —por una cuestión de carácter, había oído decir Randolph—, pero en la gasolinera parecía haberse calmado. Johnny decía que nunca había tenido a nadie tan bueno con los tubos de escape y los sistemas eléctricos.
—Han cazado juntos, son buenos tiradores…
—Quiera Dios que no tengamos que comprobar eso —dijo Andrea.
—No vamos a disparar a nadie, Andrea, y nadie está diciendo que vayamos a convertir a esos chicos en policías a tiempo completo. Lo que digo es que necesitamos rellenar la plantilla de turnos, que está muy vacía, y deprisa. Así que, ¿qué te parece, jefe? Pueden patrullar hasta que la crisis haya pasado, y les pagaremos del fondo para contingencias.
A Randolph no le gustaba la idea de que Junior se paseara con un arma por las calles de Chester’s Mills —Junior y sus posibles «problemas de conducta»—, pero tampoco le gustaba la idea de rebelarse contra Big Jim. Además, a lo mejor sí que era buena idea tener a mano unos cuantos hombres de carrocería ancha. Aunque fueran jóvenes. No preveía problemas dentro del pueblo, pero podían ponerlos a controlar a la muchedumbre en las afueras, donde las carreteras principales se topaban con la barrera. Si la barrera seguía ahí. ¿Y si no? Problema resuelto.
Puso una sonrisa de jugador de equipo.
—¿Sabe? Me parece una gran idea, señor. Envíelos a la comisaría mañana, a eso de las diez…
—A las nueve sería mejor, Pete.
—Las nueve está bien —dijo Andy con su voz soñadora.
—¿Algo más que discutir? —preguntó Rennie.
No había nada que discutir. Andrea ponía cara de que quería decir algo pero no recordaba qué era.
—Entonces, planteo la pregunta —dijo Rennie—. ¿Le pedirá la Junta al jefe en funciones Randolph que acepte a Junior, Frank DeLesseps, Melvin Searles y Carter Thibodeau como ayudantes con salario base? ¿Y que su período de servicio dure hasta que esta dichosa locura se haya solucionado? Los que estén a favor, que lo hagan saber de la forma habitual.
Todos alzaron la mano.
—La medida queda aproba…
Lo interrumpieron dos estallidos que sonaron a disparos de pistola. Todos se sobresaltaron. Entonces se oyó una tercera detonación, y Rennie, que había trabajado con motores la mayor parte de su vida, se dio cuenta de lo que era.
—Relajaos, amigos. No son más que falsas explosiones. El generador está carraspean…
El viejo motor explosionó una cuarta vez, después murió. Las luces se apagaron y ellos quedaron sumidos durante unos instantes en una negrura estigia. Andrea chilló.
A su izquierda, Andy Sanders dijo:
—Dios bendito, Jim, el propano…
Rennie alargó la mano que tenía libre y agarró del brazo a Andy. Andy calló. Mientras Rennie aflojaba la mano, la luz volvió a iluminar la alargada sala con revestimiento de pino. No la brillante luz del techo, sino las lucecitas de emergencia instaladas en las cuatro esquinas. Bajo su débil resplandor, los rostros tensos en el extremo norte de la mesa de plenos se veían amarillentos y varios años más viejos. Parecían asustados. Incluso Big Jim Rennie parecía asustado.
—No pasa nada —dijo Randolph con una alegría que sonó más forzada que natural—. El depósito se ha agotado, nada más. Hay mucho propano en el almacén de suministros del pueblo.
Andy lanzó una mirada a Big Jim. No fue más que un cambio de dirección de los ojos, pero a Rennie le pareció que Andrea lo había visto. Lo que acabara deduciendo de eso era otra cuestión.
Se le olvidará después de la siguiente dosis de Oxy, se dijo. Antes de mañana, seguro.
De momento, las provisiones de propano de la ciudad, o la falta de ellas, no le preocupaban demasiado. Ya se ocuparía de eso cuando hiciera falta.
—Bien, amigos, sé que estáis tan ansiosos como yo por salir de aquí, así que pasemos al siguiente punto del orden del día. Me parece que deberíamos ratificar oficialmente a Pete como jefe de policía por el momento.
—Sí, ¿por qué no? —preguntó Andy. Parecía cansado.
—Si no hay objeción —dijo Big Jim—, realizo la propuesta.
Votaron lo que él quería que votaran.
Siempre lo hacían.
 7


Junior estaba sentado en el peldaño de la puerta de la gran casa de los Rennie, en Mills Street, cuando las luces del Hummer de su padre inundaron el camino de entrada. Junior estaba tranquilo. El dolor de cabeza no había regresado. Angie y Dodee estaban almacenadas en la despensa de los McCain, allí estarían bien… al menos por una temporada. El dinero que había cogido volvía a estar en la caja fuerte de su padre. Llevaba un arma en el bolsillo: la 38 con empuñadura de nácar que su padre le había regalado cuando cumplió los dieciocho. Su padre y él no tardarían en hablar. Junior escucharía con atención lo que el Rey del Compre Sin Entrada tuviera que decir. Si presentía que su padre sabía lo que él, Junior, había hecho —no veía que eso fuera posible, pero su padre sabía muchas cosas—, lo mataría. Después de eso se encañonaría a sí mismo. Porque no habría escapatoria, esa noche no. Y seguramente tampoco al día siguiente. De vuelta a casa se había detenido en la plaza del pueblo y había escuchado las conversaciones que tenían lugar allí. Lo que decían era una locura, pero una enorme burbuja de luz al sur, y otra más pequeña al sudoeste, donde la 117 enfilaba hacia Castle Rock, sugerían que esa noche las locuras resultaban ser ciertas.
La puerta del Hummer se abrió, se cerró con un ruido seco. Su padre caminó hacia él, el maletín chocaba contra uno de sus muslos. No parecía suspicaz, receloso ni enfadado. Se sentó al lado de Junior en el peldaño sin decir palabra. Después, en un gesto que pilló a su hijo completamente desprevenido, le puso una mano en el cuello y apretó con suavidad.
—¿Te has enterado? —preguntó.
—Algo he oído —repuso Junior—. Pero no lo entiendo.
—Nadie lo entiende. Me parece que nos esperan unos días duros hasta que todo esto se solucione. Así que tengo que preguntarte algo.
—¿El qué? —La mano de Junior se cerró sobre la culata de la pistola.
—¿Estáis dispuestos a colaborar? ¿Tus amigos y tú? ¿Frankie? ¿Carter y el chico de los Searles?
Junior guardaba silencio, expectante. ¿De qué iba ese rollo?
—Peter Randolph está ejerciendo de jefe de policía. Va a necesitar a algunos hombres para cubrir los turnos. Hombres buenos. ¿Estás dispuesto a servir como ayudante hasta que este dichoso lío de tres pares de cajones haya pasado?
Junior sintió el impulso salvaje de gritar de risa. ¡O de triunfo! O de ambas cosas. Seguía teniendo la mano de Big Jim en la nuca. No apretaba. No pellizcaba. Casi… acariciaba.
Apartó la mano del arma de su bolsillo. Se le ocurrió que seguía en racha: la madre de todas las rachas.
Ese día había matado a dos chicas a las que conocía desde la infancia.
Al día siguiente sería policía municipal.
—Claro, papá —dijo—. Si nos necesitáis, ahí estaremos. —Y por primera vez en cuatro años (puede que más), le dio un beso la mejilla a su padre.
 ORACIONES


 1


Barbie y Julia Shumway no hablaron mucho; no había mucho que decir. Su coche, por lo que Barbie podía ver, era el único de la carretera, pero en cuanto dejaron atrás el pueblo vieron que había luz en las ventanas de casi todas las granjas. Allí, donde siempre había tareas de las que ocuparse y nadie se fiaba del todo de la compañía eléctrica de Western Maine, casi todo el mundo tenía un generador. Cuando pasaron por delante de la torre de emisión de la WCIK, las dos luces rojas de lo alto brillaban como siempre. La cruz eléctrica que había delante del edificio del pequeño estudio radiofónico también estaba encendida: un esplendoroso faro blanco en la oscuridad. Por encima de ella, las estrellas derramaban en el cielo su habitual derroche, una interminable catarata de energía que no necesitaba ningún generador para alimentarse.
—Solía venir por aquí a pescar —dijo Barbie—. Es muy tranquilo.
—¿Había suerte?
—Mucha, aunque a veces el aire olía a los calzoncillos sucios de los dioses. A fertilizante o algo así. Nunca me atreví a comer lo que pescaba.
—A fertilizante no, a gilipolleces. También conocido como el olor de la superioridad moral.
—¿Cómo dices?
Señaló la oscura silueta de un campanario que tapaba las estrellas.
—La iglesia del Santo Cristo Redentor —dijo—. Son los dueños de la WCIK, la acabamos de pasar. Conocida también como Radio Jesús.
Barbie se encogió de hombros.
—Supongo que debo de haber visto el campanario. Y conozco la emisora. No hay forma de escapar de ella si vives por aquí y tienes una radio. ¿Fundamentalistas?
—A su lado los baptistas de línea dura parecen unos blandos. Yo, personalmente, voy a la Congregación. No soporto a Lester Coggins, detesto todo eso del «Ja, ja, tú vas a ir al infierno y nosotros no». Estilos diferentes para personas diferentes, supongo. Aunque es cierto que a menudo me he preguntado cómo pueden permitirse una emisora de radio de cincuenta mil vatios.
—¿Ofrendas de amor?
Julia resopló.
—A lo mejor debería preguntarle a Jim Rennie. Es diácono.
Conducía un elegante Prius Hybrid, un coche que Barbie jamás habría esperado de una acérrima republicana propietaria de un periódico (aunque suponía que sí pegaba con una feligresa de la Primera Iglesia Congregacional). Pero era silencioso y la radio funcionaba. El único problema era que allí fuera, al oeste de la ciudad, la señal de la WCIK era tan potente que era lo único que se podía sintonizar en la FM. Y esa noche estaban retransmitiendo una mierda sagrada de acordeón que a Barbie le producía dolor de cabeza. Sonaba a música de polca tocada por una orquesta agonizante por culpa de la peste bubónica.
—Prueba con la AM, ¿quieres? —dijo ella.
Así lo hizo, pero solo dio con un parloteo de medianoche hasta que encontró una emisora de deportes casi al final del dial. Allí oyó que, antes del partido de play-off Red Sox-Mariners, en Fenway Park se había guardado un minuto de silencio por las víctimas de lo que el comentarista llamó «el evento del oeste de Maine».
—Evento —dijo Julia—. Un término de radio deportiva como ningún otro. Para eso, más vale que la apagues.
Un kilómetro y medio más allá de la iglesia vieron un fulgor a través de los árboles. Tomaron una curva y salieron al resplandor de unos reflectores casi tan grandes como los típicos focos de noche de estreno de Hollywood. Dos apuntaban en dirección a ellos; otros dos estaban enfocados hacia arriba. Hasta el último bache de la carretera se destacaba en fuerte relieve. Los troncos de los abedules parecían estrechos fantasmas. Barbie se sentía como si estuvieran entrando en una película de cine negro de finales de los cuarenta.
—Para, para, para —dijo—. No te acerques más. Parece que ahí no haya nada, pero, hazme caso, sí lo hay. Seguramente se cargaría todo el circuito eléctrico de tu cochecito, si no algo más.
Julia detuvo el coche y bajaron. Por un momento se quedaron quietos delante del vehículo, mirando hacia la potente luz con los ojos entrecerrados. Julia alzó una mano para protegerse los ojos.
Aparcados al otro lado de los focos, morro con morro, había dos camiones militares con remolques cubiertos de lona marrón. Incluso habían colocado caballetes en la carretera por si acaso, con las patas sujetas por sacos de arena. Los motores rugían constantemente en la oscuridad; no solo un generador, sino varios. Barbie vio gruesos cables eléctricos que serpenteaban desde los focos y se adentraban en el bosque, donde había más luces que brillaban entre los árboles.
—Van a iluminar todo el perímetro —dijo, y giró un dedo en el aire, como cuando un árbitro pita un home run—. Luces alrededor de todo el pueblo, iluminando hacia el interior y hacia arriba.
—¿Por qué hacia arriba?
—Para advertir al tráfico aéreo que no se acerque. Es decir, si es que alguien consigue acercarse. Supongo que sobre todo les preocupa esta noche. Mañana ya habrán sellado el espacio aéreo de Mills recosiéndolo como una bolsa de dinero del tío Gilito.
En la oscuridad del otro lado de los focos, pero visibles a causa del reflejo de la luz, media docena de soldados armados, en posición de «descansen», les daban la espalda. Por muy silencioso que fuera el coche tenían que haberlo oído acercarse, pero ninguno de ellos hizo siquiera el amago de volverse para mirar.
Julia exclamó:
—¡Eh, amigos!
Nadie se volvió. Barbie no esperaba que lo hicieran —mientras iban hacia allí, Julia le había explicado lo que Cox le había dicho—, pero tenía que intentarlo. Y, puesto que podía leer sus insignias, sabía qué era lo que podía intentar. A lo mejor el ejército era el director de esa función —la implicación de Cox así lo sugería—, pero esos tipos no eran del ejército.
—¡Eh, marines! —exclamó.
Nada. Barbie se acercó un poco más. Vio en el aire una oscura línea horizontal, por encima de la carretera, pero por el momento no le prestó atención. Estaba más interesado en los hombres que custodiaban la barrera. O la Cúpula. Shumway le había dicho que Cox la había llamado la Cúpula.
—Me sorprende ver en Estados Unidos a la Fuerza de Reconocimiento, chicos —dijo, acercándose algo más—. Ese problemilla de Afganistán ya está resuelto, ¿verdad?
Nada. Se acercó más. La arenilla del suelo parecía hacer mucho ruido bajo sus pies.
—Una cantidad impresionante de mariquitas en la Fuerza de Reconocimiento, o eso me han dicho. La verdad es que me siento aliviado. Si esta situación fuese grave de verdad, habrían enviado a los Rangers.
—Buscabroncas —masculló uno de ellos.
No era mucho, pero Barbie se animó.
—Rompan filas, amigos; rompan filas y vamos a hablarlo.
Otra vez nada. Y estaba todo lo cerca que quería estar de la barrera (o de la Cúpula). No se le había puesto la carne de gallina y el pelo de la nuca no trataba de erizarse, pero sabía que aquella cosa estaba ahí. La sentía.
Y podía verla: esa línea que colgaba en el aire. No sabía de qué color sería a la luz del día, pero suponía que roja, el color del peligro. Era pintura en spray, y habría apostado el saldo entero de su cuenta bancaria (que en esos momentos era de poco más de cinco mil dólares) a que daba la vuelta a toda la barrera.
Como una banda en la manga de una camisa, pensó.
Cerró un puño y dio unos golpes en su lado de la línea, produciendo una vez más ese sonido de nudillos contra cristal. Uno de los marines se sobresaltó.
Julia empezó a decir:
—No estoy segura de que sea buena…
Barbie no le hizo caso. Estaba empezando a enfadarse. Parte de él llevaba todo el día esperando el momento de enfadarse, y allí tenía su oportunidad. Sabía que no serviría de nada estallar contra esos tipos —no eran más que figurantes sin frase—, pero era difícil reprimirse.
—¡Eh, marines! Echadle una mano a un hermano.
—Déjalo, amigo. —Aunque el que hablaba no se volvió, Barbie supo que era el oficial al mando de esa pequeña pandilla feliz. Reconoció el tono, él mismo lo había usado. Muchas veces—. Tenemos órdenes, así que echa tú una mano a los hermanos. En otro sitio, en otro lugar, estaría encantado de invitarte a una cerveza o de patearte el culo. Pero no aquí, ni esta noche. ¿Qué? ¿Qué me dices?
—Te digo que vale —contestó Barbie—. Pero, visto que estamos todos en el mismo bando, no tiene por qué gustarme. —Se volvió hacia Julia—. ¿Tienes el teléfono?
Lo sacó.
—Deberías comprarte uno. Es un trasto muy útil.
—Ya tengo uno —dio Barbie—. Uno desechable que encontré de oferta en Best Buy. Casi nunca lo uso. Me lo dejé en el cajón cuando intenté escapar de la ciudad. No vi razón para no dejarlo allí esta noche.
Julia le alcanzó el suyo.
—Me temo que tendrás que marcar tú. Yo tengo trabajo que hacer. —Levantó la voz para que los soldados del otro lado de las luces deslumbrantes pudieran oírla—: Al fin y al cabo, soy la directora del periódico local y quiero sacar unas cuantas fotos. —Levantó la voz todavía un poco más—: Sobre todo de unos cuantos soldados dándole la espalda a un pueblo que está en apuros.
—Señora, preferiría que no lo hiciera —dijo el oficial al mando. Era un tipo corpulento de espaldas anchas.
—Impídamelo —lo retó ella.
—Me parece que sabe que no podemos hacerlo —repuso él—. En cuanto a lo de darles la espalda, son las órdenes que tenemos.
—Marine —dijo ella—, coja sus órdenes, enróllelas bien, agáchese y métaselas por donde el aire es de calidad dudosa.
En aquella luz resplandeciente, Barbie vio algo extraordinario: la boca de la mujer era una línea dura e implacable, y se le saltaban las lágrimas.
Mientras Barbie marcaba el número del extraño prefijo, ella empuñó la cámara y empezó a disparar. El flash no iluminaba mucho en comparación con los grandes focos alimentados por generador, pero Barbie vio que los soldados se estremecían cada vez que disparaba. Seguro que esperan que no se les vea esa puta insignia, pensó.
 2


El coronel del ejército de Estados Unidos James O. Cox había dicho que estaría esperando con una mano sobre el teléfono a las diez y media. Barbie y Julia Shumway se habían retrasado un poco y Barbie no realizó la llamada hasta las once menos veinte, pero la mano de Cox debía de haber permanecido justo ahí, porque el teléfono solo sonó una vez antes de que el antiguo jefe de Barbie dijera:
—Diga, Ken al habla.
Barbie seguía cabreado, pero de todas formas se rió.
—Sí, señor. Y yo sigo siendo la furcia que siempre se queda con todo lo bueno.
Cox también rió, sin duda pensando que empezaban con buen pie.
—¿Cómo está, capitán Barbara?
—Señor, estoy bien, señor. Pero, con todo mi respeto, ahora soy solo Dale Barbara. Lo único que capitaneo últimamente son las parrillas y las freidoras del restaurante del pueblo, y no estoy de humor para charlas intrascendentes. Me siento desconcertado, señor, y, como estoy mirando las espaldas de una panda de marines buscabroncas que no quieren darse la vuelta y mirarme a los ojos, también estoy bastante cabreado, joder.
—Comprendido. Y ahora es usted quien tiene que comprender una cosa. Si hubiera algo, cualquier cosa, que esos hombres pudieran hacer por ayudar o poner fin a esta situación, les estaría mirando la cara en lugar del culo. ¿Me cree?
—Le escucho, señor. —Lo cual no era exactamente una respuesta.
Julia seguía disparando. Barbie se trasladó al borde de la carretera. Desde su nueva posición podía ver una tienda de acampada más allá de los camiones. También podía ver lo que debía de haber sido un aparcamiento con más camiones. Los Marines estaban construyendo un campamento allí, y a buen seguro otros aún mayores en los puntos donde la 119 y la 117 abandonaban el pueblo. Aquello hacía pensar que iba para largo. El corazón le dio un vuelco.
—¿Está ahí la mujer del periódico? —preguntó Cox.
—Está aquí. Haciendo fotografías. Y, señor, transparencia completa: todo lo que me diga, yo se lo digo a ella. Ahora estoy de este lado.
Julia dejó lo que estaba haciendo durante el tiempo suficiente para dedicarle a Barbie una sonrisa.
—Comprendido, capitán.
—Señor, llamándome así no ganará ningún punto.
—Está bien, dejémoslo en Barbie. ¿Mejor así?
—Sí, señor.
—Respecto a cuánto decida publicar la señora… espero por el bien de la gente de su pequeña ciudad que sea lo bastante sensata para saber elegir.
—Yo diría que lo es.
—Y si envía fotografías por correo electrónico a cualquiera del exterior (a alguna de esas revistas de información general o al New York Times, por ejemplo), puede ocurrir que su línea de internet siga el mismo camino que las líneas fijas.
—Señor, eso es una guarr…
—La decisión la tomarán mis superiores. Yo solo le informo.
Barbie suspiró.
—Se lo diré.
—¿Decirme qué? —preguntó Julia.
—Que si intentas difundir esas fotografías, podrían hacérselo pagar al pueblo cortando el acceso a internet.
Julia hizo un gesto con la mano que Barbie no asociaba con bellas damas republicanas. Volvió a prestar atención al teléfono.
—¿Cuánto puede explicarme?
—Todo lo que sé —dijo Cox.
—Gracias, señor. —Aunque Barbie dudaba que Cox realmente fuera a soltarlo todo. El ejército nunca explicaba todo lo que sabía. O creía que sabía.
—Lo llamamos la Cúpula —dijo Cox—, pero no es una Cúpula. Al menos no creemos que lo sea. Creemos que es una cápsula cuyo perímetro se adapta exactamente a los límites de la localidad. Y digo exactamente.
—¿Saben qué altura alcanza?
—Parece que el punto más alto está a catorce mil metros y pico. No sabemos si la cima es plana o redondeada. Por lo menos de momento.
Barbie no dijo nada. Estaba estupefacto.
—En cuanto a la profundidad… quién sabe. Lo único que podemos decir por ahora es que es de más de treinta metros. Esa es la profundidad actual de una excavación que estamos realizando en el límite entre Chester’s Mills y el núcleo urbano del norte.
—El TR-90. —La voz de Barbie sonó apagada y apática a sus propios oídos.
—Como se llame. Aprovechamos una zanja de grava que ya bajaba hasta unos doce metros más o menos. He visto unas imágenes espectrográficas que son para alucinar. Largas capas de roca metamórfica han quedado partidas en dos. No hay espacio entre ellas, pero se ve un corrimiento en la parte norte de la capa, que ha caído un poco. Hemos comprobado los registros sismográficos de la estación meteorológica de Portland, y bingo. Hubo una sacudida a las once cuarenta y cuatro de la mañana. Dos punto uno en la escala de Richter. O sea que fue entonces cuando ocurrió.
—Genial —dijo Barbie. Suponía que lo había dicho con sarcasmo, pero estaba demasiado asombrado y perplejo para estar seguro.
—Nada de todo esto es concluyente, pero sí convincente. Desde luego, la exploración acaba de empezar, pero ahora mismo parece que esa cosa va tanto hacia abajo como hacia arriba. Y, si hacia arriba alcanza ocho kilómetros…
—¿Cómo saben eso? ¿Por radar?
—Negativo, esa cosa no aparece en el radar. No hay forma de saber que está ahí hasta que la golpeas, o hasta que estás tan cerca que ya no puedes parar. El número de víctimas mortales desde que la cosa se levantó es sorprendentemente bajo, pero hay una barbaridad de pájaros muertos en todo el perímetro. Por dentro y por fuera.
—Lo sé. Los he visto. —Julia ya había terminado con sus fotografías. Estaba de pie junto a él, escuchando la conversación al lado de Barbie—. Entonces, ¿cómo saben la altura que tiene? ¿Láseres?
—No, la atraviesan. Hemos usado misiles con ojivas falsas. Desde las cuatro de esta tarde están despegando F-15A en misión de combate desde Bangor. Me sorprende que no los haya oído.
—Puede que haya oído algo —dijo Barbie—. Pero tenía la cabeza ocupada con otras cosas. —Cosas como la avioneta. Y el camión maderero. Los muertos de la 117. Parte de ese número de víctimas sorprendentemente bajo.
—Rebotaban… y luego, a más de catorce mil metros, bumba, para arriba y adiós muy buenas. Entre usted y yo: me sorprende que no hayamos perdido a ningún piloto de combate.
—¿Ya han conseguido sobrevolarlo?
—Hace menos de dos horas. Misión cumplida.
—¿Quién ha hecho esto, coronel?
—No lo sabemos.
—¿Hemos sido nosotros? ¿Es esto un experimento que ha salido mal? O, que Dios nos asista, ¿alguna clase de prueba? Me debe la verdad. Le debe la verdad a este pueblo. La gente está cagada de miedo.
—Lo entiendo. Pero no hemos sido nosotros.
—Si hubiéramos sido nosotros, ¿lo sabría usted?
Cox dudó. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz más baja.
—En mi departamento tenemos buenas fuentes. Cuando alguien se tira un pedo en Seguridad Nacional, nosotros lo oímos. Y lo mismo pasa con el Grupo Nueve de Langley y un par de asuntillos más de los que usted nunca ha oído hablar.
Era posible que Cox estuviera diciéndole la verdad. Y también era posible que no. Al fin y al cabo, ese hombre era un animal de la profesión; si hubiera estado montando guardia allí, en la fría oscuridad otoñal, con el resto de los marines buscabroncas, también Cox les habría dado la espalda todo el rato. No le habría gustado, pero las órdenes eran las órdenes.
—¿Hay alguna posibilidad de que sea una especie de fenómeno natural? —preguntó Barbie.
—¿Que se adapta a la perfección a las fronteras trazadas por el hombre en toda una localidad? ¿A cada puto rincón y cada ranura? ¿Usted qué cree?
—Tenía que preguntarlo. ¿Es permeable? ¿Lo saben?
—El agua pasa —dijo Cox—. Al menos un poco.
—¿Cómo es posible? —Aunque él mismo había visto el extraño comportamiento del agua; tanto él como Gendron lo habían visto.
—No lo sabemos, ¿cómo vamos a saberlo? —Cox parecía exasperado—. Llevamos menos de doce horas trabajando en esto. Aquí la gente se está dando palmaditas en la espalda solo por calcular la altura que alcanza. Podríamos especular, pero de momento no lo sabemos.
—¿Y el aire?
—El aire lo atraviesa en mayor grado. Hemos instalado una estación de control donde su pueblo limita con… hummm… —Barbie oyó un ligero susurro de papeles— Harlow. Han llevado a cabo lo que llaman «espirometrías». Supongo que debe de medir la presión del aire saliente con el que es rechazado. En cualquier caso, el aire lo atraviesa, y con mucha más facilidad que el agua, pero de todas formas los científicos dicen que no del todo. Esto les va a joder la climatología pero bien, amigo, aunque nadie puede decir cuánto ni con qué consecuencias. Demonios, quizá convierta Chester’s Mills en Palm Springs. —Rió sin muchas ganas.
—¿Partículas?
—No —dijo Cox—. Las partículas de materia no la atraviesan. Al menos eso creemos. Y le interesará saber que eso ocurre en ambas direcciones. Las partículas no entran, pero tampoco salen. Eso quiere decir que las emisiones de los automóviles…
—No se puede ir muy lejos en coche. Chester’s Mills debe de tener unos seis kilómetros y medio de lado a lado en su punto más ancho. Y en diagonal… —Miró a Julia.
—Once y poco, como máximo —añadió ella.
Cox dijo:
—No creemos que los contaminantes derivados del gasóleo para calefacción vayan a ser un gran problema. Estoy convencido de que en el pueblo todo el mundo tiene una bonita y cara caldera de gasóleo…, en Arabia Saudí últimamente los coches llevan pegatinas de «Yo Nueva Inglaterra» en los parachoques… Pero las calderas de gasóleo modernas necesitan electricidad para que les suministre una chispa constante. Sus reservas de combustible seguramente son buenas, teniendo en cuenta que la temporada de la calefacción doméstica aún no ha empezado, pero no creemos que les vaya a servir de mucho. A largo plazo, en lo que a contaminación respecta, eso puede ser bueno.
—¿Eso cree? Venga aquí cuando estemos a treinta bajo cero y el viento sople a… —Se detuvo un instante—. ¿Soplará el viento?
—No lo sabemos —dijo Cox—. Pregúntemelo mañana y a lo mejor por lo menos tengo una teoría.
—Podemos quemar madera —dijo Julia—. Díselo.
—La señorita Shumway dice que podemos quemar madera.
—La gente debe tener cuidado con eso, capitán Barbara… Barbie. Seguro que tienen muchísima madera guardada y no necesitan electricidad para encenderla y mantenerla ardiendo, pero la madera produce ceniza. Joder, produce carcinógenos.
—Aquí la temporada de la calefacción empieza… —Barbie miró a Julia.
—El quince de noviembre —dijo ella—. Más o menos.
—La señorita Shumway dice que a mediados de noviembre. Así que dígame que van a tener esto resuelto para entonces.
—Lo único que puedo decirle es que estamos trabajando en ello como locos. Lo cual me lleva al motivo de esta conversación. Los chicos listos, todos los que hemos conseguido reunir hasta ahora, coinciden en que nos enfrentamos a un campo de fuerza…
—Como en Star Trick —dijo Barbie—. Teletranspórtame, Snotty.
—¿Cómo dice?
—No importa. Continúe, señor.
—Todos coinciden en que un campo de fuerza no aparece así sin más. Algo, ya sea cerca de su campo de acción ya sea en el centro de él, tiene que generarlo. Nuestros chicos creen que lo más probable es que sea en el centro. «Como el mango de un paraguas», ha dicho uno de ellos.
—¿Cree que ha sido cosa de alguien de dentro?
—Creemos que es una posibilidad. Y resulta que tenemos a un soldado condecorado en el pueblo…
Ex soldado, pensó Barbie. Y las condecoraciones acabaron en el golfo de México hace dieciocho meses. Pero tenía la sensación de que acababan de prolongarle su período de servicio, le gustara o no. Prorrogado a petición del público, como suele decirse.
—… cuya especialidad en Iraq era destapar fábricas de bombas de Al-Qaida. Destaparlas y cerrarlas.
Bueno. Básicamente nada más que otro generador. Pensó en todos los que Julia Shumway y él se habían encontrado de camino hasta allí, rugiendo en la oscuridad, suministrando calor y luz. Tragando propano para todo ello. Se dio cuenta de que el propano y los acumuladores, más aún que los alimentos, se habían convertido en el nuevo patrón oro de Chester’s Mills. De una cosa estaba seguro: la gente quemaría madera. Si llegaba el frío y el propano se acababa, quemarían muchísima. Madera noble, madera de coníferas, madera de desecho. Y a la mierda los carcinógenos.
—No será como los generadores que funcionan en su parte del mundo esta noche —dijo Cox—. Algo capaz de producir esto… no sabemos cómo puede ser ni quién puede haber construido algo así.
—Pero el Tío Sammy lo quiere —dijo Barbie. Apretaba el teléfono con una fuerza que casi habría bastado para romperlo—. Esa acaba siendo la prioridad, ¿verdad, señor? Porque algo así podría cambiar el mundo. La gente de este pueblo es algo estrictamente secundario. Daños colaterales, de hecho.
—Eh, no nos pongamos melodramáticos —dijo Cox—. Nuestros intereses coinciden en este asunto. Encuentre el generador, si es que lo hay. Encuéntrelo como encontraba esas fábricas de bombas, y después ciérrelo. Problema resuelto.
—Si es que lo hay.
—Si es que lo hay, recibido. ¿Lo intentará?
—¿Tengo otra opción?
—No, que yo vea, pero yo soy militar de carrera. Para nosotros, el libre albedrío no es una opción.
—Ken, esto es un simulacro de incendio muy jodido.
Cox tardó en responder. Aunque la línea estaba en silencio (salvo por un tenue zumbido agudo que podía indicar que la conversación se estaba grabando), Barbie casi podía oírlo reflexionar. Entonces dijo:
—Es cierto, pero se sigue quedando usted con todo lo bueno, furcia.
Barbie rió. No pudo evitarlo.
 3


En el trayecto de vuelta, al pasar por la oscura silueta de la iglesia del Santo Cristo Redentor, se volvió hacia Julia. Al resplandor de las luces del salpicadero, su rostro tenía un aspecto cansado y solemne.
—No te diré que mantengas en secreto nada de esto —dijo—, pero creo que deberías callarte una cosa.
—Ese generador que puede estar o no en el pueblo. —Apartó una mano del volante, estiró el brazo hacia atrás y acarició la cabeza de Horace como en busca de consuelo y calma.
—Sí.
—Porque si hay un generador que produce un campo de energía y crea esa Cúpula de tu coronel, entonces es que hay alguien que lo ha puesto en marcha. Alguien de aquí.
—Cox no ha dicho eso, pero estoy seguro de que lo piensa.
—Me lo callaré. Y no enviaré fotografías por correo electrónico.
—Bien.
—De todas formas, tendrían que aparecer primero en el Democrat, maldita sea. —Julia seguía acariciando al perro. A Barbie normalmente le ponía nervioso la gente que conducía con una sola mano, pero esa noche no. Tenían toda la Little Bitch Road y la 119 para ellos solos—. Además, comprendo que a veces el bien común es más importante que un gran artículo. Al contrario que el New York Times.
—¡Muy buena! —dijo Barbie.
—Y, si encuentras el generador, no tendré que pasar muchos días comprando en el Food City. Detesto ese sitio. —De pronto pareció sobresaltarse—. ¿Crees que estará abierto mañana?
—Yo diría que sí. La gente suele adaptarse lentamente a una nueva situación cuando la vieja cambia.
—Creo que será mejor que haga una buena compra semanal —dijo, pensativa.
—Si vas, saluda a Rose Twitchell. Seguramente la acompañará el fiel Anson Wheeler. —Al recordar los consejos que le había dado a Rose, rió y dijo—: Carne, carne, carne.
—¿Cómo dices?
—Si tienes un generador en casa…
—Claro que tengo, vivo encima del periódico. No es una casa sino un apartamento muy agradable. El generador fue un gasto deducible. —Eso lo dijo con orgullo.
—Pues compra carne. Carne y comida enlatada, comida enlatada y carne.
Julia lo pensó. El centro del pueblo quedaba allí delante. Había muchas menos luces que de costumbre, pero aun así eran unas cuantas. ¿Hasta cuándo?, se preguntó Barbie. Entonces Julia preguntó:
—¿Te ha dado tu coronel alguna idea sobre dónde encontrar ese generador?
—No —dijo Barbie—. Encontrar basura solía ser mi trabajo. Él lo sabe. —Calló un momento y luego añadió—: ¿Crees que puede haber algún contador Geiger en el pueblo?
—Sé que hay uno. En el sótano del ayuntamiento. En realidad supongo que tú lo llamarías subsótano. Allí hay un refugio nuclear.
—¡No me jodas!
Ella se rió.
—No jodo, Sherlock. Escribí un reportaje sobre el asunto hace tres años. Pete Freeman hizo las fotografías. En el sótano hay una gran sala de plenos y una pequeña cocina. El refugio queda medio tramo de escaleras por debajo de la cocina. Es de un tamaño considerable. Lo construyeron en los cincuenta, cuando los entendidos nos estaban todo el día encima, dando la lata.
—La hora final.
—Sí, lo veo y subo a Alas, Babylon. Es un sitio bastante deprimente. Las fotos de Pete me recordaron el búnker del Führer justo antes del final. Hay una especie de despensa… estantes y estantes llenos de comida enlatada… y media docena de camastros. También el equipo suministrado por el gobierno. El contador Geiger, por ejemplo.
—La comida en lata debe de estar deliciosa después de cincuenta años.
—La verdad es que reponen las reservas a menudo. Incluso hay un pequeño generador que bajaron después del 11 de Septiembre. Si consultas las Actas Municipales verás una partida presupuestaria para el refugio cada cuatro años más o menos. Solía ser de unos trescientos dólares. Ahora es de seiscientos. Ya tienes tu contador Geiger. —Lo miró un instante—. Desde luego, James Rennie considera que todo lo del ayuntamiento, desde el ático hasta el refugio nuclear, es de su propiedad, así que querrá saber para qué lo quieres.
—Big Jim Rennie no va a saberlo —repuso él.
Ella lo aceptó sin ningún comentario.
—¿Quieres venirte a las oficinas conmigo? ¿A ver el discurso del presidente mientras empiezo a compaginar el periódico? Será un trabajo rápido y sucio, eso te lo aseguro. Un artículo, media docena de fotos para consumo local, ningún anuncio de las Rebajas de Otoño de Burpee’s.
Barbie lo pensó. Al día siguiente iba a estar muy ocupado, no solo cocinando, sino haciendo preguntas. Empezando otra vez con su viejo trabajo, a la vieja usanza. Por otra parte, si volvía a su apartamento encima del Drugstore, ¿conseguiría dormir?
—Vale. Seguramente no debería decirte esto, pero tengo unas aptitudes excelentes como chico para todo. También preparo un café estupendo.
—Caballero, queda usted aceptado. —Levantó la mano derecha del volante y Barbie y ella chocaron los cinco—. ¿Puedo hacerte otra pregunta? Quedará entre nosotros.
—Claro —dijo él.
—Ese generador de ciencia ficción… ¿crees que lo encontrarás?
Barbie lo estuvo pensando mientras ella aparcaba junto a los ventanales de las oficinas del Democrat.
—No —dijo al cabo—. Eso sería demasiado fácil.
Julia suspiró y asintió. Después le apretó los dedos.
—¿Crees que ayudaría que rezáramos para conseguirlo?
—No hará ningún mal —dijo Barbie.
 4


Solo había dos iglesias en Chester’s Mills el día de la Cúpula: ambas ofrecían productos de la gama protestante (aunque de estilos muy diferentes). Los católicos iban a Nuestra Señora de las Aguas Serenas, en Motton, y aproximadamente la docena de judíos que vivían en el pueblo iban a la Congregación Beth Shalom de Castle Rock cuando necesitaban consuelo espiritual. En su día hubo también una iglesia Unitaria, pero murió por dejadez a finales de los ochenta. De todas formas, todo el mundo coincidía en que había sido una especie de chifladura hippy. El edificio albergaba ahora a Libros Nuevos y Usados Mills.
Esa noche los dos reverendos de Chester’s Mills estaban, usando una expresión que a Big Jim le gustaba, «hincados de rodillas», pero su forma de dirigirse a sus fieles, su estado mental y sus expectativas eran muy diferentes.
La reverenda Piper Libby, que guiaba a su rebaño desde el púlpito de la Primera Iglesia Congregacional, ya no creía en Dios, aunque ese era un dato que no había compartido con sus congregantes. Lester Coggins, por otro lado, creía hasta el punto del martirio o la locura (dos palabras para designar una misma cosa, tal vez).
La reverenda Libby, que seguía llevando su ropa de estar por casa —y que a sus cuarenta y cinco años seguía siendo lo bastante guapa para estar estupenda así vestida—, se arrodilló ante el altar en una oscuridad casi total (la Congregación no tenía generador), con Clover, su pastor alemán, tumbado detrás de ella, el morro apoyado en las patas y los ojos a media asta.
—Hola, Inexistencia —dijo Piper. Inexistencia era el nombre que le daba últimamente a Dios en privado. A principios de otoño había sido El Gran Quizá. Durante el verano había sido El Tal Vez Omnipotente. Ese le gustaba; tenía cierta cadencia—. Ya sabes la situación en la que me encuentro… O deberías saberlo, te he dado bastante la lata con todo ello… Pero no es por eso por lo que quiero hablar contigo esta noche, lo cual seguramente será un alivio para ti.
Suspiró.
—Aquí tenemos un buen lío, amigo mío. Espero que Tú lo entiendas, porque está claro que yo no. Pero ambos sabemos que mañana este sitio estará lleno de gente en busca de ayuda celestial ante el desastre.
La iglesia estaba en silencio, y el silencio también reinaba fuera. «Demasiado silencio», como decían en las películas antiguas. ¿Alguna vez se había oído tanto silencio en Chester’s Mills un sábado por la noche? No había tráfico, y faltaba el martilleo del bajo del grupo que tocara ese fin de semana en el Dipper’s (a los que siempre anunciaban como llegados ¡DIRECTOS DESDE BOSTON!).
—No voy a pedirte que me transmitas tu voluntad porque ya no estoy segura de que tengas de verdad una voluntad. Pero, por si al final resulta que sí existes (es una posibilidad, y me alegro mucho de admitirlo), por favor, ayúdame a decir algo útil. A dar esperanza, pero no en el Cielo, sino aquí abajo, en la Tierra. Porque…
No le sorprendió darse cuenta de que se había echado a llorar. Últimamente sollozaba muy a menudo, aunque siempre en privado. La gente de Nueva Inglaterra desaprobaba las lágrimas en público de pastores y políticos.
Clover, al sentir su inquietud, aulló. Piper le ordenó que callara y luego se volvió otra vez hacia el altar. A menudo pensaba en la cruz que había allí como en la versión religiosa de la pajarita de Chevrolet, un logo que había sido creado porque un tipo lo había visto en el papel de pared de una habitación de hotel de París hacía cien años y le había gustado. Si considerabas que esos símbolos eran divinos, seguramente era que estabas chalado.
De todas formas, insistió.
—Porque, como sin duda sabrás, la Tierra es lo que tenemos. De lo que estamos seguros. Yo quiero ayudar a mi gente. Ese es mi trabajo, y sigo queriendo hacerlo. Suponiendo que existas y que te importe (son suposiciones poco sólidas, lo admito), ayúdame, por favor. Amén.
Se levantó. No llevaba linterna, pero no creyó que fuese a tener problemas para encontrar la salida con las espinillas intactas. Conocía aquel lugar paso a paso y obstáculo a obstáculo. Y también lo amaba. No se engañaba ni con su falta de fe ni con su testarudo amor por la idea misma.
—Vamos, Clover —dijo—. El presidente hablará dentro de media hora. La otra Gran Inexistencia. Podemos escucharlo en la radio del coche.
Clover la siguió con placidez, nada inquieto por cuestiones de fe.
 5


En la Little Bitch Road (a la que los feligreses del Cristo Redentor llamaban siempre Número Tres) estaba teniendo lugar una escena mucho más dinámica y bajo relucientes luces eléctricas. La casa de culto de Lester Coggins poseía un generador tan nuevo que tenía todavía las etiquetas de envío pegadas en su reluciente lateral naranja. Y tenía su propia cabaña, pintada también de naranja, junto al almacén situado detrás de la iglesia.
Lester era un hombre de cincuenta años en tan buena forma —gracias a su genética y a sus extenuantes esfuerzos por cuidar del templo de su cuerpo— que no aparentaba más de treinta y cinco (en ese aspecto, unas sensatas aplicaciones de Just For Men resultaban útiles). Esa noche solo llevaba unos pantalones cortos de deporte con ORAL ROBERTS GOLDEN EAGLES estampado en la pernera derecha, y se le marcaban casi todos los músculos del cuerpo.
Durante los oficios (cinco cada semana), Lester rezaba con un extático trémolo de telepredicador evangelista, convirtiendo el nombre del Gran Amigo en algo que sonaba como si saliera de un pedal wah-wah: no «Dios», sino «¡DI-OH-OH-OH-OS!». En sus oraciones privadas, a veces adoptaba esa misma cadencia sin darse cuenta. Pero cuando estaba profundamente preocupado, cuando de verdad necesitaba consejo del Dios de Moisés y Abraham, del que viajaba como columna de humo en el día y como columna de fuego en la noche, Lester pronunciaba su parte de la conversación con un gruñido grave que lo hacía parecer un perro a punto de atacar a un intruso. Él no era consciente de eso porque en su vida no había nadie que lo oyera rezar. Piper Libby era una viuda que había perdido a su marido y a sus dos hijos pequeños en un accidente hacía tres años; Lester Coggins era un solterón que de adolescente había tenido pesadillas en las que se masturbaba y, al levantar la vista, veía a María Magdalena en la puerta de su habitación.
La iglesia era casi tan nueva como el generador y estaba construida con madera de arce rojo muy cara. También era sencilla, rayando en la austeridad. Tras la espalda desnuda de Lester, una triple hilera de bancos se extendía bajo un techo de vigas vistas. Delante de él se hallaba el púlpito: nada más que un atril con una Biblia y una gran cruz de secuoya colgada sobre un manto drapeado de regio púrpura. La galería del coro estaba arriba a la derecha, con instrumentos musicales —incluida la Stratocaster que el propio Lester tocaba a veces— agrupados en un extremo.
—Dios, escucha mi súplica —dijo Lester con su grave gruñido de «estoy rezando de verdad». En una mano aferraba un pesado trozo de cuerda en el que había hecho doce nudos, uno por cada discípulo. El noveno nudo (el que representaba a Judas) estaba pintado de negro—. Dios, escucha mi súplica, te lo ruego en nombre de Jesús, crucificado y resurrecto.
Empezó a latigarse la espalda con la cuerda, primero por encima del hombro izquierdo y después por encima del derecho, alzando y flexionando su brazo con soltura. Sus bíceps y deltoides, nada despreciables, comenzaron a manar sudor. Cuando golpeaba su piel, llena ya de cicatrices, la cuerda anudada producía el sonido de un sacudidor de alfombras. Lo había hecho muchas veces antes, pero nunca con tanta fuerza.
—¡Dios escucha mi súplica! ¡Dios escucha mi súplica! ¡Dios escucha mi súplica! ¡Dios escucha mi súplica!
Zas y zas y zas y zas. Un ardor como de fuego, como de ortigas. Se iba hundiendo por las autopistas y las sendas de sus miserables nervios humanos. Horrible y a la vez horriblemente placentero.
—Señor, en este pueblo hemos pecado y yo soy el mayor de los pecadores. Escuché a Jim Rennie y creí sus mentiras. Sí, creí, y este es el precio, y sucede ahora como sucedió antaño. No es uno solo quien paga el pecado de ese uno, sino muchos. Tu ira es lenta, pero cuando llega, tu ira es como las tormentas que arrasan un campo de trigo: aplastan no solo un tallo o una veintena, sino todos. He sembrado vientos y recojo tempestades, no solo para uno sino para muchos.
Había otros pecados y otros pecadores en Mills —lo sabía, no era tan inocente, maldecían y bailaban y practicaban el sexo y tomaban drogas de las que él sabía demasiado—, y estaba claro que merecían ser castigados, ser flagelados, pero eso sucedía en todos los pueblos, sin duda, y aquel era el único que había sido designado para ese terrible acto de Dios.
Y aun así… aun así… ¿era posible que esa extraña maldición no hubiera sido causada por el pecado que él había cometido? Sí. Posible. Aunque no probable.
—Señor, necesito saber qué debo hacer. Me hallo en una encrucijada. Si tu voluntad es que mañana por la mañana me suba a este púlpito y confiese lo que ese hombre me contó… los pecados en los que hemos participado juntos, los pecados en los que he participado yo solo… entonces lo haré. Pero eso sería el final de mi sacerdocio, y me resulta difícil creer que sea esa tu voluntad en un momento tan crucial. Si tu voluntad es que espere… que espere a ver qué sucede a continuación… que espere y rece junto a mi rebaño para vernos libres de esta carga… entonces lo haré. Tu voluntad se cumplirá, Señor. Ahora y siempre.
Detuvo sus flagelaciones (sentía unos hilillos cálidos y reconfortantes que le corrían por la espalda desnuda; varios nudos de la cuerda habían empezado a teñirse de rojo) y alzó su rostro cubierto de lágrimas, hacia el techo de vigas vistas.
—Porque esta gente me necesita, Señor. Tú sabes que me necesitan, ahora más que nunca. Así que… si tu voluntad es que aparte este cáliz de mis labios… por favor, hazme una señal.
Esperó. Y he aquí lo que Dios nuestro Señor le dijo a Lester Coggins:
—Te daré una señal. Ve a esa tu Biblia, tal como hacías cuando niño, después de esos sucios sueños tuyos.
—Ahora mismo —dijo Lester—. Ya mismo.
Se colgó la cuerda anudada al cuello, donde imprimió una herradura de sangre que le bajaba por los hombros y el pecho, después subió al púlpito; sangre se deslizaba por el surco de la columna y humedecía la cinturilla elástica de los pantalones.
En el púlpito, se colocó como para dar el sermón (aunque ni en sus peores pesadillas había soñado con predicar con tan escaso atuendo), cerró la Biblia que estaba allí abierta, luego cerró los ojos.
—Señor, hágase tu voluntad… Te lo ruego en el nombre de Tu Hijo, muerto en la cruz con deshonra y resurrecto con gloria.
Y el Señor dijo:
—Abre Mi Libro y mira qué ves.
Lester obedeció sus órdenes (con cuidado de no abrir la gran Biblia demasiado cerca de la mitad; aquel era un trabajo para el Antiguo Testamento como no había habido otro). Hundió el dedo en la página sin verla, después abrió los ojos y se inclinó a mirar. Era el vigésimo octavo capítulo del Deuteronomio, versículo veintiocho. Rezaba:
—«El Señor te herirá con locura, ceguera y turbación de espíritu».
La turbación de espíritu seguramente era algo bueno, pero en general aquello no resultaba alentador. Ni claro. Entonces el Señor le habló de nuevo, diciendo:
—No te detengas ahí, Lester.
Leyó el versículo veintinueve.
—«Y palparás a mediodía…».
»Sí, Señor, sí —suspiró, y siguió leyendo.
—«… como palpa el ciego en la oscuridad, y no serás prosperado en tus caminos; y no serás sino oprimido y robado todos los días, y no habrá quien te salve».
»¿Me quedaré ciego? —preguntó Lester, alzando ligeramente su voz ronca de rezo—. Oh, Dios, por favor, no hagas eso… aunque, si esa es tu voluntad…
El Señor volvió a dirigirse a él, diciendo:
—¿Es que hoy te has levantado tonto, Lester?
Abrió los ojos como platos. La voz de Dios, pero una de las frases preferidas de su madre. Un auténtico milagro.
—No, Señor, no.
—Pues vuelve a mirar. ¿Qué te estoy mostrando?
—Es algo sobre la locura. O la ceguera.
—¿Cuál de las dos consideras tú que podría ser?
Lester repasó los versículos. La única palabra que se repetía era «ciego».
—¿Es esa… Señor, es esa mi señal?
Y el Señor respondió, diciendo:
—En verdad lo es, pero no tu propia ceguera; pues ahora tus ojos ven con mayor claridad. Busca al ciego que ha caído en la locura. Cuando lo veas, debes decirle a tu congregación lo que Rennie ha estado obrando aquí, y cuál ha sido tu parte. Ambos deberéis explicaros. Hablaremos más de esto, pero de momento, Lester, ve a la cama. Estás poniendo el suelo perdido.
Lester obedeció, pero antes limpió las pequeñas salpicaduras de sangre que había dejado en la madera noble de detrás del púlpito. Lo hizo de rodillas. No rezó mientras trabajaba, pero sí meditó sobre los versículos. Se sentía mucho mejor.
Por el momento hablaría solo de forma general acerca de los pecados que podían haber hecho caer esa desconocida barrera entre Mills y el mundo exterior; pero buscaría la señal. Un hombre o una mujer ciegos que se hubieran vuelto locos, sí, en verdad.
 6


Brenda Perkins escuchaba la WCIK porque a su marido le gustaba (o le había gustado), pero jamás habría puesto un pie dentro de la iglesia del Cristo Redentor. Ella era de la Congregación hasta la médula, y se ocupaba de que su marido la acompañara.
O se había ocupado. Howie solo entraría una vez más en la Congregación. Yacería allí tumbado, sin saberlo, mientras Piper Libby pronunciaba su panegírico.
Brenda de pronto comprendió ese hecho, crudo e inmutable. Por primera vez desde que le habían dado la noticia, se soltó y se echó a llorar. A lo mejor porque en ese momento podía. En ese momento estaba sola.
En la televisión, el presidente —solemne y terriblemente viejo— estaba diciendo:
«Compatriotas americanos, queréis respuestas. Y yo prometo ofrecéroslas en cuanto las tenga. No habrá secretismo en esta cuestión. Lo que yo sepa sobre estos acontecimientos será lo que vosotros sabréis sobre estos acontecimientos. Esa es mi solemne promesa…».
—Sí, véndeme la moto —dijo Brenda, y eso la hizo llorar aún con más ganas, porque esa era una de las frases preferidas de Howie.
Apagó la tele, después tiró el mando al suelo. Le entraron ganas de pisotearlo y hacerlo pedazos, pero no lo hizo, sobre todo porque podía ver a Howie sacudiendo la cabeza y diciéndole que no fuera tonta.
Lo que hizo fue ir al pequeño estudio de su marido, con la intención de tocarlo de algún modo mientras su presencia allí todavía estuviese fresca. Necesitaba tocarlo. Fuera, en la parte de atrás, el generador seguía ronroneando. «Orondo y feliz», habría dicho Howie. A ella no le había gustado nada el gasto que había supuesto aquel trasto cuando Howie lo encargó después del 11-S («Solo por si acaso», le había dicho), pero ahora lamentaba hasta la última palabra crítica que había pronunciado al respecto. Echarlo de menos en la oscuridad habría sido aún más horrible, la soledad habría sido aún mayor.
En su escritorio no había nada más que su portátil, que estaba abierto. Como salvapantallas tenía una fotografía de un partido de la liga de béisbol infantil de hacía tiempo. Tanto Howie como Chip, que por entonces tenía once o doce años, vestían la camiseta verde de los Monarchs del Drugstore de Sanders; la foto era del año en que Howie y Rusty Everett habían llevado al equipo de Sanders a la final del estado. Chip rodeaba con los brazos a su padre y Brenda los abrazaba a ambos. Un buen día. Pero frágil. Tan frágil como una copa de cristal. ¿Quién lo hubiera dicho en aquella época, cuando todavía podían estrecharse un poco más?
Aún no había conseguido dar con Chip, y la idea de hacer esa llamada —suponiendo que fuera capaz de hacerla— la destrozaba por completo. Se arrodilló entre sollozos junto al escritorio de su marido. No entrelazó las manos, sino que unió palma con palma, como hacía de niña, arrodillada con su pijama de franela junto a la cama para recitar el mantra de «Dios bendiga a mamá, Dios bendiga a papá, Dios bendiga a mi pececito, que todavía no tiene nombre».
—Dios, soy Brenda. No quiero que me lo devuelvas… Bueno, sí, pero ya sé que eso no puedes hacerlo. Solo dame fuerza para soportarlo, ¿quieres? Y me pregunto si quizá… No sé si será una blasfemia o no, seguramente lo es, pero me pregunto si podrías dejarle hablar conmigo una vez más. O a lo mejor dejar que me toque una vez más, como ha hecho esta mañana.
Al pensarlo —los dedos de él sobre su piel a la luz del sol— lloró más fuerte.
—Ya sé que lo tuyo no son los espíritus… salvo, claro está, el Espíritu Santo… pero ¿y en un sueño? Sé que es mucho pedir, pero… ay, Dios, esta noche siento dentro un vacío enorme. No sabía que una persona pudiera albergar tales vacíos, y me da miedo caer en él. Si haces esto por mí, yo haré algo por ti. Lo único que tienes que hacer es pedírmelo. Por favor, Dios, solo una caricia. O una palabra. Aunque sea en un sueño. —Una inspiración profunda, llorosa—. Gracias. Hágase tu voluntad, desde luego. Me guste a mí o no. —Rió con debilidad—. Amén.
Abrió los ojos y se puso en pie agarrándose al escritorio para no caerse. Una mano rozó el ordenador y la pantalla se encendió al instante. Él siempre olvidaba apagarlo, pero al menos lo dejaba enchufado para que no se le agotara la batería. Y tenía el escritorio mucho más ordenado que ella, siempre abarrotado de descargas y notas adhesivas electrónicas. En el portátil de Howie solo había tres carpetas ordenadamente dispuestas bajo el icono del disco duro: ACTUAL, donde guardaba los informes de las investigaciones abiertas; TRIBUNALES, donde guardaba una lista de quién (él incluido) tenía que ir a testificar, y dónde, y por qué. La tercera carpeta era RECTORÍA MORIN ST., donde guardaba todo lo que tuviera que ver con la casa. Se le ocurrió que si abría esa última a lo mejor encontraba algo sobre el generador; necesitaba informarse para poder mantenerlo en funcionamiento tanto tiempo como fuera posible. Henry Morrison, de la policía, seguramente estaría encantado de cambiarle la bombona de propano, pero ¿y si no tenía de repuesto? Si se daba el caso, compraría más en Burpee’s o en la gasolinera antes de que se acabaran todas.
Puso el dedo en el botón del ratón, después se detuvo. En la pantalla había una cuarta carpeta acechando mucho más abajo, en la esquina de la izquierda. Nunca la había visto. Brenda intentó recordar la última vez que había echado un vistazo en el escritorio de ese ordenador, pero no lo consiguió.
VADER, ponía en la carpeta.
Bueno, solo había una persona en el pueblo a quien Howie llamara Vader (de Darth Vader): Big Jim Rennie.
Con curiosidad, movió el cursor hasta esa carpeta e hizo doble clic en ella, preguntándose si estaría protegida con una contraseña.
Lo estaba. Lo intentó con WILDCATS, que era la que abría la carpeta de ACTUAL (Howie no se había molestado en proteger TRIBUNALES), y funcionó. En la carpeta había dos archivos. Uno tenía por nombre «Investigación abierta». El otro era un documento PDF titulado «Carta del FGEM». En la jerga de Howie, eso significaba Fiscal General del Estado de Maine. Hizo doble clic.
Brenda ojeó la carta del FG con creciente asombro mientras las lágrimas se le secaban en las mejillas. Lo primero en lo que se detuvo su mirada fue en el saludo: nada de «Estimado jefe Perkins», sino «Querido Duke».
Aunque la carta estaba redactada en jerga legal y no en la de Howie, había ciertas frases que saltaban a los ojos como si estuvieran escritas en negrita. Malversación de bienes y servicios municipales era la primera. La implicación del concejal Sanders parece prácticamente segura era la siguiente. Después, Esta conducta criminal está más extendida y arraigada de lo que podíamos haber imaginado hace tres meses.
Y cerca del final, con aspecto de estar escrito no solo en negrita sino en mayúsculas: FABRICACIÓN Y VENTA DE ESTUPEFACIENTES ILEGALES.
Parecía que sus oraciones habían sido respondidas, y de una forma completamente inesperada. Brenda se sentó en la silla de Howie, hizo clic sobre «Investigación abierta», dentro de VADER, y dejó que su difunto marido le hablara.
 7


El presidente puso punto final a su discurso —generoso en consuelo, escaso en información— a las 00.21 de la noche. Rusty Everett estuvo viéndolo en la sala del tercer piso del hospital, comprobó los cuadros clínicos una última vez y se fue a casa. A lo largo de su carrera médica había vivido días en los que había terminado más cansado que ese, pero nunca se había sentido más desalentado ni preocupado por el futuro.
La casa estaba a oscuras. Linda y él habían hablado el año anterior (y el anterior) de comprar un generador, porque Chester’s Mills siempre se quedaba sin electricidad cuatro o cinco días todos los inviernos, y normalmente un par de veces en verano; la compañía eléctrica de Western Maine no era el proveedor de servicios más fiable del mundo. La conclusión había sido que no podían permitírselo. Tal vez si Lin estuviera a tiempo completo en la poli… pero ninguno de los dos quería eso con las niñas todavía pequeñas.
Al menos tenemos una buena caldera y un montonazo de leña. Si la necesitamos.
En la guantera había una linterna, pero cuando la encendió solo emitió un débil haz durante cinco segundos y luego se apagó. Rusty masculló una obscenidad y se recordó que al día siguiente tenía que hacer acopio de pilas… al día siguiente no, ese día, en ese momento. Suponiendo que las tiendas estuvieran abiertas.
Si después de doce años no soy capaz de moverme por aquí, es que soy un poco burro.
Sí, bueno. Sí que se sentía un poco burro esa noche. Y estaba claro que también olía a animal. A lo mejor una ducha antes de acostarse…
Pero no. No había corriente, no había agua caliente.
Era una noche despejada y, aunque no había luna, sí había mil millones de estrellas encima de la casa, y tenían el mismo aspecto de siempre. A lo mejor allí arriba no había barrera. El presidente no había dicho nada al respecto, así que a lo mejor la gente que estaba al cargo de la investigación aún no lo sabía. Si Mills se encontraba en el fondo de un pozo recién creado en lugar de atrapado bajo una extraña campana de vidrio, a lo mejor habría solución. El gobierno podría lanzarles suministros por vía aérea. Seguro que si el país podía gastarse cientos de miles de millones en rescatar a empresas en apuros, también podría permitirse lanzar en paracaídas unos cuantos pastelitos prehorneados Pop-Tarts y un par de generadores.
Subió los escalones del porche mientras sacaba las llaves de casa, pero al llegar a la puerta vio algo colgando encima de la cerradura. Se inclinó para acercarse, entrecerrando los ojos, y sonrió. Era una minilinterna. En las Ofertas del Final del Verano de Burpee’s, Linda había comprado seis por cinco pavos. En ese momento a él le había parecido un gasto tonto, aún recordaba haber pensado: Las mujeres compran cosas en los saldos por la misma razón por la que los hombres escalan montañas: porque están ahí.
Del extremo de la linterna colgaba una cadenilla metálica. Atado a ella había un cordón de una de sus viejas zapatillas de tenis. Había una nota sujeta al cordón. La arrancó y enfocó la linterna hacia ella.
Hola, cielo. Espero que estés bien. Las dos J por fin han caído rendidas para toda la noche. Estaban preocupadas e inquietas, pero al final se han quedado KO. Mañana estaré de servicio todo el día, y será todo el día, de 7 a 7, eso me ha dicho Peter Randolph (nuestro nuevo jefe, GRRR). Marta Edmunds ha dicho que se puede quedar con las niñas, así que bendita sea Marta. Intenta no despertarme. (Aunque igual no estoy dormida). Me temo que nos esperan días difíciles, pero intentaremos superarlo. En la despensa hay un montón de comida, gracias a Dios.
Cariñín, sé que estás cansado, pero ¿sacarás a pasear a Audrey? Todavía hace «eso de los gañidos». ¿Puede ser que supiera que iba a pasar esto? Dicen que los perros pueden presentir los terremotos, así que a lo mejor…
Judy y Jannie dicen que quieren a su papá. Yo también.
Ya encontraremos algún momento para hablar mañana, ¿verdad? Hablar y hacer balance.
Estoy algo asustada.
Lin

Él también estaba asustado, y no le gustaba la idea de que su mujer tuviese que trabajar doce horas al día siguiente cuando él probablemente estaría haciendo un turno de dieciséis o más. Tampoco le gustaba que Judy y Janelle se pasaran un día entero con Marta cuando no había duda de que también ellas estaban asustadas.
Sin embargo, lo que menos le gustaba era la idea de tener que sacar a pasear a su golden retriever casi a la una de la madrugada. Pensó que era posible que la perra hubiera presentido la llegada de la barrera; sabía que los perros eran sensibles a muchos fenómenos inminentes, no solo a los terremotos. Pero en tal caso ya tendría que haber dejado de hacer lo que Linda y él llamaban «eso de los gañidos», ¿no? Los otros perros del pueblo habían estado callados como tumbas mientras él volvía a casa esa noche. Ni ladridos ni aullidos. Tampoco había oído a nadie más explicando que su perro hiciera «eso de los gañidos».
A lo mejor está dormida en la cama que tiene junto a la caldera, pensó mientras abría la puerta de la cocina.
Audrey no dormía. Enseguida se le acercó, no saltando de alegría como solía hacer —¡Ya has vuelto! ¡Ya has vuelto! ¡Oh, gracias a Dios que has vuelto!—, sino sigilosamente, casi a hurtadillas, con la cola escondida entre las patas, como si esperara un golpe (que nunca había recibido) en lugar de unas palmaditas en la cabeza. Y sí, otra vez estaba haciendo «eso de los gañidos». La verdad es que lo hacía desde antes de la barrera. Lo dejó durante un par de semanas y, cuando Rusty esperaba que hubiera pasado, empezó de nuevo, a veces flojito, a veces muy alto. Esa noche era muy alto… o a lo mejor solo lo parecía por la oscuridad que reinaba en la cocina, donde los indicadores digitales de la caldera y el microondas estaban apagados y la luz que Linda siempre le dejaba encendida sobre el fregadero no estaba iluminada.
—Vale ya, chica —dijo—. Vas a despertar a toda la casa.
Pero Audrey no paraba. Le daba suaves topetazos con la cabeza en las rodillas y miraba hacia arriba a través del reluciente y estrecho haz de luz que él sostenía con la mano derecha. Habría jurado que era una mirada de súplica.
—Está bien —dijo—. Está bien, está bien. De paseo.
La correa colgaba de un gancho junto a la puerta de la despensa. Al ir a cogerla (colgándose la linterna al cuello por el cordón de la zapatilla), Audrey se deslizó delante de él, más como un gato que como un perro. De no ser por la linterna, podría haberlo hecho caer y acabar a lo grande aquel día de mierda.
—Espera un minuto, solo un minuto, espera.
Pero ella le ladró y reculó.
—¡Chis! ¡Audrey, chis!
En lugar de callarse, la perra volvió a ladrar. Sonaba escandalosamente fuerte en la casa dormida. Rusty se sobresaltó y se echó hacia atrás. Audrey salió disparada hacia delante, le agarró la pernera de los pantalones con los dientes y empezó a recular hacia el pasillo, intentando tirar de él.
Intrigado, Rusty se dejó llevar. Al ver que la seguía, Audrey lo soltó y corrió hacia la escalera. Subió dos peldaños, miró atrás y volvió a ladrar.
Arriba se encendió una luz, en su dormitorio.
—¿Rusty? —Era Lin, con voz adormilada.
—Sí, soy yo —respondió él, hablando lo más bajo que podía—. En realidad es Audrey.
Siguió a la perra escalera arriba. En lugar de avanzar con su habitual trote entusiasta, Audrey no hacía más que mirar atrás. Para los que tienen perros, a veces las expresiones de sus animales resultan perfectamente claras, y lo que Rusty veía en ese momento era angustia. Audrey tenía las orejas gachas, la cola escondida todavía entre las patas. Si aquello era «eso de los gañidos», había pasado a un nuevo nivel. Rusty de pronto se preguntó si no habría un intruso en la casa. La puerta de la cocina estaba cerrada, Lin no solía dejar ninguna puerta abierta cuando se quedaba sola con las niñas, pero…
Linda salió y se acercó hasta lo alto de la escalera anudándose un albornoz blanco. Audrey la vio y volvió a ladrar. Un ladrido de «quita de en medio».
—¡Audi, vale ya! —dijo Lin, pero Audrey pasó corriendo junto a ella y le golpeó la pierna derecha con fuerza suficiente para empujarla contra la pared. Luego la golden retriever corrió por el pasillo hacia la habitación de las niñas, donde todo seguía en calma.
Lin sacó su propia minilinterna de un bolsillo del albornoz.
—Cielos, pero ¿qué…?
—Creo que será mejor que vuelvas al dormitorio —dijo Rusty.
—¡Y un cuerno! —Corrió por el pasillo por delante de él. El brillante haz de la pequeña linterna saltaba arriba y abajo.
Las niñas tenían siete y cinco años, y hacía poco que habían entrado en lo que Lin llamaba «la fase de intimidad femenina». Audrey llegó a la puerta de su habitación, se irguió sobre las patas traseras y empezó a arañar la puerta con las delanteras.
Rusty alcanzó a Lin justo cuando abría. Audrey entró de un salto, sin mirar siquiera la cama de Judy. De todos modos, la pequeña de cinco años dormía profundamente.
Janelle no estaba dormida. Tampoco estaba despierta. Rusty lo comprendió todo en cuanto los dos haces de las linternas convergieron sobre ella, y se maldijo por no haberse dado cuenta antes de lo que estaba sucediendo, de lo que debía de haber estado sucediendo desde agosto, o quizá incluso desde julio. Porque el comportamiento de Audrey —«eso de los gañidos»— estaba bien fundado. Rusty sencillamente no había sabido ver la verdad a pesar de tenerla delante de las narices.
Janelle, con los ojos abiertos pero enseñando solo el blanco, no tenía convulsiones —gracias a Dios—, pero le temblaba todo el cuerpo. Se había destapado, seguramente al empezar todo, y en el doble haz de las linternas su padre vio una mancha de humedad en los pantalones del pijama. Las puntas de sus dedos se movían como si estuviera calentando para tocar el piano.
Audrey se sentó junto a la cama, miraba a su pequeña ama con absorta atención.
—¿Qué le está pasando? —gritó Linda.
En la otra cama, Judy se movió y habló.
—¿Mamá? ¿Ya es el deyasuno? ¿He perdido el autobús?
—Está sufriendo un ataque —dijo Rusty.
—¡Pues ayúdala! —gritó Linda—. ¡Haz algo! ¿Se está muriendo?
—No —dijo Rusty.
La parte de su cerebro que seguía siendo analítica sabía que aquello era casi con toda seguridad un petit mal, como debían de haberlo sido los otros, porque de otro modo se habrían dado cuenta antes. Sin embargo, la cosa cambiaba cuando le pasaba a uno de los tuyos.
Judy se sentó de golpe en la cama, muy erguida, esparciendo animales de peluche por todas partes. Tenía los ojos abiertos y aterrorizados, y no la consoló mucho que Linda la arrancara de las sábanas y le apretara las manos entre las de ella.
—¡Haz que pare! ¡Haz que pare, Rusty!
Si era un petit mal, pararía solo.
Por favor, Dios, haz que pare solo, pensó.
Puso las manos a ambos lados de la cabeza temblorosa y vibrante de Jan e intentó volverla hacia arriba para asegurarse de que tenía las vías respiratorias despejadas. Al principio no lo consiguió… esa maldita almohada de espuma se lo impedía. La tiró al suelo. Al caer le dio a Audrey, pero la perra ni se movió, siguió allí con la mirada fija.
Rusty logró entonces inclinar la cabeza de Jannie un poco hacia atrás y por fin la oyó respirar. No era una respiración rápida; tampoco se oían ásperas inspiraciones por falta de oxígeno.
—Mamá, ¿qué le pasa a Jan-Jan? —preguntó Judy, echándose a llorar—. ¿Está loca? ¿Está mala?
—No está loca y solo está un poco malita. —Rusty se sorprendió de lo calmado que había sonado—. ¿Por qué no bajas con mamá al…?
—¡No! —gritaron las dos a la vez, en una perfecta armonía a dos voces.
—Vale —repuso él—, pero tenéis que estaros calladas. No la asustéis cuando se despierte, porque es muy probable que ya esté muy asustada.
»Un poquito asustada —se corrigió—. Audi, buena chica. Has sido muy, pero que muy buena chica.
Semejantes halagos solían llevar a Audrey a un paroxismo de júbilo, pero esa noche no. Ni siquiera meneó la cola. Entonces, de súbito, la golden retriever soltó un pequeño ladrido y se tumbó, apoyando el morro sobre una pata. Segundos después, Jan dejó de temblar y cerró los ojos.
—Venga ya… —dijo Rusty.
—¿Qué? —Linda estaba sentada en el borde de la cama de Judy con la niña en el regazo—. ¡¿Qué?!
—Ya ha pasado —dijo Rusty.
Pero no era verdad. No del todo. Cuando Jannie abrió los ojos otra vez, volvían a estar en su sitio, pero no lo veían.
—¡La Gran Calabaza! —exclamó Janelle—. ¡Es culpa de la Gran Calabaza! ¡Tienes que parar a la Gran Calabaza!
Rusty la zarandeó un poco.
—Estabas soñando, Jannie. Supongo que era una pesadilla, pero ya ha terminado y estás bien.
Aún tardó un momento en volver del todo en sí, aunque movía los ojos y él sabía que por fin lo veía y lo oía.
—¡Que pare ya Halloween, papá! ¡Tienes que parar Halloween!
—Vale, cariño, lo pararé. Halloween queda cancelado. Del todo.
La niña parpadeó, después alzó una mano para apartarse las greñas de pelo sudoroso de la frente.
—¿Qué? ¿Por qué? ¡Yo iba a ir de princesa Leia! ¿Es que todo tiene que salirme mal en la vida? —Se echó a llorar.
Linda se acercó —Judy correteó tras ella, agarrándose al albornoz de su madre— y abrazó a Janelle.
—Claro que podrás disfrazarte de princesa Leia, tesorito, te lo prometo.
Jan miraba a sus padres con desconcierto, recelo y cada vez más miedo.
—¿Qué hacéis vosotros aquí? Y ¿por qué está ella levantada? —Señalaba a Judy.
—Te has hecho pis en la cama —dijo Judy con petulancia y, cuando Jan se dio cuenta (se dio cuenta y lloró con más ganas), Rusty tuvo que frenar el impulso de darle a Judy un buen cachete. Normalmente se sentía un padre bastante progresista (sobre todo en comparación con los padres que a veces acudían al centro de salud arrastrando a sus niños con un brazo roto o un ojo morado), pero esa noche no.
—No importa —dijo Rusty, abrazando a Jan con fuerza—. No ha sido culpa tuya. Has tenido un problemita, pero ahora ya ha pasado.
—¿Tendrá que ir al hospital? —preguntó Linda.
—Solo al centro de salud, pero esta noche no. Mañana por la mañana. Mañana la curaré con el medicamento adecuado.
—¡INYECCIONES NO! —gritó Jannie, y lloró aún más fuerte.
A Rusty le encantó ese sonido. Era un sonido sano. Fuerte.
—Inyecciones no, cariño. Pastillas.
—¿Estás seguro? —preguntó Linda.
Rusty miró a su perra, que estaba apaciblemente tumbada con el morro sobre una pata, ajena a todo aquel drama.
—Audrey está segura —dijo—. Pero será mejor que esta noche duerma aquí con las niñas.
—¡Bien! —exclamó Judy. Se arrodilló y abrazó a Audi con desmesura.
Rusty rodeó a su mujer con un brazo. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro, como si estuviera demasiado cansada para sostenerla más tiempo en alto.
—¿Por qué ahora? —preguntó—. ¿Por qué ahora?
—No lo sé. Tú da gracias por que no haya sido más que un petit mal.
En ese sentido, sus oraciones habían sido escuchadas.



