En La mala hora, Gabriel García Márquez construye un inolvidable apólogo sobre la violoencia colectiva. Al pueblo ha llegado la mala hora, de los campesinos, la hora de la desgracia. La comarca ha sido pacificada después de tanta guerra civil. Han ganado los conservadores, que se dedican a perseguir cruel y pertinazmente a sus adversarios liberales.
1
El padre Ángel se
incorporó con un esfuerzo solemne. Se frotó los párpados con los huesos de las
manos, apartó el mosquitero de punto y permaneció sentado en la estera pelada,
pensativo un instante, el tiempo indispensable para darse cuenta de que estaba
vivo, y para recordar la fecha y su correspondencia en el santoral. «Martes
cuatro de octubre», pensó; y dijo en voz baja: «San Francisco de Asís».
Se vistió sin lavarse y
sin rezar. Era grande, sanguíneo, con una apacible figura de buey manso, y se
movía como un buey, con ademanes densos y tristes. Después de rectificar la
botonadura de la sotana con la atención lánguida de los dedos con que se
verifican las cuerdas de un arpa, descorrió la tranca y abrió la puerta del
patio. Los nardos bajo la lluvia le recordaron las palabras de una canción.
—«El mar crecerá con mis
lágrimas» —suspiro.
El dormitorio estaba
comunicado con la iglesia por un corredor interno bordeado de macetas de
flores, y calzado con ladrillos sueltos por cuyas junturas empezaba a crecer la
hierba de octubre. Antes de dirigirse a la iglesia, el padre Ángel entró en el
excusado. Orinó en abundancia, conteniendo la respiración para no sentir el
intenso olor amoniacal que le hacía saltar las lágrimas. Después salió al
corredor, recordando: «Me llevará esta barca hasta tu sueño». En la angosta
puertecita de la iglesia sintió por última vez el vapor de los nardos.
Dentro olía mal. Era una
nave larga, también calzada con ladrillos sueltos, y con una sola puerta sobre
la plaza. El padre Ángel fue directamente a la base de la torre. Vio las pesas
del reloj a más de un metro sobre su cabeza y pensó que aún tenía cuerda para
una semana. Los zancudos lo asaltaron. Aplastó uno en la nuca con una palmada
violenta y se limpió la mano en la cuerda de la campana. Luego oyó, arriba, el
ruido visceral del complicado engranaje mecánico, y en seguida —sordas,
profundas— las cinco campanadas de las cinco dentro de su vientre.
Esperó hasta el final de
la última resonancia. Entonces agarró la cuerda con las dos manos, se la
enrolló en las muñecas, e hizo sonar los bronces rotos con una convicción
perentoria. Había cumplido 61 años. El ejercicio de las campanas era demasiado
violento para su edad, pero siempre había convocado a misa personalmente, y ese
esfuerzo le reconfortaba la moral.
Trinidad empujó la puerta
de la calle mientras sonaban las campanas, y se dirigió al rincón donde la
noche anterior había puesto trampas para los ratones. Encontró algo que le
produjo al mismo tiempo repugnancia y placer: una pequeña masacre.
Abrió la primera trampa,
cogió el ratón por la cola con el índice y el pulgar, y lo echó en una caja de
cartón. El padre Ángel acabó de abrir la puerta sobre la plaza.
—Buenos días, padre —dijo
Trinidad.
El no registró su hermosa
voz baritonal. La plaza desolada, los almendros dormidos bajo la lluvia, el
pueblo inmóvil en el inconsolable amanecer de octubre le produjeron una
sensación de desamparo. Pero cuando se acostumbró al rumor de la lluvia,
percibió, al fondo de la plaza, nítido y un poco irreal, el clarinete de
Pastor. Sólo entonces respondió a los buenos días.
—Pastor no estaba con los
de la serenata —dijo.
—No —confirmó Trinidad. Se
acercó con la caja de ratones muertos— era con guitarras.
—Estuvieron como dos horas
con una cancioncita tonta —dijo el padre—. «El mar crecerá con mis lágrimas».
¿No es así?
—Es la nueva canción de
Pastor —dijo ella.
Inmóvil frente a la puerta
el padre padecía una instantánea fascinación. Durante muchos años había oído el
clarinete de Pastor, que a dos cuadras de allí se sentaba a ensayar, todos los
días a las cinco, con el taburete recostado contra el horcón de su palomar. Era
el mecanismo del pueblo funcionando a precisión: primero, las cinco campanadas
de las cinco; después, el primer toque para misa, y después, el clarinete de
Pastor, en el patio de su casa, purificando con notas diáfanas y articuladas el
aire cargado de porquería de palomas.
—La música es buena
—reaccionó el padre—, pero la letra es tonta. Las palabras se pueden revolver
al derecho y al revés y siempre da lo mismo. «Me llevará este sueño hasta tu
barca».
Dio media vuelta,
sonriendo de su propio hallazgo; fue a encender el altar. Trinidad lo siguió.
Vestía una bata blanca y larga, con mangas hasta los puños, y la faja de seda
azul de una congregación laica. Sus ojos eran de un negro intenso bajo las
cejas encontradas.
—Estuvieron toda la noche
por aquí cerca —dijo el padre.
—Donde Margot Ramírez
—dijo Trinidad, distraída, haciendo sonar los ratones muertos dentro de la
caja—. Pero anoche hubo algo mejor que la serenata.
El padre se detuvo y fijó
en ella sus ojos de un azul silencioso.
—¿Qué fue?
—Pasquines —dijo Trinidad.
Y soltó una risita nerviosa.
Tres casas más allá, César
Montero soñaba con los elefantes. Los había visto el domingo en el cine. La
lluvia se había precipitado media hora antes del final, y ahora la película
continuaba en el sueño.
César Montero volvió todo
el peso de su cuerpo monumental contra la pared, mientras los indígenas
despavoridos escapaban al tropel de los elefantes. Su esposa lo empujó
suavemente, pero ninguno de los dos despertó «Nos vamos», murmuró él, y
recuperó la posición inicial. Entonces despertó. En ese momento sonaba el
segundo toque para misa.
Era una habitación con
grandes espacios alambrados. La ventana sobre la plaza, también alambrada,
tenía una cortina de cretona con flores amarillas. En la mesita de noche había
un receptor de radio portátil, una lámpara y un reloj de cuadrante luminoso. Al
otro lado, contra la pared, un enorme escaparate con puertas de espejo.
Mientras se ponía las botas de montar César Montero empezó a oír el clarinete
de Pastor. Los cordones de cuero crudo estaban endurecidos por el barro. Los
estiró con fuerza, haciéndolos pasar a través de la mano cerrada, más áspera
que el cuero de los cordones. Luego buscó las espuelas, pero no las encontró
debajo de la cama. Siguió vistiéndose en la penumbra, tratando de no hacer
ruido para no despertar a su mujer. Cuando se abotonaba la camisa miró la hora
en el reloj de la mesa y volvió a buscar las espuelas debajo de la cama.
Primero las buscó con las manos. Progresivamente se puso a gatas y se metió a
rastrear debajo de la cama. Su mujer despertó.
—¿Qué buscas?
—Las espuelas.
—Están colgadas detrás del
escaparate —dijo ella—. Tú mismo las pusiste ahí el sábado.
Hizo a un lado el
mosquitero y encendió la luz. Él se incorporó avergonzado. Era monumental, de
espaldas cuadradas y sólidas, pero sus movimientos eran elásticos aun con las
botas de montar, cuyas suelas parecían dos listones de madera. Tenía una salud
un poco bárbara. Parecía de edad indefinida, pero en la piel del cuello se
notaba que había pasado de los cincuenta años. Se sentó en la cama para ponerse
las espuelas.
—Todavía está lloviendo
—dijo ella, sintiendo que sus huesos adolescentes habían absorbido la humedad
de la noche—. Me siento como una esponja.
Pequeña, ósea, de nariz
larga y aguda, tenía la virtud de no parecer acabada de despertar. Trató de ver
la lluvia a través de la cortina. César Montero acabó de ajustarse las
espuelas, se puso de pie y taconeo varias veces en el piso. La casa vibró con
las espuelas de cobre.
—El tigre engorda en
octubre —dijo.
Pero su esposa no lo oyó,
extasiada en la melodía de Pastor. Cuando volvió a mirarlo estaba peinándose
frente al escaparate, con las piernas abiertas y la cabeza inclinada pues no
cabía en los espejos.
Ella seguía en voz baja la
melodía de Pastor.
—Estuvieron rastrillando
esa canción toda la noche —dijo él.
—Es muy bonita —dijo ella.
Desanudó una cinta de la
cabecera de la cama, se recogió el cabello en la nuca y suspiró, completamente
despierta: «Me quedaré en tu sueño hasta la muerte». El no le puso atención. De
una gaveta del escaparate donde había además algunas joyas, un pequeño reloj de
mujer y una pluma estilográfica, extrajo una cartera con dinero. Retiró cuatro
billetes y volvió a poner la cartera en el mismo sitio. Luego se metió en la
camisa seis cartuchos de escopeta.
—Si la lluvia sigue, no
vengo el sábado —dijo.
Al abrir la puerta del
patio, se demoró un instante en el umbral, respirando el sombrío olor de
octubre mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Iba a cerrar la
puerta cuando sonó en el dormitorio la campanilla del despertador.
Su esposa saltó de la
cama. El permaneció en suspenso, con la mano en la aldaba, hasta cuando ella
interrumpió la campanilla. Entonces la miró por primera vez, pensativo.
—Anoche soñé con los
elefantes —dijo.
Después cerró la puerta y
se fue a ensillar la mula.
La lluvia arreció antes
del tercer toque. Un viento bajo arrancó a los almendros de la plaza sus
últimas hojas podridas, las luces públicas se apagaron, pero las casas
continuaban cerradas. César Montero metió la mula en la cocina y sin desmontar le
gritó a su mujer que le llevara el impermeable. Se sacó la escopeta de dos
cañones que llevaba terciada a la espalda y la amarró, horizontal, con las
correas de la silla. Su esposa apareció en la cocina con el impermeable.
—Espérate a que escampe
—le dijo sin convicción.
El se puso el impermeable
en silencio. Luego miró hacia el patio.
—No escampará hasta
diciembre.
Ella lo acompañó con la
mirada hasta el otro extremo del corredor. La lluvia se desplomaba sobre las
oxidadas láminas del techo, pero él se iba. Espoleando la mula, tuvo que
arquearse en la silla para no tropezar con el travesaño de la puerta al salir
al patio. Las gotas del alar reventaron como perdigones en sus espaldas Desde
el portón, gritó sin volver la cabeza:
—Hasta el sábado.
—Hasta el sábado —dijo
ella.
La única puerta abierta en
la plaza era la de la iglesia. César Montero miró hacia arriba y vio el cielo
espeso y bajo, a dos cuartas de su cabeza. Se persignó, espoleó la mula y la
hizo girar varias veces sobre las patas traseras, hasta que el animal se afirmó
en el jabón del suelo. Entonces fue cuando vio el papel pegado en la puerta de
su casa.
Lo leyó sin desmontar. El
agua había disuelto el color, pero el texto escrito a pincel, con burdas letras
de imprenta, seguía siendo comprensible. César Montero arrimó la mula a la
pared, arrancó el papel y lo rompió en pedazos.
Con un golpe de rienda
imprimió a la mula un trotecito corto, parejo, para muchas horas. Abandonó la
plaza por una calle angosta y torcida, con casas de paredes de barro cuyas
puertas soltaban al abrirse los rescoldos del sueño. Sintió olor de café. Sólo
cuando dejaba atrás las últimas casas del pueblo hizo girar la mula, y con el
mismo trotecito corto y parejo volvió a la plaza y se detuvo frente a la casa
de Pastor. Allí descabalgó, sacó la escopeta y amarró la mula al horcón,
haciendo cada cosa en su tiempo justo.
La puerta estaba sin
tranca, bloqueada por debajo con un caracol gigante. César Montero entró en la
salita en la penumbra. Sintió una nota aguda y después un silencio de
expectativa. Pasó al lado de cuatro sillas ordenadas en torno a una mesita con
un tapete de lana y un frasco con flores artificiales. Por último se detuvo
frente a la puerta del patio, se echó hacia atrás la capucha del impermeable, movió
a tientas el seguro de la escopeta y con voz reposada, casi amable, llamó:
—Pastor.
Pastor apareció en el vano
de la puerta desatornillando la boquilla del clarinete. Era un muchacho magro,
recto, con un bozo incipiente alineado con tijeras. Cuando vio a César Montero
con los tacones afirmados en el piso de tierra y la escopeta a la altura del
cinturón encañonada contra él, Pastor abrió la boca. Pero no dijo nada. Se puso
pálido y sonrió. César Montero apretó después la culata, primero los tacones contra
el suelo, con el codo, contra la cadera; después apretó los dientes, y al mismo
tiempo el gatillo. La casa tembló con el estampido, pero César Montero no supo
si fue antes o después de la conmoción cuando vio a Pastor del otro lado de la
puerta, arrastrándose con una ondulación de gusano sobre un reguero de
minúsculas plumas ensangrentadas.
El alcalde empezaba a
dormirse en el momento del disparo. Había pasado tres noches en vela
atormentado por el dolor de muela. Esa mañana, al primer toque para misa, tomó
el octavo analgésico. El dolor cedió. La crepitación de la lluvia en el techo
de zinc le ayudó a dormirse, pero la muela le siguió palpitando sin dolor
mientras dormía. Cuando oyó el disparo, despertó de un salto y agarró el
cinturón de cartucheras con el revólver, que siempre dejaba en una silla junto
a la hamaca, al alcance de su mano izquierda. Pero como sólo escuchó el ruido
de la llovizna, creyó que había sido una pesadilla y volvió a sentir el dolor.
Tenía un poco de fiebre.
En el espejo se dio cuenta de que se le estaba hinchando la mejilla. Destapó
una cajita de vaselina mentolada y se la untó en la parte dolorida, tensa y sin
afeitar. De pronto percibió, a través de la lluvia, un rumor de voces lejanas.
Salió al balcón. Los habitantes de la calle, algunos en ropa de dormir, corrían
hacia la plaza. Un muchacho volvió la cabeza hacia él, levantó los brazos y le
gritó sin detenerse:
—César Montero mató a
Pastor.
En la plaza, César Montero
daba vueltas con la escopeta apuntada hacia la multitud. El alcalde lo
reconoció con dificultad. Desenfundó el revólver con la mano izquierda y empezó
a avanzar hacia el centro de la plaza. La gente le despejó el paso. Del salón
de billar salió un agente de la policía, con el fusil montado, apuntando a
César Montero. El alcalde le dijo en voz baja: «No dispares, animal». Enfundó
el revólver, le quitó el fusil al agente y siguió hacia el centro de la plaza
con el arma lista para ser disparada. La multitud se agolpó contra las paredes.
—César Montero —gritó el alcalde—,
dame esa escopeta.
César Montero no lo había
visto hasta entonces. De un salto se volvió hacia él. El alcalde presionó el
gatillo, pero no disparó.
—Venga a buscarla —gritó
César Montero.
El alcalde sostenía el
fusil con la mano izquierda, y con la derecha se secaba los párpados. Calculaba
cada paso, con el dedo tenso en el gatillo y los ojos fijos en César Montero.
De pronto se detuvo y habló con una cadencia afectuosa:
—Tira al suelo la
escopeta, César. No hagas más disparates.
César Montero retrocedió.
El alcalde continuó con el dedo tenso en el gatillo. No se movió un solo
músculo de su cuerpo, hasta que César Montero bajó la escopeta y la dejó caer.
Entonces el alcalde se dio cuenta de que estaba vestido apenas con el pantalón
del pijama, de que estaba sudando bajo la lluvia y de que la muela había dejado
de doler.
Las casas se abrieron. Dos
agentes de policía, armados de fusiles, corrieron hacia el centro de la plaza.
La multitud se precipitó tras ellos.
Los agentes saltaron en
una media vuelta y gritaron con los fusiles montados:
—Atrás.
El alcalde gritó con la
voz tranquila, sin mirar a nadie:
—Despejen la plaza.
La multitud se dispersó.
El alcalde requisó a César Montero sin hacerle quitar el impermeable. Encontró
cuatro cartuchos en el bolsillo de la camisa, y en el bolsillo posterior del
pantalón una navaja con cachas de cuerno. Encontró en otro bolsillo una libreta
de apuntes, una argolla con tres llaves y cuatro billetes de cien pesos. César
Montero se dejó requisar, impasible, con los brazos abiertos, moviendo apenas
el cuerpo para facilitar la operación. Cuando terminó, el alcalde llamó a los
dos agentes, les entregó las cosas y les encomendó a César Montero.
—Lo llevan en seguida al
piso de la Alcaldía —ordenó—. Ustedes me responden por él.
César Montero se quitó el
impermeable. Se lo dio a uno de los agentes, y camino entre ellos, indiferente
a la lluvia y a la perplejidad de la gente concentrada en la plaza. El alcalde
lo miró alejarse, pensativo. Luego se volvió hacia la multitud, hizo un gesto
de espantar gallinas, y gritó:
—Despejen.
Secándose la cara con el
brazo desnudo, atravesó la plaza y entró en la casa de Pastor.
Derrumbada en una silla
estaba la madre del muerto, entre un grupo de mujeres que la abanicaban con una
diligencia despiadada. El alcalde hizo a un lado a una mujer. «Denle aire»,
dijo. La mujer se volvió hacia él.
—Acababa de salir para
misa —dijo.
—Está bien —dijo el
alcalde—, pero ahora déjenla respirar.
Pastor estaba en el
corredor, bocabajo contra el palomar, sobre un lecho de plumas ensangrentadas.
Había un intenso olor a porquería de palomas. Un grupo de hombres trataba de
levantar el cuerpo cuando el alcalde apareció en el umbral.
—Despejen —dijo.
Los hombres volvieron a
colocar el cadáver sobre las plumas, en la misma posición en que lo
encontraron, y retrocedieron en silencio. Después de examinar el cuerpo, el
alcalde lo volteó. Hubo una dispersión de plumas minúsculas. A la altura del
cinturón había más plumas adheridas a la sangre aún tibia y viva. Las apartó
con las manos. La camisa estaba rota y la hebilla del cinturón destrozada.
Debajo de la camisa vio las vísceras al descubierto. La herida había dejado de
sangrar.
—Fue con una escopeta de
matar tigres —dijo uno de los hombres.
El alcalde se incorporó.
Se limpió las plumas ensangrentadas en un horcón del palomar, siempre
contemplando el cadáver. Acabó de limpiarse la mano en el pantalón del pijama y
dijo al grupo:
—No lo muevan de ahí.
—Lo va a dejar tirado
—dijo uno de los hombres.
—Hay que hacer la
diligencia del levantamiento —dijo el alcalde.
En el interior de la casa
empezó el llanto de las mujeres. El alcalde se abrió paso a través de los
gritos y los olores sofocantes que empezaban a enrarecer el aire de la
habitación. En la puerta de la calle encontró al padre Ángel.
—Está muerto —exclamó el
padre, perplejo.
—Como un cochino
—respondió el alcalde.
Las casas estaban abiertas
en torno a la plaza. La lluvia había cesado, pero el cielo denso flotaba encima
de los techos, sin un resquicio para el sol. El padre Ángel detuvo al alcalde
por el brazo.
—César Montero es un buen
hombre —dijo—; esto debió ser un momento de ofuscación.
—Ya lo sé —dijo el
alcalde, impaciente—. No se preocupe, padre, que no le va a pasar nada. Entre
ahí que es donde lo están necesitando.
Se alejó con una cierta
violencia y ordenó a los agentes que suspendieran la guardia. La multitud,
hasta entonces mantenida a raya, se Precipitó hacia la casa de Pastor. El
alcalde entró en el salón de billar, donde un agente de policía lo esperaba con
una muda de ropa limpia: su uniforme de teniente.
De ordinario, el
establecimiento no estaba abierto a esa hora. Aquel día, antes de las siete,
estaba atestado. En torno a las mesitas de cuatro puestos, o recostados contra
el mostrador, algunos hombres tomaban café. La mayoría llevaba aún el pijama y
las pantuflas.
El alcalde se desnudó en
presencia de todos, se secó a medias con el pantalón del pijama y empezó a
vestirse en silencio, pendiente de los comentarios. Cuando abandonó el salón
estaba perfectamente enterado de los pormenores del incidente.
—Tengan cuidado —gritó
desde la puerta—; al que me desordene el pueblo lo meto a la guandoca.
Descendió por la calle
empedrada, sin saludar a nadie, pero dándose cuenta de la excitación del
pueblo. Era joven, de ademanes fáciles, y en cada paso revelaba el propósito de
hacerse sentir.
A las siete, las lanchas
que hacían el tráfico de carga y pasajeros tres veces por semana, lanzaron un
silbido, abandonando el muelle, sin que nadie les prestara la atención de otros
días. El alcalde descendió por la galería donde los comerciantes sirios
empezaban a exhibir su mercancía de colores. El doctor Octavio Giraldo, un médico
sin edad con la cabeza llena de rizos charolados, veía bajar las lanchas desde
la puerta de su consultorio. También él llevaba el pijama y las pantuflas.
—Doctor —dijo el alcalde—,
vístase para que vaya a hacer la autopsia.
El médico lo observó
intrigado. Descubrió una larga hilera de dientes blancos y sólidos. «De manera
que ahora hacemos autopsias», dijo, y agregó:
—Evidentemente, esto es un
gran progreso.
El alcalde trató de
sonreír, pero se lo impidió la sensibilidad de la mejilla. Se tapó la boca con
la mano.
—¿Qué le pasa? —pregunto
el médico.
—Una puta muela.
El doctor Giraldo parecía
dispuesto a conversar. Pero el alcalde tenía prisa.
Al final del muelle llamó
a una casa con paredes de cañabrava sin embarrar, cuyo techo de palma descendía
casi hasta el nivel del agua. Le abrió una mujer de piel verdosa, encinta de
siete meses. Estaba descalza. El alcalde la hizo a un lado y entró a la salita
en penumbra.
—Juez —llamó.
El juez Arcadio apareció
en la puerta interior, arrastrando los zuecos.
Tenía un pantalón de dril,
sin correa, sostenido debajo del ombligo, y el torso desnudo.
—Prepárese para el
levantamiento del cadáver —dijo el alcalde.
El juez Arcadio lanzó un
silbido de perplejidad.
—¿Y de dónde le salió esta
novelería?
El alcalde siguió de largo
hasta el dormitorio. «Esto es distinto», dijo, abriendo la ventana para
purificar el aire cargado de sueño. «Es mejor hacer las cosas bien hechas». Se
limpió en el pantalón planchado el polvo de las manos, y preguntó sin el menor
indicio de sarcasmo: —¿Sabe como es la diligencia del levantamiento?
—Por supuesto —dijo el
juez.
El alcalde se miró las
manos frente a la ventana. «Llame a su secretario para lo que haya que
escribir», dijo, otra vez sin intención. Luego se volvió hacia la muchacha con
las palmas de las manos extendidas. Tenía rastros de sangre. —¿Dónde puedo
lavarme?
—En la alberca —dijo ella.
El alcalde salió al patio.
La muchacha buscó en el baúl una toalla limpia y envolvió en ella un jabón de
olor.
Salió al patio en el momento
en que el alcalde volvía al dormitorio, sacudiéndose las manos.
—Le llevaba el jabón —dijo
ella.
—Así está bien —dijo el
alcalde. Volvió a mirarse las palmas de las manos.
Cogió la toalla y se secó,
pensativo, mirando al juez Arcadio.
—Estaba lleno de plumas de
paloma —dijo.
Sentado en la cama,
tomando a sorbos espaciados una taza de café negro, esperó hasta cuando el juez
Arcadio acabó de vestirse. La muchacha los siguió a través de la sala.
—Mientras no se saque esa
muela no se le bajará la hinchazón —le dijo al alcalde.
El empujó al juez Arcadio
hacia la calle, se volvió a mirarla y le tocó con el índice el vientre
abultado.
—¿Y esta hinchazón, cuándo
se te baja?
—Ya casi —dijo ella.
El padre Ángel no hizo su
acostumbrado paseo vespertino. Después del entierro se detuvo a conversar en
una casa de los barrios bajos, y permaneció allí hasta el atardecer. Se sentía
bien, a pesar de que las lluvias prolongadas le producían de ordinario dolores
en las vértebras. Cuando llegó a su casa estaba encendido el alumbrado público.
Trinidad regaba las flores
del corredor. El padre le preguntó por las hostias sin consagrar y ella le
contestó que las había puesto en el altar mayor. El vaho de los zancudos lo
envolvió al encender la luz del cuarto. Antes de cerrar la puerta fumigó
insecticida en la habitación, sin una sola tregua, estornudando a causa del
olor. Cuando terminó estaba sudando. Se cambió la sotana negra por la blanca y
remendada que usaba en privado, y fue a dar el Ángelus.
De regreso al cuarto puso
una sartén al fuego y echó a freír un pedazo de carne, mientras cortaba una
cebolla en rebanadas. Luego puso todo en un plato donde había un trozo de yuca
sancochada y un poco de arroz frío, sobrantes del almuerzo. Llevó el plato a la
mesa y se sentó a comer.
Comió de todo al mismo
tiempo, cortando pedacitos de cada cosa y apelmazándolos con el cuchillo en el
tenedor. Masticaba concienzudamente, triturando con sus muelas taponadas de
plata hasta el último grano, pero con los labios apretados. Mientras lo hacía,
soltaba el tenedor y el cuchillo en los bordes del plato, y examinaba la
habitación con una mirada continua y perfectamente consciente. Frente a él
estaba el armario con los voluminosos libros del archivo parroquial. En el
rincón una mecedora de mimbre de espaldar alto, con un cojín cosido a la altura
de la cabeza. Detrás del mecedor había un cancel con un crucifijo, colgado
junto a un calendario de propaganda de un jarabe para la tos. Al otro lado del
cancel estaba el dormitorio.
Al término de la comida,
el padre Ángel sintió que se asfixiaba. Desenvolvió un bocadillo de dulce de
guayaba, echó agua en el vaso hasta los bordes y se comió la pasta azucarada
mirando el calendario. Entre cada bocado tomó un sorbo de agua, sin desviar la
vista del calendario. Por último, eructó y se limpió los labios con la manga.
Durante diecinueve años había comido así, solo en su despacho, repitiendo cada
movimiento con una precisión escrupulosa. Nunca había sentido vergüenza de su
soledad.
Después del rosario,
Trinidad le pidió dinero para comprar arsénico. El padre se lo negó por tercera
vez, argumentando que era suficiente con las trampas. Trinidad insistió:
—Es que los ratones más
chiquitos se llevan el queso y no caen en las trampas. Por eso es mejor envenenar
el queso.
El padre admitió que
Trinidad tenía razón. Pero antes de que pudiera expresarlo, irrumpió en la
quietud de la iglesia el ruidoso altoparlante del salón de cine en la acera de
enfrente. Primero fue un ronquido sordo. Después la raspadura de la aguja en el
disco y en seguida un mambo que se inició con una trompeta estridente.
—¿Hay función? —preguntó
el padre.
Trinidad dijo que sí.
—¿Sabes qué dan?
—Tarzán y la diosa verde,
—dijo Trinidad—. La misma que no pudieron terminar el domingo por la lluvia.
Buena para todos.
El padre Ángel fue a la
base de la torre y dio doce toques espaciados. Trinidad estaba ofuscada.
—Se equivocó, padre —dijo,
agitando las manos y con un brillo de conmoción en los ojos—. Es una película
buena para todos. Recuerde que el domingo no le dio ningún toque.
—Pero es una falta de
consideración con el pueblo —dijo el padre secándose el sudor del cuello. Y
repitió jadeante—: una falta de consideración.
Trinidad comprendió.
—Hay que haber visto ese
entierro —dijo el padre—. Todos los hombres se peleaban por llevar la caja.
Luego despidió a la
muchacha, cerró la puerta sobre la plaza desierta y apagó las luces del templó.
En el corredor, de vuelta al dormitorio, se dio una palmadita en la frente al
recordar que había olvidado darle a Trinidad el dinero para el arsénico. Pero
había vuelto a olvidarlo antes de llegar a la habitación.
Poco después, sentado a la
mesa de trabajo, se disponía a terminar una carta comenzada la noche anterior.
Se había desabotonado la sotana hasta la altura del estómago, y ordenaba en la
mesa el bloc de papel, el tintero y el secante, mientras se registraba los
bolsillos en busca de los lentes. Luego recordó haberlos dejado en la sotana
que llevó al entierro, y se levantó a buscarlos. Había releído lo escrito la
noche anterior y comenzado un nuevo párrafo, cuando dieron tres golpes en la
puerta.
—Adelante.
Era el empresario del
salón de cine. Pequeño, pálido, muy bien afeitado, tenía una expresión de
fatalidad. Vestía de lino blanco, intachable, y llevaba zapatos de dos colores.
El padre Ángel le indicó que se sentara en la mecedora de mimbre, pero él sacó
un pañuelo del bolsillo del pantalón, lo desdobló escrupulosamente, sacudió el
polvo del escaño, y se sentó con las piernas abiertas. El padre Ángel vio
entonces que no era un revólver sino una linterna de pilas lo que llevaba en el
cinturón.
—A sus órdenes —dijo el
padre.
—Padre, —dijo el
empresario, casi sin aliento—, perdóneme que me meta en sus asuntos, pero esta
noche debe haber un error.
El padre afirmó con la
cabeza y esperó.
—Tarzán y la diosa verde
es una película buena para todos —prosiguió el empresario—. Usted mismo lo
reconoció el domingo.
El padre trató de
interrumpirlo, pero el empresario levantó una mano en señal de que aún no había
terminado.
—Ya he aceptado la
cuestión de los toques —dijo— porque es cierto que hay películas inmorales.
Pero ésta no tiene nada de particular. Pensábamos darla el sábado en función
infantil.
El padre Ángel le explicó
entonces que, en efecto, la película no tenía ninguna calificación moral en la
lista que recibía todos los meses por correo.
—Pero dar cine hoy
—continuó— es una falta de consideración habiendo un muerto en el pueblo.
También eso hace parte de la moral.
El empresario lo miró.
—El año pasado la misma
policía mató un hombre dentro del cine, y apenas sacaron al muerto se siguió la
película exclamó.
—Ahora es distinto —dijo
el padre—, el alcalde es un hombre cambiado.
—Cuando vuelva a haber
elecciones volverá la matanza —replicó el empresario, exasperado—. Siempre,
desde que el pueblo es pueblo, sucede la misma cosa.
—Veremos —dijo el padre.
El empresario lo examinó
con una mirada de pesadumbre. Cuando volvió a hablar, sacudiéndose la camisa
para ventilarse el pecho, su voz había adquirido un fondo de súplica.
—Es la tercera película
buena para todos que nos llega este año, —dijo—. El domingo se quedaron tres
rollos sin dar por culpa de la lluvia y hay mucha gente que quiere saber cómo
termina.
—Ya los toques están dados
—dijo el padre.
El empresario lanzó un
suspiro de desesperación. Esperó mirando de frente al sacerdote, y ya sin
pensar realmente en nada distinto del intenso calor del despacho.
—Entonces, ¿no hay nada
que hacer?
El padre Ángel movió la
cabeza.
El empresario se dio una
palmadita en las rodillas y se levantó.
—Está bien —dijo—: Qué le
vamos a hacer.
Volvió a doblar el
pañuelo, se secó el sudor del cuello y examinó el despacho con un rigor amargo.
—Esto es un infierno
—dijo.
El padre lo acompañó hasta
la puerta. Pasó la aldaba y se sentó a terminar la carta. Después de leerla
otra vez desde el comienzo, finalizó el párrafo interrumpido y se detuvo a
pensar. En ese momento cesó la música del altoparlante. «Se anuncia al
respetable público —dijo una voz impersonal— que la función de esta noche la
sido suspendida, porque también esta empresa quiere asociarse al duelo». El
padre Ángel, sonriendo, reconoció la voz del empresario.
El calor se hizo más
intenso. El párroco siguió escribiendo, con breves pausas para secarse el sudor
y releer lo escrito hasta llenar dos hojas. Acababa de firmar cuando la lluvia
se desplomó sin ninguna advertencia. Un vapor de tierra húmeda penetró en el
cuarto. El padre Ángel escribió el sobre, tapó el tintero y se dispuso a doblar
la carta. Pero antes leyó de nuevo el último párrafo. Entonces volvió a
destapar el tintero y escribió una posdata: Está lloviendo otra vez. Con este
invierno y las cosas que arriba le cuento, creo que nos esperan días amargos.
2
El viernes amaneció tibio
y seco. El juez Arcadio, que se vanagloriaba de haber hecho el amor tres veces
por noche desde que lo hizo por primera vez, reventó aquella mañana las cuerdas
del mosquitero y cayó al suelo con su mujer en el momento supremo, enredados en
el toldo de punto.
—Déjalo así —murmuro
ella—. Yo lo arreglo después.
Surgieron completamente
desnudos de entre las confusas nebulosas del mosquitero. El juez Arcadio fue al
baúl a buscar un calzoncillo limpio. Cuando volvió su mujer estaba vestida,
arreglando el mosquitero. Pasó de largo, sin mirarla, y se sentó a ponerse los
zapatos del otro lado de la cama, con la respiración todavía alterada por el
amor. Ella lo persiguió. Apoyó el vientre redondo y tenso contra su brazo y
buscó su oreja con los dientes. El la separó con suavidad.
—Déjame quieto —dijo.
Ella soltó una risa
cargada de buena salud. Siguió a su marido hasta el otro extremo de la
habitación hurgándole con el índice en los riñones. «Arre burrito», decía. El
dio un salto y le apartó las manos. Ella lo dejó en paz y volvió a reír, pero
de pronto se puso seria y gritó:
—¡Jesucristo!
—¿Qué fue? —preguntó él.
—¿Qué fue? —preguntó él.
—Que la puerta estaba de
par en par —gritó—. Ya ésta es mucha sinvergüencería.
Entró al baño reventando
de risa.
El juez Arcadio no esperó
el café. Reconfortado por la menta de la pasta dentífrica, salió a la calle.
Había un sol de cobre. Los sirios sentados a la puerta de sus almacenes
contemplaban el río apacible. Al pasar frente al consultorio del doctor Giraldo
raspó con la uña la red metálica de la puerta y gritó sin detenerse:
—Doctor, ¿cuál es el mejor
remedio para el dolor de cabeza?
El médico respondió en el
interior:
—No haber bebido anoche.
En el puerto, un grupo de
mujeres comentaba en voz alta el contenido de un nuevo pasquín puesto la noche
anterior. Como el día amaneció claro y sin lluvia, las mujeres que pasaron para
la misa de cinco lo leyeron y ahora todo el pueblo estaba enterado. El juez
Arcadio no se detuvo. Se sintió como un buey con una argolla en la nariz,
tirado hacia el salón de billar. Allí pidió una cerveza helada y un analgésico.
Acababan de dar las nueve, pero ya el establecimiento estaba lleno.
—Todo el pueblo tiene
dolor de cabeza —dijo el juez Arcadio.
Llevó la botella a una
mesa donde tres hombres parecían perplejos frente a sus vasos de cerveza. Se
sentó en el puesto libre.
—¿Sigue la vaina?
—preguntó.
—Hoy amanecieron cuatro.
—El que leyó todo el mundo
—dijo uno de los hombres— fue el de Raquel Contreras.
El juez Arcadio masticó el
analgésico y tomó cerveza en la botella. Le repugnó el primer trago, pero luego
el estómago se afianzó y se sintió nuevo y sin pasado.
¿Qué decía?
—Pendejadas —dijo el
hombre—. Que los viajes que ha hecho este año no fueron para calzarse los
dientes, como ella dice, sino para abortar.
—No tenían que tomarse el
trabajo de poner un pasquín —dijo el juez Arcadio—; eso lo anda diciendo todo
el mundo.
Aunque el sol caliente le
dolió en el fondo de los ojos cuando abandonó el establecimiento, no
experimentaba entonces el confuso malestar del amanecer. Fue directamente al
juzgado. Su secretario, un viejo escuálido que pelaba una gallina, lo recibió
por encima de la armadura de los anteojos con una mirada de incredulidad.
—¿Y ese milagro?
—Hay que poner en marcha
esa vaina —dijo el juez.
El secretario salió al
patio arrastrando las pantuflas, y por encima de la cerca le dio la gallina a
medio pelar a la cocinera del hotel. Once meses después de haber tomado
posesión del cargo, el juez Arcadio se instaló por primera vez en su
escritorio.
La destartalada oficina
estaba dividida en dos secciones por una verja de madera. En la sección
exterior había un escaño, también de madera, bajo el cuadro de la justicia
vendada con una balanza en la mano. Dentro, dos viejos escritorios enfrentados,
un estante de libros polvorientos y la máquina de escribir. En la pared, sobre
el escritorio del juez, un crucifijo de cobre. En la pared de enfrente, una
litografía enmarcada: un hombre sonriente, gordo y calvo, con el pecho cruzado
por la banda presidencial, y debajo una leyenda dorada: «Paz y Justicia». La
litografía era lo único nuevo en el despacho.
El secretario se embozó
con pañuelo y se puso a sacudir con un plumero el polvo de los escritorios. «Si
no se tapa la nariz le da catarro», dijo. El consejo no fue atendido. El juez
Arcadio se echó hacia atrás en la silla giratoria, estirando las piernas para
probar los resortes.
—¿No se cae? —preguntó.
El secretario negó con la
cabeza. «Cuando mataron al juez Vitela —dijo— se le saltaron los resortes; pero
ya está compuesto». Sin quitarse el embozo, agregó:
—El mismo alcalde la mandó
a componer cuando cambió el Gobierno y empezaron a salir investigadores
especiales por todos lados.
—El alcalde quiere que la
oficina funcione —dijo el juez.
