La cupula - Stephen King (Parte 2)

Segunda parte


CAEN ESTRELLAS ROSADAS




 1


Barbie y Rusty salieron fuera y respiraron hondo al encontrarse al aire libre. Olía a humo a causa del incendio recién extinguido al oeste del pueblo, pero aun así parecía un aire muy fresco en comparación con los gases de la cabaña. Una brisa indolente les acarició las mejillas. Barbie llevaba el contador Geiger en una bolsa de la compra marrón que había encontrado en el refugio antinuclear.
—Ese trasto no aguantará mucho —dijo Rusty, con semblante adusto y serio.
—¿Qué piensas hacer al respecto? —preguntó Barbie.
—¿Ahora mismo? Nada. Voy a regresar al hospital para hacer una ronda. Pero esta noche iré a ver a Jim Rennie para pedirle una maldita explicación. Más le vale tener una, y más le vale también tener el resto de nuestro propano, porque de lo contrario pasado mañana el hospital se quedará a oscuras aunque apaguemos todos los aparatos que no son imprescindibles.
—Quizá pasado mañana ya se haya solucionado todo esto.
—¿Crees que será así?
En lugar de responder, Barbie dijo:
—Ahora mismo quizá sería peligroso presionar al concejal Rennie.
—¿Solo ahora? Se nota que eres un recién llegado. He oído esa misma cantinela durante los diez mil años que lleva Big Jim gobernando el pueblo. Siempre envía a la gente a paseo o pide paciencia. «Por el bien del pueblo», dice. Es el número uno de su lista de éxitos. La asamblea del pueblo en marzo es una broma. ¿Un artículo para autorizar un nuevo sistema de alcantarillado? Lo siento, la gente no puede pagar esos impuestos. ¿Un artículo para crear más zonas comerciales? Buena idea, el pueblo necesita ingresos, construyamos un Walmart en la 117. ¿Que un estudio medioambiental de la Universidad de Maine dice que hay demasiadas aguas residuales en Chester Pond? Los concejales recomiendan posponer el debate porque todo el mundo sabe que esos estudios científicos los realiza un puñado de ateos humanistas radicales defensores de las causas perdidas. Pero el hospital es por el bien del pueblo, ¿no te parece?
—Sí, claro. —Barbie se quedó un poco desconcertado ante su diatriba.
Rusty clavó la mirada en el suelo con las manos en los bolsillos traseros. Luego alzó la vista.
—Me han dicho que el presidente te ha puesto al mando de la situación. Creo que ha llegado el momento de que asumas el cargo.
—No es mala idea. —Barbie sonrió—. Aunque… Rennie y Sanders tienen su fuerza policial; ¿dónde está la mía?
Antes de que Rusty pudiera contestar, sonó su teléfono. Lo abrió y miró la pantalla.
—¿Linda? ¿Qué?
Escuchó.
—De acuerdo, lo entiendo. Si estás segura de que están bien ahora… ¿Y dices que fue Judy? ¿No Janelle? —Escuchó un rato más, y añadió—: Pues creo que son buenas noticias. Esta mañana he pasado visita a dos niños más; ambos habían sufrido ataques transitorios que pasaron rápidamente, mucho antes de que yo los viera, y ambos estaban bien después. Y me han llamado tres padres más contándome casos idénticos, Ginny T se ocupó de otro. Podría ser un efecto secundario de la fuerza que alimenta a la Cúpula.
Escuchó.
—Porque no he tenido tiempo de hacerlo —dijo en tono paciente, sin ganas de discutir.
Barbie imaginaba cuál era la pregunta que había suscitado su respuesta: «¿Ha habido más niños que han tenido ataques y me lo dices ahora?».
—¿Vas a recoger a las niñas? —preguntó Rusty. Escuchó—. Vale. Muy bien. Si ves que algo va mal, llámame de inmediato. Iré volando. Y asegúrate de que Audi se queda con ellas. Sí. Ajá. Yo también te quiero. —Se guardó el teléfono en el cinturón y se mesó el pelo con tanta fuerza que se le achinaron los ojos—. Joder.
—¿Quién es Audi?
—Nuestra golden retriever.
—Háblame de esos ataques.
Rusty sació su curiosidad, no omitió lo que Jannie había dicho sobre Halloween y las referencias de Judy a las estrellas rosadas.
—Eso de Halloween se parece mucho a los desvaríos del hijo de los Dinsmore —sentenció Barbie.
—Es cierto.
—¿Y qué hay de los otros niños? ¿Alguno de ellos ha hablado de Halloween? ¿O de estrellas rosadas?
—Los padres a los que he visto hoy me han dicho que sus hijos murmuraban algo mientras sufrían el ataque, pero estaban demasiado asustados para prestar atención.
—¿Y los niños no lo recuerdan?
—Los niños ni tan siquiera saben que han tenido un ataque.
—¿Y eso es normal?
—No es anormal.
—¿Existe alguna posibilidad de que tu hija pequeña haya copiado a la mayor? Tal vez… No sé… porque quería más atención.
A Rusty no se le había pasado esa posibilidad por la cabeza, pero tampoco había tenido tiempo para ello. Meditó la respuesta durante unos instantes.
—Es posible, pero no probable. —Señaló con la cabeza el antiguo contador Geiger amarillo de la bolsa—. ¿Vas a hacer lecturas con ese trasto?
—Yo no —respondió Barbie—. Este aparato es propiedad del pueblo, y a los mandamases no les caigo muy bien. No quiero que me vean con él. —Le ofreció la bolsa a Rusty.
—No puedo. Estoy muy liado.
—Lo sé. —Barbie le dijo a Rusty lo que quería que hiciera. El auxiliar médico escuchó con atención y esbozó una sonrisa.
—De acuerdo —dijo—. Por mí no hay ningún problema. ¿Qué vas a hacer mientras yo te hago los recados?
—Cocinar en el Sweetbriar. El plato especial de esta noche es pollo a la Barbara. ¿Quieres que envíe un poco al hospital?
—Genial —respondió Rusty.
 2


En el camino de vuelta al Cathy Russell, Rusty paró en la oficina del Democrat y le dio el contador Geiger a Julia Shumway.
La periodista escuchó atentamente las instrucciones de Barbie y sonrió.
—Ese hombre sabe delegar, tengo que reconocerlo. Será un placer ocuparme de esto.
Rusty pensó en decirle que evitara que alguien la viera con el contador Geiger del pueblo, pero no fue necesario. La bolsa había desaparecido bajo la mesa.
De camino al hospital, llamó a Ginny Tomlinson y le preguntó por el niño que había sufrido un ataque.
—Se llama Jimmy Wicker. Llamó el abuelo. ¿Bill Wicker?
Rusty lo conocía. Bill era el cartero.
—Estaba cuidando de Jimmy mientras la madre iba a llenar el depósito del coche. Casi no queda gasolina normal, por cierto, y Johnny Carver ha tenido las narices de subir el precio a once dólares el galón. ¡Once!
Rusty aguantó el chaparrón con paciencia mientras pensaba que habría podido mantener esa conversación con Ginny cara a cara. Estaba muy cerca del hospital. Cuando acabó de quejarse, le preguntó si el pequeño Jimmy había dicho algo durante el ataque.
—Pues sí. Bill dijo que murmuró un poco. Creo que dijo algo sobre unas estrellas rosadas. O Halloween. O quizá me confundo con lo que dijo Rory Dinsmore después de que le dispararan. La gente ha hablado mucho de eso.
Claro que sí, pensó Rusty con tristeza. Y también hablará de esto, si lo descubren, lo cual es lo más probable.
—De acuerdo —dijo—. Gracias, Ginny.
—¿Cuándo vas a volver, Red Ryder?
—Estoy aquí al lado.
—Fantástico. Porque tenemos una paciente nueva. Sammy Bushey. La han violado.
Rusty soltó un gruñido.
—Y eso no es todo. La ha traído Piper Libby. Yo no pude sonsacarle el nombre de los violadores, pero creo que la reverenda sí. Ha salido de la habitación como si tuviera el pelo en llamas… —una pausa. Ginny dio un bostezo tan largo que Rusty lo oyó perfectamente—, y estuviera a punto de arderle también el trasero.
—Ginny, cielo, ¿cuándo fue la última vez que dormiste un poco?
—Estoy bien.
—Vete a casa.
—¿Bromeas? —exclamó, aterrada.
—No. Vete a casa. Duerme. Y no pongas el despertador. —Entonces se le ocurrió una idea—. Pero de camino pásate por el Sweetbriar Rose. Van a hacer pollo. Me lo ha dicho una fuente fiable.
—Pero Sammy…
—Le echaré un vistazo dentro de cinco minutos. Ahora quiero que te largues.
Y colgó el teléfono antes de que ella pudiera protestar.
 3


Big Jim Rennie se sentía increíblemente bien para ser un hombre que había cometido un asesinato la noche anterior, lo cual se debía, en parte, a que no lo consideraba un asesinato, del mismo modo que no consideraba un asesinato la muerte de su esposa. Fue el cáncer lo que acabó con ella. No se podía operar. Sí, a buen seguro le había dado demasiados calmantes durante la última semana, y al final incluso había tenido que ayudarla tapándole la cara con una almohada (pero suave, muy suave, dificultándole la respiración, empujándola hacia los brazos de Jesús), pero lo había hecho por amor y afecto. Lo que le sucedió al reverendo Coggins fue algo más brutal, tenía que reconocerlo, pero es que el hombre se había comportado como un estúpido. Fue incapaz de anteponer el bienestar del pueblo al suyo.
—Bueno, ahora estará cenando con Jesucristo nuestro Señor —dijo Big Jim—. Carne asada, puré de patatas con salsa y crujiente de manzana de postre.
Rennie estaba dando buena cuenta de un gran plato de fettuccini Alfredo, cortesía de los congelados Stouffer’s. Supuso que contenían demasiado colesterol, pero el doctor Haskell no estaba ahí para darle la tabarra.
—Te he sobrevivido, viejo bobo —dijo Big Jim a su estudio vacío, y soltó una carcajada.
Tenía el plato de pasta y el vaso de leche (Big Jim Rennie no bebía alcohol) sobre el escritorio. Comía a menudo en el estudio, y no veía ningún motivo para cambiar de costumbre por el mero hecho de que Lester Coggins hubiera hallado la muerte allí. Además, la habitación volvía a estar decente y limpia como una patena. Imaginaba que una de esas unidades de investigación que salían en la televisión podría encontrar muchos rastros de sangre con su luminol, sus luces especiales y todas esas cosas, pero ninguna de esas personas iba a aparecer por ahí en el futuro inmediato. En cuanto a la posibilidad de que Pete Randolph investigara el asunto… esa idea era de risa. Randolph era un idiota.
—Pero —dijo Big Jim a la habitación vacía y en tono solemne—, es mi idiota.
Se zampó los últimos fettuccini, se limpió la barbilla con una servilleta, y empezó a escribir notas en la libreta que tenía en la mesa. Había escrito muchas notas desde el sábado; había mucho que hacer. Y si la Cúpula seguía allí, aún habría más trabajo.
En cierto modo Big Jim esperaba que fuera así, por lo menos durante un tiempo. La Cúpula le ofrecía una serie de retos que estaba dispuesto a aceptar (con la ayuda de Dios, por supuesto). El primer punto del día era consolidar su control del pueblo. Para lograrlo necesitaba algo más que un chivo expiatorio; necesitaba un hombre del saco. La opción obvia era Barbara, el hombre que el comunista en jefe del partido demócrata había elegido para sustituir a James Rennie.
La puerta del estudio se abrió. Cuando Big Jim levantó la mirada de las notas, vio a su hijo. Tenía la cara pálida y un rostro inexpresivo. Últimamente a Junior le pasaba algo. A pesar de lo ocupado que estaba con los asuntos del pueblo (y de su otra empresa, que también le había dado quebraderos de cabeza), Big Jim se había dado cuenta de ello. Aun así, confiaba en el muchacho. Aunque Junior lo defraudara, estaba seguro de que podría soportarlo. Siempre se las había apañado muy bien solo, y no iba a cambiar entonces.
Además, su hijo había trasladado el cadáver. Y eso lo convertía en cómplice, lo cual era bueno; de hecho, esa era la esencia de la vida de pueblo. En un pueblo pequeño como el suyo todo el mundo tenía que formar parte de todo. ¿Cómo lo decía esa canción tan tonta? «Todos apoyamos al equipo».
—Hijo, ¿estás bien? —preguntó.
—Sí —respondió Junior. No era verdad, pero se encontraba mejor, el último dolor de cabeza empezaba a calmarse. Le había ayudado el hecho de pasar un rato con sus amigas, tal como él sabía. La despensa de los McCain no olía muy bien, pero cuando ya llevaba un rato ahí, cogiéndoles las manos, se acostumbró al olor. Creía que incluso podía llegar a gustarle.
—¿Has encontrado algo en su apartamento?
—Sí.
Junior le contó lo que había hallado.
—Eso es excelente, hijo. Excelente de verdad. ¿Y ya puedes decirme dónde has puesto el… dónde lo pusiste?
Junior negó lentamente con la cabeza, pero sin mover ni un milímetro los ojos, clavados en el rostro de su padre. Daba un poco de miedo.
—No es necesario que lo sepas. Ya te lo dije. Es un lugar seguro, con eso basta.
—Así que ahora eres tú quien me dice lo que es necesario que sepa y lo que no —replicó el padre en tono tranquilo.
—En este caso, sí.
Big Jim miró a su hijo con cautela.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? Estás pálido.
—Estoy bien. Solo es un dolor de cabeza. Ya se me está pasando.
—¿Por qué no comes algo? Hay más fettuccini en el congelador, y el microondas los deja al punto. —Sonrió—. Mejor que disfrutemos de ellos mientras podamos.
Los ojos oscuros y escrutadores descendieron un instante hasta la salsa blanca del plato de Big Jim y luego se posaron de nuevo en la cara de su padre.
—No tengo hambre. ¿Cuándo quieres que encuentren los cuerpos?
—¿Cuerpos? —Big Jim lo miró fijamente—. ¿A qué te refieres con «cuerpos»?
Junior sonrió. Estiró los labios lo suficiente para enseñar un poco los dientes.
—Da igual. Te dará más credibilidad si te llevas la misma sorpresa que los demás. Digámoslo así: en cuanto apretemos el gatillo, el pueblo querrá colgar a Baaarbie de un manzano. ¿Cuándo quieres hacerlo? ¿Esta noche? Porque podría hacerlo.
Big Jim meditó la cuestión. Echó un vistazo a la libreta. Estaba llena de notas (y de manchas de la salsa Alfredo), pero solo una tenía un círculo alrededor: «la zorra del periódico».
—Esta noche no. Podemos aprovecharlo para más cosas aparte de Coggins si jugamos bien nuestras cartas.
—¿Y si la Cúpula desaparece mientras dura la partida?
—No pasará nada —dijo Big Jim, que pensaba: Y si el señor Barbara es capaz de encontrar una coartada, lo cual no es probable, pero las cucarachas siempre encuentran una rendija por la que escabullirse cuando se encienden las luces, ahí estarás tú. Tú y esos otros cuerpos—. Ahora ve a comer algo, aunque solo sea una ensalada.
Sin embargo, Junior no se movió.
—No esperes mucho, papá —dijo.
—No lo haré.
Junior lo miró fijamente con esos ojos oscuros que ahora le resultaban tan extraños, y luego pareció perder interés. Bostezó.
—Subo a mi habitación a dormir un poco. Ya comeré luego.
—Pero hazlo. Te estás quedando en los huesos.
—Está de moda —contestó su hijo, y le ofreció una sonrisa hueca aún más inquietante que sus ojos. A Big Jim le pareció la sonrisa de una calavera. Le hizo pensar en el tipo que ahora se hacía llamar el Chef como si su vida anterior como Phil Bushey no hubiera existido. Cuando Junior salió del estudio, Big Jim lanzó un suspiro de alivio sin siquiera ser consciente de ello.
Cogió el bolígrafo. Tenía muchas cosas que hacer. Las haría y las haría bien. No era imposible que cuando todo aquello hubiera acabado, publicaran su fotografía en la portada de la revista Time.
 4


Con el generador aún encendido —no duraría mucho tiempo a menos que encontrara más bombonas de propano—, Brenda Perkins pudo encender la impresora de su marido y hacer una copia en papel de todo lo que contenía la carpeta VADER. La increíble lista de delitos que Howie había recopilado, y que estaba a punto de denunciar en el momento de su muerte, le parecía más real en papel que en la pantalla del ordenador. Y cuanto más la miraba, más parecía encajar con el Jim Rennie al que había conocido durante gran parte de su vida. Siempre había sabido que era un monstruo; pero no tan grande.
Incluso la información relacionada con la dichosa iglesia de Coggins encajaba… Aunque si lo había leído bien, no era una iglesia, en absoluto, sino una gran tapadera que se dedicaba a blanquear dinero en lugar de a salvar almas. Dinero procedente de la fabricación de droga, una operación que era, según las palabras de su marido, «quizá una de las mayores de la historia de Estados Unidos».
Sin embargo, había algunos problemas que tanto el jefe de policía Howie «Duke» Perkins como el fiscal general del estado habían reconocido. Los problemas se debían a por qué había durado tanto la fase de recopilación de pruebas de la Operación Vader. Jim Rennie no era solo un gran monstruo; era un monstruo listo. Por eso siempre se había conformado con ser el segundo concejal. Tenía a Andy Sanders para que abriera camino por él.
Y para que le hiciera de testaferro, eso también. Durante mucho tiempo, Howie solo tuvo pruebas concluyentes contra Andy. Era el hombre de paja y a buen seguro ni tan siquiera lo sabía mientras se dedicaba a estrechar manos con fingido entusiasmo. Andy era el primer concejal, el primer diácono de la iglesia del Santo Redentor, el primero en el corazón de los habitantes del pueblo, y el destacado protagonista en una serie de documentos que acababan desapareciendo en los oscuros pantanos financieros de Nassau y la isla de Gran Caimán. Si Howie y el fiscal general del estado hubieran actuado demasiado pronto, también habría sido el primero en aparecer en una foto sosteniendo un cartelito con un número. Y quizá habría sido el único, si hubiera creído las inevitables promesas de Big Jim de que todo iría bien si se limitaba a mantener la boca cerrada. Y probablemente lo habría hecho. ¿A quién se le daba mejor callar y hacerse el tonto que a un tonto?
El verano anterior la situación tomó un rumbo que Howie creía que podía conducir al final de la partida. Fue cuando el nombre de Rennie empezó a aparecer en algunos de los papeles que el fiscal general había obtenido, sobre todo los relacionados con una empresa de Nevada llamada Empresas Municipales. El dinero de esa compañía había desaparecido en el oeste en lugar de en el este, no en el Caribe sino en la China continental, un país donde se podían comprar al por mayor los ingredientes principales de los medicamentos descongestionantes, sin que nadie hiciera ninguna o demasiadas preguntas.
¿Por qué se expuso de ese modo Rennie? A Howie Perkins solo se le ocurrió un motivo: habían ganado demasiado dinero y demasiado rápido y solo tenían una forma de blanquearlo. De modo que el nombre de Rennie apareció en varios documentos relacionados con media docena de iglesias fundamentalistas del nordeste. Town Ventures y las otras iglesias (por no mencionar media docena de otras emisoras de radio religiosas y locutores de AM, aunque ninguna tan grande como la WCIK) fueron los primeros errores de verdad que cometió Rennie, ya que dejaron hilos sueltos. Cualquiera podía tirar de los hilos sueltos, y tarde o temprano —en general temprano— todo se acababa desenredando.
No podías parar, ¿verdad?, pensó Brenda mientras permanecía sentada al escritorio de su marido, analizando los documentos. Habías ganado millones de dólares, quizá decenas de millones, y los riesgos eran inmensos, pero aun así no podías parar. Como un mono al que atrapan porque no quiere soltar la comida. Habías amasado una fortuna y seguías viviendo en esa vieja casa de tres plantas y vendiendo coches en ese agujero que tienes junto a la 119. ¿Por qué?
Sin embargo, sabía la respuesta. No era el dinero; era el pueblo; lo que él consideraba su pueblo. Sentado en una playa de Costa Rica, o en una finca con guardas de seguridad en Namibia, Big Jim se habría convertido en Small Jim. Porque un hombre sin un objetivo, aunque tenga las cuentas llenas a rebosar de dinero, siempre es un hombre pequeño.
Si le enseñaba todo lo que tenía, ¿lograría alcanzar un acuerdo con él? ¿Obligarlo a dimitir a cambio de su silencio? No estaba convencida. Y le daba miedo enfrentarse a él. Sería una situación fea, peligrosa. Querría que la acompañara Julia Shumway. Y Barbie. Pero Dale Barbara se había convertido en un objetivo de Big Jim.
La voz de Howie, tranquila pero firme, resonó en su cabeza. Puedes esperar un poco (yo estaba esperando a obtener unas cuantas pruebas definitivas más), pero yo no lo retrasaría demasiado, cariño. Porque cuanto más dure el asedio, más peligroso será Rennie.
Pensó en Howie, en cómo dio marcha atrás por el camino, luego se detuvo para darle un beso en los labios bajo la luz del sol; una boca que ella conocía casi tan bien como la propia, y a la que había amado tanto. Se acarició el cuello como lo hizo él. Como si Howie supiera que se acercaba el final y una última caricia tuviera que valer por todas. Una triquiñuela romántica y facilona, seguro, pero casi se la creyó, y se le inundaron los ojos de lágrimas.
De pronto los papeles y todas las maquinaciones que contenían le parecieron menos importantes. Ni tan siquiera la Cúpula le parecía muy importante. Lo que importaba era el agujero que había surgido de repente en su vida y que estaba engullendo la felicidad que ella siempre había dado por sentado. Se preguntó si el pobre Andy Sanders sentía lo mismo. Supuso que sí.
Le daré veinticuatro horas. Si la Cúpula no ha desaparecido mañana por la noche, iré a ver a Rennie con todo esto, con copias de todo esto, y le diré que tiene que dimitir en favor de Dale Barbara. Le diré que si no lo hace, leerá toda la información sobre su operación de tráfico de drogas en el periódico.
—Mañana —murmuró Brenda, y cerró los ojos. Al cabo de dos minutos se quedó dormida en la silla de Howie.
En Chester’s Mills había llegado la hora de la cena. Algunos platos (incluido el pollo al estilo del rey para unas cien personas) se prepararon en cocinas eléctricas o de gas gracias a los generadores del pueblo que aún funcionaban, pero hubo gente que recurrió a sus cocinas de leña, bien para no malgastar los generadores, bien porque la leña era lo único que tenían. El humo se alzó en el aire calmo desde cientos de chimeneas.
Y se extendió.
 5


Después de entregar el contador Geiger —el receptor lo aceptó de buen grado, incluso con entusiasmo, y prometió empezar a hacer lecturas el martes a primera hora—, Julia se dirigió a los Almacenes Burpee’s acompañada de Horace. Romeo le había dicho que tenía un par de fotocopiadoras Kyocera nuevas que aún no había sacado ni de las cajas. Podía quedarse las dos.
—También tengo una pequeña reserva de propano —dijo mientras le daba una palmadita a Horace—. Te daré el que necesites, al menos mientras pueda. Tenemos que seguir imprimiendo el periódico, ¿tengo razón? Es más importante que nunca, ¿no crees?
Era justo lo que ella creía y así se lo dijo. También le plantó un beso en la mejilla.
—Te debo una, Rommie.
—Espero un gran descuento en mi anuncio semanal cuando todo esto haya acabado. —Y se dio unos golpecitos con el dedo índice en la aleta de la nariz, como si tuvieran un gran secreto. Quizá lo tenían.
Cuando Julia salió de los almacenes, sonó su teléfono. Lo sacó del bolsillo del pantalón y contestó.
—Hola, Julia al habla.
—Buenas noches, señorita Shumway.
—Oh, coronel Cox, es maravilloso oír su voz —exclamó con alegría—. No se imagina lo contentos que estamos los ratones de campo de recibir llamadas del exterior. ¿Qué tal va la vida fuera de la Cúpula?
—La vida en general seguramente va bien —respondió—. Aunque en el lugar en el que yo me encuentro no tanto. ¿Sabe lo de los misiles?
—Vi cómo impactaban. Y rebotaban. Han provocado un bonito incendio en su lado…
—No es mi…
—… y uno más modesto en el nuestro.
—Llamaba porque quiero hablar con el coronel Barbara —dijo Cox—. Que a estas alturas debería llevar encima su maldito teléfono.
—¡Tiene usted toda la maldita razón! —exclamó con voz alegre—. ¡Y la gente que está en el maldito infierno debería tener un maldito vaso de agua con hielo! —Se detuvo frente a Gasolina & Alimentación Mills; estaba cerrado. El cartel escrito a mano de la ventana decía: HORARIO DE MAÑANA: 11-14 H. ¡LLEGAD PRONTO!
—Señorita Shumway…
—Hablaremos sobre el coronel Barbara dentro de un instante —dijo Julia—. En este momento quiero hablar de dos cosas. En primer lugar, ¿cuándo permitirán que la prensa acceda a la Cúpula? Porque el pueblo estadounidense merece saber algo más aparte de la versión parcial del gobierno, ¿no cree?
Esperaba que el coronel respondiera que no opinaba lo mismo, que no verían al New York Times o a la CNN en la Cúpula en un futuro próximo, pero Cox la sorprendió.
—Seguramente el viernes, si ninguna de las cartas que tenemos en la manga funciona. ¿Cuál es la otra cosa que quiere saber, señorita Shumway? Sea breve, no soy un oficial de prensa. Esa es otra escala salarial.
—Ha sido usted quien me ha llamado, así que tendría que aguantarme. Aguante, coronel.
—Señorita Shumway, con el debido respeto, el suyo no es el único teléfono móvil de Chester’s Mills al que puedo llamar.
—No me cabe la menor duda, pero no creo que Barbie quiera hablar con usted si me hace enfadar. No está muy contento con su nuevo cargo de futuro comandante de prisión militar.
Cox suspiró.
—¿Qué desea saber?
—Quiero saber la temperatura en el lado sur o este de la Cúpula. La temperatura real, o sea, lejos del incendio que han provocado.
—¿Por qué…?
—¿Tiene la información o no? Porque yo creo que sí, o que puede obtenerla. Creo que en este instante está sentado frente a la pantalla de un ordenador, y que tiene acceso a todo, incluso a la talla de mi ropa interior, probablemente. —Hizo una pausa—. Y como diga XL, esta llamada se ha acabado.
—¿Está haciendo gala de su sentido del humor, señorita Shumway, o siempre se comporta así?
—Estoy cansada y asustada. Lo puede atribuir a eso.
Cox permaneció en silencio unos instantes. A Julia le pareció oír que tecleaba algo en el ordenador. Entonces dijo:
—La temperatura en Castle Rock es de ocho grados. ¿Le sirve?
—Sí. —La diferencia no era tan grande como temía, pero aun así era considerable—. Estoy mirando el termómetro de la ventana de la gasolinera. Marca catorce. Hay una diferencia de seis grados entre dos localidades que están a menos de treinta kilómetros de distancia. A menos que se aproxime un frente cálido por el oeste de Maine esta noche, diría que aquí está ocurriendo algo. ¿Está de acuerdo conmigo?
El coronel no respondió a la pregunta, pero lo que dijo hizo que Julia se olvidara de la cuestión.
—Vamos a intentar otra cosa. Alrededor de las nueve de esta noche. Es lo que quería decirle a Barbie.
—Esperemos que el plan B funcione mejor que el plan A. En este momento, creo que la persona designada por el presidente está alimentando a la multitud en el Sweetbriar Rose. Pollo al estilo del rey, según dice el rumor. —Vio las luces de la calle y le sonaron las tripas.
—¿Puede escucharme y transmitirle un mensaje? —Y oyó lo que el coronel no añadió: «Bruja buscabroncas».
—Me encantaría —respondió. Con una sonrisa. Porque era una bruja buscabroncas cuando tenía que serlo.
—Vamos a probar un ácido que aún está en fase experimental. Un compuesto fluorhídrico sintético. Nueve veces más corrosivo que el normal.
—Que bien vivimos gracias a la química.
—Me han dicho que, en teoría, podría abrir un agujero de tres mil metros de profundidad en un lecho de roca.
—Trabaja para una gente muy divertida, coronel.
—Lo intentaremos en el cruce de Motton Road… —se oyó un crujido de papeles— con Harlow. En principio estaré ahí.
—Entonces le diré a Barbie que le pida a otro que friegue los platos.
—¿También nos honrará con su compañía, señorita Shumway?
Abrió la boca para decir «No me lo perdería», cuando se oyó un estruendo en la calle, un poco más arriba.
—¿Qué está pasando? —preguntó Cox.
Julia no contestó. Colgó el teléfono, se lo guardó en el bolsillo y echó a correr hacia el lugar de donde provenían los gritos. Y algo más. Algo que sonaba como un gruñido.
El disparo se produjo cuando aún estaba a media manzana.
 6


Piper regresó a la casa parroquial y se encontró con Carolyn, Thurston y los hermanos Appleton, que la estaban esperando. Se alegró de verlos porque le permitieron olvidarse de Sammy Bushey. Al menos un tiempo.
Escuchó con atención a Carolyn mientras le contaba el ataque que había sufrido Aidan Appleton, pero el niño parecía encontrarse bien; estaba devorando un paquete de galletas de higo Fig Newton. Cuando Carolyn le preguntó si creía que el niño debía ir a ver a un médico, Piper respondió:
—A menos que se repita, creo que podemos asumir que lo causó el hambre y la emoción del juego.
Thurston sonrió con arrepentimiento.
—Todos estábamos muy emocionados. Divirtiéndonos.
En lo que se refería al alojamiento, la primera posibilidad que se le pasó a Piper por la cabeza fue la casa de los McCain, que estaba cerca de la suya. Sin embargo, no sabía dónde podían tener escondida la llave de emergencia.
Alice Appleton estaba en el suelo dando migas de galleta a Clover. El pastor alemán hacía el viejo truco de «te estoy poniendo el hocico en el tobillo porque soy tu mejor amigo» entre galleta y galleta.
—Es el mejor perro que he visto nunca —le dijo a Piper—. Ojalá pudiéramos tener un perro.
—Yo tengo un dragón —dijo Aidan, que estaba sentado cómodamente en el regazo de Carolyn.
Alice esbozó una sonrisa indulgente.
—Es su A-M-I-G-O invisible.
—Ya veo —afirmó Piper. Se dijo que bien podían romper el cristal de una ventana de la casa de los McCain; a la fuerza ahorcan.
Pero cuando se levantó para ver si había café, se le ocurrió una idea mejor.
—Los Dumagen. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? Han ido a Boston a dar una conferencia. Coralee Dumagen me pidió que le regara las plantas mientras estaban fuera.
—Doy clases en Boston —dijo Thurston—. En Emerson. He editado el último número de Ploughshares. —Y suspiró.
—La llave está bajo una maceta, a la izquierda de la puerta —dijo Piper—. Me parece que no tienen generador, pero hay una cocina de leña. —Dudó unos instantes al darse cuenta de que eran gente de ciudad—. ¿Sabrán usar una cocina de leña sin prender fuego a la casa?
—Me crié en Vermont —respondió Thurston—. Me encargaba de mantener las estufas encendidas, de la casa y el granero, hasta que fui a la universidad. Quién lo iba a decir, todo vuelve. —Y suspiró de nuevo.
—Estoy segura de que habrá comida de sobra en la despensa —dijo Piper.
Carolyn asintió.
—Es lo que nos dijo el conserje del ayuntamiento.
—Y también Juuunior —añadió Alice—. Es policía. Y guapo.
Thurston puso cara triste.
—El policía guapo de Alice me agredió. Él o el otro. No pude distinguirlos.
Piper enarcó las cejas.
—Le dieron un puñetazo en la barriga —dijo Carolyn en voz baja—. Nos llamaron «capullos de Massachusetts», lo cual no es del todo falso, y se rieron de nosotros. Para mí, esa fue la peor parte, cómo se rieron de nosotros. Se comportaron mejor cuando encontraron a los niños, pero… —Negó con la cabeza—. Estaban desquiciados.
Entonces, Piper volvió a acordarse de Sammy. Sintió una palpitación en el lado del cuello, muy lenta y fuerte, pero logró mantener un tono de voz pausado.
—¿Cómo se llamaba el otro policía?
—Frankie —respondió Carolyn—. Junior lo llamaba Frankie D. ¿Conoce a esos chicos? Debe de conocerlos, ¿no?
—Efectivamente —admitió Piper.
 7


Le indicó a la nueva y provisional familia dónde se encontraba la casa de los Dumagen, que tenía la ventaja de hallarse cerca del Cathy Russell si el pequeño volvía a sufrir otro ataque, y cuando se fueron se sentó un rato a la mesa de la cocina, a beber un té. Se lo tomó lentamente. Tomaba un sorbo y dejaba la taza. Tomaba un sorbo y dejaba la taza. Clover gemía. Mantenía un vínculo muy estrecho con su ama, y Piper supuso que el perro notaba su ira.
Quizá cambia mi olor. Lo hace más acre o algo parecido.
Una imagen empezó a tomar forma. Y no era muy agradable. Muchos de los nuevos policías, que eran muy jóvenes, habían jurado su cargo hacía menos de cuarenta y ocho horas y ya habían empezado a descontrolarse. Las licencias que se habían tomado con Sammy Bushey y Thurston Marshall no se extenderían a policías veteranos como Henry Morrison y Jackie Wettington, al menos Piper no lo creía, pero ¿qué ocurriría con Fred Denton? ¿Y con Toby Whelan? Quizá. Era probable. Mientras Duke estuvo al mando, todos esos tipos se habían comportado. No habían hecho gala de una actitud intachable, ya que eran de los que te meten bronca de forma innecesaria después de un stop, pero se comportaban. Sin duda, eran lo mejor que podía permitirse el presupuesto del pueblo. Pero su madre acostumbraba a decir «Lo barato sale caro». Y con Peter Randolph al mando…
Había que hacer algo.
Pero tenía que controlar su mal temperamento. Si no lo hacía, la acabaría controlando a ella.
Cogió la correa del colgador que había junto a la puerta. Clover se levantó de inmediato, meneando la cola, con las orejas erguidas y los ojos brillantes.
—Venga, orejudo. Vamos a presentar una queja.
El pastor alemán seguía relamiéndose las migas de galleta que le habían quedado en el hocico cuando salieron por la puerta.
 8


Mientras cruzaba la plaza del pueblo con Clover a su derecha, Piper sentía que podía mantener a raya su genio. Se sintió así hasta que oyó las risas. Ocurrió cuando Clove y ella ya estaban cerca de la comisaría. Vio a los chicos cuyos nombres había logrado arrancarle a Sammy Bushey: DeLesseps, Thibodeau y Searles. Georgia Roux también estaba presente, Georgia, que los había jaleado, según Sammy: «Tírate a esa zorra». También estaba ahí Freddy Denton. Estaban sentados en el último escalón de las escaleras de piedra de la comisaría, bebiendo refrescos y charlando. Duke Perkins nunca lo habría permitido, y Piper pensó que si podía verlo desde dondequiera que estuviese, se estaría revolviendo en su tumba con tal fuerza como para prender fuego a sus restos.
Mel Searles dijo algo y todos estallaron en carcajadas y se dieron palmadas en la espalda. Thibodeau tenía un brazo sobre los hombros de Georgia y con la punta de los dedos acariciaba el pecho de la chica. Ella dijo algo y todos rieron con más fuerza aún.
Piper dedujo que se estaban riendo de la violación y de lo puñeteramente bien que se lo habían pasado, y a partir de ese momento el consejo de su padre perdió la batalla. La Piper que cuidaba de los pobres y los enfermos, la que oficiaba matrimonios y funerales, la que predicaba la caridad y la tolerancia los domingos, se vio desplazada de forma brusca a un segundo plano, desde donde solo podía observar lo que sucedía como si se encontrara tras un cristal deformado. Fue la otra Piper la que tomó el control, la que destrozó su habitación con quince años, derramando lágrimas de ira más que de pena.
Entre el ayuntamiento y el edificio de ladrillo de la comisaría se encontraba la plaza del Monumento a los Caídos. En el centro había una estatua del padre de Ernie Calvert, Lucien Calvert, a quien le concedieron una Estrella de Plata póstuma por sus acciones heroicas en Corea. Los nombres de los otros habitantes de Chester’s Mills que habían fallecido en una guerra, incluso los de la guerra civil, estaban grabados en el pedestal de la estatua. También había dos mástiles, uno con la bandera de las barras y las estrellas y otro con la bandera del estado, con su granjero, su marinero y su alce. Ambas colgaban flácidas en la luz que se iba tiñendo de rojo a medida que se acercaba la puesta de sol. Piper Libby pasó entre los mástiles como una mujer en un sueño, acompañada de Clover, que la seguía por el lado derecho, con las orejas erguidas.
Los «agentes» sentados en las escaleras estallaron de nuevo en carcajadas, y a Piper le vinieron a la cabeza los trols de los cuentos de hadas que su padre le leía. Trols en una cueva, regodeándose ante una pila de oro robado. Entonces la vieron y callaron.
—Buenas tardes, reverenda —dijo Mel Searles, que se levantó, e hizo un gesto de engreído con el cinturón.
Se ha puesto de pie al ver a una mujer, pensó Piper. ¿Se lo ha enseñado su madre? Seguramente. Pero el delicado arte de la violación ha tenido que aprenderlo en otra parte.
Searles no había dejado de sonreír cuando ella llegó a los escalones, pero entonces dudó y pareció vacilante; debía de haber visto su expresión. Aunque ni ella misma sabía qué cara ponía. La notaba paralizada. Inmóvil.
Vio que el mayor de todos la miraba fijamente, Thibodeau, con un rostro tan impertérrito como el suyo. Es como Clover, pensó ella. Huele la ira que me domina.
—¿Reverenda? —preguntó Mel—. ¿Va todo bien? ¿Hay algún problema?
Subió los escalones, ni muy rápido, ni muy despacio, seguida fielmente por Clover.
—Vosotros sois el problema.
Le dio un empujón. Mel no lo esperaba. Aún tenía el refresco en las manos. Cayó en la falda de Georgia Roux, agitando los brazos inútilmente para mantener el equilibrio, y por un instante el refresco se convirtió en un pez manta oscuro que destacó sobre el cielo rojo. Georgia dio un grito de sorpresa cuando Mel cayó sobre ella. Se echó hacia atrás y derramó su vaso de soda sobre la losa de granito que había frente a la doble puerta de la comisaría. Piper olió whisky o bourbon. Habían aderezado la Coca-Cola con lo que el resto del pueblo ya no podía comprar. No le extrañó que se rieran.
La fisura roja que había en el interior de su cabeza se hizo más grande.
—No puede… —intentó decir Frankie, que hizo ademán de levantarse, pero Piper le dio un empujón.
En una galaxia muy muy lejana, Clover, que por lo general era un perro muy dócil, empezó a gruñir.
Frankie cayó de espaldas, con los ojos abiertos como platos. Estaba asustado. Por un instante pareció el niño de catequesis que debió de ser en el pasado.
—¡La violación es el problema! —gritó Piper—. ¡La violación!
—Cállese —le espetó Carter. Aún estaba sentado, y aunque Georgia estaba encogida a su lado, mantuvo la calma. Los músculos de los brazos se le marcaban bajo la camisa azul de manga corta—. Cállese y váyase de aquí ahora mismo, si no quiere pasar la noche en una celda de…
—Eres tú quien va a dar con los huesos en una celda —replicó Piper—. Todos vosotros.
—Hazla callar —dijo Georgia. No gimoteaba pero casi—. Hazla callar, Cart.
—Señora… —Era Freddy Denton.
Llevaba la camisa del uniforme por fuera y el aliento le olía a bourbon. Si Duke lo hubiera visto, lo habría echado a la puta calle. A él y a todos. Intentó ponerse en pie y esta vez fue él quien cayó despatarrado al suelo, con una mirada que habría resultado graciosa en otras circunstancias. Por suerte todos estaban sentados mientras ella estaba de pie, lo cual facilitaba mucho las cosas. Pero, oh, sentía un martilleo en las sienes. Volvió a centrar la atención en Thibodeau, el más peligroso de todos. Seguía mirándola con una calma exasperante. Como si ella fuera un bicho raro de una feria ambulante, y él hubiera pagado veinticinco centavos para verla. Pero la estaba mirando desde abajo, y eso suponía una gran ventaja para Piper.
—Pero no será una celda de la comisaría —le dijo directamente a Thibodeau—. Será en Shawshank, donde a los matones de patio de colegio como vosotros les hacen lo que le hicisteis a esa chica.
—Zorra estúpida —dijo Carter, como si estuviera haciendo un comentario banal sobre el tiempo—. No nos hemos acercado a su casa.
—Es verdad —dijo Georgia, que se había vuelto a sentar. Tenía una mancha de Coca-Cola en una de las mejillas, donde todavía se podían apreciar las últimas marcas de un virulento caso de acné juvenil—. Y, además, todo el mundo sabe que Sammy Bushey no es más que una puta bollera mentirosa.
Piper esbozó una sonrisa y miró a Georgia, que retrocedió ante la mujer chalada que había aparecido de repente en los escalones mientras disfrutaban de la puesta de sol.
—¿Cómo sabes el nombre de esa puta bollera mentirosa? Yo no lo he dicho.
La boca de Georgia se abrió en una O de angustia. Y por primera vez algo alteró la calma de Carter Thibodeau. Lo que Piper no sabía era si fue el miedo o la cólera.
Frank DeLesseps se puso en pie con cautela.
—Es mejor que no vaya por ahí lanzando acusaciones de las que no tiene ninguna prueba, reverenda Libby.
—Y que tampoco agreda a agentes de policía —dijo Freddy Denton—. Estoy dispuesto a pasarlo por alto esta vez, todos hemos estado sometidos a una gran tensión, pero debe retirar esas acusaciones ahora mismo. —Hizo una pausa y añadió de manera penosa—: Y dejar de empujarnos, por supuesto.
Piper no había apartado la mirada de Georgia; su mano aferraba con tal fuerza el asa de la cadena de Clover, que le palpitaba. El perro permanecía con las patas delanteras abiertas y la cabeza agachada, sin dejar de gruñir. Parecía un potente motor fueraborda al ralentí. Se le había erizado de tal modo el pelo de la nuca que no se veía el collar.
—¿Cómo sabes su nombre, Georgia?
—Yo… yo… me lo he imaginado…
Carter la agarró del hombro y se lo apretó.
—Cállate, nena. —Y luego, mirando a Piper, aunque sin levantarse (porque no quiere que vuelva a sentarlo de un empujón, el muy cobarde), dijo—: No sé qué mosca le habrá picado, pero anoche estábamos todos juntos en la granja de Alden Dinsmore. Intentando que los soldados emplazados en la 119 nos dieran alguna información, algo que no logramos. Eso está en el extremo opuesto de la casa de Bushey. —Miró a sus amigos.
—Claro —dijo Frankie.
—Claro —aseguró Mel, que miró a Piper con recelo.
—¡Sí! —añadió Georgia. Carter la estaba abrazando. La chica recuperó la confianza y lanzó una mirada desafiante a Piper.
—Georgia dio por sentado que estaba hablando de Sammy —dijo Carter con la misma calma exasperante— porque Sammy es la mayor cerda mentirosa del pueblo.
Mel Searles soltó una carcajada estridente.
—Pero no usasteis protección —replicó Piper. Sammy se lo había dicho y cuando vio cómo se le crispaba la cara a Thibodeau supo que era cierto—. No usasteis protección y le han hecho las pruebas de violación. —No tenía ni idea de si era cierto, y no le importaba. A juzgar por cómo abrieron los ojos, se lo habían creído, y con eso le bastaba—. Cuando comparen vuestro ADN con el que encontraron…
—Ya basta —dijo Carter—. Cállese.
Piper le dedicó una sonrisa furibunda.
—No, señor Thibodeau. Esto no ha hecho más que empezar, hijo mío.
Freddy Denton intentó agarrarla. Piper le dio un empujón y entonces notó que alguien le agarraba el brazo y se lo retorcía. Se volvió y miró a Thibodeau a los ojos. Ya no había calma en ellos; ahora refulgían de ira.
Hola, hermano, fue el pensamiento incoherente que le pasó por la cabeza.
—Que te follen, puta zorra —le espetó, y esta vez fue ella quien recibió el empujón.
Piper cayó de espaldas por la escalera. El instinto la llevó a encogerse para intentar rodar; no quería golpearse la cabeza con los peldaños ya que sabía que podían fracturarle el cráneo. Matarla o, peor aún, dejarla como un vegetal. Se golpeó en el hombro izquierdo y soltó un aullido de dolor. Un dolor familiar. Se había dislocado ese hombro jugando al fútbol en el instituto veinte años atrás, y, maldición, acababa de sucederle otra vez.
Levantó las piernas por encima de la cabeza y dio una voltereta hacia atrás, se torció el cuello, se dio un golpe en las rodillas y se hizo una herida en ambas. Al final aterrizó boca abajo. Había llegado casi al final de la escalera. Tenía sangre en la mejilla, sangre en la nariz, sangre en los labios, le dolía el cuello, pero, oh, Dios, el hombro se había llevado la peor parte: salido hacia arriba y torcido de un modo que recordaba a la perfección. La última vez que lo había visto sí estaba cubierto por un jersey de nailon rojo de los Wildcats. A pesar de todo, hizo un gran esfuerzo para ponerse en pie, y dio gracias a Dios de que aún tuviera fuerzas para aguantarse derecha; podría haber quedado paralizada.
Había soltado la cadena cuando caía por la escalera y Clover se abalanzó sobre Thibodeau. Le mordió en el pecho y en la barriga por debajo de la camisa, se la arrancó, derribó a Carter y atacó sus órganos vitales.
—¡Quítemelo de encima! —gritó Carter. Nada tranquilo ahora—. ¡Va a matarme!
Y sí, Clover lo estaba intentando. Había puesto las patas delanteras sobre sus muslos y las movía hacia arriba y hacia abajo mientras Carter se retorcía. Parecía un pastor alemán montando en bicicleta. Cambió el ángulo de ataque y le dio un mordisco en el hombro, lo que provocó otro grito. Entonces Clover se lanzó a su cuello. Carter logró ponerle las manos en el pecho justo a tiempo para que no le mordiera en la tráquea.
—¡Deténgalo!
Frank intentó coger la correa, pero Clover se volvió y le dio una dentellada en los dedos. De modo que DeLesseps retrocedió y el perro pudo volver a centrarse en el hombre que había tirado a su ama por la escalera. Abrió el hocico, le mostró una doble hilera de dientes blancos y relucientes, y se le lanzó al cuello. Carter levantó la mano y profirió un grito de dolor cuando Clover la mordió y empezó a zarandearla como si fuera uno de sus muñecos de trapo. Salvo que los muñecos no sangraban, y la mano de Carter sí.
Piper subió la escalera tambaleándose, sujetándose el brazo izquierdo sobre el diafragma. Su cara era una máscara de sangre. Un diente le colgaba de la comisura de los labios como un resto de comida.
—¡QUÍTEMELO DE ENCIMA, POR EL AMOR DE DIOS, QUÍTEME EL PUTO PERRO DE ENCIMA!
Piper estaba abriendo la boca para ordenarle a Clover que se detuviera cuando vio que Fred Denton desenfundaba su pistola.
—¡No! —gritó—. ¡Puedo detenerlo!
Fred se volvió hacia Mel Searles y señaló al perro con la mano libre. Mel dio un paso al frente y le soltó una patada en la pata trasera. Fue una patada alta y dura, tal como había hecho (no hacía tanto tiempo) con balones de fútbol americano. Clover cayó de lado y soltó la mano sangrante y llena de cortes de Thibodeau. Dos dedos apuntaban en direcciones extrañas, como señales torcidas de tráfico.
—¡NO! —gritó de nuevo Piper, con tanta fuerza e intensidad, que el mundo se tiñó de gris antes sus ojos—. ¡NO LE HAGAS DAÑO A MI PERRO!
Fred no le prestó atención. Cuando Peter Randolph atravesó de golpe la doble puerta, descamisado, con la cremallera del pantalón bajada, y sosteniendo el ejemplar de Outdoors que había estado leyendo en el lavabo, Fred tampoco le prestó atención. Apuntó con su pistola automática al perro y disparó.
Un sonido ensordecedor inundó la plaza. La bala reventó la tapa de los sesos de Clover, convertida en una masa de sangre y huesos. El perro dio un paso hacia su ama, que sangraba y no paraba de gritar, dio otro, y se derrumbó.
Fred, que aún tenía la pistola en la mano, se dirigió hacia Piper y la agarró del brazo herido. El bulto del hombro provocó un grito de queja. Sin embargo, la mujer no apartó la mirada del cuerpo de su perro, al que había criado desde que era un cachorro.
—Estás detenida, puta loca —dijo Fred. Acercó su cara, pálida, sudorosa, con los ojos desorbitados, a la de Piper para que le llegaran los salivazos—. Todo lo que digas puede y será usado en tu puta contra.
En el otro lado de la calle, los clientes del Sweetbriar Rose salieron del local, Barbie entre ellos; no se había quitado el delantal ni la gorra de béisbol. Julia Shumway llegó antes.
Captó la escena, no vio tanto los detalles como el todo: perro muerto; grupo de policías; mujer ensangrentada que gritaba y tenía un hombro más alto que el otro; un policía calvo, el maldito Freddy Denton, zarandeándola por el brazo conectado a ese hombro; más sangre en los escalones, lo que sugería que Piper había caído por ellos. O que la habían empujado.
Julia hizo algo que nunca había hecho: metió la mano en el bolso, abrió la cartera y, mientras subía los escalones, la mostró y gritó:
—¡Prensa! ¡Prensa! ¡Prensa!
Al menos logró que dejaran de zarandearla.
 9


Diez minutos más tarde, en el despacho que hasta hacía poco había sido de Duke Perkins, Carter Thibodeau estaba sentado en el sofá bajo la fotografía y los certificados enmarcados de Duke, con el hombro vendado y la mano envuelta con toallitas de papel. Georgia estaba sentada a su lado. Thibodeau tenía la frente llena de gotas de sudor, pero después de decir «Creo que no tengo nada roto», guardó silencio.
Fred Denton se hallaba sentado en una silla de la esquina. Su pistola estaba en la mesa del jefe. La había entregado por propia voluntad y se limitó a decir: «Tuve que hacerlo, mira la mano de Cart».
Piper ocupaba la silla que ahora pertenecía a Peter Randolph. Julia le había limpiado casi toda la sangre de la cara con más toallitas de papel. La mujer, en estado de shock, temblaba de dolor, pero guardaba silencio, al igual que Thibodeau. Tenía la mirada clara.
—Clover solo lo atacó —señaló a Carter con la mandíbula— cuando él me tiró por la escalera. El empujón hizo que soltara la correa. La reacción de mi perro fue justificada. Estaba protegiéndome de una agresión criminal.
—¡Fue ella quien nos atacó! —gritó Georgia—. ¡Esa puta loca nos atacó! Subió por la escalera soltando un montón de estupideces…
—Cállate —le ordenó Barbie—. Callaos todos de una puta vez. —Miró a Piper—. No es la primera vez que se te disloca el hombro, ¿verdad?
—Quiero que se vaya de aquí, señor Barbara —dijo Randolph… pero habló sin demasiada convicción.
—Puedo ocuparme de esto —le espetó Barbara—. ¿Puede usted?
Randolph no contestó. Mel Searles y Frank DeLesseps se quedaron fuera, junto a la puerta. Parecían preocupados.
Barbie se volvió hacia Piper.
—Es una subluxación, una separación parcial. No es grave. Puedo encajártelo antes de ir al hospital…
—¿Hospital? —gruñó Fred Denton—. Está deten…
—Cierra el pico, Freddy —le ordenó Randolph—. Aquí nadie está detenido. Al menos de momento.
Barbie miró a Piper a los ojos.
—Pero tengo que hacerlo ahora, antes de que la hinchazón empeore. Si esperamos a que lo haga Everett en el hospital, tendrán que ponerte anestesia. —Se le acercó al oído y murmuró—: Mientras estés inconsciente, ellos darán su versión de los hechos, y tú no podrás dar la tuya.
—¿Qué le está diciendo? —preguntó Randolph bruscamente.
—Que va a dolerle —respondió Barbie—. ¿Lista, reverenda?
Piper asintió.
—Adelante. El entrenador Gromley lo hizo junto a la línea de banda, y era un inútil total. Date prisa. Y hazlo bien, por favor.
Barbie dijo:
—Julia, coge un cabestrillo del botiquín de primeros auxilios y ayúdame a tumbarla boca arriba.
Julia, que estaba muy pálida y mareada, hizo lo que le ordenó.
Barbie se sentó en el suelo, a la izquierda de Piper, se quitó un zapato, y le agarró el antebrazo, justo por encima de la muñeca, con ambas manos.
—No sé qué método utilizó el entrenador Gromley —dijo— pero este es el que empleó un médico al que conocí en Iraq. Cuenta hasta tres y luego grita «espoleta».
—Espoleta —dijo Piper, desconcertada a pesar del dolor—. Bueno, vale, tú eres el médico.
No, pensó Julia, Rusty es ahora lo más parecido a un médico que tenemos. Había llamado a Linda para pedirle el número de Rusty, pero enseguida le saltó el buzón de voz.
Todo el mundo estaba en silencio. Incluso Carter Thibodeau observaba la escena. Barbie hizo un gesto de asentimiento a Piper. Tenía la frente perlada con gotas de sudor, pero permanecía concentrada, lo que le hizo ganarse el respeto de Barbie. Le puso el pie descalzo en la axila izquierda, y apretó con fuerza. Entonces, mientras tiraba lenta pero firmemente del brazo, hizo presión con el pie.
—Bueno, ahí vamos. Empieza a contar.
—Uno… dos… tres… ¡ESPOLETA!
Cuando Piper gritó, Barbie tiró del brazo. Todos los presentes oyeron el ruido sordo que hizo la articulación al encajar de nuevo en su sitio. El bulto de la blusa de Piper desapareció como por arte de magia. La reverenda gritó pero no perdió el conocimiento. Barbie le puso el cabestrillo por el cuello y alrededor del brazo, y se lo inmovilizó tan bien como pudo.
—¿Mejor? —preguntó.
—Mejor —respondió ella—. Mucho mejor, gracias a Dios. Aún me duele, pero no tanto.
—Tengo aspirinas en el monedero —dijo Julia.
—Dale la aspirina y luego vete —le ordenó Randolph—. Todos, salvo Carter, Freddy, la reverenda y yo.
Julia le lanzó una mirada de incredulidad.
—¿Estás de coña? Vamos a llevarla al hospital. ¿Puedes caminar?
Piper se puso en pie tambaleándose.
—Creo que sí. Pero no mucho.
—Siéntese, reverenda Libby —dijo Randolph, pero Barbie sabía que no iba a hacerle caso. Lo notó en el tono de voz del jefe de policía.
—¿Por qué no me obliga? —Piper levantó el brazo izquierdo con cautela y el cabestrillo que lo sujetaba. El brazo temblaba, pero podía moverlo—. Estoy segura de que podría dislocármelo de nuevo, y muy fácilmente. Venga. Enséñeles a estos… a estos chicos… que usted es como ellos.
—¡Y lo publicaré en el periódico! —exclamó Julia con alegría—. ¡Doblaremos la tirada!
Barbie añadió:
—Le sugiero que aplacemos este asunto hasta mañana, jefe. Permita que le den unos calmantes más fuertes que una aspirina a la señora, y que Everett eche un vistazo a los cortes de las rodillas. Con la Cúpula, dudo que exista riesgo de huida.
—Su perro intentó matarme —dijo Carter. A pesar del dolor, parecía haber recuperado la calma.
—Jefe Randolph, DeLesseps, Searles y Thibodeau son culpables de violación —dijo Piper, Julia la rodeó con un brazo, pero Piper habló con voz tranquila y clara—: Roux es cómplice de violación.
—¡Y una mierda! —graznó Georgia.
—Deben ser suspendidos de inmediato.
—Está mintiendo —dijo Thibodeau.
El jefe Randolph parecía que estuviera viendo un partido de tenis. Al final, posó la mirada en Barbie.
—¿Me estás diciendo lo que tengo que hacer, niñato?
—No, señor, solo es una sugerencia basada en mi experiencia como agente de la ley en Iraq. Es usted quien debe tomar sus propias decisiones.
Randolph se relajó.
—De acuerdo, de acuerdo. —Bajó la mirada; fruncía el ceño. Todos vieron que se daba cuenta de que aún tenía la bragueta bajada y que solucionaba el problema. Entonces alzó la vista y dijo—: Julia, lleve a la reverenda Piper al hospital. En cuanto a usted, señor Barbara, me da igual a dónde vaya, pero lo quiero fuera de la comisaría. Esta noche les tomaré declaración a mis agentes, y a la reverenda Libby mañana.
—Espere —dijo Thibodeau. Le mostró los dedos torcidos a Barbie—. ¿Puede hacer algo con ellos?
—No lo sé —respondió Barbie en tono que esperaba sonara agradable. La situación ya no era tan violenta como al principio, y había llegado el momento de la negociación política, tal como recordaba de la época en la que había tenido que tratar con policías iraquíes que no eran muy distintos del hombre sentado en el sofá y los demás que estaban amontonados junto a la puerta. Se trataba de llevarse bien con gente a la que te gustaría escupirle a la cara—. ¿Puedes decir «espoleta»?
 10


Rusty había apagado el teléfono antes de llamar a la puerta de Big Jim, que ahora se encontraba sentado detrás de su escritorio, y Rusty en la silla que había delante… La silla de los que iban a suplicar algo, o a pedir un puesto de trabajo.
En el estudio (probablemente Rennie lo hacía figurar como un despacho profesional en la declaración de la renta) reinaba un olor muy agradable, a pino, como si lo hubieran limpiado a fondo hacía poco, pero a Rusty no le gustaba. No era solo el cuadro de un Jesús agresivamente caucásico pronunciando un sermón en la montaña, o las placas de autocomplacencia, o el suelo de madera noble que debería haber estado protegido por una alfombra; eran todas esas cosas y algo más. A Rusty Everett apenas le interesaba ni creía en lo sobrenatural, pero aun así tenía la sensación de que ese despacho estaba embrujado.
Es porque te da un poco de miedo, pensó. Eso es todo.
Con la esperanza de que el miedo no se reflejara en su voz o en su cara, Rusty le contó a Rennie que habían desaparecido varios depósitos de propano del hospital. Que había encontrado uno de ellos en la cabaña de suministros de detrás del ayuntamiento, que actualmente estaba alimentando el generador del ayuntamiento. Y que era el único depósito que había.
—De modo que tengo dos preguntas —dijo Rusty—. ¿Cómo es posible que haya llegado un depósito del hospital hasta el centro del pueblo? ¿Y dónde están los demás?
Big Jim se meció en la silla, se llevó las manos a la nuca y miró hacia el techo en actitud meditativa. Rusty posó la mirada en el trofeo de béisbol que había en el escritorio de Rennie. Delante había una nota de Bill Lee, antiguo jugador de los Boston Red Sox. La pudo leer porque estaba vuelta hacia fuera. Por supuesto. Para que la vieran los invitados y se quedaran maravillados. Al igual que las fotografías de la pared, la pelota de béisbol proclamaba que Big Jim Rennie se había codeado con gente famosa: «Fíjate en mis autógrafos, en lo imponentes que son, y desespérate». Para Rusty, la pelota de béisbol y la nota de cara a las visitas parecían resumir las malas sensaciones que albergaba sobre aquella habitación. Era todo apariencias, un pequeño tributo al prestigio y al poder pueblerino.
—No sabía que tenías permiso para meter las narices en nuestra cabaña de suministros —dijo Big Jim sin apartar la vista del techo y con sus gordos dedos entrelazados detrás de la cabeza—. ¿Quizá eres un funcionario del ayuntamiento y no lo sabía? En tal caso, es culpa mía, lo siento, como dice Junior. Y yo que creía que no eras más que un enfermero con un talonario de recetas.
Rusty sabía que era la técnica habitual de Rennie, intentar cabrearlo. Distraerlo.
—No soy un funcionario del ayuntamiento —respondió—, pero sí un trabajador sanitario. Y un contribuyente.
—¿Y?
Rusty notó que la sangre empezaba a subirle a la cabeza.
—Pues que todo eso hace que la cabaña de los suministros también sea un poco mía. —Esperó para ver si Big Jim reaccionaba, pero el hombre que había tras el escritorio se mantenía impertérrito—. Además, no estaba cerrado con llave. Lo cual tampoco viene al caso. Vi lo que vi, y me gustaría obtener una explicación. Como empleado del hospital.
—Y contribuyente. No lo olvides.
Rusty lo miró fijamente. Ni tan siquiera asintió con la cabeza.
—Pues no puedo dártela —respondió Rennie.
Rusty enarcó las cejas.
—¿De verdad? Creía que siempre le tenías tomado el pulso al pueblo. ¿No era eso lo que decías la última vez que te presentaste al cargo de concejal? ¿Y ahora me dices que no puedes explicarme qué ha pasado con el propano del pueblo? No me lo creo.
Por primera vez, Rennie pareció molesto.
—Me da igual que me creas o no. No sabía nada de los depósitos. —Pero desvió la mirada levemente hacia un lado, como si quisiera comprobar que su fotografía autografiada de Tiger Woods seguía en su sitio; el típico gesto de un mentiroso.
Rusty volvió a la carga:
—Al hospital apenas le queda propano. Sin gas, los pocos de nosotros que aún estamos trabajando tendremos que hacerlo en unas condiciones dignas de un quirófano en pleno campo de batalla de la guerra civil. Los ingresados que tenemos ahora mismo, incluido un paciente que ha sufrido un infarto y un caso grave de diabetes que podría acabar en amputación, sufrirán graves problemas si nos quedamos sin electricidad. El posible amputado es Jimmy Sirois. Su coche está en el aparcamiento y tiene una pegatina en el parachoques que dice VOTA A BIG JIM.
—Lo investigaré —dijo Big Jim, con el aire propio de un hombre que está concediendo un favor—. Lo más probable es que el propano del pueblo esté almacenado en alguna otra propiedad del ayuntamiento. En cuanto al vuestro, no sé qué decirte.
—¿Qué otra propiedad? Está el parque de bomberos y ese montón de arena y sal de God Creek Road; allí ni siquiera hay un cobertizo. Son las únicas propiedades del ayuntamiento, que yo sepa.
—Everett, soy un hombre ocupado. Vas a tener que disculparme.
Rusty se puso en pie. Le entraron ganas de cerrar las manos en forma de puño, pero se controló.
—Te lo voy a preguntar una última vez. De forma clara y directa. ¿Sabes dónde están los depósitos que han desaparecido?
—No. —Esta vez los ojos de Rennie se posaron en Dale Earnhardt—. Y voy a pasar por alto las posibles insinuaciones de esa pregunta, hijo, porque si no lo hiciera me arrepentiría. Y ahora ¿por qué no te vas y compruebas cómo se encuentra Jimmy Sirois? Dile que Big Jim le envía sus mejores deseos y que se pasará a verlo en cuanto amainen un poco estos problemillas.
Rusty tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar su ira, pero era una batalla que estaba perdiendo.
—¿Que me vaya? Creo que has olvidado que eres un funcionario, no un dictador. Por el momento soy la máxima autoridad médica del pueblo, y quiero res…
Sonó el teléfono móvil de Big Jim, que lo cogió bruscamente. Escuchó. Las arrugas de su boca abierta se hicieron más profundas.
—¡Caray! En cuanto me despisto… —Escuchó un poco más y añadió—: Si hay alguien más en tu despacho, Pete, cierra el pico antes de que se te escape algo y la líes. Llama a Andy. Estaré allí enseguida, y lo solucionaremos entre los tres.
Colgó el teléfono y se puso en pie.
—Tengo que ir a la comisaría. Se trata de una emergencia o de más problemillas, y no podré saberlo hasta que llegue allí. Y a ti te necesitan en el hospital o en el centro de salud, creo. Parece que la reverenda Libby ha tenido un problema.
—¿Por qué? ¿Qué le ha pasado?
Los fríos ojos de Big Jim, encajados en sus órbitas pequeñas y angulosas, lo miraron fijamente.
—Estoy seguro de que ella te contará su versión. No sé cuánta verdad habrá en ella, pero te la contará. Así que ve a hacer tu trabajo, jovencito, y déjame hacer el mío.
Rusty bajó al vestíbulo y salió de la casa. Las sienes le palpitaban con fuerza. Hacia el oeste, la puesta de sol era una mancha sangrienta refulgente. Apenas soplaba una brisa de aire, pero aún se notaba el olor a humo. Al pie de la escalera, Rusty levantó un dedo y señaló al funcionario público que estaba esperando que abandonara su propiedad antes de que él, Rennie, hiciera lo propio. Big Jim puso mala cara al ver el dedo, pero Rusty no lo bajó.
—Nadie tiene que decirme cuál es mi trabajo. Y una parte de él será buscar el propano desaparecido. Si lo encuentro en el lugar equivocado, otra persona acabará ocupando tu cargo, concejal Rennie. Es una promesa.
Big Jim hizo un gesto despectivo con la mano.
—Sal de aquí, hijo. Vete a trabajar.
 11


Durante las primeras treinta y cinco horas de existencia de la Cúpula, más de dos docenas de niños sufrieron ataques. En algunos casos, como en el de las chicas Everett, los padres se dieron cuenta de lo sucedido. En muchos otros, no, y en los días posteriores se redujo drásticamente el número de ataques hasta que cesaron por completo. Rusty lo comparó con los pequeños shocks que experimentaba la gente cuando se acercaba demasiado a la Cúpula. La primera vez, sentías un escalofrío que te erizaba el pelo de la nuca; luego, la mayoría de las personas no sentía nada. Era como si las hubieran inoculado.
—¿Me estás diciendo que la Cúpula es como la varicela? —le preguntó Linda más tarde—. ¿Que la coges una vez y ya estás vacunado para siempre?
Janelle tuvo dos ataques, y también un niño pequeño llamado Norman Sawyer, pero en ambos casos el segundo ataque fue más suave que el primero, y no hubo balbuceos. La mayoría de los niños que había visto Rusty solo habían sufrido uno y, al parecer, no se produjeron efectos secundarios.
Solo dos adultos tuvieron ataques durante esas primeras treinta y cinco horas. Ambos ocurrieron al atardecer del lunes, y ambos tenían unas causas claras.
En el caso de Phil Bushey, también conocido como el Chef, la causa fue el consumo de altas dosis de su propio producto. Cuando Rusty y Big Jim se separaron, Chef Bushey estaba sentado frente al granero de almacenamiento de la WCIK, embelesado con la puesta de sol (muy cerca del punto de impacto de los misiles, donde el escarlata del cielo quedó oscurecido por el hollín de la Cúpula), con la pipa para el cristal en una mano. Estaba de viaje por la ionosfera; quizá mil quinientos kilómetros más allá. En las pocas nubes bajas que flotaban bajo esa luz sangrienta, veía las caras de su madre, de su padre, de su abuelo; vio a Sammy y a Little Walter.
Todas las caras de las nubes sangraban.
Cuando se le empezó a mover el pie derecho, y cuando el izquierdo le siguió el ritmo, no hizo caso. Aquellos temblores eran parte del viaje, todo el mundo lo sabía. Pero entonces empezaron a temblarle las manos y se le cayó la pipa en la hierba alta (amarilla y marchita a causa de la actividad que se desarrollaba en la fábrica). Un instante después empezó a sacudir la cabeza de un lado a otro.
Ya está, pensó con una calma que en parte se convirtió en alivio. Esta vez me he pasado. Voy a palmarla. Seguramente es lo mejor.
Pero no la palmó, ni siquiera perdió el conocimiento. Se recostó lentamente en un lado, entre temblores, viendo cómo el mármol negro se alzaba en el cielo rojo. Se expandió hasta convertirse en una bola del juego de los bolos, y luego en una pelota de playa muy inflada. Y siguió creciendo hasta que engulló el cielo rojo.
El fin del mundo, pensó. Seguramente es lo mejor.
Por un instante pensó que se había equivocado, porque empezaron a brillar las estrellas. Pero eran de un color distinto. Eran rosadas. Y entonces, oh, Dios, empezaron a caer, dejando una larga estela rosa tras ellas.
Luego llegó el fuego. Un horno estruendoso, como si alguien hubiera abierto una trampilla escondida y el Infierno se hubiera cernido sobre Chester’s Mill.
—Es nuestro regalo —murmuró con la pipa apretada contra el brazo, lo que le causó una quemadura que no vio ni notó hasta más tarde. Se quedó temblando en la hierba amarilla. El blanco de los ojos reflejaba la refulgente puesta de sol—. Es nuestro regalo de Halloween. Primero el susto… luego el regalo.
El fuego se convirtió en una cara, en una versión naranja de los rostros ensangrentados que había visto en las nubes justo antes de que le diera el ataque. Era el rostro de Jesús. Jesús lo miraba con el ceño fruncido.
Y habló. Le habló a él. Le dijo que el fuego era responsabilidad suya. Suya. El fuego y la… la…
—La pureza —murmuró, tumbado en la hierba—. No… la purificación.
Jesús ya no parecía tan furioso. Y se estaba desvaneciendo. ¿Por qué? Porque el Chef lo había entendido. Primero llegaron las estrellas rosadas; luego el fuego purificador; y luego el sufrimiento acabaría.
El Chef se quedó quieto mientras el ataque daba paso a las primeras horas de sueño de verdad que había tenido en las últimas semanas, quizá meses. Cuando se despertó, era noche cerrada: no quedaba ni rastro de rojo en el cielo. Estaba helado, pero no mojado.
Bajo la Cúpula ya no caía el rocío.
 12


Mientras el Chef observaba el rostro de Cristo en la puesta de sol infecta, Andrea Grinnell, la tercera concejala, estaba sentada en el sofá intentando leer. Su generador se había apagado, pero ¿había llegado a funcionar en algún momento? No lo recordaba. Sin embargo, tenía un artilugio, una pequeña lámpara muy potente, que su hermana Rose le había puesto en el calcetín de Navidad el año pasado. Nunca había tenido ocasión de utilizarlo hasta entonces, aunque funcionaba bien. Bastaba con sujetarlo al libro y encenderlo. Estaba chupado. De modo que la luz no era un problema. Las palabras por desgracia, sí. No paraban de moverse por las páginas, a veces intercambiaban el sitio con otras, y la prosa de Nora Roberts, que acostumbraba a ser muy clara, no tenía el menor sentido. Sin embargo, Andrea seguía intentándolo porque no se le ocurría qué más hacer.
La casa apestaba a pesar de que las ventanas estaban abiertas. Tenía diarrea y la cisterna no funcionaba. Tenía hambre pero no podía ingerir alimentos. Había intentado comer un bocadillo alrededor de las cinco de la tarde —un inofensivo bocadillo de queso— y lo había vomitado en el cubo de la basura de la cocina unos minutos después de haberlo acabado. Sudaba a mares (ya se había cambiado una vez de ropa, y a buen seguro tendría que volver a hacerlo si era capaz de ello) y le temblaban los pies.
Pues empiezo el proceso de desintoxicación con mal pie, pensó. Y no podré ir a la reunión de emergencia de esta noche, si es que Jim no la ha anulado.
Teniendo en cuenta cómo había ido la última conversación con Big Jim y Andy Sanders, quizá era lo mejor; si aparecía, tratarían de intimidarla aún más, de obligarla a hacer cosas que no quería. Era mejor que se quedara en casa hasta que desapareciera esa… esa…
—Esta mierda —dijo, y se apartó el pelo húmedo de los ojos—. Hasta que desaparezca esta puta mierda de mi sistema.
Cuando volviera a ser ella misma, se enfrentaría a Jim Rennie. Hacía ya mucho que tendría que haber tomado la decisión. Y lo haría a pesar de su espalda dolorida, que le dolía bastante sin su OxyContin (aunque no era la tortura que esperaba, lo cual fue una grata sorpresa). Rusty quería que tomara metadona. ¡Metadona, por el amor de Dios! ¡Aquello era heroína con otro nombre!
«Si estás pensando en dejarlo de golpe, no lo hagas —le había dicho Rusty—. Es probable que tengas algún ataque».
Le dijo que si seguía su método tardaría unos diez días, pero Andrea no podía esperar tanto. Al menos mientras aquella Cúpula espantosa siguiera cubriendo el pueblo. Era mejor cortar por lo sano. Cuando llegó a esa conclusión, tiró todas las pastillas por el lavabo, no solo la metadona, sino también unas cuantas pastillas de OxyContin que había encontrado en el fondo de un cajón de la mesita de noche. Solo pudo tirar dos veces más de la cadena antes de que el depósito dejara de funcionar. Y ahora ahí estaba, sentada, temblando e intentando convencerse a sí misma de que había hecho lo adecuado.
Era lo único que podía hacer, pensó. Aunque sea una solución que te obliga a pasar por lo mejor y lo peor.
Intentó pasar la página del libro, pero golpeó la lámpara con su estúpida mano y cayó al suelo. El haz de luz iluminó el techo. Andrea miró hacia arriba y de repente empezó a elevarse por encima de sí misma. Y rápido. Era como ir en un ascensor expreso invisible. Solo tuvo un momento para mirar abajo y ver que su cuerpo aún seguía en el sofá, temblando sin poder contenerse. Un reguero de babas le corría por la barbilla. Vio la mancha de humedad que se extendía por la entrepierna de sus vaqueros y pensó: Sí, por supuesto que voy a tener que cambiarme de nuevo. Si sobrevivo a esto, claro.
Entonces atravesó el techo, la habitación que había arriba, el desván con sus cajas oscuras apiladas y sus lámparas, y salió a la noche. La Vía Láctea se extendía ante ella, pero era distinta. La Vía Láctea se había teñido de rosa.
Y entonces empezó a caer.
En algún lugar, muy muy lejos por debajo de ella, Andrea oyó el cuerpo que había dejado atrás. Estaba gritando.
 13


Barbie creyó que Julia y él hablarían de lo que le había sucedido a Piper Libby mientras se alejaban del pueblo, pero permanecieron en silencio casi todo el rato, ensimismados en sus pensamientos. Ninguno de los dos dijo que se sintió aliviado cuando vio que aquella puesta de sol de un rojo tan poco natural empezaba a perder intensidad, pero ambos lo estaban.
Julia intentó poner la radio en una ocasión, pero solo se oía la WCIK, que emitía «All Prayed Up», y la apagó de nuevo.
Barbie solo habló una vez, cuando abandonaron la 119 y se dirigieron hacia el oeste por la estrecha vía de Motton Road, flanqueada por unos bosques muy densos.
—¿He hecho lo correcto?
En opinión de Julia, había hecho muchas cosas correctas durante el enfrentamiento con el jefe de policía en su despacho, incluyendo el tratamiento satisfactorio de dos pacientes con dislocaciones, pero sabía a qué se refería.
—Sí. Era el momento perfectamente equivocado para imponer tu autoridad.
Barbie estaba de acuerdo, pero estaba cansado, desanimado y sentía que no estaba a la altura de la tarea que le habían encomendado.
—Estoy seguro de que los enemigos de Hitler dijeron lo mismo. Que lo dijeron en 1934, y tenían razón. En 1936, y tenían razón. También en 1938. «No es el momento adecuado para enfrentarnos a él», dijeron. Y cuando se dieron cuenta de que ya había llegado el momento, de repente estaban protestando en Auschwitz o en Buchenwald.
—No es lo mismo —replicó Julia.
—¿Crees que no?
Esta vez la periodista no contestó, pero entendió su punto de vista. Hitler había trabajado empapelando pisos, o eso se contaba; Jim Rennie era vendedor de coches de segunda mano. Tanto monta, monta tanto.
Más adelante, los últimos rayos de resplandor se filtraban entre los árboles. Dibujaban un grabado de sombras sobre el asfalto de Motton Road.
Había varios camiones militares aparcados al otro lado de la Cúpula, en el pueblo de Harlow, y treinta o cuarenta soldados yendo de un lado al otro. Todos llevaban máscaras antigás colgando del cinturón. Había un camión con la advertencia MUY PELIGROSO PROHIBIDO ACERCARSE aparcado, casi tocando la puerta que habían pintado con spray en la Cúpula. Una manguera de plástico colgaba de una válvula en la parte posterior del depósito. Dos hombres manipulaban la manguera, que acababa en un tubo del tamaño de un bolígrafo Bic; llevaban casco y un mono hechos de un material brillante.
En el lado de Chester’s Mills solo había un espectador. Lissa Jamieson, la bibliotecaria del pueblo, se encontraba junto a una bicicleta Schwinn. Era un modelo antiguo para mujeres, con una caja para la leche en el guardabarros trasero. En la parte posterior de la caja había una pegatina que decía CUANDO EL PODER DEL AMOR SEA MÁS FUERTE QUE EL AMOR POR EL PODER, EL MUNDO HALLARÁ LA PAZ - JIMI HENDRIX.
—¿Qué estás haciendo aquí, Lissa? —le preguntó Julia mientras salía de su coche. Se llevó una mano a los ojos para que no la deslumbraran los focos.
Lissa estaba toqueteando el anj que llevaba en el cuello colgado de una cadena de plata. Miró a Julia, a Barbie y de nuevo a Julia.
—Cuando estoy alterada o preocupada salgo a pasear en bicicleta. A veces lo hago hasta medianoche. Me ayuda a calmar el pneuma. He visto las luces y me he acercado hasta aquí —dijo como si estuviera pronunciando un conjuro, y soltó el anj para trazar un extraño símbolo en el aire—. ¿Y qué hacéis vosotros aquí?
—Hemos venido a ver el experimento —dijo Barbie—. Si funciona, podrás ser la primera en salir de Chester’s Mills.
Lissa esbozó una sonrisa. Pareció un poco forzada, pero a Barbie le gustó que realizara aquel esfuerzo.
—Si lo hiciera me perdería el plato especial del martes por la noche del Sweetbriar. Pastel de carne, ¿no?
—Sí, ese es el plan —admitió; no añadió que si la Cúpula seguía en su sitio al martes siguiente, la spécialité de la maison sería probablemente quiche de calabacín.
—No sueltan prenda —dijo Lissa—. Lo he intentado.
Un hombre achaparrado como una boca de incendios salió de detrás del camión y se situó bajo la luz. Llevaba unos pantalones caqui, una chaqueta de popelín y un sombrero con el logo de los Black Bears de Maine. Lo primero que sorprendió a Barbie fue que James O. Cox había engordado. Lo segundo, su pesada chaqueta, abrochada hasta arriba, peligrosamente cerca de algo parecido a una papada. Nadie más, ni Barbie, ni Julia, ni Lissa, iba abrigado. No era necesario en su lado de la Cúpula.
Cox hizo el saludo militar. Barbie se lo devolvió y se sintió bastante bien al hacerlo.
—Hola, Barbie —dijo Cox—. ¿Qué tal está Ken?
—Ken está perfecto —respondió Barbie—. Y sigo siendo esa zorra que siempre se lleva la mejor parte.
—Esta vez no, coronel —replicó Cox—. Esta vez parece que se ha quedado bien jodido en el autorrestaurante.
 14