LOCURA, CEGUERA, TURBACIÓN DE ESPÍRITU


 1


Joe «el Espantapájaros» no se levantó temprano; estuvo levantado hasta tarde. Toda la noche, en realidad.
Estamos hablando de Joseph McClatchey, de trece años de edad, también conocido como el Rey de los Empollones y Skeletor, residente en el 19 de Mills Street. Con su uno noventa de altura y sus sesenta y ocho kilos de peso, era, efectivamente, esquelético. Además, era un auténtico cerebrín. Joe seguía en octavo solo porque sus padres estaban rotundamente en contra de la práctica de «saltarse cursos».
A Joe no le importaba. Sus amigos (para ser un genio enclenque de trece años, tenía una cantidad sorprendente de amigos) estaban allí. Además, los deberes estaban tirados y había un montón de ordenadores con los que pasar el rato; en Maine, todos los alumnos de secundaria tenían uno. Algunas de las mejores páginas web estaban bloqueadas, por supuesto, pero Joe no había tardado mucho en conseguir librarse de esas insignificantes molestias. Estaba encantado de compartir la información con sus colegas, dos de los cuales eran esos intrépidos destrozatablas de Norrie Calvert y Benny Drake. (Benny disfrutaba sobre todo recorriendo la página de Rubias con Braguitas Blancas durante su sesión diaria de biblioteca). Esos actos de generosidad explicaban sin duda parte de la popularidad de Joe, pero no toda; los chavales creían que molaba. La pegatina que llevaba en la mochila seguramente era lo que más se acercaba a explicar el porqué. Decía REVÉLATE CONTRA LOS QUE MANDAN.
Joe era un alumno de todo sobresalientes, un pívot digno de confianza y a veces brillante del equipo de baloncesto del instituto (¡un jugador de séptimo!) y un futbolista de miedo. Sabía hacerles cosquillas a las teclas del piano y dos años antes había ganado el segundo premio del Concurso Municipal de Talentos Navideños anual con una hilarante y despreocupada coreografía del Redneck Woman de Gretchen Wilson. Consiguió que todos los adultos presentes aplaudieran y se carcajearan. Lissa Jamieson, encargada de la biblioteca municipal, dijo que el chico podría ganarse la vida con eso si le apetecía, pero ser un Napoleon Dynamite de mayor no era la ambición de Joe.
«Estaba amañado», había dicho Sam McClatchey, toqueteando con tristeza la medalla del segundo puesto de su hijo. Probablemente era verdad; el ganador de ese año había sido Dougie Twitchell, que casualmente era el hermano de la tercera concejala. Twitch había hecho malabarismos con una docena de mazas mientras cantaba «Moon River».
A Joe no le importaba si lo habían amañado o no. Había perdido el interés en el baile igual que perdía el interés en la mayoría de las cosas en cuanto las dominaba hasta cierto punto. Incluso su amor por el baloncesto, que como alumno de quinto había supuesto que sería eterno, empezaba a desvanecerse.
Solo su pasión por internet, esa galaxia electrónica de posibilidades infinitas, parecía no pesarle.
Su mayor ambición, que ni siquiera sus padres conocían, era llegar a ser presidente de Estados Unidos. A lo mejor, pensaba a veces, hago el número de Napoleon Dynamite en mi investidura. Esa chorrada estaría en YouTube toda la eternidad.
La primera noche de la Cúpula, Joe la pasó toda entera en internet. Los McClatchey no tenían generador, pero el portátil de Joe estaba cargado y listo para la acción. Además, disponía de media docena de baterías de repuesto. Había animado a los otros siete u ocho niños de su club informático informal a que también tuvieran recambios a mano, y sabía dónde había más si las necesitaba. Tal vez no hicieran falta; la escuela tenía un generador cojonudo y creía que podría recargar allí sin problema. Aunque acabaran cerrando la Secundaria de Mills, el señor Allnut, el conserje, seguro que le echaría un cable; el señor Allnut también era un fan de rubiasconbraguitasblancas.com. Por no hablar de las descargas de música country que Joe «el Espantapájaros» le conseguía gratis.
Esa primera noche, Joe estuvo a punto de fundir su conexión wifi yendo de blog en blog con la acrobática agilidad de un sapo saltando sobre rocas calientes. Cada blog era más funesto que el anterior. Los hechos escaseaban; proliferaban las teorías conspirativas. Joe estaba de acuerdo con sus padres, que llamaban «los pirados del casco de papel de aluminio» a los seguidores de las teorías de la conspiración más estrafalarias que vivían en (y para) internet, pero él también creía en la idea de que si estás viendo un montón de estiércol tiene que haber un poni cerca.
Cuando el día de la Cúpula se convirtió en el día Dos, todos los blogs insinuaban lo mismo: el poni en este caso no eran terroristas, ni invasores del espacio ni el Gran Cthulhu, sino el viejo complejo militar-industrial de toda la vida. Los detalles variaban de una página a otra, pero había tres teorías básicas que estaban en todas. Una era que la Cúpula era una especie de experimento cruel que utilizaba a los habitantes de Chester’s Mills como conejillos de Indias. Otra decía que era un experimento que había salido mal y estaba fuera de control («Exactamente igual que en la película La niebla», escribía un blogger). Una tercera teoría decía que no era ni mucho menos un experimento, sino un pretexto creado con frialdad para justificar una guerra con los enemigos declarados de Estados Unidos. «¡Y GANAREMOS!», escribía yaDeciaYo87. «Porque con esta nueva arma ¿QUIÉN SE NOS VA A RESISTIR? Amigos, ¡¡¡¡NOS HEMOS CONVERTIDO EN LOS NEW ENGLAND PATRIOTS DE LAS NACIONES!!!!».
Joe no sabía cuál de esas teorías era la verdadera, si es que alguna lo era. En realidad no le importaba. Lo que le importaba era su común denominador: el gobierno.
Había llegado la hora de montar una manifestación, y la encabezaría él, faltaría más. Dentro de la ciudad no, sino en la carretera 119, donde más daño podían hacerle directamente al opresor. Al principio tal vez solo serían los chicos de Joe, pero la cosa crecería. No le cabía ninguna duda. El opresor seguramente seguiría manteniendo a distancia a la prensa acreditada, pero, aun a sus trece años de edad, Joe era lo bastante listo para saber que eso no tenía importancia. Porque había personas dentro de esos uniformes, y cerebros pensantes detrás de esos rostros inexpresivos, por lo menos de algunos. La presencia militar en bloque podía dar forma al opresor, pero habría individuos escondidos dentro de ese bloque, y algunos de ellos serían bloggers secretos. Ellos harían correr la voz, y algunos seguramente acompañarían sus informes con fotografías hechas con la cámara del móvil: Joe McClatchey y sus amigos sosteniendo carteles que dirían BASTA DE SECRETISMO, PARAD EL EXPERIMENTO, LIBERTAD PARA CHESTER’S MILL, etcétera, etcétera.
—También tengo que repartir carteles por el pueblo —murmuró.
Pero eso no sería ningún problema. Todos sus chicos tenían impresora. Y bicis.
Joe «el Espantapájaros» empezó a enviar correos electrónicos con las primeras luces del alba. Pronto haría la ronda con su bicicleta y reclutaría a Benny Drake para que lo ayudara. A lo mejor también a Norrie Calvert. Los miembros de la pandilla de Joe solían levantarse tarde el fin de semana, pero Joe pensó que en el pueblo todo el mundo se levantaría temprano esa mañana. Estaba claro que el opresor no tardaría en cortar internet, como había hecho con los teléfonos, pero de momento era el arma de Joe, el arma de la gente.
Había llegado la hora de rebelarse contra los que mandaban.
 2


—Amigos, levantad las manos —dijo Peter Randolph.
De pie ante sus nuevos reclutas, estaba cansado y tenía ojeras, pero al mismo tiempo sentía una especie de felicidad macabra. El coche patrulla verde del jefe estaba en el aparcamiento del parque automovilístico, con el depósito lleno y listo para la acción. Ahora era suyo.
Los nuevos reclutas —Randolph había pensado llamarlos Ayudantes Especiales en su informe oficial para los concejales— alzaron las manos obedientemente. Eran cinco, y uno no era un «amigo» sino una joven robusta que se llamaba Georgia Roux. Era peluquera en paro y novia de Carter Thibodeau. Junior le había sugerido a su padre que probablemente iría bien incluir a una mujer para tener a todo el mundo contento, y Big Jim accedió de inmediato. Al principio Randolph se había resistido a la idea, pero cuando Big Jim agasajó al nuevo jefe con su sonrisa más feroz, Randolph cedió.
Además, mientras les tomaba juramento (bajo la mirada de parte de sus fuerzas regulares en calidad de público), tuvo que admitir para sí que realmente parecían bastante duros. Junior había perdido algunos kilos durante ese verano y no se acercaba ni mucho menos al peso que había tenido como defensa en el instituto, pero todavía debía de llegar a los ochenta y cinco, y los demás, incluso la chica, eran auténticos armarios.
Estaban allí de pie, repitiendo las palabras que él decía, frase por frase: Junior en el extremo izquierdo, al lado de su amigo Frankie DeLesseps; después Thibodeau y la tal Roux; Melvin Searles el último. Searles lucía una sonrisa distraída, como si estuviera en la feria del condado. Randolph le habría borrado esa basura de la cara en un periquete si hubiera tenido tres semanas para entrenar a esos chicos (incluso una, joder), pero no las tenía.
Lo único en lo que no había cedido ante Big Jim fue en lo referente a las armas. Rennie había argumentado a su favor, insistiendo en que eran «unos jóvenes muy equilibrados y temerosos de Dios» y diciendo que él mismo estaría encantado de proporcionárselas, en caso de que fuera necesario.
Randolph había negado con la cabeza.
—La situación es demasiado inestable. Veamos primero qué tal se defienden.
—Si alguno de ellos acaba herido mientras tú ves qué tal se defienden…
—Nadie va a acabar herido, Big Jim —dijo Randolph, esperando no equivocarse—. Esto es Chester’s Mills. Si fuera Nueva York, a lo mejor las cosas serían diferentes.
 3


Entonces Randolph dijo:
—Y protegeré y serviré lo mejor que pueda a los habitantes de este pueblo.
Ellos lo repitieron con tanta dulzura como los alumnos de catequesis el día de la visita de los padres. Hasta Searles, distraído y risueño, lo dijo bien. Y tenían buena planta. No iban armados —todavía—, pero al menos llevaban walkie-talkies. También porras.
Stacey Moggin (que también iba a hacer un turno completo de patrulla) había conseguido camisas de uniforme para todos menos para Carter Thibodeau. No había encontrado nada que le fuera bien porque el chico tenía los hombros demasiado anchos, pero la sencilla camisa de trabajo azul que se había traído de casa no estaba mal. No era reglamentaria, pero estaba limpia. Y la placa plateada que llevaba sobre el bolsillo izquierdo transmitía el mensaje que había que transmitir.
Tal vez aquello funcionase.
—Con la ayuda de Dios —dijo Randolph.
—Con la ayuda de Dios —repitieron todos.
Randolph vio con el rabillo del ojo cómo se abría la puerta. Era Big Jim. Se unió a Henry Morrison, al jadeante George Frederick, a Fred Denton y a la recelosa Jackie Wettington al fondo de la sala. Rennie había ido para ver jurar a su hijo, Randolph lo sabía. Y, puesto que todavía se sentía incómodo por haberse opuesto a que los nuevos hombres llevasen armas (negarle cualquier cosa a Big Jim iba en contra de la naturaleza políticamente acomodada de Randolph), el nuevo jefe improvisó en honor del segundo concejal.
—Y no le permitiré gilipolleces a nadie.
—¡Y no le permitiré gilipolleces a nadie! —repitieron. Con entusiasmo. Esta vez todos ellos sonrientes. Ansiosos. Dispuestos a pisar las calles.
Big Jim asintió y alzó el pulgar a pesar de la palabrota. Randolph sintió que se expandía. Poco sabía él que esas palabras regresarían para torturarlo: No le permitiré gilipolleces a nadie.
 4


Cuando Julia Shumway entró esa mañana en el Sweetbriar Rose, la mayoría de los que habían ido a desayunar se habían marchado ya a la iglesia o a improvisados foros de debate en la plaza del pueblo. Eran las nueve en punto. Barbie estaba solo; ni Dodee Sanders ni Angie McCain se habían presentado, lo cual no sorprendió a nadie. Rose había ido al Food City. Anson la había acompañado. Con suerte, volverían cargados de provisiones, pero Barbie no se permitiría creerlo hasta que de verdad viera el material.
—Está cerrado hasta la hora de comer —dijo—, pero hay café.
—¿Y un rollito de canela? —preguntó Julia con ilusión.
Barbie negó la cabeza.
—Hoy Rose no ha hecho. Intenta que el generador dure el máximo.
—Parece sensato —dijo—. Solo café, entonces.
Él ya llevaba la cafetera y le sirvió.
—Pareces cansada.
—Barbie, todo el mundo parece cansado esta mañana. Y muerto de miedo.
—¿Qué tal va el periódico?
—Esperaba poder sacarlo a eso de las diez, pero parece que más bien será esta tarde. El primer Democrat extra desde que el Prestile se desbordó en 2003.
—¿Problemas de producción?
—Mientras mi generador siga en marcha, no. Solo quiero acercarme a la tienda a ver si se forma una turba. Conseguir esa parte de la historia, si es que llega a suceder. Pete Freeman ya está allí para sacar fotos.
A Barbie no le gustó la palabra «turba».
—Dios, espero que se comporten.
—Se comportarán; al fin y al cabo esto es Chester’s Mills, no Nueva York.
Barbie no estaba tan seguro de que hubiese mucha diferencia entre los ratones de ciudad y los ratones de campo en una situación de estrés, pero mantuvo la boca cerrada. Ella conocía a los locales mejor que él.
Y Julia, como si le leyera la mente:
—Claro que podría equivocarme. Por eso he enviado a Pete.
Miró alrededor. Todavía había algunas personas al principio de la barra, terminándose los huevos y el café, y por supuesto la gran mesa del fondo (la «mesa del chismorreo», en habla yanqui) también estaba llena de viejos que daban vueltas a lo ocurrido y discutían acerca de lo que sucedería a continuación. Sin embargo, tenían el centro del restaurante para ellos dos.
—Tengo que decirte un par de cosas —dijo Julia en voz baja—. Deja de revolotear haciéndote el camarero feliz y siéntate.
Barbie le hizo caso y se sirvió una taza de café. Era el culo de la cafetera y sabía a diesel… pero el culo de la cafetera era donde se concentraba el cargamento de cafeína, claro.
Julia rebuscó en el bolsillo de su vestido, sacó su móvil y se lo pasó por encima de la mesa.
—Tu hombre, Cox, ha vuelto a llamar esta mañana a las siete. Supongo que tampoco ha dormido mucho esta noche. Me ha pedido que te diera esto. No sabe que tienes uno.
Barbie dejó el teléfono donde estaba.
—Si ya espera un informe, es que ha sobrevalorado seriamente mis capacidades.
—No ha dicho eso. Ha dicho que si necesitaba hablar contigo quería poder localizarte.
Eso hizo que Barbie se decidiera. Volvió a empujar el móvil hacia ella. Julia lo cogió, no parecía sorprendida.
—También ha dicho que, si no tenías noticias suyas antes de las cinco de la tarde, lo llamaras. Nos pondrá al día. ¿Quieres el número del prefijo raro?
Barbie suspiró.
—Claro.
Ella se lo anotó en una servilleta: pequeños números prolijos.
—Me parece que van a intentar algo.
—¿El qué?
—No lo ha dicho, pero me ha dado la sensación de que tienen una serie de opciones sobre la mesa.
—Seguro que sí. ¿Qué más tienes en mente?
—¿Quién dice que tenga algo más?
—Me ha dado esa sensación —repuso él, sonriente.
—Vale, el contador Geiger.
—He pensado que hablaré de eso con Al Timmons. —Al era el conserje del ayuntamiento y un habitual del Sweetbriar Rose. Barbie se llevaba bien con él.
Julia negó con la cabeza.
—¿No? ¿Por qué no?
—¿Quieres saber quién le hizo a Al un préstamo personal sin intereses para que enviara a su hijo pequeño a la Heritage Christian University de Alabama?
—¿Jim Rennie?
—Exacto. Y vayamos ahora a por el doble o nada, donde se les puede dar la vuelta a los marcadores. Adivina quién adelantó el dinero del quitanieves Fisher de Al.
—Me parece a mí que va a ser Jim Rennie.
—Correcto. Y, puesto que tú eres la caca de perro que el concejal Rennie no consigue acabar de limpiarse del zapato, acudir a personas que están en deuda con él podría no ser buena idea. —Se inclinó hacia delante—. Pero resulta que yo sé quién tenía un juego completo de las llaves del reino: ayuntamiento, hospital, centro de salud, colegios, lo que quieras.
—¿Quién?
—Nuestro difunto jefe de policía. Y resulta que conozco muy bien a su mujer… a su viuda. No le tiene ningún aprecio a James Rennie. Más aún: sabe guardar un secreto si la convences de que hay que guardarlo.
—Julia, el cadáver de su marido aún está caliente.
Julia pensó en la pequeña y deprimente sala de la Funeraria Bowie e hizo una mueca de lástima y aversión.
—Puede, pero seguro que enseguida adquirirá la temperatura ambiente. Sé a qué te refieres y aplaudo tu compasión. Pero… —Le cogió la mano. Eso sorprendió a Barbie, pero no le desagradó—. No nos hallamos en circunstancias normales y, por muy destrozada que esté, Brenda Perkins lo sabe. Tú tienes un trabajo que hacer. Puedo convencerla de eso. Eres el hombre de dentro.
—El hombre de dentro —dijo Barbie, y de repente recibió la visita de un par de recuerdos que no eran bienvenidos: un gimnasio de Faluya y un iraquí llorando, desnudo salvo por su deshilachada kufiya. Después de ese día y de ese gimnasio, había dejado de querer ser un hombre de dentro. Y, aun así, allí lo era.
—O sea que ¿puedo…?
Hacía una mañana muy cálida para ser octubre y, aunque la puerta estaba cerrada (la gente podía salir, pero no volver a entrar), las ventanas estaban abiertas. Un estrépito metálico y hueco y un aullido de dolor entraron entonces por las ventanas que daban a Main Street. Le siguieron gritos de protesta.
Barbie y Julia se miraron por encima de sus tazas de café con idéntica expresión de sorpresa y aprehensión.
Ahora empieza, pensó Barbie. Sabía que no era verdad —había empezado el día anterior, cuando había caído la Cúpula—, pero al mismo tiempo se sentía seguro de que sí lo era.
La gente de la barra corrió hacia la puerta. Barbie se levantó y se unió a ellos, y Julia los siguió.
Calle abajo, en el lado norte de la plaza del pueblo, la campana de la torre de la Primera Iglesia Congregacional empezó a sonar, llamando a sus feligreses al oficio.
 5


Junior Rennie se sentía genial. Esa mañana no padecía ni una sombra de migraña y a su estómago le había sentado bien el desayuno. Pensó que incluso sería capaz de comer a la hora del almuerzo. Eso estaba bien. Últimamente no toleraba demasiado la comida; la mitad de las veces le bastaba mirarla para que le entraran ganas de vomitar. Pero esa mañana no. Tortitas y beicon, nena.
Si esto es el Apocalipsis, pensó, tendría que haber llegado antes.
A cada ayudante especial se le había asignado un agente oficial de tiempo completo. A Junior le había tocado Freddy Denton, y eso también estaba bien. Denton, algo calvo pero aún en buena forma a sus cincuenta años, era conocido por ser un poli duro de cojones… aunque había excepciones. Había sido presidente del Club de Apoyo de los Wildcats durante los años en que Junior jugó al fútbol americano en el instituto, y se rumoreaba que nunca le había puesto una multa a ningún jugador del equipo de fútbol del centro. Junior no podía hablar por todos ellos, pero sabía que Freddy le había pasado por alto más de una a Frankie DeLesseps, y el propio Junior había oído dos veces la vieja frase de «Por esta vez no voy a ponerte multa, pero frena un poco». A Junior podría haberle tocado Wettington, quien seguramente pensaba que a uno recién salido del banquillo conseguiría llevárselo a la cama. Tenía unas buenas tetas, pero ¿no era una pringada? No le había impresionado nada esa mirada de ojos fríos que le había dirigido después de la jura, cuando Freddy y él habían pasado por delante de ella de camino a la calle.
Aún queda algo de sitio en la despensa para ti si te da por joderme, Jackie, pensó, y se echó a reír. ¡Dios, qué bien le sentaba el calor y la luz en la cara! ¿Cuánto hacía que no se sentía tan bien?
Freddy se volvió hacia él.
—¿Algo divertido, Junes?
—Nada en especial —dijo Junior—. Solo es que estoy en racha, nada más.
Su trabajo —al menos esa mañana— era patrullar a pie por Main Street («Para anunciar nuestra presencia», había dicho Randolph), subir primero por una acera y bajar luego por la otra. Un servicio bastante agradable en el cálido sol de octubre.
Pasaban por delante de Gasolina & Alimentación Mills cuando oyeron unas voces exaltadas en el interior. Una era la de Johnny Carver, el gerente y copropietario. La otra era demasiado confusa para que Junior pudiera reconocerla, pero Freddy Denton puso ojos de exasperación.
—Es ese desharrapado de Sam Verdreaux, como que me llamo Freddy —dijo—. ¡Mierda! Y no son ni las nueve y media.
—¿Quién es Sam Verdreaux? —preguntó Junior.
La boca de Freddy se tensó, se convirtió en la línea blanca que Junior recordaba de sus días de fútbol. Era su expresión de «Joder, nos han pasado por delante». También la de «Joder, esa falta estaba mal pitada».
—Te has estado perdiendo lo mejorcito de la alta sociedad de Mills, Junes. Pero estás a punto de ser presentado.
Carver estaba diciendo:
—Ya sé que son más de las nueve, Sammy, y ya veo que tienes dinero, pero de todas formas no puedo venderte vino. Ni esta mañana, ni esta tarde, ni esta noche. Seguramente mañana tampoco, a menos que este jaleo se resuelva. Órdenes del propio Randolph. Es el nuevo jefe de policía.
—¡Y una mierda! —respondió la otra voz, pero arrastraba tanto las palabras que a los oídos de Junior llegó en forma de «Yuna merd…»—. Pete Randolph no es más que un pedazo de mierda pegado al trasero de Duke Perkins.
—Duke ha muerto y Randolph dice que no se vende alcohol. Lo siento, Sam.
—Solo una botella de T-Bird —rezongó Sam. «Namás cuna 'tella de T-Bird»—. La necesito. Y, además, puedo pagártela. Venga. ¿Cuánto hace que compro aquí?
—Vale, a la mierda. —Aunque sonaba asqueado consigo mismo, Johnny ya se estaba volviendo hacia el estante de las cervezas y el vino, que ocupaba todo el largo de la pared, cuando Junior y Freddy avanzaron por el pasillo.
Seguramente había decidido que una botella de T-Bird era un precio muy bajo si conseguía que ese viejo borracho saliera de su tienda, sobre todo porque había unos cuantos compradores mirando y esperando ansiosos a ver cómo se desarrollarían los hechos.
El cartel escrito a mano que había sobre la caja decía NO SE VENDE ALCOHOL HASTA NUEVO AVISO, pero el muy nenaza estaba echando mano a una botella de las del centro. Ahí era donde tenía el garrafón de baratillo. Junior llevaba menos de dos horas en el cuerpo, pero sabía que aquello era mala idea. Si Carver cedía ante ese borrachuzo desgreñado, otros clientes menos desagradables exigirían el mismo privilegio.
Freddy Denton, por lo visto, pensaba lo mismo.
—No lo hagas —le dijo a Johnny Carver. Y a Verdreaux, que lo estaba mirando con los ojos rojos de un topo atrapado en un incendio en la maleza—: No sé si te quedan neuronas suficientes para leer el cartel, pero sí sé que has oído lo que te ha dicho este hombre: hoy no hay alcohol. Así que con viento fresco. Llévate tu mal olor a otra parte.
—No puede hacer eso, agente —dijo Sam, irguiéndose hasta alcanzar su metro setenta de altura. Llevaba unos pantalones de algodón mugrientos, una camiseta de Led Zeppelin y unas zapatillas viejas con la parte de atrás rota. Se diría que la última vez que se había cortado el pelo se remontaba a cuando Bush II arrasaba en las encuestas—. Tengo mis derechos. Este es un país libre. Eso dice en la Constitución de Independencia.
—La Constitución queda abolida en Mills —dijo Junior, que no sabía que sus palabras eran una profecía—. Así que apaga las velas y vámonos. —¡Dios, qué bien se sentía! ¡En apenas un día había pasado del catastrofismo total a la euforia absoluta!
—Pero…
Sam se quedó allí de pie un momento con el labio inferior temblando, intentando ofrecer más argumentos. Junior observó con desagrado y fascinación que al viejo imbécil se le humedecían los ojos. Sam extendió las manos, que le temblaban mucho más que la flácida boca. Solo tenía un argumento más que presentar, pero era difícil expresarlo delante de tanto público. Como no tenía más remedio, lo hizo.
—Lo necesito de verdad, Johnny. No es broma. Solo un poco, para dejar de temblar. Lo haré durar. Y no montaré ningún jaleo. Te lo juro por el nombre de mi madre. Me iré a casa. —Casa, para Sam «el Desharrapado», era una choza levantada en medio de un patio horripilantemente pelado y salpicado de viejas piezas de coche.
—A lo mejor debería… —empezó a decir Johnny Carver.
Freddy no le hizo caso.
—Desharrapado, en tu vida has conseguido que una botella te dure nada.
—¡No me llames así! —gritó Sam Verdreaux. Las lágrimas le anegaron los ojos y se deslizaron por sus mejillas.
—Llevas la cremallera abierta, viejo —dijo Junior, y cuando Sam miró abajo, a la bragueta de sus mugrientos pantalones, Junior le pasó un dedo por la parte inferior de la barbilla y después le pellizcó la napia. Era un truco de escuela primaria, cierto, pero no había perdido su encanto. Junior dijo incluso lo que decían entonces—: Tienes una mancha… ¡Te lo has creído!
Freddy Denton se rió. También un par de personas más. Incluso Johnny Carver sonrió, aunque en realidad no parecía querer hacerlo.
—Sal de aquí, Desharrapado —dijo Freddy—. Hace buen día. Supongo que no querrás pasarlo en una celda.
Pero algo —quizá que lo hubieran llamado Desharrapado, quizá que le hubieran pellizcado la nariz, quizá las dos cosas— había vuelto a encender parte de esa furia que había inspirado sobrecogimiento y miedo en los compañeros de Sam cuando había sido transportista de troncos en el lado canadiense de los Merimachee, hacía cuarenta años. El temblor de sus labios y sus manos desapareció, al menos por el momento. Sus ojos se clavaron en Junior, y profirió un carraspeo cargado de flemas pero indudablemente despectivo. Cuando habló, su voz ya no arrastraba las palabras.
—Que te jodan, niño. Tú no eres policía y nunca fuiste demasiado bueno jugando al fútbol. Por lo que he oído decir, ni siquiera conseguiste entrar en el equipo B de la universidad.
Luego deslizó la mirada hasta el agente Denton.
—Y tú, agente de pacotilla. El domingo es legal vender después de las nueve de la mañana. Ha sido así desde los setenta, y fin de la cuestión.
Ahora miraba a Johnny Carver. La sonrisa de Johnny había desaparecido, y los clientes que observaban la escena permanecían muy callados. Una mujer se llevó una mano a la garganta.
—Tengo dinero, de curso legal, y me voy a llevar lo que es mío.
Hizo amago de pasar tras el mostrador. Junior lo agarró por la parte de atrás de la camiseta y el trasero de los pantalones, le hizo dar media vuelta y lo lanzó contra la entrada del establecimiento.
—¡Oye! —gritó Sam cuando sus pies pedalearon por encima de los viejos tablones encerados—. ¡Quítame las manos de encima! ¡Quítame las putas manos de…!
Por la puerta y escalera abajo, Junior empujaba al viejo por delante de él. Pesaba tan poco como un saco de plumas. Y, Dios, ¡se estaba pedorreando! ¡Pum-pum-pum, como una puñetera ametralladora!
En la acera estaba aparcada la furgoneta de Stubby Norman, en cuyo lateral se leía COMPRAVENTA DE MUEBLES Y ANTIGÜEDADES A PRECIOS ESTRELLA. El propio Stubby estaba de pie junto a la furgoneta con la boca abierta. Junior no dudó. Lanzó al viejo borracho que no dejaba de farfullar de cabeza contra el lateral del vehículo. La delgada chapa emitió un melodioso ¡BONG!
A Junior no se le ocurrió que podría haber matado a ese imbécil apestoso hasta que Sam «el Desharrapado» cayó como una piedra, mitad en la acera, mitad en la cuneta. Pero hacía falta más de un empujón contra el lateral de una vieja furgoneta para matar a Sam Verdreaux. O para hacerlo callar. Soltó un grito, luego simplemente se echó a llorar. Se puso de rodillas. Unos chorretones escarlata le resbalaban por la cara desde el cuero cabelludo, donde se le había abierto una brecha. Se limpió un poco, miró la sangre sin acabar de creérselo, después enseñó sus dedos pringados.
Los transeúntes se habían quedado tan quietos que parecía que jugaban a las estatuas. Contemplaban con los ojos muy abiertos al hombre arrodillado que extendía una mano con la palma llena de sangre.
—¡Denunciaré a esta puta ciudad por brutalidad policial! —bramó Sam—. ¡Y GANARÉ!
Freddy bajó los peldaños de la tienda y se detuvo junto a Júnior.
—Venga, dilo —le dijo Junior.
—¿Que diga qué?
—Que me he pasado.
—Y una mierda. Ya has oído lo que ha dicho Pete: no le permitáis gilipolleces a nadie. Compañero, esa consigna entra en vigor aquí y ahora.
¡Compañero! El corazón de Junior saltó al oír esa palabra.
—¡No podéis echarme si tengo dinero! —despotricaba Sam—. ¡No podéis darme una paliza! ¡Soy ciudadano de Estados Unidos! ¡Nos veremos en los tribunales!
—Buena suerte —dijo Freddy—. Los tribunales están en Castle Rock y, por lo que he oído decir, la carretera que va hasta allí está cerrada.
Tiró del hombre para que se pusiera en pie. La nariz también le sangraba, y el chorro había convertido su camiseta en un babero rojo. Freddy se llevó una mano a la parte baja de la espalda para buscar unas esposas de plástico (Tengo que conseguir unas, pensó Junior con admiración). Unos instantes después estaban en las muñecas de Sam.
Freddy miró a los testigos: a los que estaban en la calle, a los que se apiñaban en la puerta de la gasolinera.
—¡Este hombre queda arrestado por alteración del orden público, desacato a agentes de la policía e intento de agresión! —exclamó con esa voz de pito que Junior recordaba bien de sus días en el campo de fútbol. Siempre lo había sacado de quicio, soltando bravatas desde la banda. Esta vez le sonó a gloria.
Supongo que estoy creciendo, pensó Junior.
—También queda arrestado por quebrantar la nueva norma que prohíbe el alcohol instaurada por el jefe Randolph. ¡Presten mucha atención! —Freddy zarandeó a Sam. El rostro y el pelo mugriento de Sam salpicaron sangre—. Estamos inmersos en una situación de crisis, amigos, pero tenemos a un nuevo sheriff en el pueblo, y se ha propuesto controlarla. Acostúmbrense a ello, acéptenlo y aprendan a quererlo. Ese es mi consejo. Si lo siguen, estoy seguro de que superaremos esta situación sin ningún problema. Si se resisten… —Señaló las manos del viejo, esposadas con plástico a su espalda.
Un par de personas incluso aplaudieron. Para Junior Rennie, aquel sonido fue como agua fresca en un día caluroso. Después, cuando Freddy obligó a caminar a Sam calle arriba, Junior sintió unos ojos que lo miraban. Fue una sensación tan clara que bien podrían haber sido unos dedos dándole golpecitos en la nuca. Se volvió y allí estaba Dale Barbara. De pie junto a la directora del periódico, mirándolo con ojos inexpresivos. Barbara, que le había dado una buena paliza aquella noche en el aparcamiento. Que les había dejado marcas a los tres antes de que la superioridad numérica por fin volviera las tornas.
Las buenas vibraciones de Junior empezaron a esfumarse. Casi podía sentirlas levantando el vuelo a través de su coronilla, como si fueran pajarillos. O murciélagos en un campanario.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó a Barbara.
—Yo tengo una pregunta mejor —dijo Julia Shumway. Lucía su tensa sonrisilla—. ¿Qué haces tú tratando con brutalidad a un hombre que pesa una cuarta parte que tú y te triplica la edad?
A Junior no se le ocurrió nada que decir. Sintió que la sangre le afluía a la cara y se expandía por sus mejillas. De repente vio a la zorra del periódico en la despensa de los McCain, haciendo compañía a Angie y a Dodee. Y a Barbara. A lo mejor tumbado encima de la zorra del periódico, como si se estuviera beneficiando a esa vieja creída.
Freddy llegó al rescate de Junior. Habló con calma. Llevaba en la cara esa expresión de policía impasible conocida en todo el mundo.
—Cualquier pregunta sobre la política de la policía debe dirigirla al nuevo jefe, señora. Mientras tanto, haría bien en recordar que, de momento, estamos solos. A veces, cuando la gente se queda sola, hay que dar ejemplo.
—A veces, cuando la gente se queda sola, hace cosas de las que más tarde se arrepiente —respondió Julia—. Normalmente cuando empiezan las investigaciones.
Las comisuras de los labios de Freddy se curvaron hacia abajo. Después empujó a Sam por la acera.
Junior miró a Barbie unos segundos más, luego dijo:
—Más vale que tengas cuidado con lo que dices cuando yo esté cerca. Y cuidado por dónde andas. —Tocó adrede su nueva y brillante placa con el pulgar—. Perkins está muerto y ahora yo soy la ley.
—Junior —dijo Barbie—, no tienes buen aspecto. ¿Te encuentras mal?
Junior lo miró con ojos un poco demasiado abiertos. Después se volvió y siguió a su nuevo compañero. Apretaba los puños.
 6


En tiempos de crisis, la gente tiende a recurrir a los consuelos habituales. Ese es el caso tanto de religiosos como de infieles. Los feligreses de Chester’s Mill no se llevaron ninguna sorpresa aquella mañana: Piper Libby habló de esperanza en la Congregación, y Lester Coggins habló del fuego infernal en el Santo Cristo Redentor. Las dos iglesias estaban abarrotadas.
La homilía de Piper era sobre el evangelio de san Juan: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros». Les dijo a los que llenaban los bancos de la Congregación que en época de crisis la oración era muy importante —el consuelo de la oración, el poder de la oración—, pero que también era importante ayudarse unos a otros, depender unos de otros y amarse unos a otros.
—Dios nos pone a prueba con cosas que no comprendemos —dijo—. A veces es con una enfermedad. A veces es con la muerte inesperada de un ser querido. —Miró con compasión a Brenda Perkins, sentada con la cabeza gacha y las manos unidas sobre el regazo de un vestido negro—. Y ahora es con una barrera inexplicable que nos ha dejado aislados del mundo exterior. No lo comprendemos, pero tampoco comprendemos la enfermedad, el dolor ni la muerte inesperada de una buena persona. Le preguntamos a Dios por qué, y en el Antiguo Testamento la respuesta es la que Él le da a Job: «¿Dónde estabas tú cuando yo creé el mundo?». En el Nuevo Testamento (con mayor claridad), es la respuesta que Jesús le da a sus discípulos: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Eso es lo que tenemos que hacer hoy y todos los días hasta que esto haya concluido: amarnos los unos a los otros. Ayudarnos los unos a los otros. Y esperar que esta prueba termine, como siempre terminan las pruebas de Dios.
La homilía de Lester Coggins era sobre los Números (una parte de la Biblia no precisamente célebre por su optimismo): «He aquí que habréis pecado ante el SEÑOR, y sabed que vuestro pecado os alcanzará».
Igual que Piper, Lester mencionó el concepto de prueba —éxito eclesiástico a lo largo de todos los líos de tres pares de cajones de la historia—, pero su tema principal fue la plaga del pecado, cómo Dios se encargaba de esas plagas, cómo parecía estrujarlas entre sus dedos igual que un hombre estrujaría un molesto grano hasta que el pus saliera propulsado cual Colgate sagrado.
Y puesto que, aun a la clara luz de una hermosa mañana de octubre, seguía más que medio convencido de que el pecado por el que estaba siendo castigado el pueblo era el suyo, Lester fue especialmente elocuente. Hubo lágrimas en muchos ojos y las exclamaciones de «¡Sí, Dios mío!» se oían desde un rincón de amenes a otro. Cuando Lester estaba tan inspirado, a veces se le ocurrían nuevas ideas brillantes mientras predicaba. Ese día se le ocurrió una y la expresó al instante, sin detenerse mucho a pensarlo. No necesitaba pensarlo. Hay cosas que son demasiado brillantes, demasiado relucientes, para no ser correctas.
—Esta tarde iré al lugar en el que la 119 choca con la misteriosa Puerta del Señor.
—¡Sí, Jesucristo! —exclamó una mujer que lloraba. Otras dieron una palmada o alzaron las manos para dar testimonio.
—Calculo que a las dos de la tarde. Iré y me arrodillaré en aquellos pastos de ganado lechero, sí, y le rezaré a Dios para que ponga fin a esta desgracia.
Esta vez las exclamaciones de «Sí, Dios mío» y «Sí, Jesucristo» y «Dios, todo lo sabe» fueron más fuertes.
—Pero antes… —Lester alzó la mano con la que se había fustigado la espalda desnuda en la oscuridad de la noche—. Antes… ¡rezaré por el PECADO que ha causado este DOLOR, este SUFRIMIENTO y esta DESGRACIA! Si estoy solo, puede que Dios no me oiga. Si vienen conmigo dos o tres, o incluso cinco personas, Dios SEGUIRÁ sin oírme, ¿podéis decir amén?
Podían. Lo hicieron. Todos ellos habían alzado las manos y las movían de un lado a otro, atrapados en aquel fervor del buen Dios.
—Pero si TODOS VOSOTROS vinierais conmigo… si todos rezáramos en círculo justo allí, sobre la hierba de Dios, bajo el cielo azul de Dios… a la vista de los soldados que dicen custodiar la obra de la recta mano de Dios… si TODOS VOSOTROS vinierais, si TODOS NOSOTROS rezáramos juntos, a lo mejor lograríamos llegar al fondo de este pecado y sacarlo a rastras hasta la luz para que allí muera, ¡y obrar un milagro de Dios todopoderoso! ¿VENDRÉIS CONMIGO? ¿OS ARRODILLARÉIS CONMIGO?
Por supuesto que irían. Por supuesto que se arrodillarían. A la gente le encanta reunirse para rezarle al Señor con sinceridad en los buenos tiempos y en los malos. Y cuando la banda atacó «Todo lo que ordene mi Dios es bueno» (en clave de sol, Lester a la guitarra solista), todos cantaron dispuestos a ganarse el Cielo.
Jim Rennie estaba allí, desde luego; fue Big Jim el que se encargó de organizar los coches para llevar a todo el mundo.
 7


 ¡BASTA DE SECRETISMO!
¡LIBERTAD PARA CHESTER’S MILL!
¡¡¡MANIFIÉSTATE!!!
¿DÓNDE? ¡En la granja lechera Dinsmore de la 119!
(Busca el CAMIÓN ACCIDENTADO y a los AGENTES DE LA OPRESIÓN MILITAR)
¿CUÁNDO? ¡14.00 HOE (Hora de la Opresión Este)!
¿QUIÉN? ¡TÚ y todos los amigos que puedas traer!
¡Diles que QUEREMOS EXPLICARLES NUESTRA HISTORIA A LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN! ¡Diles que QUEREMOS SABER QUIÉN NOS HA HECHO ESTO!
¡Y POR QUÉ!
Sobre todo, diles que ¡¡¡QUEREMOS SALIR!!!
¡Este es NUESTRO PUEBLO! ¡Tenemos que luchar por él!
¡¡¡TENEMOS QUE RECUPERARLO!!!
Tenemos carteles, pero trae el tuyo por si acaso
(y recuerda que las blasfemias son contraproducentes).
¡REVÉLATE CONTRA EL PODER!
¡CAÑA AL OPRESOR!

Comité por un Chester’s Mill Libre


 8


Si en el pueblo había un hombre que pudiera adoptar como lema personal ese viejo dicho nietzscheano de «Lo que no me mata me hace más fuerte», ese era Romeo Burpee, un currante con un aura muy de Elvis a lo Daddy Cool y botas de punta con laterales elásticos. Le debía su nombre de pila a una romántica madre francoamericana; su apellido, a un padre yanqui que se creía muy duro y era práctico hasta su rancia y tacaña médula. Romeo había sobrevivido a una infancia de crueles pullas —además de alguna que otra paliza— para acabar convirtiéndose en el hombre más rico del pueblo. (Bueno… no. Big Jim era el hombre más rico del pueblo, pero gran parte de su riqueza tenía que mantenerse oculta por necesidad). Rommie era el dueño de los almacenes independientes más grandes y más rentables del estado. Allá por los años ochenta, sus patrocinadores potenciales le dijeron que estaba loco al apostar por un nombre tan descaradamente feo como Burpee’s. La respuesta de Rommie había sido que, si el nombre no había perjudicado a Semillas Burpee, no lo perjudicaría a él. Y ahora su éxito de ventas en verano eran las camisetas que decían VEN A BURPEES A TOMAR GRANIZADOS SLURPEES. ¡Chupaos esa, banqueros sin imaginación!
En buena parte había tenido éxito porque había comprendido cuál era la gran oportunidad y la había perseguido sin detenerse ante nada. A eso de las diez del domingo por la mañana —no mucho después de haber visto cómo se llevaban a Sam «el Desharrapado» al garito de la policía—, otra gran oportunidad se presentó ante él. Como sucedía siempre si estaba uno ojo avizor.
Romeo vio a unos chicos colgando carteles. Estaban hechos con ordenador y tenían un aspecto muy profesional. Los chicos —la mayoría en bici, un par en monopatín— estaban haciendo un gran trabajo empapelando Main Street. Una manifestación de protesta en la 119. Romeo se preguntó de quién habría sido la idea.
Alcanzó a uno y se lo preguntó.
—La idea ha sido mía —dijo Joe McClatchey.
—¿Te estás quedando conmigo?
—No me estoy quedando con nadie —repuso Joe.
Rommie quiso darle cinco dólares, no hizo caso de sus protestas y se los metió en el bolsillo de atrás. Valía la pena pagar por la información. Rommie pensó que la gente iría a la manifestación de aquel chaval. Se morían por expresar su miedo, su frustración y su justificada ira.
Poco después de dejar que Joe «el Espantapájaros» siguiera su camino, Romeo oyó que la gente hablaba de un encuentro de oración que el reverendo Coggins celebraría por la tarde. La misma hora, Dios bendito; el mismo lugar, Dios bendito.
Estaba claro que era una señal. Una señal que decía OPORTUNIDAD DE VENTA AQUÍ.
Romeo fue a su establecimiento, donde el negocio estaba parado. La gente que había salido a hacer la compra de la semana se había ido al Food City o a Gasolina & Alimentación Mills. Y eran una minoría. La mayoría estaba o en la iglesia o en casa, viendo las noticias. Toby Manning, detrás de la caja, miraba la CNN en un pequeño televisor a pilas.
—Apaga a esos charlatanes y cierra caja —dijo Romeo.
—¿En serio, señor Burpee?
—Sí. Saca del almacén la carpa grande. Que te ayude Lily.
—¿La carpa de los Saldos del Verano?
—Esa misma —dijo Romeo—. Vamos a montarla en ese prado donde se estrelló la avioneta de Chuck Thompson.
—¿El campo de Alden Dinsmore? ¿Y si nos pide dinero por usarlo?
—Pues le pagamos. —Romeo ya estaba haciendo cálculos.
En sus almacenes se vendía de todo, incluso artículos de alimentación de liquidación, y en esos momentos tenía aproximadamente mil paquetes de salchichas Happy Boy de liquidación en el congelador industrial que había detrás de la tienda. Se los había comprado a la central de Happy Boy en Rhode Island (compañía ya desaparecida, un pequeño problema de microbios, aunque no la E. coli, gracias a Dios), con la intención de venderlas a turistas y lugareños que tuvieran previsto organizar una barbacoa el Cuatro de Julio. No habían tenido tan buena salida como él esperaba, por culpa de la maldita recesión, pero él de todas formas las había guardado, tozudo como un mono agarrado a un cacahuete. Y a lo mejor ahora…
Los serviremos clavados en esos palitos de jardín de Taiwán, pensó. Todavía tengo un millón de esos cabritos. Les pondremos un nombre mono, algo como Frank-A-Chups. Además, tenían algo así como un centenar de cajas de refresco en polvo de lima y de limón Yummy Tummy, otro artículo de liquidación del que esperaba deshacerse.
—Cargaremos también todas las bombonas de propano Blue Rhino. —Su mente repiqueteaba como una caja registradora, que era justo el sonido que le gustaba a Romeo.
Parecía que Toby empezaba a animarse.
—¿Qué está tramando, señor Burpee?
Rommie se puso a hacer inventario de todo lo que ya estaba a punto de anotar en sus libros como pérdida total. Esos molinetes de baratillo… las bengalas que habían sobrado del Cuatro de Julio… los caramelos rancios que había estado guardando para Halloween…
—Toby —dijo—, vamos a organizar el mayor día de campo y barbacoa que ha visto este pueblo. Muévete. Tenemos mucho que hacer.
 9


Rusty estaba haciendo la ronda en el hospital con el doctor Haskell cuando sonó el walkie-talkie que Linda había insistido en que llevara en el bolsillo.
La voz de su mujer sonaba metálica pero clara.
—Rusty, al final voy a tener que salir. Randolph dice que parece que la mitad del pueblo va a acercarse esta tarde a la barrera por la 119… unos van a rezar, otros a una manifestación. Romeo Burpee montará su carpa para vender perritos calientes, así que estate preparado para recibir una avalancha de pacientes con gastroenteritis al final del día.
Rusty gruñó.
—Al final voy a tener que dejar a las niñas con Marta. —Linda parecía a la defensiva y preocupada, una mujer que de pronto se daba cuenta de que no podía hacerse cargo de todo—. La pondré al tanto del problema de Jannie.
—Vale. —Rusty sabía que si le decía que se quedara en casa lo haría… y lo único que conseguiría con eso sería preocuparla más justo cuando su preocupación empezaba a decrecer un poco. Además, si de verdad se congregaba una muchedumbre, la necesitarían.
—Gracias —dijo—. Gracias por ser comprensivo.
—Tú acuérdate de enviar a la perra a casa de Marta con las niñas —dijo Rusty—. Ya sabes lo que ha dicho Haskell.
Esa mañana, el doctor Ron Haskell, el Mago, se había volcado en cuerpo y alma en la familia Everett. En realidad se había volcado en cuerpo y alma desde el inicio de la crisis. Rusty jamás lo habría esperado, pero se lo agradecía. Y, por las bolsas que tenía el viejo bajo los ojos y su boca marchita, vio que Haskell lo estaba pagando. El Mago era demasiado mayor para crisis médicas; últimamente su ritmo se ajustaba más a echar cabezadas en la sala de descanso del tercer piso. Sin embargo, aparte de Ginny Tomlinson y de Twitch, no quedaban más que Rusty y el Mago para defender el fuerte. Había sido lo que se dice mala suerte que la Cúpula se les hubiera venido encima una mañana tan hermosa de fin de semana, cuando todo el que podía salir del pueblo lo había hecho.
La noche anterior, Haskell, aunque rondaba los setenta, se había quedado en el hospital con Rusty hasta las once, cuando el auxiliar médico lo había sacado literalmente a empujones por la puerta, y había regresado esa mañana a las siete, cuando Rusty y Linda llegaban con sus hijas a rastras. Y también con Audrey, que parecía haber aceptado el nuevo entorno del Cathy Russell con bastante calma. Judy y Janelle habían entrado flanqueando a la gran golden retriever, acariciándola para que se sintiera tranquila. Janelle parecía muerta de miedo.
—¿Qué pasa con la perra? —preguntó Haskell, y cuando Rusty le puso al corriente, el médico asintió y le dijo a Janelle—: Vamos a echarte un vistazo, cielo.
—¿Me va a doler? —preguntó la niña, con aprensión.
—No, a menos que aceptar un caramelo después de que te mire los ojos duela.
Cuando el examen médico hubo terminado, los adultos dejaron a las dos niñas y a la perra en la sala de diagnosis y salieron al pasillo. Haskell tenía los hombros caídos. Su pelo parecía haber encanecido de la noche a la mañana.
—¿Cuál es tu diagnóstico, Rusty? —le había preguntado Haskell.
—Petit mal. Yo diría que causado por el nerviosismo y la preocupación, aunque Audi lleva haciendo «eso de los gañidos» desde hace meses.
—Cierto. Empezaremos dándole Zarontin. ¿Estás de acuerdo?
—Sí. —A Rusty le emocionó que le preguntara. Estaba empezando a lamentar algunas de las maldades que había pensado sobre Haskell.
—Y que la perra esté siempre con ella, ¿sí?
—Por supuesto.
—¿Se pondrá bien, Ron? —preguntó Linda. En aquel momento no tenía pensado ir a trabajar; había planeado pasar el día realizando actividades tranquilas con las niñas.
—Está bien —dijo Haskell—. Muchos niños padecen ataques de petit mal. La mayoría tienen solo uno o dos. Otros tienen más durante unos años y luego cesan. Rara vez se producen daños crónicos.
Linda parecía aliviada. Rusty esperó que nunca tuviera que enterarse de lo que Haskell callaba: que algunos niños desafortunados, en lugar de encontrar la salida de ese zarzal neurológico, se internaban más en él y progresaban hasta el grand mal. Y los ataques de grand mal sí podían causar daños. Podían matar.
Justo entonces, después de terminar la ronda matutina (solo media docena de pacientes y una nueva mamá sin complicaciones) y deseando tomar una taza de café antes de salir volando hacia el centro de salud, esa llamada de Linda.
—Estoy segura de que a Marta no le importará tener a Audi en casa —dijo.
—Bien. Llevarás tu walkie de poli mientras estás de servicio, ¿verdad?
—Sí. Por supuesto.
—Entonces dale tu walkie personal a Marta. Acordemos un canal de comunicación. Si a Janelle le sucediera algo, yo iría corriendo.
—Está bien. Gracias, tesorito. ¿Hay alguna posibilidad de que puedas escaparte esta tarde?
Mientras Rusty lo pensaba, vio que Dougie Twitchell llegaba por el pasillo. Llevaba un cigarrillo detrás de la oreja y caminaba con su habitual garbo de «me importa todo una mierda», pero Rusty vio preocupación en su cara.
—Es posible que consiga escaquearme una hora. No te prometo nada.
—Lo entiendo, pero sería genial verte.
—Lo mismo digo. Ten cuidado ahí fuera. Y di a la gente que no se coma esos perritos calientes. Seguramente Burpee los tenía en la nevera desde hace diez mil años.
—Eso son sus filetes de mastodonte —dijo Linda—. Cambio y corto, cielo. Te buscaré.
Rusty guardó el walkie en el bolsillo de su bata blanca y se volvió hacia Twitch.
—¿Qué pasa? Quítate ese cigarrillo de detrás de la oreja. Esto es un hospital.
Twitch se quitó el cigarrillo de donde estaba y lo miró.
—Iba a fumármelo fuera, junto al almacén.
—No es buena idea —dijo Rusty—. Ahí es donde se guardan las reservas de propano.
—Eso es lo que venía a decirte. La mayoría de los depósitos han desaparecido.
—No digas chorradas. Esos trastos son gigantescos… No recuerdo si contienen doce o veinte mil litros cada uno.
—¿Qué quieres decir? ¿Que he olvidado mirar detrás de la puerta?
Rusty empezó a frotarse las sienes.
—Si tardan… quienes sean… más de tres o cuatro días en fundir ese campo de fuerza, vamos a necesitar beaucoup de propano líquido.
—Dime algo que no sepa —apuntó Twitch—. Según la ficha de inventario de la puerta, se supone que tiene que haber siete de esos cachorritos, pero solo hay dos. —Guardó el cigarrillo en el bolsillo de su bata blanca—. He ido a ver en el otro almacén, solo para asegurarme; se me ha ocurrido que a lo mejor alguien había cambiado los depósitos de sitio…
—¿Por qué iba nadie a hacer eso?
—Qué sé yo, oh, Todopoderoso. En fin, que el otro almacén es para los suministros realmente importantes del hospital: basura de jardinería y paisajismo. Todas las herramientas siguen allí y están inventariadas, pero ha desaparecido el fertilizante.
A Rusty no le importaba el fertilizante; le importaba el propano.
—Bueno… si la cosa se pone mal, cogeremos de las existencias municipales.
—Te buscarás una bronca con Rennie.
—¿Cuando el Cathy Russell podría ser su única opción si se le colapsa su corazoncito? Lo dudo. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que pueda escaparme un rato esta tarde?
—Eso dependerá del Mago. Parece que ahora es el oficial de mayor rango.
—¿Dónde está?
—Durmiendo en la sala de descanso. Y además el cabrón ronca como un loco. ¿Quieres despertarlo?
—No —dijo Rusty—. Déjalo dormir. Ya no volveré a llamarlo el Mago. Visto lo duro que ha trabajado desde que ha aparecido esta mierda, creo que se merece algo mejor.
—Vaya, vaya, senséi. Has alcanzado un nuevo nivel de iluminación.
—Chúpamela, pequeño saltamontes —dijo Rusty.
 10