Abrió la gaveta central,
sacó un mazo de llaves, y uno tras otro fue tirando de los cajones. Estaban
llenos de papeles. Los examinó superficialmente, levantándolos con el índice
para estar seguro de que no había nada que le llamara la atención, y luego
cerró los cajones y puso en orden los útiles del escritorio: un tintero de
cristal con un recipiente rojo y otro azul, y un plumero para cada recipiente,
con el respectivo color. La tinta se había secado.
—Usted le cayó bien al
alcalde —dijo el secretario.
Meciéndose en la silla, el
juez lo persiguió con una mirada sombría mientras limpiaba el pasamanos. El
secretario lo contempló como si tuviera el propósito de no olvidarlo jamás bajo
aquella luz, en ese instante y en esa posición, y dijo señalándolo con el
índice:
—Así como está usted
ahora, ni más ni menos, estaba el juez Vitela cuando lo perforaron a tiros.
El juez se tocó en las
sienes las venas pronunciadas. Volvía el dolor de cabeza…
—Yo estaba ahí —prosiguió
el secretario, señalando hacia la máquina de escribir, mientras pasaba hacia el
exterior de la verja. Sin interrumpir el relato se apoyó en el pasamanos con el
plumero encañonado como un fusil contra el juez Arcadio. Parecía un salteador de
correos en una película de vaqueros.
—Los tres policías se
pusieron así —dijo—. El juez Vitela apenas alcanzó a verlos y levantó los
brazos, diciendo muy despacio: «No me maten». Pero en seguida salió la silla
por un lado y él por el otro, cosido a plomo.
El juez Arcadio se apretó
el cráneo con las manos. Sentía palpitar el cerebro. El secretario se quitó el
embozo y colgó el plumero detrás de la puerta. «Y todo porque dijo en una
borrachera que él estaba aquí para garantizar la pureza del sufragio», dijo.
Quedó en suspenso, mirando al juez Arcadio, que se dobló sobre el escritorio
con las manos en el estómago.
—¿Está jodido?
El juez dijo que sí. Le
habló de la noche anterior y pidió que le llevara del salón de billar un
analgésico y dos cervezas heladas. Cuando terminó la primera cerveza el juez
Arcadio no encontró en su corazón el menor rastro de remordimiento. Estaba
lúcido.
El secretario se sentó
frente a la máquina.
—¿Y ahora qué hacemos?
—preguntó.
—Nada, —dijo el juez.
—Entonces, si me permite,
voy a buscar a María para ayudarle a pelar las gallinas.
El juez se opuso. «Esta es
una oficina para administrar justicia y no para pelar gallinas», dijo. Examinó
a su subalterno de arriba abajo con un aire de conmiseración y agregó:
—Además, tiene que botar
esas pantuflas y venir a la oficina con zapatos.
El calor se hizo más
intenso con la proximidad del mediodía. Cuando dieron las doce, el juez Arcadio
había consumido una docena de cervezas. Navegaba en los recuerdos. Con una
ansiedad soñolienta hablaba de un pasado sin privaciones, con largos domingos
de mar y mulatas insaciables que hacían el amor de pie, detrás del portón de
los zaguanes. «La vida era entonces así», decía, haciendo chasquear el pulgar y
el índice, ante el manso estupor del secretario que lo escuchaba sin hablar,
aprobando con la cabeza. El juez Arcadio se sentía embotado, pero cada vez más
vivo en los recuerdos.
Cuando sonó la una en la
torre, el secretario dio muestras de impaciencia.
—Se enfría la sopa —dijo.
El juez no le permitió
incorporarse. «No siempre se encuentra uno en estos pueblos con un hombre de
talento» dijo, y el secretario le dio las gracias, agotado por el calor, y
cambió de posición en la silla. Era un viernes interminable. Bajo las ardientes
láminas del techo, los dos hombres conversaron media hora más mientras el
pueblo se cocinaba en el caldo de la siesta. En el extremo del aislamiento el
secretario hizo entonces una alusión a los pasquines. El juez Arcadio se
encogió de hombros.
—Tú también estás
pendiente de esa pendejada —dijo, tuteándolo por primera vez.
El secretario no tenía
deseos de seguir conversando, extenuado por el hambre y la sofocación, pero no
creyó que los pasquines fueran una tontería. «Ya hubo el primer muerto» dijo.
«Si las cosas siguen así tendremos una mala época». Y contó la historia de un
pueblo que fue liquidado en siete días por los pasquines. Sus habitantes
terminaron matándose entre sí. Los sobrevivientes desenterraron y se llevaron
los huesos de sus muertos para estar seguros de no volver jamás.
El juez lo escuchó con
expresión de burla, desabotonándose la camisa lentamente mientras el otro
hablaba. Pensó que su secretario era aficionado a las narraciones de terror.
—Este es un caso
sencillísimo de novela policíaca —dijo.
El subalterno movió la
cabeza. El juez Arcadio contó que en la Universidad perteneció a una
organización consagrada a descifrar enigmas policíacos. Cada uno de los
miembros leía una novela de misterio hasta una clave determinada, se reunían
los sábados a descifrar el enigma. «No fallé ni una vez», dijo. «Por supuesto,
me favorecían mis conocimientos de los clásicos, que habían descubierto una
lógica de la vida capaz de penetrar cualquier misterio». Planteó un enigma: un
hombre se inscribe en un hotel a las diez de la noche, sube a su pieza, y a la
mañana siguiente la camarera que le lleva el café lo encuentra muerto y podrido
en la cama. La autopsia demuestra que el huésped llegado la noche anterior está
muerto desde hace ocho días.
El secretario se incorporó
con un largo crujido de articulaciones.
—Quiere decir que cuando
llegó al hotel ya tenía siete días de muerto —dijo el secretario.
—El cuento fue escrito
hace doce años —dijo el juez Arcadio, pasando por alto la interrupción—, pero
la clave había sido dada por Heráclito, cinco siglos antes de Jesucristo.
Se dispuso a revelarla,
pero el secretario estaba exasperado. «Nunca, desde que el mundo es mundo, se
ha sabido quién pone los pasquines», sentenció con una tensa agresividad. El
juez Arcadio lo contempló con los ojos torcidos.
—Te apuesto a que yo lo
descubro —dijo.
—Apostado.
Rebeca de Asís se ahogaba
en el caluroso dormitorio de la casa de enfrente, la cabeza hundida en la
almohada, tratando de dormir una siesta imposible. Tenía hojas ahumadas adheridas
a las sienes.
—Roberto —dijo,
dirigiéndose a su marido—, si no abres la ventana nos vamos a morir de calor.
Roberto Asís abrió la
ventana en el momento en que el juez Arcadio abandonaba su oficina.
—Trata de dormir —suplicó
a la exuberante mujer que yacía con los brazos abiertos bajo el dosel de punto
rosado, enteramente desnuda dentro de una ligera camisa de nylon. Te prometo
que no vuelvo a acordarme de nada.
Ella lanzó un suspiro.
Roberto Asís, que pasaba
la noche dando vueltas en el dormitorio, encendiendo un cigarrillo con la
colilla del otro sin poder dormir; había estado a punto de sorprender aquella
madrugada al autor de los pasquines. Había oído frente a su casa el crujido del
papel y el roce repetido de las manos tratando de alisar en la pared. Pero
comprendió demasiado tarde y el pasquín había sido puesto. Cuando abrió la
ventana, la plaza estaba desierta. Desde ese momento hasta las dos de la tarde,
cuando prometió a su mujer que no volvería a acordarse del pasquín, ella había
agotado todas las formas de la persuasión para tratar de apaciguarlo. Por
último propuso una fórmula desesperada: como prueba final de su inocencia,
ofrecía confesarse con el padre Ángel en voz alta y en presencia de su marido.
El solo ofrecimiento de aquella humillación había valido la pena. A pesar de su
ofuscación, él no se atrevió a dar el paso siguiente, y tuvo que capitular.
—Siempre es mejor hablar
las cosas —dijo ella sin abrir los ojos— habría sido un desastre que te
hubieras quedado con el entripado.
El ajustó la puerta al
salir. En la amplia casa en penumbra, completamente cerrada, percibió el
zumbido del ventilador eléctrico de su madre, que hacía la siesta en la casa
vecina. Se sirvió un vaso de limonada en el refrigerador, bajo la mirada
soñolienta de la cocinera negra.
Desde su fresco ámbito
personal la mujer le preguntó si quería almorzar. El destapó la olla. Una
tortuga entera flotaba patas arriba en el agua hirviendo. Por primera vez no se
estremeció con la idea de que el animal había sido echado vivo en la olla, y de
que su corazón seguiría latiendo cuando lo llevaran descuartizado a la mesa.
—No tengo hambre —dijo
tapando la olla. Y agregó desde la puerta—: La señora tampoco va a almorzar. Ha
pasado todo el día con dolor de cabeza.
Las dos casas estaban
comunicadas por un corredor de baldosas verdes desde donde podía verse el
gallinero de alambre en el fondo del patio común. En la parte del corredor
correspondiente a la casa de la madre, había varias jaulas de pájaros colgados
en el alar, y muchas macetas con flores de colores intensos.
Desde la silla de
extensión donde acababa de hacer la siesta, su hija de siete años lo recibió
con un saludo quejumbroso. Tenía aún la trama del lienzo impresa en la mejilla.
—Van a ser las tres
—señaló él en voz muy baja. Y añadió melancólicamente—: Procura darte cuenta de
las cosas.
—Soñé con un gato de
vidrio —dijo la niña.
El no pudo reprimir un
ligero estremecimiento.
—¿Cómo era?
—Todo de vidrio —dijo la
niña, tratando de dar forma con las manos al animal del sueño—; como un Pájaro
de vidrio, pero gato.
El se encontró perdido, a
pleno sol, en una ciudad extraña. «Olvídalo —murmuró—. Una cosa así no vale la
pena». En ese momento vio a su madre en la puerta del dormitorio, y se sintió
rescatado.
—Estás mejor —afirmó.
La viuda de Asís le
devolvió una expresión amarga. «Cada día estoy mejor para votar», se quejó,
haciéndose un moño con la abundante cabellera color de hierro. Salió al
corredor a cambiar el agua de las jaulas.
Roberto Asís se derrumbó
en la silla de extensión donde había dormido su hija. Con la nuca apoyada en
las manos siguió con sus ojos marchitos a la huesuda mujer vestida de negro que
conversaba en voz baja con los pájaros. Se zambullían en el agua fresca,
salpicando con sus alegres aleteos el rostro de la mujer. Cuando terminó con
las jaulas, la viuda de Asís envolvió a su hijo en un aura de incertidumbre.
—Te hacía en el monte
—dijo.
—No me fui —dijo él—;
tenía que hacer algunas cosas.
—Ya no te irás hasta el
lunes.
El asintió con los ojos.
Una sirvienta negra, descalza, atravesó la sala con la niña para llevarla a la
escuela. La viuda de Asís permaneció en el corredor hasta cuando salieron.
Luego hizo una seña a su hijo y éste la siguió hasta el amplio dormitorio donde
zumbaba el ventilador eléctrico. Ella se dejó caer en un desvencijado mecedor
de bejucos, frente al ventilador, con un aire de extremado agotamiento. De las
paredes blanqueadas con cal pendían fotografías de niños antiguos enmarcados en
viñetas de cobre. Roberto Asís se tendió en la suntuosa cama tronal donde
habían muerto, decrépitos y de mal humor, algunos de los niños de las
fotografías, inclusive su propio padre, en el diciembre anterior.
—¿Qué es lo que pasa?
—preguntó la viuda.
—¿Tú crees lo que dice la
gente? —preguntó él a su vez.
—A mi edad hay que creer
en todo —repuso la viuda. Y preguntó con indolencia—: ¿Qué es lo que dicen?
—Que Rebeca Isabel no es
hija mía.
La viuda empezó a mecerse
lentamente. «Tiene la nariz de los Asís —dijo. Después de pensar un momento
preguntó distraída—: ¿Quién lo dice?». Roberto Asís se mordisqueó las uñas.
—Pusieron un pasquín.
Sólo entonces comprendió
la viuda que las ojeras de su hijo no eran el sedimento de un largo insomnio.
—Los pasquines no son la
gente —sentenció.
—Pero sólo dicen lo que ya
anda diciendo la gente —dijo Roberto Asís—; aunque uno no lo sepa.
Ella, sin embargo, sabía
todo lo que el pueblo había dicho de su familia durante muchos años. En una
casa como la suya, llena de sirvientas, ahijadas y protegidas de todas las
edades, es imposible encerrarse en el dormitorio sin que hasta allí la
persiguieran los rumores de la calle. Los turbulentos Asís, fundadores del
pueblo cuando no eran más que porquerizos, parecían tener la sangre dulce para
la murmuración.
—No todo lo que dicen es
cierto —dijo—; aunque uno lo sepa.
—Todo el mundo sabe que
Rosario de Montero se acostaba con Pastor —dijo él—. Su última canción era para
ella.
—Todo el mundo lo decía,
pero nadie lo supo a ciencia cierta —repuso la viuda—. En cambio, ahora se sabe
que la canción era para Margot Ramírez. Se iban a casar y sólo ellos y la madre
de Pastor lo sabían. Más le hubiera valido no defender tan celosamente el único
secreto que ha podido guardarse en este pueblo.
Roberto Asís miró a su
madre con una vivacidad dramática. «Hubo un momento, esta mañana, en que creía
que me iba a morir», dijo. La viuda no pareció conmovida.
—Los Asís son celosos
—dijo—; ésa ha sido la mayor desgracia de esta casa.
Permanecieron largo rato
en silencio. Eran casi las cuatro y había empezado a bajar el calor. Cuando
Roberto Asís apagó el ventilador eléctrico, la casa entera despertaba llena de
voces de mujer y flautas de pájaros.
—Alcánzame el frasquito
que está en la mesa de noche —dijo la viuda.
Tomó dos pastillas grises
y redondas como dos perlas artificiales, y devolvió el frasco a su hijo,
diciendo: «Tómate dos; te ayudarán a dormir». El las tomó con el agua que su
madre había dejado en el vaso, y recostó la cabeza en la almohada.
La viuda suspiró. Hizo un
silencio pensativo. Luego, haciendo, como siempre, una generalización a todo el
pueblo cuando pensaba en la media docena de familias que constituían su clase,
dijo:
—Lo malo de este pueblo es
que las mujeres tienen que quedarse solas en la casa mientras los hombres andan
por el monte.
Roberto Asís empezaba a
dormirse. La viuda observó el mentón sin afeitar, la larga nariz de cartílagos
angulosos y pensó en su esposo muerto. También Adalberto Asís había conocido la
desesperación. Era un gigante montaraz que se puso un cuello de celuloide,
durante quince minutos en toda su vida para hacerse el daguerrotipo que le
sobrevivía en la mesita de noche. Se decía de él que había asesinado en ese
mismo dormitorio a un hombre que encontró acostado con su esposa, y que lo
había enterrado clandestinamente en el patio. La verdad era distinta: Adalberto
Asís había matado de un tiro de escopeta a un mico que sorprendió masturbándose
en la viga del dormitorio, con los ojos fijos en su esposa, mientras ésta se
cambiaba de ropa. Había muerto cuarenta años más tarde sin poder rectificar la
leyenda.
El padre Ángel subió la empinada
escalera de peldaños separados. En el segundo piso, al fondo de un corredor con
fusiles y cartucheras colgadas en la pared, un agente de policía leía tumbado
boca arriba en un catre de campaña. Estaba tan absorto en la lectura que no
advirtió la presencia del padre sino cuando oyó el saludo. Enrolló la revista y
se sentó en el catre.
—¿Qué lee? —preguntó el padre Ángel.
El agente le mostró la revista.
—Terry y los piratas.
El padre examinó con una
mirada continua las tres celdas de cemento armado, sin ventanas, cerradas hacia
el corredor con gruesas barras de hierro. En la celda central otro agente dormía
en calzoncillos, despatarrado en una hamaca. Las otras estaban vacías. El padre
Ángel preguntó por César Montero.
—Está ahí —dijo el agente,
señalando con la cabeza hacia una puerta cerrada—. Es el cuarto del comandante.
—¿Puedo hablar con él?
—Está incomunicado —dijo
el agente.
El padre Ángel no
insistió. Preguntó si el preso estaba bien. El agente respondió que se le había
destinado la mejor pieza del cuartel, con buena luz y agua corriente, pero que
tenía 24 horas de no comer. Había rechazado los alimentos que el alcalde ordenó
en el hotel.
—Tiene miedo de que lo
envenenen —concluyó el agente.
—Han debido hacerle traer
comida de su casa —dijo el padre.
—No quiere que molesten a
su mujer.
Como hablando consigo
mismo, el padre murmuró: «Hablaré todo eso con el alcalde». Trató de seguir
hacia el fondo del corredor, donde el alcalde había hecho construir su despacho
blindado.
—No está ahí —dijo el
agente—. Tiene dos días de estar en su casa, con dolor de muelas.
El padre Ángel lo visitó.
Estaba postrado en la hamaca, junto a una silla donde había un jarro con agua
de sal, un paquete de analgésicos el cinturón de cartucheras con el revólver.
La mejilla continuaba hinchada. El padre Ángel rodó una silla hasta la hamaca.
—Hágasela sacar —dijo.
El alcalde soltó en la
bacinilla el buche de agua de sal. «Eso es muy fácil decirlo», dijo, todavía
con la cabeza inclinada sobre la bacinilla. El padre Ángel comprendió. Dijo en
voz muy baja:
—Si usted me autoriza, yo
hablo con el dentista —hizo una inspiración profunda y se atrevió a agregar—:
Es un hombre comprensivo.
—Como una mula —dijo el
alcalde—. Tendría que romperlo a tiros y entonces quedaríamos en las mismas.
El padre Ángel lo siguió
con la mirada hasta el lavamanos. El alcalde abrió el grifo, puso la mejilla
hinchada en el chorro de agua fresca y la tuvo allí un instante, con una
expresión de éxtasis. Luego masticó un analgésico y tomó agua del grifo,
echándosela en la boca con las manos.
—En serio —insistió el
padre—, puedo hablar con el dentista.
El alcalde hizo un gesto
de impaciencia.
—Haga lo que quiera,
padre.
Se acostó boca arriba en
la hamaca con los ojos cerrados las manos en la nuca, respirando con un ritmo
de cólera. El dolor empezó a ceder. Cuando volvió a abrir los ojos, el padre
Ángel lo contemplaba en silencio, sentado junto a la hamaca.
—¿Qué le trae por estas
tierras? —preguntó el alcalde.
—César Montero —dijo el
padre sin preámbulos—. Ese hombre necesita confesarse.
—Está incomunicado —dijo
el alcalde—. Mañana, después de las diligencias preliminares lo puede confesar.
Hay que mandarlo lunes.
—Lleva cuarenta y ocho
horas —dijo el padre.
—Y yo llevo dos semanas
con esta muela —dijo el alcalde.
En la habitación oscura
empezaban a zumbar los zancudos. El padre Ángel miró por la ventana y vio una
nube de un rosado intenso flotando sobre el río.
—¿Y el problema de la
comida? —preguntó.
El alcalde abandonó la
hamaca para cerrar la puerta del balcón. «Yo hice mi deber —dijo—. No quiere
que molesten a su esposa ni recibió la comida del hotel». Empezó a fumigar
insecticida en la pieza. El padre Ángel buscó un pañuelo en el bolsillo para no
estornudar, pero en vez del pañuelo encontró una carta arrugada. «Ay», exclamó
tratando de aplanchar la carta con los dedos. El alcalde interrumpió la
fumigación. El padre se tapó la nariz, pero fue una diligencia inútil:
estornudó dos veces. «Estornude, padre», le dijo el alcalde. Y subrayó con una
sonrisa:
—Estamos en una
democracia.
El padre Ángel también
sonrió. Dijo, mostrando el sobre cerrado: «Se me olvidó poner esta carta en el
correo». Encontró el pañuelo en la manga y se limpió la nariz irritada por el
insecticida. Seguía pensando en César Montero.
—Es como si lo tuvieran a
pan y agua —dijo.
—Si ése es su gusto —dijo,
no podemos meterle la comida a la fuerza.
—Lo que más me preocupa es
su conciencia —dijo el padre.
Sin quitarse el pañuelo de
la nariz siguió al alcalde con la vista por la habitación hasta cuando acabó de
fumigar. «Debe tenerla muy intranquila cuando teme que lo envenenen», dijo. El
alcalde puso la bomba en el suelo.
—El sabe que a Pastor lo
quería todo el mundo —dijo.
—También a César Montero
—replicó el padre.
—Pero da la casualidad que
quien está muerto es Pastor.
El padre contempló la
carta. La luz se volvió malva. «Pastor», murmuró. «No tuvo tiempo de
confesarse». El alcalde encendió la luz antes de meterse en la hamaca.
—Mañana estaré mejor
—dijo—. Después de la diligencia puede confesarlo. ¿Le parece bien?
El padre Ángel estuvo de
acuerdo. «Es sólo por la tranquilidad de su conciencia», insistió. Se puso en
pie con un movimiento solemne. Le recomendó al alcalde que no tomara muchos
analgésicos, y el alcalde le correspondió recordándole que no olvidara la
carta.
—Y otra cosa, padre —dijo
el alcalde—. Trate de todos modos de hablar con el sacamuelas —miró al párroco
que empezaba a descender la escalera, y agregó otra vez sonriente—: Todo esto
contribuye a la consolidación de la paz.
Sentado a la puerta de su
oficina el administrador de correos veía morir la tarde. Cuando el padre Ángel
le dio la carta, entró al despacho, humedeció con la lengua una estampilla de
quince centavos, para el correo aéreo, y la sobretasa para construcciones.
Siguió revolviendo el cajón del escritorio. Al encenderse las luces de la
calle, el padre puso varias monedas en el pasamano y salió sin despedirse.
El administrador siguió
registrando la gaveta. Un momento después, cansado de revolver papeles,
escribió con tinta en una esquina del sobre: «No hay estampillas de cinco».
Firmó debajo y puso el sello de la oficina.
Aquella noche, después del
rosario, el padre Ángel encontró un ratón muerto flotando en la pila del agua
bendita. Trinidad estaba montando las trampas en el baptisterio. El padre
agarró al animal por la punta de la cola.
—Vas a ocasionar una
desgracia —le dijo a Trinidad moviendo frente a ella el ratón muerto—. ¿No
sabes que algunos fieles embotellan el agua bendita para darla a beber a sus
enfermos?
—¿Y eso qué tiene?
—preguntó Trinidad.
—¿Que qué tiene? —replicó
el padre—. Pues nada menos que los enfermos van a tomar agua bendita con
arsénico.
Trinidad le hizo caer en
la cuenta de que aún no le había dado el dinero para el arsénico. «Es yeso»,
dijo, y reveló la fórmula, había puesto yeso en los rincones de la iglesia; el
ratón lo comió, y un momento después, desesperado por la sed, había ido a beber
a la pira. Él agua solidificó el yeso en el estómago.
—De todos modos —dijo el
padre—, es mejor que vengas por la lata del arsénico. No quiero más ratones
muertos en el agua bendita.
En el despacho lo esperaba
una comisión de damas católicas, encabezada por Rebeca de Asís. Después de dar
a Trinidad el dinero para el arsénico, el padre hizo un comentario sobre el
calor del cuarto y se sentó a la mesa de trabajo, frente a las tres damas que
aguardaban en silencio.
—A sus órdenes, mis
respetables señoras.
Ellas se miraron entre sí.
Rebeca de Asís abrió entonces un abanico con un paisaje japonés pintado, y dijo
sin misterio:
—Es la cuestión de los
pasquines, padre.
Con una voz sinuosa, como
haría contando una leyenda infantil, expuso la alarma del pueblo. Dijo que
aunque la muerte de Pastor debía interpretarse «como una cosa absolutamente
personal». Las familias respetables se sentían obligadas a preocuparse por los
pasquines.
Apoyada en el mango de su
sombrilla, Adalgisa Montoya, la mayor de las tres, fue más explícita.
—Las damas católicas hemos
resuelto tomar cartas en el asunto.
El padre Ángel reflexionó
durante breves segundos. Rebeca de Asís hizo una inspiración profunda, y el
padre se preguntó cómo podía aquella mujer exhalar un olor tan cálido. Era
espléndida y floral, de una blancura deslumbrante y una salud apasionada. El
padre habló con la mirada fija en un punto indefinido.
—Mi parecer es que no
debemos prestar atención a la voz del escándalo.
Debemos colocarnos encima
de sus procedimientos, y seguir observando la ley de Dios como hasta ahora.
Adalgisa Montoya aprobó
con un movimiento de cabeza. Pero las otras no estuvieron de acuerdo: les
parecía que «esta calamidad puede a la larga traer consecuencias funestas». En
ese instante tosió el parlante del salón de cine. El padre Ángel se dio una
palmadita en la frente. «Excusen», dijo, mientras buscaba en la gaveta de la
mesa el elenco de la censura católica.
—¿Qué dan hoy?
—Piratas del espacio —dijo
Rebeca de Asís—; es una película de guerra.
El padre Ángel buscó por
orden alfabético, murmurando títulos fragmentarios mientras recorría con el
índice la larga lista clasificada. Se detuvo al volver la hoja.
—Piratas del espacio.
Rodó el índice
horizontalmente para buscar la calificación moral, en el momento en que oyó la
voz del empresario en lugar del disco esperado. Anunciaba la suspensión del espectáculo
a causa del mal tiempo. Una de las mujeres explicó que el empresario había
tomado aquella determinación en vista de que el público exigía el reembolso si
la lluvia interrumpía la función antes del intermedio.
—Lástima —dijo el padre
Ángel—: era buena para todos.
Cerró el cuaderno y
continuó:
—Como les decía, éste es
un pueblo observante. Hace diecinueve años, cuando me entregaron la parroquia,
había once concubinatos públicos de familias importantes. Hoy sólo queda uno, y
espero que por poco tiempo.
—No es por nosotras —dijo
Rebeca de Asís—. Pero esa pobre gente…
—No hay ningún motivo de
preocupación —prosiguió el padre, indiferente a la interrupción—. Hay que ver
cómo ha cambiado este pueblo. En aquel tiempo, un bailarina rusa ofreció en la
gallera un espectáculo sólo para hombres y al final vendió en pública subasta
todo lo que llevaba encima.
Adalgisa Montoya lo
interrumpió:
—Eso es exacto —dijo.
En verdad, ella recordaba
el escándalo como se lo habían contado: cuando la bailarina quedó completamente
desnuda, un viejo empezó a gritar en la galería, subió al último peldaño y se
orinó sobre el público. Le habían contado que los demás hombres, siguiendo el
ejemplo, habían terminado por orinarse unos a otros en medio de una enloquecida
gritería.
—Ahora —prosiguió el
padre— está comprobado que éste es el pueblo más observante de la Prefectura
Apostólica.
Se empecinó en su tesis.
Refirió algunos instantes difíciles en su lucha con las debilidades y flaquezas
del género humano, hasta cuando las damas católicas dejaron de prestarle
atención agobiadas por el calor. Rebeca de Asís volvió a desplegar su abanico,
y entonces descubrió el padre Ángel dónde estaba la fuente de su fragancia. El
olor a sándalo se cristalizó en el sopor de la sala. El padre extrajo el
pañuelo de la manga y se lo llevó a la nariz para no estornudar.
—Al mismo tiempo
—continuó— nuestro templo es el más pobre de la Prefectura Apostólica. Las
campanas están rotas y las naves llenas de ratones, porque la vida se me ha ido
en imponer la moral y las buenas costumbres.
Se desabotonó el cuello.
«La labor material la puede hacer cualquier joven —dijo, poniéndose en pie—. En
cambio, se necesita una tenacidad de muchos años y una vieja experiencia para
reconstruir la moral». Rebeca de Asís levantó su mano transparente con el
anillo matrimonial pisado por una sortija de esmeraldas.
—Por lo mismo —dijo—.
Nosotras hemos pensado que con esos pasquines todo su trabajo sería perdido.
La única mujer que hasta
entonces había permanecido en silencio, aprovechó la pausa para intervenir.
—Además, pensamos que el
país se está recuperando y que esta calamidad de ahora puede ser un
inconveniente.
El padre Ángel buscó un
abanico en el armario y empezó a abanicarse parsimoniosamente.
—Una cosa no tiene nada
que ver con la otra —dijo—. Hemos atravesado un momento político difícil, pero
la moral familiar se ha mantenido intacta.
Se plantó ante las tres
mujeres. «Dentro de pocos años, iré a decirle al prefecto apostólico: ahí le
dejo ese pueblo ejemplar. Ahora sólo falta que mande un muchacho joven,
emprendedor, para que construya la mejor iglesia de la Prefectura».
Hizo una reverencia
lánguida y exclamó:
—Entonces iré a morirme
tranquilo en el patio de mis mayores.
Las damas protestaron.
Adalgisa Montoya expresó el pensamiento general:
—Este es como si fuera su
pueblo, padre. Y queremos que aquí se quede hasta el último instante.
—Si se trata de construir
una nueva iglesia —dijo Rebeca de Asís— podemos empezar la campaña desde ahora.
—Todo a su tiempo —replicó
el padre Ángel.
Luego, en otro tono,
añadió: «Por lo pronto, no quiero llegar a viejo al frente de ninguna
parroquia. No quiero que me pase lo que al manso Antonio Isabel del Santísimo
Sacramento del Altar Castañeda y Montero, quien informó al obispo que en su
parroquia estaba cayendo una lluvia de pájaros muertos. El investigador enviado
por el obispo lo encontró en la plaza del pueblo, jugando con los niños a
bandidos y policías».
Las damas expresaron su perplejidad.
—¿Quién era?
El párroco que me sucedió
en Macondo —dijo el padre Ángel—. Tenía cien años.
3
El invierno, cuya
inclemencia había sido prevista desde los últimos días de septiembre, implantó
su rigor aquel fin de semana. El alcalde pasó el domingo masticando analgésicos
en la hamaca, mientras el río salido de madre hacía estragos en los barrios
bajos.
En la primera tregua de la
lluvia al amanecer del lunes, el pueblo necesitó varias horas para
restablecerse. Temprano se abrieron el salón de billar y la peluquería, pero la
mayoría de las casas permanecieron cerradas hasta las once. El señor Carmichael
fue el primero a quien se ofreció la oportunidad de estremecerse ante el
espectáculo de los hombres transportando sus casas hacia terrenos más altos.
Grupos bulliciosos habían desenterrado los horcones y trasladaban enteras las
escuetas habitaciones de bahareque y techos de palma.
Refugiado en el alar de la
peluquería, con el paraguas abierto, el señor Carmichael contemplaba la
laboriosa maniobra cuando el barbero lo sacó de su abstracción.
—Han debido esperar a que
escampara —dijo el barbero.
—No escampará en dos días
—dijo el señor Carmichael, y cerró el paraguas—. Me lo están diciendo los
callos.
Los hombres que
transportaban las casas, hundidos hasta los tobillos en el barro, pasaron
tropezando con las paredes de la peluquería. El señor Carmichael vio por la
ventana el interior desmantelado, un dormitorio enteramente despojado de su
intimidad, y se sintió invadido por una sensación de desastre.
Parecían las seis de la
mañana, pero su estómago le indicaba que iban a ser las doce. El sirio Moisés
lo invitó a sentarse en su tienda mientras pasaba la lluvia. El señor
Carmichael reiteró el pronóstico de que no escaparía en las próximas veinticuatro
horas. Vaciló antes de saltar al andén de la casa contigua. Un grupo de
muchachos que jugaban a la guerra lanzó una bola de barro que se aplastó en la
pared, a pocos metros de sus pantalones recién planchados. El sirio Elías salió
de su tienda con una escoba en la mano, amenazando a los muchachos en un
álgebra de árabe y castellano.
Los muchachos saltaron de
júbilo:
—Turco güevón.
El señor Carmichael
comprobó que su vestido estaba intacto. Entonces cerró el paraguas y entró en
la peluquería, directamente a la silla.
—Yo siempre he dicho que
usted es un hombre prudente —dijo el peluquero.
Le anudó una sábana al
cuello. El señor Carmichael aspiró el olor del agua de alhucema que le producía
la misma desazón que los vapores glaciales de la dentistería. El barbero empezó
por repicar en la nuca el cabello recortado. Impaciente, el señor Carmichael
buscó con la vista algo para leer.
—¿No hay periódicos?
El barbero respondió sin
hacer una pausa en el trabajo.
—Ya no quedan en el país
sino los periódicos oficiales y ésos no entran en este establecimiento mientras
yo esté vivo.
El señor Carmichael se
conformó con contemplar sus zapatos cuarteados hasta cuando el peluquero le
preguntó por la viuda de Montiel. Venía de su casa. Era el administrador de sus
negocios desde cuando murió don Chepe Montiel, de quien fue contabilista
durante muchos años.
—Ahí está —dijo.
—Uno matándose —dijo el
peluquero como hablando consigo mismo— y ella sola con tierras que no se
atraviesan en cinco días a caballo. Debe ser dueña como de diez municipios.
—Tres —dijo el señor
Carmichael. Y agregó convencido—: Es la mujer más buena del mundo.
El barbero se movió hacia
el tocador para limpiar la peinilla. El señor Carmichael vio reflejada en el
espejo su cara de chivo; una vez más comprendió por qué no lo estimaba. El
peluquero habló mirando a la imagen.
—Lindo negocio: mi partido
está en el poder, la policía amenaza de muerte a mis adversarios políticos, y
yo les compro tierras y ganados al precio que yo mismo ponga.
El señor Carmichael bajó
la cabeza. El peluquero se aplicó de nuevo a cortarle el cabello. «Cuando pasan
las elecciones —concluyó— soy dueño de tres municipios, no tengo competidores,
y de paso sigo con la sartén por el mango aunque cambie el Gobierno. Lo digo:
mejor negocio, ni falsificar billetes».
—José Montiel era rico
desde mucho antes de que empezaran las vainas políticas —dijo el señor
Carmichael.
—Sentado en calzoncillos
en la puerta de una piladora de arroz —dijo el peluquero—. La historia enseña
que se puso su primer par de zapatos hace nueve años.
—Y aunque así fuera
—admitió el señor Carmichael—, nada tuvo que ver la viuda con los negocios de
Montiel.
—Pero se hizo la boba
—dijo el barbero.
El señor Carmichael
levantó la cabeza. Se desajustó la sábana del cuello para darle curso a la
circulación. «Por eso he preferido siempre que me corte el pelo mi mujer
—protestó. No me cobra nada, y por añadidura no me habla de política». El
barbero le empujó la cabeza hacia adelante, y siguió trabajando en silencio. A
veces repicaba al aire las tijeras para descargar un exceso de virtuosismo. El
señor Carmichael oyó gritos en la calle. Miró por el espejo: niños y mujeres
pasaban frente a la puerta con los muebles y utensilios de las casas
transportadas. Comentó con rencor:
—Nos están comiendo las
desgracias y ustedes todavía con odios políticos. Hace más de un año se acabó
la persecución y todavía se habla de lo mismo.
—El abandono en que nos
tienen también es persecución —dijo el barbero.
—Pero no nos dan palo —dijo
el señor Carmichael.
—Abandonarnos a buena de
Dios también es una manera de darnos palo.
El señor Carmichael se
exasperó.
—Eso es literatura de
periódico —dijo.
El barbero guardó
silencio. Hizo espuma en una totuma y la untó con la brocha en la nuca del
señor Carmichael. «Es que uno está que revienta por hablar —se excusó—. No
todos los días nos cae un hombre imparcial».
—Con once hijos ara
alimentar no hay hombre que no sea imparcial —dijo el señor Carmichael.
—De acuerdo —dijo el
peluquero.
Hizo cantar la navaja en
la palma de la mano. Le afeitó la nuca en silencio, limpiando el jabón con los
dedos, y limpiándose después en el pantalón. Al final le frotó un terrón de
alumbre en la nuca. Terminó en silencio.
Cuando se abotonaba el
cuello, el señor Carmichael vio el aviso clavado en la pared del fondo:
«Prohibido hablar de política». Se sacudió las briznas de cabello en los
hombros, se colgó el paraguas en el brazo y preguntó señalando el aviso: —¿Por
qué no lo quita?
—No es con usted —dijo el
peluquero—. Ya estamos de acuerdo en que usted es un hombre imparcial.
El señor Carmichael no
vaciló esta vez para saltar al andén. El peluquero lo contempló hasta que dobló
la esquina, y luego se extasió en el río turbio y amenazante. Había dejado de
llover, pero una nube cargada se mantenía inmóvil sobre el pueblo. Un poco
antes de la una entró el sirio Moisés, lamentando que el cabello se le cayera
del cráneo, y en cambio le creciera en la nuca con extraordinaria rapidez.
El sirio se hacía cortar
el cabello todos los lunes. De ordinario doblaba la cabeza con una especie de
fatalismo y roncaba en árabe mientras el peluquero hablaba en voz alta consigo
mismo. Aquel lunes, sin embargo, despertó sobresaltado a la primera pregunta.
—Sabe quién estuvo aquí.
—Carmichael —dijo el
sirio.
—El desgraciado del negro
Carmichael —confirmó el peluquero como si hubiera deletreado la frase—. Detesto
esa clase de hombres.
—Carmichael no es un
hombre —dijo el sirio Moisés—. Hace como tres años que no compra un par de zapatos.
Pero en política, hace lo que hay que hacer: lleva la contabilidad con los ojos
cerrados.
Afirmó la barba en el
pecho para roncar de nuevo, pero el barbero se plantó frente a él con los
brazos cruzados, diciendo: «Dígame una cosa, turco de mierda: ¿Al fin con quién
está usted?». El sirio contestó inalterable:
—Conmigo.
—Hace mal —dijo el
peluquero—. Por lo menos debía tener en cuenta las cuatro costillas que le
rompieron al hijo de su paisano Elías por cuenta de don Chepe Montiel.