—¿Quién es? —susurró Lissa, que no dejaba de manosear el anj. Como no soltara pronto la cadena, a Julia le entrarían ganas de arrancársela de un tirón—. ¿Y qué están haciendo?
—Intentando sacarnos de aquí —respondió Julia—. Y tras el espectacular fracaso del otro día, creo que han hecho bien en intentarlo de un modo discreto. —Dio un paso al frente—. Hola, coronel Cox, soy su directora de periódico favorita. Buenas noches.
La sonrisa de Cox no fue muy amarga, lo cual decía mucho en su favor, pensó Julia.
—Señorita Shumway. Es usted más guapa de lo que imaginaba.
—Pues debo admitir que es usted muy hábil con…
Barbie la detuvo cuando estaba a tres metros de Cox y la agarró de los brazos.
—¿Qué? —preguntó ella.
—La cámara. —Casi se había olvidado de que la llevaba colgada del cuello hasta que Barbara la señaló—. ¿Es digital?
—Claro, es la de Pete Freeman. —Iba a preguntar por qué cuando se dio cuenta—. Crees que la Cúpula la estropeará.
—Eso en el mejor de los casos —dijo Barbie—. Recuerda lo que le pasó al marcapasos del jefe Perkins.
—Mierda —exclamó ella—. ¡Mierda! Quizá aún tenga mi vieja Kodak en el maletero.
Lissa y Cox se miraron el uno al otro con igual fascinación, según le pareció a Barbie.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Lissa—. ¿Va a haber otra explosión?
Cox dudó pero Barbie se apresuró a decir:
—Más le vale que se lo diga, coronel. Si no lo hace, lo haré yo.
Cox lanzó un suspiro.
—Insiste en su política de total transparencia, ¿verdad?
—¿Por qué no? Si esto sale bien, los habitantes de Chester’s Mills lo pondrán por las nubes. El único motivo por el que no suelta prenda es porque está acostumbrado a no hacerlo.
—No. Es lo que me han ordenado mis superiores.
—Están en Washington —dijo Barbie—. Y la prensa está en Castle Rock, y lo más probable es que todos estén viendo porno en los canales de cable de pago. Aquí solo estamos nosotros.
Cox lanzó un suspiro y miró hacia la marca del tamaño de una puerta que habían hecho con spray en la Cúpula.
—Es el lugar en el que los hombres que llevan los trajes protectores derramarán nuestro compuesto experimental. Si tenemos suerte, el ácido abrirá un agujero en la Cúpula y luego podremos romper la zona marcada como uno rompe un trozo de cristal de una ventana después de usar un cortavidrios.
—¿Y si no tenemos suerte? —preguntó Barbie—. ¿Y si la Cúpula se descompone y desprende un gas venenoso que nos mata a todos? ¿Para eso son las máscaras?
—De hecho —respondió Cox—, los científicos creen que es más probable que el ácido cause una reacción química que provoque que la Cúpula empiece a arder. —Vio la expresión de pánico de Lissa y añadió—: Pero consideran que ambas posibilidades son muy remotas.
—Claro —exclamó Lissa, dando vueltas al anj—, porque no son ellos los que van a morir gaseados o quemados.
Cox añadió:
—Entiendo su preocupación, señora…
—Melissa —lo corrigió Barbie. De repente le pareció importante que Cox se diera cuenta de que esa gente que se encontraba bajo la Cúpula eran personas de verdad, algo más que unos cuantos miles de contribuyentes—. Melissa Jamieson. Lissa para los amigos. Es la bibliotecaria del pueblo. También es consejera académica de los alumnos de secundaria y da clases de yoga, creo.
—Tuve que dejarlo —dijo Lissa con una sonrisa inquieta—. Demasiadas cosas a la vez.
—Encantado de conocerla, señora Jamieson —dijo Cox—. Mire, es un riesgo que vale la pena correr.
—Si opináramos lo contrario, ¿podríamos detenerlos? —preguntó ella.
Cox se escabulló con una evasiva.
—No hay ninguna prueba de que esta cosa, sea lo que sea, se esté debilitando o biodegradando. A menos que podamos atravesarla, creemos que podrían pasar una buena temporada ahí dentro.
—¿Tienen alguna idea de su origen? ¿Alguna teoría?
—Ninguna —respondió Cox, pero apartó la mirada como la había apartado Big Jim en su conversación con Rusty Everett.
Barbie pensó: ¿Por qué miente? ¿Ha sido otra vez un acto reflejo? ¿Acaso cree que los civiles son como champiñones, que hay que mantenerlos a oscuras y darles mierda para comer? Seguramente se debía a todo eso. Pero lo ponía nervioso.
—¿Es fuerte? —preguntó Lissa—. Su ácido… ¿es fuerte?
—Es el más corrosivo que existe, por lo que sabemos —contestó Cox, y Lissa retrocedió dos pasos.
Cox se volvió hacia los hombres que llevaban los trajes espaciales.
—¿Estáis listos?
Hicieron un gesto afirmativo con los pulgares, enfundados en guantes. Detrás de ellos, cesó toda la actividad. Los soldados observaban inmóviles, con las manos sobre las máscaras antigás.
—Vamos a empezar —dijo Cox—. Barbie, le aconsejo que esas dos bellas damas y usted se alejen unos cincuenta metros como mínimo de…
—Fijaos en las estrellas —dijo Julia con voz suave y atemorizada. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, y Barbie vio en su cara de asombro la niña que había sido treinta años atrás.
Barbara también alzó la cabeza y vio la Osa Mayor, Orión. Todas en su sitio… Sin embargo, parecían desenfocadas y se habían vuelto rosa. La Vía Láctea se había convertido en un chicle que abarcaba toda la bóveda celeste de la noche.
—Cox —dijo Barbie—. ¿Ve eso?
El coronel alzó la vista.
—¿Si veo el qué? ¿Las estrellas?
—¿Qué aspecto tienen desde ahí fuera?
—Bueno… Brillan mucho, claro. Aquí no hay contaminación lumínica. —Entonces se le ocurrió algo y chasqueó los dedos—. ¿Ustedes qué ven? ¿Han cambiado de color?
—Son preciosas —dijo Lissa. Tenía los ojos muy abiertos y brillantes—. Pero también dan miedo.
—Son de color rosa —añadió Julia—. ¿Qué está ocurriendo?
—Nada —respondió Cox, pero parecía incómodo.
—¿Qué? —preguntó Barbie—. Desembuche. —Y añadió sin pensarlo—: Señor.
—Hemos recibido el informe meteorológico a las siete de la tarde. Ponía especial énfasis en el viento. Solo por si acaso… bueno, solo por si acaso. Dejémoslo ahí. Actualmente la corriente en chorro ha llegado hasta Nebraska o Kansas por el oeste, se ha extendido por el sur y luego llegará a la costa Este. Es un patrón habitual para finales de octubre.
—¿Y eso qué tiene que ver con las estrellas?
—A medida que se aproxima al norte, la corriente pasa por muchas ciudades y localidades industriales. Todo lo que arrastra de esos sitios se está quedando incrustado en la Cúpula en lugar de subir hasta el norte, hasta Canadá y el Ártico. Se ha acumulado tal cantidad que ha creado una especie de filtro óptico. Estoy convencido de que no es peligroso…
—Aún no —dijo Julia—. Pero ¿y dentro de una semana o un mes? ¿Regarán nuestro espacio aéreo a treinta mil pies de altura cuando todo se oscurezca?
Antes de que Cox pudiera responder, Lissa Jamieson dio un grito y señaló el cielo. Luego se tapó la cara.
Las estrellas rosadas estaban cayendo y dejaban una estela rosada tras ellas.
 15


—Más drogas —dijo Piper con voz ausente mientras Rusty le auscultaba el corazón.
El auxiliar médico le dio unas palmaditas en la mano derecha; en la izquierda tenía muchas heridas.
—Basta de drogas —dijo—. Oficialmente estás colocada.
—Jesús quiere que tome más drogas —dijo Piper con la misma voz soñadora—. Quiero colocarme para hacer un viaje a tierras desconocidas.
—El único viaje que vas a hacer es a tierras de Morfeo, pero lo tendré en cuenta.
Piper se incorporó. Rusty intentó que se tumbara de nuevo, pero solo se atrevió a tocarle el hombro derecho, y eso no le bastó.
—¿Podré irme de aquí mañana? Tengo que ir a ver al jefe Randolph. Esos chicos violaron a Sammy Bushey.
—Y podrían haberte matado —replicó él—. Se te dislocara el hombro o no, tuviste mucha suerte de caer de ese modo. Ya me ocuparé yo de Sammy.
—Esos policías son peligrosos. —Piper le cogió la muñeca con la mano derecha—. No pueden seguir siendo policías. Harán daño a alguien más. —Se lamió los labios—. Tengo la boca muy seca.
—De eso ya me encargo yo, pero tendrás que tumbarte.
—¿Extrajisteis muestras de esperma a Sammy? ¿Puedes compararlas con las de los chicos? Si puedes, acosaré a Peter Randolph hasta que los obligue a proporcionarlas. Lo acosaré día y noche.
—No tenemos la tecnología necesaria para comparar muestras de ADN —dijo Rusty. Además, no hay muestras de esperma porque Gina Buffalino la lavó, a petición de la propia Sammy—. Voy a buscarte algo de beber. Todas las neveras, excepto las del laboratorio, están apagadas para ahorrar energía, pero hay una nevera de camping en la sala de enfermería.
—Zumo —dijo Piper, y cerró los ojos—. Sí, me gustaría tomar zumo. De naranja o manzana. Pero no quiero V8. Es muy salado.
—De manzana —dijo Rusty—. Esta noche solo puedes tomar líquidos.
Piper susurró:
—Echo de menos a mi perro. —Luego volvió la cabeza hacia un lado. Rusty creía que cuando regresara con el zumo estaría dormida.
Cuando se encontraba en mitad del pasillo, Twitch dobló la esquina corriendo a toda prisa. Venía de la sala de enfermería.
—Sal fuera, Rusty.
—En cuanto le haya llevado a la reverenda Libby un…
—No, ahora. Tienes que verlo.
Rusty regresó a la habitación 29 y echó un vistazo. Piper roncaba de un modo muy poco femenino, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta el hinchazón de la nariz.
Siguió a Twitch por el pasillo, casi corriendo para mantener el ritmo de sus largas zancadas.
—¿Qué pasa? —Aunque en realidad quería decir «¿Y ahora qué?».
—No te lo puedo explicar, y probablemente no me creerías si lo hiciera. Tienes que verlo por ti mismo. —Abrió las puertas del vestíbulo de golpe.
En el camino que llevaba al hospital, más allá de la marquesina donde desembarcaban a los pacientes, estaban Ginny Tomlinson, Gina Buffalino y Harriet Bigelow, una amiga a la que Gina había llamado para que les echara una mano. Las tres se abrazaban, como si quisieran darse ánimos, y miraban el cielo.
Estaba lleno de rosadas estrellas refulgentes, y muchas parecían caer y dejar tras de sí una estela casi fluorescente. Rusty sintió un escalofrío en la espalda. Judy previó esto, pensó. «Las estrellas rosadas están cayendo en líneas».
Y así era. Así era.
Parecía como si el cielo estuviera cayendo a su alrededor.
 16


Alice y Aidan Appleton dormían profundamente cuando las estrellas rosadas empezaron a caer, pero Thurston Marshall y Carolyn Sturges no dormían. Estaban en el jardín trasero de la casa de los Dumagen viendo cómo trazaban esas brillantes líneas de color rosa. Algunas líneas se entrecruzaban y, cuando eso sucedía, formaban una especie de runas rosadas que destacaban en el cielo y luego se desvanecían.
—¿Es el final del mundo? —preguntó Carolyn.
—En absoluto —dijo él—. Es un enjambre de meteoritos. Durante el otoño son muy habituales aquí, en Nueva Inglaterra. Creo que ya es tarde para las Perseidas, de modo que debe de ser una lluvia no recurrente. Tal vez sea polvo y fragmentos de roca de un asteroide que estalló hace un billón de años. ¡Piensa en eso, Caro!
Pero ella no quería.
—¿Las lluvias de meteoritos siempre son de color rosa?
—No —respondió él—. Creo que fuera de la Cúpula debe de verse blanca y que nosotros la estamos viendo a través de una capa de polvo y materia. En otras palabras, contaminación. Ha cambiado de color.
Carolyn pensó en eso mientras observaban aquella pataleta rosa y silenciosa del cielo.
—Thurse, el pequeño… Aidan… cuando tuvo ese ataque, o lo que fuera, dijo…
—Recuerdo lo que dijo. «Las estrellas rosadas están cayendo. Dejan unas líneas tras ellas».
—¿Cómo podía saberlo?
Thurston se limitó a menear la cabeza.
Carolyn lo abrazó con más fuerza. En ocasiones como esa (aunque nunca había pasado por una situación exactamente como aquella en toda su vida), se alegraba de que Thurston fuera lo bastante mayor como para ser su padre. En ese instante deseaba que fuera su padre.
—¿Cómo podía saber que iba a suceder esto? ¿Cómo podía saberlo?
 17


Aidan había dicho algo más durante su trance profético: «Todo el mundo está mirando». Y a las nueve y media de esa noche de lunes, cuando la lluvia de meteoritos se encontraba en su punto culminante, esa afirmación se hizo realidad.
La noticia se extiende por teléfono móvil y por correo electrónico, pero principalmente siguiendo el método antiguo: de boca en boca. A las diez menos cuarto, Main Street está atestada de gente que observa los silenciosos fuegos artificiales. La mayoría de los presentes también guarda silencio. Unas cuantas personas lloran. Leo Lamoine, un miembro fiel de la congregación del Santo Redentor del difunto reverendo Coggins, grita que ha llegado el Apocalipsis, que ve los cuatro jinetes en el cielo, que el arrebatamiento empezará enseguida, etcétera. Sam «el Desharrapado», que volvía a estar en la calle desde las tres de la tarde, sobrio y malhumorado, le dice a Leo que, como no deje de decir tonterías sobre el Papalipsis, será él quien vea sus propias estrellas. Rupe Libby, de la policía de Chester’s Mills, con la mano en la culata de la pistola, les ordena que cierren el pico de una puta vez y que dejen de asustar a la gente. Como si no estuviera ya asustada. Willow y Tommy Anderson están en el aparcamiento del Dipper’s; Willow llora con la cabeza apoyada en el hombro de Tommy. Rose Twitchell está junto a Anson Wheeler frente al Sweetbriar Rose; ambos llevan aún el delantal y también ponen un brazo sobre el hombro del otro. Norrie Calvert y Benny Drake están con sus padres, y cuando la mano de Norrie se desliza hasta la de Benny, él la coge con un estremecimiento que las estrellas rosadas no pueden igualar. Jack Cale, el actual gerente del Food City, está en el aparcamiento del supermercado. Jack llamó a Ernie Calvert, el antiguo director, a última hora de la tarde y le preguntó si le importaría ayudarle a hacer el inventario a mano. Estaban enfrascados en la tarea, con la esperanza de haber acabado a medianoche, cuando estalló el alboroto de Main Street. Ahora están uno junto al otro, observando la lluvia de estrellas rosadas. Stewart y Fernald Bowie se encuentran frente a su funeraria mirando hacia el cielo. Henry Morrison y Jackie Wettington están al otro lado de la funeraria con Chaz Bender, que da clases de historia desde primaria hasta el instituto.
—No es más que una lluvia de meteoritos vista a través de la cortina de la contaminación —les dice Chaz a Jackie y a Henry… pero él también parece sobrecogido.
El hecho de que la materia acumulada haya cambiado el color de las estrellas hace que la gente considere la situación de un modo distinto, y los llantos se extienden rápidamente. Es un murmullo suave, casi como la lluvia.
A Big Jim no le interesa en absoluto ese puñado de luces sin importancia, sino la interpretación que hará la gente de ellas. Cree que esta noche todo el mundo se limitará a regresar a su casa. Sin embargo, mañana las cosas podrían ser distintas. Y el miedo que ve en la mayoría de los rostros tal vez no sea tan malo. La gente atemorizada necesita líderes fuertes, y si hay algo que Big Jim Rennie sabe que puede proporcionar, es un liderazgo fuerte.
Está frente a las puertas de la comisaría de policía con el jefe Randolph y Andy Sanders. Por debajo de ellos, apiñados, se encuentran sus niños problemáticos: Thibodeau, Searles, Roux el putón, y el amigo de Junior, Frank. Big Jim baja la escalera por la que había caído Libby unas horas antes (Podría habernos hecho un favor a todos si se hubiera desnucado, piensa) y le da una palmadita en el hombro a Frankie.
—¿Estás disfrutando del espectáculo, Frankie?
Con esa mirada asustada parece un niño de doce años en lugar de un muchacho de veintidós o los que tenga.
—¿Qué es, señor Rennie? ¿Lo sabe?
—Una lluvia de meteoritos. Es Dios, que saluda a Su gente.
Frank DeLesseps se relaja un poco.
—Vamos a volver dentro —dice Big Jim, y señala con el pulgar a Randolph y a Andy, que aún están mirando el cielo—. Hablaremos un rato y luego os llamaré a vosotros cuatro. Cuando entréis, quiero que contéis la misma puñetera historia. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor Rennie —responde Frankie.
Mel Searles mira a Big Jim con los ojos como platos y boquiabierto. Big Jim cree que ese chico tiene toda la pinta de que su coeficiente intelectual no supera los setenta. Aunque eso tampoco es algo malo por fuerza.
—Parece el fin del mundo, señor Rennie —dice.
—Tonterías. ¿Estás salvado, hijo?
—Supongo —responde Mel.
—Entonces no tienes nada de lo que preocuparte. —Big Jim los mira de uno en uno y acaba en Carter Thibodeau—. Y esta noche, el camino a la salvación, muchachos, pasa porque todos contéis la misma historia.
No todo el mundo ve las estrellas rosadas. Al igual que los hermanos Appleton, las hijas de Rusty Everett duermen profundamente. Como Piper. Como Andrea Grinnell. Como el Chef, despatarrado en la hierba marchita que hay junto al que podría ser el mayor laboratorio de metanfetaminas de América. Y lo mismo puede decirse de Brenda Perkins, que se quedó dormida entre lágrimas en el sofá, con la copia impresa de la carpeta VADER sobre la mesita para el café que hay ante ella.
Los muertos tampoco las ven, a menos que estén mirando desde un lugar más luminoso que esta llanura oscura donde unos ejércitos ignorantes libran batalla. Myra Evans, Duke Perkins, Chuck Thompson y Claudette Sanders permanecen ocultos en la Funeraria Bowie; el doctor Haskell, el señor Carty y Rory Dinsmore se encuentran en el depósito de cadáveres del Hospital Catherine Russell; Lester Coggins, Dodee Sanders y Angie McCain aún están en la despensa de los McCain. Al igual que Junior. Está entre Dodee y Angie, y les coge la mano. Le duele la cabeza, pero solo un poco. Cree que tal vez se quede a dormir ahí.
En Motton Road, en Eastchester (no muy lejos del lugar en el que se está llevando a cabo el intento de perforar la Cúpula con un compuesto ácido experimental a pesar del extraño cielo rosa), Jack Evans, marido de la difunta Myra, está de pie en el jardín trasero con una botella de Jack Daniels en una mano y el arma que ha elegido para proteger su hogar, una Ruger SR9, en la otra. Bebe y ve cómo caen las estrellas rosadas. Sabe lo que son, y pide un deseo por cada una que ve, y desea la muerte, porque sin Myra su vida se ha convertido en un pozo sin fin. Tal vez sería capaz de vivir sin ella, y tal vez sería capaz de vivir como una rata en una jaula de cristal, pero las dos cosas a la vez no. Cuando la lluvia de meteoritos se vuelve más intermitente (lo que sucede alrededor de las diez y cuarto, unos cuarenta y cinco minutos después de que empezara) toma el último sorbo de Jack Daniels, tira la botella en el césped y se revienta los sesos. Es el primer suicidio oficial en Chester’s Mills.
Y no será el último.
 18


Barbie, Julia y Lissa Jamieson observaron en silencio cómo los dos soldados vestidos de astronauta quitaban el fino tubo del extremo de la manguera de plástico. Lo depositaron en una bolsa de plástico opaco con cierre hermético, y luego metieron la bolsa en un maletín metálico con la inscripción MATERIALES PELIGROSOS. Lo cerraron con dos llaves distintas, y se quitaron el casco. Parecían cansados, acalorados y desanimados.
Dos hombres mayores —demasiado para ser soldados— se alejaron con un aparato de aspecto muy complejo del lugar en el que se había llevado a cabo el experimento con el ácido en tres ocasiones. Barbie dedujo que los tipos, posiblemente científicos de la NSA (la Agencia Nacional de Seguridad), habían hecho algún tipo de análisis espectrográfico. O que lo habían intentado. Se habían quitado la máscara antigás que habían utilizado durante el experimento y la llevaban sobre la cabeza, como si fuera un extraño sombrero. Barbie podría haberle preguntado a Cox qué conclusiones esperaban extraer de las pruebas, y quizá Cox podría haberle dado una respuesta directa, pero Barbie también estaba desanimado.
Encima de ellos, los últimos meteoros rosados surcaban el cielo.
Lissa señaló hacia Eastchester.
—He oído algo que ha sonado como un disparo. ¿Y vosotros?
—Seguramente el tubo de escape de un coche o un chico que ha lanzado un cohete —dijo Julia, que también estaba cansada y ojerosa. Cuando quedó claro que el experimento, la prueba con el ácido, por así decirlo, no iba a funcionar, Barbie la pilló secándose los ojos. Sin embargo eso no le impidió tomar fotografías con su Kodak.
Cox se acercó a ellos, acompañado por la sombra que los focos que habían montado arrojaban en dos direcciones. Señaló el lugar donde habían hecho la marca con forma de puerta.
—Supongo que esta aventura le ha costado setecientos cincuenta mil dólares al contribuyente estadounidense, eso sin contar los gastos de I+D necesarios para desarrollar el compuesto ácido, que se ha comido la pintura que habíamos puesto aquí y no ha hecho una puta mierda más.
—No diga palabrotas, coronel —dijo Julia con una sonrisa que no era más que una sombra de la habitual.
—Perdón, señorita editora —replicó Cox con amargura.
—¿De verdad creía que esto iba a funcionar? —preguntó Barbie.
—No, pero tampoco creía que viviría para ver llegar al hombre a Marte, y ahora los rusos dicen que van a enviar una tripulación de cuatro personas en 2020.
—Ah, ya lo entiendo —terció Julia—. Los marcianos se han enterado y se han cabreado.
—En tal caso, han tomado represalias contra el país equivocado —dijo Cox… y Barbie vio algo en su mirada.
—¿Está seguro, Jim? —preguntó con voz calma.
—¿Cómo dice?
—Que la Cúpula es obra de extraterrestres.
Julia dio dos pasos al frente. Estaba pálida y le brillaban los ojos.
—¡Díganos lo que sabe, maldita sea!
Cox levantó una mano.
—Basta. No sabemos nada. Sin embargo, hay una teoría. Sí. Marty, ven aquí.
Uno de los hombres mayores que habían llevado a cabo el experimento se acercó a la Cúpula. Llevaba la máscara antigás cogida de la correa.
—¿Cuál es tu análisis? —le preguntó Cox, y cuando se dio cuenta de los titubeos del hombre, añadió—: Habla con franqueza.
—Bueno… —Marty se encogió de hombros—. Hay rastros de minerales. De contaminantes de la tierra y transmitidos por el aire. Por lo demás, nada. Según el análisis espectrográfico, esa cosa no está ahí.
—¿Y qué hay del HY-908? —Y añadió para Barbie y las mujeres—: El ácido.
—Ha desaparecido —respondió Marty—. La cosa que no está ahí se lo ha comido.
—Según tus conocimientos, ¿es eso posible?
—No. Pero según nuestros conocimientos la Cúpula tampoco es posible.
—¿Y eso te empuja a creer que la Cúpula podría ser la creación de alguna forma de vida con conocimientos más avanzados de física, química, biología o lo que sea? —Al ver que Marty dudaba de nuevo, Cox repitió lo que le había dicho antes—: Habla con franqueza.
—Es una posibilidad. También es posible que algún supervillano terrestre la haya puesto ahí. Un Lex Luthor de verdad. O podría ser obra de algún país renegado, como Corea del Norte.
—¿Algún candidato más? —preguntó Barbie con escepticismo.
—Yo me inclino por el origen extraterrestre —confesó Marty. Golpeó la Cúpula con los nudillos y ni parpadeó; ya había recibido su descarga—. La mayoría de los científicos estamos trabajando en eso ahora mismo, si podemos decir que estamos trabajando cuando en realidad no estamos haciendo nada. Es la regla Sherlock: cuando eliminas lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, es la respuesta.
—¿Algo o alguien ha aterrizado en un platillo volante y ha exigido que lo llevaran ante nuestro líder? —preguntó Julia.
—No —respondió Cox.
—¿Lo sabrían si hubiera ocurrido? —preguntó Barbie, que pensó; ¿Estamos teniendo esta conversación? ¿O estoy soñando?
—No necesariamente —respondió Cox tras un breve titubeo.
—También podría ser meteorológico —añadió Marty—. Joder, incluso biológico, un bicho vivo. Hay una escuela de pensamiento que cree que esta cosa es una especie de híbrido de la bacteria E. coli.
—Coronel Cox —dijo Julia en voz baja—, ¿somos el experimento de alguien? Porque esa es la sensación que tengo.
Lissa Jamieson, mientras tanto, miraba hacia las bonitas casas de la zona residencial de Eastchester. Casi todas las luces estaban apagadas, bien porque la gente que vivía allí no tenía generadores bien porque ahorraban combustible.
—Eso ha sido un disparo —dijo—. Estoy segura de que ha sido un disparo.




BORDARLO




 1


Aparte de la política municipal, Big Jim Rennie tenía un único vicio, y era el baloncesto femenino de instituto: el baloncesto de las Lady Wildcats, para ser exactos. Tenía abono de temporada desde 1998 e iba al menos a una docena de partidos al año. En 2004, el año en que las Lady Wildcats ganaron el campeonato estatal Clase D, fue a todos los partidos. Y aunque los autógrafos en los que inevitablemente se fijaba la gente cuando los invitaba al estudio de su casa eran los de Tiger Woods, Dale Earnhardt y Bill «Spaceman» Lee, del que él se sentía más orgulloso —el que guardaba como un tesoro— era el de Hanna Compton, la pequeña base de segundo curso que había conseguido que las Lady Wildcats se llevaran aquel único y preciado balón de oro.
Cuando posees un abono de temporada, acabas conociendo a los demás abonados que te rodean y las razones por las que son aficionados a ese deporte. Muchos son familiares de las jugadoras (y a menudo la fuerza motriz del Club de Apoyo, los que organizan ventas de pasteles y recaudan dinero para los partidos que se juegan «fuera», cada vez más caros). Otros son puristas del baloncesto que afirman —con cierta justificación— que los partidos de las chicas son sencillamente mejores. Las jóvenes jugadoras están dotadas de una ética de equipo que los chicos (a quienes les encanta chupar bola, machacar e intentar lanzamientos de larga distancia) rara vez igualan. El ritmo es más lento, lo cual te permite meterte dentro del juego y recrearte en cada bloqueo y en cada pase. Los seguidores del baloncesto femenino disfrutan con los bajísimos marcadores de los que se burlan los seguidores del baloncesto masculino afirmando que en el juego de las chicas tienen más relevancia la defensa y los tiros de personal, que son la esencia misma del baloncesto de la vieja escuela.
También hay tipos a quienes lo que les gusta es ver a adolescentes de piernas largas corriendo por ahí con pantalones cortos.
Big Jim compartía todas esas razones para disfrutar de ese deporte, pero su pasión nacía de algo completamente diferente, de algo que jamás verbalizaba cuando comentaba los partidos con los demás seguidores. No habría sido prudente hacerlo.
Las chicas se tomaban el juego como algo personal, y eso las convertía en maestras del odio.
Los chicos querían ganar, sí, y a veces los partidos se calentaban bastante si jugaban contra un adversario tradicional (en el caso de los equipos deportivos de los Mills Wildcats, los despreciados Castle Rock Rockets), pero a los chicos les interesaban sobre todo las hazañas individuales. En otras palabras, alardear. Y cuando se acababa, se acababa.
Las chicas, por el contrario, detestaban perder. Se llevaban la derrota al vestuario y se amargaban con ella. Y, lo que es aún más importante, la detestaban y la odiaban como equipo. Big Jim a menudo veía asomar la cabeza de ese odio; durante una lucha por balón reñido en la segunda parte y con el marcador ajustado, era capaz de captar las vibraciones de «Ni hablar, mala puta, esa bola es MÍA». Las captaba y las devoraba.
Antes de 2004, las Lady Wildcats solo habían conseguido llegar al torneo estatal una vez en veinte años, y había sido una aparición única e irrepetida contra Buckfield. Entonces llegó Hanna Compton. La mejor personificación del odio de todos los tiempos, en opinión de Big Jim.
Siendo hija de Dale Compton, un escuálido leñador de Tarker’s Mills que casi siempre estaba borracho y siempre era problemático, Hanna había desarrollado esa actitud suya de «quítate de en medio» de una forma bastante natural. Como estudiante de primer año, había jugado en infantil casi toda la temporada, pero el entrenador la había pasado al equipo principal del instituto en los últimos dos partidos, en los que había anotado más canastas que ninguna otra y había dejado a su homóloga de los Richmond Bobcats retorciéndose sobre la cancha después de un juego defensivo duro pero dentro de los límites del reglamento.
Al terminar ese partido, Big Jim abordó al entrenador Woodhead.
—Si esa chica no empieza el año que viene, estás loco —le dijo.
—No estoy loco —repuso el entrenador Woodhead.
Hanna había empezado quemando y había terminado ardiendo, dejando una estela abrasadora de la que los seguidores de las Wildcats hablarían todavía años después (media de la temporada: 27,6 puntos por partido). Podía desmarcarse y encestar un triple cuando se le antojaba, pero lo que más le gustaba a Big Jim era verla romper la defensa y avanzar hacia la canasta, una desdeñosa mueca de concentración en su rostro chato, sus brillantes ojos negros desafiando a cualquiera a interponerse en su camino, su cola de caballo sobresaliendo tras ella como un dedo corazón bien levantado. El segundo concejal y principal vendedor de coches de segunda mano de Mills se había enamorado.
En la final de 2004, las Lady Wildcats les sacaban diez puntos de ventaja a las Rock Rockets cuando expulsaron a Hanna por faltas. Por suerte para las Cats, solo quedaba un minuto cincuenta y seis de partido. Acabaron ganando por un solo punto. De los ochenta y seis puntos logrados por el equipo, Hanna Compton había anotado la friolera de sesenta y tres. Esa primavera, su problemático padre había acabado conduciendo un Cadillac nuevecito que James Rennie Senior le había vendido a precio de coste menos un cuarenta por ciento. Los coches nuevos no eran cosa de Big Jim, pero siempre que quería podía conseguir uno «directo del transportista».
Sentado en el despacho de Peter Randolph mientras fuera seguía desvaneciéndose lo que quedaba de la lluvia rosada de meteoritos (y sus chicos en apuros esperaban —con impaciencia, imaginaba él— a que los convocaran para comunicarles su destino), Big Jim recordó ese partido de baloncesto fabuloso, rotundamente mítico; en concreto los primeros ocho minutos de la segunda parte, que habían empezado con las Lady Wildcats perdiendo por nueve.
Hanna se había hecho con el partido con la misma resolución brutal con que Iósif Stalin se había apoderado de Rusia, sus ojos negros brillando (aparentemente fijos en un Nirvana del baloncesto que el común de los mortales no podía ver), su rostro con esa eterna expresión de desdén que decía: «Soy mejor que tú, soy la mejor de todas, aparta de en medio o te pisotearé como a una mierda».
Todo lo que lanzó a canasta durante esos ocho minutos entró, incluido un absurdo tiro desde la línea de medio campo que había intentado, al tropezar, solo para librarse de la bola y evitar que le pitaran pasos.
Había varias expresiones para definir esa clase de juego, la más común era «estar inspirado». Pero la que le gustaba a Big Jim era «bordarlo», como en: «Ahora sí que lo está bordando». Como si el juego fuese una especie de tejido divino que quedaba fuera del alcance de los jugadores corrientes (aunque a veces incluso los jugadores corrientes podían bordarlo y entonces, por un breve instante, se transformaban en dioses y diosas, y todos sus defectos corporales parecían desaparecer durante esa transitoria divinidad), un tejido que en noches especiales podía tocarse: una tela suntuosa y espléndida, tal como la que debía de adornar las salas de madera noble del Valhalla.
Hanna Compton no llegó a jugar el último año de instituto; ese partido de la final había sido su adiós. Aquel verano su padre se había matado junto con su mujer y sus tres hijas cuando regresaban a Tarker’s Mills desde Brownie’s, donde habían estado todos tomándose unos batidos de helado. El hombre conducía borracho. El Cadillac a precio de ganga había sido su ataúd.
El accidente con múltiples víctimas mortales había sido noticia de portada en todo el oeste de Maine —el Democrat de Julia Shumway publicó un número con crespón negro esa semana—, pero a Big Jim no lo había abatido la pena. Sospechaba que Hanna nunca habría jugado en la universidad; allí las chicas eran más grandes, y ella podría haberse visto encasillada como jugadora. Hanna nunca habría estado dispuesta a eso. Su odio tenía que alimentarse con una acción constante en la cancha. Big Jim lo entendía a la perfección. Simpatizaba con ello a la perfección. Era el principal motivo por el que él nunca había pensado siquiera en marcharse de Mills. Puede que en el amplio y ancho mundo hubiese hecho más dinero, pero la riqueza era la cerveza de barril de la existencia. El poder era el champán.
Mandar en Mills estaba bien en los días corrientes, pero en momentos de crisis estaba mejor que bien. En momentos como esos podías volar con alas de pura intuición sabiendo que no podías cagarla, que no había forma de cagarla. Podías ver la estrategia de la defensa incluso antes de que la defensa se hubiese formado, y encestabas cada vez que tenías el balón. «Lo bordabas», y no había mejor momento para que eso sucediera que en una final.
Aquella era la final de Big Jim y todo le venía de cara. Tenía la sensación —la convicción absoluta— de que nada podía salir mal durante esa mágica travesía; incluso las cosas que parecían torcidas se convertirían en oportunidades en lugar de ser trabas, como ese tiro desesperado de Hanna desde media cancha, que había puesto en pie a todo el Centro Cívico de Derry, los seguidores de Mills jaleando, los de Castle Rock despotricando sin poder creérselo.
Lo estaba bordando. Por eso no estaba cansado, aunque debería estar exhausto. Por eso no estaba preocupado por Junior, a pesar de su reticencia, su palidez y su actitud siempre alerta. Por eso no estaba preocupado por Dale Barbara y su problemático círculo de amigos, sobre todo esa zorra del periódico. Por eso, cuando Peter Randolph y Andy Sanders lo miraron, atónitos, Big Jim se limitó a sonreír. Podía permitirse sonreír. Lo estaba bordando.
—¿Cerrar el supermercado? —preguntó Andy—. ¿Eso no cabreará a muchísima gente, Big Jim?
—El supermercado y la gasolinera —corrigió Big Jim, sonriendo aún—. Por Brownie’s no hay que preocuparse, ya está cerrado. Además, mejor… es un cuchitril sucio. —Que vende revistillas sucias, añadió para sí.
—Jim, el Food City todavía tiene muchas existencias —dijo Randolph—. Esta misma tarde he estado hablando con Jack Cale sobre eso. Queda poca carne, pero todo lo demás aún aguanta.
—Ya lo sé —dijo Big Jim—. Sé interpretar un inventario, y Cale también. O debería, al fin y al cabo es judío.
—Bueno… Yo solo digo que hasta ahora todo ha transcurrido con calma porque la gente tenía la despensa bien provista. —Puso mejor cara—. Sí vería bien ordenar que el Food City abriera menos horas. Creo que a Jack podríamos convencerlo. Seguramente ya lo habrá pensado él mismo.
Big Jim meneó la cabeza, todavía con una sonrisa. Ahí tenía otro ejemplo de cómo las cosas te venían de cara cuando lo estabas bordando. Duke Perkins habría dicho que era un error someter a la ciudad a mayor tensión todavía, sobre todo después del inquietante acontecimiento celeste de esa noche. Pero Duke estaba muerto, y que así fuera era más que oportuno; era divino.
—Cerrados —repitió—. Los dos. A cal y canto. Y cuando vuelvan a abrir seremos nosotros los que repartamos las provisiones. Los alimentos durarán más y la distribución será más justa. Anunciaré un plan de racionamiento en la asamblea del jueves. —Hizo una pausa—. Si la Cúpula no ha desparecido para entonces, desde luego.
Andy, dubitativo, dijo:
—No estoy seguro de que tengamos autoridad para cerrar negocios, Big Jim.
—En una crisis como esta, no solo tenemos la autoridad, tenemos la responsabilidad de hacerlo. —Dio unas efusivas palmadas a Pete Randolph en la espalda. El nuevo jefe de policía de Chester’s Mills no lo esperaba y se le escapó un pequeño grito de sobresalto.
—¿Y si desencadenamos el pánico? —Andy fruncía el ceño.
—Bueno, es una posibilidad —dijo Big Jim—. Cuando le das una patada a un nido de ratones, lo más probable es que salgan todos corriendo. Si esta crisis no termina pronto, tal vez tengamos que incrementar nuestra fuerza policial. Sí, bastante.
Randolph no salía de su asombro.
—Ya vamos por veinte agentes. Incluyendo… —Ladeó la cabeza hacia la puerta.
—Pues sí —dijo Big Jim—, y, hablando de esos chicos, será mejor que los hagas pasar, jefe, para que podamos terminar con esto y enviarlos a casa a dormir. Me parece que mañana les espera un día ajetreado.
Y si acaban dándoles una paliza, mejor que mejor. Se lo merecen por no ser capaces de guardarse la manivela dentro de los pantalones.
 2


Frank, Carter, Mel y Georgia entraron arrastrando los pies como si fueran sospechosos en una rueda de reconocimiento policial. Sus expresiones eran resueltas y desafiantes, pero ese desafío era inconsistente; Hanna Compton se habría reído de él. Tenían la mirada baja, estudiándose los zapatos. Big Jim sabía que esperaban que los despidieran, o algo peor, y eso a él le parecía muy bien. El miedo era el sentimiento con el que más fácil resultaba trabajar.
—Bueno —dijo—. Aquí tenemos a los valerosos agentes.
Georgia Roux masculló algo a media voz.
—Habla más alto, tesorito. —Big Jim se llevó una mano a la oreja.
—Digo que no hemos hecho nada malo —repitió ella, todavía mascullando y con esa actitud de «el profe se está pasando conmigo».
—Entonces, ¿qué hicisteis exactamente? —Y cuando Georgia, Frank y Carter se pusieron a hablar a la vez, señaló a Frankie—: Tú. —Y que te salga bien, por lo que más quieras.
—Sí que estuvimos allí —dijo Frank—, pero nos había invitado ella.
—¡Eso! —exclamó Georgia cruzando los brazos por debajo de su considerable pechera—. Ella…
—Calla. —Big Jim la señaló con el dedo con un gesto teatral—. Uno habla por todos. Así es como funcionan las cosas cuando se es un equipo. ¿Sois un equipo?
Carter Thibodeau vio por dónde iba todo aquello.
—Sí, señor, señor Rennie.
—Me alegro de oírlo. —Big Jim le hizo a Frank una señal con la cabeza para que prosiguiera.
—Nos dijo que tenía unas cervezas —dijo Frank—. Solo por eso salimos. En el pueblo no se puede comprar, como bien sabe usted. Bueno, el caso es que estábamos allí pasando el rato, bebiendo cerveza… Solo una lata cada uno, y ya prácticamente no estábamos de servicio…
—Ya hacía rato que no estabais de servicio —interpuso el jefe—. ¿No es eso lo que querías decir?
Frank asintió respetuosamente.
—Sí, señor, eso es lo que quería decir. Nos bebimos nuestra cerveza y entonces dijimos que sería mejor que nos fuéramos, pero ella dijo que valoraba mucho lo que hacíamos y que quería darnos las gracias. Entonces más o menos se abrió de piernas.
—Nos enseñó los bajos, ya sabe —aclaró Mel con una enorme sonrisa vacía.
Big Jim se estremeció y dio gracias en silencio porque Andrea Grinnell no estuviera allí. Drogadicta o no, podría haberse puesto de lo más políticamente correcta en una situación como esa.
—Nos hizo entrar en el dormitorio uno a uno —dijo Frankie—. Sé que fue una mala decisión, y todos lo sentimos, pero fue del todo voluntario por su parte.
—Estoy seguro de que sí —dijo el jefe Randolph—. Menuda reputación tiene esa chica. Y su marido. No visteis drogas por ahí, ¿verdad?
—No, señor. —Un coro a cuatro voces.
—Y ¿no le hicisteis daño? —preguntó Big Jim—. Tengo entendido que ella dice que recibió puñetazos y qué sé yo.
—Nadie le hizo daño —dijo Carter—. ¿Puedo explicar lo que creo que pasó?
Big Jim movió una mano en gesto afirmativo. Estaba empezando a pensar que el señor Thibodeau tenía posibilidades.
—Seguramente se cayó después de que nos fuéramos. A lo mejor un par de veces. Estaba bastante borracha. Protección de Menores debería quitarle a ese crío antes de que lo mate.
Nadie siguió por ese camino. En las circunstancias en que se encontraba el pueblo, la oficina de Protección de Menores de Castle Rock bien podía estar en la Luna…
—Así que, básicamente, estáis todos limpios —dijo Big Jim.
—Como una patena —repuso Frank.
—Bueno, creo que nos damos por satisfechos. —Big Jim miró en derredor—. ¿Nos damos por satisfechos, caballeros?
Andy y Randolph asintieron con cara de alivio.
—Bien —dijo Big Jim—. Bueno, ha sido un día muy largo… un día lleno de acontecimientos… y todos necesitamos dormir un poco, estoy seguro. Los jóvenes agentes lo necesitáis más aún, porque volveréis a entrar en servicio mañana a las siete de la mañana. El supermercado y Gasolina & Alimentación Mills van a permanecer cerrados mientras dure esta crisis, y el jefe Randolph ha pensado que sois los más apropiados para montar guardia en el Food City, por si la gente que acuda allí no se toma muy bien el nuevo orden de las cosas. ¿Cree que será capaz, señor Thibodeau? ¿Con su… herida de guerra?
Carter flexionó el brazo.
—Estoy bien. Ese perro no me ha rasguñado el tendón ni nada.
—Podemos enviar también a Fred Denton con ellos —dijo el jefe Randolph, dejándose llevar por la atmósfera del momento—. En la gasolinera debería bastar con Wettington y Morrison.
—Jim —dijo Andy—, a lo mejor deberíamos poner a agentes con más experiencia en el Food City, y a los más inexpertos en los establecimientos más pequeños…
—Yo no lo creo —dijo Big Jim. Sonriendo. Bordándolo—. Estos jóvenes son los que queremos en el Food City. Estos y no otros. Y una cosa más. Me ha dicho un pajarito que algunos de vosotros habéis llevado armas en el coche, y que un par las habéis llevado incluso cuando patrullabais a pie.
El silencio fue la respuesta.
—Sois agentes en período de prueba —dijo Big Jim—. Tener un arma personal es vuestro derecho como estadounidenses. Pero si me entero de que alguno va armado mañana cuando esté delante del Food City, delante de la buena gente de este pueblo, vuestros días como policías habrán terminado.
—Absolutamente cierto —dijo Randolph.
Big Jim miró detenidamente a Frank, Carter, Mel y Georgia.
—¿Algún problema con eso? ¿Alguno de vosotros?
No parecían muy contentos. Big Jim no esperaba que lo estuvieran, pero no habían salido mal parados. Thibodeau no hacía más que flexionar el hombro y los dedos, poniéndolos a prueba.
—¿Y si las llevamos descargadas? —preguntó Frank—. ¿Y si solo las llevamos encima, ya sabe, como advertencia?
Big Jim alzó un dedo de profesor.
—Te voy a decir lo que me decía mi padre, Frank: eso de un arma descargada no existe. Vivimos en un buen pueblo. La gente se comportará como es debido, y yo cuento con eso. Si ellos cambian, nosotros cambiaremos. ¿Entendido?
—Sí, señor, señor Rennie. —Frank no parecía muy satisfecho. Eso a Big Jim ya le parecía bien.
Se levantó. Sin embargo, en lugar de encabezar la marcha, Big Jim extendió las manos. Vio la vacilación de todos ellos y asintió, sonriendo aún.
—Vamos, venga. Mañana será un gran día, y no dejaremos que el de hoy acabe sin unas palabras de oración. Así que démonos las manos.
Se dieron las manos. Big Jim cerró los ojos e inclinó la cabeza.
—Querido Dios…
Así estuvieron un rato.
 3


Barbie subió los escalones exteriores de su apartamento unos minutos antes de la medianoche, con los hombros caídos por el agotamiento, pensando que lo único que quería en el mundo eran seis horas de inconsciencia antes de hacer caso al despertador y levantarse para ir al Sweetbriar Rose a preparar desayunos.
El cansancio lo abandonó en cuanto encendió las luces, que, por cortesía del generador de Andy Sanders, todavía funcionaban.
Alguien había estado allí.
La señal era tan sutil que al principio no logró localizarla. Cerró los ojos, después volvió a abrirlos y dejó pasear la mirada sin presiones por su híbrido entre salón y cocina americana, intentando abarcarlo todo. Los libros que había pensado dejar atrás no habían cambiado de sitio en las estanterías; las sillas estaban donde habían estado, una bajo la lámpara y la otra junto a la única ventana de la habitación, con su vista panorámica del callejón; la taza del café y el plato de la tostada seguían en el escurreplatos, junto al diminuto fregadero.
Entonces se le encendió la bombilla, como suele suceder con esas cosas si no se pone demasiado empeño. Era la alfombra, la que él consideraba su alfombra No Lindsay.
De aproximadamente metro y medio de largo y sesenta centímetros de ancho, la alfombra No Lindsay tenía un repetitivo diseño en diamante, azul, rojo, blanco y marrón. La había comprado en Bagdad, pero un policía iraquí en quien confiaba le había asegurado que era de fabricación kurda. «Muy antigua, muy bonita», había dicho el policía. Se llamaba Latif Abdaljaliq Hasan. Un buen agente. «Parece turco, pero no no no». Sonrisa enorme. Dientes blancos. Una semana después de ese día en el mercado, la bala de un francotirador le voló los sesos a Latif Abdaljaliq Hasan y se los sacó por la nuca. «¡Nada de turco! ¡Iraquí!».
El mercader de alfombras llevaba una camiseta amarilla en la que decía NO DISPARE, SOLO SOY EL PIANISTA. Latif le había escuchado, asintiendo. Se habían reído juntos. Entonces el mercader había hecho un gesto obsceno sorprendentemente americano y se habían reído con más ganas aún.
—¿De qué va esto? —preguntó Barbie.
—Dice que senador americano compró cinco como esa. Lindsay Graham. Cinco alfombra, quinientos dólares. Quinientos encima la mesa, para prensa. Más por debajo. Pero todas alfombras de senadora falsas. Sí sí sí. Esta no falsa, esta de verdad. Yo, Latif Hasan, te lo digo, Barbie. Alfombra no Lindsay Graham.
Latif alzó la mano y Barbie chocó los cinco con él. Aquel había sido un buen día. Caluroso, pero bueno. Había comprado la alfombra por doscientos dólares estadounidenses, y un reproductor de DVD multizona. La No Lindsay era su único souvenir de Iraq, y nunca la pisaba. Siempre la rodeaba. Había pensado dejarla allí al irse; imaginaba que, en el fondo, su intención había sido dejar atrás Iraq cuando se marchara de Mills, pero estaba visto que no tenía muchas probabilidades de conseguirlo… Allí adonde ibas, allí estabas. La gran verdad zen de todos los tiempos.
Él no la había pisado, era supersticioso con eso, siempre daba un rodeo para evitarla, como si pisándola fuese a activar algún ordenador en Washington y a encontrarse de nuevo en Bagdad o en la jodida ciudad de Faluya. Sin embargo, alguien la había pisado, porque la No Lindsay estaba torcida. Arrugada. Y un poco doblada. Esa mañana, hacía mil años, él la había dejado perfectamente alineada al salir.
Entró en el dormitorio. La colcha estaba tan lisa como siempre, pero la sensación de que alguien había estado allí era igual de fuerte. ¿Sería el resto de un olor a sudor? ¿Una vibración psíquica? Barbie no lo sabía, y tampoco le importaba. Fue a su cómoda, abrió el primer cajón y vio que el par de vaqueros súper desgastados que había dejado en lo alto de la pila estaba ahora al fondo. Y sus pantalones cortos de soldado, que él había guardado con las cremalleras hacia arriba, estaban ahora con las cremalleras hacia abajo.
Inmediatamente fue al segundo cajón y a los calcetines. Tardó menos de cinco segundos en comprobar que sus placas de identificación habían desaparecido, y no le sorprendió. No, no le sorprendió lo más mínimo.
Cogió el móvil desechable que también había pensado dejar allí y volvió a la habitación principal. La guía telefónica de Tarker’s y Chester’s Mills estaba en una mesita junto a la puerta, un libro tan delgado que casi era un panfleto. Buscó el número que quería, aunque en realidad no esperaba encontrarlo; los jefes de policía no solían permitir que sus números particulares aparecieran en las guías.
Salvo, por lo visto, en las ciudades pequeñas. Al menos en esa estaba, aunque la entrada era discreta: H y B Perkins 28 Morin Street. A pesar de que era más de medianoche, Barbie marcó el número sin dudarlo. No podía permitirse esperar. Tenía la impresión de que les quedaba poquísimo tiempo.
 4


El teléfono estaba sonando. Sería Howie, sin duda, que la llamaba para decirle que iba a llegar tarde, que cerrara la casa con llave y se fuera a dormir…
Entonces todo se le vino otra vez encima como una lluvia de desagradables regalos que caía desde una piñata envenenada: el recuerdo de que Howie estaba muerto. No sabía quién podía estar llamándola —consultó su reloj— a las doce y veinte de la noche, pero no era Howie.
Se estremeció al sentarse, frotándose el cuello, maldiciéndose por haberse quedado dormida en el sofá, maldiciendo también a quienquiera que la hubiera despertado a una hora tan intempestiva para refrescarle el recuerdo de su nueva y extraña soledad.
Entonces se le ocurrió que solo podía haber una razón para que la llamaran tan tarde: o había desaparecido la Cúpula, o habían abierto una brecha en ella. Se dio un golpe en la pierna contra la mesita del café con suficiente fuerza para que los papeles que había en ella se desplazaran, luego cojeó hasta el teléfono, que estaba junto al sillón de Howie (cómo le dolía mirar ese sillón vacío) y descolgó.
—¿Qué? ¡¿Qué?!
—Soy Dale Barbara.
—¡Barbie! ¿Se ha partido? ¿Se ha partido la Cúpula?
—No. Ojalá llamara por eso, pero no.
—Entonces, ¿por qué llamas? ¡Son casi las doce y media de la madrugada!
—Has dicho que tu marido estaba investigando a Jim Rennie.
Brenda permaneció en silencio, asimilando aquello. Se llevó la palma de la mano a un lado del cuello, al lugar en el que Howie la había acariciado por última vez.
—Así es, pero ya te lo he dicho, no tenía absolutamente…
—Recuerdo lo que me has dicho —le dijo Barbie—. Tienes que escucharme, Brenda. ¿Puedes hacerlo? ¿Estás despierta?
—Ahora sí.
—¿Tu marido tenía notas?
—Sí. En su portátil. Las he imprimido. —Estaba mirando los documentos de la carpeta VADER, esparcidos sobre la mesita del café.
—Bien. Mañana por la mañana quiero que metas esa copia impresa en un sobre y que se lo lleves a Julia Shumway. Dile que lo guarde en un lugar seguro. En una caja fuerte, si es que tienen caja de caudales o en un archivador con llave. Dile que solo debe abrirlo si nos sucediera algo a ti, a mí, o a los dos.
—Me estás asustando.
—No debe abrirlo bajo ningún otro concepto. Si le dices eso, ¿te hará caso? Mi instinto me dice que sí.
—Claro que me hará caso, pero ¿por qué no podemos dejar que lo vea?
—Porque si la directora del periódico local ve lo que tu marido tenía sobre Big Jim, y Big Jim se entera de que lo ha visto, habremos perdido casi toda la fuerza que tenemos. ¿Me sigues?
—S-sí… —Se sorprendió deseando desesperadamente que fuera Howie quien estuviera manteniendo esa conversación pasada la medianoche.
—Ya te he dicho que a lo mejor me detenían hoy si el impacto del misil no funcionaba. ¿Recuerdas que te lo he dicho?
—Por supuesto.
—Bueno, pues no me han detenido. Ese gordo hijoputa sabe esperar el momento más oportuno. Pero no esperará mucho más. Estoy casi convencido de que sucederá mañana… hoy, más tarde, quiero decir. A menos, claro, que puedas detenerlo amenazándolo con airear cualquier mierda que desenterrara tu marido.
—¿De qué crees que te acusarán para arrestarte?
—Ni idea, pero no será por hurto. Y, en cuanto esté en la cárcel, creo que podría sufrir un accidente. Vi muchísimos accidentes de ese tipo en Iraq.
—Es una locura. —Pero tenía esa espantosa verosimilitud que Brenda a veces había experimentado en pesadillas.
—Piénsalo, Brenda. Rennie tiene algo que ocultar, necesita un cabeza de turco y tiene al nuevo jefe de policía en el bolsillo. Los astros están alineados.
—Había pensado ir a verlo de todas formas —dijo Brenda—. Y pensaba llevar a Julia conmigo, por seguridad.
—No lleves a Julia —dijo él—, pero no vayas sola.
—¿No creerás de verdad que podría…?
—No sé lo que podría hacer, hasta dónde llegaría. ¿En quién confías además de en Julia?
Brenda recordó al instante aquella tarde, los incendios casi apagados, ella de pie junto a la Little Bitch Road, sintiéndose bien a pesar de su dolor porque estaba hasta las cejas de endorfinas. Romeo Burpee le había dicho que debería presentarse como mínimo a jefa de bomberos.
—Rommie Burpee —dijo.
—Vale, pues entonces él.
—¿Le cuento lo que tenía Howie contra…?
—No —dijo Barbie—. Él solo es tu póliza de seguros. Y otra cosa: guarda el portátil de tu marido bajo llave.
—Vale… Pero si guardo bajo llave el portátil y le doy a Julia lo que he imprimido, ¿qué voy a enseñarle a Jim? Supongo que podría imprimir una segunda copia…
—No. Con que haya una rondando por ahí ya es suficiente. Por ahora, al menos. Hacer que se sienta temeroso de Dios es una cosa. Si le metemos miedo, se volverá demasiado impredecible. Brenda, ¿crees que maneja asuntos sucios?
No lo dudó:
—Con todo mi corazón. —Porque Howie lo creía… con eso me basta.
—Y ¿recuerdas lo que dicen esos archivos?
—No las cantidades exactas ni los nombres de todos los bancos que han usado, pero sí lo suficiente.
—Entonces te creerá —dijo Barbie—. Con o sin una segunda copia en papel, te creerá.
 5


Brenda metió los documentos de VADER en un sobre manila. En la parte de delante escribió el nombre de Julia. Dejó el sobre en la mesa de la cocina, después fue al estudio de Howie y guardó su portátil en la caja fuerte. Era pequeña y tuvo que poner el Mac de lado, pero al final consiguió que cupiera. Terminó dándole a la rueda de combinaciones no solo una sino dos vueltas, como siguiendo las instrucciones de su difunto marido. Al hacerlo, se fue la luz. Por un momento, una parte primitiva de ella creyó que la había hecho saltar dando esa vuelta de más a la rueda.
Después se dio cuenta de que el generador de la parte de atrás se había parado.
 6


Cuando llegó Junior a las seis y cinco minutos de la mañana del martes, con sus pálidas mejillas sin afeitar y el pelo alborotado como gavillas de paja, Big Jim estaba sentado a la mesa de la cocina con un albornoz blanco más o menos del tamaño de la vela mayor de un clíper. Estaba bebiendo una Coca-Cola.
Junior la señaló con un gesto de la cabeza.
—Un buen día empieza con un buen desayuno.
Big Jim levantó la lata, dio un trago y la volvió a bajar.
—No hay café. Bueno, sí que hay, pero no hay electricidad. Al generador se le ha acabado el propano líquido. ¿Por qué no te sacas un refresco? Todavía están bastante fríos, y tienes pinta de necesitar uno.
Junior abrió la nevera y escudriñó su oscuro interior.
—¿Se supone que tengo que creer que no puedes conseguir una bombona de gas cuando te dé la gana?
Big Jim se sobresaltó un poco al oír eso, luego se relajó. Era una pregunta razonable, y no significaba que Junior supiera algo. El culpable huye cuando nadie le persigue, se recordó Big Jim.
—Digamos simplemente que en este preciso momento no sería prudente.
—Ajá.
Junior cerró la puerta de la nevera y se sentó al otro lado de la mesa. Miró a su viejo con falso regocijo (que Big Jim tomó por afecto).
La familia que mata unida, se mantiene unida, pensó Junior. Al menos por el momento. Siempre y cuando sea…
—Prudente —dijo.
Big Jim asintió y estudió a su hijo, que estaba complementando su bebida matutina con una barrita de cecina Big Jerk.
No preguntó «¿Dónde has estado?». No preguntó «¿Qué te pasa?», aunque era evidente, en la despiadada luz de primera hora de la mañana que inundaba la cocina, que algo le pasaba. Sin embargo, sí tenía una pregunta.
—Hay cadáveres. En plural. ¿Es así?
—Sí. —Junior dio un buen mordisco a la cecina y la hizo pasar con Coca-Cola. La cocina estaba extrañamente silenciosa sin el rumor de la nevera ni el borboteo de la Mr. Coffee.
—Y todos esos cadáveres ¿se pueden dejar en la puerta del señor Barbara?
—Sí. Todos. —Otro bocado. Otra vez tragó. Junior lo miraba fijamente, frotándose la sien izquierda al hacerlo.
—¿Te ves capaz de descubrir esos cadáveres alrededor del mediodía de hoy?
—Ningún problema.
—Y las pruebas contra nuestro querido señor Barbara, desde luego.
—Sí. —Junior sonrió—. Son buenas pruebas.
—No te presentes en comisaría esta mañana, hijo.
—Debería —dijo Junior—. Podría parecer extraño si no lo hago. Además, no estoy cansado. He dormido con… —Sacudió la cabeza—. He dormido, dejémoslo ahí.
Big Jim tampoco preguntó «¿Con quién has dormido?». Tenía otras preocupaciones que no eran a quién podía estar estafando su hijo; simplemente se alegraba de que el chico no hubiese estado entre los que habían hecho sus cositas con ese asqueroso pedazo de basura de caravana en Motton Road. Hacer cosas con esa clase de chica era una buena forma de pillar algo y enfermar.
Él ya está enfermo, susurró una voz en la cabeza de Big Jim. Podría haber sido la mortecina voz de su esposa. Míralo bien.
A buen seguro esa voz estaba en lo cierto, pero esa mañana tenía preocupaciones más acuciantes que el desorden alimentario de Junior Rennie, o lo que fuera.
—No he dicho que te vayas a la cama. Quiero que patrulles en coche, y quiero que hagas un trabajo para mí. Pero no te acerques al Food City. Me parece que allí va a haber jaleo.
La mirada de Junior revivió.
—¿Qué clase de jaleo?
Big Jim no respondió de forma directa.
—¿Podrías encontrar a Sam Verdreaux?
—Claro. Estará en esa chabola de God Creek Road. Lo normal sería que estuviera durmiendo la mona, pero hoy es más probable que se esté retorciendo por culpa del delirium tremens. —Junior rió con malicia al imaginar la escena, después se estremeció y volvió a frotarse la sien—. ¿De verdad crees que soy el más adecuado para hablar con él? Ahora mismo no es mi mayor fan. Seguro que hasta me ha borrado de Facebook.
—No te entiendo.
—Es una broma, papá. Olvídalo.
—¿Crees que te miraría con otros ojos si le ofrecieras tres litros de whisky? ¿Y más después, si hace bien su trabajo?
—Ese viejo cabrón apestoso me miraría con otros ojos solo con que le ofreciera medio vaso de vino barato.
—Ve a Brownie’s a por el whisky —dijo Big Jim. Además de tener cosas para matar el hambre y libros de bolsillo, Brownie’s era uno de los tres establecimientos de Mills con licencia para vender alcohol, y la policía tenía llave de los tres. Big Jim le pasó la llave por encima de la mesa—. Puerta trasera. Que nadie te vea entrar.
—¿Qué se supone que tiene que hacer Sam «el Desharrapado» por la priva?
Big Jim se lo explicó. Junior escuchó sin inmutarse… salvo por sus ojos, inyectados en sangre, que estaban exultantes. Solo tenía una pregunta más: ¿funcionaría?
Big Jim asintió.
—Funcionará. Lo bordaré.
Junior dio otro mordisco a su cecina y otro trago a su refresco.
—Yo también, papá —dijo—. Yo también.
 7


Cuando Junior se hubo marchado, Big Jim entró en su estudio con el albornoz ondeando majestuosamente a su alrededor. Sacó el móvil del cajón central de su escritorio, donde lo tenía guardado siempre que era posible. Pensaba que eran unos cacharros impíos que no hacían más que fomentar un montón de conversaciones disolutas e inútiles… ¿Cuántas horas de trabajo se habían perdido en cotorreos inútiles con esos trastos? Y ¿qué clase de rayos perniciosos te metían en la cabeza mientras cotorreabas?
Aun así, a veces venían bien. Suponía que Sam Verdreaux haría lo que Junior le dijera, pero también sabía que era estúpido no contratar un seguro.
Escogió un número del directorio «oculto» del móvil, al que solo se podía acceder mediante un código numérico. El teléfono sonó una docena de veces antes de que contestaran.
—¡¿Qué?! —ladró el progenitor de la multitudinaria prole de los Killian.
Big Jim se estremeció y apartó el teléfono de la oreja un momento. Cuando volvió a acercárselo, oyó como unos suaves cloqueos al fondo.
—¿Estás en el gallinero, Rog?
—Ah… Sí, señor, Big Jim, claro que sí. Hay que dar de comer a los pollos, llueva, nieve o haga sol. —Un giro de ciento ochenta grados, del cabreo al respeto. A Roger Killian más le valía ser respetuoso; Big Jim lo había convertido en un puñetero millonario. Si estaba desperdiciando lo que podría haber sido una buena vida sin preocupaciones económicas con su manía de seguir levantándose al amanecer para dar de comer a un puñado de pollos, era por voluntad de Dios. Roger era demasiado tonto para dejarlo. Esa era su bendita naturaleza, y sin duda le haría un buen servicio a Big Jim ese día.
Y al pueblo, pensó él. Es por este pueblo por quien lo hago. Por el bien del pueblo.
—Roger, tengo un trabajo para ti y para tus tres hijos mayores.
—Solo tengo a dos en casa —dijo el hombre. Con su cerrado acento yanqui, casa sonó a «c’sa»—. Ricky y Randall están aquí, pero Roland estaba en Oxford comprando pienso cuando cayó esa Cúpula del diablo. —Se detuvo y pensó en lo que acababa de decir. Los pollos cloqueaban al fondo—. Perdón por la blasfemia.
—Seguro que Dios te perdona —dijo Big Jim—. Tú y tus dos hijos mayores, entonces. ¿Puedes llevarlos al pueblo a eso de las…? —Big Jim calculó. No tardó mucho. Cuando lo estabas bordando, las decisiones se tomaban rápido—. ¿Digamos que a las nueve en punto, nueve y cuarto a más tardar?
—Tendré que despertarlos, pero claro que sí —dijo Roger—. ¿Qué vamos a hacer? Traer algo más de propa…
—No —dijo Big Jim—, y ni una palabra sobre eso, Dios te bendiga. Tú escucha.
Big Jim habló.
Roger Killian, Dios lo bendiga, escuchó.
De fondo, unos ochocientos pollos cloqueaban mientras se atiborraban de pienso rociado con esteroides.
 8


—¿Qué? ¿Qué? ¿Por qué?
Jack Cale estaba sentado a su escritorio en el pequeño y apretado despacho del gerente del Food City. El escritorio estaba repleto de listas de inventario que Ernie Calvert y él habían terminado por fin a la una de la madrugada, ya que su esperanza de acabar antes se había hecho pedazos con la lluvia de meteoritos. Entonces las recogió (listas escritas a mano en largas hojas amarillas con pauta) y las agitó delante de Peter Randolph, que estaba de pie en el umbral del despacho. El nuevo jefe de la policía se había engalanado con el uniforme al completo para la visita.
—Mira esto, Pete, antes de que hagas una tontería.
—Lo siento, Jack. El súper queda cerrado. Abrirá otra vez el martes, como almacén de racionamiento. Lo mismo para todos. Nosotros llevaremos las cuentas, Food City Corp no perderá ni un centavo, te lo prometo…
—No se trata de eso. —Jack lanzó algo muy parecido a un gemido. Era un treintañero con cara de niño y una mata de pelo áspero y rojizo a la que en esos momentos torturaba con la mano que no sostenía las hojas amarillas… las cuales Peter Randolph no daba muestras de querer aceptar—. ¡Toma! ¡Mira! ¿De qué me estás hablando, Peter Randolph, por Dios bendito?
Ernie Calvert llegó corriendo desde el almacén del sótano. Tenía una buena barriga, la cara roja, y llevaba el pelo gris rapado a lo militar, como lo había llevado toda la vida. Vestía un guardapolvo verde del Food City.
—¡Quiere cerrar el súper! —exclamó Jack.
—¿Por qué ibas a hacer eso, por Dios, si aún tenemos un montón de comida? —preguntó Ernie con enfado—. ¿Por qué asustar a la gente de esa manera? Bastante se asustarán cuando llegue el momento, si esto continúa. ¿De quién ha sido esta estúpida idea?
—Lo han votado los concejales —dijo Randolph—. Cualquier problema que tengáis con el plan, lo decís en la asamblea municipal especial del jueves por la noche. Si esto no se ha acabado ya para entonces, claro.
—¿Qué plan? —gritó Ernie—. ¿Me estás diciendo que Andrea Grinnell está a favor de esto? ¡Ella no haría algo así!
—Tengo entendido que está con gripe —dijo Randolph—. Guardando cama. Así que ha sido decisión de Andy. Big Jim ha secundado la moción. —Nadie le había dicho que lo explicara así; nadie tenía que hacerlo. Randolph sabía cómo le gustaba que se hicieran las cosas a Big Jim.
—Puede que el racionamiento tenga sentido llegados a cierto punto —dijo Jack—, pero ¿por qué ahora? —Volvió a agitar sus papeles, con las mejillas casi tan rojas como su pelo—. ¿Por qué cuando aún tenemos tantísimo?
—Es el mejor momento para empezar a racionar —dijo Randolph.
—Eso es gracioso viniendo de un hombre con una lancha a motor en el lago de Sebago y una caravana de lujo Winnebago Vectra en el patio de casa —repuso Jack.
—No te olvides del Hummer de Big Jim —terció Ernie.
—Ya basta —dijo Randolph—. Los concejales lo han decidido…
—Bueno, dos de ellos lo han decidido —dijo Jack.
—Querrás decir uno —añadió Ernie—. Y ya sabemos cuál.
—… y yo he venido a comunicarlo, así que punto final. Pon un cartel en el escaparate. SUPERMERCADO CERRADO HASTA NUEVO AVISO.
—Pete. Mira. Sé razonable. —Ernie ya no parecía enfadado; ahora casi parecía que suplicaba—. Con esto la gente se va a llevar un susto de muerte. Si no hay forma de convencerte, ¿qué me dices de un CERRADO POR INVENTARIO, ABRIREMOS EN BREVE? A lo mejor podría añadirse SENTIMOS LAS MOLESTIAS TEMPORALES. Con el TEMPORALES en rojo, o algo así.
Peter Randolph sacudió la cabeza despacio y con gravedad.
—No puedo dejar que hagas eso, Ern. No podría aunque todavía estuvieras oficialmente empleado, como él. —Señaló con la cabeza a Jack Cale, que había dejado las hojas del inventario para poder torturar su pelo con ambas manos—. CERRADO HASTA NUEVO AVISO. Eso es lo que me han dicho los concejales, y yo cumplo sus órdenes. Además, con las mentiras siempre acaba saliendo el tiro por la culata.
—Sí, bueno, Duke Perkins les habría dicho que cogieran esa orden y se la metieran por la culata —dijo Ernie—. Debería darte vergüenza, Pete, solucionarle la papeleta a ese gordo de mierda. Si te dice que saltes, tú preguntas hasta dónde.
—Será mejor que cierres el pico ahora mismo si sabes lo que te conviene —dijo Randolph, señalándolo. El dedo le temblaba un poco—. A menos que quieras pasarte el resto del día en el calabozo acusado de falta de respeto, será mejor que cierres la boca y cumplas las órdenes. Esta es una situación de crisis…
Ernie lo miró con incredulidad.
—¿Acusado de falta de respeto? ¡Eso no existe!
—Ahora sí. Si no me crees, ponme a prueba.
 9


Más tarde —demasiado tarde para que sirviera de algo—, Julia Shumway lograría hacerse una idea bastante clara de cómo habían empezado los disturbios en el Food City, aunque no tuvo oportunidad de publicarlo. Y aunque lo hubiera publicado, lo habría tratado como un puro reportaje periodístico: qué, quién, cómo, cuándo, dónde y por qué. Si le hubiesen pedido que escribiera sobre el nudo emocional del suceso, se habría sentido perdida. ¿Cómo explicar que gente a la que conocía de toda la vida —gente a la que respetaba, a la que quería— se había convertido en una turba? Se dijo a sí misma: Podría haberme hecho una idea más clara si hubiese estado allí desde el principio y hubiese visto cómo empezó, pero eso no era más que pura racionalización, la negativa a enfrentarse a esa fiera desmandada y descerebrada que puede surgir cuando se provoca a un grupo de gente asustada. Había visto fieras así en las noticias de la televisión, normalmente en otros países. Jamás había esperado verlo en su propio pueblo.
Y tampoco había necesidad. Eso era lo que acababa pensando una y otra vez. El pueblo solo llevaba setenta horas aislado y estaba repleto de casi todo tipo de provisiones; por misterioso que pareciera, las únicas reservas que escaseaban eran las de gas propano.
Más tarde se diría: Fue el momento en que este pueblo por fin se dio cuenta de lo que estaba pasando. Probablemente esa idea contenía parte de verdad, pero no la satisfizo. Lo único que podía decir con total certeza (y solo lo dijo para sí) era que había visto al pueblo enloquecer, y que después de eso ella ya no volvería a ser la misma persona.
 10