Ahora mira esto; fíjate bien.
Son las dos cuarenta de la tarde de otro estupendo y vistoso día de otoño en Chester’s Mills. Si la prensa no tuviera prohibido el acceso, estarían en el paraíso del fotoperiodismo, y no solo porque los árboles están en plena explosión de color. Los habitantes del pueblo encarcelados han migrado en masa al campo de ganado lechero de Alden Dinsmore. Alden ha negociado con Romeo Burpee unos derechos de uso: seiscientos dólares. Ambos están contentos; el granjero porque ha subido considerablemente la oferta inicial de Burpee de doscientos, Romeo porque si lo hubieran presionado habría subido hasta mil.
De los manifestantes y los que gritan «Jesucristo», Alden no ha sacado ni una triste moneda de diez centavos. Sin embargo, eso no quiere decir que no les esté cobrando; Dinsmore nació en una granja, pero no nació ayer. Cuando se le ha presentado esta oportunidad, ha delimitado una gran zona de aparcamiento al norte del lugar en el que ayer acabaron descansando los fragmentos de la avioneta de Chuck Thompson, y allí ha apostado a su mujer (Shelley), su hijo mayor (Ollie; seguro que recuerdas a Ollie) y a su jornalero (Manuel Ortega, un sin papeles que habla yanqui como si hubiera nacido allí). Alden está cobrando cinco dólares por coche, una fortuna para un lechero de tres al cuarto que lleva los últimos dos años evitando por los pelos que el Keyhole Bank le ponga las manos encima a su granja. Hay quejas por la tarifa, pero no muchas; cobran más por aparcar en la Feria de Fryeburg y, a menos que la gente quiera aparcar junto al arcén —que ya está copado por los coches de los más madrugadores— y luego caminar más de medio kilómetro hasta donde se encuentra toda la diversión, no les queda otro remedio.
¡Y menuda escena tan variopinta y extraña! Ni más ni menos que un circo de tres pistas con los sencillos habitantes de Mills en todos los papeles protagonistas. Cuando Barbie llega con Rose y Anse Wheeler (el restaurante vuelve a estar cerrado, abrirá otra vez para la cena: solo bocadillos fríos, nada de parrilla), se quedan mirando boquiabiertos y sin decir nada. Julia Shumway y Pete Freeman están haciendo fotografías. Julia lo deja unos instantes, lo suficiente para dirigirle a Barbie su atractiva pero de algún modo introspectiva sonrisa.
—Menudo espectáculo, ¿no te parece?
Barbie sonríe con torpeza.
—Sí, señora.
En la primera pista de este circo tenemos a los vecinos que han respondido a los carteles que han colgado Joe «el Espantapájaros» y su cuadrilla. El número de asistentes a la protesta es bastante satisfactorio, casi doscientos, y los sesenta carteles que habían preparado los chicos (el más popular: ¡¡DEJADNOS SALIR, JODER!!) se han agotado en nada. Por suerte, mucha gente se ha animado a traer el suyo. El preferido de Joe es uno que tiene unos barrotes de cárcel impresos sobre un mapa de Mills. Lissa Jamieson no solo lo sostiene en alto, sino que lo sube y lo baja con agresividad. Jack Evans está allí, con aspecto pálido y lúgubre. Su cartel es un collage de fotografías en el que se ve a la mujer que murió desangrada ayer. ¿QUIÉN HA MATADO A MI ESPOSA?, grita. Joe «el Espantapájaros» lo siente mucho por él… pero ¡qué pasada de cartel! Si los periodistas pudieran verlo, se cagarían de gusto en los pantalones.
Joe ha organizado a los manifestantes en un gran círculo que gira justo delante de la Cúpula, señalizada por una línea de pájaros muertos en el lado de Chester’s Mills (el personal militar ha retirado los del lado de Motton). El círculo da la oportunidad a la gente de Joe —así los considera él— de enarbolar sus carteles hacia los guardias allí apostados, que siguen volviéndoles la espalda con determinación (y exasperándolos). Joe también ha imprimido y repartido «octavillas con consignas». Las ha compuesto junto a la ídolo del skate de Benny Drake, Norrie Calvert. Además de ser la leche con su tabla Blitz, las rimas de Norrie son simples pero contundentes, ¿eh? Una consigna dice: «¡Ole-le! ¡Ola-la! ¡Chester’s Mills, libre ya!». Otra: «¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido? ¡Que lo admita el malnacido!». Joe, de mala gana, ha vetado otra obra maestra de Norrie que dice: «¡No más silencio, ni manipulaciones! ¡Queremos a la prensa, pedazo de cabrones!».
«Tenemos que ser políticamente correctos», le dijo. Lo que se está preguntando ahora mismo es si Norrie Calvert es demasiado joven para darle un beso. Y si le dejaría catar lengua si lo hiciera. Él nunca ha besado a una chica, pero, si van a morir de hambre como bichos atrapados bajo un Tupperware, seguramente debería darle un beso a esta antes de que llegue ese momento.
En la segunda pista tenemos al círculo de oración del reverendo Coggins. Parece que están ahí como enviados por Dios. Y, en un elegante despliegue de distensión eclesiástica, al coro del Cristo Redentor se ha unido una docena de hombres y mujeres del coro de la Congregación. Están cantando «A Mighty Fortress is Our God», y un buen número de vecinos sin afiliación que se saben la letra se les ha unido también. Sus voces se elevan hacia el inmaculado cielo azul, con las estridentes exhortaciones de Lester y las exclamaciones de «amén» y «aleluya» del círculo de oración entrelazándose con el cántico en un perfecto contrapunto (aunque no en armonía, eso sería ir demasiado lejos). El círculo de oración no deja de crecer a medida que otros vecinos se arrodillan y se les unen, dejando temporalmente a un lado sus carteles para poder alzar las manos unidas en súplica. Los soldados les han dado la espalda; a lo mejor, Dios no.
Pero la pista central de este circo es la más grande y las más fabulosa. Romeo Burpee ha plantado la carpa de Ofertas del Final del Verano bastante lejos de la Cúpula y unos cincuenta y pico metros al este del círculo de oración; ha calculado su emplazamiento realizando una medición de la leve brisa que sopla. Quiere asegurarse de que el humo de sus parrillas Hibachi llega tanto a los que están rezando como a los que se están manifestando. Su única concesión al aspecto religioso de la tarde es ordenar a Toby Manning que apague su aparato de música, del que salía a todo volumen esa canción de James McMurtry sobre la vida en una ciudad pequeña; no pega mucho con el «How Great Thou Art» y el «Won’t You Come to Jesus». El negocio va bien y no hará sino mejorar. De eso Romeo está convencido. Los perritos calientes —descongelándose a medida que se cocinan— podrán dar retortijones a algún que otro estómago, pero su aroma es perfecto en la calidez del sol de la tarde; como en una feria del condado, y no como el rancho del comedor de una cárcel. Los niños corretean moviendo sus molinillos y amenazando con prender fuego a la hierba de Dinsmore con las bengalas que sobraron del Cuatro de Julio. Por todas partes hay vasos de papel vacíos que antes contenían refresco de limón en polvo (nauseabundo) o un café preparado en dos patadas (más nauseabundo todavía). Más adelante, Romeo le dirá a Toby Manning que pague diez pavos a algún chaval, quizá al hijo de Dinsmore, para que recoja la basura. Las relaciones con la comunidad, siempre importantes. Ahora mismo, sin embargo, Romeo está totalmente concentrado en la improvisada caja registradora que se ha montado, una caja de cartón que antes contenía papel higiénico Charmin. Guarda la tira de billetes y devuelve unas pocas monedas: así es como se hacen negocios en Estados Unidos, tesorito. Cobra cuatro pavos por perrito y, como que se llama Romeo, la gente los paga. Antes de que se ponga el sol, espera haber sacado tres de los grandes, puede que mucho más.
¡Y mira! ¡Ahí está Rusty Everett! ¡Al final ha podido escaparse! ¡Bien por él! Casi desearía haber parado a recoger a las niñas —seguro que esto les encantaría, y a lo mejor disipaba sus miedos ver a tanta gente pasándoselo bien—, aunque tal vez sería demasiada excitación para Jannie.
Localiza a Linda en el mismo instante en que ella lo localiza a él y se pone a saludar con la mano como una loca, casi dando saltos. Con las trenzas de Intrépida Chica Policía que lleva casi siempre que trabaja, Lin parece una animadora de instituto. Está entre Rose, la hermana de Twitch, y el joven que cocina en el restaurante. A Rusty le extraña un poco; pensaba que Barbara se había ido del pueblo. Está a malas con Big Jim. Una pelea de bar, eso ha oído decir Rusty, aunque no le tocaba guardia cuando los participantes llegaron para que los remendaran. Por Rusty, bien. Ya ha remendado a más de uno y más de dos clientes del Dipper’s.
Abraza a su mujer, le da un beso en la boca, después planta a Rose un beso en la mejilla. Intercambia un apretón de manos con el cocinero y se lo vuelven a presentar.
—Mira esos perritos calientes —se lamenta Rusty—. Ay, mi madre.
—Será mejor que vayas preparando las cuñas, Doc —dice Barbie, y todos se echan a reír.
Es asombroso que se rían en estas circunstancias, pero no son los únicos… Cielos, y ¿por qué no? Si no puedes reírte cuando las cosas van mal —reírte y montar un pequeño carnaval—, entonces es que estás muerto o deseas estarlo.
—Esto es divertido —dice Rose, ajena a lo pronto que va a terminar la diversión.
Un Frisbee pasa flotando. Ella lo atrapa en pleno vuelo y se lo devuelve a Benny Drake, que salta para pillarlo y luego gira para enviárselo a Norrie Calvert, que lo recoge de espaldas: ¡toma chulería! El círculo de oración ora. El coro mixto, que por fin ha encontrado su voz, ha escogido ese éxito de todos los tiempos: «On Ward Christian Soldiers». Una niña que no es mayor que Judy pasa dando saltos, con la falda bailando alrededor de sus regordetas rodillas, aferrando una bengala con una mano y un vaso del horrible refresco de lima con la otra. Los manifestantes giran y giran en un vórtice cada vez más amplio, ahora vociferan «¡Ole-le! ¡Ola-la! ¡Chester’s Mills, libre ya!». Allá en lo alto, unas nubes esponjosas con fondo umbrío se deslizan hacia el norte desde Motton… y luego se dividen al acercarse a los soldados, rodeando la Cúpula. El cielo que tienen justo encima es de un azul inmaculado y sin nubes. En el campo de Dinsmore hay quien estudia esas nubes y se pregunta por la lluvia futura en Chester’s Mills, pero nadie habla de ello en voz alta.
—Me pregunto si el domingo que viene todavía nos divertiremos —dice Barbie.
Linda Everett lo mira. No es una mirada agradable.
—¿No crees que antes…?
Rose la interrumpe.
—Mirad allí. Ese niño no debería conducir ese condenado trasto tan deprisa; va a volcar. Cómo detesto esos quads…
Todos miran el pequeño vehículo de inmensos neumáticos y lo siguen mientras traza una diagonal por el blanco heno de octubre. No se dirige hacia ellos, cierto, sino hacia la Cúpula. Y va demasiado deprisa. Un par de soldados oyen el motor que se acerca y por fin se vuelven.
—Ay, Dios mío, no permitas que se estrelle —gime Linda Everett.
Rory Dinsmore no se estrella. Más le valdría haberse estrellado.
 11


Una idea es como un microbio del resfriado: tarde o temprano siempre hay alguien que la pilla. Los jefes del Estado Mayor ya habían pillado la idea; la habían lanzado de aquí para allá en varias de las reuniones a las que había asistido el antiguo jefe de Barbie, el coronel James O. Cox. Tarde o temprano, alguien tenía que contagiarse de esa misma idea en Mills, y no fue del todo una sorpresa que ese alguien resultara ser Rory Dinsmore, que era con diferencia la herramienta más afilada de la caja de los Dinsmore («No sé de dónde lo ha sacado», dijo Shelley Dinsmore cuando Rory llevó a casa sus primeras notas, todo sobresalientes…, y lo dijo más con voz de preocupación que de orgullo). Si hubiera vivido en el pueblo —y si hubiera tenido ordenador (que no tenía)—, Rory sin lugar a dudas habría formado parte de la pandilla de Joe McClatchey «el Espantapájaros».
A Rory le habían prohibido que fuera al carnaval/encuentro de oración/manifestación; en lugar de comer extraños perritos calientes y de ayudar a gestionar el aparcamiento de coches, su padre le había ordenado que se quedara en casa y diera de comer a las vacas. Cuando terminara, tenía que embadurnarles las ubres con ungüento Bag Balm, un trabajo que detestaba.
—Y cuando les hayas dejado las ubres suaves y brillantes —le dijo su padre—, barre los establos y deshaz algunas balas de heno.
Lo estaban castigando por haberse acercado a la Cúpula el día anterior después de que su padre se lo hubiese prohibido expresamente. Y por haberse atrevido a darle unos golpecitos con los nudillos, por el amor de Dios. Apelar a su madre, algo que solía funcionar, no le había servido de nada esta vez.
—Podrías haberte matado —dijo Shelley—. Además, tu padre dice que fuiste un insolente.
—¡Solo les dije cómo se llama el cocinero! —protestó Rory, y por eso su padre le había soltado otra colleja mientras Ollie miraba con silenciosa y petulante aprobación.
—Ser tan listo te traerá problemas —dijo Alden.
Resguardado tras la espalda de su padre, Ollie le había sacado la lengua. Shelley, sin embargo, lo vio… y esta vez fue Ollie el que se llevó una colleja. Lo que no hicieron, con todo, fue prohibirle los placeres y las diversiones de la improvisada feria de esa tarde.
—Y ni te acerques a ese maldito kart —dijo Alden, señalando al quad que estaba aparcado a la sombra, entre los establos de ordeño 1 y 2—. Si tienes que mover el heno, carga con él. Así te pondrás fuerte.
Poco después, los Dinsmore de menos luces salieron juntos y atravesaron el campo hacia la carpa de Romeo. El más brillante de ellos se quedó atrás con una horca y un bote de Bag Balm grande como un jarrón.
Rory se dispuso a hacer sus tareas con desánimo pero a conciencia; a veces su despierto intelecto lo metía en problemas, pero lo cierto es que a pesar de todo era un buen hijo, y la idea de escaquearse de las tareas de castigo ni se le pasó por la cabeza. Al principio no se le pasó nada por la cabeza. Se encontraba en ese agraciado estado de vacuidad mental que a veces resulta ser un terreno muy fértil; el terreno en el que de pronto brotan nuestros sueños más brillantes y nuestras mayores ideas (tanto las buenas como las espectacularmente malas), a menudo en todo su esplendor. Sin embargo, siempre existe una cadena de asociaciones.
Cuando Rory empezó a barrer el pasillo principal del establo 1 (decidió que dejaría el detestable ungüento de ubres para el final), oyó un rápido pom-pum-pam que no podía ser más que una traca de petardos. Sonaban un poco como si fueran disparos. Eso le hizo pensar en el rifle 30-30 de su padre, que estaba guardado en el armario de la entrada. Los chicos tenían prohibido tocarlo salvo estricta supervisión —cuando iban a practicar tiro al blanco o en temporada de caza—, pero el armario no estaba cerrado con llave y la munición se encontraba en el estante de arriba.
Y entonces tuvo la idea. Rory pensó: Podría abrir un agujero en esa cosa. Tal vez reventarla. Vio la imagen, reluciente y clara, de lo que pasa cuando uno acerca una cerilla a la superficie de un globo.
Dejó la escoba y corrió a la casa. Igual que mucha gente brillante (sobre todo los niños brillantes), su punto fuerte era la inspiración más que la reflexión. Si su hermano mayor hubiese tenido una idea así (algo improbable), Ollie habría pensado: Si no pudo atravesarla una avioneta, ni un camión maderero a toda velocidad, ¿qué probabilidades tiene una bala? Puede que también hubiera razonado: Ya estoy metido en un lío por desobedecer, y esto es desobediencia elevada a la novena potencia.
Bueno… no, seguramente Ollie no habría pensado eso. Las aptitudes matemáticas de Ollie habían tocado techo con la multiplicación simple.
Rory, sin embargo, ya se las veía con el álgebra universitario, y lo tenía más que dominado. Si le hubiesen preguntado cómo iba a conseguir una bala lo que no habían conseguido ni un camión ni una avioneta, habría dicho que el efecto del impacto de un Winchester Elite XP3 sería mucho mayor que ninguno de los anteriores. Tenía lógica. Para empezar, la velocidad sería mayor. Por otro lado, el impacto en sí estaría concentrado en la punta de una bala de 180 gramos. Estaba convencido de que funcionaría. Tenía la elegancia incuestionable de una ecuación algebraica.
Rory vio su sonriente rostro (aunque modesto, desde luego) en la portada de USA Today, se vio entrevistado en Las noticias de la noche con Brian Williams; sentado en una carroza cubierta de flores en un desfile en su honor, rodeado de chicas estilo Reina del Baile (seguramente con vestidos sin tirantes, a lo mejor en bañador) mientras él saludaba al público y nevaba confeti a mansalva. ¡Sería EL CHICO QUE SALVÓ CHESTER’S MILL!
Agarró el rifle del armario, se acercó el escabel y alcanzó con la mano una caja de XP3 del estante. Metió dos cartuchos en la recámara (uno de reserva), después salió corriendo con el rifle alzado por encima de la cabeza, como un guerrillero a la conquista (aunque, concedámosle una cosa, puso el seguro sin pensarlo siquiera). La llave del quad Yamaha que tenía prohibido conducir estaba colgada del tablero del establo 1. Sujetó el llavero entre los dientes mientras amarraba el rifle a la parte trasera del quad con un par de gomas elásticas. Se preguntó si la Cúpula produciría algún sonido al reventar. Probablemente debería haber cogido los tapones para tiradores que había en el estante superior del armario, pero regresar por ellos era impensable; tenía que hacer aquello en ese mismo instante.
Así son las buenas ideas.
Rodeó el establo 2 con el quad y se detuvo justo lo necesario para estimar la magnitud de la muchedumbre que había en el campo. Emocionado como estaba, fue lo bastante sensato para no dirigirse hacia donde la Cúpula cruzaba la carretera (y donde los manchones de las colisiones del día anterior seguían pendiendo como la suciedad de un cristal sin lavar). Alguien podía detenerlo antes de que lograra reventar la Cúpula. Y entonces, en lugar de ser EL CHICO QUE SALVÓ CHESTER’S MILL, seguramente acabaría como EL CHICO QUE SE PASÓ UN AÑO ENGRASANDO TETAS DE VACA. Sí, y durante la primera semana lo haría en cuclillas porque tendría el trasero demasiado dolorido para sentarse. Algún otro acabaría llevándose el mérito por su gran idea.
Condujo en una diagonal que lo llevaría hasta la Cúpula a algo menos de quinientos metros de la carpa; se detendría en el lugar donde la paja estaba aplastada. Eso, como bien sabía, había sido provocado por los pájaros que habían caído. Vio que los soldados apostados en esa zona se volvían hacia el rugido creciente del quad. Oyó gritos de alarma entre los asistentes a la feria y las oraciones. Los cánticos de los himnos cesaron con un alto discordante.
Lo peor de todo fue que vio a su padre agitando su mugrienta gorra John Deere hacia él y vociferando:
—¡ME CAGO EN TODO, RORY, PARA ESO!
Rory estaba demasiado acelerado para detenerse y, buen hijo o no, tampoco quería detenerse. El quad se topó con un montículo y él dio un buen bote en el asiento, agarrándose y riendo como un chiflado. De pronto tenía su gorra Deere del revés, y ni siquiera recordaba habérsela puesto así. El quad se inclinó sobre el morro, después decidió no volcar. Ya casi había llegado, y uno de aquellos soldados vestidos con uniforme de faena también le gritaba que se detuviera.
Rory se frenó, y a punto estuvo de dar una voltereta por encima del manillar del Yamaha. No pensó en poner aquel condenado trasto en punto muerto, así que el vehículo siguió avanzando y chocó contra la Cúpula antes de calarse. Rory oyó cómo se plegaba el metal y cómo el faro se rompía en pedazos.
Los soldados, por miedo a que el quad los atropellara (el ojo que no ve nada que lo escude de un objeto que se acerca desencadena reflejos poderosos), cayeron hacia uno y otro lado y dejaron un hermoso hueco, eso le ahorró a Rory el tener que decirles que se alejaran del posible estallido explosivo. Quería ser un héroe, pero no quería herir ni matar a nadie para lograrlo.
Tenía que darse prisa. Quienes estaban más cerca del punto donde se había detenido eran los que se encontraban en el aparcamiento y los que se apiñaban en torno a la carpa de Ofertas del Final del Verano, y corrían como condenados. Su padre y su hermano estaban entre ellos, ambos gritaban que no hiciera lo que fuera que se había propuesto hacer.
Rory tiró del rifle para liberarlo de las gomas elásticas, se calzó la culata en el hombro y apuntó a la barrera invisible a metro y medio por encima de un trío de gorriones muertos.
—¡No, chico, mala idea! —gritó uno de los soldados.
Rory no le prestó atención, porque en realidad la idea era buena. La gente de la carpa y del aparcamiento ya estaba cerca. Alguien —Lester Coggins, que corría mucho mejor de lo que tocaba la guitarra— gritó:
—¡En el nombre de Dios, hijo, no hagas eso!
Rory apretó el gatillo. No; solo lo intentó. El seguro seguía puesto. Miró por encima del hombro y vio cómo el predicador alto y delgado de la iglesia de los chiflados fanáticos adelantaba a su padre, que estaba sin resuello y tenía la cara roja. Lester llevaba la camisa por fuera, ondeando. Tenía los ojos abiertos como platos. El cocinero del Sweetbriar Rose iba justo detrás. Ya no estaban a más de cincuenta y cinco metros, y el reverendo parecía que acababa de poner la cuarta marcha.
Rory quitó el seguro con el pulgar.
—¡No, chico, no! —volvió a gritar el soldado al tiempo que se agazapaba en su lado de la Cúpula y extendía las manos abiertas.
Rory no le hizo caso. Así son las buenas ideas. Disparó.
Fue, por desgracia para Rory, un tiro perfecto. La bala de alto impacto dio plenamente en el blanco, contra la Cúpula, rebotó y regresó como una pelota de goma atada a una cuerda. Rory no sintió dolor de inmediato, pero una enorme capa de luz blanca le inundó la cabeza mientras el más pequeño de los dos fragmentos de la bala le saltaba el ojo izquierdo y se metía en su cerebro. La sangre empezó a manar a chorro, y después le resbaló entre los dedos cuando cayó de rodillas aferrándose la cara.
 12


—¡Estoy ciego! ¡Estoy ciego! —gritaba el niño, y Lester pensó al instante en el versículo al que había ido a parar su dedo: «Locura, ceguera y turbación de espíritu»—. ¡Estoy ciego! ¡Estoy ciego!
Lester apartó las manos del niño y vio la cuenca roja de la que manaba sangre. Los restos de lo que había sido un ojo colgaban sobre la mejilla de Rory. Cuando alzó la cabeza hacia Lester, el picadillo cayó sobre la hierba con un ruido sordo.
El reverendo tuvo un momento para acunar al niño en sus brazos antes de que el padre llegara y se lo arrebatara. Así estaba bien. Así era como debía ser. Lester había pecado y le había suplicado una guía al Señor. La guía le había sido concedida, le había sido dada una respuesta. Por fin sabía lo que tenía que hacer con los pecados que James Rennie le había llevado a cometer.
Un niño ciego le había mostrado el camino.



LAS COSAS SIEMPRE PUEDEN IR A PEOR


 1


Lo que Rusty Everett habría de recordar más tarde era confusión. La única imagen que sobresalía con absoluta claridad en su cabeza era la del torso desnudo del reverendo Coggins: la piel blanca y la tableta de chocolate del abdomen.
Sin embargo, Barbie, quizá porque el coronel Cox le había ordenado que se pusiera de nuevo su sombrero de investigador, lo vio todo. Y su recuerdo más vívido no era el de Coggins sin la camisa; era el de Melvin Searles mientras lo señalaba con un dedo y ladeaba la cabeza levemente, un gesto que cualquiera interpretaría como «Esto aún no ha acabado, chaval».
Lo que los demás recordaban —lo que hizo que tomaran conciencia de la situación del pueblo de un modo que quizá no habría logrado nada más— fueron los gritos del padre mientras sostenía en brazos a su hijo ensangrentado y en un estado lamentable, y los gritos de la madre «¿Está bien, Alden? ¿ESTÁ BIEN?», mientras arrastraba sus casi treinta kilos de sobrepeso hacia la escena del suceso.
Barbie vio cómo Rusty Everett se abría paso entre la multitud que se había reunido en torno al muchacho y se unía a los dos hombres arrodillados: Alden y Lester. Alden mecía en brazos a su hijo mientras el reverendo Coggins observaba la escena con la boca abierta, como una verja desencajada. La mujer de Rusty estaba justo detrás de él. Rusty se arrodilló entre Alden y Lester e intentó apartar las manos del chico de su cara. Alden —como era de esperar, según Barbie— le dio un puñetazo. Rusty empezó a sangrar por la nariz.
—¡No! ¡Deja que os ayude! —gritó su mujer.
Linda, pensó Barbie. Se llama Linda y es poli.
—¡No, Alden! ¡No! —Linda puso la mano en el hombro del granjero, que se volvió, dispuesto a asestarle un puñetazo también a ella. En su rostro se reflejaba que no estaba en su sano juicio; se había convertido en un animal que estaba protegiendo a un cachorro.
Barbie se inclinó para agarrar del puño al granjero en caso de que le diera por agredir a Linda, pero luego se le ocurrió una idea mejor.
—¡Necesitamos un médico! —gritó y se situó frente a Alden para que no pudiera ver a Linda—. ¡Un médico! ¡Un médico, un…!
Alguien agarró a Barbie del cuello de la camisa y le dio la vuelta. Solo tuvo tiempo de reconocer a Mel Searles, uno de los colegas de Junior, y de ver que Searles llevaba una camisa de uniforme azul y una placa. Esto no puede ir a peor, pensó Barbie, pero como si quisiera demostrar que se equivocaba, Searles le pegó un puñetazo en la cara, tal como había hecho aquella otra noche en el aparcamiento de Dipper’s. No acertó a darle en la nariz, que a buen seguro era su objetivo, pero le aplastó los labios contra los dientes.
Searles echó el puño atrás para golpearle de nuevo, pero Jackie Wettington, ese día compañera de Mel muy a su pesar, lo agarró del brazo antes de que pudiera agredirlo.
—¡No lo haga! —gritó—. ¡No lo haga, agente!
Por un instante todo pendió de un hilo. Entonces Ollie Dinsmore, seguido de cerca de su madre, que jadeaba y sollozaba, pasó entre ellos e hizo retroceder a Searles.
Melvin bajó el puño.
—De acuerdo —dijo—. Pero estás en la escena de un crimen, capullo. En la escena de una investigación policial. O como se diga.
Barbie se limpió la boca ensangrentada con el pulpejo de la mano y pensó: Las cosas siempre pueden ir a peor. Eso es lo jodido, que siempre pueden ir a peor.
 2


Lo único que Rusty oyó de todo lo sucedido fue «médico». Entonces lo dijo él mismo.
—Médico, señor Dinsmore. Rusty Everett. Me conoce. Déjeme que le eche un vistazo a su hijo.
—¡Déjale, Alden! —gritó Shelley—. ¡Deja que mire a Rory!
Alden soltó al muchacho, que, arrodillado, se balanceaba hacia delante y hacia atrás con los vaqueros empapados de sangre. Se había vuelto a tapar la cara con las manos. Rusty se las cogió, con mucho cuidado, y las apartó. Albergaba la esperanza de que no fuera tan grave como se temía, pero la cuenca estaba vacía y sangraba. Y el cerebro que se ocultaba tras la cuenca había sufrido graves daños. Lo que no entendía era cómo era posible que el otro ojo mirara hacia arriba, en un gesto absurdo, hacia la nada.
Rusty empezó a quitarse la camisa, pero el predicador ya ofrecía la suya. El torso de Coggins, delgado y blanco por delante, y surcado por unos verdugones rojos con forma de cruz en la espalda, estaba cubierto de sudor. Le tendió la camisa.
—No —dijo Rusty—. Hazla jirones.
En un primer momento Lester no lo entendió. Entonces desgarró la camisa en dos. El resto del contingente policial empezaba a llegar, y algunos de los policías oficiales —Henry Morrison, George Frederick, Jackie Wettington y Freddy Denton— gritaron a los nuevos ayudantes especiales para que ayudaran a hacer retroceder a la multitud, a crear más espacio. Los nuevos obedecieron con entusiasmo. Algunos de los curiosos cayeron al suelo, entre ellos la famosa torturadora de Bratz Samantha Bushey. Sammy llevaba a Little Walter en un portabebés, y cuando cayó de culo, ambos chillaron. Junior Rennie pasó por encima de ella sin tan siquiera mirarla, agarró a la madre de Rory y estuvo a punto de levantar en el aire a la madre del chico herido; Freddy Denton lo detuvo.
—¡No, Junior, no! ¡Es la madre del muchacho! ¡Suéltala!
—¡Brutalidad policial! —gritó Sammy Bushey desde donde se encontraba, en la hierba—. ¡Brutalidad poli…!
Georgia Roux, la última incorporación al departamento de policía de Peter Randolph, llegó con Carter Thibodeau (cogida de su mano, de hecho). Georgia le puso una bota sobre el pecho a Sammy, en un gesto que no llegó a ser una patada, y dijo:
—Eh, tú, bollera, cierra el pico.
Junior soltó a la madre de Rory y se reunió con Mel, Carter y Georgia, que miraban a Barbie. Junior también clavó la vista en Barbie, pensó que estaba harto de encontrárselo hasta en la sopa y que estaría muy bien en una celda junto a la de Sam «el Desharrapado». Junior también pensó que ser policía había sido su destino desde siempre; sin duda le había aliviado las migrañas.
Rusty cogió la mitad de la camisa rasgada de Lester y la hizo jirones. Dobló un pedazo e iba a ponerlo en la herida sangrante de la cara del muchacho, cuando cambió de opinión y se lo dio al padre.
—Tape la…
Apenas pudo pronunciar las palabras; tenía la garganta llena de sangre por culpa de la nariz rota. Entonces carraspeó, volvió la cabeza hacia un lado y escupió en la hierba un gargajo medio coagulado y lo intentó de nuevo.
—Tape la herida y apriete. Póngale una mano en la nuca y apriete con fuerza.
Aturdido pero deseoso de ayudar, Alden Dinsmore hizo lo que le ordenó. La improvisada almohadilla se tiñó de rojo de inmediato, pero aun así el hombre parecía más calmado. Tener algo que hacer ayudaba. Como era habitual.
Rusty lanzó el otro jirón de la camisa a Lester.
—¡Más! —dijo, y Lester empezó a rasgar la camisa en trozos más pequeños.
Rusty levantó la mano de Dinsmore y apartó el pedazo de tela, que estaba empapado de sangre y ya no servía para nada. Shelley Dinsmore gritó cuando vio la cuenca vacía.
—¡Oh, mi niño! ¡Mi niño!
Peter Randolph llegó trotando, jadeando y resoplando. Aun así, le llevaba cierta ventaja a Big Jim, que, consciente de sus problemas cardíacos, bajaba lentamente por la ladera del campo de hierba, mientras que el resto de la multitud avanzaba por un camino ancho. Pensaba en el lío de tres pares de cajones que se había montado. A partir de ese momento solo se permitirían las reuniones tras la obtención de un permiso previo. Y si podía meter baza (lo haría, como siempre), los permisos serían difíciles de obtener.
—¡Aparten a esta gente! —gritó Randolph al agente Morrison.
Y Henry obedeció:
—¡Apartaos, chicos! ¡Dejadlos respirar!
Morrison se desgañitaba:
—¡Agentes, formen una línea! ¡Háganlos retroceder! ¡Y pónganles las esposas a todos aquellos que muestren la menor resistencia!
La multitud empezó a retroceder arrastrando los pies. Barbie no se movió.
—Señor Everett… Rusty… ¿Necesitas ayuda? ¿Estás bien?
—Sí —respondió Rusty. Y, por la expresión de su cara, Barbie dedujo todo lo que tenía que saber: que el auxiliar médico estaba bien, tan solo tenía una hemorragia nasal. Sin embargo, el muchacho no estaba bien y nunca volvería a estarlo, incluso si sobrevivía. Rusty puso un apósito nuevo en la cuenca del chico y le dijo al padre que apretara—. La nuca, recuerda. Aprieta con fuerza. Con fuerza.
Barbie retrocedió un poco, pero entonces el chico habló.
 3


—Es Halloween. No puedes… No podemos…
Rusty se quedó paralizado mientras doblaba otro trozo de tela. De repente estaba en la habitación de su hija oyendo cómo Janelle gritaba: «¡Es culpa de la Gran Calabaza!».
Alzó la cabeza y miró a Linda. Ella también lo había oído. Abrió los ojos como platos y palideció.
—¡Linda! —exclamó Rusty—. ¡Coge el walkie! ¡Llama al hospital y dile a Twitch que traiga la ambulancia…!
—¡Fuego! —gritó Rory Dinsmore con voz aguda y temblorosa. Lester lo miraba como Moisés debió de mirar la zarza ardiente—. ¡Fuego! ¡El autobús está en llamas! ¡Todo el mundo grita! ¡Cuidado con Halloween!
Ahora la multitud guardaba silencio, escuchaba el desvarío del niño. Hasta Jim Rennie lo oyó cuando alcanzó a la muchedumbre y empezó a abrirse paso a codazos.
—¡Linda! —gritó Rusty—. ¡Coge el walkie! ¡Necesitamos la ambulancia!
De repente dio un respingo, como si alguien hubiera dado una palmada delante de su cara. Sacó el walkie-talkie del bolsillo.
Rory se revolvió en el césped y empezó a tener convulsiones.
—¿Qué está pasando? —preguntó el padre.
—¡Oh, Dios mío, se está muriendo! —dijo la madre.
Rusty dio la vuelta al chico (intentaba no pensar en Jannie, pero eso, por supuesto, era imposible), que temblaba y daba sacudidas, y le levantó la barbilla para que respirara mejor.
—Venga —le dijo a Alden—. No abandones ahora. Aprieta el cuello. Comprime la herida. Hay que detener la hemorragia.
El hecho de aplicar tanta fuerza podía hundir aún más el fragmento de la bala que le había arrancado el ojo al chico, pero Rusty decidió que se preocuparía de eso más tarde. Siempre que el muchacho no muriera ahí mismo, en la hierba.
Cerca de allí —pero, oh, tan lejos—, uno de los soldados abrió la boca. Apenas había dejado atrás la adolescencia. Parecía aterrado y arrepentido.
—Intentamos detenerlo pero no nos hizo caso. No pudimos hacer nada.
Pete Freeman, con su Nikon colgada de la rodilla con la correa, regaló al joven guerrero una sonrisa de extraña amargura.
—Creo que eso ya lo sabemos. Si no lo sabíamos antes, desde luego ahora ya sí.
 4


Antes de que Barbie pudiera fundirse con la multitud, Mel Searles lo agarró del brazo.
—Quítame las manos de encima —le dijo Barbie con buenas maneras.
Searles hizo una mueca y le enseñó los dientes.
—Ni en sueños, imbécil. —Y alzó la voz—. ¡Jefe! ¡Eh, jefe!
Peter Randolph se volvió hacia él con impaciencia y cara de pocos amigos.
—Este tipo ha obstaculizado la actuación de la policía mientras intentaba proteger la escena. ¿Puedo detenerlo?
Randolph abrió la boca, seguramente para decir «No me hagas perder el tiempo», y miró alrededor. Jim Rennie se había unido al pequeño grupo que observaba a Everett mientras este atendía al muchacho. Rennie lanzó una mirada impertérrita a Barbie, cual un reptil tendido sobre una roca, miró de nuevo a Randolph y asintió con un leve gesto de la cabeza.
Mel lo vio y su sonrisa se hizo mayor. Eso era mejor que ver sangrar a un chico, y mucho mejor que poner orden en una muchedumbre de devotos y tarados con pancartas.
—La venganza es una zorra, Baaaaarbie —dijo Junior.
Jackie parecía dudar.
—Pete… O sea, jefe… Creo que el tipo solo intentaba…
—Esposadlo —la interrumpió Randolph—. Ya aclararemos qué intentaba o no intentaba hacer. Mientras tanto, quiero que despejéis la zona. —Alzó la voz—. ¡Esto se ha acabado, chicos! ¡Ya os habéis divertido y habéis visto cómo ha terminado la cosa! ¡Marchaos a casa!
Jackie se estaba quitando las esposas de plástico del cinturón (no tenía intención alguna de dárselas a Mel Searles ya que quería ponérselas ella misma) cuando intervino Julia Shumway. Se encontraba justo detrás de Randolph y Big Jim (de hecho, Rennie la había apartado con un codazo mientras se abría paso para llegar al lugar donde se desarrollaba la acción).
—Yo que usted no lo haría, jefe Randolph, a menos que quiera que la policía aparezca haciendo el ridículo en la portada del Democrat. —Lucía una de sus sonrisas de Mona Lisa—. Y más si tenemos en cuenta que usted es un recién llegado al cargo.
—¿De qué hablas? —preguntó Randolph, que tenía el rostro surcado de unas feas arrugas.
Julia levantó la cámara, un modelo algo más antiguo que el de Pete Freeman.
—Tengo unas cuantas fotografías del señor Barbara ayudando a Rusty Everett a curar al muchacho herido, unas cuantas del agente Searles tirando del señor Barbara sin ningún motivo aparente… y una del agente Searles dándole un puñetazo en la boca al señor Barbara. También sin ningún motivo aparente. No soy una gran fotógrafa, pero esta última es bastante buena. ¿Le gustaría verla, jefe Randolph? Si quiere, puede; la cámara es digital.
La admiración de Barbie por esa mujer aumentó porque creía que se estaba marcando un farol. Si había estado tomando fotografías, ¿por qué tenía la tapa del objetivo en la mano izquierda, como si acabara de quitarlo?
—Es mentira, jefe —dijo Mel—. Fue él quien intentó pegarme. Pregúntele a Junior.
—Creo que mis fotografías demostrarán que el joven Rennie estaba intentando controlar el gentío y que se encontraba de espaldas cuando el agente Searles le propinó el puñetazo al señor Barbara —terció Julia.
Randolph la fulminó con la mirada.
—Podría requisarle la cámara —dijo—. Es una prueba.
—Por supuesto que podría —admitió ella con alegría—, y Pete Freeman sacaría una foto del instante. Entonces podría requisarle la cámara también a él… Pero todo el mundo presenciaría la escena.
—¿En qué bando estás, Julia? —preguntó Big Jim. Le dedicó una sonrisa aterradora, la sonrisa de un tiburón que está a punto de pegarle un mordisco en el trasero a un bañista fondón.
Julia le devolvió la sonrisa, con una mirada tan inocente y curiosa como la de un niño.
—¿Acaso hay bandos, James? ¿Aparte del bando de los de fuera —señaló a los soldados que los observaban— y los de dentro?
Big Jim pensó en eso y transformó la sonrisa en una mueca. Entonces hizo un ademán de indignación dirigido a Randolph.
—Supongo que es mejor que lo pasemos por alto, señor Barbara —dijo Randolph—. Fue una acción que se produjo en un momento de exaltación.
—Gracias —replicó Barbie.
Jackie cogió del brazo a su adusto compañero.
—Venga, agente Searles. Asunto zanjado. Vamos a hacer retroceder a toda esa gente.
Searles la siguió, pero antes se volvió hacia Barbie y le hizo un gesto: lo señaló con un dedo y ladeó levemente la cabeza. Esto aún no se ha acabado, chaval.
Aparecieron Toby Manning, el ayudante de Rommie, y Jack Evans con una camilla improvisada hecha con lona y los mástiles de una tienda. Rommie abrió la boca para preguntar qué demonios creían que estaban haciendo, pero la cerró de nuevo. El día de maniobras se había cancelado, así que qué demonios.
 5


Los que tenían coche se subieron a él y todos intentaron ponerse en marcha al mismo tiempo.
Era de prever, pensó Joe McClatchey. Absolutamente previsible.
La mayoría de los policías se puso manos a la obra para despejar el atasco que se creó, aunque hasta un puñado de niños (Joe estaba junto a Benny Drake y Norrie Calvert) podía darse cuenta de que el reciente y mejorado cuerpo de policía no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Los gritos de maldición de los agentes atravesaban la brisa estival («¡Aparta ese puto coche de una vez!»). A pesar del caos, nadie tocaba el claxon. La mayoría de la gente estaba demasiado cansada para eso.
Benny dijo:
—Fíjate en todos esos idiotas. ¿Cuántos litros de gasolina crees que están consumiendo? Deben de pensar que es un recurso infinito.
—Seguro —dijo Norrie. Era una chica dura, una riot grrrl de pueblo, con el pelo corto por los lados y arriba y largo por detrás, pero ahora tenía aspecto pálido, triste y asustado. Cogió a Benny de la mano. A Joe «el Espantapájaros» se le partió el corazón, pero se recuperó al instante cuando Norrie le cogió la mano también a él.
—Ahí va el tipo que estuvo a punto de ser arrestado —dijo Benny, señalando con la mano libre.
Barbie y la periodista cruzaban el campo en dirección al periódico junto con sesenta u ochenta personas más, algunas de las cuales arrastraban abatidas sus carteles de protesta.
—La Nancy Periodista no ha sacado ninguna foto —dijo Joe «el Espantapájaros»—. Yo estaba justo detrás de ella. Muy astuta.
—Sí —asintió Benny—, pero aun así no me gustaría estar en el lugar de Barbie. Hasta que no acabe este pollo, los polis pueden hacer lo que les dé la gana.
Joe sabía que era cierto. Y los policías nuevos no eran muy simpáticos. Junior Rennie, por ejemplo. La historia de la detención de Sam «el Desharrapado» ya había trascendido.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Norrie a Benny.
—De momento, nada. El asunto aún está frío —comentó—. Bastante frío. Pero como esto siga así… ¿Recuerdas El señor de las moscas? —La habían leído en clase de Lengua.
Benny recitó:
—«Mata al cerdo. Córtale el cuello. Pártele el cráneo». La gente llama cerdos a los polis, pero voy a decirte lo que pienso: pienso que los polis encuentran a los cerdos cuando todo se complica de cojones. Quizá porque ellos también se asustan.
Norrie Calvert rompió a llorar. Joe «el Espantapájaros» la rodeó con un brazo. Lo hizo con mucho cuidado, como si tuviera miedo de que semejante gesto fuera a provocar que ambos explotaran, pero Norrie pegó la cara a su camisa y también lo abrazó, aunque con un solo brazo porque aún aferraba la mano de Benny. Joe no había sentido en toda su vida algo tan extraño y al mismo tiempo tan emocionante como esa sensación cuando notó que las lágrimas de ella le humedecían la camisa. Por encima de la cabeza de Norrie, lanzó una mirada de reproche a Benny.
—Lo siento, tío —dijo Benny, que dio unas palmadas en la espalda a Norrie—. No tengas miedo.
—¡Le faltaba un ojo! —gritó ella. Las palabras quedaron amortiguadas por el pecho de Joe. Entonces Norrie lo soltó—: Esto ya no tiene gracia. Ni la más mínima gracia.
—No —admitió Joe, como si hubiera descubierto una gran verdad—. No la tiene.
—Mira —dijo Benny.
Era la ambulancia. Twitch estaba atravesando el campo de Dinsmore con las luces rojas del techo encendidas. Su hermana, la mujer que regentaba el Sweetbriar Rose, caminaba frente a él, guiándolo para que pudiera esquivar los peores baches. Una ambulancia en un campo de heno, bajo el cielo resplandeciente de un atardecer de octubre: era el toque final.
De pronto a Joe «el Espantapájaros» se le pasaron las ganas de protestar. Pero tampoco quería irse a casa.
En ese instante lo único que quería era salir del pueblo.
 6


Julia se sentó al volante del coche pero no encendió el motor; iban a pasar un buen rato allí, no tenía sentido malgastar gasolina. Se inclinó frente a Barbie, abrió la guantera y sacó un viejo paquete de American Spirits.
—Provisiones de emergencia —dijo a modo de disculpa—. ¿Quieres uno?
Barbie negó con la cabeza.
—¿Te importa? Porque puedo esperar.
Negó de nuevo con la cabeza. Julia encendió el cigarro y echó el humo por la ventanilla. Aún hacía calor, era un día de veranillo de San Martín, pero no iba a durar mucho. Dentro de una semana, más o menos, el tiempo se iría al carajo, como decían los ancianos. O quizá no, pensó ella. ¿Quién demonios lo sabe? Si la Cúpula seguía en su sitio, no le cabía la menor duda de que muchos meteorólogos empezarían a elucubrar sobre el tema del tiempo en el interior, ¿y? Los Yoda del Canal Meteorológico ni siquiera podían predecir la evolución de una tormenta de nieve, y en opinión de Julia no merecían más crédito que los genios de la política que se pasaban todo el día de palique en las mesas del Sweetbriar Rose.
—Gracias por intervenir antes —dijo Barbie—. Me has salvado el culo.
—Voy a darte una primicia, cielo: tu trasero está sano y salvo. De momento. ¿Qué piensas hacer la próxima vez? ¿Vas a pedirle a tu amigo Cox que avise a los de la Unión Americana por las Libertades Civiles? Tal vez les interese tu caso, pero no creo que nadie de la oficina de Portland vaya a venir de visita a Chester’s Mills en breve.
—No seas tan pesimista. Quizá la Cúpula desaparezca esta noche. O tal vez se disipe. No lo sabemos.
—No creo. Esto es obra del gobierno, y menudo gobierno. Estoy segura de que el coronel Cox lo sabe.
Barbie permaneció en silencio. Creyó a Cox cuando le dijo que el gobierno de Estados Unidos no tenía nada que ver con la Cúpula. No porque Cox fuera alguien digno de confianza, sino porque Barbie no creía que Estados Unidos poseyera la tecnología necesaria. Ni ningún otro país, en realidad. Pero ¿él qué sabía? Su última misión como miembro del ejército había consistido en amenazar a iraquíes asustados. En ocasiones apuntándolos con una pistola en la cabeza.
Frankie DeLesseps, el amigo de Junior, estaba en la 119 ayudando a dirigir el tráfico. Llevaba una camisa azul de uniforme sobre los vaqueros; seguramente en la comisaría no había unos pantalones de uniforme de su talla. El cabrón era alto. Y Julia se fijó, con recelo, en que llevaba una pistola en la cadera. Más pequeña que las Glock de los policías oficiales, probablemente suya, pero una pistola al fin y al cabo.
—¿Qué harás si las Juventudes Hitlerianas van a por ti? —le preguntó, señalando con la barbilla a Frankie—. Espero que tengas buena suerte mientras gritas «brutalidad policial» si te enchironan y deciden acabar lo que empezaron. Solo hay dos abogados en el pueblo. Uno está senil y el otro conduce un Boxter que Jim Rennie le vendió rebajado. O eso he oído.
—Sé cuidar de mí mismo.
—Oooh, qué macho.
—¿Qué pasa con tu periódico? Parecía que lo tenías listo cuando me fui anoche.
—Técnicamente te has ido esta mañana. Y sí, está listo. Pete y yo y unos cuantos amigos nos aseguraremos de que se distribuya. Lo que ocurre es que creía que no tenía sentido empezar a hacerlo cuando solo quedaba una cuarta parte de los habitantes en el pueblo. ¿Quieres trabajar de repartidor voluntario?
—Lo haría encantado, pero tengo que preparar un millón de bocadillos. Esta noche solo se servirá comida fría en el restaurante.
—Quizá me pase. —Tiró el cigarrillo, que había dejado a medias, por la ventana. Entonces, tras pensarlo un instante, bajó del coche y lo pisó. Más valía que no provocara un incendio, sobre todo teniendo en cuenta que los camiones de bomberos nuevos del pueblo estaban atrapados en Castle Rock—. Antes me he pasado por casa del jefe Perkins —dijo mientras se sentaba de nuevo al volante—. Bueno, claro, ahora solo es casa de Brenda.
—¿Qué tal está?
—Destrozada. Pero cuando le dije que querías verla, y que era importante, aunque no le revelé el motivo, me dijo que le parecía bien. Será mejor que vayas cuando se haya puesto el sol. Supongo que tu amigo estará impaciente…
—Deja de decir que Cox es mi amigo. No lo es.
Observaron en silencio cómo subían al muchacho herido a la ambulancia. Los soldados también miraban la escena. Seguramente estaban desobedeciendo las órdenes de sus superiores, y eso hizo que Julia se sintiera un poco mejor. La ambulancia empezó a abrirse camino por el campo con las luces encendidas.
—Es terrible —dijo en voz baja.
Barbie le puso un brazo sobre los hombros. Por un instante, ella se puso tensa, pero luego se relajó. Miró al frente, hacia la ambulancia, que se incorporaba a un carril libre de la 119, y añadió:
—¿Y si me encierran, amigo mío? ¿Y si Rennie y sus títeres de la policía deciden cerrar mi pequeño periódico?
—Eso no va a suceder —replicó Barbie. Pero no pudo evitar darle vueltas al asunto. Si la situación se alargaba mucho tiempo, creía que cada día acabaría convirtiéndose en el día de Cualquier Cosa es Posible en Chester’s Mills.
—Esa mujer tenía alguna otra cosa en la cabeza —dijo Julia Shumway.
—¿La señora Perkins?
—Sí. En muchos sentidos, fue una conversación muy rara.
—Está apenada por lo de su marido —dijo Barbie—. El dolor hace que la gente se comporte de un modo extraño. Ayer saludé a Jack Evans (su mujer murió ayer cuando bajó la Cúpula) y me miró como si no me conociera, y eso que llevo sirviéndole mi famoso pastel de carne de los miércoles desde la pasada primavera.
—Conozco a Brenda Perkins desde que era Brenda Morse —dijo Julia—. Casi cuarenta años. Creía que me diría qué le preocupaba… pero no lo hizo.
Barbie señaló hacia la carretera.
—Creo que ya puedes arrancar.
Cuando Julia encendió el motor, sonó su móvil. Con las prisas por cogerlo, casi se le cayó el bolso. Escuchó y se lo pasó a Barbie con una sonrisa irónica.
—Es para ti, jefe.
Era Cox, y Cox tenía algo que decir. Bastante, de hecho. Barbie lo interrumpió para contarle lo que le había ocurrido al chico al que llevaban al Cathy Russell, pero o Cox no relacionaba la historia de Rory Dinsmore con lo que él le estaba diciendo, o no quería. Escuchó con educación, y luego prosiguió con su perorata. Cuando acabó, le hizo una pregunta que habría sido una orden si Barbie aún vistiera uniforme y se encontrara a sus órdenes.
—Señor, entiendo lo que está preguntando, pero usted no es consciente de la… situación política de aquí, tal como lo llamaría usted. Y el pequeño papel que yo desempeño en ella. Antes de que apareciera esta Cúpula tuve unos cuantos problemas, y…
—Ya lo sabemos —lo interrumpió Cox—. Un altercado con el hijo del segundo concejal y algunos de sus amigos. Estuvieron a punto de detenerlo, según consta en mi carpeta.
Una carpeta. Ahora tiene una carpeta. Que Dios me ayude.
—Veo que está bien informado —dijo Barbie—, pero déjeme que le cuente algo más. En primer lugar, el jefe de policía que impidió que me detuvieran murió en la 119, no muy lejos del lugar desde el que le hablo. De hecho…
Ruido de papeles apenas perceptible en un mundo que él ya no podía visitar. De repente le entraron ganas de matar al coronel James O. Cox con sus manos, por el mero hecho de que James O. Cox podía ir a McDonald’s cuando quisiera, y él, Dale Barbara, no.
—Eso también lo sabemos —dijo Cox—. Un problema con el marcapasos.
—En segundo lugar —prosiguió Barbie—, el nuevo jefe, que es uña y carne con el único miembro poderoso de la Junta de Concejales del pueblo, ha contratado a unos ayudantes de policía nuevos. Son los tipos que intentaron arrancarme la cabeza en el aparcamiento del club nocturno.
—Pues tendrá que apañárselas como pueda, ¿no le parece? ¿Coronel?
—¿Por qué me llama coronel? El coronel es usted.
—Felicidades —dijo Cox—. No solo se ha alistado de nuevo al servicio de su país, sino que ha obtenido un ascenso meteórico.
—¡No! —gritó Barbie. Julia lo miraba con preocupación, pero él apenas se dio cuenta—. ¡No, no lo quiero!
—Ya, pero lo tiene —respondió Cox con calma—. Voy a enviar una copia por correo electrónico del papeleo esencial a su amiga, la directora del periódico, antes de que cerremos el grifo de las comunicaciones por internet de su desafortunado pueblo.
—¿Cerrar el grifo? ¡No pueden hacerlo!
—El papeleo está firmado por el propio presidente. ¿Piensa contradecirlo? Creo que se pone de muy mala leche cuando le llevan la contraria.
Barbie no contestó. La cabeza le daba vueltas.
—Tiene que ir a ver a los concejales y al jefe de policía —añadió Cox—. Debe decirles que el presidente ha invocado la ley marcial en Chester’s Mill y que usted es el oficial al cargo. Estoy convencido de que hallará cierta resistencia inicial, pero la información que acabo de darle debería ayudarlo a convertirse en el vínculo con el mundo exterior. Y conozco de sobra sus poderes de persuasión. Los vi de primera mano en Iraq.
—Señor —dijo—. Creo que no ha interpretado bien cuál es la situación actual aquí. —Se pasó una mano por el pelo. La oreja le palpitaba por culpa del maldito teléfono móvil—. Es como si entendiera la idea de la Cúpula, pero no lo que está ocurriendo en el pueblo como consecuencia de ella. Y todo ha sucedido hace menos de treinta horas.
—Entonces, ayúdeme a entenderlo.
—Usted dice que el presidente quiere que yo haga esto. Imaginemos que le llamo y le digo que puede besar mi sonrosado culo y…
Julia lo miraba horrorizada, lo que le infundió ánimos.
—Es más, imaginemos que le digo que soy un agente de Al-Qaida, y que había planeado matarlo, bang, de un tiro en la cabeza. ¿Qué pasaría?
—Teniente Barbara, coronel Barbara, quiero decir, ya ha hablado suficiente.
Barbie no estaba de acuerdo.
—¿Podría enviar al FBI para que viniera a por mí? ¿Al Servicio Secreto? ¿Al maldito Ejército Rojo? No, señor. No podría.
—Tenemos planes para cambiar eso, tal como ya le he explicado. —Cox ya no parecía relajado ni de buen humor, sino un viejo soldado de infantería que discutía con otro.
—Si funciona, hágame el favor de enviar a la agencia federal que más le guste para que me detenga. Pero si seguimos aislados, ¿quién va a hacerme caso en este pueblo? Métaselo en la cabeza: este pueblo se ha escindido. No solo de Estados Unidos, sino del mundo entero. No podemos hacer nada al respecto, y ustedes tampoco.
Cox replicó tranquilamente:
—Estamos intentando ayudarles.
—Cuando lo dice casi le creo. Pero ¿le creerá alguien más de este pueblo? Cuando buscan la ayuda que les han enviado gracias al dinero de sus impuestos, lo único que ven es un montón de soldados de espaldas. Lo cual no transmite un mensaje demasiado halagüeño.
—Está hablando mucho para alguien que solo sabe decir no.
—No estoy diciendo que no. Solo digo que estoy a tres metros de que me detengan, y que proclamarme a mí mismo comandante no me ayudará.
—Imagine que llamo al primer concejal… ¿Cómo se llama…? Sanders… y que le cuento…
—A eso me refería cuando le decía que sabe muy poco. Esto es como cuando estábamos en Iraq, pero en esta ocasión usted está en Washington en lugar de en el terreno, y parece estar tan perdido como el resto de los soldados de despacho. Escúcheme con atención, señor: una información parcial de inteligencia es peor que una ausencia total de información.
—Un conocimiento pequeño es algo peligroso —dijo Julia en tono soñador.
—Si no a Sanders, entonces ¿quién?
—A James Rennie. El segundo concejal. Es el amo de todo esto.
Se hizo una pausa. Entonces Cox dijo:
—Quizá podemos dejarles con conexión a internet. Algunos de nosotros creemos que cortarlo es una reacción visceral.
—¿Por qué piensa eso? —preguntó Barbie—. ¿No saben que si nos dejan con internet, la receta del pastel de arándanos de la Tía Sarah saldrá a la luz tarde o temprano?
Julia se enderezó y articuló en silencio: «¿Están intentando cortar internet?». Barbie levantó un dedo: «Espera».
—Escúcheme, Barbie. Imagine que llamamos a ese tal Rennie y le decimos que tenemos que cortar la conexión a internet, que lo sentimos, que se trata de una situación de crisis, que hay que tomar medidas extremas, etcétera, etcétera. Usted entonces podría convencerlo de su utilidad fingiendo que nos hace cambiar de opinión.
Barbie meditó la cuestión. Podía funcionar. Durante un tiempo, como mínimo. O tal vez no.
—Además —añadió Cox, animado—, les dará esa otra información. Quizá salve algunas vidas, pero le ahorrará a la gente el susto de su vida, sin duda.
Barbie dijo:
—Los teléfonos también tienen que seguir funcionando, aparte de internet.
—Eso será difícil. Tal vez pueda conseguir lo de internet, pero…
—Escúcheme. Hay como mínimo cinco tipos que se creen Curtis LeMay en el comité encargado de gestionar este follón, y en lo que a ellos respecta, todos los habitantes de Chester’s Mills son terroristas hasta que se demuestre lo contrario.
—¿Y qué pueden hacer esos supuestos terroristas para atacar a Estados Unidos? ¿Atentados suicidas en la iglesia congregacional?
—Barbie, está predicando a los conversos.
Tenía razón.
—¿Lo hará?
—Ya le llamaré para comunicarle mi decisión. Espere a hablar conmigo antes de hacer nada. Primero tengo que hablar con la viuda del difunto jefe de policía.
Cox insistió.
—¿Verdad que no comentará con nadie la parte del toma y daca de la conversación?
A Barbie le sorprendió de nuevo el hecho de que alguien como Cox, un librepensador en comparación con el resto de los militares, no fuera capaz de darse cuenta de los cambios que había desencadenado la Cúpula. Ahí dentro, el marchamo del secretismo de Cox ya no importaba.
Nosotros contra ellos, pensó Barbie. Ahora somos nosotros contra ellos. A menos que su absurda idea funcione, claro.
—Señor, tendré que volver a llamarle para transmitirle mi decisión final sobre la cuestión; este teléfono se está quedando sin batería. —Una mentira que dijo sin remordimientos—. Y tiene que esperar a recibir noticias mías antes de poder hablar con alguien más.
—Tan solo recuerde que el big bang está programado para las trece horas de mañana. Si quiere asegurar la viabilidad de todo esto, es mejor que se mantenga al frente.
«Asegurar la viabilidad». Otra expresión que no tenía sentido bajo la Cúpula. A menos que se refiriera a mantener el suministro de propano del generador.
—Ya hablaremos —dijo Barbie, que colgó antes de que Cox pudiera añadir algo más.
La 119 ya estaba casi despejada, aunque DeLesseps seguía allí, apoyado en su coche clásico de gran potencia y con los brazos cruzados. Cuando Julia pasó junto al Nova, Barbie se fijó en una pegatina que decía PRECIO DEL VIAJE: SEXO, DROGAS O GASOIL. También unas luces de policía sobre el salpicadero. Pensó que el contraste resumía todo lo que iba mal en Chester’s Mills.
Mientras avanzaban por la 119 Barbie le contó a Julia todo lo que le había dicho Cox.
—Lo que están planeando no se diferencia mucho de lo que acaba de intentar ese chico —dijo ella, horrorizada.
—Bueno, es un poco distinto —replicó Barbie—. Ese muchacho lo ha intentado con un fusil. Y ellos tienen preparado un misil de crucero. Llámalo la teoría del Big Bang.
Julia sonrió. Pero no era su sonrisa habitual; pálida y perpleja, aparentaba sesenta años en lugar de cuarenta y tres.
—Me parece que voy a sacar otro número del periódico antes de lo que creía.
Barbie asintió.
—Extra, extra, léalo todo aquí.
 7


—Hola, Sammy —dijo alguien—. ¿Qué tal estás?
Samantha Bushey no reconoció la voz y se volvió con cautela, sujetando la mochila portabebés por debajo. Little Walter estaba dormido y pesaba mucho. A Samantha le dolía el trasero porque se había caído de culo, y le dolía el corazón porque esa maldita Georgia Roux la había llamado «bollera». La misma Georgia Roux que en más de una ocasión había acudido llorando a la caravana de Sammy a pillar material para ella y ese cachas hipertrofiado con el que salía.
Era el padre de Dodee. Sammy había hablado con él miles de veces, pero no había reconocido su voz; a duras penas lo reconoció a él. Estaba avejentado, parecía triste, destrozado. Ni siquiera le miró las tetas, que era lo primero que hacía siempre.
—Hola, señor Sanders. Vaya, ni siquiera lo vi en… —Señaló con la mano hacia el campo llano y la gran carpa, ahora medio hundida y con aspecto triste. Aunque no tan triste como el señor Sanders.
—Estaba sentado a la sombra. —La misma voz vacilante, filtrada por una sonrisa angustiada que parecía una disculpa y resultaba algo incómoda—. Estaba bebiendo algo. ¿No hacía demasiado calor para ser octubre? Joder, sí. Creía que era una buena tarde, una verdadera tarde en el pueblo, hasta que ese muchacho…
Oh, cielos, qué horror, estaba llorando.
—Siento muchísimo lo de su mujer, señor Sanders.
—Gracias, Sammy. Eres muy amable. ¿Quieres que lleve el bebé hasta el coche? Creo que puedes ponerte en marcha, ya no hay atasco.
Era un ofrecimiento que Sammy no podía rechazar aunque él estuviera llorando. Sacó a Little Walter de la mochila portabebés, —fue como coger un pedazo grande de masa de pan caliente— y se lo ofreció. El bebé abrió los ojos, sonrió, le lanzó una mirada vidriosa y volvió a quedarse dormido.
—Creo que este pañal trae un paquete —dijo el señor Sanders.
—Sí, es una máquina de cagar muy regular. El bueno de Little Walter.
—Walter es un nombre bonito, de los de antes.
—Gracias. —Le pareció que no valía la pena decirle que en realidad el nombre de pila era Little… Además, estaba convencida de que no era la primera vez que tenía esa conversación con él. Pero el señor Sanders no lo recordaba. Caminar a su lado, aunque era él quien llevaba al bebé, era el perfecto final coñazo para una perfecta tarde coñazo. Como mínimo el hombre tenía razón en lo del atasco; el caos de coches por fin se había disuelto. Sammy se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que todo el pueblo fuera en bicicleta.
—Nunca me hizo gracia la idea de que mi mujer subiera a esa avioneta —dijo el señor Sanders, como si hubiera retomado el hilo de una conversación interior—. A veces incluso me preguntaba si Claudie se acostaba con ese tipo.
¿La madre de Dodee durmiendo con Chuck Thompson? Sammy se quedó estupefacta e intrigada.
—Seguramente no —dijo el señor Sanders, y suspiró—. En todo caso, ya no importa. ¿Has visto a Dodee? Anoche no volvió a casa.
Sammy estuvo a punto de decir «Claro, ayer por la tarde». Pero si Dodee no había dormido en casa la noche anterior, tan solo habría logrado preocupar más aún a su padre. Y la habría obligado a mantener una larga conversación con un tipo que tenía los ojos anegados en lágrimas y al que le colgaba un moco de la nariz. Y eso no le molaba.
Habían llegado al coche, un antiguo Chevrolet con los faldones laterales corroídos. Sammy cogió a Little Walter e hizo una mueca al notar el olor. No era solo que hubiera un paquete en los pañales, era un cargamento completo de UPS y Federal Express.
—No, señor Sanders, no la he visto.
El hombre asintió y se limpió la nariz con el dorso de la mano. El moco desapareció o, como mínimo, cambió de ubicación, lo cual fue un alivio.
—Seguramente fue al centro comercial con Angie McCain, luego a ver a su tía Peg en Sabattus y ya no pudo volver a entrar en el pueblo.
—Sí, seguro que pasó eso. —Y cuando Dodee apareciera en Mills, él se llevaría una grata sorpresa. Dios sabía que se la merecía. Sammy abrió la puerta del coche y dejó a Little Walter en el asiento del conductor. Había quitado la silla para bebés hacía ya varios meses. Era un engorro. Además, conducía muy bien.
—Me alegro de verte, Sammy. —Hizo una pausa—. ¿Rezarás por mi mujer?
—Esto… claro, señor Sanders, por supuesto.
Iba a meterse en el coche cuando recordó dos cosas: que Georgia Roux le había aplastado un pecho con su maldita bota de motorista con suficiente fuerza como para dejarle un morado, y que Andy Sanders, desolado o no, era el primer concejal del pueblo.
—¿Señor Sanders?
—¿Sí, Sammy?
—Algunos polis han tenido un comportamiento bastante brusco. Tal vez debería hacer algo al respecto. Antes, ya sabe, de que la situación se desmadre.
Su sonrisa desdichada no se alteró.
—Bueno, Sammy, soy consciente de lo que sentís los jóvenes hacia la policía, yo también fui joven, pero nos encontramos en una situación bastante grave. Y cuanto antes logremos restablecer un mínimo de autoridad, mejor nos irá a todos. Lo entiendes, ¿verdad?
—Claro —respondió Sammy. Lo que entendía era que el dolor, por verdadero que fuera, no impedía que los políticos siguieran diciendo un montón de chorradas—. Bueno, ya nos veremos.
—Forman un buen equipo —añadió Andy en tono distraído—. Pete Randolph se encargará de meterlos en vereda. De que lleven el mismo sombrero. De que… esto… bailen al son de la misma música. Proteger y servir, ya sabes.
—Claro —dijo Samantha. El baile del «proteger y servir», con alguna que otra patada en las tetas. Puso el coche en marcha mientras Little Walter roncaba en el asiento de al lado. El olor de caca de bebé era horrible. Bajó las ventanillas y miró por el espejo retrovisor. El señor Sanders seguía de pie en el aparcamiento provisional, que entonces ya estaba casi desierto. Levantó una mano para despedirse de ella.
Sammy hizo lo propio mientras se preguntaba dónde había pasado Dodee la noche anterior si no había ido a casa. Pero enseguida se olvidó del tema —no era su problema—, y encendió la radio. La única emisora que sintonizaba bien era Radio Jesús, y apagó de nuevo el aparato.
Cuando alzó la vista, Frankie DeLesseps se encontraba en medio de la carretera, frente a ella, con una mano levantada, como un poli de verdad. Tuvo que dar un frenazo para no atropellarlo, y agarrar al bebé con una mano para que no cayera al suelo. Little Walter se despertó y empezó a llorar.
—¡Mira lo que has hecho! —le gritó a Frankie (con quien había tenido un rollo de dos días en el instituto, cuando Angie estaba en un campamento para músicos)—. ¡El bebé casi se cae al suelo!
—¿Dónde está su silla? —Frankie se asomó por su ventanilla, marcando bíceps. Mucho músculo, poca polla, ese era Frankie DeLesseps. A Sammy no le importaba lo más mínimo que Angie se lo hubiera quedado.
—No es asunto tuyo.
Tal vez un poli de verdad la habría multado por desacato a la autoridad y por no llevar la silla especial de sujeción para bebés, pero Frankie le lanzó una sonrisa petulante.
—¿Has visto a Angie?
—No. —Esta vez era la verdad—. Debe de haber quedado atrapada al otro lado de la Cúpula. —Aunque a Sammy le parecía que eran los del pueblo los que estaban atrapados.
—¿Y a Dodee?
Sammy respondió que no una vez más. Casi se vio obligada, porque existía la posibilidad de que Frankie hablara con el señor Sanders.
—El coche de Angie está en su casa —dijo Frankie—. He echado un vistazo en el garaje.
—Menuda noticia. Debieron de ir a algún sitio con el Kia de Dodee.
Frankie meditó sobre esa posibilidad. Estaban casi a solas. El atasco no era más que un recuerdo. Entonces dijo:
—¿Georgia te ha hecho pupita en la tetita? —Y antes de que ella pudiera responder, metió la mano y se la sobó. Sin ningún tacto—. ¿Quieres que le dé un besito para que se cure antes?
Sammy lo apartó de un manotazo. A su derecha, Little Walter no paraba de llorar y llorar. En ocasiones se preguntaba, muy en serio, por qué había creado Dios a los hombres. Siempre estaban llorando o sobando, sobando o llorando.
Frankie no sonreía.
—Más te vale que vayas con cuidado —le dijo—. Ahora las cosas han cambiado.
—¿Qué piensas hacer? ¿Detenerme?
—Ya se me ocurrirá algo mejor —respondió—. Venga, en marcha. Y si te encuentras con Angie, dile que quiero verla.
Se alejó, hecha una furia y, a pesar de que no le gustaba reconocerlo, aunque era cierto, un poco asustada. Al cabo de casi un kilómetro paró el coche y le cambió el pañal al bebé. Llevaba una bolsa de pañales usados detrás, pero estaba demasiado enfadada para cogerla. Tiró el pañal lleno de caca al arcén, no muy lejos de un gran cartel que decía:
 COCHES DE OCASIÓN JIM RENNIE

EXTRANJEROS Y NACIONALES
¡PÍDANO$ UN CRÉDITO!