—Elías es tan de malas que
el hijo le salió político —dijo el sirio—. Pero ahora el muchacho está bailando
sabroso en el Brasil, y Chepe Montiel está muerto.
Antes de abandonar el
cuarto desordenado por las largas noches de sufrimiento, el alcalde se afeitó
el lado derecho, y se dejó en el izquierdo la barba de ocho días. Después se
puso el uniforme limpio, se calzó las botas de charol y bajó a almorzar al
hotel aprovechando la tregua de la lluvia.
No había nadie en el
comedor. El alcalde se abrió paso a través de las mesitas de cuatro puestos y
ocupó el lugar más discreto en el fondo del salón.
—Máscaras —llamó.
Acudió una muchacha joven,
con un traje corto ajustado y senos como piedras. El alcalde ordenó el almuerzo
sin mirarla. De regreso a la cocina, la muchacha encendió el aparato de radio
colocado en una repisa al final del comedor. Entró un boletín de noticias, con
citas de un discurso pronunciado la noche anterior por el presidente de la
república, y luego una lista de los nuevos artículos de prohibida importación.
A medida que la voz del locutor ocupaba el ambiente se fue haciendo más intenso
el calor. Cuando la muchacha volvió con la sopa, el alcalde trataba de contener
el sudor abanicándose con la gorra.
—A mí también me hace
sudar el radio —dijo la muchacha.
El alcalde empezó a tomar
la sopa. Siempre había pensado que aquel hotel solitario, sostenido por agentes
viajeros ocasionales, era un lugar diferente del resto del pueblo. En realidad,
era anterior al pueblo. En su destartalado balcón de madera, los comerciantes
que acudían del interior a comprar la cosecha de arroz, pasaban la noche
jugando a las cartas, en espera del fresco de la madrugada para poder dormir.
El propio coronel Aureliano Buendía, que iba a convenir en Macondo los términos
de la capitulación de la última guerra civil, durmió una noche en aquel balcón,
en una época en la que no había pueblos en muchas leguas a la redonda. Entonces
era la misma casa con paredes de madera y techo de zinc, con el mismo comedor y
las mismas divisiones de cartón en los cuartos, sólo que sin luz eléctrica ni
servicios sanitarios. Un viejo agente viajero contaba que hasta principios de
siglo hubo una colección de máscaras colgadas en el comedor a disposición de
los clientes, que los huéspedes enmascarados hacían sus necesidades en el
patio, a la vista de todo el mundo.
El alcalde tuvo que
desabotonarse el cuello para terminar con la sopa. Después del boletín de
noticias siguió un disco con anuncios en verso. Luego un bolero sentimental. Un
hombre de voz mentolada, muerto de amor, había decidido darle la vuelta al
mundo en persecución de una mujer. El alcalde puso atención a la pieza,
mientras esperaba el resto de la comida, hasta que vio pasar frente al hotel
dos niños con dos sillas y un mecedor. Detrás, dos mujeres y un hombre con
ollas y bateas y el resto del mobiliario.
Salió a la puerta
gritando:
—¿Dónde se robaron esa
vaina?
Las mujeres se detuvieron.
El hombre le explicó que estaban trasladando la casa a terrenos más altos. El
alcalde preguntó dónde la habían llevado y el hombre señaló hacia el sur con el
sombrero:
—Por allá arriba, a un
terreno que nos alquiló don Sabas por treinta pesos.
El alcalde examinó los
muebles. Un mecedor desarticulado, ollas rotas: cosas de gente pobre.
Reflexionó un instante. Finalmente dijo:
—Llévense esas cosas con
todos sus corotos al terreno desocupado junto al cementerio.
El hombre se ofuscó.
—Son terrenos del
municipio y no les cuesta nada —dijo el alcalde—. El municipio se los regala.
Luego, dirigiéndose a las
mujeres, añadió: «Y díganle a don Sabas que le mando decir yo que no sea
bandido».
Terminó el almuerzo sin
saborear los alimentos. Luego encendió un cigarrillo. Encendió otro con la
colilla y estuvo un largo rato pensativo, los codos apoyados en la mesa,
mientras el radio molía boleros sentimentales.
—¿En qué piensa? —Preguntó
la muchacha, levantando los platos vacíos.
El alcalde no parpadeó.
—En esa pobre gente.
Se puso la gorra y
atravesó el salón. Retorciéndose dijo desde la puerta:
—Hay que hacer de este pueblo
una vaina decente.
Una sangrienta refriega de
perros le interrumpió el paso a la vuelta de la esquina. Vio un nudo de
espinazos y patas en un torbellino de aullidos, y después unos dientes pelados
y un perro arrastrando una pata con el rabo entre las piernas. El alcalde se
hizo a un lado, y siguió por el andén hacia el cuartel de la policía.
Una mujer gritaba en el
calabozo, mientras el guardia hacía la siesta tirado bocabajo en un catre. El
alcalde le dio un puntapié a la pata del catre. El guardia despertó con un
salto.
—¿Quién es? —preguntó el
alcalde.
El guardia se cuadró.
—La mujer que ponía los
pasquines.
El alcalde se desató en
improperios contra sus subalternos. Quería saber quién llevó a la mujer y por
orden de quién la metieron en el calabozo. Los agentes dieron una explicación
dispendiosa.
—¿Cuándo la metieron?
La habían encarcelado la
noche del sábado.
—Pues sale ella y entra
uno de ustedes —gritó el alcalde—. Esa mujer durmió en el calabozo y el pueblo
amaneció empapelado.
Tan pronto como se abrió
la pesada puerta de hierro, una mujer madura, de huesos pronunciados y con un
moño monumental sostenido con una peineta, salió dando gritos del calabozo.
—Vete al carajo —le dijo
el alcalde.
La mujer se soltó el moño,
sacudió varias veces la cabellera larga y abundante, y bajó la escalera como
una estampida, gritando: «puta, puta». El alcalde se inclinó por encima de la
baranda, y gritó con todo el poder de su voz, como para que lo oyeran no sólo
la mujer y sus agentes, sino todo el pueblo:
—Y no me sigan jodiendo
con los papelitos.
Aunque la llovizna
persistía el padre Ángel salió a dar su paseo vespertino. Era todavía temprano
para la cita con el alcalde, de modo que fue hasta el sector de las
inundaciones. Sólo encontró el cadáver de un gato flotando entre las flores.
Cuando regresaba, la tarde
empezó a secar. Se volvió intensa y brillante. Una barcaza cubierta de tela
asfáltica descendía por el rió espeso e inmóvil. De una casa medio derrumbada
salió un niño gritando que había encontrado el mar dentro de un caracol. El
padre Ángel se acercó el caracol al oído. En efecto, allí estaba el mar.
La mujer del juez Arcadio
estaba sentada a la puerta de su casa, como en un éxtasis, los brazos cruzados
sobre el vientre y los ojos fijos en la barcaza. Tres casas más adelante
empezaban los almacenes, los muestrarios de baratijas y los sirios impávidos
sentados a la puerta. La tarde se moría en nubes de un rosado intenso y en el
alboroto de los loros y los micos de la ribera opuesta.
Las casas empezaban a
abrirse. Bajo los sucios almendros de la plaza, rodeando los carritos de
refrescos o en los carcomidos bancos de granito del camellón, los hombres se
reunían a conversar. El padre Ángel pensaba que todas las tardes, en ese
instante, el pueblo padecía el milagro de la transfiguración.
—Padre, ¿recuerda los
prisioneros de los campos de concentración?
El padre Ángel no vio al
doctor Giraldo, pero lo imaginó sonriendo detrás de la ventana alumbrada.
Honradamente, no recordaba las fotografías, pero estaba seguro de haberlas
visto alguna vez.
—Asómese a la salita de
espera —dijo el médico.
El padre Ángel empujó la
puerta alambrada. Extendida en una estera había una criatura de sexo
indefinible, en los puros huesos, enteramente forrada en un pellejo amarillo.
Dos hombres y una mujer esperaban sentados contra el cancel. El padre no sintió
ningún olor pero pensó que aquel ser debía exhalar un tufo intenso.
—¿Quién es? —preguntó.
—Mi hijo —contestó la
mujer. Y agregó, como excusándose—: Hace dos años tiene una cagaderita de
sangre.
El enfermo hizo girar los
ojos hacia la puerta, sin mover la cabeza. El padre experimentó una
aterrorizada piedad.
—¿Y qué le han hecho?
—preguntó.
—Hace tiempo le estamos
dando plátano verde —dijo la mujer— pero no lo ha querido, a pesar que es tan
buen aprietativo.
—Tienen que llevarlo para
que se confiese —dijo el padre.
Pero lo dijo sin
convicción. Cerró la puerta con cuidado y raspó con la uña la red de la
ventana, acercando la cara para ver al médico en el interior. El doctor Giraldo
trituraba algo en un mortero.
—¿Qué tiene? —preguntó el
padre.
—Todavía no lo le
examinado —contestó el doctor; y comentó pensativo—: Son cosas que le suceden a
la gente por voluntad de Dios, padre.
El padre Ángel pasó por
alto el comentario.
—Ninguno de los muertos
que he visto en mi vida parecía tan muerto como ese pobre muchacho —dijo.
Se despidió. No había
embarcaciones en el puerto. Empezaba a oscurecer. El padre Ángel comprendió que
su estado de ánimo había cambiado con la visión del enfermo. Dándose cuenta de
pronto que estaba retrasado en la cita, apresuró el paso hacia el cuartel de la
policía.
El alcalde estaba
derrumbado en una silla plegadiza, con la cabeza entre las manos.
—Buenas tardes —dijo el
padre muy despacio.
El alcalde levantó la
cabeza, y el padre se estremeció ante sus ojos enrojecidos por la
desesperación. Tenía una mejilla fresca y recién afeitada, pero la otra era una
maraña empantanada en un ungüento color ceniza. Exclamó en un quejido sordo:
—Padre, me voy a pegar un
tiro.
El padre Ángel experimentó
una consternación cierta.
—Se está intoxicando con
tanto analgésico —dijo.
El alcalde fue zapateando
hacia la pared, y con el cabello agarrado con las dos manos se golpeó
violentamente contra las tablas. El padre no había sido nunca testigo de tanto
dolor.
—Tómese dos pastillas más
—dijo, proponiendo conscientemente un remedio para su propia ofuscación—. Con
otras dos no se va a morir.
No sólo lo era realmente,
sino que tenía plena conciencia de ser torpe ante el dolor humano. Buscó con la
vista los analgésicos en el desnudo espacio de la sala. Recostados contra las
paredes había media docena de taburetes de cuero, una vitrina atiborrada de
papeles polvorientos, y una litografía del presidente de la república colgada
de un clavo. El único rastro de los analgésicos eran las vacías envolturas de
celofán regadas por el suelo.
—¿Dónde están? —dijo
desesperado.
—Ya no me hacen ningún
efecto —dijo el alcalde.
El párroco se le acercó,
repitiendo: «Dígame dónde están». El alcalde dio una sacudida violenta, y el
padre Ángel vio una cara enorme y monstruosa a pocos centímetros de sus ojos.
—Carajo —gritó el
alcalde—. Ya dije que no me jodan.
Levantó un taburete por
encima de la cabeza y lo lanzó con toda la fuerza de su desesperación contra la
vidriera. El padre Ángel no comprendió lo ocurrido sino después de la
instantánea granizada de vidrio, cuando el alcalde empezó a surgir como una
serena aparición de entre la niebla del polvo. En ese momento había un silencio
perfecto.
—Teniente —murmuró el
padre.
En la puerta del corredor
estaban los agentes con los fusiles montados. El alcalde los miró sin verlos,
respirando como un gato, ellos bajaron los fusiles pero permanecieron inmóviles
junto a la puerta. El padre Ángel condujo al alcalde por el brazo hasta la
silla plegadiza.
—¿Dónde están los
analgésicos? —insistió.
El alcalde cerró los ojos
y echó la cabeza hacia atrás. «No tomo más porquerías —dijo—. Me zumban los
oídos y se me están durmiendo los huesos del cráneo». En la breve tregua del
dolor volvió la cabeza hacia el padre y preguntó:
—¿Habló con el sacamuelas?
El padre afirmó en
silencio. Por la expresión que siguió a aquella respuesta el alcalde conoció
los resultados de la entrevista.
—¿Por qué no habla con el
doctor Giraldo? —propuso el padre—. Hay médicos que sacan muelas.
El alcalde se demoró para
contestar. «Dirá que no tiene pinzas», dijo. Y agregó:
—Es una confabulación.
Aprovechó la tregua para
reposarse de aquella tarde implacable. Cuando abrió los ojos el cuarto estaba
en penumbra. Dijo, sin ver al padre Ángel:
—Usted venía por César
Montero.
No oyó ninguna respuesta.
«Con este dolor no he podido hacer nada», prosiguió. Se levantó para encender
la luz, y la primera oleada de zancudos penetró por el balcón. El padre Ángel
sufrió el sobresalto de la hora.
—Se va pasando el tiempo
—dijo.
—De todos modos hay que
mandarlo el miércoles —dijo el alcalde—. Mañana se arregla lo que haya que
arreglar y lo confiesa por la tarde. —¿A qué hora?
—A las cuatro. —¿Aunque
esté lloviendo?
El alcalde descargó en una
sola mirada toda la impaciencia reprimida en dos semanas de sufrimiento.
—Aunque se esté acabando
el mundo, padre.
El dolor se había hecho
invulnerable a los analgésicos. El alcalde colgó la hamaca en el balcón de su
cuarto tratando de dormir al fresco de la prima noche. Pero antes de las ocho
sucumbió de nuevo a la desesperación y bajó a la plaza aletargada por una densa
onda de calor.
Después de merodear por
los alrededores sin encontrar la inspiración que hacía falta para sobreponerse
al dolor, entró en el salón de cine. Fue un error. El zumbido de los aviones de
guerra aumentó la intensidad del dolor. Antes del intermedio abandonó el salón
y llegó a la farmacia en el instante en que don Lalo Moscote se disponía a
cerrar las puertas.
—Deme lo más fuerte que
tenga para el dolor de muelas.
El farmacéutico le examinó
la mejilla con una mirada de estupor. Luego fue hasta el fondo del establecimiento,
a través de una doble hilera de armarios con puertas de vidrio enteramente
ocupados por pomos de loza, cada uno con el nombre del producto grabado en
letras azules. Al verlo de espaldas, el alcalde comprendió que aquel hombre de
nuca rolliza y sonrosada podía estar viviendo un instante de felicidad. Lo
conocía. Estaba instalado en dos cuartos al fondo de la farmacia, y su esposa,
una mujer muy gorda, era paralítica desde hacía muchos años.
Don Lalo Moscote volvió al
mostrador con un pomo de loza sin etiqueta, que exhaló al destaparlo un vapor
de hierbas dulces. —¿Qué es eso?
El farmacéutico hundió los
dedos entre las semillas secas del pomo. «Mastuerzo —dijo—. Lo mastica bien y
se traga el jugo poco a poco: no hay nada mejor para el corrimiento». Se echó
varias semillas en la palma de la mano, y dijo mirando al alcalde por encima de
los anteojos:
—Abra la boca.
El alcalde lo esquivó.
Hizo girar el pomo para convencerse de que no había nada escrito, y volvió a
fijar la mirada en el farmacéutico.
—Deme cualquier cosa
extranjera —dijo.
—Esto es mejor que
cualquier cosa extranjera —dijo don Lalo Moscote—. Está garantizado por tres
mil años de sabiduría popular.
Empezó a envolver las
semillas en un pedazo de periódico. No parecía un padre de familia. Parecía un
tío materno, envolviendo el mastuerzo con la diligencia afectuosa con que se
hace una pajarita de papel para los niños. Cuando levantó la cabeza había
empezado a sonreír.
—¿Por qué no se la saca?
El alcalde no respondió.
Pagó con un billete y abandonó la farmacia sin esperar el cambio.
Pasada la medianoche
seguía retorciéndose en la hamaca sin atreverse a masticar las semillas.
Alrededor de las once, en el punto culminante del calor, se había precipitado
un chaparrón e se deshizo en una llovizna tenue. Agotado por la fiebre,
temblando en el sudor pegajoso y helado, el alcalde se estiró bocabajo en la
hamaca, abrió la boca y empezó a rezar mentalmente. Rezó a fondo, tensos los
músculos en el espasmo final, pero consciente de que mientras más pugnaba por
lograr el contacto con Dios, con más fuerza lo empujaba el dolor en sentido
contrario. Entonces se puso las botas y el impermeable sobre el pijama, cuartel
de la policía.
Irrumpió vociferando.
Enredados en un manglar de realidad y pesadilla, los agentes se atropellaron en
el pasadizo buscando las armas en la oscuridad. Cuando las luces se encendieron
estaban a medio vestir, esperando órdenes.
—González, Rovira, Peralta
—gritó el alcalde.
Los tres nombrados se
desprendieron del grupo y rodearon al teniente. No había una razón visible que
justificara la selección: eran tres mestizos corrientes. Uno de ellos, de
rasgos infantiles, pelado a rape, estaba en camiseta de franela. Los otros dos
llevaban la misma camiseta bajo la guerrera sin abotonar.
No recibieron una orden
precisa. Saltando los escalones de cuatro en cuatro detrás del alcalde,
abandonaron el cuartel en fila india; atravesaron la calle sin preocuparse de
la llovizna y se detuvieron frente a la dentistería. Con dos cargas cerradas
despedazaron la puerta a culatazos. Estaban ya en el interior de la casa,
cuando se encendieron las luces del vestíbulo. Un hombre pequeño y calvo, con
los tendones a flor de piel, apareció en calzoncillos, en la puerta del fondo,
tratando de ponerse la bata de baño. En el primer instante quedó paralizado con
un brazo en alto y la boca abierta, como en el fogonazo de un fotógrafo. Luego
dio un salto hacia atrás y tropezó con su mujer que salía del dormitorio en
camisa de dormir.
—Quietos —gritó el teniente.
La mujer hizo «Ay», con
las manos en la boca, y volvió al dormitorio. El dentista se dirigió al
vestíbulo anudándose el cordón de la bata y sólo entonces reconoció a los tres
agentes que lo apuntaban con los fusiles, y al alcalde chorreando agua por todo
el cuerpo, tranquilo, con las manos en los bolsillos del impermeable.
—Si la señora sale del
cuarto, hay orden de que le peguen un tiro —dijo el teniente.
El dentista agarró el pomo
de la cerradura diciendo hacia adentro: «Ya oíste, mija»; y ajustó con un
ademán meticuloso la puerta del dormitorio. Luego caminó hacia el gabinete
dental, vigilado a través del descolorido mobiliario de mimbre por los ojos
ahumados de los cañones. Dos agentes se le adelantaron en la puerta del
gabinete. Uno encendió la luz; el otro fue directamente a la mesa de trabajo y
sacó un revólver de la gaveta.
—Debe haber otro —dijo el
alcalde.
Había entrado en último
término, detrás del dentista. Los dos agentes hicieron una requisa concienzuda
y rápida, mientras el tercero guardaba la puerta. Voltearon la caja de
instrumentos en la mesa de trabajo, dispersaron por el suelo moldes de yeso,
dentaduras postizas sin terminar, dientes sueltos y casquetes de oro; vaciaron
los pomos de loza de la vidriera y destriparon con rápidos cortes de bayoneta
la almohadilla de hule de la silla dental y el cojín de resortes de la poltrona
giratoria.
—Es un «38 largo», cañón
largo —precisó el alcalde.
Escrutó al dentista. «Es
mejor que diga de una vez dónde está —le dijo—. No vinimos dispuestos a
desbaratar la casa». Detrás de las gafas con monturas de oro los ojos estrechos
y apagados del dentista no revelaron nada.
—Por mí no hay apuro
—replicó de una manera reposada—; si les da la gana pueden seguir
desbaratándola.
El alcalde reflexionó.
Después de examinar una vez más el cuartito de tablas sin cepillar, avanzó
hacia la silla impartiendo órdenes cortantes a sus agentes. Hizo apostar uno en
la puerta de la calle, otro a la entrada del gabinete, y el tercero junto a la
ventana. Cuando se acomodó en la silla, sólo entonces abotonándose el
impermeable mojado, se sintió rodeado de metales fríos. Aspiró profundamente el
aire enrarecido por la creosota, y apoyó el cráneo en el cabezal, tratando de
regular la respiración. El dentista recogió del suelo algunos instrumentos, y
los puso a hervir en una cacerola.
Permaneció de espaldas al
alcalde, contemplando el fuego azul del reverbero, con la misma expresión que
habría tenido si hubiera estado solo en el gabinete. Cuando hirvió el agua,
envolvió el mango de la cacerola en un papel y la llevó hacia la silla. El paso
estaba obstruido por el agente. El dentista bajó la cacerola para ver al
alcalde por encima del humo y dijo:
—Ordénele a este asesino
que se ponga donde no estorbe.
A una señal del alcalde el
agente se apartó de la ventana para dejar el paso libre hacia la silla. Rodó un
asiento contra la pared y se sentó con las piernas abiertas, el fusil
atravesado sobre los muslos, sin descuidar la vigilancia. El dentista encendió
la lámpara. Deslumbrado por la claridad repentina, el alcalde cerró los ojos y
abrió la boca. Había cesado el dolor.
El dentista localizó la
muela enferma, apartando con el índice la mejilla inflamada y orientando la
lámpara móvil con la otra mano, completamente insensible a la ansiosa
respiración del paciente. Después se enrolló la manga hasta el codo y se
dispuso a sacar la muela.
El alcalde lo agarró por
la muñeca.
—Anestesia —dijo.
Sus miradas se encontraron
por primera vez.
—Ustedes matan sin
anestesia —dijo suavemente el dentista.
El alcalde no advirtió en
la mano que apretaba el gatillo ningún esfuerzo por liberarse. «Traiga las
ampolletas», dijo. El agente apostado en el rincón movió el cañón hacia ellos,
y ambos percibieron desde la silla el ruido del fusil al ser montado.
—Supóngase que no hay
—dijo el dentista.
El alcalde soltó la
muñeca. «Tiene que haber», replicó, examinado con un interés desconsolado las
cosas esparcidas por el suelo. El dentista lo observó con una atención compasiva.
Después lo empujó hacia el cabezal, y por primera vez, dando muestra de
impaciencia, dijo:
—Deje de ser pendejo,
teniente; con ese absceso no hay anestesia que valga.
Pasado el instante más
terrible de su vida, el alcalde aflojó la tensión de los músculos y permaneció
exhausto en la silla, mientras los signos oscuros pintados por la humedad en el
cartón del cielo raso se fijaban en su memoria hasta la muerte. Sintió al
dentista trajinando en el aguamanil. Lo sintió colocar en su puesto los cajones
de la mesa, y recoger en silencio algunos de los objetos del suelo.
—Rovira —llamó el
alcalde—. Dígale a González que entre y recojan las cosas del suelo hasta dejar
todo como lo encontraron.
Los agentes lo hicieron.
El dentista prensó el algodón con las pinzas, lo empapó en un líquido color de
hierro y tapó la fisura. El alcalde experimentó una sensación de ardor
superficial. Después de que el dentista le cerró la boca, siguió con la vista
fija en el cielo raso, pendiente de los ruidos de los agentes que trataban de
reconstruir de memoria el orden minucioso del gabinete. Dieron las dos en la
torre. Un alcaraván con un minuto de retraso repitió la hora en el murmullo de
la llovizna. Un momento después, sabiendo que habían terminado, el alcalde
indicó por señas a sus agentes que regresaran al cuartel.
El dentista había
permanecido todo el tiempo junto a la silla. Cuando salieron los agentes,
retiró el tapón de la encía. Luego exploró con la lámpara el interior de la
boca, volvió a ajustar las mandíbulas y apartó la luz. Todo había terminado. En
el cuartito caluroso quedaba entonces esa rara desazón que sólo conocen los
barrenderos de un teatro después de que sale el último actor.
—Desagradecido —dijo el
alcalde.
El dentista se metió las
manos en los bolsillos de la bata y dio un paso atrás, para dejarlo pasar.
«Había orden de allanarla casa —prosiguió el alcalde, buscándolo con la mirada
detrás de la órbita de luz—. Había instrucciones precisas de encontrar armas y
municiones y documentos con los pormenores de una conspiración nacional». Fijó
en el dentista sus ojos todavía húmedos, y agregó: «Yo creí que hacia un bien
desobedeciendo la orden, pero estaba equivocado. Ahora las cosas cambian, la
oposición tiene garantías y todo el mundo vive en paz, y usted sigue pensando
como un conspirador». El dentista secó con a manga el cojín de la silla y lo
puso del lado que no había sido destruido.
—Su actitud perjudica al
pueblo —prosiguió el alcalde, señalando el cojín, sin ocuparse de la mirada
pensativa que dirigió el dentista a su mejilla—. Ahora le toca al municipio
pagar todas estas vainas, y además la puerta de la calle. Un dineral, nada más
por su terquedad.
—Haga buches de agua de
alholva —dijo el dentista.
4
El juez Arcadio consultó
el diccionario de la telegrafía, pues al suyo le faltaban algunas letras. No
sacó nada en claro: Nombre de un zapatero de Roma famoso por las sátiras que
hacía contra todo el mundo, y otras precisiones sin importancia. Con la misma
justicia histórica, pensó, una injuria anónima puesta en la puerta de una casa
podría llamarse marforio. No estaba decepcionado. Durante los dos minutos que
empleó en la consulta, experimentó por primera vez en mucho tiempo el sosiego
del deber cumplido.
El telegrafista lo vio poner
el diccionario en el estante, entre las olvidadas compilaciones de ordenanzas y
disposiciones sobre correos y telégrafos, y cortó la transmisión de un mensaje
con una advertencia enérgica. Luego se acercó barajando los naipes, dispuesto a
repetir el truco de moda: la adivinación de las tres cartas. Pero el juez
Arcadio no le prestó atención. «Ahora estoy muy ocupado», se excusó, y salió a
la calle abrasante perseguido por la confusa certidumbre de que apenas eran las
once y aún le reservaba ese martes muchas horas que emplear.
En su oficina lo esperaba
el alcalde con un problema moral. A raíz de las últimas elecciones la policía
decomisó y destruyó las cédulas electorales del partido de oposición. La
mayoría de los habitantes del pueblo carecía ahora de instrumentos de
identificación.
—Esa gente que está
transportando sus casas —concluyó el alcalde con los brazos abiertos— ni
siquiera sabe cómo se llama.
El juez Arcadio comprendió
que detrás de esos brazos abiertos había una sincera aflicción. Pero el
problema del alcalde era sencillo: bastaba solicitar el nombramiento de un
registrador del estado civil. El secretario acabó de simplificar la solución:
—No tiene sino que
mandarlo a llamar —dijo—. Está nombrado desde hace como un año.
El alcalde lo recordó.
Meses antes, cuando se le comunicó el nombramiento de registrador del estado
civil, había hecho una llamada a larga distancia para preguntar cómo debía
recibirlo, y le habían contestado: «A tiros». Ahora llegaban órdenes distintas.
Se volvió hacia el secretario con las manos en los bolsillos, y le dijo:
—Escriba la carta.
El tableteo de la máquina
produjo en la oficina un ambiente de dinamismo que repercutió en la conciencia
del juez Arcadio. Se encontró vacío. Sacó del bolsillo de la camisa un cigarrillo
recortado, y lo frotó entre la palma de las manos antes de encenderlo. Después
echó el asiento hacia atrás, hasta el límite de los muelles, y en aquella
postura lo sorprendió la definitiva certidumbre de que estaba viviendo un
minuto de su vida.
Armó la frase antes de
pronunciarla:
—Yo en su lugar nombraría
también un agente del ministerio público.
Al contrario de lo que
esperaba, el alcalde no respondió en seguida. Miró el reloj, pero no vio la
hora. Se conformó con la comprobación de que aún faltaba mucho tiempo para
almorzar. Cuando habló lo hizo sin entusiasmo: no conocía el procedimiento para
nombrar al agente del ministerio público.
—El personero era nombrado
por el concejo municipal —explicó el juez Arcadio—. Como ahora no hay concejo,
el régimen del estado de sitio lo autoriza a usted para nombrarlo.
El alcalde escuchó
mientras firmaba la carta sin leerla. Luego hizo un comentario entusiasta, pero
el secretario tuvo una observación de carácter ético al procedimiento
recomendado por su superior. El juez Arcadio insistió: era un procedimiento de
emergencia bajo un régimen de emergencia.
—Me suena —dijo el
alcalde.
Se quitó la gorra para
abanicarse y el juez Arcadio observó la huella del cerco impresa en la frente.
Por la manera de abanicarse supo que el alcalde no había acabado de pensar.
Desprendió la ceniza del cigarrillo con la larga y curvada uña del meñique y
esperó.
—¿Se le ocurre un
candidato? —preguntó el alcalde.
Era evidente que se
dirigía al secretario.
—Un candidato —repitió el
juez cerrando los ojos.
—Yo en su lugar nombraría
un hombre honesto dijo el secretario.
El juez reparó la
impertinencia. «Eso cae de su peso», dijo, y miró alternativamente a los dos
hombres.
—Por ejemplo —dijo el
alcalde.
—No se me ocurre ahora —dijo
el juez, pensativo.
El alcalde se dirigió a la
puerta. «Piénselo —dijo—. Cuando salgamos de la vaina de las inundaciones
resolvemos la vaina del personero». El secretario permaneció echado sobre la
máquina hasta cuando acabó de oír el taconeo del alcalde.
—Está loco —dijo
entonces—. Hace año y medio le desbarataron la cabeza a culatazos al personero,
y ahora anda buscando un candidato para regalarle el puesto.
El juez Arcadio se
incorporó de un salto.
—Me voy —dijo—. No quiero
que me dañes el almuerzo con tus narraciones terroríficas.
Abandonó la oficina. Había
un elemento aciago en la composición del mediodía. El secretario lo registró
con su sensibilidad para la superstición. Cuando puso el candado le pareció
estar ejecutando un acto prohibido. Huyó. En la puerta de la telegrafía alcanzó
al juez Arcadio, que se interesaba en averiguar si el truco de los naipes era
de algún modo aplicable al juego del póquer. El telegrafista se negó a revelar
el secreto. Llegaba hasta el límite de repetir el truco indefinidamente para
ofrecer al juez Arcadio la oportunidad de descubrir la clave. También el
secretario observó la maniobra. Al final había llegado a una conclusión. El
juez Arcadio, en cambio, ni siquiera miró las tres cartas. Sabía que eran las
mismas que había elegido al azar, y que el telegrafista le devolvía sin
haberlas visto.
—Es cuestión de magia
—dijo el telegrafista.
El juez Arcadio sólo
pensaba entonces en la empresa de atravesar la calle. Cuando se resignó a
caminar, agarró al secretario por el brazo y le obligó a zambullirse con él en
la atmósfera de vidrio fundido. Emergieron en la acera sombreada. Entonces el
secretario le explicó la clave del truco. Era tan sencilla que el juez Arcadio
se sintió ofendido.
Caminaron un trayecto en
silencio.
—Naturalmente —dijo de
pronto el juez con un rencor gratuito— usted no averiguó los datos.
El secretario se demoró un
instante buscando el sentido de la frase.
—Es muy difícil —dijo
finalmente—. La mayoría de los pasquines los arrancan antes del amanecer.
—Ese es otro truco que no
entiendo —dijo el juez Arcadio—. A mí no me quitaría el sueño un pasquín que
nadie lee.
—Esa es la cosa —dijo el
secretario, deteniéndose, pues había llegado a su casa—. Lo que quita el sueño
no son los pasquines, sino el miedo a los pasquines.
A pesar de estar
incompletos, el juez Arcadio quiso conocer los datos recogidos por el
secretario. Anotó los casos, con nombres y fechas: once en siete días. No había
ninguna relación entre los once hombres. Quienes habían visto los pasquines
coincidían en que estaban escritos a brocha, en tinta azul y con letras de
imprenta, revueltas mayúsculas y minúsculas, como redactados por un niño. La
ortografía era tan absurda que parecían errores deliberados. No revelaban ningún
secreto: nada se decía en ellos que no fuera desde hacía tiempo del dominio
público. Había hecho todas las conjeturas posibles cuando el sirio Moisés lo
llamó desde la tienda.
—¿Tiene un peso?
El juez Arcadio no
comprendió. Pero se volteó al revés los bolsillos: veinticinco centavos y una
moneda norteamericana que usaba como amuleto desde la Universidad. El sirio
Moisés cogió los veinticinco centavos.
—Llévese lo que quiera y
me lo paga cuando quiera —dijo. Hizo cantar las monedas en la gaveta vacía—. No
quiero que me den las doce sin hacer el nombre de Dios.
De manera que al golpe de
las doce el juez Arcadio entró a casa cargado de regalos para su mujer. Se
sentó en la cama a cambiarse los zapatos mientras ella se envolvía el cuerpo en
un corte de seda estampada. Imaginó su apariencia, después del parto, con el
vestido nuevo. Le dio un beso a su marido en la nariz. El trató de esquivarla,
pero ella se fue de bruces sobre él, de través en la cama. Permanecieron
inmóviles. El juez Arcadio le pasó la mano por la espalda, sintiendo el calor
del vientre voluminoso, hasta cuando percibió la palpitación de sus riñones.
Ella levantó la cabeza.
Murmuró, con los dientes apretados:
—Espérate y cierro la
puerta.
El alcalde esperó hasta
cuando acabaron de instalar la última casa. En veinte horas habían construido
una calle nueva, ancha y pelada, que terminaba de golpe en la pared del
cementerio. Después de ayudar a colocar los muebles trabajando hombro a hombro
con los propietarios, el alcalde entró asfixiándose a la cocina más próxima. La
sopa hervía en un fogón de piedras improvisado en el suelo. Destapó la olla de
barro y aspiró por un instante la humareda. Del otro lado del fogón una mujer
enjuta de ojos grandes y apacibles lo observó en silencio.
—Se almuerza —dijo el
alcalde.
La mujer no respondió. Sin
ser invitado, el alcalde se sirvió un plato de sopa. Entonces la mujer fue al
cuarto a buscar un asiento y lo puso frente a la mesa para que el alcalde se
sentara. Mientras tomaba la sopa, examinó el patio con una especie de terror
reverencial. Ayer, aquél era un solar pelado. Ahora había ropa puesta a secar y
dos cerdos revolcándose en el fango.
—Pueden hasta sembrar
—dijo.
La mujer respondió sin
levantar la cabeza: «Se lo comen los puercos». Después sirvió en un mismo plato
Un pedazo de carne sancochada, dos trozos de yuca y medio plátano verde y lo
llevó a la mesa. De un modo ostensible, puso en aquel acto de generosidad toda
la indiferencia de que era capaz. El alcalde, sonriendo, buscó con los suyos los
ojos de la mujer.
—Hay para todos —dijo.
Quiera Dios que se le
indigeste —dijo la mujer, sin mirarlo.
El pasó por alto el mal
deseo. Se dedicó por entero al almuerzo, sin ocuparse de los chorros de sudor
que descendían por su cuello. Cuando terminó, la mujer recogió el plato vacío,
todavía sin mirarlo.
—¿Hasta cuándo van a
seguir así? —preguntó el alcalde.
La mujer habló sin que se
alterara su expresión apacible.
—Hasta que nos resuciten
los muertos que nos mataron.
—Ahora es distinto
—explicó el alcalde—. El nuevo Gobierno se preocupa por el bienestar de los
ciudadanos. Ustedes, en cambio…
La mujer le interrumpió.
—Son los mismo con las
mismas…
—Un barrio como éste,
construido en veinticuatro horas, era una cosa que no se veía antes —insistió
el alcalde—. Estamos tratando de hacer un pueblo decente.
La mujer recogió la ropa
limpia en el alambre y la llevó al cuarto. É1 alcalde la siguió con la mirada
hasta escuchar la respuesta:
—Este era un pueblo
decente antes que vinieran ustedes.
No esperó el café.
«Desagradecidos —dijo—. Les estamos regalando tierra y todavía se quejan». La
mujer no replicó. Pero cuando el alcalde atravesó la cocina en dirección a la
calle, murmuró inclinada sobre el fogón:
—Aquí será peor. Más nos
acordaremos de ustedes con los muertos en el traspatio.
El alcalde trató de hacer
una siesta mientras llegaban las lanchas. Pero no resistió el calor. La
hinchazón de la mejilla había empezado a ceder. Sin embargo, no se sentía bien.
Siguió el curso imperceptible del río durante dos horas, oyendo el pito de una
chicharra dentro del cuarto. No pensaba en nada.
Cuando oyó el motor de las
lanchas, se desnudó, se secó el sudor con una toalla y se cambió de uniforme.
Luego buscó la chicharra, la agarró con el pulgar y el índice y salió a la
calle. De la multitud que esperaba las lanchas surgió un niño limpio, bien
vestido, que le cerró el paso con una ametralladora de material plástico. El
alcalde le dio la chicharra.
Un momento después,
sentado en el almacén del sirio Moisés, observó la maniobra de las lanchas. El
puerto hirvió durante diez minutos. El alcalde sintió pesadez de estómago una
punta de dolor de cabeza, y recordó el mal deseo de la mujer. Luego se
tranquilizó, observando a los viajeros que atravesaban la plataforma de madera,
y estiraban los músculos después de ocho horas de inmovilidad.
—La misma vaina —dijo.
El sirio Moisés le hizo
caer en la cuenta de una novedad: llegaba un circo. El alcalde advirtió que era
cierto, aunque no habría podido decir por qué. Tal vez por un montón de palos y
trapos de colores amontonados en el techo de la lancha, por dos mujeres
exactamente iguales embutidas en idénticos trajes de flores, como una misma
persona repetida.
—Al menos viene un circo
—murmuró.
El sirio Moisés habló de
fieras y malabaristas. Pero el alcalde tenía otra manera de pensar en el circo.
Con las piernas estiradas miró la punta de sus botas.
—El pueblo progresa —dijo.