Las dos primeras personas que ven el cartel son Gina Buffalino y su amiga Harriet Bigelow. Las dos chicas van vestidas con el uniforme blanco de enfermera (ha sido idea de Ginny Tomlinson; le ha dado la sensación de que la bata blanca inspiraría más confianza entre los pacientes que los delantales de voluntarias sanitarias) y están monísimas. También parecen cansadas a pesar de su juvenil capacidad de resistencia. Han sido dos días duros y tienen otro entero por delante después de una noche de pocas horas de sueño. Han ido a buscar chocolatinas (comprarán suficientes para todo el mundo menos para el pobre Jimmy Sirois, que es diabético; ese es el plan) y están hablando de la lluvia de meteoritos. La conversación cesa cuando ven el cartel en la puerta.
—El súper no puede haber cerrado —dice Gina sin dar crédito—. Es martes por la mañana. —Pega la cara al cristal y se hace sombra con las manos a los lados para tapar el brillo del radiante sol matutino.
Mientras está ocupada en eso, Anson Wheeler llega con Rose Twitchell de copiloto. Han dejado a Barbie en el Sweetbriar, terminando con el servicio del desayuno. Rose baja de la pequeña furgoneta, que tiene su nombre pintado en el lateral, antes aún de que Anson haya apagado el motor. Lleva una larga lista de alimentos básicos y quiere conseguir todo lo que pueda lo más rápido que pueda. Entonces ve el CERRADO HASTA NUEVO AVISO colgado en la puerta.
—¿Qué narices es esto? Si vi a Jack Cale anoche mismo y no me dijo ni una palabra…
Está hablando con Anson, que la sigue resoplando, pero es Gina Buffalino la que contesta.
—Además, todavía está lleno de cosas. En las estanterías hay de todo.
Otras personas se acercan. El súper tendría que abrir dentro de cinco minutos y Rose no es la única que había planeado empezar temprano con las compras; gente de diferentes puntos del pueblo se ha despertado, ha visto que la Cúpula sigue en su lugar y ha decidido aprovisionarse de alimentos. Cuando más tarde se le pregunte por esa repentina precipitación, Rose dirá: «Lo mismo sucede cada invierno cuando el departamento de climatología convierte una alerta de tormenta en alerta de tormenta de nieve. Sanders y Rennie no podrían haber escogido peor día para salir con esa chorrada».
Entre los primeros en llegar están las unidades Dos y Cuatro de la policía de Chester’s Mills. No muy por detrás de ellos llega Frank DeLesseps en su Nova (ha arrancado la pegatina de SEXO, DROGAS O GASOIL porque le ha dado la sensación de que no era muy adecuada para un agente de la ley). Carter y Georgia van en la Dos; Mel Searles y Freddy Denton en la Cuatro. Han aparcado algo más allá, junto a LeClerc’s Maison des Fleurs, por orden del jefe Randolph. «No tenéis por qué llegar demasiado pronto», les ha informado. «Esperad hasta que en el aparcamiento haya una docena de coches más o menos. Eh, a lo mejor ven el cartel, se van a casa y ya está».
Eso no sucede, por supuesto, tal como Big Jim sabía. Y la aparición de los agentes, sobre todo de esos tan jóvenes e inexpertos, sirve de provocación más que de apaciguamiento. Rose es la primera que protesta. Escoge a Freddy y le enseña su larga lista de la compra, luego señala por la ventana, donde la mayoría de las cosas que quiere se ven ordenadamente alineadas en las estanterías. Freddy se muestra educado al principio, consciente de que la gente (que todavía no es una multitud) los está mirando, pero es difícil mantener la calma con esa pintamonas malhablada delante de las narices. ¿Es que no se da cuenta de que él solo está cumpliendo órdenes?
—¿Quién te crees que está dando de comer a esta ciudad, Fred? —pregunta Rose. Anson le pone una mano en el hombro. Rose se la quita de encima. Sabe que Freddy ve rabia en lugar de la profunda inquietud que siente ella, pero no puede evitarlo—. ¿Crees que un camión de distribuciones Sysco lleno de provisiones va a caernos en paracaídas desde el cielo?
—Señora…
—¡Ay, déjalo ya! ¿Desde cuándo soy una «señora» para ti? Llevas veinte años viniendo a mi cafetería cuatro y cinco días a la semana a comer crepes de arándanos y ese asqueroso beicon reblandecido que tanto te gusta, y siempre me has llamado Rosie. Pero mañana no vas a comerte ningún crepe a menos que consiga algo de harina y un poco de manteca y algo de sirope y… —Se interrumpe—. ¡Por fin! ¡Algo de sensatez! ¡Gracias, Señor!
Jack Cale está abriendo una de las puertas dobles. Mel y Frank han ocupado posiciones justo delante, y Jack apenas tiene espacio para pasar entre ambos. Los posibles clientes (ya hay un par de docenas, aunque todavía falta un minuto para la hora oficial de apertura del supermercado, las nueve de la mañana) avanzan en tropel y solo se detienen cuando Jack escoge una llave del manojo que lleva en el cinturón y vuelve a cerrar. Se produce un gemido colectivo.
—¿Por qué narices has hecho eso? —exclama Bill Wicker, indignado—. ¡Mi mujer me ha encargado huevos!
—Eso díselo a los concejales y al jefe Randolph —responde Jack. Su pelo parece querer escapar en todas direcciones. Le lanza una mirada lúgubre a Frank DeLesseps y otra más lúgubre aún a Mel Searles, que está intentando sin demasiada fortuna contener una sonrisa, quizá incluso su famosa risa nyuck-nyuck-nyuck—. Yo seguro que les diré un par de cosas. Pero de momento ya he tenido bastante de esta mierda. Me largo. —Echa a andar a grandes pasos entre la muchedumbre con la cabeza gacha y las mejillas más encendidas aún que su pelo.
Lissa Jamieson, que acaba de llegar con su bicicleta (todo lo que aparece en su lista cabría en la cesta que lleva en la parte de atrás; sus necesidades son pequeñas, tirando a minúsculas), tiene que virar para esquivarlo.
Carter, Georgia y Freddy están apostados frente al gran escaparate de cristal, donde en un día normal Jack habría dispuesto las carretillas y el fertilizante. Carter lleva tiritas en los dedos, y bajo la camisa se le ve un vendaje más grueso. Freddy se lleva la mano a la culata de la pistola mientras Rose Twitchell sigue echándole una bronca, y Carter desearía poder soltarle un revés. Los dedos están bien, pero el hombro le duele un huevo. El pequeño grupo de aspirantes a compradores se convierte en un grupo grande, y cada vez llegan más coches al aparcamiento.
Antes de que el agente Thibodeau pueda estudiar bien a la muchedumbre, sin embargo, Alden Dinsmore invade su espacio personal. Alden está demacrado y parece haber perdido diez kilos desde la muerte de su hijo. Lleva un brazalete negro de luto en el brazo izquierdo y parece aturdido.
—Tengo que entrar, hijo. Mi mujer me ha mandado a comprar unas latas. —Alden no dice latas de qué. Seguramente latas de todo. O a lo mejor tan solo se ha puesto a pensar en la cama vacía del piso de arriba, la que nunca volverá a estar ocupada, y en esa maqueta de avión del escritorio, que nunca estará terminada, y se le ha olvidado por completo.
—Lo siento, señor Dimmesdale —dice Carter—. No puede hacerlo.
—Es Dinsmore —dice Alden con voz aturdida. Echa a andar hacia las puertas.
Están cerradas, no hay forma de entrar, pero aun así Carter propina al granjero un buen empellón hacia atrás. Por primera vez, Carter siente cierta comprensión hacia los profesores que solían castigarlo en el instituto; es muy molesto que no te hagan caso.
Además, hace calor y el hombro le duele a pesar de los dos Percocet que le ha dado su madre. Veinticuatro grados a las nueve de la mañana es algo raro en octubre, y el color azul desvaído del cielo dice que aún hará más calor a mediodía, y más aún a las tres de la tarde.
Alden tropieza hacia atrás y se da con Gina Buffalino, y los dos se habrían caído de no ser por Petra Searles, que no es un peso ligero y los ayuda a recuperar la verticalidad. Alden no parece enfadado, solo desconcertado.
—Mi mujer me ha enviado por unas latas —le explica a Petra.
Se alza un murmullo desde la gente reunida. No es un sonido de enfado; todavía no. Han ido allí por comida, y la comida está allí pero la puerta está cerrada. Y ahora un mocoso que ha dejado el instituto y que la semana pasada era mecánico de coches acaba de empujar a un hombre.
Gina mira a Carter, Mel y Frank DeLesseps con los ojos muy abiertos. Señala.
—¡Esos son los tíos que la violaron! —le dice a su amiga Harriet sin bajar la voz—. ¡Son los tíos que violaron a Sammy Bushey!
A Mel le desaparece la sonrisa de la cara; se le han quitado las ganas de reírse.
—Calla —dice.
Al fondo del gentío, Ricky y Randall Killian han llegado en una furgoneta Chevrolet Canyon. Sam Verdreaux llega no mucho después de ellos, a pie, claro está; a Sam le retiraron el carnet de conducir de forma indefinida en 2007.
Gina da un paso al frente mirando a Mel con los ojos bien abiertos. Junto a ella, Alden Dinsmore se ha convertido en un pasmarote, como un granjero robot que se ha quedado sin batería.
—¿Y vosotros, tíos, se supone que sois la policía? ¿Cómo es eso?
—Eso de la violación fue cosa de esa puta mentirosa —dice Frank—. Y será mejor que dejes de gritarlo antes de que te arreste por alterar el orden público.
—Joder que sí —dice Georgia. Se ha acercado un poco más a Carter. Él no le hace caso. Está observando a la muchedumbre. Porque eso es lo que es. Si cincuenta personas constituyen una muchedumbre, entonces esto lo es. Y no dejan de llegar más. Carter desearía haber cogido su pistola. No le gusta la hostilidad que está viendo.
Velma Winter, que dirige Brownie’s (o dirigía, antes de que cerrara), llega con Tommy y Willow Anderson. Velma es una mujer grande, corpulenta, que se peina como Bobby Darin y que por la pinta podría ser la reina guerrera de Bollerilandia, pero ha enterrado a dos maridos, y lo que se cuenta en la mesa del chismorreo del Sweetbriar es que los mató a polvos y que los miércoles va al Dipper’s en busca del tercero; es la Noche del Karaoke Country, y atrae a un público más madurito. Ahora se planta frente a Carter, las manos en sus carnosas caderas.
—Cerrado, ¿eh? —dice con voz profesional—. Vamos a ver los papeles.
Carter está confuso, y sentirse confuso le enfurece.
—Atrás, zorra. Yo no necesito papeles. Nos ha enviado el jefe. Lo han ordenado los concejales. Esto va a ser un almacén de alimentos.
—¿Racionamiento? ¿Es eso lo que quieres decir? —Suelta un bufido—. No en mi pueblo. —Se abre paso entre Mel y Frank y empieza a aporrear la puerta—. ¡Abrid! ¡Los de dentro, abrid!
—No hay nadie en casa —dice Frank—. Más te valdría dejarlo.
Pero Ernie Calvert no se ha ido. Llega por el pasillo de la pasta, la harina y el azúcar. Velma lo ve y se pone a aporrear con más fuerza.
—¡Abre, Ernie! ¡Abre!
—¡Abre! —Las voces de la muchedumbre están de acuerdo.
Frank mira a Mel y asiente. Juntos, agarran a Velma y apartan sus noventa kilos de la puerta a pulso. Georgia Roux se ha vuelto y le hace señas a Ernie para que retroceda. Ernie no se va. Ese idiota de los cojones se queda allí plantado.
—¡Abre! —brama Velma—. ¡Abre ya! ¡Abre ya!
Tommy y Willow se le unen. También Bill Wicker, el cartero. Y Lissa, con el rostro exultante; toda la vida ha esperado formar parte de una manifestación espontánea, y ahí tiene su oportunidad. Levanta un puño apretado y empieza a moverlo al ritmo: dos golpes pequeños en el «abre» y uno grande en el «ya». Otros la imitan. «Abre ya» se convierte en «¡A-bre YA! ¡A-bre YA! ¡A-bre YA!», Ahora todos agitan el puño siguiendo ese ritmo de dos más uno; puede que setenta personas, puede que ochenta, y más que no dejan de llegar. La delgada línea azul que hay frente al supermercado parece más delgada que nunca. Los cuatro jóvenes policías miran hacia Freddy Denton en busca de una idea, pero Freddy no tiene ninguna.
Lo que sí tiene, no obstante, es un arma. Será mejor que dispares al aire cuanto antes, Calvito, piensa Carter, o esta gente nos va a arrollar.
Otros dos policías —Rupert Libby y Toby Whelan— llegan en coche por Main Street desde la comisaría (donde han estado tomándose un café y viendo la CNN), adelantando a toda pastilla a Julia Shumway, que se acerca haciendo footing con su cámara colgada al hombro.
Jackie Wettington y Henry Morrison también se dirigen hacia el supermercado, pero entonces el walkie-talkie del cinturón de Henry empieza a hacer ruido. Es el jefe Randolph, que dice que Henry y Jackie tienen que mantener su puesto en Gasolina & Alimentación Mills.
—Pero hemos oído que… —empieza a decir Henry.
—Esas son vuestras órdenes —dice Randolph, sin añadir que son órdenes que él solo comunica… procedentes de un poder superior, por así decir.
—¡A-bre YA! ¡A-bre YA! ¡A-bre YA! —La muchedumbre agita sus puños en el aire cálido a modo de poderoso saludo. Siguen asustados, pero también exaltados. Empiezan a dejarse llevar. El Chef los habría mirado y habría visto a un hatajo de neófitos del cristal a los que solo les hace falta una canción de los Grateful Dead en la banda sonora para completar la película.
Los chicos Killian y Sam Verdreaux se están abriendo camino entre la multitud. Entonan el cántico —no como camuflaje protector, sino porque la vibración de esa muchedumbre tirando a turba resulta demasiado poderosa para resistirse—, pero no se molestan en agitar los puños; tienen trabajo que hacer. Nadie les presta demasiada atención. Más tarde, solo unos cuantos recordarán haberlos visto.
La enfermera Ginny Tomlinson también está avanzando entre el gentío. Ha ido a decirles a las chicas que las necesitan en el Cathy Russell; hay nuevos pacientes, uno de ellos es un caso grave. Se trata de Wanda Crumley, de Eastchester. Los Crumley viven junto a los Evans, cerca del límite municipal de Motton. Cuando Wanda ha salido esta mañana a ver cómo estaba Jack, se lo ha encontrado muerto ni a seis metros de donde la Cúpula le cortó la mano a su mujer. Jack estaba echado de espaldas con una botella junto a él y los sesos secándose en la hierba. Wanda ha regresado corriendo a su casa, gritando el nombre de su marido, y apenas había llegado junto a él cuando se ha desplomado de un infarto. Wendell Crumley ha tenido suerte de no estrellar su pequeño monovolumen Subaru de camino al hospital; ha ido a ciento treinta casi todo el trayecto. Rusty está ahora con Wanda, pero Ginny no cree que Wanda —cincuenta años, sobrepeso, muy fumadora— sobreviva.
—Chicas —dice—. Os necesitamos en el hospital.
—¡Son esos, señora Tomlinson! —grita Gina. No tiene más remedio que gritar para que la oiga entre la vociferante muchedumbre. Señala a los policías y se echa a llorar, en parte por miedo y cansancio, pero sobre todo por indignación—. ¡Esos son los que la violaron!
Esta vez Ginny mira más allá de los uniformes y se da cuenta de que Gina tiene razón. Ginny Tomlinson no tiene el reconocido mal genio de Piper Libby, pero sí tiene mucho carácter, y aquí, además, hay un agravante: a diferencia de Piper, Ginny ha visto a la joven Bushey sin bragas. Su vagina lacerada e inflamada. Unos enormes moratones en los muslos que no vieron hasta que le limpiaron la sangre. Muchísima sangre.
Ginny se olvida de que en el hospital necesitan a las chicas. Se olvida de sacarlas de una situación peligrosa e imprevisible. Incluso se olvida del ataque al corazón de Wanda Crumley. Echa a andar hacia delante apartando a codazos a alguien que está en medio (resulta ser Bruce Yardley, el cajero-embolsador, que agita su puño como todos los demás), y se acerca a Mel y a Frank. Los dos observan con atención a la muchedumbre, cada vez más hostil, y no la ven llegar.
Ginny levanta las dos manos, por un momento parece el malo de un western entregándose al sheriff. Después mueve rápidamente ambas manos y les da sendos bofetones simultáneos.
—¡Cabrones! —grita—. ¿Cómo pudisteis? ¿Cómo pudisteis ser tan cobardes? ¿Tan asquerosamente crueles? Iréis a la cárcel por esto, todos vosotr…
Mel no piensa, solo reacciona. Le da un puñetazo en toda la cara y le rompe las gafas y la nariz. Ella retrocede tambaleándose, sangrando, chillando. El anticuado gorrito de enfermera titular, liberado de las horquillas que lo sostenían, se le cae de la cabeza. Bruce Yardley, el joven cajero, intenta sostenerla pero no lo consigue. Ginny se da contra una hilera de carritos de la compra, que echan a rodar como un trenecito. Cae de rodillas y se apoya en las manos, llorando de dolor y conmoción. Unas brillantes gotas de sangre de su nariz (que no solo está rota, sino destrozada) empiezan a caer sobre las grandes RC amarillas de NO APARCAR.
La muchedumbre se queda un momento en silencio, atónita, mientras Gina y Harriet corren hasta donde está encogida Ginny.
Entonces se alza la voz de Lissa Jamieson, una perfecta y clara voz de soprano:
—¡MALDITOS CERDOS!
Es en ese momento cuando vuela la piedra. El primer lanzador nunca será identificado. Puede que sea el único crimen del que Sam Verdreaux «el Desharrapado» ha salido impune.
Junior se lo ha llevado hasta el punto más alto de la ciudad, y Sam, con visiones de whisky danzando en su mente, ha bajado explorando por la orilla este del arroyo Prestile para encontrar la piedra adecuada. Tiene que ser grande pero no demasiado, o no conseguirá lanzarla con puntería, aunque una vez (a veces parece que hace un siglo; otras parece que hace nada) fue el pitcher titular de los Mills Wildcats en el primer partido del torneo del estado de Maine. Por fin la ha encontrado, no muy lejos del Puente de la Paz: cuatrocientos, seiscientos gramos, y lisa como un huevo de oca.
«Una cosa más», ha dicho Junior al dejar a Sam «el Desharrapado». Esa cosa más no es cosa de Junior, pero Junior no se lo ha dicho a Sam, igual que el jefe Randolph no les ha dicho a Wettington y a Morrison quién ha ordenado que se quedaran en su puesto. No habría sido prudente.
«Apunta a la chica». Esas han sido las últimas palabras de Junior para Sam «el Desharrapado» antes de dejarlo. «Se lo merece, así que no falles».
Cuando Gina y Harriet, con sus uniformes blancos, se arrodillan junto a la enfermera titular que llora y sangra a cuatro patas (y mientras todos los demás también tienen puesta la atención en ella), Sam coge impulso igual que lo hizo aquel lejano día de 1970, lanza y consigue su primer strike en más de cuarenta años.
Y en más de un sentido. El pedrusco de medio kilo de granito con cuarzo le da de lleno a Georgia Roux en la boca, le destroza la mandíbula por cinco sitios y todos los dientes menos cuatro. La hace recular contra la luna del escaparate, la mandíbula le cuelga casi hasta el pecho de una forma grotesca, y un torrente incesante de sangre mana de su boca.
Un instante después vuelan otras dos piedras; una de Ricky Killian, otra de Randall. La de Ricky le da a Bill Allnut en la parte de atrás de la cabeza y tira al conserje al asfalto, no muy lejos de Ginny Tomlinson. ¡Mierda!, piensa Ricky. ¡Tenía que darle a un puto poli! No solo es que esas eran sus órdenes; más o menos era algo que siempre había querido hacer.
Randall tiene mejor puntería. Se la estampa a Mel Searles en plena frente. Mel cae como una saca de correos. Se produce una pausa, un momento de aliento contenido. Pensemos en un coche haciendo equilibrios sobre dos ruedas, decidiendo si volcar o no. Vemos a Rose Twitchell mirando alrededor, perpleja y asustada, sin saber muy bien qué está pasando y menos aún qué hacer al respecto. Vemos a Anson pasarle un brazo por la cintura. Oímos a Georgia Roux aullar por su boca desencajada, sus gritos se parecen extrañamente al sonido que hace el viento al deslizarse por la cuerda encerada de una bramadera. La sangre mana por su lengua herida mientras ella brama. Vemos a los refuerzos. Toby Whelan y Rupert Libby (es el primo de Piper, aunque ella no hace alarde del parentesco) son los primeros en llegar a escena. La contemplan… luego retroceden. Después llega Linda Everett. Va a pie con otro poli de media jornada, Marty Arsenault, que la sigue resoplando. Linda empieza a abrirse paso entre la multitud, pero Marty (que ni siquiera se ha puesto el uniforme esta mañana, solo se ha despegado de la cama y se ha puesto un par de vaqueros viejos) la agarra del hombro. Linda casi se libra de él, pero entonces piensa en sus hijas. Avergonzada de su propia cobardía, deja que Marty se la lleve hasta donde Rupe y Toby están observando cómo se suceden los hechos. De ellos cuatro, solo Rupe lleva un arma esta mañana, ¿dispararía? Claro que sí, cojones; puede ver a su propia esposa en esa muchedumbre, dándole la mano a su madre (a Rupe no le importaría disparar a su suegra). Vemos llegar a Julia justo después de Linda y Marty, intentando recobrar el aliento pero alzando ya la cámara, tirando la tapa del objetivo al suelo a causa de sus prisas por disparar. Vemos a Frank DeLesseps arrodillarse junto a Mel justo a tiempo para esquivar otra piedra, que pasa silbando por encima de su cabeza y abre un agujero en una de las puertas del supermercado.
Entonces…
Entonces alguien grita. Quién, nunca se sabrá; ni siquiera se pondrán de acuerdo sobre el sexo de quien ha gritado, aunque la mayoría cree que ha sido una mujer, y más tarde Rose le dirá a Anson que está casi segura de que ha sido Lissa Jamieson.
—¡ADENTRO!
Alguien más vocifera: «¡COMIDA!», y la muchedumbre se abalanza hacia delante.
Freddy Denton dispara su pistola una vez, al aire. Después la baja, el pánico hace que esté a punto de descargarla contra la multitud. Antes de que pueda hacerlo, alguien se la quita de la mano. Denton cae al suelo gritando de dolor. Entonces, la punta de una gran bota de granjero —la de Alden Dinsmore— impacta contra su sien. Las luces no se apagan del todo para el agente Denton, pero sí se atenúan considerablemente y, para cuando vuelven a iluminarse, los Grandes Disturbios del Supermercado han terminado.
La sangre cala el vendaje del hombro de Carter Thibodeau, y unas pequeñas escarapelas florecen en su camisa azul, pero él, al menos por el momento, no es consciente del dolor. No hace ningún intento por correr. Clava los pies y descarga contra la primera persona que se pone a tiro. Ese resulta ser Charles «Stubby» Norman, el dueño de la tienda de antigüedades del límite municipal de la 117. Stubby cae aferrándose la boca, de la que le sale sangre a chorros.
—¡Atrás, capullos! —gruñe Carter—. ¡Atrás, hijos de puta! ¡Nada de saqueos! ¡Atrás!
Marta Edmunds, la niñera de Rusty, intenta ayudar a Stubby y por intentarlo se gana un puñetazo de Frank DeLesseps en el pómulo. Se tambalea, se lleva una mano a la cara y mira con incredulidad al joven que acaba de golpearla… y entonces es arrollada, y Stubby bajo ella, por una oleada de aspirantes a compradores a la carga.
Carter y Frank empiezan a repartir puñetazos, pero solo consiguen propinar tres golpes antes de que los distraiga un extraño aullido. Es la bibliotecaria de la ciudad; tiene el pelo alborotado alrededor del rostro, normalmente afable. Está empujando la hilera de carritos de la compra y bien podría estar gritando «¡Banzai!». Frank salta para quitarse de en medio, pero los carritos embisten a Carter y lo envían volando por los aires. Él agita los brazos intentando no caerse, y la verdad es que lo habría conseguido de no ser por los pies de Georgia. Tropieza con ellos, aterriza de espaldas y lo pisotean. Gira para ponerse boca abajo, entrelaza las manos sobre la cabeza y espera a que todo termine.
Julia Shumway aprieta el disparador una y otra y otra vez. Puede que las fotografías desvelen rostros de gente a quien conoce, pero ella en el visor solo ve a desconocidos. Una turba.
Rupe Libby levanta el brazo hasta la altura del hombro y dispara cuatro tiros al aire. El sonido de la descarga recorre la cálida mañana, plano y declamatorio, una línea de signos de exclamación auditivos. Toby Whelan vuelve a desaparecer en su coche, se da un golpe en la cabeza y pierde la gorra (AYUDANTE DE LA POLICÍA DE CHESTER’S MILL en amarillo en la parte de delante). Agarra el megáfono del asiento de atrás, se lo lleva a los labios y grita:
—¡DEJEN DE HACER ESO! ¡RETÍRENSE! ¡POLICÍA! ¡PAREN! ¡ES UNA ORDEN!
Julia lo retrata.
La muchedumbre no hace caso ni de los tiros ni del megáfono. No hacen caso de Ernie Calvert cuando llega con su guardapolvo verde por un lateral del edificio, forzando sus rodillas doloridas.
—¡Entrad por detrás! —grita—. ¡No tenéis por qué hacer eso, he abierto por detrás!
La muchedumbre está decidida a seguir con el allanamiento. Golpean las puertas, con sus pegatinas de ENTRADA y SALIDA y OFERTAS TODOS LOS DÍAS. Al principio las puertas aguantan, después la cerradura cede bajo el peso de la multitud. Los que han llegado primero quedan aplastados contra las puertas y resultan heridos: dos personas con costillas rotas, un esguince de cuello, dos brazos rotos.
Toby Whelan se dispone a levantar el megáfono de nuevo, después simplemente lo deja con exquisito cuidado sobre el capó del coche en el que han llegado Rupe y él. Recoge su gorra de AYUDANTE, la sacude, se la vuelve a poner. Rupe y él caminan hacia la tienda, pero se detienen, impotentes. Linda y Marty Arsenault se les unen. Linda ve a Marta y se la lleva hacia el pequeño grupo de policías.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Marta, atónita—. ¿Alguien me ha pegado? Tengo todo este lado de la cara muy caliente. ¿Quién está con Judy y Janelle?
—Tu hermana se las ha llevado esta mañana —dice Linda, y la abraza—. No te preocupes.
—¿Cora?
—Wendy. —Cora, la hermana mayor de Marta, vive en Seattle desde hace un año. Linda se pregunta si Marta habrá sufrido una conmoción cerebral. Cree que debería verla el doctor Haskell, y entonces recuerda que Haskell está en el depósito de cadáveres del hospital o en la Funeraria Bowie. Ahora Rusty está solo, y hoy va a tener mucho trabajo.
Carter lleva a Georgia medio en volandas hacia la unidad Dos. La chica sigue aullando con esos espeluznantes gritos de bramadera. Mel Searles ha recobrado la conciencia, o algo parecido, turbio. Frankie lo lleva hacia donde están Linda, Marta, Toby y los demás policías. Mel intenta levantar la cabeza, después la vuelve a dejar caer sobre el pecho. De la frente abierta mana un reguero de sangre; tiene la camisa empapada.
La gente entra en el súper en tropel. Corren por los pasillos empujando carritos de la compra o haciéndose con cestas de una pila que hay junto al expositor de briquetas de carbón (¡ORGANICE UNA BARBACOA DE OTOÑO!, dice el cartel). Manuel Ortega, el jornalero de Alden Dinsmore, y su buen amigo Dave Douglas van directos a las cajas registradoras y empiezan a aporrear las teclas de SIN VENTA, a coger el dinero a puñados y a metérselo en los bolsillos; ríen como locos mientras lo hacen.
Ahora el supermercado está lleno; es día de ofertas. En la sección de congelados, dos mujeres se pelean por el último pastel de limón Pepperidge Farm. En la de delicatessen, un hombre le da un mamporro a otro con una salchicha kielbasa mientras le dice que deje un poco de carne para los demás, joder. El carnívoro comprador se vuelve y le da un viaje en toda la nariz al que blande la kielbasa. No tardan en rodar por el suelo a puñetazo limpio.
Estallan otras peleas. Ranee Conroy, propietario y único empleado de Servicios y Suministros Eléctricos de Western Maine Conroy («Nuestra especialidad, la sonrisa»), le da un puñetazo a Brendan Ellerbee, un profesor de ciencias de la Universidad de Maine retirado, porque Ellerbee ha llegado antes que él al último saco grande de azúcar. Ellerbee cae, pero se aferra al saco de cinco kilos de Domino’s y, cuando Conroy se agacha para quitárselo, Ellerbee gruñe: «¡Pues toma!», y le da en la cara con él. El saco de azúcar revienta y Ranee Conroy desaparece en una nube blanca. El electricista cae contra una de las estanterías, tiene la cara blanca como la de un mimo y grita que no puede ver, que se ha quedado ciego. Carla Venziano, con su bebé mirando con ojos desorbitados por encima de su hombro desde la mochila que lleva a la espalda, empuja a Henrietta Clavard para apartarla del expositor de arroz Texmati; al pequeño Steven le encanta el arroz, también le encanta jugar con el envase de plástico vacío, y Carla piensa llevarse un buen montón. Henrietta, que cumplió ochenta y cuatro años en enero, cae despatarrada sobre el duro saco de huesos que solía ser su trasero. Lissa Jamieson quita de en medio de un empujón a Will Freeman, el dueño del concesionario local de Toyota, para poder hacerse con el último pollo del refrigerador. Antes de que consiga echarle mano, una adolescente que lleva una camiseta de RABIA PUNK se lo arrebata, le saca una lengua con piercing a Lissa y se larga tan contenta.
Se oye un ruido de cristales haciéndose añicos seguido de unos animados vítores compuestos (aunque no únicamente) por voces masculinas. Han logrado abrir la nevera de la cerveza. Muchos compradores, tal vez pensando en ORGANIZAR UNA BARBACOA DE OTOÑO, enfilan directos en esa dirección. En lugar de «¡A-bre YA!», ahora el cántico es «¡Cer-ve-za! ¡Cer-ve-za!».
Otros tipos se cuelan en los almacenes del sótano y de la parte de atrás. Pronto hay hombres y mujeres sacando botellas y cajas de vino. Algunos se cargan los cajones de tinto sobre la cabeza como si fueran porteadores nativos de la selva de una vieja película.
Julia, cuyos zapatos crujen sobre migas de cristal, hace fotos y fotos y fotos.
Fuera, el resto de los policías van acercándose, Jackie Wettington y Henry Morrison incluidos, que han abandonado su puesto en Gasolina & Alimentación Mills de mutuo acuerdo. Se unen a los demás agentes en un grupo apretado y preocupado que se hace a un lado para limitarse a mirar. Jackie ve la cara de espanto de Linda Everett y la protege entre sus brazos. Ernie Calvert se les une y grita:
—¡Esto era innecesario! ¡Completamente innecesario! —mientras unas lágrimas surcan sus regordetas mejillas.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta Linda, con la mejilla apretada contra el hombro de Jackie.
Marta está a su lado, mirando como hechizada el supermercado y apretándose con una mano la contusión amarillenta que tiene en la cara y que se inflama rápidamente. Delante de ellos, el Food City bulle de chillidos, risas, algún que otro grito de dolor. Se lanzan objetos; Linda ve un rollo de papel higiénico desenrollándose como una festiva serpentina al sobrevolar en parábola el pasillo de menaje del hogar.
—Cielo —dice Jackie—, no lo sé.
 11


Anson le arrebató la lista de la compra a Rose y entró corriendo en el súper con ella en la mano antes de que su jefa pudiera impedírselo. Rose se quedó junto a la furgoneta-restaurante, dudando, cerrando y abriendo los puños, preguntándose si ir tras él o no. Acababa de decidir que se quedaría allí plantada cuando sintió un brazo sobre los hombros. Dio un bote, después volvió la cabeza y vio a Barbie. La intensidad de su alivio llegó a aflojarle las rodillas. Le apretó el brazo; en parte como consuelo, sobre todo para no desmayarse.
Barbie sonreía sin demasiado humor.
—Qué divertido, ¿eh, chica?
—No sé qué hacer —dijo ella—. Anson está ahí dentro… absolutamente todos están ahí dentro… y la policía está ahí, mirando y nada más.
—Seguro que no quieren recibir más palos de los que han recibido ya. Y no me extraña. Esto estaba bien planeado y ha sido deliciosamente ejecutado.
—¿De qué estás hablando?
—No importa. ¿Quieres que intentemos pararlo antes de que empeore más aún?
—¿Cómo?
Levantó el megáfono que había recogido del capó del coche, donde lo había dejado Toby Whelan. Cuando se lo tendió, Rose retrocedió y se llevó las manos al pecho.
—Hazlo tú, Barbie.
—No. Eres tú la que lleva años dándoles de comer, es a ti a quien conocen, es a ti a quien harán caso.
Rose cogió el megáfono, aunque con ciertas dudas.
—No sé qué decir. No se me ocurre nada en absoluto que pueda hacerlos parar. Toby Whelan ya lo ha intentado. No le han hecho ni caso.
—Toby ha intentado darles órdenes —dijo Barbie—. Dar órdenes a una turba es como dar órdenes a un hormiguero.
—Aun así, no sé qué…
—Yo te lo diré. —Barbie habló con calma, y eso la calmó.
Se detuvo el tiempo suficiente para saludar con un gesto a Linda Everett. Ella y Jackie se acercaron juntas, una con el brazo en la cintura de la otra.
—¿Puedes ponerte en contacto con tu marido? —preguntó Barbie a Linda.
—Si tiene el móvil encendido…
—Dile que venga… con una ambulancia si es posible. Si no contesta al teléfono, coge un coche patrulla y acércate al hospital.
—Tiene pacientes…
—Tiene unos cuantos pacientes más aquí mismo. Solo que no lo sabe. —Barbie señaló a Ginny Tomlinson, que estaba sentada con la espalda apoyada contra la pared lateral de hormigón del supermercado y apretándose la cara, que le sangraba, con las manos. Gina y Harriet Bigelow estaban a su lado, agachadas, pero cuando Gina intentó contener con un pañuelo la hemorragia de la nariz brutalmente deformada de Ginny, ésta soltó un grito de dolor y apartó la cabeza—. Empezando por una de las dos enfermeras cualificadas que le quedan, si no me equivoco.
—¿Y tú qué vas a hacer? —preguntó Linda mientras sacaba el móvil de su cinturón.
—Rose y yo vamos a hacer que paren. ¿Verdad, Rose?
 12


Rose se detuvo nada más pasar la puerta, atónita ante el caos que tenía delante. Un acre olor a vinagre flotaba en el aire mezclado con aromas a salmuera y cerveza. Había mostaza y Kétchup esparcidos sobre el suelo de linóleo del pasillo 3, como un charco de vómito de colores chillones. Una nube de azúcar y harina flotaba sobre el pasillo 5. La gente empujaba a través de ella sus cargados carritos, muchos tosían y se frotaban los ojos. Algunos carritos viraban bruscamente al pasar por encima de un montón de judías secas desparramadas.
—Quédate aquí un momento —dijo Barbie, aunque Rose no daba muestras de querer moverse; estaba hipnotizada, aferrando el megáfono entre sus pechos.
Barbie encontró a Julia sacando fotografías de las cajas registradoras saqueadas.
—Deja eso y ven conmigo —dijo.
—No, tengo que hacerlo, no hay nadie más. No sé dónde está Pete Freeman, y Tony…
—No tienes que fotografiarlo, tienes que detenerlo. Antes de que pase algo mucho peor. —Señaló a Fern Bowie, que pasaba por delante de ellos con una cesta cargada en una mano y una cerveza en la otra. Tenía la ceja partida y le corría la sangre por la cara, pero Fern parecía la mar de contento.
—¿Cómo?
La llevó junto a Rose.
—¿Preparada, Rose? Ha llegado la hora del espectáculo.
—Es que… Bueno…
—Recuerda: serena. No intentes detenerlos; solo intenta bajar la temperatura.
Rose respiró hondo, después se llevó el megáfono a la boca:
—HOLA A TODOS, SOY ROSE TWITCHELL, DEL SWEETBRIAR ROSE.
Hay que decir en su favor que sí que sonó serena. La gente miró alrededor al oír su voz; no porque sonara apremiante, como sabía Barbie, sino todo lo contrario. Lo había visto en Tikrit, Faluya, Bagdad. Sobre todo después de bombardeos en lugares públicos, cuando llegaban la policía y los transportes de tropas.
—POR FAVOR, TERMINAD VUESTRAS COMPRAS LO MÁS RÁPIDA Y CALMADAMENTE POSIBLE.
Unas cuantas personas soltaron una risa al oír eso, después se miraron unos a otros como si volvieran en sí. En el pasillo 7, Carla Venziano, avergonzada, ayudó a Henrietta Clavard a ponerse de pie. Hay suficiente Texmati para las dos, se dijo Carla. Pero ¿en qué estaba pensando, por el amor de Dios?
Barbie asintió con la cabeza para decirle a Rose que continuara y movió los labios formando la palabra «café». Oyó, a lo lejos, la dulce sirena de una ambulancia que se acercaba.
—CUANDO HAYÁIS ACABADO, VENID AL SWEETBRIAR A TOMAR UN CAFÉ. ESTARÁ RECIÉN HECHO, INVITA LA CASA.
Unos cuantos aplaudieron. Un vozarrón soltó:
—¿Y quién quiere café? ¡Tenemos CERVEZA! —La ocurrencia fue recibida con risas y alaridos.
Julia pellizcó a Barbie en el brazo. Tenía la frente arrugada, con un ceño que a Barbie le pareció muy republicano.
—No están comprando; están robando.
—¿Quieres escribir un editorial o sacarlos de aquí antes de que maten a alguien por un paquete de Blue Mountain Torrefacto? —preguntó.
Ella lo pensó mejor y asintió, su ceño dejó paso a esa sonrisa introspectiva que a Barbie empezaba a gustarle muchísimo.
—Tiene usted algo de razón, coronel —dijo.
Barbie se volvió hacia Rose, gesticuló como si diera vueltas a una manivela, y Rose empezó otra vez. Acompañó a las dos mujeres recorriendo todos los pasillos, empezando por las secciones prácticamente arrasadas de delicatessen y lácteos, en busca de alguien que pudiera estar lo bastante encendido como para ofrecer resistencia. No había nadie. Rose iba ganando confianza y el súper se iba calmando. La gente se marchaba. Muchos empujaban carritos cargados con los productos del pillaje, pero Barbie seguía tomándolo por una buena señal. Cuanto antes salieran de allí, mejor, no importaba cuántas porquerías se llevaran con ellos… y la clave era que oyeran que los llamaban compradores en lugar de ladrones. Devuélvele a un hombre o a una mujer el respeto por sí mismo, en la mayoría de los casos —no siempre, pero sí en la mayoría— también le estarás devolviendo la capacidad de pensar con algo de claridad.
Anson Wheeler se unió a ellos empujando un carro de la compra lleno de provisiones. Parecía algo avergonzado y le sangraba un brazo.
—Alguien me ha dado con un bote de olivas —explicó—. Ahora huelo a sándwich italiano.
Rose le pasó el megáfono a Julia, que se puso a transmitir el mismo mensaje en el mismo tono agradable: Terminen, compradores, y salgan de manera ordenada.
—No podemos llevarnos todo esto —dijo Rose, señalando el carro de Anson.
—Pero lo necesitamos, Rosie —dijo él. Su tono parecía de disculpa, pero sonó firme—. Lo necesitamos de verdad.
—Pues entonces dejaremos algo de dinero —dijo ella—. Bueno, si es que no me han robado el bolso de la furgoneta.
—Humm… No creo que vaya a funcionar —dijo Anson—. Unos tipos han robado el dinero de las cajas. —Había visto qué tipos eran, pero no quería decirlo. Al menos mientras la directora del periódico local caminaba a su lado.
Rose estaba horrorizada.
—¿Qué ha pasado aquí? En el nombre de Dios, pero ¿qué ha pasado?
—No lo sé —respondió Anson.
Fuera, la ambulancia aparcó y su sirena se extinguió en un gruñido. Uno o dos minutos después, mientras Barbie, Rose y Julia seguían peinando los pasillos con el megáfono (la muchedumbre ya iba decreciendo), alguien detrás de ellos dijo:
—Ya basta. Denme eso.
Barbie no se sorprendió al ver al jefe Randolph en acción y de punta en blanco con su uniforme de gala. Por fin se presentaba, a buenas horas… Como estaba previsto.
Rose estaba al megáfono ensalzando las virtudes del café gratis del Sweetbriar. Randolph se lo quitó de las manos e inmediatamente se puso a dar órdenes y soltar amenazas:
—¡MÁRCHENSE! ¡LES HABLA EL JEFE PETER RANDOLPH, LES ORDENO QUE SE MARCHEN YA! ¡DEJEN LO QUE LLEVAN EN LAS MANOS Y MÁRCHENSE YA! ¡SI SUELTAN LO QUE LLEVAN EN LAS MANOS Y SE VAN, TODAVÍA PUEDEN EVITAR QUE LOS DENUNCIEN!
Rose miró a Barbie, consternada. Él se encogió de hombros. No importaba. El espíritu de la turba ya había desaparecido. Los policías que seguían en pie (Carter Thibodeau incluido, tambaleándose pero en pie) empezaron a apremiar a la gente para que saliera. Cuando los «compradores» no quisieron dejar sus cestas llenas, los polis tiraron al suelo unas cuantas, y Frank DeLesseps volcó un carro repleto. Lucía un rostro adusto, pálido, enfadado.
—¿Quiere decirles a esos chicos que dejen de hacer eso? —le dijo Julia a Randolph.
—No, señorita Shumway, no quiero —respondió Randolph—. Esa gente son saqueadores y como tales se los trata.
—¿De quién es la culpa? ¿Quién ha cerrado el súper?
—Apártese de en medio —dijo Randolph—. Tengo trabajo que hacer.
—Qué lástima que no estuviera aquí cuando han entrado a la fuerza —comentó Barbie.
Randolph se lo quedó mirando. Su mirada era hostil pero parecía satisfecha. Barbie suspiró. En algún lugar había un reloj que no se detenía. Él lo sabía, y Randolph también. Pronto sonaría la alarma. De no ser por la Cúpula, podría huir. Sin embargo, claro está, de no ser por la Cúpula nada de eso estaría pasando.
Allá delante, Mel Searles intentaba quitarle a Al Timmons su cesta cargada. Como Al no quiso dársela, Mel se la arrebató… y luego tiró al anciano al suelo. Al grito de dolor, vergüenza e indignación. El jefe Randolph rió. Fue un sonido breve, cortante, sin gracia (¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!), y en él Barbie creyó oír aquello en lo que pronto se convertiría Chester’s Mill si la Cúpula no se alzaba.
—Vamos, señoras —dijo—. Salgamos de aquí.
 13


Rusty y Twitch estaban alineando a los heridos, más o menos una docena en total, a lo largo de la pared de hormigón del supermercado cuando salieron Barbie, Julia y Rose. Anson estaba de pie junto a la furgoneta del Sweetbriar, apretándose la herida sangrante del brazo con una toallita de papel.
La expresión de Rusty era adusta, pero al ver a Barbie se animó un poco.
—Eh, compañero. Tú te quedas conmigo esta mañana. De hecho, eres mi nuevo enfermero titulado.
—Sobrevaloras una barbaridad mi criterio para cribar pacientes —dijo Barbie, pero se acercó.
Linda Everett pasó corriendo junto a Barbie y se lanzó a los brazos de Rusty. Él la estrechó brevemente.
—¿Te puedo ayudar, cielo? —le preguntó. A quien Linda estaba mirando era a Ginny, y con horror. Ginny vio su mirada y cerró los ojos con cansancio.
—No —dijo Rusty—. Tú haz lo que tengas que hacer. Cuento con Gina y con Harriet, y cuento con el enfermero Barbara.
—Haré lo que pueda —dijo Barbie, y casi añadió: Por lo menos hasta que me detengan.
Linda se inclinó para hablarle a Ginny.
—Lo siento muchísimo.
—Estaré bien —repuso ella, pero no abrió los ojos.
Linda le dio un beso a su marido, lo miró con preocupación y regresó hasta donde estaba Jackie Wettington, con una libreta en la mano, tomándole declaración a Ernie Calvert. Ernie no paraba de frotarse los ojos mientras hablaba.
Rusty y Barbie trabajaron codo con codo durante más de una hora mientras los agentes colocaban cinta policial amarilla delante del súper. En cierto momento, Andy Sanders se acercó a inspeccionar los daños chasqueando la lengua y sacudiendo la cabeza. Barbie oyó que le preguntaba a alguien a dónde iría a parar el mundo cuando sus propios conciudadanos podían llegar a una cosa así. También le estrechó la mano al jefe Randolph y le dijo que estaba haciendo un trabajo cojonudo.
Cojonudo.
 14


Cuando lo estás bordando, la necesidad de descansar desaparece. El conflicto se convierte en tu amigo. La mala suerte se convierte en buena, de la de tocarte la lotería. Y todas esas cosas no las aceptas con gratitud (un sentimiento reservado para peleles y fracasados, en opinión de Big Jim Rennie), sino como algo que te corresponde. Bordarlo es como llevar unas alas mágicas, y uno debería (una vez más, en opinión de Big Jim) planear imperiosamente.
Si hubiera salido un poco más tarde o un poco antes de la vieja rectoría de Mill Street donde vivían los Rennie, no habría visto lo que vio, y habría tratado con Brenda Perkins de una forma muy diferente. Sin embargo, salió exactamente en el momento oportuno. Así eran las cosas cuando lo estabas bordando; la defensa se venía abajo y tú te colabas por ese mágico hueco recién creado para encestar con un gancho fácil.
Fueron los cánticos de «¡A-bre YA! ¡A-bre YA!» los que lo sacaron de su estudio, donde había estado tomando notas para lo que él planeaba llamar la Administración del Desastre… en la cual el alegre y sonriente Andy Sanders sería la cabeza titular y Big Jim sería el poder tras el trono. «Si no está roto, para qué arreglarlo» era la Regla Número Uno del manual del usuario de política de Big Jim, y tener a Andy dando la cara había funcionado siempre a las mil maravillas. En Chester’s Mill casi todos sabían que era un idiota, pero no importaba. A la gente se le podía hacer el mismo juego una y otra vez, porque el noventa y ocho por ciento de ellos eran aún más idiotas. Y aunque Big Jim nunca había montado una campaña política a tan gran escala (sería comparable a una dictadura municipal), no tenía duda alguna de que funcionaría.
No había incluido a Brenda Perkins en su lista de posibles factores problemáticos, pero no importaba. Cuando lo estabas bordando, los factores problemáticos acababan por desaparecer. También eso lo aceptabas como algo que te correspondía.
Caminó por la acera hasta la esquina de Mill y Main Street, una distancia de no más de unos cien pasos, con su barriga oscilando plácidamente por delante de él. La plaza del pueblo estaba justo ahí delante. Algo más allá, colina abajo, en el otro lado de la calle estaban el ayuntamiento y la comisaría, con el Monumento a los Caídos entre ambos.
No podía ver el Food City desde la esquina, pero sí veía toda la zona de comercios de Main Street. Y vio a Julia Shumway. Salía a toda prisa de las oficinas del Democrat con una cámara en la mano. Corrió calle abajo, hacia el sonido de los cánticos, intentando echarse la cámara al hombro sin detenerse. Big Jim la siguió con la mirada. Era divertido, la verdad; qué ansiosa estaba por llegar al último desastre.
Cada vez era más divertido. Julia se detuvo, dio media vuelta, volvió corriendo, comprobó la puerta de las oficinas del periódico, vio que estaba abierta y la cerró con llave. Después echó a correr otra vez, impaciente por ver a sus amigos y vecinos portándose mal.
Por primera vez se está dando cuenta de que en cuanto la fiera ha salido de la jaula es capaz de morder a cualquiera en cualquier lugar, pensó Big Jim. Pero no te preocupes, Julia…, yo cuidaré de ti, como he hecho siempre. Puede que tenga que bajarle los humos a ese periodicucho tan desagradable que tienes, pero ¿no es un precio muy bajo a cambio de tu seguridad?
Claro que lo era. Y si la chica se empeñaba…
—A veces suceden cosas —dijo Big Jim. Estaba de pie en la esquina, con las manos en los bolsillos, sonriendo. Y al oír los primeros gritos… el sonido de cristales rotos… los disparos… su sonrisa se hizo mayor. «Suceden cosas» no era exactamente como lo había expresado Junior, pero Big Jim consideraba que se le acercaba bastante…
Su sonrisa se convirtió en una mueca al ver a Brenda Perkins. La mayoría de la gente que había en Main Street iba hacia el Food City a ver qué era todo aquel jaleo, pero Brenda caminaba calle arriba en lugar de calle abajo. Tal vez incluso iba a casa del propio Rennie… lo cual no podía significar nada bueno.
¿Qué puede querer de mí esta mañana? ¿Qué puede ser tan importante que supere a un saqueo en el supermercado local?

Era del todo posible que lo último en lo que Brenda estuviera pensando fuese en él, pero el radar de Big Jim estaba sonando, así que la vigiló de cerca.
Ella y Julia pasaron por lados diferentes de la calle. Ninguna se fijó en la otra. Julia intentaba correr mientras se colocaba la cámara. Brenda iba mirando la mole roja y destartalada de Almacenes Burpee’s. Llevaba una bolsa de la compra de tela que se balanceaba junto a su rodilla.
Cuando llegó a Burpee’s, Brenda intentó abrir la puerta sin éxito. Después se hizo atrás y miró en derredor, como quien encuentra un obstáculo inesperado en sus planes e intenta decidir qué debe hacer a continuación. Puede que aún hubiera visto a Shumway si hubiera mirado hacia atrás, pero no lo hizo. Brenda miró a derecha e izquierda, y luego al otro lado de Main Street, a las oficinas del Democrat.
Después de echarle otro vistazo a Burpee’s, cruzó hacia el periódico y probó suerte con esa puerta. Cerrada también, por supuesto; Big Jim había visto a Julia cerrarla. Brenda volvió a intentarlo, tironeando del pomo por si acaso. Llamó. Miró dentro. Después se apartó, las manos en las caderas, la bolsa colgando. Cuando echó a andar de nuevo por Main Street (con paso vacilante, sin mirar ya en derredor), Big Jim retrocedió hacia su casa a paso raudo. No sabía muy bien por qué no quería que Brenda lo viera curioseando… pero no tenía por qué saberlo. Cuando lo estabas bordando solo tenías que actuar siguiendo tus instintos. Eso era lo bonito.
Lo que sí sabía era que, si Brenda llamaba a su puerta, él estaría preparado para recibirla. Quisiera lo que quisiese.
 15


«Mañana por la mañana quiero que le lleves la copia impresa a Julia Shumway», le había dicho Barbie. Pero las oficinas del Democrat estaban cerradas con llave y no había luz dentro. Era casi seguro que Julia estaría en lo que fuera aquel jaleo que se oía en el súper. Seguramente Pete Freeman y Tony Guay también estarían allí.
De manera que ¿qué se suponía que tenía que hacer con los documentos VADER? Si en las oficinas hubiese habido un buzón para el correo, podría haber metido el sobre manila en su bolsa de tela por la ranura. Pero no había buzón para el correo.
Brenda supuso que tendría que ir a buscar a Julia al súper, o volver casa a esperar hasta que las cosas se calmasen y Julia regresara a las oficinas. Como no estaba de un ánimo muy lógico, ninguna de las dos opciones la atraía demasiado. En cuanto a la primera, parecía que en el Food City se estuvieran produciendo unos disturbios a gran escala, y Brenda no quería verse metida allí en medio. En cuanto a la última…
Era sin duda la mejor opción. La opción sensata. ¿No era «La paciencia es la madre de la ciencia» uno de los dichos preferidos de Howie?
Pero ser paciente nunca había sido el fuerte de Brenda, y su madre tenía otro dicho: «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy». Eso era lo que quería hacer en ese momento. Enfrentarse a él, esperar a que despotricase, que lo negase, que se justificase, y después darle dos opciones: dimitir en favor de Dale Barbara o ver publicados sus sucios trapicheos en el Democrat. Esa confrontación era para ella como un medicamento amargo, y lo mejor con los medicamentos amargos era tragarlos todo lo deprisa que pudieras y enjuagarte la boca después. Ella pensaba enjuagársela con un bourbon doble, y no esperaría hasta mediodía para hacerlo.
Solo que…
«No vayas sola». Barbie también le había dicho eso. Y cuando le había preguntado en quién más confiaba, ella había dicho que en Romeo Burpee. Pero Burpee’s también estaba cerrado. ¿Qué le quedaba?
La cuestión era si Big Jim sería capaz de hacerle daño o no, y Brenda pensó que la respuesta era no. Creyó que estaba físicamente a salvo de Big Jim, por mucho que Barbie pudiera preocuparse; esa preocupación era, sin duda, consecuencia de sus experiencias en la guerra. Aquel fue un terrible error de cálculo por su parte; no era la única que se aferraba a la idea de que el mundo seguía siendo tal como había sido antes de que cayera la Cúpula.
 16


Lo cual todavía le dejaba el problema de los documentos VADER.
Seguramente Brenda tenía más miedo de la lengua de Big Jim que de un posible daño físico, pero sabía que era una locura presentarse en su puerta con el archivo aún en su poder. Él podría quitárselo, aunque le dijera que no era la única copia. No podía permitírselo.
A mitad de la cuesta del Ayuntamiento, torció por Prestile Street y atajó por la parte de arriba de la plaza. La primera casa era la de los McCain. La siguiente era la de Andrea Grinnell. Y aunque Andrea estaba casi siempre eclipsada por sus homólogos varones de la junta de concejales, Brenda sabía que era honrada y que no apreciaba a Big Jim. Por extraño que pareciera, era a Andy Sanders a quien Andrea rendía pleitesía, aunque Brenda era incapaz de comprender cómo podía nadie tomarse en serio a ese hombre.
A lo mejor la tiene pillada por alguna parte, dijo la voz de Howie en su cabeza.
Brenda casi se echó a reír. Era ridículo. Lo importante de Andrea era que había sido una Twitchell antes de que Tommy Grinnell se casara con ella, y los Twitchell eran fuertes, incluso los más apocados de ellos. Brenda pensó que podía dejarle a Andrea el sobre con los documentos VADER… suponiendo que su casa no estuviera también cerrada y vacía. No creía que fuera así. ¿No había oído decir que Andrea estaba en casa con gripe?
Cruzó Main Street pensando en lo que le diría: ¿Podrías guardarme esto? Volveré a buscarlo dentro de una media hora. Si no vuelvo a buscarlo, llévaselo a Julia al periódico. Y asegúrate, además, de que Dale Barbara lo sepa.
¿Y si le preguntaba a santo de qué venía tanto misterio? Brenda decidió que sería sincera. A Andrea, la noticia de que pretendía obligar a Jim Rennie a dimitir seguramente le sentaría mejor que una dosis doble de Theraflu.
A pesar de su deseo de despachar cuanto antes su desagradable encargo, Brenda se detuvo un momento frente a la casa de los McCain. Parecía desierta, pero eso no tenía nada de extraño; muchas familias se encontraban fuera del pueblo cuando cayó la Cúpula. Era otra cosa. Un tenue olor, para empezar, como si allí dentro hubiese comida caducada. De repente el día le pareció más caluroso, el aire más pegajoso, los sonidos de lo que fuera que sucedía en el Food City sonaban más lejanos. Brenda se dio cuenta de por qué: se sentía observada. Se quedó quieta pensando en lo mucho que se parecían esas ventanas con las persianas bajadas a unos ojos cerrados. Aunque no cerrados del todo, no. Unos ojos que espiaban.
Déjate de tonterías, mujer. Tienes cosas que hacer.
Siguió camino hasta la casa de Andrea; se detuvo una vez para mirar atrás por encima del hombro. No vio más que una casa triste con las persianas bajadas y envuelta en el ligero hedor de sus alimentos podridos. Solo la carne olía tan mal tan pronto. Pensó que Henry y LaDonna debían de tener mucha guardada en el congelador.
 17


Era Junior el que observaba a Brenda, Junior de rodillas, Junior vestido solo con ropa interior mientras la cabeza le palpitaba y le martilleaba. Miraba desde el salón, espiaba por el borde de una persiana cerrada. Cuando Brenda se hubo marchado, él regresó a la despensa. Pronto tendría que abandonar a sus amigas, lo sabía, pero de momento las quería para sí. Y quería la oscuridad. Quería incluso el hedor que emanaba de su piel ennegrecida.
Cualquier cosa, cualquier cosa que le aliviara ese feroz dolor de cabeza.
 18


Después de dar tres vueltas al anticuado timbre de manivela, Brenda al final se resignó a volver a casa. Estaba dando media vuelta cuando oyó unos pasos lentos y arrastrados que se acercaban a la puerta. Preparó una sonrisita de «Hola, vecina», pero se le congeló en el rostro al ver a Andrea: mejillas pálidas, oscuras ojeras bajo los ojos, pelo hecho un desastre, cintura apretada por el cinturón de una bata, pijama debajo. Esa casa no olía a carne putrefacta sino a vómito.
Andrea le dedicó una sonrisa tan pálida como sus mejillas y su frente.
—Ya sé que no tengo buen aspecto —dijo. Las palabras salieron en forma de graznido—. Será mejor que no te invite a pasar. Voy mejorando, pero puede que todavía se contagie.
—¿Te ha visto el doctor…? —No, claro que no. El doctor Haskell estaba muerto—. ¿Te ha visto Rusty Everett?
—Desde luego que sí —dijo Andrea—. Pronto todo irá bien, eso me ha dicho.
—Estás sudando.
—Todavía tengo unas décimas de fiebre, pero ya casi ha pasado. ¿Te puedo ayudar en algo, Bren?
Estuvo a punto de decir que no, no quería cargar a una mujer que seguía claramente enferma con una responsabilidad como la que llevaba en su bolsa de la compra, pero entonces Andrea dijo algo que le hizo cambiar de opinión. Los grandes acontecimientos a menudo avanzan sobre pequeñas ruedas.
—Siento mucho lo de Howie. Quería a ese hombre.
—Gracias, Andrea. —No solo por tu compasión, sino por llamarlo Howie en lugar de Duke.
Para Brenda siempre había sido Howie, su querido Howie, y los documentos VADER eran su última obra. Seguramente su mayor obra. Brenda de pronto decidió ponerla en marcha, y sin más demora. Metió la mano en la bolsa y sacó el sobre manila con el nombre de Julia escrito en el anverso.
—¿Podrías guardarme esto, cielo? ¿Solo durante un rato? Tengo que hacer un recado y no quiero llevarlo encima.
Brenda habría respondido a cualquier pregunta que Andrea le hubiera hecho, pero por lo visto Andrea no tenía ninguna pregunta. Se limitó a aceptar el grueso sobre con un gesto de distraída gentileza. Y así estaba bien. Así tardarían menos. Además, de esa forma Andrea quedaba fuera del enredo, lo cual podía ahorrarle repercusiones políticas en algún momento futuro.
—Encantada —dijo Andrea—. Y ahora… si me perdonas… creo que será mejor que me eche un rato. ¡Pero no voy a dormir! —añadió, como si Brenda hubiese puesto objeciones a ese plan—. Te oiré cuando vuelvas.
—Gracias —dijo Brenda—. ¿Estás bebiendo zumo?
—A litros. No tengas prisa, cielo… Haré de canguro de tu sobre.
Brenda iba a darle otra vez las gracias, pero la tercera concejala de Mill ya había cerrado la puerta.
 19


Hacia el final de su conversación con Brenda, el estómago de Andrea había empezado a agitarse. Luchó por controlarlo, pero era una lucha que iba a perder. Balbuceó algo sobre beber zumo, le dijo a Brenda que no se diera prisa y luego le cerró la puerta en las narices y echó a correr hacia su apestoso baño produciendo unos sonidos de cloaca desde lo más profundo de la garganta.
Junto al sofá del salón había una mesita, y hacia allí lanzó a ciegas el sobre manila mientras pasaba corriendo. El sobre se deslizó por la pulida superficie y cayó por el otro lado, por el hueco oscuro que quedaba entre la mesita y el sofá.
Andrea consiguió llegar al baño pero no al retrete… aunque daba lo mismo: estaba casi lleno de esa papilla cenagosa y hedionda que su cuerpo había estado expulsando durante la interminable noche que acababa de pasar. Se inclinó, esta vez sobre el lavabo, y soportó las arcadas hasta que tuvo la sensación de que se le saldría el esófago y se desparramaría sobre la salpicada porcelana, aún caliente y palpitante.
Eso no sucedió, pero el mundo se volvió gris y se alejó de ella tambaleándose sobre tacones altos, cada vez más pequeño y menos tangible, mientras ella se balanceaba intentando no desmayarse. Cuando se sintió algo mejor, recorrió el pasillo despacio, con piernas de goma, pasando una mano a lo largo de la madera para mantener el equilibrio. Temblaba y oía el castañeteo nervioso de sus dientes, un sonido horrible que Andrea parecía percibir no desde los oídos sino desde la parte de atrás de los ojos.
Ni siquiera se le ocurrió intentar llegar a su dormitorio, en el piso de arriba; prefirió ir al porche de la parte de atrás, que había mandado cerrar. En el porche tendría que hacer demasiado frío para que se estuviera a gusto tan avanzado octubre, pero ese día hacía mucho bochorno. No se tumbó en la vieja chaise longue, más bien se derrumbó en su abrazo mohoso pero en cierto modo reconfortante.
Me levantaré dentro de un minuto, se dijo. Sacaré la última botella de agua Poland Spring de la nevera y me enjuagaré este sabor asqueroso de la bo…
Pero sus pensamientos se perdieron ahí. Cayó en un sueño profundo, pesado, del que ni siquiera la despertaron las agitadas convulsiones de sus pies y sus manos. Tuvo muchos sueños. Uno fue un incendio terrible del que la gente huía, tosiendo y vomitando, en busca de algún lugar donde pudieran encontrar aire todavía fresco y limpio. Otro fue que Brenda Perkins iba a verla a casa y le daba un sobre. Cuando Andrea lo abrió, de él salió un manantial inagotable de pastillas rosadas de OxyContin. Para cuando despertó, era por la tarde y los sueños estaban olvidados. Igual que la visita de Brenda Perkins.
 20


—Pasa a mi estudio —dijo Big Jim con alegría—. ¿O quieres antes algo de beber? Tengo Coca-Cola, aunque me temo que está algo caliente. Mi generador se rindió anoche. Ya no hay propano.
—Pero imagino que sabes dónde conseguir más —dijo ella.
Él enarcó las cejas en una mueca inquisitiva.
—La metanfetamina que fabricas —siguió ella con paciencia—. Tengo entendido, según las notas de Howie, que es eso lo que has estado cocinando en grandes partidas. «Cantidades que lo dejan a uno pasmado», escribió. Eso debe de consumir muchísimo gas propano.
Ahora que por fin se había metido en ello, descubrió que los temblores habían desaparecido. Incluso sintió cierto placer frío al observar cómo ascendía el rubor por las mejillas de Big Jim y seguía por su frente sin detenerse.
—No tengo la menor idea de qué me estás hablando. Creo que tu dolor… —Suspiró, extendió sus manos de dedos rechonchos—. Pasa. Hablaremos de esto y te tranquilizaré.
Brenda sonrió. El hecho de que pudiera sonreír fue algo así como una revelación, y la ayudó a imaginar más aún que Howie la estaba viendo… desde algún lugar. Y también que le decía que tuviera cuidado. Era un consejo que pensaba seguir.
En el jardín delantero de Rennie había dos sillas Adirondack entre las hojas caídas.
—Se está muy bien aquí fuera —dijo ella.
—Prefiero hablar de negocios dentro.
—¿Preferirías ver tu fotografía en la portada del Democrat? Porque puedo encargarme de eso.
Big Jim se estremeció como si le hubiera asestado un golpe y, por un breve instante, Brenda vio odio en esos ojos pequeños, hundidos, de cerdo.
—A Duke nunca le gusté, y supongo que es natural que sus sentimientos se hayan transmitido a su…
—¡Se llamaba Howie!
Big Jim alzó las manos de golpe, como dando a entender que no había forma de razonar con algunas mujeres, y la llevó hacia las sillas que miraban hacia Mill Street.
Brenda Perkins estuvo hablando casi media hora; a medida que hablaba se sentía más fría y más enfadada. El laboratorio de metanfetamina, con Andy Sanders y (casi con seguridad) Lester Coggins como socios silenciosos. La escalofriante magnitud de todo aquel negocio. Su posible emplazamiento. Los intermediarios a los que se les había prometido inmunidad a cambio de información. El camino que seguía el dinero. Cómo la operación se había hecho tan grande que el farmacéutico local ya no podía seguir suministrando con seguridad los componentes necesarios y requerían de importaciones exteriores.
—La mercancía llegaba a la ciudad en camiones de la Sociedad Bíblica Gideon —dijo Brenda—. El comentario de Howie al respecto fue: «Se han pasado de listos».
Big Jim estaba sentado, mirando hacia la silenciosa calle residencial. Brenda sentía la rabia y el odio que irradiaba. Era como el calor que desprende una fuente de horno.
—No puedes demostrar nada de eso —dijo al cabo.
—Eso no importará si los documentos de Howie aparecen en el Democrat. No es el procedimiento reglamentario, pero tú mejor que nadie entenderás que nos saltemos un pequeño detalle como ese.
Big Jim sacudió una mano.
—Bah, seguro que tenías algún documento —dijo—, pero mi nombre no aparece en ninguno.
—Aparece en los papeles de las Empresas Municipales —repuso ella, y Big Jim se balanceó en su silla como si Brenda le hubiera dado un puñetazo en la sien—. Empresas Municipales, constituidas en Carson City. Y desde Nevada, el camino que sigue el dinero lleva a Chongqing City, la capital farmacéutica de la República Popular China. —Sonrió—. Te creías muy listo, ¿verdad? Mucho.
—¿Dónde están esos documentos?
—Le he dejado una copia a Julia esta mañana. —Meter a Andrea en eso era lo último que quería. Y, si él pensaba que estaban en manos de la directora del periódico, conseguiría hacerlo caer mucho más deprisa. A lo mejor creía que Andy Sanders o él podrían coaccionar a Andrea.
—¿Hay más copias?
—¿Tú qué crees?
Big Jim lo pensó un momento y luego dijo:
—Siempre lo he mantenido fuera del pueblo.
Ella no replicó.
—Ha sido por el bien del pueblo.
—Has hecho mucho bien a esta localidad, Jim. Tenemos el mismo alcantarillado que teníamos en 1960, el estanque de Chester está asqueroso, el distrito empresarial moribundo… —Se había erguido en su asiento y aferraba los brazos de la silla—. Eres un gusano de mierda con pretensiones de superioridad moral.
—¿Qué quieres? —Miraba al frente, a la calle vacía. En la sien le latía una vena enorme.
—Que anuncies tu dimisión. Barbie ocupará el cargo, tal como el presidente ha…
—Jamás dimitiré en favor de ese puñetero. —Se volvió para mirarla. Big Jim sonreía. Era una sonrisa atroz—. No le has dado nada a Julia, porque Julia se había ido al súper a presenciar la batalla de la comida. Puede que tengas los documentos de Duke a buen recaudo en algún sitio, pero no le has dejado ninguna copia a nadie. Lo has intentado con Rommie, luego con Julia, y luego has venido aquí. Te he visto subir por la cuesta del Ayuntamiento.
—Sí que se los he dado —contestó ella—. Los llevaba conmigo. —¿Y si le decía dónde los había dejado? Mala suerte para Andrea. Se dispuso a levantarse—. Has tenido tu oportunidad. Ahora me marcho.
—Tu otro error ha sido pensar que estarías a salvo aquí fuera, en la calle. En una calle vacía. —Su voz casi era amable y, cuando le tocó el brazo, ella se volvió para mirarlo. La agarró de la cara. Y se la retorció.
Brenda Perkins oyó un crujido penetrante, como cuando una rama cargada de hielo se rompe a causa del peso, y siguió ese sonido hacia una gran oscuridad, intentando gritar el nombre de su marido mientras avanzaba.
 21


Big Jim entró y cogió una gorra de propaganda de Coches de Ocasión Jim Rennie del armario de la entrada. También unos guantes. Y una calabaza de la despensa. Brenda seguía en su silla Adirondack, con la barbilla sobre el pecho. Big Jim miró alrededor. Nadie. El mundo era suyo. Le puso la gorra en la cabeza (bajando mucho la visera), los guantes en las manos y la calabaza en el regazo. Con eso habría de sobra, pensó, hasta que Junior regresara y se la llevara a un lugar donde pudiera pasar a formar parte de la factura de la carnicería de Dale Barbara. Hasta entonces, no era más que otro pelele de Halloween.
Miró en la bolsa de la compra. Contenía el monedero de Brenda, un peine y una novela de bolsillo. Bueno, ahí todo en orden. Estaría bien en el sótano, detrás de la caldera apagada.
La dejó con la gorra medio torcida en la cabeza y la calabaza en el regazo, y entró para esconder la bolsa y esperar a su hijo.


 A LA SOMBRA




 1


La suposición del concejal Rennie de que nadie había visto a Brenda entrando en su casa esa mañana era correcta. Pero sí que la habían visto durante sus paseos matutinos, y no una sola persona, sino tres, incluida una que vivía en Mills Street. Si Big Jim lo hubiese sabido, ¿habría logrado esa información impedir sus actos? Dudosamente; en aquel momento ya se había fijado un rumbo y era demasiado tarde para dar marcha atrás. Sin embargo, podría haberle hecho reflexionar (ya que era un hombre reflexivo, a su manera) sobre las similitudes entre el asesinato y las patatas fritas Lay’s: una vez has empezado, es muy difícil parar.
 2


Big Jim no reparó en los que lo estaban mirando cuando bajó hasta la esquina de Mills Street con Main Street. Tampoco Brenda los había visto al subir por la cuesta del Ayuntamiento. Eso fue porque no querían ser vistos. Se habían refugiado en una de las entradas del Puente de la Paz, que resultaba ser una construcción clausurada. Sin embargo, eso no era lo peor. Si Claire McClatchey hubiese visto los cigarrillos, se habría quedado a cuadros. De hecho, podría haberse quedado a triángulos. Y está claro que no habría dejado que Joe siguiera siendo amigo de Norrie Calvert, por mucho que el destino del pueblo dependiera de su camaradería, porque había sido Norrie la que había llevado los pitis: unos Winston muy retorcidos y espachurrados que había encontrado en un estante del garaje. Su padre había dejado de fumar el año anterior y el paquete estaba cubierto de una fina gasilla de polvo, pero a Norrie le pareció que los cigarrillos que había dentro estaban en buen estado. Solo había tres, pero tres era perfecto: uno para cada uno. «Haremos que sea como un ritual de buena suerte», fueron sus instrucciones.
—Fumaremos como los indios cuando les rezan a los dioses para que les concedan una buena cacería. Después nos pondremos manos a la obra.
—Suena bien —dijo Joe. Siempre había sentido curiosidad por fumar. No lograba verle el atractivo, pero alguno debía de haber, porque un montón de gente seguía haciéndolo.
—¿A qué dioses? —preguntó Benny Drake.
—A los dioses que tú quieras —respondió Norrie, mirándolo como si fuera la criatura más tonta del universo—. Dios dios, si ese es el que más te gusta. —Vestida con unos pantalones cortos de tela vaquera descolorida y una camiseta rosa sin mangas, el pelo suelto por una vez y enmarcando su astuta carita en lugar de estirado hacia atrás y recogido en esa habitual cola de caballo con la que trotaba por el pueblo, los dos chicos pensaban que estaba guapa. Totalmente espectacular, de hecho—. Yo le rezaré a la Mujer Maravilla.
—La Mujer Maravilla no es una diosa —dijo Joe mientras sacaba uno de los viejos Winston y lo enderezaba con suavidad—. La Mujer Maravilla es un superhéroe. —Lo pensó un momento—. O quizá una superhéroa.
—Para mí es una diosa —repuso Norrie con una sinceridad y una mirada grave que no admitían ser refutadas, y menos aún ridiculizadas. También ella enderezó su cigarrillo con cuidado. Benny dejó el suyo tal cual estaba; pensó que un cigarrillo retorcido le daba cierto aire guay—. Tuve los Brazaletes de la Mujer Maravilla hasta los nueve años, pero después los perdí. Creo que me los robó esa perra de Yvonne Nedeau.
Encendió una cerilla y la acercó primero al cigarrillo de Joe «el Espantapájaros», luego al de Benny. Cuando intentó usarla para encender el suyo, Benny la apagó.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó ella.
—Tres con una cerilla. Mala suerte.
—¿Crees en esas cosas?
—No demasiado —dijo Benny—, pero hoy vamos a necesitar toda la suerte que podamos reunir. —Miró hacia la bolsa de la compra que había en la cesta de su bicicleta, después le dio una calada al cigarrillo. Inhaló un poco y echó el humo tosiendo. Le lloraban los ojos—. ¡Esto sabe a cagarro de pantera!
—¿Es que has fumado mucho de eso? —preguntó Joe. Dio una calada a su cigarrillo. No quería parecer un enclenque, pero tampoco quería ponerse a toser y a lo mejor acabar vomitando. El humo quemaba, pero de una forma medio buena. A lo mejor al final aquello tenía algo. Aunque ya se sentía un poco atontado.
Tranquilito cuando aspires, pensó. Desmayarte sería casi tan cutre como vomitar. A menos, quizá, que se desmayase en el regazo de Norrie Calvert. Eso sería una pasada.
Norrie rebuscó en el bolsillo de sus pantalones cortos y sacó el tapón de una botella de zumo Verifine.
—Podemos usar esto como cenicero. Quiero fumar para hacer el ritual indio, pero no quiero incendiar el Puente de la Paz. —Entonces cerró los ojos. Sus labios empezaron a moverse. Tenía el cigarrillo entre los dedos, cada vez con más ceniza.
Benny miró a Joe, se encogió de hombros y entonces él también cerró los ojos.
—GI Joe todopoderoso, por favor, escucha la súplica de tu humilde soldado raso Drake…
Norrie le dio una patada sin abrir los ojos.
Joe se levantó (algo mareado, aunque no demasiado; incluso se atrevió a dar otra calada cuando estuvo de pie) y caminó hasta más allá de donde habían aparcado las bicis, hacia el extremo de la pasarela cubierta que daba a la plaza del pueblo.
—¿A dónde vas? —preguntó Norrie sin abrir los ojos.
—Rezo mejor mirando la naturaleza —respondió Joe, pero en realidad solo quería respirar un poco de aire fresco. No era por el humo del tabaco; eso más o menos le gustaba. Eran los demás olores del interior del puente: madera putrefacta, alcohol rancio y un agrio aroma químico que parecía subir desde el Prestile, debajo de ellos (un olor que, como le habría dicho el Chef, podías llegar a amar).
El aire del exterior tampoco era precisamente maravilloso; olía como a «usado», y a Joe le recordó la visita que había hecho con sus padres a Nueva York el año anterior. Allí el metro olía un poco así, sobre todo al final del día, cuando estaba repleto de gente que volvía a casa.
Se echó la ceniza en la mano. Al esparcirla, vio a Brenda Perkins subiendo por la cuesta.
Un momento después, una mano le tocó en el hombro. Demasiado ligera y delicada para ser la de Benny.
—¿Quién es esa? —preguntó Norrie.
—La conozco solo de vista, no sé cómo se llama —dijo él.
Benny se les unió.
—Es la señora Perkins. La viuda del sheriff.
Norrie le dio un codazo.
—Jefe de policía, idiota.
Benny se encogió de hombros.
—Lo que sea.
La estuvieron observando, sobre todo porque no tenían a nadie más a quien mirar. El resto de la ciudad estaba en el supermercado celebrando la mayor guerra de comida del mundo, según parecía. Los tres niños habían ido a investigar, pero desde lejos; no necesitaron que nadie les convenciera de que no se acercaran, dado el valioso equipo que había sido confiado a su cuidado.
Brenda cruzó Main Street hacia Prestile Street, se detuvo frente a la casa de los McCain y después siguió hasta la de la señora Grinnell.
—¿Por qué no nos vamos ya? —preguntó Benny.
—No podemos irnos hasta que se haya ido ella —respondió Norrie.
Benny se encogió de hombros.
—¿Cuál es el problema? Si nos ve, no somos más que unos niños haciendo el ganso en la plaza del pueblo. Además, ¿sabéis qué? Seguramente no nos vería ni aunque nos estuviera mirando de frente. Los adultos nunca ven a los niños. —Pensó en eso—. A no ser que vayan en skate.
—O que estén fumando —añadió Norrie.
Todos miraron sus cigarrillos.
Joe enganchó con un pulgar el asa de la bolsa de la compra que estaba en la cesta del manillar de la Schwinn High Plains de Benny.
—También suelen ver a los niños que hacen el ganso con propiedad municipal de mucho valor.
Norrie se colocó el cigarrillo en la comisura de los labios. Parecía maravillosamente dura, maravillosamente hermosa y maravillosamente adulta.
Los chicos siguieron mirando. La viuda del jefe de policía se había puesto a hablar con la señora Grinnell. No fue una conversación muy larga. La señora Perkins había sacado un gran sobre marrón de su bolsa de tela mientras subía los escalones, y entonces vieron cómo se lo daba a la señora Grinnell. Unos segundos después, la señora Grinnell prácticamente le cerraba la puerta en las narices.
—Caray, qué maleducada —dijo Benny—. Una semana de castigo.
Joe y Norrie se rieron.
La señora Perkins se quedó un momento donde estaba, como desconcertada, después bajó los escalones. Esta vez caminaba de cara a la plaza, y los tres niños se retiraron instintivamente a las sombras de la pasarela. Eso hizo que la perdieran de vista, pero Joe encontró una rendija muy oportuna en el lateral de madera y pudo seguir espiando.
—Vuelve a Main —informó—. Vale, ahora está subiendo la cuesta… ahora cruza otra vez…
Benny hizo como que sostenía un micrófono imaginario.
—Las imágenes, en el informativo de las once.
Joe no le hizo caso.
—¡Ahora va hacia mi calle! —Se volvió hacia Benny y Norrie—. ¿Creéis que irá a ver a mi madre?
—Mills Street tiene cuatro manzanas, colega —dijo Benny—. ¿Qué probabilidades hay?
Joe se sintió aliviado, aunque no se le ocurría ningún motivo por el que la visita de la señora Perkins a su madre pudiera ser algo malo. Solo que su madre estaba bastante preocupada porque su padre se encontraba fuera del pueblo, y a Joe no le apetecía verla más alterada de lo que ya estaba. Casi le había prohibido hacer esa expedición. Gracias a Dios que la señorita Shumway le había quitado aquella idea de la cabeza, sobre todo diciéndole que Dale Barbara había pensado específicamente en Joe para ese trabajo (en el cual Joe —igual que Benny y Norrie— prefería pensar como en «la misión»).
—Señora McClatchey —había dicho Julia—, Barbie cree que seguramente nadie puede hacer uso de ese artefacto mejor que su hijo. Podría ser muy importante.
Eso había hecho que Joe se sintiera bien, pero al mirar a su madre a la cara (preocupada, alicaída) de pronto se había sentido mal Ni siquiera habían pasado tres días desde que la Cúpula los había encerrado, pero ya había perdido peso. Y eso de que no soltara nunca la fotografía de su padre… eso también hacía que se sintiera mal. Era como si pensara que estaba muerto, en lugar de atrapado en un motel en alguna parte, seguramente bebiendo cerveza y viendo la HBO.
Su madre, sin embargo, había estado de acuerdo con la señorita Shumway.
—Es un chico muy listo y se le dan bien las máquinas, desde luego. Siempre se le han dado bien. —Lo había recorrido con la mirada de la cabeza a los pies y luego había suspirado—. ¿Cuándo te has hecho tan alto, hijo?
—No sé —había respondido él con total sinceridad.
—Si te dejo hacer esto, ¿tendrás cuidado?
—Y llévate a tus amigos contigo —dijo Julia.
—¿A Benny y a Norrie? Claro.
—Otra cosa —había añadido Julia—, sed un poco discretos. ¿Sabes lo que significa eso, Joe?
—Sí, señora, claro que sí.
Significaba que no te pillaran.
 3