¡CON BIG JIM TODO IRÁ
SOBRE RUEDAS!
Adelantó a un grupo de niños que iban en bicicleta y se preguntó otra vez cuánto tiempo pasaría hasta que todo el mundo se viera obligado a usarlas. Aunque tal vez no llegara a suceder. Alguien lo solucionaría todo antes de que llegaran a ese extremo, como en una de esas películas de desastres que tanto le gustaba ver en la televisión cuando estaba colocada: volcanes en erupción en Los Ángeles, zombis en Nueva York. Y cuando la situación regresara a la normalidad, Frankie y Carter Thibodeau volverían a ser los mismos de antes: unos pringados pueblerinos sin apenas un centavo en los bolsillos. Pero, mientras tanto, más le valía pasar desapercibida.
Por lo demás, se alegraba de haber mantenido la boca cerrada respecto a Dodee.
 8


Rusty oyó la alarma del monitor de la presión sanguínea y supo que estaban perdiendo al muchacho. De hecho, lo estaban perdiendo desde que lo subieron a la ambulancia, qué demonios, desde que la bala rebotada le impactó en la cara, pero el sonido del monitor convirtió la verdad en un titular. Rory debería haber sido transportado en helicóptero de inmediato al CMG desde el lugar donde había resultado tan gravemente herido. Sin embargo, se encontraba en un quirófano que no disponía del instrumental necesario, hacía demasiado calor (habían apagado el aire acondicionado para alargar la vida del generador) y lo estaba operando un doctor que debería haberse jubilado hacía muchos años, un auxiliar médico que nunca había asistido a una intervención de neurocirugía y una enfermera exhausta que dijo:
—Fibrilación ventricular, doctor Haskell.
El monitor del corazón se unió a la fiesta. Ahora era un coro.
—Ya lo he oído, Ginny, tranquila. No me hagas perder al paciente… —Hizo una pausa—. ¡La paciencia, joder! ¡No me hagas perder la paciencia!
Por un instante Rusty y él se miraron por encima del cuerpo del chico, envuelto en una sábana. La mirada de Haskell era clara y despierta —no era el médico acomodaticio con el estetoscopio colgado del cuello que se había arrastrado por los pasillos del Cathy Russell durante los últimos años como un alma en pena— pero parecía terriblemente viejo y frágil.
—Lo hemos intentado —dijo Rusty.
A decir verdad, Haskell había hecho algo más que intentarlo; a Rusty le había recordado una de esas novelas de deportes que tanto le gustaban de niño, en las que un lanzador de béisbol sale de la zona de calentamiento para buscar su último momento de gloria en el séptimo partido de las Series Mundiales. Pero en esta ocasión solo Rusty y Ginny Tomlinson habían estado en las gradas, y el veterano no iba a poder gozar de un final feliz.
Rusty había puesto el suero salino y había añadido manitol para reducir la hinchazón del cerebro. Haskell había salido corriendo de la sala de operaciones para hacer los análisis de sangre en el laboratorio que había al final del pasillo, un hemograma completo. Tenía que hacerlo Haskell; Rusty no estaba cualificado y no había técnicos de laboratorio. El Catherine Russell tenía una escasez horrible de personal. Rusty creía que el asunto del chico de los Dinsmore no era más que un adelanto del precio que el pueblo iba a acabar pagando por la falta de personal.
La situación empeoró. El chico era A negativo, y no les quedaba ninguna bolsa de ese tipo en su pequeño banco de sangre. Sin embargo, sí que tenían del tipo 0 negativo, el donante universal, y le habían puesto cuatro bolsas, lo que significaba que tan solo les quedaban nueve más de reserva. A buen seguro, gastarlas en el muchacho había sido como tirarlas por el desagüe de la sala de lavado, pero nadie se atrevió a decir nada. Mientras le transfundían la sangre, Haskell envió a Ginny abajo, al cubículo del tamaño de un armario que hacía las veces de biblioteca del hospital. Regresó con una copia manoseada de Sobre la neurocirugía: perspectiva general. Haskell realizó la intervención con el libro abierto al lado, sujetando las páginas con un otoscopio. Rusty pensó que nunca olvidaría el chirrido de la sierra, el olor del polvo de hueso en aquel aire anormalmente caliente, el coágulo de sangre gelatinosa que rezumó por el orificio cuando Haskell quitó el tapón de hueso.
Durante unos minutos, Rusty se había permitido albergar ciertas esperanzas. Una vez aliviada la presión del hematoma gracias al orificio, las constantes vitales de Rory se habían estabilizado o, como mínimo, lo intentaron. Entonces, mientras Haskell trataba de averiguar si podía alcanzar el fragmento de bala, todo empezó a ir cuesta abajo de nuevo, y muy deprisa.
Rusty pensó en los padres, que estarían aguardando, esperando en la desesperanza. Ahora, al salir del quirófano, en lugar de trasladar a Rory hacia la izquierda, a la UCI del Cathy Russell, donde tal vez dejarían entrar a sus amigos para que lo vieran, parecía que Rory tomaría el pasillo de la derecha, hacia el depósito de cadáveres.
—Si nos encontráramos en una situación normal, lo mantendría con vida y preguntaría a los padres por la donación de órganos —dijo Haskell—. Pero, claro, si nos encontráramos en una situación normal el chico no estaría aquí. Y aunque estuviera, yo no intentaría operarlo usando un… un maldito manual de Toyota. —Cogió el otoscopio y lo tiró a la otra punta del quirófano. Impactó contra los azulejos verdes, rompió uno y cayó al suelo.
—¿Quiere administrarle epinefrina, doctor? —preguntó Ginny. Calma, fría, serena… pero estaba tan cansada que no insistió más.
—¿Acaso no he sido lo suficientemente claro? No pienso prolongar la agonía del muchacho. —Haskell apretó el interruptor rojo situado en la parte posterior del respirador. Algún graciosillo, tal vez Twitch, había puesto una pequeña pegatina que decía «¡TOMA YA!»—. ¿Deseas expresar una opinión contraria, Rusty?
Rusty meditó sobre la pregunta, pero enseguida negó con la cabeza. El test de Babinski había dado positivo, lo que significaba que sufría graves daños cerebrales, pero la cuestión era que no tenía ninguna posibilidad de salvarse. En realidad, nunca la había tenido.
Haskell apretó el interruptor. Rory Dinsmore inspiró aire trabajosamente por sí solo una vez más, pareció intentarlo de nuevo, y se rindió.
—Son las… —Haskell miró al gran reloj que había en la pared— cinco y cuarto de la tarde. ¿Te encargarás de anotarla como la hora de la muerte, Ginny?
—Sí, doctor.
Haskell se quitó la mascarilla y Rusty pudo comprobar, no sin cierta preocupación, que el anciano tenía los labios azules.
—Salgamos de aquí —dijo—. El calor me está matando.
Pero no era el calor, sino el corazón. Se derrumbó en mitad del pasillo cuando se dirigía a darles la mala noticia a Alden y Shelley Dinsmore. Al final Rusty acabó administrando una dosis de epinefrina, pero no sirvió de nada. Ni el masaje cardíaco. Ni el desfibrilador.
Hora de la muerte, cinco y cuarenta y nueve de la tarde. Ron Haskell sobrevivió a su último paciente por treinta y cuatro minutos exactamente. Rusty se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Ginny se había encargado de dar la noticia a los padres del chico; desde el lugar en el que estaba sentado, con la cara entre las manos, Rusty oyó los gritos de dolor y pena de la madre que resonaban en aquel hospital casi vacío. Parecía como si no fuera a dejar nunca de llorar.
 9


Barbie pensó que la viuda del Jefe debía de haber sido una mujer preciosa. Incluso entonces, con las ojeras y la ropa mal conjuntada que llevaba (unos tejanos descoloridos y la parte de arriba de lo que estaba prácticamente seguro que era un pijama), Brenda Perkins era imponente. Pensó que tal vez la gente lista nunca perdía su belleza, si es que estaba dotada de ese don, por supuesto, y vio un destello de inteligencia en sus ojos. También algo más. Tal vez estaba de luto, pero no había perdido la curiosidad. Y ahora mismo el objeto de su curiosidad era él.
Miró hacia el coche de Julia, que se encontraba detrás de Barbie, mientras retrocedía por el camino de entrada, y levantó las manos en un: «¿Adónde vas?».
Julia asomó la cabeza por la ventana y respondió:
—¡Tengo que ocuparme de que salga el periódico! También tengo que pasarme por el Sweetbriar Rose y darle las malas noticias a Anson Wheeler; ¡esta noche se encarga de los bocadillos! ¡Tranquila, Bren, Barbie es un buen tipo! —Y antes de que Brenda pudiera responder o quejarse, Julia ya había enfilado Morin Street; una mujer con una misión. Barbie habría preferido acompañarla y que su único objetivo fuera la preparación de cuarenta bocadillos de jamón y queso y otros cuarenta de atún.
Ahora que Julia se había ido, Brenda prosiguió con su inspección. Cada uno se encontraba a un lado de la mosquitera. Barbie se sentía como si fuera alguien que iba a pedir trabajo y que tenía que hacer frente a una dura entrevista.
—¿Lo es? —preguntó Brenda.
—¿Cómo dice, señora?
—Si es un buen tipo.
Barbie meditó la respuesta. Días antes habría dicho que sí, por supuesto que lo era, pero esa tarde se sentía más como el soldado de Faluya que como el cocinero de Chester’s Mills. Al final optó por decir que estaba bien amaestrado, lo que hizo sonreír a Brenda.
—Bueno, eso tendré que juzgarlo yo —replicó la mujer—. Aunque ahora mismo no me encuentro en las mejores condiciones para emitir un juicio. He sufrido una gran pérdida.
—Lo sé, señora. Lo siento mucho.
—Gracias. Lo enterrarán mañana. Lo sacarán de la Funeraria Bowie, ese cuchitril maloliente y pequeño que no sé cómo pero sigue abierto a pesar de que casi toda la gente del pueblo prefiere la Funeraria Crosman de Castle Rock. ¿Sabe cómo llaman al negocio de Stewart Bowie? El Granero de los Entierros de Bowie. Stewart es un imbécil y su hermano Fernald es aún peor, pero ahora mismo son todo lo que tenemos. Lo que tengo. —Lanzó un suspiro como una mujer que debía hacer frente a una ardua tarea. ¿Y por qué no?, pensó Barbie. La muerte de un ser querido puede ser muchas cosas, pero sin duda da mucho trabajo.
Brenda lo sorprendió cuando decidió salir al porche con él.
—Acompáñeme al jardín trasero, señor Barbara. Tal vez lo invite a entrar más adelante, pero esperaré a estar convencida de que puedo confiar en usted. En circunstancias normales me fiaría de la recomendación de Julia con los ojos cerrados, pero estamos viviendo unos días que no pueden calificarse precisamente de normales.
Lo condujo por una senda lateral de la casa con el césped muy bien cortado y sin rastro de hojas secas otoñales. A la derecha había una verja que separaba la casa de los Perkins de la de su vecino; a la izquierda, un arriate de flores muy bien cuidadas.
—Mi marido era quien se encargaba de las flores. Imagino que le parecerá una afición extraña en un agente responsable del cumplimiento de la ley.
—En absoluto.
—A mí tampoco me lo parecía. Lo que nos convierte en una minoría. Los pueblos pequeños albergan imaginaciones pequeñas. Grace Metalious y Sherwood Anderson tenían razón al respecto.
»Además —añadió mientras doblaban la esquina de la casa y se adentraban en un espacioso jardín—, aquí disfrutaremos de la luz natural durante más tiempo. Tengo un generador, pero ha dejado de funcionar esta mañana. Creo que se le ha acabado el combustible. Hay un depósito de reserva, pero no sé cómo cambiarlo. Siempre estaba dándole la lata a Howie con el generador. Él quería enseñarme a usarlo, pero me negué a aprender. Lo hice sobre todo para fastidiarle. —Derramó una lágrima que le cayó por la mejilla, pero se la limpió con un gesto distraído—. Ahora si pudiera le pediría perdón. Admitiría que tenía razón. Pero ya es tarde, ¿verdad?
Barbie sabía que era una pregunta retórica.
—Si solo es el depósito —dijo—, puedo cambiarlo.
—Gracias —dijo Brenda, que lo acompañó hasta una mesa de jardín junto a la cual había una nevera portátil—. Iba a pedírselo a Henry Morrison, y también pensaba comprar más bombonas de gas en Burpee’s, pero cuando llegué a la calle principal esta tarde, la tienda de Romeo ya había cerrado y Henry estaba en el campo de Dinsmore, con los demás. ¿Cree que podré comprar alguna bombona mañana?
—Quizá —respondió Barbie. Aunque en realidad lo dudaba.
—Ya me han dicho lo del muchacho —dijo Brenda—. Gina Buffalino, la vecina de al lado, vino a verme y me lo contó. Lo siento muchísimo. ¿Sobrevivirá?
—No lo sé. —Y como la intuición le decía que la sinceridad sería el camino más directo para ganarse la confianza de esa mujer (aunque solo fuera de un modo provisional), añadió—: No lo creo.
—No. —Ella suspiró y se limpió los ojos de nuevo—. No, ya me pareció que estaba muy grave. —Abrió la nevera portátil—. Tengo agua y Coca-Cola Light. Era el único refresco que le dejaba beber a Howie. ¿Qué prefiere?
—Agua, señora.
Abrió dos botellas de Poland Spring y tomaron un sorbo. Ella lo miró con sus ojos tristes y curiosos.
—Julia me ha dicho que quiere una llave del ayuntamiento. Entiendo sus motivos. También entiendo por qué no quiere que Jim Rennie lo sepa…
—Tal vez sea necesario que se lo digamos. Mire, la situación ha cambiado…
Brenda levantó la mano y negó con la cabeza. Barbie calló.
—Antes de que me lo cuente, quiero que me hable del encontronazo que tuvo con Junior y sus amigos.
—Señora, ¿es que su marido no…?
—Howie casi nunca hablaba de sus casos, pero sí que me contó algo sobre este. Creo que le preocupaba. Y quiero comprobar que su versión de los hechos encaja con la de mi marido. Si es así, podremos hablar de otros asuntos. En caso contrario, lo invitaré a que se vaya, aunque podrá llevarse la botella de agua.
Barbie señaló la caseta roja que había en la esquina izquierda de la casa.
—¿Eso es del generador?
—Sí.
—¿Si cambio la bombona de propano mientras hablamos, podrá oírme?
—Sí.
—Y quiere que se lo cuente todo, ¿verdad?
—Sí, por supuesto. Y como vuelvas a llamarme señora, te parto la crisma.
La puerta de la caseta del generador estaba cerrada con un simple gancho de latón. El hombre que había vivido en esa casa hasta el día anterior, había cuidado los detalles… Aunque era una pena que solo hubiera dejado una bombona. Barbie decidió que, acabara como acabase la conversación, haría todo lo posible por conseguir unas cuantas bombonas más al día siguiente.
Mientras tanto, se dijo a sí mismo, cuéntale todo lo que quiere saber sobre esa noche. Pero le resultaría más fácil hacerlo de espaldas a ella; no le gustaba decir que el problema se debía a que Angie McCain lo había tomado por un amante algo mayor.
La ley Sunshine, se recordó a sí mismo, y contó su historia.
 10


Lo que recordaba con mayor claridad del verano pasado era la canción de James McMurtry que parecía sonar en todas partes, «Talkin’ at the Texaco», se llamaba. Y la frase que mejor recordaba era la que decía que en un pequeño pueblo «todos debemos saber cuál es nuestro sitio». Cuando Angie empezó a arrimársele demasiado mientras él cocinaba, o a rozarle el brazo con los pechos mientras ella intentaba coger algo que él podría haberle alcanzado, le venía a la cabeza esa frase. Barbie sabía quién era el novio de Angie, y también sabía que Frankie DeLesseps formaba parte de la estructura de poder del pueblo, aunque solo fuera gracias a su relación con el hijo de Big Jim Rennie. Dale Barbara, por el contrario, era poco más que un vagabundo. No encajaba en la estructura de Chester’s Mills.
Una noche Angie lo abrazó a la altura de la cadera y le sobó el paquete. Él reaccionó y, por la pícara sonrisa que esbozó ella, dedujo que lo había notado.
—Si quieres, puedes devolvérmela —dijo ella. Estaban en la cocina; Angie se levantó un poco la minifalda y le enseñó fugazmente las braguitas rosa con volantes que llevaba—. Sería lo más justo.
—Paso —replicó él, y ella le sacó la lengua.
Había sido testigo de escenas similares en media docena de cocinas de restaurantes, y en alguna ocasión había llegado a aceptar la invitación. Tal vez no era más que el capricho que una chica sentía por un compañero de trabajo mayor y algo atractivo. Pero entonces Angie y Frankie rompieron, y una noche, cuando Barbie estaba tirando la comida que había sobrado, en el contenedor situado en la parte trasera, después de cerrar el restaurante, ella realizó una tentativa más seria.
Barbie se volvió y ahí estaba ella; lo abrazó y empezó a besarlo. Al principio él le devolvió los besos. Angie le cogió una mano y se la llevó al pecho izquierdo. Aquel gesto lo hizo reaccionar. Era un pecho delicioso, joven y turgente. Pero también podía causarle muchos problemas. Ella podía causarle muchos problemas. Intentó apartarla, y cuando ella se agarró con una mano (y le clavó las uñas en la nuca) y quiso echársele encima, él le dio un empujón algo más fuerte de lo que quería. Angie tropezó con el contenedor, lo miró, se tocó el trasero y lo fulminó con la mirada.
—¡Gracias! ¡Ahora me he manchado de mierda los pantalones!
—Deberías aprender cuándo hay que parar —respondió él con calma.
—¡Pero si te gustaba!
—Quizá —replicó—, pero no me gustas tú. —Y cuando vio el destello de dolor y odio en el rostro de Angie, añadió—: O sea, me gustas, pero no de este modo. Aunque, claro, la gente tiende a expresarse de un modo algo particular cuando está alterada.
Cuatro noches más tarde, en el Dipper’s, alguien le derramó un vaso de cerveza por la espalda. Se volvió y ahí estaba Frankie DeLesseps.
—¿Te ha gustado, Baaaarbie? Si quieres, lo repito. Es la noche de las jarras de cerveza a dos pavos. Aunque, si no te ha gustado, podemos arreglarlo fuera.
—No sé qué te ha dicho ella, pero no es cierto —dijo Barbie. La máquina de discos estaba sonando, y aunque no era la canción de McMurtry, eso era lo único que oía en su cabeza: «Todos debemos saber cuál es nuestro sitio».
—Ella me dijo que te dio calabazas y que tú pasaste de todo y te la follaste. ¿Cuánto le sacas? ¿Cincuenta kilos? Para mí eso es una violación.
—No lo hice. —Aun a sabiendas de que probablemente era inútil.
—¿Quieres salir fuera o eres un gallina?
—Soy un gallina —respondió y, para su sorpresa, Frankie se fue.
Barbie decidió que ya estaba harto de música y cerveza por esa noche y se estaba levantando cuando Frankie regresó, esta vez no con un vaso, sino con una jarra.
—No lo hagas —le advirtió Barbie, pero Frankie, faltaría más, no le hizo caso. Plaf, en la cara. Fue una ducha de Bud Light. Varios clientes medio borrachos rieron y aplaudieron.
—Puedes salir a zanjar el asunto —dijo Frankie—, o puedo esperar. Última llamada, Baaaarbie.
Barbie decidió salir, sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a él y creía que si lo tumbaba rápido, antes de que mucha gente pudiera ver algo, lograría poner fin a la cuestión. Incluso podría disculparse y repetir que no se lo había montado con Angie. No diría que fue ella quien se le echó encima, aunque suponía que varias personas lo sabían (entre ellas, sin duda, Rose y Anson). Quizá, cuando Frankie se despertara con la nariz ensangrentada, vería lo que resultaba tan obvio para Barbie: esa era la idea que el imbécil tenía de la venganza.
Al principio todo apuntaba a que iba a ser así. Frankie se plantó en la grava con los puños en alto, como John L. Sullivan; las luces de sodio situadas a ambos extremos del aparcamiento proyectaban su sombra a ambos lados. Era malvado, fuerte y estúpido: un simple buscabroncas de pueblo. Estaba acostumbrado a derribar a sus oponentes de un solo golpe, luego los agarraba y les daba una paliza hasta que se rendían.
Dio un paso al frente para emplear un arma no tan secreta como él creía: un gancho que Barbie esquivó gracias a un oportuno movimiento lateral de la cabeza. Barbie contraatacó con un directo de izquierda al plexo solar. Frankie cayó al suelo con expresión de asombro.
—No tenemos que… —dijo Barbie, y fue entonces cuando Junior Rennie le golpeó por detrás, en los riñones, seguramente con las manos juntas. Barbie se tambaleó hacia delante. Entonces apareció Carter Thibodeau, que se había escondido entre dos coches, y le asestó un puñetazo circular. Si hubiera impactado en su objetivo, le habría roto la nariz, pero Barbie levantó el brazo a tiempo. Ese golpe fue el que le dejó el peor morado, todavía teñido de un amarillo feo cuando intentó abandonar el pueblo el día de la Cúpula.
Se echó hacia un lado, comprendía que le habían tendido una emboscada y sabía que tenía que salir de ahí antes de que alguien resultara herido de verdad. Y no tenía por qué ser él. Estaba dispuesto a correr, algo que no lo enorgullecía. Logró dar tres pasos antes de que Melvin Searles lo hiciera tropezar. Barbie cayó de bruces en la grava y empezaron a darle patadas. Se tapó la cabeza, pero un aluvión de botas de cuero se cebó en sus piernas, trasero y brazos. Uno de los puntapiés le alcanzó en el tórax justo antes de que lograra refugiarse tras la furgoneta del negocio de muebles usados de Stubby Norman.
Entonces Barbie perdió el sentido común y desechó la posibilidad de huir corriendo. Se puso en pie, de cara a ellos, estiró los brazos, con las palmas hacia arriba, y les hizo gestos para que se acercaran. Los estaba azuzando. Barbie se encontraba en un espacio estrecho, de modo que iban a tener que ir a por él de uno en uno.
Junior fue el primero en intentarlo; su entusiasmo se vio recompensado con una patada en la barriga. Barbie llevaba unas zapatillas Nike en lugar de botas, pero fue una patada fuerte que hizo que Junior quedara doblado junto a la furgoneta, boqueando, sin aire en los pulmones. Frankie intentó pasar por encima de él y Barbie le golpeó dos veces en la cara: fueron dos aguijonazos, pero no lo suficientemente fuertes para romperle un hueso. El sentido común volvió a hacer acto de presencia.
Oyó ruido de grava. Se volvió justo a tiempo para recibir un puñetazo de Thibodeau, que había rodeado la furgoneta. El golpe le impactó en la sien. Barbie vio las estrellas. («Aunque tal vez alguna era un cometa», le dijo a Brenda mientras abría la válvula de la nueva bombona de gas). Thibodeau se le acercó y Barbie le dio una patada en el tobillo, lo que provocó que la sonrisa del muchacho se transformara en una mueca. Hincó una rodilla en el suelo, como si fuera un jugador de fútbol americano sujetando el balón para intentar un gol de campo. Salvo que el jugador encargado de sujetar la pelota no acostumbra a agarrarse el tobillo.
Por absurdo que parezca, Carter Thibodeau gritó:
—¡Has jugado sucio, cabrón!
—Mira quién ha… —Pero Barbie no pudo decir nada más porque Melvin Searles lo estranguló con un brazo. Barbie le clavó el codo en las costillas y oyó el gruñido que lanzó su rival al quedarse sin aire. Y también olió su aliento: cerveza, tabaco y Slim Jims. Entonces se volvió, ya que imaginaba que probablemente Thibodeau contraatacaría antes de que pudiera abrirse paso entre los vehículos donde se había refugiado, sin que le importara ya nada. Le palpitaba la cara, las costillas, y de pronto se decantó por la opción que le pareció más razonable: hacer que esos cuatro acabaran en el hospital. Así tendrían tiempo de discutir lo que era jugar sucio y lo que no mientras firmaban en la escayola de cada uno.
Fue entonces cuando el jefe Perkins, avisado por Tommy o, por Willow Anderson, los propietarios del bar de carretera, entró en el aparcamiento con las luces encendidas y los faros centelleando. Los cinco quedaron iluminados como si fueran un grupo de actores en un escenario.
Perkins hizo sonar la sirena solo una vez; calló a medio pitido. Entonces salió y se colocó bien el cinturón alrededor de su voluminosa circunferencia.
—Estamos a principios de semana, un poco pronto para esto, ¿no os parece, chicos?
A lo que Junior Rennie replicó:
 11


No fue necesario que Barbie le contara lo demás; Brenda lo había oído por boca de Howie, y no le sorprendió en absoluto. Ya de niño, el hijo de Big Jim había sido un gran charlatán, sobre todo cuando había algo en juego que afectaba a sus intereses.
—A lo que replicó: «Ha empezado el cocinero». ¿Sí?
—Sí. —Barbie apretó el botón de encendido del generador, que rugió al cobrar vida. Sonrió a su anfitriona y se ruborizó. Lo que acababa de contarle no era una de sus historias favoritas. Aunque imaginaba que con el tiempo acabaría prefiriéndola a la historia del gimnasio de Faluya—. Ya está: luces, cámara, acción.
—Gracias. ¿Cuánto tiempo aguantará?
—Unos cuantos días, pero quizá para entonces ya todo haya acabado.
—O no. Supongo que es consciente de lo que lo salvó de una visita a los calabozos del condado esa noche.
—Claro —dijo Barbie—. Su marido vio lo que ocurrió. Cuatro contra uno. Era difícil no verlo.
—Cualquier otro policía podría no haberlo visto aunque hubiera sucedido en sus narices. Y tuvo suerte de que Howie estuviera de servicio esa noche; en principio le tocaba a George Frederick, pero llamó para decir que tenía gastroenteritis. —Hizo una pausa—. Más que suerte, tal vez podríamos llamarlo providencia.
—Así es —admitió Barbie.
—¿Le gustaría entrar, señor Barbara?
—¿Por qué no nos sentamos aquí fuera? Si no le importa. Se está muy bien.
—Por mí perfecto. Dentro de poco empezará el frío. ¿No es así?
Barbie respondió que no lo sabía.
—Cuando Howie los llevó a todos a la comisaría, DeLesseps le dijo a mi marido que usted había violado a Angie McCain, ¿verdad?
—Esa fue su primera versión. Luego dijo que tal vez no fue una violación, sino que cuando ella se asustó y me dijo que parara, yo no le hice caso. Supongo que eso lo convirtió en una violación en segundo grado.
La mujer esbozó una sonrisa fugaz.
—Que no le oiga ninguna feminista decir que existen distintos grados de violación.
—Supongo que mejor que no. En cualquier caso, su marido me hizo pasar a la sala de interrogatorios, que al parecer durante el día es el armario de la limpieza…
Brenda se rió.
—… Y llevó también a Angie. La sentó frente a mí para que tuviera que mirarme a los ojos. Joder, casi estábamos codo con codo. Hay que prepararse mentalmente para mentir sobre algo tan grave, sobre todo alguien joven. Eso lo descubrí en el ejército. Y su marido también lo sabía. Le dijo que el caso iría a juicio. Le explicó las penas por cometer perjurio. En pocas palabras, Angie se retractó. Dijo que no había habido coito, y menos aún violación.
—Howie tenía un lema: «La razón antes que la ley». Siempre obraba tomando como base ese principio. Por desgracia, Peter Randolph no se comportará de este modo, en parte porque es un tipo muy obtuso, pero sobre todo porque no será capaz de manejar a Rennie. Mi marido sabía cómo hacerlo. Howie dijo que cuando las noticias de su… altercado… llegaron a oídos del señor Rennie, este insistió en que lo juzgaran por algo. Estaba hecho una furia. ¿Lo sabía?
—No. —Pero tampoco le sorprendía.
—Howie le dijo al señor Rennie que si el caso llegaba a los tribunales se aseguraría de que saliera a la luz toda la verdad, incluido el intento de paliza de cuatro contra uno en el aparcamiento. Y añadió que un buen abogado defensor incluso podría lograr que constaran en acta algunas de las travesuras de instituto de Frankie y Junior, aunque ninguna era tan grave como lo que le hicieron a usted.
Brenda meneó la cabeza.
—Junior Rennie nunca había sido un muchacho fantástico, pero en general era relativamente inofensivo. Sin embargo, durante el último año ha cambiado. Howie se dio cuenta de ello, y el asunto le preocupaba. He descubierto que Howie sabía cosas sobre ambos, padre e hijo… —Dejó la frase en el aire. Barbie se dio cuenta de que se debatía entre acabarla o no, y al final decidió no hacerlo. Como mujer de un agente de policía de pueblo había aprendido a ser discreta, una costumbre difícil de olvidar.
—Howie le aconsejó que se fuera del pueblo antes de que Rennie encontrara algún modo de causarle problemas, ¿verdad? Imagino que quedó atrapado por la Cúpula y no pudo marcharse.
—Ambas cosas son ciertas. ¿Le importa que tome una Coca-Cola Light, señora Perkins?
—Llámame Brenda. Y yo te llamaré Barbie, si así es como te gusta. Sírvete tú mismo el refresco.
Barbie le hizo caso.
—Quieres una llave del refugio atómico para coger el contador Geiger. Puedo ayudarte y lo haré. Pero también me ha parecido que decías que Jim Rennie tenía que saberlo, idea que no acaba de convencerme. Tal vez es el dolor, que me nubla el juicio, pero no entiendo por qué quieres enzarzarte en una disputa con él. Big Jim se pone histérico cuando alguien cuestiona su autoridad y, además, no le caes bien. Y tampoco te debe ningún favor. Si mi marido aún fuera el Jefe, tal vez podríais ir a ver a Rennie juntos. Creo que yo habría disfrutado de la escena. —Se inclinó hacia delante y le lanzó una mirada ojerosa—. Pero Howie ya no está y tú tienes muchas probabilidades de acabar encerrado en una celda en lugar de dedicarte a buscar un misterioso generador.
—Soy consciente de todo eso, pero la situación ha cambiado. La Fuerza Aérea va a lanzar un misil de crucero contra la Cúpula mañana a las trece horas.
—Oh, Dios mío.
—No es el primero que lanzan, pero con los anteriores solo pretendían determinar la altura (los radares no funcionan) e iban cargados con una ojiva de combate falsa. Pero este será de verdad. Un misil antibúnkers.
Brenda palideció.
—¿En qué parte del pueblo va a impactar?
—El punto de impacto será la intersección de la Cúpula con la Little Bitch. Julia y yo estuvimos ahí anoche. Explotará a un metro y medio del suelo.
A Brenda se le desencajó la mandíbula de un modo muy impropio en una mujer.
—¡No es posible!
—Me temo que sí. La lanzarán desde un B-52 y seguirá una ruta preprogramada. Es decir, una ruta programada al milímetro. Una vez que alcance la altura del objetivo, tendrá en cuenta hasta la más mínima irregularidad del terreno. Esas cosas son espeluznantes. Si explota y no atraviesa la Cúpula, todo el mundo se llevará un buen susto, sonará como el Apocalipsis. Pero si logra atravesarla…
Brenda se llevó la mano a la garganta.
—¿Qué daños causará? ¡No tenemos camiones de bomberos, Barbie!
—Estoy seguro de que habrá bomberos al otro lado, preparados. En cuanto al posible alcance de los daños… —Se encogió de hombros—. Toda la zona tendrá que ser evacuada, eso está claro.
—¿Te parece sensato? ¿Crees que su plan es sensato?
—Es una cuestión discutible, señora… Brenda. Han tomado una decisión. Pero me temo que la cosa aún puede empeorar. —Y, al ver su expresión, añadió—: Para mí, no para el pueblo. Me han ascendido a coronel. Por orden del presidente.
La mujer puso los ojos en blanco.
—Me alegro por ti.
—Se supone que debo declarar la ley marcial y asumir el control de Chester’s Mills. ¿Verdad que Jim Rennie se pondrá la mar de contento cuando se entere?
Brenda lo sorprendió riendo a carcajadas. Y Barbie se sorprendió a sí mismo haciendo lo propio.
—¿Entiendes ahora cuál es mi problema? El pueblo no debe saber que he tomado prestado un viejo contador Geiger, pero tiene que saber que nos van a lanzar un misil. Julia Shumway dará la noticia si no lo hago yo, pero quiero que los capitostes se enteren por mí. Porque…
—Entiendo los motivos. —Gracias al color rojo del sol, el rostro de Brenda había perdido su palidez. Pero se frotaba los brazos en un gesto ausente—. Si pretendes imponer un mínimo de autoridad… que es lo que tu superior quiere que hagas…
—Supongo que ahora Cox es más bien mi colega —la interrumpió Barbie.
La mujer lazó un suspiro.
—Andrea Grinnell. Tenemos que contárselo a ella. Y luego ya hablaremos con Rennie y Andy Sanders a la vez. Como mínimo los superaremos en número, tres contra dos.
—¿La hermana de Rose? ¿Por qué?
—¿No sabes que es la tercera concejala del pueblo? —Y cuando Barbie negó con la cabeza, añadió—: No pongas esa cara. Hay mucha gente que no lo sabe, a pesar de que hace años que ostenta el cargo. Prácticamente su trabajo consiste en sellar documentos para esos dos, en realidad tan solo para Rennie, ya que Andy Sanders hace lo mismo que ella, y Andrea tiene… problemas… pero es una situación muy dura. O lo era.
—¿Qué problemas?
Por un momento Barbie pensó que Brenda iba a guardar silencio, pero no lo hizo.
—De adicción a los fármacos. A los calmantes. No sé hasta qué punto es grave.
—E imagino que en el Drugstore de Sanders se encargan de proporcionarle la receta.
—Sí. Sé que no es una solución perfecta, y tendrás que ir con mucho cuidado, pero… Tal vez Jim Rennie se vea obligado a aceptar tu nuevo cargo por su propio bien durante un tiempo. ¿Pero tu autoridad? —Negó con la cabeza—. Ese es capaz de limpiarse el culo con una declaración de ley marcial, tanto si está firmada por el presidente como si no. Yo…
Se calló. Tenía la mirada fija en un punto detrás de él y abrió los ojos como platos.
—¿Señora Perkins? ¿Brenda? ¿Qué pasa?
—Oh —exclamó ella—. Oh, Dios mío.
Barbie se volvió y se quedó atónito. El sol se estaba poniendo y se había teñido de rojo, como sucedía en los días cálidos y despejados, radiantes hasta el atardecer gracias a la ausencia de chubascos. Pero en su vida había visto una puesta de sol como esa. Tenía la sensación de que las únicas personas que la habían visto eran las que se encontraban cerca de violentas erupciones volcánicas.
No, pensó. Ni tan siquiera ellos. Esto es algo inaudito.
El sol no era una bola. Tenía la forma de una enorme pajarita roja, con una circunferencia en el centro en llamas. El cielo de poniente estaba manchado como por una fina capa de sangre que se transformaba en naranja a medida que ascendía. El horizonte apenas era visible en aquel resplandor borroso.
—Dios, es como intentar ver a través de un parabrisas sucio con el sol de cara —dijo Brenda.
Y, por supuesto, así era, salvo que en su caso la Cúpula era el parabrisas. Había empezado a mancharse de polvo y polen. De contaminación también. Y la situación no iba a hacer más que empeorar.
Tendremos que limpiarla, pensó Barbie, y se imaginó hileras de voluntarios pertrechados con cubos y trapos. Qué absurdo. ¿Cómo iban a limpiar a catorce metros de altura? ¿O a cuarenta? ¿O a cuatrocientos?
—Esto tiene que acabar —susurró Brenda—. Llámales y diles que lancen el misil más grande que tengan, y al cuerno con las posibles consecuencias. Porque esto tiene que acabar.
Barbie no dijo nada. No estaba seguro de que pudiera articular algún sonido aunque hubiera tenido algo que decir. Ese resplandor vasto y polvoriento lo había dejado sin habla. Era como mirar el infierno a través de un ojo de buey.



NYUCK-NYUCK-NYUCK




 1


Jim Rennie y Andy Sanders observaron la atípica puesta de sol desde los escalones de la Funeraria Bowie. Tenían cita en el ayuntamiento a las siete para asistir a otra «Reunión de evaluación de la situación de emergencia», y Big Jim quería llegar antes para prepararse con tiempo, pero de momento se quedaron donde estaban, viendo cómo el día llegaba a su fin con esa muerte tan extraña y borrosa.
—Es como si fuera el Fin del Mundo —dijo Andy en voz baja y atemorizada.
—¡Sandeces! —dijo Big Jim, con voz muy severa, incluso para él, ya que se le había pasado la misma idea por la cabeza. Por primera vez desde la aparición de la Cúpula se dio cuenta de que tal vez la situación excedía su capacidad, la suya y la de todos, para manejarla, y rechazó la idea hecho una furia—. ¿Tú ves que Cristo el Señor haya bajado de los cielos?
—No —admitió Andy. Tan solo veía a la gente del pueblo, a la que conocía de toda la vida, arremolinada en grupos en Main Street, en silencio, contemplando ese extraño ocaso con las manos sobre los ojos para protegerse de la luz del sol.
—¿Y a mí me ves? —insistió Big Jim.
Andy se volvió hacia él.
—Claro que sí —respondió, en tono perplejo—. Claro que sí, Big Jim.
—Lo que significa que no estoy extasiado —dijo Big Jim—. Le entregué mi corazón a Jesús hace años, y si fuera el Fin del Mundo no estaría aquí. Y tú tampoco, ¿verdad?
—Supongo que no —concedió Andy, con un atisbo de duda. Si ellos estaban Salvados (si se habían lavado con la Sangre del Cordero), ¿por qué habían estado hablando con Stewart Bowie para cerrar lo que Big Jim llamó «nuestro pequeño negocio»? Y, para empezar, ¿cómo se habían metido en ese negocio? ¿Qué tenía que ver un laboratorio de metanfetaminas con la Salvación?
Andy sabía que si se lo preguntaba a Big Jim, la respuesta sería: a veces el fin justifica los medios. En este caso, el fin le pareció admirable al principio: la nueva Iglesia del Santo Cristo Redentor (la antigua no era más que una cabaña de madera con una cruz de madera en el tejado); la emisora de radio que solo Dios sabía a cuántas almas había salvado; el diezmo que recaudaban (mediante unos cheques emitidos por un banco de las islas Caimán) para la Sociedad Misionera de Jesús el Señor, para ayudar a los «hermanitos marrones», tal como le gustaba decir al reverendo Coggins.
Sin embargo, mientras contemplaba ese inmenso ocaso borroso que parecía sugerir que todos los asuntos humanos eran pequeños y carecían de importancia, Andy tuvo que admitir que todas esas cosas no eran más que justificaciones. Sin el ingreso en efectivo de las anfetaminas, su Drugstore habría quebrado hacía seis años. Lo mismo podía decirse de la funeraria. Y lo mismo, seguramente, aunque el hombre que estaba a su lado jamás lo admitiría, del negocio Coches de Ocasión Jim Rennie.
—Sé en qué estás pensando, amigo —dijo Big Jim.
Andy lo miró con timidez. Big Jim sonreía… pero no era una sonrisa furiosa, sino amable, comprensiva. Andy le devolvió el gesto, o como mínimo lo intentó. Estaba muy en deuda con Big Jim, Pero ahora cosas como el Drugstore y el BMW de Claudie le parecían mucho menos importantes. ¿De qué le servía a una esposa muerta un BMW, aunque tuviera sistema de aparcamiento automático y un equipo de música que se activaba mediante la voz?
Cuando esto acabe y Dodee regrese, le regalaré el BMW, decidió Andy. Es lo que Claudie habría querido.
Big Jim levantó bruscamente una mano hacia el sol que se estaba poniendo y que parecía abarcar el cielo como un gran huevo podrido.
—Crees que todo esto es, en cierto modo, culpa nuestra. Que Dios nos está castigando por haber mantenido a flote el pueblo cuando corrían malos tiempos. Pues eso no es cierto, amigo. Esto no es obra de Dios. Si me dijeras que lo de Vietnam fue obra de Dios, su advertencia de que Estados Unidos había abandonado la senda espiritual, estaría de acuerdo contigo. Si me dijeras que el 11-S fue la reacción del Ser Supremo al hecho de que nuestro Tribunal Supremo les dijera a nuestros hijos que ya no podían empezar el día con una plegaria al Dios que los había creado, te diría que sí. Pero ¿qué Dios ha castigado a Chester’s Mills porque no hemos querido acabar siendo otro pueblo de mala muerte al pie de la carretera, como Jay o Millinocket? —Negó con la cabeza—. No, señor. No.
—Hay que decir que también nos llenamos los bolsillos —replicó Andy tímidamente.
Eso era cierto. Habían hecho algo más que mantener a flote sus negocios y echar una mano a los hermanitos marrones; Andy tenía su propia cuenta en las islas Caimán. Y estaba dispuesto a apostar que por cada dólar que tenía él, o los Bowie, Big Jim se había quedado tres. Quizá hasta cuatro.
—«Digno es el obrero de su sustento» —dijo Big Jim con un tono pedante pero amable—. Mateo diez-diez. —Omitió citar el versículo anterior: «No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos».
Miró su reloj.
—Hablando del trabajo, amigo, más vale que nos pongamos en marcha. Hay mucho que decidir. —Echó a andar.
Andy lo siguió sin apartar los ojos de la puesta de sol, que aún brillaba tanto que le hizo pensar en carne infectada. Entonces Big Jim se detuvo de nuevo.
—Además, ya oíste a Stewart, vamos a cerrar el chiringuito. «Todo visto para sentencia», como dice el juez después de escuchar a ambas partes. Él mismo se lo dijo al Chef.
—Menudo tipo —exclamó Andy con gesto adusto.
Big Jim se rió.
—No te preocupes por Phil. Ya hemos bajado la persiana, y seguirá bajada hasta que se acabe la crisis. De hecho, todo lo que está pasando tal vez sea una señal de que tenemos que cerrar el laboratorio de forma definitiva. Quizá es una señal del Todopoderoso.
—Eso estaría bien —dijo Andy. Pero tenía un presentimiento deprimente: si la Cúpula desaparecía, Big Jim cambiaría de opinión, y cuando lo hiciera, Andy haría lo mismo. Stewart Bowie y su hermano Fernald también los seguirían. Entusiasmados. En parte porque estaban ganando mucho dinero (libre de impuestos, ni que decir tiene) y en parte porque estaban metidos hasta el cuello. Recordó algo que había dicho una estrella de cine del pasado: «Cuando descubrí que no me gustaba actuar, era demasiado rico para dejarlo».
—No te rompas tanto la cabeza —dijo Big Jim—. Empezaremos a devolver el propano del pueblo dentro de unas semanas, tanto si el problema de la Cúpula se resuelve como si no. Usaremos los volquetes del pueblo. Sabes conducir un trasto de esos de cambio manual, ¿verdad?
—Sí —respondió Andy, desanimado.
—¡Y… —se le iluminó la cara cuando se le ocurrió la idea— podemos usar el coche fúnebre de Stewie! ¡Así podremos empezar a trasladar algunas de las bombonas incluso antes!
Andy no dijo nada. No soportaba el hecho de que se hubieran apropiado (esa era la palabra que había utilizado Big Jim) de tanto propano de tantas fuentes distintas pertenecientes al pueblo, pero les había parecido el método más seguro. Estaban fabricando metanfetaminas a gran escala, y eso significaba que tenían que quemar mucho producto y ventilar los gases nocivos. Big Jim dijo que comprar grandes cantidades de propano podía levantar sospechas. Del mismo modo que el hecho de comprar grandes cantidades de los distintos medicamentos que se pueden adquirir sin receta y que eran necesarios para fabricar esa mierda podía llamar la atención de alguien y causar problemas.
Ser el propietario de un Drugstore había sido útil en ese aspecto, aunque el tamaño de sus pedidos de medicamentos como Robitussin y Sudafed había puesto a Andy muy nervioso. Creyó que eso supondría su caída, si es que llegaba alguna vez. No pensó en el enorme depósito de tanques de propano que había detrás del edificio de la WCIK hasta entonces.
—Por cierto, esta noche tendremos electricidad de sobra en el ayuntamiento. —Big Jim hablaba como si estuviera revelando una grata sorpresa—. Le he dicho a Randolph que envíe a mi hijo y a su amigo Frankie al hospital para que cojan una de sus bombonas para nuestro generador.
Andy parecía asustado.
—Pero si ya les cogimos…
—Lo sé —se apresuró a terciar Rennie para calmarlo—. Sé lo que hicimos. No te preocupes por el Cathy Russell, de momento tienen combustible de sobra.
—Podrías haber cogido uno de la emisora de radio… Hay tanto ahí…
—El hospital estaba más cerca —dijo Big Jim—. Y era más seguro. Pete Randolph es nuestro hombre, pero eso no significa que quiero que conozca el negocio que nos traemos entre manos. Ni ahora ni nunca.
Esto no hizo sino confirmar las sospechas de Andy de que Big Jim no quería cerrar el laboratorio.
—Jim, si empezamos a devolver el propano al pueblo, ¿dónde diremos que estaba? ¿Vamos a decirle a la gente que lo cogió el Hada del Gas y que luego cambió de opinión y ha decidido devolverlo?
Rennie frunció el ceño.
—¿Te parece que esto es divertido?
—¡No! ¡Creo que da miedo!
—Tengo un plan. Anunciaremos la creación de un depósito de suministro de combustible y lo utilizaremos para racionar el propano a medida que lo necesitemos. Y también el gasóleo para la calefacción, si encontramos un modo de usarlo sin electricidad. Odio la idea del racionamiento, es algo totalmente antiamericano, pero esto es como la historia de la cigarra y la hormiga. En este pueblo hay muchos puñeteros que lo gastarían todo en un mes y luego gritarían que nos ocupáramos de ellos a la mínima que bajaran un poco las temperaturas.
—¿Acaso crees que esto va a durar un mes?
—Claro que no, pero ya sabes lo que dicen los ancianos del lugar: hay que prepararse para lo peor y esperar que ocurra lo mejor.
Andy pensó que tal vez debía añadir que ya habían usado una buena parte de las provisiones del pueblo para fabricar cristal, pero sabía lo que respondería Big Jim: ¿Cómo íbamos a saberlo?
Claro, ¿quién se lo habría imaginado? ¿Qué persona, en su sano juicio, habría esperado este corte súbito de todos los recursos? Los planes y las previsiones tenían que ser siempre holgadas. Ese era el estilo americano. Quedarse corto era un insulto para la mente y el espíritu.
Andy dijo:
—No eres el único al que no le gustará la idea del racionamiento.
—Para eso tenemos un cuerpo de policía. Sé que todos estamos de duelo por el fallecimiento de Howie Perkins, pero ahora ya está con Jesús y tenemos a Pete Randolph, que es una persona más adecuada para el pueblo y la situación en la que nos encontramos. Porque él escucha. —Señaló con un dedo a Andy—. Los habitantes de un pueblo como este, y de cualquier otra parte, en realidad, se comportan como niños cuando tienen que defender sus propios intereses. ¿Cuántas veces lo habré dicho ya?
—Muchas —respondió Andy, y suspiró.
—¿Y a qué tienes que obligar a los niños?
—A que se coman la verdura si quieren postre.
—¡Sí! Y a veces, para lograr el objetivo, hay que sacar el látigo.
—Eso me recuerda otra cosa —dijo Andy—. Estuve hablando con Sammy Bushey en el campo de Dinsmore, ¿no es una de las amigas de Dodee? Y me dijo que a algunos polis se les había ido un poco la mano. Un poco bastante. Tal vez deberíamos hablar con el jefe Randolph sobre el tema.
Jim frunció el entrecejo.
—¿Qué esperabas, amigo? ¿Que trataran a la gente con guantes de seda? Estuvo a punto de haber disturbios ahí. ¡Hemos estado al borde de los puñeteros disturbios aquí, en Chester’s Mills!
—Sé que tienes razón, pero es que…
—Conozco a Sammy. Conocía a toda su familia. Drogadictos, ladrones de coches, delincuentes, morosos y evasores de impuestos. Eran lo que llamábamos «escoria blanca» antes de que se convirtiera en una expresión políticamente incorrecta. Ese es el tipo de gente al que debemos vigilar ahora. Ese en concreto. Son ellos los que dividirán al pueblo a la mínima oportunidad. ¿Es eso lo que quieres?
—No, claro que no…
Pero Big Jim se había envalentonado.
—Todos los pueblos tienen sus hormigas, lo cual es bueno, y sus cigarras, lo cual no es tan bueno, pero a pesar de eso podemos vivir con ellas porque las entendemos y podemos obligarlas a hacer lo que más las beneficie, aunque tengamos que presionarlas un poco. Pero todos los pueblos tienen también sus langostas, como en la Biblia, y eso es lo que es la gente como los Bushey. Y es a ellos a los que hay que aplastar. Tal vez no te guste la idea, y a mí tampoco, pero las libertades personales van a tener que irse a freír espárragos hasta que esto se haya acabado. Y nosotros también nos sacrificaremos. ¿Acaso no vamos a cerrar nuestro pequeño negocio?
Andy prefirió no señalar que, en realidad, no tenían otra opción, ya que no podían sacar la mercancía del pueblo, de modo que se limitó a pronunciar un simple «Sí». No quería seguir hablando del tema, y lo aterrorizaba la reunión que estaban a punto de celebrar y que podía alargarse hasta la medianoche. Lo único que quería era irse a casa, a su casa vacía, tomar un trago, tumbarse, pensar en Claudie y llorar hasta quedarse dormido.
—Lo que importa ahora, amigo, es estabilizar la situación. Eso significa ley, orden y supervisión. Nuestra supervisión, porque no somos cigarras. Somos hormigas. Hormigas soldado.
Big Jim pensó en lo que acababa de decir. Cuando abrió de nuevo la boca, se centró en los negocios.
—Me estoy replanteando nuestra decisión de permitir que el Food City siguiera funcionando como hasta ahora. No estoy diciendo que vayamos a cerrarlo, por lo menos aún no, sino que tendremos que vigilarlo muy de cerca durante los próximos días. Como una puñetera águila. Lo mismo con Gasolina & Alimentación Mills. Y tal vez no sería mala idea que nos apropiáramos de algunos de los alimentos más perecederos para nuestro uso personal…
Se detuvo y miró hacia los escalones del ayuntamiento. No se creía lo que estaba viendo; levantó una mano para que no le molestara la luz del sol. Aún estaba ahí: Brenda Perkins y ese dichoso alborotador de Dale Barbara. No estaban uno junto al otro. Sentada entre ellos y hablando animadamente con la viuda del jefe Perkins, se encontraba Andrea Grinnell, la tercera concejala. Parecía que se estaban pasando hojas de papel.
A Big Jim no le gustó aquello.
En absoluto.
 2


Se dirigió hacia los tres, decidido a poner fin a la conversación, fuera cual fuese el tema. Antes de que pudiera subir media docena de escalones, se le acercó un niño. Era uno de los hijos de los Killian, una familia de unos doce miembros que vivían en una granja de pollos destartalada a las afueras de Tarker’s Mills. Ninguno de los hijos tenía muchas luces, algo que asumían de forma sincera, teniendo en cuenta los despreciables progenitores que los habían engendrado, pero todos eran miembros apreciados de Cristo Redentor; así que, en otras palabras, todos estaban salvados. El que se le acercó entonces era Ronnie… por lo menos eso creía Rennie, pero era difícil estar seguro. Todos tenían la misma frente prominente y nariz ganchuda.
El muchacho llevaba una camiseta harapienta de la WCIK y tenía un trozo de papel en las manos.
—¡Eh, señor Rennie! —dijo—. ¡Cáspita, lo he estado buscando por todo el pueblo!
—Me temo que ahora mismo no tengo tiempo para hablar, Ronnie —dijo Big Jim, sin apartar la mirada del trío que permanecía sentado en los escalones del ayuntamiento. Los Tres Puñeteros Chiflados—. Tal vez mañana…
—Soy Richie, señor Rennie. Ronnie es mi hermano.
—Ah, Richie, claro. Ahora, si me disculpas… —Big Jim siguió caminando.
Andy cogió el mensaje que les había llevado el muchacho y alcanzó a Rennie antes de que este llegara hasta el lugar donde se encontraba el trío.
—Deberías echar un vistazo a esto.
Lo primero que vio Big Jim fue el semblante de preocupación de Andy, más crispado e inquieto que nunca. Entonces cogió la nota.
James:
Debo verte esta noche. Dios me ha hablado. Ahora tengo que hablar contigo antes de dirigirme al pueblo. Responde, por favor. Richie Killian me devolverá tu mensaje.
Reverendo Lester Coggins

No Les; ni tan siquiera Lester. No. Reverendo Lester Coggins. Aquello no podía ser bueno. ¿Por qué tenía que ocurrir todo a la vez?
El chico estaba frente a la librería; con su camiseta raída y los vaqueros caídos y abombados le conferían un aspecto de puñetero huérfano. Big Jim le hizo un gesto con la mano. El chico corrió hacia él. Big Jim sacó el bolígrafo del bolsillo (que tenía la siguiente inscripción con letras doradas: CON BIG JIM TODO IRÁ SOBRE RUEDAS) y escribió una respuesta de tres palabras: «Medianoche. Mi casa». La dobló y se la entregó al chico.
—Llévasela. Y no la leas.
—¡No lo haré! ¡De ninguna de las maneras! Que Dios lo bendiga, señor Rennie.
—A ti también, hijo. —Y vio cómo el chico se iba corriendo a toda prisa.
—¿Qué decía? —preguntó Andy. Y antes de que Big Jim pudiera responder añadió—: ¿El laboratorio? ¿Es por el cristal…?
—Cierra el pico.
Andy retrocedió un paso, estupefacto. Big Jim nunca le había mandado callar. Eso no podía ser bueno.
—Cada cosa a su tiempo —dijo Big Jim, que se dirigió hacia el siguiente problema.
 3


El primer pensamiento que se le pasó por la cabeza a Barbie al ver que Rennie se dirigía hacia ellos fue Camina como un hombre que está enfermo y no lo sabe. También caminaba como un hombre que se había pasado la vida repartiendo hostias. Lucía su sonrisa más carnívoramente sociable cuando cogió a Brenda de las manos y se las apretó. Ella encajó el gesto con calma y elegancia.
—Brenda —dijo—. Mi más sincero pésame. Me habría gustado pasar a verte antes… y asistiré al funeral, por supuesto… pero he estado un poco ocupado. Como todos.
—Lo entiendo —respondió ella.
—Echamos de menos a Duke —dijo Big Jim.
—Es cierto —terció Andy, que apareció detrás de Big Jim: un remolcador tras la estela de un transoceánico—. Lo echamos mucho de menos.
—Muchas gracias a ambos.
—Y si bien me gustaría seguir hablando de tus preocupaciones… ya que es evidente que debes de tener varias… —la sonrisa de Big Jim se hizo más amplia, aunque no de un modo escandaloso—, tenemos una reunión muy importante. Andrea, me pregunto si te importaría adelantarte y preparar el material.
Aunque contaba ya casi cincuenta años, en ese momento Andrea parecía una niña a la que habían pillado robando pasteles de la repisa de una ventana. Empezó a ponerse en pie (se estremeció al notar una punzada en la espalda), pero Brenda la agarró del brazo, y con firmeza. Andrea se sentó de nuevo.
Barbie se dio cuenta de que Grinnell y Sanders estaban muertos de miedo. No era la Cúpula, por lo menos no en ese instante; era Rennie. Y pensó de nuevo: Las cosas siempre pueden ir a peor.
—Creo que es mejor que nos dediques un poco de tiempo, James —dijo Brenda en un tono agradable—. Estoy segura de que entenderás que si esto no fuera importante, yo estaría en casa llorando la pérdida de mi marido.
Big Jim, algo raro en él, no supo qué decir. La gente de la calle que había estado observando la puesta de sol, seguía ahora atentamente esta reunión improvisada. Y tal vez concedían a Barbara una importancia que no merecía por el mero hecho de estar sentado cerca de la tercera concejala del pueblo y de la viuda del difunto jefe de policía. Los tres se estaban pasando un papel como si fuera una carta del Papa de Roma. ¿De quién había sido idea esa ostentación pública? De la mujer de Perkins, por supuesto. Andrea no era lo bastante inteligente. Y carecía del valor para contrariarlo de aquel modo en público.
—Bueno, tal vez podamos dedicarte unos minutos. ¿Eh, Andy?
—Claro —respondió Andy—. Siempre tenemos unos minutos para usted, señora Perkins. Siento mucho lo de Duke.
—Y yo siento lo de tu mujer —respondió ella con solemnidad.
Sus miradas se cruzaron. Fue un verdadero momento de ternura que provocó que a Big Jim le entraran ganas de arrancarse el pelo. Sabía que no debía permitir que ese tipo de pensamientos se apoderaran de él, que era malo para su presión sanguínea, y lo que era malo para su presión sanguínea era malo para su corazón, pero a veces le costaba un poco dominarse. Sobre todo en ocasiones como esa, en la que acababan de entregarle una nota de un tipo que sabía demasiado y que ahora creía que Dios quería que se dirigiera al pueblo. Si Big Jim estaba en lo cierto sobre lo que se le había metido en la cabeza a Coggins, esa situación era insignificante en comparación.
Aunque tal vez no era insignificante. Porque él nunca le había caído bien a Brenda Perkins, y esa mujer era la viuda de un hombre al que la gente consideraba, sin motivo alguno, un héroe. Lo primero que tenía que hacer…
—Entremos —dijo Big Jim—. Hablaremos en la sala de plenos. —Miró a Barbie—. ¿Forma usted parte de todo esto, señor Barbara? Porque no lo entendería por nada del mundo.
—Tal vez esto le ayude —dijo Barbie, que le entregó las hojas que se habían estado pasando—. Pertenecí al ejército. Fui teniente. Al parecer han vuelto a reclutarme. Y me han ascendido.
Rennie cogió las hojas por una esquina, como si estuvieran ardiendo. La carta era más elegante que la nota mugrienta que Richie Killian le había entregado, y el remitente era bastante conocido. El encabezado decía simplemente: DE LA CASA BLANCA. Llevaba fecha de ese mismo día.
Rennie cogió el papel con fuerza. Un hondo surco se formó entre sus espesas cejas.
—Este no es papel de la Casa Blanca.
Claro que lo es, idiota, estuvo tentado de decirle Barbie. Nos lo ha entregado hace una hora un miembro del Escuadrón de Elfos de FedEx. Ese enano cabrón se teletransportó para atravesar la Cúpula sin ningún problema.
—Claro que no. —Barbie intentó mantener un tono agradable—. Ha llegado por internet, en un archivo PDF. La señorita Shumway se ha encargado de descargarlo e imprimirlo.
Julia Shumway. Otra alborotadora.
—Léelo, James —dijo Brenda en voz baja—. Es importante.
Big Jim lo leyó.
 4


Benny Drake, Norrie Calvert y Joe McClatchey «el Espantapájaros» se encontraban frente a las oficinas del Democrat de Chester’s Mills. Cada uno tenía una linterna. Benny y Joe la sujetaban con la mano; Norrie la llevaba en el bolsillo delantero de su sudadera con capucha. Estaban mirando hacia un extremo de la calle, hacia el ayuntamiento, donde varias personas, incluidos los tres concejales y el cocinero del Sweetbriar Rose, parecían estar celebrando una reunión.
—Me pregunto qué estará pasando —dijo Norrie.
—Chorradas de adultos —respondió Benny, con una absoluta falta de interés, y llamó a la puerta del periódico. Al no obtener respuesta, Joe lo apartó e intentó girar el pomo. La puerta se abrió. Enseguida entendió por qué la señorita Shumway no los había oído; la fotocopiadora estaba funcionando a toda velocidad mientras ella hablaba con el periodista de la sección de deportes del periódico y el tipo que había hecho las fotografías en la explanada.
Vio a los chicos y les hizo un gesto con la mano para que entraran. Las hojas de papel salían disparadas en la bandeja de la fotocopiadora. Pete Freeman y Tony Guay se turnaban para sacarlas y amontonarlas.
—Ahí estáis —dijo Julia—. Tenía miedo de que no vinierais. Ya casi hemos acabado. Eso si la maldita fotocopiadora no se va al carajo.
Joe, Benny y Norrie tomaron nota de la expresión en silencio y decidieron usarla a la mínima oportunidad.
—¿Os han dado permiso vuestros padres? —preguntó Julia—. No quiero que un puñado de padres furiosos me salten a la yugular.
—Sí, señora —dijo Norrie—. Nos lo han dado a todos.
Freeman intentaba atar un paquete de hojas con un cordel, de un modo algo chapucero, mientras Norrie lo observaba. Ella era capaz de hacer cinco nudos distintos. Y de anudar moscas de pescar. Se lo había enseñado su padre. Ella, a cambio, le había enseñado a hacer piruetas en la barandilla, y cuando se cayó la primera vez se puso a reír hasta que le corrieron las lágrimas. Norrie pensó que tenía el mejor padre del universo.
—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó Norrie.
—Si sabes hacerlo mejor, por supuesto. —Pete se apartó.
La chica se puso manos a la obra, acompañada de Joe y Benny. Entonces vio el gran titular en negrita en el número extra de una sola página, y se detuvo.
—¡Hostia puta!
En cuanto pronunció las palabras se tapó la boca, pero Julia se limitó a asentir.
—Es una verdadera putada. Espero que hayáis traído la bicicleta y espero que tengan cestas. No podréis llevar esto por el pueblo en monopatín.
—Eso es lo que nos dijo y eso es lo que hemos traído —contestó Joe—. La mía no tiene cesta, pero sí un soporte especial.
—Y ya me encargaré yo de atarle bien los periódicos —añadió Norrie.
Pete Freeman, que observaba a la chica con admiración mientras esta ataba los paquetes con un nudo que parecía una mariposa deslizante, dijo:
—Ya lo creo. Qué bien te quedan.
—Sí, se me da de fábula —dijo Norrie con total naturalidad.
—¿Tenéis linternas? —preguntó Julia.
—Sí —respondieron los tres al unísono.
—Muy bien. El Democrat no ha recurrido a los repartidores en treinta años y no quiero que este acontecimiento culmine con uno de vosotros atropellado en la esquina de Main con Prestile.
—Eso sería una putada —admitió Joe.
—Tenéis que dejar un ejemplar en todas las casas y tiendas de esas dos calles, ¿vale? Además de en las calles Morin y St. Anne Avenue. Después de eso, os dispersáis. Haced lo que podáis, pero a las nueve marchaos a casa. Dejad todos los periódicos que os hayan sobrado en las esquinas. Y ponedles una piedra encima para que no se los lleve el viento.
Benny leyó de nuevo el titular.
 ¡ATENCIÓN, CHESTER’S MILL!
¡VAN A ESTALLAR EXPLOSIVOS EN LA BARRERA!
SE LANZARÁN MISILES DE CRUCERO
SE RECOMIENDA LA EVACUACIÓN DEL SECTOR OESTE