El sirio Moisés dejó de
abanicarse. «¿Sabes cuánto he vendido hoy?», preguntó. El alcalde no arriesgó
ningún cálculo, pero esperó la respuesta.
—Veinticinco centavos
—dijo el sirio.
En ese instante, el
alcalde vio al telegrafista abriendo el saco del correo para entregar la
correspondencia al doctor Giraldo. Lo llamó. El correo oficial venía en un
sobre distinto. Rompió los sellos se dio cuenta de que eran comunicaciones
rutinarias y hojas impresas de propaganda del régimen. Cuando acabó de leer, el
muelle estaba transformado: bultos de mercancía, huacales de gallinas y los
enigmáticos artefactos del circo. Empezaba a atardecer. Se incorporó
suspirando:
—Veinticinco centavos.
—Veinticinco centavos
—repitió el sirio con su voz sólida, casi sin aliento.
El doctor Giraldo observó
hasta el final el descargue de las lanchas. Fue él quien dirigió la atención
del alcalde hacia una mujer vigorosa, de apariencia hierática, con varios
juegos de pulseras en ambos brazos. Parecía esperar al Mesías bajo una
sombrilla de colores. El alcalde no se detuvo a pensar en la recién llegada.
—Debe ser la domadora —dijo.
—En cierto modo tiene
razón —dijo el doctor Giraldo, mordiendo las palabras con su doble hilera de
piedras afiladas—. Es la suegra de César Montero.
El alcalde siguió de
largo. Miró el reloj: las cuatro menos veinticinco. En la puerta del cuartel el
guardia le informó que el padre Ángel lo había esperado media hora y que
volvería a las cuatro.
De nuevo en la calle, sin
saber qué hacer vio al dentista en la ventana del gabinete y se acercó a
pedirle fuego. El dentista se lo dio, observando la mejilla todavía hinchada.
—Ya estoy bien —dijo el
alcalde.
Abrió la boca. El dentista
observó:
—Hay varias piezas por
calzar.
El alcalde se ajustó el
revólver al cinto. «Por aquí vendré», decidió. El dentista no cambió de
expresión.
—Venga cuando quiera, a
ver si se cumplen mis deseos de que se muera en mi casa.
El alcalde le dio una
palmada en el hombro. «No se cumplirán», comentó de buen humor. Y concluyó con
los brazos abiertos:
—Mis muelas están por
encima de los partidos.
—¿Entonces no te casas?
La mujer del juez Arcadio
abrió las piernas. «Ni esperanzas, padre —respondió—. Y menos ahora que voy a
parirle un muchacho». El padre Ángel desvió la mirada hacia el río. Una vaca
ahogada, enorme, descendía por el hilo de la corriente, con varios gallinazos
encima.
—Pero será un hijo
ilegítimo —dijo.
—No le hace —dijo ella—.
Ahora Arcadio me trata bien. Si le obligo a que se case, después se siente
amarrado y la paga conmigo.
Se había quitado los
zuecos, y hablaba con las rodillas separadas, los dedos de los pies acaballados
en el travesaño del taburete. Tenía el abanico en el regazo y los brazos
cruzados sobre el vientre voluminoso. «Ni esperanzas, padre», repitió, pues el
padre Ángel permaneció silencioso. «Don Sabas me compró por doscientos pesos,
me sacó el jugo tres meses y después me echó a la calle sin un alfiler. Si
Arcadio no me recoge, me hubiera muerto de hambre». Miró al padre por primera
vez:
—O hubiera tenido que
meterme a puta.
El padre Ángel llevaba
seis meses insistiendo.
—Debes obligarlo a casarse
y a formar un hogar —dijo—. Así, como viven ahora, no sólo estás en una
situación insegura, sino que constituyen un mal ejemplo para el pueblo.
—Es mejor hacer las cosas
francamente —dijo ella—. Otros hacen lo mismo, pero con las luces apagadas.
¿Usted no ha leído los pasquines?
—Son calumnias —dijo el
padre—. Tienes que regularizar tu situación y ponerte a salvo de la
maledicencia.
—¿Yo? —dijo—. No tengo que
ponerme a salvo de nada porque hago todas mis cosas a la luz del día. La prueba
es que nadie se gasta su tiempo poniéndome un pasquín, y en cambio a todos los
decentes de la plaza los tienen empapelados.
—Eres torpe —dijo el
padre—, pero Dios te ha deparado la suerte de conseguir un hombre que te
estima. Por lo mismo debes casarte y formalizar tu hogar.
—Yo no entiendo de esas
cosas —dijo ella—, pero de todos modos, así como estoy tengo donde dormir y no
me falta para comer. —¿Y si te abandona?
Ella se mordió los labios.
Sonrió enigmáticamente al responder:
—No me abandona, padre. Yo
sé por qué se lo digo.
Tampoco esta vez el padre
Ángel se dio por vencido. Le recomendó que al menos asistiera a misa. Ella
respondió que lo haría «un día de éstos», y el padre continuó su paseo en
espera de que llegara la hora de encontrarse con el alcalde. Uno de los sirios
le hizo observar el buen tiempo, pero él no le puso atención. Se interesó en
los pormenores del circo que descargaba sus fieras ansiosas en la tarde
brillante. Allí estuvo asta las cuatro.
El alcalde se despedía del
dentista cuando vio acercarse al padre Ángel. «Puntuales —dijo y le estrechó la
mano—. Puntuales, aunque no esté lloviendo». Resuelto a subir la empinada
escalera del cuartel, el padre Ángel replicó:
—Ni se está acabando el
mundo.
Dos minutos después fue
introducido a la pieza de César Montero.
Mientras duró la
confesión, el alcalde estuvo sentado en el corredor. Se acordó del circo, de
una mujer agarrada a una lengüeta con los dientes, a cinco metros de altura, y
de un hombre con un uniforme azul, bordado en oro, repicando en un redoblante.
Media hora más tarde, el padre Ángel abandonó la pieza de César Montero.
—¿Listo? —preguntó el
alcalde.
El padre Ángel lo examino
con rencor.
—Están cometiendo un
crimen —dijo—. Ese hombre tiene más de cinco días sin comer. Sólo su
constitución física le ha permitido sobrevivir.
—Es su gusto —dijo el
alcalde, tranquilamente.
—No es cierto —dijo el
padre, imprimiendo a su voz una serena energía—. Usted dio orden de que no le
dieran de comer.
El alcalde le apuntó con
el índice.
—Cuidado, padre. Está
violando el secreto de la confesión.
—Esto no hace parte de la
confesión —dijo el padre.
El alcalde se incorporó de
un salto. «No lo tome a la brava —dijo, riendo de pronto—. Si tanto le preocupa,
ahora mismo le ponemos remedio». Hizo venir a un agente y dio orden de que le
llevaran comida del hotel a César Montero. «Que manden un pollo entero, bien
gordo, con un plato de papas y una palangana de ensalada», dijo, y agregó,
dirigiéndose al padre:
—Todo por cuenta del
municipio, padre. Para que vea cómo han cambiado las cosas.
El padre Ángel bajó la
cabeza.
—¿Cuándo lo despacha?
—Las lanchas salen mañana
—dijo el alcalde—. Si entra en razón esta noche, se va mañana mismo. Sólo tiene
que darse cuenta de que estoy tratando de hacerle un favor.
—Un favor un poco caro
—dijo el padre.
—No hay favor que no le
cueste plata a quien la tiene —dijo el alcalde. Fijó sus ojos en los diáfanos
ojos azules del padre Ángel, y agregó—: Espero que usted le haya hecho
comprender todas esas cosas.
El padre Ángel no
respondió. Bajó la escalera y se despidió desde el descanso con un bramido
sordo. Entonces el alcalde atravesó el corredor y entró sin tocar a la pieza de
César Montero.
Era una habitación simple:
un aguamanil y una cama de hierro. César Montero, sin afeitarse, vestido con la
misma ropa con que salió de su casa el martes de la semana anterior, estaba
tumbado en la cama. No movió ni siquiera los ojos cuando oyó al alcalde: «Ya
que arreglaste las cuentas con Dios —dijo éste—, nada más justo que las
arregles conmigo». Rodando una silla hacia la cama se sentó acaballado, con el
pecho contra el espaldar de mimbre. César Montero concentró la atención en las
vigas del techo. No parecía preocupado a pesar de que en la comisura de los
labios se advertían los estragos de una larga conversación consigo mismo. «Tú y
yo no tenemos que andar con rodeos —le oyó decir al alcalde—. Mañana te vas. Si
tienes suerte, dentro de dos o tres meses vendrá un investigador especial. A
nosotros nos corresponde informarlo. En la lancha de la semana siguiente,
regresarás convencido de que hiciste una estupidez».
Hizo una pausa, pero César
Montero siguió imperturbable.
—Después, entre los
tribunales y los abogados te arrancarán por lo menos veinte mil pesos. O más,
si el investigador especial se encarga de decirles que eres millonario.
César Montero volteó la
cabeza hacia él. Fue un movimiento casi imperceptible que sin embargo, hizo
crujir los resortes de la cama.
—Con todo —el alcalde
continuó con una voz de asistente espiritual—, en vueltas y papeleos te
clavarán dos años, si te va bien.
Se sintió examinado desde
la punta de las botas. Cuando la mirada de César Montero llegó hasta sus ojos,
todavía no había terminado de hablar. Pero había cambiado de tono.
—Todo lo que tienes me lo
debes a mí —decía—. Había orden de acabar contigo. Había orden de asesinarte en
una emboscada y de confiscar tus reses para que el Gobierno tuviera cómo
atender a los enormes gastos de las elecciones en todo el Departamento. Tú
sabes que otros alcaldes lo hicieron en otros municipios. Aquí en cambio,
desobedecimos la orden.
En ese momento percibió la
primera señal de que César Montero pensaba. Abrió las piernas. Con los brazos
apoyados en el espaldar de la silla respondió a un cargo no formulado en voz
alta por su interlocutor:
—Ni un centavo de lo que
pagaste por tu vida fue para mí —dijo—. Todo se gastó en la organización de las
elecciones. Ahora el nuevo Gobierno ha decidido que haya paz y garantías para
todos y yo sigo reventando con mi sueldo mientras tú te pudres en plata.
Hiciste un buen negocio.
César Montero inició el
laborioso proceso de incorporarse. Cuando estuvo en pie, el alcalde se vio a sí
mismo: minúsculo y triste frente a una bestia monumental. Hubo una especie de
fervor en la mirada con que lo siguió hasta la ventana.
—El mejor negocio de tu vida
—murmuró.
La ventana daba sobre el río. César Montero no lo reconoció. Se vio en un
pueblo distinto, frente a un río momentáneo. «Estoy tratando de ayudarte —oyó
decir a sus espaldas—. Todos sabemos que fue una cuestión de honor, pero te
costará trabajo probarlo. Cometiste la estupidez de romper el pasquín». En ese
instante, una tufarada nauseabunda invadió la habitación.
—La vaca —dijo el alcalde—,
debió vararse en alguna parte.
César Montero permaneció
en la ventana, indiferente a la vaharada de putrefacción. No había nadie en la
calle. En el muelle, tres lanchas fondeadas cuya tripulación colgaba las
hamacas para dormir. Al día siguiente a las siete de la mañana, la visión sería
distinta: durante media hora el puerto estaría en ebullición, esperando que
embarcaran al preso. César Montero suspiró. Se metió las manos en los bolsillos
y con ánimo resuelto, pero sin apresurarse, resumió en dos palabras su
pensamiento:
—¿Cuánto es?
La respuesta fue
inmediata:
—Cinco mil pesos en
terneros de un año.
—Y cinco terneros más
—dijo César Montero—, para que me mande esta misma noche, después del cine, en
una lancha expresa.
5
La Lancha lanzó un
silbido, dio la vuelta en el centro del río y la muchedumbre concentrada en el
muelle y las mujeres en las ventanas, vieron por última vez a Rosario de
Montero junto a su madre, sentada en el mismo baúl de hojalata con que
desembarcó en el pueblo siete años antes. Afeitándose en la ventana del
consultorio, el doctor Octavio Giraldo tuvo la impresión de que aquel era en
cierto modo un viaje de regreso a la realidad.
El doctor Giraldo la había
visto la tarde de su llegada, con su escuálido uniforme de normalista y sus
zapatos de hombre, averiguando en el puerto quién le cobraba menos por llevarle
el baúl hasta la escuela. Parecía dispuesta a envejecer sin ambiciones en aquel
pueblo cuyo nombre vio escrito por primera vez —según ella misma contaba— en la
papeleta que sacó de un sombrero cuando sortearon entre once aspirantes seis
puestos disponibles. Se instaló en un cuartito de la escuela, con una cama de
hierro y un aguamanil, dedicada en sus horas libres a bordar manteles mientras
hervía la mazamorra en el reverbero de petróleo. Ese mismo año, por Navidad,
conoció a César Montero en una verbena escolar. Era un soltero cimarrón de
origen oscuro, enriquecido en la extracción de maderas, que vivía en la selva
virgen entre perros montunos y no aparecía en el pueblo sino de manera
ocasional, siempre sin afeitarse, con unas botas de tacones herrados y una
escopeta de dos cañones. Fue como si otra vez hubiera sacado del sombrero la
papeleta premiada, pensaba el doctor Giraldo con la barba embadurnada de
espuma, cuando una tufarada nauseabunda lo sacó de sus recuerdos.
Una bandada de gallinazos
se dispersó en la ribera opuesta, espantados por la oleada de la lancha. El
tufo de la podredumbre permaneció un momento sobre el muelle, se meció en la
brisa matinal y entró hasta el fondo de las casas.
—¡Todavía, carajo!
—exclamó el alcalde en el balcón de su dormitorio, observando la dispersión de
gallinazos—. La puta vaca.
Se tapó la nariz con un
pañuelo, entró al dormitorio y cerró la puerta del balcón. Dentro persistía el
olor. Sin quitarse la gorra colgó el espejo de un clavo e inició una cuidadosa
tentativa de afeitarse la mejilla todavía un poco inflamada. Un momento
después, el empresario del circo llamó a la puerta.
El alcalde lo hizo sentar,
observándolo por el espejo mientras se afeitaba. Tenía una camisa a cuadros
negros, pantalones de montar con polainas y una fusta con que se daba
golpecitos sistemáticos en la rodilla.
—Ya me pusieron la primera
queja de ustedes —dijo el alcalde acabando de arrastrar con la navaja los
rastrojos de dos semanas de desesperación—. Anoche mismo.
—¿Qué sería?
—Que están mandando a los
muchachos a robarse los gatos.
—No es cierto —dijo el
empresario—; compramos a peso todo gato que nos lleven sin preguntar de dónde
salió, para alimentar a las fieras. —¿Se los echan vivos?
—Ah, no —protestó el
empresario—; eso despertaría el instinto de crueldad de las fieras.
Después de lavarse, el
alcalde se volvió hacia él frotándose la cara con la toalla. Hasta entonces no
se había dado cuenta de que llevaba anillos con piedras de colores en casi
todos los dedos.
—Pues va a tener que
inventar cualquier otra cosa —dijo—. Cacen caimanes, si quieren, o aprovechen
el pescado que se pierde en este tiempo.
Pero gatos vivos, ni de
vaina.
El empresario se encogió
de hombros y siguió al alcalde hasta la calle.
Grupos de hombres
conversaban en el puerto, a pesar del mal olor de la vaca atascada en las
breñas de la ribera opuesta.
—Maricas —gritó el
alcalde—. En lugar de estarse allí comadreando como mujeres debían haber
organizado desde ayer tarde una comisión para desvarar esa vaca.
Algunos hombres lo
rodearon.
—Cincuenta pesos —propuso
el alcalde—, al que me traiga a la oficina antes de una hora los cachos de esa
vaca.
Un desorden de voces estalló
en el extremo del muelle. Algunos hombres habían oído la oferta del alcalde y
saltaban a las canoas, gritándose desafíos recíprocos mientras soltaban las
amarras. «Cien pesos», dobló el alcalde entusiasmado. «Cincuenta por cada
cacho». Llevó al empresario hasta el extremo del muelle. Ambos esperaron hasta
que las primeras embarcaciones alcanzaron los médanos de la otra orilla.
Entonces el alcalde se
volvió sonriendo hacia el empresario.
—Este es un pueblo infeliz
—dijo.
El empresario afirmó con
la cabeza. «Lo único que nos falta son cosas como ésta —prosiguió el alcalde—.
La gente piensa demasiado en pendejadas por falta de oficio». Poco a poco, un
grupo de niños se había ido formando en torno a ellos.
—Ahí está el circo —dijo
el empresario.
El alcalde lo arrastraba
por el brazo hacia la plaza.
—¿Qué es lo que hacen?
—preguntó.
—De todo —dijo el
empresario—; tenemos un espectáculo muy completo, para chicos y grandes.
—Eso no basta —replicó el
alcalde—. Es necesario además, que lo pongan al alcance de todos.
—También eso lo tenemos en
cuenta —dijo el empresario.
Fueron juntos hasta un
solar baldío detrás del salón de cine, donde habían empezado a parar la carpa.
Hombres y mujeres de aspecto taciturno sacaban trastos y colorines de los
enormes baúles enchapados en latón de fantasía. Cuando siguió al empresario a
través del apelotonamiento de seres humanos y cachivaches, estrechando la mano
de todos, el alcalde se sintió en un ambiente de naufragio. Una mujer robusta,
de ademanes resueltos y la dentadura casi completamente orificada, le examinó
la mano después de estrechársela.
—Hay algo raro en tu
futuro —dijo.
El alcalde retiró la mano,
sin poder reprimir un momentáneo sentimiento de depresión. El empresario le dio
a la mujer un golpecito en el brazo con la fusta. «Deja en paz al teniente», le
dijo sin detenerse, empujando al alcalde hacia el fondo del solar donde estaban
las fieras.
—¿Usted cree en eso? —le
preguntó.
—Depende —dijo el alcalde.
—A mí no han logrado convencerme
—dijo el empresario—. Cuando uno anda en estas cosas termina por no creer sino
en la voluntad humana.
El alcalde contempló los
animales adormecidos por el calor. Las jaulas exhalaban un vapor agrio y cálido
y había una especie de angustia sin esperanzas en la pausada respiración de las
fieras. El empresario acarició con la fusta la nariz de un leopardo que se
retorció en un mimo, quejumbroso.
—¿Cómo se llama? —preguntó
el alcalde.
—Aristóteles.
—Me refiero a la mujer
—aclaró el alcalde.
—Ah —dijo el empresario—;
le decimos Casandra, espejo del porvenir.
El alcalde mostró una
expresión desolada.
—Me gustaría acostarme con
ella —dijo.
—Todo es posible —dijo el
empresario.
La viuda de Montiel
descorrió las cortinas de su dormitorio murmurando: «Los pobrecitos hombres».
Puso en orden la mesa de noche, guardó en la gaveta el rosario y el libro de
oraciones y limpió las suelas de sus babuchas malva en la piel de tigre
extendida frente a la cama. Luego dio una vuelta completa en la habitación para
cerrar con llave el tocador, las tres puertas del escaparate y un armario
cuadrado, sobre el que había un San Rafael de yeso. Por último echó llave a la
habitación.
Mientras descendía por la
amplia escalera de baldosas con laberintos grabados, pensaba en el raro destino
de Rosario de Montero. Cuando la vio cruzar la esquina del puerto, con su
aplicada compostura de escolar a quien le han enseñado a no volver la cabeza,
la viuda de Montiel, asomada a las rendijas de su balcón, presintió que algo
que había empezado a acabarse desde hacía mucho tiempo había por fin terminado.
En el descanso de la
escalera le salió al encuentro el hervor de su patio de feria rural. A un lado
de la baranda había un andamio con quesos envueltos en hojas nuevas; más allá,
en una galería exterior, había sacos de sal arrumados y pellejos de miel, y al
fondo del patio un establo con mulas y caballos, y sillas de montar en los
travesaños. La casa estaba impregnada de un persistente olor a bestia de carga
revuelto con otro olor de curtiembre y molienda de caña.
En la oficina, la viuda
dio los buenos días al señor Carmichael, que separaba fajos de billetes en el
escritorio, mientras comprobaba las cantidades en el libro de cuentas. Al abrir
la ventana sobre el río, la luz de las nueve entró en la sala recargada de
adornos baratos, con grandes butacas enfundadas en forros grises y un retrato
ampliado de José Montiel con un lazo funerario en el marco. La viuda percibió
el vaho de la podredumbre antes de ver las embarcaciones en los médanos de la
ribera opuesta.
—¿Qué pasa en la otra
orilla? —preguntó.
—Están tratando de
desvarar una vaca muerta —respondió el señor Carmichael.
—Entonces era eso —dijo la
viuda—. Toda la noche pase sonando con este olor —miró al señor Carmichael
absorto en su trabajo y agregó—: Ahora sólo nos falta el diluvio.
El señor Carmichael habló
sin levantar la cabeza:
—Empezó hace quince días.
—Así es —admitió la
viuda—; ahora hemos llegado al final. Sólo nos falta acostarnos en una
sepultura, a sol y sereno, hasta que nos venga la muerte.
El señor Carmichael la
escuchaba sin interrumpir sus cuentas. «Hace años nos quejábamos de que no
pasaba nada en este pueblo —prosiguió la viuda—. De pronto empezó la tragedia,
como si Dios hubiera dispuesto que sucedieran juntas todas las cosas que
durante tantos años habían dejado de suceder».
Desde la caja fuerte, el
señor Carmichael se volvió a mirarla y la vio de codos en la ventana, los ojos
fijos en la ribera opuesta. Vestía un traje negro con mangas hasta los puños y
se mordisqueaba las uñas.
—Cuando pasen las lluvias
mejorarán las cosas —dijo el señor Carmichael.
—No pasarán —pronosticó la
viuda—. Las desgracias nunca vienen solas. ¿Usted no vio a Rosario de Montero?
El señor Carmichael la
había visto. «Todo esto es un escándalo sin motivo —dijo—. Si uno presta oídos
a los pasquines termina por volverse loco».
—Los pasquines —suspiró la
viuda.
—A mí ya me pusieron el
mío —dijo el señor Carmichael.
Ella se aproximó al
escritorio con una expresión de estupor. —¿A usted?
—A mí —confirmó el señor
Carmichael—. Me lo pusieron bien grande y bien completo el sábado de la semana
pasada. Parecía un aviso de cine.
La viuda rodó una silla
hacia el escritorio. «Es una infamia —exclamó—. No hay nada que decir de una familia
ejemplar como la suya». El señor Carmichael no estaba alarmado.
—Como mi mujer es blanca,
los muchachos nos han salido de todos los colores —explicó—. Imagínese: son
once.
—Por supuesto —dijo la
viuda.
—Pues decía el pasquín que
yo soy padre solamente de los muchachos negros. Y daban la lista de los padres
de los otros. Enredaron hasta a don Chepe Montiel, que en paz descanse. —¡A mi
marido!
—Al suyo y al de cuatro
señoras más —dijo el señor Carmichael.
La viuda empezaba a
sollozar. «Por fortuna mis hijas están lejos —decía. Dicen que no quieren
volver a este país salvaje donde asesinan a estudiantes en la calle, y yo les
contesto que tienen razón, que se queden en París para siempre».
El señor Carmichael dio
media vuelta a la silla, comprendiendo que el embarazoso episodio de todos los
días había otra vez comenzado.
—Usted no tiene por qué
preocuparse —dijo.
—Al contrario —sollozó la
viuda—. Soy la primera que ha debido enrollar sus corotos y largarse de este
pueblo, aunque se pierdan esas tierras y estos trajines de todo el día que
tanto tienen que ver con la desgracia. No, señor Carmichael: no quiero
bacinillas de oro para escupir sangre.
El señor Carmichael trató
de consolarla.
—Usted tiene que afrontar
sus responsabilidades —dijo—. No se puede tirar una fortuna por la ventana.
—La plata es el cagajón
del diablo —dijo la viuda.
—Pero en este caso es
también el resultado del duro trabajo de don Chepe Montiel.
La viuda se mordió los
dedos.
—Usted sabe que no es
cierto —replicó—. Es dinero mal habido y el primero en pagarlo al morirse sin
confesión fue José Montiel.
No era la primera vez que
lo decía.
—La culpa, naturalmente,
es de ese criminal —exclamó señalando al alcalde que pasaba por la acera
opuesta llevando del brazo al empresario del circo—. Pero es a mí a quien
corresponde la expiación.
El señor Carmichael la
abandonó. Metió en una caja de cartón los fajos de billetes sujetos con hilos
de caucho y desde la puerta del patio llamó a los peones por orden alfabético.
Mientras los hombres
recibían la paga del miércoles, la viuda de Montiel los sentía pasar sin
responder a los saludos. Vivía sola en la sombría casa de nueve cuartos donde
murió la Mamá Grande, y que José Montiel había comprado sin suponer que su
viuda tendría que sobrellevar en ella su soledad hasta la muerte. De noche,
mientras recorría con la bomba del insecticida los aposentos vacíos, se
encontraba a la Mamá Grande destripando piojos en los corredores, y le
preguntaba: «¿Cuándo me voy a morir?». Pero aquella comunicación feliz con el
más allá no había logrado sino aumentar su incertidumbre, porque las
respuestas, como las de todos los muertos, eran tontas y contradictorias.
Poco después de las once,
la viuda vio a través de las lágrimas al padre Ángel atravesando la plaza.
«Padre, padre», llamó, sintiendo que con aquella llamada estaba dando un paso
final. Pero el padre Ángel no la oyó. Había tocado en la casa de la viuda de
Asís, en la acera de enfrente, y la puerta se había entreabierto de un modo
sigiloso para darle paso.
En el corredor desbordado
por el canto de los pájaros, la viuda de Asís yacía en una silla de lienzo, la
cara cubierta con un pañuelo embebido en agua de Florida. Por la manera de
llamar a la puerta supo que era el padre Ángel, pero prolongó el alivio
momentáneo hasta cuando escuchó el saludo. Entonces se descubrió el rostro
estragado por el insomnio.
—Perdone, padre —dijo—, no
lo esperaba tan temprano.
El padre Ángel ignoraba
que se le había llamado para almorzar. Se excusó, un poco ofuscado, diciendo
que también él había pasado la maña56 na con dolor de cabeza y había preferido
atravesar la plaza antes de que empezara el calor.
—No importa —dijo la
viuda—. Sólo quise decir que me encuentra hecha un desastre.
El padre sacó del bolsillo
un breviario desencuadernado. «Si quiere, puede reposar un rato más mientras yo
rezo», dijo. La viuda se opuso.
—Me siento mejor —dijo.
Caminó hasta el extremo
del corredor, con los ojos cerrados, y al regreso extendió el pañuelo con
extremada pulcritud en el brazo de la silla plegadiza. Cuando se sentó frente
al padre Ángel parecía varios años más joven.
—Padre —dijo entonces sin
dramatismo—; necesito de su ayuda.
El padre Ángel guardó el
breviario en el bolsillo.
—A sus órdenes.
—Se trata otra vez de
Roberto Asís.
Contrariando su promesa de
olvidar el pasquín, Roberto Asís se había despedido el día anterior hasta el
sábado, y había vuelto intempestivamente a la casa a la misma noche. Desde
entonces hasta el amanecer, cuando lo venció la fatiga, había estado sentado en
la oscuridad del cuarto, esperando al supuesto amante de su mujer.
El padre Ángel la escuchó
perplejo.
—Esto no tiene fundamento
—dijo.
—Usted no conoce a los
Asís, padre —replicó la viuda—. Llevan el infierno en la imaginación.
—Rebeca conoce mi punto de
vista sobre los pasquines —dijo—. Pero si usted lo quiere, puedo hablar también
con Roberto Asís.
—De ninguna manera —dijo
la viuda—. Eso sería atizar la hoguera. En cambio, si usted se ocupara de los
pasquines en el sermón del domingo, estoy segura de que Roberto Asís se
sentiría llamado a la reflexión.
El padre Ángel se abrió de
brazos.
—Imposible —exclamó—.
Sería darle a las cosas una importancia que no tienen.
—Nada es más importante
que evitar un crimen. —¿Usted cree que llegue a esos extremos?
—No sólo lo creo —dijo la
viuda—, sino que estoy segura de que no me bastarán mis fuerzas para impedirlo.
Un momento después se
sentaron a la mesa. Una sirvienta descalza llevó arroz con frijoles, legumbres
sancochadas y una fuente con albóndigas cubiertas de una salsa parda y espesa.
El padre Ángel se sirvió en silencio. La pimienta picante, el profundo silencio
de la casa y la sensación de desconcierto que en aquel instante ocupaba su
corazón, lo transportaron de nuevo a su escueto cuartito de principiante en el
ardiente mediodía de Macondo. En un día como aquél, polvoriento y cálido, había
rehusado dar cristiana sepultura a un ahorcado a quien los duros habitantes de
Macondo se negaban a enterrar.
Se desabotonó el cuello de
la sotana para soltar el sudor.
—Está bien —dijo a la
viuda—. Entonces procure que Roberto Asís no falte a la misa del domingo.
La viuda de Asís lo
prometió.
El doctor Giraldo y su
esposa, que nunca hacían la siesta, ocuparon la tarde en la lectura de un
cuento de Dickens. Estuvieron en la terraza interior, él en la hamaca,
escuchando con los dedos entrelazados en la nuca; ella con el libro en el
regazo, leyendo de espaldas a los rombos de luz donde ardían los geranios. Hizo
una lectura desapasionada, con un énfasis profesional, sin cambiar de posición
en la silla. No levantó la cabeza hasta el final, pero aún entonces permaneció
con el libro abierto en las rodillas, mientras su esposo se lavaba en el platón
del aguamanil. El calor anunciaba tormenta.
—¿Es un cuento largo?
—preguntó ella, después de pensarlo cuidadosamente.
Con los escrupulosos
movimientos aprendidos en la sala de cirugía, el médico retiró la cabeza del
platón. «Dicen que es una novela corta —dijo frente al espejo, amasando la
brillantina—. Yo diría más bien que es un cuento largo». Se frotó con los dedos
la vaselina en el cráneo y concluyó:
—Los críticos dirían que
es un cuento corto, pero largo.
Se vistió en lino blanco
ayudado por su mujer. Había podido confundirse con una hermana mayor, no sólo
por la apacible devoción con que lo atendía, sino por la frialdad de los ojos
que la hacían parecer una persona de más edad. Antes de salir, el doctor
Giraldo le indicó la lista y el orden de las visitas, por si se presentaba un
caso urgente, y movió las manecillas del reloj de propaganda en la sala de
espera: El doctor vuelve a las cinco.
La calle zumbaba de calor.
El doctor Giraldo caminó por la acera de sombra perseguido por un
presentimiento: a pesar de la dureza del aire no llovería esa tarde. El pito de
las chicharras hacía más intensa la soledad del puerto, pero la vaca había sido
removida y arrastrada por la corriente, y el olor de la podredumbre había
dejado en la atmósfera un enorme vacío.
El telegrafista lo llamó
desde el hotel.
—¿Recibió un telegrama?
El doctor Giraldo no lo
había recibido.
—Avise condiciones
despacho, firmado Arcofán —citó de memoria el telegrafista.
Fueron juntos a la
telegrafía. Mientras el médico escribía una respuesta, el empleado empezó a
cabecear.
—Es el ácido muriático
—explicó el médico sin una gran convicción científica. Y a pesar de su
presentimiento, agregó consoladoramente cuando acabó de escribir: «Tal vez
llueva esta noche».
El telegrafista contó las
palabras. El médico no le puso atención. Estaba pendiente de un voluminoso
libro abierto junto al manipulador. Preguntó si era una novela.
—Los Miserables, Víctor
Hugo —telegrafió el telegrafista. Selló, la copia del telegrama y regresó a la
baranda con el libro—. Creo que con éste demoramos hasta diciembre.
Desde hacía años sabía el
doctor Giraldo que el telegrafista ocupaba sus horas libres en transmitirle
poemas a la telegrafista de San Bernardo del Viento. Ignoraba que también
leyera novelas.
—Ya esto es en serio
—dijo, hojeando el manoseado mamotreto que despertó en su memoria confusas
emociones de adolescente—. Alejandro Dumas sería más apropiado.
—A ella le gusta éste
—explicó el telegrafista—. ¿Ya la conoces?
El telegrafista negó con
la cabeza.
—Pero es lo mismo —dijo—;
la reconocería en cualquier parte del mundo por los saltitos que da siempre en
la erre.
También aquella tarde
reservó el doctor Giraldo una hora para don Sabas. Lo encontró exhausto en la
cama, envuelto en una toalla desde la cintura.
—¿Estaban buenos los
caramelos? —preguntó el médico.
—Es el calor —se lamentó
don Sabas, volviendo hacia la puerta su enorme cuerpo de abuela—. Me puse la
inyección después del almuerzo.
El doctor Giraldo abrió el
maletín en una mesa preparada junto a la ventana. Las chicharras pitaban en el
patio, y la habitación tenía una temperatura vegetal. Sentado en el patio, don
Sabas orinó con un manantial lánguido. Cuando el médico tomó en el tubo de
cristal la muestra del líquido ambarino, el enfermo se sintió reconfortado.
Dijo, observando el análisis:
—Mucho cuidado, doctor,
que no me quiero morir sin saber cómo termina esta novela.
El doctor Giraldo echó una
pastilla azul en la muestra. —¿Cuál novela?
—Los pasquines.
Don Sabas lo siguió con
una mirada mansa hasta cuando acabó de calentar el tubo en el mechero de
alcohol. Olfateó. Los descoloridos ojos del enfermo lo esperaron con una
pregunta.
—Está bien —dijo el
médico, mientras vertía la muestra en el patio. Luego escrutó a don Sabas—:
¿Usted también está pendiente de eso?
—Yo no —dijo el enfermo—.
Pero estoy gozando como japonés con el susto de la gente.
El doctor Giraldo
preparaba la jeringuilla hipodérmica.
—Además —siguió diciendo
don Sabas—, ya el mío me lo pusieron hace dos días. Las mismas pendejadas: las
vainas de mis hijos y el cuento de los burros.
El médico presionó la
arteria de don Sabas con una sonda de caucho. El enfermo insistió en la
historia de los burros, pero tuvo que contarla porque el doctor no creía
conocerla.
—Fue un negocio de burros
que tuve hace como veinte años —dijo—. Daba la casualidad que todos los burros
vendidos por mí amanecían muertos a los dos días, sin huellas de violencia.
Ofreció el brazo de carnes
fláccidas para que el médico tomara la muestra de sangre; el doctor Giraldo
selló el pinchazo con algodón, don Sabas flexionó el brazo. —¿Pues sabe usted
qué inventó la gente?
El médico movió la cabeza.
—Corrió la bola de que era
yo mismo el que entraba de noche a las huertas y les disparaba adentro a los
burros, metiéndoles el revólver por el culo.
El doctor Giraldo guardó
en el bolsillo del saco el tubo de cristal con la muestra de sangre.
—Esa historia tiene toda
la apariencia de ser verdad —dijo.
—Eran las culebras —dijo
don Sabas, sentado en la cama como un ídolo oriental—. Pero de todos modos, se
necesita ser bien pendejo para escribir un pasquín con lo que sabe todo el
mundo.
—Esa ha sido siempre una
característica de los pasquines —dijo el médico—. Dicen lo que todo el mundo
sabe que por cierto es casi siempre la verdad.
Don Sabas sufrió un crisis
momentánea. «De veras», murmuró, secándose con la sábana el sudor de los
párpados abombados. Inmediatamente reaccionó:
—Lo que pasa es que en
este país no hay una sola fortuna que no tenga a la espalda un burro muerto.
El médico recibió la frase
inclinado sobre el aguamanil. Vio reflejada en el agua su propia reacción: un
sistema dental tan correcto que no parecía natural. Buscando al paciente por
encima del hombro, dijo:
—Yo siempre he creído, mi
querido don Sabas, que su única virtud es la desvergüenza.
El enfermo se entusiasmó.
Los golpes de su médico le producían una especie de juventud repentina. «Esa, y
mi potencia sexual», dijo, acompañando las palabras con una flexión del brazo
que pudo ser un estímulo para la circulación, pero que al médico le pareció de
una expresiva procacidad. Don Sabas dio un saltito con las nalgas.
—Por eso me muero de risa
de los pasquines —prosiguió—. Dicen que mis hijos se llevan por delante a
cuanta muchachita empieza a despuntar por esos montes, y yo digo: son hijos de
su padre.
Antes de despedirse, el
doctor Giraldo tuvo que escuchar una recapitulación espectral de las aventuras
sexuales de don Sabas.
—Dichosa juventud —exclamó
finalmente el enfermo—. Tiempos felices en que una muchachita de dieciséis años
costaba menos que una novilla.
—Esos recuerdos le
aumentarán la concentración del azúcar —dijo el médico.
Don Sabas abrió la boca.
—Al contrario —replicó—.
Son mejores que sus malditas inyecciones de insulina.
Cuando salió a la calle,
el médico llevaba la impresión de que por las arterias de don Sabas había
empezado a circular un caldo suculento. Pero otra cosa le preocupaba entonces:
los pasquines. Desde hacía días llegaban rumores a su consultorio. Esa tarde,
después de la visita a don Sabas, cayó en la cuenta de que en realidad no había
oído hablar de otra cosa desde hacía una semana.
Hizo varias visitas en la
hora siguiente, y en todas le hablaron de los pasquines. Escuchó los relatos
sin hacer comentarios, aparentando una risueña indiferencia, pero en realidad
tratando de llegar a una conclusión. Regresaba al consultorio cuando el padre
Ángel, que salía de donde la viuda de Montiel, lo rescató de sus reflexiones.
—¿Cómo están esos
enfermos, doctor? —preguntó el padre Ángel.
—Los míos están bien,
padre —contestó el médico—. ¿Y los suyos?
El padre Ángel se mordió
los labios. Tomó al médico del brazo y empezaron a cruzar la plaza. —¿Por qué
me lo pregunta?