Brenda desapareció tras la pantalla de árboles que bordeaban Mills Street.
—Vale —dijo Benny—. Vamos. —Aplastó con cuidado el cigarrillo en el cenicero improvisado y después sacó la bolsa de la compra de la cesta de la bici.
Dentro de la bolsa llevaban el anticuado contador Geiger de color amarillo que había pasado de Barbie a Rusty, a Julia… y finalmente a Joe y su pandilla.
Joe cogió el tapón de la botella de zumo y apagó también su cigarrillo; pensó que le gustaría probarlo otra vez cuando tuviera tiempo para concentrarse en la experiencia. Por otra parte, quizá fuera mejor no hacerlo. Ya era adicto a los ordenadores, las novelas gráficas de Brian K. Vaughan y el skate. A lo mejor con eso ya tenía bastantes monos de los que ocuparse.
—Va a venir gente —les dijo a Benny y a Norrie—, puede que un montón de gente, en cuanto se cansen de jugar en el supermercado. Lo único que podemos hacer es esperar que no se fijen en nosotros.
Por dentro, oyó a la señorita Shumway diciéndole a su madre lo importante que podría ser aquello para el pueblo. A él no tuvo que decírselo; seguramente Joe lo comprendía mejor que ellos mismos.
—Pero si se acerca algún poli… —dijo Norrie.
Joe asintió.
—Lo metemos otra vez en la bolsa. Y sacamos el Frisbee.
—¿De verdad creéis que hay una especie de generador alienígena enterrado bajo la plaza del pueblo? —preguntó Benny.
—Yo he dicho que podría haberlo —respondió Joe, más brusco de lo que había sido su intención—. Todo es posible.
En realidad, Joe creía que era más que posible; lo creía probable. Si la Cúpula no tenía un origen sobrenatural, entonces era un campo de fuerza. Un campo de fuerza tenía que ser generado. A él le parecía una situación que solo requería confirmación, pero no quería que sus amigos se hicieran muchas ilusiones. Ni él mismo, para el caso.
—Empecemos a buscar —dijo Norrie. Salió colándose por debajo de la cinta amarilla de precinto policial—. Solo espero que los dos hayáis rezado lo suficiente.
Joe no creía en rezar por cosas que podía hacer él mismo, pero había elevado una breve oración por un tema algo diferente: que, si encontraban el generador, Norrie Calvert le diera otro beso. Uno chulo y largo.
 4


Esa misma mañana, algo más temprano, durante su reunión preexploración en el salón de los McClatchey, Joe «el Espantapájaros» se había quitado la zapatilla derecha y luego el calcetín blanco de deporte que llevaba debajo.
—Truco o trato, huéleme el zapato, dame algo rico que comer dentro de un rato —entonó Benny con alegría.
—Calla, imbécil —repuso Joe.
—No llames imbécil a tu amigo —dijo Claire McClatchey, pero le dirigió a Benny una mirada de reproche.
Norrie, por su parte, no añadió ninguna réplica y se limitó a mirar con interés a Joe, que estaba colocando el calcetín sobre la alfombra del salón y lo alisaba con la palma de la mano.
—Esto es Chester’s Mills —dijo Joe—. La misma forma, ¿verdad?
—Ahí le has dado —convino Benny—. Nuestro destino es vivir en un pueblo que se parece a uno de los calcetines de deporte de Joe McClatchey.
—O al zapato de la anciana del cuento —añadió Norrie.
—«Había una vez una anciana que vivía en un zapato» —recitó la señora McClatchey. Estaba sentada en el sofá con la fotografía de su marido en el regazo, igual que cuando la señorita Shumway se había presentado con el contador Geiger, ya entrada la tarde del día anterior—. «Tenía tantos hijos que no sabía qué hacer».
—Muy buena, mamá —dijo Joe, intentando no reírse. La versión de instituto había modificado el cuento a: «Tenía tantos hijos que ya se le había caído el coño».
Volvió a mirar el calcetín.
—Bueno, ¿tiene centro un calcetín?
Benny y Norrie lo pensaron. Joe les dejó tiempo. El hecho de que tal pregunta pudiera interesarles era una de las cosas que le molaban de ellos.
—No como un círculo o un cuadrado —dijo Norrie al final—. Eso son formas geométricas.
Benny añadió:
—Supongo que un calcetín también es una forma geométrica, técnicamente, aunque no sé cómo se llamaría. ¿Un calcetágono?
Norrie rió. Incluso Claire sonrió un poco.
—En el mapa, Mills se parece más bien a un hexágono —dijo Joe—, pero eso no importa. Usemos solo el sentido común.
Norrie señaló el lugar del calcetín donde el final de la forma del pie se unía a la recta de la pierna.
—Ahí. Ese es el centro.
Joe lo marcó con la punta de un rotulador.
—Me parece que esa mancha no saldrá, señorito. —Claire suspiró—. Pero de todas formas necesitas unos nuevos, supongo. —Y, antes de que el niño pudiera hacer la siguiente pregunta, dijo—: En un mapa, eso sería más o menos donde está la plaza del pueblo. ¿Es ahí donde vais a buscar?
—Es donde buscaremos primero —dijo Joe, algo desinflado al ver que lo habían dejado sin su bomba informativa.
—Porque, si hay un generador —caviló la señora McClatchey—, crees que debería estar en el centro de la localidad. O lo más cerca posible del centro.
Joe asintió.
—Guay, señora McClatchey —dijo Benny, que levantó una mano—. Choque esos cinco, madre de mi hermano del alma.
Con una débil sonrisa, sosteniendo aún la fotografía de su marido, Claire McClatchey chocó los cinco con Benny. Después dijo:
—Al menos la plaza del pueblo es un lugar seguro. —Se detuvo a pensarlo; frunció un poco el ceño—. Eso espero, por lo menos, aunque en realidad, ¿quién sabe?
—No se preocupe —dijo Norrie—. Yo los vigilaré.
—Solo prometedme que, si al final encontráis algo, dejaréis que los expertos se ocupen de todo —dijo Claire.
Mamá, pensó Joe, me parece que a lo mejor resulta que los expertos somos nosotros. Pero no lo dijo. Sabía que eso la alteraría más aún.
—Tiene mi palabra —dijo Benny, y volvió a levantar la mano—. Esos cinco otra vez, oh, madre de mi…
Esta vez la mujer no despegó las manos de la fotografía.
—Te quiero, Benny, pero a veces me agotas.
El niño sonrió con tristeza.
—Eso mismo me dice mi madre.
 5


Joe y sus amigos caminaron cuesta abajo hacia el quiosco de música que había en el centro de la plaza del pueblo. Detrás de ellos, el Prestile murmuraba. Ya estaba más bajo, la Cúpula hacía de presa en el punto por el que el río entraba en Chester’s Mills, en el noroeste. Si la Cúpula seguía allí al día siguiente, Joe creía que aquello se convertiría en un barrizal.
—Vale —dijo Benny—. Ya basta de hacer el vago. Es hora de que los chicos de las tablas salven Chester’s Mills. Dale caña a ese trasto.
Con cuidado (y con verdadera reverencia), Joe sacó el contador Geiger de la bolsa de la compra. Hacía tiempo que la pila que lo alimentaba era un soldado muerto y que los terminales estaban llenos de porquería, pero un poco de bicarbonato había dado cuenta de la corrosión, y Norrie había encontrado no solo una, sino tres pilas secas de seis voltios en el armario de las herramientas de su padre. «Es un bicho raro cuando se trata de pilas —había confesado Norrie—, y se matará intentando aprender a hacer skate, pero lo quiero».
Joe puso el pulgar sobre el interruptor de encendido y luego los miró muy serio.
—¿Sabéis? Podría ser que esto no detectara nada de nada y, aun así, que hubiera un generador, pero uno que emita ondas alfa o bet…
—¡Dale ya, por el amor de Dios! —exclamó Benny—. Tanto suspense me está matando.
—Tiene razón —dijo Norrie—. Dale.
Pero sucedió algo interesante. Habían probado el contador Geiger un montón de veces por la casa de Joe y funcionaba bien: cuando lo probaron sobre un viejo reloj con esfera de radio, la aguja se había agitado considerablemente. Lo habían probado todos por turnos. Sin embargo, ahora que estaban ahí fuera (in situ, por así decir), Joe se quedó paralizado. Tenía la frente perlada de sudor. Sentía cómo las gotas aparecían y se preparaban para deslizarse.
Podría haberse quedado allí quieto un buen rato si Norrie no hubiera puesto una mano encima de la suya. Luego Benny añadió también la de él. Los tres acabaron pulsando juntos el interruptor. La aguja de la ventanilla CÓMPUTO POR SEGUNDO saltó de inmediato a +5, y Norrie le apretó el hombro a Joe. Después descendió hasta +2, y la niña aflojó la mano. No tenían experiencia con medidores de radiación, pero todos supusieron que no estaban viendo más que una medición de radiación de fondo.
Poco a poco, Joe caminó alrededor del quiosco de música alargando el sensor Geiger-Müller, sujeto por un cable en espiral estilo telefónico. La luz de encendido emitía una lucecita ámbar claro y la aguja bailaba un poco de vez en cuando, pero casi siempre estaba cerca del extremo cero del cuadrante. Los pequeños saltitos que veían debían de causarlos sus propios movimientos. Joe no estaba sorprendido (parte de él sabía que no iba a ser tan fácil), pero al mismo tiempo se sentía amargamente decepcionado. Era realmente asombroso lo bien que se complementaban la decepción y la ausencia de sorpresa; eran como Zipi y Zape.
—Déjame a mí —dijo Norrie—. A lo mejor tengo más suerte.
Joe se lo cedió sin protestar. Durante toda la hora siguiente, más o menos, peinaron la plaza del pueblo sosteniendo el contador Geiger por turnos. Vieron un coche que bajaba por Mills Street, pero no vieron a Junior Rennie (que volvía a encontrarse mejor) al volante. Tampoco él los vio a ellos. Una ambulancia bajó a toda pastilla por la cuesta del Ayuntamiento en dirección al Food City, con las luces del techo encendidas y la sirena aullando. A la ambulancia sí que le prestaron unos instantes de atención, pero volvían a estar absortos en lo suyo cuando Junior reapareció poco después, esta vez al volante del Hummer de su padre.
No llegaron a utilizar el Frisbee que habían llevado para disimular; estaban demasiado concentrados. Tampoco importó. Pocos de los vecinos que volvían a sus casas se molestaron en mirar hacia la plaza. Algunos estaban heridos. La mayoría acarreaban alimentos liberados, y algunos empujaban carritos de la compra cargados hasta los topes. Casi todos parecían avergonzados de sí mismos.
Hacia el mediodía, Joe y sus amigos estaban dispuestos a rendirse. También tenían hambre.
—Vamos a mi casa —dijo Joe—. Mi madre nos preparará algo de comer.
—Genial —dijo Benny—. Espero que sea chop suey. Tu madre hace un chop suey de muerte.
—Antes, ¿podemos cruzar por el Puente de la Paz e intentarlo en el otro lado? —preguntó Norrie.
Joe se encogió de hombros.
—Vale, pero allí no hay nada más que bosque. Además, nos alejaremos del centro.
—Sí, pero… —No acabó la frase.
—Pero ¿qué?
—Nada. Es solo una idea. Seguramente estúpida.
Joe miró a Benny. Benny se encogió de hombros y pasó el contador Geiger a Norrie.
Regresaron al Puente de la Paz y se colaron bajo la floja cinta de precinto policial. La pasarela estaba en penumbra, pero no tanto como para que Joe no pudiera mirar por encima del hombro de Norrie y ver que la aguja del contador Geiger empezó a moverse en cuanto pasaron de la mitad, caminando en fila india para no sobrecargar demasiado los tablones podridos. Cuando salieron por el otro lado, un cartel les informó: ESTÁN ABANDONANDO LA PLAZA DEL PUEBLO DE CHESTER’S MILL, CONST. 1808. Un sendero hollado subía por una ladera de robles, fresnos y hayas. Su follaje otoñal colgaba sin vida, parecía más sombrío que alegre.
Cuando llegaron al pie de ese sendero, la aguja de la ventanilla de CÓMPUTO POR SEGUNDO estaba entre +5 y +10. Más allá de +10, el calibrado del medidor ascendía abruptamente a +500 y luego a +1000. El límite superior del cuadrante estaba marcado en rojo. La aguja estaba a kilómetros por debajo de eso, pero Joe estaba bastante seguro de que la posición de esos momentos indicaba algo más que un cómputo de radiación de fondo.
Benny miraba el temblor de la aguja, pero Joe miraba a Norrie.
—¿Cuál era esa idea? —le preguntó—. No tengas miedo de soltarla, al final no parece que haya sido una idea tan estúpida.
—No —convino Benny. Dio unos golpecitos a la ventanilla de CÓMPUTO POR SEGUNDO. La aguja saltó, después volvió a estabilizarse en +7 o +8.
—Se me ha ocurrido que un generador y un transmisor son prácticamente lo mismo —dijo Norrie—. Y un transmisor no tiene por qué estar en el centro, solo ha de estar muy alto.
—La torre de la WCIK no lo está —dijo Benny—. Simplemente se halla en un claro, atronando a todo el mundo con su Radio Jesús. La he visto.
—Sí, pero esa cosa es…, no sé, superpoderosa —repuso Norrie—. Mi padre dijo que tiene cien mil vatios o algo así. A lo mejor lo que estamos buscando tiene un radio de acción más pequeño. Así que entonces he pensado: «¿Cuál es la parte más alta de la ciudad?».
—Black Ridge —dijo Joe.
—Black Ridge —repitió ella, y alzó un pequeño puño.
Joe lo golpeó con el suyo, luego señaló:
—Por allí, a un kilómetro y medio. Puede que dos. —Dirigió el sensor Geiger-Müller hacia aquel lugar y los tres contemplaron, fascinados, cómo la aguja subía a +10.
—No me jodas… —dijo Benny.
—Quizá cuando cumplas los cuarenta —dijo Norrie. Dura como siempre… aunque se había puesto colorada. Solo un poco.
—En Black Ridge Road hay un campo de árboles frutales —dijo Joe—. Desde allí se ve todo Chester’s Mills… También el TR-90. Al menos eso es lo que dice mi padre. Podría estar allí. Norrie, eres un genio. —Al final no tuvo que esperar a que ella lo besara. Él mismo hizo los honores, aunque no se atrevió a acercarse más que a la comisura de sus labios.
A ella pareció gustarle, pero entre sus ojos seguía habiendo una línea ceñuda.
—A lo mejor no significa nada. Tampoco es que la aguja se esté volviendo loca. ¿Podemos ir hasta allí con las bicis?
—¡Claro! —exclamó Joe.
—Después de comer —añadió Benny. Se consideraba el sensato del grupo.
 6


Mientras Joe, Benny y Norrie estaban comiendo en casa de los McClatchey (sí que había chop suey) y Rusty Everett, con ayuda de Barbie y de las dos adolescentes, se ocupaba de los heridos de los disturbios del supermercado en el Cathy Russell, Big Jim Rennie estaba sentado en su estudio, repasando una lista en la que iba marcando los puntos solucionados.
Vio que su Hummer llegaba de nuevo por el camino de entrada y marcó otro punto: ya habían dejado a Brenda con los demás. Pensó que estaba preparado; al menos todo lo preparado que podía estar. Aunque la Cúpula desapareciera esa misma tarde, creía que tenía el trasero bien cubierto.
Junior entró y dejó las llaves del Hummer en el escritorio de Big Jim. Estaba pálido y le hacía falta un buen afeitado más que nunca, pero ya no parecía un muerto viviente. Tenía el ojo izquierdo rojo, pero no llameante.
—¿Todo arreglado, hijo?
Junior asintió.
—¿Iremos a la cárcel? —Hablaba casi con curioso desinterés.
—No —dijo Big Jim. La idea de que pudiera ir a la cárcel nunca se le había pasado por la cabeza, ni siquiera cuando esa bruja de Brenda Perkins se había presentado allí y había empezado a soltar acusaciones. Sonrió—. Pero Dale Barbara sí.
—Nadie creerá que ha matado a Brenda Perkins.
Big Jim siguió sonriendo.
—Lo creerán. Están asustados y lo creerán. Así funcionan estas cosas.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque soy un estudioso de la historia. Alguna vez deberías probarlo. —A punto estuvo de preguntarle a Junior por qué había dejado Bowdoin; ¿lo había dejado, lo habían suspendido o lo habían invitado a marcharse? Sin embargo, aquel no era el momento ni el lugar. En vez de eso, le preguntó a su hijo si podía hacerle otro recado.
Junior se frotó la sien.
—Supongo. Ya que estamos, uno más…
—Necesitarás ayuda. Imagino que podrás llevarte a Frank, aunque yo preferiría a ese tal Thibodeau, si es que hoy es capaz de moverse por ahí. Pero Searles no. Es buen tipo, pero es estúpido.
Junior no abrió la boca. Big Jim se preguntó otra vez qué le pasaba al chico. Aunque ¿de verdad quería saberlo? A lo mejor cuando esa crisis hubiera terminado. Mientras tanto, tenía muchas cazuelas en el fuego y la cena iba a servirse pronto.
—¿Qué quieres que haga?
—Déjame comprobar antes una cosa. —Big Jim sacó su móvil. Cada vez que lo hacía, esperaba encontrarlo estropeado y tener que tirarlo a la basura, pero seguía funcionando. Al menos para realizar llamadas dentro del pueblo, que era lo único que le importaba.
Seleccionó el número de la comisaría. El teléfono sonó tres veces en el garito de la policía antes de que Stacey Moggin contestara. Parecía agobiada, no respondió con voz profesional como siempre. A Big Jim no le sorprendió, dado el jaleo de la mañana; de fondo se oía un buen alboroto.
—Policía —dijo ella—. Si no es una emergencia, por favor, cuelgue y llame más tarde. Estamos liadísim…
—Soy Jim Rennie, cielo. —Sabía que Stacey detestaba que la llamaran «cielo». Por eso lo hacía—. Ponme con el jefe. Y deposita.
—Ahora mismo está intentando separar a dos que se están peleando a puñetazos delante del mostrador —contestó ella—. A lo mejor podría llamar más tar…
—No, no puedo llamar más tarde —replicó Big Jim—. ¿Crees que estaría llamando si esto no fuese importante? Tú ve allí, cielo, y rocía al más agresivo de los dos con el spray de pimienta. Después envía a Pete a su despacho para que…
Stacey no le dejó terminar y tampoco lo puso en espera. El teléfono golpeó el mostrador con gran estrépito. Big Jim no perdió la compostura; cuando sacaba a alguien de sus casillas, le gustaba saberlo. Muy a lo lejos, oyó que alguien llamaba a alguien «hijoputa ladrón». Eso le hizo sonreír.
Un momento después sí que lo pusieron en espera, pero Stacey no se molestó siquiera en informarle. Big Jim escuchó un rato los instructivos consejos de McGruff, el Perro Comisario. Después alguien cogió el teléfono. Era Randolph, que parecía estar sin aliento.
—Habla deprisa, Jim, porque esto es una casa de locos. Los que no han acabado en el hospital con varias costillas rotas o algo parecido están que echan humo. Cada uno culpa al otro. Estoy intentando no ocupar las celdas de abajo, pero es como si la mitad de ellos quisieran acabar ahí metidos.
—¿Aumentar los efectivos de la policía te parece mejor idea hoy, jefe?
—Sí, por Dios. Nos han dado una paliza. Tengo a uno de los nuevos agentes, esa Roux, en el hospital con la mitad inferior de la cara rota. Parece la novia de Frankenstein.
La sonrisa de Big Jim aumentó hasta convertirse en una mueca.
Sam Verdreaux lo había logrado. Pero, desde luego, eso era otra de las cosas que sucedían cuando lo estabas bordando; si había que pasar el balón, en esas raras ocasiones en que no podías lanzar tú mismo, siempre se lo pasabas a la persona adecuada.
—Alguien le ha dado con una piedra. También a Mel Searles. Ha estado un rato inconsciente, pero parece que ya está bien. La herida tenía mala pinta, así que lo he enviado al hospital para que lo remienden.
—Vaya, es una vergüenza —dijo Big Jim.
—Alguien iba a por mis agentes. Más de uno, creo. Big Jim, ¿de verdad podemos conseguir más voluntarios?
—Me parece que encontrarás un montón de voluntariosos reclutas entre los jóvenes íntegros de esta ciudad —dijo Big Jim—. De hecho, conozco a varios de la congregación de Cristo Redentor. Los chicos de los Killian, por ejemplo.
—Jim, los chicos de los Killian son más tontos que hechos de encargo.
—Ya lo sé, pero son fuertes y saben cumplir órdenes. —Hizo una pausa—. Además, saben disparar.
—¿Vamos a darles armas a los nuevos agentes? —Randolph parecía dudoso y a la vez esperanzado.
—¿Después de lo que ha pasado hoy? Desde luego. Yo estaba pensando en diez o doce buenos jóvenes de confianza para empezar. Frank y Junior pueden ayudar a elegirlos. Y necesitaremos a más aún si esto no se arregla para la semana que viene. Págales con vales. Dales primero vales de alimentos para cuando empiece el racionamiento, si es que empieza. Para ellos y para sus familias.
—De acuerdo. Envíame a Junior, ¿quieres? Frank está aquí, y también Thibodeau. Ha recibido unos cuantos golpes en el súper y le han tenido que cambiar el vendaje del hombro, pero está bien como para seguir en marcha. —Randolph bajó la voz—. Dice que el vendaje se lo ha cambiado Barbara. Y que ha hecho un buen trabajo.
—Qué encanto, pero nuestro señor Barbara no cambiará más vendajes en mucho tiempo. Y tengo otro trabajo para Junior. También para el agente Thibodeau. Envíamelo aquí.
—¿Para qué?
—Si hiciera falta que lo supieras, te lo diría. Tú envíamelo. Junior y Frank ya harán una lista de posibles nuevos reclutas más tarde.
—Bueno… si tú lo di…
Randolph fue interrumpido por un nuevo alboroto. Algo se había caído o lo habían tirado al suelo. Se oyó un estrépito cuando alguna otra cosa se hizo añicos.
—¡Parad de una vez! —rugió Randolph.
Sonriente, Big Jim se apartó el teléfono de la oreja. Aun así, podía oírlo a la perfección.
—¡Coge a esos dos!… ¡Esos dos no, idiota, los OTROS dos!… ¡NO, no quiero que los arrestes! ¡Quiero verlos fuera de aquí, joder! Si no hay forma de que se larguen, ¡sácalos a patadas!
Un momento después volvía a hablar con Big Jim.
—Recuérdame por qué quería este trabajo, porque se me está empezando a olvidar.
—Se solucionará —lo tranquilizó Big Jim—. Mañana tendrás cinco agentes nuevos, jovencitos y la mar de frescos, y otros cinco para el jueves. Otros cinco como mínimo. Ahora envíame aquí al joven Thibodeau. Y asegúrate de que esa celda del fondo esté preparada para recibir a un nuevo ocupante. El señor Barbara va a necesitarla esta misma tarde.
—¿Con qué cargos?
—¿Qué te parecen cuatro asesinatos, más incitación a la violencia en el supermercado local? ¿Te sirve?
Colgó antes de que Randolph pudiera contestar.
—¿Qué quieres que hagamos Carter y yo? —preguntó Junior.
—¿Esta tarde? Primero, un poco de reconocimiento del terreno y planificación. Yo os ayudaré con la planificación. Después participaréis en la detención de Barbara. Lo disfrutaréis, creo.
—Claro que sí.
—En cuanto Barbara esté a la sombra, el agente Thibodeau y tú deberíais daros una buena cena, porque vuestro auténtico trabajo será el de esta noche.
—¿Cuál?
—Incendiar las oficinas del Democrat… ¿Qué tal te suena?
Junior abrió los ojos como platos.
—¿Por qué?
Le decepcionó que su hijo tuviera que preguntarlo.
—Porque, para el futuro inmediato, tener un periódico no es lo más conveniente para el pueblo. ¿Alguna objeción?
—Papá… ¿Alguna vez se te ha ocurrido que podrías estar loco?
Big Jim asintió.
—Como un genio —dijo.
 7


—La de veces que he estado en esta sala —dijo Ginny Tomlinson con su nueva voz brumosa—, y ni una sola vez me había imaginado a mí misma en la camilla.
—Aunque lo hubieras hecho, seguramente no habrías imaginado que te estaría tratando el mismo tío que te sirve el filete y los huevos por las mañanas. —Barbie intentaba conservar el buen ánimo, pero no había parado de remendar y vendar desde que había llegado al Cathy Russell con el primer viaje de la ambulancia y se sentía cansado. Sospechaba que mucha culpa la tenía el estrés: le daba un miedo horrible dejar a alguien peor, en lugar de mejor de lo que estaba. Veía esa misma inquietud en los rostros de Gina Buffalino y Harriet Bigelow, y eso que ellas no tenían el reloj de Jim Rennie avanzando inexorablemente sobre sus cabezas para empeorar las cosas.
—Creo que pasará un tiempo antes de que sea capaz de comerme otro filete —dijo Ginny.
Rusty le había arreglado la nariz antes de atender a ningún otro paciente. Barbie le había ayudado sosteniendo la cabeza de Ginny por los lados con toda la suavidad de la que había sido capaz y murmurándole palabras de ánimo. Rusty le había metido unas gasas empapadas de cocaína medicinal por los orificios nasales, había dado diez minutos al anestésico para que hiciera efecto (tiempo aprovechado para tratar una muñeca con una grave distensión y colocar un vendaje elástico en la rodilla inflamada de una mujer obesa), después había sacado las tiras de gasa con unas pinzas y había empuñado un escalpelo. El auxiliar médico había sido admirablemente rápido. Antes de que Barbie pudiera pedirle a Ginny que dijera «treinta y tres», Rusty le había metido el mango del escalpelo por el orificio nasal más despejado, lo había presionado contra el tabique y lo había usado de palanca.
Como si hiciera palanca para sacar un tapacubos, pensó Barbie al percibir el crujido tenue pero perfectamente audible que hizo la nariz de Ginny al recuperar algo aproximado a su posición normal. No gritó, pero sus uñas abrieron agujeros en el papel protector que cubría la camilla y le cayeron lágrimas por las mejillas.
Ya estaba más calmada, porque Rusty le había dado un par de Percocets, pero todavía le caían lágrimas del ojo menos hinchado. Tenía las mejillas de un violeta inflamado. Barbie pensó que se parecía un poco a Rocky Balboa después de la pelea con Apollo Creed.
—Piensa en la parte buena —dijo.
—¿Es que la hay?
—Sin duda. A esa Roux le espera un mes entero de sopas y batidos.
—¿Georgia? He oído decir que le han dado con una piedra. ¿Está muy mal?
—Sobrevivirá, pero pasará mucho tiempo antes de que esté guapa.
—Esa nunca iba a ser Miss Flor de Manzano. —Y, en voz más baja—: ¿Era ella la que gritaba?
Barbie asintió. Por lo visto los alaridos de Georgia se habían oído en todo el hospital.
—Rusty le ha dado morfina, pero ha tardado mucho en caer. Debe de tener una constitución de caballo.
—Y una conciencia de caimán —añadió Ginny con su voz brumosa—. No le desearía a nadie lo que le ha pasado, pero aun así es un argumento de mil demonios en favor del castigo kármico. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Esta mierda de reloj se ha roto.
Barbie consultó el suyo.
—Ahora son las catorce treinta. Así que supongo que llevas unas cinco horas y media en ruta hacia la recuperación. —Giró hacia uno y otro lado las caderas, oyó cómo le crujía la espalda y sintió que se le desentumecía un poco. Decidió que Tom Petty tenía razón: la espera era lo más duro. Supuso que se sentiría más tranquilo en cuanto estuviera en una celda. A menos que estuviera muerto. Se le había pasado por la cabeza que podía resultar conveniente que lo mataran mientras se resistía a la detención.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Ginny.
—Por nada. —Alzó unas pinzas—. Ahora estate quieta y déjame hacer esto. Cuanto antes empecemos, antes habremos terminado.
—Debería levantarme y echar una mano.
—Si lo intentas, el que te echará una mano seré yo: al cuello.
Ginny miró las pinzas.
—¿Sabes lo que te haces con eso?
—Claro. Gané una medalla de oro en Extracción de Cristales categoría olímpica.
—Tu coeficiente de chorradas es aún mayor que el de mi ex marido. —Sonreía un poco.
Barbie supuso que le dolía, incluso a pesar del cargamento de analgésicos, y la mujer le gustó por ello.
—No serás una de esas pesadas del mundillo médico que se convierte en una tirana cuando le toca a ella recibir tratamiento, ¿verdad? —preguntó.
—Ese era el doctor Haskell. Una vez se clavó una astilla enorme bajo la uña del pulgar y, cuando Rusty se ofreció para quitársela, el Mago dijo que quería a un especialista. —Se rió, luego se estremeció y gimió.
—Por si te sientes mejor, al poli que te ha pegado el puñetazo le han dado con una piedra en la cabeza.
—Más karma. ¿Está levantado y en marcha?
—Pues sí. —Mel Searles había salido andando del hospital hacía dos horas con un vendaje alrededor de la cabeza.
Cuando Barbie se inclinó con las pinzas, ella apartó la cabeza instintivamente. Él la volvió de nuevo hacia sí, apretando la mano (con mucha delicadeza) contra la mejilla que tenía menos hinchada.
—Sé que tienes que hacerlo —dijo Ginny—, pero soy como una niña cuando se trata de los ojos.
—Viendo lo fuerte que te ha dado, has tenido suerte de que los cristales se te hayan clavado alrededor y no dentro.
—Ya lo sé. Pero no me hagas daño, ¿vale?
—Vale —respondió él—. Podrás levantarte dentro de nada, Ginny. Seré rápido.
Se pasó un trapo por las manos para asegurarse de que estaban secas (no había querido guantes, no se fiaba de lo torpe que era con ellos) y luego se inclinó. Ginny tenía media docena de pequeñas esquirlas de los cristales de sus gafas incrustadas en las cejas y alrededor de los ojos, pero lo que más le preocupaba era una daga en miniatura que se le había clavado justo debajo del ángulo exterior del ojo derecho. Barbie estaba seguro de que Rusty lo habría extraído él mismo de haberlo visto, pero se había concentrado en la nariz.
Hazlo rápido, pensó. El que duda está jodido.
Sacó el fragmento con las pinzas y lo dejó caer en una palangana de plástico que había en la repisa. Una minúscula perla de sangre afloró donde había estado alojado el cristal. Barbie respiró tranquilo.
—Vale. Los demás no son nada. Esto va a ser un paseo.
—Dios te oiga —dijo Ginny.
Acababa de extraer la última esquirla cuando Rusty abrió la puerta de la sala de diagnosis y le dijo a Barbie que necesitaba un poco de ayuda. Llevaba en una mano una cajita de metal de Sucrets, caramelos para la garganta.
—¿Ayuda con qué?
—Con una hemorroide con patas —dijo Rusty—. Esa úlcera anal quiere marcharse de aquí con sus ganancias ilegítimas. En circunstancias normales me encantaría ver su miserable trasero saliendo por la puerta, pero ahora mismo es probable que lo necesite.
—¿Estás bien, Ginny? —preguntó Barbie.
Ella hizo un gesto con la mano en dirección a la puerta. Él ya estaba allí, a punto de seguir a Rusty, cuando Ginny lo llamó:
—¡Eh, guapo!
Barbie se volvió, y ella le lanzó un beso.
Barbie lo atrapó.
 8


En Chester’s Mills solo había un dentista. Se llamaba Joe Boxer. Su consulta estaba al final de Strout Lane y desde su gabinete dental se disfrutaba de una vista panorámica del arroyo Prestile y el Puente de la Paz. Lo cual era agradable si estabas sentado. La mayoría de los que visitaban el gabinete en cuestión estaban en posición reclinada, sin nada que mirar salvo las varias docenas de fotografías del chihuahua de Joe Boxer que había pegadas en el techo. «En una de ellas, parece que el puto perro esté cagando —le había dicho Dougie Twitchell a Rusty después de una visita—. A lo mejor solo es la forma de sentarse de ese tipo de perros, pero no lo creo. Me parece que me he pasado media hora mirando a una bayeta de cocina con ojos de soltar un cagarro mientras ese Box me arrancaba de la mandíbula dos muelas del juicio. Creo que con un destornillador, por el daño que me ha hecho».
El cartel que colgaba junto a la puerta de la consulta del doctor Boxer era como unos pantalones de baloncesto lo bastante grandes para un gigante de cuento. Estaban pintados de dorado y verde chillón: los colores de los Mills Wildcats. En el cartel decía JOSEPH BOXER, DENTISTA. Y debajo de eso: ¡BOXER ES BREVE! Es cierto que era bastante rápido, en eso todo el mundo estaba de acuerdo, pero no trabajaba con ninguna mutua y solo aceptaba efectivo. Si un leñador entraba con las encías supurando y las mejillas infladas como las de una ardilla con la boca llena de nueces y empezaba a hablarle de su seguro dental, Boxer le decía que les sacara el dinero a Anthem o a Blue Cross o a quienesquiera que fuesen los del seguro y que luego volviera a verle.
Quizá un poco de competencia en la localidad le hubiera obligado a suavizar sus políticas draconianas, pero la media docena de dentistas que habían probado suerte en Mills desde principios de los noventa habían desistido. Se especulaba que Jim Rennie, buen amigo de Joe Boxer, podía haber tenido algo que ver con esa escasez de competencia, pero no había pruebas. Mientras tanto se podía ver a Boxer paseándose un día cualquiera en su Porsche, con la pegatina de ¡MI OTRO COCHE TAMBIÉN ES UN PORSCHE!, en el parachoques.
Cuando Rusty llegó por el pasillo seguido de Barbie, Boxer iba de camino a las puertas de entrada. O lo intentaba; Twitch lo tenía agarrado del brazo. Colgando del otro brazo, el doctor Boxer llevaba una cesta llena de gofres Eggo. Nada más; solo paquetes y más paquetes de Eggos. Barbie se preguntó, y no por primera vez, si en realidad no estaría tirado en la acequia que corría detrás del aparcamiento del Dipper’s, con los huesos molidos y viviendo una horrible pesadilla causada por las lesiones cerebrales.
—¡Que no me quedo! —ladró Boxer—. ¡Tengo que llevarme esto a casa para meterlo en el congelador! De todas formas, lo que me estáis proponiendo no tiene casi ninguna posibilidad de funcionar, así que quítame las manos de encima.
Barbie observó el vendaje en mariposa que bisecaba una de las cejas de Boxer y la otra venda, más grande, que le cubría el antebrazo derecho. El dentista, por lo visto, había librado una encarnizada batalla por sus gofres congelados.
—Dile a este matón que me quite las manos de encima —le dijo a Rusty—. Ya me han atendido y ahora me voy a mi casa.
—Todavía no —dijo Rusty—. Le han atendido gratis, y yo espero que lo pague de alguna manera.
Boxer era un tipo bajito, de no más de uno sesenta y dos, pero se irguió cuan alto era y sacó pecho.
—Pues espera sentado. No veo yo que la cirugía dental (que, por cierto, el estado de Maine no me ha autorizado a practicar) sea un justo quid pro quo a cambio de un par de vendas. Yo me gano la vida trabajando, Everett, y espero que me paguen por mi trabajo.
—Se lo pagarán en el cielo —dijo Barbie—. ¿No es eso lo que diría su amigo Rennie?
—Él no tiene nada que ver con es…
Barbie se acercó un paso más y miró en la cesta de la compra de plástico verde que llevaba Boxer. Tenía las palabras PROPIEDAD DE FOOD CITY impresas en el asa. Boxer intentó, sin demasiado éxito, proteger la cesta de su mirada.
—Hablando de pagar, ¿ha pagado esos gofres?
—No sea ridículo. Todo el mundo se llevaba de todo. Yo no he cogido más que esto. —Miró a Barbie con actitud desafiante—. Tengo un congelador muy grande, y resulta que me gustan los gofres.
—«Todo el mundo se llevaba de todo» no será una defensa muy buena si le acusan de saqueo —dijo Barbie con gentileza.
Era imposible que Boxer se irguiera más de lo que se había erguido ya y, aun así, lo consiguió. Tenía la cara tan roja que casi estaba violeta.
—¡Pues que me lleven a los tribunales! ¿Qué tribunales? ¡Caso cerrado! ¡Ja!
Iba a dar media vuelta cuando Barbie alargó la mano y lo agarró, no del brazo sino de la cesta.
—Entonces solo le confiscaré esto, ¿de acuerdo?
—¡No puede hacer eso!
—¿No? Pues que me lleven a los tribunales. —Barbie sonrió—. ¡Ah, se me olvidaba…! ¿Qué tribunales?
El doctor Boxer lo fulminó con la mirada, sus labios apretados dejaban ver las puntas de unos dientecillos perfectos.
—Tostaremos esos viejos gofres en la cafetería —dijo Rusty—. ¡Mmm! ¡Deliciosos!
—Eso mientras tengamos electricidad con que tostarlos —masculló Twitch—. Después, podemos clavarlos en tenedores y asarlos sobre el incinerador de la parte de atrás.
—¡No podéis hacer eso!
Barbie dijo:
—Deje que me exprese con claridad: a menos que haga usted lo que sea que Rusty quiere que haga, no tengo ninguna intención de soltar sus Eggos.
Chaz Bender, que llevaba una tirita en el puente de la nariz y otra en un lado del cuello, rió. Y no con demasiada amabilidad.
—¡Pague, Doc! —exclamó—. ¿No es eso lo que dice usted siempre?
Boxer se volvió y pasó a fulminar primero a Bender y luego a Rusty con la mirada.
—Lo que quieres apenas tiene probabilidades de funcionar. Debes saberlo.
Rusty abrió la cajita de Sucrets y se la tendió. Dentro había seis dientes.
—Torie McDonald los ha recogido en la entrada del supermercado. Se ha arrodillado y ha rebuscado entre charcos de sangre de Georgia Roux para encontrarlos. Y, si quiere usted desayunar Eggos en un futuro cercano, Doc, se los va a volver a colocar a Georgia en la boca.
—¿Y si me voy?
Chaz Bender, el profesor de historia, dio un paso adelante. Tenía los puños cerrados.
—En ese caso, mi mercenario amigo, le daré una buena tunda en el aparcamiento.
—Yo le ayudo —dijo Twitch.
—Yo no —dijo Barbie—, pero miraré.
Se oyeron risas y algunos aplausos. Barbie sintió al mismo tiempo alegría y náuseas.
Boxer dejó caer los hombros. De repente no era más que un hombrecillo atrapado en una situación que le venía grande. Cogió la cajita de Sucrets y luego miró a Rusty.
—Un cirujano dental trabajando en condiciones óptimas podría conseguir reimplantar estos dientes, y puede que llegaran a enraizar, aunque tendría la precaución de no darle ninguna garantía al paciente. Si lo hago, tendrá suerte si recupera uno o dos. Lo más probable es que acaben cayéndole tráquea abajo y asfixiándola.
Una mujer corpulenta con una mata de pelo muy pelirrojo apartó a Chaz Bender de un codazo.
—Yo me sentaré junto a ella y me aseguraré de que eso no suceda. Soy su madre.
El doctor Boxer soltó un suspiro.
—¿Está inconsciente?
Antes de que pudiera ir más lejos, dos unidades policiales de Chester’s Mills, una de ellas el coche verde del jefe de policía, aparcaron en la zona de carga y descarga. Freddy Denton, Junior Rennie, Frank DeLesseps y Carter Thibodeau salieron del primer coche patrulla. El jefe Randolph y Jackie Wettington salieron del coche del jefe. La mujer de Rusty salió de la parte de atrás. Todos iban armados y, al acercarse a las puertas de la entrada del hospital, empuñaron las pistolas.
La pequeña muchedumbre que había presenciado la confrontación con Joe Boxer murmuró y se hizo atrás, algunos de ellos esperando sin duda que los arrestaran por robo.
Barbie se volvió hacia Rusty Everett.
—Mírame —dijo.
—¿Qué quieres de…?
—¡Que me mires! —Barbie levantó los brazos y los volvió para mostrar ambos lados. Después se levantó la camiseta, enseñando primero su vientre plano y luego volviéndose para exhibir su espalda—. ¿Ves marcas? ¿Contusiones?
—No…
—Asegúrate de que ellos lo sepan —dijo Barbie.
No tuvo tiempo para más. Randolph hizo entrar a sus agentes por la puerta.
—¿Dale Barbara? Un paso al frente.
Antes de que Randolph pudiera levantar el arma para apuntarle, Barbie obedeció. Porque a veces suceden accidentes. A veces adrede.
Barbie vio el desconcierto de Rusty, y su ingenuidad hizo que le cayera aún mejor. Vio a Gina Buffalino y a Harriet Bigelow con los ojos muy abiertos. Pero reservó la mayor parte de su atención para Randolph y sus refuerzos. Todos los rostros eran de piedra, pero en el de Thibodeau y el de DeLesseps vio una innegable satisfacción. Para ellos, aquello representaba la revancha por la noche en el Dipper’s. Y la revancha iba a ser una pesadilla.
Rusty se puso delante de Barbie, como para protegerlo.
—No hagas eso —murmuró Barbie.
—¡Rusty, no! —gritó Linda.
—¿Peter? —preguntó Rusty—. ¿De qué va esto? Barbie me ha estado ayudando, y ha estado haciendo un trabajo de miedo, joder.
A Barbie le daba miedo apartar a un lado al gran auxiliar médico, incluso tocarlo. En lugar de eso, levantó los brazos, muy despacio, con las palmas extendidas.
Al ver que alzaba los brazos, Junior y Freddy Denton se le echaron encima, y deprisa. Junior le dio un golpe a Randolph al pasar junto a él, y la Beretta que el jefe aferraba en su puño apretado se disparó. El sonido resultó ensordecedor en el vestíbulo de recepción. La bala se clavó en el suelo a unos ocho centímetros del zapato derecho de Randolph y abrió un agujero asombrosamente grande. El olor a pólvora fue inmediato y sorprendente.
Gina y Harriet gritaron y echaron a correr de vuelta al pasillo principal, saltando con agilidad por encima de Joe Boxer, que iba a gatas, con la cabeza gacha y el pelo —siempre tan bien peinado— colgándole por delante de la cara. Brendan Ellerbee, al que le habían recolocado la mandíbula ligeramente dislocada, dio una patada al dentista en el antebrazo al pasar junto a él en plena huida. La cajita de Sucrets salió volando de la mano de Boxer, chocó contra el mostrador principal y se abrió: los dientes que Torie McDonald tan cuidadosamente había recogido quedaron esparcidos por el suelo.
Junior y Freddy agarraron a Rusty, que no intentó resistirse. Parecía completamente desconcertado. Lo empujaron a un lado y enviaron al auxiliar médico tambaleándose por el vestíbulo principal, intentando mantener el equilibrio. Linda quiso sostenerlo y acabaron cayendo juntos al suelo.
—¿Qué cojones? —vociferaba Twitch—. Pero ¿qué cojones?
Cojeando ligeramente, Carter Thibodeau se acercó a Barbie, que vio lo que se le venía encima pero siguió con las manos levantadas. Bajarlas podía significar su muerte. Y tal vez no solo la suya. Ahora que ya se había disparado un arma, las probabilidades de que se disparasen otras eran mucho mayores.
—¿Qué hay, amiguito? —preguntó Carter—. Se ve que has estado bastante ocupado… —Le dio un puñetazo en el estómago.
Barbie había tensado los músculos anticipando el golpe, pero de todas formas se dobló por la mitad. Ese hijoputa estaba fuerte.
—¡Parad! —bramó Rusty. Todavía parecía desconcertado, pero ahora también se lo veía enfadado—. ¡Parad ahora mismo, joder!
Intentó levantarse, pero Linda lo rodeó con los dos brazos y lo mantuvo en el suelo.
—No lo hagas —le dijo—. No lo hagas, es un tipo peligroso.
—¿Qué? —Rusty volvió la cabeza y se la quedó mirando con incredulidad—. ¿Te has vuelto loca?
Barbie seguía con las manos en alto, mostrándoselas a los policías. Encorvado como estaba, parecía que les estuviera haciendo una reverencia.
—Thibodeau, atrás —ordenó Randolph—. Ya basta.
—¡Guarda esa pistola, imbécil! —le gritó Rusty a Randolph—. ¿Quieres matar a alguien?
Randolph le dirigió una breve mirada de desdeñoso desprecio y después se volvió hacia Barbie.
—Enderézate, hijo.
Barbie obedeció. Le dolía, pero lo consiguió. Sabía que, si no se hubiera preparado para el puñetazo de Thibodeau en las tripas, se habría quedado hecho un ovillo en el suelo, boqueando para conseguir respirar. ¿Habría intentado Randolph que se pusiera de pie a patadas? ¿Se le habrían unido los demás agentes a pesar de que en el vestíbulo había testigos, algunos de los cuales ya volvían a acercarse a rastras para ver mejor? No era de extrañar, ya les bullía la sangre en las venas. Así eran esas cosas.
Randolph dijo:
—Quedas arrestado por los asesinatos de Angela McCain, Dorothy Sanders, Lester A. Coggins y Brenda Perkins.
Cada uno de esos nombres sorprendió a Barbie, pero el último fue el golpe más fuerte. El último fue un puñetazo. Esa dulce mujer. Había olvidado que debía ser prudente. Barbie no podía echarle la culpa (todavía estaba hundida a causa de la pena por la muerte de su marido), pero sí podía culparse a sí mismo por haber dejado que fuera a ver a Rennie. Por animarla.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó a Randolph—. ¿Qué les han hecho, por el amor de Dios?
—Como si no lo supieras —le espetó Freddy Denton.
—¿Qué clase de psicópata eres? —preguntó Jackie Wettington. Tenía la cara crispada en una máscara de odio, los ojos entornados con ira.
Barbie no les hizo caso. Estaba mirando fijamente a Randolph con las manos todavía levantadas por encima de la cabeza. Bastaría la menor de las excusas para que se le echaran encima. Incluso Jackie —normalmente una mujer de lo más agradable— podía unírseles, aunque le haría falta una razón, no solo una excusa. O tal vez no. A veces incluso la buena gente estallaba.
—Yo tengo una pregunta mejor —le dijo a Randolph—. ¿Qué le habéis permitido hacer a Rennie? Porque este jaleo es cosa suya, y lo sabes. Sus huellas están por todas partes.
—Calla. —Randolph se volvió hacia Junior—. Espósalo.
Junior fue a por Barbie, pero antes de que pudiera tocar siquiera una de las muñecas alzadas, Barbie puso las manos a la espalda y se volvió. Rusty y Linda Everett seguían en el suelo; Linda rodeaba el pecho de su marido con un abrazo de oso que lo tenía inmovilizado.
—Acuérdate —le dijo Barbie a Rusty mientras le ponían las esposas de plástico… y se las apretaban hasta que se hundieron en la escasa carne que tenía justo bajo la base de las palmas de las manos.
Rusty se puso de pie. Cuando Linda intentó impedírselo, él la apartó y le dirigió una mirada que su mujer no había visto antes. En ella había severidad, y reproche, pero también lástima.
—Peter —dijo, y cuando Randolph ya se volvía de espaldas, alzó la voz hasta gritar—: ¡Estoy hablando contigo! ¡Mírame cuando lo hago!
Randolph se volvió. Su rostro era de piedra.
—Barbara sabía que veníais a por él.
—Claro que lo sabía —dijo Junior—. Puede que esté loco, pero no es estúpido.
Rusty no le hizo caso.
—Me ha enseñado los brazos, la cara, se ha levantado la camisa para enseñarme la barriga y la espalda. No tiene una sola marca, a menos que le salga una donde Thibodeau le ha propinado ese golpe sucio.
Carter dijo:
—¿Tres mujeres? ¿Tres mujeres y un predicador? Se lo merecía.
Rusty no apartó la mirada de Randolph.
—Esto es un montaje.
—Con el debido respeto, Eric, este asunto queda fuera de tu jurisdicción —dijo Randolph. Había enfundado el arma. Lo cual era todo un alivio.
—Es verdad —replicó Rusty—. Yo soy coseheridas, no policía ni abogado. Lo que te estoy diciendo es que, si tengo ocasión de volver a echarle un vistazo mientras esté bajo vuestra custodia y le han aparecido cortes y magulladuras, que Dios os asista.
—¿Qué vas a hacer? ¿Llamar a la Unión Americana por las Libertades Civiles? —preguntó Frank DeLesseps. Tenía los labios pálidos de furia—. Aquí tu amigo ha matado de una paliza a cuatro personas. Brenda Perkins tiene el cuello roto. Una de las chicas era mi prometida, y sufrió abusos sexuales. Es probable que después de muerta además de antes, por lo que parece. —La mayor parte de la gente que se había dispersado con el disparo había vuelto arrastrándose para mirar, y entre ellos se alzó entonces un gemido tenue y horrorizado—. ¿Ese es el tío al que defiendes? ¡Tú mismo tendrías que ir a la cárcel!
—¡Frank, cállate! —dijo Linda.
Rusty miró a Frank DeLesseps, el niño al que había atendido cuando tuvo varicela, sarampión, cuando pilló piojos en el campamento de verano, cuando se rompió la muñeca al lanzarse hacia una segunda base, y una vez, cuando tenía doce años, que llegó con un caso especialmente virulento de urticaria. Vio muy poco parecido entre aquel niño y ese hombre.
—¿Y si me encerraran? Entonces, ¿qué, Frankie? ¿Y si tu madre tuviera otro ataque de vesícula biliar, como el año pasado? ¿Espero a que lleguen las horas de visita en la cárcel para tratarla?
Frank dio un paso adelante y levantó una mano para soltarle un bofetón o un puñetazo. Junior lo detuvo.
—Recibirá su merecido, no te preocupes. Como todos los del bando de Barbara. Cada cual a su tiempo.
—¿Bandos? —Rusty parecía sinceramente desconcertado—. ¿De qué estás hablando? ¿Cómo que bandos? Esto no es un puto partido de fútbol.
Junior sonrió como si supiera un secreto.
Rusty se volvió hacia Linda.
—Los que hablan son tus compañeros. ¿Te gusta lo que están diciendo?
Por un momento no pudo mirarlo. Después, haciendo un esfuerzo, lo consiguió.
—Están furiosos, eso es todo, y no les culpo. También yo lo estoy. Cuatro personas, Eric… ¿Es que no lo has oído? Las ha matado, y es casi seguro que violó al menos a dos de las mujeres. He ayudado a sacarlas del coche fúnebre en la funeraria. He visto las manchas.
Rusty negó con la cabeza.
—Acabo de pasar toda la mañana con él, viendo cómo ayudaba a la gente, no cómo les hacía daño.
—Déjalo —dijo Barbie—. Quédate al margen, campeón. No es momen…
Junior le golpeó en las costillas. Con fuerza.
—Tienes derecho a permanecer en silencio, comemierda.
—Lo hizo él —dijo Linda. Alargó una mano hacia Rusty, vio que él no iba a cogérsela y la dejó caer a un lado—. Han encontrado su placa de identificación en la mano de Angie McCain.
Rusty se quedó sin habla. Solo pudo mirar mientras empujaban a Barbie hacia el coche patrulla del jefe de policía y lo encerraban en el asiento de atrás con las manos todavía esposadas a la espalda. En cierto momento, los ojos de Barbie se encontraron con los de Rusty. Barbie negó con la cabeza. Fue un único movimiento, pero fuerte y firme.
Después se lo llevaron.
El vestíbulo se quedó en silencio. Junior y Frank se habían ido con Randolph. Carter, Jackie y Freddy Denton se dirigieron hacia el otro coche patrulla. Linda miraba a su marido con cara suplicante y con rabia. Después la rabia desapareció. Caminó hacia él levantando los brazos, quería que la abrazara aunque fuera solo unos segundos.
—No —dijo él.
Linda se detuvo.
—¿Qué te pasa?
—¿Qué te pasa a ti? ¿Es que no has visto lo que acaba de ocurrir?
—¡Rusty, la chica tenía su placa de identificación!
Él asintió, despacio.
—Muy oportuno, ¿no te parece?
El rostro de Linda, cuya expresión había sido de dolor y esperanza, se endureció. Se dio cuenta de que seguía con los brazos extendidos, y los bajó.
—Cuatro personas —dijo—, tres de ellas han recibido una paliza tan brutal que apenas se las reconoce. Sí que hay bandos, y tú vas a tener que pensar en cuál estás.
—Tú también, cielo —dijo Rusty.
Desde fuera, Jackie gritó:
—¡Linda, vamos!
De pronto Rusty se dio cuenta de que tenían público y de que muchos de los presentes habían votado por Jim Rennie en repetidas ocasiones.
—Piénsalo, Lin, y piensa también para quién trabaja Pete Randolph.
—¡Linda! —llamó Jackie.
Linda Everett salió con la cabeza gacha. No miró atrás. Rusty estuvo bien hasta que la vio subir al coche. Entonces empezó a temblar. Tenía la sensación de que, si no se sentaba pronto, podría derrumbarse.
Una mano cayó en su hombro. Era Twitch.
—¿Estás bien, jefe?
—Sí. —Como si con decirlo fuese a ser cierto… Se habían llevado a Barbie a la cárcel y él había tenido la primera pelea de verdad con su mujer en… ¿cuánto?… ¿cuatro años? Más bien seis. No, no estaba bien.
—Tengo una pregunta —dijo Twitch—. Si esas personas han sido asesinadas, ¿por qué se han llevado los cadáveres a la Funeraria Bowie en lugar de traerlos aquí para que les hagan un examen post mórtem? ¿De quién ha sido esa idea?
Antes de que Rusty pudiera contestar, las luces se apagaron. El generador del hospital por fin se había secado.
 9


Después de ver cómo los niños se pulían lo que quedaba del chop suey (que contenía su última hamburguesa), Claire les indicó con un gesto que se pusieran de pie delante de ella en la cocina. Los miró con solemnidad y ellos le devolvieron la mirada: tan jóvenes y resueltos que daba miedo. A continuación, con un suspiro, le entregó a Joe su mochila. Benny miró dentro y vio tres sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada, tres huevos duros con salsa picante, tres botellas de refresco de té Snapple y media docena de galletas de avena y pasas. Aunque todavía estaba lleno de la comida, se animó.
—¡Esto es genial, señora McC.! Es usted una verdadera…
La mujer no le hizo caso; tenía puesta toda su atención en Joe.
—Comprendo que esto podría ser importante, así que voy con vosotros. Os llevaré en coche si…
—No tienes por qué, mamá —dijo Joe—. Es fácil llegar.
—Y también es seguro —añadió Norrie—. No hay casi nadie en las carreteras.
Los ojos de Claire no se apartaban de los de su hijo; era una de esas Miradas Maternas Mortales.
—Pero necesito que me prometáis dos cosas. Primera, que habréis vuelto antes de que anochezca… y no me refiero al último estertor del crepúsculo, me refiero a cuando el sol aún no se haya puesto. Segundo, que si encontráis algo, marcaréis el lugar y luego lo dejaréis absolutamente tal como esté. Acepto que a lo mejor resulta que vosotros tres sois los más adecuados para buscar ese lo que sea, pero hacerse cargo de ello es un trabajo para adultos. Así que ¿tengo vuestra palabra? O me la dais o tendré que acompañaros.
Benny parecía dudar.
—Yo nunca he estado en Black Ridge Road, señora McC., pero he pasado por allí al lado. No creo que su Civic estuviera, no sé, a la altura de las circunstancias.
—Bueno, pues prometédmelo u os quedáis aquí mismo, ¿qué te parece?
Joe lo prometió. También los otros dos niños. Norrie incluso se persignó.
Joe se echó la mochila al hombro y Claire le metió dentro su teléfono móvil.
—No lo pierdas, señorito.
—No, mamá. —Joe no podía quedarse quieto, estaba impaciente por salir.
—Norrie… ¿Puedo confiar en ti para que eches el freno si estos dos se vuelven locos?
—Sí, señora —dijo Norrie Calvert, como si no hubiera desafiado a la muerte o a la desfiguración un millar de veces solo en el último año con su tabla de skate—. Claro que sí.
—Eso espero —dijo Claire—. Eso espero. —Se frotó las sienes como si empezara a dolerle la cabeza.
—¡Una comida fantástica, señora McC.! —exclamó Benny, y levantó la mano—. Choque esos cinco.
—Por Dios bendito, ¿qué estoy haciendo? —preguntó Claire. Después chocó esos cinco.
 10


Detrás del mostrador principal del vestíbulo de la comisaría, un mostrador que llegaba a la altura del pecho y donde la gente iba a quejarse de problemas tales como robos, vandalismo y de que el perro del vecino no dejaba de ladrar, se encontraba la sala de agentes. En ella había escritorios, taquillas y un rincón cafetería donde un malhumorado cartel anunciaba que EL CAFÉ Y LOS DONUTS NO SON GRATIS. También era donde fichaban a los detenidos. Allí Freddy Denton fotografió a Barbie, y Henry Morrison le tomó las huellas dactilares mientras Peter Randolph y Denton hacían guardia junto a él empuñando sus armas.
—¡Relaja, relaja los músculos! —gritó Henry. No era el mismo hombre al que le había gustado conversar con Barbie sobre la rivalidad entre los Red Sox y los Yankees durante la comida en el Sweetbriar Rose (siempre un sándwich de beicon, lechuga y tomate con unos cuantos pepinillos al eneldo como guarnición). Ese tipo parecía tener ganas de plantarle a Dale Barbara un puñetazo en toda la nariz—. ¡No los presionas tú, te los presiono yo, así que relaja los músculos!
Barbie pensó en decirle a Henry que era difícil relajar los dedos cuando se estaba tan cerca de hombres armados, sobre todo si sabías que esos hombres no tenían ningún problema en usar las armas. Pero en lugar de eso mantuvo la boca cerrada y se concentró en relajar los músculos para que Henry pudiera presionarle los dedos y sacarle las huellas. Y no se le daba nada mal, en absoluto. En otras circunstancias, Barbie podría haberle preguntado por qué se molestaban en todo aquello, pero se mordió la lengua y tampoco dijo nada de eso.
—Muy bien —dijo Henry cuando creyó que las huellas estaban bastante claras—. Lleváoslo abajo. Quiero lavarme las manos. Me siento sucio solo de tocarlo.
Jackie y Linda se habían mantenido algo apartadas. De pronto, cuando Randolph y Denton enfundaron las pistolas para agarrar a Barbie de los brazos, las dos mujeres sacaron las suyas. Apuntaban al suelo pero estaban listas.
—Si pudiera, vomitaría todo lo que me has dado de comer —dijo Henry—. Me das asco.
—No he sido yo —dijo Barbie—. Piénsalo, Henry.
Morrison simplemente miró a otro lado. Pensar es algo que hoy escasea por aquí, pensó Barbie. Lo cual, estaba convencido, era justo lo que quería Rennie.
—Linda —dijo—. Señora Everett.
—No me hables. —Tenía el rostro blanco como el papel, salvo por una oscuras medialunas violáceas debajo de los ojos. Parecían moratones.
—Vamos, chaval —dijo Freddy, y le hundió a Barbie un nudillo en la parte baja de la espalda, justo por encima del riñón—. Tu suite espera.
 11


Joe, Benny y Norrie iban en sus bicis en dirección norte por la carretera 119. Era una tarde de calor estival, había bruma y el aire estaba cargado de humedad. No soplaba ni una ligera brisa. Los grillos cantaban adormilados entre la hierba alta que había a ambos lados de la carretera. El cielo, en el horizonte, era de un tono amarillento que Joe al principio creyó que estaba provocado por las nubes. Después se dio cuenta de que era la mezcla de polen y contaminación que había en la superficie de la Cúpula. Allí el arroyo Prestile corría muy cerca de la carretera, y tendrían que haber oído sus gorjeos mientras fluía en dirección sudeste, hacia Castle Rock, ansioso por unirse al poderoso Androscoggin, pero solo se oía a los grillos y a unos cuantos cuervos graznando con indolencia desde los árboles.
Pasaron de Deep Cut Road y llegaron a Black Ridge Road un kilómetro y medio más adelante. Era de tierra, tenía muchísimos baches y estaba señalizada por dos carteles inclinados y cuarteados a causa de las heladas. El de la izquierda decía SE RECOMIENDA TRACCIÓN A LAS 4 RUEDAS. El de la derecha añadía LÍMITE DE PESO EN EL PUENTE 4 TONELADAS AVISO PARA CAMIONES DE GRAN TONELAJE. Ambos carteles estaban acribillados de agujeros de bala.
—Me gustan los pueblos donde la gente hace prácticas de tiro —dijo Benny—. Hace que me sienta a salvo de El Caide.
—Es Al-Qaida, cazurro —le soltó Joe.
Benny negó con la cabeza, sonriendo con indulgencia.
—Hablo de El Caide, el terrible bandido mexicano al que trasladaron al oeste de Maine para evitar…
—Vamos a ver qué dice el contador Geiger —dijo Norrie, bajando de la bici.
El contador volvía a estar en la cesta de la High Plains Schwinn de Benny. Lo habían acomodado entre unas cuantas toallas viejas del cesto de ropa inservible de Claire. Benny lo sacó y se lo dio a Joe; su carcasa amarilla era lo más brillante en aquel neblinoso paisaje. La sonrisa de Benny había desaparecido.
—Hazlo tú. Yo estoy demasiado nervioso.
Joe se quedó mirando el contador Geiger y luego se lo pasó a Norrie.
—Caguetas —dijo ella, aunque sin mala intención, y lo encendió.
La aguja se puso inmediatamente a +50. Joe le clavó la mirada y sintió que de pronto el corazón le latía en la garganta en lugar de en el pecho.
—¡Caray! —dijo Benny—. ¡Hemos despegado!
Norrie miró la aguja, que se mantenía estable (aunque todavía a medio cuadrante de distancia del color rojo), y luego miró a Joe.
—¿Seguimos?
—Joder, claro —dijo él.
 12


En la comisaría no había problemas con la electricidad; al menos todavía. Un pasillo de baldosas verdes recorría el sótano todo a lo largo, bajo unos fluorescentes que proyectaban una luz deprimente e inalterable. Al amanecer o en noche cerrada, allí abajo siempre había un resplandor de mediodía. El jefe Randolph y Freddy Denton escoltaban a Barbie (si es que podía usarse esa palabra, teniendo en cuenta que sus manos lo aferraban con fuerza de los brazos) mientras bajaba la escalera. Las dos agentes mujeres, empuñando aún sus armas, los seguían por detrás.
A la izquierda quedaba la sala de archivo. A la derecha había un pasillo con cinco celdas; dos a cada lado y una al fondo. Esa última era la más pequeña, con un estrecho camastro que prácticamente colgaba encima del retrete de acero inoxidable sin taza, y a esa era a la que lo arrastraban.
Siguiendo órdenes de Pete Randolph (que a su vez las había recibido de Big Jim), incluso los personajes más violentos de los disturbios del supermercado habían quedado en libertad bajo su propia responsabilidad (¿adónde iban a ir?), y se suponía que todas las celdas estaban vacías. De manera que fue una sorpresa que Melvin Searles saliera disparado de la número 4, donde había estado esperando agazapado. Tenía la venda de la cabeza medio caída y se había puesto unas gafas de sol para disimular dos ojos moradísimos. Con una mano blandía un calcetín de deporte que tenía dentro algo que lo lastraba en la punta: una cachiporra casera. La primera y borrosa impresión de Barbie fue que estaba a punto de ser atacado por el Hombre Invisible.
—¡Cabrón! —gritó Mel, y asestó un golpe con su arma.
Barbie se agachó. La porra silbó por encima de su cabeza y le dio a Freddy Denton en el hombro. Freddy gritó y soltó a Barbie. Tras ellos, las mujeres chillaron.
—¡Asesino de mierda! ¿A quién has pagado para que me abra la cabeza? ¿Eh? —Mel cogió impulso de nuevo y esta vez le dio a Barbie en el bíceps del brazo izquierdo. El brazo pareció caer inerte.
Dentro del calcetín no había arena, sino un pisapapeles o algo por el estilo. Algo de cristal o de metal, seguramente, pero al menos era redondeado. Si hubiese tenido algún ángulo, Barbie habría sangrado.
—¡Cabronazo de mierda! —rugió Mel, y volvió a agitar su calcetín cargado.
El jefe Randolph se hizo atrás, soltando también al prisionero. Barbie agarró el calcetín por la parte vacía e hizo una mueca de dolor cuando el peso de dentro chocó contra su muñeca. Tiró con fuerza y consiguió arrebatarle a Mel Searles su arma casera. Al mismo tiempo, a Mel se le cayó la venda por encima de las gafas de sol y le tapó los ojos.
—¡Basta, basta! —gritó Jackie Wettington—. ¡Detente, prisionero, solo te lo advertiré una vez!
Barbie sintió un pequeño círculo frío entre sus dos omóplatos. No lo veía, pero supo sin mirar que Jackie lo estaba apuntando con su arma. Si me dispara, la bala entrará por ahí. Y es capaz de disparar, porque en una pequeña localidad donde casi no saben lo que son los problemas de verdad, hasta los profesionales son aficionados.
Soltó el calcetín. Lo que fuera que tenía dentro cayó dando un golpe en el linóleo. Después levantó las manos.
—¡Señora, ya lo he soltado! —dijo—. ¡Señora, voy desarmado, por favor, baje la pistola!
Mel se apartó de los ojos la venda, que le cayó por la espalda, desenrollándose como si fuera el extremo del turbante de un swami. Le dio dos golpes a Barbie, uno en el plexo solar y otro en el hueco del estómago. Esta vez Barbie no estaba preparado, y el aire salió de sus pulmones como con una explosión, produciendo un sonido áspero: ¡PAH! Se dobló sobre sí mismo, después cayó de rodillas. Mel le descargó un puñetazo en la nuca (o quizá fuera Freddy por lo que Barbie sabía, podría haber sido el Jefe Sin Miedo en persona) y él se desplomó mientras el mundo se hacía cada vez más vago e impreciso. Salvo por una muesca en el linóleo. Eso sí lo veía muy bien. Con una claridad sobrecogedora, de hecho, y ¿por qué no? Estaba a solo un par de centímetros de sus ojos.
—¡Parad, parad, parad de pegarle! —La voz provenía de muy lejos, pero Barbie estaba bastante seguro de que era la de la mujer de Rusty—. Se ha desplomado, ¿no veis que se ha desplomado?
A su alrededor, varios pies se arrastraron ejecutando una complicada danza. Alguien le pisó el trasero, tropezó, gritó «¡Joder!» y luego le dieron una patada en la cadera. Todo sucedía muy lejos. Quizá más tarde le dolería, pero en ese momento no era para tanto.
Unas manos lo agarraron y lo pusieron de pie. Barbie intentó levantar la cabeza, pero en general era más fácil dejarla colgando sin más. Lo empujaron casi a rastras por el pasillo hacia la celda del final, el linóleo verde resbalaba entre sus pies. ¿Qué había dicho Denton arriba? «Tu suite espera».
Pero dudo que haya bombones en la almohada y que me hayan abierto las sábanas de la cama, pensó Barbie. Tampoco le importaba. Lo único que quería era que lo dejaran solo para lamerse las heridas.
A la entrada de la celda, alguien le puso un zapato en el culo para que se diera más prisa. Voló hacia delante, levantó el brazo derecho para evitar aterrizar de cara contra la pared de bloques de hormigón color verde. Intentó levantar también el brazo izquierdo, pero todavía lo tenía dormido desde el codo hacia abajo. Sin embargo, había conseguido protegerse la cabeza, y eso estaba bien. Rebotó, se tambaleó y después volvió a caer de rodillas, esta vez junto al catre, como si estuviera a punto de rezar antes de acostarse. Detrás de él, la puerta de la celda sonaba mientras se cerraba avanzando por su riel.
Barbie apoyó las manos en el camastro y se incorporó, el brazo izquierdo ya empezaba a funcionar un poco. Se volvió justo a tiempo para ver a Randolph alejándose con un agresivo paso jactancioso; los puños apretados, la cabeza gacha. Más allá de él, Denton estaba desenrollando lo que quedaba del vendaje de Searles mientras este lo fulminaba con la mirada (la fuerza de esa mirada perdía cierta efectividad debido a las gafas de sol, que se sostenían torcidas sobre su nariz). Más allá de los agentes varones, al pie de la escalera, estaban las mujeres. Ambas tenían idéntica expresión de consternación y confusión. El rostro de Linda Everett estaba más pálido que nunca, y Barbie creyó ver el brillo de las lágrimas en sus pestañas.
Intentó reunir toda su fuerza de voluntad y la llamó:
—¡Agente Everett!
La mujer dio un respingo, sobresaltada. ¿La había llamado alguien agente Everett alguna vez? Puede que los niños del colegio, cuando le tocaba estar de servicio ayudándolos a cruzar la calle, lo cual seguramente había sido su mayor responsabilidad como policía de media jornada. Hasta esa semana.
—¡Agente Everett! ¡Señora! ¡Por favor, señora!
—¡Calla! —dijo Freddy Denton.
Barbie no le hizo caso. Creyó que iba a perder el conocimiento, o al menos la capacidad de reacción, pero de momento lograba aguantar con todas sus fuerzas.
—¡Dígale a su marido que examine los cadáveres! ¡Sobre todo el de la señora Perkins! ¡Agente, tienen que examinar los cadáveres! ¡No los llevarán al hospital! ¡Rennie no dejará que…!
Peter Randolph se adelantó. Barbie vio lo que había sacado del cinturón de Freddy Denton e intentó levantar los brazos para protegerse la cara, pero le pesaban demasiado.
—Ya has dicho suficiente, hijo —dijo Randolph. Metió el spray de pimienta entre los barrotes y apretó el disparador.
 13


Cuando iba por la mitad del oxidado puente de Black Ridge, Norrie detuvo la bicicleta y se quedó mirando el otro lado del precipicio.
—Será mejor que sigamos —dijo Joe—. Hay que aprovechar la luz mientras haya.
—Ya lo sé, pero mira —dijo Norrie, señalando.
Al otro lado, justo al pie de un terraplén muy escarpado, tirados en el lodazal que había acabado siendo el Prestile (antes de que la Cúpula empezara a asfixiarlo discurría bien caudaloso por ese lugar), había cuatro ciervos muertos: un macho, dos hembras y un cervatillo. Todos eran de buen tamaño; el verano había sido muy bueno en Mills y se habían alimentado bien. Joe vio nubes de moscas flotando sobre los cadáveres, incluso podía oír su zumbido somnoliento. Era un sonido que en un día normal habría quedado tapado por el del agua del río.
—¿Qué les ha pasado? —preguntó Benny—. ¿Creéis que tiene algo que ver con lo que estamos buscando?
—Si te refieres a la radiación —dijo Joe—, no creo que afecte tan deprisa.
—A menos que sea una radiación alta de verdad —dijo Norrie, intranquila.
Joe señaló la aguja del contador Geiger.
—A lo mejor, pero esto todavía no ha subido mucho. Aunque llegara hasta el final del rojo, no creo que pudiera matar un animal tan grande como un ciervo en solo tres días.
Benny dijo:
—Ese ciervo tiene una pata rota, se ve desde aquí.
—Estoy bastante segura de que una de las hembras tiene rotas dos patas —dijo Norrie. Se protegía los ojos del sol con una mano—. Las delanteras. ¿Veis cómo están dobladas?
Joe pensó que parecía que la hembra había muerto mientras intentaba realizar un extenuante ejercicio gimnástico.
—Yo creo que han saltado —dijo Norrie—. Han saltado desde el borde, como hacen esa especie de ratas pequeñas.
—Los leggings —dijo Benny.
—¡Lemmings, cabeza de chorlito! —dijo Joe.
—¿Intentaban huir de algo? —preguntó Norrie—. ¿Era eso lo que hacían?
Ninguno de los chicos contestó. Los dos parecían ese día más jóvenes que la semana anterior, eran como niños obligados a escuchar una historia de campamento que les daba demasiado miedo. Los tres se quedaron de pie junto a sus bicicletas, mirando los ciervos muertos y escuchando el somnoliento zumbido de las moscas.
—¿Seguimos? —preguntó Joe.
—A mí me parece que tendríamos que seguir —dijo Norrie. Pasó una pierna sobre la horquilla de la bici y se quedó de pie a horcajadas.
—De acuerdo —dijo Joe, y también él montó en su bicicleta.
—Ay, Ollie —dijo Benny—, en menudo lío me has vuelto a meter.
—¿Qué dices?
—No importa —dijo Benny—. Tira, hermano del alma, tira.
Al llegar al otro lado del puente, vieron que todos los ciervos tenían alguna pata rota. El cervatillo, además, tenía el cráneo aplastado, seguramente porque había caído sobre una gran roca que en un día normal habría estado cubierta por el agua.
—Vuelve a probar el contador Geiger —dijo Joe.
Norrie lo encendió. Esta vez la aguja se movió hasta justo por debajo de +75.
 14


Pete Randolph exhumó una vieja grabadora de casete de uno de los cajones del escritorio de Duke Perkins, la probó y vio que las pilas todavía funcionaban. Cuando Junior Rennie entró, Randolph apretó el REC y dejó la pequeña Sony en una esquina del escritorio, donde el joven pudiera verla bien.
La última migraña de Junior había remitido hasta convertirse en un murmullo sordo en la parte izquierda de la cabeza. Se sentía bastante tranquilo; su padre y él lo habían estado repasando y Junior sabía lo que tenía que decir. «Sólo será un paseo —había dicho Big Jim—. Una formalidad».
Y así fue.
—¿Cómo has encontrado los cadáveres, hijo? —preguntó Randolph, balanceándose hacia atrás en la silla giratoria, al otro lado del escritorio. Había retirado todos los objetos personales de Perkins y los había metido en un archivador que había en el otro extremo de la sala. Ahora que Brenda estaba muerta, suponía que podía tirarlos a la basura. Los efectos personales no servían de nada cuando no había familiares cercanos.
—Bueno —dijo Junior—, volvía de patrullar en la 117… Me he perdido todo lo del supermercado…
—Has tenido suerte —dijo Randolph—. Ha sido una buena tocada de pelotas, hablando en plata. ¿Café?
—No, gracias, señor. Padezco migrañas y el café por lo visto las empeora.
—De todas formas es una mala costumbre. No tanto como los cigarrillos, pero es malo. ¿Sabías que yo fumaba hasta que Dios me salvó?
—No, señor, no tenía ni idea. —Junior esperaba que ese idiota dejara de parlotear y le permitiera explicar su historia para poder largarse de allí.
—Pues sí, gracias a Lester Coggins. —Randolph se llevó las manos abiertas al pecho—. Una inmersión de cuerpo entero en el Prestile. Le entregué mi corazón a Jesús allí mismo, en aquel momento. No he sido un feligrés tan practicante como otros, está claro que no soy tan devoto como tu padre, pero el reverendo Coggins era un buen hombre. —Randolph agitó la cabeza—. Dale Barbara tiene mucho que cargar en su conciencia. Siempre suponiendo que lo haya hecho él solo.
—Sí, señor.
—Y también muchas preguntas que responder. Le he rociado con spray de pimienta, y eso no ha sido más que un pequeño adelanto de lo que le espera. Bueno. Volvías de tu patrulla ¿y?
—Y he recordado que alguien me había dicho que habían visto el coche de Angie en el garaje. Ya sabe, el garaje de los McCain.
—¿Quién te había dicho eso?
—¿Frank? —Junior se frotó una sien—. Creo que a lo mejor fue Frank.
—Sigue.
—Bueno, como sea, he mirado por una de las ventanas del garaje y resulta que su coche sí que estaba allí. He ido a la puerta principal y he tocado el timbre, pero no ha salido nadie a abrir. Después he dado la vuelta a la casa hasta la parte de atrás porque estaba preocupado. He notado… un olor.
Randolph asintió con comprensión.
—Básicamente, has seguido tu olfato. Ha sido un buen trabajo policial, hijo.
Junior miró a Randolph con dureza, preguntándose si era un chiste o una indirecta maliciosa, pero en los ojos del jefe no parecía haber nada más que sincera admiración. Junior se dio cuenta de que su padre quizá había encontrado un ayudante (en realidad, la primera palabra que le vino a la mente fue «cómplice») aún más imbécil que Andy Sanders. No lo habría creído posible.
—Sigue, termina. Sé que te resulta doloroso. Es doloroso para todos.
—Sí, señor. Básicamente es como usted ha dicho. La puerta trasera no estaba cerrada con llave y he seguido mi olfato directamente hasta la despensa. Casi no podía creer lo que he encontrado allí.
—¿Ha sido entonces cuando has visto la placa de identificación?
—Sí. No. Más o menos. He visto que Angie tenía algo en la mano… con una cadena… pero no podía distinguir lo que era, y tampoco quería tocar nada. —Junior bajó la mirada con modestia—. Sé que solo soy un novato.
—Bien hecho —dijo Randolph—. Muy sensato. Ya sabes que, si estuviéramos en circunstancias normales, tendríamos aquí a todo un equipo de forenses de la oficina del Fiscal General del Estado. Tendríamos a Barbara bien trincado, pero no estamos en circunstancias normales. Aun así, yo diría que con lo que tenemos es suficiente. Ha sido un imbécil al no darse cuenta de lo de la placa.
—He cogido el teléfono móvil y he llamado a mi padre. Por todo lo que había oído por la radio, he supuesto que usted estaría ocupado aquí…
—¿Ocupado? —Randolph puso los ojos en blanco—. Hijo, no sabes ni la mitad del asunto. Has hecho bien llamando a tu padre. Prácticamente es miembro del cuerpo.
—Mi padre ha llamado a dos agentes, Fred Denton y Jackie Wettington, y han ido a casa de los McCaine. Linda Everett se nos ha unido mientras Freddy fotografiaba el escenario del crimen. Después Stewart Bowie y su hermano se han presentado con el coche fúnebre. Mi padre ha creído que era lo mejor porque en el hospital había mucho jaleo con lo de los disturbios y eso.
Randolph asintió.
—Bien hecho. Ayudar a los vivos, retirar a los muertos. ¿Quién ha encontrado la placa?
—Jackie. Le ha abierto la mano a Angie con un lápiz y enseguida se ha caído al suelo. Freddy ha sacado fotos de todo.
—Será muy útil en el juicio —dijo Randolph—, y tendremos que celebrarlo nosotros mismos si esa Cúpula no desaparece. Pero podemos hacerlo. Ya sabes lo que dice la Biblia: con fe, podemos mover montañas. ¿A qué hora has encontrado los cadáveres, hijo?
—A eso del mediodía. —Después de tomarme un tiempo para despedirme de mis amigas.
—Y ¿has llamado a tu padre enseguida?
—Enseguida no. —Junior miró a Randolph con franqueza—. Primero he salido fuera a vomitar. Estaban muy desfigurados por las palizas. En toda mi vida había visto nada parecido. —Dejó escapar un suspiro y tuvo cuidado de añadir un ligero temblor. Seguramente la grabadora no registraría ese temblorcillo, pero Randolph sí que lo recordaría—. Cuando he acabado de devolver ha sido cuando he llamado a mi padre.
—Vale, creo que eso es todo lo que necesito. —Ninguna pregunta más sobre la secuencia temporal ni sobre su «patrulla matutina»; ni siquiera la petición de que Junior redactara un informe (lo cual estaba muy bien, porque últimamente cada vez que se ponía a escribir acababa doliéndole la cabeza). Randolph se inclinó hacia delante para apagar la grabadora—. Gracias, Junior. ¿Por qué no te tomas el resto del día libre? Vete a casa y descansa. Se te ve destrozado.
—Quisiera estar aquí cuando lo interroguen, señor. A Barbara.
—Bueno, no tienes que preocuparte por perderte eso hoy. Vamos a darle veinticuatro horas para que se torture un poco. Ha sido idea de tu padre, una buena idea. Lo interrogaremos mañana por la tarde o por la noche, y tú estarás aquí. Te doy mi palabra. Lo vamos a interrogar con ganas.
—Sí, señor. Bien.
—Nada de esa tontería de leerle sus derechos.
—No, señor.
—Y, gracias a la Cúpula, tampoco se lo entregaremos al sheriff del condado. —Randolph miró a Junior con entusiasmo—. Hijo, este caso va a ser de verdad uno de esos de «lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas».
Junior no sabía si responder a eso «Sí, señor» o «No, señor» porque no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo el idiota del otro lado del escritorio.
Randolph le sostuvo la mirada con entusiasmo durante unos segundos, o incluso algo más, como para asegurarse de que se estaban entendiendo. Luego dio una palmada y se puso en pie.
—Vete a casa, Junior. Tienes que estar afectado.
—Sí, señor, lo estoy. Y creo que lo conseguiré. Descansar, quiero decir.
—Tenía un paquete de cigarrillos en el bolsillo cuando el reverendo Coggins me sumergió —dijo Randolph en un nostálgico tono de recuerdo. Pasó un brazo por los hombros de Junior mientras caminaban hacia la puerta. El joven mantuvo su expresión de respeto y atención, aunque el peso de ese brazo enorme le daba ganas de gritar. Era como llevar una corbata de carne—. Se deshicieron, por supuesto. Y nunca volví a comprar otro paquete. Salvado de la hierba del demonio por el Hijo de Dios. ¿Qué te parece esa gracia divina?
—Espectacular —logró decir Junior.
—Brenda y Angie serán las que más atención reciban, desde luego, y es natural. Una ciudadana prominente y una joven con toda la vida por delante. Pero el reverendo Coggins también tenía sus seguidores. Por no hablar de la numerosa congregación que tanto lo quería.
Junior veía la mano de dedos rechonchos de Randolph con el rabillo del ojo. Se preguntó qué haría el jefe de policía si de repente volviera la cabeza y se los mordiera. Si le arrancara de un mordisco esos dedos, tal vez, y los escupiera en el suelo.
—No se olvide de Dodee. —No tenía ni idea de por qué lo había dicho, pero funcionó. La mano de Randolph cayó de su hombro. El hombre parecía conmocionado. Junior se dio cuenta de que sí se había olvidado de Dodee.
—Ay, Dios mío —dijo Randolph—. Dodee. ¿Alguien ha llamado a Andy para decírselo?
—No lo sé, señor.
—¿Tu padre no lo habrá hecho?
—Ha estado muy liado.
Eso era cierto. Big Jim estaba en casa, en su estudio, preparando su discurso para la asamblea municipal del jueves por la noche. El que pronunciaría justo antes de que los vecinos votaran los poderes que tendrían los concejales en el gobierno de emergencia que se instauraría hasta que terminase la crisis.
—Será mejor que le llame —dijo Randolph—. Aunque quizá sería mejor que antes rezara por ellos. ¿Quieres arrodillarte conmigo, hijo?
Junior habría preferido verterse líquido de mechero en los pantalones y prenderse fuego en las pelotas, pero no lo dijo.
—Habla con Dios a solas, y le oirás responder con más claridad. Es lo que dice siempre mi padre.
—De acuerdo, hijo. Es un buen consejo.
Antes de que Randolph pudiera decir nada más, Junior salió raudo de allí, primero del despacho, luego de la comisaría. Se fue a casa caminando, absorto en sus pensamientos, lamentándose por las amigas que había perdido y preguntándose si podría encontrar a alguna otra. Tal vez más de una.
Bajo la Cúpula, todo tipo de cosas eran posibles.
 15