—Seguro que no funciona —dijo Joe, con un deje pesimista, mientras examinaba el mapa dibujado a mano que había al final de la página. El límite entre Chester’s Mills y Tarker’s Mills estaba resaltado en rojo. Había una X negra en el punto en que la Little Bitch Road entraba en el pueblo. Junto a la X había la inscripción Punto de Impacto.
—Muérdete la lengua —le dijo Tony Guay.
 5


DE LA CASA BLANCA


Saludos cordiales
a la JUNTA DE CONCEJALES DE CHESTER’S MILL:
Andrew Sanders
James P. Rennie
Andrea Grinnell
Estimados señores y señora:
En primer lugar, les envío mis saludos y me gustaría transmitirles la honda preocupación de nuestra nación y nuestros mejores deseos. He decretado que mañana sea día nacional de oración; las iglesias de todo Estados Unidos permanecerán abiertas para que la gente de fe acuda a rezar por ustedes y por todos aquellos que están trabajando para entender y solucionar lo que ha ocurrido en los límites de su pueblo. Déjenme que les asegure que no cejaremos en nuestro empeño hasta que la población de Chester’s Mills sea liberada y los responsables de su encarcelamiento hayan sido castigados. Puedo prometerles que esta situación llegará a su fin en breve. Y me dirijo a ustedes con toda la solemnidad que me confiere mi cargo, como su comandante en jefe.
En segundo lugar, esta carta debe servir a modo de presentación del coronel Dale Barbara, del Ejército de Estados Unidos. El coronel Barbara sirvió en Iraq, donde le fue concedida la Estrella de Bronce, una medalla al mérito en servicio, y dos Corazones Púrpura. Hemos decidido reclutarlo de nuevo y ascenderlo para que sirva de intermediario entre ustedes y nosotros, y viceversa. Sé que, como fieles estadounidenses que son, le prestarán toda la ayuda necesaria. Y si ustedes lo ayudan, nosotros les ayudaremos a ustedes.
Mi intención original, de acuerdo con el consejo de la Junta de Jefes del Estado Mayor, y de los secretarios de Defensa y de Seguridad Nacional, era invocar la ley marcial en Chester’s Mills y nombrar al coronel Barbara gobernador militar provisional. Sin embargo el coronel Barbara me ha asegurado que esto no será necesario. Me ha dicho que espera la absoluta cooperación de los concejales y la policía local. Cree que su cargo debería consistir en proporcionar «consejo y consentimiento». He accedido a su petición, aunque me reservo el derecho a cambiar de opinión.
En tercer lugar, sé que están preocupados por su incapacidad para llamar a sus amigos y seres queridos. Entendemos su preocupación, pero resulta imperativo que mantengamos este «apagón telefónico» para minimizar el riesgo de que se filtre información. Tal vez piensen que se trata de una falsa preocupación; les aseguro que no es así. Existe la posibilidad de que alguien de Chester’s Mills posea información sobre la barrera que rodea a su pueblo. Las llamadas a números de dentro del pueblo estarán permitidas.
En cuarto lugar, de momento seguiremos sin informar a la prensa de lo acontecido, aunque esta decisión está sujeta a una posible revisión. Podría llegar un momento en el que fuera beneficioso para las autoridades del pueblo y para el coronel Barbara celebrar una rueda de prensa; pero en el presente consideramos que un desenlace rápido de la actual crisis hará que la rueda de prensa no sea necesaria.
En quinto lugar, deseo hacer referencia a las comunicaciones por internet. La Junta de Jefes del Estado Mayor está a favor de cortar temporalmente la comunicación por correo electrónico. No obstante, el coronel Barbara ha ofrecido una serie de argumentos para que permitiéramos que los ciudadanos de Chester’s Mills siguieran teniendo acceso a internet. El coronel ha señalado que la NSA (Agencia Nacional de Seguridad) puede controlar el correo electrónico de forma legal, de modo que desde un punto de vista práctico este tipo de comunicación puede filtrarse de un modo más sencillo que las transmisiones de teléfono móvil. Puesto que él es nuestro «hombre en la zona», he accedido a su petición, en parte por motivos humanitarios. Sin embargo, esta decisión también puede ser revocada en cualquier momento; podemos llevar a cabo cualquier cambio en nuestra política. El coronel Barbara tomará parte en la revisión de todas estas decisiones, y esperamos que haya una relación fluida entre él y las máximas autoridades del pueblo.
En sexto lugar, les ofrezco la posibilidad de que esta terrible situación a la que están sometidos finalice mañana mismo, a las 13.00, hora oficial de la costa Este. El coronel Barbara los pondrá al corriente de la operación militar que tendrá lugar a esa hora, y me asegura que entre los buenos oficios de ustedes y la señora Julia Shumway, propietaria y directora del periódico local, podrán informar a los ciudadanos de Chester’s Mills de lo que sucederá.
Y en último lugar: ustedes son ciudadanos de los Estados Unidos de América y nunca los abandonaremos. Nuestra más firme promesa, basada en nuestros puros ideales, es sencilla: ningún hombre, mujer o niño será abandonado. Emplearemos todos los recursos necesarios para poner fin a su confinamiento. Gastaremos hasta el último dólar que haya que gastar. A cambio, esperamos de todos ustedes fe y cooperación.
Por favor, concédannos ambas cosas.
 Con los mejores deseos y plegarias,
quedo a su entera disposición,

 6


Fuera quien fuese el patán que había pergeñado aquel escrito, lo había firmado el mismísimo cabrón, con los dos nombres, incluido el segundo, el del terrorista. Big Jim no le había votado y en ese momento, si hubiera aparecido ante él, Rennie creyó que lo habría estrangulado sin ningún problema.
Y también a Barbara.
Big Jim albergaba el vano deseo de llamar a Pete Randolph para que metiera al Coronel Fritanga en una celda. De decirle que impusiera su ley marcial de las narices desde el sótano de la comisaría, con Sam Verdreaux como ayudante de campo. Tal vez Sam «el Desharrapado» sería capaz de aguantar el delirium tremens el tiempo suficiente para llegar a hacer el saludo militar sin meterse el pulgar en el ojo.
Pero ahora no. Aún no. Ciertas frases del Canalla en Jefe le llamaban la atención:
«Y si ustedes lo ayudan, nosotros les ayudaremos a ustedes».
«Esperamos que haya una relación fluida entre él y las máximas autoridades del pueblo».
«Esta decisión está sujeta a una posible revisión».
«Esperamos de todos ustedes fe y cooperación».
La última era la más reveladora. Big Jim estaba seguro de que ese hijo de fruta proabortista no sabía nada sobre la fe, para él no era más que una palabra de moda, pero cuando hablaba de cooperación, sabía exactamente qué decía, y también Jim Rennie: «Un guante de seda, pero no hay que olvidar que dentro hay un puño de hierro».
El presidente ofrecía compasión y apoyo (había visto cómo una Andrea Grinnell aturdida por los calmantes había estado a punto de romper a llorar mientras leía la carta), pero si leía entre líneas, era fácil ver la verdad. Era una amenaza, simple y llanamente. O cooperáis u os quedáis sin internet. Más os vale cooperar, porque vamos a hacer una lista de quién se ha portado bien y quién mal, y es mejor que no aparezcáis en la lista de los malos cuando logremos atravesar la Cúpula. Porque no lo olvidaremos.
Coopera, amigo. O atente a las consecuencias.
Rennie pensó: Jamás entregaré mi pueblo a un pinche de cocina que se atrevió a ponerle la mano encima a mi hijo y luego tuvo la osadía de cuestionar mi autoridad. Eso jamás ocurrirá, simio. Jamás.
También pensó: Tranquilo, calma.
Había que dejar que el Coronel Fritanga explicara el gran plan militar. Si funcionaba, bien. Si no, el último coronel nombrado por el Ejército de Estados Unidos iba a descubrir un nuevo abanico de significados de la expresión «hallarse en territorio enemigo».
Big Jim sonrió y dijo:
—Vamos adentro, ¿de acuerdo? Tenemos mucho de qué hablar.
 7


Junior estaba sentado a oscuras con sus amigas.
Era extraño, incluso a él se lo parecía, pero también relajante.
Cuando él y los demás nuevos ayudantes regresaron a la comisaría después del enorme follón que se montó en el campo de Dinsmore, Stacey Moggin (que aún llevaba puesto el uniforme y tenía aspecto de cansada) les dijo que podían hacer otro turno de cuatro horas si querían. Les iban a ofrecer un montón de horas extra, como mínimo durante un tiempo, y cuando llegara el momento de que el pueblo les pagase, Stacey dijo que estaba convencida de que también habría primas… a buen seguro sufragadas por un agradecido gobierno de los Estados Unidos.
Carter, Mel, Georgia Roux y Frank DeLesseps aceptaron hacer esas horas extra. En realidad no lo hacían por el dinero, sino porque les encantaba el trabajo. A Junior también, pero le acechaba otra de sus migrañas, lo cual era desmoralizador después de haber estado todo el día de fábula.
Le dijo a Stacey que, si no le importaba, él pasaba. Ella le aseguró que no había ningún problema, pero le recordó que su turno empezaba de nuevo al día siguiente, a las siete.
—Habrá mucho trabajo —dijo Stacey.
En los escalones, Frankie se subió el cinturón y dijo:
—Creo que voy a pasarme por casa de Angie. Seguramente ha ido a algún lado con Dodee, pero me da miedo que haya dado un resbalón en la ducha, que esté paralizada en el suelo, o algo por el estilo.
Junior sintió una punzada en la cabeza. De pronto vio un punto blanco en el ojo izquierdo. Parecía que palpitaba al ritmo de su corazón, que se había acelerado.
—Si quieres me paso yo —le dijo a Frankie—. Me pilla de camino.
—¿De verdad? ¿No te importa?
Junior negó con la cabeza. El punto blanco del ojo izquierdo se movía frenéticamente cuando él también lo hacía. Entonces se detuvo.
Frankie bajó el tono de voz.
—Sammy Bushey fue un poco borde conmigo cuando estábamos en la explanada.
—Menuda imbécil —dijo Junior.
—Y que lo digas. Va y me suelta: «¿Qué vas a hacer, detenerme?». —Frankie había elevado el tono de voz hasta un falsete irritante que a Junior le crispó los nervios. El punto blanco pareció volverse rojo, y por un instante sintió el arrebato de agarrar a su viejo amigo del cuello y estrangularlo para que él, Junior, no tuviera que volver a escuchar ese falsete jamás—. Me parece —prosiguió Frankie— que tal vez me pasaré a verla luego. Para darle una lección. Ya sabéis, para que aprenda a respetar a la policía local.
—Es escoria. Y también una bollera.
—Eso no haría sino mejorar las cosas. —Frankie hizo una pausa y miró hacia la extraña puesta de sol—. Quizá esta Cúpula tenga su lado positivo. Podemos hacer lo que queramos. Por lo menos, de momento. Piensa en ello, colega. —Frankie se tocó el paquete.
—Claro —contestó Junior—, aunque no estoy muy cachondo.
Pero ahora lo estaba. Bueno, más o menos. Tampoco iba a follárselas, ni nada por el estilo, pero…
—Pero aun así sois mis amigas —dijo Junior en la oscuridad de la despensa. Al principio usó una linterna, pero luego la apagó. Era mejor la oscuridad—. ¿Verdad que sí?
No contestaron. Si lo hicieran, pensó Junior, podría informar de un gran milagro a mi padre y al reverendo Coggins.
Estaba sentado de espaldas a una pared llena de estantes de conservas. Angie estaba a su derecha y Dodee a la izquierda. Menagerie a trios, como decían en el foro de Penthouse. Sus chicas no tenían muy buen aspecto con la linterna encendida, la cara hinchada y los ojos saltones, ocultos parcialmente tras el pelo, pero cuando la apagó… ¡eh! ¡Podrían haber sido un par de macizas!
Salvo por el olor, claro. Una mezcla de mierda reseca y comienzo de descomposición. Pero era soportable porque había otros olores más agradables: café, chocolate, melaza, frutos secos y, quizá, azúcar moreno.
También un suave aroma a perfume. ¿De Dodee? ¿De Angie? No lo sabía. Lo único que sabía era que la migraña había mejorado y ese punto blanco tan molesto había desaparecido. Deslizó una mano y le agarró un pecho a Angie.
—No te importa que lo haga, ¿verdad, Angie? O sea, sé que eres la novia de Frankie, pero habéis roto y, eh, solo quiero saber lo que se siente. Además, siento decírtelo, pero creo que esta noche tiene pensado ponerte los cuernos.
Palpó con la otra mano y encontró una mano de Dodee. Estaba helada, pero aun así se la llevó al paquete.
—Oh, Dodee —exclamó—. Eres muy descarada. Pero haz lo que te apetezca; deja que tu lado malo se apodere de ti.
Tendría que enterrarlas, por supuesto. Pronto. La Cúpula acabaría estallando como una burbuja de jabón, o los científicos encontrarían un modo de disolverla. Cuando eso ocurriera, el pueblo sería tomado por la policía. Y si la Cúpula no desaparecía, era más que probable que se acabara formando una especie de comité encargado de ir casa por casa en busca de provisiones.
Muy pronto. Pero no en ese momento. Porque aquella situación era relajante.
También un poco excitante. La gente no lo entendería, por supuesto, pero tampoco sería necesario que lo entendieran. Porque…
—Este es nuestro secreto —susurró Junior en la oscuridad—. ¿Verdad, chicas?
No contestaron (aunque lo harían, más tarde).
Junior permaneció sentado, abrazando a las chicas a las que había asesinado, y en algún momento se quedó dormido.
 8


Cuando Barbie y Brenda Perkins salieron del ayuntamiento a las once, la reunión aún no había acabado. Los dos recorrieron Main Street hasta Morin Street sin hablar demasiado al principio. Aún había un montón de ejemplares del número extra de una sola página del Democrat en la esquina de Main y Maple. Barbie levantó la piedra que los sujetaba y cogió uno. Brenda llevaba una pequeña linterna con forma de bolígrafo en el monedero y enfocó el titular.
—Al verlo impreso debería resultar más creíble, pero no es así —dijo ella.
—No —admitió Barbie.
—Julia y tú habéis colaborado en esto para aseguraros de que James no pudiera ocultarlo —dijo ella—. ¿Verdad?
Barbie negó con la cabeza.
—Ni tan siquiera lo habría intentado porque es imposible. Cuando el misil estalle, se producirá una explosión atronadora. Julia solo quería asegurarse de que Rennie no pudiera manipular la noticia a su antojo. —Señaló el periódico—. Para serte sincero, veo esto como una medida de prevención. El concejal Rennie debe de estar pensando: «Si él ya poseía esta información, ¿qué otras cosas debe de saber que yo desconozco?».
—James Rennie puede ser un adversario muy peligroso, amigo mío. —Echaron a caminar de nuevo. Brenda dobló el periódico y se lo puso bajo el brazo—. Mi marido lo estaba investigando.
—¿Por qué motivo?
—No sé hasta dónde puedo contarte —respondió—. Imagino que las opciones son: o te lo cuento todo, o no te cuento nada. Y Howie no tenía ninguna prueba definitiva, de eso estoy segura. Aunque andaba cerca.
—No es cuestión de pruebas —dijo Barbie—. Es cuestión de que yo no acabe en la cárcel mañana si el experimento no sale bien. Si resulta que lo que sabes puede ayudarme…
—Si evitar la cárcel es lo único que te preocupa, me decepcionas.
No era lo único, y Barbie creía que la viuda Perkins lo sabía. Había escuchado con mucha atención durante la reunión, y aunque Rennie se había desvivido para mostrar su lado más zalamero, encantador y razonable, Barbie se quedó horrorizado. Creía que a pesar de todas esas expresiones mojigatas, Rennie era un carroñero. Pensaba ejercer todo el control hasta que se lo arrancaran de las manos; pensaba arramblar con todo lo que pudiera hasta que alguien le parara los pies. Eso lo convertía en alguien peligroso, no solo para Dale Barbara.
—Señora Perkins…
—Brenda, ¿lo recuerdas?
—Eso, Brenda. Míralo de este modo, Brenda: si la Cúpula no desaparece, este pueblo va a necesitar ayuda de alguien más aparte de un vendedor de coches de segunda mano con delirios de grandeza. Y no podré ayudar a nadie si estoy en el calabozo.
—Mi marido creía que Big Jim se estaba ayudando a sí mismo.
—¿Cómo? ¿En qué sentido? ¿Y hasta qué punto?
Brenda respondió:
—Esperemos a ver qué ocurre con el misil. Si no funciona, te lo contaré todo. Si sale bien, me reuniré con el fiscal del condado cuando vuelva la calma… y, citando a Ricky Ricardo, James Rennie tendrá que explicar muchas cosas.
—No eres la única que está esperando a ver qué ocurre con el misil. Esta noche Rennie se ha hecho la mosquita muerta. Si el misil rebota contra la Cúpula en lugar de perforarla, creo que veremos su otro lado.
Brenda apagó la linterna y miró hacia arriba.
—Mira las estrellas —dijo—. Cómo brillan. Ahí está la Osa Mayor… Casiopea… Me reconfortan. ¿A ti no?
—Sí.
No dijeron nada durante un rato, se limitaron a observar la estela centelleante de la Vía Láctea.
—Pero también me hacen sentir muy pequeña y muy… muy fugaz. —Se rió y añadió con un deje de timidez—: ¿Te importa que te coja del brazo, Barbie?
—En absoluto.
Lo agarró del codo. Él le cogió la mano y la acompañó a casa.
 9


Big Jim decidió levantar la sesión a las once y veinte. Peter Randolph dio las buenas noches a todos y se fue. Quería iniciar la evacuación del lado oeste del pueblo a las siete de la mañana en punto, y esperaba haber despejado toda la zona alrededor de la Little Bitch Road a mediodía. Andrea lo siguió; caminaba lentamente, con las manos en la espalda. Era una postura a la que todos se habían acostumbrado.
Aunque no podía quitarse de la cabeza su encuentro con Lester Coggins (y dormir; no le importaría poder echarse una maldita cabezada) Big Jim le preguntó a Andrea si podía quedarse un momento.
Ella lo miró con recelo. Detrás de Rennie, Andy Sanders amontonaba las carpetas con grandes aspavientos para guardarlas en el archivador gris de acero.
—Y cierra la puerta —dijo Big Jim en tono agradable.
Andrea obedeció con expresión preocupada. Andy siguió ordenando todo el papeleo de la reunión, pero tenía los hombros encorvados, como si intentara protegerse de un vendaval. Fuera lo que fuese de lo que quería hablar Jim, Andy ya lo sabía. Y a juzgar por su postura, no era bueno.
—¿Qué pasa, Jim? —preguntó Andrea.
—Nada serio. —Lo que significaba que lo era—. Pero me ha dado la sensación, Andrea, de que te tomabas muchas confianzas con ese tal Barbara antes de la reunión. Y también con Brenda.
—¿Con Brenda? Eso es… —Quiso decir «ridículo» pero le pareció un poco demasiado fuerte—. Una tontería. La conozco desde hace treinta añ…
—Y al señor Barbara desde hace tres meses. Eso suponiendo que comer los gofres y el beicon que prepara un hombre implique que lo conoces.
—Creo que ahora es el coronel Barbara.
Big Jim sonrió.
—Es difícil tomarse eso en serio cuando lo más parecido a un uniforme que lleva son unos vaqueros y una camiseta.
—Ya has visto la carta del presidente.
—He visto algo que Julia Shumway podría haber escrito en su puñetero ordenador. ¿No es cierto, Andy?
—Así es —dijo Andy sin volverse. Seguía organizando el archivador. Y reorganizando lo que ya había organizado, a juzgar por sus gestos.
—Pero imaginemos que era del presidente —dijo Big Jim, que ahora lucía una de esas sonrisas que tanto odiaba Andrea en su cara ancha y mofletuda. La tercera concejala se fijó, acaso por primera vez, en que Rennie tenía barba de tres días, y entonces entendió por qué ese hombre se afeitaba con tanto cuidado. La barba estudiadamente descuidada le confería un aspecto nixoniano.
—Bueno… —La preocupación empezaba a transformarse en miedo. Se le pasó por la cabeza decirle que solo había sido amable, pero de hecho había sido un poco más que eso, y supuso que Jim lo había visto. Había visto mucho—. Bueno, es el Comandante en Jefe, ya sabes.
Big Jim hizo un gesto de desdén.
—¿Sabes qué es un comandante, Andrea? Voy a decírtelo. Alguien que merece lealtad y obediencia porque puede proporcionar los recursos necesarios para ayudar a aquellos que los necesitan. Se supone que tiene que ser un intercambio justo.
—¡Sí! —respondió ella con entusiasmo—. ¡Recursos como ese misil de crucero!
—Y si funciona, todo será perfecto.
—¿Cómo no va a funcionar? ¡Ha dicho que podía estar cargado con una ojiva de casi quinientos kilos!
—Teniendo en cuenta lo poco que sabemos sobre la Cúpula, ¿cómo puedes estar tan segura tú o cualquiera de nosotros? ¿Cómo podemos estar seguros de que no hará estallar la Cúpula y dejará un cráter de dos kilómetros de profundidad en el lugar donde estaba Chester’s Mills?
Andrea lo miró consternada. Tenía las manos en la espalda y no paraba de frotar y masajear la parte del cuerpo que le dolía.
—Bueno, eso está en manos de Dios —dijo Jim—. Y tienes razón, Andrea, podría funcionar. Pero si no es así, estamos en nuestra ciudad, y un Comandante en Jefe que no puede ayudar a sus ciudadanos no vale ni un chorrito de orina caliente en un orinal vacío, en lo que a mí respecta. Si no funciona, y si no nos envían a todos al cielo, alguien tendrá que asumir el control del pueblo. ¿Y lo hará un vagabundo nombrado con el dedo mágico del presidente, o lo harán los concejales elegidos por la gente y que ya ostentan sus cargos? ¿Entiendes a lo que me refiero?
—El coronel Barbara me ha parecido un hombre muy capaz —susurró ella.
—¡Deja de llamarlo así! —gritó Big Jim.
A Andy se le cayó una carpeta y Andrea retrocedió y soltó un chillido de miedo.
Luego la concejala se puso derecha, recuperando momentáneamente parte del temple yanqui que le dio el valor para presentarse al cargo de concejala.
—No me grites, Jim Rennie. Te conozco desde que recortabas fotografías del catálogo de Sears en primero y las pegabas en hojas de cartulina, así que no me grites.
—Oh, vaya, se ha ofendido. —La temible sonrisa se extendía ahora de oreja a oreja y convertía la mitad superior de su rostro en una inquietante máscara de regocijo—. Pues qué puñetera pena. Pero es tarde, estoy cansado y ya he repartido todos los caramelitos que traía, así que ahora escúchame y no me obligues a repetirme. —Miró su reloj—. Son las once y treinta y cinco y quiero estar en casa a medianoche.
—¡No entiendo qué quieres de mí!
Big Jim puso los ojos en blanco, como si no pudiera dar crédito a la estupidez de esa mujer.
—¿En pocas palabras? Quiero saber que vas a estar de mi lado, del mío y de Andy, si ese disparatado plan del misil no funciona. Que no vas a apoyar a ese friegaplatos advenedizo.
Andrea tensó los hombros y acto seguido relajó la espalda. Se armó de valor para mirar a Big Jim a los ojos, pero le temblaban los labios.
—¿Y si resulta que creo que el coronel Barbara, o el señor Barbara, si lo prefieres, está mejor capacitado para gestionar la situación en un momento de crisis?
—Pues en tal caso, tengo que citar a Pepito Grillo —dijo Big Jim—. Deja que la conciencia sea tu guía —dijo con un murmullo que resultó mucho más aterrador que su grito—. Pero recuerda que tomas unas pastillas. Esas OxyContins.
Andrea se quedó helada.
—¿Qué pasa con las pastillas?
—Andy ha apartado varias cajas de esas pastillas para ti, pero si apuestas por el caballo equivocado en esta carrera, las pastillas podrían desaparecer. ¿No es cierto, Andy?
Andy había empezado a lavar la cafetera. No parecía muy contento y no se atrevió a mirar a Andrea a los ojos, que estaba a punto de romper a llorar, pero respondió sin titubeos.
—Sí. En ese caso, tal vez tendría que echarlas por el retrete del Drugstore. Es peligroso tener medicamentos como esos ahora que el pueblo está aislado.
—¡No puedes hacerlo! —gritó Andrea—. ¡Tengo una receta!
Big Jim respondió amablemente:
—La única receta que necesitas es ponerte del lado de la gente que sabe lo que le conviene al pueblo, Andrea. De momento, es la única receta que te hará bien.
—Jim, necesito mis pasillas. —Se dio cuenta del tono quejumbroso de su voz, tan parecido al de su madre durante los últimos años que pasó postrada en la cama, y se odió a sí misma—. ¡Las necesito!
—Lo sé —dijo Big Jim—. Dios te ha obligado a soportar un gran dolor. —Por no decir un gran peso, pensó.
—Haz lo adecuado —terció Andy, que le lanzó una mirada triste y sincera—. Jim sabe qué le conviene al pueblo; siempre lo ha sabido. No necesitamos que ningún forastero nos diga lo que tenemos que hacer.
—Si lo hago, ¿me seguirás dando los calmantes?
Andy esbozó una sonrisa.
—¡Por supuesto! Quizá incluso podría llegar a subirte un poco la dosis. No sé, ¿qué te parecerían cien miligramos más al día? ¿Verdad que te vendrían bien? Parece que el dolor te hace la vida imposible.
—Supongo que sí, que me vendría bien una dosis superior —admitió Andrea con un hilo de voz. Agachó la cabeza. No había bebido alcohol, ni siquiera una copa de vino, desde la noche del baile de fin de curso, cuando cogió aquella borrachera; nunca había fumado un porro y solo había visto la cocaína en televisión. Era una buena persona. Una muy buena persona. Entonces, ¿cómo se había metido en ese lío? ¿Cuando se cayó al ir a por el correo? ¿Bastaba eso para convertir a alguien en drogadicto? En tal caso, era una injusticia. Algo horrible—. Pero solo cuarenta miligramos. Cuarenta más serían suficiente, creo.
—¿Estás segura? —preguntó Big Jim.
No estaba nada segura. Ése era el problema.
—Tal vez ochenta —se corrigió, y se limpió las lágrimas de la cara. Y añadió con un susurro—: Me estáis chantajeando.
Fue un susurro apenas perceptible, pero Big Jim lo oyó. La agarró. Andrea parpadeó, pero Rennie solo la cogió de la mano. Suavemente.
—No —replicó él—. Eso sería pecado. Te estamos ayudando. Y lo único que queremos a cambio es que nos ayudes.
 10


Se oyó un «bum».
Sammy se despertó a pesar de que había fumado medio porro y había bebido tres de las cervezas de Phil antes de caer rendida a las diez. Siempre tenía unos cuantos paquetes de cerveza en la nevera y siempre las llamaba las «cervezas de Phil», a pesar de que él se había ido en abril. Sammy había oído rumores de que aún andaba por el pueblo, pero no hizo caso de ellos. Si estuviera en Chester’s Mills lo habría visto alguna vez en los últimos seis meses, ¿no? Era un pueblo pequeño, como decía la canción.
¡Bum!
El ruido hizo que Sammy se incorporara de golpe, a la espera del llanto de Little Walter. Como no oyó nada, pensó ¡Oh, Dios, esa maldita cuna se ha desmontado! Y si ni siquiera puede llorar…
Apartó las sábanas y echó a correr hacia la puerta, pero se dio un golpe contra la pared y estuvo a punto de caer al suelo. ¡Maldita oscuridad! ¡Maldita compañía eléctrica! Maldito Phil por irse y dejarla así, sin nadie que la defendiera cuando tipos como Frank DeLesseps eran malos con ella y la asustaban y…
¡Bum!
Deslizó la mano por el tocador y encontró la linterna. La encendió y salió corriendo por la puerta. Se dirigió hacia la izquierda, para ir a la habitación donde dormía Little Walter, pero oyó de nuevo el «bum», que no procedía de la izquierda, sino de delante, al otro lado de la sala de estar abarrotada de trastos. Había alguien en la puerta de la caravana. Y entonces oyó unas risas apagadas. Fuera quien fuese, parecía que había bebido.
Cruzó la sala, vestida únicamente con la camiseta que se ponía para dormir y que se ceñía alrededor de sus regordetes muslos (había engordado un poco desde que Phil se había marchado, unos veinte kilos, pero cuando se acabara todo aquel jaleo de la Cúpula pensaba apuntarse a un plan de adelgazamiento de NutriSystem y recuperar el peso de la época del instituto), y abrió la puerta de par en par.
La luz de unas linternas, cuatro y potentes, la golpearon en la cara. Detrás de los haces de luz oyó más risas. Una de ellas se parecía al «nyuck-nyuck-nyuck» de Curly, el de Los Tres Chiflados. Y Sammy la reconoció ya que la había oído durante toda la época del instituto: era la de Mel Searles.
—¡Mírate! —exclamó Mel—. De punta en blanco y sin nadie a quien chupársela.
Más risas. Sammy levantó un brazo para taparse los ojos, pero no sirvió de nada; solo veía formas detrás de las linternas. Pero una de las risas parecía femenina, y eso probablemente era bueno.
—¡Apagad esas luces o me dejaréis ciega! ¡Y callaos! ¡Vais a despertar al bebé!
Más risas, más fuertes que antes, pero tres de las cuatro linternas se apagaron. Sammy enfocó con su linterna hacia la puerta y lo que vio no la consoló: Frankie DeLesseps y Mel Searles flanqueando a Carter Thibodeau y a Georgia Roux. Georgia, la chica que le había aplastado el pecho con un pie esa tarde y que la había llamado «bollera». Una mujer, pero una mujer peligrosa.
Lucían sus placas. Y estaban muy borrachos.
—¿Qué queréis? Es tarde.
—Queremos «costo» —dijo Georgia—. Tú la vendes, así qué danos un poco.
—Quiero pillar un colocón para flipar un montón y reírme mogollón —dijo Mel, y luego se rió: nyuck, nyuck, nyuck.
—No tengo —respondió Sammy.
—Y una mierda, la caravana apesta a porro —le espetó Carter—. Véndenos un poco. No seas zorra.
—Sí —añadió Georgia. Bajo la luz de la linterna de Sammy, sus ojos tenían un destello plateado—. Da igual que seamos polis.
Todos estallaron en carcajadas. Acabarían despertando al bebé.
—¡No! —Sammy intentó cerrar la puerta, pero Thibodeau la abrió de nuevo. Lo hizo con la palma de la mano, sin ningún problema, pero Sammy retrocedió tambaleándose. Tropezó con el maldito tren de Little Walter y cayó de culo por segunda vez ese día. Se le levantó la camiseta.
—Oooh, braguitas rosa, ¿esperas la visita de alguna de tus amigas? —preguntó Georgia, y todos estallaron en carcajadas de nuevo. Volvieron a encender las linternas y le enfocaron la cara.
Sammy se bajó la camiseta con tanta fuerza que estuvo a punto de rasgarse el cuello. Luego se puso en pie como buenamente pudo, mientras los haces de luz recorrían su cuerpo.
—Sé una buena anfitriona e invítanos a pasar —dijo Frankie mientras entraba por la puerta—. Muchas gracias. —Iluminó la salita con su linterna—. Menuda pocilga.
—¡Una pocilga para una cerda! —gritó Georgia, y todos se echaron a reír de nuevo—. ¡Si yo fuera Phil, volvería del bosque solo para darte una paliza! —Levantó el puño y Carter Thibodeau hizo chocar el suyo contra el de ella.
—¿Aún está escondido en la emisora de radio? —preguntó Mel—. ¿Colocándose? ¿Con sus paranoias sobre Jesús?
—No sé a qué te… —Ya no estaba enfadada, solo asustada. Ese era el modo inconexo en que hablaba la gente en las pesadillas que podía tener uno si fumaba hierba mezclada con PCP—. ¡Phil se ha ido!
Los cuatro se miraron y se rieron. El estúpido nyuck-nyuck-nyuck de Searles destacaba entre los demás.
—¡Se ha ido! ¡Se ha largado! —gritó Frankie.
—¡Y a quién cojones le extraña! —replicó Carter, y ambos entrechocaron sus puños.
Georgia cogió unos cuantos libros que Sammy tenía en la estantería y los hojeó.
—¿Nora Roberts? ¿Sandra Brown? ¿Stephenie Meyer? ¿Lees esto? ¿No sabes que Harry Potter es el puto amo? —Estiró los brazos y dejó caer los libros al suelo.
El bebé aún no se había despertado. Era un milagro.
—¿Si os vendo costo os iréis? —preguntó Sammy.
—Claro —respondió Frankie.
—Y date prisa —dijo Carter—. Mañana nos toca empezar turno pronto. Hay que planear la eee-va-cua-ción. Así que mueve ese culo gordo que tienes.
—Esperad aquí.
Se fue a la cocina; abrió el congelador —estaba caliente, todo se había derretido y, por algún motivo, eso hizo que le entraran ganas de llorar— y cogió una de las bolsas con droga que guardaba ahí. Quedaban tres más.
Cuando iba a volverse, alguien la agarró y le quitó la bolsa de la mano.
—Déjame ver otra vez esas braguitas rosa —le dijo Mel al oído—. A ver si llevas escrita la palabra DOMINGO en el culo. —Le levantó la camiseta hasta la cintura—. No, ya me lo imaginaba.
—¡Basta ya! ¡Para!
Mel se rió: nyuck, nyuck, nyuck.
La luz de una linterna la cegó, pero reconoció la estrecha cabeza que se ocultaba tras ella: Frankie DeLesseps.
—Hoy has sido muy borde conmigo —dijo—. Además, me has dado un bofetón y me has hecho daño en la mano. Y lo único que hice fue esto. —Estiró un brazo y le agarró un pecho de nuevo.
Sammy intentó apartarse. El rayo de luz que le enfocaba la cara subió momentáneamente hacia el techo y descendió rápidamente. Sintió una punzada de dolor en la cabeza. La había golpeado con la linterna.
—¡Ay! ¡Ay, me has hecho daño! ¡PARA YA!
—Y una mierda, eso no te ha hecho daño. Tienes suerte de que no te detenga por tráfico de drogas. Si no quieres que te dé otra hostia quédate quieta.
—Este costo apesta —dijo Mel con naturalidad. Aún estaba detrás de ella y no le había bajado la camiseta.
—Como ella —añadió Georgia.
—Tengo que confiscarte la hierba, puta —dijo Carter—. Lo siento.
Frankie le estaba sobando el pecho.
—Estate quieta. —Le pellizcó el pezón—. Estate quieta de una vez —le ordenó con voz ronca y respiración agitada.
Sammy sabía qué iba a pasar. Cerró los ojos. Que no se despierte el bebé, pensó. Y que no hagan nada más. O algo peor.
—Venga —lo animó Georgia—. Enséñale lo que se ha perdido desde que se fue Phil.
Frankie señaló la sala de estar con la linterna.
—Ponte en el sofá. Y ábrete de piernas.
—¿No quieres leerle los derechos antes? —preguntó Mel, y se rió: nyuck, nyuck, nyuck.
Sammy pensó que como oyera esa risa una vez más le estallaría la cabeza. Pero se dirigió hacia el sofá, con la cabeza gacha y los hombros caídos.
Carter la agarró, le hizo darse la vuelta y se iluminó la cara, que se convirtió en una máscara de trasgo.
—¿Soltarás prenda sobre esto, Sammy?
—N-n-no.
La máscara de trasgo asintió.
—Haces bien. Porque, de todos modos, nadie te creería. Salvo nosotros, claro, y entonces tendríamos que volver y darte una paliza de las buenas.
Frankie la tiró en el sofá de un empujón.
—Tíratela —dijo Georgia, excitada, mientras enfocaba a Sammy con la linterna—. ¡Tírate a esa zorra!
Los tres muchachos se la tiraron. Frankie fue el primero.
—Tienes que aprender a mantener la boca cerrada excepto cuando estás de rodillas —le susurró mientras la embestía.
Carter fue el siguiente. Mientras la montaba, Little Walter se despertó y empezó a llorar.
—¡Cállate, mocoso, o tendré que leerte los derechos! —gritó Mel Searles, y luego se rió.
Nyuck, nyuck, nyuck.
 11


Era casi medianoche.
Linda Everett estaba sumida en un profundo sueño en su mitad de la cama; había sido un día agotador, al día siguiente tenía una reunión a primera hora (para preparar la eee-va-cua-ción), y ni siquiera sus preocupaciones por Janelle pudieron mantenerla despierta. No llegaba lo que se dice a roncar, sino que emitía un suave cuip-cuip-cuip.
Rusty también había tenido un día agotador, pero no podía dormir, aunque no estaba preocupado por Jan. Creía que estaría bien, al menos durante un tiempo. Podía mantener sus ataques a raya si no empeoraban. Si se quedaba sin Zarontin en la farmacia del hospital, podría conseguir más en la de Sanders.
Pero no dejaba de pensar en el doctor Haskell. Y en Rory Dinsmore, por supuesto. Rusty no podía dejar de ver la cuenca ensangrentada y desgarrada en la que había estado alojado el ojo. No podía dejar de oír a Ron Haskell diciéndole a Ginny: «No me hagas perder al paciente… ¡La paciencia, quiero decir, joder!».
Salvo que al final sí que lo había perdido.
Empezó a dar vueltas en la cama, intentando dejar atrás esos recuerdos, que fueron sustituidos por el murmullo de Rory «Es Halloween», que a su vez quedó tapado por la voz de su propia hija: «¡Es culpa de la Gran Calabaza! ¡Tienes que parar a la Gran Calabaza!».
Su hija había tenido un ataque. El hijo de los Dinsmore había recibido el impacto de una bala rebotada en el ojo, y el de un fragmento de bala en el cerebro. ¿Qué le decía eso a él?
No me dice nada. ¿Qué dijo el escocés de Perdidos? ¿«No hay que confundir una coincidencia con el destino»?
Quizá había sido eso. Quizá sí. Pero hacía ya mucho tiempo de Perdidos. El escocés podría haber dicho «No hay que confundir el destino con una coincidencia».
Se dio la vuelta hacia el otro lado y esta vez vio el titular en negrita del Democrat: ¡VAN A ESTALLAR EXPLOSIVOS EN LA BARRERA!
Era inútil. Era imposible que se quedara dormido, y lo peor que podía hacer en una situación como esa era empezar a fustigarse para alcanzar el país de los sueños.
Abajo quedaba un pedazo del famoso pastel de naranja y arándanos de Linda; lo había visto en la encimera al entrar. Rusty decidió que se comería un trozo en la mesa de la cocina y que hojearía el último número de American Family Physician. Si un artículo sobre la tos convulsa no lograba que le entrara sueño, nada lo lograría.
Se levantó. Un hombretón vestido con la ropa de trabajo azul que acostumbraba a usar como pijama. Salió sin hacer ruido para no despertar a Linda.
En mitad de la escalera, se detuvo y ladeó la cabeza.
Audrey estaba gimiendo, sin hacer apenas ruido. En la habitación de las niñas. Rusty bajó y abrió la puerta. El golden retriever, una sombra tenue entre las camas de las niñas, se volvió para mirarlo y emitió otro de esos gemidos.
Judy estaba tumbada de costado, con una mano bajo la mejilla, y tenía una respiración larga y pausada. Jannie era otra historia. No paraba de dar vueltas, de mover las sábanas con los pies y de murmurar. Rusty pasó por encima de la perra y se sentó junto a su cama, bajo el último póster de un grupo musical de chicos.
Estaba soñando. Y a juzgar por su expresión de preocupación estaba teniendo una pesadilla. Sus murmullos parecían una especie de protesta o queja. Rusty intentó averiguar qué decía, pero antes de que pudiera entender algo, su hija calló.
Audrey volvió a gemir.
Rusty le puso bien el camisón a Jan, la tapó con la colcha y le apartó el pelo de la frente. La niña movía los ojos muy rápido de un lado a otro bajo los párpados cerrados, pero Rusty no apreció ningún temblor en las extremidades, no movía los dedos ni se relamía los labios. Estaba casi seguro de que estaba en fase de sueño REM y que no se trataba de un ataque. Lo que planteaba una pregunta interesante: ¿los perros también podían oler las pesadillas?
Se inclinó sobre Jan y le dio un beso en la mejilla. Al hacerlo, ella abrió los ojos, pero Rusty no tenía muy claro que lo estuviera viendo. Quizá era un síntoma de petit mal, pero le parecía poco probable, ya que en tal caso Audi habría empezado a aullar, de eso estaba seguro.
—Vuelve a dormirte, cielo —dijo él.
—Tiene una pelota de béisbol dorada, papá.
—Lo sé, cielo, duérmete.
—Es una pelota mala.
—No. Es buena. Las pelotas de béisbol son buenas, sobre todo las doradas.
—Ah —dijo ella.
—Vuélvete a dormir.
—Vale, papá. —Se dio la vuelta y cerró los ojos. Tardó un instante en encontrar la postura, pero luego se quedó quieta. Audrey, que había estado todo el rato tumbada en el suelo con la cabeza levantada, observándolos, apoyó el morro en la pata y también se durmió.
Rusty se quedó un rato sentado, escuchando la respiración de sus hijas, diciéndose a sí mismo que no había nada de lo que asustarse, que la gente hablaba mucho en sueños. Se dijo a sí mismo que todo estaba bien, que solo tenía que mirar al perro que dormía en el suelo en caso de que tuviera alguna duda, pero resultaba difícil ser optimista en mitad de la noche. Cuando aún faltaban varias horas para el amanecer, los pensamientos asumían forma corpórea y echaban a caminar. En mitad de la noche los pensamientos se convertían en zombis.
Al final decidió que no le apetecía el pastel de naranja y arándanos. Lo que quería era acurrucarse junto al cuerpo cálido de su mujer dormida. Pero antes de salir de la habitación, acarició la sedosa cabeza de Audrey.
—Estate atenta —susurró.
Audi abrió un instante los ojos y lo miró.
Rusty pensó: Golden retriever. Y acto seguido, la conexión perfecta: Una pelota de béisbol dorada. Una pelota de béisbol mala.
Esa noche, a pesar de la intimidad femenina recién descubierta por la niña, Rusty dejó su puerta abierta.
 12


Lester Coggins estaba sentado en el porche de Rennie cuando Big Jim regresó. Coggins leía su Biblia con una linterna. La devoción del reverendo no inspiró a Big Jim, cuyo humor, de por sí malo, no hizo sino empeorar.
—Que Dios te bendiga, Jim —dijo Coggins mientras se levantaba. Cuando Big Jim le ofreció la mano, Coggins se la cogió con un gesto ferviente y se la estrechó.
—Que te bendiga a ti también —respondió Rennie, animosamente.
Coggins le estrechó la mano con fuerza una vez más y la soltó.
—Jim, he venido a verte porque he tenido una revelación. Anoche pedí tener una (sí, estaba atribulado), y esta tarde he obtenido la respuesta. Dios me ha hablado: de forma escrita y mediante ese chico.
—¿El hijo de los Dinsmore?
Coggins se besó las manos juntas y luego las alzó al cielo.
—El mismo. Rory Dinsmore. Que Dios lo tenga en su gloria toda la eternidad.
—Ahora mismo está cenando con Jesús —añadió Big Jim automáticamente. Estaba observando al reverendo bajo la luz de su linterna, y lo que vio no le gustó. A pesar de que la noche empezaba a refrescar rápidamente, al reverendo Coggins le brillaba la piel a causa del sudor. Tenía los ojos muy abiertos, prácticamente solo se le veía el blanco. Y el pelo rizado muy alborotado. Parecía un tipo al que empezaba a patinarle el cambio de marchas y que podía quedarse tirado en la cuneta en cualquier momento.
Big Jim pensó: Esto no pinta bien.
—Sí —dijo Coggins—. No me cabe la menor duda. Estará disfrutando de un buen banquete… Envuelto en los brazos eternos…
Big Jim pensó que debía de resultar difícil hacer ambas cosas a la vez, pero prefirió guardar silencio.
—Sin embargo, su muerte tenía una razón, Jim. Eso es lo que he venido a decirte.
—Cuéntamelo dentro —dijo Big Jim, y antes de que el reverendo pudiera replicar, le preguntó—: ¿Has visto a mi hijo?
—¿A Junior? No.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —Big Jim parpadeó bajo la luz del recibidor y bendijo al generador mientras lo hacía.
—Una hora. Quizá un poco menos. Sentado en los escalones… leyendo… rezando… meditando.
Rennie se preguntó si alguien lo había visto, pero prefirió no saberlo. Coggins ya estaba alterado, y una pregunta como esa podría alterarlo aún más.
—Vamos a mi estudio —dijo, y lo condujo por la casa, con la cabeza agachada, avanzando lentamente y a pasos grandes. Visto por detrás, parecía un oso vestido con ropa humana, un animal viejo y lento pero aún peligroso.
 13


Además del cuadro del Sermón en la montaña, que ocultaba una caja fuerte detrás, las paredes del despacho de Big Jim estaban llenas de placas que ensalzaban sus distintos servicios a la comunidad.
También había una fotografía enmarcada en la que aparecía él mismo estrechándole la mano a Sarah Palin y otra en la que le daba la mano al Gran Número 3, Dale Earnhardt, en un acto organizado por este para recaudar fondos para alguna causa infantil en el Crash-A-Rama anual de Oxford Plains. Había incluso una fotografía en la que Big Jim le estrechaba la mano a Tiger Woods, que le pareció un negro muy simpático.
En el escritorio tenía una pelota de béisbol bañada en oro sobre un soporte de metacrilato. Debajo (también en metacrilato) había una dedicatoria que decía: «¡A Jim Rennie, como agradecimiento por tu ayuda para organizar el Torneo Benéfico de Softball de Western Maine de 2007!». Estaba firmada por Bill Lee, el Astronauta.
Mientras se sentaba al escritorio en su silla de respaldo alto, Big Jim cogió la pelota del soporte y empezó a pasársela de una mano a otra. Era una buena idea juguetear con una pelota como esa, sobre todo porque estaba un poco alterado: era bonita y pesada, y las costuras doradas se ajustaban a la perfección a las palmas de sus manos. En ocasiones Big Jim se preguntaba qué sentiría si tuviera una pelota de oro macizo. Tal vez intentaría conseguir una cuando hubiera acabado todo el asunto de la Cúpula.
Coggins se sentó al otro lado del escritorio, en la silla del cliente. En la silla del suplicante. Que era el lugar donde Big Jim quería que estuviera. El reverendo movía los ojos de un lado a otro, como un hombre que estuviera viendo un partido de tenis. O tal vez el péndulo de un hipnotizador.
—¿De qué va todo esto, Lester? Cuéntamelo. Pero ve al grano, ¿de acuerdo? Necesito dormir. Mañana tengo una agenda apretada.
—¿Quieres rezar conmigo antes, Jim?
Rennie sonrió. Le lanzó una sonrisa aterradora, aunque algo contenida. Por lo menos de momento.
—¿Por qué no me cuentas lo que te ha ocurrido? Antes de arrodillarme me gusta saber por qué voy a rezar.
A pesar de su advertencia, Lester no fue al grano, pero Big Jim no se dio cuenta. Escuchó con una consternación que fue en aumento, muy cercana al terror. El relato del reverendo era inconexo y estaba salpicado de citas bíblicas, pero el mensaje era claro: había decidido que su pequeño negocio había disgustado tanto al Señor que este había cubierto el pueblo con un enorme cuenco de cristal. Lester había rezado para saber qué tenía que hacer al respecto, se había azotado (aunque tal vez los azotes habían sido metafóricos, tal como esperaba Big Jim), y el Señor le había señalado unos versículos de la Biblia sobre la locura, la ceguera, los remordimientos, etc.
—El Señor dijo que me postraría una señal y…
—¿Te postraría? —Big Jim enarcó sus pobladas cejas.
Lester no le hizo caso y prosiguió con el relato, sudando como un hombre con malaria mientras sus ojos seguían la pelota dorada. De un lado… al otro.
—Fue como cuando era adolescente y me corría en la cama.
—Les, eso… es más información de la necesaria. —Y seguía pasándose la pelota de una mano a otra.
—Dios dijo que me enseñaría lo que es la ceguera, pero no la mía. Y esta tarde, en la explanada, ¡lo ha hecho! ¿Verdad?
—Bueno, supongo que esa es una de las posibles interpretaciones…
—¡No! —Coggins se puso en pie. Empezó a caminar en círculos sobre la alfombra, con la Biblia en una mano. Con la otra se mesaba el pelo—. Dios dijo que cuando yo viera esa señal, tenía que contarles a mis fieles con todo detalle lo que habías hecho…
—¿Solo yo? —preguntó Big Jim con voz meditativa. Ahora se lanzaba la bola un poco más rápido que antes. Plas. Plas. Plas. De un lado a otro, impactaba en unas manos carnosas pero duras.
—No —admitió Lester con una especie de gruñido. Ahora caminaba más rápido y ya no miraba la pelota. Con una mano sostenía la Biblia y con la otra intentaba arrancarse el pelo de raíz. A veces hacía lo mismo en el púlpito, cuando se soltaba de verdad. Ese espectáculo estaba bien en la iglesia, pero en su estudio le resultaba exasperante—. Fuimos tú, yo, Roger Killian, los hermanos Bowie y… —Bajó la voz—. Y ese otro. El Chef. Creo que ese hombre está loco. Si no lo estaba cuando empezó la primavera pasada, lo está ahora.
Mira quién habla, amigo, pensó Big Jim.
—Todos estamos involucrados, pero somos tú y yo los que tenemos que confesar, Jim. Eso es lo que me dijo el Señor. Eso es lo que significaba la ceguera del muchacho; es el motivo por el que murió. Confesaremos y quemaremos ese granero de Satán que hay detrás de la iglesia. Entonces Dios nos dejará ir en paz.
—¿Sabes a dónde vas a ir, Lester? De cabeza a la cárcel estatal de Shawshank.
—Aceptaré el castigo que me imponga Dios. Y con mucho gusto.
—¿Y yo? ¿Y Andy Sanders? ¿Y los hermanos Bowie? ¡Y Roger Killian! ¡Creo que tiene nueve hijos a los que mantener! ¿Y si resulta que a nosotros no nos hace tanta gracia?
—No puedo hacer nada. —Lester empezó a golpearse en los hombros con la Biblia. Primero un lado y luego el otro. Big Jim sincronizó los movimientos de la pelota dorada de béisbol con los golpes del predicador. Plaf… y plas. Plaf… y plas. Plaf… y plas—. El tema de los hijos de Killian es muy triste, por supuesto, pero… Éxodo veinte, versículo cinco: «Porque yo soy Jehová, tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen». Tenemos que someternos a esto. Tenemos que extirpar este chancro por muy doloroso que sea; tenemos que hacer bien todo lo que hemos hecho mal. Eso significa confesión y purificación. Purificación mediante el fuego.
Big Jim alzó la mano libre en ese momento.
—Eh, eh, eh. Piensa en lo que estás diciendo. En tiempos normales, este pueblo depende de mí, y de ti, por supuesto, pero en época de crisis, nos necesita. —Se levantó y apartó la silla hacia atrás. Había tenido un día muy largo y horrible, estaba cansado, y ahora eso. Se enfadó.
—Hemos pecado —insistió Coggins con tozudez, sin dejar de golpearse con la Biblia. Como si creyera que el hecho de tratar el libro sagrado de Dios de aquel modo fuera lo más normal del mundo.
—Lo que hicimos, Les, fue evitar que miles de niños africanos murieran de hambre. Invertimos suficiente dinero para tratar sus horribles enfermedades. También te hemos construido una iglesia nueva y tienes la emisora de radio cristiana más poderosa del nordeste.
—¡Y nos hemos llenado los bolsillos, no lo olvides! —gritó Coggins. Esta vez se golpeó en toda la cara con el libro sagrado. Empezó a caerle un hilo de sangre de la nariz—. ¡Nos los hemos llenado con el asqueroso dinero de la droga! —Se golpeó de nuevo—. ¡Y la emisora de radio de Jesús está dirigida por un demente que prepara el veneno que los niños se inyectan en las venas!
—De hecho, creo que la mayoría se lo fuman.
—¿Te parece gracioso?
Big Jim rodeó el escritorio. Le palpitaban las sienes y se estaba poniendo rojo de ira. Sin embargo, lo intentó una vez más, habló con voz suave, como si estuviera dirigiéndose a un niño que había cogido una rabieta.
—Lester, el pueblo necesita mi autoridad. Y si te vas de la boca, no podré imponer mi autoridad. Aunque no es que todo el mundo vaya a creerte…
—¡Claro que me creerán! —gritó Coggins—. ¡Cuando vean ese taller del demonio que te he dejado montar detrás de mi iglesia, todo el mundo me creerá! Y Jim, ¿no lo comprendes?, cuando el pecado se haya revelado… cuando la llaga se haya extirpado… ¡Dios eliminará Su barrera! ¡La crisis acabará! ¡La gente no necesitará tu autoridad!
Fue entonces cuando James P. Rennie le espetó:
—¡Siempre la necesitará! —bramó, y le golpeó con el puño con el que sujetaba la bola.
Le abrió una brecha en la sien izquierda mientras Lester se volvía hacia él. Empezó a correrle un reguero de sangre por la cara. El ojo izquierdo refulgía entre tanta sangre. El reverendo se tambaleó con las manos en alto. Agitando la Biblia, cuyas páginas ondearon como una boca que no callaba. La sangre manchó la alfombra. El hombro izquierdo del jersey de Lester ya estaba empapado.
—No, esta no es la voluntad del Seño…
—Es mi voluntad, energúmeno impertinente. —Big Jim le propinó otro puñetazo, esta vez en la frente, justo en el centro. Rennie notó que el impacto subía hasta el hombro. Sin embargo, Lester se tambaleó agitando la Biblia. Parecía que intentaba hablar.
Big Jim bajó la bola a un lado. Le dolía el hombro. Un reguero de sangre estaba cayendo en la alfombra, y a pesar de todo ese hijo de fruta no se derrumbaba; dio unos cuantos pasos al frente, intentando hablar y escupiendo una fina lluvia escarlata.
Coggins chocó con la parte frontal del escritorio —manchó de sangre el papel secante inmaculado— y empezó a rodearlo. Big Jim intentó alzar la bola de nuevo, y no pudo.
Sabía que tanto lanzamiento de peso en el instituto me acabaría pasando factura, pensó.
Cambió la bola a la mano izquierda y lanzó un puñetazo de costado y hacia arriba. Impactó en la mandíbula de Lester, se la desencajó y tiñó de rojo la luz de la lámpara del techo. Unas cuantas gotas mancharon el cristal mate.
—¡Ddoh! —gritó Lester. Aún estaba intentando rodear el escritorio. Big Jim se refugió bajo la mesa.
—¿Papá?
Junior estaba en la puerta, boquiabierto.
—¡Ddoh! —exclamó Lester, que se volvió y se dirigió hacia la nueva voz. Sostenía la Biblia—. Ddoh… Ddoh… Dddiooos…
—¡No te quedes ahí parado, ayúdame! —le gritó Big Jim a su hijo.
Lester se dirigió hacia Junior tambaleándose, blandiendo la Biblia de un modo desaforado. Tenía el jersey empapado; los pantalones se habían teñido de un marrón fangoso; la cara había quedado oculta bajo un charco de sangre.
Junior se abalanzó sobre el reverendo. Cuando Lester estuvo a punto de desplomarse, Junior lo agarró y lo sostuvo en pie.
—Ya lo tengo, reverendo Coggins, ya lo tengo, no se preocupe.
Entonces Junior agarró a Lester del cuello, pegajoso por culpa de la sangre, y empezó a estrangularlo.
 14


Cinco interminables minutos después.
Big Jim estaba sentado en la silla de su despacho, despatarrado sin la corbata que se había puesto especialmente para la reunión, con la camisa desabrochada. Se estaba masajeando el pectoral izquierdo, bajo el cual el corazón seguía galopando desbocado, entre arritmias, pero sin llegar a mostrar síntomas claros de que fuera a sufrir un paro cardíaco.
Junior se marchó. Al principio Rennie pensó que iba a buscar a Randolph, lo que habría sido un error, pero se había quedado sin aliento y no podía llamar a su hijo, que regresó solo, con la lona de la parte posterior de la camioneta. Observó cómo Junior la extendía en el suelo, de un modo extraño, formal, como si lo hubiera hecho mil veces antes. Son todas esas películas para adultos que ven ahora, pensó Big Jim mientras frotaba esa carne flácida que en el pasado había sido tan firme y dura.
—Te… ayudaré —murmuró, a sabiendas de que no podía.
—Quédate ahí sentado y recupera el aliento. —Su hijo, de rodillas, le lanzó una mirada turbia e inescrutable. Tal vez también era una mirada de amor, y así lo esperaba Big Jim, pero estaba preñada de otros sentimientos.
¿«Ya te tengo»? ¿Era una mirada que le estaba diciendo «Ya te tengo»?
Junior envolvió a Lester con la lona, que crujió. El hijo de Big Jim observó el cadáver, lo envolvió un poco más, y lo tapó con uno de los extremos. La lona era verde. Rennie la había comprado en Burpee’s. De rebajas. Recordaba que Toby Manning le había dicho: «Se está llevando una ganga, señor Rennie».
—La Biblia —dijo Big Jim. Aún jadeaba, pero se sentía un poco mejor. El corazón, gracias a Dios, empezaba a recuperar su ritmo normal. ¿Quién iba a imaginar que la cuesta se volvería tan empinada a partir de los cincuenta? Pensó: Tengo que empezar a hacer ejercicio. Ponerme en forma de nuevo. Dios solo te da un cuerpo.
—Sí, claro, bien visto —murmuró Junior. Cogió la Biblia ensangrentada, la metió entre los muslos de Coggins y acabó de envolver el cuerpo.
—Ha irrumpido en mi despacho, hijo. Estaba loco.
—Claro. —Junior no parecía muy interesado en lo que le estaba diciendo su padre, su único objetivo era envolver bien el cuerpo… nada más.
—Era él o yo. Tendrás que… —Otro sobresalto en el pecho. Jim dio un grito ahogado, tosió y se golpeó en el pecho. El corazón volvió a recuperar el ritmo normal—. Tendrás que llevarlo a la iglesia. Cuando lo encuentren, hay un tipo… quizá… —Estaba pensando en el Chef, pero tal vez no era buena idea que el Chef pagara el pato. Bushey sabía cosas. Por supuesto, era probable que opusiera resistencia a su detención. En tal caso quizá no lo cogerían vivo.
—Se me ocurre un lugar mejor —dijo Junior, que parecía mantener la serenidad—. Y si se te ha pasado por la cabeza la idea de encasquetarle el muerto a otro, tengo una idea mejor.
—¿A quién?
—Al puto Dale Barbara.
—Sabes que no me gusta que uses ese vocabulario…
Lo miró por encima de la lona, con ojos refulgentes, y lo repitió.
—Al puto… Dale… Barbara.
—¿Cómo?
—Aún no lo sé. Pero más vale que limpies esa maldita pelota de oro si quieres conservarla. Y tira el papel secante.
Big Jim se puso en pie. Se sentía mejor.
—Estás ayudando a tu padre; eres un buen hijo, Junior.
—Si tú lo dices —contestó el chico. Ahora había un burrito gigante sobre la alfombra. Los pies sobresalían por uno de los extremos. Junior los tapó con la lona, pero esta no se quedaba en su sitio—. Voy a necesitar cinta adhesiva.
—Si no piensas llevarlo a la iglesia, entonces ¿adónde?
—Eso da igual —replicó Junior—. Es un lugar seguro. El reverendo se quedará allí hasta que averigüemos cómo meter a Barbara en todo esto.
—Antes de hacer nada, tenemos que ver qué pasa mañana.
Junior lo miró con una expresión de desdén que Big Jim nunca le había visto. Entonces se dio cuenta de que su hijo tenía mucho poder sobre él. Pero era imposible que su propio vástago…
—Tendremos que enterrar tu alfombra. Gracias a Dios ya no es esa moqueta de pared a pared que tenías antes aquí. Y la parte positiva es que casi toda la sangre ha caído en ella. —Entonces cogió el burrito gigante y lo arrastró por el pasillo. Al cabo de unos minutos Rennie oyó que se encendía el motor de la autocaravana.
Big Jim pensó en la bola de béisbol dorada. Debería librarme de ella, pensó, pero sabía que no lo haría. Era casi una reliquia de la familia.
Y, además, ¿qué daño podía causar? ¿Qué daño podía causarle si estaba limpia?
Cuando Junior regresó al cabo de una hora, la pelota de béisbol dorada volvía a relucir sobre su soporte de metacrilato.