—No sé —dijo el médico—.
Tengo noticias de que hay una epidemia grave en su clientela.
El padre Ángel hizo una
desviación que al médico le pareció deliberada.
—Vengo de hablar con la
viuda de Montiel dijo. A esa pobre mujer los nervios la tienen aniquilada.
—Puede ser la conciencia,
—dijo el médico.
—Es la obsesión de la
muerte.
Aunque vivían en
direcciones opuestas, el padre Ángel lo acompañaba hacia su consultorio.
—En serio, padre —reanudó
el médico—. ¿Usted qué piensa de los pasquines?
—No pienso en ellos —dijo
el padre—. Pero si usted me obligara a hacerlo, le diría que son obra de la
envidia en un pueblo ejemplar.
—Así no diagnosticábamos
los médicos ni en la Edad Media —replicó el doctor Giraldo.
Se detuvieron frente al
consultorio. Abanicándose lentamente, el padre Ángel repitió por segunda vez en
ese día que «no hay que darle a las cosas la importancia que no tienen». El
doctor Giraldo se sintió sacudido por una recóndita desesperación. —¿Cómo sabe
usted, padre, que no hay nada cierto en lo que dicen los pasquines?
—Lo sabría por el
confesionario.
El médico le miró
fríamente a los ojos.
—Más grave aún si no lo
sabe por el confesonario —dijo.
Aquella tarde, el padre
Ángel observó que también en la casa de los pobres se hablaba de los pasquines,
pero de un modo diferente y hasta con una saludable alegría. Comió con apetito,
después de asistir a la oración con una espina de dolor de cabeza que atribuyó
a las albóndigas del almuerzo. Luego buscó la calificación moral de la
película, y por primera vez en su vida experimentó un oscuro sentimiento de
soberbia cuando dio las doce campanadas rotundas de la prohibición absoluta.
Por último recostó un taburete en la puerta de la calle, sintiendo que su
cabeza reventaba de dolor, y se dispuso a verificar públicamente quiénes
entraban al cine contraviniendo su advertencia.
Entró el alcalde.
Acomodado en un rincón de la platea, fumó dos cigarrillos antes de que empezara
la película. La encía estaba completamente desinflamada, pero el cuerpo padecía
aún la memoria de las noches pasadas y los estragos de los analgésicos, y los
cigarrillos le produjeron náuseas.
El salón de cine era un
patio cercado con un muro de cemento, techado con láminas de zinc hasta la
mitad de la platea, y con una hierba que parecía revivir cada mañana, abonada
con chicle y colillas de cigarrillos. Por un momento, el alcalde vio flotando
las bancas de madera sin cepillar, la reja de hierro que separaba las lunetas
de la galería, y advirtió una ondulación de vértigo en el espacio pintado de
blanco en la pared del fondo, donde se proyectaba la película.
Se sintió mejor cuando las
luces se apagaron. Entonces cesó la música estridente del parlante, pero se
hizo más intensa la vibración del generador eléctrico instalado en una caseta
de madera junto al proyector.
Antes de la película
pasaron vidrios de propaganda. Un tropel de susurros ahogados, pasos confusos y
risas entrecortadas, removió por breves minutos la penumbra. Momentáneamente
sobresaltado, el alcalde pensó que aquel ingreso clandestino tenía el carácter
de una subversión contra las rígidas normas del padre Ángel.
Aunque sólo hubiera sido
por la estela de agua de colonia habría reconocido al propietario del cine
cuando pasó junto a él.
—Bandolero —le susurró,
agarrándolo por el brazo—. Tendrás que pagar un impuesto especial.
Riendo entre dientes, el
propietario ocupó el puesto vecino.
—La película es buena
—dijo.
—Por mí —dijo el alcalde—,
preferiría que todas fueran malas. No hay nada más aburrido que el cine moral.
Años antes, nadie había
tomado muy en serio aquella censura de campanas. Pero cada domingo, en la misa
mayor el padre Ángel señalaba desde el púlpito y expulsaba dela iglesia a las
mujeres que durante la semana habían contravenido su advertencia.
—La salvación ha sido la
puertecita de atrás —dijo el propietario.
El alcalde había empezado
a seguir el envejecido noticiero. Habló haciendo una pausa cada vez que
encontraba en la pantalla un punto de interés.
—En todo es lo mismo
—dijo—. El cura no les da la comunión a las mujeres que llevan mangas cortas, y
ellas siguen usando mangas cortas, pero se ponen mangas postizas antes de
entrar a misa.
Después del noticiero
pasaron los avances de la película de la semana siguiente. Los vieron en
silencio. Al terminar, el propietario se inclinó hacia el alcalde.
—Teniente —le susurró—;
cómpreme esta vaina.
El alcalde no apartó la
vista de la pantalla.
—No es negocio.
—Para mí no —dijo el
propietario—. Pero en cambio para usted sería una mina. Es claro: a usted no le
vendría el cura con el cuento de los toquecitos.
El alcalde reflexionó
antes de responder.
—Me suena —dijo.
Pero no se dejó concretar.
Subió los pies en la banca de delante y se perdió en los vericuetos de un drama
enrevesado que a la postre, según pensó, no merecía cuatro campanadas.
Al salir del cine se
demoró en el salón de billar, donde se jugaba a la lotería. Hacía calor y el
radio transpiraba una música pedregosa. Después de tomarse una botella de agua
mineral, el alcalde se fue a dormir.
Caminó despreocupadamente
por la ribera, sintiendo en la oscuridad el río crecido, el rumor de sus
entrañas y un olor de animal grande. Frente a la puerta del dormitorio, dando
un salto hacia atrás, desenfundó el revólver.
—Salga a la luz —dijo con
voz tensa—, o lo quemo.
Una voz muy dulce salió de
la oscuridad.
—No sea nervioso,
teniente.
Permaneció con el revólver
montado hasta cuando la persona escondida salió a la luz. Era Casandra.
—Te escapaste por un pelo
—dijo el alcalde.
La hizo subir al
dormitorio. Durante un largo rato Casandra habló siguiendo una trayectoria
accidentada. Se había sentado en la hamaca y mientras hablaba se quitó los
zapatos y miró con un cierto candor las uñas de sus pies pintadas de rojo vivo.
Sentado frente a ella,
abanicándose con la gorra, el alcalde siguió la conversación con una corrección
convencional. Había vuelto a fumar.
Cuando dieron las doce,
ella se tendió bocabajo en la hamaca, extendió hacia él un brazo adornado con
un juego de pulseras sonoras y le pellizcó la nariz.
—Es tarde, niño —dijo—.
Apaga la luz.
El alcalde sonrió.
—No era para eso —dijo.
Ella no comprendió.
—¿Sabe echar la suerte?
—preguntó el alcalde.
Casandra volvió a sentarse
en la hamaca. «Desde luego», dijo. Y después, habiendo comprendido, se puso los
zapatos.
—Pero no traje la baraja
—dijo.
—El que come tierra
—sonrió el alcalde— carga su terrón.
Sacó unos naipes gastados
del fondo de la maleta. Ella examinó cada carta, al derecho y al revés, con una
atención seria. «Los otros naipes son mejores —dijo—. Pero de todos modos, lo
importante es la comunicación». El alcalde rodó una mesita, se sentó frente a
ella, y Casandra puso el naipe.
—¿Amor o negocios?
—preguntó.
El alcalde se secó el
sudor de las manos.
—Negocios —dijo.
6
Un burro sin dueño se
protegió de la lluvia bajo el alero de la casa rural, y estuvo toda la noche
dando coces contra la pared del dormitorio. Fue una noche sin sosiego. Después
de haber logrado un sueño abrupto al amanecer, el padre Ángel despertó con la
impresión de estar cubierto de polvo. Los nardos dormidos bajo la llovizna, el
olor del excusado y luego el interior lúgubre de la ig1esia después que se
desvanecieron las campanadas de las cinco, todo parecía confabulado para hacer
de aquélla una madrugada difícil.
Desde la sacristía, donde
se vistió para decir la misa, sintió a Trinidad haciendo su cosecha de ratones
muertos, mientras entraban en la iglesia las mujeres sigilosas de los días
ordinarios. Durante la misa advirtió con una progresiva exasperación las equivocaciones
del acólito, su latín montaraz, y llegó al último instante con el sentimiento
de frustración que lo atormentaba en las malas horas de su vida.
Se dirigía a desayunar
cuando Trinidad le salió al paso con una expresión radiante. «Hoy cayeron seis
más», dijo haciendo sonar los ratones muertos dentro de la caja. El padre Ángel
trató de sobreponerse a la zozobra.
—Magnífico —dijo—. A este
paso, sería cuestión de encontrar los nidos, para acabar de exterminarlos por
completo.
Trinidad había encontrado
los nidos. Explicó cómo había localizado los agujeros en distintos lugares del
templo, especialmente en la torre y en el baptisterio, y cómo los había tapado
con asfalto. Aquella mañana había encontrado un ratón enloquecido golpeándose
contra las paredes después de haber buscado toda la noche la puerta de su casa.
Salieron al patiecito
empedrado donde las primeras varas de nardo empezaban a enderezarse. Trinidad
se demoró echando los ratones muertos en el excusado. Cuando entró al despacho,
el padre Ángel se disponía a desayunar, después de haber apartado el mantelillo
bajo el cual aparecía todas las mañanas, como en una suerte de
prestidigitación, el desayuno que le mandaba la viuda de Asís.
—Se me había olvidado que
no he podido comprar el arsénico —dijo Trinidad al entrar—. Don Lalo Moscote
dice que no puede venderse sin orden del médico.
—No será necesario —dijo
el padre Ángel—. Se morirán todos asfixiados en la cueva.
Acercó la silla a la mesa
y empezó a disponer la taza, el plato con rebanadas de bollo limpio y la
cafetera con un dragón japonés grabado, mientras Trinidad abría la ventana.
«Siempre es mejor estar preparados por si vuelven», dijo ella. El padre Ángel
se sirvió el café y de pronto se detuvo y miró a Trinidad con su bata sin forma
y sus botines de inválida, acercándose a la mesa.
—Te preocupas demasiado
por eso —dijo.
El padre Ángel no
descubrió, ni entonces ni antes ningún indicio de inquietud en la apretada
maraña de las cejas de Trinidad. Sin poder reprimir un ligero temblor de los dedos,
acabó de servirse el café, le echó dos cucharaditas de azúcar, y empezó a
revolver la taza con la mirada fija en el crucifijo colgado en la pared.
—¿Desde cuándo no te
confiesas?
—Desde el viernes
—contestó Trinidad.
—Dime una cosa —dijo el
padre Ángel—. ¿Me has ocultado alguna vez algún pecado?
Trinidad negó con la
cabeza.
El padre Ángel cerró los
ojos. De pronto dejó de revolver el café, ruso la cuchara sobre el plato, y
agarró a Trinidad por el brazo.
—Arrodíllate —dijo.
Desconcertada. Trinidad
puso la caja de cartón en el suelo se arrodilló frente a él. «Reza el Yo
Pecador», dijo el padre Ángel, habiendo conseguido para su voz el tono paternal
del confesionario. Trinidad cerró los puños contra el pecho, rezando en un
murmullo indescifrable, hasta cuando el padre le puso la mano en el hombro y
dijo:
—Bueno.
—He dicho mentiras —dijo
Trinidad.
—Qué más.
—He tenido malos
pensamientos.
Era el orden de su
confesión. Enumeraba siempre los mismos pecados de un modo general, y siempre
en el mismo orden. Aquella vez, sin embargo, el padre Ángel no pudo resistir a
la urgencia de profundizar.
—¿Por ejemplo? —dijo.
—No sé —vaciló Trinidad—.
A veces se tienen malos pensamientos.
El padre Ángel se
enderezó. —¿No se te a pasado nunca por la cabeza la idea de quitarte la vida?
—Ave María Purísima
—exclamó Trinidad sin levantar la cabeza, golpeando al mismo tiempo con los
nudillos la pata de la mesa. Luego respondió—: No, padre.
El padre Ángel la obligó a
levantar la cabeza, y advirtió, con un sentimiento de desolación, que los ojos
de la muchacha empezaban a llenarse de lágrimas. —¿Quieres decir que el
arsénico es en verdad para los ratones?
—Sí, padre.
—Entonces, ¿por qué
lloras?
Trinidad trató de bajar la
cabeza, pero él le sostuvo el mentón con energía. Se soltó en lágrimas. El
padre Ángel las sintió correr como un vinagre tibio por entre sus dedos.
—Trata de serenarte —le
dijo—. Todavía no has terminado tu confesión.
La dejó desahogarse en un
llanto silencioso. Cuando sintió que había terminado de llorar, le dijo
suavemente:
—Bueno, ahora cuéntame.
Trinidad se sonó la nariz
con la falda, y tragó una saliva gruesa y salada de lágrimas. Al hablar de
nuevo, había recobrado su rara voz baritonal.
—Mi tío Ambrosio me
persigue —dijo.
—Cómo así.
—Quiere que lo deje pasar
una noche en mi cama —dijo Trinidad.
—Sigue.
—No es nada más —dijo
Trinidad—. Por Dios santo que no es nada más.
—No jures —la amonestó el
padre. Luego preguntó con su tranquila voz de confesor—: Dime una cosa: ¿con
quién duermes?
—Con mi mamá y las otras
—dijo Trinidad—. Siete en el mismo cuarto. —¿Y él?
—En el otro cuarto, con
los hombres —dijo Trinidad—. ¿Nunca ha pasado a tu cuarto?
Trinidad negó con la
cabeza.
—Dime la verdad —insistió
el padre Ángel—. Anda, sin ningún temor: ¿nunca ha tratado de pasar a tu
cuarto?
—Una vez. —¿Cómo fue?
—No sé —dijo Trinidad—.
Cuando desperté lo sentí metido dentro del toldo, quietecito, diciéndome que no
quería hacerme nada, sino que quería dormir conmigo porque le tenía miedo a los
gallos. —¿A cuáles gallos?
—No sé —dijo Trinidad—.
Eso fue lo que me dijo. —¿Y tú qué le dijiste?
—Que si no se iba me ponía
a gritar para que se despertara todo el mundo. —¿Y qué hizo?
—Cástula despertó y me
preguntó qué pasaba, yo le dije que nada, que debía ser que estaba soñando, y
entonces él se quedó quietecito, como un muerto, y casi no me di cuenta cuando
salió del toldo.
—Estaba vestido —dijo el
padre de un modo afirmativo.
—Estaba como duerme —dijo
Trinidad—; nada más que con los pantalones.
—No trató de tocarte.
—No, padre.
—Dime la verdad.
—Es cierto, padre
—insistió Trinidad—. Por Dios Santo.
El padre Ángel volvió a
levantarle la cabeza, y se enfrentó a sus ojos humedecidos por un brillo
triste.
—¿Por qué me lo habías
ocultado?
—Me daba miedo. —¿Miedo de
qué?
—No sé, padre.
Le puso la mano en el
hombro y la aconsejó largamente. Trinidad aprobaba con la cabeza. Cuando
llegaron al final, empezó a rezar con ella, en voz muy baja: «Señor mío
Jesucristo, Dios y Hombre verdadero…». Rezaba profundamente, con un cierto
terror, haciendo en el curso de la oración un recuento mental de su vida, hasta
donde se lo permitía la memoria. En el momento de dar la absolución había
empezado a apoderarse de su espíritu un humor de desastre.
El alcalde empujó la
puerta, gritando: «Juez». La mujer del juez Arcadio apareció en el dormitorio
secándose las manos en la falda.
—Tiene dos noches de no
venir —dijo.
—Maldita sea —dijo el
alcalde—. Ayer no apareció por la oficina. Lo estuve buscando por todos lados
para una cuestión urgente y nadie me da razón de él. ¿No tienen idea de dónde
puede estar?
—Debe estar donde las
putas.
El alcalde salió sin
cerrar la puerta. Entró al salón de billar, donde el tocadiscos automático
molía una canción sentimental a todo volumen, y fue directamente al
compartimiento del fondo, gritando: «Juez». Don Roque, el propietario,
interrumpió la operación de envasar botellas de ron en una damajuana. «No está,
teniente», —gritó. El alcalde pasó al otro lado del cancel. Grupos de hombres
jugaban a las cartas. Nadie había visto al juez Arcadio.
—Carajo —dijo el alcalde—.
En este pueblo se sabe todo lo que hace todo el mundo, y ahora que necesito al
juez nadie sabe dónde se mete.
—Pregúnteselo al que pone
los pasquines —dijo don Roque.
—No me jodan con los
papelitos —dijo el alcalde.
Tampoco en su oficina
estaba el juez Arcadio. Eran las nueve, pero ya el secretario del juzgado
descabezada un sueño en el corredor del patio. El alcalde fue al cuartel de la
policía, hizo vestir a tres agentes y los mandó a buscar al juez Arcadio en el
salón de baile y en los cuartos de tres mujeres clandestinas conocidas de todo
el mundo. Luego salió a la calle sin seguir una dirección determinada. En la
peluquería, despatarrado en la silla y con la cara envuelta en una toalla
caliente, encontró al juez Arcadio.
—Maldita sea, juez
—gritó—, tengo dos días de estar buscándolo.
El peluquero retiró la
toalla, y el alcalde vio unos ojos abotagados y el mentón en sombra por la
barba de tres días.
—Usted perdido mientras su
mujer está pariendo.
—El juez Arcadio saltó de
la silla.
—Mierda.
El alcalde rió
ruidosamente, empujándolo hacia el espaldar. «No sea pendejo —dijo—. Lo estoy
buscando para otra cosa». El juez Arcadio volvió a estirarse con los ojos
cerrados.
—Termine con eso y venga a
la oficina —dijo el alcalde—. Lo espero.
Se sentó en el escaño.
—¿Dónde carajo estaba?
—Por ahí —dijo el juez.
El alcalde no frecuentaba
la peluquería. Alguna vez había visto el letrero clavado en la pared: Prohibido
hablar de política, pero le había parecido natural. Aquella vez, sin embargo,
le llamó la atención.
—Guardiola —llamó.
El peluquero limpió la
navaja en el pantalón y permaneció en suspenso.
¿Qué pasa, teniente?
—¿Quién te autorizó a
poner eso? —preguntó el alcalde, señalando el aviso.
—La experiencia —dijo el
peluquero.
El alcalde rodó un
taburete hasta el fondo del salón y se subió en él para desclavar el aviso.
—Aquí el único que tiene
derecho a prohibir algo es el Gobierno —dijo—. Estamos en una democracia.
El peluquero volvió al
trabajo. «Nadie puede impedir que la gente exprese sus ideas», prosiguió el
alcalde, rompiendo el cartón. Echó los pedazos en el canasto de la basura y fue
al tocador a lavarse las manos.
—Ya ves, Guardiola
—sentenció el juez Arcadio—, lo que te pasa por sapo.
El alcalde buscó al
peluquero en el espejo y lo encontró absorto en su trabajo. No lo perdió de
vista mientras se secaba las manos.
—La diferencia entre antes
y ahora —dijo— es que antes mandaban los políticos y ahora manda el Gobierno.
—Ya lo oíste, Guardiola
—dijo el juez Arcadio con la cara embadurnada de espuma.
—Cómo no —dijo el
peluquero.
Al salir, empujó al juez
Arcadio hacia la oficina. Bajo la llovizna persistente las calles parecían
pavimentadas en jabón fresco.
—Siempre he creído que ése
es un nido de conspiradores —dijo el alcalde.
—Hablan —dijo el juez
Arcadio—; pero de ahí no pasan.
—Lo que me da mala espina
es precisamente eso —repuso el alcalde— que aparecen demasiado mansos.
—En la historia de la
humanidad —sentenció el juez— no ha habido un solo peluquero conspirador. En
cambio, no ha habido un solo sastre que no lo haya sido.
No soltó el brazo del juez
Arcadio mientras no lo instaló en la silla giratoria. El secretario entró
bostezando en la oficina, con una hoja de papel escrita a máquina. «Eso es —le
dijo al alcalde—; vamos a trabajar».
Se echó la gorra hacia
atrás y tomó la hoja. —¿Qué es esto?
—Es para el juez —dijo el
secretario—. Es la lista de las personas a quienes no les han puesto pasquines.
El alcalde buscó al juez
Arcadio con una expresión de perplejidad.
—¡Ah carajo! —exclamó—. De
manera que también usted está pendiente de esta vaina.
—Es como leer novelas
policíacas —se excusó el juez.
El alcalde leyó la lista.
—Es un buen dato —explicó
el secretario—: el autor tiene que ser alguno de ésos. ¿No es lógico?
El juez Arcadio le quitó
la hoja al alcalde. «Este es un tonto del culo —dijo, dirigiéndose al alcalde.
Luego habló al secretario—: Si yo pongo los pasquines, lo primero que hago es
poner uno en mi propia casa para quitarme de encima cualquier sospecha». Y
preguntó al alcalde:
—¿No cree usted, teniente?
—Son vainas de la gente
—dijo el alcalde— y ellos sabrán cómo se las componen. Nosotros no tenemos por
qué sudar esa camisa.
El juez Arcadio rompió la
hoja, hizo una bola y la arrojó al patio:
—Por supuesto.
Antes de la respuesta, ya
el alcalde había olvidado el incidente. Apoyó la palma de las manos en el
escritorio y dijo:
—Bueno, la vaina que
quiero que consulte en sus libros es ésta: debido a las inundaciones, la gente
del barrio bajo transportó sus casas a los terrenos situados detrás del
cementerio, que son de mi propiedad. ¿Qué tengo que hacer en este caso?
El juez Arcadio sonrió.
—Para eso no teníamos
necesidad de venir a la oficina —dijo—. Es la cosa más sencilla del mundo: el
municipio adjudica los terrenos a los colonos y paga la correspondiente
indemnización a quien demuestre poseerlas a justo título.
—Tengo las escrituras
—dijo el alcalde.
—Entonces no hay sino que
nombrar peritos para que hagan el avalúo —dijo el juez—. El municipio paga.
—¿Quién los nombra?
—Puede nombrarlos usted
mismo.
El alcalde caminó hacia la
puerta ajustándose la funda del revólver.
Viéndolo alejarse, el juez
Arcadio pensó que la vida no es más que una continua sucesión de oportunidades
para sobrevivir.
—No hay que ponerse
nervioso por una cuestión tan simple —sonrió.
—No estoy nervioso —dijo
el alcalde seriamente—; pero no deja de ser una vaina.
—Desde luego, tiene que
nombrar antes al personero —intervino el secretario.
El alcalde se dirigió al
juez.
—¿Es cierto?
—En estado de sitio no es
absolutamente indispensable —dijo el juez—; pero, desde luego, la posición suya
sería más limpia si interviniera un personero en el negocio, dada la casualidad
de que usted es el dueño de los terrenos en litigio.
—Entonces hay que
nombrarlo —dijo el alcalde.
El señor Benjamín cambió
el pie en la plataforma sin retirar la vista de los gallinazos que se
disputaban una tripa en la mitad de la calle. Observó los movimientos difíciles
de los animales, engolados y ceremoniosos como bailando una danza antigua, y
admiró la fidelidad representativa de los hombres que se disfrazan de
gallinazos el domingo de quincuagésima. El muchacho sentado a sus pies untó
óxido de zinc en el otro zapato y golpeó de nuevo en la caja para ordenar un
cambio de pie en la plataforma.
El señor Benjamín, que en
otra época vivió de escribir memoriales, no se daba prisa para nada. El tiempo
tenía una velocidad imperceptible dentro de esa tienda que él se había ido
comiendo centavo a centavo, hasta reducirla a un galón de petróleo y un mazo de
velas de sebo.
—Aunque llueva sigue
haciendo calor —dijo el muchacho.
El señor Benjamín no
estuvo de acuerdo. Vestía de lino intachable. El muchacho, en cambio, tenía la
espalda empapada.
—El calor es una cuestión
mental —dijo el señor Benjamín—. Todo consiste en no ponerle atención.
El muchacho no hizo
comentarios. Dio otro golpe en la caja y un momento después el trabajo estaba
concluido. En el interior de su lúgubre tienda de armarios desocupados, el
señor Benjamín se puso el saco. Luego se puso un sombrero de paja tejida,
atravesó la calle protegiéndose de la llovizna con el paraguas, y llamó a la
ventana de la casa de enfrente. Por la portezuela entreabierta asomó una
muchacha de cabellos de un negro intenso y la piel muy pálida.
—Buenos días, Mina —dijo
el señor Benjamín—. ¿Todavía no vas a almorzar?
Ella dijo que no y acabó
de abrir la ventana. Estaba sentada frente a un cesto grande lleno de alambres
cortados y papeles de colores. Tenía en el regazo un ovillo de hilo, unas
tijeras y un ramo de flores artificiales sin terminar. Un disco cantaba en la
ortofónica.
—Me haces el favor de
echarle un ojo a la tienda mientras vuelvo —dijo el señor Benjamín—. ¿Se
demora?
El señor Benjamín estaba
pendiente del disco.
—Voy hasta la dentistería
—dijo—. Antes de media hora estoy aquí.
—Ah, bueno —dijo Mina—; la
ciega no quiere que me dilate en la ventana.
El señor Benjamín dejó de
escuchar el disco. «Todas las canciones de ahora son la misma cosa», comentó.
Mina levantó una flor terminada al extremo de un largo tallo de alambre forrado
en papel verde. La hizo girar con los dedos, fascinada por la perfecta
correspondencia entre el disco y la flor.
—Usted es enemigo de la
música —dijo.
Pero el señor Benjamín se
había ido, caminando en puntillas para no espantar a los gallinazos. —Mina no
reanudó el trabajo mientras no lo vio llamar en la dentistería.
—A mi modo de ver —dijo el
dentista, abriendo la puerta— el camaleón tiene la sensibilidad en los ojos.
—Es posible —admitió el
señor Benjamín—. ¿Pero esto a qué viene?
—Acabo de oír en el radio
que los camaleones ciegos no cambian de color —dijo el dentista.
Después de colocar el
paraguas abierto en el rincón, el señor Benjamín colgó de un mismo clavo el
saco y el sombrero y ocupó la silla. El dentista batía en el mortero una pasta
rosada.
—Se cuentan muchas cosas
—dijo el señor Benjamín.
No sólo en ese instante,
sino en cualquier circunstancia, hablaba con una inflexión misteriosa. —¿Sobre
los camaleones?
—Sobre todo el mundo.
El dentista se acercó a la
silla con la pasta terminada para tomar la impresión. El señor Benjamín se
quitó la desportillada dentadura postiza, la envolvió en un paño y la puso en
la repisa de vidrio junto a la silla. Sin dientes, con sus hombros estrechos y
sus miembros escuálidos, tenía algo de santo. Después de ajustarle la pasta al
paladar, el dentista le hizo cerrar la boca.
—Así es —dijo, mirándole a
los ojos—. Soy un cobarde.
El señor Benjamín trató de
alcanzar una inspiración profunda, pero el dentista le mantuvo la boca cerrada.
«No —replicó interiormente—. No es eso». Sabía, como todo el mundo, que el
dentista había sido el único sentenciado a muerte que no abandonó su casa. Le
habían perforado las paredes a tiros, le habían puesto un plazo de 24 horas
para salir del pueblo, pero no consiguieron quebrantarlo. Había trasladado el
gabinete a una habitación interior, y trabajó con el revólver al alcance de la
mano, sin perder los estribos, hasta cuando pasaron los largos meses de terror.
Mientras duró la
operación, el dentista vio asomar varias veces a los ojos del señor Benjamín
una misma respuesta expresada en diferentes grados de angustia. Pero le mantuvo
la boca cerrada, en espera de que secara la pasta. Luego desprendió la
impresión.
—No me refería a eso —se
desahogó el señor Benjamín—. Me refería a los pasquines.
—Ah —dijo el dentista—. De
manera que tú también estás pendiente de eso.
—Es un síntoma de
descomposición social —dijo el señor Benjamín.
Se había vuelto a poner la
dentadura postiza, e iniciaba el meticuloso proceso de ponerse el saco.
—Es un síntoma de que todo
se sabe, tarde o temprano —dijo el dentista con indiferencia. Miró el cielo
turbio a través de la ventana, y propuso—:
Si quieres, espérate a que
escampe.
El señor Benjamín se colgó
el paraguas en el brazo. «La tienda está sola», dijo, observando a su vez el
nubarrón cargado de lloviznas. Se despidió con el sombrero.
—Y quítate esa idea de la
cabeza, Aurelio —dijo desde la puerta—. Nadie tiene derecho a pensar que eres
un cobarde porque le hayas sacado una muela al alcalde.
—En ese caso —dijo el
dentista—, espérate un segundo.
Avanzó hasta la puerta y
le dio al señor Benjamín una hoja doblada.
—Léela, y hazla circular.
El señor Benjamín no tuvo
necesidad de desdoblar la hoja para saber de qué se trataba. Lo miró con la
boca abierta. —¿Otra vez?
El dentista afirmó con la
cabeza, y permaneció en la puerta, hasta cuando el señor Benjamín salió.
A las doce su mujer lo
llamó a almorzar. Ángela, su hija de 20 años, zurcía medias en el comedor
amueblado de un modo simple y pobre, con cosas que parecían haber sido viejas
desde su origen. Sobre el pasamanos de madera que daba hacia el patio, había
una hilera de potes pintados de rojo, con plantas medicinales.
—El pobre Benjamincito
—dijo el dentista en el momento de ocupar su puesto en la mesa circular— está
pendiente de los pasquines.
—Todo el mundo está
pendiente —dijo su mujer.
—Las Tovar se van del
pueblo —intervino Ángela.
La madre recibió los
platos para servir la sopa. «Están vendiendo todo a la carrera», dijo. Al
aspirar el cálido aroma de la sopa, el dentista se sintió ajeno a las
preocupaciones de su mujer.
—Volverán —dijo—. La
vergüenza tiene mala memoria.
Soplando en la cuchara
antes de tomar la sopa, esperó el comentario de su hija, una muchacha de
aspecto un poco árido, como él, cuya mirada exhalaba sin embargo una rara
vivacidad. Pero ella no respondió a su espera. Habló del circo. Dijo que había
un hombre que cortaba a su mujer por la mitad con un serrucho, un enano que
cantaba con la cabeza metida en la boca de un león y un trapecista que hacía el
triple salto mortal sobre una plataforma de cuchillos. El dentista la escuchó,
comiendo en silencio. Al final prometió que esa noche, si no llovía, irían
todos al circo.
En el dormitorio, mientras
colgaba la hamaca para la siesta, comprendió que la promesa no había cambiado
el humor de su mujer. También ella estaba dispuesta a abandonar el pueblo si
les ponían un pasquín.
El dentista la escuchó sin
sorpresa. «Sería gracioso —dijo— que no hubieran podido sacarnos a bala y nos
sacaran con un papel pegado en la puerta».
Se quitó los zapatos y se
metió en la hamaca con las medias puestas, tranquilizándola:
—Pero no te preocupes, que
no hay el menor peligro de que lo pongan.
—No respetan a nadie —dijo
la mujer.
—Depende —dijo el
dentista—; conmigo saben que la cosa es a otro precio.
La mujer se extendió en la
cama con un aire de infinito cansancio.
—Si por lo menos supieras
quién los pone.
—El que los pone lo sabe
—dijo el dentista.
El alcalde solía pasar
días enteros sin comer. Simplemente lo olvidaba. Su actividad, febril en
ocasiones, era tan irregular como las prolongadas épocas de ocio y aburrimiento
en que vagaba por el pueblo sin propósito alguno, o se encerraba en la oficina
blindada, inconsciente del transcurso del tiempo. Siempre solo, siempre un poco
al garete, no tenía una afición especial, ni recordaba una época pautada por
costumbres regulares. Sólo impulsado por un apremio irresistible aparecía en el
hotel a cualquier hora y comía lo que le sirvieran.
Aquel día almorzó con el
juez Arcadio. Siguieron juntos toda la tarde, hasta cuando estuvo legalizada la
venta de los terrenos. Los peritos cumplieron con su deber. El personero,
nombrado con carácter de interinidad, desempeñó su cargo durante dos horas.
Poco después de las cuatro, al entrar al salón de billar, ambos parecían venir
de regreso de una penosa incursión por el porvenir.
—Así que hemos terminado
—dijo el alcalde, sacudiéndose la palma de las manos.
El juez Arcadio no le puso
atención. El alcalde lo vio buscando a ciegas un banquillo en el mostrador y le
dio un analgésico.
—Un vaso de agua —ordenó a
don Roque.
—Una cerveza helada
—corrigió el juez Arcadio, con la frente apoyada en el mostrador.
—O una cerveza helada
—rectificó el alcalde, poniendo el dinero sobre el mostrador—. Se la ganó
trabajando como un hombre.
Después de tomar la
cerveza, el juez Arcadio se frotó el cuero cabelludo con los dedos. El
establecimiento se agitaba en un aire de fiesta, esperando el desfile del
circo.
El alcalde lo vio desde el
salón de billar. Sacudida por los cobres y latas de la banda pasó primero una
muchacha con un traje plateado, sobre un elefante enano de orejas como hojas de
malanga. Detrás pasaron los payasos y los trapecistas. Había escampado por
completo y los últimos soles empezaban a calentar la tarde lavada. Cuando cesó
la música para que el hombre de los zancos leyera el anuncio, el pueblo entero
pareció elevarse de la tierra en un silencio de milagro.
El padre Ángel, que vio el
desfile desde su despacho, llevo el ritmo de la música con la cabeza. Aquel
bienestar rescatado de la infancia lo acompañó durante la comida y luego en la
primera noche, hasta cuando terminó de controlar el ingreso al cine y se
encontró de nuevo consigo mismo en el dormitorio. Después de rezar, permaneció
en un éxtasis quejumbroso en la mecedora de mimbre, sin darse cuenta de cuándo
dieron las nueve ni de cuándo se apagó el parlante del cine y quedó en su lugar
la nota de un sapo. De allí fue a la mesa de trabajo a escribir un llamado al
alcalde.
En uno de los puestos de
honor del circo, que había ocupado a instancias del empresario, el alcalde
presenció el número inicial de los trapecios y una salida de los payasos. Luego
apareció Casandra, vestida de terciopelo negro y con los ojos vendados,
ofreciéndose para adivinar el pensamiento a los asistentes. El alcalde huyó.
Hizo una ronda de rutina por el pueblo y a las diez fue al cuartel de la
policía. Allí lo esperaba, en papel de esquela y con la letra muy compuesta, el
llamado del padre Ángel. Le alarmó el formalismo de la solicitud.
El padre Ángel empezaba a
desvestirse cuando el alcalde llamó a la puerta. Caramba —dijo el párroco—. No
lo esperaba tan pronto. El alcalde se descubrió antes de entrar.
—Me gusta contestar las
cartas —sonrió.
Lanzó la gorra, haciéndola
girar como un disco, en la mecedora de mimbre. Bajo el tinajero había varias
botellas de gaseosa puestas a refrescar en el agua del lebrillo. El padre Ángel
retiró una.
—¿Se toma una limonada?
El alcalde aceptó.
—Lo he molestado —dijo el
párroco yendo directamente a sus propósitos para manifestarle mi preocupación
por su indiferencia ante los pasquines.
Lo dijo de un modo que
habría podido interpretarse como una broma, pero el alcalde lo entendió al pie
de la letra. Se preguntó, perplejo, cómo la preocupación por los pasquines
había podido arrastrar al padre Ángel hasta ese punto.
—Es extraño, padre, que
también usted esté pendiente de eso.
El padre Ángel registraba
las gavetas de la mesa en busca del destapador.
—No son los pasquines en
sí mismos lo que me preocupa —dijo un poco ofuscado, sin saber qué hacer con la
botella—. Lo que me preocupa es, digámoslo así, un cierto estado de injusticia
que hay en todo esto.
El alcalde le quitó la
botella la destapó en la herradura de su bota, con una habilidad de la mano
izquierda que llamó la atención del padre Ángel. Lamió en el cuello de la
botella la espuma desbordada.
—Hay una vida privada
—inició, sin conseguir una conclusión—. En serio, padre, no veo qué podría
hacerse.
El padre se instaló en la
mesa de trabajo. «Debía saberlo —dijo—. Al fin y al cabo no es nada nuevo para
usted». Recorrió la habitación con una mirada imprecisa y dijo en otro tono:
—Sería cuestión de hacer
algo antes del domingo.
—Hoy es jueves precisó el
alcalde.
—Me doy cuenta del tiempo
—replicó el padre. Y agrego, con un recóndito impulso—: Pero tal vez no sea
demasiado tarde para que usted cumpla con su deber.
El alcalde trató de
torcerle el cuello a la botella. El padre Ángel lo vio pasearse de un extremo a
otro del cuarto, aplomado y esbelto, sin ningún signo de madurez física, y
experimentó un definido sentimiento de inferioridad.
—Como usted ve —reafirmó—,
no se trata de nada excepcional.
Dieron las once en la
torre. El alcalde esperó hasta cuando se disolvió la última resonancia y
entonces se inclinó frente al padre, con las manos apoyadas en la mesa. Su
rostro tenía la misma ansiedad reprimida que había de revelar la voz.
—Mire una cosa, padre
—comenzó—: el pueblo está tranquilo, la gente empieza a tener confianza en la
autoridad. Cualquier manifestación de fuerza en estos momentos sería un riesgo
demasiado grande para una cosa sin mayor importancia.
El padre Ángel aprobó con
la cabeza. Trató de explicarse:
—Me refiero, de un modo general, a
ciertas medidas de autoridad.
—En todo caso —prosiguió el alcalde sin cambiar de actitud—, yo tomo en
cuenta las circunstancias. Usted lo sabe: ahí tengo seis agentes encerrados en
el cuartel, ganando sueldo sin hacer nada. No he conseguido que los cambien.
—Ya lo sé —dijo el padre
Ángel—. No lo culpo de nada.