Pete Randolph sí que intentó rezar, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza. Además, el Señor ayudaba a quienes se ayudaban a sí mismos. No creía que la Biblia dijera eso, pero de todas formas era cierto. Marcó el número del móvil de Andy Sanders, que figuraba en una lista de teléfonos que colgaba de una chincheta en el tablón de anuncios de la pared. Deseó que no le respondiera nadie, pero el concejal contestó al primer tono; ¿acaso no ocurría eso siempre?
—Hola, Andy. Soy el jefe Randolph. Tengo una noticia algo dura para ti, amigo. Quizá sea mejor que te sientes.
Fue una conversación difícil. Endemoniada, de hecho. Cuando por fin terminó, Randolph se quedó sentado, tamborileando con los dedos sobre su escritorio. Pensó (de nuevo) que no lamentaría demasiado si Duke Perkins todavía estuviera sentado tras esa mesa. Puede que no lo lamentara en absoluto. Había resultado ser un trabajo mucho más duro y sucio de lo que había imaginado. La obligación de solucionar tantos follones no compensaba el hecho de tener un despacho privado. Ni siquiera el coche verde de jefe de policía lo compensaba; cada vez que se ponía al volante y su trasero se colocaba en el hueco que las carnosas ancas de Duke habían dejado antes que él, pensaba lo mismo: No estás a la altura.
Sanders iba a pasarse por allí. Quería vérselas con Barbara. Randolph había intentado disuadirlo, pero justo cuando estaba sugiriéndole que haría mejor en emplear su tiempo arrodillándose para rezar por las almas de su esposa y su hija (y pedir fuerzas para soportar su cruz, desde luego), Andy cortó la conversación telefónica.
Randolph suspiró y marcó otro número. Después de dos tonos, la malhumorada voz de Big Jim resonó en su oído:
—¿Qué? ¡¿Qué?!
—Soy yo, Jim. Sé que estás trabajando y siento muchísimo interrumpirte, pero ¿podrías venir? Necesito ayuda.
 16


Los tres niños estaban inmóviles en la luz casi abismal de la tarde, bajo un cielo que a esas horas se había decidido por un tinte amarillento, y miraban al oso muerto que había al pie del poste de teléfonos. El poste estaba peligrosamente torcido. A poco más de un metro de su base, la madera con creosota estaba astillada y embadurnada de sangre. Y también de otras cosas. Algo blanco que Joe supuso que serían fragmentos de hueso. Algo grisáceo y harinoso que tenía que ser cerebr…
Se volvió e intentó controlar las náuseas. Y casi lo había conseguido, pero entonces Benny vomitó (con un fuerte sonido acuoso: yurp) y Norrie le siguió enseguida. Joe se rindió y se unió al club.
Cuando volvieron a recuperar el control, Joe se quitó la mochila, sacó las botellas de Snapple y las repartió. Utilizó el primer trago para enjuagarse y lo escupió. Norrie y Benny hicieron lo mismo. Después bebieron. El té dulce estaba caliente, pero de todas formas a Joe y a su garganta irritada les supo a gloria.
Norrie dio dos pasos cautelosos hacia la mole negra cubierta de moscas zumbantes que había al lado del poste de teléfonos.
—Igual que los ciervos —dijo—. El pobre no tenía ningún río al que saltar, así que se ha destrozado los sesos dándose contra el poste de teléfonos.
—A lo mejor tenía la rabia —dijo Benny, apenas sin voz—. A lo mejor los ciervos también.
Joe supuso que técnicamente era una posibilidad, pero no lo creía probable.
—He estado pensando en eso del suicidio. —No le gustó nada el temblor que oyó en su propia voz, pero no parecía que pudiera evitarlo—. Las ballenas y los delfines lo hacen… se embarrancan, lo he visto en la tele. Y mi padre dice que los calamares también.
—Pulpos —dijo Norrie—. Son los pulpos.
—Lo que sea. Mi padre me dijo que, cuando su entorno se contamina, se comen sus propios tentáculos.
—Tío, ¿quieres hacerme potar otra vez? —preguntó Benny con voz quejumbrosa y cansada.
—¿No es eso lo que está pasando aquí? —dijo Norrie—. ¿Qué el entorno está contaminado?
Joe levantó la mirada hacia el cielo amarillento. Después señaló hacia el sudoeste, donde el negro residuo del incendio provocado por el impacto del misil emborronaba el aire. La mancha parecía estar a entre sesenta y noventa metros de altura y a kilómetro y medio de distancia. Puede que más.
—Sí —se respondió ella misma—, pero es diferente. ¿Verdad?
Joe se encogió de hombros.
—Si vamos a sentir una necesidad repentina de matarnos, a lo mejor deberíamos volver —dijo Benny—. Yo tengo mucho por lo que vivir. Todavía no he conseguido pasarme Warhammer.
—Prueba el contador Geiger en el oso —dijo Norrie.
Joe acercó el tubo del sensor al cadáver del oso. La aguja no bajó, pero tampoco subió más.
Norrie señaló hacia el este. Por delante de ellos, la carretera salía de la espesa franja de robles negros que daban nombre a la cresta de Black Ridge. En cuanto estuvieran fuera del bosque, Joe creía que alcanzarían a ver el campo de manzanos que había en lo alto.
—Sigamos al menos hasta salir de los árboles —dijo la chica—. Desde allí haremos una lectura y, si sigue subiendo, volveremos a la ciudad y se lo diremos al doctor Everett, o a ese Barbara, o a los dos. Y que ellos decidan.
Benny parecía dudoso.
—No sé…
—Si sentimos cualquier cosa extraña, daremos la vuelta enseguida —dijo Joe.
—Si va a servir de algo, deberíamos seguir —dijo Norrie—. Yo quiero salir de este pueblo antes de que me vuelva loca de atar.
Sonrió para demostrar que aquello era un chiste, pero no había sonado a chiste, y Joe no se lo tomó como tal. Un montón de gente hacía bromas sobre lo pequeño que era Chester’s Mills —seguro que por eso allí había tenido tanto éxito la canción de James McMurtry—, y lo era, intelectualmente hablando, eso suponía él. También demográficamente. Solo era capaz de recordar a una chica de origen asiático (Pamela Chen, que a veces ayudaba a Lissa Jamieson en la biblioteca) y no había ni un solo negro desde que la familia Laverty se mudó a Auburn. No había ningún McDonald’s, menos aún un Starbucks, y el cine había cerrado. Sin embargo, hasta entonces siempre le había parecido geográficamente grande, había tenido la sensación de disponer de un montón de espacio por el que pasearse. Era sorprendente lo mucho que había encogido en su cabeza en cuanto se había dado cuenta de que su madre, su padre y él no podrían subir al coche familiar y desplazarse hasta Lewiston para disfrutar de unas almejas fritas y un helado en Yoder’s. Además, el pueblo tenía muchísimos recursos, pero no durarían eternamente.
—Tienes razón —dijo—. Es importante. Vale la pena arriesgarse. Al menos eso creo. Puedes quedarte aquí si quieres, Benny. Esta parte de la misión es estrictamente voluntaria.
—No, yo también voy —dijo Benny—. Si os dejo ir sin mí, colegas, os cachondearéis de mí.
—¡Eso ya lo hacemos! —gritaron Joe y Norrie al unísono. Después se miraron y se echaron a reír.
 17


—¡Eso es, llora!
La voz procedía de muy lejos. Barbie intentaba volverse hacia ella, pero le costaba abrir los ojos, le ardían.
—¡Tienes muchísimo por lo que llorar!
Parecía que el hombre que hacía esas declaraciones también estuviera llorando. Y la voz le resultaba familiar. Barbie intentó mirar, pero sentía los párpados hinchados y pesados. Los ojos, debajo de ellos, le latían al ritmo del corazón. Tenía los senos tan obstruidos que los oídos le crujían al tragar.
—¿Por qué la has matado? ¿Por qué has matado a mi niña?
Algún hijoputa me ha tirado spray. ¿Denton? No, Randolph.
Barbie consiguió abrir los ojos apretándose las cejas con la base de las manos y tirando hacia arriba. Vio a Andy Sanders de pie al otro lado de los barrotes, con lágrimas en las mejillas. ¿Qué veía Sanders? Un tipo en una celda; un tipo en una celda siempre parecía culpable.
Sanders gritó:
—¡Era todo lo que me quedaba!
Randolph, con gesto abochornado, estaba detrás de él y no dejaba de arrastrar los pies, como un niño al que hacía veinte minutos que deberían haber dejado ir al baño. A pesar de que le escocían los ojos y le martilleaban los senos frontales, a Barbie no le sorprendió que Randolph hubiese dejado bajar a Sanders allí. No porque Sanders fuera el primer concejal de la ciudad, sino porque a Peter Randolph le resultaba casi imposible decir que no.
—Bueno, Andy —dijo Randolph—. Ya basta. Querías verlo y te he dejado, aunque va en contra de lo que me dicta el sentido común. Ahora está a la sombra y pagará por lo que ha hecho. Así que vamos arriba y te serviré una taza de…
Andy agarró a Randolph por la pechera del uniforme. Era diez centímetros más bajo que él, pero aun así Randolph parecía asustado. Barbie no podía culparle. Veía el mundo a través de una película de color rojo oscuro, pero podía distinguir la furia de Andy Sanders con bastante claridad.
—¡Dame tu pistola! ¡Un juicio sería demasiado bueno para él! ¡De todas formas, seguro que se libra! Tiene amigos en las altas esferas, ¡eso dice Big Jim! ¡Quiero una reparación! ¡Merezco una reparación, así que dame tu pistola!
Barbie no creía que el deseo de Randolph de ser complaciente llegara tan lejos como para entregarle un arma a Andy y que este pudiera dispararle en esa celda como a una rata en un depósito de aguas pluviales, pero no estaba completamente seguro; a lo mejor había alguna otra razón, además de la cobarde compulsión de complacer, para que Randolph hubiese dejado bajar allí a Sanders, y que lo hubiese dejado bajar solo.
Se puso en pie como pudo.
—Señor Sanders. —Parte del spray le había entrado en la boca. Tenía la lengua y la garganta hinchadas, su voz era un graznido nasal nada convincente—. Yo no he matado a su hija, señor. No he matado a nadie. Si lo piensa bien, se dará cuenta de que su amigo Rennie necesita a un cabeza de turco y que yo soy el más oportuno…
Pero Andy no estaba en condiciones de pensar nada. Sus manos se abalanzaron sobre la pistolera de Randolph y empezó a tirar de la Glock. Alarmado, Randolph luchó porque no la sacara de donde estaba.
En ese momento, una figura de gran barriga bajó la escalera moviéndose con gracia a pesar de su gran mole.
—¡Andy! —vociferó Big Jim—. Andy, amigo… ¡Ven aquí!
Extendió los brazos. Andy dejó de pelearse por la pistola y corrió hacia él como un niño lloroso hacia los brazos de su padre. Big Jim lo estrechó en un abrazo.
—¡Quiero una pistola! —farfulló Andy alzando su rostro cubierto de lágrimas y de mocos hacia Big Jim—. ¡Consígueme una pistola, Jim! ¡Ya! ¡Ahora mismo! ¡Quiero pegarle un tiro por lo que ha hecho! ¡Como padre tengo ese derecho! ¡Ha matado a mi niñita!
—Puede que no solo a ella —dijo Big Jim—. Puede que tampoco solo a Angie, a Lester y a la pobre Brenda.
Eso detuvo la cascada de palabras. Andy alzó la mirada hacia la losa que era el rostro de Big Jim, atónito. Fascinado.
—Puede que también a tu mujer. A Duke. A Myra Evans. A todos los demás.
—¿Qué…?
—Alguien es el responsable de esta Cúpula, amigo… ¿Tengo razón?
—S… —Andy no fue capaz de más, pero Big Jim asintió con benevolencia.
—Y a mí me parece que la gente que lo haya hecho debe de tener como mínimo a un infiltrado aquí dentro. Alguien que remueva el guiso. Y ¿quién mejor para remover el guiso que un cocinero? —Le pasó un brazo por los hombros y guió a Andy hacia el jefe Randolph. Big Jim se volvió y miró a Barbie a la cara, roja e hinchada, como si estuviera mirando a alguna especie de insecto—. Encontraremos las pruebas. No me cabe ninguna duda. Ya ha demostrado que no es lo bastante listo para encubrir sus huellas.
Barbie centró su atención en Randolph.
—Esto es un montaje —dijo con su vozarrón nasal—. Puede que empezara solo porque Rennie tenía que salvar el culo, pero ahora ya es un golpe de estado en toda regla. Puede que usted no sea prescindible todavía, jefe, pero cuando lo sea, también usted caerá.
—Calla —dijo Randolph.
Rennie le acariciaba el pelo a Andy. Barbie pensó en su madre y en cómo solía acariciar a su cocker spaniel, Missy, cuando la perra se hizo mayor, estúpida e incontinente.
—Pagará por ello, Andy, tienes mi palabra. Pero antes vamos a descubrir todos los detalles: el qué, el dónde, el porqué y quién más está metido en esto. Porque no está solo, puedes apostar tu bala a que es cierto. Tiene cómplices. Pagará por ello, pero antes le sacaremos toda la información.
—¿Cómo pagará? —preguntó Andy. Miraba a Big Jim casi en estado de éxtasis—. ¿Cómo pagará por ello?
—Bueno, si sabe cómo levantar la Cúpula, y yo no lo veo descabellado, supongo que tendremos que contentarnos con verlo encerrado en Shawshank. Cadena perpetua sin fianza.
—Eso no es suficiente —susurró Andy.
Rennie seguía acariciándole la cabeza.
—¿Si la Cúpula no desaparece? —Sonrió—. En ese caso tendremos que juzgarlo nosotros mismos. Y cuando lo declaremos culpable, lo ejecutaremos. ¿Te gusta más eso?
—Mucho más —susurró Andy.
—A mí también, amigo.
Caricia. Caricia.
—A mí también.
 18


Salieron del bosque en fila de a tres, se detuvieron y alzaron la mirada hacia el campo de manzanos.
—¡Allí arriba hay algo! —dijo Benny—. ¡Lo veo! —Su voz sonaba exaltada, pero a Joe, además, le pareció que procedía de extrañamente lejos.
—Yo también —dijo Norrie—. Parece un… un… —«Radiofaro» era la palabra que quería decir, pero no logró pronunciarla. Solo consiguió emitir un sonido de rrr-rrr-rrr, como un niño pequeño jugando con cochecitos sobre un montón de arena. Después se cayó de la bici y quedó tendida en el camino sufriendo convulsiones en brazos y piernas.
—¿Norrie? —Joe se la quedó mirando (más con asombro que con alarma), y luego miró a Benny.
Sus ojos se encontraron solo un momento, y entonces también Benny se desplomó y la bicicleta se le cayó encima. Empezó a sacudirse y a apartar la High Plains a patadas. El contador Geiger cayó en la cuneta con el cuadrante hacia abajo.
Joe corrió hasta él y extendió un brazo que parecía estirarse como si fuera de goma. Dio la vuelta al cajetín amarillo. La aguja había saltado a +200, justo por debajo de la zona roja de peligro. El niño lo vio y acto seguido cayó en un agujero negro lleno de llamas de color naranja. Le pareció que procedían de un enorme montón de calabazas: una pira funeraria de ardientes linternas de Halloween. En algún lugar había voces que gritaban: perdidas y aterradas. Después se lo tragó la oscuridad.
 19


Cuando Julia llegó a las oficinas del Democrat después de marcharse del supermercado, Tony Guay, el antiguo reportero de deportes que había pasado a componer el departamento de redacción al completo, estaba escribiendo en su portátil. Ella le dio la cámara y dijo:
—Deja lo que estés haciendo y revela esto.
Se sentó frente a su ordenador para escribir el artículo. Lo había estado repasando mentalmente durante todo el trayecto por Main Street: «Ernie Calvert, antiguo gerente de Food City, hizo un llamamiento para que la gente entrara por la parte de atrás. Dijo que les había abierto las puertas, pero para entonces ya era demasiado tarde. Los disturbios estaban servidos». Era un buen comienzo. El problema era que no lograba escribirlo. No hacía más que apretar las teclas equivocadas.
—Ve arriba y acuéstate —dijo Tony.
—No, tengo que redactar…
—No vas a redactar nada en ese estado. Estás temblando como un flan. Es por el susto. Acuéstate una hora. Yo revelaré las fotografías y las dejaré en el escritorio de tu ordenador. También transcribiré tus notas. Venga, ve arriba.
A Julia no le gustaba lo que estaba diciendo Tony, pero reconocía que era lo más sensato. Solo que al final resultó ser más de una hora. Llevaba desde la noche del viernes sin dormir bien, lo cual parecía que había sido hacía un siglo, y no tuvo más que apoyar la cabeza en la almohada para quedar profundamente dormida.
Al despertar, vio con pavor que las sombras de su dormitorio eran muy alargadas. Era por la tarde. ¡Y Horace! Se habría orinado en cualquier rincón y la miraría con ojos abochornados, como si fuera culpa de él y no de ella.
Se enfundó las zapatillas y corrió a la cocina, pero su corgi no estaba junto a la puerta, gimiendo para que lo dejaran salir, sino apaciblemente dormido en su camita de mantas, entre la cocina y la nevera. En la mesa de la cocina había una nota apoyada contra el salero y el pimentero.
las 3 de la tarde

Julia:
Pete F. y yo hemos colaborado para redactar el artículo del supermercado. No es una maravilla, pero lo será cuando tú le añadas tu toque. Las fotos que has sacado tampoco están mal. Rommie Burpee se ha pasado por aquí y dice que todavía le queda mucho papel, así que todo OK en cuanto a eso. Además, dice que tienes que escribir un editorial sobre lo que ha pasado. «Ha sido totalmente innecesario», ha dicho. «Y totalmente negligente. A menos que quisieran que pasara. Yo a ese tipo lo veo capaz, y no me refiero a Randolph». Pete y yo estamos de acuerdo en que debería salir un editorial, pero tenemos que andarnos con ojo hasta que se conozcan todos los hechos. También estábamos de acuerdo en que necesitabas dormir un poco para poder escribir esto como hay que escribirlo. ¡Más que bolsas tenías maletas bajo los ojos, jefa! Me voy a casa a pasar un rato con mi mujer y mis niños. Pete se ha ido a comisaría. Dice que ha ocurrido «algo gordo» y quiere averiguar el qué.
Tony G.

¡PD! He sacado a pasear a Horace. Ha hecho todas sus cositas.
Julia, que no quería que Horace olvidara que ella formaba parte de su vida, lo despertó un momento, justo para que engullera media Beggin’ Strip, y después bajó para teclear la noticia y escribir el editorial que le habían sugerido Tony y Pete. Acababa de empezar cuando le sonó el móvil.
—Shumway, el Democrat.
—¡Julia! —Era Pete Freeman—. Me parece que será mejor que vengas. Marty Arsenault está en el mostrador de la comisaría y no quiere dejarme pasar. ¡Me ha dicho que espere fuera, joder! No es policía, no es más que un imbécil que conduce camiones madereros y se saca un dinero extra dirigiendo el tráfico en verano, pero ahora se porta como si fuera el Jefe Gran Polla de Montaña Cachonda.
—Pete, tengo una tonelada de cosas que hacer aquí, así que a menos que…
—Brenda Perkins está muerta. Y también Angie McCain, Dodee Sanders…
—¡¿Qué?! —Se levantó tan deprisa que volcó la silla.
—… y Lester Coggins. Los han matado. Y agárrate: han detenido a Dale Barbara por los asesinatos. Está abajo, encarcelado.
—Voy ahora mismo.
—Aaah, joder —dijo Pete—. Ahora llega Andy Sanders, y viene llorando como un condenado. ¿Intento conseguir alguna declaración o…?
—No. El hombre ha perdido a su hija tres días después de perder a su mujer. No somos el New York Post. Ahora mismo voy.
Colgó el teléfono sin esperar una contestación. Al principio se mantuvo bastante calmada. Incluso se acordó de cerrar la oficina con llave, pero en cuanto estuvo en la acera, al sentir el calor y verse bajo el emborronado cielo color tabaco, perdió la calma y echó a correr.
 20


Joe, Norrie y Benny estaban tirados en la Black Ridge Road, sacudiéndose bajo una luz demasiado difusa. Un calor demasiado ardiente se vertía sobre ellos. Un cuervo, ni mucho menos suicida, se posó en un cable telefónico y los observó con ojos brillantes, inteligentes. Graznó una vez, después se alejó aleteando por el extraño aire de la tarde.
—Halloween —musitó Joe.
—Que dejen de gritar —gimió Benny.
—No hay sol —dijo Norrie. Sus manos intentaban agarrar el aire. Estaba llorando—. No hay sol, ay Dios mío, ya no hay sol.
En lo alto de Black Ridge, en el campo de manzanos desde el que se dominaba todo Chester’s Mills, se produjo un fogonazo de una intensa luz malva.
Cada quince segundos, el resplandor se repetía.
 21


Julia subió corriendo los peldaños de la comisaría, todavía tenía la cara hinchada a causa del sueño, y el pelo alborotado por detrás. Cuando Pete consiguió alcanzarla, Julia sacudió la cabeza.
—Tú mejor quédate aquí. Puede que te llame cuando consiga la entrevista.
—Me encanta el pensamiento positivo, pero será mejor que esperes sentada —dijo Pete—. No mucho después de Andy ha aparecido… ¿adivinas quién? —Señaló al Hummer aparcado delante de la boca de incendios.
Linda Everett y Jackie Wettington estaban allí cerca, enfrascadas en una conversación. Las dos mujeres parecían más que asustadas.
Dentro de la comisaría, lo primero que sorprendió a Julia fue el calor que hacía; habían apagado el aire acondicionado, seguramente para ahorrar combustible. Lo siguiente fue la cantidad de jóvenes que había sentados por allí, incluidos dos de los hermanos Killian, que a saber cuántos eran; no había confusión posible con esas napias y esas cabezas apepinadas. Todos los chicos parecían estar rellenando formularios.
—¿Y si no tienes un último puesto de trabajo? —le preguntó uno a otro.
Desde abajo llegaban gritos llorosos: Andy Sanders.
Julia se fue directa a la sala de los agentes; la había visitado con frecuencia a lo largo de los años, incluso había contribuido al bote para café y donuts (una cestita de mimbre). Nunca antes le habían impedido el paso, pero esta vez Marty Arsenault dijo:
—No puede usted entrar ahí, señorita Shumway. Órdenes. —Lo dijo con una voz conciliadora que seguramente no había usado con Pete Freeman. Como pidiendo disculpas.
Justo entonces, Big Jim Rennie y Andy Sanders subieron por la escalera desde lo que los agentes de la policía de Mills llamaban el Gallinero. Andy lloraba. Big Jim lo rodeaba con un brazo y le hablaba para tranquilizarlo. Peter Randolph subió tras ellos. El uniforme de Randolph estaba resplandeciente, pero el rostro del que lo vestía era el de un hombre que ha escapado por muy poco de la explosión de una bomba.
—¡Jim! ¡Pete! —exclamó Julia—. ¡Quiero hablar con vosotros, para el Democrat!
Big Jim se volvió el tiempo suficiente para dirigirle una mirada que decía que las almas condenadas en el infierno también querían agua helada. Después se llevó a Andy hacia el despacho del jefe de policía. Rennie le estaba diciendo que rezarían.
Julia intentó pasar corriendo al otro lado del mostrador. Aún con cara de disculpa, Marty la agarró del brazo.
Julia dijo:
—Cuando me pediste que no sacara en el periódico aquel pequeño altercado con tu mujer, Marty, lo hice. Porque, si no, habrías perdido tu trabajo. Así que, si tienes una pizca de gratitud, suéltame.
Marty la soltó.
—He intentado detenerla pero no ha querido hacerme caso —masculló—. Recuérdelo.
Julia cruzó la sala de los agentes a la carrera.
—Solo un minuto, maldita sea —le dijo a Big Jim—. El jefe Randolph y tú sois funcionarios municipales y vais a hablar conmigo.
Esta vez, la mirada que le lanzó Big Jim fue furiosa además de despectiva.
—No. No vamos a hablar. No tienes nada que hacer aquí.
—¿Y él sí? —preguntó, y señaló a Andy Sanders con la cabeza—. Si lo que he oído decir de Dodee es cierto, es la última persona a la que debería permitírsele estar ahí abajo.
—¡Ese hijo de puta ha matado a mi preciosa niña! —bramó Andy.
Big Jim apuntó a Julia con un dedo.
—Tendrás tu historia cuando estemos listos para dártela. No antes.
—Quiero ver a Barbara.
—Está arrestado por cuatro asesinatos. ¿Te has vuelto loca?
—Si el padre de una de sus supuestas víctimas puede bajar a verlo, ¿por qué yo no?
—Porque no eres una víctima ni un familiar —dijo Big Jim. Su labio superior se retrajo y dejó a la vista sus dientes.
—¿Ya tiene abogado?
—He terminado de hablar contigo, muj…
—¡No hay que buscarle ningún abogado, hay que ahorcarlo! ¡HA MATADO A MI PRECIOSA NIÑA!
—Vamos, amigo —dijo Big Jim—. Se lo contaremos al Señor en nuestras oraciones.
—¿Qué clase de pruebas tenéis? ¿Ha confesado? Si no ha confesado, ¿qué clase de coartada ha presentado? ¿Cómo concuerda con las horas de las muertes? ¿Sabéis siquiera a qué horas se produjeron las muertes? Si acaban de descubrirse los cuerpos, ¿cómo podéis saberlo? ¿Fue con arma de fuego, con arma blanca o…?
—Pete, encárgate de esta mala púa —dijo Big Jim sin volverse—. Si no quiere marcharse ella sola, la echas. Y dile a quienquiera que esté en el mostrador que está despedido.
Marty Arsenault se estremeció y se pasó una mano por los ojos. Big Jim acompañó a Andy al despacho del jefe y cerró la puerta.
—¿Está acusado? —le preguntó Julia a Randolph—. No podéis acusarlo sin un abogado, ya lo sabes. No es legal.
Y aunque todavía no parecía peligroso, solo aturdido, Pete Randolph dijo algo que le heló el corazón.
—Hasta que la Cúpula desaparezca, Julia, supongo que es legal todo lo que nosotros decidamos que lo es.
—¿Cuándo los mataron? Dime eso por lo menos.
—Bueno, parece que las dos chicas fueron las pri…
La puerta del despacho se abrió y Julia no tuvo ninguna duda de que Big Jim había estado de pie al otro lado, escuchando. Andy estaba sentado detrás de lo que ahora era el escritorio de Randolph, con la cara hundida entre las manos.
—¡Sácala de aquí! —rugió Big Jim—. No quiero tener que repetírtelo.
—¡No podéis tenerlo incomunicado y no podéis negarle la información a la gente de este pueblo! —gritó Julia.
—Te equivocas en ambas cosas —dijo Big Jim—. ¿Alguna vez has oído ese dicho de «Si no eres parte de la solución, eres parte del problema»? Bueno, pues no solucionas nada estando aquí. Eres una metomentodo muy pesada. Siempre lo has sido. Y, si no te marchas, vas a acabar arrestada. Estás advertida.
—¡Genial! ¡Arréstame! ¡Enciérrame en una celda ahí abajo! —Extendió las manos con las muñecas juntas, como para que la esposaran.
Por un momento creyó que Jim Rennie iba a pegarle. En su rostro se veía claramente el deseo de hacerlo. En lugar de eso, Big Jim habló con Pete Randolph.
—Por última vez, saca de aquí a esta metomentodo. Si se resiste, échala a patadas. —Y cerró de un portazo.
Sin mirarla a los ojos y con las mejillas del color de un ladrillo recién cocido, Randolph la agarró del brazo. Esta vez, Julia no se resistió. Al pasar junto al mostrador, Marty Arsenault, más con desconsuelo que con ira, dijo:
—¡Ahora mira! He perdido mi trabajo y se lo darán a uno de estos catetos que no saben distinguirse el codo del culo.
—No vas a perder el trabajo, Marts —dijo Randolph—. Puedo convencerlo.
Un momento después, Julia estaba fuera, parpadeando a la luz del sol.
—Bueno —dijo Pete Freeman—. ¿Qué tal ha ido?
 22


Benny fue el primero en recuperarse. Y, aparte del calor que tenía —la camiseta se le había pegado a su nada heroico torso—, se encontraba bien. Se arrastró hasta Norrie y la zarandeó. La niña abrió los ojos y lo miró aturdida. Tenía el pelo pegado a las sudorosas mejillas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Debo de haberme quedado dormida. He tenido un sueño, pero no recuerdo qué era. Aunque era algo malo. Eso sí lo sé.
Joe McClatchey se dio la vuelta y consiguió ponerse de rodillas.
—¿Estás bien, Jo-Jo? —preguntó Benny. No llamaba Jo-Jo a su amigo desde que iban a cuarto.
—Sí. Las calabazas ardían.
—¿Qué calabazas?
Joe sacudió la cabeza. No lo recordaba. Lo único que sabía era que quería buscar una sombra y beberse el resto de su Snapple. Después pensó en el contador Geiger. Lo rescató de la cuneta y vio con alivio que seguía funcionando; por lo visto, en el siglo XX se fabricaban cosas muy resistentes.
Le enseñó a Benny la lectura de +200 e intentó enseñársela también a Norrie, pero ella estaba mirando colina arriba, hacia el campo de manzanos que había en lo alto de Black Ridge.
—¿Qué es eso? —preguntó, y señaló.
Al principio Joe no vio nada. Después se produjo un fogonazo de una luz púrpura muy brillante. Casi resplandecía demasiado para mirarla directamente. Poco después volvió a encenderse otra vez. Joe consultó su reloj para intentar cronometrar los fogonazos, pero su reloj se había detenido a las 16.02.
—Me parece que es lo que estábamos buscando —dijo mientras se ponía de pie. Esperaba sentir las piernas como de goma, pero no fue así. Salvo por el exceso de calor, se encontraba bastante bien—. Larguémonos de aquí antes de que esa cosa nos deje estériles o algo parecido.
—Tío —dijo Benny—. ¿Quién quiere tener hijos? Podrían salirme como yo. —Aun así, se montó en la bicicleta.
Volvieron por el mismo camino por el que habían llegado y no pararon para descansar ni para beber hasta que cruzaron el puente y se encontraron otra vez en la 119.


SAL


 1


Las agentes que estaban de pie junto al H3 de Big Jim seguían hablando, (Jackie daba caladas nerviosas a un cigarrillo), pero interrumpieron su conversación cuando Julia Shumway pasó ofendida junto a ellas.
—¿Julia? —preguntó Linda con voz dudosa—. ¿Qué es lo que ha…?
Julia siguió andando. Lo último que quería hacer mientras siguiera furiosa era hablar con otro representante de la ley y el orden como los que de pronto parecía que había en Chester’s Mills. Estaba ya a medio camino de las oficinas del Democrat cuando se dio cuenta de que no era solo enfado lo que sentía. El enfado ni siquiera constituía la mayor parte de sus emociones. Se detuvo bajo el toldo de Libros Nuevos y Usados Mills (CERRADO HASTA NUEVO AVISO, decía el letrero escrito a mano que había en el escaparate), en parte para esperar a que se le calmara el corazón, que le latía a toda velocidad, pero sobre todo para mirar en su interior. No tardó mucho.
—Solo estoy asustada, nada más —dijo, y se sobresaltó un poco al oír el sonido de su propia voz. No pretendía decirlo en voz alta.
Pete Freeman la alcanzó.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. —Era mentira, pero lo pronunció con bastante firmeza. Desde luego, ella no podía ver lo que decía su rostro. Levantó una mano e intentó atusarse el pelo de la parte de atrás de la cabeza, que aún llevaba revuelto por el sueño. Se lo alisó… pero los mechones volvieron a alborotarse. Y, por si no hubiera bastante con todo lo demás, voy despeinada, pensó. Qué bonito. El toque final.
—Pensaba que Rennie de verdad iba a hacer que el nuevo jefe de policía te arrestara —dijo Pete. Tenía los ojos muy abiertos y en ese momento parecía mucho más joven que el hombre de treinta y tantos que era.
—Eso quería yo. —Julia encuadró con sus manos un titular invisible—. UNA REPORTERA DEL DEMOCRAT CONSIGUE UNA ENTREVISTA EXCLUSIVA EN LA CÁRCEL CON EL ACUSADO DE LOS ASESINATOS.
—Julia… ¿Qué está pasando aquí? Aparte de la Cúpula, quiero decir. ¿Has visto a todos esos chicos rellenando impresos? Da un poco de miedo.
—Sí que los he visto —dijo Julia—, y tengo intención de escribir sobre ello. Tengo intención de escribir sobre todo esto. Además, no creo que sea la única que tendrá serias preguntas para James Rennie en la asamblea municipal del jueves por la noche.
Le puso una mano en el brazo a Pete.
—Voy a ver qué puedo descubrir sobre esos asesinatos, después escribiré lo que tenga. Además de un editorial todo lo duro que me vea capaz de redactar sin que resulte agitador. —Profirió un ladrido sin humor en lugar de una risa—. Cuando se trata de agitar a las masas, Jim Rennie cuenta con la ventaja de jugar en su cancha.
—No entiendo qué…
—No pasa nada, tú ponte a trabajar. Necesito un par de minutos para recuperar el dominio de mí misma. Después, a lo mejor seré capaz de decidir con quién tengo que hablar primero. Porque no tenemos precisamente una barbaridad de tiempo si queremos enviar algo a la prensa esta noche.
—A la fotocopiadora —repuso él.
—¿Qué?
—Enviarlo a la fotocopiadora esta noche.
Julia le dirigió una sonrisa débil y lo mandó a hacer sus cosas con un gesto de las manos. Al llegar a la puerta de las oficinas del periódico, Tony miró atrás. Ella lo saludó con la mano para hacerle ver que estaba bien, después miró el polvoriento escaparate de la librería. El cine del centro llevaba media década cerrado, y el autocine de las afueras había desaparecido hacía tiempo (el aparcamiento auxiliar de Rennie estaba ahora donde su gran pantalla se alzaba antaño sobre la 119), pero Ray Towle había conseguido de alguna forma que su pequeño y sucio emporium galorium siguiera renqueando. Parte de lo que exhibía en su escaparate consistía en libros de autoayuda. El resto de la vitrina estaba abarrotada de ediciones de bolsillo en cuyas cubiertas se veían mansiones envueltas en niebla, damas en apuros y tíos cachas a pie o caballo. Muchos de esos cachas blandían espadas y parecía que iban vestidos solo con ropa interior. ¡OSCURAS TRAMAS QUE TE HARÁN ENTRAR EN CALOR!, decía el cartel de ese lado.
Oscuras tramas, justamente.
Por si con la Cúpula no teníamos suficiente, suficiente para alucinar, tenemos también al Concejal del Infierno.
Comprendió entonces que lo que más le preocupaba (lo que más la asustaba) era lo deprisa que estaba sucediendo todo. Rennie se había acostumbrado a ser el gallo más grande y más cruel del corral, y ella contaba con que en algún momento intentaría incrementar su control sobre el pueblo… después de llevar, pongamos una semana o un mes incomunicados del mundo exterior. Pero solo habían pasado tres días y unas horas. ¿Y si Cox y sus científicos conseguían abrir una brecha en la Cúpula esa noche? ¿Y si desaparecía por sí misma, incluso? Big Jim se encogería de inmediato hasta recuperar su tamaño anterior, solo que también se le caería la cara de vergüenza.
—¿Qué vergüenza? —se preguntó, mirando todavía hacia las OSCURAS TRAMAS—. Simplemente diría que ha estado haciendo todo lo que estaba en su mano en unas circunstancias muy difíciles. Y le creerían.
Seguramente eso era cierto. Pero, aun así, no explicaba por qué el hombre no había esperado para ejecutar su jugada.
Porque algo ha salido mal y se ha visto obligado. Además…

—Además, no creo que esté del todo cuerdo —les dijo a los libros de bolsillo apilados—. No creo que nunca lo haya estado.
Aunque eso fuera cierto, ¿cómo podía explicarse que gente que todavía tenía la despensa llena hubiese protagonizado esos disturbios en el supermercado local? No tenía ningún sentido, a menos que…
—A menos que él lo haya instigado.
Era ridículo, el Especial del Día del Café Paranoia. ¿O quizá no? Julia supuso que podía preguntarles a algunas de las personas que habían estado en el Food City qué habían visto allí, pero ¿no eran más importantes los asesinatos? Ella era la única reportera de verdad que tenía, a fin de cuentas, y…
—¿Julia? ¿Señorita Shumway?
Julia estaba tan metida en sus elucubraciones que casi perdió los mocasines del salto que dio. Giró en redondo y se habría caído si Jackie Wettington no la hubiera sujetado. Linda Everett también estaba allí; había sido ella la que la había llamado. Las dos parecían asustadas.
—¿Podemos hablar con usted? —preguntó Jackie.
—Desde luego. Escuchar a la gente es mi trabajo. La parte negativa es que escribo lo que me cuentan. Ustedes, señoras, ya lo saben, ¿verdad?
—Pero no puede dar nuestros nombres —dijo Linda—. Si no accede a eso, dejémoslo.
—Por lo que a mí respecta —dijo Julia, sonriendo—, ustedes dos no son más que una fuente cercana a la investigación. ¿Les parece bien así?
—Si promete responder también a nuestras preguntas —dijo Jackie—. ¿Lo hará?
—Está bien.
—Estuvo en el supermercado, ¿verdad? —preguntó Linda.
La cosa se ponía cada vez más curiosa.
—Sí. Igual que ustedes dos. Así que hablemos. Comparemos nuestras notas.
—Aquí no —dijo Linda—. En la calle no. Es un sitio demasiado público. Y en las oficinas del periódico tampoco.
—Tranquilízate un poco, Lin —dijo Jackie, y le puso una mano en el hombro.
—Tranquilízate tú —contestó Linda—. No eres tú la que tiene un marido que cree que acabas de ayudar a que condenen injustamente a un hombre inocente.
—Yo no tengo marido —dijo Jackie, y Julia pensó que era razonable y afortunada; los maridos muchas veces eran un factor que lo complicaba todo—. Pero conozco un lugar al que podemos ir. Tendremos intimidad y siempre está abierto. —Lo pensó un momento—. O al menos lo estaba. Desde la Cúpula, no sé.
Julia, que hacía un momento estaba reflexionando sobre a quién entrevistar primero, no tenía ninguna intención de dejar que esas dos se le escaparan.
—Vamos —dijo—. Caminaremos por diferentes aceras hasta que hayamos pasado la comisaría, ¿qué les parece?
Al oír eso, Linda consiguió sonreír.
—Qué buena idea —dijo.
 2


Piper Libby se agachó con cuidado frente al altar de la Primera Iglesia Congregacional y se estremeció de dolor a pesar de que había colocado un almohadón en el banco para apoyar las rodillas, magulladas e hinchadas. Se agarró con la mano derecha; mantenía el brazo izquierdo, el que le habían dislocado hacía poco, pegado contra el costado. Parecía que ya lo tenía mucho mejor (le dolía menos que las rodillas, de hecho), pero no pensaba ponerlo a prueba cuando no había ninguna necesidad. Tenía demasiadas probabilidades de dislocárselo fácilmente otra vez; le habían informado de ello (y con seriedad) después de la lesión que sufrió cuando jugaba al fútbol en el instituto. Unió las manos y cerró los ojos. Su lengua se fue de inmediato al agujero, ocupado hasta el día anterior por un diente. Sin embargo, en su vida había un agujero más horrible.
—Hola, Inexistencia —dijo—. Vuelvo a ser yo, otra vez estoy aquí para servirme una ración de tu amor y tu misericordia. —Una lágrima cayó desde debajo de un párpado hinchado y resbaló por una mejilla hinchada (y huelga decir que amoratada)—. ¿Está mi perro por ahí? Solo te lo pregunto porque lo echo mucho de menos. Si está por ahí, espero que le des el equivalente espiritual de un hueso para morder. Se merece uno.
Vinieron más lágrimas, lentas, calientes y lacerantes.
—Seguramente no está. Casi todas las religiones mayoritarias coinciden en que los perros no van al cielo, aunque hay algunas sectas minoritarias (y el Reader’s Digest, tengo entendido) que no están de acuerdo.
Desde luego, si el cielo existía o no era una cuestión discutible, y la idea de esa existencia sin paraíso, de esa cosmología sin paraíso, era el lugar en el que lo que quedaba de su fe parecía sentirse como en casa. A lo mejor lo que había era el olvido; a lo mejor algo peor. Una vasta llanura inexplorada bajo un cielo blanco, por poner un ejemplo, un lugar donde la hora siempre era ninguna, el destino ningún lugar y nadie tu acompañante. Solo la gran Inexistencia de siempre, en otras palabras; para policías malos, para señoras predicadoras, para niños que se mataban accidentalmente de un tiro y para pastores alemanes bobalicones que morían intentando proteger a sus amas. No había ningún Ser que separara el trigo de la paja. Rezarle a un concepto así tenía algo de histriónico (cuando no directamente blasfemo), pero de vez en cuando ayudaba.
—Pero la cuestión no es si hay cielo —dijo, retomando el hilo—. La cuestión ahora mismo es intentar descubrir hasta qué punto lo que le ha pasado a Clover ha sido culpa mía. Sé que tengo parte de responsabilidad, que me he dejado llevar por mi mal temperamento. Otra vez. Mi formación religiosa me hace pensar que, para empezar, tú me hiciste con este genio, y que yo debo ocuparme de él, pero detesto esa idea. No es que la rechace por completo, pero la detesto. Me recuerda a cuando llevas el coche al mecánico y los del taller siempre encuentran la forma de echarte la culpa del problema. Le has hecho demasiados kilómetros, no le haces suficientes kilómetros, te has olvidado de quitar el freno de mano, te has olvidado de cerrar la ventanilla y la lluvia ha entrado en el circuito eléctrico. Y ¿sabes qué es lo peor de todo? Que si tú eres una Inexistencia, ni siquiera puedo echarte una parte pequeñita de la culpa. Y entonces, ¿qué me queda? ¿La maldita genética?
Suspiró.
—Lamento la blasfemia. ¿Por qué no finges que No Ha Pasado? Eso es lo que hacía siempre mi madre. Mientras tanto, tengo otra pregunta: ¿qué hago ahora? Este pueblo está pasando por una situación terrible y me gustaría hacer algo para ayudar, solo que no consigo decidir el qué. Me siento tonta y débil y confundida. Supongo que si fuera uno de esos eremitas del Antiguo Testamento te diría que necesito una señal. En estos momentos, incluso CEDA EL PASO o MODERE LA VELOCIDAD ZONA ESCOLAR me parecería bien.
Nada más decir eso, la puerta de entrada se abrió y se cerró de golpe. Piper volvió la mirada por encima del hombro, casi esperando ver a un ángel, con sus alas y su arremolinada túnica blanca y todo. Si quiere luchar, antes tendrá que curarme el brazo, pensó.
No era un ángel; era Rommie Burpee. Llevaba la mitad de la camisa fuera del pantalón, colgando por la pierna casi hasta la mitad del muslo, y parecía casi tan abatido como estaba en realidad. Empezó a caminar por el pasillo central, después vio a Piper y se detuvo, tan sorprendido de verla a ella como ella de verlo a él.
—¡Ay, madre! —dijo el hombre, solo que con su acento on parle de Lewiston sonó a «ay, madgue»—. Lo siento, no sabía que estuviera usted aquí. Volveré más tarde.
—No —dijo ella, y se puso en pie con esfuerzo, valiéndose de nuevo nada más que de su brazo derecho—. De todas formas, ya había terminado.
—Yo en realidad soy católico —dijo (Venga ya, pensó Piper)—, pero no hay iglesia católica en Mills…, seguro que eso usted ya sabe, siendo pastora como es… y ya sabe lo que dicen de cualquier puerto en una tempestad. He pensado en pasarme por aquí y rezar un poco por Brenda. Siempre me gustó mucho esa mujer. —Se frotó la mejilla con una mano. El rasgueo de la palma contra el rastrojo de barba sonó exageradamente fuerte en el silencio hueco de la iglesia. Su peinado a lo Elvis se le había desmadejado—. La quería, en realidad. Nunca se lo dije, pero yo creo que ella lo sabía.
Piper lo miraba cada vez con mayor horror. No había salido de la casa parroquial en todo el día y, aunque sabía lo que había sucedido en el Food City (muchos de sus parroquianos la habían llamado), no se había enterado de lo de Brenda Perkins.
—¿Brenda? ¿Qué le ha pasado?
—La han asesinado. Y también a otros. Dicen que ha sido ese tal Barbie. Lo han detenido.
Piper se tapó la boca con una mano y se balanceó como si fuese a perder el equilibrio. Rommie corrió hacia ella y le pasó un brazo por la cintura para sostenerla. Y así era como estaban, de pie ante el altar, casi como un hombre y una mujer a punto de casarse, cuando la puerta de la entrada volvió a abrirse y Jackie hizo pasar a Linda y a Julia.
—A lo mejor resulta que este sitio no es tan bueno como yo creía —dijo Jackie.
La iglesia era una caja de resonancia y, aunque no había hablado en voz muy alta, Piper y Romeo Burpee la oyeron perfectamente.
—No se vayan —dijo Piper—. No, si es por lo que ha sucedido. No puedo creer que el señor Barbara… Habría dicho que ese hombre era incapaz de algo así. Me colocó el brazo en su sitio cuando me lo dislocaron. Fue muy delicado todo el tiempo. —Se detuvo a pensarlo un poco—. Todo lo amable y delicado que podía ser, dadas las circunstancias. Vengan aquí delante. Por favor, vengan aquí delante.
—Algunas personas pueden recolocar un brazo dislocado y, aun así, ser capaces de cometer un asesinato —dijo Linda, pero se estaba mordiendo el labio y no dejaba de darle vueltas a su alianza.
Jackie le puso la mano en la muñeca.
—Íbamos a mantener todo esto entre nosotras, Lin… ¿Recuerdas?
—Ya es demasiado tarde para eso —dijo Linda—. Nos han visto con Julia. Si escribe un artículo y estos dos dicen que nos han visto con ella, nos echarán la culpa.
Piper no tenía una idea demasiado clara de a qué se refería Linda, pero captó el sentido general. Levantó el brazo derecho y barrió la sala con un gesto.
—Están en mi iglesia, señora Everett, y lo que se dice aquí no sale de aquí.
—¿Lo promete? —preguntó Linda.
—Sí. Así que ¿por qué no hablamos de ello? Justamente estaba rezando para pedir una señal, y aquí están todos ustedes.
—Yo no creo en esas cosas —dijo Jackie.
—Yo tampoco, en realidad —dijo Piper, y se rió.
—Esto no me gusta —añadió Jackie, dirigiéndose a Julia—. No importa lo que diga la reverenda, aquí hay demasiada gente. Perder el trabajo, como Marty, es una cosa. Eso podría sobrellevarlo, total el sueldo es una porquería. Pero conseguir que Jim Rennie se enfade y la tome conmigo… —Negó con la cabeza—. Eso no es buena idea.
—No somos demasiados —dijo Piper—. Somos justo la cantidad idónea. Señor Burpee, ¿sabe usted guardar un secreto?
Rommie Burpee, que en su época había cerrado una buena cantidad de negocios turbios, asintió y se llevó un dedo a los labios.
—Seré una tumba —dijo. «Seré» sonó «segué».
—Vamos a la casa parroquial —propuso Piper. Cuando vio que Jackie aún parecía dudosa, la reverenda alargó la mano izquierda hacia ella… con mucho cuidado—. Vamos, razonemos todos juntos. ¿Ayudados por una copita de whisky, quizá?
Y al oír eso, Jackie por fin se convenció.
 3


 31 ARDE LIMPIA ARDE LIMPIA
LA BESTIA SERÁ LANZADA VIVA DENTRO
DE UN LAGO DE FUEGO QUE ARDE (AP 19:20)
«Y SERÁN ATORMENTADOS DÍA & NOCHE
X LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS» (20:10)
ARDAN LOS MALVADOS
PURIFÍQUENSE LOS PIADOSOS
ARDE LIMPIA ARDE LIMPIA 31
31 VIENE EL JESUCRISTO DE FUEGO 31

Los tres hombres que se apretaban en la cabina del estruendoso camión de Obras Públicas se quedaron mirando el críptico mensaje con cierto asombro. Alguien lo había escrito en el edificio del almacén que había detrás de los estudios de la WCIK, negro sobre rojo y en unas letras tan grandes que casi cubrían toda la superficie.
El hombre que iba sentado en medio era Roger Killian, el dueño de la granja de pollos que tenía una prole con cabezas apepinadas. Se volvió hacia Stewart Bowie, que era el que iba al volante del camión.
—¿Eso qué quiere decir, Stewie?
Fue Fern Bowie el que respondió.
—Quiere decir que ese condenado de Phil Bushey está más zumbado que nunca, eso es lo que quiere decir. —Abrió la guantera del camión, sacó un par de guantes de trabajo grasientos y tras ellos apareció un revólver del 38. Comprobó que estuviera cargado, después volvió a encajar el cilindro en su lugar con un rápido gesto de muñeca y se guardó el arma en el cinturón.
—Ya sabes, Fernie —dijo Stewart—, que esa es una forma cojonuda de volarte de un tiro la fábrica de bebés.
—Tú no te preocupes por mí, preocúpate por él —dijo Fern, señalando hacia atrás, hacia los estudios. Desde allí llegaba flotando hasta ellos el leve sonido de una música góspel—. Lleva casi un año colocándose con su propio producto y es más o menos igual de estable que la nitroglicerina.
—Ahora a Phil le gusta que le llamen el Chef —dijo Roger Killian.
Primero habían aparcado a la entrada de los estudios y Stewart había tocado el enorme claxon del camión de Obras Públicas… no una, sino varias veces. Phil Bushey no había salido. Tal vez estuviera allí dentro escondido; tal vez hubiera salido a dar una vuelta por el bosque que había detrás de la emisora; incluso era posible, pensó Stewart, que estuviera en el laboratorio. Paranoico. Peligroso. Lo cual seguía sin hacer que el revólver fuera una buena idea. Se inclinó hacia delante, lo sacó del cinturón de Fern y lo guardó debajo del asiento del conductor.
—¡Oye! —exclamó Fern.
—No vas a disparar un arma ahí dentro —dijo Stewart—. Podrías hacernos volar a todos hasta la luna. —Y le preguntó a Roger—: ¿Cuándo fue la última vez que viste a ese hijo de puta esquelético?
Roger lo rumió un poco.
—Hará unas cuatro semanas, como poco… desde el último gran cargamento que salió del pueblo. Cuando hicimos que viniera ese gran helicóptero Chinook. —Lo pronunció «Shin-uuuk». Rommie Burpee lo habría entendido.
Stewart lo pensó un momento. Aquello no era buena señal. Si Bushey estaba en el bosque, no pasaba nada. Si estaba encogido de miedo en los estudios, paranoico y pensando que habían llegado los federales, seguramente tampoco habría ningún problema… a menos que decidiera salir disparando, claro.
Si estaba en el almacén, sin embargo… Eso sí que podía ser un problema.
Stewart le dijo a su hermano:
—En la parte de atrás del camión hay unos cuantos trozos de madera de buen tamaño. Pilla uno. Si Phil aparece y se pone hecho un energúmeno, le endiñas bien.
—¿Y si tiene una pistola? —preguntó Roger con bastante sensatez.
—No tiene pistola —dijo Stewart. Y, aunque en realidad no estaba seguro de eso, tenía órdenes que cumplir: entregar dos depósitos de propano en el hospital sin perder tiempo. «Y, en cuanto podamos, vamos a sacar de allí todo lo que queda», había dicho Big Jim. «Hemos dejado oficialmente el negocio del cristal».
Aquello era todo un alivio, en parte; cuando se acabara ese asunto de la Cúpula, Stewart tenía la intención de dejar también el negocio de las pompas fúnebres. Se trasladaría a algún lugar donde hiciera calor, como Jamaica o Barbados. No quería volver a ver ningún cadáver más. Sin embargo, tampoco quería ser él quien le dijera al «Chef» Bushey que cerraban la fábrica, y así se lo había expresado a Big Jim. «Deja que sea yo quien se ocupe del Chef», había dicho Big Jim.
Stewart rodeó el edificio en el gran camión naranja y aparcó dando marcha atrás frente a las puertas traseras. Dejó el motor encendido para poder maniobrar el cabrestante y el montacargas.
—¡No te lo pierdas! —soltó Roger Killian, maravillado. Miraba fijamente hacia el oeste, donde el sol se estaba poniendo convertido en un preocupante manchurrón rojo. Pronto se hundiría en el gran borrón negro que había dejado el incendio del bosque y quedaría tachado por un eclipse de suciedad—. Es para quedarse hecho polvo…
—Deja de mirar embobado —dijo Stewart—. Quiero hacer esto y largarme de aquí. Fernie, pilla un madero. Escoge uno bueno.
Fern se subió al montacargas y eligió un tablón más o menos igual de largo que un bate de béisbol. Lo sostuvo con ambas manos y lo blandió en el aire para probarlo.
—Este irá bien —dijo.
—Baskin-Robbins —dijo Roger con voz soñadora. Entrecerraba los ojos y se los protegía con una mano mientras seguía mirando hacia el oeste. No estaba precisamente guapo con los ojos entrecerrados. Parecía un trol.
Stewart se detuvo un momento mientras abría la puerta de atrás, un proceso complicado en el que estaban implicados un dispositivo táctil y dos cerraduras.
—¿De qué mierda hablas?
—Treinta y un sabores —dijo Roger. Sonrió y dejó ver unos cuantos dientes putrefactos a los que ni Joe Boxer, ni seguramente ningún otro dentista, les había echado nunca un vistazo.
Stewart no tenía la menor idea de a qué se refería Roger, pero su hermano sí.
—No creo que eso del lateral del edificio sea un anuncio de helados —dijo Fern—. A menos que en el libro del Apocalipsis salga algún Baskin-Robbins.
—Callaos, los dos —dijo Stewart—. Fernie, ponte ahí con el madero preparado. —Empujó la puerta para abrirla y miró dentro—, ¿Phil?
—Llámalo Chef —le aconsejó Roger—. Como ese cocinero negrata de South Park. Eso es lo que le gusta.
—¿Chef? —llamó Stewart—. ¿Estás ahí dentro, Chef?
No hubo respuesta. Stewart metió un brazo a tientas en la penumbra, casi esperando que una mano lo agarrara en cualquier momento, y encontró el interruptor de la luz. La encendió e iluminó una sala que ocupaba más o menos unas tres cuartas partes de la superficie total del edificio. Las paredes eran de madera desnuda y sin acabados, los espacios entre los listones estaban rellenos de espuma aislante de color rosa. Casi toda la sala estaba llena de depósitos de propano líquido y bombonas de todos los tamaños y todas las marcas. Stewart no tenía ni idea de cuántos había en total, pero si se hubiera visto obligado a dar una cantidad, habría dicho un número entre cuatrocientos y seiscientos.
Stewart empezó a caminar despacio por el pasillo central, mirando de reojo hacia las letras troqueladas de los depósitos. Big Jim le había dicho exactamente cuáles tenían que llevarse, le había dicho que estaban más bien al fondo, y por Dios que allí estaban. Se detuvo al llegar a los cinco depósitos de tamaño municipal que tenían HOSP CR escrito en el lateral. Estaban entre unos depósitos que habían birlado de la oficina de correos y otros que llevaban la inscripción ESCUELA DE SECUNDARIA DE MILL en los lados.
—Se supone que tenemos que llevarnos dos —le dijo a Roger—. Trae la cadena y los engancharemos. Fernie, tú acércate ahí y prueba con la puerta del laboratorio. Si no está cerrada, ciérrala con llave. —Le lanzó el llavero a su hermano.
Fern podría haber pasado sin tener que ocuparse de eso, pero era un hermano obediente. Recorrió el pasillo que había entre todos aquellos depósitos de propano, que llegaban hasta unos tres metros de la puerta del fondo… y la puerta, tal como vio en ese momento con el corazón encogido, estaba entreabierta. Detrás de él oyó el estrépito de la cadena, después el gemido del cabrestante y el grave golpeteo del primer depósito que arrastraban hacia la caja del camión. Sonaba como si estuviera sucediendo muy lejos, sobre todo al imaginar al Chef agazapado al otro lado de esa puerta, enajenado y con los ojos rojos. Fumado hasta las cejas y armado con una TEC-9.
—¿Chef? —preguntó—. ¿Estás ahí, tío?
No hubo respuesta. Y, aunque no tenía ningún motivo para ello (seguramente él mismo estaba loco por hacerlo), la curiosidad se apoderó de él y utilizó su bate improvisado para empujar la puerta y abrirla del todo.
Los fluorescentes del laboratorio estaban encendidos, pero, por lo demás, esa parte del almacén de Cristo Rey parecía vacía. La veintena de fogones que había allí (grandes parrillas eléctricas, cada una conectada a su propia campana de extracción y su bombona de propano) estaban apagados. Todos los botes, los vasos de precipitados y los caros matraces estaban en las estanterías. Aquel sitio apestaba (siempre había apestado y siempre apestaría, pensó Fern), pero el suelo estaba barrido y no había señal alguna de desorden. En una pared había un calendario de Coches de Ocasión Rennie, todavía en la página de agosto. Seguramente fue cuando el hijoputa acabó de perder el contacto con la realidad, pensó Fern. Se fue en su glooobooo. Se aventuró a entrar un poco más en el laboratorio. Ese sitio los había hecho a todos hombres ricos, pero a él nunca le había gustado. Aquel olor le recordaba demasiado a la sala de preparación del sótano de la funeraria.
Un rincón había sido dividido mediante un pesado panel de acero. En el centro del panel había una puerta. Allí, como sabía Fern, era donde se almacenaba el producto del Chef, cristal de metanfetamina en largas barras que no se guardaban en bolsitas de plástico herméticas Baggies, sino en grandes bolsas de basura Hefty. Y no era una birria de cristal. Ningún adicto a la tiza habría sido capaz de costearse esas existencias. Cuando aquel sitio estaba lleno, había allí bastante como para suministrar a todo Estados Unidos durante meses, quizá incluso un año.
¿Por qué le ha dejado Big Jim fabricar tanto, joder?, se preguntó Fern. Y ¿por qué nos subimos todos al carro? ¿En qué estábamos pensando? La única respuesta que encontraba para esa pregunta era la más evidente: porque podían. El cóctel del genio de Bushey con todos esos ingredientes chinos tan baratos los había emborrachado. Además, financiaba la CIK Corporation, que llevaba a cabo la obra de Dios a lo largo de toda la costa Este. Cuando alguien cuestionaba aquello, Big Jim siempre se lo recordaba, y solía citar las Escrituras: «Porque el obrero es digno de su salario» (evangelio según san Lucas) y «No pondrás bozal al buey cuando trille» (Deuteronomio 25:4).
Fern nunca había acabado de entender esa cita de los bueyes.
—¿Chef? —Avanzó aún un poco más—. ¿Compañero?
Nada. Miró hacia arriba y vio las galerías de madera desnuda que recorrían dos lados del edificio. Las utilizaban para almacenaje, y el contenido de las cajas de cartón apiladas ahí arriba les habría interesado muchísimo al FBI, la FDA y el ATF. Ahí arriba no había nadie, pero Fern vio algo que le pareció nuevo: un cable blanco que corría a lo largo de las barandillas de las dos galerías fijado a la madera mediante gruesas grapas. ¿Sería cable eléctrico? ¿Para alimentar qué? ¿Es que ese chalado había instalado más cocinas allí arriba? Si era así, Fern no las veía. El cable parecía demasiado grueso para alimentar solo un electrodoméstico como un televisor o una ra…
—¡Fern! —exclamó Stewart, haciéndole saltar del susto—. ¡Si no está ahí dentro, ven a echarnos una mano! ¡Quiero irme de aquí! ¡Han dicho que iban a dar un informativo en la tele a las seis y quiero ver si esa gente ya ha descubierto algo!
En Chester’s Mills, «esa gente» estaba empezando a querer decir cada vez más cualquier cosa o cualquier persona del mundo que estuviera al otro lado del límite municipal.
Fern echó a andar sin mirar por encima de la puerta, por lo que no vio a qué estaban enchufados los nuevos cables eléctricos: un gran ladrillo de un material blanco que parecía arcilla colocado en una pequeña estantería para él solo. Era un explosivo.
Receta personal del Chef.
 4


Mientras volvían al pueblo con el camión, Roger dijo:
—Halloween. Eso también es un treinta y uno.
—Eres una fuente inagotable de información —dijo Stewart.
Roger se dio unos golpecitos a un lado de esa cabeza de tan lamentable forma.
—Lo almaceno —dijo—. No lo hago a propósito. Es una habilidad que tengo.
Stewart pensó: Jamaica. O Barbados. Algún lugar cálido, eso seguro. En cuanto la Cúpula desaparezca. No quiero volver a ver a ningún Killian. Ni a nadie de este pueblo.
—También hay treinta y una cartas en una baraja —dijo Roger.
Fern se lo quedó mirando.
—¿Qué cojones estás…?
—Era una broma, solo lo decía en broma —dijo Roger, y profirió un espantoso alarido de risa que se clavó dolorosamente en la cabeza de Stewart.
Ya estaban llegando al hospital. Stewart vio un Ford Taurus gris saliendo del Catherine Russell.
—Eh, ese es el doctor Rusty —dijo Fern—. Seguro que se alegrará de que le traigamos este cargamento. Toca el claxon, Stewie.
Stewart tocó el claxon.
 5


Cuando los impíos se hubieron marchado, Chef Bushey soltó por fin el mando de apertura de la puerta del garaje. Había estado vigilando a los hermanos Bowie y a Roger Killian desde la ventana del lavabo de caballeros de los estudios. Su pulgar no se había separado en ningún momento del botón mientras habían estado en el almacén rebuscando entre sus cosas. Si hubieran salido con producto, el Chef habría apretado el botón y habría hecho saltar por los aires toda la fábrica.
—Está en tus manos, Jesús —había mascullado—. Como solíamos decir cuando éramos niños, no quiero hacerlo pero lo haré.
Y Jesús se había hecho cargo de todo. El Chef había tenido la sensación de que así sería al oír a George Dow y los Gospel-Tones cantando «God, How You Care For Me» en la radio satélite, y había sido una sensación muy real, una verdadera Señal del Cielo. Esos tres no habían ido a buscar cristal largo, sino dos míseros depósitos de propano líquido.
Vio cómo se alejaban en el camión, después recorrió arrastrando los pies el camino que iba desde la parte posterior de los estudios hasta el complejo laboratorio-almacén. Ese edificio era suyo, ese era su cristal largo, al menos hasta que llegara Jesucristo y se lo llevara todo para él.
Quizá en Halloween.
Quizá antes.
Había muchísimo en que pensar, y últimamente le resultaba más fácil pensar cuando había fumado.
Mucho más fácil.
 6


Julia daba pequeños sorbos de su vasito de whisky, lo hacía durar, en cambio las agentes de policía vaciaron los suyos de golpe, como dos heroínas. No era como para emborracharse, pero les soltaría la lengua.
—El caso es que estoy horrorizada —dijo Jackie Wettington. Tenía la mirada baja y jugaba con su vaso de zumo vacío, pero, cuando Piper le ofreció otro traguito, dijo que no con la cabeza—. Esto nunca habría sucedido si Duke siguiera vivo. Eso es en lo que no hago más que pensar. Aunque hubiese tenido razones para creer que Barbara había asesinado a su mujer, habría seguido el procedimiento correcto. Así era él. Y ¿permitir que el padre de una víctima bajara al Gallinero y se enfrentara con el homicida? ¡Jamás! —Linda asentía, dándole la razón—. Me da miedo lo que pueda pasarle a ese tipo. Además…
—Si puede pasarle a Barbie, ¿puede pasarnos a cualquier de nosotros? —preguntó Julia.
Jackie asintió. Mordiéndose los labios. Jugando con su vaso.
—Si le sucediera algo… no me refiero necesariamente a una barbaridad como un linchamiento, solo un accidente en su celda… no estoy segura de que pudiera volver a ponerme este uniforme nunca más.
La preocupación básica de Linda era más simple y más directa. Su marido creía que Barbie era inocente. En un primer momento de furia (sintiendo aún la repugnancia por lo que había visto en la despensa de los McCain), había rechazado aquella idea: al fin y al cabo, habían encontrado la placa de identificación de Barbie en la mano gris y rígida de Angie McCain. Sin embargo, cuanto más lo pensaba, más preocupada estaba. En parte porque respetaba la capacidad que tenía Rusty de juzgar las cosas, siempre lo había hecho, pero también por lo que había gritado Barbie justo antes de que Randolph le rociara con el spray de pimienta. «¡Dígale a su marido que examine los cadáveres! ¡Tiene que examinar los cadáveres!».
—Y una cosa más —dijo Jackie, todavía dándole vueltas a su vaso—. No se ataca a un prisionero con spray de pimienta solo porque grita. Ha habido sábados por la noche, sobre todo después de un partido importante, en que aquello de allí abajo parecía el zoo a la hora de la comida. Se les deja gritar y ya está. Al final se cansan y se quedan dormidos.
Julia, mientras tanto, estudiaba a Linda. Cuando Jackie hubo terminado, dijo:
—Dígame otra vez lo que ha dicho Barbie.
—Quería que Rusty examinara los cadáveres, sobre todo el de Brenda Perkins. Ha dicho que no estarían en el hospital. Él lo sabía. Están en la Funeraria Bowie, y eso no está bien.
—Si los han asesinado, es raro de cojones —dijo Romeo—. Perdón por la palabrota, reve.
Piper le quitó importancia con un ademán.
—Si los ha matado él, no logro entender por qué su preocupación más acuciante es que alguien examine esos cadáveres. Por otro lado, si no ha sido él, a lo mejor ha pensado que una autopsia podría exonerarlo.
—Brenda ha sido la víctima más reciente —dijo Julia—. ¿No es así?
—Sí —dijo Jackie—. Presentaba rigor mortis, pero no completo. Al menos a mí no me lo ha parecido.
—No —replicó Linda—. Y, puesto que el rigor empieza a aparecer unas tres horas después de la muerte, minutos arriba, minutos abajo, seguramente Brenda ha muerto entre las cuatro y las ocho de la mañana. Yo diría que más bien hacia las ocho. Pero yo no soy médico. —Suspiró y se pasó las manos por el pelo—. Tampoco Rusty lo es, desde luego, pero él podría haber determinado con mucha más exactitud la hora de la muerte si lo hubieran llamado. Nadie lo ha hecho. Y eso me incluye a mí. Es que estaba tan alucinada… estaban pasando tantas cosas…
Jackie dejó su vaso a un lado.
—Escuche, Julia, usted estaba con Barbara esta mañana en el supermercado, ¿verdad?
—Sí.
—A las nueve y pocos minutos. Ha sido entonces cuando han empezado los disturbios.
—Sí.
—¿Había llegado él antes o ha llegado usted primero? Porque yo no lo sé.
Julia no lo recordaba, pero tenía la sensación de que ella había llegado primero; que Barbie había llegado más tarde, poco después de Rose Twitchell y Anson Wheeler.
—Hemos conseguido calmar los ánimos —dijo—. Pero ha sido él quien nos ha dicho cómo hacerlo. Seguramente ha salvado a mucha gente de acabar gravemente herida. A mí eso no me cuadra con lo que han encontrado en esa despensa. ¿Tienen alguna idea del orden en que se produjeron las muertes? ¿Aparte de que Brenda ha sido la última?
—Angie y Dodee primero —dijo Jackie—. La descomposición estaba menos avanzada en Coggins, así que él vino después.
—¿Quién los ha encontrado?
—Junior Rennie. Ha sospechado algo porque ha visto el coche de Angie en el garaje. Pero eso no es lo que importa. Aquí lo que importa es Barbara. ¿Está segura de que ha llegado después de Rose y Anse? Porque eso no le ayuda demasiado.
—Estoy segura porque no iba en la furgoneta de Rose. De ahí solo han bajado ellos dos. Así que, suponiendo que no estaba ocupado matando a gente, entonces ¿estaría en…? —Era evidente—. Piper, ¿puedo usar tu teléfono?
—Desde luego.
Julia consultó un momento la guía telefónica tamaño panfleto del pueblo y luego llamó al restaurante con el teléfono móvil de Piper. El saludo de Rose fue cortante:
—El Sweetbriar está cerrado hasta nuevo aviso. Un hatajo de gilipollas ha arrestado a mi cocinero.
—¿Rose? Soy Julia Shumway.
—Ah. Julia. —Rose parecía solo un poco menos malhumorada—. ¿Qué quieres?
—Estoy intentando comprobar una posible secuencia temporal para la coartada de Barbie. ¿Te interesa ayudar?
—Ya te puedes jugar el cuello. La idea de que Barbie ha asesinado a esa gente es ridícula. ¿Qué quieres saber?
—Quiero saber si estaba en el restaurante cuando han empezado los disturbios en el Food City.
—Claro que sí. —Rose parecía desconcertada—. ¿Dónde iba a estar si no justo después del desayuno? Cuando Anson y yo hemos salido, él se ha quedado fregando las parrillas.
 7


El sol se estaba ocultando y, a medida que las sombras se alargaban, Claire McClatchey se iba poniendo cada vez más nerviosa. Al final se fue a la cocina para hacer lo que llevaba un rato retrasando: usar el teléfono móvil de su marido (que él había dejado allí olvidado el sábado por la mañana; siempre se lo olvidaba) para llamar al suyo. Le aterraba pensar que sonaría cuatro veces y que luego oiría su propia voz, alegre y animada, grabada antes de que el pueblo en el que vivía se convirtiera en una cárcel de barrotes invisibles. «Hola, este es el buzón de voz de Claire. Por favor, deja un mensaje después del bip».
Y ¿qué diría? ¿«Joey, llámame si no estás muerto»?
Empezó a apretar botones, después vaciló. Recuerda, si no contesta a la primera es porque va en la bicicleta y no le da tiempo a sacar el teléfono de la mochila antes de que salte el buzón de voz. Cuando llames la segunda vez, estará preparado porque sabrá que eres tú.
Pero ¿y si la segunda vez también saltaba el buzón de voz? ¿Y la tercera? En qué mala hora se le había ocurrido dejarle salir… Debía de estar loca.
Cerró los ojos y vio una imagen de pesadilla con toda claridad: los postes telefónicos y los escaparates de las tiendas de Main Street empapelados con fotografías de Joe, Benny y Norrie, igual que esos niños que se veían en los tablones de anuncios de las áreas de servicio de las autopistas, donde la leyenda siempre decía VISTO POR ÚLTIMA VEZ EL…
Abrió los ojos y marcó deprisa, antes de que pudiera perder los nervios. Estaba preparada para dejar un mensaje: «Volveré a llamar dentro de diez segundos y esta vez más te vale contestar, señorito», y se quedó de piedra cuando su hijo respondió, alto y claro, a mitad del tercer tono.
—¡Mamá! ¡Eh, mamá! —Vivo y más que vivo: desbordante de entusiasmo, a juzgar por el sonido de su voz.
«¿Dónde estás?», intentó decir, pero al principio no fue capaz de pronunciar nada. Ni una sola palabra. Sentía las piernas como si fueran de goma, elásticas; se apoyó contra la pared para no caerse al suelo.
—¿Mamá? ¿Estás ahí?
De fondo se oyó un coche que pasaba y la voz de Benny, tenue pero clara, saludando a alguien:
—¡Doctor Rusty! ¡Eh, colega, qué hay!
Claire por fin logró arrancar unas palabras.
—Sí. Estoy aquí. ¿Dónde estás?
—En lo alto de la cuesta del Ayuntamiento. Iba a llamarte porque está empezando a oscurecer, para decirte que no te preocuparas, y me ha sonado en la mano. Me has dado un susto de muerte.
Bueno, eso sí que era poner patas arriba la vieja tradición de regañina materna, ¿a que sí? En lo alto de la cuesta del Ayuntamiento. Estarán aquí dentro de diez minutos. Benny seguramente querrá otro kilo y medio de comida. Gracias, Dios mío.
Norrie estaba hablando con Joe. Parecía que decía algo así como «Díselo, díselo». Entonces volvió a oír la voz de su hijo, una voz tan fuerte y exultante que Claire tuvo que apartarse un poco el teléfono de la oreja.
—¡Mamá, creo que lo hemos encontrado! ¡Estoy casi seguro! ¡Está en el campo de manzanos de lo alto de Black Ridge!
—¿Qué habéis encontrado, Joey?
—No estoy del todo seguro, no quiero precipitarme a sacar conclusiones, pero seguramente es el aparato que genera la Cúpula. Tiene que ser eso. Hemos visto una señal intermitente, como las que ponen en lo alto de las torres de radio para advertir a los aviones, solo que esta estaba en el suelo y era violeta en lugar de roja. No nos hemos acercado lo bastante para poder ver nada más. Nos hemos desmayado: los tres. Cuando nos hemos despertado nos encontrábamos bien, pero estaba empezando a hacerse un poco tar…
—¿Cómo que os habéis desmayado? —Claire casi lo gritó—. ¿Qué quieres decir con que os habéis desmayado? ¡Ven a casa! ¡Ven a casa ahora mismo para que pueda mirarte bien!
—No pasa nada, mamá —dijo Joe con voz tranquilizadora—. Me parece que es como… ¿Sabes como cuando la gente toca la Cúpula por primera vez y le da una pequeña descarga y luego ya no les pasa nada más? Creo que es algo así. Creo que la primera vez te desmayas y luego te quedas como… inmunizado. Preparado para la acción. Eso es lo que cree Norrie también.
—¡No me importa ni lo que crea ella ni lo que creas tú, señorito! ¡Ven a casa ahora mismo para que pueda ver que estás bien o seré yo la que te inmunice el trasero!
—Vale, pero tenemos que ponernos en contacto con ese tal Barbara. Fue a él a quien se le ocurrió lo del contador Geiger antes que a nadie y ¡jolín, vaya si ha dado en el clavo…! También tendríamos que hablar con el doctor Rusty. Acaba de pasar en coche por aquí delante. Benny ha intentado llamarlo, pero no ha parado. Les diremos al señor Barbara y a él que vengan a casa, ¿vale? Tenemos que pensar cuál será nuestro próximo movimiento.
—Joe… El señor Barbara está… —Claire se detuvo. ¿Iba a decirle a su hijo que ese tal Barbara (al que algunas personas habían empezado a llamar coronel Barbara) había sido detenido, acusado de varios asesinatos?
—¿Qué? —preguntó Joe—. ¿Qué pasa con el señor Barbara? —La felicidad del éxito que se oía en su voz había sido reemplazada por la angustia. Claire supuso que su hijo era tan capaz de interpretar sus estados de ánimo como ella los de él. Y estaba claro que Joe había depositado muchísimas esperanzas en Barbara; Benny y Norrie seguramente también. Aquella no era una noticia que pudiera ocultarles (por mucho que le hubiera gustado), pero no tenía por qué dársela por teléfono.
—Venid a casa —dijo—. Hablaremos de ello aquí. Y, Joe… Estoy orgullosísima de ti.
 8