IMPACTO DE MISIL INMINENTE


 1


«¡ATENCIÓN! ¡POLICÍA DE CHESTER’S MILL! ¡ESTA ZONA DEBE SER EVACUADA! ¡SI NOS OYE, DIRÍJASE HACIA NOSOTROS! ¡ESTA ZONA DEBE SER EVACUADA!».
Thurston Marshall y Carolyn Sturges se incorporaron en la cama, mientras escuchaban esa extraña voz estruendosa y se miraban uno al otro con los ojos abiertos como platos. Ambos daban clase en el Emerson College de Boston. Thurston era profesor numerario de Inglés (y director invitado del último número de Ploughshares), y Carolyn era profesora adjunta del mismo departamento. Hacía seis meses que eran amantes, y aún no habían perdido ni un ápice de la pasión de los primeros tiempos. Estaban en la pequeña cabaña que Thurston tenían en Chester Pond, que se encontraba entre Little Bitch Road y el arroyo Prestile. Habían ido a pasar un largo fin de semana para recrearse en el bello follaje otoñal, pero el único follaje en el que se habían recreado desde el viernes por la tarde era de tipo púbico. En la cabaña no había televisión porque Thurston Marshall la odiaba. Había una radio, pero no la habían encendido. Eran las ocho y media de la mañana del lunes 23 de octubre. Ninguno de los dos tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo hasta que una voz estruendosa los despertó de un susto.
«¡ATENCIÓN! ¡POLICÍA DE CHESTER’S MILL! ¡ESTA ZONA…!» —cerca. Cada vez más cerca.
—¡Thurston! ¡La hierba! ¿Dónde la has dejado?
—Tranquila —respondió él, pero el temblor de su voz dejaba entrever que era incapaz de seguir su propio consejo. Era un hombre espigado y con una melena canosa, que acostumbraba a recogerse en una cola. Ahora lo llevaba suelto y le llegaba casi a la altura de los hombros. Tenía sesenta años; Carolyn, veintitrés—. Las otras cabañas están vacías en esta época del año, seguro que pasan de largo y regresan a Little Bitch Road.
Carolyn le dio un golpe en el hombro.
—¡El coche está aparcado delante! ¡Lo verán!
Thurston puso cara de «Oh, mierda».
«… EVACUADA! ¡SI NOS OYE, DIRÍJASE HACIA NOSOTROS! ¡ESTA ZONA DEBE SER EVACUADA!». Ahora estaba muy cerca. Thurston oyó otras voces amplificadas, gente que usaba megáfono, policías que usaban megáfonos, pero esa voz estaba casi a su lado. «¡ESTA ZONA DEBE SER EVAC…!». Hubo un momento de silencio. Entonces: «¡EH, LOS DE LA CABAÑA! ¡SALGAN DE INMEDIATO! ¡AHORA!».
Oh, era una pesadilla.
—¿Dónde has dejado la hierba? —le preguntó ella de nuevo.
La hierba estaba en la otra habitación. En una bolsa que estaba medio vacía, junto a una bandeja con el queso y las tostaditas de la noche anterior. Si alguien entraba, sería la primera maldita cosa que vería.
«¡AQUÍ LA POLICÍA! ¡ESTO VA EN SERIO! ¡ESTA ZONA DEBE SER EVACUADA! ¡SI ESTÁN AHÍ DENTRO, SALGAN ANTES DE QUE ENTREMOS Y LOS SAQUEMOS A RASTRAS!».
Cerdos, pensó él. Son unos cerdos pueblerinos y unos paletos.
Thurston saltó de la cama y cruzó la habitación a la carrera, con el pelo ondeando y sus escuchimizadas nalgas tensas.
Su abuelo había construido la cabaña después de la Segunda Guerra Mundial, y constaba solo de dos habitaciones: un gran dormitorio que daba al estanque y la sala de estar/cocina. Un viejo generador Henske proporcionaba la electricidad, pero Thurston lo había apagado antes de que se fueran a la cama; el estruendo que causaba no era muy romántico. Las ascuas de la hoguera de la noche anterior, que en realidad no era necesaria pero sí muy romántica, aún centelleaban en la chimenea.
Quizá me equivoqué y guardé la hierba en mi maletín…

Por desgracia, no. La hierba estaba ahí, junto a los restos de Brie que habían devorado antes de empezar el maratón de folleteo de la noche anterior.
Se abalanzó sobre la bolsa y alguien llamó a la puerta. No, la golpeó.
—¡Un minuto! —gritó Thurston, loco de alegría. Carolyn estaba en la puerta del dormitorio, envuelta en una sábana, pero Thurston no se fijó en ella. En su cabeza, que aún sufría la paranoia residual de los excesos de la noche anterior, retumbaban pensamientos inconexos: la revocación de la plaza fija, la policía del pensamiento de 1984, la revocación de la plaza fija, la reacción indignada de sus tres hijos (de dos esposas anteriores) y, por supuesto, la revocación de la plaza fija—. Un minuto, un segundo, déjenme que me vista…
Pero la puerta se abrió de golpe y, en una clara infracción de nueve garantías constitucionales, dos jóvenes irrumpieron en la sala. Uno de ellos llevaba un megáfono. Ambos iban vestidos con vaqueros y camisa azul. La imagen de los tejanos casi resultaba reconfortante, pero entonces vio las insignias y las placas de las camisas.
Lo que nos faltaba, placas policiales, pensó Thurston, medio atontado aún.
Carolyn gritó.
—¡Salgan de aquí!
—Mira, Junes —dijo Frankie DeLesseps—. Es Cuando Guarri encontró a Zorri.
Thurston cogió la bolsa, la escondió detrás de la espalda y la tiró en el fregadero.
Junior observó el movimiento del miembro viril que provocó ese gesto.
—Es la picha más larga y delgada que he visto en mi vida —dijo. Tenía pinta de estar cansado, y no trataba de ocultarlo, solo había dormido dos horas, pero se sentía bien, de fábula. No quedaba ni rastro de su migraña.
El trabajo le sentaba muy bien.
—¡SALID! —gritó Carolyn.
Frankie replicó:
—Cierra el pico, cariño, y ponte algo. Tenemos que evacuar a toda la gente de esta parte del pueblo.
—¡Esto es propiedad privada! ¡SALID DE AQUÍ CAGANDO HOSTIAS!
Frankie no había dejado de sonreír, pero entonces paró. Pasó junto al hombre delgado y flacucho que se encontraba junto al fregadero (temblando junto al fregadero habría sido más preciso), agarró a Carolyn de los hombros y la zarandeó con fuerza.
—Ni se te ocurra echarme la bronca, cariño. Estoy intentando salvarte el culo. A ti y a tu nov…
—¡Quítame las manos de encima! ¡Irás a la cárcel por esto! ¡Mi padre es abogado! —Intentó darle un bofetón, pero Frankie, que no tenía un despertar muy bueno, le agarró la mano y se la dobló. No lo hizo muy fuerte pero Carolyn gritó y la sábana cayó al suelo.
—¡Joder! ¡Menudo par de melones! —dijo Junior a Thurston Marshall, que estaba boquiabierto—. ¿Y tú le aguantas el ritmo a esa tía, viejo?
—Vestíos de una vez —dijo Frankie—. No sé si sois idiotas, pero apostaría que sí porque aún estáis aquí. ¿Es que no sabéis…? —Se calló.
Miró a la mujer y al hombre. Ambos estaban igual de aterrados. Perplejos.
—¡Junior! —dijo.
—¿Qué?
—Aquí el abuelo y la de las tetazas no saben qué está pasando.
—No te atrevas a llamarme de ese…
Junior levantó las manos.
—Señora, vístase. Tienen que salir de aquí. Las Fuerzas Aéreas estadounidenses van a lanzar un misil de crucero contra esta parte del pueblo dentro de —se miró el reloj— un poco menos de cinco horas.
—¿ESTÁS LOCO? —gritó Carolyn.
Junior lanzó un suspiro y se dirigió hacia ella. Ahora entendía mejor en qué consistía ser policía. Era un gran trabajo, pero la gente podía ser tan estúpida…
—Si rebota, solo oirá un gran estruendo. Tal vez hará que se cague en las bragas, si llevara, pero no le hará ningún daño. Sin embargo, si la atraviesa, es probable que quede carbonizada, ya que será un misil muy grande y usted se encuentra a menos de tres kilómetros del lugar que dicen que va a ser el punto de impacto.
—¿Si rebota en qué, anormal? —preguntó Thurston. Ahora que la hierba estaba en el fregadero, usaba una mano para taparse las partes… o como mínimo para intentarlo; su máquina del amor era muy larga y delgada.
—La Cúpula —respondió Frankie—. Y no me gusta el vocabulario que está usando. —Dio un paso al frente y le asestó un puñetazo en el estómago al actual editor invitado de Ploughshares.
Thurston lanzó un grito ronco, se dobló, se tambaleó, logró mantener el equilibrio, pero acabó hincando las rodillas y vomitó una masa blanca que aún olía a Brie.
Carolyn se cogía la muñeca hinchada.
—Vais a ir a la cárcel por esto —amenazó a Junior con voz temblorosa—. Hace tiempo que Bush y Cheney han desaparecido. Ya no vivimos en los Estados Unidos de Corea del Norte.
—Lo sé —replicó Junior, haciendo alarde de una gran paciencia tratándose de un chico a quien no le importaría volver a estrangular a alguien; en su cerebro había un pequeño monstruo chalado y oscuro que creía que un estrangulamiento sería la mejor forma de empezar el día.
Pero no. No. Tenía que cumplir con su parte en la evacuación del pueblo. Había realizado el juramento del deber, fuera lo que cojones fuera.
—Lo sé —repitió—. Pero lo que vosotros dos no entendéis, pijos de mierda de Massachusetts, es que ya no estáis en los Estados Unidos de América, sino en el reino de Chester. Y si no os comportáis, acabaréis en las mazmorras de Chester. Os lo prometo. Sin llamada telefónica, sin abogado y sin juicio. Estamos intentando salvaros la vida. ¿Es que sois demasiado gilipollas para entenderlo?
Carolyn lo miraba asombrada. Thurston intentó ponerse en pie, pero no lo logró, de modo que fue gateando hasta ella. Frankie lo ayudó dándole una patada en el culo. Thurston gritó de sorpresa y dolor.
—Eso es por hacernos perder el tiempo —dijo Frankie—. Admiro tu gusto para las chicas, pero aún nos queda mucho por hacer.
Junior miró a la muchacha. Tenía una boca grande. Unos labios como Angelina. Seguro que era capaz de arrancar la capa de cromo del enganche de un remolque.
—Si no puede vestirse él solo, ayúdalo. Tenemos que echar un vistazo en otras cuatro cabañas, y cuando volvamos, más os vale estar en ese Volvo y de camino al pueblo.
—¡No entiendo nada de todo esto! —se quejó Carolyn.
—No me extraña —dijo Frankie, que cogió la bolsa de hierba del fregadero—. ¿No sabes que esto vuelve idiota?
La chica empezó a llorar.
—Tranquila —le dijo Frankie—. La voy a confiscar y ya verás como dentro de unos días empiezas a notar que eres más lista.
—No nos has leído los derechos —replicó ella, entre sollozos.
Junior se quedó asombrado. Entonces estalló en carcajadas.
—Tenéis derecho a piraros de aquí y a cerrar la puta boca, ¿vale? En esta situación son los únicos derechos que tenéis. ¿Lo entiendes?
Frankie estaba examinando la droga confiscada.
—Junior —dijo—, apenas hay semillas en esto. Es de primera calidad.
Thurston había llegado hasta Carolyn. Se puso en pie y se le escapó un pedo. Junior y Frankie se miraron. Intentaron contenerse, al fin y al cabo eran representantes de la ley, pero no pudieron. Se desternillaron de la risa al mismo tiempo.
—¡Charlie el Trombón ha vuelto al pueblo! —exclamó Frankie, que chocó la mano en alto con su compañero.
Thurston y Carolyn se quedaron en la puerta del dormitorio ocultando su desnudez mutua con un abrazo y sin quitar la vista de los intrusos burlones. De fondo, como las voces de una pesadilla, los megáfonos seguían anunciando que estaban evacuando la zona. Gran parte de las voces amplificadas se dirigían ahora hacia la Little Bitch Road.
—No quiero ver el coche cuando volvamos —dijo Junior—. De lo contrario os joderé vivos.
Se fueron. Carolyn se vistió y ayudó a Thurston, a quien le dolía demasiado el estómago para inclinarse y ponerse los zapatos. Cuando acabaron, ambos estaban llorando. En el coche, mientras seguían el camino que llevaba a la Little Bitch, Carolyn intentó hablar con su padre por el móvil. Solo había silencio.
En el cruce de la Little Bitch Road y la 119 había un coche de policía aparcado. Una agente corpulenta y pelirroja señalaba el arcén y les hizo un gesto para que circularan por él. En lugar de obedecerle, Carolyn paró el coche y bajó. Le enseñó su muñeca hinchada.
—¡Nos han agredido! ¡Dos tipos que se hacían pasar por policías! ¡Uno se llamaba Junior y el otro Frankie! Nos han…
—¡Moved el culo y largaos o seré yo quien os agreda! —dijo Georgia Roux—. No estoy de cachondeo, guapa.
Carolyn se la quedó mirando pasmada. El mundo se había convertido en un episodio de la Dimensión desconocida mientras ella dormía. Tenía que ser eso; ninguna otra explicación tenía el más mínimo sentido. Oiría la voz de Rod Serling de un momento a otro.
Se metió en el Volvo (que llevaba una pegatina en el parachoques descolorida pero aún legible: ¡OBAMA 2012! ¡SÍ, AÚN PODEMOS!) y pasó junto al coche de policía. Había otro policía sentado en el interior, mayor, comprobando una lista. Por un momento pensó en recurrir a él, pero luego cambió de opinión.
—Enciende la radio —dijo Carolyn—. Averigüemos si está ocurriendo algo de verdad.
Thurston la encendió, pero solo se oía a Elvis Presley y a los Jordanaires cantando «How Great Thou Art».
Carolyn la apagó, pensó en decir «La pesadilla es oficialmente real», pero no lo hizo. Lo único que quería era salir de ese pueblo de chalados cuanto antes.
 2


En el mapa, la carretera que llevaba a Chester Pond era un hilo fino con forma de gancho, apenas visible. Después de salir de la cabaña de Marshall, Junior y Frankie se sentaron un rato en el coche de Frankie para estudiar el plano.
—No puede haber nadie más aquí abajo —dijo Frankie—. En esta época del año no. ¿Qué te parece? ¿Volvemos al pueblo y que les den por saco? —Señaló la cabaña con el pulgar—. Ya se habrán pirado, y si no lo han hecho, a nadie le importará una mierda.
Junior meditó la respuesta un instante y negó con la cabeza. Habían realizado el juramento del deber. Además, no tenía mucha prisa en volver ya que su padre se pondría a darle la lata, preguntándole qué había hecho con el cuerpo del reverendo. Coggins estaba haciendo compañía a sus novias en la despensa de McCain, pero no era necesario que su padre lo supiera. Por lo menos hasta que al viejo se le ocurriera una forma de involucrar a Barbara en el asunto.
Y Junior creía que su padre hallaría alguna solución. Si había algo que se le daba bien a Big Jim, era joder a la gente.
Ahora ya ni tan siquiera importa que se entere de que he dejado la facultad, pensó Junior, porque sé algo peor de él. Mucho peor.
El hecho de haber abandonado los estudios no le parecía importante; era una minucia en comparación con lo que estaba sucediendo en Chester’s Mills. Aun así, debía tener cuidado. Junior no descartaba que su padre intentara joderlo si la situación lo requería.
—¿Junior? Tierra a Junior.
—Estoy aquí —dijo, levemente irritado.
—¿Volvemos al pueblo?
—Echemos un vistazo a las otras cabañas. Están a menos de medio kilómetro, y si regresamos al pueblo, Randolph nos mandará que hagamos otra cosa.
—No me importaría ir a comer algo.
—¿Dónde? ¿Al Sweetbriar? ¿Quieres matarratas con huevos revueltos cortesía de Dale Barbara?
—No se atrevería.
—¿Estás seguro?
—Vale, vale. —Frankie encendió el coche y dio marcha atrás. Las hojas de brillantes colores pendían inmóviles de los árboles, y el aire era sofocante. Parecía que estaban en julio, no en octubre—. A esos pijos de mierda de Massachusetts más les vale haberse ido cuando volvamos, porque si no tendré que presentarle a la tetona a mi vengador calvo.
—Me encantaría sujetarla —dijo Junior—. Yippee-ky-yi-yay, hijo de puta.
 3


Las primeras tres cabañas estaban claramente vacías; ni siquiera se molestaron en bajar del coche. El camino se había convertido en un par de surcos con un montículo cubierto de hierba en el centro. Los árboles que crecían a ambos lados cubrían el sendero, y algunas de las ramas más bajas casi rozaban el techo del coche.
—Creo que la última está después de esta curva —dijo Frankie—. La carretera acaba en esta mierda de embarc…
—¡Cuidado! —gritó Junior.
Tomaron una curva muy cerrada y se encontraron con dos niños, un niño y una niña, en mitad de la carretera. No hicieron ningún amago de apartarse. Estupefactos, con la mirada perdida. Si Frankie no hubiera tenido miedo de dejarse el tubo de escape en el montículo central del camino, si hubiera ido a toda velocidad, los habría atropellado. En lugar de eso, pisó el freno y el coche se detuvo a medio metro.
—Oh, Dios mío, casi los atropello —dijo—. Creo que me va a dar un infarto.
—Si a mi padre no le dio, a ti tampoco —respondió Junior.
—¿Eh?
—Da igual. —Junior bajó del coche. Los niños no se habían movido. La niña era más alta y mayor. Debía de tener nueve años y el niño, cinco. Tenían la cara pálida y sucia. La niña cogía de la mano al pequeño y miraba a Junior, pero el niño miraba al frente, como si estuviera viendo algo interesante en el faro del lado del conductor.
Junior vio la expresión de terror en el rostro de la niña y dobló una rodilla en el suelo, frente a ella.
—¿Estás bien, cielo?
Respondió el niño, sin apartar la mirada del faro.
—Quiero a mi madre. Y quiero el dezayuno.
Frankie se les acercó.
—¿Son de verdad? —Habló en un tono como si dijera «Estoy de broma pero no del todo». Alargó la mano y acarició el brazo de la niña.
La cría dio un respingo y lo miró.
—Mamá no ha vuelto —dijo en voz baja.
—¿Cómo te llamas, cielo? —preguntó Junior—. ¿Y quién es tu mamá?
—Me llamo Alice Rachel Appleton —respondió—. Y él es Aidan Patrick Appleton. Nuestra madre es Vera Appleton. Nuestro padre es Edward Appleton, pero mamá y él se divorciaron el año pasado y ahora él vive en Plano, Texas. Nosotros vivimos en Weston, Massachusetts, en el número dieciséis de Oak Way. Nuestro número de teléfono es… —Lo recitó con la inexpresiva precisión de un buzón de voz.
Junior pensó: Joder, más capullos de Massachusetts. Pero tenía sentido; ¿quién si no iba a quemar gasolina, con lo cara que estaba, solo para ver cómo caían las hojas de los putos árboles?
Frankie también se había arrodillado.
—Alice —dijo—, escúchame, cielo. ¿Dónde está tu madre?
—No lo sé. —Un reguero de lágrimas de goterones transparentes empezó a correr por las mejillas de la niña—. Vinimos a ver las hojas. También queríamos ir en kayak. Nos gustan los kayaks, ¿verdad, Aide?
—Tengo hambre —dijo Aidan con voz lastimera, y también rompió a llorar.
Cuando vio a los hermanos en ese estado a Junior también le entraron ganas de llorar. Sin embargo, se recordó a sí mismo que era policía. Los policías no lloraban, por lo menos cuando estaban de servicio. Le preguntó de nuevo a la niña dónde estaba su madre, pero fue el hermano quien contestó.
—Fue a comprar telitos.
—Quiere decir pastelitos —añadió Alice—. Pero también fue a comprar otras cosas. Porque el señor Killian no cuidó de la cabaña como debía. Mamá dijo que yo podía vigilar a Aidan porque ya soy mayor y que no tardaría en volver, que solo iba a Yoder’s. Solo me dijo que no dejara que Aide se acercara al estanque.
Junior empezaba a entender lo que había sucedido. Al parecer la mujer esperaba encontrar la cabaña llena de comida, con algunos alimentos básicos, como mínimo, pero de haber conocido bien a Roger Killian no habría confiado en él. Ese hombre era un estúpido de primera categoría, y había transmitido su exigua capacidad intelectual a toda su prole. Yoder’s era una tienda miserable que se encontraba pasado Tarker’s Mills, especializada en cerveza, licores de café y espaguetis en lata. En condiciones normales, era un trayecto de veinte minutos. Pero la mujer no había regresado y Junior sabía por qué.
—¿Se fue el sábado por la mañana? —preguntó—. Fue el sábado, ¿verdad?
—¡Quiero a mi mamá! —gritó Aidan—. ¡Y quiero mi dezayuno! ¡Me duele la barriga!
—Sí —respondió la chica—. El sábado por la mañana. Estábamos viendo dibujos animados, pero ahora no podemos ver nada porque no hay electricidad.
Junior y Frankie se miraron. Dos noches a solas en la oscuridad. La niña debía de tener nueve años; el niño, cinco. A Junior le horrorizaba pensar en ello.
—¿Habéis comido algo? —le preguntó Frankie a Alice Appleton—. Cielo, ¿habéis comido algo?
—Había una cebolla en el cajón de las verduras —susurró la niña—. Comimos una mitad cada uno. Con azúcar.
—Joder —exclamó Frankie, que añadió acto seguido—: No he dicho nada. No me habéis oído. Un momento. —Regresó al coche, abrió la puerta del acompañante Y empezó a hurgar en la guantera.
—¿A dónde ibais, Alice? —preguntó Junior.
—Al pueblo. A buscar a mamá y algo para comer. Queríamos ir caminando hasta las otras cabañas y luego atravesar el bosque. —Señaló vagamente hacia el norte—. Me pareció que sería más rápido.
Junior sonrió, pero por dentro se quedó helado. La niña no señalaba hacia Chester’s Mills, sino en dirección a TR-90. A una zona donde solo había vegetación y pozos negros. Y la Cúpula, claro. Lo más probable era que ambos hubieran muerto de hambre ahí fuera; Hansel y Gretel sin el final feliz.
Y estuvimos tan apunto de no subir hasta aquí. Joder.
Frankie volvió del coche. Traía una barrita Milky Way. Parecía antigua y estaba aplastada, pero tenía el envoltorio intacto. Al ver cómo los niños clavaron la mirada en la chocolatina, Junior pensó en los críos que se veían a veces en las noticias. Esa mirada en unas caras estadounidenses era irreal, horrible.
—Es lo único que he encontrado —dijo Frankie mientras arrancaba el envoltorio—. Ya os compraremos algo más en el pueblo.
Partió el Milky Way en dos y les dio un pedazo a cada niño. La chocolatina desapareció en cinco segundos. Cuando Aidan devoró su trozo, se metió los dedos en la boca para rechupetearlos. Las mejillas se hundían rítmicamente mientras rebañaba los últimos restos de chocolate.
Como un perro lamiendo la grasa de un palo, pensó Junior.
Se volvió hacia Frankie.
—No podemos esperar a regresar al pueblo. Pararemos en la cabaña donde estaban el viejo y la chica, y les daremos a estos niños todo lo que encontremos.
Frankie asintió y cogió a Aidan en brazos. Junior hizo lo propio con la hermana. Podía oler su sudor, su miedo. Le acariciaba el pelo, como si con ese gesto fuera a hacer desaparecer el mal olor.
—No os va a pasar nada —dijo—. Ni a ti ni a tu hermano. Nos os va a pasar nada. Estáis a salvo.
—¿Me lo prometes?
—Sí.
La niña lo abrazó por el cuello. Era una de las mejores sensaciones que había sentido en toda su vida.
 4


El lado oeste de Chester’s Mills era la zona menos poblada del pueblo, y a las nueve menos cuarto de la mañana había sido evacuado casi por completo. El único coche de policía que quedaba en la Little Bitch era la unidad Dos. Jackie Wettington iba al volante, y Linda Everett llevaba la escopeta. El jefe Perkins, un poli de pueblo de la vieja escuela, nunca habría enviado a patrullar a dos mujeres juntas, pero Perkins ya no estaba al mando y a las chicas les gustó la novedad. Los hombres, sobre todo los hombres policía y sus continuas bromitas, podían ser muy pesados.
—¿Estás lista para volver? —preguntó Jackie—. El Sweetbriar estará cerrado, pero si suplicamos tal vez nos den una taza de café.
Linda no contestó. Estaba pensando en el lugar en el que la Cúpula se cruzaba con la Little Bitch Road. Ir hasta allí había sido una experiencia inquietante, y no solo porque los guardias seguían de espaldas a la Cúpula y no se habían inmutado cuando ella les dio los buenos días mediante el megáfono del techo. Había sido inquietante porque ahora había una gran X roja pintada con spray en la Cúpula, suspendida en el aire como un holograma de ciencia ficción. Señalaba el punto de impacto previsto. Parecía imposible que un misil lanzado desde trescientos o cuatrocientos kilómetros de distancia pudiera impactar en un objetivo tan pequeño, pero Rusty le aseguró que era posible.
—¿Lin?
Linda regresó al aquí y al ahora.
—Sí, cuando quieras.
De pronto sonó la radio.
—Unidad Dos, unidad Dos, ¿me leéis? Cambio.
Linda cogió el micrófono.
—Base, aquí Dos. Te oímos, Stacey, pero la recepción no es muy buena, cambio.
—Todo el mundo dice lo mismo —contestó Stacey Moggin—. Es peor cerca de la Cúpula, pero mejora a medida que te acercas al pueblo. Aún estáis en la Little Bitch, ¿verdad? Cambio.
—Sí —respondió Linda—. Acabamos de echar un vistazo en casa de los Killian y los Boucher. Ambos se han ido. Si ese misil atraviesa la Cúpula, Roger Killian va a tener muchos pollos asados, cambio.
—Pues haremos un picnic. Pete quiere hablar contigo. El jefe Randolph, quiero decir, cambio.
Jackie aparcó el coche patrulla en el arcén. Hubo una pausa llena de interferencias y entonces habló Randolph, que no se molestaba en decir «cambio», nunca lo había hecho.
—¿Habéis ido a echar un vistazo a la iglesia, unidad Dos?
—¿A la del Santo Redentor? —preguntó Linda—. Cambio.
—Es la única que conozco por aquí, agente Everett. A menos que haya aparecido una mezquita hindú de un día para otro.
A Linda le parecía que no eran los hindúes los que oraban en las mezquitas, pero no creyó que fuera el momento adecuado para enmendarle la plana a nadie. Randolph estaba cansado y malhumorado.
—La iglesia del Santo Redentor no estaba en nuestro sector. Tenían que encargarse de ella un grupo de los policías nuevos. Thibodeau y Searles, creo. Cambio.
—Id a echar un vistazo —les ordenó Randolph, que parecía más irritado que nunca—. Nadie ha visto a Coggins, y un par de sus feligreses quieren besuquearse con él, o como se diga.
Jackie se puso un dedo en la sien y fingió que se pegaba un tiro. Linda, que quería regresar para ver cómo estaban sus hijos en casa de Marta Edmund, asintió.
—De acuerdo, jefe —dijo Linda—. Lo haremos. Cambio.
—Pasaos también por la casa del reverendo. —Hubo una pausa—. Y también por la emisora de radio; no ha parado de sonar, así que tiene que haber alguien.
—Lo haremos. —Iba a decir «cambio y corto», pero entonces se le ocurrió algo—. Jefe, ¿han dicho algo en la televisión? ¿Ha hecho alguna declaración el presidente? Cambio.
—No tengo tiempo para escuchar todo lo que dice ese bocazas. Buscad al reverendo y decidle que mueva el culo hasta aquí. Y vosotras haced lo mismo. Corto.
Linda dejó el micrófono en el soporte y miró a Jackie.
—¿Que movamos el culo hasta allí? —se preguntó Jackie—. ¿El culo?
—Él es un caraculo —añadió Linda.
Su comentario debía de ser gracioso, pero no causó efecto alguno. Por un instante se quedaron sentadas en el coche, en silencio. Entonces Jackie, en voz tan baja que apenas la oyó su compañera, dijo:
—Esto es terrible.
—¿Te refieres a que hayan puesto a Randolph en el lugar de Perkins?
—Eso y la contratación de los nuevos policías. —Hizo el gesto de comillas al pronunciar la última palabra—. Son un puñado de críos. ¿Sabes? Cuando estaba fichando, Henry Morrison me dijo que Randolph ha contratado a dos más esta mañana. Llegaron de la calle con Carter Thibodeau y Pete les hizo el contrato y listo, sin hacerles ninguna pregunta.
Linda sabía qué tipo de amistades frecuentaba Carter, ya fuera en el Dipper’s o en Gasolina & Alimentación Mills, donde utilizaban el garaje para poner a punto sus motos de empresa.
—¿Dos más? ¿Por qué?
—Pete le dijo a Henry que podríamos necesitarlos si la teoría del misil no funciona. «Para asegurarnos de que la situación no se nos va de las manos», dijo. Y ya sabes quién le metió esa idea en la cabeza.
Linda lo sabía de sobra.
—Por lo menos no van con pistola.
—Hay un par de ellos que sí. Y no son reglamentarias, sino personales. Mañana, si esto no acaba hoy, todos tendrán una. Y lo que ha hecho Pete esta mañana, dejarlos patrullar juntos en lugar de ponerlos con un policía de verdad… ¿Qué pasa con el período de entrenamiento? Veinticuatro horas, lo tomas o lo dejas. ¿Te has dado cuenta de que ahora esos críos nos superan en número?
Linda pensó en ello en silencio.
—Son las Juventudes Hitlerianas —dijo Jackie—. Eso es lo que pienso. Tal vez esté exagerando un poco, pero le pido a Dios que esto acabe hoy para que no tengamos que averiguarlo.
—No me imagino a Peter Randolph como Hitler.
—Yo tampoco. Lo veo más como un Hermann Goering. Es a Rennie a quien veo cuando pienso en Hitler. —Puso la marcha atrás, hizo un par de maniobras y tomaron el camino hacia la iglesia del Santo Cristo Redentor.
 5


La iglesia estaba abierta y vacía, y el generador, apagado. En la casa del párroco reinaba el silencio, pero el Chevrolet del reverendo Coggins estaba aparcado en el pequeño garaje. Linda echó un vistazo en el interior y vio dos pegatinas en el parachoques. La de la derecha decía: ¡SI HOY ES EL DÍA DEL ARREBATAMIENTO, QUE ALGUIEN AGARRE EL VOLANTE DE MI COCHE! La de la izquierda decía: MI OTRO COCHE TIENE DIEZ MARCHAS.
Linda llamó la atención a Jackie sobre la segunda.
—Tiene una bicicleta, lo he visto montado en ella. Pero no la veo en el garaje, así que tal vez la ha cogido para ir al pueblo y ahorrar gasolina.
—Tal vez —concedió Jackie—. Y tal vez deberíamos entrar a echar un vistazo en la casa para asegurarnos de que no ha resbalado en la ducha y se ha desnucado.
—¿Eso significa que quizá lo veamos desnudo?
—Nadie dijo que el trabajo de la policía fuera agradable —dijo Jackie—. Vamos.
La casa estaba cerrada, pero en ciudades en las que los residentes estacionales constituían una gran parte de la población, los policías eran expertos en entrar en las casas. Buscaron la llave en los sitios habituales. Jackie la encontró colgada de un gancho tras el postigo de una ventana de la cocina. La llave abrió la puerta trasera.
—¿Reverendo Coggins? —dijo Linda al asomar la cabeza—. Somos la policía, reverendo Coggins, ¿está en casa?
No hubo respuesta. Entraron. La planta baja estaba ordenada y limpia, pero Linda tuvo un extraño presentimiento. Se dijo a sí misma que solo se debía al hecho de estar en la casa de otra persona. En la casa de un hombre religioso, sin que nadie las hubiera invitado.
Jackie subió al piso superior.
—¿Reverendo Coggins? Somos la policía. Si está aquí, diga algo.
Linda se quedó al pie de la escalera, mirando hacia arriba. La casa le transmitía una sensación horrible. Eso la hizo pensar en Janelle temblando en pleno ataque; también había sido una sensación horrible. Una extraña certeza se apoderó de ella: si Janelle estuviera allí con ella, seguro que tendría otro de sus ataques. Sí, y empezaría a hablar de cosas extrañas. De Halloween y la Gran Calabaza, tal vez.
Era una escalera de lo más normal, pero no quería subir, solo quería que Jackie confirmara que la casa estaba vacía para que pudieran ir a la emisora de radio. Pero cuando su compañera le dijo que subiera, Linda lo hizo.
 6


Jackie estaba en el centro del dormitorio de Coggins. Había una sencilla cruz de madera en una pared y una placa en otra que decía HIS EYE IS ON THE SPARROW. La colcha estaba a los pies de la cama. Había rastros de sangre en la sábana.
—Y esto —dijo Jackie—. Ven aquí.
Linda obedeció a regañadientes. En el suelo de madera pulida, entre la cama y la pared, había un trozo de cuerda con nudos manchados de sangre.
—Parece que le dieron una paliza —dijo Jackie en tono grave—. Con fuerza suficiente como para dejarlo inconsciente. Luego lo tumbaron en la… —Miró a su compañera—. ¿No?
—Veo que no te criaste en un hogar religioso —dijo Linda.
—Claro que sí. Adorábamos a la Santa Trinidad: Papá Noel, el Conejo de Pascua y el Ratoncito Pérez. ¿Y tú?
—Me crié en un hogar baptista, simple y llanamente. Pero oía hablar de cosas como esta. Creo que Coggins se flagelaba.
—¡Puaj! Lo hacían para expiar los pecados, ¿no?
—Sí. Y creo que nunca ha pasado de moda del todo.
—Entonces todo esto tiene sentido. Más o menos. Ve al baño y echa un vistazo a la cisterna.
Linda ni se movió. La visión de la cuerda ya había sido lo bastante horrible, y la sensación que transmitía la casa —quizá demasiado vacía— era peor.
—Venga, no te va a morder, y me apuesto un dólar contra diez centavos a que has visto cosas peores.
Linda entró en el baño. Había dos revistas sobre la cisterna. Una era devota, El cenáculo. La otra se llamaba Coñitos orientales. Linda dudaba que esa se vendiera en muchas librerías religiosas.
—Bueno —dijo Jackie—. Empezamos a formarnos una idea, ¿no? Se sienta en la taza, estrangula al calvo…
—¿Estrangula al calvo? —Linda se rió a pesar de los nervios. O quizá debido a ellos.
—Así lo llamaba mi madre —dijo Jackie—. Bueno, la cuestión es que cuando acaba, se da unos cuantos azotes para expiar sus pecados y luego se va a la cama y tiene dulces sueños asiáticos. Hoy por la mañana se ha levantado fresco y libre de todo pecado, ha rezado y se ha ido al pueblo en su bicicleta. ¿Tiene sentido?
Tenía. Pero no explicaba la sensación horrible que le transmitía la casa.
—Vamos a echar un vistazo a la emisora de radio —dijo—. Luego volvemos al pueblo y nos tomamos un café. Invito yo.
—Vale —convino Jackie—. El mío solo, a ser posible en vena.
 7


El estudio de la WCIK, acristalado y con el techo bajo, también estaba cerrado, pero en los altavoces que había bajo los aleros del edificio sonaba «Good Night, Sweet Jesus», interpretada por el célebre cantante soul Perry Como. Tras el estudio se alzaba imponente la torre de transmisiones, coronada por la luz roja intermitente, apenas visible debido a la deslumbrante luz del sol matutino. Cerca de la torre había otro edificio, parecido a un granero. Linda dedujo que debía de albergar el generador de la emisora y el resto de suministros necesarios para seguir transmitiendo el milagro del amor de Dios hasta el oeste de Maine, el este de New Hampshire y, a buen seguro, los planetas interiores del sistema solar.
Jackie llamó a la puerta y luego la golpeó con fuerza.
—Creo que aquí dentro no hay nadie —dijo Linda… pero el lugar también le transmitía una sensación horrible. Y el aire tenía un olor raro, viciado y enrarecido. Le recordaba el olor de la cocina de su madre incluso después de que la airearan; su madre fumaba como un carretero y creía que lo único que valía la pena comer eran las cosas fritas en una sartén caliente y con abundante manteca.
Jackie sacudió la cabeza.
—Hemos oído a alguien, ¿verdad?
Linda no respondió, porque era cierto. Habían estado escuchando la emisora durante el trayecto desde la casa del pastor, y habían oído la suave voz de un locutor que anunciaba el siguiente disco como: «Otro mensaje del amor de Dios en forma de canción».
En esta ocasión, la búsqueda de la llave les llevó algo más de tiempo, pero Jackie la encontró en un sobre pegado bajo el buzón. En el interior había además un pedazo de papel en el que alguien había garabateado 1 6 9 3.
La llave era un duplicado, y estaba un poco pegajosa, pero tras unos forcejeos abrió la cerradura. En cuanto entraron, oyeron el pitido de la alarma. El teclado estaba en la pared. Cuando Jackie tecleó los números, el ruido cesó. Ahora solo se oía música. Perry Como había dado paso a un tema instrumental; Linda pensó que era sospechosamente parecido al solo de órgano de «In-A-Gadda-Da-Vida». Los altavoces del interior eran mil veces mejores que los de fuera, y la música sonaba más fuerte, como si estuvieran vivos.
¿La gente trabaja en este antro de mojigatería?, se preguntó Linda. ¿Contesta al teléfono? ¿Hace negocios? ¿Cómo pueden?
Ese lugar también tenía algo horrible. Linda estaba convencida de ello. Era algo más que escalofriante; se palpaba el peligro. Cuando vio que Jackie había quitado la correa de su pistola automática reglamentaria, Linda hizo lo mismo. Le gustaba notar el tacto de la culata. Tu vara y tu culata me infunden aliento, pensó.
—¿Hola? —dijo Jackie—. ¿Reverendo Coggins? ¿Hay alguien?
No hubo respuesta. El mostrador de recepción estaba vacío. A la izquierda había dos puertas cerradas. Enfrente, una ventana abarcaba un lado de la sala principal. Linda vio unas luces que parpadeaban en el interior. Supuso que era el estudio.
Jackie abrió con un pie las puertas cerradas, pero mantuvo una distancia más que prudencial. Tras una de ellas había un despacho. Detrás de la otra había una sala de reuniones equipada con un lujo sorprendente, dominada por un televisor gigante de pantalla plana. Estaba encendido, pero en silencio. Parecía que Anderson Cooper, casi a tamaño natural, estaba realizando uno de sus reportajes en Main Street de Castle’s Rock. Los edificios estaban cubiertos de banderas y lazos amarillos. Linda vio una pancarta en la ferretería que decía: LIBERADLOS, y sintió escalofríos por todo el cuerpo. En la parte inferior de la pantalla se podía leer: FUENTES DEL DEPARTAMENTO DE DEFENSA AFIRMAN QUE EL IMPACTO DEL MISIL ES INMINENTE.
—¿Por qué está encendido el televisor? —preguntó Jackie.
—Porque quienquiera que estuviera aquí, lo dejó así cuando…
Una voz atronadora la interrumpió.
«Esa ha sido la versión de Raymond Howell de “Christ My Lord and Leader”».
Las dos mujeres dieron un respingo.
«Y yo soy Norman Drake, y quiero recordaros tres hechos muy importantes: estáis escuchando Hora de los clásicos en la WCIK, Dios os ama, y envió a su Hijo para que muriera por vosotros en la cruz del calvario. Son las nueve y veinticinco de la mañana y, tal como nos gusta recordaros, la vida es breve. ¿Habéis entregado vuestro corazón al Señor? Volvemos en unos instantes».
Norman Drake dio paso a un demonio con pico de oro que vendía la Biblia en DVD, y lo mejor era que podías pagarla en mensualidades y devolverla si no quedabas tan contento como un niño con zapatos nuevos. Linda y Jackie se acercaron al cristal del estudio de emisiones y miraron dentro. No estaban ni Norman Drake ni el demonio del pico de oro, pero cuando se acabó el anuncio y regresó el locutor para anunciar la siguiente canción, una luz verde se volvió roja, y una roja se volvió verde. Cuando la música empezó a sonar, otra luz roja cambió al verde.
—¡Está todo automatizado! —exclamó Jackie—. ¡Todo el maldito sistema!
—Entonces, ¿por qué tenemos la sensación de que hay alguien aquí dentro? Y no me digas que a ti no te pasa.
Jackie no lo negó.
—Porque es raro. El locutor dice hasta la hora. ¡Cariño, este montaje debe de haber costado una fortuna! Esto sí que es el fantasma de la máquina… ¿Cuánto crees que durará?
—Seguramente hasta que se acabe el propano y el generador se pare.
Linda vio otra puerta cerrada y la abrió con el pie, como había hecho Jackie… Salvo que, a diferencia de su compañera, desenfundó la pistola y la mantuvo apuntando hacia abajo, sin quitarle el seguro.
Era un lavabo y estaba vacío. Sin embargo, en la pared había la imagen de un Jesús muy caucásico.
—No soy religiosa —dijo Jackie—, así que vas a tener que explicarme por qué quiere la gente que Jesús los observe mientras cagan.
Linda negó con la cabeza.
—Vámonos de aquí antes de que me dé algo —dijo—. Este lugar es la versión en radio del Mary Celeste.
Jackie miró alrededor, incómoda.
—Bueno, debo admitir que da miedo. —De pronto alzó la voz y soltó un grito—: ¡Eh! ¡Hola! ¿Hay alguien? ¡Última oportunidad! —Linda se sobresaltó y le entraron ganas de decirle a Jackie que no gritara de aquel modo. Porque podía oírla alguien y salir a su encuentro. O algo por el estilo.
Nada. Nadie.
Cuando salieron al exterior, Linda respiró hondo.
—Una vez, cuando era una adolescente, unos cuantos amigos y yo fuimos a Bar Harbor y paramos a comer junto a un acantilado con unas vistas espectaculares. Éramos seis. Era un día despejado y se veía hasta la costa de Irlanda. Cuando acabamos de comer, dije que quería hacer una fotografía. Mis amigos saltaban y hacían el tonto, por lo que yo tuve que ir retrocediendo, para intentar que salieran todos en la foto. De repente, una de las chicas, Arabella, mi mejor amiga por entonces, paró de jugar con otra chica y gritó «¡Quieta, Linda, quieta!». Me detuve y miré atrás. ¿Sabes qué vi?
Jackie negó con la cabeza.
—El océano Atlántico. Había retrocedido hasta el borde del precipicio, en la zona de picnic. Había un cartel de advertencia, pero ninguna valla ni barandilla. Un paso más y me habría caído. Y lo que sentí entonces es lo mismo que siento ahora.
—Lin, está vacío.
—No lo creo. Y me parece que tú tampoco.
—No voy a negar que es un lugar que da escalofríos, pero hemos mirado en todas las salas…
—En el estudio no. Además, la televisión estaba encendida y la música, demasiado alta. Y no creerás que la tienen a ese volumen habitualmente, ¿verdad?
—¿Cómo voy a saber lo que hacen esos santurrones? —preguntó Jackie—. Quizá estaban esperando el Apocalipo.
—Apocalipsis.
—Da igual. ¿Quieres que vayamos a echar un vistazo al granero?
—En absoluto —respondió Linda, lo que hizo reír a Jackie.
—Vale. Diremos que no hay ni rastro del reverendo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Pues volvamos al pueblo. A tomar un café.
Antes de sentarse en el asiento del copiloto, Linda lanzó una última mirada al edificio del estudio, que se alzaba envuelto en la dicha musical que representaba al americano medio. No se oía nada más; se dio cuenta de que no se oía cantar ni a un pájaro, y se preguntó si se habían muerto todos al chocar contra la Cúpula. Pero eso no era posible. ¿Verdad?
Jackie señaló el micrófono.
—¿Quieres que dé un último aviso por los altavoces? Si hay alguien escondido ahí dentro, debería regresar de inmediato al pueblo. Se me acaba de ocurrir que tal vez tenían miedo de nosotras.
—Lo que quiero es que dejes de tocar las narices y que nos vayamos de aquí.
Jackie no replicó. Dio marcha atrás por el sendero que llevaba a la Little Bitch Road y emprendieron el camino de vuelta a Chester’s Mills.
 8


El tiempo pasaba. La música religiosa seguía sonando. Norman Drake regresó y anunció que eran las 9.34, hora de la costa Este, y que Dios los quería a todos. Posteriormente llegó un anuncio de Coches de Ocasión Jim Rennie, realizado por el propio segundo concejal: «¡Han llegado nuestras rebajas especiales de otoño, y tenemos coches para dar y tomar!», dijo Big Jim con voz falsamente compungida. «¡Tenemos Fords, Chevies y Plymouths! ¡Tenemos coches difíciles de encontrar como el Dodge Ram, y otros aún más difíciles de encontrar como el Mustang! ¡Amigos, estoy no junto a uno, ni dos, sino junto a tres Mustangs que están como nuevos, uno de ellos es el famoso descapotable V6, y cada uno cuenta con la famosa Garantía Cristiana de Jim Rennie! Revisamos todos los coches que vendemos, financiamos la compra, y lo hacemos todo a precios muy, muy bajos. ¡Y ahora mismo —lanzó una risa más compungida que antes— tenemos que quitárnoslos TODOS de encima! ¡Así que venga! ¡La cafetera siempre está encendida, vecino, y, recuerda, con Big Jim, todos a mil!».
Una puerta que ninguna de las dos mujeres había visto se abrió en la parte posterior del estudio. En el interior había más luces, toda una galaxia. La habitación era poco más que un cuchitril lleno de cables, interruptores, routers y cajas de fusibles. Parecía que no había espacio para un hombre. Pero el Chef estaba más que delgado, estaba escuálido. Sus ojos eran apenas destellos hundidos en el cráneo. Tenía la piel pálida y llena de manchas. Tenía los labios doblados hacia dentro, sobre unas encías que habían perdido casi todos los dientes. Llevaba una camisa y unos pantalones andrajosos, y sus caderas eran dos alas descarnadas; los días en los que el Chef usaba ropa interior no eran más que un lejano recuerdo. Es dudoso que Sammy Bushey hubiera reconocido a su marido desaparecido. Tenía un bocadillo de mantequilla de cacahuete y gelatina en una mano (ahora solo podía comer cosas blandas) y una Glock 9 en la otra.
Se acercó a la ventana que daba al aparcamiento pensando en que saldría corriendo y mataría a las intrusas si seguían allí; le había faltado poco para hacerlo cuando estaban dentro. Pero le entró el miedo. No se podía matar a los demonios. Cuando sus cuerpos humanos morían, se apoderaban de otro. Cuando se encontraban en el momento de tránsito entre un cuerpo y otro, los demonios parecían mirlos. El Chef los había visto en unos sueños muy vívidos que tenía en las ocasiones, cada vez más raras, en que lograba dormir.
Pero se habían ido. Su atman había sido demasiado fuerte para ellas.
Rennie le había dicho que tenía que encerrarse detrás, y el Chef Bushey le había hecho caso, pero tal vez tendría que encender de nuevo algunos de los fogones, porque la semana anterior habían hecho un gran envío a Boston y se había quedado casi sin producto. Necesitaba humo. Era de lo que se alimentaba su atman esos días.
Sin embargo, de momento ya había tenido suficiente. Había renunciado al blues, que tan importante había sido para él en sus días como Phil Bushey —B.B. King, Koko y Hound Dog Taylor, Muddy y Howlin’ Wolf, incluso el inmortal Little Walter—, y había renunciado al sexo; incluso había renunciado a hacer trabajar sus intestinos, estaba estreñido desde julio. Pero no importaba. Lo que humillaba al cuerpo alimentaba al atman.
Echó un vistazo al aparcamiento y a la carretera una vez más para asegurarse de que los demonios ya no rondaban por allí, luego se guardó la automática en el cinturón, en el hueco de la espalda, y se dirigió hacia el almacén, que en los últimos tiempos se había convertido, más bien, en una fábrica. Una fábrica que estaba cerrada, pero él podía solucionar eso, y lo haría en caso de que fuera necesario.
El Chef fue a buscar su pipa.
 9


Rusty Everett estaba de pie mirando el pequeño cobertizo que había detrás del hospital. Usaba una linterna porque Ginny Tomlinson (ahora jefa administrativa de los servicios médicos de Chester’s Mills, a pesar de que era una locura) y él habían decidido cortar la electricidad de todas las secciones que no la necesitaban imperiosamente. A la izquierda, en su propio cobertizo, oía el rugido del gran generador alimentándose del enorme depósito de propano.
«La mayoría de las bombonas han desaparecido», había dicho Twitch, y vaya si era así. «Según la tarjeta de la puerta, debería haber siete, pero solo hay dos». Twitch se equivocaba en eso. Solo quedaba una. Rusty enfocó con la linterna la inscripción CR HOSP que había en el costado de la bombona, bajo el logotipo de Dead River, la compañía de suministro.
—Te lo dije —soltó Twitch desde detrás, lo que hizo que Rusty diera un respingo.
—Te equivocaste. Solo hay una.
—¡Anda ya! —Twitch entró en el cobertizo. Echó un vistazo en el interior mientras Rusty iluminaba las cajas de suministros que había alrededor de la zona central, vacía casi por completo—. Pues es verdad.
—Sí.
—Intrépido líder, alguien nos está robando el propano.
Rusty no se lo podía creer, pero no encontró otra explicación.
Twitch se puso en cuclillas.
—Mira aquí.
Rusty se arrodilló. La extensión de un kilómetro cuadrado que había detrás del hospital se había asfaltado ese mismo verano, y puesto que el frío aún no había podido agrietarla, era una superficie suave y lisa. De modo que resultaba fácil ver las huellas de neumáticos que había frente a las puertas correderas del cobertizo.
—Parecen las marcas de un volquete —observó Twitch.
—O de cualquier camión grande.
—Da igual, la cuestión es que hay que ir a echar un vistazo al almacén que hay detrás del ayuntamiento. Twitch no confía en Gran Jefe Rennie. Él mala persona.
—¿Por qué iba a robarnos el propano? Los concejales tienen de sobra para ellos.
Se dirigieron hacia la puerta que conducía a la lavandería del hospital, también cerrada, por lo menos de forma temporal. Había un banco junto a la puerta. Un cartel pegado en los ladrillos decía A PARTIR DEL 1 DE ENERO ESTÁ PROHIBIDO FUMAR AQUÍ. ¡DÉJALO AHORA Y EVITA LAS PRISAS!
Twitch sacó su paquete de Marlboro y se lo ofreció a Rusty; éste lo rechazó con un gesto de la mano pero enseguida lo reconsideró y cogió un cigarrillo. Twitch los encendió.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—¿Cómo sé qué?
—Que tienen de sobra para ellos. ¿Lo has comprobado?
—No —admitió Rusty—. Pero en caso de que quisieran robar, ¿por qué a nosotros? No es solo que robar algo del hospital local se considere un gesto de mala educación por parte de la gente más adinerada, sino que la oficina de correos está casi al lado. Allí también debe de haber.
—Tal vez Rennie y sus amigos ya han robado el propano de correos. Además, ¿cuánto debía de haber? ¿Una bombona? ¿Dos? Una minucia.
—No entiendo para qué lo necesitan. No tiene sentido.
—Nada de lo que está sucediendo lo tiene —dijo Twitch, que lanzó un bostezo tan grande que Rusty oyó cómo le crujían las mandíbulas.
—Deduzco que ya has acabado la ronda. —Rusty tuvo un instante para meditar sobre el matiz surrealista de la pregunta. Desde la muerte de Haskell, Rusty se había convertido en el médico jefe, y Twitch, que hasta hacía tres días era enfermero, ocupaba entonces el cargo de Rusty: médico asistente.
—Sí. —Twitch lanzó un suspiro—. El señor Carty no llegará a mañana.
Rusty pensaba lo mismo acerca de Ed Carty, que sufría un cáncer de estómago terminal y aún aguantaba.
—¿Comatoso?
—Así es, senséi.
Twitch podía contar los demás pacientes con los dedos de una mano, lo cual, tal como sabía Rusty, era una suerte. Quizá hasta podría haberse sentido afortunado, si no hubiera estado tan cansado y preocupado.
—Diría que George Werner está estable.
Werner, residente en Eastchester, de sesenta años y obeso, había sufrido un infarto de miocardio el día de la Cúpula. Sin embargo, Rusty creía que sobreviviría… esta vez.
—En cuanto a Emily Whitehouse… —Twitch se encogió de hombros—. No tiene buena pinta, senséi.
Emmy Whitehouse, de cuarenta años y que no tenía ni cien gramos de sobrepeso, había sufrido un infarto una hora después del accidente de Rory Dinsmore. Su caso era mucho peor que el de George Werner porque la mujer era una fanática del ejercicio y padecía lo que el doctor Haskell llamaba un «colapso de gimnasio».
—La chica de los Freeman está mejorando, Jimmy Sirois se mantiene estable y Nora Coveland está bien. Le daremos el alta después de comer. En general, la situación no está muy mal.
—No —dijo Rusty—, pero empeorará. Te lo aseguro. Y… si sufrieras una herida muy grave en la cabeza, ¿querrías que te operara yo?
—Pues no —respondió Twitch—. No he perdido la esperanza de que aparezca en cualquier momento Gregory House.
Rusty apagó el cigarrillo en la lata y miró hacia el cobertizo del propano, que estaba casi vacío. Quizá debería ir a echar un vistazo al almacén que había detrás del ayuntamiento. ¿Qué daño puede causarle?
En esta ocasión fue él quien bostezó.
—¿Cuánto tiempo aguantarás? —preguntó Twitch, con voz seria—. Solo lo pregunto porque en este momento eres el único médico del pueblo.
—Tanto como sea necesario. Lo que me preocupa es estar tan cansado que la pifie. Y también tener que enfrentarme a algo que esté más allá de mis habilidades. —Pensó en Rory Dinsmore… Y en Jimmy Sirois. Pensar en Jimmy era peor, porque con Rory ya no se podía cometer errores médicos. Sin embargo, con Jimmy…
Rusty se vio a sí mismo de nuevo en el quirófano, escuchando el leve pitido de los aparatos de monitorización. Se vio a sí mismo mirando la pierna pálida y desnuda de Jimmy, con una línea negra dibujada en el lugar por el que iban a realizar la incisión. Pensó en Dougie Twitchell poniendo a prueba sus conocimientos de anestesiólogo. Sintió cómo Ginny Tomlinson le ponía un escalpelo en la mano enfundada en el guante de látex y luego lo miraba por encima de su mascarilla, con sus serenos ojos azules.
Dios no quiera que tenga que enfrentarme a eso, pensó.
Twitch le puso una mano en el brazo.
—Tranquilo —le dijo—. No pienses más allá del día de hoy.
—Y un cuerno, no pienso más allá de una hora —dijo Rusty, que se puso en pie—. Tengo que ir al centro de salud, a ver qué pasa. Gracias a Dios que esto no ha ocurrido en verano; tendríamos tres mil turistas y setecientos niños de campamento a nuestro cargo.
—¿Quieres que te acompañe?
Rusty negó con la cabeza.
—Ve a echar una mirada a Ed Carty. A ver si aún sigue en el reino de los vivos.
Rusty echó un último vistazo al cobertizo donde almacenaban el propano, dobló la esquina del edificio y avanzó en diagonal hacia el centro de salud, en el extremo más alejado de Catherine Russell Drive.
 10


Ginny estaba en el hospital, por supuesto; iba a pesar por última vez al bebé de la señora Cloveland antes de enviarlos a casa. La recepcionista de guardia era Gina Buffalino, una chica de diecisiete años que tenía exactamente seis semanas de experiencia médica. Como voluntaria. Cuando vio entrar a Rusty lo miró como un ciervo que se queda paralizado ante los faros de un coche, lo que provocó que al médico se le cayera el alma a los pies, pero la sala de espera estaba vacía, lo cual era una buena noticia. Muy buena.
—¿Alguna llamada? —preguntó Rusty.
—Una. De la señora Venziano, de Black Ridge Road. A su bebé se le había quedado atascada la cabeza entre los barrotes del parque. Quería que le enviáramos una ambulancia. Le… Le dije que le untara la cabeza al bebé con aceite de oliva y que intentara sacarlo. Funcionó.
Rusty sonrió. Tal vez aún había esperanzas con esa chica. Gina le devolvió la sonrisa, aliviada.
—Por lo menos esto está vacío —dijo Rusty—. Lo cual está muy bien.
—No exactamente. La señora Grinnell está aquí… ¿Andrea? La he puesto en el consultorio tres. —Gina titubeó—. Parecía bastante alterada.
La moral de Rusty, que había subido un poco, volvió a quedar por los suelos. Andrea Grinnell. Y alterada. Eso significaba que quería que le aumentara la dosis de OxyContin. Algo que él, apelando a su conciencia, no podía hacer, aunque Andy Sanders tuviera suficientes existencias en el Drugstore.
—Bueno. —Se dirigió hacia el consultorio tres, pero antes de llegar se detuvo y se volvió—. No has intentado localizarme.
Gina se sonrojó.
—Es que ella me dijo explícitamente que no lo hiciera.
Esa respuesta confundió a Rusty, pero solo un instante. Quizá Andrea tenía un problema con las pastillas, pero no era tonta. Sabía que si Rusty estaba en el hospital era probable que estuviera con Twitch. Y Dougie Twitchell resultaba ser su hermano menor, al que, a pesar de tener treinta y nueve años, había que proteger de todas las cosas malas de la vida.
Rusty se quedó junto a la puerta, en la que había un 3 negro pegado, intentando prepararse para la que le iba a caer encima. Iba a ser difícil. Andrea no era uno de esos borrachos desafiantes, a los que Rusty estaba acostumbrado, que afirmaban que el alcohol no formaba parte de sus problemas; tampoco era uno de esos adictos al cristal que habían ido apareciendo con una frecuencia cada vez mayor por el hospital durante el último año. Resultaba más difícil establecer con exactitud la responsabilidad de Andrea en su problema, lo cual complicaba el tratamiento. Sin duda, había sufrido grandes dolores desde su caída. Y el OxyContin era lo mejor para ella, ya que le permitía soportar el dolor para poder dormir e iniciar la terapia. Ella no tenía la culpa de que el medicamento que le permitía hacer esas cosas era el que los médicos llamaban a veces la «heroína de los paletos».
Abrió la puerta y entró, mientras ensayaba su negativa. Amable pero firme, se dijo a sí mismo. Amable pero firme.
Andrea estaba sentada en la silla de la esquina, bajo el póster del colesterol, con las rodillas juntas y la cabeza gacha, sin apartar la vista del monedero que tenía en el regazo. Era una mujer grande que en ese momento parecía pequeña. Como si se hubiera reducido de tamaño. Cuando alzó la cabeza para mirarlo y Rusty vio lo demacrada que tenía la cara —las arrugas que le enmarcaban la boca, las ojeras casi negras—, cambió de opinión y decidió escribir la receta en uno de los cuadernos rosa del doctor Haskell. Cuando acabara la crisis de la Cúpula quizá intentaría apuntarla a un programa de desintoxicación; amenazarla con explicárselo a su hermano, si era necesario. Ahora, sin embargo, iba a darle lo que necesitaba. Porque en raras ocasiones había visto la necesidad reflejada en el rostro de alguien de un modo tan crudo.
—Eric… Rusty… Tengo problemas.
—Lo sé. Ya lo veo. Te haré una…
—¡No! —Lo miró con una expresión cercana al horror—. ¡Ni aunque te lo suplique! ¡Soy una drogadicta y tengo que desengancharme! ¡Soy una yonqui! —La cara se le surcó de arrugas. Intentó tensar los músculos para borrarlas, pero no pudo, de modo que al final se la tapó con las manos. Unos sollozos desgarradores se colaron entre los dedos.
Rusty se le acercó, hincó una rodilla en el suelo y le puso un brazo alrededor de los hombros.
—Andrea, está muy bien que quieras dejarlo, es una decisión excelente, pero tal vez este no sea el mejor momento…
Lo miró con los ojos rojos y anegados en lágrimas.
—Tienes razón en eso, es el peor momento, ¡pero tiene que ser ahora! Y no se lo digas a Dougie ni a Rose. ¿Puedes ayudarme? ¿Crees que es posible? Porque no he podido lograrlo por mí sola. ¡Esas malditas pastillas de color rosa! Las pongo en el armario de los medicamentos y me digo «Basta por hoy», ¡y al cabo de una hora las estoy tomando de nuevo! Nunca había estado así, en toda mi vida.
Bajó la voz como si fuera a revelarle un gran secreto.
—Creo que el problema ya no es de mi espalda, creo que mi cerebro le está diciendo a mi espalda que tiene que causarme dolor para que yo siga tomando esas malditas pastillas.
—¿Por qué ahora, Andrea?
Ella se limitó a menear la cabeza.
—¿Puedes ayudarme o no?
—Sí, pero si piensas dejarlo de golpe, no lo hagas. Por un motivo, porque es probable que… —Por un instante vio a Jannie temblando en la cama, hablando sobre la Gran Calabaza—. Es probable que tengas ataques.
Ella no lo oyó o hizo caso omiso de sus palabras.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Para superar la parte física? Dos semanas. Tal vez tres. —Y eso si todo va rápido, pensó, pero no lo dijo.
Ella lo agarró del brazo. Tenía la mano muy fría.
—Es demasiado lento.
Un incómodo pensamiento empezó a tomar forma en la cabeza de Rusty. A lo mejor no era más que un ataque de paranoia causado por el estrés, pero aun así resultaba bastante convincente.
—Andrea, ¿te está chantajeando alguien?
—¿Bromeas? Todo el mundo sabe que tomo esas pastillas. Vivimos en un pueblo muy pequeño. —Algo que, en opinión de Rusty, no respondía a la pregunta—. ¿Cuál sería la duración mínima?
—Con inyecciones de B12, más tiamina y vitaminas, tal vez podría reducirse a diez días. Pero quedarías en un estado lamentable. No podrías dormir demasiado y tendrías el síndrome de la pierna inquieta. Pero, créeme, la inquietud no te afectaría únicamente a la pierna, sino al cuerpo entero. Y alguien tendría que suministrarte la dosis, cada vez menor, alguien que se haría cargo de las pastillas y no te las daría cuando se lo pidieras. Porque lo harás.
—¿Diez días? —Parecía esperanzada—. Y para entonces esto habrá acabado, ¿verdad? Todo esto de la Cúpula.
—Quizá esta tarde. Es lo que todos esperamos.
—Diez días —dijo ella.
—Diez días.
Y, pensó Rusty, durante el resto de tu vida seguirás queriendo esas malditas pastillas. Pero tampoco lo dijo en voz alta.
 11


En el Sweetbriar Rose había muchísimo trabajo para ser un lunes por la mañana… aunque, claro, en la historia del pueblo nunca había habido una mañana de lunes como esa. Aun así, los clientes se fueron de buena gana cuando Rose anunció que la parrilla estaba apagada y que no la encenderían hasta las cinco de la tarde.
—¡Y tal vez entonces ya podréis ir a Moxie’s, a Castle Rock, a comer allí! —sentenció, lo que provocó un aplauso espontáneo, aunque Moxie’s tenía fama de ser un antro grasiento.
—¿No hay comida? —preguntó Ernie Calvert.
Rose miró a Barbie, que alzó las manos a la altura de los hombros. A mí no me preguntes.
—Bocadillos —respondió Rose—. Hasta que se acaben.
Una respuesta que provocó aún más aplausos. La gente parecía sorprendentemente optimista esa mañana; había habido risas y bromas. Quizá la señal más clara de la mejora de la salud mental del pueblo se encontraba en la parte posterior del restaurante, donde la mesa del chismorreo volvía a estar en funcionamiento.
La televisión que había sobre la barra —sintonizada en ese momento con la CNN— tenía gran parte de la culpa. Los bustos parlantes solo podían ofrecer rumores, pero la mayoría eran esperanzadores. Varios de los científicos a los que habían entrevistado afirmaban que el misil de crucero tenía muchas posibilidades de atravesar la Cúpula y poner fin a la crisis. Uno de ellos calculaba que las probabilidades de éxito eran «superiores al ochenta por ciento». Aunque, claro, él trabaja en el MIT de Cambridge, pensó Barbie. Puede permitirse el lujo de ser optimista.
Entonces, mientras limpiaba la parrilla, alguien llamó a la puerta. Barbie se volvió y vio a Julia Shumway, flanqueada por tres chicos. Parecía una profesora de instituto que había salido de excursión con la clase. Barbie se dirigió hacia la puerta mientras se secaba las manos en el delantal.
—Si dejamos que entren todos los que quieren comer, nos quedaremos sin comida en menos que canta un gallo —espetó Anson, irritado, mientras limpiaba las mesas. Rose había ido al Food City a intentar comprar más carne.
—No creo que quieran comer —replicó Barbie, que tenía razón.
—Buenos días, coronel Barbara —dijo Julia con su sonrisita de Mona Lisa—. Me entran ganas de llamarte comandante Barbara. Como la…
—La obra de teatro, lo sé. —Barbie había escuchado esa broma unas cuantas veces. Unas diez mil—. ¿Es tu pelotón de soldados?
Uno de los chicos era muy alto y muy delgado, con una mata de pelo castaño; el otro era un muchacho que llevaba pantalones cortos muy anchos y una camiseta descolorida de 50 Cent; la tercera era una chica guapa con un relámpago en una mejilla. Era una calcomanía, no un tatuaje, le daba un aire de cierto desparpajo. Barbie se dio cuenta de que si le decía que parecía la versión de instituto de Joan Jett, la chica no sabría a quién se refería.
—Norrie Calvert —dijo Julia, poniendo una mano en el hombro a la riot grrrl—. Benny Drake. Y este tallo espigado de aquí es Joseph McClatchey. La manifestación de protesta de ayer fue idea suya.
—Pero yo no quería que nadie resultara herido —se apresuró a decir Joe.
—Tú no tuviste la culpa de que algunas personas acabaran en el hospital —dijo Barbie—. Así que no te preocupes por eso.
—¿Es usted el gran lunático? —preguntó Benny, mientras lo miraba.
Barbie se rió.
—No —respondió—. Ni tan siquiera intentaré serlo, a menos que me vea obligado a ello.
—Pero conoce a los soldados que hay ahí fuera, ¿verdad? —preguntó Norrie.
—Bueno, no personalmente. Ellos son marines y yo serví en el ejército.
—Aún perteneces al ejército, según el coronel Cox —dijo Julia, que lucía su impasible sonrisita pero cuyos ojos centelleaban con emoción—. ¿Podemos hablar contigo? El joven señor McClatchey ha tenido una idea, y creo que es genial. Si funciona.
—Funcionará —afirmó Joe—. En cuestiones de informática, soy el put… soy el gran lunático.
—Pasad a mi despacho —dijo Barbie, que los acompañó a la barra.
 12