—En la actualidad —el
alcalde proseguía con vehemencia sin ocuparse de las interrupciones— para nadie
es un secreto que tres de ellos son criminales comunes, sacados de las cárceles
y disfrazados de policías. Como están las cosas, no voy a correr el riesgo de
echarlos a la calle a cazar un fantasma.
El padre Ángel se abrió de
brazos.
—Claro, claro —reconoció
con decisión—. Eso, desde luego, está fuera de todo cálculo. ¿Pero por qué no
recurre, por ejemplo, a los buenos ciudadanos?
El alcalde se estiró,
bebiendo de la botella a sorbos desganados. Tenía el pecho y la espalda
empapados de sudor. Dijo:
—Los buenos ciudadanos,
como usted dice, están muertos de risa de los pasquines.
—No todos.
—Además, no es justo
alarmar a la gente por una cosa que al fin y al cabo no vale la pena.
Francamente, padre —concluyó de buen humor—, hasta esta noche no se me había
ocurrido pensar que usted y yo tuviéramos algo que ver con esa vaina.
El padre Ángel asumió una
actitud maternal. «Hasta cierto punto, sí», replicó iniciando una laboriosa
justificación, en la que ya se encontraban párrafos maduros del sermón que ya
había empezado a ordenar mentalmente desde el día anterior en le almuerzo de la
viuda de Asís.
—Se trata, si así puede
decirse —culminó—, de un caso de terrorismo en el orden moral.
El alcalde sonrió con
franqueza. «Bueno, bueno —casi lo interrumpió—. Tampoco es para meterle
filosofía a los papelitos, padre». Abandonando en la mesa la botella sin terminar
transigió de su mejor talante:
—Si usted me pone las
cosas de ese tamaño, habrá que ver qué se hace.
El padre Ángel se lo
agradeció. No era nada grato, según reveló, subir al púlpito el domingo con una
preocupación como aquélla. El alcalde había tratado de comprenderlo. Pero se
daba cuenta de que era demasiado tarde y estaba haciendo trasnochar al párroco.
7
El redoblante reapareció
como un espectro del pasado. Estalló frente al salón de billar, a las diez de
la mañana, y sostuvo al pueblo en equilibrio en su puro centro de gravedad,
hasta cuando se batieron las tres advertencias enérgicas del final y se
restableció la zozobra.
—¡La muerte! —exclamó la
viuda de Montiel, viendo abrirse puertas y ventanas y surgir la gente de todas
partes hacia la plaza—. ¡Ha llegado la muerte!
Repuesta de la impresión
inicial, abrió las cortinas del balcón y observó el tumulto en torno al agente
de policía que se disponía a leer el bando. Había en la plaza un silencio
demasiado grande para la voz del pregonero. A pesar de la atención con que
trató de escuchar, poniéndose la mano en pantalla detrás de la oreja, la viuda
de Montiel sólo logró entender dos palabras.
Nadie pudo darle la razón
en la casa. El bando había sido leído con el mismo ritual autoritario de siempre,
un nuevo orden reinaba en el mundo y ella no encontraba nadie que lo hubiera
entendido. La cocinera se alarmó de su palidez. —¿Qué era el bando?
—Eso es lo que estoy
tratando de averiguar, pero nadie sabe nada. Por supuesto —añadió la viuda—,
desde que el mundo es mundo el bando no ha traído nunca nada bueno.
Entonces la cocinera salió
a la calle y regresó con los pormenores. A partir de esa noche, y hasta cuando
cesaran las causas que lo motivaron, se restablecía el toque de queda. Nadie
podría salir a la calle después de las ocho, y hasta las cinco de la mañana,
sin un salvoconducto firmado y sellado por el alcalde. La policía tenía orden
de dar tres veces la voz de alto a toda persona que encontrara en la calle, y
si no era obedecida tenía orden de disparar. El alcalde organizaría rondas de
civiles, designados por él mismo para colaborar con la policía en la vigilancia
nocturna.
Mordisqueándose las uñas,
la viuda de Montiel preguntó cuáles eran las causas de la medida.
—No lo escribieron en el
bando —contestó la cocinera—, pero todo el mundo, lo dice: los pasquines.
—El corazón me lo había
dicho —exclamó la viuda aterrorizada—. La muerte está cebada en este pueblo.
Hizo llamar al señor
Carmichael. Obedeciendo a una fuerza más antigua y madura que un impulso,
ordenó sacar del depósito y llevar al dormitorio el baúl de cuero con clavos de
cobre que compró José Montiel para su único viaje, un año antes de morir. Sacó
del armario unos pocos trajes, ropa interior y zapatos, y ordenó todo en el
fondo. Al hacerlo, empezaba a experimentar la sensación de absoluto reposo con
que tantas veces había soñado, imaginándose lejos de ese pueblo y esa casa, en
un cuarto con un fogón y una terracita con cajones para cultivar orégano, donde
sólo ella tuviera derecho a acordarse de José Montiel, y fuera su única
preocupación esperar la tarde de los lunes para leer las cartas de sus hijas.
Había guardado apenas la
ropa indispensable; el estuche de cuero con las tijeras, el esparadrapo y el
frasquito de yodo y las cosas de coser y luego la caja de zapatos con el
rosario y los libros de oraciones, y ya la atormentaba la idea de que llevaba
más cosas de las que Dios le podía perdonar. Entonces metió el San Rafael de
yeso en una media, lo ajustó cuidadosamente entre sus trapos y echó llave al
baúl.
Cuando llegó el señor
Carmichael la encontró con sus ropas más modestas. Aquel día, como un signo
promisorio, el señor Carmichael no llevaba el paraguas. Pero la viuda no lo
advirtió. Sacó del bolsillo todas las llaves de la casa cada una con el
indicativo escrito a máquina en un cartoncito, y se las entregó diciendo:
—Pongo en sus manos el
pecaminoso mundo de José Montiel. Haga con él lo que le dé la gana.
El señor Carmichael había
temido ese instante desde hacía mucho tiempo.
—Quiere decir —tanteó—,
que usted desea irse para alguna parte mientras pasan estas cosas.
La viuda replicó con una
voz reposada, pero de un modo rotundo:
—Me voy para siempre.
El señor Carmichael, sin
demostrar su alarma, le hizo una síntesis de la situación. La herencia de José
Montiel no había sido liquidada. Muchos de los bienes adquiridos de cualquier
manera y sin tiempo para cumplir formalidades, se encontraban en una situación
legal indefinida. Mientras no se pusiera orden en aquella fortuna caótica de la
cual el propio José Montiel no tuvo en sus últimos años una noción aproximada,
era imposible liquidar la sucesión. El hijo mayor, en su puesto consular de
Alemania, y sus dos hijas, fascinadas por los delirantes mercados de carne de
París, tenían que regresar o nombrar apoderados para hacer valer sus derechos.
Antes, nada podía venderse.
La momentánea iluminación
de aquel laberinto, donde estaba perdida desde hacía dos años, no consiguió
esta vez conmover a la viuda de Montiel.
—No importa —insistió—.
Mis hijos son felices en Europa y no tienen nada que hacer en este país de
salvajes, como ellos dicen. Si usted quiere, señor Carmichael, haga un solo
rollo con todo lo que encuentre en esta casa y écheselo a los puercos.
El señor Carmichael no la
contrarió. Con el pretexto de que, de todos modos, había que preparar algunas
cosas para el viaje, salió en busca del médico.
—Ahora vamos a ver,
Guardiola, en qué consiste tu patriotismo.
El peluquero y el grupo de
hombres que conversaba en la peluquería, reconocieron al alcalde antes de verlo
en la puerta. «Y también el de ustedes prosiguió señalando a los dos más
jóvenes. Esta noche tendrán el fusil que tanto han deseado, a ver si son tan
desgraciados que lo voltean contra nosotros». Era imposible confundir el tono
cordial de sus palabras.
—Más bien una escoba
—replicó el peluquero—. Para cazar brujas, no hay mejor fusil que una escoba.
Ni siquiera lo miró.
Estaba afeitando la nuca del primer cliente de la mañana, y no tomaba en serio
al alcalde. Sólo cuando lo vio averiguando quiénes del grupo eran reservistas y
estaban por tanto en capacidad de operar un fusil, comprendió el peluquero que
en efecto era uno de los escogidos.
—¿Es cierto, teniente, que
nos va a poner en esa vaina? —preguntó.
—Ah, carajo —contestó el
alcalde—. Se pasan la vida cuchicheando por un fusil y ahora que lo tienen no
pueden creerlo.
Se paró detrás del
peluquero, desde donde podía dominar en el espejo a todo el grupo. «En serio
—dijo, cambiando a un tono autoritario—. Esta tarde, a las seis, los
reservistas de primera clase se presentan en el cuartel». El peluquero lo
enfrentó desde el espejo.
—¿Y si me da una pulmonía?
—preguntó.
—Te la curamos en la
cárcel —respondió el alcalde.
El tocadiscos del salón de
billar destorcía un bolero sentimental. El salón estaba vacío, pero en algunas
mesas había botellas y vasos a medio consumir.
—Ahora sí —dijo don,
Roque, viendo entrar al alcalde— se acabó de componer esta vaina. Hay que
cerrar a las siete.
El alcalde siguió
directamente hasta el fondo del salón, donde también las mesitas de jugar a las
cartas estaban desocupadas. Abrió la puerta del orinal, echó una mirada en el
depósito, y luego regresó al mostrador. Pasando junto a la mesa de billar,
levantó inesperadamente el paño que la cubría, diciendo:
—Bueno, dejen de ser
pendejos.
Dos muchachos salieron de
debajo de la mesa, sacudiéndose el polvo de los pantalones. Uno de ellos estaba
pálido. El otro, más joven, tenía las orejas encendidas. El alcalde los empujó
suavemente hacia las mesitas de la entrada.
—Entonces ya saben —les
dijo—: a las seis de la tarde en el cuartel.
Don Roque seguía detrás
del mostrador.
—Con esta vaina —dijo—
habrá que dedicarse al contrabando.
—Es por dos o tres días
—dijo el alcalde.
El propietario del salón
de cine lo alcanzó en la esquina. «Esto era lo último que me faltaba —gritó—.
Después de los doce toques de campanas, un toque de corneta». El alcalde le dio
una palmadita en el hombro y trató de pasar de largo.
—Voy a expropiarlo —dijo.
—No puede —replicó el
propietario—. El cine no es un servicio público.
—En estado de sitio —dijo
el alcalde— hasta el cine se puede declarar servicio público.
Sólo entonces dejó de
sonreír. Saltó de dos en dos los escalones del cuartel y al llegar al primer
piso se abrió de brazos y volvió a reír.
—¡Mierda! —exclamó——¿Usted
también?
Derrumbado en una silla
plegadiza, con la negligencia de un monarca oriental, estaba el empresario del
circo. Fumaba extasiado en una pipa de lobo de mar. Como si fuera él quien se
encontrara en casa propia, hizo al alcalde una seña para que se sentara:
—Vamos a hablar de
negocios, teniente.
El alcalde rodó un asiento
y se sentó frente a él.
Sosteniendo la pipa con la
mano empedrada de colores, el empresario hizo un signo enigmático. —¿Se puede
hablar con absoluta franqueza?
El alcalde le hizo una
seña de que podía.
—Lo supe desde cuando le
vi afeitándose —dijo el empresario—. Pues bien: yo que esto acostumbrado a
conocer a la gente, sé que ese toque de queda, para usted…
El alcalde lo examinaba
con un definido propósito de entretenimiento. —…en cambio para mi, que ya tengo
hechos las gastos de instalación y debo alimentar a diecisiete personas y nueve
fieras, es simplemente el desastre—. ¿Y entonces?
—Propongo —respondió el
empresario— que ponga el toque de queda a las once y repartamos entre los dos
las ganancias de la función nocturna.
El alcalde siguió
sonriendo sin cambiar de posición en la silla.
—Supongo —dijo— que no le
costó mucho trabajo encontrar en el pueblo quien le dijera que soy un ladrón.
—Es un negocio legítimo
—protestó el empresario.
No se dio cuenta en qué
momento asumió el alcalde una expresión grave.
—Hablamos el lunes —dijo
el teniente de un modo impreciso.
—El lunes tendré empeñado
el pellejo —replicó el empresario—. Somos muy pobres.
El alcalde lo llevó hacia
la escalera con palmaditas suaves en la espalda. «No me lo cuente a mí —dijo—.
Conozco el negocio». Ya junto a la escalera, dijo en un tono consolador:
—Mándeme a Casandra esta
noche.
El empresario trató de
volverse, pero la mano en su espalda ejercía una presión decidida.
—Por supuesto —dijo—. Eso
se da por descontado.
—Mándemela —insistió el
alcalde—, y hablaremos mañana.
El señor Benjamín empujó
con la punta de los dos dedos la puerta alambrada, pero no entró en la casa.
Exclamó con una secreta exasperación:
—Las ventanas, Nora.
Nora de Jacob —madura
grande— con el cabello cortado como el de un hombre, yacía frente al ventilador
eléctrico en la sala en penumbra. Esperaba al señor Benjamín para almorzar. Al
oír la llamada, se incorporó trabajosamente abrió las cuatro, ventanas sobre la
calle. Un chorro de calor entró en la sala de baldosas con un mismo pavo real
anguloso, indefinidamente repetido, y muebles forrados con telas de flores. En
cada detalle se observaba un lujo pobre.
—¿Qué hay de cierto
—preguntó— en lo que dice la gente?
—Se dicen tantas cosas…
—Sobre la viuda de Montiel
—precisa Nora de Jacob—. Andan diciendo que se volvió loca.
—Para mí que está loca
desde hace mucho tiempo —dijo el señor Benjamín. Y agregó con un cierto
desencanto—: Así es: esta mañana trató de tirarse por el balcón.
La mesa, enteramente
visible desde la calle, estaba preparada con un servicio en cada extremo.
«Castigo de Dios», dijo Nora de Jacob batiendo palmas para que sirvieran el
almuerzo. Llevó el ventilador eléctrico al comedor.
—La casa está llena de
gente desde esta mañana —dijo el señor Benjamín.
—Es una buena oportunidad
de verla por dentro —replicó Nora de Jacob.
Una niña negra, con la
cabeza llena de nudos colorados, llevó a la mesa la sopa hirviendo. El olor del
pollo invadió el comedor y la temperatura se hizo intolerable. El señor
Benjamín se ajustó la servilleta al cuello, diciendo: «Salud». Trató de tomar
con la cuchara ardiente.
—Sóplala y no seas necio
—dijo ella impaciente—. Además tienes que quitarte el saco. Tus escrúpulos de
no entrar a la casa con las ventanas cerradas nos van a matar de calor.
—Ahora es más
indispensable que nunca —dijo él—. Nadie podrá decir que no ha visto desde la
calle todos mis movimientos cuando estoy en tu casa.
Ella descubrió su
espléndida sonrisa ortopédica, con una encía de lacre para sellar documentos. «No
seas ridículo —exclamó—. Por mí pueden decir lo que quieran». Cuando pudo tomar
la sopa, siguió hablando en las pausas:
—Podría preocuparme, eso
sí, lo que dijeran de Mónica, —concluyó, refiriéndose a su hija de 15 años que
no había venido de vacaciones desde cuando se fue por primera vez al colegio—.
Pero de mí no pueden decir más de lo que ya sabe todo el mundo.
El señor Benjamín no le
dirigió esta vez su habitual mirada de desaprobación. Tomaban la sopa en
silencio, separados por los dos metros de la mesa, la distancia más corta que
él hubiera querido permitirse jamás, sobre todo en público. Cuando ella estaba
en el colegio, veinte años antes, él le escribía unas cartas largas y
convencionales que ella contestaba con papelitos apasionados. En unas vacaciones
durante un paseo campestre, Néstor Jacob, completamente borracho, la arrastró
por el cabello a un extremo del corral y se le declaró sin alternativas: «Si no
te casas conmigo te pego un tiro». Se casaron al fin de las vacaciones. Diez
años después se habían separado.
—De todos modos —dijo el
señor Benjamín— no hay que estimular con puertas cerradas la imaginación de la
gente.
Se puso en pie al terminar
el café. «Me voy —dijo— Mina debe estar desesperada». Desde la puerta,
poniéndose el sombrero, exclamó:
—Esta casa está ardiendo.
—Te lo estoy diciendo
—dijo ella.
Esperó hasta cuando lo vio
despedirse, con una especie de bendición, desde la última ventana. Luego llevó
el ventilador al dormitorio, cerró la puerta y se desvistió por completo. Por último,
como todos los días después del almuerzo, fue al baño contiguo y se sentó en el
inodoro, sola con su secreto.
Cuatro veces por día veía
pasar a Néstor Jacob frente a la casa. Todo el mundo sabía que estaba instalado
con otra mujer, que tenía cuatro hijos con ella y que se le consideraba como un
padre ejemplar. Varias veces, en los últimos años, había pasado con los niños
frente a la casa, pero nunca con la mujer. Ella lo había visto enflaquecer,
hacerse viejo y pálido, y convertirse en un extraño cuya intimidad de otro
tiempo le resultaba inconcebible. A veces, durante las siestas solitarias,
había vuelto a desearlo de un modo apremiante: no como lo veía pasar frente a
la casa, sino como era en la época que precedió al nacimiento de Mónica, cuando
todavía su amor breve y convencional no se le había hecho intolerable.
El juez Arcadio durmió
hasta el mediodía. Así que no tuvo noticia del bando sino al llegar a la
oficina. Su secretario, en cambio, estaba alarmado desde las ocho, cuando el
alcalde le pidió que redactara el decreto.
—De todos modos
—reflexionó el juez Arcadio después de enterarse de los pormenores— está
concebido en términos muy drásticos. No era necesario.
—Es el mismo decreto de
siempre.
—Así es —admitió el juez—.
Pero las cosas han cambiado, y es preciso que cambien también los términos. La
gente debe estar asustada.
Sin embargo, según lo
comprobó más tarde jugando a las cartas en el salón de billar, el temor no era
el sentimiento predominante. Había más bien una sensación de victoria colectiva
por la confirmación de lo que estaba en la conciencia de todos: las cosas no
habían cambiado. El juez Arcadio no pudo eludir al alcalde cuando abandonaba el
salón de billar.
—Así que los pasquines no
valían la pena —le dijo—. La gente está feliz.
El alcalde lo tomó del
brazo. «No se está haciendo nada contra la gente —dijo—. Es una cuestión de
rutina». El juez Arcadio se desesperaba con aquellas conversaciones ambulantes.
El alcalde marchaba con paso resuelto, como si anduviera en diligencias
urgentes, y después de mucho andar se daba cuenta de que no iba para ninguna
parte.
—Esto no va a durar toda
la vida —prosiguió—. De aquí al domingo tendremos en la jaula al gracioso de
los papelitos. No sé por qué se me pone que es una mujer.
El juez Arcadio no lo
creía. A pesar de la negligencia con que asimilaba las informaciones de su
secretario, había llegado a una conclusión general: los pasquines no eran obra
de una sola persona. No parecía obedecer a un plan concertado. Algunos, en los
últimos días, presentaban una nueva modalidad: eran dibujos.
—Puede que no sea un
hombre ni una mujer —concluyó el juez Arcadio—. Puede que sean distintos
hombres y distintas mujeres, actuando cada uno por su cuenta.
—No me complique las
cosas, juez —dijo el alcalde—. Usted debía saber que en toda vaina, aunque
intervengan muchas personas, hay siempre un culpable.
—Eso lo dijo Aristóteles,
teniente —replicó el juez Arcadio. Y agregó convencido—: De todos modos, la
medida me parece disparatada. Simplemente, quienes los ponen esperarán hasta
que pase el toque de queda.
—No importa —dijo el
alcalde—; al fin y al cabo hay que preservar el principio de autoridad.
Los reclutas habían
empezado a concentrarse en el cuartel. El pequeño patio de altos muros de
concreto, jaspeados de sangre seca y con impactos de proyectiles, recordaba los
tiempos en que no era suficiente la capacidad de las celdas y se ponían los
presos a la intemperie. Aquella tarde, los agentes desarmados vagaban en
calzoncillos por los corredores.
—Rovira —gritó el alcalde
desde la puerta—. Tráigales algo de beber a estos muchachos.
El agente empezó a
vestirse.
—¿Ron? —preguntó.
—No seas bruto —gritó el
alcalde, de paso hacia la oficina blindada—. Algo helado.
Los reclutas fumaban
sentados en torno al patio. El juez Arcadio los observó desde la baranda del
segundo piso. —¿Son voluntarios?
—Imagínese —dijo el
alcalde—. Tuve que sacarlos de debajo de las camas, como si fueran para el
cuartel.
El juez no encontró una
sola cara desconocida.
—Pues parecen reclutados
por la oposición —dijo.
Las pesadas puertas de
acero de la oficina exhalaron al abrirse un aliento helado. «Quiere decir que
son buenos para la pelea», sonrió el alcalde, después de encender las luces de
la fortaleza privada. En un extremo había un catre de campaña, una jarra de
cristal con un vaso sobre un asiento, y una bacinilla debajo del catre.
Recostados contra las desnudas paredes de concreto había fusiles y
ametralladoras de mano. La pieza no tenía más ventilación que las estrechas y
altas claraboyas desde donde se dominaba el puerto por las dos calles
principales. En el otro extremo estaba el escritorio junto a la caja fuerte.
El alcalde operó la
combinación.
—Y eso no es nada —dijo—;
a todos les voy a dar fusiles.
Detrás de ellos entró el
agente. El alcalde le dio varios billetes, diciendo: «Traiga también dos
paquetes de cigarrillos para cada uno». Cuando volvieron a estar solos, se
dirigió de nuevo al juez Arcadio.
—¿Cómo le parece la vaina?
El juez respondió
pensativo:
—Un riesgo inútil.
—La gente se quedará con
la boca abierta —dijo el alcalde—. Me parece, además, que estos pobres
muchachos no sabrán qué hacer con los fusiles.
—Tal vez estén
desconcertados —admitió el juez—, pero eso dura poco.
Hizo un esfuerzo para
reprimir la sensación de vacío en el estómago. «Tenga cuidado, teniente
—reflexionó—. No sea que lo eche todo a perder». El alcalde lo sacó de la
oficina con un gesto enigmático.
—No sea pendejo, juez —le
sopló al oído—. Sólo tendrán cartuchos de fogueo.
Cuando bajaron al patio
las luces estaban encendidas. Los reclutas tomaban gaseosas bajo las sucias
bombillas eléctricas contra las cuales se estrellaban los moscardones.
Paseándose de un extremo al otro del patio, donde permanecían algunos pozos de
lluvia estancada, el alcalde les explicó con un tono paternal, en qué consistía
su misión de esa noche: serían apostados en parejas en las principales esquinas
con orden de disparar contra cualquier persona, hombre o mujer que desobedeciera
las tres voces de alto. Les recomendó valor y prudencia. Después de la
medianoche se les llevaría de comer. El alcalde esperaba, con el favor de Dios,
que todo transcurriera sin contratiempos, y que el pueblo supiera apreciar
aquel esfuerzo de las autoridades en favor de la paz social.
El padre Ángel se
levantaba de la mesa cuando empezaron a sonar las ocho en la torre. Apagó la
luz del patio, pasó el cerrojo, e hizo la señal de la cruz sobre el breviario:
«En el nombre de Dios». En un patio remoto cantó un alcaraván. Dormitando al
fresco del corredor junto a las jaulas tapadas con trapos oscuros, la viuda de
Asís oyó las campanadas, y sin abrir los ojos preguntó: «¿Ya entró Roberto?».
Una sirvienta acurrucada contra el quicio contestó que estaba acostado desde
las siete. Un poco antes, Nora de Jacob había bajado el volumen del radio y se
extasiaba en una música tenue que parecía venir de un lugar confortable y
limpio. Una voz demasiado distante para parecer real gritó un nombre en el
horizonte, y empezaron a ladrar los perros.
El dentista no había
acabado de escuchar las noticias. Recordando que Ángela descifraba un
crucigrama bajo el bombillo del patio, le ordenó sin mirarla: «Cierra el portón
y vete a terminar eso en el cuarto». Su mujer despertó sobresaltada.
Roberto Asís, que en
efecto se había acostado a las siete, se levantó para mirar la plaza por la
ventana entreabierta, y sólo vio los almendros oscuros y la última luz que se
apagaba en el balcón de la viuda de Montiel. Su esposa encendió el velador y
con un susurro ahogado lo obligó a acostarse. Un perro solitario siguió
ladrando hasta después de la quinta campanada.
En la calurosa recámara
atiborrada de latas vacías y frascos polvorientos, don Lalo Moscote roncaba con
el periódico extendido sobre el abdomen y los anteojos en la frente. Su esposa
paralítica, estremecida por el recuerdo de otras noches como aquélla, espantaba
mosquitos con un trapo mientras contaba la hora mentalmente. Después de los
gritos distantes, del ladrido de los perros y las carreras sigilosas, empezaba
el silencio.
—Fíjate que haya coramina
—recomendaba el doctor Giraldo a su esposa que metía drogas de urgencia en el
maletín antes de acostarse. Ambos pensaban en la viuda de Montiel, rígida como
un muerto bajo la última carga del luminal. Sólo don Sabas, después de una
larga conversación con el señor Carmichael, había perdido el sentido del
tiempo. Estaba aún en la oficina pesando en la balanza el desayuno del día
siguiente, cuando sonó la séptima campanada y su mujer salió del dormitorio con
el cabello alborotado. El río se detuvo. «En una noche como ésta», murmuró
alguien en la oscuridad, en el instante en que sonó la octava campanada,
profunda, irrevocable, y algo que había empezado a chisporrotear quince segundos
antes se extinguió por completo.
El doctor Giraldo cerró el
libro hasta que acabó de vibrar el clarín del toque de queda. Su esposa puso el
maletín en la mesa de noche, se acostó con la cara hacia la pared y apagó su
lámpara. El médico abrió el libro pero no leyó. Ambos respiraban pausadamente,
solos en un pueblo que el silencio desmesurado había reducido a las dimensiones
de la alcoba.
—¿En qué piensas?
—En nada —contestó el
médico.
No se concentró más hasta
las once, cuando volvió a la misma página en que se encontraba cuando empezaron
a dar las ocho. Dobló la esquina de la hoja y puso el libro en la mesita. Su
esposa dormía. En otro tiempo, ambos velaban hasta el amanecer, tratando de
precisar el lugar y las circunstancias de los disparos. Varias veces el ruido
de las botas y las armas llegó hasta la puerta de su casa y ambos esperaron
sentados en la cama la granizada de plomo que había de desbaratar la puerta.
Muchas noches, cuando ya habían aprendido a distinguir los infinitos matices
del terror, velaron con la cabeza apoyada en una almohada rellena con hojas
clandestinas para repartir. Una madrugada oyeron frente a la puerta del
consultorio los mismos preparativos sigilosos que preceden a una serenata, y
luego la voz fatigada del alcalde: «Ahí no. Ese no se mete en nada». El doctor
Giraldo apagó la lámpara y trató de dormir.
La llovizna empezó después
de la media noche. El peluquero y otro recluta, apostados en la esquina del
puerto, abandonaron su sitio y se protegieron bajo el alar de la tienda del
señor Benjamín. El peluquero encendió un cigarrillo y examinó el fusil a la luz
del fósforo. Era un arma nueva.
—Es made in USA
—dijo.
Su compañero, encendió
varios fósforos en busca de la marca de su carabina, pero no pudo encontrarla.
Una gotera del alar reventó en la culata del arma y produjo un impacto hueco.
«Qué vaina tan rara —murmuró, secándola con la manga—. Nosotros aquí, cada uno
con un fusil, mojándonos». En el pueblo apagado no se percibían más ruidos que
el del agua en el alar.
—Somos nueve —dijo el
peluquero—. Ellos son siete, contando al alcalde, pero tres están encerrados en
el cuartel.
—Hace un rato estaba
pensando lo mismo —dijo el otro.
La linterna de pilas del
alcalde los hizo brutalmente visibles, acurrucados contra la pared, tratando de
proteger las armas de las gotas que estallaban como perdigones en sus zapatos.
Lo reconocieron cuando apagó la interna y entró bajo el alar. Llevaba un
impermeable de campaña y una ametralladora de mano en bandolera. Un agente
acompañaba. Después de mirar el reloj, que usaba en el brazo derecho, ordenó al
agente:
—Vaya al cuartel y vea qué
pasa con las provisiones. Con la misma energía habría impartido una orden de
guerra. El agente desapareció bajo la lluvia. Entonces el alcalde se sentó en
el suelo junto a los reclutas.
—¿Qué hay de vainas?
—preguntó.
—Nada —respondió el
peluquero.
El otro ofreció un
cigarrillo al alcalde antes de encender el suyo. El alcalde rehusó. —¿Hasta
cuándo nos va a tener en esto, teniente?
—No sé —dijo el alcalde—.
Por ahora, hasta que termine el toque de queda. Ya veremos qué se hace mañana.
—¡Hasta las cinco!
—exclamó el peluquero.
—Imagínate —dijo el otro—.
Yo que estoy parado desde las cuatro de la mañana.
Un tropel de perros les
llegó a través del murmullo de la llovizna. El alcalde esperó hasta que terminó
el alboroto y sólo quedó un ladrido solitario. Se volvió hacia el recluta con
un aire deprimido.
—Dígamelo a mí, que llevo
media vida en esta vaina —dijo—. Estoy cayéndome de sueño.
—Para nada —dijo el
peluquero—. Esto no tiene ni pies ni cabeza. Parece cosa de mujeres.
—Yo empiezo a creer lo
mismo —suspiró el alcalde.
El agente regresó a
informar que estaban esperando a que escampara para repartir la comida. Luego
rindió otro parte: una mujer, sorprendida sin salvoconducto, esperaba al
alcalde en el cuartel.
Era Casandra. Dormía en la
silla plegadiza, arropada con una capa de hule, en la salita iluminada por la
bombilla lúgubre del balcón. El alcalde le apretó la nariz con el índice y el
pulgar. Ella emitió un quejido, se sacudió en un principio de desesperación y
abrió los ojos.
—Estaba soñando —dijo.
El alcalde encendió la luz
de la sala. Protegiéndose los ojos con las manos, la mujer se retorció
quejumbrosamente, y él sufrió un instante con sus uñas color de plata y su
axila afeitada.
—Eres un fresco —dijo—.
Estoy aquí desde las once.
—Esperaba encontrarte en
el cuarto —se excusó el alcalde— no tenía salvoconducto.
Su cabello, de un color
cobrizo dos noches antes, era ahora gris plateado. «Se me paso por alto —sonrió
el alcalde; y después de colgar el impermeable ocupó una silla junto a ella.
Espero que no hayan creído que eres la que pone los papelitos». La mujer había
recobrado sus maneras fáciles.
—Ojalá —replicó—. Adoro
las emociones fuertes.
De pronto, el alcalde
pareció extraviado en la sala. Con un aire indefenso, haciendo crujir las
coyunturas de los dedos, murmuró: «Necesito que me hagas un favor». Ella lo
escrutó.
—Entre nosotros dos
—prosiguió el alcalde—, quiero que pongas el naipe a ver si puede saberse quién
es el de estas vainas.
Ella volvió la cara hacia
el otro lado. «Entiendo», dijo después de un breve silencio. El alcalde la
impulsó:
—Más que todo, lo hago por
ustedes.
Ella afirmó con la cabeza.
—Ya lo hice —dijo.
El alcalde no habría
podido disimular su ansiedad. «Es algo muy raro —continuó Casandra con un
melodramatismo calculado—. Los signos eran tan evidentes que me dio miedo
después de tenerlos sobre la mesa».
Hasta su respiración se
había vuelto efectista. —¿Quién es?
—Es todo el pueblo y no es
nadie.
8
Los hijos de la viuda de
Asís vinieron a misa el domingo. Eran siete, además de Roberto Asís. Todos
fundidos en el mismo molde: corpulentos y rudos, con algo de mulos en su
voluntad para el trabajo fuerte, y dóciles a la madre con una obediencia ciega.
Roberto Asís, el menor, y el único que se había casado, sólo tenía en común con
sus hermanos un nudo en el hueso de la nariz. Con su salud precaria y sus
maneras convencionales, era como un premio de consolación por la hija que la
viuda de Asís se cansó de esperar.
En la cocina, donde los
siete Asís habían descargado las bestias, la viuda se paseaba por entre un
reguero de pollos maneados, legumbres y quesos y panelas oscuras y pencas de
carne salada, impartiendo instrucciones a las sirvientas. Una vez despejada la
cocina, ordenó seleccionar lo mejor de cada cosa para el padre Ángel.
El párroco se estaba
afeitando. De vez en cuando extendía la mano hacia el patio para humedecerse el
mentón con la llovizna. Se disponía a terminar, cuando dos niñas descalzas
empujaron la puerta sin tocar y volcaron frente a él varias piñas maduras y
plátanos pintones, panelas, queso y un canasto de legumbres y huevos frescos.
El padre Ángel les guiñó
un ojo. «Esto parece, —dijo—, el sueño de tío conejo». La menor de las niñas,
con los ojos muy abiertos, lo señaló con el índice:
—¡Los padres también se
afeitan!
La otra la llevó hacia la
puerta: «¿Qué te creías? —sonrió el párroco, y agregó seriamente—: También
somos humanos». Luego contempló las provisiones dispersas por el suelo y
comprendió que sólo la casa de Asís era capaz de tanta prodigalidad.
—Digan a los muchachos
—casi gritó— que Dios se lo devolverá en salud.
El padre Ángel, que en
cuarenta años de sacerdocio no había aprendido a dominar la inquietud que
precede a los actos solemnes, guardó los instrumentos sin acabar de afeitarse.
Después recogió las provisiones, las amontonó bajo el tinajero y entró en la
sacristía limpiándose las manos en la sotana.
La iglesia estaba llena.
En dos escaños próximos al Púlpito, donados por ellos, y con sus respectivos
nombres grabados en plaquetas de cobre, estaban los Asís con la madre y la
cuñada. Cuando llegaron al templo, por primera vez juntos en varios meses,
habría podido pensarse que entraban a caballo. Cristóbal Asís, el mayor, que
había llegado del hato media hora antes y no había tenido tiempo de afeitarse,
llevaba las botas de montar con espuelas. Viendo aquel gigante montaraz,
parecía cierta la versión pública y nunca confirmada de que César Montero era
hijo secreto del viejo Adalberto Asís.
En la sacristía, el padre.
Ángel sufrió una contrariedad: los ornamento litúrgicos no estaban en su
puesto. El acólito lo encontró aturdido, revolviendo gavetas mientras sostenía
una oscura disputa consigo mismo.
—Llama a Trinidad —le
ordenó el padre— y pregúntale dónde puso la estola.
Olvidaba que Trinidad
estaba enferma desde el sábado. Seguramente, creía el acólito, se había llevado
algunas cosas para arreglar. El padre Ángel vistió entonces los ornamentos
reservados a los oficios fúnebres. No logró concentrarse. Al subir al púlpito,
impaciente, todavía con la respiración alterada, comprendió que los argumentos
madurados en los días anteriores no tendrían ahora tanta fuerza de convicción
como en la soledad del cuarto.
Habló durante diez
minutos. Tropezando con las palabras, sorprendido por un tropel de ideas que no
cabían en los moldes previstos, descubrió a la viuda de Asís, rodeada de sus
hijos. Fue como si los hubiera reconocido varios siglos más tarde en una
borrosa fotografía familiar. Sólo Rebeca de Asís, apacentando el busto
espléndido con el abanico de sándalo, le pareció humana y actual. El padre
Ángel puso término al sermón sin referirse de un modo directo a los pasquines.
La viuda de Asís
permaneció rígida breves minutos, quitándose y poniéndose el anillo matrimonial
con una secreta exasperación, mientras se reanudaba la misa. Luego se santiguó,
se puso en pie y abandonó el templo por la nave central, tumultuosamente seguida
por sus hijos.
En una mañana como ésa, el
doctor Giraldo había comprendido el mecanismo interior del suicidio. Lloviznaba
sin ruidos, en la casa contigua silbaba el turpial y su mujer hablaba mientras
él se lavaba los dientes.
—Los domingos son raros —dijo
ella, poniendo la mesa para el desayuno—. Es como si los colgaran
descuartizados: huelen a animal crudo.
El médico armó la
maquinita y empezó a afeitarse. Tenía los ojos húmedos y los párpados
abotagados. «Estás durmiendo mal —le dijo su esposa. Y añadió con una suave
amargura—: Uno de estos domingos amanecerás viejo». Tenía puesta una bata raída
y la cabeza cubierta de rizadores.
—Hazme un favor —dijo él—:
cállate.
Ella fue a la cocina, puso
la olla del café en el fogón y esperó a que hirviera, pendiente primero del
silbido del turpial, un momento después del ruido de la ducha. Entonces fue al
cuarto para que su marido encontrara la ropa lista cuando saliera de] baño. Al
llevar el desayuno a la mesa lo vio listo para salir, y le pareció un poco más
joven con los pantalones de caqui y la camisa deportiva.
Desayunaron en silencio.
Hacia el final, él la examinó con una atención afectuosa. Ella tomaba café con
la cabeza baja, un poco trémula de resentimiento.
—Es el hígado —se excusó
él.
—Nada justifica la
altanería —replicó ella sin levantar la cabeza.
—Debo estar intoxicado
—dijo él—. El hígado se atasca con esta lluvia.
—Siempre dices lo mismo
—precisó ella—, pero nunca haces nada. Si no abres el ojo —agregó— tendrás que
desahuciarte tú mismo.
El pareció creerlo. «En
diciembre —dijo— estaremos quince días en el mar». Observó la llovizna a través
de los rombos de la verja de madera que separaba el comedor del patio
entristecido por la persistencia de octubre, y añadió: «Entonces al menos por
cuatro meses, no habrá domingos como éste». Ella amontonó los platos antes de
llevárselos a la cocina. Cuando volvió al comedor lo encontró con el sombrero
de palma tejida, preparando el maletín.