Jimmy Sirois murió a última hora de la tarde, mientras Joe «el Espantapájaros» y sus amigos regresaban al pueblo en sus bicicletas.
Rusty estaba sentado en el pasillo, rodeando a Gina Buffalino con un brazo y dejándola llorar sobre su pecho. Hubo una época en la que se hubiese sentido sumamente incómodo estando así sentado con una chica que apenas tenía diecisiete años, pero los tiempos habían cambiado. Bastaba echar un vistazo a ese pasillo (iluminado por siseantes focos Coleman en lugar de por los fluorescentes de silencioso resplandor del techo de paneles) para saber que los tiempos habían cambiado. Su hospital se había convertido en una galería de sombras.
—No ha sido culpa tuya —dijo—. No ha sido culpa tuya, ni mía, ni siquiera de él. Él no había pedido tener diabetes.
Aunque Dios sabía que había personas que coexistían con la diabetes durante años. Personas que se cuidaban. Jimmy, un medio ermitaño que había vivido solo en God Creek Road, no había sido de esos. Cuando por fin había cogido el coche para ir al Centro de Salud (eso había sido el jueves anterior), ni siquiera había podido bajar del vehículo, se había limitado a tocar el claxon hasta que Ginny había salido a ver quién era y qué pasaba. Al quitarle los pantalones al pobre viejo, Rusty había visto que su fofa pierna derecha estaba ya de un azul frío y muerto. Aunque todo hubiera ido bien con Jimmy, los daños del sistema nervioso seguramente habrían sido irreversibles.
«No me duele nada de nada, Doc», le había asegurado el viejo a Ron Haskell justo antes de caer en coma. Desde entonces había ido recuperando y perdiendo la conciencia mientras la pierna no dejaba de empeorar, y Rusty había ido retrasando la amputación, aunque sabía que tarde o temprano tendría que ser, si Jimmy quería tener alguna posibilidad.
Cuando se quedaron sin electricidad, los goteros que suministraban antibióticos a Jimmy y a otros dos pacientes continuaron goteando, pero los medidores de flujo se detuvieron, de manera que no hubo forma de regular las dosis. Peor aún, el monitor cardíaco y el respirador de Jimmy fallaron. Rusty desconectó el respirador, puso la mascarilla sobre la cara del viejo y le dio a Gina un curso de actualización sobre cómo utilizar el resucitador manual Ambu. A la chica se le daba bien, era muy constante, pero de todas formas Jimmy falleció a eso de las seis.
Gina estaba desconsolada.
Levantó la cara anegada en lágrimas del pecho de Rusty y dijo:
—¿Le he insuflado demasiado aire? ¿Demasiado poco? ¿Lo he asfixiado y lo he matado?
—No. Seguramente Jimmy iba a morir de todas formas, y de esta manera se ha ahorrado una amputación bastante horrible.
—No creo que pueda seguir haciendo esto —dijo, echándose a llorar otra vez—. Me da mucho miedo. Ahora mismo es horroroso.
Rusty no sabía cómo reaccionar ante eso, pero no tuvo que hacerlo.
—Pronto estarás bien —dijo una voz áspera y gangosa—. Tienes que estar bien, cielo, porque te necesitamos. —Era Ginny Tomlinson, que se les acercaba caminando despacio por el pasillo.
—No deberías estar levantada —dijo Rusty.
—Seguramente no —convino Ginny, y se sentó al otro lado de Gina con un suspiro de alivio. Se tocó la nariz; con las tiras adhesivas que llevaba bajo los ojos parecía un portero de hockey después de un partido complicado—. Pero de todas formas vuelvo a estar de servicio.
—A lo mejor mañana… —empezó a decir Rusty.
—No, ahora mismo. —Le dio la mano a Gina—. Y tú también, cielo. En mis tiempos de la escuela de enfermería, había una vieja y curtida enfermera titulada que tenía un dicho: «Puedes dejarlo cuando la sangre está seca y el rodeo ha terminado».
—¿Y si cometo algún error? —susurró Gina.
—Le pasa a todo el mundo. El truco es cometer los menos posibles. Y yo te ayudaré. A ti y también a Harriet. Así que, ¿qué me dices?
Gina miró el rostro hinchado de Ginny con vacilación, las heridas se veían acentuadas por un par de gafas viejas que había encontrado en algún sitio.
—¿Está segura de que ya se encuentra bien para esto, señorita Tomlinson?
—Tú me ayudas, yo te ayudo. Gina y Ginny, Mujeres al Ataque. —Levantó un puño.
Obligándose a sonreír un poco, Gina hizo chocar sus nudillos con los de Ginny.
—Todo esto mola un montón y es muy yupi-yupi —dijo Rusty—, pero si empiezas a sentirte débil, busca una cama y túmbate un rato. Órdenes del doctor Rusty.
Ginny se estremeció cuando la sonrisa que sus labios intentaban esbozar le tiró de las aletas de la nariz.
—Ni hablar de camas, me pido el viejo sofá de Ron Haskell en la sala de médicos.
Sonó el móvil de Rusty. Les hizo un gesto a las mujeres para que se fueran. Ellas se marcharon hablando, Gina con un brazo en la cintura de Ginny.
—Sí, aquí Eric —contestó.
—Aquí la mujer de Eric —dijo una voz apagada—. Llamaba para pedirle perdón a Eric.
Rusty entró en una sala de diagnosis en la que no había nadie y cerró la puerta.
—No hace falta ninguna disculpa —dijo… aunque no estaba muy seguro de que fuera verdad—. Fue un momento de exaltación. ¿Lo han soltado ya? —A él le parecía una pregunta perfectamente razonable tratándose del Barbie al que había empezado a conocer.
—Preferiría no hablar de esto por teléfono. ¿Puedes venir a casa, cariño? ¿Por favor? Tenemos que hablar.
Rusty suponía que la verdad era que sí, que podía. Había tenido a un solo paciente en estado crítico, y le había simplificado bastante la vida profesional muriéndose. Además, aunque le tranquilizaba volver a estar bien con la mujer a la que amaba, no le gustaba ese tono precavido que oía en su voz.
—Sí que puedo —dijo—, aunque no mucho rato. Ginny vuelve a estar en pie, pero si no la vigilo hará más de la cuenta. ¿Para la cena?
—Sí. —Parecía aliviada. Rusty se alegró—. Descongelaré un poco de sopa de pollo. Será mejor que consumamos todo lo que podamos de la comida que teníamos congelada mientras siga habiendo electricidad para conservarla en buen estado.
—Una cosa. ¿Todavía crees que Barbie es culpable? No me importa lo que piensen los demás, pero ¿tú?
Una larga pausa. Después, Linda dijo:
—Hablaremos cuando llegues. —Y, dicho eso, colgó.
Rusty estaba en la sala de diagnosis, apoyado en la camilla. Sostuvo el teléfono frente a sí con una mano durante un momento y luego apretó el botón de colgar. Había muchas cosas de las que no estaba seguro en ese preciso instante (se sentía como un hombre que nada en un mar de perplejidad), pero de una cosa sí estaba convencido: su mujer creía que alguien podía estar escuchándolos. Pero ¿quién? ¿El ejército? ¿Seguridad Nacional?
¿Big Jim Rennie?
—Ridículo —dijo Rusty a la sala vacía. Después se fue a buscar a Twitch para decirle que se marchaba un rato del hospital.
 9


Twitch accedió a no perder de vista a Ginny y asegurarse de que no hiciera más de la cuenta, pero había un quid pro quo: antes de marcharse, Rusty tenía que examinar a Henrietta Clavard, que había resultado herida durante el tumulto en el supermercado.
—¿Qué le pasa? —preguntó Rusty, temiendo lo peor. Henrietta era una señora mayor, fuerte y sana, pero ochenta y cuatro años eran ochenta y cuatro años.
—Dice, y cito textualmente, que «Una de esas despreciables hermanas Mercier me ha roto el recondenado trasero». Cree que ha sido Carla Mercier. Que ahora es Venziano.
—Vale —dijo Rusty, y luego murmuró sin que viniera al caso—: Es una ciudad pequeña, y todos apoyamos al equipo. ¿Y es así?
—¿Es así el qué, senséi?
—Si se lo han roto.
—Yo qué sé. A mí no quiere enseñármelo. Dice, y vuelvo a citar textualmente, que «Solo mostraré mi salva sea la parte a los ojos de un profesional».
Los dos se echaron a reír con ganas, intentando sofocar las carcajadas.
Desde el otro lado de la puerta cerrada, la voz cascada y lastimera de una anciana dijo:
—Lo que me han roto es el trasero, no los tímpanos. Os estoy oyendo.
Rusty y Twitch se rieron más aún. Twitch se había puesto de un rojo alarmante.
Desde detrás de la puerta, Henrietta dijo:
—Si fuera vuestro trasero, amigos míos, no os estaríais riendo tan alegremente.
Rusty entró, todavía con una sonrisa en la cara.
—Lo siento, señora Clavard.
La mujer estaba de pie, en lugar de sentada, y, para gran alivio de Rusty, también ella sonreía.
—Bah —exclamó—. En todo este alboroto tiene que haber algo divertido. Qué más da que sea yo. —Lo pensó un momento—. Además, estaba allí dentro robando como todos los demás. Seguramente me lo merezco.
 10


El trasero de Henrietta resultó estar muy magullado, pero no roto. Y eso era bueno, porque un coxis aplastado no era algo de lo que reírse. Rusty le dio una pomada analgésica, le preguntó si en casa tenía Advil, para el dolor, y le dio el alta, cojeando pero satisfecha. O, al menos, todo lo satisfecha que podía estar una señora de su edad y su temperamento.
En su segundo intento de huida, unos quince minutos después de la llamada de Linda, Harriet Bigelow lo detuvo justo antes de que llegara a la puerta del aparcamiento.
—Ginny dice que deberías saber que Sammy Bushey se ha ido.
—¿Adónde se ha ido? —preguntó Rusty, teniendo siempre en mente ese viejo dicho de escuela de primaria de que la única pregunta estúpida es la que no se hace.
—Nadie lo sabe. Pero no está.
—A lo mejor ha ido al Sweetbriar a ver si servían la cena. Espero que sea eso, porque si intenta volver caminando hasta su casa, seguro que se le saltan los puntos.
Harriet parecía alarmada.
—¿Podría, no sé, morir desangrada? Morir desangrándote por el chirri… tiene que ser espantoso.
Rusty había oído muchos términos para «vagina», pero ese era nuevo para él.
—Seguramente no, pero acabaría aquí otra vez, y para una estancia más larga. ¿Y su niño?
Harriet lo miró con espanto. Era una chiquita muy seria que, cuando se ponía nerviosa, parpadeaba como una loca tras las gruesas lentes de sus gafas; el tipo de chica, pensó Rusty, que acabaría con una crisis mental quince años después de licenciarse suma cum laude en Smith o Vassar.
—¡El niño! ¡Ay, Dios mío, Little Walter! —Se fue corriendo por el pasillo antes de que Rusty pudiera detenerla y al poco regresó algo más tranquila—. Sigue aquí. No está muy activo, pero parece que ese es su carácter.
—Entonces seguro que Sammy vuelve. No importa cuáles sean sus otros problemas, quiere al niño. Aunque sea de una forma distraída.
—¿Cómo? —Más parpadeo furioso.
—Déjalo. Volveré en cuanto pueda, Hari. Que no decaiga.
—¿Que no decaiga el qué? —Sus párpados parecían a punto de echar humo.
Rusty estuvo a punto de soltar: «Quiero decir que adelante y con dos cojones», pero eso tampoco estaba bien. En la terminología de Harriet, «cojones» seguramente serían «cataplines».
—Mantente ocupada —dijo.
Harriet lo miró con alivio.
—Eso puedo hacerlo, doctor Rusty, ningún problema.
Rusty se volvió con intención de irse, pero de pronto se encontró con un hombre plantado frente a él: era delgado y, una vez superabas la nariz aguileña y la melena canosa recogida en una cola de caballo, no era feo. Se parecía un poco al difunto Timothy Leary. Rusty empezaba a preguntarse si al final conseguiría salir de allí.
—¿En qué puedo ayudarlo, señor?
—La verdad es que estaba pensando que a lo mejor yo podría ayudarles a ustedes. —Le tendió una mano huesuda—. Thurston Marshall. Mi compañera y yo estábamos pasando el fin de semana en el estanque de Chester y nos hemos quedado atrapados en este lo que sea.
—Siento oír eso —dijo Rusty.
—El caso es que tengo algo de experiencia médica. Fui objetor de conciencia durante el jaleo de Vietnam. Pensé en irme a Canadá, pero tenía planes… bueno, no importa. Me inscribí como objetor de conciencia y serví dos años como camillero en un hospital de veteranos de Massachusetts.
Aquello era interesante.
—¿El Edith Nourse Rogers?
—El mismo. Seguramente mis conocimientos están un poco anticuados…
—Señor Marshall, tengo trabajo para usted.
 11


Mientras se incorporaba a la 119, Rusty oyó un claxon. Miró por el retrovisor y vio uno de los camiones de Obras Públicas preparándose para torcer por el camino de entrada del Catherine Russell. Era difícil asegurarlo con la luz rojiza de la puesta del sol, pero le pareció ver que Stewart Bowie iba al volante. Lo que vio cuando miró una segunda vez le alegró el corazón: en la caja del camión parecían llevar un par de depósitos de propano líquido. Ya se preocuparía más adelante por saber de dónde habían salido, a lo mejor incluso les haría unas cuantas preguntas, pero de momento simplemente se sentía aliviado al saber que las luces pronto volverían a encenderse y que los respiradores y los monitores volverían a funcionar. Quizá no durante mucho tiempo, pero sus planes no alcanzaban más allá de un día.
En lo alto de la cuesta del Ayuntamiento vio a su antiguo paciente y skater Benny Drake con un par de amigos. Uno de ellos era el chico de los McClatchey, el que había preparado la retransmisión en directo del impacto del misil. Benny lo saludó con los brazos y gritó, evidentemente con la intención de que parara y darle un poco de palique. Rusty le devolvió el saludo, pero no frenó. Estaba impaciente por ver a Linda. También por escuchar lo que tenía que decir, desde luego, pero sobre todo por verla, estrecharla entre sus brazos y acabar de hacer las paces con ella.
 12


Barbie necesitaba mear pero se aguantó. Había llevado a cabo interrogatorios en Iraq y sabía cómo funcionaban allí las cosas. No sabía si en esa celda sería igual, pero tal vez sí. Las cosas estaban yendo muy deprisa y Big Jim había demostrado una implacable habilidad para avanzar con los tiempos. Igual que los más grandes demagogos, nunca subestimaba la disposición de su público a aceptar algo absurdo.
Barbie también tenía mucha sed, y no se sorprendió demasiado cuando uno de los nuevos agentes se presentó con un vaso de agua en una mano y una hoja de papel con un bolígrafo sujeto a ella en la otra. Sí, así funcionaban esas cosas; así funcionaban en Faluya, Tikrit, Hila, Mosul y Bagdad. Así funcionaban también ahora en Chester’s Mills, por lo visto.
El nuevo agente era Junior Rennie.
—Vaya, mírate —dijo Junior—. Ahora mismo ya no pareces tan dispuesto a dar ninguna paliza con tus espectaculares truquitos del ejército. —Levantó la mano en la que llevaba la hoja de papel y se frotó la sien izquierda con la punta de los dedos. El papel hizo ruido.
—Tú tampoco tienes muy buen aspecto.
Junior bajó la mano.
—Estoy sano como una rosa.
Eso sí que era raro, pensó Barbie; había quien decía «estoy sano como una manzana» y había quien simplemente decía «estoy como una rosa», pero no había nadie, que él supiera, que dijera «sano como una rosa». A lo mejor no quería decir nada, pero…
—¿Estás seguro? Tienes el ojo muy rojo.
—Estoy de puta madre. Y no he venido aquí para hablar de mí.
Barbie, que sabía muy bien para qué había ido Junior, dijo:
—¿Eso es agua?
Junior bajó la mirada hasta el vaso, como si se hubiera olvidado de él.
—Sí. El jefe ha dicho que a lo mejor tenías sed. Sed buenos, ya sabes. —Se rió a carcajada limpia, como si esa incongruencia fuera lo más ingenioso que hubiera salido alguna vez de su boca—. ¿Quieres?
—Sí, por favor.
Junior le tendió el vaso. Barbie alargó una mano. Junior lo retiró. Por supuesto. Así era como funcionaban esas cosas.
—¿Por qué los mataste? Tengo curiosidad, Baaarbie. ¿Angie ya no quería follar más contigo? Después, cuando lo intentaste con Dodee, ¿descubriste que le iba más merendar rajitas que comer pollas? ¿A lo mejor Coggins vio algo que no tenía que haber visto? Y Brenda empezó a sospechar. ¿Por qué no? Ella misma era policía, ¿sabes? ¡Por inyección!
Junior soltó gorgoritos de risa, pero debajo de esa hilaridad no se escondía más que un lúgubre estado de alerta. Y dolor. Barbie estaba bastante seguro de ello.
—¿Qué? ¿No tienes nada que decir?
—Ya lo he dicho. Me gustaría beber. Tengo sed.
—Sí, seguro que debes de tener sed. Ese spray de pimienta es una cabronada, ¿a que sí? Tengo entendido que serviste en Iraq, ¿cómo era aquello?
—Hacía calor.
Junior volvió a gorjear. Parte del agua se vertió en su muñeca. ¿Le temblaban un poco las manos? Y por el rabillo de ese ojo izquierdo en llamas caían lágrimas. Junior, ¿qué te pasa, joder? ¿Migrañas? ¿O alguna otra cosa?
—¿Mataste a alguien?
—Solo con la comida que cocinaba.
Junior sonrió como diciendo «Muy buena, muy buena».
—Pero allí no eras cocinero, Baaarbie. Eras oficial de enlace. Por lo menos esa era la descripción de tu cargo. Mi padre te buscó por internet. No salen muchas cosas, pero sí algunas. Mi padre cree que eras de los de interrogatorios. A lo mejor eras de los de operaciones encubiertas. ¿Eras como el Jason Bourne del ejército?
Barbie no dijo nada.
—Venga, ¿mataste a alguien? ¿O debería preguntar a cuántos mataste? Además de los que te has cargado aquí, quiero decir.
Barbie no dijo nada.
—Caray, esta agua tiene que estar buena. La he sacado de la nevera de arriba. ¡Fresquita fresquita!
Barbie no dijo nada.
—Los que han sido como tú volvéis con toda clase de problemas. Al menos eso es lo que tengo entendido y lo que veo por la tele. ¿Verdadero o falso? ¿Verdad o mentira?
No es una migraña lo que le lleva a hacer esto. Al menos ninguna migraña de la que yo haya oído hablar.
—Junior, ¿cuánto te duele la cabeza?
—No me duele.
—¿Cuánto hace que tienes esos dolores de cabeza?
Junior dejó el vaso en el suelo con mucho cuidado. Esa noche llevaba un arma de mano. La sacó y apuntó a Barbie entre los barrotes. El cañón temblaba un poco.
—¿Quieres seguir jugando a los médicos?
Barbie miró la pistola. La pistola no estaba en el guión, de eso estaba seguro; Big Jim tenía planes para él, y seguramente no eran planes agradables, pero no incluían que Dale Barbara muriera de un tiro en una celda de comisaría cuando cualquiera podía bajar corriendo desde el piso de arriba y ver que la puerta de la celda seguía cerrada y que la víctima estaba desarmada. Sin embargo, no podía confiar en que Junior siguiera el guión, porque Junior estaba enfermo.
—No —dijo—. Nada de médicos. Lo siento mucho.
—Sí, claro que lo sientes. Eres un imbécil de mierda arrepentido. —Pero parecía satisfecho. Volvió a meter el arma en la funda y volvió a coger el vaso de agua—. Tengo la teoría de que has regresado hecho una puta mierda por culpa de todo lo que viste e hiciste allí. Ya sabes, TEPT, ETS, SPM, alguna cosa de esas. Tengo la teoría de que sencillamente has estallado. ¿No es más o menos eso lo que ha pasado?
Barbie no dijo nada.
Junior no parecía muy interesado en saberlo, de todas formas. Le acercó el vaso por entre los barrotes.
—Cógelo, cógelo.
Barbie fue a coger el vaso creyendo que Junior volvería a retirarlo, pero no lo hizo. Probó el agua. No estaba fría y tampoco era potable.
—Sigue —dijo Junior—. Solo le he echado medio salero, eso puedes soportarlo, ¿verdad? Tú le echas sal al pan, ¿verdad?
Barbie se quedó mirando a Junior.
—¿No le echas sal al pan? ¿Le echas sal, hijo de puta? ¿Eh?
Barbie le devolvió el vaso por entre los barrotes.
—Quédatelo, quédatelo —dijo Junior con magnanimidad—. Y quédate también con esto. —Le pasó el papel y el bolígrafo.
Barbie los cogió y miró el papel. Era más o menos lo que había esperado. Abajo del todo había un lugar en el que tenía que firmar.
Hizo ademán de devolvérselo. Junior retrocedió ejecutando lo que fue casi un paso de baile, sonriendo y negando con la cabeza.
—Quédatelo. Mi padre ha dicho que no querrías firmarlo de buenas a primeras, pero tú piénsatelo. Y piensa en lo que sería tener un vaso de agua en el que no hayan echado sal. Y algo de comer. Una enorme y rica hamburguesa con queso. El paraíso. A lo mejor una Coca-Cola. Hay algunas frías en la nevera de arriba. ¿No te apetecería una rica cola Coca?
Barbie no dijo nada.
—¿No le echas sal al pan? Venga, no seas tímido. ¿Se la echas, caraculo?
Barbie no dijo nada.
—Acabarás por convencerte. Cuando tengas suficiente hambre y suficiente sed, ya te convencerás. Eso es lo que dice mi padre, y normalmente en estas cosas tiene razón. Ciao, Baaarbie.
Echó a andar por el pasillo y luego dio media vuelta.
—Nunca tendrías que haberme puesto la mano encima, ¿sabes? Ese fue tu gran error.
Mientras subía la escalera, Barbie se fijó en que Junior cojeaba un poco… o más bien arrastraba los pies. Eso era, se arrastraba hacia la izquierda y con la mano derecha se agarraba a la barandilla y tiraba de sí para compensarlo. Se preguntó qué pensaría Rusty Everett de esos síntomas. Se preguntó si alguna vez tendría ocasión de consultárselo.
Barbie se quedó mirando la confesión sin firmar. Le habría gustado romperla en pedazos y esparcirlos por el suelo frente a la celda, pero eso habría sido una provocación innecesaria. Estaba atrapado en las garras del gato y lo mejor que podía hacer era quedarse quieto. Dejó la hoja en el camastro, con el bolígrafo encima. Después cogió el vaso de agua. Sal. Lleno de sal. Podía olerla. Eso le hizo pensar en lo que había acabado siendo Chester’s Mills… aunque ¿no era ya antes? ¿Antes de la Cúpula? ¿No hacía tiempo que Big Jim y sus amigos se dedicaban a sembrar la tierra con sal? Barbie pensaba que sí. También pensaba que, si llegaba a salir vivo de aquella comisaría, sería un milagro.
No obstante, eran unos aficionados; no habían pensado en el retrete. Seguramente ninguno de ellos había estado nunca en un país en el que hasta un pequeño charco en una cuneta podía tener buena pinta cuando cargabas con cuarenta kilos de equipo y soportabas una temperatura de cuarenta y seis grados. Barbie vertió el agua con sal en un rincón de la celda. Después meó en el vaso y lo guardó debajo del camastro. Se arrodilló frente al retrete como un hombre rezando sus oraciones y bebió hasta que sintió que la barriga se le hinchaba.
 13


Linda estaba sentada en los escalones de la entrada cuando Rusty aparcó el coche. En el jardín trasero, Jackie Wettington empujaba a las pequeñas J en los columpios, y las niñas le pedían que empujara más fuerte y las hiciera subir más alto.
Linda se acercó a él con los brazos extendidos. Le dio un beso en la boca, se hizo atrás para mirarlo, después volvió a besarlo con las manos en sus mejillas y la boca abierta. Él sintió el breve y húmedo contacto de su lengua, e inmediatamente empezó a ponérsele dura. Linda lo sintió y se apretó contra él.
—Caray —dijo Rusty—. Tendremos que pelearnos en público más a menudo. Y, si no paras, también acabaremos haciendo otra cosa en público.
—Lo haremos, pero no en público. Primero… ¿tengo que volver a decirte que lo siento?
—No.
Linda le cogió de la mano y se lo llevó hacia los escalones.
—Bien. Porque tenemos cosas de que hablar. Cosas serias.
Él puso su otra mano sobre la de ella.
—Te escucho.
Linda le explicó lo que había sucedido en comisaría, cómo habían echado a Julia de allí después de permitir que Andy Sanders bajara a enfrentarse con el detenido. Le dijo que Jackie y ella habían ido a la iglesia para poder hablar con Julia en privado, y le explicó la posterior conversación en la casa parroquial, con Piper Libby y Rommie Burpee añadidos al grupo. Cuando le habló del principio de rigor que habían observado en el cadáver de Brenda Perkins, Rusty aguzó los oídos.
—¡Jackie! —gritó Rusty—. ¿Estás segura de eso del rigor mortis?
—¡Bastante! —respondió ella.
—¡Hola, papá! —exclamó Judy—. ¡Jannie y yo vamos a dar una vuelta mortal!
—Ni hablar —le dijo Rusty. Les envió dos besos soplando desde las palmas de las manos. Cada niña atrapó uno; no había quien las ganara atrapando besos—. ¿A qué hora viste los cadáveres, Lin?
—A eso de las diez treinta, creo. El jaleo del supermercado se había acabado hacía ya un buen rato.
—Y si Jackie está segura de que el rigor estaba empezando a presentarse… Pero no podemos estar absolutamente seguros de eso, ¿verdad?
—No, pero escucha. He hablado con Rose Twitchell. Barbara ha llegado al Sweetbriar a las seis menos diez minutos de esta mañana. Desde entonces hasta que se han descubierto los cuerpos tiene coartada. Así que habría tenido que matarla… ¿Cuándo? ¿A las cinco? ¿Cinco y media? ¿Qué probabilidades hay de que fuera así, si cinco horas después de eso el rigor solo estaba empezando a aparecer?
—No hay muchas probabilidades pero no es imposible. El rigor mortis se ve afectado por toda clase de variables. La temperatura del lugar donde está el cadáver, para empezar. ¿Qué temperatura había en la despensa?
—Hacía calor —admitió ella, después cruzó los brazos por encima de sus pechos y alzó los hombros—. Hacía calor y olía mal.
—¿Ves lo que quiero decir? En esas circunstancias podría haberla matado en algún otro lugar a las cuatro de la madrugada y luego haberla llevado allí y haberla metido en la…
—Pensaba que estabas de su parte.
—Lo estoy, la verdad es que no es muy probable que sucediera algo así porque la temperatura de la despensa habría sido mucho menor a las cuatro de la madrugada. Además, ¿por qué habría estado con Brenda a las cuatro de la madrugada? ¿Qué diría la policía? ¿Que se la estaba tirando? Aunque le fueran las mujeres mayores que él (mucho mayores)… ¿tres días después de la muerte del que había sido su marido durante más de treinta años?
—Dirían que no fue una relación consentida —repuso ella sombríamente—. Dirían que fue una violación. Igual que están diciendo ya de esas dos chicas.
—¿Y Coggins?
—Si quieren tenderle una trampa, se les ocurrirá cualquier cosa.
—¿Julia va a publicar todo esto?
—Va a escribir el artículo y a hacer algunas preguntas, pero se reservará todo eso de que el rigor estaba en las primeras fases. Puede que Randolph sea demasiado estúpido para sospechar de dónde ha salido esa información, pero Rennie lo sabría.
—Aun así, podría ser peligroso —dijo Rusty—. Si le callan la boca, no va a poder acudir a la Unión Americana por las Libertades Civiles, ni mucho menos.
—No creo que le importe. Está hecha una furia. Incluso cree que los disturbios del supermercado han podido ser provocados.
Seguramente así ha sido, pensó Rusty, pero lo que dijo fue:
—Joder, ojalá hubiese visto esos cadáveres.
—A lo mejor todavía estás a tiempo.
—Sé lo que estás pensando, tesoro, pero Jackie y tú podríais perder el trabajo. O algo peor, si todo esto es porque Big Jim quiere librarse de un estorbo que le incordia.
—Pero no podemos dejarlo así…
—Además, puede que no sirviera de nada. Seguramente no serviría de nada. Si Brenda Perkins empezó a presentar rigor entre las cuatro y las ocho, es muy probable que a estas alturas el rigor mortis sea completo y el cadáver no pueda decirnos gran cosa. Tal vez el médico forense de Castle County pudiera descubrir algo, pero está tan fuera de nuestro alcance como la Unión Americana por las Libertades Civiles.
—A lo mejor encuentras alguna otra cosa. Algo que tenga su cadáver o alguno de los otros. ¿No conoces ese cartel que cuelga en algunas salas de autopsia? ¿«Aquí es donde los muertos hablan con los vivos»?
—Es una posibilidad muy remota. ¿Sabes qué sería lo mejor? Que alguien hubiese visto a Brenda viva después de que Barbie se presentara a trabajar a las cinco y cuarto de esta mañana. Eso les abriría un boquete tan grande en la barca que no lo podrían tapar.
Judy y Janelle, vestidas en pijama, llegaron a todo correr para que les dieran sus abrazos de buenas noches. Rusty cumplió con su deber en ese punto. Jackie Wettington, que las seguía a poca distancia, oyó ese último comentario de Rusty y dijo:
—Preguntaré por ahí.
—Pero sé discreta —dijo él.
—Por descontado. Y, para que quede constancia, yo sigo sin estar del todo convencida. ¡Su placa de identificación estaba en la mano de Angie!
—¿Y él no se ha dado cuenta de que no la tenía en todo el tiempo que ha pasado desde que la perdió hasta que se han encontrado los cuerpos?
—¿Qué cuerpos, papá? —preguntó Jannie.
Rusty suspiró.
—Es complicado, cielo. Y no es para niñas pequeñas.
Los ojos de la niña le dijeron que con eso bastaba. Su hermana pequeña, mientras tanto, se había alejado para recoger unas cuantas flores marchitas, pero volvió con las manos vacías.
—Se están muriendo —informó—. Están todas marrones y mustias en los bordes.
—Seguramente hace demasiado calor para ellas —dijo Linda, y por un momento Rusty creyó que iba a echarse a llorar, así que se interpuso ante el abismo.
—Niñas, id adentro y lavaos los dientes. Coged un poco de agua de la jarra que hay en la encimera. Jannie, tú eres la regadora oficial. Venga, adentro. —Se volvió de nuevo hacia las mujeres. Hacia Linda en concreto—. ¿Estás bien?
—Sí. Es solo que… no deja de afectarme, y cada vez de una forma distinta. Pienso: «Esas flores no tendrían por qué morirse», y luego pienso: «Nada de esto tendría por qué haber pasado, para empezar».
Se quedaron callados un momento, pensando en eso. Después fue Rusty el que habló:
—Deberíamos esperar a ver si Randolph me pide que examine los cadáveres. Si lo hace, podré verlos sin arriesgarnos a que a vosotras dos os caiga una buena. Si no lo hace, eso ya nos dirá algo.
—Mientras tanto, Barbie está en la cárcel —dijo Linda—. Ahora mismo podrían estar intentando sacarle una confesión.
—Supón que sacaras tu placa y consiguieras meterme en la funeraria —dijo Rusty—. Supón también que yo encontrara algo que exonerase a Barbie. ¿Crees que simplemente dirían «Ay, mierda, culpa nuestra», y lo dejarían libre? ¿Y que luego dejarían que se hiciera con el mando? Porque eso es lo que quiere el gobierno, se habla de ello en todo el pueblo. ¿Crees que Rennie permitiría que…?
Su teléfono móvil empezó a sonar.
—Estos trastos son el peor invento de la historia —dijo, pero al menos la llamada no era del hospital.
—¿Señor Everett? —Una mujer. Conocía la voz pero no lograba ponerle nombre.
—Sí, pero, a menos que sea una emergencia, ahora estoy algo ocupado con mis…
—No sé si es una emergencia, pero es muy, muy importante. Y ya que el señor Barbara… o coronel Barbara, supongo…, ha sido arrestado, usted es el único que puede ocuparse de ello.
—¿Señora McClatchey?
—Sí, pero es con Joe con quien tiene que hablar. Ahora se pone.
—¿Doctor Rusty? —La voz era apremiante, estaba casi sin aliento.
—Hola, Joe. ¿Qué pasa?
—Creo que hemos encontrado el generador. ¿Ahora qué se supone que tenemos que hacer?
La tarde se hizo noche tan de repente que los tres ahogaron un grito de asombro y Linda agarró el brazo de Rusty. Sin embargo, no era más que el gran borrón de humo del lado occidental de la Cúpula. El sol se había ocultado tras él.
—¿Dónde?
—En Black Ridge.
—¿Había radiación, hijo? —Sabía que tenía que haberla; ¿cómo, si no, lo habían encontrado?
—La última lectura era de más de doscientos —dijo Joe—. No entraba del todo en la zona de peligro. ¿Qué hacemos ahora?
Rusty se pasó la mano libre por el pelo. Estaban sucediendo demasiadas cosas. Demasiadas y demasiado deprisa. Más aún para un «chico para todo» que nunca se había considerado demasiado bueno tomando decisiones, y mucho menos un líder.
—Esta noche, nada. Ya casi ha oscurecido. Nos ocuparemos de ello mañana. Mientras tanto, Joe, tienes que prometerme una cosa. No hables de esto con nadie. Lo sabes tú, lo saben Benny y Norrie, y lo sabe tu madre. Mantenlo así.
—Vale. —Joe parecía contenido—. Tenemos muchas cosas que explicarle, pero supongo que puede esperar hasta mañana. —Respiró hondo—. Da un poco de miedo, ¿verdad?
—Sí, hijo —convino Rusty—. Da un poco de miedo.
 14


El hombre que gobernaba el destino y la suerte de Mills estaba sentado en su estudio comiendo carne en conserva con pan de centeno a grandes mordiscos, con afán, cuando entró Junior. Algo antes, Big Jim se había echado una reconstituyente siesta de cuarenta y cinco minutos. Se sentía con las energías renovadas y listo una vez más para la acción. La superficie de su escritorio estaba salpicada de hojas de papel amarillo con pauta, notas que más tarde quemaría en el incinerador de la parte de atrás. Más valía prevenir que curar.
El estudio estaba iluminado por siseantes focos Coleman que proyectaban un brillante resplandor blanco. Dios sabía que, si quería, podía conseguir un buen montón de propano (suficiente para iluminar la casa entera y hacer funcionar los electrodomésticos durante cincuenta años), pero de momento era mejor ceñirse a los Coleman. Cuando la gente pasara por delante, Big Jim quería que vieran el brillante resplandor blanco y supieran que el concejal Rennie no estaba disfrutando de ninguna ventaja especial. Que el concejal Rennie era igual que ellos, solo que más digno de confianza.
Junior cojeaba. Tenía el rostro demacrado.
—No ha confesado.
Big Jim no había esperado que Barbara confesara tan pronto y no hizo caso del comentario.
—¿A ti qué te pasa? Estás pálido a más no poder.
—Otra vez dolor de cabeza, pero ya se me está pasando. —Era verdad, aunque el dolor lo había estado matando durante su conversación con Barbie. Esos ojos azul grisáceo o veían o parecían ver demasiado.
Sé lo que les hiciste en la despensa, decían. Lo sé todo.
Había tenido que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no apretar el gatillo de la pistola y oscurecer para siempre esa deplorable mirada entrometida.
—También vas cojo.
—Eso es por esos niños que encontramos junto al estanque de Chester. Estuve llevando a cuestas a uno de ellos y creo que me dio un tirón muscular.
—¿Estás seguro de que no hay nada más? Thibodeau y tú tenéis un trabajo que hacer dentro de… —Big Jim consultó su reloj— dentro de tres horas y media, y no podéis fastidiarlo. Tiene que salir a la perfección.
—¿Por qué no en cuanto oscurezca?
—Porque la bruja está allí dentro, componiendo su periódico con sus dos pequeños trols. Freeman y el otro. Ese reportero de deportes que siempre se la tiene jurada a los Wildcats.
—Tony Guay.
—Sí, ese. No es que me preocupe demasiado que salgan heridos, sobre todo ella… —El labio superior de Big Jim se elevó, perpetrando su perruna imitación de sonrisa—. Pero no puede haber ningún testigo. Ningún testigo ocular, quiero decir. Lo que la gente oiga… eso es harina de otro costal.
—¿Qué es lo que quieres que oigan, papá?
—¿Estás seguro de que estás en forma para esto? Porque puedo enviar a Frank con Carter, en lugar de a ti.
—¡No! ¡Yo te ayudé con Coggins y te he ayudado esta mañana con la vieja! ¡Merezco hacer esto!
Big Jim parecía estar sopesándolo. Después asintió con la cabeza.
—Está bien. Pero no pueden pillarte, ni siquiera pueden verte.
—No te preocupes. ¿Qué es lo que quieres que oigan los… los testigos auditivos?
Big Jim se lo explicó. Big Jim se lo explicó todo. Junior pensó que estaba bien. Tenía que admitirlo: a su querido y viejo padre no se le escapaba ni una.
 15


Cuando Junior se fue arriba para «descansar la pierna», Big Jim se terminó el sándwich, se limpió la grasa de la barbilla y luego llamó al móvil de Stewart Bowie. Empezó por la pregunta que todo el mundo hace cuando llama a un teléfono móvil:
—¿Dónde estáis?
Stewart dijo que iban de camino a la funeraria, a beber algo. Como sabía cuál era la opinión de Big Jim acerca de las bebidas alcohólicas, lo dijo con una actitud de desafío obrero: Ya he hecho mi trabajo, ahora déjame que disfrute de mis placeres.
—Está bien, pero asegúrate de que solo sea un trago. Aún tienes trabajo que hacer esta noche. Y Fern y Roger también.
Stewart protestó enérgicamente.
Cuando hubo acabado de decir la suya, Big Jim prosiguió.
—Os quiero a los tres en la escuela de secundaria a las nueve y media. Allí habrá unos cuantos agentes nuevos (incluidos los chicos de Roger, por cierto) y quiero que también vosotros asistáis. —Tuvo una inspiración—. De hecho, os voy a nombrar sargentos honoríficos de la Fuerza de Seguridad Municipal de Chester’s Mills.
Stewart le recordó a Big Jim que Fern y él tenían cuatro nuevos cadáveres de los que ocuparse. Con su fuerte acento yanqui, la palabra sonó a «c’dávres».
—Esa gente de casa de los McCain puede esperar —dijo Big Jim—. Están muertos. Nosotros tenemos aquí entre manos una situación de emergencia, por si no te habías dado cuenta. Hasta que esto haya pasado, todos hemos de arrimar el hombro. Poner de nuestra parte. Apoyar al equipo. A las nueve y media en la escuela de secundaria. Pero hay otra cosa que quiero que hagáis antes. Ponme con Fern.
Stewart le preguntó a Big Jim por qué quería hablar con Fern, a quien él consideraba (con cierta justificación) el hermano tonto.
—No es de tu incumbencia. Tú ponme con él.
Fern dijo hola. A Big Jim le dio igual.
—Solías ser del Cuerpo de Voluntarios, ¿verdad? Hasta que fueron disueltos.
Fern dijo que claro que había estado con ese apéndice extraoficial de los bomberos de Chester’s Mills, no añadió que lo había dejado un año antes de que los Voluntarios fueran disueltos (después de que los concejales recomendaran que no se les asignara ninguna partida en los presupuestos municipales de 2008). Tampoco añadió que lo había dejado porque se había dado cuenta de que las actividades de los Voluntarios para recaudar fondos los fines de semana le quitaban tiempo para emborracharse.
Big Jim dijo:
—Quiero que vayas a la comisaría y consigas la llave del parque de bomberos. Después, mira si esas fumigadoras de agua que Burpee usó ayer están en el almacén. Me dijeron que allí es donde las dejaron la mujer de Perkins y él, y será mejor que así sea.
Fern dijo que creía que las bombas habían salido de Burpee’s, lo cual seguramente las convertía en propiedad de Rommie. Los Voluntarios habían tenido unas cuantas, pero las habían vendido en eBay cuando se desmanteló el cuerpo.
—Puede que fueran de Burpee, pero ya no lo son —dijo Big Jim—. Hasta que termine esta crisis, son propiedad del pueblo. Haremos lo mismo con cualquier otra cosa que necesitemos. Por el bien de todos. Y si Romeo Burpee cree que va a conseguir montar otra vez el Cuerpo de Voluntarios, le espera otra sorpresa.
Fern dijo, con cautela, que había oído comentar que Rommie había hecho muy buen trabajo apagando el incendio de la Little Bitch Road después del impacto de los misiles.
—Eso no eran más que unas cuantas colillas de cigarrillo con las brasas encendidas en un cenicero —se mofó Big Jim. Tenía una vena que le palpitaba en la sien, el corazón le latía con demasiada fuerza. Sabía que había comido demasiado deprisa (otra vez), pero no podía evitarlo. Cuando tenía hambre, tragaba hasta que todo lo que tenía delante se había terminado. Así era él—. Cualquiera podría haberlo apagado. Hasta tú podrías haberlo sofocado. El caso es que sé quiénes me votaron la última vez, y también sé quiénes no. Los que no recibieron ningún puñetero caramelo.
Fern le preguntó a Big Jim lo que se suponía que él, Fern, tenía que hacer con las fumigadoras de agua.
—Tú simplemente comprueba que están en el almacén del parque de bomberos. Después vete a la escuela de secundaria. Estaremos en el gimnasio.
Fern dijo que Roger Killian quería decirle algo.
Big Jim puso ojos de exasperación, pero esperó.
Roger quería saber cuáles de sus chicos iban a entrar en la policía.
Big Jim suspiró, escarbó entre el vertedero de papeles que cubría su escritorio y encontró el que tenía escrita la lista de nuevos agentes. La mayoría eran estudiantes del instituto y todos eran chicos. El más joven, Mickey Wardlaw, tenía solo quince años, pero era grande como un armario. Tackle derecho del equipo de fútbol americano hasta que lo expulsaron por beber.
—Ricky y Randall.
Roger protestó diciendo que eran los mayores de sus chicos y los únicos con los que podía contar para la faena. Preguntó entonces quién iba a echarle un cable con los pollos.
Big Jim cerró los ojos y rezó a Dios para que le diera fuerzas.
 16


Sammy era muy consciente del grave y retumbante dolor que sentía en la barriga (parecido a las molestias premenstruales) y de las punzadas mucho más intensas que venían de ahí abajo. Habría sido muy difícil pasarlas por alto porque sentía una a cada paso que daba. No obstante, seguía avanzando por la 119 como podía, en dirección a Motton Road. No se detendría por mucho que le doliera. Tenía un destino en mente, y no era precisamente su caravana. Lo que quería no estaba en su caravana, pero sabía dónde podía encontrarlo. Caminaría hasta dar con ello, aunque tardara toda la noche. Si el dolor se ponía muy feo, en el bolsillo de los vaqueros tenía cinco comprimidos de Percocet y podía masticarlos. El efecto era más rápido si los masticabas. Se lo había dicho Phil.
Tíratela.
Volveremos y te joderemos bien, pero de verdad.
Tírate a esa zorra.
Tienes que aprender a mantener la boca cerrada excepto cuando estás de rodillas.
Tíratela, tírate a esa zorra.
De todos modos, nadie te creería.
Pero la reverenda Libby sí le había creído, y mira lo que le había pasado. Un hombro dislocado; un perro muerto.
Tírate a esa zorra.
Sammy pensó que oiría esa exaltada voz de cerdo chillando en el interior de su cabeza hasta que se muriera.
Así que siguió andando. Por encima de ella relucían las primeras estrellas de color rosa, chispas vistas a través de un cristal sucio.
Aparecieron unos faros y su sombra alargada saltó sobre la carretera, por delante de ella. Una camioneta de granja vieja y estrepitosa invadió el arcén y se detuvo.
—Eh, oye, sube —dijo el hombre que iba al volante. Sonó algo así como «eh-yesube», porque era Alden Dinsmore, padre del difunto Rory, e iba borracho.
Fuera como fuese, Sammy subió… moviéndose con la precaución de una inválida.
Alden no pareció darse cuenta. Tenía una lata de medio litro de cerveza entre las piernas y había una caja medio vacía a su lado. Las latas vacías rodaron y chocaron alrededor de los pies de Sammy.
—¿'dónde ibas? —preguntó Alden—. ¿Por’land? ¿Bos’on? —Rió para demostrar que, borracho o no, sabía hacer un chiste.
—Solo a Motton Road, señor. ¿Va en esa dirección?
—En la d’rección que tú queras —dijo Alden—. Solo conduzco. Conduzco y pienso’n mi chico. Murió’l sábado.
—Le acompaño en el sentimiento.
El hombre asintió y bebió.
—Mi pa’re murió el 'nvierno pasado, ¿sabías? Boqueó 'sta caer muerto, el pobre viejo, 'nfi-se-ma. Pasó los últimos cuatro años con 'xígeno. Rory siempre le cambiaba el d’pósito. Quería musho a ese v’ejo cabrrrón.
—Lo siento. —Ya le había dado el pésame, pero ¿qué más se podía decir?
Una lágrima resbaló por la mejilla del hombre.
—Iré a donde 'sted me diga, Missy Lou. No voy a parar de conducir 'sta que se t’rmine la cerveza. ¿Quie’s 'na cerveza?
—Sí, por favor. —La cerveza estaba caliente, pero ella la bebió con ansia. Tenía muchísima sed. Sacó uno de los Perc que llevaba en el bolsillo y lo engulló con otro largo trago. Sintió que el colocón le subía a la cabeza. Estaba bien. Sacó otro Perc y se lo ofreció a Alden.
—¿Quiere uno de estos? Le hacen sentir a uno mejor.
El hombre aceptó y se lo tragó con cerveza sin molestarse en preguntar qué era. Allí estaba Motton Road. El hombre vio la intersección demasiado tarde y torció trazando una amplia curva, con lo que derribó el buzón de los Crumley. A Sammy no le importó.
—Tómate otra, Missy Lou.
—Gracias, señor. —Cogió otra lata de cerveza y tiró de la anilla.
—¿Quier’s ver a mi shico? —En el resplandor de las luces del salpicadero, los ojos de Alden se veían amarillentos y húmedos. Eran los ojos de un perro que había metido la pata en un agujero y se la había roto—. ¿Quier’s ver a mi Rory?
—Sí, señor —dijo Sammy—. Claro que quiero. Yo estaba allí, ¿sabe?
—Todo el mundo 'staba allí. Les alquilé mi campo. S’guramente ayudé a matarlo. No lo sabía, 'so nunca se sabe, ¿verdad?
—No —dijo Sammy.
Alden rebuscó en el bolsillo frontal de su peto y sacó una cartera desgastada. Apartó las dos manos del volante para abrirla, mirando de reojo y rebuscando entre los pequeños bolsillos de celuloide.
—Mis chicos me r’galaron 'sta cartera —dijo—. Ro’y y Orrie. Orrie 'stá vivo.
—Es una cartera muy bonita —dijo Sammy, inclinándose para sujetar el volante. Había hecho lo mismo por Phil cuando vivían juntos. Muchas veces. La furgoneta del señor Dinsmore iba dando bandazos, trazando arcos lentos y hasta cierto punto solemnes, y poco le faltó para derribar otro buzón. Pero no importaba; el pobre viejo solo iba a treinta, y Motton Road estaba desierta. En la radio, la WCIK sonaba a poco volumen: «Sweet Hope of Heaven», de los Blind Boys of Alabama.
Alden le tiró la cartera a la chica.
—Ahí 'tá. Ese’s mi chico. Con su 'buelo.
—¿Conducirá mientras yo lo miro? —preguntó Sammy.
—Claro. —Alden volvió a asir el volante. La furgoneta empezó a moverse un poco más deprisa y un poco más en línea recta, aunque más o menos iba cabalgando sobre la línea blanca.
La fotografía era una desvaída instantánea a color de un niño pequeño y un anciano que se estaban abrazando. El viejo llevaba puesta una gorra de los Red Sox y una mascarilla de oxígeno. El niño tenía una gran sonrisa en el rostro.
—Es un niño muy guapo, señor —dijo Sammy.
—Sí, un niño 'uapo. Un niño 'uapo y listo. —Alden profirió un alarido de dolor sin lágrimas. Sonó como un rebuzno de burro. De sus labios salió volando algo de baba. La furgoneta se descontroló y luego se enderezó otra vez.
—Yo también tengo un niño muy guapo —dijo Sammy. Se echó a llorar. Una vez, recordó entonces, había disfrutado torturando Bratz. De pronto sabía qué se sentía cuando eras tú la que estaba dentro del microondas. Ardiendo en el microondas—. Cuando lo vea le daré un beso. Volveré a darle besos.
—Dale besos —dijo Alden.
—Eso haré.
—Dale besos y 'brázalo y mímalo.
—Eso haré, señor.
—Yo le d’ría besos a mi shico si p’diera. Un b’sito en el m’flete frío-frío.
—Ya sé que sí, señor.
—Pero l’hemos enterrado, 'sta mañana. Ahí mismo.
—Le acompaño en el sentimiento.
—Tómate otra c’rveza.
—Gracias. —Se tomó otra cerveza. Estaba empezando a emborracharse. Era genial estar borracha.
De esta forma siguieron avanzando mientras las estrellas de color rosa se hacían más brillantes por encima de ellos, centelleando pero sin caer: esa noche no había lluvia de meteoritos. Pasaron de largo y sin reducir la velocidad junto a la caravana de Sammy, a la que nunca regresaría.
 17


Eran más o menos las ocho menos cuarto cuando Rose Twitchell llamó dando unos golpecitos en el cristal de la puerta del Democrat. Julia, Pete y Tony estaban de pie junto a una mesa montando los números de la última invectiva de cuatro páginas del periódico. Pete y Tony agrupaban páginas; Julia las grapaba y las apilaba.
Al ver a Rose, Julia la saludó enérgicamente con la mano. Rose abrió la puerta y luego se tambaleó un poco.
—Madre mía, qué calor hace aquí dentro.
—Hemos apagado el aire acondicionado para ahorrar combustible —dijo Pete Freeman—, y la fotocopiadora se calienta cuando se usa demasiado. Y eso es lo que ha pasado esta tarde. —Parecía orgulloso. Rose pensó que todos parecían orgullosos.
—Creía que estarías desbordada en el restaurante —dijo Tony.
—Justo lo contrario. Esta noche se podría organizar una caza del ciervo ahí dentro. Me parece que mucha gente prefiere no tener que verme porque a mi cocinero lo han arrestado por asesinato. Y también creo que mucha gente prefiere no tener que ver a mucha otra gente por lo que ha pasado esta mañana en el Food City.
—Vente aquí y coge una copia del periódico —dijo Julia—. Eres chica de portada, Rose.
En lo alto de la página, en rojo, se leían las palabras GRATIS EDICIÓN CRISIS DE LA CÚPULA GRATIS. Y debajo de eso, en una letra de cuerpo dieciséis que Julia nunca había usado hasta las últimas dos ediciones del Democrat:
 DISTURBIOS Y ASESINATOS:
LA CRISIS SE AGRAVA

La fotografía era de la mismísima Rose. Tenía el megáfono en los labios y le caía un mechón de pelo despeinado por la frente. Estaba extraordinariamente guapa. Al fondo se veía el pasillo de la pasta y los zumos, con varios botes de lo que parecía salsa de espaguetis estrellados en el suelo. El pie de foto decía: Disturbios tranquilos: Rose Twitchell, dueña y propietaria del Sweetbriar Rose, aplaca el saqueo de alimentos con la ayuda de Dale Barbara, que ha sido detenido por asesinato (ver el artículo de más abajo y el Editorial, p. 4).
—Dios mío —exclamó Rose—. Bueno… al menos me has sacado del lado bueno. Si es que puede decirse que tenga uno.
—Rose —dijo Tony Guay con solemnidad—, te pareces a Michelle Pfeiffer.
Rose soltó un bufido y lo abucheó. Ya estaba pasando la página para ver el editorial.
 AHORA PÁNICO, DESPUÉS VERGÜENZA
Por Julia Shumway
No todo el mundo en Chester’s Mills conoce a Dale Barbara (es prácticamente un recién llegado a nuestro pueblo), pero casi todos hemos comido lo que cocina en el Sweetbriar Rose. Quienes lo conocen habrían dicho, antes de hoy, que era toda una adquisición para la comunidad: se turnó para hacer de árbitro en los partidos de soft-ball de julio y agosto, colaboró en la Campaña de Libros para la Escuela de Secundaria y recogió basura el Día de la Limpieza Municipal, hace apenas dos semanas.
Después, hoy, «Barbie» (tal como lo conocen quienes lo conocen) ha sido detenido por cuatro espantosos asesinatos. Asesinatos de gente muy conocida y muy querida en este pueblo. Gente que, al contrario que Dale Barbara, había vivido aquí durante toda o casi toda su vida.
En circunstancias normales, «Barbie» habría sido trasladado al Centro Penitenciario de Castle County, se le habría ofrecido hacer una llamada telefónica y se le habría facilitado un abogado si él no hubiera podido costearse uno. Lo habrían acusado y habría comenzado la búsqueda de pruebas (realizada por expertos que saben hacer bien su trabajo).
Nada de eso ha sucedido, y todos sabemos por qué: a causa de la Cúpula que ha dejado a nuestro pueblo incomunicado del resto del mundo. Sin embargo, ¿hemos quedado también aislados del correcto proceder y del sentido común? Por muy espantosos que sean esos crímenes, una acusación sin prueba alguna no es excusa suficiente para tratar a Dale Barbara como se lo ha tratado, ni para explicar la negativa del nuevo jefe de la policía a responder a preguntas o a permitir que esta corresponsal verificara que Dale Barbara sigue vivo. A pesar de que al padre de Dorothy Sanders —el primer concejal Andrew Sanders— se le permitió no solo visitar a ese prisionero que no ha sido formalmente acusado, sino agredirlo…
—Vaya… —dijo Rose, alzando la mirada—. ¿De verdad vas a publicar esto?
Julia hizo un gesto señalando las copias apiladas.
—Ya está publicado. ¿Por qué? ¿Tienes algo que objetar?
—No, pero… —Rose leyó rápidamente por encima el resto del editorial, que era extenso y cada vez más favorable a Barbie. Terminaba con un llamamiento para que todo el que pudiera tener información sobre los crímenes lo hiciera saber, y la insinuación de que, cuando la crisis terminara, como sin duda sucedería, el comportamiento de los ciudadanos de la localidad en relación con esos asesinatos sería sometido a un duro escrutinio, no solo en Maine y en Estados Unidos, sino en todo el mundo—. ¿No te da miedo meterte en líos?
—Libertad de prensa, Rose —dijo Pete, aunque en un tono bastante inseguro.
—Es lo que habría hecho Horace Greeley —replicó Julia con firmeza, y, al oír su nombre, su corgi (que había estado durmiendo en su camita del rincón) alzó la mirada. Vio a Rose y se le acercó para recibir una o dos caricias, que la mujer estuvo encantada de dedicarle.
—¿Tienes algo más, aparte de lo que sale aquí? —preguntó Rose dando unos golpecitos sobre el editorial.
—Algo tengo —dijo Julia—. Lo estoy reservando. Espero conseguir más.
—Barbie jamás sería capaz de hacer algo así, pero de todas formas tengo miedo por él.
Sonó uno de los teléfonos móviles que había sobre la mesa. Tony lo atrapó.
—Democrat, Guay. —Escuchó y luego le pasó el teléfono a Julia—. El coronel Cox. Para ti. No parece que esté de campo y playa.
Cox. Julia se había olvidado por completo de él. Cogió el teléfono.
—Señorita Shumway, necesito hablar con Barbie e informarme sobre los progresos que está teniendo en la toma del control administrativo del pueblo.
—No creo que tenga ocasión de hacerlo en una buena temporada —dijo Julia—. Está en la cárcel.
—¿Cómo que en la cárcel? ¿Acusado de qué?
—Asesinato. Cuatro personas, para ser exactos.
—Lo dice en broma.
—¿Le parece que hablo en broma, coronel?
Siguió un momento de silencio. Julia oyó muchas voces al fondo. Cuando Cox volvió a hablar, lo hizo en voz baja:
—Explíqueme eso.
—No, coronel Cox, me parece que no. Llevo las últimas dos horas escribiendo sobre lo sucedido y, como solía decirme mi madre cuando era pequeña, no me gusta tener que malgastar saliva. ¿Sigue usted en Maine?
—En Castle Rock. Allí está nuestro puesto de avanzada.
—Entonces le propongo que nos veamos donde nos vimos la otra vez. En Motton Road. No puedo darle una copia del Democrat de mañana, aunque es gratis, pero puedo sostener el periódico contra la Cúpula para que lo lea por sí mismo.
—Mándemelo por correo electrónico.
—No. Creo que el correo electrónico no es ético con el negocio de la prensa escrita. En eso soy muy anticuada.
—Tratar con usted es irritante, querida señora.
—Puede que sea irritante, pero no soy su querida señora.
—Dígame una cosa: ¿ha sido un montaje? ¿Algo que ver con Sanders y Rennie?
—Coronel, por lo que usted ha podido comprobar, ¿dos más dos son cuatro?
Silencio. Después Cox dijo:
—Nos veremos dentro de una hora.
—Iré acompañada. La jefa de Barbie. Me parece que le interesará escuchar lo que tiene que decir.
—De acuerdo.
Julia colgó el teléfono.
—¿Quieres dar una vuelta conmigo en coche hasta la Cúpula, Rose?
—Si es para ayudar a Barbie, desde luego que sí.
—Podemos tener esperanzas, pero me inclino a pensar que estamos más bien solos en esto. —Julia volvió entonces su atención hacia Pete y Tony—. ¿Terminaréis vosotros dos de grapar esos ejemplares? Dejadlos junto a la puerta y cerrad cuando os marchéis. Dormid bien esta noche, porque mañana todos nos convertiremos en repartidores. Este periódico está adoptando formas de la vieja escuela. Lo entregaremos en todas las casas del pueblo. Y en las granjas más cercanas. También en Eastchester, desde luego. Allí hay muchísima gente nueva, teóricamente menos susceptible a la mística de Big Jim.
Pete enarcó las cejas.
—El equipo de nuestro querido señor Rennie juega en casa —dijo Julia—. Ese hombre se subirá a la tribuna en la asamblea municipal de emergencia del jueves por la noche e intentará darle cuerda a este pueblo como si fuera un reloj de bolsillo. Los visitantes, sin embargo, son los que tienen el saque de honor. —Señaló a los periódicos—. Ese es nuestro saque. Si conseguimos que lo lean suficientes personas, Rennie tendrá que responder a algunas duras preguntas antes de ponerse a soltar su discursito. A lo mejor conseguimos hacerle perder un poco el ritmo.
—O a lo mejor mucho, si descubrimos quiénes tiraron las piedras en el Food City —dijo Pete—. Y ¿sabes una cosa? Creo que lo descubriremos. Creo que este asunto ha sido organizado demasiado deprisa. Tiene que haber cabos sueltos.
—Solo espero que Barbie siga con vida cuando empecemos a tirar de ellos —dijo Julia. Consultó su reloj—. Vamos, Rosie, vayamos a dar una vuelta en coche. ¿Quieres venir, Horace?
Horace sí quería.
 18


—Puede dejarme bajar aquí, señor —dijo Sammy. Era una agradable propiedad estilo rancho de Eastchester. Aunque la casa estaba a oscuras, el césped estaba iluminado, porque ya se encontraban muy cerca de la Cúpula, donde habían instalado potentes focos en el límite municipal entre Chester’s Mills y Harlow.
—¿Quier’s 'tra c’rveza para’l camino, Missy Lou?
—No, señor, a mí el camino se me acaba aquí. —Aunque no era verdad. Todavía tenía que volver al pueblo. En el amarillento resplandor que proyectaban las luces de la Cúpula, Alden Dinsmore parecía tener ochenta y cinco años en lugar de cuarenta y cinco. La chica nunca había visto una cara tan triste… salvo quizá la suya, en el espejo de su habitación del hospital, antes de embarcarse en ese viaje. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla. La sombra de barba le pinchó en los labios. El hombre se llevó una mano al lugar donde le había dado el beso y hasta consiguió sonreír un poco.
—Debería volver ya a casa, señor. Tiene que pensar en su mujer. Y tiene que cuidar de su otro niño.
—S’pongo que tien’s razón.
—Sí que tengo razón.
—¿'starás bien?
—Sí, señor. —Bajó y luego se volvió para mirarlo—. ¿Y usted?
—Lo intentaré —repuso el hombre.
Sammy cerró la puerta de un golpe y se quedó de pie al final del camino de entrada mirando cómo daba la vuelta. El hombre se metió en la cuneta, pero estaba seca y salió de allí sin problemas. Volvió a poner rumbo hacia la 119, zigzagueando al principio. Después los faros de detrás consiguieron seguir una línea más o menos recta. Volvía a ir por el centro de la carretera —la puta línea blanca, habría dicho Phil—, pero Sammy pensó que no le pasaría nada. Ya eran casi las ocho y media, estaba completamente oscuro, y pensó que seguramente no se encontraría con nadie.
Cuando los faros traseros desaparecieron de su vista, la chica caminó hacia la oscura casa del rancho. No era gran cosa, comparada con algunos de los elegantes y antiguos hogares de la cuesta del Ayuntamiento, pero era más bonita que ninguna de las casas en las que ella había vivido. También por dentro era agradable. Había estado allí una vez con Phil, en aquellos días en que lo único que hacía él era vender un poco de hierba y cocinar un poco de cristal para su propio consumo en la parte de atrás de la caravana. Mucho antes de que empezara a tener aquellas extrañas ideas sobre Jesucristo y a acudir a aquella mierda de iglesia donde creían que todo el mundo iría al infierno menos ellos. La religión era por donde habían empezado los problemas de Phil. Así había llegado hasta Coggins, y Coggins o algún otro lo habían convertido en el Chef.
La gente que había vivido en esa casa no estaba enganchada al cristal; unos adictos a la metanfetamina no habrían sido capaces de conservar una casa como esa durante mucho tiempo, se habrían fumado la hipoteca. Lo que sí les gustaba a Jack y a Myra Evans era un poquito de tabaco de la risa de vez en cuando, y Phil Bushey había estado encantado de proporcionárselo. Eran unas personas muy agradables, y Phil los había tratado muy bien. En aquellos días todavía era capaz de tratar bien a la gente.
Myra les había ofrecido café helado. Sammy estaba embarazada de Little Walter por aquel entonces, de unos siete meses, bastante rellenita, y Myra le había preguntado si quería un niño o una niña. No la había mirado por encima del hombro ni nada de eso. Jack se había llevado a Phil a su pequeño despacho-estudio para pagarle, y Phil la había llamado. «¡Eh, cariño, no te pierdas esto!».
Parecía que había sucedido hacía muchísimo tiempo.
Intentó abrir la puerta de entrada. Estaba cerrada. Cogió una de las piedras decorativas que bordeaban el arriate de flores de Myra y se quedó de pie delante del ventanal con ella en la mano, sopesándola. Después de pensarlo un poco, en lugar de arrojar la piedra dio la vuelta a la casa. Saltar por una ventana le sería difícil en sus condiciones. Y aunque lo consiguiera (con cuidado), podría hacerse un corte lo bastante grave como para truncar sus planes del resto de la noche.
Además, era una casa bonita. No quería destrozarla si no había necesidad.
Y no la había. Ya se habían llevado el cuerpo de Jack —el pueblo seguía funcionando bien para esas cosas—, pero nadie había tenido la precaución de cerrar con llave la puerta de atrás. Sammy entró sin problemas. No había generador y aquello estaba más oscuro que el culo de un mapache, pero había una caja de cerillas junto a los fogones, y la primera que encendió le mostró una linterna en la mesa de la cocina. Funcionaba. El haz de luz de la linterna iluminó lo que parecía ser una mancha de sangre en el suelo. Sammy apartó de allí la luz a toda prisa y se puso a buscar el despacho-estudio de Jack Evans. Daba directamente a la sala de estar, un cuchitril tan pequeño que realmente no había sitio más que para un escritorio y una vitrina de cristal.
Sammy paseó el haz de la linterna por el escritorio, después lo levantó y vio cómo se reflejaba en los ojos de cristal del más preciado trofeo de Jack: la cabeza de un alce al que había cazado hacía tres años en el TR-90. La cabeza del alce era lo que Phil había querido que viera cuando la había llamado aquel día.
«Ese año me tocó el último número que jugué a la lotería —les había explicado Jack—. Y lo cacé con eso». Había señalado el rifle de la vitrina. Era una cosa aterradora con mira telescópica.
Myra se había quedado en el umbral, mientras el hielo se resquebrajaba en su vaso de café helado, con aspecto de ser elegante y bonita y de estar pasándolo bien: el tipo de mujer que ella, Sammy, sabía que no sería nunca. «Costó una barbaridad, pero dejé que se lo comprara después de que me prometiera que me llevaría a las Bermudas una semana entera el próximo diciembre».
—Las Bermudas —dijo Sammy al verse frente a la cabeza de alce—. Pero nunca llegó a ir. Es muy triste.
Mientras se guardaba el sobre con el dinero en el bolsillo de atrás, Phil había dicho: «Un rifle precioso, pero no es lo mejor para la protección del hogar».
«Eso también lo tengo cubierto —había contestado Jack y, aunque no le había enseñado a Phil exactamente cómo lo tenía cubierto, había dado unos golpecitos muy elocuentes sobre su escritorio—. Tengo un par de armas de mano de puta madre».
Phil había respondido asintiendo con la cabeza con la misma elocuencia. Myra y ella habían cruzado una mirada de perfecta armonía, como diciendo: «Estos hombres… siempre serán unos niños». Sammy todavía recordaba lo bien que le había hecho sentirse esa mirada, se había sentido integrada, y suponía que en parte por eso había acudido allí en lugar de intentarlo en cualquier otro lugar, en algún lugar más cerca del pueblo.
Se había detenido a masticar otro Percocet y entonces empezó a abrir cajones del escritorio. No estaban cerrados con llave, como tampoco lo estaba la caja de madera que encontró en el tercero que abrió y que contenía el arma especial del difunto Jack Evans: una pistola automática Springfield XD del 45. La cogió y, después de jugar un poco con ella, extrajo el cargador. Estaba lleno, y había otro más de repuesto. También se lo llevó. Después volvió a la cocina para buscar una bolsa en la que guardar el arma. Y llaves, desde luego. Las llaves de lo que fuera que estuviera aparcado en el garaje de los difuntos Jack y Myra. No tenía ninguna intención de volver al pueblo caminando.
 19


Julia y Rose estaban hablando sobre lo que el futuro podría depararle a su pueblo cuando a su presente le faltó poco para terminar. Habría terminado, de hecho, si se hubieran encontrado con la vieja furgoneta de granja en el recodo de Esty Bend, más o menos a dos kilómetros y medio de su destino. Sin embargo, Julia salió de la curva a tiempo para ver que la furgoneta iba por el mismo carril que ella y que se les acercaba de frente.
Sin pensarlo, giró bruscamente el volante de su Prius hacia la izquierda, invadiendo el otro carril, y los dos vehículos pasaron sin rozarse por unos centímetros. Horace, que había ido sentado en el asiento de atrás con su habitual cara de deleite («Oh, caray, nos vamos de paseo»), cayó al suelo profiriendo un gritito de sorpresa. Ese fue el único sonido. Ninguna de las dos mujeres chilló, ni siquiera un poco. Todo sucedió demasiado deprisa para reaccionar. La muerte (o las heridas graves) pasó junto a ellas un instante y desapareció.
Julia volvió a girar el volante para recuperar su carril, después aparcó en el arcén y dejó el Prius en punto muerto. Miró a Rose. Rose le devolvió la mirada, toda ella grandes ojos y boca abierta. En la parte de atrás, Horace subió otra vez de un salto al asiento y soltó un único ladrido, como si quisiera preguntar por qué se estaban retrasando. Al oír ese sonido, las dos mujeres se echaron a reír y Rose empezó a darse palmaditas en el pecho, por encima de la considerable estantería de su busto.
—Mi corazón, mi corazón —dijo.
—Sí —admitió Julia—, el mío también. ¿Has visto lo cerca que ha pasado?
Rose volvió a reír, temblorosa.
—¿Me tomas el pelo? Cielo, si hubiese ido con el brazo apoyado en la ventanilla, ese hijo de perra me habría amputado el codo.
Julia movió la cabeza.
—Borracho, seguramente.
—Borracho, con toda seguridad —dijo Rose, y soltó un bufido.
—¿Estás bien como para continuar?
—¿Y tú? —preguntó Rose.
—Sí —respondió Julia—. ¿Y tú qué dices, Horace?
Horace, a ladridos, contestó que estaba listo para un bombardeo.
—Ver pasar la muerte tan cerca aleja la mala suerte —dijo Rose—. Eso es lo que solía decir el abuelo Twitchell.
—Espero que tuviera razón —dijo Julia, y volvió a poner el coche en movimiento. Miró con atención por si veía algún faro acercándose, pero no vieron más luz hasta encontrar la de los reflectores colocados en el borde de la Cúpula que daba con Harlow. No vieron a Sammy Bushey. Sammy sí las vio; estaba delante del garaje de los Evans, con las llaves del Malibu de los Evans en la mano. Cuando hubieron pasado, levantó la puerta del garaje (tuvo que hacerlo manualmente y le dolió bastante) y se sentó al volante.
 20


Entre Almacenes Burpee’s y Gasolina & Alimentación Mills había una callejuela que conectaba Main Street con West Street. La utilizaban sobre todo los camiones de reparto. A las nueve y cuarto de esa noche, Junior Rennie y Carter Thibodeau caminaban por ese callejón sumidos en una oscuridad casi perfecta. Carter llevaba una lata de veinte litros, roja y con una línea diagonal amarilla en el lateral. En la otra mano llevaba un megáfono a pilas. El aparato había sido blanco, pero Carter lo había envuelto todo él con cinta protectora de color negro para que no llamara la atención si alguien miraba hacia ellos antes de que pudieran volver a desaparecer por el callejón.
Junior llevaba una mochila. Ya no le dolía la cabeza y la cojera prácticamente había desaparecido. Estaba convencido de que su cuerpo por fin estaba venciendo a lo que fuera que lo había tenido jodido. Quizá había sido un virus persistente de algún tipo. En la universidad se podía pillar cualquier porquería, y que lo hubieran expulsado por haberle pegado una paliza a aquel chico seguramente había sido una bendición encubierta.
Desde la boca de la callejuela tenían una buena vista del Democrat. Su luz se derramaba sobre la acera vacía; dentro, vieron a Freeman y a Guay moviéndose y acarreando pilas de papeles hacia la puerta, donde las iban amontonando. La vieja construcción de madera que albergaba la sede del periódico y la vivienda de Julia se encontraba entre el Drugstore de Sanders y la librería, pero estaba separada de ambos: por un sendero pavimentado del lado de la librería y, del lado del Drugstore, por un callejón igual a ese en el que Carter y él se encontraban acechando en aquel momento. Era una noche sin viento y Junior pensó que, si su padre movilizaba a las tropas con suficiente rapidez, no habría que lamentar ningún daño colateral. No es que le importara. Si ardía toda la acera este de Main Street, a Junior ya le parecería bien. Solo serían más problemas para Dale Barbara. Todavía podía sentir esos ojos fríos y escrutadores fijos en él. No estaba bien que te miraran así, y menos cuando el hombre que te miraba estaba entre barrotes. El puto Baaarbie.
—Tendría que haberle pegado un tiro —masculló Junior.
—¿Qué? —preguntó Carter.
—Nada. —Se pasó una mano por la frente—. Que hace calor.
—Sí. Frankie dice que si esto sigue así terminaremos estofados como ciruelas. ¿Cuándo se supone que tenemos que hacerlo?
Junior se encogió de hombros con irritación. Su padre se lo había dicho, pero no se acordaba muy bien. A las diez en punto, tal vez. Pero ¿qué importaba? Por él, que ardieran aquellos dos allí dentro. Y si la puta del periódico estaba en el piso de arriba (quién sabe si relajándose con su consolador preferido después de un duro día), que ardiera ella también. Más problemas para Baaarbie.
—Hagámoslo ahora —dijo.
—¿Estás seguro, hermano?
—¿Ves a alguien en la calle?
Carter miró. Main Street estaba desierta y casi toda ella a oscuras. Los únicos generadores que se oían eran los de detrás de las oficinas del periódico y del Drugstore. Se encogió de hombros.
—Está bien. ¿Por qué no?
Junior desató las hebillas de la mochila y levantó la solapa superior. Arriba había dos pares de guantes finos. Le dio a Carter un par y él se puso el otro. Debajo había un bulto envuelto en una toalla de baño. Lo desenvolvió y dejó cuatro botellas de vino vacías sobre el asfalto parcheado. En el fondo de la mochila había un embudo de hojalata. Junior lo puso en una de las botellas de vino y fue por la gasolina.
—Mejor déjame que lo haga yo, hermano —dijo Carter—. A ti te tiemblan las manos.
Junior se las miró con sorpresa. No se sentía tembloroso, pero sí, le temblaban.
—No tengo miedo, por si es lo que estás pensando.
—Yo no he dicho eso. Es un problema de cabeza. Cualquiera se daría cuenta. Tienes que ir a que te vea Everett; a ti te pasa algo y él es lo más parecido a un médico que tenemos ahora mismo.
—Estoy bi…
—Calla antes de que te oiga alguien. Tú ocúpate de la puta toalla mientras yo hago esto.
Junior sacó la pistola de la funda y le disparó a Carter en un ojo. La cabeza explotó, sangre y sesos por todas partes. Después Junior se irguió por encima de él y volvió a dispararle una y otra vez, y otra vez, y otra y…
—¿Junes?
Junior sacudió la cabeza para borrar esa visión (tan realista que había sido casi una alucinación) y se dio cuenta de que incluso tenía la mano cerrada sobre la culata de la pistola. Tal vez todavía no había acabado de expulsar ese virus de su organismo.
Quizá al final resultaba que no era un virus.
Y, entonces, ¿qué es? ¿Qué?