Era un plan genial, sin duda, pero ya eran las diez y media, y si iban a lanzar el misil, debían apresurarse. Se volvió hacia Julia.
—¿Tienes el móv…?
Julia se lo puso en la palma de la mano antes de que Barbie acabara la pregunta.
—El número de Cox está en la agenda.
—Muy bien. Ahora solo me falta saber cómo se accede a la agenda.
Joe cogió el teléfono.
—¿De dónde has salido, de la Edad Media?
—¡Sí! —respondió Barbie—. Cuando había caballeros audaces y las damiselas no llevaban ropa interior.
Norrie soltó una carcajada, levantó su pequeño puño y Barbie chocó el suyo.
Joe apretó unos cuantos botones del minúsculo teclado. Escuchó y le pasó el teléfono a Barbie.
Cox debía de estar esperando sentado con una mano sobre el teléfono, porque ya había respondido cuando Barbie se puso el móvil de Julia al oído.
—¿Qué tal va, coronel? —preguntó Cox.
—En general, bien.
—No está mal.
Eso es fácil decirlo, pensó Barbie.
—Imagino que la situación seguirá bien hasta que el misil rebote en la Cúpula o la atraviese y cause grandes daños en los bosques y granjas que hay de nuestro lado. Algo que sería muy bien recibido por los habitantes de Chester’s Mills. ¿Qué dicen sus muchachos?
—No mucho. Nadie se atreve a hacer predicciones.
—Pues no es eso lo que hemos oído en la televisión.
—No tengo tiempo para estar al tanto de lo que dicen los periodistas. —Barbie notó un dejo de desdén—. Tenemos esperanzas. Esperemos que no nos salga el tiro por la culata. Perdón por el juego de palabras.
Julia no paraba de abrir y cerrar las manos para que Barbie fuera al grano.
—Coronel Cox, estoy sentado aquí con cuatro amigos. Uno de ellos es un joven que se llama Joe McClatchey y que ha tenido una idea bastante buena. Le voy a pasar el teléfono ahora mismo…
Joe negó con la cabeza con tanta fuerza que se le alborotó el pelo, pero Barbie no le hizo caso.
—… para que se la explique.
Y le dio el móvil a Joe.
—Habla —le dijo.
—Pero…
—No discutas con el gran lunático, hijo. Habla.
Así lo hizo Joe, al principio tímidamente, con muchos «ah», «hum» y «ya sabe», pero a medida que se fue sintiendo más seguro, se expresó con mayor fluidez. Entonces escuchó. Al cabo de un instante sonrió. Y poco después dijo:
—¡Sí, señor! ¡Gracias, señor! —Y le devolvió el teléfono a Barbie—. ¡Es increíble, van a intentar aumentar nuestra conexión wifi antes de que disparen el misil! ¡Dios, esto es la hostia! —Julia lo agarró del brazo y Joe dijo—: Perdón, señorita Shumway, quería decir una pasada.
—Ahora da igual, ¿crees que puedes montarlo todo?
—¿Me toma el pelo? Ningún problema.
—¿Coronel Cox? —dijo Barbie—. ¿Es cierto lo del wifi?
—No podemos impedir que ustedes intenten algo por su cuenta —respondió Cox—. Creo que fue usted quien me lo dijo en primer lugar. De modo que lo mejor será que les ayudemos. Tendrán la conexión a internet más rápida del mundo, por lo menos durante el día de hoy. Tienen ahí a un muchacho muy inteligente, por cierto.
—Sí, señor, comparto su opinión —dijo Barbie, que le hizo un gesto de aprobación con el pulgar a Joe. El chico estaba radiante de felicidad.
Cox añadió:
—Si la idea del chico funciona y ustedes lo graban, asegúrese de enviarnos una copia. Nosotros realizaremos nuestras propias grabaciones, por supuesto, pero los científicos al mando de todo esto querrán ver cómo es el impacto desde su lado de la Cúpula.
—Creo que podemos hacer algo mejor que todo eso —dijo Barbie—. Si Joe logra montar la infraestructura, creo que gran parte del pueblo podrá verlo en vivo.
Esta vez fue Julia quien levantó el puño. Barbie sonrió e hizo chocar el suyo.
 13


—Joooder —exclamó Joe. La expresión de asombro de su rostro le hacía aparentar ocho años, en lugar de trece. El tono de confianza inquebrantable desapareció de su voz. Barbie y él se encontraban a unos treinta metros del lugar en que la Little Bitch Road se cruzaba con la Cúpula. El muchacho no miraba a los soldados, que se habían vuelto para observarlos; era la cinta militar de aviso y la gran X roja lo que lo fascinaban.
—Han desplazado el campamento —dijo Julia—. Ya no están las tiendas.
—Claro. Dentro de unos… —Barbie miró su reloj— noventa minutos, hará bastante calor aquí. Muchacho, más vale que te pongas manos a la obra.
Pero ahora que estaban ahí, en la carretera desierta, Barbie empezó a preguntarse si Joe podría hacer lo que había prometido.
—Sí, pero… ¿ve los árboles?
Al principio Barbie no lo entendió. Miró a Julia, que se encogió de hombros. Entonces Joe señaló el lugar concreto y vio a qué se refería. Los árboles que se encontraban en el lado de Tarker de la Cúpula se mecían debido a una moderada brisa otoñal; las hojas caían en una lluvia de colores alrededor de los marines que observaban la escena. En el lado de Mills, las ramas apenas se movían y la mayoría de los árboles conservaban todo el follaje. Barbie estaba casi convencido de que el aire lograba atravesar la barrera, pero sin apenas fuerza. La Cúpula amortiguaba la fuerza del viento. Pensó en cuando Paul Gendron, el tipo de la gorra de los Sea Dogs, y él llegaron al arroyo y vieron cómo se amontonaba el agua.
Julia dijo:
—Las hojas de nuestro lado parecen… no sé… como lánguidas. Mustias.
—Eso es porque en el otro lado sopla el viento y aquí apenas hay una débil brisa —replicó Barbie, que se preguntó si en verdad se debía a eso. O únicamente a eso. Pero ¿de qué servía especular sobre la calidad actual del aire de Chester’s Mills cuando no podían hacer nada al respecto?—. Venga, Joe. Ponte en marcha.
Habían pasado por casa de los McClatchey con el Prius de Julia para coger el PowerBook de Joe. (La señora McClatchey le había hecho jurar a Barbie que mantendría a su hijo a salvo, y Barbie lo hizo). Ahora Joe señalaba hacia la carretera.
—¿Aquí?
Barbie alzó las manos a los lados de la cara y miró hacia la X roja.
—Un poco a la izquierda. ¿Puedes hacerlo? ¿Lo ves?
—Sí. —Joe abrió el PowerBook y lo encendió. El sonido de encendido del Mac sonó tan bonito como siempre, pero Barbie pensó que nunca había visto nada tan surrealista como el ordenador plateado sobre el asfalto parcheado de la Little Bitch con la pantalla abierta. Parecía resumir a la perfección los últimos tres días.
—La batería está a tope, así que debería aguantar como mínimo seis horas —dijo Joe.
—¿No hibernará? —preguntó Julia.
Joe le lanzó una mirada condescendiente, como diciendo «Por favor, mamá». Entonces se volvió de nuevo hacia Barbie.
—Si el misil me quema el portátil, ¿me promete que me comprará otro?
—El Tío Sam se encargará de eso —le aseguró Barbie—. Yo mismo haré la petición.
—Genial.
Joe se inclinó sobre el PowerBook. Había un pequeño cilindro plateado sobre la pantalla. Joe les había dicho que era una virguería de la informática llamada iSight. Deslizó el dedo sobre el touchpad, apretó ENTER, y la pantalla se inundó de repente con una imagen brillante de la Little Bitch Road. A ras de suelo, cada bache e irregularidad del asfalto parecía una montaña. A media distancia, Barbie podía ver hasta la altura de las rodillas a los marines que estaban montando guardia.
—Señor, ¿tiene imagen, señor? —preguntó uno de ellos.
Barbie alzó la mirada.
—Escuche, marine, si yo estuviera pasando revista, usted estaría haciendo flexiones con mi bota pegada en su culo. Tiene una mancha en la bota izquierda, algo inaceptable para un soldado que no está en combate.
El marine se miró la bota, que estaba manchada. Julia rió. Joe no. Estaba absorto en su cometido.
—Está demasiado bajo. Señorita Shumway, ¿tiene algo en el coche que podamos usar para…? —Levantó la mano unos noventa centímetros.
—Sí —respondió ella.
—Y tráigame mi bolsa pequeña del gimnasio, por favor. —Siguió tecleando en el PowerBook y luego extendió la mano—. ¿Móvil?
Barbie se lo entregó. Joe apretó los diminutos botones a una velocidad pasmosa. Entonces:
—¿Benny? Ah, Norrie, vale. ¿Estáis ahí?… Genial. Apuesto a que jamás habíais estado en un bar. ¿Estáis preparados? Perfecto. No colguéis. —Escuchó y sonrió—. ¿En serio? Tío, por lo que estoy viendo, esto es increíble. Tenemos una conexión wifi de la hostia. Esto va a volar. —Cerró el teléfono y se lo devolvió a Barbie.
Julia regresó con la bolsa del gimnasio de Joe y una caja de cartón que contenía ejemplares no distribuidos de la edición especial del Democrat del domingo. Joe puso el portátil sobre la caja (el aumento inesperado del plano hizo que Barbie tuviera una leve sensación de mareo), lo comprobó de nuevo y mostró su absoluta satisfacción. Hurgó en la bolsa del gimnasio, sacó una caja negra con una antena y la conectó al ordenador. Los soldados se habían amontonado en su lado de la Cúpula y los observaban con interés. Ahora sé cómo se siente un pez en un acuario, pensó Barbie.
—Parece que está bien —murmuró Joe—. Me sale una bombilla verde.
—¿No deberías llamar a tus…?
—Si funciona, me llamarán —replicó Joe. Entonces añadió—: Oh, oh, creo que vamos a tener problemas.
Barbie creyó que se refería al ordenador, pero el muchacho ni siquiera lo estaba mirando. Barbie siguió su mirada y vio el coche verde del jefe de policía. No avanzaba muy rápido, pero tenía las luces encendidas. Pete Randolph salió del asiento del conductor, y del otro lado lo hizo (el coche se balanceó un poco cuando descendió el segundo pasajero) Big Jim Rennie.
—¿Qué caray estáis haciendo? —preguntó.
El teléfono que Barbie tenía en las manos sonó; se lo entregó a Joe sin apartar la mirada del concejal y el jefe de policía, que se dirigían hacia ellos.
 14


El cartel que había sobre la puerta del Dipper’s decía ¡BIENVENIDOS A LA MAYOR SALA DE BAILE DE MAINE!, y por primera vez en la historia de ese bar de carretera, la sala estaba abarrotada a las once y cuarenta y cinco de la mañana. Tommy y Willow Anderson saludaban a la gente a medida que esta iba llegando a la puerta, un poco como si fueran pastores que daban la bienvenida a la iglesia a los feligreses. En este caso, la Primera Iglesia de Bandas de Rock directa desde Boston.
Al principio el público permaneció en silencio porque únicamente aparecía una palabra de color azul en la gran pantalla: ESPERANDO. Benny y Norrie habían conectado su equipo y habían puesto el canal 4 del televisor. Entonces, de repente, apareció la Little Bitch Road a todo color, incluso se veía cómo caían las hojas alrededor de los marines.
La multitud estalló en aplausos y vítores.
Benny y Norrie chocaron la mano, pero aquello no bastaba para Norrie, que le plantó un beso en la boca, de tornillo. Era el momento más feliz de la vida de Benny, más incluso que cuando logró permanecer en posición vertical mientras hacía un full pipe.
—¡Llámalo! —le dijo Norrie.
—Voy —respondió Benny. Le ardía tanto la cara que creyó que le iban a salir llamas de un momento a otro, pero sonreía. Apretó la tecla de RELLAMADA y se llevó el teléfono al oído—. ¡Tío, lo tenemos! ¡La imagen es tan clara que…!
Joe lo interrumpió.
—Houston, tenemos un problema.
 15


—No sé qué creéis que estáis haciendo —dijo el jefe Randolph—, pero quiero una explicación, y vais a apagar ese trasto hasta que me deis una. —Señaló el PowerBook.
—Disculpe, señor —dijo uno de los marines, que lucía los galones de alférez—. Se trata del coronel Barbara y tiene autorización oficial del gobierno para esta operación.
Big Jim respondió con su sonrisa más sarcástica. La vena del cuello le palpitaba con fuerza.
—Este hombre no es más que un coronel de alborotadores. Es el pinche del restaurante del pueblo.
—Señor, según mis órdenes…
Big Jim hizo callar al alférez con un gesto del dedo.
—En Chester’s Mills, el único gobierno oficial que reconocemos ahora mismo es el nuestro, soldado, y yo soy su representante. —Se volvió hacia Randolph—. Jefe, si ese niñato no apaga el ordenador, desenchufa el cable.
—No veo ningún cable —replicó Randolph, que miró a Barbie, luego al alférez de los marines y finalmente a Big Jim. Había empezado a sudar.
—¡Entonces rompe la dichosa pantalla de una patada! ¡Cárgatelo!
Randolph se dirigió hacia el ordenador. Joe, asustado pero decidido, se situó delante del PowerBook. Aún tenía el móvil en la mano.
—¡Ni se atreva! ¡Es mío y no he infringido ninguna ley!
—Vuelva aquí, jefe —dijo Barbie—. Es una orden. Si aún reconoce el gobierno del país en el que vive, obedecerá.
Randolph miró alrededor.
—Jim, tal vez…
—Tal vez nada —replicó Big Jim—. Ahora mismo, este es el país en el que vives. Apaga ese dichoso ordenador.
Julia se abrió paso, agarró el PowerBook y le dio la vuelta para que la cámara iVision mostrara a los recién llegados. Unos cuantos mechones de pelo se habían desprendido de su práctico moño y ahora resaltaban sobre sus mejillas sonrosadas. A Barbie le pareció que estaba guapísima.
—¡Pregúntale a Norrie si ven algo! —dijo Julia a Joe.
La sonrisa de Big Jim se transformó en una mueca.
—¡Eh, tú, baja eso! —le espetó el vendedor de coches usados.
—¡Pregúntale si ven algo!
Joe hizo la pregunta. Escuchó. Entonces dijo:
—Sí, están viendo al señor Rennie y al agente Randolph. Norrie dice que quieren saber qué está pasando.
Randolph puso cara de consternación; Rennie de furia.
—¿Quién quiere saberlo? —preguntó Randolph.
Julia respondió:
—Hemos montado una conexión en directo con el Dipper’s…
—¡Ese antro pecaminoso! —exclamó Big Jim, que tenía las manos cerradas y las apretaba con fuerza. Barbie calculó que el hombre debía de tener un sobrepeso de unos cincuenta kilos, y vio que hizo una mueca cuando movió el brazo derecho, como si le hubiera dado un tirón, pero parecía que aún era capaz de soltar algún puñetazo. Y en ese instante parecía lo bastante furioso como para intentarlo… aunque no sabía si se atrevería con él, con Julia o con el chico. Tal vez Rennie tampoco.
—La gente lleva reunida allí desde las once y cuarto —dijo Julia—. Las noticias se propagan rápido. —Sonrió con la cabeza inclinada hacia un lado—. ¿Te gustaría saludar a tus posibles electores, Big Jim?
—Es un farol —replicó Rennie.
—¿Por qué iba a tirarme un farol con algo tan fácil de comprobar? —Se volvió hacia Randolph—. Llama a uno de tus policías y pregúntale dónde ha tenido lugar la gran reunión del pueblo esta mañana. —Y se volvió de nuevo hacia Jim—. Como apagues el ordenador, cientos de personas sabrán que les impediste ver un acontecimiento que las afectaba vitalmente. De hecho, se trata de un acontecimiento del que podría depender su vida.
—¡No teníais autorización!
Barbie, que por lo general era capaz de mantener la calma, empezaba a perder la paciencia. No era que ese hombre fuera estúpido; estaba claro que no. Y eso era precisamente lo que lo sacaba de quicio.
—Pero ¿qué problema tienes? ¿Ves algún peligro? Porque yo no. La idea es montar el ordenador, dejarlo emitiendo y luego irnos.
—Si el plan del misil no funciona, podría desatar el pánico entre la gente. Saber que algo ha fracasado es una cosa; pero verlo en directo es otra. Vete a saber cuál podría ser la puñetera reacción de la gente.
—No tienes muy buena opinión de la gente a la que gobiernas, concejal.
Big Jim abrió la boca para replicar, tal vez algo del estilo de «Y me lo han demostrado en varias ocasiones», pensó Barbie, pero entonces recordó que buena parte de los habitantes de Chester’s Mills estaba presenciando ese enfrentamiento en una gran pantalla de televisión. Quizá en alta definición.
—Me gustaría que borraras esa sonrisa sarcástica de la cara, Barbara.
—¿Ahora también vas a controlar las expresiones de la gente? —preguntó Julia.
Joe «el Espantapájaros» se tapó la boca, pero no antes de que Randolph y Big Jim vieran la sonrisa del chico. Y oyeran la risita que se coló entre los dedos.
—Oigan —dijo el alférez—, más les vale que despejen la zona. El tiempo pasa.
—Julia, enfócame con la cámara —dijo Barbie.
La periodista lo hizo.
 16


El Dipper’s nunca había estado tan lleno, ni siquiera en la memorable Nochevieja de 2009, cuando tocaron los Vatican Sex Kittens. Y nunca había reinado tal silencio. Más de quinientas personas, hombro con hombro y cadera con cadera, observaban la imagen mientras la cámara del PowerBook de Joe giraba ciento ochenta grados para enfocar a Dale Barbara.
—Ahí está mi chico —murmuró Rose Twitchell, y sonrió.
—Hola a todos —dijo Barbie. La calidad de la imagen era tan buena que varias personas le devolvieron el saludo—. Soy Dale Barbara, y he vuelto a ser reclutado por el Ejército de Estados Unidos como coronel.
El anuncio fue recibido con un murmullo general de sorpresa.
—El montaje de esta cámara aquí, en la Little Bitch Road, es únicamente mi responsabilidad, y como habréis deducido, existe cierta divergencia de opiniones entre el concejal Rennie y yo sobre la idoneidad de continuar con la transmisión.
Esta vez el murmullo fue más fuerte. Y no de felicidad.
—No tenemos tiempo para discutir los detalles sobre quién se encuentra al mando de la situación —prosiguió Barbie—. Vamos a enfocar la cámara hacia el punto en el que se supone que debe impactar el misil. Sin embargo, el permiso para retransmitir este acontecimiento depende de vuestro segundo concejal. Si decide denegarlo, deberéis pedirle cuentas a él. Gracias por vuestra atención.
Barbara desapareció del plano. Por un instante, la multitud que se había congregado en la pista de baile solo vio el bosque, pero entonces la imagen rotó de nuevo, descendió y se posó en la X flotante. Tras ella, los marines estaban cargando su equipo en dos grandes camiones.
Will Freeman, propietario y trabajador del concesionario Toyota local (y que no era muy amigo de James Rennie), habló directamente al televisor.
—Deja de tocar las narices, Jimmy, o la semana que viene habrá un nuevo concejal en Mills.
Hubo un murmullo general de aprobación. Los habitantes de Chester’s Mills guardaban silencio sin apartar la mirada de la pantalla, a la espera de que el programa que estaban viendo, aburrido y sumamente emocionante al mismo tiempo, continuara o finalizara.
 17


—¿Qué quieres que haga, Big Jim? —preguntó Randolph. Se sacó un pañuelo del bolsillo de la cadera y se secó el sudor de la nuca.
—¿Qué quieres hacer tú? —replicó Big Jim.
Por primera vez desde que había cogido las llaves del coche verde de jefe de policía, Pete Randolph se dio cuenta de que se las entregaría encantado a cualquier otro. Lanzó un suspiro y dijo:
—Prefiero dejar las cosas como están.
Big Jim asintió, con un gesto que parecía decir «tú sabrás lo que haces». Luego esbozó una sonrisa, si puede decirse algo así del mohín que hizo con los labios, claro.
—Bueno, tú eres el jefe. —Se volvió hacia Barbie, Julia y Joe «el Espantapájaros»—. Han ganado la batalla. ¿No es cierto, señor Barbara?
—Puedo asegurarle que aquí no se está librando ninguna batalla, señor —respondió Barbie.
—Y un… cuerno. Esto es una lucha por el poder, simple y llanamente. He visto muchas en mi vida. Algunas han tenido éxito… y otras han fracasado. —Se acercó a Barbie sin relajar el brazo derecho, que estaba hinchado.
De cerca, Barbie olió una mezcla de colonia y sudor. Rennie tenía la respiración entrecortada. Bajó el tono de voz. Quizá Julia no oyó lo que dijo a continuación, pero Barbie sí.
—Has hecho una apuesta muy arriesgada, hijo. Si el misil atraviesa la Cúpula, ganas. Pero si no lo logra… ten cuidado conmigo. —Por un instante sus ojos, casi enterrados en los pliegues de carne, pero que desprendían un claro destello de inteligencia fría, se clavaron en los de Barbie, que le aguantó la mirada. Entonces Rennie se volvió—. Venga, jefe Randolph. La situación ya es lo suficientemente complicada gracias al señor Barbara y a sus amigos. Volvamos al pueblo. Más vale que tus tropas estén preparadas en caso de que haya disturbios.
—¡Ese es el mayor disparate que he oído jamás! —exclamó Julia.
Big Jim hizo un gesto de desdén con la mano sin volverse hacia ella.
—¿Quieres ir al Dipper’s, Jim? —preguntó Randolph—. Tenemos tiempo.
—Nunca se me ocurriría poner un pie en ese lupanar —respondió Big Jim. Abrió la puerta del copiloto—. Lo que quiero es echarme una siesta. Pero no podré porque estoy demasiado ocupado. Tengo grandes responsabilidades. No las he pedido, pero las tengo.
—Algunos hombres hacen grandes cosas, y otros se ven aplastados por ellas, ¿no es cierto, Jim? —preguntó Julia, que lucía su sonrisa impasible.
Big Jim se volvió hacia ella, y la expresión de puro odio de su rostro la hizo retroceder un paso, pero Rennie se limitó a hacer un gesto de desprecio.
—Vamos, jefe.
El coche de policía enfiló hacia Mills, con las luces aún encendidas en la luz neblinosa y de un leve tono estival.
—Vaya —dijo Joe—. Ese tipo da miedo.
—Es justo lo que yo pienso —admitió Barbie.
Julia miraba fijamente a Barbie sin el menor atisbo de sonrisa.
—Tenías un enemigo —dijo—. Ahora tienes un enemigo a muerte.
—Creo que tú también.
Ella asintió.
—Por nuestro bien, espero que la táctica del misil funcione.
El alférez dijo:
—Coronel Barbara, nos vamos. Me quedaría mucho más tranquilo si ustedes tres hicieran lo mismo.
Barbie asintió y, por primera vez desde hacía años, realizó el saludo militar.
 18


Un B-52 que había despegado a primera hora de ese lunes de la base del ejército del aire de Carswell estaba sobrevolando Burlington, Vermont, desde las 10.40 (a la fuerza aérea le gusta llegar pronto a la fiesta siempre que sea posible). La misión había recibido el nombre clave de GRAN ISLA. El piloto comandante era el mayor Gene Ray, que había participado en las guerras del Golfo y de Iraq (en conversaciones privadas se refería a esta como la «Puta farsa del señor uve doble»). Iba equipado con dos misiles de crucero Fasthawk; eran dos buenos proyectiles, más fiables y potentes que el antiguo Tomahawk, pero le resultaba muy extraño estar a punto de disparar con armamento real contra un objetivo estadounidense.
A las 12.53 una luz roja del panel de control se volvió ámbar. El COMCOM tomó el control del avión y lo situó en el nuevo rumbo. Debajo, Burlington desapareció bajo las alas.
Ray habló por el micrófono.
—Ha llegado el momento de empezar la función, señor.
En Washington, el coronel Cox respondió:
—Recibido, mayor. Buena suerte. Explote a esa cabrona.
—Así lo haré —respondió Ray.
A las 12.54 la luz ámbar empezó a parpadear. A las 12.54 y 55 segundos, se volvió verde. Ray apretó el interruptor marcado con un 1. No sintió nada, apenas un leve zumbido desde abajo, pero vio por vídeo cómo el Fasthawk iniciaba su vuelo. Aceleró rápidamente a la máxima velocidad, y dejó tras de sí una estela en el cielo que parecía el arañazo de una uña.
Gene Ray se santiguó y acabó con un beso en el pulgar.
—Ve con Dios, hijo mío —dijo.
La velocidad máxima del Fasthawk era de cinco mil seiscientos kilómetros por hora. Situado a ochenta kilómetros de su objetivo (a unos cincuenta kilómetros al oeste de Conway, New Hampshire, y ahora en el lado este de las White Mountains), el ordenador primero calculó y luego autorizó la aproximación final. La velocidad del misil bajó de cinco mil seiscientos kilómetros a casi tres mil mientras descendía. Enfiló la carretera 302, que es la calle principal de North Conway. Los peatones alzaron la vista hacia el cielo con inquietud mientras el Fasthawk pasaba por encima de ellos.
—¿No vuela muy bajo ese avión a reacción? —preguntó una mujer a su acompañante en el aparcamiento de Settlers Green Outlet Village, mientras se tapaba los ojos. Si el sistema de teledirección del Fasthawk pudiera haber hablado, quizá habría dicho: «Y aún no has visto nada, cielo».
Pasó por encima del límite entre Maine y New Hampshire a una altura de poco más de novecientos metros y con un estruendo que hacía castañetear los dientes y rompía los cristales de las ventanas. Cuando el sistema de teledirección tomó la 119, descendió primero a trescientos metros y luego a ciento cincuenta. Por entonces, el ordenador funcionaba a toda máquina, analizando la información proporcionada por el sistema de teledirección y realizando mil correcciones de curso cada minuto.
En Washington, el coronel James O. Cox dijo: —Fase final de la aproximación. Sujétense la dentadura postiza.
El Fasthawk tomó la Little Bitch y descendió casi a nivel del suelo, todavía a una velocidad cercana a Mach 2, analizando cada colina y cada curva. La cola del proyectil refulgía con tal intensidad que era imposible mirarla directamente y dejaba tras de sí un hedor tóxico a propergol. Arrancaba las hojas de los árboles, incluso quemaba algunas. Provocó la implosión de un tenderete situado al pie de la carretera, en Tarker’s Hollow, y varias planchas de madera y calabazas aplastadas salieron volando por los aires. El estruendo que siguió hizo que la gente se tirara al suelo con las manos en la cabeza.
Esto va a funcionar, pensó Cox. ¿Cómo no va a funcionar?
 19


Al final, se habían congregado ochocientas personas en el Dipper’s. Nadie abría la boca, aunque los labios de Lissa Jamieson se movían en silencio mientras le rezaba al alma suprema new age que resultara ser objeto de su devoción en ese momento. En una mano tenía un cristal; la reverenda Piper Libby, por su parte, sostenía la cruz de su madre frente a los labios. Ernie Calvert dijo: —Ahí viene.
—¿Por dónde? —preguntó Marty Arsenault—. No veo nad…
—¡Escuchad! —exclamó Brenda Perkins.
Oyeron cómo se aproximaba: un zumbido de otro mundo en la zona oeste del pueblo, un mmmm que se convirtió en un MMMMMM en pocos segundos. En la gran pantalla de televisión apenas vieron algo hasta al cabo de media hora, mucho tiempo después de que el misil hubiera fracasado en su objetivo. Benny Drake pasó de nuevo la grabación a cámara lenta, fotograma a fotograma, para aquellos que aún estaban en el Dipper’s. La gente vio cómo el misil enfilaba la curva de la Little Bitch Road. Volaba a no más de un metro del suelo, casi rozando su propia sombra difuminada: En el siguiente fotograma, el Fasthawk, cargado con una ojiva de explosión por fragmentación diseñada para explotar al impactar en el objetivo, estaba congelado en el aire en el lugar donde los marines habían plantado el campamento.
En los siguientes fotogramas, la pantalla se llenó de un blanco tan intenso que todos los presentes tuvieron que taparse los ojos. Entonces, cuando el resplandor se atenuó, vieron los fragmentos del misil —un sinfín de puntos negros sobre la explosión—, y una gran quemadura en el lugar donde antes estaba la X roja. El misil había impactado exactamente en su objetivo.
Después de eso, la multitud del Dipper’s vio cómo los árboles situados en el exterior de la Cúpula empezaban a arder. También observaron cómo el asfalto se deformaba y luego se fundía.
 20


—Dispare el otro —dijo Cox sin entusiasmo, y Gene Ray obedeció. El misil rompió más ventanas y asustó a más gente del este de New Hampshire y el oeste de Maine.
Por lo demás, el resultado fue el mismo.





YA ERES NUESTRO


 1


En el 19 de Mills Street, hogar de la familia McClatchey, hubo un momento de silencio cuando finalizó la grabación. Entonces Norrie Calvert rompió a llorar. Benny Drake y Joe McClatchey, después de intercambiar miradas de «¿Y ahora qué hago?» por encima de la cabeza inclinada de su amiga, decidieron abrazarla para aplacar sus sollozos y se agarraron de las muñecas en una especie de sentido saludo.
—¿Eso es todo? —preguntó Claire McClatchey con incredulidad. La madre de Joe no lloraba, pero estaba al borde de las lágrimas; sus ojos se inundaron. Sostenía la fotografía de su marido en las manos, la había descolgado de la pared poco después de que Joe y sus amigos hubieran llegado con el DVD—. ¿Eso es todo?
Nadie respondió. Barbie estaba sentado en el brazo del sillón en el que estaba sentada Julia. Podría estar metido en un buen problema, pensó. Pero ese no fue su primer pensamiento. Lo primero que le vino a la cabeza fue que el pueblo tenía un buen problema.
La señora McClatchey se puso en pie. Seguía aferrada a la fotografía de su marido. Sam había ido al mercadillo que se organizaba en el circuito de Oxford cada sábado hasta que llegaba el invierno. Era un gran aficionado a la restauración de muebles, y a menudo encontraba material interesante en los puestos. Tres días después seguía en Oxford, compartiendo el Raceway Motel con un montón de periodistas y reporteros de televisión; Claire y él no podían hablar por teléfono, pero mantenían contacto por correo electrónico. Hasta el momento.
—¿Qué le ha pasado a tu ordenador, Joey? —preguntó la mujer—. ¿Ha estallado?
Joe, que aún tenía el brazo sobre el hombro de Norrie, y agarraba a Benny de la muñeca, negó con la cabeza.
—No lo creo —dijo—. Seguramente se ha fundido. —Se volvió hacia Barbie—. El calor podría provocar un incendio en el bosque de la zona. Alguien debería ocuparse de eso.
—No creo que haya ningún camión de bomberos en el pueblo —añadió Benny—. Bueno, quizá uno o dos de los antiguos.
—Ya me encargaré yo de eso —dijo Julia. Claire McClatchey era mucho más alta que ella; estaba claro de quién había heredado Joe su altura—. Barbie, creo que será mejor que me encargue de esto yo sola.
—¿Por qué? —Claire parecía desconcertada. Al final derramó una de las lágrimas, que corrió mejilla abajo—. Joe dijo que el gobierno lo había puesto al mando, señor Barbara. ¡El propio presidente!
—He tenido ciertas discrepancias con el señor Rennie y el jefe Randolph sobre la transmisión por vídeo —dijo Barbie—. La discusión subió un poco de tono y dudo que ninguno de los dos agradezca mis consejos en este momento. Julia, tampoco creo que reciban los tuyos con mucho entusiasmo. Por lo menos aún no. Si Randolph es medio competente enviará a un par de ayudantes especiales con los efectivos que queden en el viejo parque de bomberos. Tendría que haber, como mínimo, mangueras y bombas de agua.
Julia reflexionó y preguntó:
—¿Te importa acompañarme fuera un momento, Barbie?
Barbara miró a la madre de Joe, pero Claire ya no les prestaba atención. Había apartado a su hijo y estaba sentada junto a Norrie, que tenía la cara pegada en su hombro.
—Tío, el gobierno me debe un ordenador —dijo Joe mientras Barbie y Julia se dirigían hacia la puerta de la calle.
—Me lo apunto —dijo Barbie—. Y gracias, Joe. Lo has hecho muy bien.
—Mucho mejor que el maldito misil —murmuró Benny.
En el porche de la casa de los McClatchey, Barbie y Julia permanecieron en silencio mirando hacia la plaza del pueblo, el arroyo Prestile y el Puente de la Paz. Entonces, con voz grave y furiosa, Julia exclamó:
—No lo es. Ese es el problema. Ese es el maldito problema.
—¿Quién no es qué?
—Peter Randolph no es ni medio competente. Ni siquiera un cuarto. Fui a la escuela con él, desde el parvulario, donde era un meón de campeonato, hasta el instituto, donde formaba parte de la Brigada del Sujetador, cuya misión era tirar de la cinta del sostén de las chicas y soltarla de golpe. Era un tipo de casi suficiente pero siempre aprobaba porque su padre pertenecía a la junta de la escuela; y su capacidad intelectual no ha mejorado. Rennie se ha rodeado de tontos. Andrea Grinnell es una excepción, pero es una drogadicta. OxyContin.
—Problemas de espalda —añadió Barbie—. Me lo dijo Rose.
Las hojas habían caído de bastantes árboles y se veía Main Street. Estaba desierta, la mayoría de la gente debía de seguir en el Dipper’s hablando sobre lo que acababan de ver, pero las aceras no tardarían en llenarse de personas asombradas e incrédulas de regreso a sus casas. Hombres y mujeres que no se atreverían a preguntarse unos a otros qué iba a suceder a continuación.
Julia lanzó un suspiro y se pasó las manos por el pelo.
—Jim Rennie cree que si es capaz de mantener el control sobre todo, la situación acabará solucionándose. Al menos para él y sus amigos. Es un político de la peor calaña, egoísta, demasiado egocéntrico para darse cuenta de que la realidad lo sobrepasa, y un cobarde que se esconde bajo ese falso candor del que le gusta hacer gala. Cuando la situación sea crítica enviará el pueblo al cuerno si cree que así puede salvar el pellejo. Un líder cobarde es el más peligroso de los hombres. Eres tú quien debería estar al frente de la situación.
—Agradezco tu confianza…
—Pero eso no va a suceder por mucho que el coronel Cox y el presidente de Estados Unidos así lo deseen. No va a suceder aunque se manifiesten cincuenta mil personas por la Quinta Avenida de Nueva York agitando pancartas con tu cara en ellas. Al menos mientras esa puta Cúpula siga estando sobre nuestras cabezas.
—Cuanto más te escucho, menos republicana me pareces —observó Barbie.
Ella le dio un puñetazo sorprendentemente fuerte en el bíceps.
—Esto no es una broma.
—No —admitió Barbie—. No lo es. Ha llegado el momento de convocar elecciones. Y te pido que te presentes al cargo de segundo concejal.
Ella le lanzó una mirada de lástima.
—¿Crees que Jim Rennie va a permitir que se celebren elecciones mientras la Cúpula siga ahí? ¿En qué planeta vives, amigo mío?
—No subestimes la voluntad del pueblo, Julia.
—Y tú no subestimes a Jim Rennie. Lleva manejando el cotarro una eternidad y la gente ha acabado por aceptarlo. Además, posee un gran talento para encontrar chivos expiatorios. Alguien de fuera del pueblo sería perfecto en la actual situación. ¿Conoces a alguien así?
—Esperaba que me dieras alguna idea, no un análisis político.
Por un instante Barbie pensó que Julia iba a pegarle de nuevo. Pero tomó aire, lo soltó, y sonrió.
—Vas de discreto pero también tienes mala leche, ¿verdad?
La sirena del ayuntamiento empezó a emitir una serie de breves pitidos en el aire cálido y apacible de Chester’s Mills.
—Alguien ha activado la alarma de incendios —dijo Julia—. Creo que ya sabemos dónde es.
Miraron hacia el oeste, donde el humo empezaba a teñir el azul del cielo. Barbie pensó que la mayoría debía de proceder del lado de la Cúpula de Tarker’s Mills, pero que el calor habría provocado algún otro incendio pequeño en el lado de Chester también.
—¿Quieres una idea? Vale, aquí tienes una. Voy a ir a buscar a Brenda, que seguro que está en casa o en el Dipper’s con todo el mundo, y voy a proponerle que se ponga al mando de la operación de extinción del incendio.
—¿Y si dice que no?
—Estoy bastante segura de que aceptará. Al menos en este lado de la Cúpula no sopla el viento, por lo que seguramente solo están ardiendo la maleza y la hierba. Llamará a algunos hombres para que se encarguen de ello, y sabrá quiénes son los adecuados. Serán los que habría elegido Howie.
—Ninguno de los nuevos agentes, supongo.
—Eso lo dejaré en sus manos, pero dudo que llame a Carter Thibodeau o a Melvin Searles. Tampoco a Freddy Denton. Lleva cinco años como policía, pero Brenda me dijo que Duke quería echarlo. Freddy se disfraza de Papá Noel todos los años en la escuela primaria y los niños lo adoran, sabe hacer muy bien el «jo, jo, jo». Pero también es una persona mezquina.
—Vas a ir a ver a Rennie de nuevo.
—Sí.
—La venganza podría ser una zorra.
—Puedo ser una zorra cuando es necesario. Brenda también, si la ponen de mala leche.
—Pues entonces manos a la obra. Y asegúrate de que le pide ayuda a Burpee. Cuando se trata de apagar un incendio, confío más en él que en lo que pueda quedar del viejo parque de bomberos. Tiene de todo en su tienda.
Julia asintió.
—Es una buena idea.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe?
—Tienes otras cosas que hacer. ¿Te dio Bren la llave de Duke del refugio antinuclear?
—Sí.
—Entonces el incendio podría ser la distracción que necesitabas. Ve a por el contador Geiger. —Julia echó a caminar hacia su Prius, pero entonces se detuvo y se volvió—. Encontrar el generador, suponiendo que exista, es seguramente la mejor posibilidad que tiene este pueblo de salvarse. Quizá la única. Y, Barbie…
—Dígame, señora —respondió él con una leve sonrisa que Julia no le devolvió.
—Hasta que no hayas oído el discurso de Big Jim Rennie, no lo subestimes. Si ha aguantado tantos años donde está, es por algún motivo.
—Se le da muy bien azuzar a las masas en plan demagógico, imagino.
—Sí. Y creo que esta vez va a ir a por ti.
Julia se metió en su coche y fue a ver a Brenda y a Romeo Burpee.
 2


Aquellos que presenciaron el intento fallido de la Fuerza Aérea de atravesar la Cúpula salieron del Dipper’s tal como Barbie había imaginado: lentamente, cabizbajos y sin apenas hablar. Muchos caminaban abrazados a otra persona; algunos lloraban. Había tres coches de policía aparcados frente al Dipper’s, al otro lado de la carretera, y media docena de policías apoyados en ellos, preparados para los problemas. Pero no los hubo.
El coche verde del jefe de policía estaba aparcado un poco más adelante, frente a la tienda de Brownie (donde había un cartel en la ventana, escrito a mano, que decía CERRADO HASTA QUE LA «¡LIBERTAD!» NOS PERMITA RECIBIR SUMINISTROS FRESCOS). El Jefe Randolph y Jim Rennie estaban sentados dentro del coche, observando.
—Ahí está —dijo Big Jim con un dejo inconfundible de satisfacción—. Espero que estén contentos.
Randolph lo miró con curiosidad.
—¿No querías que funcionara?
Big Jim hizo una mueca al sentir una punzada en el hombro dolorido.
—Claro que sí, pero estaba convencido de que fracasaría. Y ese tipo con nombre de niña y su nueva amiga Julia lograron exaltar a todo el mundo, hicieron que la gente albergara esperanzas, ¿no crees? Claro que sí. ¿Sabes que esa mujer nunca me ha apoyado como concejal en ese periodicucho que dirige? Ni una sola vez.
Señaló a los peatones que regresaban hacia el pueblo.
—Fíjate bien, amigo, eso que estás viendo es lo que provoca la incompetencia, las falsas esperanzas y el exceso de información. Ahora la gente está triste y decepcionada, pero cuando lo supere, se pondrá hecha una furia. Vamos a necesitar más policías.
—¿Más? Ya tenemos dieciocho, contando a los que trabajan a tiempo parcial y a los ayudantes.
—No bastarán. Y debemos…
La sirena del pueblo inundó el aire con unos pitidos breves. Miraron hacia el oeste y vieron la columna de humo.
—Debemos darles las gracias de todo esto a Barbara y a Shumway —concluyó Big Jim.
—Quizá deberíamos ir a echar un vistazo al incendio.
—Es problema de Tarker’s Mills. Y del gobierno del país, claro. Ellos provocaron el fuego con el puñetero misil; que se ocupen ellos del problema.
—Pero si el calor ha causado un incendio en este lado…
—Deja de quejarte como una vieja y llévame al pueblo. Tengo que encontrar a Junior. Tengo que hablar con él de unos asuntos.
 3


Brenda Perkins y la reverenda Piper Libby se encontraban en el aparcamiento del Dipper’s, junto al Subaru de Piper.
—Nunca creí que fuera a funcionar —dijo Brenda—, pero mentiría si dijera que no me siento un poco desilusionada.
—Yo también —admitió Piper—. Tremendamente. Me gustaría llevarte de vuelta al pueblo, pero tengo que ir a ver a un feligrés.
—Espero que no esté cerca de la Little Bitch Road —dijo Brenda. Señaló la columna de humo con el pulgar.
—No, queda en la otra punta. En Eastchester. Se trata de Jack Evans. Perdió a su mujer el día que apareció la Cúpula. Un accidente espantoso. Aunque todo esto es espantoso.
Brenda asintió.
—Lo vi en el campo de Dinsmore; llevaba una pancarta con una fotografía de su mujer. Pobre hombre.
Piper se acercó a la ventanilla abierta del conductor, donde estaba Clover sentado al volante y observando a la multitud que regresaba a sus casas. Piper hurgó en los bolsillos, le dio un caramelo y le dijo:
—Apártate, Clover, sabes que suspendiste el último examen de conducir. —Y le confesó a Brenda—: Además, no sabe aparcar en batería.
El pastor alemán se sentó en el asiento del acompañante. Piper abrió la puerta del coche y miró hacia el humo.
—Estoy segura de que los bosques de Tarker’s Mills están ardiendo, pero eso no debe preocuparnos. —Lanzó una sonrisa amarga a Brenda—. La Cúpula nos protege.
—Buena suerte —dijo Brenda—. Dale mis condolencias a Jack. Y todo mi cariño.
—Lo haré —dijo Piper, y se fue.
Brenda salía caminando del aparcamiento con las manos en los bolsillos de sus vaqueros, preguntándose cómo iba a pasar el resto del día, cuando apareció Julia Shumway y se detuvo a su lado, para echarle una mano al respecto.
 4


La explosión de los misiles contra la Cúpula no despertó a Sammy Bushey; fue el estruendo causado por la madera, seguido por los gritos de dolor de Little Walter, lo que la despertó.
Carter Thibodeau y sus amigos se habían llevado toda la droga de la nevera, pero no registraron la caravana, de modo que la caja de zapatos con el rudimentario dibujo de la calavera seguía en el armario. También se podía leer el siguiente mensaje, escrito con los garabatos torcidos de Phil Bushey: ¡ES MI MIERDA! ¡TÓCALA Y TE MATO!
Dentro no había hierba (Phil siempre había menospreciado la maría porque la consideraba una «droga de cóctel»), y a Sammy no le interesaba la bolsita de cristal. Estaba convencida de que los «ayudantes» habrían disfrutado fumándoselo, pero ella creía que el cristal era una droga demencial para gente demente, ¿quién, si no, podía ser capaz de inhalar un humo que contenía residuos de rascadores de cajas de cerillas marinados con acetona? Había otra bolsa más pequeña que contenía media docena de Dreamboats, y cuando la pandilla de Carter se fue, Sammy se tragó una de esas pastillas con cerveza caliente de la botella que tenía escondida bajo la cama en la que ahora dormía sola… salvo cuando se llevaba a Little Walter con ella, claro. O a Dodee.
Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de tomarse todas las Dreamboats y poner fin a su asquerosa y desdichada vida de una vez por todas; y tal vez lo habría hecho de no ser por Little Walter. Si ella moría, ¿quién se ocuparía de él? Quizá incluso acababa muriendo de inanición en la cuna, lo cual era un pensamiento horrible.
De modo que desechó la posibilidad del suicidio, pero nunca en toda su vida se había sentido tan deprimida y triste y dolida. Y sucia. La habían degradado en otras ocasiones, bien lo sabía Dios, a veces Phil (a quien le gustaban los tríos mezclados con drogas antes de perder por completo el interés por el sexo), a veces otras personas, a veces ella misma; Sammy Bushey nunca había asimilado el concepto de que debía ser su propia mejor amiga.
Sin duda, había tenido sus rollos de una noche, y en una ocasión, en el instituto, cuando el equipo de baloncesto de los Wildcats ganó el campeonato de la clase D, se lo montó con cuatro jugadores titulares, uno tras otro, en la fiesta que se celebró después del partido (el quinto había perdido el conocimiento y estaba tirado en una esquina). Esa estúpida idea fue solo de ella. También había vendido lo que Carter, Mel y Frankie DeLesseps habían tomado por la fuerza. A menudo a Freeman Brown, propietario de la tienda de Brownie, donde hacía gran parte de sus compras porque Brownie le fiaba. Era viejo y no olía muy bien, pero era un cachondo, lo cual era una ventaja. Acababa rápido. Su límite acostumbraba a ser seis embestidas en el colchón del almacén, seguidas por un gruñido y un chorrito ridículo. No era el momento más destacado de la semana, pero le resultaba reconfortante saber que disponía de esa línea de crédito, sobre todo si llegaba sin blanca a final de mes y Little Walter necesitaba pañales.
Y Brownie nunca le había hecho daño.
Lo ocurrido la noche anterior era distinto. DeLesseps no se había pasado mucho, pero Carter le había hecho daño por arriba y la había hecho sangrar por abajo. Aunque lo peor llegó después, cuando Mel Searles se bajó los pantalones y dejó al descubierto una herramienta como las que había visto en las películas porno que ponía Phil antes de que su interés por el cristal superara a su interés por el sexo.
Searles le dio caña, y aunque Sammy intentó recordar lo que Dodee y ella habían hecho dos días antes, no sirvió de nada. Siguió tan seca como un día de agosto sin lluvia. Hasta que, claro está, el escozor provocado por Carter Thibodeau se convirtió en un desgarro. Entonces sí que hubo lubricación. Sammy sintió claramente aquel fluido cálido y pegajoso. También se le mojó la cara, de las lágrimas que le corrían por las mejillas y se deslizaban hasta el oído.
Durante la interminable acometida de Mel Searles, se le pasó por la cabeza que tal vez no saliera viva de todo aquello. Si la mataban, ¿qué le pasaría a Little Walter?
Mientras pensaba en todo eso, la voz estridente de urraca de Georgia Roux no paraba de gritar: «¡Tíratela, tírate a esa zorra! ¡Hazla chillar!».
Y Sammy chilló, vaya si lo hizo. Chilló mucho, y también lo hizo Little Walter desde su cuna, en la otra habitación.
Al final la amenazaron para que no se fuera de la boca y la dejaron sangrando en el sofá, herida pero viva. Sammy observó cómo los faros se deslizaron por el techo de la caravana y luego desaparecieron de camino al pueblo. Se quedó a solas con Little Walter. Tuvo que levantarse para cogerlo en brazos y caminar de un lado a otro. Solo se detuvo una vez para ponerse unas bragas (las de color rosa no; no volvería a ponérselas jamás) y para ponerse papel higiénico en la entrepierna. Tenía támpax, pero se estremecía solo de pensar en meterse algo ahí dentro.
Al cabo de un rato Little Walter apoyó la cabeza en su hombro y sintió que empezaba a babear, una clara señal de que se había quedado frito. Lo dejó en su cuna (rezando para que durmiera toda la noche de un tirón), y cogió la caja de zapatos que tenía en el armario. Las Dreamboat, una especie de sedante bastante fuerte, aunque no sabía exactamente de qué tipo, le calmaron el dolor de la entrepierna y luego la dejaron fuera de combate. Durmió durante doce horas.
Ahora eso.
Los gritos de Little Walter eran como un rayo de luz deslumbrante que atravesaba una densa niebla. Saltó de la cama y fue corriendo a su habitación. Sabía que la maldita cuna, que Phil había montado medio colocado, finalmente se había desmontado. Little Walter no habría parado de revolverse en ella la noche anterior, mientras los «ayudantes especiales» estaban ocupados con ella. Eso debió de descoyuntarla casi del todo, de modo que cuando el bebé empezó a moverse por la mañana…
Little Walter estaba en el suelo, entre los restos de la cuna. Iba gateando hacia ella, con un hilo de sangre que manaba de un corte en la frente.
—¡Little Walter! —gritó Sammy, cogiéndolo en brazos.
Se volvió, tropezó con una tabla rota de la cuna, hincó una rodilla en el suelo, se levantó y fue corriendo al baño mientras el bebé no paraba de llorar. Abrió el agua y, por supuesto, no salió nada: no había electricidad para hacer funcionar la bomba del pozo. Cogió una toalla y le secó la cara, lo que le permitió ver el corte: no era profundo, pero sí largo e irregular. Le quedaría una buena cicatriz. Le apretó la toalla con toda la fuerza con la que se atrevió, intentando no hacer caso de los gritos de insoportable dolor de Little Walter. Notó que unas gotas de sangre del tamaño de una moneda de diez centavos le caían en los pies. Cuando miró hacia abajo, vio que las bragas azules que se había puesto después de que los «ayudantes especiales» se hubieran ido, estaban teñidas de un color púrpura sucio. Al principio creyó que era la sangre de Little Walter. Pero luego vio los regueros de sangre que le corrían por los muslos.
 5


De algún modo logró que Little Walter se estuviera quieto durante el tiempo necesario para ponerle tres tiritas de Bob Esponja en el corte, una camiseta y el último peto limpio que le quedaba (en la pechera lucía un bordado que decía DIABLILLO DE MAMÁ). Sammy se vistió mientras Little Walter gateaba dando vueltas en círculo por el suelo del dormitorio. Su llanto desconsolado se había reducido a un gimoteo indolente. Samantha tiró las bragas manchadas de sangre a la basura y se puso unas limpias. Se puso un trapo de cocina en la entrepierna, y cogió otro para más tarde. Aún sangraba. No a raudales, pero era un flujo mucho mayor que el de sus peores reglas. Y no había parado en toda la noche. La cama estaba empapada.
Preparó la bolsa de Little Walter y lo cogió en brazos. Pesaba bastante y Sammy sintió una punzada de dolor Ahí Abajo: el mismo dolor de barriga que sientes cuando has comido algo en mal estado.
—Nos vamos al centro de salud —dijo—. Y tranquilo, Little Walter, el doctor Haskell nos curará a los dos. Además, a los chicos no les importan tanto las cicatrices. Piensa que algunas chicas las consideran atractivas. Conduciré tan rápido como pueda y llegaremos en un santiamén. —Abrió la puerta—. Todo irá bien.
Pero su Toyota, ese viejo montón de chatarra, no estaba bien. Los «ayudantes especiales» no habían tocado las ruedas traseras, pero habían pinchado las delanteras. Sammy se quedó mirando el coche durante un buen rato, mientras sentía que una desesperación cada vez más fuerte se apoderaba de ella. Se le pasó por la cabeza una idea fugaz pero clara: podía compartir las Dreamboats que quedaban con Little Walter. Podía deshacer las de su hijo y ponerlas en uno de sus biberones Playtex, que él llamaba «bibis». Podía mezclarlas con leche con cacao para que no notara el sabor. A Little Walter le encantaba la leche con cacao. Al pensar en eso se acordó del título de uno de los viejos discos de Phil: Nothing Matters and What If It Did? Nada importa ¿y qué si importa?
Sin embargo, desechó esa idea al instante.
—No soy de ese tipo de madres —le dijo a su hijo.
Little Walter la miró de un modo que le recordó a Phil pero en el buen sentido: la misma expresión que en la cara de su marido parecía de estupidez perpleja, resultaba adorablemente tontorrona en la de su hijo. Le dio un beso en la nariz y el bebé sonrió. Eso estuvo bien, era una sonrisa bonita, pero las tiritas de la frente se estaban tiñendo de rojo. Y eso ya no estaba tan bien.
—Pequeño cambio de planes —dijo Sammy, que entró de nuevo en casa.
Al principio no encontraba la mochila portabebés, pero luego la vio tras el sofá, que a partir de entonces siempre sería para ella el Sofá de la Violación. Logró meter a Little Walter en la mochila, pero al levantarlo notó un gran dolor. Le pareció que el trapo de cocina estaba empapado, lo cual no era un buen presagio, pero cuando se miró el pantalón de chándal que llevaba no vio ninguna mancha. Lo cual era una buena señal.
—¿Listo para el paseo, Little Walter?
El bebé se limitó a apoyar la cabeza en el hombro de su madre. A veces su parquedad de palabras le preocupaba (tenía amigos cuyos bebés ya balbuceaban frases enteras a los dieciséis meses, y Little Walter apenas sabía nueve o diez palabras), pero no era el caso esa mañana. Esa mañana tenía otras cosas de las que preocuparse.
Era un día muy caluroso para ser la última semana de octubre; el cielo estaba teñido de un azul palidísimo y la luz parecía algo borrosa. Sintió cómo empezaba a correrle el sudor por la cara y el cuello casi al mismo tiempo; las punzadas de dolor de la entrepierna eran peores a cada paso que daba, y acababa de echar a andar. Pensó que tal vez debería regresar a casa a por una aspirina, pero ¿no se suponía que empeoraban las hemorragias? Además, no estaba segura de que tuviera.
También había algo más, algo que casi no se atrevía a admitir: sabía que si regresaba a la casa tal vez no tendría el valor de volver a salir.
Había un papel bajo el limpiaparabrisas izquierdo del Toyota. En la parte superior tenía impreso Una nota de parte de SAMMY, rodeado de margaritas. Lo habían arrancado de la libreta que tenía en la cocina. Esa idea le causó una sensación de agotadora indignación. Bajo las margaritas habían garabateado: «Como se lo cuentes a alguien te pincharemos algo más que las ruedas». Y debajo, con otra letra: «La próxima vez te daremos la vuelta y jugaremos por el otro lado».
—Ni en sueños, hijo de puta —dijo ella con voz lánguida y cansada.
Arrugó la nota, la tiró junto a una rueda pinchada —pobre Corolla, parecía casi tan hecho polvo y triste como ella— y recorrió el camino hasta el buzón, donde se detuvo unos instantes. Sintió el metal caliente en contacto con la mano y los rayos de sol en la nuca. Apenas había un soplo de brisa. Se suponía que octubre era un mes fresco y vigorizante. Quizá es por todo ese rollo del calentamiento global, pensó. Fue la primera que tuvo esa idea pero no la última, y al final la palabra que acabó calando no fue «global» sino «local».
Motton Road se extendía ante ella desierta y sin encanto. A un kilómetro y medio a su izquierda empezaban las bonitas y nuevas casas de Eastchester, a las que regresaban al final del día los padres trabajadores y las madres trabajadoras de clase alta de Mills tras finalizar su jornada laboral en las tiendas, las oficinas y los bancos de Lewiston-Auburn. A la derecha se extendía el centro de Chester’s Mills. Y también se encontraba el centro de salud.
—¿Estás listo, Little Walter?
El bebé no respondió. Estaba roncando en el hombro de su madre y babeando sobre su camiseta de Donna the Buffalo. Sammy respiró hondo, intentó no hacer caso de las punzadas que sentía en el bajo vientre, agarró la mochila portabebés y echó a caminar en dirección al pueblo.
Al principio, cuando la sirena del ayuntamiento empezó a emitir los breves pitidos que anunciaban la propagación de un incendio, Sammy creyó que todo era fruto de su imaginación, lo cual era muy extraño. Entonces vio el humo, pero estaba lejos, hacia el oeste. Nada que pudiera afectarla a ella y a Little Walter… A menos que apareciera alguien que quisiera ir a echar un vistazo al incendio, claro. Si ocurría eso, era más que probable que la persona en cuestión fuera lo bastante amable como para acercarla al centro de salud, de camino al emocionante incendio.
Sammy se puso a cantar la canción de James McMurtry que tanto éxito había cosechado durante el verano, llegó hasta «We roll up the sidewalks at quarter of eight, it’s a small town, can’t sell you no beer», y luego se calló. Tenía la boca demasiado seca para cantar. Parpadeó y vio que estaba a punto de caerse en la cuneta del lado contrario a aquel por el que había empezado a caminar. Había cruzado la carretera, una forma excelente de que la atropellaran en lugar de que le echaran una mano.
Miró por encima del hombro con la esperanza de que apareciera algún coche. Pero no había ninguno. La carretera que llevaba a Eastchester estaba desierta; el asfalto no estaba tan caliente como para resplandecer.
Regresó al lado de la carretera que creía que era el suyo, tambaleándose, con piernas temblorosas. Marinero borracho, pensó. ¿Qué haces con un marinero borracho a estas horas de la mañana? Pero no era por la mañana, sino por la tarde. Había dormido demasiado, y cuando miró hacia abajo vio que la entrepierna de sus pantalones de chándal se había teñido de color púrpura, como las bragas que llevaba antes. No podré quitar la mancha, y solo tengo dos pares más que me vayan bien. Entonces recordó que uno de los otros tenía un agujero grande en el trasero y rompió a llorar. Sintió cómo las lágrimas frías corrían por sus mejillas calientes.
—No pasa nada, Little Walter —dijo—. El doctor Haskell nos curará a los dos. Todo va a ir bien. Como la seda. Como…
Entonces floreció una rosa negra ante sus ojos y sus últimas fuerzas abandonaron sus piernas. Sammy sintió que la dejaban, que salían de sus músculos como si fueran agua. Y cayó al suelo tras un último pensamiento: ¡Ponte de lado, de lado, no aplastes al bebé!
Lo logró. Se quedó tirada de costado en el arcén de Motton Road, inmóvil bajo un sol y una calima más propios del mes de julio. Little Walter se despertó y empezó a llorar. Intentó salir de la mochila pero no pudo; Sammy lo había sujetado con mucho cuidado y estaba inmovilizado. Lloró con más fuerza. Una mosca se posó en su cabeza, probó la deliciosa sangre que rezumaba entre las imágenes de dibujos animados de Bob Esponja y Patrick, y se fue volando. Posiblemente para informar de aquel banquete en el cuartel general de las moscas y pedir refuerzos.
Las cigarras chimaban en la hierba.
Sonó la sirena del pueblo.
Little Walter, atrapado con su madre inconsciente, lloró un rato más bajo el calor, luego calló y permaneció en silencio, mirando a su alrededor con apatía, mientras los goterones de sudor le corrían por el pelo.
 6