—Así que la viuda de Asís
volvió a salirse de la iglesia —dijo él.
Su esposa se lo había
contado antes de que empezara a lavarse los dientes, pero no le puso atención.
—Van como tres veces este
año —confirmó ella—. Por lo visto, no ha encontrado nada mejor con qué
entretenerse.
El médico desplegó su
riguroso sistema dental.
—Los ricos están locos.
Algunas mujeres, de
regreso a la iglesia, habían entrado a visitar a la viuda de Montiel. El médico
saludó al grupo que permaneció en la sala. Un murmullo de risa lo persiguió
hasta el descanso. Antes de llamar a la puerta, se dio cuenta de que había
otras mujeres en el dormitorio. Alguien le ordenó seguir.
La viuda de Montiel estaba
sentada, con el cabello suelto, sosteniéndose con las manos el borde de la
sábana contra el pecho. Tenía un espejo y un peine de cuerno en el regazo.
—De manera que también
usted resolvió irse a la fiesta —le dijo el médico.
—Está festejando sus
quince años —dijo una de las mujeres.
—Dieciocho —corrigió la
viuda de Montiel con una sonrisa triste. Otra vez estirada en la cama, se
cubrió hasta el cuello—. Desde luego —agregó de buen humor— no hay ningún
hombre invitado. Y menos usted, doctor: es de mal agüero.
El médico puso el sombrero
mojado sobre la cómoda. «Hace bien —dijo, observando a la enferma con una
complacencia pensativa—. Acabo de darme cuenta de que no tengo nada que hacer
aquí». Luego, dirigiéndose al grupo, se excusó:
—¿Me permiten?
Cuando estuvo sola con él,
la viuda de Montiel asumió de nuevo una amarga expresión de enferma. Pero el
médico no pareció advertirlo. Siguió hablando en el mismo tono festivo mientras
ponía sobre la mesa de noche las cosas que sacaba del maletín.
—Por favor, doctor
—suplicó la viuda—, no más inyecciones. Estoy hecha un colador.
—Las inyecciones —sonrió
el médico— es lo mejor que se ha inventado para alimentar a los médicos.
También ella sonrió.
—Créame —dijo palpándose
las nalgas por encima de las sábanas—, todo esto lo tengo apolismado. No puedo
ni tocármelo.
—No se lo toque —dijo el
médico.
Entonces ella sonrió
francamente.
—Hable en serio aunque sea
los domingos, doctor.
El médico le descubrió el
brazo para tomar la presión arterial.
—Me lo prohibió el médico
—dijo—. Es malo para el hígado.
Mientras le tomaba la
tensión, la viuda observó el cuadrante del tensiómetro con una curiosidad infantil.
«Es el reloj más raro que he visto en mi vida», dijo. El médico permaneció
concentrado en el indicador hasta cuando acabó de oprimir la pera.
—Es el único que marca con
exactitud la hora de levantarse —dijo.
Al terminar, mientras
enrollaba los tubos del tensiómetro, observó minuciosamente el rostro de la
enferma. Puso sobre la mesita un frasco de pastillas blancas con la indicación
de que tomara una cada doce horas. «Si no quiere mis inyecciones —dijo—, no
habrá más inyecciones. Usted está mejor que yo». La viuda hizo un gesto de
impaciencia.
—Nunca tuve nada —dijo.
—Ya lo creo —replicó el
médico—, pero había que inventar algo para justificar la cuenta.
Eludiendo el comentario,
la viuda preguntó: —¿Tengo que seguir acostada?
—Al contrario —dijo el
médico—, se lo prohíbo rotundamente. Baje a la sala y atienda a las visitas
como es debido. Además —agregó con voz maliciosa—, hay muchas cosas de que
hablar.
—Por Dios, doctor —exclamó
ella—, no sea tan chismoso. Usted debe ser el que pone los pasquines.
El doctor Giraldo celebró
la ocurrencia. Al salir, echó una ojeada furtiva al baúl de cuero con clavos de
cobre dispuesto para el viaje en un rincón del dormitorio. «Y tráigame algo
—gritó desde la puerta cuando regrese de la vuelta al mundo». La viuda había
reanudado la paciente labor de desenredarse el cabello.
—Por supuesto, doctor.
No bajó a la sala.
Permaneció en la cama hasta cuando se fue la última visita. Entonces se vistió.
El señor Carmichael la encontró comiendo frente al balcón entreabierto.
Ella respondió al saludo
sin apartar la vista del balcón. «En el fondo —dijo— me gusta esa mujer: es
valiente». También el señor Carmichael miró hacia la casa de la viuda de Asís,
cuyas puertas y ventanas no se habían abierto a las once.
—Es cosa de su naturaleza
—dijo—. Con una entraña como la suya, hecha sólo para varones, no se puede ser
de otra manera. —Dirigiendo la atención hacia la viuda de Montiel, añadió—: Y
usted también está como una rosa.
Ella pareció confirmarlo
con la frescura de su sonrisa. «¿Sabe una cosa?», preguntó. Y ante la
indecisión del señor Carmichael, anticipó la respuesta:
—El doctor Giraldo está
convencido de que estoy loca. —¡No me diga!
La viuda afirmó con la
cabeza. «No se me haría raro —continuó— que ya hubiera hablado con usted para
ver la manera de mandarme al manicomio». El señor Carmichael no supo cómo
desenredarse de la confusión.
—No he salido de la casa
en toda la mañana —dijo.
Se dejó caer en el mullido
sillón de cuero colocado junto a la cama. La viuda recordó a José Montiel en
aquel sillón, fulminado por la congestión cerebral, quince minutos antes de
morir. «En ese caso —dijo sacudiendo el mal recuerdo— puede que lo llame esta
tarde». Y cambió con una sonrisa lúcida:
—¿Habló con mi compadre
Sabas?
El señor Carmichael dijo
que sí con la cabeza.
En verdad, el viernes y el
sábado había echado sondas en el abismo de don Sabas, tratando de averiguar
cuál sería su reacción si se pusiera en venta la herencia de José Montiel. Don
Sabas —suponía el señor Carmichael— parecía dispuesto a comprar. La viuda lo
escuchó sin dar muestras de impaciencia. Si no era el miércoles próximo, sería
el de la semana siguiente, admitió con una firmeza reposada. De todos modos
estaba dispuesta a abandonar el pueblo antes de que terminara octubre.
El alcalde desenfundó el
revólver con un instantáneo movimiento de la mano izquierda. Hasta el último
músculo de su cuerpo estaba listo para disparar, cuando despertó por completo y
reconoció al juez Arcadio.
—¡Mierda!
El juez Arcadio quedó
petrificado.
—No vuelva a hacer esta
vaina —dijo el alcalde guardando el revólver. Se derrumbó de nuevo en la silla
de lona—. El oído me funciona mejor cuando duermo.
—La puerta estaba abierta
—dijo el juez Arcadio.
El alcalde había olvidado
cerrarla al anochecer. Estaba tan cansado que se dejó caer en la silla y se
durmió al instante. —¿Qué hora es?
—Van a dar las doce —dijo
el juez Arcadio.
Aún quedaba una cuerda
trémula en su voz.
—Estoy muerto de sueño
—dijo el alcalde.
Retorciéndose en un bostezo
largo tuvo la impresión de que el tiempo se había detenido. A pesar de su
diligencia, de sus noches en claro, los pasquines continuaban. Aquella
madrugada había encontrado un papel pegado a la puerta de su dormitorio: «No
gaste pólvora en gallinazos, teniente». Por la calle se decía en voz alta que
los propios integrantes de las rondas ponían los pasquines para distraer el
tedio de la vigilancia. El pueblo —había pensado el alcalde— estaba muerto de
risa.
—Sacúdase —dijo el juez
Arcadio—, y vamos a comer algo.
Pero él no tenía hambre.
Quería dormir una hora más y darse un baño antes de salir. El juez Arcadio, en
cambio, fresco y limpio, regresaba a casa a almorzar. Al pasar frente al
dormitorio, como la puerta estaba abierta, había entrado a pedir al alcalde un
salvoconducto para transitar después del toque de queda.
El teniente dijo
simplemente: «No». Después, con un sesgo paternal, se justificó:
—Le conviene estar
tranquilo en su casa.
El juez Arcadio encendió
un cigarrillo. Permaneció contemplando la llama del fósforo en espera de que
declinara el rencor, pero no encontró nada que decir.
—No lo tome a mal —añadió
el alcalde—. Créame que quisiera cambiarme por usted, acostarme a las ocho de
la noche y levantarme cuando me diera la gana.
—Cómo no —dijo el juez. Y
agregó con acentuada ironía—: Lo único que me —faltaba era eso: un papá nuevo a
los treinta y cinco anos.
Le había dado la espalda y
parecía, contemplar desde el balcón el cielo cargado de lluvia. El alcalde hizo
un silencio duro. Después, de un modo cortante dijo:
—Juez —el juez Arcadio se
volvió hacia él y ambos se miraron a los ojos—. No voy a darle el
salvoconducto. ¿Entiende?
El juez mordió el
cigarrillo y empezó a decir algo, que reprimió el impulso. El alcalde lo oyó
bajar lentamente las escaleras. De pronto, inclinándose, gritó:
—¡Juez!
No hubo respuesta.
—Quedamos de amigos —gritó
el alcalde.
Tampoco esta vez obtuvo
respuesta.
Permaneció inclinado,
pendiente de la reacción del juez Arcadio, hasta cuando se cerró la puerta y
otra vez quedó solo con sus recuerdos. Ni hizo esfuerzos por dormir. Estaba
desvelado en pleno día, empantanado en un pueblo que seguía siendo impenetrable
y ajeno, muchos años después de que él se hiciera cargo de su destino. La madrugada
en que desembarcó furtivamente con una vieja maleta de cartón amarrada con
cuerdas y la orden de someter al pueblo a cualquier precio, fue él quien
conoció el terror. Su único asidero era una carta para un oscuro partidario del
Gobierno que había de encontrar al día siguiente sentado en calzoncillos a la
puerta de una piladora de arroz. Con sus indicaciones, la entraña implacable de
los tres asesinos a sueldo que lo acompañaban, la tarea había sido cumplida.
Aquella tarde, sin embargo, inconsciente de la invisible telaraña que el tiempo
había ido tejiendo a su alrededor, le habría bastado una instantánea explosión
de clarividencia, para haberse preguntado quién estaba sometido a quién.
Soñó con los ojos abiertos
frente al balcón azotado por la llovizna, hasta un poco después de las cuatro.
Luego se bañó, se puso el uniforme de campaña y bajó al hotel a desayunar. Más
tarde hizo una inspección rutinaria en el cuartel, y de pronto se encontró
parado en una esquina con las manos en los bolsillos sin saber qué hacer.
El propietario del salón
de billar lo vio entrar al atardecer, todavía con las manos en los bolsillos.
Lo saludó desde el fondo del establecimiento vacío, pero el alcalde no le
respondió.
—Una botella de agua
mineral —dijo.
Las botellas provocaron un
estruendo al ser removidas en la caja de hielo.
—Un día de éstos —dijo el
propietario— tendrán que operarlo, y le encontrarán el hígado lleno de
burbujitas.
El alcalde observó el
vaso. Tomó un sorbo, eructó, con los codos apoyados en el mostrador y la mirada
fija en el vaso, y volvió a eructar. La plaza estaba desierta.
—Bueno —dijo el alcalde—.
¿Qué es lo que pasa?
—Es domingo —dijo el
propietario.
—¡Ah!
Puso una moneda en el
mostrador y salió sin despedirse. En la esquina de la plaza, alguien que
caminaba como si arrastrara una cola enorme le dijo algo que no comprendió.
Poco después reaccionó. De un modo confuso comprendió que algo estaba pasando y
se dirigió al cuartel. Subió a saltos las escaleras sin prestar atención a los
grupos que se formaban en la puerta. Un agente le salió al encuentro. Le
entregó una hoja de papel y él apenas necesitó un golpe de vista para
comprender de qué se trataba.
—La estaba repartiendo en
la gallera —dijo el agente.
El alcalde se precipitó
por el corredor. Abrió la primera celda y permaneció con la mano en la aldaba,
escrutando la penumbra hasta cuando pudo ver: era un muchacho como de veinte
años, de rostro afilado y cetrino, marcado por la viruela. Llevaba una gorra de
beisbolista y anteojos de cristales volados.
—¿Cómo te llamas?
—Pepe.
—¿Pepe qué?
—Pepe Amador.
El alcalde lo observó un
momento e hizo un esfuerzo por recordar. El muchacho estaba sentado en la
plataforma de concreto que servía de cama a los presos. Parecía tranquilo. Se
quitó los anteojos, los limpió con el faldón de la camisa y miró al alcalde con
los párpados fruncidos.
—¿Dónde nos hemos visto?
—preguntó el alcalde.
—Por ahí —dijo Pepe
Amador.
El alcalde no dio un paso
en el interior de la celda. Siguió mirando al preso, pensativo, y luego empezó
a cerrar la puerta.
—Bueno, Pepe —dijo—, creo
que te jodiste.
Pasó el cerrojo, se echó
la llave al bolsillo, y fue a la sala a leer y releer varias veces la hoja
clandestina.
Se sentó frente al balcón
abierto, matando zancudos a manotadas, mientras se encendían las luces en la
calles desiertas. El conocía aquella paz crepuscular. En otra época, en un
anochecer como ése, había experimentado en su plenitud la emoción del poder.
—De manera que han vuelto
—se dijo en voz alta.
Habían vuelto. Como antes,
estaban impresas en mimeógrafo por ambos lados, y habrían podido reconocerse en
cualquier parte y en cualquier tiempo por la indefinible huella de zozobra que
imprime la clandestinidad.
Pensó mucho tiempo en
tinieblas, doblando y desdoblando la hoja de papel, antes de tomar una
decisión. Por último se la guardó en el bolsillo y reconoció al tacto las
llaves de la celda.
—Rovira —llamó.
Su agente de confianza
surgió de la oscuridad. El alcalde le dio las llaves.
—Hazte cargo de este
muchacho —dijo—. Trata de convencerle de que te dé los nombres de quienes traen
al pueblo la propaganda clandestina. Si no lo consigues por las buenas,
—precisó—, trata de que lo diga de todos modos.
El agente le recordó que
tenía un turno esa noche.
—Olvídalo —dijo el
alcalde—. No te ocupes de nada más hasta nueva orden. Y otra cosa —agregó, como
obedeciendo a un inspiración—: despacha a esos hombres que están en el patio.
Esta noche no hay rondas.
Llamó a la oficina
blindada a los tres agentes que por orden suya permanecían inactivos en el
cuartel. Les hizo ponerse los uniformes que guardaba bajo llave en el armario.
Mientras lo hacían, recogió en la mesa los cartuchos de fogueo que las noches
anteriores habían repartido a los hombres de las rondas, y sacó de la caja
fuerte un puñado de proyectiles.
«Esta noche las rondas las
van a hacer ustedes —les dijo, revisando fusiles para entregarles los mejores—.
No tienen que hacer nada, sino dejar que la gente se dé cuenta de que son
ustedes los que están en la calle». Una vez que todos estuvieron armados les
entregó la munición. Se plantó frente a ellos.
—Pero oigan bien una cosa
—les advirtió—: al primero que haga un disparate lo hago fusilar contra la
pared del patio —esperó una reacción que no llegó—. ¿Entendido?
Los tres hombres —dos
aindiados, de aspecto corriente, y uno rubio, con tendencia al gigantismo y de
ojos de un azul transparente— habían escuchado las últimas palabras colocando
cartuchos en las cananas. Se pusieron los tres firmes.
—Entendido, mi teniente.
—Y otra cosa —dijo el
alcalde cambiando a un tono informal—: los Asís están en el pueblo, y no
tendría nada de raro que se encontraran esta noche con alguno de ellos,
borracho, con ganas de buscar vainas. Pues pase lo que pase, no se metan con él
—tampoco esta vez se produjo la reacción esperada—. ¿Entendido?
—Entendido, mi teniente.
—Entonces ya lo saben
—concluyó el alcalde—. Pongan los cinco sentidos en su puesto.
Al cerrar la iglesia
después del rosario, que había adelantado una hora a causa del toque de queda,
el padre Ángel sintió un olor a podredumbre. Fue una tufarada momentánea que no
alcanzó a intrigarlo. Más tarde, friendo tajadas de plátano verde y calentando
leche para la comida, encontró la causa del olor: Trinidad, enferma desde el
sábado, no había retirado los ratones muertos. Entonces volvió al templo, abrió
y limpió las trampas y fue después donde Mina, a dos cuadras de la iglesia.
El propio Toto Visbal le
abrió la puerta. En la salita en penumbra, donde había varios taburetes de
cuero en desorden y litografías colgadas en las paredes, la madre de Mina y la
abuela ciega tomaban en tazas una bebida aromática y ardiente. Mina fabricaba
flores artificiales.
—Hace quince años —dijo la
ciega— que no se le veía en esta casa, padre.
Era cierto. Todas las
tardes pasaba frente a la ventana donde Mina se sentaba a hacer flores de
papel, pero nunca entraba.
—El tiempo pasa sin hacer
ruido —dijo. Y luego, dando a entender que estaba de prisa, se dirigió a Toto
Visbal:
—Vengo a rogarle que deje
ir a Mina desde mañana a hacerse cargo de las trampas. Trinidad explicó a Mina—
está enferma desde el sábado.
Toto Visbal dio su
consentimiento.
—Son ganas de perder el
tiempo —intervino la ciega—. Al fin y al cabo, este año se acabará el mundo.
La madre de Mina le puso
una mano en la rodilla en señal de que se callara. La ciega le apartó la mano.
—Dios castiga la
superstición —dijo el párroco.
—Está escrito —dijo la
ciega—: la sangre correrá por las calles y no habrá poder humano capaz de
detenerla.
El padre le dirigió una
mirada de conmiseración: era muy vieja, de una palidez extremada y sus ojos
muertos parecían penetrar en el secreto de las cosas.
—Nos bañaremos en sangre
—se burló Mina.
Entonces el padre Ángel se
volvió hacia ella. La vio surgir, con su cabello de un negro intenso y la misma
palidez de la ciega, de entre una confusa nube de cintas y papeles de colores.
Parecía un cuadro alegórico en una velada escolar.
—Y tú —le dijo— trabajando
en domingo.
—Ya se lo he dicho
—intervino la ciega—. Lloverá ceniza ardiendo sobre su cabeza.
—La necesidad tiene cara
de perro —sonrió Mina.
Como el párroco seguía de
pie, Toto Visbal rodó un asiento y volvió a invitarlo a que se sentara. Era un
hombre frágil, de ademanes sobresaltados por la timidez.
—Gracias —rehusó el padre
Ángel—. Me va a coger el toque de queda en la calle —prestó atención al
profundo silencio del pueblo y comentó—: Parece que fueran más de las ocho.
Entonces lo supo: después
de casi dos años de celdas vacías, Pepe Amador estaba en la cárcel, y el pueblo
a merced de tres criminales. La gente se había recogido desde las seis.
—Es extraño —el padre
Ángel pareció hablar consigo mismo—. Una cosa así resulta desatinada.
—Tarde o temprano tenía
que suceder —dijo Toto Visbal—. El país entero está remendado con telaraña.
Siguió al padre hasta la
puerta.
—¿No ha visto las hojas
clandestinas?
El padre Ángel se detuvo
perplejo. —¿Otra vez?
—En agosto —se interrumpió
la ciega— empezarán los tres días de oscuridad.
Mina estiró el brazo para
darle una flor empezada. «Cállate —le dijo—, y termina con eso». La ciega
reconoció la flor con el tacto.
—Así que han vuelto —dijo
el padre.
—Hace como una semana
—dijo Toto Visbal—. Por aquí estuvo una, sin que nadie supiera quién la trajo.
Usted sabe cómo es eso.
El párroco afirmó con la
cabeza.
—Dicen que todo sigue lo
mismo que antes —prosiguió Toto Visbal—. Cambió el Gobierno, prometió paz y,
garantías, y al principio todo el mundo lo creyó. Pero los funcionarios siguen
siendo los mismos.
—Y es verdad —intervino la
madre de Mina—. Aquí estamos, otra vez con el toque de queda, y esos tres
criminales en la calle.
—Pero hay una novedad
—dijo Toto Visbal—:
Ahora dicen que otra vez
se están organizando las guerrillas contra el Gobierno en el interior del país.
—Todo eso está escrito
—dijo la ciega.
—Es absurdo —dijo el
párroco, pensativo—. Hay que reconocer que la actitud ha cambiado. O por lo
menos —se corrigió— había cambiado hasta esta noche.
Horas después, desvelado
en el calor del toldo, se preguntó, sin embargo, si en realidad el tiempo había
transcurrido en los diecinueve años que llevaba en la parroquia. Oyó, en el
frente mismo de su casa, el ruido de las botas y las armas que en otra época
precedieron a las descargas de fusilería. Sólo que esta vez las botas se
alejaron, volvieron a pasar una hora más tarde y volvieron a alejarse, sin que
sonaran los disparos. Poco después, atormentado por la fatiga de la vigilia y
el calor, se dio cuenta de que hacía rato estaban cantando los gallos.
9
Mateo Asís trató de
calcular la hora por la posición de los gallos. Finalmente salió a flote en la
realidad.
—¿Qué hora es?
Nora de Jacob estiró el
brazo en la penumbra y cogió el reloj de números fosforescentes en la mesa de
noche. La respuesta que aún no había dado la despertó por completo.
—Las cuatro y media —dijo.
—¡Mierda!
Mateo Asís saltó de la
cama. Pero el dolor de cabeza, y luego el sedimento mineral en la boca, le
obligaron a moderar el impulso. Buscó los zapatos con los pies en la oscuridad.
—Me hubiera cogido el día
—dijo.
—Qué bueno —dijo ella.
Encendió la lamparita y reconoció su nudosa espina dorsal y sus nalgas
pálidas—. Hubieras tenido que quedarte encerrado aquí hasta mañana.
Estaba completamente
desnuda, apenas cubierto el sexo con un extremo de la sábana. Hasta la voz
perdía con la luz encendida su tibia procacidad.
Mateo Asís se puso los
zapatos. Era alto y macizo. Nora de Jacob, que lo recibía ocasionalmente desde
hacía dos años, experimentaba una especie de frustración ante la fatalidad de
tener en secreto a un hombre que a ella le parecía hecho para que lo contara
una mujer.
—Si no te cuidas vas a
engordar —dijo.
—Es la buena vida —replicó
él, procurando ocultar la desazón. Y agregó sonriendo—: Debo estar encinta.
—Ojalá —dijo ella—. Si los
hombres parieran serían menos desconsiderados.
Mateo Asís recogió el
preservativo del suelo con el calzoncillo, fue al baño y lo echó en el inodoro.
Se lavó, procurando no respirar a fondo: cualquier olor, al amanecer, era un
olor de ella. Cuando volvió al cuarto la encontró sentada en la cama.
—Un día de éstos —dijo
Nora de Jacob— me cansaré de estos escondrijos y se lo contaré a todo el mundo.
El no la miró mientras no
estuvo completamente vestido. Ella tuvo conciencia de sus senos macilentos, y
sin dejar de hablar se cubrió hasta el cuello con la sábana.
—No veo la hora
—prosiguió— de que desayunemos en la cama y estemos aquí hasta por la tarde.
Soy capaz de ponerme yo misma un pasquín.
El rió abiertamente.
—Se muere el viejo
Benjamincito —dijo—. ¿Cómo anda eso?
—Imagínate —dijo ella—:
esperando que se muera Néstor Jacob.
Lo vio despedirse desde la
puerta con una señal de la mano. «Trata de venir para Nochebuena», le dijo. El
lo prometió. Atravesó el patio de puntillas y salió a la calle por el portón.
Había un rocío helado que apenas humedecía la piel. Un grito le salió al
encuentro al llegar a la plaza.
—¡Alto!
Una linterna de pilas se
encendió frente a sus ojos. El apartó la cara.
—¡Ah, carajo! —dijo el
alcalde, invisible detrás de la luz—. Miren lo que nos hemos encontrado. ¿Vas o
vienes?
Apagó la linterna, y Mateo
Asís lo vio, acompañado de tres agentes. Tenía la cara fresca y lavada, y
llevaba la ametralladora en bandolera.
—Vengo —dijo Mateo Asís.
El alcalde se acercó para
ver el reloj a la luz del poste. Faltaban diez minutos para las cinco. Con una
señal dirigida a los agentes ordenó poner término a la queda. Permaneció en
suspenso hasta cuando acabó el toque de clarín, que puso una nota triste en el
amanecer. Después despidió a los agentes y acompañó a Mateo Asís a través de la
plaza.
—Ya está —dijo—; se acabó
la vaina de los papelitos. Más que satisfacción, había cansancio en su voz.
—¿Cogieron al que era?
—Todavía no —dijo el
alcalde—. Pero acabo de hacer la última ronda y puedo asegurar que hoy, por
primera vez, no amaneció un solo papel. Era cuestión de amarrarse los
pantalones.
Al llegar al portón de la
casa, Mateo Asís se adelantó para amarrar los perros. Las mujeres del servicio
se desperezaban en la cocina. Cuando el alcalde entró, fue recibido por un
alboroto de perros encadenados que un momento después fue sustituido por pasos
y suspiros de animales pacíficos. La viuda de Asís los encontró tomando café
sentados en el pretil de la cocina. Había aclarado.
—Hombre madrugador —dijo
la viuda—, buen esposo pero mal marido.
A pesar del buen humor, el
rostro revelaba la mortificación de una intensa vigilia. El alcalde respondió
al saludo. Recogió la ametralladora del suelo y se la colgó en el hombro.
—Tómese todo el café que
quiera, teniente —dijo la viuda—, pero no me traiga escopetas a la casa.
—Al contrario —sonrió
Mateo Asís—. Debías pedírsela prestada para ir a misa. ¿No te parece?
—No necesito de estos
trastos para defenderme —replicó la viuda—. La Divina Providencia está de
nuestra parte. Los Asís —agregó seriamenteéramos gente de Dios antes de que
hubiera curas a muchas leguas a la redonda.
El alcalde se despidió.
«Hay que dormir —dijo—. Esto no es vida para cristianos». Se abrió paso por
entre las gallinas y los patos y pavos que empezaban a invadir la casa. La
viuda espantó los animales. Mateo Asís fue al dormitorio, se bañó, se cambió de
ropa y salió de nuevo a ensillar su mula. Sus hermanos se habían ido al
amanecer.
La viuda de Asís se
ocupaba de las jaulas cuando su hijo apareció en el patio.
—Acuérdate —le dijo—, que
una cosa es cuidar el pellejo otra cosa es saber guardar las distancias.
—Sólo entró a tomar un
pocillo de café —dijo Mateo Asís—. Nos vinimos hablando, casi sin darnos
cuenta.
Estaba en el extremo del
corredor, mirando a su madre, pero ella no se había vuelto al hablar. Parecía
dirigirse a los pájaros. «Nada más te digo eso —replicó—. No me traigas
asesinos a la casa». Habiendo terminado con las jaulas, se ocupó directamente
de su hijo:
—Y tú, ¿dónde estabas?
Aquella mañana, el juez
Arcadio creyó descubrir signos aciagos en los minúsculos episodios que hacen la
vida de todos los días. «Hace dolor de cabeza», dijo, tratando de explicar la
incertidumbre a su mujer. Era una mañana de sol. El río, por primera vez en
varias semanas, había perdido su aspecto amenazante y su olor a pellejo crudo.
El juez Arcadio fue a la peluquería.
—La justicia —le recibió
el peluquero— cojea, pero llega.
El piso había sido
lustrado con petróleo y los espejos estaban cubiertos con brochazos de
albayalde. El peluquero empezó a pulirlos con un trapo mientras el juez Arcadio
se acomodaba en la silla.
—No debían de existir los
lunes —dijo el juez.
El barbero había empezado
a cortarle el cabello.
—Son culpa del domingo
—dijo—. Si no fuera por el domingo —preciso— no existirían los lunes.
El juez Arcadio cerró los
ojos. Esta vez, después de diez horas de sueño, de un acto de amor turbulento y
de un baño prolongado, no había nada que reprocharle al domingo. Pero era un
lunes denso. Cuando el reloj de la torre dio las nueve y quedó en el lugar de
las campanadas el siseo de una máquina de coser en la casa contigua, otro signo
estremeció al juez Arcadio; el silencio de las calles.
—Este es un pueblo
fantasma —dijo.
—Ustedes lo han querido
así —dijo el peluquero—. Antes, un lunes por la mañana había hecho por lo menos
cinco cortes a esta hora. Hoy, hago el nombre de Dios con usted.
El juez Arcadio abrió los
ojos y por un momento contempló el río en el espejo. «Ustedes», repitió. Y
preguntó: —¿Quiénes somos nosotros?
—Ustedes —vaciló el
peluquero—. Antes de ustedes, éste era un pueblo de mierda, como todos pero
ahora es el peor de todos.
—Si me dices estas cosas
—replicó el juez—, es porque sabes que no he tenido nada que ver con ellas. ¿Te
atreverías —preguntó sin agresividad— a decirle lo mismo al teniente?
El peluquero admitió que
no.
—Usted no sabe —dijo— lo
que es levantarse todas las mañanas con la seguridad de que lo matarán a uno, y
que pasen diez años sin que lo maten.
—No lo sé —admitió el juez
Arcadio— ni quiero saberlo.
—Haga todo lo que pueda
—dijo el peluquero— por no saberlo nunca.
El juez doblegó la cabeza.
Después de un prolongado silencio, preguntó: «¿Sabes una cosa, Guardiola? —Sin
esperar la respuesta siguió adelante—: El teniente se está hundiendo en el
pueblo. Y cada día se hunde más, porque ha descubierto un placer del cual no se
regresa: poco a poco, sin hacer mucho ruido, se está volviendo rico». Como el
peluquero lo escuchaba en silencio, concluyó:
—Te apuesto a que no habrá
un muerto más por su cuenta. —¿Cree usted?
—Te apuesto cien a uno
—insistió el juez Arcadio—. Para él, en estos momentos, no hay mejor negocio
que la paz.
El peluquero acabó de
cortarle el cabello, echó la silla hacia atrás, y cambió la sábana sin hablar.
Cuando por fin lo hizo, había un hilo de desconcierto en su voz.
—Es raro que sea usted
quien diga eso —dijo—, y que me lo diga a mí.
De habérselo permitido la
posición, el juez Arcadio se habría encogido de hombros.
—No es la primera vez que
lo digo —precisó.
—El teniente es su mejor
amigo —dijo el peluquero.
Había bajado la voz, y era
una voz tensa y confidencial. Concentrado en su trabajo, tenía la misma
expresión con que hace su firma una persona que no tiene el hábito de escribir.
—Dime una cosa, Guardiola
—preguntó el juez Arcadio con cierta solemnidad—. ¿Qué idea tienes de mí?
El peluquero había
empezado a afeitarlo. Pensó un momento antes de responder.
—Hasta ahora —dijo— había
pensado que usted es un hombre que sabe que se va, y quiere irse.
—Puedes seguir pensándolo
—sonrió el juez.
Se dejaba afeitar con la
misma pasividad sombría con que se habría dejado degollar. Mantuvo los ojos
cerrados mientras el peluquero le frotaba la barba con una piedra de alumbre,
lo empolvaba y le sacudía el polvo con una brocha de cerdas muy suaves. Al
quitarle la sábana del cuello, le deslizó un papel en el bolsillo de la camisa.
—Sólo está equivocado en
una cosa, juez —le dijo—. En este país va a haber vainas.
El juez Arcadio se
cercioró de que continuaban solos en la peluquería. El sol ardiente, el siseo
de la máquina de coser en el silencio de las nueve y media, el lunes
ineludible, le indicaron algo más: parecía que estuvieran solos en el pueblo.
Entonces sacó el papel del bolsillo y leyó. El barbero le dio la espalda para
poner orden en el tocador. «Dos años de discursos —citó de memoria—. Y todavía
el mismo estado de sitio, la misma censura de Prensa, los mismos funcionarios».
Al ver en el espejo que el juez Arcadio había terminado de leer, le dijo:
—Hágala circular.
El juez volvió a guardarse
el papel en el bolsillo.
—Eres valiente —dijo.
—Si alguna vez me hubiera
equivocado con alguna persona —dijo el peluquero—, hace años que estaría
apretadito de plomo —luego agregó con voz seria—: Y acuérdese de una cosa,
juez: esto ya no lo para nadie.
Al salir de la peluquería,
el juez Arcadio sentía el paladar reseco. Pidió en el salón de billar dos
tragos dobles, y después de tomarlos, uno detrás del otro, comprendió que
todavía le faltaba mucho tiempo para terminar. En la Universidad, un Sábado de
Gloria, trató de aplicarle una cura de burro a la incertidumbre: entró en el
orinal de un bar, perfectamente sobrio, y se echó pólvora en un chancro y le
prendió fuego.
Al cuarto trago, don Roque
moderó la dosis. «A este paso —sonrió— lo sacarán en hombros como a los
toreros». También él sonrió con los labios, pero sus ojos permanecieron
apagados. Media hora después fue al orinal, orinó, y antes de salir echó la
hoja clandestina en el excusado.
Cuando regresó al
mostrador encontró la botella junto al vaso, señalado con una línea de tinta el
nivel de contenido. «Todo eso para usted», le dijo don Roque, abanicándose
lentamente. Estaban solos en el salón. El juez Arcadio se sirvió medio vaso y
empezó a beberlo sin prisa. «¿Sabe una cosa?», preguntó. Y como don Roque no
dio muestra de haber entendido, le dijo:
—Va a haber vainas.
Don Sabas estaba pesando
en la balanza su almuerzo de pajarito, cuando le anunciaron una nueva visita
del señor Carmichael. «Dile que estoy durmiendo», susurró al oído de su mujer.
Y, efectivamente, diez minutos después estaba durmiendo. Al despertar, el aire
se había vuelto seco y la casa estaba paralizada por el calor. Eran más de las
doce.
—¿Qué soñaste? —le
preguntó la mujer.
—Nada.
Había esperado a que su
esposo despertara sin ser llamado. Un momento después, hirvió la jeringuilla
hipodérmica y don Sabas se puso una inyección de insulina en el muslo.
—Hace como tres años que
no sueñas nada —dijo la mujer con un desencanto tardío.
—Carajo —exclamó él—. ¿Y
ahora qué quieres? No se puede soñar por la fuerza.
Años antes, en su breve
sueño del mediodía, don Sabas había soñado con un roble que en lugar de flores
producía cuchillas de afeitar. Su mujer interpretó el sueño y se ganó una
fracción de lotería.
—Si no es hoy, será mañana
—dijo ella.
—No fue hoy ni será mañana
—replicó impaciente don Sabas—. No voy a soñar únicamente para que tú hagas
pendejadas.
Se tendió de nuevo en la
cama mientras su esposa ponía orden en el cuarto. Toda clase de instrumentos,
cortantes y punzantes, habían sido desterrados de la habitación. Pasada media
hora, don Sabas se incorporó en varios tiempos, procurando no agitarse, y
empezó a vestirse.
—Ajá —preguntó entonces—:
¿qué dijo Carmichael?
—Que vuelve más tarde.
No volvieron a hablar
mientras no estuvieron sentados a la mesa. Don Sabas picaba su descomplicada
dieta de enfermo. Ella se sirvió el almuerzo completo, a simple vista demasiado
abundante para su cuerpo frágil y su expresión lánguida. Lo había pensado mucho
cuando decidió preguntar: —¿Qué es lo que quiere Carmichael?
Don Sabas ni siquiera
levantó la cabeza.
—¿Que más puede ser?
Plata.
«Me lo imaginaba» —suspiró
la mujer. Y prosiguió piadosamente: «Pobre Carmichael: ríos de dinero pasando
por sus manos, durante tantos años, y viviendo de la caridad pública». A medida
que hablaba, perdía el entusiasmo por el almuerzo.
—Dale, Sabitas —suplicó—.
Dios te lo pagará —cruzó los cubiertos sobre el plato y preguntó intrigada—:
¿Cuánto necesita?
—Doscientos pesos
—contestó imperturbable don Sabas.
—¡Doscientos pesos!
—¡Imagínate!
Al contrario del domingo,
que era su día más ocupado, don Sabas tenía los lunes una tarde tranquila.
Podía pasar muchas horas en la Oficina, dormitando frente al ventilador
eléctrico, mientras el ganado crecía, engordaba y se multiplicaba en sus hatos.
Aquella tarde, sin embargo, no consiguió un instante de sosiego.
—Es el calor —dijo la mujer.
Don Sabas dejó ver una chispa de exasperación en las pupilas descoloridas.
En la estrecha oficina, con un viejo escritorio de madera, cuatro sillones de
cuero y arneses apelotonados en los rincones, las persianas habían sido
cerradas y el aire era tibio y grueso.
—Puede ser —dijo—. Nunca
había hecho tanto calor en octubre.
—Hace quince años, con
unos calores como éstos, hubo temblor de tierra —dijo su mujer—. ¿Te acuerdas?
—No me acuerdo —dijo don
Sabas distraído—; tú sabes que nunca me acuerdo de nada. Además —agregó de mal
humor—, esta tarde no estoy para hablar de desgracias.
Cerrando los ojos, los
brazos cruzados sobre el vientre, fingió dormir. «Si viene Carmichael murmuró
dile que no estoy». Una expresión de súplica alteró el rostro de su esposa.
—Eres de mala índole
—dijo.
Pero él no volvió a
hablar. Ella abandonó la oficina, sin hacer el menor ruido al ajustar la puerta
alambrada. Hacia el atardecer, después de haber dormido realmente, don Sabas
abrió los ojos y vio frente a él, como en la prolongación de un sueño, al
alcalde sentado en espera de que despertara.