El aromático olor de la gasolina le golpeó en los orificios nasales con tanta fuerza que le escocieron los ojos. Carter había empezado a llenar la primera botella. Glugluglú, hacía la lata de gasolina. Junior abrió la cremallera de un bolsillo lateral de la mochila y sacó un par de tijeras de costura de su madre. Las utilizó para cortar cuatro jirones de la toalla. Metió uno de ellos en la primera botella, después tiró de él, lo sacó y volvió a meter el otro extremo, dejando colgar toda una tira de tela de toalla empapada en gasolina. Repitió el proceso con las demás botellas.
Las manos no le temblaban demasiado para eso.
 21


El coronel Cox de Barbie había cambiado desde la última vez que Julia lo había visto. Iba muy bien afeitado para ser casi las nueve y media y se había peinado, pero los pantalones de soldado habían perdido su pulcro planchado y esa noche su chaqueta de popelín parecía hacerle bolsas, como si hubiera perdido peso. Estaba de pie delante de unos cuantos manchones de pintura de spray que habían quedado del experimento fallido con el ácido; miraba con el ceño fruncido esa forma de corchete, como si pensara que si se concentrase lo suficiente podría atravesarla andando.
Cierra los ojos y da tres golpecitos con los talones, pensó Julia. Porque en ningún sitio se está como en la Cúpula.
Presentó Rose a Cox y Cox a Rose. Durante la breve conversación de toma de contacto entre ambos, Julia miró alrededor y lo que vio no le gustó. Las luces seguían en su sitio, iluminando el cielo como si señalaran un glamouroso estreno de Hollywood, y había un ronroneante generador que las alimentaba, pero los camiones ya no estaban allí, ni tampoco la gran tienda verde del cuartel general que habían montado a treinta y cinco o cuarenta y cinco metros de la carretera. Una parcela de hierba aplastada señalaba el lugar que había ocupado. Junto a Cox había dos soldados, pero tenían esa expresión de «no estoy para apariciones en horario de máxima audiencia» que Julia asociaba con asesores o agregados. Seguramente la guardia seguía estando por allí, pero debían de haber ordenado a los soldados que se hicieran atrás, estableciendo el perímetro a una distancia segura para evitar que cualquier pobre gandul que llegara vagando desde el lado de Mills les preguntara qué pasaba.
Primero pide, suplica después, pensó Julia.
—Póngame al día, señorita Shumway —dijo Cox.
—Primero responda a una pregunta.
El coronel puso ojos de exasperación (ella pensó que si hubiese podido llegar hasta él le habría dado un bofetón por esa mirada; todavía tenía los nervios de punta por el susto que se habían dado con la furgoneta de camino hacia allí). Pero el hombre le dijo que preguntara lo que quisiera.
—¿Nos han abandonado a nuestra suerte?
—Negativo. En absoluto. —Respondió sin demora, pero no acababa de mirarla a los ojos.
Julia pensó que aquello era peor señal que el extraño aspecto desértico de lo que se veía al otro lado de la Cúpula: como si allí hubiese habido un circo pero se hubiera marchado.
—Lea esto —dijo, y desplegó la primera plana del periódico del día siguiente contra la superficie invisible de la Cúpula, como una mujer colgando un anuncio de venta en el escaparate de una tienda. Sintió en los dedos un cosquilleo leve y fugaz, como la electricidad estática que se siente al tocar metal una fría mañana de invierno, cuando el aire está seco. Después de eso, nada.
El coronel leyó todo el periódico, le pidió que fuera pasando las páginas. Le llevó diez minutos. Cuando hubo terminado, Julia dijo:
—Como seguramente habrá notado, los espacios publicitarios han bajado mucho, pero me felicito porque la calidad de los artículos ha mejorado bastante. Está visto que esta puta mierda ha sacado lo mejor de mí.
—Señorita Shumway…
—Ay, ¿por qué no me tutea? Prácticamente somos viejos amigos.
—Bien, tú eres Julia y yo seré J. C.
—Intentaré no confundirte con aquel otro que caminaba sobre las aguas.
—¿Crees que nuestro querido Rennie se está convirtiendo en un dictador? ¿Una especie de Manuel Noriega del Downeast?
—Es la progresión hacia Pol Pot lo que me preocupa.
—¿Crees que eso es posible?
—Hace dos días esa idea me habría hecho reír: cuando no dirige los plenos de los concejales, se dedica a vender coches usados. Pero hace dos días no habíamos vivido los disturbios de la comida. Tampoco sabíamos lo de esos asesinatos.
—Barbie no haría eso —dijo Rose, sacudiendo la cabeza con obcecado hastío—. Jamás.
Cox no hizo caso de esas palabras; no porque ninguneara a Rose, según le pareció a Julia, sino porque la idea le parecía demasiado ridícula para merecer siquiera atención. Eso hizo que lo mirara con ojos más amables, al menos un poco.
—¿Crees que Rennie ha cometido los asesinatos, Julia?
—He estado pensando sobre eso. Todo lo que ha hecho desde que ha aparecido la Cúpula (desde prohibir la venta de alcohol hasta nombrar jefe de policía a un completo idiota) han sido medidas políticas dirigidas a aumentar su propia influencia.
—¿Estás diciendo que el asesinato no se encuentra en su repertorio?
—No necesariamente. Cuando su mujer falleció, corrieron rumores de que él le había echado una mano. No digo que fuesen ciertos, pero el hecho de que se rumoreara algo así ya dice bastante sobre la imagen que tiene la gente del hombre en cuestión.
Cox gruñó con aquiescencia.
—Pero, por más que lo intento, no veo qué estrategia política puede haber en asesinar y abusar sexualmente de dos adolescentes.
—Barbie jamás haría algo así —volvió a decir Rose.
—Lo mismo sucede con Coggins, aunque ese servicio religioso que tenía (sobre todo la parte de la emisora de radio) cuenta con una dotación económica sospechosamente generosa. Ahora bien, ¿Brenda Perkins? Eso sí que podría haber sido una medida política.
—Y no pueden enviarnos a los marines para detenerlo, ¿verdad? —preguntó Rose—. Lo único que pueden hacer es mirar. Como niños contemplando un acuario donde el pez más grande acapara toda la comida y luego empieza a comerse a los más pequeños.
—Puedo cortar el servicio de telefonía móvil —reflexionó Cox—. También internet. Eso puedo hacerlo.
—La policía tiene walkie-talkies —dijo Julia—. Se pasarían a ese sistema. Y en la asamblea del jueves por la noche, cuando la gente se queje de que han perdido la comunicación con el mundo exterior, él te echará a ti la culpa.
—Estábamos preparando una rueda de prensa para el viernes. Podría borrarla del mapa.
Julia se quedó helada solo con pensarlo.
—Ni te atrevas. Entonces no tendría que dar explicaciones ante el mundo exterior.
—Además —dijo Rose—, si nos deja sin teléfono y sin internet, nadie podrá contarle a usted ni a nadie más lo que Rennie está haciendo.
Cox guardó silencio un momento, mirando al suelo. Después levantó la cabeza.
—¿Qué hay de ese hipotético generador que mantiene la Cúpula activa? ¿Ha habido suerte?
Julia no estaba segura de querer explicarle a Cox que habían encomendado a un alumno de la escuela de secundaria la tarea de buscarlo. Pero resultó que no tuvo que decírselo, porque fue entonces cuando se disparó la alarma de incendios del pueblo.
 22


Pete Freeman dejó caer la última pila de periódicos junto a la puerta. Después se enderezó, apoyó las manos en la parte baja de la espalda y estiró la columna. Tony Guay oyó el crujido desde la otra punta de la sala.
—Eso ha sonado a que ha tenido que doler.
—Pues no, sienta muy bien.
—Mi mujer ya estará en el sobre —dijo Tony—, y tengo una botella escondida en el garaje. ¿Te apetece venir a echar un trago de camino a casa?
—No, creo que me iré… —empezó a decir Pete, y ahí fue cuando la primera botella atravesó el cristal de la ventana. Vio la mecha llameante con el rabillo del ojo y dio un paso hacia atrás. Solo uno, pero ese paso lo salvó de sufrir graves quemaduras, tal vez de arder vivo.
Tanto la ventana como la botella se rompieron. La gasolina se inflamó y ardió formando una manta brillante. Pete se agachó y giró al mismo tiempo. La manta de fuego le pasó volando por encima y prendió una manga de su camisa antes de aterrizar en la moqueta, delante del escritorio de Julia.
—¡¡Qué cojo…!! —empezó a decir Tony, pero entonces otra botella entró con una trayectoria parabólica por el mismo agujero. Esta cayó en el escritorio de Julia y rodó sobre él, esparciendo fuego entre los papeles que había desperdigados por allí y vertiendo más fuego aún en el suelo por la parte de delante. El olor a gasolina ardiendo era intenso y abrasador.
Pete corrió hacia la garrafa de agua fría que había en un rincón mientras se golpeaba la manga de la camisa contra el costado. Levantó la garrafa con torpeza, apoyándola contra sí, y luego puso la camisa en llamas (sentía el brazo que recubría esa manga como si se lo hubiera quemado tomando el sol) bajo el caño de la garrafa.
Otro cóctel molotov levantó el vuelo en la noche. Cayó enseguida y se estrelló en la acera, donde encendió una pequeña hoguera sobre el cemento. Unos zarcillos de gasolina en llamas fluyeron hasta la alcantarilla y se extinguieron.
—¡Vierte el agua en la moqueta! —gritó Tony—. ¡Viértela antes de que todo arda!
Pete no hacía más que mirarlo, boquiabierto y sin aliento. La garrafa de la fuente seguía derramando agua en una parte de la moqueta que, por desgracia, no necesitaba que la mojaran.
Aunque como reportero de deportes nunca pasaría de informar sobre partidos universitarios, Tony Guay había sido un premiado deportista en el instituto. Diez años después, sus reflejos seguían prácticamente intactos. Le arrebató a Pete la garrafa, de la que seguía saliendo agua, y la sostuvo primero sobre el escritorio de Julia y después sobre las llamas de la moqueta. El fuego ya se estaba extendiendo, pero a lo mejor… si se daba prisa… y si en el pasillo del armario de suministros hubiera una o dos garrafas más…
—¡Más! —le gritó a Pete, que no dejaba de mirarse como hipnotizado los restos humeantes de la manga de la camisa—. ¡En el pasillo!
Al principio Pete no pareció entenderle, pero de pronto lo captó y salió disparado hacia allí. Tony fue rodeando el escritorio de Julia, vertiendo el último par de vasos de agua sobre las llamas, intentando cerrarles el paso ahí.
Entonces el molotov definitivo entró volando desde la oscuridad, y ese fue el que de verdad hizo daño. Impactó directamente sobra las pilas de periódicos que los dos hombres habían dejado junto a la puerta principal. La gasolina encendida se coló bajo el zócalo de la pared delantera de las oficinas y el fuego saltó hacia arriba. Vista a través de las llamas, Main Street era un espejismo tembloroso. Más allá de ese espejismo, al otro lado de la calle, Tony creyó entrever dos figuras. El creciente calor hacía que pareciera que estaban bailando.
—¡LIBERAD A DALE BARBARA O ESTO NO SERÁ MÁS QUE EL PRINCIPIO! —vociferó una voz amplificada—. ¡SOMOS MUCHOS, Y ACRIBILLAREMOS TODO ESTE PUTO PUEBLO CON BOMBAS INCENDIARIAS! ¡LIBERAD A DALE BARBARA O PAGAD EL PRECIO!
Tony miró hacia abajo y vio un ardiente arroyo de fuego que corría entre sus pies. No tenía más agua con que apagarlo. El fuego no tardaría en engullir la moqueta y empezaría a lamer la vieja madera seca que había debajo. Mientras tanto, toda la parte frontal de las oficinas estaba ya en llamas.
Tony tiró la garrafa de agua vacía y dio unos pasos atrás. El calor era intenso; sentía cómo se le estiraba la piel. Si no fuera por esos condenados periódicos, podría haber…
Pero ya era demasiado tarde para pensar en lo que «podría haber…». Se giró y vio a Pete, que volvía del pasillo de atrás con otra garrafa de Poland Spring en los brazos, de pie en el umbral. Se le había caído la mayor parte de la manga de la camisa chamuscada y la piel de debajo estaba de un rojo vivo.
—¡Demasiado tarde! —gritó Tony, y, levantando un brazo para protegerse la cara del calor, dio un rodeo para evitar el escritorio de Julia, que ya se había convertido en una columna de llamas que ascendían hasta el techo—. ¡Demasiado tarde, vayamos por detrás!
Pete Freeman no necesitó que se lo gritaran dos veces. Lanzó la garrafa al creciente incendio y echó a correr.
 23


Carrie Carver rara vez tenía nada que ver con Gasolina & Alimentación Mills; aunque la pequeña tienda 24 horas había hecho que su marido y ella se ganaran bastante bien la vida durante muchos años, ella consideraba que estaba Por Encima de Todo Eso. Sin embargo, cuando Johnny le propuso que se acercaran con la furgoneta para llevarse a casa los alimentos enlatados que quedaban («para guardarlos a buen recaudo», con esa delicadeza lo expresó su marido), ella enseguida estuvo de acuerdo. Y aunque normalmente no le gustaba demasiado trabajar (ver el programa de la juez Judy en la tele era más su estilo), se había ofrecido voluntaria para ayudarlo. No había estado en el Food City, pero, cuando se había acercado más tarde por allí para inspeccionar los daños con su amiga Leah Anderson, los escaparates destrozados y la sangre que todavía había en la acera la habían asustado muchísimo. Esas cosas habían hecho que le diera miedo el futuro.
Johnny sacaba a rastras cajas de sopas, cocidos, judías y salsas; Carrie las colocaba en la parte de atrás de su Dodge Ram. Habían hecho más o menos la mitad de la tarea cuando vieron fuego calle abajo. Los dos oyeron la voz amplificada. Carrie creyó ver a dos o tres figuras corriendo por la callejuela que había junto a Burpee’s, pero no estaba segura. Más adelante sí que lo estaría, y elevaría el número de imprecisas figuras hasta al menos cuatro. Tal vez incluso cinco.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó—. Cariño, ¿qué significa eso?
—Que ese condenado cabrón asesino no está solo —dijo Johnny—. Significa que tiene una banda.
Carrie le había puesto una mano en el brazo y entonces le clavó las uñas. Johnny se zafó de su garra y salió corriendo hacia la comisaría gritando «¡Fuego!» con todas sus fuerzas. En lugar de seguirlo, Carrie Carver continuó cargando la furgoneta. El futuro le daba más miedo que nunca.
 24


Además de Roger Killian y de los hermanos Bowie, en las gradas del gimnasio de la escuela de secundaria había diez nuevos agentes de lo que había dado en llamarse Fuerza de Seguridad Municipal de Chester’s Mills. Big Jim apenas acababa de empezar su discurso sobre la gran responsabilidad que tenían en sus manos cuando se disparó la alarma de incendios. El chico se ha adelantado, pensó. No puedo confiar en él para salvar mi alma. Nunca he podido, pero ahora está mucho peor.
—Bueno, muchachos —dijo, dirigiendo su atención hacia el joven Mickey Wardlaw en concreto (¡Dios, menudo armario!)—. Tenía mucho más que deciros, pero parece que nos espera algo de diversión. Fern Bowie, ¿no sabrás tú si tenemos fumigadoras de agua en el almacén del parque de bomberos?
Fern dijo que había echado un vistazo en el parque de bomberos esa misma tarde, solo para ver con qué clase de equipo contaban, y que había visto casi una docena de esos aparatos. Y todos ellos llenos, además, lo cual les venía muy bien.
Big Jim, pensando que el sarcasmo había que reservarlo para gente con suficientes luces como para saber que lo era, dijo que eso quería decir que el buen Dios velaba por todos ellos. También dijo que, si se trataba de algo más que de una falsa alarma, él tomaría el mando de la situación, con Stewart Bowie como segundo de a bordo.
Para que aprendas, bruja fisgona, pensó mientras los nuevos agentes, todos ellos ansiosos y con los ojos inyectados en sangre, se levantaban de las gradas. A ver qué te parece ahora meterte en mis asuntos.
 25


—¿Adónde irás? —preguntó Carter.
Habían ido en su coche (con los faros apagados) hasta el cruce en el que West Street desembocaba en la carretera 117. El edificio que se erguía allí era una gasolinera Texaco que había cerrado en 2007. Estaba cerca de la ciudad pero ofrecía un buen lugar para esconderse, lo cual les resultaba muy conveniente. En el lugar del que venían, la alarma de incendios aullaba como una energúmena y las primeras luces del incendio, de un tono más rosado que naranja, ascendían ya por el cielo.
—¿Eh? —Junior estaba mirando el creciente fulgor. Lo ponía cachondo. Hacía que deseara seguir teniendo novia.
—Te he preguntado que adónde irás. Tu padre ha dicho que busquemos una coartada.
—He dejado la unidad Dos detrás de correos —dijo Junior, apartando la mirada del fuego muy a desgana—. Freddy Denton y yo estábamos juntos. Y él dirá que hemos estado juntos. Toda la noche. Puedo atajar desde aquí. A lo mejor vuelvo por West Street. Iré a ver cómo tira el fuego. —Profirió una risilla muy aguda, una risilla casi de chica que hizo que Carter lo mirara extrañado.
—No te quedes demasiado tiempo. A los pirómanos siempre los atrapan porque vuelven a contemplar sus incendios. Lo he visto en Los más buscados de América.
—El único que se va a comer el marrón por todo esto va a ser Baaarbie —dijo Junior—. ¿Y tú qué vas a hacer? ¿Adónde irás?
—A casa. Mi madre dirá que he estado allí toda la noche. Le pediré que me cambie el vendaje del hombro… el mordisco del puto perro duele un huevo. Me tomaré una aspirina. Después me acercaré al centro, a ayudar con el fuego.
—En el Centro de Salud y en el hospital tienen cosas más fuertes que la aspirina. Y en el Drugstore también. Tendríamos que ir a echar un vistazo.
—Claro que sí —dijo Carter.
—O… ¿te va el cristal? Creo que puedo conseguir un poco.
—¿Metanfetamina? Yo de eso no me meto. Pero no me importaría pillar un poco de Oxy.
—¡Oxy! —exclamó Junior. ¿Cómo es que nunca se le había ocurrido? Seguramente eso le iría mucho mejor para el dolor de cabeza que el Zomig o el Imitrex—. ¡Sí, hermano! ¡Buena idea!
Levantó el puño. Carter lo hizo chocar con el suyo, pero no tenía ninguna intención de ir a colocarse con Junior. El hijo de Big Jim estaba muy raro.
—Será mejor que vayas tirando, Junes.
—Sí, me piro. —Junior abrió la puerta y se alejó, todavía cojeaba un poco.
Carter se sorprendió de lo aliviado que se sintió al ver desaparecer a su amigo.
 26


Barbie se despertó con el sonido de la alarma de incendios y vio a Melvin Searles de pie frente a la puerta de su celda. El chico se había desabrochado la bragueta y sostenía su enorme polla en la mano. Al ver que gozaba de la atención de Barbie, empezó a mear. Estaba claro que su objetivo era alcanzar el camastro. No acababa de conseguirlo, así que se conformó con dibujar una S de salpicaduras en el suelo de cemento.
—Venga, Barbie, bebe —dijo—. Debes de tener mucha sed. Está un poco salado, pero qué cojones…
—¿Qué se quema?
—Como si no lo supieras —dijo Mel, sonriendo. Todavía estaba pálido (debía de haber perdido bastante sangre), pero tenía el vendaje de la cabeza seco y sin una mancha.
—Haz como si no.
—Tus amigos han incendiado el periódico —dijo Mel, y esta vez su sonrisa le enseñó los dientes. Barbie se dio cuenta de que estaba furioso. Y también asustado—. Intentan darnos miedo para que te dejemos salir de aquí. Pero nosotros… no… tenemos… miedo.
—¿Por qué iba a incendiar yo el periódico? ¿Por qué no el ayuntamiento? Y ¿quiénes se suponen que son esos amigos míos?
Mel estaba guardándose otra vez la polla bajo los pantalones.
—Mañana no pasarás sed, Barbie. No te preocupes por eso. Tenemos un cubo lleno de agua que lleva escrito tu nombre y una esponja a juego.
Barbie permaneció callado.
—¿Viste hacer la técnica del submarino en Iraq? —Mel asintió como si supiera que Barbie sí lo había visto—. Ahora podrás experimentarlo en primera persona. —Lo señaló con un dedo por entre los barrotes—. Vamos a descubrir quiénes son tus cómplices, capullo. Y vamos a descubrir qué has hecho para dejar encerrado a este pueblo. Nadie es capaz de soportar esa mierda del submarino.
Hizo como que se iba, pero de repente se volvió de nuevo.
—Y nada de agua dulce, no creas. Salada. A primera hora. Piensa en ello.
Mel se marchó con pasos pesados y la cabeza vendada agachada. Barbie se sentó en el camastro, miró la serpiente que había dibujado en el suelo la orina de Mel, secándose ya, y escuchó la alarma de incendios. Pensó en la chica de la furgoneta. La rubita que estuvo a punto de llevarlo pero que luego cambió de opinión. Cerró los ojos.


CENIZAS


 1


Rusty se encontraba en la calle, frente a la entrada del hospital, viendo cómo se alzaban las llamas en algún lugar de Main Street, cuando empezó a sonar la melodía del teléfono móvil que llevaba sujeto al cinturón. Twitch y Gina estaban con él; la enfermera cogía a Twitch del brazo en un gesto protector. Ginny Tomlinson y Harriet Bigelow dormían en la sala de personal. El tipo que se había ofrecido como voluntario, Thurston Marshall, hacía la ronda para repartir la medicación, algo que se le daba sorprendentemente bien. Las luces y todos los aparatos volvían a funcionar y, de momento, la situación parecía estable. Hasta que sonó la alarma de incendios, Rusty había tenido la osadía de sentirse bien.
Vio LINDA en la pantalla del teléfono y contestó:
—¿Cariño? ¿Va todo bien?
—Aquí sí. Las niñas están durmiendo.
—¿Sabes qué está ard…?
—El periódico. Ahora calla y escucha porque voy a desconectar el teléfono dentro de un minuto y medio: no quiero que me llamen y tener que ir a apagar el incendio. Jackie está aquí y cuidará de las niñas. Tienes que reunirte conmigo en la funeraria. Stacey Moggin también irá. Se ha pasado antes por aquí y me ha dicho que está con nosotros.
El nombre, aunque familiar, no se asoció de inmediato con una cara en la cabeza de Rusty. Sin embargo, lo que resonó en su interior fue el «está con nosotros». Empezaba a haber bandos, empezaba a haber un «con nosotros» y un «con ellos».
—Lin…
—Nos vemos allí. Dentro de diez minutos. Mientras estén apagando el incendio estaremos a salvo porque los hermanos Bowie forman parte del grupo de bomberos voluntarios. Lo dice Stacey.
—¿Cómo han logrado crear un grupo de voluntarios tan ráp…?
—No lo sé y no me importa. ¿Puedes ir?
—Sí.
—Bien. No utilices el aparcamiento lateral. Ve al que se encuentra en la parte de atrás, al pequeño. —Y se cortó la voz.
—¿Qué está ardiendo? —preguntó Gina—. ¿Lo sabes?
—No —respondió Rusty—. Porque no ha llamado nadie. —Miró detenidamente a ambos.
Gina no lo pilló, pero Twitch sí.
—Absolutamente nadie.
—Acabo de irme, probablemente para atender una emergencia, pero no sabéis adonde. No os lo he dicho. ¿Vale?
Gina aún parecía confundida, pero asintió. Porque ahora esa gente era su gente, y no cuestionó ese hecho. ¿Por qué iba a hacerlo? Solo tenía diecisiete años. Nosotros y ellos, pensó Rusty. Es un mal ejemplo, sobre todo para alguien de diecisiete años.
—A atender una emergencia —repitió la chica—. No sabemos adónde.
—No. —Twitch asintió—. Tú saltamontes, nosotros humildes hormigas.
—Tampoco le deis mucha importancia —dijo Rusty. Pero era importante, lo sabía. Iba a haber problemas. Gina no era la única menor implicada; Linda y él tenían dos niñas que estaban durmiendo plácidamente y no sabían que papá y mamá zarpaban hacia una tormenta demasiado fuerte para su pequeño bote.
Y aun así…
—Volveré —prometió Rusty con la esperanza de que no fuera una vana ilusión.
 2


Sammy Bushey circulaba con el Malibu de los Evans por la calle del Catherine Russell poco después de que Rusty partiera en dirección a la Funeraria Bowie, y ambos se cruzaron en la cuesta del Ayuntamiento.
Twitch y Gina habían regresado junto a los pacientes, y la entrada del hospital estaba desierta, pero Sammy no se detuvo ahí; el hecho de llevar una pistola en el asiento del acompañante la convertía en una chica precavida. (Phil habría dicho «paranoica»). Se dirigió hacia la parte posterior y aparcó en el espacio reservado para los empleados. Cogió la pistola del 45, se la metió en la cinturilla de los tejanos y la tapó con la camiseta. Cruzó el aparcamiento, se detuvo frente a la puerta de la lavandería y leyó un cartel que decía A PARTIR DEL 1 DE ENERO QUEDA PROHIBIDO FUMAR AQUÍ. Miró la manija de la puerta y supo que si no giraba, cejaría en su empeño. Sería una señal de Dios. Si, por el contrario, la puerta no estaba cerrada con llave…
No lo estaba. Entró, un fantasma pálido y renqueante.
 3


Thurston Marshall estaba cansado —más bien exhausto— pero hacía años que no se sentía tan feliz. Era, sin duda, una sensación perversa; Thurston era un profesor titular, había publicado varios libros de poesía y era el editor de una prestigiosa revista literaria. Compartía cama con una mujer preciosa, inteligente y que lo adoraba. Que dar pastillas, aplicar ungüentos y vaciar cuñas (por no mencionar que le había limpiado la caca al hijo de Sammy Bushey hacía una hora) lo hiciera más feliz que todas esas cosas, casi tenía que ser perverso, y sin embargo era una realidad. Los pasillos del hospital con sus olores a desinfectante y abrillantador lo transportaban a su juventud. Esa noche los recuerdos habían sido muy vívidos, desde el aroma penetrante a esencia de pachulí del apartamento de David Perna, a la cinta de pelo con estampado de cachemir que Thurse lució en la ceremonia conmemorativa con velas celebrada en memoria de Bobby Kennedy. Hizo la ronda tarareando «Big Leg Woman» en voz muy baja.
Echó un vistazo a la sala de personal y vio a la enfermera con la nariz rota y a la guapa ayudante —se llamaba Harriet— dormidas en los catres que habían puesto ahí. El sofá estaba vacío; o aprovecharía para dormir unas cuantas horas en él o regresaría a la casa de Highland Avenue, que se había convertido en su hogar. Seguramente se decantaría por esta última opción.
Extraños cambios.
Extraño mundo.
Sin embargo, antes pasaría a ver una vez más a los que ya consideraba sus pacientes. No le llevaría demasiado tiempo en ese pequeño hospital. Además, la mayoría de las habitaciones estaban vacías. Bill Allnut, que se había visto obligado a permanecer despierto hasta las nueve debido a la herida que había sufrido en los altercados del Food City, dormía ahora profundamente y roncaba, de lado para aliviar la presión de la larga brecha que tenía en la parte posterior de la cabeza.
Wanda Crumley estaba dos habitaciones más allá. El monitor cardíaco emitía los pitidos normales y la presión sanguínea había mejorado un poco, pero le estaban suministrando cinco litros de oxígeno y Thurse temía que fuera una causa perdida. Pesaba mucho y había fumado mucho. Su marido y su hija menor estaban sentados a su lado. Thurse alzó dos dedos en una V de la victoria (que en sus años mozos había sido el signo de la paz) en dirección a Wendell Crumley; la muchacha sonrió resueltamente y se lo devolvió.
Tansy Freeman, la apendicectomía, estaba leyendo una revista.
—¿Por qué está sonando la sirena de incendios? —le preguntó.
—No lo sé, cielo. ¿Qué tal va el dolor?
—En una escala del uno al diez sería un tres —respondió ella con naturalidad—. Quizá un dos. ¿Podré irme a casa mañana?
—Eso depende del doctor Rusty, pero por lo que veo en mi bola de cristal, diría que sí. —Y al ver cómo a ella se le iluminaba la cara le entraron ganas de llorar, sin ningún motivo que él pudiera entender.
—La madre del bebé ha vuelto —dijo Tansy—. La he visto pasar.
—Bien —dijo Thurse. El bebé no había dado demasiados problemas. Había llorado una o dos veces, pero se había pasado casi todo el rato durmiendo, comiendo o mirando apáticamente al techo desde su cuna. Se llamaba Walter (Thurse no sabía que el «Little» que aparecía en la tarjeta formaba parte de su nombre), pero Thurston Marshall pensaba en él como El Niño Thorazine.
Entonces abrió la puerta de la habitación 23, la que tenía el cartel amarillo de BEBÉ A BORDO pegado con una ventosa, y vio que la chica —una víctima de violación, le había susurrado al oído Gina— estaba sentada en la silla junto a la cama. Tenía al bebé en el regazo y le daba un biberón.
—¿Se encuentra bien —Thurse miró el otro nombre que había en la tarjeta de la puerta—, señora Bushey?
Lo pronunció Bouchez, pero Sammy no se molestó en corregirlo o en decirle que en primaria los niños la llamaban Bushey Tetas Gordas.
—Sí, doctor —respondió.
Thurse tampoco se molestó en corregir el malentendido. Esa dicha no definida, la que llega acompañada de unas lágrimas ocultas, se hizo mayor. Cuando pensaba en lo cerca que había estado de no ofrecerse como voluntario… Si Caro no lo hubiera animado… se habría perdido todo eso.
—El doctor Rusty se alegrará de que haya vuelto. Y Walter también. ¿Necesita algún calmante?
—No. —Era cierto. Aún le dolían sus partes, sentía punzadas, pero aquello quedaba lejos. Se sentía como si estuviera flotando por encima de sí misma, atada a la tierra por un cordel finísimo.
—Muy bien. Eso significa que está mejorando.
—Sí —respondió Sammy—. Dentro de poco ya estaré bien.
—Cuando haya acabado de darle el biberón, métase en la cama, ¿de acuerdo? El doctor Rusty pasará a verla por la mañana.
—Muy bien.
—Buenas noches, señora Bouchez.
—Buenas noches, doctor.
Thurse cerró la puerta con mucho cuidado y siguió recorriendo el pasillo. Al final se encontraba la habitación de Georgia Roux. Tan solo un vistazo y se iría a dormir.
Tenía los ojos vidriosos pero estaba despierta. El chico que había ido a verla, no. Estaba sentado en una esquina, dormitando en la única silla de la habitación con una revista de deportes en el regazo y las largas piernas estiradas.
Georgia le hizo una seña, y cuando Thurse se inclinó sobre ella, le susurró algo. Como lo hizo en voz baja y apenas le quedaban dientes sanos, solo entendió una palabra o dos. Se acercó un poco más.
—No o 'sperte. —Aquella voz le recordó a la de Homer Simpson—. Ej e único ca venido a visita’me.
Thurse asintió. Hacía mucho que se habían acabado las horas de visita, por supuesto, y teniendo en cuenta la camisa azul y el arma que llevaba, era probable que al chico le cayera una buena bronca por no acudir a la llamada de la sirena antiincendios, pero aun así, ¿qué daño iba a causar? Un bombero más o menos no supondría una gran diferencia, y si el chico dormía tan profundamente como para no oír la sirena tampoco sería de gran ayuda de todos modos, Thurse se llevó un dedo a los labios y dedicó un «chis» a la chica para demostrarle que eran cómplices. Ella intentó sonreír, pero hizo una mueca de dolor.
Thurston, sin embargo, no le ofreció ningún calmante; según el historial que había a los pies de la cama, había recibido la dosis máxima y no podía suministrarle más hasta las dos de la madrugada. De modo que salió, cerró la puerta con cuidado y recorrió el pasillo. No se dio cuenta de que la puerta con el cartel de BEBÉ A BORDO estaba entreabierta.
El sofá lo atrajo con sus cantos de sirena cuando pasó por delante, pero Thurston había decidido regresar a la casa de Highland Avenue.
Y ver cómo estaban los niños.
 4


Sammy permaneció sentada junto a la cama con Little Walter en el regazo hasta que el nuevo doctor se fue. Entonces besó a su hijo en ambas mejillas y en los labios.
—Pórtate bien —le dijo—. Mamá te verá en el cielo si la dejan entrar. Creo que la dejarán. Ya ha pasado mucho tiempo en el infierno.
Lo dejó en la cuna y abrió el cajón de la mesita de noche. Había guardado la pistola dentro para que Little Walter no se la clavara mientras lo tenía en brazos y le daba de comer por última vez. Entonces la sacó.
 5


La parte baja de Main Street estaba cortada por dos coches de policía aparcados morro contra morro y con las luces encendidas. Una multitud, silenciosa y pacífica, casi triste, se había arremolinado tras ellos, observando la situación.
Horace, el corgi, solía ser un perro silencioso, su repertorio vocal se limitaba a una serie de ladridos para dar la bienvenida a casa y algún que otro ladrido agudo para recordarle a Julia que existía y quería que le hiciera caso. Pero cuando Julia se detuvo junto a la Maison des Fleurs, el perro profirió un largo aullido desde el asiento posterior. Julia estiró la mano hacia atrás para acariciarle la cabeza con cariño. Para consolarlo y consolarse.
—Julia, Dios mío —dijo Rose.
Salieron. La intención original de Julia era dejar a Horace en el coche, pero cuando este profirió otro de aquellos aullidos breves y desconsolados, como si supiera lo que había sucedido, como si lo supiera de verdad, ella metió la mano bajo el asiento del acompañante, cogió la correa, abrió la puerta para que saliera, y sujetó la correa al collar. Antes de cerrar la puerta, cogió su cámara personal, una Casio de bolsillo, del compartimiento que había junto al asiento. Horace se abrió paso entre la muchedumbre de transeúntes que había en la acera; tiraba de la correa.
El primo de Piper Libby, Rupe, un policía a tiempo parcial que había llegado a Chester’s Mills cinco años antes, intentó detenerlas.
—Nadie puede pasar a partir de aquí, señoras.
—Es mi casa —dijo Julia—. Arriba se encuentran todas mis posesiones, ropa, libros, objetos personales, todo. Abajo está el periódico que fundó mi bisabuelo. En más de ciento veinte años solo ha faltado a su cita con los lectores en cuatro ocasiones. Y ahora va a quedar reducido a cenizas. Si quieres evitar que vea de cerca cómo sucede, vas a tener que pegarme un tiro.
Rupe parecía inseguro, pero cuando Julia echó a caminar de nuevo (seguida de Horace, que miró al hombre calvo con recelo), el policía se hizo a un lado. Aunque solo momentáneamente.
—Usted no —le ordenó a Rose.
—Yo, sí. A menos que quieras que te eche laxante en el próximo chocolate frapé que pidas.
—Señora… Rose… Tengo que obedecer órdenes.
—Al diablo con esas órdenes —exclamó Julia, con un tono más cansado que desafiante. Cogió a Rose del brazo y la arrastró por la acera. No se detuvo hasta que sintió que el calor le abrasaba la cara.
El Democrat era un infierno. La docena de policías presentes ni siquiera intentaban sofocarlo, a pesar de que tenían fumigadoras (algunas todavía lucían las pegatinas que Julia podía leer fácilmente a la luz de las llamas: ¡OTRO PRODUCTO ESPECIAL DE LAS REBAJAS DE BURPEE!) y estaban mojando el Drugstore y la librería. Dada la ausencia de viento, Julia pensó que podrían salvar ambas tiendas… Y de ese modo el resto de los negocios del lado este de Main Street.
—Es fantástico que hayan aparecido tan rápido —dijo Rose.
Julia no abrió la boca, se limitó a observar las llamas, que se alzaban en la oscuridad y ocultaban las estrellas de color rosa. Estaba demasiado aturdida para llorar.
Todo, pensó. Todo.
Entonces recordó el paquete de periódicos que había guardado en el maletero antes de partir para reunirse con Cox y se corrigió: Casi todo.
Pete Freeman se abrió camino entre los policías que estaban sofocando el incendio que afectaba a la fachada norte del Drugstore de Sanders. Las lágrimas habían logrado abrir unos surcos limpios en aquel rostro sucio de hollín.
—¡Lo siento mucho, Julia! —El hombre estaba al borde del llanto—. Casi lo habíamos controlado… Lo habríamos conseguido… pero entonces la última… la última botella que lanzaron esos cabrones impactó en los periódicos que había junto a la puerta y… —Se limpió la cara con la manga de la camisa y se embadurnó de hollín—. ¡Lo siento muchísimo!
Julia lo acogió como si Pete fuera un bebé, aunque medía quince centímetros más y pesaba cuarenta y cinco kilos más que ella. Lo estrechó contra sí poniendo cuidado en no hacerle daño en el brazo herido, y le preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—Cócteles molotov —respondió Pete, entre sollozos—. Ese cabrón de Barbara.
—Está en el calabozo, Pete.
—¡Sus amigos! ¡Han sido sus malditos amigos! ¡Lo han hecho ellos!
—¡¿Cómo?! ¿Los has visto?
—Los he oído —contestó, y dio un paso atrás para mirarla—. Habría sido muy difícil no oírlos. Tenían un megáfono. Decían que si Dale Barbara no era liberado, quemarían todo el pueblo. —Sonrió con amargura—. ¿Liberarlo? Deberíamos colgarlo. Dadme una soga y lo haré yo mismo.
Big Jim se acercó caminando. Las llamas le teñían de naranja las mejillas. Sus ojos resplandecían. Lucía una sonrisa tan grande que casi llegaba, literalmente, de oreja a oreja.
—¿Qué te parece ahora tu amigo Barbie, Julia?
Julia se acercó a Big Jim, y debió de hacerlo con una expresión extraña, porque Rennie retrocedió un paso, como si le diera miedo que le soltara un puñetazo.
—Esto no tiene sentido. Ninguno. Y lo sabes.
—Oh, yo creo que sí. Si eres capaz de aceptar la idea de que Dale Barbara y sus amigos fueron los responsables de la aparición de la Cúpula, creo que tiene mucho sentido. Fue un atentado terrorista, simple y llanamente.
—Y una mierda. Yo estaba de su lado, lo que significa que el periódico también. Él lo sabía.
—Pero esos chicos dijeron… —intentó decir Pete.
—Sí —lo interrumpió ella, sin mirarlo. Tenía los ojos clavados en el rostro de Rennie, iluminado por las llamas—. Esos chicos dijeron, esos chicos dijeron, ¿pero quién demonios son esos chicos? Pregúntate eso, Pete. Pregúntate esto: si no fue Barbie, que no tenía ningún motivo, ¿quién tenía alguna razón para hacer algo así? ¿Quién se beneficia de que Julia Shumway se vea obligada a cerrar la boca y dejar de dar problemas?
Big Jim se volvió y se dirigió hacia dos de los nuevos agentes de policía, solo identificables como tal por los pañuelos azules que llevaban atados alrededor de los bíceps. Uno era un tío cachas y alto con cara de ser poco más que un niño a pesar de su tamaño. El otro solo podía ser un Killian; esa cabeza con forma de pepino era tan característica como un sello conmemorativo.
—Mickey, Richie. Sacad a estas dos mujeres de la escena.
Horace estaba agazapado, gruñendo a Big Jim, que le lanzó una mirada desdeñosa.
—Y si no se van por propia voluntad, tenéis permiso para agarrarlas y lanzarlas contra el capó del coche patrulla más cercano.
—Esto no ha acabado —dijo Julia señalándolo con un dedo. Estaba empezando a llorar, pero eran unas lágrimas demasiado dolorosas y exaltadas para ser de dolor—. Esto no ha acabado, hijo de puta.
La sonrisa de Big Jim apareció de nuevo. Tan reluciente como la cera con la que abrillantaba su Hummer. Y tan oscura.
—Sí que ha acabado —replicó él—. Tema zanjado.
 6


Big Jim regresó al incendio —quería verlo hasta que solo quedara un montón de cenizas del periódico de aquella metomentodo— y tragó una bocanada de humo. De repente se le detuvo el corazón y el mundo se difuminó frente a él, como si fuera un efecto especial. Luego empezó a latir de nuevo, pero de un modo irregular que le hizo jadear. Se dio un puñetazo en el lado izquierdo del pecho y tosió con fuerza, una solución rápida para las arritmias que le había enseñado el doctor Haskell.
Al principio el corazón continuó con su galope irregular (latido… pausa… latido… pausa), pero entonces recuperó el ritmo normal. Por un instante lo vio recubierto de un denso glóbulo de grasa amarilla, como un órgano que ha sido enterrado vivo y lucha por liberarse antes de que se le acabe todo el aire. Sin embargo, borró esa imagen de su cabeza rápidamente.
Estoy bien. Trabajo demasiado. No es nada que no puedan curar siete horas de sueño.
El jefe Randolph se le acercó con una fumigadora sujeta a su ancha espalda. Tenía la cara empapada en sudor.
—¿Jim? ¿Estás bien?
—Sí —respondió Big Jim. Y lo estaba. Lo estaba. Se encontraba en la cúspide de la vida, era el momento ideal para alcanzar la grandeza, un hito que siempre se había considerado capaz de lograr. No pensaba permitir que unos problemillas de corazón se lo impidieran—. Solo estoy cansado. Llevo todo el día de un lado para otro, sin parar.
—Vete a casa —le aconsejó Randolph—. Nunca creí que llegaría a dar gracias a Dios por la Cúpula, y no voy a hacerlo ahora, pero como mínimo funciona como barrera contra el viento. Todo saldrá bien. He enviado a unos cuantos hombres al tejado del Drugstore y de la librería por si salta alguna chispa, así que puedes…
—¿A qué hombres? —El corazón se estaba calmando, calmando. Bien.
—A Henry Morrison y a Toby Whelan a la librería. A Georgie Frederick y a uno de los chicos nuevos al del Drugstore. Uno de los hijos de Killian, creo. Rommie Burpee se ha ofrecido como voluntario para subir con ellos.
—¿Tienes el walkie?
—Claro que sí.
—¿Y Frederick tiene el suyo?
—Todos los agentes de plantilla lo tienen.
—Pues dile a Frederick que no le quite el ojo de encima a Burpee.
—¿A Rommie? ¿Por qué, por el amor de Dios?
—No confío en él. Podría ser amigo de Barbara. —Aunque no era Barbara quien preocupaba a Big Jim en lo referente a Burpee. Romeo había sido amigo de Brenda, y era un tipo listo.
Randolph tenía la cara sudorosa surcada de arrugas.
—¿Cuántos crees que son? ¿Cuántos están del lado del hijo de puta?
Big Jim meneó la cabeza.
—Es difícil de decir, Pete, pero esto es más grande de lo que creemos. Deben de haberlo estado planeando desde hace mucho tiempo. No podemos fijarnos solo en los recién llegados al pueblo y decir que tienen que ser ellos. Algunas de las personas involucradas podrían llevar aquí años. Décadas, incluso. Deben de haberse infiltrado entre nosotros.
—Cielos. Pero ¿por qué, Jim? ¿Por qué, por el amor de Dios?
—No lo sé. Para hacer pruebas, quizá, y utilizarnos como conejillos de Indias. O quizá es un plan de los de arriba. No me extrañaría que al matón de la Casa Blanca se le ocurriera algo así. Lo que importa es que vamos a tener que reforzar la seguridad y vigilar muy de cerca a los mentirosos que intenten socavar nuestros esfuerzos para mantener el orden.
—¿Crees que ella…? —Señaló con la cabeza a Julia, que estaba viendo cómo ardía su negocio con su perro sentado a su lado jadeando a causa del calor.
—No estoy seguro, pero después de ver cómo se ha comportado esta tarde… Cómo ha entrado en la comisaría gritando qué quería verlo… ¿Qué te dice eso?
—Sí —admitió Randolph. Lanzó hacia Julia una mirada de recelo—. Y luego ha quemado su propia casa. No hay coartada mejor que esa.
Big Jim lo señaló con un dedo, como diciendo «Ahí podrías haber dado en el blanco».
—Tengo que ponerme en marcha. Debo llamar a George Frederick y decirle que vigile de cerca a Lewiston Canuck.
—De acuerdo. —Randolph cogió el walkie-talkie.
Detrás de ellos Fernald Bowie gritó:
—¡El tejado se desploma! ¡Los de la calle, apartaos! ¡Los que estáis en los tejados de los otros edificios, atentos, atentos!
Con una mano en la puerta de su Hummer, Big Jim observó cómo se desplomaba el tejado del Democrat, que lanzó una lluvia de chispas al cielo negro. Los hombres apostados en los edificios adyacentes comprobaron que las fumigadoras de sus compañeros estuvieran bien cebadas, y permanecieron en posición de descanso, esperando a que saltaran las chispas, dispuestos a rociarlas con agua.
La expresión del rostro de Julia Shumway cuando se derrumbó el tejado del Democrat hizo más bien al corazón de Big Jim que todas las puñeteras medicinas y los marcapasos del mundo. Durante años había tenido que aguantar sus invectivas semanales, y aunque nunca habría admitido que aquella mujer le daba miedo, no cabía duda de que había logrado hacerlo enfadar.
Pero mírala ahora, pensó Big Jim. Parece como si hubiera regresado a casa y hubiera encontrado a su madre muerta en el lavabo.
—Tienes mejor aspecto —dijo Randolph—. Te ha vuelto el color a la cara.
—Me siento mejor —admitió Big Jim—. Pero aun así me voy a casa, a dormir un poco.
—Buena idea —dijo Randolph—. Te necesitamos, amigo mío. Ahora más que nunca. Y si la Cúpula no desaparece… —Movió la cabeza sin dejar de mirar a Big Jim con sus ojos de basset hound—. No sé cómo nos las arreglaríamos sin ti, digámoslo así. Quiero a Andy Sanders como si fuera un hermano, pero no tiene mucho cerebro, que digamos. Y Andrea Grinnell es poco más que un cero a la izquierda desde que se cayó y se hizo daño en la espalda. Eres el pegamento que mantiene unido a Chester’s Mills.
Esas palabras conmovieron a Big Jim. Cogió a Randolph del brazo y se lo apretó.
—Daría mi vida por este pueblo. Imagínate cuánto lo quiero.
—Lo sé. Yo también. Y nadie va a robárnoslo.
—Bien dicho —sentenció Big Jim.
Puso el coche en marcha y se subió a la acera para sortear el control que habían puesto en el extremo norte de la zona comercial. El corazón volvía a latirle con normalidad (bueno, casi), pero aun así estaba preocupado. Tendría que ir a ver a Everett, y la idea no le gustaba; Rusty era otro metomentodo con ganas de causar problemas en un momento en el que el pueblo tenía que mantenerse unido. Además, no era médico. Big Jim casi se sentiría más cómodo confiándole sus problemas médicos a un veterinario, pero no había ninguno en el pueblo. Así pues, no le cabía más que esperar que si necesitaba un medicamento, algo que le regulara el ritmo cardíaco, Everett supiera cuál era el más adecuado.
Bueno, pensó, me dé lo que me dé, siempre puedo consultárselo a Andy.
Sí, pero no era ese el mayor problema que lo acuciaba. Se trataba de otra cosa que había dicho Pete: «Y si la Cúpula no desaparece…».
A Big Jim no le preocupaba eso. Sino lo contrario. Si la Cúpula desaparecía (es decir, si desaparecía demasiado pronto), estaría metido en un buen problema aunque no se descubriera el laboratorio de anfetaminas. A buen seguro habría más de un puñetero que cuestionaría sus decisiones. Una de las reglas de la vida política que había abrazado desde siempre era «Los que pueden, lo hacen; los que no pueden, cuestionan las decisiones de los que pueden». Quizá no entenderían que todo lo que había hecho u ordenado hacer, incluso el lanzamiento de piedras del supermercado esa misma mañana, había sido por el bien del pueblo. Los amigos de Barbara de fuera mostrarían cierta tendencia a buscar el malentendido, porque no querrían entender nada. El hecho de que ese Barbara tenía amigos fuera, y muy poderosos, era algo que Big Jim no había cuestionado desde que había visto la carta del presidente. Pero de momento no podían hacer nada. Situación que Rennie pretendía que se alargara durante unas cuantas semanas más. Tal vez un mes o dos.
Lo cierto era que le gustaba la Cúpula.
No como algo a largo plazo, por supuesto, pero ¿hasta que hubieran redistribuido el propano de la emisora de radio? ¿Hasta que hubieran desmontado el laboratorio y hubieran reducido a cenizas el granero que lo había albergado (otro crimen que podrían imputar a los compañeros de conspiración de Barbara)? ¿Hasta que Barbara pudiera ser juzgado y ejecutado por el pelotón de fusilamiento de la policía? ¿Hasta que las culpas por el modo en que se había actuado durante la crisis pudieran repartirse entre el máximo número posible de personas, y todo el mérito recayera en una única persona, a saber, él mismo?
Hasta entonces la Cúpula estaba bien donde estaba.
Big Jim decidió que se arrodillaría y rezaría por todo ello antes de acostarse.
 7


Sammy avanzó cojeando por el pasillo del hospital. Miraba los nombres de las puertas y echaba un vistazo en el interior de las habitaciones sin nombre para asegurarse de que no había nadie dentro. Empezaba a preocuparle que la zorra no estuviera allí, cuando llegó a la última y vio una postal que le deseaba una rápida mejoría clavada con una chincheta. El dibujo de un perro decía «Me han dicho que no te sientes muy bien».
Sammy sacó la pistola de Jack Evans de la cinturilla de los vaqueros (cinturilla que le quedaba más floja, por fin había logrado adelgazar un poco, más vale tarde que nunca) y usó la boca de la automática para abrir la postal. En el interior, el perro se estaba lamiendo las partes y decía: «¿Necesitas una limpieza de bajos?». Estaba firmada por Mel, Jim Jr., Carter y Frank, y era exactamente el tipo de mensaje de buen gusto que Sammy habría esperado de ellos.
Abrió la puerta con el cañón del arma. Georgia no estaba sola, hecho que no alteró lo más mínimo la profunda calma que Sammy sentía, la sensación de paz casi alcanzada. La situación podría haber sido distinta si el hombre que dormía en el rincón hubiera sido un inocente, el padre o el tío de la zorra, por ejemplo, pero se trataba de Frankie el Sobatetas. El primero que la había violado, el que le había dicho que debía aprender a tener la boca cerrada excepto cuando estaba de rodillas. El hecho de que estuviera durmiendo no cambiaba nada. Porque los chicos como él siempre se despertaban y empezaban de nuevo con sus chorradas.
Georgia no estaba dormida; tenía demasiado dolor, y el melenudo que había ido a verla no le había ofrecido más drogas. Vio a Sammy y abrió los ojos como platos.
—Tú… —dijo—. Zal d’aquí.
Sammy sonrió.
—Hablas como Homer Simpson —le dijo.
Georgia vio la pistola y abrió más los ojos. Abrió la boca, sin apenas un diente, y gritó.
Sammy siguió sonriendo. Era una sonrisa que cada vez se hacía más y más grande. El grito sonó como música para sus oídos y fue un bálsamo para sus heridas.
—Tírate a esa zorra —dijo—. ¿Verdad, Georgia? ¿No es eso lo que dijiste, puta desalmada?
Frank se despertó y miró alrededor desconcertado y con los ojos desorbitados. Había movido el trasero hasta el borde de la silla, y cuando Georgia gritó de nuevo, dio un respingo y cayó al suelo. Llevaba un arma en el cinturón, como todos, y se llevó la mano a la pistola.
—Baja el arma, Sammy, bájala, aquí somos todos amigos, seamos amigos.
Sammy respondió:
—Deberías mantener la boca cerrada excepto cuando estás de rodillas, tragándote la polla de tu amigo Junior. —Entonces apretó el gatillo de la Springfield. La detonación de la automática atronó en la pequeña habitación. El primer disparo pasó por encima de la cabeza de Frankie e hizo añicos la ventana. Georgia gritó de nuevo. Estaba intentando bajar de la cama y se había arrancado la vía intravenosa y los cables de los monitores. Sammy le dio un empujón y cayó de espaldas.
Frankie aún no había sacado la pistola. Atenazado por el miedo y la confusión, estaba tirando de la funda en lugar de del arma, y solo logró levantarse el cinturón por el lado derecho. Sammy dio dos pasos hacia él, agarró la pistola con ambas manos, como había visto en la televisión, y disparó de nuevo. El lado izquierdo de la cabeza de Frankie estalló. Un fragmento de cuero cabelludo impactó en la pared y se quedó pegado allí. Se llevó la mano a la herida. La sangre empezó a manar entre los dedos. Entonces desapareció la mano, que se hundió en la esponja supurante donde había estado su cráneo.
—¡Para! —gritó con los ojos fuera de las órbitas y llenos de lágrimas—. ¡No, para! ¡No me hagas daño! —Y entonces—: ¡Mamá! ¡Maaaami!
—Tranquilo, tu mami no te educó muy bien —dijo Sammy, y le disparó de nuevo, esta vez en el pecho. Frankie se estampó contra la pared. Apartó la mano de la cabeza y la dejó caer al suelo; salpicó en el charco de sangre que había empezado a formarse. Le descerrajó un tiro por tercera vez, este en el órgano con el que la había herido. Entonces se volvió hacia Georgia.
La chica estaba hecha un ovillo. El monitor que había encima de ella pitaba sin parar, probablemente porque se había arrancado los cables. El pelo le tapaba los ojos. Georgia gritaba y gritaba.
—¿No es eso lo que dijiste? —preguntó Sammy—. Tírate a esa zorra, ¿verdad?
—¡Lo hiento!
—¿Qué?
Georgia lo intentó de nuevo.
—¡Lo hiento! ¡Lo hiento, Hammy! —Y, entonces, el súmmum de lo absurdo—: ¡Lo 'etiro!
—No puedes. —Sammy disparó a Georgia en la cara y luego en el cuello. La chica salió despedida hacia atrás como Frankie, y se quedó quieta.
Sammy oyó ruido de pasos y gritos en el pasillo. También gritos somnolientos de preocupación en algunas de las habitaciones. Sentía causar ese alboroto, pero en ocasiones no había otra elección.
En ocasiones había que hacer las cosas. Y una vez hechas, llegaba la paz.
Se llevó la pistola a la sien.
—Te quiero, Little Walter. Mamá quiere a su niño.
Y apretó el gatillo.
 8


Rusty tomó West Street para sortear el incendio, y luego regresó a Main Street en el cruce con la 117. La Funeraria Bowie estaba a oscuras salvo por unas velas eléctricas que había en el escaparate. Se dirigió a la parte de atrás, al aparcamiento pequeño, tal como le había pedido su mujer, y aparcó junto al coche fúnebre Cadillac, largo y gris. En algún lugar no muy lejos de allí, sonaba el martilleo de un generador.
Estaba a punto de poner la mano en la manija de la puerta cuando sonó su teléfono. Lo apagó sin mirar quién podía llamarle, y cuando alzó la vista de nuevo, había un policía junto a la ventana. Un policía que había desenfundado la pistola.
Era una mujer. Cuando esta se inclinó, Rusty vio una cascada de pelo rubio ensortijado, y por fin apareció la cara asociada al nombre que su mujer había mencionado. La telefonista y recepcionista de la policía durante el turno de día. Rusty dio por sentado que la habían obligado a pasarse a jornada completa el día de la Cúpula o justo después. También dio por sentado que ella misma se había asignado la misión que tenía entre manos en ese momento.
La policía guardó la pistola.
—Eh, doctor Rusty. Soy Stacey Moggin. Me curó una urticaria hace… ¿dos años? Ya sabe, en el… —Se dio unas palmadas en el trasero.
—Lo recuerdo. Me alegra verla con los pantalones subidos, señora Moggin.
Se rió del mismo modo en que hablaba: en voz baja.
—Espero no haberlo asustado.
—Un poco. Estaba apagando el móvil, y entonces apareció usted.
—Lo siento. Entre, Linda ya está esperando. No tenemos mucho tiempo. Me quedaré montando guardia. Le haré un doble clic a Lin por el walkie si viene alguien. Si son los Bowie, dejarán el coche en el aparcamiento lateral, por lo que podremos salir por East Street sin que nos vean. —Ladeó la cabeza y sonrió—. Bueno… quizá peco de optimista, pero al menos no podrán identificarnos. Si tenemos suerte.
Rusty la siguió, se orientaba por los destellos de su melena.
—¿Has forzado la cerradura, Stacey?
—No, por Dios. Había una llave en la comisaría. La mayoría de las tiendas de Main Street nos dan una copia.
—¿Y por qué te has metido en esto?
—Porque la gente se ha dejado arrastrar por un montón de estupideces fruto del miedo. Duke Perkins habría puesto fin a todo esto mucho antes. Ahora, venga. Y hágalo rápido.
—Eso no puedo prometértelo. De hecho, no puedo prometerte nada. No soy patólogo.
—Pues tan rápido como pueda.
Rusty la siguió al interior. Un instante después, Linda lo rodeaba con sus brazos.
 9


Harriet Bigelow gritó dos veces y se desmayó. Gina Buffalino se quedó mirando la escena con la mirada vidriosa a causa del shock.
—Sacad a Gina de aquí —ordenó Thurse. Había llegado al aparcamiento, oyó los disparos y regresó corriendo. Y encontró eso. Esa matanza.
Ginny le puso un brazo alrededor de los hombros a Gina y la acompañó al pasillo, donde se encontraban los pacientes ambulatorios, entre ellos Bill Allnut y Tansy Freeman, con los ojos desorbitados y aterrorizados.
—Sácala de aquí —le dijo Thurse a Twitch, señalando a Harriet—. Y bájale la falda, que la chica no pierda la dignidad.
Twitch obedeció. Cuando Ginny y él regresaron a la habitación, Thurse estaba arrodillado junto al cuerpo de Frank DeLesseps, que había muerto porque había ido a cuidar de Georgia en lugar de su novio y se había pasado las horas de visita. Thurse había tapado a Georgia con una sábana en la que habían empezado a florecer amapolas de sangre.
—¿Hay algo que podamos hacer, doctor? —preguntó Ginny. Sabía que no era médico, pero estaba tan alterada que le salió de forma automática. Estaba mirando el cuerpo despatarrado de Frank y se tapó la boca con la mano.
—Sí. —Thurse se levantó y sus rodillas huesudas crujieron como dos pistolas—. Llamad a la policía. Esto es el escenario de un crimen.
—Todos los que se encuentren de servicio estarán sofocando el incendio —dijo Twitch—. Y los que no estén allí, irán de camino o estarán durmiendo con el teléfono desconectado.
—Pues llamad a quien sea, por el amor de Dios, y averiguad si se supone que debemos hacer algo antes de limpiar este desastre. Tomad fotografías, o yo qué sé. Tampoco es que haya muchas dudas acerca de lo ocurrido. Disculpadme un minuto, voy a vomitar.
Ginny se apartó para que Thurston pudiera entrar en el minúsculo lavabo de la habitación. Cerró la puerta, pero aun así se oyó perfectamente el sonido de sus arcadas, el sonido de un motor en plena aceleración pero atascado debido a la suciedad.
Ginny notó una leve sensación de mareo que pareció elevarla de forma liviana. Logró contenerla y, cuando miró a Twitch, este estaba cerrando el teléfono móvil.
—Rusty no ha respondido —dijo—. Le he dejado un mensaje de voz. ¿Alguien más? ¿Rennie?
—¡No! —Casi se estremeció—. Él no.
—¿Mi hermana? Me refiero a Andi.
Ginny se lo quedó mirando.
Twitch aguantó la mirada pero acabó agachando la cabeza.
—Tal vez no —murmuró.
Ginny le tocó el brazo, junto a la muñeca. Twitch tenía la piel fría. Pero imaginaba que ella también.
—Si te sirve de consuelo —dijo Ginny—, creo que está intentando desengancharse. Vino a ver a Rusty, y estoy casi segura que fue por eso.
Twitch se pasó las manos por ambos lados de la cara y por un instante la convirtió en una máscara de dolor de una ópera bufa.
—Esto es una pesadilla.
—Sí —se limitó a admitir Ginny. Entonces sacó su móvil de nuevo.
—¿A quién vas a llamar? —Twitch logró esbozar una sonrisa—. ¿A los Cazafantasmas?
—No. Si Andi y Big Jim están descartados, ¿quién nos queda?
—Sanders, pero es un puto inútil y lo sabes. ¿Por qué no limpiamos todo esto y ya está? Thurston tiene razón, es obvio lo que ha ocurrido aquí.
Thurston salió del baño. Se estaba limpiando la boca con una toalla de papel.
—Porque existen ciertas reglas, jovencito. Y teniendo en cuenta las actuales circunstancias, es más importante que nunca que las sigamos. O, como mínimo, que pongamos todo nuestro empeño en ello.
Twitch alzó la cabeza y vio el cerebro de Sammy Bushey en lo alto de una pared, secándose. Lo que la chica había utilizado para pensar parecía ahora un coágulo de copos de avena. Rompió a llorar.
 10


Andy Sanders estaba sentado en el apartamento de Dale Barbara, en un lado de la cama. La ventana estaba teñida del resplandor naranja de las llamas del edificio del Democrat, que se encontraba al lado. Por encima de él oyó pasos y voces amortiguadas; supuso que había hombres en el tejado.
Andy había subido por la escalera interior desde la farmacia. Abrió la bolsa marrón y sacó el contenido: un vaso, una botella de agua Dasani y un frasco de pastillas: OxyContin. La etiqueta decía PARA A. GRINNELL. Eran rosa y había unas veinte. Sacó unas cuantas, las contó, y sacó más. Veinte. Cuatrocientos miligramos. Tal vez no serían suficientes para matar a Andrea, que había logrado desarrollar cierta tolerancia, pero estaba convencido de que bastarían para él.
El calor del incendio del edificio de al lado atravesaba la pared. Estaba empapado en sudor. Debía de estar como mínimo a cuarenta grados. Quizá más. Se secó la cara con la colcha.
No tendré que aguantarlo mucho más. En el cielo soplará una brisa agradable y todos cenaremos juntos en la mesa del Señor.
Usó el culo del vaso para machacar las pastillas y asegurarse de que todas causaban efecto al mismo tiempo. Como un martillazo en la cabeza de un buey. Solo tenía que tumbarse en la cama, cerrar los ojos, y luego buenas noches, dulce farmacéutico, que un coro de ángeles te acompañe hacia el descanso celestial.
Yo… y Claudie… y Dodee. Juntos para la eternidad.
No lo creo, hermano.
Era la voz de Coggins, en su tono más sombrío y declamatorio. Andy hizo una pausa en el proceso de machacado de las pastillas.
Los suicidas no cenan con sus seres amados, amigo mío; van al infierno y cenan brasas ardientes que queman eternamente en su estómago. ¿Vas a decir «aleluya» ahora? ¿Vas a decir «amén»?

—Sandeces —susurró Andy, que siguió moliendo las pastillas—. Tú enseguida corriste a meter el hocico en el comedero, como todos nosotros. ¿Por qué iba a creerte?
Porque digo la verdad. Tu mujer y tu hija te están mirando ahora mismo, suplicándote que no lo hagas. ¿Acaso no las oyes?

—No —respondió Andy—. Y eso tampoco eres tú. Es una parte de mi mente que se comporta con cobardía. Ha intentado dirigirme toda la vida. Así es como Big Jim se adueñó de mi voluntad. Así es como me metí en este lío de las anfetaminas. No necesitaba el dinero, ni siquiera soy capaz de asimilar semejantes cantidades de dinero, pero no sabía cómo decir no. Pero ahora puedo decirlo. No, señor. No me queda nada por lo que vivir, y quiero irme. ¿Tienes algo que decir al respecto?
Parecía que Lester Coggins se había quedado sin palabras. Andy acabó de reducir las pastillas a polvo y llenó el vaso de agua. Vertió el polvo rosa en el vaso usando el costado de la mano y luego lo revolvió todo con el dedo. Lo único que se oía eran las llamas y los gritos amortiguados de los hombres que intentaban extinguirlas desde arriba, el bum-bum-bum de los hombres que caminaban por el tejado.
—De un trago —dijo… pero no bebió.
Tenía la mano en el vaso, sin embargo esa parte cobarde de su ser, esa parte que no quería morir a pesar de que no le quedaba nada importante por lo que vivir, fue incapaz de moverlo.
—No, esta vez no vas a ganar —dijo, pero soltó el vaso para poder secarse con la colcha el sudor que le corría por la cara—. No ganas siempre, y no vas a ganar ahora.
Se llevó el vaso a los labios. Una dulce promesa de olvido flotaba en su interior. Pero volvió a dejarlo en la mesita de noche.
Esa parte cobarde aún lo dominaba. Maldita fuera.
—Envíame una señal, Señor —susurró—. Envíame una señal para que sepa que puedo beber esto. Aunque solo sea porque es la única forma que tengo de salir de este pueblo.
En el edificio de al lado, el tejado del Democrat se vino abajo con una lluvia de chispas. Por encima de él, alguien —parecía Romeo Burpee— gritó:
—¡Estad listos, chicos, estad listos, joder!
«Estad listos». Esa era la señal, sin duda. Andy Sanders levantó el vaso de la muerte de nuevo, y esta vez la parte cobarde de su ser no se lo pudo impedir. La parte cobarde parecía haberse rendido.
En su bolsillo, su móvil hizo sonar las primeras notas de «You’re Beautiful», una mierda de canción sentimental que había elegido Claudie. Por un instante estuvo a punto de beber el contenido del vaso, pero entonces una voz le susurró que aquello también podía ser una señal. No sabía si era la voz de su parte cobarde, o la de Coggins, o la de su corazón. Y puesto que no lo sabía, contestó a la llamada.
—¿Señor Sanders? —Era la voz de una mujer, cansada, desdichada y asustada. Andy la identificó—. Soy Virginia Tomlinson, del hospital.
—¡Ginny, claro! —exclamó con su habitual tono alegre y servicial. Era muy raro.
—Me temo que tenemos un problema. ¿Puede venir?
La luz logró atravesar la confusa oscuridad de la cabeza de Andy. Lo llenó de sorpresa y gratitud. Alguien le había preguntado «¿Puede venir?». ¿Había olvidado lo bien que le hacían sentir esas cosas? Supuso que sí, pero ese era el motivo que lo había impulsado a presentarse al cargo de concejal en primera instancia. Ese y no el mero hecho de poseer cierto poder; aquello era cosa de Big Jim. Tan solo quería echar una mano. Así era como había empezado; y quizá como iba a acabar.
—¿Señor Sanders? ¿Está ahí?
—Sí. Tranquila, Ginny. Llego enseguida. —Hizo una pausa—. Y no me llames señor Sanders. Soy Andy. Esto nos afecta a todos, lo sabes.
Colgó, llevó el vaso al baño y tiró el contenido al váter. La buena sensación que lo había embargado, la sensación de luz y asombro, duró hasta que tiró de la cadena. Entonces la depresión cayó sobre él como un abrigo viejo y maloliente. ¿Lo necesitaban? Era muy extraño. No era más que el viejo y estúpido Andy Sanders, el títere cuyos hilos movía Big Jim. El portavoz. La marioneta. El hombre que leía las mociones y propuestas de Big Jim como si fueran suyas. El hombre que era útil cada dos años, más o menos, para hacer campaña y hacer gala de su encanto sureño. Algo que Big Jim era incapaz de hacer o no estaba dispuesto.
Había más pastillas en el frasco. Había más Dasani en la nevera de abajo. Pero Andy no meditó en serio sobre esa posibilidad; le había hecho una promesa a Ginny Tomlinson, y era un hombre de palabra. Sin embargo, no había descartado el suicidio, tan solo lo había postergado. Lo había pospuesto, tal como se decía en el mundillo de la política local. Y más le valía salir de esa habitación que a punto había estado de convertirse en su cámara mortuoria.
Estaba empezando a llenarse de humo.
 11


La sala de trabajo del depósito de cadáveres de los Bowie se encontraba bajo tierra, y Linda se sintió lo bastante segura para encender las luces. Rusty las necesitaba para llevar a cabo el examen.
—Menuda porquería —dijo él, y señaló el suelo de baldosas, sucio y lleno de pisadas, las latas de cerveza y refrescos que había sobre las mesas, un cubo de la basura en un rincón sobre el que revoloteaban unas cuantas moscas—. Si la Junta Estatal de Servicios Funerarios viera esto, o el Departamento de Salud, lo cerrarían en menos que canta un gallo.
—En menos que canta un gallo vamos a tener que salir nosotros de aquí si no queremos que nos pillen —le recordó Lisa. Estaba mirando la mesa de acero inoxidable que había en el centro de la habitación. La superficie estaba sucia debido a una serie de sustancias que, a buen seguro, era mejor no identificar, y había un envoltorio de Snickers hecho una bola junto a uno de los desagües—. Vamos, date prisa, Eric, este lugar apesta.
—Y no solo en el sentido literal —replicó Rusty. Aquel desorden lo ofendía; es más, lo indignaba. Habría sido capaz de darle un puñetazo en la boca a Stewart Bowie solo por el envoltorio del caramelo tirado en la mesa en la que drenaban la sangre a los fallecidos del pueblo.
En el otro extremo de la habitación había seis refrigeradores mortuorios de acero inoxidable. Detrás de ellos se oía el zumbido continuo del equipo de refrigeración.
—Aquí no escasea el propano —murmuró Rusty—. Los hermanos Bowie no reparan en gastos.
No había nombres en las ranuras para las tarjetas de la parte frontal de los refrigeradores —otro signo de dejadez—, de modo que Rusty abrió los seis. Los primeros dos estaban vacíos, lo cual no le sorprendió. La mayoría de las personas que habían muerto desde la aparición de la Cúpula, incluido Ron Haskell y los Evans, habían sido enterrados rápidamente. Jimmy Sirois, que no tenía ningún familiar cercano, seguía en la pequeña morgue del Cathy Russell.
En los otros cuatro refrigeradores se encontraban los cuerpos que había ido a ver. El olor a descomposición lo golpeó en cuanto sacó las camillas. El hedor aplastó los olores desagradables pero menos agresivos de los conservantes y los ungüentos funerarios. Linda se apartó, le dieron arcadas.
—No vomites, Linny —dijo Rusty, y se dirigió a los armarios que había en el otro lado de la habitación. En el primer cajón que abrió solo había números atrasados de Field & Stream, y Rusty lanzó una maldición. Sin embargo, en el de debajo encontró lo que necesitaba. Metió la mano debajo de un trocar, que tenía toda la pinta de que nunca lo habían limpiado, y sacó un par de mascarillas verdes de plástico que aún estaban en su funda. Le dio una a Linda y se puso la otra. Miró en el siguiente cajón y sacó un par de guantes de goma. Eran de color amarillo brillante, endemoniadamente alegres.
—Si crees que a pesar de la mascarilla vas a vomitar, sube arriba con Stacey.
—Estoy bien. Debo hacer de testigo.
—No estoy muy seguro de que tu testimonio sirviera de mucho; a fin de cuentas, eres mi mujer.
Ella insistió:
—Debo hacer de testigo. Tú date toda la prisa que puedas.
Las camillas donde reposaban los cuerpos daban asco, lo cual no le sorprendió después de haber visto el estado en el que se encontraba el resto de la zona de trabajo, pero aun así le repugnaba. Linda se había acordado de llevar una vieja grabadora de casete que había encontrado en el garaje. Rusty apretó el botón de RECORD, probó el sonido y le sorprendió que no fuera demasiado malo. Dejó la pequeña Panasonic en una de las camillas vacías. Entonces se puso los guantes. Tardó más de lo previsto ya que le sudaban las manos. Debía de haber talco en alguna parte, pero no tenía intención de perder más tiempo buscándolo. Ya se sentía como un ladrón. Qué diablos, era un ladrón.
—Bueno, ahí vamos. Son las diez y cuarenta y cinco de la noche del veinticuatro de octubre. Este examen está teniendo lugar en la sala de trabajo de la Funeraria Bowie. Que está asquerosa, por cierto. Da vergüenza. Veo cuatro cuerpos, tres mujeres y un hombre. Dos de las mujeres son jóvenes, y deben de tener alrededor de veinte años. Se trata de Angela McCain y Dodee Sanders.
—Dorothy —dijo Linda desde el otro lado de la mesa de trabajo—. Se llama… llamaba… Dorothy.
—Me corrijo. Dorothy Sanders. La tercera mujer es de edad madura. Se trata de Brenda Perkins. El hombre tiene unos cuarenta años. Es el reverendo Lester Coggins. Para que conste, puedo identificar a todas estas personas.
Hizo un gesto a su mujer y señaló los cuerpos. Ella los miró y se le llenaron los ojos de lágrimas. Levantó un poco la mascarilla, lo suficiente para decir:
—Soy Linda Everett, del departamento de policía de Chester’s Mills. Mi número de placa es el siete, siete, cinco. También reconozco los cuatro cuerpos. —Volvió a ponerse la mascarilla. Por encima, los ojos lanzaban una mirada suplicante.
Rusty le hizo un gesto para que retrocediera. Era todo una farsa. Él lo sabía e imaginaba que Linda también. No obstante, no se sentía deprimido. Desde que era niño había anhelado seguir la carrera de Medicina, y habría acabado siendo médico si no hubiera tenido que abandonar los estudios para ocuparse de sus padres. Lo mismo que lo había impulsado a diseccionar ranas y ojos de vaca en clase de biología durante su primer año en el instituto, le servía también de acicate ahora: la simple curiosidad. La necesidad de saber. Y pensaba lograr su objetivo. Tal vez no acabaría sabiéndolo todo, pero sí algunas cosas.
Aquí es donde los muertos ayudan a los vivos. ¿Había dicho eso Linda?