Junto a la taquilla de madera del Globe Theater y bajo su marquesina combada (el Globe llevaba cinco años cerrado), Barbie tenía una buena visión del ayuntamiento y de la comisaría de policía. Su buen amigo Junior estaba sentado en los escalones de la comisaría masajeándose las sienes como si el estruendo rítmico de la sirena le diera dolor de cabeza.
Al Timmons salió del ayuntamiento y bajó corriendo a la calle. Llevaba su ropa gris de conserje, unos prismáticos colgados del cuello y una fumigadora manual vacía, a juzgar por la facilidad con la que la cargaba. Barbie dedujo que Al había hecho sonar la alarma de incendio.
Vete, Al, pensó Barbie. ¿A qué esperas?
Aparecieron media docena de vehículos. Los dos primeros eran rancheras, el tercero un camión. Los tres estaban pintados de un amarillo muy brillante, casi chillón. Las rancheras lucían pegatinas de la FERRETERÍA BURPEE en las puertas. En la caja del camión podía leerse el legendario eslogan VEN A BURPEES A TOMAR GRANIZADOS SLURPEES. Lo conducía el propio Romeo. Llevaba su típico peinado estilo Daddy Cool, con el pelo ensortijado a lo afro. Brenda Perkins iba de acompañante. En la parte posterior de la ranchera había palas, mangueras y una bomba nueva, que aún llevaba las pegatinas del fabricante.
Romeo se detuvo junto a Al Timmons.
—Monta detrás, socio —dijo, y Al obedeció.
Barbie se ocultó tanto como pudo en la sombra de la marquesina del teatro vacío. No quería que lo reclutaran para ayudar a extinguir el incendio de la Little Bitch; tenía cosas que hacer en el pueblo.
Junior no se había movido de los escalones de la comisaría, seguía frotándose las sienes y sosteniéndose la cabeza. Barbie esperó a que desaparecieran los camiones y cruzó la calle rápidamente. Junior no alzó la mirada, y al cabo de un instante ya quedaba oculto tras el edificio del ayuntamiento, cubierto de hiedras.
Barbie subió los escalones y se detuvo a leer el cartel del tablón de anuncios: REUNIÓN DEL PUEBLO EL JUEVES A LAS 19.00 SI LA CRISIS NO HA FINALIZADO. Pensó en las palabras de Julia «Hasta que no hayas oído el discurso de Big Jim Rennie, no lo subestimes». Tal vez tendría oportunidad de escucharlo el jueves por la tarde; no le cabía la menor duda de que Rennie haría todo lo que estuviera en su mano para no ceder el control de la situación.
«Y más poder», la voz de Julia resonó en su cabeza. «También querrá eso, claro. Por el bien del pueblo».
El ayuntamiento se había construido con bloques de piedra ciento sesenta años antes, por lo que hacía una temperatura agradable en el vestíbulo, sumido en la penumbra. El generador estaba apagado y no había ninguna necesidad de encenderlo si no había nadie dentro.
Pero sí había alguien, en el vestíbulo principal. Barbie oyó voces, dos, de niño. Las altas puertas de roble estaban entreabiertas. Echó un vistazo al interior y vio a un hombre delgado y canoso sentado frente a la mesa de los concejales. Delante de él había una niña bonita de unos diez años. Los separaba un tablero de damas; el hombre, con la mejilla apoyada en una mano, estudiaba su próximo movimiento. Más allá, en el pasillo entre los bancos, una joven jugaba a saltar el potro con un niño de cuatro o cinco años. Los que estaban jugando a las damas permanecían concentrados; la mujer joven y el niño reían.
Barbie intentó apartarse, pero ya era demasiado tarde. La mujer alzó la cabeza.
—¿Hola? ¿Hola? —Cogió al niño en brazos y se dirigió hacia él. El hombre y la niña también lo miraron. Al diablo con el sigilo.
La joven le tendió la mano con la que no sostenía al niño.
—Soy Carolyn Sturges. Ese caballero es mi amigo Thurston Marshall. Este pequeño es Aidan Appleton. Di hola, Aidan.
—Hola —dijo Aidan en voz baja, y se metió el pulgar en la boca. Miró a Barbie con unos ojos redondos y azules y con cierta curiosidad.
La niña se acercó corriendo a Carolyn Sturges. El hombre, con pinta de intelectualoide, la siguió con más calma. Parecía cansado y abatido.
—Soy Alice Rachel Appleton —dijo la niña—. Soy la hermana mayor de Aidan. Quítate el pulgar de la boca, Aide.
Pero el niño no le hizo caso.
—Me alegro de conoceros a todos —dijo Barbie, que no les dio su nombre. De hecho, en ese instante deseaba llevar puesto un bigote postizo. Aunque quizá no estaba todo perdido. Estaba casi seguro de que esas cuatro personas no eran del pueblo.
—¿Trabaja usted en el ayuntamiento? —preguntó Thurston Marshall—. Si es así, quiero presentar una queja.
—Solo soy el conserje —respondió Barbie, que acto seguido recordó que probablemente habían visto salir a Al Timmons. Es más, incluso debían de haber hablado con él—. El otro conserje. Deben de haber visto a Al.
—Quiero a mi madre —dijo Aidan Appleton—. La echo mucho de menos.
—Lo hemos conocido —concedió Carolyn Sturges—. Nos ha dicho que el gobierno ha disparado unos misiles contra lo que nos tiene aislados pero que han rebotado y han causado un incendio.
—Es cierto —dijo Barbie, y antes de que pudiera añadir algo más, Marshall metió baza de nuevo.
—Quiero presentar una queja. De hecho, quiero presentar una denuncia. Me ha agredido un supuesto agente de policía. Me ha dado un puñetazo en el estómago. Me extirparon la vesícula biliar hace unos años y podría tener alguna herida interna. Además, también ha insultado a Carolyn. Se ha dirigido a ella en unos términos que la degradan sexualmente.
Carolyn le puso una mano en el brazo.
—Antes de presentar una denuncia, Thurse, quiero que recuerdes que teníamos M-A-R-Í-A —dijo Carolyn, deletreando la palabra.
—¡María! —exclamó Alice—. Nuestra madre fuma marihuana a veces porque le alivia el dolor de la R-E-G-L-A.
—Oh —dijo Carolyn—. Vale. —Esbozó una sonrisa.
Marshall se irguió por completo.
—La posesión de marihuana es una falta. ¡Lo que me hicieron a mí es un delito de agresión! ¡Y me hicieron mucho daño!
Carolyn le lanzó una mirada preñada de afecto y exasperación. De pronto Barbie entendió la relación que mantenían esos dos. La atractiva joven, que se encontraba en la primavera de su vida, había conocido al intelectual, que ya había entrado en el otoño, y ahora estaban atrapados, eran unos refugiados en la versión de Nueva Inglaterra de A puerta cerrada.
—Thurse… No creo que colara como falta. —Miró a Barbie, como excusándose—. Teníamos bastante. Y se la llevaron.
—Quizá se fumen las pruebas —dijo Barbie.
Carolyn se rió. A su novio canoso no le hizo tanta gracia y frunció sus espesas cejas.
—Aun así, pienso presentar una queja.
—Yo esperaría —le recomendó Barbie—. Ahora mismo la situación aquí… bueno, digamos que un puñetazo en el estómago no se considerará un asunto muy importante mientras sigamos atrapados bajo la Cúpula.
—Pues yo lo considero algo muy importante, estimado amigo conserje.
Ahora la mujer parecía haber adoptado una actitud más exasperada que afectuosa.
—Thurse…
—Lo bueno de todo esto es que nadie armará escándalo por un poco de maría —dijo Barbie—. Lo comido por lo servido, como dice el refrán. ¿De dónde han salido los niños?
—Los policías que fueron a buscarnos a la cabaña de Thurston nos vieron en el restaurante —dijo Carolyn—. La propietaria nos dijo que tenían cerrado hasta la hora de la cena, pero se apiadó de nosotros cuando le dijimos que éramos de Massachusetts. Nos sirvió unos bocadillos y café.
—Nos dio un bocadillo de mantequilla de cacahuete y mermelada, y café —la corrigió Thurston—. No había elección, ni tan siquiera nos ofreció un bocadillo de atún. Le dije que la mantequilla de cacahuete se me pega a la dentadura, pero me contestó que había racionamiento. ¿No le parece que es la cosa más absurda que ha oído jamás?
A Barbie le parecía absurdo, pero como la idea había sido suya, no respondió.
—Cuando vi entrar a los policías, creía que iba a haber más problemas —dijo Carolyn—, pero parece que Aide y Alice los ablandaron.
Thurston gruñó:
—Pero no tanto como para disculparse. ¿O es que me perdí esa parte?
Carolyn lanzó un suspiro y se volvió hacia Barbie.
—Nos dijeron que tal vez la reverenda de la iglesia congregacional podría encontrarnos una casa vacía donde alojarnos hasta que acabara esto. Supongo que vamos a ser padres de acogida, al menos durante un tiempo.
La mujer acarició el pelo a Aide. Thurston Marshall no parecía muy entusiasmado con la posibilidad de convertirse en padre de acogida, pero rodeó a la niña con un brazo, un gesto que a Barbie le gustó.
—Uno de los policías era Juuuunior —dijo Alice—. Es simpático. Y guapo. Frankie no es tan atractivo, pero también fue simpático. Nos dio una barrita de Milky Way. Mamá dice que no debemos aceptar dulces de desconocidos pero… —Se encogió de hombros para expresar que las cosas habían cambiado, un hecho que Carolyn y ella parecían entender de forma más clara que Thurston.
—Pues antes no fueron muy simpáticos —dijo el hombre—. No fueron simpáticos cuando me pegaron un puñetazo en el estómago, Caro.
—No hay mal que por bien no venga —añadió Alice con tono filosófico—. Es lo que dice mi madre.
Carolyn se rió. Barbie hizo lo propio, y al cabo de un momento también los acompañó Marshall, aunque se llevó las manos al estómago y le lanzó una mirada de reproche a su joven novia.
—Fui hasta la iglesia y llamé a la puerta —dijo Carolyn—. Como no respondía nadie, entré, la puerta no estaba cerrada con llave, pero la iglesia estaba vacía. ¿Tiene idea de cuándo regresará el reverendo?
Barbie negó con la cabeza.
—Yo que ustedes cogería el tablero e iría hasta la casa parroquial, está a la vuelta de la esquina. Pregunten por una mujer llamada Piper Libby.
—Cherchez la femme —dijo Thurston.
Barbie se encogió de hombros y asintió.
—Es una buena persona, y Dios sabe que hay varias casas vacías en Mills. Casi podrán escoger. Y probablemente encontrarán provisiones en la despensa elijan la casa que elijan.
Aquello le hizo pensar de nuevo en el refugio antinuclear.
Alice, mientras tanto, había cogido las damas, que se guardó en los bolsillos, y el tablero.
—El señor Marshall me ha ganado todas las partidas —le dijo a Barbie—. Dice que es una actitud condescendiente dejar ganar a los niños solo porque son niños. Pero estoy mejorando, ¿verdad, señor Marshall?
La niña le sonrió y Thurston Marshall le devolvió la sonrisa. Barbie pensó que ese cuarteto tan insólito se las apañaría bien.
—Sí, los niños tenéis todo el derecho del mundo a pasároslo bien, querida Alice. Pero no es necesario que os lo sirvamos todo en bandeja.
—Quiero a mamá —dijo Aidan, enfurruñado.
—Ojalá hubiera algún modo de ponernos en contacto con ella —dijo Carolyn—. Alice, ¿estás segura de que no recuerdas su dirección de correo electrónico? —Y le comentó a Barbie—: Su madre se dejó el teléfono móvil en la cabaña, de modo que no podemos llamarla.
—Sé que empezaba con «mujer» no sé qué —dijo Alice—. Y que es de Hotmail. Es lo único que recuerdo. Mamá siempre dice que antes tenía otra que empezaba con «solteraymaciza», pero que papá la obligó a cambiarla.
Carolyn miró a su novio mayor.
—¿Nos ponemos en marcha?
—Sí. Vamos a la casa parroquial y esperemos que la mujer vuelva pronto de la obra de caridad que haya requerido de su atención.
—Es probable que su casa tampoco esté cerrada con llave —dijo Barbie—. Si lo está, busque bajo el felpudo.
—Jamás me habría atrevido —replicó el hombre.
—Yo sí —exclamó Carolyn, y se rió. Sus carcajadas hicieron sonreír al niño.
—¡Atrevido! —gritó Alice Appleton, que corrió por el pasillo central con los brazos estirados y agitando el tablero de las damas—. Atrevido, atrevido, venga, chicos, ¡atrevámonos!
Thurston lanzó un suspiro.
—Si rompes el tablero nunca me ganarás.
—¡Sí que te ganaré porque tengo derecho a pasármelo bien! —exclamó la pequeña—. ¡Además, podríamos pegarlo con cinta adhesiva! ¡Vamos!
Aidan se revolvió impaciente en los brazos de Carolyn, que lo dejó en el suelo para que persiguiera a su hermana. La joven le tendió la mano.
—Gracias, señor…
—De nada —respondió Barbie, que le estrechó la mano. Entonces se volvió hacia Thurston, que le dio un apretón de manos flojo, típico de los hombres que conceden mucha más importancia al cultivo de la mente que al del cuerpo.
La pareja echó a caminar detrás de los niños. Al llegar a la puerta, Thurston Marshall se volvió. Un rayo de sol difuso que entraba por un ventanal alto le iluminó la cara y pareció mucho mayor de lo que era. Como si tuviera ochenta años.
—He sido el editor del último número de Ploughshares —dijo con una voz que temblaba de indignación y pena—. Es una revista literaria muy buena, una de las mejores del país. No tenían derecho a darme un puñetazo en el estómago ni a reírse de mí.
—No —admitió Barbie—. Por supuesto que no. Cuiden bien de esos niños.
—Lo haremos —dijo Carolyn, que agarró el brazo de su novio y lo apretó—. Venga, Thurse.
Barbie esperó hasta que oyó cerrarse la puerta exterior, y entonces buscó la escalera que conducía a la sala de plenos del ayuntamiento y a la cocina. Julia le había dicho que el refugio antinuclear se encontraba ahí abajo.
 7


Lo primero que a Piper se le pasó por la cabeza fue que alguien había dejado una bolsa de basura en el arcén de la carretera. Entonces se acercó un poco más y vio que era un cuerpo.
Detuvo el coche y bajó tan rápido que se le dobló una rodilla y se hizo un rasguño. Cuando se levantó, vio que no había un cuerpo sino dos: una mujer y un bebé. El niño, por lo menos, estaba vivo, agitaba los brazos sin energía.
Corrió hacia ellos y puso a la mujer boca arriba. Era joven, su rostro le resultaba vagamente familiar, pero no formaba parte de su congregación. Tenía varios moratones en la mejilla y en la frente. Piper soltó al niño de la mochila, y cuando lo cogió y le acarició el pelo sudado, empezó a llorar desconsoladamente.
La mujer abrió los ojos de repente al oír el llanto. Piper vio que tenía los pantalones manchados de sangre.
—El bebé —gimió la mujer, pero Piper no le entendió.
—¿Quieres beber? Tranquila, hay agua en el coche. No te muevas. Tengo a tu hijo, está bien. —En realidad no sabía si eso era cierto—. Yo me cuidaré de él.
—El bebé —repitió la mujer de los pantalones ensangrentados, y cerró los ojos.
Piper regresó corriendo al coche. El corazón le latía con tanta fuerza que sentía las palpitaciones en las órbitas de los ojos. La lengua le sabía a cobre. Que Dios me ayude, pensó, y como no se le ocurrió nada más, lo dijo de nuevo: Dios, oh, Dios, ayúdame a ayudar a esa mujer.
El Subaru tenía aire acondicionado pero no lo había utilizado a pesar del calor que hacía; casi nunca lo encendía. Creía que no era muy ecológico. Pero en ese momento decidió ponerlo en marcha, a toda potencia. Dejó al bebé en el asiento posterior, subió las ventanillas, cerró las puertas, y se dirigió de nuevo hacia la mujer que yacía en el polvo, pero un pensamiento horrible la hizo frenarse en seco: ¿y si el bebé lograba subirse al asiento, apretaba un botón y cerraba las puertas?
Dios, qué estúpida soy. La peor reverenda del mundo cuando estalla una crisis de verdad. Ayúdame a no ser tan estúpida.
Regresó corriendo junto al coche, abrió la puerta del conductor de nuevo, miró por encima del asiento, y vio que el bebé seguía tumbado donde lo había dejado, aunque ahora se estaba chupando el pulgar. La miró fugazmente y luego fijó la mirada en el techo, como si hubiera visto algo interesante. Tenía la camiseta empapada de sudor. Piper giró la llave electrónica hacia delante y hacia atrás hasta que logró quitarla del llavero. Entonces regresó junto a la mujer, que estaba intentando sentarse.
—No —le dijo Piper, que se arrodilló junto a ella y le puso un brazo sobre los hombros—. Creo que no deberías…
—El bebé —gimió la mujer.
¡Mierda! ¡He olvidado el agua! Dios, ¿por qué has permitido que me olvide del agua?

Ahora la mujer hacía esfuerzos por ponerse en pie. A Piper no le gustó la idea, contradecía todo lo que sabía sobre primeros auxilios, pero ¿qué otra opción tenía? La carretera estaba desierta y no podía dejarla con aquel sol abrasador, que no haría sino empeorar con el paso de las horas. De modo que en lugar de obligarla a sentarse, la ayudó a levantarse.
—Despacito —le dijo mientras la sujetaba por la cintura y la ayudaba a dar unos pasos tambaleantes—. Poco a poco, no hay prisa. En el coche estarás fresquita. Y hay de beber.
—¡El bebé! —La mujer se balanceó, recobró el equilibrio e intentó caminar más rápido.
—Quieres beber —dijo Piper—. Vale. Entonces voy a llevarte al hospital.
—Centro… Salud.
Piper no le entendió y negó con la cabeza.
—Ni hablar, no vas a acabar en un ataúd, vas al hospital. Tu hijo y tú.
—El bebé —susurró la mujer, que se tambaleó. Tenía la cabeza gacha, la cara tapada por el pelo, mientras Piper abría la puerta del acompañante y la ayudaba a subir.
Piper cogió la botella de Poland Spring del salpicadero y quitó el tapón. La mujer se la arrancó antes de que Piper pudiera ofrecérsela, y bebió con tanta avidez que el agua le mojó el cuello, la barbilla y la camiseta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la reverenda.
—Sammy Bushey. —Y entonces, mientras sentía un calambre en el estómago a causa del agua, apareció de nuevo la rosa negra frente a los ojos de Sammy. La botella cayó sobre la alfombrilla, el agua se derramó, y ella perdió el conocimiento.
Piper se dirigió hacia el hospital a toda velocidad gracias a que Motton Road estaba desierta, pero cuando llegó al Cathy Russell descubrió que el doctor Haskell había muerto el día antes y que el auxiliar médico, Everett, no estaba allí.
El célebre y experto médico Dougie Twitchel se encargó de examinar y hacer el ingreso de Sammy.
 8


Mientras Ginny intentaba detener la hemorragia vaginal de Sammy Bushey, y Twitch suministraba líquidos por vía intravenosa a Little Walter, que estaba muy deshidratado, Rusty Everett estaba sentado tranquilamente en un banco de la plaza del pueblo, al lado del ayuntamiento. El banco se encontraba bajo las largas ramas de una alta pícea azul, por lo que el auxiliar médico creía que la sombra lo hacía invisible. Siempre que no se moviera demasiado, claro está.
Había varias cosas interesantes que observar.
Su plan inicial consistía en ir directamente al almacén que había detrás del ayuntamiento (Twitch lo había llamado «cabaña», pero el largo edificio de madera, que también albergaba los cuatro quitanieves del pueblo, era algo más que eso) para comprobar las reservas de propano, pero entonces apareció uno de los coches de policía, conducido por Frankie DeLesseps. Junior Rennie bajó del asiento del conductor. Ambos hablaron un instante, y luego DeLesseps se fue.
Junior subió los escalones de la comisaría, pero en lugar de entrar, se sentó ahí mismo y se frotó las sienes como si tuviera dolor de cabeza. Rusty decidió esperar. No quería que lo vieran comprobando las reservas energéticas del pueblo, y menos el hijo del segundo concejal.
Poco después Junior se sacó el teléfono móvil del bolsillo, lo abrió, escuchó, dijo algo, escuchó un poco más, dijo unas palabras y lo cerró de nuevo. Volvió a frotarse las sienes. El doctor Haskell había comentado algo sobre ese muchacho. ¿Migrañas y jaquecas, había dicho? Sin duda parecía que tenía migraña. No solo porque se frotaba las sienes, sino por cómo agachaba la cabeza.
Intenta que no le moleste el resplandor, pensó Rusty. Debe de haber olvidado el Imitrex o el Zomig en casa. Suponiendo que Haskell se los hubiera recetado.
Rusty se disponía a levantarse con la intención de enfilar Commonwealth Lane y dirigirse a la parte de atrás del ayuntamiento —estaba claro que Junior no se encontraba en actitud muy observadora—, cuando vio a otra persona y decidió sentarse de nuevo. Dale Barbara, el pinche que al parecer había sido ascendido al rango de coronel (por el propio presidente, según afirmaban algunos), estaba bajo la marquesina del Globe, más oculto en las sombras que el propio Rusty. Y Barbara también parecía estar observando a Junior Rennie.
Interesante.
A juzgar por su actitud, Barbara había llegado a la misma conclusión que Rusty: Junior no estaba observando sino esperando. Seguramente a alguien que debía ir a recogerlo. Barbara cruzó la calle y, cuando quedó fuera del ángulo de visión de Junior gracias al ayuntamiento, se detuvo para echar un vistazo al tablón de anuncios que había en el exterior. Luego entró.
Rusty decidió permanecer sentado un rato más. Se estaba bien bajo el árbol, y sentía curiosidad por saber a quién estaba esperando Junior. La gente aún estaba regresando del Dipper’s (algunos se habrían quedado mucho más si hubiera corrido el alcohol). La mayoría, como el muchacho que estaba sentado en la escalera, caminaban con la cabeza gacha. Pero no por dolor, conjeturó Rusty, sino a causa del desánimo. O quizá eran lo mismo. Era una cuestión sobre la que debía reflexionar.
Entonces llegó un vehículo negro, de líneas rectas y derrochador de gasolina, que Rusty conocía de sobra: el Hummer de Big Jim Rennie. Tocó el claxon con impaciencia para que las tres personas que caminaban por la calle se hicieran a un lado, las apartó como si fueran ovejas.
El Hummer se detuvo frente a la comisaría. Junior alzó la mirada pero no se levantó. Se abrieron las puertas del vehículo. Andy Sanders bajó del asiento del conductor, y Rennie del lado del acompañante. ¿Big Jim permitiendo que Sanders condujera su amada perla negra? Sentado en el banco, Rusty enarcó las cejas. Nunca había visto a nadie, aparte de a Big Jim, al volante de aquel monstruo. Tal vez ha decidido ascender a Andy de botones a chófer, pensó, pero cuando vio subir a Rennie los escalones hasta donde se encontraba su hijo, cambió de opinión.
Al igual que a la mayoría de los médicos veteranos, a Rusty se le daba bastante bien hacer diagnósticos a cierta distancia. Obviamente nunca habría recetado un tratamiento basándose tan solo en eso, pero simplemente por el modo de andar era capaz de decirte a quién le habían implantado una prótesis de cadera seis meses antes y quién sufría hemorroides; podía identificar un caso de tortícolis por el modo en que una mujer giraba todo el cuerpo en lugar de volver solo la cabeza para mirar hacia atrás; podía identificar a un niño que había cogido piojos en un campamento de verano por cómo se rascaba la cabeza. Big Jim apoyaba el brazo en su gran barriga mientras subía los escalones; era el típico lenguaje corporal de un hombre que había sufrido hacía poco un tirón en el hombro, en la parte superior del brazo, o en ambas. De modo que no resultaba tan sorprendente que hubiera delegado en Sanders la tarea de conducir la bestia.
Los tres hombres hablaron. Junior no se levantó, sino que fue Sanders quien se sentó a su lado, hurgó en el bolsillo y sacó un objeto que brilló en la luz de la tarde, enturbiada por la calima. Rusty tenía buena vista, pero estaba como mínimo a cincuenta metros, demasiado lejos para distinguir el objeto en cuestión. Tenía que ser de cristal o metálico; era lo único que tenía claro. Junior se lo guardó en el bolsillo y los tres hombres hablaron un poco más. Rennie señaló el Hummer —lo hizo con el brazo bueno— y Junior negó con la cabeza. Entonces fue Sanders quien señaló el vehículo. Junior volvió a hacer un gesto de negación, agachó la cabeza y se frotó las sienes. Los dos hombres se miraron, y Sanders estiró el cuello porque seguía sentado en los escalones. Y a la sombra de Big Jim, una imagen que a Rusty le pareció muy apropiada. Big Jim se encogió de hombros y extendió las manos en un «qué se le va a hacer». Sanders se puso en pie y los dos hombres entraron en la comisaría, aunque Big Jim se detuvo junto a su hijo para darle una palmada en el hombro. Junior no reaccionó. Se quedó sentado donde estaba, como si tuviera intención de quedarse ahí eternamente. Sanders asumió el papel de portero, cedió el paso a Big Jim y lo siguió.
Los dos concejales acababan de abandonar la escena cuando un cuarteto salió del ayuntamiento: un caballero maduro, una mujer joven, una niña y un niño. La niña cogía de la mano al pequeño y llevaba un tablero de ajedrez. El niño parecía casi tan desconsolado como Junior, pensó Rusty… y, ¡vaya!, también se frotaba las sienes con la mano libre. Los cuatro cruzaron Comm Lane y pasaron por delante del banco de Rusty.
—Hola —dijo la niña con alegría—. Me llamo Alice y él es Aidan.
—Vamos a vivir en la casa pasional —dijo el niño en tono adusto. No había dejado de frotarse la sien y parecía muy pálido.
—Será emocionante —dijo Rusty—. A veces me gustaría vivir en una casa pasional.
El hombre y la mujer alcanzaron a los niños. Iban cogidos de la mano. Padre e hija, dedujo Rusty.
—De hecho, solo queremos hablar con la reverenda Libby —dijo la joven—. Por casualidad, ¿no sabrá si ya ha regresado?
—No tengo ni idea —respondió Rusty.
—Bueno, nos acercaremos hasta allí y esperaremos. En la casa pasional. —Lanzó una sonrisa al hombre mayor al pronunciar esas palabras. Rusty pensó que tal vez no eran padre e hija, después de todo—. Es lo que el conserje nos dijo que hiciéramos.
—¿Al Timmons? —Rusty había visto a Al subir a la parte posterior de la camioneta de los Almacenes Burpee.
—No, el otro —dijo el hombre mayor—. Nos ha dicho que quizá la reverenda podría ayudarnos con el alojamiento.
Rusty asintió.
—¿Se llamaba Dale?
—Creo que no nos ha dicho cómo se llamaba —respondió la mujer.
—¡Vamos! —El niño soltó la mano de su hermana y se agarró a la de la joven—. Quiero jugar al otro juego que dijiste. —Pero parecía más cansado que ansioso por jugar. Tal vez se encontraba en un leve estado de shock. O padecía algún tipo de enfermedad. En tal caso, Rusty esperaba que solo fuera un resfriado. Lo último que necesitaba Mills en ese instante era una epidemia de gripe.
—Han perdido a su madre, temporalmente —dijo la joven en voz baja—. Por eso estamos cuidando de ellos.
—Es un detalle por su parte —aseguró Rusty, en serio—. Hijo, ¿te duele la cabeza?
—No.
—¿La garganta?
—No —respondió Aidan. Miraba a Rusty muy serio—. ¿Sabes? Si no celebramos Halloween este año no me importa.
—¡Aidan Appleton! —exclamó Alice, que parecía muy sorprendida.
Rusty dio un respingo en el banco; no pudo evitarlo. Entonces sonrió.
—Ah, ¿no? ¿Y por qué?
—Porque siempre salimos a por caramelos con mamá, y mamá ha ido a por istros.
—Quiere decir suministros —lo corrigió la hermana en tono indulgente.
—Ha ido a por chuches —dijo Aidan. Parecía un pequeño anciano, un pequeño anciano preocupado—. Me daía medo saír la noche de Halloween sin mamá.
—Venga, Caro —terció el hombre mayor—. Deberíamos…
Rusty se levantó del banco.
—¿Le importa que hable con usted un instante, señora? Aquí mismo.
Caro parecía desconcertada y cautelosa, pero se acercó al árbol con Rusty.
—¿El niño ha sufrido algún tipo de ataque? —preguntó Rusty—. Eso incluye dejar de hacer de repente lo que estaba haciendo… ya sabe, simplemente quedarse quieto un rato… o con la mirada fija… chasqueando los labios…
—En absoluto —respondió el hombre mayor, que se unió a ellos dos.
—No —admitió Caro, que parecía asustada.
El hombre se dio cuenta y miró a Rusty con el ceño fruncido.
—¿Es usted médico?
—Auxiliar médico. Creía que quizá…
—Bueno, le agradecemos su preocupación, señor…
—Eric Everett. Pueden llamarme Rusty.
—Le agradecemos su preocupación, señor Everett, pero creo que está injustificada. Tenga en cuenta que estos niños no tienen a su madre…
—Y que han pasado dos noches solos, sin mucho que comer —añadió Caro—. Estaban intentando llegar al pueblo cuando esos dos… agentes —arrugó la nariz como si la palabra oliera mal— los encontraron.
Rusty asintió.
—Entonces supongo que eso lo explicaría. Aunque la niña parece encontrarse mejor.
—Cada niño reacciona de un modo distinto. Es mejor que nos vayamos. Se están alejando demasiado, Thurse.
Alice y Aidan estaban correteando por el parque, dando patadas al colorido manto de hojas que lo cubría. La niña agitaba el tablero de ajedrez y gritaba «¡La casa pasional! ¡La casa pasional!». Aidan intentaba seguirle el ritmo y también gritaba.
El niño se ha despistado un momento y ya está, pensó Rusty. Lo demás ha sido pura coincidencia. Ni siquiera eso; ¿qué niño estadounidense no se pasa la segunda quincena de octubre pensando en Halloween? Una cosa estaba clara: si alguien les preguntaba algo a alguno de los cuatro más tarde, recordarían a la perfección dónde y cuándo habían visto a Eric «Rusty» Everett. Al diablo con la discreción.
El hombre de pelo canoso alzó la voz.
—¡Niños! ¡Parad!
La joven pensó en lo que había dicho Rusty y le tendió la mano.
—Gracias por su preocupación, señor Everett. Rusty.
—Seguramente he exagerado un poco. Deformación profesional.
—Estás perdonado. Ha sido el fin de semana más loco de la historia del mundo. Se lo podemos atribuir a eso.
—Desde luego. Si me necesitáis, id al hospital o al centro de salud. —Señaló en dirección al Cathy Russell, que aparecería entre los árboles cuando cayeran el resto de las hojas. Si caían.
—O a este banco —añadió ella, sin dejar de sonreír.
—O a este banco, claro. —Le devolvió la sonrisa.
—¡Caro! —Thurse estaba impaciente—. ¡Vamos!
Le dijo adiós a Rusty con la mano —un movimiento fugaz de los dedos— y corrió tras los demás. Corría con agilidad y con garbo. Rusty se preguntó si Thurse sabía que las chicas que corren con agilidad y con garbo casi siempre huyen de sus amantes maduros tarde o temprano. Tal vez sí. Tal vez ya le había ocurrido en otras ocasiones.
Rusty vio cómo cruzaban la plaza del pueblo y se dirigían hacia el chapitel de la iglesia congregacional. Al final los árboles acabaron engulléndolos. Cuando volvió la mirada hacia la comisaría, Junior Rennie ya no estaba.
Rusty permaneció sentado donde estaba durante un rato, tamborileando con los dedos sobre los muslos. Entonces tomó una decisión y se levantó. Buscar en el almacén del pueblo los depósitos de propano que habían desaparecido del hospital era algo que podía esperar. Sentía mayor curiosidad por saber qué estaba haciendo el único oficial del ejército de Chester’s Mills en el ayuntamiento.
 9


Lo que Barbie estaba haciendo mientras Rusty cruzaba Comm Lane para dirigirse al ayuntamiento era silbar de admiración. El refugio antinuclear era tan largo como el vagón restaurante de un tren, y los estantes estaban llenos de alimentos enlatados. La mayoría tenían una pinta rara: montones de sardinas, hileras de salmón y varias cajas de algo llamado Almejas Fritas Snow que Barbie esperaba no tener que probar nunca. Había cajas de comestibles no perecederos, incluidos muchos botes grandes de plástico en los que se podía leer ARROZ, TRIGO, LECHE EN POLVO y AZÚCAR. Había varias pilas de botellas con la etiqueta AGUA POTABLE. Contó diez cajas grandes de EXCEDENTES DE GALLETAS SALADAS DEL GOBIERNO DE EE.UU. Había dos más con la etiqueta EXCEDENTES DE BARRAS DE CHOCOLATE DEL GOBIERNO DE EE.UU. En la pared, sobre las cajas, había un cartel amarillo que decía CON 700 CALORÍAS AL DÍA, NO TENDRÁS HAMBRE EN LA VIDA.
—Y un cuerno —murmuró Barbie.
Había una puerta en el otro extremo. La abrió y halló una oscuridad estigia. Palpó la pared y encontró un interruptor. Otra sala, no tan grande pero aun así de un tamaño considerable. Parecía vieja y en desuso —no estaba sucia, al menos Al Timmons debía de saber de su existencia, ya que alguien había quitado el polvo de los estantes y había barrido el suelo—, pero estaba abandonada, sin duda. Había agua almacenada en botellas de cristal, y no había visto ninguna de esas desde una breve estancia en Arabia Saudí.
En la segunda habitación había una docena de camas plegables, además de sábanas azules y colchones guardados en unas fundas de plástico transparente, aún sin estrenar. Había más suministros, incluidas media docena de cajas de cartón con la etiqueta HIGIENE PERSONAL, y otra docena de cajas en las que se leía MASCARILLAS DE AIRE. Había también un pequeño generador auxiliar que podía proporcionar un mínimo suministro de energía. Estaba activado; debía de haberse puesto en marcha cuando encendió las luces. A cada lado del generador había un estante. En uno había una radio que podría haber sido nueva cuando la canción de C. W. McCall «Convoy» era todo un éxito. En el otro estante había dos hornillos y una caja metálica pintada de un amarillo muy fuerte. El logotipo del costado pertenecía a la época en la que CD no significaba «disco compacto». Era lo que había ido a averiguar.
Barbie la cogió y casi se le cayó al suelo; pesaba mucho. En la parte frontal había un indicador en el que ponía CÓMPUTO POR SEGUNDO. Cuando se encendía el instrumento y apuntaba con el sensor hacia algo, la aguja podía quedarse en verde, moverse hasta el amarillo del centro… o llegar al rojo. Lo cual, supuso Barbie, no podía ser bueno.
Lo encendió. La pequeña bombilla no se iluminó y la aguja permaneció inmóvil junto al 0.
—La batería se ha descargado —dijo alguien por detrás.
Barbie casi dio un bote. Se giró y vio a un hombre corpulento y alto, con el pelo rubio, en la puerta que separaba ambas habitaciones.
Por un instante fue incapaz de recordar su nombre, aunque el tipo iba al restaurante casi todos los domingos por la mañana, a veces con su mujer, pero siempre con sus dos hijas. Entonces se acordó.
—Rusty Evers, ¿verdad?
—Casi, Everett. —El recién llegado le tendió la mano. Barbie fue hacia él con cierta cautela y se la estrechó—. Te he visto entrar.
—Y seguramente eso —dijo señalando con la cabeza el contador Geiger— no sea mala idea. Si lo tienen aquí, por algo será.
—Me alegro de que estés de acuerdo. Casi me da un infarto cuando has llegado. Aunque, bueno, supongo que estaría en buenas manos. Eres médico, ¿no?
—AM —dijo Rusty—. Eso significa…
—Sé lo que significa. Auxiliar médico.
—Muy bien, has ganado la batería de cocina. —Rusty señaló el contador Geiger—. Ese trasto debe de funcionar con una pila seca de seis voltios. Estoy casi seguro de que he visto alguna en Burpee’s. Aunque no tan seguro de que esté abierto en este momento. Así que… ¿investigamos un poco más?
—¿Qué quieres investigar?
—La cabaña de suministros que hay en la parte de atrás.
—Y tenemos que hacer eso porque…
—Eso depende de lo que encontremos. Si es lo que ha desaparecido del hospital, tú y yo podríamos intercambiar cierta información.
—¿Y no quieres contarme lo que ha desaparecido?
—Propano, tío.
Barbie meditó un rato la respuesta.
—Qué demonios. Vamos a echar un vistazo.
 10


Junior se encontraba al pie de la escalera desvencijada que había en un lateral del Drugstore de Sanders preguntándose si sería capaz de subirlas teniendo en cuenta lo mucho que le dolía la cabeza. Quizá. Probablemente. Aunque también pensó que cuando llegara a la mitad podía estallarle la cabeza como un petardo en Nochevieja. La mancha había vuelto a aparecer frente a sus ojos, palpitando al ritmo de los latidos del corazón, pero ya no era blanca. Se había teñido de un rojo brillante.
Estaré bien en la oscuridad, pensó. En la despensa, con mis amigas.
Si todo salía bien, podría regresar allí. En ese momento, la despensa de la casa de los McCain, en Prestile Street, era el lugar en el que más le apetecía estar de toda la tierra. Coggins, por supuesto, también estaba allí, pero ¿y qué? Siempre podía apartar al capullo del predicador a un lado. Además, el reverendo debía permanecer escondido, al menos de momento. Junior no tenía ningún interés en proteger a su padre (no le sorprendió ni le afligió lo que había hecho su viejo; siempre había sabido que Big Jim Rennie escondía a un asesino en potencia), pero tenía interés en darle su merecido a Dale Barbara.
Si lo hacemos bien, podemos lograr mucho más aparte de quitarlo de en medio, había dicho Big Jim esa mañana. Podemos utilizarlo para unir al pueblo en esta crisis. Y esa puñetera periodista… También tengo un plan para ella. Puso una mano caliente sobre el hombro de su hijo, en un gesto muy melodramático. Somos un equipo.
Tal vez no para siempre, pero de momento ambos trabajaban codo con codo. E iban a darle su merecido a Baaarbie. A Junior incluso se le ocurrió que Barbie era el responsable de sus dolores de cabeza. Si había estado en el extranjero, se rumoreaba que en Iraq, tal vez había vuelto con algún recuerdo raro de Oriente Próximo. Un veneno, quizá. Junior había comido en el Sweetbriar Rose en muchas ocasiones. Barbara podía haberle echado unas gotitas de algo en la comida. O en el café. Y aunque Barbie no se encargara de la parrilla, podía haber convencido a Rose para hacerlo. Ese cabrón la tenía encandilada.
Junior subió la escalera lentamente, deteniéndose cada cuatro pasos. No le explotó la cabeza, y cuando llegó arriba, hurgó en el bolsillo para coger la llave del apartamento que Andy Sanders le había dado. Le costó encontrarla y creyó que quizá la había perdido, pero al final sus dedos dieron con ella; estaba escondida bajo unas monedas.
Echó un vistazo alrededor. Unas cuantas personas volvían aún del Dipper’s, pero nadie se fijó en él, que se encontraba en el rellano frente al apartamento de Barbie. La llave giró en la cerradura y entró.
No encendió la luz, aunque era probable que el generador de Sanders abasteciera también el apartamento. En la penumbra, el punto rojo palpitante era menos visible. Miró alrededor con curiosidad. Había libros: estantes y estantes de libros. ¿Acaso Baaarbie había pensado dejarlos allí cuando se largó del pueblo? ¿O le había pedido a alguien, probablemente a Petra Searles, que trabajaba con él abajo, que se los enviara a algún lugar? En tal caso, seguro que también le había pedido que le enviara la alfombra de la sala de estar, una reliquia que parecía de un jinete de camellos y que Barbie debía de haber comprado en el bazar local cuando no había sospechosos a los que torturar ni niños de los que abusar.
En realidad, no había dispuesto que le enviaran sus cosas, decidió Junior. No había sido necesario porque nunca había tenido la más mínima intención de irse. Cuando se le ocurrió esa idea, Junior se preguntó por qué no se había dado cuenta antes. A Baaarbie le gustaba el pueblo; nunca se iría por voluntad propia. Era más feliz allí que un gusano en un vómito de perro.
Encuentra algo que lo incrimine, le había ordenado Big Jim. Algo que solo pueda ser suyo. ¿Me entiendes?
¿Acaso crees que soy estúpido, papá?, pensaba Junior ahora. Si tan estúpido soy, ¿por qué fui yo quien te salvó la vida anoche?
Sin embargo, cuando a su padre se le cruzaban los cables, enseguida se ponía a repartir leña, eso era innegable. Nunca le había dado una bofetada ni una azotaina cuando era pequeño, algo que Junior siempre había atribuido a la influencia positiva de su difunta madre. Y sospechaba que ahora tampoco lo hacía porque, en el fondo de su corazón, sabía que si empezaba quizá no podría parar.
—De tal palo, tal astilla —dijo Junior, y se rió. Le dolía la cabeza, pero aun así se rió. ¿Cuál era ese viejo refrán que decía que la risa era la mejor medicina?
Entró en el dormitorio de Barbie, vio que la cama estaba hecha, y por un instante pensó que sería maravilloso bajarse los pantalones y dejarle una cagada en medio de la cama. Sí, y luego podría limpiarse el culo con la funda de la almohada. ¿Qué te parecería eso, Baaarbie?
Sin embargo, fue hacia el tocador. Había tres o cuatro pares de vaqueros en el cajón de arriba y dos pares de pantalones cortos caqui. Bajo estos había un teléfono móvil y por un instante pensó que eso era lo que necesitaba. Pero no. Era un móvil barato de tarjeta, de esos que son casi de usar y tirar. Barbie podía decir que no era suyo.
Había media docena de calzoncillos y cuatro o cinco pares de calcetines blancos de deporte en el segundo cajón. El tercero estaba vacío.
Miró debajo de la cama, y al agacharse sintió un martilleo en la cabeza; no había sido buena idea. Tampoco encontró nada ahí debajo, ni siquiera pelusas de polvo. Baaarbie era un obseso de la limpieza. Junior pensó en tomarse el Imitrex que llevaba en el bolsillo del reloj, pero no lo hizo. Ya se había tomado dos y no le habían hecho ningún efecto, salvo el regusto metálico. Sabía qué medicina necesitaba: la despensa oscura de Prestile Street. Y la compañía de sus amigas.
Mientras tanto, estaba ahí. Y allí tenía que haber algo.
—Algo —susurró—. Tengo que encontrar algo.
Mientras volvía hacia la sala de estar, se limpió una lágrima del ojo izquierdo, que no dejaba de palpitar (no se dio cuenta de que estaba teñida de sangre), y de repente se le ocurrió una idea y se detuvo. Regresó al tocador y abrió de nuevo el cajón de los calcetines y la ropa interior. Los calcetines estaban doblados con forma de bola. Cuando estaba en el instituto, Junior había escondido alguna vez un poco de hierba o unas cuantas anfetas en los calcetines; en una ocasión escondió un tanga de Adriette Nedeau. Los calcetines eran un buen escondite. Los fue sacando todos, de uno en uno, palpándolos.
Al coger el tercero dio con un filón, algo que parecía una lámina de metal. No, había dos. Desenrolló los calcetines y sacudió el que más pesaba sobre el tocador.
Cayeron las placas de identificación del ejército de Dale Barbara. Y a pesar de su atroz dolor de cabeza, Junior sonrió.
Ya eres nuestro, Baaarbie, pensó. Ya eres nuestro, gilipollas.
 11


En el lado de Tarker’s Mills de la Little Bitch Road, los incendios provocados por los misiles Fasthawk aún ardían con toda su fuerza, pero estarían extinguidos al anochecer; los parques de bomberos de cuatro pueblos, ayudados por un destacamento mixto formado por personal del ejército y marines, estaban trabajando en ello, controlando la situación. Lo habrían extinguido antes, creía Brenda Perkins, si los bomberos no hubieran tenido que hacer frente también a fuertes ráfagas de viento. En el lado de Chester’s Mills no tenían ese problema. Reinaba la calma. Más tarde quizá se convirtiera en un infierno. Era imposible saberlo.
Brenda no pensaba permitir que esa cuestión la preocupara esa tarde; se sentía bien. Si alguien le hubiera preguntado esa misma mañana cuándo creía que volvería a sentirse bien, Brenda habría respondido: «Quizá el año que viene. Quizá nunca». Y era lo bastante inteligente para saber que esa sensación no duraría mucho. Los noventa minutos de ejercicio habían tenido mucho que ver; el ejercicio liberaba endorfinas, daba igual que se hubiera dedicado a correr o a apagar incendios con una pala. Pero aquella sensación no solo era cosa de las endorfinas. Estaba al frente de una tarea que era importante y que podía realizar.
Varios voluntarios habían acudido al humo. Catorce hombres y tres mujeres se congregaban a ambos lados de la Little Bitch. Algunos aún sostenían las palas y las esteras de goma que habían utilizado para apagar las llamas, y otros se habían desprendido de las fumigadoras y se habían sentado en el arcén sin asfaltar de la carretera. Al Timmons, Johnny Carver y Nell Toomey estaban enrollando las mangueras y guardándolas en una de las camionetas de Burpee. Tommy Anderson, del Dipper’s, y Lissa Jamieson, una mujer new age pero fuerte como un caballo, transportaban la bomba que habían utilizado para extraer agua del arroyo de la Little Bitch Road a uno de los otros camiones. Brenda oyó risas y se dio cuenta de que no era la única que disfrutaba del subidón de adrenalina.
Los arbustos a ambos lados de la carretera habían quedado tiznados y las ascuas aún no se habían apagado por completo. También habían ardido varios árboles, pero eso era todo. La Cúpula había bloqueado el viento y los había ayudado de otra forma, ya que había actuado a modo de presa con el arroyo y había convertido la zona en una especie de pantano. El incendio que ardía al otro lado era algo distinto. Los hombres que intentaban extinguirlo eran como espectros relucientes vistos a través del calor y el hollín acumulado en la Cúpula.
Romeo Burpee se acercó a Brenda. Sostenía una escoba empapada en una mano y una estera de goma en la otra. En la parte de abajo de la estera aún se veía la etiqueta del precio. Aunque estaba algo chamuscada aún podía leerse: ¡EN BURPEE’S TODOS LOS DÍAS HAY REBAJAS! La dejó caer y le tendió una mano sucia.
Brenda se quedó sorprendida, pero la aceptó y se la estrechó con fuerza.
—¿A qué se debe, Rommie?
—A que has hecho un gran trabajo —respondió él.
Brenda se rió, avergonzada pero contenta.
—Cualquiera podría haberlo hecho, dadas las condiciones. Era un incendio pequeño y la tierra está tan mojada que seguramente se habría apagado por sí solo al atardecer.
—Quizá —dijo él, y luego señaló un claro entre los árboles atravesado por una pared de piedra en ruinas—. O quizá habría llegado hasta esa hierba alta de ahí, luego a los árboles del otro lado y luego vete a saber. Podría haber ardido durante una semana o un mes. Sobre todo porque no contamos con un maldito parque de bomberos. —Volvió la cabeza hacia un lado y escupió—. Incluso aunque no sople viento, un incendio puede arder durante mucho tiempo siempre que tenga combustible. En el sur ha habido incendios en minas que han ardido durante veinte y treinta años. Lo leí en el National Geographic. Y bajo tierra no hay viento. Además, ¿cómo sabemos que de repente no va a soplar una ráfaga? No sabemos una mierda sobre lo que puede hacer o no esta cosa.
Ambos miraron hacia la Cúpula. El hollín y las cenizas la habían hecho visible hasta una altura de unos treinta metros. También les dificultaba la visión de lo que sucedía en el lado de Tarker´s Mills, y eso a Brenda no le gustaba. No quería pensar detenidamente en ello porque podía poner fin a las buenas sensaciones que le habían quedado tras una tarde de trabajo intenso, pero no, no le gustaba. Le hacía pensar en la extraña y borrosa puesta de sol de la noche anterior.
—Dale Barbara tiene que llamar a su amigo de Washington —dijo Brenda— y decirle que, cuando hayan apagado el incendio de su lado, limpien lo que ha ensuciado la Cúpula, sea lo que sea. No podemos hacerlo desde nuestro lado.
—Buena idea —dijo Romeo, que, sin embargo, tenía otra cosa en mente—. ¿No ves algo extraño en tu equipo? Porque yo sí.
Brenda se quedó sorprendida.
—No son mi equipo.
—Claro que sí —respondió él—. Tú eras la que daba órdenes, eso los convierte en tu equipo. ¿Ves a algún policía?
Brenda echó un vistazo.
—Ni uno —dijo Romeo—. No está Randolph, ni Henry Morrison, ni Freddy Denton o Rupe Libby, ni Georgie Frederick… Tampoco está ninguno de los nuevos. Esos críos.
—Deben de estar ocupados con… —Dejó la frase a medias.
Romeo asintió.
—Sí, claro. ¿Ocupados con qué? Tú no lo sabes y yo tampoco. Pero sea lo que sea lo que tengan entre manos, no creo que me guste. O que merezca su atención ahora mismo. Va a haber una reunión del pueblo el jueves por la noche, y como esto aún siga así, creo que debería haber cambios. —Hizo una pausa—. Quizá me meto donde no me llaman, pero creo que deberías presentarte al cargo de jefa de policía y bomberos.
Brenda lo pensó un instante, pensó en la carpeta que había encontrado con el nombre de VADER, y negó lentamente con la cabeza.
—Es demasiado pronto para tomar una decisión como esa.
—¿Y si te presentas solo a jefa de bomberos? ¿Qué te parece? —le preguntó con un fuerte acento de Lewiston.
Brenda miró hacia las ascuas de los arbustos y a los árboles calcinados. Era una escena fea, sin duda, como la fotografía de una batalla de la Primera Guerra Mundial, pero ya no era peligroso. La gente que había acudido se había encargado de ello. El equipo. Su equipo.
Sonrió.
—Eso podría planteármelo.
 12


La primera vez que Ginny Tomlinson apareció por el pasillo del hospital, lo hizo corriendo, en respuesta a un pitido fuerte que no presagiaba nada bueno, y Piper no pudo hablar con ella. Ni siquiera lo intentó. Había pasado suficiente tiempo en la sala de espera como para hacerse una idea de la situación: tres personas, dos enfermeros y una voluntaria adolescente llamada Gina Buffalino, a cargo de todo el hospital. Se las apañaban, pero a duras penas. Cuando Ginny regresó, caminaba lentamente. Con los hombros hundidos. Llevaba un historial médico en una mano.
—¿Ginny? —preguntó Piper—. ¿Estás bien?
Creyó que Ginny le respondería con brusquedad, pero le ofreció una sonrisa cansada en lugar de un gruñido. Y se sentó junto a ella.
—Estoy bien. Solo es el cansancio. —Hizo una pausa—. Y que Ed Carty acaba de morir.
Piper le cogió la mano.
—Lo siento mucho.
Ginny le apretó los dedos.
—Tranquila. ¿Sabes esas cosas que dicen las mujeres sobre el momento de dar a luz? ¿Cosas como esta ha tenido un parto fácil, esta ha tenido un parto muy largo?
Piper asintió.
—Pues la muerte es igual. El señor Carty ha estado de parto durante mucho tiempo, pero ahora ya se acabó.
A Piper le pareció una idea hermosa. Podría usarla en algún sermón… Aunque supuso que la gente no querría oír un sermón sobre la muerte ese domingo. No si la Cúpula seguía allí.
Se quedaron sentadas un rato, mientras Piper intentaba hallar la mejor forma de preguntarle lo que tenía que preguntarle. Al final, no fue necesario.
—La han violado —dijo Ginny—. Seguramente más de una vez. Me daba miedo que Twitch tuviera que poner a prueba sus dotes de sutura, pero al final conseguí controlar la hemorragia con una compresa vaginal. —Hizo una pausa—. No pude contener las lágrimas. Por suerte la chica estaba ida y no se dio cuenta.
—¿Y el bebé?
—El pequeño de dieciocho meses está bien, pero nos dio un susto. Tuvo un pequeño ataque. Seguramente se debió a la exposición al sol. Además de la deshidratación… el hambre… ya que también tiene una herida. —Ginny se tocó la frente.
Twitch bajó al vestíbulo y se sentó junto a ellas. No había rastro de su buen humor habitual.
—¿Los hombres que la violaron también hirieron al bebé? —preguntó Piper sin perder la calma, aunque en su cabeza se abrió una pequeña fisura roja.
—¿A Little Walter? Creo que lo único que le pasó fue que se cayó —respondió Twitch—. Sammy ha dicho algo sobre una cuna que se desmontó. No sé, no era muy coherente, pero estoy casi seguro de que fue un accidente. Por lo menos la parte que concierne al bebé.
Piper lo miró desconcertada.
—Eso es lo que me decía. Yo creía que quería beber.
—Estoy convencida de que tenía sed —terció Ginny—. Aunque tal vez también quería advertirte sobre el estado en que se encontraba Little Walter. Así es como se llama, Little es el primer nombre y Walter el segundo. Se lo pusieron por un músico de blues que tocaba la armónica, creo. Phil y ella… —Ginny hizo un gesto como si estuviera fumando un porro y tragándose el humo.
—Eh, Phil era mucho más que un fumeta —intervino Twitch—. En lo que se refería a las drogas, Phil Bushey podía hacer frente a diversas tareas.
—¿Está muerto? —preguntó Piper.
Twitch se encogió de hombros.
—No lo he visto desde primavera. Si se ha muerto, hasta nunca.
Piper le lanzó una mirada de reproche.
Twitch agachó un poco la cabeza.
—Lo siento, reverenda. —Se volvió hacia Ginny—. ¿Hay noticias de Rusty?
—Necesitaba un descanso, así que le dije que se fuera. Pero seguro que volverá dentro de poco.
Piper estaba sentada entre ambos y mantenía una apariencia exterior de calma. Sin embargo, en su interior, la fisura roja se hacía más grande. Sentía un regusto amargo en la boca. Recordó una noche en la que su padre le prohibió ir a patinar al centro comercial porque se había pasado de lista con su madre (de adolescente, Piper Libby creía tener respuestas para todo). Subió a su habitación, llamó a la amiga con la que había quedado y le dijo, con voz pausada y tranquila, que le había surgido algo y que no podía quedar con ella. ¿El próximo fin de semana? Claro, ajá, seguro, que te lo pases bien, no, estoy bien, adiós. Entonces destrozó su habitación. Acabó arrancando de la pared el póster de Oasis que tanto le gustaba y lo hizo pedazos. Por entonces lloraba desconsoladamente, no de pena, sino llevada por uno de esos ataques de cólera que, desde que había entrado en la adolescencia, arrasaban con ella como un huracán de fuerza cinco. Su padre subió en algún momento de la fiesta y se quedó en la puerta, mirándola. Cuando Piper lo vio, le aguantó la mirada en actitud desafiante, jadeando, pensando en lo mucho que lo odiaba. En lo mucho que los odiaba a ambos. Si se morían, podría ir a vivir con su tía Ruth de Nueva York. Ella sí que sabía pasárselo bien. No como otras personas. Su padre extendió los brazos hacia ella, con las manos abiertas. Fue un gesto humilde, que aplacó su ira y casi le destrozó el corazón.
«Si no controlas la ira, la ira te controlará a ti», le dijo, y luego se fue. Bajó por la escalera con la cabeza gacha. Piper no cerró la puerta de un portazo. Sino que lo hizo suavemente.
Ese año fue cuando convirtió en su principal prioridad el objetivo de dominar su mal temperamento. Si lograba acabar con él, sería como si acabara con una parte de sí misma, pero sabía que si no hacía una serie de cambios radicales en su vida, una parte importante de ella seguiría teniendo quince años durante mucho, mucho tiempo. Empezó a esforzarse para imponerse un férreo autocontrol, y la mayoría de las veces lo lograba. Cuando tenía la sensación de que iba a perder los estribos, recordaba lo que le había dicho su padre, y su gesto de las manos abiertas, y su lento andar por el pasillo del piso de arriba de la casa en la que había crecido. Nueve años después pronunció unas palabras en su funeral y dijo: «Mi padre me dijo lo más importante que he oído en mi vida». No dijo a qué se refería, pero su madre lo sabía; estaba sentada en la primera fila de la iglesia en la que oficiaba su hija.
Durante los últimos veinte años, cuando sentía la necesidad de liarse a gritos con alguien, y a menudo la necesidad era casi incontrolable porque la gente podía ser muy idiota, rematadamente estúpida, recordaba las palabras de su padre: «Si no controlas la ira, la ira te controlará a ti».
Pero ahora la fisura roja se estaba haciendo más grande y sentía la vieja necesidad de ponerse a lanzar cosas. De rascarse la piel hasta que empezara a sangrar.
—¿Le has preguntado quién se lo ha hecho?
—Sí, por supuesto —respondió Ginny—. No quiere decirlo. Está asustada.
Piper recordó que al principio creyó que la madre y el bebé que estaban tirados en la cuneta eran una bolsa de basura. Y eso claro está, era lo que pensaban de Sammy quienes le habían hecho aquello. Se puso en pie.
—Voy a hablar con ella.
—Tal vez no sea una buena idea ahora mismo —le advirtió Ginny—. Le hemos dado un sedante y…
—Deja que lo intente —terció Twitch. Estaba pálido. Tenía las manos entrelazadas entre las rodillas. Le crujieron los nudillos varias veces—. Que tenga suerte, reverenda.
 13


Sammy tenía los ojos entrecerrados. Los abrió lentamente cuando Piper se sentó junto a su cama.
—Usted… ha sido quien…
—Sí —dijo Piper y le cogió la mano—. Me llamo Piper Libby.
—Gracias —dijo Sammy, que cerró lentamente los ojos.
—Agradécemelo diciéndome quién te violó.
En la penumbra de la habitación —hacía calor, el aire acondicionado del hospital estaba apagado—, Sammy negó con la cabeza.
—Me dijeron que me harían daño. Si lo decía. —Miró a Piper, parecía la mirada de una ternera preñada de muda resignación—. También podrían hacerle daño a Little Walter.
Piper asintió.
—Entiendo que tengas miedo —dijo—. Pero dime quiénes fueron, dame sus nombres.
—¿Es que no me ha oído? —apartó la mirada de Piper—. Me dijeron que me harían…
Piper no tenía tiempo para eso; la chica podía perder el conocimiento en cualquier momento. La agarró de la muñeca.
—Quiero esos nombres, y me los vas a decir.
—No me atrevo. —Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Vas a hacerlo porque, si no te hubiera encontrado, ahora podrías estar muerta. —Hizo una pausa y clavó el puñal hasta el fondo. Quizá más tarde se arrepentiría, pero en ese momento no. La chica de la cama era un obstáculo que se interponía entre ella y lo que tenía que saber—. Por no hablar de tu bebé. Él también podría estar muerto. Os he salvado la vida, a ti y a él, y quiero esos nombres.
—No. —Pero la chica empezaba a ceder, y una parte de la reverenda Piper Libby estaba disfrutando de la situación. Más tarde se daría asco a sí misma; más tarde pensaría: No eres tan distinta de esos chicos, tú también la estás obligando a hacer algo. Pero en ese instante, oh, sí, sentía placer, el mismo placer que la embargó al arrancar su preciado póster de la pared y romperlo en mil pedazos.
Me gusta porque es algo amargo, pensó. Y porque es algo que llevo en el corazón.
Se inclinó sobre la chica, que estaba llorando.
—Límpiate la cera de las orejas, Sammy, porque tienes que escuchar esto. Lo que han hecho una vez volverán a hacerlo. Y cuando eso suceda, cuando aparezca por aquí otra mujer con el coño ensangrentado y probablemente embarazada con el hijo de un violador, iré a buscarte y te diré…
—¡No! ¡Basta!
—«Tú participaste en ello. Tú estuviste allí, jaleándolos».
—¡No! —gritó Sammy—. ¡Yo no, fue Georgia! ¡Era Georgia quien los jaleaba!
Piper sintió una gélida punzada de asco. Una mujer. Una mujer había estado ahí. La fisura roja de su cabeza se hizo más grande. Pronto empezaría a escupir lava.
—Dime sus nombres —le ordenó.
Y Sammy lo hizo.
 14


Jackie Wettington y Linda Everett habían aparcado frente al Food City, que cerraba a las cinco en lugar de las ocho. Randolph las había enviado allí porque pensaba que adelantar la hora de cierre podría causar problemas. Una idea absurda, ya que el supermercado estaba casi vacío. Apenas había una docena de coches en el aparcamiento, y los pocos clientes que quedaban se movían aturdidos, como si compartieran la misma pesadilla. Las dos agentes solo vieron a un cajero, un adolescente llamado Bruce Yardley. El muchacho tenía que manejarse con dinero en efectivo y hacer recibos a mano en lugar de pasar tarjetas de crédito. La carnicería estaba casi vacía, pero aún quedaba mucho pollo y los estantes de las conservas y los alimentos no perecederos estaban bien surtidos.
Estaban esperando a que saliera el último cliente cuando sonó el teléfono móvil de Linda. Echó un vistazo a la pantalla para ver quién la llamaba y sintió una punzada de miedo en el estómago. Era Marta Edmunds, que cuidaba de Janelle y Judy cuando ella y Rusty trabajaban, tal como había sucedido de forma casi ininterrumpida desde que apareció la Cúpula. Apretó el botón de respuesta.
—¿Marta? —dijo, rezando para que no pasara nada, que solo la llamara para preguntarle si podía llevar a las niñas a la plaza del pueblo o algo por el estilo—. ¿Va todo bien?
—Bueno… sí. O sea, supongo. —Linda odió el dejo de preocupación que notó en la voz de Marta—. Pero… ¿sabes eso de los ataques?
—Oh, Dios, ¿ha tenido uno?
—Creo que sí —contestó Marta, que se apresuró a seguir con la explicación—: Ahora están bien, en la habitación, pintando.
—¿Qué ha pasado? ¡Cuéntamelo!
—Estaban en los columpios, mientras yo arreglaba las flores, preparándolas para el invierno…
—¡Marta, por favor! —exclamó Linda, y Jackie le puso una mano en el brazo.
—Lo siento. Audi empezó a ladrar, por lo que me di la vuelta. Le pregunté, «Cariño, ¿estás bien?». Y ella no respondió, bajó del columpio y se sentó debajo, ya sabes, donde está ese círculo que han dejado los pies. No se cayó ni nada por el estilo, tan solo se sentó. Se quedó mirando al frente, chasqueando los labios, lo que me dijiste que tenía que vigilar. Fui corriendo hasta ella… la sacudí un poco… y me dijo… déjame pensar…
Ya estamos, pensó Linda. Que pare Halloween, tienes que parar Halloween.
Pero no. Era algo completamente distinto.
—Dijo: «Las estrellas rosadas están cayendo. Las estrellas rosadas están cayendo en líneas». Y luego añadió: «Está muy oscuro y todo huele mal». Entonces se despertó y ahora va todo bien.
—Gracias a Dios —dijo Linda, que pensó en su hija de cinco años—. ¿Está bien Judy? ¿Se ha alterado?
Hubo un largo silencio, luego Marta dijo:
—Oh.
—¿Oh? ¿Qué significa «oh»?
—Que ha sido Judy, Linda. No Janelle. Esta vez ha sido Judy.
 15


«Quiero jugar al otro juego que dijiste», le pidió Aidan a Carolyn Sturges cuando se detuvieron en la plaza del pueblo para hablar con Rusty. El otro juego que Carolyn tenía en mente era el «Un, dos, tres, pajarito inglés», aunque apenas recordaba las reglas, lo cual no era ninguna sorpresa ya que no había jugado a él desde que tenía seis o siete años.
Sin embargo, cuando se apoyó en el árbol del amplio jardín de la casa «pasional», se acordó de las reglas. Y, de forma inesperada, también las recordó Thurston, que no solo parecía dispuesto a jugar, sino también ansioso por hacerlo.
—Recordad —les dijo Thurston a los niños (no parecían haber disfrutado nunca de ese juego)—, Carolyn tiene que decir «Un, dos, tres, pajarito inglés» y puede hacerlo tan rápido como quiera. Si os ve moviéndoos cuando se dé la vuelta, tenéis que volver al principio.
—No me verá —dijo Alice.
—A mí tampoco —afirmó Aidan, categórico.
—Eso ya lo veremos —dijo Carolyn, que se puso de cara al árbol—: Un, dos, tres… ¡PAJARITO INGLÉS!
Se volvió. Alice estaba quieta, con una gran sonrisa y una pierna estirada en un paso de gigante. Thurston, que también sonreía, tenía las manos abiertas en una pose al estilo de El fantasma de la ópera. Vio que Aidan se movió un poquito, pero ni se le pasó por la cabeza la idea de obligarlo a empezar. Parecía feliz, y no quería echarlo todo a perder.
—Muy bien —dijo Carolyn—. Sois muy buenas estatuas. Empieza la segunda ronda. —Se volvió hacia el árbol y contó de nuevo, embargada por el antiguo y delicioso miedo infantil de saber que había gente detrás de ella que se estaba moviendo—. ¡Undostrés pajaritoinglés!
Se volvió. Alice ya solo estaba a unos veinte pasos. Aidan se encontraba a unos diez pasos de su hermana, temblaba, se apoyaba solo en un pie. Podía ver claramente la costra que tenía en la rodilla. Thurse estaba detrás del niño, con una mano en el pecho, como un orador, sonriendo. Alice sería la primera en llegar hasta ella, y eso estaba bien; en la siguiente partida le tocaría contar a Alice y su hermano sería entonces el ganador. Thurse y Carolyn se encargarían de ello.
Se volvió de nuevo hacia el árbol.
—Undostrés…
Entonces Alice gritó.
Carolyn se volvió y vio a Aidan Appleton tirado en el suelo. Al principio creyó que seguía jugando. Tenía una rodilla, la de la costra, levantada, como si intentara correr con la espalda pegada al suelo. Miraba fijamente hacia el cielo. Los labios, fruncidos, formaban una pequeña O. Una mancha oscura se extendía por sus pantalones. Carolyn corrió hacia él.
—¿Qué le pasa? —preguntó Alice. Carolyn vio que las emociones del terrible fin de semana crisparon la cara de la niña—. ¿Está bien?
—¿Aidan? —preguntó Thurse—. ¿Estás bien, muchacho?
Aidan siguió temblando; parecía como si estuviera chupando una pajita invisible. Bajó la pierna doblada… Y dio una patada. Empezó a mover los hombros.
—Tiene un ataque —dijo Carolyn—. Seguramente se debe a las emociones tan fuertes que ha padecido. Creo que se recuperará si le damos unos…
—Las estrellas rosadas están cayendo —dijo Aidan—. Dejan unas líneas tras ellas. Es bonito. Da miedo. Todo el mundo está mirando. Ningún regalo, solo sustos. Cuesta respirar. Se hace llamar Chef. Es culpa suya. Es él.
Carolyn y Thurston se miraron. Alice estaba arrodillada junto a su hermano, cogiéndolo de la mano.
—Estrellas rosadas —dijo Aidan—. Caen, caen, ca…
—¡Despierta! —le gritó Alice a la cara—. ¡Deja de asustarnos!
Thurston Marshall le tocó el hombro.
—Cielo, no creo que eso sirva de nada.
Alice no le hizo caso.
—Despierta, despierta… ¡ESTÚPIDO!
Y Aidan se despertó. Miró a su hermana, que tenía la cara empapada en lágrimas, confundido. Entonces miró a Carolyn y sonrió. Fue la sonrisa más puñeteramente dulce que había visto en toda su vida.
—¿He ganado? —preguntó.
 16


Al parecer nadie se había ocupado del mantenimiento del generador de la cabaña de suministros del ayuntamiento (alguien había puesto un recipiente de estaño bajo el aparato para recoger el aceite que perdía), y Rusty supuso que desde el punto de vista energético era tan eficiente como el Hummer de Big Jim Rennie. Sin embargo, estaba más interesado en el depósito plateado que había al lado.
Barbie echó un vistazo al generador, hizo una mueca por el olor y se acercó al depósito.
—No es tan grande como esperaba —dijo… aunque era mucho mayor que las bombonas que usaban en el Sweetbriar, o que la de Brenda Perkins.
—Es de «tamaño municipal» —dijo Rusty—. Lo recuerdo de la asamblea del pueblo que celebramos el año pasado. Sanders y Rennie nos hincharon la cabeza diciéndonos que los depósitos pequeños nos permitirían ahorrar un montón de pasta en estos «tiempos en los que la energía es tan cara». Cada uno tiene una capacidad de tres mil litros.
—Lo que equivale a un peso de… Tres mil kilos, más o menos, ¿no?
Rusty asintió.
—Más el peso del depósito. Para levantarlo se necesita una carretilla elevadora o un gato hidráulico, pero no para moverlo. Una ranchera puede transportar hasta tres mil cien kilos, aunque podría soportar un poco más. Uno de estos depósitos de tamaño medio cabría en la parte de atrás. Sobresaldría un poco, pero eso es todo. —Rusty se encogió de hombros—. Le pones una bandera roja y listo.
—Este es el único que queda —dijo Barbie—. Cuando se acabe, se apagarán las luces del pueblo.
—A menos que Rennie y Sanders sepan dónde hay más —añadió Rusty—. Y estoy seguro de que así es.
Barbie deslizó la mano por la placa azul del depósito: CR. HOSP.
—Es el que habíais perdido.
—No lo perdimos; nos lo robaron. Eso es lo que creo. Pero debería haber cinco más como este; nos han desaparecido seis.
Barbie miró el interior de la cabaña. A pesar de los quitanieves y las cajas con piezas de recambio, el lugar parecía vacío. Sobre todo alrededor del generador.
—Da igual lo que robaran del hospital; ¿dónde están los demás depósitos de la ciudad?
—No lo sé.
—¿Y para qué los querrán?
—No lo sé —respondió Rusty—, pero pienso averiguarlo.