—Un hombre como usted
—sonrió el teniente— no debe dormir con la puerta abierta.
Don Sabas no hizo un ademán
que revelara su desconcierto. «Para usted —dijo— las puertas de mi casa están
siempre abiertas». Estiró el brazo para hacer sonar la campanilla, pero el
alcalde se lo impidió con un gesto.
—¿No quiere café?
—preguntó don Sabas.
—Ahora no —dijo el alcalde
repasando la habitación con una mirada nostálgica—. Se estaba muy bien aquí,
mientras usted dormía. Era como estar en otro pueblo.
Don Sabas se frotó los
párpados con el revés de los dedos.
—¿Qué hora es?
El alcalde consultó su
reloj. «Van a ser las cinco», dijo. Luego, cambiando de posición en la
poltrona, penetró suavemente en sus propósitos.
—Entonces, ¿hablamos?
—Supongo —dijo don Sabas—
que no puedo hacer otra cosa.
«No valdría la pena —dijo
el alcalde—. Al fin y al cabo, esto no es un secreto para nadie». Y con la
misma reposada fluidez, sin forzar en ningún momento el gesto ni las palabras,
agregó.
—Dígame una cosa, don
Sabas; ¿cuántas reses de la viuda de Montiel ha hecho usted sacar y
contramarcar con su hierro desde cuando ella le ofreció vender?
Don Sabas se encogió de
hombros.
—No tengo la menor idea.
—Usted recuerda —afirmó el
alcalde— que eso tiene un nombre.
—Abigeato —precisó don
Sabas.
—Eso es —confirmó el
alcalde—. Pongamos, por ejemplo —prosiguió sin alterarse— que han sacado
doscientas reses en tres días.
—Ojalá —dijo don Sabas.
—Entonces, doscientas
—dijo el alcalde—. Usted sabe cuáles son las condiciones: cincuenta pesos de
impuesto municipal por cada res.
—Cuarenta.
—Cincuenta.
Don Sabas hizo una pausa
de resignación. Estaba recostado contra el espaldar de la silla de resortes,
haciendo girar en el dedo el anillo de piedra negra y pulida, los ojos fijos en
un ajedrez imaginario.
El alcalde le observaba
con una atención enteramente desprovista de piedad. «Esta vez, sin embargo, las
cosas no terminan ahí —prosiguió—. A partir de este momento, en cualquier lugar
en que se encuentre, todo el ganado de la sucesión de José Montiel está bajo la
protección del municipio». Habiendo esperado inútilmente una reacción, explicó:
—Esa pobre mujer, como
usted sabe, está completamente loca. —¿Y Carmichael?
—Carmichael —dijo el
alcalde— está hace dos horas bajo control.
Don Sabas lo examinó
entonces con una expresión que lo mismo había podido ser de devoción o de
estupor. Y sin ningún anuncio, descargó sobre el escritorio el cuerpo blando y
voluminoso, sacudido por una incontenible risa interior.
—Qué maravilla, teniente
—dijo—. Esto debe parecerle un sueño.
El doctor Giraldo tuvo la
certidumbre, al atardecer de haberle ganado mucho terreno al pasado. Los
almendros de la plaza volvían a ser polvorientos. Un nuevo invierno pasaba,
pero su pisada sigilosa dejaba una huella profunda en el recuerdo. El padre
Ángel regresaba de su paseo vespertino cuando encontró al médico tratando de
meter la llave en la cerradura del consultorio.
—Ya ve, doctor —sonrió—;
hasta para abrir una puerta se necesita la ayuda de Dios.
—O de una linterna —sonrió
a su vez el médico.
Hizo girar la llave en la
cerradura y luego se ocupó enteramente del padre Ángel. Lo vio denso y malva al
crepúsculo. «Espérese un momento, padre —dijo—. Creo que algo no anda bien en
su hígado». Lo retuvo por el brazo.
—¿Cree usted?
El médico encendió la luz
del saledizo y examinó con una atención más humana que profesional el semblante
del párroco. Después abrió la puerta alambrada y encendió la luz del
consultorio.
—No estaría de más que
consagrara cinco minutos a su cuerpo, padre —dijo—. Vamos a ver cómo está esa
presión arterial.
El padre Ángel estaba de
prisa. Pero ante la insistencia del médico, pasó al interior del consultorio, y
preparó el brazo para el tensiómetro.
—En mis tiempos —dijo— no
existían estas cosas.
El doctor Giraldo colocó
una silla frente a él y se sentó a aplicar el tensiómetro.
—Sus tiempos son éstos,
padre —sonrió—. No les saque el cuerpo.
Mientras el médico
estudiaba el cuadrante, el párroco examinó la habitación con esa curiosidad
bobalicona que suelen inspirar las salas de espera. Colgados en las paredes
había un diploma amarillento, la litografía de una niña solferina con una
mejilla carcomida en azul y el cuadro del médico disputándose con la muerte una
mujer desnuda. Al fondo, detrás de la camilla de hierro pintada de blanco,
había un armario con frascos rotulados. Junto a la ventana, una vitrina con
instrumentos y otras dos atiborradas de libros. El único olor definido era el
del alcohol impotable.
El rostro del doctor
Giraldo no reveló nada cuando acabó de tomar la presión.
—En esta habitación hace
falta un santo murmuró el padre Ángel.
El médico examinó las
paredes. «No sólo aquí —dijo—. También hace falta en el pueblo». Guardó el
tensiómetro en un estuche de cuero que cerró con un tirón enérgico de la
cremallera, y dijo:
—Sepa una cosa padre: su
tensión está muy bien.
—Lo suponía dijo el
párroco. Y añadió con una lánguida perplejidad—: Nunca me había sentido mejor
en octubre.
Lentamente empezó a
desenrollarse la manga. Con la sotana de bordes zurcidos, y los zapatos rotos y
las ásperas manos cuyas uñas parecían de cuerno chamuscado, en ese instante
prevalecía en él su condición esencial: era un hombre extremadamente pobre.
—Sin embargo —replicó el
médico— estoy preocupado por usted. Hay que reconocer que su régimen de vida no
es el más adecuado para un octubre como éste.
—Nuestro Señor es exigente
—dijo el padre.
El médico le dio la
espalda para mirar el río oscuro por la ventana. «Me pregunto hasta qué punto
—dijo—. No parece cosa de Dios esto de esforzarse durante tantos años para
tapar con una coraza el instinto de la gente, teniendo plena conciencia de que
por debajo todo sigue lo mismo».
Y después de una larga
pausa, preguntó:
—¿No ha tenido usted en
los últimos días la impresión de que su trabajo implacable ha empezado a
desmoronarse?
—Todas las noches, a lo
largo de toda mi vida, he tenido esa impresión —dijo el padre Ángel—. Por eso
sé que debo empezar con más fuerza al día siguiente.
Se había incorporado. «Van
a ser la seis», dijo, disponiéndose a abandonar el consultorio. Sin moverse de
la ventana, el médico pareció extender un brazo en su camino para decirle:
—Padre: una noche de
éstas, póngase la mano en el corazón y pregúntese si no está usted tratando de
ponerle esparadrapos a la moral.
El padre Ángel no pudo
disimular una terrible sofocación interior. «A la hora de la muerte —dijo—
sabrá cuánto pesan estas palabras, doctor». Dio las buenas noches, y ajustó
suavemente la puerta al salir.
No pudo concentrarse en la
oración. Cuando cerraba la iglesia, Mina se acercó a decirle que sólo había
caído un ratón en dos días. El tenía la impresión de que en ausencia de
Trinidad los ratones habían proliferado hasta el punto de que amenazaban con
socavar el templo. Sin embargo, Mina había montado las trampas. Había
envenenado el queso, perseguido el rastro de la cría y taponado con asfalto los
nuevos nidos que él mismo le ayudaba a descubrir.
—Pon un poco de fe en tu
trabajo —le había dicho y los ratones vendrán como corderitos hasta las
trampas.
Dio muchas vueltas en las
estera pelada antes de dormir. En el enervamiento de la vigilia tuvo plena
conciencia del oscuro sentimiento de derrota que el médico había inculcado en
su corazón. Esa inquietud, y luego el tropel de los ratones en el templo, la
espantosa parálisis de la queda, todo se confabuló para que una fuerza ciega le
arrastrara hasta la turbulencia de su recuerdo más temido:
Recién llegado al pueblo
lo habían despertado a medianoche para que prestara los últimos auxilios a Nora
de Jacob. Había recibido una confesión dramática, expuesta de un modo sereno,
escueto y detallado, en una alcoba preparada para recibir a la muerte: sólo
quedaba un, crucifijo sobre la cabecera de la cama y muchas sillas vacías
contra las paredes. La moribunda le había revelado que su marido, Néstor Jacob,
no era el padre de la hija que acababa de nacer. El padre Ángel había
condicionado la absolución a que la confesión fuera repetida y el acto de
contrición terminado en presencia del esposo.
10
Obedeciendo las órdenes
rítmicas del empresario, las cuadrillas desenterraron los puntales y la carpa
se desinfló en una catástrofe solemne, con un silbido quejumbroso como el del
viento entre los árboles. Al amanecer estaba plegada, y las mujeres y los niños
desayunaban sobre los baúles, mientras los hombres embarcaban las fieras.
Cuando las lanchas pitaron por primera vez, las huellas de los fogones en el
solar pelado era el único indicio de que un animal prehistórico había pasado
por el pueblo.
El alcalde no había dormido.
Después de observar desde el balcón el embarque del circo, se mezcló al
bullicio del puerto todavía con el uniforme de campaña, los ojos irritados por
la falta de sueño y la cara endurecida por la barba de dos días. El empresario
lo descubrió desde el techo de la lancha.
—Salud, teniente —le
gritó—. Ahí le dejo su reino.
Estaba embutido en un
overol amplio y fluido que imprimía a su cara rotunda un aire sacerdotal.
Llevaba la fusta enrollada en el puño.
El alcalde se acercó a la
ribera. «Lo siento, general —gritó a su vez de buen humor, con los brazos
abiertos—. Espero que tenga la honradez de decir por qué se va». Se volvió
hacia la multitud, y explicó en voz alta:
—Le suspendí el permiso
porque no quiso dar una función gratis para los niños.
La sirena final de las
lanchas, y en seguida el ruido de los motores ahogaron la respuesta del
empresario. El agua exhaló un aliento de fango removido. El empresario esperó a
que las lanchas dieran la vuelta en el centro del río. Entonces se apoyo contra
la borda, y utilizando las manos como altavoz, gritó con todo el poder de sus
pulmones.
—Adiós,
policía—hijo—de—puta.
El alcalde no se inmutó.
Esperó, con las manos en los bolsillos, hasta cuando se desvaneció el ruido de
los motores. Luego se abrió paso a través de la multitud, sonriente, y entró al
almacén del sirio Moisés.
Eran casi las ocho. El
sirio había empezado a guardar la mercancía exhibida en la puerta.
—De manera que también
usted se va —le dijo el alcalde.
—Por poco tiempo —dijo el
sirio, mirando el cielo—. Va a llover.
—Los miércoles no llueve
—afirmó el alcalde.
Estuvo de codos en el
mostrador observando los nubarrones densos que flotaban sobre el puerto, hasta
cuando el sirio acabó de guardar la mercancía y ordenó a su mujer que les
llevara café.
—A este paso —suspiro como
para si mismo— tendremos que pedir gente prestada a los otros pueblos.
El alcalde tomaba el café
a sorbos espaciados. Tres familias más habían abandonado el pueblo. Con ellas,
según las cuentas del sirio Moisés, eran cinco las que se habían marchado en el
curso de una semana.
—Tarde o temprano volverán
—dijo el alcalde. Escrutó las manchas enigmáticas dejadas por el café en el
fondo de la taza, y comentó con un aire ausente—: Dondequiera que vayan,
recordarán que tienen el ombligo enterrado en este pueblo.
A pesar de sus
pronósticos, tuvo que esperar en el almacén a que pasara un violento chaparrón
que por breves minutos hundió el pueblo en el diluvio. Luego fue al cuartel de
la policía y encontró al señor Carmichael, todavía sentado en un banquillo en
el centro del patio, ensopado por el chaparrón.
No se ocupó de él. Después
de recibir el parte del agente de guardia, se hizo abrir la celda donde Pepe
Amador parecía dormir profundamente tirado bocabajo en el piso de ladrillos. Lo
volteó con el pie, y por un momento observó con una secreta conmiseración el
rostro desfigurado por los golpes.
—¿Desde cuándo no come?
—preguntó.
—Desde anteanoche.
Ordenó levantarlo. Agarrándolo
por las axilas, tres agentes arrastraron el cuerpo a través de la celda y lo
sentaron en la plataforma de concreto incrustada a medio metro de altura en la
pared. En el lugar donde estuvo el cuerpo quedó una sombra húmeda.
Mientras dos agentes lo mantenían
sentado, otro le tuvo la cabeza en alto, agarrándolo por el cabello. Habría
podido pensarse que estaba muerto, salvo por la respiración irregular y la
expresión de infinito agotamiento de los labios.
Al ser abandonado por los
agentes, Pepe Amador abrió los ojos, y se agarró a tientas del borde de
concreto. Luego se tendió bocabajo en la plataforma con un quejido ronco.
El alcalde abandonó la
celda y ordenó que le dieran de comer y lo dejaran dormir un rato. «Después
—dijo— sigan trabajándolo hasta que escupa todo lo que sabe. No creo que pueda
resistir mucho tiempo». Desde el balcón, vio otra vez al señor Carmichael en el
patio, con la cara entre las manos, encogido en el banquillo.
—Rovira —llamó—. Vaya a la
casa de Carmichael y dígale a su esposa que le mande ropa, Después —agregó de
un modo perentorio— hágalo venir a la oficina.
Había empezado a dormirse,
apoyado en el escritorio, cuando llamaron a la puerta. Era el señor Carmichael,
vestido de blanco y completamente seco, con excepción de los zapatos que
estaban hinchados y blandos como los de un ahogado. Antes de ocuparse de él, el
alcalde ordenó al agente que volviera por un par de zapatos.
El señor Carmichael
levantó un brazo hacia el agente. «Déjeme así», dijo. Y luego dirigiéndose al
alcalde con una mirada de severa dignidad, explicó:
—Son los únicos que tengo.
El alcalde lo hizo sentar.
Veinticuatro horas antes el señor Carmichael había sido conducido a la oficina
blindada y sometido a un intenso interrogatorio sobre la situación de los
bienes de Montiel. Había hecho una exposición detallada. Al final, cuando el
alcalde reveló su propósito de comprar la herencia al precio que establecieran
los peritos del municipio, había anunciado su inflexible determinación de no
permitirlo mientras no estuviera liquidada la sucesión.
Aquella tarde, después de
dos días de hambre y de intemperie, su respuesta reveló la misma
inflexibilidad.
—Eres una mula, Carmichael
—le dijo el alcalde—. Si esperas a que esté liquidada la sucesión, ese bandido
de don Sabas acabará de contramarcar con su hierro todo el ganado de Montiel.
El señor Carmichael se
encogió de hombros.
—Está bien —dijo el
alcalde después de una larga pausa—. Ya se sabe que eres un hombre honrado.
Pero recuerda una cosa: hace cinco años, don Sabas le dio a José Montiel la
lista completa de la gente que estaba en contacto con las guerrillas, y por eso
fue el único jefe de la oposición que pudo quedarse en el pueblo.
—Se quedó otro —dijo el
señor Carmichael con una punta de sarcasmo—: el dentista.
El alcalde pasó por alto
la interrupción. —¿Tú crees que por un hombre así, capaz de vender por nada a
su propia gente, vale la pena de que te estés sentado veinticuatro horas a sol
y sereno?
El señor Carmichael bajó
la cabeza y se puso a mirarse las uñas. El alcalde se sentó sobre el
escritorio.
—Además —dijo finalmente
en tono blando—, piensa en tus hijos.
El señor Carmichael
ignoraba que su esposa y sus dos hijos mayores, habían visitado al alcalde la
noche anterior, y éste les había prometido que antes de veinticuatro loras
estaría en libertad.
—No se preocupe —dijo el
señor Carmichael. Ellos saben cómo defenderse.
No levantó la cabeza
mientras no sintió al alcalde pasearse de un extremo al otro de la oficina.
Entonces lanzó un suspiro y dijo: «Todavía le queda otro recurso, teniente».
Antes de seguir adelante, lo miró con una tierna mansedumbre.
—Pégueme un tiro.
No recibió ninguna
respuesta. Un momento después, el alcalde estaba profundamente dormido en su
cuarto, y el señor Carmichael había vuelto al banquillo.
A sólo dos cuadras del
cuartel el secretario del juzgado era feliz. Había pasado la mañana dormitando
en el fondo de la oficina, y sin que hubiera podido evitarlo vio los senos
espléndidos de Rebeca de Asís. Fue como un relámpago á1 mediodía: de pronto se
había abierto la puerta del baño, y la fascinante mujer, sin nada más que una
toalla enrollada en la cabeza, lanzó un grito silencioso y se apresuró a cerrar
la ventana.
Durante media hora, el
secretario siguió soportando en la penumbra de la oficina la amargura de
aquella alucinación. Hacia las doce puso el candado en la puerta y se fue a
darle algo de comer a su recuerdo.
Al pasar frente a la
telegrafía, el administrador de correos le hizo una seña. «Tendremos cura nuevo
—le dijo—: la viuda de Asís le escribió una carta al Prefecto Apostólico». El
secretario lo rechazó.
—La mejor virtud de un
hombre —dijo— es saber guardar un secreto.
En la esquina de la plaza
se encontró con el señor Benjamín, que lo pensaba dos veces antes de saltar los
charcos frente a su tienda. «Si usted supiera, señor Benjamín», inició el
secretario.
—¿Qué es? —preguntó el
señor Benjamín.
—Nada —dijo el
secretario—. Me llevaré este secreto a la tumba.
El señor Benjamín se
encogió de hombros. Vio al secretario saltar por encima de los charcos con una
agilidad tan juvenil, que se lanzó también él a la aventura.
En su ausencia alguien
había puesto en la trastienda un portacomidas de tres secciones, platos y
cubiertos, y un mantel doblado. El señor Benjamín extendió el mantel de la
mesa, y puso las cosas en orden para almorzar. Hizo todo con extremada
pulcritud. Primero tomó la sopa, amarilla, con grandes círculos de grasa
flotante, y un hueso pelado. En otro plato comió arroz blanco, carne guisada y
un pedazo de yuca frita. Empezaba el calor, pero el señor Benjamín no le
prestaba atención. Cuando acabó con el almuerzo, habiendo apilado los platos y
puesto otra vez las secciones de portacomidas en su puesto, tomó un vaso de
agua.
Se disponía a colgar la
hamaca cuando sintió que alguien entraba en la tienda.
Una voz soñolienta
preguntó: —¿Está el señor Benjamín?
Estiró la cabeza y vio a
una mujer vestida de negro con el cabello cubierto con una toalla, y de piel de
color de ceniza. Era la madre de Pepe Amador.
—No estoy —dijo el señor
Benjamín.
—Es usted —dijo la mujer.
—Ya lo sé —dijo él—, pero
es como si no lo fuera, porque sé para qué me busca.
La mujer vaciló frente a
la puertecita de la trastienda, mientras el señor Benjamín acababa de colgar la
hamaca. A cada inspiración escapaba de sus pulmones un silbido tenue.
—No se quede ahí —dijo el
señor Benjamín con dureza—. Váyase o pase adelante.
La mujer ocupó el asiento
frente a la mesa y empezó a sollozar en silencio.
—Perdone —dijo él—. Tiene
que darse cuenta de que me compromete quedándose ahí, a la vista de todo el
mundo.
La madre de Pepe Amador se
descubrió la cabeza y se secó los ojos con la toalla. Por puro hábito, el señor
Benjamín probó la resistencia de las cuerdas cuando acabó de colgar la hamaca.
Luego se ocupó de la mujer.
—De manera —dijo— que
usted quiere que le escriba un memorial.
La mujer afirmó con la
cabeza.
—Esto es —prosiguió el
señor Benjamín—. Usted sigue creyendo en memoriales. En estos tiempos —explicó
bajando la voz— la justicia no se hace con papeles: se hace a tiros.
—Lo mismo dice todo el
mundo —replicó ella—, pero da la casualidad de que yo soy la única que tengo a
mi muchacho en la cárcel.
Mientras hablaba, deshizo
los nudos del pañuelo que hasta entonces había tenido apretado en el puño, y
sacó varios billetes sudados: ocho pesos. Los ofreció al señor Benjamín.
—Es todo lo que tengo
—dijo.
El señor Benjamín observó
el dinero. Se alzó de hombros, tomó los billetes y los puso sobre la mesa. «Sé
que es inútil —dijo—. Pero lo voy hacer sólo para probarle a Dios que soy un
hombre terco». La mujer se lo agradeció en silencio y otra vez volvió a
sollozar.
—De todos modos —la
aconsejó el señor Benjamín, trate de que el alcalde le deje ver al muchacho, y
convénzalo de que diga lo que sabe. Fuera de eso, es como echarle memoriales a
los puercos.
Ella se limpió la nariz
con la toalla, se cubrió de nuevo la cabeza y salió de la tienda sin volver la
cara.
El señor Benjamín hizo la
siesta hasta las cuatro. Cuando fue al patio a lavarse, el tiempo estaba
despejado y el aire lleno de hormigas voladoras. Después de cambiarse de ropa y
de peinarse las pocas hebras que le quedaban, fue a la telegrafía a comprar una
hoja de papel sellado.
Volvía a la tienda a
escribir el memorial cuando comprendió que algo ocurría en el pueblo. Percibió
gritos distantes. A un grupo de muchachos que pasó corriendo junto a él les
preguntó qué sucedía, y ellos le respondieron sin detenerse. Entonces regresó a
la telegrafía y devolvió la hoja de papel sellado.
—Ya no hace falta —dijo—.
Acaban de matar a Pepe Amador.
Todavía medio dormido,
llevando el cinturón en una mano y con la otra abotonándose la guerrera, el
alcalde bajó en dos saltos la escalera del dormitorio. El color de la luz le
trastornó el sentido del tiempo. Comprendió antes de saber qué pasaba, que
debía dirigirse al cuartel.
Las ventanas se cerraban a
su paso. Una mujer se acercaba corriendo con los brazos abiertos, por la mitad
de la calle en sentido contrario. Había hormigas voladoras en el aire limpio.
Todavía sin saber qué ocurría, el alcalde desenfundó el revólver y echó a
correr.
Un grupo de mujeres
trataba de forzar la puerta del cuartel. Varios hombres forcejeaban con ellas
para impedirlo. El alcalde los apartó a golpes, se puso de espaldas contra la
puerta, encañonó a todos.
—Al que dé un paso lo
quemo.
Un agente que la había
estado reforzando por dentro abrió entonces la puerta, con el fusil montado, e
hizo sonar el pito. Otros dos agentes acudieron al balcón, hicieron varias
descargas al aire, y el grupo se dispersó hacia los extremos de la calle. En
ese momento, aullando como un perro, la mujer apareció en la esquina. El
alcalde reconoció a la madre de Pepe Amador. Dio un salto hacia el interior del
cuartel y ordenó al agente desde la escalera:
—Encárguese de esa mujer.
Dentro había un silencio
total. En realidad, el alcalde no supo lo que había pasado mientras no apartó a
los agentes que obstruían la entrada de la celda, y vio a Pepe Amador. Tirado
en el suelo, encogido sobre sí mismo, tenía las manos entre los muslos. Estaba
pálido pero no había rastros de sangre.
Después de convencerse de
que no tenía ninguna herida, el alcalde extendió el cuerpo bocarriba, le metió
los faldones de la camisa entre los pantalones y le abotonó la bragueta. Por
último le abrochó el cinturón.
Cuando se incorporó, había
recobrado el aplomo, pero la expresión con que se enfrentó a los agentes
revelaba un principio de cansancio.
—¿Quién fue?
—Todos —dijo el gigante
rubio—. Trató de fugarse.
El alcalde lo miró
pensativo, y por breves segundos pareció que no tuviera nada más que decir.
«Ese cuento ya no se lo traga nadie», dijo. Avanzó hacia el gigante rubio con
la mano extendida.
—Dame el revólver.
El agente se quitó el
cinturón y se lo entregó. Habiendo cambiado por proyectiles nuevos dos cápsulas
disparadas, el alcalde se las guardó en el bolsillo y le dio el revólver a otro
agente. El gigante rubio, que visto de cerca parecía iluminado por un aura de
puerilidad, se dejó conducir a la celda vecina. Allí se desvistió por completo
y le dio la ropa al alcalde. Todo fue hecho sin prisa, sabiendo cada cual la
acción que le correspondía, como en una ceremonia. Finalmente, el propio
alcalde cerró la celda del muerto y salió al balcón del patio. El señor
Carmichael permanecía en el banquillo.
Conducido a la oficina, no
respondió a la invitación de sentarse. Se quedó de pie frente al escritorio,
otra vez con la ropa mojada, y apenas movió la cabeza cuando el alcalde le
preguntó si se había dado cuenta de todo.
—Pues bien —dijo el
alcalde—. Todavía no he tenido tiempo de pensar qué voy hacer, y ni siquiera sé
si voy a hacer algo. Pero cualquier cosa que haga —añadió—, acuérdate de esto:
quieras o no, tú estás en el pastel.
El señor Carmichael siguió
absorto frente al escritorio, la ropa pegada al cuerpo y un principio de
tumefacción en la piel, como si aún no hubiera salido a flote en su tercera
noche de ahogado. El alcalde esperó inútilmente una señal de vida.
—Entonces, date cuenta de
la situación, Carmichael: ahora somos socios.
Lo dijo gravemente, y
hasta con un poco de dramatismo. Pero el cerebro del señor Carmichael no
pareció registrarlo. Permaneció inmóvil frente al escritorio, hinchado y
triste, aun después de que se cerró la puerta blindada.
Frente al cuartel, dos
agentes tenían por las muñecas a la madre de Pepe Amador. Los tres parecían
reposar. La mujer respiraba con un ritmo apacible y sus ojos estaban secos. Pero
cuando el alcalde apareció en la puerta lanzó un aullido ronco y se sacudió con
tal vio que uno de los agentes tuvo que soltarla y el otro la inmovilizó en el
suelo con una llave.
El alcalde no la miró.
Haciéndose acompañar por otro agente, se enfrentó al grupo que presenciaba la
lucha desde la esquina. No se dirigió a nadie en particular.
—Cualquiera de ustedes
—dijo—: si quieren evitar algo peor, llévense a esa mujer para su casa.
Siempre acompañado por el
agente, se abrió paso a través del grupo y llegó hasta el juzgado. No encontró
a nadie. Entonces fue a casa del juez Arcadio, y empujando la puerta sin tocar
gritó:
—Juez.
La mujer del juez Arcadio,
agobiada por el humor denso del embarazo, respondió en la penumbra.
—Se fue.
El alcalde no se movió del
umbral.
—¿Para dónde?
—Para dónde iba a ser
—dijo la mujer—: para la puta mierda.
El alcalde hizo al agente
una seña de seguir adelante. Pasaron de largo, sin mirarla, junto a la mujer.
Después de revolver el dormitorio y darse cuenta de que no había cosas de
hombre por ningún lado, regresaron a la sala.
—¿Cuándo se fue? —preguntó
el alcalde.
—Hace dos noches —dijo la
mujer.
El alcalde necesitó una
larga pausa para pensar.
—Hijo de puta —gritó de
pronto—. Podrá esconderse a cincuenta metros bajo tierra; podrá meterse otra
vez en la barriga de su puta madre, que de allí lo sacaremos vivo o muerto. El
Gobierno tiene el brazo muy largo.
La mujer suspiro.
—Dios lo oiga, teniente.
Empezaba a oscurecer.
Todavía quedaban grupos mantenidos a raya por los agentes en las esquinas del
cuartel, pero se habían llevado a la madre de Pepe Amador y el pueblo parecía
tranquilo.
El alcalde fue
directamente a la celda del muerto. Hizo traer una lona, y ayudado por el
agente le puso la gorra y los lentes al cadáver y lo envolvió en ella. Después
buscó en distintos sitios del cuartel pedazos de cabuyas y alambres, y amarró
el cuerpo en espiral desde el cuello hasta los tobillos. Cuando terminó estaba
sudando, pero tenía un aire restablecido. Era como si físicamente se hubiera
quitado de encima el peso del cadáver.
Sólo entonces encendió la
luz de la celda. «Búscate la pala, el cavador y una lámpara —ordenó al agente—.
Después llamas a González, se van al traspatio y cavan un hoyo bien hondo, en
la parte de atrás, que es más seco». Lo dijo como si hubiera ido concibiendo
cada palabra a medida que hablaba.
—Y acuérdense de una vaina
para toda la vida —concluyó— este muchacho no ha muerto.
Horas más tarde aún no
habían terminado de cavar la sepultura. Desde el balcón, el alcalde se dio
cuenta de que no había nadie en la calle, salvo uno de sus agentes que montaba
la guardia de esquina a esquina. Encendió la luz de la escalera, y se echó a
reposar en el rincón más oscuro de la sala, oyendo apenas los chillidos
espaciados de un alcaraván distante.
La voz del padre Ángel lo
arrancó de su meditación. La oyó primero dirigiéndose al agente de guardia,
luego a alguien que le acompañaba y por último reconoció la otra voz.
Permaneció inclinado en la silla plegadiza hasta oír de nuevo las voces, ya
dentro del cuartel, y las primeras pisadas en la escalera. Entonces extendió el
brazo izquierdo en la oscuridad y agarró la carabina.
Al verlo aparecer en el
tope de la escalera, el padre Ángel se detuvo. Dos escalones más abajo estaba
el doctor Giraldo, con una bata corta, blanca y almidonada, y un maletín en la
mano. Descubrió sus dientes afilados.
—Estoy desilusionado,
teniente —dijo de buen humor—. Me he pasado toda la tarde esperando a que me
llamara para hacer la autopsia.
El padre Ángel fijó en él
sus ojos transparentes y mansos, y después los volvió hacia el alcalde. También
el alcalde sonrió.
—No hay autopsia —dijo—,
puesto que no hay muerto.
—Queremos ver a Pepe Amador
—dijo el párroco.
Teniendo la carabina con
el cañón hacia abajo, el alcalde siguió dirigiéndose al médico. «Yo también lo
quisiera ver, —dijo—. Pero no hay nada que hacer». Y dejó de sonreír al
decirlo:
—Se fugó.
El padre Ángel avanzó un
peldaño. El alcalde levantó la carabina hacia él. «Quédese quietecito, padre»,
advirtió. A su vez, el médico avanzó un peldaño.
—Oiga una cosa, teniente
—dijo, todavía sonriendo—: en este pueblo no se pueden guardar secretos. Desde
las cuatro de la tarde, todo el mundo sabe que a ese muchacho le hicieron lo
mismo que hacía don Sabas con los burros que vendía.
—Se fugó, —repitió el
alcalde.
Vigilando al médico,
apenas tuvo tiempo de ponerse en guardia cuando el padre Ángel subió e una vez
dos peldaños con los brazos en alto.
El alcalde quitó el seguro
del arma con un golpe seco del canto de la mano, y quedó plantado con las
piernas abiertas.
—Alto —gritó.
El médico agarró al
párroco por la manga de la sotana. El padre Ángel empezó a toser.
—Juguemos limpio, teniente
—dijo el médico. Su voz se endureció por primera vez en mucho tiempo—. Hay que
hacer esa autopsia. Ahora vamos a esclarecer el misterio de los síncopes que
sufren los presos en esta cárcel.
—Doctor —dijo el alcalde—:
si se mueve de donde está lo quemo —desvió apenas la mirada hacia el párroco—.
Y a usted también, padre.
Los tres permanecieron
inmóviles.
—Además —prosiguió el
alcalde dirigiéndose al sacerdote— usted debe estar complacido, padre: ese
muchacho era el que ponía los pasquines.
—Por el amor de Dios
—inició, el padre Ángel.
La tos convulsiva le
impidió continuar. El alcalde esperó a que pasara la crisis.
—Oigan una vaina —dijo
entonces—: voy a empezar a contar. Cuando cuente tres me pongo a disparar con
los ojos cerrados contra esa puerta. Sépalo desde ahora y para siempre
—advirtió explícitamente al médico—: se acabaron los chistecitos. Estamos en
guerra, doctor.
El médico arrastró al
padre Ángel por la manga. Inició el descenso sin volver la espalda al alcalde,
y de pronto se echó a reír abiertamente.
—Así me gusta, general
—dijo—. Ahora si empezamos a entendernos.
—Uno —contó el alcalde.
No oyeron el número
siguiente. Cuando se separaron en la esquina del cuartel, el padre Ángel estaba
demolido, y tuvo que apartar la cara porque tenía los ojos húmedos. El doctor
Giraldo le dio una palmadita en el hombro sin haber dejado de sonreír. «No se
sorprenda, padre —le dijo—. Todo esto es la vida». Al doblar la esquina de su
casa vio el reloj a la luz del poste: eran las ocho menos cuarto.
El padre Ángel no pudo
comer. Después de que dieron el toque de queda se sentó a escribir una carta, y
estuvo inclinado sobre el escritorio hasta pasada la medianoche, mientras la
llovizna menuda iba borrando el mundo a su alrededor. Escribió de un modo
implacable, dibujando letras parejas, con tendencias al preciosismo, y lo hacía
con tanta pasión que no mojaba la pluma sino después de haber trazado hasta dos
palabras invisibles, rayando el papel con la pluma seca.
Al día siguiente, después
de la misa puso la carta al correo a pesar de que no sería expedida hasta el
viernes. Durante la mañana, el aire fue húmedo y nublado, pero hacia el
mediodía se volvió diáfano. Un pájaro extraviado apareció en el patio y estuvo
como media hora dando saltitos de inválido por entre los nardos. Cantó una nota
progresiva, subiendo cada vez una octava, hasta cuando se hizo tan aguda que
fue necesario imaginarla.
En el paseo vespertino el
padre Ángel tuvo la certidumbre de que toda la tarde lo había perseguido una
fragancia otoñal. En casa de Trinidad, mientras sostenía con la convaleciente
una conversación triste sobre las enfermedades de octubre, creyó identificar el
olor que una noche exhaló en su despacho Rebeca de Asís.
Al regreso había visitado
a la familia del señor Carmichael. La esposa y la hija mayor estaban
desconsoladas, y siempre que mencionaban al preso emitían una nota falsa. Pero
los niños estaban felices sin la severidad del papá, tratando de hacer beber
agua en un vaso al matrimonio de conejos que les había mandado la viuda de
Montiel. De pronto el padre Ángel había interrumpido la conversación, y
trazando con la mano un signo, había dicho:
—Ya sé: es acónito.
Pero no era acónito.
Nadie hablaba de los
pasquines. En el fragor de los últimos acontecimientos eran apenas una
pintoresca anécdota del pasado. El padre Ángel lo comprobó durante el paseo
vespertino, y después de la oración, conversando en el despacho con un grupo de
damas católicas.
Al quedar solo sintió
hambre. Se preparó tajadas fritas de plátano verde y café con leche y las
acompañó con un pedazo de queso. La satisfacción del estómago le hizo olvidar
el olor. Mientras se desvestía para acostarse, y luego dentro del toldo,
cazando los mosquitos que habían sobrevivido al insecticida, eructó varias
veces. Tenía acidez, pero su espíritu estaba en paz.
Durmió como un santo. Oyó,
en el silencio de la queda, los susurros emocionados, las tentativas
preliminares de las cuerdas templadas por el hielo de la madrugada, y por
último una canción de otro tiempo. A las cinco menos diez se dio cuenta de que
estaba vivo. Se incorporó en un esfuerzo solemne, frotándose los párpados con
los dedos, y pensó: «Viernes, 21 de octubre». Después recordó en voz alta: «San
Hilarión».
Se vistió sin lavarse y
sin rezar. Habiendo rectificado la larga abotonadura de la sotana, se puso las
agrietadas botas de uso diario cuyas suelas empezaban a desclavarse. Al abrir
la puerta sobre los nardos recordó las palabras de una canción.
—Me quedaré en tu sueño
hasta la muerte —suspiró.
Mina empujó la puerta de
la iglesia mientras él daba el primer toque. Se dirigió al baptisterio, y
encontró el queso intacto y las trampas montadas. El padre Ángel acabó de abrir
la puerta sobre la plaza.
—Mala suerte —dijo Mina,
sacudiendo la caja de cartón vacía—. Hoy no cayó ni uno.
Pero el padre Ángel no le
puso atención. Despuntaba un día brillante, con un aire nítido, como un anuncio
de que también ese año, a pesar de todo, diciembre sería puntual. Nunca le
pareció más definido el silencio de Pastor.
—Anoche hubo serenata
—dijo.
—De plomo —confirmó Mina—.
Sonaron disparos hasta hace poco.
El padre la miró por
primera vez. También ella, extremadamente pálida, como la abuela ciega, usaba
la faja azul de una congregación laica. Pero a diferencia de Trinidad, que
tenía un humor masculino, en ella empezaba a madurar una mujer.
—¿Dónde?
—Por todos lados —dijo
Mina—. Parece que se volvieron locos buscando hojas clandestinas. Dicen que
levantaron el entablado de la peluquería, por casualidad, y encontraron armas.
La cárcel está llena, pero dicen que los hombres se están echando al monte para
meterse en las guerrillas.
El padre Ángel suspiró.
—No me di cuenta de nada
—dijo.
Caminó hacia el fondo de
la iglesia. Ella lo siguió en silencio hasta el altar mayor.
—Y eso no es nada —dijo
Mina—: Anoche a pesar del toque de queda y a pesar del plomo…
El padre Ángel se detuvo.
Volvió hacia ella sus ojos parsimoniosos, de un azul inocente. Mina también se
detuvo, con la caja vacía bajo el brazo, e inició una sonrisa nerviosa antes de
terminar la frase.
FIN.