Daba igual. Estaba convencido de que lo ayudarían si podían.
—A simple vista, parece que no han maquillado los cuerpos, pero los cuatro han sido embalsamados. No sé si el proceso se ha completado, pero sospecho que no, porque las punciones de la arteria femoral aún están en su sitio.
»Angela y Dodee, perdón, Dorothy, han sido víctimas de una paliza y están en avanzado estado de descomposición. Coggins también ha recibido una paliza, salvaje, a juzgar por el aspecto que tiene, y también está en estado de descomposición, aunque no tan avanzada; la musculatura facial y de los brazos ha empezado a desprenderse. Brenda, Brenda Perkins, quiero decir… —Dejó la frase inacabada.
—¿Rusty? —preguntó Linda, nerviosa—. ¿Cielo?
Estiró una mano enfundada en el guante, se lo pensó dos veces, se quitó el guante y le palpó la garganta. Entonces le levantó la cabeza y notó el nudo monstruosamente grande que tenía justo debajo de la nuca. Volvió a dejar la cabeza sobre la mesa y puso el cuerpo de costado para poder examinar la espalda y las nalgas.
—Cielos —dijo.
—¿Rusty? ¿Qué?
Para empezar; aún está cubierta de mierda, pensó… Pero aquello no podía constar en la grabación. Aunque Randolph o Rennie solo escucharan los primeros sesenta segundos antes de aplastar la cinta con un tacón y quemar los restos. No quería añadir ese detalle de su profanación.
Pero lo recordaría.
—¿Qué?
Se humedeció los labios y dijo:
—Brenda Perkins muestra livor mortis en las nalgas y los muslos, lo que indica que lleva muerta al menos doce horas, probablemente catorce. Tiene contusiones en ambas mejillas. Son huellas de manos. No cabe la menor duda al respecto. Alguien la agarró de la cara y le retorció la cabeza hacia la izquierda con fuerza, lo que causó la fractura de las vértebras cervicales atlas y axis, Cl y C2. Probablemente también le fracturó la columna vertebral.
—Oh, Rusty —gimió Linda.
Rusty le abrió primero un párpado, luego el otro. Vio lo que temía.
—Las contusiones en las mejillas y las petequias en escalera, manchas de sangre en el blanco de los ojos, sugieren que la muerte no fue instantánea. La víctima no podía respirar y murió asfixiada. Podría haber estado o no consciente. Esperemos que no. Es lo único que puedo decir, por desgracia. Las chicas, Angela y Dorothy, son las que llevan más tiempo muertas. El estado de descomposición sugiere que sus cadáveres permanecieron almacenados en un lugar cálido.
Apagó la grabadora.
—En otras palabras, no veo nada que exonere por completo a Barbie y nada que no supiéramos ya.
—¿Y si sus manos no encajan con las contusiones de la cara de Brenda?
—Las marcas son demasiado difusas para estar seguros. Lin, me siento como el hombre más estúpido de la tierra.
Volvió a guardar los cadáveres de las chicas —que en ese momento deberían haber estado paseando por el centro comercial de Auburn, mirando pendientes, comprando ropa en Deb, hablando de novios— en el interior de los refrigeradores y se volvió hacia Brenda.
—Dame un trapo. He visto un montón junto al fregadero. Hasta parecían limpios, lo cual es un milagro en una pocilga como esta.
—¿Qué piensas…?
—Dame un trapo y ya está. Mejor que sean dos. Mójalos.
—¿Tenemos tiempo para…?
—Vamos a tener que conseguirlo como sea.
Linda observó en silencio cómo su marido limpiaba con cuidado las nalgas y la parte posterior de los muslos de Brenda Perkins. Cuando acabó, tiró los trapos sucios en una esquina, y pensó que si los hermanos Bowie hubieran estado ahí, le habría metido uno en la boca a Stewart y otro en la del puto Fernald.
Posó un beso en la helada frente de Brenda y guardó el cadáver en el refrigerador. Iba a hacer lo mismo con Coggins, pero se detuvo. La cara del reverendo solo había recibido una limpieza muy superficial; aún tenía sangre en las orejas, en las narinas, y la frente estaba manchada de hollín.
—Linda, humedece otro trapo.
—Cielo, ya llevamos aquí casi diez minutos. Te quiero porque muestras un gran respeto por los muertos, pero también tenemos que preocuparnos de los vivos…
—Tal vez haya encontrado algo. Coggins no murió del mismo modo. Puedo verlo incluso sin… Humedece un trapo.
Linda no discutió, mojó otro trapo, lo escurrió y se lo dio a su marido. Luego observó cómo Rusty limpiaba los restos de sangre de la cara del cadáver con gestos suaves pero exentos del cariño que había mostrado con Brenda.
Linda nunca había sido una admiradora de Lester Coggins (que en una ocasión había afirmado en su programa semanal de la radio que los niños que veían a Miley Cyrus corrían el riesgo de acabar en el infierno), pero aun así le dolió ver lo que Rusty dejó al descubierto.
—Dios mío, parece un espantapájaros que ha servido de diana a un puñado de niños armados con piedras.
—Ya te lo había dicho. No recibió el mismo tipo de paliza. Estas contusiones no son de puñetazos o patadas.
Linda señaló una parte de la cabeza.
—¿Qué es eso que hay en la sien?
Rusty no respondió. Por encima de la mascarilla, sus ojos asomaban con un destello de asombro. Y también de algo más: un atisbo de comprensión.
—¿Qué pasa, Eric? Parece… No lo sé… Puntos de sutura.
—Exacto. —La mascarilla se deformó cuando la boca dibujó una sonrisa. No de felicidad, sino de satisfacción. Del tipo más lúgubre—. Y también hay en la frente. ¿Los ves? Y en la mandíbula. Esa contusión le fracturó la mandíbula.
—¿Qué arma deja una marca como esa?
—Una bola de béisbol —dijo Rusty, cerrando el cajón—. Y no una normal, sino… ¿una bañada en oro? Sí. Lanzada con suficiente fuerza, creo que podría. De hecho, creo que así fue.
Inclinó la frente sobre la de su mujer. Las mascarillas se rozaron. La miró a los ojos.
—Jim Rennie tiene una. La vi en su escritorio cuando fui a hablar con él sobre el propano que había desaparecido. No sé en cuanto a los demás, pero creo que sabemos dónde murió Lester Coggins. Y quién lo mató.
 12


Cuando el tejado se derrumbó, a Julia le resultó imposible permanecer allí observando la escena.
—Ven conmigo a casa —le ofreció Rose—. La habitación de invitados es tuya durante el tiempo que necesites.
—Gracias pero no. Necesito estar sola, Rosie. Bueno, ya sabes… con Horace. Tengo que pensar.
—¿Dónde te quedarás? ¿Estarás bien?
—Sí —respondió sin saber si iba a ser cierto o no. Su cabeza estaba bien, todos los procesos mentales estaban en orden, pero se sentía como si alguien les hubiera dado un chute de novocaína a sus emociones—. Quizá me pase a verte luego.
Cuando Rosie se fue —cruzó a la otra acera y se volvió para decirle adiós con la mano con gesto preocupado—, Julia regresó al Prius, sentó a Horace en el asiento del acompañante y se puso al volante. Buscó a Pete Freeman y a Tony Guay y no los vio por ningún lado. Quizá Tony había llevado a Pete al hospital para que le pusieran algún ungüento en el brazo. Era un milagro que ninguno de los dos hubiera resultado herido de mayor gravedad. Y si no se hubiera llevado con ella a Horace cuando fue a ver a Cox, el perro habría acabado incinerado con todo lo demás.
Cuando le vino a la cabeza ese pensamiento, se dio cuenta de que sus emociones no estaban dormidas sino escondidas. Empezó a emitir un sonido, una especie de lamento. Horace aguzó las orejas y la miró con preocupación. Julia intentó parar pero no pudo.
El periódico de su padre.
El periódico de su abuelo.
De su bisabuelo.
Cenizas.
Bajó por West Street y cuando llegó al aparcamiento abandonado que había tras el Globe, aparcó. Apagó el motor, acercó a Horace hacia ella, y lloró sobre el omóplato musculoso y peludo de su perro durante cinco minutos. Horace, dicho sea en su honor, aguantó la escena con paciencia.
Cuando acabó de llorar, se sintió mejor. Más calmada. Tal vez era la calma posterior a la conmoción, pero al menos podía pensar de nuevo. Y pensó en el único paquete de periódicos que quedaba, y que estaba en el maletero. Se inclinó junto a Horace (que le dio un lametón cariñoso en el cuello) y abrió la guantera. Estaba llena de papeles, pero sabía que en algún lugar… seguramente…
Y como un regalo de Dios, ahí estaba. Una cajita de plástico llena de cintas de goma, chinchetas y clips para papel. Las cintas de goma y los clips no le servían para lo que tenía en mente, pero las chinchetas…
—Horace —dijo—. ¿Te apetece salir a dar un paseíto?
Horace respondió con un ladrido que quería salir a dar un paseíto.
—Perfecto. A mí también.
Cogió los periódicos y regresó a Main Street. El edificio del Democrat era un montón de escombros en llamas que los policías estaban sofocando con agua (con esas fumigadoras tan prácticas, pensó Julia, cargadas y listas para ser utilizadas). Le partía el corazón ver aquello, por supuesto, pero no tanto ahora que tenía un plan.
Recorrió la calle seguida de Horace y colgó una copia del último número del Democrat en todos los postes telefónicos. El titular: DISTURBIOS Y ASESINATOS: LA CRISIS SE AGRAVA, parecía relumbrar a la luz del fuego. Ahora prefería haber elegido una única palabra: CUIDADO.
Siguió adelante hasta que se le acabaron los periódicos.
 13


Al otro lado de la calle, el walkie-talkie de Peter Randolph sonó tres veces: «breico, breico, breico». Urgente. Aunque tenía miedo de lo que pudiera oír, apretó el botón y dijo:
—Aquí el jefe Randolph. Adelante.
Era Freddy Denton, que, como agente al mando del turno de noche, era el ayudante del jefe de facto.
—Acabo de recibir una llamada del hospital, Pete. Doble homicidio…
—¿QUÉ? —gritó Randolph. Uno de los agentes nuevos, Mickey Wardlaw, se lo quedó mirando boquiabierto como un idiota mongol en su primera feria del condado.
Denton prosiguió en tono calmado o engreído. Si era la segunda opción, que Dios lo ayudara.
—… y un suicidio. La homicida es esa chica que decía que la habían violado. Y las víctimas son de los nuestros, jefe. Roux y DeLesseps.
—¡Me… estás… TOMANDO EL PELO!
—He enviado a Rupe y a Mel Searles —dijo Freddy—. Lo bueno es que ya se ha acabado todo y no tenemos que encerrarla con Barb…
—Deberías haber ido tú, Fred. Eres el agente de mayor antigüedad.
—¿Y entonces quién atendería la comisaría?
Randolph no halló una respuesta a esa pregunta, era demasiado inteligente o demasiado estúpida. Supuso que más le valía irse al Cathy Russell cagando leches.
Ya no quiero este trabajo. No. No me gusta lo más mínimo.
Pero era demasiado tarde. Y gracias a la ayuda de Big Jim, saldría adelante. Tenía que concentrarse en eso; Big Jim lo mantendría a flote.
Marty Arsenault le dio un golpecito en el hombro. Randolph estuvo a punto de agarrarlo y golpearlo. Arsenault no se dio cuenta; estaba mirando hacia la otra acera, por donde Julia paseaba a su perro. Paseaba al perro y… ¿qué?
Clavaba periódicos, eso era lo que estaba haciendo. Clavándolos en los malditos postes de teléfono.
—Esa zorra no piensa rendirse —murmuró.
—¿Quieres que vaya y la obligue a que lo haga? —preguntó Arsenault.
Marty parecía entusiasmado con la tarea, y Randolph estuvo a punto de encargársela. Pero negó con la cabeza.
—Empezaría a darte la tabarra con los malditos derechos civiles. Parece que no se da cuenta de que meterle el miedo en el cuerpo a todo el mundo no es algo que beneficie especialmente al pueblo. —Negó con la cabeza—. Seguramente no se da cuenta… Esa mujer es increíblemente… —había una palabra que la describía, una palabra francesa que había aprendido en el instituto. Cuando ya había perdido las esperanzas de recordarla, le vino a la cabeza—: Increíblemente naif.
—Voy a obligarla a que pare, jefe, pienso hacerlo. ¿Qué puede hacer ella, llamar a su abogado?
—Deja que se divierta. Al menos así no nos da la tabarra. Tengo que ir al hospital. Denton dice que Sammy Bushey ha asesinado a Frank DeLesseps y a Georgia Roux y que luego se ha suicidado.
—Cielos —susurró Marty, que empezó a ponerse pálido—. ¿Crees que también es cosa de Barbara?
Randolph iba a responder que no, pero cambió de opinión. Le vino a la cabeza la acusación de violación de la chica. Su suicidio confería cierta verosimilitud a la cuestión, y los rumores de que agentes de la policía de Chester’s Mills pudieran haber hecho algo así serían perjudiciales para la moral del departamento y, por lo tanto, para el pueblo. No necesitaba que Jim Rennie se lo dijera.
—No lo sé —dijo—, pero es posible.
A Marty se le empezaron a saltar las lágrimas, bien por el humo, bien por la pena. Quizá por ambas cosas.
—Hay que informar a Big Jim de esto, Pete.
—Lo haré. Mientras tanto —Randolph señaló con la cabeza a Julia—, no la pierdas de vista, y cuando se canse y se vaya, arranca todos esos periódicos de mierda y tíralos donde deberían estar. —Señaló la pira en la que se había convertido la oficina del periódico—. Y pon cualquier otra cosa en su lugar.
Marty soltó una risita burlona.
—Oído, jefe.
Y eso es lo que hizo el agente Arsenault. Pero no antes de que varias personas hubieran cogido unos cuantos periódicos (media docena, tal vez diez) para leerlos bajo una luz más adecuada. Pasaron de mano en mano durante los dos o tres días posteriores, y los leyeron hasta que literalmente se deshicieron.
 14


Cuando Andy llegó al hospital, Piper Libby ya se encontraba allí. Estaba sentada en un banco del vestíbulo, hablando con dos chicas que llevaban medias blancas y el vestido de enfermera… aunque a Andy le parecieron demasiado jóvenes para ser enfermeras de verdad. Ambas habían llorado y daba la sensación de que podían volver a deshacerse en lágrimas en cualquier momento, pero Andy vio que la reverenda Libby tenía un efecto balsámico en ellas. Si algo se le daba bien era juzgar las emociones humanas. Aunque a veces habría preferido tener mejor capacidad de raciocinio.
Ginny Tomlinson estaba cerca, charlando en voz baja con un tipo de aspecto más bien mayor. Ambos parecían aturdidos y afectados por algo. Ginny vio a Andy y se dirigió hacia él. El tipo de aspecto mayor la siguió. Se lo presentó, le dijo que se llamaba Thurston Marshall y que les estaba echando una mano.
Andy sonrió y le dio un cordial apretón de manos.
—Encantado de conocerte, Thurston. Soy Andy Sanders. Primer concejal.
Piper los miró desde el banco y dijo:
—Si de verdad fueras el primer concejal, Andy, serías capaz de refrenar al segundo.
—Soy consciente de que has pasado unos días muy duros —replicó Andy sin dejar de sonreír—. Al igual que todos.
Piper le lanzó una extraña mirada gélida, y luego les preguntó a las chicas si les apetecía ir a la cafetería con ella a tomar un té.
—No me vendría nada mal una taza —dijo ella.
—La he llamado después de llamarte a ti —dijo Ginny, a modo de disculpa, cuando la reverenda y las dos jóvenes enfermeras se habían ido—. Y también he llamado a la policía. He hablado con Fred Denton. —Frunció la nariz, como hace la gente cuando algo huele mal.
—Ah, Freddy es un buen tipo —dijo Andy muy serio. No estaba del todo allí (se sentía como si todavía estuviera sentado en la cama de Dale Barbara mientras se preparaba para beberse aquella agua rosa envenenada), pero aun así las viejas costumbres volvieron a hacer acto de presencia poco a poco. La necesidad de hacer bien las cosas, de calmar las aguas turbulentas, resultó ser como montar en bicicleta—. Dime qué ha ocurrido.
Ginny obedeció. Andy la escuchó haciendo gala de una sorprendente serenidad, pensando en que conocía a la familia DeLesseps de toda vida y que en el instituto había tenido una cita con la madre de Georgia Roux (Helen le dio un beso con lengua, lo que le gustó, pero le olía el aliento, lo que no le gustó). Se dio cuenta de que su estabilidad emocional se debía al hecho de que sabía que si su teléfono no hubiera sonado cuando lo hizo, en ese momento estaría inconsciente. Tal vez muerto. Y eso le ayudaba a mirar las cosas desde otro punto de vista.
—Dos de nuestros agentes nuevos —dijo. Su propia voz le sonó como las grabaciones que utilizaban los cines cuando uno llamaba para saber los horarios de las distintas sesiones—. Uno resultó herido grave mientras intentaba poner orden en el supermercado. Cielos, cielos.
—Quizá no sea el mejor momento para decirlo, pero no estoy lo que se dice contento con la actuación de sus policías —dijo Thurston—. Aunque como el agente que me dio un puñetazo está muerto, presentar una queja sería cuando menos discutible.
—¿Qué agente? ¿Frank o Georgia Roux?
—El joven. Lo reconocí a pesar de la… de la desfiguración.
—¿Que Frank DeLesseps le dio un puñetazo? —Andy no podía creérselo. Frankie había sido el repartidor del Sun de Lewiston durante cuatro años y no le falló ni un día. Bueno, sí, pensándolo bien, uno o dos, pero por culpa de una tormenta de nieve. Y en una ocasión había tenido el sarampión. ¿O habían sido paperas?
—Si se llamaba así…
—Bueno, cielos… es… —¿Es qué? ¿Y acaso importaba? ¿Importaba algo? Aun así, Andy prosiguió con ánimo—. Es lamentable, señor. En Chester’s Mills creemos que debemos estar a la altura de nuestras responsabilidades. Que hay que hacer lo adecuado. Pero ahora mismo estamos sometidos a una gran presión. Nos vemos afectados por una serie de circunstancias que escapan a nuestro control.
—Lo sé —dijo Thurse—. En lo que a mí respecta, es agua pasada. Pero, señor… esos agentes eran muy jóvenes. Y su comportamiento estuvo muy fuera de lugar. —Hizo una pausa—. Mi compañera también fue agredida.
Andy no podía creer que ese hombre le estuviera diciendo la verdad. Los policías de Chester’s Mills no hacían daño a la gente a menos que fueran víctimas de una provocación (de una gran provocación); ese comportamiento era típico de las grandes ciudades, donde la gente era incapaz de llevarse bien. Aunque, claro, también habría dicho que el hecho de que una chica asesinara a dos policías y luego se quitara la vida era el tipo de cosas que no ocurría en Chester’s Mills.
Da igual, pensó Andy. No es simplemente alguien de fuera del pueblo, sino de fuera del estado. Se deberá a eso.
Ginny dijo:
—Ahora que estás aquí, Andy, no estoy muy segura de lo que puedes hacer. Twitch se está ocupando de los cuerpos y…
Antes de que pudiera acabar la frase, se abrió la puerta. Entró una mujer joven, acompañada de dos niños medio dormidos, cogidos de la mano. El hombre mayor, Thurston, la abrazó mientras los niños, una chica y un niño, los miraban. Ambos estaban descalzos y llevaban camisetas a modo de pijama. En la del niño, que le llegaba hasta los tobillos, se podía leer PRISIONERO 9091 y PROPIEDAD DE LA PRISIÓN ESTATAL DE SHAWSHANK. La hija de Thurston y los nietos, dedujo Andy, lo que hizo que volviera a echar de menos a Claudette y a Dodee. Pero se quitó ese pensamiento de la cabeza de inmediato. Ginny lo había llamado para pedirle ayuda, y saltaba a la vista que la necesitaba, lo que implicaba tener que escucharla mientras contaba toda la historia de nuevo, no por su bien, sino por el de la propia Ginny. Así podría sacar la verdad del asunto y empezar a hacer las paces. A Andy no le importaba. Siempre se le había dado muy bien escuchar a los demás, y eso era mejor que ver tres cadáveres, uno de ellos el de su antiguo repartidor de periódicos. Cuando te ponías a ello, escuchar era algo muy sencillo, hasta un idiota podía hacerlo, sin embargo Big Jim nunca le había cogido el truco a eso. Tenía mucha labia, eso sí. Y también era un experto haciendo planes. Tenían suerte de contar con alguien como él en unos momentos como los que estaban viviendo.
Mientras Ginny acababa de explicar su versión de los hechos por segunda vez, Andy tuvo una idea. Probablemente una buena idea.
—¿Alguien le ha…?
Thurston regresó seguido de los recién llegados.
—Concejal Sanders, Andy, esta es mi compañera, Carolyn Sturges. Y estos son los niños a los que estamos cuidando. Alice y Aidan.
—Quiero mi chupete —dijo Aidan no de muy buen humor.
Alice respondió:
—Eres muy mayor para un chupete. —Y le dio un codazo.
Aidan hizo una mueca pero no lloró.
—Alice —dijo Carolyn Sturges—, eso está muy mal. ¿Y qué decimos de la gente que se porta mal?
A la niña se le iluminó la cara.
—¡La gente que se porta mal es tonta! —gritó, y rompió a llorar.
Tras meditarlo un instante, el hermano hizo lo propio.
—Lo siento —le dijo Carolyn a Andy—. No podía dejarlos con nadie, y Thurse parecía tan angustiado cuando ha llamado…
Resultaba difícil de creer, pero era posible que el abuelo se estuviera beneficiando a la chica. Andy no prestó demasiada atención a la idea, aunque en otras circunstancias la habría tomado en mayor consideración, habría reflexionado sobre las distintas posturas, se habría preguntado si la chica lo besaba con su lengua húmeda, etc. Ahora, sin embargo, tenía otras cosas en la cabeza.
—¿Alguien le ha dicho al marido de Sammy que su mujer ha muerto? —preguntó.
—¿A Phil Bushey? —inquirió Dougie Twitchell, que se dirigía hacia la recepción por el pasillo. Caminaba con los hombros caídos y no tenía muy buena cara—. Ese hijo de puta la dejó y se fue del pueblo. Hace meses. —Miró a Alice y Aidan Appleton—. Lo siento, niños.
—No pasa nada —dijo Caro—. En casa no nos mordemos la lengua. Así es todo más veraz.
—Es verdad —añadió Alice—. Podemos decir «mierda» y «mear» siempre que queramos, como mínimo hasta que vuelva mamá.
—Pero no «puta» —se apresuró a decir Aidan—. «Puta» es exista.
Caro no hizo caso del aparte que estaban manteniendo los hermanos.
—¿Qué ha pasado, Thurse?
—Delante de los niños, no —respondió él—. No es una cuestión de morderse la lengua o no.
—Los padres de Frank están fuera del pueblo —dijo Twitch—, pero me he puesto en contacto con Helen Roux, que se lo ha tomado con bastante calma.
—¿Estaba bebida? —preguntó Andy.
—Como una cuba.
Andy se alejó por el pasillo. Había unos cuantos pacientes, vestidos con la bata de hospital y las zapatillas, de pie y de espaldas a él. Estaban mirando la escena de la matanza, supuso. No tenía ganas de imitarlos, y se alegró de que Dougie Twitchell se hubiera ocupado de todo lo necesario. Era farmacéutico y político. Su trabajo consistía en ayudar a los vivos, no en ocuparse de los muertos. Y sabía algo más que todas esas personas ignoraban. No podía decirles que Phil Bushey aún se encontraba en el pueblo, viviendo como un ermitaño en la emisora de radio, pero podía decirle a Phil que su mujer, de la que se había separado, estaba muerta. Podía y debía. Obviamente, resultaba imposible saber cuál sería su reacción; desde hacía un tiempo Phil estaba fuera de sí. Era capaz de liarse a golpes. Quizá incluso de matar al portador de malas noticias. ¿Pero sería algo tan terrible? Los suicidas iban al infierno y cenaban sobre brasas ardientes para la eternidad, pero las víctimas de asesinato, Andy estaba convencido de ello, iban al cielo y comían rosbif y pastel de melocotón a la mesa del Señor por los siglos de los siglos.
Con sus seres queridos.
 15


A pesar de la siesta que se había echado durante el día, Julia nunca había estado tan cansada, o esa era la sensación que tenía. Y, a menos que aceptara la oferta de Rosie, no tenía adonde ir. Salvo a su coche, claro.
Regresó al Toyota, le quitó la correa a Horace para que pudiera saltar al asiento del acompañante, y se puso al volante para intentar pensar. Rose Twitchell le caía bien, pero la mujer querría repasar todo lo sucedido durante ese día tan largo y angustioso. Y también querría saber qué podían hacer, si es que podían hacer algo, por Dale Barbara. Y recurriría a Julia para que le diera alguna idea; pero Julia no tenía ninguna.
Mientras tanto Horace la miraba fijamente y le preguntaba con las orejas gachas y los ojos brillantes cuál iba a ser el siguiente paso. Le hizo pensar en la mujer que había perdido a su perro: Piper Libby. La reverenda la acogería y le daría una cama sin darle la paliza. Y quizá después de dormir una noche entera podría volver a pensar de nuevo. Incluso planear algo.
Arrancó el Prius y fue hasta la iglesia congregacional. Pero la casa parroquial estaba a oscuras y había una nota clavada en la puerta. Julia quitó la chincheta, regresó con la nota al coche y la leyó bajo la luz interior:
«He ido al hospital. Ha habido un tiroteo allí».
Julia rompió a llorar de nuevo, pero cuando Horace empezó a gemir, como si quisiera armonizar con sus quejidos, hizo un esfuerzo para contener el llanto. Dio marcha atrás y después puso punto muerto el tiempo justo para dejar la nota donde la había encontrado, no fuera caso que algún otro feligrés que sintiera el peso del mundo sobre los hombros acudiera en busca de la única consejera espiritual que quedaba en Chester’s Mills.
¿Y ahora adónde iba? ¿A casa de Rosie, finalmente? Quizá ya se había acostado. ¿Al hospital? Julia se habría obligado a ir allí, a pesar de lo alterada y lo cansada que estaba, si hubiera servido de algo, pero ahora no había periódico en el que informar de lo que sucedía, y sin ello, ningún motivo para exponerse a nuevos horrores.
Salió de la casa parroquial y enfiló la cuesta del Ayuntamiento sin tener ni idea de adonde se dirigía hasta que llegó a Prestile Street.
Tres minutos después estaba aparcando frente al garaje de Andrea Grinnell. No obstante, la casa también se hallaba a oscuras. Nadie respondió a sus golpes en la puerta. Como no tenía modo de saber que Andrea estaba en la cama, en el piso de arriba, sumida en un profundo sueño por primera vez desde que había dejado los calmantes, Julia dio por sentado que o se había ido a casa de su hermano Dougie, o estaba pasando la noche en casa de una amiga.
Mientras tanto, Horace se había sentado en el felpudo y la miraba, a la espera de que tomara una decisión, como siempre hacía. Sin embargo, Julia se sentía muy vacía por dentro para tomar una decisión y estaba muy cansada para seguir adelante. Estaba casi convencida de que se saldría de la carretera y se matarían, ella y el perro, si intentaba ir a algún lado.
En lo que no podía dejar de pensar no era en el edificio en llamas donde había estado almacenada su vida, sino en la cara que puso el coronel Cox cuando le preguntó si los habían abandonado.
«Negativo —había respondido—. En absoluto». Pero había sido incapaz de mirarla a los ojos mientras lo decía.
Había una mecedora de jardín en el porche. En caso necesario, podía acurrucarse en ella y dormir. Pero quizá…
Giró el pomo de la puerta y resultó que no estaba cerrada con llave. Dudó; Horace no. Convencido de que era bienvenido en todas partes, entró de inmediato. Julia lo siguió, arrastrada por la cadena, pensando: Ahora es mi perro quien toma las decisiones. Adonde iré a parar.
—¿Andrea? —dijo en voz baja—. Andi, ¿estás aquí? Soy Julia.
En el piso de arriba, tumbada boca arriba y roncando como un camionero tras un viaje de cuatro días, solo una parte de Andrea se movía: el pie izquierdo, que aún sufría las sacudidas y los temblores del síndrome de abstinencia.
El salón estaba en penumbra, pero no a oscuras; Andi había dejado una lámpara a pilas encendida en la cocina. Y olía a algo. Las ventanas estaban abiertas, pero como no soplaba ni una triste brisa, el olor a vómito no había desaparecido por completo. ¿Le había dicho alguien que Andrea estaba enferma? ¿Que tenía la gripe, tal vez?
Quizá es gripe, pero si se ha quedado sin sus pastillas bien podría estar con el síndrome de abstinencia.
Fuera lo que fuese, una enfermedad era una enfermedad, y por lo general los enfermos no querían estar solos, lo que significaba que la casa estaba vacía. Y ella estaba muy cansada. En el otro extremo de la sala había un sofá largo y bonito que la llamaba. Si Andi llegaba al día siguiente y encontraba allí a Julia, lo entendería.
—Quizá incluso me haga una taza de té —dijo—. Nos echaremos unas risas. —Aunque en ese momento la idea de volver a reírse de algo en toda su vida le parecía improbable—. Venga, Horace.
Le quitó la correa y cruzó la sala. Horace la observó hasta que se tumbó en el sofá y se puso una almohada bajo la cabeza. Entonces él también se echó y puso el morro sobre la pata.
—Pórtate bien —le dijo Julia, y cerró los ojos. Lo que vio entonces fue la mirada huidiza de Cox. Porque Cox creía que iban a permanecer bajo la Cúpula durante mucho tiempo.
Sin embargo, el cuerpo es más piadoso que la mente. Julia se quedó dormida con la cabeza a poco más de un metro del sobre que Brenda había intentado entregarle esa misma mañana. En algún momento, Horace se subió al sofá y se acurrucó entre sus rodillas. Y así los encontró Andrea cuando bajó la mañana del 25 de octubre; se sentía ella misma, mucho más que en los últimos años.
 16


Había cuatro personas en la sala de estar de Rusty: Linda, Jackie, Stacey Moggin y el propio Rusty. Sirvió vasos de té helado y acto seguido realizó un resumen de lo que había encontrado en el sótano de la Funeraria Bowie. Stacey hizo la primera pregunta, meramente práctica.
—¿Os habéis acordado de cerrar con llave?
—Sí —respondió Linda.
—Entonces devuélvemela. Tengo que dejarla en su sitio.
Nosotros y ellos, pensó Rusty de nuevo. En torno a esto va a girar la conversación. Ya está siendo así. Nuestros secretos. Su poder. Nuestros planes. Sus intenciones.
Linda le entregó la llave y le preguntó a Jackie si las niñas le habían causado algún problema.
—No han tenido ningún ataque, si es eso lo que te preocupa. Han dormido todo el rato como corderitos.
—¿Qué vamos a hacer con esto? —preguntó Stacey. Era una mujer pequeña pero decidida—. Si queréis que detengan a Rennie, vamos a tener que convencer a Randolph entre los cuatro para que lo haga. Nosotras tres como agentes, y Rusty como patólogo.
—¡No! —exclamaron Jackie y Linda al unísono; esta con miedo, aquella con decisión.
—Tenemos una hipótesis, pero ninguna prueba de verdad —dijo Jackie—. No estoy muy segura de que Pete Randolph nos creyera aunque tuviéramos fotografías en las que se viera a Big Jim rompiéndole el cuello a Brenda. Rennie y él están en el ajo, saldrán a flote o se hundirán, pero lo harán juntos. Y la mayoría de los policías se pondría del bando de Pete.
—Sobre todo los nuevos —dijo Stacey, que se atusó la melena rubia—. En general no tienen muchas luces, pero son fieles. Y les gusta ir por ahí con armas. Además —se inclinó hacia delante—, esta noche hay siete u ocho más. Chicos del instituto. Grandullones, estúpidos y entusiastas. La verdad es que me dan miedo. Y otra cosa: Thibodeau, Searles y Junior Rennie están pidiendo a los novatos que les recomienden más candidatos. Como esto siga así, dentro de unos días no tendremos un cuerpo de policía, sino un ejército de adolescentes.
—¿Nadie nos escucharía? —preguntó Rusty. No exactamente con incredulidad, sino para saber con quién podían contar—. ¿Nadie en absoluto?
—Tal vez Henry Morrison —respondió Jackie—. Ve lo que está sucediendo y no le convence. Pero ¿los demás? Están con Big Jim. En parte porque tienen miedo y en parte porque les gusta el poder. Para chicos como Toby Whelan y George Frederick se trata de una sensación nueva; y otros como Freddy Denton sencillamente son malas personas.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Linda.
—Significa que, de momento, no vamos a decir nada a nadie. Si Rennie ha matado a cuatro personas, es muy, muy peligroso.
—La espera lo convertirá en alguien más peligroso, no menos —objetó Rusty.
—Debemos pensar en Judy y Janelle, Rusty —dijo Linda. Se estaba mordiendo las uñas, algo que Rusty no le había visto hacer desde hacía años—. No podemos arriesgarnos a que les pase algo. No pienso planteármelo y no pienso permitir que te lo plantees.
—Yo también tengo un hijo —afirmó Stacey—. Calvin. Solo tiene cinco años. Esta noche he tenido que hacer acopio de todo mi valor para montar guardia en la funeraria. El mero hecho de pensar en ir a contarle todo esto al idiota de Randolph… —No fue necesario que acabara la frase; la palidez de sus mejillas era elocuente.
—Nadie te lo ha pedido —dijo Jackie.
—En este momento lo único que puedo demostrar es que se usó la pelota de béisbol para acabar con Coggins —dijo Rusty—. Pero podría haberlo hecho cualquiera. Hasta su propio hijo, demonios.
—Lo cual no me sorprendería demasiado —añadió Stacey—. Últimamente Junior se comporta de un modo extraño. Lo echaron de Bowdoin por pelearse. No sé si su padre está enterado, pero llamaron a la policía desde el gimnasio donde ocurrió, y vi el informe en el ordenador. Y las dos chicas… Si fueron crímenes sexuales…
—Lo fueron —sentenció Rusty—. Terribles. Es mejor que no sepas los detalles.
—Pero Brenda no fue víctima de una agresión sexual —dijo Jackie—. Eso significa que Coggins y Brenda murieron en circunstancias distintas a las chicas.
—Quizá Junior mató a las chicas y su padre se cargó a Brenda y a Coggins —dijo Rusty, que esperó que alguien riera. Pero nadie lo hizo—. En tal caso, ¿por qué?
Todos negaron con la cabeza.
—Tuvo que haber un motivo —dijo Rusty—, pero dudo que fuera el sexo.
—Crees que tiene algo que ocultar —afirmó Jackie.
—Sí, lo creo. Y me parece que hay alguien que podría saber de qué se trata. Está encerrado en el sótano de la comisaría.
—¿Barbara? —preguntó Jackie—. ¿Por qué iba a saberlo Barbara?
—Porque habló con Brenda. Tuvieron una charla bastante privada en el jardín posterior de la casa de Brenda el día después de que apareciera la Cúpula.
—¿Cómo demonios lo sabes? —preguntó Stacey.
—Porque los Buffalino viven al lado de los Perkins y la ventana del dormitorio de Gina da al jardín de los Perkins. Resulta que los vio y me lo dijo. —Se dio cuenta de que Linda lo miraba y se encogió de hombros—. ¿Qué puedo decir? Vivimos en un pueblo muy pequeño. Todos apoyamos al equipo.
—Espero que le dijeras que cerrara la boca —le advirtió Linda.
—No lo hice porque cuando me lo contó no tenía ningún motivo para sospechar que Big Jim podía haber matado a Brenda. O machacado la cabeza a Lester Coggins con una bola de béisbol de coleccionista. Ni tan siquiera sabía que estaban muertos.
—Aún no sabemos si Barbie sabe algo —dijo Stacey—. O sea, aparte de hacer una tortilla de champiñones y queso que está para chuparse los dedos.
—Alguien va a tener que preguntárselo —dijo Jackie—. Me propongo a mí misma.
—Aunque sepa algo, ¿de qué servirá? —preguntó Linda—. Ahora mismo vivimos casi en una dictadura. Acabo de darme cuenta. Supongo que soy lenta de reflejos.
—Más que lenta de reflejos, eres una persona confiada —la corrigió Jackie—, y por lo general ser confiada no tiene nada de malo. En cuanto al coronel Barbara, no sabemos si servirá de algo hasta que no se lo preguntemos. —Hizo una pausa—. Y esa no es realmente la cuestión, lo sabes. Es inocente. Esa es la cuestión.
—¿Y si lo matan? —preguntó Rusty sin rodeos—. Podrían pegarle un tiro mientras intenta escapar.
—Estoy convencida de que eso no ocurrirá —replicó Jackie—. Big Jim quiere montar un juicio-espectáculo. Eso es lo que se dice en comisaría. —Stacey asintió—. Quieren hacer creer a la gente que Barbara es una araña que está tejiendo una gran tela conspirativa. Así podrán ejecutarlo. Pero aunque actúen con mucha rapidez, tardarán días en hacerlo. Semanas, si tenemos suerte.
—No seremos tan afortunados —dijo Linda—. No si Rennie quiere moverse rápido.
—Tal vez tengas razón, pero antes Rennie tiene que asistir a la asamblea extraordinaria del pueblo el jueves. Y seguro que querrá interrogar a Barbara. Si Rusty sabe que ha estado con Brenda, entonces Rennie también.
—Claro que lo sabe —dijo Stacey, con impaciencia—. Estaban juntos cuando Barbara le enseñó a Jim la carta del presidente.
Pensaron en silencio sobre ello un minuto.
—Si Rennie está ocultando algo —murmuró Linda—, necesitará tiempo para librarse de ello.
Jackie se rió. La carcajada sonó casi espeluznante en la tensión que reinaba en el salón.
—Pues que tenga buena suerte. Sea lo que sea, no puede meterlo en el remolque de un camión y sacarlo del pueblo.
—¿Algo que ver con el propano? —preguntó Linda.
—Quizá —admitió Rusty—. Jackie, estuviste en el ejército, ¿verdad?
—Así es. En dos períodos. En la policía militar. Nunca llegué a entrar en combate, aunque vi muchas bajas, sobre todo la segunda vez. En Würzburg, Alemania, Primera División de Infantería. Ya sabes, la del uno grande y rojo. Principalmente me dediqué a poner paz en peleas de bar o a hacer guardia frente al hospital. Conocí a tipos como Barbie y daría lo que fuera por sacarlo de la celda y tenerlo en nuestro bando. Si el presidente lo ha puesto al mando de la situación, o lo ha intentado, será por algún motivo. —Hizo una pausa—. Tal vez podríamos ayudarlo a fugarse. Vale la pena considerarlo.
Las otras dos mujeres, agentes de policía y madres, no abrieron la boca, pero Linda se estaba mordiendo las uñas de nuevo y Stacey jugueteaba con el pelo.
—Lo sé —dijo Jackie.
Linda negó con la cabeza.
—A menos que tus hijos estén durmiendo arriba y que dependan de ti para que les prepares el desayuno mañana, no lo sabes.
—Quizá no, pero hazte esta pregunta: si estamos aislados del mundo exterior, y así es, y si el hombre que está al mando es un asesino chalado, que podría serlo, ¿crees que es probable que las cosas vayan a mejor si nos quedamos sentados sin hacer nada?
—Si lo sacáis del calabozo —dijo Rusty—, ¿qué haríais con él? No podéis ponerlo en el Programa de Protección de Testigos.
—No lo sé —admitió Jackie; suspiró—. Lo único que sé es que el presidente le ordenó que se hiciera cargo de la situación, y que ese gilipollas de Big Jim Rennie le ha tendido una trampa para poder acusarlo de asesinato y dejarlo fuera de circulación.
—No vais a hacer nada de inmediato —dijo Rusty—. Ni tan siquiera vais a correr el riesgo de tratar de hablar con él. Hay que tener en cuenta otra cosa más que podría cambiarlo todo.
Les contó lo del contador Geiger, cómo había llegado hasta él, a quién se lo había pasado, y lo que Joe McClatchey afirmaba haber averiguado gracias al aparato.
—No lo sé —dijo Stacey en tono dubitativo—. Parece algo demasiado bueno para ser real. ¿Cuántos años tiene el niño de los McClatchey…? ¿Catorce?
—Trece, creo. Pero es un chico inteligente, y si dice que detectaron una punta de radiación en Black Ridge Road, lo creo. Si han encontrado lo que genera la Cúpula y podemos apagarlo…
—¡Entonces se acabará todo esto! —gritó Linda, a quien le brillaban los ojos—. ¡Y Jim Rennie se desinflará como un… como un globo de Macy’s de Acción de Gracias con un agujero!
—Sería fantástico —añadió Jackie Wettington—. Y hasta podría creérmelo si saliera en televisión.
 17


—¿Phil? —dijo Andy—. ¿Phil?
Tuvo que alzar la voz para hacerse oír. Bonnie Nandella and The Redemption estaban interpretando «My Soul is a Witness» a todo volumen. Todos aquellos «ooo-oooh» y «whoa-yeah» resultaban un poco desorientadores. Incluso la luz brillante que había en el interior del edificio de la WCIK era desorientadora; hasta que se encontró bajo aquellos fluorescentes, Andy no se había dado cuenta de lo oscuro que estaba el resto de Chester’s Mills. Y de cómo se había adaptado a aquella oscuridad.
—¿Chef?
Sin respuesta. Echó un vistazo al televisor (la CNN sin sonido), y miró hacia el estudio de radio a través del ventanal. Las luces del interior estaban encendidas y todos los equipos en funcionamiento (la imagen le dio escalofríos, a pesar de que Lester Coggins le había explicado con gran orgullo cómo el ordenador lo manejaba todo), pero no había rastro de Phil.
De pronto le llegó un olor a sudor, rancio y acre. Se dio la vuelta y vio a Phil, que estaba justo detrás de él, como si hubiera salido de repente del suelo. En una mano tenía algo que parecía el mando de una puerta de garaje. En la otra, una pistola, con la que le apuntaba al pecho. El dedo que rodeaba el gatillo era pálido, y el nudillo y el cañón temblaban ligeramente.
—Hola, Phil —lo saludó Andy—. Chef, quiero decir.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Chef Bushey, cuyo sudor desprendía un fuerte olor a levadura. Llevaba unos vaqueros y una camiseta de la WCIK que estaban hechos una porquería. Iba descalzo (lo cual explicaba que no lo hubiera oído llegar) y tenía los pies mugrientos. En cuanto al pelo, debía de hacer un año que no se lo lavaba. O más. Sin embargo, sus ojos eran lo peor, inyectados en sangre y de mirada angustiada—. Más te vale que me lo cuentes rápido, viejo amigo, o no podrás volver a contarle nada a nadie jamás.
Andy, que había burlado la muerte en forma de agua rosa hacía poco, encajó la amenaza del Chef con serenidad, cuando no con alegría.
—Haz lo que debas, Phil. Chef, quiero decir.
El Chef enarcó las cejas, sorprendido. Tenía los ojos vidriosos, pero parecía que Andy hablaba en serio.
—Ah, ¿sí?
—Por supuesto.
—¿Qué haces aquí?
—Vengo a traerte malas noticias. Lo siento mucho.
El Chef pensó en lo que acababa de decirle y esbozó una sonrisa que reveló los pocos dientes que le quedaban.
—No hay malas noticias. Jesucristo va a volver, y eso es una buena noticia que se traga a todas las malas. Es el bonus track de las buenas noticias. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, y digo aleluya. Por desgracia, o por suerte, supongo, imagino que deberías decir por suerte, tu mujer ya está con Él.
—¿Que diga qué?
Andy estiró el brazo y bajó el cañón de la pistola para que apuntara al suelo. El Chef no hizo ningún esfuerzo por oponerse.
—Samantha está muerta, Chef. Lamento decirte que se ha quitado la vida esta noche.
—¿Sammy? ¿Muerta? —El Chef tiró la pistola en la bandeja de un escritorio que había cerca. También bajó la mano del mando del garaje, pero no lo soltó; no se había desprendido de él desde hacía dos días, ni tan siquiera durante sus períodos de sueño, cada vez más escasos.
—Lo siento, Phil. Chef.
Andy le relató las circunstancias de la muerte de Sammy tal como se las habían contado a él, y concluyó con la reconfortante noticia de que «el bebé» estaba bien. (A pesar de su desesperación, Andy era una persona que siempre veía la botella medio llena).
El Chef hizo un gesto de desdén con el mando del garaje al oír la noticia sobre el estado de Little Walter.
—¿Se ha cargado a dos putos polis?
Andy se irguió al oír su reacción.
—Eran agentes de policía, Phil. Dos seres humanos. Ella estaba destrozada, no me cabe la menor duda, pero aun así es un acto reprochable. Debes retirar eso.
—¿Que diga qué?
—No pienso permitir que insultes a nuestros policías.
El Chef meditó sobre ello.
—Sí, sí, vale, lo retiro.
—Gracias.
El Chef se inclinó desde su nada despreciable altura (fue como la reverencia de un esqueleto) y miró a Andy a la cara.
—Eres un cabrón muy valiente. ¿Verdad?
—No —respondió Andy, con sinceridad—. Lo que ocurre es que ya no me importa.
Al Chef le pareció ver algo que lo preocupó. Cogió a Andy del hombro.
—¿Estás bien, hermano?
Andy rompió a llorar y se dejó caer en una silla bajo un cartel que decía: CRISTO VE TODOS LOS CANALES, CRISTO ESCUCHA TODAS LAS LONGITUDES DE ONDA. Apoyó la cabeza en la pared, bajo aquel siniestro lema, llorando como un niño al que han castigado por robar jamón. Era el hermano quien lo había hecho; ese hermano tan inesperado.
El chef cogió la silla del escritorio del director de la emisora y observó a Andy con la expresión de un naturalista que observa un animal exótico en plena naturaleza. Al cabo de un rato dijo:
—¡Sanders! ¿Has venido aquí para que te matara?
—No —respondió Andy entre sollozos—. Quizá. Sí. No sé. Pero mi vida se ha ido al garete. Mi mujer y mi hija han muerto. Creo que Dios podría estar castigándome por vender esa mierda…
El Chef asintió.
—Es posible.
—… y estoy buscando respuestas. O el fin. O algo. Por supuesto, también quería contarte lo de tu mujer, es importante hacer lo correcto…
El Chef le dio una palmadita en el hombro.
—Y lo has hecho, hermano. Te estoy muy agradecido. No tenía mucha mano para la cocina, y tenía la casa como una pocilga, pero cuando iba colocada pegaba unos polvos de puta madre. ¿Qué tenía contra esos dos polis?
A pesar de su pena, Andy no tenía intención de mencionar la acusación de violación.
—Supongo que estaba disgustada por la Cúpula. ¿Sabes lo de la Cúpula, Phil, Chef?
El Chef volvió a hacer un gesto con la mano, al parecer en sentido afirmativo.
—Lo que dices sobre las metanfetaminas es correcto. Venderlas está mal. Es una afrenta. Pero fabricarlas… esa es la voluntad de Dios.
Andy dejó caer los brazos y miró al Chef con los ojos hinchados.
—¿Eso crees? Porque no estoy muy seguro de que esté bien.
—¿Alguna vez has tomado alguna?
—¡No! —gritó Andy. Fue como si el Chef le hubiera preguntado si había mantenido relaciones sexuales con un cocker spaniel.
—¿Te tomarías un medicamento si te lo recetara el médico?
—Bueno… sí, claro… pero…
—Las metanfetaminas son un medicamento. —El Chef lo miró con solemnidad, y le dio unos golpecitos en el pecho con el dedo para dar mayor énfasis a sus palabras. Bushey se había mordido las uñas y ahora le sangraban—. Las metanfetaminas son un medicamento. Dilo.
—Las metanfetaminas son un medicamento —repitió Andy en tono agradable.
—Así es. —El Chef se puso en pie—. Son un medicamento para la melancolía. Es de Ray Bradbury. ¿Has leído algo de él?
—No.
—Era un genio, joder. Sabía lo que decía. Escribió el mejor puto libro. Di aleluya. Ven conmigo. Voy a cambiarte la vida.
 18


El primer concejal de Chester’s Mills se dio a las metanfetaminas, como una rana a las moscas.
Había un sofá viejo y raído tras los fogones; allí sentados, bajo un cuadro de Jesucristo montado en moto (titulado: El compañero de carretera al que no ves), Andy y Chef Bushey se pasaban la pipa el uno al otro. Mientras queman, las metanfetaminas huelen a meado que lleva tres días en un orinal, pero después de la primera calada, Andy se convenció de que el Chef tenía razón: venderlo quizá era obra de Satán, pero la droga en sí era obra de Dios. El mundo apareció bajo una luz exquisita y delicadamente temblorosa que nunca había visto. Su ritmo cardíaco aumentó, los vasos sanguíneos del cuello se dilataron y se convirtieron en cables palpitantes, sentía un cosquilleo en las encías y un delicioso hormigueo en los huevos, como no le sucedía desde que era adolescente. Pero lo mejor de todo aquello era que la fatiga que se había apoderado de sus hombros y que lo había confundido desapareció. Sentía que podía mover montañas con una carretilla.
—En el Jardín del Edén había un árbol —dijo el Chef mientras le pasaba la pipa, de la que salían volutas de humo verde por ambos extremos—. El Árbol del Bien y el Mal. ¿Lo sabes?
—Sí. Sale en la Biblia.
—Por supuesto. Y en ese Árbol había una Manzana.
—Así es, así es. —Andy dio una calada tan pequeña que en realidad fue un sorbo. Quería más, lo quería todo, pero tenía miedo de que si daba una calada muy grande su cabeza saliera disparada y volara por el laboratorio como un cohete, lanzando gases abrasadores por la base.
—La carne de esa Manzana es la Verdad, y la piel es la Metanfetamina —dijo el Chef.
Andy lo miró.
—Es increíble.
El Chef asintió.
—Sí, Sanders. Lo es. —Cogió de nuevo la pipa—. ¿Es o no buena esta mierda?
—Es una mierda increíble.
—Jesucristo va a regresar en Halloween —dijo el Chef—. Probablemente unos días antes; no sé. Ya estamos en temporada de Halloween, ¿sabes? La temporada de la puta bruja. —Le pasó la pipa a Andy, y luego señaló con la mano en la que sostenía el mando del garaje—. ¿Ves eso? Al fondo de la galería. Sobre la puerta del almacén.
Andy miró.
—¿Qué? ¿Ese bulto blanco? Parece arcilla.
—No lo es —respondió el Chef—. Es el Cuerpo de Cristo, Sanders.
—¿Y esos cables que salen de él?
—Vasos por los que circula la Sangre de Cristo.
Andy reflexionó sobre el concepto y le pareció brillante.
—Muy bien. —Pensó un rato más—. Te quiero, Phil. Chef, quiero decir. Me alegro de haber venido aquí.
—Yo también —dijo el Chef—. Escucha, ¿quieres ir a dar una vuelta? Tengo un coche en algún lado, creo, pero no me siento del todo bien.
—Claro —respondió Andy. Se puso en pie. El mundo se balanceó un instante y luego se calmó—. ¿Adónde quieres ir?
El Chef se lo dijo.
 19


Ginny Tomlinson estaba durmiendo en el mostrador de recepción con la cabeza sobre la portada de la revista People; Brad Pitt y Angelina Jolie retozaban en las olas de una tórrida isla en la que los camareros servían bebidas con pequeñas sombrillas de papel. Cuando algo la despertó a las dos menos cuarto de la madrugada del miércoles, encontró una aparición ante ella: un hombre alto y escuálido, con los ojos hundidos y el pelo apelmazado y alborotado. Llevaba una camiseta de la WCIK y unos vaqueros que colgaban de sus escuálidas caderas. Al principio Ginny creyó que estaba temiendo una pesadilla de muertos vivientes, pero entonces notó el olor. Ningún sueño olía tan mal.
—Soy Phil Bushey —dijo la aparición—. He venido a buscar el cuerpo de mi mujer. Voy a enterrarla. Enséñame dónde está.
Ginny no se negó. Le habría entregado todos los cuerpos con tal de librarse de él. Pasaron frente a Gina Buffalino, que se encontraba junto a una camilla, mirando al Chef con pálida aprehensión. Cuando Bushey se volvió para mirarla, la enfermera retrocedió.
—¿Ya tienes tu disfraz de Halloween? —preguntó el Chef.
—Sí…
—¿De qué vas a ir?
—De Glinda —respondió la chica con un hilo de voz—. Aunque imagino que no iré a la fiesta porque es en Motton.
—Yo voy a ir de Jesús —dijo el Chef. Siguió a Ginny como un fantasma sucio con unas Converse raídas de caña alta. Entonces se volvió. Estaba sonriendo. Con una mirada vacía—. Y estoy muy cabreado.
 20


Diez minutos después, Chef Bushey salía del hospital llevando en brazos el cuerpo de Sammy, envuelto en sábanas. Un pie descalzo, con las uñas pintadas con esmalte rosa apenas visible, se balanceaba. Ginny le aguantó la puerta. No miró para ver quién estaba al volante del coche parado al ralentí frente a la entrada, algo por lo que Andy se mostró vagamente agradecido. Esperó hasta que la chica regresó adentro, entonces salió y le abrió una de las puertas posteriores al Chef, que manejaba la carga con gran facilidad para ser un hombre que parecía un montón de piel sobre un armazón de huesos. Quizá, pensó Andy, las metanfetaminas también dan fuerza. En tal caso, él empezaba a flaquear. La depresión volvía a apoderarse de él. Y la fatiga también.
—Bueno —dijo el Chef—. Ponte al volante. Pero antes pásame eso.
Le había dado a Andy el mando del garaje para que se lo guardara, y el concejal se lo devolvió.
—¿A la funeraria?
El Chef lo miró como si estuviera loco.
—Nos vamos a la emisora de radio. Ahí es donde aparecerá Jesucristo cuando regrese.
—En Halloween.
—Así es —dijo el Chef—. O quizá antes. Mientras tanto, ¿me ayudarás a enterrar a esta hija de Dios?
—Por supuesto —respondió Andy. Luego añadió con timidez—: Tal vez antes podríamos fumar un poco más.
El Chef se rió y le dio una palmada en el hombro.
—Te gusta, ¿verdad? Lo sabía.
—Es un medicamento para la melancolía —añadió Andy.
—Tienes razón, hermano. Tienes toda la razón.
 21


Barbie estaba en la cama, esperando el amanecer y lo que llegara luego. Durante el tiempo que estuvo destinado en Iraq se había entrenado a sí mismo para no preocuparse por lo que llegara luego, y aunque en el mejor de los casos era una habilidad limitada, había logrado dominarla hasta cierto punto. Al final, solo había dos reglas para convivir con el miedo (creía que vencer el miedo era un mito), y las repetía para sus adentros mientras esperaba.
Debo aceptar las cosas sobre las que no tengo ningún control.
Debo convertir las adversidades en ventajas.
La segunda regla implicaba que debía administrar con sumo cuidado todos los recursos y llevar a cabo la planificación con ellos en mente.
Tenía un recurso escondido en el colchón: su navaja del ejército suizo. Era pequeña, solo tenía dos hojas, pero incluso con la pequeña podría degollar a un hombre. Era muy afortunado de tenerla y lo sabía.
Fueran cuales fuesen los procedimientos sobre el ingreso de detenidos que hubiera seguido Howard Perkins, estos habían desaparecido desde su muerte y el ascenso de Peter Randolph. Las conmociones que había sufrido el pueblo en los últimos cuatro días habrían dejado fuera de combate a cualquier cuerpo de policía, supuso Barbie, pero en el caso de Chester’s Mills había algo más. El problema era que Randolph era un hombre estúpido y chapucero, y en cualquier burocracia la tropa seguía el ejemplo del hombre que estaba al mando.
Le habían tomado fotografías y las huellas dactilares, pero pasaron cinco horas hasta que Henry Morrison, con aspecto cansado y asqueado, bajó a los calabozos y se detuvo a dos metros de la celda de Barbie. Fuera de su alcance.
—¿Has olvidado algo? —preguntó Barbie.
—Vacía los bolsillos y échalo todo al pasillo —le ordenó Henry—. Luego quítate los pantalones y hazlos pasar entre los barrotes.
—Si lo hago, ¿me darás algo para beber para que no tenga que sorber de la taza del váter?
—¿De qué hablas? Junior te ha traído agua. Yo mismo lo he visto.
—Le ha echado sal.
—Vale. Pues sí. —Pero Henry no las tenía todas consigo. Quizá aún quedaba un rastro de inteligencia humana en algún lugar—. Haz lo que te he dicho, Barbie. Barbara, quiero decir.
Barbie vació los bolsillos: la cartera, las llaves, las monedas, un pequeño fajo de billetes y la medalla de san Cristóbal que llevaba como amuleto de buena suerte. Por entonces la navaja del ejército suizo ya estaba oculta en el colchón.
—Por mí puedes llamarme Barbie cuando me pongáis una soga alrededor del cuello y me ahorquéis. ¿Es eso lo que tiene en mente Rennie? ¿Ahorcarme? ¿O será un pelotón de fusilamiento?
—Cierra el pico y mete los pantalones entre los barrotes. La camisa también. —Hablaba como un matón de pueblo, pero Barbie creía que parecía más inseguro que nunca, lo cual era una buena noticia. No estaba mal para empezar.
Bajaron dos de los nuevos policías niñatos. Uno sostenía un bote de spray de pimienta Mace; el otro una pistola de electrochoque Taser.
—¿Necesita ayuda, agente Morrison? —preguntó uno de ellos.
—No, pero podéis quedaros ahí, al pie de la escalera, y vigilarlo hasta que yo haya acabado —respondió Henry.
—No he matado a nadie —dijo Barbie en voz baja y con toda la sinceridad de que fue capaz—. Y creo que lo sabes.
—Lo que sé es que más vale que cierres el pico, a menos que quieras que te hagamos un enema con la Taser.
Henry estaba hurgando en la ropa, pero no le había pedido que se quitara los calzoncillos y se abriera de piernas. Lo cacheaba tarde y mal, pero Barbie le reconoció cierto mérito por haberse acordado; había sido el único.
Cuando Henry acabó, dio una patada a los vaqueros —bolsillos vacíos y cinturón requisado— hacia los barrotes.
—¿No me devuelves el medallón?
—No.
—Henry, piénsalo bien. ¿Por qué iba a…?
—Cierra el pico.
Henry se abrió paso entre los dos niñatos con la cabeza gacha y los efectos personales de Barbie en las manos. Los chicos lo siguieron, pero uno se detuvo el tiempo justo para lanzar una sonrisa burlona a Barbie y pasarse un dedo por el cuello.
Desde entonces había estado solo, sin nada que hacer salvo permanecer tumbado en la cama y mirar por la rendija de una ventana (de cristal opaco y reforzado con alambre), esperando el amanecer y preguntándose si intentarían hacerle el submarino o si lo de Searles no había sido más que una fanfarronada. Si eran tan chapuceros haciéndole el submarino como en los procedimientos de ingreso de nuevos presos, había muchas posibilidades de que lo ahogaran.
También se preguntó si bajaría alguien antes del amanecer. Alguien con una llave. Alguien que se acercara demasiado a la puerta. Con la navaja, la fuga no era una idea descabellada, pero seguramente lo sería en cuanto despuntara el alba. Quizá debería haberlo intentado cuando Junior le pasó el vaso de agua salada entre los barrotes… Aunque Junior tenía muchas ganas de usar su arma. Además, habría tenido pocas probabilidades de éxito, y Barbie no estaba tan desesperado. Al menos aún.
Y luego… ¿adónde habría ido?

Aunque hubiera logrado escapar y desaparecer, podría haber metido a sus amigos en muchos problemas. Después de un agotador «interrogatorio» por parte de policías como Melvin y Junior, podrían considerar la Cúpula el menor de sus problemas. Big Jim estaba al mando, y cuando los tipos como él se hacían con el poder, no se andaban con rodeos. Ponían la directa y no paraban hasta lograr su objetivo.
Se sumió en un sueño muy ligero e intranquilo. Soñó con la rubia de la vieja camioneta Ford. Soñó que ella paraba a recogerlo y que lograban salir de Chester’s Mills a tiempo. Que se desabrochaba la blusa para mostrar las copas de un sujetador de encaje azul lavanda cuando una voz dijo:
—Eh, tú, imbécil. Despierta de una vez.
 22


Jackie Wettington se quedó a pasar la noche en casa de los Everett, y aunque los niños guardaban silencio y la habitación de los invitados era cómoda, no podía dormir. A las cuatro de la madrugada decidió lo que había que hacer. Era consciente de los riesgos; también era consciente de que no podría descansar mientras Barbie siguiera en una celda de la comisaría. Si ella misma había sido capaz de dar un paso al frente y organizar una especie de resistencia —o tan solo una investigación seria de los asesinatos—, pensó que ya había empezado todo. Sin embargo, se conocía demasiado bien a sí misma para considerar esa idea. Todo lo que hizo en Guam y en Alemania se le dio muy bien (principalmente se trataba de sacar a soldados borrachos de los bares, de perseguir a los que se habían ido sin permiso y de limpiar los escenarios de accidentes de coche en la base), pero lo que estaba ocurriendo en Chester’s Mills excedía con creces la escala salarial de un sargento mayor. O de la única agente de calle a tiempo completo que trabajaba con un puñado de pueblerinos que la llamaban la Tetona de la Comisaría a sus espaldas. Creían que no lo sabía, pero los había oído. Pero en ese momento el comportamiento sexista de nivel de instituto era la menor de sus preocupaciones. Aquello tenía que acabar, y Dale Barbara era el hombre que había elegido el presidente de Estados Unidos para ponerle fin. Ni siquiera el placer del comandante en jefe era la parte más importante. La primera regla era que no podías abandonar a tus chicos. Eso era algo sagrado, algo sabido y aceptado.
Tenía que empezar haciéndole saber a Barbie que no estaba solo. De ese modo él podría planear sus propias acciones en consecuencia.
Cuando Linda bajó al piso de abajo en camisón a las cinco de la madrugada, los primeros rayos de luz habían empezado a filtrarse por las ventanas y mostraban que los árboles y los arbustos estaban completamente inmóviles. No soplaba la menor brisa.
—Necesito una fiambrera —dijo Jackie—. Con forma de cuenco. Debería ser pequeña, y tiene que ser opaca. ¿Tienes algo parecido?
—Claro, pero ¿por qué?
—Porque vamos a llevarle el desayuno a Dale Barbara —respondió Jackie—. Cereales. Y le pondremos una nota en el fondo.
—¿De qué hablas? No puedo hacerlo. Tengo hijos.
—Lo sé, pero no puedo hacerlo por mi cuenta porque no me dejarán bajar ahí sola. Tal vez sí, si fuera un hombre, pero con estas no. —Se señaló los pechos—. Te necesito.
—¿Qué tipo de nota?
—Voy a sacarlo de allí mañana por la noche —dijo Jackie con más calma de la que en realidad sentía—. Durante la gran asamblea de mañana. No necesitaré que me eches una mano…
—¡Es que no pensaba ayudarte en eso! —Linda se agarró el cuello del camisón.
—Baja la voz. Había pensado en Romeo Burpee, si puedo convencerle de que Barbie no mató a Brenda. Nos pondremos pasamontañas o algo por el estilo para que no puedan identificarnos. Nadie se sorprenderá; todo el pueblo sabe que Barbara tiene sus defensores.
—¡Estás loca!
—No. Durante la asamblea habrá muy pocos agentes en comisaría, tres o cuatro chicos. Quizá solo un par. Estoy segura.
—¡Pues yo no!
—Pero aún falta mucho para la noche de mañana. Tendrá que aguantarlos como mínimo hasta entonces. Dame la fiambrera.
—Jackie, no puedo hacerlo.
—Sí que puedes. —Era Rusty, que estaba junto a la puerta y parecía enorme con los pantalones cortos de gimnasio que llevaba y la camiseta de los New England Patriots—. Ha llegado el momento de empezar a asumir riesgos, haya hijos de por medio o no. Estamos solos, y hay que poner fin a todo esto.
Linda lo miró por un instante y se mordió el labio. Luego se agachó para abrir uno de los armarios.
—Las fiambreras están aquí.
 23


Cuando llegaron a la comisaría de policía, el mostrador de recepción estaba vacío —Freddy Denton se había ido a casa a dormir un rato—, pero media docena de los agentes más jóvenes estaban sentados, bebiendo café y hablando, emocionados por estar despiertos a una hora que pocos habían vivido en un estado consciente. Entre ellos, Jackie vio a dos chicos de la multitudinaria prole de los Killian, a una motera de pueblo y asidua del Dipper’s llamada Lauren Conree, y a Carter Thibodeau. No sabía cómo se llamaban los demás, pero reconoció a dos que nunca iban a clase y habían cometido pequeños delitos relacionados con las drogas y los vehículos de motor. Los nuevos «agentes», los más nuevos de los nuevos, no llevaban uniforme, sino una tira de tela azul atada al brazo.
Todos llevaban pistola, excepto uno.
—¿Qué hacéis aquí tan pronto? —preguntó Thibodeau caminando hacia ellas—. Yo tengo excusa, se me han acabado los calmantes.
Los demás se carcajearon como trols.
—Hemos traído el desayuno de Barbara —dijo Jackie. Tenía miedo de mirar a Linda, miedo de la expresión que pudiera ver en su cara.
Thibodeau echó un vistazo a la fiambrera.
—¿Sin leche?
—No la necesita —respondió Jackie, que escupió en el cuenco de Special K—. Ya los mojo yo.
Los demás estallaron en vítores. Varios aplaudieron.
Jackie y Linda llegaron a la escalera cuando Thibodeau dijo:
—Dame eso.
Por un instante, Jackie se quedó helada. Se vio a sí misma entregándole la fiambrera y luego intentando huir. Lo que la detuvo fue un hecho muy sencillo: no tenían adonde huir. Aunque hubieran logrado salir de la comisaría, las habrían alcanzado antes de que llegaran al Monumento a los Caídos.
Linda le arrancó la fiambrera de las manos y se la dio a Thibodeau, quien, en lugar de buscar una amenaza entre los cereales, escupió en ellos.
—Ahí va mi contribución —dijo.
—Espera un momento, espera un momento —dijo Lauren Conree. Era una pelirroja alta y delgada con cuerpo de modelo y las mejillas picadas por el acné. Hablaba con voz nasal porque se había metido un dedo en la nariz, hasta la segunda falange—. Yo también tengo algo para él. —El dedo resurgió con un gran moco en la punta. La señorita Conree lo depositó sobre los cereales, lo que le valió aplausos y el grito «¡Laurie se dedica a la extracción de petróleo verde!».
—Se supone que dentro de todas las cajas de cereales hay un juguete —dijo la chica con una sonrisa ausente. Se llevó la mano a la culata de la 45. Con lo delgada que era, Jackie pensó que si alguna vez tenía ocasión de dispararla el retroceso la haría caer de culo.
—Todo listo —sentenció Thibodeau—. Os acompañaré.
—Bien —dijo Jackie. Cuando pensó que había estado a punto de ponerse la nota en el bolsillo para intentar dársela a Barbie en mano, sintió un escalofrío. De repente, le pareció que el riesgo que estaban corriendo era una locura… no obstante, ya era demasiado tarde—. Pero quédate en la escalera. Y, Linda, mantente detrás de mí. Es mejor que no corramos ningún riesgo.
Pensó que tal vez Thibodeau intentaría rebatir sus órdenes, pero no lo hizo.
 24


Barbie se incorporó. Al otro lado de los barrotes se encontraba Jackie Wettington con un cuenco de plástico blanco en una mano. Tras ella, Linda Everett sostenía la pistola con ambas manos, apuntando al suelo. Carter Thibodeau era el último de la fila, y se quedó al pie de la escalera; llevaba el pelo apelmazado, como si acabara de despertarse, y la camisa azul de uniforme desabrochada para mostrar el vendaje del hombro que le cubría el mordisco del perro.
—Hola, agente Wettington —dijo Barbie. Una tenue luz blanca empezaba a filtrarse por la rendija de la ventana. Eran esos primeros rayos de luz del día que hacen que la vida parezca la broma de todas las bromas—. Soy inocente de todas las acusaciones. No se pueden calificar de cargos porque aún no me han…
—Cállate —le espetó Linda—. No nos interesa.
—Muy bien, rubita —dijo Carter—. Así se hace. —Bostezó y se rascó el vendaje.
—Siéntate ahí —le ordenó Jackie a Barbie—. No muevas ni un músculo.
Barbara obedeció. La agente hizo pasar la fiambrera entre los barrotes. Era pequeña y pasó justo.
Barbie cogió el cuenco. Estaba lleno de cereales que parecían Special K. Un escupitajo brillaba sobre los cereales secos. Había algo más: un moco grande, verde, húmedo y manchado de sangre. Y aun así, su estómago rugió. Tenía mucha hambre.
También se sentía dolido, muy a su pesar. Porque Jackie Wettington, a quien reconoció como ex militar la primera vez que la vio (en parte por el corte de pelo, pero sobre todo por su porte), lo había decepcionado. Le resultó fácil asimilar la indignación de Henry Morrison. Sin embargo lo de Jackie era más difícil. Y la otra mujer policía, la que estaba casada con Rusty Everett, lo miraba como si fuera un animal raro o un bicho con aguijón. Había albergado ciertas esperanzas de que al menos algunos de los agentes oficiales…
—Come y calla —le ordenó Thibodeau desde la escalera—. Lo hemos preparado con todo el cariño para ti. ¿Verdad, chicas?
—Así es —convino Linda. Hizo una mueca apenas perceptible con la boca. Las comisuras de los labios se curvaron hacia abajo. Fue algo más que un tic, pero a Barbie le dio un vuelco el corazón. Creyó que Linda estaba fingiendo. Quizá era creer demasiado, pero…
Linda se movió un poco y se interpuso en la línea de visión entre Thibodeau y Jackie… aunque en realidad no había ninguna necesidad. El chico estaba muy atareado intentando mirar por debajo de su vendaje.
Jackie miró hacia atrás para asegurarse de que tenía vía libre, entonces señaló el cuenco, levantó las manos con las palmas hacia arriba y enarcó las cejas: Lo siento. Luego señaló a Barbie con dos dedos. Presta atención.
Él asintió.
—Disfruta del desayuno, imbécil —le espetó Jackie—. Ya te traeremos algo mejor a mediodía. Quizá una hamburguesa con meados.
Thibodeau soltó una carcajada desde la escalera, donde se estaba arreglando el vendaje.
—Eso si te queda algún diente —añadió Linda. No sonó despiadada, ni siquiera enfadada. Solo pareció asustada: una mujer que prefería estar en cualquier otra parte antes que ahí. Sin embargo, Thibodeau no se dio cuenta. Seguía analizando el estado del hombro.
—Venga —dijo Jackie—. No quiero ver cómo engulle.
—¿Están demasiado secos? —preguntó Thibodeau. Se puso en pie mientras las mujeres recorrían el pasillo que había entre las celdas y la escalera. Linda guardó la pistola—. Porque si es así… —Carraspeó con fuerza para arrancarse las flemas.
—Ya me las arreglo —dijo Barbie.
—Claro que sí —replicó Thibodeau—. De momento. Luego ya veremos.
Subieron por la escalera. Thibodeau, que iba el último, le dio una palmada en el trasero a Jackie. Ella se rió y le dio un inocente manotazo. Era buena, mucho mejor que Linda. Pero ambas acababan de demostrar que tenían agallas. Muchas agallas.
Barbie cogió el moco y lo tiró hacia la esquina en la que había meado. Se limpió la mano con la camisa. Luego hurgó en los cereales y, en el fondo, encontró un trozo de papel.
«Intenta aguantar hasta mañana por la noche. Si podemos sacarte, ve pensando en algún lugar seguro. Ya sabes qué hacer con esto».
Barbie lo hizo.
 25


Una hora después de haberse comido la nota y los cereales, oyó unos pasos que descendían lentamente por la escalera. Era Big Jim Rennie, vestido de traje y corbata, listo para empezar otro día al frente del gobierno bajo la Cúpula. Entró seguido de Carter Thibodeau y de otro tipo, uno de los Killian, a juzgar por la forma de la cabeza. El muchacho llevaba una silla que le creaba bastantes problemas; era lo que los yanquis de antaño habrían llamado un «garrulo». Le dio la silla a Thibodeau, que la puso frente a la celda, al final del pasillo. Rennie se sentó, pero antes se subió las perneras con sumo cuidado, para no arrugar la raya.
—Buenos días, señor Barbara. —Había cierto matiz de satisfacción en el uso de aquel tratamiento civil.
—Concejal Rennie —dijo Barbie—. ¿Qué puedo hacer por usted aparte de darle mi nombre, mi rango y número de serie… que no estoy seguro de poder recordar?
—Confesar. Ahorrarnos unos cuantos problemas y aliviar las penas de su propia alma.
—Anoche el señor Searles mencionó la tortura del submarino —dijo Barbie—. Me preguntó si la había visto en Iraq.
Rennie esbozó una sonrisa que parecía decir «Cuéntame más, los animales que hablan son muy interesantes».
—De hecho, sí. No tengo ni idea de la frecuencia con la que se utilizó esta técnica en el campo de batalla, los informes discrepaban, pero fui testigo de su uso en dos ocasiones. Uno de los hombres acabó hablando, aunque su confesión no sirvió de nada. El hombre al que identificó como fabricante de bombas de Al-Qaida resultó ser un maestro que había huido hacia Kuwait catorce meses antes. El otro hombre al que se le practicó el submarino tuvo una convulsión y sufrió daños cerebrales, por lo que no pudimos obtener ninguna confesión de él. Aunque en caso de que hubiera sido capaz de hablar, estoy seguro de que habría confesado. Todo el mundo canta cuando se le somete al submarino, por lo general en cuestión de minutos. Estoy seguro de que yo también lo haría.
—Pues ya sabe cómo ahorrarse todo ese dolor —replicó Big Jim.
—Parece cansado, señor. ¿Se encuentra bien?
La pequeña sonrisa fue sustituida por una expresión ligeramente ceñuda. Surgía de la profunda arruga que había entre las cejas de Rennie.
—Mi estado actual no le concierne. Permítame que le dé un consejo, señor Barbara: si usted deja de tomarme el pelo, yo no se lo tomaré a usted. Lo que debería preocuparle es su estado actual. Quizá de momento esté bien, pero eso podría cambiar. En cuestión de minutos. Mire, estoy pensando en ordenar a mis chicos que le hagan el submarino. Es más, lo estoy pensando muy seriamente. De modo que es mejor que confiese esos asesinatos. Ahórrese un montón de dolor y de problemas.
—Creo que no. Y si me torturan, tal vez empiece a hablar de todo tipo de cosas. Supongo que debería tener eso en mente cuando decida quién quiere que esté en la habitación cuando empiece a hablar.
Rennie pensó en eso. Aunque iba hecho un pincel, sobre todo para ser tan temprano, tenía mal color de cara y círculos púrpura alrededor de los ojos. No tenía buen aspecto. Si Big Jim caía muerto en ese preciso instante, Barbie preveía dos posibles escenarios. En uno de ellos el feo ambiente político de Chester’s Mills se calmaba sin que se produjeran más altercados. En el otro se desataba un caótico baño de sangre en el que la muerte de Barbie (probablemente por linchamiento, más que ante un pelotón de fusilamiento) era seguida por una purga de sus supuestos cómplices de conspiración. Julia podría ser la primera de la lista. Y Rose la segunda; la muchedumbre asustada creía a pie juntillas en la culpa por asociación.
Rennie se volvió hacia Thibodeau.
—Aléjate un poco, Carter. Quédate en la escalera, por favor.
—Pero si intenta agarrarle…
—Entonces lo matarías. Y lo sabe. ¿Verdad, señor Barbara?
Barbie asintió.
—Además, no pienso acercarme más. Por este motivo quiero que te alejes un poco. Vamos a mantener una conversación privada.
Thibodeau obedeció.
—Dígame, señor Barbara, ¿de qué cosas hablaría?
—Lo sé todo sobre el laboratorio de metanfetaminas —dijo Barbie en voz baja—. El jefe Perkins lo sabía y estaba a punto de detenerlo. Brenda encontró el archivo en el ordenador. Por eso usted la mató.
Rennie sonrió.
—Es una fantasía ambiciosa.
—Al fiscal general del estado no se lo parecerá, dado su móvil. No se trata de un laboratorio cutre en una caravana; estamos hablando de la General Motors de las metanfetaminas.
—Antes de que acabe el día —dijo Rennie—, el ordenador de Perkins será destruido. Y el de su mujer también. Supongo que habrá una copia de ciertos papeles en la caja fuerte de Duke (sin importancia, por supuesto; un montón de basura tendenciosa recopilada con fines políticos, el fruto de la mente de un hombre que siempre me odió); en tal caso, la caja fuerte se abrirá y los documentos serán quemados. Por el bien del pueblo, no el mío. Estamos en una situación de crisis. Tenemos que mantenernos unidos.
—Brenda pasó una copia de ese archivo antes de morir.
Big Jim sonrió y mostró una doble hilera de pequeños dientes.
—Una fabulación merece otra, señor Barbara. ¿Quiere que fabule yo también?
Barbie extendió las manos con las palmas hacia arriba: Faltaría más, adelante.
—En mi fabulación, Brenda viene a verme y me cuenta lo mismo. Me dice que le ha dado la copia de la que habla a Julia Shumway. Pero sé que es una mentira. Tal vez tuvo la intención de hacerlo, pero no lo hizo. Y aunque fuera cierto… —Se encogió de hombros—. Sus partidarios quemaron el periódico de Julia anoche. Fue una mala decisión por su parte. ¿O acaso fue idea suya?
Barbara repitió:
—Hay otra copia. Sé dónde está. Si me torturan, confesaré dónde se encuentra. A voz en grito.
Rennie se rió.
—Se expresa con gran sinceridad, señor Barbara, pero me he pasado toda la vida regateando, y reconozco un farol cuando lo oigo. Tal vez debería ordenar que lo ejecutaran sumariamente y listo. El pueblo lo celebraría.
—¿Hasta qué punto lo celebraría si antes usted no descubriera a mis cómplices de conspiración? Incluso Peter Randolph podría cuestionar la decisión, y eso que no es más que un lameculos estúpido y miedoso.
Big Jim se puso en pie. Sus mejillas sebosas se habían teñido del color del ladrillo viejo.
—No sabe con quién está jugando.
—Claro que sí. Me cansé de ver a tipos de su calaña en Iraq. Llevaban turbante en lugar de corbata, pero por lo demás eran iguales. Incluso en lo que se refiere a ese montón de chorradas sobre Dios.
—Bueno, me ha convencido para que no lo torturemos con el submarino —dijo Big Jim—. Y es una pena, porque tenía ganas de verlo en persona.
—No me cabe duda.
—De momento lo dejaremos en esta celda tan acogedora, ¿de acuerdo? No creo que vaya a comer mucho, porque si come no podrá pensar. ¿Quién sabe? Si le da por el pensamiento constructivo, tal vez se le ocurran mejores motivos para que le permita seguir con vida. Los nombres de la gente del pueblo que está contra mí, por ejemplo. Una lista completa. Le doy cuarenta y ocho horas. Entonces, si no me convence de lo contrario, será ejecutado en la plaza del Monumento a los Caídos, ante todo el pueblo. Servirá de ejemplo para los demás.
—De verdad que no tiene muy buen aspecto, concejal.
Rennie lo miró muy serio.
—La gente de su calaña es la que causa la mayoría de los problemas del mundo. Si no creyera que su ejecución serviría de fuerza unificadora y catarsis necesaria para el pueblo, haría que el señor Thibodeau le descerrajara un tiro en este preciso instante.
—Hágalo y todo saldrá a la luz —replicó Barbie—. Todos los habitantes del pueblo conocerán su operación. Y entonces a ver cómo logra el consenso en la maldita asamblea de mañana, tirano de pacotilla.
Las venas de los costados del cuello de Big Jim se hincharon; otra palpitación en el centro de la frente. Por un instante pareció que estaba a punto de explotar. Entonces sonrió.
—Sobresaliente en esfuerzo, señor Barbara. Pero miente.
Se fue. Se fueron todos. Barbie se sentó en la cama, sudando. Sabía que estaba muy cerca del límite. Rennie tenía motivos para mantenerlo con vida, pero no eran sólidos. Y luego estaba la nota que le habían entregado Jackie Wettington y Linda Everett. La expresión del rostro de la señora Everett sugería que sabía lo suficiente como para estar aterrorizada, y no solo por sí misma. Habría sido más seguro para él que hubiera intentado huir usando la navaja, dado el nivel de profesionalismo del cuerpo de policía de Chester’s Mill, creyó que podría lograrlo. Necesitaría un poco de suerte, pero era factible.
Sin embargo, no tenía ningún modo de decirles que le dejaran intentarlo solo.
Se tumbó y se puso las manos en la nuca. Una pregunta lo acuciaba más que las otras: ¿qué había pasado con la copia del archivo VADER destinado a Julia? Porque ella no lo había recibido; estaba seguro de que Rennie había dicho la verdad al respecto.
No tenía forma de saberlo, y lo único que podía hacer era esperar.
Tumbado de espaldas, mirando al techo, Barbie se puso a ello.